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Kenders, Enanos y Gnomos - Harold Bakst

Sturm y Tanis se pierden en una ventisca y buscan refugio en un cobertizo vacío y destartalado. Con la tormenta en pleno apogeo y sin leña, se enfrentan a la posibilidad de morir congelados. Su única esperanza de rescate es el kender Tas.

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Kenders, Enanos y Gnomos - Harold Bakst

Sturm y Tanis se pierden en una ventisca y buscan refugio en un cobertizo vacío y destartalado. Con la tormenta en pleno apogeo y sin leña, se enfrentan a la posibilidad de morir congelados. Su única esperanza de rescate es el kender Tas.

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El segundo volumen de los Cuentos de la Dragonlance os sigue llevando por

las legendarias tierras de Krynn. en este mundo distante habitan, junto a los
humanos, diversas razas de criaturas: kenders, —sobradamente conocidos
por sus travesura—, enanos, gnomos…, quienes tienen un papel importante
en la intensa y misteriosa historia de Krynn.
En uno de esos cuentos, «La canción de la nieve», Sturm y Tanis se pierden
en una ventisca y la única esperanza de rescate es ni más ni menos que el
genial kender, Tasslehoff Burrfoot. «Los anteojos del mago», otro de los
relatos, nos hará vivir los peligros que desencadena un enano inexperto
cuando crea los conjuros que ha conseguido leer en el pergamino mágico
con los anteojos de visión verdadera.
También tendremos noticias de otros personajes. En «La desastrosa cacería
de Fewmaster Toede» descubriremos cómo murió en realidad este
despreciable Señor del Dragón, y en «¿Qué te apuestas?» conoceremos una
de las mayores aventuras de Sturm, Tanin y Palin puesto que, en contra de
su voluntad, se ven forzados a acompañar a Dougan Martillo Rojo en un viaje
pro mar a fin de recobrar la Gema Gris de Gargath.

www.lectulandia.com - Página 2
VV. AA.

Kenders, enanos y gnomos


Cuentos de la Dragonlance 1-2

ePub r1.0
Etriol 07.12.13

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Kender, Gully dwarves, and Gnomes (Dragonlance Tales, Volume 2)
VV. AA., 1987
Traducción: Víctor Viano
Ilustraciones: Larry Elmore
Diseño/Retoque de portada: Fenikz

Editor digital: Etriol


ePub base r1.0

www.lectulandia.com - Página 4
Prologo
Margaret Weis & Tracy Hickman

—¿Tas? ¡Tasslehoff Burrfoot! —Llamamos con tono severo al kender, a la vez que
escudriñamos los alrededores—. ¡Ven aquí ahora mismo y devuélvenos ese ingenio
mágico para viajar en el tiempo, kender cabeza de chorlito!
—¡Iré si me contáis más historias! —responde Tas desde su escondrijo.
—¿Lo prometes? —Preguntamos tras una búsqueda infructuosa entre los
cercanos matorrales.
—¡Oh, sí. Lo prometo! —Grita alborozado—. Esperad un momento. Voy a
ponerme cómodo. —Se escucha el jaleo de crujidos y chasquidos de ramas—. Muy
bien, ya estoy dispuesto. Podéis empezar. Me encantan las historias, ¿sabéis? ¿Os he
contado ya que una vez salvé la vida de Sturm…?
Y es el propio Tas quien inicia la narración del primer relato de este segundo
volumen de la nueva trilogía del mundo de Krynn. «La canción de la nieve», de
Nancy Varian Berberick, en el que se cuenta una de las primeras aventuras de los
compañeros. En ella Sturm y Tanis se pierden en una ventisca, y su única esperanza
de rescate es, nada más y nada menos, Tasslehoff Burrfoot.
«Los anteojos del mago», de Morris Simon, es esa clase de relato que suscita
ciertas sospechas. Tas firmó siempre que había encontrado los anteojos de «visión
verdadera» en el reino de los enanos, pero supongamos que…
En el episodio «El narrador de cuentos», de Barbara y Scott Siegel, un fabulista
narra sus cuentos con tal maestría que acaban por volverse peligrosos para él mismo.
—¡Y tú debería tomar nota de eso! —Gritamos a Tas, que hace caso omiso de
nuestra advertencia y se lanza a contarnos «el perro rojo», de Danny Peary. Éste es
uno de los relatos predilectos de los kenders, entre quienes, sin duda, ha pasado de
generación en generación, aunque Tas, ni que decir tiene, jura y perjura haber
conocido personalmente a los personajes de la historia.
A continuación, con «la desastrosa cacería de Fewmaster Toede», descubrimos
cómo murió en realidad este despreciable Señor del Dragón.
La raza de los minotauros y sus normas de conducta son el tema principal de
«conceptos del honor», de Richard Knaak. Un joven Caballero de Solamnia cabalga
hacia un pequeño pueblo a fin de prestar ayuda a sus habitantes y allí descubre que el
enfrentamiento con su enemigo pone en peligro algo más que su vida.
«El gato y la alondra», de Nancy Varian Berberick, narra otra de las aventuras
preliminares de los compañeros, en la que Raistlin, por entonces joven, recurre a su
ingenio para enfrentarse a un poderoso nigromante.

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—¡Ya está bien, Tas! —Gritamos enfadados—. ¿Vas a salir ahora o no? ¡Tenemos
que marcharnos!
—Todas esas historias has sido realmente muy bonitas —llega desde su escondite
la voz estridente del kender—. Pero me gustaría saber algo más sobre Palin y sus
hermanos, ¿os acordáis? La vez anterior me contasteis que Raistlin le regaló su
bastón mágico, pero ¿qué ocurrió después?
Resignados, tomamos asiento en un peñasco, no del todo incómodo y caldeado
por los tibios rayos del sol, e iniciamos el relato de «¿Qué te apuestas?» la primera
aventura de Palin tras haberse convertido en mago, y que, ni por asomo, resulta ser la
hazaña épica que los tres hermanos esperaban protagonizar.
Todavía sentados en el peñasco, nos vemos sorprendidos por la inesperada
aparición de un gnomo, que se dirige hacia nosotros y nos tiende un manuscrito con
gesto brusco.
—¡Aquí tenéis! ¡Contad ahora, si es que os atrevéis, la verdad acerca de esos a
quienes llamáis Héroes de la Lanza!
Tras soltar un gruñido, sale a todo correr y desaparece por el camino. Así pues, y
para vuestro regocijo, nos complace presentaros «Análisis de la historia», una «tesis»
de Michael Williams.
—¡Se acabó, Tas! —Tronamos con voz amenazante.
—¡Sólo una más, por favor! —Suplica el kender.
—¡De acuerdo, pero es la última! —Aceptamos con actitud severa.
«El vuelo de la daga», de Nick O’Donohoe, es una reconstrucción de un episodio
ya relatado al principio de El retorno de los dragones, pero contado desde un punto
de vista sobrenatural y espeluznante, el de una daga viviente.
—¡Tas, sal de una vez! ¡Lo prometiste!
Silencio.
—¿Tas?
Tampoco ahora recibimos respuesta.
Nos miramos, sonreímos, nos encogemos de hombros y reanudamos la marcha a
través de Krynn.
¡Para que te fíes de la palabra de un kender!
Margaret Weis y Tracy Hickman

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La canción de la nieve
Nancy Varian Berberick

Tanis dejó caer la tapa del arcón de madera que hacía las veces de leñera. El golpe
sordo que hizo al cerrarse sonó como si se sellara una tumba. La esperanza, albergada
a lo largo de interminables horas de viaje montaña arriba, se extinguió de manera
brusca. El arcón estaba vacío.
El viento ululante se colaba a través de las paredes desvencijadas del tosco
cobertizo, y penetraba en remolinos por el umbral carente de puerta y por el techo
roto. La tormenta había cogido desprevenidos a Tanis y a sus amigos al mediodía.
Abajo, en los distantes valles, las cálidas temperaturas otoñales aún no presagiaban la
llegada del invierno, y los campos no se habían marchitado bajo el frío manto de las
heladas. Pero aquí, en las montañas, el otoño había pasado a ser un mero recuerdo.
Esker había quedado a sus espaldas a jornada y media de viaje, y Haven estaba a dos
días de camino, en dirección contrario. Su única esperanza de aguantar la tempestad
se había cifrado en este refugio de montaña, uno de los pocos que se conservaban con
el mantenimiento de los habitantes de Esker y Haven para que sirviera de albergue a
los viajeros sorprendidos por una tormenta. Pero ahora, con la tempestad en pleno
apogeo, parecía que sus esperanzas eran tan vanas como aquel arcón vacío.
A sus espaldas, el semielfo oía a Tas fisgoneando de acá para allá por el desolado
refugio; el sombrío cariz de su situación no había afectado ni poco ni mucho su
natural talante alegre. No obstante, no había mucho que curiosear. Los fragmentos de
alguna vasija de barro yacían esparcidos sobre el piso de tierra prensada. La estrecha
mesa, que había sido la única pieza de mobiliario en el refugio, ahora no era más que
un montón de tableros rotos y madera astillada. Al cabo de unos momentos, Tanis
escuchó las notas desafinadas del caramillo que Tas se empeñaba en tocar desde que
se lo encontró varias semanas atrás. Hasta ahora, el kender no había logrado sacar del
zarrapastroso instrumento otro sonido que no fuera aquella especie de balido agónico
lanzado por una cabra moribunda. Pero no se daba por vencido y volvía a intentarlo
cada vez que se le presentaba la ocasión, e insistía —cada vez que se le presentaba la
ocasión— que el caramillo estaba encantado. Tanis estaba convencido de que había
tantas posibilidades de que el caramillo estuviera encantado como las que tenían de
entrar en calor en un futuro inmediato.
—Oh, fantástico… Otra vez ese espantoso caramillo —rezongó Flint—. ¡Tas.
Ahora, no!
Como si no lo hubiese escuchado, el kender siguió soplando el instrumento.
Con un suspiro de abatimiento, Tanis se volvió y vio que Flint se sentaba en su

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petate, a la vez que intentaba sacudirse la nieve de la barba con las manos
entumecidas por el frío. Las maldiciones farfulladas por el viejo enano hacían honor
al mordiente aguijonazo de la cellisca.
Sólo Sturm guardaba silencio. Se recostó contra la jamba de la puerta y observó la
rugiente tormenta con la actitud de quien mide las fuerzas de un oponente al que se
ha mantenido a raya por un tiempo.
—¿Sturm?
El muchacho dio la espalda a la menguante luz diurna.
—¿No hay leña? —Preguntó.
—Ni una astilla. —Tanis tembló, aunque el estremecimiento no lo causaba el frío
—. Flint, Tas, venid aquí.
Rezongando, el enano se incorporó del petate.
Tas dejó de tocar el caramillo de mala gana y echó una curiosa ojeada al interior
del arcón vacío al pasar frente a él. Hoy había brincado a través de una capa de nieve
que le llegaba hasta la cintura, y lo habían sacado, desternillándose de risa como un
duende revoltoso de las nieves, de un banco tan profundo que sólo gracias a su copete
castaño, que ondeaba como una bandera señalizadora, localizaron el punto donde se
había hundido. Aun así, sus ojos marrones brillaban con una irrefrenable curiosidad
en el rostro enrojecido por el soplo mordiente del viento.
—Tanis, no hay leña en el arcón —dijo—. ¿Dónde acostumbras a guardarla?
—En el arcón… cuando hay. Pero no hay nada, Tas.
—¿Nada? ¿Y qué habrá ocurrido? ¿Crees que la tormenta se ha desatado de un
modo tan repentino que no han tenido ocasión de almacenarla? ¿O crees que ya no se
ocupan de llenar el arcón? A juzgar por el aspecto de este sitio, nadie lo ha visitado
hace mucho tiempo. Pues sería una pena, ¿verdad? Va a ser una noche muy larga y
muy fría sin un buen fuego.
—Ya —gruñó Flint—. Tal vez no sea tan larga como suponer.
A sus espaldas, Tanis oyó a Sturm hacer una profunda inhalación. Si Tas había
retozado alegremente durante el trayecto en medio de la tormenta, Sturm, por su
parte, había avanzado con toda la firme determinación de su carácter. Cada vez que
Tas se hundía, Sturm estaba junto a Tanis para sacar al kender a la superficie. Su
innata caballerosidad lo inducía a ponerse en todo momento delante de Flint,
frenando con su cuerpo el frío aguijonazo del viento, abriendo paso en la nieve para
facilitar la marcha del viejo enano que, a pesar de sus continuos gruñidos y
maldiciones, jamás pediría ayuda a nadie.
Con todo, Tanis estaba convencido de que el muchacho nunca había visto una
ventisca semejante. «Se ha defendido bien; es una pena que tengo que llevármelo
conmigo ahí fuera otra vez», pensó el semielfo.
Sopló el rugiente viento del norte, húmedo y cortante. La escalada hasta el refugio

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había dejado a Tanis con agujetas y los músculos agarrotados y entumecidos por el
frío. Lo que menos le apetecía ahora era aventurarse de nuevo en la tormenta, pero no
tenía alternativa, o se arriesgaba a salir en busca de combustible, o morirían de frío
durante la larga y oscura noche. La elección, por lo tanto, era evidente.
—No, Flint, no llegaremos a eso. Tendremos un buen fuego.
Las dudas que el enano abrigaba al respecto se plasmaban en el gesto severo de su
semblante. Tas se volvió hacia el semielfo.
—Pero si no hay leña, Tanis. No veo cómo vamos a hacer una buen fuego sin
madera.
Tanis respiró hondo para dominar su creciente inquietud.
—La conseguiremos de algún modo. En el camino pasamos cerca de un pequeño
pinar. Entre Sturm y yo podemos recoger una cantidad suficiente y estar de regreso
antes de que oscurezca.
La animación iluminó la faz del kender. Por fin habría algo más que hacer que
pasarse una larga noche preguntándose qué se sentiría al quedarse congelado.
Arrebujándose en su chaleco de pieles, se dirigió hacia la puerta.
Yo también voy —anunció, seguro de que su oferta sería aceptada con
agradecimiento.
—Oh, no —Tanis agarró el kender por los hombros y le hizo dar media vuelta—.
Tú te quedas aquí, con Flint.
—Pero Tanis…
—Nada de peros. Lo digo en serio. El manto de nieve es demasiado profundo. Es
una tarea para Sturm y para mí.
—Pero necesitareis mi ayuda, Tanis. Puedo cargar leña, y nos hará falta un
montón si no queremos quedarnos congelados esta noche.
El semielfo miró de soslayo a Flint, seguro de que escucharía el mismo
argumento por parte de su viejo amigo. Lo atajó con un gesto firme, y Flint, aunque
de mala gana, tuvo que reconocer el buen juicio del semielfo y aceptó en silencio su
decisión. Lanzando un suspiro borrascoso, el enano se dispuso a recoger las maderas
astilladas que en tiempos fuera la mesa del refugio.
—Algo es algo —rezongó—. Sturm, ven a echarme una mano.
Tanis se acuclilló frente a Tas. En los ojos marrones del kender brillaba una
chispa de rebeldía. Su gesto de obstinación hizo comprender al semielfo que el único
modo de convencerlo para que se quedara era ofrecerle una alternativa que
considerara, si no más interesante, al menos de la misma importancia que la tarea de
recoger combustible para el fuego.
—Tas, escúchame. Tenemos muy pocas posibilidades. Jamás nos habíamos visto
en medio de una tormenta tan temprana e inesperada como ésta. Pero aquí estamos, y
esta noche hará tanto frío que no sobreviviremos sin el calor de una hoguera.

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—¡Lo sé! Por eso he…
—No. Déjame terminar. Necesito que te quedes aquí con Flint. Salir a buscar leña
va a ser muy peligroso. Las huellas que dejamos hace poco casi han desaparecido.
Me será muy difícil encontrar las marcas de terreno que me orienten para llegar a los
pinos. Por ella quiero estar seguro de que vosotros dos estáis aquí, en casi de
necesitaros.
—Pero, Tanis, te haré falta para recoger leña suficiente.
El semielfo sabía que la oferta de Tas era sincera… por el momento. Pero, con la
misma claridad que vería el lecho de un arroyo a través de sus aguas transparente,
veía ahora la irreflexión y l inquieta naturaleza del kender asomando en sus ojos
marrones. Tas no temía el frío mortal ni el azote del viento. La perspectiva de hacer
un viaje al pinar, para él, significaba sólo una diversión y una oportunidad de
satisfacer parte de aquella irreprimible curiosidad que lo había llevado al borde de la
catástrofe en incontables ocasiones.
«Bueno, pues yo sí estoy asustado —pensó Tanis—. Y no me importa admitirlo
ante él si con ello consigo que se quede aquí».
—Tas, no sobreviviremos si los cuatro salimos ahí fuera y nos perdemos. No
tardaríamos en morir. Sturm y yo tendremos mucho cuidado, pero tengo que estar
seguro de que cuento con vosotros en caso de que uno de los dos tuviera que regresar
en busca de ayuda. ¿Comprendes?
Tas asintió en silencio, sintiéndose algo menos decepcionado al caer de repente en
la cuenta de que Tanis confiaba en él, dependía de él.
—¿Puedo contar contigo?
—Sí, cuenta conmigo —respondió el kender con solemnidad. En su fuero interno,
no obstante, llegó a la conclusión de que quedarse atrás, por muy íntegro que ello lo
hiciera sentirse ahora, iba a ser, como poco, terriblemente aburrido.
A despecho del frío y el viento que arrojaba nieve a través del umbral, Tanis
superó su talante sombrío un instante para dedicar una sonrisa al kender.
—Bien. ¿Por qué no vas a echar una mano a Flint y le dices a Sturm que hemos
de ponernos en marcha?
Por un instante, Tanis creyó que sus razonamientos no iban a servir de nada. En el
rostro de Tas vio escrita la pugna entre lo que deseaba hacer y lo que había prometido
que haría, con tanta claridad como si estuviera consultando uno de los mapas del
kender. Mas fue una batalla breve y, al final, se impuso la promesa del kender.
Sturm vació su petate y el de Tanis. Cogió dos pequeñas hachas, a las que
examinó las hojas, y se dispuso a partir. El semielfo, que prefería contar con su arco y
la aljaba si se presentaba algún peligro, dejó su espada a Flint.
—No es necesario que lleve peso extra —dijo, mientras tendía el arma al viejo
enano.

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—Tanis ¿no hay otro modo de hacer las cosas? Ésta no me gusta…
—El semielfo posó la mano en el hombro de su amigo.
—Si te gustara, estarías loco. Descansa tranquilo; hace demasiado frío ahí fuera
para que estemos mucho tiempo. Cuida de Tas. Me prometió quedarse pero…
—Sí, pero. —El enano esbozó una sonrisa sombría—. No te preocupes. Los dos
estaremos aquí cuando regreses. —Un lamento desafinado se alzó en el refugio: el
caramillo de Tas—. Aunque no te puedo asegurar que nos encuentres a los dos en
nuestros cabales.
—Sin tenerlas todas consigo, Flint observó la marcha de Tanis y Sturm. Tas se
acercó ala puerta y se puso junto al enano. Les deseó buena suerte, pero dudó que lo
hubiesen oído con el ulular de la ventisca.
—Apartémonos de la puerta —gruñó Flint—. No tiene sentido pasar más frío del
necesario. Mejor será que saquemos todo el partido posible de estos trozos de
tablones y hagamos leña con ellos. Cuando esos dos regresen, estarán helados hasta
los huesos y cuanto antes se prepare un fuego, mejor.
El kender permaneció junto al umbral un rato. La ventisca engulló pronto todo
rastro de Sturm y de Tanis. Tas empezaba ya a arrepentirse de la promesa hecha al
semielfo.
«¡Yo habría encontrado esos árboles en un visto y no visto!», pensó. Para Tas,
pensar era actuar. Se guardó el caramillo y salió a la cegadora tormenta. El viento lo
azotó con fuerza y el kender estalló en carcajadas por el puto placer de sentir el brutal
empellón, acompañado del atronador rugido. No obstante, sólo había dado unos pasos
cuando dos manos lo agarraron por los fondillos del chaleco y lo arrastraron de vuelta
al refugio.
—¡De eso nada, amiguito!
—Pero, Flint…
El ardor que emitían los ojos del enano habría hecho entrar en calor a toda una
compañía de hombres, y su rostro, pensó Tas, no debería tener ese tono rojo, ya que
ahora no estaban en el exterior, bajo el mordiente soplo del viento.
—Sólo quiera alejarme un corto trecho, Flint. Volveré enseguida, te lo prometo.
—¿Igual que prometiste a Tanis no salir de aquí? —El enano resopló—. Ese
muchacho es un ingenuo por confiar en la promesa de un kender. —Apartó la mirada
de Tas y la dirigió hacia la rugiente ventisca—. Pero puede confiar en mi palabra.
Dije que te quedarías aquí, y aquí te quedarás.
Tas se preguntó si habría algún modo de escabullirse del viejo enano que se
interponía entre él y la salida.
«Sí, puede que lo haya —pensó—. Sólo tendría que pasar corriendo bajo su
brazo».
Se dispuso a lanzarse de firma precipitada, pero en ese momento captó la mirada

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sombría amenazante en los ojos de Flint y cambió de idea. Después de todo, estaba la
promesa que le había hecho a Tanis, tan poco consistente como una telaraña, pero
todavía presente en su mente. Además, siempre podía pasar el rato intentando extraer
la magia oculta en el caramillo.
En cualquier caso, iba a ser una tarde fría, larga y muy, muy aburrida.

Bajo el protector cobijo de las gruesas ramas de los pinos, la tormenta parecía
distante, desviada por los troncos de los árboles, cada vez más numerosos, y la
pendiente ascendente de una colina. El suelo del bosquecillo estaba lleno de agujeros
y troncos caídos y resultaba traicionero al quedar cubiertos por la nieve. Tanis se
dirigió a la parte central, donde le manto de nieve era mucho menos profundo.
—Recoge primero los trozos ya partidos. Nos será más fácil si no tenemos que
cortar leña.
Habían tardado en llegar a los pinos más de lo que había calculado. Aunque
apenas veía diferencia en la luz que llegaba bajo los árboles, sabía por puro instinto
que la noche había caído. La nieve ya no tenía el color grisáceo del día, sino que era
más resplandeciente. Apenas una hora antes, el cielo tenía el color de la pizarra
mojada. Ahora, por el contrario, era de un negro opaco, denso, con todas las
características de un cielo nocturno, a pesar de no verse ni lunas ni estrellas. El aire
era frío y cortante como un cuchillo afilado.
Los dos amigos trabajaron tan deprisa como se lo permitían las manos
entumecidas, llenando los petates con toda la leña que podían transportar. Haciendo
un uso prudente de ella, sería suficiente para no quedarse congelados durante la
noche.
Tanis metió a empujones el último trozo de madera en su petate, lo ató y miró en
derredor en busca de Sturm. En contraste con la nieve, la figura del muchacho era una
mancha oscura, arrodillada sobre su propio petate.
—¿Listo? —Preguntó el semielfo. Sturm volvió la cabeza hacia él.
—Échame una mano para cargármelo a la espalda.
Fue cuestión de segundos ayudar a Sturm a levantar el pesado paquete.
—¿Vale ahí? —Preguntó Tanis mientras observaba al muchacho bracear hasta
que encontró una postura equilibrada.
—Vale. Es tu turno.
El semielfo apretó los dientes y contuvo un gruñido cuando Sturm le colocó la
carga sobre los hombros.
—Dioses —musitó—. ¡Si se me concediera un deseo, pediría convertirme en una
mula de carga lo bastante fuerte para transportar con facilidad este peso!
Por primera vez en ese día, Sturm esbozó una sonrisa y su blanca dentadura brilló
en la oscuridad del pinar.

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—Curioso deseo, Tanis. Pero si se te concede, prometo que te conduciré sin
maltratarte.
Tanis se echó a reír y, por un instante, se olvidó del frío. La sonrisa de Sturm era
como un rayo de sol abriéndose paso entre grises nubarrones, siempre bien recibida
por aparecer tan de vez en cuando. Al comienzo del viaje, Tanis se había preguntado
si era aconsejable llevar al muchacho. Había sido Flint, para sorpresa del semielfo,
quien había insistido en que los acompañara.
—Argumentas que no tiene experiencia —había dicho el enano—, pero me
gustaría saber cómo va a adquirirla si no sale de Solace.
El semielfo pensó que era un razonamiento muy acertado. Pero no se decidió
hasta que el silencio del enano le hizo recordar a otro jovencito inexperto: él mismo.
En aquel argumento llevaba todas las de perder. Al final, lo persuadieron para incluir
a Sturm en el grupo. Después de todo, era sólo un corto viaje, sin desviaciones que
los sacaran de la ruta marcada.
Y Sturm, había que señalar en su favor, no había perdido los nervios ante las
dificultados ocasionadas por la inesperada tormenta, sino que aceptó el reto y admitió
el liderazgo de Tanis con una solemnidad y una cortesía poco corrientes en un
muchacho tan joven.
«Bueno, pues ahora sí que nos hemos desviado», pensó el semielfo, mientras se
colocaba la carga y pateaba el suelo en un vano intento de reanimar el riego
sanguíneo en los pies, que debían de estar a punto de congelarse.
—Vamos, Sturm. Cuanto antes lleguemos al refugio, mejor para todos. Dudo que
Tas resista mucho más tiempo sin romper la promesa que me hizo de quedarse allí. Si
fueras aficionado al juego, te apostaría cualquier cosa a que, a pesar de la penosa
caminata que nos aguarda, es Flint quien se enfrenta al más duro reto.
Cuando salieron del bosque y se encontraron de nuevo bajo el azote inclemente
de la ventisca, Tanis pensó que, de concedérsele un deseo, cambiaría el de convertirse
en una mula resistente y, en su lugar, pediría el instinto natural de un perro para
regresar a su casa. El viento había borrado las huellas dejadas en su camino hacia el
bosquecillo.

Flint contemplaba la noche mientras pensaba, al igual que Tanis, que ese viaje,
supuestamente, iba a ser sencillo. Habían tardado sólo unos cuantos días en llegar a
Esker. El acaudalado cabecilla del pueblo les había dado la bienvenida con
entusiasmo y se había mostrado muy complacido con el par de copas de plata que
había encargado al enano el verano pasado. Las copas, con sus elegante y esbeltos
pies, sus interiores dorados y la parte exterior adornada con joyas incrustadas, eran el
regalo de boda que el hombre haría a su adorada hija. Flint había trabajado mucho en
su diseño, y empleado en su fabricación la plata más fina y las gemas de mejor

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calidad. Su cliente había quedado muy satisfecho y ni siquiera había hecho el menor
intento de regatear el precio, como era costumbre.
«Sí —pensó Flint—. Eran una maravilla. Y parece que van a costarnos la vida».
El irritante y desafinado gemido del caramillo de Tas se alzó en el refugio,
compitió con el aullido de la tormenta y consiguió que a Flint se le pusieran los
nervios más de punta con cada segundo que pasaba. El espantoso ruido no se
acercaba ni por lo más remoto a algo que pudiera llamarse música.
—¡Tas! —Bramó el enano—. Ya que no dejas de escandalizar con esa maldita
cosa, al menos intenta recordar alguna tonada y tócala.
El caramillo enmudeció de manera repentina. Tas se puso de pie y se reunió con
Flint junto a la puerta.
—Si pudiera, lo haría. Pero no consigo hacerlo mejor.
Sin darle a Flint ocasión de protestar, el kender empezó a tocar de nuevo el
caramillo. El espantoso chirrido alcanzó un tono agudo que rompía los nervios, tan
penetrante como una aguja de hielo, si bien en opinión de Tas no era lo bastante
fuerte.
—¡Ya está bien! —Flint arrebató a Tas el caramillo de un manotazo, pero antes de
que pudiera arrojarlo con todas sus fuerzas al otro extremo del refugio, el kender dio
un brinco y se lo quitó con gran habilidad.
—¡No, Flint! ¡No tires mi caramillo mágico!
—¡Mágico! No empezarás con ese cuento otra vez, ¿verdad? En ese trasto hay
tanta magia como musicalidad.
—Pues la tiene, Flint. El pastor me dijo que encontraría la magia cuando
encontrara la melodía, y que encontraría la música cuando más lo deseara. Bueno,
ahora lo deseo, pero parece que soy incapaz de encontrarla.
Flint ya había oído antes la historia. Si bien las circunstancias y algún que otro
pequeño detalle variaban de una vez para otra, el argumento del relato era siempre el
mismo: un pastor le había dado el caramillo a Tas, jurando que era un objeto
encantado. Pero no le explicó al kender cuáles eran las propiedades mágicas del
instrumento.
—Descubrirás su utilidad —le había dicho al parecer— cuando descubras la
música. Y, cuando hayas hecho uso de él, deberás entregárselo a otra persona, como
yo te lo he entregado a ti, ya que su magia sólo puede ser utilizada una vez por cada
persona que la hace brotar.
Lo más probable, pensaba Flint, era que el instrumento hubiera llegado a las
manos de Tas del mismo modo que cualquier cosa llegaba a las manos de los kenders:
una rápida maniobra de despiste, un fugaz movimiento de los dedos, y el pastor se
habría pasado la siguiente hora buscando su caramillo por todas partes.
Probablemente, se habría considerado afortunado de que no hubiera desaparecido al

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mismo tiempo la mitad de su rebaño.
—No hay ninguna magia en esa flauta —dijo Flint—. Más bien parece que tiene
un defecto de fabricación. Déjalo ahora y déjame a mí en paz durante un rato.
Con un hondo suspiro que parecía haber salido de sus talones, Tas regresó al sitio
donde había estado soplando el caramillo. Se dejó caer en el suelo helado y recostó la
espada en su petate. En su mente escuchaba la melodía que quería hacer sonar en la
flauta. A veces era suave y melancólica, otras, sin embargo, era alegre, casi
juguetona. Sería una bonita canción, una tonada para la nieve. ¿Por qué no conseguía
que el caramillo interpretara la melodías?, se preguntó. La ventisca bramó violenta y
sacudió las paredes del pequeño refugio. La noche había cerrado su gélida garra sobre
la montaña. Tas pensó que Sturm y Tanis estaban tardando más de lo previsto.
Probablemente, razonó, al estar ensimismado con la melodía que escuchaba en su
interior pero que era incapaz de tocar, sólo le parecía que la espera era muy larga.
Tanis y Sturm llevaban ausentes sólo unas pocas horas, como mucho. Les llevaría ese
tiempo llegar al bosquecillo, recoger madera y atarla en paquetes. No obstante, estaba
seguro de que, si los hubiera acompañado, no habrían tardado tanto en regresar.
Además, tres podrían transportar más leña que dos. Ahora, al pensar en ello, a Tas no
le parecían tan claras las razones expuestas por Tanis para arrancarle la promesa de
que se quedaría en el refugio. ¡Ojalá los hubiera acompañado!
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, pero lo achacó al frío reinante. O al
súbito giro tomado por la tonada de la nieve que resonaba en su cabeza. Fuera lo
que fuera, Tas se encontró con que la melodía se había más y más tenue hasta
desaparecer por completo.
El viento soplaba cada vez con más violencia. La nevada, más intenso que por la
tarde, parecía una cortina de algodón gris. Frustrado, Tas dejó a un lado el
caramillo y se acercó a la puerta.
—¿No te suena raro el viento? —Preguntó.
El enano no contestó; permaneció en silencio, sentado en el mismo sitio, con la
mirada prendida en la tormenta.
—¿Flint?
—Te he oído.
—Parece como si… no sé. —El kender ladeó la cabeza para escuchar mejor—.
Parece el aullido de lobos.
—No son lobos. Sólo es el viento.
—Nunca había oído sonar así al viento. Bueno, una vez lo oí ulular de un modo
que casi parecía un aullido de lobo; aunque, a decir verdad, más semejaba a un
perro. A veces oyes aullar a un perro por la noche y crees que es un lobo, pero no lo
es, pues el aullido del lobo es diferente. Más feroz y menso solitario. Éste suena más
como el del lobo, ¿no crees, Flint? Sin embargo, no sabía que los lobos salieran de

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caza en medio de una tormenta; a no ser, claro, que estés muy hambrientos. —Tas
frunció el entrecejo al recordar una historia que le habían contado—. Había un
pueblo en lo alto de las montañas, en Khur, que sufrió el ataque de unos lobos
durante una ventisca. Yo no lo presencié, pero mi padre sí, y me lo contó. Dijo que
fue realmente interesante el modo en que los lobos bajaron después del anochecer y
abatieron cualquier cosa de aspecto comestible. Y también dijo que es sorprendente
lo que los lobos consideran comestible cuando están hambrientos.
—¡Cierra el pico! ¡Y no empieces a imaginar cosas que no existen! —Con los
dientes apretados para contener la ira y el miedo avivado por el relato del kender
acerca de lobos hambrientos y ventiscar, Flint se incorporó. Tenía los músculos
agarrotados y doloridos por el frío—. Si quieres hacer algo, ayúdame a prender
fuego.
—¿Con qué, Flint?
—Con esas viejas astillas y con… —Flint pensó en los trozos de madera apara
tallar que llevaba en su mochila. Suspiró hondo, apesadumbrado por la pérdida de
una madera tan buena—. Y con lo que quiera que lleve en mi mochila.
—De acuerdo. —Pero Tas permaneció junto al umbral. Eran aullidos de lobos, no
era le viento, repitió para sus adentros. Podía verlos con los ojos de la imaginación;
unas bestias enormes y poderosas, grises como un cielo tormentoso, ojos relucientes
y hambrientos, fauces afiladas como la hoja de su pequeña daga. Cruzarían a brincos
la nieve amontonada y se agazaparían en los hoyos haciendo una pausa para olfatear
el aire, lanzarían un lamento escalofriante por sus estómagos vacíos y emprenderían
de nuevo la carrera.
Su padre también le había dicho que los grandes lobos grises resultaban casi
invisibles por la ventisca. Alzó la cabeza para escuchar mejor y pensó que los
aullidos sonaban ahora más cercanos. No tendría que alejare mucho para echarles un
rápido vistazo. Olvidando la promesa hecha a Tanis, olvidando el mágico caramillo,
Tas decidió que tenía que ver —o no ver— a los lobos.
Tras asegurarse de que Flint no lo estaba observando, el kender esbozó una alegre
sonrisa y salió a hurtadillas a la tormenta.

—¡Tanis!
Apenas medio metro lo separaba de la espalda del semielfo; aún así, Sturm sólo
distinguía una oscura y vaga silueta. A pesar de haber gritado con todas sus fuerzas,
apenas había escuchado su propia voz, apagada por el rugido del viento; en
consecuencia, Tanis no lo había oído. Agarró el brazo del semielfo y lo hizo
detenerse.
—¡Escucha eso! —Sturm se colocó la carga de manera que le molestara menos
—. No irás a decirme otra vez que es el viento, ¿verdad? ¡Son lobos, Tanis!

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Lo eran, en efecto. Justificar aquel sonido con el ulular del viento había sido una
mera excusa para tranquilizar a Sturm; y para tranquilizarse a sí mismo. Pero ahora
no podía negar la realidad.
—¡Lo sé! ¡Pero tenemos que seguir adelante, Sturm! ¡No debemos dejarlos que
nos corten el camino hacia el refugio!
—¿Correr? ¿Quieres que salgamos corriendo? —La idea de huir ante un peligro
hizo que el semblante del joven se tensara en un gesto de desagrado. Bajo la
expresión de repulsa, no obstante, asomaba un temor instintivo. Era perceptible, a
pesar del empeño de Sturm en ocultarlo.
El viento arrastró la risa desganada del semielfo.
——¡Sí, eso es lo que me gustaría! ¡Pero me temo que todo cuanto podemos
hacer es seguir avanzando a trancas y barrancas, Sturm! ¡No tenemos la menor
posibilidad contra una manada, y a Flint y a Tas no les servirá de mucho nuestra
valentía si entretanto no tiene con qué calentar y se congelan!
Aunque expresada con tacto, era una reprimenda. Sturm lo comprendió y la
aceptó con nobleza.
—No acostumbra a huir, Tanis —dijo con gravedad—. Pero tampoco dejo a los
amigos en la estacada. Adelante, te sigo.
«Ah, Sturm —pensó el semielfo mientras procuraba recobrar la compostura—.
¡Eres demasiado solemne para tu corta edad! Pero sí, seguiremos adelante y te
conduciré…».
¡Ésa era otra! ¿Cuánto habían avanzado? Tanis ya no lo sabía con seguridad.
Estaba cegado por la ventisca, y apenas podía mantener abiertos los ojos a causa de
los inclementes aguijonazos de la nieve y el hielo. El crudo viento les había azotado
las espaldas cuando salieron del refugio. Mientras siguiera vapuleándolos de cara,
arañándoles el rostro y agitándoles las ropas, estaba seguro, hasta cierto punto, de que
iban en la dirección correcta. No quería pensar en lo que ocurriría si la tormenta
cambiaba de dirección bruscamente.
«Lo más probable es que alguien encontrara nuestros huesos la próxima
primavera y se compadeciera preguntándose a quién habrían pertenecido los tristes
despojos». Apartando de su mente tan macabra idea, encorvó los hombros y agachó
la cabeza para proteger los ojos cuanto le era posible contra el embate de la tormenta.
Las piernas le pesaban y le costaba más trabajo moverlas a cada paso que daba.
Tenía el cuello y los hombros doloridos por el peso de la leña. Y los aullidos de los
lobos sonaban cada vez más cerca.
«No es una marcha interminable, sólo lo parece», se dijo a sí mismo mientras
abría paso a través de la nieve amontonada. Muy pronto llegarían al refugio. Entonces
la tormenta podría desatar toda su furia sobre la montaña y gritar hasta enronquecer.
Ya no importaría. A Tanis le parecía escuchar los rezongos del enano comentando

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algo sobre dos estúpidos jovencitos que, en lugar de regresar de inmediato, se
entretenían por ahí jugándose la vida. En contraste a la reprimenda del enano, se
alzaría la cháchara incansable de Tas y las ininterrumpidas preguntas. Los exiguos
haces de leña alimentarían un crepitante fuego en el que se calentarían las manos y
los pies, ahora insensibles.
Pensando en compartir su ánimo con Sturm, que lo seguía en silencio, volvió la
cabeza hacia atrás y estrechó los ojos para ver a través de los remolinos de nieve.
—¡Sturm! ¡Falta poco! —Gritó.
El muchacho alzó la vista. Tenía el pelo cubierto de hielo y en el rostro se le
marcaban líneas blancas, allí donde el frío había hecho más estragos.
Quizá fue el instinto lo que indujo a Tanis a tirar el paquete de leña a la par que
echa mano al arco y la aljaba. O tal vez fue la expresión horrorizada en los ojos
desencajados de Sturm. No llegó a escuchar el bronco gruñido del lobo, ni el más
quedo de su compañero. Sólo sintió el empujar del peso en las pantorrillas y la fuerza
de los cincuenta kilos del animal que lo lanzaron de bruces sobre la nieve.
El arco quedó bajo su cuerpo, y la daga estaba enfundada en la vaina. El terror
fluyó por sus venas como un río caliente. Apretó la barbilla contra el pecho y enlazó
las manos detrás de la cabeza a fin de protegerse la nuca y la garganta. El aliento
caliente de la bestia, que apestaba al tufo de su anterior víctima, le produjo náuseas.
Oyó el chasquido de las poderosas fauces. El lobo, al no poder alcanzar la nuca o la
garganta, hizo presa del hombro traspasó el grueso paño de la capa y rasgó la túnica
de cuero para dejar la carne al alcance de los colmillos babeantes. Sus ojos
centelleaban, su boca era una rugiente cavidad carmesí. Corcoveando y pateando
como un caballo encabritado, con la mente vacía de toda idea salvo la supervivencia,
Tanis giró sobre su espalda. Con la cabeza metida entre los hombros, echó mano de la
daga. El lobo se incorporó, esforzándose por recobrar una posición ventajosa, y dejó
por un instante el vientre al descubierto. Tanis aferró la daga con fuerza. El aire le
quemaba en los pulmones. Arremetió hacia arriba con todas sus fuerzas. La afilada
hoja se hundió en el vientre del lobo hasta la empuñadura. En medio de resuellos, el
semielfo arrastró la daga hasta topar con el esternón de la bestia. El lobo se desplomó,
muerto aun antes de caer en la nieve.
Tembloroso, Tanis se quedó tumbado boca arriba un instante, asaltado por un
súbito aguijonazo de terror. El sudor se le heló en la cara y la náusea le revolvió el
estómago. Su respiración, entrecortada y trabajosa, parecía el resoplido de un fuelle.
En la gélida noche, vio el creciente charco de sangre oscura del animal.
Detrás, y sobre él, sonó el gruñido de otro lobo. De inmediato lo siguió otro más
fuerte y desafiante, y a continuación un espantoso grito de dolor. Tan horrible fue que
Tanis no supo si había salido de la garganta de un hombre o de una bestia.
¡Sturm! El olor a sangre fresca, caliente y dulzón, impregnó el aire. Tanis se

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incorporó tambaleante. La tormenta lo cegaba, lo azotaba como si quisiera
desgarrarlo en pedazos. ¡No veía nada!
Aunque Sturm había practicado con la espada de manera regular en combates de
entrenamiento con muy buenos resultados, sólo en una ocasión su acero había
derramado sangre, y fue en un enfrentamiento con un hombre cuyos movimientos,
hasta cierto punto, eran fácilmente previsibles. Mas, ¿sería capaz de hacer frente a un
lobo que se lanzaría al ataque desde una distancia que estaría fuerza del alcance de la
espada y con la feroz desesperación de un predador hambriento?
—¡Sturm! —Llamó a gritos. Al oír su propia voz, pensó que el gemido de
ninguna ventisca sonaría tan desolado—. ¡Sturm! ¿Dónde estás?
Tanis lo encontró sentado en la nieve, doblado sobre las piernas encogidas. El
segundo lobo yacía despatarrado detrás del muchacho con la cabeza casi separada del
tronco. Junto al animal estaba la espada, manchada de sangre que se congelaba por
momentos. Se arrodilló al lado de su amigo. ¡El resto de la manada no podía estar
muy lejos! ¡Tenían que marcharse cuanto antes!
—¿Sturm, estás herido?
El muchacho apartó los brazos y se irguió. Los colmillos del lobo habían rasgado
el cuero de la túnica. Un rastro de sangre y unas heridas de feo aspecto, cuyos bordes
habían adquirido ya un tono blancuzco al congelarse, señalaban la zona desgarrada
por el animal, desde la clavícula hasta le pecho. Con manos temblorosas, el semielfo
intentó separar el cuero de la sangre congelada. Un respingo, la única protesta de
Sturm ante sus manipulaciones, hizo que Tanis se encogiera sobre sí mismo,
consciente del dolor que le causaba.
—Un momento, muchacho, aguanta un poco más. Ya está.
El cuero se separó de la carne, y Tanis dejó escapar un suspiro de alivio. La
herida era larga y de aspecto feo, pero en contra de los temores del semielfo, que casi
había esperado ver el brillo blanco del hueso o la sombra oscura del músculo
expuesto, el tajo no era tan profundo. Con movimientos torpes a causa de tener las
manos entumecidas por el frío, Tanis rasgó unas tiras anchas de su capa e hizo un
vendaje.
—Si hay algo por lo que podamos dar gracias de que haga este frío, es que evitará
que sigas sangrando. ¿Puedes mover el brazo?
Sturm alzó el hombro y esbozó una sonrisa forzada.
—Sí —dijo con la voz ronca por el esfuerzo de contener un gemido—. Pero no
manejaré la espada durante un tiempo.
—Ojalá quieran los dioses que no tengas que hacerlo, Sturm, hemos de
reemprender la marcha. Esos dos no habrían salido de caza solos. ¿Puedes caminar?
Por toda respuesta, el muchacho se puso de pie. Se tambaleó levemente, pero
recobró el equilibrio con rapidez. El brillo duro en sus ojos reveló a Tanis lo que

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quería saber. Pero cuando Sturm hizo intención de recoger el paquete de leña, el
semielfo se lo impidió.
—No. Déjalo. Tenemos que marcharnos de aquí. La carga nos haría ir más
despacio.
—Tanis, necesitamos la leña.
—¡A la mierda con la leña!
—¡Tanis, no! Aún no es necesaria. Sin fuego no podremos rechazar a la manada
cuando estemos en el refugio. Puedo llevar el paquete.
Sturm tenía razón. El semielfo aupó su petate y se lo cargó a la vez que maldecía
en voz baja. Recogió la espada del muchacho, la limpió con la capa y ayudó a su
amigo a envainarla en la funda. Luego encajó una flecha en la cuerda del arco, a fin
de tenerlo preparado para disparar. «¡No te precipites! —Se exhortó—. ¡Intenta
orientarte!».
Pero no era algo fácil de lograr. El viento ya no soplaba en una sola dirección,
sino que rugía y ululaba en remolinos. Tanis oteó la nieve en derredor para ver si
podía descubrir por las huellas qué dirección llevaban cuando los habían atacado los
lobos. Fue en vano.
—¿Por dónde, Tanis?
—Eh… no lo sé. No, un momento… Hacia arriba. Íbamos remontando la falda de
la colina. —Estrechó los ojos—. ¡Por allí!
A sus espaldas, como fantasmas silenciosos de la noche, los restantes
componentes de la manada se pusieron en movimiento, impulsados por el horripilante
instinto predador, dispuestos a vengar la muerte de sus compañeros.

Flint profería maldiciones en medio del viento rugiente. ¡Condenado kender


cabeza hueca! ¡Si hubiese un dios de las triquiñuelas y las diabluras, no sería un dios,
sino un kender! ¡Sólo le había dado la espalda un instante! Pero un instante, pensó
con amargura, había sido suficiente para que Tas se lanzara a la ventisca. ¿Qué lo
habría impulsado a marcharse? ¿Ir tras Sturm y Tanis? No parecía probable. Aquella
sería una motivación demasiado sensata para la lógica de un kender.
—¡Tas! —Gritó, mientras alzaba un brazo para resguardarse los ojos del
mordiente viento—. ¡Tas!
Tanis había dicho que todos morirían si los cuatro se aventuraban a salir en medio
de la tormenta.
—Pues, así estamos ahora, maldita sea —gruñó el enano que pateó rabioso la
nieve que le llegaba hasta las rodillas—. Desperdigados por la montaña. Y si yo
tuviera la mitad del sentido común que le falta a ese condenado kender, lo dejaría
aquí fuera para que se congelara, como advertencia para el resto de su raza de
cabezas huecas.

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Entonces escuchó, por encima del ulular del viento, el aullido de los lobos, cuya
presencia no había querido admitir. El miedo hizo temblar al viejo enano. Estaban
muy cerca. Encorvó los hombros para resistir el empuje del viento.
«¡Lobos! Sí, y sin duda lo bastante hambrientos para atacar a un kender cabeza de
chorlito y a un par de jóvenes idiotas, incapaces de apresurarse en recoger un poco de
leña y volver al refugio a su debido tiempo…».
—¡Tasslehoff! ¿Dónde estás?
Un montón de nieve cedió y fue a parar justo a los pies de Flint. Braceando para
recobrar el equilibrio. El enano resbaló, tropezó en un tocón cubierto nieve y cayó
rodando en un hoyo profundo.
—¡Flint! ¡Espera! ¿Dónde te has metido?
Tas, con sus grandes ojos castaños iluminados por la risa y un gesto divertido en
el semblante, se deslizó por el borde del agujero y estuvo en un tris de aterrizar sobre
la cabeza del enano. Primero dando tirones y después empujones, puso a Flint
derecho y lo ayudó a incorporarse.
—Flint, hace un poco de frío para ponerse a jugar, ¿no te parece? ¡Fíjate, ni
siquiera se te ve la barba con tanta nieve! —La risa traviesa sobrepasó el bramido del
viento—. ¿Qué haces aquí, Flint? Creía que habías dicho que teníamos que esperar en
el refugio. Después te vas a arrepentir, ¿sabes? Después de todo, tan vez no habrá
hoguera y estás tan mojado que te quedarás como un carámbano. No debiste salir del
refugio.
Existían términos con los que expresar la fuera que lo embargaba, pensó después
Flint. Y fue una pena que no se le ocurrieran cuando lo necesitaba; habrían derretido
hasta el último centímetro de nieve que cubría la montaña.
—¿Que yo no debí salir del refugio? —Flint lanzó un brusco cachete a la cabeza
del kender, falló y cayó de rodillas—. ¿Que yo no debí salir? —Rechazó de un
manotazo la mano que le tendía Tas y se puso de pie otra vez—. ¡No me encontraría
aquí ahora si no fuera por ti!
—¿Por mí? —La sorpresa agrandó los ojos de Tas—. ¿Viniste tras de mi? Pero ¡si
estoy bien, Flint! Sólo salí a echar una ojeada. Pensé que, a lo mejor, veía algún lobo.
O que no lo varía. Dicen que casi sin invisibles con la tormenta, ¿sabes? —Una fugaz
decepción ensombreció sus ojos—. Pero no vi ninguno. O no habría ninguno. No
estoy seguro. Y no me alejé mucho. ¿Sabes? Tanis tenía razón. Apenas se distingue
nada aquí fuera. Ni tampoco ves por dónde vas. En resumen —concluyó, mientras
alargaba una mano para sacudir de nieve la espalda del enano—, prefiero estar a
cubierto, donde no hace tanto frío.
El razonamiento del kender era demasiado tortuoso para que Flint lo
comprendiera, además estaba helado y empapado —casi congelado, pensó furioso—
para ponerse ahora a hacer cábalas. Se dio media vuelta y echó a andar hacia el

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refugio sin dejar de gruñir y maldecir.
Aunque con frío, pero imperturbable y brincando como un cachorro al que se lo
ha sacado a la calle para jugar un rato, Tas se adelantó al enano.
—Te sentirás mejor cuando estemos a cubierto —dijo, volviendo la cabeza hacia
Flint—. No es que haga más calor dentro del refugio, pero al menos está más seco.
Además, he estado dando vueltas al asunto del caramillo mágico mientras paseaba en
busca de los lobos. Creo que seré capaz de descubrir la melodía si pongo un poco más
de empeño.
«Oh, fantástico —pensó Flint, que avanzaba trabajosamente en pos del kender—.
¡El condenado caramillo!». No había sido bastante tener que vérselas con ventiscas,
con promesas hechas a gente que no sabía cómo arreglárselas para permanecer el
menor tiempo posible en mitad de una tormenta, con kenders cabezas huecas y con
lobos. No. Además de todo ello, también tenía que aguantar un caramillo «mágico».
Cuando por fin, empapado y tembloroso, llegó al refugio y se dejó caer en el
suelo, vio a Tas sentado con las piernas cruzadas y una mirada ausente en los ojos;
inclinado sobre la flauta. El lamento penetrante y lastimero que había atormentado a
Flint a lo largo de toda la tarde se alzó de nuevo en el aire y alcanzó un tono lo
bastante alto para competir con el bramido del viento y el aullido de los lobos.
—Condenado caramillo —suspiró el enano.
Reanudó su anterior ocupación de hacer una pequeña hoguera con las astillas de
los tablones y los suaves tacos de madera que usaba para tallar. Apenas serviría para
deshacer el hielo de sus ropas congeladas. Y tampoco serviría para que su mortecina
luz orientara a los que vagaban perdidos en la tormenta y los guiara hasta la seguridad
del refugio.

Tanis acometió el descenso de la suave pendiente como si se tratara de la pared


vertical de un precipicio; aun así, se deslizó veloz y frenó con brusquedad en el
fondo. Sturm lo sobrepasó, desequilibrado por la carga de leña, y cayó de rodillas en
un cúmulo de nieve en el que se hundió hasta los hombros. Tanis lo ayudó a ponerse
de pie. El miedo le atenazó el estómago al ver una mancha de sangre fresca en el
vendaje de Sturm.
—¡No te detengas! —Dijo a voces para hacerse oír sobre el rugido del viento—.
¡Tenemos que seguir adelante!
—¡Sí, Tanis, tenemos que seguir! ¿Pero hacia dónde? ¡Nos hemos perdido!
En efecto. Se habían perdido. O tal vez no. Tanis ya no estaba seguro de nada.
Sólo tenía una cierta certeza de la dirección que llevaban. Aquella depresión de
terreno le resultaba familiar, quizá más llena de nieve, pero familiar al fin y al cabo.
¿O sólo era una impresión producto de la esperanza, la única llama que todavía no se
había apagado en su interior, que el frío no había logrado consumir? No veía más allá

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de medio metro. ¿Estarían cerca del refugio? ¿Lo habrían dejado atrás sin verlo? No
podía pensar, y tampoco le importaba demasiado. Lo único importante era seguir
caminando.
El mortal letargo de la congelación se había ido introduciendo en ellos con tenaz
paciencia. Dejarse vencer ahora por el dolor que atenazaba sus miembros, sentarse
para descansar un instante, aliviar el ardor de los pulmones, los ojos abrasados, sería
entregarse a la muerte.
«¡Y no vamos a morir congelados teniendo el maldito refugio al alcance de la
mano!», se dijo con firmeza Tanis.
Pero, poco después, Sturm se desplomaba y, aunque trató de levantarse, se hundió
en un montón de nieve y cayó de espaldas. Por un breve instante, sus ojos marrones
centellearon con tanta rabia que el semielfo los pudo ver a través de la espesa cortina
de la ventisca.
Se hincó de rodillas junto a su amigo, gritó e intentó incorporarlo. Pero el espeso
manto de nieve no le ofrecía apoyo, ni la sujeción de sus manos heladas era firme.
—Tanis, no.
¿Cómo podía haber oído el susurro de Sturm a pesar del bramido del viento? ¿O
acaso había leído la negativa en los ojos del muchacho?
—Tanis…, coge la leña…, vete.
—¡No! Descansaremos. Solo un momento. Descansaremos.
Sabía que era más peligroso descansar que seguir adelante. El mismo viento que
ahora los azotaba inclemente llevaría el olor de sangre fresca a los lobos, que sin
duda les seguían el rastro. Pero tampoco él abandonaba nunca a sus amigos.
Tanis se puso otra vez de rodillas sobre la nieve y atrajo a Sturm para proteger
mejor al muchacho del mordiente soplo del viento.
«Sólo un momento —se prometió a sí mismo—. Descansaremos sólo un
momento. Hasta que Sturm se recobre un poco».
Tan apacible, tan agradable es la paradójica calidez que inunda a una persona en
el instante antes de congelarse, que Tanis ni siquiera advirtió el peligro. Únicamente
se le ocurrió la fugaz idea de que su cuerpo conservaba todavía el suficiente calor
para sentirlo; después, vencido por el agotamiento, cerró los ojos y se olvidó de
abrirlos.

La nota, surgida de manera inesperada entre los gemidos y lamentos del


caramillo, sobresaltó a Tas. Era suave, delicada, y le recordó el arrullo de una paloma.
Movió los dedos entumecidos sobre los orificios del instrumento, cogió aire, y
arrancó de nuevo la misma nota. La siguió otra, más aguda y una tercera, más grave.
Casi era una melodía, y a Tas no le pasó inadvertido el cambio. Lo intentó otra vez.
Había un conejo en medio de la tormenta, sorprendido lejos de su madriguera,

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demasiado joven para saber que debía cavar en la nieve para resguardarse bajo una
capa aislante, y corría de un lado a otro como si de ese modo pudiera escapar del frío.
¡A casa!, le gritaba su instinto mientras el corazón le latía desenfrenado por el terror.
¡A casa! Pero la casa, una madriguera cálida y confortable, impregnada por el
agradable olor a tierra y a seguridad, estaba demasiado lejos.
Tas escuchó el chillido aterrado del conejo en la vacilante melodía que estaba
interpretando. ¿Cómo había oído el chillido del conejo? Lo ignoraba, pero apretó los
ojos con fuerza y dejó de tocar el caramillo. Al hacerlo, desaparecieron la imagen y el
sonido. Antes de pensar que era algo absurdo, antes de llegar a la conclusión de que
el caramillo no tenía nada que ver con el conejo, se inclinó de nuevo sobre el
instrumento y continuó soplando.
Había un ciervo, con la cornamenta tan cargada de nieve que apenas aguantaba su
peso. Había una cabra montesa hundida en un banco de nieve, y sus balidos
lastimeros se perdían en el bramido del viento.
Tas dio un respingo al comprender que el ciervo no tardaría en caer de rodillas y
darse por vencido, y que la cabra montesa se debatiría en la trampa de nieve para
romper el cerco que la atenazaba y acabaría quebrándose una pata.
«¡No puede ser verdad lo que veo!». —Pensó con obstinación—. ¡Lo estoy
imaginando!
—¡Es el caramillo! ¡Es el caramillo, Flint! ¡Escucha!
De nuevo sonó la melodía dulce, atrayente como un sortilegio. A sus espaldas
Flint escuchó el fuerte aleteo de unas alas. Se agachó justo a tiempo de eludir el vuelo
rasante de una lechuza de enormes ojos redondos. Dos ratoncillos de campo pasaron
veloces entre sus pies, divisaron a la lechuza y se escondieron en medio de chillidos
tras el petate del kender.
—¡Tas, basta ya!
—¡No, Flint! ¡Es la magia! ¡La han oído! ¡Yo quería que las oyeran y mi deseo se
ha cumplido!
¿La magia? Flint giró sobre sí mismo y, dondequiera que mirase, veía lo que era
imposible que viera. Empezó a barbotar maldiciones intercaladas con preguntas
balbuceantes que no recibieron respuesta por parte de Tas.
El kender se había sentado otra vez, inclinado sobre su caramillo, con los ojos
prietamente cerrados en un gesto de profunda concentración. Había atraído al conejo
y al ciervo, y a la cabra montesa. Y a dos ratones y una lechuza. Muy pronto, estaba
seguro, su canción traería a Tanis y a Sturm.
Aturdido, demasiado pasmado para decidir hacia dónde mirar primero, Flint se
llevó las manos a los oídos. Un instante después cerraba los párpados porque sus ojos
seguían viendo un ciervo que removía con la pezuña la tierra prensada del piso del
refugio, una lechuza encaramada a una viga atusándose el plumaje y una cabra

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montesa que mordisqueaba complacida las correas de su petate. Sintió un roce suave
y cálido y, al mirar hacia abajo, se encontró con el conejo tumbado sobre sus pies.
Nunca había oído comentar que el primer síntoma de congelación fuera tener un
sueño propio de un lunático. No obstante, llegó a la conclusión de que no cabía otra
explicación, pues se negaba a creer que lo que estaba viendo era real.
¡Arriba! ¡Levántate!, susurraban las palabras. ¡Regresa!, —instaban—. ¡Regresa!
Mentira. Era mentira. ¡El viento musitaba mentiras! Como las engañosas
imágenes de una cálida hoguera vista a través del cristal helado de una ventana, las
palabras sonaban lejanas en la mente de Tanis. Con suave persuasión, lo animaban, lo
engatusaban. Tras las simples palabras danzaban las notas alegras y cantarinas de un
caramillo. Tras la melodía y las palabras, aparecían las imágenes titilantes de un lugar
acogedor donde el frío no tenía cabida ni podía alcanzarlo.
«Es solo el viento —pensó Tanis, apartándose de Sturm—. O es que he perdido la
razón».
Pero no había viento. Había cesado su penetrante aullido. Al levantar la cabeza
hacia el cielo nocturno no sintió ya el roce mortal de los copos de la nieve. Sturm se
movió a su lado, muy despacio, pero con la calma deliberada de quien hace acopio de
fuerzas.
—Tanis, ¿lo oyes?
Es el viento… Se ha calmado.
—Sí —se mostró de acuerdo el muchacho, como si acabara de reparar en ello—.
También eso.
Tanis dirigió una mirada de sorpresa a su amigo.
—¿Has oído la música? —Preguntó.
—Sí. Parecía el caramillo de un pastor… —Enmudeció de pronto, perplejo ante
la súbita comprensión—. ¡El caramillo de Tas! ¡Tanis, debemos de estar muy cerca
del refugio!
¡El caramillo de Tas! Pero Tas jamás había logrado arrancar de aquel instrumento
viejo e insignificante, «la condenada flauta» como la llamaba Flint, una melodía tan
dulce. Y, sin embargo, ¿qué otra cosa podía ser? Con un esfuerzo sobrehumano, Tanis
se incorporó y ayudó a Sturm a ponerse de pie.
—La seguiremos —dijo—. No, déjala leña. Si el refugio está tan próximo, ya
regresaré después a buscarla. Además, llevo a la espalda el otro paquete.
A casa, invitaba la música, venid a casa…

¡Fantasmas! ¡Los espíritus de aquellos que habían perdido la vida en una


ventisca! Así los habrían descrito en las lejanas montañas de su tierra natal. Flint
atisbó las espeluznantes sombras de las nubes deslizarse sobre la blanca capa de
nieve. Se estremeció, más por la evocación de una vieja leyenda que por el frío. A sus

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espaldas, el caramillo de Tas vaciló y después enmudeció.
En un peculiar éxodo, tan pronto como dejó de nevar al poco de calmar el viento,
la extraña colección de refugiados atraídos por la canción de Tas había desfilado ante
el enano y se había perdido en la noche. Aun así, después de que el último animal se
hubiera marchado del refugio, Tas siguió tocando la melodía con la esperanza de que
Tanis y Sturm escucharan la canción que sintieran la llamada mágica del caramillo.
¡Magia!, rezongó Flint. La palabra tenía un sabor acre y metálico al pronunciarla
mentalmente. Se dijo que jamás había confiado en que fuera verdad. Lo ocurrido no
era más que una singular coincidencia; los animales habían llegado al refugio por un
capricho del destino. No guardaba relación alguna con el caramillo. Y, sin embargo,
todavía recordaba el alocado latir del corazón del conejo contra las palmas de las
manos y, más tarde, el confiado y cálido roce de su cuerpecillo cuando se tendió en
sus pies. ¡Tonterías! El pobre animal estaba demasiado agotado y helado para que le
importara ni poco ni mucho dónde se desplomaba. Rehusó acordarse del ciervo y de
la cabra montesa, de los ratones y de la lechuza. Suspiró y propinó una patada a los
mortecinos rescoldos del fuego. Pensó que ahora podía salir en busca de los chicos.
No permitió que sus ideas fueran más allá. No quería imaginar siquiera lo que podía
encontrarse.
—Han vuelto. —La voz de Tas sonó extrañamente hueca.
Flint giró sobre sí mismo despacio, sintiendo que se le erizaba el vello de la nuca.
—¿Qué has dicho?
El semblante del kender estaba pálido, demacrado por el agotamiento. Pero en sus
ojos había un brillo de satisfacción que desconcertó a Flint.
—Están aquí. Han vuelto. —Dejó el caramillo a un lado, se incorporó con
esfuerza y se reunió con el enano en el umbral. Estaba cansado, pero era la sensación
de cansancio más placentera que había experimentado en toda su vida.
Flint escudriñó en la noche. Dos sombras interceptaban el reflejo de la nieve.
Eran más oscuras y más sólidas que las proyectadas por las nubes. ¿Fantasmas?
Temblando, el viejo enano estrechó aún más los ojos. ¡Todavía no!, se dijo
exultante. ¡Todavía no eran los espíritus de unos muertos en la ventisca!! Mas uno de
ellos avanzaba a trompicones, recostado en el otro.
Flint agarró al kender por los hombros y lo obligó a entrar en el refugio.
—Quédate aquí, Tas. Quédate aquí. ¡Han vuelto!
Tas, sonriente, asintió con un cabeceo.
—Por supuesto que han vuelto, Flint. Te lo dijo. Oyeron el caramillo, sintieron la
magia… ¡Eh, Flint! ¿Dónde vas?
Lanzando un descomunal bostezo, olvidando la advertencia del enano de que se
quedara en el refugio, Tas recogió su caramillo y salió disparado hacia el exterior
nevado.

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Como había hecho los dos amaneceres previos, Tanis se recostó en la jamba de la
puerta y sonrió al sol invernal como quien da la bienvenida a un amigo entrañable. A
su lado, Sturm levantó su petate con toda clase de precauciones.
—¿Estás seguro de que te encuentras lo bastante fuerte para emprender el viaje?
El muchacho asintió con un breve cabeceo.
—Claro. —Todavía estaba pálido, pero en las últimas dos curas el vendaje de la
herida no tenía manchas de sangre.
—Lo hiciste muy bien, Sturm.
Los ojos solemnes del joven se iluminaron un instante, pero al punto se
ensombrecieron de nuevo.
—No. Por mi culpa estuviste a punto de morir, Tanis. No tenía fuerzas para
seguir, y tú te quedaste a mi lado.
—Sí, lo hice. Una decisión que tomé con entera libertad. Y —se apresuró a añadir
el semielfo a fin de acallar las protestas del muchacho— la única elección estaba en
morir a tu lado o unos cuantos metros más adelante. Pero me refería a otra cosa
cuando dije que lo habías hecho muy bien.
—No te entiendo.
—Eres un buen compañero, muchacho. Un compañero con quien no dudaré en
viajar en cualquier otra ocasión. Era evidente que Sturm seguía sin comprender. Pero
aceptó el cumplido con una notable serenidad, sin mostrarse abochornado como
hubiera ocurrid con cualquier otro muchacho de su edad.
En el silencio que siguió, Tanis oyó el inicio de otra discusión entre Flint y Tas,
algo que se había repetido con regularidad durante los dos últimos días.
—No había ninguna cabra montesa —gruñó el enano.
Pero Tas no se daba por vencido.
—Sí. Sí que la había. Y no sólo eso, sino que también un ciervo…
—No había ningún ciervo…
Tanis, con una mueca, se dirigió hacia sus dos amigos.
—¡Flint, estuvieron aquí! Los viste. Y los ratones de campo, y la lechuza. ¿Y qué
me dices del conejo, Flint? Se quedó dormido sobre tus botas todo el rato.
En esta ocasión, el enano no articuló una negativa terminante.
—Cuentos de kender —se limitó a refunfuñar. Miró de soslayo a Tanis y dio un
nuevo derrotero en la conversación, lo más lejano posible a caramillos mágicos—.
¿Estás seguro de que Sturm puede viajar?
—Eso dice él, y creo que tiene razón.
—Me gustaría echarle otro vistazo a ese vendaje.
Tas siguió con la mirada al enano, después señaló con el dedo una correa del
petate que le había estado causando problemas a Flint.

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—Mira, Tanis.
—Está algo raída, sí. Pero aguantará con una pequeña reparación.
—No. Mira, no está raída. La cabra la mordió.
—Sí, bueno… —Tanis sonrió y con gesto suave cogió a Tas la pequeña navaja de
Flint que el enano utilizaba para tallar madera—. Se cayó del petate, ¿verdad?
Los ojos del kender se abrieron con una expresión de total inocencia.
—¡Oh! Supongo que sí. Qué suerte que la encontrara. Flint se habría disgustado
al ver que se la había dejado en el refugio. Pero ¿qué me dices de la correa?
—A mí me parece raída. —Dio unas palmaditas a Tas en el hombro—. Vamos, es
hora de marcharse.
—No comprendo por qué no e cree nadie, Tanis. El semielfo deseó en ese
momento ser capaz de creer en el caramillo mágico con tal de no echar por tierra la
esperanza implícita en la voz de su pequeño amigo. Mas todo el asunto guardaba una
gran semejanza con todas las historias fantásticas a las que eran tan aficionado Tas.
Algunas, sin duda, eran ciertas. Pero Tanis nunca había sabido distinguir entre las
verdaderas y aquellas nacidas de la fecunda imaginación del kender, que pretendía
hacerlas pasar por aventuras.
—¿Sabes una cosa? Encantado o no, tu caramillo nos salvó la vida —dijo con
amabilidad—. Si no lo hubiéramos oído, Sturm y yo habríamos muerto allí fuera.
—Me alegro de ello, Tanis, de veras. Aun así, quisiera que alguien creyera que
encontré la magia. No comprendo por qué Flint no lo hace. Vio el ciervo, y la cabra, y
los ratones y la lechuza. Y el conejo durmió en sus pies.
Tanis reparó en que el conejo era lo único que el enano no había negado. En
asuntos conectados con la magia o que pudieran estarlo, aquella actitud de Flint casi
podía tomarse por una concesión.
Cuando levantó otra vez la vista, Tas se había marchado. Se incorporó para
reunirse con los demás y entonces se fijó en algo pequeño que había quedado
abandonado en el suelo.
—Tas, olvidas tu caramillo. —Lo recogió. Reparó en unas palabras talladas en la
madera que hasta ahora no había visto:
Encuentra la música, encuentra la magia.
—¿Tallaste tú esto? —Preguntó al kender.
Tas no se volvió a mirarlo.
—Sí —admitió de mala gana—. Tengo que desprenderme de él.
—Pero, Tas, ¿por qué?
El kender adoptó una postura más erguida, como si con aquel gesto quisiera
afirmarse en una resolución. Sin embargo, siguió sin volverse hacia Tanis.
—Porque el pastor dijo que sólo podía utilizarlo una vez. Por ello no conseguiré
hacer sonar esa melodía de nuevo… ni ninguna otra. He utilizado la magia. —

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Respiró hondo antes de proseguir—. Y dijo que, cuando hubiera encontrado la magia,
debía pasar el caramillo a otro. —Hizo una pausa y entonces se volvió hacia el
semielfo, con un brillo pícaro en sus grandes ojos marrones—. Va a ser un largo
invierno. Lo dejo aquí para que otra persona lo encuentro.
De repente, y con tanta intensidad como si todavía siguiera allí, el semielfo se vio
a sí mismo acurrucado en la nieve, demasiado extenuado y entumecido para moverse.
Sintió de nuevo el doloroso latigazo del viento, el frío mortal. Oyó, muy débil, la
incitante melodía que lo había llamado, sacándolo del estupor previo a la
congelación. «Quién sabe —pensó, advirtiendo la firme convicción reflejada en los
ojos del kender—. Quien sabe…».
Pero no. Si es que aquel pequeño y viejo caramillo tenía alguna magia, ésta
radicaba en el hecho de que a Tas, aquel inveterado e incorregible recolector de
objetos, se le hubiera convencido de que debía renunciar a un instrumento que creía
encantado.
Tanis sonrió. Aquel detalle, por sí solo, tenía magia más que suficiente.

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Los anteojos del mago
Morris Simon

Nugold Lodston amenazó con el puño a sus jóvenes torturadores.


—¡Largaos! ¡Dad la lata a cualquier otro! ¡Dejadme en paz!
El viejo eremita se resguardó el rostro con el brazo de una nueva andanada de
chinarros, acompañada de las risas de los sucios pilluelos de la calle y de los
divertidos espectadores. El anciano detestaba estas visitas obligadas a Digfel y
ansiaba regresar a la tranquila soledad de su cueva, en los márgenes del río Piedra
Fundida.
—No queremos ver por Digfel a los de tu calaña, viejo tacaño. ¡Vuelve a Hylar,
donde perteneces, y llévate contigo tu inútil oro!
El anciano enano estrechó los ojos hacia donde había sonado la voz de adulto. Su
vista era muy mala, incluso para un enano de cuatrocientos años, como él. La silueta
borrosa de un humano corpulento se alzaba ante él, interponiéndose en su camino a la
tienda de Milo Martin. Era evidente que, o se abría paso empujando al despótico
bocazas, o tendría que retirarse entre sus serviles secuaces, sin haber comprado las
provisiones para el invierno.
—¡Aparta tu sucio cuerpo de mi camino y llévate a tus mal nacidos compinches!
—Gritó Lodston.
Algunos espectadores se echaron a reír ante la pulla del viejo eremita. El rostro
borroso de su interlocutor se agachó acercándose a él, con lo que los ojos miopes del
anciano atisbaron sus mejillas enrojecidas y su dentadura manchada por el tabaco.
—¡Ya me has oído, basura! ¡Lárgate de Digfel antes de que eche a mis perros tus
huesos faltos de carne! —Bramó el obeso sujeto.
Lodston percibió el olor a vino barato y sudor rancio antes de vislumbrar los
temblorosos y enrojecidos carrillos del hombre. Esbozó una mueca y gesticuló en
dirección a los harapientos chiquillos.
—Si ésa es tu prole de híbridos, deberías ser más selectivo a la hora de aparearte.
¡Vas a echar a perder tu casta! —Se chanceó Lodston mientras agitaba su bastón
frente al rostro del borracho, que se había ensombrecido por la rabia ante la rechifla
general.
—¿Vas a dejar que te hable así, Joss? —Azuzó alguien al desagradable sujeto.
—¡Dale a ese enano relamido una patada en los dientes, si es que le queda
alguno! —Gritó uno de los golfillos.
El achispado bravucón barbotó un juramento y alzó un puño mugriento y carnoso.
En el mismo instante, Lodston susurró una palabra, con la boca pegada a la suave

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superficie de su bastón. El cayado, de una peculiar madera broncínea, emitió un
súbito fulgor y empezó a vibrar en las manos del eremita. El viejo enano parecía casi
tan sorprendido como el resto de los presentes por la fuerza que irradiaba el objeto
encantado, y estuvo a punto de dejarlo caer. Luego lo aferró con fuerza, sintiendo
vibrar el poder que emanaba de su interior en tanto se elevaba en el aire, sobre la
cabeza del matón.
De pronto, el bastón descendió repetidamente, con un movimiento tan rápido que
no lo captaba el ojo humano, sobre la cabeza del asaltante de Nugold Lodston. Los
atónitos espectadores tuvieron la impresión de estar viendo un palillo manejado por
un tamborilero experto. Cara golpe se descargaba con una fuerza y una precisión
abrumadoras, causando laceraciones y moretones en el cráneo y el rostro del aturdido
bravucón.
—¡Huye, Joss! ¡Es un bastón mágico! ¡Te matará!
El sujeto tenía los ojos cegados por su propia sangre, que manaba de las heridas
de la frente. Se apartó del fulgurante cayado, con las manos alzadas ante el rostro a
fin de parar los golpes inclementes y precisos del arma encantada. A los ojos miopes
del eremita, la escena era una imagen confusa de figuras que huían en tropel hasta
que la calle quedó desierta. Digfel era una ciudad muy propensa a la superstición, en
especial la violenta zona de barrios bajos donde Milo Martin tenía su tienda.
—¡Entra, Nugold, antes de que regresen!
La figura rotunda de Martin se perfilaba en el umbral de su establecimiento,
gesticulando frenético para que el eremita entrara. El bastón había perdido ya el halo
surgido al mandato de la palabra arcana, pero los ojos saltones del comerciante lo
miraban con codicia.
El eremita rezongó en voz baja un moderado epíteto enano, y empujó al excitado
tendero para penetrar en el almacén. Los olores de la cera de las velas, a aceite de
lamparilla y a jabón se mezclaban con los del humo de madera, especias y cuero;
unos olores agradables y familiares, característicos del Gran Almacén Martin.
Lodston iba a Digfel cuatro o cinco veces al año, y este establecimiento era uno de
los escasos logares que le gustaban para aprovisionarse. Digfel era una ciudad minera
habitada por humanos pendencieros y situada en los aledaños de las montañas de los
enanos, en la que estaban muy arraigados los prejuicios y temores que tenían sus
raíces en el Cataclismo. La tienda de Milo Martin tenía la reputación de ser un
paraíso en medio de la agitación de unos tiempos tumultuosos, quizá porque el propio
Martin era un hombre muy tolerante. El amable aunque emprendedor comerciante
vendía sus mercancías a cualquiera que tuviera monedas en sus bolsillos, ya fuera
enano, humano o elfo. Sólo los kender, aquellos notorios desvalijadores de tiendas,
no eran bienvenidos en su establecimiento.
—¡Viejo estúpido! ¿Es que no sabes que no puedes enfrentarte tú sólo a todos

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esos patanes, con bastón mágico o sin él? —La suave reprimenda de Milo se
interrumpió, y en sus iris azules brotó un destello de excitación. El comerciante
estaba emocionado ante la perspectiva de tener un nuevo tema de conversación en la
cervecería del Cerdo de Hierro. También estaba que reventaba de curiosidad por el
misterioso bastón de madera broncínea que parecía tener vida propia.
—¡Bah! —Escupió el enano—. Vosotros, los humanos, pensáis que lo sabéis
todo. Mi gente excavó estas montañas antes de que unos granjeros como vosotros
aprendieseis a plantar y cultivar vuestros nauseabundos vegetales. ¡Nosotros sacamos
de la tierra algo más que patatas, y con eso está todo dicho!
Martin, con una actitud muy juiciosa, se limitó a asentir con un cabeceo; sabía
que el arranque de orgullo del eremita era pasajero. Lodston vivía solo porque se
había apartado de los suyos al igual que había dado de lado a los humanos de Digfel.
El comerciante quería desviar la conversación hacia el bastón. Ni que decir tienes que
no quería propiciar un interminable discurso acerca de las glorias pasadas de los
enanos y las debilidades actuales de los humanos.
—Es un cayado fascinante, Nugold —tanteó—. Si me dices cómo llegó a tu
poder, quizá te lo compre pagándolo con buenos lingotes de hierro. Hace tiempo que
me apetece tener un bastón antiguo y bonito como ése.
Los labios de Lodston se curvaron en una mueca taimada. El rostro de Martin era
una mera mancha borrosa a sus ojos, pero el tono aterciopelado de su voz delataba su
habitual codicia.
—¿Cuánto? —Preguntó con rapidez, mientras alzaba la cabeza hacia la borrosa
faz del humano.
—Lo suficiente para cancelar la deuda que tienes conmigo, y tal vez incluido el
pedido de hoy… si es que el bastón lo vale —agregó Martin con astucia.
—Oh, vale diez veces más que todas las baratijas que vender en tu tienda —
aseveró el enano—. ¡Me lo dio un hechicero elfo!
Si el eremita no hubiese sido tan miope, se habría percatado del gesto ceñudo que
arrugó el entrecejo del tendero que ponía de manifiesto su incredulidad.
—¡En Hylar no hay elfos! ¡Y ningún elfo de los que conozco tendría nada que ver
con un enano!
—¡Pues hay uno que sí, y además vive en mi cueva! —Replicó Lodston,
desafiante.
El eremita arrastró un pequeño barril de pescado en conserva, lo acercó a la
chimenea y se sentó en él. Sostuvo el bastón frente a sí, como si se protegiera contra
la mirada codiciosa del comerciante. Después rebuscó en un bolsillo y le tendió a
Martin un ajado trozo de pergamino.
—Aquí tienes la lista que hizo de lo que necesitamos. Tú ve buscando todas estas
cosas mientras yo doy un descanso a mis piernas y te cuento la historia más extraña

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que jamás hayas escuchado en esta ciudad e mastuerzos.
El ceño de Martin se acentuó mientras cogía el pergamino de los sucios dedos del
eremita. Esperaba ver unos burdos garabateos y se quedó atónito al reconocer la fina
escritura de un estudioso. Cara letra estaba trazada con elegantes curvas, en tanto que
las frases y giros tenían un estilo arcaico.

«Ovillos de bramante, una cantidad de tres;


moledura de mijo, tan fina que pase a través
del tamiz de una manga de té;
colmenas gemelas de miel,
con panales completos para extraer el cerón…».

Era evidente que el viejo enano no había escrito la lista. Martin dudaba de que el
eremita hubiera cursado estudio alguno, y estaba seguro de que sus manos
sarmentosas y sus ojos miopes eran incapaces de realizar aquellos trazos delicados y
cuidados salidos de la afilada pluma de un ave.
—Una lista muy interesante, Nugold —admitió—. Quizás no tenga todo lo que
pide. Cuéntame cosas acerca de ese «hechicero elfo» que vive en tu cueva mientras
yo reúno cuanto tenga de lo que os hace falta a ti y a tu invitado.
—Se llama Dalamar —comenzó el enano—. Lo encontré en la ribera el mes
pasado, medio muerto de hambre y sin sentido. Supe que era de otras tierras por su
piel tan blanca y cabello largo tan negro como su túnica de hechicero. «Éste no es
humano», me dije a mí mismo. Entonces lo arrastré hasta mi cueva y le preparé un
catre junto al fuego. Cuando volvió en sí, pensé que iba a asestarse, pero estaba de lo
más tranquilo. Actuaba como si supiera dónde estaba, y también como si me
conociera. Incluso me llamó por mi nombre, ¡figúrate!
Milo Martin hizo una pausa con unas cuantas velas en la mano.
—¿Cabello negro has dicho? ¿No oscuro simplemente?
—¡No! —Replicó irritado Lodston—. ¡He dicho negro, y eso es exactamente lo
que quiero decir! Negro como el hollín, y la piel blanca como las sábanas de lino
blanco, tan blanca como una luna llena en un cielo nocturno.
El comerciante se frotó la mofletuda mejilla, reflexionando sobre las palabras del
enano.
—Bueno, si es un elfo como afirmas, supongo que procede de Silvanesti. He oído
decir que los elfos orientales tiene ese aspecto, pero nunca he visto a ninguno.
—El enano movió la cabeza arriba y abajo con excitación.
—¡Exacto! —Exclamó—. ¡Dijo que era de Silvanesti! ¡Eres un lince haciendo
conjeturas, Milo!
El tendero se encogió de hombros. No era una conjetura, pero decidió dejar que el
eremita creyera que poseía tan inusitada sagacidad. La gente no es tan propensa a

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jugársela a alguien que puede «calar» sus intenciones.
—Prosigue con tu historia. Cuéntame lo del bastón —instó Martin mientras se
volvía hacia las estanterías para recoger más artículos indicados en la lista.
—Bueno, lo primero que hizo fue preguntarme si había encontrado su caja.
Cuando le contesté que no entendía que se preocupara por una simple caja después de
que lo acababa de salvar de morir ahogado, no dijo nada. Se limitó a mirar con fijeza
el fuego durante un largo rato. Después se levantó y se dirigió a la puerta. «¡Espera!»,
lo llamé. «¡Todavía no estás en condiciones de andar!».
«Acompáñame al río», dijo con una voz extraña. ¡Era como si sus palabras fueran
más fuertes que yo! Antes de que me diera cuenta de lo que hacía, estaba metido en
barro hasta los tobillos, ayudando al elfo a encontrar su bastón y esa maldita caja.
—¿Qué clase de caja? —Milo Martin había dejado de recoger artículos de la listo
y se recostaba sobre el mostrador. Su curiosidad era tan grande que ya ni se
molestaba en disimularla.
—Un pequeño arcón de madera con refuerzos y herrajes metálicos —explicó
Lodston—. La llevé hasta la cueva después de haber encontrado el bastón. Cuando
los dos estuvimos secos y calientes de nuevo, me dijo su nombre y que había sido
mago en la corte de un tal Lorac.
Aquel nombre no le decía nada a Martin. El cautivado tendero instó al enano con
un ademán para que prosiguiera.
—Dalamar dijo que se metió en un lío allá, en ese sitio llamado Silvanesti, por
cambiar la túnica blanca por la negra, o algo por el estilo. Dijo que tuvo que huir
antes de que el rey lo matara. Cuando comenté que no creía que a un rey le
preocupara tanto el color de las ropas de un hombre, se limitó a sonreír y recostó la
cabeza en la chimenea.
Martin no sabía nada acerca de magia y hechiceros, pero sí sabía más que el viejo
Lodston. La gordinflona cara del tendero enrojeció mientras hacía alarde de su mayor
conocimiento en temas arcanos.
—¡Idiota! ¿Es que ni siquiera sabes la diferencia que hay entre los Túnicas
Blancas y los Túnicas Negras? ¿Sabes de lo que es capaz un elfo perverso y más aún
un elfo perverso hechicero?
—¿Perverso? —Preguntó el eremita—. ¿Quieres decir como Joss y la escoria que
lo acompaña?
—¡No! —Gruñó Martin—. No me refiero a simples rateros y borrachos. Si
hubieras salido alguna vez de esa cueva tuya, sabrías que hay alguna clase de fuerza
tenebrosa extendiéndose por todo Krynn, ¡y me parece que tu nuevo amigacho forma
parte de ella!
Los ojos azules del tendero se ensombrecieron. Si carácter jovial y animado se
tornó taciturno.

