Esteban Echeverría
El Dogma Socialista
Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires
05-08-2019
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Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires
05-08-2019
El Dogma Socialista
A LA JUVENTUD ARGENTINA: He aquí el mandato de Dios, he
aquí el clamor de la patria, he aquí el Sagrado Juramento de la
Joven Generación.
Al que adultere con la corrupción, —anatema.
Al que incense la tiranía, o se venda a su oro, —anatema.
Al que traicione los principios de la libertad, del honor y del
patriotismo, —anatema.
Al cobarde, al egoísta, al perjuro, —anatema.
Al que vacile en el día grande de los hijos de la patria, —
anatema.
Al que mire atrás y sonría cuando suene la trompeta de la
regeneración de la patria, —anatema.
He aquí el voto de la nueva Generación, y de las generaciones
que vendrán.
Gloria a los que no se desalientan en los conflictos, y tienen
confianza en su fortaleza: —de ellos será la victoria.
Gloria a los que no desesperan, tienen fe en el porvenir y en el
progreso de la humanidad: —de ellos será el galardón.
Gloria a los que trabajen tenazmente por hacerse dignos hijos de
la patria: —de ellos serán las bendiciones de la posteridad.
Gloria a los que no transigen con ninguna especie de tiranía, y
sienten latir en su pecho un corazón puro, libre y arrogante.
Gloria a la Juventud Argentina que ambiciona emular las
virtudes, y realizar el gran pensamiento de los heroicos padres de la
patria: —gloria por siempre y prosperidad.
Buenos Aires, agosto de 1837.
Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires
05-08-2019
Palabras simbólicas
1.—Asociación. 2.—Progreso. 3.—Fraternidad. 4.—Igualdad. 5.
—Libertad. 6.—Dios, centro y periferia de nuestra creencia religiosa:
el cristianismo su ley. 7.—El honor y el sacrificio, móvil y norma de
nuestra conducta social. 8.—Adopción de todas las glorias legítimas,
tanto individuales como colectivas de la revolución; menosprecio de
toda reputación usurpada e ilegítima. 9.—Continuación de las
tradiciones progresivas de la Revolución de Mayo. 10.—
Independencia de las tradiciones retrógadas que nos subordinan al
antiguo régimen. 11.—Emancipación del espíritu americano. 12.—
Organización de la patria sobre la base democrática. 13.—
Confraternidad de principios. 14.—Fusión de todas las doctrinas
progresivas en un centro unitario. 15.—Abnegación de las simpatías
que puedan ligarnos a las dos grandes facciones que se han
disputado el poderío durante la revolución.
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05-08-2019
I
1. Asociación
La sociedad es un hecho estampado en las páginas de la
historia, y la educación necesaria que la Providencia impuso al
hombre para el libre ejercicio y pleno desarrollo de sus facultades, al
darle por patrimonio el Universo. —Ella es el vasto teatro en donde
su poder se dilata, su inteligencia se nutre, y sucesivamente
aparecen los partos de su incansable actividad.
Sin asociación no hay progreso, o más bien ella es la condición
forzosa de toda civilización y de todo progreso.
Trabajar para que se difunda y esparza entre todas las clases el
espíritu de asociación, será poner las manos en la grande obra del
progreso y civilización de nuestra patria.
No puede existir verdadera asociación sino entre iguales. La
desigualdad engendra odios y pasiones que ahogan la
confraternidad y relajan los vínculos sociales.
Para extender la órbita de la asociación, y al mismo tiempo
robustecerla y estrecharla, es preciso nivelar las individualidades
sociales, o poner su conato en que se realice la igualdad.
Para que la asociación corresponda ampliamente a sus fines, es
necesario organizarla y constituirla de modo que no se choquen ni
dañen mutuamente los intereses sociales y los intereses
individuales, o combinar entre sí estos dos elementos:—el elemento
social y el individual, la patria y la independencia del ciudadano. En
la alianza y armonía de estos dos principios estriba todo el problema
de la ciencia social.
El derecho del hombre y el derecho de la asociación son
igualmente legítimos.
La política debe encaminar sus esfuerzos a asegurar por medio
de la asociación a cada ciudadano su libertad y su individualidad.
La sociedad debe poner a cubierto la independencia individual de
todos sus miembros, como todas las individualidades están
obligadas a concurrir con sus fuerzas al bien de la patria.
La sociedad no debe absorber al ciudadano, o exigirle el
sacrificio absoluto de su individualidad. El interés social tampoco
permite el predominio exclusivo de los intereses individuales, porque
entonces la sociedad se disolvería, no estando sus miembros
ligados entre sí por vínculo alguno común.
La voluntad de un pueblo o de una mayoría no puede establecer
un derecho atentatorio del derecho individual, porque no hay sobre
la tierra autoridad alguna absoluta, porque ninguna es órgano
infalible de la justicia suprema, y porque más arriba de las leyes
humanas está la ley de la conciencia y de la razón.
Ninguna autoridad legítima impera sino en nombre del derecho,
de la justicia y de la verdad. A la voluntad nacional, verdadera
conciencia pública, toca interpretar y decidir soberanamente sobre lo
justo, lo verdadero y lo obligatorio —he aquí el dominio de la ley
positiva. Pero más allá de esa ley, y en otra esfera más alta, existen
los derechos del hombre, que, siendo la basa y la condición esencial
del orden social, se sobreponen a ella y la dominan.
Ninguna mayoría, ningún partido o asamblea, tiene derecho para
establecer una ley que ataque las leyes naturales y los principios
conservadores de la sociedad, y que ponga a merced del capricho
de un hombre la seguridad, la libertad y la vida de todos.
El pueblo que comete este atentado es insensato o al menos
estúpido; porque usa de un derecho que no le pertenece, porque
vende lo que no es suyo, —la libertad de los demás; porque se
vende a sí mismo, no pudiendo hacerlo, y se constituye esclavo,
siendo libre por la ley de Dios y de su naturaleza.
La voluntad de un pueblo jamás podrá sancionar como justo, lo
que es esencialmente injusto.
Alegar razones de estado para cohonestar la violación de estos
derechos. es introducir el maquiavelismo, y sujetar de hecho a los
hombres al desastroso imperio de la fuerza y de la arbitrariedad.
La salud del pueblo no estriba en otra cosa, sino en el religioso e
inviolable respeto de los derechos de todos y cada uno de los
miembros que lo componen.
Para ejercer derechos sobre sus miembros, la sociedad debe a
todos justicia, protección igual, y leyes que aseguren su persona,
sus bienes y su libertad. Ella se obliga a ponerlos a cubierto de toda
injusticia o violencia; a tener a raya, para que no se dañen sus
pasiones recíprocas; a proporcionarles medios de trabajar sin
estorbo alguno, en su propio bienestar, sin perjuicio del de los otros;
a poner a cada uno bajo la salvaguardia de todos, para que pueda
gozar pacíficamente de lo que posee o ha adquirido con su trabajo,
su industria o sus talentos.
La potestad social que no hace esto; que en vez de fraternizar,
divide; que siembra la desconfianza y el encono; que atiza el espíritu
de partido y las venganzas; que fomenta la perfidia, el espionaje y la
delación, y tiende a convertir la sociedad en un enjambre de
delatores, de verdugos y de víctimas; es una potestad inicua,
inmoral y abominable.
La institución del Gobierno no es útil, moral y necesaria, sino en
cuanto propende a asegurar a cada ciudadano sus imprescriptibles
derechos y principalmente su libertad.
La perfección de la asociación está en razón de la libertad de
todos y de cada uno. Para conseguirla es preciso predicar
fraternidad, desprendimiento, sacrificio mutuo entre los miembros de
una misma familia. Es necesario trabajar para que todas las fuerzas
individuales, lejos de aislarse y reconcentrarse en su egoísmo,
concurran simultáneamente y colectivamente a un fin único: —al
progreso y engrandecimiento de la nación.
El predominio de la individualidad nos ha perdido. Las pasiones
egoístas han sembrado la anarquía en el suelo de la libertad, y
esterilizado sus frutos: —de aquí resulta el relajamiento de los
vínculos sociales: —que el egoísmo está entrañado en todos los
corazones y muestra en todas partes, su aspecto deforme y
ominoso: —que los corazones no palpitan al son de la mismas
palabras, y a la vista de los mismos símbolos: —que las
inteligencias no están unidas por una creencia común en la patria,
en la igualdad, en la fraternidad y la libertad.
¿Cómo reanimar esta sociedad en disolución? ¿Cómo hacer
predominar el elemento sociable del corazón humano, y salvar la
patria y la civilización? —El remedio sólo existe en el espíritu de
asociación.
Asociación, progreso, libertad, igualdad, fraternidad, términos
correlativos de la gran síntesis social y humanitaria: —símbolos
divinos del venturoso porvenir de los pueblos y de la humanidad.
La libertad no puede realizarse sino por medio de la igualdad, y
la igualdad sin el auxilio de la asociación o del concurso de todas las
fuerzas individuales encaminadas a un objeto único, indefinido, —el
progreso continuo; —fórmula fundamental de la filosofía del
decimonoveno siglo.
Aquella organización social será más perfecta, que ofrezca
mayores garantías al desarrollo de la igualdad y de la libertad, y de
mayor ensanche al ejercicio libre y armónico de las facultades
humanas: —aquel gobierno será mejor, que tenga más analogía con
nuestras costumbres y nuestra condición social.
El camino para llegar a la libertad es la igualdad; la igualdad y la
libertad son los principios engendradores de la Democracia.
La Democracia es por consiguiente el régimen que nos conviene,
y el único realizable entre nosotros.
Preparar los elementos para organizar y constituir la democracia
que existe en germen en nuestra sociedad: —he aquí también
nuestra misión.
La asociación de la Joven Generación Argentina, representa en
su organización provisoria el porvenir de la nación Argentina: —su
misión es esencialmente orgánica. Ella procurará derramar su
espíritu y su doctrina; —extender el círculo de sus tendencias
progresivas; —atraer los ánimos a la grande asociación nacional
uniformando las opiniones, y concentrándolas en la patria y en los
principios de la igualdad, de la libertad y de la fraternidad de todos
los hombres.
Ella trabajará en conciliar y poner en armonía el ciudadano y la
patria, el individuo y la asociación; y en preparar los elementos de la
organización de la nacionalidad Argentina sobre el principio
democrático.
Ella en su institución definitiva, procurará hermanar las dos ideas
fundamentales de la época: —patria y humanidad, y hacer que el
movimiento progresivo de la nación marche conforme con el
movimiento progresivo de la grande asociación humanitaria.
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II
2. Progreso
“La humanidad es como un hombre que vive siempre, y progresa
constantemente”. —Ella con un pie asentado en el presente y otro
extendido hacia el porvenir, marcha sin fatigarse, como impelida por
el soplo de Dios, en busca del Edén prometido a sus esperanzas.
Cielo, tierra, animalidad, humanidad, el universo entero tiene una
vida que se desarrolla y se manifiesta en el tiempo por una serie de
generaciones continuas: —esta ley de desarrollo se llama la ley del
progreso.
Así como el hombre, los seres orgánicos, y la naturaleza; los
pueblos también están en posesión de una vida propia, cuyo
desenvolvimiento continuo constituye su progreso; porque la vida no
es otra cosa en todo lo creado, que el ejercicio incesante de la
actividad.
Todas las asociaciones humanas existen por el progreso y para
el progreso, y la civilización misma no es otra cosa que el testimonio
indeleble del progreso humanitario.
Todos los conatos del hombre y de la sociedad se encaminan a
procurarse el bienestar que apetecen.
El bienestar de un pueblo está en relación, y nace de su
progreso.
“Vivir conforme a la ley de su ser, es el bienestar. Sólo por medio
del ejercicio libre y armónico de todas sus facultades, pueden los
hombres y los pueblos alcanzar la aplicación más extensa de esta
ley”.
Un pueblo que no trabaja por mejorar de condición, no obedece
a la ley de su ser.
La revolución para nosotros es el progreso. La América,
creyendo que podía mejorar de condición se emancipó de la
España: desde entonces entró en las vías del progreso.
Progresar es civilizarse, o encaminar la acción de todas sus
fuerzas al logro de su bienestar, o en otros términos a la realización
de la ley de su ser.
La Europa es el centro de la civilización de los siglos y del
progreso humanitario.
