TRATADO DE LA ESPERANZA CRISTIANA
CONTRA EL ESPÍRITU DE PUSILANIMIDAD
Y DESCONFIANZA Y CONTRA EL TEMOR
EXCESIVO.
TRADUCIDA DEL FRANCÉS EN 1856.
AUTOR DESCONOCIDO (ROGAD POR SU
ALMA)
“No hay ningún cristiano tan desesperado que rehúse el
amar a Dios, si pudiere persuadirse que Dios le ama, y
que le ama tanto, que quiere llegar a hacerlo
eternamente participante del trono y reino de su
Unigénito Hijo”.
CAPÍTULO PRIMERO
La poca confianza en Dios causa grandísimos males a
las almas que quieren hacer progresos en las virtudes
cristianas.
I. Cuáles son estos males en general.
1. Una viva confianza en Dios es un manantial de toda suerte
de bienes. Ella arraiga, mantiene y fortifica todas las
virtudes, endulza todas las penas, debilita todas las
tentaciones: es un fecundo origen de toda especie de obras
buenas, es como un paraíso de bendición, y un modo de
bienaventuranza anticipada. Bendito el hombre, dice el
profeta Jeremías (1), que pone su confianza en el Señor, y de
quien el Señor es la esperanza. Él será semejante a un árbol
trasplantado a la orilla de las aguas, el cual extiende sus
raíces hacia el agua, que le humedece, y no temerá el calor
cuando venga el estío. Su hoja se mantendrá siempre verde:
no tendrá pena en tiempo de sequedad, no dejará jamás de
dar fruto.
La falta de esta confianza es por el contrario un manantial de
un sinnúmero de males: enflaquece todas las virtudes, llena
el alma de penas y amarguras, excita y fortifica todas las
tentaciones, impide el hacer multitud de buenas obras, y
muchas veces viene a ser como una especie de infierno
anticipado. Por esto San Bernardo no teme decir que la
desconfianza es el mayor estorbo que podemos poner a
nuestra salvación (2), no vertiendo Dios el aceite de su
misericordia sino en un corazón lleno de confianza. Nec
oleum misericordae nisi in vasa fiducae ponit (3).
2. Es fácil mostrar que la poca confianza en la bondad de
Dios es un estorbo para la verdadera virtud, para el espíritu
de oración, para el espíritu de reconocimiento, y para el
amor de Dios; y que a más de esto, es origen de las más
molestas tentaciones, y causa de muchas caídas, robando al
alma la paz que le está tan recomendada, y es tan necesaria
para cumplir todas sus obligaciones. Se verá en seguida de
este capítulo la verdad de todo lo que se acaba de decir.
II. La poca confianza en Dios es un grande estorbo para
la verdadera virtud.
1. Una confianza siempre débil y tímida hace la virtud
trémula e inconstante. Y semejante virtud a cada paso se
detiene con los más cortos embarazos, se entibia con los
menores contratiempos, y se desanima con las más ligeras
contradicciones. Es preciso a cada paso darle la mano para
sostenerla; y luego que le falta una guía exterior y apoyo
visible, se intimida, se cansa, y está siempre pronta a caer.
Ella se mantiene en una especie de infancia, en que no
puede tomar más alimento que leche: otro más fuerte y más
sólido, que fortifica a los demás, la ahogaría. Con esta
infancia y flaqueza, que debería ser aún más vergonzosa en
la vida espiritual que en la corporal, se queda, incapaz para
siempre de aquellas acciones de una virtud que necesita de
un poco de fortaleza y de valor.
2. Un alma en este estado no puede aprovecharse de los
motivos de temor, porque se encuentra oprimida de ellos.
También saca poco provecho de los motivos de confianza
porque no hacen en ella sino impresiones muy ligeras. De
todo lo que se dice, perteneciente al respeto debido a los
Sacramentos hace asunto de turbación y escrúpulo. Las
exhortaciones a penitencia y compunción más le perjudican
que le aprovechan, porque todo lo acrimina; y en vez de
encontrar en esto (como los demás) motivos de fervor, solo
ve razones para reprenderse con una severidad que la
oprime. Si cae, como no es difícil que suceda, en algunas
faltas un poco más considerables que las de inadvertencia, la
reprensión que le da su conciencia, la pone en tal
consternación, y después en una especie de desaliento, que
en vez de procurar humillarse delante de Dios con un dolor
tranquilo que le haga sacar provecho de sus mismas faltas, la
turba y le quita el gusto de los ejercicios devotos; lo cual
puede tener funestísimas consecuencias.
III. Es un estorbo para la oración
1. La esperanza es el manantial de que nace toda oración
cristiana; pero el riachuelo no puede correr sino a
proporción de la abundancia y plenitud del manantial. Una
esperanza tímida y trémula hace las oraciones que de ella
nacen tímidas y trémulas, y por consiguiente incapaces de
alcanzar mucho.
Santiago nos manda, que pidamos a Dios las virtudes que
necesitamos, sin dudar nada ni titubear: Nihil haesitans. El
que duda y el que titubea, añade, es semejante a la ola del
mar, que es agitada y llevada de aquí para allá por los
vientos. Luego, concluye este santo apóstol, no tiene que
imaginarse el tal hombre, que conseguirá alguna cosa del
Señor (1).
Al parecer todo se espera de Dios, pues se le pide y se le
ruega; y parece que nada se espera o casi nada, pues se
titubea con la desconfianza.
2. También se ve grande número de cristianos que establecen
como una obligación capital orar, y aun orar mucho. Pero
cuán pocos se hallan que oren y supliquen con aquella fe y
confianza a la cual Jesucristo lo ha prometido todo, y que
recomienda a todos. Cualquiera cosa que pidáis en la
oración, creed que la conseguiréis y se os dará. Nosotros
hacemos oraciones largas; pero mil pensamientos nos vienen
a intimidar. Hacemos algunos débiles esfuerzos para salir de
nosotros mismos, en donde no encontramos sino toda
especie de miserias y elevarnos hasta el origen de todo bien,
pero inmediatamente volvemos a caer dentro de nosotros
mismos por el peso de nuestra flaqueza, y mucho más por el
de nuestra desconfianza. Y aunque la mayor bondad de las
criaturas comparada con la de Dios sólo sea malicia, puede
ser que nos dirijamos las necesidades temporales a un amigo
rico, poderoso y experimentado, con más confianza que
aquella con la que acostumbramos dirigirnos a Dios, aun en
las necesidades espirituales, no obstante que nos manda y
nos convida Él mismo a que vayamos a Él como a nuestro
Padre. Tanto como esto son indignas de Dios nuestras
oraciones, y nuestra confianza injuriosa la ternura de tal
Padre.
IV. Es un estorbo para el espíritu de reconocimiento
1. El reconocimiento a las gracias que se han recibido, es
obligación esencial de la devoción. Pero este reconocimiento
supone necesariamente el conocimiento de las gracias y
misericordias de Dios; y no puede ser vivo y activo, sino a
proporción de lo que lo es el sentimiento que se tiene de las
gracias y misericordias recibidas: y este sentimiento nunca
es vivo en un alma que tiene poca confianza en Dios. No se
atreve a prometerse que recibirá mucho en adelante; y aun
no se atreve a creer que ha recibido mucho en lo pasado. Y
con semejante disposición, ¿cómo los afectos de
reconocimiento podrán ser vivos y capaces de hacer sobre su
corazón profundas impresiones?
2. Si se le representa algunas veces lo grande de las
misericordias que Dios le ha hecho, y se le obliga a que las
confiese, no por eso su reconocimiento se hace más vivo y
más activo. Su esperanza, siempre débil y trémula, apenas le
permite creer que es más dichosa, o está más favorecida de
Dios.
Se siente como movida a creer, que todas estas grandes
gracias no servirán sino para hacerla más desgraciada, y
para traer sobre sí más rigurosa condenación: y estas
reflexiones casi destruyen en ella la experiencia de las
misericordias de Dios y el espíritu de reconocimiento; lo cual
es un nuevo estorbo para el espíritu de oración, y para las
otras nuevas gracias que Dios le hubiera comunicado; «
porque la ingratitud, dice san Bernardo, es un viento
abrasador , que seca el manantial de las gracias, e impide que
corran hacia nosotros.
V. Es un estorbo para el amor de Dios.
1. Lo que disminuye tan fuertemente el sentimiento de las
gracias y misericordias de Dios, enflaquece necesariamente
el amor a este Señor. No se puede amar a Dios sino mientras
nos parece amable; y no nos parece amable, sino a
proporción de lo que los bienes que hemos recibido y
esperamos recibir, nos parecen grandes, y hacen mayor
impresión sobre nuestro corazón. No hay ningún cristiano
tan desesperado que rehúse el amar a Dios, si pudiere
persuadirse que Dios le ama, y que le ama tanto, que quiere
llegar a hacerlo eternamente participante del trono y reino
de su Unigénito Hijo. Pero nadie puede amar si no se cree
amado, si se cree desechado, si no tiene el consuelo de
agradar con su amor. Todo el fundamento de la virtud
depende del amor; pero el mismo amor depende
absolutamente de una viva persuasión de que Dios nos ama.
Con que es menester ante todas cosas establecer en nuestros
corazones esta íntima persuasión, como el fundamento
inmutable de toda devoción. Así el apóstol San Juan nos
representa a todos los cristianos como unas personas
enteramente convencidas de que Dios las ama. Nosotros
hemos reconocido, dice en nombre de todos, y creemos el
amor que Dios nos tiene.
2. Pero no se puede fijar en el entendimiento una verdad de
tanto consuelo como esta, y tan esencial para la devoción.
Nos entretenemos en discurrir en lugar de creer.
Todos, cuando les preguntan, dicen con la boca que creen; y
hay muchos menos de lo que se piensa que estén
íntimamente persuadidos de esto. Traemos en el fondo de
nuestro corazón un principio íntimo de incredulidad, de
perplejidad, de timidez, de desconfianza; y aun no hay
persona alguna que se purifique enteramente de esta
levadura.
3. Nos dejamos seducir con este discurso tan ordinario:
¿Cómo hemos de creer ser tan participantes de la caridad y
misericordia de Dios, cuando no vemos en nosotros sino
tinieblas, insensibilidad y una miseria tan universal y
profunda que no nos podemos sufrir a nosotros mismos?
Pero los que así hablan, ¿reflexionan que contradicen
públicamente a la Escritura, la cual nos enseña, que Dios nos
amó primero antes que encontrase en nosotros nada que
fuese digno de su amor? El amor de Dios hacia nosotros, dice
San Juan, consiste en que no somos nosotros los que hemos
amado a Dios, sino en que él mismo es el que nos amó
primero S. Pablo tiene gran cuidado de hacernos reparar, que
Dios hizo brillar su misericordia con nosotros en el tiempo
mismo en que éramos pecadores é impíos (2). El amor de
Dios no supone nada amable en lo que ama; porque su amor
es del todo gratuito, y no tiene otro origen ni otro
fundamento que una purísima misericordia.
4. El amor de las criaturas es débil e indigente: siempre
supone bondad en el objeto que ama, y no la produce; busca
en las criaturas algún bien, y con esto procura suplir alguna
cortísima parte de su indigencia y de sus urgencias. Mas
como este amor es impotente, no puede mudar la naturaleza
y calidades de los objetos; pero el amor de Dios es
infinitamente rico e independiente de sus criaturas. Vos sois
mi Dios, dice el Profeta (1), porque no necesitáis de mis
bienes. Nuestro amor no puede hacerle más dichoso.
Encuentra en la infinita plenitud de su ser y sus perfecciones
una soberana felicidad, que no puede tener aumento alguno,
así como no puede padecer ninguna disminución. Dios nos
ama, porque quiere amarnos, porque es caridad, porque es la
bondad y la misericordia misma; y no es necesario buscar
otra razón de su amor. Como este es amor omnipotente, no
supone bondad en el objeto que ama, sino que la produce en
nosotros y con nosotros en el grado que quiere.
5. Creamos, pues, que Dios es todo amor; que nos amó, no
obstante nuestra corrupción y nuestra indignidad.
Reconozcamos y creamos, como San Juan nos lo ordena, la
caridad que Dios nos tiene, y empezaremos a estar
penetrados de reconocimiento, de confianza y amor. No
opongamos nuestra insensibilidad a nuestra confianza;
contrapongamos, sí, nuestra confianza a nuestra
insensibilidad. Nuestra dureza nos hace dudar que somos
amados. Creámoslo, y no seremos ya duros ni incrédulos.
Trabajemos sin cesar en destruir en nosotros estas raíces
secretas que han infectado a los hombres; las que jamás
enteramente se arrancan del corazón de los fieles; que hacen
la fe mas lenta y menos viva; que suspenden la actividad de
la esperanza; y que son un preparado veneno contra la
caridad, la cual saca toda su fortaleza y su vida de aquella
persuasión en que estamos de que Dios nos ama y quiere ser
amado de nosotros. Conozcamos bien cuánto perjudica a
nuestro amor para con Dios una esperanza débil y tímida;
que no adelantaremos en este amor sino cuanto aumentemos
la confianza de ser amados del Señor. No opongamos
nuestras indisposiciones a nuestra esperanza, como si fuera
preciso tener disposiciones perfectas para esperar, y como si
estuviera en poder del hombre darle primero alguna cosa a
Dios, y ofrecerle lo que no se haya recibido de su bondad
enteramente gratuita. Siempre se ha de empezar afirmándose
en esta esperanza; y con ella empiezan las disposiciones
necesarias más grandes en unos, más imperfectas en otros. Y
muy distante de oponerse la necesidad de estas disposiciones
a la esperanza, por el contrario, con la esperanza se ha de
procurar alcanzarlas.
VI. La poca confianza en Dios es un manantial
peligrosísimo de tentaciones, porque roba al alma la paz,
la llena de turbaciones, y fortifica la oposición natural
a las virtudes cristianas.
1. El reino de Dios está desde ahora dentro de vosotros, dice
Jesucristo (1); y este reinado o reino de Dios consiste, dice S.
Pablo, en la justicia, en la paz, y en el gozo del Espíritu Santo
(2). Esta paz y este gozo interior son fruto de la justicia y de
la devoción cristiana, y no deben estar separadas, según
aquellas palabras de Isaías (3): La paz será la obra de la
justicia, y mi pueblo se sentará en la hermosura de la paz. Y
esta es aquella paz que sobrepuja a todo gusto y afecto, que
conserva nuestros corazones y nuestros entendimientos en
Jesucristo, que enflaquece y vence todas las tentaciones. Pax
Dei, quoe exuperat omnem sensum, custodiat corda vestra,
et intelligentias vestras in Christo Jesu.
Esta es aquella paz, aquel gozo de Espíritu Santo, que es toda
nuestra fortaleza y esfuerzo contra todos los ataques de los
enemigos de nuestra salvación, según estas palabras de la
Escritura (2): El gozo del Señor es nuestra fortaleza:
Gaudium Domini est fortitudo nostra.
2. Mas la desconfianza disminuye o arruina este gozo y esta
paz del alma, en que consiste toda su fortaleza; la llena de
escrúpulos, de timidez, de turbación, de inquietud, de
tristeza: y después de haberle quitado casi toda su fuerza, la
deja expuesta a una infinidad de tentaciones peligrosísimas a
las cuales esta desconfianza abre la puerta.
«El origen y el principio de las más funestas tentaciones,
dice el autor del libro de la limitación de Cristo, es la
inconstancia del alma y la poca confianza en Dios.»
3. La verdadera devoción debe ser sencilla, humilde y
tranquila. Todo lo que hace la virtud llena de escrúpulos, de
ansiedad le cavilaciones, es una tentación peligrosísima que
insensiblemente dispone para que se abandone el partido de
la devoción; pues ya el hombre tiene sobrada dificultad en
vencer la oposición continua que encuentra en la corrupción
de su naturaleza para la práctica de las virtudes cristianas.
Solo esta tentación trastorna a muchos que comenzaron
bien, pero que no tuvieron valor para sostener un combate
tan largo y tan penoso.
