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Libro Rivera

Libro Localidad de Rivera

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GREGORIO VERBITSKY

RIVERA
AFÁN DE MEDIO SIGLO

COMISIÓN DEL CINCUENTENARIO DE RIVERA Y SUS COLONIAS


1905 - 1955

1
Copyright by
Comisión del Cincuentenario de R ivera
y sus Colonias.
Hecho el depósito que marca la ley.

Printed in Argentin e - Impreso en Argentina

Este libro se terminó de imprimir el día 8 de Marzo de 1955,


en los Talleres Gráficos Julio Kaufman S.R.L. – Av.
Corrientes 1976, Buenos Aires. Rep. Argentina

2
COMISIÓN DEL CINCUENTENARIO DE RIVERA Y SUS COLONIAS

Presidencia Honoraria:

Jewish Colonization Association


Intendencia Municipal del Partido de Adolfo Alsina
y las instituciones que integraron la Comisión Preparatoria

3
COMISION DEL CINCUENTENARIO
DE RIVERA Y SUS COLONIAS

Presidente Antonio Lapacó,


Vicepresidente ………………………. Granjeros Unidos S. Coop. Agr. Ltda,
Secretario ……………………………. Aarón Resnicoff,
Secretario Técnico ……………….. Ing. León M. Szwimer,
” ” ………………..… Isaac Schatzky,
…………………... Alfredo Lewkowitz,
Tesorero ………………………… ..… A a r ó n G r i m b e r g ,
Protesorero ………………………………. J u a n C e j p e k ,
Vocales Titulares ………………………. Asociación Residentes Rivereños,
Colonia Lapin,
Francisco Ferraris,
Anselmo Pernández Pedroza,
Dr. Mauricio Glik,
Jacobo Schufer,
Héctor Scandizzo,
Naón Schamsanovsky,
Simón Rosenfeld,
Domingo Fernández,
Enrique González,
Isidro Regalado,
José Dujovne,
Valentín Goldin
Isaac Bloom.
Revisores de Cuentas ……………….. G re g o ri o Go i s s e n ,
José L. Acevedo.

S UB C OM IS IÓ N DE L A DA IA SUBCOMISIÓN DEL LIBRO

Presidente: Manuel Beiser


Ernesto Guberman Israel Gavinoser
Isaac Kaplan
Secretario: Moisés Melman
Dr. León Lapacó

Elías Gueller
Pedro Neistat
Dr. Bernardo Simkin
Amoldo Stronguin
Moisés Vesfrit
León Yuquelson

4
Sean estas líneas la expresión del sincero reconocimiento
del autor, por la colaboración que le prestaron, a los señores:
Jacques Abravanel, José L. Acevedo, Manuel Beiser,
Ernesto Bolton, Fanny K. de Brodsky, León Brodsky, Jack
Callius, Juan Cejpek, Gregorio Cherny, Isaac Dayán, Berta
S. de Dimentstein, León Dimentstein, José Dujovne, Sansón
Drucaroff, Pedro García, Israel Gavinoser, Jacobo Gelman,
Bernardo Gorer, Isaac Greis, Isaac Grosman, Ernesto
Guberman, Bernardo Hirchoren, Isaac Kaplan, León
Karahelnicoff, Jacobo Katochinsky, Moisés Kuchelevsky, An-
tonio, León y Víctor Lapacó, Ana Levinsteim, Alfredo
Lewkowitz, Haydée M. de Libensohn, Isaac Libensohn,
Francisco Loewy, José López Orte, Isaac Marchevsky, Moisés
Melman, Aarón Mosnaim, Bernardo Papiermeister, Saúl
Pirotzky, Wolf Plotkin, Sinovi Pogost, Nicolás Rapoport, José
Ratuschny, Aarón Resnicoff, José Resnicoff, señora de
Rosenfeld, Mariano Sanz, Lázaro Schalman, Isaac Schatzky,
Ana K. de Schlapacoff, Gregorio Schnir, Naón Schamsanovky,
Eugenia F. de Simkin, León Slutzky, Sara A. de Sonnemberg,
Arnoldo Stronguin, León M. Szwimer, Simón Weill, Bernardo
Verbitsky, Idel Verbitsky, Salomón Vodovosoff, David Zmud.

Y a título póstumo a:

Alejandro Cherny Zina P. de Guberman Saúl Stronguin

5
INDICE

PAG.
Primera Parte

COLONOS JUDIOS EN TIERRA DE INDIOS …………… 9


I – Visión retrospectiva y homenaje …………………….. 10
II – El Barón de Hirsch y su obra ………………………… 11
III – El punto de partida ……………………………………. 23
IV – Breve noticia histórico-geográfica ……………………. 49
V – El alba de la colonia …………………………………….. 57
VI – Crece un pueblo …………………………………….….. 89
VII – Historia de un honroso fracaso ………………………. 105
VIII – El hombre y la tierra. La ICA y los colono s ............ 119

Segunda Parte

RIVERA A TRAVES DE SUS INSTITUCIONES ………… 133


IX – La vida judía …………………………………………….. 135
X – El instrumento de la cultura rivereña ………………… … 149
XI – Granjeros Unidos, definición y ejemplo ……………..... 167
XII – La Cooperativa de Tamberos, fomento y emulación … 185
XIII – La asistencia médica y el hospital Dr. Noé Yarcho … 195
XIV – Las instituciones deportivas …………………….……. 205
XV – Colonia Lapin, una obra de la solidaridad ……… … 213
XVI – Rivera de hoy y su futuro …………………………...... 223

6
PRIMERA PARTE

COLONOS JUDIOS
EN TIERRA DE INDIOS

7
I

VISION RETROSPECTIVA Y HOMENAJE

Este es el relato de medio siglo de historia. Pequeña historia


de un pueblo pequeño, que quizá no ha crecido en estos
cincuenta años en proporción adecuada al duro esfuerzo de
sus pobladores.
Pero ha crecido, en fin; se ha desarrollado y afianzado. Y
la historia de estos diez lustros es la crónica de los afanes y
desvelos de quienes lo amaron; de aquellos que aspiraban a
convertirlo en foco de progreso en el confín de la llanura
bonaerense en que para ellos, sus hijos y sus nietos, levanta ron
su hogar.
Es la historia de Rivera. La vida de una de las colonias
judías de la Provincia de Buenos Aires, la colonia Barón
Hirsch, que en este otoño de 1955 celebra el cincuentenario de
la llegada de sus primeros habitantes.
Ellos representaban, en esos lejanos comienzos de 1905,
una avanzada de progreso en una zona que estaba en el ámbito
de aquella que Lucio V. Mansilla describiera en su libro
famoso; que apenas había cambiado desde que las huestes del
general Levalle, fundador de Carhué, la incorporaran al
ámbito geográfico argentino.
Venían, por rastrilladas y pajonales, a alambrar el país de
los ranqueles; a arbolarlo y a sembrarlo de trigo.
No eran agricultores, o lo eran muy pocos de ellos. Hi-
cieron aquí su difícil aprendizaje, y la experiencia que ad -
quirieron fue el fruto de reiterados fracasos y largos sacrificios.

8
No ha de medirse el valor de su esfuerzo por los estrictos frutos
de aquellos sacrificios; por el premio a su obstinada tenacidad. Tardó
en llegar, y tanto como esa tardía recompensa, el desequilibrio entre
la magnitud del esfuerzo y los resultados acaso sean la mejor
definición de la oscura epopeya que emprendieron cincuenta años
atrás.
Fueron, en el más puro sentido de la palabra, auténticos
pioneros; adelantados de una conquista pacífica que en zonas más
propicias y en condiciones más benignas se hubiera traducido, sobre
todo en términos urbanos y edilicios, en frutos harto más
espectaculares que los que Rivera puede exhibir en su
cincuentenario.
No les movía el afán de prosperidad económica, que casi todos
disfrutaban en las aldeas del sud de Rusia de donde procedían.
Buscaban un clima de libertad que este país bendito les ofrecía, en
contraste con la opresión que padecían bajo el zarismo, sometidos a
la humillante vejación de las restricciones oficiales y a la constante
amenaza del pogrom. Eran judíos que anhelaban vivir en paz una
vida judía, preservar su antigua fe, obrar de acuerdo con los
preceptos del Libro de los Libros. Pero eran sobre todo hombres con
vocación de libertad y de dignidad, y para vivir una vida libre y
digna venían a la Argentina, dispuestos a pagarla en moneda de
trabajo, sin que por arduo que él fuera, pudiera este precio parecerles
demasiado alto.
Venían ansiosos de amar como propia esta tierra que ya era la
suya, y que pronto iba a ser la patria de sus hijos. La amaron, la
regaron con sudor, la labraron con fatigas y esperanzas. No siempre
esas fatigas hallaron retribución; no siempre esas esperanzas
resultaron colmadas. No todos permanecieron junto al surco, no
obstante exhibir Rivera la mayor proporción, entre las colonias
judías, de chacareros que viven en su campo. Algunos emigraron a la
ciudad; otros se quedaron pero vieron partir a sus hijos, atraídos por
perspectivas que allí no tenían. Muchos de los que se fueron hoy son