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—Creía que Digfel era un pueblo demasiado pequeño para que lo involucraran en
todo este asunto —musitó con tristeza—. Pensé que nos dejarían en paz mientras les
suministráramos acero para sus espadas y lanzas.
—¿De qué demonios estás hablando? —Demandó Lodston.
—¡Estoy hablando de ese invitado tuyo! —Replicó furioso Martin—. ¡Él y sus
malvados amigos traerán la guerra a Digfel!
—¿La guerra? ¿Qué guerra? No entiendo qué…
—Sigue con tu historia —lo atajó impaciente el tendero, frenando la avalancha de
preguntas del enano con voz más tranquila. La ingenua ignorancia del eremita acerca
del mundo exterior no tenía remedio. Martin ni siquiera alcanzaba a entender del todo
los siniestros acontecimientos ocurridos en los últimos años, así que menos podía
explicárselo al solitario enano que había vivido aislado de todo y de todos.
Lodston resopló con desdén. Era demasiado viejo y estaba harto de luchas para
prestar atención a chismorreos de guerras humanas. En su mente, debilitada por la
edad, todavía se mantenían vivos los recuerdos de la guerra, la que había arrastrado a
los Enanos de las Montañas sacándolos de su entorno tradicional.
—Bueno, como iba diciendo —continuó—, Dalamar ha estado deambulando por
el oeste desde que lo expulsaron de ese sitio, Silvanesti. Me contó que tuvo que pasar
una clase de prueba en Wayreth para convertirse en hechicero, y que enfermó a causa
de ella. Le pregunté si le dolía el estómago, pero me respondió que no lo
comprendería aunque me lo explicara. Se encontraba en Solace cuando un Buscador
intentó matarlo. Así que se hizo una balsa y se escabulló por el río antes de que lo
prendieran y lo quemaran en la hoguera por brujería.
—¿Todavía lo persiguen?= —Preguntó con premura Martin. Digfel se había
librado hasta ahora del despotismo y la demencia de los Buscadores, y esperaba que
el refugiado de Lodston no atrajera a los fanáticos cazadores de brujas hacia este
rincón de Krynn donde la vida no era fácil, pero al menos transcurría tranquila.
—Ahí me has pillado —contestó Lodston—. Creo que le perdieron el rastro
durante la tormenta que echó a pique su balsa. Nadie imaginaría que llegaría a la
deriva tan lejos, corriente abajo, a través de los bosques de Qualinesti. Le dije que lo
ocultaría de esos sectarios hasta que se encontrara lo bastante fuerte para cuidar de sí
mismo. No me lo agradecía ni nada; se limitó a darse media vuelta en el catre y se
quedó dormido.
—¿Registraste sus pertenencias mientras dormía? —Preguntó con ansiedad
Martin. El oportunista tendero se imaginó lo que habría hecho él en las mismas
circunstancias.
—¿Qué creer que soy, un kender? —Gritó ofendido el enano—. De todos modos
no me hizo falta fisgonear. Me enseñó lo que guardaba en la caja.
El eremita hizo una pausa para sacar una pipa de barro ennegrecida de debajo de

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su abrigo de pieles y señaló el tarro de tabaco que estaba sobre el mostrador.
—¿Me das un poco de ese tabaco, el que rocías con vino amelcochado? Y
tampoco estaría mal un poco de cerveza una galletas para acompañarlo —añadió
mientras Martin cogía el tabaco. Puede que el eremita estuviera casi ciego, pero sabía
cuándo había captado el interés de su interlocutor.
El tendero sirvió una jarra rebosante de cerveza al enano, que esperó a cogerla
hasta que cargó su pipa. Estaba disfrutando de tener a Martin pendiente de sus
palabras.
—¡Aaaaah! —Exclamó satisfecho el eremita mientras se limpiaba con la manga
la espuma de la boca.
—¡Vamos, continúa! —Pidió impaciente el tendero—. ¿Qué había en el arcón?
—¡Rollos de pergamino y libros! —Respondió Lodston con un ronco susurro—.
¡Por docenas! Y unos viejos anteojos muy curiosos, con la montura metálica.
—¿Qué había en los pergaminos? —Instó Martin.
—Sortilegios, creo —gruñó el enano—. ¿Cómo quieres que lo sepa? ¡No se leer!
—¿Entonces cómo sabes que son pergaminos mágicos?
—¡Porque vi a Dalamar utilizar uno de ellos para ver el futuro!
—Martin guardó silencio un momento. Sus ojos se abrieron desmesuradamente al
hacer conjeturas sobre el valor de semejante tesoro… si es que era verdad lo que
decía el enano.
—Fue hace un par de noches —continuó Lodston—. Acabábamos de cenar un
pescado guisado y pan. Yo estaba sentado junto a la lumbre, fumando un poco de
tabaco silvestre, en nada parecido a este otro, cuando Dalamar se puso los anteojos.
Desenrolló uno de los pergaminos como si se tratara de algo sagrado y se quedó
mirando con fijeza al fuego durante mucho tiempo antes de empezar a leer. Le
pregunté qué hacía, pero él actuó como si no me hubiese oído.
Lodston echó un buen trago de cerveza y dio varias chupadas al aromático tabaco
antes de reanudar la historia.
—Dalamar lo leyó en voz alta, pero un lenguaje incomprensible. Las palabras
tenían un montón de eses y efes y terminabas en íes y oes. ¿Has oído hablar a alguien
así?
—¡No! —Bramó su impaciente interlocutor. ¡Olvídate del lenguaje! ¿Qué ocurrió
entonces?
—¡Cálmate y déjame terminas la historia! Apareció una luz, una especie de fulgor
blanco, como la luz de la luna, que se intensificaba conforme pronunciaba cada
palabra. Cuando terminó de leerlo, Dalamar brillaba de tal modo que el resplandor
me hacía daño en los ojos.
—¿Cuánto tiempo duró? —Preguntó Martin conteniendo la respiración.
—Creo que dos o tres minutos después de que acabara la lectura —contestó el

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eremita—. Tan pronto como desapareció el fulgor, Dalamar se incorporó y se dirigió
a la puerta. Salió al exterior e inspeccionó los alrededores de la cueva como si
buscara huellas de pisadas o algo así. «¿Qué haces?», le pregunté. «¿Qué era ese
resplandor?».
«Aún no han llegado aquí», dijo. «¿Quién no ha llegado?», pregunté, pero regresó
a la cueva sin responderme y se sentó otra vez frente el fuego. Fue entonces cuando
eché una ojeada al pergamino que había leído.
—¿Y bien? ¿Qué había escrito en él? —Instó Martin.
—Nada —contestó el enano—. No había absolutamente nada. Dalamar lo utilizó
esta mañana para hacer la lista del pedido.
El perplejo tendero dejó caer el pergamino sobre el mostrador como si fuera un
pedazo de carbón al rojo vivo. Luego lo cogió otra vez y examinó la escritura con
más detenimiento. Incluso lo sostuvo frente a una vela encendido para ver si el calor
revelaba cualquier tipo de caracteres ocultos. Fuera lo que fuera que hubiese ocurrido
en la cueva del eremita, el «pergamino mágico» ahora era una simple lista de
avituallamiento.
—¿Ves a lo que me refiero? Las palabras del sortilegio han desaparecido —dijo el
enano—. Lo único que sé es que, lo que quiera que viera anoche, lo asustó.
—¿Por qué lo dices?
—Porque no se durmió enseguida. Dibujó un signo con cenizas en la parte
interior de la puerta y después la atrancó como si temiera que alguien fuera a irrumpir
en la cueva por la fuerza. Esta mañana me entregó la lista y me dijo que me
apresurara a conseguir esos artículos. Me dio el bastón porque, según él, lo iba a
necesitar, y entonces me susurró al oído la palabra mágica que lo haría funcionar.
—¿Qué palabra mágica? —Inquirió Martin, con los ojos fijos en el cayado.
—No es asunto tuyo —replicó el enano—. Y no puedo venderte el bastón. Le
pertenece al elfo, no a mí. Ahora dame esa mercancía para marcharme y llegar a la
cueva antes de que se haga de noche. No sé para qué querrá todo esto, pero me dijo
que me diera prisa.
—Pero me prometiste que…
—No te prometí nada, Milo Martin —lo atajó el enano—. Pero si quieres que le
diga a Dalamar que no estás dispuesto a entregarle a cuenta lo que ha pedido en una
lista…
—¡Vale, vale! —Rezongó el precavido tendero.
Martin estaba furioso consigo mismo por dejar que Nugold Lodston lo engañara
para sacarle más cosas a crédito, pero confiaba en encontrar el modo de obtener de
aquel asunto mucho más que un simple batón.
—Dile al tal Dalamar que quiero conocerlo —comentó el tendero con un tono
más tranquilo—. Tengo algunas ideas sobre negocios que tal vez le interesen. Unos

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conocimientos como los suyos pueden traducirse en buenas ganancias. Conozco a
varias personas que pagarían una fortuna por echar un vistazo al futuro.
—¿Entre ellas te cuentas tú? —Apuntó con sarcasmo Lodston. El enano recogió
las provisiones guardadas en un abultado saco y se dirigió hacia la puerta.
—¡No olvides decírselo! —Insistió Martin mientras el viejo eremita salía a la
calle sin volver a mirar atrás.

La «cueva» de Lodston era en realidad una mina aurífera enana abandonada.


Centurias antes de que naciera el eremita, sus congéneres habían horadado la
montaña con túneles en las cercanías del río Piedra Fundida y enriquecido con la
extracción de ingentes cantidades del dorado metal tanto a sí mismos como a los
comerciantes humanos locales. Cuando los lingotes de hierro reemplazaron al oro y a
la plata en ser el metal más preciado de Krynn —para fabricar armas de acero—, los
acaudalados enanos de Hylar sufrieron una gran miseria. Sólo un puñado de
obstinados y endurecidos mineros permanecieron en las ciudades situadas al pie de
las tierras altas de los enanos y se convirtieron en herreros y armeros. Llegaron
humanos que abrieron nuevas prospecciones que explotaban los yacimientos de
hierro, en lugar de metales más maleables como el oro y la plata.
Nugold Lodston prefirió quedarse en las colinas de Hylar, fabricando juguetes
baratos y chucherías para los niños de la localidad con el ahora despreciado oro.
Sentía más aprecio por el reluciente metal del que jamás había sentido por nadie, ya
fuera enano o humano. Tampoco soportaba el tedio y el esforzado trabajo en una
ardiente forja para fabricar armas y herramientas con el bruñido acero. Los humanos,
que ansiaban los productos de la soberbia metalurgia enana, consideraban a Lodston
como un traidor, alguien poseedor de técnica y destreza consideradas de importancia
capital, pero que rehusaba hacer uso de ellas. Incluso los escasos miembros de su
propia raza que quedaban en Digfel escupían al verlo pasar, un gesto que entre los
enanos hylar significaba la mayor muestra de desprecio y rechazo.
—¡Dalamar! ¡Sal a echarme una mano! —Llamó el eremita desde el sendero
paralelo al río.
Lodston aguardó, mirando hacia la parte alta de la ribera, donde se encontraba la
boca de la mina, pero no vio señales de movimiento. Entonces reparó en que la puerta
estaba entreabierta. El preocupado elfo había atrancado la gruesa hoja de madera
nada más salir por ella el enano, camino de Digfel. ¿Por qué entonces iba a dejarla
ahora abierta?
Soltando el pesado saco en la arena del camino, el eremita remontó con una
vacilante carrera la cuesta que llevaba a su cueva. Presintió que algo espantoso le
había ocurrido al hechicero elfo aun antes de ver las huellas marcadas en la tierra
alrededor de la entrada de la mina. Había numerosas marcas de tacones impresas en

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la tierra, así como las de las patas de grandes sabuesos. El enano se agachó para
enfocar mejor el embarrado umbral con sus ojos miopes y confirmar que los
rastreadores habían entrado en su hogar. En la viga que formaba el dintel había cuatro
grandes símbolos pintados con hollín, pero el iletrado eremita no entendía la
inscripción.
—Dalamar —llamó en voz baja, sin atreverse a empujar la hoja de madera. En
sus pesadillas, unos dementes espantosos acechaban siempre tras silenciosos
umbrales como éste—. ¿Estás ahí?
Sólo el discurrir del río, allá abajo, rompía el ominoso silencio. Por fin Lodston
reunió el coraje suficiente para alejar los imaginarios fantasmas y abrió de una patada
la puerta, lo bastante para atisbar la antesala de la mina.
Estaba desierta. El fuego todavía estaba encendido y una lamparilla ardía junto a
la pequeña mesa. No había señales de violencia, ni cadáveres o miembros cercenados,
que casi había esperado ver esparcidos por el suelo. La puerta que conducía a la
intrincada red de túneles de la mina abandonada estaba atrancada por el lado de la
antecámara. Dalamar y su caja de pergaminos habían desaparecido, tal vez los
desconocidos y su jauría se los habían llevado sin encontrar resistencia. El bastón
encantado que Lodston sostenía entre sus manos sarmentosas parecía ser todo cuanto
quedaba de su extraño visitante.
Balo la mortecina luz del ocaso el eremita descendió a trompicones la cuesta que
bajaba hasta el río y recogió el saco de provisiones. Cuando regresó a la mina, cerró
la puerta y la atrancó con el sólido madero para protegerse de quienes quiera que
fuesen los que habían ido en busca del hechicero elfo. A continuación echó otro leño
a la lumbre y revolvió las pepitas de oro amontonadas en un cesto junto a la mesa
para elegir una con la que fabricar una figura de juguete. Atisbó de inmediato la
punta de un estucho. ¡Era una de los pergaminos del elfo!
—¡Vaya! ¡Se han dejado uno! —Exclamó en voz alta. El familiar eco de su propia
voz en las paredes de la antecámara era un sonido tranquilizador y agradable. La
tensión de Lodston desapareció dando paso a la excitación. El viejo eremita manoseó
con torpeza el estuche y por último se las arregló para sacar de él el blanco pliego
pulcramente enrollado que tomó en sus sucias manos.
Temblando de ansiedad, sujetó un extremo del pergamino sobre la mesa y lo
desenrolló a la luz de la lamparilla. Había un sencillo dibujo realizado con premura,
justo encima de unos caracteres indescifrables de la recargada escritura de Dalamar.
—¡Eh, ése soy yo! —Graznó mirando el dibujo.
No cabía duda: Dalamar había hecho una burda caricatura del perfil del eremita.
La bulbosa nariz, las espesas cejas, lo hacían inconfundible. Además del rostro del
enano, el hechicero había dibujado sus propios anteojos, también inconfundibles por
la curiosa forma hexagonal de las lentes engarzadas en la montura metálica. Incluso

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un niño habría comprendido el sencillo diagrama.
—Quiere que me ponga sus anteojos, pero ¿dónde están? —Musitó el eremita.
Empezó a rebuscar por la habitación, hasta que su estado de excitación se tornó
en frenesí. Tras un infructuoso registro dentro, debajo y encima de todo cuanto había
en la cámara escasamente amueblada, lo único que descubrió fue que faltaba su vieja
capa larga, una prenda andrajosa de lana tejida con tosquedad. Se sentó en la silla y
contempló de nuevo el dibujo del elfo.
De pronto supo dónde debían de estar los anteojos. Se volvió con brusquedad
hacia el cesto de las pepitas de oro y empezó a tirarlas al suelo. Las gafas estaban en
el fondo, envueltas en un trozo de piel de cabra y encajadas entro dos grandes pepitas
a fin de protegerlas del peso del mineral. Lodston se caló las patillas metálicas en las
orejas y miró de nuevo el pergamino.
Los negros trazos bajo el dibujo empezaron a retorcerse ante sus ojos. Al
principio, el movimiento era tan hipnotizante que Lodston se sintió un poco mareado.
Enseguida, no obstante, los caracteres se concretaron en imágenes precisas, más en la
mente del enano que en el pergamino.
—No sé leer —musitó perplejo—, y, sin embargo, ¡entiendo perfectamente lo que
dice!
El mensaje del elfo, escrito en el lenguaje de los hechiceros, era breve pero
conciso:

El mago Qualinesti me ha encontrado. Protege mis pergaminos y mis libros con


tu propia vida. Si no he regresado dentro de un mes, deberás llevárselos a Ladonna,
Jefe de los Túnicas Negras, en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. Los he
guardado tras la vieja puerta. Entra al túnel y gira en el cuarto pasadizo a la
izquierda. Camina doce pasos y mira hacia arriba. Mi bastón y estos anteojos enanos
de visión verdadera te compensarán por tus pasados y futuros favores.
¡No intentes leer los otros pergaminos! ¡Su poder podría destruirte y atraer a mis
enemigos!

Lodston se quitó las gafas encantadas y repasó mentalmente el mensaje cifrado.


Experimentó con los anteojos unas cuantas veces más, sintiendo surgir y
desvanecerse las palabras en su conciencia de manera sucesiva conforme se calaba o
se quitaba los anteojos. También advirtió que podía ver el entorno perfectamente
cuando llevaba puestas las lentes mágicas.
—Con que «anteojos de visión verdadera», ¿eh? ¡Esto sí que es un objeto
mágico! —Exclamó en voz alta—. ¡Devolver la vista a un viejo enano y enseñarle a
leer sortilegios secretos a la vez!
Lodston ignoraba que los efectos «curativos» eran una mera casualidad. Las
lentes, que algún desconocido hechicero enano había utilizado para fabricar los

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anteojos encantados, tenían, por un puro azar, el ángulo correcto de refracción, para
mejorar la deficiente vista de Lodston.
El eremita, que no cabía en sí de júbilo, desatrancó la puerta interior y echó a
correr por los túneles, siguiendo las instrucciones de Dalamar al pie de la letra. Tras
dar doce pasos en el cuarto pasadizo, alzó la vista valiéndose de la lamparilla y de sus
maravillosos anteojos nuevos para escudriñar las sombras del techo. El pequeño
arcón estaba metido entre una viga medio suelta y el cielo raso, tal como había
pronosticado el mensaje. Se apresuró a sacarlo del escondrijo y regresó a la
antecámara para examinar su nuevo tesoro.
Lodston alzó la tapa del cofre, que no estaba cerrada con llave, y esparció el
contenido en la mesa iluminada por la lamparilla. La voluminosa túnica de Dalamar
cayó sobre el tablero, sirviendo de mullido cojín a docenas de pequeños estuches de
pergaminos y varios libros delgados, con encuadernación de seda púrpura y sujetos
con correas de cuero.
—Así que me cambia su estupenda túnica negra por su vieja capa ¿eh? Los
hechiceros serán muy inteligentes, pero tienen poco sentido común —musitó para sí
mismo.
El eremita fue cogiendo los estuches de uno en uno, sopesándolos en las manos y
examinándolos a través de sus fabulosos anteojos nuevos. Sin embargo, no vio nada
inusual en ellos.
—¿Por qué no les habrá puesto etiquetas? —Rezongó el curioso enano—. ¿De
qué me sirven los antojos mágicos si no hay nada que leer? Al menos, deberían tener
títulos y, de ese modo, sabría qué es lo que he de proteger «con mi propia vida».
Durante unos segundos de abrumadora tentación, Lodston miró de manera
alternativa los pergaminos y la nota de Dalamar. Por fin, soltó un resoplido y empezó
a guardar todos los estuches, uno por uno, en el cofre. Sostuvo el último en sus
manos unos instantes, y la curiosidad ganó la batalla a la prudencia. Con un gruñido
apagado de capitulación, estrechó los ojos tras los reducidos antojos apoyados en su
nariz bulbosa y abrió el estuche.
Una vez más, los trazos mágicos del pergamino rebulleron hasta adoptar una
forma comprensible, y las palabras de un hechizo escrito en un desconocido lenguaje
cobraron vida en boca del enano.
—Drish fetts, drish fetts, lorgon trits —oyó pronunciar a su propia voz, pero no
entendió lo que decía.
Posteriormente, a Lodston le fue difícil recordar qué fue lo que ocurrió en primer
lugar en el instante en que articuló la última sílaba del extraño sortilegio. El
pergamino irradió un fulgor amarillo deslumbrante y después se desintegró y se hizo
cenizas entre sus dedos. Al mismo tiempo —o así le pareció—, una esfera inmensa
de llamas anaranjadas se materializó del brillo emitido por el pergamino, salió

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disparada contra la pared de la cocina con una fuerza tan descomunal que la onda
expansiva lanzó por el aire a Lodston, que cayó en el suelo, despatarrado.
—¡Gran Reorx! —Exclamó, cuando fue capaz de incorporarse. La cocina, con
todos sus platos sucios y utensilios, amén de varios sacos de provisiones, ¡había
quedado completamente destruida! La esquina más cercana de la antecámara de la
vieja mina estaba abrasada y vacía de todo objeto. Las estanterías de madera se
habían desintegrado en humeantes pavesas que caían flotando al suelo. Lodston miró
de soslayo los restantes estuches, de aspecto tan inofensivo como en apariencia era el
primero y cerró de golpe la tapa del cofre a la vez que lanzaba un aterrado chillido.
—¡No tocaré ni una de esas malditas cosas! —Juró con un tono más agudo por
momentos, como si estuviera prometiendo al ausente Dalamar que jamás lo volvería a
desobedecer—. ¡Tú y tu Ladonna podéis quedaros con esos objetos malignos!
Aquella noche, los sueños del viejo enano estuvieron plagados de imágenes de
hechiceros de túnicas negras que luchaban contra él con magia mortífera. No tenía ni
idea del aspecto del enemigo de Dalamar, el tal «mago Qualinesti», pero su mente
reconstruyó una figura espectral envuelta en una túnica blanca, con el rostro oculto
bajo los pliegues de la capucha a excepción de unos terribles ojos rojos que relucían
en las sombras del embozo. Lodston despertó de la pesadilla con un estremecimiento
y permaneció tumbado y en vela, contemplando con fijeza las moribundas brasas de
la lumbre.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer si ese mago de Qualinesti viene en busca
de tus pergaminos y libros? —Gimió en voz baja, como si Dalamar pudiese oírlo y
aconsejarle—. No sé nada sobre la magia. Ni siquiera sabría qué hechizo leer antes de
que fuera demasiado tarde. ¿Por qué he de enfrentarme a tu enemigo mientras tú
huyes de él?
El silencio que siguió a su desesperado grito de protesta no le sirvió de consuelo.
Lodston tanteó el medio de la oscuridad buscando el bastón y los anteojos. Cuando
encontró ambos objetos mágicos, se acercó agazapado a la puerta. Lo único que podía
hacer, a su entender, era dejar que ese asunto lo resolvieran entre Dalamar y el mago
de Qualinesti, fuera quien fuese. Recordaba historias oídas en su niñez acerca de la
Guerra de Kinslayer entre distintos clanes elfos y se preguntó si sería ésa la «guerra»
mencionada por Milo Martin.
—¡No es asunto mío, lo mires por donde lo mires! —musitó a la puerta. Entonces
descorrió la tranca de madera y salió de la cueva a la oscuridad del exterior. A la luz
plateada de la luna blanca, distinguía las curiosas inscripciones marcadas en el dintel
que antes no había podido leer. Las runas fluctuaron bajo el poder de los anteojos de
visión verdadera y su escueta advertencia sobrecogió al eremita.
¡Muerte a los traidores y a los que los cobijan!
Lodston sintió que se le ponía la piel de gallina por el miedo mientras leía su

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propia sentencia de muerte. Giró veloz sobre sí mismo y escudriñó la oscuridad con
sus anteojos, temiendo atisbar a alguno de los enemigos de Dalamar agazapado en las
densas sombras de los matorrales.
—¡Y muerte a vosotros también! —Gritó a la oscuridad agitando el bastón—.
¡Éste es mi hogar! ¡Dejadme en paz! ¡No quiero tener nada que ver con disputas entre
elfos!
El viejo enano se tensó, dispuesto a enfrentarse a quienquiera que respondiera a
su desafío, pero rompió el profundo silencio de la noche, salvo el constante rumor del
río Piedra Fundida que corría la pie del declive.
—¡Muy bien, si queréis jugar a la magia, eso es lo que tendréis de Nugold
Lodston! —Gritó el eremita. Tras aquel arranque de bravuconería, corrió de vuelta al
interior de la antecámara de la mina y atrancó la puerta a sus espaldas. Luego levantó
la tapa del cofre y miró los enigmáticos estuches de pergaminos. Por último cerró los
ojos y cogió uno a tientas.
Actuó con más cautela en esta ocasión. Sus dedos sarmentosos temblaron
mientras desenrollaba los primeros tres o cuatro centímetros del extremo superior del
pergamino y lo examinaba cuidadosamente con la ayuda de sus anteojos encantados.
Una línea de caracteres empezó a retorcerse hasta formar una frase comprensible en
su mente.
El portentoso encantamiento de sugestión de Tinollo, decía el título.
Animado por el hecho de que no había ocurrido nada peligroso, Lodston dejó al
descubierto varios centímetros más del pergamino y continuó leyendo.
—Para ejercer un poderoso control sobre la mente y el cuerpo del sujeto a quien
se quiere someter, el adepto debe enfocar sus energías ocultas sobre él…
«¡Ajá! ¡Ya verás cuando utilice esto sobre Milo!», pensó regocijado. Con una
agitación más propia de un chiquillo, Lodston perdió interés por este pergamino, lo
enrolló de nuevo y lo guardó en el estuche. A continuación hizo una marca en la
satinada madera con un palo quemado de la lumbre. No sabía escribir, pero al menos
marcaría los pergaminos para distinguir los que en apariencia eran inofensivos de los
que parecían más peligrosos. Cogió otro de los estuches.
Al amanecer, el mago en ciernes había catalogado los pergaminos en cuatro
categorías: «trucos», que abarcaban —a su entender— sortilegios inofensivos que
pensaba utilizar con gente conocida, como, por ejemplo, Milo Martin; «conjuros de
defensa», que aparentemente protegían de cualquier mal a quien los formulaba;
«conjuros de ataque», cuyos títulos sugerían unos resultados más agresivos, y
«conjuros desconocidos», cuyos efectos no alcanzó a predecir el inexperto eremita
aun después de haber leído y comprendido las primeras líneas.
Un hechicero debe vestir como tal, se dijo Lodston, encantado con la perspectiva
de disponer de poderes extraordinarios. Cogió la túnica de Dalamar de la mesa y se la

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metió por la cabeza. Una mezcla de penetrantes aromas inundó sus fosas nasales,
procedente de los innumerables bolsillos secretos que habían contenido los
componentes para sortilegios así como ingredientes de pociones medicinales. Los
bolsillos estaban vacíos ahora, pero los residuos de sus exóticos contenidos bastaban
para impregnar el tejido sedoso de la túnica.
El eremita había planeado recogerse en la cintura la voluminosa prenda para
adaptarla a su talla, pero la túnica pareció percibir su corta estatura. En el mismo
instante en que el tejido ligero pero fuerte, rozó sus hombros, Lodston sintió que el
poder de Dalamar brotaba de la túnica y se propagaba por su propio cuerpo. Las
costuras, de puntadas perfectas, parecieron encogerse sobre sí mismas recogiendo el
dobladillo hasta dejarlo a una altura que cubría parte de las botas del enano.
De repente, las reminiscencias de pasados episodios vividos por el elfo oscuro
inundaron la mente de Lodston con pensamientos e impulsos ajenos a él y lo
abrumaron con fugaces imágenes de fuego, dolor y presencias tenebrosas. Cuando el
tumulto de sensaciones alcanzaba ya un límite intolerable, cesó. Los pujantes
recuerdos se debilitaron en el viejo cerebro de Lodston fundiéndose con sus propias e
imprecisas evocaciones del pasado. Una oleada de energía recorrió sus miembros
artríticos, mitigó el dolor y lo impulsó hacia la puerta. La figura envuelta en la túnica
negra que descendió por la ladera con pasos seguros en dirección a Digfel guardaba
poco parecido con el solitario enano que fabricaba juguetes dorados para los niños.

Cuatro días más tarde, la cervecería del Cerdo de Hierro bullía con los
chismorreos acerca de Lodston y su huésped de Silvanesti.
—Debe de ser un nigromante, partícipe de la agitación que hay en el norte —
susurró alguien.
—Nadie lo ha visto, ¡pero fijaos en Lodston!
—¡Ayer lo vi leyendo un sortilegio de un pergamino! —Afirmó un testigo—.
Hizo aparecer un proyectil luminoso y prendió fuego a la herrería, y todo porque el
herrero escupió al verlo pasar. Lodston ha sido siempre un picajoso con muy mal
genio, pero jamás había actuado con maldad. Creo que ese elfo lo ha hechizado.
—Los enanos no saben nada de magia —se mofó otro de los presentes, menos
supersticioso que los demás—. He oído comentar que fue una pelea por cosas
ocurridas entre sus familiar, algo relacionado con la vieja mina de oro. Probablemente
el eremita entretuvo al herrero mientras el elfo iniciaba el fuego.
—¡Sé muy bien lo que vi! —Protestó el testigo—. ¡Llevaba puestos unos
ridículos anteojos y leía un trozo de pergamino cuando el proyectil salió de sus
propias manos antes de que el papel explotara!
—Yo oí a Lodston decirle a Tidbore Ummer que sus ovejas iban a morir… ¡y
murieron todas, hasta la última! Tidbore dijo que el viejo idiota le contó que había

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leído el futuro en un pergamino mágico.
—¡Ese carcamal buscador de oro no sabe leer!
—¿Leer? ¡Por Paladine, si ni siquiera ve a un palmo de sus narices!
—¡Bueno, pues ahora sí que lo hace! Me han contado que el elfo es un sanador,
no un mago, y que hizo unas lentes para curar la vista del enano —comentó alguien
en un susurro.
Se oyó una risita nerviosa cuando se propagó por las mesas el chismorreo de unas
lentes sanadoras.
—Si eso fuera verdad, los Buscadores de Solace nos habrían invadido como una
plaga. ¿Un sanado en Krynn? ¡No seas estúpido!
—Lo que para mí es más insólito es que un enano haya hecho migas con un elfo.
Se supone que se odian los unos a los otros, ¿no?
—Eso no sería nada nuevo para Nugold Lodston. ¡Odia a todos y a todo salvo el
oro, claro está!
—Quizá él y el tan Dalamar tienen alguna otra «cosa» en común que los hace tan
amigos… Ya sabéis a lo que me refiero.
La insinuación del borrachín, acompañada por un guiño, rompió la tensión
soterrada del ambiente y provocó un estallido general de carcajadas que retumbó en
la taberna. Durante los minutos en que se sucedieron en tropel los chistes sórdidos
cobre Lodston y Dalamar, un hombre vestido con una andrajosa capa de lana basta
tiró de la capucha para ocultar más sus rasgos. Después echó una moneda de hierro
sobre la mesa y abandonó la taberna.
Mientras los parroquianos de la cervecería del Cerdo de Hierro planteaban el
malicioso debate acerca de la naturaleza de sus relaciones con Dalamar, Nugold
Lodston se encontraba al otro lado de Digfel, agitando el bastón frente al rostro
congestionado de Milo Martin. Incluso la voz del enano había cambiado en los
últimos días y desarrollado un tono impaciente y un curioso acento brusco que
acortaba las sílabas.
—¡Ya has oído lo que queremos! ¡Esperamos la entrega como siempre, antes del
anochecer!
—No puedo hacer eso, Nugold —insistió Martin—. Mi carro estaba en la herrería
cuando tú…, eh…, cuando se prendió fuego. Pasará una semana antes de que sea
posible llevar el pedido. ¡Dile a Dalamar que no es culpa mía!
Martin apartó la vista de los ojos del enano, que brillaban iracundos tras las
extrañas lentes hexagonales. Aunque no conocía al elfo, el huésped de Lodston lo
atemorizaba. Los poderes que el hechicero elfo había conferido al enano, con quien
había entablado una amistad tan inusitada, hacían temblar al tendero al imaginar lo
que el propio Dalamar era capaz de hacer. ¿Acaso no había convertido al irascible
pero inofensivo eremita en un terrible hechicero de temperamento peligroso? ¿No

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había, de un modo y otro, curado la deficiente vista del enano con los anteojos
encantados que se sujetaban sobre la bulbosa nariz de Lodston?
—Está bien, trae el pedido tan pronto como tengas arreglado el carro —gruñó el
enano mientras se daba media vuelta para marcharse de la tienda—. ¡Y recuerdo lo
que te he dicho sobre la puerta, si es que valoras en algo tu vida!
—¡Lo sé, lo sé! —Farfulló el hombre—. Tú y el elfo la habéis protegido con una
maldición. Ningún ladrón en su sano juicio intentaría robaros nada a ti o a tu nuevo
«amigo».
Lodston esbozó una mueca bajo la tupida barba y cruzó el umbral hacia la calle.
Los raros anteojos suspendidos sobre su gruesa nariz centellearon con la luz del
mediodía. El matón del barrio, Joss, interrumpió una discusión intrigante que sostenía
con un par de rateros adolescentes y musitó una apresurada advertencia. El trío de
granujas corrió a refugiarse en las sombras, lejos del camino de Lodston. El eremita
miró con el entrecejo fruncido en su dirección, lamentando no tener a mano un
conjuro vengativo para lanzarlo sobre los tres fugitivos.
—Ya he utilizado todos los pergaminos que entendía —musitó para sí mismo
mientras regresaba a la cueva—. Supongo que no tengo más remedio que arriesgarme
con uno de los que desconozco, si es que quiero mantener en ascuas a esos zoquetes
humanos.
Cuando llegó a la mina, Lodston se dirigió de inmediato hacia el cofre. Ya había
utilizado todos los conjuros de «trucos» y «ataque», y estaba decidido a correr el
riesgo de leer uno o dos sortilegios de la categoría de «desconocidos» a fin de
reafirmar la imagen de hechicero peligroso que de él tenían en Digfel. El eremita
desenrolló el primero pergamino que cayó en sus manos y empezó a leer.

Método de Hapgammiton para la apertura interplanar


Para invocar otras inteligencias radicadas en otros planos de existencia, es
esencial que el conjurador se prepare durante cinco noches consecutivas antes de
formular el sortilegio. El no purificarse a sí mismo de antemano alterará el
encantamiento y hará que su resultado sea o inoperante o impredecible.

«¡Bah! ¡Ya sabía que era impredecible! —pensó Lodston. Lo peor que puede
ocurrir es que no funcione. En ese caso sólo tengo que coger otro». Sin amedrentarse,
el hechicero aficionado desenrolló el resto del pergamino y empezó a leer las arcaicas
palabras escritas al final de la página.
Su pronunciación y comprensión del olvidado dialecto elfo habían mejorado con
cada lectura de los pergaminos de Dalamar. En esta ocasión, su acento enano apenas
fue un mero vestigio, al igual que había sucedido con su personalidad original, antes
de quedar dominada por los conjuros y la túnica del elfo oscuro. Lodston entonó las
palabras arcanas a la perfección, permitiendo que la esencia del pergamino se

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fundiera con los vestigios de los poderes de Dalamar inmersos en su cuerpo y mente.

Margash joras nollen grath


Grissit dorsi, grissit blude;
Itel forna drilid shude,
¡Margash nepps hallem grath!

Obedeced estas palabras de poder


vigilantes del umbral, vigilantes del portal;
abrid la puerta custodiada;
¡Obedeced el mandato de este servidor del poder!

La sólida roca bajo los pies del enano pareció temblar cuando Lodston pronunció
la palabra final del hechizo. La inexperiencia del enano hizo que su concentración se
fuera al traste cuando un fino haz de luz opaca traspasó la sólida roca de la cueva
desde el techo hasta el suelo. El aterrado eremita se tiró al piso, hecho un ovillo,
tembloroso, escudando el rostro de la luz que se intensificaba por momentos.
De pronto, el reluciente haz empezó a dividirse en dos, como si se estuviera
abriendo un acceso a otra dimensión más oscura. Atisbando entre los dedos
temblorosos, Lodston vio moverse unas formas en el interior de la abertura, unas
formas monstruosas de apéndices escamosos y tentáculos retorcidos que se
abalanzaban hacia el acceso creado por el conjuro.
El enano empezó a gemir mientras se arrastraba hacia la puerta. Justo en el
instante que alcanzaba la tranca de madera, los sólidos tablones de la hoja explotaron
bajo la presión de una terrible fuerza procedente del exterior. El estallido arrojó
multitud de astillas contra la cabeza y el pecho del enano, al que lanzó contra el muro
opuesto con tanta violencia que Lodston se desplomó en el suelo, malherido. Los
anteojos de visión verdadera le resbalaron por la nariz, cayeron sobre su regazo y
acentuaron el estupor del eremita con su natural miopía. Todavía distinguía el hueco
en la puerta destrozada debido a la radiante luz del exterior. También vio una
corpulenta figura encapuchada encuadrada en el umbral.
—¡Estúpido! ¿Qué has hecho?
El timbre inconfundible del elfo oscuro retumbó en la pequeña cámara.
—¡Dalamar, ayúdame! —Gritó el eremita.
—¡Silencio, necio ignorante! ¡He de intentar desbaratar lo que has hecho antes de
que el acceso se ensanche todavía más!
La sangre que resbalaba de varias heridas en la cabeza aumentaba la ceguera del
enano. Se debilitaba por momentos y realizó un esfuerzo desesperado para no perder
el sentido. A través de la bruma del dolor, sus ojos miopes apenas podían distinguir a
Dalamar, que dibujaba unos trazos en el suelo con una tiza. Los horrendos tentáculos

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y los extraños apéndices tanteaban el aire por encima de la cabeza del elfo mientras
éste empezaba a entonar un versículo que reiteró uno y otra vez desde el santuario del
pentagrama dibujado con precipitación.
Por un instante, pareció que la horda de criaturas inhumanas se desbordaría en la
cámara engullendo al hechicero. Aun así, el elfo se enfrentó impertérrito a los
monstruosos entes sin perder la concentración, hasta que por fin el acceso empezó a
cerrarse. Entonces Dalamar alzó las manos y aumentó la intensidad de la voz
mientras pronunciaba la misma frase hasta alcanzar el tono más alto que le fue
posible. La descarga mágica final bastó para disipar los últimos vestigios de luz
etérea. El silencio y la penumbra envolvieron la mente del debilitado eremita.
La mirada de Dalamar fue del enano a la mesa donde se encontraba el cofre
abierto, con sus libros mágicos y los restantes pergaminos. El elfo oscuro fue sacando
los estuches y los examinó uno por uno comprobando los daños sufridos.
—A… ayúdame. D… Dalamar —suplicó Lodston con un hilo de voz. Se arrastró
por el suelo dejando un rastro de sangre que manaba por multitud de heridas, hasta
que agarró el tobillo del elfo con su mano sarmentosa—. N… necesito b… beber un
p… poco de a… agua.
Dalamar soltó con firmeza la pierna que rodeaban los dedos crispados del
eremita.
—No necesitarás nada dentro de unos segundos, viejo enano —le dijo a Lodston
—. Tendrás paz, pero habrás pagado cara tu desobediencia. La esencia
desencadenada con tus balbuceantes conjuros se ha extendido ya hasta Qualinesti, si
no más allá. Este pueblo tranquilo se verá envuelto en la guerra de la Reina Oscura,
gracias a ti y a tu imprudente ingerencia. Pero tú estarás en paz.
Dalamar, sumido en un lúgubre silencio, observó cómo los dedos crispados de
Lodston se quedaban fláccidos a sus pies. Entonces arrojó a un lado la burda capa del
eremita y se agachó junto al cadáver para recobrar su túnica.

Milo Martin notó que algo no iba bien en el mismo momento que llegó al sendero
paralelo al río y que conducía a la mina de oro de Lodston. Dejó los sacos de
provisiones en el suelo y avanzó sigiloso entre los arbustos hasta que tuvo a la vista la
oscura boca de la cueva.
Los fragmentos de la pesada puerta colgaban de uno de los goznes. Alguna fuerza
terrible había hecho estallar las gruesas planchas de madera hacia adentro y las había
destrozado como su fueran una cáscara de huevo. El inquieto tendero se acercó
sigiloso para examinar el suelo en busca de huellas. La tierra del piso estaba repleta
con cientos de pisadas y marcas de tacones de botas, del estilo que acostumbran a
utilizar los elfos. También reparó en las huellas dejadas por grandes perros,
posiblemente sabuesos, entrenados para rastrear criminales. Convencido de que
ninguno de los visitantes de Lodston estaba todavía por los alrededores de la mina,

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Martin cruzó vacilante el umbral y llamó en voz baja y comedida, como si temiera
por igual el que hubiera o no respuesta.
—¡Nugold! ¡Nugold Lodston! Soy yo, Milo Martin. ¡Traigo el pedido!
De algún modo, el silencio le pareció más ominoso que cualquier respuesta.
Penetró en la tenebrosa cámara y pasó por encima de los restos de la puerta. La cueva
estaba patas arriba y el hedor a podrido le revolvió el estómago. Paquetes de comida,
salidos de su propia tienda, estaban rotos y el contenido desperdigado por doquier.
Una fina capa de harina cubría la antecámara otorgando un espectral matiz blanco a
todo cuanto había en ella.
Martin encendió una lamparilla que encontró sobre una mesa pequeña. La luz se
propagó a través del velo de polvillo blanco que había levantado al entrar en la cueva.
En la parte trasera vio otra puerta destrozada que conducía a un túnel negro como un
pozo. Fuera cual fuera la naturaleza de la fuerza que había hecho trizas las dos sólidas
puertas era más potente que un mero ariete. De hecho, la puerta interior parecía haber
recibido el impacto de un estallido que incluso la había arrancado de cuajo de los
goznes.
El tendero adelantó un paso para asomarse al oscuro túnel, pero tropezó con algo
blando caído junto a la mesa. Acercó la lamparilla y vio que se trataba de la andrajosa
capa de lana del viejo enano. Estaba extendida sobre algo mucho más firme, algo que,
evidentemente, era la fuente de la pestilencia que inundaba la cueva. Martin alzó un
pico de la mugrienta prenda, sólo lo suficiente para verificar lo que sospechaba. El
cadáver descompuesto del eremita yacía en el interior de una especie de diagrama
místico, con el hinchado rostro vuelto hacia el techo y los ojos hundidos mirando sin
ver el techo. La cabeza y el tronco estaban acribillados por infinidad de astillas
punzantes desprendidas de la puerta principal, y la parte posterior del cráneo tenía
una fea raja.
—¿Qué hicieron contigo, viejo amigo? ¿Dónde está tu bonita y flamante túnica de
mago? —Musitó con amargura Martin, a la vez que unas lágrimas humedecían sus
ojos azules. A despecho del mar carácter del extravagante anciano, el tendero sabía
que echaría de menos las visitas del enano a Digfel—. ¡Jugaste con fuego cuando
permitiste que ese hechicero elfo te enseñara magia! —Reprendió al silencioso
cadáver.
Martin sacudió la cabeza y dio la espalda al cuerpo de Lodston. Ante todo era un
hombre práctico y, por tanto, cogió el saco de harina vacío y empezó a revolver entre
los escombros buscando cualquier cosa de valor que pudiera revender en su almacén.
Encontró una copa de metal y una cuchara en un rincón abrasado, así como varias
figurillas de oro a medio acabar y una pequeña cantidad de tabaco barato que podría
empapar en vino a fin de disfrazar su mala calidad. A la luz de la lamparilla
distinguió las huellas de harina que habían dejado los rastreadores de Qualinesti al

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penetrar en el túnel de la mina. Un poco más adelante, en el pasadizo, vio un pequeño
cofre vacío, caído de costado.
Lo que fuera que hubiese en el interior de la caja, mágico o no, estaba ahora en
poder del elfo oscuro o de sus amigos, pensó Martin con el entrecejo fruncido. Se
marchaba ya cuando reparó en el destello de la luz exterior al reflejarse en algo caído
bajo la mesa, algo hecho de metal y cristal.
—¡Ajá! Apuesto a que son los famosos anteojos curativos —musitó el tendero.
Limpió la harina y la sangre seca de que los cubrían y se los encajó sobre la nariz.
Las gruesas lentes distorsionaron su visión de tal manera que la cabeza le empezó a
doler casi de manera instantánea.
«¡Bah! No conozco a nadie en Digfel que tenga tan mala vista que le sirvan estos
anteojos —pensó—. ¡Qué pena que se desaproveche un trabajo artesanal tan bueno!».
Con todo, quizá le sirvieran a algún viajero que pasara por Digfel. Martin frunció
el entrecejo y se quedó los anteojos; sin pensarlo dos veces, se los guardó en un
bolsillo del pantalón. Luego se volvió hacia la destrozada puerta de la cueva de
Lodston y salió a la descendente luz del atardecer.

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El narrador de cuentos
Barbara y Scott Siegel

—¡Kenro Hilador, estás arrestado! —Anunció el oficial del ejército de los Dragones,
mientras acercaba la punta de la espada a mi garganta.
Tragué saliva para deshacer el nudo que tenía en el gaznate, esperando que la
afilada hoja no me cortara la nuez. Hice un esfuerzo denodado para que no me
temblara la voz al hablar.
—No he infringido ninguna ley. ¿De qué se me acusa?
—Se te advirtió que dejaras de relatar tus historias, Kenro. La Señora del Dragón
nunca da una segunda oportunidad —gruñó el oficial, un humano cuyo rostro era una
masa de cicatrices y quemaduras alrededor de unos mortecinos ojos grises.
Me encontraba de pie cerca de la chimenea del salón de la posada La Huella de la
Zarpa. Acababa de poner punto final a uno de mis relatos, que había narrado al
público reunido en la sala. Qué extraño era verlos a todos en un mismo lugar; los
kenders, con sus prendas de llamativos colores, destacaban como estrellas en un cielo
nocturno en contraste con las sombrías barbas grises de los quisquillosos enanos y los
atuendos de todos terrosos de los siempre diligentes gnomos.
El oficial del ejército de los dragones no parecía prestarles atención. Supongo que
no tenía nada que temer, ya que sus soldados habían entrado tras él en la posada y se
habían apostado en todas las salidas.
Por el rabillo del ojo vi al kender Quinby Cull adelantarse con actitud jactanciosa.
Su faz se había teñido de rojo y tenía inflados los carrillos. Aunque Quinby no estaba
armado y su talla era la mitad de pequeña que la del oficial, no había el menor asomo
de temor en su actitud. Ojalá pudiera decir lo mismo de mí.
—¡Hilador es nuestro amigos, y no tienes derecho a detenerlo! —Declaró Quinby.
—Hay sitio para ti también en la prisión de la Seña del Dragón, kender —
amenazó el oficial con gesto sombrío.
Quinby pareció reflexionar unos instantes antes de preguntar con expresión
totalmente inocente:
—¿Queda sitio en la prisión? Creía que ya la teníais hasta los topes.
El oficial apartó la punta de la espada de mi garganta y se dirigió hacia el kender
con actitud amenazadora. Le agarré por el brazo.
—Su comentario no ha sido malintencionado —me apresuré a decir—. Déjalo en
paz.
Quinby se había hecho amigo mío desde que llegué a Flotsam unas pocas
semanas atrás. Durante el largo y tortuoso viaje que comenzó en las afueras de Solace

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y finalizó en esta oscura e inhóspita ciudad, mi aspecto se fue deteriorando asta
parecer desaliñado, a la par que el desánimo se apoderaba de mi espíritu hundiéndolo
en un pozo de desesperanza. Había recorrido medio continente buscando en vano un
público para mis relatos. Y aquí, por fin, lo había encontrado. Pero lo más importante
era que había encontrado amistad…
—Por favor —supliqué, aferrándome al brazo del oficial, quien, al cabo de unos
segundos, bajó el arma lentamente—. No te preocupes, Quinby —dije al kender—.
Iré con estos soldados y todo se aclarará. Estoy seguro de que por la mañana me
habrán puesto en libertad —agregué con un tono de confianza que estaba muy lejos
de sentir.
Un enano llamado Vigre Arco se adelantó de manera inesperada y se situó junto a
Quinby.
—Esto no me gusta —dijo con atrevimiento—. Será mejor que te quedes con
nosotros, Hilador.
El oficial alzó las cejas en un gesto de alarma ante el inusitado hecho de que
enanos y kenders estuvieran de acuerdo en algo.
—La Señora del Dragón tenía razón —musitó.
—¿Razón en qué? —Pregunté.
—En que eres un hombre peligroso. Basta de charlas. Vamos, Kenro, o te cortaré
la cabeza de un tajo ahora mismo. Sería un modo rápido de acabar con tus cuentos,
¿no te parece? —Comentó con sorna.
No tenía otra alternativa que seguir al oficial. Apartaron de un empellón a Quinby
y a Vigre Arco, pero entre la multitud se alzó un creciente murmullo de protesta.
—¿A dónde lleváis a Hilador? —Preguntó a voces un kender.
—¡Queremos que nos cuente otra historia! —Gritó un enano sentado al otro
extremo de la sala—. ¡Soltadlo!
—¡Sí! ¡Soltad a Hilador! —Chilló un joven gnomo, sumándose al vocerío.
Muy pronto todos los presentes en la sala —salvo, naturalmente, los soldados—
empezaron a corear:
—¡Soltad a Hilador! ¡Soltad a Hilador!
Los kenders, enanos y gnomos que abarrotaban la taberna jamás se habían unido
para hacer nada —excepto para luchar entre sí— y ello había facilitado la labor de la
Señora del Dragón para imponer sus normas en la comunidad. Pero ahora los
soldados presenciaban una reacción que les abrió los ojos a una nueva y sorprendente
realidad: ¡las tres razas se habían unido para defenderse!
A fuer de ser sincero, he de admitir que a mí también me habían sorprendido.
La encolerizada multitud, que fácilmente sobrepasaba las doscientas personas,
empezó a avanzar hacia nosotros.
Los soldados aprestaban las ballestas. Esto era una locura.

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—Escucha —dije al oficial—, déjame contarles una historia. Así se calmarán los
ánimos.
El oficial miró a la encrespada muchedumbre y a sus inquietas tropas. Luego se
encogió de hombros.
—De acuerdo —aceptó de mala gana—. Pero que sea corta.
Alcé la mano para acallar las voces. De inmediato, todo el mundo se sumió en un
silencio expectante. Ello me tranquilizó. Y también al oficial.
—He de ir con estos hombres, pero antes os contaré un cuento sencillo para
finalizar esta velada notable.
Dirigí una mirada intencionada al oficial, que todavía no había envainado su
espada. Él me devolvió la mirada con fijeza. Respiré hondo y comencé mi relato.
—Ésta es una historia tan antigua como el mundo, pero tan corta como la
memoria del hombre. Es la historia de tres huérfanos que crecieron en una ciudad
semejante a Flotsam.
—Entonces es triste —suspiró Vigre Arco—. Me encanta que Hilador me haga
llorar.
Se alzó un gimoteo en el público cuando varios enanos empezaron a sollozar
anticipándose a mi relato.
—Sí, es una historia triste —dijo—, pero guarda una moraleja. Veréis —comencé
—, los huérfanos estaban hambrientos y se disputaban las migajas de comida que
caían en sus manos. No es que la ciudad fuera pobre, no. En ella abundaban la
riqueza, el poder y el esplendor. Pero no era el caso de nuestros tres desventurados
pequeños. Los adultos de la ciudad los miraban con desprecio, les escupían y los
insultaban.
El oficial estrechó los ojos y me miró con atención. Los nudillos de la mano con
que sostenía la espada se pusieron blancos. Reanudé con premura el relato.
—Un día, los tres huérfanos se encontraban a las afueras de la ciudad. Y allí fue
donde se toparon con un gran klarion rojo, uno de esos mágicos y fieros pájaros a los
que incluso los dragones más pequeños temen. Si los huérfanos lograban cazar al
klarion y así tener en sus manos la magia del animal, jamás se volverían a burlar de
ellos ni pasarían más hambre.
»El klarion tenía un ala rota y no podía volar. Sin embargo, sus garras eran
afiladas y su pico constituía una formidable arma.
»Por fin se les presentaba los huérfanos la oportunidad de dar un giro a sus vidas
y, para lograrlo, todo cuanto tenían que hacer era unir sus fuerzas para capturar al
pájaro mágico. —Alcé el brazo y señalé al público—. ¿Creéis que colaboraron para
apoderarse de la magia del klarion? ¡No! Tan hambrientos, tan desesperados estaban
estos infelices huérfanos, que ni siquiera pensaron en aunar sus fuerzas. En lugar de
ellos, lucharon entre sí por la posesión del pájaro. Y mientras ellos luchaban, los

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adultos de la ciudad se acercaron a hurtadillas, capturaron al klarion y se apoderaron
de su magia, ¡que utilizaron en su propio provecho!
—¡Oh! ¿Cómo pudieron esos huérfanos ser tan necios? —Gritó Quinby.
—¡Qué pena! —Abundó Vigre—. Tendrían que haber actuado con más sensatez.
—Al ver a Barsh, el cabecilla de los gnomos, enjugándose las lágrimas, el enano le
dio unas palmaditas afectuosas en el hombro.
Sus congéneres respetaban a Barsh no porque fuera el más fuerte de todos, sino
por ser el más grande e inspirado de los inventores. Vigre, por otro lado, tenía
catalogado al gnomo como el despistado creador de máquinas tan inútiles como
inverosímiles. Sin embargo, en este momento, Vigre y Brarsh eran del mismo parecer.
El gnomo se volvió hacia su nuevo amigo, el enano.
—Debieron diseñar un plan de actuación conjunta —comentó entre sollozo y
sollozo—. ¡Así habrían despojado de ese poder y riquezas a esos crueles adultos de la
ciudad!
—Eres un tipo listo, Kenro —siseó a mi oído el oficial—, pero a mí no me
engañas. Sé que te proponer. O acabas ahora mismo esta historia, o acabo yo con tu
vida.
Un narrador de cuentos no vale nada si sus historias no tienen un final verosímil y
sugestivo. Y ésta sólo podía acabar de una manera.
—Amigos míos —dije en voz queda, haciéndolos inclinarse hacia adelante y
aguzar el oído para escuchar mis palabras—. Los tres huérfanos se encuentran en
esta sala.
El oficial empezó a alzar la espada. Sin embargo, el kender comenzó a preguntar
a voces:
—¿Dónde están? ¡No los veo! ¿Se han escondido bajo las mesas?
—¡Botarate! ¡Tienes menso seso que un mosquito! —Bramaron los enanos,
dirigiendo al kender una mirada de desprecio. Ellos se habían dado cuenta de lo que
significaban mis palabras.
En cuanto a los gnomos, estaban muy agitados, pero todos hablaban al mismo
tiempo y tan deprisa que nadie entendía una palabra de lo que decían. El oficial se
echó a reír observando displicente a las tres razas.
—Los muy necios —dijo. Luego me empujó con la punta de la espada—. Camina
hacia la puerta, Kenro —ordenó.

Yo era de un pequeño pueblo de los bosques y jamás habían experimentado la


intoxicante sensación de oír a una multitud aclamando mi nombre. Todo lo contrario
que Jekson Quijada. Ése sí que era un hombre que sabía cómo hilar la trama de una
historia. La gente daba una caminata de dos días para llegar a nuestro pueblo con tal
de escuchar sus relatos. El viaje de regreso, no obstante, parecía hacérseles más corto

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porque sus mentes estaban rebosantes de maravillosos cuentos.
Cuando era niño, seguía a Jekson dondequiera que fuera. Aprendí sus relatos, sus
pequeños trucos vocales, el modo en que movía su cuerpo cuando el cuento llegaba a
su punto culminante. Me tomó bajo su protección y me enseñó muchas más cosas.
Jekson Quijada fue, más que un maestro, un padre para mí, un padre que me narraba
cuentos desde la mañana hasta que caía la noche. Jamás llegué a ser tan buen
narrador como él, y nadie quería escucharme si podían tener a Jekson Quijada para
relatarles sus historias. A despecho de cuanto había aprendido, nadie tenía interés en
mí, nadie requería mi presencia, nadie me necesitaba.
Era evidente que había llegado el momento de independizarme y echarme solo a
los caminos, pero me asustaba hacer. ¿Y si nadie quería escucharme?
Una noche, ya muy tarde, Jekson y yo paseábamos junto al río Parche y —¿cómo
no?— me contó un corto relato. En él me convertía en un héroe, un mito, un narrador
de cuentos cuyo nombre perduraba a lo largo de los siglos. Mientras lo escuchaba, me
veía a mí mismo erguido en lo alto de una colina, con el sol brillando sobre mí, y a
cientos —no, miles— de personas agrupadas en la ladera, pendientes de mis palabras.
A despecho de mis temores, me marché de casa y puse rumbo a lo desconocido,
envuelto en la esponjosa nube de las palabras de Jekson Quijada. Tan era el poder
persuasivo que tenía su narración.
Viajé a lo largo y a lo ancho de Krynn relatando mis propios cuentos en pueblos y
ciudades sin lograr que se derramara una lágrima o brotara una risa. Me consideré un
completo fracasado. Pero entonces llegué a Flotsam. No había ningún narrador de
cuentos entre los kender, enanos y gnomos. Cuando escucharon mis historias fue
como si contemplase por primera vez a un dragón alzando el vuelo. Sus ojos se
abrieron como paltos y me escucharon boquiabiertos, fascinados.
Un día, poco después de haber llegado a Flotsam, narré un cuento en el taller de
un curtidor a un grupo reducido de kenders a cambio de la comida. El curtidor lloraba
a lágrima viva cuando finalicé el relato. Uno de sus amigos me llevó a su casa para
darme de cenar. Mientras comía, me explicó que la hija del curtidor había muerto en
la última luna nueva. El padre no había llorado en el funeral, aunque amaba
profundamente a su hija.
—¿Cómo es posible que el curtidor haya llorado por los personajes de tu cuento
si no lo hizo por su hija? —Me preguntó.
Me habría gustado decirle que era un narrador tan maravilloso que podía hacer
llorar a las piedras. Pero no lo hice. Ignoraba la respuesta… hasta ahora. Recuerdo
que Jekson me dijo en una ocasión que las historias son las ventanas de la vida. Dejan
que las gentes atisben en su interior para que descubran que hay otras personas que
sufren, que no están solos en su dolor. Saberlo les da esperanza cuando en su vida
sólo hay desolación, los hace reír cuando ven reflejada su propia estupidez, y los hace

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llorar cuando no hay más respuesta que las lágrimas. Sin estas ventanas, decía
Jekson, las emociones más profundas pasarían en ocasiones inadvertidas, sin salir a la
superficie, y sin haberlas compartido jamás.
Oh, cómo me gustaría que Jekson Quijada hubiera estado aquí para que viera a la
multitud apiñada en la posada La Huella de la Zarpa coreando mi nombre. Se habría
sentido orgulloso de mí. Había abierto un montón de ventanas.
Me llevaron ante la Señora del Dragón. Tenía unas piernas largas y esbeltas que la
armadura cubría sólo en parte. Y el escote del peto dejaba entrever el tentador inicio
de los senos. Pero era su rostro, de pómulos altos y ardientes ojos negro, lo que me
tenía clavado en el sitio, como si hubiera echado raíces. Era esa clase de mujer en
quien los narradores de cuentos encuentran inspiración para inventar historias de
amor. Quizás ahí radique la diferencia entre los cuentos y la realidad.
Mientras esperaba postrado de rodillas ante ella, la Señora del Dragón susurró
algo a uno de sus generales. Todo cuanto alcancé a oír fue el nombre de Tanis y una
orden de tener dispuestos los dragones para atacar un barco que acababa de salir del
puerto. Era evidente que no planeaba perder mucho tiempo con mi caso.
—¿Qué alegas en tu defensa? —Demandó, volviendo por fin su atención hacia
mí.
—¿Qué alego? —Repetí—. ¿Qué voy a alegar si ni siquiera sé de qué se me
acusa?
Sus labios carnosos se curvaron en una sonrisa carente de humor que dejó al
descubierto los dientes blancos y perfectos.
—El cargo es traición —dijo con un tono sorprendentemente amable. Todavía
sonriente, añadió—: Necesitamos que los kenders, los enanos y los gnomos trabajen
día y noche si queremos conquistar Krynn. Pero ahora abandonan sus tareas para ir a
escuchar tu cháchara insensata. Tus tontas historias los han convertido en unos
infelices soñadores que se quedan mirando a las musarañas y gandulean en lugar de
trabajar.
—Por favor —supliqué, respondiendo a su sonrisa con la mía—. Tienes que
entender que la narración de cuentos no es un crimen. La imaginación es parte del
alma. Sin ella, las personas serían poco más que animales.
Aquello hizo reír a la Señora del Dragón.
—Animales. Exacto. Eso es lo que son esas razas. Y así seguirán. Animales de
trabajo, bestias de carga. Bien, ¿te declaras culpable o inocente?
No sabía qué decir. Era cierto que odiaba la brutalidad y tiranía de los dragones,
pero no consideraba que mis narraciones pudieran calificarse de traición.
—Inocente —respondí.
—En interés de la justicia —anunció la Señora del dragón mientras se
incorporaba—, he dado siempre a las personas que comparecen ante esta corte la

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oportunidad de defenderse. —La peculiar sonrisa curvó de nuevo sus labios—. Pero
soy el juez que dictamina lo que es cierto o falso. Y tú, Kenro Hilador, eres culpable
del cargo que se te imputa.
Quise incorporarme para protestar, pero dos soldados pusieron las manos sobre
mis hombros y me obligaron a permanecer de rodillas.
—Sentencio a Kenro Hilador a morir colgado en la horca —proclamó—. La
ejecución tendrá lugar mañana al amanecer. Aseguraos de que su muerte se haga
pública por toda la ciudad. Nuestros «ciudadanos» —se chanceó— deben aprender la
lección y saber el destino que aguarda a quienes se dejan llevar por los sueños.

Me arrojaron en un calabozo hasta que llegara la hora de mi ejecución. Estaba


ocupado por otro prisionero, un joven semielfo llamado Davin. Era muy callado y no
dijo una palabra. Yo hablé por los dos. Le conté mi historia.
Mientras le explicaba quién era, lo que era y lo que iba a ser de mí, estaba
teniendo lugar un hecho milagroso más allá de los muros de la prisión.
Quinby Cull, el intrépido kender, cruzó con osadía al sector de la ciudad ocupado
por los enanos y buscó a Vigre Arco.
—¿Te has enterado de la sentencia de Hilador? —Preguntó al enano. Antes de
que Vigre tuviera tiempo de responder, Quinby agregó con decisión—: Tenemos que
ayudar a nuestro amigo. Si muere, se acabaron los cuentos.
Vigre hincó el talón de la bota en el suelo de tierra prensada hasta que al cabo dio
su opinión.
—Sabes lo que pienso de los humanos. Valen menos que el pellejo que les cubre
el cuerpo. No se puede confiar en ellos. Pero Hilador es diferente —añadió, mirando
a los ojos a Quinby—. No es como los otros humanos. Y, desde luego, no es como
esos soldados del ejército de los Dragones. Lo aprecio tanto como tú. Quizá más.
El kender alzó la barbilla en actitud desdeñosa.
—Eso es ridículo —protestó—. Aprecio a Hilador más que tú, y yo le caigo
mejor que cualquier otro.
—No es cierto —objetó el enano.
—Lo es —replicó el kender.
—Te digo que no —insistió el enano.
—Y yo te digo que sí —porfió el kender.
El debate podría haberse prolongado toda la noche si Barsh, el gnomo, no hubiese
aparecido en aquel momento corriendo como alma que lleva el diablo.
—¡A Hilador lo van a colgar al amanecer! —Gritó el gnomo.
Quinby y Vigre interrumpieron la discusión y asintieron con gesto adusto.
—Lo sabemos —dijo el enano.
—Es terrible —exclamó Barsh—. Si lo ejecutan se habrán terminado las bellas

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historias en que unas damas hermosas devuelven la vida a los muertos con un beso, y
no habrá más persecuciones a través de muros de fuego, ni grandes héroes que luchan
y mueren por la libertad. ¡La vida será muy aburrida si matan a Hilador!
Vigre Arco contempló a aquellos dos seres, el kender y el gnomo, razas ambas
que nunca les habían gustado mucho ni a él ni a los suyos. Pero en este momento
sintió que en su corazón nacía un sentimiento de hermandad hacia ellos. El vínculo
que tenían en común era su afecto por Kenro Hilador. Y quizá fuera lo bastante fuerte
para unirlos como debieron haber hecho aquellos tres huérfanos del cuento de
Hilador. Vigre sonrió para sí. Le parecía una curiosa coincidencia que la historia del
narrador fuera tan similar al dilema que se les presentaba. No obstante, se encogió de
hombros y alejó aquella idea de su cabeza. Había cosas más importantes en las que
pensar.
—¿Y si intentamos rescatarlo? —Sugirió el enano.
—¿Qué? —Preguntó Barsh, sin acabar de dar crédito a sus oídos.
—Ha dicho «¿Y si intentamos rescatarlo?». —Repitió el kender con actitud
colaboradora.
—Oí lo que dijo —replicó el gnomo.
—¿Entonces por qué preguntas «¿qué?»? —Instó Quinby.
Vigre Arco suspiró hondo. A veces resultaba difícil no perder la paciencia con un
kender.
—¿Qué importa eso ahora? —Chilló irritado el gnomo. Sólo tenemos hasta el
amanecer antes de que cuelguen a Hilador. Entre este momento y entonces, hemos de
hallar el modo de irrumpir en la prisión, liberarlo y ponerlo a salvo antes de que la
Señora del Dragón y sus tropas puedan hacer algo para impedirlo. Una vez que esté
libre, lo esconderemos en un lugar seguro y lo protegeremos para que así pueda
seguir narrándonos sus cuentos.
—A la Señora del Dragón no le va a gustar —apuntó Vigre.
—¿Desde cuándo te importa la opinión de la Señora del Dragón? —Preguntó
Quinby. El enano no pudo por menos que sonreír.
—Para ser sincero, no me ha importado nunca —respondió.
—Ni a mí tampoco —proclamó el kender.
—Lo mismo digo —añadió Barsh—. Ella no es amiga mía, Hilado, sí. ¡Y yo voto
porque lo salvemos esta noche!
Los tres estuvieron de acuerdo en que había que rescatar al narrador. Se
estrecharon las manos y se pusieron de inmediato a discurrir un plan.

La tarea de crear rápidamente un artilugio que los ayudara a escalar los muros de
la prisión recayó en Barsh y sus gnomos. Quinby se encargó de concentrar a todos los
kenders de la ciudad para que cruzaran al asalto las puertas de la prisión una vez que

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estuvieran abiertas y mantenerlas así mientras los enanos se abrían paso hasta los
calabozos y regresaban con Hilador sano y salvo.
Se corrió la voz por toda la ciudad sobre el inminente asalto a las mazmorras.
Hasta el último kender, enano y gnomo se enteró de los planes, y todos se prepararon
para la batalla que se avecinaba.
La Señora del Dragón y sus tropas consideraban a las gentes de estas tres razas de
talla pequeña unas criaturas ridículas y simples, y por tanto no sospecharon nada.
Pero enfrentarse a la muerte no era algo ridículo ni simple. Todos los que se
prepararon para la inminente batalla sabían que quizá no verían el amanecer.
Mas la vida de Kenro Hilador merecía correr ese riesgo. Con todo, era más que la
vida del narrador por lo que luchaban. Era la chispa de sus espíritus, la luz de sus
mentes, la riqueza de su imaginación lo que los impulsaba aquella noche memorable.
En algún rincón del ser de cada uno, había un relato épico ansiando ser narrado y
ellos lo sentían, lo sabían, lo creían, y estaban dispuestos a morir por ello.
Conforme transcurría la noche, cientos de gnomos recorrieron en medio de la
oscuridad las tortuosas calles de Flotsam acarreando pesadas ensambladuras, largos
palos y cientos de ramas de árboles a las que no se les habían arrancado las hojas.
Éstos eran los elementos básicos de su ingenio escalador de muros, que pasaron ante
las patrullas del ejército de los dragones; los soldados se limitaron a encogerse de
hombros ante otra extravagancia más de los gnomos.
El invento concebido a toda prisa por Barsh se ensambló con rapidez en un
enorme granero vacío, situado tras los muros de la prisión. Cerca de mil gnomos se
habían reunido allí para dar los toques finales al ingenio escalador y estaban ansiosos
por ponerlo a prueba.
El artilugio, una escala inmensa y rectangular, era tan ancho como largo era el
muro sur de la prisión, por la que doscientos cincuenta gnomos podían trepar por él al
mismo tiempo. Las ramas de árbol adosadas a la parte superior de la escala tenían el
propósito de camuflarla mientras se aproximaban a la fortaleza del enemigo.
Justo antes del amanecer, los kenders empezaron a llegar a la posada La Huella de
la Zarpa. Al principio se fueron amontonando en la sala hasta llenarla. Después se
desbordaron al jardín de la parte trasera. Por fortuna, el jardín estaba rodeado de
árboles y matorrales que ocultaron la presencia del pequeño ejército a los ojos de los
guardias que patrullaban las calles.
Quinby Cull había dado instrucciones muy estrictas a sus congéneres para que
guardaran completo silencio. Sabían que actuar de otro modo podría significar la
muerte, así como el fracaso de la misión. Y el fracaso significaba el fin de Kenro
Hilador. No obstante, Quinby escuchó algunas exclamaciones quedas de sorpresa,
seguidas de risitas entre dientes, cuando sus compañeros kenders se azuzaban sin
parar con las jupaks, espadas y lanzas, a fin de comprobar si las armas estaban en

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buenas condiciones.
No muy lejos de la posada La Huella de la Zarpa, en una hondonada profunda de
la ladera próxima a la prisión, Vigre Arco se quejaba malhumorado del viento frío, si
bien no era el único motivo de protesta.
—¿Cómo hemos venido a parar aquí? —Rezongó furioso—. Barsh y sus gnomos
están a resguardo dentro del granero, y Quinby y sus kenders están bebiendo y
pasándolo estupendamente en La Huella de la Zarpa. ¡No es justo! Quizá deberíamos
largarnos a casa a dormir y olvidarnos de toda esta insensatez —murmuró.
Pero Vigre no dio la orden de retirada. Esta noche se sentía muy orgulloso de su
gente. Como también de ´si mismo. Si el plan de liberar a Kenro Hilador fracasaba,
Vigre juró que no sería porque los enanos no cumplieran con su parte.
Daba la impresión de que las estrellas se movían por la bóveda celeste con más
rapidez de la habitual. El momento de actuar estaba próximo.
Eran los gnomos los que dirigirían el ataque. Sin embargo, como la idea original
había sido de Quinby Cull, al kender se le había concedido el honor de dar la señal
para iniciar la batalla.

Quinby miró por la ventana de La Huella de la Zarpa. Había estado tormentos a lo


largo de toda la noche, pero el cielo empezaba a despejarse. Era ahora o nunca. Echó
una ojeada a sus compañeros kenders y sonrió con satisfacción. Si fuera un pintor,
habría inmortalizado la escena del interior de la posada para no olvidarla jamás.
Quizás Hilador, cuando recobrara la libertad, hiciera de esta gloriosa aventura un
cuento. Quinby pensó que tal vez Hilador lo convirtiera en el héroe del relato, pero
enseguida se rio de sí mismo. ¿Cómo iba a ser el héroe un kender?, se dijo con sorna
mientras sacudía la cabeza. Esas cosas jamás ocurren. No obstante, en su
imaginación, azuzada por las historias narradas por Hilador, Quinby Cull conservaba
la esperanza de que su sueño se hiciera realidad.
Con tales ideas rondándole la cabeza, el kender abrió la puerta de la posada.
Cogió el cuerno que llevaba colgado al cinturón y se lo llevó a los labios.
El agudo y penetrante sonido del cuerno de Quinby levantó ecos en la ciudad
dormida. Vigre lo oyó. Barsh lo oyó. Y también lo oyeron los guardias del ejército de
los dragones que se encontraban en lo alto de las murallas de la prisión.
Los soldados de la Señora del Dragón se despertaron frotándose los ojos mientras
se preguntaban qué significaría aquel sonido.
No tardaron en descubrirlo.
De repente, escucharon gritos y chillidos procedentes de la oscuridad del exterior.
Luego, a la luz de las antorchas de los parapetos, uno de los guardias divisó un
bosque que se movía primero en una dirección, después en otra, y más tarde en otra
distinta.

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—Esto es obra de la brujería —aulló el guardia, con los ojos fijos en el bosque
giratorio.
De pronto, un gnomo asomó la cabeza entre las ramas delanteras del bosque.
—¡Es por aquí, idiotas! —Gritó.
—¡No vemos nada! —Respondió un coro de voces.
Todo un escuadrón de gnomos se adelantó y empezó a cortar las ramas del
ingenio escalador a plena vista del desconcertado guardia. A pesar de todo, ni aún
entonces, el soldado del ejército de los dragones alcanzó a comprender qué se
proponían los gnomos. Sólo lo comprendió cuando, retiradas ya todas las ramas, los
hombrecillos cargaron con la inmensa escala y la recostaron contra el muro de la
prisión. Sin embargo, una vez apoyada, la parte superior quedaba muy por debajo de
las almenas.
—¡Está al revés! —Exclamó Barsh exasperado—. ¡Dadle la vuelta!
Para entonces, por supuesto, el guardia ya había dado la alarma. Cuando la escala
estuvo por fin situada de un modo correcto, los soldados de la Señora del Dragón
corrían ya hacia la parte posterior de la prisión. Pero el ingenio escalador tenía tanto
peso al estar cargado que gnomos que trepaban por él, que el enemigo no pudo
empujar la escala lejos de la muralla. Muy pronto, los gnomos saltaban al parapeto.
El primero en pisar las almenas de la prisión fue el propio Barsh. Un corpulento
soldado arremetió con su espada a la cabeza del gnomo, pero éste esquivó el arma y
se arrojó a sus pies. En el momento en que el guardia se preparaba para hundir la
espada en la espalda de Barsh, el gnomo le propinó un tirón de las piernas a la vez
que otro gnomo le golpeaba en el estómago con un palo. El soldado perdió el
equilibrio, cayó de las almenas y aterrizó en el patio de la prisión con un sordo
golpetazo.
Barsh no entendía cómo seguía todavía con vida.
Y no él el único; sus compañeros trepaban a lo alto del parapeto, desbordando al
reducido número de soldados que se encontraba de vigilancia.
—¡A las puertas! —Gritó Barsh, dirigiendo a su gente a lo largo de las almenas
hacia la parte delantera de la prisión.
Mientras salvaban el trecho que los separaba de las puertas, los guardias de la
prisión salían de los barracones para hacer frente a los intrusos. Si los gnomos no
lograban abrir enseguida las puertas, los soldados acabarían con todos ellos. La única
oportunidad de resistir a los fieros soldados estribaba en las fuerzas de refuerzo de los
kenders.
Éstos, con Quinby Cull a la cabeza, ya habían iniciado la carga. La posada La
Huella de la Zarpa se encontraba a poca distancia de la prisión, y los kenders corrían
hacia las puertas como un furioso vendaval.
Quinby divisaba la refriega que tenía lugar sobre los parapetos. Los gnomos

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luchaban con ardor para alcanzar el mecanismo de poleas que accionaba el rastrillo.
Quinby sabía que, si fracasaban, él y sus kenders corrían hacia una muerte segura.
Vio morir a varios gnomos. Un soldado atravesó a uno de ellos con su espada. A
otro lo arrojaron por la muralla. Y a otro más le abrieron la cabeza con un hacha. Pero
los demás seguían luchando con valentía, abriéndose paso entre los guardias. Hasta
que por fin…
—¡Se está abriendo! —Gritó Quinby, cuando ya él y sus tropas estaban a punto
de perder la esperanza. Sin frenar la carrera, se metieron bajo el rastrillo a medio
alzar y se dieron de bruces con una falange de soldados.
—¿Es que vamos a tener que luchar contra kenders? —Inquirió uno de los
guardias con un tono de desprecio.
Quinby oyó sus palabras y, arrebatado por la furia, replicó a voces:
—¡No sólo tendréis que luchar contra kender, sino que moriréis a sus manos!
El soldado arremetió con su espada al cuello de Quinby pero éste frenó el golpe,
contraatacó y atravesó limpiamente el corazón de su enemigo.
Cientos de kenders y gnomos fueron testigos de las arrojadas frases de Quinby y
su aún más intrépida actuación con la espada. Un gran vítor resonó cuando cayó el
soldado del ejército de los Dragones, pues, en ese momento, Quinby Cull había hecho
mucho más que matar a un enemigo. Había devuelto la dignidad a su raza. ¡Y había
demostrado que un kender puede ser un héroe!
A escasos metros del punto donde había tenido lugar la dramática lucha de
Quinby, sus compañeros hacían retroceder a las fuerzas mejor armadas y mejor
entrenadas del ejército de los Dragones, luchando por hacerse con el control del patio
de la prisión.
Sin embargo, los soldados formaron enseguida una segunda línea de batalla. Sus
arqueros dispararon una andanada tras otra sobre las filas de los kenders. A causa de
su naturaleza intrépida, los kenders no se amilanaron con las flechas; aún con los
ensangrentados astiles hincados en sus estómagos, hombros o piernas —muchos de
ellos morían de pie—, las tropas kenders realizaron una carga temeraria contra las
líneas del ejército de los Dragones. Arremetieron con sus toscas espadas y cuchillos
hasta que por último su enemigo fue derrotado.
Fue entonces cuando un número sorprendentemente reducido de enanos, dirigidos
por Vigre Arco, penetró a través del portón abierto.
—¿Dónde está el resto de tu gente? —Inquirió Barsh.
—Prometiste que reunirías un ejército de enanos —agregó Quinby—. Apenas
sois un centenar. ¿Qué ha ocurrido?
Vigre respiró hondo antes de darles la mala noticia.
—Vienen hacia aquí más soldados —informó—. Los vimos desde lo alto de la
barranca. Deben de ser al menos dos mil los que marchan a través de la ciudad.

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Habríamos quedado atrapados todos si llegaban antes de que hubiésemos liberado a
Hilado. Por tanto ordené a la mayoría de los míos que les salieran al paso en las calles
y les presentaran batalla. Era la única manera de ganar tiempo.
Barsh y Quinby palidecieron. Un grupo de enanos carentes de entrenamiento y
mal equipados no tenían la menos oportunidad frente a dos mil hombres de las tropas
del ejército de los Dragones. Los congéneres de Vigre iban a ser masacrados. Debían
de saber el destino que los esperaba y, aún así, estaban dispuestos a sacrificar sus
vidas por salvar los cuentos que ellos jamás escucharían. En verdad, pensó Quinby,
ésta era la clase de sucesos que se convierten en leyenda. Puso su mano en el hombro
de Vigre.
—Si fuera un enano, me sentiría muy orgulloso en este día —dijo—. Claro que
no soy un enano —agregó pensativo.
Vigre contempló al kender sin saber muy bien qué había querido decir.
—Ocurra lo que ocurra —prosiguió Quinby sin advertir la mirada interrogante de
Vigre—, tu gente entrará a formar parte de los cuentos de Hilador. No de todos ellos
—se apresuró a agregar—. Sólo de uno.
Vigre renunció a comprender el propósito de las palabras del kender y se limitó a
contestar.
Hilador puede crear un bello, aunque trágico, relato de la batalla en la ciudad. Así
pues, asegurémonos de que viva para contarlo. Dirigiré a lo que queda de mis tropas
y nos abriremos camino en las mazmorras hasta que encontremos al narrador.
—Sois muy pocos —declaró Quinby—. Necesitaréis ayuda. Cogeré a unos
cuantos kenders y os acompañaremos.
—Yo también voy —se ofreció Barsh—. Llevaré una pequeña tropa de gnomos.
Vigre no pudo rehusar. Sabía que tenían razón. No tenían la menos idea de
cuántos soldados de la señora del Dragón los estarían aguardando en el laberinto de
las celdas.
—Adelante pues —dijo—. Hilador debe de estarse preguntando qué es todo este
jaleo.

En efecto, me preguntaba qué sería aquel estruendo. La noche casi había pasado y
aguardaba el amanecer, resignado con mi suerte. Mi compañero de celda, Davin, me
había estado escuchando toda la noche, sin pronunciar palabra.
Entonces oí gritos por los subterráneos de las sucias mazmorras donde me habían
dejado para que languideciera hasta que llegara la hora de mi muerte.
—¿Qué ocurre? —Pregunté a un guardia que pasaba corriendo ante la celda. No
me hizo caso—. ¿Qué crees tú que pasa? —Pregunté a Davin. El semielfo sacudió la
cabeza.
El ruido se intensificó. Parecía una refriega. Sonaba el choque de acero contra

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acero. Sonaban aullidos de dolor, el golpeteo de botas contra el piso de piedra y el
grito de… ¡mi nombre!
—¡Aquí! —Llamé—. ¡Estoy aquí! ¡Por este lado!
No acababa de creer lo que escuchaba. Pero sí, era la voz de Quinby Cull que me
llamaba. Entonces oí a Vigre Arco. La cabeza me daba vueltas, también escuché al
sagaz gnomo, Barsh, suyos gritos anunciaban su presencia.
—¡Es imposible! —Exclamé. Me volví hacia Davin—. ¿Lo oyes tú también, o
acaso me he vuelto loco? ¿Es verdad que mis amigos han venido a salvarme?
Mi compañero de celda iba a responder, pero, en lugar de eso, gritó:
—¡Cuidado!
Su advertencia llegó demasiado tarde. Un guardia de la prisión había aparecido de
improviso y me agarró a través de las barras.
—Te mataré antes de que te liberen —juró, al tiempo que desenvainaba la daga y
la dirigía contra mi pecho.
Davin actuó con rapidez. Saltó hacia los barrotes y aferró la muñeca del guardia
justo antes de que la daga me alcanzara. Torció el brazo del soldado contra los
barrotes hasta que se escuchó un espeluznante chasquido. El guardia gritó y la daga
cayó al suelo. Aterrado, se dio a la fuga al ver que Quinby, Vigre y Barsh, seguidos
por su gente, corrían hacia mi celda.
—¡Las llaves! —Se jactó Barsh mientras las agitaba en el aire.
—Se las quitamos a un oficial en el rellano —explicó Vigre—. Pronto serás libre.
—Nos alegramos de verte —dijo Quinby, con los ojos húmedos por las lágrimas
de felicidad.
—¿Qué os alegráis de verme? —Balbucí sin acabar de creer lo que estaba
pasando—. ¡Yo soy quien se alegra de veros!
La puerta de la celda se abrió.
—Acompáñanos —dijo Quinby—. Vinimos a rescatare. ¡Ahora tú y tus cuentos
viviréis por siempre!