Más cuando en vez de la fuerza que un alma adquiere con los
ejercicios de devoción para mantener este combate, y vencer
su natural oposición a la virtud, no encuentra en las
prácticas de devoción sino penas, amarguras y dificultades
siempre nuevas, entonces la tentación se hace mucho más
fuerte y violenta, e infinitamente más capaz de desquiciar al
alma, y por lo menos hacerle abandonar una parte de sus
obligaciones.
4. Nuestro corazón busca natural y necesariamente la
felicidad: y el amor de esta es, dice S. Agustín, el principio o
móvil de todas sus acciones. Con que si no encuentra
ninguna felicidad en la devoción, la buscará fuera de la
virtud. Todo cuanto se hace con una grande repugnancia, y
contra todas las inclinaciones del corazón, cansa, disgusta; y
no puede durar mucho tiempo. Nada hay pues más peligroso
que dejarse arrebatar por los artificios del tentador el gozo y
la paz cristiana, bajo cualquier pretexto que sea.
VII. Esta tentación, aunque peligrosísima es, común
1. Por peligrosa que sea esta tentación no obstante es
comunísima; y con ella el demonio ataca y trastorna a las
almas temerosas de Dios. « ¿Cuántas se encuentran que,
considerando sin cesar su propia flaqueza, están, dice S.
Bernardo (1), abrumadas y abismadas en la pusilanimidad y
el desaliento? Estas personas habitan, no en el socorro del
Altísimo y la protección del Dios del cielo, sino en sí mismas,
en sus desconfianzas y penas.
Están enteramente ocupadas en sus achaques, en sus
enfermedades, y siempre prontas a hacer grandes relaciones
de lo que les pasa, y de lo que padecen. Están inquietas día y
noche, se atormentan con los males que sienten, y aún más
con los que aún no tienen. No quieren, según la regla del
Evangelio, que a cada día le baste su mal; sino que también
se molestan y agobian con temor de cosas que puede ser que
jamás sucedan. ¿Hay tormento mayor que este? ¿Hay
infierno más insoportable?»
VIII. Esta tentación es más engañosa que todas las
demás.
1. Aquellas tentaciones que mueven directamente a acciones
manifiestamente malas, no son las más peligrosas; porque la
visible malignidad de ellas horroriza. Las que se presentan al
entendimiento con cara de virtud, son mucho más peligrosas
para aquellos que viven devotamente; pues que son mucho
más seductivas, y no dejan percibir el lazo oculto que el
enemigo pone en ellas, y de esta especie son las que atacan
la esperanza. «Esta tentación, dice San Bernardo (l), es la
menos fácil de descubrir, y su causa está más oculta; pero
esta misma es más larga y más violenta que las otras, porque
el enemigo emplea todo cuanto tiene de maligno contra
nuestra esperanza.»
2. Preciso es obrar nuestra salvación con temor y temblor. Es
necesario llorar toda la vida los pecados pasados, trabajar
para corregirse de las faltas veniales, siempre desconfiar de
su propia flaqueza, temer los juicios de Dios, la profanación
de los Sacramentos y el abuso de la gracia, abstenerse de
todo lo que tiene apariencia de mal.
El número de los escogidos es cortísimo. Ninguno sabe si es
digno de amor o de odio, etc.
Estas todas son verdades, y verdades capitales. Pero Satanás,
que se transforma en ángel de luz, se sirve de ellas mismas
para seducir a las almas piadosas. Se las presenta separadas
de otras verdades, que servirían a suavizar el rigor de estas;
y poniéndoselas así, las llena de desconfianza, de espantos y
de turbaciones. Les hace todas las obligaciones de la piedad
cristiana insípida, amarga e insoportable; y finalmente las
lleva a que las abandonen en todo o en parte.
3. Habiendo tenido el demonio la osadía de tentar a
Jesucristo, no juzgó poderlo hacer mejor que sirviéndose
para este efecto de las mismas palabras de la Escritura, de
que hizo una mala aplicación: y este es el lado más ordinario
y más artificioso de que se vale contra las almas más
piadosas, empleando para seducirlas las verdades más
santas, mal aplicadas, pero según sus designios.
Estas son aquellas tentaciones del demonio meridiano, de
que habla San Bernardo explicando el versículo sexto del
salmo noventa las tentaciones que son las más temibles para
las personas devotas, porque el veneno está en ellas más
oculto.
1 Rom, II, 9-10.
2 Is, LVII, 20-21
X. Esta tentación es aún más peligrosa hacia el fin de la vida.
1. Es de temer que esta tentación de un temor y de una
desconfianza excesiva no se haga aún más fuerte y más
violenta al fin de la vida: porque entonces todas las
circunstancias son capaces de fortificarla, y el enemigo de la
salvación, que sabe quedan pocos instantes, y el tiempo urge,
no deja de aprovecharse de ella, y redoblar sus esfuerzos. Se
aprovecha ventajosamente de aquel caimiento en que
ordinariamente está el cuerpo y el alma en aquella hora, para
llenar la imaginación de tristes ideas, y cubrir el
entendimiento de espesas nubes. Representa vivamente al
alma, que es cosa horrible caer en las manos de un Dios vivo,
y verse obligada a presentarse dentro de algunos instantes
en el tribunal de un supremo Juez de vivos y muertos. Les
pone delante de los ojos la espantosa imagen de una
eternidad abrasadora , el abuso de las gracias de Dios, la
memoria de tantos pecados, por los cuales se ha merecido
más que otros millares de hombres de haber de ser precipita
a aquellos estanques de fuego y de azufre, para ser
atormentada en ellos por los siglos.
2. Es fácil comprender cuán terrible y peligrosa es semejante
tentación en aquellos últimos instantes, para las personas
que toda la vida han estado gobernadas de un temor y
desconfianza excesiva. ¿Y cómo puede dejar de ser esta
tentación temible a tales gentes, cuando tantas veces se
experimenta que aquellas mismas que no estuvieron sujetas
durante el curso de su vida esta timidez, se ven algunas
veces fuertemente trastornadas al acercarse la muerte, no
obstante de habérseles advertido hasta entonces mucha
virtud, confianza y amor?
3. El mismo demonio hace que sea motivo de escándalo
bastante ordinario contraía virtud esto mismo, persuadiendo
a los malos cristianos, que parar morir bien, no es tan
importante, como se dice, vivir practicando fiel y
constantemente todas las virtudes; pues los mismos que
siempre vivieron de esta suerte, no adquieren con su
devoción y todas sus virtudes más fortaleza para asegurar
contra los espantos de una muerte próxima, en la que se
manifiestan tan turbados como los demás. El demonio
procura también hacerles mirar, como puras ideas faltas de
solidez, aquellas grandes máximas de la Religión cristiana:
que la muerte es para los justos el fin de su miseria y su
destierro, y el principio de su bienaventuranza; que ellos han
recibido ya las primicias del Espíritu Santo, para suspirar por
el cumplimiento de la adopción de los hijos de Dios, y verse
libres de sus cuerpos; que el carácter de los verdaderos
cristianos es vivir siempre en la expectación y la esperanza
del advenimiento glorioso del gran Dios nuestro Salvador
Jesucristo: deseando y como adelantando con su anhelo el
advenimiento del día del Señor; estando siempre prontos a
salirle al encuentro cuando él venga a las bodas, y abrirle
luego que llame a la puerta; mirando con gozo la cercanía del
último día, persuadidos que su perfecta redención y su plena
libertad se aproxima. Así es como los espantos que
manifiestan algunas personas devotas en sus enfermedades
son perjudiciales a la misma devoción, y dan al demonio
ocasión para desacreditarla, y disminuir su estimación y
aprecio en el concepto de muchos cristianos.
XI. El espíritu de pusilanimidad y desconfianza es
injurioso a Dios, que nos lo ha prohibido expresamente.
1. Nunca se podrá demasiado hacer conocer a las personas
devotas cuanto les importa estar alerta contra el espíritu de
pusilanimidad, no abandonarse a la desconfianza y a la
tristeza, sino conservar en todo tiempo y en todas
circunstancias una viva confianza en la bondad de Dios, una
paz y un gozo santo. Así el Espíritu Santo ha tenido cuidado
de repetir este aviso en cien partes de la Escritura, para
obligarlas a que pongan en este una atención muy particular
a Dios no se le honra con la desconfianza, la turbación y el
caimiento de espíritu: todo esto le ofende, injuria su bondad,
nos aleja de él, y aleja de nosotros sus auxilios. Nuestras
desconfianzas y nuestros temores son más capaces de hacer
que Dios nos deje caer en aquellos mismos males que
tememos, que una entera confianza en su misericordia.
2. San Pedro caminó con seguridad sobre las olas del mar
agitado de una grande tempestad, mientras no considero
más que la bondad y el poder de Jesucristo, a quien quería ir
a encontrar; y no empezó a hundirse en el agua, sino cuando,
espantado por la violencia de los vientos, empezó a temblar,
y a faltarle la confianza. Oh hombre de poca fe y confianza,
¿Por qué has dudado[3]? Desgraciados aquellos a quienes les
falta el ánimo, que no se fían de Dios, y por lo tanto los
protege[4]. Luego nuestra principal obligación es desterrar
esta pusilanimidad y esta desconfianza, que es causa de
nuestras caídas y nuestras desgracias: porque ella es la causa
de que Dios cese de protegernos, y afirmarnos más y más en
la esperanza, que es el manantial de la paz y del gozo del
corazón, y de todo género de bienes. Vosotros los que teméis
al Señor, esperad en él, y os hará misericordia, y su
misericordia será vuestro gozo[5]. El que adora y sirve a
Dios con gozo, será bien recibido de él, y su oración subirá
hasta las nubes[6]. Regocijaos en el Señor, y él os dará todo
lo que vuestro corazón pidiere[7]. La paz y el gozo del
corazón es la vida del hombre, y un tesoro inagotable de
santidad[8]. Por el contrario, la tristeza del corazón es una
llaga universal[9]: porque derrama el tedio y la amargura
sobre todas las acciones, cubre el entendimiento de
pensamientos é imágenes oscuras, se opone a la confianza y
amor de Dios, a la ternura, a la compasión, y al sufrimiento
del prójimo: ella excita la cólera, la impaciencia, el odio, la
envidia, destruye hasta la misma salud del cuerpo, y
finalmente es una llaga universal. No abandones, pues, tu
alma a la tristeza, y no te aflijas a ti mismo con la agitación
de tus pensamientos[10]. Ten compasión de tu alma,
haciéndote agradable a Dios, reúne tu corazón en la santidad
de Dios, y arroja lejos de ti la tristeza, porque ella ha causado
la muerte a muchos, y para nada es útil[11].
(3) Matth., XIV, 31
(4) Eccli., II, 15
(5) Ibid., XXXV, 20
(6) Eccles., XXX, 23
(7) Eccli., II, 9
(8) Psalm. 36
(9) Eccles., XXV, 17
(10) Eccli., XXX, 22
(11) Ibid., 24-25
XII. Jesucristo y sus apóstoles han tenido un cuidado
muy particular de precavernos de la desconfianza, de la
turbación y del temor excesivo, y nos recomienda la
confianza, la paz y el gozo en los mayores males
1. Es muy de notar, que Jesucristo empleó sus últimos
cuidados en enseñar a su discípulos, y en su persona a todos
los fieles estas importantes verdades; que en aquel admirable
sermón que les hizo después de la cena ultima yendo a
empezar su Pasión les dejo como herencia su gozo, y su paz
como por testamento: les mandó expresamente que
desterrasen de su corazón la turbación y espanto, y les
repitió esta importante verdad de diferentes modos, para
obligarles a que pusieran en ella más atención. Vuestro
corazón no se turbe: vosotros creéis en Dios, creed también
en mí[1]. Efectivamente basta para calmar todas las
turbaciones, creer que tenemos a Dios por Padre, y su
Unigénito Hijo por Mediador. Yo os dejo la paz, yo os doy mi
paz: yo no os la doy como el mundo la da. Vuestro corazón
no se turbe, y no se deje abatir del temor[2]. Os he dicho
todas estas cosas para que mi gozo permanezca en
vosotros[3]. Pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea
lleno[4]. Os he dicho estas cosas para que tengáis la paz en
mí. Estaréis oprimidos en el mundo; pero tened confianza, yo
he vencido al mundo[5], por mí y por vosotros. Hablando
después con su Padre en aquella oración tan divina que le
dirigió por sí y por aquellos que su Padre le dio: y dijo esto
estando aun en el mundo, para que tengan en sí mismos la
plenitud de mi gozo[6]. Los apóstoles, que habían recibido
tales instrucciones de Jesucristo, no se han cansado de
inculcarlas a los fieles, y todas sus epístolas están llenas de
estas instrucciones.
[1] Joann., XIV, 1
[2] Ibid., 27
[3] Ibid., XV, 11
[4] Ibid., XVI, 24
[5] Ibid., 33
[6] Ibid., XVII, 13
XIII. Las almas piadosas no deben dejarse llevar a la
turbación y desconfianza, aunque no experimenten en sí
esta paz y este gozo.
1. Aunque este gozo y esta paz en el Espíritu Santo esté tan
unido con la justicia cristiana, es preciso, no obstante, que
los que viven piadosamente no se dejen abatir y desanimar
con el pretexto de que no sienten en sí esta paz y este gozo, y
al contrario se ven muchas veces turbados y agitados; ni por
esto se han de persuadir que no participan dé la justicia
cristiana. En aquel pasmoso sermón después de la cena, en
que Jesucristo recomendó repetidas veces el gozo y la paz
como los legados más preciosos que quería dejar a todos sus
verdaderos discípulos, hallamos con qué consolar y asegurar
a las personas piadosas de quienes vamos hablando.
Jesucristo tuvo cuidado de decir expresamente: Vuestro
corazón no se turbe[1],
Y aun cuidó de repetirlo segunda vez: vuestro corazón no se
turbe, y no se deje abatir del temor[2]. No prohíbe pues
Jesucristo sino aquella turbación del corazón que proviene
de la poca confianza en su poder y en su bondad así no
prohíbe aquella turbación ni espantos de los sentidos ni de la
imaginación, de los cuales el alma no siempre es dueña;
porque mientras la parte inferior del alma está agitada, la
superior puede y debe conservarse en paz.
2. Jesucristo mismo por una espantosa humillación, que era
tanto más digna de su amor infinito, cuando aparecía más
indigna de su majestad, ha querido experimentar en si el
tedio, la tristeza y el temor, hasta caer en una agonía, que
por un prodigio inaudito salió de todas las partes de su
cuerpo un sudor de sangre, que corría hasta la tierra, y al
mismo tiempo que en la cruz sacrifica su vida por la gloria
de su Padre, se queja de que su Padre le abandona,
haciéndole llevar a su alma santísima todo el peso de su
justicia y santidad, sepultándola en un mar de dolores y
amarguras y de desolación , privándola de todo gusto, de
todo gozo, de todo consuelo, sino del de obedecer a costa de
todo a la voluntad de su Padre. Hasta esto le abatió su
caridad infinita, para asegurar y consolar a los más débiles
miembros de su cuerpo místico en los disgustos, temores,
tristezas, privación de todo gozo y consuelo sensible que
pudiesen experimentar en el curso de la vida cristiana;
enseñando con esto, así a los más perfectos, como a los
flacos, que todo lo deben sacrificar a Dios, tenerse por
dichosos de obedecerle, y sufrir por su amor la privación de
todo consuelo y de todo gozo; sino del de hacer su santísima
voluntad, cueste lo que costare.
3. Mientras la parte inferior de nuestra alma esta atediada,
tímida y triste, puede haber en la parte superior de ella cierto
gozo y cierta paz; y ser muy verdaderos este gozo y esta paz,
aunque no se sientan a causa del temor y tristeza que
ocupan la imaginación y los sentidos; porque escrito está:
Que el justo vive por lo fe[3], pero no por lo que siente.