La América debe por consiguiente estudiar el movimiento
progresivo de la inteligencia europea; pero sin sujetarse ciegamente
a sus influencias. El libre examen, y la elección tocan de derecho y
son el criterio de una razón ilustrada. Ella debe apropiarse todo lo
que pueda contribuir a la satisfacción de sus necesidades: debe,
para conocerse y alumbrarse en su carrera, caminar con la antorcha
del espíritu humano.
Cada Pueblo tiene su vida y su inteligencia propia. “Del
desarrollo y ejercicio de ella, nace su misión especial; la cual
concurre al lleno de la misión general de la humanidad. Esta misión
constituye la nacionalidad. La nacionalidad es sagrada”.
Un pueblo que esclaviza su inteligencia a la inteligencia de otro
pueblo, es estúpido y sacrílego.
Un pueblo que se estaciona y no progresa, no tiene misión
alguna, ni llegará jamás a constituir su nacionalidad.
Cuando la inteligencia americana se haya puesto al nivel de la
inteligencia europea, brillará el sol de su completa emancipación.
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III
3. Fraternidad — 4. Igualdad — 5. Libertad
“La fraternidad humana es el amor mutuo, o aquella disposición
generosa que inclina al hombre a hacer a los otros lo que quisiera
que se hiciese con él”.
Cristo la divinizó con su sangre, y los profetas la santificaron con
el martirio.
Pero el hombre entonces era débil, porque vivía para sí y solo
consigo. La humanidad o la concordia de la familia humana,
concurriendo a idéntico fin, no existía.
Los tiranos y egoístas fácilmente ofuscaron con su soplo
mortífero la luz divina de la palabra del Redentor, y pusieron, para
reinar, en lucha al padre con el hijo, al hermano con el hermano, la
familia con la familia.
Ciego el hombre y amurallado en su yo creyó justo sacrificar a
sus pasiones el bienestar de los demás, y los pueblos y los hombres
se hicieron guerra y se despedazaron entre sí como fieras.
“Por la ley de Dios y de la humanidad todos los hombres son
hermanos. Todo acto de egoísmo es un atentado a la fraternidad
humana”.
El egoísmo es la muerte del alma. El egoísta no siente amor, ni
caridad, ni simpatía por sus hermanos. Todos sus actos se
encaminan a la satisfacción de su yo; todos sus pensamientos y
acciones giran en torno de su yo; y el deber, el honor y la justicia
son palabras huecas y sin sentido para su espíritu depravado.
El egoísmo se diviniza y hace de su corazón el centro del
universo. El egoísmo encarnado son todos los tiranos.
Es del deber de todo hombre que conoce su misión, luchar
cuerpo a cuerpo con él hasta aniquilarlo.
La fraternidad es la cadena de oro que debe ligar todos los
corazones puros y verdaderamente patriotas: sin esto no hay fuerza,
ni unión, ni patria.
Todo acto, toda palabra que tienda a relajar este vínculo, es un
atentado contra la patria y la humanidad.
Echemos un velo de olvido sobre los errores de nuestros
pasados; el hombre es falible. Pongamos en balanza justa sus
obras, y veamos lo que hubiéramos hecho en circunstancias
idénticas. Lo que somos y lo que seremos en el porvenir, a ellos se
lo debemos. Abramos el santuario de nuestros corazones a los que
merecieron bien de la patria y se sacrificaron por ella.
Los egoístas y malvados tendrán su merecido; el juicio de la
posteridad los espera.—La divisa de la nueva generación, es
fraternidad.
“Por la ley de Dios y de la humanidad, todos los hombres son
iguales”. Para que la igualdad se realice, es preciso que los
hombres se penetren de sus derechos y obligaciones mutuas.
La Igualdad consiste en que esos derechos y deberes sean
igualmente admitidos y declarados por todos, en que nadie pueda
substraerse a la acción de la ley que los formula, en que cada
hombre participe igualmente del goce proporcional a su inteligencia
y trabajo. Todo privilegio es un atentado a la igualdad.
No hay igualdad, donde la clase rica se sobrepone, y tiene más
fueros que las otras.
Donde cierta clase monopoliza los destinos públicos.
Donde el influjo y el poder paraliza para los unos la acción de la
ley, y para los otros la robustece.
Donde sólo los partidos, no la nación son soberanos.
Donde las contribuciones no están igualmente repartidas, y en
proporción a los bienes e industria de cada uno.
Donde la clase pobre sufre sola las cargas sociales más
penosas, como la milicia, etc.
Donde el último satélite del poder puede impunemente violar la
seguridad y la libertad del ciudadano.
Donde las recompensas y empleos no se dan al mérito probado
por hechos.
Donde cada empleado es un mandarín, ante quien debe inclinar
la cabeza el ciudadano.
Donde los empleados son agentes serviles del poder, no
asalariados y dependientes de la nación.
Donde los partidos otorgan a su antojo títulos y recompensas.
Donde no tienen merecimientos el talento y la probidad, sino la
estupidez rastrera y la adulación.
Es también atentatorio a la igualdad, todo privilegio otorgado a
corporación civil, militar o religiosa, academia o universidad; toda ley
excepcional y de circunstancias.
La sociedad o el poder que la representa, debe a todos sus
miembros igual protección, seguridad, libertad: si a unos se la otorga
y a otros no, hay desigualdad y tiranía.
La potestad social no es moral ni corresponde a sus fines, si no
protege a los débiles, a los pobres y a los menesterosos, es decir, si
no emplea los medios que la sociedad ha puesto en su mano, para
realizar la igualdad.
La igualdad está en relación con las luces y el bienestar de los
ciudadanos.
Ilustrar las masas sobre sus verdaderos derechos y obligaciones,
educarlas con el fin de hacerlas capaces de ejercer la ciudadanía y
de infundirlas la dignidad de hombres libres, protegerlas y
estimularlas para que trabajen y sean industriosas, suministrarles
los medios de adquirir bienestar e independencia: —he aquí el modo
de elevarlas a la igualdad.
La única jerarquía que debe existir en una sociedad democrática,
es aquella que trae su origen de la naturaleza, y es invariable y
necesaria como ella.
El dinero jamás podrá ser un título, si no está en manos puras,
benéficas y virtuosas. Una alma estúpida y villana, un corazón
depravado y egoísta, podrán ser favorecidos de la fortuna; pero ni
su oro, ni los inciensos del vulgo vil, les infundirán nunca lo que la
naturaleza les negó, —capacidad y virtudes republicanas.
Dios, inteligencia suprema, quiso que para tener el hombre el
señorío de la creación y sobreponerse a las demás criaturas,
descollase en razón e inteligencia.
La inteligencia, la virtud, la capacidad, el mérito probado: —he
aquí las únicas jerarquías de origen natural y divino.
La sociedad no reconoce sino el mérito atestiguado por obras.
Ella pregunta al general lleno de títulos y medallas ¿qué victoria útil
a la patria habéis ganado? —Al mandatario y al acaudalado ¿qué
alivio habéis dado a las miserias y necesidades del pueblo? —Al
particular ¿por qué obras habéis merecido respeto y consideración
de vuestros conciudadanos y de la humanidad? —Y a todos en
suma ¿en qué circunstancias os habéis mostrado capaces,
virtuosos y patriotas?
Aquel que nada tiene que responder a estas preguntas, y
manifiesta, sin embargo, pretensiones, y ambiciona supremacía, es
un insensato que solo merece lástima o menosprecio.
El problema de la igualdad social, está entrañado en este
principio —”A cada hombre según su capacidad, a cada hombre
según sus obras”.
“Por la ley de Dios y de la humanidad todos los hombres son
libres”.
“La libertad es el derecho que cada hombre tiene para emplear
sin traba alguna sus facultades en el conseguimiento de su
bienestar, y para elegir los medios que puedan servirle a este
objeto”.
El libre ejercicio de las facultades individuales, no debe causar
extorsión ni violencia a los derechos de otro. No hagas a otro lo que
no quieras te sea hecho: —la libertad humana no tiene otros límites.
No hay libertad, donde el hombre no puede cambiar de lugar a
su antojo.
Donde no le es permitido disponer del fruto de su industria y de
su trabajo.
Donde tiene que hacer al poder el sacrificio de su tiempo y de
sus bienes.
Donde puede ser vejado e insultado por los sicarios de un poder
arbitrario.
Donde sin haber violado la ley, sin juicio previo ni forma de
proceso alguno, puede ser encarcelado o privado del uso de sus
facultades físicas o intelectuales.
Donde se le coarta el derecho de publicar de palabra o por
escrito sus opiniones.
Donde se le impone una religión y un culto distinto del que su
conciencia juzga verdadero.
Donde se le puede arbitrariamente turbar en sus hogares,
arrancarle del seno de su familia, y desterrarle fuera de su patria.
Donde su seguridad, su vida y sus bienes, están a merced del
capricho de un mandatario.
Donde se le obliga a tomar las armas sin necesidad absoluta, y
sin que el interés general lo exija.
Donde se le ponen trabas y condiciones en el ejercicio de una
industria cualquiera, como la imprenta.
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IV
6. Dios, centro y periferia de nuestra
creencia religiosa; el cristianismo. Su ley
La religión natural es aquel instinto imperioso que lleva al hombre
a tributar homenaje a su Creador.
Las relaciones del hombre con Dios son como las de hijo a
padre, de una naturaleza moral. Siendo Dios la fuente pura de
nuestra vida y facultades, de nuestras esperanzas y alegrías,
nosotros en cambio de estos bienes le presentamos la única ofrenda
que pudiera apetecer, el tributo de nuestro corazón.
Pero la religión natural no ha bastado al hombre, porque
careciendo de certidumbre, de vida y de sanción, no satisfacía las
necesidades de su conciencia; y ha sido necesario que las
religiones positivas que apoyan su autoridad sobre hechos
históricos, viniesen a proclamar las leyes que deben regir esas
relaciones íntimas entre el hombre y su Creador.
La mejor de las religiones positivas es el cristianismo, porque no
es otra cosa que la revelación de los instintos morales de la
humanidad.
El Evangelio es la ley de Dios, porque es la ley moral de la
conciencia y de la razón.
El cristianismo trajo al mundo la fraternidad, la igualdad y la
libertad, y rehabilitando al género humano en sus derechos, lo
redimió. El cristianismo es esencialmente civilizador y progresivo.
El mundo estaba sumergido en las tinieblas, y el verbo de Cristo
lo iluminó, y del caos brotó un mundo. La humanidad era un
cadáver, y recibió con su soplo la vida y la resurrección.
El Evangelio es la ley de amor, y como dice el Apóstol Santiago,
la ley perfecta, que es la ley de la libertad. El cristianismo debe ser
la religión de las democracias.
Examinadlo todo y escoged lo bueno, dice el Evangelio; y así ha
proclamado la independencia de la razón y la libertad de conciencia
—porque la libertad consiste principalmente en el derecho de
examen y de elección.
Toda religión presupone un culto. El culto es la parte visible o la
manifestación exterior de la religión, como la palabra es un elemento
necesario del pensamiento.
La religión es un pacto tácito entre Dios y la conciencia humana;
—ella forma el vínculo espiritual que une a la criatura con su
Hacedor. El hombre deberá por consiguiente encaminar su
pensamiento a Dios del modo que lo juzgue más conveniente. Dios
es el único juez de los actos de su conciencia, y ninguna autoridad
terrestre debe usurpar esa prerrogativa divina, ni podrá hacerlo
aunque quiera, porque la conciencia es libre.
Reprimida la libertad de conciencia, la voz y las manos ejercerán
si se quiere automáticamente, las prácticas de un culto; pero el
corazón renegará dentro de sí mismo, y guardará en su santuario
inviolable la libertad.
Si la libertad de conciencia es un derecho del individuo, la
libertad de cultos es un derecho de las comunidades religiosas.
Reconocida la libertad de conciencia, sería contradictorio no
reconocer también la libertad de cultos, la cual no es otra cosa que
la aplicación inmediata de aquella.
La profesión de las creencias y los cultos sólo serán libres,
cuando no se ponga obstáculo alguno a la predicación de la doctrina
de las primeras, ni a la práctica de los segundos, y cuando los
individuos de cualquier comunión religiosa sean iguales en derechos
civiles y políticos a los demás ciudadanos.
La sociedad religiosa es independiente de la sociedad civil:
aquella encamina sus esperanzas a otro mundo, ésta las concentra
en la tierra: la misión de la primera es espiritual, la de la segunda
temporal. Los tiranos han fraguado de la religión cadenas para el
hombre, y de aquí ha nacido la impura liga de poder y el altar.
