Estamos en 1987.
Simultáneamente y en dos lugares distintos —Irlanda
y Estados Unidos— se produce un acontecimiento similar: sendas
muchachas quedan embarazadas sin dejar por ello de ser vírgenes.
Aunque insólito, el hecho no parece ir más allá de lo meramente curioso;
sin embargo, es posible que constituya parte de un plan sobrenatural de
dimensiones cósmicas, algo ya anunciado setenta años antes, en
Fátima. Se trata de la famosa y desconocida tercera profecía que la
Virgen María hizo a los tres pastorcillos portugueses: el Segundo
Advenimiento. El hecho conmociona a la Iglesia, empezando por su
cúpula, el Papa. Los interrogantes se suceden: ¿Es un fraude?, ¿de las
dos muchachas, o sólo de una de ellas? ¿Cómo debe interpretarse el
supuesto fenómeno? Y, sobre todo, ¿por qué dos vírgenes?…
Sobre la base de esta trama, audaz y original, James Patterson ha
escrito una novela sobria, tensa, inquietante, en la que, en medio de un
clima de pesadilla, el terror alterna con el prodigio y el desconcierto con
la esperanza. Una novela cuya lectura es imposible abandonar, una vez
empezada. Una novela, también, imposible de olvidar. Porque la
amenaza de caos, de catástrofe para la humanidad, que representa su
tema es un escalofrío implantado en el ánimo del lector, un pánico de
efecto seguro y duradero.
James Patterson
Virgen
ePub r1.0
sentinel 03.06.14
Título original: Virgin
James Patterson, 1980
Traducción: Manuel Vázquez
Diseño de cubierta: Yzquierdo
Editor digital: sentinel
ePub base r1.1
TESTIMONIO DE AGRADECIMIENTO
Quisiera agradecer a las siguientes personas su inestimable ayuda para hacer
más auténtico e interesante este libro con antecedentes históricos y escenarios
universales:
Lea Guyer Gordon — Nueva York.
Padre Norris Clark, padre Augustin Grady — Fordham University.
Mrs. Joan Ennis — Irish Tourist Board.
Doctores Marjorie Pollack y Robert Alden — Federal Center for Disease
Control, Atlanta, Georgia.
Doctores Donald Gray, John Wilcox — Manhattan College.
Mrs. Ann Natanson — Time-Life News Service, Roma.
Padre Kenneth Jadoss — Archidiócesis Católica de Nueva York.
Doctora Jean Packtor — New York City Department of Health.
James Mahoney — St. Joseph’s Seminary.
Mrs. Constance Stringe.
Mrs. Puspha Cupta — Consulado General de India.
Padre John Lynch — St. Mary’s-by-the-Sea (traductor par excellence).
Y sobre todo, Jane.
PRÓLOGO
Cuéntame la antigua, antiquísima historia
de cosas jamás vistas allá arriba…
HIMNO DE KATHERINE HANKEY
LOS PASTORCILLOS MILAGROSOS
Región montañosa de Portugal,
13 de octubre de 1917
Ciento diez mil testigos acudieron de toda Europa. Se arracimaron bajo el
aguacero, fustigante y blanquecino para esperar a los tres niños.
Poco antes del alba el torrente había inundado despiadadamente el pasturaje
de ovejas. Miles y millares de paraguas amparaban a la multitud contra una
lluvia heladora, paralizante. Los olores de carne manida y cordero a medio asar,
petróleo y cebollas saturaban el aire.
A la una y cinco de la tarde aparecieron los niños, temblorosos, con ojos
desorbitados; llegaron envueltos en una nutrida procesión de hieráticos
sacerdotes y monjas. Luego se acercaron más clérigos con sotanas empapadas,
enarbolando antorchas de un chisporroteo rojizo y cruces doradas.
Todo cuanto aconteció durante los doce minutos siguientes sólo puede ser
calificado como milagroso.
Súbitamente, los niños Francisco, Jacinta y Lucía señalaron hacia los cielos
sombríos y amenazadores.
Lucia dos Santos, de diez años, clamó casi como una criatura poseída:
—¡Cerrad los paraguas! ¡Cerrad los paraguas y Ella detendrá la lluvia!
Esa imprecación de la pequeña campesina circuló por la bullente
muchedumbre.
—Por favor, señora, su paraguas…
—Senhor, su paraguas, haga el favor…
Y en ese instante, a las 13:18 horas del 13 de octubre de 1917, los negros
nubarrones que habían encapotado el cielo desde el amanecer empezaron a
hacerse jirones y disgregarse.
El expectante gentío, cristianos y escépticos por igual, miraron todos hacia
arriba boquiabiertos, con las pupilas dilatadas.
Un brillo de oro bruñido iluminó los flecos de las nubes, y entonces el sol
apareció entre centelleos cegadores.
—¿Y la lluvia…? ¡Ha salido el sol!
—¡Nuestra Señora está aquí!
Se arrodillaron por millares en el encharcado suelo.
Aquel extraño sol del comienzo de la tarde empezó a temblar y oscilar; luego
giró sobre su eje con terrorífica velocidad. El dramatismo del momento fue
inigualable.
El sol proyectó rayos violáceos y de un rojo deslumbrante. Una luz matizada
pero brillante cayó sobre la pasmada multitud.
El corresponsal del New York Times escribió:
Ante las mentes y los ojos atónitos de aquellas gentes confusas y
horrorizadas —cuya actitud se remontaba a los tiempos bíblicos, gentes
empalidecidas por el terror, con cabezas descubiertas que osaban apenas mirar
al cielo—, el sol tembló violentamente. El sol hizo movimientos «laterales» y
«zambullidas» abruptas, algo jamás visto, al margen de toda posible ley
cósmica. En fin, el sol bailó una danza macabra a través de los cielos.
—Dedicad una oración a Nuestra Señora, por favor —suplicó la pequeña
Lucia dos Santos—. ¡Ella dice que la guerra terminará pronto! ¡Ella dice que
esta vez se detendrá al diablo como una señal propicia!
—¡Nossa Senhora! ¡Nossa Senhora!
Las plegarias resonaron por toda la amarillenta ladera.
—¡Milagro!
—¡Santa María! ¡Rogai por nos pecadores!
Una horda de hombres y mujeres rodeó espontáneamente a los tres niños,
empezaron a golpearse el pecho y se desgañitaron. Una joven de la buena
sociedad lisboeta cayó de hinojos y lloró como un bebé:
—¡Mai de Jesús, la estoy viendo…! ¡Qué hermosa es…! ¡La Madre de
Cristo ha regresado a la tierra, aquí en Fátima! ¡Nuestra Señora está hablando
a los niños!
LIBRO PRIMERO
¿Has creído alguna vez? ¿Acaso
recuerdas ese sentimiento?
¿Qué es en lo que crees ahora?
¿En ti mismo?
¿En nada de nada?
¿Cuál es verdaderamente tu creencia
en este justo momento?
FRAGMENTO DE The Signs of the Virgin
UNO
EDUARDO ROSETTI
Roma, 30 de julio de 1987
Eduardo Rosetti tenía esa apariencia llamativa que suele acarrear dificultades
y azoramiento a un sacerdote. Su constitución física era la de un obrero y dejaba
entrever muchos años de dura labor al aire libre. Su sonrisa era cálida,
conciliadora, franca.
Mientras caminaba, el padre Rosetti se sorprendió a sí mismo contemplando
con mirada extática las entrañables cúpulas doradas y relucientes, las cruces de
mil kilos y los capiteles de la Basílica de San Pedro.
¡Cuánto adoraba él el Vaticano y Roma! Porque aquello entrañaba una
historia increíble, un ceremonial grandioso y una tradición sumamente
inspiradora.
En cierto modo, Rosetti era como la imponente arquitectura pétrea de su
alrededor; recio, suficientemente seguro para resistir los embates de las edades…
y en particular de esta inquietante edad. A decir verdad, el joven sacerdote era
una de las figuras más relevantes del Vaticano. Tal vez aquel día el padre Rosetti
fuera la única importante.
Su paso vivo hacia la Basílica se aceleró perceptiblemente. Sus rígidos
zapatos negros crujieron y golpearon contra los desiguales adoquines de la acera.
Hubo un apresuramiento inconfundible de sus latidos, un brillo singular en sus
ojos oscuros. El padre Rosetti empezó a orar con voz tronante mientras
caminaba por la avenida del Vaticano. Se dijo que jamás había sentido tanto
terror en su vida.
Cuando atravesaba la majestuosa piazza de Bernini —la multitudinaria e
inmensa plaza de San Pedro— el joven sacerdote creyó estar oyendo todavía las
recientes palabras de Su Santidad el Papa Pío XIII, dominando el estrépito de las
calles romanas.
—Padre Rosetti…, Eduardo —le había dicho Pío—. Tú eres el investigador
jefe para la Congregación de los Ritos. Tú eres el investigador de milagros y
presuntos milagros en el mundo entero… Padre, quiero que investigues un
milagro para mi propia tranquilidad. Una investigación privada. Una
investigación papal.
El padre Rosetti apresuró el paso ante los cuatro suntuosos candelabros
construidos al pie del obelisco egipcio que constituyera otrora el centro del circo
neroniano.
—Padre, hace setenta años nuestra Bendita Señora dejó un mensaje
controvertible en Fátima, Portugal. Ese gran secreto de Fátima no ha sido
revelado al mundo hasta el presente día.
»Padre Rosetti, las circunstancias exigen ahora que yo revele el singular
mensaje transmitido por Nuestra Señora en Fátima…
»¡Debo confiarte el secreto, bendito investigador!
El padre Rosetti se sorprendió al verse ya ante la Puerta de Santa Ana. Se
dispuso a abandonar el Estado denominado Ciudad del Vaticano.
Cuando se volvía para descender por la desmoronadiza Via di Porta
Angélico, el sacerdote sintió un mareo repentino. Algo similar al vértigo,
acompañado por unos pinchazos dolorosos alrededor del corazón. «¡Ah, Dios
mío!», bisbiseó de forma audible.
Mientras intentaba aferrarse a una farola, el padre Rosetti sintió unos
latigazos abrasadores. Pensó en una enfermedad súbita. Luego llegó una
puñalada desgarradora profundizando dentro de su ancho torso.
Misericordia, Señor. Os lo ruego…
Su sombrero romano negro cayó y rodó por el bordillo adoquinado. Acto
seguido, el padre Rosetti se desplomó y quedó hecho un ovillo sobre la acera. Un
autobús turístico de Foyer Unitas, una hermana de la Caridad haciendo compras
con su «Vespa» y varios clérigos del Vaticano se desentendieron de sus
quehaceres y andanzas recreativas.
—¡Un sacerdote enfermo! —gritó alguien en italiano.
Rosetti jadeó de forma estertórea. Un dolor atroz le penetró por el brazo
izquierdo llegando hasta la pierna cual una larga aguja. Notó con desespero una
disnea creciente, una dramática reducción del aliento. Sus labios tomaron el
color de las ciruelas.
El jesuita de treinta y seis años tuvo aún fuerzas suficientes para comprender
que debía de estar sufriendo un ataque cardíaco o apopléjico. Pero… ¿cómo? Él
había disfrutado de una salud excelente pocos días antes. ¡Pocas horas antes…!
¡Había dado un paseo estimulante aquella misma mañana por la orilla del Tíber!
Al levantar la vista, impotente, vio unos rostros borrosos. Gente desconocida.
Colores desvaídos, fluctuantes. Se retorció sobre los fríos adoquines. Otra
punzada de piolet le horadó el pecho dejándole sin respiración. Ayudadme, por
favor. Sus palabras no fueron audibles.
Una vez más creyó oír al Papa Pío XIII: Debo confiarte el secreto…
Al cabo de unos momentos una revelación, increíble, en el Palacio
Apostólico con su dorada cúpula, en la propia residencia pontificia.
La misión sagrada de Rosetti.
Padre Rosetti, nuestra Señora de Fátima ha prometido al mundo un niño
divino en nuestra Era.
Está a la vista el Día del Juicio Final.
¡Tú, el investigador mío, debes encontrar a la verdadera Virgen! ¡La Iglesia
necesita dar con la madre del niño divino!
Ante los ojos del padre Rosetti todo se tornó repentinamente de un
deslumbrante rojo encendido. Y luego, al remitir, de un blanco cegador. Por
último, una rueda luminosa se adentró girando vertiginosamente en una abertura
de infinita negrura…
DOS
ANNE FEENEY
Holts Corners, New Hampshire,
18 de setiembre de 1987
Vestida con un jersey negro de lana y cuello alto, pantalones tejanos
desteñidos en algunas partes hasta parecer de un blanco marfileño y con el pelo
sujeto descuidadamente como una cola de caballo, la hermana Anne Feeney
preparaba afanosa dos tortillas de diez huevos, innumerables lonchas de tocino
crujiente, buñuelos con miel de confección casera, dos veces mayores que los de
las tiendas y un café denso, delicioso.
A Anne le gustaba hacer el desayuno en Hope Cottage. Ella se sentía
sumamente cómoda y relajada en aquella cocina provisional, rodeada de
arboleda; sobre todo cuando se encontraba allí sola y las montañas empezaban a
despertar.
Mientras distribuía generosas raciones de peras en dulce, la hermana Anne
escuchó los apetitosos ruidos de huevos burbujeantes, grasa de tocino y
reanimador café, y el persistente bordoneo de un vacío de catorce años llegando
por el pasillo desde la sala de estar, una enloquecida delincuente juvenil de
Boston musitando sobre su año pasado como enloquecida y balbuceante
delincuente juvenil en Baton Rouge, Luisiana, un sonsonete (horrible parodia del
canto lírico para el reclutamiento en el Marine Corps) entonado por tres
muchachas del Hope Cottage:
¿Quién es esa hermana que nos hace polvo el culo?
¡La hermana Anne, mala de verdad!
¡Atención…, un, dos!
¡Atención…, tres, cuatro!
Anne Feeney se encontró dispuesta a esbozar la primera sonrisa del día. O
algo parecido. Media sonrisa en cualquier caso.
¡A qué nido de locos he venido! Anne meneó la cabeza. ¡Pero qué agradable
es la mayor parte del tiempo!
Exactamente siete meses antes, la hermana Anne Feeney había llegado a la
Escuela de St. Anthony para Niñas sin Hogar (San Toni en las montañas). Se
había trasladado allí directamente desde un importante empleo en las oficinas de
la archidiócesis bostoniana. Antes de eso, la hermana Anne no había proferido
jamás una maldición, había disfrutado con la lectura de libros corrientes y
molientes, y de novelas más serias, había tenido un concepto más o menos claro
del Universo.
Sin embargo, apenas transcurridas seis semanas, las diecinueve chicas de
Hope Cottage habían alterado su terminología, su estilo de vida y, en cierta
medida, su noción moral del mundo. Ahí estribó posiblemente el motivo de que
la Madre Superiora la destinara a St. Anthony.
Por encima del estrépito se oyó muy débil el timbre de la entrada.
—¿Quiere responder a la puerta alguna de vosotras, pobres monas sordas? —
gritó.
El sonsonete de la Marina se fue acercando a la sala de juegos.
—¡El desayuno está servido! —La voz estridente de Anne se elevó medio
decibelio hasta dominar el ruido ensordecedor de Hope Cottage en una mañana
de escuela—. ¿No quiere abrir alguien la puerta, por favor?
Una diminuta niña negra llamada Reggie Hudson asomó un inmenso ojo
castaño por la maltratada jamba y oteó la cocina.
—Le estoy echando mal de ojo, hermana Anne.
Reggie sonrió.
—Buenos días, Reggie. Yo te echo mi ojo benevolente. ¿Quieres atender a la
puerta, por favor? Gracias, Reggie. Vienes como llovida del cielo.
Reggie Hudson danzó con pasos graciosos por toda la cocina, probó con un
dedo el almíbar de las peras, abrió la nevera y escudriño su interior, repleto con
cartuchos de leche y envases de mermelada y condimentos alegremente
coloreados.
No era que las chicas despreciaran a Anne; tan sólo habían adquirido el
hábito de desentenderse…, desentenderse de todo el mundo.
Por fin fue la propia Anne quien corrió hacia la entrada.
Abrió bruscamente la puerta de roble alabeado y se vio ante monseñor John
Maher, el principal y administrador de St. Anthony.
—¿Seguimos con el usual manicomio, hermana Anne?
Anne hizo entrar respetuosamente en Hope Cottage al sacerdote de colorado
rostro.
—Da la casualidad de que todo está muy tranquilo esta mañana. Ninguna
gresca entre gatas. Ninguna amenaza con navajas. Ningún correctivo… Pase,
pase, monseñor, y desayune con las chicas.
—Hermana, me agradaría tomar unos sorbos de café —repuso el clérigo de
complexión apopléjica—. Pero preferiría hacerlo en una estancia tranquila para
charlar un rato con usted.
Anne fue a buscar dos tazas de café bien cargado y ascendió con monseñor
Maher la desvencijada escalera hacia la biblioteca y aula de las muchachas.
Anne cerró una radio portátil cuyo altavoz lanzaba música rock a los cuatro
vientos, y ambos se acomodaron en el súbito silencio.
Monseñor miró por la pequeña buhardilla, contempló las hojas ondulantes de
olmo y las hermosas pinceladas de cielo azul turquí.
—Bien, monseñor, celebro verle por aquí —dijo Anne. Monseñor Maher se
tomó su tiempo para aclararse la garganta.
—Me gustaría que esto fuese una visita social, Anne.
Durante unos instantes miró fijamente a la hermana Anne y se dijo que
aquélla era la joven más impresionante que había enviado la Archidiócesis a St.
Anthony desde hacía muchos años.
—Esta mañana he estado hablando con un buen amigo suyo —habló por fin
monseñor—. El cardenal Rooney me llamó a las cinco. Poco antes de oficiar la
misa en su capilla privada. Su Eminencia dijo que rezaría unas cuantas oraciones
por nosotros dos, usted y yo.
—Espero que dedique también algunas a mis chicas.
Monseñor pareció extrañamente alarmado durante un momento, incapaz de
contestar. Su visita resultaba cada vez más extraña.
Por último, Anne sospechó que algo no marchaba bien.
—No sé cómo abordar de la forma más agradable posible este asunto. —
Monseñor Maher dio un profundo suspiro. Luego, dejó su taza de café y cruzó
las manos—. En mi camino hacia aquí desde Coughlin House he estado
meditando todo el rato sobre ello. A decir verdad no he encontrado las palabras
adecuadas para decírselo. Perdóneme, Anne, por favor.
Anne notó un escalofrío por la espina dorsal; sintió un terror interno. Un
vacío en el estómago.
—Mucho me temo que deba usted abandonar St. Anthony.
Monseñor le dio la noticia de súbito. Anne no pudo dar crédito a sus oídos.
—¡Ah, monseñor, no! ¡No, monseñor Maher! Yo no puedo dejar a estas
chicas.
—¡No sabe cuánto lo siento! No sé cómo expresarme para dárselo a
entender. ¡Ha sido usted tan buena para estas muchachas! Para todos nosotros.
Anne deseó salir corriendo de la habitación. Los ojos se le humedecieron y
ella no quiso llorar delante de monseñor. ¡Ah! ¿Por qué, por qué, por qué? Entre
todos los trabajos que podía desempeñar como dominica no había ninguno tan
valioso como éste; así lo había descubierto muchos meses antes. Ella no había
hecho nunca una labor más eficaz que la de St. Anthony. Anne lo sabía a ciencia
cierta.
Por último se llevó ambas manos al rostro, sintiendo una profunda
vergüenza. Necesitó más que nada en el mundo abandonar aquel aposento y la
presencia de monseñor.
—Permítame explicárselo —oyó decir afablemente a monseñor. Luego éste
prosiguió con más firmeza—: Es de todo punto necesario que deje usted St.
Anthony, créame, hermana Anne. Si no fuera importante no se lo pediríamos.
Por favor, escuche lo que me contó Su Eminencia esta mañana temprano. La
razón de su llamada urgente. Necesitará usted de toda su fe para creer lo que
debo decirle…
A las once y media de aquella mañana, Anne Feeney había dado ya todos sus
adioses. Las dos maletas negras estaban hechas y prestas para la partida. Todas
sus pertenencias terrenales le colgaban de los brazos como los avíos de un
marchante yanqui.
Monseñor le había facilitado para el importante viaje una de las «rubias» del
colegio. El reluciente vehículo familiar ofrecía un aspecto incongruente aparcado
allí frente a la maltrecha casa de hojalata llamada Hope Cottage.
Quince chicas, en su mayoría negras e hispanoamericanas, merodeaban por
el césped de suave declive. Algunas visiblemente malhumoradas; unas pocas
llorando.
Anne había intentado explicarles la situación.
Les había dicho todo cuanto le era permisible decir.
Todo salvo la increíble verdad sobre el lugar adonde se dirigía y lo que se
esperaba de ella.
Por fin, Laura Harding y Gwinnie Johnson hicieron su aparición, salieron
contoneándose del Cottage fumando cigarrillos.
Laura y Gwinnie eran los elementos más perturbadores de Hope Cottage,
sobre eso no había duda alguna. Pero eran también las favoritas absolutas de
Anne en el colegio. Ambas representaban todo cuanto había hecho de bueno
Anne en St. Anthony.
Ni una ni otra se le acercaron.
Permanecieron inmóviles bajo la sombra entre gris y amarillenta del porche,
mirándola como a una desconocida. Fue la misma mirada que le dedicaron el día
de su llegada allí.
Finalmente, una de ellas le gritó:
—¡Ahora nos deja! ¿Eh? ¡Tal como esas grandes mierdas de hermanas que la
precedieron! ¡Usted no nos ha querido nunca, hermana Anne!
Anne tuvo que apoyarse contra la «rubia». Todas la miraron fijamente como
enemigas pagadas y ella apenas pudo respirar.
—Os quiero mucho a todas.
Por último, Anne empezó a llorar.
De pronto, las chicas corrieron y se abalanzaron sobre ella cual una bandada
patética de pajarillos hambrientos: la sujetaron por todas partes, le suplicaron
que se quedara, aseguraron quererla mucho, la besaron.
La espigada monja pudo subir por fin al enorme vehículo. Se oyó el
chasquido sonoro de la portezuela.
Las caras se pegaron a cada ventanilla. Anne accionó el cambio automático
de marchas. Soltó el freno y agitó la mano aunque realmente no viera nada.
Luego, la hermana Anne Feeney condujo lentamente la «rubia» cerro abajo y
se alejó de St. Anthony.
Iba camino de presenciar un milagro.
LA VIRGEN COLLEEN
Una luz de oro bruñido iluminaba el rostro pálido y ajado del padre Eduardo
Rosetti.
Aquella iluminación se debía a una de las cincuenta lámparas verdes de
lectura en la Trinity College Library de Dublín. El padre Rosetti había estado
muy enfermo, misteriosamente, enfermo de muerte durante varios días en Roma.
Pero el ataque, los dolores lacerantes y la fiebre le habían abandonado tan aprisa
y milagrosamente como llegaron. Se sentía aún débil, desmadejado, enfermizo,
pero capaz de trabajar y viajar.
Aquella noche última antes de su marcha a Maam Cross, el padre Rosetti se
sorprendió a sí mismo haciendo anotaciones cual un obseso, especificando las
averiguaciones hechas hasta el momento, organizando y clasificando
meticulosamente las pruebas de sus declaraciones y entrevistas.
Antes de esto, Rosetti había sido requerido tres veces para investigar lo que
ningún otro padre de la Iglesia había logrado desentrañar. Y había tenido éxito
las tres veces; por lo menos había sobrevivido cuando nadie esperaba un
desenlace afortunado.
La primera tuvo lugar al nordeste de Sevilla, en España. Aquella laboriosa
investigación de tres meses fue sobre una monja pía cuya santificación había
sido solicitada por el obispo local. El padre Rosetti analizó el culto
desautorizado a sor María Ávila. Examinó los «milagros» realizados por la
hermana y, finalmente, juzgó con suma severidad: la hermana María era sin duda
una mujer sagrada, un modelo perfecto para cualquier cristiano. Pero no una
santa. Pues Rosetti no pudo encontrar ninguna evidencia de una intervención
sobrenatural.
Una segunda investigación le llevó a la Misión de Mahurdi, en Camerún.
Esta vez fue un enfrentamiento con la Bestia: Damballa. Eduardo Rosetti estuvo
a punto de perder la vida durante sus tres semanas de convivencia con la tribu
Tiv. Concluido el análisis, consiguió rescatar el alma del cardenal africano frente
a los insidiosos ataques de Satán.
Recientemente, se le encomendó otra misión en Egipto. Aquí triunfó el padre
Rosetti, según se dijo. Este triunfo confirmó su reputación en toda la Curia. Fue
entonces cuando se le nombró investigador jefe de la poderosa congregación de
Ritos. En los pasillos del Vaticano se rumoreó que el padre Eduardo Rosetti
había salido victorioso del Satánico entre las sempiternas ruinas egipcias. Que
había llegado hasta el mismo umbral del Pórtico Infernal… Solamente Eduardo
Rosetti fue quien conoció la horripilante verdad sobre aquel rumor. Nadie, ni
hombre ni mujer, ni sacerdote ni Santo Padre había podido derrotar a la Bestia.
Ni una sola vez. No desde el principio de los tiempos…
Mientras trabajaba con una aplicación mecánica —un «técnico del espíritu»,
le solían llamar desde las investigaciones más desapasionadas de lo sobrenatural
—, el padre Rosetti consultó con ojos enrojecidos un paquete especial de
apuntes. Apuntes que él había tomado cuando el Papa Pío XIII le permitiera
examinar las cartas originales de Fátima escritas en pergamino y poder conocer
así los detalles sobre la misteriosa visita de Nuestra Señora mantenida en
riguroso secreto.
Mañana temprano, se dijo calmosamente el padre Rosetti, veré a la primera
de esas dos chicas.
La muchacha irlandesa.
La virgen Colleen.
Recorrió los 225 kilómetros desde la O’Connell Street de Dublín hasta
Maam Cross en Galway —sin percibir siquiera los collados pardos y los verdes
caminos— en poco menos de cuatro horas.
Cuando llegó a la aldea casi medieval de Maam Cross, el investigador fue
encaminado directamente a la antigua mansión de un opulento terrateniente
inglés.
Una edificación de piedra muy hermosa con aspecto de gran seguridad.
El Holy Trinity School para niñas.
Dejando su «Ford» inglés en un pardusco camino de herradura, el sacerdote
caminó despacioso por la tortuosa senda de grava entre poderosos olmos y
hayas. Un paraje muy bonito. Estimulante.
Mientras observaba los progresos de una clase a través de un ventanal con
celosía y escuchaba el familiar canturreo de las declinaciones latinas, el padre
Rosetti empezó a enumerar, sin darse cuenta, los hechos fundamentales de su
investigación…
Una virgen en la República de Irlanda, escenario de la misteriosa visita de
Juan Pablo en 1979, dijo para sí.
Una niña con ocho meses largos de embarazo… Pero ¿quién será la
criatura?
Una colegiala de catorce años llamada Colleen Deirdre Galaher.
Llegado a la entrada principal del colegio, Rosetti levantó abstraído una
pesada aldaba de anillo y la dejó caer. Su corazón comenzó a latir con celeridad
creciente.
Repentinamente apareció una adolescente, alta, de pecho muy liso. La
estudiante del Holy Trinity vestía una blusa blanca vaporosa con falda plisada
gris, zapatos negros de corte clásico, medias oscuras y una pechera postiza.
Después de hacer una anticuada genuflexión, la muchacha le condujo sin decir
palabra al despacho de la Reverenda Madre.
—No recibimos a menudo visitantes de la Archidiócesis… y menos todavía
de Roma.
Sor Katherine Dominica acompañó estas palabras con una sonrisa
bendiciente, lo cual le ganó al instante la simpatía del padre Rosetti.
Indudablemente se mostró inquieta y curiosa acerca de su alumna Colleen
Galaher, también acerca del distinguido visitante de Roma. Pero ella no haría
ninguna pregunta, para explorar o sondear la cuestión. Como monja provinciana
e irlandesa, la hermana Katherine sabía muy bien cuál era su lugar en la escala
jerárquica de la Iglesia.
—Colleen Galaher ha estudiado sus lecciones en casa durante este curso —
dijo la Madre Superiora al padre Rosetti—. Las demás estudiantes, y
particularmente sus padres, no han sido muy afables a propósito de esta
asombrosa preñez… Nosotras tampoco fuimos caritativas al principio, padre. Me
refiero a las hermanas de Holy Trinity. Incluyéndome yo.
El padre Rosetti asintió. Luego, el clérigo de severa apariencia sonrió.
—Yo soy originario de un pueblo muy pequeño, hermana. Creo adivinar lo
sucedido aquí hasta ahora. Una vez vi cómo unos sicilianos mutilaban a una
criatura de quince años que estaba encinta.
—Ahora le llevaré a presencia de Colleen —dijo por fin sor Katherine—.
Está esperando en nuestra biblioteca. Acompáñeme, padre, por favor.
Encontraron a la chica de catorce años sentada en un solio obispal
sumamente incómodo; un modesto fuego de turba calentaba la biblioteca
conventual.
Apenas vio a la Madre Superiora y al clérigo, Colleen Galaher se enderezó
como un soldado perfectamente instruido.
¡Ah, los católicos irlandeses!, se dijo el padre Rosetti sin poder evitarlo, el
último refugio en esta tierra para la Iglesia militante, el Ejército de Cristo.
La inconcebible joven erguida ante él iba ataviada con una deshilachada pero
limpia gabardina beige y una bata roja debajo. También llevaba unos calcetines
blancos, cortos y caídos, viejos zapatos escolares con grietas en las punteras.
Evidentemente era pobre, aunque orgullosa. Y bonita. Con ojos de color
esmeralda, los más brillantes de Galway.
¡Qué joven es, Dios santo! El padre Rosetti quedó pasmado, atónito.
Es sólo una colegiala de noveno grado. Ese estómago abultado parece una
enormidad brutal en esta chiquilla… la virgen Colleen.
El padre Rosetti rogó a Colleen que tomara asiento y luego se colocó frente a
ella en el historiado escritorio.
Después de haber conseguido que la joven se sintiera cómoda y se
familiarizara humildemente con él, el prelado del Vaticano inició la entrevista
laboriosa y protocolaria de la Congregación de los Ritos. La primera prueba.
Ella es sólo una niña, catorce años y medio, que atribuye inocentemente su
misterioso estado a la «Voluntad de Dios Padre Todopoderoso». El padre Rosetti
agregó a sus anotaciones: ¡Es una clásica colegiala de convento!
Más tarde, Eduardo Rosetti se encontró escribiendo presuroso y excitado lo
siguiente: Todas mis plegarias están dedicadas a esta criatura llamada Colleen
Galaher. Aquí hay indicios concretos de la promesa de Fátima… Pero ¿qué hay
de la otra muchacha virgen? Evidentemente es demasiado pronto para saber
cuál de las dos engendrará al Salvador.
Por otra parte, ¡esta muchacha irlandesa tiene justamente la edad de María
de Nazaret cuando nació Jesús…! ¡Ayúdame, Dios mío, ayúdame, Santa Madre,
por favor! ¡La chica habla tranquilamente de visitaciones y grandes milagros!
ANNE
Los sibilantes, crujientes limpiaparabrisas estaban trazando una media luna
que abarcaba exactamente la calzada de la carretera interestatal.
La lluvia vespertina tamborileaba con hipnótica cadencia sobre la capota del
vehículo de la St. Anthony School.
Anne Feeney se esforzó por concentrar su atención en la borrosa raya blanca
que dividía la carretera 128 Sur en dos partes curvilíneas y deslizantes.
Cincuenta y ocho, marcó la línea roja del velocímetro.
Cincuenta y siete.
Cincuenta y cinco.
Un silbido agudo se dejó oír desde algún lugar detrás del panel de madera.
La aguja del velocímetro rebasó las sesenta. El mocasín de Anne apretó el pedal
del freno.
En uno de sus peores momentos naturalistas, Anne empezó a rememorar el
origen de su actual escepticismo religioso.
Y por si esto fuera poco, en las oficinas archidiocesanas de Boston.
Mientras marchaba hacia su nueva e importante misión, Anne recordó
aquellos lejanos días en Boston preguntándose cuál sería su relación con el
presente.
Cuando Anne había sido destinada a la Cancillería Archidiocesana en la
Commonwealth Avenue, le había sorprendido la gran cantidad de jóvenes
sacerdotes y monjas muy progresistas e inteligentes que trabajaban allí.
Transcurridos tres días de prueba especialmente onerosos en la oficina
eclesiástica, Anne iba algunas veces con ellos a un bar llamado «Jackie
Doulin’s» en la Beacon Street. Reunidos en los reservados sombríos y mohosos
del fondo, los padres y los hermanos de la oficina archidiocesana entablaban una
conversación que derivaba en polémica prolongada y seria. Hablaban sobre
temas cuestionables tales como la posibilidad de que la Iglesia distribuyera algún
día sus inmensas riqueza o los complejos problemas del racismo en Southey, la
perspectiva teológica cristiana de la sexualidad, la posible o imposible
ordenación de las mujeres.
Todos comían el picante queso «Doulin» con mostaza y bebían soda o
cerveza. Aquello era una oportunidad formidable para contrastar ideas y
compartir los problemas y frustraciones de sus vidas.
Cierta tarde de primavera, Anne recibió una citación en la oficina
archidiocesana para presentarse en el despacho del cardenal Rooney. El objeto
de tal audiencia —un desagradable secretario laico se lo advirtió a Anne con
suficiente anticipación— fueron aquellas infames tertulias en «Jackie Doulin’s
Bar & Grill».
El despacho del cardenal Rooney resultó ser inopinadamente un cobijo
luminoso y alegre. Allí había carteles con marco de conciertos filarmónicos y
acontecimientos deportivos en Boston Garden cubriendo toda una pared,
numerosos muebles de caoba roja y cuero, una hermosa alfombra oriental que
prestaba la necesaria dignidad y calidez a aquel aposento tan poco ceremonioso.
Por añadidura, la enorme estancia tenía cuatro ventanales con espléndidas
vistas del Commonwealth Car Barn, el Boston College y el Cleveland Círcle.
Cuando Anne entró allí su mirada se escapó sin poder remediarlo hacia dos
relucientes jarras pilsner y dos botellas cerradas de cerveza «Carling Black
Label» sobre el escritorio del cardenal John Rooney.
—¡Ah, hermana Anne! —El cardenal, de gran estatura y cabello blanco, se
levantó y abandonó su área de trabajo—. ¡He oído contar tantas cosas de usted!
Celebro mucho que haya podido venir esta tarde.
El corazón de Anne empezó a descender irremediablemente. Se trasladó a un
nuevo alojamiento, algún lugar por debajo de las rodillas. Ella no tuvo ni la
menor idea de lo que podría suceder, pero sabía a ciencia cierta que el cardenal
Rooney conocía los detalles más flagrantes de sus últimas visitas al «Doulin’s
Bar & Grill».
—Por favor, siéntese, hermana Anne. Se lo ruego.
El cardenal Rooney señaló una silla de cuero rojo junto a su grandiosa y
cicatrizada mesa de despacho.
—Mirando a sus ojos adivino que usted se ha confundido acerca de mis
intenciones esta tarde —prosiguió el cardenal—. Permítame decirlo a modo de
preámbulo, hermana. Mi primero y único sermón esta tarde. Prometido… Yo
apruebo con todo mi corazón doliente las pequeñas reuniones que han tenido
lugar durante meses en la taberna de Jack Doulin. Exactamente ante mis
proverbiales narices, como suelen decir. Yo preferiría que nuestros clérigos no
llevaran sus alzacuellos en «Doulin». Pero ésta es mi única queja seria.
»Ahora tranquilícese, hermana, se lo ruego. Tome un trago de cerveza
conmigo. Déjeme demostrarle que no soy todo gas y jarreteras, como
acostumbran a murmurar en las parroquias.
Durante las dos horas siguientes la joven sor dominica y el cardenal de
Boston conversaron sin interrupción. Él le preguntó su opinión sobre muchos y
variados temas y escuchó atentamente cuando ella habló.
Aquel coloquio cambió totalmente las impresiones que tenía Anne sobre el
cardenal John Rooney. Este prelado, que le había parecido siempre intolerante, y
culpable de profesar el arcaico «cronyism» irlandés, se interesaba en realidad por
las necesidades de su pueblo. Además, el cardenal Rooney estaba actuando
activamente para eliminar algunos de los imperdonables hábitos adquiridos
dentro de la Iglesia.
—Hace dos o tres décadas —contó el cardenal a Anne aprovechando una
pausa—, cuando yo era un sacerdote joven en St. Margaret’s (esto está allá por
Attleboro, Anne), me abrumaban unas dudas graves, horribles, acerca de la
Iglesia. Cuando descendí al nivel más bajo, abandoné St. Margaret’s y partí para
una correría de cinco semanas. Me comporté bastante mal durante esas
semanas… pero finalmente regresé a St. Margaret’s.
»Y lo hice con una fe dos veces más firme y vital que la que estimé
suficiente al principio para abrazar el sacerdocio.
Los ojos entre verdes y grisáceos del cardenal parecieron retornar por unos
instantes a Attleboro, Massachusetts. De pronto, el cardenal John Rooney soltó
una carcajada. Luego tomó un buen trago de cerveza.
—Como es obvio, el párroco de St. Margaret’s me despachó con cajas
destempladas retorciéndome la oreja. Para aquel feroz pajarraco eso del hijo
pródigo era una solemne tontería. ¡Excelente personal! Un sacerdote terrorífico
de la vieja escuela. Le hice obispo cuando cumplió sus setenta y seis años. Los
caminos de la vida son admirables, ¿no es verdad, Anne?
»Sea como fuere, mi argumento es que debemos formular preguntas
espinosas, incluso amenazadoras. ¡Debemos hacerlo! ¡Sobre todo las mujeres de
nuestra Iglesia!
»¡Haced esas preguntas irrecusables! ¿Por qué no hay mujeres dirigentes en
la Iglesia? ¿Por qué da la Iglesia un trato tan injusto a las mujeres? Yo sé que lo
hace. Y usted sin duda también. Preguntémonos honradamente si fue así como lo
proyectó Cristo. ¿Se puede hacer algo al respecto? ¿Quién lo hará, hermana
Anne?
Anne sintió una emoción tan repentina, le inspiró tanta esperanza la
Archidiócesis, que temió detenerse en aquel momento para reflexionar.
—Cardenal Rooney… —preguntó al fin—. ¿Qué ocurrirá si formulo las
preguntas adecuadas y entonces pierdo enteramente mi fe?
—Usted no perderá su fe haciendo preguntas. —El cardenal John Rooney
sonrió a la hermana Anne—. ¿No sabe eso todavía, hermana? ¡Ahí estriba el
secreto! Sus preguntas constituyen la base entera de su fe.
Un día después de aquella charla larga y complicada, la hermana Anne
recibió una carta de la Cancillería Archidiocesana. Fue una petición del cardenal
Rooney rogándole que aceptara un nuevo destino: ella sería la nueva ayudante
especial del propio cardenal. Anne sería la primera persona no sacerdotal que
ocupara tal empleo…, la primera mujer. Justamente por eso el cardenal Rooney
había querido dialogar con ella el día anterior. Sin duda la hermana Anne Feeney
estaba destinada a realizar obras importantes en la Archidiócesis de Boston.
Al norte de Lexington y Concord, Anne abandonó la autopista para llenar el
depósito y comprar algunos comestibles. A la luz del día y con mejor tiempo,
esta comarca de Massachusetts era muy pintoresca; ella lo recordaba por
antiguas excursiones dominicales. Los habitantes de las ciudades circundantes se
interesaban por el mantenimiento y restauración de viviendas, cuadras y tabernas
históricas.
Ya bajo cobijo, ante el deslumbrante mostrador de un «Howard Johnson’s».
Anne ocupó un taburete de vinilo anaranjado y se balanceó discretamente treinta
grados de un lado a otro.
Saboreó una taza rebosante de café humeante y negro. Después más
tranquila, se permitió rememorar su conversación de aquella mañana con
monseñor John Maher. Examinando su propia imagen en el espejo del
restaurante creyó casi oír la voz de monseñor.
—El cardenal Rooney ha pedido expresamente su contribución, Anne —le
había dicho monseñor Maher—. Quiere que usted sea una especie de compañera
para esa jovencita.
Existe la posibilidad de un natalicio virginal. El cardenal Rooney lo había
expuesto sin rodeos. En Newport, Rhode Island.
Anne se reprimió para no gritar tan asombrosa revelación en la barra repleta
de gente.
Intentó pensar con razonamientos lógicos sobre ese natalicio virginal. Su
cuerpo se estremeció obligándola a soltar la taza de café que empezaba a
tintinear.
Se estaba investigando en secreto…, investigando seriamente un milagro
inconcebible. Anne reflexionó. El Vaticano estaba ya implicado. El cardenal de
Boston lo estaba también personalmente.
¡El nacimiento de un niño divino en pleno siglo XX!
Un acontecimiento que podría sobrevenir —o quizá no— desde hacía
aproximadamente dos mil años.
¡No! El pensamiento de Anne rechazó esa idea imposible. En nuestra Era no
ocurren semejantes cosas.
Tenía que haber algún truco. Un fraude singular y complejo. Decididamente
se lo debería examinar con un grano de sal. Cum grano salis.
El cardenal Rooney la había mandado llamar porque sabía de sus profundos
conocimientos sobre mariología, se dijo Anne.
¿No será también porque he tratado a fondo con adolescentes perturbadas?,
se preguntó acto seguido.
Súbitamente, la hermana Anne Feeney no pudo aplazar por más tiempo su
encuentro con la joven Kathleen Beavier.
TRES
LA VIRGEN KATHLEEN
Pocos minutos después de las 5:00 h. Kathleen Beavier, de diecisiete años,
empezó muy afanosa a abrir los anticuados armarios de cocina mientras
tarareaba una vieja canción de James Taylor, Sweet Baby James. Se preparó un
desayuno compuesto por rodajas de naranja con miel, tofu y coles de Bruselas
fritas con aceite de azafrán, y una infusión de camomila.
Kathleen comía alimentos naturales desde su primera lectura sobre los
efectos nocivos de componentes conservantes, tinturas rojas y grasas
hidrogenadas.
Cuando la joven de diecisiete años tuvo la certeza de que iba a ser madre, se
hizo especialmente meticulosa.
Después del desayuno, todavía antes de la amanecida, Kathleen se dispuso a
dar su paseo matinal. Se encaminó hacia la playa rocosa frente a la casa paterna
en Newport, Rhode Island.
Mientras se deslizaba de puntillas por las rocas cubiertas de limo y luego
descendía unas empinadas escaleras de madera descolorida, siguió tarareando
Sweet Baby James. Intentó mantener alta la barbilla. Sólo la dejó caer un poco.
Kathleen empezó a cavilar sobre los disparatados sucesos, las inauditas
circunstancias de aquellos últimos meses. Y como de costumbre se sintió
totalmente abrumada.
La joven observó a una bandada de andarríos sumergiéndose y emergiendo
de la espumante resaca con patas como cerillas. Los pájaros blanquecinos la
observaron a su vez.
Ya era bastante increíble el estar encinta a los diecisiete. Y además ser
virgen… El especular acerca de ello en materias demasiado enrarecidas para
ella, requería experiencia.
Sólo necesitas relajarte, se dijo. Disfruta de la mañana antes de que se
levanten los demás. ¡Es tan hermoso esto…!
Sin embargo, había otras secuelas intranquilizadoras. Cosas como la seria
implicación de la Archidiócesis de Boston. Y la llegada del padre Martin Milsap
para vivir en su casa hasta el nacimiento. Y las miradas inquietas, embarazosas,
que le dedicaba todo el mundo. Incluso sus padres.
Kathleen se abrió paso entre los yerbajos amarillentos de unas dunas planas.
Vio que la vigilaba una peluda ardilla roja. La diminuta criatura torció su
huesuda cabeza en un ángulo extremo y miró a Kathleen con un ojo reluciente,
estático.
—¡Bon matin, Madame La Ardilla! —Kathleen pronunció sus primeras
palabras del día naciente—. ¡Por amor de Dios, estoy hablando a los animales!
Recordó a san Francisco de Asís.
Cuando volvió la mirada hacia su hermosa vivienda, descubrió otra ardilla
roja, ¡que la miraba fijamente! Y luego una tercera. Seguidamente una enorme
congénere gris manteniéndose erguida cual un oso junto a las escaleras. ¡Y
vigilando!
La muchacha de cabello rubio oyó un chirrido molesto sobre su cabeza.
Levantó la vista. Vio alas blancas agitándose. Seis o siete gaviotas volando en
círculo. Descendiendo de súbito. Sondeando. Para sobrevolar después como
naves sin remo la grisácea bahía.
Las aves parecieron mirarla también con ojos atentos. Kathleen tuvo una
repentina sospecha: ¡vigilancia!
¿Qué significa este disparate? ¡Eh! ¿Qué está ocurriendo aquí?
Kathleen creyó percibir un zumbido creciente de insectos entre los
matorrales de las dunas. Poco después estuvo segura.
Apareció un nubarrón de moscas negras. Una erupción de los apestosos
bichos.
—¡Fuera! ¡Largo de aquí ahora mismo!
Kathleen empezó a toser. Agitó ambas manos delante del rostro. La
muchacha comenzó a sentir miedo.
Pero ¿qué es esto?
En un sendero recto, playa abajo, dos perdigueros dorados usualmente
amistosos, se le plantaron delante y ladraron como enloquecidos. Otros perros
vecinos cogieron onda y lanzaron aullidos, gemidos y gañidos.
El estómago de Kathleen se tensó. Sus palpitaciones se aceleraron. Terminó
un desvanecimiento.
¿Qué sucede aquí? Detenedlo, por favor. ¡Ahora mismo!
Las ardillas. Las chillonas gaviotas. Los perros. Las negruzcas moscas…
Todos parecían estar formando un círculo cada vez más estrecho alrededor de
Kathleen.
Vigilando a la futura madre adolescente.
Aguardando.
—¡Detenedlo!
Cruzando ambas manos sobre su henchido estómago, Kathleen Beavier
emprendió la carrera hacia su casa. La adolescente corrió llorando, gimoteando.
Le pareció que todo la vigilaba, la amenazaba, esperaba.
Cuando cerraba de golpe a sus espaldas la pesada puerta principal, el sol
matutino se asomó majestuosa y pacíficamente en el horizonte marino.
ANNE
En el lado oceánico de su dormitorio, la hermana Anne contempló de pie
desde el mirador abombado un Atlántico de color azul marino y bastante
agitado.
Allá fuera, en el estrecho, tres balandras de regata tipo Alden con drizas
tensas desde los mástiles de aluminio, zarpaban propulsadas por el viento de
setiembre.
Delante del mirador las ráfagas del Noroeste agitaron el follaje reseco de
roble como si fueran un nuevo modelo de coctelera.
A las nueve y media de la noche precedente, Anne había llegado a la
imponente mansión Beavier…, lo que los nativos llamaban «cottage» en
Newport. Según se le dijo a Anne, Kathleen se había retirado ya a su habitación
con calambres en el estómago. Luego se le enseñó su propio dormitorio, un
aposento con hermosas vistas al mar.
Cuando estaba contemplando el panorama a la mañana siguiente, vestida aún
con una bata de lana, Anne oyó un discreto golpe de nudillos en la puerta.
—¿Quién es, por favor? —inquinó alzando la voz.
Un suave murmullo le llegó del pasillo.
—Soy Mrs. Iba Walsh. Vengo a preparar su baño, hermana.
«Esto parece casi un hecho consumado», pensó Anne. ¿Prepararme el baño?
¿Es así como vive aquí la gente?
—Pase, por favor, Mrs. Walsh.
Una mujer frágil, con cabello rizado blanco como la nieve apareció en el
umbral, hizo una inclinación de cabeza, sonrió con suma cordialidad, y luego se
deslizó directamente al cuarto de baño adyacente. Mientras silbaba una cantinela
irlandesa indefinible de Rhode Island, esparció sales «Floris» bajo la catarata
originada por cuatro grifos de porcelana empotrados y abiertos hasta el tope.
Anne permaneció bastante molesta en la puerta abierta y observó a la alegre
silbadora pensando que debería hacer algo para ayudarla.
A su debido tiempo, Mrs. Walsh salió del baño escoltada por nubes de vapor
perfumado que se elevaron hasta el laberíntico artesonado.
—Su baño está listo.
—Se lo agradezco mucho —susurró Anne.
«Esto es un sueño —se dijo—. Nadie puede vivir así».
Mrs. Walsh abandonó el aposento y Anne entró en el enorme y hermoso
cuarto de baño. Sus ojos captaron todos los detalles: anaqueles Victorianos de
toallas y espejos, primorosos bibelots ocupando todo espacio libre en las
estanterías, vitrinas repletas de sábanas impolutas y esponjosas toallas.
El agua, de un caliente punzante, exhaló un fuerte olor a jazmín. Cuando
Anne se despojó de su bata y se metió allí su piel enrojeció al instante.
—¡Jesús y María…! ¿Quién más estará oyéndolo…? —Anne no pudo por
menos que sonreír cuando se acomodó en la maravillosa bañera—. Gracias a
todos, muchas, muchas gracias. Creo que necesitaba esto antes de terminar la
jornada.
Sintiéndose fuera de lugar —casi tan desmañada e incómoda como en
aquella ocasión cuando asistiera con sus hábitos medievales de monja dominica
a un concierto «Save the Hudson River» de Bob Dylan—, Anne se asomó a una
biblioteca dominada por la luz solar.
—Buenos días, hermana Anne.
La voz femenina le llegó desde el fondo, a la derecha, una pared luminosa de
ventanales emplomados, desde el suelo al techo, con vistas a unos senderos
laterales que descendían hasta el mar.
Cuando penetraba en la estancia, Anne vio a Carolyn y Charles Beavier, con
quienes se había entrevistado brevemente la noche anterior. Mr. y Mrs. Beavier
estaban sentados juntos en un gran sofá antiguo, tapizado con colores rosas.
Carolyn Beavier era una mujer atractiva, bien conservada a pesar de ser casi
una cincuentona… según suponía Anne. Tenía elegantes facciones ovaladas,
pómulos prominentes, penetrantes ojos azules. La melena color platino era larga
y fluida.
Su marido, Charles, era un hombre impresionante de cabellera plateada.
Aquella mañana vestía un sobrio traje de corte británico y color pizarra; llevaba
una camisa blanca impecablemente almidonada y una corbata de seda con rayas
grises y rojas. A Anne se le ocurrió que el hombre podría vestirse mirándose en
los espejos de sus deslumbrantes zapatos negros.
El otro ocupante de la biblioteca era el padre Martin Milsap, un personaje
gris, escuálido y con una sotana arrugada; el representante oficial de la oficina
archidiocesana en Boston.
El padre Milsap estaba encorvado sobre un hermoso escritorio, y cuando
abrió una fastuosa cartera negra intentó parecer muy atareado e importante. Fue
el padre Milsap quien había convocado a Anne en la biblioteca para determinar
oficialmente cuáles serían sus deberes en Sun Cottage.
—Charles y Carolyn —dijo el clérigo apenas se hubo sentado Anne en un
sillón Regencia rayado cerca del sofá—. Ustedes comprobarán que la hermana
Anne tiene unas credenciales intachables para servir como compañera de
Kathleen durante estos días finales de su embarazo.
»La hermana es doctora en Psicología y se ha graduado en Mariología, es
decir, el estudio de la Virgen Santísima. Hace un año apenas, la hermana Anne
figuró entre los ayudantes directivos del cardenal Rooney en Boston. Desde
entonces ha trabajado intensamente con muchachas adolescentes… La hermana
Anne ha asistido incluso al nacimiento de un niño en el St. Anthony’s School.
Después de echar una mirada calculadora a la hermana Anne Feeney, Mrs.
Carolyn Beavier juzgó que esa primera e importante impresión era buena.
Excelente. El instinto le dijo que Anne y su hija Kathleen se entenderían bien.
Esa conclusión la entristeció hasta cierto punto. Carolyn Beavier deseó haber
estado más cerca de Kathleen, haber dedicado más tiempo a su joven hija… Un
poco menos del torbellino social Newport-Boston-Nueva York, unas pocas más
horas para averiguar quién era realmente su hija… No se trataba de que ella y
Kathleen se quisieran poco. Todo lo contrario. Sólo era que no había una amistad
íntima como Carolyn hubiera deseado. Y especialmente ahora. Sobre todo en
estos momentos, Mrs. Carolyn Beavier deseó más que nunca poder ser la amiga
de su hija.
Mientras escuchaba al padre Milsap —a quien conociera superficialmente de
sus años en Boston—, Anne se dijo de repente que aquel hombre le resultaba
insoportable. Milsap pareció estar sugiriendo que si ella no resultara satisfactoria
para los Beavier, se la podría remplazar fácilmente por otra monja del inmenso
almacén de la Iglesia…
—¡Padre Martin, padre Martin…! —exclamó Carolyn Beavier para cortar la
metódica presentación—. Estoy segura de que la hermana Anne no se hallaría
aquí si no fuese una mujer singular. ¿No es cierto?