9
abogados, médicos, ingenieros, profesionales, hombres de empresas.
Pero en la tierra o lejos de ella, todos aportaron el fruto de sus
energías a algo que les fue caro desde el primer día: el progreso
argentino, unos en el ámbito del pueblito bienamado, otro en el
escenario más vasto pero más diluido de la ciudad.
No teorizaban sobre ello ni se sentían pioneros o héroes.
Trabajaban duramente por su propio bienestar y por el de sus hijos.
Pero el progreso del común es siempre el fruto del esfuerzo
individual. Si todos los hijos de Rivera hubieran permanecido allí; si
todos sus trajines, al traducirse en prosperidad para ellos, hubieran
podido incidir también en el progreso del pueblo, bien distinta sería
hoy su fisonomía.
Por eso es como si los que triunfaron fuera del pueblo, sintieran
que le deben algo de lo que conquistaron con el esfuerzo aplicado
lejos de él. Y algunas de las iniciativas de más significado para
Rivera en los últimos años, contaron con la colaboración de los que
en Buenos Aires alimentan la llama de la vieja devoción por el
pueblo, avivada por el recuerdo idealizado de sus calles polvorientas;
por la evocación de un clima espiritual inconfundible como pocos, y
ya en algún caso mezclada con la nostalgia de una infancia cada vez
más lejana y por lo mismo más bella a la distancia.
Pero el problema del éxodo no era tan solo de Rivera sino de
todo el campo argentino. En la colonia Barón Hirsch se vió
agudizado por el afán, peculiarmente judío, de dar a los hijos una
instrucción que en la chacra no podían esperar. Los hijos se
marchaban a estudiar a la ciudad, y tras ellos se iban a menudo los
padres, lo que privó a Rivera de muchos de sus pobladores. Hoy la
localidad posee dos establecimientos de segunda enseñanza, que
representan allí un instrumento esencial de la lucha contra el éxodo.
Eso, y la prosperidad que por fin llegó para los que permanecieron en
el campo superando los obstáculos y la inexperiencia; sobre-
poniéndose una y otra vez a la adversidad de una naturaleza hostil,
abre a la Rivera de hoy unas posibilidades de progreso acelerado
que antes no existían.

10
El esfuerzo de los fundadores no había sido, pues, estéril. Y
aunque no pocos sucumbieron a las dificultades, y otros debieron
aplicar a vencerlas desmedidas energías, lograron por fin desbrozar
el camino, que hoy está expedito gracias a su tenaz empeño.
Por eso la celebración del cincuentenario es antes que nada un
homenaje a su memoria, y por eso este libro, que aspira a concretar
ese homenaje en letra impresa, intenta reconstruir la atmósfera moral
en que vivieron aquellos hombres y mujeres trasplantados a un
medio tan distinto del suyo; afanados en una tarea tan dura y tan sin
parangón con la que habían realizado hasta entonces, pero anhelosos
de mantener su condición de seres pensantes; de elevar sus preces al
Señor sin coerciones ni sobresaltos; de educar a sus hijos libres de
inhibiciones o de discriminación.

***

Venían a trabajar la tierra pero querían ser algo distinto


del mujik ruso que era para ellos la imagen del campesino sin
otro horizonte que un trabajo embrutecedor. Tenían fe en el
valor de la inteligencia, y en el alba misma de la colonia, en
los tempranos días en que para representar a Chejov levantaban un
escenario de cajones, ya expresaban ese afán de cultura que los
poseía como una obsesión, y que en ese rincón
perdido en el linde de la pampa traducíase en lecturas, en
actos literarios, en un centro cultural, en una biblioteca,
conmovedoras expresiones de su devoción por la palabra escrita.
Gustaban de aquellos escritores que mostraban una común
inquietud por el destino del hombre, y en sus predilecciones
se confundían voceros y conductores del pueblo judío, con
los escritores preferidos de la inteliguentzia rusa, a la que
algunos de ellos mismos estaban próximos por su formación.
Aunque provenían de un medio judío más en contacto con el Mundo
no judío, de lo que estaban, por ejemplo, los que afluyeron a colonias
de Entre Ríos o Santa Fe, no por ello guardaban menos viva la llama

11
de su fe mosaica, o rendían tributo menos fervoroso a los grandes
valores del judaísmo. Y cuando al conjuro del tiempo y del medio
cedieron las barreras idiomáticas; cuando penetraron en el conoci-
miento de los valores argentinos, acendrado por la emoción patriótica
inculcada a los hijos en la escuela o por las lecturas en la lengua de
adopción, Rivera presenció cómo se honraba a San Martín y a
Belgrano, a Sarmiento y a Alberdi; cómo se exaltaba el sentimiento
patrio en las fiestas conmemorativas; cómo se rendía tributo de
admiración a José Ingenieros o al creador de Martín Fierro.
Para ello no necesitaban retacear su admiración por Sholem.
Aleijem o su homenaje a Teodoro Herzl. Ambas expresiones, la del
fervor argentino y el fervor judío, cabían juntas en la vida de Rivera,
y ese fue su signo durante los años que ahora suman medio siglo.
En la modalidad de sus habitantes ocurrió lo mismo. La segunda
generación, la de los muchachos criollos, fue gaucha sin dejar de ser
judía. Gauchos judíos llamó Gerchunoff a los colonos entrerrianos, y
dijo bien. También los de Rivera eran judíos de a caballo, criollos
con todos los atributos del hombre de nuestro campo, pero sin perder
el apego a la vieja tradición de sus abuelos; sin dejar de ser fieles a
las antiguas enseñanzas de los Profetas. Quizá, paradójicamente,
ahora que un sólido templo monumental ha reemplazado a la
sinagoga humilde de los primeros tiempos, la religiosidad no
encuentra en las nuevas generaciones el mismo eco que le prestan los
ancianos piadosos de la generación pasada. Es un signo de la época,
y no sólo en Rivera. Pero un hecho nuevo vino entretanto a dar valor
de símbolo a toda afirmación de judaísmo: la solidaridad con el
Estado de Israel. En Rivera, como en el resto del país, ella expresa el
sentir de los judíos argentinos, que al afirmar su conexión espiritual
con la nación israelí reconstruida en el solar histórico se sienten
mejores argentinos, en cuanto afirman ideales de libertad y de
justicia que les son comunes como hijos de este país y como
descendientes de los Macabeos.
En este espíritu se sienten alentados por un alto vocero
argentino, el presidente de la República general Juan Perón, que al
exaltar el ejemplo de Israel y su amistad con nuestra nación,

12
responde a la mejor tradición argentina, aquella que al no reconocer
diferencias de sangre o de nacimiento, ni discriminación por razones
de raza o credo, hizo posible justamente el arraigo de los inmigrantes
israelitas en nuestro territorio.

***

Aquel anhelo de cultura, y otro elemento aun más importante,


la solidaridad, son los dos factores esenciales en la vida de Rivera; el
hilo conductor que anuda toda su historia. Y si el primero se
manifiesta principalmente en una institución, en torno a la cual se
lleva a cabo casi toda la vida cultural de la colonia, el otro es el que
anima permanentemente la acción colectiva de los pobladores,
traducida en instituciones de bien público que Rivera exhibe entre
sus más legítimos motivos de orgullo.
Aun en aquellos casos en que el éxito no las acompañó, como el
de la Cooperativa Agrícola Barón Hirsch (una de las primeras que
existieron en el país) el fracaso, descontada la parte atribuible a
inexperiencia, tenía un origen que lejos de afectar a sus dirigentes los
enaltecía, ya que era ese espíritu de solidaridad, ese afán de ayudar,
lo que más de una vez conspiró contra una saludable evolución
comercial, excediendo la esfera puramente económica de su
actividad.
Así, por ejemplo, cuando contrata al médico del pueblo y costea
su sueldo, o cuando toma a su cargo la responsabilidad de mantener
el hospital, creando una tradición que diez años más tarde retoma su
continuadora, la Cooperativa Granjeros Unidos. O cuando acude en
auxilio de los colonos afectados por calamidades, o intercede ante la
ICA, los poderes públicos u otras instituciones, en gestiones de
beneficio común.
Y aún puede afirmarse que la primera cooperativa fracasó
porque fue el paragolpes entre la inexperiencia de los colonos y la
dura realidad que debían enfrentar. A la luz de ese fracaso, la

13
segunda cooperativa pudo evitar escollos, capear los años malos —
que fueron muchos y muy duros—y llegar a convertirse, ya a
cubierto de toda contingencia, en un saneado instrumento económico
de la colonia.
En este sentido correspondio a Rivera una acción precursora en
el cooperativismo agrario argentino, y judío. Su participación en las
actividades y en el desarrollo de la Fraternidad Agraria Israelita, es
un capítulo honroso —al que hemos de pasar revista— de la historia
del agro rivereño, tanto por lo que representó para la colonia misma
como por la significación de su aporte al conjunto de la colonización
judía en nuestro país.