No incumbe al gobierno reglamentar las creencias,
interponiéndose entre Dios y la conciencia humana, sino escudar los
principios conservadores de la sociedad, y tener bajo su
salvaguardia la moral social.
Si alguna religión o culto tendiesen pública o directamente, por
actos o por escritos, a herir la moral social y alterar el orden, será
del deber del gobierno obrar activamente para reprimir sus
desafueros.
La jurisdicción del gobierno en cuanto a los cultos, deberá
ceñirse a velar para que no se dañen entre sí, ni siembren el
desorden en la sociedad.
El Estado, como cuerpo político, no puede tener una religión,
porque no siendo persona individual, carece de conciencia propia.
El dogma de la religión dominante es además injusto y
atentatorio a la igualdad, porque pronuncia excomunión social
contra los que no profesan su creencia, y los priva de sus derechos
naturales, sin eximirlos de las cargas sociales.
El principio de la libertad de conciencia jamás podrá conciliarse
con el dogma de la religión del Estado.
Reconocida la libertad de conciencia, ninguna religión debe
declararse dominante, ni patrocinarse por el Estado: todas
igualmente deberán ser respetadas y protegidas, mientras su moral
sea pura, y su culto no atente al orden social.
La palabra tolerancia, en materia de religión y de cultos, no
anuncia sino la ausencia de libertad, y envuelve una injuria contra
los derechos de la humanidad. Se tolera lo inhibido, o lo malo; un
derecho se reconoce y se proclama. El espíritu humano es una
esencia libre; la libertad es un elemento indestructible de su
naturaleza, y un don de Dios.
El Sacerdote es ministro del culto: el sacerdocio es un cargo
público. La misión del sacerdote es moralizar, predicar fraternidad,
caridad, es decir la ley de paz y de amor —la ley de Dios.
El sacerdote que atiza pasiones y provoca venganzas desde la
cátedra del Espíritu-Santo, es impío y sacrílego.
Amad a vuestros prójimos como a vosotros mismos: amad a
vuestros enemigos, dice Cristo: —he aquí la palabra del Sacerdote.
El sacerdote debe predicar tolerancia, no persecución contra la
indiferencia o la impiedad. La fuerza hace hipócritas, no creyentes, y
enciende el fanatismo y la guerra.
“¿Cómo tendrán fe en la palabra del sacerdote si él mismo no
observa la ley? El que dice que conoce a Dios y no guarda sus
mandamientos es mentiroso, y no hay verdad en él”.
“Nosotros no exigimos obediencia ciega, dice San Pablo,
nosotros enseñamos, probamos, persuadimos. Fides suadenda non
imperanda, repite San Bernardo”.
La misión del Sacerdote es exclusivamente espiritual, porque
mezclándose a las pasiones e intereses mundanos, compromete y
mancha la santidad de su ministerio, y se acarrea menosprecio y
odio en lugar de amor y veneración.
Los vicarios y ministros de Cristo no deben ejercer empleo ni
revestir autoridad alguna temporal: —Regnum meum non est de hoc
mundo, les ha dicho su divino maestro, y así les ha señalado los
límites del gobierno de su Iglesia.
Los eclesiásticos, como miembros del Estado, están bajo su
jurisdicción, y no pueden formar un cuerpo privilegiado y distinto en
la sociedad. Como los demás ciudadanos estarán sujetos a las
mismas cargas y obligaciones, a las mismas leyes civiles y penales,
y a las mismas autoridades. —Todos los hombres son iguales; sólo
el mérito y la virtud engendran supremacía.
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V
7. El honor y el sacrificio, móvil y norma de
nuestra conducta social
La moral regla los actos del hombre privado: el honor, los del
hombre público.
La moral pertenece al fuero de la conciencia individual, y es la
norma de la conducta del hombre con relación a sí mismo, y a sus
semejantes. El honor entra en el fuero de la conciencia del hombre
social, y es la norma de sus acciones con relación a la sociedad.
Existe cierto desacuerdo entre algunos preceptos evangélicos y
la organización actual de las sociedades.
Hay ciertas acciones que la moral aprueba en el hombre privado
y reprueba en el hombre público. Es por lo mismo necesario adoptar
la palabra honor, la cual vulgarmente se aplica al hombre público
que se conduce con honradez y probidad, puesto que ella designa la
moralidad en los actos.
El honor y la moral son dos términos idénticos que conducen a
idéntico resultado.
La moral será el dogma del cristiano y del hombre privado: el
honor, el dogma del ciudadano y del hombre público.
El hombre de honor no traiciona los principios.
El hombre de honor es veraz, no falta a su palabra, no viola la
religión del juramento; ama lo verdadero y lo justo; es caritativo y
benéfico.
El hombre de honor no prevarica, tiene rectitud y probidad, no
vende sus favores cuando se halla elevado en dignidad.
El hombre de honor es buen amigo, no traiciona al enemigo que
viene a ponerse bajo su salvaguardia; el hombre de honor es
virtuoso, buen patriota y buen ciudadano.
El hombre de honor detesta la tiranía porque tiene fe en los
principios, y no es egoísta: la tiranía es el egoísmo encarnado.
El hombre de honor se sacrifica, si es necesario, por la justicia y
la libertad.
No hay honor ni virtud sin sacrificio; ni habrá lugar al sacrificio
permaneciendo en la inacción.
El que no obra cuando el honor lo llama, no merece el título de
hombre.
El que no obra cuando la patria está en peligro, no merece ser
hombre ni ciudadano.
La virtud de las virtudes es la acción encaminada al sacrificio.
El sacrificio es aquella disposición generosa del ánimo, que lleva
al hombre a consagrar su vida y facultades, ahogando a menudo las
sugestiones de su interés personal y de su egoísmo, a la defensa de
una causa que considera justa; al logro de un bien común a su
patria y a sus semejantes; a cumplir con sus deberes de hombre y
de ciudadano siempre y a pesar de todo; y a derramar su sangre si
es necesario para desempeñar tan alta y noble misión.
Todo hombre, pues, tiene una misión. Toda misión es obligatoria.
Sólo es digno de alabanza el que conociendo su misión, está
siempre dispuesto a sacrificarse por la patria, y por la causa santa
de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Sólo es acreedor a gloria, el que trabaja por el progreso y
bienestar de la humanidad.
Sólo se granjea respeto y consideraciones, el que cifra su valer
en su capacidad y virtudes.
“Sabéis que aquellos que se creen mandar a las gentes, se
enseñorean de ellas, y los príncipes de ellas tienen potestad sobre
ellas”.
“Mas no es así entre vosotros, antes el que quisiere ser el mayor
será vuestro criado”.
“Y el que quisiere ser el primero entre vosotros, será siervo de
todos”.
“Porque el hijo del hombre no vino para ser servido, sino para
servir y dar su vida en rescate por muchos” (S. Mateo. Cap. X. v. 42,
45).
La doctrina de Cristo es la nuestra, porque es la doctrina de
salud y redención.
El que quiera sobreponerse, se sacrificará por los demás.
El que quiera ver ensalzado su nombre, buscará por pedestal el
corazón de sus conciudadanos.
El que ambicione gloria, la fabricará con la acción intensa de su
inteligencia y sus brazos.
La libertad no se adquiere sino a precio de sangre.
“La libertad es el pan que los pueblos deben ganar con el sudor
de su rostro” (La-Mennais ).
El egoísmo labra para sí, el sacrificio para los demás.
El sacrificio es el decreto de muerte de las pasiones egoístas. —
Ellas han traído la guerra, los desastres y la tiranía al suelo de la
patria. Sólo sacrificándolos lograremos redimirla, emular las virtudes
de los que le dieron ser, y conquistar nobles lauros.
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05-08-2019
VI
8. Adopción de todas las glorias legítimas,
tanto individuales como colectivas de la
revolución; menosprecio de toda reputación
usurpada e ilegítima
Sentados y reconocidos los antecedentes principios, sólo serán
para nosotros glorias legítimas, aquellas que hayan sido adquiridas
por la senda del honor; aquellas que no estén manchadas de
iniquidad o injusticia; aquellas obtenidas a fuerza de heroísmo,
constancia y sacrificios; aquellas que hayan dejado, sea en los
campos de batalla, sea en el gabinete, la prensa, o la tribuna,
rastros indelebles de su existencia: aquellas, en suma, que pueda
sancionar el incorruptible juicio de la filosofía.
Hay grandes diferencias entre gloria y reputación. El que quiere
reputación, la consigue. Ella se encuentra en un título, en un grado,
en un empleo, en un poco de oro, en un vaivén del acaso, en
aventuras personales, en la lengua de los amigos y de la lisonja
rastrera.
La reputación es el humo que ambicionan las almas mezquinas y
los hombres descorazonados.
Pero la reputación va a parar a menudo a un mismo féretro con
el que la poseyó, y en un día se convierte en humo, polvo y nada.
En vano grabará la vanidad sobre la lápida que la cubre un nombre.
Ese nombre nadie lo conoce, es un enigma que nadie entiende, es
algo que fue y dejó de ser, como cualquier animal o planta; sin que
se sepa para qué lo vació Dios en el molde del hombre, y estampó
en su frente la dignidad de la razón y la inteligencia.
La gloria es distinta. La gloria es como planta perenne, cuyo
verdor nunca amarillea. La gloria echa raíces tan profundas, que
llegan al corazón de la tierra, y se levanta a las nubes incontrastable
como el cedro del Líbano.
La gloria prende y se arraiga en todos los corazones: la gloria es
el himno perpetuo de alabanza que consagra un pueblo o la
humanidad reconocida al ingenio, a la virtud y al heroísmo.
La gloria es la riqueza del grande hombre adquirida con el sudor
de su rostro.
Grande hombre es aquel que, conociendo las necesidades de su
tiempo, de su siglo, de su país, y confiando en su fortaleza, se
adelanta a satisfacerlas; y a fuerza de tesón y sacrificios, se labra
con la espada o la pluma, el pensamiento o la acción, un trono en el
corazón de sus conciudadanos o de la humanidad.
Grande hombre, es aquel cuya vida es una serie de hechos y
triunfos, de ilusiones y desengaños, de agonías y deleites inefables,
por alcanzar el alto bien prometido a sus esperanzas.
Grande hombre, es aquel cuya personalidad, es tan vasta, tan
intensa y activa, que abraza en su esfera todas las personalidades
humanas, y encierra en sí mismo —en su corazón y cabeza— todos
los gérmenes inteligentes y afectivos de la humanidad.
Grande hombre, es aquel que el dedo de Dios señala entre la
muchedumbre para levantarse y descollar sobre todos por la
omnipotencia de su genio.
El grande hombre puede ser guerrero, estadista, legislador,
filósofo, poeta, hombre científico.
Sólo el genio es supremo después de Dios. La supremacía del
genio constituye su gloria, y el apoteosis de la razón. El genio es la
razón por excelencia.
Toda otra supremacía no es más que vanidad pueril, ignorancia
sin seso. Pero desde la altura donde el genio se sienta como
soberano, hasta la más ínfima grada de la sociedad, hay mil
escalones donde pueden colocarse otras tantas glorias también
legítimas, pero más humildes: hay mil lugares para el hombre de
mérito; mil lauros que puede ambicionar la capacidad, la virtud y el
heroísmo, con tal que marchen por la senda del honor, y lleven
siempre al frente de sus pretensiones, el título legítimo que las
sanciona.
Ambición legítima es aquella que se ajusta a la ley, y marcha a
sus fines por la senda que ella traza. Toda otra ambición, no es más
que el frenesí de las más innobles pasiones, cubierto con la
máscara del verdadero mérito.
El que se siente capaz de hacer una cosa, de llevar a cabo una
grande empresa, de ocupar un puesto elevado, debe ambicionarlo;
pero sin hollar la ley ni la justicia, ni emplear los medios reservados
a la incapacidad y la malicia.
La astucia es un instinto que poseen en alto grado los hombres
que carecen de inteligencia, y el cual emplean sin rubor para llegar a
sus depravados fines.
La virtud y la capacidad marchan a cara descubierta: la
hipocresía y la estupidez se la cubren.
No hay gloria individual legítima, sin estas condiciones. —En
este crisol pondremos la reputación de nuestras notabilidades
revolucionarias; en esta balanza las pesaremos; con esta medida
mediremos, y con ella queremos ser medidos.
