COLEGIO INTEGRADO SAN PIO X – TALCA
DEPARTAMENTO DE LENGUAJE
GUÍA DE LENGUAJE Y COMUNICACIÒN
PROFESOR/A: MARCIA VELÁSQUEZ P. CURSO: 1° MEDIO.
NOMBRE ALUMNO/A: _________________________________________ FECHA: / /2020
UNIDAD: Cero.
OBJETIVOS DE APRENDIZAJE:
1. Ejercitar la comprensión lectora.
2. Leer y analizar capítulo de texto narrativo.
INSTRUCCIONES GENERALES:
Leer detalladamente 1 capítulo de la novela “Nieve negra” (lectura domiciliaria) y luego responder
preguntas de comprensión.
AUTORIZACIÓN COORDINACIÓN ACADÉMICA
Timbre CA de Ciclo
A continuación leerás un capítulo de la novela Nieve negra, de Camila Valenzuela (Lectura domiciliaria).
La trama consiste en dos relatos paralelos que ocurren en dos épocas diferentes. Primero conocemos la
historia de una adolescente actual que vive en una casa que esconde un misterio vinculado con un antiguo
espejo. La historia paralela se desarrolla en el mismo lugar, pero en la época de la Colonia. Los dos relatos se
intercalan capítulo a capítulo, entregando pistas al lector sobre la extraña conexión que tiene la adolescente
actual con la niña de la Colonia.
Nieve negra
Camila Valenzuela León, Capítulo seis
Mi mamá abraza a mi papá y llora. El quiltro se me acurruca a los pies; se nota que tiene miedo. Y cómo no,
si el humo tiñó el cielo de negro. Me agacho y le hago cariño en el lomo. Llegan dos bomberos a hablar con
nosotros (en realidad con mi papá, porque a mi mamá la tratan como embarazada vulnerable y a mí no me
pescan). Ya está todo bajo control, le dicen. Mi papá suelta a mi mamá (que se queda abrazándose a sí misma
con cara de trauma) y le da un apretón de mano al bombero. Muchas gracias, de verdad, le contesta. El
bombero asiente, orgulloso. Pudimos corroborar que el fuego empezó en el segundo piso, en la última pieza
del pasillo para ser preciso, aunque todavía no averiguamos qué lo provocó, dice. El otro bombero que está
más atrás se acerca. Lo más probable, en todo caso, es que haya sido un problema eléctrico, añade sediento
de protagonismo. Estas casas viejas siempre generan ese tipo de inconvenientes, así que le recomiendo
invertir en una buena remodelación, concluye. Genial, dice mi mamá. Mira con odio a mi papá y se va al interior
de la casa.
Mi papá, el quiltro y yo, sin embargo, seguimos anclados frente a la reja de la entrada. Escucho que mi papá
da un suspiro larguísimo, lleno de tedio. Sabe que se le viene una pelea horrible con mi mamá. Que para qué
compra una casa antigua, que se está viniendo abajo. Que ahora deberán pedir otro crédito y que gastarán
todos sus ahorros. Que eso de comprar cosas añejas e invertir es cosa de emprendedores ricos, no de clase
media. Veo venir todo eso y le doy una palmada en la espalda. Quizás tu mamá tiene razón, debería haber
comprado una casa más fácil. Niego con la cabeza. Esta es nuestra casa, lo supimos desde que la vimos, le
digo. Vamos a salir de esta como siempre lo hacemos. Además, ¿quién dijo que tener casa propia era fácil, ah?
Él sonríe. Vas a tener que dormir en otra pieza hasta que remodelemos la tuya, me explica. Encojo los hombros,
para demostrarle que no hay problema. Él pone su mano en mi mejilla. Ojalá tu mamá fuera tan
condescendiente como tú, concluye. No tengo idea qué significa esa palabra, pero asumo que es algo así como
relajado o buena onda porque mi mamá es todo lo contrario. Ahora yo le sonrío de vuelta y le hago una seña
para que entremos a almorzar. Recién me doy cuenta de que van a ser las tres de la tarde y muero de hambre.
