Catastrofismo (Lectura)
Catastrofismo (Lectura)
administración del
desastre y sumisión
sostenible
René Riesel
Jaime Semprun
Aun cuando la libertad estuviera enteramente per
dida y totalmente fuera del mundo, ellos, imaginán
dola y sintiéndola en su espíritu y saboreándola
aún, consideran que la servidumbre no es nunca
digna de su aprecio, por bien que se la adorne.
Étienne de La Boétie,
Discurso de la servidumbre voluntaria.
Precisiones liminares
i
En unos pocos años, el paralelismo entre el
hundimiento del medio vital que tuvo lugar
antaño en la isla de Pascua y el que está dándose
a escala planetaria se ha impuesto como
un perfecto resumen de nuestra condición
9
histórica. Al parecer, el agotamiento de aquel
ecosistema insular se debió efectivamente a la
prosecución insensata de un productivismo
particular: en ese caso se trataba de la erección
de las siniestras estatuas que todo el mundo
conoce, símbolos de una desolación que su
factura presagiaba; exactamente igual que la
estética monumental de las megalópolis de
hoy. Popularizada por Jared Diamond, pronto
encontraremos esta imagen de nuestro planeta
dando vueltas en el espacio infinito, y tan
privado de recursos en su desastre como la isla
de Pascua perdida en medio del Pacífico, hasta
en la propaganda de Électri-cité de France sobre
las «energías del mañana», entre las cuales por
supuesto hay que contar la nuclear; la cual,
redimida por los trastornos climáticos, nos será
tan útil para hacer funcionar, por ejemplo, las
ya indispensables desaladoras de agua de mar;
o incluso para producir mediante electrólisis
el hidrógeno que sustituirá ventajosamente
al petróleo como carburante de la alienación
motorizada.
Así pues, se acabó el misterio de la isla de Pas
cua, pero es sobre todo el futuro mismo de la
sociedad mundial lo que carece de misterio,
descifrable por entero gracias al conocimiento
científico: ese es el verdadero mensaje que
emite la propaganda. El conocimiento hoy día
exhaustivo de la catástrofe que se abatió sobre
10
unos primitivos absolutamente desprovistos
de cualquier noción de un ecosistema que
preservar, garantiza el saber que poseemos
acerca de nuestra propia catástrofe en marcha.
Todo tipo de expertos bien documentados y
poco propensos a la alucinación paranoide nos
informan así con toda su autoridad de que «los
viejos terrores milenaristas» tienen ahora, «por
primera vez, un fundamento racional» (André
Lebeau, L’Engrenage de la technique. Essai sur
une me-nace planétaire, 2005).
ii
La tesis andersiana del «laboratorio-
mundo», según la cual con las primeras
pruebas nucleares el «labora torio» se había
vuelto coextensivo al globo, se ve recuperada
positivamente, sin rebelión ni intención crítica
alguna: como anodina constatación de nuestro
encierro en el protocolo experimental de la
sociedad industrial. Hubo historia, y ya solo
hay una gestión integrada de los «recursos».
Convenientemente modelizado, con todos
los parámetros exigidos, el devenir histórico
se reduce a un resultado calculable; y ello,
maravillosa coincidencia, precisamente en el
momento en que los expertos disponen de
una potencia de cálculo inigualada y siempre
creciente. La suerte de la humanidad está por
lo tanto científicamente sellada: ya no le que
11
da sino optimizar el mantenimiento de su frágil
biotopo terrestre. Ese era el programa de la
ecología científica y está convirtiéndose en el
de todos los Estados.
iii
Ya Musil observó que, en «la especial
predilección que el pensamiento científico
siente por las definicio.-nes mecánicas,
estadísticas, materiales, por las fór mulas
desconectadas del corazón», se ponía de mani
fiesto con la excusa del amor a la verdad «un
gusto por la desilusión, por la coacción, por la
inexorabilidad, por la frialdad de la amenaza y
por la sequedad de la reprensión». Y Adorno
señalaba un poco más tarde, a propósito de
«la actividad científica, cuya intención es
sojuzgar también los restos que como ruinas
indefensas quedan del mundo», que en ella la
energía intelectual ciertamente se despliega de
manera prodigiosa, pero solo en determinadas
direcciones socialmente controladas: «La
estupidez colectiva de los técnicos in
vestigadores no es simplemente ausencia o
regresión de sus capacidades intelectuales,
sino una tumefacción en la propia capacidad
de pensar que la corroe usando de su propia
fuerza. El mal del masoquismo en los jóvenes
intelectuales deriva del carácter maligno de su
enfermedad».
12
En todos los discursos del catastrofismo
científico se percibe nítidamente una misma
delectación a la hora de detallarnos las
constricciones implacables que en lo sucesivo
pesarán sobre nuestra supervivencia. Los
técnicos de la administración de las cosas se atro-
pellan para anunciar con aire triunfal la mala
nueva, ésa que al final vuelve ociosa cualquier
disputa sobre el gobierno de los hombres.
El catastrofismo de Estado es, de modo
declarado, una incansable propaganda a favor
de la supervivencia planificada; es decir, de una
versión más autoritariamente administrada
de lo que existe. En el fondo, después de
tantas evaluaciones de datos y estimaciones
de plazos, sus expertos tienen una sola cosa
que decir: que la inmensidad de lo que está en
juego (de los «desafíos») y la urgencia de las
medidas que habrá que adoptar anulan la idea
de que pudiese aligerarse siquiera el peso de
las coerciones sociales, que tan naturales se
han vuelto.
Siempre se puede contar con los viejos izquier
distas, los más rencorosos cuando hay que
denigrar las aspiraciones revolucionarias
de hace cuarenta años. Con el pretexto de
que han renegado de sus antiguas creencias,
siguen haciéndose un hueco enarbo-lando,
con el mismo ardor que ponían en salmodiar
las consignas de sus grupúsculos, los nuevos
13
eslóganes de la sumisión: «La época no incita a
inventar una utopía providencial suplementaria
para que el mundo sea mejor. Obliga solamente
a plegarse a los imperativos de lo vivo para que
el planeta siga siendo viable»
(Jean-Paul Besset, Comment ne plus etre
progressiste... sans devenir réactionnaire, 2005).
Los imperativos de lo vivo bien merecen, en
efecto, el sentido de la historia para justificar
«la dictadura de los más sabios, o de quienes
sean considerados como tales»; y seguramente
se demuestra cierto realismo cuando se espera
del estado de excepción ecológico, antes
que de una revolución, la instauración de un
colectivismo burocrático por fin eficaz.
En estos llamamientos a plegarse a los
«impe rativos de lo vivo», la libertad se ve
sistemáticamente calumniada en la figura del
consumidor impenitente, cuyo individualismo
incorregible, propulsado por el hedonismo
sesentayochista, como es sabido ha devastado
el planeta con total independencia. Frente a la
amenaza —en particular de la «crisis climática»,
que los promotores del catastrofismo gustan
de comparar con «la sombra del fascismo
que se extendió en los años treinta sobre
Europa»— no habría más elección que la
sumisión arrepentida a las nuevas directrices
del colectivismo ecológico o el puro nihilismo;
cualquiera que se niegue a responsabilizarse,
14
a participar con entusiasmo en esta gestión
ciudadana de la basura planetaria, da así el
perfil del terrorista en potencia.
iv
Acusados tan a menudo de derrotismo, y sobre
todo precisamente de catastrofismo, tal vez
sorprenda vernos ahora, cuando la catástrofe
es como el tráiler que se proyecta una y otra
vez en todas las pantallas, del tiempo venidero,
declararnos hostiles a lo que a pesar de todo
podría pasar por una toma de conciencia, o al
menos por un principio de lucidez. Pero sería
sin razón, pues ello supondría engañarse por
partida doble: a la vez sobre lo que hemos
dicho anteriormente y sobre lo que dicen esos
expertos que se han vuelto tan alarmistas.
No hablábamos de la misma catástrofe,1 y la
catástrofe total de la que ellos hablan no es
más que un fragmento de la realidad.
15
v
A fin de prevenir cualquier malentendido,
tenemos no obstante que precisar que la
crítica de las represen taciones catastrofistas
no implica en absoluto que veamos en ellas,
como a veces se hace, meras invenciones
sin el menor fundamento, difundidas por
los Estados para asegurar la sumisión a sus
directrices, o, más aviesamente, por grupos de
expertos interesados en asegurar su carrera
dramatizando más de la cuenta su «campo
de investigación». Semejante denuncia del
ca
tastrofismo no siempre es cosa de gente
que defiende de ese modo tal o cual sector
de la producción indus trial particularmente
cuestionado, o incluso la industria en su
conjunto. Así, se ha dado el caso de curiosos
«revolucionarios» que sostenían que la
crisis ecológica de la cual nos llega ahora la
información en avalancha no era en suma
más que un espectáculo, un señuelo mediante
el cual la dominación trataba de justificar
su estado de excepción, su consolidación
autoritaria, etc. Podemos ver perfectamente
cuál es el motor de tan expeditivo escepticismo:
el deseo de salvar una crítica social «pura»,
que de la realidad solo quiere tener en cuenta
lo que le permita prorrogar el viejo esquema
de una revolución anticapitalista condenada
a recuperar, por supuesto que «superándolo»,
16
el sistema industrial existente. En cuanto
a la «demostración», el silogismo es el
siguiente: dado que la información mediática
es obviamente una forma de propaganda en
favor de la organización social existente y que
dicha información concede ahora un amplio
espacio a diversos aspectos aterradores de la
«crisis ecológica», entonces esta crisis no es sino
una ficción inventada para difundir las nuevas
consignas de la sumisión. Otros negacionistas,
como se recordará, aplicaron la misma lógica
al exterminio de los judíos europeos: dado
que la ideología democrática del capitalismo
obviamente no era sino un falso disfraz de la
dominación de clase y que dicha ideología
hizo después de la guerra amplio uso en su
propaganda de los horrores nazis, entonces los
campos de exterminio y las cámaras de gas
solo podían ser invenciones y montajes. En ese
caso también se trataba de salvar ante todo la
definición canónica del capitalismo negándose
a reconocer su desarrollo «aberrante» (esto es,
no previsto por la teoría). Y ya con anterioridad,
durante la Guerra Civil española, hubo
extremistas intransigentes que censuraron a
los revolucionarios por enfrentarse al fascismo
sin haber abolido de entrada el Estado y el
trabajo asalariado.
17
vi
Del mismo modo que no pretendemos añadir
nada a los inventarios catastrofistas de una
«crisis ecológica total», tampoco entraremos
a valorar los elementos en que se basan, ni a
discutir los pormenores de tal o cual de los
estragos que registran. Ahora bien, lo esencial
de este infernal catálogo de amenazas ha sido
finalmente autentificado por «el conjunto de
la comunidad científica», certificado por los
Estados y las instituciones internacionales; se
ve al mismo tiempo promovido por los medios,
encantados de tener que explotar un «filón»
tan fructífero, y consagrado por la inversión
industrial en «desarrollo sostenible». Sus
conclusiones, es decir, en el lenguaje al uso,
las opciones que convendría no dejar pasar o la
naturaleza de los desafios a los que sería preciso
hacer frente, a partir de ahora se discutirán
ininterrumpidamente. Puesto que la ambición
confesa de estos expertos catastrofis tas es
abrir tales «debates», no debería sorprender
que vean en ello algo así como el principio de
una «toma de conciencia». Más sorprendente
resulta que lo consideren de la misma manera
personas que no son expertas, y que llegan
a veces a declararse enemigas de la sociedad
industrial.
Si nosotros no vemos nada de eso, sino, por el
contrario, un aumento de falsa conciencia, no
18
es debido a un gusto desmedido por la paradoja
o por algún perverso espíritu de contradicción.
Es en efecto algo que hemos tenido que
admitir nosotros mismos, a pesar de nuestras
convicciones, y desde hace ya algún tiempo.
La degradación irreversible de la vida
terrestre debida al desarrollo industrial ha
sido denunciada y descrita desde hace más de
cincuenta años. Quienes explicaban el proceso,
sus efectos acumulativos y los previsibles
puntos de no retorno, pensaban que una toma
de conciencia le pondría término mediante
algún tipo de cambio. Para unos, tenían que
ser reformas conducidas activamente por los
Estados y sus expertos; para otros se trataba
principalmente de una transformación de
nuestro modo de vida, cuya naturaleza exacta
seguía siendo en general bastante vaga; por
último, los había incluso que pensaban, más
radi
calmente, que era toda la organización
social existente la que tenía que ser derribada
por una transformación revolucionaria.
Fuesen cuales fueren sus desacuerdos en
cuanto a los medios que había que emplear,
todos compartían la convicción de que un
conocimiento de la envergadura del desastre y
de sus consecuencias ineluctables conduciría
al menos a cierto cuestiona-miento del
conformismo social, o incluso a la formación
de una conciencia crítica radical. En resumidas
19
cuentas, que no sería en vano.
Contrariamente al postulado implícito de toda
la «crítica de los efectos nocivos» (no solo la de
la Encyclopédie des Nuisances), según la cual
el deterioro de las condiciones de vida sería
un «factor de rebelión», fuerza es constatar
que el conocimiento cada vez más preciso
de este deterioro se integraba sin fricciones
en la sumisión y pasaba a formar parte sobre
todo de la adaptación a las nuevas formas de
supervivencia en un medio extremo. Cierto
que, en los países llamados «emergentes»
desde el momento en que son engullidos por
el desastre industrial, todavía ocurre que hay
levantamientos en masa de las comunidades
campe sinas para defender su modo de
vida contra la brutal pauperización que les
impone el desarrollo económi co, pero tales
sublevaciones pueden prescindir de la clase
de conocimientos y de «conciencia ecológica»
que aspiran a inculcarles las ong.
Cuando finalmente la oficialización de la crisis
ecológica (en especial bajo la denominación de
«calentamiento global») da lugar a supuestos
«debates», éstos permanecen estrictamente
limitados por las re presentaciones y las
categorías burdamente progresistas que los
discursos catastrofistas menos insípidos dicen
sin embargo querer cuestionar. A nadie se le
ocurre considerar el catastrofismo por lo que
20
verdaderamente es, en comprenderlo por lo
que dice a la vez de la realidad presente, de sus
antecedentes y de las realidades agravadas que
desea anticipar.
vii
En el conjunto de representaciones difundidas
por el catastrofismo, en la manera en que se
elaboran así como en las conclusiones que
inspiran, nosotros ve mos sobre todo una
asombrosa acumulación de negaciones de la
realidad. La más evidente es la que se refiere
al desastre en curso, y ya ampliamente consu
mado, que queda oculto tras la imagen de la
catástrofe hipotética, cuando no calculada o
extrapolada. Para poder comprender en qué
medida el desastre real es muy diferente de todo
lo peor que puede anunciar el catastrofismo,
trataremos de definirlo en pocas palabras, o
al menos de especificar uno de sus principales
rasgos: al acabar de arruinar todas las bases
materiales, y no solamente materiales, en que
se apoyaba, la sociedad industrial crea tales
condiciones de inseguridad, de precariedad
generalizada, que solo un aumento de la
organización, es decir, del sometimiento a la
máqui na social, puede hacer pasar todavía
este agregado de aterradoras incertidumbres
por un mundo habitable. Puede entenderse así
bastante bien cuál es el papel que desempeña
21
en realidad el catastrofismo.
«Otro mundo» era, desde luego, «posible»: el
nuestro, del cual haría falta preguntarse qué
tiene en común, en el sentido que sea, con el
mundo más o menos humanizado que le ha
precedido y del cual, una vez hecha tabla rasa,
se declara heredero porque vitrifica su cadáver.
VIII
Para poner ejemplos de lucidez precoz
con respecto al proceso cuya culminación
presenciamos ahora, se citan siempre los
mismos autores excelsos, que por lo demás
nadie lee en realidad; de otro modo no pa
recería tan extraordinario afirmar que el
desastre está ya prácticamente consumado.
Veamos un ejemplo menos conocido, que
prueba en cualquier caso que definir la historia
moderna como un progresivo encarcelamiento
en el interior de la sociedad industrial no es una
abstracción, una reconstrucción a posteriori
o una fantasía teñida de malsano derrotismo.
Relatando sus viajes por España entre 1916
y 1920, Dos Passos refiere las palabras que
pronunció en un café un «sindicalista» recién
fugado de la cárcel (sabido es que en la España
de aquellos años un sindicalista era algo muy
distinto de lo que hoy en día recibe ese nombre;
y que la neutralidad durante la Primera Guerra
Mundial había propiciado allí una suerte
22
de «despe gue» económico): «Nos estamos
enterrando en el industrialismo como el resto de
Europa. Nuestra gente, hasta nuestros mismos
camaradas, va rápidamente adquiriendo la
mentalidad burguesa. Estamos en peligro de
perder todo lo que hemos ganado luchando... Si
hubiésemos podido apoderarnos de los medios
de producción, cuando el sistema era joven y
débil, lo hubiéramos desarrollado poco a poco
para beneficio nuestro: hubiéramos podido
hacer a la máquina esclava del hombre. Cada
día que pasa se hace más difícil» (Rocinante
vuelve al camino, 1923).
IX
En conexión con su postulado implícito según
el cual el conocimiento exacto del deterioro
del medio vital tenía necesariamente que
ser un «factor de rebelión», la crítica de los
efectos nocivos ha tendido a conceder un lugar
exorbitante a la ocultación, a la mentira, al
secreto: según un viejo esquema, si las masas
supiesen, si no se les ocultase la verdad, se
rebelarían. Sin embargo la historia moderna
no ha sido parca en ejemplos de lo contrario,
que ilustran antes bien, en las citadas masas,
una determinación bastante constante de no
rebelarse a pesar de lo que sabían e incluso
—desde los campos de exterminio hasta
Chemóbil— de no saber a pesar de la evidencia;
23
o por lo menos de comportarse a pesar de todo
como si no supieran. Contra la explicación
unilateral por el «secreto», ya se ha recordado
que el «programa electronuclear francés» fue
aprobado y llevado a cabo, de manera pública
a más no poder (al contrario que la «solución
final»). ¿Alguien cree verdaderamente que
la transparencia, si se hubiera ampliado de
entrada hasta los milirem y los picocurios, hasta
el cálculo de las «dosis máximas admisibles» y
las discusiones sobre los efectos de las «dosis
bajas» de radiación, habría impedido la adhe
sión universal a la energía nuclear civil, a los
«átomos para la paz»? Sin ser doctor en física
nuclear, cualquiera disponía de información
más que suficiente para hacerse una justa idea
de lo que era y de lo que implicaría el desarrollo
de la industria nuclear. Y lo mismo ocurre hoy
con respecto a las manipulaciones genéticas.