—Hermana… —La esbelta mujer de melena platino se acercó a Anne y le
cogió la mano—. No dudo de que usted se entenderá muy bien con Kathleen.
Ella es una buena chica. Muy considerada y afectuosa. Claro que yo soy
enormemente parcial. Bien venida a nuestra casa, hermana.
—Sí, estamos muy contentos de tenerla aquí —agregó Charles Beavier,
sentado todavía en el sofá—. Si hay algo que necesite o desee, no tiene más que
pedirlo. Queremos que se encuentre a gusto aquí.
Anne esbozó una sonrisa.
—Muchas gracias a los dos —dijo para corresponder a tanta amabilidad e
inmediata acogida—. ¿Querrían contarme un poco acerca de Kathleen antes de
encontrarme con ella? Por ejemplo, ¿cuándo descubrieron ustedes su especial
estado?
Charles Beavier cogió la mano de su mujer.
—Permítame contárselo desde el principio. Es decir, todo cuanto sabemos
del principio.
El hombre procuró explicarse lo mejor que pudo.
Los primeros días habían sido increíblemente dificultosos para ambos, su
esposa y él. Aquél había sido con mucho el peor momento. Ellos habían
confiado siempre en Kathleen… jamás había existido una razón para negarle tal
confianza. Y de pronto, su preñez había sido una sorpresa conturbadora…
Entonces, Kathleen había afirmado tercamente que seguía siendo virgen.
Durante algún tiempo Charles y Carolyn habían temido que el incidente causara
un trastorno mental a Kathleen. ¿Un natalicio virginal…? ¿Cómo abordar ahora
la cuestión, pocas semanas antes del acontecimiento? ¿Lo comprendía la
hermana Anne? Charles Beavier hizo la pregunta con ojos atemorizados,
humedecidos.
Súbitamente, otra voz les llegó de atrás, de la librería.
—Me gustaría responder, si puedo, a las preguntas de la hermana Anne. No
sé si podré, pero lo intentaré.
Anne giró sobre su cintura para mirar hacia la puerta abierta de la biblioteca
conducente al salón.
Una adolescente estaba erguida junto a una librería acristalada repleta de
volúmenes sin sobrecubiertas.
La muchacha tenía una larga melena rubia, un rostro bonito y muy original.
Sus formas eran esbeltas exceptuando el henchido vientre, el estómago normal
de una mujer embarazada de ocho meses. Llevaba una camisa de leñador
demasiado holgada a cuadros rojos y negros, sandalias y pantalones vaqueros.
Tenía el aspecto típico de una colegiala de Nueva Inglaterra.
—¡Hola, hermana Anne Feeney!
Kathleen Beavier esbozó una sonrisa encantadora.
Lo que más le impresionó a Anne de la joven fue su aspecto flamante, su
mirada casta. Kathleen tenía un aura de inocencia casi radiante. Era un poco
estremecedor.
—Yo soy Kathleen, como deducirá usted probablemente por esto.
Y diciendo así se palmoteo su enorme estómago.
—Hola, Kathleen.
Anne sonrió y al propio tiempo se dio cuenta de que estaba arañando
prácticamente el brazo de su sillón.
Anne no pudo apartar la vista de aquel rostro juvenil enmarcado por un pelo
rubio.
¿Es que nadie veía lo que ella estaba viendo ahí?
Por primera vez, la hermana Anne Feeney presintió que iba a ocurrir algo
sobremanera extraordinario. De repente, Anne comprendió una buena parte de
toda aquella excitación y confusión.
Comprendió cabalmente por qué la habían sacado de St. Anthony para
enviarla sin tardanza a Newport.
Las encantadoras facciones de Kathleen Beavier estaban hechas a imagen y
semejanza de la Santísima Virgen María.
KATHLEEN Y ANNE
Mucho tiempo atrás, la pintoresca mansión Beavier había sido una granja
funcional regida por un exmolinero inglés, su mujer, tres hijas y dos fornidos
hijos.
Había aún antiguos establos, rediles hechos con estacas y desperdigados por
doquier alrededor de la asombrosa hacienda. Había también una cuadra mucho
más moderna para los costosos caballos pura raza de Charles Beavier, animales
de concurso. Algunas veces se dejaban ver familias de ciervos marchando a paso
largo allá abajo por las blancas arenas de la playa.
—Esto es verdaderamente idílico —dijo Anne cuando descendía con
Kathleen hacia la playa—. La casa de mi padre está cerca del Sound, en Nueva
York. Me encanta verla al borde del agua.
Anne se volvió repetidas veces para contemplar la mansión. Sun Cottage
había sido llamada así por la hija de un procurador, quien utilizaba la casa sólo
seis semanas al año durante la tórrida canícula en la década 1920-1930. El
cottage era una estructura singularmente hermosa, con cuatro alas imponentes
agregadas a un impresionante cuerpo central Victoriano. La casa tenía veintiocho
habitaciones y doce baños completos. Una elegancia seria, discreta… Ésta fue la
mejor descripción que se le ocurrió a Anne.
—No es precisamente un humilde establo en Belén —oyó decir a Kathleen.
Anne se volvió y vio que la muchacha rubia estaba sonriendo.
—Pienso que alguien debería romper el hielo. —Kathleen se encogió de
hombros—. Quizá conviniera charlar un poco ahora. Podríamos conversar sobre
lo que usted sabe de mí y lo que no sabe. Un poco, en cualquier caso.
—Está bien —repuso Anne. Luego, hizo una inspiración profunda. «Todo
esto ha sobrevenido de golpe», se dijo inopinadamente—. Primero lo obvio…, se
me ha dicho que eres virgen y, sin embargo, estás encinta.
—Muy raro, pero cierto.
—Sé que la Iglesia se interesa por tu estado. Sé también que procura tratar
ese asunto con la máxima discreción, lo cual es comprensible… Ahora bien, lo
que no sé es por qué se vio implicada la Archidiócesis en primer lugar.
Kathleen asintió.
—Claro…, aunque es preciso hacer primero una pequeña rectificación.
Usted dijo que la Iglesia está preocupada. Yo diría que la Iglesia está
preocupada, pero, sobre todo, aterrorizada. El cardenal Rooney no puede
sostener mi mirada; baja los ojos. Lo mismo ocurre con el padre Milsap. Eso es
extraño. Al menos me lo parece. Además, ellos no quieren explicarme nada.
»Por otra parte mi madre ha sido amiga íntima del cardenal Rooney mucho
antes de que esto sucediera. Cuando se descubrió mi preñez y al propio tiempo
mi virginidad, ella consultó con el cardenal. Sospecho que le habló acerca de un
aborto, aunque nunca me lo dijo.
»Poco después vino el padre Milsap a vivir con nosotros. Un especialista de
Boston, que trabaja para la Archidiócesis, me hizo un reconocimiento médico.
Luego se me examinó en la Universidad de Harvard. Poco después llegaron a
casa toda clase de sacerdotes. Quisieron discutir sobre la posibilidad de que
sucediera algo muy sagrado y especial. Pero ninguno me explicó el porqué de
sus presentimientos.
Mientras escuchaba a Kathleen, Anne sintió que estaba empezando a
simpatizar, casi a identificarse, con la joven y todo cuanto le estaba contando.
Por experiencia propia, Anne sabía que la Iglesia intentaba averiguar todo
acerca de uno, revelándole muy pocos de sus propios secretos. También sabía
que, tradicionalmente, la Iglesia prefería tratar con sus miembros femeninos.
Las mujeres deben ser vistas en misas y cofradías; ahora bien, no se debe
escuchar a las mujeres cuando llega el momento de tomar decisiones…, incluso
aquellas decisiones que afecten dramáticamente a sus vidas.
—Kathleen —preguntó Anne a la muchacha—. ¿Quieres contarme cómo
empezó todo esto? He oído ciertos fragmentos de información sobre cierto día
del pasado enero. Hace aproximadamente nueve meses. Tú habías salido con un
chico al concluir un baile organizado por los universitarios. ¿Qué ocurrió
entonces?
Inopinadamente, los ojos azules de Kathleen evitaron la mirada de Anne. La
incipiente confianza entre ambas pareció irse al traste; fue como si una puerta se
cerrara de golpe y las aislara.
—No puedo contarle nada sobre eso —Kathleen habló con tono mesurado
pero firme—. Lo siento. No puedo contarle a nadie lo ocurrido aquella noche.
De pronto los ojos se le llenaron de lágrimas. Se pasó una mano por la frente;
pareció sentir confusión y al propio tiempo un dolor físico auténtico.
Al fin habló.
—¡Estoy tan asustada! ¡Me encuentro tan sola y asustada! Nadie es capaz de
entenderme. Ayúdeme, hermana, por favor.
Anne abrazó a la trémula jovencita. Esto es como volver a St. Anthony’s,
pensó por un instante. Temores jóvenes; horrible soledad.
Notó el temblor de la niña, oyó sus gemidos ahogados. Sintió el estómago
pulsante de Kathleen apretado contra el suyo.
Durante unos momentos, la hermana Anne Feeney y Kathleen Beavier
estuvieron abrazadas en la solitaria playa de un gris ceniza.
ANNE Y JUSTIN
Al anochecer, en su dormitorio, Anne apoyó la mejilla y todo el costado
derecho contra el frío cristal de una ventana giratoria.
Contempló las nubes de un color azulado deslizándose raudas, como
persiguiéndose unas a otras ante la luz rugosa de la luna.
La mente de Anne se revolucionó con extrañas ideas nuevas e impresiones
contradictorias de Sun Cottage.
Por añadidura, no pudo olvidar ni un instante el rostro inocente de Kathleen
Beavier. Esa frescura de una colegiala de Nueva Inglaterra. La hermosa candidez
de la muchacha…, la virgen Kathleen.
Finalmente, Anne empezó a musitar sus oraciones de la noche. Luego
abandonó la ventana panorámica, retiró la colcha de su cama y se deslizó
sigilosa entre las aromáticas sábanas.
Se sintió terriblemente sola y asustada…, tal como lo había descrito Kathleen
allá abajo en la playa por la mañana.
Anne pensó que su mente estaba sobrecargándose a toda marcha con
preguntas sin respuesta.
Y no sólo acerca de Kathleen Beavier —lo vio bien claro—, sino también
sobre sí misma.
Cuando tenía diecisiete años, precisamente la edad de Kathleen, Anne se
había graduado, ocupando el segundo puesto de su clase, en la Academia del
Sagrado Corazón, de Westchester, donde la competencia era excepcional. Se la
había admitido en el Sarah Lawrence College, y más tarde en el Colegio de New
Rochelle.
El verano que precedió a su período escolar, Anne había aceptado un empleo
en el «Schuyler Hotel», a orillas del lago George. Tanto ella como su madre se
habían opuesto al padre, quien deseaba con la mejor intención que su hija pasara
una buena temporada veraniega antes de volver al colegio.
Durante sus diez semanas de trabajo en el «Schuyler», Anne soportó a
regañadientes una serie interminable de citas. El resultado final fue
decepcionante; todas sus parejas se asemejaron notablemente, como ella
comprobó muy pronto. Los chicos y los adultos la encontraron bonita (aunque
sus ropas adquiridas exclusivamente en «Peck & Peck» y «Arnold Constable» le
dieran un aspecto demasiado conservador), pero también encontraron en Anne lo
que ellos conceptuaban como engreída y pacata.
Ella descubrió por su parte que casi todos los hombres eran increíblemente
insensibles y despóticos. Y, lo que era peor, degradaban a la mujer con su
obsesión de la conquista sexual.
Concluida la temporada estival en el «Schuyler Hotel», Anne se convenció
de que ella no era como casi todas las demás chicas o al menos de que su
comportamiento no se asemejaba al de otras mujeres jóvenes.
Hacia primeros de setiembre no compareció a su primera clase de retórica
inglesa en el Colegio de New Rochelle. Anne fue una de las veinte jóvenes que
se arrodillaron para orar en la capilla del Noviciado de Mount St. Mary’s, en
Newburgh (Nueva York), a noventa kilómetros de Nueva York aguas arriba del
Hudson.
Anne había ingresado oficialmente en la Orden Dominica de Hermanas
Enseñantes a fines de agosto. Desde luego, una buena parte de esa decisión no
había tenido nada que ver con sus sentimientos de incompatibilidad social.
Aunque sentía también una honda y sincera vocación.
Durante sus doce años en las Dominicas, Anne pareció haber hecho la
elección óptima.
Y entonces sucedió algo totalmente inesperado.
La hermana Anne conoció al padre Justin O’Carroll, de «Co. Cork», Irlanda,
y se enamoró.
La primera vez que vio al padre O’Carroll, éste era un asistente social de la
Caridad Católica en South Boston. Ambos pertenecían a la administración del
cardenal Rooney, la oficina principal archidiocesana en la Commonwealth
Avenue de Boston.
Anne no había conocido nunca a un sacerdote como el padre O’Carroll. Era
de una apostura y juventud perturbadoras…, todas las hermanas que trabajaban
en la Cancillería opinaban lo mismo. Tenía un cuerpo esbelto, muscular, rizos
negros que caían de cualquier modo sobre la tirilla romana y ojos de un verde
intenso jamás visto… Pero Anne se había resistido siempre a la tentación física.
Aun siendo ya una Hermana, varios hombres atractivos la habían abordado.
Padres de sus alumnos, algunos bachilleres, hombres de la calle a quienes no
podía decir que era una monja.
No…, al principio hubo otra cosa acerca del padre Justin. Algo menos obvio.
Algo mucho más perturbador que la simple atracción física.
Se percibía en el padre Justin una inconfundible fortaleza interior tan insólita
que intrigaba a Anne. Un rasgo bastante generalizado entre los hombres y las
mujeres de las pequeñas ciudades de Nueva Inglaterra: confianza en las propias
fuerzas e individualismo. Una indiferencia aparente frente a las asperezas del
mundo. Por añadidura, el padre Justin era versado en una gran variedad de
disciplinas, desde la sociología irlandesa hasta la música y el arte clásico
pasando por la política americana; era un hombre culto e inteligente pero sin
vanidad, según lo estimaba Anne.
Y el padre Justin se manifestaba con suma seriedad acerca de la vida;
seriedad y sensitividad… Quizá fuera eso al principio: una apostura viril
combinada con un temperamento sereno, sensitivo. Cualesquiera fueran las
causas, los efectos resultaron aterradores, terribles. Al mismo tiempo
maravillosos y estimulantes. Anne no había experimentado nunca nada
semejante. Según la modalidad católica irlandesa, el decepcionante estado de
cosas se prolongó durante un año largo sin pasar a debate.
Luego, Anne se ausentó de Boston por dos semanas para asistir a una
conferencia internacional sobre Unidad de la Iglesia celebrada en Washington.
Cierta noche, durante su segunda semana de estancia en la Georgetown
University, recibió una llamada telefónica, hacia las doce, en el dormitorio de las
hermanas.
Era el padre Justin O’Carroll.
Primeramente, Anne pensó que el cardenal Rooney habría sufrido otro
ataque cardíaco allá en Boston. Y cuando oyó el balbuceo estuvo segura de que
el cardenal había muerto.
Finalmente, Anne tuvo que inquirir:
—¿Quiere decirme, por favor, si hay algo que marcha mal?
—Sólo se me ocurre una cosa que marcha mal. —Ella percibió el distante
acento irlandés del sacerdote—. Y es que usted está en Washington, yo aquí en
Boston y la echo a faltar enormemente. Estoy actuando como un demente, Anne;
pero la echo a faltar y he sentido la apremiante necesidad de telefonear.
Anne sintió un súbito aturdimiento, un calor insoportable en la cabina
telefónica de Georgetown. Su corazón latió de forma incontrolada.
Porque ella notaba también la ausencia de Justin. Le echaba a faltar
terriblemente. Los pensamientos constantes sobre Justin habían desbaratado su
concentración mental durante toda la semana. Todo el mes. Todo el año.
Cuando Anne regresó a Boston consultó con la Madre Superiora. En el
despacho de la Madre, decorado con suma sobriedad, Anne explicó de forma
sincera y directa que tenía serias dificultades con uno de los sacerdotes jóvenes.
Luego solicitó y recibió un destino inmediato fuera de Boston.
Dos días después, días frenéticos y dolorosos, Anne se encontró viviendo
entre diecinueve adolescentes negras e hispánicas en St. Anthony’s de Holts
Corners, New Hampshire. Lo había hecho más por Justin que por sí misma. Pues
ella creía en su propio corazón. Sabía que muchas hermanas dominicas habían
abandonado la Orden por aquellas fechas. En los Estados Unidos, más de seis
mil monjas dejaban los hábitos cada año. Pero la situación con los Holy Ghost
Fathers de Irlanda era muy distinta y mucho más dramática. Si Justin hiciese lo
mismo, sería el primer abandono en la Orden. Irlanda perdería un sacerdote
excelente, un líder potencial. Y lo que era peor, la familia de Justin sufriría las
consecuencias en su pueblo. El padre perdería probablemente su empleo; la
madre y las hermanas escucharían duros reproches por la acción de Justin.
Durante los primeros meses de separación, el padre Justin pareció
comprender la decisión de Anne. No le escribió ni telefoneó. A lo largo de tres
meses no hubo la menor comunicación entre ellos.
Muy poco a poco, Anne notó el retorno de su fe y la consolidación de su
compromiso con la Orden dominica. Entonces, una tarde, Justin apareció
esperándola delante de Hope Cottage.
—No puedo renunciar a ti —le dijo—. Lo he intentado por todos los medios
posibles pero no puedo renunciar a ti, Annie.
Aquella tarde ambos dieron un largo e inquietante paseo. Intentaron dialogar
sensatamente y acabaron discutiendo. Por ultimo, Anne dijo a Justin que no
quería verle nunca más.
«Mentí», se dijo ahora Anne.
Sentada en el penumbroso dormitorio de Newport, deseó desesperadamente
poder hablar en aquel momento con Justin. Le hubiera gustado conocer su
opinión sobre la increíble historia de Kathleen Beavier. Además, le hubiera
gustado explicarle con entera franqueza por qué le había despachado así en New
Hampshire. Tal vez pudiera incluso reconocer para sus adentros el porqué de su
miedo cuando estaba con él.
Cuando Anne Feeney se acostó aquella noche, su pensamiento derivó hacia
una idea muy curiosa y también emocionante, por lo menos en ese momento.
La idea fue que ella estaba rondando ya la treintena y era todavía virgen.
EL PADRE ROSETTI
Dos dardos de luz blanca danzaban juguetones por la tenebrosa Foxled Road
a unos veinte kilómetros al norte del aeropuerto Shannon.
La magia negra flotaba en el aire.
Finalmente, el «Ford» inglés alquilado por el padre Eduardo Rosetti dejó ver
su forma cúbica en el reflejo de los parpadeantes faros delanteros. El coche
negro regresaba veloz de Maam Cross y de la entrevista con Colleen Galaher.
Ahora, el sacerdote del Vaticano se dirigía hacia Shannon, luego iría a
América… para ver a la segunda niña virgen.
Detrás del parabrisas enlodado, el padre Rosetti se despabiló al percibir otros
dos globos luminosos en la carretera. Dos luces oscilantes se acercaban por
detrás.
Cuando aquellos ojos relucientes se le acercaron más, Rosetti comprobó que
no le seguía un solo vehículo. Eran dos vehículos… dos motocicletas
estrepitosas, desenfrenadas.
Entonces, súbita y absurdamente, una de las radiantes luces chocó contra la
parte trasera del «Cortina».
¡Pum! ¡Pum!
—¡Maldito loco!
Rosetti se revolvió indignado en su asiento.
Acto seguido, el coche del sacerdote recibió otro golpe de la segunda moto.
La luz trasera se hizo añicos. Rosetti se dio un fuerte golpe contra el volante.
¡El «Ford» inglés aguantó otro encontronazo! Las dos motocicletas siguieron
arremetiendo contra su coche.
A propósito.
Demencialmente. Rosetti vio que eran dos sacerdotes quienes montaban las
motos negras. Ambos se cubrían con tejas romanas.
¡Pum!
¡Pum, pum!
El padre Rosetti, quien había ido al cine en otros momentos de su vida, había
visto una película de aventuras en donde se presentaba esa especie de vertiginosa
montaña rusa. ¡Las interminables curvas cerradas de aquella carretera! ¡Las
montañas y los árboles sombríos desfilando veloces ante sus ojos para esfumarse
seguidamente a ambos lados de su cabeza!
Era como si cayese por un pozo insondable.
Como si se precipitara por un túnel vertical.
El velocímetro de marcas rojas señaló 80, 90, 95… Y eso en una carretera
serpenteante donde los 60 kilómetros eran ya excesivos.
¡Pum!
¡Pum, pum!
¿Por qué? ¿Quiénes serían esos sacerdotes alucinados?
Al fin, dos palabras increíbles tomaron forma en la mente enfebrecida del
padre Eduardo Rosetti. Una idea imposible. Un horroroso concepto medieval
que no podía materializarse en pleno siglo XX.
Asesinos endemoniados, pensó el padre Rosetti. Entonces voy a morir.
¿Quién se ocupará de encontrar y proteger a la virgen?
Acto seguido, ambas motocicletas atacaron a su coche por el costado derecho
exclusivamente. Intentaron despeñarlo por el peñascoso precipicio de la carretera
de montaña. Muerte instantánea.
El padre Rosetti se esforzó por apretar el freno.
¡Pum! Después un sonido nuevo, como si algo desgarrara el fondo del coche.
Las dos motocicletas golpearon casi simultáneamente su costado derecho. El
pequeño «Ford» se apartó del carril izquierdo en la angosta carretera. Rosetti no
vio más que la negrura del firmamento y el brillo blanquecino de las estrellas
frente a él.
Milagrosamente el vehículo alquilado se aferró a la cuneta. Esta vez no hubo
despeñamiento. El velocímetro osciló en los 100 kilómetros. Los neumáticos
chirriaron sin cesar.
¡Ah, Dios mío, siento de todo corazón haberte ofendido! —rezó el padre
Rosetti—. ¡Protege a esa niña! ¡Os lo suplico, buen Padre!
Repentinamente, el sacerdote italiano apagó los faros, aferró el volante
haciéndole girar hacia la derecha todo lo posible y al propio tiempo apretó
cuanto pudo el pedal del freno. Por fin, su velocidad empezó a disminuir.
Cuando las dos motocicletas le pasaron raudas, el padre Rosetti aceleró otra
vez.
Entonces, cuando giraba el volante hacia el extremo izquierdo, barrió a las
motocicletas trazando un ángulo extremadamente agudo. Estupefacto, las vio
saltar fuera de la carretera como juguetes. Justo lo que ellos pretendieron hacerle
a él. Irreal. Enloquecedor. Las motos dieron una súbita voltereta. Ambos
vehículos y sus conductores se precipitaron por el despeñadero de la sinuosa
carretera.
Por fin, el padre Rosetti logró detener su coche. Con el corazón en la
garganta, balbuceando incoherencias, el sacerdote descendió del automóvil.
Aún pudo presenciar los últimos e increíbles segundos del descenso de las
motocicletas…, los tumbos finales y el estallido definitivo.
Sin duda, los dos sacerdotes estarán muertos, pensó el padre Rosetti
sintiéndose enfermo. Empezó a musitar una plegaria. Empezó a rogar por las dos
almas perdidas.
Y entonces, el padre Rosetti vio algo absolutamente increíble.
El clérigo italiano comenzó a gritar en la sombría y solitaria ladera.
Dos enormes murciélagos se elevaron despaciosos de las fulgurantes llamas
de allá abajo. Emprendieron el vuelo directamente hacia el risco donde se
encontraba el padre Eduardo Rosetti.
CUATRO
COLLEEN GALAHER
Los pequeños aldeanos y aldeanas de Maam Cross podían ser muy crueles,
sin piedad ni remordimiento. Llamaban a Colleen Galaher, de catorce años, «la
pequeña ramera de Liffey Glade». Pintaban las paredes enjalbegadas del
Catholic Social Club con letreros de un rojo rabioso: ¡COLLEEN ES UNA BUSCONA!
No obstante, Colleen debía ir una vez por semana al pueblo para comprar
todo cuanto necesitaban ella y su madre, una mujer inválida como consecuencia
de un ataque apopléjico. Ambas conseguían vivir a duras penas con cincuenta
libras justas mensuales, pensión concedida por el Estado y la Iglesia.
DONALD MAC CORMACK, FAMILY GROCER era la tercera de varias tiendas
mugrientas de una sola planta en la Calle Mayor. Sobre el tejado de pizarra una
chimenea expulsaba fumaradas grisáceas. En el sucio escaparate estaba expuesto
el espaldar sanguinolento de una ternera.
Aquella semana, Colleen no compró vaca a Mac Cormack (ella y su madre
procuraban comer carne dos veces al mes mientras fuera posible). Así pues,
compró media docena de huevos, harina para hacer bizcocho y pan, arenque
ahumado, patatas, leche, miel y queso de granja.
Cuando salía del establecimiento familiar sintiendo en la espalda los ojos
inquisitivos de la dependienta, luchando con sus paquetes y su abultado
estómago y la puerta atascada… Colleen marchó directamente por el camino de
Michael Colom Sheedy.
—¡Ah, maldita sea, dispénseme, missus! —Michael fingió una sonrisa cortés
y se quitó su gorra de tweed. El muchacho de dieciséis años, estudiante de St.
Ignatius Boys, apoyó ambos puños en sus nervudas caderas—. Es nuestra
Colleen Galaher… con su enorme y vergonzosa panza.
La mirada de Colleen fue rápidamente de Michael a los demás elementos de
su pandilla. Allí estaban, vestidos todavía con sus pantalones grises y las
chaquetas azules escolares, Johno Sullivan, Pintón Cleary, Liam McInnie y
también la amiga de Michael, Ginny Anne Drury. Todos ellos babeando frente a
la confitería.
—Por favor, Michael, mi madre se encuentra muy mal hoy. Necesito regresar
a casa cuanto antes.
—Ya, Colleen. Esto requerirá un minuto escaso. Sólo queremos celebrar un
pequeño debate de grupo aquí.
Diciendo esto, levantó a la diminuta Colleen con todos sus paquetes de la
acera y se la llevó hacia el sol poniente cuya luminosidad rojiza, bañaba los
tejados de la villa.
—¡Ah, Dios mío! ¡No, Michael Sheedy!
El rostro de Colleen se tornó de una palidez increíble. Las lágrimas
asomaron a los suaves ojos verdes. El corazón se le subió a la garganta.
—¡Ah, Dios mío! ¡No, Michael Sheedy!
El joven aldeano la imitó con voz estridente y burlona.
Cuando su pandilla estalló en estruendosas carcajadas, el brutal muchacho
hizo pasar a Colleen por toda la línea como si fuera un saco de gatos rabiosos.
—¡Rápido, Johno! No dejes caer la pelota.
Johno Sullivan, un gordinflón cuyo peso superaba las doscientas libras a los
dieciséis años, casi dejó caer a Colleen. En el último segundo crucial la empujó
hacia Liam McInnie, el lugarteniente de Michael, personaje adulador e imitador.
—Por favor, Liam —gritó Colleen estremeciéndose—. ¡Ginny Anne,
detenlos, te lo ruego! ¡Yo no he hecho daño a nadie! ¡Estoy encinta!
El pecoso muchacho granjero alzó a Colleen por encima de su cabeza con
colgantes melenas rojizas. Lanzó un apellido victorioso como el de los
seguidores futbolísticos del Croke Park. Los demás casi se cayeron de risa entre
resonantes hurras.
—¡Ya, ya, puta! ¡Pequeña puta Colleen! ¡No se te ocurra proponerme jamás
una cita!
Entonces sucedió de forma súbita una cosa sobremanera peculiar en la
desértica Calle Mayor de Maam Cross. Algo jamás visto en la antigua villa
druida.
Un zorzal, entre pardusco y amarillento, lanzó un solo graznido. Luego, el
pájaro planeó hasta alcanzar un costado del sudoroso rostro de Liam McInnie. El
muchacho irlandés soltó instintivamente a Colleen. Se llevó ambas manos a la
cara. Se cubrió sus ojos picoteados. Prorrumpió en horribles gemidos.
—¡Maldito jodido! —gritó Liam McInnie—. ¡Ah, maldito jodido! ¡Mis ojos!
¡Ah, Jesús! ¡Mis ojos!
Cuando Colleen se alejaba del horripilante escenario, vio que Liam bajaba al
fin las manos. El rostro del joven y fornido granjero estaba horriblemente
ensangrentado. Regueros rojos y jirones de carne sonrosada se desprendían de su
mejilla. El pájaro que había atacado a Liam había desaparecido. No se le veía
por parte alguna.
Colleen Galaher, atónita y horrorizada, susurró una plegaria. Luego, la niña
decidió que lo mejor sería abandonar cuanto antes Maam Cross.
Aquella misma noche una de las hermanas del Holy Trinity optó finalmente
por hacer compañía a Colleen y su desvalida mamá.
Incluso acudió la Madre Superiora, sor Katherine Dominica.
LOS SIGNOS
El padre Eduardo Rosetti permaneció inmóvil en su asiento apretando los
ojos a bordo de un Aer Lingus-747 surcando la noche entre Shannon y Nueva
York. Siguió viendo la viscosa explosión de fuego. Las infernales motocicletas
volando por los aires. Los chillones murciélagos.
Al principio, el sacerdote, mental y físicamente exhausto intentó dormir,
dejar en blanco la enmarañada mente, recuperar las energías perdidas del cuerpo.
Repentinamente, recordó aquel ataque misterioso en la Via di Porta Angélico de
Roma. La grandiosa advertencia.
Apenas transcurrida una hora de vuelo, Rosetti encendió la lamparilla de
lectura sobre su cabeza. Con manos temblorosas deshebilló el saco negro de
viaje que contenía todo su trabajo sobre la investigación de la virginidad.
Los documentos y las pruebas más recientes estaban en la boca de su saco.
Una deposición de diecinueve páginas sobre la entrevista con la joven Colleen
Galaher en Maam Cross, la sorprendente virgen irlandesa de catorce años.
Luego seguía un paquete con datos de periódicos publicados dos o tres días
antes. Recortes de The Times londinense, el Angeles Times, el Observer, el Irish
Press y otros.
Rosetti sintió que el cuello se le empezaba aponer rígido. Una tensión
absorbente. Dejadme reposar, por favor.
Todas las crónicas recientes sobre un drama médico estremecedor. Una
pesadilla auténtica tomando cuerpo en la Costa Occidental de los Estados
Unidos.
Otra faceta del mensaje barroco de Fátima; Rosetti lo supo a ciencia cierta.
Una advertencia pronunciada por Nuestra Señora de los Dolores. Lo que el padre
Rosetti denominó y clasificó en sus apuntes como los Signos.
Una nota que él había recortado del Observer londinense decía que un
equipo de neurólogos americanos había partido precipitadamente hacia Los
Angeles para instalarse en el Consejo Sanitario de California que colaboraba con
el Centro Federal sobre el control de enfermedades epidémicas. La labor de los
doctores había tenido por objeto el componer sin tardanza una vacuna que fuera
efectiva contra un tipo nuevo y horripilante de afección gripal. Una enfermedad
mortífera denominada polio veneciana había sido detectada en Venice Beach,
California.
Los signos eran inequívocos. Se estaba cumpliendo la profecía.
El padre Rosetti notó que su pensamiento comenzaba a nublarse.
La aterradora advertencia de Fátima. Mantenida en secreto durante setenta
años más o menos.
Los signos del Apocalipsis.
El Investigador releyó una crónica del Irish Press:
«La polio veneciana es una afección paralizadora del sistema nervioso central que parece reunir los
síntomas de la polio y la esclerosis múltiple. Se la localizó primeramente en Venice Beach, al sudoeste de
Los Angeles. Desde julio pasado el mortífero virus ha causado siete mil muertos a lo largo de la Costa
Occidental americana, siguiendo una pauta casual, desconcertante. No parece probable una curación
inmediata».
Rosetti echó un vistazo a una columna del New York Times:
«Rastros del potente virus recién descubierto se encuentran en nariz, boca y excrementos. Cuando ataca
a una víctima con toda su virulencia, la polio veneciana paraliza los brazos y piernas. En la mitad
aproximada de todos los casos, la polio veneciana paraliza los músculos respiratorios y deglutidores».
Las últimas noticias estaban en una crónica que Rosetti había recortado de la
primera plana de Los Angeles Times:
LA POLIO VENECIANA ALCANZA UN NUEVO RECORD, MATANDO A 122 PERSONAS POR
DÍA. Este titular resaltó bajo la luz cruda del avión. Se ha advertido una vez más
a la población de Los Angeles que evite los cinematógrafos, teatros, museos,
grandes almacenes y otros centros de aglomeración.
No… ¡Por favor, Señor!
El padre Rosetti estiró el brazo y apagó la lámpara de lectura. Durante unos
momentos miró absorto por la oscura ventanilla ovalada, vio su propia imagen,
pálida y desvaída, sintió una fatiga y un desvalimiento indescriptibles.
Los signos…, provenientes del mundo entero…, portentos de un próximo
futuro.
A una hora escasa de Nueva York, el agotado sacerdote se durmió por fin.
ELIZABETH SMITH PORTER
Bajo el húmedo y humeante asfalto de la West 43 Street de Nueva York en
un cavernoso sótano de dos plantas, el impresor jefe del New York Times oprimió
repetidas veces un tiznado botón rojo.
Dieciocho rotativas de veinticinco toneladas empezaron a imprimir la
segunda de cuatro ediciones del Times de la próxima jornada. Cada rotativa
expulsaría cuarenta mil periódicos por hora, totalmente plegados y contados,
listos para su envío a todos los rincones del mundo conocido.
A las 9:39 horas sonó el teléfono en el pupitre de la corresponsal Elizabeth
Poner, del Times; aunque una sola vez, porque se cogió al instante el auricular.
Ese pupitre estaba situado en un rincón a la derecha de la National News de
prevención policial. Su proximidad al despacho de Thomas McGoey, editor del
National News, denotaba la influencia que ejercía aquella mujer frágil —madre
de cuatro niños— en las decisiones del editor de News.
—¿Puede facilitarme cualquier otra prueba de lo que está diciendo? Sea lo
que fuere. Sea quien fuere. Ahora tengo dos confirmaciones. Pero me gustaría
saber algo más sobre esa historia. Por favor…
Liz Porter cubrió el auricular con la mano. Intentó hablar y escuchar pese al
inaguantable alboroto de correctores, teléfonos resonantes y parlanchines
teletipos de United Press International y Associated Press.
—Está bien, monseñor. ¡Sí, sí! Comprendo sus problemas. Escúcheme,
monseñor… Oiga lo que voy a decirle… Me propongo hablar ahora mismo con
nuestro editor de noticias. Por cierto, sus antecedentes religiosos son
extremadamente episcopalistas, casi católicos. El tendrá que discutir todo con el
editor jefe, estoy segura. ¿Querrá permanecer usted junto al teléfono? Está bien.
Sí, monseñor. Y ahora, por favor, no se aleje del teléfono. Haremos un trabajo
honrado y justo sobre ese asunto. Se lo prometo. Lo haremos.
Liz Porter dejó el auricular en la horquilla y se tomó unos instantes para
analizar el caso. Encendió nerviosa un cigarrillo con filtro. «Primero lo
primero», masculló para sí.
Hizo una rápida llamada a Thomas Lapinsky, el contacto del Times en
Boston. Le dijo que se diera un paseo hasta la Commonwealth Avenue, donde se
hallaba la Oficina Archidiocesana de la Iglesia Católica.
—Claro, ahora mismo, Tom. Siento interrumpir tu partida de bridge. Siento
que sea sábado por la noche. Necesito una confirmación de palabra. Éste es un
asunto sumamente importante. Ve a la Cancillería. Haz que monseñor John
Brennan te relate otra vez toda la historia. Él se muestra reacio, pero sabe que la
noticia saldrá a la luz tarde o temprano. Lamento aguarte la velada, Tom. De
verdad. Te juro que es una historia desorbitante. Potencialmente enorme.
Después de la llamada, Elizabeth se llevó su interconexión telefónica al
despacho del editor de noticias. Cerró con sumo cuidado la puerta acristalada de
McGoey. Seguidamente, Elizabeth Porter intentó explicar la increíble historia
que le acababa de confirmar monseñor John Brennan, de la Oficina
Archidiocesana en Boston. Una historia llegada a sus oídos mediante una extraña
llamada anónima desde Newport, Rhode Island.
Cuando hubo escuchado todo el relato, el editor de ojos pitarrosos y
perpetuamente acosados abrió su línea directa con el editor jefe. McGoey refirió
a Howard Geller la asombrosa historia que acababa de oír.
Por último, McGoey colgó el auricular y se volvió hacia Elizabeth Porter.
—Francamente, él tampoco sabe qué hacer con eso. La historia resulta
interesante porque procede de la Oficina cardenalicia. El hecho es que ellos no
desmienten el rumor. Quiere una copia escrita, Liz.
Elizabeth Porter asintió y regresó presurosa a su pupitre. Allí mecanografió
la historia en la computadora terminal de un gris acero situada frente a ella.
Entretanto, Thomas McGoey alertó al editor cajista sobre un posible cambio
de la primera página. Le dijo que no quería una transformación costosa, pero sí
la reserva de un espacio en primera plana. Quince minutos después, el editor jefe
llamó a McGoey. Howard Geller oprimió un botón de su computadora terminal.
Ahora tenía ya delante, en la pequeña pantalla de un gris pálido, la crónica de
Elizabeth Porter.
—No me gusta que ella diga inminente en su crónica. Esto parece sugerir que
estamos haciendo una predicción aventurada sobre el nacimiento de ese… niño.
Quiero que restes importancia a ese asunto, Tom. Procura aparentar que la
historia podría representar una gran mistificación de este asunto. Lo exótico.
Dile al cajista que le reserve un hueco de seiscientas palabras más o menos.
Mantenla en primera página.
McGoey soltó el auricular y miró a Elizabeth Porter.
—Tienes quince minutos para refundir el texto. El aborrece el uso de la
palabra inminente. Sin embargo, le encanta el resto.
A las 11:45 horas el tanteador de fieltro verde en la sala de composición del
New York Times mostró que llegaban noticias adicionales para las páginas una,
diecinueve y treinta y dos.
A las 11:59 el impresor jefe apretó una vez más el tiznado botón rojo de
arranque.
La edición de media noche empezó a rodar.
Seiscientas mil copias destinadas a los hogares de todo el área metropolitana
hacia la hora del desayuno.
A las 12:16 se compuso la plancha de la última página. Todas las
monstruosas máquinas empezaron a aullar. El equipo de mantenimiento llenó y
rellenó afanosamente los inmensos pozos negros que lubricaban todas las piezas
movibles, comprobó el surtidor de tinta y se aseguró de que todos los papeles
estaban en posición.
Junto a cada máquina se apostó un impresor y un grupo de periodistas. Cada
impresor se encasquetó un gorro de papel para protegerse el pelo contra las
salpicaduras de grasa y tinta. Las camisas y los antebrazos quedaron cubiertos
muy pronto con tinta linotípica. En poco menos de una hora, se reintegrarían a
sus familias de los Queens o Brooklyn con un aspecto más astroso que un
mecánico automovilista al término de sus ocho horas. Vida inédita la de estos
hombres; algunos despertarían incluso a sus mujeres para enseñarles alguna
crónica en primera plana escrita a últimas horas de la noche.
El Times matutino fue surgiendo de las potentes máquinas, diez periódicos
completos por segundo. Luego, los periódicos ascendieron por una cinta sin fin
hasta la sala de distribución al nivel de la calle. Allí se los amontonó por medios
automáticos para formar impecables paquetes encordelados y se los condujo
mediante transportadores a las plataformas de carga.
Diez minutos después, el primer camión New York Times con sus rayas
blancas y azules se lanzó cuesta abajo por la 43 Street para repartir la última
edición.
TODAS LAS NOTICIAS DIGNAS DE SER IMPRESAS, rezaba el letrero en un costado
del rugiente vehículo.
Un poco después de las doce y media, Elizabeth Porter abandonó el Times
llevando bajo el brazo una copia reciente del periódico.
Diez minutos más tarde se dejó caer derrengada en un asiento del familiar
«Cafe des Artistes», a dos manzanas de donde ella tenía su apartamento en el
edificio Prasada. Abrió el periódico y le echó una ojeada bajo la tenue luz ámbar.
Elizabeth Porter releyó su comentario; luego, su crónica de primera plana:
LA IGLESIA CATÓLICA ESTUDIA RIGUROSAMENTE UN EMBARAZO VIRGINAL EN
NEWPORT
—Un niño divino —masculló en el barroco y ruidoso «Cafe des Artistes»—.
¡Ah, buen Dios!
El caos se estaba desencadenando en América.
Gran santidad…, gran acto pecaminoso.
La esencia de selección y tentación
CINCO
EL PADRE ROSETTI
San Juan de la Cruz, en Saugerties, era un conglomerado de edificios
acastillados color siena y gris en una boscosa área de 135 kilómetros al norte de
Nueva York.
Mientras su vehículo traqueteaba por un sendero trillado, el padre Eduardo
Rosetti se sintió impresionado; primero ante la belleza natural del paisaje, y
después por la quinta secular y los cottages de arenisca en donde se alojaban los
trastornados y melancólicos sacerdotes, así como los hermanos laicos de la
Archidiócesis neoyorquina. Era en aquel insólito sanatorio donde Rosetti
esperaba dar respuesta al interrogante vital sobre su investigación de la virgen.
Ya dentro de aquel hogar casi medieval, un monje de cabeza pelada, el
hermano Thomas Brendan, condujo al visitante romano por pasillos cuyas
paredes pétreas reproducían ampliamente el eco de sus voces y pisadas como si
fueran pistoletazos. A lo largo del camino, el padre Rosetti vio sobre todo
sacerdotes ancianos aunque también algunos sorprendentemente jóvenes.
Por último, abrió una puerta de roble oscuro. El padre Rosetti se vio de
repente ante monseñor Joseph Stingley —quien fuera proscrito en 1978,
aparentemente por sus radiales enseñanzas «a sangre y fuego»— su antiguo
mentor y confesor en el Concilio lateranense de Roma: un erudito del
Apocalipsis.
Rosetti echó una ojeada al aposento de monseñor en San Juan. Paredes
cubiertas de estanterías. Junto al mayor de los dos ventanales, un lecho sin hacer
y una enmarañada mesa de trabajo. Por toda la estancia se veía la colección
habitual de estatuillas chinas, griegas y del Extremo Oriente.
—Edward, ¿cómo estás? —Monseñor Stingley abrazó al padre Rosetti—. El
hermano Thomas me anunció tu llegada, pero no pude creerle. Dije al hermano
que seguramente se había incorporado a las filas de los «santificados» en San
Juan.
—He venido porque creo haber encontrado finalmente la respuesta a su
antiguo interrogante acerca de san Anselmo y sus pruebas sobre la existencia de
Dios.
El rostro macilento del canoso monseñor esbozó una sonrisa.
—A fuer de sincero, padre Rosetti, pongo en duda eso. No lo creo.
Ambos tomaron asiento ante la atestada mesa. Por la ventana, el Hudson
semejó una tersa autopista grisácea.
Joseph Stingley habló al fin.
—Basta de dar beligerancia a los circuitos cerrados hospitalarios. Usted es
ahora el principal de la Congregación de Ritos, lo comprendo. Esto impresiona
mucho a un propagandista veterano del Vaticano como yo. ¿Cómo se le ocurre
que yo pueda ayudarle? ¿Cuál es la causa de que el Investigador jefe visite
América por vez primera desde que la Madre Seton expusiera sus estimaciones?
El padre Eduardo Rosetti miró de hito en hito los conocidos ojos de un azul
acerado.
—Monseñor, yo sé que usted conoce el secreto de Fátima. El mensaje de la
Virgen. La promesa… y la advertencia de la Virgen.
Joseph Stingley no respondió. Sus ojos no expresaron nada.
—Usted estuvo con Pablo VI durante la mayor parte de su dolencia. Él se
refirió a Fátima y usted estuvo presente. Usted lo escuchó todo, monseñor.
Una expresión displicente desfiguró el rostro de monseñor Stingley.
—¿Por qué recurre a mí si ambos compartimos la misma información?
Sentado allí en el pequeño aposento de San Juan, el padre Rosetti rememoró
vívidamente el ataque paralizador en las calles romanas, las agresivas
motocicletas, los chirriantes murciélagos…
—Por favor, monseñor, necesito saber cómo va a terminar esto. Mi
investigación. La búsqueda de la virgen. El proceso apocalíptico.
»Deseo que me revele cuál será el desenlace… El descenso al Averno que yo
he iniciado ya…
Monseñor Stingley se levantó y miró de arriba abajo la desordenada mesa y a
Eduardo Rosetti. Luego, se alejó arrastrando los pies hacia una de sus
atiborradas librerías. Repentinamente, se desmoronó todo su cuerpo. Sintió un
intenso escalofrío.
—Para comenzar, lo peor…, la pérdida de dominio, la pérdida de voluntad,
que usted experimentará. Usted comprobará que no tendrá libertad para elegir.
Ninguna libertad para pensar y actuar. Esto será el comienzo. Esto es el
comienzo. ¿Se imagina lo que será? ¿Perder todo control sobre la propia
voluntad…?
»A renglón seguido, sentirá un decaimiento de cuerpo, mente y espíritu.
Perderá toda esperanza, padre Rosetti. Y esa desesperanza corrosiva, esa abyecta
sensación de impotencia y futilidad, será la más demoledora de todas las
experiencias humanas concebibles. Mucho peor de lo que usted pueda suponer.
»Cuando sobrevenga esto, cuando no haya nada en su mente y alma salvo la
desesperanza abismal, infausta, entonces usted sabrá que está a punto de dar el
primer paso ignominioso hacia el Infierno.
Joseph Stingley se mantuvo erguido ante el ventanal de un azul deslumbrante
dando la espalda al sacerdote del Vaticano. Pareció como si no quisiera
enfrentarse con el padre Rosetti en esa coyuntura.
—Padre, ahora mismo yo rogaría a Dios Todopoderoso que se apiadara de
usted. Pero eso sería engañarle con falsas esperanzas. Padre Rosetti, no siga
adelante con su terrible investigación. ¡No debe hacerlo!
Monseñor Stingley dio media vuelta… y se encontró con una habitación
vacía.
El padre Rosetti caminaba ya por los largos y resonantes corredores
desfilando ante murmurantes monjes.
Apretó el paso.
Lo avivó más todavía.
Abandonó corriendo San Juan de la Cruz.
—¡Te lo suplico, padre! —oyó gritar a sus espaldas—. ¡Nadie tiene derecho
a exigirte eso! ¡Ni siquiera el Papa tiene derecho a exigírtelo!
»¡PARA CONDENARTE A UNA VIDA ETERNA EN EL INFIERNO!
CARDENAL JOHN ROONEY
Aquel domingo fue un día congelador en Washington. Durante toda la
jornada se elevaron sin pausa, a lo largo de Bay City, humaredas de un gris
azulado para fundirse con un cielo alto igualmente sutil. Durante todo el día, los
rumores sobre un posible nacimiento virginal en Nueva Inglaterra fueron
incrementándose con una celeridad y un histerismo sin precedentes. Al
anochecer del domingo el arzobispo de Boston, cardenal John Rooney, publicó
una declaración desde su despacho, situado a gran altura sobre la
Commonwealth Avenue:
«Atendiendo al creciente interés sobre el embarazo de Kathleen Beavier, se celebrará el próximo lunes
una conferencia restringida de Prensa.
Dicha conferencia tendrá lugar en Sun Cottage, residencia de los Beavier en Newport. La propia
Kathleen Beavier estará presente para responder a las preguntas.
Entrada sólo con invitación. Así pues, hasta el lunes estaréis en mis oraciones. Dios os bendiga».
MAÑANA DEL LUNES
Durante su clase de las nueve del lunes, en Providence College, el doctor
Leonard Caputo, un vehemente y entusiástico profesor laico de Teología, decidió
hablar sobre la virgen.
—¿Alguno de ustedes, caballeros, sabe algo sobre la obra The Golden Bough
de Sir James Frazier? —empezó diciendo el doctor Caputo.
No se oyó ni una sola respuesta de sus adormilados discípulos, cuya mayor
parte eran graduados de Educación Física y Ciencias Económicas.
—Es un libro clásico que trata de mitos antiguos —dijo al fin uno de los
jóvenes.
Más silencio.
Por fin, se oyó un profundo suspiro del doctor Leonard Caputo.
—En el siglo IV después de Cristo (Caputo decidió comenzar su lección con
algo ajeno a Sir James Frazier) Santa Úrsula organizó un famoso y espeluznante
peregrinaje a Roma. Fue un peregrinaje de once mil vírgenes.
Esa idea estimulante, quizá la metáfora, suscitó cierta animación a lo largo
de los maltrechos pupitres del aula. Los ojos enrojecidos se abrieron. Incluso
alguien silbó.
—Así fue exactamente. Las vírgenes fueron atacadas y violadas —explicó
Caputo empezando a enardecerse con el tema.
»Caballeros. ¿Qué opinan ustedes sobre esa virgen de Newport? Seriamente.
El cardenal de Boston se traslada hoy a Newport. Hará una declaración sobre el
posible natalicio virginal en el siglo XX. ¿Qué significa eso para los jóvenes
cristianos de la actualidad?
Otros dos muchachos de unos veinte años, distribuidores de gasolina en
Newport, estaban departiendo sobre la virgen en la estación Mobil de la Thames
Street.
—Escucha, Neal…, ¿sabes lo que sucedería a mi entender si Jesucristo
descendiera otra vez a la tierra? —preguntó George Winters, un refunfuñón
aprendiz de mecánica cubierto con una gorra roja Red Sox.
—Si yo supiera lo que piensas antes de que me lo cuentes…, tendría
problemas tan gordos como los tuyos.
—Claro. Bien. Yo creo que le matarían una vez más, le crucificarían una vez
más.
Situada sobre una colina de hermosa conformación a un kilómetro escaso de
la estación Mobil, el Sagrado Corazón era la pintoresca iglesia que había
visitado el presidente John y Jacqueline Kennedy cuando la Casa Blanca
veraniega estaba en Hammersmith, Newport, casi treinta años atrás.
El lunes por la mañana dos mujeres ancianas de Newport, Irene Goodman y
Nettie Blatt, charlaban animadamente mientras salían arrastrando los pies de la
graciosa iglesia con dos capiteles gemelos. Las dos viejas señoras se iban
sujetando los sombreros contra la brisa marina, y al propio tiempo ellas creaban
una corriente alternativa con su borrascosa conversación.
—¿Has oído lo que yo, Irene? —preguntó Nettie Blatt.
—Bueno, no lo sé todavía, querida. ¿Qué has oído?
La mejor amiga de Nettie, Irene Goodman, era una mujer perpetuamente
acongojada que trabajaba todavía como archivadora en la empresa «Beattie &
Grum Insurance Company».
—Según parece… la chica Beavier estuvo fuera en esa gran fecha secreta.
Estuvo fuera con algún admirador local cierta noche de marzo. De eso hace
aproximadamente nueve meses, Nettie. Se dice que tuvo un buen lío. El rumor
corre por todo el Rogers High School.
—¿Cómo averiguaste eso, encanto?
—La hija de Betty Brown se lo contó a ella. Ya sabes, su hija Reenie. Ella va
también al Rogers.
—Uuum… —Nettie Blatt emitió un sonido gutural—. Me muero por
conocer la historia que se está cociendo en la casa Beavier, allá por la Ocean
Avenue.
—Yo también, Nettie, yo también. Apostaría, digo, apostaría a que sucederá
una maravilla terrífica. Asiste el cardenal y todo.
—¡Vaya! ¡Niño divino! —exclamó Nettie Blatt algo desdeñosa, pero sin
olvidar santiguarse.
ANNE Y JUSTIN
Bien temprano en la mañana de un delicado azul en la que el cardenal
Rooney celebraría su conferencia de Prensa, Anne paseó por la orilla del mar
para meditar y rezar.
Balanceando en la mano su tercera taza de café aquella mañana, acortó
camino por un sinuoso sendero atravesando las hierbas altas de las dunas que
bordeaban la playa. Luego, caminó junto al agua rumorosa dejando que las
perezosas olas le lamieran los tobillos desnudos, dejando que los guijarros de
color crema y salmón se le introdujeran entre los dedos.
Mientras Anne pensaba sobre Kathleen, marcó con sus huellas la ondulante
línea del agua; se preguntó qué podría significar ahora la implicación personal
del cardenal Rooney.