Con un dramático crescendo en su voz y un ostentoso ademán, Kenro Hilador


concluyó el largo relato sobre él mismo. La coordinación de tono, gesto y narración
fue impecable. No bien acabó la historia cuando un guardia de la prisión abrió la
puerta de la celda.
—Ha amanecido —anunció el emisario de la Señora del Dragón.
Hilador respiró hondo y se puso de pie.
—A veces —dijo con voz queda—, me creo mis propios cuentos. Una parte de mí
pensaba que mis amigos vendrían a salvarme. ¿Te parezco un estúpido, Davin?
No pude responder. Estaba llorando.
Hilador no había dormido en toda la noche. Se había sentado recostado contra el

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muro tejiendo la trama de su cuento final durante las últimas horas de su vida. Y yo
había sido su único público.
Ahorcaron a Kenro Hilador con las primeras luces del alba.
Hilador murió hace muchos años, pero su recuerdo perdura, pues aquella noche
abrió una ventana en mi alma. Y aunque su voz fue acallada, su don, de algún modo,
me fue transmitido. He narrado muchas historias a lo largo de estos años mientras
viajaba de un extremo a otro de Krynn. Pero nunca he dejado de relatar éste, el mejor,
el último cuento de Hilador, repitiendo con minuciosa precisión las mismas palabras
que él empleó aquella noche en la celda.
Oh, sé muy bien lo que sucedió en realidad. Quinby, Vigre y Barsh intentaron
salvarlo. Pero, una vez desarrollado el plan, Quinby lo olvidó; era un kender y como
tal se comportó, con la irresponsable inconstancia de su naturaleza. Vigre, siempre
receloso de los humanos, se replanteó toda la operación y cambió de idea. Barsh y sus
gnomos se ocuparon de crear un artefacto para escalar muros. El problema fue que lo
hicieron tan grande que no pudieron sacarlo del edificio donde lo habían construido.
Y, hasta el día de hoy, sigue allí dentro.
Diréis que la realidad no hace un buen cuento. Pero no es ésa la cuestión. Existe
una verdad que supera los hechos. Y esa verdad se revela a sí misma cada vez que
narro la historia de Hilador. Porque con el paso de los años, los kenders, enanos y
gnomos de Flotsam, llegaron a creer que habían salvado a Kenro. Se convencieron a
sí mismos de que una noche ventosa se habían unido para hacer historia, para
alcanzar la grandeza, para convertirse en héroes. Y, si ya lo hicieron en una ocasión,
¿quién dice que no sean capaces de repetir su hazaña algún día?

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El perro rojo
Danny Peary
Poema de Suzanne Rafer

La noticia de que Tasslehoff Burrfoot se encontraba en Spritzbriar se propagó como


el fuego en una pradera.
—Sólo estoy de paso por la ciudad —les dijo a los lugareños que corrían hacia
sus casas para guardar bajo llave sus objetos de valor—. Pero si alguno quiere
escuchar mis cuentos, cambiaré de planes y me quedaré un tiempo.
Por supuesto, todos sabían que mientras hubiese alguien dispuesto a escuchar las
increíbles narraciones del kender, Tas no se movería de Spritzbriar. Sabían que,
mientras ellos estuvieran guardando a buen recaudo las posesiones que temían fueran
a parar a los saquillos del kender, sus niños escaparían a hurtadillas de las casas por
puertas y ventanas a fin de ver al ilustre visitante.
Niños y niñas cruzaron a todo correr la pradera hacia el lago Prine, en la linde del
bosque, a la vez que echaban ojeadas inquietas a sus espaldas, confiando en que su
ausencia no se descubriera hasta después de que Tas hubiese hilado la trama de varias
historias. La mayoría había prometido a sus padres que jamás volvería a escuchar sus
relatos, después de que, hasta el más arrojado de todos ellos, sufriera pesadillas tras la
última visita del kender Pero se habían cansado de oír los alegres cuentos relatados
por sus madres y abuelas. Puesto que los kenders no le temen a nada. Tas no dudaba
en relatar a los pequeños batallas sangrientas que habían asolado comarcas enteras de
Krynn, en las que tomaban parte dragones malvados, goblins y hechiceros túnicas
Negras. Los niños daban por buena el no cenar una noche con tal de escuchar
aquellas aventuras.
Los pequeños que se reunieron en el lago Prine tomaron asiento en el suelo
formando un círculo alrededor de Tas, con los mayores en primera fila. El kender se
acomodó bajo un inmenso vallenwood, sobre una banqueta, para que todos pudieran
verlo. Acarició su jupak y su rostro se iluminó con una ancha sonrisa, encantado de
contar con un público tan numeroso. Ojalá Flint pudiera verlo ahora.
Mientras los pequeños espectadores aguardaban con impaciencia, Tas sacó una
flauta primorosamente tallada de un saquillo de cuerda amarilla trenzada, que llevaba
colgado al cuello. Se la llevaba a los labios cuando un chiquillo llamado Jespato le
agarró la mano.
—¡Vaya! ¡Se parece mucho a la flauta de mi padre! —Exclamó el pequeño con
tono receloso.
—¿La flauta de tu padre? —Preguntó el kender con expresión inocente.

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—¡La echó en falta tras tu última visita a Spritzbriar!
El semblante infantil del kender enrojeció. Examinó con atención el instrumento.
—¡Por mi gran tío Saltatrampas! ¡Es la flauta de tu padre! ¡Tienes buen ojo,
chico! Ahora lo recuerdo; la cogí para guardarla a buen recaudo. Asomaba por su
bolsa y corría el peligro de que se la robara cualquier ladrón.
—También le desapareció la bolsa —dijo el niño—. Era amarilla, ¡igual que la
llevas colgada al cuello!
Tas sonrió con cortedad.
—Esta bolsa, desde luego, es más vieja y está más desgastada que la que tenía tu
padre —dijo, omitiendo que había pasado algún tiempo desde que estuvo en
Spritzbriar por última vez—. Pero te ruego que le entregues la mía para reemplazar la
que perdió.
El kender se sacó la cinta del saquillo por la cabeza y se lo tendió al niño junto
con la flauta. Esbozó otra sonrisa forzada.
Jespato dirigió al kender runa mirada de profundo respeto.
—Mi padre cambiará sin duda la opinión que tiene de ti cuando le dé tu regalo.
Dice que eres de los que quitarían los caramelos a un niño. ¡Imagínate!
El sonrojo del kender se acentuó.
—Sólo los cogí prestados —dijo turbado, al tiempo que metía la mano en un
saquillo rojo y sacaba una docena de caramelos multicolores. Los niños que estaban a
su alrededor rebuscaron en sus bolsillos y descubrieron muy sorprendidos que los
tenían vacíos. Tas les devolvió las golosinas con actitud entristecida—. No quería que
perdierais el apetito con chucherías.
Le habrían encantado tocar aquella preciosa flauta, pero recobró su alegre talante
cuando los niños le ofrecieron compartir sus caramelos y al ver aquel círculo de
rostros expectantes que aguardaban sus cuentos con ansiedad.
—¿Vas a narrar otra trola? —Preguntó un pequeño de cabello rizoso que se
sentaba a sus pies.
—¡Yo… yo nunca cuento trolas! —Protestó el kender, algo indignado.
Todos los pequeños sonrieron. No eran tontos. Una niña pecosa se puso de pie.
—¿De qué trata el primer cuento, señor? —Preguntó con cortesía.
Los grandes ojos castaños del kender brillaron con un destello malicioso y
travieso.
—¡Venganza! —Bramó con tanto brío que la pequeña, asustada, dio un brinco y
cayó de espaldas.
Todos los demás se echaron hacia adelante, expectantes.

—¡Venganza! ¡Quiero venganza! —Las amenazadoras palabras de Gorath


retumbaron en la pequeña choza, mientras hacían que las ollas y las cazuelas

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chocaran unas contra otra y que los destartalados muebles crujieran.
—¡Venganza! Quiero…
En esta ocasión, sus palabras fueron sofocadas por un cucharón de madera que
entró con brusquedad en su boca abierta. El cucharón estaba rebosante de guisado
poco hecho y de aspecto desagradable. Un churretón de salsa humeante y maloliente
le escurrió por la barbilla y empapó su larga barba negra. Gorath gruñó.
—Oh, cuánto lo siento, querido —se disculpó Zorna. Con sus largos y huesudos
dedos, logró introducir en la boca de Gorath la mayor parte de la salsa que había
resbalado. El hombretón contuvo una arcada a duras penas—. Vamos, vamos —dijo
la menuda anciana, cuyos dientes resonaban entre sí al pronunciar cada palabra—. No
querrás desperdiciar ni una gota, ¿verdad, querido? —Su voz, chirriante y cascada,
resultaba irritante, pero sin duda rebosaba amor. Se limpió los dedos sarmentosos en
la negra túnica harapienta—. Después de todo lo que has sufrido, querido, necesitas
una buena comida para reponerte.
—¡Deja de llamarme querido, vieja bruja! —Bramó Gorath a la vez que escupía
el guisado—. ¡Ni siquiera me conoces!
—¡Pero te amo! —Protestó quedo Zorna, con voz dolida—. Cocinaré, lavaré y te
cuidaré el resto de tu vida. —Se limpió una lágrima se sonó la nariz y esbozó una
sonrisa amorosa—. Seremos muy felices.
Tal perspectiva aterró a Gorath. Intentó incorporarse pero estaba inmovilizado.
Sólo podía mover la cabeza y, por tanto, le fue imposible evitar que Zorna le metiera
otro cucharón de guisado en la boca.
Gorath no podía creer su mala fortuna. Había sido el oficial humano más temido y
condecorado del ejército de los Dragones. En las campañas contra los que-shu, nadie
había arrasado más pueblos, matado más enemigos o esclavizado más mujeres y
niños que el gran Gorath. Por mera diversión, había roto con sus propias manos la
espalda de hombres, y había retenido en su tienda a hermosas mujeres cautivas,
obligándolas a complacer todos sus deseos. Pero ahora se encontraba inmovilizado de
la cabeza a los pies, prisionero de una anciana que lo mantenía atado a una silla en su
choza sombría y sin ventanas, en pleno Bosque Oscuro. ¡Qué ultraje!
Su mente retrocedió al momento en que la fortuna le volvió la espalda.

Todo empezó ayer al mediodía, o a primera hora de la tarde, cuando se despertó


saliendo del estupor de uno borrachera y descubrió que Pradera había huido de la
tienda. El atrevimiento de la mujer le causó tan estupor que al principio sólo fue
capaz de gritar: «¡Venganza! ¡Quiero venganza!».
No era de extrañar que su huida lo alterara tanto. Con su largo y ondeante cabello
negro, sus seductores ojos verdes y sus facciones delicadas, Pradera era la mujer más
encantadora que jamás había raptado en una incursión a un poblado que-shu. Lo que

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es más, había sobrevivido más tiempo que cualquiera de las otras que la precedieron,
a pesar de que le había propinado una paliza tras otra, golpeándola sin piedad.
En la mente retorcida de Gorath, Pradera lo había traicionado al escapar y
merecía ser castigada con rigor. Gorath jamás perdonaba a quien, en su opinión, había
actuado con mala intención contra él. En el pasado, había jurado tomar venganza de
unos soldados de los que recelaba habían hablado mal de él a sus espaldas, de amigos
que sospechaba intentaban arrebatarle sus mujeres e incluso de sus hermanos, que
suponía planeaban matarlo para así confiscar sus bienes. Esos hombres yacían ahora
en sus tumbas. Al final, la única compañía de Gorath había sido esta mujer a la que
retenía cautiva. ¿Cómo osaba Pradera abandonarlo y dejarlo en completa soledad?
Con un latido desaforado en las sienes, Gorath encogió el dilatado estómago y se
arrodilló para examinar la pesada cadena con la que había tenido atada a Pradera a un
poste, incluso cuando estaba dormida. Estaba partida, a causa sin duda del golpe
certero de una espada. Pradera tenía un cómplice. ¡Alguien más lo había traicionado!
Gorath llegó a la conclusión de que al transgresor había sido Lucero Brillante, el
que-shu por quien Pradera languidecía durante su torturante cautiverio. El brutal
Gorath esbozó una sonrisa maligna. Le causaría un gran placer matar al bárbaro en
presencia de la mujer. Enfundó su espada.
—¡Venganza! ¡Quiero venganza!
El rastro de los amantes lo condujo hacia Solace. Fue sencillo seguirlos, pues los
fugitivos iban a pie y marchaban demasiado deprisa para intentar disimular las
huellas o dejar pistas falsas. Sin hacer un alto para dar reposo o agua a su montura,
Gorath viajó a galope tendido por calzadas pedregosas, traiciones sendas de montaña
y senderos en los que crecía maleza cuyos arbustos espinosos abrieron surcos en los
flancos de su yegua. La pobre bestia se desplomó por último bajo el peso de Gorath,
incapaz de soportar el agotador trayecto y el inclemente látigo de su amor. Gorath
cubrió de improperios al infeliz animal, pero, en lugar de poner fin a sus sufrimientos,
lo dejó abandonado a su suerte en medio del bosque.
Reanudó la marcha a pie, proyectando mayores maldades a cada paso que daba.
Imaginó lo mucho que disfrutaría estrangulando a Lucero Brillante con sus propias
manos, o partiendo en pedazos el corazón de su enemigo mientras Pradera gritaba
con impotencia y desconsuelo. Quizás la mataría también, o haría que se postrara de
rodillas suplicándole que la dejara ser otra vez su esclava. ¡Le infligiría los mayores
sufrimientos!
—¡Venganza! ¡Quiero venganza!
El sol se escondía en el horizonte cuando Gorath descubrió que, virando hacia el
este, los fugitivos habían conseguido eludir Solace y las calzadas transitadas en su
camino de regreso a su poblado. Gorath siguió el rastro precipitadamente a pesar de
encontrarse en un terreno desconocido. No era de la clase de hombres a quienes

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preocupen las posibles consecuencias de un acto impulsivo, en especial cuando las
ideas de revancha se agolpaban en su mente ofuscada.
Poco después, el corpulento guerrero se encontraba ante el Bosque Oscuro.
Gorath había escuchado las leyendas espeluznantes que se contaban por todo
Krynn acerca de este bosque y cuán a menudo les jugaba malas pasadas a quienes se
atrevían a cruzarlo.
—Si creen que no me voy a atrever a seguirlos, están muy equivocados —dijo
Gorath, que soltó una risa nerviosa—. ¡Yo no le temo a nada!
A pesar de su bravata, escudriñó con cautela la primera línea de árboles del
extraño bosque antes de avanzar un paso. Se sintió aliviado al darle la impresión de
que la fronda parecía tranquila, casi invitadora.
De improviso, una docena de pájaros de oscuro plumaje salieron de un árbol
cercano y empezaron a volar en círculo sobre él al tiempo que entonaban unos versos
zahirientes.

¿Es éste el gran Gorath, vacilante como un niño


al borde del Bosque Oscuro, temeroso, indeciso,
embrujado, embaucado, empequeñecido?
Has matado con brutal decisión
y ni una sola vez lo deploraste.
Mas no es tan firme tu mente
si es tan fácil engañarte.
¿Y aun así osas aventurarte en este bosque
sin conocer las sendas que te aguardan
en pos de una venganza, a tu entender dulce?
¡Mejor harías en volver sobre tus pasos y alejarte!

El guerrero desenvainó su espada con nerviosismo y propinó salvajes estocadas al


aire.
—¡Largaos, estúpidos pájaros! —Demandó con voz temblorosa—. ¿No sabéis
que Gorath no le teme a nadie?
Al hombre le pareció muy extraño que las aves se desvanecieran. Estuve tentado
de darse media vuelta y buscar el camino de regreso, pero se recordó a sí mismo el
motivo que lo había llevado hasta allí.
—¡Venganza! ¡Quiero venganza!
Olvidándose de los pájaros, penetró decidido en el bosque y se valió de su espada
para cortar con tajos furiosos las ramas que le cerraban el paso. Miró a sus espaldas.
Advirtió que, aun cuando en el interior de la floresta había luz, al otro lado de los
árboles la noche había caído. El guerrero, que no destacaba por su inteligencia, se
encogió de hombros y reanudó la marcha, satisfecho de que, merced a aquella luz,

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veía sin dificultad el rastro de Pradera y Lucero Brillante.
Más adelante, la senda se bifurcaba. Gorath se detuvo y examinó las dos veredas.
Descubrió huellas recientes en la que torcía hacia la izquierda, se frotó las carnosas
manos y se humedeció los labios.
—Ya falta poco —dijo. Echó a andar por el camino elegido pero, de improviso,
una fuerte ráfaga de aire lo zarandeó y lo empujó hacia la otra senda.
Aferró la empuñadura de su espada y miró en derredor con desconfianza. Parecía
que todo estaba tranquilo. ¿Acaso el bosque le gastaba una jugarreta?
Tras mirar en todas direcciones, Gorath se dirigió con pasos furtivos hacia el
camino de la izquierda. Pero no logró avanzar por él. Una segunda ráfaga de aire, aún
más fuerte, surgió ululante y se precipitó sobre él. Casi alzó en vilo al corpulento
guerrero. Antes de que Gorath se diera cuenta de lo que ocurría, fue lanzado en
volandas y a gran velocidad hasta el camino de la derecha. Debido a que sus piernas
eran gruesas como troncos de árbol y se rozaban cuando andaba, no le fue posible
sostenerse en pie. Pero, cada vez que caía, el viento lo levantaba y lo obligaba a
continuar.
La ventolera cesó de un modo tan inesperado como se inició, y dejó a Gorath
despatarrado en el suelo. El guerrero, mareado, escupió el polvo que había tragado y,
aunque todavía tenía la vista borrosa, echó una ojeada a su alrededor.
Se encontraba ante una choza oscura, pequeña y destartalada. No tenía ventanas y
la puerta, negra, estaba combada. Un camino de losas rotas iba desde la senda hasta la
puerta de la cabaña. A la izquierda había un jardín cuajado de hierbajos altos y al otro
lado crecían unos extraños y retorcidos vegetales. Gorath pensó que la choza estaba
desierta hasta que reparó en la negra y espesa columna de humo que se elevaba
ondulante desde la torcida chimenea que había en el tejado destartalado. De repente,
el humo se volvió hacia donde estaba Gorath y le trajo un olor repulsivo. El guerrero
sintió revuelto el estómago. Habría jurado que alguien estaba haciendo un guiso con
carne podrida y verduras descompuestas.
Gorath se vanagloriaba de su arroja, pero su instinto lo urgía a alejarse cuanto
antes de allí. Sin saber muy bien qué lo inducía a ello, Gorath se alejó a paso vivo de
la choza, camino adelante. Pero no llegó muy lejos. Una ventolera lo envolvió, lo
hizo girar sobre sí mismo y lo llevó en volandas hacia la cabaña con tanta violencia
que el guerrero se estrelló contra la puerta, rebotó en ella y calló patas arriba.
Una vez más, el viento amainó de repente. El hombretón se incorporó con
esfuerzo a la vez que se frotaba el fornido cuello y el brazo izquierdo en el que tenía
un moretón. Estaba a unos palmos de la puerta, y empezó a retroceder, pero ya era
demasiado tarde. La puerta se entreabrió con un crujido.
Una vieja asomó la cabeza. Gorath no había visto en toda su vida a alguien tan
feo. Tenía el rostro lleno de manchas y arrugas, huesudo, con la nariz ganchuda y

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unas orejas menudas y puntiagudas. Su cabello era blanco y desgreñado, en tanto que
las espesas cejas eran negras. Sus ojos tenían un tono amarillo pálido, sus labios eran
finos y descoloridos, y su tez tan pálida como la barriga de un pez muerto. En cuanto
a las arrugas, Gorath estaba convencido de que habría tardado toda una vida en
contárselas.
La menuda mujer miró al hombretón de arriba abajo. Encogió la nariz como si lo
olisqueara. Su gesto ceñudo se suavizó y dio paso a una sonrisa. Su corazón, que
hacía mucho tiempo se había resignado a una eterna soledad, empezó a latir con
fuerza. Su pecho se movió de arriba abajo con la agitada respiración. Sus ojos
contemplaron con ansiedad al forastero. Las mujeres siempre habían sentido
repulsión por el aspecto de Gorath, pero a ésta la había dejado sin respiración. Por fin
habló.
—Eres atractivo. He de retenerte —dijo con descaro. Al retroceder el perplejo
Gorath, ella se adelantó y salió de las sombras. Fue entonces cuando el guerrero
reparó en cómo iba vestida.
—Ah. Veo que…, que eres una hechicera Túnica Negra —dijo con cierto alivio
—. En ese caso, ambos somos servidores de la Reina de la Oscuridad.
La vieja se detuvo al escuchar el comentario de Gorath.
—Te equivocas, cariño —le desdijo con modestia, las palabras acompañadas de
aquel molesto castañeteo de diente—. Sólo soy Zorna, una pobre y olvidada anciana.
Algún mago desechó esta túnica a su paso por el bosque. La cogí porque no tenía otra
cosa que ponerme.
—¿Entonces no sabes magia? —Preguntó Gorath, escéptico.
—Juro que no soy hechicera. Pero tengo otras habilidades, querido. Sé cocinas el
mejor guisado de babosa que hayas probado en tu vida. ¿Quieres ser mi invitado?
Gorath no sabía qué pensar de esta extraña vieja. Quería reírse de su invitación,
atravesarla con la espada y saquear la choza de cualquier cosa de valor que hubiera en
ella. Sin embargo, guardó las distancias pues no estaba convencido del todo de que
no fuera una hechicera.
—No tengo tiempo para perderlo contigo —le dijo con frialdad—. He de
encontrar a una mujer que me ha traicionado y matar al bribón que me la arrebató.
—¡Olvida a esa mujer! —Graznó Zorna—. No te ama. Yo sí. Cocinaré, lavaré y te
cuidaré el resto de tu vida… si tú me lo permites… cariño.
—Basta, vieja loca —espetó Gorath furioso al recordar cómo había intentado sin
éxito obligar a que Pradera le dijera aquellas mismas palabras—. Lo único importante
es la venganza. ¡Quiero venganza!
Antes de que Zorna tuviera tiempo de protestar, el guerrero giró sobre sus talones
y echó a andar por el camino que lo había traído a su solitaria vida. Gorath sintió sus
ojos tristes posados en él y oyó un lastimoso aullido de angustia que helaba la sangre

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en las venas. El guerrero se echó a reír.
Gorath regresó al punto donde la senda del bosque se bifurcaba. En esta ocasión
no hubo misteriosos remolinos de aire que le impidieran tomar la dirección elegida.
Así pues, siguió por la senda de la izquierda, la que habían tomado Pradera y Lucero
Brillante.
Caminó a paso vivo, disfrutando por anticipado el brutal asesinato. Poco después
llegaba a un gran claro. Allí divisó a Pradera y Lucero Brillante junto a un
vallenwood caído, a unos seis metros de un barranco profundo. La encantadora joven
y el apuesto bárbaro estaban fundidos en un abrazo.
Gorath desenvainó su espada y cargó sobre los amantes.
—¡Gorath! —Gritó Pradera, despavorida—. ¡Nos ha encontrado!
Lucero Brillante dirigió la vista hacia su espada, que había dejado en el suelo,
casi al extremo opuesto del árbol caído. Corrió hacia ella, pero no fue lo bastante
rápido. En el momento en que sus dedos tocaban la empuñadura, el arma de Gorath le
dio un tajo en la muñeca; la sangre salió a borbotones y el rostro del joven guerrero se
contrajo en un gesto de dolor. Pradera lanzó un grito y corrió hacia el herido.
—¡Pradera, no te acerques! —Gritó Lucero Brillante.
La agonía del joven bárbaro era grande, pero mayor era su deseo de proteger a la
mujer. Por tanto alargó de nuevo la mano hacia la espada, pero cuando levantaba el
arma, la pesada bota de Gorath se estrelló contra la muñeca. La espada saltó por el
aire al escapar de la débil sujeción y fue a caer a los pies de Pradera. Sin dudarlo un
momento, la mujer recogió el arma y corrió junto a Lucero Brillante. Sorprendido,
Gorath retrocedió unos pasos para evaluar la situación. No había contado con que
Pradera ofreciera resistencia.
El bárbaro tendió la mano hacia la espada que sostenía la mujer.
—¡No! —Dijo ella firmemente—. Estás herido. —Al iniciar él una protesta, su
voz tranquila lo interrumpió—. Soy mujer y tu amada, Lucero Brillante. Pero no
olvides que también soy guerrero, como tú.
El bárbaro asintió en silencio y esbozó una leve sonrisa. Besó sus labios
temblorosos y posó con suavidad una mano en su hombro. Así unidos, aguardaron
valientemente que Gorath se les acercara. Su actitud denotaba que estaban decididos
a resistir hasta la muerte, a pesar de que contaban con muy pocas probabilidades de
derrotar al gran Gorath.
—Estamos dispuestos —dijo Pradera con audacia. Al mirar a Gorath, la repulsión
se hizo evidente en sus hermosos ojos verdes. Había aguantado su brutalidad y
borracheras demasiado tiempo. Prefería morir aquí, junto al hombre que amaba, que
volver a la tienda de Gorath. Jamás volvería a ser su esclava, ni soportaría más
palizas, ni la cogería entre sus asquerosos brazos. Los ojos de Gorath tenían un brillo
siniestro y maligno. Soltó una risa cruel.

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—Así que queréis morir juntos. ¡Qué conmovedor! Bien, os concederé ese deseo,
siempre y cuando tú, Lucero Brillante, mueras en primer lugar para que de ese modo
Pradera vea brotar la sangre de tu cuerpo. ¡Venganza! ¡Quiera venganza!
Babeando como una alimaña, Gorath avanzó hacia los amantes, que se arrimaron
más el uno al otro. El guerrero alzó la espada. Pradera sostuvo el arma ante ella,
asiéndola con ambas manos.
De pronto, Gorath advirtió que un intruso se interponía entre él y sus víctimas.
Se detuvo, desconcertado ante la presencia de aquel perro enorme y sarnoso que
no sabía de dónde había salido. No estaba en el claro un momento antes. Y qué perro
tan extraño era éste. A Gorath le parecía un chucho vagabundo, pero era el primero
que veía con un pelaje tan rojo y una cola greñuda cuya punta lucía un mechó blanco.
El perro estaba sentado, sin moverse, con la lengua colgando por el lado derecho
de la boca.
—Di a tu perro que se aparte, Lucero Brillante —amenazó el guerrero—, o lo
haré pedacitos.
—Pero si no tengo perro —contestó el bárbaro, desconcertado.
—¿Qué… qué perro? —Preguntó Pradera, igualmente perpleja.
—¡Muy bien, os di una oportunidad! —Gritó Gorath a la vez que atacaba al
animal. Arremetió con todas sus fuerzas a la cabeza del perro, esperando verla caer
rodando en la tierra. Pero el animal eludió el ataque con facilidad. Gorath dirigió el
siguiente golpe a la peluda cola con la punta blanca. La espada silbó en el aire
repetidas veces. El perro se movía de un lado a otro y hacía que el bestial guerrero
fallara por un pelo —por un maldito pelo— cada vez.
La frustración de Gorath aumentaba porque resultaba evidente que el perro se
estaba divirtiendo, como si no se diera cuenta de que su vida corría peligro. Ladraba
alegremente y mordisqueaba juguetón los pies del guerrero. Cuando Gorath alzó la
espada sobre su cabeza, el perro saltó, puso las patas en su pecho y le dio varios
lametones en la cara.
Gorath perdió la paciencia. Apartó al perro de un empujón al tiempo que
propinaba una estocada con todas sus fuerzas. Falló el golpe y también perdió el
equilibrio. Por tanto, cuando el perrazo saltó sobre su pecho para proseguir con el
juego, empujó a Gorath y lo hizo retroceder unos pasos hacia el barranco. El animal
saltó una vez más, y otra. Gorath reculó por el empellón mientras sus denuestos
rompían la quietud del bosque. Aquello se repitió varias veces más y, en cada
ocasión, la fuerza de las patas del perro se incrementaba y empujaba a Gorath más y
más hacia atrás. Entonces se produjo el empellón más fuerte de todos.
De repente, Gorath se encontró dando un volantín en el aire y precipitándose sin
remedio al fondo de un barranco muy, muy profundo. Gorath esperaba ver pasar ante
sus ojos las imágenes fugaces de su vida, pero en lugar de ello tuvo una visión del feo

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y viejo rostro de Zorna. Lanzó un aullido. Después, todo desapareció por la negrura.

Cuando Gorath abrió los ojos se encontró cara a cara con Zorna. Sólo que, esta
vez, no se trataba de una visión. Era Zorna de verdad. Gritó de nuevo.
Ella intentó calmarlo limpiando el sudor de su frente ardorosa con una mano
helada.
—Vamos, vamos, querido —le susurró al oído—. Haré que te sientas mejor y te
recobres.
Gorath reparó en que estaba atado a una silla. Pero ¿dónde? Miró a su alrededor.
Se encontraba en la fría y maloliente choza de la vieja. Era tan acogedora como una
tumba. Estaba demasiado oscuro para ver con claridad, pero en la penumbra se
atisbaban algunos muebles cochambrosos, varias ollas colgadas de las paredes
infectadas de telarañas y un enorme perol sobre la lumbre, del que salía vaho a
borbotones. Había un olor espantoso y Gorath sospechó que Zorna había preparado
un guiso de babosa.
—¿Cómo he llegado aquí, vieja? —Barbotó.
—Te recogió en el barranco.
Gorath miró a la frágil anciana.
—¿Cómo has podido traerme desde allí?
—Te amo y eso me dio fuerzas —respondió ella.
—¡Entonces desata estas correas antes de que pierda los estribos!
—Te he atado a la silla para sostenerte —dijo la anciana con ternura—. Lo siento,
pobrecito mío, pero cuando caíste al barranco te golpeaste contra una roca y te
rompiste la columna. Estás paralizado de cuello para abajo. —Una expresión de
aterrada angustia se plasmó en el semblante del guerrero y entristeció profundamente
a la anciana—. Pero no te preocupes, cariño. Cocinaré, lavaré y te cuidaré el resto de
tu vida.
Al oír aquellas palabras, Gorath solo pensó en una cosa.
—¡Venganza! ¡Quiero venganza!
Y entonces fue cuando Zorna empezó a darle de comer el guisado de babosa.
Para cuando la anciana hubo metido el último cucharón de guisado en la boca de
Gorath, éste ya había discurrido la única manera de obtener la venganza que tan
ardientemente deseaba. Miró a Zorna con los ojos entrecerrados y exhaló un suspiro
satisfecho.
—¡Estaba delicioso! —Dijo.
—Me alegro que te haya gustado, querido. —Un leve rubor tiñó las mejillas de
Zorna.
—¿Querrás hacerme otra vez ese guisado, querida? —Preguntó esperanzado. La
anciana casi lloró de felicidad.

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—¡Lo haré todos los días, querido!
Gorath miró a su alrededor.
—¿Sabes, querida? Tienes una casa preciosa. Creo que me gustará pasar el resto
de mi vida aquí, contigo.
—¡Seremos muy felices! —Exclamó ella efusivamente. El guerrero frunció el
entrecejo adoptando un aire preocupado.
—Pero tú no querrás cuidarme. Te cansarás.
—Oh, no, cariño. ¡Será para mí todo un placer!
—Que dulce eres, querida. —Gorath sacudió la cabeza—. Pero no seré feliz si no
puedo tenerte en mis brazos… Y nunca podré hacerlo, puesto que estoy paralizado.
—Cerró los párpados como si quisiera contener las lágrimas.
Una compasión abrumadora conmovió a Zorna. Besó la carnosa mejilla del
hombre, a quien sintió temblar.
—Comprendo tu sufrimiento. Siempre he vivido sola. Pasó una eternidad y casi
había perdido la esperanza de encontrar un hombre al que abrir mi corazón. Ahora
que te he encontrado, sería una tortura no poder expresarte mi amor.
Gorath abrió un ojo.
—Ojalá pudieras ayudarme.
—Tal vez pues, cariño.
El guerrero abrió el otro ojo, sintiendo renacer la esperanza.
—Sólo alguien con poderes mágicos podría sanar mi espalda. Pero dijiste que no
eran una hechicera.
—Y es cierto, pero hace muchos años un hechicero Túnica Negra atravesó el
bosque y recompensó mi hospitalidad concediéndome el poder de realizar un gran
conjuro, y una sola vez.
La expresión de Gorath se tornó preocupada.
—¿Sólo un conjuro? ¿Una sola vez? —Preguntó con nerviosismo—. ¿Lo has…
utilizado ya?
—Soy una mujer sencilla, sin ambiciones. Hasta ahora no hubo una razón que me
impulsara a valerme de ese don.
Aliviado, Gorath entrecerró de nuevo los ojos.
—¿Lo utilizarás ahora… querida? —Preguntó, procurando no delatar su ansiedad.
—Primero tienes que prometerme algo.
—Lo que quieras, querida.
—Si te curo, quiero que me prometas que te quedarás conmigo para siempre y
que olvidarás a esa otra mujer y tu deseo de venganza.
—Por supuesto, querida —dijo Gorath con un tono sincero—. Sólo ansío tenerte
entre mis fuertes brazos.
—Faltó poco para que Zorna se desmayara, tan feliz se sentía.

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—Muy bien, cariño. Haré lo que me pides.
La anciana se situó frente al guerrero. Gorath esperaba que invocara a la Reina de
la Oscuridad y recitara una salmodio al tiempo que se retorcía sobre sí misma. Pero
ella se limitó a apuntarle con un dedo mientras movía la ganchuda nariz un par de
veces.
Gorath sintió de inmediato una oleada de calor en la espalda. Sintió que las
vértebras se desviaban hasta encajar unas con otras. Entonces la silla empezó a girar
más y más deprisa. Las correas se rompieron, una fuerza impulsó al guerrero y lo
puso de pie. Gorath estiró los brazos y las piernas al tiempo que esbozaba una amplia
sonrisa. Ya no estaba paralizado.
Zorna se acercó a él con los brazos tendidos, esperando que Gorath la estrechara
contra su poderoso pecho. En lugar de ello, el hombre la apartó de un empellón que la
lanzó despatarrada al suelo.
—Fuera de mi camino, vieja estúpida —dijo mientras daba unos pasos hacia la
puerta—. Es una pena que hayas desperdiciado tu único conjuro conmigo —se mofó.
—Así pues, me mentiste. —La voz de Zorna no denotaba emoción alguna—. Me
traicionaste.
Gorath estalló en carcajadas.
—Da gracias de que no te arroje al perol junto con su asqueroso guisado. Pero no
tengo tiempo para diversiones.
Gorath recuperó su arma y propinó una patada innecesaria a la puerta para abrirla.
Mientras se internaba corriendo en el bosque, se lo oyó gritar:
—¡Venganza! ¡Quiero venganza!
No le llevó mucho tiempo llegar hasta el amplio claro. De nuevo, encontró a
Pradera y Lucero Brillante de pie junto al vallenwood caído, a unos seis metros del
barranco. También estaban abrazados.
Le sorprendió que no hubieran reanudado la marcha, pero después supuso que los
dos amantes pensaban que ya no corrían peligro, ya que su perseguidor había caído al
barranco y se habían quedado paralizado.
Sin embargo no alcanzaba a comprender por qué el bárbaro no daba señales de
estar herido. Recordaba con claridad haberle causado un profundo corte en la muñeca
y que la sangre había brotado a borbotones. ¿Qué estaba pasando?
Con la espada desenvainada, Gorath salió al claro a la carrera y cargó contra la
pareja.
—¡Gorath! —Gritó Pradera, despavorida—. ¡Nos ha encontrado!
Lucero Brillante dirigió la vista hacia su espada, que había dejado en el suelo,
casi al extremo opuesto del árbol caído. Corrió hacia ella, pero no fue lo bastante
rápido. En el momento en que sus dedos tocaban la empuñadura, el arma de Gorath le
dio un tajo en la muñeca; la sangre salió a borbotones y el rostro del joven guerrero se

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contrajo en un gesto de dolor. Pradera lanzó un grito y corrió hacia el herido.
—¡Pradera, no te acerques! —Gritó Lucero Brillante.
La agonía del joven bárbaro era grande, pero mayor era su deseo de proteger a la
mujer. Por tanto alargó de nuevo la mano hacia la espada, pero cuando levantaba el
arma, la pesada bota de Gorath se estrelló contra la muñeca. La espada saltó por el
aire al escapar de la débil sujeción y fue a caer a los pies de Pradera. Sin dudarlo un
momento, la mujer recogió el arma y corrió junto a Lucero Brillante. Gorath
retrocedió unos pasos contemplando la escena.
Estaba desconcertado. ¿Por qué se repetía lo ocurrido con anterioridad, cuando
sorprendió a la pareja por primera vez?
El bárbaro tendió la mano hacia la espada que sostenía Pradera.
—¡No! —Dijo ella firmemente—. Estás herido. —Al iniciar él una protesta, su
voz tranquila lo interrumpió—. Soy mujer y tu amada. Pero no olvides que también
soy un guerrero como tú.
Igual que antes.
Y, como antes, Lucero Brillante asintió en silencio y esbozó una leve sonrisa. Y,
de nuevo, besó los labios temblorosos de la mujer y posó con suavidad una mano en
su hombro. Así unidos, aguardaron valientemente que Gorath se acercara.
Exactamente igual que antes.
—Estamos dispuestos —dijo Pradera con arrojo. Al mirar a Gorath, la repulsión
se hizo evidente en sus hermosos ojos verdes.
Como antes.
—¡Venganza! ¡Quiero venganza! —Bramó Gorath, pero no demostró excesivo
interés en la pareja. No se acercó a ellos, sino que echó una ojeada al claro—. Me
ocuparé de vosotros después —dijo por último, al tiempo que buscaba a la criatura
que odiaba aún más que a Pradera y Lucero Brillante, la criatura que le había causado
la peor herida de cuantas había sufrido—. ¡En primer lugar, Lucero Brillante, quiero
matar a tu perro! ¡Venganza! ¡Quiero venganza!
—Pero si yo no tengo perro —dijo el bárbaro desconcertado.
—¿Qué…, qué perro? —Preguntó Pradera, igualmente perpleja.
—¡Lo sabéis muy bien! —Chilló Gorath—. ¡Esa horrible bestia que intentó
matarme! La que tuvo la culpa de que fuera prisionero de una horrible vieja y tuviera
que comerme su asqueroso guisado de babosa. La que me empujó por el barranco…
Los dos jóvenes no salían de su asombro.
—¿Cuándo te caíste por el barranco? —Preguntó Lucero Brillante con un tono de
incredulidad.
—Sabes muy bien que ocurrió la última vez que me enfrenté contigo en este
claro.
Los dos bárbaros intercambiaron una mirada. Por su expresión parecían estar

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convencidos de que se hallaban ante un loco.
Pero, Gorath, ésta es la primera vez que te veo desde que huí de tu tienda… —
dijo Pradera lentamente—. El Bosque Oscuro debe de haberte jugado alguna
triquiñuela haciéndote ver cosas que no han ocurrido.
Gorath gruñó como un animal. Estaba confuso, no sabía qué pensar. ¿Sería ésta
de verdad la primera y única vez que había sorprendido a la pareja en el claro?
¿Mientras se encontraba ante ellos, haciéndoles frente, habría perdido el sentido e
imaginado aquel horrendo perro rojo? ¿Y también que se precipitaba al fondo del
profundo barranco? ¿U que se había quedado paralizado? ¿Y que estaba de nuevo en
la choza de Zorna? ¿Sería posible que el Bosque Oscuro le hubiera hecho imaginar
todas aquellas cosas?
De repente, Gorath oyó un gruñido. Se volvió hacia el barranco. El perro rojo
estaba sentado al borde, agitando la peluda cola y barriendo con la punta blanca el
suelo, como si la desafiara.
—¡Ajá! ¡Ahí está el perro! —Exclamó Gorath, contento de tener una prueba que
ratificara su historia.
—¿Qué perro?
Pero el guerrero no los escuchaba. Se acercaba despacio hacia el barranco
esperando saborear la venganza más satisfactoria de toda su vida. Ni siquiera reparó
en que los bárbaros aprovechaban su descuido para escapar. No se detendrían hasta
alcanzar la seguridad de su poblado que-shu.
Con la espada desenfundada oculta tras la espalda, Gorath se acercó al greñudo
perro. Esbozó una mueca que intentaba parecer amistosa. El animal respondió con un
sordo gruñido al tiempo que enseñaba los dientes. Esta vez su actitud no era
juguetona.
El guerrero dejó de sonreír. Alzó la espada en el aire y se lanzó sobre el perro
mientras arremetía con una estocada salvaje. Sorprendentemente, el animal se apartó
a un lado y esquivó el golpe. Gorath se dio media vuelta, con los talones rozando el
borde del barranco.
—¡Oh, no! —Gritó el guerrero cuando el perro saltó sobre él y le propinó un
fuerte empellón en el pecho.
De nuevo, Gorath se encontró dando un volantín en el aire y precipitándose sin
remedio por el barranco. En esta ocasión, le pareció aún más profundo.
Cuando recobró el sentido, el guerrero no se sorprendió de hallarse paralizado de
cuello para abajo y sujeto con correas a una silla en la choza de Zorna. Y allí estaba la
mujer, preparando afanosa el guisado de babosa.
—¡Venganza! ¡Quiero venganza!
Zorna se volvió hacia él con los ojos relucientes de furia.
—¡Estoy harta de oírte pedir venganza! ¡Después de haberme engañado y

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abandonado, yo soy quien quiere venganza!
El miedo asomó a los ojos de Gorath.
—Pero…, pero…, yo…, yo te amo, querida —tartamudeó.
Zorna le apuntó con un dedo y movió la nariz. Al punto, Gorath había perdido la
capacidad de hablar.
—¡Eso te enseñará a no traicionar a una hechicera Túnica Negra! —Se burló. El
sudor humedeció el semblante desdichado del guerrero—. Espero que unos cuantos
años sin hablar te ayuden a aprender la lección.
Señaló con un ademán a su aterrorizado invitado y la silla se deslizó hacia ella.
Hizo un leve gesto con la mano y la silla se elevó en el aire hasta que el rostro de
Gorath quedó a la altura del suyo.
—¡Jamás te perdonaré ni dejaré que olvides lo cruel que fuiste conmigo! —Le
gritó. Luego, con los ojos todavía fijos en los del hombre, se calmó e incluso esbozó
una sonrisa—. Pero te amo, querido. Y cocinaré, lavaré y te cuidaré el resto de tu
vida. Ya verás. Seremos muy, muy felices.
Dejando a Gorath suspendido en el aire, Zorna se volvió hacia el caldero. La
hechicera Túnica Negra hizo que el fuego se avivara con un simple movimiento del
dedo. Luego se inclinó sobre el caldero para remover el guiso y metió la mano en el
caldo hirviente sin que ello le causara la menor incomodidad. Los pliegues de la
túnica negra se separaron ligeramente por la parte posterior.
Los ojos aterrorizados de Gorath estuvieron a punto de salirse de las órbitas. Aún
en el caso de que hubiera podido hablar, habría sido incapaz de articular sonido
alguno. Contempló con incredulidad lo que asomaba entre el negro tejido de la túnica
de Zorna.
Era una cola peluda, roja, con un mechón blanco en la punta.

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La desastrosa cacería de Fewmaster Toede
Harold Bakst

El Descanso del Peregrino era una bonita y antigua taberna fundada por el abuelo del
actual propietario, un viejo enano gruñón llamado Romo. El establecimiento parecía
aún más antiguo por el hecho de estar construido en el tronco hueco de un inmenso y
antiquísimo roble, cerca del Bosque Oscuro.
Siguiendo la forma del tronco, la sala era básicamente redonda y se alzaba hasta
perderse en las oscuras alturas del interior del árbol. Allá arriba, invisibles, moraban
pájaros carpinteros, murciélagos, algunas ardillas y otras criaturas. De tanto en tanto,
uno de ellos descendía volando o deslizándose por la pared para escamotear comida
de las redondas mesas rústicas y el viejo Romo los perseguía con la escoba
obligándolos a regresar a lo alto.
—¡No deis de comer a los animales! —Repetía a los parroquianos—. ¡Así se
envalentonan y se hacen más descarados!
El negocio marchaba bien en El Descanso del Peregrino gracias a los senderos
que se entrecruzaban por todo el perímetro del bosque. Un día cualquiera se juntaba
una extraña mezcla de gentes —elfos, enanos humanos— que viajaban hacia los
cuatro puntos cardinales de Krynn.
Una tarde en particular, se unió a la variopinta clientela un kender. El viejo Romo
no le quitó ojo al pequeño personaje, pues sabía que los kenders tenían la mala
costumbre de desaparecer sin haber pagado la cuenta. Como para corroborar sus
sospechas, el kender, vestido con túnica y polainas rojas, tomó asiento en una mesa
cercana a la puerta.
Pero este kender, aparentemente un poco ebrio, hablaba en voz alta y ello
devolvió la confianza de Romo, que por fin pudo darla espalda sin temor a que se
largara mientras siguiera escuchando su cháchara.
—…os lo aseguro —decía el kender—. ¡Kronin y yo lo matamos!
—¿Y esperas que creamos que dos kender alfeñiques mataron a Toede, un Señor
del Dragón? —Intervino un enano rechoncho de barba negra, que se sentaba en una
mesa al lado de la del kender.
—¡Vaya, Kronin no es un kender cualquiera! ¡Es nuestro cabecilla!
—Aun así —dijo otro parroquiano, un humano larguirucho que daba cuenta de su
pichel de cerveza—. Un kender no es contrincante para un goblin.
Las orejas puntiagudas del kender enrojecieron.
—¿Insinúas que estoy mintiendo? —Gritó.
—¡Sí! —Respondieron todos los clientes mientras se arremolinaban en torno a la

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mesa del fanfarrón.
—¿T cómo mataste a Toede? —Preguntó un elfo alto y esbelto, con una ceja
arqueada en un gesto de incredulidad—. ¿Con esa como-quiera-que-la-llaméis que
lleváis los kenders?
—La jupak —dijo un enano al tiempo que recogía de debajo de la mesa la vara
ahorquillada y la alzaba para que la vieran todos.
—¡Suéltala! —Chilló el kender y se la arrebató.
—Hola. Hola, ¿qué es esto? —dijo el humano—. ¿Un kender que se enfada?
¿Dónde está tu habitual sentido del humor?
—Ha bebido mucho cerveza —sugirió el enano con una mueca risueña.
—Sí, eso explica sus ridículas pretensiones —se mostró de acuerdo el elfo,
desestimando la historia con un gesto de su larga y esbelta mano.
—¡Al Abismo con todos vosotros! —Gritó el kender—. ¡Kronin y yo somos unos
héroes, lo creáis o no!
—Dime una cosa —intervino el viejo Romo desde el mostrador—. ¿Os vio
alguien realizar esa proeza?
Hubo un breve silencio.
—Bien pensado —dijo el humano larguirucho mientras dejaba el pichel sobre la
mesa—. ¿Hay algún testigo que corrobore tus palabras?
El kender, frustrado, empezó a barbotar improperios, pero, de improviso, alguien
gritó desde el lado opuesto de la sala:
—¡Sí, yo!
Todo el mundo se volvió sorprendido para ver quién había hablado. Sentada a una
mesa cercana a la pared de madera, había una figura encapuchada que se inclinaba
sobre un pichel. No estaba muy claro a qué raza pertenecía, pero sus ropas estaban
hechas jirones.
—Y, con todos los respetos, ¿cómo es que estás enterado del asunto? —Preguntó
Romo con las cejas alzadas en un gesto interrogante.
—Porque estaba allí —respondió el desconocido encapuchado—. Lo vi todo. El
nombre de ese kender debe ser Talorin.
El rostro del kender se iluminó por el orgullo y la satisfacción de que su hazaña
fuera conocida por otros y porque este forastero supiera su nombre. Se cruzó de
brazos.
—Gracias, señor —dijo al desconocido—. Quizás podáis contarles a estos
«Sinoloveo, nolocreo» lo que presenciasteis.
Todos los presentes, todavía agrupados en torno a la mesa de Talorin, aguardaron
las palabras del hombre. Pero el desconocido no parecía interesado en añadir nada
más y se limitó a dar un sorbo a su cerveza manteniendo una actitud misteriosa.
—Sí, ¿por qué no nos lo cuentas? —Insistió el enano al tiempo que cogía su jarra

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y se acercaba a la mesa del extraño.
—¿Y qué más da? —Gruñó el hombre sin alzar la cabeza encapuchada—. Toede
era un necio cobarde y pusilánime que no merecía ser un Señor del Dragón.
Ante este comentario, las orejas de Talorin enrojecieron de nuevo.
—Tal vez fuera así —dijo el elfo, mientras es acercaba también a la mesa del
extraño—. Pero causó mucho daño. No sé a los demás, pero si está muerto, a mí me
gustaría saber cómo ocurrió.
Bajo las restrictivas sombras del embozo, el desconocido pareció quedarse
absorto en la contemplación del pichel casi vacío que tenía ante sí.
—Si alguien quisiera invitarme a otra cerveza…
—¡Romo! ¡Trae al caballero otra jarra! —Pidió el enano mientras tomaba asiento
a la mesa del extraño. Sus piernas demasiado cortas para la altura de la silla,
quedaron colgando.
Un momento después, todos los que habían rodeado la mesa del kender se
arremolinaban en torno al desconocido. Pero Talorin, reacio a que lo excluyeran, se
abrió camino a empujones y se situó en primera fila. Romo trajo al forastero otro
pichel de cerveza y lo soltó ante él; la espuma rebosó por el borde y humedeció la
mesa.
El desconocido dio un sorbo para aclararse la garganta.
—Hubo un tiempo en que serví a ese miserable engendro de goblin —comenzó
—. Y, sí, me encontraba presente en día en que…
Y así, el forastero relató la historia que, desde entonces, ha corrido de boca en
boca por todo Krynn.

A lo largo de varias semanas, Fewmaster Toede, instalado en su sombría mansión


de la decrépita ciudad portuaria de Flotsam, se había cocido en su propia salsa, y se
quejaba de que sus súbditos no lo trataban con el respeto que merecía un Señor del
Dragón.
—¡No pagan sus impuestos, desertan de mi ejército, se ríen a mis espaldas! —
Gruñía. Luego se sentaba en un enorme trono, con sus saltones ojos rosas
entrecerrados en su rostro carnoso y achatado, como si tramara alguna estratagema
con la que hacer comprender a todos que no se lo podía tomar tan a la ligera.
Pero lo único que conseguía e aponerse de peor humor. Si alguien lo contrariaba
durante aquellas semanas —sólo con que a un criado se le cayera algo mientras servía
la mesa—, Toede montaba en cólera. Más de uno de aquellos infelices fue arrojado al
mar desde las dársenas par que lo devoraran los tiburones.
Como era de esperar, sus sirvientes estaban más nerviosos cada día. Por fin uno
de ellos, Groag, un goblin tan grueso como Toede pero que gustaba vestirse con ropas
elegantes y adornarse con costosos anillos, discurrió el modo de desviar la atención

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de su amo hacia otros temas que no fueran su continua autocompasión.
—Tal vez a mi señor Toede le vendría bien divertirse un poco —sugirió, mientras
se situaba junto al inmenso trono.
Toede miró de reojo al elegante asistente.
—¿Tienes en mente algo en particular? —Gruñó. Tenía la sensación de Groag,
como todos los demás, no demostraba un verdadero respeto hacia él y le hablaba con
un presuntuoso tono de superioridad.
—Hay infinidad de cosas —dijo Groag, que las contó con los enjoyados dedos
conforme las nombraba—. Podríais salir en vuestro barco y arponar delfines. Podríais
asistir a una pelea de perros. Podríais ir de caza…
—De caza —gruñó Toede, y se hundió aún más en el trono—. ¿Cómo voy a
cobrar una pieza si mis bosques están esquilmados por los cazadores furtivos?
—Bien, en ese caso, tal vez podríais acosar y capturar a uno de esos cazadores
furtivos.
Los ojos de Toede se iluminaron y su boca carnosa se curvó con una sonrisa
maligna.
—Mmmmmm —comenzó, tamborileando los cortos y gruesos dedos sobre el
reposabrazos del trono—. Eso sí que sería divertido…
Groag no había dicho en serio lo de capturar a un cazador furtivo, pero a su amo
parecía haberle gustado la idea y, en consecuencia, aprovechó la oportunidad.
—No digáis más, señor.
Y, sin más, se apresuró a preparar una partida de caza.

Toede no llevó su fiel dragón, Brinco Perezoso, por ser demasiado torpe en tierra
firme (¡pobres de los despavoridos sirvientes que tuvieron que tranquilizar al a
contrariada bestia!), y en su lugar cabalgó a lomos del más veloz de sus ponis,
Galeón. También llevó una numerosa jauría de sabuesos negros, cada uno de los
cuales iba sujeto a una traílla por esclavos que iban a pie. Los sabuesos eran unas
bestias malignas de largos colmillos y, a veces, ansiosos de que los soltaran, lanzaban
dentelladas a los esclavos que conducían. Todo cuanto podía hacer los infelices
esclavos para defenderse era mantener a raya a los perros con palos que encontraban
en el camino.
En la partida de caza, Toede había incluido también una docena de
guardaespaldas —todos ellos goblins, equipados con lanzas y montados a lomos de
otros tantos ponis—, por si acaso se topaban con un cazador furtivo especialmente
combativo. El propio Toede iba equipado con su armadura, que, en los últimos
tiempos, le quedaba demasiado ajustada. Tanto era así, que por los bordes de las
brillantes piezas sobresalían rollos de carne y grasa. Sólo Groag, que prefirió
conservar sus ropajes elegantes, no vestía armadura. No obstante, el encopetado

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asistente, que cabalgaba al lado de Toede, cargaba con el arco y las flechas de su
señor.
Había transcurrido buena parte de la mañana cuando la partida de caza desfiló por
las sucias calles de Flotsam. Poco después llegaron a un gran prado al final del cual
se encontraba la linde de un bosque de oscuros abetos. Como era de esperar, ningún
cazador furtivo se dejó sorprender enseguida, pero Toede avistó un gran ciervo en el
perímetro del bosque. Mientras la partida se aproximaba, el animal levantó la cabeza
adornada con una cuerna magnífica y olfateó el aire con actitud desconfiada.
—¡Chist! —Susurró Toede al tiempo que Groag le tendía su arco y una flecha—.
Que nadie haga el menor ruido.
Sin desmontar de Galeón Toede encajó una flecha y tensó la cuerda del arco,
mientras sacaba la lengua por la comisura de los labios en un gesto de concentración.
Sin embargo, antes de que tuviera oportunidad de disparar la flecha, un estridente
zumbido hendió el aire y espantó al ciervo, que dio media vuelta, se internó entre los
matorrales y desapareció de la vista. A continuación siguió una serie de ruidos
amortiguados que se alejaron hasta perderse en la distancia.
—¡Maldita sea! —Gritó Toede, con los ojos porcinos inyectados de sangre. Se
giró en la silla de montar para mirar a sus guardaespaldas—. ¿Quién lo hizo? ¡Vamos!
¡Hablad!
Los guardianes goblins se encogieron de hombros y se miraron los unos a los
otros con expresión estúpida.
—El ruido no lo hizo nadie del grupo —dijo Groag con su habitual tono altanero.
—¿Ah, no? ¿Entonces quién fue? —Inquirió Toede.
—Un kender —respondió Groag—. Quizá más de uno. Ese sonido lo hizo una
jupak, desde luego.
—¡Kenders! —Bramó Toede, mientras sus ojos recorrían el campo y el bosque—.
¡Debí suponerlo! ¡Apuesto a que son ellos quienes están esquilmando mi bosque!
—No me sorprendería —se mostró de acuerdo su asistente, aunque a decir
verdad, no se había esperado que la misión de cazar un furtivo tuviera resultado.
—Muy bien —dijo Toede, tendiendo el arco y la flecha al sabelotodo asistente—.
¡Vamos tras ese maldito kender! ¡Mantener los ojos bien abiertos!
Sin más, el Señor del Dragón y su séquito reanudaron la marcha en busca del
kender. No vieron ninguno. Poco después bordeaban el perímetro del bosque de
abetos, cuyas ramas bajas y horizontales estaban muertas, grises y peladas.
Ni que decir tiene que ningún kender dio señales de vida, pero, en la penumbra de
las primeras filas de árboles, Toede avistó a un segundo ciervo que saciaba la sed en
las susurrantes aguas de un arroyo. Toede chistó de nuevo y tendió la mano hacia
Groag, que le entregó el arco y una flecha. El Señor del Dragón actuó con más
rapidez en este ocasión: encajó la flecha y tensó la cuerda en muy poco tiempo. Mas,

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de nuevo, antes de que tuviera oportunidad de apuntar, un penetrante zumbido rompió
el silencio.
—¡Maldición! —Barbotó Toede al ver al ciervo salvar el arroyo y desaparecer en
la profundidad del bosque.
Toede se alzó sobre los estribos y dirigió una mirada escrutadora a su alrededor.
—¿Dónde están? ¿Dónde se han metido esos condenados kenders?
—Son muy hábiles escondiéndose —comentó Groag, como si aquello fuera tan
evidente que no era necesario mencionarlo—. No será fácil que los descubráis.
—¿Con que no, eh? —Rezongó Toede, esforzando aún más las vista—. ¡Eso ya
lo veremos! —Se volvió hacia los guardias y señaló a uno de ellos—. ¡Tú, coge unos
esclavos y dad una batida!
—¡A la orden, señor! —Respondió el goblin, excitado por la idea. Eligió a varios
esclavos y perros y espoleó a su poni confiando en rodear a los kenders, dondequiera
que estuvieran.
Toede miró de soslayo a Groag que agachó la vista. El obeso Señor del Dragón
condujo al resto de del grupo de vuelta al centro del prado, desde donde se divisaba el
perímetro del bosque. Rezongando en voz baja, aguardó subido a lomos del
impaciente Galeón, que no dejaba de patalear el suelo con sus pequeñas pezuñas
delanteras.
Cuando por fin Toede escuchó el distante grito de los bateadores en el interior del
bosque, musitó:
—Ahora, mis pequeños kenders, van a volverse las tornas.
Los gritos de los bateadores y los ladridos de los perros se oyeron más cercanos.
En un intento de escapar del acoso de los bateadores, irrumpieron en el claro muchas
piezas de caza: conejos, zorros, faisanes, e incluso otro ciervo. Todos ellos pasaron
junto a Toede y su grupo, pero el Señor del Dragón no les prestó la menor atención y
siguió pendiente del bosque con una expresión de maligna satisfacción. Sin embargo,
dos de sus guardias goblins fueron incapaces de resistir la tentación. Dieron
persecución al ciervo y lo abatieron con sus lanzas.
—¡Dejad eso! —Gritó Toede, mientras les ordenaba con un imperativo ademán
que regresaran a sus puestos—. ¡Estad atentos a que aparezcan los kenders!
Los dos goblins intercambiaron una mirada: luego, de mala gana, dejaron al
ciervo donde había caído y regresaron sumisos al lado de su señor.
De pronto, los sabuesos negros que estaban alrededor de Toede empezaron a
ladrar enfurecidos mientras tiraban de las traíllas poniendo a prueba la fuerza de los
enjutos esclavos que los sujetaban. Al frente, irrumpiendo en el claro junto con los
espantados animales, dos seres de pequeña talla huían a la carrera de los bateadores y
hablaban entre sí sin mirar hacia dónde se dirigían.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —Dijo Toede con burlona afectación, al tiempo que

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pedía con un gesto su arco. Groag se lo tendió junto con una flecha—. ¡Los perros
comerán carne de kender esta noche!
El Señor del Dragón encajó la flecha en el arco y tensó la cuerda. Estrechó los
ojos y apuntó, con la lengua asomando por un lado de la boca.
Mas, cuando tenía a los kenders al alcance de su flecha, Toede aflojó la cuerda y
bajó el arco.
—No. —Una sonrisa maligna contrajo su mofletudo rostro—. No, tengo una idea
mejor…, mucho mejor. —Saboreó su ocurrencia un instante. Luego movió la cabeza
arriba y abajo en un gesto de aprobación, y se volvió hacia sus guardias—.
¡Prendedlos!
Los soldados espolearon sus monturas y salieron a galope. Los dos kenders no se
dieron cuenta de lo que pasaba hasta que tuvieron a los soldados casi encima. Uno de
ellos se había detenido para sustituir un botón de su camisa y el otro le ofrecía
diversas opciones con los objetos que sacaba de los bolsillos y por tanto el ataque los
cogió por sorpresa.
Mas capturarlos no iba a ser tarea sencilla. Eran muy ágiles, y uno de ellos
blandía su jupak sin cesar con su agudo zumbido. El sonido espantó a los pones, que
estuvieron a punto de arrollar a los bateadores que salían en ese momento del bosque.
Con el barullo, faltó poco para que los kenders escaparan corriendo a campo traviesa.
Pero los alcanzaron dos goblins que sostenían una red extendida entre sus monturas.
Los cazaron al vuelo, como a los pájaros; la jupak escapó de la mano del kender que
la había manejado y lanzó un último zumbido.
Toede, que presenciaba la cacería a cierta distancia, estuvo en un tris de caer de la
silla a causa de la excitación.
—¡Traedlos aquí! ¡Traedlos aquí! —Gritó bronco. Se acomodó de nuevo en la
silla de montar y se frotó las manos con gesto impaciente. Dirigió una mirada burlona
a Groag, quien movió la cabeza arriba y abajo bien que de mala gana, admitiendo el
triunfo de su señor.
Los dos guardias cabalgaron hacia Toede, con los kenders bamboleándose dentro
de la red que colgaba entre los ponis. Los perros seguían ladrando, mientras tiraban
de los traíllas y lazaban dentelladas a menos de un palmo de la red.
—Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? —Dijo Toede inclinándose. De pronto sus
ojos saltones se abrieron de par en par—. ¡Groag, mira a quién hemos echado el lazo!
El asistente se inclinó sobre la red e incluso él pareció quedar impresionado.
—Creo que… ¡Dioses! ¿Será posible?
—Lo es —ratificó Toede satisfecho—. ¡El cabecilla de los kenders! ¡Esto os
dejará impresionados a los otros Señores de los Dragones!
En efecto, era Kronin Thistleknot. Salvo por un cierto porte regio y el cabello
plateado, su aspecto era el de cualquier otro kender, aunque un poco más alto y

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robusto. Asimismo llevaba el doble de saquillos y ornamentos pegados a su esbelta
cintura. Su compañero era un kender más joven que al sonreír dejaba al descubierto
una mella en la dentadura y que estaba encantado de encontrarse en la poca corriente
situación de haber sido capturado por el gran Toede.
—Buenas tardes —saludó con naturalidad Kronin, mientras se mecía en la red—.
Un día estupendo para salir de caza.
—Estupendo, desde luego —respondió con sorna Toede—. Aunque, mi querido
Kronin, la verdadera caza aún no ha dado comienzo.
El Señor del Dragón echó una rápida mirada en derredor hasta que localizó el
ciervo abatido a unas cuantas docenas de pasos. Una ocurrencia hizo que sus ojos
centellearan.
—¡Traed ese animal aquí! —Ordenó.
Los dos goblins que habían matado al ciervo cabalgaron hacia él ahuyentando a
unos chacales y buharros que ya se habían concentrado en torno al animal muerto.
Los guardias lo agarraron por la cuerna y lo arrastraron hacia donde se encontraba
Toede.
—Soltadlos —dijo el Señor del Dragón señalando con gesto impaciente a los
prisioneros.
Los goblins que sujetaban la red la inclinaron hacia un lado y los dos pequeños
personajes cayeron al suelo. Se incorporaron y se limpiaron el polvo de sus ropas;
ambos vestían calzas rojas y túnicas blancas muy similares. Kronin se colocó bien el
chaleco de piel.
—Y ahora —continuó Toede, revelando poco a poco su plan— encadenadlos al
ciervo.
Los kenders intercambiaron una mirada de desconcierto en tanto que unos
guardias se apresuraban a obedecer la orden y encadenaban las finas muñecas de los
hombrecillos a la cuerna del animal, uno a cada lado. Los kenders alzaron los brazos
en un gesto interrogante; al hacerlo, levantaron la cabeza del ciervo muerto.
Toede dio una palmada.
—Bien, mis pequeñas chinches fastidiosas de orejas puntiagudas. Os daré ventaja.
—¿Ventaja? —Repitió Kronin.
—Eso es. Y cuando considere que os habéis alejado una distancia justa, soltaré la
jauría, os daré caza y os mataré. ¿Qué os parece mi idea?
Kronin esbozó una amplia sonrisa al comprender la intención del Señor del
Dragón.
—Oh, me encanta una buena competición —dijo alzando la vista hacia el goblin
que lo observaba con desprecio.
—¡Entonces eres un tipo con suerte! —Replicó Toede, que procuraba mantener
una actitud frívola como la del cabecilla kender—. Y, ahora, amigos míos, será mejor

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que os pongáis en marcha. No esperaré demasiado.
—Oh, eso no lo pongo en duda. Hasta la vista. —Kronin hizo una profunda
reverencia. El otro kender, que era un poco más pequeño de talla, hizo otro tanto, ya
que le parecía un gesto de lo más educado.
—¡Bah! ¡No os mostraréis tan fatuos y sabelotodos cuando haya acabado con
vosotros! —Bramó Toede.
Kronin hizo caso omiso del Señor del Dragón y se volvió hacia su joven colega.
—Vamos Talorin. Debemos ponernos en marcha.
El otro kender sonrió y empezó a pegar brincos de contento ante el juego que
daba comienzo.
—¡Sí, señor, mi soberano! ¡Oh, también a mí me entusiasma una buena
competición!
Los kenders echaron a andar arrastrando el cuerpo ensangrentado del ciervo, cuyo
tamaño superaba al de los dos hombrecillos juntos. Cruzaron el prado y al llegar a la
linde del bosque se volvieron y se despidieron de Toede con un gesto de la mano,
después desaparecieron entre los matorrales tirando con empeño del cadáver del
ciervo.
Toede tamborileó los dedos con impaciencia en el pomo de la silla. Galeón
relinchó y pateó el suelo, nervioso. Los perros tiraban de las traíllas. Los esclavos
miraban suplicantes a Toede ansiando que diera la orden de soltar a las bestias.
—Mmmm, no deberíamos esperar mucho más —dijo Groag con actitud algo
preocupada—. Los kenders son muy trapaceros y…
—¡Sé hasta cuándo podemos esperar! —Espetó Toede, que aguardó un poco más
para dejar claro quién mandaba. Pero, finalmente, también él se puso nervioso y
voceó—: ¡Soltad a los sabuesos!
Los perros salieron de estampida y los goblins galoparon en pos de ellos; los
jadeantes esclavos vigilados por dos soldados e la retaguardia, no tuvieron más
remedio que correr para alcanzar la cabeza del grupo.
Al borde del bosque, los perros frenaron la marcha y empezaron a olfatear el olor
del cadáver del ciervo con los ansiosos hocicos pegados al suelo, resoplando de vez
en cuando para librarse del polvo pegado a las narices. Tras unos momentos de
rastreo, uno de ellos salió disparado hacia la floresta seguido por los demás en medio
de escandalosos ladridos. La partida de caza fue tras ellos, los jinetes se vieron
obligados a agacharse sobre sus monturas para esquivar las ramas bajas muertas de
los abetos.

—¡Caray! —Exclamó Talorin a la vez que tiraba de la cadena con ambas manos
para arrastrar su parte del peso, con la que apenas podía—. ¡Estoy empezando a
sudar!

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Los dos kenders avanzaban despacio entre los enormes árboles en el sombrío y
silencioso interior del bosque, donde sólo algunos haces del sol que penetraban a
través del espeso dosel llegaban al suelo.
—¡Te está bien empleado! —Dijo Kronin mientras tiraba de su cadena
procurando no demostrar su esfuerzo, ya que, al fin y al cabo, era el cabecilla—.
Deberías hacer más ejercicio.
—¡Ooops! —Exclamó Talorin volviendo la cabeza—. ¡Creo que he oído a los
perros! —Hizo una pausa para escuchar—. Sí, sí, en efecto. ¿Sabéis una cosa, mi
soberano? Me parece que deberíamos apresurarnos más.
Kronin se detuvo y dejó caer la cabeza astada del ciervo en el mullido lecho de
agujas que alfombraba el suelo.
—Bueno, las ramas bajas frenarán un poco la marcha de los jinetes —dijo
señalando las ramas entrecruzada sobre sus cabezas, al tiempo que intentaba recobrar
el aliento—. Pero tienes razón, amigo mío —continuó mientras apoyaba un codo en
la parte superior de la cuerna del ciervo—. Aunque estoy seguro de que podríamos
hacer saltar esas dos cerraduras si dispusiéramos de tiempo. —Se quedó pensativo.
—¡Sin duda! —Se mostró de acuerdo Talorin mientras sacudía la cadena—. Sólo
que… —Vaciló un instante, dudoso de interrumpir las reflexiones de Kronin—. Sólo
que los perros se van acercando mientras nosotros hablamos…
Ningún kender debería encontrarse en esta situación —continuó Kronin con
actitud filosófica—. Es vergonzoso. Y desde luego, tal y como va el juego, no me
parece que sea muy justo.
—Cierto, cierto. Esos perros están cada vez más cerca, ¿no?
—Quizá deberíamos hacer algo con esos animales… —musitó Kronin.
—¡Sí, sí! ¡Una idea genial! —Se entusiasmó Talorin—. ¡Además se me ha
ocurrido algo! Sólo necesitamos una… ¡Oh, maldita sea! Nos hace falta una jupak
para llevarlo a cabo. —Frunció el ceño pensativo—. ¡Por supuesto! —Exclamó, y
chasqueó los dedos—. Cogeremos… Ah, no. Tampoco funcionará. Harían falta
cuatro kenders más…
Kronin puso los ojos en blanco en un gesto exasperado.
—¡Eh! Podríamos intentar… ¡Maldita sea! ¡Tampoco! ¡Hay demasiados árboles!
Bueno, supongo que siempre podríamos… ¡Demonios! Dudo que incluso un goblin
sea tan estúpido —Talorin se rascó la mejilla—. ¡Eh! ¿Y si…?
—No le des más vueltas, amigo mío —lo interrumpió por último Kronin. Se
escupió las manos, las frotó y agarró de nuevo la cadena—. Creo que ya tengo una
idea…

Toede y su séquito llevaban un rato cabalgando por el sombrío bosque. De hecho,


llevaban tanto tiempo que ordenó hacer un alto. Los esclavos se desplomaron en el

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suelo para recobrar el aliento. Toede se frotó la mofletuda mejilla.
—Da la impresión de que volvemos una y otra vez al mismo punto —dijo,
mientras la verdad se abría paso lentamente en su cerebro.
—Sí, eso es lo que parece —se mostró de acuerdo Groag cansado de la larga
persecución—. Aparentemente, los kenders arrastran el ciervo muerto en un círculo.
Los ojos rosas de Toede se ensombrecieron y adquirieron un tono rojizo.
—¡Con que ésas tenemos! Kronin piensa que me la puede jugar, ¿no? ¡Ya lo
veremos! ¡Atad a los perros!
Los esclavos, que apenas habían descansado, se incorporaron con un gemido.
Cuando los perros estuvieron sujetos a las traíllas, la partida de caza, siguiendo la
orden de Toede, avanzó más despacio, rastreando de un modo más metódico. El
Señor del dragón hizo que varios sabuesos fueran por la parte interior del círculo
trazado por los kenders, con la esperanza de descubrir el punto donde Kronin y
Talorin se habían desviado. Y, en efecto, poco después, los perros que bordeaban el
círculo empezaron a lanzar furiosos ladridos y a gruñir mientras tiraban de las traíllas.
—¿Lo ves? —Exclamó Toede con maligna satisfacción—. Lo único que han
conseguido es retrasar su fin, y, he de añadir, que no por mucho tiempo. —Se volvió
hacia los esclavos—. ¡Soltadlos!
Los esclavos estaban más que contentos de obedecer la orden. Los perros, una vez
libres, salieron disparados hacia el interior del bosque siguiendo el nuevo rastro. En
su carrera espantaron a varios faisanes y otras aves que levantaron el vuelo.
—¡Oh, jamás lo había pasado tan bien! —Declaró Toede, regocijado, mientras
cabalgaba en pos de los perros. Las pezuñas de Galeón levantaban pegotes de tierra
—. ¡Deberíamos cazar kenders más a menudo!
—Sí, mi señor —respondió Groag sin demasiada convicción. Sus elegantes
vestiduras ondeaban en el aire, y su mayor preocupación era no salir despedido de la
silla de montar.

—¡Ooops! ¡Otra vez los oigo! —dijo Talorin. Él y Kronin se habían sentado en
unas rocas junto a un cantarín arroyo que serpenteaba entre los árboles. Kronin
manipulaba la cerradura de la cadena con una horquilla y asintió con gesto distraído.
—Tienes razón. Creo que han descubierto nuestra treta.
Talorin apoyó el rostro en la palma de la mano y suspiró.
Caray, detesto estar encadenado. De verdad.
—Tampoco a mí me divierte —comentó Kronin. Se incorporó y escuchó atento
los ladridos—. Vaya, arman un buen escándalo ¿no? Confieso que me alegro de no
tener que hacer esto todos los días.
—Parece que ponen demasiado… ¿Cómo lo diría?
—¿Entusiasmo?

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—Sí, eso es, ¡entusiasmo! Mal asunto para nosotros, ¿no?
—Es posible. Quizá deberíamos correr otra vez en círculo.
—Para seros franco, ya me he aburrido de hacer eso.
—¡Vaya! ¡Ya empezamos con las pegas! —Rezongó Kronin—. Muy bien. Tendré
que discurrir otra idea.
Con los ladridos como música de fondo cada vez más próxima, Kronin dedicó un
momento a la reflexión. Frunció el entrecejo y se frotó la mejilla. Miró en derredor.
—Eh…, ¿no podíais pensar un poco más deprisa, mi señor?
—¡Lo tengo! —Exclamó Kronin con los ojos relucientes. Se sentó y empezó a
desatar los lazos de sus zapatos—. Rápido, haz lo mismo —urgió.
Talorin lo miró desconcertado.
—¿Qué demonios…?
—Y también tendrás que subirte las polainas —instruyó Kronin mientras
enrollaba las suyas.
Talorin soltó un suspiro. Despacio, alzó un pie, lo apoyó en la huesuda rodilla de
la otra pierna y empezó a quitarse el zapato.
—Bueno, parece que al menos los perros lo van a pasar bien —rezongó con gesto
taciturno.

Los sabuesos olisquearon excitados el punto donde los dos kenders habían estado
sentados, pero pronto gruñeron frustrados pues de nuevo habían perdido el rastro.
Buscaron enfebrecidos por la orilla cuajada de helecho, dando un susto de muerte a
una rana que saltó al agua.
—Al parecer, mi señor, los kenders se han metido en el arroyo y avanzan por la
corriente —comentó Groag, que se removió desasosegado en la silla. Deseaba
fervientemente regresar a la mansión—. No hay modo de saber qué dirección han
tomado.
—¿No? ¿Crees que voy a dejar que Kronin sea el vencedor de este jueguecito? —
Bramó Toede.
—Intento ser práctico —contestó el asistente a la vez que se daba unos masajes
en el trasero—. Debisteis matarlos cuando los teníais en vuestras manos.
—¡Bah! ¡Te das por vencido muy pronto! —El Señor del Dragón se volvió hacia
los otros miembros del séquito—. ¡Registrad a fondo la orilla!
La partida de caza se separó y cubrió ambos lados del arroyo hacia arriba y hacia
abajo. Toede, más impaciente por momentos, aguardó junto a Groag. Sus dedos
tamborileaban nerviosos en le pomo de la silla. Galeón aprovechó el alto para beber
agua fresca y cristalina.
—Lo veremos… —musitó entre dientes Toede—. Lo veremos…
Poco después los perros que habían seguido corriente arriba por la orilla opuesta,

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empezaron a ladrar enfurecidos. Un goblin hizo sonar el cuerno.
—¡Ajá! ¿Y ahora qué tienes que decir, Groag? —Gritó Toede mientras azuzaba a
Galeón para que cruzara el arroyo. Se echó sobre el cuello de la montura para
esquivar unas ramas bajas—. ¡Kronin no es tan listo como él y tú creéis!
El exhausto Groag, que se había quedado en la retaguardia del grupo, no
respondió. Estaba furioso porque una rama le había rasgado la manga de su elegante
túnica.

—Oh, oh. ¿Oís lo mismo que yo? —Preguntó Talorin.


Los dos kenders arrastraban el engorroso peso del ciervo empapado. Hicieron un
alto para escuchar. Talorin aprovechó para recostarse contra un áspero tronco y fue
resbalando hasta sentarse en el suelo.
—Por los dioses. Esos tipos son persistentes —rezongó Kronin.
—Mi pobre muñeca se ha empezado a pelar —protestó Talorin—. Y estoy
cansado y hambriento…
—Vaya, vaya, qué muchacho tan gruñón. ¿Cómo crees que me siento yo? ¿Acaso
existe un castigo peor para un kender que estar encadenado a otro kender?
Talorin, que no había prestado atención a las palabras de su superior, chasqueó los
dedos.
—¡Eh, tengo una idea! —Exclamó.
Kronin le dedicó una mirada escéptica.
—¡La tengo, de verdad! ¡Y es buena!
—¿Vamos a necesitar algo especial para llevar ésta a cabo?
—No, no. ¡Sólo un poco de esfuerzo muscular! —Talorin empezó a dar brincos
de contento. Su faz denotaba una gran ansiedad.
—Bueno, eso es mucho pedir. Mi idea sólo requiere…, eh…, mmmm… No. Nos
haría falta sebo para ponerla en práctica.
—¿Lo veis? Estamos en un aprieto. ¡Por favor, dejadme que os explique mi idea!
¡Por favor, por favor, por favor…!
—¡Vale, de acuerdo! —Aceptó Kronin, mientras se llevaba las manos a las orejas
—. Pero baja la voz. Están muy cerca.
Talorin se frotó las manos sin caber en sí de gozo. Se acercó al oído de Kronin y
susurró:
—¡Esto va a sorprender a ese goblin zopenco!

—¡Por fin! —Dijo Groag mientras se limpiaba el sudor de la frente con un


pañuelo y alzaba al vista a las ramas altas de un abeto enorme—. Ya los tenemos
acorralados.

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—Eso parece —musitó Toede, tras frotarse la fláccida mejilla. Frunció el
entrecejo y el gesto le otorgó una expresión grotesca a su rostro—. Aunque, pero
mucho que lo intento, no atisbo a nadie allá arriba.
Todos los guardias alzaron la vista con gesto estúpido y se rascaron la cabeza. Los
perros, que habían conducido al grupo al pie del árbol, brincaban para subir por el
tronco y volvían a resbalar hasta el suelo, si bien uno de ellos se las había arreglado
para encaramarse de un salto a una rama baja y ahora estaba erguido sobre las patas
traseras y lanzaba furiosos ladridos.
—Sí, es cierto. Tampoco yo los veo —dijo Groag—. ¿Pueden volar los kenders?
La sugerencia del asistente hizo sonreír a su señor.
—¿Volar, Groag? ¡Ja! ¿Volar, dijiste? ¿Es ésa tu teoría?
—Bueno, no… Sólo conjeturaba…
—¿Es que no te das cuenta de lo que han hecho?
—Eh…
—¡Y te crees muy listo! —Toede señaló con su grueso índice las sólidas ramas
que crecían en el tronco—. ¡Es evidente! Treparon un trecho y después se pasaron a
la rama de otro árbol, descendieron y… —Toede se volvió hacia el grupo—.
¡Desplegaos todos!
Los miembros de la partida de caza se abrieron en abanico desde el árbol. Toede,
más seguro de sí mismo que nunca, aguardó junto a Groag. De tanto en tanto dirigía
una mirada burlona a su presuntuoso ayudante. Como era de esperar, al cabo de un
momento uno de los perros empezó a ladrar al pie de un árbol cercano.
—¡Oh, cómo me gusta esto! —Gritó Toede mientras azuzaba a su montura en pos
de la jauría—. ¡Le vamos a dar una lección a Kronin!
—Estoy seguro, mi señor —suspiró Groag, desanimado al ver que otra rama le
hacía un segundo desgarrón en la túnica.

—¡Maldición! ¡Casi lo consigo! —Exclamó Kronin, agachado de cuclillas


delante de una gran cueva que había al pie de la ladera de una colina pedregosa. Su
muñeca, enrojecida, estaba libre del grillete, y ahora estaba trabajando en el de
Talorin. Desde su posición junto a la boca de la cueva, los kenders tenían una buena
panorámica del amplio claro, rodeado por el bosque.
—¿No podéis daros más prisa, mi señor? —Preguntó Talorin, que estaba sentado
sobre el ciervo muerto—. Esos perros están ya muy cerca.
—Tienes razón. —Kronin se incorporó y se quedó pensativo—. ¡Oye! ¿Por qué
no nos separamos? ¡Eso los confundiría!
—¿Qué? ¿Y arrastrar yo sólo este pesado animal?
El semblante de Kronin ponía de manifiesto que no le parecía tan mala idea.
—Podrías ocultarte en esta cueva…

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—¡Señor!
—Mmmm. No, supongo que no. —Pero no parecía muy convencido.
—Quizá se os ocurriría algo mejor si imagináis que todavía estáis sujeto al ciervo
con la cadena.
—Puede que tengas razón —admitió Kronin—. Supongamos que estoy atado aún.
Mmmm…
Y mientras el kender reflexionaba, los ladridos de los perros se oyeron más
cercanos.
Talorin carraspeó para aclararse la garganta y, alzando la mano, hizo repicar la
cadena.
—Eh…, con todos los respetos, quizá deberíais intentar otra vez abrir la
cerradura.
Ni que decir tiene que Talorin podía abrirla, pero Kronin era más hábil y, además,
era el cabecilla.
—Sí, quizás —admitió Kronin con aire abstraído, mientras cogía la muñeca de
Talorin—. Pero no puedo forzar cerraduras y pensar el mismo tiempo.
—Eso no importa. Yo pensaré por los dos. De hecho, se me ha ocurrido otra idea.
¿Por qué no…? ¡Sapos y culebras! Eso ya lo hemos intentado. O, tal vez…
Los ladridos sonaban cada vez más cerca; por añadidura, se oía también el
retumbar de los cascos de los ponis, así como los gritos broncos de Toede que
voceaba órdenes.
—Están demasiado cerca para mi gusto —dijo Kronin, sin dejar de hurgar en la
cerradura.
Talorin, sentado todavía en el ciervo, estrechó los ojos en un gesto de profunda
reflexión. De vez en cuando su rostro se iluminaba, pero enseguida sacudía la cabeza
y volvía a su actitud meditabunda.
—¡Bueno, se acabó! —Anunció por último al tiempo que se daba una palmada en
el muslo con la mano libre—. ¡Me he quedado sin ideas!
De repente, Kronin dejó de manipular la cerradura y estiró las orejas.
—Dime, ¿no has oído algo?
—¿Que si he oído algo? —Repitió Talorin, que estaba muy entretenido en recoger
guijarros y los inspeccionaba para ver si alguno, por casualidad era una gema—. Sí,
pero pensé que era el ruido que hacíais al hurgar la cerradura.
—No, no… —Kronin escuchó con más atención. Se volvió hacia la cueva que
había a sus espaldas—. Creo que viene de ahí dentro.
Talorin tiró los guijarros y giró al cabeza hacia la gruta. Se inclinó hacia adelante
y prestó atención.
—¡Tenéis razón! Mmmmm… ¡Caray!, ¡vaya manera de mascar, sea quien sea!
Los dos kenders intercambiaron una fugaz mirada. Luego, la comprensión

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iluminó sus ojos. Kronin reanudó las manipulaciones en la cerradura más deprisa.
Talorin brincaba de excitación.
—¡Estate quieto ¿quieres?! —Protestó Kronin.
—¡Oh, esto se está poniendo interesante!