Mi mamá está en el living, celular en mano. Cuando entramos, corta el teléfono. Pedí comida china, le dice a
mi papá con una ceja arqueada. A mí no me habla. Cuando mi mamá está enojada hace dos cosas: deja de
hablarme y pide comida a los chinos de la esquina. Y esas dos cosas las hace por un solo motivo: sabe que
molestan a mi papá. Sabe que le carga que me meta en sus peleas matrimoniales y sabe que detesta el aliño
de la comida china. Pero aun así, lo hace. Y siempre logra sacarlo de quicio. Así que, antes de que empiecen
los gritos, subo al segundo piso y huyo de ellos. (En realidad, de ella).
Arriba hay más olor a humo que abajo y pronto comienzo a carraspear. Trato de hacerlo lo más despacio
posible porque, si no, de seguro me obligan a quedarme en el primer piso y sé que no quiero estar ahí. No
tengo ninguna intención de ser testigo de la guerra mundial ocho mil. Camino por el pasillo y siento como si
el calor del verano y del fuego me comieran por dentro. Me gustaría tener aire acondicionado y que se
propagara rápidamente por toda la casa, pero no lo tengo, así que me conformo con entrar al baño y mojarme
la nuca. Veo mi reflejo en el espejo y entonces me cae la teja de verdad: es obvio que el incendio no fue porque
la casa tiene los cables muy viejos. No, lo que provocó el fuego no fue la electricidad, fue algo más. Algo que
sé (lo intuyo) es propio de esta casa. O del terreno. O del espejo. O de todos juntos.
Vuelvo al pasillo y entro a mi pieza (a lo que queda de ella). Está entera negra, tal como queda el cubrecamas
blanco cuando el quiltro se sube a él después de jugar en la tierra. Hay cenizas y escombros, aunque no
muchos. Camino con paso lento porque sé que mi mamá haría otro escándalo si me viera aquí dentro; creería
que el suelo se podría partir en dos para caer y terminar muerta en el primer piso. Ella es así de alarmista.
Miro por la ventana, que ya no tiene borde ni vidrio, y veo el manzano. Parece mover sus ramas al compás del
viento, pero sé que eso es imposible porque es febrero, estamos en Santiago y con suerte hay aire para
respirar. Ese árbol es diferente a cualquiera que haya visto antes. Más que tener vida propia, es como si tuviera
una vida dentro de la suya. Como si se hubiera comido a alguien y esa persona lo moviera desde dentro. Me
intriga, me produce curiosidad y, al mismo tiempo, me da miedo. Igual que el espejo.
La tos se me escapa, no puedo evitarlo. Giro para salir de la pieza y, cuando paso frente a la muralla donde
colgué el espejo la noche anterior, advierto que hay algo distinto. En comparación con el resto del dormitorio,
ese espacio está más ennegrecido. Pareciera como si alguien hubiera prendido fuego justo en el lugar donde
puse el espejo porque hasta su forma ovalada quedó impregnada en el muro. Me acerco, levanto la mano con
la intención de tocar la muralla, pero me detengo. Sé que estoy frunciendo el ceño. Vuelvo a levantar la mano
y, esta vez, la apoyo sobre el muro ennegrecido. La imagen de una mujer se me viene a la mente, como el flash
de una fotografía. Tiene una mirada oscura que se pierde en su piel, del mismo color. La nariz aguileña, los
dientes amarillos. Quizás me debiera dar susto tocar una muralla y que aparezca la imagen de esa mujer, pero
de algún modo me siento familiarizada con ella. No le temo, me produce curiosidad, como el espejo. Imagino
que algo raro pasó en esa casa y que, por algún motivo que desconozco, esa mujer se está comunicando
conmigo a través del espejo. Lo intuyo porque, después de todas las películas que he visto, me parece lo más
lógico. La historia tiene todos los ingredientes: el misterio del espejo, la mujer que se comunica conmigo. Yo
sería algo así como la médium. Y si ese es mi papel en toda esta locura, entonces voy a interpretarlo de la
mejor manera. Llegaré hasta el fondo. Descubriré quién es esa mujer y qué relación tiene con el espejo.