Sobre todo, intentó imaginar qué podría decir el cardenal en la importante
conferencia de Prensa, convocada para las cinco y media de la tarde. Todo
cuanto había conseguido averiguar hasta entonces era que los corresponsales
llegaban de todas partes a Newport y estaban llenando rápidamente los escasos
hoteles de la localidad. Uno de los pinches, que vivía en la ciudad, le había dicho
que Thames Street tenía aquella mañana el mismo ambiente que en plena
temporada veraniega. A las siete se había formado ya una gran cola ante el café
«Poor Richard».
Escalando una duna de tres metros, en donde ondeaba hierba playera y brezo
escocés, Anne volvió la vista hacia la imponente mansión.
Un poco hacia el Este se dejó ver su viejo «Buick Special» negro
traqueteando a lo largo de una fila de pinos albares. El horrible coche se detuvo.
Se lo aparcó —un error imperdonable— en la avenida Beavier, una calzada
impecable con su gravilla blanca.
El corazón de Anne empezó a alterarse. Inesperadamente, ella misma tuvo
dificultades para mantener el equilibrio sobre unas piernas temblonas. Sintió que
todo su cuerpo enrojecía.
El padre Justin O’Carroll había llegado a la mansión Beavier.
Protegiéndose los ojos contra el reflejo solar de la blanca residencia y de las
dunas todavía más blancas, el padre Justin descendió del «Buick Special»
modelo 1965 que él rescatara de la hacienda de un monseñor en Wilberham,
Massachusetts.
La silueta de Justin, con sus 1,82 metros, se elevó sobre el aerodinámico
automóvil, su orgullo y deleite en América. Su rizado pelo rojizo y fornida
constitución sugirieron diversas profesiones, cualquiera menos la del sacerdocio.
A decir verdad, Justin mostró una sonrisa radiante, bendiciente, pero eso se
debió más bien al resol que a la estimulante sensación producida por su
inminente encuentro con Anne.
Observó cómo se le acercaba Anne caminando a través de las dunas y
experimentó un vuelco del corazón. Era todavía demasiado vulnerable.
Su pelo oscuro captó el sol matinal. Anne pareció caminar a paso lento.
Por último, ambos quedaron uno frente al otro en la avenida conducente a la
mansión Beavier.
Anne hizo alto a la distancia de un brazo extendido. Durante unos instantes,
su mente quedó en blanco. No supo qué decir.
—Siento haber llegado de esta forma —dijo por fin Justin—. Hoy la gente se
está aglomerando en Newport. Parece casi tan inaguantable como la
muchedumbre de la Copa de América. Los peregrinos vienen a presenciar el
milagro virginal, Anne. Yo estoy aquí como cualquier otro. He venido para ver a
la madre virgen.
Sin poder remediarlo, Anne sonrió al sacerdote irlandés y le tendió la mano.
—Celebro que hayas venido, Justin. He deseado hablar contigo desde que
sucedió esto.
—¿Ha acumulado tu viejo coche algunos cuantos kilómetros más?
—Cien mil, por lo menos.
—Entonces demos un paseo. Así te contaré lo que está aconteciendo aquí, a
mi juicio. Me gustaría conocer tu opinión. Tenemos mucho de qué hablar.
Justin siguió favorecido por la suerte y encontró un espacio para aparcar en
la turística Thames Street de Newport. Luego, él y Anne se encaminaron
sorteando la estruendosa circulación hacia Bowen’s y Bannister’s Wharfs.
Desde mediados de los años 1970 la antigua plaza del mercado, en Colonial
Newport, era la sede de una pequeña concentración comercial. Allí había
numerosas tiendas de artes y oficios, simpáticos cafés con terrazas al aire libre y
algunos restaurantes coloristas a orillas del mar. Justin y Anne pasaron ante los
restaurantes «Black Pearl» y «Clarke Cook House», ante una tienda de bisutería
llamada «HMS Bliss», la «Gallery Eastbourne» y el «Spring Pottery Store»,
donde un auténtico horno antiguo estaba encendido y empezaba a funcionar.
Algo más allá del «Pottery Store» estaba el «Ezra More Café», un local
bullicioso adonde entraron Anne y Justin para tomar café, charlar… y quedarse
petrificados al verse juntos.
Primeramente, Anne intentó hablar sobre lo sucedido entre ambos; lo
sucedido en New Hampshire, lo sucedido en Boston cuando ella se distanciara
de repente. Cuando resultó imposible discutir un asunto tan penoso para ambos,
decidieron departir exclusivamente sobre Kathleen. Cada cual procuró soslayar
al otro como si jamás hubiera existido.
—Anoche, después de la cena —dijo Anne cuando llegaron las tazas de café
— hablé con el médico de cabecera, quien suele visitar la casa para hacer un
reconocimiento a Kathleen.
—¿Es el que confirmó al principio la virginidad de Kathleen? —inquirió
Justin.
—Sí. Por cierto, el doctor Armstrong es católico. Entre unas cosas y otras
expuso algunos puntos interesantes sobre el nacimiento. Sugirió la posibilidad de
un agente externo, quizás un virus que pudiera provocar la duplicación de los
cromosomas. Según dijo el doctor, esto es bastante frecuente.
—Partenogénesis. He leído un poco al respecto —repuso Justin inclinando la
cabeza.
—Ahora bien, el doctor Armstrong lo creyó improbable en el caso de
Kathleen —prosiguió Anne—. Ninguno de los análisis lo ha confirmado… Sin
embargo, él tocó otro punto. Hay un dilema fundamental, según el doctor
Armstrong: ¿quedará intacta Kathleen después del parto?
—El Vaticano no investigará el nacimiento a menos que ella siga siendo
virgen —dijo Justin—. Y me temo que no lo haga de ninguna forma.
Anne replicó:
—Como mujer he pensado siempre que el criterio de la Iglesia sobre ese
tema es degradable para todas las madres que han dado a luz de forma natural.
Parece inferir que el parto y las mujeres son algo deshonesto e indigno.
Justin meneó la cabeza.
—Retengo en la memoria una idea disparatada. Sobre algunas mujeres que
quedan embarazadas porque hay semen en su bañera.
—Un cuento de viejas viudas. El doctor Armstrong dice que la temperatura
normal del cuerpo controla la actividad del semen. El descarta todas esas teorías
de chicas que pueden quedar embarazadas en piscinas o bañeras. No obstante,
escucha esto.
»Una mujer puede permanecer intacta, pero hay una minúscula abertura por
la cual se efectúa la menstruación. Si Kathleen hubiese estado drogada o
desvanecida —sugiere el doctor Armstrong—, es posible que un hombre
intentara tener contacto sexual con ella, y entonces podría depositar semen por
excesivo enardecimiento pero sin llegar a la penetración total. Siendo así, ella
seguiría siendo virgen. No sabría siquiera cómo había quedado encinta.
—¡Qué gran detective hubieras sido! —Justin hizo una mueca irónica—. La
versión de nuestra Iglesia sobre Rabbi David Small…, que en viernes el Rabbi
hizo Esto o Aquello… ¿Es así como ve el doctor Armstrong lo sucedido, Anne?
—No. Ni mucho menos. El doctor Armstrong cree que habrá un nacimiento
divino aquí, en Newport.
ELIZABETH SMITH PORTER
Desde su ancha cama de matrimonio en el «Newport Goat Island Sheraton»,
Elizabeth Porter tenía una espléndida vista del puente Jamestown con sus
templados arcos.
—¿Qué habrán producido Dios y The Times? —susurró mientras observaba
la notable circulación… ¿de quiénes?
¿Creyentes? ¿Incrédulos? ¿Simples curiosos? ¿Perseguidores de
ambulancias?
La crónica de Elizabeth, sobre la parturienta virginal, era lo que los
periodistas cuarentones denominarían noticia candente. Tenía los ingredientes
necesarios para mantenerse en primera plana durante un largo período: misterio
y controversia, religión y sexo.
Era el tipo de noticia desconcertante que desequilibraba a las gentes.
Consecuentemente, todo el mundo discutía de ello en las cafeterías, las colas de
teatros y durante la cena en casa.
Un poco más tarde, Liz Porter salió presurosa de su apartamento de motel
para presentarse a tiempo en la mansión Beavier. Mientras avanzaba a zancadas
por el aparcamiento, se sorprendió a sí misma haciendo algo que, según podía
recordar, no había hecho desde hacía quince o veinte años.
Elizabeth Smith Porter estaba rezando un Padrenuestro.
No fue porque creyera en la virginidad, sino más bien porque le resultaba
difícil darle crédito.
MR. Y MRS. BEAVIER
Charles Beavier se acercó al florido espejo donde Carolyn estaba absorta
pasándose el peine por la melena. Él se dijo que su esposa conservaba todavía
una belleza innegable a los cuarenta y ocho años. Incluso bajo la insostenible
presión ejercida por el embarazo virginal de Kathleen, Carolyn parecía valiente y
dueña de sus nervios.
Él le pasó un brazo por el esbelto talle.
—¿Sabes lo que he comprobado hoy acerca de ti? Algo en lo que he estado
cavilando mucho últimamente.
Carolyn le miró a través del espejo y sonrió afectuosa.
—¿Qué comprobación puedes hacer sobre mí a estas alturas?
—Bueno, veinticinco años después de nuestra boda… te sigo queriendo tanto
como antes. Más, creo yo.
Carolyn Beavier bajó la vista.
—Yo no cambiaría por nada nuestros años. Te amo tanto, Charles… —
susurró y Mrs. Beavier se volvió para mirar de frente a su marido.
Aquellos últimos meses, y sobre todo las últimas semanas, habían sido una
horrible ordalía, algo indescriptible. Su hija, la chica con quien convivieran y a
quien criaran amorosamente durante diecisiete años, había cambiado de repente.
No era que Kathy hubiese sufrido un cambio radical. Pero las circunstancias
habían originado una evolución drástica. Ese nacimiento. Ese increíble
nacimiento virginal. La sospecha eclesiástica de que Kathy pudiera ser la madre
de Dios… ¿Cómo podía ser posible eso? ¿Cómo podía ser posible tal cosa?
¿Qué significaría eso para ella y Charles? ¿Qué le ocurriría a Kathy cuando
naciera el niño?
—Charles, me pregunto si habremos dado lo suficiente de nosotros a Kathy.
Algunas veces temo que la hayamos apartado de nuestras agitadas vidas.
¡Cuánto me gustaría que ella y yo estuviésemos más unidas! ¡Quiero tanto a
Kathy…!
—¿Se lo has dicho a ella? —preguntó Charles.
—No lo suficiente hasta ahora. Creo poder mejorarlo. Espero que no sea
demasiado tarde.
—No lo es. Todo saldrá bien. Estoy seguro.
—Ruego porque todo concluya bien hoy. Dios mío, ¡qué duro es esto!
Hemos caído en un auténtico infierno.
—Vamos abajo, querida —murmuró Charles—. Te quiero mucho, mucho.
—Me tiemblan las piernas, créeme… ¿Quieres cogerme la mano, Charles,
por favor?
KATHLEEN
Cuando el ama de llaves, Mrs. Walsh, estaba aseando el dormitorio de la
hermana Anne, creyó oír la voz de Kathleen. Ida Walsh interrumpió su trabajo y
se deslizó de puntillas hacia el penumbroso pasillo. Sintió como un alfilerazo en
las orejas bajo la cofia que cubría su pelo blanco.
—¡Dulce Corazón de Jesús, María y José! —bisbiseó Mrs. Walsh.
¿No estaría la joven declamando sus oraciones antes de la importante
reunión con los periodistas?
Ida Walsh no consiguió entender las palabras. Pero no…, Kathleen parecía
estar hablando con alguien.
No era su madre ni su padre. Tampoco la hermana Anne o el padre Milsap.
El ama de llaves reflexionó. ¿Quién sería entonces?
Mrs. Walsh se acercó cautelosa al dormitorio de la niña.
Adoptó una posición perfecta para ver la imagen de Kathleen reflejada en el
espejo de su tocador… Ahora un poquito a la derecha y podría ver claramente
quién más estaba allí…
¡Dulce y Sagrado Corazón de Jesús!
El ama de llaves dio un paso atrás. Se llevó la mano derecha al pecho. Mrs.
Ida Walsh quedó estupefacta, horrorizada.
Desde luego, Kathleen Beavier estaba hablando con alguien. Y hablando en
voz alta. Gesticulando con gran animación.
Pero no había absolutamente nadie en aquel aposento.
Y el espejo de la joven —el ama de llaves tenía la seguridad de haberlo visto
— estaba lleno de llamas doradas y carmesíes cada vez más altas y envolventes.
EL PADRE ROSETTI
El padre Rosetti aceleró la marcha cuanto pudo por la atestada Octava
Avenida neoyorquina mientras se preguntaba dónde podría presenciar la
trascendental conferencia de Prensa.
Su reacción ante la historia de Kathleen Beavier fue de trauma y desespero.
Había sido un craso error el publicar tal noticia en América. Ahora, él podría
hacer muy poco o tal vez nada. Iría a Newport para entrevistarse con Kathleen
Beavier lo antes posible. Mantendría en secreto la noticia sobre una segunda
virgen irlandesa. Cualquiera que sea el desenlace, será la Voluntad de Dios. El
padre Rosetti rezó.
Las cinco y treinta y cinco. El padre Rosetti miró su reloj. Era preciso
encontrar un televisor. Sin demora. La conferencia en Newport se transmitiría de
un momento a otro.
Verdaderamente, el padre Rosetti necesitaba ver a la virgen; necesitaba oír su
voz y descubrir la verdad en sus ojos.
Rosetti emprendió la carrera; se abrió paso entre los erráticos y desesperantes
peatones de la Octava Avenida.
Por fin vio lo que necesitaba. Dentro de un maltrecho escaparate con el
letrero MARTIN’S GRILL. Un televisor proyectando luces fantasmales entre rojizas
y azuladas.
Al entrar en aquel bar, el sacerdote del Vaticano topó con una mezcla de col
hervida, cerveza agria y salchicha irlandesa. Oyó quejas cuando se anunció que
se iba a suspender un partido de los Yankees para dar paso a una emisión
especial.
Las caras largas alineadas en la barra se volvieron lentamente hacia la puerta
de entrada.
—Aquí está el petimetre que podrá presentar nuestras quejas.
Un gracioso del bar apuntó al sacerdote.
—No, no —dijo el padre Rosetti—. Esto es muy importante. Me refiero a la
conferencia de Prensa.
El sacerdote alzó la vista hacia la pantalla de televisión.
El cardenal de Boston apareció de cintura para arriba. Luego, una vista de la
hermosa residencia costera donde vivía la chica. Mientras contemplaba aquello,
el padre Rosetti rememoró su reunión con Colleen Galaher. La virgen Colleen.
De súbito vio a Kathleen Beavier en el televisor de color.
Se quedó mirando fijamente a la rubia virgen americana. Rogó para sus
adentros que las cámaras acercaran más la imagen, mostrando claramente el
rostro de Kathleen. Que le permitieran ver los ojos de Kathleen. El padre
Eduardo Rosetti empezó a orar en el ruinoso bar de la Octava Avenida.
Pronto llegará a todos vosotros el Sagrado Niño. Muy pronto, ahora mismo.
KATHLEEN
17:30 h., 30 de setiembre de 1987
Una niebla grisácea y húmeda empezaba a extenderse por Sun Cottage
cuando se condujo a Kathleen por los rasposos peldaños del porche trasero.
Allá arriba el cielo apareció pintado de un gris ceniza y largos jirones
purpúreos. Las lámparas en los ventanales del salón de estar se fundieron con la
cálida luz amarillenta de la avenida, según lo acostumbrado en las noches
otoñales e invernales.
Kathleen se estremeció sin poder evitarlo cuando varias máquinas
fotográficas lanzaron fogonazos de magnesio desde el penumbroso césped.
Su familia y el clero formaron una barrera protectora de dos en fondo tras la
cuña de luces y micrófonos colocados sobre una mesa de 6 metros destinada a
los banquetes.
En el lado opuesto de esa mesa se arracimaron cien o más periodistas, ente
los cuales se veían muchos rostros conocidos.
Kathleen contempló atónita aquella escena irreal brillantemente iluminada y
tembló otra vez. Su pulso cambió de marcha pasando al ritmo de carrera.
Más máquinas fotográficas lanzaron fogonazos y detonaron ante sus propios
ojos. Varios magnetófonos empezaron a ronronear, listos para la grabación.
Reporteros y cámaras se empujaron unos a otros deseosos de ocupar mejores
posiciones para ver a la joven virgen.
Kathleen se retorció sin darse cuenta su sencillo vestido blanco. Ahora se
sintió extremadamente nerviosa y atemorizada. Se preguntó qué pensarían de
ella todos aquellos hombres y mujeres.
¿Se imaginarían estos periodistas que ella era una horrible embustera? ¿La
tendrían por un monstruo? Kathleen no pudo encontrar respuestas mientras
miraba a aquel mar de ojos brillantes y humedecidos que no apartaban la vista.
Era como mirar por un espejo fantasmal de una sola dirección.
—Gracias a todos por venir. Gracias por presentarse aquí pese al apremio del
aviso.
Con su gran estatura y evidentemente impresionante en su elegante
indumentaria clerical roja, el cardenal John Rooney empezó a hablar con el tono
más convincente de hombre del pueblo.
—¿Me hacen el honor de acompañarme en una breve plegaria? Un Ave
María. —El cardenal Rooney unió ambas manos e inclinó la cabeza. Luego,
comenzó a orar con su voz recia y experimentada—: Dios te salve María, llena
eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres,
bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por
nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Después de la oración y tras un breve y prudente exordio, el arzobispo de
Boston se ofreció para responder a cualquier pregunta fundamentada que
quisieran hacerle los periodistas. El cardenal Rooney prometió que tras esa
sesión de preguntas y respuestas, haría una declaración sobre la Virgen y el
criterio de la Iglesia acerca del inminente nacimiento.
Un hombre enjuto vistiendo un Burbury color tostado inició las preguntas.
—Charles Swerdlow, Chicago Sun-Times:
»En estos tiempos me parece, a mí y a muchos otros con quienes he
consultado, que la Iglesia atraviesa por un período difícil, algunos dicen de
extinción. —El corresponsal habló con un agradable acento del Oeste Medio—.
Ahora leemos sobre el próximo Sínodo de Cristo. Una asamblea eclesiástica,
universal e importante, donde parece muy probable la adopción de grandes
cambios. Hemos oído rumores sobre un posible cisma, incluso entre los
conservadores y los comunistas dentro de la Iglesia. ¿Existe alguna conexión
entre esas dificultades políticas y lo que está aconteciendo aquí, en Newport?
El cardenal Rooney repuso con un tono confidencial, primero al interpelante
de Chicago y después a su expectante auditorio.
—No quiero parecer apologético, el período apologético de la Iglesia ha
dado fin, creo yo, pero no debería haber tanta decepción e inquietud porque los
jefes de la Iglesia luchen entre sí. La Iglesia es humana. Ahí está el quid. Pero
también su energía y belleza. La Iglesia intenta siempre corresponder a las
enseñanzas de Cristo.
»Respecto a la política eclesiástica y Kathleen Beavier, no hay, que yo sepa,
ninguna conexión entre este acontecimiento y el próximo Sínodo de Cristo. El
nacimiento de este niño no es un acto político, puedo asegurárselo.
—Jean French, ABC News:
»Cardenal Rooney, ¿representa esta conferencia una posición adoptada
oficialmente por la Iglesia? ¿Se ha consultado a Su Santidad el Papa Pío sobre lo
que se va a decir aquí?
—No estoy hablando ex cátedra. —El cardenal Rooney hizo un guiño a la
mujer de pelo entrecano cuya imagen le era familiar por haberla visto muchas
veces en televisión—. Sólo el Santo Padre puede hablar con infalibilidad, bajo la
guía divina, si prefiere expresarlo así. Pero, sí, se ha consultado con el Papa
sobre lo que me propongo decir aquí.
»El hecho es que la Iglesia se interesa por el nacimiento del niño de Kathleen
Beavier. Si no fuera así, yo no estaría aquí.
»Oficialmente…, hoy no voy a decir mucho más que eso.
El cardenal Rooney hizo una pausa para tomar un trago de agua. Luego
sonrió a los periodistas, admirando su prudencia y tacto hasta el momento.
—Permítanme agregar unas palabras en respuesta a esa última pregunta. Y
por favor, comprendan que yo pugno también por encontrar respuestas. Procuren
hacerse cargo de mi alusión anterior… Nosotros, los de la Iglesia, somos seres
humanos falibles. Casi todos nosotros intentamos hacer el mejor trabajo posible.
Conocemos bien los errores de la Iglesia en tiempos pretéritos, pero estos errores
no deben ensombrecer el ministerio de nuestro Señor Jesucristo.
La voz honda e impresionante del cardenal Rooney fluctuó sobre la multitud.
—Aquí nos vemos ante un enorme y turbador misterio dentro del misterio.
Es un problema complejo que sólo se lo podrían explicar a plena satisfacción el
Papa Pío y, antes que él, los pontífices Juan Pablo, Pablo y Juan XXIII.
»Ustedes recordarán que, en 1960, el Papa Juan XXIII abrió un mensaje
secreto enviado por nuestra Señora de Fátima mediante la niña portuguesa Lucia
dos Santos. Únicamente el Papa Juan y quienes le sucedieron conocen el
contenido de tal mensaje. Ni siquiera el Colegio Cardenalicio ha sido informado
plenamente sobre el secreto.
»Yo mismo sé tan sólo que aquí existe cierta relación entre el milagro de
Fátima en 1917 y el parto de Kathleen Beavier.
»Sé que Pío XIII sigue con sumo interés este nacimiento y le ofrece sus
oraciones. Si me fuera permitido revelarles algo más lo haría, créanme. ¡Créanlo,
por favor!
—Elizabeth Smith Porter, The New York Times:
»Cardenal Rooney, yo tengo una pregunta para la propia Miss Beavier, si se
me permite. ¿Podría proporcionarnos Kathleen algunos antecedentes desde su
perspectiva? Ahora mismo hay muchas conjeturas y especulaciones. Creo que
nos gustaría a todos escuchar la historia por boca de Kathleen.
El cardenal de Boston hizo un gesto a Kathleen, indicándole que se
adelantara. La multitud se acercó aún más a los micrófonos para no perderse ni
una palabra de Kathleen.
—Yo no sé qué decir… —susurró la joven cuando el cardenal se apartó para
cederle su puesto.
—Limítate a responder con sinceridad —le repuso el cardenal, apretándole
afable la mano—. Lo harás estupendamente.
Una vez más, las máquinas fotográficas empezaron a soltar fogonazos ante
sus ojos. Kathleen notó que su cuerpo perdía sensibilidad, como si se inyectara
niebla en su cerebro exhausto.
Durante algunos segundos soportó uno de esos períodos angustiosos en que
la mente se queda absolutamente vacía.
—Yo no he hablado nunca a un grupo tan grande como éste —consiguió
decir al fin con un hilo de voz—. Por favor, discúlpenme si no lo hago bien. Mi
amiga, la hermana Anne, y yo hicimos algunas prácticas preparatorias en casa y
el resultado fue horrible.
Kathleen sonrió burlándose de su propia cortedad. Muchos periodistas
sonrieron también al percibir su sincera simplicidad.
—La primavera pasada —prosiguió Kathleen—, descubrí que estaba encinta,
pero seguía siendo virgen…
Ello le había causado horror y confusión, continuó diciendo Kathleen.
Finalmente, había sacado fuerzas de flaqueza para contárselo a sus padres. Aquel
mismo día ellos la habían llevado al médico de la familia, quien lo había
confirmado: estaba encinta y era virgen. Entonces el cardenal Rooney se enteró
del conflicto por la madre de Kathleen. Hubo más reconocimientos por varios
doctores en Boston. Hubo múltiples preguntas por parte de numerosos
sacerdotes. Finalmente, el Vaticano se vio envuelto en una cuestión que la propia
Kathleen no acababa de entender.
—A decir verdad, esto es todo cuanto puedo decirles por ahora —dijo
Kathleen, poniendo punto final a su relato.
No supo decirse si había respondido correctamente a la pregunta, pero intuyó
que los periodistas simpatizaban con ella. Durante unos momentos hubo cierta
extraña intimidad compartida por todos. Sin embargo, ella se sintió soñadora e
irreal, casi ajena a su cuerpo.
La voz de un corresponsal se alzó fluctuante sobre la nutrida concurrencia.
—John Kamerer, Boston Record-American:
»Entonces, ¿hay algo más en su historia, Miss Beavier? Usted ha dicho “esto
es todo cuanto puedo decirles por ahora”.
Kathleen se tambaleó sobre el estrado improvisado. Miró a las caras
expectantes, curiosas. No supo si debía decir o no lo que pasaba por su mente.
—Hay algo… algo que me sucedió una noche de enero —murmuró por
último Kathleen.
—¿Nos hace el favor de contárnoslo, Kathleen?
Esta terrible sensación de irrealidad… esa atormentadora confusión sobre lo
real y lo irreal la asaltó ahora con creciente fuerza. Unos temores que ella jamás
imaginara le causaron estremecimientos. Kathleen se sintió como si estuviera
hablando a todos ellos en sueños. O como si ellos mismos estuvieran soñando.
Se sobresaltó cuando, al extender la mano, tocó un micrófono auténtico.
Metal auténtico. Un sonido intenso, amplificado, tintineante.
—Lo siento —Kathleen sacudió la cabeza—. Hay algunas cosas de las que
no puedo hablarles. Lo… lo siento mucho.
Kathleen estuvo a punto de llorar cuando las fotografías aceleraron el ritmo.
No supo qué decirles en aquel momento. No pudo revelarles la verdad. Le fue
absolutamente imposible.
—No me proponía comportarme de esta forma… Lo siento —repitió.
En aquel instante algo distrajo a Kathleen, le hizo apartar su atención de los
periodistas… ¿Un ruido…? ¿Una cosa invisible moviéndose por el césped…?
Algo estaba sucediendo.
Algo estaba sucediendo junto al oscuro pinar que se elevaba cual un
centinela gigantesco a espaldas de los apelotonados periodistas.
Kathleen sintió una aceleración horrible del corazón. Durante unos segundos,
Kathleen creyó sentir en sus entrañas los movimientos violentos del niño. Su faz
enrojeció enormemente, ella se apercibió. Sintió un extraño sofoco que no había
experimentado nunca. Su cuerpo y su vestido estaban empapados de sudor.
—Ella está ahí.
Súbitamente, la joven de diecisiete años alzó la voz sobre la concurrencia. Su
eco resonante se extendió por los prados y pareció seguir hacia el mar atraído
por una fuerza absorbente.
Luego se hizo un extraño silencio.
—Ella está aquí ahora —repitió Kathleen con voz más templada.
Los periodistas empezaron a volverse pausadamente y miraron hacia el lugar
adonde señalaba el brazo de la joven rubia.
—Nuestra Señora ha llegado. Por favor, miren detrás de ustedes. La Gentil
Señora está entre nosotros.
Los suaves ojos azules de Kathleen parecieron cristalizarse; se hicieron cada
vez más distantes y sosegados; la muchacha rubia siguió señalando sobre sus
cabezas; una sonrisa encantadora iluminó su rostro.
Una reverencia obvia y una expresión de dulce sorpresa se hicieron patentes
en la faz de Kathleen.
Todos los objetivos de cámara se movieron hacia adelante para tomar un
primer plano de la singular joven. Todos intentaron captar la asombrosa
inocencia y el arrobamiento de su expresión.
—¿Es que no la ven? —les susurró de repente Kathleen echándose a temblar.
Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. El cuerpo se estremeció de pies
a cabeza—. ¡Ah, no…! ¡Véanla, se lo ruego! ¡Ah, no, no! No pueden verla,
¿verdad? —les preguntó calmosa Kathleen Beavier—. ¡Ah, Dios mío! ¿Por qué
yo…? ¿Por qué yo sola?
LOS SIGNOS
A juzgar por la sobrecogedora e inmediata reacción observada aquella tarde,
todas las gentes del mundo necesitaban creer en algo…
En cualquier cosa…
Incluso en una mirada de honradez e inocencia sobrecogedoras… aunque
fueran las de una jovencita.
—¡Milagro…! ¡Es un milagro!
Un burdo italiano danzó y giró por la magnífica piazza consagrada de San
Pedro en Roma. El hombre se rió del Universo por intentar destruir su
maravillosa fe y convertirla en polvo y mera insignificancia durante los últimos
cincuenta años.
¡Ahora llegará un niño divino! El hombre se mostró convencido.
Por fin un segundo niño divino llegará para salvar al mundo.
Campanas doradas de un diámetro de 1.50 metros comenzaron a tañer sobre
la piazza empedrada de la majestuosa Basílica. El musical y eterno tañido tuvo
un significado bajo la inmensa sombra proyectada por el mayor templo del
mundo.
Los cristianos de todas partes comenzaron a orar, a clamar por sus pecados y
sus almas inmortales.
Por todas partes quedaron pasmados ante la inocencia que habían percibido
en los ojos de la virgen americana Kathleen Beavier.
Una larga procesión de alemanes avanzaba penosamente por el área exterior,
semejante a un buñuelo, de la famosa catedral berlinesa Kaiser-Wilhelm-
Gedáchtniskirche. La cola se extendía mucho más allá del relumbrante
Kurfürstendamm. Hasta donde alcanzaba la vista. Opulentos caballeros y damas,
caracterizados por sus facciones enjutas, bien cinceladas, y alemanes de clase
inferior, tendentes al rostro ancho y carnoso… todos ellos estuvieron juntos en
aquella noche fría de Berlín. Todos ellos entonaron juntos los más hermosos y
glorificadores himnos a la Santísima Virgen María.
En la catedral neoyorquina de San Patricio, el obispo Donald Browning
oficiaba una Misa Mayor imprevista a media noche. Cinco mil neoyorquinos
aproximadamente se aglomeraban en la catedral gótica.
En Dublín y Cork ondeaban las banderas papales blancas y amarillas desde
la Central de Correos hasta la O’Connell Street, ante todos los restaurantes y
pubs, ante el portal del famoso «Gresham Hotel».
La voz se difundió: Un segundo niño divino.
Otra oportunidad para el mundo.
En Notre-Dame de París, la enorme campana de trece toneladas colgando de
la torre sur difundió el sagrado mensaje a los escaños de derechas e izquierdas, a
la cercana Sorbona, al Marché aux Fleurs y Les Halles. Bajo los grandes
torreones en la Place de Parvis los mirones y los amantes, los artistas callejeros
y los clochards interrumpían sus actividades durante un momento solemne e
impresionante. La multitud ofrecía una plegaria a la joven americana Kathleen
Beavier… que tenía en definitiva ascendencia francesa.
En la catedral londinense de Westminster, unas cinco mil personas asistían a
una conmovedora misa del alba antes de marchar hacia su trabajo. Allá arriba, en
el granítico altar cómico, el propio cardenal Hume oficiaba la Misa mientras se
decía que había acudido más gente de la que se hubiera esperado el día de
Navidad. ¿Por qué se sentiría ahora tan afectado el pueblo? ¿Por qué se sentiría
tan dispuesto a creer? Éstas eran las preguntas que se hacía el cardenal. En los
diarios matutinos, Graham Greene decía que la sorprendente popularidad de la
historia o mito le había confundido un poco. Decía también que eso le recordaba
el traslado de casi cien mil personas a Fátima para presenciar aquel curioso
milagro, mayormente sin explicar todavía, en el otoño de 1917.
A medianoche, grandes cañones dispararon salvas ceremoniales en la
soberbia plaza de Bernini, frente a San Pedro.
Aves alarmadas levantaron el vuelo desde un millar de nidos recónditos.
La multitudinaria concurrencia internacional empezó a dar palmadas
respetuosas, a encender cirios y cerillas en la oscuridad purpúrea.
Arriba, en una ventana de la última planta del Palacio Apostólico con su
dorada cúpula, apareció por fin una figura frágil vistiendo una túnica blanca y el
solideo. El Santo Padre extendió los endebles brazos hacia el pueblo. Le dio una
breve e improvisada bendición y luego rogó junto con los fieles.
La gente comenzó a agitar los brazos mientras apelaba a la distante figura
pontificial.
—¡Papa, Papa! —clamaron.
Las potentes campanas dentro de San Pedro reanudaron sus estruendosos
tañidos.
Entonces aparecieron bajo cada arcada los centinelas de la Guardia suiza con
sus plumeros carmesíes y sus vistosos uniformes del estilo Miguel Ángel.
—Santa María, Madre de Dios —entonó solemnemente el Papa—, ruega por
nosotros, pecadores…
La Iglesia Católica Romana, con sus setecientos millones de fieles, pareció
aquella noche más vital y más llena de promesas que en los últimos mil años.
LIBRO SEGUNDO
SEIS
LOS SIGNOS
Balanceando enérgico su abultado saco de viaje, caminando aprisa con un
gesto entre sombrío e inquieto, el padre Rosetti se apresuró cuesta abajo por la
dinámica Nueva York cerca del Lincoln Center.
Desfiló raudo ante una docena de relucientes ventanas en el edificio WABC-TV
de Columbus Avenue. Mirando de reojo a los brillantes cristales vio las
imágenes reflejadas de «Chipp’s Pub», «Dimitri», «McGlade’s Cafe» al otro
lado de la atestada calle. También vio la marquesina negra y blanca de un teatro-
estudio ABC donde se representaba algo titulado All My Children.
Finalmente, el sacerdote pasó ante el incandescente neón de SEVEN y penetró
por la puerta principal en el edificio West Side ABC.
El padre Rosetti fue conducido inmediatamente al despacho del primer
productor de ABC Evening News, quien acompañó al importante visitante del
Vaticano hasta la cinemateca y la sala privada de proyecciones en el primer piso.
Los noticiarios cinematográficos ABC sin publicar que quería ver el padre
Rosetti, habían sido filmados durante las tres últimas semanas (las cintas
recientes quedaban almacenadas en el edificio auxiliar West Side por un plazo de
cuatro semanas). Todos los filmes representaban el interminable drama de una
aterradora sequía de cinco meses en el Estado indio de Rajasthan.
El padre Rosetti se dejó caer en un sillón de la sala. Empezó a mirar cuando
apareció en pantalla la guía del filme. 10… 9… 8… 7… 6…
La fecha está ya cerca, pensó el sacerdote. Demasiado cerca.
La primera imagen fílmica granular fue una amplia panorámica de un pueblo
indio, Sirsa, grotescamente empobrecido. Un increíble agujero hirviente e
infernal con una temperatura media diaria de casi 44° C.
La narración complementaria estaba a cargo de Jean French, la periodista
más popular de ABC, quien asistiera a la conferencia de Prensa celebrada en Sun
Cottage el lunes pasado por la tarde.
«En gran parte de la India moderna (la familiar voz de Mrs. French acompañó a la imagen) la vida no es
como ustedes o yo podamos haberla visto representada en películas sobre la British East India Company o
los Lanceros Bengalíes.
Particularmente, al Estado de Rajasthan se le suele llamar el Gran Desierto Indio por su árida e inmensa
planicie, por sus implacables sirocos y simunes. Este Estado indio, con una población de noventa millones,
es conocido por lo común como la peor zona del mundo en materia de sequía y hambre.
Desde abril hasta julio un sol tórrido, de un blanco abrasador, cuece literalmente la burbujeante tierra
junto con sus habitantes cual un demoníaco soplete de acetileno. El polvo se acumula a lo largo de
kilómetros y kilómetros. Vientos sofocantes suelen transportar el polvo y las ahechaduras hacia el lejano
Norte, incluso hasta Nueva Delhi. Las ciudades semejan hornos humeantes, hediendo y abrasando apenas se
llega a ellas, silenciosas en su indecible miseria. Las enormes y estéticas dunas parecen leonadas a primera
vista. Pero si se las mira con fijeza son presencias diabólicas. Y entonces uno empieza a sentir que las
malévolas presencias primigenias están allí, en el desierto indio.
La terrible sequía iniciada el siete de setiembre del presente año ha durado dos meses más que otras de
épocas anteriores. Todo este Estado subsiste cual una pira ardiente para sus propios muertos.
El Gobierno indio ha sido incapaz de enviar suficientes doctores o siquiera suficientes medicamentos a
esa área declarada catastrófica. La Cruz Roja británica y ahora la americana intentan ayudar, pero esta
ayuda es demasiado tardía.
¡Seiscientos mil hombres, mujeres y niños han muerto ya hasta abril! ¡Mueren más de seis mil cada día!
Si hay un infierno en la Tierra, no cabe duda de que está situado aquí, en este lastimoso Rajasthan».
Mientras contemplaba las fluctuantes imágenes proyectadas ante su vista, el
padre Rosetti se vio dominado por un sentimiento de pena y repulsión.
Observó los cadáveres descompuestos sembrando las calles de Sirsa, y luego
del Puhkar. Escenas demasiado impresionantes, demasiado reales para su
proyección por la red televisiva… Mujeres y bebés amontonados como
inconsecuentes rimeros de madera enteriza en la entrada de un pueblo. Cuatro
niñas de edad escolar y delgadez infrahumana llorando junto al cuerpo de su
madre, ennegrecido por el sol. El agradable tintineo de brazaletes y campanillas
en los tobillos. Vistas emocionantes de rostros humanos sufrientes.
Gehena, pensó Rosetti.
Seiscientos mil muertos.
Por último, el padre Rosetti tuvo que apartar la vista de la pantalla. El
sacerdote del Vaticano intentó tomar algunos apuntes para sus importantes
deposiciones. Crear orden dentro del caos que había presenciado. Empezó a
enumerar los hechos:
La sequía en el Estado de Rajasthan, la indescriptible inanición en la India.
La polio veneciana asolando la costa occidental de América.
Una plaga incipiente, aparentemente en el Mediodía francés e
incrementándose junto al milagroso santuario de Lourdes.
El Enemigo.
Tal como se había predicho en Fátima… Y estaba haciéndose realidad.
¡La promesa y el horripilante aviso!
Las dos madres vírgenes.
Una pura y buena… Otra malévola, destructiva.
Pero ¿cuál era cuál?
¿Cuál era la verdadera virgen?
El padre Rosetti volvió otra vez los ojos hacia la pantalla al notar un súbito
oscurecimiento en la sala, un sonido insólito como un lamento lloroso.
Comentaba el crepúsculo en la película. Millares y millares de indios
ocupaban el gran llano próximo a la capital dorada de Jaipur. La multitud estaba
rezando al unísono dirigida por un santo sacerdote hindú. El grandioso sonido de
las voces humanas repercutía en el cielo cual un objeto contundente.
El pueblo indio, opulentos rajputas y campesinos indistintamente, oraba para
pedir el término de las aterradoras sequías y hambre cuya duración sobrepasaba
ya los cinco meses.
Rosetti inclinó la cabeza y rezó con ellos.
El pueblo rogó al Dios eterno de todas las Bondades y la Vida: Brakma.
El pueblo rezó para pedir un chamaltkar…, lo que los cristianos denominan
milagro.
COLLEEN
El paraje idílico conocido en toda Maam Cross como el Liffey Glade era un
claro semejante a una gruta, abrigado por un denso follaje de coníferas.
El Glade había sido un santuario natural mucho antes del cristianismo, e
incluso antes de los druidas. Era a Liffey Glade adonde iba Colleen Galaher
cuando deseaba estar sola. Tan sólo para pensar a sus anchas o rogar al Señor.
Un arroyo claro y riente atravesaba la gruta en su camino hacia el Lough
Corrib. Los pinos y piceas se aglomeraban sobre el chorrillo de agua como un
grupo de conspiradores. Allá arriba, en las ramas altas, un boquete dentado cual
el rosetón de una iglesia dejaba ver un parche de profundo azul celeste.
Fue allí, en Liffey Glade, donde la joven Colleen tuviera hacía nueve meses
lo que ella consideraba ahora una experiencia mística: el veintitrés de enero. Día
de la concepción del bebé.
Antes de aquella noche, antes de sentirse pesada con el niño, Colleen había
sido conocida en toda Maam Cross como una escolar muy silenciosa y educada
del Holy Trinity. Su timidez obedecía, según imaginaban casi todos los
ciudadanos, a que Colleen debía cuidar de su madre enferma, y al aislamiento
del cottage, alejado varias millas de la ciudad.
Colleen se ganó bastantes simpatías en el colegio, pero nunca tuvo una
aceptación total entre la mayoría de sus condiscípulas. Fue más apreciada por las
hermanas de la escuela conventual, quienes tal vez vieran sus propias imágenes
en aquella chica discreta y reflexiva que usualmente iba a la cabeza de todas sus
clases.
Así marchó todo hasta que el niño empezó a dejarse ver. Entonces, la joven
Colleen Galaher fue condenada al ostracismo e insultada cruelmente por todos
ellos. Se la aisló cuando más necesitaba de un apoyo afectuoso. Terminó siendo
una persona inexistente en Maam Cross.
Aquella mañana particularmente brumosa del uno de octubre, montó con
sumo cuidado la reumática yegua de su madre, Gray Lady, y la condujo cuesta
abajo por los empapados pastizales de ganado bovino que descendían detrás de
su cottage. Ya en Liffey Glade, ató la cabalgadura al tronco de un enorme
helecho. Luego, Colleen se abrió camino entre ramas húmedas y susurrantes.
Entró en la pequeña ermita al aire libre. La joven se arrodilló sin tardanza en la
mullida alfombra de agujas de pino. Rayos difusos de pálida luz solar empezaron
a penetrar sesgados entre las ramas más altas. ¡Qué encantador era siempre esto!
Colleen dejó caer la cabeza de brillante cabellera negra. Comenzó a orar
humildemente con un suave canturreo.
—Querido Padre en los Cielos, yo soy tu sirvienta. Tú eres el único que me
entiendes. ¡Estoy tan sola ahora! ¡Me he encontrado tan terriblemente sola
durante estos nueve meses!
Lo cual fue la cosa más irónica en aquel preciso momento.
Porque tras las espesas ramas comenzaron a aparecer botones como cuentas
negras.
Cuatro ojos chispeantes…, luego seis… ocho…
Acercándose sigilosos a la pequeña figura orante.
Vigilando.
Esperando.
Todavía arrodillada, Colleen miró al boquete azul entre las oscuras copas de
los encumbrados árboles.
—¡No es justo! —clamó—. Soy demasiado joven…, ¡y no tengo siquiera un
esposo como es debido!
Los chispeantes ojos vigilaron… y escucharon.
JUSTIN
—Un padre llamado Justin O’Carroll, Eminencia…
Cuando se le condujo al segundo piso de la impecable mansión, el joven
sacerdote se sintió mucho más nervioso que dos años antes; por entonces había
conocido al cardenal Rooney, apenas llegado a la ciudad de Boston.
Al entrar en el hermoso estudio de caoba y cuero, su ingenio, su encanto
irlandés y su sonrisa fácil le abandonaron como falsos amigos a quienes creyera
haber conocido bien siempre.
Mientras observaba las manos inquietas del joven sacerdote y el bailoteo
incesante de sus negros mocasines sobre la alfombra Bokhara, el cardenal
Rooney recordó que debía bajar su imperiosa guardia.
—¡Padre O’Carroll! Ésta es una agradable sorpresa. ¿Cómo sigue usted,
padre? ¿Cómo está?
El cardenal estrechó con afecto la mano del joven sacerdote.
Preguntó al ama de llaves si les podría servir café y luego caminó con Justin
hacia un confortable rincón mirando al mar, donde tomaron asiento.
—¡Me siento tan extraño ahora que estoy aquí! —exclamó Justin después de
que hubieron cambiado unas cuantas cortesías—. Su Eminencia, ¿ha concebido
usted alguna vez satisfactoriamente una escena en su mente, ha pensado que se
sentía contento con ella hasta cierto punto para descubrir más tarde que era
completamente lo contrario de lo que había imaginado? Algo parecido a eso está
sucediendo en mi fuero interno ahora mismo…
Los labios del cardenal Rooney esbozaron una sonrisa. Pensó entre otras
cosas cuan agradable era tener una charla con Justin antes de que se le
transfiriera fuera de la Cancillería.
—Yo he experimentado muchas veces ese sentimiento que describe usted —
repuso el cardenal—. El ejemplo más reciente fue la pasada noche con la joven
Kathleen.
»Permítame que lo haga más comprensible para usted, si me es posible,
padre Justin… Usted llegó ayer a Newport, porque siendo sacerdote y un adulto
de pensamiento cristiano, no podía dejar de presenciar este… este gran misterio.
Yo lo llamo así por ahora.
—Sí, necesité venir —asintió sonriente Justin—. ¡Boston está tan cerca! Me
pareció absurdo no venir para verlo con mis propios ojos.
El cardenal Rooney afirmó con la cabeza. Verdaderamente le agradaba este
animoso sacerdote.
—¿Es Kathleen una virgen santa? ¿De verdad? —preguntó inesperadamente
Justin—. No ceso de preguntarme si contemplé una visión auténtica la pasada
noche. ¡La expresión de sus ojos parecen confirmarlo! Esa encantadora
inocencia de su rostro…
El eminente cardenal le miró fijamente a los ojos. La pregunta fue tan directa
y el padre O’Carroll tan vehemente que el cardenal Rooney se desconcertó un
poco.
—Padre, para ser franco, no lo sé —dijo al fin—. Roma cree muy importante
ese acontecimiento en América, lo sé bien. También sé que mi usual
escepticismo bostoniano e irlandés no está funcionando ahora a su ritmo normal.
Según dice usted, hay algo acerca de ese joven rostro femenino. Por alguna
razón inexplicable, no puedo creer que ella nos mienta, y tampoco puedo creer
que esté loca. Yo, tal como usted, tengo una increíble ansiedad por averiguar la
verdad.
El cardenal Rooney observó que Justin se pasaba una mano nerviosa por sus
rizos negros. Evidentemente el padre O’Carroll estaba también ansioso y
trastornado acerca de otra cosa.
—Cardenal Rooney, usted me conoce desde hace dos años. Usted sabe que
siempre he necesitado expresar mi pensamiento.
—Algunas veces tengo esa impresión.
El cardenal de pelo blanco sonrió.
—El motivo de mi visita, Eminencia… es que me gustaría permanecer aquí,
en Newport, hasta el nacimiento. Comprendo, o por lo menos imagino, que todo
sacerdote quisiera estar aquí. No veo razón alguna para que se me dé un trato
especial… pero le ruego considere mi solicitud. Tengo un presentimiento muy
intenso sobre esa joven, sobre el nacimiento.
El cardenal Rooney escrutó el rostro de O’Carroll; evaluó aprisa la petición
del joven sacerdote.
—Estimo que por lo menos debo eso al cardenal Neeland en Dublín —dijo el
cardenal—. Seguramente me desaprobaría si no permitiese a su protegido que
estuviera presente aquí cuando Kathleen Beavier dé a luz. ¡Cualquiera que sea el
desenlace!
»Sí, puede quedarse, padre. Para serme útil, yo quisiera que auxiliase al
padre Milsap en todo cuanto necesite. Desde ayer el trabajo se le está
amontonando. Demasiado para un solo sacerdote en cualquier caso.
El cardenal desvió la vista hacia el ventanal. Un jardinero de pelo blanco
cruzaba alegremente el césped conduciendo una pequeña segadora roja. Por
último, el cardenal Rooney sonrió y miró otra vez a Justin O’Carroll.
—Realmente, yo no debo ni un cigarro barato en las apuestas de caballos al
cardenal Neeland. Le permito permanecer aquí porque usted ha tenido el valor
de venir y pedírmelo. Ningún otro de mis sacerdotes ha tenido el arrojo
suficiente para hacerlo. ¿Qué les sucede? ¡Dios mío! ¿Es que no creen en
milagros?
Justin se arrodilló ante el cardenal Rooney y le rogó su bendición.
—Gracias, Eminencia.
Las palabras del joven sacerdote fueron un murmullo reverencial.
… Y perdóneme por no decirle la verdad completa sobre mi deseo de
quedarme aquí, con su permiso o sin él…
ANNE Y JUSTIN
Cliffwalk-by-the-sea es un sendero de unos seis kilómetros que se adapta
como una bufanda a la graciosa playa sudeste de Newport.
Aquí paseó otrora William Barkhouse con su dama, la «Reina de los
Cuatrocientos»; John Kennedy cortejó a Jacqueline Bouvier en Cliffwalk cuando
él servía en la Marina y ella era la debutante del año en Newport; Robert
Redford y Mia Farrow dieron largos paseos por Cliífwalk en su película más
reciente, El gran Gatsby.
Ahora eran Anne Feeney y Justin O’Carroll quienes caminaban a lo largo del
histórico sendero.
Los ojos verdes de Justin hicieron guiños cuando miraron las líneas rodantes
de borreguitos.
¡Es tan taimado e indignante para ser sacerdote!, pensó Anne mientras
avanzaban por el camino. Desde luego, al padre Justin O’Carroll le movían
poderosamente el bien y el mal sin distinción.
¿Cuál será la razón de que tantos muchachos irlandeses apuestos se refugien
en el sacerdocio? Anne se encontró musitando esas palabras cuando ella y Justin
ascendían a duras penas por el tortuoso sendero. En aquella isla pequeña y
fanática se debe de vivir todavía como en el siglo XVIII… Si Justin hubiese
nacido en América, digamos en Southey o Yorkville de Nueva York,
seguramente no se habría hecho sacerdote. No con su aspecto. Y su elegancia.
Tal vez hubiese sido médico. O actor de teatro. O quizás un distinguido hombre
de negocios… Cualquier cosa menos sacerdote. Eso no sucede hoy en
América…
En ese mismo instante, el propio Justin estaba intentando rechazar un
violento asalto de la culpabilidad católica irlandesa con su anticuado estilo. Por
cuenta de la increíble situación creada con el nacimiento virginal —el drama sin
precedentes y las presiones emocionales—, Justin descubrió ahora que
necesitaba estar con Anne más que nunca. Ayer habían dado largos paseos
andando o en coche. Se diría que estaban visitando los lugares interesantes de
Newport. Pero eso no era cierto. No se habían aún tocado y, sin embargo, el
deseo estaba presente. «El hecho de que surjan tales sentimientos en unos
momentos sagrados parece casi sacrilegio, blasfemia», pensó Justin. Él era un
padre del Espíritu Santo, Anne una dominica. Él respetaba todavía
solemnemente las razones que le habían inducido a tomar los votos y las
sagradas órdenes. En el fondo del corazón deseaba aún ser sacerdote. Lo malo
era que deseaba asimismo otra cosa. Él amaba a Anne Elizabeth Feeney, fuera
monja o no.
Por fin, rezó en silencio una oración angustiosa pidiendo ayuda. Rogó que se
le hiciera obrar como era debido.
Dios Padre en los Cielos… Dame resistencia… Dame fortaleza y
sabiduría… No me permitas que dañe a Anne. No me permitas que dañe a la
Iglesia que ambos amamos.
Luego, Justin miró a Anne.
—¿En qué estás pensando?
Una fugaz sonrisa cruzó por sus labios. Anne se encogió de hombros.
—Pues, no sé… Sólo estaba observando… y diciéndome que muchas de
estas cosas tienen una idiosincrasia maravillosa. ¿No te parece?
Justin no creyó que las casas de Newport fueran el único pensamiento
presente en la mente de Anne.
Anne continuó hablando.
—Resulta un poco deprimente la lenta desaparición de estas cosas… bueno,
digamos ensoñadoras. Olvidando por un momento las desagradables realidades
socioeconómicas, me encanta la idea de que hombres y mujeres siguieran
construyendo estos hogares. Construcción de catedrales y palacios en sus
mentes.
—A mí también —concedió Justin—. Especialmente las catedrales…
—No me gustan demasiado, supongo yo, las abstracciones que se están
construyendo hoy día. Inmensos supermercados, torres comerciales acá y acullá.
No sé, Justin…, ¿acaso soy una romántica acérrima?
Una sonrisa irónica aunque afable se extendió por todo el rostro de Justin
O’Carroll.
—No, Annie, no creo que yo te catalogara jamás como una romántica. En
verdad, algunas gentes podrían decir que tú rechazas el lado romántico de la
vida.
—No empecemos. —Anne le tocó la manga de su chaquetilla roja de Boston
College—. Hemos vivido dos largos días. Y Cliffwalk es demasiado hermoso
para estropearlo. Por cierto, ¿cuándo tendrás que regresar a Boston?
Verdaderamente tu párroco parece un tipo comprensivo.
Justin hundió ambas manos en los profundos bolsillos de sus pantalones
caqui. Encogió los hombros en respuesta a la pregunta de Anne. No se sintió
dispuesto todavía a hablarle sobre su entrevista con el cardenal Rooney. No
encontró las palabras adecuadas para explicarle por qué no regresaría
inmediatamente a Boston. No hasta el nacimiento del niño de Kathleen Beavier.
Ambos continuaron caminando por un sinuoso trecho de Cliffwalk bordeado
de moreras, y desde luego más increíbles mansiones de Newport.
Pasaron por detrás del Millionaire’s Row, el lugar donde, según juraban los
nativos, Henry James había acuñado la frase elefantes blancos.
Allí se hallaban The Breakers, Stanford White’s Rosecliff, Beechwood y la
obsesionante Marble House de Richard Hunt.