Cuando los ministros de la iglesia bautizan, absuelven, ó
consagran el Cuerpo de Jesucristo, no sienten estos
ministros en sí mismos aquel divino poder con que ponen
presente en los altares a Jesucristo, sacan (por decirlo así) las
almas del infierno, y les abren las puertas del cielo con la
remisión de los pecados que comunican los Sacramentos del
Bautismo y Penitencia: ni tampoco los que reciben estos
Sacramentos sienten en sí mismos estos admirables efectos;
y no obstante, ni los unos ni los otros lo dudan ¿Por qué?
porque unos y otros juzgan por la fe, no por lo que sienten.
Pues del mismo modo se ha de juzgar de aquella paz y de
aquel gozo que Dios nos recomienda tan fuertemente en las
Escrituras del Nuevo y antiguo Testamento, no
gobernándonos por lo que sentimos, sino por los principios
de la fe que profesamos. Es verdad que esta paz y este gozo
es algunas veces sensible: quiere decir, se experimenta una
cierta dulzura una suave afección, cierto gusto, que Dios da
muchas veces al principio de la conversión más que en lo
sucesivo. Entonces debe recibirse esta gracia con humildad;
pero sin apegarse demasiado a ella: porque acostumbra el
Señor retirarla cuando las almas se hallan fortificadas y
arraigadas en las virtudes cristianas. Les conviene mucho
que este gozo sensible no dure siempre; y que en su lugar
sustituya, como lo hace, un gozo puramente espiritual: un
gozo que, a pesar de la turbación misma de los sentidos y de
la parte inferior del alma, se mantenga oculto en lo íntimo
del corazón y de la voluntad. Y este gozo no es otra cosa sino
un cierto vigor, una cierta fortaleza toda interior y espiritual,
que sostiene al alma contra las tentaciones; que la hace
cumplir todas sus obligaciones, por lo menos en las cosas
esenciales; que la tiene sumisa a Dios y a su santa voluntad,
aun en medio de las mayores agitaciones; que la hace
superior a todos los falsos gozos y mortales dulzuras del
pecado; y la hace preferir el placer y la felicidad de vivir en
castidad, en humildad, en caridad, en templanza, y en las
otras virtudes cristianas, a aquel gusto que podría buscar
(como lo hacen otros) en los delitos opuestos a estas
virtudes.
4. Esta paz y este gozo es inseparable a la justicia cristiana, y
siempre permanece en lo íntimo del corazón de todos los
justos aunque muchas veces la turbación amor que se elevan
en la parte inferior, lo inclinen a creer que no la tienen. Así
lo asegura San Bernardo, y consuela estas almas piadosas
diciendo[4]: « Hay muchos que se quejan de que raras veces
experimentan esa afección sensible, y este placer más dulce
que la mas excelente miel, como dice la Escritura. Estos no
consideran, que proviene de que Dios los ejercita en la
tentación y en los combates, mientras dura esto; y que
manifiestan mucha más firmeza y valor cuando así se
abrazan con las virtudes, no por gusto que en ellas se
encuentra, sino por ellas mismas, con solo el deseo de agrada
a Dios, practicándolas con una entera aplicación aunque no
con una entera satisfacción. Y lo indubitable, que el que obra
de este mal obedece perfectamente a aquel consejo saludable
del Profeta: Regocijaos en el Señor porque no habla el
Profeta tanto del gozo sensible que nace de la afección,
cuanto del gozo efectivo que produce la acción: porque
aquella afección propiamente pertenece a la bienaventuranza
que esperamos en el cielo; y la acción es propia de la virtud
que debemos practicar en esta vida.»
5. En este sentido se cumplen en todos los verdaderos
cristianos aquellas palabras tan notables de S. Pablo: Haced
reinar y triunfar en vuestros corazones la paz de Jesucristo, a
la cual habéis sido llamados[5]. Estos encuentran la paz de
Jesucristo en las turbaciones, en las contradicciones, en los
males, en las adversidades, en la vida y en la muerte: porque
en todo esto encuentran la voluntad de Dios, y ponen su
descanso en la sumisión a esta divina voluntad. Aun
encuentran esta paz de Jesucristo en sus miserias y
enfermedades espirituales, en la guerra y contradicción de
sus pasiones, en la agitación de sus pensamientos, en la
turbación y espanto de su entendimiento, de su imaginación
y de sus sentidos, y hasta en sus mismos defectos o faltas,
como se explicará en su lugar con extensión. Ellos remedian
cuanto pueden todos sus deslices voluntarios; se humillan
por sus defectos y flaquezas, aunque involuntarias, por la
agitación de sus pasiones, y por los pensamientos que no
pueden impedir. Porque la voluntad de Dios es que se
humillen y giman por estas; pero las sufren con una humilde
paciencia, y sin perder la paz del corazón: y pues Dios quiere
que vivan en este mundo con estas contradicciones, se
someten humildemente a sus órdenes, esperando en su
bondad una perfecta curación, cuando quiera hacerlo. Así la
paz de Jesucristo reina siempre con superioridad en el
corazón, y se hace vencedora de la turbación. Hablaremos
pues otras veces más de una materia que es tan importante
en la vida espiritual.
[1] I Joann., XIV, 1
[2] Ibid., 27
[3] Rom., I, 17; Gal., III, 11, y Hebr. X, 38
[4] S. Bern. Serm. 5 in Quadrag. N° 7
[5] Coloss., III, 5.
CAPÍTULO SEGUNDO
De las diferentes relaciones de la fe y de la esperanza
I. Necesidad de la fe, de la esperanza y de la caridad
1. Por ahora permanecen estas tres virtudes, la fe, la
esperanza y la caridad[1]. San Pablo en este pasaje nos
enseña, que hay una grande diferencia entre estas tres
virtudes y entre los dones de profecía, el don de lenguas o de
milagros, el don de gobernar a otros, el don de
discernimiento de espíritus, el don de asistir a sus hermanos,
el don de hablar con alta sabiduría, de hablar con ciencia, y
los otros dones espirituales, de que había hablado a los
Corintios en el capítulo precedente. Todos estos dones no
son necesarios a cada uno de los fieles; porque se puede
conseguir la salvación eterna sin haber tenido la menor parte
de ellos. Estos dones más miran a la utilidad de los otros, que
a la ventaja particular de aquellos a quienes Dios los
distribuye. Pero no sucede así en la fe, en la esperanza y en
la caridad. Por ahora, dice el Apóstol, esto es, en el estado
presente de la Iglesia en la tierra, estas tres virtudes, la fe, la
esperanza y la caridad, permanecen, y subsistirán hasta el fin
de los siglos. Estas virtudes son esenciales a toda la iglesia en
general, y de una indispensable necesidad para cada uno de
los miembros de la Iglesia en particular. Sin ellas ninguno ha
podido jamás ni podrá conseguir la salvación.
2. Así como está escrito que es imposible agradar a Dios sin
la fe[2]; del mismo modo está escrito: Desgraciados de los
que les falta corazón, que no confían en Dios; que han
perdido la firmeza de su esperanza[3]; y que Dios por esta
razón no los protege[4]. Y también está escrito, que el que no
está muerto[5]. Si alguno no ama a nuestro Jesucristo sea
excomulgado[6]. Toda la ley y los profetas, todo el culto de
la verdadera Religión y creencia consiste en el ejercicio de
estas tres virtudes: porque, como dice S. Agustín, «con la fe,
con la esperanza y con la caridad se ha de honrar a Dios.»
3. Estableciendo Dios su Religión, ha querido formar en la
tierra un pueblo que le fuese enteramente consagrado, una
raza escogida, una nación santa, una sociedad de hombres
separados de todos los demás; de hombres que, viviendo en
este mundo tuviesen su entendimiento y su voluntad
levantados sobre todo lo visible; hombres que reputasen por
nada las cosas visibles, porque pasan con el tiempo, y que no
pusiesen su corazón sino en las invisibles, porqué son
eternas; unos hombres que, mirando todos los bienes y males
de esta vida como indignos de detenerlos y ocuparlos,
hiciesen profesión de creer otros bienes y males infinitos que
no se ven con los ojos corporales, y de esperar y amar una
felicidad que ni los ojos han visto, ni los oídos han oído, y
que el corazón del hombre jamás la comprendió [7];
finalmente, unos hombres que no fuesen de este mundo[8],
sino que habitasen en la eternidad, y que fuesen ya por su fe,
por su esperanza y por su amor, los ciudadanos de la misma
ciudad que los santos y los domésticos de Dios[9].
4. Es, pues, de suma importancia el hacer comprender bien a
todos, que la esperanza es tan indispensablemente necesaria
como la fe, y que sin esperanza no hay salvación; pues
habiendo poquísimos cristianos que no tengan horror a todo
lo que ofende en lo más mínimo a la fe, y aun a las virtudes
que se llaman morales, hay no obstante muchísimos que no
tienen el mismo horror a cuanto pueda disminuir la
esperanza cristiana. Algunos conciben un grandísimo
escrúpulo de formar la menor duda contra la fe, de detenerse
en pensamiento contrarios a la castidad; y por un extraño
abuso no temen, no digo debilitar, ni casi destruir en sí
mismo la esperanza, entregándose a inquietudes y
desconfianzas continuas en la bondad de Dios; no
reflexionando que la fe sin esperanza les será inútil; y que les
está mandado no solamente el conservarla, mas también
fortificarla y hacerla crecer más y más. No es un simple
consejo, sino un mandamiento impuesto a todos, el caminar
siempre en el aumento de la fe, de la esperanza y de la
caridad. Si nos está mandado amar a Dios con todo nuestro
corazón[10], sin ceñirnos voluntariamente a cierto grado de
amor; del mismo modo que nos está mandado tener
confianza en Dios con todo nuestro corazón[11], sin
ceñirnos voluntariamente a grado alguno de confianza. Y la
iglesia tiene gran cuidado de pedir para cada uno de sus
hijos este acrecentamiento de la esperanza, como puede
verse especialmente en la oración del Oficio y de la Misa del
domingo trece después de Pentecostés.
[1] I Corinth., XIII, 13.
[2] Hebr., XI, 6.
[3] Eccli., II, 15-16
[4] Psalm. 17; ibid., 91
[5] II Joann., III, 14.
[6] I Corinth., XVI, 22.
[7] Corinth., II, 9.
[8] Joann., XVII, 16
[9] Ephes., II, 19
[10] Deut., VI, 5; Math., XXII, 37; Luc., X, 27
II. Unión y dependencia de la fe, de la esperanza y de la
caridad.
1. Hay una trabazón y dependencia esencial entre estas tres
virtudes teologales o divinas. La fe sirve de fundamento a la
esperanza, y las dos a la caridad. Como no hay esperanza sin
fe, tampoco hay amor de Dios sin esperanza, como ya lo
hemos manifestado. La fe, que es la raíz de la virtud y de la
justicia cristiana, se nos ha dado para ser el fundamento de
las cosas que se deben esperar[1], y hacérnosla como
presentes y visibles. Para acercarse a Dios, esto es, un ser
soberanamente perfecto, y por consiguiente soberanamente
amable; sino que también es preciso creer, que recompensara
a los que le buscan[2], le desean y le aman; y que después de
haber ejercitado y probado su fe, su esperanza y su amor con
los males y tentaciones de esta vida, que dura solo algunos
instantes, recibirán de su bondad y de su justicia la corona
de la vida que les ha prometido. Esto es por lo que Dios no se
avergüenza de ser llamad su Dios, porque les ha preparado
una ciudad[3].
2. Estas últimas palabras merecen particular atención. Dios,
según discurre el Apóstol, se avergonzaría de llamarse su
Dios, si no les recompensara como Dios, si no les hubiera
preparado una ciudad celestial, una felicidad
verdaderamente digna de su bondad y magnificencia, un
reino eterno, en cuya comparación todos los imperios de este
mundo no son más que granos de arena. Por esto Dios,
llamándoos al Cristianismo, os ha dado el espíritu de
sabiduría y de revelación y ojos iluminados de vuestro
corazón, para que conozcáis y comprendáis cual es la
esperanza que os ha llamado, y cuales las riquezas y la gloria
de la herencia que os destina[4].
3. Se ha de poner, pues, cuidado en no separar lo que Dios ha
unido, esto es, la fe, la esperanza y la caridad. Es preciso
creer no solo los misterios de la Religión, y todo lo que Dios
ha hecho por la salvación de los hombres, porque esta fe
podría estar destituida de confianza y de amor. Debemos más
de esto, como dice el apóstol S. Juan conocer y creer el amor
que Dios nos tiene[5]. Debemos creer con una viva y fuerte
confianza, que nos ha amado con un amor eterno nos ha
atraído a si por un efecto de su bondad y misericordia[6]; y
que por la gracia de nuestra vocación (gracia que no ha
hecho a tantos millares de pueblos enteros), nos ha
arrancado del poder de las tinieblas, y nos ha hecho pasar al
reino de su Hijo muy amado[7]; que nos ha hechos sus hijos,
miembros de este Hijo amado, y de la iglesia su esposa: se ha
hecho nuestro Padre, y somos hijos suyos; nos ama con
aquel mismo amor con que ama a su Hijo Unigénito, como
que somos parte de este Hijo y de su cuerpo místico, y como
que debemos ser por toda la eternidad los coherederos de su
gloria; que para merecernos esta gloria ha enviado a su Hijo
Unigénito al mundo, revestido de todas nuestras miserias,
excepto el pecado; y que por un exceso de amor, que será
siempre la admiración de todos los espíritus celestiales,
sacrifico en medio de los mayores tormentos y de las más
grandes ignominias la vida de este Hijo, de la cual un solo
instante era más precioso que la vida natural de todos los
hombres; que le ha hecho llevar en lugar de nosotros todo el
peso de su justicia; que en el cielo mismo, en donde le ha
hecho sentar a su derecha, le ha establecido Mediador
nuestro, nuestro Pontífice, nuestra víctima y nuestro
Abogado, para que en todo tiempo y en todas nuestras
necesidades tuviésemos franca entrada cerca del trono de su
gracia ¿Puede un cristiano estar persuadido de estas
verdades, sin sentirse todo penetrado de afectos de confianza
y amor? ¿Y no deberá mirarse como un monstruo de
ingratitud y de malicia, si no tuviese confianza y amor para
con un Dios que le ha dado testimonio de bondad, que
sobrepujan infinitamente toda la inteligencia humana y
angélica?
4. Tanta como esta es la unión y concatenación de la fe, de la
esperanza y de la caridad, que nacen la una de la otra. Así
como es la vida civil y natural, que es una imagen de la vida
espiritual. Un hombre empieza creyendo con fe humana, dice
S. Agustín que tal persona es su padre. Después si aquello
que sabe ser su padre, es un hombre muy rico y de gran
calidad, espera y aguarda de él todo género de ventajas
según el mundo: y después de esto sería tenido por un
ingrato y un malvado, si no amase a un padre de quien tanto
ha recibido, y de quien todo lo espera. Si este hijo no
descansase en la atención y bondad de tal padre para todas
sus necesidades temporales; si al contrario viviese con
perpetuas inquietudes de todo lo que necesitase, y aun de su
mismo acomodo ¿Quién diría que este hijo obrara como hijo
de tal padre? ¿Quién podría juzgar que semejante hijo estaba
muy persuadido que tenía la felicidad de disfrutar de tal
padre, pues se portaba con él como si fuera algún extraño, o
a lo más como haría un esclavo con su amo? ¿Pues, como un
cristiano puede lisonjearse que obra como hijo de Dios, si no
descansa enteramente en la atención y ternura de un tal
padre? ¿Si no se alivia del cuidado de sí mismo, fiándose de
su bondad, esperando que le conservara, y hará que crezca
en él su gracia, por aquella misma misericordia por la cual le
plugo dársela, poniéndole por el Sacramento de la
regeneración y de la adopción divina en cualidad del hijo
suyo? Es propiedad de la confianza cristiana hacer que el
hombre obre como verdadero hijo de Dios; y es difícil
comprender, que un cristiano que no obra con este espíritu,
y que al contrario vive agitado, espantado, inquieto, y
continuamente desconfiado de la bondad de Dios, esté
sinceramente persuadido, que tiene la dicha de reconocer a
Dios por Padre, que está en su casa, que es su iglesia, no
como un extraño o como un esclavo, sino como uno de sus
hijos.