Por otra parte, desde que se han reconocido los
principales mecanismos de la «crisis ecológi
ca», las confirmaciones se acumulan, nuevos
factores agravantes salen a la luz, se definen
«retroalimenta-ciones positivas»; y todo eso
se explica y se pone al día sin ocultárselo al
público, al contrario. Sin embargo la apatía
ante estos «problemas» es aún más grande
si cabe que hace treinta o cuarenta años. ¿Se
imagina alguien una manifestación siquiera de
la magnitud de la de Malville (1977) contra el
24
proyecto iter, mucho más descabellado que
el Superphénix? Los ciberacrivistas prefieren
disfrazarse de figurantes e irse a hacer de telón
de fondo a las reuniones de los jefes de Estado.
La explicación de esta ausencia de reacción,
aun a pesar de que el viento de Chernóbil ha
dejado su huella, es muy simple: en los años
setenta, Francia todavía estaba influida por los
efectos del 68. Hay que pensar por tanto que la
rebelión, el gusto por la libertad, es un factor
de conocimiento, y no al revés.
Por supuesto, la ocultación y la mentira han
sido utilizadas mil veces, lo son y lo serán
todavía más, por la industria y los Estados.
Existen todo tipo de operaciones que han
de ser conducidas con la ma yor discreción
y que conviene que salgan a la luz solo como
hechos consumados. Pero como el principal
hecho consumado es la propia existencia
de la sociedad industrial, la sumisión a sus
imperativos, pueden ir introduciéndose en
ella sin peligro zonas cada vez más amplias
de transparencia: el ciudadano perfectamente
avezado a su trabajo de consumidor está ávi
do de informaciones para establecer por sí
mismo su balance de «riesgos y beneficios»,
mientras que, por su parte, cada envenenador
trata asimismo de excul parse difamando
a la competencia. Así pues, siempre habrá
materia prima para «revelaciones» y «escánda
25
los», tanto como mercaderes dispuestos a
procesarla: al lado de los tratantes de venenos,
los tratantes de exclusivas periodísticas, de
indignaciones ciudadanas y de investigaciones
sensacionalistas.
Así las cosas, lo esencial del curso del desastre
no ha sido nunca secreto. Todo lo que hacía
falta para comprender adonde nos llevaba el
«desarrollo» estaba ahí desde hace décadas:
sus magníficos resultados se expandían por
doquier, a la velocidad de una marea negra
o en lo que se levanta una «ciudad nueva»
al borde de la autovía. El fetichismo del
conocimiento cuantitativo nos ha vuelto tan
necios y tan cortos que quien diga que un
poco de sentido estético —si bien no el que
se adquiere en las escuelas de arte— bastaba
para juzgar cabalmente será considerado un
diletante. En realidad, fueron principalmente
artistas y escritores los primeros en declararse
horrorizados por el «nuevo mundo» que estaba
instaurándose. Pero antes que criticarlos a ellos
y a la estrechez a veces ridícula de su punto de
vista —que era precisamente lo que les permitía
concentrarse en ese aspecto de las cosas—
para quitárselos de encima calificándolos de
«reaccionarios» (más recientemente, ciertos
Jóvenes Turcos de la radicalidad posmoderna
—¡mutemos juntos en el caos y el éxtasis de la
barbarie!— han retomado en forma de parodia
26
esta polémica, atacando a un hipotético
«hombre del Antiguo Régimen»), más justo,
y más dialéctico, hubiese sido cargar contra los
adeptos de la crítica social, medicuchos que
dejaron pasar semejante síntoma, como si la
fealdad de todo no fuera más que un detalle sin
importancia, y solo ofendiese al esteta burgués.
Pues hasta los mejores de ellos, obedeciendo
a una especie de superyó progre sista, han
desestimado casi siempre, y durante mucho
tiempo, aquello que pudiese exponerlos al
reproche de ser «trasnochados». Bien mirado,
la Internacional Situacionista no expulsó al
neourbanista Constant por sus inmundas
maquetas en plexiglás, tan apreciadas hoy día,
de ciudades con edificios de titanio y nylon,
azoteas-aeródromo y plazas colgantes desde
las que disfrutar «de una vista espléndida
sobre el tráfico de las autopistas que pasan por
debajo» (I.S., n.° 4, junio de 1960).
La máxima de Stendhál sigue siendo válida
a contrario: la fealdad es una promesa de
infelicidad. Y el declive de la sensibilidad
estética corre parejo al de la capacidad
para la felicidad. Hay que estar ya bastante
endurecido en la desgracia, insensible como
llega uno a estarlo bajo el embate repetido
de las obligaciones, para poder, por ejemplo,
contemplar sin conmo-cionarse, en un viejo
libro heliograbado, fotografías de los paisajes
27
de la ribera del Mediterráneo antes de que este
foco de civilización se apagase, en la época
en que nadie hablaba de medio ambiente. (Por
supuesto que la vida no era «idílica», eso se lo
concedemos con mucho gusto a los imbéciles:
era mejor que idílica, era una vida que vivía.)
Uno empieza mortificándose para convencerse
de que lo que el dinamismo de la producción
impone brutalmente posee su propia belleza,
que hay que aprender a apreciar (¡eso sí que
es esteticismo!), y se llega rápidamente a no
percibir en absoluto lo que esa brutalidad y
ese alarde de poder tienen de aterrador. Pues
ninguna necesidad hay de contadores Geiger o
de análisis toxicológicos para saber hasta qué
punto es mortífero el mundo de la mercancía:
antes de padecerlo como consumidor, cada
cual ha de soportarlo como trabajador. La
catástrofe hipostasiada y proyectada hacia
el futuro ha tenido lugar ahí, en la existencia
cotidiana de todos, en la forma de «detalles
que son cualquier cosa excepto detalles»,
como señalaba Siegfried Kracauer, quien
añadía: «Hay que deshacerse de la ilusión de
que, en cuanto a lo esencial, solo los grandes
acontecimientos determinan a los hombres»
(Los empleados. Un aspecto de la Alemania más
reciente, 1929).
X
28
Ante el espectáculo que ofrecen nuestros
contem poráneos a veces resulta difícil no
tener la sensación de que han terminado por
amar su mundo. Obviamente no es el caso;
tan solo tratan de adaptarse; se obligan a
hacer un poco defooting y echan mano de sus
recetas de ansiolíticos, mientras presienten
vagamente que su cuerpo se estropea, que su
espíritu se pierde, que las pasiones a las que se
entregan se malogran. Sin embargo, como ya
no pueden amar nada más que esta existencia
parasitaria hoy establecida sin alternativa, se
aferran a la idea de que, puesto que la sociedad
que les inflige las torturas de la competencia
permanente les suministra también los
psicotrópicos para soportarlas y hasta para
recrearse en ellas (conforme al modelo de los
estajanovistas de la proeza arribista-hedonista
que el espectáculo pone en primer plano), será
capaz de perfeccionar las contrapartidas a
cambio de las cuales han aceptado depender
de ella en todo.
Por esa razón, bien entrenados ya en los
sofismas de la resignación y en los consuelos
de la impotencia, pueden permanecer
impávidos ante las siniestras predicciones con
las cuales les atiborran. Por lo menos tanto
como el contenido de éstas, la inmediatez
aparente y significativamente obligatoria
de su oficiali zación tendría que suscitar
29
como mínimo inquietud hasta en el más
confiado de los ciudadanos. Y esta inquietud
tendría motivos de sobra para tomarse en
pánico ante la incapacidad de imaginar
alguna salida de emergencia practicable,
de lo que da fe el incongruente batiburrillo
de peticiones de principio, conminacio
nes morales y llamamientos a la renuncia
de ciertas comodidades tecnomercantiles
(a cambio de otras más sostenibles) en que
consiste aproximadamente todo lo que puede
oponerse explícitamente a la pers pectiva
de una «extinción final» o, mejor dicho, de
un fin del mundo que esta vez se predice
racionalmente. El hecho de que no sea así, de
que el catastrofismo se vaya difundiendo sin
hacer ruido por el cuerpo social, es denunciado
precisamente como una denegación por los
catastrofistas más extremistas, aquellos que a la
predicción «científica» añaden la esperanza de
una renovación social, o hasta de un «cambio
en el modo de vida». Pero consideran que esta
denegación lo es tan solo de las «amenazas»
cuya lista mantienen ellos al día, cuando
consiste principalmente en representarse en
forma de amenazas, como ellos mismos hacen,
lo que es de hecho una realidad presente: las
prácticas y las relaciones sociales, los sistemas
de gestión y de organización, los efectos
nocivos, los contaminantes, los venenos, etc.,
30
que han producido y siguen produciendo de la
manera más tangible efectos deletéreos sobre
los seres vivos, el medio natural y la sociedad de
los hombres. Se puede comprobar sin recurrir
a índices estadísticos: basta con respirar el aire
de las ciudades o con fijarse en un grupo de
hinchas.
Habida cuenta del buen trecho de camino que,
sin ninguna duda, llevamos recorrido por las
avenidas del fin del mundo, se nos concederá
que es imposible tomar en serio el catastrofismo
y sus amenazas; tan imposible como juzgar el
desastre de la sociedad mundial por lo que ella
misma dice al respecto. La representación de la
catástrofe es hija del poder presente: alabanza
de sus recursos técnicos, de su cientificidad, del
conocimiento exhaustivo del ecosistema que
le permitirá ahora regularlo de la mejor manera
posible. Pero como son precisamente los medios
intelectuales y materiales que han servido para
edificar este mundo amenazado de ruina, este
gigante con pies de barro, los que sirven ahora
para establecer el diagnóstico y recomendar
los remedios, no parece demasiado aventura
do pensar que tanto éstos como aquéllos son
bastante dudosos, y que están condenados, a
su vez, al fracaso.
XI
Cualquier reflexión sobre el estado del
31
mundo y sobre las posibilidades de intervenir
en él, si empieza reconociendo que su
punto de partida es, hic et nunc, un desastre
ya ampliamente consumado, tropieza con
la necesidad, y la dificultad, de sondear la
profundidad de ese desastre allí donde ha
producido sus principa les estragos: en el
espíritu de los hombres. Ahí no hay instrumento
de medida que valga, ni fichas dosimétricas, ni
estadísticas o índices a los que referirse. Pro
bablemente por eso son tan pocos los que se
adentran por ese terreno. Se habla mucho aquí
y allá de una catástrofe «antropológica», que
no se sabe bien si habría que situar en la agonía
de las últimas sociedades «tradicionales» o en
la suerte que se les augura a los jóvenes pobres
modernos, tal vez porque se mantie ne la
esperanza de preservar a las unas y de integrar
a los otros. Sin embargo, se cree que ya está
todo dicho cuando se ha denunciado como
un producto de la perversidad «neoliberal»,
recientemente inventado al parecer por la
famosa «globalización económica»: se evita
así reconocer, después de tantos años y
eslóganes «antiimperialistas», que ese aspecto
del desastre algo tiene que ver con una lógica
de universalización que está en marcha desde
hace mucho tiempo y que impli ca mucho
más que una simple «occidentalización del
32
mundo».2 Los innumerables sincretismos —a
medio camino entre los idiotismos locales y la
universalidad del mercado— que contribuyen
a acelerar tan poderosamente esta mecánica
de. la uniformación (los despegues indio, chino,
etc., que sacan partido de particula ridades
regionales, es decir, del material humano que
las formas anteriores de opresión les han
preparado eficazmente) demuestran que no
hay servidumbre, antigua o moderna, que no
pueda mezclarse armoniosa mente —en ese
sentido especial de armonía del que la Rusia
posburocrática proporciona un magnífico
ejemplo— con el sometimiento a la sociedad
total; por no hablar de las monstruosidades
absolutamente inéditas que se producen
apenas chocan esta modernidad y las regiones
del mundo a cuyo despegue no se renuncia:
piénsese en la propagación del sida o en
los niños-sol dado de África. Sin embargo,
por lo general nadie se atreve a lanzar una
mirada furtiva sobre lo que sucede allí con
las posibilidades y los deseos de los hombres
reales. Dicho toscamente, si bien en los términos
consagrados: tanto en el «Norte» como en el
2 «Posiblemente hay que ser marxista del Collége de France para ignorar
que la mercancía es por esencia, en su calidad de relación social, aniquilación
de toda particularidad cualitativa y de toda singularidad local en beneficio de la
universalidad abstracta del mercado. Si se acepta la mercancía, ha de aceptarse
su devenir-mundo, del cual cada mercancía particular es un agente, antes incluso
de ser fabricada en Taiwán» (Encyclopédie des Nuisances, Comentarios sobre la
parálisis de diciembre de 1995, marzo de 1996).
33
«Sur», la clase media, los «marginados» y los
excluidos» piensan y quieren lo mismo que sus
«élites» y que aquellos a quienes tienen por
«los amos del mundo».
Un cliché manido, que pretende resumir de
manera impactante los «callejones sin salida
del de sarrollo» y llamar al arrepentimiento,
afirma que para garantizar el modo de vida de
un americano medio al conjunto de la población
mundial, tendríamos que disponer de seis o
siete planetas como el nuestro. Obviamente el
desastre es, antes bien, que este «modo de vida»
—en realidad una vida parasitaria, vergonzosa
y degradante cuyos estigmas, bien visibles en
quienes la llevan, se completan con los retoques
de la cirugía estética— parezca deseable y sea
efectivamente deseada por la inmensa mayoría
de la población mundial. (Por eso la vulgaridad
de los nuevos ricos puede exhibirse con
semejante complacencia, sin conservar nada
de la compostura y la discreción burguesas:
suscitan la envidia —a pesar de todo siguen
necesitando guardaespaldas— pero no el odio
ni el desprecio que eran el preludio de las
revoluciones.)
Por lo demás, ciertos adeptos del «decrecimien
to», probablemente no del todo convencidos de
la factibilidad de sus recomendaciones, aluden
a veces a la necesidad de una «revolución
cultural» y al final remiten nada menos que
34
a una ¡«descolonización del imaginario»! El
carácter vago y lenitivo de semejantes deseos
piadosos, de los que no se dice cómo podrían
cumplirse, aparte del reclutamiento estatal
y neoesta-tal reforzado que seguramente es
consustancial a las proclamas decrecentistas,
parece estar destinado antes que nada a
reprimir la intuición del agudo conflicto que de
manera inevitable significaría intentar, o solo
concebir en serio, la destrucción de la sociedad
total, es decir, del macrosistema técnico al que ha
terminado por quedar exactamente reducida
la sociedad humana.
Desde que la medicina científica ha puesto a
punto la maquinaria que asegura una especie
de servicio de mantenimiento de semicadáveres,
y prolonga así indefinidamente su fin de vida,
suele decirse, a propósito de la decisión con
respecto a estos muertos vivientes, decisión
—que guste o no hay que tomar un día, sea
por motivos de coste o tal vez de ética— de
interrumpir esa apariencia de supervivencia; se
dice, pues, con gran elocuencia que habrá que
desconectarlos. La transposición a la sociedad
total, donde la humanidad entera se encuentra
bajo conexiones y perfusiones de todo tipo, se
impone por sí sola. Pero indica al mismo tiempo
que una interrupción de la maquinaria de la
vida artificial es poco menos que imposible de
imaginar para los habitantes de este mundo
35
cerrado: si algunos de ellos, entre los más
superequipados, disfrutan si se tercia, como
experiencia, la indigencia material, es en forma
de escapada en un trekking organizado, con su
teléfono móvil y la seguridad de volver a casa
en avión. Y puede uno en verdad preguntarse,
y con razón, en qué ruinoso estado quedaría
esta especie de humanidad si se viese
definitivamente privada de los impulsos que
le transmite su maquinaria. De modo que el
perfeccio namiento de su cableado resulta
para muchos la salida más realista: «La única
escapatoria para nuestros hijos: calzarse un
traje provisto con todos los biosensores que
la ley de Moore haya podido proporcionarles
para sentir, ver y tocar virtualmente, tragarse
una buena dosis de euforizantes y salir cada fin
de semana hacia el país de los sueños con la
estrella favorita, a una playa de las de antes de
la sexta extinción, con los ojos clavados en las
pantallas del casco, sin pasado y- sin porvenir».
Esto no es un extracto de algún homenaje al
genio visionario del Philip K. Dick de Los días
de Perky Val; es la conclusión de una obra muy
documentada (Jacques Blamont, Introduction
au siécle des menaces, 2004) de uno de esos
miembros del establishment científico que, una
vez concluida su carrera profesional y llegada
la jubilación, cantan de plano.
36
xii
La creencia en la racionalidad tecnomercantil
y en sus beneficios no se ha hundido bajo los
golpes de la crítica revolucionaria; tan solo se
ha visto obligada a moderar sus pretensiones
ante las pocas realidades «ecológicas» que no
ha tenido más remedio que admitir. Lo que
quiere decir que la mayoría de la gente sigue
adhiriéndose a ella, así como al tipo de felici
dad que promete; y que solamente acepta, de
grado o a la fuerza, disciplinarse, restringirse
un poco, etc., para conservar esta supervivencia
de la cual sabe ahora que no podrá aumentar
indefinidamente; que, antes bien, será
racionada. Las representaciones catastrofistas
que se difunden de forma masiva no están con
cebidas, por cierto, para hacer que se renuncie
a este modo de vida tan envidiable, sino para
hacer que se acepten las restricciones y las
disposiciones que per mitirán, así se espera,
perpetuarlo.
¿Cómo creer si no en algo así como un «agota
miento del petróleo»? Cuando lo que salta a la
vista es, principalmente, la espantosa plétora
de motores, máquinas y vehículos de todo tipo
que hay, hablar en términos de racionamiento
necesario, coches limpios, energía renovable
gracias a la industria eólica, etc., es, como poco,
desertar del bando de la verdad.