Desfilaron uno tras otro ante esos inconcebibles hogares, pero Justin se
encontró en un mundo aparte viéndose incapaz de dominarse respecto al terrible
asunto con Anne.
Por mucho que lo intentara no podía enterrar dentro de sí sus verdaderos
sentimientos. Por alguna razón inexplicable le pareció terriblemente erróneo,
casi una cobardía, el interrumpir la persecución de Anne, el renunciar ahora a
ella. Eso contradecía todo cuanto él sentía con tanta fuerza en el corazón.
—Escucha, Annie —empezó a decir—, algunas veces creo que tienes una
imagen deformada de tu personalidad. Según me parece, te ves a ti misma como
una dama enormemente tímida, retraída e inadecuada. Como una de esas chicas
desvaídas que nunca llegan a la altura de sus madres, mujeres dinámicas y
triunfantes en los medios sociales.
Las facciones de Anne se descompusieron al instante. Se sintió muy
ofendida, tanto que apenas pudo hablar.
—Yo tomé un voto de humildad —consiguió decir—. Si es lo que quieres
significar por tímida y retraída.
Verdaderamente, Justin no quiso decir nada más sobre el tema. Sin embargo,
no pudo evitarlo; la quería tanto que fue incapaz de dominarse.
—A mi juicio, deberías romper tus votos de humildad —sugirió—. Creo que
deberías hacerte absolutamente vanagloriosa, descubrir el significado de ser
mujer.
»Annie —prosiguió Justin—, tanto si me quieres como si no, tú eres una
mujer con una pasión hermosa y poco común por la vida. Debo decírtelo. Yo lo
he visto en la práctica una vez y otra. En la Oficina Archidiocesana. Y aquí en
Newport con Kathleen… ¿Crees realmente en la maravilla y la grandiosa
individualidad del pueblo?
»Es un hermoso, muy hermoso atributo que me atribuyes con gran
generosidad, pero tú eres la que lo posees. Tú eres la única, Anne. Eres mucho
mejor que todos los votos religiosos formalistas del mundo. Todos, excepto tú
misma, saben que eres una mujer excepcional —dijo Justin—. Ahora cerraré mi
enorme pico. Y caminaré. E ingeriré las doradas fantasías de la América del
1910.
Durante todo su parlamento, Justin había temido mirar a Anne. Por fin lo
hizo, y eso le partió casi el corazón.
Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.
Le había hecho daño.
Percibió claramente que esta vez había dañado mucho a Anne.
¿Por qué, Dios santo? Él había pretendido hacerle el más fino cumplido con
sus palabras. Él había visto a Anne en la cumbre máxima de todo cuanto le
parecía importante. Sólo había intentado explicárselo de la forma adecuada.
¿Por qué no se habría expresado mejor?
Desde que se conocieran en Boston, Justin había percibido que Anne no era
como las mujeres que conoció en Irlanda, Tenía una voluntad férrea y un gran
sentido de la independencia. Además, sufría una clara perturbación emocional.
Luchaba abiertamente con su vocación en los confusos días de la América
moderna. Ella percibía que muchas gentes caricaturizaban su vocación, aun
siendo incapaces de comprender que esta vida podría tener su faceta espiritual.
Sin duda ella quería ser monja… pero necesitaba desesperadamente que se la
reconociera como una mujer moderna. Su dilema hacía vibrar una cuerda
simpática en el caso de Justin. Éste se identificaba plena y profundamente con el
último problema.
Anne había afectado de forma casi instantánea a Justin en caminos y áreas
donde él se había creído siempre invulnerable. Ahora, él necesitaba estar con ella
constantemente —paseando por el Boston Common, asistiendo a un partido
entre Celtics y Catholic Charities, visitando una capilla— y sentía un extraño
vacío depresivo cuando ella no estaba presente. Lo más turbador para Justin era
su deseo irreprimible de ir con Anne a la cama. Una fantasía que le acompañaba
a todas horas del día. Un dolor físico a lo largo de dos años. Una frustración
todavía más dolorosa… ¿Estaría cometiendo un error? Justin supuso que sí. Pero
tantos años de represión y privación debían surtir su efecto. Todo cuanto sabía él
era que amaba a aquella mujer, a aquella encantadora monja, más de lo que había
querido a nadie en su vida…
«La quiero —pensó Justin—, pero ella no me quiere a mí».
Inopinadamente, Anne se apartó de su lado y empezó a correr por la senda
cubierta de vides silvestres.
Justin se quedó inmóvil mirándola marchar sin poder hacer nada. Sintió una
confusión increíble, escuchó las rápidas pisadas de sus mocasines ascendiendo
por el Cliffwalk, pasando por el llamado Rosecliff, una réplica del romántico
Grand Trianon. La figura se perdió de vista entre los altos cedros.
Justin no tuvo siquiera la oportunidad de participarle la mala nueva. Lo
pensó con ironía. No dijo a Anne que él colaboraría con el padre Milsap, en
Newport.
Entretanto Anne, encontrándose ya en la encantadora Bellevue Avenue, un
verdadero túnel de árboles, cesó de correr.
Se detuvo bajo el majestuoso pórtico negro de una de las fantásticas
mansiones. Vio pasar un autobús turístico de Albany, un monstruo amarillo
brillante totalmente atiborrado, y entonces supo por qué había huido de Justin.
Al menos podía confesarse a sí misma la verdad, se dijo:
Ella estaba todavía muy enamorada del padre Justin O’Carroll.
¿Encaprichamiento? ¿Fantasía? ¿Algo desenfrenado? Se sintió enamorada
trágicamente —según ella— y sin defensa posible del joven padre del Espíritu
Santo.
Aquella noche, Anne caminó hasta la bahía frente a la vivienda Beavier. Sus
ojos siguieron la marcha de un fantasmal avión de reacción surcando sin
esfuerzo los oscuros cielos.
Veinte minutos antes, el padre Milsap le había comunicado que el padre
O’Carroll formaría parte de su plana mayor en Newport.
«Sería demasiado absurdo analizar siquiera la cuestión», pensó Anne
mientras se deslizaba por el labio cremoso del mar.
Se preguntó cómo se habrían divulgado los acontecimientos, y entonces
decidió que ella no podía bregar sola con todo ello. Por lo menos no esta noche.
De repente se sintió sola y frustrada en Sun Cottage. Se creyó egoísta por
alguna razón no especificada; se sintió tan confusa como jamás lo estuviera
desde su edad adulta. Quiso dar rienda suelta a una rabieta de adolescente, pero
comprendió que no le seria posible ser tan egocéntrica.
«Justin tiene razón en una cosa», pensó, mientras recorría la bahía de
Newport. ¡Le amo tanto! Ella no había conocido nunca a nadie que se le
pareciera ni remotamente, a nadie en quien pensara con tanta insistencia, y sobre
el cual fantaseara tanto.
Dios amado…, finalmente empezó a rezar en el estilo coloquial que ella
había adoptado desde que saliera del convento en Boston.
Por favor, ayúdame a obrar ahora como es debido.
Estoy confusa. Y muy asustada. Estoy perdida en un terreno nada familiar.
Así están las cosas.
Algunas veces, por una multitud de razones complicadas, noto que no puedo
creer como antaño.
Me llamo todavía hermana Anne. Pero no sé si quiero seguir siendo
hermana. Creo que quiero al padre Justin O’Carroll, y no sé qué hacer al
respecto.
Por favor, ayúdame a ayudarme.
Anne estaba tan absorta con sus propios problemas que no se apercibió de
algo extraño en el escenario iluminado por el resplandor lunar.
Algo que perturbó y excitó considerablemente a los dos perdigueros dorados
más allá de la playa.
Los murciélagos habían llegado.
MRS. WALSH
El ama de llaves, Mrs. Walsh, estaba arriba en su recóndito dormitorio junto
al ático de Sun Cottage.
Pocos minutos antes, Ida Walsh había creído haber presenciado un terrible
fuego.
Un devorador incendio dentro de su habitación.
¡Llamas! Horripilantes llamas anaranjadas y rojizas.
Ella estaba en el baño limpiándose los dientes y de súbito había visto a todos
esos infelices quemados vivos. Entonces había arrojado el cepillo lleno de pasta
dentífrica.
Era disparatado, imposible y, sin embargo, ¡le había parecido tan real!
¡Tan real!
Ida Walsh no había reconocido a nadie…, tan sólo almas perdidas
suplicándole ayuda a gritos, intentando sacudirse las horribles llamas danzantes
de fuego infernal. Entonces vio a Michael, su marido difunto. Michael estaba
envuelto en llamas y lanzaba alaridos frente a ella.
Luego se esfumó. No consiguió hacer reaparecer la visión dantesca a pesar
de sus esfuerzos.
El ama de llaves encontró su camino hacia el dormitorio y se desplomó
formando un patético bulto. Se sujetó la cabeza con ambas manos y gimió en la
penumbrosa habitación. Se le ocurrió utilizar el conmutador negro que encendía
el número de su dormitorio en la sala de los sirvientes.
No. ¿Qué podría decirles? Se resistió a pedir ayuda.
¿Que acababa de ver unas hogueras terribles del Infierno ardiente en su
aposento?
¿Que mi marido difunto, Michael, moría aquí envuelto en llamas?
Mrs. Ida Walsh se tragó dos pastillas sedantes sin tomar agua. Tuvo casi la
seguridad de estar enloqueciendo. Durante aquellos últimos meses la cosa había
ido en aumento. Y lo que era más horrible, ella no podía dominarse.
El fuego había aparecido simplemente ante sus ojos. Cuando estaba
inclinada sobre el lavabo de su baño, ella había oído los grotescos gritos
humanos procedentes de la nada. Y al mirarse en sus propios ojos, había visto el
rostro sufriente del pobre Michael.
Pero si aún puedo pensar que estoy enloqueciendo —si puedo distinguir
todavía la diferencia—, ello significa que no estoy loca del todo.
—Deteneos, por favor. No me asustéis así. ¡Sagrado Corazón de Jesús, yo no
soy más que una pobre anciana! —clamó el ama de llaves—. Deteneos, por
favor, de lo contrario enloqueceré.
Cuando Mrs. Ida Walsh se acurrucaba y empezaba a sollozar, un
pensamiento mucho más horripilante pasó por su mente. A semejanza del fuego,
se introdujo en su cerebro sin apercibimiento alguno.
Una voz.
Le habló una voz poderosa, irresistible.
El sacerdote conoce la verdad, oyó decir primero sin entenderlo.
El sacerdote de Roma conoce la verdad. Estáte a la mira del sacerdote con
ojos oscuros.
Kathleen no es una criatura de Dios.
EL PAPA PÍO XIII
Mientras se vestía, el Papa Pío XIII escuchó distraído un disco de Vivaldi; se
puso una sotana de damasco blanco sobre el sencillo traje negro hecho por
Gammarelli, los sastres eclesiásticos en Roma.
Luego se echó sobre los escuálidos hombros una estola de cardenal, roja y
dorada con ricos bordados.
Metió los pies en las familiares sandalias de pescador.
Por último se puso un solideo de seda blanca, el zuchetto, en la coronilla.
Desde los años cuarenta, reflexionó Pío mientras arrastraba los pies fuera del
dormitorio, el poder absoluto de la iglesia para encarrilar los asuntos mundiales e
influir sobre ellos, se está erosionando terriblemente… Quizás estuviera ahora a
la vista el remedio de esa condición adversa. Quizá se dijese que esta noche
representaba un nuevo comienzo para la Iglesia en la era moderna.
A las seis en punto, Pío accionó un ascensor de manejo manual y descendió
al tercer piso del Palacio Apostólico.
Allí, en la biblioteca, presidiría la reunión más importante de toda su vida;
probablemente la audiencia más dramática e importante concebida por cualquier
pontífice desde la Segunda Guerra Mundial.
En la elegante biblioteca papal, catorce hombres y mujeres impecablemente
trajeados ocupaban sillones colocados con deliberada negligencia para dar la
impresión de un coloquio extraoficial.
En el primero de los butacones, Pío reconoció a Parker Stevenson,
embajador de Estados Unidos en Italia. Junto a él la señora María Guerrero,
representante oficial de España en el Vaticano; luego saludó cordialmente a sir
William Palm, de Gran Bretaña, premier Francisco Nicco, de Italia, Wolfgang
Osterrnan, de Alemania Occidental, y Mrs. Ruth Downing representante
estadounidense en el Vaticano.
Cuando tomó asiento ante sus distinguidos visitantes, Pío inclinó la cabeza y
rezó en silencio. Rezó por todo el pueblo, por los representados en la biblioteca
papal, por aquellos países que no quisieron o no pudieron enviar sus
representantes al Vaticano.
Por fin, Pío levantó la vista. Sus ojos sorprendentemente claros y penetrantes
cruzaron miradas con los ocupantes del hermoso aposento.
Pío comenzó a hablar en latín; un sacerdote de su plana mayor tradujo las
palabras en inglés y alemán.
—Vos omnes vix scientes raptim advocatos nocte advenire potuisse
magnopere honestatus guadeo.
Pío habló con una serenidad impresionante.
—Me siento muy honrado y satisfecho de que todos ustedes hayan podido
venir esta noche —habló el traductor— pese a la breve anticipación del aviso. Y
con una explicación muy inadecuada por nuestra parte.
—Compertum babeo vos non fugisse qua in causa sit puella Catharina
Beavier in America commorans.
—Estoy seguro de que todos ustedes conocen la situación referente a la
joven Kathleen Beavier en América.
—Yo quisiera que ustedes supieran ante todo una cosa: la Iglesia no ha
adoptado un criterio oficial sobre el posible nacimiento divino en América —
continuó Pío—. Se dan circunstancias atenuantes que dificultan para Nos
cualquier decisión.
»Cada uno de sus países está experimentando ahora una crisis singular de
una forma u otra. A esta hora hay gran revuelo, gran confusión y sufrimiento en
el mundo entero.
»Una epidemia de polio está llevándose muchas vidas en los Estados Unidos.
La plaga de langostas y otros insectos está creando graves problemas por toda el
África Central. Una sequía cruel está matando diariamente a millares de seres en
la India.
»Éstos son desastres naturales extraordinarios —la mirada de Pío pasó
lentamente de un rostro a otro alrededor de la habitación—. Es difícil aceptar o
racionalizar el hecho de que todas estas cosas ocurran al mismo tiempo.
»Ello me lleva a justificar mi mensaje urgente de esta tarde. Mucho me temo
que sea una seria advertencia para todos sus Gobiernos, para los pueblos de sus
países. La advertencia es ésta: todos nosotros debemos prepararnos ahora para
afrontar la posibilidad de un gran cambio en el mundo, un posible caos e incluso
una época apocalíptica…
»Hay una presencia maligna en el mundo cuya fuerza es innegable por el
momento… Si esto suena melodramático, consideren por favor que yo sé muy
bien cuan expuesto estoy a hacer el ridículo ante ustedes. En circunstancias
ordinarias yo no hablaría de una forma tan imprudente.
»Les ruego tomen mi aviso con toda seriedad. Les ruego presten atención a
este aviso, formulado por vez primera durante este siglo en Fátima, el año 1917.
Es el aviso transmitido a todos por los Testamentos Antiguo y Nuevo. La
premonición de un Juicio Final al cual deberemos llegar algún día.
Pío cesó de hablar. Paseó la mirada por el círculo de sillones y percibió
preocupación, miedo incipiente.
El supo que debía inculcarles el significado de los acontecimientos en
marcha. Que debía proclamar el aviso… como estaba preordenado:
Un aviso papal sobre el caos generalizado.
La posibilidad del Apocalipsis.
Un recordatorio de los mensajes secretos de Fátima.
El misterio sin esclarecer de Kathleen Beavier en América.
—¿Me permiten darles mi bendición? —inquirió Pío con voz afable, lo cual
recordó a los visitantes que estaban en presencia de un gran hombre santo.
»Buen Padre, os ruego amparéis a estos hombres y mujeres en d trabajo que
deban hacer —entonó Pío—. Satán, con todo su poder, no prevalecerá sobre
nosotros.
»Res Diabolo nos ne vincant —susurró después el Santo Padre.
»Satán no nos vencerá.
SIETE
COLLEEN
Un millar de cuervos nubló el horizonte agitando sus negras alas, llamándose
unos a otros con voces rasposas de amanecer.
Fuera de la desvencijada granja Galaher, la temperatura había descendido sus
buenos siete grados con respecto al día anterior. El olor de los fustigantes
inviernos irlandeses estaba ya en el aire. Así lo pensaba Colleen mientras
conducía el caballo hacia la pálida luz verde del alba. La tierra que había sido
blanda y muelle apenas la semana pasada, ahora estaba parcialmente congelada.
Una escarcha resbaladiza se adhería a la hierba y los cascos de Cray Lady hacían
un sonido crujiente al pisar el rígido césped.
—Bueno, esto va a ser una cabalgada corta y deliciosa —susurró Colleen al
caballo de su madre—. Sólo un pequeño empujón para animar tu estructura,
querida. Por cierto, estás muy bonita esta mañana.
Tal vez fuera el helor mordiente lo que espabilara a la vieja yegua, como
percibió Colleen. Sus orejas se enderezaron, Lady respingó una vez y otra,
resopló como una locomotora expulsando una humareda blanquecina.
Colleen contuvo cariñosamente a Gray Lady hasta dejarla emprender un trote
ligero. Luego, la diminuta muchacha de cabello negro se amoldó al movimiento
progresivo del caballo. Una sensación exquisita de libertad se extendió por todo
el cuerpo de Colleen. Un placer indescriptible sin comparación con cualquier
otro que conociera la joven campesina.
Por fin Colleen dio rienda suelta al caballo, le dejó seguir su propio instinto:
correr.
Adelantando la cabeza, con la tupida cola absolutamente horizontal, Gray
Lady empezó a galopar estruendosamente por los pastizales entre verdosos y
parduscos. Hubo un momento en que las cuatro patas de la yegua se elevaron al
mismo tiempo del suelo.
Colleen empezó a resoplar expulsando tanto vapor como la mitad de lo que
hacía su cabalgadura. Se esforzó mucho y comenzó a sudar. Por fin notó alivio.
Se sintió momentáneamente libre de toda preocupación e inquietud acerca del
diminuto bebé por venir.
Tras la excitante carrera, Colleen desmontó para dejar respirar a Gray Lady.
Mientras caminaba con Lady cuesta abajo hacia Liffey Glade, Colleen revisó sin
poder evitarlo y con cierto consuelo mucho de lo ocurrido durante los últimos
meses. El primer trauma terrible del embarazo… Las espantosas reacciones del
pueblo en Maam Cross… Y luego el extraño visitante procedente nada menos
que de Roma, el padre Rosetti, quien le prometiera regresar para ayudarla.
De pronto Colleen captó un movimiento súbito y furtivo en la cañada.
Entonces los vio.
Michael Sheedy, Johno, Liam McInnie y Fintón Cleary.
La joven desfalleció. Dejó escapar un gemido casi inaudible. Las lágrimas
asomaron a sus ojos verdes.
—¡Buenos días, Colleen! —gritó Michael—. El tiempo se ha vuelto frío,
¿eh?
Sin decir ni una palabra a los chicos, la horrorizada joven subió otra vez a su
caballo, toda temblorosa. ¡Estaba tan aislada y solitaria esa cañada! ¡Los
muchachos la esperaban! ¡Sin duda la habían estado esperando! ¿Por qué?
—No intentes huir de mí. ¡No te atrevas, Colleen! Te lo advertiré una sola
vez —chilló Michael.
Colleen procuró sopesar las aterradoras posibilidades, las posibles
consecuencias si actuase de una forma u otra. Michael Sheedy se proponía
hacerle daño. Eso era seguro.
Por último Colleen dio una orden enérgica. Lady comenzó a moverse.
Repentinamente, el viejo caballo se levantó de manos. Los remos de Gray
Lady se elevaron a una altura sorprendente.
Michael Sheedy había golpeado al animal con una piedra afilada.
—¡Ah, no! ¡Por favor!
Johno Sullivan y Liam McInnie lanzaron pedruscos. El de Johno dio a Lady
en la caña dejando oír un fuerte crujido, el de Liam le golpeó los cuartos
traseros.
—¡Te lo advertí, ramera!
—¡Puta! ¡Zapatilla de aldea!
Entretanto, Colleen gritó para hacerse oír sobre el aullante viento.
—¡Calma, Lady! ¡Lady!
El caballo, aterrorizado, hizo otra corveta y luego salió de estampía, a galope
tendido entre los densos arbustos de la oscura cañada.
Cercas de piedra y pinos enanos pasaron raudos a ambos lados de Colleen.
Gray Lady huyó torciendo a derecha e izquierda a través de los matorrales cual
un zorro acosado. Un arbusto espinoso desgarró la delicada mejilla derecha de
Colleen.
De pronto, la joven recordó cómo se había salvado de Liam McInnie la otra
vez.
El extraño y misterioso pájaro en Maam Cross. El mágico ataque.
—¡Dios mío, ayúdame! —clamó Colleen—. ¡No permitas que mi bebé sufra
daño, por favor!
Justamente entonces la exhausta montura tropezó malamente con un tronco
caído. La cabeza y el pecho de Gray Lady descendieron a un palmo del suelo
rasante pasando sobre una gran mata de montbretia florida.
Luego se oyó un gran crujido, como un trueno en el vigorizante ambiente
otoñal.
¿Una rama?
¿Una pata?
Dios mío, Lady se viene abajo.
¡Por favor, Señor, por favor!
El animal intentó detener su caída tensando la pata, los músculos del
antebrazo y del pecho. Pero fue demasiado poco y demasiado tarde.
Entonces Colleen cayó de costado, girando y retorciéndose en el frío aire
grisáceo. Extendió rígidamente ante sí los brazos blancos y delgados.
Desesperada, intentó protegerse como pudo. Proteger al niño dentro de su ser.
Por favor, no permitas que muera mi bebé. ¡Ah, te lo ruego…!
Las pequeñas manos arrancaron algo erizado y húmedo.
Manos y dedos escrutadores exploraron todo su cuerpo.
Luego llegó el impacto más suave que quepa imaginar en los centenares de
brazos y manos de gruesas ramas azules y verdes. Colleen Galaher fue atrapada
por un abeto que frenó su caída.
Estaba salvada.
Un milagro había ocurrido sin estridencias en Maam Cross.
Un signo.
ANNE
Al día siguiente, Kathleen y su madre fueron al obstetra de la chica en
Boston. Por primera vez desde su llegada a Sun Cottage, Anne dispuso de casi
todo el día para sus cosas.
Por la mañana, Anne se acomodó en el estudio de Charles Beavier y leyó o
releyó algunos libros selectos sobre la Santísima Virgen: Nuestra Señora en los
Evangelios, Nuestra Señora de Fátima, Misterios de la mujer, antiguos y
modernos así como una maravillosa obra moderna titulada Alone of all Her Sex
que exponía muchas ideas verosímiles, algunas de las cuales habían sido
experimentadas por Anne.
«La Virgen, ejemplo sublime de castidad —escribía Marina Warner, autora
de Alone of all Her Sex—, fue para mí el ser más sagrado que jamás
contemplara, y era tan potente su hechizo que durante algunos años yo no podía
entrar en una iglesia sin sentir dolor por toda la seguridad y belleza de una
salvación a la cual yo había renunciado. Recuerdo que cuando visité Notre-
Dame en París y me detuve en la nave, se me saltaron las lágrimas».
¡Qué cierto es! —pensó Anne—, así es como trabaja la fe, como se hace
sentir.
Más adelante en su libro, Marina Warner observaba que la Virgen «es una de
las pocas figuras femeninas que ha alcanzado la talla del mito». Otro punto
importante para guardar en la mente, se dijo Anne.
En otra sección posterior de la obra, Warner citaba a Henry Adams, quien
había escrito: «El estudio de Nuestra Señora nos hace remontarnos directamente
a Eva, y descorre totalmente el velo del sexo».
Anne se pasó cuatro horas largas en el escritorio de Charles Beavier.
La mayor complicación… no era esa fenomenal evidencia histórica sobre
María. Dos teorías principales basadas en lo que los eruditos denominan
vagamente «tradición cristiana» tenían la aceptación generalizada de los círculos
teológicos.
Según la primera, María era el producto de la concepción inmaculada, es
decir, ella misma había sido concebida «inmaculadamente» en el seno de su
madre…, había nacido sin el estigma del pecado original.
La segunda teoría aceptada era que (quizás en la antigua ciudad de Efeso —
región occidental de Asia Menor— una vez más los datos bíblicos eran
esquemáticos) su cuerpo ascendió directamente al Cielo, lo que se ha llamado la
Asunción de la Santísima Virgen.
¡La Santísima Virgen María es entre todas las grandes figuras históricas la
menos conocida y sobre todo la más misteriosa!
¿Por qué?, reflexionó Anne.
Apenas se hizo esa pregunta mental, Anne creyó haber encontrado la
respuesta.
Escribió una vez más en su bloc:
Porque María fue una mujer, una madre, y todos los autores principales de
las Sagradas Escrituras fueron hombres.
Mientras paseaba por los soleados terrenos de Sun Cottage, hacia el
mediodía, Anne encontró a Justin jugando una partida de tenis con el padre
Milsap.
Para su honor y crédito Justin se había concentrado en el trabajo, ayudando a
Milsap de todas las formas posibles… usualmente hasta las once o doce de la
noche. Asimismo, desde su infortunada conversación en el Cliffwalk, había
guardado las distancias con Anne limitándose a decirle un tranquilo «hola»
cuando se encontraban casualmente dentro de la mansión Beavier.
Justin no era un buen tenista. Anne observó la acción en la bonita pista de
tono rojizo. Ninguno de los dos sacerdotes jugaba bien.
Sus servicios semejaban los golpes para la apertura del juego en el
badminton; sus voleas eran potentes pero con muchas más probabilidades de dar
en la valla exterior por encima de la red; sus reveses eran más bien golpazos que
golpes tenísticos.
Anne sonrió sin quererlo mientras contemplaba el juego, y por fin Justin la
vio erguida sobre un pequeño redondel de césped.
—No se ría —gritó sonriente el joven sacerdote—. Esto en realidad no es
tenis.
—Ya lo estoy viendo.
Anne empezó a reír fuerte.
—No. Es un juego absolutamente inédito que hemos inventado el padre
Milsap y yo. Usted es el primer espectador que presencia este partido oficial.
—¿Cuál es su opinión, hermana?
El padre Milsap sonrió y enarboló triunfante la raqueta como si ésta fuera un
matamoscas.
—Opino que ustedes dos se han vuelto locos.
—¿Locos? —exclamó quejoso Justin—. Nuestro juego sirve para un
relajamiento emocional muy necesario en nuestra jornada. Además, ningún
sacerdote debiera jugar bien al tenis o al golf. Eso sirve solamente para
perfeccionar nuestra imagen, bastante corriente por desgracia, de club deportivo.
Justin asestó un raquetazo a la peluda y verdosa pelota «Dunlop» enviándola
en dirección de Anne. Tan ágil como Jimmy Connors, saltó la barrera exterior
para recogerla.
—Yo ya tengo bastante, padre —gritó Justin al sacerdote Milsap. Y en voz
baja dijo a Anne—: Éste es mi mejor golpe de todo el partido.
»Quisiera excusarme por lo de la otra tarde —prosiguió antes de que Anne
pudiera hablar—. Yo no tenía derecho a exponer mi opinión egoísta sobre su
vida. Lo siento mucho, Anne. Créame.
—Muy amable por su parte. —Anne miró fijamente los brillantes ojos verdes
de Justin—. Aceptada la disculpa.
Luego se alejó del sudoroso y enrojecido sacerdote. No quiso hacerlo
realmente… pero en definitiva lo hizo. «Lo he hecho como una buena católica»,
dijo Anne para sí.
Aquella misma tarde, al volante del «Mercedes» color siena de los Beavier,
Anne dejó atrás la famosa Bellevue Avenue de Newport y se encaminó hacia el
Oeste por el Memorial Boulevard.
Anne regresaba de una pequeña aventura sumamente estimulante. Acababa
de explorar el lugar —había recorrido a pie los dos kilómetros del Sachuest Park
— donde presuntamente Kathleen Beavier había aparcado con un muchacho en
enero, hacía casi nueve meses.
El misterioso y quizá místico acontecimiento del 23 de enero.
«Por muchas razones —pensó Anne mientras conducía sin esfuerzo el
manejable coche—, me siento ahora mucho más frustrada y confusa sobre
Kathleen que antes».
Cuanto más tiempo tenía para meditar sobre las particularidades de la
situación en Newport, menos dispuesta estaba a aceptar sin reservas el
nacimiento virginal. Y, sin embargo, nada de lo que ella adujera podría despejar
los hechos perturbadores de la historia. Nada tenía un sentido tan lógico como lo
expuesto hasta entonces.
Por una parte estaba la aparente aceptación del cardenal Rooney respecto de
los hechos virginales.
Anne sabía que el cardenal era un sacerdote de la vieja escuela, sarcástico y
lúcido, cínico y coriáceo. Es decir, no era fácil engañar al cardenal Rooney. Ni
siquiera con una hábil mistificación de cualquier especie. Ni siquiera con un
elaborado conjunto de coincidencias aunque se remontara al Antiguo
Testamento…, y no obstante el cardenal John Rooney creía en Kathleen Beavier.
El cardenal Rooney creía que un niño sagrado estaba a punto de nacer.
Por otra parte, se planteaba el asunto de la propia Kathleen. Kathleen era
virgen y sin duda estaba encinta. Kathleen decía haber visto a María —
concretamente a la Santísima Virgen—, y Anne no podía creer a la muchacha
aunque ésta le agradase mucho y le mereciera gran confianza.
Finalmente —Anne lo comprendía— era preciso considerar una perspectiva
histórica sobremanera compleja.
Una base firme del cristianismo era la creencia en milagros. Y por lo menos
un cristiano debía creer que Jesucristo, Hijo de Dios, se hizo hombre.
Según se calculaba, mil millones de personas lo creían así. Y si un milagro
semejante había sido posible dos mil años antes, se preguntó Anne, ¿por qué no
podría ser posible hoy día otro milagro extraordinario?
Entonces, ¿por qué le resultaba tan difícil creer a ciegas en el actual
nacimiento virginal?
¿Por qué seguía investigando para descubrir una trampa lógica que hubiese
pasado inadvertida?
Mientras descendía por el Memorial Boulevard, Anne vio, apenas pasada
Spring Street, un letrero rojo y azul señalando hacia la izquierda. ROGERS HIGH
SCHOOL, decía el cartel. Dio la señal de giro a la izquierda y torció en ese sentido.
Anne se había propuesto entrevistarse con la segunda persona que
lógicamente podría arrojar más luz sobre aquel fantástico rompecabezas.
Quería ver al hasta entonces anónimo compañero de Kathleen en la noche
del 23 de enero.
JAMES JORDAN
Su nombre era James Jordan III.
Un estudiante de último curso en el Rogers High School.
Ésos eran los dos únicos datos comprobados que conocía Anne acerca del
muchacho. Caviló sobre las implicaciones que podría tener la presencia del
coche de los Beavier deslizándose por el túnel multicolor de arces y robles
denominados School Street.
Aparcó frente a una hermosa granja colonial que parecía haber salido de las
páginas de Currier & Ives. Descendió del vehículo y examinó el edificio. En
cierto modo, pensó, me habría encantado vivir en una casa como ésta.
Cuando se aproximó a la Rogers High School, Anne aguardó ante la fachada
con algunos jóvenes mecánicos que esperaban aparentemente a algunos amigos
suyos.
Cuando su reloj de muñeca con correa negra marcaba las 14:40 h, algunos
chicos melenudos y algunas muchachas empezaron a salir del descolorido
instituto de ladrillo rojo. Quedaban todavía unos minutos para que la campana
principal desencadenara el caos… ¡y ojalá soltara también a James Jordan!
El corazón le empezó a latir aprisa. Anne detuvo a una estudiante cuando
ésta descendía por el camino bordeado de setos.
—Dispénseme, siento molestarla —dijo Anne a la chica, una pelirroja con
breve falda de tartán y largas piernas pecosas—. ¿Conoce usted por ventura a
James Jordan?
La colegiala, cuyo nombre era Katherine Mahoney, dijo a Anne que James
era conocido generalmente por el nombre de Jaime. Katherine añadió que había
visto a Jaime durante el primer período de recreo y por tanto no andaría muy
lejos.
«Quizás en esa manada estudiantil que empieza a apretujarse para salir de
estampida por las ocho puertas acristaladas del colegio», pensó de repente Anne.
Un timbre desató finalmente el clamor. Una juventud delirante llenó con su
vocerío el vigorizante aire otoñal. Un balón demasiado hinchado salió botando
del sosegado edificio de estilo colonial.
—¿Es sobre el caso Beavier? —preguntó Katherine Mahoney cuando ella y
Anne se volvieron para hacer frente a la arrolladora multitud.
—Sí, lo es. —Anne tuvo que alzar la voz para hacerse oír sobre el ruido
multitudinario—. ¿Se habla mucho aquí sobre ello? ¿Estudiantes y profesores?
—¿Bromea usted? —Katherine comenzó a pintarse los labios con un lápiz
naranja que discrepaba bastante de su deslumbrante melena—. Es lo único de
que se habla. ¿Acaso no ha notado usted que toda la ciudad está temporalmente
mochales acerca de esa virginidad?
Anne miró hacia la bárbara horda de chubasqueros, chalecos de leñador,
gorros militares y todas las variedades de camisas de lana. Intentó imaginar la
apariencia de Jaime Jordan III. Intentó imaginar con cuál de esos jóvenes se
habría citado Kathleen.
—¿Qué opina toda esta gente sobre la virgen? —preguntó Anne a la chica—.
¿Qué cree usted?
La muchacha se encogió de hombros y meneó la cabeza.
—Últimamente, o por lo menos durante las últimas semanas, Jaime ha estado
contando a todo el mundo que él se acostó con Kathleen Beavier. Por mi parte,
sé muy poco sobre la cuestión y además no me interesa. Realmente les importa
un bledo a muchos de los chicos que conozco. Por cierto, Jaime es en suma un
conquistador barato. Tiene un ego como una catedral. ¡Eh, ahí está! Ése es Jaime
Jordan.
La pelirroja señaló con un índice pecoso a una ruidosa manada de
adolescentes, entre diecisiete y dieciocho años, que se acercaban por la
abarrotada acera.
—¿Ve ese chaleco rojo? ¿Con la camisa de lana a cuadros rojos? Ése es
Jaime.
Anne echó una ojeada a la masa de pelambreras colgantes y chaquetas de
leñador. Por último, su mirada se fijó en un joven con una luminosa melena
rubia. Era alto, enjuto y bastante más aplomado que los demás componentes del
tumultuoso grupo. «Tiene una especie de jactancia inconsciente», pensó Anne.
—No sé si ésta será una idea terrífica —masculló Anne dirigiéndose a
Katherine pero sin perder de vista a Jaime.
—¿Qué quiere decir?
—Me pregunto… Está bien… Muchas gracias. Le estoy muy agradecida por
su ayuda —dijo Anne a la chica.
Mientras se abría paso entre los chillones y jocosos grupos —como quien
intenta sortear las rompientes caminando hacia el océano—, Anne se sintió
inquieta. Se le ocurrió que tal vez la idea no fuera tan buena después de todo.
—¡Hola! Me llamo Anne Feeney —dijo cuando se acercó al muchacho alto,
de largo cabello rubio y perfectas facciones Chippendale—. Me han dicho que
usted es Jaime Jordan.
No hubo una réplica inmediata por parte del muchacho, tan sólo una sonrisa
fría y calculadora.
—Eso significa que usted es Jaime, supongo.
Anne esbozó una sonrisa forzada sintiéndose cada vez más insegura. Esto
empeora por momentos, pensó.
El chico hizo saltar un cigarrillo de una cajetilla roja y blanca.
—Sí, soy Jaime. ¿Por qué?
—¿Querría hacerme el favor de caminar conmigo durante unos minutos? —
le preguntó Anne. Sintió que sus mejillas enrojecían—. Me gustaría hablar con
usted a solas. No represento a ninguna revista ni periódico. Para ser franca, estoy
un poco nerviosa y asustada. ¿Quiere usted acompañarme un rato?
Jaime Jordan miró primero a sus compadres. Todos le aprobaron con una
sonrisa disimulada. Luego, examinaron detenidamente los senos de Anne, sus
largas y esbeltas piernas.
—Está bien —dijo finalmente Jaime—. Demos ese paseo.
—A propósito…, soy una monja —dijo Anne tan pronto como se
distanciaron de los otros.
Jaime Jordan permaneció impertérrito, quizás algo divertido.
—Ya. Por cierto, yo no soy un estudiante de este centro. Realmente colaboro
con la Oficina Federal de Estupefacientes.
Anne rompió a reír. Aquello le recordó un poco las descabelladas bravatas de
las chicas en St. Anthony.
—Eso me parece un poco improbable. —Anne sonrió al muchacho—. La
gente cree todavía en las monjas huidizas, con hábitos negros al estilo de Sally
Fields. Pero esto es la pura verdad. Mi papel.
—Está bien —replicó Jaime—. Sea como fuere le prestaré atención. ¿Qué
sucede, hermana? Así es como lo dicen allá en Salve Regina…
—La primavera pasada, usted salió con Kathleen Beavier —dijo Anne.
—Me lo estaba esperando. —Jaime sacudió la cabeza—. Está bien. Salí una
vez con Kathleen Beavier. Una cita de verdad. Más algunas salidas para tomar
un tentempié después de la clase.
—¿Cómo es que hubo una sola cita? —inquirió Anne.
Al mismo tiempo pensó sin poder evitarlo que ambos harían una pareja
llamativa.
—¿Por qué una sola cita? Bien, no podemos dejar que el chico adelgace
demasiado, ¿verdad?
Anne iba a fruncir el entrecejo pero se contuvo. «Los chicos serán siempre
chicos», pensó.
—¿Querría ser sincero conmigo por un minuto? —inquirió con su mejor
tono autoritario de Hope Cottage—. Verdaderamente esto es muy serio, Jaime.
Al menos para mí. Yo no habría tenido el valor necesario para acercarme a usted
y sus amigos si no fuera algo importante.
El muchacho rubio se morigeró un poco.
—¡Eh! Estoy paseando con usted, ¿no?
—Jaime, ¿querría contarme exactamente lo sucedido el 23 de enero? Sé que
usted fue con Kathy a un baile serio en Salve Regina. Por favor, dígame qué
ocurrió después del baile.
Una mirada colérica e incluso dolida desfiguró el rostro de Jaime Jordan.
—¡Escuche, maldita sea, me importa muy poco lo que diga ella! ¡Nosotros lo
hicimos en la noche del gran baile! Todo el mundo sabe que lo hicimos. Kathy
Beavier fue como un pez muerto, lo reconozco, pero eso no la convierte en
virgen Santa. ¡Y ella lo sabe!
—Jaime —dijo Anne bajando la voz—, he leído los diagnósticos médicos.
Kathleen sigue siendo virgen. ¡Kathleen Beavier no ha hecho nunca nada con
nadie!
Jaime Jordan sacó las manos de los bolsillos y las alzó violentamente.
Durante un instante Anne temió que le largara un puñetazo delante del público
escolar.
—¡Eh, mierda de vaca! —gritó él en su lugar—. ¡La conseguí con esto!
Jaime Jordan se echó mano entre las largas piernas cubiertas con pantalones
vaqueros. Luego, dio media vuelta y se alejó de Anne.
—¡Ah, maldita sea! —masculló Anne mientras los estudiantes la abordaban
por ambos lados dándole codazos, algunos mirando descaradamente a la mujer
mayor.
Dos chicas encendieron tranquilamente dos arrugados cigarrillos de
marihuana.
Anne comenzó a temblar. Pensó que ella misma necesitaría un cigarrillo.
Aún no podía creer lo que había hecho…, hablar por su cuenta a Jaime Jordan.
Al mismo tiempo pensó que Jaime Jordan era un terrible embustero psicópata, lo
que se llamaba sociópata en St. Arithony’s…
O bien lo era Kathleen Beavier.
ANNE Y KATHLEEN
Anne observó curiosa a Kathleen cuando ésta manoseaba una vieja muñeca
de trapo que era como una combinación entre Charlie McCarthy y Huckleberry
Finn.
A los siete u ocho años de edad, Kathleen había confeccionado esa singular
muñeca.
La cara era una media de color carne rellena con toallas de papel arrolladas.
La muñeca tenía unos ojos negros estrafalarios, una nariz bulbosa, una sonrisa
hecha a calceta, gafas confeccionadas con alambre eléctrico. Llevaba un pañuelo
auténtico en el bolsillo de una pequeña camisa de verdad. Los tirantes de la
muñeca estaban hechos con cintas de tela escocesa; sujetaban unos calzones
cortos. También llevaba calcetines y pequeños zapatos Buster Brown
auténticos… Kathleen había llamado Mister Fibs a su muñeco de confección
casera.
—Lo hice yo misma.
Kathleen levantó la vista y miró hacia la puerta del dormitorio donde, según
su presentimiento, había alguien vigilándola.
—Debí de ser un renacuajo muy avispado cuando era pequeña.
—¿Y no te sientes ya avispada… anciana señora de diecisiete años?
—No. —Kathleen sonrió a Anne—. Mucho me temo que la magia se haya
esfumado. Ya no hay más magia.
Anne penetró en el acogedor dormitorio de Kathleen, pintado de un amarillo
meloso. Observó unos montones de discos, rock y sinfónicos. Posters de «El
señor de los anillos». Una habitación bastante normal para una chica de
diecisiete años.
—Kathy, he venido para hacerte una pregunta en cierto modo importante.
Anne tomó asiento en una mecedora de pino amarillo junto a la cama con
baldaquín de Kathleen.
—¿Confías realmente en mí, Kathy? Quiero decir, ¿real y sinceramente?
—¿Es ésa la pregunta tan importante?
Anne se aclaró la garganta e hizo una profunda inspiración. Después expulsó
lentamente el aire.
—No… Pero ¿es así?
Kathleen sonrió. Una sonrisa contagiosa, de increíble inocencia; una sonrisa
absolutamente carismática. Anne lo pensó por enésima vez.
—Confío mucho en ti… —Los ojos de Kathleen bajaron la vista para mirar
al muñeco de su infancia y no a Anne—. Yo… yo también te quiero mucho,
Anne.
Anne notó que necesitaba llegar a la boca del estómago para el siguiente
aliento. ¿Por qué le afectaría tanto Kathleen? La muchacha podía cortarle la
respiración con unas cuantas palabras escogidas. Con una mirada. O una sonrisa.
—Kathleen…, ¿querrías hablarme, por favor, acerca de Jaime Jordan? —
preguntó Anne haciendo de tripas corazón—. Hoy fui a verle. Hablé con Jaime,
Kathy, y él afirmó que…
—Que tuvimos trato sexual. Se lo cuenta a todo el mundo, porque a su juicio
es lo que se espera de él. Jaime Jordan me da lástima. Con esa imaginación de
macho irresistible.
Kathleen estrechó la inestimable muñeca de trapo entre sus delgados brazos.
Pareció una niñita asustada aferrándose a su muñeca. Cual una extraña madona
de los tiempos modernos. «Su rostro expresa una increíble inocencia», pensó
Anne.
—No hicimos el amor. No nos besamos siquiera. Yo no le amaba; él tampoco
me amaba. Se comportaba como un animal asqueroso. Y terminó siéndolo. Eso
es todo cuanto puedo contar por ahora —dijo la rubia joven.
Levantó la vista y miró de hito en hito a Anne. Kathleen se sintió enferma.
Le fastidió terriblemente tener que mentir a Anne…, pues ¡la quería tanto! La
generosidad de Anne tenía algo de entrañable; su franqueza y honradez.
—¿No me crees, Anne? —preguntó—. Por favor, créeme, querida Anne. Si
nadie cree en mí… ¿qué me sucederá? ¿Qué le sucederá al niño?
KATHLEEN
Kathleen sintió unos horribles martillazos dentro de las arrugas más sensibles
de la frente. Fue como si unas manos férreas intentaran desmenuzar su cabeza.
Incluso antes de esa sensación notó una presión intensa, el presentimiento de
que algo iba a suceder en Sun Cottage.
Se acercó de puntillas a la ventana y corrió las cortinas de zaraza
transparente. Kathleen no pudo explicarse exactamente por qué había ido a la
ventana.
Vio su aliento adherido al oscuro cristal, una película grisácea y fantasmal.
Fuera, se distinguía la luz fría y difusa de los faroles alineados a lo largo de
la calzada hacia Ocean Avenue. Los vigilantes privados, con pellizas de cuello
oscuro, estaban plantados ante la verja como centinelas haciendo guardia en un
acuartelamiento.
Mirando hacia abajo desde su ventaría, Kathleen le vio.
Le estaban saludando el ayudante del cardenal Rooney, padre Milsap, y el
joven sacerdote irlandés, padre O’Carroll.
Él llevaba un sombrero negro flexible con ala vuelta, un saco de viaje, negro
y brillante. Abarrotado hasta reventar. Sus espaldas se encorvaban… soportando
el peso del mundo sin duda alguna.
Antes de entrar en Sun Cottage, levantó la vista y miró al ventanal
tenuemente iluminado del segundo piso.
El padre Rosetti me ha mirado a los ojos, pensó Kathleen, estremeciéndose.
El conoce ya la verdad, pero no tiene la fe suficiente para creerla.
Por fin había llegado el sacerdote de ojos oscuros.
EL PADRE EDUARDO ROSETTI
La primera conferencia se celebró aquella noche en una de las hermosas
salas dobles del primer piso de Sun Cottage.
Kathleen se sentó en una silla de respaldo rígido. Su protuberante estómago
pareció a punto de estallar.
La hermana Anne Feeney tomó asiento al lado de la rubia adolescente. Los
señores de Beavier, con actitud muy tensa y nerviosa, se acomodaron al otro
lado. La sirvienta, Mrs. Walsh, fue de acá para allá sirviendo té y café. Los
padres Milsap y O’Carroll, ambos con holgadas sotanas negras que parecían de
una época remota.
El padre Rosetti pareció nervioso y conturbado cuando se plantó ante ellos
en el elegante aposento.
El padre Rosetti apretó y estiró sin cesar las anchas manos callosas de
trabajador manual. Sonrió pocas veces, pero su sonrisa fue cordial e incluso
cálida. Cuando se dejó oír, su voz fue suave, paciente, muy agradable para el
oído.
—El Vaticano me ha enviado aquí —les dijo el padre Rosetti—. Mi título
oficial es el de Investigador jefe para la Congregación de Ritos. Algunas veces
he representado el papel de abogado del Diablo o Postulador de la Causa.
»Dicha Congregación de Ritos es la institución sagrada dentro de la Iglesia
que investiga milagros, toda clase de fenómenos sobrenaturales y propuestas de
santificación. Estoy bajo la supervisión y las órdenes de Su Santidad el Papa Pío
XIII.
El padre Rosetti escrutó los suaves ojos azules de Kathleen Beavier.
—Yo soy algo así como… un investigado: de tributos sobre lo sobrenatural.
Suelo representar una pesadilla para muchos. Pero en realidad soy un burócrata
inofensivo. No deben atemorizarse. No lo hagan, por favor.
—Yo no. —La rubia adolescente movió negativamente la cabeza—. Usted
no me atemoriza, padre.
Sin embargo, Kathleen pareció enferma. Pálida por fuera y posiblemente
magullada por dentro. Kathleen dio la impresión de estar a punto de alumbrar.
—Kathleen, ¿no estará esta noche entre nosotros la Santísima Virgen María?
—preguntó inopinadamente el sacerdote del Vaticano.
El padre Rosetti siguió exponiendo sus ideas sin rodeos, como si la extraña
pregunta primordial fuera parte de una alegre charla.
Kathleen hizo una profunda inspiración y luego se apoyó muy tiesa en el
rígido respaldo de la silla. Su abultado estómago semejó un globo revestido de
azul celeste. Se apartó de la frente un hermoso mechón sedoso.
—Sí. Ella está aquí —musitó.
—¿Dentro de la casa? —inquirió el sacerdote, alzando una de sus velludas y
negras cejas.
—Sí, dentro de la casa. Está aquí.
—¿En esta habitación, entre nosotros, Kathleen?
—Sí. Dentro de esta habitación, padre.
—Lo siento, Kathleen —repuso afable el padre Rosetti—. Supongo que yo
no estoy habituado a la proximidad de nuestra Santísima Madre… ¿Es muy
hermosa? ¿Está de pie, Kathleen? ¿O sentada por ejemplo en esa silla azul?
—Padre Rosetti —dijo Kathleen—, sé lo que se propone usted, pero
absténgase, por favor. Nuestra Señora está aquí, con nosotros. Su apariencia es la
de una hermosa dama. Usted puede actuar como le plazca siempre que le sea
posible creer en ella.
—Kathleen, sólo me preocupa lo que tú creas —replicó con suavidad el
sacerdote del Vaticano—. Prosigamos. Por favor.
Durante el intercambio verbal con Kathleen, un silencio incómodo había
dominado la sala.
—Desde que yo era chico en las escuelas sicilianas —ahora el padre Rosetti
se dirigió a todos los presentes— he oído decir a los representantes consagrados
de Nuestro Señor frases tan fútiles y trilladas como «los caminos del Señor son
inescrutables, misteriosos, hijo mío». Yo rechacé siempre esa fraseología
inconducente. En mi fuero interno me pareció una impostura. Una fraseología
engañosa y destructiva. Me dejó entrever que las creencias íntimas de esos
sacerdotes eran muy superficiales.
»Bien, por consiguiente me gustaría explicar lisa y llanamente por qué estoy
aquí. Mi llegada a América no es nada misteriosa. La puedo esclarecer con
perfecta lógica, creo yo.
»El Vaticano se interesa mucho por el nacimiento de tu niño, Kathleen…
Muchas gentes del mundo entero están llamándolo ya el Nacimiento Virginal.
»Periódicos, televisión y radio están vigilando una vez más a la Iglesia. Todo
ello suscita gran esperanza y expectación. Es más, el pueblo está revisando y
evaluando sus ideas sobre Dios.
Las enérgicas facciones del clérigo vaticanista empezaron a mostrar tensión e
inquietud. El hombre paseó arriba y abajo ante una vitrina llena con las carabinas
de Charles Beavier.
La escena se hizo cada vez más incómoda para todos los asistentes.
—Ahora debo participarles la más extraordinaria nueva.
El Investigador Jefe para la Congregación de Ritos humilló primero la
cabeza. Por fin levantó la vista.
Las siguientes palabras fueron dirigidas a Kathleen exclusivamente.
—Una de las cosas que he descubierto hasta el momento. Una de las pocas
cosas que me ofrecen absoluta seguridad. —El padre Eduardo Rosetti habló en
voz baja pero firme e impresionante—. Y es que, aunque parezca mentira… hay
dos vírgenes.
—Yo sé que hay dos de nosotras. Por lo menos dos —repuso Kathleen con
un susurro sólo audible para el padre Rosetti.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió el sacerdote vaticanista entornando los ojos
castaños mientras su amplio pecho se ensanchaba y contraía—. Kathleen, debes
revelarme cómo lo has sabido. Por favor, cuéntame todo cuanto sepas sobre ello.
Kathleen, esto es muy importante.
Mientras Kathleen y el padre Rosetti cambiaban unas palabras susurrantes,
los demás ocupantes del aposento empezaron a hablar simultáneamente, según
pareció. ¿Dos vírgenes? ¿Quién era este sacerdote romano? ¿Qué pretendía de
ellos? ¿De Kathleen?
—¡Padre Rosetti! ¡Señor! ¿Quiere explicarnos qué significa todo esto?
Por fin, Mr. Charles Beavier se levantó para hacerse oír en todo el
murmurante aposento.
—Ya les dije que les contaría todo cuanto sé. —Rosetti se volvió hacia el
padre de Kathleen Beavier—. Y quiero contárselo ahora. Todo cuanto sé acerca
de este asunto tan perturbador. Siéntese, por favor. Escúcheme un momento.
»En julio —dijo el padre apostándose ante la vitrina de los costosos rifles—
se me convocó en mi apartamento cerca de Porta Angélico para ir al Palacio
Apostólico donde reside el Santo Padre.
»Puesto que yo no había visto jamás a Pío XIII, salvo una audiencia con otros
cien sacerdotes —quienes por cierto se comportaban como escolares bobalicones
e inmaduros, siento decirlo—, pueden imaginarse ustedes cuál fue mi sorpresa e
inquietud poco antes de esa visita.
»Por fin, aquella tarde después del almuerzo me encaminé al aula apostólica.
Y entonces, en el propio Palacio Apostólico recibí mi segunda sorpresa
anonadante. No sólo me reuniría con el Papa Pío, sino que también le vería a
solas en su apartamento privado, un honor que se concede únicamente a unos
cuantos cardenales.
»Según resultó, el Papa sabía mucho sobre mis actividades como
Investigador jefe para la Congregación de Ritos. Lo que yo hago esencialmente
es seguir el rastro de los hechos verídicos sobre posibles milagros y propuestas
de santificación. Yo registro y documento los hechos. Esto se asemeja mucho a
una investigación ante un jurado.
