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El Partido Andres Burgo

Este documento describe el intento del autor de descubrir la identidad de "Mariani", una persona mencionada en un artículo sobre la selección argentina de fútbol que ganó la Copa Mundial de 1986. Luego de varias semanas de búsqueda, el autor finalmente contacta a Roberto Mariani, quien resulta haber sido ayudante del entrenador Carlos Bilardo durante el Mundial de 1986. Mariani recuerda haber estado presente en la habitación de Diego Maradona la mañana en que anotó sus famosos goles contra Inglater

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Este documento describe el intento del autor de descubrir la identidad de "Mariani", una persona mencionada en un artículo sobre la selección argentina de fútbol que ganó la Copa Mundial de 1986. Luego de varias semanas de búsqueda, el autor finalmente contacta a Roberto Mariani, quien resulta haber sido ayudante del entrenador Carlos Bilardo durante el Mundial de 1986. Mariani recuerda haber estado presente en la habitación de Diego Maradona la mañana en que anotó sus famosos goles contra Inglater

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ANDRÉ S BURGO

EL PARTIDO
Argentina-Inglaterra 1986
PRIMERA PARTE

ANTES
1

En un pá rrafo perdido de un diario amarillento, conservado


en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, hiberna una frase
del personaje más secundario de la selecció n argentina de fú tbol
que ganó el Mundial de México en 1986.
«Nos contó Mariani, el ayudante de Carlos Bilardo, que Mara-
dona ese día, el domingo 22, se levantó más temprano que nunca
y que su buen humor lo desparramó por todos los rincones de
la habitació n», dice la frase, publicada por el diario La Nación en
un recuadro del martes 24 de junio de 1986, dos días después del
partido del 22 de junio contra Inglaterra, el domingo en que Ma-
radona hizo dos goles que lo convirtieron en un semidió s.
De ese pequeñ o texto, tan marginal que no tiene firma y
está atribuido a «nuestros enviados especiales a México», un
apellido me llamó la atenció n. «Mariani», decía esa pá gina a
punto de deshilacharse, encuadernada en el tomo que aglutina las
ediciones de La Nación de junio de 1986.
«Mariani, ¿qué Mariani?», me pregunté. Deduje más o menos
rá pido que podía ser Roberto Mariani, un nombre que, de
todos modos, registraba con vaguedad. Creía recordar que había
sido un técnico transitorio de Vélez a comienzos de la década
de 1990, cuando el equipo de Liniers amagaba pero no salía
campeó n, y de San Lorenzo algunos añ os má s tarde. En los
dos casos iden- tificaba a Mariani como una salida de
emergencia, durante un puñ ado de partidos, a la espera de que
los dirigentes arreglaran con entrenadores de mayor pedigrí.
También creía recordarlo más como un especialista en divisiones
inferiores que de Primera, pero
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su presencia en el staff del cuerpo técnico del Mundial 86 era un
dato que desconocía.
Para enumerar al mediocampo del Racing que salió campeó n
en 2014 tengo que esforzarme. Si me preguntan quién jugaba a la
derecha de Ezequiel Videla y tuviera que responder en un
segundo, no sabría a quién mencionar. En cambio, del fú tbol
de 1986, el añ o en que yo tuve 11 añ os, recuerdo todo.
Sé quién era el arquero de Deportivo Mandiyú en el Nacional
B (Oscar Manis) y por cuá nto le ganó Huracá n a un equipo
san- juanino llamado Unió n de Villa Krause (9 a 2, como
visitante). De finales de 1985 incluso puedo detallar có mo
terminó la final de Primera C: Armenio 4-Almagro 2 en cancha
de Defensores de Belgrano, expulsado un tal Méndez, arquero
de Almagro.
El Mundial de México 1986, el mío, aú n no terminó : lo sigo
jugando en la memoria. No me olvidé del 10 de Marruecos
(Aziz Bouderbala), ni del árbitro de Españ a 1-Brasil 0 (un
australiano de apellido Bambridge) ni de resultados baladíes
(Paraguay 1-Irak 0). Cada dos o tres meses evoco títulos de la
revista El Gráfico: «El apogeo del fú tbol» para el partidazo
Bélgica 4-Unió n Soviética 3 o «Es un placer reportear a
Platini» para una entrevista al 10 de Francia. A la camiseta que
Dinamarca usó en ese Mundial la sigo eligiendo como la más
hermosa de la historia. Héroes, el documen- tal oficial de la FIFA
de México 86 (la más argentina de las pelícu- las de fú tbol,
paradó jicamente realizada por ingleses: el director Tony Maylam,
el productor Drummond Challis y el musicalizador Rick
Wakeman, todos británicos, se encargaron de la edició n, en
Londres, algunas semanas después del Mundial), es una de las
películas que má s vi en mi vida. De los futbolistas argentinos
de esa Copa del Mundo —y de los de Italia 90, cuando ya tenía
15 añ os— recuerdo hasta su segundo nombre. Ricardo Omar
Giusti, Héctor Adolfo Enrique, Jorge Luis Burruchaga. Así como
Nick Hornby escribió en Fiebre en las gradas (Anagrama, 1992)
que en la exacerbació n de su fanatismo por el Arsenal de Londres
sabía có mo se llamaban las esposas de los jugadores, en una
época yo también conocía a las mujeres de mis ídolos del 86:
1
Nancy la de Ruggeri, Mariana la de Borghi. Ni hablar de
Maradona: su vida y