El fondo común a todas estas representaciones
37
catastrofistas es el ideal permanente de la
racionalidad técnica, el modelo determinista
del conocimien to objetivo; es, por lo tanto,
conceder más realidad a la representación
que los instrumentos de medición permiten
construir que a la realidad misma (a lo que es
«directamente vivido»); es no dar de hecho
estatuto de conocimiento más que a aquello
que ha pasado por el filtro de la cuantificación;
es creer ahora y siempre, a despecho de tantos
desmentidos, en la eficacia que semejante
conocimiento promete. El postulado
determinista de un futuro calculable por
extrapolación es en su versión de futurología
negra tan ilusorio como lo era en su versión rosa,
eufórica, de los años cincuenta (versión que
hace reír hoy día cuando se la compara con lo
que ha ocurrido realmente). En los escenarios
y los modelos de la catástrofe, se privilegiarán
los parámetros cuya evolución y cuyos efectos
parezcan mensurables, para salvar al menos la
idea de una acción o de una adaptación posible.
Pero en realidad los científicos no saben nada, o
al menos nada con certeza, de los procesos que
se empeñan en modelizar; ni del agotamiento
de las reservas de petróleo, ni de la evolución
de la demografía, ni siquiera de la velocidad y
de los efectos exactos de un cambio climático
que está no obstante muy avanzado. {Lo que
sí pueden en última instancia, y ya ha habido
38
quien lo ha hecho, es cuantificar —en miles
de millones de dólares— la contribución de
la biodiversidad a la economía mundial.) Lo
mismo ocurre en lo que respecta a poluciones
y contaminaciones de todo tipo: el inventario
de sus efectos combinados y acumulados
refleja con mucho retraso, y muy burdamente,
la realidad compleja y terrible del envenena
miento generalizado, que es en verdad
imposible de aprehender con los medios
tecnocientíficos.3
Si decimos que la realidad del desastre resulta
incomprensible con los medios que han servido
para producirla, con ello no queremos decir,
como se comprenderá, que dicha realidad sea
sin embargo menos abrumadora de como nos
la describen.
39
xiii
Los dos rasgos principales de la mentalidad
progresista, en su época triunfal, fueron la fe
en la capacidad de la ciencia y la tecnología
para dominar racionalmente la totalidad de las
condiciones de vida (naturales y sociales) y la
convicción de que para hacerlo los individuos
tenían que plegarse a una disciplina colectiva
capaz de asegurar el buen funcionamiento de la
máquina social, a fin de que la seguridad estu
viese garantizada para todos. Vemos que esos
rasgos, lejos de haberse borrado o difúminado,
están todavía más marcados en ese progresismo
vergonzante que es el catastrofismo. Por una
parte, se cree firmemente en la posibilidad de
conocer con exactitud todos los «parámetros»
de los «problemas medioambientales», y,
por ende, en la posibilidad de controlarlos
y «solucionarlos»; por otra, se acepta como
una obviedad que ello pasa por reforzar las
coerciones que se imponen a los individuos.
Nadie, sin embargo, puede ignorar que, a
ima gen y semejanza de la guerra siempre
perdida que la locura higienista libra contra
los microbios, cada progreso en la securización
ha conllevado la aparición de nuevos peligros,
riesgos inéditos y plagas hasta ese momento
insospechadas; ya sea en el urbanismo, donde
los espacios «criminógenos» se extienden con
el control, la segregación y la vigilancia; o en la
40
ganadería industrial, el medio esterilizado de los
hospitales y los laboratorios de catering, donde,
desde la legiones hasta el sras, prosperan las
nuevas enfermedades epidémicas. La lista
sería demasiado larga para reco gerla aquí.
Pero nada de esto desanima al progresista.
Parece, por el contrario, que cada nuevo fracaso
de la securización le reafirma en su creencia
en una tenden cia general «a mejor». Por
ello resulta completamente inútil pretender
razonar con él, como hacen las almas Cándidas
que le detallan los «estragos del progreso».
Ha podido a veces parecer abusiva la
manera en que ciertos textos de inspiración
crítica calificaban la tecnología moderna
de «totalitaria». Podía serlo, en efecto, en la
medida en que suponía tomar al pie de la letra
las profecías de la propaganda, que anunciaban
un control perfecto, un mundo definitivamente
securizado; en una palabra, la utopía policial
realizada. (En este sentido, por ejemplo, se ha
esgrimido en contra del control biométrico que
con su desarrollo «toda crítica y toda disensión»
llegarían a ser «imposibles»; sin embargo es más
bien al revés: la dimisión de todo pensamiento
es lo que permite y exige la instalación de este
control y de todos los demás.) En realidad
el to talitarismo (en un sentido histórico
preciso) jamás ha alcanzado en sí mismo la
perfección policial a la que aspiraba y que su
41
propaganda presentaba siempre como a punto
de realizarse, después de una última hornada
de ejecuciones (allí donde más se ha acerca
do, la China maoísta, fue al precio del caos que
todos conocemos). Justamente ahí, empero,
residía un ras go esencial del totalitarismo
como movimiento perpetuo; el de fijarse un
objetivo perfectamente quimérico: esta
manera de sustraer sus afirmaciones delirantes
al control del presente, pretendiendo que solo
el futuro revelaría sus méritos, le garantizaba
que mientras se mantuviera en pie su aparato
mejor organizado, el Partido, sus miembros no
podrían verse afectados ni por la experiencia
ni por la argumentación. El militante que ha
aceptado este primer atentado contra el sen
tido común lo aceptará todo: ningún fracaso,
ningún desmentido de la ideología por la
realidad le pertur bará ya. La identificación
con el movimiento y el conformismo absoluto
parecen haber destruido en él hasta la facultad
de ser afectado por su experiencia más directa.
En este sentido, en todo caso, puede decirse
que la ciencia y la tecnología modernas se
parecen, en cuanto organizaciones, a un
movimiento de masas to talitario; y no solo
(como señaló Theodore Kaczynski) porque los
individuos que participan o se identifican con
ellas obtienen un sentimiento de poder, sino
también porque una vez que se ha admitido
42
ese objetivo profundamente delirante que es
el control total de las condiciones de vida, una
vez se ha abdicado así de todo sentido común,
ningún desastre bastará jamás para hacer
entrar en razón al progresista fanatizado. Por el
contrario, verá en ello un motivo suplementario
para reforzar el sistema tecnológico, mejorar la
securización, la trazabilidad, etc. Así es como se
vuelve catastrofista sin dejar de ser progresista.
XIV
En tanto que falsa conciencia nacida
espontáneamente del suelo de la sociedad de
masas —es decir, del «medio ansiógeno» que
ha creado por todas par tes—, desde luego
el catastrofismo expresa en primer lugar los
miedos y las tristes esperanzas de todos los
que esperan su salvación de una securización
basada en el fortalecimiento de las coerciones.
Sin embargo también se percibe en él, a
veces con bastante claridad, una expectativa
de naturaleza completamente distinta: la
aspiración a una ruptura de la rutina, a una
catástrofe que sea realmente un desenlace que
despeje el horizonte, derribando, como por
arte de magia, los muros de la prisión social.
Esta catastrofilia latente puede llegar a saciarse
con el consumo de los numerosos productos
de la industria del entretenimiento elaborados
a tal fin; para el grueso de los espectadores, esta
43
descarga de placer-angustia será suficiente.
No obstante, aparte del mercado, algunos propo
nen otras ficciones, más teóricas o políticas,
que «hagan soñar» con el derrumbamiento de
un mundo. Estas especulaciones en torno a la
catástrofe redentora tienen su versión suave en
los ideólogos del «decrecimiento», que hablan
de una «pedagogía de las catástrofes». Pero
los marxistas más valerosos también quieren
creer que la «autodestrucción del capitalismo»
dejará un «vacío» y hará la tabla rasa sobre la
que podrá servirse finalmente el banquete de la
vida. Siguen en la órbita de la denegación, pues
no reconocen la ruina unificada del mundo y de
sus habitantes más que para desembarazarse
inmediatamente de ella por obra y gracia de la
«autodestrucción» y para engañarse con este
cuento fantástico: una humanidad que sale
intacta de su hundimiento en la modernidad
industrial, más dispuesta que nunca a reavivar
su amor innato a la libertad, sin enredarse
siquiera —¿ Wi-ji mediante?— en los cables de
su conéctica.
Existen sin embargo teorías más hará, verdade
ramente extremistas en su concepción de la
salvación por la catástrofe, donde ésta no es
vista solo como la encargada de producir las
«condiciones objetivas» de la emancipación,
sino también sus «condiciones sub jetivas»:
el tipo de material humano que se requiere
44
en tales escenarios para que se personifique
un sujeto revolucionario. La sinopsis de las
ficciones en cuestión puede encontrarse en
el Vaneigem de 1967: «Cuando una cañería
reventó en el laboratorio de Paulov, ninguno
de los perros que sobrevivieron a la inundación
conservó el menor rastro de su largo con
dicionamiento. ¿Tendrá el maremoto de los
grandes trastornos sociales menos efecto
sobre los hombres que una inundación sobre
los perros?». La única diferencia, ciertamente
notable, es que los «milagros» que entonces se
atribuían al «choque de la libertad» se esperan
ahora de un hundimiento catastrófico, es decir,
más bien de la dura necesidad. El uno espera
así que condiciones de supervivencia material
aún más deterioradas lleven, en las zonas más
devastadas, arrasadas y envenenadas, a una
indigencia tan absoluta y a tales desgracias que
entonces tenga lugar, de manera universal, de
manera caótica y episódica al principio, y luego,
con la multiplicación de esos enclaves donde
la insurrección llegue a ser una necesidad vital,
una «auténtica catarsis», gracias a la cual la
humanidad se regenerará y accederá a una
nueva conciencia, que será al mismo tiempo
social, ecológica, viviente y unitaria. (Esto no
es una caricatura, sino un fiel resumen del
capítulo final del último libro de Michel Bounan,
La loca historia del mundo, 2006.) Otros, que se
45
declaran más interesados en la organización y
en la «experimentación de masas», ven ya en
la descomposición de todas las formas sociales
una «oportunidad»: igual que para Lenin la
fábrica formaba el ejército de los proletarios,
para estos estrategas que apuestan por la re
constitución de solidaridades incondicionales
de tipo ciánico, el caos «imperial» moderno
forma las bandas, células de base de su partido
imaginario, que se agregarán en «comunas»
para marchar a la insurrección (La insurrección
que viene, 2007). Estas ensoñaciones catastrófilas
están de acuerdo en declararse encantadas con
la desaparición de todas las formas de discu
sión y decisión colectivas mediante las cuales
el viejo movimiento revolucionario había
intentado autoorganizarse: el uno se burla de
los consejos obreros, los otros de las asambleas
generales.
Para hacerse una idea más exacta de lo que
puede esperarse de un hundimiento de las
condiciones materiales de supervivencia, así
como de un retorno a formas de solidaridad
de clan, parece preferible mirar hacia el campo
de pruebas de Oriente Medio, esa suerte de
incubadora infernal donde cada agente de
posita por turnos sus embriones monstruosos
sobre un fondo de desastre ecológico y humano
desbocado.
46
XV
Fácilmente podríamos, a la manera de cierta
sociología semicrítica, relacionar las diversas
modalidades del catastrofismo con entornos
sociales jerárquicamente distintos, y señalar
cómo cada uno de ellos desarrolla la falsa
conciencia que le corresponde, idealizando a
modo de «solución» la actividad de gestión,
profesional o voluntaria, que es ya la suya en
la administración del desastre. Semejante
perspicacia de corto alcance, empero, deja
de lado lo más llamativo: el hecho de que no
hay casi nadie que se niegue a suscribir la
auténtica proscripción de la libertad que declaran
unánimemente los diversos escenarios
catastrofistas, sean cuales sean por lo demás
sus variantes o contradicciones. Pues incluso
allí donde no se está directamente interesado
en la promoción del encuadramiento y se
habla de emancipación, es para postular que
esta emancipación se impondrá como una
necesidad, no como algo querido por sí mismo
y buscado de manera consciente.
En efecto, es tal el rigor del encierro industrial,
la amplitud del deterioro unificado de las
mentalidades que ha conseguido, que quienes
aún tienen el coraje de no querer verse
completamente arrastrados por la corriente
y dicen estar dispuestos a resistir, rara vez
escapan, sea cual sea la condena que hagan del
47
progreso o la tecnociencia, de la necesidad de
justificar sus denuncias —o incluso su esperanza
en una catástrofe salvadora— con los datos que
suministra la burocracia de los expertos y con
las representaciones deterministas que éstos
permiten sostener. Todo ello para disfrazar
las leyes de la Historia —las mismas que nos
iban a llevar ineluctablemente del reino de la
necesidad al de la libertad— de demostración
científica; según la cual, por ejemplo, la ley
de Carnot acabará con la sociedad industrial,
ya que el agotamiento de las reservas de
combustibles fósiles la obligará —o al menos a
sus gestores— al decrecimiento convivial y a la
alegría de vivir.
Nuestra época, por otra parte tan pendiente de
los recursos que conoce, y de la hipótesis de
su agotamiento, jamás ha previsto recurrir a
aquellos, propiamente inagotables, a los que la
libertad podría dar acceso: empezando por la
libertad de pensar contra las representaciones
dominantes. Se nos objetará la vulgaridad de
que nadie escapa a las condiciones presentes,
que nosotros no somos diferentes, etc. Y,
desde luego, ¿quién podría jactarse de estar
haciendo otra cosa que adaptarse a las nuevas
condiciones, «apañándose» ante realidades
materiales tan aplastantes, aun cuando no lleve
la inconsciencia hasta el extremo de sentirse
satisfecho excepto en algún que otro detalle?
48
En cambio, nadie está obligado a adaptarse
intelectualmente, es decir, a aceptar que ha de
«pensar» con las categorías y en los términos
que impone la vida administrada.
XVI
Al inicio de sus Reflexiones sobre la historia
universal, señalaba Burckhardt que el
conocimiento del futuro, si fuese posible (lo
cual, en su opinión, no era), implicaría «un caos
de todas las voluntades y aspiraciones, pues
éstas solo pueden desarrollarse plenamente
cuando actúan “ciegas”, es decir, en gracia a sí
mismas y las propias fuerzas internas». Nuestra
época, en lo que a sí misma, se refiere, cree que
puede leer el futuro en las modelizaciones de
sus ordenadores, en cuyas pantallas el cálculo
de probabilidades, cuando no las leyes de la
termodinámica, traza su Mané, Te-qel, Ufarsin.
Pero probablemente hay que ver en ello,
dándole la vuelta a la intuición de Burckhardt,
el efecto antes que la causa del embotamiento
de la energía histórica, de la perdida del gusto
por la libertad y por la intervención autónoma;
o por lo menos hay que considerar que allí
donde la humanidad ha perdido cierto coraje
vital, allí donde ha perdido el impulso de actuar
directamente sobre su suerte sin certidumbres
ni garantías, se deja fascinar y abrumar por las
proyecciones del catastrofismo oficial.
49
XVII
Parodiando una vez más un célebre incipit,
podríamos decir que toda la vida de la sociedad
industrial mundial se presenta ahora como
una inmensa acumulación de catástrofes. El
éxito de la propaganda a favor de las medidas
autoritarias («Mañana será demasiado tarde»,
etc.) se basa en el hecho de que los expertos
catastrofistas se presentan como simples
intérpretes de fuerzas que es posible predecir.
Pero la técnica de la predicción infalible no es
lo único que se recupera del antiguo profetismo
revolucionario. Este conocimiento científico
del futuro sirve en efecto para introducir la
vieja figura retórica de la encrucijada, según
la cual la «humanidad» se encuentra frente
a una alternativa planteada así siguiendo el
modelo «socialismo o barbarie»: salvación de
la civilización industrial o hundimiento en un
caos bárbaro.4
El ardid de la propaganda consiste en afirmar
al mismo tiempo que el futuro es objeto de
4 «El ecologismo recupera todo eso y añade su ambición
tecno-burocrática de proporcionar la medida de todas las cosas,
de restablecer el orden a su manera, transformándose, en cuanto
ciencia de la economía generalizada, en un nuevo pensamiento
de la dominación. “Nosotros o el caos”, dicen los eco-lócratas y los
expertos reciclados, promotores de un control totalitario ejercido
por ellos, para adelantarse a la catástrofe en marcha. Será por lo
tanto ellos y el caos» (Encyclopédie des Nuisances, n.° 15, abril de
1992).
50
una elección consciente, que la humanidad
supuestamente puede hacer de forma
colectiva, como un solo hombre, con pleno
conocimiento de causa una vez instruida por
los expertos, y que ese futuro está regido por
un implacable determinismo que reduce esta
elección a la de vivir o perecer; es decir, vivir
según las directrices de los organizadores de
la salvación del planeta o perecer porque se
ha hecho caso omiso de sus advertencias. Una
elección como esa se limita por lo tanto a una
imposición, que resuelve el viejo problema de
saber si los hombres aman la servidumbre,
dado que de aquí en adelante estarán obligados
a quererla. Como cons tata el conmovedor
Latouche, con una simplicidad que quizá no sea
voluntaria: «En el fondo, ¿quién se alza contra
la protección del planeta, la preservación del
medio ambiente, la conservación de la fauna
y de la flora? ¿Quién es partidario del cambio
climático o de la destrucción de la capa de
ozono?» (La apuesta por el decrecimiento, 2006).
Según Arendt, el problema de la dominación
total era «fabricar algo que no existe, es decir,
un tipo de especie humana que se parezca a
otras especies animales, cuya única “libertad”
consis tiría en “preservar la especie”» (Los
orígenes del totali tarismo). Sobre la tierra
arrasada, que efectivamente se convertirá, por
la artificialidad técnica de la supervivencia que
51
siga siendo posible, en algo parecido a una
«nave espacial», este programa dejará de ser
una quimera de la dominación para llegar a ser
una reivindicación de los dominados.