El padre Rosetti hizo una pausa y dejó vagar su mirada por toda la
habitación. Ahora todos le escuchaban con suma atención…, escuchaban
pasmados a ese extraño y tenebroso sacerdote que había mantenido una
conferencia privada con el Papa Pío.
—El Santo Padre y yo mantuvimos una conversación sobre diversas
cuestiones durante quince o veinte minutos. Luego, me contó una larga y
pasmosa historia sobre el famoso milagro ocurrido en Fátima en el mes de
octubre de 1917.
»Cuando miré el reloj, una vez más, habían transcurrido tres horas largas. No
pretendo ser un buen narrador… Eso es exactamente lo que ocurrió. El tiempo
voló como si hubiesen pasado tan sólo unos minutos… El punto principal de
todo cuanto me refirió el Papa pareció ser que en Fátima, Lucia dos Santos
recibió un mensaje sumamente importante y controvertido de una persona que
aquella niña denominaba la Dama.
»Sólo cuatro hombres han leído ese mensaje durante los últimos veintisiete
años —los pontífices Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo y el actual Pío… Ninguno
de esos Papas ha podido revelar a ninguna otra persona el mensaje de hace
setenta años. Juan y Pablo VI aludieron a la excepcional importancia del
mensaje. Ambos Papas se refirieron a las dos partes del mensaje de Fátima.
Primero, una terrible advertencia para todos nosotros, los habitantes de la Tierra.
Segundo, una grandiosa y esperanzadora promesa de la Dama.
»El verano pasado, el Papa Pío XIII me dijo en Roma que el mensaje de
Fátima revelaba la aparición de dos vírgenes, o quizá más de dos. También
indicó que yo debería investigar a esas vírgenes tal como si fuera un milagro
inmenso, trascendental. “Una de esas jóvenes podría alumbrar un niño muy
especial”, me dijo el Papa Pío. Un niño divino, afirmó el Santo Padre.
Después de múltiples preguntas y las consiguientes respuestas en la sala de
Sun Cottage, Anne consideró que no se había contestado a una bastante
importante.
—Padre Rosetti —decidió preguntar por fin, captando la atención del
sacerdote vaticanista—. Usted dijo antes que nos explicaría el porqué de su
visita a Newport. No creo que lo haya explicado todavía. Al menos con claridad.
Súbitamente, Kathleen se echó hacia adelante en su silla. Sus dilatados ojos
azules fueron de Anne al padre Rosetti.
Luego habló a ambos.
—El padre Rosetti ha venido aquí para averiguar cuál de nosotras dos es la
auténtica virgen —dijo.
El sacerdote vaticanista escrutó los ojos de la inocente y preciosa chica
americana. Hizo una inclinación solemne con su enorme cabeza. Pero sus ojos
no perdieron de vista los de Kathleen.
Lo mismo hicieron los padres de Kathleen, la hermana Anne Feeney, los
padres O’Carroll y Milsap y la vieja sirvienta Mrs. Walsh.
Tampoco se contuvieron las legiones de ojos, arracimadas fuera, en los
terrenos nocturnos de Sun Cottage.
Ojos relucientes acechando…, aguardando…, empezando a ulular y
desgañitarse al unísono.
OCHO
COLLEEN
A las cuatro y media de la madrugada del 6 de octubre se asestó un fuerte
golpe a la recia puerta del dormitorio de Eduardo Rosetti.
Luego, se dejó oír otro golpe en la puerta del padre Justin O’Carroll.
Y, por último, un persistente golpeteo en la puerta de la hermana Anne
Feeney.
A las cinco, todos ya vestidos, descendieron la escalera donde les esperaban
el padre Martin Milsap y Mrs. Walsh sosteniendo una bandeja de café caliente y
tostadas con mantequilla.
—El padre Rosetti me ha pedido que les hable en su nombre —dijo por fin el
padre Milsap mirando primero a Anne y después al padre O’Carroll.
—A estas alturas parece necesaria una visita a la segunda virgen, una joven
irlandesa. El padre Rosetti debe hacer algunas preguntas a la muchacha.
Asimismo, es preciso hacer un importante reconocimiento físico.
»Parece razonable que vaya alguien más para exponer una segunda opinión
sobre la chica y ayudar al padre con todos los medios posibles. Considerando las
complicaciones existentes aquí en Newport no veo la posibilidad de que le
acompañe yo mismo. Por otra parte, hermana, usted conoce muy bien la
situación virginal. Y usted, padre O’Carroll, es justamente de Irlanda… Así
pues, el padre Rosetti ha sugerido que ustedes dos podrían acompañarle.
Anne y Justin cambiaron una mirada fugaz.
—Me gustaría conocer a la otra chica —dijo Anne.
—Yo iré, desde luego —asintió Justin.
El padre Eduardo Rosetti sonrió de súbito…, una sonrisa sorprendentemente
cálida y franca.
—¡Muy bien! —exclamó con un tono campechano, algo inadecuado para
horas tan tempranas—. Saldremos de aquí dentro de una hora. Ya verán que
Colleen Galaher es una chica extraordinaria. Sobremanera extraordinaria.
El «Concorde» de British Airway, con destino al aeropuerto irlandés de
Shannon, era un restaurante decente que había aprendido a volar; así
compensaba ciertas deficiencias ofreciendo una superabundancia de alimentos
medianos tirando a buenos y bebidas óptimas.
Apenas levantó el vuelo ese reactor supersónico tan controvertido de nariz
ganchuda, se sirvió presurosamente un desayuno bien caliente y abundante a los
padres Rosetti y O’Carroll y a la hermana Anne.
Concluido el desayuno, se les procuró toallas calientes y perfumadas así
como una bolsa conteniendo zapatillas y una máscara para dormir.
Entretanto, Anne y Justin miraron estupefactos por las ventanillas de tamaño
bolsillo. Porque el «Concorde» volaba tan alto que ambos pudieron ver la
curvatura del planeta en un momento dado. Fue algo digno de contemplar;
durante unos instantes, los dos se sintieron como astronautas.
Un colación espléndidamente presentada fue el siguiente paso. Pero antes de
poder digerir la comida, el «Concorde» se descolgó de un denso banco nuboso y
se deslizó hacia el rutilante techo metálico de Shannon.
La primera parte de su viaje para ver a la segunda virgen había sido realizada
con suma comodidad y a una velocidad de plusmarca.
Durante el largo recorrido en coche desde Shannon, el padre Rosetti no se
cansó de repetir cuan afortunado había sido que el padre O’Carroll fuese
originario de Irlanda, y cómo había actuado la Divina Providencia en su favor.
Transcurridas dos horas más o menos de conducción entre colinas bajas e
impresionantes con cien matices diferentes de verde, llegaron a un sorprendente
edredón pardusco de cebadales y avenales.
Luego llegó una pintoresca colina con helechos y coníferas, que semejó un
oscuro barco de cabotaje en el horizonte.
Después apareció una cinta negruzca que resultó ser un río cristalino.
Y al fin surgió la singular villa de Maam Cross. A Anne le pareció una
ciudad sombría, antigua, como en los cuentos de hadas.
Vieron un letrero gris y blanco de madera, una señalización de carretera
anunciando la ciudad. Junto al nombre se habían garrapateado con un rojo
brillante Tierra de Dios.
Torciendo por un camino estrecho, aunque pavimentado, Anne, Justin y el
padre Rosetti vieron a los druidas más anacrónicos imaginables, aldeanos todos
ellos de pardo. Había quizá veinte hombres vistiendo trajes pardos, veinte gorras
a cuadros, veinte pares de botas negras, evidentemente, el trabajo de un mismo
zapatero remendón.
—Éstos son los últimos campesinos auténticos de toda la Europa occidental
—dijo Justin con una sonrisa tímida que tanto podía expresar enorgullecimiento
como cierta turbación.
—Creo que hemos entrado oficialmente en Maam Cross —dijo el padre
Rosetti, pareciendo desentenderse de cualquier comentario cultural.
En la Calle Mayor del pueblo irlandés había algunas tiendas de una sola
habitación. Antiguos anuncios publicitarios: «Player’s Please», «Guinness for
Greatness». Una caballeriza y un garaje alojados en el mismo edificio. Una
hilera de cottages con piedras desmoronadizas, demasiado insípidos para recibir
el calificativo de encantadores.
Dentro de cada uno habrá una estancia familiar semejante, fue explicando
Justin mientras circulaba lentamente por la ciudad. En esa habitación se
acumularán los souvenirs, el televisor y diversas pinturas religiosas; será
también el lugar donde tomarán té cuando les visite el párroco. Todos los
dormitorios serán angostos e incómodos. También estará presente el hedor del
fuego de turba y quizás el olor de impermeables secándose sobre duras sillas de
madera.
Anne dijo que le costaba creer que se hallase en Irlanda dentro del mismo
día.
El hogar de Colleen Galaher distaba un kilómetro más o menos de la ciudad,
por el Este, una vez pasada la fábrica de Bushmill.
Era un respetable cottage encalado, con paredes sin cimiento, y un tejado
embarbado a base de largos juncos. La historia sobre el estado tan especial de
Colleen no había suscitado curiosidad en el exterior, salvo las crueles
murmuraciones de Maam Cross; quizá fuera porque la muchacha irlandesa vivía
muy aislada, o quizá por la voluntad divina.
—Eso que huelen ustedes es un fuego de turba —explicó Justin cuando los
tres descendieron del coche alquilado—. Mantenido siempre vivo. No les será
fácil olvidar ese olor.
Anne echó una ojeada a Justin y le vio profundamente afectado por las vistas
y los olores renovados de su tierra natal.
Se alegró por él. Se preguntó incluso si lo mejor para Justin hubiera sido
quedarse para siempre en Irlanda.
—El padre de Colleen Galaher murió hace un año más o menos. Un hombre
serio, un típico Fin McCool —comentó el padre Rosetti mientras caminaban
hacia el cottage—. Su madre ha sufrido un ataque. Y está obligada a guardar
cama casi todos los días… Por añadidura, los médicos de esta comarca no son un
modelo de sabiduría. Así pues, la chica afronta una situación difícil. Muy
diferente, mucho, de la que soporta la Beavier.
Cuando atravesaron la cancela de la cerca de piedra que rodeaba el cottage,
se abrió repentinamente la puerta.
Vieron a una monja, una mujer de aspecto severo cuyos hábitos negros
ondearon con la suave brisa irlandesa.
—¡Padre Rosetti, ha vuelto para visitarnos! —exclamó la monja con tono
amistoso.
Agitó una mano y sonrió alegre al sacerdote del Vaticano.
—Hermana Katherine Dominica… Éste es el padre Justin O’Carroll. El
padre O’Carroll es nativo de County Cork. Y aquí tiene a la hermana Anne
Elizabeth Feeney.
La monja irlandesa inclinó la cabeza a los dos visitantes americanos. Unos
mechones parduscos aparecieron bajo su rígida toca blanca.
—Hola, hola… —musitó mientras los empujaba hacia dentro.
Cuando se detuvieron en el interior, una muchacha de pelo negro vistiendo
un largo blusón blanco se levantó de un taburete colocado junto al fuego.
—¡Hola, padre Rosetti! —exclamó con evidente placer y sorpresa.
—¡Ah, aquí está Colleen! —El padre Rosetti sonrió, y su sonrisa fue como el
sol cuando asoma entre los más tenebrosos nubarrones—. La chica más bonita
del Eire.
Tal como pudieron ver Anne y Justin, Colleen Galaher estaba embarazada de
ocho meses y medio. El abultamiento convexo de su estómago parecía un
horrible error…, no sólo inconciliable con las leyes biológicas, sino también con
las físicas.
A semejanza de Kathleen Beavier, la pequeña parecía increíblemente joven e
inocente. Tenía ojos enormes de un verde pálido, aspecto saludable, mejillas
sonrosadas, un cuello largo y delicado como el tallo de una bonita flor.
Era una niña demasiado pequeña y delicada… para estar encinta.
Catorce años, se dijo Anne sin poder evitarlo, exactamente la edad de María
de Nazaret cuando nació Jesús.
—¿Le apetece a alguien un poco de té? —preguntó la chica irlandesa con
voz dulce y tímida—. ¿Y unas galletitas saladas hechas en casa para reponerse
de su largo viaje?
En un pequeño rincón de su mente, Anne creyó estar traicionando a la pobre
Kathleen. Le gustó mucho la chica irlandesa. ¿Por qué, en nombre de Dios, tenía
que haber dos vírgenes? Anne se lo preguntó ahora más que nunca.
Después del té, el padre Justin O’Carroll deambuló más allá del pálido henar
que rodeaba el cottage Galaher. Sin darse cuenta, hundió los puños en los
profundos bolsillos de sus pantalones de lana.
Un viento recio levantó polvo en los campos cubiertos con carrizos y flores
silvestres de un rojo oscuro. El viento alborotó el pelo de Justin. Le hizo parecer
un joven marinero del llano.
Súbitamente se sintió abrumado por las dudas y emociones acumuladas…
Una cosa era estar a tres mil kilómetros de Boston con el Atlántico por en medio,
y otra volver a casa para contrastar la dirección y las intenciones de su vocación
y su vida.
Ahora pudo imaginarse el piadoso desdén de sus superiores en Dublín, la
decepción lícita de sus amigos y patrocinadores en la Orden. Todavía sería más
serio, reflexionó Justin, el daño causado a su familia allá en Cork, con su
abandono de la Orden del Espíritu Santo. No habría forma de hacer comprender
a sus padres, a sus hermanos y hermanas, lo que habían significado los dos
últimos años en Boston. Ningún sacerdote con su limitada experiencia abordaría
abiertamente a una mujer, y menos todavía a una sor.
«Sin embargo, sin embargo…», pensó Justin.
Él sentía que Anne jamás le había inspirado tanto amor y respeto. ¡La
contradicción era enloquecedora! La culpabilidad, un horror físico, tangible. La
traición a sus deberes y votos sagrados, a los sueños y esperanzas previstos para
él, una pesadilla permanente.
Dios mío, siento de corazón… haberte ofendido. Y ofender a quienes han
depositado su entera confianza en mí. Y ofenderme a mí mismo, creo yo…
Se alzó el cuello negro para protegerse de la fría humedad. Todo su cuerpo
sintió el ardor del miedo y la vergüenza. Se estremeció sin darse cuenta.
Maldita sea, él no quería hacer daño a nadie en la Orden del Espíritu Santo.
Justin pensó que haría cualquier cosa para no dañar a esos hombres dignos y
santos. Tampoco quería ser un ejemplo profano para otros sacerdotes jóvenes.
Sobre todo, Justin no quería perjudicar a su familia. No quería verla
calumniada y envilecida tal como se insultaba cruelmente a la joven Colleen
Galaher, aquí en Maam Cross.
Por primera vez al cabo de un año, Justin pensó que le sería posible apartarse
de Anne. El no vio otra solución para su problema. Ni otra respuesta por el
momento.
El alto sacerdote de cabello oscuro dio media vuelta y se encaminó hacia el
pequeño cottage de un blanco descolorido.
—Señor, ¿por qué me has traído aquí? —demandó quietamente el joven
sacerdote bajo el viento aullador—. ¿Por qué me has hecho volver a casa?
Cuando Colleen hubo servido té y galletas a todo el mundo, salió a dar un
paseo con el padre Rosetti descendiendo por el sendero pardusco que
serpenteaba detrás del cottage Galaher. Era un arroyo fangoso más bien que un
camino carretero propiamente dicho, una veta sombría y escabrosa abierta en un
campo asombrosamente verde.
Por fin llegaron al bucólico Liffey Glade. Una vez dentro del siempre verde
santuario, Colleen reveló al padre Rosetti lo que le había sucedido en la noche
del veintitrés de enero. El secreto de la joven tuvo una relación trascendental con
el mensaje de Fátima. Por primera vez Eduardo Rosetti pensó que ya era hora de
esclarecer algunas verdades sobre las dos jóvenes vírgenes.
JAIME JORDAN
Jaime Jordan III, Chris Grimwood y Peter Schweitzer eran un ejemplo
clásico, textual, de que el macho vinculado con América no había cambiado
durante los últimos treinta años.
Los tres jóvenes habían hecho gran amistad hasta ser camaradas inseparables
desde sus días de primera enseñanza en Newport. Ellos habían frecuentado el
«Neely’s Long Bar» en Portsmouth desde el verano de su segunde curso de
bachillerato cuando trabajaban como pintores en la atarazana de Mr. Grimwood.
El «Long Bar» caracterizaba un tipo especial de vagón bar existente en casi
todas las pequeñas ciudades americanas: se le llamaba el «bar de los chiquitos» y
allí sólo se comprobaba la edad de los visitantes cuando llegaba ocasionalmente
un coche patrulla. Por lo general, este bar reservaba un rincón especial a los
«estudiantillos», como denominaba afectuosamente Tom Neely a sus clientes
más jóvenes.
Ante Chris Grimwood y Peter Schweitzer había tres jarras espumosas de
cerveza «Narragansett». En el televisor de color frente a la barra, los Rangers, de
camiseta azul y roja, estaban pulverizando al equipo favorito local, los Boston
Bruins. Detrás de la barra, el imparcial Tom Neely estaba escuchando
cortésmente la trillada charla de chistes étnicos y comentarios exorbitantes que
eran, si acaso, divagaciones egocéntricas pero no diversión.
—No me gusta lo que le está sucediendo a nuestro muchacho —dijo Chrissie
Grimwood, mientras Jaime hacía una rápida escapada al urinario—. Se muestra
demasiado despacioso. Está soslayando los placajes como si éstos fueran
vitaminas «Flinststone». Ya sabes, él suele acudir a Neely para tomar almuerzos
líquidos; incluso en días de colegio. Me lo ha contado el viejo Tom. El mismo
Neely está inquieto.
Peter Schweitzer se estiró pensativo los mechones de su reciente barba
pelirroja.
—¡Eh, aguarda un minuto! ¿Cómo te sentirías tú si fueras el presunto padre
de ya sabes quién?
—Oye, Peter, estoy hablando en serio. Él está sufriendo unas neuralgias
formidables. Realmente, Jaime me preocupa. No estoy bromeando.
Repentinamente, Peter Schweitzer agarró su jarra de cerveza.
—Viene hacia acá —susurró sobre su poblada barbilla.
Jaime Jordan se abrió paso, con expresión dolorida, entre los grupos que
abarrotaban la barra. Se pasó una mano por la rizada melena rubia.
—Eh, muchachos, no interrumpáis vuestras murmuraciones porque yo esté
de vuelta. ¿Eres capaz de hablar sobre mí en mis propias narices, Chrissie? ¿Y
tú, Schweitzer?
Chris Grimwood levantó las oscuras pupilas al techo.
—¡Paranoia! ¿Le das crédito, Schweitzer?
El rostro de Jaime Jordan se tornó de un rojo vivo.
—Escucha, Schweitzer, ¿estabais hablando de mí o no? Si no lo estabais,
pagaré la próxima ronda.
—¿Tragos fuertes o cerveza? —inquirió Peter Schweitzer, intentando quitar
leña al fuego.
—Eh, Jaime, estás hablando a Chris y Peter, ¿no te das cuenta?
—Ya. Yo os hice una simple pregunta a los dos.
—Da la casualidad de que estábamos intentando ayudarte —dijo por fin
Chris Grimwood.
Fue entonces cuando Jaime Jordan asestó un puñetazo en el pecho a su
amigo. El muchacho moreno se deslizó de su silla con un movimiento de cámara
lenta y quedó tendido tranquilamente sobre el arrugado linóleo.
Tom Neely asió un viejo bastón de madera dura y lo enarboló sobre su
mostrador.
—¡Eh, matones, suspended la gresca u os levantaré la tapa de los sesos a
todos vosotros!
La clientela de «Neely’s» enmudeció. Los viejos trabajadores miraron
coléricos hacia el rincón de los estudiantillos. Una parte del pacto tácito
convenido en el bar era que los jóvenes cuidaran sus modales.
Jaime Jordan dio media vuelta rápida y se precipitó hacia la entrada,
empujando a varios parroquianos entumecidos, quienes optaron por murmurar
protestas entre ellos en vez de enfrentarse con el alto y atlético joven.
Fuera, al sentir la brisa marina azotándole el rostro, Jaime Jordan pensó en
volver atrás y limpiar los suelos con Schweitzer y Grimwood.
—¡Ah, qué diablos! —se dijo finalmente dándose un fuerte puñetazo en la
palma de la mano—. Kathleen Beavier es a quien se debiera vapulear.
Mientras caminaba hacia su coche, Jaime recordó cómo había tenido que
suplicar prácticamente de rodillas una cita con ella. Él había ido lo menos cuatro
tardes a Salve Regina para encontrar a las colegialas católicas cuando salían de
clase. Se había puesto incluso su mejor suéter Shetland y unos «Levys» bien
planchados. Kathleen Beavier tenía un algo especial, era preciso reconocerlo.
Jaime la había deseado más que a ninguna otra chica en su vida. Y además, no
tan sólo por el sexo. Él había querido estar con ella, encontrarse siempre
alrededor de Kathleen.
Jaime puso en marcha el motor de su «78-MG». Encendió la radio y
poniéndola a todo volumen, arrancó con su impecable deportivo rojo del
aparcamiento «Neely’s».
Mientras aceleraba por la empinada colina empedrada detrás de «Neely’s»,
Jaime Jordan empezó a cavilar sobre la noche del veintitrés de enero. La noche
que él fuera con Kathleen al baile de primavera de Salve Regina.
Aunque los padres de Jaime fueran también gente adinerada, él se había
sentido intimidado cuando se dirigió a la mansión Beavier aquella noche de la
primavera anterior.
Le recibió un negro viejo con ensortijado cabello blanco. El anciano le
preguntó si era Mr. Jordan, la pareja de Miss Kathleen para el baile. Jaime
asintió, y entonces se le condujo a un hermoso salón repleto de muy diversas
antigüedades.
Kathleen apareció en la puerta del salón pocos minutos después. No media
hora más tarde, como solían hacer tantas y tantas muchachas, deseosas de
hacerte perder la paciencia.
En verdad, la presencia de Kathleen dejó sin aliento a Jaime Jordan.
Llevaba un vistoso traje blanco en lugar de esos pomposos vestidos que
daban un aspecto ridículo a las chicas en los bailes nocturnos de gala. Su larga
melena rubia estaba peinada con hermosa sencillez. Una tiara argentada le
sujetaba los bucles. Verdaderamente, semejaba una reina o algo parecido. Así lo
pensó Jaime.
El baile en Salve Regina fue casi tan malo como se lo había imaginado. La
orquesta, un cuarteto de profesores ya maduros y rígidos, interpretó todo el
repertorio del «Newport Club» y los tes de debutantes. Para mayor escarnio
había una anticuada galería de madera rodeando el gimnasio a un piso de altura
sobre la pista. Allá arriba, corrillos de monjas carmelitas presenciaron el baile
desde principio a fin. Se mostraron propensas a la risa y a marcar el compás con
los pies en los momentos más inoportunos.
Según se suponía, habría un fantástico guateque después del baile, pues en
las invitaciones impresas se leía: «Venid a una fantástica velada en el local de
Elaine Scaparella». Sin embargo, cuando los dos estaban fuera, en el
aparcamiento, Jaime insistió sobre un paseo hasta Second Beach y Sachuest
Point hasta convencerla.
Sachuest Point.
Allí fue donde comenzarían las complicaciones. Todo parecía demencial,
incomprensible…, la historia del nacimiento virginal.
Cuando una vez pasada Second Beach, Jaime Jordan prosiguió marchando
en la noche del 6 de octubre, las luces delanteras de su «MG» semejaron espadas
destellantes acuchillando la densa e inquietante niebla.
Por último Jaime regresó a Sachuest Point… el lugar adonde llevara a
Kathleen Beavier hacía casi nueve meses.
Lo extraño fue… que Jaime no supo explicarse el porqué de ese regreso.
Cuando hacía girar el coche deportivo por una ligera curva «S», el apuesto
joven rubio notó que le llegaba una de sus habituales jaquecas. ¡Ah, Jesucristo,
no ahora!, exclamó para sí. No se sintió dispuesto a dar por terminada la noche.
Ni mucho menos.
Jaime echó un vistazo al salpicadero de madera pulimentada. El reloj
fosforescente del «MG» marcaba las nueve y cincuenta y cuatro minutos. Jaime
miró fijamente el segundero, le vio dar un latido, después otro. Su cabeza
pareció a punto de estallar. El ataque neurálgico semejó un resonamiento y
violento derechazo en la coronilla; le ensordeció y dolió simultáneamente.
El Memorial Boulevard se fue estrechando hasta ser una línea negra y
rectilínea de dos carriles conforme se acercaba a Sachuest Point. Allí había un
pequeño refugio para la fauna. Bandadas de gaviotas y algunos robustos
alcatraces. En primavera y otoño acudían numerosos pescadores para echar sus
anzuelos a los azulejos y caballas. Y los estudiantes locales de bachillerato
celebraban allí sus citas o simplemente aparcaban para ver cómo zarpaban los
submarinos de Portsmouth.
En el espejo retrovisor, Jaime vio alejarse las luces del sector sudeste de
Newport. Todas las relucientes mansiones junto a la costa…, semejando casi un
gran ejército acampando en la falda del cerro.
«¡Yo quiero ser como todo el mundo!» —cantó a toda voz Billy Joel en la
radio—. ¡Ah! ¿Por qué no puedo ser como todo el mundo?
El día después del baile de Salve Regina —rememoró Jaime— él había
contado a Peter, Chris y otros cuantos amigos que había hecho el amor a
Kathleen.
—He roto un himen del Salve Regina —había dicho jactancioso.
Poco después, Chris Grimwood se lo había transmitido a su amiga, quien por
cierto iba también con Kathleen al Salve Regina…
Por último, Jaime había visto a Kathleen tres o cuatro días después del baile.
Según pudo recordar, ella tenía un aspecto increíblemente melancólico. Cuando
él se le acercó, Kathleen había dicho que no le hablaría nunca más… ¡nunca…
hasta el día de su muerte!
Pero él necesitaba hablar con Kathleen. Así se lo había propuesto. Y cuanto
antes. Esta misma noche.
Jaime alzó una mano y se apretó la cabeza.
El dolor fue tan intenso que le provocó náuseas. Notó como si unos dedos
glaciales aferraran su espina dorsal. Y eso empeoró por momentos.
Por fin, Jaime Jordan levantó la otra mano y se la llevó al cráneo, intentando
detener aquel dolor increíblemente penetrante.
—Os lo ruego, Señor, me arrepiento de haber obrado así —murmuró el
adolescente—. ¡Os lo ruego, Señor, os lo ruego, Señor!
El «MG» rojo se desvió ligeramente hacia la izquierda cruzando apenas la
doble línea blanca.
Las manos de Jaime descendieron veloces al volante.
El coche deportivo pasó rozando a una rubia, en cuyo techo se agitaba una
caña de pescar.
Las luces delanteras de un amarillo cromo cegaron momentáneamente a
Jaime.
El sonido de un claxon colérico dejó su eco en la bruma cada vez más densa.
—¡Diablo! Demasiado cerca —exclamó Jaime con voz algo pastosa por las
cervezas trasegadas en «Neely’s».
Sin embargo, el «MG» siguió patinando por la resbaladiza calzada negra.
Luego, las ruedas delanteras del pequeño coche perdieron todo contacto con
el suelo. El «MG» salió disparado con el impulso de la fuerza centrífuga.
Los faros captaron bordes ásperos de roca musgosa, olas oscuras
estrellándose contra ellas, partículas de polvo e insectos en el aire.
Jaime Jordan, dieciocho años, lanzó un alarido superando con mucho a la
estruendosa música de la radio.
Verdaderamente, él no sintió ya la colisión frontal con aquella muralla
marina.
Ni la violenta explosión cuando el «MG» ardió en llamas iluminando la
tenebrosa noche de Sachuest Point.
KATHLEEN
El reloj digital de Kathleen Beavier sobre la mesilla de noche anunció
silencioso que eran las 11:24:05 h., las 11:24:06…, las 11:24:07… La marcha
inexorable del tiempo registrada fielmente en las cifras rojas de aspecto más
importante.
La mano de Kathleen surgió con lentitud de las cálidas sábanas que se habían
deslizado hasta la boca del estómago. Se estiró hacia el chillón teléfono.
—¿Uuuuh…, dígame?
Kathleen oyó la inconfundible aunque distante voz de su amiga Jeanette
Stewart.
—¡Ah, Kathleen, cuánto siento llamarte tan tarde! Insistí para que me
comunicaran contigo.
—Jeanette… ¿Qué ocurre, Jeanette?
—¡Ah, Kathy…, Jaime Jordan se ha estrellado con su coche! Lo acabo de oír
por la WPRO. —Inopinadamente Jeanette Stewart rompió en sollozos—. ¡Ah,
Kathy… está muerto!
Medio aturdida, llorando, Kathleen se puso a trompicones una camisa de
franela, jeans y sólidas botas.
La joven sintió mareos, náuseas.
Se tocó la mejilla y su mano le pareció una piedra fría, inánime.
—Por favor, Madre dulcísima, ayúdame ahora…, por favor.
Un cáliz de luz dorada resplandeció en el extremo final de la escalera
conducente al vestíbulo. Kathleen descendió hacia la invitadora luz; la casa
crujió cual una vieja nave bajo sus pies. Kathleen se sorprendió al ver todavía en
pie a Mrs. Walsh.
Atravesó una pequeña antesala débilmente iluminada que conducía al
dormitorio de su padre.
Charles Beavier estaba sentado en un sillón de cuero rojo y respaldo alto;
tenía un montón de documentos sobre las rodillas.
Estaba dormitando, vistiendo todavía la camisa blanca y los pantalones que
había llevado aquella mañana a Boston. Pobre papá, pensó Kathleen, no
descansa nunca de sus negocios.
Cuando Kathleen entraba en el aposento, Charles Beavier abrió los ojos. Una
expresión de inquietud alteró su rostro al verla.
—Papá —dijo Kathleen—, ha habido un accidente. —Sintió que las lágrimas
rodaban por sus mejillas—. El chico que me llevó a bailar la primavera pasada.
Jaime Jordan. Sufrió un accidente de automóvil. Necesito ir allí, tengo la
horrible sensación de que me corresponde cierta responsabilidad. ¿Querrás
llevarme allá, papá?
Durante un momento, Charles Beavier miró fijamente a su hija percibiendo
el trauma y la resolución en sus facciones.
—¿Estás segura de que debes ir, Kathy?
Kathleen asintió con la cabeza. Tenía una mirada tan arable, tan bondadosa…
Hacía varias semanas Charles Beavier había visitado secretamente algunas
iglesias de Boston; se había sentado en las naves para contemplar las imágenes
de la Santísima Virgen María… ¿Por qué esos ojos parecían ser siempre
idénticos? ¿Por qué tenía Kathleen la misma expresión triste y misericordiosa?
Casi como una réplica exacta de las imágenes.
—Bien, si necesitas ir allí, te llevaré.
Para eludir a los curiosos, arracimados usualmente ante la entrada principal,
Charles Beavier condujo el «Lincoln» por la carretera de gravilla que corría
paralela a la bahía y luego se desvió de los zarzales playeros alejándose medio
kilómetro por el sur de la mansión.
Ambos percibieron al instante que la Ocean Avenue tenía ya su resbaladiza
capa invernal. La carretera costera semejaba una cinta serpenteante de brillante
cristal negro.
—Esta noche habrá aquí más de un accidente —comentó Charles Beavier
con tono bajo y flemático.
Sin embargo, aferró el volante con ambas manos y no apartó los ojos de la
raya central.
—¿Cómo te encuentras, amor?
—Estupendamente —susurró Kathleen tras el cuello de su parka—. Estoy
bien.
No obstante, se abrazó a sí misma y al niño por nacer.
—¡Oh, papá! —exclamó de repente en el veloz coche—. Me siento tan mal,
papá. No quiero que ocurra nada más. No quiero tener el bebé. Deten esto, por
favor.
Su padre desvió el «Lincoln» hacia un fangoso montículo fuera de la calzada
costera. Luego se corrió por el asiento de cuero y estrechó a la hija contra su
abrigo. Durante un rato mantuvo a Kathleen junto a su anhelante pecho mientras
recordaba aquella extraña noche del veintitrés de enero…, el estado en que la
encontró…, la expresión de sus ojos.
Llegaron a Sachuest Point un poco después de las once y media. La pelada
ladera que marcaba el comienzo de la reserva para animales salvajes, estaba
iluminada indirectamente por los faros de una larga procesión automovilística
proveniente de la ciudad.
Vehículos policiales de Newport y Portsmouth se hallaban aparcados sin
orden ni concierto por toda la colina.
Dos autobombas rojas y relucientes estaban estacionadas equilibradamente
sobre el escarpado borde que daba al escenario del accidente.
—Tengo que bajar ahí —dijo Kathleen a su padre—. Éste es el lugar exacto
donde sucedió. Aquí comenzó todo en enero.
Desde el océano llegaba un viento húmedo y helador. Las olas se estrellaban
atronadoras contra las rocas algo más allá del arcén, y, sin embargo, unas y otras
eran invisibles porque toda el área estaba cubierta por una neblina entre gris y
azulada.
Cien personas por lo menos habían abandonado sus coches y merodeaban
cerca del escenario para ver mejor lo ocurrido e intentando averiguar qué
significaba este último giro en la historia de Kathleen Beavier.
Cuando Kathleen y su padre se aproximaron al destrozado automóvil, el jefe
de Policía de Newport reconoció primero a Beavier y luego a su hija. El capitán
Walker Depew meneó desolado la cabeza; se quitó la gorra de visera negra y,
mostrando evidente nerviosismo, se golpeó la pierna con ella.
—No creo que esto sea una buena idea. Ninguno de ustedes dos puede hacer
nada aquí, Sir. Nada de nada, créame. El muchacho está muerto…, según
suponemos, iba conduciendo con cierta intoxicación alcohólica, Mr. Beavier.
Kathleen no pareció escuchar al aturdido y abochornado jefe de Policía.
Reanudó su marcha con lentitud encaminándose hacia el «MG» rojo cuyo
radiador estaba empotrado en las rocas, como un aeroplano de madera que
hubiese capotado.
Cuando algunos de los hombres y mujeres percibieron quién estaba allí —
Kathleen la virgen— se elevó un murmullo que fue extendiéndose hacia atrás
entre el resplandor blanco de los faros y las faces entre luz y sombra.
Una voz femenina surgió de la niebla y la llovizna.
—¡Santa María, llena eres de Gracia…!
Kathleen caminó hacia el crudo resplandor azul que emitían dos lámparas de
emergencia colocadas por la Policía junto al coche siniestrado.
—No siga adelante, señorita.
Un policía de Newport, cuyo rostro le era familiar, un joven agente vistiendo
cazadora de cuero negro, extendió su voluminoso brazo para cerrar el paso a la
joven.
Kathleen quedó a treinta pasos escasos de Jaime Jordan. Desde donde estaba
pudo ver un mechón de su pelo rubio. Asimismo, observó que se había cubierto
el motor del «MG» con una capa espumosa como medida precautoria contra otra
explosión.
Kathleen contempló absorta la arrugada camilla amarillenta donde
descansaba el cuerpo de Jaime Jordan. Sobre el saco del cadáver se había
impreso en negro la contraseña 403-R.
¡Era tan triste e irreal que él estuviese muerto a los dieciocho años de edad!
Por último, Kathleen se postró en el duro y frío suelo. Se sintió totalmente
ajena a la gente…, incluso al agente plantado ante ella.
Kathleen empezó a orar por Jaime Jordan. Declamó con unción una plegaria
personal…, algo entre ella y su Dios exclusivamente.
Y cuando Kathleen Beavier se arrodillaba en Sachuest Point, apareció
súbitamente en el firmamento nocturno una luz dorada y vertiginosa.
Aquella luz sorprendente se inmovilizó parpadeante sobre el humeante
automóvil.
Una voz sorprendente se alzó de la multitud.
—¡Es un milagro! Repito que es un milagro. ¡Lo estoy viendo con mis
propios ojos!
—¡Ah, Dios mío, yo también!
—Sí. Yo lo veo.
Las gentes aglomeradas en la línea costera comenzaron a murmurar entre sí
mientras señalaban el cielo; luego, se fueron acercando a la joven Kathleen
Beavier, quien continuaba arrodillada orando en silencio.
Entretanto, la titilante luz se les aproximó cada vez más a través del denso
banco de niebla.
Las voces del gentío se hicieron más sonoras, más frenéticas.
—¡Dios Todopoderoso, lo estoy viendo!
La luz se dirigió directamente a Kathleen Beavier mientras un centenar largo
de testigos presenciaban la increíble escena.
Aquella luz pareció disgregarse para formar aureolas doradas, casi
fulgurantes halos. Envueltos por esos halos se dejaron ver minúsculos rayos de
un rojo candente.
Kathleen sintió un cálido destello de esperanza en lo más hondo de su ser.
Empezó a orar en voz alta, clara, melodiosa. La hipnotizada audiencia de
turistas y bomberos, policías y pescadores, se unió a su plegaria.
Fue como la escena de Fátima que tuviera lugar setenta años antes en las
colinas del Portugal central. Pero esto estaba ocurriendo en América.
Cada espectador en la línea costera aguardó expectante y conturbado a que la
luminosa aureola se situara sobre Kathleen.
Esperó a que la Señora hiciera acto de presencia.
Policías, ciudadanos y bomberos…, todos esperaron la oportunidad de creer.
EL MILAGRO
Con sus alas plateadas afrontando la dureza del viento de Boston Bay, con
sus luces de situación intensamente coloreadas para conjurar alguno de los
terribles accidentes aéreos, el «Concorde» —vuelo 442— pareció doblarse como
si fuera a tomar asiento en el lluvioso alquitranado del aeropuerto Logan.
Unos momentos después, mientras caminaban por la nueva y deslumbrante
terminal internacional, Anne y Justin guardaron un extraño silencio, pues ambos
seguían revisando y valorando su largo día en Irlanda con Colleen Galaher.
Al igual que Kathleen Beavier, Colleen parecía ser una adolescente normal,
sobremanera agradable y, como era comprensible, muy confusa.
Los informes médicos del Trinity Hospital en Cork confirmaban que Colleen
seguía intacta… y que tendría su bebé alrededor del trece de octubre…, fiesta de
Nuestra Señora de Fátima.
Respecto a la chica, había mostrado dulzura y encanto, candidez e
inocencia… y sobre todo modestia en relación con sus milagrosas posibilidades.
Colleen había hablado mayormente de su existencia campesina y acerca del
sencillo estilo de vida en la aldea irlandesa donde habitaba e iba al colegio. En
ese aspecto, por lo menos, se parecía mucho más a María de Nazaret que
Kathleen.
Hacia las 1:30 horas la terminal internacional de Logan mostraba todavía una
actividad intensa, repleta de pasajeros cansinos de ojos enrojecidos cuyo único
objetivo era escapar de aquel desagradable tumulto. Los porteadores cargaban
con movimientos maquinales los equipajes en carretillas de color sórdido. Los
aduaneros registraban sin interés maletas y otros recipientes de aspecto
sospechoso.
—Escuche, padre, estaba pensando en algo —dijo Anne cuando ella y el
padre Rosetti esperaban la aparición de su maleta negra sobre la cinta sin fin.
—Durante los dos siglos anteriores al nacimiento de Cristo —prosiguió
Anne—, ¿no es cierto que algunas familias pretendían tener hijas cuyo
alumbramiento era virginal? ¿Que sus bebés eran Emmanuel…? ¿Que intentaban
dar veracidad a la antigua profecía de Isaías?
—Me olvidé, hermana —repuso el sacerdote vaticanista—, de que usted es
nuestra experta en Mariología.
Anne negó con la cabeza.
—Verdaderamente yo no me he especializado en María. Aunque el tema me
haya interesado siempre profundamente.
El padre Eduardo Rosetti asintió cortés pero ausente. La bamboleante correa
atraía toda su atención.
Tras las cristaleras de la terminal se dejó oír el rumoroso viento de Nueva
Inglaterra formando remolinos, barriendo la vasta superficie cementada del
aparcamiento.
Por fin se presentó el coche de Beavier. El largo coche negro se deslizó hasta
la puerta central y los tres religiosos subieron presurosos dejando atrás el frío y
la humedad.
Mientras marchaban hacia Rhode Island dentro del caldeado y silencioso
coche, Anne empezó a relajarse lentamente después de la larga y fatigosa
jornada. Su mente revivió escenas completas de aquella tarde lluviosa en Maam
Cross, los largos diálogos con ella…
Algo me ha sucedido allá, mirando absorta a la oscuridad exterior. Algo
ajeno a la extraña y pasmosa reunión con la joven Colleen Galaher.
Por alguna razón desconocida Anne se sintió muy diferente. Tal vez su
tesitura emocional fuera el resultado de la persistente presión. O quizá resultara
del absoluto cansancio.
También pudiera haber contribuido el verse fuera de la sombra
archidiocesana. Durante todo el viaje había notado una extraña pero agradable
independencia…
Cuando el automóvil aumentaba la velocidad, Anne pensó en sus intentos
para evadir su problema con Justin. Eso era lo que significaba su súbito traslado
a Saint Anthony’s en New Hampshire. No lo había hecho para proteger a Justin
o a los Padres del Espíritu Santo. Ella había huido impulsada por un pánico
petrificante… «Ahora —pensó Anne—, no puedo huir otra vez. Cualquier cosa
que ocurra entre Justin y yo…».
Repentinamente, Justin, sentado en el asiento delantero, se inclinó hacia
adelante y torció la cabeza de un modo extraño.
—Escuchen —dijo al padre Rosetti y a Anne—. ¡Escuchen la radio!
Pidió al conductor que subiera el volumen.
«Jaime Jordan, de dieciocho años, de Newport, resultó mortalmente herido al
estrellarse su coche deportivo. El joven de Newport estaba ya muerto cuando la
Policía y los residentes llegaron al escenario en la playa».
—Es el chico que fue con Kathleen al baile del Salve Regina —musitó Anne.
Creyó estar viendo ante sí el rostro juvenil de Jaime Jordan, el pelo rubio, la
jactancia del adolescente.
«Sin embargo, aquello no representó ni mucho menos el fin de la dramática
noche en Newport. La noticia corrió por los hoteles costeros y muchos
campamentos de excursionistas, montados para lo que se ha dado en llamar
“Vigilancia de la virgen”. Peregrinos y residentes locales se encaminaron
presurosos hacia el brumoso escenario del fatal accidente.
»Luego, hubo una extraña derivación cuando la joven Kathleen Beavier
apareció en escena. La adolescente se aproximó a los restos del automóvil
todavía humeantes donde yacía muerto uno de sus antiguos amigos. Al
arrodillarse para rezar, surgió sobre la multitud una luz resplandeciente. Muchas
de las personas reunidas en la línea costera empezaron a clamar: “¡Milagro…!
¡Es un milagro!”. Aquella luz pasmosa pareció adoptar la forma de un halo,
según los testigos visuales. Se acercó cada vez más, directamente hacia Kathleen
Beavier, la virgen. El gran milagro de Fátima acudió a las mentes de muchos.
»Alan Kerr, corresponsal de la emisora WNPO, en Newport, informó
directamente desde la carretera Second Beach».
Fuertes interferencias estáticas precedieron al informe de Kerr.
Por fin, se dejó oír la voz nerviosa de un hombre joven con el inconfundible
estilo recatado de los reportajes radiofónicos locales.
«Todos nosotros vimos cómo se arrodillaba Kathleen Beavier en el escenario
del trágico y dramático accidente de Jaime Jordan.
»La joven se hallaba a doce metros más o menos de los retorcidos escombros
y del cuerpo de Jordan. Toda la zona de Sachuest Park estaba cubierta por una
especie de niebla funeraria que acrecentaba el aspecto pavoroso de la escena.
»Algunas gentes empezaron a rezar en voz alta con Kathleen Beavier.
»Uno no pudo por menos que evocar la gloria y el poder de la antigua
Iglesia.
»Fue algo digno de oír y ver.
»Aquella increíble luz dorada se acercó cada vez más en dirección a la chica
Beavier. Algunas personas se dejaron llevar por el histerismo. Oraciones y
jaculatorias surgieron resonantes de la neblinosa ladera.
»De pronto, todos percibimos la explicación…, vimos el origen de nuestro
asombroso milagro.
»En realidad, la luz procedía de una embarcación que navegaba próxima a la
costa. El guardacostas Castle Hill, unidad No. 41 del destacamento naval para
vigilancia y salvamento, había sido atraído hacia la playa por el alboroto y las
luces de faros. Su casco, envuelto por la niebla, no había sido descubierto hasta
llegar a una distancia mínima. La luminosidad que habíamos visto provenía de
los dos reflectores rotatorios a estribor del 41.
»Así pues, esta noche no hubo milagro en Sachuest Point. Muchas personas
empiezan a dudar sobre la posibilidad de un milagro futuro…, particularmente
aquellas que soportaron conmigo el frío mordiente y la decepción en esta noche
de Sachuest Point. Les ha hablado Alan Kerr junto a Second Beach de
Newport».
—María, Madre nuestra —bisbiseó la hermana Anne Feeney mientras el
automóvil aumentaba de velocidad a través de la penumbra matutina—. Por
favor, ayuda a Kathleen Beavier y Colleen Galaher… Por favor, ayúdanos a
nosotros ahora mismo en nuestros momentos de mayor necesidad.
NUEVE
LOS SIGNOS
Aquella noche, en Los Angeles, Mrs. Rosemary Goodman estaba citada
como el último invitado del espacio televisivo Esta noche.
Esta mujer morena y atractiva era popularmente conocida como la vidente e
investigadora psíquica más certera y respetada en América.
Mientras esperaba su llamada al estudio en el salón verde, Rosemary
Goodman pensó lo que le iba a suceder exactamente en el próximo futuro. Lo
cual era al fin y al cabo su oficio…
Seguro, claro está…, cuando faltaban sólo cinco minutos para el fin del
interminable show se presentó un botones de la emisora en el solitario salón de
espera; el joven rubio, tipo surf, hizo señas a Mrs. Goodman para que le siguiera
hacia el estudio.
«¡Vaya! —pensó Rosemary—, ¡se me conceden si acaso cuatro minutos de
exposición ante las cámaras!».
Mientras seguía al botones por el pasillo sombrío, un verdadero terror para
cualquier claustrófobo, Mrs. Rosemary Goodman ideó su propio plan, modesto
pero espontáneo. Por lo menos aprovecharía todo lo posible sus escasos e
inadecuados minutos en el programa.
Como era previsible, la orquesta del estudio empezó a tocar. Esa antigua
magia negra. La cegadora iluminación del escenario televisivo la afectó de
verdad. Varias cámaras NBC-TV se le aproximaron.
Rosemary escuchó la amable y espectacular charla del presentador, quien
estaba diciendo algo sobre California y su «psicodelia». Ella no se molestó
siquiera en dar las gracias al presentador.
Por el contrario, la mujer alta de cabello castaño caminó hacia el semicírculo
convergente de las azuladas cámaras televisivas.
Eligiendo una de las cámaras, Rosemary Goodman clavó la mirada en la
lente y se preparó para contar su extraña y emocionante historia a toda América.
—¡Y ahora, el show de Rosemary Goodman! —clamó humorísticamente el
inefable presentador desde una larga mesa a cuyo alrededor estaban sentados sus
compañeros y algunas estrellas candentes del momento.
—Queridos amigos… —Mrs. Rosemary Goodman miró fijamente a la
cámara— anoche tuve otro sueño horrible.
Apenas habló, las lágrimas humedecieron los ojos de la vidente.
—El mundo, tal como lo conocemos, parece estar feneciendo. Comprendo
que esto suene extraño, casi imposible, pero eso fue lo que vi. Las fuerzas de la
salvación eterna se preparan para hacer frente a las temibles legiones de la
destrucción y el desespero. Habrá una batalla final y horripilante en toda la faz
terrestre. El bien contra el mal por última vez. Justamente ante nuestros ojos.
»Ellos nos lo contarán cuando sea demasiado tarde. Por favor, amigos míos,
por favor, ¡preparad vuestras almas inmortales para el Reino de Dios!
SOBRE LOS SIGNOS DE LA VIRGEN
El nueve de octubre permanece grabado en las mentes cual una extraña
secuencia lineal de acontecimientos dramáticos que a decir verdad deberían
ocurrir sólo en sueños.
Realmente, lo sucedido no pudo haber tenido lugar. Así se lo repetían una
vez y otra quienes estuvieron presentes allí.
Nunca se dará una explicación racional y satisfactoria a varios de los
peculiares acontecimientos de aquel día.
Todo pareció fluir hacia un foco único…, todo fue contribuyendo a formar
un gran interrogante, una prueba final de fe.
¿Crees en algo? Así comienza un ejercicio ritual practicado en los retiros de
la Orden trapense.
¿Has creído alguna vez? ¿Recuerdas esa sensación?
¿En Dios?
¿En la ausencia de Dios?
¿En el Mal?
¿En nada de nada?
¿Cuáles son de verdad tas creencias en este mismo momento?
KATHLEEN
La mañana siguiente al incidente del guardacostas en Sachuest Point,
Kathleen Beavier despertó cuando un rayo de luz solar que se había ido
corriendo con lentitud por la colcha alcanzó finalmente sus ojos.
Paseando la vista por su dormitorio, ordenado con meticulosidad y
parpadeando repetidas veces, la adolescente observó que su ventana estaba llena
del más delicioso azul celeste.
Era uno de esos días otoñales exuberantes que sólo se dan una o dos veces al
año en Nueva Inglaterra. Los arces y los robles exhibían por centenares
brillantes matices de rojo y amarillo. Los olores del salino océano y de las hojas
quemadas saturaban el aire…, y, sin embargo, todo ello empeoraba más si cabe
su estado de ánimo. «Es como guardar cama en un día radiante», pensó.
La muchacha se sentía muy dolida, sumamente enferma y encinta. Estaba
increíblemente confusa, sin esperanza. Pero Kathleen sentía, sobre todo, una
profunda tristeza por la muerte de Jaime Jordan.
Abandonando el lecho de costado y con las piernas rígidas, Kathleen inició
el rito matinal que había estado siguiendo durante las seis últimas semanas más o
menos.
Ante todo necesitaba siempre ir al baño. Y lo necesitaba con verdadera
urgencia.
Luego, se precipitaba sobre ella una verdadera avalancha de dudas y temores
sobre sí misma.
Había una visión recurrente cargada de culpabilidad, que le hacía pensar en
el nacimiento de un hijo deforme. Otra fantasía cruel sería la de que el niño
saldría de su cuerpo y sería un horripilante monstruo. Verdaderamente, Kathleen
no creía semejante cosa, no podía permitírselo, pero los pensamientos llegaban
de cualquier modo…, y lo hacían con una regularidad que le horrorizaba.
Kathleen tenía también otras dudas de carácter práctico. ¿Qué haría cuando
naciese el niño? ¿Cuál sería su vida, una vez llegase el niño al mundo?
Y otra pregunta más perentoria: ¿se daría cuenta cuando llegasen los dolores
del parto? El interrogante dramático y omnipresente de toda mujer cuando va a
ser madre por primera vez.
Al recordar ese alarmante tema, Kathleen decidió revisar las señales básicas
que le enseñara el doctor. Desprendimiento del tampón de la mucosa, lo que ella
notaría supuestamente. Un intenso calambre uterino alrededor del centro de la
pelvis más o menos. Romper aguas tan pronto como se desgarre la membrana
entre la cabeza del bebé y la abertura cervicovesical…
Desgarre…
Eso sonaba muy desagradable e inquietante, aunque el doctor Armstrong
dijera que no era demasiado doloroso.
Sea como fuere, ninguno de los síntomas antedichos parecía anunciarse
aquella mañana. Toquemos madera. Cualquier truco era bueno para neutralizar
sus verdaderas emociones.
Algo más animada, Kathleen comenzó la laboriosa tarea de vestir un cuerpo
que se había hecho súbitamente muy delicado y sensitivo.
Yo no quiero siquiera tener el bebé. Kathleen reanudó sus cavilaciones. ¡Yo
no quiero contarles a ellos todo lo ocurrido la noche del veintitrés de enero!
Aunque, ¿quién creería la, verdad? Kathleen se sumió en sus pensamientos y
se entristeció cada vez más.
Los suaves ojos azules de Kathleen lanzaron una mirada furtiva cuando el
parqué de pino dejó oír un súbito crujido al otro lado de la habitación.
—¡Ah, querida! —exclamó llevándose una mano al pecho—. ¡Buen susto
me ha dado usted! He de encontrar algún medio para tranquilizarme después de
lo de anoche. ¡Puf! Hola.
Kathleen miró sonriente a los oscuros ojos verdes del ama de llaves, Mrs.
Walsh.