15
obra en México la hice mía. Incluso de los ayudantes del técnico,
Carlos Bilardo, sabía más que de Belgrano, Sarmiento o San Mar-
tín. Memoricé pelos y señ ales de su colaborador principal, Carlos
Pachamé; del preparador físico, el Profe Echevarría; del
masajista, Roberto Molina; y de los utileros, Tito Benros y
Galíndez. En algú n punto eran mis superhéroes.
¿Pero entonces quién era Mariani, ese hombre vinculado a la
selecció n, a mi gloria infantil? Si ni siquiera figuraba en el pó ster
de la selecció n campeona del mundo que El Gxáfico había
publi- cado en 1986 y que durante varios añ os estuvo colgado
en mi habitació n. Hasta los utileros estaban, pero no Mariani.
La duda me sacudió al abrigo de las luces tenues de la
hemero- teca, en una sala ajena al ruido exterior de Buenos Aires,
mientras me zambullía en la investigació n para escribir una
cró nica —esta cró nica— de un partido jugado a 7.500 kiló metros
y casi tres déca- das de distancia, el Argentina 2-Inglaterra 1 del
mediodía del 22 de junio de 1986, en el estadio Azteca del DF, por
los cuartos de final. No dejaba de ser extrañ o: la hemeroteca es
un lugar tan opuesto al rito futbolero que para entrar hay que
descender, en silencio, hasta el subsuelo de la Biblioteca
Nacional, mientras en cambio, para ver fú tbol, trepamos por las
escaleras con el paso tenso hasta ocupar las tribunas.
Alejados del zumbido de las multitudes, unos pocos histo-
riadores, periodistas y curiosos hojeábamos páginas carcomidas
por los á caros, cada uno en bú squeda de su pequeñ o tesoro. El
mío, entendí más tarde, estaba oculto en ese párrafo anó nimo, el
de «nos contó Mariani que ese día, el domingo 22, Maradona
se levantó más temprano que nunca y que su buen humor lo
despa- rramó por todos los rincones de la habitació n».
Es una oració n que puede pasar desapercibida, como una
anéc- dota trivial de un protagonista secundario.
O no.
Porque esa frase es, también, un zoom directo al amanecer de
un día fabuloso. El tal Mariani podía ser mucho má s de lo que
aparentaba, un actor de reparto olvidado en la historia: también
podía ser, y de hecho lo era, un testigo directo de la historia.
Había
1
estado en la placenta del partido más feliz del fú tbol argentino,
en la habitació n del gran protagonista recién levantado, todavía
en la cama, en las horas previas al esplendor. El primero de los
discípu- los que acompañ aron a Maradona en su domingo
bíblico.
Durante varias semanas intenté conseguir un nú mero de telé-
fono que no parecía estar en la agenda de ninguna redacció n,
ni en Argentina ni en Chile, el ú ltimo país en el que Roberto
Ma- riani había trabajado. Consulté a productores de los
programas deportivos de más audiencias y a colegas que se
especializan en los torneos de Ascenso. A una frustració n le
seguía otra. Ni es que las pistas se disolvieran en callejones sin
salida: no había pistas. Hasta que en febrero de 2015, y en verdad
ya no recuerdo có mo, di con su nú mero y lo llamé. Apenas lo
escuché del otro lado de la línea, lo primero que le pregunté,
después de presentarme, fue si efectivamente había trabajado con
la selecció n en el Mundial 86. Me respondió que sí, le conté que
estaba escribiendo un libro so- bre el partido de Argentina-
Inglaterra en esa Copa del Mundo, y me citó en una confitería de
Floresta. Antes de salir, busqué fotos suyas en Google, para
reconocerlo. Las má s vigentes eran de su tarea como técnico,
en 2011 y 2013, de dos clubes menores de Chile, Deportes
Concepció n y Coquimbo Unidos.
Al llegar a la confitería lo distinguí en una de las mesas de
la vereda, debajo de un toldo que lo protegía de una llovizna
de verano. Le hice señ as desde lejos, pareció corresponderme, y
entonces me acerqué.
—Hola, soy Andrés, el periodista —le dije.
—Ah, sí qué tal, te estaba esperando —me contestó —. Este es mi
barrio de siempre. ¿Ves ese colegio? Ahí estudió Claudia el secun-
dario, cuando era la novia de Diego. Maradona venía a
buscarla en el auto, le tocaba bocina y ella se subía.
Mariani tiene 73 añ os y una larga relació n con la clase obrera
del fú tbol. Primero fue jugador-golondrina del Ascenso. Después,
a sus fugaces pasos como entrenador de Vélez y San Lorenzo, que
de tan fugaces no aparecen en Wikipedia, le siguieron largos añ os
en clubes de Bolivia y de Chile. Pero ese tipo de biografía se
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repite en miles de jugadores y técnicos, en los trabajadores rasos
y en la