La «falsa conciencia ilustrada», como la llamó
cierto autor que ha acabado tan mal que no
quedan ganas de mencionar su nombre, se
ha visto obligada a registrar cotidianamente
tal cantidad de informaciones abrumadoras,
referidas a los peligros que amena zan a la
sociedad industrial y a la vida de quienes están
encerrados en ella —todos nosotros—, que
acoge con un evidente alivio los escenarios
prospectivos que su ministran los expertos
y difunden los medios. En efecto, por muy
sombríos que sean, permiten al menos
organizar conforme a un esquema coherente
la confusión de un desastre que de otro modo
se renunciaría a comprender. Sabemos desde
hace mucho que, en los países llamados
democráticos por defecto, puesto que no
son totalitarios, la información abundante en
exceso, y ahora la «sociedad del conocimiento»
de internet, por la necesidad que crea de una
explicación, es un momento esencial de la
propaganda. Así pues, en la actual movilización
para «salvar el planeta», las representaciones
catastrofistas transmiten, junto con sus
esquemas explicativos, consignas positivas:
dictan las nuevas reglas de comportamiento
52
y difunden el pensamiento correcto. Pues los
temores que pregonan los expertos («Si no
cambiamos radicalmente nuestro modo de
vida», etc.) no son en realidad sino órdenes.
De este modo, la fábrica del consenso concede
el título de «toma de conciencia ecológica»
al resultado de sus propias operaciones, a la
docilidad para repetir sus eslóganes y someterse
a sus requerimientos y prescripciones. Celebra
el nacimiento del consumidor reeducado, del
ecociudadano, etc. E igual que en la época
en que había que inculcar las normas de
comportamiento exigidas por el consumo
abundante, cuando hay que conseguir que
se adopten las normas de la supervivencia
racionada, razonada, los niños son los primeros
objetivos de la propaganda, los que tendrán
que leerle la cartilla a sus padres tal y como
les han amaestrado los anuncios televisivos
(«Sin tu ayuda, los antibióticos pueden dejar
de curar»). Uno duda, por cierto, de seguir
hablando de niños a propósito de estos seres tan
precozmente duchos en todas las disciplinas
y operaciones tecnológicas, y ahora tan
uniformemente informados de la biodiversidad
y de su degradación, de la tasa de co2 en la
atmósfera, etc. Recogen con celo el testigo
de las campañas de res-ponsabilización («El
total es lo que cuenta») y vigilan la corrección
ecológica de sus progenitores. Sabedores de
53
que éstos, los adultos en general, habrán de
rendirles cuentas de lo que hayan hecho para
«preservar el planeta que ellos recibirán en
herencia», no se privan de exigir desde ahora
mismo que se respeten las consignas. Formados
así en la ciudadanía mili tante, denunciarán
ante la policía verde los incumplimientos que
detecten entre sus allegados. Y esto apenas
si es una extrapolación a la vista de un folleto
muy oficial que, hace algunos años, incluía para
ellos recomendaciones como estas: «Separo
mis basuras, informo de cualquier fuga de
agua... Me informo en el ayuntamiento de las
restricciones en caso de sequía y las transmito
a mis padres... No dejo que mis padres fumen
en el monte...»
xviii
Por muy frecuentemente imbricadas que
estén, distingamos, para caracterizarlas de
forma somera, las principales representaciones
catastrofistas del futuro que difunde la
propaganda y veamos cómo nos llevan no
solamente «a tragar y no encontrar amargo el
veneno de la servidumbre», sino a encontrarlo
sabroso y redentor.
Pasemos rápidamente por la escuela apocalípti
ca, que especula con una posible aniquilación
de la especie humana cuyo modelo sigue siendo
la conflagración nuclear. Un filósofo a sueldo
54
puede desde luego tener interés en seguir
glosando tediosamente —penoso remake del
Anders más caduco— la necesidad de «pensar
a la sombra de la catástrofe futura» (Jean-
Pierre Dupuy), pero es principalmente en su
calidad de representación difusa de un final
espantoso, alimentada por diversas ficciones
producidas por la industria cultural, como
este apocalipticismo colorea la resignación más
común con el carpe diem de un aplazamiento
de condena, reforzando así la aceptación con
la sensación de una prórroga inesperada.
La escuela del calentamiento es obviamente la
que cuenta con mayor número de partidarios,
pues es la que se beneficia del apoyo mediático
más constante. Lo que esta «verdad incómoda»
tiene efectivamente de tranquilizador es que
remite múltiples peligros y estragos que ya son
reales a un factor único (la emisión de dióxido
de carbono y otros gases de efecto invernadero).
Si bien el curso exacto del calentamiento sigue
siendo muy incierto tanto en su velocidad
como en sus efectos —aunque sin embargo
estamos todos lo bastante cultivados como
para que nos hablen de permafrost, de albedo y
hasta de clatratos y de la «cinta transportadora
oceánica»—, el escenario del cambio climático
permite promover todo un abanico de «solu
ciones» que apelan a la vez al Estado, a la
industria y a la disciplina individual del
55
consumidor consciente y responsabilizado:
medidas fiscales, ecología industrial (nuclear
incluida), geoingeniería planetaria, raciona
miento impuesto pero también voluntario
y hasta esas modernas indulgencias que se
ganan los que viajan en avión pagando una
«compensación por emisiones».
La escuela del agotamiento, que se asocia
muy a menudo con la precedente por apelar al
racionamiento y a la implantación de energías
alternativas, especula sobre todo con el final
de las reservas de combustibles fósiles, pero
también con el agotamiento de las reservas
de agua, de tierras cultivables, de biodiversi-
dad, etc. Esta catástrofe múltiple se discute
y se mide cada día con más precisión ya que
los conocimientos se acumulan a la misma
velocidad a la que desaparece su objeto.
También aquí, para imponer «un cambio de
rumbo», una «sociedad más austera», etc., se
recurre al Estado, a la industria, al civismo.
La escuela del envenenamiento está
representa da por una amplia gama de
expertos y de contraexpertos que forman el
gran batallón de los «lanzadores de alertas».
Rigurosamente especializados por obligación,
censan con detalle los efectos ya observables
o previsibles según criterios científicos de
las innu merables formas de contaminación
{procesos agroin-dustriales, disruptores
56
hormonales, contaminación genética,
nanotecnologías, ondas electromagnéticas),
sin olvidar las «clásicas» (química y nuclear),
y suelen cuidarse de no traspasar los límites
de su especialidad, salvo para denunciar un
«problema de salud pública». Tal precaución
en la crítica no basta sin embargo para impedir
la generalización de un sentimiento, empírico
pero más que documentado gracias a ellos, del
envenenamiento prácticamente definitivo del
medio vital. Y si bien la realidad proteiforme
de un entorno patógeno se compadece mal con
las esperanzas de salvación por la tecnología y
con los fervorosos llamamientos ciudadanos
a la vigilancia de la administración, es en
cambio muy propicia para la multiplicación de
obsesiones higienistas y sanitarias, para que
cada cual tenga que bregar constantemente
para preservar una salud que queda casi del todo
fuera de nuestro alcance. Esta falsa conciencia
«narcisista», privatizada, de peligros muy reales,
mueve ya un vasto sector de la producción
mercantil (desde los alimentos «ecológicos»
a la parafarmacia). Solo si se comprende
cómo esta forma de responsabilización
obsesiva permite permanecer ciego ante el
desastre puede explicarse, por ejemplo, que el
ayuntamiento de Nápoles, capital de una región
mundialmente conocida por sus varia dos
vertederos de productos tóxicos gestionados
57
por la Camorra, pudiera decretar en noviembre
de 2007 la prohibición de fumar en sus parques
públicos sin provocar una carcajada universal
(esta medida, antes al contrario, pareció tan
acertada que el municipio de Verona adoptó a
su vez una similar al día siguiente).
La escuela del caos, por último, pone el
acento en la dislocación social y «geopolítica».
A diferencia de las representaciones
catastrofistas más habituales, ésta no se
oculta que las «grandes crisis ecológicas» no
tendrán lugar en un clima de paz universal
y de apacigua miento de las tensiones
internacionales. No conforme, a diferencia de
las reflexiones «geoestratégicas» de ciertos
periodistas y analistas radiotelevisivos, con ha
cer el inventario de las zonas de fractura del
«nuevo orden mundial» nacido muerto, alerta
simultáneamente de la diseminación de los
medios de destrucción, el fin del monopolio
estatal de la violencia y las diversas formas de
«brutalización» emergentes. Ha llegado incluso
a dejar constancia de una deshumanización
que no deja de tener su relación con la
extensión universal del nuevo medio técnico.
Completamente incapaz de proponer nada
que tenga siquiera el aspecto de una solución,
como no sea desear una «correcta gobernanza»
mundial, es obvio que no tiene mucho eco.
58
XIX
Quizás parezca excesivo, cuando no absurdo,
asi
milar las representaciones catastrofistas
dominantes a una propaganda. Considérese
sin embargo con qué discreción la industria
nuclear y su notable contribución a la calidad
de nuestro medio ambiente se van difuminando
—en épocas preindustriales habríamos dicho
«esfumando»—5 del catálogo de amenazas que
elaboran los expertos catastrofistas. La industria
nuclear denominada civil, de la cual sabemos
cuán fácilmente puede dejar de serlo para volver
a su vocación militar original, es mencionada
a veces por parte de los heraldos de la escuela
del caos por los riesgos de «diseminación» y
de «proliferación» que provoca en materia de
armamentos; más rara vez, aparece en boca de
otros observadores a causa de contaminacio
nes constatadas tras diversos «incidentes». Lo
más frecuente, por el contrario, es que figure
mucho más honorablemente en el arsenal
de las remediaciones tec nológicas, gracias a
las cuales se supone que vamos a superar las
dificultades que se avecinan para alcanzar la
Tierra Prometida de una economía sostenible.
Algunos se entusiasman con la fusión, verdadera
panacea que nos hará entrar en esa «economía
5 Juego de palabras intraducibie entre estomper («difuminar,
esfumar») y el doble significado del verbo gazer («velar, disimular,
cubrir con una gasa», pero también «intoxicar con un gas, gasear»).
(N, del t.j
59
del hidrógeno» en la que los iluminados de
la revolución a través del progreso industrial
han llegado a ver incluso el único requisito
que faltaba para la realización del comunismo.
Otros, con más prudencia, señalan que hará falta
al menos un siglo, en el mejor de los casos, para
dominar esta maravillosa fuente de energía; y
que, entretanto, la única solución para reducir
las emisiones de gases de efecto invernadero
es iniciar inmediatamente la construcción de
nuevas centrales, con los llamados «reactores
de tercera generación», tal vez un poco
menos seguros que los siguientes, de «cuarta
generación», pero que ya están disponibles.
Estos propagandistas de la energía nuclear
realmente existente como energía limpia, o casi
limpia, se cuentan entre los defensores más
activos del escenario de crisis climática. Y para
ello no tienen necesidad de estar de manera
oficial en la nómina del Comisariado de la
Energía Atómica o discretamente a sueldo de
la industria nuclear: les basta con considerar
de modo realista el período de «transición
energética» por el que va a tener que pasar la
sociedad industrial. Ade más del ecologista-
cibernetista Lovelock, son muchos los expertos
catastrofistas que subrayan lo particular
mente irresponsable que es andar discutiendo
todavía las virtudes e inconvenientes de la
energía nuclear, cuando en China se inaugura
60
una central térmica de carbón a la semana y se
aprestan a poner en circulación varias decenas
de millones de vehículos cada año. Otros
expertos, más numerosos aún, se conforman
con no tener que abordar este penoso asunto
del indispensable recurso a la energía nuclear,
que de algún modo podría estropearles el
panorama de una futura sociedad sostenible.
Por lo demás, ni unos ni otros se molestan
tampoco en señalar la parte irrisoria de la
nuclear en el suministro energético total, ya
sea a día de hoy —Francia incluida— o .en
un eventual relanza miento intensivo de la
nuclearización. La misma clase de mutismo se
aplica a la cuestión de la disponibilidad durante
siglo y medio largo de reservas de carbón y a
las condiciones en que podrían obviarse las
objeciones (coste, «captura» de co2) que se
oponen a la utilización de técnicas llamadas
coal to liquid y que permiten obtener carburante
mediante la licuefacción del carbón.
XX
Después de atreverse a señalar que «los
diagnósticos certeros de Lester Brown, Nicolás
Hulot, Jean-Marie Pelt, Hubert Reeves y otros
muchos, que terminan indefectiblemente con
un llamamiento a la “humani dad”, no son
más que sopicaldos sentimentales», el pe
riodista Hervé Kempf invitaba recientemente
61
a «com prender que crisis ecológica y crisis
social no son sino las dos caras de un mismo
desastre» (Cómo los ricos destruyen el planeta,
2007). En cierto modo, lo que está proponiendo
es, pues, desarrollar una crítica social de
la nocividad. Pasemos por alto el carácter
cuando menos poco novedoso de esta primicia
teórico-periodística. Por muy grande que sea
su retraso, la intención podría ser loable, y
meritoria, viniendo de alguien tan novato en
este terreno. Por lo tanto, uno siente curiosidad
por descubrir qué puede significar, para el «es
pecialista en medio ambiente» del periódico
Le Monde, este «análisis político radical
de las actuales relaciones de dominación»
que convendría articular con la «in quietud
ecológica» sin tardanza: «De aquí a diez años,
tendremos que haber cambiado el rumbo».
Porque a pesar de todo, Kempf se considera
«optimista»: las «soluciones afloran», «desde
Seattle y la protesta contra la Organización
Mundial del Comercio»; «el mo vimiento
social ha despertado» y la oligarquía podría
verse dividida (y un sector de ella «quizá esté
tomando claramente partido por las libertades
públicas y el bien común»); «el gremio de los
periodistas podría despertar»; y la izquierda
«desfalleciente» podría renacer «uniendo
las causas de la desigualdad y la ecología».
Como podemos ver, no hay peligro de que la
62
crítica social y el análisis de las relaciones de
dominación le lleven a nada más radical que
a la denuncia de las fechorías de la oligarquía
depredadora y codiciosa de los «megaricos».
Aunque nada de esto sea más consistente o
esclarecedor que una antología con the best of
Le Monde diplomatique de los últimos veinte
años, Kempf es interesante, y hasta instructivo,
por aquello de lo que no habla. Pues su
tentativa crítica omite ejemplarmente analizar o
mencionar siquiera el componente principal y
ciertamente el más visible de las «actuales rela
ciones de dominación», aquel que un siglo xx
aplastado por los «totalitarismos de transición»,
según la fórmula de Mumford, ha legado al
siguiente: la burocracia. De este modo, como
sucede siempre en los inofensivos sucedáneos
críticos que quieren poner en tela de juicio
el desarrollo económico sin responsabi lizar
jamás al Estado, las mejores aportaciones de
un siglo de crítica social son, inocente y muy
convenientemente, condenadas al olvido.
Sin remontarse hasta la polémica anarquista
con tra el estatismo marxista, es en el
movimiento obrero organizado, es decir, en el
encuadramiento político y social de las luchas
obreras, donde primero se observó y analizó la
formación de una burocracia moderna, distinta
de la antigua burocracia de funcionarios del
Estado. Michels y antes que él Machajski (Le
63
Socialisme des intellectuels) identificaron muy
pronto algunos rasgos de lo que llegaría a
ser en Rusia una nueva clase, por la vía de la
apropiación totalitaria del poder. De forma
paralela, en los países en que las relaciones
de producción seguían estando dominadas
por los capitalistas privados, la organización
racionalizada de la producción y del consumo
de masas (la necesidad de coordinar el trabajo
que una división cada vez más exhaustiva
estaba haciendo añicos) fue dando lugar
progresivamente al nacimiento de una
burocracia de managers; al tiempo que la Gran
Depresión empujaba al Estado norteamericano
a regimentar el capitalismo privado, poner
en marcha mecanismos de regulación de la
economía, empezar grandes obras de interés
público para absorber el paro, etc., inicio de una
planificación que terminó conociéndose como
New Deal. Esta tendencia a la burocratización
del mundo, dentro de la cual parecía inscribirse
la renovación de los mé todos totalitarios
de dominación por parte del fascis mo y el
hitlerismo, fue teorizada por Rizzi, y más tarde
por Burnham, de una forma aparentemente
objetiva y en realidad apologética (en nombre
del «sentido de la historia»), lo que, aplicado
a realidades tan repug nantes, era entonces
bastante original. Después de la Segunda
Guerra Mundial y la derrota de la forma fascista
64
del totalitarismo, precipitada por elecciones
estratégicas demasiado irracionales (la forma
estalinista, aún más irracional en la gestión de
la economía, debe a su pertenencia al bando de
los vencedores el hecho de haber sobrevivido
todavía unas cuantas décadas), se prosigue el
desarrollo de la burocracia de los ma-nagers,
juntamente con el de una «investigación cien
tífica» asimismo burocratizada durante la
guerra y en lo sucesivo al servicio directo de
la industria: la organización y la división del
trabajo propias de la fábrica se extienden a
todo con la abundancia de mercancías. Pero
es principalmente en las burocracias estatales
(primero en las nacionales y luego, tal vez
aún más, en las supranacionales) donde crece
la influencia de planificadores, gestores y
demás tecnócratas que son considerados y se
tienen a sí mismos como la encarnación de la
racionalidad superior del capitalismo entendido
como un «sistema». La ideología cibernética
—de la cual proviene, conviene recordarlo,
la noción de ecosistema— corresponde a
esta fase de ascenso de la burocracia de los
expertos y expresa sus ilusiones antihistóricas,
exactamente igual que el estructuralismo, que
es su retoño en las «ciencias humanas».
A finales de los años sesenta, y sobre todo en los
años setenta, en respuesta a la crítica que tanta
gente, particularmente la juventud, dirigía
65
entonces contra la producción y el consumo
de mercancías, comienza a formularse entre
los planificadores (expertos del mit y del Club
de Roma) un programa de estabiliza ción
burocrático-ecológica de la economía, que
había que reconocer ya inmersa en una «carrera
desbocada» hacia la catástrofe. Por aquella
época cierto marxista podía ironizar con toda la
razón a propósito de esta nueva manifestación
de falsa conciencia por parte de unos expertos
que, después de haberse engañado a sí mismos
en cuanto al alcance real de su actividad cuan
do planificaban un crecimiento infinitamente
organizado, se contentaban con invertir esa
representación ideológica creyendo ahora que
podían imponer al capitalismo un «crecimiento
cero» incompatible con su propia esencia;
dicho marxista señalaba además, y con no
menos razón, que «los ecologistas omiten
precisar en qué fuerzas sociales y políticas
piensan apoyarse para operar semejante
revolución en la máquina del Estado
capitalista» (Pierre Souyri, La Dynamique
du capitalisme au vingtiéme siécle, 1983). Este
mismo autor añadía unas observaciones
extremadamente sensatas, que nos devuelven
al meollo de nuestra argumenta ción: «Las
campañas alarmistas desatadas a propósito de
los recursos dél planeta y del envenenamiento
de la naturaleza por la industria no anuncian
66
en verdad ninguna intención por parte de los
círculos capitalistas de detener el crecimiento.