Hemos entrado recién en la vía del progreso: estamos al
principio de un camino que nos proponemos andar; no tenemos ni
gloria, ni dignidad, nada poseemos. Cuando hayamos concluido
nuestra carrera, estaremos prontos a aparecer ante el tribunal de las
generaciones venideras, y a que se pesen nuestras obras en la
misma balanza donde nosotros pesaremos las de la generación
pasada.
Contados son, en nuestra opinión, los hombres que han
merecido la reputación y honores que les ha tributado el entusiasmo
de la opinión y de los partidos. Nos reservamos hacer un inventario
de sus títulos, y colocarlos en su verdadero pedestal. ¿Dónde irán a
parar entonces todas esas reputaciones tradicionales? ¿todos esos
grandes hombres raquíticos? ¿todos esos pigmeos que la
ignorancia y la vanidad han hecho colosos?
Difícil es discernir el verdadero mérito de los hombres públicos,
cuando la opinión general no lo sanciona, sino lo proclaman las
pasiones e intereses de sus partidarios. Nosotros que no hemos
tenido todavía vida pública ni pertenecido a ningún partido; que no
hemos contaminado nuestras almas con las iniquidades ni torpezas
de la guerra civil; nosotros somos jueces competentes para
conocerlo a fondo y dar a cada cual según sus obras; y lo haremos
sin consideraciones ni reticencias.
Todas las naciones tienen sus grandes hombres, símbolos
permanentes de su gloria.
La gloria de sus grandes hombres es el patrimonio más querido
de las naciones, porque ella representa toda su ilustración y
progreso, toda su riqueza intelectual y material, toda su civilización y
poderío.
¡Feliz la nación que cuenta entre sus hijos muchos grandes
hombres! Nosotros tenemos pocos, pero su gloria constituye el
patrimonio de la patria, y no la repudiaremos.
La única gloria que puede legitimar la filosofía en el soldado, es
aquella conquistada en los campos de batalla, luchando por la
causa de la independencia y la libertad de su patria.
Vosotros, militares que os envanecéis con llevar en vuestros
hombros insignias y en vuestro pecho medallas, miradlas bien no
estén salpicadas de sangre fratricida; ruborizaos y arrojadlas, si así
fuere; vuestra gloria es entonces hija de maldición.
La única gloria que puede legitimar la filosofía en el magistrado,
el legislador o el estadista, es aquella que se muestra pura y deja
rastros permanentes de sabiduría, de razón e inteligencia.
Vosotros, legisladores, estadistas, magistrados, que os llenáis de
orgullo porque os sentasteis en la silla del poder y la turba repitió
vuestro nombre, ved primero si fuisteis acreedores a aquella
dignidad, y si vuestras obras y pensamientos han sido de alguna
utilidad a la patria.
La única gloria que puede legitimar la filosofía, en el pensador,
en el literato o el escritor, es aquella que ilustra y civiliza, que
extiende la esfera del saber humano y que graba en diamante con el
buril del genio sus obras inmortales.
Vosotros, literatos, escritores y pensadores, que os vanagloriáis
tanto de vuestro saber y del incienso que os prodiga la ciega
muchedumbre, mostradnos los títulos de vuestras obras, los partos
de vuestro ingenio, el tesoro de vuestra ciencia y la sabiduría de
vuestra doctrina; mostradla pronto, que andamos desvalidos y
descaminados por falta de luz; sed caritativos, por Dios, con
vuestros hermanos. Miraos bien, no enterréis con vuestro nombre y
vuestra fama ese tan decantado tesoro.
Las glorias colectivas de la revolución son aquellas conquistadas
por el heroico esfuerzo de la nación en la guerra de la
independencia y por los patriotas de mayo y julio: todas ellas son
santas y legítimas.
La filosofía sólo puede absolver las batallas emancipadoras,
porque de la sangre que derraman brota la libertad, y de las ruinas y
cadáveres que siembran, nace la vida y la resurrección de un
pueblo.
La guerra civil y la conquista producen solamente la muerte y la
tiranía, y son hijas de la abominación. ¡Qué lauro aquel teñido en
sangre de hermanos o enrojecido con sangre de oprimidos!
Un pueblo que cuenta glorias legítimas en su historia, es un
pueblo grande que tiene porvenir y misión propia.
El pueblo argentino llevó el estandarte de la emancipación
política hasta el Ecuador. La iniciativa de la emancipación social le
pertenece. Su bandera será el símbolo de dos revoluciones; el Sol
de sus armas, el astro regenerador de medio Mundo.
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05-08-2019
VII
9. Continuación de las tradiciones
progresivas de la Revolución de Mayo
La revolución americana, como todas las grandes revoluciones
del mundo, ocupada exclusivamente en derribar el edificio gótico
labrado en siglos de ignorancia por la tiranía y la fuerza, no tuvo
tiempo ni reposo bastante para reedificar otro nuevo, pero proclamó,
sin embargo, las verdades que el largo y penoso alumbramiento del
espíritu humano había producido para que sirviesen de fundamento
a la reorganización de las sociedades modernas.
Los revolucionarios de Mayo sabían que la primera exigencia de
la América era la independencia de hecho de la metrópoli y que,
para fundar la libertad, era preciso emancipar primero la patria.
Absortos en este pensamiento, echaron, sin embargo, una
mirada al porvenir y bosquejaron de paso a las generaciones
venideras el plan de la obra inmensa de la emancipación Argentina.
En sus decretos y leyes, improvisados en medio de los azares de
la lucha y del estrépito de las armas, se hallan consignados los
principios eternos que entran en el código de todas las naciones
libres.
La libertad individual y de expresar y publicar las ideas sin previa
censura. Ellas dicen “que el cuerpo social debe garantizar y afianzar
los derechos del hombre, aliviar la miseria y desgracia de los
ciudadanos y propender a su prosperidad e instrucción; que la
ignorancia es causa de esa inmoralidad que apaga todas las
virtudes y produce todos los crímenes; que ningún ciudadano podrá
ser penado sin proceso y sentencia legal; que las cárceles son para
seguridad, no para castigo de los reos; que el crimen es la infracción
de la ley vigente; que todo ciudadano debe sobrellevar cuantos
sacrificios demande la patria en sus necesidades y peligros, sin que
se exceptúe el de la vida; y que, por su parte, cada ciudadano debe
contribuir al sostén y conservación de los derechos de sus
conciudadanos y a la felicidad pública; que un habitante de Buenos
Aires, ni ebrio ni dormido, debe tener inspiraciones contra la libertad
de su patria; ellas, en fin, declaran que sólo el pueblo es el origen y
el creador de todo poder.
¡Bello y magnífico programa! ¡Pero cuán distantes estamos de
verlo realizado! Estos principios tan santos no han pasado de las
leyes, y han sido como una obra abstracta que no está al alcance
del entendimiento común.
A pesar de esto, los legisladores de la revolución hicieron lo que
pudieron. Conocieron, sin duda, que la inteligencia del pueblo no
estaba en sazón para valorar su importancia; que había en sus
sentimientos, en sus costumbres, en su modo de ver y sentir, ciertos
instintos reaccionarios contra todo lo nuevo y que no entendía; pero
era necesario obrar, y obraron.
Necesitaban del pueblo para despejar de enemigos el campo
donde debía germinar la semilla de la libertad y lo declararon
soberano sin límites.
No fue extravío de ignorancia, sino necesidad de los tiempos.
Era preciso atraer a la nueva causa los votos y los brazos de la
muchedumbre, ofreciéndole el cebo de una soberanía omnipotente.
Era preciso hacer conocer al esclavo que tenía derechos iguales a
los de su señor, y que aquéllos que lo habían oprimido hasta
entonces, no eran más que unos tiranuelos que podía aniquilar con
el primer amago de su valor; y en vez de decir, la soberanía reside
en la razón del pueblo, dijeron: el pueblo es soberano.
Pero, estando de hecho el Pueblo, después de haber pulverizado
a los tiranos, en posesión de la soberanía, era difícil ponerle coto. La
soberanía era un derecho adquirido a costa de su sangre y de su
heroísmo. Los ambiciosos y malvados, para dominar, atizaron a
menudo sus instintos retrógrados, y lo arrastraron a hollar las leyes
que como soberano había dictado; a derribar gobiernos constituidos,
anarquizar y trastornar el orden social y a entregarse sin freno a los
caprichos de su voluntad y al desagravio violento de sus antipatías
irracionales.
El principio de la omnipotencia de las masas debió producir todos
los desastres que ha producido y acabar por la sanción y
establecimiento del Despotismo.
Pero ese principio ha sido también fértil en útiles resultados. El
Pueblo, antes de la revolución, era algo sin nombre ni influencia;
después de la revolución apareció gigante y sofocó en sus brazos al
león de España. La turba, el populacho, antes sumergido en la
nulidad, en la impotencia, se mostró entonces en la superficie de la
sociedad, no como espuma vil, sino como una potestad destinada
por la Providencia para dictar la ley y sobreponerse a cualquiera otra
potestad terrestre.
La soberanía pasó de los opresores a los oprimidos, de los reyes
al pueblo, y nació de repente en las orillas del Plata, la Democracia;
y la democracia crecerá: su porvenir es inmenso.
Ese pueblo, deslumbrado hasta aquí por la majestad de su
omnipotencia, conocerá vuelto en sí, que no le fue dada por Dios,
sino para ejercerla en los límites del derecho como instrumento de
bien. Ese pueblo se ilustrará: los principios de la revolución de Mayo
penetrarán al cabo hasta su corazón, y llegarán a ser la norma de
sus acciones.
He aquí una generación que viene en pos de la generación de
Mayo; hija de ella, hereda sus pensamientos y tradiciones; nacida
en la aurora de la libertad, busca con ojos inquietos en el cielo
oscurecido de la patria, el astro hermoso que resplandeció sobre su
cuna.
Ella viene a continuar la obra de sus padres, enriquecida con las
lecciones del estudio y de la experiencia.
Ella conoce todo lo que hay de incompleto en esas instituciones,
dictadas al acaso en los conflictos de la inexperiencia y de la
necesidad, y se prepara a completarlas o perfeccionarlas con el
auxilio de la luz y progreso de la ciencia social.
Ella procurará ponerlas en armonía con los adelantos de la razón
pública y se esforzará para que lleguen un día a ser el credo político
de todas las inteligencias y a tener viva y permanente realidad.
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05-08-2019
VIII
10. Independencia de las tradiciones
retrógradas que nos subordinan al antiguo
régimen
Dos ideas aparecen siempre en el teatro de las revoluciones: la
idea estacionaria que quiere el statu quo, y se atiene a las
tradiciones del pasado, y la idea reformadora y progresiva; el
régimen antiguo y el espíritu moderno. Cada una de estas dos ideas
tiene sus representantes y sectarios, y de la antipatía y lucha de
ellos, nacen la guerra y los desastres de una revolución.
El triunfo de la revolución es para nosotros el de la idea nueva y
progresiva; es el triunfo de la causa santa de la libertad del hombre
y de los pueblos. Pero ese triunfo no ha sido completo, porque las
dos ideas se hostilizan sordamente todavía; y porque el espíritu
nuevo no ha aniquilado completamente al espíritu de las tinieblas.
La generación americana lleva inoculados en su sangre los
hábitos y tendencias de otra generación. En su frente se notan, si no
el abatimiento del esclavo, las cicatrices recientes de la pasada
esclavitud.
Su cuerpo se ha emancipado, pero su inteligencia no.
Se diría que la América revolucionaria, libre ya de las garras del
león de España, está sujeta aún a la fascinación de sus miradas y al
prestigio de su omnipotencia.
La América independiente, sostiene en signo de vasallaje, los
cabos del ropaje imperial de la que fue su señora, y se adorna con
sus apolilladas libreas.
¡Cosa monstruosa! ¡Una virgen llena de vida y robustez, cubierta
de andrajosos harapos: la democracia engalanada con los blasones
de la monarquía y la empolvada cabellera de la aristocracia; un siglo
nuevo embutido en otro viejo; un joven, caminando al paso de la
decrepitud; un cadáver y un vivo cubiertos de una misma mortaja; la
América revolucionaria, envuelta todavía en los pañales de la que
fue su madrastra!
Dos legados funestos de la España traban principalmente el
movimiento progresivo de la revolución americana: sus costumbres
y su legislación.
Un orden político nuevo exige nuevos elementos para
constituirlo.
Las costumbres de una sociedad fundada sobre la desigualdad
de clases, jamás podrán fraternizar con los principios de la igualdad
democrática.