Los perros llegaron poco después a la cueva y ladraron furiosos frente a la oscura
boca, pero no penetraban en ella.
—¡Por fin! —Gritó Toede, tiró de las riendas de Galeón y frenó detrás de la jauría
—. ¡Están atrapados!
—Eso espero, señor —gruñó Groag.
—Os, están ahí, no lo dudes —sentenció Toede. Tendió la mano pidiendo su arco
y las flechas.
—Sí, pero antes también parecía que…
—¡Vamos, vamos! ¡Date prisa! —Chilló Toede, mientras chasqueaba los dedos
con impaciencia. Groag le entregó las armas.
—Hasta ahora han sido muy escurridizos…
—¡Oh, sí, muy escurridizos! —Dijo Toede, tras encajar la flecha en el arco—.
Pero mira dónde los ha llevado su astucia. ¡Están perdidos!
—Aún así, mi señor, yo procedería con cautela…
—¡Bah! Lo que pasa es que te molesta ver que aventajo en ingenio a los kenders
—replicó el Señor del Dragón dando la espalda a Groag y escudriñando con ansiedad
el oscuro interior de la cueva.
—Os equivocáis, mi señor. —Groag desmontó del poni con movimientos
agarrotados—. Nada me complacería más que los vencierais. Pero…
Basta de «peros» —ordenó Toede volviéndose hacia su asistente—. Limítate a
seguir mis instrucciones. Quédate entre los árboles cuidando las monturas y la jauría.
Te dejaré a los esclavos y a dos guardias. Si Kronin y ese otro pájaro de cuenta de
orejas picudas se nos escabullen, ¡mátalos de inmediato! ¿Entendido?
—Sí, mi señor —respondió Groag, agradeciendo el tener por fin un respiro.
—¡El resto de vosotros, seguidme!
Mientras cuatro de los goblins desmontaban, Groag retrocedió por el claro hasta
los árboles, seguido por los esclavos, los perros, los ponis y los dos guardias.
Toede oteó de nuevo la cueva, esta vez con más precaución. Las palabras de su
asistente lo habían inquietado.
—Condenado Groag —rezongó entre dientes—. ¡Siempre tiene que estropearme
la diversión! ¡Bueno, pues esta vez no lo conseguirá!
Con el arco y la flecha preparados, Toede avanzó sigiloso hacia la cueva, seguido
de cerca por sus guardias. Poco después desaparecían en la oscuridad.
Transcurrieron unos segundos sin que ocurriera nada, salvo que los perros no

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cesaban de ladrar y tirar de las traíllas, a la vez que arrastraban a los agotados
esclavos hacia el claro. Groag se sentó al pie de un árbol. Rozó con la punta de los
dedos los desgarrones de su vestimenta y suspiró.
De pronto, varios gritos prolongados de goblins resonaron en la cueva. Los ecos
no se habían apagado cuando Toede y sus cuatro guardias personales, que chillaban
como cuerdos con toda la fuerza de sus pulmones, salieron a todo correr de la cueva,
tan deprisa como se lo permitían sus pesadas armaduras.
—Mi señor, ¿qué ocurre? —Gritó Groag, tras ponerse en pie de un salto.
Pronto tuvo la respuesta. Por la boca de la gruta emergió la inmensa, furiosa
cabeza de un reptil. Justo en medio de los humeantes ollares llevaba clavada la
patética flecha de Toede. A la cabeza le siguió un cuello largo, grueso y serpentino
que se deslizó hacia fuera hasta que el corpachón de un dragón inmenso salió al
exterior.
—¡Atacad! ¡Atacaaaaad! —Chilló Toede agitando las manos en el aire, mientras
corría por el claro, con sus guardias personales pisándole los talones.
Entretanto, los perros se habían dado media vuelta y tiraban de las traíllas en
dirección contraria, aullando y arrastrando tras de sí a algunos esclavos hacia el
interior del bosque. El dragón se sentó sobre sus cuartos traseros frente a la cueva; la
cabeza sobrepasaba la altura de los árboles del entorno y sus alas extendidas
semejaban las velas de un barco. Alrededor de la gruesa pata delantera, como si
fueran un brazalete y un talismán, estaban la cadena y el ciervo muerto.
—¡Atacaaaad! —Chilló de nuevo Toede, sin frenar la carrera hacia los árboles.
Los dos goblins que se habían quedado con Groag dieron un paso vacilante al
frente, con sus pequeños ojos porcinos desencajados por el terror y las lanzas
temblándoles en las manos.
—¡Matadlo! ¡Matadlo! —Aulló Groag—. ¡Proteged a vuestro señor!
Los dos soldados parecían más inclinados a dar media vuelta y salir huyendo,
pero Groag los empujaba en sentido contrario. Toede, por su parte, agarraba a los
otros dos soldados por los brazos e intentaba frenarlos y darles medio vuelta.
—¿Dónde vais, cobardes? ¡Deteneos! ¡Deteneos!
Pero la mayoría de los guardias, perros y esclavos, con Galeón a la cabeza, habían
penetrado en el bosque y se habían desperdigado en todas direcciones.
El dragón no apartaba la mirada del Señor del Dragón que, dando brincos y
bramando órdenes a los dos guardias que quedaban, se encontraba al borde del claro.
Groag estaba paralizado, como si hubiese echado raíces.
—¡Matadlo! ¡Estúpidos! ¿A qué esperáis? —Chillaba Toede.
Por fin el furioso dragón, harto del gritería, abrió la inmensa bocaza, enrolló la
lengua entre las fauces y soltó un chisporroteante chorro de fuego que alcanzó a
Toede en uno de sus brincos. Las llamas pasaron justo por encima de las cabezas de

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los dos guardias que retrocedían sobre sus pasos. Arrojando las lanzas, los soldados
se dieron a la fuga en direcciones opuestas.
El rugido de las llamas del dragón eran tan ensordecedor que apagó los aullidos
de Toede.
Groag, situado a escosas pesos de su señor, no pudo hacer otra cosa que
contemplar horrorizado la escena, mientras sus ropajes se chamuscaban por el calor.
Cuando, tras lo que pareció una eternidad, las llamas cesaron, descubrió que todo
cuanto quedaba de su señor era una armadura al rojo vivo, parcialmente derretida.
El dragón soltó un rugido triunfante, tan potente que desprendió una lluvia de
agujas de los abetos próximos. Después, valiéndose de la garra delantera, el dragón se
arrancó la irritante flecha hincada entre las ventanas de la nariz. Acto seguido se dio
media vuelta y reptó despacio hacia el interior de la cueva. El cuerpo del ciervo y la
cadena desaparecieron con él, seguidos de la larga y espinosa cola del monstruo.
Sobrevino un profundo silencio. Groag, cuya cabeza y hombros estaban cubiertos
de agujas de abeto, se encontraba solo, mirando aturdido el punto donde sólo
momentos antes Toede brincaba y despotricaba. Al cabo de unos segundos, el goblin
fue capaz de mover por fin las piernas un poco. Iba a internarse en la espesura cuando
oyó un ruido extraño, una especie de risita aguda y chirriante. Se detuvo y miró en
derredor para localizar de dónde procedía el sonido.
En lo alto de la pedregosa ladera, justo encima de la boca de la cueva, vio
encaramados a dos pequeños personajes. Reían con tantas ganas que yacían panza
arriba y se sujetaban el estómago…

—Y ésta, más o menos, fue la historia narrada en la taberna y que después se


repitió una y otra vez por todo Krynn.
Cuando el encapuchado forastero acabó de hablar, los otros parroquianos lo
miraron primero a él y luego a Talorin, que esbozaba una sonrisa orgullosa que le
llegaba de oreja a oreja.
—Los kenders pueden entrar a hurtadillas en la guarida de cualquier dragón
dormido —comenzó innecesariamente.
El viejo Romo se rascó la cabeza.
—Vaya, que me… —No finalizó el juramente—. Así que es verdad lo de Kronin.
Otro parroquiano, el larguirucho humano, palmeó la espalda del ufano kender.
—Y ahora, amable forastero —continuó Talorin con efusividad—, quizá queráis
expresar vuestra gratitud por haber sido liberado. Estaré encantado de transmitir
vuestras palabras al gran Kronin en persona.
—¿Gratitud? —Gruñó el desconocido—. ¿Gratitud? ¿Por haberme liberado?
—Desde luego. Todo el mundo sabe que Fewmaster Toede era un tirano y desde
aquel día…

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—Desde aquel día —lo atajó el encapuchado—, he sido libre, no cabe duda. Pero
libre, ¿para qué? ¿Para vahar por el continente sin rumbo fijo? ¿Para pasar hambre?
¿Para no tener un techo bajo el que resguardarme? ¿Gratitud, dices? ¡Mira! ¡Así es
como te doy las gracias!
El forastero se despojó de la capucha. El antaño elegante, altanero y bien
alimentado asistente del Señor del Dragón era ahora un goblin flaco, demacrado y
vestido con andrajos.
—¡Groag! —Exclamó el kender, tras incorporarse por la sorpresa.
Y antes de que nadie saliera de su asombro, el enloquecido goblin sacó de debajo
de la mesa una oxidada hacha de doble hoja que blandió sobre su cabeza con gran
velocidad. El arma descendió en el mismo instante en que el ebrio kender saltaba a un
lado; la silla en la que estaba sentado se partió en dos al recibir el hachazo. Todos los
que rodeaban la mesa se apartaron de un brinco y tiraron las sillas patas arriba.
—¡No te muevas! —Chilló el encolerizado goblin, al tiempo que se ponía de pie
y alzaba de nuevo el hacha—. ¡Quiero mostrarte cuán condenadamente agradecido
estoy!
—¡Quizás en otro momento! —Gritó Talorin, que salió disparado hacia la puerta.
Groag corrió tras él mientras propinaba hachazos a diestro y siniestro y hacía
añicos toda una fila de jarras de peltre que había sobre el mostrador.
—¡Ooops! —Exclamó Talorin—. ¡Creo que es hora de que me marche! —Y, sin
más, saltó por la ventana al exterior—. ¡Hasta la vista! ¡Le transmitiré a Kronin tu
saludo! —Se oyó gritar mientras se internaba en el bosque.
—¡Vuelve aquí! —Bramó Groag, mientras sostenía el hacha en alto y Salía
disparado por la puerta de la taberna—. ¡Vuelve y deja que te dé las gracias a ti y a
toda tu entrometida raza!
Los otros parroquianos, que se habían arrimado a las paredes circulares del tronco
para ponerse a salvo, se miraron unos a otros sin salir de su asombro. Después, el
elfo, a quien un tic nervioso le hacía guiñar un ojo, estalló en carcajadas. Su rostro se
congestionó por el alborozo. Otros se unieron a su regocijo y, muy pronto, todos los
presentes se retorcían de risa.
—Bueno, ¿qué os ha parecido? —Dijo el elfo, tras limpiarse los humedecidos
ojos azules mientras regresaba a su silla—. Hay gente que no sabe cómo mostrar su
gratitud.
Todos los presentes se reían de buena gana y sacudían las cabezas con gesto
divertido en tanto volvían a sus mesas para seguir bebiendo.
Es decir, todos, salvo el viejo Romo, quien se limitó a suspirar hondo y regresó
tras el mostrador para limpiarlo de los fragmentos de las jarras destrozadas. De
nuevo, como había supuesto que ocurriría, un kender se había largado sin pagar la
cuenta.

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Conceptos de honor
Richard A. Knaak

El pueblo se llamaba Cabo del Dragón. Era un nombre muy ostentoso para un
asentamiento tan insignificante, localizado en la punta de una península, al nordeste
de Kornen. Aldea Pesquera habría sido más apropiado. Todos los que habitaban en
Cabo del Dragón estaban relacionados de un modo y otro con la actividad de la
pesca. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes.
Eran escasos los habitantes en ese rincón de Krynn; unos cuantos comerciantes,
algún trotamundos, incluso un clérigo secundario de vez en cuando. Por tanto, la
aparición de un Caballero de Solamnia debería de haber sido suficiente para que hasta
el último lugareño hubiese levantado la cabeza de sus quehaceres para contemplar su
paso con asombro. Al menos, eso era lo que Torbin había supuesto. Sin embargo, los
habitantes de la aldea se limitaron a mirarlo con desconfianza y luego desaparecieron
en el interior de sus respectivas casas. Parecían estar más asustados que sorprendidos.
Los pocos que no se escabulleron lo observaron con los ojos entrecerrados y una
expresión codiciosa. La fortuna personal del caballero era escasa, pero a aquellos
pobres diablos debía de parecerles el tesoro de un rey. La mano de Torbin fue hacia la
empuñadura de la espada y permaneció allí el tiempo suficiente para advertir a los
posibles camorristas. Su mensaje dio en el blanco con la precisión de un flecha, y, al
cabo de un instante, se encontraba a solas en medio del pueblo que venía a proteger.
El caballero era joven y estaba deseoso de probar su valía al mundo. Quería
alcanzar renombre, ganarse el respeto de los superiores de su orden y la admiración
de la gente corriente. En resumen —aunque no lo admitiera en su fuero interno y
menos aún ante nadie—, ansiaba convertirse en un héroe.
La mayoría de sus compañeros había preferido dirigirse al sur, hacia regiones más
populosas. Lucharían contra unos cuantos bandidos, mirarían con arrogancia a unos
pocos labriegos y regresarían alardeando de sus esforzados actos. Torbin quería
mucho más que eso. Quería un verdadero reto, un adversario digno. Por ellos había
elegido encaminarse hacia Kornen y después hasta el extremo de la península, cerca
de las tierra habitadas por los minotauros, aquellos seres salvajes, medio hombre,
medio bestias, que se regían por su propio código de honor.
Un aparcero, que se trasladaba a las tierras más hospitalarias del suroeste, le había
hablado acerca de un pueblo sobre el que se cernía la espantosa amenaza de una
numerosa partida de minotauros. Los hombres-toro merodeaban por los bosques y
avanzaban a lo largo de la costa. Era de esperar que, en cualquier momento,
invadirían la indefensa población.

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Torbin sospechaba que el aparcero exageraba para dar más interés a su historia, y
las preguntas que le hizo a continuación lo convencieron de que suposición era
acertada. La numerosa partida se redujo a un solo minotauro, y los salvajes atropellos
a los rumores de unos cuantos incidentes poco probables. La situación parecía ideal
para sus propósitos.
Dos semanas más tarde, el liberador de Cabo del Dragón llegaba a su punto de
destino.
El aire estaba cargado de olor a pescado.
Tres hombres, algo mejor vestidos que el resto, lo recibieron en el centro del
pueblo. A juzgar por su constante porfía sobre quién de ellos debía hablar —por lo
visto, ninguno de los tres quería tener tal honor—, Torbin dedujo que eran miembros
del equipo gubernamental local. De hecho, resultaron ser el alcalde, el jefe de la
cofradía de pescadores y el recaudador de impuestos. Torbin decidió por ellos al
dirigir su caballo hacia el alcalde. El hombre parecía estar al borde del desmayo, pero
se las arregló para balbucear un saludo. El caballero se quitó el yelmo y saludó a su
vez.
Los tres personajes parecieron un poco desilusionados por su apariencia juvenil.
El rostro de Torbin, pulcramente afeitado, tenía unos rasgos apuestos, si bien la nariz
era algo aguileña. Sus ojos, de un color azul claro, parecían acentuar aún más su
inexperiencia. Su pelo, castaño, contrastaba con los cabellos rubios que
predominaban en ese pueblo. El recaudador de impuestos, un hombre que inspiraba
poco afecto entre sus convecinos y miraba a todos con gesto altanero, contempló
ahora al recién llegado con evidente desdén. Los otros lo reconvinieron con un
codazo.
—Me llamo Torbin. Estoy de paso y sólo busco un lugar donde pernoctar antes de
proseguir mi viaje. —Había decidido mantener en secreto sus intenciones por el
momento y comprobar la exactitud de su información.
El alcalde, un hombre calvo y rechoncho que respondía al absurdo nombre de
Hallard Verraco Rompiente, parecía muy alterado.
—¿Entonces no vienes a salvarnos de los minotauros? —Preguntó.
—¿Minotauros? —El caballero se puso tenso—. Recuerdo vagamente haber oído
comentar que las islas de los hombres-toro están cerca, en el Mar Sangriento de Istar,
¿correcto? —Aguardó a que los tres hombres hicieran un gesto de asentimiento—.
Desconocía vuestra situación apurada. ¿Cuántos son? ¿A qué distancia están?
Por lo que le contaron los tres hombres, descubrió que, en efecto, había sólo una
de esas criaturas, si bien al principio había llegado en un bote junto a varias más. El
resto se había marchado de inmediato de regreso a su tierra, sin duda para planear la
estrategia de más batallas. El minotauro que se había quedado atrás se había instalado
en alguna parte de la costa, si bien con sus cálculos imprecisos la localización exacta

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podía encontrarse a una distancia comprendida entre una hora y un día de cabalgada.
En lo único en que los tres estaban de acuerdo es que este minotauro era una
avanzadilla del ejército invasor. Aquellos con el suficiente valor para espiar a la
criatura habían informado que se sentaba todos los días en el mismo lugar y se
dedicaba a cortar estacas afiladas y a dirigir miradas expectantes al mar.
En la mente del joven caballero empezó a tomar forma una imagen grandiosa. Se
veía a sí mismo erguido junto al cuerpo destripado del horrible minotauro, hincada en
la punta de su espada la cabeza decapitada de la bestia. No cabía esperar mejor trofeo
que aquél. Ni por un momento se le ocurrió pensar que la escena fuera a la inversa.
Al fin y al cabo, era un Caballero de Solamnia.
Adoptando un aire tan circunspecto como le era posible, movió la cabeza arriba y
abajo.
—Muy bien. Al amanecer saldré a caballo y ajustaré las cuentas a ese minotauro.
Antes de que anochezca, estaré de regreso con su cabeza. Tenéis mi palabra.
Aunque resultaba evidente el escepticismo de los tres hombres, le dieron las
gracias. Si tenía éxito en su empresa, se sentirían satisfechos de agasajarlo con una
fiesta. Se fracasaba, no se encontrarían en peor situación de la que tendrían si el
caballero no hubiera aparecido por el pueblo.
A petición de Torbin, le buscaron un lugar donde pasar la noche. También le
sirvieron una de las mejores cenas que la cocinera de la posada había preparado
nunca, aunque el caballero, poco aficionado al pescado, no alcanzó a comprender el
esfuerzo realizado por la mujer. A decir verdad, Torbin tuvo que esforzarse para que
el asqueroso pescado le pasara por la garganta. El caballero también ignoraba que la
cocinera se había esmerado tanto por estar convencida de que este joven iba a morir y
merecía disfrutar de una última comida buena.
Torbin no hizo ni el menor intento de entablar conversación con los que entraron
y salieron de este patético remedo de posada. Los pocos que permanecieron durante
un rato en el establecimiento se limitaron a mirar en su dirección con aquella
expresión ávida en los ojos. El caballero se encontró deseando que llegara el
amanecer.
Se acostó en lo que guardaba una mínima semejanza con una lecho —un jergón
plagado de chinches sobre unos maderos— y acabó por hundirse en el sueño a
despecho de sus numerosas y diminutas compañeras de cama. En sus sueños halló
por fin el placer ensartando a su infortunado enemigo de mil maneras distintas, cada
una de ellas más audaz y hábil que la anterior.

Torbin cabalgaba despacio con la esperanza de no alertar al minotauro. Las


huellas que había encontrado eran recientes y denotaban la corpulencia de la bestia.
Sintió acelerársele el pulso. Conforme a las leyendas, los minotauros eran guerreros

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experimentados y, a su modo, tan diestros como los Caballeros de Solamnia. También
tenían su propio código de honor, del que hablaban con gran respeto los caballeros
más veteranos.
Durante un rato se vio forzado a cabalgar entre los árboles por una senda que, en
el mejor de los casos, podía calificarse como extravagante. Zigzagueaba de manera
continua e incluso hubo un momento en el que el caballero se encontró dirigiéndose
en la misma dirección de la que había venido. De improviso viró hacia la costa y la
condujo a una zona despejada y arenosa.
Aprovechando la curvatura natural del terreno para pasar inadvertido, Torbin
aprestó su espada y escudo e hizo retroceder a su montura, a fin de darle más espacio
para ganar velocidad antes de enfrentarse al minotauro. Una sonrisa distendió su
semblante. Aspiró hondo mientras hacía un rápido reposo mental en busca de algún
detalle que hubiera pasado por alto, y después espoleó al corcel.
El caballo de batalla ganó velocidad con rapidez mientras cubría la distancia que
separaba a Torbin del minotauro. El caballero vio que su adversario se incorporaba de
inmediato al oír el ruido y se volvía hacia él con rapidez. El minotauro estaba
desarmado, pero tenía a mano un número considerable de estacas. El hombre-toro
podía coger una mucho antes de que Torin estuviera lo bastante cerca para descargar
su golpe.
A pesar de ello, el minotauro no hizo movimiento alguno de aproximación a las
estacas. La firme decisión del caballero dio paso a un indignado desconcierto. Jamás
había arremetido contra un enemigo desarmado. Iba contra todo cuanto consideraba
honorable, aun en el caso de combatir con una criatura como el minotauro.
Pronto lo tendría a su alcance. El hombre-toro seguía sin hacer intención de coger
un arma y, de hecho, parecía dispuesto a morir. El joven caballero barbotó una
maldición y propinó un brusco tirón a las riendas de su caballo en un intento
desesperado de esquivar a la criatura y no arrollarla. Ni siquiera se le pasó por la
cabeza que un minotauro pudiera sobrevivir al impacto de un caballo de guerra
entrenado si la víctima no tenía intención de defenderse.
Por fin logró desviar a su montura. Durante unos segundos, jinete y corcel giraron
alocadamente en círculo mientras el caballo se esforzaba por recobrar la estabilidad.
Torbin soltó la espada para evitar que las riendas se le escaparan de las manos. El
caballo relinchó y luego perdió velocidad. El caballero consiguió recuperar el
equilibrio y frenó a su montura. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que había
perdido su arma.
Dio media vuelta y su mirada se encontró con la del minotauro. La inmensa
criatura caminó tranquila hacia la espada y la recogió. Luego la giró de manera que la
empuñadura apuntaba hacia Torbin y se la entregó. El caballero parpadeó; después
aceptó el arma. El minotauro regresó a su tarea de afilar estacas y dirigió una vez más

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la vista hacia el Mar Sangriento mientras trabajaba.
Torbin hizo que su caballo avanzara de modo que se interpusiera en el campo de
visión del hombre-toro.
—¿Es que no piensas luchar? ¡Tenía entendido que los minotauros eran guerreros
feroces y arrojados, no cobardes!
Los ollares del hombre-toro se estremecieron, pero no hizo el menor gesto de
atacar; puso a un lado la estaca terminada y cogió otra. Torbin estaba encolerizado.
¿Cómo iba a demostrar su valía si su enemigo rehusaba combatir? Su sentido del
honor le impedía agredir a un oponente que se negaba a presentar batalla.
El minotauro eligió aquel preciso momento para hablar. Su voz era profunda y
resonante como el trueno.
—Preferiría charlar que luchar con un Caballero de Solamnia, que tan lejos se
encuentra de su patria. Por favor, acércate.
Pasaron unos segundos antes de que el sentido de las frases se abriera paso en la
mente de Torbin, que miró al minotauro de hito en hito. Con aquellas primeras
palabras, el minotauro adquirió la categoría de persona, no la clase de bestia que tanta
gente, entre la que se contaba Torbin, consideraba a los miembros de esta raza. Torbin
aceptó la invitación sin parar mientes. Hasta que no hubo desmontado y enfundado la
espada, no se le ocurrió que el minotauro había tenido varias ocasiones para
atravesarlo con su propia arma.
—Siéntate aquí —indicó su extraño anfitrión, señalando un sitio cercano a él.
Torbin hizo como le pedía—. ¿Quién eres? ¿Por qué me hostigas? No he hecho otra
cosa que afilar unas cuantas estacas. —El minotauro estaba realmente molesto, como
si la playa fuera de su exclusiva propiedad. Hizo un alto en su trabajo para
inspeccionar la última estaca. Con un gruñido, la echó a un lado.
Torbin, que no esperaba entrar en discusiones dialécticas con un minotauro hecho
y derecho, tardó unos segundos en responder. Todavía dudaba de que no se hubiera
metido en una trampa elaborada. Los minotauros eran unas criaturas muy sagaces que
disfrutaban demostrando la superioridad de su intelecto sobre el de cualquier otra
raza.
El minotauro repitió las preguntas. Torbin no consideró oportuno ocultar la
verdad. La criatura asintió en silencio mientras oía el relato de la llegada del caballero
a Cabo del Dragón, el temor de los lugareños y la petición hecho por los responsables
de la comunidad.
El hombre-toro sacudió la cabeza.
—¡Humanos! ¡Cuán propensos sois a caer en las oscuras garras del miedo! Tenéis
una mente. ¿Por qué no aprendéis a utilizarla?
Torbin no discutió, aunque opinaba que era una argumentación exagerada. No
todos los humanos eran iguales, le dijo al minotauro. Algunos eran valeroso, otro

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necios, unos honrados, otros ladrones.
—Hablemos del honor. —La mirada del minotaruro era curiosamente intensa.
Habían dejado de lado su trabajo. Puesto que desconocía las costumbres de los
minotauros, Torbin dejó que el hombre-toro tomara la palabra. La criatura volvió de
nuevo la vista hacia el mar. El caballero hizo otro tanto, pero lo único que vio fue el
eterno movimiento de las olas rompiendo en la orilla.
—Los minotauros, al igual que algunos humanos, consideran que el honor está
ante todo y es lo más importante.
Torbin movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Sin honor, la vida de un hombre carece de valor. Está condenado. La historia de
lord Soth es una leyendo entre los Caballeros de Solamnia —dijo.
—Conozco ese episodio. El espíritu del caballero, que abandonó a su compañera
por una elfa, está condenado a vagar entre los muros de su castillo reviviendo sus
crímenes cometidos contra su familia y sus amigos.
—Sí, es un resumen bastante correcto.
El hombre-toro pareció reflexionar sobre algo.
—¿Fue un hombre honorable antes de incurrir en su grave transgresión? —
Preguntó al cabo de un momento.
—Por lo que sé, sí. Tengo entendido que entre sus compañeros gozaba de una
gran reputación. Eso es lo que hace más terrible su falta. Renunciar al honor de un
modo tan brusco. Es inconcebible.
—Aparentemente, no. Soth lo hizo. Me pregunto qué sentiría.
Torbin se encogió de hombros. Aquello era algo que sólo Soth sabía y nadie iba a
correr el riesgo de preguntarle.
—En las islas, el honor lo es todo. Es lo que nos sitúa por encima de las razas
inferiores. Los elfos presumen de honorabilidad, pero son quizá los más arteros,
aparte de los kenders. Lo que es más, no luchan. Huyen y se esconden mientras gritan
que no les incumbe, que no tienen nada que ver en ello, que no son responsables de lo
ocurrido. En resumen, es un pueblo decadente y cobarde.
Torbin, que no conocía a ningún elfo y había oído ciertas historias concernientes a
esta raza, no estaba en situación de juzgar hasta qué punto eran ciertas las
afirmaciones del hombre-toro. Si sabía, por el contrario, la naturaleza en extremo
egocéntrica de los minotauros.
—Algún día, los minotauros saldrán de las islas y conquistarán todo Krynn.
Nuestro líder así lo asegura. Su predecesor proclamaba que somos la raza superior.
Temiendo que la conversación se encauzara hacia la ofuscada retórica de la
superioridad por la que los minotauros eran sobradamente conocidos, Torbin se
atrevió a interrumpirlo.
—Volviendo al honor, ¿me decías…?

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—En Mithas y Kothas luchamos para ocupar un puesto en la sociedad. En
nombre del honor, nos matamos los unos a los otros. Un minotauro que no lucha no
tiene honor. Es un cobarde, un ser inexistente.
—Una sociedad cruel. Los Caballeros de Solamnia jamás consentirían un
derramamiento de sangre tan inútil.
El minotauro soltó un violento resoplido. Torbin se quedó paralizado, convencido
de que el hombre-toro se disponía a atacarlo. Cuando el resoplido continuó, el joven
caballero comprendió que el minotauro se estaba riendo. Mas no había alegría en su
risa.
—He oído muchas historias acerca de los Caballeros de Solamnia. Se os respeta
mucho entre mi geste. Se cuentan episodios en los que vuestras tropas han seguido
luchando, rehusando rendirse y defendiendo su posición hasta morir, sin tener en
cuenta que en muchas ocasiones podrían haber retrocedido a una posición más segura
desde la que habrían tenido oportunidad de combatir más adelante. He oído decir que
algunos caballeros se han quitado la vida por haber quedado deshonrados ante tus
compañeros.
Torbin se llevó la mano a la espada.
—Es cierto; existen tales historias. Sin embargo, las tergiversan de un modo que
más parecen actos de…
—Obcecado orgullo y estupidez. ¿Son en verdad tan importantes para ti el honor
y el orgullo, joven caballero? ¿Si muriera un amigo por una negligencia tuya,
abandonarías la orden?
—Un caballero que no cumple con su deber no merece ese título. —El aforismo
de uno de sus instructores acudió a la mente de Torbin sin dificultad.
—¿No podrías hacer algo que compensara tu error?
—El amigo seguiría muerto. Y su muerte seguiría siendo responsabilidad mía.
El minotauro suspiró; el sonido semejaba al rugir del viento.
—¿Has cuándo estarías pagando por ese error? ¿Diez años? ¿Veinte? Si tuvieras
otras doce vidas, ¿continuarías castigándote por el fallo cometido en la primera?
—Tu pregunta roza el límite de lo ridículo.
—¿De veras? —El hombre-toro se contempló con atención las manos—.
¿Atravesarías con tu espada a un hombre por la espalda? ¿A un hombre que no
tuviera la menor sospecha de que lo amenaza un peligro?
Torbin dio un respingo.
—¡Puede que un minotauro sea capaz de abatir a un hombre de ese modo, pero un
Caballero de Solamnia jamás incurriría en un acto tan execrable! ¡Yo lo desafiaría!
—¿De veras? ¿Y qué me dices en el caso de que estuvieras seguro de que ese
hombre te vencería? ¿Y si supieras que, si el hombre en cuestión sobrevive, sería el
causante de muchas muertes? —La mirada del minotauro se quedó prendido en la del

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joven caballero—. Te lo preguntaré una vez más: ¿el honor y el orgullo son tan
importantes? ¿Siempre hemos de hacer lo que es «correcto»?
Torbin no respondió. Estaba desconcertado. Las palabras del minotauro tenían un
fondo de razón y, sin embargo, era imposible que la tuvieran.
El hombre-toro apartó la mirada del joven con una expresión casi triste en los
ojos. Torbin esperó las siguientes palabras del minotauro, pero éste guardó silencio y
reanudó su trabajo con las estacas. El caballero lo observó durante unos cuantos
minutos más, y después se incorporó. El hombre-toro no le prestó atención y siguió
con su quehacer.
Torbin regresó hasta su caballo y montó.
Se alejó a galope sin cruzar otra palabra o mirada con el minotauro.

El alcalde, el jefe de cofradía de pescadores y el recaudador de impuestos lo


estaban aguardando. Mientras cabalgaba hacia ellos, el joven advirtió que no cesaban
de dirigir ojeadas a su espada envainada. Recordó la promesa que les había hecho y
apretó los dientes. El alcalde adelantó un paso.
—¿Está pues la bestia muerta? ¡Ojalá hubiera estado allí para presenciarlo!
Temíamos por su seguridad… ¡Qué tontería! ¿Lo decapitaste? ¡Campos! —El jefe de
pescadores avanzó hacia ellos al tiempo que se hurgaba los dientes amarillentos—.
¡Qué algunos de tus chicos se encarguen de traer a rastras el cadáver! ¡Lo pondremos
donde todos puedan verlo!
—El minotauro no ha muerto.
A juzgar por la expresión plasmada en la mofletuda cara del alcalde, parecía que
Torbin hubiera exigido en pago que le entregara a su primogénito. El jefe de
pescadores asumió una actitud sombría y escupió. El recaudador de impuestos esbozó
una sonrisa significativa, como si esperara algo así.
—¿Que no está muerto? ¿Entonces está herido? ¿O es que se ha dado a la fuga?
—No luché con él. Hablamos.
—¿Hablasteis? —Gritaron los tres hombres al unísono. Varios vecinos se
asomaron por ventanas y puertas para ser a qué se debía aquel jaleo. Unos cuantos
empezaron a cuchichear mientras señalaban a Torbin. Alguien rio con aspereza.
—No creo que os cause daño alguno.
—¡Cobarde! —El alcalde alzó el puño, aunque no acortó la distancia que le
separaba del caballero ni un centímetro—. ¡Debería hacer que te echaran a patadas de
Cabo del Dragón!
La cólera encendió las mejillas de Torbin. Después de lo ocurrido, lo único que le
faltaba era que un estúpido pescador palurdo lo llamara cobarde sin razón alguna.
Desenvainó la espada con un gesto veliz y colocó con precisión la punta de la hoja
bajo la carnosa papada del alcalde. El hombre soltó un gemido se quedó petrificado.

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Los aldeanos empezaron a salir de sus casas, si bien ninguno de ellos se acercó para
echar una mano al fornido bravucón.
—No vine aquí para que se me insultara. No tienen ni idea de cómo es en realidad
la situación. Si ello te satisface, vigilaré al minotauro. Si intenta causar el menor
daño, me encargaré de él. ¿Te parece bien? —A decir verdad, no le importaba ni poco
ni mucho la opinión del alcalde. Ese pueblo y toda la comarca podían irse al infierno
por lo que a él concernía. Apestaba. Y sus gentes apestaban aún más.
El jefe de pescadores susurró algo al oído del alcalde. Éste asintió, aunque sin
mover mucho la cabeza, teniendo en cuenta la circunstancia de tener la afilada punta
una espada pegada al gaznate. El recaudador de impuestos también hizo un gesto de
aceptación. Ya más calmado, Torbin apartó la espada de la garganta del alcalde. Tras
tragar salivo varias veces, el hombre recobró el habla.
—Se…, se ha…, acordado que tu sugerencia es bastante razonable… —Hizo una
pausa al advertir que los dedos del caballero se cerraban con fuerza en torno a la
empuñadura—. Quiero decir… muy razonable. Por consiguiente dejaremos que te
hagas cargo de la situación. Siempre y cuando… —El alcalde vaciló de nuevo hasta
que llegó a la conclusión de que no corría peligro—. Siempre y cuando nos des tu
palabra de que matarás a la criatura a la primera señal de hos… hostilidad.
Torbin envainó la espada y contempló a los tres personajes con manifiesto
desagrado.
—Conforme.
La cena que le sirvieron esa noche fue mucho peor que la de la noche anterior,
aunque Torbin no reparó en ello. Deseaba abandonar este pueblo. Estaba harto de
pescado, harto de la gente. A pesar de sus preguntas perturbadoras, el minotauro era
una compañía mejor que estos ladrones gusanos de tumba. Si no fuera por su orgullo,
el joven caballero habría salido a galope del pueblo en aquel mismo momento. Sin
embargo se limitó a retirarse pronto para no tener que soportar la presencia de los
habitantes de este pueblucho abandonado de la mano de los dioses, y a esperar con
ansiedad lo que trajera el nuevo amanecer.

El alba lo sorprendió lejos del pueblo, camino de la playa donde el minotauro


había instalado su cobertizo. El hombre-toro estaba allí; de hecho, daba la impresión
de que no se hubiera movido del mismo sitio desde ayer. Como siempre, cortaba y
afilaba estacas. Torbin se preguntó dónde estarían todas las que había hecho hasta
ahora. Se dijo que, tal vez, el minotauro las utilizaba para cazar durante la noche.
Condujo a su montura hacia el hombre-toro. El caballo resopló descontento de
que lo obligaran a ir al paso hacia lo que consideraba un gran peligro. Sin embargo, la
disciplina se impuso. Torbin era el amo y se le debía obediencia. El minotauro
continuaba mirando al mar con tanta atención que el joven caballero dudó que

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hubiera advertido su presencia.
Como si hubiera captado su pensamiento, el minotauro habló sin apartar la vista
del Mar Sangriento.
—Bienvenido, Caballero de Solamnia. Llegas temprano.
Que él supiera, no habían concertado una entrevista, pero Torbin prefirió guardar
silencio. Quería hablar con el minotauro, saber más cosas acerca de su nación. A
juzgar por su forma de actuar, el hombre-toro no era como la mayoría de los de su
raza. Las historias de la naturaleza sanguinaria y arrogante de estos seres eran
demasiado coherentes para no ser del todo ciertas.
Relegada en su subconsciente, oculta tras diversas escusas, yacía la verdadera
razón de su visita; la mente de Torbin estaba sembrada de dudas acerca de sí mismo y
aquello en lo que había creído hasta ahora.
—Hoy he llegado a una conclusión.
—¿Una conclusión? —El caballero parpadeó desconcertado.
—Hoy he llegado a una conclusión —repitió el minotauro, como si no hubiese
oído las palabras de Torbin—. El honor y el orgullo no son nada sin una razón que los
justifique. No es una conclusión repentina, de hecho, es la misma a la que llegué hace
mucho. Hay un tiempo para luchar, un tiempo para dar la vida por otro y un tiempo
para huir. Mañana habrá concluido la huida.
—¿Huida? —Torbin desmontó del caballo sin hacer ruido para no romper el hilo
del pensamiento del minotauro. Éste no le prestó atención. Parecía contemplar cada
ola, captar cada cambio de la brisa.
—Los minotauros han de luchar para abrirse paso en la sociedad. Un minotauro
que no lucha no existe. Avergüenza a su familia. Lo llaman «cachorro de kender» o
«bastardo elfo», incluso «hombrecillo humano». Es rechazado por quienes lo
conocen y maldecido por los que no. La fuerza dignifica; el honor lo es todo.
El minotauro se volvió hacia Torbin de manera repentina, el caballero estaba tan
pendiente de sus palabras que había olvidado sentarse.
—Mañana el honor recobrará su puesto privilegiado. Ya no tendrán que llevar
inclinadas las cabezas por la vergüenza. —Las últimas palabras sonaron más como
una maldición. El minotauro arrojó al mar, lejos, la última estaca en la que trabajaba.
La madera cayó con un chapoteo y después se perdió de vista. Torbin se encontró
asaltado por una extraña preocupación.
—¿Qué va a ocurrir mañana?
—¿Es orgullo o amor? ¿Es honor o temor? —El minotauro se incorporó. Por
primera vez, Torbin reparó en el reducido montón de estacar cortas apiladas con
pulcritud. Todas tenían la punta bien afilada. Eran lo mejor del trabajo del minotauro
—. Discúlpame si te dejo tan pronto. He de llevar a cabo unos preparativos que tengo
que hacer a solas. Te ruego que no me sigas. No causaré mal a nadie.

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Torbin protestó, pero el minotauro alzó una mano inmensa y garruda.
—Sé qué piensan los aldeanos. Después de todo, son humanos, con necedades
humanas. Deja que crean lo que quieran creer. Mañana sabrán la verdad.
El minotauro eligió algunas estacas del montón y demostró su pericia y
conocimientos al descartar unas a favor de otras. Por fin pareció quedar satisfecho
con dos de ellas y, tras dejar unas profundas huellas en la blanda arena, se internó a
zancadas en la arboleda. Torbin le calculaba una altura de unos dos metros diez, dos
metros diez de minotauro aguerrido, sin duda campeón entre los de su raza, si así lo
hubiese elegido.
Pero no lo había hecho. Sólo podía suponer el cambio de rumbo que debió de
tomar la vida del hombre-toro.
Regresó al pueblo poco después y rehusó darse por enterado de las miradas
burlonas que le dirigían sus habitante. Pasó la mayor parte del día revisando y
repasando su equipo, practicando sus ejercicios, cuidando de su caballo. Todo lo hizo
con falta de interés, como si llevara a cabo los preparativos para participar en una
rutinaria maniobra. Torbin no se sentía con ánimo para seguir adelante, pero al mismo
tiempo le resultaba insoportable la idea de permanecer allí más tiempo. Notaba las
miradas a sus espaldas, oía los cuchicheos y las maldiciones masculladas.
Pasó la noche en la posada, pero en esta ocasión evitó comer cualquier cosa que
oliera de lejos a pescado. Hacía tiempo que había aprendido a vivir de lo que ofrecía
la naturaleza. Ni siquiera tomó en consideración alimentarse con otra cosa; la comida
preparada en el pueblo le dejaba un regusto amargo en la boca.

Se despertó con la primera luz del día, con la firme decisión de abandonar este
lugar. A despecho de tan firme determinación, el sol había alcanzado casi su cénit
cuando todavía estaba preparando el equipaje. Fue entonces cuando la decisión ya no
estuvo en sus manos.
El minotauro entró en la población.
La gente fue presa del pánico. Las mujeres tiraban de los niños para hacerlos
entrar en las casas. Los hombres corrían en busca de los representantes del pueblo
que, dirigidos una vez más por el nada entusiasmado alcalde, corrieron en busca de
Torbin para exigirle que cumpliera lo prometido o se atuviera a las consecuencias. El
joven caballero se preguntó qué consecuencias eran las que el alcalde tendría en
mente si de verdad creía que el minotauro había ido al pueblo con el propósito de
destruirlo. ¿Acaso esperaba que el hombre-toro aguardara su turno?
El minotauro no rehuyó pasar por el pueblo. A despecho de que lo habrían
superado en número si los aldeanos hubiesen demostrado tener agallas, caminó
erguido y en línea recta. Incluso el hombre más alto del pueblo no le llegaba al
hombro. En los ojos del minotauro había una mirada de desdén. Cabo del Dragón no

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era digno del menor esfuerzo. Apestaba. La gente era cobarde, sucia. Entro todos
ellos, sólo el Caballero de Solamnia, un forastero, era merecedor de respeto. Los
demás no se merecían nada; ni siquiera eran dignos de una mirada.
Minotauro y caballero se encontraron en el centro del pueblo. Torbin renunció a
salirle al paso montado en su caballo. El minotauro no había dado señales de que
viniera en son de guerra. Torbin estaba obligado a actuar del mismo modo.
Mostrando sus manos vacías, el hombre-toro saludó al caballero. Torbin le
devolvió el saludo. Para entonces, casi todos los aldeanos habían desaparecido de la
calle; unos pocos, con algo más de arrestos, se atrevieron a observar desde las
sombras. El alcalde y sus compañeros, más temerosos de perder la posición que la
vida, permanecieron en la calle, a unos metros de distancia. El minotauro ni siquiera
miró en su dirección.
—He venido a ti porque eres el único merecedor de ser tenido en cuenta entre esta
basura. —La respiración del minotauro era agitada, como si hubiese corrido o algo le
causara ansiedad. Torbin lo observó con atención. Salvo un taparrabos, el hombre-
toro no llevaba ninguna otra prenda. A pesar de que la piel cubierta de vello brillaba
levemente, no se debía a la transpiración producto de un esfuerzo físico. La
curiosidad del caballero se agudizó.
—¿Qué quieres de mi? —Torbin no se molestó en hablar en voz baja. Nadie
estaba lo bastante cerca para escucharlo.
Era evidente que al minotauro le costaba trabajo decir lo que quería decir.
—Te pido que te reúnas conmigo en la playa. Hoy las cosas llegarán a la
conclusión apropiada. El pueblo ya no tendrá que temer mi presencia.
El caballero quería saber algo más, pero su perspicacia le hizo ver que el
minotauro estaba bajo una fuerte presión y deseaba alejarse cuanto antes de aquellos
a quienes consideraba seres inferiores, a pesar de su actitud pacífica.
—Dentro de una hora. No más. —Luego agregó—: Por favor, apresúrate. Apenas
queda tiempo.
El minotauro giró sobre sus talones y de nuevo reparó en que los aldeanos se
escondían al volverse en su dirección. Se volvió hacia Torbin, pero no miró al
caballero, si no al pueblo.
—Viven en un temor constante y sin embargo no se marchan. Pandilla de
estúpidos. Hay una cosa más que puedes decirles: si osan acercarse hoy a la playa, la
cólera de la raza superior se descargará sobre ellos con todo rigor. No quedarán más
que cenizas para señalar dónde estaba el pueblo. No es una amenaza, me limito a
exponer un hecho cierto.
Torbin no se movió y asumió el sentido impactante de las palabras del minotauro
mientras lo veía alejarse mirando con altanería a cualquier humano que se cruzó en su
camino. El caballero dudaba que fuera necesaria advertencia alguna. Era más tozudez

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que coraje lo que retenía a los aldeanos en la punta remota de aquella península.
Torbin ignoraba cómo habrían sido los antepasados de estas gentes, pero los actuales
habitantes de Cabo del Dragón no eran la clase de hombres que gustan de peligros y
aventuras.
Transmitió el mensaje del minotauro al alcalde y a aquellos aldeanos que habían
recobrado el suficiente valor para salir de sus casa; lo complació en extremo la
reacción que suscitaron en ellos las palabras del hombre-toro. El caballero sentía tan
poco aprecio como el minotauro por estas gentes; mas su deber era protegerlos, a
despecho de sí mismos. Aunque sólo fuera por esa razón (si bien no la más
importante, ciertamente), estaría en la vivienda del minotauro a la hora acordada.
Se dirigió hacia su inquieto corcel y montó. Hubiera preferido salir a galope, pero
se obligó a llevar al caballo al paso por la calle del pueblo. El alcalde, que parecía no
tener otra cosa mejor que hacer que rondar por las calles, le deseó buena suerte, ya
que para entonces las gentes de Cabo de Dragón daban por hecho que se dirigía a la
batalla. Torbin avanzó con la mirada al frente y guardó silencio. Les explicaría la
verdad una vez que hubiese terminado todo.
El minotauro estaba en la playa cuando Torbin llegó. El corpulento hombre-toro
era my veloz. Estaba sudando y su respiración era agitada, pero no estaba exhausto,
ni mucho menos. Saludó al caballero con una inclinación de su enorme cabeza astada.
Torbin desmontó y se sentó a su lado. El minotauro no habló hasta que su respiración
recobró un ritmo normal.
—El pueblo no corre peligro por parte de mi gente. Probablemente nunca lo
correrá. Cabo del Dragón no es más que una charca maloliente de las heces de tu
raza. De hecho, su presencia puede ser de cierta importancia para nosotros. Nos
permite señalar a los humanos y decir: ved cuán débiles y patéticos son.
Los ojos marrón oscuro del minotauro se volvieron hacia el familiar horizonte del
mar. Torbin siguió de inmediato la dirección de su mirada y creyó distinguir algo en
lontananza. Un punto en la distancia, poco más.
El minotauro soltó un resoplido más animal que humano.
—Mi gente —dijo—. A pesar de su arrojo, de su desprecio hacia las razas
«inferiores», se comportan a veces como enanos gullys.
Las palabras del hombre-toro sorprendieron a Torbin. Por lo poco que sabía de su
raza, semejante comentario rozaba la traición. El minotauro esbozó una mueca que
era el equivalente a una sonrisa, un gesto en el que había mas burla que humor.
—No vemos nuestros defectos. Las razas inferiores no tienen por qué temernos.
Seguiremos matándonos y mutilándonos los unos a los otros a fin de probar nuestra
superioridad individual y ascender de rango. Así lo hemos hecho desde el principio
de los tiempos y lo seguiremos haciendo hasta el Día Final. Es nuestro estilo; se ha
convertido en una… costumbre.

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El minotauro no había apartado la vista del Mar Sangriento y ahora sus ojos se
abrieron un poco más. Torbin, entrenado para advertir esas pequeñas cosas, volvió la
mirada hacia las aguas. El punto seguía allí, pero esta ya lo bastante cerca para
identificarlo.
Era un bote.
Oyó que el minotauro soltaba un suave gruñido y lo miró. La inmensa criatura se
incorporó y estiró los músculos. Sus rasgos se contrajeron al fruncir el entrecejo.
—De esta suerte comienza el rito de nuevo. Por su propio bien.
Las palabras no parecían ir dirigidas a Torvin. Más bien eran ideas expresadas en
voz alta. El minotauro observó con fijeza la barca que se aproximaba, como para
asegurarse de que estaba realmente allí. Después se agachó y empezó a seleccionar
las mejores piezas de su trabajo.
Torbin reaccionó de manera instantánea. Si los pasajeros del bote venía con malas
intenciones, estaba más que dispuesto a aunar sus fuerzas con las del minotauro, a
quien había empezado a considerar como un alma gemela. No obstante, para su
sorpresa, una mano impidió que desenvainara la espada. Se volvió hacia el hombre-
toro y se encontró con sus ojos oscuros e insondables.
—Agradezco tu gesto, humano, pero no puedo permitir que arriesgues tu vida. Es
mi batalla. Te pido que te limites a observar.
El minotauro no apartó la mano hasta que el caballero hubo dado su palabra de
hacer lo que le pedía.
El bote se aproximaba a la orilla de la playa a una velocidad increíble. Aunque ya
se lo esperaba, Torbin no pudo evitar un sobresalto al ver a la tripulación. Todos eran
minotauros, que a los ojos del caballero se distinguían poco los unos de los otros;
vestían una especie de armadura y blandían espadas o tridentes. Torbin reparó en que
el grupo entero echaba ojeadas al minotauro de la playa cada vez que se presentaba la
oportunidad.
Cuando el fondo del bote tocó tierra, cuatro de las criaturas saltaron de él y
ayudaron a arrastrarlo hasta la orilla. Observándolos trabajar, Torbin no pudo por
menos que admirar la fortaleza de sus brazos y piernas. Intentó imaginar un ejército
grande y coordinado de minotauros y se estremeció. Más valí que siguieran
matándose entre sí a que se volvieran contra el mundo. Si no fuera por las brutales
costumbres que los regían, habrían asolado la zona oriental del continente mucho
tiempo atrás.
—Intenté convencerlos de que era una estupidez luchar entre nosotros —musitó
el amigo de Torbin—. Sólo después comprendí cuál sería el resultado de ello. Por
fortuna, estaban demasiado avergonzados de mí para prestarme oídos.
Eran seis. Ninguno de ellos era tan alto como el primer minotauro. Lo saludaron
con actitud solemne. Su compatriota les devolvió el saludo. El cabecilla del grupo

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miró de soslayo al caballero.
—Es un Caballero de Solamnia que está aquí de observador —dijo el compañero
de Torbin—. Las reglas permiten… no, exigen que haya un testigo.
El cabecilla resopló. Su voz era aún más grave que la del primer minotauro.
—Te saludamos, Caballero de Solamnia. El honor de tu orden te precede. —Hizo
una pausa, como considerando la manifestación del otro minotauro—. También te
acepto como testigo, aunque creo que será la primera vez que alguien que no
pertenece a nuestra raza está presente en una posible condena a muerte.
Torbin se obligó a articular un saludo formal y breve. Las palabras le dejaron un
regusto amargo en la boca, como si hubiera saboreado un trozo de pescado. El
cabecilla del grupo se volvió hacia el primer minotauro.
—¿Has tomado una decisión?
—No he cambiado de opinión. Sigo pensando lo mismo.
El recién llegado adoptó una expresión casi triste. Apretó los dedos en torno a la
empuñadura de su espada.
—Entonces todo está dicho.
—Todo. Podemos empezar cuando desees.
—Formad el círculo —ordenó el cabecilla volviéndose hacia sus compañeros—.
En orden alterno.
Tres de los minotauros iban armados con tridentes y otros tantos, incluido el
cabecilla, manejaban espadas. Todos llevaban petos y guardas en brazos y piernas.
Los seis formaron un círculo y alzaron sus armas en un saludo ceremonial.
El compañero de Torbin se situó en el centro del círculo, llevaba dos de las
mejores estacas fabricadas en las manos. Devolvió el saludo a sus contrincantes. El
cabecilla bramó una orden en un lenguaje incomprensible para Torbin. Los seis
minotauros adoptaron la posición de combate. La figura solitaria del centro imitó su
gesto casi de inmediato.
Un tridente centelleó al arremeter contra el minotauro cercado. Armado tan sólo
con las dos estacas, el compañero de Torbin se agachó, eludió el golpe, y contraatacó.
El contrario retrocedió, pero otros dos avanzaron. El condenado hombre-toro recibió
un corte profundo en el brazo derecho. No hizo gesto alguno de dolor y desvió las dos
armas atacantes.
El ardor de la lucha se intensificó.
Como un solo hombre, los seis minotauros atacaron con golpes veloces y fintas y
contraataques. La sangre manó en abundancia. Al menos uno de los atacantes fue
derribado. Una espada cayó cerca del condenado, pero él no hizo intención de
recogerla. La punta de un tridente lo alcanzó en un costado. Soltó un gruñido y cayó
sobre una rodilla. El ejecutor se adelantó, ansioso por poner fin a la lucha. Fue
recibido por una estaca arrojada con increíble fuerza por el minotauro herido, que se

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hincó en su garganta.
No obstante, la pérdida del arma fue la perdición del minotauro condenado a
muerte. No le dieron tiempo para recoger alguna de las armas caídas. Tampoco podía
defenderse con eficacia disponiendo sólo de la estaca que tenía en la mano izquierda.
El filo de una espada le hirió el brazo derecho. Un tridente se hundió en su pecho. El
minotauro cayó de espaldas, aferrando todavía el arma que le quedaba.
Tres atacantes retrocedieron. Un único ejecutor, armado con un tridente, avanzó
hacia el cuerpo ensangrentado. El minotauro desplomado en el suelo cerró los ojos.
Torbin recordó después que no había grita algo en aquel momento, pero no las
palabras exactas que pronunció. Uno de los minotauros se volvió hacia él para
asegurarse de que no interviniera. Sus sentimientos lo impulsaban a actuar, a hacer
algo que detuviera el golpe final, pero el Código y la Medida lo contuvieron. Las
vanas palabras frenaron al caballero durante un instante precioso.
El tridente se precipitó sobre el caído con una velocidad terrorífica.
El final fue rápido. El resultado se sabía de antemano, pero no así el daño
ocasionado. Las espadas habían acuchillado, los tridentes se habían hundido. En
contrapartida, dos simples estacas afiladas no sólo habían frenado sus golpes, sino
que también habían alcanzado sus propias dianas.
El condenado yacía doblado sobre sí mismo, hecho un ovillo con las puntas de un
tridente asomando por un lado del torso. El propietario del arma ya no se preocuparía
por su pérdida; yacía despatarrado a unos palmos de su oponente y la sangre manaba
por el tajo abierto en su garganta. Cerca de los dos minotauros, el cuerpo inerte de un
tercero estaba tumbado en el suelo, con un espantoso tajo en el vientre que había
acabado con su vida.
De los cuatro restantes minotauros, ninguno había salido del enfrentamiento sin
sufrir heridas. El cabecilla tenía un feo corte en el brazo derecho, recibido un instante
antes de que su espada propinara el último golpe. Otros dos, cubiertos de pequeños
cortes, intentaban extraer el fragmento de una estaca hincado en la pierna del tercero.
El compañero de Torbin había demostrado de manera fehaciente su valía como
guerrero.
Tras ayudar al de la herida en la pierna a subir al bote, sus tres compañeros
regresaron en silencio para recoger a los caídos. Transportaron a la barca a sus dos
compañeros muertos, pero hicieron caso omiso del otro cadáver.
Torbin no pudo contenerse más. Había jurado que no intervendría y lo había
cumplido. No obstante, la brutal dureza de los hombres-toro lo estremeció de pies a
cabeza. Desenvainó la espada y avanzó, a la par que prorrumpía en violentas
maldiciones que los minotauros no podía simular que no oían.
Al principio el caballero creyó que todos se le echarían encima. Mas el cabecilla
alzó el brazo ileso y frenó a sus guerreros. Luego caminó con tranquilidad hacia

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Torbin.
—No tenemos nada contra ti, Caballero de Solamnia. Estás aquí como testigo,
nada más. No precipites tu fin. —El minotauro contempló la espada de Torbin como
si fuera el juguete de un niño. Comparada con la suya, podría haberse tomado por tal.
—¡No podéis abandonarlo aquí! ¡Luchó una batalla perdido de antemano y lo
hizo de un modo admirable!
El minotauro dirigió una mirada impasible al cadáver.
—Hizo sólo lo que se esperaba de él… compensar su cobardía. Cubrió de
vergüenza a su familia, una familia fuerte y orgullosas… hasta ahora. —La fría
mirada del minotauro se volvió hacia Torbin—. No lo comprenderías. Al fin y al cabo
eres sólo un humano, aunque seas un Caballero de Solamnia.
Los dedos de Torbin se crisparon sobre la empuñadura de su espada.
—Entonces explícamelo. Por favor.
El hombre-toro suspiró hondo.
—Su familia es grande y poderosa. Durante diez generaciones ha habido en ella
un campeón, un símbolo viviente de nuestra superioridad. —Su voz se hizo más
queda. La actitud indiferente se desvaneció de manera inesperada y dejó al
descubierto a un hombre que mantenía una pugna sorda con la angustia—. Algunos
comentaran que debió de topar con algún clérigo durante sus viajes al continente. Se
sabe que buscan a los de nuestra especie para trastornarlos con los febles dioses de
los humanos y otras razas. Nadie habría esperado algo así de él. Sermones sobre la
paz, sobre que enanos y kenders eran nuestros iguales… ¡Ja! O de que
abandonáramos la práctica de los juegos. ¿De qué otro modo alcanzaríamos nuestro
puesto en la sociedad? ¿A quién elegiríamos como nuestro líder?= ¿A un cabestro
armado sin sangre en las venas?
El minotauro recobró la compostura y de nuevo la máscara de impasibilidad
cubrió sus facciones.
—Por lo tanto se le dio una oportunidad. Su familia había caído en desgracia. El
combate era su única esperanza. Sabrían si su cobardía era tanta que los arrastraría en
su ignominia; porque eso es lo que habría ocurrido si se hubiera negado a combatir.
Tal debilidad sólo puede ser hereditaria.
Torbin envainó de nuevo la espada, pero no se movió de su sitio.
—¿Esto? ¿A esto lo llamas combate?
—Pudo haber huido. Le dimos unos días para que se preparar o se diera a la fuga.
La elección fue suya.
—Eso no es ninguna elección.
El minotauro volvió a suspirar.
—Como he dicho antes, no podrías entender nuestro concepto del honor. No es
culpa tuya. Olvídalo y regresa con los tuyos. La balanza ha sido equilibrada, el honor

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ha sido devuelto a su familia.
—Merece que se lo entierre.
—Su honor ha sido reivindicado. Sus crímenes no lo serán nunca. Está prohibido
dar sepultura a criminales en suelo patrio.
Uno de los minotauros se acercó al cabecilla y le susurró algo al oído. Su superior
se quedó pensativo un instante y después asintió en silencio.
—Quiere hablar contigo a solas. Es familiar del condenado.
El cabecilla regresó al bote. El recién llegado venteó el aire en dirección a Torbin
y al parecer encontró desagradable su olor. Señaló al cadáver.
—Se me ha concedido permiso para que te haga una petición.
Desconcertado, el caballero animó con un gesto al minotauro para que
prosiguiera.
—A despecho de su debilidad, quisiera que mi familiar fuera sepultado con
alguna clase de ceremonia. Fue un buen guerrero hasta que la locura se apoderó de él.
—¿Qué quieres que haga? —Inquirió en voz alta.
—Al parecer, eras un em…, un compañero o conocido de él. Te pido que lo
entierres. Te compensaré por el tiempo perdido. Sé cuánto valoráis los humanos el
d…
—Lo enterraré —lo interrumpió con brusquedad el caballero—. Puedes quedarte
tu dinero. No lo quiera.
El minotauro parpadeó desconcertado, después asintió lentamente con la cabeza.
—Gracias. Ahora tengo que regresar al bote.
Torbin observó inmóvil mientras las criaturas empujaban la barca al agua. Sólo
entonces cayó en la cuenta de que el minotauro que le había pedido que enterrara a su
familiar había sido el que había dado el último golpe ejecutor. Se preguntó si aquélla
sería otra costumbre de los minotauros.
El cabecilla dirigió una breve mirada al caballero pero no hizo el menor intento
de comunicarse. Torbin siguió contemplando el bote mientras iniciaba el viaje de
regreso al hogar. No se movió hasta que la barca fue apenas un punto en el horizonte.
El caballero eligió un lugar cerca del chamizo, aunque bien escondido a los ojos
curiosos de los lugareños. Cavó una fosa d época profundidad; el terreno era blando
en la superficie, pero demasiado dura un metro más abajo. Por si ello fuera poco, tuvo
que valerse de las herramientas rudimentarias que había dejado su amigo, el
minotauro.
Los rezos se prolongaron hasta la puesta del sol. Torbin, con el cuerpo
entumecido, se incorporó y se acercó despacio al chamizo. Recogió la pequeña y
burda hoja con la que el solitario hombre-toro había hecho las estacas. Tras mirarla
con detenimiento, se la guardó en uno de sus bolsillos.
Su caballo lo recibió con un enérgico relincho; la inactividad y el olor de los

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minotauros le habían causado una frustración sin límites. Torbin tranquilizó al animal
y luego se subió a él despacio. No volvió la vista atrás.

Su reaparición en el pueblo provocó una gran conmoción, a pesar de lo avanzado


de la hora. Los aldeanos se arremolinaron a su alrededor preguntándole si la bestia
estaba muerta. El alcalde y sus compinches lo localizaron cinco minutos más tarde en
la posada, donde recogía el resto de su equipaje y lo cargaba en su caballo.
—¿Es cierto? ¿Has despachado a esa bestia? —El aliento del alcalde apestaba a
pescado y a cerveza barata.
El grupo prorrumpió en un vítor. El alcalde declaró festivo el día siguiente. Se
celebraría un banquete y cada aldeano traería comida o bebida para contribuir al
festejo. El victorioso Caballero de Solamnia sería el anfitrión de honor. Varios
miembros del consejo empezaron a disputar por los puestos en la mesa principal.
Otros formaron comités y subcomités destinados a coordinar los festejos. Unos pocos
hablaron de traer el cadáver al pueblo. Por fin, la mayoría de los ciudadanos se alejó
para planear los eventos del día siguiente.
Finalizados sus propios preparativos, Torbin acarició a su caballo, montó y se
alejó al trote. Los aldeanos sonreían o hacían una reverencia al verlo pasar, otros lo
miraron desconcertados. El caballero mantuvo la vista fija en el camino que tenía
ante él.
A las afueras del pueblo, el alcalde, jadeante, lo alcanzó.
—¡Señor caballero! ¿Adónde vais? ¿No os uniréis a nosotros en la fiesta de
mañana? Deseamos agasajaros.
Torbin tiró de las riendas y frenó en seco a su montura. Hizo que el animal diera
media vuelta y sus ojos se quedaron prendidos en los del orondo alcalde durante unos
largos instantes. El hombre rebulló bajo su mirada, nervioso como un chiquillo.
Luego, de un modo tan brusco como se había detenido, Torbin hizo dar media
vuelta a su caballo y se alejó al trote.
No volvió la vista atrás.

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El gato y la alondra
Nancy Varian Berberick

El gato dorado observaba con perezoso interés al lirón gris enjaulado. El infeliz
animalito jadeaba; no sabía qué era peor, si las sombrías posibilidades inherentes de
en los blancos colmillos del felino, o la dolorosa realidad de su propio encierro. La
jaula, decidió por último, sintiéndose muy desdichado.
Estar atrapado le producía dolor de huesos y el corazón le latía de una manera
atropellada. Sin embargo, al notar el brillo que ardía en los almendrados ojos verdes
del gato, el lirón pensó que, después de todo, no eran tan malos aquellos barrotes que
los separaban.
Dime, lirón, ronroneó el gato, ¿Cuándo crees que nos dará de comer otra vez?
¡Oh, pronto, muy pronto! Estoy seguro, parloteó el roedor. ¡Muy pronto, ya verás!
Aunque no entiendo que sigas hambriento. Te comiste un par de ratones hace un
rato.
El lirón dio un brinco, agitó la cola y se frotó los bigotes con sus patitas
delanteras. No le hacía gracia recordar a los ratones y su vano intento por
escabullirse. Tampoco quería pensar en la expresión impasible y siniestra del gato
mientras se relamía el hocico con su lengua áspera y rosa. Y, menos aún, el
desagradable crujido de los huesecillos de los ratones.
A decir verdad, aquellos ratones eran muy, muy pequeños. El lirón se preguntó si
la jaula resistiría sin romperse en caso de que el gato decidiera tirarla de la mesa.
¡Eh, gato! llamó, poniendo todo su empeño en parecer lo más amistoso posible, a
pesar del terror que sentía. A lo mejor queda por ahí algún otro ratón. Si es que aún
tienes hambre, claro…
En un remoto rincón de su mente sintió un leve remordimiento por incitar al
felino a cazar otro desafortunado animal con tal de salvar su gris pellejo. Pero pronto
desechó tan molesta idea. Al fin y al cabo, además de servir de comida para un gato,
un ratón ni significaba mucho más para el lirón.
El felino ronroneó plácidamente, aunque tal placidez la desmentía el brillo
acerado de sus ojos. Con un ágil salto se subió a la mesa.
Lirón.
Al roedor le sonó aquella palabra como si el gato recordara entusiasmado un
bocado exquisito que no probaba hacía tiempo.
Oh, gato, minino, ¿por qué no te tumbas un ratito? Allí, junto al hogar, hay un
rayo de sol. Hace mucho que no teníamos un tiempo tan bueno y creo que deberías
aprovecharlo. Además, él volverá pronto y nos dará de comer.

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A decir verdad, el lirón estaba hambriento. Casi podía saborear el crujiente fruto
de una castaña dulce. ¡Oh, lo que daría por un buen puñado de castañas! Incluso por
unas bellotas amargas.
Una suave garra tanteó los barrotes. Aterrado, el lirón prorrumpió en una
escandalosa cháchara, se encogió sobre sí mismo para parecer lo más pequeño
posible y se refugió en el rincón más apartado de la jaula. Su instinto se debatía entre
el impulso apremiante de escapar de su encierro y el convencimiento de que sólo
aquellos barrotes mantenían a raya al gato. Frustrado, agitó de nuevo la cola.
El felino emitió un tenue ronroneo, como quien decide guardar para más adelante
un bocado apetitoso. Saltó al suelo y fue a tumbarse bajo el templado sol de la tarde.
Luego se dedicó a acicalase el pelo con suaves lametones. De vez en cuando se
volvía a mirar al lirón, bostezaba y esbozaba una mueca. Era un gesto siniestro, letal
e inequívoco.

El día había sido templado, casi primaveral, pero el tiempo, como ocurre a
menudo a finales de invierno, había cambiado de repente poco antes del anochecer. El
cielo se cubrió de nubarrones grises y al poco rato el aguacero caía con fuerza,
retumbando en el techo y las paredes de la acogedora casa de Flint. El olor a corteza
mojada de los vallenwoods se mezclaba con el de la leña que ardía en el hogar.
El enano dio un último toque preciso a la figurilla que había estado tallando
durante toda la tarde. Ocurría a veces que, si quería reflexionar acerca de un tema que
le preocupaba, o por el contrario disfrutaba de una gran paz de espíritu, Flint se
limitaba a dejar que sus manos decidieran por sí mismas. Era en aquellas ocasiones
cuando el resultado de su trabajo sobrepasaba la categoría de artesanía y se convertía
en obra de arte.
La charla que habían mantenido aquella tarde fue deshilvanada, saltando de un
tema a otro de escaso interés para todos, y rara fue la vez que la conversación no
volvió a Tasslehoff y a su repentina marcha, tres días antes.
Tenía que ver con una alondra. Una alondra parlante. El kender estaba seguro de
que había oído hablar al pájaro, pidiendo ayuda. Sus inmensos ojos castaños habían
brillado de excitación mientras insistía en ello, y ninguno fue capaz de convencerlo
de lo contrario. Sin parar mientes, Tas se había puesto en camino como un pequeño
caballero que emprende una misión.
Todos estuvieron de acuerdo en que era una buena oportunidad para que se
calmaran los ánimos de los vecinos de Solace y se olvidaran de Tas durante un
tiempo. Un kender confinado durante todo el invierno en una ciudad, podía ser más
dañino que una partida de zorros en un gallinero o que un ejército invasor. Eran
escasos los habitantes de Solace que tenían la paciencia necesaria para, si no aceptar,
al menos soportar sus interminables y enmarañadas explicaciones de cómo había,

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simplemente, «tomado prestado» tal objeto perdido que tenía intención de devolver; o
que no alcanzaba a comprender lo que había ocurrido para que el objeto rateado
hubiese ido a parar a uno de sus saquillos.
Al otro lado de la habitación resonaban las alegres carcajadas de Caramon
ahogando el suave murmullo de las voces de sus compañeros.
—¡Una alondra parlante! —El mocetón aflautó al voz en un intento de remedar al
kender en su machacosa insistencia de que el pájaro le había hablado. Su imitación
fue un rotundo fracaso—. Y no sólo hablaba. ¡Además le pedía ayuda! ¡Y se larga tan
deprisa que apenas tiene tiempo de despedirse!
Raistlin murmuró algo y Tanis sonrió. Sturm se limitó a sacudir la cabeza sin
dejar de frotar la ya resplandeciente hoja de su espada.
Flint cogió la pequeña talla entre sus manos y empezó a frotar los bordes con los
pulgares. En los últimos tiempos, su casa parecía ser el punto de reunión de este
grupo variopinto que formaban sus jóvenes compañeros.
Tanis, el callado y tranquilo semielfo, de facciones en apariencia juveniles y ojos
de color avellana, que en aquel momento brillaban regocijados, parecía que llevaba
viviendo allí toda la vida, si bien el viejo enano todavía recordaba un tiempo en que
no era así.
Caramon y su metro noventa de estatura, cuyo principal objetivo en la vida
parecía ser el dejar la despensa del enano cuanto más vacía, mejor. Raistlin, delgado y
siempre envuelto en un inquietante misterio, al igual que ahora lo envolvían las
sombras del rincón junto a la chimenea donde gustaba sentarse, estaba por lo general
tan callado que uno casi olvidaba su presencia. Casi…
Y Sturm, más alto que el fornido gemelo de Raistlin, aunque más delgado. Éste
muchacho tendría que haber igualado el buen humor y las ganas de chanza de
Caramon. Pero ¡quia! Ni por asomo. Demasiado serio y circunspecto para caer en
algo así, razonó Flint mientras lo observaba trabajar atentamente en su espada. El
arma tenía que ser tan perfecta como se empeñaba en serlo el dueño.
—Tas volverá pronto —dijo Caramon, que lanzó un gran bostezo—. No creo que
llegue muy lejos persiguiendo a un pájaro.
El semielfo, que había guardado silencio durante casi toda la conversación, se
incorporó y se desperezó.
—No muy lejos, desde luego —comentó—. Pero no es el pájaro que le tendrá
ocupado, sino lo que capte su atención después. —Sonrió y sacudió la cabeza. La
atención del kender era como una pluma flotando al capricho del viento—. Sin
embargo, creo que tienes razón, Caramon. La lluvia que cae ahora será nieve antes de
que amanezca. El invierno no se ha terminado aún y a Tas le gustan un buen fuego y
una buena comida como al que más. Me parece que Solace no va tener tiempo de
echarlo en falta antes de que esté de vuelta.

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—¿Echarlo en falta? —Repitió Raistlin al tiempo que se levantaba de su asiento
junto al fuego. Dirigió una fugaz mirada a su hermano y sonrió con desgana a Tanis
—. Podría estar ausente un año entero sin que se lo echara de menos. Se ha hecho
tarde. ¿Vienes, Caramon?
El mocetón asintió con la cabeza, di olas buenas noches a sus amigos y fue en pos
de su gemelo. Sturm se marchó unos minutos después y la casa se quedó silenciosa a
excepción del repiqueteo de la lluvia sobre el tejado.
Tanis atizó las ascuas del hogar y se sirvió una última copa de vina. Se sentó en el
suelo, junto a la silla de Flint, y se quedó contemplando la danza de las llamas.
—Una alondra parlante —dijo, al cabo de un rato—. Creo que la marcha de Tas
se debe más al aburrimiento y el desasosiego. Ha sido un invierno muy largo.
Flint soltó un resoplido.
—Los largos inviernos son algo agradable y tranquilo, a menos que se tenga que
soportar a un kender latoso —rezongó.
—Ya. Y los viejos enanos son criaturas taciturnas, a menos que tengan que
aguantar a un kender. No has hablado mucho esta noche, Flint.
—He estado trabajando y escuchando vuestra cháchara.
El semielfo se fijó en las manos de Flint, que rodeaban con gesto amoroso la
pequeña talla. Tras pedirle permiso con una sonrisa, a lo que accedió el enano de
mala gana, Tanis la cogió para mirarla.
Se había acostumbrado a aquilatar las obras de Flint con el tacto ante que con la
vista.
«Aprende a reconocer las cosas con tus manos antes de que tus ojos las vean», le
había enseñado el viejo enano.
El semielfo siguió con las puntas de los dedos los cuidados detalles, la artística
evocación de alas y plumas.
—Precioso. Es una alondra, ¿verdad?
Flint adoptó un gesto ceñudo que esperó resultara lo bastante severo y le arrebató
el pajarillo de madera de un tirón.
—¿Es que no tienes casa a la que ir? ¡Hale, lárgate y déjame dormir un rato!
Tanis se incorporó con agilidad y puso una mano en el hombro de su viejo amigo.
—Vale, ya me marcho. Pero duerme. No te pases la noche en blanco preocupado
por Tas. No le pasa nada.
—¿Preocuparme? ¿Yo? En todo caso me preocuparía el pobre infeliz con el que
tope en su camino. ¡Pájaros parlanchines! ¡Vaya! Algo tan probable de encontrar
como un kender al que le funcione el cerebro. Buenas noches, Tanis.
—Que duermas bien, Flint —deseó el semielfo, sonriente.

El fuerte y profundo efluvio de gato hambriento inundaba la pequeña cabaña. La

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muerte asomaba a los ojos del dorado felino.
«Es imposible que tenga más hambre que yo», pensó el lirón con resentimiento.
Al menos, esperaba que fuera así, ya que el gato había matado por tercera vez cuando
los rayos del sol poniente teñían de oro el antepecho de la ventana. Ahora era noche
cerrada y el lirón se alegró de que las nubes ocultaran las lunas. La luz rojiza de
Lunitari podría recordarle el color de la sangre.
¡Tengo tanta hambre! ¡Y también mucha sed! Se ese gato tira la jaula al suelo
para atraparme, no sé si tendré fuerzas para escapar, y entonces estaré entre la
espada y la pared.
El lirón casi se echó a reír. ¡Qué ideas tan tontas se le ocurrían! Suspiró. Ojalá
estuviera acurrucado en un árbol, seguro y caliente, con la nariz bajo la espesa cola
gris y con un agradable fuego crepitando en la chimenea.
¿Chimenea? El lirón se sacudió y agitó la cola. ¿De dónde le venían esas ideas tan
raras? Lo que realmente deseaba era aun precioso nido de hojas secas, una apetitosa
reserva de nueces para picotear de vez en cuando, un poco de agua de los charcos… Y
unos huevos fritos y tocino, y pan recién horneado y miel… Se preguntó si el hambre
le estaba haciendo perder el juicio. También se preguntó irritado cuándo regresaría el
hombre para darles de comer a él y al gato.
El felino se subió otra vez a la mesa y se restregó contra los barrotes al tiempo
que emitía un ominoso ronroneo.
El lirón percibió el olor a ratón muerto en el aliento del gato.
Oye, parece que vendría bien echar un sueñecito, se arriesgó a decir.
Me he pasado todo el día durmiendo, lirón.
Querrás decir comiendo.
Y no me importaría pasarme toda la noche haciendo lo mismo.
El roedor dio un respingo y luego enseñó los dientes.
Venga, hombre, sé razonable. Te has zampado a todos los ratones que han sido lo
bastante tontos como para asomar la nariz en la cabaña, y yo estoy sin probar una
maldita nuez desde que me encerraron en esta jaula horrible. No resultaría un
bocado apetecible a tu paladar. Antes de que amanezca, seré poco más que un saco
de piel y huesos.
De huesos, desde luego, si está en mi mano, ronroneó el gato.
El hombre volverá pronto. ¡Tiene que volver!
Tal vez sí y tal vez no. A veces está ausente durante varios días.
El pobre lirón sintió un retortijón en las tripas. ¡Días! ¡Pasar días en aquella jaula
asquerosa, sin comida, ni agua y con un gato hambriento! ¡Tenía que escapar como
fuera!
Se le acababa de ocurrir aquella idea cuando el gato alzó la cabeza, estiró las
orejas, se deslizó sigiloso por la mesa y saltó al suelo. El efluvio a ser humano inundó

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al habitación. Se escucharon las pisadas de unas botas al otro lado de la puerta.
Temblando de excitación, el lirón gris se irguió sobre las patas traseras. ¡Olía a
comida!
En efecto, el hombre traía comida, pero pasó un buen rato antes de que la sacara
de la bolsa. Se quitó las botas a patadas en el umbral de la puerta, se sacudió la fría
lluvia que empapaba sus vestiduras negras y rezongó con una voz profunda y
retumbante, que pronto nevaría y algo acerca de una alondra que no encontraba.
¿Alondra? La alondra…, el lirón se esforzó por recordar algo sobre ese pájaro;
tenía que recordar algo sobre ese pájaro, porque ese pájaro era importante para él.
Pero su atención estaba prendida en el hombre que entraba y atezaba las moribundas
brasas del hogar al tiempo que dejaba caer, uno por uno, los aterrorizados ratones que
sacaba del bolsillo interior de su túnica.
El hombre observó divertido la premura con que el gato despachaba al primero, la
calma con que se zampó el segundo y cómo se limitaba a rematar de un certero
zarpazo al tercero.
«Lo reserva para más tarde, sin dudas», pensó el lirón con acritud. Le llegaba el
olor de bellotas amargas y secas… Se le acabó la paciencia. Regañó al hombre con
un furioso castañeteo de dientes por ser tan desconsiderado con su estado famélico y
se lanzó contra los barrotes.
—¡Ah, sí, sí! ¡Ya iba a ello, pequeño escandaloso! —El hombre metió la mano en
uno de los bolsillos y sacó un puñado de bellotas parduzcas e insípidas. Mirando
fijamente al lirón con aquellos ojos oscuros que brillaban con frialdad en su rostro
anuloso, introdujo los frutos uno por uno a través de los barrotes.
«¡Ya iba a ello, ya iba a ello! ¡Idiota»!, pensó mientras se lanza tras las bellotas.
Hizo un alto un par de veces para mirar al hombre y, finalmente, se las ingenió para
apilar todos los frutos entre sus patitas.
—Tienes hambre, ¿eh? —dijo el hombre con un destello cruel en sus ojos
oscuros. Aquello acabó por enfurecer al lirón.
«¿Qué si tengo hambre? ¡Desde luego que sí, cara culo! ¡Estoy desfallecido! ¡He
tenido que pasarme aquí todo el día, atrapado y con ese gato asesino rondándome»!
El felino lanzó un maullido y agitó la punta de la cola. El hombre, divertido,
metió el dedo entre los barrotes para hacerlo rabiar.
Con gran júbilo, el lirón clavó los afilados dientes en la delicada carne del dedo y
casi no le importó que estuviera a punto de rompérsele la cabeza cuando el hombre,
encolerizado, estrelló la jaula contra la pared.

Caramon estaba convencido de que, si hubiese sido Tanis el que hubiera oído el
grito de socorro de la alondra, o Raistlin, o Sturm, a estas horas ya estarían
preparando los petates, las vituallas y las armas para ponerse en camino. Pero, como

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la alondra se había dirigido a él, Flint no quiso ni oír hablar del asunto.
—Te digo que es verdad —insistió el guerrero—. ¡Me habló!
El enano suspiró irritado. Había estado escuchando la misma historia toda la
mañana y ya empezaba a estar más que harto del asunto.
—Acaba con ese cuento, ¿vale? No es que tuviera mucha gracia cuando lo hizo
Tas, pero tú…
El fornido joven no destacaba por su paciencia, ni tampoco brillaba por su
agudeza o astucia salvo con las armas, pero tenía un sexto sentido muy desarrollado
que en aquel momento le ayudó a contenerse. Respiró hondo, apretó los dientes y se
tragó la protesta que pugnaba por salir de sus labios. Bebió otro trago de cerveza.
Echó una ojeada a la desierta y silenciosa posada en la que sólo se escuchaba el
trajinar de Otik en la cocina. Soltó un sonoro suspiro.
—¡Flint, el pájaro pedía auxilio! Fue lo que dijo también Tas. Y se marchó. ¡Han
pasado tres días y la alondra ha vuelto!
—Claro. Y tú eres capaz de distinguir una alondra de otra, ¿no?
—¡Sí es una que habla, sí! —contestó enfurruñado el joven.
—¡Ja! Empiezas a comportarte como el chalado de tu hermano.
La frase dejó cortado al mocetón, que no supo si replicar primero al insulto
(aunque no estaba seguro de ser él el insultado) o a la obstinada incredulidad del
enano. No tuvo ocasión de contestar ni a los uno ni a lo otro. La puerta de la posada
se abrió lentamente.
—Caramon, creo que deberías ir a buscar a tu hermano y a Tanis.
No fueron las palabras de Sturm las que hicieron reaccionar al guerrero, sino el
sonido (y por el rabillo del ojo vio que Flint lo oía también) del suave gorjeo de la
alondra posada en la muñeca de Sturm. La luz del mediodía relucía en los diminutos
eslabones de la cadena de oro que llevaba a la garganta.
¡Ayudadme! ¡Por favor, ayudadme!
Mientras salía disparado por la puerta, Caramon pensó que el desesperante
diálogo para sordos mantenido a lo largo de toda la mañana con Flint había merecido
la pena con tal de ver la expresión estupefacta del enano en aquel instante. Riendo a
carcajada limpia, bajó a saltos los peldaños de la rampa de la posada, construida en lo
alto del inmenso vallenwood, hasta alcanzar una de las pasarelas colgantes.
En las casas cercanas las mujeres levantaron la vista de sus quehaceres
domésticos, los comerciantes dejaron de atender a sus clientes para asomarse a las
ventanas, y los niños olvidaron sus juegos. Todos se preguntaban qué abría ocurrido
para que este mocetón llamara a voz en grito a su hermano y a su amigo, Tanis el
Semielfo.