Más bien al contrario. El capitalismo se
adentra ahora en una fase en la que va a verse
obligado a poner a punto todo un conjunto
de técnicas nuevas de producción de energía,
de ex tracción de minerales, de reciclaje de
basuras, etc., y a transformar en mercancía una
parte de los elementos naturales esenciales
para la vida. Todo ello anuncia un período
de intensificación de las investigaciones y
transformaciones tecnológicas que exigirán
inversiones gigantescas. Los datos científicos y
la toma de conciencia ecológica son utilizados
y manipulados para construir los mitos
terroristas cuya función es hacer que se acepten
como imperativos absolutos los esfuerzos y los
sacrificios que serán indispensables para que
el nuevo ciclo de acumulación capitalista que
se está anunciando se lleve a cabo» (ibídem).
La perspectiva así esbozada —en una obra
publicada de manera postuma pero redactada
antes de 1979, fecha de la muerte del autor—
tenía el mérito de concebir la posibilidad de
que pudiera superarse, sin franquear por ello
los límites del modo de producción capitalista,
la contradicción entre la dinámica objetiva de
éste y una regulación autoritaria de la economía
en nombre de la racionalidad ecológica.
Viendo cómo se pone efectivamente en marcha
67
hoy día una «gestión de crisis» permanente,
alguien podría preguntarse si es la burocracia
de los expertos la que asciende al poder o es el
poder el que, en el curso del hundimiento de la
sociedad industrial, queda a su alcance. Lo cual
sería probablemente plantear mal el problema.
Pues ¿quiénes son los que se hacen cargo de
la administración del desastre, o se disponen
a ello? Nunca han dejado de surcar las aguas
del poder, y de cruzarse en ellas. Sería tedioso
dar una descripción detallada de esas redes,
no siendo nuestro objetivo hacer sociología
de las organizaciones. Al fin y al cabo, nadie
que sepa mínimamente en qué mundo vive se
sorprenderá de las connivencias, las coopta
ciones y los intercambios de favores que
aseguran la renovación participativa de los
equipos y las directrices. Es aquí, entre los
diseñadores y los agentes de los programas de
desarrollo que se pusieron en marcha a partir
de la posguerra, donde apareció una minoría de
disidentes de la casa —algunos se declararán
incluso «objetares al crecimiento»— que
empezarían a «dar la voz de alarma» sin dejar
de conservar un pie, o de colocar a sus amigos,
dentro de las instituciones, de sus coloquios,
seminarios y think tanks, donde quedan
pragmáticamente integrados los partidarios de
una crítica ecológica expurgada de cualquier
relación con la crítica social. Escenario de
68
«suma positiva»: los unos procuraban los
argumentos tecnocientíficos de los cuales
los otros estaban ávidos para poder hablar el
mismo lenguaje; ellos mismos, unidos a los
ambientalistas de estricta observancia que
encontraron aún más rápido con quién hablar
en las grandes organizaciones internacionales,
encarnaban esa representación de la «sociedad
civil» indispensable en toda estrategia de
lobbying institucional.
En cualquier caso, mal que les pese a los
amantes de una crítica-ficción melodramática y
conspirativa, este relevo en «la casta cooptada
que gestiona la dominación» se produce a plena
luz del día es orquestado a bombo y platillo,
«exhibido en la escena del espectáculo»; y lo
menos que puede decirse es que no se pre
senta como el rayo, «que solo se ve cuando
fulmina». Pronto hará cuarenta años que se
nos anuncia, por boca de doctos oráculos,
que el tiempo apremia, que no quedan más
de diez años para cambiar el rumbo, y hacer
frente a este desafío radicalmente nuevo,
«magnífico pero terrible», etc.6 (En 1992,1.600
6 «El ecologismo, por lo demás, no ha tardado en hacerse
polí
tico; tan buena predisposición no podía permanecer sin
uso. De 1972 en adelante, multitud de cumbres y de informes
razonablemente especializados y alarmistas fueron tomando
el relevo [...]. Es así como, a partir de 1987, la comunidad in
ternacional empieza a hablar de comprometerse en la vía de un
desarrollo sostenible, inepta quimera cuyo éxito universal resume
por sí solo los progresos del encierro en la mentalidad industrial»
69
científicos, entre ellos 102 premios Nobel,
dirigieron un «aviso a la humanidad» en el
que afirmaban que «no quedan más que una
o dos décadas antes de que hayamos perdido
cualquier posibilidad de escapar a las ame
nazas que nos acechan y las perspectivas de
futuro de la humanidad se vean drásticamente
reducidas».) Podría bromearse a costa de un
estado de emergencia que se declara con tan
poca prisa, pero la explicación es muy simple.
Solo hacía falta que, franqueado un umbral
en las agresiones contra los equilibrios natu
rales, llamadas «externalidades negativas», el
management capitalista aprendiese a reconocer
su positividad potencial y llegase a ver en ello,
a través de la única «toma de conciencia» que
puede ponerse en el activo de los expertos
catastrofistas, un yacimiento de rentabilidad
perpetua de la cual ya solo tenía que conven
cer a clientes y accionistas.
XXI
En respuesta a las almas Cándidas que
se sintieron ofendidas cuando una gestora
americana se apresuró a definir el tsunami
de diciembre de 2004 como una «maravillosa
oportunidad» («que nos ha resultado muy
rentable»), se señaló oportunamente que con
ello no hacía más que expresar, es verdad que
(René Riesel, Los progresos de la domesticación, 2003).
70
de una manera más bien impertinente, una
realidad del capitalismo (cfr. Naomi Klein, «The
Rise of the Disaster Capita-lism», The Nation,
2 de mayo de 2005). Había sin embargo cierta
ingenuidad en retrotraer la instauración de
este «capitalismo del desastre» —fórmula que
es en sí misma una especie de pleonasmo—
a la devastación de Centroamérica por
el huracán Mitch (octubre de 1998) y en
colocar principalmente bajo esta rúbrica las
operaciones exteriores de la administración
estadouni dense y del Banco Mundial,
planificadas para preparar al mismo tiempo
las intervenciones militares del día de mañana
y la reconstrucción de países que todavía no
han sido destruidos. (Por lo demás, hemos
podido ver cómo se entregaba Nueva Orleans,
devastada por un huracán, a las mismas firmas
que Irak o Afganistán, para ser reconstruida
más bonita y más limpia, más típica y
menos negra.) Pues el desencadenamiento
de un sinnúmero de calamidades, con sus
combinaciones imprevistas y sus aceleraciones
brutales, inaugura umversalmente un fabuloso
programa de obras para los trusts planetarios
del capitalismo.
A propósito del calentamiento global en ocasio
nes se habla, para poner la indispensable nota
de optimismo, de la viña que muy pronto se
cultivará en Gran Bretaña, como el trigo en
71
Siberia, o de la fusión de los hielos del Ártico,
que abrirá nuevas vías marítimas y permitirá
buscar el petróleo que seguramente esconde
el océano Polar. Pero estas roborativas noticias
solo explican de manera muy parcial qué
clase de Paso del Noroeste inaugura la debacle
de la naturaleza para la razón económica,
especialmente cuando va a ser preciso fabricar
todo de nuevo, una vida artificial entera, con
sus sucedáneos y sus paliativos tecnológicos
cada vez más costosos, es decir, rentables
para la industria. A partir de los proyectos
de «terraformación» destina dos a crear
condiciones de supervivencia aproximada
en los planetas accesibles a la conquista
espacial, se han concebido técnicas llamadas
de «geoingeniería», dado que es la Tierra
misma la que se vuelve ahora un planeta hostil
e inhabitable y es por lo tanto aquí donde hay
que empezar a experimentar esta ordenación
del territorio a escala del sistema solar. La
nasa y los grandes laboratorios americanos
encuentran así la oportunidad de promover
una «versión medioambiental» del programa
de escudo espacial antimisiles conocido como
«Guerra de las Galaxias». (Edward Teller, el
mismo que tumbó a Oppenheimer y dirigió los
trabajos de la bomba termonuclear, después de
haber sido el instigador de esta «Iniciativa de
Defensa Estratégica», fue uno de los primeros
72
—a partir de 1997— en defender públicamente
la necesidad de la geoingeniería.)
Estos proyectos grandiosos, que los
climatólogos más sensatos rechazan por
las «acciones imprevistas» que podrían
desencadenar, recuerdan los delirios de
un científico loco de tebeo. Los hay más
prosaicos, pero no menos representativos
de las «maravillosas oportunidades» que
ofrece una Tierra que ya ha tornado invivible.
La ecología industrial propone ya planes de
ciudades sostenibles o ecociudades «con cero
emisiones», reciclaje de residuos, energía solar
y todas las comodidades electrónicas. Estas
nuevas urbes coloniales se construirán —en un
estilo arquitectónico por supuesto respetuoso
con las tradiciones locales— en primer lugar
en China o en Abu Dhabi, escapara tes del
imperialismo tecnológico que ha conseguido
certificado de calidad ambiental. Pero las
oficinas técnicas de las firmas de ingeniería
se han puesto manos a la obra por doquier en
previsión de las nuevas normas que dictará la
gobernanza ecológica. En su euforia después
de «la Grenelle de l’environment» que promete
cuotas de mercado, cierto hombre de negocios
llegaba a adoptar con toda naturalidad los aires
marciales del director de koljós que recuerda
los objetivos del plan quinquenal y enumera
los eslóganes del Gran Salto Adelante de la
73
economía sostenible: «movilización nacional...
emergencia ecológica... defensa de nues
tro planeta... futuro de nuestros hijos»; sin
dejar de subrayar que «la voluntad política
de rehabilitación y construcción de viviendas,
barrios o incluso ciudades ecológicas representa
para la industria una formidable oportunidad
de crecimiento» (Gérard Mestrallet, presidente
de Suez, «L’environnement, catalyseur
d’innovation et de croissance», Le Monde, 21 de
diciembre de 2007). Para completar el cuadro y
respetar a la vez la paridad, citaremos también a
una directiva de desarrollo sostenible del grupo
Veolia-Environne-ment, no menos entusiasta:
«La construcción y la re novación “verdes”
están en marcha, es un mercado inmenso,
abundante, ilusionante y muy prometedor,
hasta tal punto que el nuevo Eldorado es hoy
el de la clean tech en la edificación, es decir,
tecnologías limpias en referencia a la imperiosa
necesidad de reducir la huella de carbono de
todas las construcciones del mundo, conforme
a la hoja de ruta fijada» (Geneviéve Ferone,
20^0, le krach écologique, 2008).
xxii
Es conocido el papel que han desempeñado
siempre las guerras, en el curso de la historia
moderna, para acelerar la fusión de la
economía y el Estado. Y es precisamente una
74
guerra lo que hay que librar para vencer a la
naturaleza estropeada por las operaciones
previas de la razón económica y sustituirla
por un mundo íntegramente producido, mejor
adaptado a la vida en la alienación.7 Uno de los
propagandistas americanos de la reconversión
ecológico-burocrática del capitalismo (menos
alucinado que Rifkin con su final del trabajo y
su economía del hidrógeno), Lester Brown, ha
apelado explícitamente a una «movilización de
tiempos de guerra» y ha propuesto el modelo
de la reconversión del aparato productivo
que tuvo lugar durante la Segunda Guerra
Mundial; subrayando no obstante la diferencia
de que, puesto que esta vez se trata de «salvar
el planeta amenazado y nuestra civilización en
peligro»,
«El estado de excepción ecológico es a la
vez una economía de guerra que moviliza la
producción al servicio de intereses comunes
definidos por el Estado, y una guerra de la
economía contra la amenaza de movimientos
de protesta que puedan llegar a criticarla sin
rodeos» («Mensaje dirigido a todos aquellos
que no quieren administrar la nocividad sino
suprimirla» [1990], Encyclopédie des Nuisances,
n.° 15, abril de 1992).
la «reestmcturación económica» no debería
ser temporal sino permanente. Rememorando
«el año 1942, testigo de la mayor expansión de
75
la producción industrial de la historia del país»
(un poeta americano que había sido soldado
en los combates en Europa resumió así la cosa:
«Por cada obús que tiraba Krupp, General
Motors devolvía cuatro»), se exalta con el
recuerdo de aquella movilización total, con su
racionamiento y su organización autoritaria:
«Esta movilización de recursos en cuestión de
meses demuestra que un país y, de hecho, el
mundo puede reestructurar su economía con
rapidez si está convencido de la necesidad de
hacerlo». Inflamado por el ejemplo que diera
entonces la industria de la matanza masiva,
se expresa en un estilo de relaciones públicas
puesto a punto en la misma época para sustituir
al viejo adoctrinamiento: «Disponemos de la
tecnología, de los instrumentos económicos y
de los recursos financieros necesarios [...] para
desviar nuestra civilización de su trayectoria
de declive y para ponerla en una senda que le
permita proseguir con el progreso económico»
(Salvar el planeta. Plan B: ecología para un mundo
en peligro, 2007).
Este prototipo bastante acabado de ecolócrata,
experto catastrofista desde hace casi cuarenta
años, no es ciertamente el único que «tiene
un plan» (otros hablan por ejemplo de un
«plan Marshall del clima»), pero el suyo tiene
el incontestable mérito de estar formulado a
la americana, con una brutalidad campecha
76
na y una buena conciencia absoluta, sin las
precauciones oratorias y los circunloquios en
que se enredan aquí los estatistas de izquierdas
y los ciudadanistas más o menos decrecentistas.
Redactado conforme a los protocolos de
la gestión burocrática (indicadores, tablas,
estadísticas y cálculo de financiación de objeti
vos; podemos enterarnos hasta del coste,
«por pérdi da de ingresos potenciales», de
la «disminución del Coeficiente Intelectual
ligado a la intoxicación prenatal por mercurio»:
8.700 millones de dólares), no oculta que se
trata de un programa de concentración del
poder: «De lo que el mundo tiene necesidad
en nuestra época no es de más petróleo, sino
de más go-bernanza». Esta «hoja de ruta» para
un capitalismo del desastre ecológicamente
correcto no ha ofendido sin embargo a nadie,
tan avanzada está ya la educación del público
que dicha hoja preconiza («Una necesidad
de gobernanza mediática se abre paso
paralelamente a la necesidad de gobernanza
política»). Así puede citarse favorablemente a
Lester Brown, como hace La-touche, mientras
se alardea de estar en guardia ante una
hipotética amenaza de «ecofascismo».
Un consenso poco menos que universal se
ha establecido, pues, en pocos años entre los
defensores de «nuestra civilización» en torno
a la necesidad de una gobernanza reforzada
77
ante la crisis ecológica total; y es preciso
deducir de ello que está cerrándose el parénte
sis «neoliberal», durante el cual el capitalismo
restauró la rentabilidad de sus inversiones
disminuyendo drás ticamente no solo sus
costes salariales sino también sus «gastos
extraordinarios» estatales. Se ha querido a
veces fechar con exactitud este cambio de
tendencia, retrotrayéndolo al año 2005, pues a
partir de ese momento se multiplican, con la
oficialización de la crisis climática, los signos
de un aggiornamento ideológico en la esfera
del poder; en particular el «informe Stern» de
octubre de 2006: «Este documento saca a la
ecología del campo político, ocupado desde
hace treinta años por las ong y los partidos
de izquierda antilibera les [sic], y la instala
definitivamente en el centro de la evolución
del capitalismo contemporáneo» (Jean-Mi-chel
Valentín, Écologie et Gouvernance mondiale,
2007). Pero en realidad la colaboración abierta
entre asociaciones ecologistas, ong, empresas
y administraciones se remonta en ciertos
sectores a los años noventa.
La tentativa de reorganización burocrático-
ecológica que se produce ahora ciertamente
no tiene nada de procedimiento de
«racionalización» aplicado en frío. Tiene lugar
justamente en la catástrofe, pues al calor del
incendio del mundo las diversas burocracias
78
encargadas de la gestión especializada de
cada sector de la sociedad de masas alcanzan
su punto de fusión. El proceso ya iniciado solo
puede precipitarse con la crisis financiera que
pone fin a un ciclo especulativo, pero que, en
sí misma, es principalmente una manifestación
del hecho de que la proximidad del vencimiento
de los plazos ecológicos anunciados desde hace
tanto disuade al capitalismo (con mucha mayor
eficacia que las denuncias grandilocuentes
de la «locura financiera») de concederse a sí
mismo demasiado crédito. (De tal modo, el
hundimiento de la especulación inmobiliaria
en los Estados Unidos es también un efecto
del final del petróleo barato.) El proyecto
de adecuación ecológica del capitalismo
llega a tiempo para la reorganización de la
producción, en particular la del vasto sector de
«construcción y obra pública» —que incluye
la «ingeniería civil»—, industria pesada de una
«nue va revolución industrial» cuyo modelo
utópico sería Dubai, «que produce su agua por
desalación, regula su temperatura, filtra los
rayos del sol, controla todos los parámetros
de la vida para realizar el oasis ideal; donde
el tiempo, el clima y el mundo se detienen en
un presente perfecto» (Hervé Juvin, Produire le
monde. Pour une croissance écologique, 2008). En
esta utopía posthistórica, sueño de una «salida
de la naturaleza» («La promesa suprema está
79
a nuestro alcance: que la no suceda nada, en
ninguna parte, jamás, que no hayamos decidido
nosotros», ibíd.), la supervivencia, organizada
y regulada en bloque por la administración del
desastre, nos la revenderán al por menor en la
producción de mercancías.
xxiii
La burocracia de los expertos, nacida con el
desarrollo de la planificación, fabrica para el
conjunto de los gestores de la dominación el
lenguaje común y las representaciones gracias
a las cuales comprenden y justifican éstos su
propia actividad. Con sus diagnósticos y sus
prospectivas, formulados en la neolengua del
cálculo racional, cultiva la ilusión de un control
tecnocientífico de los «problemas». Defender el
programa de una supervivencia íntegramente
administrada es su vocación. Es esta burocracia
la que lanza regularmente alertas y advertencias,
contando con la emergencia que hace valer
para quedar asociada de modo más directo a la
gestión de la dominación. En su campaña por
la instauración del estado de excepción, nunca
le ha faltado el respaldo de todos los estatistas
de izquierda y demás ciudadanistas, y a partir
de ahora apenas encontrará objeciones entre
los gestores de la economía, pues la mayoría
de ellos ve en la perspectiva de un desastre
sin firtal un relanzamiento permanente de
80
la producción mediante la búsqueda de la
«ecocompatibilidad». Una cosa que tiene ya
asegurada es que a la hora de aplicar la vieja
receta keyne-siana de los programas de obras
públicas, resumida en la fórmula «hacer
agujeros para luego taparlos», va a encontrar
bastantes «agujeros» ya hechos, estragos que
reparar, basuras que reciclar, poluciones que
limpiar, etc. («Vamos a tener que reparar lo
que nunca ha sido reparado, gestionar lo que
nadie ha tenido que gestionar jamás», ibíd.).