La España nos dejó por herencia la rutina, y la rutina no es otra
cosa en el orden moral, que la abnegación del derecho de examen y
de elección, es decir, el suicidio de la razón; y en el orden físico,
seguir la vía trillada, no innovar, hacer siempre las cosas en el
mismo molde, ajustarlas a la misma medida; y la democracia exige
acción, innovación, ejercicio constante de todas las facultades del
hombre, porque el movimiento es la esencia de su vida.
La España nos imbuía en el dogma del respeto ciego a la
tradición y a la autoridad infalible de ciertas doctrinas; y la filosofía
moderna proclama el dogma de la independencia de la razón y no
reconoce otra autoridad que la que ella sanciona, ni otro criterio para
decidir sobre principios y doctrinas, que el consentimiento uniforme
de la humanidad.
La España nos recomendaba respeto y deferencia a las
opiniones de las canas, y las canas podrán ser indicio de vejez, pero
no de inteligencia y de razón.
La España nos enseñaba a ser obedientes y supersticiosos y la
democracia nos quiere sumisos a la ley, religiosos y ciudadanos.
La España nos educaba para vasallos y colonos, y la patria exige
de nosotros una ilustración conforme a la dignidad de hombres
libres.
La España dividía la sociedad en cuerpos, jerarquías,
profesiones y gremios y ponía al frente de sus leyes, clero, nobleza,
estado llano o turba anónima; y la democracia, nivelando todas las
condiciones, nos dice: que no hay más jerarquías que las que
establece la ley para el gobierno de la sociedad; que el magistrado
fuera del lugar donde ejerce sus funciones, se confunde con los
demás ciudadanos; que el sacerdote, el militar, el abogado, el
comerciante, el artesano, el rico y el pobre, todos son unos; que el
último de la plebe es hombre igual en derechos a los demás y que
lleva impresa en su frente la dignidad de su naturaleza; que sólo la
probidad, el talento y el ingenio engendran supremacía; que el que
ejerce la más ínfima industria, si tiene capacidad y virtudes, no es
menos que el sacerdote, el abogado u otro que emplea sus
facultades en cualquiera otra profesión; que no hay profesiones
unas más nobles que las otras, porque la nobleza no consiste en
vestir hábito talar, o en llevar tal título, sino en las acciones; y que,
en suma, en una sociedad democrática sólo son dignos, sabios y
virtuosos y acreedores a consideración, los que propenden con sus
fuerzas naturales al bien y prosperidad de la patria.
Para destruir estos gérmenes nocivos y emanciparnos
completamente de esas tradiciones añejas, necesitamos una
reforma radical en nuestras costumbres; tal será la obra de la
educación y las leyes.
Una legislación semibárbara, dictada en tiempos tenebrosos por
el capricho o la voluntad de un hombre, para escuchar los intereses
y afianzar el predominio de ciertas clases; una legislación hecha, no
para satisfacer las necesidades de nuestra sociedad, sino para
robustecer la tiranía de la metrópoli; una legislación destinada a los
colonos y vasallos, no a ciudadanos; una legislación que eterniza los
pleitos y diferencias, causando la ruina de los particulares y del
Estado; que abre ancho campo a la mala fe y los abusos; que da
margen a las cavilaciones de una jurisprudencia oscura y vacilante,
erizada de argucias escolásticas; una legislación, en suma, que no
tiene raíz alguna en la inteligencia de la nación y que mina por el
cimiento los principios de la igualdad y la libertad democrática,
jamás podrá convenir a la América independiente.
Nuestra legislación debe ser parto de la inteligencia y
costumbres de la nación.
Educar al pueblo, morigerarlo, será el modo de preparar los
elementos de una legislación adecuada a nuestro estado social y a
nuestras necesidades.
La obra de la legislación es lenta, porque las costumbres no se
modifican de un golpe.
Las leyes influyen sobre manera en la mejora de las costumbres.
Cuando las leyes son malas, las costumbres se depravan; cuando
buenas, se mejoran.
Los vicios de un pueblo están casi siempre entrañados en el
fondo de su legislación. La América lo atestigua. Las costumbres
americanas son hijas de las leyes españolas.
Nuestras leyes positivas deben estar en armonía con los
principios de derecho natural. Jus privatum latet sub tutela juris
publici. Porque así como la razón es el fundamento de todos los
derechos, la ley natural es la regla primitiva y el origen de todas las
otras leyes.
Ellas serán personales, o igualmente obligatorias para todos. La
fuerza de la ley no consiste sino en que ella recaiga sobre todos.
Ellas fijarán a cada ciudadano los límites de sus respectivos
derechos y obligaciones, y les enseñarán lo útil o nocivo a su interés
particular y al colectivo de la sociedad.
Si la ley debe ser una para todos, ninguna clase civil, militar o
religiosa tendrá leyes especiales, sino que estará sujeta a la ley
común.
A la realización de estos principios deben encaminarse las miras
de nuestros legisladores.
Un cuerpo completo de leyes americanas, elaborado en vista del
progreso gradual de la democracia, sería el sólido fundamento del
edificio grandioso de la emancipación del espíritu americano.
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05-08-2019
IX
11. Emancipación del espíritu americano
El gran pensamiento de la revolución no se ha realizado. Somos
independientes, pero no libres. Los brazos de la España no nos
oprimen, pero sus tradiciones nos abruman. De las entrañas de la
anarquía nació la contrarrevolución.
La idea estacionaria, la idea española, saliendo de su tenebrosa
guarida, levanta de nuevo triunfante su estólida cabeza y lanza
anatemas contra el espíritu reformador y progresivo.
Pero su triunfo será efímero. Dios ha querido y la historia de la
humanidad lo atestigua, que las ideas y los hechos que existieron
desaparezcan de la escena del mundo y se engolfen por siempre en
el abismo del pasado, como desaparecen una tras otras las
generaciones. Dios ha querido que el día de hoy no se parezca al de
ayer; que el siglo de ahora no sea una repetición monótona del
anterior; que lo que fue no renazca; y que en el mundo moral como
en el físico, en la vida del hombre como en la de los pueblos, todo
marche y progrese, todo sea actividad incesante y continuo
movimiento.
La contrarrevolución no es más que la agonía lenta de un siglo
caduco, de las tradiciones retrógradas del antiguo régimen, de unas
ideas que tuvieron ya completa vida en la historia. ¿Quién violando
la ley de Dios podrá reanimar ese espectro que se levanta en sus
delirios envuelto ya en el sudario de la tumba? ¿El esfuerzo
impotente de algunos espíritus obcecados? ¡Quimera!
La revolución ruge sordamente en las entrañas de nuestra
sociedad. Ella espera para asomar la cabeza, la reaparición del
astro generador de la patria; ella afila en la oscuridad sus armas y
aguza sus lenguas de fuego en las cárceles donde la oprimen y la
ponen mordaza; ella enciende todos los corazones patriotas; ella
madura en silencio sus planes reformadores y cobra en el ocio
mayor inteligencia y poderío.
La revolución marcha, pero con grillos. A la joven generación
toca despedazarlos y conquistar la gloria de la iniciativa en la grande
obra de la emancipación del espíritu americano, que se resume en
estos dos problemas: emancipación política y emancipación social.
El primero está resuelto, falta resolver el segundo.
En la emancipación social de la patria está vinculada su libertad.
La emancipación social americana sólo podrá conseguirse,
repudiando la herencia que nos dejó la España y concretando toda
la acción de nuestras facultades al fin de constituir la sociabilidad
americana.
La sociabilidad de un pueblo se compone de todos los elementos
de la civilización; del elemento político, del filosófico, del religioso,
del científico, del artístico, del industrial.
La política americana tenderá a organizar la democracia, o en
otros términos, la igualdad y la libertad, asegurando, por medio de
leyes adecuadas, a todos y cada uno de los miembros de la
asociación, el más amplio y libre ejercicio de sus facultades
naturales. Ella reconocerá el principio de la independencia y
soberanía de cada pueblo, trazando con letras de oro en la
empinada cresta de los Andes, a la sombra de todos los estandartes
americanos, este emblema divino: la nacionalidad es sagrada. Ella
fijará las reglas que deben regir sus relaciones entre sí y con los
demás pueblos del mundo.
La filosofía reconoce a la razón individual como único juez de
todo lo que toca al individuo; y a la razón colectiva, o al consensus
general, como al árbitro soberano de todo lo que atañe a la
sociedad.
La filosofía en la asociación procurará establecer el pacto de
alianza de la razón individual y de la razón colectiva del ciudadano y
de la patria.
La filosofía ilumina la fe, explica la religión y la subordina también
a la ley del progreso.
La Filosofía en la naturaleza inerte, busca la ley de su
generación; en la animalidad, la ley del desarrollo de la vida de
todos los seres; en la historia, el hilo de la tradición progresiva de
cada pueblo y de la humanidad y, por consiguiente, la manifestación
de los designios de la Providencia; en el arte, busca el pensamiento
individual y el pensamiento social, los cuales confronta y explica; o
en términos metafísicos, la expresión armoniosa de la vida finita y
contingente, y de la vida absoluta, infinita, humanitaria.
La filosofía sujeta a leyes racionales la industria y el trabajo
material del hombre.
La filosofía, en suma, es la ciencia de la vida en todas sus
manifestaciones posibles, desde el mineral a la planta, desde la
planta al insecto infusorio, desde el insecto al hombre, desde el
hombre a Dios.
La filosofía es el ojo de la inteligencia examinando e
interpretando las leyes necesarias que rigen al mundo físico y moral,
o al universo.
La religión es el cimiento moral sobre que descansa la sociedad,
el bálsamo divino del corazón, la fuente pura de nuestras
esperanzas venideras y la escala mística por donde suben al cielo
los pensamientos de la tierra.
La ciencia enseña al hombre a conocerse a sí mismo, a penetrar
los misterios de la naturaleza, a levantar su pensamientos al
Creador y a encontrar los medios de mejora y perfección individual y
social.
El arte abarca en sus divinas inspiraciones todos los elementos
morales y afectivos de la humanidad: lo bueno, lo justo, lo
verdadero, lo bello, lo sublime, lo divino; la individualidad y la
sociedad, lo finito y lo infinito; el amor, los presentimientos, las
visiones del alma, las intuiciones más vagas y misteriosas de la
conciencia; todo lo penetra y abarca con su espíritu profético; todo lo
mira al través del brillante prisma de su imaginación, lo anima con el
soplo de fuego de su palabra generatriz, lo embellece con los
lúcidos colores de su paleta y lo traduce en inefables o sublimes
armonías. El canta el heroísmo y la libertad, y solemniza todos los
grandes actos, tanto internos como externos de la vida de las
naciones.
La industria pone en manos del hombre los instrumentos para
domeñar las fuerzas de la naturaleza, labrarse su bienestar y
conquistar el señorío de la creación.
Política, filosofía, ciencia, religión, arte, industria, todo deberá
encaminarse a la democracia, ofrecerle su apoyo y cooperar
activamente a robustecerla y cimentarla.
En el desarrollo natural, armónico y completo de estos
elementos, está enumerado el problema de la emancipación del
espíritu americano.
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X
12. Organización de la patria sobre la base
democrática
La igualdad y la libertad son los dos ejes centrales, o más bien,
los dos polos del mundo de la democracia.
La democracia parte de un hecho necesario, es decir, la igualdad
de clases, y marcha con paso firme hacia la conquista del reino de
la libertad más amplia, de la libertad individual, civil y política.
La democracia no es una forma de gobierno, sino la esencia
misma de todos los gobiernos republicanos, o instituidos por todos
para el bien de la comunidad o de la asociación.
La democracia es el régimen de la libertad, fundado sobre la
igualdad de clases.
Todas las asociaciones políticas modernas tienden a establecer
la igualdad de clases, y puede asegurarse, observando el
movimiento progresivo de las naciones europeas y americanas, “que
el desenvolvimiento gradual de la igualdad de clases es una ley de
la Providencia, pues reviste sus principales caracteres; es universal,
durable, se substrae de día en día al poder humano y todos los
acontecimientos y todos los hombres conspiran sin saberlo a
extenderla y afianzarla.”
La democracia es el gobierno de las mayorías, o el
consentimiento uniforme de la razón de todos, obrando para la
creación de la ley y para decidir soberanamente sobre todo aquello
que interesa a la asociación.
Ese consentimiento general y uniforme constituye la soberanía
del pueblo.
La soberanía del pueblo es ilimitada en todo lo que pertenece a
la sociedad, en la política, en la filosofía, en la religión; pero el
pueblo no es soberano de lo que toca al individuo, de su conciencia,
de su propiedad, de su vida y su libertad.