[1] Hebr., XI, ¡.
[2] Ibid., 6
[3] Ibid., 16.
[4] Ephes., I, 17-18
[5] Joann., IV, 16
[6] Jerem., XXXI, 3
[7] Coloss., I, 13.
III. Creer sin esperar no es propiamente creer como
cristiano, sino creer como demonio.
1. La fe y la esperanza son dos virtudes tan estrechamente
unidas entre sí, que en la santa Escritura la fe muchas veces
se toma por esperanza, y la esperanza por la fe; y el defecto
o falta de esperanza se llama incredulidad. De aquel número
infinito de miserables que recurrían a la boda de Jesucristo
para pedirle el remedio de sus males no leemos en toda la
historia del Evangelio que ni a uno solo haya negado lo que
deseaba. Mas antes de conceder estas gracias vemos que
acostumbraba exigir de ellos la fe como disposición
necesaria; o después de haberles concebido lo que deseaban,
declaraba que su fe los había salvado. Pero Jesucristo no
quería dar a entender, que aquella fe que les pedía y
escuchaba, solo era una simple persuasión de su poder
infinito, sino que también entendía la confianza de su
bondad omnipotente.
2. No se puede pues separar la esperanza de la fe cristiana:
porque Dios no se hace conoceré por la fe, sino con el fin de
que esperemos en su Majestad. Señor, dice el Profeta, todos
aquellos que conocen vuestro nombre, esperen de vos[1].
¿Qué de cosas admirables no ha hecho el Señor conocer a
nuestros padres, mandándoles pasar la noticia de ellas a sus
hijos, para que pongan en Dios su confianza[2]?
3. En el Símbolo, que tantas veces rezan todos los cristianos,
y la mayor parte tan mal, con precipitación, sin devoción
afectuosa, y aun muchas veces sin atención, aunque todas las
palabras sean otros tantos actos de fe sobre los principales
misterios de la Religión; en el Símbolo, repito, no decimos:
Yo creo un Dios, Tampoco decimos: Yo creo a Dios; sino
decimos: Creo en Dios. Y esta expresión significa, según la
explicación que dan los teólogos después de los SS. Padres, el
movimiento de un alma que camina y se eleva a Dios, como
al soberano bien a quien desea unirse, en el cual espera
encontrar su descanso perpetuo; y que dice por las
disposiciones secretas e íntimas de su corazón, como allá el
Profeta: Mi felicidad es estar unida con Dios, poner mi
esperanza en él, que es el Señor[3], el Dios de mi corazón y
mi herencia por toda la eternidad[4]. Esta es propiamente la
fe de los cristianos. Esto es creer como tales; creer
esperando. Esto es por lo que el símbolo es llamado por los
Padres el símbolo de nuestra esperanza, y podemos
pronunciar las primeras palabras del Credo, sin hacer una
profesión solemne de que confiamos en Dios, como que es
nuestra primera y nuestra más esencial obligación.
4. Mas creer sin esperar, es fe de demonios. Creer que hay un
solo Dios, un solo Jesucristo, y todos los demás misterios,
también los demonios lo creen; y no solo lo creen sino que se
estremecen[5]. Pero lo que distingue la fe de los verdaderos
cristianos de la de estos espíritus malignos es la esperanza
pues creyendo los demonios que Dios ha enviado a
Jesucristo al mundo para atormentarlos y perderlos, los
cristianos creen que ha venido para salvarlos.
[1] Psalm. 9
[2] Ibid. 77
[3] Ibid. 72
[4] Ibid
[5] Jacob, II, 19.
IV. Faltar a la confianza en Dios es, según los Padres
una especie de idolatría.
1. Ya mucho tiempo ha que los ídolos de madera, de piedra o
de metal se destruyeron en el mundo, y se demolieron los
templos de los falsos dioses del paganismo; pero en lugar de
estos ídolos materiales, el diablo ha sustituido otros más
espirituales. Según San Agustín y San Bernardo, los
cristianos que se representan a Dios de otro modo que es, y
forman de él una falsa idea, se forman un ídolo en su
corazón, y se hacen un dios falso en vez del Dios verdadero:
Formant sibi idolum pro Deo. Aquellos que en medio de sus
pecados se figuran a Dios como si no tuviese más que
bondad sin justicia, y esperan que continuando en vivir
violando sus mandamientos y los de la Iglesia, Dios no los
dejará de salvar, y no castigará sus excesos, se forjan un
ídolo, y hacen en su corazón un Dios falso en lugar del
verdadero, pues es muy otro de lo que se figuran. Si es
infinitamente bueno, es infinitamente justo. Si hace
experimentar cuán rico es en misericordia con aquellos que
sinceramente se convierten dejando sus delitos, también es
imposible que no haga sentir el rigor de su justicia a los que
no los dejan.
2. Más los que están siempre agitados de desconfianza y de
inquietudes, figurándose a Dios como un juez severo, que
solo tiene rigor y justicia, que es inexorable en las menores
faltas (como si no buscase más que ocasiones para perder a
los hombres), se forjan también otro ídolo en sí mismos por
la falsa idea que forman del Dios verdadero porque este es
muy otro del que se imaginan. Si es infinitamente justo, es
también infinitamente bueno. Castiga, si, a los que
perseveran en sus pecados, porque es justo, pero perdona a
todos aquellos que se convierten, porque es bueno. Castiga y
tiene misericordia; pero con esta diferencia, que castiga con
repugnancia y porque le obligan a ello y perdona, a nuestro
modo de hablar, su propio genio: De nostro justus, dice un
Padre de la Iglesia, de suo misericors. No encuentra en sí,
sino en nosotros, el porqué de la justicia; pero no encuentra
sino en sí y en el fondo infinito de su bondad los motivos
que le hacen ejercitar su misericordia: porque perdonando y
teniendo misericordia es como gusta particularmente que
luzca su omnipotencia: Deus, qui omnipotentiam tuam
parcendo maxime, et miserando manifestas ¡Oh, cuán grande
es la misericordia del Señor y su bondad en perdonar a los
que se convierten a él, porque no todo se puede encontrar en
los hombres: es decir, porque los hombres no pueden ser
perfectos, y carecer de delitos ni pecado. Tanto como el cielo
se eleva sobre la tierra, otro tanto afirma su misericordia
sobre los que le temen. Así como un padre tiene una tierna
compasión de sus hijos, así el Señor se compadece de los que
le temen; porque él mismo conoce la fragilidad de nuestro
origen, y se ha acordado que nosotros somos polvo, pero la
misericordia del Señor es eterna y se mantendrá
eternamente sobre los que le temen.
3. Luego los que le temen y se esfuerzan en testificarle su
fidelidad, huyendo de todos aquellos pecados que matan al
alma de un golpe, y que no obstante por los pecados que los
más justos no pueden enteramente evitar entre las
tentaciones de esta vida, están con turbación, con espanto,
con desconfianzas perpetuas; ¿no deben temer que se forjan
un ídolo por la falsa idea que ponen en el lugar del Dios
verdadero? San Juan dice, que el que no ama, no conoce a
Dios: pues es igualmente verdadero decir, que el que no
espera, no conoce a Dios «Todos aquellos, dice San
Bernardo, que no quieren convertirse a Dios, o que no
estando ya convertidos no esperan en su misericordia, no le
conocen: porque sin duda no permanecen en esta
desconfianza, sino porque se representan a Dios como duro
y severo, siendo la misma piedad; como duro e inexorable el
que está lleno de misericordia; como cruel y terrible, el que
es infinitamente amable y en esto la iniquidad, según la
expresión del Profeta, se miente a sí misma, y se forma, en
lugar de Dios un ídolo que no es el mismo Dios.»
4. Queriendo retirarse Jesucristo solo a un monte para orar,
obligó a sus discípulos que volviesen a embarcarse para
venir a Cafarnaúm. La barca en que iban, toda la noche
estuvo agitada de vientos contrarios una violenta tempestad.
Acercándose el amanecer, fue hacia ellos andando sobre el
mar. Pero lo que debería disipar su temor lo aumentó más,
porque las tinieblas de la noche les impidieron el reconocer
que era Jesucristo, y juzgaron que era un fantasma y el
espanto que les sobrecogió el corazón, les hizo dar grandes
gritos. Esta es una imagen muy natural del estado en que se
hallan aquellas personas de quienes vamos hablando.
Siempre están combatidas de tempestad, siempre agitadas de
los diferentes movimientos que experimentan en su interior,
siempre turbadas, y con miedo de naufragar. Si Jesucristo se
les presenta en lo más fuerte de la tempestad, este
pensamiento que debiera consolarlas y asegurarlas, las más
veces no sirve sino para aumentar su turbación y su espanto;
porque la oscuridad y ofuscación de su entendimiento les
estorba el conocimiento de lo que es Jesucristo: y hace que le
tengan por un fantasma. No ven que está lleno de una
bondad y de una caridad que sobrepuja todo conocimiento;
que está siempre pronto a socorrerlas en los mayores
peligros. No advierten en él sino severidad, un Juez irritado,
que solo viene hacia ellos para darles muerte y abandono. En
una palabra, es un fantasma lo que tienen por Jesucristo:
porque Jesucristo es muy otro de lo que se imaginan; y esta
falsa idea que de él se forman, es la que mantiene o aumenta
más sus desconfianzas, su turbación y su espanto.
5. Mas si alguna cosa debiera espantarnos sería la poca
confianza que tienen en la bondad de aquel que por su
misma boca declaró, haber venido a salvar lo que estaba
perdido; que los enfermos, y no los sanos son los que
necesitan de médico. Este Señor nos manda que le
busquemos con sencillez de corazón; y muy distantes de
desanimarnos con nuestros discursos, nos asegura que se
dejará hallar de los que en él confían. Estas personas, pues,
que siempre están asustadas y desconfiadas, y que tienen
sentimientos dignos de su bondad, le hacen una grande
injuria. Aquellas desconfianzas casi continuas de los
Israelitas en el desierto fueron las que irritaron y enojaron
principalmente a Dios contra su pueblo. Por esto, dice el
Profeta, el Señor difirió el ejecutar sus promesas, se encendió
fuego contra Jacob, y la ira del Señor se levantó contra Israel,
porque no creyeron en Dios, y no esperaron en su asistencia
saludable. Toleró en ellos muchos delitos, que nos podrían
parecer más grandes; pero no pudo sufrir sus desconfianzas
y tomó de ellas una ventaja ruidosa.
6. Efectivamente no se falta a la confianza en Dios, sino
porque que se cree que, aunque sea omnipotente para
librarnos de todo, no tiene bastante bondad para quererlo; y
esto ¿qué es, sino otra especie de infidelidad? Pensar y
juzgar así de Dios, es portarse como los infieles que no le
conocen, es acotar su poder o su bondad: y así no hay que
admirarse, si esta injuria que se le hace, le es tan odiosa y
tan insoportable, y más capaz que todos los demás pecados
de irritarle contra nosotros, e inclinarle a arrojarnos de su
presencia. Con que si nosotros no experimentamos los
efectos de su misericordia, no busquemos otra causa que
nuestras desconfianzas.
CAPÍTULO TERCERO
De los fundamentos y motivos de la esperanza
cristiana
I. La esperanza Cristiana está fundada sobre el
conocimiento del poder y misericordia de Dios, de los
méritos de Jesucristo y de las miserias del hombre.
1. El poder y misericordia de Dios y los méritos de Jesucristo,
único mediador entre Dios y los hombres, son los
fundamentos esenciales de la esperanza cristiana. La Iglesia
tiene gran cuidado de instruir a todos sus hijos en una
verdad tan capital. Una gran parte de las oraciones que
dirige a Dios por ellos, empiezan por estas palabras: Oh Dios
omnipotente, lleno de misericordia, o equivalentes
expresiones a esta; y todas las acaba con esta solemne
conclusión: Por Jesucristo nuestro Señor, etc. Con estas
palabras que sin cesar están resonando en sus templos, les
hace comprender que no funda la esperanza que tiene de ser
oída en las necesidades de sus hijos, sino en la omnipotencia
de Dios, en su infinita misericordia, en la virtud infinita de
los méritos de Jesucristo.
2. Mas no se puede conocer bien cómo toda nuestra
esperanza está cimentada sobre estos tres fundamentos, si no
estamos primero instruidos de la miseria del hombre. Haced,
Señor, que os conozca, decía S. Agustín; pero haced también
que me conozca: Noverim te, noverim me. Uno y otro
conocimiento son necesarios para tener una verdadera y
sólida esperanza: porque sin el conocimiento de las miserias
del hombre, nuestra esperanza sería falsa y no sería más que
una verdadera presunción. Sin el conocimiento de Dios, el
conocimiento de nuestras miserias no serviría sino para
desesperarnos. Pero la presunción y desesperación son
incompatibles con la justicia cristiana; pues tanto los
presuntuosos como los desesperados son injustísimos a los
ojos de Dios: luego no teniendo parte alguna en la justicia
cristiana, ¿con qué derecho podrían pretender la
bienaventuranza eterna, que es el grande objeto de la
esperanza cristiana? Esta bienaventuranza no está prometida
sino a los verdaderos justos, y aun ella misma no consiste
sino en la entera destrucción de toda iniquidad, en el
perfecto aniquilamiento de toda propia voluntad, de todo
amor propio , manantial de toda injusticia, y en el reinado
perfecto de la justicia y la perfecta sumisión a la voluntad
divina, origen de toda justicia.
II. El conocimiento de sí mismo está necesariamente
unido con la esperanza cristiana.
1. Acabamos de ver, y se probará, más en lo sucesivo, que la
esperanza cristiana está esencialmente fundada sobre la
misericordia de Dios y los méritos de Jesucristo Mediador
entre Dios y los hombres. Pero quien dice misericordia en
Dios, supone miseria en el hombre. Quien habla de la
necesidad de un mediador entre Dios y el hombre, supone en
los hombres el pecado que los separó de Dios y los hizo
indignos de tener por sí mismos y sin mediador modo
alguno de acercarse a él. Bien puede Dios ejercitar su bondad
en otros más que los desgraciados, y efectivamente la
ejercitó en el ángel y en el hombre inocente, pero no puede
ejercitar su misericordia sino con los desgraciados. El ángel y
el hombre en el estado de la inocencia no necesitaban de un
mediador para dirigirse a Dios; porque siendo pecadores y
enemigos suyos, ¿para qué necesitaban de mediador que los
reconciliase? Con que un cristiano no puede fundar su
esperanza sobre la misericordia de Dios y los méritos de
Jesucristo, sin hacer al mismo tiempo una patente y sincera
confesión de su propia miseria e indignidad.
2. De tal modo están estas verdades trabadas entre si, y es
tan esencial el estar bien instruidos en ellas, que S. Pablo las
tomo como asunto principal de tres cartas suyas. El Blanco
que se propone en la epístola a los Romanos, en la de los
Gálatas y en la que escribió a los Hebreos, es enseñar a todos
los hombres, que la miseria en que han caído por el pecado
es tan profunda, que ni los Gentiles por la fuerza de la ley
natural, ni los Judíos con el socorro de la ley de Moisés, no
han podido librarse de ella. Que la justicia cristiana, por la
cual de pecadores que éramos, condenados a muerte eterna,
nos volvemos justos y dignos de la vida eterna, es un efecto
de la misericordia gratuita de Dios, y de la fe en Jesucristo,
su Hijo, a quien ha propuesto para ser la víctima de nuestra
expiación y nuestra reconciliación, por quien tenemos
derecho de presentarnos con confianza delante del trono de
su gracia, a fin de recibir en él misericordia, y de encontrar
allí en nuestras necesidades los auxilios de su gracia.