El encuadramiento de este nuevo «ejército de
trabajo» está ya en pie de guerra. Así como el New
Deal consiguió la adhesión de prácticamente
todos los intelectuales y militantes de izquierda
de referencia en Estados Unidos, el nuevo
curso ecológico del ca pitalismo burocrático
moviliza a lo largo y ancho del mundo a
todos los «amables apparatchiks» de las cau
sas justas medioambientales y humanitarias.
Se trata de jóvenes especialistas, entusiastas,
competentes y ambiciosos: formados sobre el
terreno, en ong y asociaciones, en la dirección
y la organización, se sienten capaces de «hacer
que las cosas vayan avanzando».
Convencidos de encamar el interés superior
de la humanidad, de estar yendo en el sentido
de la historia, están provistos de una absoluta
buena conciencia y, por si fuera poco, de la
certidumbre de tener las leyes de su parte:
81
las leyes que ya están en vigor y todas las que
esperan conseguir que se promulguen. Pues
cada vez quieren más leyes y reglamentos,
y es ahí donde coinciden con el resto de
progresistas, «antiliberales» y militantes del
partido del Estado, para quienes la «crítica
social» consiste, al estilo Bourdieu, en invitar a
los «dominados» a «defender el Estado» contra
su «desmantelación neoliberal».
Nada indica mejor en qué sentido el catastrofis
mo de los expertos es algo bien distinto de
una «toma de conciencia» del desastre real
de la vida alienada que la manera en que
milita para que cada aspecto de la vida, cada
detalle del comportamiento, quede conver
tido en objeto de control estatal, dirigido por
normas, reglas y prescripciones. Todo experto
convertido al catastrofismo se sabe depositario
de un fragmento de la verdadera fe, de la
racionalidad impersonal que es la esencia ideal
del Estado. Cuando dirige sus reproches y sus
recomendaciones a los dirigentes políticos, el
experto es consciente de que representa los
intereses superiores de la gestión colectiva, los
imperativos de supervivencia de la sociedad de
masas. (Hablará de la «voluntad política» que
falta para aludir a este aspecto de las cosas.)
La gestión de los expertos no es estatista
únicamente por sus usos, porque solo un Es
tado reforzado pueda aplicar sus soluciones:
82
lo es es-tructuralmente, en todos sus medios,
sus categorías intelectuales y sus «criterios de
pertenencia». Estos «jesuítas de Estado» tienen
su idealismo (su «espi-ritualismo», lo llamaba
Marx), la convicción de estar trabajando para la
salvación del planeta; pero muy a menudo este
idealismo se invierte en la práctica prosaica en
un burdo materialismo, para el cual no hay una
sola manifestación espontánea de la vida que
no quede rebajada al rango de objeto pasivo
suceptible de ser administrado: para imponer el
programa de la gestión burocrática («producir
la naturaleza») es preciso combatir y suprimir
todo lo que existe de manera autónoma, sin el
apoyo de la tecnología, y que por lo tanto ha
de ser irracional por fuerza (como lo eran hasta
ayer mismo las críticas de la sociedad industrial
que anunciaban su previsible desastre).
El culto a la objetividad científica impersonal,
al conocimiento sin sujeto, es la religión de la
burocracia. Y entre sus devociones favoritas
figura por motivos obvios la estadística,
ciencia del Estado por excelencia, que llegó a
serlo efectivamente en la Prusia militarista y
absolutista del siglo xvin, que fue también la
pri
mera, como señaló Mumford, en aplicar
a gran escala en la educación la uniformidad
y la impersonalidad del sistema moderno de
escuela pública. Igual que en Los Álamos el
laboratorio se transformó en cuartel, lo que
83
anuncia el mundo-laboratorio, tal y como se lo
representan los expertos, es un ecologismo de
cuartel. El fetichismo de los datos y el respeto
pueril por todo lo que se presente en forma de
cálculo nada tienen que ver con el miedo al error,
sino, más bien, con el miedo a la verdad, tal cual
podría atreverse a formularla el no experto sin
ninguna necesidad de cifras. Por eso a éste hay
que educarlo, informarlo, para que se someta
por adelantado a la autoridad científico-
ecológica que dictará las nuevas normas,
necesarias para el buen funcionamiento de la
máquina social. En la voz de quienes repiten
con fervor las estadísticas que difun de la
propaganda catastrofista, no es la revuelta
lo que resuena, sino la sumisión anticipada
a los estados de excepción, la aceptación
de las disciplinas por venir, la adhesión al
poder burocrático que pretende, mediante la
coacción, asegurar la supervivencia colectiva.
XXIV
Si nos atuviésemos a la fórmula de Nougé
(«La inteligencia ha de tener mordiente, pues
ataca problemas»), estaríamos tentados
de conceder tan solo una inteli gencia muy
mediocre a Latouche, el principal pensador del
«decrecimiento», esa ideología que presume de
ser una crítica radical del desarrollo económico y
de sus subproductos «sostenibles». Demuestra
84
en efecto un talento sumamente profesoral,
que raya a veces en el genio, para desazonar
todo lo que toca y convertir cualquier verdad
crítica, traduciéndola a la neolengua del
decrecimiento, en una vulgaridad insípida y
biempensante. No cabría sin embargo atribuir
le todo el mérito de una insulsez suavona y
edificante que es el resultado de una suerte
de política: esa por la cual la izquierda de los
expertos trata de movilizar tropas reuniendo
a todos los que quieren creer que podríamos
«salir del desarrollo» (es decir, del capitalismo)
permaneciendo en él. Así pues, no juzgare
mos los escritos de Latouche en cuanto obra
personal (a este respecto, el genio de la lengua
es más cruel que cualquier juicio: su prosa le
hace justicia). Que semejante potaje, en el
que flotan todos los clichés del ciudadanismo
ecocompatible, pueda presentarse como
portador de alguna clase de subversión —
aunque solo fuese «cognitiva»—, sirve por sí
solo para hacerse una idea del conformismo
reinante. En cambio, para lo que nos interesa
aquí, Latouche es perfecto: es un maestro
a la hora de halagar la buena conciencia y
alimentar las ilusiones del personal subalterno
que se afana ya en «tejer vínculo social» y que
se ve accediendo muy pronto a los puestos
de encuadramiento de la administración del
desastre. Es lo que él mismo llama, al inicio
85
de su último breviario (Pequeño trata do del
decrecimiento sereno, 2007), proporcionar «una
herramienta útil de trabajo para cualquier
directivo de alguna asociación o cualquier
político comprometido, en particular con lo
local o lo regional».
El programa del decrecimiento, tal y como se
lo propone Latouche tanto al ciudadanismo
descompuesto como al ecologismo en busca
de recomposición, no deja de recordar el que
esbozase en 1995 el norteamericano Rifkin en su
libro El fin del trabajo. Ya entonces de lo que se
trataba era de «anunciar la transición hacia una
sociedad posmercantil y postsalarial» mediante
el desarrollo de lo que Rifkin denomina el
«tercer sector» (lo que, grosso modo, se conoce
en Francia como «movimiento asociativo» o
«economía social»); y de impulsar a tal fin un
«movimiento social de masas», «suceptible de
ejercer una gran presión a la vez sobre el sector
privado y sobre los poderes públicos», «para
lograr la transferencia de una parte de los
enormes beneficios de la nueva economía de la
información hacia la creación de capital social y
la reconstrucción de la sociedad civil». Pero los
decre-centistas cuentan más bien con las duras
necesidades de la crisis ecológica y energética,
de las cuales se proponen hacer otras tantas
virtudes, para ejercer «una gran presión» sobre
los industriales y los Estados. Mientras tanto,
86
los militantes del decrecimiento han de predicar
con el ejemplo y mostrarse pedagógicamente
austeros, a la vanguardia de un racionamiento
bautizado como «simplicidad voluntaria».
Precisamente porque los decrecentistas se
presentan como los portadores de la más
decidida voluntad de «salir del desarrollo», es
en ellos donde mejor pueden medirse a la vez
la profundidad del remordimiento por tener
que hacerlo (invertido en autoflage-lación y
en mandamientos de virtud) y el perdurable
encierro en las categorías de la argumentación
«científica». El fatum termodinámico exime
felizmente de tener que elegir el camino
a seguir: es la «ley de la entropía» la que
impone como única alternativa la vía del
decrecimiento. Con este huevo de Colón,
puesto por su «gran economista» Georgescu-
Roegen, los decrecentistas están seguros de
tener el argumento irrefutable que no puede
por menos de convencer a empresarios y
dirigentes de buena fe. En caso contrario, las
consecuencias, previsibles y calculables, se
encargarán de obligarles a tomar las decisiones
inevi
tables (como dice Cochet, cuyo libro
Pétrole apocalypse gusta de citar Latouche:
«A cien dólares el barril de petróleo, hay que
cambiar de civilización»).
Calificar la sociedad de termoindustrial permite
asimismo desdeñar todo lo que ya sucede en
87
materia de coerciones y reclutamientos, y que
no contribuye, o no mucho, al agotamiento de
los recursos energéti cos. Con mucho gusto
se pasa esto por alto, máxime cuando uno
mismo es cómplice, en la educación pública o
en otro sitio. Atribuir todos nuestros males a la
naturaleza «termoindustrial» de esta sociedad
es por tanto bastante cómodo, al mismo tiempo
que simplis ta, para saciar el apetito crítico
de mentecatos y cretinos arribistas, últimos
residuos del ecologismo y del «movimiento
asociativo», que constituyen las bases del
decrecimiento. El cuidado por no violentar a
estas bases con verdades demasiado crudas,
por engatusar las con una transición suave
hacia «la gozosa embriaguez de la austeridad
compartida» y el «paraíso del decrecimiento
convivial», lleva a Latouche, que pese a todo
no es tan tonto, a semejantes pobrezas volun
tarias, prudencias de campaña electoral o de
encíclica pontificia: «Es cada vez más probable
que, más allá de cierto umbral, el crecimiento
del pib se traduzca en una disminución del
bienestar»; o incluso, después de haberse
atrevido a imputar al «sistema de mercado» la
desolación del mundo: «Todo esto confirma
las dudas que habíamos expresado acerca de
la ecocompatibilidad del capitalismo y una
sociedad de decrecimiento» (La apuesta por el
decrecimiento, 2006).
88
Pues aunque la mayoría de los decrecentistas
haya juzgado prematuro o inoportuno crear
formalmente un «Partido del Decrecimiento» y
preferible «influir en el debate», es bien cierto
que hay una especie de partido en la sombra,
con su jerarquía informal, sus militantes de
base, sus intelectuales y expertos, sus dirigentes
y sus finos políticos. Todo eso funciona a las mil
maravillas en las virtuosas convenciones de un
ciudadanismo al que se guardan de perturbar
con exceso crítico alguno: ante todo, es preciso
no ofender a nadie en Le Monde diplomatique,
tratar bien a la izquierda, al parlamentarismo
(«El rechazo radical de la “demo cracia”
representativa tiene algo de excesivo», ibíd.)
y, de manera más general, al progresismo,
cuidando de no parecer nunca nostálgico,
tecnófobo, reaccionario. La «transición» hacia
la «salida del desarrollo» ha de seguir siendo
lo bastante vaga como para no impedir los
apaños y las componendas con aquello que
ritual-mente se denuncia como «política
profesional»: «Los compromisos posibles en
cuanto a los medios de la transición no deben
hacer perder de vista los objetivos respecto
a los cuales no se puede transigir». (Pequeño
tratado del decrecimiento sereno, 2007). Estos
objetivos los recita Latouche en un estilo
digno de la escuela de cuadros del Partido:
«Recordemos esos ocho objetivos suceptibles
89
de desencadenar un círculo virtuoso de de
crecimiento sereno, convivial y sostenible:
reevaluar, reconceptualizar, reestructurar,
redistribuir, reloca-lizar, reducir, reutilizar,
reciclar» (ibíd.). En lo que a reutilizar y reciclar se
refiere, Latouche es el primero en dar ejemplo,
repitiendo y remachando de un libro a otro los
mismos deseos piadosos, estadísticas, índices,
referencias, ejemplos y citas. Dando vueltas
en su «círculo virtuoso», pese a todo intenta
innovar y, así, ha enriquecido su catálogo
con dos erres (reconceptualizar y relocalizar)
desde la época en que el soberbio proyecto
de «deshacer el desarrollo, rehacer el mundo»
se preparaba bajo la égida de la Unesco (cfr.
Sobrevivir al desarrollo, 2004). Lo que no se
entiende demasiado bien es la ausencia de
un noveno manda miento, reapropiar(se),
limpio en lo sucesivo de cual quier tufo
revolucionario (el antiguo «¡Expropiemos a
los expropiadores!»); así descontaminado,
empero, le viene como un guante a la expeditiva
empresa de recuperación a la que se entregan
los decrecentistas para agenciarse en un abrir
y cerrar de ojos una galería de antepasados
presentables (donde figura ahora «una
tradición anarquista en el seno del marxismo,
reactua-lizada por la Escuela de Francfort, por
el consejismo y el situacionismo», Pequeño
tratado...).
90
Según Latouche, la «apuesta por el decrecimien
to [...] consiste en pensar que el atractivo de la
utopía convivial combinado con el peso de las
exigencias de cambio es suceptible de favorecer
una “descolonización del imaginario” y suscitar
suficientes “comporta mientos virtuosos” en
favor de una solución razonable: la democracia
ecológica» (La apuesta por el decrecimiento). Si
bien, en lo que a «exigencias de cambio» se
refiere, vemos claramente para qué pueden
servir los decrecentistas —para tomar el relevo,
con sus llamamientos a la autodisciplina, de la
propaganda en pro del racionamiento, a fin de
que, por ejemplo, a la agricultura industrial no
le falte el agua de riego—, en cambio cuesta
bastante más entender qué atractivo podría
ejercer una «utopía» cuyo «programa se-
mielectoral» hace un hueco a la felicidad y al
placer proponiendo «impulsar la “producción”
de bienes re laciónales». Ciertamente nadie
se fiaría de arrebatos demasiado líricos en
torno a futuros que decrecen;7 pero apenas
hay peligro de que algo así suceda cuan
do estos menesterosos aparecen con su cara
de entierro y comienzan a exponer, con un
entusiasmo de animador sociocultural, sus
promesas de «alegría de vivir» y de serenidad
7 «...lendemains qui décroissent», alusión a los «futuros
que cán tan» («des lendemains qui chantent»), viejo eslogan del
Partido Comunista francés. (N. del t.).
91
convivial. Los lamentables intentos por poner
un poco de fantasía a su austeridad están tan
inspirados como los de Besset, que canta las
bellezas del surrealismo como un subprefecto
en la inauguración de la mediateca René Char
de cierta ciudad de provincias. La felicidad le
parece una idea tan nueva a esta gente, y la idea
que se hacen de ella se asemeja tanto a los goces
que promete un festín macrobiótico, que no hay
más remedio que suponer que ellos mismos se
mueren de aburrimiento o que algún casseur de
pub8 les ha llamado la atención por eso. Ahora
se emplean a fondo, particularmente en su
revista «teórica» Entropía, en demostrar que
les chiflan el arte y la poesía. Estamos viendo
ya el cartelito y los flyers («El domingo por la
tarde en el local de asociaciones de Moulins-
sur-Allier, de 15,30 a 17 h., el club de poetas
locales y la asociación de escultores bretones
ofrecerán una divertida actuación, seguida de
una merienda ecológica»).
La ideología del decrecimiento ha nacido en
el ámbito de los expertos, entre quienes, en
nombre del realismo, querían incluir en una
contabilidad «bioeconómica» esos «costes
reales para la sociedad» que aca rrea la
destrucción de la naturaleza. Conserva la marca
8 Casseurs de pub («Destructores de publicidad») es una
revista francesa dirigida por Victor Cheynet y afín a los postulados
del decrecimiento. (N. del t.).
92
indeleble de dicho origen: a pesar de toda la
palabrería al uso en torno al «reencantamiento
del mundo», su aspiración sigue siendo, a la
manera de cualquier tecnócrata tipo Lester
Brown, «internalizar los costes para conseguir
una mejor gestión de la biosfera». Predica el
racionamiento voluntario a las bases, para
que den ejemplo, pero reclama a las altas
esferas medidas estatales: redistribución
de la fiscalidad («ecotasas»), subvenciones,
normas. Si en ocasiones se arriesga a hacer
profesión de anticapitalismo —en la más
com pleta incongruencia con propuestas
como la de una «renta básica universal», por
ejemplo—, no se aventura jamás a declararse
antiestatista. La vaga coloración libertaria
figura solo para cuidar a una parte del público,
dar un toque de izquierdismo muy consensual
y «antitotalitario». De este modo la alternativa
irreal entre «ecofascismo» y «ecodemocracia»
sirve principalmente para no decir nada de
la reorganización bu rocrática en curso, en
la cual participa uno serenamente militando
ya a favor del encuadramiento consentido,
la sobresocialización, la reglamentación y la
pacificación de los conflictos. Porque el miedo
que se expresa en este sueño pueril de una
«transición» sin lucha es, mucho más que a la
catástrofe cuya amenaza se agita para hacer que
los dirigentes se arrepientan, el miedo a unos
93
desórdenes en los que la libertad y la verdad
podrían encarnarse y dejar de ser cuestiones
académi cas. Por lo que, muy lógicamente,
este decrecimiento de la conciencia termina
encontrando lo que buscaba en el mundo
virtual, donde uno puede, sin sentirse culpable,
viajar «con un impacto muy limitado sobre
el medio ambiente» (Entropía, n.° 3, otoño de
2007); a condición no obstante de olvidar que
en 2007, según un estudio reciente, «el sector
de las tecnologías de la información, a nivel
mundial, ha contribuido al cambio climático
tanto como el transporte aéreo» (Le Monde, 13-
14 de abril de 2008).