La asociación se ha establecido para el bien de todos; ella es el
fondo común de todos los intereses individuales, o el símbolo
animado de la fuerza e inteligencia de cada uno.
El fin de la asociación es organizar la democracia y asegurar a
todos y cada uno de los miembros asociados, la más amplia y libre
fruición de sus derechos naturales; el más amplio y libre ejercicio de
sus facultades.
Luego el pueblo soberano o la mayoría no puede violar esos
derechos individuales, coartar el ejercicio de esas facultades, que
son a un tiempo el origen, el vínculo, la condición y el fin de la
asociación.
Desde el momento que las viola, el pacto está roto, la asociación
se disuelve, y cada uno será dueño absoluto de su voluntad y sus
acciones y de cifrar su derecho en su fortaleza.
Resulta de aquí, que el límite de la razón colectiva es el derecho;
y el límite de la razón individual, la soberanía de la razón del pueblo.
El derecho del hombre es anterior al derecho de la asociación. El
individuo por la ley de Dios y de la humanidad es dueño exclusivo
de su vida, de su propiedad, de su conciencia y su libertad: su vida
es un don de Dios; su propiedad, el sudor de su rostro; su
conciencia, el ojo de su alma y el juez íntimo de sus actos; su
libertad, la condición necesaria para el desarrollo de las facultades
que Dios le dio con el fin de que viviese feliz, la esencia misma de
su vida, puesto que la vida sin libertad es muerte.
El derecho de la asociación está por consiguiente circunscripto
en la órbita de los derechos individuales.
El soberano, el pueblo, la mayoría, dictan la ley social y positiva
con el objeto de afianzar y sancionar la ley primitiva, la ley natural
del individuo. Así es que, lejos de abnegar el hombre al entrar en
sociedad una parte de su libertad y sus derechos, se ha reunido al
contrario a los demás y formado la asociación con el fin de
asegurarlos y extenderlos.
Si la ley positiva del soberano se ajusta a la ley natural, su
derecho es legítimo y todos deben prestarle obediencia, so pena de
ser castigados como infractores; si la viola, es ilegítima y tiránica, y
nadie está obligado a obedecerla.
El derecho de resistencia del individuo contra las decisiones
tiránicas del pueblo soberano o de la mayoría, es por consiguiente
legítimo, como lo es el derecho de repeler la fuerza con la fuerza, y
de matar al ladrón o al asesino que atente a nuestra propiedad o
nuestra vida, puesto que nace de las condiciones mismas del pacto
social.
La soberanía del pueblo es ilimitada en cuanto respecta al
derecho del hombre: primer principio.
La soberanía del pueblo es absoluta en cuanto tiene por norma
la razón: segundo principio.
La razón colectiva sólo es soberana, no la voluntad colectiva. La
voluntad, es ciega, caprichosa, irracional; la voluntad quiere, la
razón examina, pesa y se decide.
De aquí resulta que la soberanía del pueblo sólo puede residir en
la razón del pueblo, y que sólo es llamada a ejercerla la parte
sensata y racional de la comunidad social.
La parte ignorante queda bajo la tutela y salvaguardia de la ley
dictada por el consentimiento uniforme del pueblo racional.
La democracia, pues, no el despotismo absoluto de las masas, ni
de las mayorías; es el régimen de la razón.
La soberanía es el acto más grande y solemne de la razón de un
pueblo libre. ¿Cómo podrán concurrir a este acto los que no
conocen su importancia? ¿Los que por su falta de luces son
incapaces de discernir el bien del mal en materia de negocios
públicos? ¿Los que, como ignorantes que son de lo que podría
convenir, no tienen opinión propia, y están por consiguiente
expuestos a ceder a las sugestiones de los mal intencionados? ¿Los
que por su voto imprudente podrían comprometer la libertad de la
patria y la existencia de la sociedad? ¿Cómo podrá, digo, ver el
ciego, caminar el tullido, articular el mudo, es decir, concurrir a los
actos soberanos el que no tiene capacidad ni independencia?
Otra condición del ejercicio de la soberanía es la industria. El
holgazán, el vagabundo, el que no tiene oficio tampoco puede hacer
parte del soberano; porque, no estando ligado por interés alguno a
la sociedad, dará fácilmente su voto por oro o amenazas.
Aquel cuyo bienestar depende de la voluntad de otro y no goza
de independencia personal, menos podrá entrar al goce de la
soberanía; porque difícilmente sacrificará su interés a la
independencia de su razón.
El tutelaje del ignorante, del vagabundo, del que no goza de
independencia personal es por consiguiente necesario. La ley no les
veda ejercer por sí derechos soberanos, sino mientras permanezcan
en minoridad; no los despoja de ellos, sino les impone una condición
para poseerlos, la condición de emanciparse.
Pero el pueblo, las masas, no tienen siempre en sus manos los
medios de conseguir su emancipación. La sociedad o el gobierno
que la representa debe ponerlo a su alcance.
El fomentará la industria, destruirá las leyes fiscales que traban
su desarrollo, no la sobrecargará de impuestos, y dejará que ejerza
libre y soberanamente su actividad.
El esparcirá la luz de todos los ámbitos de la sociedad y tenderá
su mano benéfica a los pobres y desvalidos. El procurará elevar a la
clase proletaria al nivel de las otras clases, emancipando primero su
cuerpo, con el fin de emancipar después su razón.
Para emancipar las masas ignorantes y abrirles el camino de la
soberanía, es preciso educarlas. Las masas no tienen sino instintos;
son más sensibles que racionales; quieren el bien y no saben dónde
se halla; desean ser libres, y no conocen la senda de la libertad.
La educación de las masas debe ser sistemada.
La religión, moralizándolas, fecundará en su corazón los
gérmenes de las buenas costumbres.
La instrucción elemental las pondrá en estado de adquirir
mayores luces y de llegar un día a penetrarse de los derechos y
deberes que les impone la ciudadanía.
Las masas ignorantes, sin embargo, aunque privadas
temporariamente del ejercicio de los derechos de la soberanía o de
la libertad política, están en pleno goce de su libertad individual;
como los de todos los miembros de la asociación, sus derechos
naturales son inviolables; la libertad civil también, como a todos; las
escuda; la misma ley civil, penal y constitucional, dictadas por el
soberano, protege su vida, su propiedad, su conciencia y su libertad;
las llama a juicio cuando delinquen, las condena o las absuelve.
Ellas no pueden asistir a la confección de la ley que formula los
derechos y deberes de los miembros asociados, mientras
permanezcan en tutela y minoridad; pero esa misma ley les da
medios de emanciparse y las tiene entretanto bajo su protección y
salvaguardia.
La democracia camina al nivelamiento de las condiciones, a la
igualdad de clases.
La igualdad de clases envuelve la libertad individual, la libertad
civil y la libertad política. Cuando todos los miembros de la
asociación estén en posesión plena y absoluta de estas libertades y
ejerzan de mancomún la soberanía, la democracia se habrá
definitivamente constituido sobre la base incontrastable de la
igualdad de clases: tercer principio.
Hemos desentrañado el espíritu de la democracia y trazado los
límites de la soberanía del pueblo. Pasemos a indagar cómo obra el
soberano, o en otros términos, qué forma aparente, visible, imprime
a sus decisiones; cómo organiza el gobierno de la democracia.
El soberano para la confección de la ley delega sus poderes,
reservándose la sanción de ella.
El delegado representa los intereses y la razón del soberano.
El legislador ejerce una soberanía limitada y temporaria; su
norma es la razón.
El legislador dicta la ley orgánica y formula en ella los derechos y
deberes del ciudadano y las condiciones del pacto de asociación.
Divide la potestad social en tres grandes poderes, a quienes
traza sus límites y atribuciones, los cuales constituyen la unidad
simbólica de la soberanía democrática.
El legislativo representa la razón del pueblo, el judicial su justicia,
el ejecutivo su acción o voluntad; el primero labra la ley, el segundo
la aplica, el tercero la ejecuta; aquel vota las erogaciones e
impuestos y es órgano inmediato de los deseos y necesidades del
pueblo; este es órgano de la justicia social, manifestada en las
leyes; el último, administrador y gestor infatigable de los intereses
sociales.
Estos tres poderes son a la verdad independientes; pero, lejos de
aislarse y condenarse a la inmovilidad, oponiéndose resistencias
mutuas para mantener cierto quimérico equilibrio, se encaminarán
armónicos, por distintas vías, a un fin único: el progreso social. Su
fuerza será la resultante de las tres fuerzas reunidas, sus voluntades
se reasumirán en una voluntad; y así como la razón, el sentimiento y
la voluntad constituyen la unidad moral del individuo, los tres
poderes formarán la unidad generatriz de la democracia, o el órgano
legítimo de la soberanía, destinado a fallar sin apelación sobre todas
las cuestiones que interesen a la asociación.
Las condiciones del pacto están escritas; la piedra angular del
edificio social, puesta; el gobierno organizado y animado por el
espíritu de la ley fundamental. El legislador la presenta al pueblo: el
pueblo la aprueba, si ella es el símbolo vivo de su razón.
La obra del legislador constituyente está concluida.
Si la ley orgánica no es la expresión de la razón pública
proclamada por sus legítimos representantes; si estos no han
hablado en esa ley de los intereses y opiniones de sus poderdantes;
si no han procurado interpretar su pensamiento; o en otros términos,
si los legisladores, desconociendo su misión y las exigencias vitales
del pueblo que representan, se han puesto como miserables
plagiarios a copiar de aquí y de allí artículos de constituciones de
otros países, en lugar de hacer una que tenga raíces vivas en la
conciencia popular, su obra será un monstruo abortado, un cuerpo
sin vida, una ley efímera y sin acción, que jamás podrá sancionar el
criterio público.
El legislador habrá traicionado la confianza de su poderdante, el
legislador será un imbécil.
Si al contrario la obra del legislador satisface plenamente la
razón pública, su obra es grande, su creación sublime y semejante a
la de Dios.
Entonces ni el pueblo, ni el legislador, ni ninguna potestad social,
podrá llevar su mano sacrílega a ese santuario, donde está trazada
con letras divinas la ley suprema e inviolable; la ley de las leyes, que
todos y cada uno ha reconocido, proclamado y jurado ante Dios y
los hombres respetar.
La soberanía, por decirlo así, se ha encarnado en esa ley: allí
está la razón y el consentimiento del pueblo; allí está el orden, la
justicia y la libertad; allí está la salvaguardia de la democracia.
Podrá esta ley ser revisada, mejorada con el tiempo y ajustada a
los progresos de la razón pública, por una asamblea elegida ad hoc
por el Soberano; pero entre tanto no llega esa época que ella misma
señala, su poder es omnipotente; su voluntad domina todas las
voluntades; su razón se sobrepone a todas las razones.
Ninguna mayoría, ningún partido, ninguna asamblea podrá
atentar a ella, so pena de ser usurpadora y tiránica.
Esa ley sirve de piedra de toque a todas las otras leyes; su luz
las ilumina, y todos los pensamientos y acciones del cuerpo social y
de los poderes constituidos, nacen de ella y vienen a converger a su
centro. Ella es la fuerza motriz que da impulso y en torno de la cual
gravitan, como los astros en torno del sol, todas las fuerzas
parciales que componen el mundo de la democracia.
Constituida así la democracia, la soberanía del pueblo parte de
ese punto y empieza a ejercer su acción incesante e ilimitada; pero
girando siempre en la órbita que la ley orgánica le traza, su derecho
no va más allá.
Ella, por medio de sus representantes, hace y deshace leyes,
innova cada día, lleva su actividad por todas partes e imprime un
movimiento incesante, una transformación progresiva a la máquina
social.
Cada acto de su voluntad es una nueva creación; cada decisión
de su razón, un progreso.
Política, religión, filosofía, arte, industria; todo lo examina, lo
elabora, lo sujeta a su voto supremo y lo sanciona; la voz del pueblo
es la voz de Dios.
De lo dicho deduciremos, que si el pueblo no tiene luces ni
moralidad; que si los gérmenes de una constitución no están, por
decirlo así, diseminados en sus costumbres, en sus sentimientos, en
sus recuerdos, en sus tradiciones, la obra de organizarlos es
irrealizable; que el legislador no es llamado a crear una ley orgánica,
o aclimatar en el suyo las de otros países, sino a conocer los
instintos, necesidades, intereses, todo lo que forma la vida
intelectual, moral y física del pueblo que representa, y a
proclamarlos y formularlos en una ley; y que sólo pueden y deben
ser legisladores aquellos que reúnan a la más alta capacidad y
acrisolada virtud, el conocimiento más completo del espíritu y
exigencias de la nación.