3. Este apóstol nos enseña, que la causa por la cual Dios
abandonó y reprobó al pueblo judaico, fue porque se
apoyaba en la ley que Dios le había dado, esperando
conseguir la verdadera justicia y la salvación con solas las
fuerzas de su libre albedrío, ayudadas de los conocimientos
que encontraba en la ley, en vez de esperar la salvación y la
justicia que a ellos conduce de misericordia de Dios y de los
méritos de Jesucristo. Pero nosotros, sabiendo, dice este
apóstol, que el hombre no se justifica por las obras de la ley
(hechas sin la gracia y la fe en Jesucristo), creemos en
Jesucristo para ser justificados por la fe que en él tenemos, y
esperamos del Espíritu Santo por la fe la esperanza de la
justicia.
III. ¿Por qué San Pablo atribuye siempre la justicia y la
salvación a la fe, y no a la ley?
1. El Apóstol no se cansa de enseñar, que la ley por sí misma
no da la justicia y verdadera vida a nadie, que este no se
consigue sino con la fe. Esta verdad la repite sin cesar; tiene
gran cuidado de expresarla en diferentes modos. Tan
importante como él ha juzgado el que todos estuviesen bien
instruidos en esta verdad. ¿Más por qué la fe conduce a la
verdadera justicia y a la salvación, y la ley no? Es porque
Dios no justifica y no salva sino a los que son
verdaderamente humildes. La fe hace a los hombres tales, la
ley, al contrario, les vuelve suntuosos y orgullosos, no por
defecto de la misma, ley, sino por un defecto que encuentra
en el hombre, y que la ley no tiene fuerza para destruirla por
sí misma, sino que ella le fortifica antes por la ocasión en
que pone al hombre, y el mal uso que él hace de la ley.
Porque aunque la ley impone preceptos justísimos,
santísimos y muy sublimes, como no obstante no le enseña
claramente a buscar fuera de sí mismo en la gracia y en la fe
del Mediador la fuerza para cumplir estos grandes preceptos,
porque la ley, dice el Apóstol, no se apoya en la fe; el hombre
toma de ella ocasión para creer que puede por sus propias
fuerzas cumplirlos, y así darse a sí mismo la verdadera
justicia y la verdadera salvación. De este modo es como el
hombre se ha seducido a sí mismo con el propio precepto, y
esta soberbia tan criminal y esta horrible presunción han
sido el origen de la reprobación de los Judíos, porque
solicitaban establecer una justicia que les fuese propia e
independiente de la misericordia de Dios, de la gracia y de
la fe en Jesucristo, de quien desconocían la necesidad.
2. Más la fe disipa toda esta soberbia y toda esta presunción.
Ella es fundamento de la esperanza; pero de una esperanza
sólida fundada sobre el conocimiento de la verdad y de la
justicia. Ella es incapaz de inspirarnos por esto una
confianza engañosa en nosotros mismos, ocultándonos lo
profundo de nuestros males; porque esta confianza fundada
en la falsedad y en la injusticia, sólo serviría para
engañarnos y confundirnos. La fe para fundar en nosotros
una verdadera y sólida esperanza, nos instruye en todo lo
que puede y debe humillarnos; porque sabe bien que Dios
resiste a los soberbios, y no da la gracia, la justicia y la
salvación sino a los humildes; y que Dios, que se llama Dios
de la esperanza, se denomina también el Dios de la verdad y
de la justicia, para enseñarnos que la esperanza que viene de
Dios, es como su autor, amiga de la verdad y la justicia, y
enemiga de cuanto a ella opone.
3. Pero no nos humilla de esta suerte sino para levantarnos
en lo sucesivo. Después de habernos hecho conocer lo
grande de nuestros males, nos muestra en seguida que los
remedios que Dios nos ha preparado le sobrepujan muy
mucho; porque la fe nos enseña toda verdad, esto es,
verdades que nos humillan y también verdades que nos
deben consolar más. Así es como establece los fundamentos
de una esperanza igualmente humilde y valiente, y tanto
más valiente cuanto fuere más humilde.
CAPÍTULO CUARTO
(Continuación del mismo asunto.)
Lo que la fe enseña al hombre para humillarle
I. Debilidad de nuestro entendimiento.
1. La fe nos enseña que el entendimiento del hombre
abandonado a su propia flaqueza es capaz de toda suerte de
ilusiones y errores los más monstruosos; y para convencer
plenamente de esto a, todos los hombres, Dios, por uno de
los más terribles efectos de su justicia, ha dejado a todas las
naciones andar por sus caminos, por espacio de aquellos
siglos de ignorancia que precedieron a la Encarnación de su
Hijo. Porque en verdad, ¿puede, espantosas fueron las
tinieblas de que todos los pueblos de la tierra estuvieron
cercados por una revolución de muchos millares de años sin
sentirse sobrecogido de admiración o penetrado de espanto?
El criador de todas las cosas, desconocido de todo el universo
a excepción del rincón de la Judea, en donde sólo era Dios
conocido, y su nombre solo era grande en el pequeñito
Israel. No había idolatría tan criminal y tan ridícula que no
fuese seguida y practicada en el mundo como una ley santa:
Error tanquam lex o toditus est. Por todas partes se veían
templos y altares levantados en honor de los hombres que
aún no merecían tener sepulcros. La adoración y todos los
honores de la divinidad prostituidos a un Júpiter, Apolo, a un
Cupido, a un Baco, a un Pri a una Juno, a una Diana, a una
Venus, etc., esto es, a los pérfidos, a los incestuosos, los
adúlteros, a los ebrios, y a aquellos infames que no eran
dignos sino de la execración del cielo y de la tierra. Toda la
religión se volvió con el culto de tales dioses y tales diosas
una disciplina de una escuela de todo género de infamias y
de toda suerte de delitos e impiedades. La divinidad y
adoración suprema atribuidas divinidad atribuidas a los
brutos más viles y más enemigos del hombre, esto es, a los
reptiles y dragones, rehusadas a solo Dios, bondad soberana,
y único manantial de todo bien. Las mismas obras fabricadas
por los hombres, cuales eran ídolos de oro y de plata, de
metal, de madera o de tierra, imágenes o figuras de hombres,
de animales, de pájaros, de serpientes, adoradas e invocadas
como dioses por las naciones, que no se avergonzaban de
recurrir en todas sus necesidades y aprietos a unos dioses
que no podían ver, oír, hablar, ni andar.
2. ¿Quién podrá, aun después de tales pruebas de la extrema
debilidad de la razón humana abandonada a sus propias
tinieblas, fiarse de las fuerzas y luces de su entendimiento?
Después de tan larga y terrible experiencia del mas
monstruoso embeleso, a que las tinieblas del entendimiento
humano, redujeron, todos los pueblos de la tierra, ¿deberá
admirarse que el entendimiento de una gran parte de los
que los mismos cristianos sea tan susceptible de tantas falsas
opiniones, de tantas reglas tan relajadas , de tantas falsas
regla de moral, de tantas erradas costumbres, que reinan aun
en nuestros días y vienen a ser después los principios o
máximas de su porte y de sus acciones, y finalmente la
funesta causa de la pérdida de sus almas?.
3. Todo esto es un justísimo castigo dela presunción del
entendimiento humano, que desconfía poco de sí mismo, que
cuida poco de recurrir a aquel que únicamente es la luz de
los entendimientos, la razón soberana, y la verdad infalible
en quien solo debernos poner toda nuestra esperanza, y a
quien debemos recurrir sin cesar, y como lo hacía aquel
santo Rey y Profeta tan iluminado, para pedirle, que no quite
jamás de nuestra boca la palabra de la verdad; que nos de la
inteligencia para conocer su Ley; que nos instruya de lo
justo de sus preceptos; que nos quite la venda que tenemos
sobre nuestros ojos, para que consideremos las maravillas
que comprende su Ley; que alumbre nuestros ojos, a fin de
que no nos durmamos en la muerte; que encienda nuestras
lámparas, e ilumine nuestras tinieblas, etc.
Es cosa muy extraña que al mismo tiempo que un Profeta
tan iluminado teme, ora y gime de este modo en la mayor
parte de sus salmos temamos tan poco nosotros el estar
seducidos con las tinieblas de nuestro entendimiento, los
errores que reinan en el mundo, y los artificios del demonio.
II. Flaqueza de nuestra voluntad
1. La fe nos enseña no ser bastante que el entendimiento
conozca todas sus obligaciones para con esto cumplirlas;
porque este sería un error enteramente pelagiano, que tuvo
su origen del puro judaísmo. Ya dejaremos dicho que esta
presunción destruiría enteramente la esperanza cristiana, y
que es aquel error capital a que se opone San Pablo en sus
Epístolas. Por muy ilustrado que esté el entendimiento sobre
todas las obligaciones de la justicia cristiana, nunca las
cumplirá si la voluntad no se halla fortificada con una gracia
poderosa y eficaz, que no es debida a nadie, y que no se da a
todos.
2. Cuando un diluvio de errores y de delitos inundaba toda la
tierra, Dios escogió un pueblo entre todos los demás para
consagrarle a su servicio. En favor de este pueblo hizo una
infinidad de prodigios, le dio una ley del todo santa que le
manifestase claramente todo el bien que era preciso hacer, y
todo el mal que debía evitar; Cuya gracia exalta David con
estas palabras: No ha hecho semejante favor a todas las demás
naciones, y no les ha manifestado sus preceptos. Mas porque
este pueblo presumía de las fuerzas de su voluntad propia,
como si no necesitase de otro socorro para hacer lo bueno y
evitar lo malo que el de la Ley, Dios, para castigarle por su
presunción, le abandonó a la flaqueza y a la corrupción de su
corazón, que le arrastró a toda suerte de delitos, y muchas
veces hasta la misma idolatría. Finalmente el Apóstol nos
enseña, que en castigo de esta presunción reprobó y arrojó
de delante de sí aquel mismo pueblo que antes tanto había
amado y favorecido, y mejor quiso escoger un pueblo nuevo
entre las naciones idólatras sumergidas hasta entonces en
todo género de abominaciones.
3. Con este ejemplo tan espantoso y con un castigo tan
formidable ha querido Dios, según lo advierten San Agustín
y Santo Tomás hacer conocer a todos los hombres, cuán
grande es la flaqueza y corrupción de la voluntad; cuán
grande es la necesidad que tienen de su gracia para curarla y
fortalecerla; y cuán odiosa e insoportable es a sus ojos la
presunción de nuestras propias fuerzas. Aquel que después
de tales ejemplos y castigos quiera establecer su confianza
sobre un fundamento tan frágil cual es el corazón del
hombre, y no aprenda a apoyarla toda en la fuerza de la
gracia, bien merece experimentar la funesta suerte del
pueblo judaico, el ser abandonado a toda la corrupción del
corazón, y para siempre arrojado de la presencia de Dios.
4. Aprendamos pues de una vez a no contar para cosa alguna
con nuestro propio corazón. Conozcamos, pero
conozcámoslo bien, que así como la voluntad fue la principal
causa del pecado, y que tuvo más parte en él que el
entendimiento ella ha quedado también mucho más flaca por
el pecado que el entendimiento. Aprendamos que nuestro
corazón es no solo débil, sino corrompido que en él es
principalmente en donde reside el origen del pecado y de la
muerte, que hizo siempre temblar a los más santos, esto es,
aquella funesta concupiscencia, que es la raíz y principio de
todos los delitos que se han cometido y se cometerán hasta
el fin del mundo; que este manantial del pecado y de la
muerte puede siempre producir en nosotros los mismos
funestos efectos que ha producido en los mayores pecadores,
a menos que Dios quiera contenerle; y que este torrente de
iniquidades, que inunda la tierra, nos arrastraría
infaliblemente como a los demás, si aquel que manda cuando
quiere a las tempestades y al mar, no suspendiese su
violencia, o no pusiese su gracia como un dique contra la
impetuosidad de este torrente. Aquel pues que no pone toda
su confianza en la fuerza de esta gracia, será arrebatado, y
perecerá ciertamente. Porque maldito el hombre que pone su
confianza en el hombre, dice Jeremías. «Y maldito el hombre,
infiere San Agustin, que la pone en sí mismo, o en cualquier
otro hombre, sea el que fuere.» Maldito es el hombre, que se
hace un brazo de carne, y cuyo corazón se retira del Señor.
No verá el bien; sino quedará es el desierto en una tierra
abrasada e inhabitable.
III. Fuerza de nuestros enemigos.
1. La fe no solo nos enseña cuánta sea la flaqueza de nuestro
entendimiento y de nuestra voluntad, sino que también nos
explica cuánta sea la fuerza de los enemigos contra quienes
tenemos que mantener un duro combate, que no ha de
finalizarse sino con nuestra vida. No hay poder en la tierra
comparable con el de los demonios: Non est super terram
potestas quce comparetur ei. Su malicia y su mafia igualan a
su poder: nos sitian, nos persiguen, nos atacan en todo
tiempo y en todo lugar, y hasta en los lugares más santos. Si
alguno de estos temibles enemigos teme que no ha de
conseguir su intento, se acompaña con otros siete espíritus
más malos y más perniciosos que él, y reunidas sus fuerzas y
su maña, procuran abrir brecha para tomar la plaza.
2- Nos atacan de todos modos, ya cara a cara y con toda su
fuerza, ya a lo lejos y con rodeos. Si no consiguen de un
golpe precipitarnos a una acción u omisión gravemente
culpable, esperan conseguirlo al fin por sendas distantes.
Procuran meternos en vocaciones, en empleos, y aun en
empresas de devoción, que sean superiores a la capacidad de
nuestro entendimiento, de nuestros talentos, de nuestro
valor, de nuestra virtud; ó que por el trato y comercio que
estos empleos o empresas nos obligarán a tener con el
mundo insensiblemente nos entibiaremos; poco a poco
iremos perdiendo el aborrecimiento del mundo, el amor al
retiro y a la humildad, el espíritu de oración y penitencia, y
en fin vendrán ser la ocasión y la causa de nuestra pérdida.
3. También nos atacan por sí misal obrando sobre nuestro
entendimiento, sobre nuestra memoria, sobre nuestro
corazón, sobre todos nuestros sentidos, según el poder que
tienen. Nos atacan por medio de otros hombres, y esto de mil
modos: bien sea rugiendo como leones, o arrastrándose o
deslizándose imperceptiblemente como las serpientes, u
ocultándose bajo las hojas y las flores para picarnos con
mayor seguridad. Los bienes y los males de esta vida, les
sirven igualmente, o para espantarnos o para al afeminarnos.
Así emplean las promesas y las amenazas de los poderosos
para excitamos a que faltemos a alguna de nuestras
obligaciones. Se valen de nuestros enemigos para
amilanarnos y enojarnos contra ellos por sus persecuciones
o por sus calumnias. Se valen de nuestros amigos para
engreírnos o seducirnos con sus lisonjas y sus alabanzas. Y
abusan hasta de las verdades más santas para inspirarnos, o
una presuntuosa confianza o un temor excesivo. En el fin, el
mundo entero, con casi todas las criaturas que contiene,
puede servirle para ponernos lazos, según aquel dicho del
sabio: Las criaturas de Dios se han hecho asunto de
tentación a los hombres, y red para los pies de los
insensatos.
4. ¿Pues, cómo siendo tan flacos, tan débiles y tan
corrompidos como somos, podremos esperar resistir a tales
enemigos, si no somos sostenidos con el auxilio de aquel
que, siendo infinitamente poderoso e infinitamente sabio,
puede con una sola mirada anonadar todos sus esfuerzos y
disipar todos sus designios? ¿Cómo podríamos evitar por
nosotros mismos esa innumerable multitud de lazos tendidos
por todas partes, y ocultos con tanto artificio, si no
dependiese nuestro socorro de aquel que hizo la tierra, que
puede únicamente conducirnos con seguridad en medio de
tantos peligros, y ponernos en estado de cantar el cántico de
nuestra libertad? Bendito sea el Señor, que no nos ha
entregado en presa a los dientes de nuestros enemigos.