XXV
Por muy alejado de todo exceso que sepa
mostrarse Latouche en la realización de su
«deber de iconoclastia», el decrecimiento no
deja de tener sus revisionistas, que lo invitan
a que se atreva a parecer lo que es y a guardar
de una vez por todas ese atuendo subversivo
que tan mal le sienta: «Una primera propuesta
para consolidar la idea de un decrecimiento
pacífico sería la renuncia clara e inequívoca
al objetivo revolucionario. Dañar, destruir o
invertir el mundo industrial me parece no solo
un capricho peligroso, sino un llamamiento
encubierto a la violencia, exactamente como lo
era la voluntad de suprimir las clases sociales en
94
la teoría marxista» (Alexandre Genko, «La dé-
croissance, une utopie sans danger?», Entropía
n.° 4, primavera de 2008). Hasta el propio Besset,
a pesar de ser portavoz de Hulot y defensor de
«la Grenelle de l’environnement» como «primer
paso en una propues ta de transición hacia
la mutación ecológica, social y cultural de la
sociedad», lo tiene difícil después de esto para
añadir más moderación: «Ante la magnitud
y la complejidad de la tarea, las proyecciones
verbosas o los catecismos doctrinarios no nos
resultarán precisamente de gran ayuda. [...].
Por más que acompañemos el decrecimiento
de. adjetivos simpáticos —convivial, equitativo,
feliz—, la cosa no va a ser agradable [...], las
transiciones van a ser terribles, y las rupturas,
dolorosas» (ibíd.). Estas amargas advertencias
dejan bastante claro a su manera por qué las
recomendacio-
104 nes decrecentistas no constituyen en
ningún caso un programa cuyo contenido
habrá ocasión de discutir, y sobre qué clase
de partitura obligatoria tratan de tocar su
minué (decrescendo cantabile), a modo de
acompañamiento de fin de vida para una época
de la sociedad industrial: un «nuevo arte de
consumir» entre las ruinas de la abundancia
mercantil.9
9 10 «Así pues, en el momento en que la huida hacia adelante
de la sociedad industrial la lleva irreversiblemente al hundimiento,
95
La imagen que de sí mismo se hacía lo que has
ta no hace mucho se llamaba el «mundo libre»,
en realidad apenas había variado desde Yalta:
ese conformismo democrático, acorazado en
sus certezas, sus mercancías y sus envidiables
tecnologías, ciertamente se tambaleó por un
momento con los disturbios revolucionarios de
1968, pero la «caída del muro» pareció asegurarle
una especie de eternidad (se habló expedi
tivamente de «fin de la historia») y creyó poder
felicitarse de que los parientes pobres quisieran
acceder a su vez y a toda prisa a semejantes
delicias. Luego ha tenido, no obstante, que
empezar a inquietarse por el número de primos,
sobre todo los más lejanos, y a preguntarse si
realmente eran de la familia, cuando se han
puesto a aumentar desconsideradamente su
«huella de carbono». Lo que inquieta a todo el
mundo ya no es solamente el escenario clásico
de la superpoblación, donde, a pesar de los
incrementos de productividad, los recursos
alimentarios resultarán insuficientes para
cubrir las necesidades de los sobrantes, sino
una configuración inédita según la cual, ante
se ha optado por privilegiar el intercambio de argucias sobre el
control —científico o, tal vez, ciudadano—, sobre los méritos de la
gestión pública de ese hundimiento o sobre las precauciones que
habrá que adoptar para hacerlo soportable. ¿Cómo ver en ello algo
más que una controversia sobre los usos o maneras de mesa que se
haya decidido observar en la balsa de la Medusa?» (René Riesel,
«Communi-qué» del 9 de febrero de 2001 en Montpellier, Aveux
cotnplets sur les véritables mobiles..., 2001).
96
una población constante, la amenaza procede
de un exceso de modernos viviendo de manera
moderna: «Si los chinos o los indios tienen que
vivir como nosotros...» Frente a esta «realidad
catastrófica», las panaceas tecnológi cas con
las que todavía quieren embaucamos (fusión
nuclear, transgénesis humana, colonización de
los océanos, éxodo espacial a otros planetas)
apenas si tienen el aspecto de utopías radiantes,
excepto para unos cuantos iluminados, sino
más bien el de paliativos que de todos modos
llegaran demasiado tarde. Habrá que seguir
predicando por tanto «duras renuncias» y
«rupturas dolorosas» a unas poblaciones que
van a tener que «descender varios grados en la
escala de la alimentación, los desplazamientos,
la producción y el modo
106 de vida» (Besset); y, respecto a las nuevas
potencias industriales, habrá que volver al
proteccionismo en nombre de la lucha contra
el «dumping ecológico», a la espera de que
surja allí también un relevo más consciente de
los «costes ambientales» y de las medidas a
adoptar (reorientación que encama en China
el ahora ministro Pan Yue).
Los «imperativos del presente» con que se
com place en machacar el realismo de los
expertos son exclusivamente aquellos que
imponen el mantenimiento y la generalización
planetaria de un modo de vida industrial
97
condenado. Que no tienen aplicación más
que en el interior de un sistema de necesidades
cuyo desmantelamiento permitiría encarar,
bajo las demenciales complicaciones de la
sociedad adminis trada y de su ortopedia
tecnológica, los problemas vitales que solo la
libertad puede plantear y resolver, y que ese
reencuentro con las obligaciones materiales
afrontadas sin intermediarios pueda ser, en
sí mismo, en el acto, una emancipación, son
ideas que nadie de los que nos hablan de los
inmensos peligros creados por nuestra entrada
en el antropoceno se atreve a defender clara y
abiertamente. Cuando alguien se aventura a
decir tímidamente algo en este sentido —que
privarse de las comodidades de la vida indus
trial quizá no sea una renuncia tan dolorosa,
sino, antes al contrario, un inmenso alivio
y una sensación de volver por fin a la vida—,
por lo general se apresura a dar marcha atrás,
consciente de que será tachado de terrorismo
antidemocrático, incluso de totalitarismo o
de ecofascismo, si lleva sus razonamientos
hasta el final; de ahí esa profusión de obras
en las que ciertas observaciones pertinentes
se diluyen en un océano de consideraciones
tranquilizantes. Ya casi no queda nadie que
conciba la defensa de sus ideas no como una
banal estrategia de conquista de la opinión
conforme al modelo del lobbying sino como un
98
compromiso dentro de un conflicto histórico,
en el que uno pelea sin buscar más apoyo que
un «pacto ofensivo y defensivo con la verdad»,
como decía un intelectual húngaro en 1956. Por
eso no puede sentirse más que terror ante la
unificación de los puntos de vista, la ausencia
de todo pensamiento independiente y de toda
voz realmente discordante. Si tomamos en
considera ción la historia moderna, aunque
solo sea la del último siglo, da vértigo constatar,
por una parte, la varie dad y la audacia de
tantos posicionamientos, hipótesis y opiniones
contradictorios, fuesen cuales fuesen y, por
otra, a qué ha quedado reducido todo ello en la
actualidad. Al lavado de cerebro de sí mismos
al que se entregan tantos protagonistas
todavía vivos responden en el mejor de los
casos esos trabajos históricos a veces sensatos,
pero que se diría que pertenecen más bien a
la paleontología o a las ciencias naturales, tan
lejos parecen estar sus autores de imaginar que
los elementos que sacan a la luz podrían tener
alguna utilidad crítica hoy en día.
El gusto por el conformismo respetable, el
odio y el miedo pánico a la historia, salvo como
caricatura unívoca y señalizada, han alcanzado
un punto tal que al lado de lo que es hoy un
ciudadanista —con sus indignaciones medidas
y etiquetadas, su hipocresía de cura, su cobardía
ante todo conflicto directo—, cualquier in
99
telectual de izquierdas de los años cincuenta o
sesenta casi pasaría por un indómito libertario
desbordante de combatividad, fantasía y
humor. Viendo semejante normalización de los
espíritus, podría llegar a creerse en la acción
de una policía del pensamiento. En reali
dad, la adhesión al consenso es el producto
espontá neo del sentimiento de impotencia,
de la ansiedad que conlleva y de la necesidad
de buscar la protección de la colectividad
organizada mediante un mayor abandono
a la sociedad total. Poner en entredicho
cualesquiera de las certezas democráticamente
sancionadas por el asentimiento general —
los beneficios de la cultura por internet o los
de la alta tecnología médica— podría hacer
sospechar una desviación en relación a la línea
de la ortodoxia admitida, puede que hasta un
pensamiento independiente e incluso un juicio
referido a la totalidad de la vida alienada. ¿Y
quién es nadie para permitírsele tal cosa? Todo
esto no deja de recordar bastante el lema de
la sumisión militante, perinde ac cadáver, tal
como lo formuló Trotski: «El Partido siempre
tiene razón». Pero mientras que en las socie
dades burocráticas totalitarias la coacción
era sentida como tal por las masas, y era un
terrible privilegio de los militantes y de los
apparatchiks el tener que creer en la ficción de
que era posible elegir —a favor o en contra de
100
la patria socialista, la clase obrera, el Partido—,
es decir, el tener que poner constantemente
a prueba una ortodoxia que nunca estaba
asegurada, ese privilegio se ha democratizado
hoy, si bien con menos intensidad dramática:
nada de oponerse al bien de la sociedad, o a lo
que ella declare necesario. Es un deber cívico
tener buena salud, estar culturalmente al día,
conectado, etc. Los imperativos ecológicos son
el último argumento incontestable. ¿Quién no
se opondría a la pedofilia, por supuesto, pero,
sobre todo, quién se opondría al mantenimiento
de la organización social que permitirá salvar
a la humanidad, el planeta y la biosfera? Hay
ahí una especie de filón para una personalidad
«ciudadana» ya bastante vigorosa y extendida.
En Francia, lo llamativo es que la atemorizada
sumisión adopta una forma particularmente
pesada, casi patológica; pero para explicarla
no hay necesidad de recurrir a la psicología
de los pueblos: se trata simplemente de que
aquí el conformismo ha de trabajar el doble
para afirmarse en sus certezas. Pues le es
preciso censurar el desmentido que le infligió
por adelantado, hace ya cuarenta años,
esa crítica de la sociedad moderna y de su
«sistema de ilusiones» que portaba la tentativa
revolucionaria de mayo de 1968, y que hizo
acceder fugazmente a la conciencia colectiva,
inscribiéndolo en el efímero espacio público que
101
creó su existencia salvaje. Un rival decrecentista
de La touche, que se declara «republicano»
y «demócrata» con más rotundidad, es decir,
estatista y electoralista, teme así que «tesis y
prácticas extremistas, maximalis-tas» vengan
a reforzar en la juventud los defectos que al
parecer son propios de ella, «como el odio
a la institución o el rechazo en bloque de la
sociedad» (Vincent Cheynet, Le Choc de la
décroissance, 2008).
XXVI
Exagerado cada diez años, convertido en esta
ocasión, para acabar de una vez por todas, en
un jaleo ensordecedor, el escándalo en torno
a la «revolución cultural» que se supone que
fue el Mayo francés recupera, aumentada con
las contribuciones de una multitud de falsos
testigos, la interpretación de los hechos que
dieron enseguida quienes por aquel entonces
no negaban que eran la reacción. Aunque la
relativa mesura observada en la represión
que siguió a la crisis ciertamente no recordó
en nada a la Semana Sangrienta,10 no faltaron
de hecho ni sociólogos (algunos fueron muy
maltratados por la agitación que anunció el le
vantamiento) ni comentaristas y periodistas-
10 II Jomadas del 21 al 27 de mayo de 1871, en que la Comuna
de París fue aplastada y miles de sus partidarios ejecutados por las
tropas de Versalles. (N. del t.)
102
policía que vomitasen rápidamente su
bilis. De aquel movi miento sin dirigentes
ni representantes (pero que algunos se han
esforzado en fabricar a toda prisa), en el que los
más insignificantes edificios públicos estaban
siendo ocupados y que, sin embargo, carecía
de racionalidad hasta el punto de que nadie
había pensado siquiera en sitiar el Elíseo o la
Asamblea Nacional, ¿qué había que decir de
él en cuanto dejara de dar miedo, excepto que
no había sido en verdad sino una pantomima,
un psicodrama de baby-boomers jugando a la
revolución, una trasgresión recreativa que la
«sociedad de consumo» ofrecía a sus niños
mimados, es decir, un no-acontecimiento al fin y
al cabo? Terca ironía, «los acontecimientos de
Mayo» ha quedado como la fórmula habitual
con la que se nombra la obsesiva vacuidad de
este no-acontecimiento.
Amontonándose sobre esta falsificación
inaugu ral que era la estúpida imagen
periodística de la «co muna estudiantil», las
capas sucesivas de representa ciones falsas
depositadas en cada conmemoración con toda
seguridad informaban antes bien de la época
que las producía, y de la persistente dificultad
para digerir la afrenta que el levantamiento
infligió a la perspicacia de los analistas de la
época, a la totalidad tanto de sus intelectuales
como de sus doctores en revolución. Pero
103
muestran asimismo que lo que ha movilizado
durante tanto tiempo tantos esfuerzos y
competencias nunca ha dejado de percibirse
como una confusa amenaza de disolución
de todo orden existente: se acabará hablan
do, según el modelo del revisionismo a lo
Furet —para quien la Revolución Francesa
desafortunadamente se echó a perder por
la existencia de revolucionarios—, de una
«demonización del poder que corroe los pilares
de la convivencia y desacredita la posibilidad
misma de una acción política transformadora»
(«Mai 68, quarante ans aprés», Le Débat,
marzo-abril de 2008). Puesto que el irritante
«misterio del 68» sigue siendo que a partir de
una agitación muy delimitada, y cuyo objetivo
declarado era destruir la Universidad, tanta
gente se lanzase con entusiasmo a la crítica en
actos de «todo lo que es criticable», se entiende
que la casi totalidad de sus enemigos históricos
—expertos jura dos o actores autentificados
por su asiduidad en los platos de televisión—
se adhiera a partir de ahora en un consenso
aliviado a la idea de que finalmente ahí no hay
más que un «legado imposible», según la juiciosa
fórmula de uno de esos expertos. No se podría
ser más veraz ni habría mejor manera de decir
que esta tentativa de rechazar en bloque todas
las alienaciones, viejas y nuevas, no ha dejado
nada que puedan reivindicar quienes, para
104
alabarla o censurarla, han proclamado cada
vez con más seguridad que el principal efecto
del movimiento fue derribarlos arcaísmos que
encorsetaban aún a la sociedad francesa y que
impedían que se lanzase a su modernización
integral.
Esa modernización capitalista, muy avanzada
bajó el gaullismo, a buen seguro habría
proseguido de todos modos, pero los diversos
izquierdismos desempeñaron en ella el papel
de punto de apoyo que se le atribuye falsamente
al levantamiento. Es sabido que solo tras el final
de éste, y con la primera vuelta al orden, una
vez reconstituidas sus organizaciones disueltas
por un Estado que andaba a la búsqueda
de un enemigo cuyos motivos pudiese
comprender —y que encontró oportunamente
en estos grupos sectarios y jerarquizados, de
métodos y objetivos radicalmente opuestos a la
esencia de cuanto había pretendido y sido el
movimiento de las ocupaciones—, adquirieron
los izquierdismos grupusculares durante unos
pocos años una influencia y una visibilidad con
las cuales no se habían atrevido anteriormente
a soñar. Lo que hicieron con dicha influencia
fue invariablemente grotesco y re pugnante;
unos, que no han llegado todos a senadores,
creyendo que Mayo había sido un ensayo general
de la toma del Palacio de Invierno, mientras
que otros, convencidos de estar encamando
105
una nueva Resistencia y de estar marchando
hacia la guerra civil, soñaban en voz alta con
tribunales populares y ejecuciones sumarias.
Todo ello se hundió muy rápidamente, pero
a través de la descomposición de todas sus
ilusiones y ambiciones políticas, renegando
de ellas sin dejar de conservar el estilo y los
peores métodos, el izquierdismo ha conse
guido quintaesenciarse en una suerte de
«izquierdismo cultural» al que todo el mundo
está de acuerdo en reconocer el éxito, su
aportación inigualable a nuestras costumbres
liberadas y por fin verdaderamente moder
nas. A menudo los hay que se felicitan por
el hecho de que, en su fase de mimetismo
delirante con la ima ginería militar del
encuadramiento burocrático, el izquierdismo
francés no llegase a la huida hacia delante del
terrorismo, como ocurriría un poco más tarde
en Italia o Alemania. Se puede, sin embargo,
enfocar el asunto de otro modo y considerar
que su sectarismo, su demencia ideológica,
su militantismo sacrificial, en resumen, el
conjunto de las prácticas y de la realidad
efectiva de esos grupos bastó, sin que hubiese
necesidad de pasar al acto, para producir los
mismos efectos, destrozando una generación
revolucionaria en ciernes, infectándola de
ideología y haciéndole aborrecer la subversión
por medio de sus repugnantes imitaciones. Tal
106
fue la primera contribución del izquierdismo,
negativa a la par que decisiva, a la prosecución
de la modernización cuyo curso Mayo había
venido a torcer.