1
elite de la pelota: lo que hace especial a Mariani es que fue uno de
los expedicionarios que secundaron a Maradona en su conquista
al Everest del fú tbol, el 22 de junio de 1986. Así como los
alpinistas contratan como porteadores a los sherpas para atacar
el techo de los Himalayas, la gran cumbre maradoniana también
necesitó de un conjunto de gregarios. Algunos reconocidos,
como Jorge Val- dano u Oscar Ruggeri —o el narrador de la
aventura, Víctor Hugo Morales—, y otros anó nimos, como
Mariani, cuyo rol en 1986
—me explicó cuando nos vimos— era secundar a Bilardo detrás
del ayudante principal del técnico, Pachamé. O sea, un secretario
adjunto que a veces debía ocuparse de la logística administrativa.
Por supuesto nadie lo reconoció durante la hora que hablamos,
y en un momento me dieron ganas de contarle al mozo y a la
gente que pasaba por la vereda de Á lvarez Jonte y Benito Juárez,
indiferente a nuestra charla: «Ey, mírenlo: él estuvo sentado en la
cama de Maradona la mañ ana de los goles a los ingleses».
—Ese día —dijo Mariani— Maradona se despertó más temprano
que de costumbre, pero después se quedó boludeando en la habi-
tació n. É ramos cuatro. É l y Pasculli, que dormían juntos, má s
el Profe Echevarría y yo, que éramos los que pasábamos a
despertar a los jugadores. En un momento, Diego dijo: «Tengo
unas ganas de comerme un sá nguche de mortadela». Y
nosotros teníamos mortadela, eh: habíamos llevado mucha
comida desde Argentina por el terremoto que hubo en México
en 1985. Pero Diego tam- bién contó que había hablado con sus
hermanos, con Lalo (Raú l) y el Turco (Hugo), de una jugada en la
que él se recostaba sobre la derecha, encaraba, dejaba rivales en
el camino y definía al segundo palo. Y entonces dijo: «Tengo unas
ganas de hacerle un gol de esos a los ingleses». Y bueno, un rato
después, de esa manera, hizo el gol de su vida.
Dejamos la confitería cuando ya era de noche. Caminamos
una cuadra juntos, por Jonte, y quedamos en volver a hablar.
«Cual- quier duda me llamás, pibe», se ofreció . Sin embargo,
desde que lo despedí me pregunté varias veces si Mariani había
sido honesto: parte de su testimonio sonaba a guion
cinematográfico. ¿Marado- na había expresado en la intimidad,
19
en las horas previas al partido,