El lirón gris despertó desconcertado. Había dormido mucho, ya que el instinto lo

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empujaba a hacerlo por ser todavía invierno. Pero, al quedarse dormido, había soñado
y ello era la causa de su desconcierto. Los lirones no sueñan. Si el hecho de soñar era
ya de por sí bastante raro, lo soñado lo era aún más.
Había estado con gente; no lirones de pelo gris y grandes colas, sino humanos, y
un enano, y un semielfo de ojos rasgados y cabello rojizo como el pelo de un zorro.
En el sueño él los conocía y charlaba con ellos, y cuando ellos le hablaban, sabía
(aunque no comprendía cómo) que no lo hacían con un lirón. Era como si hubiera
soñado los sueños de otro.
Bostezó y se desperezó estirando primero las patas traseras y a continuación las
delanteras. Hurgó entre las cáscaras de bellotas apiladas pulcramente en un rincón,
por si quedaba algún pedacito, pero no encontró ninguno. No había ni una migaja.
Echó una ojeada a la cabaña y reparó en que el hombre se había marchado otra
vez, si bien su olor seguía prendido en todos y cada uno de los objetos de la
habitación.
Se llevó un sobresalto al ver al gato que rondaba impaciente de la ventana a la
puerta, de la puerta a la ventana.
No estarás hambriento otra vez, ¿verdad?
A todas horas, contestó el felino sin mirarlo. Duermes mucho, lirón. Él ha salido
otra vez en busca de la alondra.
La alondra, sí. A mí también me gustaría encontrarla. Creo que tengo un asunto
pendiente con ella.
Entonces sí que los ojos verdes del gato se volvieron en su dirección con un
destello de curiosidad y recelo.
¿Y qué asunto tienes pendiente con la alondra?
Pues… no lo sé.
El lirón estaba más inquieto y confuso por momentos. Anoche había pensado,
siempre por un breve instante, que la alondra tenía un significado importante para él.
Pero ahora, al intentar recordar el porqué, la mente se le había quedado en blanco.
Sintió renacer la angustia que lo había asaltado al despertar.
Para colmo, el gato, que había paseado sin descanso por toda la habitación se
encaramó de un salto a la mesa. El lirón, castañeteando los dientes con irritación, dio
un salto cómico hacia atrás y se refugió en la parte posterior de la jaula. El felino se
limitó a bostezar y lo miró divertido.
Tranquilo, lirón, tranquilo. Se acercó y lo observó con atención. Por vez primera,
el roedor no tuvo la impresión de ser un bocado apetitoso. Pensé que, tal vez… Pero,
no. Supongo que no. Eres un lirón, ¿verdad?
Eh… Supongo que sí, aunque a veces no me siento como tal. Quizá se deba a que
estoy atrapado en la jaula, y yo odio estar encerrado. Imagino que debería
alegrarme de estar tres estos barrotes que me separan de ti y de tu insaciable

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apetito… ¡Oh, vaya! No pretendía insultarte, desde luego.
Desde luego, ronroneó el gato.
No, de veras. Pero lo cierto es que tú eres un gato y yo un lirón. Y a los gatos se
os ocurre de vez en cuando la idea de merendaros a uno de los míos.
Yo soy un gato, lo atajó.
¿Cómo? ¡Venga ya! ¡Claro que lo eres! Te lo aseguro. Iba a resultarte muy difícil
convencer de lo contrario a todos esos infelices ratones a los que persigues por la
cabaña.
Repito que no soy un gato, insistió el felino. Entonces el lirón se fijó en el
pequeño corras de cuero trenzado que su interlocutor lucía en el cuello. ¿Ves esto?
¿El collar? Sí, es muy bonito.
Eso mismo pensé yo cuando ella me lo regaló. El gato suspiró.
¿Ella? ¿Quién?
La alondra.
La alondra. Otra vez la alondra. El lirón empezaba a tener un fuerte dolor de
cabeza. Cerró los ojos y ocultó la nariz tras sus patas delanteras.
¡No sé de qué me hablas, gato!
¡Claro, cómo vas a saberlo si eres un lirón!
¡Lo soy! ¡Y uno con demasiadas preocupaciones para ocuparse de alondras y de
collares!
El felino ronroneó divertido.
¿Y qué es lo que te preocupa tanto, pequeñajo?
Los sueños, respondió el lirón con un suspiro.
¿Los sueños? El gato sacudió la cabeza. ¿Sueños?
¡Sí, sueños! Se supone que los lirones no soñamos. Lo sé porque soy uno, ¿no?
Bueno, pues a pesar de todo, sueño.
Qué extraño. No llevas puesto nada.
El lirón infló los carrillos en un gesto indignado.
Desde luego que no llevo puesto nada. Sólo mi piel, y eso gracias a los barrotes
que si no… ¿Qué otra cosa iba a llevar puesta?
Llevarías algún objeto si fueras algo más que un roedor. Lo mismo que la
alondra lleva la cadena de oro y yo este collar de cuero. Gracias a eso seguimos
siendo nosotros mismos, a pesar de la apariencia de animales.
El dolor de cabeza del lirón aumentó de manera alarmante.
No entiendo nada, gimió.
Soy un hombre y me llamo Pytr. La alondra es una mujer que, precisamente, se
llama Alauda.
Pytr se estiró con actitud perezosa y después se tumbó cerca de la jaula. La
historia que iba a contar era larga y lo mejor sería ponerse cómodo. Había empezado

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a nevar otra vez y el día declinaba. Se sentía hambriento, inquieto y preocupado. El
hecho de tener a quien relatar su historia le ayudaría a soportar la tensión. Aunque ese
alguien fuera sólo un lirón aquejado por una fuerte jaqueca.

Por tanto, cuando rehusé abandonar a Pytr por él, el hechicero realizó un
sortilegio y nos embrujó. La pajarita suspiró. Un temblor agitó sus alas. «Te llamar
Alauda y alondra serás», me dijo. A Pytr lo transformó en gato. Después logré
escapar. Volé lejos y llegué a Solace, donde me encontré con el pequeño kender, que
oyó mi súplica y vino conmigo para ayudarme. Ahora ha caído también en poder del
hechicero. ¿Podréis ayudarnos vosotros?
Habían caminado un buen trecho durante el largo relato. Alauda los guiaba,
volando sin descanso atrás y adelante para asegurarse de que ninguno de los cinco
se desviara del camino. Toda la energía que le restaba en su cuerpecillo la empleaba
ahora para conducirlos y conseguir que tan valiosa ayuda llegara a su destino. Ya no
hablaba con ninguno y, aunque a Caramon y a Sturm los hubiera gustado saber más,
Tanis y Raistlin estuvieron de acuerdo en que ya habría tiempo para ampliar detalles
más tarde, cuando Alauda hubiese recobrado las fuerzas. Flint no conjeturaba, ni
sentía curiosidad. Estaba asustado. Y puesto que no quería que los otros lo notaran,
intentó ocultar su temor prorrumpiendo en una retahíla enfurruñada en la que un
kender cabeza hueca era el principal protagonista. No logró engañar a nadie.
Siguieron a Alauda durante todo el día bajo una ininterrumpida nevada, y
prosiguieron parte de la noche hasta donde se lo permitió el cansancio. Cuando
acamparon, Alauda se posó otra vez en el brazo de Sturm. Allí se sentí a gusto. La
calma y la bondad que emanaban del joven la hacían sentirse segura. Se agarró con
suavidad para no clavarle las uñas y escondió la cabeza bajo el ala, dispuesta, al
parecer, a dormirse.
—Alauda —llamó Sturm con voz queda—. Alauda.
Ella alzó la cabeza, agotada por la fatiga y el miedo.
—¿Qué le sucedió al kender?
El lirón gris estaba ileso la última vez que lo vi..
El joven frunció el entrecejo, desconcertado. La voz de Alauda era un canto de
pájaro a sus oídos, pero en su mente resonaba el suave timbre de una mujer. Tal
circunstancia creaba cierta confusión en ocasiones, pero Sturm supo que había
entendido bien al escuchar la risa seca y susurrante de Raistlin.
—Por supuesto —comentó el joven mago—. ¿En qué animal podría
transformarse a un kender? Ese hechicero, sea quien sea, conoce bien la naturaleza de
esa raza…
Metió al lirón en una jaula. Al parecer, le resultaba divertido, como también le
divirtió convertir a Pytr en gato y a mí en alondra.

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Tanis se estremeció y Flint gruñó algo entre dientes. Encerrar a un kender era la
mayor tortura que podía infligirse a un ser libre por naturaleza.
—¿Quién es el mago, Alauda? —Preguntó el semielfo.
Se llama Rieve.
Raistlin alzó la cabeza como quien huele humo en mitad de un bosque. Tanis lo
observó con fijeza. Caramon, que había guardado silencio hasta aquel momento, se
echó hacia adelante, y con gesto mecánico aferró la espada que había dejado a sus
pies.
—Raist, ¿conoces a ese hechicero? —Preguntó.
—He oído hablar de él. Tiene mala fama el tan Rieve. —El joven mago esbozó
una sonrisa carente de humor, como si hubiera captado lo que inquietaba a su gemelo
y no se atrevía a preguntar—. No te preocupes, hermano mío. Sería un estúpido si no
reconociera que los poderes de ese hombre superan los que yo poseo. Sin embargo,
ha llegado tan lejos en su crueldad que, sin saberlo, ha puerto en mis manos un arma
para combatirlo.
—¿Un arma? —Se interesó Tanis.
Si en lugar de estar el cielo encapotado Solinari hubiera brillado esa noche, su
reflejo sobre la nieve recién caída no habría sido tan gélido como el destello que
iluminó los ojos azules de Raistlin.
—Sí, un arma. O, tal vez, cuatro. —Fue la enigmática respuesta del mago.
Aunque todos insistieron en preguntarle, Raistlin se encerró en un obstinado
mutismo. Se arrebujó en la capa y contempló con fijeza las llamas de la hoguera.
Mientras Tanis distribuía los turnos de guardia, no dejó de preguntarse qué clase
de armas estaría forjando el joven mago en el silencio y el fuego.
Pytr llegó a la conclusión de que animal enjaulado estaba en apuros. Porque, de lo
que no cabía duda, es que no era un lirón. El que hubiera soñado lo confirmaba,
aunque Pytr ignoraba cuál era la naturaleza del supuesto roedor. Sin embargo, sí sabía
que, fuera cual fuera esa naturaleza, se iría desvaneciendo hasta desaparecer por
completo. Sin el contacto con un objeto que lo mantuviera unido a su verdadero ser,
llegaría el día en que despertaría sin más sueños y siendo un verdadero lirón, sin
recordar que hubo un tiempo que fue otra cosa. Pytr se estremeció.
Vamos, lirón, dime cómo te llamas.
¿Cómo me llama? Lirón, supongo.
No, quiero decir tu verdadero nombre. Estoy convencido de que no eres lo que
pareces. Venga, dime tu nombre.
No lo sé..
Inténtalo. Piensa.
El lirón hizo lo que el gato le pedía, pero lo único que consiguió fue que el dolor
de cabeza se hiciera insoportable.

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Déjalo, gato… digo Pytr. Creo que voy a echar un sueñecito.
No. No debes dormirte.
¿Por qué no? A lo mejor, sueño otra vez…
¡Ah, sí, los sueños! Pytr ronroneó y dio un empujoncito al lirón a través de los
barrotes intentando no pensar lo apetitoso que era el roedor.
No te duermas, lirón. Hablemos ¿quieres? Cuéntame, ¿dónde te capturó?
En la puerta, suspiró apesadumbrado. Justo en la puerta.
Claro. Por eso pensé que eras un lirón de verdad. No lo vi cuando te cambió.
Creí que…, en fin, perdona, pero creí que eras mi cena.
Lo comprendo. Aún pienso que lo soy.
¿El qué, mi cena?
No, un lirón. No recuerdo que me hayan «cambiado». Creo que siempre he sido
así.
Los lirones no sueñan, ¿recuerdas?
A lo mejor, los que están chiflados sí…
¡Tú no estás chiflado! Pytr hizo un ruido gutural que semejaba una carcajada.
El roedor alzó la cabeza y a Pytr no le pasó inadvertida la chispa de algún
recuerdo que iluminaba sus ojillos negros.
Chiflado, no… Cabeza de chorlito, susurró el lirón.
¿Cómo?
Cabeza de chorlito… o algo así. Es lo que me llamaba siempre. No creo que lo
dijera en serio, pero me lo llamaba cada dos por tres.
El gato soltó un suave ronroneo satisfecho.
¿Quién? ¿Quién te llamaba así?
Pero la lucecita se había apagado en los ojos del lirón y el animalito se enroscó
sobre sí mismo. Suspiró hondo y murmuró adormilado.
¿Y yo que sé? No me acuerdo. ¿Por qué no me dejas dormir, Pytr? Lo necesito.
Es invierno, y tengo que dormir.
«Pobrecillo,» pensó Pytr. Se bajó de la mesa y cruzó la habitación en dirección a
la chimenea. Deseaba ayudarlo, pero no se lo ocurría cómo. ¡Ah, Rieve! maulló,
mirando la noche sin lunas. ¡De cuánto tendrás que responder algún día!
Unos minutos más tarde, el gato se preguntó si quedaría por allí algún ratón que
llevarse a la boca.
El plan del joven mago era original y tenía un toque de elegancia, reconoció Tanis
con una leve sonrisa.
—¿Qué quieres que hagamos, Raistlin?
—Comer.
—¿Qué? —Preguntó desconcertado el semielfo.
—Comer. Todo cuanto podáis. Acabad las provisiones que hemos traído. —El

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mago esbozó una mueca irónica—. A mi hermano no le costará ningún esfuerzo, pero
todos los demás habréis de comer hasta hartaros.
—Pero…
—No discutas conmigo, Tanis. Sé lo que estoy haciendo. Te lo explicaré. No sólo
adoptaréis la forma de unos animales, Seréis animales. Y la necesidad primordial de
un animal en invierno es asegurarse de tener el estómago lleno. Si esa necesidad no
está satisfecha, cualquier otro propósito quedará postergado a un segundo término de
prioridades. Conservaréis hasta cierto punto, vuestras propias mente, pero sujetas a
otros cuerpos y a otros instintos. Y el instinto es para el animal lo que para nosotros
es la mente, ¿comprendes?
Sí, Tanis lo comprendía. Y ya no estaba tan seguro de que el plan tuviera un toque
de elegancia.
—Raistlin, yo…
El mago arqueó una ceja y le lanzó un reto:
—¿Asustado, Tanis?
—Sería un estúpido si no lo estuviera.
—Cierto. Y ello nos lleva a lo más importante: ¿confías en mí? Tendrás que
responder a esa pregunta. En tu nombre y en el de los demás, pues ellos harán lo que
les pidas.
Tanis sabía que eso era verdad, como ya había quedado demostrado muchas veces
con anterioridad. Apartó los ojos del mago y dirigió la vista hacia sus amigos,
sentados junto a los rescoldos de la fogata. A Caramon no haría falta convencerlo.
Confiaba plenamente en su gemelo. A Sturm, que en aquel momento hablaba con
Alauda, que seguía posada en su brazo, podría hacerle comprender la situación. Pero
¿y Flint? Ahí había un gran problema. El viejo enano recelaba y rechazaba por
costumbre cualquier cosa que estuviera relacionada con la magia.
Como si hubiese leído sus pensamientos, Raistlin se inclinó a su oído y susurró:
—Flint sería el primero. Lo haré rápido, antes de que se dé cuenta de lo que pasa.
—¿Por qué?
—Se le das ocasión de protestar, estaríamos discutiendo hasta pasado mañana sin
movernos de aquí.
Tanis sonrió sin ganas. Raistlin tenía razón.
—¿No le ocurrirá nada? —Preguntó.
—En absoluto. A ninguno de vosotros. Confían en ti, Tanis. ¿Confías tú en mí?
La confianza, pensó el semielfo, es una costumbre que se adquiere poco a poco y
se pierde en un abrir y cerrar de ojos. Y él tenía aún el hábito de confiar en Raistlin, a
pesar de la inquietud que ahora lo dominaba.
—Sí, confío en ti.
—Muy bien. Volvemos con ellos y diles que empiecen a comer. Lo peor que

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podría ocurrirnos es que nos echáramos unos sobre otros dispuestos a devorarnos. —
Sonrió como si hubiera pensado algo divertido y añadió—: Sobre todo, estando mi
hermano.
«Sí, confío en ti —pensó Tanis mientras se incorporaba—. Pero hay ocasiones en
las que me lo pones muy difícil».

Raistlin no sólo estuvo muy sutil con sus elecciones. También lo estuvo a la hora
de actuar. Tanis los comprendió cuando vio que el joven mago se acercaba silencioso
hacia donde estaba sentado Flint, como si ni siquiera advirtiera la presencia del
enano. El aire que los rodeaba a los dos vibró, sopló suavemente y, antes de que Tanis
tuviera tiempo de parpadear, Flint había desaparecido.
En su lugar se hallaba un perro, que se sacudió como si estuviera mojado. No era
un chucho escuálido, sino un perro pastor de pelo largo y ancho pecho; a pesar de las
manchas blancas en el hocico que indicaban vejez, poseía unas sólidas mandíbulas,
tan poderosas que podrían partir la garganta de un lobo, o, por el contrario, coger con
delicadeza a un gatito por la nuca para ponerlo a salvo de cualquier peligro. Ésta era
la raza a la que los pastores habían confiado la seguridad de rebaños y familias
durante generaciones.
En este momento, sin embargo, Flint, el perro, se mostraba amenazador, con las
orejas pegadas al cráneo mientras lanzaba sordos gruñidos y enseñaba los largos y
afilados dientes conformados para desgarrar.
Alauda voló desde el brazo de Sturm y se posó en el suelo frente al perro. Susurró
algo que sonó como una frase animosa y los gruñidos amenazadores del perro
perdieron intensidad hasta convertirse en un familiar refunfuño. Como lo había
planeado Raistlin, Tanis se arrodilló junto al perro (junto a Flint, se recordó a sí
mismo el semielfo), y le ató al cuello una tira de tela azul que había desgarrado de
una camisa que el enano guardaba en su petate. El perro pastor lo miró de un modo
que Tanis se alegró de haber contenido el impulso de acariciar las sedosas orejas del
animal.
Caramon abrió la boca para decir algo, o preguntar, o reírse. Tanis no llegó a
saberlo, pues de repente, en el lugar ocupado por el gemelo de Raistlin, se materializó
un puma de piel lustrosa bajo la que se marcaba una poderosa musculatura, y que
balanceaba la larga cola sin cesar.
«¡Bien hecho!», pensó Tanis, que colocó en torno a los hombros y el amplio
pecho del puma el cinturón de Caramon a modo de arnés. Miró a su alrededor
buscando a Sturm, pero no vio ni al joven ni a ningún otro animal en que pudiera
haber sido transformado.
—¿Raistlin?
El mago señaló hacia lo alto, a las copas de los árboles. Un halcón peregrino

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emitió un largo y agudo chillido, extendió las alas con una elegancia natural y se echó
a volar.
«Los conoce bien —pensó Tanis—. Tienes que conocerlos muy bien para haber
hecho unas elecciones tan acertadas». Alzó el brazo y el halcón planeó hasta posarse
en su muñeca y cerrar con fuerza sus poderosas garras.
—¡Tranquilo, Sturm, cuidado!
Las garras se aflojaron un poco. Cuando el ave agachó la cabeza el semielfo le ató
al cuello una correa, de la que colgaba el anillo familiar del que Sturm no se separaba
nunca.
—Sólo quedas tú, Tanis —dijo Raistlin con vez queda.
—Estoy dispuesto.
El mago prendió su mirada en la del semielfo y la sostuvo con firmeza.
—Estaré con vosotros para traeros de vuelta —prometió.
—Lo sé.
Una vez más, hubo una vibración en el aire seguida de un susurro. Raistlin se
encontró solo en el claro del bosque, con Alauda, el perro pastos, el puma, el halcón
de ojos brillantes y un ágil zorro rojo.
La alondra ladeó la cabeza, como preguntando por qué había elegido este animal.
—No podía ser otro —musitó el mago—. Un cazador veloz, resistente y astuto.
Rodeó el cuello del zorro con otro trozo de tela, cogido esta vez del petate de
Tanis. Después se puso en cuclillas.
—Sigue a la alondra y dirige la cacería, zorro. Haz uso de toda tu astucia y, sobre
todo, recuerda que el mago debe salir ileso. Sólo podré deshacer mis propios
conjuros, no los suyos.
Pytr olfateó peligro en el aire. Rieve, que había regresado por la tarde tras otra
infructuosa búsqueda de Alauda, meditaba con aire sombrío frente a la chimenea.
Pero el preocupante efluvio no provenía del hombre, quien desprendía sólo el fuerte y
agrio olor de la ira. Este otro efluvio era distinto, una combinación de varios que, al
mezclarse, emitían un mensaje temible de criaturas dispares unidas por un objetivo
común. Había un perro, olfateó Pytr. Y un zorro. Alzó la cabeza y venteó el efluvio
de un ave grande, audaz e ingeniosa; un ave de presa. Y, sobre todos, flotaba el
cargado olor almizcleño de un lejano pariente suyo: un puma de montaña, que
rondaba silencioso y próximo. El mensaje llegó claro al hocico de Pytr: estaban al
acecho, a la caza, pero no estaban hambrientos.
En la jaula, el lirón se despertó sobresaltado, se incorporó y venteó el aire.
¡Gato! ¡Pytr! ¿Lo hueles?
Sí. El olor de enemigos.
¿Enemigos? El lirón agitó la cola con nerviosismo. Sí, el efluvio de enemigos y,
sin embargo, en el sueño del que acaba de despertar no lo eran.

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Gato… Pytr, mientras dormía creí oler amigos.
El felino balanceó la cola con gesto inquieto, pero el ritmo se hizo más
cadencioso al considerar esa posibilidad.
¿Amigos?
Bueno, es difícil explicarlo. Es… Olfateo al perro, al zorro, al halcón y al puma.
Mi nariz me dice que he de asustarme, pero… en mi mente no veo las imágenes de los
animales a los que pertenecen esos olores. Yo… no sé explicarlo de otro modo.
Pytr se preguntó si el lirón no estaría realmente loco. Suspiró y abandonó su
puesto de observación en el alféizar de la ventana. Dio un rodeo para evitar pasar
cerca de Rieve y se subió de un salto a la mesa.
¿Qué viste en tu sueño, lirón?
No lo sé. No es algo que pueda describir con precisión. Pero no vi a un perro, ni
a un zorro, ni a ninguno de los otros animales. ¿Qué piensa el hombre?
¿Rieve? No se ha enterado. Tiene tan poco olfato como el resto de su especie.
El lirón dejó escapar un hondo suspiro.
Pytr, no puedo decir por qué o cómo lo sé, pero tengo la sensación de que se
acercan amigos.
Un ladrido ronco y prolongado resonó en la noche y Pytr sintió que se le erizaba
el lomo. Lo coreó el repetido y agudo aullido del zorro, al que se unió el grito
penetrante del halcón. No se oyó al puma, pero Pytr lo sentí muy cercano. Se levantó
con el lomo arqueado y la cola tan erizada que igualaba a la del lirón. Rieve se habían
incorporado y daba la espalda a la chimenea. El olor de su miedo, agrio y apremiante,
impregnó la habitación.
Ojalá tengas razón y sean amigos, lirón. Aunque, aun siendo así, he de decirte
que tienes unas amistados bastante extrañas.
Una parte del roedor estuvo completamente de acuerdo con el comentario del
gato; pero, la otra parte de su ser, la que soñaba y evocaba recuerdos, rio llena de
alegría.

El halcón bajó planeando en una corriente de aire descendente y se posó en la


rama desnuda de un árbol. Extendió las alas, sus ojos relucieron, y lanzó un grito de
desafío.
¡Sturm!, pensó el zorro, mientras sus afiladas fauces asomaban al esbozan una
mueca que semejaba una sonrisa. A sus espaldas oía al perro pastor, Flint, que
descendía por la ladera. El camino conducía al patio de la cabaña, oculta ahora en las
sombras de la noche y los árboles. A su izquierda, y un poco más adelante, oyó el
rugido del puma que se apostaba al otro lado de la cabaña. Caramon estaba en su
puesto. Al zorro, Tanis, se le ocurrió que era una suerte que el guerrero se hubiera
dado un atracón antes de transformarse.

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El raposo venteó el aire e identificó los efluvios de sus compañeros, así como los
de los que estaban dentro de la cabaña; el del hombre, claramente perceptible, y
también el de un gato y un lirón.
Un lirón. A su pesar, la boca se le hizo agua. Merced a una fuente de información
desconocida hasta ahora, supo que aquella clase de roedores tenía una carne casi tan
sabrosa como la de los conejos. Tanis se estremeció y se sacudió para alejar aquella
idea.
Volvió a captar el olor a hombre; esta vez llegó de la colina que había a su
espalda. Era un olor que conocía bien, aunque había empezado a identificarlo
recientemente: Raistlin. Ligero y dulce, el tenue efluvio de una alondra flotó en el
aire, muy cerca. Todos estaban en sus puestos.
Alauda, susurró, aunque, si alguien lo hubiese escuchado, sólo habría oído el
suave jadeo de un zorro que hacía un alto en sus correrías nocturnas.
Aquí. Estoy aquí.
¿Sabes lo que tienes que hacer?
Sí. Estoy lista.
¡Entonces, adelante!
Alauda salió de los arbustos tras los que se escondía Raistlin, recortó el aire con
su vuelo grácil y pasó bajo las sombras de los árboles que crecían cerca de la puerta
de la cabaña, donde aguardaba Flint presto a actuar.
Ya no se oía el ominoso rugido del puma, pero Tanis lo venteó cerca, y supo que
merodeaba, silencioso como un fantasma, al otro lado de la cabaña. En lo alto, el
halcón plegó las alas y se zambulló en picado hasta posarse en el tejado del porche.
El raposo contuvo el aliente. Aunque hubiera visto al ave en cualquier otro lugar,
habría reconocido a Sturm por su porte gallardo y el modo en que erguía la orgullosa
cabeza.
Alauda se posó en el alféizar de la ventana y revoloteó de manera que las alas
golpearon los cristales, al tiempo que lanzaba lastimeros píos. Cualquier observador
la habría tomado por un pajarillo al que le ha sorprendido la noche en busca de
cobijo.
Una sombra se proyectó al otro lado de la ventana. El zorro oyó una exclamación
ahogada y el olor a hombre se intensificó en el aire. La luz que salía por los cristales
se reflejó en los ojos verdosos del puma, que centellearon con un brillo amenazador.
Tanis, debido a su recién adquirido sentido del olfato tan agudizado, pensó que Rieve
debería de haberse dado cuenta a estas alturas de lo que le esperaba al otro lado de la
puerta.
Alauda dejó el alféizar y voló hacia el porche. Casi chocó con Flint, que
aguardaba agazapado en las sombras.
La silueta de Rieve se apartó de la ventana, desapareció y luego se proyectó en el

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suelo, obstruyendo la franja de luz que salía por debajo de la puerta. Como un espíritu
de la noche, el zorro rojo se deslizó por la pendiente de la colina, manteniéndose al
resguardo de las sombras, hasta que se apostó frente a Flint, al otro lado del porche.
Se oyó levantar un pestillo.
—Alauda —dijo una voz fría desde el interior—. Con que has regresado, ¿eh?
Sí, pio ella. Déjame entrar, por favor.
La puerta se abrió y la luz anaranjada se derramó en la noche. Alauda se lanzó
como un diminuto cometa marrón y sobrepasó al hechicero, que giró veloz sobre sus
talones para atraparla. Pero no tuvo ocasión de hacerlo. Un instante después, el
hechicero caía al suelo, sin resuello, aplastado por el peso de un inmenso perrazo
negro y el de un zorro rojo.
Rieve propinó un puntapié al raposo, que salió dando tumbos y chocó contra la
pared opuesta de la habitación. Pero, antes de que el hechicero tuviera tiempo de
levantarse, el perro le había clavado los dientes en un hombro. A su espalda oyó bufar
al gato y la enloquecida cháchara del lirón enjaulado. Logró incorporarse sobre una
rodilla y propinó un puñetazo al perro en el estómago. El animal soltó un gañido
lastimero y se desplomó.
Rieve se puso de pie y lanzó un puntapié al perro, pero falló. La fuerza del
impulso lo hizo girar sobre sí mismo y se quedó de cara a la puerta abierta, donde se
encontró con un halcón y su robusto y afilado pico.
—¡No! —Aulló, levantando un brazo para protegerse los ojos. Las garras del ave
se hincaron en su mano y le hicieron unos surcos profundos—. ¡No!
En respuesta a su grito de protesta, el halcón se apartó de él y voló hasta la repisa
de la chimenea, donde se posó. Rieve, tembloroso, inhaló de manera entrecortada y se
recostó tambaleante en la jamba de la puerta. Una garra inmensa y leonada lo golpeó
con fuerza en pecho y lo tiró al suelo. Los colmillos del puma brillaron como
cuchillos la resplandor de la hoguera.
De pie junto al puma, con una mano posada en la enorme cabeza leonada del
felino y con la otra extendida en una parodia burlona de saludo, se hallaba un joven
pálido, de ojos claros. Un mago. Su fría sonrisa despertó en Rieve un terror que ni los
acerados colmillos del puma le habían hecho sentir.
Gimió desesperado, preguntándose si tendría tiempo de prepararse para morir.

Todos los animales se estaban convirtiendo en personas ante sus ojos y el lirón no
sabía a quién mirar primero. El halcón, la hermosa rapaz, se transformó en un joven
alto, de pelo oscuro, aunque seguía habiendo en él algo de la casta del ave. El lirón
estaba convencido de que siempre había sido así.
El zorro, que había quedado tendido en el suelo tras recibir la patada, ya no era un
zorro, sino un semielfo pelirrojo que se recostaba contra la pared doblado sobre sí

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mismo, apretando los brazos contra las costillas, a juzgar por la expresión agónica de
sus ojos rasgados, debía de dolerle mucho.
Y el perro… ¡Ah, el perro! El lirón casi había adivinado qué tenía que se Raquel
enano barbudo y gruñón que protestaba de que le dolía el estómago aún antes de que
la transformación terminara.
Todavía quedaba el puma, que continuaba agazapado junto a Rieve, con la pesada
zarpa plantada firmemente sobre el pecho del hechicero. El joven delgado rascaba el
entrecejo del felino con actitud despreocupada y sonriente, como si fuera una visita
que venía a tomarse una taza de té para ahuyentar el frío de la noche.
—Aún quedan cuatro transformaciones, amigo Rieve —murmuró el joven mago
—. Yo realizaré una después de que tú hayas efectuado las otras tres.
—¿Acaso… me queda otra alternativa? —Replicó amargamente Rieve.
—Bueno, siempre hay otras opciones. Pero las tuyas, desde luego, son muy
limitadas.
Rieve tragó saliva, consciente de la gravedad de su situación. Movió la cabeza en
un gesto de aceptación.
¡Gato! ¡Pytr! Llamó el lirón. ¡Mira, Mira! ¡Van a realizar más transformaciones!
¿Pytr? ¡Pytr! ¿Dónde estás?
El gato no estaba. O, mejor dicho, había sido reemplazado por un hombre
corpulento, de pelo dorado, que llevaba en una muñeca una pulsera de cuero
trenzado.
La alondra, que había permanecido posada, temblorosa, cerca de la jaula durante
el breve y espléndido ataque, también había desaparecido. En su lugar estaba una
muchacha menuda y bonita, con el pelo de un tono castaño semejante al color de las
plumas de la alondra.
—Todavía queda otro —dijo la chica—. Y es, quizás el más importante.
«¡El puma, claro! —Pensó el lirón—. Parece lo bastante fiero como para
merendarse a Rieve y quedarse aún con apetito. El puma tiene que ser el siguiente».
Pero, para su sorpresa, el gran felino no cambió y continuó dando sordos rugidos
que resonaban en su pecho poderoso. La muchacha se inclinó sobre la jaula y soltó la
trampilla. Cogió al lirón con cuidado y lo sacó de su encierro.
¡Se acabó la jaula! El roedor, como si no hubiese respirado durante varios días,
hizo una profunda inhalación y saltó de las manos de la chica. Le llegaba el dulce aire
de la noche; casi se paladeaba. Y tenía sabor a libertad.
La muchacho dio un chillido; el joven de pelo oscuro gritó algo, y el semielfo
llegó de un salto a la puerta e intentó cerrarla de una patada. Pero los lirones son
capaces de encogerse mucho cuando quieres; así pues, el roedor contuvo el aliento, se
escurrió por el estrecho resquicio que quedaba entre la hoja de la puerta y la jamba, y
se zambulló en la noche. Estaba harto de hombres, de bestias y de jaulas. Ansiaba los

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árboles, un cómodo nido y una buena despensa de castañas dulces. Y lo tendría, a
despecho de lo que le gritaban desde el interior de la cabaña.
—¡Vuelve aquí, kender cabeza de chorlito!
El lirón había trepado hasta la mitad del tronco del árbol más próximo a la casa,
pero se paró en seco al oír el grito del enano. Chiflado no, le había dicho Pytr, sino
que cabeza de chorlito. Cabeza de chorlito… y algo más. ¡Ah, sí! ¡Kender cabeza de
chorlito!. ¿Kender?
Algo extraño le ocurrió al frío aire de la noche. Reverberó como lo hace con el
calor del verano, y luego susurró, como cuando se levanta un soplo de brisa. El lirón
intentó respirar, pero le era imposible. De repente perdió el equilibrio y cayó al suelo
dando tumbos. ¡Kender!
—¿Adónde, en nombre de los dioses, creías que ibas?
—Yo… —Tas flexionó las piernas y se quedó a cuatro patas. Aún quedaba en él
parte del instinto del roedor y tuvo que realizar un esfuerzo para contener el impulso
de huir del enano—. Yo… ¡No lo sé! Ni siquiera sé qué hago aquí, sea donde sea.
Seguía a la alondra, creo, y… bueno, de pronto me encuentro cayendo de un árbol.
Aunque me parece recordar algunos sueños. Sueños extraños sobre lirones… y gatos,
y…
Flint soltó un bufido y puso al kender de pie de un tirón. A pesar de su gesto
ceñudo, las manos que levantaron a Tas eran afectuosas.
—Vamos, regresemos a la cabaña. Puedes apostar que Caramon ya debe sentirse
hambriento. Raistlin tiene que terminar su trabajo.
—Caramon está hambriento —comentó el kender mientras se sacudía las ropas
—. ¿Qué tiene que ver…? ¡Oh! ¡El puma!
El enano asintió con la cabeza. Tas recordó el apetito continuo e insaciable de
Pytr y esbozó una sonrisa traviesa. Se alegraba de que Rieve supiera lo que se siente
al ser blando de un apetito feroz.
Eh… Sólo es una sugerencia, Flint, pero ¿qué te parece si le damos de comer a
Caramon cualquier cosilla que haya en la cabaña? Un hechicero, por ejemplo.

Al final, y aunque Tas no era el único al que le parecía buena aquella idea, Rieve
no acabó siendo la merienda del puma. Una promesa o juramento le fue arrancado al
hechicero, aunque, lo que quiera que fuera que ocurrió entre él y Raistlin para que
accediera a ella, nunca lo supieron. El joven mago los había hecho salir a todos de la
cabaña, salvo al puma. Si Caramon escuchó o entendió lo que pasó entre los dos
hechiceros, no hizo ningún comentario, lo que no era característico en él. Por tanto
una semana más tarde, cuando los que habían sido gato y lirón, alondra y halcón,
zorro, perro y puma se reunieron en Solace, aquel tema seguía siendo objeto de
conjeturas.

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—Alauda miró a Raistlin, que se sentaba al otro lado de la habitación, junto a la
chimenea de la casa de Flint.
—A decir verdad no estoy segura de querer saber lo que pasó.
—Pues a mí no me importaría enterarme —murmuró Pytr. Acarició el cabello de
la muchacha y suspiró—. Me gustaría saber con qué moneda pagó Rieve su deuda.
La chica sacudió la cabeza y sonrió. Era menuda y vivaz, y sus ojos castaños se
iluminaban al mirar a Pytr. A Flint le recordaba mucho al pájaro cuyo nombre llevaba
y que, durante un tiempo, había sido.
Tanis, que pensaba lo mismo en ese momento, intercambió una mirada con el
enano; Flint respondió a su muda pregunta con un cabeceo y el semielfo se dirigió
hacia la chimenea. De la repisa cogió una de las pequeñas tallas de Flint.
—Tenemos algo para ti —dijo, sentándose junto a Alauda.
—¿Para mí? ¿Os parece poco lo que ya nos habéis dado?
—Acéptalo. Pero tienes que cerrar los ojos.
Llevados por la curiosidad, Sturm y Caramon se acercaron a ellos. Tas se metió
por debajo del brazo de Pytr para no perderse detalle. Sin embargo, no vieron
satisfecha su curiosidad, puesto que Tanis ocultaba el objeto en sus manos. En el
oscuro rincón de la chimenea, Raistlin se echó un poco hacia adelante, pero no fue a
reunirse con sus compañeros.
—Esto es algo que me enseñó Flint. Deja que tus dedos descubran lo que
sostienen antes de que tus ojos te digan lo que es. La vista, como hemos aprendido en
estos últimos días, puede engañarnos con facilidad.
Alauda dejó que sus dedos descubrieran primero unas alas, que siguieran luego la
suave curva de la cabeza, el agudo pico y, por último, las plumas de la cola, talladas
con esmero.
—Es un pájaro. ¿Una alondra?
Sobre el grupo pasó un soplo de una suave brisa que luego se perdió en la noche.
Cuando Alauda abrió los ojos y miró la pequeña talla, la sorpresa la hizo fruncir
el entrecejo.
—Pero… ¡Si toqué la figura de un pájaro! No lo entiendo.
Tampoco lo entendía Tanis. Ni Flint. Fue Tas quien rompió el mágico silencio.
—¡Oh, Flint! ¡Es preciosa! ¡La miniatura más bonita que he visto en toda mi
vida! ¿Cuándo la tallaste?
—Nunca —fue la lacónica respuesta del enano—. Yo no he hecho esta talla. —
Miró con fijeza la figurilla y sacudió la cabeza, desconcertado.
Era la propia Alauda, hasta el más mínimo detalle, con el suave cabello recogido
en la nuca, como lo llevaba ahora mismo; su sonrisa serena, sus ojos vivaces, sus
manos cruzadas en la cintura con un gesto sosegado.
Flint sintió un escalofrío. Miró al otro extremo de la habitación, al oscuro rincón

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de la chimenea. Aunque no podría jurarlo, creyó ver sonreír a Raistlin.

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¿Qué te apuestas?
Margaret Weis & Tracy Hickman

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Prólogo
(O epílogo, como podría ser el caso)

—Buen mago estás hecho, hermanito —rezongó Tanin, mientras observaba la partida
del barco desde el muelle—. ¡Tendrías que haberte dado cuenta desde el principio de
que había algo raro en ese enano!
—¿Yo? —Protestó Palin—. ¡Para empezar, fuiste tú quien nos metió en este lío!
«las aventuras se encuentran siempre en sitios como éste» —dijo el mago, imitando
la voz de su hermano mayor.
—Eh, chicos… —intervino Sturm, intentando apaciguar los ánimos.
—¡Cierra el pico! —Lo atajaron sus dos hermanos, que se volvieron hacia él—.
¡Fuiste tú quien aceptó esa estúpida apuesta!
Los tres se miraron de hito en hito. La brisa marina revolvía los rizos rojizos de
los dos mayores echándoselos a la cara, y agitaba la túnica blanca del pequeño
ajustándola a sus delgadas piernas.
Una voz resonante se alzó sobre el ruido del agitado mar y les hizo volver la
atención al barco que se alejaba.
—¡Adiós, muchachos! ¡Adiós! ¡Ha sido un viaje interesante! ¡Quizá lo repitamos
algún día!
—¡Antes la muerte! —Murmuraron al tiempo los tres hermanos con fervor.
Alzaron las manos en un saludo de despedida, aparentemente cordial, al tiempo que
esbozaban una sonrisa forzada.
—Eso es algo en lo que los tres estamos de acuerdo —comentó Sturm que,
sofocando una carcajada, añadió—: Y en una cosa más.
Los hermanos dieron la espalda al mar, satisfechos de perder de vista el barco que
surcaba las aguas con lentitud.
—¿Y es…?
—¡Que jamás contaremos a nadie los ocurrido aunque vivamos cien años! —
Contestó en voz baja Sturm.
Sus dos hermanos miraron de reojo a los espectadores que había en el muelle.
Algunos observaban el estrafalario barco y reían de buena gana. Otros sofocaban
risitas burlonas mientras señalaban a los tres jóvenes.
Con gesto hosco, Tanin tendió la mano derecho. Sturm puso la suya encima y
Palin hizo otro tanto.
—¡Prometido! —Juraron solemnemente.

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Capítulo 1
Dougan Martillo Rojo

—Las aventuras se encuentras siempre en sitios como éste —comentó Tanin, que
miraba complacido la posada.
—¡No lo dirás en serio! —Exclamó Palin, horrorizado—. ¡No metería ni a mi
caballo en este tugurio repugnante, así que, menos iba a entrar yo!
—De hecho, los estables están limpios comparados con el resto del
establecimiento —informó Sturm, que apareció por la esquina del edificio tras haber
dado una vuelta de inspección—. Incluso huelen mejor. Propongo que nosotros
durmamos en las cuadras y metamos a nuestras monturas en el posada.
El local, situado en los muelles de la ciudad costera de Sancrist, tenía un aspecto
tan cochambroso y mugriento como el de los escasos parroquianos que entraban en
él. Las ventanas que daban al muelle eran pequeñas, como si, tras haber permanecido
tanto tiempo mirando al mar, se hubieran quedado petrificadas en un guiño perpetuo.
La luz del interior apenas se filtraba por los cristales sucios. El mismo edificio es sí,
deteriorado por lluvia, viento y arena, parecía agazaparse en las sombras al fondo del
callejón, como un ladrón al acecho de su víctima. Incluso el nombre, El Foque
Empalmado, resultaba ominoso.
—Ya esperaba las protestas del «peque» —apuntó Tanin con acritud. Desmontó y
miró a Sturm por encima del pomo de su silla—. Echa de menos las sábanas de lino
blanco y a mamita arropándolo por las noches. Pero no me esperaba esto de ti, Sturm
Majere.
—Oh, yo no pongo pegas —respondió el mediano, sin enfadarse. Desmontó
también y empezó a desatar el petate—. Sólo era un comentario. De todos modos,
tampoco tenemos muchas alternativas —añadió, sacando una pequeña bolsa de cuero
que sacudió. Debería haberse escuchado el alegre tintineo de monedas, pero sólo se
oyó un apagado «clank»—. No habrá sábanas de lino esta noche, Palin —advirtió,
guiñando un ojo a su hermano pequeño, que seguía sobre su montura, desmoralizado
—. Piensa que mañana a estas horas estaremos en el castillo Uth Wistan y seremos
los huéspedes de lord Gunthar. No sólo habrá sábanas de lino, sino que,
probablemente, las habrán perfumado con pétalos de rosa.
—No es que quiera sábanas de lino —contestó Palin, abochornado—. De hecho,
tener cualquier clase de sábanas sería una novedad. ¡Lo que ocurre es que preferiría
dormir en una cama y con una manta que no tengan vida propia! —Irritado, se rascó
bajo la túnica blanca.
—Un guerrero debe acostumbrarse a esas cosas —lo recriminó Tanin, adoptando

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la actitud del hombre que está de vuelta de todo y con la «Voz de… de Hermano
Mayor». A Palin le dieron ganas de arrojarlo de cabeza al abrevadero—. Si los peores
enemigos que encuentras en tu primera misión son las chinches, puedes darte por
satisfecho.
—¿Misión? —repitió con ironía el pequeño mientras desmontaba—. Yo no
llamaría misión a acompañaros a ti y a Sturm al castillo Uth Wistan para que os
incorporéis a la caballería. ¡Más parece una excursión campestre de kenders! ¡Y tanto
padre como tú lo sabíais, cuando decidisteis que os acompañara! El mayor peligro
corrido desde que salimos de casa fue cuando aquella camarera quiso cortarle a Sturm
las orejas con un cuchillo de cocina.
—Bueno, fue un error que cualquier puede cometer —se justificó el aludido,
enrojeciendo—. Te lo he explicado varias veces. Sólo quería cogerle las jarras. La
moza era… sigamos rolliza, y, al agacharse a mi lado, con la bandeja, no me fijé bien
dónde ponía las manos…
—¡Oh, ya lo creo que te fijaste! —Dijo Palin con el entrecejo fruncido—. ¡Si aun
cuando se revolvió blandiendo el cuchillo nos las vimos y nos las deseamos para
sacarte a rastras de allí! ¡Se te salían los ojos de las órbitas!
—¿Y qué? A mí, por lo menos, me interesan esas cosas —replicó Sturm con
irritación—. No como a otros, que no señalaré, y que, al parecer, se creen demasiado
importantes para…
—¡Basta ya! ¡Callaos los dos! —les ordenó Tanin, harto de oírlos discutir—.
Sturm, lleva los caballos a la cuadra. Que los cepillen y les den de comer. Palin, ven
conmigo.
Por un momento, pareció que los dos iban a rebelarse. Por tanto, la voz del mayor
se hizo más severa.
—Recordad lo que dijo padre.
Sus hermanos lo recordaron. Sturm, todavía enfurruñado, agarró las bridas de los
caballos y los condujo al estable. Palin se tragó un comentario mordaz y fue en pos
del mayor.
Aunque tenía el genio vivo de su madre, Tanin no parecía haber heredado muchos
otros rasgos del carácter de sus progenitores. Por el contrario, su temperamento era
más semejante al del hombre en cuyo honor lo habían bautizado, el amigo más
querido de su padre, Tanis el Semielfo. Él idolatraba a su padrino y hacía todo lo
posible por emular a su héroe. Por consiguiente, el joven de veinticuatro años se
tomaba muy en serio su papel de líder y hermano mayor. Esta actitud la aceptaba bien
uno de sus hermanos: el guasón Sturm, que era casi la personificación de su padre,
del que había heredado el talante jovial y desenfadado. No le gustaba tener
responsabilidades, así que, por regla general, obedecía a Tanin sin rechistar. Pero
Palin, que acababa de cumplir veintiún años, poseía la mente perspicaz y el intelecto

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de su tío, el poderoso y trágico archimago Raistlin. Quería a sus hermanos, pero
chocaba cada dos por tres con lo que consideraba el despótico liderazgo de Tanin, y
lo irritaba sobremanera la actitud tan superficial con que Sturm se tomaba la vida.
Ésta era, sin embargo, la primera «misión» de Palin, como se hermano mayor no
se cansaba de recordarle al menor una vez cada hora. Hacía un mes que el joven
mago había superado la penosa Prueba, en la Torre de la Alta Hechicería de la Orden
de Hechiceros de Krynn, pero, de algún modo, aquello no lo satisfacía. Se sentía
abatido y desilusionado. Durante años su meta había sido pasar la Prueba; una meta
que, una vez superada, le abriría incontables puertas…
No le había abierto ninguna. Sí, admitía que era un mago muy joven, pero, aún
así, tenía muy poco poder ya que sólo sabía ejecutar hechizos de escasa importancia.
Había imaginado que se convertiría en aprendiz de un experto hechicero que lo
tomaría bajo su tutela. Pero ninguno había requerido sus servicios y Palin estaba
seguro de conocer el motivo.
Su tío, Raistlin, había sido el archimago más grande todos los tiempos. Había
escogido vestir la Túnica Negra del Mal y había desafiado a la Reina de la Oscuridad
en persona, con el propósito de gobernar el mundo. Aquel intento tuvo por colofón su
muerte. Aunque el joven llevaba la Túnica Blanca del Bien, sabía que algunos
miembros de la Orden no confiaban en él y que, quizá, jamás confiarían. Llevaba el
bastón de su tío, el poderoso Bastón de Mago que le había sido entregado bajo
misteriosas circunstancias en la torre de Palanthas. Esto había suscitado las
suspicacias de los miembros del Cónclave, entre quienes corrían rumores de cómo
había conseguido Palin el bastón. Al fin y al cabo, el mágico cayado había
permanecido durante años tras la puerta del laboratorio, que había sido sellada con
una poderosa maldición. En lo más hondo de su ser, Palin tenía la certeza de que
cualquier logro que alcanzara tendría que conseguirlo del mismo modo que lo había
hecho su tío: estudiando, trabajando, luchando solo, sin la ayuda de nadie.
Mas eso estaba aún por llegar. Por el momento, se dijo, debía darse por satisfecho
de viajar con sus hermanos. Su padre, Caramon, que al igual que su gemelo, Raistlin,
había sido un héroe de la Guerra de la Lanza, se mostró inflexible en este punto. Palin
no había salido de casa nunca. Había vivido encerrado con sus libros, inmerso en sus
estudias. Si quería hacer el viaje a Sancrist, tendría que someterse a la autoridad de
Tanin, poniéndose bajo su guía y protección.
El joven juró solemnemente a su padre que obedecería a sus hermanos, al igual
que ellos juraron protegerlo. De hecho, el profundo amor que se tenían hacía que tal
juramente fuera superfluo, y Caramon lo sabía. Pero el antiguo guerrero era lo
bastante perspicaz para adivinar que esta primera salida de los tres hermanos juntos
pondría a prueba el cariño fraternal, exigiendo un gran esfuerzo por parte de todos.
Palin, el más inteligente de los tres, estaba ansioso por probarse a sí mismo, ansioso

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hasta el punto de llegar a la temeridad.
«Palin tiene que aprender a valorar a los demás, a respetarlos por lo que son,
aunque no tengan una mente tan sagaz como la suya —reflexionó Caramon, que
recordaba con tristeza al gemelo que nunca había asimilado aquella lección—. Y
Sturm y Tanin deben aprender a respetarlo a él, y comprender que no todos los
problemas pueden solucionarse a golpes de espada. Sobre todo, tienen que aprender a
depender los unos de los otros. —El hombretón sacudió la cabeza mientras musitaba
—. Que los dioses los acompañen».
Caramon no podía imaginarse que su súplica era una irónica premonición.
A juzgar por los hechos acaecidos durante la primera parte del viaje, era poco
probable que ninguna de estas lecciones fueran a serles fáciles de asimilar. Los dos
mayores habían decidido en privado (y, por supuesto, sin decírselo a su padre) que
aquel viaje haría «un hombre» de su erudito hermano pequeño.
Pero su punto de vista sobre lo que significaba «virilidad» no coincidía con el de
Palin. De hecho, y por lo que había visto hasta ahora, ser «un hombre» significaba
para ellos vivir rodeado de moscas, malas comidas, peor cerveza, y mujeres de
dudosa reputación. Prueba de ello fueron las palabras que masculló entre dientes
Tanin al entrar en la posada:
—¡Compórtate como un hombre!
El joven se abstuvo de hacer comentario alguno.
Se internaron en la desconocida posada, enclavada en la zona de peor reputación
de Sancrist. El joven mago había aprendido lo suficiente en los últimos días para
saber que sus vidas podían depender de presentarse ante los demás como un frente
compacto, cosa que los hermanos lograban con bastante éxito a pesar de sus
desavenencias. Lo hacían tan bien que no se habían topado con ninguna clase de
problemas en la larga marcha desde Solace. Los dos mayores eran altos y fuertes;
habían heredado el magnífico físico de Caramon. Veteranos experimentados de varias
batallas y llevaban las espadas con la soltura que sólo da la práctica. El más joven,
Palin, era alto y bien formado, pero tenía la complexión esbelta de quien está más
acostumbrado al estudio que la manejo de las armas. Sin embargo, cualquiera que lo
considerara presa fácil, al observar su rostro serio y atractivo, notaría la penetrante
intensidad de su mirada y lo pensaría dos veces antes de enfrentarse a él.
Es probable que influyera también en ello el Bastón de Mago que llevaba Palin.
Hecho de madera y adornado con un cristal facetado que sujetaba firmemente una
garra de dragón tallada en oro, no mostraba signo externo alguno que denunciara su
naturaleza mágica. Aún así, lo rodeaba una especie de halo oscuro e invisible,
relacionado quizá con su anterior amo, que cualquiera que lo miraba no dejaba de
percibir con una sensación de inquietud. El joven conservaba el bastón cerca de él en
todo momento. Si no lo sostenía en la mano, lo tenía a su lado y lo tocaba a menudo,

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como si su tacto le proporcionara seguridad.
Esta noche, al igual que en otras anteriores, la entrada de Tanin y Palin en la
posada no atrajo demasiado la atención de los que estaban en el local, a excepción de
un grupo que se sentaba en un mugriento cuartucho anexo a la sala principal.
Empezaron a cuchichear entre ellos de inmediato mientras los señalaban con el dedo.
Los murmullos crecieron y se hicieron más excitados cuando Sturm entró y se unió a
sus hermanos. Varios miembros de grupo dieron codazos a la figura que estaba
sentada junto a la pared, con el rostro oculto por las sombras.
—¡Sí, los he visto, los he visto! —Gruñó el personaje—. Creéis que nos servirán,
¿verdad?
Los otros asintieron con la cabeza y reanudaron el parloteo con entusiasmo. Eran
más pequeños que la figura sentada en las sombras, aunque resultaban igualmente
inidentificables. Cubiertos hasta las cejas con ropajes marrones, sus rasgos, e incluso
sus manos y sus pies, quedaban ocultos.
El personaje del rincón observó a los jóvenes con una mirada escrutadora y
evaluativa. Las criaturas vestidas de marrón continuaron con su cháchara.
—¡Cerrad el pico, sabandijas! —Los recriminó irritado—. ¡Atraeréis su atención
sobre nosotros!
Los pequeños personajes enmudecieron de sopetón y se hizo un silencio tan
profundo, que el resultado habría sido el mismo si se hubieran caído de cabeza a un
pozo. Como era de esperar, un silencio tan inusitado y repentino hizo que todos los
presentes en la sala, incluidos los tres jóvenes, se volvieron a mirarlos.
—¡Ya metisteis la pata! —Rezongó la figura desde las sombras. Dos de las
criaturas de marrón agacharon las cabezas, si buen una tercera pareció dispuesta a
discutir—. ¡Cállate! ¡Yo me encargaré de arreglarlo! —Lo atajó la figura mientras se
incorporaba.
Se inclinó hacia adelante, de manera que la luz le diera en el rostro, que lucía una
espesa y lustrosa barba, y dirigió una sonrisa amistosa a los jóvenes al tiempo que
alzaba su jarra.
—Dougan Martillo Rojo, para serviros, jóvenes caballeros —se presentó con tono
jovial—. ¿Aceptaríais tomar un trago con un viejo enano?
—Será un placer —contestó Tanin con amabilidad.
—Dejadme salir —gruñó el enano a las criaturas que lo rodeaban y que estaban
tan apiñadas en el cuartucho que era imposible discernir cuántas eran. En medio de
un amplio surtido de rezongos, maldiciones y frases como «¡Aug! ¡Eso era mi pie,
cerebro de palanca!» y «¡Cuidado con mi barba, cabeza de tornillo!», el enano
emergió jadeante y sudoroso, del reducido cubículo. Llevaba consigo su jarra y llamó
al posadero pidiendo su «reserva privada»; Dougan se acercó a la mesa ocupada por
los tres jóvenes.

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Los otros parroquianos, marineros y residentes locales en su mayoría, volvieron a
sus conversaciones, la cuales, en opinión de Palin, debían de tener un fondo siniestro
a juzgar por las expresiones torvas plasmadas en sus desagradables semblantes. No
habían saludado a los hermanos cuando entraron, ni demostraban interés alguno en el
enano y sus compañeros. Algunos dirigieron miradas ceñudas a Dougan Martillo
Rojo, que no turbaron ni poco ni mucho al enano. Arrimando un taburete alto para
compensar su corta estatura, Dougan se acodó en la mesa. Vestía unas ropas muy
llamativas, teniendo en cuenta las costumbres más sobrias de los enanos.
—¿Qué queréis tomas, caballeros? —Preguntó—. ¿El aguardiente fabricado por
mi gente? ¡Ah, sois hombres de buen gusto! ¡No hay nada mejor que los hongos
fermentados y destilados de Thorbardin!
Dougan hizo un guiño a los jóvenes cuando el posadero se acercó con tres
grandes vasos en las manos. El hombre los puso sobre la mesa y dejó frente al enano
una botella de barro, tapada con un corcho. Dougan quitó el corcho y olisqueó el
contenido. Soltó un sonoro suspiro de satisfacción. A Sturm se le hizo la boca agua.
—Sí, esto es la flor y nata —opinó complacido el enano—. Acercad vuestros
vasos, caballeros, ¡no seáis tímidos!! Hay suficiente para todos y quedan más
botellas. Sin embargo, nunca bebo con desconocidos. ¿Cómo os llamáis?
—Tanin Majere. Y éstos son mis hermanos, Sturm y Palin —hizo las
presentaciones el mayor, que tendió gustoso su vaso. Pero Sturm fue más rápido y se
le adelantó.
—Yo tomaré vino, gracias —dijo Palin con actitud envarada—. Sabéis lo que
opina padre acerca de ese brebaje.
Sus palabras recibieron una mirada cortante por parte de Tanin y las alegres
carcajadas de Sturm.
—¡Vamos, Palin, relájate! —Le dijo este último—. Una copa o dos de
aguardiente enano no hacen daño a nadie.
—¡Tienes razón, muchacho! —Intervino Dougan—. Esto quita las penas, como
decía mi padre. Este maravilloso elixir arregla por igual las cabezas rotas como los
corazones destrozados. Pruébalo, joven mago. Si tu padre es el Héroe de la Lanza,
Caramon Majere, y las historias que he oído acerca de él son ciertas, también, en su
día, se echó al coleto unas cuantas copas de aguardiente.
—Tomaré vino —reiteró Palin, haciendo caso omiso del entrecejo fruncido de su
hermano mayor y de la patada que le propinó por debajo de la mesa el segundo.
—Bueno, quizá sea lo mejor para muchachito tan joven —dijo con sorna Dougan
al tiempo que guiñaba un ojo a Tanin—. ¡Posadero, vino para el chaval!
Palin, avergonzado, se sonrojó, pero ya no podía hacer nada para remediar su
metedura de pata, y se dio cuenta de que había hablado más de la cuenta.
Abochornado, sin saber dónde mirar, cogió su vaso. Tenía la impresión de que todos

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los presentes se estaban riendo de él.
—¿Así que has oído hablar de nuestro padre? —Preguntó Tanin con brusquedad,
para cambiar de tema.
—¿Y quién no ha oído hablar de Caramon Majere, el Héroe de la Lanza? —
Preguntó a su vez el enano—. ¡A su salud!
Dougan alzó su vaso y bebió un buen trago de aguardiente. Sturm y Tanin
hicieron otro tanto. Cuando los tres soltaron sus vasos, durante los primeros segundos
sólo se oyeron unas boqueadas entrecortadas a las que siguieron unos eructos
satisfechos.
—¡Condenadamente bueno! —Elogió Sturm con voz enronquecida mientras
hacía una profunda inhalación.
—¡Es el mejor que he probado en toda mi vida! —Juró Tanin cuando fue capaz
de hablar.
—¡Bebe, muchacho, bebe! —animó Dougan a Palin—. Supongo que querrás
hacer un brindis por tu padre, ¿no?
—Claro que lo hará, ¿verdad, hermano? —La voz de Tanin tenía un timbre
peligrosamente placentero.
Palin, sumiso, dio un pequeño sorbo al vino tres brindar a la salud de su padre.
Después de esto, sus tres compañeros de mesa dejaron de prestarle atención y se
enfrascaron en una conversación referente a las distintas partes del continente por las
que habían viajado en los últimos tiempos y sobre lo que acontecía en cada una de
ellas. El joven, al no haber salido nunca de su casa, no podía tomar parte en la charla;
por consiguiente, se dedicó a estudiar al enano. Dougan era más alto que la media de
los de su raza y, aunque se había referido a sí mismo como «viejo», no aparentaba
tener más de cien años, una edad en la que los suyos estaban en plena madurez. Era
evidente que se sentí orgulloso de su barba; se la atusaba de manera constante,
procurando que se fijaran en ella a la menor oportunidad. Negra y brillante, lustrosa y
espesa, le caía por el pecho hasta sobrepasar el cinturón. El cabello lo tenía también
negro y rizado y lo llevaba casi tan largo como la barba. Al igual que la mayoría de
los enanos, su constitución era oronda y probablemente, hacía años que había perdido
de vista sus pies bajo el rotundo vientre. Por el contrario, a diferencia de la mayor
parte de sus congéneres, Dougan tenía un estilo de vestir tan llamativo que en nada
desmerecía al del Señor de Palanthas.
Con su chaqueta y polainas de terciopelo rojo, medias negra, zapatos también
negros con tacones rojos y una camisa de seda con mangas abullonadas (camisa que
en tiempos debió de ser blanca, pero que ahora estaba manchada de polvo,
aguardiente y lo que parecían restos de comida), Dougan ofrecía un cuadro chocante.
Destacaba también en otros aspectos. Casi todos los enanos eran reservados y hoscos
con los miembros de otras razas, pero él se mostraba jovial y dicharachero y era, con

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mucha diferencia, el tipo más fascinante con el que habían topado los hermanos en
sus correrías. Él, por su parte, parecía disfrutar con su compañía.
—¡Por Reorx! —Exclamó admirado el enano, al ver que los dos mayores habían
vaciado sus vasos—. ¡Qué bien me caéis, muchachos! ¡Da gusto beber con hombres
de verdad!
Sturm sonrió entre dientes.
—Hay pocos que aguanten como nosotros —dijo con jactancia mientras hacía
una seña al enano para que le echara más aguardiente—. Por tanto, más vale que
vayas con cuidado, Dougan, y bajes el ritmo.
—¡Que bajo el ritmo! ¡Mira quién fue a hablar! —Protestó el enano en un tono
tan alto que todos los ojos de los presentes se volvieron hacia ellos, incluyendo a los
pequeños personajes de marrón—. ¡Vaya! ¡No hay humano capaz de tumbar a un
enano con su propio brebaje!
Tanin intercambió una fugaz mirada con Sturm y le guiñó un ojo, pero al volverse
hacia el enano su gesto era solemne.
—Pues mira por dónde acabas de topar con dos que sí son capaces de hacer,
Dougan Martillo Rojo —dijo, mientras se echaba hacia atrás hasta que la silla crujió
con su peso—. ¡Más de un enano tozudo ha caído borracho bajo la mesa en tanto que
Sturm y yo seguíamos lo bastante sobrios para recogerlo y llevarlo a su cama!
—¡Y yo —replicó Dougan, con los puños apretados y las mejillas encendidas de
rabia bajo la negra barba— he dejado tumbados a diez tozudos humanos, y no sólo
los he llevado a sus camas, sino que también les he puesto el camisón y de propina
les he arreglado el cuarto!
—¡No te daríamos ocasión de hacer eso con nosotros! —Afirmó solemne Tanin.
—¿Qué te apuestas? —Farfulló el enano, que parecía tener una cierta dificultad
en pronunciar las palabras.
—¿Una apuesta en serio? —Voceó Sturm.
—¡Una apuesta en serio! —Gritó Dougan.
—¡Pon las condiciones y qué nos jugamos! —Instó Tanin, adelantándose y
apoyando los codos en la mesa.
El enano se acarició la barba con expresión meditabunda.
—Me enfrentaré a los dos al mismo tiempo, muchachos, en turno. Trago por
trago…
—¡Ja! —Se burló Sturm, echándose a reír.
—…primero uno y después otro —continuó imperturbable Dougan—, hasta que
beséis el suelo con vuestras barbilampiñas.
—¡Será tu barba la que bese el suelo, enano! —Replicó Sturm—. ¿Cuál es la
apuesta?
Dougan Martillo Rojo meditó unos segundos, jugueteando absorto con su bigote.

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Tras una pausa, propuso:
—El ganador tendrá la inmensa satisfacción de ayudar a los perdedores a
encontrar sus camas.
—Bien. Y el perdedor pagará la cuenta de todos —añadió Tanin.
—¡Hecho! —Aceptó el enano con una sonrisa ladina. Tendió la mano.
—¡Hecho! —Dijeron a coro los dos hermanos, estrechando la mano de Dougan.
El enano se volvió hacia Palin, ofreciéndole también la mano.
—¡No pienso tomar parte en esto! —Aclaró con énfasis el joven mientras miraba
de hito en hito a sus hermanos. Luego añadió en voz baja—: Tanin, no olvides la
escasez de nuestros jondos. Si perdéis, tendremos que…
—Hermanito —lo interrumpió el mayor, con las mejillas ardiendo por la ira—, el
próximo viaje recuérdame que te deje en casa y traiga a un clérigo de Paladine en tu
lugar. ¡Nos echará menos sermones y probablemente será una compañía más
divertida!
—¡No tienes derecho a hablarme así! —Replicó el pequeño.
—¡Ah, la apuesta ha de ser con los tres! —Intervino Dougan, sacudiendo la
cabeza—. Si no, queda anulada. No representa desafío para un enano tumbar
borrachos a dos humanos. Además, tiene que ser con aguardiente, ya que esa agua
elfa es lo mismo que si el chaval estuviera tomando leche materna.
Agua elfa era el nombre despectivo que los enanos daban al vino.
—No voy a beber ese… —empezó el muchacho.
—Palin. —El tono de Tanin era duro y frío—. ¡Nos están poniendo en ridículo!
¡Si no sabes comportarte, ve a tu habitación!
Furioso, el pequeño empezó a incorporarse de la silla, pero Sturm lo agarró por la
manga de la túnica.
—Oh, vamos, Palin —dijo con jovialidad—. ¡Relájate! ¡Por las barbas de Reorx!
¡Padre no va a aparecer en la puerta! —Siguió tirando de la manga hasta que
consiguió que se sentara—. Has estado estudiando demasiado y tienes el cerebro
lleno de telarañas. Toma, prueba un poco, es todo cuanto te pido. Si no te gusta, no
diré una palabra más.
Sturm empujó el vaso hacia su hermano pequeño, se acercó a su oído y susurró:
—No enfurezca más a Tanin, ¿vale? Ya sabes el genio que tiene. Tendremos que
aguantar su malhumor hasta que lleguemos al castillo de lord Gunthar. El «Gran
Hermano Mayor» sólo quiere lo mejor para ti, como yo. Lo único que deseamos es
que te diviertas un rato, nada más. Inténtalo, ¿vale?
El joven miró de reojo a Tanin y vio su rostro ceñudo y preocupado.
«Quizá Sturm tenga razón —pensó—. Quizá debería relajarme un poco y
divertirme. Además, Tanin ha dicho muy en serio lo de dejarme en casa la próxima
vez. Nunca me había hablado así. Yo sólo quería que me tomaran en serio, que

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dejaran de tratarme como a un niño. Tal vez me haya excedido…».
Con una risa forzada, Palin alzó el vaso.
—¡A la salud de mis hermanos! —Brindó con voz ronca. Le alegró ver el brillo
que iluminaba los ojos verdes de Tanin y la sonrisa de oreja a oreja que ensanchaba el
rostro de Sturm. Se llevó el vaso a los labios y bebió un sorbo del infernal brebaje,
más conocido por aguardiente enano.
No tenía mal gusto. A decir verdad, sabía muy bien; una especie de sabor oscuro
y terroso que evocaba el reino subterráneo de Thorbardin. Saboreándolo, Palin movió
la cabeza arriba y abajo con gesto complacido y se lo tragó.
De repente, el joven mago se preguntó si no le habría estallado una bola de fuego
en la cabeza. Unas llamas ardientes le quemaron la boca, se propagaron por sus oídos
y nariz, bajaron rugientes por la garganta y le abrasaron el estómago. Estaba sin
respiración, sin vista. Iba a morir, lo sabía… en cualquier momento… aquí, en esta
asquerosa taberna dejada de la mano de los dioses…
Alguien (Palin tuvo la vaga sensación de que era Sturm) le palmeaba la espalda.
Por fin fue capaz de aspirar una bocanada de aire.
—Me gusta ver a un hombre disfrutar de su bebida —dijo Dougan con actitud
seria—. Es mi turno. ¡Brindo por el joven mago!
El enano se llevó el vaso a los labios, echó la cabeza hacia atrás y se bebió todo
de un trago. Cuando bajó la cabeza, tenía los ojos llorosos, y su enorme nariz bulbosa
estaba roja brillante.
—¡Aaaaah! —Jadeó mientras parpadeaba para quitarse las lágrimas y se limpiaba
la boca con la rizosa barba.
—¡Bien! —Gritaron al unísono los dos mayores, alzando sus vasos—. ¡Un
brindis por nuestro hermano, el mago!
También ellos vaciaron las copas, no tan deprisa como el enano, pero sin hacer un
alto para respirar.
—Gracias —dijo conmovido Palin.
Con no poca precaución, el joven tomó otro sorbo. El efecto no fue tan
devastador en esta ocasión. Muy por el contrario, le resultó placentero. Bebió otro
poco, y otro, hasta que, finalmente, acabó con todo el contenido del vaso. Lo dejó
sobre la mesa, en medio de los aplausos entusiasmados de sus hermanos y Dougan.
Palin sintió que un calorcillo le recorría el cuerpo y el hormigueo de la sangre en las
venas. Tanin le dirigió una mirada aprobadora y enorgullecida, en tanto que Sturm
volvía a llenarle el vaso.
Dougan se echó el cuerpo dos copas seguidas; sus hermanos vaciaron las suyas.
Le había llegado su turno. Llevó el vaso a los labios…
Palin sonreía y no podía quitarse aquella estúpida sonrisa de la boca. Quería a
Tanin y a Sturm más que a nadie en el mundo, y así se lo dijo mientras rompía a

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llorar sobre el fuerte hombro de su hermano segundo. ¡Pero, no! Había otra persona a
quien quería, y esa persona era el enano. Se incorporó tambaleante y rodeó la mesa
para estrecharle la mano. Incluso pronunció un corto discurso. Grandes amigos,
amigos de verdad, como su padre y el amigo de su pare, el viejo Flint, el enano…
Volvió a su silla, sólo que, ahora, en lugar de una, parecía que había cuatro. Eligió
una de ellas y se sentó, pero no acertó en el blanco y habría caído al suelo si Tanin no
lo hubiera agarrado. Bebió otro vaso. Sintió una abrumadora oleada de afecto hacia
sus hermanos y su nuevo amigo; fue tan arrolladora que las lágrimas se desbordaron
como un torrente por sus mejillas.
—¿Sabéis una cosa, muchachos? —Palin tuvo la impresión de que la voz de
Dougan venía de muy lejos—. Os quiero como si fueseis mis hijos. Por eso me veo
obligado a deciros que creo que habéis tomado un poco más de la cuenta.
—¡Ni hablar! —Chilló indignado Sturm, a la vez que daba un manotazo en la
mesa.
—¡Aguantamos tanto como tú! —Farfulló Tanin, que respiraba de manera
entrecortada y tenía la cara roja como un tomate.
—¡Eso es condemana… codena… con-de-na-da-men-te cierto! —Balbuceó Palin,
propinando un golpe a la mesa… O, al menos, fue lo que intentó. Pero el estúpido
mueble se apartó de manera repentina e inexplicable.
Un instante después, el muchacho estaba tirado en el suelo y pensando que aquél
no era un mal sitio donde estar y desde luego más seguro que allá arriba, con cuatro
sillas que se movían y una mesa que daba saltos… Echó una ojeada a su alrededor;
sus ojos borrosos se detuvieron en el bastón caído a su lado. Lo acarició
amorosamente.
—¡Shirak! —Balbuceó.
El cristal se iluminó. El joven oyó la conmoción que causaba la mágica luz; al
fondo, unas voces agudas y chillonas parlotearon excitadas. Palin empezó a reírse
tontamente y fue incapaz de parar.
En lo alto, en alguna parte, se oyó la voz de Dougan, que flotó sobre la cabeza del
muchacho.
—Es hora de irnos a la cama —decía el enano—. A echar un buen sueño.
Si Palin advirtió en la voz gruñona una nota siniestra o un tono triunfante, lo
desechó de inmediato. El enano era su amigo, un hermano. Sí, lo quería como a un
hermano, sus queridos hermanos…
El joven dejó caer la cabeza en el suelo y apoyó la mejilla en la fresca madera del
bastón. Cerró los ojos y penetró en otro mundo: un mundo de pequeñas criaturas
vestidas de marrón que lo alzaban en vilo y se lo llevaban a cuestas…

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Capitulo 2
Una resaca espantosa

El mundo giraba y se estremecía, y el estómago de Palin giraba y su piel se


estremecía a la par, fieles compañeros de desgracia. Rodó hacia un lado y vomitó
violentamente. Tendido allí, fuera donde fuera (tenía los ojos pegados y no podía
mirar dónde estaba), se preguntó si aún tardaría mucho en morir para acabar de una
vez con este sufrimiento.
Cuando ya no tuvo nada más que vomitar y sus entrañas, al parecer, no se le iban
a salir por la boca, el joven se tumbó de espaldas con un gemido. La mente empezaba
a aclarársele un poco y, al intentar mover las manos, se dio cuenta de repente que las
tenía atadas a la espalda. Un aguijonazo de miedo sacudió su cerebro entumecido y
despejó la bruma del aguardiente enano. No sentía los pies y tuvo la vaga percepción
de unas cuerdas que le apretaban los tobillos y le cortaban la circulación de la sangre.
Con los dientes apretados, se aupó un poco y movió los dedos de los pies en el
interior de las flexibles botas de cuero. Poco después notaba los dolorosos pinchazos
al reanudarse el riego sanguíneo.
A juzgar por lo que tocaban sus manos atadas, debía de estar tumbado sobre una
plancha de madera que tenía un movimiento muy peculiar; cabeceaba de atrás delante
de un modo muy desagradable tanto para su estómago revuelto como para espantosa
jaqueca que lo martirizaba. Se oían unos ruidos extraños y se percibían olores a los
que no estaba acostumbrado: crujido de madera, un raro siseo seguido de un
gorgoteo, y cada dos por tres un tremendo bramido, una sacudida y una especie de
bronco aleteo. Le recordaba una estampida de caballos o (la garganta se le contrajo al
pensar en ello), según la descripción de su padre, el ataque de dragones. El muchacho
abrió los ojos poco a poco, con precaución.
Tuvo que cerrarlos de inmediato. La luz que se colaba a través de un ventanuco
redondo penetró en su cerebro como la punta de una flecha al rojo vivo y le produjo
un dolor insufrible en los globos oculares. La plancha de madera se meció otra vez y
Palin volvió a vomitar.
Cuando se recobró lo bastante como para suponer que no iba a morir en los
próximos segundos (cosa que lamentó), el joven se obligó a abrir los ojos y a resistir
el impulso de cerrarlos.
Lo consiguió, pero a costa de vomitar por tercera voz. Por suerte, o por desgracia,
ya no le quedaba nada en el estómago que arrojar, y al poco rato fue capaz de echar
una mirada a su alrededor. Estaba, como había imaginado, tumbado en una plancha
de madera, adosada a una pared curva, también de madera, en una pequeña

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habitación, y que, evidentemente, estaba pensada para que hiciera las veces de cama.
Varias planchas similares se alineaban en las paredes de este extraño habitáculo. En
dos de ellas, Palin vio a sus hermanos tumbados, inconscientes y atados de pies y
manos como él mismo. No había otros muebles en el cuarte, salvo algunos baúles que
se deslizaban por el suelo de un lado a otro.
El joven sólo tuvo que mirar el ventanuco redondo de la pared que tenía frente a
él para que se confirmaran sus peores sospechas. Al principio vi únicamente el cielo
azul, las nubes blancas y la luz brillante del sol. Después la plancha en la que yacía se
meció hacia delante de tal manera que pareció hundirse en un abismo. Los baúles
pasaron a gran velocidad por su lado, arañando el suelo. El cielo azul y las nubes
desaparecieron del ventanuco y en su lugar apareció un agua azul verdosa.
Palin cerró los ojos otra vez, se giró un poco de costado para aliviar la tensión de
los músculos agarrotados y apoyó la dolorida cabeza en la fresca y húmeda madera
del camastro. O, quizá, debería decir «litera».
«Es el término náutico ¿no? —se dijo para sus adentros con amargura—. Así es
como se llaman las camas de los barcos. Y a nosotros, ¿cómo se nos llamará?
¿Esclavos de galeras? —Se preguntó desesperado—. Los galeotes, esos desgraciados
encadenados a los remos, sojuzgados por el contramaestre y su látigo que arranca a
tiras la piel de sus espaldas…».
El movimiento del barco varió, los baúles se arrastraron por el suelo en dirección
contrario, el cielo y las nubes volvieron a asomar por el ventanuco. Palin notó que iba
a vomitar (no sabía qué) otra vez.

—Palin… Palin, ¿estás bien?


La voz tenía un tono angustiado que lo sacó de su estado inconsciente. Abrió los
ojos con esfuerzo. Debía de haberse quedado dormido aunque, cómo había logrado
hacerlo con aquel zumbido de cabeza y el estómago tan revuelto, no alcanzaba a
explicárselo.
—¡Palin! —La voz sonó ahora apremiante.
—Sí —musitó de un modo apenas audible. Le costaba un gran esfuerzo hablar.
Tenía la boca tan seca y con un gusto tan horrible que parecía que varios enanos
gullys se hubieran instalado en ella. La repulsiva idea le revolvió el estómago, así que
se apresuró a desecharla—. Sí —repitió—. Estoy… estoy bien…
—¡Alabado sea Paladine! —Gimió la voz, que ahora reconoció como la de Tanin
—. ¡Por los dioses! ¡Estaban tan pálido que creía que había muerto!
—¡Ojalá lo estuviera! —Deseó fervientemente.
—Entendemos cómo te sientes —dijo Sturm, un Sturm mustio y abatido, a juzgar
por su voz.
Palin se giró y miró a sus hermanos.

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«Si mi aspecto es como el suyo —pensó—, no me extraña que creyeran que
estaba muerto».
Los semblantes de ambos jóvenes tenían una palidez con un ligero tinte verdoso,
a pesar de la piel morena y curtida por el sol. En el entarimado, bajo sus literas, había
una amplia e inequívoca evidencia de que los dos se habían sentido muy, muy
mareados. Sus cabellos rojizos estaban enmarañados, húmedos y apelmazados, y
tenían las ropas empapadas. Ambos se encontraban tumbados boca arriba, con las
manos y los tobillos atados con unas toscas correas de cuero. Tanin tenía un buen
chichón en la frente, y las muñecas cortadas y sangrantes. Sin duda había intentado
desatarse, aunque sin éxito.
—Todo esto es culpa mía —dijo el mayor con gesto hosco. Gimió al sentir otra
náusea que le revolvía el estómago. Cuando se le pasó el malestar, añadió—: ¡Fui un
estúpido al no imaginar que ocurriría algo así!
—No quiera llevarte todos los laureles, «Hermano Mayor» —comentó Sturm—.
Yo te secundé desde el principio. Debimos hacer caso a Palin.
——No, ni mucho menos —farfulló el pequeño, que había cerrado los ojos para
no ver el constante balanceo del mar y el cielo a través del ojo de buey—. Fue un
fatuo petulante y criticón, como los des me hicisteis notar. —Guardó silencio un
momento, sin decidir si iba o no a vomitar otra vez. Finalmente, decidió que no lo
haría, y añadió—: En cualquier caso, los tres estamos metidos en este embrollo.
¿Sabe alguno de vosotros dónde estamos y qué pasa?
—Estamos en el camarote de un barco —contestó Tanin—. Y, a juzgar por los
ruidos, los que lo tripulan llevan encadenada en cubierta alguna clase de bestia
enorme.
—¿Un dragón? —Sugirió Palin con un hilo de voz.
—Podría ser —respondió su hermano—. Recuerdo la descripción que hizo Tanis
del gran dragón negro que los atacó en Xak Tsaroth. Oyó una especie de gorgoteo y
un siseo, como cuando el agua cuece en la tetera…
—¿Y para qué iba nadie a querer tener encadenado un dragón en la cubierta de un
barco? —Protestó débilmente Sturm.
—Por diferentes razones —murmuró su hermano pequeño—. Y ninguna de ellas
es buena.
—Quizá para mantener a raya a esclavos como nosotros. Palin —llamó Tanin con
un susurro—. ¿No puedes hacer nada? Para liberarnos, quiero decir. Con tu magia, ya
sabes…
—No —admitió con amargura—. Mis componentes de hechizos han
desaparecido. Y7, aunque los tuviera, tampoco podría utilizarlos con las manos
atadas. Mi bastón… Mi bastón —recordó, sintiendo una punzada de angustia.
Llevado por la desesperación, se incorporó un poco y miró a su alrededor. Dio un

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suspiro de alivio, el Bastón de Mago estaba apoyado en un rincón, contra la pared del
barco. Por alguna extraña razón, no se movía con el balanceo de la nave, sino que se
mantenía recto e inmóvil, desafiando las leyes de la gravedad.
—Mi bastón podría sernos útil, pero lo único que sé hacer con él hasta ahora es
que encienda el cristal —admitió avergonzado. Se tumbó de nuevo en la litera con
gesto desfallecido—. Además, tengo un dolor de cabeza tan espantoso que no
recuerdo ni mi nombre, y, por ende, menos aún cualquier hechizo.
Los tres jóvenes guardaron silencio, absortos en sus propios pensamientos. El
mayor intentó de nuevo soltar las ataduras, pero acabó dándose por vencido. Las tiras
de cuero habían sido empapadas con agua y al secarse se habían puesto tirantes, con
lo que resultaba imposible aflojarlas por mucho que se esforzara Tanin. De
improviso, Sturm lanzó un suave silbido y se volvió hacia su hermano pequeño.
—Oye, Palin, acabo de recordar aquella historia en la que unos malhechores
capturaron a padre y a tío Raistlin, y cómo éste consiguió cortar las correas que lo
ataban valiéndose de la daga que llevaba sujeta al antebrazo. ¿No llevarás tú…?
—Sí —lo interrumpió el joven—. También llevo una daga así. Justarius me la
envió después de haber pasado la Prueba. Está sujeta a mi muñeca con una correa. —
Hizo una pausa y añadió de mala gana—: Pero todavía no sé cómo funciona el
maldito trasto.
Sturm y Tanin, que se habían incorporado muy animados, se dejaron caer hacia
atrás mientras lanzaban un gruñido de desencanto.
—Así pues, parece que estamos atrapados en este condenado agujero. Somos
prisioneros…
—¿Prisioneros? —Lo atajó una voz estruendosa—. ¡Perdedores, quizá, pero no
prisioneros!
Se abrió una trampilla que había en el techo y una figura oronda y baja, envuelta
en terciopelo rojo, de pelo y barba ensortijados y negros, asomó la cabeza.
—¡Sois mis invitados! —Voceó con entusiasmo Dougan Martillo Rojo,
contemplándolos desde el hueco de la trampilla—. ¡Y los más afortunados de los
mortales, puesto que os he elegido para que me acompañéis en mi grandiosa misión!
¡Será una hazaña que, en comparación, esas aventurillas en las que vuestros padres
tomaron parte parecerán una batida de kenders rateros!
Llevado por el entusiasmo, Dougan se había asomado tanto al hueco de la
trampilla que la sangre se le agolpaba en la cara y estuvo en un tris de caerse de
cabeza.
—¡No te acompañaremos en ninguna misión, enano! —Barbotó Tanin, a lo que
añadió una sonora palabrota. Por una vez, sus dos hermanos estuvieron por completo
de acuerdo con él.
Desde lo alto de la trampilla, Dougan les lazó una mirada maliciosa y esbozó una

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mueca.
—¿Qué os apostáis?