La comida china llega pronto porque es Ñuñoa y está lleno de esos locales con despacho a domicilio en media
hora. Mi mamá decide almorzar sola en la pieza. Mi papá cree que es porque sigue enojada, pero yo sé que es
porque quiere ver la teleserie. Nosotros dos y el quiltro nos vamos a la terraza, tiramos unos cojines al suelo
y nos sentamos sobre ellos. Mi papá come arrollados primavera (que es lo único que tolera) y yo devoro los
tallarines veganos (que son lejos los mejores). Con la boca llena (como si pudiera molestar a mi mamá desde
lejos porque sé que a mi papá le da lo mismo), le pregunto qué sabe sobre el origen de la casa. Él me mira con
curiosidad, aunque no hace preguntas sino que se limita a contestar. Solo sé que fue construida en 1948, dice.
No tengo idea quién la construyó o quiénes fueron los primeros en vivir aquí. Le contesto que de seguro el
que construyó la casa no fue el primero en habitar el terreno. Él no me pregunta por qué; la respuesta es
evidente: alguien más debe haber ocupado esa tierra antes de 1948. Y yo sé quién. Fue esa mujer.
Converso tonteras con mi papá para matar el tiempo del almuerzo. No le quiero contar lo que sé, lo que me
pasa, porque esta es mi historia y no quiero compartirla con nadie, ni siquiera con él. El quiltro se echa entre
los dos, le gusta ser el centro de mesa. Mi mamá dice que lo tengo malacostumbrado, que lo he criado mal
porque es un perro que no tiene hábitos. Yo pienso que los animales no debieran tener hábitos, sino libertad.
Y yo vivo mi libertad a través del quiltro. Desde que tengo recuerdos que me siento así, amarrada. Todas las
cadenas me las puso mi mamá; mi papá tiene la llave y, a veces, cuando puede, me libera. Él se parece un poco
más a mí (o yo a él); tiene la piel pálida y el pelo negro; le gusta jugar con el quiltro y las antigüedades. Mi
mamá, en cambio, podría perfectamente ser mi madrastra no solo porque físicamente somos todo lo
contrario, sino además porque su personalidad es totalmente opuesta a la mía.
Cuando era niña, niña chica, pensaba que era adoptada. Muchos niños piensan lo mismo. El flaco, por
ejemplo, me contó una vez que su hermano mayor lo molestaba asegurándole que lo habían encontrado a las
orillas del río Mapocho; yo, que en ese entonces estaba obligada a leer la Biblia, le decía que, de ser así, no
era tan malo porque a Moisés también lo habían recogido de un río y terminó siendo el salvador de todo un
pueblo. El flaco, que en ese entonces era ateo, se convirtió al catolicismo, aunque le duró hasta que confirmó
que no era adoptado ni similar a Moisés.
Mi sensación, sin embargo, era diferente. Yo no tenía hermanos que me inventaran historias de encuentros
y adopciones; lo mío era una prueba empírica, real: no había posibilidad de que hubiese nacido de alguien a
quien me parecía tan poco. En realidad, no me parezco en nada. Ella es rubia; yo morena. Ella es histérica; yo
relajada. Ella se alarma; yo me detengo y pienso. Ella controla; yo delego. Cuando miro los ojos de mi papá,
algo mío encuentro en ellos. Poco, pero algo. Cuando miro los ojos de mi mamá, solo veo vacío. Ella siempre
ha sido una persona ajena a mí, a mi mundo de quiltros y vaguedades. A veces, cuando la veo hablándole a su
guata de embarazada, me pregunto si algún día habrá conversado así conmigo. Me pregunto si habrá esperado
por mí, como espera por el niño o la niña que viene en camino, y mi respuesta es siempre la misma: no. En
ocasiones, cuando soy más blanda conmigo misma, la respuesta es: probablemente no. Aunque en el fondo,
sé que no me esperó así. Sé que no me quiso ni nunca me ha querido así. Lo veo en sus actitudes, en su tono
de voz. Lo veo en la lástima que le inspiro a mi papá y en el amor incondicional que me entrega el quiltro,
como si supiera que soy una desarraigada y quisiera hacerme sentir mejor. Quizás el motivo es que no le costó
tenerme. Ella me contó que se quedó embarazada mientras pololeaba con mi papá, así que seguramente soy
para ella una hija impuesta.