De aquí nace también, que si el legislador tiene conciencia de su
deber, antes de indagar cuál forma gubernativa sería preferible,
debe averiguar si el pueblo se halla en estado de regirse por una
constitución; y dado este caso, ofrecerle, no la mejor y más perfecta
en teoría, sino aquella que se adapte a su condición.
He dado a los atenienses, decía Solón, no las mejores leyes,
sino las que se hallan en estado de recibir.
De aquí se infiere, que cuando la razón pública no está
sazonada, el legislador constituyente no tiene misión alguna, y no
pudiendo llevar conciencia de su dignidad, ni de la importancia del
papel que representa, figura en una farsa que él mismo no entiende,
y dicta o copia leyes con el mismo desembarazo que haría escritos
en su bufete, o reglaría las cuentas de su negocio.
De aquí, en suma, deduciremos la necesidad de preparar al
legislador, antes de encomendarle la obra de una constitución.
El legislador no podrá estar preparado si el pueblo no lo está.
¿Cómo logrará el legislador obrar el bien, si el pueblo lo desconoce?
¿Si no aprecia las ventajas de la libertad? ¿Si prefiere la inercia a la
actividad? ¿Sus hábitos, a la innovaciones? ¿Lo que conoce y
palpa, a lo que no conoce y mira remoto?
Es indispensable por lo mismo para preparar al pueblo y al
legislador, elaborar primero la materia de la ley, es decir, difundir las
ideas que deberán encarnarse en los legisladores y realizarse en las
leyes, hacerlas circular, vulgarizarlas, incorporarlas al espíritu
público.
Es preciso, en una palabra, ilustrar la razón del pueblo y del
legislador sobre las cuestiones políticas, antes de entrar a constituir
la nación.
Sólo con esta condición lograremos lo que deseamos todos
ahincadamente, que aparezca el legislador futuro, o una
representación nacional capaz de comprender y remediar los males
que sufre la sociedad, de satisfacer sus votos y de echar el
fundamento de un orden social incontrastable y permanente.
Mientras el espíritu público no haya adquirido la madurez
necesaria, las constituciones no harán más que dar pábulo a la
anarquía y fomentar en los ánimos el menosprecio de toda ley, de
toda justicia y de los principios más sagrados.
Siendo la democracia el gobierno del pueblo por sí mismo, exige
la acción constante de todas las facultades del hombre y no podrá
cimentarse sino con el auxilio de las luces y de la moralidad.
Ella, partiendo del principio de la igualdad de clases, procura que
se arraigue en las ideas, costumbres y sentimientos del pueblo y
elabora sus leyes e instituciones de modo que tiendan a extender y
afianzar su predominio.
A llenar las miras de la democracia, deben dirigirse todos los
esfuerzos de nuestros gobiernos y de nuestros legisladores.
La Asociación de la joven generación Argentina, cree que la
democracia existe en germen en nuestra sociedad; su misión es
predicarla, difundir su espíritu y consagrar la acción de sus
facultades a fin de que un día llegue a constituirse en la República.
Ella no ignora cuantos obstáculos le opondrán ciertos resabios
aristocráticos, ciertas tradiciones retrógradas, las leyes, la falta de
luces y de moralidad.
Ella sabe que la obra de organizar la democracia no es de un
día; que las constituciones no se improvisan; que la libertad no se
funda sino sobre el cimiento de las luces y las costumbres; que una
sociedad no se ilustra y moraliza de un golpe; que la razón de un
pueblo que aspira a ser libre, no se sazona sino con el tiempo; pero,
teniendo fe en el porvenir, y creyendo que las altas miras de la
revolución no fueron solamente derribar el orden social antiguo, sino
también reedificar otro nuevo, trabajará con todo el lleno de sus
facultades a fin de que las generaciones venideras, recogiendo el
fruto de su labor, tengan en sus manos mayores elementos que
nosotros para organizar y constituir la sociedad argentina sobre la
base incontrastable de la igualdad y la libertad democrática.
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05-08-2019
XI
13. Confraternidad de principios
Uno de los muchos obstáculos que hoy día se oponen y por largo
tiempo se opondrán a la reorganización de nuestra sociedad, es la
anarquía que reina en todos los corazones e inteligencias; la falta de
creencias comunes, capaces de formar, robustecer e infundir
irresistible prepotencia al espíritu público. No existe ningún
fundamento sólido sobre el cual pueda apoyarse la razón de cada
uno, ninguna norma, ninguna doctrina, ningún principio de vida que
atraiga, reúna y anime los miembros divididos del cuerpo social. —
No hay bálsamo alguno que calme los corazones lacerados, ningún
remedio a la inquietud y desazón de los ánimos, ninguna luz que
guíe a los hijos de la patria en el abismo espantoso donde los ha
sumergido el desenfreno de las pasiones y los atentados de la
tiranía.
Cada uno, amurallado en su egoísmo, ve pasar con estúpida
sonrisa el carro triunfante del Despotismo por sobre las glorias y
trofeos de la patria, por sobre la sangre y cadáveres de sus
hermanos, por sobre las leyes y derechos de la nación. Cada uno
oye en silencio los gritos y aclamaciones de la turba que, en signo
de vasallaje, marcha en pos de sus huellas, celebrando su
omnipotencia y sus hazañas.
¿Qué origen dar a ese marasmo del espíritu público?, ¿a esa
atrofia de tanto noble corazón? ¿Cómo explicar ese fenómeno moral
que se reproduce siempre en todas las grandes crisis sociales,
después de los desastres, convulsiones y delirios de la guerra civil?
—Es que toda grande excitación enerva; que tras la fiebre y el
delirio, viene el abatimiento y el colapso; y que, en el frenesí de las
pasiones políticas, pierden los pueblos como los hombres, aquella
primitiva virilidad de sus potencias, aquella virginidad de su corazón,
aquel fuego y energía de su robusta adolescencia. —Es que los
desengaños han venido a entibiar las esperanzas; que ese intenso
afanar y esa lucha prolongada para cimentar la libertad, han sido
estériles e ineficaces; que los principios y las doctrinas no han
producido fruto alguno; y que la fe de todos los hombres, de todos
los patriotas, ha venido a guarecer su impotencia en el abrigo
desierto del escepticismo y de la duda, después de haber visto a la
anarquía y al despotismo disputarse encarnizados el tesoro recogido
por su constancia y su heroísmo.
Felizmente no están sujetos los pueblos a esa ley de
aniquilamiento fatal que extingue poco a poco la vida y las
esperanzas del hombre. El individuo desaparece, pero quedan sus
obras. Cada generación que nace de las entrañas del no ser trae
nueva sangre, infunde nueva vida al cuerpo social. Se diría que la
carne del hombre es de la tierra, pero su espíritu de la humanidad.
Cada generación hereda el espíritu vital de la generación que
devoró la tumba. Con cada generación retoña el árbol de esperanza
del porvenir progresivo de los pueblos y de la humanidad.
Esa facultad de comunicación perpetua entre hombre y hombre,
entre generación y generación; esa encarnación continua del
espíritu de una generación en otra, es lo que constituye la vida y la
esencia de las sociedades. No son ellas simplemente una
aglomeración de hombres, sino que forman un cuerpo homogéneo y
animado de una vida peculiar, que resulta de la relación mutua de
los hombres entre sí, y de unas generaciones con otras.
La generación nueva no está enervada; ella empieza a vivir, y
trae en su seno toda la energía, deseos y esperanzas de un joven
adolescente; pero sufre el mismo dolor que todos, y se halla
envuelta en la misma atmósfera tenebrosa; lleva en su corazón la
anarquía, y en su inteligencia el caos y lucha de contrarios
elementos.
¿Y qué otra cosa podría heredar? Nacida en la borrasca,
creciendo en las tempestades y no divisando en el mar de tinieblas
que la circundaba, una antorcha que la encaminase al puerto de
consuelo y salvación, su espíritu debió sufrir agitaciones intensas y
buscar donde lo hallase, el alimento necesario a su actividad.
La Patria no existía, ni la libertad tampoco. ¿Qué es la vida sin
patria ni libertad? debió decirse. —Faltóle un móvil a sus acciones,
un símbolo a su fe, un blanco a sus esperanzas, un apoyo a su
inteligencia; y vacilaron, se chocaron y corrieron en dirección
opuesta sus pensamientos por el campo ilimitado de la especulación
y la duda, de la incertidumbre y la verdad.
Para salir de este caos, necesitamos una luz que nos guíe, una
creencia que nos anime, una religión que nos consuele, una base
moral, un criterium común de certidumbre que sirva de fundamento
a la labor de todas las inteligencias, y a la reorganización de la
patria y de la sociedad.
Esa piedra fundamental, ese punto de arranque y reunión, son
los principios.
Política, ciencia, religión, arte, industria, todo existe en germen
en nuestra sociedad; pero como en el caos los primitivos elementos
de la creación. Hay, si se quiere, en ella muchas ideas; pero no un
sistema de doctrinas políticas, filosóficas, artísticas, no una
verdadera ciencia; porque la ciencia no consiste en almacenar
muchas ideas, sino en que estas sean sanas y sistemadas, y
constituyan por decirlo así, un dogma religioso para el que las
profesa.
Nuestra cultura intelectual exige por lo mismo un
desenvolvimiento armónico, una marcha uniforme, una elaboración
peculiar, que tienda a la difusión de los principios sanos, a la
uniformidad de las creencias, a disipar la anarquía de los espíritus, a
vulgarizar y poner en circulación las doctrinas progresivas, a calmar
tantas angustias y agitaciones, y a satisfacer las necesidades más
vitales de nuestra sociedad.
La confraternidad de principios producirá la unión y fraternidad
de todos los miembros de la familia argentina, y concentrará sus
anhelos en el solo objeto de la libertad y engrandecimiento de la
Patria.
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05-08-2019
XII
14. Fusión de todas las doctrinas
progresivas en un centro unitario
No pretendemos transar con lo bueno y lo malo, o hacer una
amalgama impura de elementos heterogéneos. Nuestra filosofía no
es la de la impotencia.
Queremos sí formular un sistema de creencias comunes y de
principios luminosos, que nos sirvan de guía en la carrera que
emprendemos.
Nuestra filosofía lleva por divisa: progreso indefinido.
Los símbolos de nuestra fe son: fraternidad, igualdad, libertad,
asociación.
Caminamos a la Democracia. —Organizar la asociación de modo
que por una serie de progresos llegue a la igualdad y la libertad, o a
la democracia: —he aquí nuestra idea fundamental.
Nuestro punto de arranque y reunión será la democracia.
Política, filosofía, religión, arte, ciencia, industria; toda la labor
inteligente y material deberá encaminarse a fundar el imperio de la
democracia.
Política que tenga otra mira, no la queremos.
Filosofía que no coopere a su desarrollo, la desechamos.
Religión que no la sancione y la predique, no es la nuestra.
Arte que no se anime de su espíritu, y no sea la expresión de la
vida del individuo y de la sociedad, será infecundo.
Ciencia que no la ilumine, inoportuna.
Industria que no tienda a emancipar las masas, y elevarlas a la
igualdad, sino a concentrar la riqueza en pocas manos, la
abominamos.
Para conseguir la realización completa de la igualdad de clases,
y la emancipación de las masas, es necesario: —”que todas las
instituciones sociales se dirijan al fin de la mejora intelectual, física y
moral de la clase más numerosa y más pobre”.
“La sociedad, o el poder que la representa, debe a todos sus
miembros instrucción, y tiene a su cargo el progreso de la razón
pública”.
El fin de la política es organizar la asociación sobre la base
democrática.
Para alcanzar ese fin, elaborar primero la materia de la ley, o en
otros términos, preparar al pueblo y al legislador, antes de formar el
congreso futuro que debe constituir la democracia.
El derecho del hombre es anterior al de la asociación.
El derecho del hombre es tan legítimo como el derecho de la
asociación.
Alianza y armonía del ciudadano y la patria, del individuo y de la
sociedad.
La soberanía sólo reside en la razón colectiva del Pueblo. El
sufragio universal es absurdo.
No es nuestra la fórmula de los ultra-demócratas franceses: todo
para el Pueblo y por el Pueblo; sino la siguiente: todo para el
Pueblo, y por la razón del Pueblo.