2
el deseo de querer convertir el tipo de gol que efectivamente con-
vertiría, un gol imposible de teorizar, una obra sin planos,
pura inspiració n? ¿O formaba parte de un relato que Mariani
había fabricado, contándoselo una y otra vez a sí mismo, hasta
creerlo; de una narració n construida a su conveniencia?
Esa pulseada entre lo que pasó y lo que recordamos que pasó
iba a ser un dilema que se reiteraría al consultar a los demás
parti- cipantes del 22 de junio de 1986, a los anó nimos y a los
famosos.
Después de haber entrevistado a decenas de protagonistas en
su intento de reconstruir un fallido intento de golpe de Estado en
1981, el escritor españ ol Javier Cercas concluyó en Anatomía de
un instante (Mondadori, 2009): «Anteponemos nuestros recuerdos
a lo que realmente sucedió ». El escritor y neuró logo inglés Oliver
Sacks publicó un ensayo sobre los complejos mecanismos de
la memoria y la capacidad que tenemos los hombres para
generar recuerdos inexistentes que al final son tan só lidos y
reales como los auténticos.
—Se tratar de recordar, no de inventar. Tené en cuenta
que pasaron casi treinta añ os —me respondió Valdano, uno de
los de- lanteros de aquel partido, después de que le enviara por
correo electró nico una serie de preguntas muy puntuales de un
Argen- tina-Inglaterra que es, cada vez más, un rompecabezas
entre la realidad y la fá bula.
Si hubiera que rescatar de un naufragio a un puñ ado de parti-
dos de la historia universal —tres, cuatro, cinco partidos de cual-
quier época del deporte más popular del planeta—, el 2 a 1
contra los ingleses debería quedar a salvo. Es el paraíso del fú tbol
argen- tino. Hubo cientos, miles de tardes y noches con más
goles y con mayor belleza colectiva, pero ninguna con esa carga
simbó lica. Ese partido es un aleph del fú tbol que lo tuvo todo, y
todo lo que tuvo nos favoreció . El macho alfa de los goles y el
má s ilegítimo, la deificació n de un futbolista en un puñ ado de
minutos, el tras- fondo de las llagas de una guerra todavía
abiertas, y el contexto deportivo perfecto: los cuartos de final
de una Copa del Mundo. Yo evoco al de México como el gran
Mundial de mi vida, y dentro de ese Mundial al partido de
21
Argentina-Inglaterra como el

2
gran partido de mi vida como hincha de la selecció n. Y sin embar-
go me cuesta recordar có mo fue mi 22 de junio de 1986: có mo
y dó nde vi el triunfo contra los ingleses. Son noventa minutos
que casi no recuerdo haber visto y que sin embargo nunca dejé
de ver.
¿Có mo se rescata un día desde el que ya pasaron diez mil días,
un día que tuvo un solo actor principal? Sin Maradona, sin su rol
aplastantemente protagó nico, no recordaríamos aquel domingo.
Esta es la cró nica de aquel partido, protagonizado por un solo
jugador, pero es también la cró nica de una tesis colectiva: por
su propia cuenta, en solitario y sin un tejido deportivo y social
que lo rodeara —si hubiera sido tenista, si hubiera sido apátrida—,
Maradona no habría construido su leyenda en ese partido contra
Inglaterra. Esta es, también, la cró nica de los actores secundarios
que confluyeron para edificar la mitología de ese partido. Los
per- sonajes complementarios del 22 de junio de 1986, la letra
chica de la épica, los monaguillos de la misa maradoniana,
configuran un largo y heterodoxo inventario formado por sus
compañ eros, por quienes lo masajearon, por quienes le
confeccionaron la camise- ta, por el relato de Víctor Hugo
Morales, por una terna arbitral ignota, por la lealtad de los
futbolistas ingleses, por el recuerdo de los soldados que habían
combatido en la guerra de Malvinas. De todo eso, de todos ellos,
se nutrió el ú ltimo héroe en pantalones cortos: los hizo suyos,
y nos hizo suyo.
Maradona ya habló del tema muchas veces, y en cualquier
momento volverá a hacerlo. Intenté entrevistarlo para este libro,
pero me explicaron que lo conveniente, si uno no tenía un vínculo
previo con él, era acercarle una oferta econó mica. Un par de cole-
gas intentaron ayudarme haciendo un nexo, pero no fue posible,
de modo que desistí.
Aquí hablan los testigos directos de un partido ú nico, los que
también hicieron del 22 de junio de 1986 una gesta a la que —
aun a miles de kiló metros del Azteca— siempre sentimos como
propia. Si el testimonio de Mariani suena inverosímil —por lo
feliz,
por lo profético—, al menos no es el ú nico.
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«Mi habitació n estaba al lado de la de Diego, yo salía y lo veía
—le contó el médico del plantel, Raú l Madero, al periodista Diego

2
Borinsky, de El Gxáfico, en octubre de 2015—. Diego andaba con
problemas en la columna, entonces le daba un analgésico con un
pinchacito. Eso hice la mañ ana del partido con Inglaterra. Ahí
le dije: “¿Sabe que soñ é que va a ganar Argentina por dos goles y
los dos goles los va a meter usted?”. Le comenté eso y Diego me
dice: “Yo soñ é lo mismo, tordo”.»
Unas diez horas después de ese augurio, ya en la noche del
22 de junio de 1986, y cuando el plantel festejaba el triunfo
ante Inglaterra en un restaurante del Distrito Federal, José Luis «El
Tata» Brown, uno de los jugadores de aquella selecció n, les
comentaría a dos enviados de la revista Sólo Fútbol: «Y bueno,
ahora tendré que pagarle la apuesta a este genio. ¿Podés creer
que Diego había dicho antes del partido que ganábamos 2 a 1 y él
hacía los dos goles?».

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