XXVII
Relata Gustav Janouch los comentarios
desengaña dos de Kafka al paso de una
manifestación obrera, que desfilaba con sus
banderas al viento: «Estas gentes están tan
convencidas y tan seguras de sí mismas, y de
tan buen humor... Dominan la calle y creen
por eso que dominan el mundo. Pero están
equivocados. Tras ellos ya están los secretarios,
funcionarios y políticos profesionales, todos
los sultanes modernos, a quienes les están
preparando el camino al poder [...]. La revo
lución se evapora y solo queda el barro de
una nueva burocracia». (Y es a continuación
cuando pronuncia aquella frase: «Las cadenas
de la humanidad torturada están hechas de
papel de oficina».) Aunque muy cena goso,
lo que dejó esta vez tras de sí la evaporación
de la revolución no puede ser definido como
una «nueva burocracia». La renovación del
personal de la dominación tuvo lugar, desde
luego, pero según el mecanismo habitual del
relevo generacional en el marco de la sociedad
existente. (Esto al menos lo había comprendido
el ministro de Interior de la época de la vuelta al
107
orden cuando dijo, con bastante soma: «Todos
esos jóvenes izquierdistas terminarán de
diputados o de periodistas moderados».) Si la
cosa se hundió en el fango, fue por la promoción
de nuevas costumbres, propagadas por los
mismos que habían tratado principalmente de
contener y canalizar la inundación y adoptadas
rápidamente por quienes hasta el final habían
sido sus espectadores; siendo lo más destacable
el hecho de que esta difusión de las amables
libertades customiza-das que constituyen las
costumbres de esclavos de una sociedad
avanzada sea presentada por la mayoría de
los comentaristas, hasta cuando pretenden
ser críticos con semejante «individualismo de
mercado», como el contenido específico de
aquella revolución inacabada; no como uno de
sus efectos, conforme a un proceso «clásico»
de recuperación, sino como su esencia y su
significación profunda.
Desde que las revoluciones sociales existen
y desde que son derrotadas, habíamos visto
empresas de restauración de lo más variado
en sus métodos; nunca las habíamos visto
conseguir, tan rápidamente y a tan bajo
coste represivo, semejante desarme de las
conciencias. Cualquiera que hubiera tomado
parte en los disturbios revolucionarios de
Mayo y viese París en el otoño de 1968 podía
comprender inmediatamente, salvo que
108
prefiriese engañarse, qué variedad de rostros
adoptaba esta vez la contrarrevolución, y sentir
a cuál iba a quedar vinculada. En las calles
asfaltadas sin descanso, no era tanto la ubicuidad
de la policía lo que caracterizaba la vuelta al
orden como una turbia alegría de Directorio:
una suerte de jolgorio revanchista dictaba sus
comportamientos liberados a los Almizclados y
las Maravillosas11 de una clase media aliviada,
tanto más dispuesta a entregarse en cuerpo y
alma a la moda revolucionaria, y especialmente
u la de la liberación de las costumbres, cuanto
que aspiraba desde hacía ya algunos años a
dotarse de un estilo de vida más a juego con los
diversos equipamientos a los cuales acababa
de acceder. Esa fue la ocasión para que el
izquierdismo aportase su segunda contribu
ción, positiva esta vez, a la modernización.
Pero antes fue preciso que sus variantes más
extremistas en la impostura microburocrática
alcanzasen, a fuerza de demagogia y de engaño,
su punto de putrefacción.
Respecto a la manera en que una parte de
aquella «juventud salvaje» —que era el único
«legado», frágil, de Mayo— se adhirió al
11 Muscadins («almizclados») el Merveilleuses
(«maravillosas»); Petimetres, Increíbles..., nombres que recibieron
durante la Revolución los realistas, que llamaban la atención por su
atuendo rebuscado y elegante hasta lo ridículo, y que empezaron a
dejarse ver en el París contrarrevolucionario del Directorio. (N. del
t.)
109
activismo manipulador del iz quierdismo,
se ha aludido a «una especie de leninismo a
posteriori» (Kristin Ross, Mayo del 68 y sus vidas
posteriores, 2003). No obstante, para que tal
captación tuviese éxito, el izquierdismo tuvo
que poner mucho aventurerismo y mucha
demagogia espontaneísta en su leninismo; o
más bien en su leninismo-estalinismo, dado
que fueron principalmente los maoístas
quienes destacaron en este género, como
lo harían más tarde en el arrepentimiento
mediático, la autopromoción ge neracional
y el maquillaje festivo. A la vanguardia de
ese proceso de descomposición, una insólita
corriente «anarcomaoísta» trató, ya en 1970, de
diversificar sus zonas de influencia y de darle
un tono más pop al sórdido día a día militante,
adaptando la idea de una «revolución de la vida
cotidiana» a la más siniestra ceguera en tomo
a la «liberación» de Vietnam por parte de los
estalinistas locales y demás monstruosidades
sobre la «Revolución Cultural». Paralelamente,
la importa ción de la «contracultura» a la
americana extendía los peores clichés de un
consumo desaliñado, aderezado con las drogas
de la transgresión, melting-pot ideológico que
aquí, y quizá también en su país de origen, en
cualquier caso significó una impresionante
regresión. Todo esto desembocó a lo largo de
los años setenta en un hedonismo de masas,
110
convencional en cuanto se hacía alarde de él, al
cual había aportado su toque de complaciente
«subjetividad» la parte más frágil (calificada
en la época de «vaneigemista») de la crítica
social moderna.12 La abjuración por parte
de los izquierdistas a sus ambiciones más
policiacas de dirección revolucionaria sobre
todo les sirvió, en nombre de unas «libertades
individuales» oportunamente redescubiertas,
para recuperar el tiempo que la mortificación
militante les había hecho perder en la adopción
del estilo de consumo efervescente que en lo
sucesivo sería de rigor. De este modo, al alivio
obsceno de la «fiesta servil» sucedió en pocos
años, extendido a capas cada vez más amplias
de la sociedad, un servilismo festivo patrocinado
por el gobierno.
Lo repentino y la violencia histórica del Mayo
francés contenían el imperativo de que la
«vuelta al orden» fuese, mucho más que un
simple restablecimiento, el perfeccionamiento
acelerado del nuevo orden de la mercancía
contra el que se había alzado Mayo. Para
12 «Verdadera vanguardia de la adaptación, el izquierdismo
(y principalmente allí donde estaba menos vinculado a la mentira
política) ha predicado, pues, prácticamente todas las imposturas
que son ahora moneda corriente de los compor tamientos
alienados. En nombre de la lucha contra la rutina y el aburrimiento,
denigró todo esfuerzo continuo, toda apropiación, necesariamente
paciente, de capacidades reales: la excelencia subjetiva tenía que
ser, como la revolución, instantánea» (Jaime Semprun, El abismo
se repuebla, 1997).
111
ser completo, este breve cuadro del papel
que desempeñaron a este respecto los
izquierdismos ha de mencionar también la
manera en que éstos, al reclutar el grueso de
sus efectivos en el medio estudiantil, aplicaron
a sus futuros cuadros, que se fabri caban a
toda prisa para responder a unas necesidades
crecientes, técnicas de adiestramiento y
de manipula ción que anticipaban las que
prevalecen ahora en el mundo de la «empresa»
y en una buena parte de las relaciones
sociales. Imponiendo de hecho una espe cie
de interdisciplinariedad, los izquierdistas, en
efecto, contribuían, allí donde la Universidad
todavía carecía de pericia, a dispensar las
nuevas competencias y a forjar los caracteres
necesarios para los diplomados de esta doble
carrera, preparándoles para ejecutar de manera
óptima las tareas que iban a incumbirles a
partir de ese momento en la continuación
del proceso de modernización; la flexibilidad
de que habían hecho gala para someterse a
las tortuosas líneas políticas trazadas por sus
respectivas direcciones encontraba finalmente
su pleno empleo. Algunos sociólogos, que
han pasado de una «sociología crítica» a
una «socio logía de la crítica», más atenta
a las dimensiones positi vas del vínculo social,
han pretendido mucho más tarde teorizar el
fenómeno y han visto que soplaba por ahí un
112
nuevo espíritu del capitalismo. El truco consistía
en situar afirmaciones libertarias y crítica de la
alienación bajo la categoría ad hoc de «crítica
artista» y en presentar ésta como algo bien
distinto de una «crítica social» pura referida
exclusivamente a la explotación y la jerarquía,
lo que autorizaba a acusarla de «hacer el juego
a un liberalismo particularmente destructor».
No puede sorprender que fean-Claude Michéa
haya juzgado «definitivos» los «análisis» de este
par de pedantones (Boltanski-Chiapello), pero
curiosamente no ha sido el único, incluyendo
a algunos de quienes habría podido esperarse
más lucidez a propósito de semejante pre
tensión de refundar la crítica social ex cathedra.
XXVIII
Si hemos dado este rápido repaso a las
falsificaciones del Mayo francés —ateniéndonos
deliberadamente a este único aspecto— no es
porque nos sintamos en absoluto obligados
por algún «deber de memoria» dictado por las
conmemoraciones decenales. Lo que justifica
en nuestra opinión estas observaciones re
trospectivas es la aparición reciente, después
de tantos años de calumnias o de elogios
calumniosos, de una nueva ola dé comentaristas
que pretenden defender el 68 hasta en sus
aspectos más antiburocráticos, y que siguen
difamándolo, dado que según ellos hay que
113
ver (en la estela del citado libro de Kristin
Ross, coeditado por Le Monde diplomatique)13
en el «movimiento so cial» de diciembre de
1995, Seattle y demás rechazos del «nuevo
orden mundial liberal» una continuación, una
«vida posterior», de «Mayo». Señalemos solo
que, contrariamente a uno de los rasgos más
admirables del movimiento de las ocupaciones
(su tranquilo desprecio del Estado, de la
legalidad y de todo «diálogo so cial»), las
protestas «antiliberales» no hacen más que
deplorar la desaparición del «Estado social» y
su «cultura del servicio público», rebajándose
a exigir su res tablecimiento. No deja por
tanto de tener relación con nuestro propósito
de señalar que el post-68 ha visto cómo se
ponía a punto —además de un «festivismo»
que, ahora que la tormenta apaga los fuegos
de la ver bena, ya no es demasiado audaz
atacar— una oferta diversificada de protestas
igualitaristas segmentadas, pero unificadas por
un conformismo reivindicativo que, cuando no
hace su apología, evita criticar, aunque solo sea
de palabra, las realidades centrales de la aliena
ción tecnológica y mercantil. Es el caso, por
supuesto, de las metástasis estatales llamadas
movimientos aso ciativos. Pero también es
sabido que protestas, como el neofeminismo o
los movimientos homosexuales, que luchaban
13 14 En España por Acuarela Libros. (N. del t.)
114
al menos contra la persistencia de antiguas
alienaciones particularmente repugnantes,
han podido llegar a encamar, French theory
mediante, una muy eficaz vanguardia de la
normalización y del con formismo social en
la que resulta difícil discernir, de la paridad
a los matrimonios gay, qué prescripciones
pertenecen al dominio de lo políticamente
correcto o a aquel pensamiento único cuya
mención desataba hasta hace poco tantas
pasiones. Por boca de sus volátiles avatares
antiliberales, altermundistas o decrecentistas,
el ciudadanismo formula y desarrolla idéntica
mente «la demanda social de protección ante
la catás trofe». Su descorazonador ejemplo
aporta así un útil complemento a la crítica
clásica de la burocracia. Ésta se aplicaba al
modo en que el Estado impone a la sociedad
sus normas y su control. De ahora en adelante,
es igualmente la sociedad —por medio de los
hombres cualesquiera que se movilizan para
aunar sus inquietudes y fabricar la imagen de
una supuesta «sociedad civil»— la que reclama
normas y control. No puede dejar de señalarse,
siendo igual lo demás, hasta qué punto esta
tierra cenagosa presenta turbadoras simi
litudes con lo que Primo Levi, en Los hundidos
y los salvados, designaba como la zona gris del
Lager.
115
XXIX
En su crítica de las obras en que Burnham
popularizó tempranamente las tesis de Rizzi
sobre la burocra-rización del mundo, señalaba
Orwell cómo la fascinación por el espectáculo
de la fuerza había conducido a este autor, antes
de que terminara por adherirse vulgarmente a
la propaganda anticomunista de la guerra fría,
a sobrestimar la eficacia de la organización que
él llamaba «de los gestores», aun a riesgo de
atribuir de manera sucesiva, en función de las
circunstancias, la misma irresistible eficacia a
la Alemania nazi y a la Rusia estalinista. Orwell
hacía notar que esa manera de predecir la
continuación lineal de lo que está ocurriendo y
de hablar «de procesos que apenas acaban de
empezar como si estuvieran llegando ya a su
término», sin tener suficientemente en cuenta
la lentitud de todo proceso histórico y lo que hoy
día se denominarían las «inercias sociológicas»,
«conduce por fuerza a hacer profecías
equivocadas, porque, aunque apun te con
acierto en la dirección de los acontecimientos,
fallará en calcular su ritmo» («James Burnham
y la revolución de los gestores», 1946). En un
texto posterior («La lucha por la dominación
mundial según Burnham», 1947), Orwell volvía
sobre esta tendencia «a reducir la historia y
sus procesos complejos a un puro esquema
lógico» y esa clase de «realismo» que falsea
116
la percepción de la realidad, y que llevaba en
este caso a Burnham a atribuir un carácter de
necesidad ineluctable y de eficacia imparable
a la concentración burocrática del poder.
Un efecto parecido al «culto de la fuerza que
tal influencia ejerce hoy sobre los intelec
tuales» puede observarse en la fascinación
dé que es objeto el sistema tecnológico, su
rápido crecimiento y sus «guerras relámpago»
contra la naturaleza: son los mismos delirios
monótonos de racionalidad infalible, de
mutación repentina y brutal, de destino
histórico en ocasiones terrible pero siempre
grandioso.
Por su parte, la crítica social, incluso cuando ha
merecido su nombre, ha incurrido a menudo
en alguno de estos errores: o bien ironizaba
a propósito de las meteduras de pata y las
equivocaciones de los dirigentes, se burlaba
de la incoherencia y los ridículos fracasos de
sus proyectos, se regodeaba con las «contra
dicciones internas» que, ineluctablemente,
minaban la sociedad existente; o bien, por el
contrario, a fuerza de querer ser lúcida con
respecto a los progresos de la alienación y de
poner así el acento, contra todas las ilusiones
revolucionistas, en el perfeccionamiento de la
dominación, le concedía a ésta una eficacia,
cuando no una racionalidad, capaz de hacerla
pasar por indestructible. Obviamente, siempre
117
se corre el peligro de caer en la exageración
y en la simplificación cuando se describe un
proceso en curso, en este caso aquel por medio
del cual se produce la instauración de una
«burocracia verde». Pero en realidad era casi
indispensable cargar las tintas para hacer ver
precisamente en qué sentido el «nuevo curso»
de la dominación no puede ser considerado un
simple lavado de cara, lo que los anglosajones
llaman greenwashing. No ignoramos sin
embargo hasta qué punto el proyecto
burocrático de gestión sostenible del desastre,
desde el momento en que va más allá de una
responsabilización consistente en lavarse los
dientes cerrando el grifo o en ir al supermercado
ecológico compartiendo vehículo para
reducir la huella de carbono, se topa con
demasiados obstáculos, tanto externos- como
internos, como para lograr efectivamente una
estabilización a escala mundial. (Ahora bien,
según su propia confesión, solo a esta escala
podría obtener algún resultado.) La admi
nistración del desastre que hemos tratado de
caracterizar a grandes rasgos conseguirá sus
éxitos más llama tivos en los países que ya
están más civilizados, más acostumbrados a la
sobresocialización. E incluso allí no obtendrá,
como toda burocracia, más que un remedo
de eficacia. Por muy rápida que pueda llegar
a ser la burocratización, precipitada por los
118
estados de excepción que tendrá que decretar,
no «resolverá» nada: tendrá que hacer frente,
con sus inmensos medios de coerción y de
falsificación, al desencadenamiento de plagas
de todo tipo y a sus imprevisibles combinacio
nes. Pero la satisfacción intelectual de saberla
conde nada al fracaso no nos resulta de
gran ayuda, máxime cuando de este modo
promete hacer durar, durante un período que
puede ser largo, el desmoronamiento de la
sociedad industrial con nosotros debajo. No ha
lugar por tanto a suputar sus posibilidades
y a especular con un «después». Por ahora
ya está consiguiendo, y eso al menos con
una inigualable eficacia, ahogar por medio
de la propaganda y el alistamiento cualquier
tentativa de sostener una crítica social que
habría de ser a la vez antiestatal y antiindustrial.
A este respecto podemos aventurar un
paralelismo con la situación histórica de
los revolucionarios entre las dos guerras
mundiales, en la época en que había que ser a
la vez antifascista y antiestalinista; el uso de la
amenaza fascista por parte del estalinismo de
frente popular recuerda en muchos aspectos
al que la propaganda estatista hace ahora
de los riesgos de hundimiento ecológico: la
misma ocul tación de las causas históricas
reales, el mismo chantaje de la urgencia y la
eficacia, la misma manipulación de los buenos
119
sentimientos unanimistas.
XXX
Los refractarios que pretendan poner en
entredicho los beneficios, sean cuales fueren, con
que la propaganda por la sobresocialización
insiste en seguir embaucando en contra de
la evidencia misma, y que rehúsen alistarse
en la Unión Sagrada para la salva ción del
planeta, pueden ir preparándose para ser
tratados en breve como lo son en tiempos de
guerra los desertores y los saboteadores. Pues
el «estado de necesidad» y las penurias que
van a ir acumulándose empujarán en primer
lugar a aceptar o reclamar nuevas formas de
servidumbre, para salvar lo que pueda ser
salvado de la supervivencia garantizada allí
donde aún lo está en algún grado. (Ya se sabe
cuál es la situa ción allí donde nadie puede
jactarse de tales conquistas históricas.)
Sin embargo, el curso de esta extraña guerra
no dejará de crear ocasiones para pasar a la
crítica en actos del chantaje burocrático. Dicho
de manera ligera mente diferente: se puede
prever la entropía, pero no el surgimiento de
lo nuevo. El papel de la imaginación teórica
sigue siendo el de discernir, en un presente
aplastado por la probabilidad de lo peor, las
diversas posibilidades que no por ello dejan de
estar abiertas. Atrapados como cualquiera en
120
el interior de una realidad tan inestable como
violentamente destructiva, nos abstenemos
de olvidar este dato de la experiencia, que nos
parece apropiado para resistir: que la acción de
unos pocos individuos, o de grupos humanos
muy reducidos, puede tener, con un poco
de suerte, rigor y voluntad, consecuencias
incalculables.
Abril de 2008
121