***

Dijimos que este libro quiere ser un homenaje a la memoria de


los primeros colonos, legítimos fundadores de Rivera. Pero es
también un homenaje a la noble figura de aquel cuyo nombre lleva la
colonia, el Barón Mauricio de Hirsch, padre de la colonización judía
en la Argentina, cuya inspiración y generosidad, al volcarse en la
realización de una idea, hicieron posible el trasiego a nuestra tierra
de aquellos inmigrantes judíos, cuyos descendientes argentinos
honran su recuerdo en este cincuentenario.
Estas páginas contendrán, tanto como una exégesis del esfuerzo
de esos primeros pobladores, precisas referencias a la acción
desarrollada por la institución que creara el Barón de Hirsch,
instrumento de su iniciativa colonizadora: la Jewish Colonization
Association.
Ha de ponerse en ellas objetividad rigurosa, tendiente a ubicar a
este libro en un plano equidistante de los defensores y los
detractores. No es fácil, porque siempre se encaró la acción de la
ICA con criterio polémico, y en el juicio acerca de ella es susceptible
de variar, sin torcer la verdad en uno u otro sentido, según sea el
ángulo desde donde se enfoque.

14
No hemos de situarnos, naturalmente, ní en uno ni en otro, y
este trabajo no ha de ser ni una censura ni un panegírico. Mal puede
ser lo primero puesto que la ICA, no obstante todos los errores y
tropiezos, llevó adelante la obra grandiosa concebida por el Barón de
Hirsch; fue su brazo ejecutor. Y tampoco ha de ser una loa, porque
no es ese el propósito del libro; porque no se intentará silenciar el
juicio de los que criticaron con razón algunos de sus antiguos proce-
dimientos, y porque, como toda obra ejecutada por hombres de carne
y hueso, no siempre fue perfecta, por nobilísimo que fuera el móvil
que la guiaba.
Acaso la dificultad en ser objetivo resulte menor de lo previsto,
con sólo adoptar la sencilla técnica de no tomar partido y escuchar
las razones que se exponen de un lado y de otro; de mantenerse ajeno
a toda disputa, analizando los argumentos en pro de la ICA sin
parcialidad, y los argumentos desfavorables sin encono. El discurrir
del tiempo y la evolución de la colonia han quitado sentido, por lo
demás, a muchos elementos de esa polémica. La propia ICA recono-
ció a la larga la razón que asistía a algunas de esas críticas, al
rectificar el criterio que más empeñosamente le discutieron los
colonos.
Muchas de esas críticas sólo conservan ya un valor anecdótico,
y tanto ellas como su refutación provendrán de testimonios
igualmente respetables, aunque representen extremos opuestos en el
enfoque del problema: digamos, por ejemplo, los de Don Arturo Bab
y del director Cazés, entre los desaparecidos; o, de los que se
recogieron en boca de ellos mismos, el de un colono típico y el de un
hombre que representa tan cabalmente la acción de la ICA como el
ingeniero Simón Weill.
Al margen de toda discusión, han de registrarse asimismo las
realizaciones de la ICA que integran el cuadro general de su aporte a
la obra que, las colonias representaban: escuelas, participación en la
tarea cooperativista, subsidios para obras de bien común. En época
más reciente, bajo la presión de la catástrofe europea que urgía la
salvación de judíos amenazados de exterminio, creación de colonias

15
nuevas, traslado y arraigo, en colaboración con otras instituciones
judías, de grupos enteros de refugiados.
Ha de aclararse, para que se comprenda el carácter de la
colonización de Rivera, que aquí la empresa de la ICA no tenía en
absoluto contornos filantrópicos. Los colonos venían con recursos
propios y a su costa, como veremos en el capítulo respectivo, y las
dificultades no provenían de un desencuentro entre protectora y
protegido, como pudo haber ocurrido en otros lugares.
Provenían de factores naturales, y las agravaban otros que aun
siéndolo, quizá pudieron haber sido evitados. Uno de ellos era la
zona misma, cuyas condiciones climáticas acrecentaban el riesgo de
fracaso de las cosechas, sobre todo en un sistema de monocultivo
donde la suerte de todo el trabajo del año se jugaba a una sola carta.
Otro era la inexperiencia, agravada por un asesoramiento a veces
inadecuado, ya que el agrónomo no siempre conocía el medio mejor
que los colonos. Y otro residía, por fin, en la conformación especial
de la colonia, con sus parcelas reducidas que probaron ser insufi-
cientes. Cuando la posibilidad de agrandar los lotes permitió
emprender la explotación mixta, imperativo de esa zona apta para la
ganadería; cuando el colono aprendio, a costa de amargos fracasos, la
rotación de los cultivos, la selección de semilla, la aplicación de
principios agronómicos que en los comienzos desconocía en
absoluto, todo el panorama empezó a cambiar.
Justo es reconocer que los directores y expertos de la ICA
prevenían contra el monocultivo, que instaban a no sembrar trigo
sobre trigo, y esas prevenciones están documentadas en informes de
los primeros años. ¿Pero de qué servía aconsejar la explotación mixta
si el espacio disponible no permitía llevarla a cabo? Una de las
paradojas de la colonia fue que el triunfo de algunos provino del
éxodo de los que desistieron: los que permanecían, al agregar más
tierra a la que ya explotaban, pudieron prosperar donde antes habían
vegetado. Los sembradores de trigo se hicieron también ganaderos, y
al poseer más tierra aprendieron a engordarla y a trabajarla mejor,
para que rindiera más frutos. Una nueva cooperativa, la de tamberos,

16
vino a completar la transformación. Y contó —lo que no deja de ser
una definición—, con la decidida colaboración de la ICA.
Pero aquí no han de adelantarse detalles. Los contendrá cada
capítulo, ya que este panorama general quiere ser eso, un esbozo de
todos los temas, y con él un anticipo del homenaje que ha de estar
implícito en cada uno de los aspectos de la obra realizada por los
precursores y quienes la continuaron.

***

Antes de ponerle fin el autor quiere decir, en relación con este


libro, algunas palabras sobre sí mismo.
La Comisión del Cincuentenario lo eligió porque lo considera un
hijo de Rivera, lo que si bien es cierto sólo en parte, ya que no nació
en Rivera sino en Bahía Blanca, tampoco deja de serlo porque de
Rivera le vienen los primeros recuerdos; porque allí vivió su
infancia.
Cuando volvió a Rivera, en el primero de sus viajes
relacionados con el cincuentenario y con el libro, hacía treinta y
cinco años que no ponía los pies en el pueblo. Por eso fue tan viva la
emoción del reencuentro con recuerdos casi totalmente borrados de
su memoria; tan punzante la de hallar el nombre de su padre en
viejos libros de actas que contenían testimonios de actuaciones
ignoradas; tan honda la de encontrarse con antiguas amigas de
su madre, que la recordaban con el mismo cariño que ella les
profesara cuarenta años atrás.
El autor iba a poner en su trabajo las dos condiciones
que, requería más: amor y objetividad. Pero iba a poner
amor y no pasión, y esto es lo que definía el acierto de
quienes lo eligieron. Era casi un hijo de Rivera, pero no lo
era tanto como para dejar asomar en las páginas de este libro

17
amarguras heredadas, o el trasunto de problemas superados
hace ya mucho tiempo.
Iba a ser un espectador y no un actor. Con criterio de
espectador, atento pero ecuánime, el autor hurgó viejos papeles,
charló con antiguos pobladores, se empapó de la vida del
pueblo y del recuerdo de sus pioneros; de la crónica de sus
tribulaciones y de sus triunfos; de esta pequeña historia que
comienza a agrandarse porque ya cuenta medio siglo.
No le corresponde anticipar si cree que el libro es lo que
los hijos de Rivera esperan que sea: ni siquiera si acer tó en la
intención de ser tan objetivo y sincero como se proponía.
De la vida de estos cincuenta años de Rivera quiso registrar,
con la máxima fidelidad, aquello que define el espíritu de la
colonia Barón Hirsch; la inspiración de sus fundado res. No la
crónica menuda sino tan sólo aquellos episodios o creaciones
que marcan etapas en la vida del pueblo.
Y trató, sobre todo, de ser leal a un propósito: responder
al anhelo de sus mandantes, los pobladores de Rivera re-
presentados por la Comisión del Cincuentenario, de honrar a
sus mayores al reconstruir, con el recuerdo de sus prime ros
pasos, aquello que define mejor el contenido de su empeño.
Aquello que convierte su simple afán de vivir una vi da mejor,
en una pequeña empresa civilizadora.

18
II

EL BARON DE HIRSCH Y SU OBRA.

Este libro quiere ser también, se ha dicho ya, un homenaje al


Barón de Hirsch, cuya idea fue el móvil y su creación el instrumento
de la colonización judía en la Argentina.
Cuando los primeros pobladores llegaron a lo que más tarde fue
Rivera, hacía ya nueve años que el creador de la ICA había
desaparecido. Su nombre y su figura eran casi legendarios aún
mientras vivía. Después de muerto se agrandó más y más, y para los
hombres de la colonia que llevaba su nombre, este fue siempre un
símbolo de lo que su idea tenía de más puro y generoso, limpia de las
complicaciones que la realidad le fue agregando; de los problemas
inevitables que la aplicación práctica de la iniciativa debía traer
aparejados.
Por eso, cuando en Rivera se piensa en Mauricio de Hirsch —
precisamente en Rivera, que nunca supo, como los colonos de Moisés
Vine o de Colonia Mauricio, del Barón vivo al frente de su creación—
se le evoca un poco como los niños piensan en los próceres, con esa
unción que excluye el análisis, porque tienen de ellos una imagen que
se confunde con la idea misma de la patria que construyeron.
Pero el análisis ayuda a valorarlo mejor. Al descenderlo del pedestal
y verlo con sus virtudes y sus defectos, resalta, en contraste con
su temperamento, la significación profunda de su reacción
ante el drama judío; su infinita piedad por los pobres seres
humillados y ofendidos que, desde el infierno zarista,
asociaban su nombre con el de esa Ar gentina fabulosa donde él
quería que construyeran una nueva vida.