—Veréis, muchachos. ¡Es una cuestión de honor! —dijo el enano, mirándolos con
complacencia.
Luego, soltó una escala de cuerda por el hecho y se deslizó por ella, no sin
peligro, ya que, en el descenso, su enorme barriga le impedía ver dónde ponía los
pies. Por fin, y tras resbalar en varias ocasiones, llegó abajo. Una vez que hubo
puesto los pies en el entarimado, descansó un instante para recuperarse del esfuerzo
realizado, sacó de una manga un pequeño orlado de puntillas, que usó para enjugarse
el sudor de la cara.
—¿Sabéis una cosa, chicos? Estoy en baja forma —admitió con gesto solemne—.
¡Por Reorx, que aguantáis bien la bebida! Claro que ya me lo dijisteis. —
Tambaleándose un poco al cabecear el suelo bajo sus pies, en enano apuntó con el
dedo a Sturm—. ¡Sobre todo tú! Juro por mi barba que te veía doble, chico —dijo,
atusándosela—. Y llegué a verte cuádruple antes de que se te pusieran los ojos en
blanco y te desplomaras. Casi derribaste los cimientos de la posada, ¿sabes? Tuve que
pagar un montón de desperfectos.
—Dijiste que nos ibas a soltar —gruñó Tanin.
—Sí, lo dije —murmuró Dougan mientras sacaba una daga de su cinturón. Tras
esquivar los baúles desperdigados por el suelo, el enano se acercó a Tanin y cortó con
eficiencia las ligaduras.
—Si no somos prisioneros, ¿por qué nos ataste de pies y manos? —preguntó el
pequeño.
—¡Caray, jovencito! —replicó el enano, que se volvió hacia él con aire ofendido
—. ¡Lo hice por vuestra propia seguridad! ¡Sólo deseo lo mejor para vosotros! ¡Os
mostrasteis tan eufóricos cuando visteis que os subíamos a bordo de este maravilloso
barco que tuvimos que refrenar vuestro entusiasmo de algún modo!
—¡Entusiasmo! —Protestó Tanin—. ¡Pero si estábamos fuera de combate!
—Bueno, a decir verdad, no lo estabais. —Luego señaló con un gesto a Palin y
admitió—. Él sí. Dolía como si estuviera en el regazo de su madre. Pero vosotros dos,
muchachos, sois grandes luchadores, como advertí desde el primer momento en que
os puse los ojos encima. ¿No te has preguntado cómo te hiciste ese chichón en la
frente?
Tanin guardó silencio y miró con fijeza al enano. Luego se sentó y se llevó la
mano a la cabeza, donde se palpó un chichón del tamaño de un huevo.
—¡Entusiasmo, sí! —Repitió Dougan, mientras se acercaba a Sturm para soltarlo
—. Ésa es una de las razones por las que os elegí para compartir mi misión.
—¡La única misión que me plantearía emprender contigo sería el modo de

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mandarte al Abismo! —Replicó Tanin con obstinación.
Palin, todavía tumbado, suspiró.
—Mi querido hermano —comentó con tono paciente—, ¿se te ha ocurrido pensar
que no tenemos muchas alternativas? Estamos en un barco, a muchas millas de la
costa… —miró a Dougan, que confirmó sus palabras con un cabeceo—… y a la total
merced de este enano y su tripulación de degolladores. ¿Crees acaso que nos quitaría
las ataduras si existiera la más remota posibilidad de que pudiéramos escapar?
—Es un chico listo —dijo Dougan con un gesto de aprobación, al tiempo que le
cortaba las correas. Entretanto, Sturm, ya libre, se sentó y arqueó la espalda mientras
se frotaba las muñecas. Dougan continuó—: Claro que, al fin y al cabo eres mago. Y
todos los magos son listos, o, al menos, es lo que se dice. De hecho, son tan
inteligentes que estoy convencido de que cualquiera de ellos lo pensaría dos veces
antes de realizar el primer conjuro que se le viniera a la mente —comentó con
socarronería—. Como, por ejemplo, un hechizo de sueño. Podría ser muy efectivo y
dejar dormida a mi tripulación de «degolladores». Claro que, dudo mucho que entre
los tres fueseis capaces de navegar el barco, ¿verdad? Además —añadió al advertir la
hosca expresión de Palin—, como os dijo antes, es una cuestión de honor. Perdisteis
la apuesta, ni más ni menos. Yo cumplí mi parte: llevaros a la cama. Ahora os toca a
vosotros cumplir con la vuestra. —Los bigotes de Dougan se alzaron al esbozar el
enano una mueca. Se atusó la barba con actitud satisfecha—. Tenéis que pagar la
apuesta.
—Que me condene si lo hago —gruñó Tanin—. ¡Te arrancaré la barba de raíz!
La voz del joven se ahogó por la furia. Palin se encogió sobre sí mismo cuando
vio que su temperamental hermano, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo, saltaba
sobre el sonriente enano. Cayó de bruces sobre la porquería amontonada en el suelo.
—Vaya, vaya, muchacho —se burló Dougan mientras lo ayudaba a ponerse de pie
—. Deja que tus piernas se acostumbren primero al bamboleo del mar y después
podrás intentar arrancarme la barba… si es cierto lo que se cuenta de Caramon
Majere, me decepcionaría descubrir que sus hijos no son hombres de palabra, sino…
en fin, unos fulleros.
—¡No somos uno fulleros! —replicó Tanin con resentimiento. Se apoyó en la
litera y se agarró con las dos manos cuando el suelo pareció desaparecer bajo sus pies
con un balanceo—. ¡Y, aunque es muy discutible que la apuesta no estuviera
amañada, cumpliremos lo acordado a pesar de todo! ¿Qué es lo que quieres de
nosotros?
—Que me acompañéis en mi misión —repitió el enano—. El lugar al que nos
dirigimos es extremadamente peligroso. Necesito dos guerreros fuertes y con
experiencia; y un hechicero nunca viene mal.
—¿Y qué pasa con tu tripulación? —preguntó Sturm mientras bajaba con

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precaución de la litera. A pesar de sus movimientos cautelosos, perdió el equilibrio
cuando la nave volvió a cabecear, y salió lanzado contra la pared.
El semblante sonriente de Dougan se tornó serio de repente. Echó una ojeada
hacia arriba, donde se escuchaba otra vez el extraño sonido retumbante, mezclado en
esta ocasión, según observó Palin, con gemidos y gritos.
—Ah, mi…, eh…, tripulación —farfulló el enano mientras sacudía la cabeza con
actitud triste—. Ellos, Bueno, creo que será mejor que subáis y los veáis vosotros
mismos, muchachos.
Giró sobre sus talones y se dirigió a la escala de cuerda, tambaleándose al
hundirse el barco en dirección contraria. Uno de los baúles chocó contra su espinilla
al deslizarse por el suelo.
—¡Aug! Esto me recuerda que guardamos vuestros equipos aquí —dijo,
frotándose la pierna—. Espadas, escudos, armaduras y todo lo demás. Os harán falta
en el lugar al que vamos —finalizó con tono alegre.
El enano agarró la bamboleante escala, trepó por ella y pasó a través de la
trampilla.
—¡No tardéis mucho! —se lo oyó gritar.
—Bueno, ¿y ahora qué hacemos? —preguntó Sturm al tiempo que se incorporaba
con precaución, si bien se fue otra vez de bruces al suelo. El joven tenía un color
verdoso y su frente estaba perlada de sudor.
—Cojamos nuestras espadas —dijo Tanin con voz ronca. Fue hacia los baúles con
pasos inseguros.
—Y salgamos de este asqueroso agujero —propuso Palin, que se tapaba la nariz y
la boca con la manga—. Necesitamos respirar aire fresco. Y yo, por lo menos, quiera
saber qué se está cociendo ahí arriba.
—Algo interesante. ¿Qué te apuestas? —bromeó Tanin.
El joven mago esbozó una sonrisa desganada. Se las ingenió para llegar hasta el
Bastón de Mago que continuaba inmóvil en el rincón. Si se debió a alguna propiedad
mágica del cayado o, simplemente, a que su roce le producía seguridad, lo cierto es
que el joven se sintió mejor en el mismo momento en que su mano se cerró en torno a
la suave madera.
»Recuerda los peligros en que se ha visto este bastón y que siempre ha
conseguido sacar indemnes a sus dueños de tales situaciones —se animó Palin a sí
mismo—. Magius lo manejaba mientras luchaba al lado de Huma. Mi tío lo manejaba
cuando entró al Abismo para enfrentarse a la Reina de la Oscuridad. La situación
actual no debe de significar gran cosa para él».
Agarrándolo con firmeza, el joven empezó a trepar por la escala de cuerda.
—Un momento, hermanito. —Tanin lo detuvo cogiéndolo de una manga—. No
sabemos qué demonios hay ahí arriba y tú mismo has admitido que no estás en

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condiciones de realizar ningún hechizo. ¿Por qué no dejas que vayamos delante
Sturm y yo?
Palin miró a su hermano mayor con sorprendida complacencia. No le había dado
una orden, como habría hecho antes. Casi podía imaginar lo que le hubiera dicho en
cualquier otra ocasión: «¡Palin, estúpido! Espera abajo. ¡Sturm y yo iremos primero!»
»Sin embargo, Tanin le había hablado con respeto, dando su parecer de un modo
lógico y dejando que fuera él quien tomara la decisión.
—Tienes razón, Tanin —admitió mientras se apartaba de la escala (aunque se
apartó más de lo que era su intención, pues perdió el equilibrio al cabecear de nuevo
el barco). Sturm lo agarró y los tres hermanos se quedaron quietos, esperando a que el
suelo cesara el infernal balanceo. Después, uno tras otro, subieron por la escala.
La fuerte mano de Sturm ayudó a Palin a subir a la cubierta. El joven mago
respiró hondo, con ansiedad, el fresco aire marino; parpadeó por la brillante luz del
sol e intentó hacer caso omiso de la dolorosa jaqueca. Sus ojos empezaban a
acostumbrarse a la claridad cuando oyó a sus espaldas un gemido quejumbroso, un
sonido terrible, mezcla de aullido, grito, crujido y siseo. El puente vibró y tembló
bajo sus pies. Alarmado, iba a darse media vuelta para enfrentarse a la bestia o lo que
fuese que lo atacara, cuando oyó gritar a su hermano mayor:
—¡Palin, cuidado!
Tanin se echó sobre él y lo arrojó a la cubierta en el mismo momento en que algo
oscuro y atroz pasaba zumbando sobre sus cabezas con una especie de aleteo salvaje.
—¿Estás bien? —le preguntó Tanin con ansiedad. Se incorporó y tendió la mano
para ayudarlo a ponerse en pie—. No quería golpearte tan fuerte.
—Creo que me han roto todos los huesos —comentó jadeante. Mientras intentaba
recobrar el aliento, volvió la vista hacia la proa del barco, por donde la cosa había
desaparecido por la borda—. ¿Qué demonios era eso? —preguntó mirando a Dougan.
El enano se incorporaba también en ese momento. Parecía sentirse azorado; sus
mejillas estaban tan rojas como sus polainas. Se sacudió las ropas, llenas de astillas,
hebras de cuerda y espuma de mar. De repente, una horda de pequeñas criaturas
parlanchinas lo rodearon, ansiosas por ayudarlo…
—¡Alto ahí! —gruñó Dougan con irritación mientras alejaba a los pequeños
personajes a empujones—. ¡Apartaos! ¡Apartaos he dicho! ¡Volved a vuestros
quehaceres!
Sumisas, las criaturas se marcharon a todo correr, si bien hubo algunas que se
detuvieron un instante para echar un vistazo a los tres hermanos. Una de ellas, incluso
se aproximó a Palin y alargó una mano ansiosa hacia su bastón.
—¡Atrás! —gritó el joven mago que apretó el cayado contra sí.
El pequeño ser dio un respingo y retrocedió, pero sus ojos siguieron prendidos en
el bastón, brillantes, mientras volvía a la tarea que tuviera entre manos.

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—¡Gnomos! —exclamó sorprendido Sturm, que bajó la guardia.
—Eh… sí —balbuceó Dougan, algo turbado—. Ésta es mi…, eh…, mi
tripulación de degolladores.
—¡Los dioses nos asistan! —suplicó fervientemente Tanin—. ¡Estamos en un
barco gnomo!
—¿Y esa cosa…? —A Palin se le quebró la voz y no pudo acabar de hacer la
pregunta.
—Es… una… eh… Es la vela —informó Dougan con un murmullo apenas
audible mientras se retorcía la barba para que escurriera el agua que la empapaba.
Luego señaló con un gesto vago—. Volverá dentro de unos diez minutos, así que…,
eh…, estad preparados.
—En nombre del Abismo, ¿qué hace un enano en un barco gnomo? —exigió
saber Tanin. La turbación de Dougan se incrementó.
—Eh, bueno, veréis… —farfulló mientras se enrollaba la punta del bigote en el
dedo índice—. Es parte de una larga historia. Quizá tenga tiempo de contárosla…
Balanceándose sobre la inestable cubierta y apoyado en el bastón, Palin miró al
mar. Acababa de ocurrírsele una idea y sintió que el corazón le daba un vuelco tan
brusco como los que daba la nave. Tenían el sol a la espalda, se dirigían en dirección
oeste, navegando en un barco gnomo cuyo capitán era aun enano.
—¡La Gema Gris!
—¡Exacto, chaval! —gritó Dougan a la vez que le palmeaba la espalda—. Has
cogido a la lagartija por el gaznate, como dicen los gullys. Es la razón por la que me
encuentro en esta nave…, eh…, digamos especial. —Dougan trastabilló unos pasos
hacia atrás e intentó recobrar el equilibrio—. Ésa es mi misión.
—¿Cuál? —preguntó receloso Tanin.
—Hermanos míos, parece ser que estamos embarcados en la búsqueda de la
legendaria Gema Gris de Gargath —dijo Palin.
—En la búsqueda, no —corrigió el enano—. ¡Sé dónde está! ¡Nuestra misión
acabará con todas las búsquedas! Vamos a recuperar la Gema Gris y… ¡Ojo chicos,
cuidado! —advirtió Dougan, que, tras echar un rápido vistazo a su espalda, se tiró de
cabeza a la cubierta y gritó—. ¡Ahí viene la vela!

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Capítulo 3
El Milagro

La nave gnoma era una maravilla tecnológica. (Maravilla por el hecho de que flotara
y, sobre todo, navegara, como dijo Sturm). Largos años de diseño (y muchos más de
Comités), a los que siguieron siglos de artesanía, habían hecho del barco gnomo el
terror de los mares. Esto era totalmente cierto. La mayoría de los barcos huían
aterrorizados a la vista del estandarte gnomo de la vela, un tornillo dorado sobre
campo pardo rojizo; mas esta reacción se debía a que sus calderas de vapor a presión
tenían la mala costumbre de explotar. Los gnomos se vanagloriaban de que en una
ocasión habían atacado y hundido un barco pitara minotauro. Lo que ocurrió en
realidad fue que los minotauros, dominados por un ataque de risa, cometieron la
negligencia de acercar demasiado su nave a la de los gnomos, y éstos, llevados por el
pánico, dejaron, dejaron escapar de golpe el aire a presión almacenado en calderas
que utilizaban para gobernar el rumbo de la nave. La explosión resultante lanzó por
los aires a los minotauros desvió de su curso a los gnomos unas veinte millas.
Aunque las otras razas se burlaban de ellos, los gnomos sabían que su barco se
había adelantado a su tiempo por lo práctico, económico y revolucionario de su
diseño. El hecho de que fuera la cosa más lenta que surcaba las aguas (alcanzaba la
velocidad punta de casi medio nudo en un día de condiciones inmejorables y vientos
fuertes) no los preocupaba. Nada es perfecto, ya se sabe. (Un Comité estudia en la
actualidad este problema y se tienen fundadas esperanzas de que se encontrará la
solución en el transcurso del próximo milenio).
Los gnomos sabían que todos los barcos tienen velas. Éste era un requisito, en su
opinión, indispensable para considerar un barco como tal. Por consiguiente, la nave
gnoma tenía una vela. Sin embargo, y tras estudiar los barcos construidos por razas
menos inteligentes, consideraron una pérdida de espacio el atiborrar la cubierta de
mástiles, cabos y lonas, y una pérdida adicional de energía el soltar y recoger velas
para aprovechar las corrientes de aire. El barco gnomo, por lo tanto, utilizaba una
única vela gigantesca que no sólo cogía el viento, sino que, literalmente, lo arrastraba
con ella.
Esta vela era lo que daba a la nave su revolucionario diseño. La ingente cantidad
de lona, sujeta a una verga del tamaño de diez robles gruesos, descansaba sobre tres
carriles de madera engrasados, uno a cada lado de la nave y el tercero en el centro de
la cubierta. Unos cables enormes se extendían a todo lo largo del barco y se movían p
rola fuerza del vapor generado en una gigantesca caldera, ubicada en la bodega, y
operaban este milagro de moderna tecnología naval arrastrando la vela a lo largo de

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los engrasados raíles a una velocidad considerable. La gran lona creaba su propia
corriente de aire al pasar rugiente de proa a proa a popa, propulsando de este modo a
la nave en su curso.
Cuando la vela completaba su impresionante recorrido por la cubierta y alcanzaba
la popa… (Había un pequeño problema. El barco no podía virar. Por consiguiente, el
aspecto de la proa era exacto al de la popa. Los gnomos habían resuelto esta ligera
deficiencia de diseño instalando la vela de modo que pudiera ir hacia atrás o hacia
delante, dependiendo de las necesidades del momento, y habían puesto dos
mascarones, uno a cada extremo; eran los bustos de unas rollizas doncellas gnomas
que sostenían en la mano un tornillo y que miraban al horizonte con animosa
resolución).
¿Dónde estábamos…? ¡Ah, sí! Cuando la vela alcanzaba la popa, se enrollaba
sobre sí misma, se sumergía en el mar, pasaba bajo el barco, y al llegar a proa salía
del agua, se desenrollaba y recorría de nuevo la cubierta a toda velocidad.
Al menos, éste era el funcionamiento en el plano de diseño y en los modelos a
escala que surcaban las bañeras gnomas. Sin embargo, en la práctica, los engranajes
que controlaban el mecanismo que enrollaba la vela se habían oxidado enseguida con
el agua salada y a menudo la vela se sumergía en el mar parcial o totalmente
extendida. De esta manera, creaba una fuerte corriente bajo la nave que a veces la
había retroceder más metros de los que antes había avanzado. Este pequeño
inconveniente quedaba compensado con creces al obtener un beneficio imprevisto
cuando la vela entraba abierta en el agua, actuaba a modo de red y capturaba bancos
de peces que, al elevarse posteriormente sobre la cubierta, caían como un chaparrón y
proporcionaban desayuno, comida y cena; y también alguna que otra conmoción
cerebral si se tenía la mala suerte de que un atún cayera en la cabeza.
La nave no tenía timón, ya que no había dónde instalarlo por tener el barco dos
popas y ninguna popa. Sin darse por vencidos, los gnomos diseñaron la nave para ser
gobernada p rolas ya mencionadas calderas de aire a presión. Situadas a ambos lados
del casco, se mantenían llenas de aire mediante unos gigantescos fuelles accionados
por vapor. Dejando salir el aire por una u otra caldera, la lograban cambiar el rumbo
del barco. (Antes dijimos que la nave no podía virar. Era un error. Los gnomos habían
descubierto el modo de darle la vuelta dejando salir el aire de ambas calderas de
manera simultánea). Y el barco giraba, sí, pero a una velocidad tan tremenda que la
mayoría de la tripulación salía despedida por la borda y los pocos que quedaban en
cubierta jamás volvían a caminar en línea recta después de sufrir aquella experiencia.
Estos desdichados eran contratados de inmediato por el Gremio de Diseñadores de
Calles.
El nombre de este excepcional barco era La Gran Nave Gnoma de Exploración y
Búsqueda. Hecha de planchas de Madera Unidas por la Goma Milagrosa Gnoma (de

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la que cuanto menos se hable, mejor)), en Lugar de esa patética Creación Llamada
Clavos, y que, En Cualquier Caso, Hemos Diseñado más Eficientemente, e
Impulsada por Vapor Generado al Llevar a una Rápida Ebullición el Agua,… etc. El
nombre completo ocupaba varios volúmenes guardados en la biblioteca de los
gnomos. Por tanto, una versión «reducida» se había grabado alrededor del casco. (Y,
cuando éste estuvo lleno, los gnomos siguieron sobre la cubierta).
Huelga decir que navegar a borde de El Milagro (versión humana del nombre) no
ayudaba a encontrar la paz de espíritu ni contribuía a mantener la comida en el
estómago. El barco se tambaleaba como una elfo marino borracho cuando la vela
estaba bajo la quilla, saltaba hacia delante al pasar sobre cubierta logrando que el
estómago se te subiera a la garganta, y se sacudía de un modo nauseabundo cuando
chocaba con el agua al hundirse por la popa. Las bombas de sentina trabajaban sin
descanso (gracias a las «infalibles» propiedades del pegamento gnomo).
Afortunadamente, esta vez llevaban el rumbo correcto, hacia el oeste, por lo que no
fue necesario dar la vuelta a la nave ni abrir las calderas de aire (una amenaza peor
que quedar atrapados en un ciclón), y fue una bendición el que Tanin, Sturm y Palin
no tuvieran la oportunidad de comprobarlo durante el, por fortuna, corto trayecto.
Éste era pues El Milagro con su tripulación de gnomos, un enano por capitán y tres
jóvenes aventureros mareados y con resaca. (Aunque Dougan afirmó con gesto
solemne que deberían estar agradecidos a los dioses por encontrarse allí.

La noche empezaba a caer. El sol se ocultaba tras el mar como una llamarada roja
que quisiera eclipsar los llamativos ropajes del enano. Los tres hermanos, hundidos
en el abatimiento y agachados en cuclillas en la cubierta de proa, se alegraron de ver
llegar la noche. Habían pasado un día atroz, obligados a tirarse al suelo cada dos por
tres cada vez que la vela pasaba zumbando sobre sus cabezas. Además, no se habían
librado de recibir los golpes de los peces que llovían sobre cubierta, y estaban
empapados por el agua que chorreaba de la vela. No había mucho que comer, salvo
pescado /del que tenían en abundancia) y una especie de galletas que guardan un
sospechoso parecido con la goma milagrosa gnoma. Para olvidarse de los problemas
y prepararse para la misión que los aguardaba, Dougan propuso relatar la historia de
la Gema Gris de Gargath.
—Ya conozco ese cuento —dijo Tanin con gesto hosco—. ¡Todo Krynn lo
conoce! Me lo contaron cuando era un crío.
—Ah, pero ¿sabéis la verdadera historia? —preguntó el enano mientras miraba
con intensidad a los tres hermanos con sus brillantes ojos oscuros.
Ninguno contestó, pues ni siquiera habrían oído sus propios pensamientos ya que
la vela salía del agua en ese momento y se deslizaba a toda velocidad por cubierta en
medio de sacudidas de lona y crujidos de engranajes. Los peces cayeron a sus pies y

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los gnomos corrieron de un lado a otro persiguiéndolos. El paso de la vela a lo largo
del barco estuvo acompañado por gemidos y gritos, pues algunos infortunados
gnomos se olvidaron de agacharse a tiempo y la verga los golpeó y los arrojó por la
borda. Puesto que esto se repetía cada vez que la vela se deslizaba por la cubierta,
varios gnomos permanecían en continua vigilancia a lo largo de las batayolas para
gritar «¡Gnomo al agua!» (cosa que hacían muy a gusto), y arrojaban a sus patosos
compañeros los artefactos salvavidas (que también utilizaban como anclas cuando
atracaban en puerto).
—¿Y cómo sabemos si es o no la historia verdadera? —preguntó malhumorado
Tanin cuando pudo hacerse oír.
—Sé que hay versiones diferentes, dependiendo de si la cuenta un enano o
alguien de otra raza —dijo Palin.
Dougan parecía desasosegado en extremo.
—Sí, chico. Ahí has puesto el dedo en la llaga. Pero, de momento, cuéntala tú,
joven mago. Cuéntala como te la contaron a ti. Presumo que habrás estudiado ese
episodio ya que está relacionado con la aparición de la magia en el mundo.
—De acuerdo —aceptó Palin bastante complacido, aunque apurado por ser el
centro de atención de todos. Al darse cuenta de que el mago iba a relatar su historia
favorita, muchos gnomos abandonaron sus tareas (y la captura de peces) para sentarse
alrededor de Palin. En sus miradas había una gama de expresiones que iban desde el
absoluto convencimiento de que se equivocaría a la profunda sospecha de que lo
contaría bien por puro azar.
—Cuando los dioses despertaron del Caos y tomaron posesión de sus diferentes
partes para dirigirlo, el Equilibrio del universo quedó establecido y el Caos
desapareció. El péndulo del Tiempo se balanceaba entre el Bien y el Mal, vigilados p
la Neutralidad a fin de que ninguna se hiciera más fuerte. Fue por entonces cuando
los espíritus de las razas aparecieron y comenzaron su danza alrededor de las
estrellas, y los dioses decidieron crear un mundo donde esas razas pudieran habitar.
»El mundo se forjó, pero entonces los dioses empezaron a disputarse aquellos
espíritus. Los dioses del Bien querían dotarlos de poder sobre el mundo físico, pero
educándolos en los caminos del Bien. Los dioses del Mal querían esclavizarlos,
sometiéndolos a su maligno dominio. Los dioses de la Neutralidad deseaban darles
poder físico sobre el mundo, pero con libertad de elección entre el Bien y el Mal. Al
final se decidió tomar este último curso, pues los dioses del Mal creían que no les
sería difícil llevar la ventaja.
»Nacieron tres razas: los elfos, bienamados por los dioses del Bien; los ogros,
esclavos gustosos de los dioses del Mal, y los humanos, los neutrales, que, por tener
(de entre todas las razas) el período de vida más corto, eran más fáciles de arrastrar a
uno u otro lado. Cuando estas razas fueron creadas, el dios Reorx fue el encargado de

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forjar el mundo. Eligió a algunos humanos para que lo ayudaran en su tarea, puesto
que eran los más dispuestos a trabajar. Pero pronto despertaron la cólera de Reorx.
Muchos eran unos codiciosos que trabajaban con el único propósito de enriquecerse,
sin enorgullecerse lo más mínimo de sus obran. Otros se dedicaban a estafar y
engañar. Otros robaban. Reorx se enfureció y maldijo a sus seguidores, a los que
convirtió en gnomos, unas criaturas pequeñas condenadas a… No, no quise decir
condenadas —se apresuró a rectificar Palin, al reparar en los entrecejos fruncidos de
los gnomos—. Quise decir…, eh…, bendecidas a ser unos chapuceros —los gnomos
sonrieron—, y a pasar todo su vida remendando y reformando artilugios mecánicos
que nunca…, ¡ejem!…, quiero decir, que rara vez funcionan.
La vela pasó rugiente sobre sus cabezas y Palin, por fortuna, pudo hacer una
pausa.
—¡Vamoscontinúaqueahoravienelomejor! —gritaron los gnomos, que hablaban
siempre muy deprisa y unían unas palabras con otras.
Decidiendo que era un buen consejo (una vez que lo entendió, claro). Palin
continuó:
—Poco después, uno de los dioses del Mal convenció mediante engaños a Reorx
de que tomara el vasto poder del Caos y forjara con él una gema. Es opinión general
que el dios que estaba detrás de todo esto era Hiddukel, el dios de la corrupción y la
riqueza fraudulenta, así como traficante de almas…
—No, chico —enmendó Dougan con un suspiro—. Fue Morgion.
—¿Morgion? —repitió asombrado Palin.
—Sí. El dios de la putrefacción. Pero eso ya lo explicaré más tarde. Sigue —
indicó con un ademán.
—Sea como fuere —continuó Palin, algo confuso—, Reorx creó la Gema Gris y
la dejó en la luna roja, Lunitari, la consagrada a los dioses de la neutralidad.
Los gnomos sonreían; se acercaba la parte del relato que más les gustaba.
—Entretanto, los gnomos habían construido el Gran Invento, diseñado para
abandonar el mundo y llegar a las estrellas. A este invento le falta sólo una cosa para
que fuera operativo: la fuerza motriz que lo propulsara. Observando el cielo nocturno,
descubrieron la Gema Gris que brillaba en el corazón de Lunitari y supieron de
inmediato que, si lograban apoderarse del poder del Caos contenido en la gema,
podrían hacer funcionar el invento.
Las palabras de Palin fueron acogidas con cabeceos de asentimiento y sabias
miradas por parte de los gnomos. Sturm bostezó, Tanin se incorporó, se asomó por la
batayola y en silencio de un modo discreto, vomitó.
—Un gnomo extraordinariamente hábil construyó una escala extensible que, cosa
sorprendente, funcionaba. Subió p ella hasta la luna y allí, con una gran red que
llevaba consigo a tal propósito, capturó la Gema Gris antes de que los dioses

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advirtieran su presencia. Llevó al mundo la gema, pero una vez allí, se le escapó. La
gema voló en dirección oeste y a su paso sembró el Caos, que penetró en el mundo en
forma de magia. Bestias y criaturas sufrieron transformaciones que las convirtieron
en algo maravilloso, o atroz, a elección de la gema.
»Un grupo de gnomos la persiguió a través del mar con la esperanza de
recuperarla y reclamarla como suya. Pero fue un humano, un hombre llamado
Gargath, quien atrapó la joya y la retuvo en su castillo por ciertos medios mágicos. Al
llegar al castillo, los gnomos vieron que la luz de la Gema Gris iluminaba los campos
y exigieron a Gargath que se la devolviera. Él se negó. Los gnomos amenazaron con
declararle la guerra. —Aquí se alzaron gritos y aplausos del público gnomo—.
Gargath aceptó de buen grado la batalla. Construyó una muralla alta que rodeaba el
castillo para su propia protección y la de la joya. No había manera de salvar aquellos
muros, así que los gnomos se retiraron, aunque juraron volver.
—¡Atentos! ¡Atentos! —vocearon los hombrecillos.
—Un mes más tarde, un ejército gnomo llegó al castillo de Gargath con un
gigantesco ingenio de asalto accionado por fuerza-vapor. El invento alcanzó la
muralla, pero se rompió antes de conseguir su propósito. Los gnomos se retiraron con
más bajas que la vez anterior. Tres meses después, retornaron con un colosal ingenio
de fuerza-vapor. Éste aplastó con su ingente peso los restos carbonizados de los dos
primeros y se dirigió contra la muralla con gran estruendo, pero a mitad de camino, el
mecanismo de dirección se rompió, volcó con un ensordecedor gemido y derribó
parte de la muralla. Aunque no era lo que habían planeado, el resultado entusiasmó a
los gnomos. —Sonaron más vítores y aplausos—. Sin embargo, mientras penetraban
en tropel por la brecha abierta, la gema lanzó un destello gris acerado de luz y los
cegó a todos. Cuando Gargath recuperó la vista, observó atónito que los gnomos se
peleaban entre sí.
Aquí hubo entrecejos fruncidos y gritos de «¡Mentira! ¡Eso es una invención!».
—Una facción de gnomos —prosiguió Palin— exigía que se les entregara la
Gema Gris para tallarla y transformarla en riqueza. La otra facción demandaba que se
la entregaran para abrirla y ver cómo funcionaba.
»Mientras los dos bandos luchaban, su aspecto cambió y así fue como surgió la
raza de los enanos, que cavan la roca y piensan de manera continua en la riqueza, y la
raza de los kenders, que vagabundean por el mundo llevados por su insaciable
curiosidad. La Gema Gris escapó durante la confusión y fue vista por última vez
dirigiéndose hacia el oeste. Tras ella fueron Gargath y una partida de gnomos. Y ésta
—concluyó Palin casi sin aliento— es la historia de la Gema Gris. Es decir, a menos
que se la pregunte a un enano.
—¿Por qué? ¿Qué diría un enano? —Preguntó Tanin, que miraba a Dougan con
gesto mareado.

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El enano lanzó un profundo suspiro que pareció salir de la punta de sus zapatos.
—Los enanos han mantenido siempre que ellos son los elegidos de Reorx y que
fue su amor lo que forjó esta raza; y que los gnomos y los kenders son el resultado de
intentos fallidos hasta que logró el molde correcto.
Abucheos. Los gnomos estaban indignados, pero se amansaron al instante cuando
Dougan se volvió hacia ellos y les dirigió una mirada penetrante.
—Según los enanos —continuó Dougan—, Reorx creó la Gema Gris para
explicársela, pero los gnomos la robaron.
Más abucheos, que remitieron de inmediato ante el gesto ceñudo del enano.
—Bien, según parece, el único que sabe la verdad de lo ocurrido es el propio
Reorx —dijo Sturm, que lanzó otro bostezo.
—No exactamente, muchacho —lo corrigió Dougan con cierto nerviosismo—.
Porque, verás… Yo sé la verdadera historia y ello es la razón por la que me he
embarcado en esta aventura.
—¿Cuál es la versión correcta? —Preguntó Tanin, a la vez que hacía aun guiño a
su hermano pequeño.
—Ninguna de las dos —respondió Dougan, mostrándose aún más nervioso.
Inclinó la cabeza y hundió la barbilla en el pecho, en tanto que sus manos
jugueteaban con los botones dorados del empapado jubón de terciopelo—. Pues
veréis, mmm… —musitó con un tono tan bajo que a sus oyentes les resultó difícil
escucharlo con el ruido de las olas y el golpeteo de los peces sobre cubierta—.
Reorx…, mmmm…, perdiólaGemaGrisenunapartidadedados.
—¿Qué? —preguntó Palin echándose hacia delante.
—Quelaperdió —farfulló el enano.
—Sigo sin entenderte…
—¡QUE PERDIÓ LA MALDITA GEMA GRIS EN UNA PARTIDA DE
DADOS! —bramó furioso Dougan mientras levantaba la cabeza y lanzaba una
mirada desafiante a su alrededor.
Aterrorizados, los gnomos salieron disparados en todas direcciones y en su
carrera más de uno recibió un golpe en la cabeza al pasar la vela a toda velocidad.
—Morgion, dios de la putrefacción, convenció con engaños a Reorx para que
creara la Gema Gris. Sabía que su maléfico poder crecería con el Caos suelto por le
mundo. Retó a Reorx a un juego en el que la Gema Gris era la apuesta… —El enano
se sumió en el silencio, con la mirada prendida en sus zapatos y un gesto ceñudo.
—¿Se la jugó una partida de dados? —preguntó pasmado Sturm.
—Sí, chico. —El enano soltó un hondo suspiro—. ¿Sabes? Reorx tiene una
pequeña debilidad; un pequeño defectillo, no creas… Por lo demás, es el caballero
honorable y recto que cabe esperar de él. Pero… —El enano lanzó otro suspiro——.
Le gusta darle a la botella y le encanta una buena apuesta.

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—Oh, así que conoces a Reorx, ¿no? —dijo Sturm con un bostezo que a poco le
desencaja las mandíbulas.
—Sí. Y es un honor —respondió Dougan con seriedad mientras se acariciaba la
barba y se enroscaba el mostacho en el índice—. Con su ayuda ha sido posible
localizar la Gema Gris después de tantos años. Y con la ayuda de estos muchachos —
dijo, propinando una palmada tan fuerte en el hombro de un gnomo que pasaba a su
lado que tumbó al hombrecillo— y con la de tres estupendos jóvenes, la
recuperaremos y…, y… —Dougan enmudeció, como si vacilara.
—¿Y…?
—Y se la devolveremos a Reorx, naturalmente —contestó el enano encogiéndose
de hombros.
—Naturalmente —reiteró Tanin. El joven miró de soslayo a Sturm, que se había
quedado dormido sobre la cubierta, y sorprendió a un gnomo que se escabullí con el
yelmo de su hermano—. ¡Eh! Gritó furioso, a la vez que agarraba al ladronzuelo por
el suelo.
—¡Sóloquieromirarlo! —gimoteó el gnomo que se encogía amedrentado—.
Lopensabadevolverdespuéslojuro —dijo. Luego empezó a hablar más despacio,
cuando Tanin aflojó los dedos—. Hemos desarrollado un diseño de yelmo
revolucionario. Pero tenemos unos pequeños problemas; entre ellas, como sacarlo de
la cabeza, y yo…
—Gracias, pero no nos interesa —cortó Tanin con sequedad mientras le quitaba el
yelmo de un tirón al gnomo, que lo contemplaba arrobado—. Vamos, hermanito —
añadió, dirigiéndose a Palin—. Ayúdame a llevar a Sturm a la cama.
—¿A qué cama? —preguntó el joven con actitud cansada—. Ah, no. No pienso
meterme otra vez en ese agujero maloliente.
—Ni yo tampoco —estuvo de acuerdo su hermano. Echó un vistazo en derredor y
señaló con el dedo—. Esa especie de chamizo que hay ahí parece ser el mejor sitio.
Al menos está seco.
Se refería a varias planchas de madera unidas con habilidad e ingenio de manera
que formaban un reducido cobertizo. Adosadas al casco, las tablas quedaban fuera del
alcance de la vela y protegían a los que se tumbaran en su interior de la lluvia
continua de agua salada y peces.
—Claro que está seco —dijo Dougan con tono presuntuoso—. Es mi cama.
—Era tu cama —replicó Tanin. El joven se agachó y sacudió a Sturm por el
hombro—. ¡Despierta! ¡No vamos a llevarte en brazos! ¡Y apresúrate, antes de que
esa maldita vela nos decapite!
—¿Qué? —Sturm, amodorrado, parpadeó. Luego se incorporó.
—¡No podéis hacerme esto! —Protestó el enano.
—¡Escúchame, Dougan Martillo Rojo! —Gritó Tanin, que se inclinó para mirar

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cara a cara al enano—. ¡Tengo resaca, estoy mareado, no he probado bocado en todo
el día, estoy empapado, me han caído encima peces, me ha acosado una vela y estoy
mortalmente aburrido de oír cuentos infantiles! —El joven, que parecía estar a punto
de reventar, hizo una pausa, alzó el dedo índice y lo agitó delante de la nariz del
enano—. ¡Voy a dormir donde me dé la gana y mañana, cuando me encuentre mejor,
juro por los dioses que obligaré a esos pequeños bastardos a dar media vuelta al barco
y a llevarnos de regreso!
—¿Y si me opongo? —amenazó Dougan con una mirada burlona, y sin mostrarse
en absoluto intimidado por el estallido de furia de Tanin.
—¡Entonces habrá un nuevo mascarón de proa en dondequiera que esté la proa en
este barco absurdo! —Siseó Tanin con los dientes apretados—. ¡Y tendrá una negra y
larga barba, te lo aseguro!
Encolerizado, el joven se dirigió al chamizo y se metió en él. El adormilado
Sturm fue tras él.
—Yo que tú, Dougan, me quitaría de su vista —susurró Palin, antes de seguir a
sus hermanos—. Es muy capaz de hacer lo que ha dicho.
—¿De verdad, chico? Lo tendré en cuenta —dijo el enano mientras se tiraba de la
barba, pensativo.
El chamizo estaba abarrotado con el equipaje del enano, gran parte del cual eran
llamativas prendas de vestir. Palin lo sacó todo a puntapiés, sin ninguna ceremonia.
Tanin se tumbó estirado en el suelo, Sturm se derrumbó a su lado y ambos se
quedaron dormidos tan de repente que parecía que su hermano pequeño los hubiese
hechizado. Palin se echó en el escaso hueco que quedaba, con la esperanza de que el
sueño le llegara con igual rapidez que a los dos mayores.
Pero él no era un avezado veterano de campañas como sus dos hermanos, pensó
con amargura. Sturm era capaz de dormir sobre la arena de un desierto sin quitarse
una pieza de la armadura; en cuanto a Tanin, se decía que había seguido roncando tan
tranquilo mientras un rayo partía en dos un árbol que tenía a su lado. Empapado hasta
los huesos, tiritando de frío, tumbado en las duras maderas, Palin se entregó al
desánimo. Estaba hambriento, pero cuando pensaba en la comida, se le revolvía el
estómago. Le dolían todos los músculos por las contracciones de los vómitos. Tenía
un gusto amargo de agua salada en la boca. Recordó con nostalgia su casa y su cama
de perfumadas sábanas limpias y las horas apacibles de estudio, sentado bajo las
protectoras ramas del vallenwood, con su libro de hechizos apoyado en el regazo.
Apretó los párpados con fuerza en un intento de contener las lágrimas de
añoranza, pero fue en vano. El sentimiento le desbordó. Alargó la mano y tocó el
Bastón de Mago. De repente, la imagen de su tío surgió en su mente. ¿De dónde?
Palin lo ignoraba. Raistlin había muerto antes de nacer él. Quizá se la transmitía el
bastón… o quizá provenía del recuerdo de algún relato de su padre y, a causa de su

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estado de debilidad, se le antojaba real. Cualquiera que fuera la razón, lo cierto es que
el joven vio con claridad a Raistlin, tumbado en el suelo empapado por la lluvia de un
bosque deprimente, arrebujado en su túnica roja. El mago tosía; tosía sin parar hasta
dar la impresión de que no lograría inhalar otra bocanada de aire. Palin vio sangre en
los labios cenicientos, vio el enjuto cuerpo retorcerse de dolor, pero no lo oyó
articular una sola palabra de queja. Despacio, el joven se acercó a su tío. La tos cesó,
el espasmo remitió. Raistlin alzó la vista y lo miró a los ojos…
Avergonzado, Palin inclinó la cabeza.
Después se acercó al bastón y apoyó la mejilla en la suave y fresca madera. Se
quedó dormido. Sin embargo, antes de abandonarse al sueño, creyó ver una cabeza
que se asomaba al chamizo.
—Tengo una baraja, chicos… El que saque la carta más alta duerme aquí esta
noche. ¿Qué decís?

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Capítulo 4
La isla de Gargath

Los dos hermanos menores sabían que Tanin era muy capaz de cumplir su amenaza
de que el barco diera la vuelta, si bien cómo iba a obligar a los gnomos a que lo
hicieran era otra cuestión. Los gnomos, que durante la noche habían tomado la firme
decisión de continuar el viaje, habían organizado un arsenal. Puesto que la mayoría
de aquellas armas eran de fabricación gnoma, existían muchas probabilidades de que
causaran tanto daño a quienes la manejaban como a las supuestas víctimas. Por tanto,
el resultado de la batalla en ciernes entre dos guerreros un mago contra numeroso
gnomos y un enano era una incógnita.
La incógnita, por fortuna, nunca se despejó. A la mañana siguiente, los hermanos
despertaron con el estruendo de un tremendo choque, el siniestro crujido de madera
que se partía y el grito (ni que decir tienes, tardía) de «¡Tierra a la vista!».
Los tres se incorporaron de un salto, salieron del chamizo, y corrieron por la
cubierta, lo que no resultaba fácil por la pronunciada inclinación de la nave, escorada
a babor.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos? —inquirió Tanin mientras se
frotaba los ojos.
—Hemos llegado —anunció Dougan, en tanto se atusaba la barba con gesto
satisfecho—. ¡Mirad! ¡La isla de Gargath! —señaló con un jactancioso ademán el
horizonte que se divisaba sobre (lo que era en esta ocasión) la proa.
Los hermanos miraron, pero al principio lo único que vieron fue un amasijo
confuso de lona desgarrada, cuerdas colgando, la verga rota y gnomos agitando las
manos mientras discutían acaloradamente y se empujaban los unos a los otros. El
balanceo del barco en el agua había cesado, a causa, sin duda, de la presencia de un
rompiente que había machacado el mascarán de proa y parte de la quilla.
Con gesto severo, Tanin se abrió paso entre aquel destrozo: lo seguían Sturm,
Palin, varios gnomos enzarzados en una acalorada discusión y el enano. Al llegar a
proa, el joven se asomó por el borde y oteó más allá del rompiente, hacia la isla. El
sol se levantaba a sus espaldas y derramaba su luz brillante sobre la franja arenosa de
una playa que se perdía de vista al trazar un arco, hacia el norte, y desaparecía tras un
banco de niebla gris. Rodeaban la playa unos árboles de aspecto extraño, de troncos
suaves y esbeltos que en la copa se abrían en abanico formando una especie de
plumero de hojas frondosas. Más allá de la ancha franja de arena, asomando tras los
árboles y el rompiente en el que había encallado el barco, se divisaba una montaña
gigantesca. Sobre su cumbre se cernía una nube de humo gris que proyectaba una

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sombra siniestra sobre la playa, el mar y la nave.
—La isla de Gargath —repitió Dougan con tono triunfante.
—¿Gargath? —Palin se quedó boquiabierto—. ¿Quieres decir que…?
—Sí, chico. Gargath en persona siguió la Gema Gris cuando ésta escapó. ¿Lo has
olvidado ya? Construyó un barco y navegó tras ella cuando se dirigió hacia el oeste.
No se volvió a saber nada de él en Ansalon. Su familia creyó que se había precipitado
por el bardo del mundo. Pero ocurrió que, hace unos años, me junté con un grupo de
minotauros y tomamos unas copas. Una cosa llevó a la otra y, según recuerdo, se
organizó una partida y les gané este mapa. —Metió la mano en su jubón rojo (ahora
con un aspecto desastroso por el uso y la sal del mar) y sacó un trozo de pergamino
que tendió a Tanin.
—Es un mapa minotauro, no cabe duda —dijo el joven, que lo puso sobre la
batayola y lo alisó mientras intentaba guardar el equilibrio al mismo tiempo.
Sturm se acercó a él y se asomó por encima de su hombro. Palin se arrimó
también, sosteniéndose en el bastón. Aunque estaba escrito en el extraño lenguaje de
los hombre-toro, el mapa estaba dibujado con la precisión y destreza de los
minotauros que, aunque a regañadientes, eran reconocidas por las razas civilizadas de
Krynn. No cabía error de interpretación. En el continente de Ansalon y, en dirección
oeste, lejos, una diminuta isla con la palabra «Gargath» escrita a su lado.
—¿Y eso qué significa? —Sturm señalaba un símbolo de aspecto ominoso que
había sido dibujado junto a la isla—. Parece una cabeza de todo a la que atraviesa una
espada.
—¿El qué? ¿Eso? —repitió Dougan, que se encogió de hombros con actitud
indiferente—. Algún garabato minotauro, sin duda…
—Sí, el «garabato» minotauro que señala peligro —dijo Palin con un tono brusco
—. ¿No es cierto?
—Bueno, verás, chico, supongo que algo así debe de significar aunque,
personalmente, no doy mucha importancia a lo que se les ocurre dibujar a esas
criaturas salvajes…
—¡Esas «criaturas salvajes» han marcado esta isla con su símbolo de mayor
advertencia! —lo interrumpió el mago—. Ningún barco minotauro atracará en un
sitio marcado con esa señal —añadió volviéndose hacia sus hermanos.
—Y hay pocas cosas en este mundo, y en el otro, a las que teman los minotauros
—comentó el mayor mientras contemplaba la isla con expresión sombría.
—¿Qué más pruebas queréis? —preguntó el enano con voz queda, siguiendo la
mirada de Tanin. En sus ojos oscuros había un brillo de ansiedad—. ¡La Gema Gris
está aquí! ¡Es su poder lo que los minotauros sientes y temen!
—¿Qué opinas tú, Palin? —preguntó el mayor—. Eres el mago. Tienes que
percibirla.

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Una vez más el joven se estremeció de placer al ver que sus dos hermanos
mayores, las dos personas que más respetaba en este mundo aparte de su padre (o
quizá más incluso), lo trataban con consideración y esperaban que diera su opinión.
Cerró los ojos y apretó con fuerza el Bastón de Mago, procurando concentrarse. Al
hacerlo, un terror helado oprimió su corazón y propagó por todo su cuerpo la
sensación de pavor. Se estremeció abrió los ojos. Tanin y Sturm lo observaban con
ansiedad.
—¡Palin… tu rostro! ¡Estás lívido! ¿Qué ocurre?
—No lo sé… —Tenía la boca tan seca que apenas podía hablar—. He sentido
algo, pero no estoy seguro de qué ha sido. No era tanto una sensación de peligro, sino
de pérdida y vacío. Un sentimiento de impotencia. Todo lo que me rodeaba giraba sin
control y yo no podía hacer nada para evitarlo.
—Es el poder de la gema —dijo Dougan—. ¡Es lo que has sentido, joven mago!
Ahora ya sabes por qué debe ser capturada y devuelta a los dioses para que la
guarden en lugar seguro. Si escapó una vez de los hombres, puede hacerlo de nuevo.
—El enano añadió con tono pesaroso—. Sólo los dioses saben el daño que habrá
causado en esta infortunada isla. —Sacudió la cabeza y tendió una mano temblorosa
a Tanin—. Me ayudaréis, ¿verdad, muchachos? —Pidió con un tono tan sincero y
suplicante, tan distinto a su habitual fanfarronería, que cogió desprevenido a Tanin,
cuyo enfado se fue al traste. Dougan inclinó la cabeza—. Si decís que no, lo
entenderé. Aunque gané la apuesta, supongo que hice mal al emborracharos y
llevaros a bordo cuando estabais indefensos.
Tanin se mordió los labios; era evidente que no le hacía gracia que se lo
recordaran.
—Y juro por mi barba —continuó el enano mientras se tiraba de ella—, que si es
vuestro deseo, obligaré a los gnomos a que os lleven de regreso a Ansalon. Es decir,
tan pronto como hayan reparado el barco.
—¡Si es que lo reparan! —gruñó Sturm.
(Ello no parecía muy probable. Los gnomos no prestaban la menos atención a la
nave, sino que seguían discutiendo entre ellos acerca de quién debería haber estado
de guardia, quién tenía que haber consultado la carta náutica, y, en primer lugar, qué
Comité había sido el que había dibujado dicha carta. Más tarde decidieron que,
puesto que el rompiente no estaba señalado en la carta de navegación, no estaba allí
realmente y, por ende, no habían chocado contra él. Tras llegar a esta conclusión, los
gnomos estuvieron en disposición de iniciar los trabajos de reparación).
—Bien, ¿qué os parece? —preguntó Tanin a sus hermanos.
—Puesto que estamos aquí, opino que, al menos, deberíamos echar un vistazo —
propuso Sturm en voz baja—. Si el enano está en lo cierto y logramos rescatar la
Gema Gris, nuestra admisión en la Orden a los Caballeros estaría asegurada. Como

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muy bien dijo, nos convertiríamos en héroes.
—Eso sin contar con las riquezas que obtendríamos —murmuró el mayor—. ¿Tú
qué dices, Palin?
El corazón del joven mago latió más deprisa.
—«¿Quién sabe los poderes mágicos que posee la gema? —se le ocurrió de
repente—. Incrementarían mi poder y ya no necesitaría a ningún archimago para que
me enseñara. Quizá me convertiría en archimago con sólo tocarla, o… —Palin
sacudió la cabeza Alzó la vista y miró los rostros de sus hermanos. El de Tanin estaba
desfigurado por la avaricia y el de Sturm por la ambición. El joven se llevó las manos
a la cara—. ¿Y el mío? ¿Qué verán en mi propio rostro?».
Bajó la vista hacia su túnica blanca y tuvo la impresión de que tenía un tono gris.
Podría deberse a la sal del mar, pero también a otras cosas…
—Hermanos míos, escuchaos a vosotros mismos. —En su voz había un tono
apremiante—. ¡Pensad en lo que acabáis de decir! Tanin, ¿desde cuándo vas a la caza
de riquezas y no de aventuras?
El mayor pestañeó, como si despertara de un sueño.
—¡Tienes razón! ¡Riquezas! ¿De qué demonios estaba hablando? Nunca me ha
importado el dinero…
—El poder de la Gema Gris hablaba por vosotros —dijo Dougan—. Ha
empezado a corromperos, como hace con otros. —Su mirada fue hacia los gnomos.
Los empujones y empellones habían dado paso a puñetazos y a arrojarse unos a otros
por la borda.
—Opino que deberíamos explorar la isla —dijo Palin en voz baja para que el
enano no lo oyera. Agarró a sus hermanos y los atrajo hacia sí—. Aunque sólo sea
para saber si Dougan dice la verdad. Si es así y la Gema Gris está aquí y
consiguiéramos llevarla de vuelta…
—¡Oh, claro que está aquí! —lo interrumpió Dougan, que metió el rostro barbudo
entre sus cabezas—. ¡Y cuando lo hayáis conseguido, chicos, las historias que se
cuentan sobre vuestro famoso padre serán cuentos de kender comparadas con las
leyendas que se relatarán sobre vosotros! Por no mencionar que salvaríais a las
pobres gentes de esta isla de su triste sino —añadió con actitud solemne.
—¿Gentes? —repitió sorprendido Tanin—. ¿Quieres decir que este lugar está
habitado?
—Sí, lo está —contestó el enano con un suspiro pesaroso, aunque observaba a los
hermanos con astucia.
Sturm, con la mirada fija en la playa, intervino.
—Ya lo creo que está habitado. Y bajo mi punto de vista, Dougan Martillo Rojo,
no parece que moradores estén deseosos de ser rescatados.

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Los tres hermanos y el enano fueron transportados desde El milagro a la playa en
un bote manejado por un grupo de gnomos. La idea de incorporar un bote salvavidas
al barco, había partido de Dougan y los gnomos se habían mostrado entusiasmados
ante algo tan práctico y sencillo. Diseñaron una barca para El milagro que tenía casi
el mismo peso y tamaño que la nave, por lo que el proyecto se desechó a fin de que
un Comité estudiara el problema.
Mientras el bote se acercaba a la orilla, maniobra facilitada p rolas olas y la marea
entrante, los hermanos tuvieron tiempo de estudiar al grupo que los esperaba. La luz
del sol se reflejaba en lanzas y escudos que portaba el nutrido grupo de hombres que
aguardaba en la playa. Eran altos y fornidos y apenas llevaban ropa debido,
probablemente, al clima benigno de la isla. Su piel reluciente tenía un color tostado
oscuro y se adornaban con llamativos abalorios y plumas; sus semblantes exhibían
una expresión austera y resuelta. Los escudos eran de madera, en la que habían
pintado dibujos chillones y las lanzas eran producto de un trabajo artesanal, con los
astiles de madera y las puntas de sílex.
—Muy cortantes e incisivos, podéis creerme —comentó Sturm con voz lóbrega
—. Atravesarán la carne con tanta facilidad como un cuchillo caliente corta la
mantequilla.
—La proporción es al menos de veinte a uno —señaló Tanin al enano, que iba
sentado en la por del bote y con un hacha casi tan grande como él en las manos.
—¡Bah! ¡Primitivos! —Comentó con desdén, aunque a Palin no le pasó
inadvertida una cierta palidez en su semblante—. Cuando vean el acero, se postrarán
ante nosotros y nos adorarán como a dioses.
La llegada de los «dioses» a la playa no fue lo que pudiera describirse como
majestuosa. Tanin y Sturm tenían un aspecto magnífico con sus armaduras de acero
de fabricación y diseño elfos; eran regalo de Porthios y Alhana, del Reino Unificado
de los Elfos. Los petos relucían bajo el sol de la mañana y los yelmos lanzaban
cegadores destellos. Pero, al saltar del bote, se hundieron hasta las rodillas en el agua
y, en cuestión de momentos, ambos estaban firmemente atascados en el arenoso
fondo.
Dougan, que lucía sus ropajes de terciopelo rojo, ordenó a los gnomos que
arrastraran el bote hasta la orilla para no mojarse. El enano había completado su
vestimenta con un sombrero de ala ancha, adornado con una pluma blanca que se
agitaba con la brisa. Hay que reconocer que su aspecto era magnífico, erguido en la
proa del bote, con el hacha a un costado y con la mirada prendida en los guerreros
que se habían situado en posición de combate.
Los gnomos, siguiendo al pie de la letra su mandato, empujaron el bote hasta la
orilla, con tanta fuerza que encalló bruscamente en la arena y Dougan salió despedido
de cabeza y a poco no se parte en dos con su propia hacha.

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Palin había fantaseado a menudo sobre cómo sería su primera batalla, luchando al
lado de sus hermanos, combinando acero y magia, y durante el corto trayecto en bote
había repasado los pocos hechizos que sabía. Al aproximarse a la playa, se le había
acelerado el pulso a causa, como se dijo para sus adentros, de la excitación, no del
miedo. Estaba preparado para hacer frente a casi cualquier eventualidad… salvo tener
que ayudar a incorporarse a un enano iracundo que echaba chispas y barbotaba
palabrotas, intentar desatascar de la arena a sus hermanos y enfrentarse a un ejército
silencioso de hombres ceñudos y medio desnudos.
—¿Por qué no nos atacan? —susurró Sturm mientras avanzaba con torpeza por el
agua procurando no perder el equilibrio—. ¡Podrían hacernos pedazos!
—¡Tal vez tienen una ley que les prohíbe hacer daño a los imbéciles! —bramó
Tanin irritado.
Dougan se las había ingeniado, con ayuda de Palin, para ponerse de pie por fin.
Agitando los puños con actitud amenazadora, hizo que los gnomos regresaran al
barco y los despidió con una maldición; luego se dio media vuelta y, con tanta
dignidad como le fue posible exhibir, avanzó a largas zancadas hacia los guerreros.
Tanin y Sturm lo siguieron más despacio, con las manos apoyadas en las
empuñaduras de las espadas. Palin fue en pos de sus hermanos, aún más despacio.
Tenía la túnica empapada, arrugada y sucia por haber dormida con ella; además,
llevaba pegados montones de arena apelmazada en el repulgo.
Los guerreros los esperaban en silencio, inmóviles, observando a los forasteros
con rostros inexpresivos.
Sin Embargo, el joven mago reparó en que, de vez en cuando, algunos de los
hombres echaban miradas inquietas hacia la jungla que se alzaba próxima a sus
espaldas. Al ver que este gesto se repetía en más de una ocasión, Palin observó con
atención los árboles. Unos momentos después se acercó a su hermano mayor.
—Hay algo en la jungla —advirtió en voz baja.
—No sería de extrañar que hubiera otros cincuenta guerreros más —rezongó
Tanin.
—No sé. —El mago se quedó pensativo y sacudió la cabeza con actitud
dubitativa—. Sea lo que sea, parece que los pone nerviosos. A lo mejor…
—¡Chist! —ordenó Tanin con brusquedad—. ¡Éste no es momento de hablar,
Palin! ¡Quédate detrás de Sturm y de mí, donde se supone que debes estar!
—Pero… —empezó el mago.
Su hermano le lanzó una mirada iracunda que le recordó quién estaba al mando.
Con un suspiro, Palin regresó a su puesto, detrás de sus hermanos, pero sus ojos
volvieron a la jungla y de nuevo advirtió que a más de un guerrero se le iban también
los ojos en aquella dirección.
—¡Saludos! —Gritó Dougan, mientras avanzaba hundiéndose en la arena hacia

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uno de los hombres que estaba un poco más adelantado que el resto y que en
apariencia era el jefe—. ¡Nosotros, dioses! —proclamó el enano mientras se señalaba
con el pulgar en el pecho—. Venir de la Tierra del Sol naciente para saludar a
nuestros súbditos de la isla de Gargath.
—Tú eres un enano —replicó con tono hosco el guerrero, que hablaba un
excelente Común—. Procedéis de Ansalon y, lo más probable, es que vayáis tras la
Gema Gris.
—Bueno…, eh…, esto… —Dougan había enrojecido—. Ésa es…, eh…, una
buena conjetura, muchacho. Tenemos que, eh…, digamos un cierto interés en…,
eh…, la Gema Gris. Si fueseis tan amables de indicarnos dónde podemos
encontrarla…
—No podéis cogerla —dijo el guerrero con un curioso tono de abatimiento—.
Nosotros estamos aquí para impedirlo.
Los otros movieron las cabezas en señal de asentimiento, sin entusiasmo,
manoseando con desgana sus lanzas mientras se colocaban desmañadamente en una
especie de formación de ataque. De nuevo, Palin reparó en que muchos de ellos
miraban a la jungla con expresiones preocupadas y nerviosas.
—¡Bueno, pues vamos a cogerla, a pesar de todo! —gritó su hermano mayor con
actitud agresiva, intentando, al parecer, poner un poco de entusiasmo a la lucha—.
¡Tendréis que combatir para impedírnoslo!
—Sí, supongo que tendremos que hacerlo —murmuró el jefe, a la vez que alzaba
su lanza con desgana.
A pesar de su desconcierto, Tanin y Sturm desenvainaron las espadas, a la par que
Dougan, con gesto fiero, enarbolaba el hacha. Las palabras de un conjuro tomaron
forma en la mente de Palin, que tuvo la impresión de que el Bastón de Mago
temblaba de ansiedad en su mano. Pero el joven mago vaciló. Por lo que le habían
contando, las batallas no se desarrollaban así. ¿Dónde estaba la amarga determinación
de perecer en tu puesto antes de… de retroceder un palmo de terreno?
Los guerreros se pusieron en movimiento, empujándose los unos a los otros para
que avanzaran. Tanin arremetió contra ellos, con la espada reluciendo al sol y Sturm
cubriéndole la espalda. De repente, se oyó un grito en la jungla. Hubo un movimiento
y el ruido de carreras apresuradas, seguido de más gritos y un gemido de dolor. Una
pequeña figura salió de los árboles como una exhalación y cruzó la franja de arena a
toda carrera.
—¡Alto! —chilló Palin mientras frenaba a sus hermanos—. ¡Es un chiquillo!
Los guerreros se volvieron hacia el diminuto personaje que se acercaba corriendo.
—¡Maldición! —murmuró el jefe, a la vez que arrojaba escudo y lanza en la
arena con gran irritación. La criatura (una niña de unos cinco años) llegó hasta él y se
abrazó a sus piernas.

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En ese momento, otro crío, algo mayor que la primera niña, salió corriendo de la
jungla.
—¡Te dije que la sujetaras! —regañó el jefe al niño que se acercaba.
—¡Me mordió! —acusó el pequeño mientras enseñaba unas marcas en el brazo de
las que brotaba un poco de sangre.
—No vas a hacer daño a mi papá, ¿verdad? —preguntó la pequeña a Tanin, a
quien miraba con seria intensidad.
—N… no —tartamudeó el joven desconcertado mientras bajaba la espada—.
Sólo estábamos charlando. —Se encogió de hombros, sintiendo que la sangre se le
agolpaba en las mejillas—. Cosas de mayores, ya sabes…
—¡Por mi barba! —exclamó el enano que se había quedado boquiabierto al ver
que más niños salían a la carrera de la jungla; niños de todas las edades, desde
chiquitines cuyos pasos eran todavía inciertos, hasta chavales de diez o doce años.
Sus vocecillas agudas se alzaron en el aire de la mañana.
—Estoy aburrido, papá. ¿Volvemos a casa?
—¡Déjame coger tu lanza!
—¡No, ahora me toca a mí! Papá dijo que…
—¡Papi, Apu dijo una palabrota!
—¡Mentira, yo no la dije!
—¡Sí, la dijiste!
—¡Mira, papá! ¡Ese hombre bajito y gordo tiene pelo en la cara! Qué feo,
¿verdad?
Tras mirar a los forasteros con gran apuro, los guerreros abandonaron la
formación de ataque y se volvieron hacia sus niños.
—Escucha, Brote Florecido, papá tiene que quedarse un ratito más. Ve con los
otros y juega…
—Apu, coge a tus hermanos y marchaos. Y que no vuelva a oír que utilizas esa
clase de lenguaje o…
—No, cariño. Papá necesita la lanza ahora. La llevarás cuando regresemos a
casa…
—¡Basta! —aulló el enano. El atronador grito de Dougan puso fin a la algarabía,
silenciando tanto a niños como a guerreros.
—¡Mirad, no queremos luchar contra vosotros! —dijo Tanin mientras envainaba
la espada. Su rostro mostraba también un gesto de apuro—. Sobre todo, delante de
vuestros chavales…
—Lo sé —admitió disgustado el jefe—. Siempre sucede lo mismo. ¡No hemos
disfrutado de un buen combate desde hace dos años! ¿Has intentado alguna vez
luchar con un pequeño agarrado a tus piernas? —preguntó a Tanin con expresión
abatida.

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—El joven, que no salía de su asombro, movió la cabeza a derecha e izquierda en
un gesto de negación.
—Pierde toda la gracia —añadió otro guerrero, al que un crío se le había subido a
la espalda de un salto, en tanto que otro le golpeaba las espinillas con su escudo.
—Dejadlos en casa con sus madres, ¡donde tienen que estar! —gruñó con
aspereza Dougan.
La expresión de los guerreros se tornó aún más sombría. Al oír mencionar a sus
madres, varios niños rompieron a llorar. Todo el grupo se echó a andar y abandonó la
playa.
—No podemos —murmuró uno de los guerreros.
—¿Por qué no? —inquirió Dougan.
—¡Porque sus madres se han marchado!

—Todo empezó —explicó el jefe, mientras caminaba junto al enano y los


hermanos de regreso a la aldea—. Lord Gargath envió un mensaje en el que exigía le
entregáramos diez doncellas como tributo o desataría el poder de la Gema Gris. —
Los ojos del guerrero se alzaron hacia el lejano volcán cuyo cráter dentado era apenas
visible tras las arremolinadas nubes grises que lo envolvías. Los truenos retumbaban
y las descargas zigzagueantes de los relámpagos hendían el aire. El jefe se estremeció
y sacudió la cabeza—. ¿Qué podíamos hacer? Le pagamos el tributo, pero el asunto
no acabó con eso. Al mes siguiente, regresó el mensajero; quería otras diez doncellas,
otras tantas al mes siguiente. Pronto no había más doncellas y entonces Gargath nos
pidió a nuestras esposas. ¡Y después, se llevó a nuestras madres! —El jefe suspiró—.
¡Ahora no queda una sola mujer en la aldea!
—¡Todas! ¡Se las llevó a todas!
—Y no somos nosotros los únicos. Se ha repetido en todas las tribus de la isla.
Fuimos siempre un pueblo orgulloso, feroz —añadió con un destello en los oscuros
ojos—. Nuestras tribus estaban enfrentadas en una guerra continua. Obtener honor y
gloria en el combate era la razón de nuestras vidas. ¡Morir luchando era la muerte
más noble que un hombre podía desea! Ahora llevamos una existencia de esclavos…
—Nuestras manos se mojan con agua jabonosa, en vez de con sangre —intervino
otro—. Remendamos ropas, en lugar de romper cabezas.
—Por no mencionar otras cosas que nos faltan, al no tener mujeres —agregó un
tercero con un tono significativo.
—¿Y por qué no vais a por ellas? —preguntó Tanin.
Todos los guerreros, como un solo hombre, miraron al joven con un terror que no
intentaron disimular. Muchos echaron ojeadas furtivas al humeante volcán, como si
temieran que hubiese oído las palabras de Tanin.
—¿Atacar al poderoso Gargath? —Preguntó el jefe con un hilo de voz—.

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¿Enfrentarnos a la cólera del amo de la Gema Gris? ¡No! —Se estremeció y apretó a
su hijo contra sí—. Al menos, ahora nuestros hijos tienen a sus padres.
—¿Pero y si las tribus os unieseis? —Argumentó Sturm—. ¿Cuántos hombres
seríais? ¿Cientos? ¿Miles?
—Aunque fuésemos millones no nos levantaríamos contra el amo de la Gema
Gris —insistió el jefe.
—Entonces, ¿por qué intentasteis detenernos en la playa? —preguntó mordaz el
enano—. ¡Bajo mi punto de vista, tendríais que estar ansiosos por libraros de esa
gema!
—Lo hicimos porque Gargath nos ordenó luchar contra cualquiera que quisiera
apoderarse de ella —respondió el jefe.
Al llegar a la aldea —unas cuantas chozas con techos de paja que habían
conocido tiempos mejores—, unos guerreros se dirigieron presurosos a las ollas
humeantes y otros fueron al arroyo, cargados con cestos llenos de ropa.
—Dougan —llamó Tanin, tan perplejo que casi no encontraba las palabras—,
¡esto no tiene sentido! ¿Qué les ocurre?
—Es el poder de la Gema Gris, muchacho —respondió el enano con voz solemne
—. Están bajo su hechizo y ya no piensan de una manera razonable. Apostaría diez a
uno que es la gema la que les impide atacar a Gargath. Nosotros, sin embargo, no
estamos afectados por su influencia —añadió con expresión astuta.
—Todavía —puntualizó Tanin.
—Y, por tanto, tenemos oportunidad de vencerlo —continuó Dougan como si no
hubiese escuchado la interrupción—. Al fin y al cabo, ¿con qué potencial cuenta?
—Oh, poca cosa. Tal vez un ejército de un par de miles de hombres, por ejemplo
—dijo Sturm con sarcasmo.
—No, no —rechazó con premura el enano—. Si fuera así, habría enviado su
ejército contra las aldeas para matar a los hombres y apoderarse de las mujeres.
¡Gargath se vale del poder del poder de la gema porque es lo único que tiene!
Debemos actuar rápido, muchachos, porque ese poder se dejará sentir en nosotros de
manera progresiva cuanto más tiempo permanezcamos cerca de la influencia.
Tanin recapacitó con el entrecejo fruncido.
—¿Cómo nos apoderaríamos de ella? —preguntó con brusquedad—. ¿Y qué
haríamos con ella una vez que la tuviéramos? En mi opinión, sería entonces cuando
estaríamos en mayor peligro.
—¡Ah, de eso me encargo yo! —argumentó el enano mientras se frotaba las
manos—. Vosotros sólo tenéis que ayudarme a conseguirla, chicos.
Tanin seguía con el entrecejo fruncido.
—Y recordad a las mujeres. ¡Pobrecillas! —continuó el enano con voz
entristecida—. Esclavizadas por ese malvado, obligadas a someterse a sus malignos

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deseos. Sin duda, estarían muy agradecidas a los bravos guerreros que las
rescataran…
—Tiene razón —exclamó Sturm con una súbita resolución—. Nuestro deber,
Tanin, como futuros Caballeros de Solamnia, es rescatar a las mujeres.
—¿Qué dices tú, hermanito? —preguntó el mayor a Palin.
—Mi obligación como hechicero Túnica Blanca es ayudar a esta gente —
respondió el joven, sintiéndose virtuoso en extremo—. A todos ellos —añadió.
—Además, es una cuestión de honor, muchachos —insistió Dougan con actitud
solemne—. Perdisteis la apuesta. Y pasarán varios días antes de que gnomos hayan
reparado el barco. Y las mujeres estarán muy agradecidas —recalcó, mirando a
Sturm.
—¡De acuerdo, lo haremos! —aceptó por último Tanin—. Aunque preferiría
enfrentarme a un dragón antes que luchar contra el poder de una piedra sobrenatural.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Un dragón! —repitió el enano con una mueca ladina, si bien Tanin
estaba tan preocupado que no reparó en ello.
Los cuatro se acercaron al jefe, que tendía la colada mientras vigilaba el guiso de
la olla, que no rompía a cocer.
—¡Escuchadme todos! —dijo Tanin en voz alta, a la vez que hacía señas para que
se acercaran—. Mis hermanos, el enano y yo iremos al castillo de Gargath para coger
la Gema Gris. ¿Alguno de vosotros quiere acompañarnos?
Los guerreros intercambiaron miradas inquietas y después sacudieron las cabezas
en señal de negación.
—Entonces —continuó Tanin, exasperado—, ¿al menos querrá alguien servirnos
de guía? Una vez allí, puede regresar.
De nuevo los guerreros movieron la cabeza, negándose.
—¡Pues iremos solos! —gritó encolerizado Tanin—. ¡Y regresaremos con la
gema o moriremos en el intento!
Giró sobre sus talones y echó a andar con gesto altivo; lo siguieron sus hermanos
y el enano. Sin embargo, al atravesar la aldea se encontraron con miradas lóbregas y
comentarios en voz baja. Muchos de los hombres levantaron los puños en actitud
amenazadora.
—No parece que estén muy complacidos —musitó Tanin—. A pesar de que
vamos a ser nosotros los que corramos el riesgo. ¿Qué estarán murmurando?
—Creo que se les acaba de ocurrir la idea de que las mujeres podrían sentirse muy
agradecidas —respondió Dougan con un susurro.

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Capitulo 5
Una cuestión de honor

Sturm afirmó después que Tanin tendría que haberse dado cuenta de lo que ocurría y
haber impedido que el enano se pusiera a jugar aquella noche. Tanin replicó que
Sturm no tenía derecho a opinar puesto que estaba dormido durante todo el tiempo.
Palin les recordó a ambos que todos se encontraban bajo la influencia de la Gema
Gris, por lo que, probablemente, lo que hubiesen hecho o hubiesen dejado de hacer
no habría cambiado en nada el resultado.
Habían caminado durante todo el día, avanzando sin demasiado dificultad a través
de la espesa selva por una trocha que, sin duda, existía desde hacía años. El mayor
problema era el calor agobiante. Los dos mayores no tardaron mucho en despojarse
de las armaduras y las empaquetaron, y al fin lograron convencer a Palin para que se
quitara la túnica, si bien el joven protestó un buen rato por la inconveniencia de
pasearse al aire libro en paños menores.
—Mira —argumentó por último Tanin, cuando el mago estaba ya al borde del
colapso, con la túnica empapada de sudor—. Por lo que sabemos, no hay ninguna
mujer por los alrededores. Cuélgate los saquillos a la cintura. Nos vestiremos antes de
llegar a la próxima aldea.
El joven acabó por acceder, bien que de mala gana, y, aunque tuvo que aguantar
las pullas de Sturm acerca de la delgadez de sus piernas, se alegró de haberlo hecho.
La humedad de la jungla aumentó conforme el sol se encumbraba. Las lluvias
intermitentes, que les proporcionaban un momentáneo alivio, sólo servían para que la
humedad fuera más intensa a continuación.
Dougan, sin embargo, se mantuvo en sus trece y se negó a despojarse incluso del
sombrero; afirmó que a un enano no le hacía mella un poco de calor y se burló de la
debilidad de los humanos. Todo esto lo dijo mientras el sudor le caía a chorros por la
cara y le goteaba por las puntas de los bigotes. Caminaba con aire arrogante, como
desafiándolos a que se atrevieran a hacer la menor insinuación, y protestaba a
menudo porque, según él, iban tan despacio que lo retrasaban. A pesar de todo, Palin
lo sorprendió más de una vez, cuando creía que no lo miraban, sentándose con
pesadez en una piedra mientras se abanicaba con el sombrero y se enjugaba el sudor.
Cuando llegaron a la siguiente aldea, que se encontraba casi a una jornada de
camino a través de la jungla, todos, incluido el enano, estaban tan débiles y agotados
que apones tuvieron fuerzas para vestirse y ponerse las armaduras a fin de que
aparición fuera espectacular. De algún modo misterioso se conocía su llegada (Palin
creyó entender entonces el significado del retumbar de tambores que habían

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escuchado), ya que salieron a su encuentro los hombres y los niños del poblado. Los
hombres les dirigieron miradas frías (aunque algunos ojos centellearon al ver las
armaduras elfas), les dieron comida y bebida, y les indicaron una choza donde pasar
la noche. Tanin hizo un ardoroso discurso acerca de arrasar el castillo de Gargath y
pidió voluntarios, pero sólo tuvo por respuesta miradas lóbregas, actitudes de
desánimo y el murmullo de disculpas tales como «No puedo. Estoy preparando guiso
de pollo», mientras los hombres se alejaban con pasos cansinos.
Era la reacción, más o menos, que esperaban. Los hermanos se despojaron de
armaduras y ropajes y se fueron a dormir. Su descanso nocturno se interrumpió sólo
para espantar con un cachete que otro a una especie de insecto volador que parecía
sentir pasión por la sangre humano. Es decir, por eso pequeña molestia, y otro
incidente.
Alrededor de medianoche, el enano despertó a Tanin sacudiéndolo por el hombro
mientras lo llamaba en voz alta.
—¿Qué pasa? —balbuceó adormilado el joven, si bien su mano buscó de manera
automática la espada.
—Nada, chico, deja tu arma —lo tranquilizó Dougan—. Sólo quiero confirmar
una cosa. Tú, tus hermanos y yo somos compañeros, ¿verdad?
Tanin recordó después, en la medida que podía recordar ése o cualquier otro
detalle, que el enano se había mostrado muy ansioso sobre este punto y le había
repetido la pregunta varias veces.
—Sí, sí, compañeros —murmuró antes de darse media vuelta.
—Lo mío es vuestro y viceversa, ¿no? —insistió Dougan, que se asomó por
encima del hombre de Tanin para verle la cara.
—Sí, sí. —El joven sacudió la mano para quitarse de encima al voraz insecto así
como la espesa barba del enano.
—¡Muchas gracias, chico! ¡Gracias! —exclamó el enano con afecto—. No te
arrepentirás.
Tanin dijo después que las últimas palabras de Dougan le habían rondado en
sueños de manera ominosa, pero estaba demasiado cansado para espabilarse y
meditar sobre el asunto.
En cualquier caso, tuvo tiempo de sobre para reflexionar a la mañana siguiente,
cuando al despertar se encontró con la punta de una lanza apoyada en la garganta y a
varios guerreros rodeándolo. Una fugaz ojeada le bastó para comprobar que sus
hermanos se encontraban en la misma situación.
—¡Sturm! ¡Palin! ¡Despertad! —llamó sin hacer el menor movimiento y
manteniendo en todo momento las manos bien a la vista.
—Sus hermanos despertaron enseguida al advertir su tono de alarma. Todavía
adormilado, contemplaron boquiabiertos a sus atacantes.

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—Tanin, ¿qué ocurre? —preguntó el pequeño, esforzándose por mantener un tono
tranquilo.
—¡No lo sé, pero voy a averiguarlo! —Apartó con enojo la punta de la lanza—.
¿A qué viene esta tontería? —preguntó mientras empezaba a incorporarse. La punta
de la lanza volvió a su garganta y, en esta ocasión, se le unieron otras dos, una en el
pecho y la otra en la espalda.
—¡Diles que a nosotros no nos importa lo agradecidas que puedan estar las
mujeres! —exclamó Sturm, al tiempo que tragaba saliva con esfuerzo. Intentó
apartarse unos centímetros del afilado sílex, pero fue en vano—. ¡Vamos a ser
Caballeros de Solamnia! ¡Hemos hecho voto de celibato!
—No es… eh…, no es por las mujeres, muchacho —murmuró Dougan. El enano
entró en la choza y asomó la cabeza entre las piernas de los guerreros. Parecía
sentirse abochornado—. Es pro…, eh…, digamos, una cuestión de honor. —El enano
soltó un suspiro desgarrador—. La verdad es, muchachos, que anoche jugué una
partidita.
—¿Y bien? —gruñó Tanin—. ¿Qué tiene que eso que ver con nosotros?
—Te lo explicaré. —Dougan se humedeció los labios y su mirada fue de uno a
otro hermano—. Tiré bien los dados durante la primera hora, más o menos. Le gané
al jefe su tocado de plumas y dos vacas. Iba a dejarlo en ese momento, lo juro. Pero el
viejo estaba enfadado y no tuve más remedio que darle la revancha. Tenía tan buen
racha que me aposté todo lo que había ganado a una tirada e incluí también mi
sombrero.
Tanin miró la cabeza del enano.
—Y perdiste.
Los hombros de Dougan se hundieron en un gesto de desánimo.
—Lo demás no me importaba mucho, pero no quería renunciar a mi sombrero,
¿entiendes? Por tanto, aposté todo mi dinero a cambio de él y… —Miró a Tanin con
expresión triste.
—Y también perdiste —murmuró el joven.
—«Pinché» en los ases —confirmó el enano tristemente.
—Es decir, que has perdido tu sombrero, el dinero…
—No exactamente —lo interrumpió con actitud esquiva—. Verás, no quería
perder el sombrero… Y ya no me quedaba nada que le interesara al jefe; mi chaqueta
no le sienta bien. Además, dijiste que éramos compañeros a partes iguales…
—¿Cuándo dijiste eso? —preguntó Sturm, mirando con fijeza a su hermano.
—¡No lo recuerdo! —protestó Tanin.
——Así que aposté vuestras armaduras —informó el enano.
—¿Qué hiciste qué? —bramó furioso Tanin.
—El jefe se había encaprichado de ellas cuando os las vio ayer por la tarde —

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añadió Dougan con precipitación. A pesar de las tres lanzas que lo apuntaban, la
actitud de Tanin era extremadamente imponente y extremadamente colérica—. Las
aposté contra mi sombrero y gané. —El enano se mostraba ufano.
—¡Loado sea Paladine! —respiró con alivio el joven, al tiempo que su cuerpo
perdía tensión.
—Después —siguió Dougan con expresión inquieta—, pues que era evidente que
me volvía una racha de buena suerte, decidí recuperar mi dinero. Aposté las
armaduras, el sombrero y… —señaló el bastón— contra mi dinero, las vacas y una
cabra.
Esta vez fue Palin quien se echó hacia delante, olvidándose de las lanzas; su
rostro estaba mortalmente pálido y los labios tenían un tinte ceniciento.
—¡Apostaste… mi… bastón! —apenas podía articular las palabras. Alargó una
mano temblorosa y agarró el cayado que tenía tiempo a su lado, incluso mientras
dormía.
—Sí, muchacho. —Dougan le dirigió una mirada inocente—. Somos compañeros.
A partes igua…
—Este bastón —lo interrumpió el mago en voz baja, temblorosa— perteneció a
mi tío, Raistlin Majere. ¡Es un regalo suyo…!
—¿De veras? —Dougan parecía impresionado—. Ojalá lo hubiese sabido, chico.
Eso hubiera subido la apuesta.
—¿Qué sucedió? —preguntó el joven, que sentía las mejillas ardiendo como si
tuviera fiebre.
—Perdí. —El enano dio un suspiro—. Sólo en otras dos ocasiones he visto
«pinchar» en ases a una persona dos veces en la misma noche, y eso fu cuando jugué
con… Bueno, no importa.
—¡Perdiste mi bastón! —a Palin le faltaba poco para desmayarse.
—¡Y nuestras armaduras! —gritó Sturm, a punto de reventarle las venas del
cuello.
—¡Un momento!
—Dougan se apresuró a levantar las manos. Los guerreros que manejaban las
lanzas, a pesar de sus armas y de su evidente superioridad numérica, empezaban a
ponerse nerviosos.
—Sabía lo disgustados que os sentiríais, chicos, así que hico lo único que podía
hacer. Aposté vuestras espadas.
Esta vez la impresión fue tan grande que ninguno de los dos mayores fue capaz de
hablar y se limitaron a mirar al enano con pasmo.
—Me jugué las espadas y mi hacha contra el bastón mágico y mi sombrero.
Repito que ojalá hubiese sabido que ese cayado perteneció a Raistlin de los Túnicas
Negras —dijo, mirando al tembloroso Palin—. Incluso aquí han escuchado hablar de

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él y es probable que hubiese conseguido que el jefe incluyera las armaduras en la
apuesta. Pero, como a simple vista no es muy impresionante, no mostró mucho
interés por él.
—¡Prosigue! —gritó Palin con voz estrangulada, a la vez que apretaba más contra
sí el cayado.
—¡Gané! —Dougan extendió los brazos y suspiró de nuevo, aunque éste era un
suspiro de éxtasis—. ¡Ah, qué buena tirada!
—Entonces… ¿tengo mi bastón? —preguntó tímidamente el mago, que se sentía
revivir.
—¿Y nosotros nuestras espadas? —Los dos mayores empezaban también a
respirar con alivio.
—En vista de que mi suerte había cambiado, decidí hacer un intento de recuperar
las armaduras, deduciendo que de poco os servirían las espadas sin ellas —dijo el
enano, hundiendo en la miseria los dos hermanos—. Las aposté, y… —Dougan se
encogió de hombros y señaló con gesto triste a los guerreros de las lanzas.
—…perdiste —finalizó la frase Tanin, con expresión sombría.
—¿Pero conservo todavía mi bastón? —se interesó Palin con nerviosismo.
—Sí, chico. Intenté utilizarlo para recuperar las espadas, mi hacha y las
armaduras, pero el jefe no aceptó. —Dougan sacudió la cabeza. Luego contempló a
Palin fijamente, con una repentina expresión astuta plasmada en el semblante—.
Pero, si le dijese que perteneció al gran Raistlin, tal vez podríamos…
—¡No! —bramó el mago, apretando el bastón contra sí.
—Vamos, muchacho —suplicó el enano—. Mi racha de suerte va a cambiar. Y,
después de todo, somos compañeros. A partes iguales…

—Fantástico —dijo abatido Sturm mientras veía cómo se llevaban las últimas
piezas de su armadura—. Bueno, supongo que no queda más remedio que regresar al
barco.
—¿Regresar? —Dougan estaba atónito—. ¿Cuando estamos tan cerca de la meta?
¡El castillo de Gargath se encuentra a una jornada de camino!
—¿Y qué haremos cuando lleguemos allí? —preguntó iracundo Tanin—. ¿Llamar
a la puerta, vestidos en paños menores, y pedirle que nos preste unas armas para
combatir con él?
—Enfócalo de otro modo, hermano. Tal vez se muriera del ataque de risa —dijo
Sturm entre dientes.
—¿Cómo puedes tomarte esto a broma? —replicó Tanin con rabia—. Y no estoy
seguro de querer marcharme todavía.
—Calma, hermanos —intervino el mago en voz baja—. Si todo cuanto se ha
perdido en esta estúpida aventura son unas espadas y unas armaduras, creo que

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podemos darnos por satisfechos. Sturm tiene razón, Tanin. Es mejor que volvamos al
barca antes de que empiece a hacer más calor.
—¡Para ti es fácil decirlo! —replicó el mayor amargamente—. ¡Tú conservas tu
bastón! —miró hacia la choza del jefe, donde el anciano estaba tan feliz como un
niño embutiéndose la brillante armadura y poniéndose la mayor parte de las piezas en
el sitio equivocado. Luego dirigió una mirada iracunda al contrito Dougan—.
Supongo que Palin tiene razón. Estamos hartos de esta insensata misión tuya, enano.
Nos largamos de aquí antes de que perdamos alguna cosa más, ¡como por ejemplo
nuestras vidas!
Tanin se dio media vuelta y de nuevo se encontró frente a un semicírculo de
lanzas entre las que estaba su propia espada manejada por un sonriente guerrero.
—Creo que no nos vamos a ir. ¿Qué te apuestas? —dijo Dougan alegremente,
mientras se retorcía las puntas del bigote.