El gobierno representativo es el instrumento necesario del
progreso, y la forma perfectible, pero indestructible de la
Democracia.
Queremos una política, una religión, una filosofía, una ciencia, un
arte, una industria que concurran simultáneamente a idéntica
solución moral: —que proclamen y difundan verdades enlazadas
entre sí, las cuales se dirijan a establecer la armonía de los
corazones e inteligencias, o la unión estrecha de todos los
miembros de la familia argentina.
La democracia es la unidad central que nosotros buscamos por
medio de la fusión de todas las doctrinas progresivas: ella será el
foco hacia donde convergerán todas nuestras tareas y
pensamientos.
Sólo serán progresivas para nosotros, todas aquellas doctrinas
que, teniendo en vista el porvenir, procuren dar impulso al
desenvolvimiento gradual de la igualdad de clases, y que estén
siempre a la vanguardia de la marcha ascendente del espíritu
humano.
Pediremos luces a la inteligencia europea, pero con ciertas
condiciones.
El mundo de nuestra vida intelectual será a la vez nacional y
humanitario: tendremos siempre un ojo clavado en el progreso de
las naciones; y el otro en las entrañas de nuestra sociedad.
Nuestra labor será doble: estudiar y aplicar, acopiar semilla y
sembrarla; conocer las necesidades de la nación, y contribuir con
nuestras fuerzas al desarrollo normal de su vida, y al logro de sus
gloriosos destinos.
Todo lo que indique adelanto, todo lo que haya legítimo en los
intereses y doctrinas de las facciones de la revolución, lo
adoptaremos.
Las glorias de la nación y de nuestras notabilidades
revolucionarias nos tocan por herencia, pues forman la espléndida
corona de nuestra Patria: no seremos ingratos ni traidores.
No pretendemos emanciparnos de las tradiciones progresivas de
la revolución; somos, al contrario, sus continuadores, porque tal es
la misión que nos ha cabido en herencia. Queremos ser dignos hijos
de nuestros heroicos padres.
El pensamiento de Mayo es el nuestro: ambicionamos verlo
realizado completamente, sea cual fuere el éxito de nuestros
esfuerzos y esperanzas, sea cual fuere el destino que nos aguarde.
En vano la tiranía, la fuerza bruta y las preocupaciones nos harán
guerra y nos opondrán obstáculos invencibles; nada será capaz de
desalentarnos: la fe que nos anima es incontrastable. Dios, la patria,
el grito de nuestra conciencia y de nuestra razón nos imponen el
deber de consagrar nuestras fuerzas, y derramar, si fuere necesario,
nuestra sangre por la santa causa de la igualdad y de la libertad
democrática, y por la emancipación completa de la tierra en que
nacimos.
Vamos a sacrificar la vida que nos queda en beneficio de las
generaciones venideras. Si triunfamos, ellas bendecirán nuestros
nombres: si perecemos antes de tiempo, darán una lágrima a
nuestras malogradas pero nobles intenciones, y continuarán la obra
que iniciamos, si escuchan como nosotros la voz de la patria y
obedecen la ley de la Providencia.
Trabajar por el progreso y emancipación completa de nuestra
patria, será poner las manos en la grande y magnífica obra de la
revolución, y emular las virtudes de los que la concibieron.
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05-08-2019
XIII
15. Abnegación de las simpatías que puedan
ligarnos a las dos grandes facciones que se
han disputado el poderío durante la
revolución[1]
El último resultado de la fusión doctrinaria, formulada en el
precedente párrafo, es una fusión política y social.
Armonía en los intereses, armonía en las opiniones, en las
localidades, en los hombres, en el presente, en el pasado de
nuestra vida política.
Para ello una general amnistía para todos los extravíos
precedentes; una ley de olvido conteniendo todos los momentos,
todos los sucesos, todos los caracteres históricos de la revolución
americana.
La revolución de Mayo, se dividió al nacer, y ha continuado
dividida hasta los actuales días: armada de sus dos manos, como la
revolución francesa, con la una de ellas ha llevado adelante la
conquista de la libertad, en tanto que con la otra, no ha cesado de
despedazar su propio seno: doble lucha de anarquía y de
independencia, de gloria y de mengua, que ha hecho a la vez feliz y
desgraciado el país, que ha ilustrado y empañado nuestra
revolución, nuestros hombres y nuestras cosas.
La anarquía del presente, es hija de la anarquía del pasado:
tenemos odios que no son nuestros, antipatías que nosotros hemos
heredado. Conviene interrumpir esta sucesión funesta, que hará
eterna nuestra anarquía. Que un triple cordón sanitario sea
levantado entre ambas generaciones, al través de los rencores que
ha dividido los tiempos que nos han visto crecer. Es menester llevar
la paz a la historia, para radicarla en el presente, que es hijo del
pasado, y el porvenir, que es hijo del presente.
Facción Morenista, facción Saavedrista, facción Rivadavista,
facción Rosista, son para nosotros voces sin inteligencia; no
conocemos partidos personales; no nos adherimos a los hombres:
somos secuaces de principios. No conocemos hombre malo al
frente de los principios de progreso y libertad. Para nosotros la
revolución es una e indivisible. Los que la han ayudado son dignos
de gloria; los que la han empañado, de desprecio. Olvidamos no
obstante las faltas de los unos para no pensar más que en la gloria
de los otros.
Todos nuestros hombres, todos nuestros momentos, todos
nuestros sucesos presentan dos faces: una de gloria, otra de
palidez. La juventud se ha colocado cara a cara con la gloria de sus
padres, y ha dejado sus flaquezas en la noche del olvido.
Vivamos alerta con los juicios de nuestros padres acerca de
nuestros padres. Han estado divididos, y en el calor de la pelea más
de una vez se han visto con los ojos del odio, se han pintado con los
colores del desprecio. A dar ascenso a sus palabras, todos ellos han
sido un puñado de bribones. A creer en lo que vemos, ellos han sido
una generación de gigantes, pues que tenemos un mundo salido de
sus manos. Ahí están los hechos, ahí están los resultados, ahí está
la historia: sobre estos fundamentos incorruptibles debe ser
organizada toda reputación, todo título, todo juicio histórico. No
tenemos que invocar testimonios sospechosos, tradiciones
apasionadas y parciales. Somos la posteridad de nuestros padres; a
nosotros compete el juicio de su vida. Nosotros le pronunciaremos
en vista del proceso veraz de la historia y de los monumentos. Cada
vez, pues, que uno de nuestros padres levante la voz para
murmurar de los de su época, implorémosle el silencio. Ellos no son
jueces competentes los unos de los otros.
Cada libro, cada memoria, cada página salida de su pluma,
refiriéndose a los hombres y los hechos de la revolución americana,
deben ser leídos por nosotros con la más escrupulosa
circunspección, sino queremos exponernos a pagar alguna vez los
sinsabores gloriosos de toda una existencia con la moneda amarga
de la ingratitud y del olvido.
Todos los periodos, todos los hombres, todos los partidos
comprendidos en el espacio de la revolución, han hecho bienes y
males a la causa del progreso americano. Excusamos, sin legitimar
todos estos males; reconocemos y adoptamos todos estos bienes.
—Ningún periodo, ningún hombre, ningún partido, tendrá que
acusarnos de haberle desheredado del justo tributo de nuestro
reconocimiento.
Todos los argentinos son unos en nuestro corazón, sean cuales
fueren su nacimiento, su color, su condición, su escarapela, su
edad, su profesión, su clase. Nosotros no conocemos más que una
sola facción, la patria más que un solo color, el de mayo, más que
una sola época, los treinta años de revolución republicana. Desde la
altura de estos supremos datos, nosotros no sabemos que son
unitarios y federales, colorados y celestes, plebeyos y decentes,
viejos y jóvenes, porteños y provincianos, año 10 y año 20, año 24 y
año 30: divisiones mezquinas que vemos desaparecer como el
humo, delante de las tres unidades del pueblo, de la bandera, y de
la historia de los argentinos. No tenemos más regla para liquidar el
valor de los tiempos, de los hombres y de los hechos, que la
magnitud de los monumentos que nos han dejado. Es nuestra regla
en esto como en todo: a cada época, a cada hombre, a cada
suceso, según su capacidad; a cada capacidad, según sus obras.
Hemos visto luchar dos principios, en toda la época de la
revolución, y permanecer hasta hoy indecisa la victoria. Esto nos ha
hecho creer que sus fuerzas son iguales, y que su presencia
simultánea en la organización argentina, es de una necesidad y
correlación inevitables. Hemos inventariado el caudal respectivo de
poder de ambos principios unitario y federativo, y hemos obtenido
estos resultados:
ANTECEDENTES UNITARIOS
Coloniales
La unidad política. La unidad civil. La unidad judiciaria. La unidad
territorial. La unidad financiera. La unidad administrativa. La unidad
religiosa. La unidad de idioma. La unidad de origen. La unidad de
costumbres.
Revolucionarios
La unidad de creencias y principios Republicanos. La unidad de
formas representativas.
La unidad de sacrificios en la guerra de emancipación.
La unidad de conducta y de acción en dicha empresa.
Los distintos aspectos de unidad interrumpidos; congresos,
presidencias directorios generales que con intermitencias más o
menos largas se han dejado ver durante la revolución.
La unidad diplomática, externa o internacional. La unidad de
glorias. La unidad de bandera. La unidad de armas. La unidad de
reputación exterior.
Unidad tácita, instintiva, que se revela cada vez que se dice sin
pensarlo: República Argentina, territorio argentino, nación argentina,
patria argentina, pueblo argentino, familia argentina, y no
Santiagueña, y no cordobesa, y no Porteña. La palabra misma
argentino es un antecedente unitario.
ANTEDECENTES FEDERATIVOS
Las diversidades, las rivalidades provinciales, sembradas
sistemáticamente por la tiranía colonial, y renovadas por la
demagogia republicana.
Los largos interregnos de aislamiento y de absoluta
independencia provincial durante la revolución.
Las especialidades provinciales, provenientes del suelo y del
clima, de que se siguen otras en el carácter, en los hábitos, en el
acento, en los productos de la industria y del suelo.
Las distancias enormes y costosas que las separa unas de otras.
La falta de caminos, de canales, de medios de organizar un
sistema regular de comunicación y transporte.
Las largas tradiciones municipales.
Las habitudes ya adquiridas de legislaciones y gobiernos
provinciales.
La posición actual de los gobiernos locales en las manos de las
provincias.
La soberanía parcial que la revolución de mayo atribuyó a cada
una de las provincias, y que hasta hoy les ha sido contestada.
La imposibilidad de reducir las provincias y sus gobiernos al
despojo espontáneo de un depósito, que, conservado un día, no se
abandona nunca, —el poder de la propia dirección, —la libertad.
Las susceptibilidades, los subsidios del amor propio provincial.
Los celos eternos por las ventajas de la provincia capital.
De donde nosotros hemos debido concluir la necesidad de una
total abnegación, no personal, sino política, de toda simpatía que
pudiera ligarnos a las tendencias exclusivas de cualquiera de los
dos principios, lejos de pedir la guerra, buscan ya, fatigados de
lucha, una fusión armónica, sobre la cual descansen inalterables las
libertades de cada provincia, y las prerrogativas de toda la nación:
solución inevitable y única que resulta toda de la aplicación a los dos
grandes términos del problema argentino, la Nación y la Provincia;
de la fórmula llamada hoy a presidir la política moderna, que
consiste como lo hemos dicho en otra parte, en la armonización de
la individualidad con la generalidad, o en otros términos, de la
libertad con la asociación.
Esta solución, no sólo es una demanda visible de la situación
normal de las cosas argentinas, sino también una necesidad política
y parlamentaria, vista la situación de los espíritus; porque de ningún
modo mejor que en la armonía de los dos principios rivales, podrían
encontrar una paz legítima y gloriosa los hombres que han estado
divididos en los dos partidos Unitario y Federal.
[1] Nota del autor: Esta palabra simbólica era la décima en su orden
primitivo de colocación; pero habiéndose suspendido su explicación
en Buenos Aires el año 37 por motivos especiales, se halló por
conveniente verificarla en Montevideo y salió colocada al fin del
dogma. Como en su redacción se hace referencia a la que
antecede, la hemos dejado así traspuesta, suponiendo notarán
fácilmente los lectores que el párrafo anterior debe ser el último,
porque resume toda la doctrina.
Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires
05-08-2019