19
Su bondad era una bondad militante. Además de apiadarse
de los judíos luchó por ayudarlos. Quienes lo conocieron no
hablan de d como de un hombre dulce y tierno; más bien la
pintura es exactamente opuesta: parco, autoritario, hombre de
pocas palabras y aún menos efusiones. Pero el que a este
capitán de grandes empresas, a este banquero que movilizaba
cientos de millones de acuerdo con planes fríamente concebidos
V ejecutados, pudiera haberle conmovido la miseria de sus
remotos hermanos de la Europa oriental es algo que lo define
mejor que todos los adjetivos. Y el simple afán de salvarlos y
los esfuerzos que en ese sentido desplegó, hablan en su favor
con más elocuencia que la misma organización que montó para
lograrlo, a costa de ingentes gastos y no pocos sinsabores.

***

El homenaje que quiere ser este capítulo no exige una


estricta semblanza biográfica, en verdad innecesaria tras las
abundantes biografías publicadas del Barón de Hirsch. Ha
de entenderse —y esto es válido tanto aplicado a él mismo
corno al comienzo de su obra— que lo ya editado nos exime de
detalles, en un libro que al enfocar una empresa poste rior,
tan peculiar y tan poco descripta como la de Rivera, viene a
completar el panorama general de la colonización judía, y no a
transitar sobre todo el conjunto. Por lo que atañe a la vida del
Barón, la bellísima semblanza de Alberto Gerchunoff
contenida en el libro 50 Años de Colonización Judía en la
Argentina, obligaría más bien —si no reputáramos inadecuado
el arbitrio— a reproducirla íntegramente que a acudir a sus
detalles conocidos, soslayando b que en ella es, más que
biografía, fruto de su estilo incomparable.
No acudimos sólo a ella, naturalmente, y entre los materiales
consultados nos ha sido particularmente útil un trabajo no
publicado del ingeniero Simón Weill que comple ta, incluso con

20
recuerdos personales, los elementos para una apreciación de la
figura del Barón de Hírsch.
Lo que resalta más en ella es el contraste entre lo en-
cumbrado de su posición y su acendrado judaísmo, cimentado en
una educación religiosa y en unos sentimientos que le fueran
inculcados por su madre, Carolina Wertheimer, cuya devoción a
los principios tradicionales le venía de lejos, de largos siglos de
piedad forjada en el clima de la comunidad judía de Francfort,
una de las más antiguas de Europa.
Tres generaciones de la baronía no habían atenuado esta
solidaridad de la familia de Mauricio de Hirsch con su raza y
su fe. Buenos judíos fueron su abuelo y su padre. Jacobo de
Hirsch, ya en 1818, había recibido de su amigo el Rey de
Baviera, por servicios eminentes, el título de Barón de Gereuth,
que trasmitió a su hijo Joseph y heredó mas tarde el joven
Mauricio, nacido en Munich el 9 de diciembre de 1831. En esa
corte de Baviera en que hallaban eco las inquietudes
humanísticas y románticas, la música v las letras, los comienzos
de nuestro Barón de Hirsch hallaron, al doble influjo del poder v
de la fortuna, aliento propicio.
Pero sobrábale empuje propio para ceñirse demasiado a lo
heredado y a la sola esfera de su ciudad natal. Se casó en
Bélgica con Clara Bisschofheim, (esa grande y santa dama, la
llamó el futuro Eduardo VII) hija de un senador del Reino, en
cuya acreditada casa de banca inició su actividad, aunque bien
pronto debió abandonarla porque su dinamismo chocó con métodos
que reputaba demasiado conservadores.

Los suyos fueron harto más audaces, mas a tono con el


genio financiero que había de convertirlo, en plazo no muy
largo, en uno de los hombres más ricos de Europa. Supuesto que
sólo recogemos de su biografía los datos esenciales, ha de
mencionarse lo que fue una de sus principales empresas, la
construcción de los ferrocarriles turcos, después de haber
emprendido la de otros países del este de Europa. Ella define bien
el carácter del Barón, que la inició contra todos los consejos y

21
presunciones de fracaso. Pero fue también la que al llevarle de
un territorio al otro, lo puso en contacto con las juderías, con la
miseria de los ghettos, con el drama de sus hermanos
infortunados. De esa frecuentación surgió la idea de anudarlos,
que primero se tradujo en considerables contribuciones a la obra
filantrópica de la Alliance Israelite Uníverselle, pero luego tomó
volumen y carácter propios.
Porque este banquero amigo de príncipes, este judío entre
gentiles que alternaba con los dueños del viejo continente, sin
dejar de afirmar el orgullo de su añeja estirpe, sentía muy
próximo el dolor de su pueblo, y luchó por aliviarlo en lo que
era redimible.
Suele compararse su acción con la obra de redención nacional
del pueblo judío emprendida por Teodoro Herzl. Alex Bein,
biógrafo del fundador del sionismo político, describe el contacto que
Herzl tuvo con el Barón de Hirsch, en un vano intento de atraerlo a
sus planes de creación de un estado judío en Palestina. Mientras
Herzl promueve una solución del problema judío basada en las
propias fuerzas de su pueblo y en su identidad nacional como
motor de su destino histórico, Mauricio Hírsch la busca en una
obra personal que, aún en proporciones colosales como él parece
haberla imaginado, estaba definida y limitada por su carácter
filantrópico.
La existencia de un Estado de Israel, que al realizar en
nuestro tiempo la visión genial de Teodoro Herzl, proyectándolo
en la historia como el último profeta del pueblo hebreo, quita
proporción a todo paralelo. Pero no resta valor a la obra que en un
plano distinto emprendiera el Barón de Hirsch para aliviar tragedia de
los judíos del este de Europa.
Donde ella alcanzaba extremos que constituían la
vergüenza del mundo civilizado era en la Rusia de los zares, que había
rodeado a sus núcleos de población judía de un anillo de hierro de
restricciones y trabas de todo orden, violencia moral sobre la que se
proyectaba, de tanto en tanto, la violencia física de las masacres
toleradas o aun organizadas por el poder público. Simón Weill

22
describe la emoción que causó en hogares judíos de Francia la noticia
de que un magnate israelita se proponía ayudar a sus desdichados
correligionarios rusos. Era va en los prolegómenos de la creación de la
ICA, pero había detrás una larga historia de enojosas tramitaciones, y
de fracasos. No dejaremos de repetir el grotesco suceso del millón de
rublos donado por el Barón para las escuelas rusas, que desapareció en
manos del conde Pobedonostzeff, porque pinta bien a este sombrío
personaje, que desde la presidencia del Santo Sínodo manejaba los
asuntos del estado, a los que aplicaba su mentalidad hondamente
retrógrada, y sobre todo la suerte de los judíos, influida por el odio
que confesadamente les profesaba.
El Barón de Hirsch deseaba aplicar en Rusia, en vasta escala, la
experiencia filantrópica de la Alliance, pero ciñéndola a un grandioso
plan educativo para los judíos, a quienes se proponía instruir en los
oficios que hasta entonces les estaban sistemáticamente vedados.
Advertido de que el hombre clave era el conde Pobedonostzeff, buscó
contacto con él y le expuso su programa. El Procurador del Santo
Sínodo proclamó cínicamente que eso era exactamente lo contrario de
lo que deseaba para los judíos, porque pese a todas las limitaciones ya
les llevaban ventaja a Iván, el hombre del pueblo ruso. ¡Qué no sería
si los educaran! Lo que había que hacer era educar a los pobrecitos
mujiks, pero el estado imperial no tenía recursos para ello.
No le dio, empero, una formal negativa al Barón. Y sobre el leve
resquicio de posibilidad que le insinuara, Mauricio de Hirsch insistió
en su proyecto y aun sugirió que podrían alcanzar recursos también
para la obra educativa de los aldeanos rusos. A ello obedeció la
entrega del famoso millón. jamás logró averiguarse el destino de este
dinero, y en cuanto a la gestión misma, encaminada a destinar
cincuenta millones de rublos a la creación de una red de escuelas pro-
fesionales judías, vino a parar en unas exigencias tan tortuosas que
terminaron por liquidar el plan entero.
Allí comprendio el Barón que no había medio de ayudar a los
judíos dentro de Rusia, y que la única solución estaba en sacarlos.
Lograr el permiso del gobierno era una empresa aventurada pero no
imposible, y el señor de Hirsch halló el hombre para esa misión. Era
un caballero no judío, el periodista inglés Arnold White, a quien debe