—Sospechaba algo así —comentó Palin.


—¡Tú siempre «sospechas algo así» cuando ya es demasiado tarde para evitarlo!
—gritó su hermano mayor.
—Ya era demasiado tarde en el momento que vimos a este enano —respondió el
joven en voz baja.
Los tres, junto con Dougan, avanzaban por el sendero de la jungla, escoltados por
guerreros que los apuntaban por la espalda con sus lanzas. Se dirigían al castillo de
Gargath, que se divisaba al frente. Ahora veían ya la construcción con detalle, era un
edificio descomunal, deforme, creado en su totalidad con mármol gris. Los tres
hermanos habían estado en la Torre de la Alta Hechicería en el bosque de Wayreth y
se habían quedado impresionados y sobrecogidos por el halo mágico que la rodeaba.
Ahora sintieron un temor similar al acercarse al extraño castillo, sólo que a este temor
iba unido un loco deseo de estallar en carcajadas.
Posteriormente, ninguno de ellos fue capaz de describir el aspecto del castillo de
Gargath, ya que su apariencia cambiaba de manera continua. Al principio era una
fortaleza imponente con cuatro torreones altos y macizos, rematados con almenas.
Mientras las contemplaban maravillados, las torres empezaron a crecer y se elevaron
en espiral hasta convertirse en esbeltos minaretes. Después éstos se fundieron en uno
y conformaron una cúpula gigantesca que, acto seguido se dividió de nuevo en cuatro
atalayas cuadradas. Entretanto, unas torretas brotaban como hongos de los muros, las
ventanas se abrían y cerraban como ojos parpadeantes, y el puente levadizo que había
sobre foso se transformaba en un arco empedrado con rosas grises que salvaba una
charca de aguas plomizas y quietas.
—El poder de la Gema Gris —observó el enano.
—«El poder de la Gema Gris» —imitó Tanin la voz del enano con sarcasmo.

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Luego agitó el puño frente a Dougan—. Estoy tan harto de oír hablar de esa maldita
piedra, que voy a…
—Lo que quise decir es que temía que ocurriría esto —insistió Palin, otra vez.
—¿Qué ocurriría qué? —preguntó desanimado Sturm—. Aparentemente, no
querían que fuéramos al castillo, pero nos amenazan con matarnos si intentamos
marcharnos. Nos quitan la ropa…
Además de haber perdido las armaduras y las espadas, a él y a Tanin los habían
despojado de sus vestiduras cuando el jefe descubrió que las armaduras rozaban si no
se llevaba algo debajo. Los dos hermanos, por lo tanto, se acercaban al castillo de
Gargath cubiertos únicamente con los calzones, ya que habían rehusado con firmeza
la oferta de ponerse unos petos hechos con huesos.
Palin y Dougan habían salido mejor parados, pues el mago conservaba su túnica y
el enano sus ropas de terciopelo, salvo el sombrero, por supuesto. La razón de tal
generosidad por parte del feje se debía, sospechaba Palin, al hecho del comentario en
voz baja que Dougan le hizo al anciano acerca del Bastón de mago. En contra de lo
que había supuesto el enano, la circunstancia de que el cayado había pertenecido a
Raistlin Majere no despertó el interés del jefe, sino un profundo terror. El mago tenía
también la sospecha de que Dougan había intentado organizar una partida (ya que no
se resignaba a perder su sombrero), pero era evidente que el jefe no quería tener nada
que ver con un objeto tan maligno.
Después de aquello, los hombres de la tribu guardaron una distancia prudencias
con Palin e incluso algunos agitaban patas de pollo en su dirección cuando creían que
el joven no los veía.
Sin embargo, ese temor no impidió que los guerreros lo obligaran a seguir, a
punta de lanza, la senda que conducía al castillo, junto con sus hermanos y el
disgustado enano.
—Poneos en lugar de estos hombres —dijo el mago, que sudaba copiosamente,
pero no se atrevía a quitarse la túnica por temor a quedarse sin ella—. Estáis bajo la
influencia de la Gema Gris, que es, literalmente, la personificación del Caos. La
odiáis más que a nada en el mundo y, sin embargo, tenéis orden de defenderla con
vuestras vidas. Por su culpa habéis perdido a vuestras mujeres. Unos forasteros
vienen para apoderarse de ella y rescatar a vuestras compañeras quienes,
seguramente, estarán muy agradecidas a sus salvadores. No queréis que ningún
extraño rescate a vuestras mujeres, pero vosotros tampoco hacéis nada por salvarlas.
Debéis defender la Gema Gres, pero tampoco hacéis nada para libraros de ella. ¿Me
seguís?
—Más o menos —dijo Tanin con cautela—. Continúa…
—Por consiguiente, cogéis a los extranjeros y los lleváis al castillo, desnudos y
desarmados, sabiendo que no tienen oportunidad de vencer, aunque deseáis lo

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contrario en el fondo de vuestros corazones.
—Tiene sentido, aunque parezca raro —admitió Sturm, que miraba a su hermano
pequeño con admiración—. Entonces, ¿qué hacemos?
—Sí, Palin —intervino el mayor con gravedad—. Puedes luchar contra
minotauros y draconianos. De hecho, preferiría luchar contra esas feroces criaturas.
—La respiración de Tanin era entrecortada, pues el calor y la humedad le pasaban
factura—. Pero en esto me pierdo. No soy capaz de enfrentarme al Caos. No lo
entiendo, no sé qué está pasando. Depende de ti y de tu magia que salgamos con bien
de esta situación, hermanito.
Unas lágrimas inesperadas nublaron los ojos del pequeño. Pensó que había
merecido la pena. Toda esta loca aventura había merecido la pena por saber que, por
fin, se había ganado el respeto, la admiración y la confianza de sus hermanos. Por
lograrlo, un hombre daría gustoso la vida… Durante unos instantes, fue incapaz de
hablar y siguió caminando en silencio, apoyado en el Bastón de Mago, que se
mantenía extrañamente fresco y seco a pesar de la tórrida humedad de la selva.
Al volver la vista hacia el enano, Palin quedó desconcertado al advertir que
Dougan lo observaba con una expresión lobuna en su rostro barbudo. El enano no
dijo nada en voz alta, pero, mientras le guiñaba un ojo, sus labios articularon en
silencio unas palabras:
—¿Qué te apuestas?

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Capitulo 6
El castillo de Gargath

El ocaso estaba próximo cuando llegaron a los muros exteriores del castillo, que, al
igual que el resto del edificio, cambiaban también de aspecto. A veces parecían estar
construidos con bloques de piedra; sin embargo, al mirarlos otra vez, eran setos y,
posteriormente, verjas de hierro. Una vez al pie de las cambiantes murallas, los
guerreros los dejaron solos y regresaron al poblado, a pesar de un nuevo intento de
Tanin por reclutarlos. Su discurso estuvo falto de apasionamiento, como poco. La
circunstancia de dirigir una arenga en paños menores menoscababa su propio
entusiasmo, sin contar con el agravante de tener la casi total certeza de un fracaso.
—¡Uníos a nosotros! ¡Demostrad a ese canalla que sois hombres! ¡Que tenéis
intención de enfrentaros a él y pelear! ¡Demostradle que estáis dispuestos a arriesgar
vuestras vidas en defensa de vuestros hogares!
Como había supuesto, sus palabras no surtieron efecto alguno en los guerreros.
En el mismo instante que la sombra del cambiante castillo cayó sobre ellos, los
hombres alzaron la vista hacia el edificio con expresión aterrada y retrocedieron. En
medio de susurros y sacudidas de cabeza, salieron a todo correr hacia la jungla.
—¡Al menos dejadnos unas lanzas! —pidió Sturm.
Tampoco atendieron esa petición.
—Las necesitan para asegurarse de que no nos escabullimos hasta el barco —dijo
Tanin.
—Sí, tienes razón, chico —opinó Dougan, mientras escudriñaba los árboles—.
Sigues ahí, vigilándonos. Y ahí estarán hasta que… —Enmudeció de manera
repentina.
—¿Hasta que…? —insistió Palin con frialdad. Todavía recordaba la extraña
expresión del rostro del enano y las silenciosas palabras de un rato antes. Un
escalofrío lo sacudió de pies a cabeza, a pesar del calor bochornoso.
—Hasta que estén seguros de que no regresamos, ¿correcto? —aventuró Sturm.
—Venga, muchachos, ¡claro que regresaremos! —respondió Dougan con tono
apaciguador mientras se atusaba la barba—. No olvidéis que estoy con vosotros. Y
somos compañeros…
—A partes iguales —lo atajaron los dos mayores, malhumorados.
—Lo primero que tenemos que hacer es conseguir alguna clase de armas —dijo
Tanin, mirando en derredor.
La espesa vegetación crecía exuberante por doquier. Unos árboles extraños de
diferentes clases y formas, festoneados con enredaderas colgantes y flores de

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brillantes colores, se alzaban a unos pasos de la muralla (que ahora era un macizo de
rosales espinosos), pero más allá no crecía vegetación alguna. Tampoco se oía el
ruido de animales.
—Ni siquiera la jungla se acerca a este lugar —comentó el mayor—. Palin, dame
tu daga.
—Buena idea —dijo el joven mago—. Me había olvidado de ella.
Se remangó la túnica y manoseó con torpeza la correa de cuero sujeta a su
antebrazo y que, en teoría, soltaba la daba con un leve giro de muñeca y la dejaba
caer en la mano. Pero la astucia de la correa parecía superar a la de su dueño, ya que
Palin era incapaz de soltar el arma.
—¡Toma, suéltalo tú! —dijo rojo de vergüenza mientras extendía el brazo hacia
Tanin.
Procurando disimular la sonrisa que le bailaba en los labios, el mayor se las
arregló para soltar la daga, que Sturm y él utilizaron para cortar ramas de los árboles.
Trabajaron con rapidez y las afilaron hasta convertirlas en unas lanzas rústicas.
El día moría lentamente, como consumido por una enfermedad crónica; el celo
perdió luminosidad y adquirió un color gris enfermizo.
—¿Qué sabes del actual lord Gargath? —preguntó Tanin a Dougan mientras
afilaba la punta de otra rama.
—Nada —respondió el enano, que observaba su trabajo con desaprobación. Se
había negado por igual a ayudarlos a hacer lanzas de madera y a manejarlas.
—¡Buena facha tendría si me mataran y tuviese que presentarme ante Reorx con
un trozo de palo en la mano! —había protestado—. No, no necesito otras armas que
mis propias manos.
Ahora el enano se paseaba a lo largo del muro, que ahora era de brillante mármol
negro. Se rascó la mejilla.
—No sé nada del actual Gargath, excepto lo que me han contado esos cobardes.
—Dougan hizo un ademán despectivo en la dirección por la que se habían marchado
los guerreros.
—¿Y qué cuentan?
—Que es lo que puedes esperar de alguien que ha permanecido durante tantos
años bajo el influjo de la Gema Gris —respondió irritado a Tanin—. ¡Está loco!
Capaz de la mayor bondad y de la peor maldad, dependiendo de hacia qué lado se
incline su humos… o el de la gema. Algunos creen que es un hechicero —añadió en
voz baja, dirigiéndose a Palin—. Un renegado que no guarda lealtad a ninguna de las
tres órdenes, ya sea Blanca, Negra o Roja. Vive para sí mismo y para la Gema Gris.
Tembloroso, el joven se aferró con fuerza a su bastón. Los magos renegados
rehusaban acatar las leyes y decisiones del Cónclave de Hechiceros; leyes que se
habían respetado a lo largo de los siglos con objeto de mantener viva la magia en un

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mundo que no sólo la despreciaba, sino que también desconfiaba de ella. Todos los
hechiceros, ya siguieran los caminos del Bien, del Mal o de la Neutralidad, se
sometían a estas leyes. Los renegados era una amenaza para todos y, por ende, vivían
como proscritos.
Era deber de Palin, como mago de los Túnicas Blancas, intentar que el renegado
cambiara de actitud y, si no tenía éxito, prenderlo y llevarlo ante la justicia del
Cónclave. Llevar a cabo tal tarea sería difícil incluso para un poderoso hechicero,
cuanto más para un joven e inexperto mago. Los Túnicas Negras lo tenían más fácil.
«Tú, tío, lo habría matado, simplemente», pensó para sus adentro Palin mientras
apoyaba la mejilla en el cayado.
—¿Qué crees que habrá hecho con las mujeres? —preguntó interesado Sturm. El
enano se encogió de hombres.
—Quién sabe. Utilizarlas para su propio placer, dejarlas a en la boca del volcán,
sacrificarlas en algún tiro mágico perverso…
El semblante de Sturm se ensombreció. Tanin frunció el entrecejo. Palin, a decir
verdad, estaba asustado.
—Bueno, ya estamos todo lo preparados que podemos estar en estas
circunstancias —comentó el mayor con actitud sombría. Cogió unas cuantas lanzas
del montón—. Esto es ridículo —rezongó mientras miraba malhumorado las burdas
armas—. Tal vez el enano tenga razón. Si hemos de enfrentarnos a un maligno y
demente hechicero, sería preferible morir luchando con dignidad en lugar de hacer
como críos que juegan a caballeros y goblins.
—Un arma es un arma, Tanin —opinó Sturm mientras sopesaba una de las lanzas
—. Al menos nos da cierta ventaja…
Los tres hermanos y el enano avanzaron hacia el muro que seguía cambiando de
aspecto tan a menudo que mareaba contemplarlo.
—Supongo que no tiene sentido que busquemos una entrada secreta —comentó el
mayor.
—No. Cuando la hubiésemos encontrado, lo más probable es que se hubiese
convertido en la puerta principal —se mostró de acuerdo Dougan—. Si esperamos un
rato, seguro que se abrirá alguna brecha.
La suposición del enano era acertada. Pero el acceso que apareció no coincidía
con lo que ninguno de ellos había imaginado.
En cierto momento estaban frente a una muralla de sólida roca (obra de enanos,
puntualizó Dougan, con admiración) y, un instante después, era una cortina de agua
que se desplomaba con estruendo de la nada y los empapaba con el rocío de
diminutas gotas pulverizadas.
—¡Creo que podemos pasar por ahí! —gritó Sturm para hacerse oír sobre el
rugido de la cascado—. ¡Se ve algo detrás! ¡El castillo está al otro lado!

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—¡Y también es posible que haya una sima! —advirtió el mayor a voces.
¡Esperad! —intervino Palin—. Shirak.
Al momento, el cristal del bastón se iluminaba con un fuerte destello.
—¡Ah, ojalá el jefe hubiese visto esto! —dijo el enano con pesar.
El joven mago acercó el bastón a la catarata con idea de atisbar tras la cortina de
agua. Para su sorpresa, el agua se apartó en el mismo momento en que la tocó con el
cayado y formó una especie de arco bajo el cual, al parecer, podían pasar seguros y
sin mojarse.
—¡Que me condene! —balbuceó boquiabierto Tanin—. ¿Sabías que hacía eso,
hermanito?
—No —admitió tembloroso Palin, mientras se preguntaba qué otros poderes
habría imbuido Raistlin al bastón.
—Bueno, pues demos gracias a Paladine por ello —dijo Sturm en tanto se
asomaba al hueco abierto—. Por aquí todo en orden —informó, cruzando bajo el
arco. Luego, mientras Tanin, Palin y Dougan (que contemplaba anhelante el cayado)
lo seguían, informó—: De hecho, es un prado.
Al resplandor emitido por el bastón, Sturm miraba extasiado en derredor. De
pronto, a espaldas del grupo, la cortina de agua desapareció convirtiéndose en una
muralla de bambú. Al frente, se extendía una suave pendiente cubierta de césped, que
subía al castillo.
—Ahora es hierba, pero en cualquier momento puede transformarse en un río de
lava —advirtió Palin.
—Tienes razón, hermanito —gruñó el mayor—. Será mejor que echemos a correr.
Así lo hicieron, el joven mago recogiéndose la túnica y el orondo enano
resoplando y rezongando tres pasos más atrás. No descubrieron si es que cruzaron el
prado a tiempo antes de que se convirtiera en algo más siniestro, o por el contrario es
que el césped no era más que césped. En cualquier caso, lo cierto es que alcanzaron el
castillo sin que se produjera ningún cambio, cuando la oscuridad de la noche se
cerraba ya sobre ellos.
—Ahora sólo nos hace falta encontrar un acceso para entrar.
No acababa Sturm de decir aquello cuando la oscura pared de mármol gris que
tenían ante sí empezó a oscilar a la luz del bastón y apareció una pequeña puerta de
madera con bisagras y cerradura metálicas. Tanin se adelantó con rapidez y tiró del
picaporte.
—Cerrada —informó.
—Ahora es cuando nos vendría bien un kender —comentó Sturm con un suspiro.
—¡Un kender! ¡Muérdete la lengua! —farfulló Dougan malhumorado.
—Palin, inténtalo con el bastón —propuso el mayor, que se apartó a un lado para
dejarle paso.

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Vacilante, el joven mago rozó la cerradura con el reluciente cristal. No sólo se
abrió, sino que se derritió y formó un charco de plomo a los pies de Palin.
—¡Chico! —exclamó el enano, tragando saliva con esfuerzo—. Tu tío debió de
ser un hombre extraordinario. Es cuanto se me ocurre decir.
—Me pregunto qué otras cosas podrá hacer —susurró el joven, que contemplaba
el bastón con una mezcla de admiración, orgullo y frustración.
—¡Ya pensaremos en eso más tarde! ¡Adentro! —ordenó Tanin mientras abría la
puerta de un tirón—. Sturm, ve tú delante, Palin, síguelo. Utilizaremos el bastón para
alumbrarnos. El enano y yo iremos detrás de ti.
Se encontraron apretujados en un tramo de escalones estrechos y empinados, que
subían en espiral. Estaban rodeados de muros y todo cuanto veían era la escalera que
se remontaba hasta perderse en las sombras.
—¿Os dais cuenta de que la puerta puede…? —Sin acabar la frase, Palin miró a
sus espaldas. Tras ellos sólo había una lisa pared.
—Desaparecer —dijo Tanin con gesto sombrío.
—Se esfumó nuestra salida de escape. —Sturm, estremecido, miró en derredor—.
La escalera también puede cambiar. En cualquier momento podemos encontrarnos
emparedados en roca sólida.
—¡Muévete! —ordenó Tanin con un tono apremiante.
Corrieron tan deprisa como les era posible y remontaron los empinados escalones,
temiendo encontrarse en cualquier momento caminando sobre cualquier cosa, dese
carbones al rojo vivo hasta un puente colgante. Por fin, el robusto enano fue incapaz
de continuar.
—Tengo que descansar, muchachos —jadeó recostándose contra la pared de
piedra, que, contra todo pronóstico, seguía siendo una pared de piedra.
—No parece que aquí dentro cambie nada —comentó Palin, que respiraba de
manera entrecortada, agotado por el ejercicio al que no estaba acostumbrado. Miró
con envidia a sus hermanos. Sus cuerpos musculosos, de piel bronceada, brillaban a
la luz del bastón. Ni siquiera se había alterado el ritmo de sus respiraciones.
—¡Palin, alumbra hacia aquí! —pidió Sturm, que oteaba al frente.
El joven, a quien le dolían tanto las piernas que temía no ser capaz de volver a
caminar, se obligó a adelantar un paso y alumbró con el bastón más allá del recodo de
la escalera.
—¡Hay una puerta! —exclamó Sturm con tono triunfante—. ¡Hemos llegado
arriba!
—¿Qué habrá detrás? —comentó sombrío el mayor.
Su pregunta tuvo la más inesperada respuesta, una risita contenida.
—¿Por qué no abrís y os enteráis? —invitó una voz burlona desde el otro lado de
la puerta—. No está cerrada con llave.

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Los hermanos intercambiaron una mirada. Dougan frunció el entrecejo. Palin
olvidó su cuerpo dolorido y se esforzó para concentrarse y estar dispuesto a ejecutar
un hechizo. El rostro de Tanin estaba tenso, con las mandíbulas apretadas. Asió con
fuerza una de las lanzas, se abrió paso entre el enano y su hermano pequeño y se situó
junto a Sturm.
Con precaución, los dos guerreros apoyaron las manos en la hoja de madera.
—Una dos,… contó Sturm en un susurro.
Al llegar a tres, arremetieron al tiempo contra la puerta con todo el peso de sus
cuerpos. Sin ofrecer resistencia, la hoja cedió y los dos hermanos irrumpieron al otro
lado, con las lanzas dispuestas. Palin los siguió con las manos extendidas y las
palabras de un conjuro de fuego dispuestas a salir de sus labios. A sus espaldas oyó el
grito de guerra del enano.
Fueron recibidos por un estruendo de alegres carcajadas.
—¿Habéis visto alguna vez unas piernas más atractivas? —dijo una voz risueña.

La bruma de la fiebre de batalla que empañaba los ojos de Palin desapareció y


miró a su alrededor con desconcierto. Estaban rodeados, literalmente, por lo que
debían ser cientos de mujeres. A su lado, Sturm se quedó sin aliento, en tanto que
Tanin bajaba la lanza con una expresión de pasmo. En alguna parte, a sus pies,
escuchó las maldiciones de Dougan, que en el ardor de la carga no había reparado en
un rebaje que había nada más atravesar el umbral y se había ido de bruces al suelo.
Pero el joven mago estaba demasiado estupefacto para prestarle atención.
Una mujer bellísima, de cabellos y ojos negros, se aproximó a Tanin y apartó a un
lado, con suavidad, la lanza que sostenía el guerrero. Recorrió con mirada apreciativa
el fuerte cuerpo del joven, que, al llevar sólo la ropa interior, quedaba expuesto en
casi su totalidad.
—Vaya, vaya —dijo la mujer con voz insinuante—. ¿Cómo supiste que era mi
cumpleaños?
Las risas estallaron otra vez y resonaron en las paredes de piedra de la inmensa
sala como un repique de campanillas.
—No se… no te acerques a mí —ordenó Tanin con voz ronca mientras alzaba la
lanza para mantener a raya a la mujer.
—Oh, desde luego —dijo ella, a la vez que levantaba las manos en un burlón
gesto de temor—. Si es eso lo que realmente quieres…
El guerrero, sin apartar la vista de la belleza morena, dio un paso atrás y se situó
junto a Palin.
—Hermanito —susurró. Unas gotas de sudor perlaban su labio superior y otras le
resbalaban por las sienes—. ¿Están estas mujeres embrujadas? ¿Sufren alguna clase
de hechizo?

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—N… no —tartamudeó su hermano mientras miraba a su alrededor—. N… no
parecen estarlo. No percibo magia alguna, aparte del poder de la Gema Gris. Aquí es
mucho más fuerte, pero se debe a la proximidad.
—Eh, chicos —intervino el enano con un tono apremiante. Se incorporó de un
salto y se metió entre ellos—. ¡Estamos metidos en un buen lío!
—No me digas —replicó sarcástico Tanin, que todavía mantenía la lanza
enarbolada frente a él. Sturm hacía otro tanto—. ¡Explícate, enano! ¿Qué sabes de
estas mujeres? Desde luego, no parecen estar prisioneras. ¿Acaso son vampiras,
brujas, o qué?
—Peor aún. —El enano tragó saliva, se enjugó el sudor con la barba y miró con
los ojos desorbitados a las mujeres que reían y los señalaban con el dedo—. ¡Pensad,
chicos! ¡Somos los primeros en entrar en este castillo! ¡Estas mujeres no deben de
haber visto un hombre desde hace dos años!

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Capítulo 7
Nuestros héroes

Rodeados de cientos de mujeres que los contemplaban con admiración y se acercaban


para tocarlos y acariciarlos, los desconcertados y abochornados «salvadores» cayeron
presa de sus encantos femeninos. En medio de risas y chanzas, los condujeron hasta
una sala más pequeña en la que abundaban colgaduras de seda e inmensos y cómodos
asientos tapizados también con telas satinadas. Antes de que se dieran cuenta de lo
que ocurría, los cuatro hombres se hallaban recostados en cojines y mimados por
suaves manos; las mujeres les ofrecieron vino, manjares deliciosos y otras
exquisiteces de todo tipo…, de todo tipo.
—Es encantador que hayáis venido desde tan lejos para rescatarnos —ronroneó
una de ellas mientras se recostaba contra Sturm y acariciaba su hombro. Tenía le
cabello rubio y largo, que sujetaba con una flor tras la oreja y caía en cascada sobre
su brazo desnudo. El vestido, de un tejido gris y transparente, dejaba poco a la
imaginación.
—Y todo en menos que veinticuatro horas —se jactó el joven, sonriente—.
Vamos a ser Caballeros de Solamnia, ¿sabes? —añadió en tono coloquial—.
Posiblemente, lo consigamos por llevar a cabo esta hazaña.
—¡Oh! ¿De veras? ¡Cuenta, cuenta!
Pero lo cierto es que la rubia no estaba interesada lo más mínimo la caballería; ni
tan siquiera escuchaba lo que decía Sturm, advirtió Palin, que observaba a su
hermano con creciente irritación. El fuerte guerrero parloteaba de un modo
incoherente sobre el Código y la Medida, sin dejar de acariciar el suave cabello rubio
de la mujer y mirándose en sus ojos azules.
Palin estaba inquieto. El joven mago sentía hervir su sangre y los oídos le
zumbaban, una reacción que no era de extrañar si se tenía en cuenta que estaba
rodeado de tan encantadoras féminas. Sin embargo, no sentía deseo por ellas. En
cierta forma le resultaban, incluso, repulsivas. Quizá se debía a la magia, que sentía
bullir en su interior. Quería concentrarse en ella, en esa sensación de poder creciente.
Apartó a un lado a la hermosa de dulces ojos que se empeñaba en darle de comer
unas uvas y se estiró sobre los cojines para llegar hasta a Sturm. El guerrero
disfrutaba al máximo de las atenciones que le prodigaba la atractiva rubia.
—¿Qué haces, Sturm? ¡Esto puede una trampa, una emboscada! —le reconvino
en un susurro.
—Vamos, hermanito, diviértete por una vez en tu vida —replicó el guerrero
mientras rodeaba a la mujer con sus brazos y la atraía hacia sí—. Mira, voy a despejar

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las dudas que te inquietan. Dime —preguntó a la rubia, entre besos y beso—, ¿es esto
una emboscada?
—¡Sí! —contestó ella risueña y estrechándose más contra su pecho—. ¡En este
momento sufres un asedio!
—Ahí tienes, Palin. No hay remedio. Estamos sitiados. —Besó el cuello de la
chica—. Me rindo —susurró—. Sin condiciones.
—¿Tanin? —Alarmado, el joven se volvió hacia su hermano mayor en busca de
ayuda y, con gran alivio, vio que éste se incorporaba a pesar dl empeño de la
preciosidad de cabellos negros en arrastrarlo de nuevo junto a ella. El enano, por su
parte, intentaba también escapar lo mejor que podía.
—¡Apartaos! ¡Dejadme en paz, mujeres! —gruñó dando unos cachetes en las
manos de una insistente chica. Se incorporó trabajosamente de los cojines y, con el
rostro encendido, se enfrentó a ellas.
—¿Y Gargath? ¿Dónde está? —preguntó—. ¡Sin duda os utiliza para reducirnos y
así capturarnos después con facilidad!
—¿Capturaros Gargath? ¡Difícilmente! —La hermosa morena que mostraba tanto
interés en Tanin se echó a reír, al igual que otras muchas mujeres de la habitación.
Encogiendo sus encantadores hombres, echó una mirada al techo.
—Está ahí arriba, en alguna parte —dijo con desinterés mientras acariciaba el
torso desnudo de Tanin. El guerrero se apartó y recorrió con la mirada la habitación
en un gesto inquieto.
—Por una vez has dicho algo que tiene sentido, enano. Será mejor que
encontremos al tal Gargath antes de que él nos encuentre a nosotros. ¡Vamos! —Dio
un paso hacia la puerta que había la otro lado de la perfumada habitación, pero la
guapa morena lo agarró por el brazo.
—Relájate, guerrero —musitó—. No tienes por qué preocuparte de Gargath. No
te molestará; ni a ti, ni a nadie. —Sus dedos se enredaron en el espeso y rojizo
cabello de Tanin.
—Lo comprobaré por mí mismo —replicó él, pero en su voz había menos
decisión.
—Está bien. Si no hay otro remedio… —La mujer suspiró con languidez y apretó
su cuerpo contra el de él—. Pero es una pérdida de tiempo. Un tiempo que podrías
dedicar a otros asuntos mucho más placenteros. Ese viejo y seco hechicero es nuestro
prisionero desde hace dos años.
—¿Vuestro prisionero? —preguntó boquiabierto Tanin.
Oh, sí —intervino la rubio, que dejó de mordisquear la oreja de Sturm—. ¡Eso un
vejestorio muy aburrido! Siempre hablando de estrellas de cinco puntas,
interesándose por quiénes de nosotros éramos vírgenes y haciendo un montón de
preguntas personales. Por tanto, lo encerramos en la vieja torre con su estúpida gema

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—concluyó dando un beso al musculoso hombro de Sturm.
—¿Entonces quién es el que ha tomado de rehenes a las mujeres durante este
tiempo?
—¡Nosotras mismas, por supuesto! —respondió la hermosa morena.
—¿Vosotras? —Palin no salía de su asombro. Se llevó la mano a la frente y notó
que la piel tenía una temperatura más alta de lo normal. Se sentía mareado y le dolía
la cabeza. La habitación y todo cuanto había en ella parecía estar borroso.
—¡Esta vida es maravillosa! —dijo la rubia, que se había sentado y rechazaba
mimosa los intentos de Sturm por echarla de nuevo sobre los cojines—. La Gema
Gris nos proporciona cuanto necesitamos. Vivimos rodeadas de lujo. No tenemos que
trabajar, ni cocinar, ni remendar…
—Ni hay niños chillones…
—Ni maridos que regresan de la batalla ensangrentados y sucios…
—Ni coladas en el arroyo día tras día…
—Ni charlas interminables sobre guerras y jactanciosos alardes de grandes
proezas.
—Leemos libros —continuó la morena—. El hechicero tiene muchos en la
biblioteca. Estudiamos y nos dimos cuenta de que no teníamos por qué seguir
llevando esa clase de vida nunca más. Queríamos que nuestras madres y hermanas
compartieran estas comodidades con nosotras y por ello mantuvimos el ardid de
exigir que siguieran entregando rehenes al castillo hasta conseguir que todas
estuvieran aquí.
—¡Bendita sea mi barba! —exclamó asombrado el enano.
—Lo único que nos faltaba eran unos cuantos hombres atractivos para no
sentirnos solas por las noches —dijo la rubia, sonriendo a Sturm—. Y eso se ha
solucionado ya, gracias a la Gema Gris…
—Yo voy en busca de Gargath —anunció Palin mientras se ponía de pie con
brusquedad. Pero estaba tan mareado que se tambaleó y esparció los cojines por
doquier—. ¿Me acompañáis? —preguntó, luchando contra la extraña debilidad que lo
aquejaba y preguntándose por qué sus hermanos no parecían estar afectados.
—Sí —respondió Tanin, que se desenredó con dificultad del abrazo de la atractiva
morena.
—Cuenta conmigo, chico —ofreció Dougan con gesto sombrío.
—¿Sturm? —llamó Palin.
—Dejadme aquí —respondió el guerrero—. Actuaré en la… retaguardia.
Las mujeres estallaron en alegres carcajadas.
—¡Sturm! —llamó Tanin, furioso.
Su hermano segundo agitó una mano.
—Adelante, adelante, si, si tanto interés tenéis en perder tiempo con un viejo

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mago apolillado, en lugar de estar aquí, pasándoselo bien…
El mayor, con el entrecejo contraído por la ira, abrió la boca para decir algo, pero
Palin lo atajó.
—Déjamelo a mí —dijo el joven mago con una sonrisa ladina. Dejó el bastón
sobre los cojines, extendió los brazos y señaló a Sturm.
—¡Eh! ¿Qué demonios haces? ¡Detente! —gritó su hermano segundo, dando un
respingo.
Pero el joven inició una salmodia al tiempo que alzaba más y más las manos.
Conforme lo hacía, el cuerpo de Sturm (tal y como estaba, tumbado boca abajo)
empezó a elevarse también y muy pronto flotaba en el aire a más de dos metros del
suelo.
—¡Qué truco tan maravilloso! ¡Haz otro! —gritaron las mujeres mientras
aplaudían.
Palin articuló otras palabras, chasqueó los dedos y aparecieron de la nada unas
cuerdas que serpentearon desde el suelo y se enrollaron en torno a los brazos y las
piernas de Sturm. Las mujeres lanzaron grititos de regocijo y muchas de ellas
cambiaron sus miradas de admiración por el musculoso Sturm, ahora atado de pies y
mano, hacia aquel mago capaz de realizar tales maravillas.
—Un tr… truco estupendo, Palin. ¡Pero, ahora, bájame! —dijo a su hermano
mientras se humedecía los labios y echaba ojeadas inquietas hacia abajo. Entre él y el
suelo no había nada, excepto aire.
Satisfecho consigo mismo, el mago lo dejó suspendido en lo alto y se volvió hacia
Tanin esperando encontrarse con la mirada asombrada de su hermano mayor.
—¿Quieres que lo lleve así? —preguntó, como sin darle importancia.
En lugar de asombro, el joven se encontró con el entrecejo fruncido de Tanin y
una expresión preocupada.
—Palin, ¿cómo has hecho eso? —inquirió en voz baja.
—Magia, querido hermano —contentó pensando de repente lo
extraordinariamente necio que era su hermano mayor.
—Ya sé que es magia —replicó Tanin con sequedad—. Y admito que no sé
mucho sobre el tema, pero sí sé que sólo un poderoso hechicero realizaría esa clase
de conjuro. ¡No alguien que acaba de pasar la Prueba!
Palin se volvió hacia el levitante Sturm que flotaba indefenso en el aire y asintió
con un cabeceo.
—Tienes razón —dijo jactancioso—. He realizado un conjuro de nivel superior
sin ninguna clase de ayuda. ¡Ni siquiera la del Bastón de Mago! —Alargó la mano y
agarró el cayado. La madera estaba fría al tacto. Más que fría, helada; tan helada que
resultaba doloroso tocarla. Palin dio un respingo y estuvo a punto de dejarlo caer.
Pero, de repente, notó que el mareo se le había pasad, que la frente no le ardía y el

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zumbido de oídos había remitido—. ¡Mi magia! ¡La Gema Gris debe de haberla
incrementado! —susurró—. ¡Sólo llevo aquí un rato y fíjate de lo que soy capaz!
Tengo los poderes de un archimago. Si consiguiera la gema, llegaría a ser tan
poderoso como mi tío —murmuró para sí mismo—. ¡Quizá más aún! —Sus ojos
centellearon, el cuerpo le tembló de excitación—. Por supuesto, utilizaría mi poder
para hacer el bien. Expulsaría a Dalamar de la torre de Palanthas y la libraría de toda
esa maldad. Levantaría la maldición del Robledal de Shoikan. Entraría en el
laboratorio de mi tío.
Visiones del futuro lo asaltaron en un torbellino de violentos colores, tan reales,
tan vívidas, que se tambaleó literalmente.
Unas fuertes manos lo sujetaron. Parpadeó para librarse del velo que le
emborronaba la vista y bajó la mirada para verse a sí mismo reflejado en los ojos
brillantes, serios, sagaces, del enano.
—Cálmate, chico —dijo Dougan—. Vuelas muy alto. Demasiado alto para
alguien que acaba de extender sus alas.
—¡Déjame en paz! —gritó el joven mago mientras se soltaba de un tirón de las
manos del enano—. ¡Tú quieres también la gema!
—Sí, jovencito —admitió Dougan con voz queda, en tanto se acariciaba la barba
—. Y estoy en mi derecho. Por cierto, ¡soy el único que lo tiene!
—El derecho lo dan la fuerza y el poder, enano —replicó Palin con sarcasmo.
Recogió el bastón y echó a andar hacia la puerta—. ¿Vienes? —preguntó fríamente a
Tanin—. ¿O habré de llevarte también como a ese zoquete? —dijo, señalando a
Sturm, a quien acercó hasta sí con un ademán. El guerrero intercambió una mirada
temerosa con Tanin cuando pasó flotando sobre él.
—¡Oh, no! ¡No te vayas! ¡Haz más trucos de magia! —protestaron las mujeres
desilusionadas.
—¡Detente, joven mago! —gritó Dougan—. ¡Estás cayendo en el embrujo de la
gema!
—Palin. —La voz reposada de Tanin se abrió paso en la mente de su hermano
con más nitidez que las risas de las mujeres o los gritos del enano—. No escuches a
Dougan, ni a mí, ni a ningún otro. Sólo escúchate a ti mismo.
—¿Y qué quieres decirme con eso, hermano mío? —se mofó Palin—. ¿Por
ventura una chispa de sabiduría se ha encendido inesperadamente en tu cerebro?
¿Acaso hay, por fin, en ese cuerpo algo más que músculos?
Echó una mirada maliciosa a su hermano, con expresión burlona, desafiante,
esperado… —no, deseando— que se enfureciera e intentara detenerlo.
«Entonces te mostraré uno o dos trucos de verdad —pensó Palin—. Como se lo
demostró mi tío a mi padre…».
Pero Tanin no se movió. Se limitó a mirarlo gravemente, en silencio.

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—Yo… Yo… ¡En nombre de los dioses! —balbuceó el joven mago, llevándose la
mano a la cabeza. Recordó las crueles palabras dirigidas a su hermano mayor—. ¡Oh,
Tanin, lo siento! ¡No sé qué me ha ocurrido! —Se volvió y vio a Sturm flotando
indefenso en lo alto—. ¡Sturm! ¡Perdóname! Te dejaré libre. —Chasqueó los dedos.
—¡Palin, no…! —comenzó frenético su hermano.
Pero ya era demasiado tarde. Al romperse el hechizo, el joven cayó pesadamente
al suelo con gran estrépito y se vio rodeado de inmediato por un corro de
parlanchinas mujeres que lo consolaban. Pasaron varios segundos antes de que el
guerrero reapareciera, con los pelirrojos rizos revueltos y la cara arrebolada. Se puso
de pie, empujó a las mujeres y se acercó a sus hermanos sintiendo flojedad en las
piernas.
—Estaba equivocado —dijo Palin, estremeciéndose—. Ahora lo comprendo.
Estas mujeres están embrujadas…
—Sí, muchacho —intervino Dougan—. Como lo estabas tú. Es el poder de la
Gema Gris, que intenta dominarte aprovechándose de tus debilidades, como hizo con
ellas…
—Dándonos lo que anhelamos —concluyó el joven mago con actitud pensativa.
—Y así acabaremos todos si seguimos aquí mucho tiempo —añadió Tanin—.
Esclavos de la Gema Gris. ¿No os dais cuenta? Estas mujeres la defienden dentro del
castillo con tanta eficacia como sus hombres lo hacen fuera. Por ello no cambia esta
parte del edificio. La gema lo mantiene estable para ellas.
Las mujeres empezaron a acercarse a los cuatro tendiéndoles de nuevo los brazos.
—Qué aburrimiento… No os vayáis… No nos dejéis… Estúpida piedra…
—Muy bien, vayamos en busca del tal Gargath —farfulló Sturm con gesto
avergonzado. No podía evitar que los ojos se le fueran hacia la rubia, que le lanzaba
besos.
—Recoge tus lanzas —ordenó Tanin mientras apartaba las suaves manos que lo
agarraban—. No sabemos si estas mujeres dicen o no la verdad. Ese viejo hechicero
podría estar ahora mismo riéndose de nosotros.
—Dijeron que estaba «ahí arriba» —señaló Palin al techo—. Pero ¿dónde?
¿Cómo llegamos hasta allí?
—Creo que conozco el camino, chicos —dijo Dougan—. Es un presentimiento,
nada más —se apresuró a añadir al fijarse en la mirada hosca de Tanin—. Esa puerta
conduce arriba… creo…
Tanin soltó un bufido, pero se dirigió hacia el acceso señalado por el enano,
seguido de cerca por sus hermanos y Dougan.
—¿Qué quisiste decir con que eres el único que tiene derecho sobre la Gema
Gris? —preguntó Palin al enano en voz baja.
—¿Dije eso? —Dougan lo miró con suspicacia—. Habrá sido la gema la que me

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hizo hablar así…
—¡Oh, no os vayáis, por favor! —pidieron las mujeres.
—No importa. Volverán pronto —predijo la hermosa morena.
—¡Cuando regreses, tal vez quiera deleitarnos con más de esos trucos mágicos
tan graciosos! —gritó la rubia a Palin con amabilidad.

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Capítulo 8
Lord Gargath

La suposición de Dougan era correcta. La puerta daba a otro tramo de escalones


tallado en las paredes del castillo. Estaba tan oscuro como un pozo; la única luz era la
que emitía el cristal del Bastón de Mago. Tras otra ascensión que destrozaba las
piernas, llegaron ante una gran puerta de madera.
—¡Vaya! ¿Qué os parece? —dijo asombrado Sturm.
—¿Qué demonios es eso? —susurró Sturm.
Eso era un fantástico mecanismo instalado en el umbral de la puertas, apenas
visible en las sombras. Estaba fabricado con hierro y tenía toda clase de barras
metálicas, engranajes, poleas y manivelas que se extendían desde el suelo hasta el
techo.
—Acerca más la luz, Palin —pidió el mayor mientras se acercaba a aquel
artefacto y se inclinaba para mirarlo—. Hay algo en el centro y está rodeado de…
¡espejos!
Con cautela, el joven mago aproximó el bastón al ingenio y, de repente, el
descansillo se iluminó como si hubiesen cientos de soles. Tanin lanzó un alarido y se
cubrió los ojos con las manos.
—¡No veo nada! ¡Aparta el bastón! ¡Aparta el bastón! —gritó mientras retrocedía
tambaleándose.
—¡Es un reloj de sol! —informó Palin, que retiró el cayado y contempló
asombrado el dispositivo—. Rodeado de espejos…
—¡Ah! —exclamó Dougan con tono triunfante—. Una cerradura gnoma de
mecanismo retardado.
—¿Mecanismo retardado?
—Sí, muchacho. Cuando la sombra de la aguja se proyecta en el lugar correcto se
abre la cerradura.
—Pero de la forma en que están colocados los espejos, nunca se proyectará
sombra —señaló desconcertado Palin—. ¡Es siempre mediodía!
—Por no mencionar que este lugar es como un pozo —añadió Tanin con
brusquedad mientras se frotaba los ojos—. ¡No hay ventanas! ¿Cómo se supone que
llegará el sol aquí?
—Pequeños fallos de diseño —comentó sarcástico Sturm—. Seguro que lo está
discutiendo algún Comité…
—Sí, pero, entretanto, ¿cómo abrimos la puerta? —lo interrumpió su hermano
mayor, que se recostó pesadamente contra la pared. Por su expresión, era evidente

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que estaba harto.
—¡Qué pena que no esté aquí tío Tas! —dijo Palin con una sonrisa.
—¿Tas? —Dougan frunció el entrecejo y se volvió hacia el mago—. No te
referirás a Tasslehoff Burrfoot, el kender.
—Sí, ¿lo conoces?
—No —gruñó Dougan—. Pero un amigo mío sí. Ese loco enano que se sienta un
día sí y otro también bajo el árbol que hay cerca de mi for… ¡ejem!… cerca de donde
trabajo, rezongando «kender cabeza de chorlito esto, kender cabeza de chorlito
aquello», mientras talla un trozo de madera.
—¿Un amigo? —Palin estaba perplejo—. Lo que dices me recuerda la historia
que nos contó mi padre sobre Flint…
—¡Eso a ti no te importa! —cortó con brusquedad Dougan—. ¡Basta ya de tanto
parloteo sobre kenders! Bastantes problemas tenemos tal y como están las cosas.
¡Brrrr! —se estremeció—. Pensar en estas criaturas me pone la carne de gallina.
Una fugaz chispa de comprensión iluminó las tinieblas de confusión en la mente
de Palin, que aunque borrosamente, empezó a vislumbrar la verdad. Sin embargo,
aunque la luz ponía cierta claridad en sus ideas, éstas estaban tan enmarañadas que
era incapaz de separar las unas de las otras, como tampoco era capaz de llegar a la
conclusión de si debía sentirse aliviado o por el contrario aterrorizado.
—¿Y si probamos a romper los espejos? —sugirió Tanin, que parpadeaba en un
intento de ver más allá de los incontables puntitos azules y brillantes que danzaban en
sus ojos.
—Yo no lo haría —advirtió el enano—. Esa cosa tiene todo el aspecto de estallar
en cuanto se la toque.
—¿Quieres decir que es una trampa? —inquirió nervioso Sturm, que retrocedió.
—¡No! —gritó irritado Dougan—. Quiero decir que es un invento gnomo, y por
ende, es muy probable que estalle.
—Bueno, si lo hace, quizá vuele la puerta —aventuró Tanin mientras se rascaba
la mejilla con gesto pensativo.
—Sí. Y a nosotros con ella —señaló Palin.
—Sólo a ti, hermanito —dijo Sturm con actitud colaboradora—. Nosotros
esperáramos al pie de la escalera.
—Hay que intentarlo, Palin —decidió el mayor—. No tenemos ni idea de cuánto
tiempo pasará antes de que el poder de la gema nos someta de nuevo. Además,
probablemente no será una gran explosión —añadió con un tono tranquilizador—.
Después de todo, es un dispositivo pequeño.
—Sí, claro. Tan pequeño que ocupa solo el hueco de la puerta… ¡Oh, de acuerdo!
—rezongó el mago—. Apartaos.
Su advertencia era innecesaria. Dougan bajaba ya por la escalera a toda carrera,

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seguido de cerca por Sturm. Tanin dio la vuelta al recodo, pero se quedó allí, desde
donde podía ver a su hermano pequeño.
Apartándose cuanto le era posible del dispositivo, el joven mago volvió el rostro
y cerró los ojos antes de alzar la punta del bastón sobre el primer espejo para
propinarle un golpe. Sin embargo, en ese momento, se oyó una voz al otro lado de la
puerta.
—Creo que será suficiente con que gires el picaporte.
Palin frenó en seco el bastón, que ya descendía sobre el espejo.
—¿Quién ha dicho eso? —gritó mientras retrocedía.
—Yo —respondió la voz de nuevo, con un tono dócil—. Sólo tienes que girar el
picaporte.
—¿Quieres decir que la puerta no está cerrada? —preguntó Palin sin salir de su
asombro.
—Nadie es perfecto —contestó la voz, a la defensiva.
Con precaución, Palin alargó la mano, y tras apartar varias barras conectadas y
desatar los nudos de una o dos cuerdas del dispositivo gnomo de mecanismo
retardado que no estaba cerrado, giró el pestillo. Sonó un leve chasquido y la puerta
se abrió de par en par en medio de chirridos de goznes.
El joven entró en la cámara, no sin ciertas dificultades, y miró a su alrededor con
expresión pasmada.
Se encontraba en una sala que tenía forma de cono, redonda por la parte inferior y
rematada en punta en el techo. Estaba alumbrada con lámparas de aceite colocadas a
intervalos regulares sobre el suelo circular, las llamas titilantes iluminaban la estancia
con tanta claridad como si penetrara en ella la luz del día. Tanin iba a cruzar la puerta
tras su hermano cuando éste lo detuvo.
—¡Aguarda! —advirtió Palin mientras lo agarraba del brazo—. ¡Mira, en el
suelo!
—Es una estrella de cinco puntas, un círculo mágico —susurró el mago—. ¡No
pises más allá del círculo marcado por las lamparillas!
—¿Para qué está ahí? —se interesó Sturm, que se asomaba por encima de los
anchos hombros del mayor, en tanto que Dougan daba saltos a sus espalda intentando
ver algo.
—Creo que… ¡Sí! —Palin alzó la vista al techo—. Es la que retiene a la Gema
Gris. ¡Mirad! —señaló a lo alto.
Todos echaron la cabeza hacia atrás y miraron al techo, salvo el enano, que
barbotaba maldiciones porque no veía nada. Por último se puso a gatas y se las
ingenió para meter la cabeza entre las piernas de Tanin y Sturm y mirar hacia arriba,
con la barba a rastras sobre el pulido suelo de piedra.
—Sí, chico. ¡Ésa es! —Soltó un suspiro anhelante—. ¡La Gema Gris de Gargath!

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Debajo de la punta del cono flotaba una joya grisácea. Era imposible distinguir su
forma o tamaño, ya que cambiaba de manera constante mientras la contemplaban, al
principio era redonda y grande como el puño de un hombre; a continuación, un
prisma del tamaño de una persona; después un cubo no mayor que un prendedor
femenino; más tarde, redonda de nuevo… La joya era opaca cuando entraron en la
sala, sin reflejar siquiera la luz de las lamparillas. Pero ahora empezaba a irradiar de
su interior un suave fulgor grisáceo.
Palin sintió el placentero hormigueo de la magia recorriéndole el cuerpo. Las
palabras de conjuros de un poder indecible fluyeron a su mente. ¡Su tío había sido un
personajillo comparado con él! ¡Gobernaría el mundo, los cielos, el Abismo!
—Calma, hermanito —le llegó una voz distante.
—¡Dame la mano, Tanin! —jadeó, tendiendo la suya hacia su hermano—.
¡Ayúdame a luchar contra ella!
—No servirá de nada —sonó la voz que antes se escuchó a través de la puerta.
Esta vez tenía un tono de triste resignación—. No puedes hacerle frente. Al final te
aniquilará, como hizo conmigo.
Con un esfuerzo denodado, Palin apartó los ojos de la luz gris y sus
hipnotizadores destellos y recorrió con la mirada la sala cónica. Al otro lado, enfrente
de donde se encontraban los cuatro hombres, había un sillón de respaldo alto,
colocado contra una pared adornada con un tapiz. El respaldo estaba tallado con
diferentes runas y símbolos mágicos destinados, al parecer, a proteger al mago
sentado en el sillón de cualquier ente que invocara ante él para que hiciera su
voluntad.
—¡Que Paladine nos asista! —exclamó aterrado el joven mago.
—Demasiado tarde, demasiado tarde —chirrió la voz—. Sí, soy Gargath. ¡El
desventurado Gargath! Bienvenidos a mi casa.
Sentado sobre el blando cojín del sillón, un erizo hizo un ademán elegante —
aunque desalentado— con su patita delantera.
—Podéis acercaron —invitó mientras se atusaba los bigotes con una pata
temblorosa—. Pero tened cuidado de no pisar el círculo, como muy bien os ha
advertido el joven mago.
—Lord Gargath —comenzó vacilante Palin, acercándose al erizo. De pronto
lanzó un grito de alarma y retrocedió, trastabillando hasta chocar con Tanin.
—¡Sturm, a mi lado! —bramó el mayor, que empujó al mago para que se pusiera
detrás de él al tiempo que alzaba la lanza.
El sillón había desaparecido completamente bajo el inmenso corpachón de un
gigantesco dragón negro. La bestia los miró con sus fieros ojos rojos, con las enormes
alas extendidas a lo largo de las paredes en tanto que la cola propinaba un tremendo
latigazo en el suelo.

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Sin embargo, cuando habló el dragón, su voz denotaba tanta tristeza como la del
erizo.
—¿Os habéis asustado? Gracias por el cumplido, pero no tenéis por qué. Para
cuando quisiera atacaros, lo más probable es que fuer aun ratón o una cucaracha.
»¡Oh, vaya! ¿Veis como tenía razón? —continuó Gargath, ahora bajo la forma de
una encantadora doncella que, tras ocultar el rostro en las manos, prorrumpió en un
llanto desesperado—. Cambio de manera constante, una mutación tras otra, de un
momento a otro, sin saber… —bramó ahora un minotauro, que bufó iracundo— lo
que seré a continuación.
—¿Es la gema gris la responsable de esto?
—Ssssí —siseó una serpiente que se retorcía sobre sí misma con agonía—. Hace
tiempo fue un poderossssso hechicero, como tú, joven. Hubo un tiempo en que era
rico y poderosssso. Esssta isssla y sus habitantesss me pertenecían. —Un atildado
joven apareció en el sillón, con un vaso de refresco en la mano—. ¿Os apetece tomar
algo? Es un ponche de frutas tropicales. No está nada mal, os lo aseguro. ¿Dónde
estábamos…?
—La Gema Gris —se atrevió a decir Palin. Sus hermanos sólo eran capaces de
contemplar la escena en silencio.
—¡Ah, sí! —croó un sapo—. Mi tatara-tatara-tatara… Bueno, un antepasado, fue
en pos de esa maldita cosa hace siglos, con la esperanza de recuperarla. Y lo hizo…
durante un tiempo. Pero su poder se debilitó al hacerse viejo y la gema escapó. Ignoro
dónde iría, extendiendo el Caos por el mundo. Pero sabía que, algún día, regresaría a
mi. ¡Y yo estaría preparado! —Un conejo, sentado en las patas posteriores, apretó las
delanteras con firme determinación.
»Estudiar muchos años. Dos —dijo un enano gully, que extendió los dedos de su
mugrienta mano. Frunció el entrecejo—. Hacer bonito dibujo en suelo. Esperar. Dos
años. No más de dos. ¡La gran piedra venir! Yo coger…
»¡La atrapé! —gritó un anciano marchito que soltó una carcajada demente—. ¡No
podía escapar de mi! ¡Por fin, toda la magia del mundo me pertenecía! ¡Estaría en
mis manos! Y así fue. Así fue —chilló una rata de ojos rojos, que se mordisqueaba la
cola con nerviosismo—. Podría haber tenido cuanto hubiese deseado. Exigí diez
doncellas… Me sentía solo, comprendedlo —se disculpó una araña mientras encogía
las patas en un gesto defensivo—. No se tienen muchas oportunidades de conocer
chicas bonitas cuando se es un malvado hechicero, ya sabéis…
—¡Y la Gema Gris dominó las mentes de las mujeres! —aventuró Palin, que
estaba mareado de las continuas trasformaciones del hechicero—. ¡Las puso en tu
contra!
—Sí, —relinchó un caballo, pataleando intranquilo ante el sillón—. Las eduqué y
este palacio. ¡Mi palacio! ¡Pero la gema les da todo! No tienen que trabajar, aparece

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comida cuando tienen hambre, y vino, y cualquier otra cosa que deseen… ¡Se pasan
el día holgazaneando, filosofando y leyendo poesía elfa! ¡Dioses, detesto la poesía
elfa! —refunfuñó un hombre calvo de mediana edad—. Intenté razonas con ellas,
explicarles que tenían que hacer algo provechoso en la vida. ¿Y cuál fue su
respuesta? ¡Encerrarme aquí arriba, con eso! —señaló la goma con desesperación.
—Pero las mujeres empezaban a impacientarse —intervino Palin, cuyas ideas se
habían aclarado de manera repentina.
—La poesía elfa satisface hasta cierto límite —comentó una morsa, que agitaba
las aletas con abatimiento—. Querían algo más…
—Hombres… —se aventuró a adivinar el mago—. Pero a la Gema Gris no le
convenía que fueran sus esposos. Necesita a los guerreros para que la protejan en el
exterior mientras que ellas lo hacen aquí, dentro del castillo. Por tanto, para tenerlas
contestas, les trajo…
—A nosotros —bramó Tanin, al tiempo que se abalanzaba furioso sobre el enano.
—Vamos, vamos, no seas tan impetuoso. —Miró a Palin de reojo—. Eres muy
listo, chico. Te pareces a tu tío. Sí, te pareces a él. A ver, dime, ¿a quién puede temer
la gema? ¿De quién se protege?
—De la única persona que la ha buscado a lo largo de los milenios —dijo Palin
con voz queda. Todo estaba claro de repente—. De quien la creó y la perdió en una
apuesta. Todos estos siglos se ha estado escondiendo de ti, permaneciendo en un
lugar hasta que te acercabas demasiado, y entonces volvía a desaparecer. Pero ahora
está atrapada por el hechicero. Haga lo que haga, le es imposible escapar. Por tanto,
puso estos guardianes a su alrededor. Pero tú sabías que las mujeres estaban
descontentas. Sabías que la gema tendría que darles lo que deseaban…
—Hombres apuestos. No habría dejado entrar a nadie más —continuó Dougan
mientras retorcía una punta del bigote—. Y, si se me permite decirlo, nosotros
satisfacíamos tal requisito —añadió jactancioso.
—Pero ¿quién eres? —preguntó desconcertado Sturm, mirando al enano y a Palin
de manera alternativa—. No Dougan Martillo Rojo, desde luego…
—¡Lo sé, lo sé! —gritó Gargath, convertido ahora en un kender que brincaba
excitado sobre el cojín—. ¡Dejadme que lo diga yo! ¡Dejadme que lo diga yo! —El
kender saltó con premura del sillón y corrió a abrazar al enano.
—¡Gran Reorx! —gruñó Dougan mientras aferraba su bolsa, a pesar de que no
guardaba una sola moneda.
—¿Por qué tuviste que decirlo? —protestó el kender con un puchero de fastidio.
—¡Dios mío! —susurró Tanin.
—Eso lo resume, más o menos —apostilló Palin.

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Capítulo 9
¿Qué te apuestas?

—Sí —admitió Dougan Martillo Rojo con voz de trueno—. Soy Reorx, el Forjador
del Mundo. ¡Y vengo a reclamar lo que es mío!
Al advertir la presencia del dios y sabiendo el peligro que corría, la Gema Gris
emitió un cegador destello. Atrapada por la magia del símbolo dibujando en el suelo
por el hechicero, le era imposible escapar. Sin embargo, empezó a girar de manera
frenética a la vez que cambiaba de forma tan rápidamente que a la vista era un
manchón borroso y oscilante.
El aspecto del hechicero también cambió, y de nuevo apareció el dragón negro
cuyas inmensas alas extendidas ocupaban la totalidad del perímetro de la sala.
Palin lo contempló con desinterés, ya que estaba inmerso en sus propias luchas
internas. La gema ejercía todo el poder de su magia a fin de protegerse. Ofreció al
mago cualquier cosa, todo cuanto deseara. Las imágenes pasaron fulgurantes por su
mente como fogonazos. Se vio a sí mismo Maestre del Cónclave de Hechiceros. Se
vio arrojando al Abismo a los Dragones del Mal. Se vio luchando con la Reina de la
Oscuridad. Para lograrlo, todo cuanto tenía que hacer era matar al enano…
—¿Matar a un dios? —preguntó incrédulo.
Yo te daré el poder necesario para hacerlo, respondió la Gema Gris.
Palin miró en derredor y vio a Sturm bañado en sudor, los puños apretados, los
ojos encendidos con un brillo salvaje. Incluso Tanin, a pesar de la firmeza de su
carácter estaba pálido, con los labios apretaos mientras contemplaba fijamente alguna
visión gloriosa que era perceptible sólo para él.
Dougan estaba en el centro del círculo, observándolos en silencio.
Palin se aferró con fuerza al bastón, casi llorando por el sufrimiento. Apretó la
mejilla contra la fresca madera y unas palabras resonaron en su mente.
Siempre fui mi propio dueño. Las elecciones que hizo fueron dictadas por mi
propia voluntad, con libre albedrío. Jamás me dejé subyugar por nada ni por nadie.
¡No por la Reino de la Oscuridad en persona! ¡Inclínate ante otros con veneración y
respeto, sobrino, pero nunca con sumisión!
Palin parpadeó y miró a su alrededor como si despertara de una pesadilla. No
era consciente de haber escuchado las palabras, pero las sentí en su corazón y
comprendía las importancia de su significado. ¡No!, fue capaz de responder con
firmeza a la Gema Gris. Fue en ese momento cuando reparó en que el dragón sufría
una tortura similar.
—¡Pero no quiero desollarlos! —lloriqueaba la bestia—. Bueno, sí, claro que me

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gustaría tener otra vez mi isla, como antes. Y diez doncellas que se comportaran
como tal y no se creyeran poetisas.
Palin comprobó alarmado que los ojos rojos del dragón relucían enfebrecidos. El
ácido le goteaba por la bífida lengua y abría agujeros en el pulido pavimento. Sus
garras centellearon. El dragón extendió las alas y se elevó en el aire.
—¡Tanin! ¡Sturm! —llamó a gritos el joven, a la vez que agarraba al que tenía
más cerca y lo sacudía con energía. Era Tanin. Despacio, el guerrero volvió los ojos
hacia su hermano pequeño; pero Palin vio en aquella mirada que no le reconocía.
—Ayúdame, mago —siseó—. ¡Ayúdame a matar al enano! ¡Seré el general de
muchos ejércitos!
—¡Dougan! —Palin corrió hacia el enano—. ¡Haz algo! —gritó enloquecido
mientras agitaba los brazos frente al dragón.
—Lo estoy haciendo, muchacho, lo estoy haciendo —respondió tranquilo
Dougan, con los ojos fijos en la Gema Gris.
Palin vio que el dragón lo miraba con Avidez.
«Lanzaré un conjuro de sueño», decidió a la desesperada, tanto rebuscaba arena
en sus saquillos. Pero, al tocarla, descubrió algo tan espantoso que sus dedos
quedaron fláccidos y dejaron caer la arena al suelo; ¡sus poderes mágicos habían
desaparecido!
—¡No, por favor, no! —gimió el joven, alzando la vista hacia la gema, que
parecía refulgir con caótico malevolencia.
La puerta de acceso a la sala se abrió de golpe y se chocó contra la pared.
—¡Aquí estamos, como ordenaste, Gema Gris! —gritó una voz.
Era la hermosa mujer morena. Tras ella estaba la rubia, y las acompañaba el resto
de las mujeres, tanto jóvenes como viejas. Las sonrisas seductoras y las túnicas
transparente habían desaparecido. Ahora vestían con pieles de tigre, llevaban plumas
sujetas a los cabellos y manejaban lanzas de afilada puntas de sílex.
La voz de Tanin se alzó vibrante como una llamada de trompeta.
—¡Mis tropas! ¡Reagrupaos conmigo! ¡Tomad posiciones! —Levantó los brazos
y lanzó un grito de guerra al que respondieron las mujeres con salvajes alaridos.
—¡Traedme vino! —aulló Sturm, mientras ejecutaba una danza improvisada—.
¡Que empiece la juerga!
La rubia lo miraba, y en sus ojos había ardor. Por desgracia, no era la clase de
ardor que él hubiese deseado. La mujer alzó la lanza y esperó a que su comandante,
Tanin, diera la orden de ataque.
—¿Me lo prometes? —decía la ansiedad el dragón, cuya lengua bífida entraba y
salía de las fauces chorreantes de ácido—. ¿No más enanos gullys? Las otras formas
no me molestan tanto, ¡pero detesto convertirme en gully!
—¡El mundo se ha vuelto loco! —musitó Palin mientras se derrumbaba junto a la

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pared. Sintió que la fuerza y la cordura se escapaban de su ser como antes se le espera
la arena entre los dedos. El caos que le rodeaba y la pérdida de su magia habían
trastornado su mente. Contempló el Bastón de Mago y sólo vio un pedazo de madera
adornada con una baratija brillante en lo alto. Oyó a sus hermanos —uno situando a
los músicos para que tocaran una melodía—, oyó el crujido de las alas del dragón y el
silbido del aire que aspiraba para soltar un chorro de ácido. Palin arrojó a un lado el
inservible bastón, cerró los ojos y volvió la cara a la pared.
——¡Alto! —tronó una voz—. ¡Alto, os lo ordeno!
El caos reinante en la sala prosiguió enloquecido un instante más, luego decreció
poco a poco y, por último, cesó hasta que sólo hubo silencio y quietud donde un
momento antes todo era una barahúnda de ruido y movimiento. Palin alzó la cabeza y
miró atemorizado a su alrededor. Dougan estaba plantado en el centro de la estrella;
tanta era su furia que tenía la barba erizada. Levantó un brazo.
—¡Reorx Drach Kalahzar!
Un gigantesco mazo de guerra se materializó en su mano y lanzó brillantes
destellos rojizos que se reflejaron en los oscuros ojos de Dougan.
—¡Sí! —rugió el enano, sin apartar la vista de la Gema Gris—. ¡Conozco tu
poder! ¡Mejor que nadie! ¡Por algo eres mi creación! ¡Puedes seguir con esta locura
eternamente y sabes que no podré detenerte, pero tú misma estarás atrapada para
siempre! ¡Jamás serás libre!
La luz de la gema parpadeó un instante, como considerando las palabras de
Dougan. Después empezó a emitir unos destellos pulsantes, más brillantes que antes,
y la desesperanza aceleró los latidos del corazón de Palin.
—¡Alto! —rugió de nuevo el enano al tiempo que alzaba una mano. En la otra
sostenía su mazo de guerra—. Propongo que sea la fortuna la que decida. Te ofrezco
que hagamos… ¡una apuesta!
La luz de la gema pulsó rítmicamente, como si reflexionara.
—Una puesta —dijo el dragón con tono complacido mientras se posaba otra vez
en el suelo.
—¡Una apuesta! —susurró Palin. Se enjugó el sudor con la manga—. ¡Dios mío,
así es como empezó todo esto!
—Aceptamos —contestó la hermosa morena que se adelantó a grandes zancadas
en tanto que su lanza golpeaba el suelo—. ¿Qué es lo que pones en juego?
—Que estos jóvenes sean para vosotras y la libertad para la Gema Gris —dijo al
cabo de un momento.
—¡No puedes hacernos esto, enano! —protestó Tanin, que arremetió contra
Dougan. Pero dos mujeres robustas lo detuvieron con la fuerza que les daba la
reluciente gema y lo sujetaron con los brazos a la espalda, a pesar de sus forcejeos.
Otras dos se ocuparon de Sturm. Pero ninguno se preocupó de Palin.

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—Si pierdo la apuesta —continuó Dougan impertérrito—, estos hombres se
quedarán con vosotras y serán vuestros esclavos. Romperé el hechizo que tiene
atrapada a la gema y la dejaré que vague de nuevo libre por el mundo. Si gano, la
gema será mía y estos hombres quedarán libros.
—Aceptamos los términos —dijo la morena después de mirar un instante a la
joya—. ¿Y cuál es la apuesta?
Dougan pareció reflexionar mientras se retorcía el bigote una y otra vez. Sus ojos
se posaron en Palin y se sonrió entre dientes.
—Este joven —dijo, señalando al mago— lanzará mi martillo y lo dejará flotando
en el aire, sin que caiga al suelo.
Todos miraron al enano en silencio, pensativos. ¿Dónde estaba el truco?
—¡No, Dougan! —gritó de pronto Palin, mientras se apartaba de la pared. Una de
las mujeres le dio un empellón y lo hizo retroceder.
—¿Este joven? —La morena cayó en la cuenta—. ¡Pero si es un mago!
—Ah, pero un mago inexperto —se apresuró a puntualizar el enano—. Además,
no utilizará su magia, ¿verdad que no, Palin? —le preguntó, guiñándole un ojo
cuando las mujeres no miraban.
—¡Dougan! —El muchacho se libró de un tirón de la mujer que lo sujetaba y
avanzó con pasos vacilantes; sentía las piernas tan débiles que apenas lo sostenían—.
¡No puedo! ¡Mi magia…!
—Nunca digas «no puedo», muchacho —reconvino el enano con severidad—.
¿Todavía no has aprendido de tu tío? —Otra vez le hizo un guiño.
Al parecer, la morena reparó en la manifiesta debilidad de Palin, pues se volvió
hacia sus compañeras con una sonrisa de complacencia.
—Aceptamos el trato —manifestó.
—¡Dougan! —repitió desesperado el joven mientras agarraba al enano, que lo
observaba con gesto taimado—. ¡Dougan, no puedo utilizar mi magia! ¡Ha
desaparecido! ¡La gema me la ha arrebatado!
El semblante de Dougan denotó desaliento.
—¿Y me lo dices ahora, chico? —Echó una fugaz mirada a las mujeres y se rascó
la mejilla—. ¡Qué pena! ¡Qué mala suerte! —Sacudió la cabeza con tristeza—.
¿Estás seguro?
—¡Por supuesto que estoy seguro! —replicó con brusquedad.
—Bueno, pues… ¡hazlo lo mejor que puedas, chico! —La palmeó el brazo—.
Toma.
Dougan puso en las manos de Palin el mango del mazo. Al notar un tacto
desconocido, el brillo rojizo del arma se tornó mortecino hasta adquirir un feo tono
gris plomizo.
El joven mago buscó con la mirada a sus hermanos, desesperado. Tanin lo

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observaba gravemente, con el rostro serio y tenso. Sturm agachó la cabeza, suspiró
hondo, y encorvó los hombros.
El muchacho tragó saliva y se humedeció los resecos labios. Cerró los dedos en
torno al mango del mazo, sin saber muy bien cómo sujetar el arma. Intentó levantarlo.
Un ronco gemido escapó de sus labios, coreado por el de sus hermanos.
—¡Por Paladine! —jadeó—. ¡Casi no puedo moverlo, Dougan! ¿Cómo esperas
que lo lance? —Se acercó al enano y se agachó para mirarlo a los ojos—. Eres un
dios… Supongo que podrías…
—¡Desde luego que no, chico! —El enano parecía enojado—. ¡Es una cuestión de
honor! Lo comprendes, ¿verdad?
—Claro —aceptó amargamente.
—Mira, muchacho —continuó Dougan mientras le colocaba las manos en el
mango de forma correcta—. No es tan difícil. Sólo tienes que sujetarlo así, eso…
Ahora, levántalo y empieza a girar en círculo. El impulso te ayudará a elevarlo y,
cuando llegue el momento le das u impulso, así Las leyes de la naturaleza harán el
resto.
—¿Naturaleza? —Palin estaba desconcertado.
—Sí —respondió gravemente el enano—. Se llama «fuerza centrífuga», o algo
así. Los gnomos me lo explicaron…
—¡Fantástico! —barbotó el joven—. ¡Los gnomos!
Tras hacer una profunda inhalación, Palin levantó el mazo. Un gemido de dolor
escapó de sus labios, el sudor empezó a humedecerle la frente por el esfuerzo.
Escuchó las risitas burlonas de algunas mujeres. Con los dientes apretador, y casi
seguro de que se le había roto algo en su interior, el joven empezó a girar sobre sus
talones con el martillo en las manos. Se dio cuenta de que Dougan tenía razón el
impulso de los giros hacían más ligera el arma. Elevó el mazo más y más. Sin
embargo, el mango se le estaba resbalando de las sudorosas manos.
—¡Se le escapa! ¡Agachaos! ¡Todo el mundo cuerpo a tierra! —gritó Tanin, que
se zambulló de cabeza. Se oyó el golpeteo de las lanzas al caer al suelo y las mujeres
se tiraron en plancha. Incluso el dragón negro, al ver a Palin girar y girar en el centro
de la habitación, sin control, y que el mazo empezaba a emitir de nuevo destellos
rojizos, se aplastó contra el piso mientras lloriqueaba y plegaba las para resguardarse
la cabeza. Sólo el enano permaneció inmóvil, con una amplia sonrisa ensanchándole
el rostro.
—¡No… puedo… sujetarlo… más…! —gritó jadeante Palin, que dejó que el
mazo saliera disparado.
El mago cayó de rodillas, tan dolorido y exhausto que ni siquiera se molestó en
mirar lo que ocurría. Pero todos los demás, tirados en el suelo, levantaron las cabezas
hacia el mazo. Giró y giró, en medio de un zumbido, pasó sobre las mujeres, sobre

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Tanin y Sturm, rebasó el encogido dragón, voló dando vueltas y vueltas y, conforme
volaba, se fue elevando en el aire. Dougan lo contemplaba plácidamente, con las
manos cruzadas sobre el abultado vientre.
El mazo, que ahora lanzaba unos feroces destellos rojizos, subió y subió en
círculo y, mientras subía, la luz de la Gema Gris empezó a vibrar con un repentino
temor. ¡El arma se dirigía directamente hacia ella!
—Si, precioso —murmuró Dougan, mirando fascinado el mazo—. Tú la forjaste.
Ahora tráela de vuelta.
Desesperada, la gema intentó apagar la luz al comprender que era su propio poder
el que atraía al mazo. Pero ya era demasiado tarde. El arma voló hacia la joya que
había contribuido a crear, como una muchacho se lanza a los brazos de su amado. Se
produjo un estruendo demoledor y estalló una llamara de luz roja y gris, tan brillante
que obligó incluso a Dougan a cubrirse los ojos; los demás quedaron cegados por el
resplandor.
Las dos energías parecieron enzarzarse en una pugna. Después, la luz gris empezó
a debilitarse. Con los ojos fijos en lo alto, a pesar del torrente de lágrimas que le caía
por las mejillas a causa del brillo cegador, Palin tuvo la fugaz visión de una joya gris
y centelleante que caía por el aire e iba a parar a la mano de Dougan. Pero no estaba
seguro ya que, en ese instante, el fulgurante mazo rojo se precipitó sobre él en una
caída a plomo.
Alzó los doloridos brazos y se encogió sobre sí mismo mientras lo asaltaba la
clara y vívida imagen de su cabeza partida en dos y los sesos desparramados por
doquier.
Se oyó un estruendo.
Palin levantó poco a poco la cabeza y vio que el mazo, emitiendo destellos
rojizos, triunfantes, estaba en el suelo, a los pies de Dougan. Despacio, temblando, el
joven mago se incorporó, al igual que lo hicieron todos los presentes en la sala. Palin
se sentía agotado, con todos los músculos agarrotados. Tanin tuvo que sostenerlo o de
lo contrario habría caído de bruces. Pero el joven sonrió a su hermano mayor cuando
éste lo agarró en sus brazos.
—¡He recobrado mi magia! —musitó—. ¡Ha vuelto a mi!
—También yo he vuelto —dijo una voz.
Palin miró en derredor y vio que el dragón había desaparecido. En su lugar,
acurrucado junto al sillón y con las manos cubriéndose la cabeza, estaba un hechicero
de mediana edad, delgado, vestido con una túnica negra. El hombre se sentó y
recorrió con los ojos muy abiertos toda la estancia, como si no diera crédito a lo que
veía.
—¡He vuelto! —gritó alegremente, mientras se tocaba la cabeza, las mejillas, los
hombros—. ¡Ni orejas de conejo! ¡Ni aliento de dragón! ¡Ni músculos de minotauro!

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¡Vuelvo a ser yo mismo! —Rompió a llorar.
—¡Perdiste la apuesta, enano! —gritó de repente la mujer morena—. ¡El martillo
cayó!
—¡Sí! —corearon las otras—. ¡Perdiste la apuesta! ¡Los hombres son nuestros!
—Dougan… —gruñó Tanin con actitud amenazadora.
Las mujeres ceñían el círculo a su alrededor con los ojos relucientes de pasión
amorosa, en lugar de guerrera.
Dougan levantó el martillo sobre su cabeza. Su semblante tenía una expresión
seria y sus ojos negros lanzaban destellos tan rojizos como los de su arma. La voz que
sonó no era la del enano de llamativos ropajes, sino una tan antigua como las
montañas que había forjado, tan profunda como los océanos que había excavado.
—¡Mujeres! —tronó el dios con tono severo—. ¡Escuchadme! El poder que
ejercía sobre vosotras la Gema Gris ha desaparecido. Recordad a vuestros hijos y a
vuestros esposos. Recordad a vuestros hermanos y a vuestros padres. ¡Recordad
vuestros hogares y a aquellos que os necesitan!
Una tras otra, las mujeres miraron a su alrededor con actitud desconcertada,
algunas llevándose las manos a la cabeza y otras parpadeando confusas.
—¿Dónde estamos? —preguntó una de ellas.
—¿Por qué vamos vestidas así? —inquirió otra, mirando boquiabierta la piel de
tigre.
—¿Cómo te has atrevido? —gritó la rubia, al tiempo que propinaba a Sturm una
sonora bofetada.
Solo la hermosa morena parecía entristecida. Suspiró y sacudió la cabeza.
—Echo de menos a mi familia —dijo en voz queda—. Y recuerdo con amor al
que estoy prometida en matrimonio. Pero todo volverá a ser como antes: guerras
interminables, luchas, sangre, muerte…
Se volvió para mirar al dios, pero sólo encontró a un enano que vestía llamativos
ropajes y que sonreía comprensivo.
—Piensa, muchachita —dijo con voz amable Dougan, en tanto le palmeaba una
mano—. Has leído muchos libros, ¿recuerdas? Y ellas también —señaló a las demás
—. Ahora tenéis conocimientos. Eso no os lo puede arrebatar nadie. Utilizadlos con
inteligencia y lograréis acabar con esas estúpidas matanzas. Todas vosotras, con la
colaboración de vuestros hombres y vuestros hijos, podéis hacer un paraíso de esta
isla.
—No sé quién eres —respondió la morena, mirándolo con ojos escrutadores—.
Pero eres sabio. Haremos lo que dices y siempre te honraremos en nuestros corazones
y nuestras plegarias.
(Así fue como los isleños veneraron al dios de los enano, siendo, que nosotros
sepamos, los únicos humanos que volvieron a adorar a Reorx, el Forjador del

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Mundo).
La mujer se agachó y lo besó en la mejilla. El rostro del enano se puso más rojo
que su mazo.
—¡Vamos, vamos, marchaos ya! —dijo con tono malhumorado.
Enlazadas por la cintura, las mujeres salieron corriendo en medio de alegres risas.
Poco después, los hermanos oyeron sus voces al otro lado de la muralla del castillo.
—En cuanto a ti… —comenzó Dougan, volviéndose hacia el Túnica Negra.
—¡No me regañes, por favor! —pidió Gargath con mansedumbre—. He
aprendido la lección. De veras. No quiero volver a saber nada de gemas mientras
viva. ¡Créeme! —prometió. Miró de reojo al techo y se estremeció.
—Esperamos verte en el Cónclave —intervino Palin con tono severo, mientras
recogía el Bastón de Mago—. ¿No volverás a ser un renegado?
—¡Ansío que se celebre la próxima reunión! —respondió Gargath
vehementemente—. ¿Tengo que llevar algo? ¿Un pastel, quizá? Te advierto que sé
hace runa tarta de chocolate diabólicamente exquisita…

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Epílogo
(Esta vez de verdad)

Dougan y los hermanos volvieron al barco gnomo sin más incidentes. De hecho, los
guerreros de la isla estaban contentos con el regreso de sus mujeres y de que sus
familias estuvieran de nuevo reunidas, que devolvieron las armaduras y las espadas
(de todas formas, el jefe había llegado a la conclusión de que las primeras daban
demasiado calor y que las segundas eran unas armas primitivas comparadas con sus
lanzas).
Los gnomos habían reparado los desperfectos de la nave. Lo que es más, habían
descubierto que al tener uno de los extremos machacado, el manejo del barco
mejoraba extraordinariamente, y estaban excitados con la perspectiva de llegar al
monte Noimporta para machacar las popas (o proas) del resto de la flota gnoma.
Sólo un pequeño incidente echó a perder el, por lo demás, maravilloso viajes. (Sin
contar, claro, el inconveniente de esquivar la vela, los golpes de los peces que llovían
en cubierta y la incertidumbre de si se hundirían o no antes de llegar a tierra debido a
las filtraciones de agua por la destrozada proa… o popa).
—¡Sturm, agárralo por los brazos! —ordenó Tanin mientras saltaba por detrás
sobre el enano.
—¿Qué significa este ultraje? ¿Cómo os atrevéis? —rugió Dougan, al tiempo que
se debatía entre las fuertes manazas de Sturm.
—Hemos arriesgado nuestras vidas por esa piedra —dijo el mayor con gesto
hosco—. Queremos verla.
—Has retrasado nuestro viaje varios días —añadió Palin, que se había puesto al
lado de su hermano—. Al menos, queremos echarle un vistazo antes de que te la
lleves a tu forja o a donde sea.
—¡Soltadme…! —Dougan barbotó una palabrota—. ¡O no volveréis a ver nada
en lo que os resta de vida!
—¿Accedes a enseñárnosla?
—¡Lo prometo! —masculló el enano.
A una seña de Tanin, Sturm soltó los brazos de Dougan. Éste miró a los hermanos
con actitud intranquila.
—¡La Gema Gris! —exigieron los tres, rodeándolo.
—Bueno, veréis, muchachos… —El enano parecía estar muy nervioso—. Hay un
pequeño problema…
—¿Qué quieres decir? —A Palin no le gustó nada la expresión de Dougan—.
¿Tan peligrosa es que no podemos siquiera mirarla?