Nuestra alma se ha escapado como un pájaro de la red del
cazador: las redes se han roto, y nosotros hemos quedado
libres. Si el Señor no hubiera estado por nosotros, ellos nos
hubieran devorado a todos vivos. ¿Cómo podríamos esperar
escaparnos de todas las profundidades de Satanás, de
aquellas flechas que vuelan por el día, de aquellos males
preparados durante las tinieblas de la noche, de todos los
ataques de demonio meridiano, que a nuestra vista hacen
caer mil a nuestra izquierda y diez mil a nuestra derecha, si
no nos acogiésemos a la protección del Dios del cielo, si no
nos mantuviese como a la sombra de sus alas, y si no nos
cercase con su verdad como un broquel impenetrable?,
¿Quién podrá asegurarse que andará sobre el áspid y el
basilisco, y que hollará al león y al dragón, espíritus
incomparablemente mas malvados, mas crueles y mas
artificiosos, que todos estos animales que el Profeta nos
acaba de nombrar; si no esperase en el socorro y en la
fortaleza de Aquel que ha prometido que los que creyeren y
esperaren en su nombre, pondrán debajo de los pies todo el
poder del enemigo, sin que nada pueda perjudicarles? Con
razón, pues, nos anima San Pablo, diciendo: Fortificaos,
hermanos míos (no contando con vosotros, o con cualquiera
otra criatura, sea la que fuere), sino fortificaos en el Señor y
en su virtud omnipotente. Revestíos de todas las armas de
Dios , para poder defenderos de las asechanzas y artificios
del diablo. Porque nosotros no hemos de combatir con
enemigos de carne y sangre, sino contra los principados o
príncipes del mundo, esto es, de este siglo tenebroso, contra
los espíritus de malicia esparcidos por el aire. Por tanto
tomad todas las armas de Dios, para que estando fortalecidos
y cubiertos por todas partes podáis en el día malo resistir y
manteneros firmes, invocando a Dios en espíritu y en todo
tiempo con toda suerte de oraciones y súplicas, y
empleándoos en esto con una vigilancia y perseverancia
continua. Es menester velar y estar alerta contra tan terribles
enemigos; pero aún es más preciso el orar: porque si el Señor
por sí mismo no guarda la ciudad, vanamente esta de
centinela el que la guarda.
IV. Lo indignos que son todos los hombres de la gracia de
Dios.
1. Nuestra mayor miseria no consiste el estar tan ciegos y
tan débiles, y tener no obstante que combatir hasta la muerte
con enemigos tan artificiosos y poderosos; ni en ser capaces
por nosotros mismos de caer en toda especie de desórdenes
y pecados, «no habiendo alguno, como dice San Agustín, que
le corneta algún hombre, sea el que fuese, que cualquiera
otro hombre no le cometería igualmente, si aquel que hizo al
hombre suspendiese el gobernarle y protegerle; ni en ser
incapaces de hacer acción alguna cristiana, de tener algún
santo deseo, aun de concebir un santo pensamiento, si Dios
todo esto no lo produce en nosotros por su gracia. Nuestra
mayor miseria es ser indignísimos de esta misma gracia,
único manantial de toda la luz, de toda la fortaleza y de todo
el bien respectivo a la salvación: gracia que Dios a nadie
debe porque si la debiese, sería no una gracia, sino una
deuda que Dios no podría negar sin injusticia; gracia que
podría justísimamente negar, corno efectivamente la negó a
todos los ángeles prevaricadores; gracia que no concede sino
por un puro efecto de su misericordia, pues él mismo nos
dice: Tendré misericordia de quien yo quisiere tenerla; y
haré misericordia a aquel que quisiere hacerla. Mas de esta
gracia nadie es más indigno que aquel que reconoce y siente
menos su indignidad propia.
2. Ya hemos visto que lo que causó la reprobación de los
Judíos, fue el que ellos creían tener derecho a las gracias de
Dios, como hijos que eran de Abrahan, cuya sola posteridad
había Dios prometido bendecir, y como que eran el único
pueblo del universo que tenía un templo consagrado al
verdadero Dios, en donde todos los días ofrecía sacrificios, y
le rendía un culto religioso. Pretendían, pues, que en las
distribuciones de las gracias merecían ser preferidos a todos
los Gentiles sepultados en la idolatría y en toda suerte de
abominaciones. Pero como los Judíos con esto parece que se
eximían de aquel estado de dependencia y de humillación en
que todos los hombres deben estar delante de Dios, los
arrojó de su presencia, para ir a derramar sus gracias más
preciosas y más abundantes sobre los pueblos gentiles a
quienes los Judíos aún se desdeñaban de llamar pueblos, y
más los consideraban como especie de brutos que en la clase
de hombres. Si Dios ha tratado de este modo a todo el pueblo
judaico, pueblo escogido suyo, pueblo favorecido y
distinguido entre todas las naciones, ¿cómo nos tratara a
cada uno de nosotros en particular, si nos ve poco
humillados en su presencia, y tan poco penetrados de los
sentimientos de nuestra indignidad?. Luego si queremos
ponernos en estado de recibir sus gracias, es preciso que
comprendamos cuan gratuitas son estas gracias, y cuan
indignos somos de ellas, o por mejor decir, que concibamos a
la luz de la fe, que siempre estaremos muy distantes de
comprender hasta donde llega nuestra indignidad, la cual
sobrepuja mucho cuanto podemos conocer o sentir. Si
tenemos la felicidad de llegar a esta disposición, entonces ya
tendremos algún motivo de esperar que participaremos de
las misericordias de Dios; porque esta misma confesión y
esta viva persuasión y sentimiento de nuestra indignidad ya
será efecto de una grandísima gracia, y la mejor de cuantas
disposiciones podemos tener para recibir otras más
abundantes.
3. Sobre esta indignidad esta principalmente fundada la
necesidad que teníamos de un mediador, y de un mediador
cuya santidad y dignidad fuesen infinitas; porque el fondo de
indignidad que se encuentra en cada uno de nosotros es
infinito. No eran precisamente nuestras flaquezas las que nos
quitaban todo el derecho de podernos acercar a Dios. Porque
no solamente éramos débiles, sino culpables, enemigos de
Dios, hijos de ira, y como tales, indignos para siempre de
toda comunicación y de todo acceso hasta los pies de Dios.
Aquel anatema con que fueron heridos los demonios, es y
sera eterno e irrevocable: por él están separados de Dios, sin
esperanza alguna de acercarse jamás. Pues el anatema
pronunciado contra todos los hombres podía del mismo
modo ser irrevocable; y por consiguiente merecerían estar
perpetuamente separados de Dios, y sin alguna esperanza de
recurso. Pero Dios, que castiga como Dios y perdona como
Dios, después de haber hecho conocer cuan incomprensible
es el rigor de su justicia, por el modo con que se portó con
los Ángeles rebeldes, ha querido hacer ver, que su
misericordia es igualmente incomprensible, por el modo con
que ha tratado a los hombres, no obstante estar todos
infectados del pecado. Deja a todos aquellos espíritus tan
nobles por su naturaleza en la maldición que se atrajeron, y
sin exceptuar uno solo, los condena a todos a suplicios
eternos; y escoge a los hombres de una naturaleza inferior,
para hacer que reluzcan en ellos las riquezas de su
misericordia.
4. Mas como los hombres eran incapaces de dar el menor
paso para acercarse a Dios, Dios se acerca tanto a ellos, que
se hace hombre, y les da su propio Hijo, verdadero Dios
como él, y un mismo Dios con él, para que sea mediador de
su reconciliación, y para que los libre de un modo que les sea
infinitamente ventajoso e infinitamente glorioso. Porque no
quiere libertarlos concediéndoles un perdón puramente
gratuito, sino por vía de satisfacción plena y super
abundante. Quiere que la injuria cometida contra su divina
Majestad sea dignamente reparada por la naturaleza humana
que la había cometido. Hace nacer de la casta de los hombres
un Hombre que es santo; no como los otros, santo por una
simple operación de la gracia de Dios, ni santo por solo la
plenitud de todas las gracias, sino por la santidad misma con
que Dios es santo, por toda plenitud de la divinidad que
habita en Él sustancialmente; y carga a este Hombre-Dios
con el peso de todos los pecados del mundo, que se hacen
suyos por la bondad que tuvo de encargarse de ellos: hace de
él una víctima universal, entregándole a la muerte, y una
muerte ignominiosa y cruel en lugar de todos los pecadores;
hizo de él un santo y un justo universal, encerrando en el
solo el origen de la santidad y de la justicia de todos; le ha
hecho llevar todo el peso de la santidad y justicia de Dios; y
para no estar obligado a romper y estrellar eternamente a
todos los hombres, le ha quebrado y le ha estrellado en su
ira; ha tratado por amor a nosotros a este Hijo único, blanco
de todo su cariño, como si él hubiera sido el mismo pecado,
aquel que ni conocía el pecado, ni la sombra del pecado: para
levantar la excomunión que nos había separado de Dios, le
ha hecho a Él mismo anatema y maldición por nosotros. ¡Oh,
que extrema miseria en todos los hombres! Pero ¡oh, que
exceso de misericordia en Dios, que los hombres no hayan
podido verse libres de la maldición de Dios, sin que Dios se
haya expuesto a la maldición de todos los hombres, y a ser
tratado por los pecadores como un gusano de la tierra, que
se pisa sin ninguna compasión, y a ser el oprobio y el
desecho de todo el universo!
5. Nos espanta el ver una multitud de Ángeles condenados
por la justicia de Dios a suplicios eternos por un solo pecado.
Pero si comprendiésemos bien, que delante de Dios todos los
Ángeles son nada en comparación de Jesucristo, y que el
menor sufrimiento del Criador es más considerable y más
incomprensible que cuanto pueden sufrir todas las puras
criaturas, no nos espantaríamos menos viendo con qué modo
Dios ha hecho caer todo el peso de esta justicia sobre la
Persona divina de su propio Hijo; y puede ser que dijéramos
con un gran santo, dignísimo arzobispo de Valencia: «el
modo con que habéis rescatado a los hombres me espanta
más que la condenación eterna de todos los Ángeles
rebeldes.»
6. De este modo tan extraordinario, pero tan propio para
hacernos conocer la profundidad de nuestra miseria y de
nuestra dignidad, y el exceso incomprensible de su
misericordia, plugó a Dios reconciliarnos con Él por medio
de la sangre de su Hijo, a quien ha establecido nuestro único
Mediador para con el. Cualquiera, pues, que quiera acercarse
a Dios por otra vía que Jesucristo, será infaliblemente
desechado: porque Él es el único camino para ir a Dios, y
nadie va al Padre sino por Él. Cualquiera que se atreva a
ponerse delante de Dios de otro modo que con los méritos de
este Mediador, no puede aparecer sino como enemigo de
Dios, ni merecer sino indignación. No hay otro nombre bajo
del cielo, por el cual podamos ser salvos, sino el de
Jesucristo. Ni el primero y más santo de los Ángeles, ni todos
los Ángeles juntos podían remediar nuestros males, ni
libertarnos de nuestra indignidad. Necesitábamos de un
Mediador y de un Libertador que fuese infinitamente
separado de los pecadores, y más elevado que los cielos, y
cuyos méritos fuesen infinitos, pues eran infinitos nuestros
males. Todo nos debía asustar, humillarnos y confundirnos
tanto lo grande de nuestras miserias, como lo grande del
remedio, el cual por su misma grandeza hace conocer mejor
cual era el exceso de nuestros males.
7. ¿En que estará pues ahora el motivo de alabarnos y
gloriarnos en nosotros mismos? Está excluido: ¿y por qué
remedio? por la fe. Porque la fe es la que enseña al hombre
hasta donde llega la flaqueza de su entendimiento y de su
voluntad, y el abismo de su indignidad. La fe es la que le
despoja enteramente de toda confianza en sí mismo, y le
enseña a no apoyarse sino en la misericordia de Dios, y en
los méritos de Jesucristo; porque es preciso que toda boca
este cerrada delante de Dios, y que todo el mundo se
conozca digno de condenación delante de Dios; a fin de que
ninguna carne se pueda gloriar delante de Dios, y que los
que se gloríen, no se gloríen sino en el Señor; teniendo a
gran dicha el debérselo todo, y depender en todo de su
gracia. Esto es por lo que la Escritura ha encerrado todos los
hombres bajo el pecado, para que Dios ejercite su
misericordia sobre ellos. Quiere decir, que Dios ha permitido
el pecado de todos, para que todos aquellos que se salvan, no
se salven, sino por su misericordia: tan celoso como esto es
Dios de la gloria de su gracia.
CAPÍTULO SEXTO
III. Dios, haciendo por su gracia a los justos vencedores
de sus flaquezas, no les libra del sentimiento de ellas.
Cuanto este sentimiento es más vivo, hay más motivo de
esperar.
1. La gracia de Jesucristo, por fuerte que sea, no libra
aquellos a quienes se comunica del sentimiento de sus males
de sus flaquezas y de sus miserias, ya sean corporales, ya
sean espirituales: les da la victoria de ellas, pero sin quitarles
el trabajo, el dolor y la pena. ¿El apóstol San Pablo no sentía
vivamente la gravedad de sus males cuando decía: Nosotros
estamos muy contentos, hermanos míos, de que sepáis que
los males de que nos hallamos oprimidos, han sido excesivos
y superiores a nuestras fuerzas, para que no pongamos
nuestra confianza en nosotros sino en Dios, que resucita a
los muertos (2)?
(1) Ezech., xxxvi, 22-52. — (2) II Cor., i , 8-9.
Nosotros estamos agobiados (dice también) de todo género
de aflicciones; pero no estamos angustiados. Nos hallarnos
en unas dificultades invencibles; pero no nos rendirnos a
ellas. Estamos abatidos; pero no enteramente perdidos (1); a
fin de que se reconozca, que lo grande del poder que hay en
nosotros es de Dios, no nuestro (2). ¿No sentía vivamente la
persecución interior de este hombre de pecado que hay en
nosotros, cuando decía: Cuando quiero hacer lo bueno,
encuentro en mí una ley que se opone a ello, porque el mal
reside en mí (3)? Y cuando quejándose del aguijón de su
carne, y del ángel de Satanás que le daba de bofetadas,
exclamaba gimiendo ¡Qué desgraciado que soy! ¿Quién me
librará de este cuerpo de muerte? como que se respondía a sí
mismo: La gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor (4).
2. Dios ha escogido este medio para salvar al hombre, porque
era el más glorioso para su Majestad, y el más meritorio para
el hombre; el mas a propósito para confundir la soberbia del
demonio, y para tener al hombre humillado. Toda la vida del
hombre es una guerra continua. La gracia cristiana es gracia
para pelear; y así sería engañarse el pretender que nos
santificará sin esfuerzo sin trabajo: Porque el reino de Dios
padece violencia, y solo los que se violentan le arrebatan (1).
¿En qué estaría el mérito de la perseverancia de los
escogidos, si nada les costase el perseverar? Mas también
¿cuán preciosa y gloriosa es una corona que no se gana sino
con unos combates tan largos y tan duros? La gloria de
Jesucristo es hacer que sirvan para la salvación de los
hombres sus mayores enemigos, y esfuerzos del demonio, y
la importuna rebelión de la concupiscencia. Es triunfo de su
gracia hacerle a un hombre vencedor del infierno, del
mundo, y de sí mismo, a pesar de la ley del pecado, y hacerle
ejecutar lo bueno en medio de las más violentas
inclinaciones a lo malo.
(1) II Cor., tv, 8-9. ___ (2) Ibid., 7. — (3) ROM., vii, 21. — (4) Ibid., 24-25.
3. Así es como Dios se ha complacido en confundir la
soberbia de los demonios. Ha querido exponer a estos
enemigos tan poderosos y artificiosos nuestra natural
flaqueza, sin querer libertarnos enteramente de ella antes de
la muerte, dejándonos expuestos a todas sus tentaciones y
asechanzas. Y no obstante, un hombre flaco, sujeto a la
concupiscencia, cercado de todo género de peligros, y
violentamente atacado por todas partes, y aun recibiendo
también muchas veces ligeras heridas, triunfa de todos estos
formidables enemigos, y triunfa durante el curso de muchos
años con una gracia que permanece vencedora en medio de
tantas enfermedades.