Sin embargo, desvió la mirada al instante. Fingió estar buscando las medias
de lana, pero realmente temía que sus ojos traicionaran su pensamiento, es decir,
que Mrs. Walsh había estado actuando de una forma extraña a su alrededor
durante las dos últimas semanas. ¿Vendría el ama de llaves a hablarle sobre eso?
¿Quizás una explicación?
La parte superior de la casa estaba demasiado tranquila y silenciosa aquella
mañana. «Esto hace aún más violenta la situación entre nosotras dos», pensó
Kathleen.
La chica miró debajo de la cama y sacó unas botas de esquí color siena.
Empezó a ponerse una gruesa media de lana. «Dios, cuánto deseo verme
libre de esto», pensó Kathleen.
—Desapareceré de su vista en un minuto —dijo—. Dos segundos.
«En realidad, Mrs. Walsh no me ha hablado todavía», se dijo extrañada
Kathleen. ¿Qué puedo haberle hecho, Dios mío?
Por último, Kathleen levantó la vista y miró a la mujer mayor.
La media de lana tembló en su mano y se le cayó.
Mrs. Walsh empuñaba un atroz cuchillo de doble filo. Un cuchillo que
utilizaban en la cocina para destripar peces y hacerlos filetes.
Por fin habló el ama de llaves.
—¡En el nombre de nuestro Santo Padre!
Un tono áspero y gutural que Kathleen apenas reconoció.
—¡Eliminaré a Satán junto con su diabólico hijo!
Sin más explicaciones, apuntó de arriba abajo al enorme estómago de
Kathleen e hizo descender el arma con fuerza y rapidez.
Kathleen no pudo creer que estuviera sucediendo tal cosa. Intentó esquivar el
destellante cuchillo y, al propio tiempo, intentó explicarse aquel horror
insondable.
La hoja inoxidable rasgó sábanas y penetró profundamente en el colchón de
plumas llegando hasta la caja de muelles.
Kathleen saltó de la cama mientras el ama de llaves se esforzaba por arrancar
el cuchillo.
—¡Ayuda, por favor!
Kathleen intentó escapar, pero no hubo lugar adonde ir.
—¡Tú no eres una criatura de Dios! ¡No eres siquiera Kathleen! —aulló Mrs.
Walsh.
Sus ojos ribeteados de rojo tuvieron un aspecto feroz.
—¡No, por favor…! ¡Yo soy Kathleen!
Kathleen fue acorralada en el rincón izquierdo del aposento. Allí había dos
ventanales con ondulantes cortinas. Ninguna puerta de… escape.
Los alaridos de la joven levantaron un eco fuera de las delicadas paredes
color crema.
Kathleen gritó otra vez.
Y otra.
—¡Que me ayude alguien, por favor! ¡Dios mío, por favor, ayúdame ahora!
ANNE
Anne oyó el primero y distante grito, pero no pudo detectar su origen. «Serán
gaviotas», pensó. Sí, ese extraño plañido que lanzan las gaviotas cuando ríen.
Anne había cavado con sus propias manos una cómoda trinchera contra el
viento entre las pequeñas y jibosas dunas que se alzaban y descendían a lo largo
de la bahía detrás de Sun Cottage.
Se había tendido boca arriba sobre una manta escocesa, dejando que el
veranillo de San Martín le calentara el rostro, relajando todos los doloridos
músculos de su cuerpo. Aspiró el aire puro y vigorizante de octubre.
Esto es casi perfecto, pensó Anne.
El momento de soledad.
Paz infinita.
En algún pasaje del Ulises de Jaime Joyce, recordó Anne, alguien —
probablemente Leopold Bloom— se había sentado frente al mar de Irlanda
vistiendo un impermeable y cubriéndose con un irrisorio hongo. Eso de tomar el
sol con todas las ropas puestas era un lujo poco estimado o, mejor dicho,
menospreciado.
Después de tostarse durante algunos minutos la cara, Anne se sentó para que
la brisa proveniente del océano la refrescara. El cielo, con su azul marino ideal,
le hizo desear una vida eterna. La combinación de calidez y brisa refrescante fue
tan sedante que se sintió tentada a dormir una siesta.
Anne oyó otra vez el distante grito de la gaviota…, luego la sirena de un yate
que le recordó esos viejos cuernos que había oído en los partidos de rugby.
Cuando Anne tendía la vista hacia el océano, oyó otro de esos gritos. Un
alarido estridente, extrañamente familiar, que parecía proceder de la mansión
principal, del propio Sun Cottage.
—¡Ah, Dios mío! ¡Kathleen!
SATANAS LUCIFERI EXCELSI
Kathleen abrió de par en par la vibrante ventana del dormitorio y se dejó caer
fuera pesadamente bajo el claro cielo azul.
Sintiéndose como en sueños e irreal, afirmó los pies e, inmediatamente, trepó
por el empinado techo que cubría el comedor principal.
Luego, caminó tambaleante a la altura de tres pisos hacia un patio enlosado
que parecía estar latiendo al ritmo de su corazón. Sus pies desnudos se
adhirieron precariamente a las tejas sueltas y heladoras.
—¿No puede ayudarme nadie, por favor?
La voz juvenil se expandió desde el tejado cual las sutiles volutas de una
chimenea.
Entretanto, el ama de llaves estaba saltando laboriosamente por la ventana
con sus holgadas ropas de trabajo. Una vez conseguido, reemprendió la
persecución de Kathleen reptando por el inclinado techo cual un cangrejo de
roca.
Finalmente, dos trabajadores de la hacienda llegaron corriendo y señalaron
hacia la horrible escena sin poder creer lo que veían.
—¡Ayúdenme, por favor! —gritó Kathleen a los obreros aunque tuviese la
seguridad de que no llegarían a tiempo.
Proteged al niño. Como sea. El niño fue lo único que ocupó el pensamiento
de Kathleen.
Proteged al niño. Debéis hacerlo, como sea. El niño. Ésta fue la idea fija de
Kathleen.
Proteged al niño. Debéis hacerlo como sea.
Aquí sólo importa el niño.
Encorvada y apoyándose en los brazos, el ama de llaves avanzó casi a gatas
para mantener el equilibrio sobre las resbaladizas tejas. Sus pupilas se dilataron
y palidecieron. El viento alborotó su cabeza blanca dándole la apariencia del
nido de sierpes de la Medusa.
Abajo, en el suelo, Anne llegó corriendo desde la playa y gritó algo que se
perdió para siempre en el viento.
Alguien chilló dentro del dormitorio de Kathleen; poco después apareció en
la ventana su madre con aspecto de incredulidad y dispuesta también a
encaramarse por el tejado.
El padre Eduardo Rosetti irrumpió por las puertas cristaleras dobles de la
sala del piso bajo rompiendo algunos cristales cuando las puertas se estrellaron
contra las paredes estucadas.
Kathleen, en el tejado, se fue retirando de aquella mujer enloquecida. Lo
hizo hasta el punto más lejano posible, allá donde el tejado a cuatro aguas
formaba un ángulo de ciento ochenta grados contorneando una esquina del
edificio.
«No puedo dar otro paso sin caerme», se dijo Kathleen.
—¡Quienquiera que sea usted le ordeno que se detenga! —gritó de pronto la
joven—. ¡Se lo ordeno!
El brazo blancuzco del ama de llaves se alzó a gran altura en el aire. Su codo
pareció tocar una nube. Los ojos de la mujer tuvieron una expresión exánime,
irreal.
Inopinadamente, se abrió una herida en un costado de su cuello. La sangre
cubrió el uniforme rayado azul de Ida Walsh. La mujer lanzó un gemido horrible.
Un rictus de sorpresa y aborrecimiento descompuso su faz.
Un estampido sonoro retumbó largamente, dejándose oír muy lejos de Sun
Cottage…, un sonido sorprendente que ninguno de ellos olvidaría jamás.
Luego, se hizo un silencio absoluto e inquietante, sólo roto por el murmullo
del oleaje.
Kathleen bajó la vista a los prados traseros donde estaba el padre Rosetti
muy erguido y alto, espatarrado y rígido.
El Investigador jefe para la Congregación de Ritos apuntaba todavía con una
de las carabinas de Charles Beavier.
¡Investigador!
La palabra escueta rondó por la mente de Kathleen.
Luego, la joven se dijo… él lo sabe. El conoce el secreto de las vírgenes.
El cuerpo de Mrs. Walsh se deslizó suavemente por el tejado. Aquella forma
humana cayó sobre un viejo toldo verde y oro que, haciendo el efecto de un
trampolín, la hizo saltar sobre el patio enlosado donde quedó inmóvil con las
cuatro extremidades extendidas. Un cuadro horrendo.
—¡Satanas Luciferi Excelsi!
Anne oyó mascullar esas palabras al padre Rosetti cuando le alcanzó
corriendo en los prados traseros bañados por un sol cegador.
El sacerdote vaticanista dijo algo acerca del demonio. Asesinos…, Anne
creyó haber escuchado otra palabra latina. Diablos… y asesinos.
Otra cosa que percibió Anne fue las lágrimas que humedecían los oscuros
ojos castaños del padre Rosetti.
—¿Qué ha sucedido? —suplicó Anne al padre vaticanista agarrándole
incluso por la sotana y sacudiéndole—. Cuéntenos lo sucedido. Debe hacerlo
ahora mismo.
COLLEEN
Allá donde mirara, arriba y abajo de las ondulantes colinas, Anne sólo veía
flores silvestres rojas o de un blanco pálido y flexibles juncos.
Allí había mayormente brezales, azafrán y galoncillos de la Reina Ana. Las
hojas se liberaban y volaban por los aires como flores vagabundas.
Colleen recogía retoños y varillas con rapidez y eficiencia, sin preocuparse
de su abultado estómago y del dolor sordo, constante. Ello le hacía recordar
cuando recolectaba vegetales en Maam Cross la primavera anterior…, casi
nueve meses antes, cuando ella había trabajado en la próspera granja de Mr.
Jimmie Dowd.
Aquel día Colleen vestía una bata de un verde oscuro que hacía juego con el
sorprendente color de sus ojos. Su larga melena negra estaba sujeta con una cinta
de un verde trébol, el matiz exacto de un cerro distante cercano al mar.
La joven canturreaba con una voz dulce, armoniosa, lo que parecía ser en
aquel momento su canción predilecta.
Era una hermosa canción de amor que la virgen Colleen había oído por
primera vez el invierno pasado… en la noche del veintitrés de enero.
KATHLEEN
Obedeciendo órdenes directas y misteriosas de Roma y la autorización
absoluta de su familia, Kathleen Beavier abandonó Newport aquella tarde.
A la una y media, dos «Lincoln» plateados contornearon la elegante porte
cochere de Sun Cottage. Como a una voz de mando se abrió la puerta principal;
siete personas subieron sigilosas a los vehículos y el convoy partió sin demora.
Mientras los coches se deslizaban fuera del Estado con una nutrida escolta
policial, se dijo solamente a la Prensa que Kathleen se encaminaba hacia Nueva
York, donde tal vez se ofreciese la oportunidad para una conferencia de Prensa
tan pronto como ella estuviera a salvo.
Por primera vez en casi dos semanas la mansión Beavier estuvo tranquila…
y sana.
Alrededor de las dos y media, aquella misma tarde, cuando se hubo
despejado el terreno de reporteros y mirones, tres sedanes inclasificables
hicieron alto ante la puerta principal de Sun Cottage.
Se sacó con gran urgencia más equipaje de la casa. Kathleen y los demás
fueron conducidos apresuradamente a los coches; éstos partieron veloces en
dirección Norte hacia el Logan Airport de Boston.
Kathleen se encontró a bordo del vuelo 342 antes de que los automóviles
conduciendo a doncellas y personal de cocina llegaran a Nueva York; el engaño
se descubrió durante una bronca ante el «Waldorf Astoria» en la Park Avenue.
A las 10:45 horas otros tres coches recibieron a la partida Beavier cuando
ésta aterrizó en el aeropuerto de Orly.
Un porteador que observaba la curiosa escena se figuró que las indefinibles
figuras —incluyendo algunos hombres con vestiduras holgadas—, eran árabes
llegados a Francia para celebrar conversaciones secretas sobre el petróleo.
Sin perder ni un instante fue al teléfono y traspasó el soplo a un periodista,
que se pasó el tiempo rondando el aeropuerto en busca de visitantes ilustres.
Anne se arrellanó en el mullido asiento de cuero de un sedán con chófer; el
almohadón pareció estar casi respirando bajo ella.
Entonces empezó a experimentar una tensión ininterrumpida. Un puño
cerrado le apretó la cintura. Sufrió una jaqueca constante y aguantó un estómago
nervioso cuyo ardor no parecía tener fin. Gruñendo sin cesar. Lamentándose del
más ligero giro o sacudida.
El nacimiento virginal —el nacimiento— podría tener lugar de un momento
a otro. Allá, en Irlanda, Colleen Galaher, quizás estuviera dando a luz. Kathleen
podría estar sufriendo los dolores de parto en uno de los coches que les seguían.
¿Y qué sucedería después?
¿Cuáles serían las misteriosas secuelas que se mantenían amenazantes tras
el nacimiento divino?
Mientras el coche avanzaba raudo por la sombría y silente campiña
europea… —¡Francia, por amor de Dios!—, Anne tuvo una visión fugaz del
cuerpo de Mrs. Ida Walsh cayendo. Le pareció estar oyendo todavía los alaridos
finales e inhumanos de la pobre mujer. Anne casi rompió a llorar en el asiento
trasero del veloz coche.
El padre Rosetti le había dicho que Kathleen atraía en torno suyo al diablo.
Satanas Luciferi Excelsi.
¿Qué querría significar? ¿Se estaba exaltando al diablo? ¿Dónde? ¿Cuándo?
¿Cómo había conseguido él averiguar tanto?
¿Cuándo se lo contaría todo a los demás y dejaría de representar su papel de
investigador exclusivo?
Anne apartó la vista de la cenicienta e hipnótica autopista. Observó al
conductor, un hombre silencioso y cogotudo, cubierto con la tradicional gorra de
visera negra. También observó en el suelo unas tizas pisoteadas y un manoseado
libro de colorines. Evidencia de tiempos más felices en el coche particular.
—Por el lado intelectual, yo sé lo que sucedió hoy —habló al fin Justin
desde el asiento trasero—. Ahora bien, por el emocional, todo aparenta ser una
acción durante el sueño. No estoy seguro de las reglas. No estoy seguro siquiera
si la escena es en color o en blanco y negro.
—Todo te hace pensar que esto no ha ocurrido hoy día —dijo Anne—.
Parece insólito y medieval. Ahora creo haber experimentado esa sensación
cincuenta veces al día.
—Lo que está aconteciendo nos recuerda nuestras impresiones durante la
infancia. Bueno, por lo menos las mías —dijo Justin—. En Cork nadie daba
respuesta a nuestras preguntas. Siempre nos sentíamos desequilibrados y
completamente en la oscuridad.
—Como si la vida fuese mágica… y temible —agregó Anne.
—La vida es… —Justin la miró desde su asiento trasero—. La vida es ambas
cosas.
Cuando su «Citroën» gris se lanzaba cuesta abajo pareciendo horadar un
borroso túnel, un largo tubo iluminado por modernas y difusas luces de sodio, el
padre Eduardo Rosetti intentó elucidar un punto importante a Kathleen.
—Por favor, Kathleen, permíteme referirte una más de mis extrañas teorías
—dijo Rosetti—. Es mi creencia personal, pero también algo en lo que cree la
iglesia de Roma. Así pues, te pido que lo aceptes como acto de fe. Fe, porque
esto es el tipo de asunto espiritual con el cual no suele estar sintonizado este
mundo nuestro tan empírico.
—¿De qué se trata, padre?
—Creo, y la Iglesia lo cree asimismo, que el Mal es una fuerza poderosa y
tangible de la Tierra. Según se piensa, ¡el Mal florece y se multiplica mediante
un remedo demoníaco de la Naturaleza…! El diablo es un fantástico imitador,
Kathleen. ¡Un maestro del fingimiento perverso!
»Quienes niegan la existencia del diablo —sobre una supuesta base racional
— están negando realmente lo que ven en el mundo, lo que escuchan a su
alrededor, lo que piensan y sienten ellos mismos casi cada día de su vida.
Créeme, por favor, Kathleen, el diablo está a tu alrededor en este mismo instante.
Kathleen miró fijamente los ojos oscuros y tristes del sacerdote vaticanista.
Desde luego le dio crédito. Ella había visto la odiosa expresión diabólica en el
rostro de Mrs. Walsh pocas horas antes en Sun Cottage.
—¿Qué debo hacer, padre? —preguntó.
Bien avanzada la noche una sombría caravana automovilística entró en la
villa de Chantilly, a cuarenta kilómetros de París por el Norte.
Una niebla densa y grisácea que había empezado a caer fuera del aeropuerto
de Orly hizo perder el contacto a los coches.
Allí, en Chantilly, el hermano más joven de Charles Beavier habitaba con su
mujer y sus hijos una granja señorial. La localidad campestre francesa parecía
ser un escondite excelente para Kathleen hasta que naciera el niño…
Cuando los fantasmales coches se deslizaron por las calles desiertas de
Chantilly, todo el mundo dio un suspiro de alivio.
La finca de Henri Beavier y su familia era un lugar solitario rodeado por una
sólida verja negra de hierro y altos setos sombríos. Parecía bastante segura y
aislada, aunque un poco impresionante a esas horas de la noche.
Sin embargo, cuando los coches se aproximaban a la verja, Anne y Justin
vieron algo que les trastornó por completo.
Primero, ambos vieron una furgoneta Lanca con un rótulo de color que decía
GDZ-TV. Luego, una turba de operadores cinematográficos que llevaban a la
espalda pequeñas mochilas.
Por último, una multitud de reporteros esperando bajo el follaje de umbrosas
coníferas.
—¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí! —gritó alguien en francés.
Un hombre de edad mediana intentó introducir su rostro barbudo por la
ventanilla trasera del coche de Anne y Justin.
—¿Por qué han venido a Francia? ¡No, no, usted no es Kathleen!
Hasta que los coches no cruzaron veloces la verja central, hasta que no se
detuvieron ante la fachada principal del edificio, ni uno ni otro se dieron cuenta
de que algo marchaba mal… Algo que les revolvió las entrañas e hizo gritar a
Anne en el interior del oscurecido y ronroneante «Citroën».
Ante la mansión Beavier había dos coches en lugar de tres.
Dos pares de faros proyectando una luz blanquecina.
Dos «Citroën» cuyos aturdidos pasajeros comenzaron a descender,
murmurando entre sí, mirando aterrorizados a las gentes aglomeradas en la
entrada del predio. Permitiendo que les fotografiaran una y otra vez.
El tercer automóvil se había desvanecido como por arte de magia en la
marcha hacia el Norte desde el aeropuerto.
El coche que transportaba al padre Rosetti y a Kathleen Beavier había
desaparecido. Sencillamente.
DIEZ
LOS SIGNOS
Cuarenta y cinco minutos antes del alba, las blanquecinas y arcillosas
estribaciones de la Sierra Madre Oriental, al nordeste de San Luis de Potosí,
México, parecían dormitar pacíficamente.
Un zorro rojo se abrió paso, sigiloso, entre las ramas de un castaño brasileño
y echó el ojo a un papagayo de plumaje multicolor que se estaba alimentando.
Las palmeras se cimbreaban al impulso de una ligera brisa montañesa…
Repentinamente, se hizo una quietud sobrenatural.
Luego se oyó un sonido.
Un sonido jamás oído en la Sierra Madre Oriental.
Raro sonido, como si un ejército reptara velozmente sobre terreno rocoso…
Marchando cuesta abajo con su vieja furgoneta por la sombría carretera de
montaña, Rosario Sanza apretó el pedal del freno con su amarillenta bota.
El pie de Sanza pisó a fondo, de tal modo que la suspensión del vehículo se
combó. El sombrero jíbaro del granjero salió volando por la ventanilla abierta.
Una de sus rodillas chocó contra la columna del volante.
Desentendiéndose del dolor, el granjero de cincuenta y cuatro años encendió
las luces largas; luego, Sanza se quedó mirando estupefacto a la calzada recta y
purpúrea de la carretera.
El granjero empezó a rezar en voz alta dentro de la cabina.
La carretera y toda la falda de la montaña eran un hervidero de cuerpos
brillantes, deslizantes.
Miles de ojos semejantes a lentejuelas lanzaron una mirada fija, fría, a los
faros invasores del vehículo. Sanza quedó boquiabierto sin dar crédito a sus ojos.
Ahí había serpientes negras, serpientes de leche, serpientes de cascabel…
treinta variedades de serpientes cuyos tamaños variaban entre las de 30 cm
escasos y la gigantesca boa constrictor, con sus seis metros y medio de longitud.
Las serpientes descendían de la montaña como si allá arriba hubiese una
inundación o un incendio forestal devorador… Sin embargo, allí sólo se veía
serpientes; ningún otro animal bajaba de la montaña. Allá no había inundación ni
incendio alguno.
Una cinta negra casi cegadora pasó rauda sobre el capó rojo del vehículo.
Unos colmillos agudos se lanzaron repentinamente sobre el rostro del
granjero dirigiéndose a sus ojos.
El maxilar de la serpiente golpeó con violencia el parabrisas invisible. Sanza
metió a toda prisa la marcha atrás. Se propuso salir como un rayo de allí… y de
espaldas. Vivo. Cualquier maldito medio sería bueno.
El ejército de serpientes vigiló al vehículo en retirada y parecieron quedar
contentas.
Algo marchaba muy mal.
En la Sierra Madre Oriental de México.
Por doquier.
COLLEEN
—Ahora bien, compadres y señoras, éste es al país de Dios, ustedes lo saben.
Lo es a buen seguro. El propio hogar de Dios.
El tabernero de «Conor’s» proclamaba ese evangelio local ante cualquier
forastero de ojos desorbitados que acertara a entrar allí en busca de «Guinness»
o «Bushmill’s».
Lo mismo hacían el propietario del supermercado en Maam Cross, y el padre
McGurk, párroco de la localidad, y el viejo Eddie Mahoney, quien componía
todavía medicamentos patentados en su botica de 130 años de antigüedad.
Esto es el país de Dios, ya saben. Es la verdad.
Aquella mañana las gloriosas colinas situadas alrededor de la villa irlandesa
relumbraban tras una vaporosa cortina de lluvia mansa. Por un sendero tortuoso
bordeado con cercas de piedra, la virgen y la monja vestida de negro
descendieron de las colinas y caminaron despaciosamente hacia la ciudad.
Fueron dos cabezas flotando en un mar de un verde lujurioso con algunas
intrusiones del purpúreo zumaque.
Colleen y sor Katherine alcanzaron finalmente la encrucijada fragosa aunque
despejada camino de la villa. Allí había cinco druidas —producto singular de la
vida ardua en aquella región— esperando el camión municipal de leche
procedente de Costelloe.
—¿No está el padre entre nosotros, Colleen?
Uno de los aldeanos cobró ánimo y gritó con voz cruel:
—¿No querrás contarme eso por lo menos, queridita? ¿Quién es el papi de
ese crío? —inquirió un adulto de faz rubicunda bajo una gorra «Donegal».
—Yo diría que con su fantástica actuación está lista para el «Abbey
Theatre».
—¡Pues yo diría que es el Anticristo! —bramó otro individuo enorme y
truculento cuya voz semejaba la de un astado humano—. ¡Y repito, Anticristo!
Cuando Colleen y la madre superiora proseguían su marcha cuesta abajo por
el camino empedrado, un pesado pedrusco se estampó contra el suelo y levantó
una polvareda casi a sus pies.
La hermana Katherine Dominica giró sobre sus talones y se enfrentó con la
pandilla. Les lanzó una mirada fiera, condenadora. Si ellos supieran al menos
quién es ésta, pensó sor Katherine, si al menos lo supieran.
—No hacemos más que practicar nuestro juego de bolos a campo abierto —
gritó el de la gorra «Donegal».
Este juego era el deporte popular de toda la comarca. Siguiendo un curso
discrecional se lanzaba una bola de hierro fundido —cuyo peso era de
seiscientos gramos— y así recorrían varios kilómetros atravesando arroyos,
puentes y densas florestas.
—¡No pretendíamos hacerles daño! —clamó uno del grupo.
Y acto seguido soltó una enorme risotada.
—¡Sí, pequeña puta! —aulló otro—. ¡Colleen, sinvergonzona!
La iglesia de San José era un digno edificio de piedra rodeado por una valla
hecha limpiamente con pedruscos del campo. Ocupaba el centro de la villa, y su
inmaculada pulcritud contrastaba con los demás edificios de la pequeña ciudad.
Un gran retrato de san Patricio presidía su atrio, una gran entrada de madera
amorosamente pulimentada. También estaban las imágenes de san José, san
Columbano y el Sagrado Corazón. Unos ochenta feligreses se habían
congregado en el interior para escuchar la primera misa matinal.
A las siete en punto el párroco y un monaguillo aparecieron en la sólida
arcada de piedra conducente a la sacristía.
—El Señor os ama por vuestra presencia aquí.
El padre Dennis McGurk bendijo a los presentes.
Se oyó ese ruido familiar de faldas almidonadas, toses crónicas, y el hojear
los devocionarios de san José dedicados a su fiesta.
La diminuta virgen irlandesa sintió un terrible helor extendiéndose por su
doliente e hinchado cuerpo.
Colleen Deirdre Galaher se arrodilló y empezó a rogar por su niño sagrado,
cuyo nacimiento tendría lugar cualquier día… quizá dentro de una hora, según lo
que sabía ella sobre el significado de tener un hijo minúsculo.
Colleen rezó también por una joven a quien no conocía: rezó por Kathleen
Grace Beavier.
Rezó para que Kathleen tuviera mejor suerte que hasta entonces.
ANNE Y JUSTIN
—Hoy ya tengo miedo por Kathleen —dijo Anne a Justin en la mañana
siguiente de la desaparición—. También noto su falta desesperante. Sigo
teniendo el terrible presentimiento de que se le ha hecho daño.
Anne y Justin estaban tomando un desayuno ligero en el comedor de la
mansión rural Henri Beavier de Chantilly.
Aquella escena del desayuno elegante y animado… era una situación
sorprendente, por así decirlo.
Anne y Justin estaban tomando a sorbos su café junto con varios detectives
especiales SDEC y funcionarios de la Policía parisiense. Por los ventanales del
comedor se veía toda clase de camiones flamantes y vehículos policiales
aparcados en el patio exterior circular.
Concluida la colación se ofreció uno de los vehículos particulares a sor Anne
y al padre Justin. El padre Milsap les pidió que fueran a París y una vez allí
auxiliaran a la Policía con todos los medios a su alcance: información sobre
Kathleen, identificación e ideas acerca del padre Rosetti.
El corto recorrido hasta París por la carretera A-1 pareció fantástico y
superdimensional a Anne y Justin. Algunos de los olivos, casas color crema,
camiones en ruta, y autos franceses eran especialmente reales y definibles. Otros,
sin embargo, tenían una curiosa vaguedad, unos contornos difusos.
Era uno de esos días grisáceos, lluviosos, cuando Anne solía pensar que ella
podría suscribir la noción de haber estado imaginando su vida entera.
Pobre Kathleen, se dijo. ¿Dónde estará ahora? Ella había llegado a ser una
auténtica amiga para Anne; alguien a quien Anne podía hablar sin reservas. Ella
le había hablado incluso sobre Justin, sobre su posible abandono de la Orden
dominica, sobre ciertas dudas íntimas que jamás revelara a nadie… ¿Qué le
habría acontecido anoche a Kathleen?
—Me paso el tiempo cavilando sobre la paranoia de Rosetti —dijo Justin
mientras conducía el «Citroën» por la abarrotada autopista—. No creo haber
visto nunca a nadie tan tenso y visiblemente horrorizado como lo estaba él
cuando fue a Irlanda… Parecía amedrentarle algo que nosotros no podíamos ver
ni sentir. Unos espectros invisibles.
—Y esa historia que nos contó acerca de unos murciélagos agresivos. —
Anne se volvió en su asiento—. No creo que él lo tome por una especie de
alucinación. A mi parecer, el padre Rosetti cree verdaderamente que el Diablo le
está persiguiendo.
»Sin embargo, yo también lo siento, Justin. Siento cada vez más la presencia
poderosa de algo terriblemente diabólico en este asunto. Satanas Luciferi
Excelsi. Estoy segura de habérselo oído decir a Rosetti allá en Sun Cottage.
—Anne, durante toda nuestra estancia en Irlanda, Rosetti nos mantuvo al
margen de un secreto muy importante. Tengo esa impresión. Quizás algo que le
revelara Pío XIII. Una clave increíble para que comprendiéramos todo cuanto
pudiera contarnos… aunque sólo fuéramos capaces de figurarnos semejante
secreto. ¿Cuál será el horrible secreto del padre Rosetti?
EL MARINERO FRANCÉS
El barrio de rue de la Huchette-rue St. Severin era un turbulento laberinto de
callejones tortuosos en una de las partes más viejas y sórdidas de París… Este
barrio antiguo estaba cerrado a la circulación rodada y, sin embargo, poblado por
numerosos estudiantes de La Sorbona, vagabundos, músicos fracasados, grupos
de argelinos con aspecto siniestro en sus sobretodos de un negro polvoriento.
Los propios edificios de apartamentos eran macizos y deprimentes;
monótonas estructuras de hierro grisáceo con tres plantas o menos. Resultaba
difícil creer que alguien quisiera vivir allí.
Cerca del Sena, allá donde termina la rue de Huchette, había un callejón con
el nombre inolvidable de rue du Chat-qui-Péche.
Calle del Gato Pescador.
Allí un anciano fornido, ataviado con una boina y una pelliza de la Marina
mercante, descendió despacioso al grasiento callejón empedrado.
Se detuvo ante uno de los grisáceos edificios; escudriñó las ventanas
cubiertas de hollín. Observó una antena de televisión torcida en el tejado, una
vista difusa del arremolinado río, un cartel desvaído de «Dubonnet» que, a
juzgar por las indumentarias debía de datar de 1950.
El anciano ascendió con rigidez los desmoronadizos escalones de la entrada
e hizo sonar una campanilla colgante.
Una mujer menuda de edad mediana, algo cojitranca, le abrió la puerta. Era
Madame Duvas, según dijo.
—Excusez moi…, he visto el letrero. ¿Le queda todavía alguna habitación
disponible, Madame?
Madame Duvas hizo un rápido análisis del hombre grandullón y pobremente
vestido. «Estará próximo a los sesenta —se dijo—. Aunque parece todavía muy
fuerte. El tipo de trabajador corpulento. No es probable que muera el próximo
invierno», pensó la francesa… Un marinero arruinado; conservaba aún algún
espíritu en sus ojos, aunque no mucho.
—Tengo una habitación… Pero he de cobrar un mes por anticipado.
Madame Duvas se cruzó de brazos para evidenciar su intransigencia al
respecto.
—Sólo me interesa permanecer aquí una semana o dos, Madame. No tengo
mucho dinero.
—Un mes por anticipado. Ésa es mi norma. Hay otras habitaciones en París,
¿no?
Una hora después más o menos, Madame Duvas le vio subir la escalera de
entrada con una joven a su lado. La chica vestía ropas usadas pero parecía muy
bonita de primera impresión. «La muchacha no parece resistirse al marinero», se
dijo sonriente Madame Duvas. La expresión novia infantil pasó por el
pensamiento de la mujer.
Una vez arriba, en el ruinoso edificio, el padre Eduardo Rosetti creyó haber
hallado un escondite aceptable para Kathleen Beavier. Juntos, comenzaron a
idear los preparativos finales.
LA VIRGEN DE FORDHAM HILL
A las 8:00 horas en la rue St. Honoré, los Campos Elíseos y la place de la
Concorde, los parisienses y los turistas sin distinción empezaron a comprar las
ediciones matinales de los diarios parisienses Le Monde, Le Fígaro y el
internacional Herald Tribune.
Todos se alejaron de los quioscos leyendo las primeras páginas y meneando
la cabeza. Unos sonrieron, otros fruncieron el ceño y algunos murmuraron
plegarias en la abarrotada calle.
«¡LA VIRGEN DESAPARECE EN FRANCIA!», anunciaba Le Monde.
La crónica de Le Monde y otras empezando a difundirse por todo el mundo,
fueron un excelente combustible para animar las hogueras de curiosidad,
perversidad, fe ciega y otras reacciones conflictivas sobre la historia de un
posible nacimiento divino en tiempos modernos.
Las historias sobre Jaime Jordan, «el amante secreto» de Kathleen Beavier,
estaban circulando por toda América. Asimismo, se consideraba ya una
adaptación cinematográfica por un popular director de ciencia ficción.
Una agencia europea de noticias anunció otro nacimiento «divino» inminente
en el pueblo israelí de Eilat.
Entretanto, una mujer llamada Moira Flanagan, en el arrabal neoyorquino del
Bronx —la denominada virgen de Fordham Hill—, venía recibiendo
regularmente desde 1968 visitaciones de Nuestra Señora de las Flores y de Jesús.
Hacia el atardecer del 10 de octubre, Mrs. Flanagan se encontró dirigiendo
una procesión ferviente de cinco mil personas aproximadamente hacia el
santuario situado en los terrenos de la Fordham University. Rodeada por
guardaespaldas de su vecindario de Fordham, Mrs. Flanagan se arrodilló ante
una imagen de María —tamaño natural— en una gruta artificial.
Pocos momentos después de terminar su oración, Moira Flanagan se volvió
hacia la arracimada muchedumbre y le anunció que tanto Jesús como María
estaban hablando con ella.
—Veo a Nuestro Señor…, Nuestra Señora le acompaña… Ambos son muy
hermosos. ¡Ah, cuan hermosos son…!
»Jesús me está diciendo que nacerá muy pronto un niño divino.
Mrs. Flanagan musitó esas palabras con un tono tan sincero que resultó
difícil no darle crédito.
—Ese niño nacerá el 13 de octubre…, fiesta de Nuestra Señora del Rosario
en Fátima. ¡Jesús dice que lo creamos! —clamó la virgen de Fordham Hill.
»Hay algo más. —La mujer alzó una mano solicitando silencio—. ¡Ahora se
adelanta nuestra Bendita Señora! ¡Ah, hay un gran círculo luminoso en los
tenebrosos cielos! ¡Qué hermosa es!
»Nuestra Señora dice que nos guardemos. Dice que la Bestia es también
fuerte ahora. ¡La Bestia está por doquier! Se librará una batalla sobre toda la
superficie terrestre. Se avecina el Juicio Final…, será algo definitivo entre los
aborrecibles demonios y los ángeles de Dios. Tal como lo pronosticara san
Marcos en sus Revelaciones… ¡Ah, Señor bienamado, ruega por la joven virgen!
¡Ruega también por el niño!
DETECTIVES FRANCESES
—Una ciudad de iglesias. ¿Conocías este dicho sobre París, Rene?
Considéralo. Notre-Dame, Ste. Chapelle, St. Etienne, St. Eustache, St. Germain-
des-Pres… huumm, St. Louis, Sacré-Coeur… ¿Y quién acude a todos estos
templos? ¡Nadie que yo sepa!
Dos detectives franceses, Bernard Serret y Rene Devereaux estaban
circulando por el Pont Alexandre III en un «Renault» blanco y mugriento.
—¿Qué opinas sobre ese cuento de la Santa Virgen María, Rene?
Bernard Serret encendió un cigarrillo sin filtro y dio una profunda chupada.
El detective parisiense tenía treinta y un años, era un hombre de aspecto
coriáceo, con una larga cicatriz de cuchillada en la mejilla, un hombre que se
empeñaba en llevar una trinchera de cuero durante tres estaciones del año.
Su compañero, Rene Devereaux, permaneció silencioso y se limitó a
encogerse de hombros como única respuesta.
—Por mi parte, Rene, dejé de creer en la Santísima Virgen apenas salí
graduado de St. Martin en el Quartier. Allí fue donde hice este descubrimiento
revelador… A las chicas les gusta recibir, tanto como a los chicos dar. Y ello
explica todo lo de las vírgenes Mary, Jeanne, Nicolle y el resto.
Bernard Serret miró de reojo a su silencioso compañero y también su mejor
amigo no obstante la diferencia de edad.
—¿Qué te ocurre, Rene? ¿Te falta el sentido del buen humor esta mañana?
Aunque no se te puede culpar, ¡vaya! ¡El superintendente te ha telefoneado a las
cuatro de la madrugada! ¿Allo? ¿Rene…? Por favor, dedique el día a la
búsqueda de la Santísima Virgen. Sí. ¡Y comience el día desde este instante…!
Bernard echó otra mirada a Rene Devereaux.
El hombre mayor se mantuvo taciturno.
—Yo creo en ese nacimiento —dijo al fin Devereaux encogiendo los
hombros—. Pienso que un hijo de Dios, alguien como Jesús está a punto de
nacer. Y quizás en Francia. —Y agregó—: Los domingos voy a misa en Notre-
Dame. Marie y yo.
Bernard Serret meneó la cabeza.
—Siento haber bromeado tan tontamente… Yo ignoraba que tú fueses…,
bueno, ya sabes, nunca dijiste nada… A decir verdad, Rene, no soy descreído…
Estoy más bien en el centro.
—¡Ah…, agnóstico! Entonces tengo una oración para ti. —Finalmente Rene
Devereaux sonrió—. El agnóstico a Nuestro Padre. Escúchala: «Ah, Dios mío, si
hay un Dios salva mi alma si es que la tengo».
Los dos detectives rieron. La situación mejoró. Las aguas volvieron a su
cauce.
—Anoche tuve un sueño muy raro, Bernard. Lo soñé antes de saber que la
chica Beavier llegara a Francia. En mi sueño nosotros dos la encontramos
muerta. La hallamos en un callejón horrible del Quartier Latín. Esa muchacha
encinta, apaleada y violada…, una mujer muy joven y bonita como tantas otras
de las que hemos encontrado. ¿Cuál es el significado de mi sueño? Yo no quiero
hallar a esa joven virgen. No quiero hallar a más jóvenes muertas en los
callejones perdidos.
—Pero ¿crees que nos ocurrirá lo mismo esta vez, Rene?
—Así lo temo en el fondo de mi corazón. ¡Jesús, María y José! Pobre José.
Nadie cita ya al infeliz bastardo.
Los detectives siguieron circulando en silencio durante los siguientes
minutos. Desfilaron ante el complejo del «Hotel des Invalides» y a lo largo de la
espectacular Ecole Militaire.
—Cuando yo era joven, Bernard, me gustaba ayudar a la misa de ocho en el
templo de St. Louis. Cada mañana de los trescientos sesenta y cinco días del año.
Aquello me encantaba, el incienso y la música, María y el Niño Jesús. Algunas
veces pienso que fue la mejor época de toda mi vida.
Rene Devereaux encendió otro cigarrillo.
—Yo quisiera que este milagro se materializara de un modo inconcebible.
Creo que sería beneficioso para todo el mundo.
KATHLEEN
A tres pisos de altura sobre la tenebrosa y humeante calle del Gato Pescador,
un cuadrado de luz ambarina brillaba cual una estrella oblonga en el ruinoso
distrito parisiense.
Sentada detrás de la ventana, Kathleen acariciaba tiernamente su estómago
palpitante e imaginaba que podía sentir y oír dos palpitaciones vivas en su
interior.
Al otro lado del pequeño aposento, cuyo piso estaba cubierto con periódicos
y envases de alimentos, el padre Rosetti susurraba oraciones apenas audibles.
¿Italiano? ¿Latín? Kathleen no pudo cerciorarse.
En un parpadeante televisor blanco y negro las noticias vespertinas
presentaban como información principal la increíble búsqueda para descubrir su
paradero en Francia y otras partes de la Europa occidental. Se exponía una
granulosa reedición de la conferencia de Prensa celebrada en Sun Cottage el mes
de setiembre. «¿Quién no lo creerá si observa esos ojos de mirada casta y
triste?», inquinó un comentarista en un francés fluido y suave.
—Usted dijo que le avisara cuando estuviera dispuesta, padre —dijo
Kathleen con voz temblorosa.
Súbitamente, se sintió llena de dudas y temores. Cosas desconocidas por
completo para cualquier otro estuvieron presentes en aquel piso angosto y
sórdido. Secretos sobre la vida, secretos sobre la muerte, secretos sobre la
horripilante distinción entre el Bien y el Mal.
Y superando a todo ello, el niño allí presente.
El segundo latido casi imperceptible.
La segunda vida que ahora debería prevalecer sobre todas las decisiones de
Kathleen.
—Creo que ya estoy dispuesta —susurró Kathleen sin sentirse muy segura
de sus propias palabras—. ¿Rezará usted por mí? ¿Por mi bebé? ¿Es todo cuanto
hará?
El padre Rosetti se levantó y caminó despacio hacia un lavabo agrietado y
herrumbroso. Abrió con un chasquido su saco negro de viaje y sacó varios
objetos de color oscuro.
—Te diré exactamente lo que va a suceder, Kathleen. Primero leeré algunas
páginas de este libro sagrado. —El padre Rosetti mostró a Kathleen un libro
encuadernado en tela sobre cuya cubierta había una cruz de color rojo sangre—.
Esto es el Ritual Romano. Contiene todas las más sagradas plegarias, Kathleen.
El padre Rosetti besó reverenciosamente una estola violácea y se la puso
sobre sus anchas espaldas.
—Al Endemoniado se le suele llamar Moloc. O Mormo, que significa dios
de los necrófagos. Se le denomina también Coyote, por el culto practicado
todavía por los indios americanos, o Belcebú… cuyo significado es Señor de las
Moscas. En gran parte de África le llaman Damballa, la Bestia. Allí su poder es
mucho más patente. Mucho más audaz que aquí. Las gentes creen en Damballa
porque presencian su obra cada día.
El padre Rosetti se bendijo a sí mismo con movimientos majestuosos
admirables que le recordaron a Kathleen las misas mayores allá en Salve Regina.
Luego, el sacerdote de anchas espaldas y negra sotana atravesó la habitación
hacia ella. Sus ojos oscuros no parecieron haber sido nunca tan oscuros.
—Señor, Padre mío. —La joven rezó en voz alta y balbuceante—. ¡Protege
al niño que llevo dentro de mí!
El padre Eduardo Rosetti profirió un sonoro gemido… como si no quisiera
empezar. El sacerdote salpicó con agua bendita a Kathleen Beavier.
Esperó a sentir la temible, omnipresente Presencia. Luego, la voz glacial e
inolvidable. Después, quizás, una Aparición.
Estaba comenzando el exorcismo de Kathleen Beavier y su hijo por nacer.
Por mandato sagrado del Papa Pío XIII.
—Señor bienamado, danos una señal clara, por favor…
El padre Eduardo Rosetti rezó la plegaria más importante de su vida. Sintió
la abominable desesperanza. El primer paso hacia un infierno eterno.
—¿Cuál de las madres vírgenes engendrará al Salvador? ¿Cuál a la odiosa
Bestia?
Casi simultáneamente, el padre Rosetti y Kathleen sintieron la temible
Presencia.
Luego la Voz honda, inolvidable… Riendo.
ANNE Y JUSTIN
Sonaron las doce de la noche; los campanarios tañeron armoniosos en la
ciudad de las iglesias, y por fin comenzó el 12 de octubre, jueves.
Sólo quedaban unas horas para los nacimientos.
Sólo quedaban unas horas para la fiesta de la misteriosa y gentil Señora de
Fátima.
La hermana Anne Feeney y el padre Justin O’Carroll habían extendido
numerosos periódicos por las alfombras y los muebles de estilo clásico en la
mansión parisiense de Henri Beavier. Ambos habían pasado allí casi todo aquel
día, tan angustioso, para estar a disposición de la Policía.
—Oye, estamos convirtiendo esta encantadora casa en una verdadera ruina
—dijo Anne mientras empezaba a recoger algunos periódicos—. Esto parece un
campo de entrenamiento para una carnada de cachorros.
Hasta entonces la Policía les había hecho sólo una breve visita. Nadie había
aportado información sobre el paradero de Kathleen. Se empezaba a mencionar
la palabra secuestro en televisión; también se hablaba de «terroristas»
comunistas; entretanto, el Vaticano no había publicado todavía ninguna nota
oficial.
Justin arrebató el internacional Herald Tribune y releyó por enésima vez las
noticias del día.
—Esto es terrible, Anne, absolutamente terrible. ¡Me siento tan inerme!
¿Qué esperan de nosotros? ¿Que nos pasemos el tiempo aquí sentados y
rezando…? Annie, ¿recuerdas algo que pudiera haber dicho Rosetti o Kathleen
en un momento u otro?
Anne levantó la vista del montón de periódicos recogidos y negó con la
cabeza. Habían abordado tantas veces el tema que éste parecía un arrugado mapa
de carreteras en su cerebro.
Aparte la extraña historia de Kathleen y su desaparición, casi todas las
primeras planas anunciaban pésimas noticias, según observaran Anne y Justin.
Los Signos, como ella había oído denominarlas cierta vez al padre Rosetti.
Ahí estaba la espantosa epidemia de polio veneciana, descrita por Los
Angeles Times, San Francisco Examiner y Chronicle.
Ahí estaba el catastrófico incendio en un circo ambulante abarrotado a las
afueras de Munich, Alemania Occidental.
Ahí los informes sobre una plaga incipiente que estaba causando ya
numerosas víctimas en Irlanda del Norte y diversas partes de Inglaterra.
Ahí las horripilantes sequía y hambre en la India.
¿Tendrían alguna relación con las vírgenes esas atroces crónicas
periodísticas? ¿O con los nacimientos de los llamados niños divinos? ¿Habría
enloquecido súbitamente el mundo entero?
Poco después de medianoche, Anne y Justin decidieron tomar un poco el aire
antes de ir a la cama.
Caminaron tranquilamente juntos bajo un enorme paraguas negro.
Atravesaron el bulevar Maillot que bordea el encantador Bois de Boulogne.
Cuando entraban en la avenue Charles de Gaulle, bastante más animada, la
lluvia nocturna empezó a remitir y por último cesó.
Un olor fresco y limpio saturó el aire de la noche. Las calles parisienses y los
veloces coches despidieron hermosos reflejos en la húmeda oscuridad. Los
automóviles dejaron oír un peculiar sonido, como si se arrancara una cinta
engomada de la rectilínea avenida. Entre las ramas desnudas de los árboles se
vio brillar un semáforo pasando periódicamente del verde esmeralda al amarillo
de cromo y al bermellón.
Cuando haya transcurrido esta semana perderé a Anne, pensó Justin
O’Carroll sin poder evitarlo, ella regresará a las White Mountains de New
Hampshire con sus huérfanas. Será como si nada de esto hubiese sucedido.
Por una parte le enfurecía que ella hubiese tomado una decisión concluyente;
por otra, Justin lo comprendía, e incluso el arrojo y la fe de Anne le hacían
quererla aún más.
«Fundamentalmente, no sé gran cosa acerca del amor», pensó el joven
sacerdote mientras seguían caminando cuesta abajo por la avenida Charles de
Gaulle. Es curioso y más bien triste que una persona pueda enamorarse tanto de
otra, sin que esta otra muestre un sentimiento tan profundo.
Sin saber cómo explicárselo, Justin supo que éste era un momento
trascendental para los dos. Comprendió que él y Anne se estaban acercando
mucho una vez más. Tal como estuvieran las cosas allá en Boston. Señor, si
quieres escucharme todavía…ayúdame a obrar como es debido. Dame valor. Yo
quiero mucho a Anne.
Mientras caminaban, Anne observó atentamente a Justin con el rabillo del
ojo.
Aquellos últimos días habían sido al mismo tiempo una bendición y una
terrible carga para ella. Desde que Justin llegara a Newport, su vida había sido
un maremágnum, una serie de momentos tensos. Ininterrumpida.
Dentro de pocos días estaremos otra vez en América. Dentro de una semana
a lo sumo veré nuevamente a Reggie, Gwinnie y Laura. Toda esta horrible
confusión —Kathleen, Justin y yo— tendrá una conclusión clara y lógica, sea
como fuere.
En medio de una manzana parisiense entre gris y verdosa, Anne se detuvo de
repente. Justin la miró e hizo lo mismo. Aunque ya no lloviese, les cayeron sobre
la cabeza gruesas gotas de los empapados álamos.
Tengo que hacerlo, pensó Anne mientras notaba cómo se le encogía el
corazón.
—Justin…, yo.
Anne balbuceó algo que no pudo terminar. Todo su cuerpo empezó a temblar
de forma incontrolable. Sintiéndose muy insegura de sí misma, de sus acciones y
pensamientos, extendió una mano temblorosa. Anne tocó el cuello de Justin
acariciando apenas sus largos y suaves rizos.
Unos cuantos centímetros separaron a ambos rostros. Ella sintió el aliento de
Justin en su mejilla. Después de intentar evadir durante tantos meses una
situación semejante, esta vez no encontró el menor recurso para atajarla.
—¡Ah, Justin, Justin! —susurró Anne.
Y en ese instante sintió que un alivio indecible estremecía todo su cuerpo.
Empezaron a besarse con ternura e incertidumbre, como niños, bajo la luz
trémula de una farola.
Al principio Anne se resistió, empleando encías y dientes. Después, la mujer
de veintinueve años aceptó el beso, se entregó plenamente a él. Anne besó a
Justin con una pasión honesta que les dejó a ambos algo trémulos y anhelantes.
—¡Ah, Justin O’Carroll! —exclamó Anne cuando pudo hablar—. Te quiero.
¡Te quiero!
ANNE
Tendida bajo la luz estática del pacífico amanecer, sin atreverse a respirar,
escuchando los murmullos vagos de la circulación en la avenida Foch, Anne
consideró que ya no era virgen.
Sin embargo, se sintió, a lo sumo, poco culpable. No experimentó ninguna
sensación de inocencia perdida, como ella temiera durante todos los años
transcurridos.
«Sólo siento una especie de calidez —pensó—, un bienestar dentro de mí
que proviene del contacto íntimo con otra persona, algo que jamás creí posible».
«Lo ocurrido entre Justin y yo no puede ser erróneo —siguió reflexionando
—. Ha sido una ternura y un amor exquisitos compartidos entre ambos. Ha sido
demasiado maravilloso. Nos amamos mutuamente. Si he tenido antes alguna
duda al respecto, ahora ya no existe».
Anne se sentó en la cama.
Extendió sobre la cabeza sus largos y bien moldeados brazos. Una leve
sonrisa arqueó sus labios. Una sonrisa íntima que nació del centro de quien fuera
verdaderamente Anne Feeney.
Pudo verse en el antiguo espejo algo inclinado sobre el escritorio al otro lado
de la elegante alcoba.
«Tengo unos senos saludables —se dijo Anne con ojos sonrientes—. No
demasiado grandes y graciosamente enhiestos; bonitos, al menos en mi
opinión… Tengo el estómago prieto y en forma… La larga melena suaviza la
angulosidad de mis protuberantes pómulos».
Era bonita, tal como intentara decírselo Justin muchas veces. Así pues, ¿por
qué se negó a reconocerlo antes? ¿Por qué había actuado como si su apariencia
fuese una horrible maldición?
Anne miró la espalda desnuda de Justin, sus extremidades inferiores, y notó
que empezaba a enrojecer.
—Justin —susurró tan bajo que posiblemente él no la oyera—. Te quiero
tanto que ahora me siento un poco asustada.
Deseó despertarle. Se sintió como una jovencita, una colegiala joven, y le fue
muy grato tener esa sensación durante unos instantes.
Repentinamente, Anne quiso compartir esos nuevos pensamientos e
impresiones con Justin. Quiso saber cómo opinaba de su noche juntos. ¿Se
sentiría culpable? ¿Habría disfrutado de ella?
Mientras Anne consideraba la mejor forma de despertarle, el teléfono sonó
en la habitación. Fue una estridencia insolente, algo así como si una sirena de
incendios hubiese roto el silencio dentro del pequeño dormitorio.
Anne miró su reloj de pulsera. Eran apenas las siete… ¿Quién podría ser?
¿La policía? ¿Los Beavier desde Chantilly? Quizás hubieran encontrado a
Kathleen…
Anne se movió a través de la cama y descolgó el auricular.
—¿Diga…? ¿Diga?
Al fin le llegó por la línea un sollozo contenido. Luego, una sorprendente
granizada de ocho palabras bien claras.
—Hermana Anne…, ¿quiere venir a recogerme, por favor?
A Anne se le revolvió el estómago; su pecho se agitó desmesuradamente.
—¡Kathleen…! ¿Te encuentras bien, Kathleen? ¿Dónde estás, cariño?
Cuando Kathleen habló de nuevo pareció sobremanera abatida, como si
estuviera drogada.
—El padre Rosetti telefoneó a Chantilly. He hablado con mi madre y mi
padre… ¿Puede reunirse usted con nosotros? No estoy lejos de la casa de mi tío.
Por favor, vengan usted y el padre Justin.
Kathleen dio a Anne las señas exactas.
Entretanto, Justin se había despertado. Sus brillantes ojos verdes
interrogaban a Anne. ¿Quién está al teléfono?