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—No… —Negó el enano despacio, en tanto que sus mejillas se ponían más rojas
que Lunitari.
—¡Entonces enséñanosla! —pidió Tanin, impaciente.
—El… eh… el caso es, chicos, que… —tartamudeó Dougan, que se enrollaba la
negra barba en los dedos—. Que la… La he extraviado.
—¡Extraviado! —exclamó boquiabierto Sturm.
—¿La gema Gris? —Palin miró inquieto a su alrededor temiendo ver el destello
gris en cualquier momento.
—Bueno, quizás extraviado no sea el término adecuado… —farfulló el enano—.
Veréis, me metí en esa partida de dados la noche antes de partir de la isla, y… —Su
voz se fue apagando, como si se hundiera en el desánimo.
—¡La perdiste! —bramó Tanin.
Sus hermanos no dijeron una palabra. Estaban demasiado conmocionados.
—Sí muchacho —suspiró pesaroso—. Me pareció una partida tan fácil…
—¡Es decir, que la Gema Gris está de nuevo suelta por el mundo! —murmuró
Palin.
—Me temo que sí, chico. Después de todo, recordarás que también la perdí en la
apuesta original. ¡Peri no te preocupes, chaval! —animó el enano, poniendo la mano
sobre el brazo del joven mago—. ¡La recuperaremos! ¡Algún día, nosotros la
recuperaremos!
—¿Qué quieres decir con «nosotros»? —dijo Tanin con el entrecejo fruncido.
—¡Juro por Paladine, por Gilean, por la Reina Oscura y por todos los dioses de
los cielos que, si alguna vez en mi vida vuelvo siquiera a encontrarme contigo, daré
media vuelta y echaré a andar… (no, a correr) en dirección contraria! —prometió
Sturm fervientemente.
—¡Lo mismo digo! —secundó Tanin.
—¡Y yo! —corroboró Palin.
Dougan los miró con expresión entristecida. Después, una sonrisa maliciosa
ensanchó sus facciones enanas e hizo que sus ojos chispearan.
—¿Qué os apostáis?

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Análisis de la historia
Michael Williams
El verdadero autor de las canciones de la Dragonlance
Por Virumsortiticorporafurtimincludum[1]

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I — Introducción

La reciente publicación del libro Apéndices ha relegado, por el momento, todos los
otros argumentos de debate entre los distinguidos miembros del Gremio de Filósofos;
estamos unidos de nuevo y la disputa sostenida entre el eminente doctor
Siccfatusdeindecomantemandrogeigaleam y el igualmente eminente doctor
Vitaquecumgemitufugitinfignatasubumbras[2] —disputa referente a si una armadura
largo tiempo en desuso guarda todavía los pensamientos y palabras de quienes la
vistieron y si, en cualquier caso, tendría algún interés escucharlos— ha sido
postergada, en interés del patriotismo[3].
Una vez más, la dignidad de este Gremio, y, por supuesto, la de cualquier gnomo
ha sido agraviada por forasteros. Un filósofo gnomo dijo en cierta ocasión —y
téngase por seguro que, en alguna parte, algún humano afirmará que la sentencia es
suya y nadie lo pondrá en tela de juicio—: «La historia de una guerra la escriben los
vencedores». No todos los vencedores, por supuesto, sino sólo aquellos que al acabar
el conflicto han derramado menos sangre y se han llenado más los bolsillos;
circunstancia ésta muy desafortunada para los filósofos, escritores y artistas gnomos,
a quienes sólo se les ha hecho justicia recientemente con la publicación del pasado
mes del volumen I de Philosophika Gnomikon, un eminente diario que espero
publique pronto este artículo en su totalidad. Sin duda los aproximadamente dos mil
primeros volúmenes de la Philosophika han llenado considerables huecos existentes
en los anales de la historia de Krynn, y sin duda seguirán haciéndolo, salvando la
censura y las omisiones voluntarias cometidas por parte de otros a quienes podría
nombre… Pero me estoy apartando del tema a tratar, de esa grosera afrenta que es la
que ahora nos ocupa.
La reciente Guerra de la Lanza ha inspirado incontables ensayos, biografías, tesis
y apologías exculpatorias. Pero ¿cuántos de estos documentos han arrojado luz sobre
la contribución gnoma en la liberación de Krynn de las garras del enemigo y del yugo
de los Señores de los Dragones?
¡Ninguno[4]! Somos, al parecer, un pueblo marginado, al que la historia hace
referencia en una nota a pie de página como una raza de chapuceros y fabricantes de
trastos inútiles. Pues, de nuevo, se pasa por alto a uno de nuestros más destacados
poetas, visionario y héroe militar, abogado bajo un mar de tinta partidista. En ninguna
de las páginas de Apéndices, ni, llegado el caso, en la Crónicas, se hace mención de
armavirumquecanonoimportaquiprimusabpedibusfatoprofugif[5], poeta y filósofo, un
igualmente encomiable. Compañero por méritos propios, relegado por completo al
olvido a favor de un extenso reparto de personajes secundarios elfos[6] y enanos

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gullys[7], así como también en favor del sobrevalorado «Hombre Eterno», de quien se
cuenta que se valió de la sobrevalorada Piedra Angular como un eslabón metafísico
inventado por los Compañeros por el mero hecho de que en ese momento resultaba
conveniente un mito.
Para no parecer resentidos o neuróticos en nuestro intento de enmendar los
errores históricos, haremos énfasis en la positiva y eterna contribución de Armavir,
autor de la mayoría sino de todos, los poemas y canciones recopilados en la Crónicas.
Los elfos atribuyen la creación de estas obras d la pluma de Quivalen Soth[8] —la
insinuación de cualquier relación entre este poeta ficticio y el infame lord Soth puede
ser difamatoria, por lo que me abstengo—; para los kenders es tan poco importante
quién escribió las poesías como lo es cualquier asunto serio o la honestidad; los
enanos muestras igual indiferencia que no sean técnicas arquitectónicas o
metalúrgicas; y los humanos parecen estar representados en esa publicación por
Caramon Majere, quien, según los rumores, creía que una oda era una clase de galleta
crujiente salda, y su esposa, Tika —de quien no me esperaba, ¡ay de mi!, esta
traición, ¡este insulto!—. Sin duda, el poeta merece algo mejor que esta deslealtad,
esta indiferencia, este hacer caso omiso de él. Mas me he dejado llevar otra vez por le
resquemor, exasperado por la luz decreciente en mis aposentos y el interminable
goteo de las espitas del muro que, instaladas hace generaciones por Reorx sabe quién
sin otro propósito aparente que irritarme con su goteo. Las arreglaré ahora mismo; la
mía es una historia ya de por sí larga y onerosa para que un acompañamiento de agua
torturante y perpetuo la haga más insoportable.
Mientras tomo asiento otra vez, temo que en el párrafo anterior, vosotros, colegas
filósofos, leáis una cierta autocompasión en mis quejas por el menosprecio, la escasa
iluminación y la deficiente instalación de cañerías. No soy un gnomo llorón que se
autocompadezca; mi deben es para con el nombre y la reputación de Armavir, a
despecho de mi incomodidad, o del agua que llena estos aposentos y me llega a las
rodillas, o de la escasa luz que penetra por los orificios a través de los cuales, en
lejanos y mejores tiempos, se bamboleaban yelmos y alambres con esperanza y
promesa. Su biografía y las notas relativas al texto comentado de su obra poética
serán mi testamento, el testamento de mi pueblo que las mareas de la historia no
lograrán arrollar hasta que estas canciones hayan sido reconocidas como nuestras.

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II — de Armavir el poeta

Un poeta no nace, sino que se hace, como dijo otro filósofo gnomo[9], y nuestro
Armavir no fue una excepción. Nacido en plena Revelación Industrial Gnoma (267 d.
C.), fue un niño que creció rodeado de mimos y cuidados, y que podía esperar como
su misión en la vida, el continuar con cualquiera de las de su familia, una carrera
como inventor de ilusiones ópticas o como perfeccionador de tornos. En lugar de
ellos, y como él mismo dijo en un momento jovial, se convirtió en un «vendedor de
alusiones tópicas en boga» y un «pulidor de maritornes» —groseramente traducido
por un humano[10] que jamás comprendió su espíritu poético, sensitivo y generoso,
por «un chismoso y un faldero».
La vida de Armavir, el menor de tres hermanos, quedó marcada por la tragedia
desde su niñez. Su padre perdió la vida al engancharlo y arrastrarlo un sistema de
engranajes de funcionamiento defectuoso mientras perfeccionaba un torno. —Corren
rumores de que el accidente lo provocó un marido celoso—. Uno de sus hermanos
confundió el reflejo de un estanque ornamental hecho de ónix por agua de verdad y,
con sólo un bañador y un flotador, se tiró desde lo alto de una estalagmita de quince
metros y se mató. Su hermana —que ¡ay de mi!, con sus trece años ya prometía
convertirse en la belleza de la familia— se precipitó a un final prematuro al caer de
un columpio experimental accionado por vapor. Huelga decir que fue la madre del
muchacho, la encantadora y todavía atractiva
Quacumqueviamvirtutepetivisuccesumfeminadiranegat[11], quien lo apartó de la
ardua vida de espejos y física experimental y le dejó para siempre una desconfianza
hacia los espejismos —sus poemas, como sabe el lector, giran de una manera
obsesiva y escéptica en torno a la imagen del fuego fatuo— y una desconfianza aún
mayor hacia las máquinas.
Aislado por estas circunstancias azarosas y por la decisión materna, el muchacho
encontró su principal fuente de esparcimiento en las conversaciones sostenidas a su
alrededor: la narración repetida de las leyendas de Krynn que todos recordamos de
nuestra infancia, cuyas historias comienzan con la famosa frase «Los elfos lo narran
de otra manera, pero así es como pasó en realidad»; la recitación de genealogías y la
historia de los nombres —se rumorea que el joven Armavir pasó un mes sin dormir
para escuchar tres genealogías al completo y que «no volvió a estar del todo bien»
después de aquello[12]—; pero lo que más le gustaba era el chismorreo, del que su
madre eran la principal autora, editora y juez.
A fin de que esto no parezca la autobiografía típica[13], la repetición de la misma
historia trillada de un niño que en la más tierna infancia se prenda del sonido y la

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fuerza de las palabras, expondré de inmediato los hechos trascendentales que
determinaron la vocación poética de Armavir, ya que el amor por el lenguaje y los
cuentos hace juglares y narradores de la mayoría e los niños con estas tendencias,
pero no florece necesariamente en la inspiración de la poesía a menos que el niño
reciba instrucción, orientación.
Armavir podría haber pasado toda su vida inadvertido en el extenso e intrincado
reino subterráneo, próximo al Monte Noimporta —un cortesano de segunda fila, una
pescadera sin pescado—, a no ser por lo cerca que estuvo de morir electrocutado, un
hecho que pudo acabar en desastre pero que tuvo una feliz consecuencia, pues
estimuló sus incursiones sin objeto en la leyenda y las habladillas y las convirtió en
un genuino —aunque inadvertido— dos poético, y despertó en él un ansia arrolladora
por conocer el mundo exterior.
Ocurrió como estas cosas suelen ocurrir; un invento juvenil que detona antes de
tiempo, pero que lo hace de manera más afortunada. Uno no descarta a la ligera una
misión en la vida, y la de Armavir era lo que el Gremio había calificado como «Algo
relacionado con Alambres»; resistencia de tensión, conducción de calor, propiedades
musicales… un mundo de circuitos y filamentos se abría ante nuestro héroe. Sin
sentirse atraído por ninguna estas ciencias salvo la musical, Armavir experimentó
primero las variaciones de sonido factibles de extraerse de alambres de distinto
grosor, tensión y metal, diseñando el precursor del violoncelo[14]. Al principio los
experimentos fracasaron, ya que a Armavir no se le ocurrió por casualidad la idea de
hacer el instrumento portátil; salas enteras en los niveles inferiores de la ciudad
estaban encordadas con finos alambres de cobre tirantes, muy peligrosos para los
niños, quienes cogieron por costumbre hacer carreras de pollos en aquellas salas,
decapitando y troceando a los animales en un pasatiempo travieso pero muy
práctico[15].
Con todo, las salas seguían siendo peligrosas y el Gremio de Ingenieros
mecánicos ordenó a Armavir que desmontara el invento para evitar riesgos. Mientras
desmantelaba una de las estructuras más complicadas, instalada en un cuartucho
adyacente a la biblioteca principal del Monte Noimporta, Armavir se dio de sopetón
con un descubrimiento sorprendente, algo que bien pudiera haber significado un gran
avance en la tecnología de no ser porque la atención del descubridor se apartó pronto
de los estudios.
Al parecer, uno de los alambres estaba sujeto entre dos yelmos de cobre
ornamentales: uno en el cuartucho antes mencionado y el otro en una sala similar
ubicada en el piso superior. Sudoroso, enredado en alambres, el joven inventor
empezó a separar los hilos finales y cuál no sería su sorpresa al oír voces que
emanaban del yelmo instalado en el cuartucho. Al principio, imaginó que se trataba
del fantasma al que se refiere la leyenda de la «armadura parlante»[16], pero cambió

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de idea al reparar en que sólo se escuchaban risitas y el susurro de tejidos que, como
el yelmo en cuestión, se han desechado hace tiempo.
Al parecer, el alambre era conductor del sonido, además del calor, y los
pensamientos dl joven Armavir tomaron de inmediato un rumbo patriótico: crear un
complicado sistema de alarma realizado con alambres muy tirantes que fueran de la
parte inferior de la ciudad hasta le mundo del exterior, donde podrían sujetarse a
cuencos metálicos, hábilmente disimulados bajo la apariencia de frutas o estrellas, y
situados en los inmensos vallenwoods que crecían en las laderas del Monte
Noimporta. Abajo, en un lugar bien seguro, los que tuvieran a su cargo la defensa de
la ciudad podrían escuchar cualquier movimiento amenazante por parte de los que
habitaban bajo el sol y las lunas, y actuar en consecuencia, evitando de este modo un
ataque por sorpresa y cualquier posible emboscada[17].
Muy excitado con su proyecto en desarrollo, al que llamó «Estrella y Alambre»,
Armavir decidió poner a prueba su descubrimiento antes de someterlo al Gremio de
Ingenieros Mecánicos. Se dirigió hacia el mundo exterior llevando consigo un yelmo,
treinta metros de alambre, un mapa detallado de la ciudad y un ingenio
pronosticados; comenzó por taladrar el suelo bajo varios vallenwoods de los más
altos en las laderas de la montaña, una tarea que, por supuestos, le llevó unos años, ya
que, como poeta e ingenieros, erraba en sus augurios de vez en cuando. Mas basta ya
de equivocaciones y esfuerzos; no es la labor tediosa y oscura lo que queremos saber
de la obra de un genio, sino el fruto acabado y sin fisuras —las estrellas— de este
trabajo.
Así pues, cuando la complicada conexión estuvo hecha, es decir, el primer yelmo
instalado a salvo en las ramas altas de un gran vallenwood, el segundo en el oído de
nuestro héroe en un cuarto apartado de la biblioteca —no el que se mencionaba antes
—, y los dos conectados por un alambre de cobre tan tirante que parecía a punto de
romperse, el joven Armavir se arrodilló en silencio y escuchó el mundo exterior.
Cuando llovía, los cantos de los pájaros cesaban y el bramido del trueno en la
distancia se hacía más próximo mientras Armavir escuchaba el golpeteo de la lluvia
contra las hojas y el suave susurro de las ramas mecidas por el viento. Eran sonidos
arrulladores, apacibles, y muy pronto el bisoño ingeniero, el protovioloncelista, el
joven poeta, durmió el sueño de los justos y de los absortos hasta que se despertó con
el ruido de unos truenos más fuertes y se encontró con que la cabeza se le había
quedado encajada en el yelmo experimental y enredada en el alambre d cobre de
manera que le apretaba debajo de la barbilla, lo que le hizo recordar a los
desafortunados pollos y le provocó un escalofrío.
Fue este instante cuando el rayo descargó en el instalación del vallenwood y
nuestro lírico héroe descubrió que el alambre de cobre no sólo era un conductor de
calor y sonido, sino también de la considerable energía del propio rayo, una energía

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tan violenta que no recordó nada de los acontecido durante los siguientes siete años,
salvo imágenes fugaces de luz solar y hojas, los brillantes y ambarinos fondos de tres
jarras de cerveza medio llena, algo acerca de un enano y un kender y, cuando recobró
la memoria, a sí mismo sentado en la posada El Último Hogar tras haber vagado a la
deriva —como diría en su inmortal pero imperfecta «Canción de los Diez
Héroes»—[18] «hacia el corazón de la historia».
Y el resto, amigos míos, fue la historia misma. Desde Solace a Sancrist, a
Palanthas, y más allá, nuestro poeta dejó constancia —ensalzándolos como héroes—
de los Compañeros en rima y canción, de sí mismo como la personificación más
completa del ideal gnomo del equilibrio, equilibrio entre acción y pensamiento,
movimiento y reflexión —en palabras de su querida hermana muerta, «vaivén y
bamboleo»—. Debido a la modestia, desde luego, muchas de las mayores hazañas de
Armavir no quedaron reflejadas en su obra poética; pero algunas —en verdad,
estrofas y estancias (a veces pasajes enteros) en los que Armavir aparece como un
Compañero de propio derecho— empezaron a conocerse fuera de la historia[19]. Pues,
cosas rara, los Héroes se distanciaron de él cuando la guerra dio la vuelta a su
favor[20], e incluso hasta el día de hoy, a pesar de que he enviado las correspondientes
cartas y súplicas a varios de los Compañeros originales, «aún tengo que escuchar su
respuesta» —como Armavir termina el «Cántico del dragón».
Cuán fácilmente olvidan estos «Héroes»; pero en su robo de la poesía para
adornar su partidista historia editada —el nivel del agua sigue subiendo en mi
aposento; el flotador de mi hermano, apenas estropeado por la caída, me sostendrá a
flote hasta que termine de escribir—, en su robo de la poesía sustrajeron igualmente
las claves para su propio descubrimiento, su propia turbación, como lo demuestra un
famoso fragmento, como lo demostraré en otras publicaciones —si se me concede
tiempo, si se me concede un público[21], si se me concede un lugar seco en este túnel
que se inunda a gran velocidad—. En cuanto al momento presente, mis lectores, aquí
está la «Canción de los diez Héroes» complementada con notas explicativas; la
primera crónica verdadera de la Dragonlance.

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III — Canción de los Diez Héroes

De las aguas un país nace, una tierra imposible


cuando al principio en los rezos se imagina.

Armavir, «Cántico de Crysania»

Para el lector aplicado, sugeriría el siguiente procedimiento como la manera más


efectiva de comprender la controversia que se plantea a continuación: sal de
inmediato a comprar otras tres copias de este libro. Lee el poema del ejemplar que ya
tenías, mis comentarios —que van a continuación— en el segundo ejemplar, y
reserva los otros dos en una estantería alta, por si acaso surge una inundación en tu
cuarto o estudio; aún quedan muchos magos en Krynn —aunque el viejo Pupilas de
Relojes de Arena se haya marchado a sabe Reorx dónde—, y las mareas altas del
planeta quizá no se deban a las fases de las lunas. Así pues, aquí está el poema[22] y
los comentarios.

Del norte venía el peligro, tal como ya sabíamos.


En los albores del invierno,
la danza de un dragón azotaba las tierras,
hasta que de los bosques, de las praderas
surgiendo de la materna tierra, el cielo se abrió ante ellos.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz del atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

Uno surgió de un jardín de roca,


de los paraninfos de los enanos, del tiempo y la sabiduría,
donde el corazón y la mente se unen
en la azulada vena de la mano.
En sus paternales brazos se concentraba el espíritu.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz del atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

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Uno de un cielo de chorreantes brisas,
ligero como el viento,
de los ondeantes prados, del país de los kenders,
donde el grano surge de la pequeñez
para crecer verde, dorado y verde otra vez
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz del atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

Una provenía de las praderas, la armonía de las extensas tierras,


nutridas en la distancia de horizontes vacíos.
Llegó portando una Vara,
y los rayos de luz y de misericordia iluminaron su mano.
Sobrellevando las heridas del mundo, llegó ella
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz del atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

Uno más de las praderas, a la luz de las lunas


con sus hábitos, sus rituales, siguiendo a la luna en sus fases
su crecimiento y su mengua, que controlaban la marea de la sangre
y su mano de guerrero ascendió
hacia las jerarquías del espacio, hasta la Luz
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz del atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

Una en el interior de las ausencias, conocidas por las partidas,


la oscura espadachina en el corazón del fuego.
Su gloria el espacio entre las palabras
la canción de cuna recordada con la edad,
recordaba al límite del despertar y del pensamiento
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz del atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

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Uno en el corazón del honor, formador por la espada
por los siglos de vuelo del Martín pescador sobre las tierras
por Solamnia arruinada y ascendente, surgiendo de nuevo
cuando el corazón se alza hacia el deber.
Mientras danza, la espada es una herencia eterna.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz del atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

Otro en una simple Luz que su hermano oscurecía,


dejando que la mano de la espada intentara todas las sutilezas,
hasta las intrincadas tramas del corazón.
Sus pensamientos, estanques rotos por el cambiante viento…
Él no puede ver el fondo
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz del atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

El siguiente era el jefe, semielfo


traicionado mientras las sangres gemelas dividen la tierra
los bosques, el mundo de elfos y hombres.
Llamado para la valentía, pero temeroso en el amor,
y temiendo que, llamado a ambos, no llegue a realizar ninguno
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz del atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

El último de la Oscuridad, respirando la noche


donde las abstractas estrellas esconden nidos de palabras,
donde el cuerpo soporta la herida de las cifras,
rodeado por el conocimiento, hasta que, incapaz de bendecir,
sus bendiciones caen sobre los ignorante
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz del atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

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También se unieron a ellos
una desgraciada muchacha, agraciada más allá de la virtud;
una princesa de semillas y arbolillos, llamada a un bosque;
un anciano tejedor de accidentes.
Pero no podemos predecir a quién reunirá la historia
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz del atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

Del norte venía el peligro, tal como ya sabíamos.


.En el campamento de invierno,
el sueño del dragón ha poblado los bosques,
pero de los bosques, de las praderas,
surgen de la maternal tierra que define el ciclo ante ellos.
Eran nueve, nueve bajo las tres lunas,
bajo la luz del atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.

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IV — Comentario

Bendito el aire que transportó


sus amorosas palabras, sus canciones olvidadas

Armavir, «Cántico de Huma»

Línea 1: Del norte venía el peligro, tal como ya sabíamos.

Bueno, algunos lo sabíamos, pero Armavir se muestra muy generoso al generalizar


en la primera línea del poema. Fue él, por supuesto, quien hizo la primera deducción
inspirada de que los draconianos eran una espantosa perversión de la magia, no una
raza que «creció de un modo natural» en las tierras norteñas, como algunos de los
Compañeros mantenían al principio —y Caramon Majere, que no sobresale por su
intelecto, lo creyó hasta el final de la guerra—. Calificaron la observación del poeta
como «otro prejuicio gnomo» con la mezquindad tan extendida entre los de sus razas,
sin ver que el prejuicio era el suyo propio.

Línea 5: […] de la materna tierra…


Aunque el lector más avispado puede tomar esto como una alusión a Flint, el
poeta quiso hacer referencia con esta línea no sólo al enano, sino a sí mismo. Ésta era
una de sus frases favoritas, como se deduce por su repetición en la última estrofa. En
tiempos, «madre tierra» era una frase fresca y original, pero los humanos se la
apropiaron y, como reza el dicho, la fastidiaron.

Línea 5 […] El cielo se abrió ante ellos


En esta línea se sugiere no sólo el miedo evidente por el futuro que era
compartido por todos los Compañeros, sino también una atenta mirada retrospectiva
al fallido experimento «Estrella y Alambre» —véase Parte II de este ensayo— en el
que Armavir recibió la iluminación.

Línea 6: Eran nueve, nueve bajo las tres lunas


Evidentemente, en el manuscrito original de Armavir esta línea reza «Eran diez,

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diez bajo las tres lunas». Véase también la nota relativa a la línea 81.

Líneas 10—14: Uno surgió de un jardín de roca […] se concentraba el espíritu


Esta parte de la estrofa se refiere, obviamente, a Flint Fireforge, a quien Armavir
profesó un gran aprecio. El enano mantuvo en todo momento que los Compañeros
jamás se habrían reunido a no ser por la influencia del carismático gnomo. Como
sucede en otros muchos puntos, la historia que habéis leído se ha enmarañado al
traducirse, y ¡ay de mi!, Flint ya no está entre nosotros para deshacer el yerro.

Línea 12: donde el corazón y la mente se unen


Una referencia a los «Años Perdidos» del poeta —véase Parte II del ensayo—, en
los que, aturdido y electrocutado, vagó por las tierras de Krynn. Armavir siempre
creyó que fue Flint quien lo cuidó durante este periodo.

Línea 14: En sus paternales brazos se concentraba el espíritu


Un juego de palabras que hace referencia a la gran afición del enano por los
licores espirituosos destilados, un vicio que Caramon Majere —quien no era
precisamente abstemio, según recuerdo— tuvo la desfachatez de achacárselo a
Armavir. De hecho, Flint guardaba el aguardiente enano con el pretexto de ponerlo
fuera del alcance de Armavir, si bien la reserva de alcohol descendía de manera
inexplicable mientras estaba a su cuidado —no obstante, véase la nota referente a las
líneas 19—23, más abajo.

Líneas 19—23: Uno de un cielo […] y verde otra vez


Armavir detestaba a Tasslehoff. Bajo la máscara de falsa inocencia y disimulada
jovialidad se ocultaba el hecho de que el kender era un ladino ratero, carente de
sentimientos, la mascota mimada de Tanis. Sabemos quién encontró en realidad el
Orbe de los Dragones en la Torre del Sumo Sacerdote, ¿verdad que sí, pequeño ratero
con copete, polluelo escandaloso de urraca? También sabemos quién fue el que le dio
tientos al aguardiente de Flint y no quiso regañar a Armavir cuando las culpas
recayeron en él; y no, como los otros creyeron, por su bondad innata, sino porque le
convenía esa apariencia bondadosa para que, de ese modo, resultara más fácil hacer
que recayera sobre otro la culpa, ya que a los más avispados del grupo —Raistlin y el
viejo Flint— les habría parecido fuera de lugar un sermón virtuoso.
Al componer la «Canción de nos Diez Héroes», Armavir tuvo que incluir esta
tercera estrofa para no provocar la reacción del vengativo kender —sí, la poesía a

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veces es irreal, engañosa— y, tal vez, fue incluso un gesto sincero por parte del poeta
con el que demostrar su buena voluntad de olvidar su propio rencor. Pero ¿cuál es la
respuesta de Maese Minimus, el favorito de todos? Intenta robar este manuscrito, mis
queridos lectores… El mismo que ahora leéis. Quería publicarlo con su nombre,
haciendo algunos pequeños cambios que probaran que él era el autor de las canciones
de la Dragonlance, cuando incluso la «Canción viajera kender[23]» y la «Canción
fúnebre kender[24]» no era obra suya. ¡Y su «Oda al valor de Tas[25]» no es más que
un insípido y patético versito que tergiversó cambiando algunas palabras del texto
original! Recuperé el manuscrito robándoselo a mi vez —¡justicia poética!— salvo
unas setecientas páginas, ninguna de las cuales se refería al autor de las canciones,
sino que eran un mero tratado erudito sobre la cleptomanía ¡del que deberías aprender
y sacar provecho, rata!

Líneas 28—32: Una provenía de […] llegó ella.


Goldmoon. La frase «portando una Vara[26]» no sólo se refiere a la Vara de Cristal
Azul sobre la que dieron tanto bombo en las Crónicas sino también al abultado
séquito de doncellas, pajes y otros sirvientes que acompañaba a la princesa que-shu,
un grupo muy numeroso de bárbaros de los que no se hace la más mínima mención
en las Crónicas. A menudo la muy venerada sacerdotisa de Mishakal suplicó a Tanis
que renunciara a la empresa, protestando por calambres musculares; o por la falta de
costumbre de tomar un baño de Flint y Caramon —y también Armavir, aunque
teniendo en cuenta el trágico pasado del poeta, tenía tanto miedo al gua como a los
conductores de electricidad y ahora se encontraría, como me encuentro yo,
encaramado al escritorio en este cuarto inundado, seco y a salvo, mientras el agua no
llegue al techo—; o por haberse roto una uña al coger las discos de Mishakal.
Las tribus de las llanuras se dispersaron, tanto a causa de la holgazanería y una
alta tase de desempleo como a los ataques de los draconianos; y lo cierto es que se
vieron limitados a llevar una vida nómada en busca de alimentos y forraje, por el
mero hecho de que muchos de sus jóvenes más prometedores fueron destinados a los
séquitos de los diversos jefes e hijas de jefe. Los que quedaron atrás eran en su
mayoría basureros, como queda demostrado más abajo.
Tengo un párrafo adicional relativo a Goldmoon, pero no se publicará hasta
después del fallecimiento de Riverwind —véase nota referente a las líneas 46—50.

Líneas 37—41: Uno más de… hasta la luz


Riverwind. «Jerarquías del espacio», ya lo creo, pues el pobre hombre estaba
completamente pasmado por su empresa, lograda a medias, con la Vara de Cristal

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Azul[27]. Estaba, en efecto, «a la luz de las lunas» y Armavir construyó un genial
juego de palabras, pues lo que lee entre líneas es que estaba a la sombra de
Goldmoon[28] —le profesaba una lealtad rayana en la esclavitud—. Pero, además,
Armavir sugería que el bárbaro caminaba bajo la influencia de las lunas, de donde
deriva el término lunático.
Para ser francos, el Hombre de las Llanuras daba miedo, y, aunque Armavir
esperó fervientemente despertarse una mañana y ver el copete de un kender —a poder
ser con el cuero cabelludo incluido— colgado del cinturón de Riverwind, el poeta no
se atrevió a entablar una verdadera amistad con el cazador, que sufría toda clase de
delirios, incluyendo el de haber sido criado por leopardos, el único apoyo para
justificar su ligera falta de higiene personal, así como la tendencia a mirar a lo lejos
con ojos vidriosos y quedarse absorto cuando Goldmoon le acariciaba la coronilla —
gesto que a Armavir le parecía hipnótico, aunque la sugerencia hipnótica «eres un…
¡gallina!» no tuvo efectos visibles ni en el aspecto físico ni en el valor del bárbaro.

Líneas 46—50: Una del interior de las ausencias […] del despertar y del
pensamiento
Kitiara. A través del ojo de una cerradura, Armavir la vio bañándose un día, y
¡por el gran Reorx! Que estaba fascinante con esa piel morena reluciente de gotitas de
agua, aunque era un poco grande para los de nuestra talla. Aún así, sólo el hecho de
que la puerta estuviera cerrada con llave impidió que nuestro poeta hiciera uno de su
flotador —que por entonces no recordaba todavía de dónde lo había sacado, pero
presintiendo que su origen era cierto modo ambiguo y tétrico— y, como dijo en la
nota de despedida que le escribió en nombre de Tanis[29] —quien, característico en él,
estaba en un mar de confusiones y no sabía ni por dónde empezar—, «estrechar en
sus brazos la Tiniebla consagrada por el placer».
Armavir hizo uso del método de investigación a través del ojo de la cerradura en
otras cuantas ocasiones —véase notas de las líneas 92 y 93.

Líneas 55—59: Uno en el corazón […] herencia eterna


Sturm. Desde la distancia del tiempo transcurrido a veces resulta difícil saber
cuánto de afectación había en la imagen dada por los Compañeros: la vacilación y la
seriedad de —¡oh, cuán desdichado!— Tanis, como el capitán lunático de un barca; la
exasperante inocencia de Tasslehoff —os recuerdo que, sí, una serpiente también lo
es—; Goldmoon y Laurana, como princesas de antiguos romances que probablemente
jamás tuvieron tiempo de leer, pues lo dedicaban a cuidarse el cabello, pintarse los
ojos y hacerse la manicura.

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Sturm era diferente, e innegablemente peligroso, pues creía en esa «pose». Era
como si alguien que lo hubiera inventado hubiese dicho: «Necesitamos un caballero
amable y perfecto para interpretar ese papel en la historia. ¿Qué os parece éste?».
Como resultado, han surgido ciertas críticas en las Crónicas en los círculos de cínicos
—principalmente, los de los elfos—, en las que se pone en tela de juicio que Sturm
no fuera un personaje ficticio añadido a las Crónicas con el propósito de que los
humanos contaran con una representación aún más abrumadora que la que tienen en
la actualidad.
¿Personaje ficticio? Solo en el amplio sentido del término, pues Sturm era uno de
los Compañeros, y halló la muerte, como cuenta la historia, en el asedio de la Torre
del Sumo Sacerdote. Puede que fuera ficticio, pero sólo en el sentido de que vivía de
ficciones —con esas ideas de honor, deber, compasión y todo lo demás que ya hace
tiempo pasaron de moda en Krynn—. Y es que no destacaba precisamente por su
inteligencia, ¿comprendéis?
Sin embargo, Armavir lo recuerda con afecto, pues fue Sturm quien insistió en
que el papel del poeta en las Crónicas debería respaldarse, en que la verdad saliera a
la luz, y se supiera que fue Armavir quien descubrió el Orbe de los Dragones, en que
fue el gnomo quien enseñó el manejo de las Dragonlances a los Caballeros de
Solamnia en aquel aciago fuerte sitiado… Verdades que murieron este mentecato
hombre honesto en las murallas de la torre. Alguien puede detectar una conspiración
de silencio en su muerte, así como en la de Flint, pero soy una persona demasiado
noble para insinuar siquiera algo así.
Sturm era, en el mejor de los casos, aburrido; pero en su favor hay que decir que
es de lo único de lo que se le puede acusar. Que su alma descanse en el seno de
Huma, a pesar de lo inverosímil que fue.

Líneas 64—68: Otro de una simple […] ver su fondo.


Caramon. Un amistoso zopenco, el compañero de copas de Armavir durante toda
la Guerra de la Lanza y con posterioridad. Aunque muchas de las proezas de Armavir
con Caramon han quedado relegadas al olvido por ambas partes, una de ellas tuvo
que estar relacionada con el complicado y ambicioso proyecto —diseñado por el
gnomo y alentado por cantidades ingentes de aguardiente enano— para reconstruir la
posada El Último Hogar en su altura original en un vallenwood cercano. El proyecto
requería un complicado sistema de poleas y tornos y el empleo de alambres de
increíble grosor y resistencia a la tensión.
Huelga decir que tal empresa despertó viejos recuerdos en el poeta, y con ellos
surgieron una serie de estados depresivos de progresiva gravedad en los que Armavir
yacía boca abajo en el suelo de la posada, paralizado por el alcohol y escuchando
aterrado el sonido distante del trueno. Por último, el proyecto quedó abandonado y no

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se menciona en el afectado prólogo de Caramon en Apéndices. Con todo, no era un
mal tipo, sólo que se dejaba influir con facilidad.
Para él escribió el poeta la «Canción báquica popular»[30], por no mencionar otras
cuantas composiciones no tan afortunadas y, gracias a los dioses, olvidadas. La línea
68 contiene un retruécano que hace referencia a una de estas canciones —la preferida
con mucho de Caramon— y que fue compuesta mientras el propio poeta estaba
«izando otra vela» en el enclave de la antigua posada:
Dragonlance, Dragonlance, que delicia
le estoy viendo los calzones a Tika
No es un verso inmortal, pero muy artístico en opinión de Caramon, de quien se
sabe que se desmayaba o tenía hemorragias nasales cada vez que se sentía acorralado
y acosado al tener que escuchar el «Cántico de Huma[31]» o el «Cántico de
Crysania»[32]. No, no es un verso inmortal, pero me temo que lo bastante duradero
para que el autor lo recuerde con bochorno. Lo he incluido con el único propósito de
precaver a aquellos que tienden a idealizar los personajes históricos: Armavir no era
ciertamente un santo y, desde luego, el pareado no fue compuesto para el exclusivo
disfrute de Caramon, sino que existe en él un fondo de verdad —véase nota referente
a las líneas 46—50.

Líneas 73—77: El siguiente era el jefe: […] a realizar ninguno.


Tanis. A Armavir le gustaba mucho más su nombre elfo, Tanthalas, que deriva de
la misma raíz que la palabra «tentación» —¡y bien que sentía tentaciones el semielfo,
con todas esas opciones y caras bonitas!—. Tan incisivo en política como en asuntos
femeninos —véase nota referente a la línea 93—, Tanis acudía a menudo a Armavir
en busca de consejo acerca de ambas materias. Sin este asesoramiento, la empresa
habría degenerado varias veces en unas maniobras del cuerpo de bomberos kender, y
la maraña de problemas sentimentales que era su vida habría causado la destrucción
de todo Krynn.
Todavía conservo el borrador de la nota de despedida a Kitiara escrito por Tanis
—un borrador refinado y ampliado, como el lector sabe, por otras manos más
poéticas—, pero el texto original, impreso por vez primera a continuación, dará al
lector una idea de la agilidad mental del cabecilla de los Compañeros.
Kitiara, de todos los tiempo, los de ahora
están llenos de esperas (pero hubo otros tiempos
hace cuatro años), en los que esperaba
y también, en El Último Hogar, aquellos tiempos
cuando esperé aún más que hace cuatro años
pero no tanto… quizá debiera decir

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de todos los tiempos, los de ahora
de algunos tiempos, unos pocos… oh qué más da.
Era doloroso verlo tomar decisiones políticas. Para cuando los Compañeros
llegaron a Solace, Tanis se subía a las almenas, vestido de negro y con una calavera
en la mano, discutiendo con el pelado cráneo —o con Armavir, cuando el poeta no
tenía nada mejor que hacer o era le día dedicado por los Compañeros a bañarse—
sobre la conveniencia o no de dirigirse a continuación a una aldea llamada Hamlet.
Pero, a juzgar por el texto de la carta arriba reseñada, el semielfo era, si ello es
posible, aún más patético en asuntos del corazón que en temas de la materia gris.
«Laurana o Kitiara, ésa es la cuestión —clamaba lloroso a Armavir o a la calavera—.
Dime, ¿cuál de las dos?». A lo que el poeta, haciendo partícipe a Tanis de sus
observaciones por el ojo de la cerradura —véase nota correspondiente a las líneas 46
—50—, plantó de manera inconsciente la semilla del resentimiento que maduraría en
la ingratitud con la que, posteriormente, nuestro amado cabecilla ocultaría la
contribución de Armavir a la historia.

Línea 81: A continuación de este verso, en el texto original de Armavir aparece la


siguiente estrofa:
Otro de las intrincadas entrañas de un monte,
persuadido de la hazaña que proyecta la palabra surgida
de la luz en la espada, de la oscuridad entretejida,
convocado como los otros, pero llamado a ser la memoria
Para que las gestas brotaran como el manantial en la roca
Eran diez, diez bajo las tres lunas,
bajo la luz del atardecer de otoño.
Mientras el mundo caía, ellos se alzaban
hacia el corazón de la historia.
A estas alturas, al lector no le cabrá la menor duda de por qué se omitió esta
estrofa en las Crónicas. Eran los mejores versos del poeta, y eso que, debido a su
natural humildad, a Armavir le costaba trabajo escribir sobre sí mismo. Era la mejor
estrofa: digan lo que digan los demás, no transigiré ¡no me dejaré persuadir de lo
contrario!

Líneas 82—86: El último […] los ignorantes


Raistlin. Otro bicho raro con el que no hizo buenas migas el poeta, que inició con
mal pie las relaciones al hacer un inocente comentario jocoso acerca de los ojos de
ese individuo carente de humor. Y todo por decir que si Raistlin hiciera el pino,
podría invertir el flujo del tiempo y rejuvenecernos a todos. La sugerencia fue

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recibida por una mirad tan fulminante que Armavir temió durante un tiempo que el
mago lo transformaría en algo terrible, en nada parecido a gnomo —quizás un
escritorio con el tablero ondulante o un pollo que correría por los túneles y cámaras
inferiores del Monte Noimporta donde, sin duda, quedaban todavía muchas trampas
de alambres que escapaban a su memoria dañada tanto por el aguardiente enano
como por la descarga eléctrica—. Estoy seguro de que Raistlin tiene algo que ver con
que ahora me encuentre en este cuarto que más semeja una cisterna, enfrentado a lo
que ahora es mi inevitable destino, pues el agua sigue subiendo, levantando más y
más la mesa en esta sala inundada, hasta que me aplaste contra el techo de piedra…
Pero, una vez más, me he abandonado a la autocompasión y mi deber es defender
la verdad. —¿Me hará ello libre?— Raistlin sí escribió la despedida a su hermano,
con la que concluye el tercer volumen de las Crónicas[33], y si no lo hizo, quedaré
como un estúpido al afirmar la contrario —¿será mi imaginación, o el agua ha
dejado de fluir en el interior del cuarto mientras escribía esto último? Una vieja
polea instalada en la pared norte de la habitación que apenas hace unos momentos
estaba a punto de quedar sumergida bajo el agua, sigue seca e intacta sobre la
superficie de esta piscina (el agua está quieta y tersa como una losa de ónix), y, por
primera vez, veo mi reflejo en su superficie—. Raistlin era, con mucho el mejor de
todos; un hombre de un ingenio fuera de lo común, y su ruptura con los Compañeros
estuvo motivada principalmente por la búsqueda del conocimiento, pero también,
confío, por sentirse afrentado cuando vio que los demás empezaban a ocultar la
participación de Armavir en la historia —y ahora el agua está inmóvil (quieta,
oscura, límpida). ¡Loado sea Reorx!
Como tributo a Raistlin —tributo sincero, ya que es consciente de su natural
compresivo y clemente—, Armavir incluye en esta estrofa otra clave de la cruel
exclusión del poeta de las Crónicas. La línea 83:
donde las abstractas estrellas esconden nidos de palabras.
Debe ser tenida en cuenta, y que la palabra «estrella» significaba también
«personajes célebres», y seis de estas nueve celebridades de las Crónicas —excluyo a
Sturm, a Flint y a (¡gran Reorx!) Raistlin— han hecho cuanto estaba en sus manos
para ocultar los «nidos de palabras», el poeta que fue la tierra donde germinó la
historia[34].

Línea 92: una desgraciada muchacho, agraciada más allá de la virtud


La encantadora, la voluble Tika. Armavir, la conoció cuando era todavía una
muchachita que trabajaba demasiado duro y demasiadas horas para su tierna edad.
Observó de cerca su crecimiento hasta que floreció en la hermosa mujer en que se
convirtió —véase nota relativa a las líneas 46—50.

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En fin, aún con todo lo joven que era, se decantó por los músculos y la seguridad
del trabajo, en lugar de la inmortalidad ofrecida por la pluma del poeta. Tika, los
votos nupciales[35] fueron escritos por nosotros, pero se vendieron en el último
momento a Goldmoon y Riverwind en un gesto piadoso, ¡cuando quedó claro que a
tus ojos lo nuestro no tenía futuro! Si alguna vez lees este ensayo, vuelve conmigo;
están perdonados todos los aspectos adolescentes y su parte de la conspiración que
privó de la gloria al poeta. ¡Esta cámara es en sí una bañera, querida mía, mi paloma!
¡Y mis ojos son ojos de cerradura!

Línea 93: una princesa de semillas y arbolillos, llamada a un bosque


Laurana. Por qué Tanis abandonó a un ejemplar como Kitiara por esta pequeña es
algo que escapa a la comprensión de Armavir, a mi comprensión; y a un incidente
anterior al asedio de la Torre del Sumo Sacerdote es la evidencia concluyente —véase
nota referente a las líneas 46—50—. Es indiscutible, claro está, que los humanos
envejecen mucho más deprisa que los elfos, y, aunque Kitiara estaba
impresionantemente dotada, Tanis pudo ser lo bastante elfo para desear algo más
duradero, más a la larga. No creo que fuese una decisión política, como sostiene la
nota de despedida con la que se autojustifica. De hecho, no veo cómo habría podido
tomar Tanis esa decisión —y ninguna otra— sin antes consultar con su consabida
calavera o aprovechándose —sin la menos muestra de gratitud— de las
extraordinarias dotes literarias de Armavir.

Línea 94: un aciano tejedor de accidentes


Fizban. Aunque no falta de simpatía, la suya fue una figura a la que se le dio una
importancia desproporcionada debido a la tendencia a mitificar de muchos de los
Héroes. Aunque muy engañado por el falaz encanto de Tasslehoff, aparentemente él
mismo era un solapado viejo trapacero que se las ingeniaba muy bien para dar la
imagen estereotipada de «sabio anciano», así como para llevar a cabo desapariciones
y reapariciones igualmente manidas, aunque bien maquinadas, a fin de dar
credibilidad a su pretensión de divinidad y, sin duda, para obtener todos los
beneficios resultantes de tal posición, en tanto que se perdió, muy convenientemente,
la mayor parte —si no todas— las situaciones peligrosas.
Acerca de su desaparición, no se ha hecho bastante hincapié en el hecho de que
Tasslehoff fiera el único testigo del misterioso evento; cada vez que se ha hecho
mención de ello, la credibilidad de la fuente de información nunca ha sido —
inexplicablemente— puesta en tela de juicio. Tal vez el mayor accidente tejido por
Fizban fuera el de su propia persona.
Siempre he pensado que ese pequeño discurso que dio al término de la guerra

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reseñado al final de las «Crónicas» resultaba bastante «cojo»: todos esos recursos
teológicos y sensacionalistas sirvieron para hinchar el ego de los Compañeros
sobrevivientes —lo cual, supongo, es para lo que sirve la mitología, y el motivo por
el que se mostraron tan inclinados a ensalzarlo a la categoría de venerable en aquel
mismo lugar y momento—. Mas de esta historia podemos sacar una lección de
provecho: a veces un individuo importante se retira de un cuento, de la historia, por
accidente o a propósito, pero con el paso del tiempo y el ansia continua por la verdad,
regresará con una inmortalidad ganada merced a su propia sagacidad, su propia maña.
Es, resumen, la historia del poeta, del verdadero «tejedor de accidentes».

Línea 95: Pero no podemos predecir a quién reunirá la historia


A menudo se ha tomado por un error gramatical cometido por el poeta, pues esta
línea debería decir «Pero no podemos predecir a quiénes reunirá la historia». ¡Falso!
¡Fue la última clave de Armavir para asegurarse, para protegerse de ser relegado al
olvido! El verso en su original decía: «Pero no podemos predecir quién recopilará la
historia». La versión impresa del poema, estropeada por la negligencia o la mala
intención de los cronistas, prueba que Armavir era un profeta.

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V — Conclusión

Me he salvado otra vez, ya que el agua de la habitación empieza a descender —¿será,


tal vez, que Raistlin me estaba gastando una broma, jugando conmigo a través del
tiempo y la distancia, desde más allá de Reorx sabe qué límites, por un simple
comentario hecho en broma? Si es así, he aprendido la lección y pido perdón. ¿O
podría ser todo una ilusión e luz y ónix, un mala recuerdo de una mala infancia?
Confirmando sus premoniciones, el poeta quedó excluido de la historia. A favor
de la verdad, lo he recuperado. Por este servicio sólo pido una pequeña recompensa:
que mi nombre se recuerde como el suyo, que llegue el día en que los seudónimos
sean cosa del pasado, y aquellos que estuvieron de verdad en el corazón de la historia
sean recordados y reverenciados, sus nombres repetidos por todo el mundo de la
superficie, a través de yelmos instalados en vallenwoods, a través de los recuerdos de
todas las gentes honradas, ya sean gnomos o de cualquier otra raza; y por último, que
se haga algo con estas espitas. Esto es lo que pido, y también que una abultada suma
de dinero se me envíe a la dirección adjunta a este manuscrito, pues tengo algo más
que decir y, valiéndome de la versión equivocada de la ya mencionada línea 95 de la
«Canción».

No podemos predecir a quiénes reunirá la historia.

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El vuelo de la daga
Nick O’Donohoe

Se despertó envuelta en una cálida oscuridad. Una voz musical, ni grave ni aguda,
dijo:
—Ahora se la saco.
El peso que tenía encima se movió.
—No. No la quiero, ese olor no desaparece nunca, ¿sabes? —contestó en tono
pesaroso otra vez, algo infantil y chillona.
El peso volvió a caerle encima. Algo húmedo y espeso goteaba a su alrededor; dio
unos sorbos a través de las minúsculas muescas de la hoja.
«¡Hoja! —pensó adormilada—. Tengo una hoja. —Un momento después ya más
despierta, añadió—: Paladeo sangre».
La sangre era espesa y amarga, cargada de sales extrañas. Supo, sin saber cómo,
que había probado otras mejores que ésta… mejores que esta sangre de goblin. Al
escurrir más por la hoja, cayó de repente en la cuenta:
«Soy una daga. Soy una daga, hincada en el corazón de un goblin».
Una nueva voz, que parecía llegar a todas partes, se echó a reír y las palabras
repicaron como un carámbano al quebrarse.
Pobre cachorrito mío, que ni siquiera se reconoce.
Volvió a reír. A pesar de que aquella voz era un sonido que podría identificarse
con cualquier cosa —una roca, un cadáver, el viento, un arma—, la daga la definió
como de «ella».
No te puedes ver, ni apenas sentirte y no sabes qué eres. La voz denotaba desdén
hacia cualquier clase de debilidad. Acabas de alimentarte por primera vez después de
mucho tiempo y no ha sido con algo muy bueno, ¿verdad? Pronto comerás otra vez,
quizá muchas veces, ronroneó.
Un estremecimiento, mezcla de miedo y placer, agitó a la daga; había algo en
aquella voz… Al moverse, el coágulo de sangre se rompió y unas gotas se escurrieron
hasta la cruz.
«La cruz —pensó con incertidumbre—. Tengo que ser una daga».
Ya te he insinuado que no lo eres, dijo la voz, más fría que el cadáver del goblin.
Muchos te han confundido con una en más ocasiones de las que te imaginas, y los
muy necios pagaron su error con la vida.
La daga, cuya mente lenta no acababa de comprender, se esforzó por escuchar
más. Cada vez le era más difícil moverse, ya que la carne en la que estaba hincada
empezaba a ponerse rígida.

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Tu aspecto es el de un arma de plata deslustrada y desgastada, siguió ella. La
hechura del pomo tiene forma de…, vaciló. Digamos, la cabeza de una serpiente. La
cruz la forma de un par de garras, como las de un águila o un halcón. El cuerpo es
una hoja de veinte centímetros, con escamas talladas. Es con ella con la que te
alimentas, no con la boca. Y también con ella haces… otras cosas, cachorrito mío.
«Me conoce», pensó la daga, que meneó un poco la cola. La sangre, cada vez más
fría, se escurrió otra vez y la daga bebió.
Sí, te conozco bien. No eres de metal y ninguna mano, ni siquiera la mía, te ha
forjado. Hace mucho tiempo te raza era próspera. Nacisteis para alimentaros de
aquellos que os usaban, os poseían o tenían alguna clase de vínculo con vosotros. La
sangre os estimulaba, la muerte os daba vida. En algunos atardeceres otoñales, el
cielo se oscurecía con vuestras numerosas bandadas y el batir de vuestras alas era
como el clamor de la batalla cuando os precipitabais sobre los pueblos para
arrasarlos.
Hubo una pausa, y el tono de la voz cambió.
Después llegó uno que… sabía magia, una magia distinta a la mía. No
pronunciaré su nombre. Tú y los tuyos fuisteis sumidos en el sueño, sin vuestro
alimento, durante siglos. Tu raza casi se extinguió. Eres uno de los últimos que
quedan.
Hace unos cuantos años, un estúpido buhonero te extrajo de unas ruinas y te
llevó hacia el sur con la esperanza de venderte como una reliquia anterior al
Cataclismo. Ocurrió por mi voluntad. Pero te vendió a un enano, un ignorante viejo,
achacoso y obeso, que no hace mi voluntad.
Clavada en el frío cadáver, la daga se estremeció al oír la voz. Cuando la señora
—tenía que serlo— daba una orden, uno la obedecía y esperaba seguir vivo. En su
minúscula mente no cabía la idea de la desobediencia, o sus consecuencias.
Ahora te doy una orden, cachorrito. El enano tiene que morir, en parte por
desobedecerme, y en parte, añadió con tono indiferente, porque está ayudando a
alguien que será mi enemigo si alcanza el poder. Ésta es razón suficiente para que el
enano muera, aunque no necesito razón alguna.
»Sin embargo, fue otro quien te clavó en el goblin, quien te acaba de blandir. Te
ordeno que lo mates también, a él y al enano, porque es mi voluntad. Necesitas
sangre para hacer lo que tienes que hacer y yo pido esa sangre porque lo deseo.
Encuentra a tu dueño y a quien te usó. Son tu alimento. Bebe hasta saciarte y cumple
mi mandato. ¡Ve! ¡Ahora!
La daga se esforzó por oír más, pero la voz había enmudecido. Tras unos
instantes, despacio, con trabajo, dobló las garras de la cruz y las clavó en el
mantecoso cuerpo del goblin. De manera gradual se fue librando de la carne que la
aprisionaba y salió de debajo del cuerpo con un impulso. Una vez al aire libre, se

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arrastró con rapidez por el camino, moviéndose como una lagartija herida.
Un poco más allá se oía la voz infantil y chillona, la de una de sus víctimas por
haberla utilizado. En los ojos rubíes de la daga se reflejó vagamente un cabello
castaño, un chaleco de piel de oveja y una especie de palo que manejaba el pequeño
sujeto de manera que lo hacía girar para emitiera un zumbido. El propietario de la voz
chillona soltó una risita alegre.
—Además, esa daga era de Flint —dijo.
La daga arqueó su corto y rígido cuerpo, sostenida en las garras de la
empuñadura, y echó una ojeada a la figura rechoncha que rezongaba algo al otro
personaje. A pesar de su silueta avejentada, tenía unos brazos musculosos. Llevaba un
hacha colgada del cinturón.
Pero la pareja, junto con un tercer personaje, alto y con barba, dieron media
vuelta y empezaron a remontar los escalones que subían alrededor del inmenso tronco
de un vallenwood. La daga se acercó al primer peldaño, pero tuvo que apartarse a
toda prisa pues había mucha gente que bajaba o subía por la rampa.
Una mente menos simple, más despierta que la suya, se habría sentido frustrada,
pero la daga había dormido más de mil años; se quedó tendida junto a los arbustos y
esperó paciente a que los tres regresaran.

Había pasado un buen rato cuando, de pronto, se produjo un gran alboroto:


bancos derribados, cuerpos que chocaban, o más bien se estrellaban, contra el suelo
de la posada, y la exclamación ahogada de la multitud cuando un destello azulado
iluminó la noche incluso a través de los cristales coloreados de las ventanas.
—¡Llamad a la guardia! ¡Arrestad al kender! ¡Arrestad a los bárbaros! ¡Arrestad a
sus amigos! —gritó la voz vacilante de un viejo. El resto de las palabras se perdió en
el tumulto. Alguien bajó la rampa a toda carrera, jadeante, llamando a voces a la
guardia.
La daga esperó, pero ni Flint ni los otros aparecieron. Oyó un golpe sordo seguido
de murmullos procedentes del lado de la posada donde estaba la cocina y luego un
tumulto cercano, pero su pequeña mente era incapaz de imaginar algo tan complicado
como un trampilla de salida.
Poco después, se escuchaban unas pisadas sonoras y torpes que corrían; unos
goblins armados ascendieron la rampa a toda prisa para, al cabo de unos momentos,
volver a bajarla y dispersarse por los alrededores. Unos pies se detuvieron delante de
la daga.
—¿Qué es esto?
—Alguien ha perdido su viejo cuchillo, ¿y qué? —respondió una voz áspera.
—No tienes imaginación, Grum —se burló la primera voz. Una mano callosa
levantó la daga del suelo—. Bonita pieza.

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La daga, tras ser lanzada al aire un par de veces, se encontró metida bajo el peto
mal ajustado de una armadura. El cuerpo del goblin apestaba, pero era carne al fin y
al cabo. La daga, demasiado débil todavía para atacar, pero más hambrienta por
momentos, quedó aplastada contra la fofa y grasienta caja torácica y esperó su
oportunidad.
La espera no fue larga. Se escuchó el gemido de unos goznes al abrirse la puerta.
—¡Los buscadores exigimos entrar! —gritó uno de los goblins.
—Aquí no hay nadie. Sigamos buscando.
—No tienes imaginación, Grum. Tenemos la oportunidad de apoderarnos de unas
cuantas monedas de plata.
Se produjo un nuevo resplandor que se coló por las uniones de la armadura hasta
donde se encontraba la daga. Los dos goblins chillaron y, de repente, sus cuerpos
chocaron y a continuación se desplomaron. Desde el suelo, la daga escuchó una voz
apagada y la respuesta de otra más ronca:
—Me temo que sí. Los aticé demasiado fuerte.
Tras un breve murmullo incomprensible, la luz se apagó; se oyó el sonido de
pisadas apresuradas de un lado para otro y de muebles derribados; por último volvió
el silencio. La daga aguadó inmóvil cuanto le fue posible, pero incluso en aquel sitio
cerrado el cuerpo del goblin empezaba a enfriarse.
Estiró las garras y se deslizó poco a poco bajo el pecho del goblin hasta llegar a
su negro corazón. En esta ocasión, bebió la sangre de manera consciente, sedienta de
ella; cada gota despertaba un poco más su conciencia, sus sentidos.
Primero fue el olfato, algo que en ese momento no representaba una ventaja, pero
sí un mundo de sensaciones. Los ojos rubíes irradiaron un tenue destello que aumentó
de intensidad de manera paulatina. Por último, toda ella se estremeció, llena de vida y
conocimiento.
«No soy una daga —pensó—. Ella dijo la verdad. Soy un succionador».
Ahora le resultó más fácil salir de debajo del cuerpo, pero le esperaba una gran
sorpresa cuando, tras reptar por el suelo hacia la puerta abierta, tropezó con el
umbral; unas alas se desplegaron de la empuñadura, batieron una vez y después se
elevaron el en aire.
La daga hizo un vuelo de prueba y regresó hacia el cuerpo del goblin; se hincó
con todo su peso en el cuello del cadáver. Tras unos instantes, retrocedió y se lanzó a
la noche en un vuelo decidido, mientras venteaba el aire en busca del enano, Flint, su
dueño, y —un kender, ¿qué era eso?— su usuario.
La noche estaba llena de cuerpos que corrían; el succionador percibía su calor y el
hambre iba en aumento. Aunque no sabía el motivo, su instinto le decía que
necesitaba tomar sangre cuando antes y que después había algo que tenía que hacer,
algo importante. Mientras volaba en círculo entre el pueblo y la orilla del lago, le

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llegó un olor familiar; el del dueño. Batió las alas con fuerza hacia la fuente de aquel
efluvio.
Sin embargo, cuando el succionador alcanzó esa fuente, no era ni el enano ni el
kender.

Parris, el buhonero, se echó el petate al hombro de mala gana, refunfuñando por


haber tenido tan mala noche. Primero, una patrulla goblin le había dado el alto y le
había robado. Cuando por fin llegó a la posada, el establecimiento estaba sumido en
el caos; al parecer, un enano, un grupo de… de distintas razas y la magia habían
provocado un alboroto. Entonces le ordenaron que se marchara; los guardias goblins
habían prohibido la entrada en la posada a cualquier forastero. Solace nunca le había
traído buena suerte; años atrás había hecho un mal negocio con un enano de ojos
penetrantes.
Deambuló por las inmediaciones del lago en busca de un refugio donde pasar la
noche. De pronto, reflejado en las aguas, divisó un extraño grupo: un elfo o humano
esbelto, unos bárbaros, un caballero, más humanos, un kender un enano… Este
último era el que estaba más próximo a él y se mantenía apartado del lago.
Estudió con atención al enano, que discutía por algo de una barca. La voz
gruñona le resultaba familiar; estrechó los ojos en un intento de recordar dónde la
había oído antes. Casi la podía escuchar de nuevo, regateando el precio de una
daga…
«¡Por todo el repertorio de dioses de los Teócratas! —pensó—. Es él, Flint. ¿Qué
hará aquí con esa cuadrilla que lo acompaña?».
Atando cabos con rapidez, relacionó al gruñón enano y a sus compañeros con el
incidente ocurrido en la posada El Último Hogar y comprendió que eran ellos a los
que buscaban los goblins.
Parris esbozó una sonrisa forzada. Sin duda podría tener runa pequeña charla con
el señor del Dragón, Fewmaster Toede, y sacarle alguna recompensa. Después de
todo, tal vez Solace sí le traía suerte.
El buhonero estiró el delgado cuello y abrió la boca para lanzar un grito de alarma
que alertara a los guardias goblins.
Pero algo lo alcanzó en la nuca con un sonoro golpe. Una segunda boca se abrió
en la garganta de Parris, debajo del mentón. A medida que se ensanchaba, una lengua
puntiaguda de plata iba sobresaliendo por los bordes, dando la impresión de que
aquella segunda boca lanza un grito.
Sobre ella, la verdadera boca se abrió sin más, pero no emitió sonido alguno.
Parris cayó de rodillas y después se desplomó de bruces en el camino. Sólo tuvo
tiempo de llevarse la mano a la nuca y palpar una empuñadura tallada con formas
extrañas que creyó reconocer…

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La sangre, más cálida y no tan espesa como la del goblin, brotó a raudales sobre
la hoja y fue absorbida. Los ojos rubíes brillaron ardientes y una idea, clara y
contundente, acudió a la mente del succionador:
«Sé por qué he de hacer esto. No sólo soy un succionador. Soy un reproductor».
Y evocó algo más: un vuelo de apareo, perdido en la noche de los tiempos, y que
era único en la vida; la búsqueda de alimento y de cuerpos receptores; noche teñidas
de rojo en las que planeaba en círculos oteando, lanzándose en picado sobre el cuerpo
receptor, bebiendo hasta la saciedad e inoculando la puesta de sus crías en el cadáver.
Recordaba, aunque vagamente, las largas semanas en las que él mismo había
permanecido en la carne putrefacta, absorbiendo, comiendo y creciendo hasta que
llegó el día en que abandonó la hueca carcasa del cadáver junto con sus hermanos y
hermanas, y volaron al abrigo del anoche ala caza de un alimento más fresco y
nutritivo. Habían sido muchos hermanos y hermanas…
El succionador sintió un cálido estremecimiento que recorrió todo su cuerpo,
desde la empuñadura hasta la punta de la hoja. Volverían a ser muchos. Había llegado
el momento de buscar el cuerpo receptor. Muy pronto, la raza de los succionadores
oscurecería el cielo otra vez.
De repente, llegaron gritos y zumbidos de flechas desde la orilla del lago. La
criatura, con los ojos relucientes, remontó el vuelo y se dirigió en línea recta hacia el
tumulto, al tiempo que ganaba altura para llevar a cabo otro ataque en picado.
En la orilla estaban los goblins, que gritaban y disparaban flechas. El succionador
no les prestó atención y se dirigió hacia el bote y sus ocupantes. El kender estaba a
los remos y bien cubierto por los demás. Flint braceaba frenético en el agua. El
succionador se quedó cernido en el aire, aguardando hasta tener una diana segura.
—¡Esto ya es demasiado! —El grandullón, el que tenía la voz grave que el
succionador había escuchado antes, aupó de un tirón al enano y lo subió a medias al
bote. Flint se agarró a uno de los asientes, pero la mitad inferior de su cuerpo colgaba
por la barda, desprotegida.
El succionador evocó un vago recuerdo; en las extremidades inferiores de un
bípedo, en la parte interna, había una arteria principal por la que el cuerpo podía
desangrarse en cuestión de minutos. Sin la menor vacilación, que cualquier humano
habría tenido al estar su víctima en una posición tan vulnerable, el succionador
apuntó y se zambulló en el vacío. La hoja centelleó con el brillo de las estrellas.
En el último momento, el que vestía como un caballero agarró al enano por el
cinturón y lo arrastró al interior del bote, que se bamboleó como un borracho. El
succionador, incapaz de frenar el ataque, se clavó con firmeza en el asiento de la
barca.
El de la voz profunda reparó en la criatura, atascada e indefensa, lanzó un gruñido

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de sorpresa y la desclavó. Antes de que el succionador tuvieron oportunidad de
moverse, el humano lo había enfundado en la vaina de cuero, y ató con fuertes
lazadas unas correas alrededor de la empuñadura, la cruz y el pomo. Lo hizo con una
sola mano, como si tuviera mucha práctica; con el otro brazo sostenía a un hombre
encapuchado de extraños ojos en forma de reloj de arena. Este hombre, que estaba
realizando un conjuro cuando el succionador se lanzaba en picado, se apartó del
grandullón.
A pesar de las correas que la ataban, la criatura vio los ojos en forma de reloj de
arena clavados en ella. Se debatió para soltarse de las ligaduras, pero fue en vano. Un
delgado dedo dio unos golpecitos al succionador y siguió la silueta del cuerpo
marcado bajo la vaina. El encapuchado emitió un pequeño grito de sorpresa que dio
paso a un violento ataque de tos.
Un momento antes, este hombre había lanzado hechizos que, a juzgar por su
aspecto, debieron de ser agotadores, ahora, aunque exhausto, un brillo de
comprensión iluminaba sus ojos. El succionador se puso tenso. En cualquier
momento, el mago se lo diría a los otros…
De improviso, la única mujer que iba en el bote lanzó un ahogado gemido; la
criatura escuchaba su voz, pero no la podía ver. El grandullón, que ahora poseía la
daga, dio un codazo al mago.
—¿Qué ocurre, Raist? Yo no veo nada raro…
El mago se incorporó y quedó fuera del alcance de la vista del succionador.
—Tanis… Las constelaciones… —dijo sobresaltado, un instante después.
—¿Qué? ¿Qué pasa con las constelaciones? —preguntó la voz musical.
Así que ése era Tanis, pensó el succionador, el que lo había despertado al mover
el cuerpo del goblin.
—Han desaparecido. —Los espasmos continuos de tos sacudían al mago y hacían
que el bote se meciera levemente. El succionador se tranquilizó; fuera por la razón
que fuera, el encapuchado se había olvidado de él. Raistlin añadió con voz
temblorosa—: Las constelaciones conocidas como la Reina de la Oscuridad y el
Guerrero Valiente han desaparecido. Ella ha venido a Krynn, Tanis, y él la ha seguido
para luchar contra ella. Todos los rumores maléficos que hemos oído son ciertos.
Guerra, muerte, destrucción…
El mago y los otros siguieron hablando, pero el succionador no les prestó
atención.
«La Reina de la Oscuridad —afirmó con seguridad—. La voz que escuché. La
señora que me dio órdenes. —Después con idéntica seguridad, concluyó—: Éstos son
los que me encargó que matara».
Por el momento, sin embargo, no pudo hacer nada mientras le bote alcanzaba la
otra orilla y el grupo encontraba refugio. Todos los que no estaban de guardia se

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quedaron dormidos. El succionador aguardó con paciencia dentro de la vaina de
cuero; al cabo de un rato se durmió y soñó con sangre y con sus crías mientras
esperaban ser liberada.

El mago no dijo nada sobre la daga, ya que la había olvidado, al igual que otras
cosas más importantes. A la mañana siguiente el grupo de bípedos reanudó el viajo a
través de un bosque los llevó hasta una calzada. Durante el trayecto hablaron unos
con otros llamándose por sus nombre —Riverwind, Goldmoon, Tasslehoff o Tas,
Raistlin, Caramon, Sturm, Tanis, Flint—, y el succionador aprendió a relacionar
nombres con voces La ruta era difícil, y percibía el olor a sudor y, bajo éste, el de la
sangre.
La impaciencia del succionador fue incrementándose hasta alcanzar el frenesí. La
noche pasada, en algún momento, había sentido los primeros movimientos de su
camada que crecía, se dividía. Al mediodía, su cuerpo estaba rebosante de vida, desde
la punta de la hoja hasta la cruz; incluso por la empuñadura empezaban a extenderse
los diminutos cuerpos. Se había alimentado bien y sería una camada numerosa… si es
que encontraba a tiempo un cuerpo donde inocularlos.
Incómodo, se retorció entre las correas al sentir una nueva y urgente necesidad.
Las mandíbulas de la cabeza de serpiente que eran el pomo se abrían poco a poco, y
sintió crecerle los colmillos, llenos de veneno.
La naturaleza había previsto bien las cosas; una vez que sus crías se hubieran
saciado de carne muerta, estarían preparadas para matar a cualquier ser de Krynn. El
succionador se debatió impotente, incapaz de controlar su necesidad de parir.
Tas caminar un rato por la calzada, Caramon echó a correr y se agazapó entre los
arbustos. Tanis se agachó a su lado.
—¡Clérigos!
El grandullón resopló con desdén mientras repetía la palabra, pero su mano
acarició el succionador. La criatura se puso tensa, deseando fervientemente que el
hombre sacara lo que creía era una daga. El aire estaba impregnado de un olor tenue,
delicioso.
Varias personas se habían detenido en el camino y hablaban. El succionador
escuchó atento las extrañas y, sin embargo, familiares voces de los clérigos, pero algo
lo distrajo. Caramon empezaba a desatar las correas que lo mantenían inmovilizado
en la funda. El succionador giró su cabeza de serpiente intentando encontrar carne en
la que morder, pero la cota de malla del hombre no dejaba resquicio alguno.
A pesar de todo, más pronto o más tarde cogería al succionador con la mano…
—¡Caramon! ¡Sturm! ¡Es una tram…!
Tan rápido que no dio tiempo al succionador para reaccionar, Caramon aferró la
daga con la mano izquierda y la enarboló frente a los clérigos. El succionador abrió

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las fauces al máximo y dirigió los colmillos a la parte interna del pulgar, donde
encontraría una vena.
Uno de los clérigos se abalanzó sobre Caramon y éste trazó en el aire un arco con
la daga que abrió en su oponente un profundo corte y dejó en la túnica un rastro
verde. Se expandió un fuerte olor y Caramon dio un respingo.
La daga tembló en la mano del guerrero, abrumada, enfebrecida con aquel sabor.
En un éxtasis. Era la sangre de la vida. Era —se estremeció el succionador—, era
como su propia sangre. Las innumerables crías se removieron frenéticas en su
interior, despiertas por aquel sabor.
—¡No los apuñales! —advirtió Raistlin mientras prepara un hechizo—. ¡Se
vuelven de piedra!
Caramon arrojó la espada y la daga al suelo. El succionador, mareado por la
extraña sangre verde, tan similar a la suya, yació en el camino abriendo y cerrando las
fauces. Aunque tenía la vista algo borrosa, divisó unas manos semejantes a garras y
unos rostros de reptil. Antes de haberse recobrado del mismo, Caramon la recogió del
suelo y la lanzó contra los clérigos. El succionador se precipitó, ansioso de saborear
su sangre verde.
En su mente resonó el eco de una advertencia: «No los apuñales. Se vuelven de
piedra». Sus crías morirían en piedra. En el último instante, batió una de las alas y
eludió a los clérigos… A los draconianos. Eran draconianos. El succionador extendió
las alas y se elevó veloz como un halcón, planeando en círculo mientras buscaba su
presa. Jamás estaría más vivo, más desesperado y más mortífero que en ese instante.
Tanis estaba en medio de la calzada. No era usuario ni propietario, pero tenía
sangre y carne para sus crías, y la Reina lo quería muerto. Trazó un círculo y después
se lanzó en picado sintiendo todo su cuerpo vibrar por la fuerza de la zambullida.
Una llamarada ardiente salió de las manos de Raistlin. Tanis se arrojó de cabeza
al suelo.
El succionador pasó por encima de él y se estrelló contra una peña que había más
allá; emitió un chillido agudo, furioso. Unas llamas diminutas salieron de su boca. En
medio de la confusión, Tanis no vio ni oyó nada.
El succionador sacudió la cabeza para librarse del aturdimiento y después miró a
derecha e izquierda. Tanis se había marchado. La criatura extendió las alas, se elevó y
voló en círculos a fin de elegir una persa en medio del tumulto. Los clérigos atraían
toda la atención del grupo.
Flint y Tasslehoff estaban agachados junto al caído Sturm, al descubierto e
indefensos; un draconiano que se lanzaba sobre ellos atrajo la atención del enano. El
succionador se remontó, plegó las alas y se precipitó sobre Flint, que tenía la mirada
prendida en la criatura con apariencia humana que blandía una espada.
El arma del draconiano, curva y mortífera, trazó un relampagueante arco dirigido

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al cuello del enano. Flint alzó su hacha, pero en ese momento Tasslehoff, que miraba
absorto la espada de Sturm, se incorporó. La jupak del kender golpeó al enano en las
pantorrillas e hizo que se doblaran las piernas. La espada del draconiano pasó
silbando sobre la cabeza de Flint al mismo tiempo que el enano caía despatarrado
sobre Sturm mientras soltaba un grito de sorpresa.
El succionador pasó sobre su víctima a la par que el fallido golpe de espada, tan
rápido que nadie reparó en ´le. Cuando pudo frenarse, estaba muy cerca de Tanis, que
se había unido a Riverwind y a Goldmoon. Siseando por la frustración, agitó las alas
con fuerza y apuntó al corazón de Tanis.
El semielfo se abalanzó sobre los draconianos y golpeó a uno de ellos en la
espada con la parte plana de la hoja de la espada. Acto seguido arremetió contra otro
con un golpe de revés.
El succionador no alcanzó el corazón de Tanis, pero se quedó prendido en sus
ropas. El brillo de sus ojos rojos se intensificó mientras giraba la cabeza a uno y otro
lado con el propósito de hincar los colmillos en el costado del semielfo.
Riverwind, a quien apenas quedaban flechas y no disponía de espada, se acercó a
Tanis; la mano del semielfo rozó la suave cabeza del succionador mientras rechazaba
a sus enemigos con la parte plana de la espada.
—¡Toma! ¡Coge esta daga! —gritó a Riverwind, que la agarró.
Apartado de un tirón de la cintura de Tanis un instante antes de que descargara el
golpe fatal, el succionador se estiró para alcanzar la mano del bárbaro. Los colmillos
estaban dispuestos, el pulgar de Riverwind a su alcance. Al fin y al cabo, el Hombre
de las Llanuras lo maneja, era un usuario…
El bárbaro giró sobre sí mismo y golpeó a uno de los draconianos en la barbilla.
Con un ansia desmedida, el succionador hundió los colmillos en la carne del
hombre reptil. El sabor era fuerte, picante y, sin embargo, espantosamente familiar,
había un vínculo entre ellos. El cuerpo del succionador se estrelló contra el adorno de
un collarín: una talla de plata, copia de su propia cabeza.
El draconiano saltó hacia adelante en un espasmo producido por el veneno
inyectado y el succionador cavó más hondo los colmillos. Incluso en mitad del
frenesí por alimentarse, la criatura pensó con frialdad: tenía tiempo de sobre para
abrir las fauces y apartarse antes de que el draconiano muriese y se volviera de
piedra…
Al dar un brusco tirón hacia arriba con la empuñadura, Riverwind rompió el
cuello de su adversario. El bárbaro jadeó por el esfuerzo a la par que el draconiano
exhalaba el estertor anterior a la muerte.
El succionador, atrapado en su propia mordedura, sufrió un espasmo y se retorció
en la mano de Riverwind. Perplejo, el Hombre de las Llanuras soltó la daga. El
cuerpo petrificado del draconiano se desplomó pesadamente hacia adelante al caer,

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rompió la hoja de la daga. Unas réplicas diminutas, tan pequeñas y flexibles como
zarcillo, se desperdigaron proel suelo, muertas antes de nacer.
La voz de la Reina de la Oscuridad recorrió susurrante y gélida el cuerpo roto del
succionador.
Has fracasado dijo con indiferencia. Pero yo no fracasaré, y, si necesito estas
vidas, las tomaré en cualquier otro momento. Muere pues, cachorrito.
La voz enmudeció y el succionador supo que jamás la volvería a escuchar.
La luz en los ojos rubíes de la empuñadura brilló unos instante más y, después, se
apagó.

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Notas

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[1]
Un seudónimo que he adoptado debido al peligro evidente, salvo para los lectores
con pocas luces, que corro al escribir esto. <<

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[2]Con todos los respetos a los distinguidos profesores implicados en este debate, los
editores han insistido en que utilice nombres abreviados a fin de condensar las
aproximadamente tres mil páginas de este abultado documento, aunque incurra en
una descortesía. <<

www.lectulandia.com - Página 257


[3]
El lector interesado puede encontrar los detalles del estado actual de este debate en
Philosofika gnomikon, MMXVII (323 d. C.), págs. 675,328,682,465. Tengo mi propia
opinión, pero no la expondré aquí, ya que soy tan patriota como el que más. <<

www.lectulandia.com - Página 258


[4]Es decir, ninguno, salvo los recopilados en Philosophika Gnomikon, de los cuales
el autor estaría encantado de recibir algún adelanto de pago y de los derechos reales
que pudieran devengarse al publicar este artículo en su totalidad, sin manipulaciones
humanas, como el dicho. <<

www.lectulandia.com - Página 259


[5] Ver nota 1. De aquí en adelante, me referiré a nuestro héroe como «Armavir» <<

www.lectulandia.com - Página 260


[6]Una raza de ladrones y cirujanos de árboles. La historia verdadera también tiene
sus notas a pie de página. <<

www.lectulandia.com - Página 261


[7] Una raza que ni siquiera merece una nota a pie de página. <<

www.lectulandia.com - Página 262


[8]No «Quivalen Sath», un cambio de nombre fraudulento (y característico de los
elfos). La evidencia aparece en el Cántico de Huma, publicado por primera vez en el
volumen I de las Crónicas, págs. 442-445. (En el original, antes del «Cántico»,
aparece un párrafo en el que dice que el autor de esta poesía es un bardo elfo,
Quivalen Soth. <<

www.lectulandia.com - Página 263


[9] ¡Otra joya del refranero que, sin duda, se atribuirá a otro humano! <<

www.lectulandia.com - Página 264


[10]Otik Sanhdal, el posadero. Hago reseña no porque sea digno de mención lo dicho
por el posadero, sino para demostrar cómo puede influir en la historia una opinión
mezquina e intolerante dictada por los prejuicios. <<

www.lectulandia.com - Página 265


[11] Ver nota 1. ¡De todos el mayor ultraje! <<

www.lectulandia.com - Página 266


[12]En realidad, fueron seis semanas sin dormir y cinco genealogías. La historia
reduce este logro porque desconfía del niño precoz. <<

www.lectulandia.com - Página 267


[13] «El muchacho encontró su principal fuente de esparcimiento en las
conversaciones sostenidas a su alrededor…», frase con que se inicia Bardo por las
práctica: Autobiografía de Quivalen Sath. «El muchacho encontró su principal fuente
de esparcimiento en las conversaciones sostenidas a su alrededor», frase inicial de La
rima en la lógica: Autobiografía de Raggart, poeta de los Bárbaros del Hielo. «El
muchacho encontró su principal fuente de esparcimiento en las conversaciones
sostenidas a su alrededor…», frase inicial del Cántico de Solamnia: Autobiografía de
Michael Williams, Caballero de la Rosa. Es irónico el modo en que estos poetas
menores intentan disimular su desmesurada vanidad refiriéndose a sí mismos en
tercera persona. <<

www.lectulandia.com - Página 268


[14]Un instrumento que posteriormente ennobleció con su música los versos del
poeta. ¡Un instrumento cuya creación se atribuyó después a los elfos! <<

www.lectulandia.com - Página 269


[15]La receta de «Pollo a la gnoma» la tiene Tika Waylan y forma parte del menú de
la posada El Último Hogar. <<

www.lectulandia.com - Página 270


[16]
Para el debate relacionado con la «armadura parlante», consultar Philosofika
gnomikon, MMXVII (323 d. C.), págs. 675, 328-682, 465. <<

www.lectulandia.com - Página 271


[17]Esta idea no es más quimérica que otras propuestas por partidarios de una sólida
defensa militar. Véase, por ejemplo «Brazos para rehenes», Guerra del veterano de la
Lanza, IV, págs 42-57, por Theros Ironfeld. <<

www.lectulandia.com - Página 272


[18]Editada descaradamente como «Canción de los Nueve Héroes» tanto en las
Crónicas, II, como en Apéndices. Véanse comentarios en la Sección III de este
ensayo. <<

www.lectulandia.com - Página 273


[19]Por supuesto, el texto poético de Armavir era el doble de extenso que el informe
en prosa que compone la mayor parte de las Crónicas como se conocen en la
actualidad. Fueron los elfos y los humanos quienes vieron adecuado hacer caso omiso
de los versos suprimidos. (Que jamás, ¡ay de mi!, se publicarán, pues única copia que
quedaba de la canción en su esplendor original sufrió daños irreparables a causa de
las inundaciones del pasado mes. ¡Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito bajo el
agua! <<

www.lectulandia.com - Página 274


[20]Oh, sí, han argumentado diversas razones para tales desaires. Afirmaron que a
Armavir le gustaba el vino demasiado —¡estoy seguro de que no tanto como a
Caramon Majere!— y que tenía debilidad por las muchachas que cada vez eran más y
más jovencitas, y más y más grandes conforme avanzaba la guerra. (Ésta es,
evidentemente, una acusación hecha por Tanis, que montó un buen escandalo por
ciertas ojeadas inocentes a través de una cerradura. Véase comentario de las líneas
46-50 de la «Canción de los Diez Héroes», en la sección III de este ensayo. Me
gustaría que alguna vez alguien le preguntara quién escribió la carta de despedida a
su «querida Kitiara». Claro que es lo bastante elfo —no mucho— para eludir ciertos
interrogantes. <<

www.lectulandia.com - Página 275


[21] Philosophika Gnomikon <<

www.lectulandia.com - Página 276


[22] Se ha publicado como «canción de los Nueve Héroes», Crónicas II, págs, 5-8. <<

www.lectulandia.com - Página 277


[23]Crónicas, pág 80. Caramon le puso título a esta canción en Apéndices, aunque el
porqué eligió dicho título escapa a la comprensión de este humilde escritor. Fue
escrita varios años después de acabar la guerra, en un momento de amargura y
abatimiento por el propio Caramon —Tika es el «único amor» al que el poema hace
referencia—. Sólo Reorx sabe qué fue lo que cantó Tasslehoff cuando salió al camino
al encuentro de los desconocidos clérigos que luego resultaron ser draconianos, pero
no fue esta canción, desde luego. <<

www.lectulandia.com - Página 278


[24]Crónicas III, pág. 304. ¡Se atreve a afirmar que la compuso él, ese pequeño
caradura expoliador de tumbas metafóricas! <<

www.lectulandia.com - Página 279


[25]Leyendas pág. 115. Las últimas estrofas son de Armavir; las dos primeras son una
desvirtuación de Tasslehoff. Las unas junto a las otras, o, mejor dicho, las unas
precediendo a las otras, crean un extraordinario contraste de calidad que resulta
evidente. <<

www.lectulandia.com - Página 280


[26] La palabra inglesa «staff» significa «vara» y «personal» (N. del T) <<

www.lectulandia.com - Página 281


[27]Un poema de Armavir más extenso sobre esta aventura aparece en otra parte,
convenientemente pirateado por el solámnico Caballero de la Rosa, Michael
Williams, quien debería recordar que su Orden exhorta a sus caballeros a compadecer
a los menos afortunados y no a robarles sus versos. <<

www.lectulandia.com - Página 282


[28] Goldmoon significa «Luna dorada». <<

www.lectulandia.com - Página 283


[29] Crónicas III, pág. 5. <<

www.lectulandia.com - Página 284


[30] Leyendas, I, pág. 119. <<

www.lectulandia.com - Página 285


[31] Crónicas, I, págs. 477-479. <<

www.lectulandia.com - Página 286


[32] Leyendas, III, pág. 201. <<

www.lectulandia.com - Página 287


[33] Págs. 445-446 <<

www.lectulandia.com - Página 288


[34]Evidentemente, esta línea también se refiere al proyecto abandonado de «Estrella
y alambres» una empresa que, resulta obvio, el poeta nunca olvidó por completo. <<

www.lectulandia.com - Página 289


[35] Crónicas, I, págs. 470-471. <<

www.lectulandia.com - Página 290

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