(1) Matth., XI, 12.
4. Así también es como ha querido el soberano Médico curar
al hombre de la soberbia, que es su mayor y más peligrosa
enfermedad; enfermedad tan oculta, que muchas veces mas
se padece cuanto menos se siente; vicio tan sutil, que nace de
la misma virtud y de la victoria de los otros vicios, y algunas
veces de la victoria de la soberbia misma: porque el hombre
parece haber triunfado en ciertas ocasiones de su soberbia;
su triunfo, si no está, muy alerta, hace revivir este enemigo,
y que triunfe también: Ecce vivo, quid triumphas? Et ideó
vivo, quia triumphas; enfermedad que es origen de las demás
enfermedades, y la más incurable de todas; porque es la mas
opuesta a Dios, y la mas indigna de su gracia. De esta
enfermedad tan terrible es de la que Dios ha querido curar a
los que son suyos, haciéndoles experimentar tantas
flaquezas, miserias, tentaciones y peligros, de que se ven
rodeados durante la carrera de toda su vida. Así los tiene
siempre como a la orilla del precipicio, y aun permite
muchas veces, que aquellos que le son mas fieles, se vean
combatidos de tentaciones las mas horribles, y de mil
diferentes maneras, con el fin de obligarles de algún modo a
que conciban de sí mismos sentimientos de menosprecio y
de horror. Con esta admirable conducta de su sabiduría y de
su bondad, los cura por los mismos medios que parecen mas
contrarios a su salvación; les hace sentir de un modo mucho
más vivo hasta dónde su propia corrupción sería capaz de
llevarlos; les convence de la dependencia y necesidad que
tienen de los auxilios de su gracia, y por consiguiente de la
obligación de orar sin cesar, y decir con David: Si el Señor no
me hubiera ayudado, mi alma estaba pronta a caer en el
infierno. Si yo decía, mi pié se ha movido, tu misericordia,
Señor, me sostenía (1).
(1) Psalm. 93.
5. Todo lo que acabamos de decir nunca se manifestó más
claramente que en la conducta que Dios tuvo con San Pablo.
Había el Señor escogido a este apóstol para hacer de él la
más excelente obra de su gracia; le había destinado para que
llevase su nombre delante de los Gentiles, delante de los
reyes, y delante de los hijos de Israel. Pero mientras le eleva
con la eminencia de las virtudes y luces con que le
enriquece, le humilla por el más vivo sentimiento de sus
miserias. El mismo San Pablo es el que nos instruye de este
secreto tan superior a la sabiduría humana, después de
haberle él mismo aprendido de Jesucristo. Así nos declara,
que para precaverle de la hinchazón de la soberbia y de la
vanidad, Dios había permitido que sintiese en su carne un
aguijón, que era el ángel y el ministro de Satanás, para darle
de bofetadas. Nos añade, que había rogado tres veces al
Señor, para que este ángel de Satanás se retirase de él; y que
el Señor le respondió: Mi gracia te basta, porque mi poder se
manifiesta más en la flaqueza. Y para acabar de consolarnos
y fortificamos en medio de nuestras flaquezas y tentaciones,
concluye: Tendré pues gozo de gloriarme en mis flaquezas, a
fin de que el poder de Jesucristo resida en mí; porque cuando
yo soy débil, esto es, cuando yo siento vivamente mi
flaqueza, entonces es cuando soy fuerte (1).
(1) 11 Cor., 7-10.
6. Mas no permita Dios que por esto apreciemos nuestras
miserias, las tinieblas de nuestro entendimiento, la
corrupción de nuestro corazón, y las tentaciones del
demonio; porque sería un gran desorden. Aborrezcámoslas,
sí, condenémoslas, gimamos con el Apóstol, oremos con
instancia y, continuamente al Señor para que nos libre de
ellas, Pero si no juzga conveniente librarnos de ellas de aquel
modo que deseamos, no perdamos el ánimo, continuemos
orando, y nos librará de ellas de otro modo, no quitándonos
las tentaciones que nos molestan, sino dándonos victoria de
ellas; porque su gracia nos basta, y el poder de esta gracia se
manifiesta más en nuestra flaqueza. Cuanto más estamos
penetrados del sentimiento de nuestras flaquezas, entonces
es cuando somos más fuertes; porque entonces es cuando
Jesucristo se complace en comunicarnos su gracia. «Nada,
dice San Agustín, nos estorba más el ser fuertes, que la
persuasión en que estamos de que lo somos.» Nuestra mayor
fortaleza consiste en una humilde y sincera confesión de que
somos débiles, y aun mucho más débiles de lo que podemos
comprender; porque Dios, que resiste a todos los soberbios,
da su gracia a todos los humildes. Esto fue lo que le hizo
decir a este santo Doctor, que el principio de nuestra
felicidad es comprender bien cuán miserables somos.
7. Amemos pues, no a nuestras flaquezas, sino el sentimiento
y convencimiento de nuestras flaquezas. Este humilde
convencimiento ya es una gracia, cuyo precio no podremos
nunca estimar demasiado, ni darle a Dios por él las debidas
gracias; porque sin esta gracia no nos sentiríamos
conmovidos y humillados a vista de nuestras miserias.
Somos muy miserables para poder estar bien persuadidos
por nosotros mismos de nuestras propias flaquezas y
miserias: pues cuanto más somos débiles y pobres, estamos
más orgullosos; y ya es estar muy fuertes y muy ricos, el
estar bien compadecidos de nuestra miseria, de nuestra
flaqueza, y de nuestra natural pobreza. Debemos mirar este
vivo sentimiento, y esta confesión sincera de nuestras
miserias, como un grandísimo efecto de la bondad y del
amor de Dios, y como un nuevo motivo de gran confianza.
Cuantas más enfermedades reconocemos en nosotros, más
derecho tenemos para acercarnos a Jesucristo; pues él mismo
nos ha declarado que solos los enfermos necesitan de
médico, y que no ha venido a llamar a los justos, sino a los
pecadores. Cuanto más nos hace sentir lo pobres que somos,
más nos urge para que recurramos al tesoro infinito de sus
méritos; y aquellos que conocen más sinceramente lo
profundo de sus enfermedades y de su indigencia, son a los
que distingue y recibe con más bondad.
8. Por grande que sea nuestra miseria, por profunda que sea
nuestra indignidad, aplacaremos ciertamente a Jesucristo
con humildad y sincera confesión que de ellas hiciéremos: e
inmediatamente que nos hayamos acusado de nosotros
mismos, él se volverá nuestro abogado; porque no puede
resistirse a un corazón humilde y abatido. Confesemos
contra nosotros mismos nuestra iniquidad y nuestra
indignidad (1); amenos las reprensiones y humillaciones que
la verdad y la justicia nos hacen sufrir; tomemos el partido
de la verdad y de la justicia; mantengámonos en el puesto en
que nos ponen, y que nos hacen conocer que merecemos.
Aquel, dice San Ambrosio que reconoce humildemente sus
extravíos, no perecerá: Non perit, qui agnoscit errorem (2).
Con el amor de la verdad y de la justicia empieza a
establecerse en las almas el reino de Dios. Y este reino
perfecto, que solo se halla en el cielo, no es tampoco
tampoco otra cosa sino el amor perfecto de verdad y de la
justicia: y hasta entonces nunca seremos perfectamente
humildes; porque solo en el cielo será en donde conoceremos
con una vista clara e invariable de la verdad y de la justicia
eterna, cuán profunda y universal era nuestra miseria; y por
consiguiente cuán indignos éramos de aquellas misericordias
con que Dios había querido coronarnos. Luego, tanto cuanto
más se acertare los sentimientos que al presente tengamos
de nuestras miserias y de nuestra indignidad a los que
tendremos en el cielo, otro tanto más nos acercaremos a la
perfecta justicia y santidad.
IV. La desconfianza que nacería del sentimiento de
nuestras miserias, sería una falsa humildad, y una
verdadera soberbia.
1. Todo cuanto se presenta con el nombre de humildad,
imprime respeto en las almas fieles, y casi siempre se recibe
sin examen y sin precaución. No obstante hay una falsa
humildad que solo tiene la apariencia de la verdadera, y
cuyos efectos son muy diferentes. La humildad, según San
Bernardo es una virtud que hace al hombre vil
menospreciable a sus propios ojos por el conocimiento
verdaderísimo que tiene de sí mismo. Como la convicción y
sentimiento de nuestras miserias tienen mucha relación con
ella, el enemigo de la salvación abusa muchísimas veces de
esta convicción y sentimiento de nuestras miserias para
inspirarnos, bajo el pretexto de humildad el espíritu de
pusilanimidad y desconfianza. Pero no se ha de creer a todo
espíritu, como dice San Juan; antes se ha de probar si viene
de Dios. El buen espíritu produce buenos frutos, y el malo
malos. Esto es por lo que se debe hacer discernimiento de
ellos, y por esto también se ha de distinguir la verdadera y la
falsa humildad. Una y otra nacen de la convicción de
nuestras miserias y de nuestra indignidad; pero los frutos
que una y otra producen son muy diferentes. La verdadera
humildad viene de Dios, y lleva también a Dios. Como es un
gran don de Dios, fortifica al alma, y le da un nuevo vigor,
una prontitud, y una libertad mayor para orar y para
servirle. El carácter y distintivo del espíritu de Dios en un
alma, es elevarla a Dios, unirla siempre más y más a Dios, e
impelerla hacia Dios como a su fin y a su único bien. Con
que el espíritu de Dios, principio de la verdadera humildad y
de toda verdadera virtud, no puede enflaquecer y desanimar
las almas, volverlas más desconfiadas de la bondad de Dios,
más pesadas, más inquietas, más tibias en la oración y en el
cumplimiento de las otras obligaciones de la Religión. Estos
malos frutos no pueden provenir sino de la operación del
maligno espíritu. Esta es aquella gran regla que los maestros
de la vida espiritual nos dan para discernir las operaciones
del Espíritu Santo de las del demonio.
2. «Reparad, hijas mías, dice santa Teresa instruyendo a sus
religiosas, y reparad con gran cuidado lo que voy a deciros, y
sé por experiencia. Podrá suceder que esta opinión en que
estáis de ser tan imperfectas y tan malas, en un tiempo será
una humildad y una virtud, y en otro una fortísima
tentación. La humildad, por grande que sea, no inquieta al
alma, no la agita, no la turba. Porque aunque una se vea una
gran pecadora, aunque reconozca claramente que es digna
del infierno, que por esto se aflija, que confiese que merece
ser aborrecida de todo el mundo, y que no se atreva casi a
implorar la misericordia de Dios; no obstante, si esta
humildad es verdadera, esta pena está acompañada de tanta
dulzura, de tanta paz y gusto, que no quería una dejar de
tenerla. No solamente esta no inquieta ni turba al alma, sino
que al contrario le da mayor libertad y una paz mas grande,
y la pone más capaz de servir a Dios. Guardaos pues de
ciertas humildades acompañadas de inquietudes que el
demonio nos mete en cabeza, que causan al alma una pena
que la oprime, la agita, la atormenta, y que le es muy difícil
sufrir. El demonio pretende con esto persuadirnos que
tenemos humildad, y hacernos perder al mismo tiempo, si le
es posible, la confianza que debemos tener en Dios.»
3. Esta santa, a quien Dios había dado tantas luces en lo que
mira a la vida espiritual, añade: «Cuando os encontréis en
este estado, apartad lo más que podáis vuestro pensamiento
de la consideración de vuestra miseria, y llevadle, a que
considere cuán grande es la misericordia de Dios, cuál el
amor que os tiene, y lo que ha querido padecer por vos. — Es
verdad, continúa santa Teresa, que si esta es una tentación,
no podréis hacer lo que os digo, porque ella no os dejará
descansar, y no os permitirá, pensar sino en aquello que os
da pena; y aun será mucho si podréis percibir que esto es
tentación (1).»
(1) Quien quiera leer este pasaje de Sta. Teresa, vea el libro del Camino de
Perfección, cap. XXXIX, n°2.
4. Todas las virtudes cristianas están estrechamente unidas
unas con otras, se prestan un mutuo socorro, se sostienen y
se fortifican entre sí. Es imposible que las unas sean
contrarias a las otras; porque Dios, que nos las manda todas,
no puede desmentirse, ni ser contrario a sí mismo. Con que
es también imposible que la virtud de la humildad, que Dios
nos manda, sea contraria a la esperanza cristiana que
igualmente nos manda. La verdadera humildad debe sostener
y fortificar la esperanza, no debilitarla. Si la convicción y
sentimiento de nuestras miserias, de nuestra indignidad, y de
nuestras faltas pasadas o presentes nos desanima, nos abate,
nos pone en desconfianza y pusilanimidad, es cierto que esto
no es verdadera humildad, y que el demonio mezcla con ellas
su operación. Todas las verdaderas virtudes son
participaciones de la soberana justicia que las manda, y en la
cual se encuentran perfectamente unidas. Si nosotros no
vemos cómo esta unión y perfecta trabazón tienen entre sí,
esto no puede provenir sino de la flaqueza y corta capacidad
de nuestro entendimiento, que no viendo esta justicia
soberana con toda su extensión y sólo considerándola por un
lado, la pierde de vista por el otro; y ocupado en ciertas
obligaciones que ella prescribe, pierde de vista otras
obligaciones igualmente prescritas. Mas cuando nosotros no
comprendiésemos cómo la humildad y la confianza en Dios
están estrechamente unidas entre sí, estamos obligados a
creerlo firme y sencillamente. La sencillez no discurre; y así
se ahorra de muchos embarazos, dificultades y penas inútiles
o peligrosas. Aun cuando hubiese más dificultad en
concordar la verdadera humildad con la confianza en Dios,
¿esto debiera detenernos a nosotros, que no podemos
siquiera dar razón de una infinidad de efectos puramente
naturales, que tenemos todos los días delante de nuestros
ojos? Mas por un secreto y un artificio admirable de la
divina gracia, la humildad no vuelve a las almas pusilánimes
y desconfiadas; «sino que las hace magnánimas, dice San
Bernardo, y capaces de las cosas más grandes, sin que la
humildad disminuya en nada la magnanimidad, ni la
magnanimidad la humillad; al contrario, estas virtudes se
fortifican las unas con las otras, por manera que cuanto un
hombre presume menos de sus propias fuerzas en las cosas
más pequeñas, tanto más presume de las de Dios para las
más grandes acciones.»
5. La desconfianza, aunque se cubra con las apariencias de
humildad, y de la convicción de la miseria, de la flaqueza y
de la indignidad del hombre, es realmente verdadera
soberbia. Nuestro orgullo y nuestro amor propio estarían
muy contentos de ver en nosotros alguna cosa sobre que nos
pudiésemos apoyar. Como la vista de todas nuestras miserias
nos quita este vano recurso, he aquí por qué esta vista nos
desconsuela; y nuestra soberbia y nuestro amor propio se
revelan, no pudiendo soportar un objeto que tanto humilla y
tanto mortifica. Dios, que conoce infinitamente mejor que
nosotros las flaquezas nuestras, nuestra malignidad y
nuestra indignidad, nos manda no obstante todo esto, que
esperemos en su misericordia y en los méritos de Jesucristo;
y nos ordena, que desechemos todas las dudas, todos los
pensamientos que combaten o debilitan la esperanza, del
mismo modo que los que combaten o enflaquecen la fe o la
caridad. ¿No es pues una verdadera soberbia desobedecer al
mandamiento de Dios, y entretenerse con pensamientos de
desconfianza contra la expresa prohibición que nos ha
intimado? El Señor nos anima, nos consuela por medio de
sus palabras y con sus promesas. ¿No será una grande
soberbia no escucharle, desechar sus consuelos? Se vale
también de amenazas para llenarnos de consuelo. Nos
declara que se dará por ofendido, y se verá obligado a
castigarnos, si damos oído a nuestras desconfianzas. Y si a
pesar de estas amenazas todavía escuchamos nuestras
desconfianzas, y las mantenemos dentro de nosotros
mismos, ¿qué es todo esto sino muchísima soberbia?.