23
rendirse homenaje —y aquí lo hacemos— porque logró, con
inteligencia y habilidad, lo que vino a ser la condición previa de la
colonización judía: el permiso de emigración, hasta entonces negado.
En el interín habían ocurrido dos cosas: el Barón de Hirsch
perdio a su hijo único, Lucien, lo que le indujo a dedicar su fortuna
entera a su obra de bien, y un úkase del gobierno ruso, que agravaba
las restricciones va existentes, desplazando a los judíos de las zonas
fronterizas, promovió un desesperado afán de emigración entre las
víctimas de ese trasiego inhumano.
José Mendelsohn ha escrito, filtrando prudentemente los datos
entre testimonios a ratos contradictorios, sobre la así llamada
migración de Kamenetz Podolsk, urgida por aquella interdicción, y
promovida por la Conferencia de Catovitz, que fue su consecuencia.
Tampoco aquí abundaremos en detalles que él ya aportó, al describir
el génesis de la colonización en su capítulo del libro sobre el
cincuentenario. Lo que importa acentuar, coincidiendo con
Mendelsohn, es el carácter de precursores que invisten las 136
familias de Kamenetz Podolsk que llegaron en el valor Wesser a
Buenos Aires el 14 de agosto de 1889, y tras penurias inenarrables
fundaron la colonia de Moisesville, ya que aunque el Barón de Hirsch
hubiese tenido aun desde antes la intención de iniciar la colonización
en la Argentina, no hay duda que fue el relato de aquella odisea lo que
le movió a emprenderla.
Hemos de sintetizarla brevísimamente, para que no falte en este
libro el homenaje a los que abrieron el camino, así como al hombre
que los puso en contacto con el Barón de Hirsch V dio los primeros
pasos: Guillermo Loewenthal.
Las circunstancias de la partida y las gestiones preliminares son
confusas, pero lo que está claro es que conducen a los viajeros del
Wesser a una situación en que, ya en la Argentina, se encuentran con
que todo lo convenido quedaba en nada. Entonces es cuando se
produce el arreglo con Don Pedro Palacios para colonizarlos en sus
campos de Santa Fe. En base a ese contrato, que lleva fecha del 28 de
agosto de 1889, los inmigrantes parten para la zona en que un galpón
de chapas y unos cuantos vagones en un desvío señalan el lugar que

24
había de ocupar la futura estación Palacios, del ferrocarril a Tucumán.
Allí se instalan los presuntos colonos.
Y comienza una etapa en la que es preciso, para describirla,
cuidarse de adjetivos, ya que todos se quedan cortos ante ese
verdadero calvario. De esa etapa, que duró unos tres meses, data lo
que arraigó con más fuerza a los colonos en ese pedazo de tierra
inhóspita: los dos cementerios, que en Palacios y en Monigotes
guardaban, cerca de las familias que aun permanecían allí, los
cuerpecitos de los 61 niños que sucumbieron a la increíble aventura.
Algunos murieron de enfermedad, y otros sencillamente de hambre.
Por aquellos días los encontró, de viaje a Tucumán en misión
científica, el hombre que cambió su destino, y a quien ha de
reconocerse la gestión inicial en la creación de la ICA: Guillermo
Loewenthal, profesor de una universidad suiza, un judío rumano
occidentalizado a quien mas tarde, ya creada su Organización, el
Barón de Hirsch puso al frente de la obra colonizadora.
Loewenthal comenzó por intervenir en Buenos Aires ante el
propietario de los campos, y esa intervención parece haber sido
decisiva para que el señor Palacios emprendiera formalmente la
colonización prometida a los inmigrantes judíos literalmente
abandonados en su propiedad. Las cincuenta familias que allí
quedaban fueron trasladadas a lo que fue el emplazamiento
definitivo de la colonia, se les proveyeron carpas de lona v
algunos implementos, iniciándose el parcelamiento de lotes y
siendo designado administrador un señor David Hurwitz, con
quien por lo menos los colonos podían entenderse en idisch en su
contacto con Palacios y con la gente del lugar. Y por fin, en un
día de comienzos de diciembre de 1889, quedó inaugurada la
colonia de Moisesville, cuyo rabino Aarón Goldman había
sugerido el nombre y explicó en emocionadas palabras que la
llamaban ciudad de Moisés porque era para ellos la tierra
prometida, en esta Argentina generosa donde a costa de mil
penurias habían encontrado la libertad.
La habían pagado muy caro. La pagaron con hijos, para
quienes más les importaba edificar una nueva vida. Después ya
ningún precio podía parecerles demasiado costoso.

25
***

El azar que llevara a Loewenthal a tropezarse con los


inmigrantes puso en marcha la idea que condujo a la crea ción de
la ICA. De regreso en París expuso ante el gran rabino Zadoc
Kahn, espíritu generoso, que tuvo que ver con muchas iniciativas
de ayuda, la necesidad de auxiliar a los pobladores de Moisesville
y terminó sometiendo por intermedio de la Alliance, un detallado
plan de colonización judía en la Argentina al Barón de Hirsch,
quien lo aceptó en principio, aviniéndose a discutir los detalles
en una reunión cuya acta debe considerarse el primer
documento en la preexistencia de la ICA. Este documento adelanta
lo que fue la idea madre de la institución: organizarla como un aparato
comercial, cuyos beneficios deberían aplicarse indefinidamente a
consolidar y extender la obra generosa que la inspiraba. Más tarde, al
crearse oficialmente la Jewish Colonization Association el 24 de
agosto de 1891, este principio era complementado con la disposición
de no distribuir dividendos o beneficios, en la que se fundó el decreto
del presidente Roca del 13 de febrero de 1900, eximiéndola de
impuestos como asociación civil de carácter filantrópico. Pero entre
esa primera enunciación de propósitos y la creación definitiva de la
ICA median los esfuerzos y gestiones que realizó en la Argentina la
misión Loewenthal, a quien el Barón envió para investigar las
posibilidades y poner en marcha las primeras colonias, mientras su
agente White lograba en Rusia el permiso de salida de quienes habían
de pobladas.
Todavía no creada la ICA, las primeras gestiones de Loewenthal
se hicieron bajo el rubro de Empresa Colonizadora Barón Hirsch. El
delegado del Barón, que actuaba como su director, cumplió de
inmediato con lo que estimaba su misión más urgente. Trasladóse a
Moisesville (había pasado un año entero desde la fundación de la
aldea de carpas que rodeaba al único rancho de adobe del Rabino
Góldman; un año de vida durísima, que no melló empero la decisión
inquebrantable de los colonos); les comunicó que en nombre del

26
Barón de Hírsch iba a comprar las tierras de Palacios; que su suerte
estaría en buenas manos; que les traía ayuda; que sus largas
tribulaciones tocaban a su fin. Más tarde repartió, en efecto, una
primera cantidad a guisa de socorro, quince mil francos para cuya
distribución se creó una cooperativa que ha de considerarse la primera
que existió en el país, antecedente más o menos definido de la que fue
luego La Mutua Agrícola de Moisesville.
Y de inmediato se dio a la tarea de comprar tierras para la obra
de colonización. La primera fue el campo cercano a Carlos Casares
que recibió el nombre de Colonia Mauricio. Moisesville fue la
segunda, y a la compra de los campos de Palacios, ampliados más
tarde con los de Monigotes, siguió la de las colonias Clara y San
Antonio, en Entre Ríos.
Todo esto ocurría a mediados de 1891, coincidiendo con la
creación de la ICA, inscripta en Londres con un capital de dos
millones de libras como sociedad por acciones, veinte mil en total, de
las que sólo el Barón de Hirsch poseía 19.990 Coincidía también con
el arribo de los primeros barcos de inmigrantes, el Lisboa, el Tijuca,
llegados en el mes de Agosto, y el Pampa, cuyo famoso viaje terminó
en Buenos Aires el 22 de diciembre de 1891. Venían, por así decirlo, a
urgir la tarea golpeando a las puertas. Eran los judíos pobres y necesi-
tados a que aludían los estatutos de la ICA, cuya emigración y
reasentamiento constituían su móvil. Con ellos se fundaron las
primeras colonias, cuyas tribulaciones se iniciaron, puede Afirmarse,
desde el instante mismo del comienzo. No es materia de este libro la
descripción de aquellos contratiempos, ni de los problemas que
crearon entre los colonos y la administración local, así como entre esta
y la central en Europa. Han sido abundantemente descritos y
debatidos, y así como con los trabajos ya mencionados, y otros cuya
mención no querernos omitir, como los de Israel Finguerman y
Marcos Alpersohn entre los más conocidos, hemos de insistir en que,
cuando se trata del tema general de la colonización, huelga repetir lo
que otros han relatado.
Al enfrentarnos con la obra de Mauricio de Hirsch, surge de
inmediato la evidencia de un desencuentro entre los colonos v sus
colonizadores, documentado en cientos de testimonios escritos y