Mi papá toma otro arrollado, lo masca y se le cae el relleno dentro del pocillo de soya, salpicando todo
alrededor. Él sonríe y yo también. A él le da lo mismo mancharse, no se queja por tonteras. Es simple y alegre.
Si mi mamá hubiese estado aquí, la situación sería diferente. Habría empezado a alegar que la camisa era
nueva, que cómo no sabe comer un simple arrollado primavera. Ya no usa la palabra “roto”, porque escuchó
que era de rotos decirla, pero lo cierto es que lo piensa. Mi mamá siempre ha encontrado que mi papá es poca
cosa, un hombre de clase media esforzado cuyo sueldo no es suficiente para tener una casa con piscina y una
hija bien vestida en un colegio ABC1. Si no hubiera sido por mí, de seguro mi mamá habría terminado con mi
papá y se habría conseguido un abogado, no un psicólogo. A veces, cuando pelean (cuando ella pelea con él,
porque a él no le gusta gritar ni discutir), le dice que es un mediocre; que por eso es psicólogo porque no le
dio el mate para estudiar medicina, una carrera de verdad. Él podría responderle que por lo menos se decidió
a estudiar algo y que gracias a eso vivimos, pero nunca le contesta. Le dice ya, bueno, sí, claro, como si no le
importara, aunque en el fondo, hasta el quiltro sabe que le duele. Quizás él sería feliz si mi mamá no se hubiese
quedado embarazada de mí porque así habría encontrado a una mujer que lo quisiera de verdad y no estaría
con alguien por pura resignación. Pero ya es demasiado tarde.
Termino de almorzar con un gusto amargo en la boca. Limpio los platos mientras mi papá ordena la casa. Mi
mamá, a esas alturas, duerme siesta. El quiltro hace lo mismo para capear el calor. A mí casi se me olvida todo
el asunto del espejo. Siento el peso de cien días en uno solo. Estoy cansada como hace tiempo no lo estaba y
estoy segura de que no es por la mudanza ni el incendio. Subo las escaleras a rastras, como no le gusta a mi
mamá. Recorro las piezas restantes para ver en cuál dormiré esa noche, ya que la mía es un vacío ennegrecido
con olor a humo. No quiero dormir lejos del manzano. Por algún motivo, ese árbol es mi cable a tierra en esta
casa, como si viéndolo o teniéndolo cerca tuviera las raíces que nunca he tenido. Sin embargo, no hay mucho
que pueda hacer porque la única pieza desde donde se ve el manzano es la mía. Decido quedarme en la que
está más lejos de mis papás, que es chica y acogedora. Mi papá puso el sofá cama de color mostaza que mi
mamá quería botar porque lo encuentra viejo y ordinario, pero mi papá se lo prohibió. Le dijo que había estado
en su familia toda la vida, que todavía se podía usar y que no tenía plata para comprar uno nuevo. Hubo una
pelea por eso, pero yo me fui y no alcancé a escuchar qué se dijeron esa vez. Mejor así.
Abro el sofá hasta dejarlo como cama y dejo encima mi mochila. Dentro de ella, está el espejo. No quiero
verlo, no por ahora. Tengo la sensación de que el incendio lo produjo la mujer de ojos oscuros que habita en
él, o en la casa, o en mí. Sé que de algún modo esa mujer está ligada al espejo, aunque no sé cómo ni por qué.
Y a pesar de que quiero descubrirlo porque me mata la curiosidad, al mismo tiempo me pregunto si será bueno
que lo haga, si con ello vendrán cosas positivas o negativas. Mi mamá diría que dejara todo como está, que no
me meta en problemas. Mi papá diría que una vida sin verdad no es vida. El quiltro, si pudiera hablar, me
pediría que le cuente todos los detalles porque es igual de curioso que yo. El flaco respira a través del Play y
no tiene cabeza para nada más. Y yo… ¿qué digo yo?
Abro el bolso y saco el espejo. Veo a las mujeres, a los ángeles, alados y macabros. Alguien cuyo destino aún
no está decidido, dijo el viejo anticuario.