6. Porque ¿no es una verdadera soberbia rehusar las gracias
y los consuelos que Dios nos presenta, y pretender
excusarnos con que somos muy indignos, y que hemos
abusado demasiado de su gracia y su paciencia? ¿Por
ventura no sabe el Señor muchísimo mejor que nosotros
cuán indignos somos, y lo seremos siempre de su
misericordia? ¿Pero tiene número su misericordia para
querer hacer bien a los indignos? ¿O presumimos que
buscará en nosotros los motivos y las razones de hacernos
misericordia? ¿Qué no es bastante razón ser su misericordia
infinita para ejercitarla con nosotros? ¿Y esta razón no es
más digna de Dios que ninguna otra? Tendré misericordia de
quien yo quisiere tenerla, nos dice el mismo Señor (1).
Conoce mucho mejor que nosotros sus propios sentimientos,
y qué es lo que cede en mayor gloria suya.
(1) Rom , ix, 15.
7. Verdaderamente que hay un no sé qué de incomprensible
en nosotros mismos. Deseamos la paz; se la pedimos a Dios.
Su Majestad nos la ofrece, mandándonos que confiemos
enteramente en él, y que arrojemos en su paternal seno
todas nuestras inquietudes; y nosotros despreciarnos la paz.
En lugar de exhortar a nuestra alma y animarla, diciéndole
con el Profeta: Alma mía, ¿por qué estás triste, y por qué me
conturbas? Esperad en Dios, porque aún le alabaré, como
aquel que es la salud, y la luz de mi rostro, y mi Dios (1); la
afligimos con reflexiones, que continuamente hacemos sobre
todas nuestras miserias. Bueno y muy bueno es pensar en
nuestras miserias y en nuestra indignidad, con tal que
pensemos aún mucho más en las misericordias de Dios, y
que el sentimiento de nuestra indignidad sirva para hacernos
reconocer más vivamente la grandeza de su bondad, y
penetrarnos de amor y agradecimiento; porque si no es así,
el sentimiento de nuestras miserias no puede menos que
perjudicarnos, y hacernos todavía más miserables.
(1) Psalm. 41.
V. La dependencia de la misericordia de Dios y de los
méritos de Jesucristo con que vive un verdadero
cristiano, debe consolarle y fortificar su esperanza, lejos
de debilitarla.
1. Aquel amor de la independencia que perdió a nuestros
primeros padres en el paraíso terrenal, ha echado tan
profundas raíces en el corazón de todos sus hijos, que no hay
cosa que les sea más dura y más insoportable que depender
de la voluntad de otro. En el estado de corrupción en que nos
hallamos, todos somos naturalmente pelagianos, según lo
observa San Agustín. Querríamos ser dueños de nuestra
suerte eterna, y que nuestra salvación no dependiese sino de
nosotros, y no de la misericordia de Dios y de la gracia de
Jesucristo. Nos imaginamos que si la justicia y la
perseverancia en ella estuviera en nuestras manos, y no
dependiese más que de nuestra voluntad, estaba asegurada
nuestra felicidad eterna. Porque en fin nos decimos a
nosotros mismos, ¿quién querría hacerse desgraciado por
una eternidad? ¿y quién sería tan insensato que no quisiera
procurarse una felicidad eterna?.
2. Pero deberíamos corregir todos estos pensamientos, llenos
de ilusión, con las luces de la fe. Verdad es que nadie quiere
hacen, eternamente infeliz; y todos desean ser dichosos, y
serlo para siempre. Este deseo es inseparable de la naturaleza
de toda criatura inteligente: porque ni ha habido ni habrá
jamás ángel ni hombre que no busque la felicidad. Y lo que
parece más extraño es, que los pecadores no pecan sino
porque solicitan el ser dichosos, y buscan su satisfacción y
su contento; mas lo que los hace verdaderamente
desgraciados es, que buscan la felicidad en donde es
imposible que la encuentren; pues la buscan en el pecado, en
la desobediencia a Dios, en la injusticia, en donde no puede
encontrarse sino la mayor miseria, haciéndose así
eternamente desgraciados, sin cesar por esto de desear el ser
siempre dichosos. Es pues una grande ilusión el imaginarse,
que porque queremos todos necesariamente ser para siempre
dichosos, nuestra salvación no correría ningún riesgo si
estuviese únicamente en nuestras manos»
3. Pero es una ilusión mucho más grande imaginarse, que es
desanimar a los hombres decirles que no deben poner la
esperanza de su salvación eterna sino en la misericordia de
Dios y en Jesucristo ¿Será, posible que los hombres sean tan
ciegos y tan injustos, que se persuadan que se enflaquece su
esperanza, porque se les enseña con toda la Escritura a no
ponerla sino en solo Dios, y crean que su salvación está
menos cierta y, menos asegurada, porque se les persuade a
depositarla en las manos del que los crió para hacerlos
dichosos, del que los rescató a tan gran precio, y que es
infinitamente poderoso, infinitamente sabio e infinitamente
bueno, para fortificarlos, defenderlos y conducirlos por en
medio de tantos enemigos, de tantos lazos y de tantos
atractivos engañosos? ¡Desgraciada de ti, oh presunción
humana, si pretendes estar más segura en tus propias manos
que en las de tu Salvador!
4. Los ángeles en el cielo, teniendo el entendimiento lleno de
luces, la voluntad rebosando santos ardores, no perseveraron
todos en la justicia con que Dios los crió. Lucifer, el primero
de todos, cayó del cielo como un rayo, y arrastró tras de sí la
tercera parte de los ángeles que brillaban con los demás
como otras tantas estrellas en aquella celeste estancia. El
primer hombre y la primera mujer, criados igualmente en la
justicia, y colocados en el paraíso por mano de su Criador,
teniendo el entendimiento iluminado con la verdad, y exento
de toda sombra, la voluntad recta y siempre elevada a Dios
con el fuego de la caridad, y exenta de todas las
concupiscencias, el cuerpo enteramente puro, perfectamente
sumiso al alma, y libre de toda rebelión y oposición a la ley
de Dios: no obstante todo esto, no perseveraron en la
justicia; teniendo tanta facilidad de perseverar, dieron una
caída tan deplorable como espantosa. ¿Cómo pues podemos
nosotros creer que con un entendimiento lleno de tinieblas,
una voluntad atestada de toda suerte de concupiscencias, un
cuerpo desarreglado con la ley del pecado y los movimientos
de la concupiscencia, nos mantendríamos más firmes que los
ángeles estuvieron en el cielo, y más que Adán y Eva en el
paraíso; y que nuestra salvación estaría más asegurada en
nuestras manos que en las de Jesucristo? « Si la salvación del
hombre estuviese abandonada a su voluntad ciega, flaca y
corrompida, el hombre en medio de enemigos tan poderosos
y artificiosos, entre tentaciones tan violentas continuas, no
perseveraría en el cumplimiento de todas las obligaciones de
la justicia y de la cristiana piedad; porque, dice San Agustín,
no lo querría tan fuertemente como se necesitaría para
vencer tantos y tan grandes estorbos (1).
(1) S. Aug., de Corr. et grat., vi, 12.
5. Mas no consiste nuestro consuelo en sino que Jesucristo
ha hecho de nuestra salvación negocio propio suyo; ha
respondido por nosotros, se ha hecho nuestra caución,
nuestro Mediador y nuestro Salvador, nuestro Libertador,
nuestro Pontífice, nuestra Víctima, nuestro camino, nuestra
guía, nuestra luz, nuestra fuerza y nuestro defensor. Si dio
principio a la obra de nuestra Redención por su infinita
misericordia gratuitamente, ¿por qué no esperaremos que la
consumará? ¿Contamos por nada aquella admirable
distinción que ya ha hecho entre nosotros y esa multitud de
idólatras, de infieles, de herejes, de cismáticos y de malos
católicos, que viven de asiento en el pecado, sin pensar en
mudar de vida y sin conversión verdadera? Esta distinción es
una prenda que en el último día nos separará también de la
horrible multitud de réprobos: porque el que comenzó la
buena obra en nosotros, la perfeccionará hasta el fin del
mundo (2).
(2) Philipp.,I,3.
6. Sólo en el cielo se halla la soberana dicha, porque solo en
el cielo se encontrará soberana Justicia. Los bienaventurados
están todos penetrados del conocimiento de la excelencia
infinita de Dios y de todas sus perfecciones; también lo están
de la nada de todas las criaturas, y de los justos derechos que
Dios tiene sobre ellas; de la obligación en que están ellas de
referir a la gloria de Dios todo su ser y todas sus acciones; de
la disforme injusticia de una criatura que se substrae del
orden de Dios, o se retira de su dependencia. Esto es lo que
constituye la superior justicia y felicidad de los ángeles y de
los santos: Subjici Deo requies aeterna. Luego es claro que
debemos buscar mientras vivimos la justicia, y poner nuestro
único gozo en la aniquilación perfecta de todo nuestro ser
delante de Dios, en la sujeción de todos nuestros quereres a
la voluntad de Dios, y en una dependencia continua de su
misericordia: porque lo que debe hacernos justos y
bienaventurados en la eternidad, debe empezar a hacernos
justos y dichosos en el tiempo; no debiendo ser la vida
presente, sino el principio y aprendizaje de la vida futura.
Nuestro júbilo y nuestra felicidad en la tierra debe ser
esperar firmísimamente que conseguiremos la salvación por
la misericordia de Dios, y los méritos de Jesucristo. Es
imposible que perezcamos si mantenernos siempre estas
disposiciones.
Bien podremos perderlas, pero no podremos perdernos
mientras que las conservemos en el corazón; y Dios, que por
su misericordia las ha puesto en él, nos manda muy
expresamente que tengamos una firme confianza, que por la
misma misericordia las conservará hasta el fin, y acabará en
nosotros la obra de su bondad.
7. Si nuestra salvación estuviese únicamente dejada a
nuestra voluntad, ¿que no tendríamos que temer? Porque,
¿qué podríamos encontrar en nosotros mismos sino nuevos
motivos de temor, pecado, tinieblas, tentaciones, flaquezas,
indignidad, etc.? Pero encontramos en Jesucristo todo lo que
nos falta, y aún mucho más. Todas nuestras miserias, por
serlo, nos impelen a que nos vayamos a Él, y vienen a ser
nuevo motivo de esperar; porque ellas dan ocasión al poder
de Jesucristo de manifestarse más, y esto es por lo mismo
que San Pablo se gloriaba en ellas. Este grande apóstol aún
quiere que esperemos de nuestro soberano Libertador, que
nos pondrá en un estado más relevante y más dichoso que
aquel de que hemos caído (1); esto es, nos dará una gracia,
una vida más gloriosa, más poderosa, más elevada, más
abundante que la que perdimos en Adán: Ampliora adepti,
dice S. León, per inefabilem Christi gratiami, quám per
diaboli amiseramus invidiam (2). Desengañémonos, que toda
nuestra seguridad y nuestra felicidad está en depender de su
Majestad, mantenernos asidos a él, y abandonarnos a la
conducta de su gracia.
(1) Rom. V, 15-17.
(2) S. León., Serm. 1 de Ascens.
8. Efectivamente esto es con lo que los profetas, los apóstoles
y Jesucristo mismo nos consuelan y nos tranquilizan: ¡Qué
dichoso eres tú, oh Israel, que encuentras tu salvación en el
Señor! Él te sirve de broquel para defenderte, y de espada
para darte esta gloriosa victoria: tú hollarás las cabezas de
tus enemigos (3). No temas, porque yo te he rescatado: tú
eres mío. Cuando marchares por en medio de las aguas, yo
estaré contigo, y los ríos no te sumergirán. Cuando
caminares por el fuego, no te quemarás (4). Más yo he
puesto, Señor, en ti mi esperanza. Yo he dicho: Tú eres mi
Dios; mi suerte está en tus manos. Sálvame según tu
misericordia. Señor, yo no seré confundido, porque te he
invocado (5). Yo no me avergüenzo, porque sé quién es aquel
a quien he confiado mi depósito, y estoy asegurado que es
poderoso para conservarle hasta aquel gran día (6). Mis
ovejas, dice Jesucristo, oyen mi voz, yo las conozco, y ellas
me siguen: yo les doy la vida eterna, y nunca perecerán, y
ninguno me las arrebatará de las manos. Lo que mi Padre me
ha dado es mayor que todas las cosas, y nadie lo puede robar
de la mano de mi Padre. Mi Padre y yo somos una misma
cosa (7). Moisés, David, San Pablo, y el mismo Jesucristo, ¿no
sabían lo que debía verdaderamente consolarnos, llenarnos
de confianza y de gozo? ¿No sería locura e impiedad pensar
que estas palabras, que ellos dijeron para inspirarnos
confianza, gozo y valor, son antes más propias para debilitar
nuestra esperanza, para desanimarnos, y para llenarnos de
temor, de inquietud y turbación?
(3) Deut. XXXIII, 29.
(4) Is., XLIII, 1-2.
(5) Psalm, 30.
(6) II Tim., 1, 12.
(7) Joann., x , 27-30.
9. Todo lo que está escrito se ha escrito para nuestra
instrucción, para que concibamos una esperanza firme por la
paciencia y consuelo que las Escrituras nos dan (3). Todo se
ha escrito, así para instrucción y consuelo de los flacos como
de los buenos. ¿Más de qué sirven los mejores remedios a un
enfermo, si no se los aplica? Apliquémonos, pues, a nosotros
mismos estas palabras, que el Espíritu Santo dictó a los
profetas y a los apóstoles, o que el mismo Jesucristo profirió
para consolarnos y animarnos. Digamos con David: Por lo
que hace a mí, Señor, en ti esperé. Yo he dicho: Tú eres mi
Dios; mi suerte está en tus manos (1). Recíbeme, Señor,
según tu palabra, para que yo viva; y no permitas que quede
confundido en mi esperanza (2). Tuyo soy: sálvame pues (3).
Esta, Señor, es causa vuestra y negocio vuestro; porque yo ya
soy tuyo y no mio, y tú me has comprado a tan gran precio;
y no me hubierais comprado tan caro, sino para poseerme
únicamente en el tiempo, y por toda la eternidad. Si, Señor,
yo he esperado en ti; y no seré confundido en la eternidad
(4). Digamos con San Pablo: Yo sé quién es aquel a quien le
he confiado el depósito de mi alma y de mi salvación; Y que
él es bastante poderoso para conservarle contra todos mis
enemigos, y contra mí mismo hasta el día del juicio (5).
Conservará con cuidado un depósito que le pertenece, y que
le ha costado tan caro. Así, aun cuando nosotros creyésemos
que vemos el abismo abierto a nuestros pies, arrojémonos
atrevidamente entre sus brazos. No, no se retirará para
dejarnos caer. Projice te in eo; non se subtrahet, ut cadas.
Projire te securus, excipiet, et sanabit te (6). Él nos recibirá
en sus manos… y nos salvará, porque hemos esperado en él
(7). Es imposible que perezca aquel que se une, y con
perseverancia se mantiene asido a Jesucristo. El cielo y la
tierra pasarán; pero sus palabras, por las cuales tantas veces
ha prometido, y hasta, jurado de no abandonar nunca a los
que esperaren en él, no pasarán jamas (8). Abracémonos
pues con Jesucristo, y no temamos acercarnos así con él al
trono de la justicia y santidad del mismo Dios.
(1) Psalm. 30.
(2) Ibid. 118-
(3) Ibid. 04.
(4) Ibid. 30.
(5) II Tim., I , 12.
(6) S. AUG., in lib. VIII Conf., cap. u.
(7) Psalm. 36.
(8) Matth., XXIV, 35.