27
orales, y revelado por lo demás, especialmente en vida del Barón, en
el reemplazo reiterado de los hombres que ponía al frente de la tarea
en la Argentina. Nadie puede dudar de la nobleza de miras de un
hombre como Loewenthal. Nadie pondría en tela de juicio el generoso
aliento desinteresado de la obra del Barón. Y mucho menos, desde
luego, podría admitirse que, como alguien intentó afirmarlo, los
inmigrantes judíos no estaban dotados para el trabajo rural o trataran
de rehuir el esfuerzo físico.
Harto probaron lo contrario, en las condiciones más duras que
puedan imaginarse, y bastaría el ejemplo de los colonos desamparados
en Palacios, trabajando como albañiles o aferrándose al suelo en tareas
de jornaleros agrícolas, que fue justamente lo que decidio a
Loewenthal a emprender la tarea con ese capital humano. Podría
achacárseles, sí, inexperiencia. Pero acaso no es más enaltecedor para
esos agricultores improvisados el hecho de haber perseverado? Todas
las otras corrientes colonizadoras de nuestro país se alimentan de agri-
cultores que ya lo eran antes de venir. Los únicos que venían a rendir
examen en una tarea de la que por siglos habían estado excluidos, eran
los agricultores judíos. ¿Hicieron mal papel acaso?
Quizá la clave nos la dé un testimonio cuyo juicio crítico es
insospechable de parcialidad contra la ICA, puesto que proviene de
ella. Es un trabajo ya citado del ingeniero Simon Weill, que aunque no
revela algo que no fuera sabido, aporta una luz a este problema. Se
refiere al carácter del Barón de Hirsch, y a la forma en que él se
reflejó en la organización que dio a la ICA mientras estuvo a su frente.
Hombre celoso de su autoridad, y al par prolijo y minucioso, ya en las
primeras instrucciones a Loewenthal, y luego en las disposiciones
adoptadas y en la abundante correspondencia para darle cumplimiento,
elabora desde París los planes de acción hasta en sus menores detalles,
aún aquellos que obviamente no podían ser aplicados sino en contacto
con el medio y adaptándolos a él. Reemplaza a Loewenthal por Adol-
fo Roth, y luego a éste por el coronel Goldsmith, e inculpa a uno tras
otro el fracaso de sus primeros planes, en una nota en la que enuncia
su deseo de que "los que están al frente de la dirección de Buenos
Aires se compenetren bien de la idea de que la ICA no quiere hacer
depender la aplicación de su programa de las circunstancias ni de la

28
opinión de sus funcionarios".
No adaptarse a las circunstancias y no escuchar la opinión de los
que están en contacto con el medio. He aquí un criterio que explica
por sí sólo muchas cosas, aunque el mismo trabajo atestigua que los
dos directores subsiguientes, Samuel Hirsch y David Cazés "supieron
hacer admitir reformas indispensables para la realización del programa
trazado, y es así que desde entonces —no sin algunas fluctuaciones, la
obra empezó a progresar normalmente".
Agregado al hecho de manejar en forma personal y excluyente,
desde su oficina de París, toda la organización, ello hizo que su
muerte, acaecida en 1896, cuando la obra no contaba más que cinco
años, fuera un golpe terrible para la ICA. Lo proclaman el codirector
Adler y el secretario Schwarzfeld en una carta en la que, al aludir a
la magnitud de la pérdida, revelan que "no se hallan tan al tanto de
los asuntos de la Asociación como para tomar decisiones de un día
para el otro", remitiéndose al regreso del Dr. Sonnenfeld de la Ar-
gentina con un completo trabajo sobre la situación de las colonias.
Esta centralización impuesta por el Barón, pero sin su genio ni su
capacidad ejecutiva, influyó la marcha de la obra que él iniciara.

***

Toda la historia posterior de la colonización está signada por un


hecho parecido: la estrecha dependencia en que se hallaban los
directores locales de la ICA de la dirección general en París, a la que
debían consultar cada cosa, aun aquellas relativas a detalles
vinculados con el medio, detalles que obviamente los jerarcas de París
no estaban en condiciones de apreciar ní conocer. Sólo en época muy
reciente, lo que enaltece a la ICA de nuestros días, se admitió la
presencia de un representante de la Argentina en el Consejo Central de
la Asociación en Londres. Mención que hemos de aprovechar para
honrar la memoria del primero que ocupó ese cargo, Dr. Ricardo
Dubrovsky, que lo ejercía simultáneamente con la presidencia de la
D.A.I.A. cuando dejó de existir en marzo de 1954.

29
Superando todas las dificultades, las colonias crecían y
progresaban. Y crecía también su prestigio en las ciudades y aldeas de
Rusia, donde el nombre de la Argentina se había hecho familiar,
señuelo mágico henchido de promesas. La obra de la Jewish
Colonization Association se fue consolidando y extendiendo, como lo
había querido su fundador. La superficie total de las tierras adquiridas
por ella en cinco provincias llegó a alcanzar 617.468 hectáreas, de las
que buena parte pasaron ya a poder de los colonos, a quienes la ICA
ha entregado hasta el 19 de enero de 1954, 3143 títulos de propiedad.
En el curso de los 65 años que van desde el comienzo, estos
colonos han hecho su parte en el progreso del campo argentino.
Iniciativas sobre cultivos o explotaciones jalonan ese aporte,
concretado en cultivos nuevos, como el de girasol, de cebada
cervecera, de variedades forrajeras, de arroz. El uso de maquinaría
moderna, la introducción de la industria lechera como base de la
existencia diaria del chacarero, el movimiento cooperativista, orgullo
de la colonización judía, simbolizado por la Fraternidad Agraria, son
algunos entre tantos testimonios de una obra que hoy puede mirarse en
perspectiva, porque muchas de las dificultades y problemas quedaron
atrás, y lo que luce es el fruto acumulado de esos trece lustros.
En Entre Ríos, en Santa Fe, en las otras provincias, pa-
ralelamente a la pura labor agropecuaria, las colonias judías se
singularizaron siempre por algo que figuras argentinas y viajeros del
exterior destacaron repetidamente: una intensa vida societaria, que se
expresó en la proliferación de instituciones de cultura y de solidaridad.
La dureza del trabajo manual y la lejanía del medio urbano hallaban
en ello su contrapartida, alentada por hombres para quienes la creación
y difusión de valores espirituales era tan esencial como la meza
producción de bienes materiales.

30
III

EL PUNTO DE PARTIDA

¿Quiénes eran, de dónde venían los inmigrantes que habían de


poblar la colonia Barón Hirsch? ¿Qué les empujaba a abandonar sus
ciudades y aldeas del sur de Rusia, donde casi todos tenían un buen
pasar?
En aquellos comienzos de 1904, la transitoriedad de los
Reglamentos Provisorios del Conde Ignatiew duraba ya casi un cuarto
de siglo. Habían sido dictados por el malvado ministro del Interior de
Alejandro III para estrechar aún más el cerco que asfixiaba la vida
judía en la zona de residencia fijada para ella en unos pocos lugares
del imperio ruso. Sus regulaciones minuciosas reducían el horizonte
físico y las perspectivas de los judíos a la mínima posibilidad,
tratárase de las ridículas cuotas asignadas a los estudiantes, o de las
escasas actividades que no asignadas estaban vedadas.
El comercio era una de estas, y allí encontraba válvula de escape
el espíritu de empresa de aquellos hombres que probaban ser buenos
soldados pero no podían ser ni siquiera suboficiales; que para labrar la
tierra debían acudir a subterfugios o valerse de testaferros; que para
seguir una carrera debían soslayar una y otra vez las odiosas
triquiñuelas encaminadas a cerrarles el acceso a la Universidad.
Muchos de quienes lo ejercían habían alcanzado el bienestar, y
aun no faltaban quienes podían exhibir una sólida fortuna. En ciertas
ciudades o aldeas de ambiente menos enrarecido, un número
considerable de judíos disfrutaba, merced a su posición económica, de
un clima de consideración y de holgura distinto al del mísero villorio

31
cuya vida describieran Méndele o Scholem Aleijem, y en nuestro
idioma pintó Gerchunoff al registrar el remezón que en la encerrada
vida representó la esperanza de la emigración.
Pertenecía a aquel sector la mayoría de los que iban a poblar la
colonia Barón Hirsch. El mismo hecho de tener que aportar una
cantidad que para aquella época era una verdadera fortuna, prueba que
habían alcanzado la prosperidad.
Pero entonces ya no se trataba de ello. Malos vientos corrían para
la Rusia de los zares en 1904, y la guerra ruso-japonesa vino a sacudir
en sus cimientos la estructura carcomida del imperio, cuya derrota fue
tan completa como había sido injustificada la jactancia de sus ineptos
generales y sus cortesanos corrompidos.
En la búsqueda de chivos emisarios, ¿quién sino los judíos
habían de ser las víctimas? Y los pogroms volvieron a poner reflejo de
llamas y fragor de saqueo en las aldeas en que se aglomeraba la
población israelita. Cuando no era el pogrom mismo, bastaba con las
provocaciones v vejaciones para hacerles sentir que sus aldeas y
ciudades se les volvían inhabitables.
Dejemos que hablen ellos mismos. Han pasado muchos años,
pero todavía está vivo el recuerdo en el ánimo de los que entonces,
futuros pobladores de Rivera, querían poner el mar de por medio entre
ese oprobio y la dignidad de una vida libre.
Vamos a tomar al azar, de los relatos de algunos de los
sobrevivientes o de sus allegados, aquello que marca su vida en las
provincias rusas; aquello que explica porqué querían irse de allí, y por
qué hallaron eco tan propicio en su espíritu las gestiones de los
enviados del Comité de la ICA que dirigía Fainberg en San
Petersburgo, que les presentaba, por primera vez en términos
concretos, la perspectiva del viaje al nuevo mundo.
José Ratuschny había sido un soldado ejemplar. Terminó sus
cuatro años de servicio militar sin una sola falta, sin un solo castro.
Fue el mejor conscripto de su regimiento, y el comandante quería
hacerlo suboficial, pero suspiraba y decía:
—Lástima que seas judío...