—Iremos ahora mismo —murmuró Anne—. Tan pronto como encontremos
un taxi. ¿Te encuentras bien, Kathleen?
Apenas oyó el nombre de la chica, Justin se sentó en el alborotado lecho. La
estupefacción desfiguró su rostro.
—Ven cuanto antes, Anne. Hay muchas cosas de qué hablar y muy poco
tiempo. Estoy a punto de tener el bebé.
KATHLEEN
Marchando a una velocidad increíble —aunque pareciera casi insuficiente—,
el taxi «Peugeot» blanco se deslizó por la resbaladiza avenida de la Bourdonnais,
prosiguió su carrera bajo las pesadas vigas de la Torre Eiffel; luego, maniobró
entre los dobles carriles de la circulación bordeando el Pare du Champ de Mars.
Por fin el impaciente taxista se introdujo, haciendo sonar sin pausa su bocina,
entre los antiguos edificios de La Sorbona y el Panteón; el sórdido distrito de rue
de la Huchette-St. Severin.
Durante las últimas veinticuatro horas, la Policía había estado llamando a
puertas elegidas al azar por todo el vecindario étnico donde predominaban las
tabernas, épiceries, triperies, comidas exóticas y olores asfixiantes de
combustibles. Pero no se encontró el menor rastro en aquel distrito taciturno. Ni
sombra de Kathleen Beavier, ni sombra del misterioso sacerdote católico y
ninguna cooperación por parte de los vecinos.
Anne y Justin se sujetaron uno a otro cuando subieron los empinados
escalones que daban entrada a un desmoronadizo edificio justamente frente a la
rue de la Huchette.
La tétrica puerta principal estaba abierta y no tenía cerradura. En el interior
parecía esconderse otra escalera tenebrosa.
Anne y Justin subieron aprisa tres tramos hasta el descansillo de un piso
ático en donde había tres puertas con pintura costrosa y una claraboya llena de
hollín.
Inesperadamente, el padre Rosetti abrió una de las tres puertas.
Una luz blanca inundó el descansillo.
—Hermana, padre O’Carroll. Entren, por favor.
El padre Rosetti intentó sonreír, pero su rostro mostró ansiedad. Consunción.
Rosetti había perdido casi diez kilos de peso en menos de una semana. La cara
tenía un cierto tono amarillento; la piel se arrugaba en las mejillas y alrededor de
los ojos.
Al otro lado de la pequeña y desnuda habitación, Kathleen estaba sentada en
un maltrecho sofá de dos asientos. Seguramente debió de haberse apercibido de
la inquietud en sus rostros, pues se levantó y caminó hacia ellos.
Abrazó a Anne y Justin; luego, recostó la cabeza en el hombro de Anne y
rompió a llorar.
—Siento mucho haberte plantado así —dijo a Anne—. ¡Ahora tengo tanto
miedo! —susurró.
—No tenemos tiempo para explicarles todo lo sucedido. —El padre Rosetti
paseó arriba y abajo por el piso medio vacío—. Créanme si les digo que
Kathleen corría peligro en el chateau de Henri Beavier. Por cierto, hemos
establecido contacto con la familia; ellos nos esperarán en Orly… Debemos
viajar con Kathleen por última vez. A Roma. Al sagrado santuario del Vaticano.
A San Pedro si necesario fuere.
—Confíen en el padre Rosetti, por favor —dijo Kathleen—. El bebé debe
nacer en la Ciudad Santa.
Anne y Justin interrogaron a Kathleen durante el tiempo que lo permitió el
padre Rosetti. Luego, el nervioso Investigador jefe los llevó aparte.
—Ahora mismo las dos muchachas vírgenes están corriendo un grave riesgo.
Denme su entera confianza, por favor —dijo el padre Rosetti—. Deben confiar
en mí. Mi investigación está casi completa. Creo que Nuestra Señora me ha
conducido a la verdad.
Justin sintió una cólera súbita. Le faltó muy poco para golpear al sacerdote
vaticanista.
—¿Por qué no nos cuenta usted algo si desea tanto nuestra confianza? ¿Para
que podamos creer en usted?
—Nosotros queremos ayudar a Kathleen, padre —dijo Anne—. Usted
necesita ayuda, según ha dicho… Pues bien, ¡confíe a su vez en nosotros, padre
Rosetti!
El abatido sacerdote vaticanista pareció afectado por el interés de ambos.
Murmuró una plegaria en latín.
—¡Confíe en nosotros! —repitió Anne mirando fijamente los dos oscuros
túneles que eran los ojos del padre Rosetti.
—Lo hago, hermana Anne… —musitó por fin el sacerdote—. Confío en los
dos. Es una cosa muy difícil para mí, pero lo hago. Sé cuánto se preocupan
ustedes por Kathleen.
Entonces, les explicó todo lo que pudo sobre la investigación papal. Habló de
un Santo Padre muy anciano y muy amedrentado que creía conocer un secreto
terrorífico pero que, bajo la presión de sus propios asesores, el Consejo de los
Seis, debía guardar silencio. El padre Rosetti les refirió cada detalle de su viaje
al Palacio Apostólico durante el verano anterior, su conferencia con el Papa Pío
XIII…
—Acepté una misión sagrada del Santo Padre. Hasta entonces, yo había sido
un sacerdote ordinario en la Congregación de Ritos. Sólo tenía dos calificaciones
para ese trabajo: mi tenacidad como investigador y mi erudición sobre… el
Apocalipsis.
¡Un erudito del Apocalipsis!
¡Un experto en profecías concernientes al fin del mundo!
Tanto Anne como Justin intentaron convencerle de que les contara algo más.
El padre Rosetti repuso que eso era todo por lo pronto. Es decir, hasta el día
siguiente, fiesta de Nuestra Señora de Fátima.
—¿No dijeron ustedes que querían ayudarme? Así fue como comenzó
nuestra conversación, pienso yo. ¿Lo dijeron de corazón?
—Sí, ayudaremos —contestó Anne—. ¡Claro que ayudaremos! Con todos
los medios a nuestro alcance. Pero ¿está sucediendo algo más, padre? ¿Cuál es el
resto de sus secretos, padre? Usted debe ser franco y sincero con nosotros.
—Si me ayudan ahora —les dijo el padre Rosetti—, ustedes mismos podrán
ver el resto. Quizá se arrepientan, quizá deseen entonces no haberío hecho…
pero lo sabrán todo. ¡Cada trama final y giro infernal! ¡Cada treta final de la
abominable Bestia!
«Todo está sucediendo por segunda vez —pensó Anne—. Es como en los
primitivos tiempos del Cristianismo…».
Una Virgen santa.
Signos bíblicos.
Profecías.
Finalmente, el nacimiento de un Niño divino. ¿Puedo creer yo que ocurra de
nuevo ahora? ¿Soy una auténtica cristiana?, se dijo Anne.
¿Creo verdaderamente que el Hijo de Dios se hizo hombre por mis pecados?
¿Es eso lo que se cuestiona aquí? ¿Es todo cuestión de nuestra fe?
Cogidos del brazo y marcando el paso, Anne y Justin marcharon por el
angosto desfiladero de un viejo callejón de la Rive Gauche.
Se detuvieron ante el borde del Sena, deseando que el fluir tranquilo de la
corriente calmara parcialmente sus temores.
Juntos, de pie, apoyados sobre una barandilla metálica, escucharon los
nasales ululatos de los pequeños receptáculos flotantes de basura recorriendo las
aguas; oyeron los alegres gritos de niños franceses en algún recinto interior
oculto a la vista.
«Es extraño esto de las risas infantiles —pensó Anne—. Mi madre murió en
Larchmont y por aquel entonces oí reír muy cerca a los niños… El presidente
Kennedy fue asesinado…, y cuando supe la noticia varios niños estaban riendo
en el hermoso patio escolar de Westchester… Todo parecía ahora tenebroso,
aterrador y, sin embargo…, ¡los niños seguían riendo con tanta inocencia!».
—No estamos obligados a hacer lo que nos pide el padre Rosetti, Anne.
Justin estaba apoyado con todo su peso sobre la vieja y combada barandilla.
El viento del río echaba hacia atrás sus rizados mechones negros.
—Ni siquiera estoy seguro de darle crédito.
—¡Ah, yo sí! —Anne sonrió—. No creo que nadie sea capaz de contar tales
mentiras o historias. ¿No te fijaste en su pésimo aspecto, Justin? El padre Rosetti
parece estar muriéndose ante nuestros propios ojos. ¡Cuánta lástima me da!
Anne y Justin clavaron la vista más allá del remolineante río.
Dentro de pocos minutos se separarían: uno iría a Roma, otro a Irlanda.
Ambos sentían miedo, sin saber siquiera la causa…, Nunca volveremos a
vernos… Ni Anne ni Justin pudieron evitar el pensarlo así.
Por último, Justin susurró:
—Saldremos del paso, Annie. Todo terminará bien.
De pronto Anne le abrazó. Apretó la cara contra el suéter de Justin; sintió los
brazos de él alrededor de su cuerpo. Gruesas lágrimas rodaron por ambas
mejillas.
Desde que se permitiera la libertad de sentir, Anne descubrió que no podía
contener ya sus emociones; todo se le venía encima en oleadas arrolladoras,
vertiginosas.
—¡Te quiero tanto! ¿Por qué no te habré dicho mucho antes una cosa tan
simple?
Justin la estrechó cuanto pudo. Ambos se apretaron uno contra otro
intentando desesperadamente encontrar la energía necesaria para cumplir su
deber.
Los dos empezaron a sentirse solos una vez más. Aquello fue justamente el
comienzo de la soledad.
—¡Padre…! ¡Padre! ¡Hermana Anne!
Ambos oyeron los gritos procedentes del estrecho callejón.
El padre Rosetti y Kathleen estaban ya fuera con sus maletas aguardando en
la sombra del lastimoso y grisáceo edificio donde pasaran veinticuatro
misteriosas horas.
Era hora de partir.
Poco antes de que Anne marchara con Kathleen hacia Roma, el padre Rosetti
se la llevó aparte a la segunda sala de espera de «Air France» en el aeropuerto de
Orly. Los dos conversaron solos durante vanos minutos.
—Hermana Anne, le ruego me disculpe una vez más por mi tendencia al
secreto. Es el único medio que conozco. El medio que he prometido mantener a
Su Santidad.
Anne asintió con la cabeza y escuchó mientras el sacerdote vaticanista
continuaba así:
—Hermana, espero y suplico que me sea posible ahora conocer la verdad
definitiva sobre las dos jóvenes vírgenes. Creo poder lograrlo. El mensaje de
Nuestra Señora de Fátima me ha proporcionado el rastro a seguir, o claves, si lo
prefiere. La Biblia ha provisto las respuestas. Escrituras apocalípticas. Pero,
hermana… —Los ojos del padre Rosetti se ensombrecieron—. No estoy seguro.
No por completo. En última instancia esto debe ser una cuestión de fe. Debe ser
una cuestión de fe, hermana Anne.
»En Roma, cuando llegue el momento del nacimiento, usted deberá estar
alerta para captar algún signo. El 13 de octubre Nuestra Señora prometió en
Fátima una señal cuando tuviera lugar el nacimiento. Dos vírgenes, dos
infantes… Nosotros averiguaremos quién es la Bestia y quién nuestro
Salvador… Hermana Anne, es preciso dar muerte a la Bestia. El hijo del Diablo
debe morir… Por otra parte, el hijo de Dios debe ser protegido a toda costa.
Anne intentó responder. El padre Rosetti le cogió una mano entre las suyas.
—Usted sabrá quehacer —susurró—. Todo ha sido prometido. Tenga fe,
hermana. Necesita tener fe.
ROMA
Sobrevolando los jardines de Borghese, el Tíber, la espaciosa plaza de San
Pedro, el vuelo de «Air France» tomaba tierra según el horario previsto en el
aeropuerto Leonardo da Vinci.
Eran las 17:30, hora de Roma. Doce de octubre.
Policía romana, carabinieri y soldados del Ejército italiano habían
conseguido engañar magistralmente a los periodistas, los paparazzi y
admiradores alejándolos de la verdadera verja para pasajeros recién llegados.
Dos emisarios del Vaticano, ataviados con solemnes ropas negras, estaban
presentes para recibir a la bella signorina Kathleen, a sus padres y otros
acompañantes relevantes.
Tras los ceremoniosos saludos se condujo al grupo hacia la pista del
aeropuerto donde aguardaba una limusina del Estado Vaticano. El automóvil era
un «Fiat» especial con la placa dorada y negra asignada a todos los vehículos
oficiales del Vaticano.
Un detective participó a Charles Beavier que el impresionante coche estaba
provisto con ventanillas a prueba de balas… Había habido amenazas. Nada
particularmente alarmante. Las amenazas estaban a la orden del día en Italia.
Más de treinta mil personas, empujándose y gritando, verdaderos adoradores,
se arracimaban en las carreteras de acceso al aeropuerto para echar una ojeada a
la joven virgen americana; la escena semejaba una gran ópera italiana.
El pueblo se apretujaba a ambos lados de la estrecha carretera asfaltada;
algunos se habían encaramado a los macizos pasos elevados de piedra; otros se
arracimaban en todas las ventanas disponibles de los diversos edificios del
aeropuerto.
Hombres, mujeres y pequeños escolares… todos gritando:
—¡Viva la Virgen!
Por último, hacia el ocaso, la limusina negra se aproximó a la verja del
Vaticano.
Apretadas una junta a otra en el asiento trasero, Anne y Kathleen
contemplaron nerviosas las enormes torres envueltas en niebla, los palacios de
estuco, las cruces doradas perfilándose en el cielo romano.
Entonces presenciaron un milagro. Sobre el fondo de pequeñas tiendas y
trattorias en la via Merulana, desfilaba una gran columna de adoradores, con
casi dos kilómetros de longitud, para recibir a la Santísima Virgen. Doscientos
mil fieles habían comparecido allí sin tener apenas noticia sobre la llegada de
Kathleen.
El pueblo quería creer.
El pueblo necesitaba desesperadamente creer.
Para los ocupantes de la limusina fue imposible apreciar por completo la
majestuosa e imponente escena de amor expuesta ante su vista.
Fue imposible no sentirse conmovido ante la magnitud, la devoción, el amor
sincero en los ojos de las gentes. Se arrojaron hermosas flores sobre el coche
como si éste fuera la escalinata de la plaza de España.
Anne pensó en las grandes multitudes que viajaran durante el verano de 1917
a la aldea de Fátima. Imaginó el efecto que podría causar un milagro en esta
época presuntamente racional pero sobremanera susceptible.
Todo su cuerpo fue un ascua; sintió una exaltación increíble. De pronto, sin
poder atribuirlo a una razón específica, notó que creía.
Súbitamente, Anne creyó en el santo nacimiento virginal.
Un sentimiento raro pero viejo y familiar se extendió por todo su ser.
Dada la inmensa muchedumbre apelotonada y casi histérica fueron precisos
cuarenta y cinco minutos para recorrer el kilómetro final. Cuando Anne se
incorporó tensa, dejando un poco atrás a Kathleen, no pudo comprender lo que
significaba aquel torbellino sólido de rostros…, unos sonriendo, otros gritando o
llorando de felicidad.
Se formó una muralla multicolor de guardias suizos en columna de a dos que
rodeó la limusina de modo bastante desordenado. Más allá, las turbas de
hombres, mujeres y niños emocionados agitando sencillas gorras campesinas,
pañuelos de algodón, cuadros del Bambino, e inclinándose a izquierda o derecha
para echar un vistazo a la joven virgen. El aroma dulzón del incienso se extendió
por doquier. Hileras de sacerdotes vistiendo sobrepellizas blancas y holgadas
sotanas negras. Un rugido creciente que estremeció a Anne.
Lo mejor de todo fue que Anne podía percibir la presencia del amor en las
calles que confluían ante el hospital romano donde Kathleen daría a luz. El
pueblo adoraba a la virgen Kathleen. Todos ellos intentaban comunicarle ese
desesperado y abrumador amor. Hasta entonces, ése fue el momento más
hermoso y conmovedor. Anne se sintió dominada por una emoción avasalladora.
¡Aquel momento incomparable fue tan increíblemente hermoso, tan
inconcebible!
Por último, Kathleen descendió del coche del Estado Vaticano. Un rugido
atronador barrió la avenida romana. A Anne se le erizaron los pelos de la nuca.
Su cuerpo mostró una sensitividad y vitalidad muy intensas. Las lágrimas se
deslizaron por sus mejillas y entonces ella se dio cuenta de que no sólo Kathleen
le inspiraba un amor tremendo, sino también ese buen pueblo italiano.
Cuando Anne echaba una mirada a aquella masa policroma y enfervorizada,
descubrió una brecha en la muralla de guardias vaticanistas y Policía. El corazón
se le subió a la garganta.
—¡Allí, allí! —gritó señalando.
Pero el ensordecedor vocerío ahogó su voz.
Un hombre fornido, vistiendo chaqueta y camisa blanca deportiva estaba
abriéndose paso hacia la brecha. De pronto se escurrió por ella y caminó a paso
vivo en dirección de la limusina y Kathleen.
—¡Dios mío! —gritó Anne, pero ni ella misma pudo oír su voz.
El hombre se inclinó hacia adelante y avivó el paso hasta emprender la
carrera.
La hermana Anne Feeney afirmó tas piernas y enderezó la espalda. En el
último segundo se lanzó entre el atacante y Kathleen. Hubo un choque
formidable entre ella y la robusta figura.
Anne sufrió una fuerte torsión de cuello a la derecha. Recibió en el pecho un
golpe paralizador. La pierna derecha se le torció y quedó apresada bajo los
cuerpos caídos.
Luego hubo una explosión blanca, cegadora en el centro de la gente
apelotonada. Algunos policías y soldados cayeron sobre el hombre y el cuerpo
de Anne Feeney.
Los horrorizados policías romanos se gritaron algo unos a otros. Luego
apareció una porra y empezó a golpear brazos y piernas, mientras Kathleen era
conducida en la dirección opuesta… sin que se pensara cuál podría ser la
reacción de la enardecida multitud por aquel lado.
Aunque Anne tuviera la vista nublada, pudo ver con suficiente claridad a dos
agentes uniformados que la estaban ayudando a levantarse.
—Paparazzi —dijo el más joven—. Fotógrafo. Mal individuo. ¿Se encuentra
bien? Ha hecho usted una acción brava. Muy brava.
—Creo que estoy bien —consiguió balbucear Anne.
Miró a todos los rostros que la rodeaban cada vez más cerca. Ahora, aquellas
gentes la aclamaban a ella, según pudo comprender Anne.
—¡Ah, no hagan eso! —musitó.
Luego sonrió agradecida. Los policías la condujeron aprisa hacia el hospital
para que estuviera junto a la virgen Kathleen.
Serían las nueve de la noche cuando la Televisión italiana informó que
Kathleen Beavier había ingresado en el Salvator Mundi Clinic, un costoso
hospital privado donde se operaba a los cardenales de alto rango, donde se había
hospitalizado cierta vez la actriz cinematográfica Elizabeth Taylor durante el
rodaje de la película Cleopatra, donde un equipo de seis médicos italianos y
americanos supervisaría el nacimiento virginal.
El primer informe procedente del Salvator Mundi fue facilitado por el propio
cirujano jefe.
Un cuarentón elegante, de pelo oscuro con el rostro marcado por líneas de
carácter firme. Recibió a los periodistas en una sala de conferencias, utilizada
principalmente para las asambleas del personal hospitalario.
—Kathleen Grace Beavier se halla en excelentes condiciones —el dottore
habló con los mejores modales y una sonrisa afable—. Cabe anticipar que el
nacimiento del niño tendrá lugar entre las próximas doce y veinticuatro horas.
No esperamos la menor complicación.
COLLEEN
«Voy a ser madre muy pronto; un minúsculo bebé saldrá de mi cuerpo»,
pensó Colleen Galaher con serena estupefacción.
La joven campesina siguió preparando el té de hierbas para ella y sor
Katherine Dominica. Cortó algunas rebanadas de la hogaza marcada con la cruz
tradicional.
La sencilla tarea de hacer té distrajo su pensamiento de otros
acontecimientos muy recientes, cosas que no tenían sentido para la joven
Colleen.
Ella sabía muy bien cómo hacer la infusión de hierbas. Según le había dicho
el párroco, padre McGurk, hacía un excelente té.
¿Cómo era posible que ella tuviese un bebé? Así pensaba Colleen cuando
una fina voluta de vapor blanco apareció en el pitón de su tetera.
¿Y cómo cuidaría ella del bebé cuando naciera?
¿De dónde provendría el dinero necesario?
¿Se le permitiría regresar al Holy Trinity School?
—Sólo tengo catorce años —se dijo la joven en voz baja.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Las manos menudas y pecosas
empezaron a temblar.
—Sólo catorce… —Colleen Galaher se cubrió la cara con el delantal y
estalló en sollozos—. Dios del Cielo, ayúdame. ¡Por favor, por favor!
Por último, Coleen llevó el té y el pan tostado al cuarto de estar. Buscó por
todas partes a la hermana Katherine. Primero miró dentro de la casa, luego fuera,
en el porche.
Sor Katherine Dominica había desaparecido del cottage.
Repentinamente, el dolor se hizo insoportable y Colleen Galaher se sintió
muy sola.
EL PAPA PÍO XIII
Desde cierta distancia, desde la perspectiva que ofrecía la arcada dando paso
al vasto aposento, Leo Cerrado Lombardi parecía sumamente austero y
autoritario con su ropaje níveo y sus chales de brocado.
Cuando uno se acercaba, sin embargo, veía que el santo líder de unos
setecientos millones de católicos sufría violentos temblores sentado allí en la
hermética cámara de mármol y granito que ocupaba el ala oriental de la Corte de
los Belvedere.
Construida a principios del siglo XIX cual compañera sempiterna de la
Biblioteca Vaticana, la Corte de los Belvedere era el segundo edificio más
grande del Vaticano. Tan sólo la Basílica de San Pedro era mayor, más
impresionante cuando se paseaba por ella para admirar sus riquezas.
Protegida por agentes de la Gendarmería pontificia, algunos de los cuales
iban armados con metralletas, la planta superior, ala oriental, era la cámara
fuerte, por así decirlo, para diversos documentos donde se elaboraba
minuciosamente la vida secreta de la Iglesia durante el siglo XX.
Entre esos sagrados y algunas veces sacrílegos escritos figuraba la única
copia del mensaje transmitido por Nuestra Señora de Fátima a tres niños
portugueses, el vaticinio más importante de la Iglesia moderna.
El único gran milagro de esta Era.
Los ojos grises del Papa Pío XIII recorrieron lentamente la habitación de altas
paredes, que contenía casi todos los documentos importantes de La Rota (el
Tribunal eclesiástico) así como aquellos escritos donde se especificaban los
acuerdos de la Iglesia concertados con fascistas y nazis, y asimismo contra ellos.
Para preservar por igual las pruebas favorables y adversas, se había equipado
el aposento con un humectador muy costoso y un sistema de alarma contra el
fuego no menos costoso que esparcía polvo seco en vez de agua.
Durante unos instantes, Pío XIII permaneció inmóvil con el 1 sorprendente
documento sobre Fátima descansando rígidamente en las rodillas cubiertas por la
blanca sotana.
La sutil iluminación del aposento se reflejaba en su pequeña coronilla.
Un pie calzado con zapatilla roja golpeaba rítmicamente el hermoso mármol
de Carrara del piso.
Pío XIII deseaba releer cada una de las cartas escritas sobre Fátima antes de
tomar una decisión concluyente respecto a las vírgenes.
El Santo Padre intentaba valorar los mensajes y advertencias de hacía setenta
años en función de los acontecimientos, acontecimientos predichos, que habían
tenido lugar durante los últimos días.
En aquel momento, al Papa Pío le hubiera satisfecho sobremanera poder
hablar con alguien que comprendiese sus sentimientos acerca de Jesucristo,
acerca del Dios padre, acerca de la propia Iglesia…, alguien con una fe simple y
directa, la suficiente para entender el maravilloso milagro o quizá la impía
destrucción que era ahora tan inminente.
¡Si se pudiera contar la verdad sobre la virgen al fiel…, si se pudiera contar
al pueblo entero todo… sobre el Juicio Final…, sobre el Niño!
¡Si mis propios consejeros quisieran escucharme! ¡Si nuestros eminentes
cardenales quisieran creer las verdades sagradas sobre cuya base fue
construida la Iglesia!
El Papa Pío rememoró las palabras proféticas de san Mateo, el querido Leví:
Pues así como la luminosidad viene del Este y se sumerge en el Oeste, así será la llegada del Hijo del
hombre…
… Inmediatamente después de la tribulación de esos días, el sol se oscurecerá, la luna no dará su luz y
las estrellas caerán de los cielos.
Con ojos llorosos de tristeza por el mundo, con obstinada esperanza y
determinación, Pío XIII bajó la vista y miró el sagrado mensaje de Nuestra Señora
de Fátima.
Habrá dos vírgenes que aparecerán sobre la superficie terrestre. Así se lo
había dicho la Gentil Señora a los niños portugueses en octubre de 1917.
Cuando transcurran setenta años desde ahora se manifestarán los signos, y
entonces todos sabrán que la hora ha llegado. Preveníos contra la astucia del
Diablo.
La hora del Juicio Final estará a la vista.
LUCIA DOS SANTOS
La hermana María das Dores (María de los Dolores) no estaba segura del
año, pero creía que el día prometido tanto tiempo antes se anunciaba finalmente
aquí.
Durante semanas la hermana María —antiguamente Lucia dos Santos, último
superviviente de los tres niños de Fátima— estaba adquiriendo una extraña
energía con el vigorizante viento marino en el convento de Santa Dorotea.
Algunas veces, sor María se pasaba horas y horas rememorando aquel día de
1917. La pasmosa multitud extendiéndose sobre las colinas en la Cova de Iría, la
rara sensación, como si una corriente eléctrica circulara por su cuerpo. La luz
rutilante, giratoria, la luz… y la milagrosa visión como ninguna otra antes o
después de aquel día vieron con ella casi cien mil personas.
Desde su solitaria ventana de media luna, la hermana María das Dores
contempló una hermosa puesta de sol. La anciana sintió una extraña
identificación con el cielo dorado y purpúreo, el Mediterráneo lleno de
borreguitos, las rojas amapolas respirando en sus orillas.
Sor María oró en silencio para que el mundo hubiese tomado a pecho desde
octubre de 1917 la hermosa advertencia de la Virgen: «El hombre ha asumido
gran maldad dentro de su ser, y esa maldad le destruirá».
EL PADRE ROSETTI
Nadie tiene derecho a pedirte esto…
No para que te condenes tú mismo a la eternidad del infierno.
Entró a duras penas en la habitación del hotel de Dublín, dejó caer
ruidosamente su equipaje y no se molestó en encender las luces del techo.
Caminó hacia una ventana llena de regueros y contempló la fría y silenciosa
dispersión de los transeúntes irlandeses.
Ahora estaba seguro de conocer la verdad sobre las dos vírgenes.
Él era el único en conocerla, y eso tal vez fuera imprudente.
La Bestia había utilizado ingeniosos artificios, ilusiones, imitaciones. Pero el
padre Rosetti había seguido los signos inequívocos en el mensaje de Fátima.
Estaba seguro de haberlo hecho. Su fe no había sido nunca tan firme.
En su maletín llevaba fajos de documentos donde se revelaba toda la verdad.
Antes de partir por la mañana con el padre O’Carroll, esos escritos quedarían a
salvo en la caja fuerte del hotel. La verdad sobre el nacimiento virginal estaría
disponible para conocimiento del mundo. La verdad sobre ambos nacimientos.
Por última vez le pareció oír la orden susurrante de Pío XIII:
—¡Debes encontrar a la verdadera virgen, mi estimado investigador! ¡La
Iglesia necesita encontrar a la madre del niño divino!
El padre Eduardo Rosetti la había encontrado.
ANNE Y KATHLEEN
Las últimas horas entre Kathleen Beavier y Anne Feeney fueron
inolvidables.
Durante largo rato ambas permanecieron silenciosas en la suite del hospital
Salvator Mundi.
Ambas jóvenes estuvieron sentadas muy tranquilas junto al único ventanal de
la habitación, contemplando las luces parpadeantes de Roma.
Se limitaron a unir sus manos.
Esperando que comenzaran los dolores del parto.
Kathleen necesitaba a alguien que le hiciese compañía. «¡Anne es tan
hermosa! —pensó Kathleen—, ahora comprendo por qué la eligió el cardenal
Rooney entre tantas hermanas para la Archidiócesis de Boston».
Mientras miraba la Ciudad Eterna, la adolescente sintió un pinchazo
profundo en el estómago.
—¡Uf…! ¡Ah, querida…! Ya estoy bien.
Con cada punzada, cada dolor agudo se preguntó: ¿Ha llegado el momento?
¿Va a comenzar todo ahora?
Conteniendo el aliento, dándose un lento masaje en el bajo vientre Kathleen
esperó a que se manifestara un claro signo físico.
Romper aguas.
Rotura de la mucosa.
No llegó signo alguno. Todavía no.
Kathleen apretó aún más la mano de Anne.
—¡Todo es tan extraño y aterrador para mí! —Kathleen encorvó la espalda y
se meció suavemente en su butaca—. Me pregunto si alguien ha experimentado
esto alguna vez. Resurgen todos los temores que desterré al fondo de mi
pensamiento. Mis peores temores. Cada vez más florecientes, ¡y tan vividos!
»No ceso de cavilar… ¿Saldrá bien parado mi niño? ¿Lo saldré yo…?
¿Dolerá mucho…? Ahora, las preguntas se suceden sin pausa, Anne.
Kathleen se tranquilizó de nuevo; ambas quedaron silenciosas y
atemorizadas en la habitación del hospital.
El simple acto de unir sus manos fue suficiente.
Entretanto, la negrura total de la noche se había tendido sobre el hospital
romano cual una cogulla frailesca. Ante la puerta de Kathleen prestaban servicio
cuatro guardias suizos.
Al fin era el 13 de octubre…, el día de la Virgen.
LIBRO TERCERO
Santísima Virgen María, tu vida de fe y amor y perfecta unidad con Cristo fue proyectada por Dios para
mostrarnos claramente cómo deberían ser nuestras vidas… Tú eres el arquetipo de maternidad y
virginidad.
CONCILIO VATICANO SEGUNDO, 1964.
ONCE
EL NIÑO
El infante estaba cabeza abajo cual un acróbata circense en el pequeño útero
de su madre. La diminuta criatura se asía levemente con una mano al cordón
umbilical, la imagen perfecta del sosiego.
La menuda cabeza estaba empotrada en la mucosa cervicovesical. Los pies,
como patas de cangrejo, golpeaban juguetones las delicadas membranas
estomacales de la madre.
Extremidades, dedos de manos y pies, uñas, cejas y pestañas del niño estaban
plenamente desarrollados. No se podía distinguir el sexo. Los latidos de su
corazón eran rítmicos, sin tacha. Los sentidos de la vista, el oído y el tacto
estaban casi atrofiados pero prestos a desarrollarse rápidamente apenas se les
aplicaran los adecuados estímulos.
El niño media aproximadamente cuarenta centímetros de longitud, pesaba un
poco más de tres kilos, es decir, un término medio.
La piel, aunque sonrosada como un pétalo de rosa, estaba cubierta por un
suave vello negro y arrugada como la de una persona muy anciana. El cuerpo
estaba envuelto por completo en una fina gasa como la piel de un queso.
Cada una de las microscópicas células cerebrales contenía amor y bondad,
capacidad sin igual para experimentar felicidad y tristeza, talento, ingenio y
sentido de la ironía, amor por la belleza y voluntad para sobrevivir dentro de la
raza humana.
En todos esos terrenos era un niño como cualquier otro.
ANNE
Todo se mueve demasiado aprisa y en cielos peligrosos e ignotos, dijo Anne
para sí sin poder dominar un estremecimiento.
¿Qué elementos tenían una explicación lógica, a su juicio? ¿Cuáles no la
tenían? ¿Quién podría sentarse tranquilamente para valorar con serenidad
cualquiera de las cosas ocurridas en aquellas últimas y emotivas horas?
Dos vírgenes, reflexionó Anne mientras caminaba despaciosa por el desierto
vestíbulo del hospital cuyo ambiente estaba saturado con los fuertes vapores del
alcohol para fricciones.
Pobre Kathleen. Inconscientemente, Anne apretó los puños, tensó y distendió
los músculos dorsales al compás del paso.
Le resultó difícil imaginar cómo podría sobrevivir a todo aquello una chica
de diecisiete años. «La vida de Kathleen no será nunca más la misma —pensó
Anne con tristeza—. Cualquiera que sea el giro de los acontecimientos a partir
de hoy…».
Anne dio la vuelta a una esquina para entrar en otro vestíbulo idéntico de
mármol y piedra. Plantado ante una asombrosa hilera de estatuas religiosas, un
joven policía italiano armado con fusil la miró llegar.
—Signorina.
El policía reconoció a sor Anne como la acompañante de la virgen y se llevó
dos dedos a la visera.
«A estas horas —pensó Anne—, Justin y el padre Rosetti estarán ya
probablemente en casa de Colleen Galaher… Colleen es también una muchacha
encantadora. Incluso más joven (¿y más inocente?) que Kathleen». Anne recordó
haber ayudado a Colleen en la preparación del té y haber charlado con ella sobre
una receta para hacer bizcocho. También recordó que Colleen le había gustado
apenas se conocieron… ¿Cuál era la razón? Muy sencillo. ¿Qué era la virgen
irlandesa si no otra joven confusa e inocente? ¡Ambas chicas parecían tan
buenas, tan rectas…!
¿Por qué les habría elegido Dios, a ella y a Justin, para tan importune
tarea? Anne se maravilló.
¿Por qué estaba ella, aquí, en Roma, con Kathleen?
¿Por qué se hallaba él, allá en la Irlanda occidental?
¿Qué les sucedería a todos ellos dentro de pocas horas?
Volviendo otra sombría esquina de piedra, Anne vio que había llegado al
final del edificio. Así pues, dio media vuelta y se encaminó a la habitación
privada en donde dormía todavía Kathleen.
Millones de personas estarían preguntándose ahora por todo el mundo acerca
de la joven virgen… y del misterioso niño sagrado. Pero ella estaba allí,
presente. Era algo difícil de creer. Sin embargo, resultaba estimulante el hacer
que su cerebro incorporara las duras realidades a los acontecimientos que
estaban teniendo lugar.
Cuando entró por el portal de piedra en la habitación de Kathleen pasando
entre el sombrío cuarteto de guardias, notó que su nerviosismo y ansiedad eran
ya ingobernables. Su corazón latía a toda prisa.
Anne intentó no alimentarse de excesivas esperanzas.
Procuró desechar las maravillosas posibilidades de este nacimiento en Roma.
Por la pequeña ventana de la habitación, sor Anne Feeney contempló un sol
entre anaranjado y bermellón flotando sobre el Trastevere.
¡Hermoso amanecer!, se dijo. Un signo.
LOS SIGNOS
El coronel Reese Monash intentó absorber en los círculos internos de su
mente la gloria plena de aquel caos magníficamente ordenado, la milagrosa
serenidad, la increíble belleza que le había sido dado presenciar.
Había billones de estrellas cual una exhibición de joyas incomparables sobre
un fondo infinito azul, casi negro. Había remolinos de gas suavemente
coloreado. Meteoritos marmóreos, blancos o negros. Luego, surgía ante la vista
un planeta lejano e iridiscente con rojos anillos chinos.
El coronel Monash miró fijamente a los cielos desde su asiento en los
mandos del U. S. Skylab VI.
Reese Monash y el capitán Mickey Kane cumplían su décimo séptimo día en
el espacio; una prueba espacial rutinaria. Cuatro días más y retornarían a terra
ferma: Houston, Texas, donde esperaban a Reese su esposa Janie de veintinueve
años y su hijo Willie Mac…
Y hablando de eso, la tierra, el coronel Monash divisó encantadoras y
parpadeantes luces de numerosas ciudades allá abajo por toda Norteamérica. Vio
también desiertos. Y las grandes manchas negras que eran los océanos Atlántico
y Pacífico, lo sabía bien.
Cuando subía en uno de los laboratorios espaciales, Reese creía pertenecer a
otro planeta. El astronauta creía formar parte de una inteligencia grandiosa, se
veía cual un ser sobrenatural, infinito.
Mick Kane afirmaba que él tenía la misma sensación bastantes veces. A su
modo de ver, el Skylab VI era como una iglesia, realmente una alambicada capilla
interplanetaria que podía inspirarte grandes pensamientos. Y bien sabía Dios que
uno no podía pensar ya en tierra.
Repentinamente, el astronauta de más edad miró hacia el lado derecho de la
carlinga.
El coronel Reese distinguió una estela luminosa moviéndose a gran
velocidad.
El coronel la vio con perfecta claridad, pero no estuvo dispuesto a
reconocerlo hasta que la miró fijamente durante treinta segundos largos.
Por fin admitió la realidad de lo que había ante sus ojos.
Surgiendo por detrás de la luna apareció un enorme cometa envuelto en una
nube granular de niebla púrpura y gris. La peculiaridad principal fue que se
trasladaba con tremenda celeridad apartando de su camino a los pequeños
meteoros como si fuesen pelotas. Materia que viajaba así desde la creación del
Universo, materia que había visto a Dios, por así decirlo.
El núcleo tendría 150 kilómetros de diámetro, según calculó rápidamente
Reese. Endiablado tamaño. Mayor quizá que el Kohoutek.
—¡Eh, Mickey, ven a proa…! Mick, ahí hay un cometa endemoniadamente
grande viniendo hacia nosotros. Dirigiéndose hacia la Tierra. Acabo de localizar
a ese maldito cometa.
—Mejor será que llames a Houston —respondió el otro astronauta mirando
hacia el espacio. De pronto, Mick Kane lo vio…, el cometa—. ¡Jesucristo!
¡Llama a Houston!
JUSTIN
Mientras el «Ford» inglés ronroneaba a lo largo de la carretera en un terreno
suavemente ondulado, el padre Justin O’Carroll miró fijamente al cielo metálico
y pesado que se cernía sobre ellos.
Primero, Justin rezó.
Luego, tuvo un pensamiento aterrador: Yo no debería estar aquí. Carezco de
la suficiente energía. Lo intuyo. Mi fe no es lo bastante firme. Soy exactamente
la peor elección que se pudiera haber hecho.
La casa Galaher, en las afueras de Maam Cross, no tenía el mismo aspecto de
antes, según le pareció a Justin.
Inesperadamente aparecieron un bungalow desconocido de estuco y un
granero en el parabrisas del «Cortina».
También una antena de televisión jamás vista, cual una rama enmarañada,
sobre el techo de paja. La hierba semejaba un paño verde sin batanar. Demasiado
oscura. Demasiado oscura. El propio cottage parecía estar escorado.
Algo marcha mal aquí. Justin estuvo casi seguro. Algo ha cambiado… ¿o
será mi imaginación? ¿Mis temores?
Cuando bajaron del coche, el padre Rosetti se volvió hacia Justin.
—Sor Katherine abandonó ayer a la joven. No se creyó suficientemente
fuerte. Nosotros debemos ser fuertes. Los dos. Usted me pidió ayer que le
dispensara mi confianza. Yo confío en usted, padre O’Carroll. Sólo confió en
usted y en mí.
En el cuarto de estar con su olor rancio pese al caldeamiento de la chimenea,
había cinco sacerdotes jesuitas; todos ellos tenían aspecto recio y sus edades
oscilaban entre los treinta y cuarenta años.
«Este cuarto de estar parece también diferente y nuevo», pensó Justin. Un
gran reloj de caja, todo de caoba, hacía oír su tictac como si fuera el latido del
sobrio aposento.
—A estas horas el niño Beavier habrá nacido también sosegadamente.
Oculto a la vista pública, tal como éste —susurró el padre Rosetti—. Bajo la
santa vigilancia de los sacerdotes.
Agachándose para evitar los trabes del techo, ambos padres, Rosetti y Justin
O’Carroll empezaron a ascender la rechinante escalera hacia el dormitorio de
Colleen.
—¿Quiere ir a buscar mi estola, padre O’Carroll? Y también el Manual.
Cuando ambos entraron en la pequeña habitación, cerrada a piedra y lodo,
Justin observó que la joven irlandesa estaba desasosegada a todas luces. Sufría
violentos espasmos y los dolores del parto. Su cara diminuta y pecosa tenía un
aspecto desvaído, casi anémico.
—¡Por Dios santo! ¿Dónde está el doctor? —inquirió Justin—. ¿Por qué no
ha venido todavía el médico? ¿Dónde está el anestesista? La muchacha está
sufriendo ya los dolores del parto.
La reacción de Justin pareció sorprender al padre Rosetti, pues sus ojos
castaños se entornaron hasta parecer rendijas.
—Yo asumiré la función del doctor o de la comadrona —bisbiseó el padre
Rosetti—. Y usted, padre O’Carroll, me ayudará durante el alumbramiento. No
se permitirá entrar a nadie en esta habitación, según los poderes que me han
otorgado el Papa Pío XIII y Nuestro Señor Jesucristo.
El padre Rosetti cerró la pesada puerta de pino con un leve empujón. Colleen
abrió de par en par los suaves ojos verdes y miró a los dos sacerdotes.
Ningún otro momento se había igualado a éste durante casi dos mil años.
—¿Está usted seguro acerca de este niño? —susurró Justin por última vez—.
¿Absolutamente seguro, padre?
KATHLEEN
Ningún pontífice de los tiempos modernos había sido intervenido
quirúrgicamente fuera del Vaticano. Tanto Juan XXIII como Pablo VI habían sido
sometidos a operaciones de próstata en quirófanos especiales instalados en las
dependencias papales. Sin embargo, varios cardenales habían recibido
tratamiento quirúrgico en San Camillo o el Salvator Mundi donde se encontraba
ahora Kathleen Beavier en la cuarta planta.
El personal clínico del Salvator Mundi estaba constituido por monjas del
Salvador y hermanas laicas. Muchos médicos eran americanos, e incluso los
doctores italianos hablaban inglés, dada la gran afluencia de opulentos pacientes
americanos.
El edificio de cuatro plantas, estaba construido con ladrillos de color ocre y
sus amplios ventanales tenían el estilo de la arquitectura religiosa. Tanto el
hospital como el cercano convento de El Salvador estaban rodeados por un alto
muro de ladrillo bajo la sombra de grandes pinos con copa aparasolada.
Aquella mañana se habían reunido sesenta mil personas ante la verja del
hospital. Otros cientos de millares se estaban congregando en la plaza de San
Pedro.
Dentro de la clínica propiamente dicha, las instalaciones eran realmente
lujosas. Los corredores de mármol y piedra labrada eran más anchos que muchas
calles romanas. Su piso estaba tan pulido que reflejaba cualquier movimiento y
la luz trémula de los candelabros broncíneos aplicados a las paredes.
En la suite 401-401 A, Kathleen Beavier y la hermana Anne Feeney
esperaban intranquilas y hacían cuanto podían para llegar al alumbramiento en
buenas condiciones físicas y emocionales.
—Haz fuerza ahora, Kathleen.
Anne la animó como si fuera ella misma la parturienta… o por lo menos
sintiendo idéntica ansiedad.
—Es un esfuerzo muy doloroso —gruñó Kathleen Beavier.
El cabello rubio de la joven estaba ya empapado de sudor, oscurecido y
enmarañado. La boca reseca.
De pronto, Kathleen levantó la vista y suspendió el temible ejercicio. Vio que
ella y Anne no estaban ya solas en la habitación del hospital Salvator Mundi.
Un hombre permanecía inmóvil bajo la solitaria arcada de piedra conducente
a la habitación. Un anciano solemne a quien ella y Anne reconocieron
inmediatamente.
El Papa Pío XIII había acudido para ver con sus propios ojos a la virgen.
CIUDAD DEL VATICANO
Informe de la agencia UPI
Esta mañana, la Policía italiana movilizó un ejército de dos mil agentes antiterroristas y tiradores
especializados no sólo para proteger a la joven Kathleen Beavier, sino también a los dignatarios visitantes
aquí en Roma.
Las autoridades dispusieron una escolta adicional para el presidente argentino Jorge Videla, descrito por
los grupos izquierdistas como el verdugo, para el vicepresidente católico de los Estados Unidos Hugh
Middleton, el presidente Eleas Sankis de Líbano, el rey Juan Carlos de España, la princesa María de
Bélgica, el exmonarca de Grecia y el presidente Bauer, de la República Federal Alemana.
Expertos de la Policía italiana colaboran con las fuerzas de Segundad del Vaticano para adoptar medidas
antiterroristas excepcionales con objeto de controlar la inmensa plaza frente a la Basílica de San Pedro y
localizar a posibles francotiradores y otros puntos peligrosos. Tanto el Papa Pío XIII como Kathleen
Beavier se hallan bajo una intensa vigilancia protectora durante las veinticuatro horas del día.
LOS FIELES
Esperanza, expectación y excitación fueron contagiosas en el mundo entero;
aquello se generalizó como algo nunca visto durante siglos o quizá milenios.
Un sacerdote joven, rubio se irguió sobre el gran terrazzo pétreo del Palacio
Apostólico.
Más de cuatrocientas mil personas se arracimaron ante él cubriendo por
completo la majestuosa plaza de San Pedro, extendiéndose más allá de donde
alcanzaba su vista.
El joven sacerdote experimentó una sensación de poder abrumador; cayó en
la tentación de verse algún día como un gran dirigente de la Iglesia. Cogió el
micrófono portátil y empezó a rezar con admirable unción. Su sonora voz de
barítono fue como un trueno arcangélico sobre el mar de cabezas en la plaza de
San Pedro.
La multitud respondió a la plegaria con un rugido tronante, apenas
concebible. Luego, se cantó el Veni Creator Spiritu: Ven, Santo Espíritu.
En México, un millón aproximado de fieles asistió a la emotiva misa en la
Basílica de Guadalupe y sus alrededores, el lugar donde se apareciera por vez
primera la Virgen a un indio mexicano allá por el siglo XVI.
En toda España y Holanda, en toda Francia, Polonia y Bélgica, en Alemania
Occidental e Irlanda y regiones de Inglaterra, las grandes catedrales se llenaron
hasta el límite de su capacidad.
Al comenzar el día laborable, largas líneas surgieron de las iglesias más
importantes en Amsterdam y París, Bruselas y Londres, Madrid, Varsovia y
Berlín. Las resonancias del Ave María flotaron majestuosamente en el
vigorizante aire otoñal.
Por otra parte, el satélite televisivo Telstar de los Estados Unidos proveyó
una participación instantánea desde Nueva York, a través del Oeste Medio hasta
California. Un número jamás conocido de televidentes para contemplar el
nacimiento en el programa de primera hora.
En Boston, todos los escolares de la inmensa Archidiócesis fueron
conducidos con autobuses al Fenvay Park, campo de béisbol de los Red Sox,
donde se oficiaría una misa al aire libre. Los gloriosos sonidos de la Misa para
niños se elevaron hasta el Massachusetts Turnpike, desarticularon la circulación
matutina de tal modo que quienes iban hacia el Oeste hubieron de regresar hasta
la carretera 128, y los automovilistas en dirección Este tuvieron que volver al
Callaghan Tunnel.
En Los Angeles, la concentración más emotiva de todas fue quizá la del
anfiteatro Frank Lloyd Wright’s Hollywood Bowl.
Con una superficie de 2.023 áreas, el estadio tenía cabida para más de setenta
mil personas; las colinas circundantes le procuraban una acústica natural que
hacía innecesarios los micrófonos a los asistentes religiosos y demás
celebridades. En otros tiempos había sido escenario para los espectaculares
oficios de Pascua… Aquella mañana lo era para una inmensa reunión de
familiares y amigos de las personas afectadas por la poliomielitis veneciana.
Todos juntos rogaron por un gran milagro; rogaron para que la virgen
misericordiosa curara a sus seres queridos.
En las últimas horas antes del nacimiento, una revista calculó que se habían
hecho por lo menos cinco millones de fotografías, y aproximadamente medio
millón de grabaciones. Durante un período breve y esperanzador los pueblos del
mundo se unieron y ofrecieron oraciones por la joven Kathleen Beavier y su hijo
a punto de nacer.
—¡Santa Madre de Dios…! —La voz del joven sacerdote siguió resonando
entre las grandes columnatas y las monumentales columnas antiguas—. Ruega
por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
—¡Confiamos en la voluntad de Dios!
Las gentes rezaron juntas formando un coro ensordecedor, escalofriante.
—¡Creemos en Dios Todopoderoso!
El pueblo del mundo entero deseaba todavía creer. Después de tantos años
dificultosos, años de espiritualidad decreciente, el pueblo deseaba todavía creer.
KATHLEEN
La sala de partos dentro del hospital Salvator Mundi era muy amplia y de
una blancura deslumbrante; también un poco aterradora, tal como suelen serlo
los quirófanos con su atmósfera antiséptica.
Varias hermanas de El Salvador, algo nerviosas, con sus inmaculados
uniformes blancos y todas almidonadas, se atareaban afanosas haciendo lo
posible para auxiliar al equipo médico especial.
Cuando dos de ellas trasladaron sin esfuerzo a Kathleen desde la camilla
rodante a la mesa blanca y esterilizada de alumbramientos, ella dejó caer los
párpados… Notó que empezaban a atarla con vendas. Luego, que le colocaban
suavemente los pies en unos estribos obstétricos de frío metal. Acto seguido,
hicieron descender un espejo de cromo pulido para que se viera a sí misma, y le
pasaron por la frente una esponja empapada con una mezcla picante de alcohol.
Con mucho dolor, pero sintiendo también una calidez adormecedora,
Kathleen dejó retroceder el pensamiento hacia su primer encuentro con el Papa
Pío. La adolescente creyó estar oyendo todavía las palabras del Santo Padre.
Recordó exactamente lo que él le había dicho… sus inflexiones, todo:
—Kathleen, según el mensaje de Fátima… podría entablarse una batalla
sobre la superficie terrestre entre el reino de Dios y los dominios del diablo. Ello
podría significar el juicio Final pronosticado en las Revelaciones de san Mateo
y san Marcos… hay dos vírgenes. Una engendrará al Salvador…, otra al
Anticristo.
—¡No! ¡Por favor!
Kathleen levantó la voz de repente en la atareada sala de partos.
—Todo va bien, Kathleen. Todo marcha perfectamente hasta ahora.
La joven oyó una voz sedante.
Sus ojos se abrieron parpadeantes en la sala del hospital extremadamente
luminosa y activa.
Un hombre muy atractivo con una bata blanca y holgada, un médico de
hermosos ojos castaños la miraba inclinado sobre ella. Había cierta expresión
humorística en el rostro de aquel hombre alto. Una luz de la sala estaba
centelleando. Casi parecía un guiño en el ojo derecho del cirujano.
—Soy el doctor Bonanno, ¿recuerdas? Nos conocimos anoche en tu
habitación… Escucha, Kathleen, yo quisiera darte algo para facilitar el parto. Lo
que llamamos epidoral local.
Kathleen asintió pero lanzó un leve gemido de dolor.
—Lo creas o no, todo es absolutamente perfecto hasta ahora. Gozas de una
salud privilegiada, condición fundamental para tener hoy un hermoso bebé.
—Gracias —balbuceó Kathleen, sintiendo que empezaba a perder el dominio
de sí misma por alguna razón inexplicable.
Se preguntó si aquello le sucedería a todas las madres poco antes de
alumbrar.
Otro doctor le hincó una aguja larga y aguda. El dolor fue terrible.
El médico jefe continuó hablándole, «¡y con cuánta fluidez!», pensó
Kathleen.
Mientras tanto, Anne contemplaba la escena con el rostro cubierto por una
máscara de gasa. Pero sus ojos parecían expresar terror. Kathleen hubiera
querido hablar con ella unos minutos, hubiera querido abandonar aquella mesa
de operaciones. Y lo habría hecho si las ligaduras no fuesen tan firmes.
—Vas atener un bebé muy hermoso, Kathleen —dijo el doctor Bonanno—.
Fíjate, éste será mi bebé número cuatro mil trecientos sesenta y cuatro. ¿No lo
sabías? Absolutamente cierto. Esto no tiene importancia —murmuró el atractivo
dottore—. Ahora, obsérvame.
COLLEEN
Justin siguió oyendo una idea obsesiva y única repetida sin cesar en su
mente:
Si no puedes creer que quizás ocurra ahora un bendito milagro, un segundo
nacimiento divino…, ¿cómo podrás decir que tú siempre creíste?
¿Creíste siempre en Jesucristo, padre O’Carroll?
¿Creíste siempre, de verdad?
Entretanto, Colleen observaba una manga negra y brillante de la sotana del
sacerdote que evolucionaba alrededor de su rostro. El sacerdote más joven, el
más atractivo, le pasaba delicadamente una esponja por la frente. Mostraba
mucha afabilidad y parecía preocuparse por ella.