Alguien que puede ascender a la luz o caer a la oscuridad. Qué vaguedad. ¿Quién no es así? Todas las personas
que he conocido llevan luz y oscuridad dentro. Entonces, ¿qué tuvo de especial esta mujer de ojos oscuros
que le fue necesario un espejo para representar su dualidad? Decido que mañana seguiré averiguando sobre
la historia de esa casa, ese terreno y ese espejo, pero ahora solo quiero dormir. Quiero acostarme sobre el
sofá cama, dormir y despertarme en la noche a comer un pan con palta para después volver a dormir. Estoy
cansada y por algún motivo, tengo pena. No me gusta sentir pena. Siempre la he sentido ajena a mí.
Vuelvo a soñar con el espejo y la mujer de ojos negros. Esta vez, no hay nieve negra ni manzanas que se
transforman en coágulos. El sueño de esta noche no me habla en metáforas, al contrario, me pinta un cuadro
realista, aunque difuminado en sus bordes. La casa donde vivo no está, no existe. En cambio, una construcción
de adobe y tejas color ladrillo está frente al manzano. Por una de las puertas dobles sale una mujer con falda
ancha y café oscuro, como sus ojos. Lleva una blusa que antes debió haber sido blanca, aunque ahora es crema
y alrededor de la cintura usa un paño como cinturón. Esta es la mujer que vino a mi mente como un flash, pero
ahora la veo de cuerpo entero, caminando por el terreno que yo camino, saliendo de una casa que yo no
conozco. Se dirige hacia el manzano a paso lento, nada la apura ni la detiene. Ella es una con esa tierra, que
ahora es mía. La mujer apoya una mano en el tronco del manzano y murmura algo que no logro escuchar.
Entonces, aparece corriendo una niña. Es diferente a ella. Tiene la piel blanca como la nieve, los ojos negros
como la madera del ébano y los labios rojos como la sangre. Se parece a mí, pero no soy yo. La niña lleva un
vestido celeste vaporoso y una trenza larga atraviesa su espalda. Es linda y dulce, como sacada de un cuento
de hadas. Se detiene al lado de la mujer y toma su mano. La mujer fija su mirada en ella, así que veo cómo las
dos se miran como si fueran una sola persona y, al mismo tiempo, dos diferentes. No es su madre y tampoco
lo parece, pero aun así tienen una conexión que no logro entender. Es un vínculo similar al que tiene el blanco
con el negro, el agua con el aceite o la vida con la muerte.
Apenas pienso en eso, todo se revuelve. El sueño, claro y vívido, desaparece para dar paso a las escenas
metafóricas de ocasiones anteriores. La negra y la niña caen tomadas de la mano en un remolino de hojas,
ramas y manzanas. Se alejan, se alejan, hasta que veo el espejo y mis manos en su borde. Ahora soy yo quien
está frente al manzano, siempre con el espejo a mi lado, como si fuera mío y no de esa mujer. Entonces, veo
que el árbol ya no tiene manzanas, sino unas ramas con hojas largas y ovaladas. Algunas tienen flores de forma
acampanada y de un tono púrpura. Si me muevo, veo en ellas reflejos verdosos aunque su olor no lo siento.
Me llama la atención, en especial, su fruto: unas bayas de color negro. Gritan mi nombre, me atraen como el
huso atrajo a la princesa durmiente, así que acerco mis manos y toco una de ellas. Un dolor agudo recorre
todo mi cuerpo en un solo escalofrío. Siento la boca, los ojos y la nariz secos. Caigo a los pies del manzano y
comienzo a vomitar. De mi boca salen manzanas podridas. La sensación es tan vívida que las imágenes
surrealistas no me apartan de la realidad. Esta noche me siento más en un recuerdo que en un sueño.
Valenzuela, C. (2014). Nieve negra. Santiago: Ediciones SM Chile. (Fragmento).
1 ¿Por qué crees que se enoja la mamá?
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2 ¿Cómo es la relación de la protagonista con sus padres?
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3 Según la protagonista, ¿qué podría haber causado el incendio?
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4 ¿Por qué cree que el espejo se conecta con ella?
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5 ¿A qué se refiere la protagonista con el asunto del espejo?
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6 ¿Con qué crees que está soñando?
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7. Elija a lo menos 8 palabras desconocidas o difíciles de entender y busque el significado a cada una.
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