32
Y la única solución que se le ocurría era convertirlo.
Cuando obtuvo la baja, en Kiev no podía quedarse porque la
cuota de judíos que podían residir estaba cubierta. Volvió a su aldea e
instaló un negocio. Tiempo después estalló la guerra y sobrevinieron
las primeras derrotas. Los antisemitas del pueblo venían a provocarlo:
—Ustedes mandan botas y oro a los japoneses; por eso nos
ganan. No hacía sino repetir los estribillos oficiales.. Pero Ratuschny
pensaba para sí:
—He sido un buen soldado. Ahora tengo un negocio y no me
dejan vivir. ¿Qué me espera aquí? En ese estado de ánimo lo
sorprendieron las primeras gestiones para partir a la Argentina.
Naón Shamsanovsky era agricultor. Pequeño agricultor de dos
hectáreas, que arrendaba a nombre de un alemán porque como judío
no le estaba permitido. Su padre arrendaba otras dos, además de
comprar cereales por cuenta de terceros. Llamado a filas, hizo sus
cuatro años de servicio militar, y cuando volvió a su pueblo, el pueblo
donde había nacido y donde vivían los suyos, no podía quedarse...
¡porque al estar ausente tanto tiempo había perdido el derecho de
residencia! Cuando se fue a la Argentina no sabía nada del Barón de
Hírsch ni del campo de Leloir. Había oído hablar de este país y aquí se
vino. Ya volveremos a encontrarlo.
Moisés Cherny podía considerarse en aquella época un hombre
acaudalado. En su aldea de Novogorodka, cerca de la estación
Kutzovka en la provincia de Jersón, la vida discurría plácidamente.
Los mujiks eran buenos; la gente que frecuentaba por sus negocios no
intentaba aprovecharse demasiado de su condición de judío; sus hijos
concurrían de día al colegio ruso de noche a la escuela judía, y en la
velada del viernes podían alabar al Señor porque tras una semana de
trajines provechosos podían disfrutar un sábado pródigo de
bendiciones.
Pero algo no andaba bien. Los ecos del pogrom de Kishinew
despertaban una sorda inquietud aún en las aldeas tranquilas como la
de ellos, y la idea de irse se presentaba cada vez más como una
solución que ya no debía ser desechada. ¿La prosperidad? ¿Qué
importaba al lado de todo lo otro? Estaban dispuestos a cambiarla por

33
algo más preciado.
La disfrutaba Pedro Levinstein, que aún sorteando interdicciones
lograba cultivar considerable extensión de tierra. Y Yudel Abraschkin,
y Saúl Pirotzky, y Abraham Schlapacoff, y tantos otros que más tarde
veremos trasladados a estas tierras.
En su aldea de Boyedárovka, cercana a la estación de Verjne-
Dnieprovsk, Aarón Brodsky vivía las inquietudes que en los centros
intelectuales de Odessa y de Kiev alimentaban la lucha contra el
despotismo en el sur de Rusia. Lector de Tolstoy, imbuido de
idealismo y de afanes de solidaridad social, no era un militante ni un
revolucionario, pero se apasionaba con la ilusión de un liberalismo
que reemplazara sin violencias a la autocracia zarista. Bien pronto
volvió de esta ilusión, y el choque fue tanto más duro porque lo tocó
directamente en alguien que le era muy querido y allegado: su tío
Arcadio Brodsky, que fue candidato por el partido Kadet a la primera
Duma —el parlamento ruso— cuya elección fue anulada por el
general-gobernador, de la provincia, aunque la Duma resolvió
desconocer la anulación e incorporarlo a su seno. Pero no se trataba ya
del diputado judío sino del parlamento mismo, cuya vida iba a ser
efímera. Cuando fue visible la farsa parlamentaria que quería montar
el gobierno del zar, la Duma se constituyó en Finlandia, afirmó sus
fueros y lanzó un llamamiento al pueblo que la historia conoce como
la Proclama de Viborg, por la ciudad finlandesa en que fue emitida.
Fue uno de los episodios que iniciaron la revolución de 1905, que
aunque fracasada logró obligar al gobierno, en medio de la cruel
represión, a algunas concesiones.
Entre estas figuraban, en teoría, las que se referían a la situación
de los judíos, que paradójicamente se agravó porque, como reacción
contra ellas, recrudecieron las amenazas y los pogroms.
Hoy es bien sabido que estos estallidos populares eran
organizados con provocadores por la policía secreta zarista o por
organizaciones que le estaban subordinadas, como la de Los Cien
Negros, y tenían un objeto político definido: desviar de una posible
reacción contra sus opresores el creciente descontento de la población,
especialmente los campesinos, canalizándolo contra los

34
revolucionarios, los obreros, los intelectuales, los judíos; aquellos a
quienes, presentados como enemigos del pueblo, se les achacaba la
causa de todos los males.
De todas estas víctimas propiciatorias de la provocación zarista,
por ser los más indefensos los judíos eran los que llevaban la peor
parte, y en ellos se cebaba el odio de los sectores más reaccionarios,
haciendo su situación insoportable.
Esto completa el cuadro de los motivos de la ola emigratoria que
se inicia en 1904, y de la que son característicos los dos grupos que,
con escasa diferencia vinieron a poblar el campo de Leloir: el de los
primeros fundadores, y el de los que poco más tarde constituyeron el
grupo que, en recuerdo de la aldea a que muchos de ellos pertenecían,
llamaron Boyedárovka.
Este último fue, como decimos, posterior, y marchó sobre los
pasos del que primero envió delegados al Río de la Plata.
Estos delegados no actuaron juntos desde el primer momento.
Eran los señores Moisés Cherny y Pedro Levinstein. Inicialmente fue
delegado con Cherny, Jacobo Meyerson, pero éste, ya en la Argentina,
renunció a esa misión y fue reemplazado por Levinstein. El mandato
de Cherny y Meyerson provenía de una gran asamblea de
representantes de futuros emigrantes realizada en la ciudad del
segundo de ellos, Novo Bug, de donde tomó el grupo el nombre
con que figura en el compromiso firmado con la ICA en París.
Los delegados no vinieron sólo a Leloir, ni siquiera limitaron sus
gestiones a lo que estrictamente dependía de la ICA. Tuvieron
contacto con el gobierno argentino, del que recibieron facilidades
para recorrer distintas regiones, y en efecto visitaron, además de la
zona del futuro emplazamiento de Rivera, colonias y campos de
Entre Ríos y Santa Fe. Pero la propiedad de Leloir les pareció la
más adecuada a los fines que perseguían, y con la única salvedad de
que la construcción del ramal ferroviario era condición sine qua
non, aceptaron un compromiso en principio que luego, ya en
París, convirtieron en contrato definitivo (*). Reproducimos en
esta página el texto de ese contrato, que hemos tomado de su
versión original en francés. Se refiere, como se advierte, no sólo a

35
las condiciones de admisión sino a la forma del viaje y a la
organi zación de la vida en la colonia, y una cosa se destaca
vivamente en él: la absoluta independencia que se reservaban los
futuros colonos, al punto que menciona al representante de la
1CA como a un empleado cuya misión era ayudarlos, "sin
ejercer ningún control, sobre los actos del grupo". La realidad
fue distinta, pero esto ya es historia posterior.
Cherny volvió a Rusia, convocó a sus mandantes a una
gran reunión que se llevó a cabo en Dolinsk, y les dio cuenta de
lo actuado, con lo que la corriente de emigración se puso en
movimiento sin tardanza. Es más; hubo quien no esperó la
conclusión de las gestiones, y se embarcó para el Río de la
Plata aun antes de saber con certeza que contaría con su lote
en la propiedad de Leloir.

*) Este es el texto del convenio firmado por Levinstein y Cherny y aceptado por los futuros
colonos de los que ellos eran delegados. La denominación con que se designa el grupo Novo
Bug, es la misma con que se alude, a él en los papeles de la JCA y en las primeras cartas de
Guesneroff.
CONDICIONES PARA LA ADMISION DE UN GRUPO DE FAMILIAS
ISRAELITAS DE NOVO BUG EN EL DOMINIO
LELOIR EN ARGENTINA
1) Cada una de las familias que debe formar de este grupo, depositará en las cajas de
la JCA antes de su partida para la Argentina, la cantidad de 2.000 rublos para los gastos de su
instalación. Esta suma será puesta a su disposición por la dirección de la JCA en Buenos Aires, a
su pedido y de acuerdo con sus necesidades.
2) Si alguna de esas familias fuera numerosa y requiriera dos lotes de tierra,
depositará la cantidad de 4.000 rublos. Las familias de este grupo que ya se encuentran en la
Argentina deberán hacer el depósito de 2.000 rublos en las cajas de la JCA en Buenos Aires, para
ser admitidas como integrantes del mismo. Antes de efectuar el depósito, dichas familias deberán
ser aceptadas por el grupo o por sus delegados.
3) Los gastos de viaje de Europa a la Argentina correrán por cuenta de las familias
que estarán en libertad de elegir la ruta y la compañía que les convenga.
4) El grupo escogerá de las partes disponibles del dominio Leloir,
el emplazamiento que prefiera y aceptará como valor de la tierra el precio que será fijado
por la JCA.
5) Cada familia recibirá un lote de 150 hectáreas, pero el grupo estará en libertad de
elegir el procedimiento de loteo y de instalación que le plazca, asf como de agruparse en aldeas o
de instalar a cada familia sobre su lote. El loteo y amojonamiento de los lotes estará a cargo de la
dirección de la JCA de Buenos Aires por cuenta del grupo.
6) La JCA hará a cada familia un adelanto de 300 rublos para contribuir a la
construcción de sus viviendas.