Poco después, Colleen se dilató por completo e hizo grandes esfuerzos para
expulsar a la criatura. «Nunca se ha exigido un trabajo tan arduo —pensó—, a
una chica irlandesa de catorce años». Su limitada experiencia no la había
preparado para sufrir un dolor tan intenso.
Inclinado ahora sobre la muchacha, a pocos centímetros de su rostro, Justin
comprendió que nunca había entendido lo que significaba para una mujer el
tener un hijo. Sintió una súbita humildad; sintió ternura y amor por aquella pobre
joven doliente.
Si no puedes creer que quizás ocurra ahora un bendito milagro, oyó decir
Justin, ¿cómo podrás decir que tú siempre creíste?
Una o dos veces su mente se ausentó por completo de aquella hermética
habitación en Maam Cross. Justin se encontró perdido entre sus pensamientos
sobre Kathleen y Anne.
Se preguntó qué estaría sucediendo en Roma. Tuvo miedo por la suerte de
Kathleen y Anne. Un miedo terrible. Si algo ocurriera…
Empezó a creer que ésta sería la verdadera virgen, y éste el verdadero niño.
Si fuera así, ¿qué sucedería en Roma? ¿Qué sucedería? ¿Cuáles serían los
secretos finales de la Virgen?
Repentinamente, Colleen empezó a gemir y sollozar. Gritó con una voz tan
infantil e inocente que ambos sacerdotes quedaron consternados.
—¡Por favor, no me hagan más daño! —le rogó.
Surgió una cabeza minúscula.
Una cabeza increíblemente pequeña empezó a deslizarse entre los delgados
muslos de Colleen.
Un niño.
Con un cordón umbilical, brillante y húmedo, arrollado alrededor de su
cuello cual el collar de un gran monarca.
KATHLEEN
Debo tener una fe muy grande, se previno a sí misma Kathleen cuando
comenzó la inevitable pérdida de concentración, esperanza e interés.
Ahora necesito tener la fe más firme. El resto de todo cuanto ocurra es una
prueba de fe.
Detrás de sus párpados la escena era indescriptible, mucho más brillante y
vivida que en la sala de obstetricia.
¿Por qué?
¿Qué estaba ocurriéndole ahora?
¿No era suficiente el dar a luz?
Súbitamente, Kathleen sintió que una fuerza irresistible la arrebataba
llevándola lejos del Salvator Mundi, que su bebé era una insignificancia en la
inmensidad del Universo y el tiempo infinito.
Kathleen percibió una identidad entre ella y toda la Creación. Percibió una
identificación abrumadora.
¿Qué estaba sucediendo?
¡Ah, Dios mío! ¿No me estaré muriendo?
Justamente entonces, la joven empezó a tener una visión intrincada y
minuciosa.
Kathleen Beavier vio a la joven María. Vio una modesta casa de barro a
bastante altura sobre el bullicioso mercado de Nazaret. Miró profundamente en
los ojos de María y entonces descubrió una verdad sobre todas las mujeres
presentes; una verdad sobre ella misma.
Luego, las escenas ante su vista empezaron a sucederse con suma rapidez.
Llegaron y se esfumaron en fracciones ínfimas de segundo. No obstante,
Kathleen observó que podía captar todo con el máximo detalle. Aquello fue casi
como si hubiese conocido todo antes, como si sólo se le recordara ahora.
«Kathleen Beavier está viendo a Jesús», pensó.
Jesús colgaba patéticamente de una grotesca cruz de madera. Jesús era un
hombre encantador, de rostro cetrino, con los ojos más tristes y, sin embargo,
más enérgicos que jamás viera ella en su vida. Su cuerpo estaba flagelado y
herido en muchos lugares inconcebibles. La carne alrededor de las heridas tenía
un color purpúreo y amarillento. Ella no había comprendido nunca ese nefando
concepto: Crucifixión.
Luego, Kathleen vio rostros reconocibles de personajes famosos a través de
la Historia. Se sintió relacionada con ellos; también se identificó con ellos.
Todos habían creído en la dignidad sagrada del hombre.
¿No seré tan sólo una chica loca, y patética?, pensó Kathleen.
No, yo creo. Creo que hay un Creador de todo esto.
Creo en Ti y te amo… ¿acaso es eso estar loca…?
Repentinamente, pareció cambiar el tenor de las fugitivas imágenes.
Kathleen se perdió algunas al principio.
Después apareció ante sus ojos algo así como un terremoto demoledor. Una
tragedia indecible con muchas personas muriendo sin motivo alguno.
Creo en Dios… Rechazo al Diablo con todas mis fuerzas, rezó la joven.
Un maremoto inundó cual un río desbordado las atestadas calles de una
importante ciudad americana. Edificios famosos se derrumbaron. Centenares de
miles murieron ahogados en un instante de horror diabólico. Fue un desastre
predicho por casi todos los científicos psíquicos más relevantes de la época.
Kathleen sintió la presencia todopoderosa de la Bestia. La Voz profunda.
La joven abrió de repente los ojos.
Su cuerpo sufrió un violento impacto, fue como la sacudida que sigue a un
fuerte puñetazo. La pelvis se tensó. Ella quedó exhausta, indefensa; las energías
la abandonaron.
Vio luces cegadoras semejantes a timbales girando sobre su cabeza. Vio el
tropel de médicos y enfermeras. Oyó las distantes campanas catedralicias
tañendo por toda Roma.
El niño estaba saliendo ya.
EL NIÑO
Colleen Galaher, de catorce años, sollozó y chilló cuando vio oscilando sobre
su tembloroso estómago las tijeras de suturar.
El padre O’Carroll cortó cuidadosamente el cordón umbilical. Luego el
sudoroso y exhausto sacerdote lo anudó como si fuera un trozo de bramante.
Mientras tanto, se mantenía en alto al bebé cual un hermoso corderito, o cual
un cáliz en la Consagración de la misa.
Ella no podía verle todavía la cara.
Colleen hubiera dicho que la luz sesgada entrando por la ventana formaba un
manto dorado sobre los hombros del niño. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Yo
soy madre…
El padre Rosetti frotó con el pulgar la garganta del bebé, siempre hacia
arriba.
Luego, limpió la mucosa con un paño de hilo desinfectado.
Por último, dio unos golpecitos en las plantas de los diminutos pies para
asegurarse de que el niño respiraba.
Entonces, el padre Rosetti sacó al niño de la habitación. No permitió que la
madre tocara al infante.
No toleró siquiera que Calleen Galaher viera la cara de su pequeño hijo.
Dejó a Colleen llorando porque ella no comprendía semejante comportamiento.
Justin y el padre Rosetti se alejaron presurosos del solitario cottage, casi
corriendo hacia el coche… «Debemos de parecer secuestradores», pensó Justin.
El auto empezó a descender por la pedregosa y sucia carretera alejándose
entre curva y curva de la abandonada casa. Llevaba consigo al padre Justin
O’Carroll; llevaba consigo al Investigador jefe para la Congregación de Ritos,
quien acunaba al infante en el asiento trasero.
«Ahora la cuestión es ésta —pensó el padre Justin—: ¿Qué vamos a hacer
con la criatura? ¿Qué se propone el padre Rosetti? ¿Cuál será la verdad
conclusiva sobre el bebé de Colleen Galaher?».
Justin condujo el coche en medio de un silencio magnífico y electrizante.
Fue como si finas turbinas de cobre, millares y millares, giraran furiosamente
detrás de la tensa bruma grisácea.
Desfilaron ante misteriosas y destartaladas granjas por la carretera hacia
Costelloe, dejaron atrás vastas rastrojeras de cebada y patatas, un puñado de
hombres pelirrojos y ceñudos con un desvencijado carro arrastrado por un asno,
una mujer joven con chubasquero y boina de plástico… una muchacha cuya
imagen le hizo acordarse a Justin de Colleen Galaher.
Luego llegó una subida, una carretera serpenteante sobre un páramo salvaje
que era místico y cruel a un tiempo.
Una niebla vaporosa empezó a rizarse y reptar alrededor del fugaz coche.
Un temor espantoso se apoderó del padre Justin O’Carroll. Él siguió viendo
ante sí el angustiado rostro de la pobre Colleen Galaher. Una y otra vez.
—¿No necesitará el bebé unos cuidados especiales inmediatamente después
del nacimiento? —preguntó Justin volviendo la cabeza e intentando echar una
ojeada dentro de la manta.
Y después de una pausa, volvió a preguntar:
—¿Dónde se halla exactamente ese Seminario Woodbine adonde nos
dirigimos?
Apenas dijo esto la carretera giró hacia el mar de Irlanda una vez pasado un
pequeño letrero de madera. En el letrero leía: WOODBINE 11 KM.
Mientras conducía nerviosamente el sedán a lo largo de escollos calizos
sobre el mar, Justin oyó rezar al padre Rosetti en el asiento trasero.
Justin intentó escuchar las palabras por encima del estruendoso motor. Por
encima del crujido de la grava bajo los neumáticos.
Era latín.
Corpus algo más… Ad Deum qui…
¿Ad Deum qui… que?
Por fin, el padre Justin O’Carroll pudo deducir lo suficiente de las
susurrantes palabras y frases latinas. Sus manos aferraron el volante.
Requiem aeternam dona eis, oyó decir. Su cuerpo entero se estremeció.
Las plegarias sagradas de la Extrema Unción. Las plegarias católicas
romanas para los enfermos de muerte o los recién fallecidos. Plegarias para los
muertos.
El padre O’Carroll pisó a fondo el freno.
El pequeño coche gris dio un coletazo a la izquierda arando la calzada con
gran lentitud. La rejilla delantera se llevó por delante una hilera de pinos enanos.
Los neumáticos y el bastidor chirriaron.
El vehículo completó su giro de trescientos sesenta grados pasando sobre
matorrales y rocas para chocar finalmente con un abeto muy desarrollado.
La frente de Justin dio repetidas veces contra el parabrisas.
Su cabeza se ladeó patéticamente a un lado y otro; al fin cayó sobre el pecho.
Por el rabillo de un ojo ensangrentado Justin percibió un movimiento rápido,
huidizo: el padre Rosetti estaba saliendo por la portezuela trasera; llevaba bajo el
brazo un pequeño bulto de manta rosada.
Justin salió también a duras penas del coche y caminó tambaleante tras el
padre Rosetti y el bebé. Se estremeció al sentir el frío viento marino y, al propio
tiempo, vio fuegos artificiales disparados alrededor de su nervio óptico.
—¡Padre! Padre, deténgase, por favor. ¡Padre Rosetti!
Justin gritó y corrió aunque sintiera todo el tiempo el deseo de sentarse o
dejarse caer sobre la ladera.
Cuando alcanzaba la cima de un promontorio desnudo, esculpido entre rocas
negruzcas y cantos rodados, apareció ante su vista el mar de Irlanda. Justin se
quedó sin aliento al apreciar la altura y verticalidad del tenebroso acantilado: una
pared de noventa metros hasta el fondo… donde las grandes olas hervían entre
puntiagudas rocas negras que semejaban losas sepulcrales rotas.
Justin marchó haciendo equilibrios por un saliente de 30 cm de anchura hasta
la siguiente plataforma rocosa, salpicada con algunas matas de brezo a todas
luces resbaladizas. Luego, izó su propio cuerpo por una mola suelta de esquisto
inclinada en el acantilado en un ángulo de sesenta grados. Fue un ejercicio
penoso que requirió la máxima cautela. Justin notó una película de sudor frío en
la frente y el cuello. Los pulmones quedaron vacíos, casi a punto de estallar.
Quizás a unos diez metros más arriba distinguió la negra silueta del padre
Rosetti sobre otra roca batida por el temporal.
También hubo algunos atisbos de la ligera manta rosada. El niño.
—Padre, por favor, deténgase y hable… ¡Por favor, padre, hable conmigo!
La sotana del padre Rosetti ondeaba como el vestido de una demente. El
viento le cubría la cara con su abundante pelo negro. Uno se preguntaba cómo
podría ver tras aquella maraña de greñas ante los ojos.
—Vosotros ya no creéis.
La poderosa voz de Rosetti retumbó por el abrupto acantilado.
—¡Ninguno de vosotros cree! ¡Ni en Satán! ¡Ni en Nuestro! ¡Ni en nada que
revista verdadera importancia!
El padre Eduardo Rosetti alzó sin esfuerzo al niño con un poderoso brazo.
Los dos quedaron en el borde mismo de la roca.
De pronto, Rosetti levantó al niño en el aire con sus dos enormes manos. Los
ojos del sacerdote semejaron unos huecos negros y vacíos cuando miraron desde
arriba a Justin. Entretanto, unos pájaros gigantescos empezaron a sobrevolar el
acantilado. Miles de ellos.
A Justin se le encogió el corazón. Se le cortó la respiración.
—Ésta es la Bestia, padre O’Carroll. Se han hecho realidad todos los signos
previstos en la predicción de Fátima. La Virgen me ha guiado bien. La
investigación sagrada. ¡Ésta es la Bestia! Satán es tan sagaz que ni la misma
chica se ha enterado. Y usted, siendo sacerdote, ¿encuentra tan difícil creerlo?
¿No le es posible creer nada a base de la fe? ¿Acaso cree en su propio Dios,
padre?
Justin no pudo apartar la vista del sacerdote ni del indefenso niño.
La ladera sólo se alzaba otros 30 metros sobre ambos. En la cúspide, las
rocas parecieron perforar las grisáceas nubes pasajeras. Más pájaros negros
trazaron lentos círculos. Chillando.
—¿Cómo puede estar tan seguro, padre Rosetti? ¿Cómo puede saber que no
está sosteniendo a un bebé inocente, padre?
—¿Y cómo puede estar seguro usted de que Jesucristo se hizo hombre? —
resonó la voz de Rosetti—. ¿Cómo puede estar seguro de que Jesús redimió
nuestras almas de los fuegos eternos del infierno?
Justin no pudo normalizar la respiración. Se sintió aturdido,
inconcebiblemente inseguro de sí mismo sobre la encumbrada y resbaladiza
roca.
Una sensación aterradora de vértigo le asaltó de forma intermitente. Lo
mismo le ocurrió con las irresistibles oleadas de náuseas. Domínate. Como sea.
Comprobó su incapacidad para mirar hacia abajo, pues si lo hiciera el mar
sería un vórtice que le induciría a saltar. Una vez más Justin voceó para superar
los restallidos del oleaje, los penetrantes gritos de gaviotas, cuervos y alcatraces
que seguían sobrevolando el acantilado.
—¡Aún podemos ir al seminario de Woodbine! ¡Aún podemos practicar un
exorcismo si es así como se llama, padre! Podemos hablar sobre sus
descubrimientos…, ¡usted sabe muy bien que eso es lo mejor!
Cuando Justin miró hacia arriba vio que el padre Rosetti inclinaba hacia
adelante sus anchas espaldas. El sacerdote vaticanista retrocedió cautelosamente
un paso distanciándose del borde de la roca. Un jugo bilioso resbaló por las
comisuras de su boca.
—Suba aquí —dijo en voz baja—. Por favor, suba aquí, padre.
Por fin Justin pudo recuperar el aliento. Dio un solo paso adelante sobre las
movedizas rocas.
Los vientos marinos fustigaron su rostro, empujándole hacia abajo, hacia
atrás. Algo inexplicable le aconsejó que no subiera allí, que no avanzara más.
Que no se aproximara a Rosetti ni al diminuto niño.
Sin embargo, dio un paso tras otro sobre las rocas, precavido, receloso…
Justin O’Carroll llegó a una distancia de veinte metros…, luego doce…, por fin
unos cuantos pasos.
Sus brazos le parecieron bloques de cemento. Temió no poder sostener al
niño cuando alcanzara al padre Rosetti.
El padre Justin O’Carroll se vio al borde de la muerte y por añadidura sin
saber el porqué. Eso era lo peor. No conocer la verdad.
Un grito sofocado surgió por fin de la esponjosa manta rosada. Justin se
sobresaltó. El chillido de un bebé. El viento marino sofocó inmediatamente el
lamentable quejido con sus propios aullidos y silbidos.
Justin oyó un murmullo ronco, atormentado a pocos pasos más arriba de él.
—Ruegue por mí, padre O’Carroll —oyó decir—. Por favor, mire esto,
padre.
El trémulo sacerdote vaticanista abrió lentamente la manta de lana y mostró a
Justin el rostro del niño. Las numerosas aves marinas chillaron a un tiempo.
Un segundo después, el padre Eduardo Rosetti estrechó al niño contra su
pecho.
Ambos cayeron juntos. Durante unos instantes parecieron colgar de un hilo
invisible, luego se zambulleron en las aguas frías, grisáceas, espumajosas para
desaparecer al instante bajo las olas.
El padre Justin O’Carroll cayó de rodillas sobre la roca del monumental
acantilado. Empezó a sollozar sin poder contenerse mientras rezaba por la
salvación eterna del pobre padre Rosetti.
Efectivamente, Justin había visto el rostro de un hermoso bebé dentro de la
manta entreabierta… Pero el pequeño tenía los ojos enrojecidos y alucinantes de
un murciélago.
EL NIÑO
A las 3:04 horas del 13 de octubre la inconmensurable multitud congregada
en la plaza de San Pedro miró al cielo como un solo hombre.
Los densos nubarrones que habían cubierto el cielo desde la madrugada se
abrieron y dispersaron inopinadamente.
Un brillo dorado ribeteó las nubes y al fin el sol salió.
Entonces, el sol empezó a vibrar y oscilar allá arriba espectacularmente sobre
los relucientes tejados de la ciudad de Roma.
El sol se comportó como un globo dorado que perdiese aire de repente y
cayese en picado entre los ¡ohs! y los ¡ahs! de la boquiabierta muchedumbre en
San Pedro.
El sol inició un movimiento rotatorio sobre su eje, girando a una velocidad
pasmosa, aterradora.
Llegado a su cénit, el sol semejó una mortecina placa plateada. Como jamás
se viera un sol antes de aquel día. Centenares de millares de personas se
arrodillaron en la plaza de San Pedro y empezaron a orar.
Un niño acababa de nacer en el cercano hospital Salvator Mundi.
A las 3:04, hora de Roma.
—¿Está bien mi bebé? ¿Por favor…? ¿Está bien mi bebé?
Las palabras fueron un susurro suave, apenas audible.
Fueron la voz de una muchacha muy asustada de diecisiete años.
La voz de una madre más.
Kathleen Beavier se sintió tan confusa que no tuvo siquiera la certeza de
haber pronunciado tales palabras.
Todo cuanto pudo hacer fue levantar la vista y mirar al niño, una criatura
extrañamente negruzca y arrugada. Ella se esforzó por ver la cara del bebé, los
ojos del bebé.
—Tu hijo está en perfecto estado —le repuso el doctor Bonanno—. ¡Es lo
natural! ¿Acaso no te lo prometí?
Entretanto, los otros doctores del Salvator Mundi —las hermanas
enfermeras, sus padres— contemplaban estupefactos a la madre y al niño en un
silencio reverente. Los guardias suizos los observaban también. Esperando.
Kathleen vio también la sonrisa de Anne. Fue una sonrisa íntima, exclusiva
para las dos. ¡Lo había conseguido! El bebé había nacido. El nacimiento virginal
según lo profetizado.
Luego, los demás ocupantes de la habitación empezaron a sonreír y reír. Se
abrazaron y felicitaron unos a otros. Algunas monjas de El Salvador
prorrumpieron en llanto. ¡Había nacido el niño!
A las 3:04, hora de Roma, los cielos bajos sobre el distrito de Rajasthan se
ennegrecieron de forma ominosa, aterradora. Impresionantes columnas nubosas
ocultaron el deslumbrante ocaso del llamado Gran Desierto indio. Finalmente,
los rayos cual arpones dentados fustigaron el suelo cuarteado y quebradizo.
Volvieron las lluvias. Volvió a llover, y el pueblo indio salió gozoso de sus
casas para ofrecer plegaria y acción de gracias a su Dios.
Estaba sucediendo algo muy hermoso.
Un milagro. Chamaltkar.
El cirujano jefe italiano golpeó ligeramente el trasero del bebé. El minúsculo
infante empezó a berrear como estaba previsto, un sonido humano de
inconfundible angustia y perturbación.
El doctor Bonanno sonrió encantado. Las gentes eclesiásticas y médicas que
llenaban el aposento sonrieron ante esa respuesta natural de la criatura.
El bebé era como ellos. El bebé era humano. El bebé era hermoso y bueno,
todos estaban seguros.
En la clínica Jay Selznick de Los Angeles el doctor Kim May Chu observó
atento y curioso que uno de los organismos virales bajo el microscopio pareció
suspender repentinamente su movimiento deslizante, sus contorsiones. El doctor
Chu miró y miró al organismo: tuvo miedo de parpadear, de apartar la vista
siquiera un instante.
Otro microorganismo de la polio veneciana empezó a flaquear; a morir.
—¡Tenemos una vacuna! —gritó Kim May en el laboratorio subterráneo de
la clínica Selznick—. ¡Tenemos una vacuna, Dios mío!
A las 3:04, hora de Roma.
Mientras tanto Anne y Kathleen habían percibido una peculiaridad extraña
acerca del niño. Algo sorprendente e inesperado.
Ninguna de las dos dijo palabra.
Todavía no.
El silencio se hizo en la habitación. Con lentitud y dramatismo.
Los doctores, enfermeras y técnicos del Salvator Mundi permanecieron
estáticos, contemplando atónitos los primeros movimientos desmañados de la
criatura. Todos creyeron estar experimentando el momento más hermoso e
importante de sus vidas. Algunos sollozaron.
Pero ninguno se sintió más afectado que Anne.
Anne tembló sin poder dominarse. Murmuró varias oraciones.
Oyó sin cesar las palabras del padre Rosetti cuando conversaron por última
vez en el aeropuerto de París.
Hermana Anne, ahora espero haber descubierto la verdad acerca de las dos
vírgenes y ruego por ello.
Hermana, es preciso matar a la Bestia…
Tal como hizo ella el 13 de octubre en Fátima. Nuestra Señora prometió
darnos un signo inequívoco en el momento del nacimiento.
Anne observó atentamente a Kathleen y al niño; escuchó y esperó.
Luego, prosiguió rezando como jamás lo hiciera en su vida. Un signo
inequívoco.
Mientras cavilaba profundamente Anne oyó citar su nombre con una voz
honda.
Levantó la vista y miró al médico más cercano, cuya atención se concentraba
en el niño y la madre. «Él no ha mencionado mi nombre —pensó Anne—. No ha
oído siquiera la voz».
Seguidamente, se volvió hacia un técnico de pelo oscuro que manipulaba una
máquina EKG. La voz tampoco fue suya. ¡Ah, Dios mío…!
Luego se dejó oír otra vez la voz. Más alta. Más segura. Más próxima.
—¡Hermana Anne Feeney! Debe morir, hermana…, si no queremos morir
nosotros. Un sufrimiento eterno para la raza humana.
Mata al hijo del Diablo.
¡Mata a la Bestia, hermana!
Sin darse cuenta, Anne se movió hacia adelante por la habitación. Más cerca
de Kathleen. Más cerca del niño…, y la voz siguió diciendo…
—En el nombre del Padre, ¡mata a ese niño diabólico!
Los chillidos del bebé fueron el primer sonido que oyó Anne después de la
voz…, unos gritos tenues, temblorosos.
Nuestra Señora nos ha prometido un signo inequívoco en el instante del
nacimiento, había dicho el padre Rosetti.
«Es una cuestión de fe», murmuró Anne para sí.
¿Creía ella que el Señor se hizo hombre para redimir nuestros pecados?
¿Creía ella que un salvador sagrado podía venir realmente a la Tierra?
Anne inclinó la cabeza y rezó casi gritando por dentro una plegaria
silenciosa. Suplicó una orientación del Dios Todopoderoso, de la Bendita Madre.
Recitó oraciones sencillas de su niñez. La Salve. El Gloria a Dios.
¿Qué debo hacer ahora? ¿Por qué me pusiste aquí desde el principio,
amado Señor? ¡Ah, por favor, por favor!
—¡En el nombre del Hijo, del Padre y del Espíritu Santo, mata al niño!
¡Mata a ese niño!
Anne bajó la vista para mirar al infante y en un instante lúcido de fe y
reconocimiento, conoció finalmente la verdad.
Sobre la menuda cabeza descubrió el signo prometido por Nuestra Señora de
Fátima.
Un nimbo blanco, tenue pero reluciente.
El símbolo de esperanza y salvación para toda la humanidad con dos mil
años de antigüedad.
Anne cayó de hinojos y lloró.
—¡Bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús!
¡El cometa de larga cola golpeó verdaderamente la Tierra! El coronel Reese
y el capitán Mickey Kane estuvieron seguros de ello.
Y, sin embargo, el choque no pareció surtir efectos visibles. Ninguna
explosión atroz…
Luego, le siguió una sonora ovación del Centro Espacial NASA en Houston.
Houston anunció a voz en grito que el extraño cometa había pasado de largo de
la Tierra… Pero no había ocurrido tal cosa, como pensaron el coronel Monash y
el capitán Kane. Pues ambos habían visto caer al cometa en algún lugar de la
Europa Occidental. A las 3:04 horas.
El doctor Bonanno observó algo en Kathleen que no había visto aún ninguno
de los demás. Algo importante. «Quizá —pensó—, la clave ausente de este
misterio barroco».
Bonanno susurró el secreto a su ayudante, el doctor Francesco Galetta.
—La chica americana ya no está intacta, Francesco. Kathleen Beavier ha
dejado de ser virgen.
El doctor Bonanno habló con un tono evidente de pesar.
Por último se presentó el niño a Kathleen. Se le permitió sostenerlo con sus
brazos delgados y temblorosos.
Los dulces ojos azules de la joven se humedecieron inmediatamente.
Kathleen Beavier contempló la encantadora carita del bebé y sintió un amor
maternal abrumador.
Precisamente a las 3:04 horas se informó sobre nuevas curas en la gruta de
Lourdes, donde Bernardette Soubirous viera dieciocho veces a la Virgen durante
la primavera y el verano de 1858.
Se dio cuenta de otros milagros en Castalnaud-en-Guers, Francia —donde
se apareció súbitamente la faz de Jesús ante una congregación de trescientas
personas—; en la Sierra Oriental de México; en Turzovk, Checoslovaquia;
Liverpool, Inglaterra; Gerpinnes, Bélgica; Carabandal, España, y Denver,
Colorado… todos ellos lugares donde la Virgen se apareciera a la gente durante
los últimos treinta años.
A las 3:15 horas, un sacerdote obeso de rostro rubicundo se esforzaba por
recorrer con la máxima dignidad los anchos pasillos, o mejor sería decir
bulevares, del hospital de Salvator Mundi.
Sus relucientes mocasines negros chocaban como piedras contra el
marmóreo piso, levantando múltiples ecos en el desierto vestíbulo cual una
sesión de zapateado. Su sotana se agitaba como una cortina de abalorios.
El obispo Antoine Riconne había sido elegido por el Papa Pío XIII para
anunciar el nacimiento de forma oficial.
Aquella noche se había decidido ya durante una reunión del Consejo de los
Seis, ni Pío ni ningún cardenal de alto rango debería hacer la dramática
revelación. El obispo Riconne había sido elegido personalmente por Pío, pues
éste apreciaba mucho a Antoine… pero sobre todo porque nadie del Consejo
sentiría recelo de un obispo tan santo y modesto.
Ya cerca del vestíbulo principal el obispo de cincuenta y tres años, segundo
secretario del Estado del Vaticano, rompió en un trote indecoroso.
Su larga sotana roja ondeó alrededor de sus amplias caderas. La cruz dorada
colgando del cuello le golpeó violentamente el esternón.
«El obispo Riconne está corriendo como un escolar excitado», dijo para sí.
Tal como aquel rapaz feliz allá en Florencia, a quien le apasionara y
enorgulleciera tanto antaño su querida iglesia y las hermosas pinturas de la
Virgen y el Niño por Giotto y Cimabue. Desde sus correrías por las calles
florentinas, Antoine Riconne no había sentido tanta alegría ni un amor tan
absoluto por su Dios.
Solamente cuando se acercaba al elegante vestíbulo, iluminado por lámparas
klieg y repleto hasta las puertas con importantes periodistas del mundo entero, el
obispo moderó su marcha. Sólo entonces intentó recuperar lo que cabría
denominar el propio decoro.
—Traigo nuevas y albricias para el mundo en esta tarde del trece de
octubre… El niño Beavier ha nacido y su estado es muy saludable —dijo el
rubicundo obispo con sencillez y gozo a la Prensa.
Luego, el obispo Riconne reveló con idéntica naturalidad la más inesperada
de todas las noticias.
—¡El vástago de Kathleen Beavier es una niña muy hermosa!
EL CONSEJO DE LOS SEIS
Con el sesgado y rojizo crepúsculo iluminando sus espaldas llegaron todos;
unos solos, otros en parejas incómodas, caminando despaciosos desde las
humildes barracas monacales en el Domus Mariæ hasta el Palacio Apostólico
con su cúpula dorada.
Había tres cardenales eminentes de Italia, uno de los Estados Unidos, uno de
los Países Bajos y otro asiático. Aparte del propio Pío, allí estaban los hombres
más poderosos y respetados de la Iglesia.
Durante la noche del nacimiento virginal todos convinieron secretamente
reunirse en la tercera planta del Palacio Apostólico.
Su tesitura evidenció una confusión tremenda; hubo incluso conatos de
taciturnidad amarga.
¿Acaso no habían prevenido a Pío contra ciertos peligros potenciales
demasiado relacionados con la Iglesia acerca de ese acontecimiento explosivo y
quizás incluso blasfemo?
¿No habían advertido a Pío una vez y otra que ello podría plantear problemas
insospechados? ¿Problemas tales como el riesgo de un culto desautorizado,
como la adoración de Kathleen Beavier y su hija… problemas tales como la
llegada de un Salvador femenino?
El cardenal Marchetti, arzobispo de Milán, un cristiano marxista moderado,
tomó por fin la palabra para dirigirse a aquel grupo selecto, incluido el propio
Pío.
Marchetti, un hombre de facciones enérgicas y cadavéricas cuya frente
abombada y calva le hacía parecer un asceta ejercitante, se levantó haciendo gala
de un sorprendente poderío y aferró por el borde la mesa de palo de rosa donde
se celebraban las conferencias bajo el alto techo del Palacio Apostólico.
—Eminentes cardenales, Su Santidad. Estoy convencido de que el tiempo es
un factor primordial para nosotros. Según creo, debemos actuar con diligencia,
pues de lo contrario este «nacimiento divino» podría florecer en áreas heréticas y
cismáticas.
Un cardenal con rostro ovalado y elegante interrumpió cortésmente al
cardenal Marchetti. Fue el cardenal Johan Weiss, de los Países Bajos.
—Tengo un addenda a lo que dice usted, cardenal Marchetti. Creo que
debemos resolver esto muy aprisa. Entonces, si nuestra decisión es sabia,
podremos actuar con ritmo más deliberado y cauto.
—Típico de un tradicionalista auténtico.
El cardenal Marchetti sonrió con labios afilados y algo purpúreos.
—El vástago es una niña —terció el cardenal Antonelli, el marchito
patriarca, setenta y dos años, de la Archidiócesis romana—. Que yo sepa, las
Escrituras no contienen ningún pasaje en donde se hable de un Mesías femenino.
—Eso no tiene mucho significado —repuso Pío XIII dirigiéndose a su viejo
amigo Antonelli—. Todos conocemos la infortunada predisposición de los
escritores de aquellos tiempos. La idea de un Mesías femenino habría sido algo
inconcebible.
—La madre no está intacta. Sea como fuere, eso no fue un nacimiento
virginal —manifestó el cardenal americano Blanchard, de Nueva York.
De pronto, el Papa Pío vislumbró adonde se encaminaba aquella reunión
importante, histórica. El cardenal Marchetti estaba manejando a los otros, como
hacía siempre: el Papa secreto Marchetti, según se le solía llamar en la Curia. Pío
lo sabía bien.
—¿Y qué me dicen sobre el nacimiento en Maam Cross? —preguntó Pío a
los cardenales—. Allí hubo signos bien claros de la presencia diabólica. Y le
siguió una tragedia terrible. Hemos estado en contacto permanente con los
sacerdotes que ocuparon el cottage irlandés. Hemos hablado con el pobre padre
O’Carroll.
—Su Santidad, ninguno de nosotros niega la prescencia diabólica sobre la
Tierra —dijo el cardenal Marchetti.
—¿Y qué me dicen entonces respecto a las advertencias de Nuestra Señora
de Fátima? —raras veces se había mostrado tan enérgico, si es que hubo alguna,
en una asamblea del Consejo—. ¿Qué me dicen sobre los pasmosos
acontecimientos de hoy en la India? ¿En Lourdes? ¿En toda España…? Yo,
personalmente, no creo que todos esos hechos sean meras coincidencias…
Tampoco creo que ninguno de ustedes pueda negar la conturbadora influencia
del mensaje de Fátima en muchos de los puntos tratados aquí.
—Santo Padre —dijo el cardenal Marchetti con tono cálido y conciliatorio
—, nosotros comprendemos vuestro especial compromiso con la virgen de
Fátima, comprendemos también por qué os habéis esforzado en verificar la
verosimilitud de tan delicado asunto. Asimismo, hemos tomado buena nota de
las aberraciones naturales, concurrentes con el inminente nacimiento de la niña
Beavier y… ¿por qué no decirlo?, con el inminente nacimiento Galaher.
—No somos seis hombres injustos e impíos —prosiguió el cardenal
Marchetti—. Hemos intentado llegar a una decisión ecuánime sobre el proceder
más favorable para nuestra Iglesia en estos tiempos. Incluso el más favorable
para la muchacha Beavier y su hija. ¿Lo cree así, Santo Padre?
Pío XIII asintió con la cabeza. Él creyó al menos que aquellos hombres santos
tenían buenas intenciones, querían hacer lo que fuera más favorable para la
Iglesia.
—Sin embargo, hay hechos perturbadores que contradicen muchas de las
evidencias positivas que habéis sugerido, Papa. Ante todo, el vástago es una
niña. Ningún pasaje de las Escrituras nos induce a aceptar un Mesías femenino.
Segundo, puesto que Kathleen Beavier no ha permanecido intacta, el nacimiento
no es virginal tal como ocurriera cuando nació Cristo.
El cardenal Tiu, del Sudeste asiático, manifestó su acuerdo diciendo:
—El caso tiene unos hechos todavía sin investigar que merecen un análisis
muy cauteloso.
El Papa Pío susurró sus siguientes palabras con suma lentitud y precisión.
—Mis queridos y eminentes cardenales —dijo—, ¿creéis en el fondo de
vuestro corazón que Nuestra Señora engendró a Jesús, nuestro Señor, y continuó
siendo virgen?
—Yo lo creo —repuso sin vacilar el cardenal Marchetti.
—Es un artículo sagrado de nuestra fe —dijo el cardenal Antonelli.
—Cardenales y amigos míos. —Pío se levantó y permaneció erguido ante la
ornamentada mesa de conferencias—. ¿Tampoco creéis que las mujeres tienen
un alma inmortal como nosotros? ¿No veis que los hombres antiguos, quienes
compusieron las Escrituras, pudieron tener ciertos prejuicios contra las
mujeres…? ¿No veis que este problema ha existido durante toda la Historia de
nuestra Iglesia?
Se hizo un silencio incómodo en la sala oficial de asambleas. Por una vez, el
papa Pío XIII se expresó cual el dirigente indiscutible de la Iglesia. Pío se mostró
enérgico y conmovió a algunos de los hombres santos.
—Quizás haya una solución que sea aceptable para todos nosotros —dijo el
cardenal Marchetti. Con gran pausa contorneó la mesa y se apostó junto a Pío—.
¿Por qué no encomendamos este importante asunto a la Congregación de Ritos?
—inquirió—. Sin duda este paso será el más prudente y adecuado. Un paso de
acción inmediata y sabia cautela a un tiempo.
»Hasta que el Consejo no haya concluido su investigación, la Santa Madre
Iglesia no podrá reconocer ni promover un tratamiento especial para Kathleen
Beavier y su hija. ¿Acaso no es el curso de acción apropiado? ¿No le parece
razonable y justo, Santidad?
El Santo Padre sintió que se debilitaban su energía y su resolución interna.
La Congregación de Ritos era una de las entidades eclesiásticas más rígidas y
conservadoras. La decisión final de la Congregación podría requerir veinte o
treinta años…, y, sin embargo, Pío no pudo negar que quienes formaban la
Congregación eran eruditos excelentes y capaces, eran también santos y
buscaban siempre la verdad.
Amado Padre, ten piedad de los que nos reunimos en esta habitación. El
Papa Pío XIII dejó caer la cabeza y oró en silencio. Yo creo, pero somos débiles.
Sobre todo lo soy yo…, por favor, Padre, danos otra oportunidad. Danos otra
oportunidad.
La Iglesia no reconocerá nunca la divinidad de la niña Beavier.
La Iglesia no promoverá nunca el apropiado regocijo ni la acción de gracias
a Dios por el nacimiento de la niña sagrada.
La Iglesia —el Papa Pío lo comprendió al fin— no cree ya en milagros.
DOCE
LA VIRGEN
En una noche silenciosa y cristalina muchos años después, la estación
invernal de Tyler Falls, Vermont, parecía casi congelada en el momento debido;
el único movimiento era un turbión de claridad lunar entre blanca y argentada
que caía sobre la floresta nacional de Green Mountain.
Un ejército negro de pinos recientes y grandes coníferas trepaba tenazmente
en la nieve hacia las montañas donde se practicaba el esquí.
El negruzco y quebradizo hielo del estanque de patinaje de la aldea estaba
parcialmente despejado y, aquella noche, iluminado por un semicírculo de
relucientes faros de coche. Volutas de humo surgían de los oscuros tejados en
casi todas las instalaciones de esquí y los paradores campestres.
Anne apartó lentamente la vista del ventanal salpicado con nieve en su
dormitorio.
Miró a Justin, al joven y rebelde Andrew…, luego las caras blancas y suaves
de sus hijas, Mary Ellen, Theresa y Carole Anne.
—Sois una familia tremendamente guapa. —Anne los miró con fijeza desde
las mullidas almohadas colocadas bajo su cabeza—. Debo de haber sido una
madre fabulosa.
—Te lo vengo diciendo desde hace años —Justin sonrió—. Durante años y
años, Annie.
Mientras contemplaba a todos ellos reunidos, Anne recordó repentinamente
que se perdería la gran boda de Mary Ellen en primavera.
Le pareció raro que eso la turbase tanto. Casi parecía mezquino y poco
caritativo por parte de Dios: ¿Por qué no dejarme permanecer aquí, al menos
hasta el fin de la primavera? ¿Por qué no dejarme ver la boda de Mary Ellen?
Entonces podrías permitir que esta enfermedad patética hiciera su sucio
trabajo.
Esa breve conversación consigo misma recordó a Anne un libro que había
leído recientemente: The Whimsical Christian de Dorothy Sayers. Ambas, ella y
Dorothy Sayers, creían al parecer que el Señor apreciaba un sentido decente del
humor más cierta candidez en todas las comunicaciones.
A Anne le sobresaltaron los ojos de Justin que aparecieron súbitamente muy
cerca de su rostro.
—¿Necesitas algo, Annie?
Anne susurró:
—No…, gracias…
Luego, dejó caer los párpados por un instante.
—Te quiero más que nada en el mundo —oyó susurrar a Justin.
—Y yo te quiero más que eso —musitó ella a su vez.
Luego sonrió.
Reposando allí con los ojos cerrados, su mente funcionó con una actividad y
una excitación extremadas. Anne recordó repentina y claramente el rostro de
Kathleen Beavier; recordó con toda exactitud el rostro de Kathleen cuando era
una adolescente. Asimismo recordó a Colleen Galaher. Según había oído decir,
la chica irlandesa era ahora monja. Enclaustrada en el convento del Holy Trinity
School para niñas. Aparentemente, no había sido nunca capaz de explicar lo
ocurrido con ella. O por lo menos así lo afirmaba la Iglesia en Roma.
Una escena muy particular desfiló ante los ojos de Anne…, pero a ella le
costó trabajo retenerla inmediatamente en su memoria.
La larga melena de Kathleen estaba aderezada con magníficos bucles y
ondas. Llevaba puesta una especie de túnica y sobre ella un abrigo de fantasía.
De repente, Anne comprendió.
Fue capaz de dar sentido a la misteriosa escena ante su vista.
Sea como fuere, Anne estaba observando a Kathleen en la noche del
veintitrés de enero.
Se hallaba a punto de descubrir el gran secreto de la virgen.
Kathleen iba sentada al lado de Jaime Jordan, cuyas facciones e
impresionante constitución física acudían a la memoria de Anne.
Viajaban en un hermoso coche deportivo con una tapicería oscura y lustrosa.
Había un tablero reluciente de instrumentos; la radio estaba transmitiendo una
estrepitosa música popular.
Súbitamente, Jaime empezó a proferir imprecaciones contra Kathleen
superando el pesado ritmo de la música rock. Sus maldiciones fueron tan fuertes
que Kathleen hubo de taparse los oídos. Marcharon a gran velocidad hacia el
lóbrego Sachuest Park a altas horas de la noche.
—¡Ya te he dicho que no! —insistió Kathleen—. ¡Por favor, Jaime! Escucha
lo que digo.
Luego notó una mano áspera manoseando su pecho. De pronto, el chico le
inspiró temor. ¡Se sintió tan indefensa y amedrentada en aquel parque sombrío!
Ella mordió la mano de Jaime Jordan en el dorso.
—Hasta aquí hemos llegado, perra —dijo él, aullando de dolor.
La portezuela del «MG» se abrió violentamente y Jaime la echó fuera de un
brutal empujón. Luego le gritó mil barbaridades y su rostro enrojeció de forma
increíble.
Kathleen se alejó tambaleante de la calzada crujiente, helada. El olor áspero
del gélido océano le llenó la nariz. El frío le produjo un hormigueo inaguantable
en la parte superior de la cabeza y el viento arremolinó la nieve contra su rostro.
Por fin, la joven empezó a llorar.
Ella no había visto en su vida a nadie tan enfurecido. ¡Tan demencial porque
no se cumplían sus deseos! ¿Acaso creía Jaime que su cuerpo le pertenecía?
¿Qué estaría pensando? ¿Qué estaría haciendo?
El «MG» aceleró proyectando una rociada de grava, humo blanco y
porquería. ¡Jaime Jordan regresaba a Newport sin ella!
«¡Ah, Dios mío, está helando! —pensó Kathleen dejándose dominar por el
pánico—. ¡Ah Dios, ah Dios!».
Él no puede abandonarme aquí… ¿Cómo puede estar tan loco? Yo no le
pertenezco… Él no tiene derecho…
Las lágrimas brotaron de sus ojos. El viento recio procedente del océano se
introdujo bajo su abrigo de paño. Remolinos de nieve en polvo giraron alrededor
de sus zapatos.
Él debe regresar por mí. Me helaré aquí.
El rostro de Kathleen empezó a arder como si alguien lo despellejase. El
lacerante dolor resultante del frío le subió por las piernas.
Finalmente, empezó a caminar por la sucia y costrosa carretera. Anduvo
hacia el distante apiñamiento de luces que era la ciudad de Newport.
Intentó caminar de espaldas y hundiendo el rostro en el cuello de su abrigo.
Eso la aterrorizó más. Su mente trazó círculos desesperados.
Adondequiera que mirase veía un tenue reflejo fantasmal del suelo. A su
alrededor, el océano rugía cual una escuadrilla de aviones en vuelo rasante.
Uno de sus tacones bajos se enganchó en una roca puntiaguda.
La joven se fue de bruces golpeando con violencia el suelo. Se torció un
tobillo; una mano rasguñada con las aristas rocosas comenzó a sangrar. Por
último, Kathleen Beavier se acurrucó hasta formar una bola pequeña y
resguardada sobre el suelo… Eso está mejor…, mucho, mucho mejor que dar
cara a este frío congelador.
Kathleen se preguntó si podría dormir allí. Sólo dormir un poco y… por la
mañana estaré bien.
Fue entonces cuando vio el coche de Jaime regresando cuesta abajo a toda
velocidad por la calzada negra del parque.
—Maldito seas de todas formas —cuchicheó Kathleen—. Ahora quieres
hacerte pasar por el gran héroe. Pues bien, yo no lo toleraré.
Las deslumbrantes luces volaron entre las ramas desnudas de los árboles.
Luces doradas y rojizas encendieron la carretera desierta y negra como boca de
lobo. Imágenes consecutivas danzaron ante los ojos de Kathleen Beavier. Hubo
curvas cerradas, anillos rojos y violáceos. Cintas ondulantes de plata como en
una fantástica sala de baile.
Kathleen hizo un esfuerzo y se levantó. Piedrecillas hirientes quedaron
adheridas a sus manos. Ella empezó a limpiarse el abrigo, el vestido arrugado y
manchado. Intentó recuperar la respiración. Intentó contener las lágrimas que
humedecían todavía sus mejillas.
Súbitamente, Kathleen dejó de limpiarse. Se llevó ambas manos a la boca
para ahogar un grito.
Lo que llegaba por la tortuosa y sucia carretera no era el «MG» rojo.
Era algo de todo punto imposible.
Kathleen se mantuvo firme y miró pasmada a una hermosa mujer que,
envuelta en luces, caminaba directamente hacia ella. La visión más sorprendente
que viera en su vida.
—Kathleen. —La mujer habló por fin con voz suave, extrañamente familiar
—. Kathleen, procura no asustarte. No te asustes. Estás dotada con una gracia
maravillosa y un amor divino.
En ese momento tan extraordinario, mientras la mujer continuaba
hablándole, Kathleen comprendió de súbito aquella visión.
Kathleen descubrió de forma intuitiva quién era aquella mujer. Fue como si
lo hubiera sabido siempre.
Kathleen supo por qué se le acercaba la señora.
Luego sintió algo más, algo con un extraño poder emocional. Fue la
conmovedora admisión de una verdad prístina; una verdad sagrada que había
sido siempre parte de ella.
Kathleen tembló, se estremeció. La joven entrevió sin saber cómo, por algún
medio milagroso, que estaba contemplando una imagen de sí misma… Que ella
era la Virgen Santísima, la hermosa y gentil Señora.
Ella había venido específicamente a la Tierra para engendrar una criatura
sagrada y dedicarla a esta Era impía. La criatura sería una niña; una niña con
los atributos divinos y los poderes singulares de Jesús.
—No te asustes. Ahora ya no hay ninguna razón para asustarse —oyó decir
Kathleen mientras continuaba temblando y estremeciéndose hasta prorrumpir en
sollozos.
»Vas a tener un hijo. Este hijo será la esperanza del mundo, si es que el
mundo cree todavía.
El hijo será la esperanza del mundo…
Anne quedó hechizada al escuchar las palabras finales. No comprendió lo
sucedido pero lo intuyó. Presintió la verdad de lo que viera unos momentos
antes.
La escena representada en Sachuest Point era tan real ante su vista, ¡tan
hermosa!
La notable visión fue de una serenidad impresionante; siguió la trayectoria
de las grandiosas catedrales y de los más hermosos cantos gregorianos. Anne no
había mantenido nunca un contacto tan estrecho con la fe que había profesado
durante casi sesenta años.
Ese hijo será la esperanza del mundo, si es que el mundo cree todavía.
Los suaves ojos azules de Anne se abrieron repentinamente en la habitación
de Vermont… Así dio fin su hermosa visión.
Justin se inclinó sobre ella y la miró fijamente; las lágrimas le saltaron a los
ojos.
Buscó algunas señales de vida. No las encontró.
Por una vez, o una de las pocas de su vida, Justin sintió una confusión
absoluta; no supo cómo proceder. Besó con ternura la frente de Anne apartando
los mechones de su largo cabello. Dijo algo a los chicos; todos se le acercaron, le
abrazaron y empezaron a llorar sobre su madre.
Justin anheló estar con Annie sólo un minuto o dos más… O incluso unos
segundos, por favor. ¡Por favor!
Necesito escuchar la voz de Annie una vez más.
Necesito decirle por última vez cuánto la amo.
Con dedos temblorosos, sintiendo un vacío inmenso en sus entrañas, Justin
cerró los ojos de Anne; intentó desesperadamente acomodarse a la idea de que
ella había muerto.
Por primera vez en muchos años pronunció las palabras de la Extrema
Unción, conocida ahora como el Ungimiento del Enfermo. Justin oró sobre Anne
cual un sacerdote ordenado, lo que él sería siempre de acuerdo con sus Sagradas
Ordenes y sus votos.
—Por la gracia del Espíritu Santo quiera Nuestro Señor concederte la
salvación y, en su infinita bondad, te lleve consigo.
Pronunció tales palabras con voz trémula, ahogada.
—María, Madre nuestra…, ama a esta mujer, Anne…, que también te ama,
lo sé bien.
Entretanto, Anne oyó que la Virgen le decía con suma suavidad: No te
asustes, Annie. No te asustes.
EPÍLOGO
Y allá en los Cielos apareció una gran maravilla; una mujer vestida con el sol, y la luna bajo sus pies y
la cabeza rodeada por una corona de doce estrellas.
REVELACIONES DE SAN JUAN
NOELLE
Noelle Beavier había cumplido precisamente diecinueve años en el momento
del accidente. Vivía con su madre de forma más o menos anónima en una
pequeña ciudad agrícola perteneciente al cinturón cerealístico del Medio Oeste
americano.
Jamás había visto un choque de automóvil como aquél en el cruce de la
Vandemeer Avenue.
Perturbó y entristeció a Noelle haciendo brotar lágrimas de sus suaves ojos
azules; le causó una sensación abrumadora de náuseas.
¿Cómo se toleraba que ocurriera un accidente tan horrible en la Vandemeer
Avenue?
¿Cómo podía haberlo permitido un Padre justo y amante?
Por primera vez en su vida, Noelle sintió una tremenda duda sobre los
designios contradictorios de Dios. Tornó lentamente la mirada hacia aquellos
restos retorcidos de un modo increíble.
La rubia, de un color amarillo brillante había chocado a una velocidad
excesiva y sumamente peligrosa contra un macizo castaño. El inflexible árbol
partió en dos con suma facilidad al coche de frágil construcción, atravesando
primero el bloque del motor, luego, los asientos delanteros y segundo hasta
detenerse por último en el asiento tercero o espacio para equipaje. Casi parecía
estar creciendo allí mismo.
El conductor y su joven esposa murieron al instante en los asientos
delanteros. Tres niños de corta edad resultaron también muertos. Una cuarta niña
muy pequeña con babuchas y pijama había sido proyectada fuera del vehículo y
estaba tendida sobre el césped de alguien, llorando sin ruido mientras la atendían
los hombres y mujeres de la vecindad que habían acudido presurosos al
escenario del trágico accidente.
Finalmente, Noelle no pudo soportar por más tiempo tanto horror y
sufrimiento.
Así pues, dio media vuelta y se alejó dejando atrás el desolador espectáculo,
la insufrible tristeza, los aullidos de las sirenas de coches policiales que se
aproximaban veloces.
Entonces, cuando Noelle se había distanciado lo suficiente para evitar que
nadie de la multitud se apercibiera… rezó hasta devolver la vida a la familia
perdida. Noelle hizo resucitar a la familia tal como hiciera otrora Jesús con
Lázaro.
Éste fue el primero de sus milagros.
Cuando la encantadora joven se alejaba más y más del lugar, no pudo
apercibirse de que se la vigilaba pese a sus esfuerzos para eludir la detección y
los problemas de la notoriedad.
Un único par de ojos curiosos siguieron a Noelle Beavier a lo largo de la
umbrosa calle franqueada por robles. Durante todo el camino hasta su casa.
Ojos relumbrantes, rojizos.
JAMES PATTERSON nació en Newburgh, Nueva York, en 1947. Estudió en el
Manhattan Collage para graduarse en la Universidad de Vanderbilt, fijando su
residencia en Florida. Después de trabajar en diversos proyectos mercantiles o
comerciales, se dedica enteramente a la literatura con indudable acierto. Es
indiscutiblemente el autor de thriller más vendido en todo el mundo. Tiene una
extensa obra a sus espaldas y ha recibido diversos galardones: el Edgar, el BCA
Mystery Guild’s Thriller of the Year y el International Thriller of the Year
Award, además del Thriller Master Award concedido por la International Thriller
Writers. Además ha escrito otro tipo de géneros, incluido novelas románticas.
La serie de Alex Cross, de la que se han vendido más de sesenta millones de
ejemplares en todo el mundo, ha dado lugar a adaptaciones cinematográficas
como El coleccionista de amantes, o La hora de la araña, con Morgan Freeman
en el papel de Cross. Su otra serie más famosa, El Club de las Mujeres contra el
Crimen ha sido llevado a la pequeña pantalla por la cadena de televisión
norteamericana ABC.
Fundó el James Patterson Page Turner Awards, colaborando con aportaciones
económicas muy sustanciosas para el fomento de la lectura y el amor a los
libros. Vive en Florida con su mujer y su hijo.