36
La primera fecha de arribo a Buenos Aires de un grupo
numeroso de futuros vecinos de Rivera —registrada el 4 de
octubre de 1904— es anterior a la firma de la escritura del
campo, que se realizó, como veremos en el capítulo siguiente, en
noviembre de ese año, tras lo cual aún faltaban los trabajos de
mensura y parcelamiento. Entre esos inmigrantes avanzados y los que
llegaron en la primera época, la de creación de la colonia, figuraban
las familias de Abrashkin, Avrutzky, Axelrod, Beiser, Berjman,
Champanier, Dreyzin, Fainstein, Guralnik, Goldin, Heiber, Jersonsky,
Kaplún, Kniasitzky, Kuris, Kushelevsky, Laskin, Levinstein,
Markmann, Pogarelsky, Ratuschny, Resnicoff, Safronchik, Simkin,
Slobinsky, Stezovsky, Traiber, Vishnivetzky, y Vodovosoff. Dado que
todavía no estaba disponible el campo, unos permanecieron en Buenos
Aires, donde los varones jóvenes buscaron trabajo y lo hallaron, y
otros marcharon a Cnel. Suárez, donde, poseedores de recursos,
compraron carros, caballos y otros elementos con los que comenzaron
a trabajar de inmediato en tareas auxiliares de la intensa actividad a
7) El grupo se encargará por sí mismo de la construcción de las casas, la instalación
de los alambrados, la compra de los animales y los implementos ; en una palabra, de todo lo que
se relaciona con su instalación. La dirección de la JCA en Buenos Aires, a pedido del grupo,
pondrá a su disposición por cierto tiempo un empleado para facilitarle las construcciones, las
compras y las relaciones con la gente del país, pero este empleado no ejercerá ningún control
sobre los actos del grupo.
8) El grupo será absolutamente autónomo, se administrará por sí mismo, proveerá
directamente a todas sus necesidades comunales y a todos los servicios de utilidad pública, sin
intervención de la JCA.
9) Una vez delimitado su lote, cada familia firmará un contrato comprometiéndose a
pagar en veinte anualidades la deuda contraída con la JCA, constituida por el capital e interés al
5 % y que comprenderá el valor del terreno, el adelanto, los gastos de mensura y de subdivisión
de la tierra y los intereses de esta deuda. durante los dos primeros años de la instalación. La
primera anualidad será pagada recién al tercer año.
1 0 ) Los miembros del grupo reembolsarán cada uno a la JCA la contribución territorial
que haya sido pagada por el terreno ocupado por elles.
11) Después de haber pagado doce anualidades, cada una de las familias integrantes
del grupo tendrá la facultad ele anticipar los pagos restantes. En este caso, recibirán
inmediatamente su título de propiedad, comprometiéndose no obstante, por convenido privado, a
vender su tierra solamente a israelitas.
Los miembros del grupo piden además que se les arriende por 12 años. en la vecindad de
sus lotes, una superficie de alrededor de 6.000 hectáreas de tierra como reserva para sus hijos.
Pagarán el arrendamiento y se comprometen a la expiración del término, a comprar la tierra a $
60.— la hectárea, pero no se podrá tomar ninguna resolución a ese respecto antes
de haber recibido los planos definitivos del dominio y de conocer las proposiciones de la
dirección de Buenos Aires a propósito de su utilización.

37
agrícola de esa localidad, no lejana a Rivera. Otros comenzaron a
trabajar directamente en tareas rurales, iniciando lo que fue su primer
aprendizaje, de modo que cuando llegaron a la futura colonia ya se
consideraban casi veteranos. El primer grupo de familias arribó a
Leloir en los primeros días de abril de 1905, lo que puede considerarse
el punto de partida de la colonia, abstracción hecha de la presencia del
representante de la ICA, don Mauricio Guesneroff, que fue en verdad
el primer habitante judío del campo, ya que para vincularse a las tareas
posteriores a la compra se instaló en una habitación de lo que los
vecinos conocieron luego como estancia vieja, comprada más tarde
por el señor Moisés Cherny, quien la cedio a ese efecto. Allí estaba la
chacra de Cherny que contenía, como parte de las instalaciones del
casco de la estancia, el famoso galpón de esquila al que veremos
desempeñar una misión fundamental en el nacimiento de la colonia.
Pero este capítulo no ha de adelantar nada de la vida en el nuevo
mundo. Volvamos a Rusia, donde en momentos que ya los primeros
colonos estaban instalados se gestaba la partida del segundo grupo,
cuyo representante Brodsky había participado asimismo en la reunión
de Dolinsk. A este grupo, cuyo centro era la aldea de Bovedkovka,
pertenecían entre otros, además de la familia de su delegado, las de
Goldemberg, Mirensky, Besedovsky, Duján, Moguilcvsky, Sack,
Schlapacoff - Natan y Abraham - Ofenhenden, Socolsky, Stronguin y
otros.
Hemos tenido a la vista algunos de los papeles relacionados con
la gestión de este grupo, que se disponía a marchar, tras una reunión
general realizada en Dolinsk, en el mes de marzo de 1905. Y en
alguno de esos papeles trasciende algo que, pese a su aparente
insignificancia, define un clima: los futuros colonos resuelven,
consultan, apremian, mandan cables. El comité de San Petersburgo
contesta por carta, resumiendo lo actuado y advirtiéndoles que uno
vale la pena comunicarse telegráficamente, lo que ocasiona gastos
tanto a ustedes como al comité".

38
El pogrom estaba encima, los pobres aldeanos ansiosos
por irse, pero no había que gastar unos rublos en telegramas!
Gestiones más, gestiones menos, unos y otros comienzan
a irse, quién más urgido por las circunstancias, quien más
despacioso. Abraham Schlapacoff, con una parte de sus numerosos
hijos, abandona su pueblo de Alexandrovsk y deja a
su animosa mujer la tarea de liquidar sus negocios y pertenencias, así
como de embarcar lo que pensaban llevarse, entre ello una cantidad de
los famosos carros rusos que tuvieron luego su historia en la colonia.
El que no alcanza a vender deja sus bienes a los familiares que se
quedan: Pirotzky su aserradero —del que alcanza a llevarse las puertas
y ventanas para su futuro hogar argentino—; Levinstein su chacra.
Brodsky viaja con su mujer, pero sus compañeros del
vapor Potara —que la piedad filial recuerda como un nuevo
Mayflower— se marchan solos, anhelosos de que su familia
encuentre ya al llegar algo levantado sobre la tierra desnuda.
La gran aventura va a comenzar. Detrás queda el recuerdo de
los sufrimientos y queda también, mezclado con ellos, una
vaga nostalgia de lo que, a fin de cuentas, había sido su
vida por muchas generaciones. Era una nostalgia en la que el
recuerdo del Dnieper se superponía al de "la dul zura elegíaca
de la vida judía", que en medio de miserias y persecuciones
permitía sobrevivir a los judíos encerrándose en la nostalgia de su
antigua grandeza. Pero el mismo a quien citamos agrega
agudamente que los que intentan reconstruir esa dulzura en los
nuevos países de su residencia fuera de Israel, fracasan porque
no se puede sentir nostalgia de una nostalgia. Bien pronto las
nuevas preocupaciones y las nuevas alegrías iban a borrar el
recuerdo de la vida en la pequeña aldea rusa. Acudamos de
nuevo, para simbolizarlo, a las frases en que concretan su relato
los viejos pobladores. Uno de ellos, Moisés Kushelevsky, invoca
a un alto testigo judío, Sholem Aleijem, y a aquel de sus
personajes que ha quedado como expresión, al par del mísero
comercio del habitante del Shtetl y de sus eternas ilusiones
fracasadas: Menajem Mendel.

39
—Nos poníamos en camino, dice Kushelevsky, y dejábamos
atrás a Menajem Mendel. Si hubiera de elegir de nuevo mi destino, no
sé si vendría a Rivera o no. Pero lo que sé con absoluta certeza es que
Menajem Mendel no sería...
Esta es la definición de lo que dejaron detrás. Ahora
veamos otra definición, la de lo que hallaban en esta Argen tina
que se les brindaba generosa, como contraste con su vida
anterior. Es el recuerdo de un 9 de Julio, celebrado apenas un
año después que la vi da en el pueblo se iniciara; cuando la
escuela organizada por la ICA tenía apenas unos meses de
existencia. Acudían a ella los varones y las chicas ya
grandecitos, cuyas primeras palab ras castellanas se mezclaba al
ruso y al idisch que habían sido hasta entonces su lengua
habitual. Las blusas, pantalones y polleras combinaban los
colores argentinos, y en la triple invocación de la frase del
himno, mal pronunciado todavía pero honda y ferverosamente
sentida, los padres que contemplaban el espectáculo con lá grimas
en los ojos c om pr e ndí an que habían llegado a puerto.
Que podían echar raíces sin temor en la tierra porq ue allí los
retoños iban a crecer sin que malos vientos los desgaja ran.

40
IV

BREVE NOTICIA HISTORICO-GEOGRAFICA

Tras la ojeada al hombre que había de poblarla, se im pone


la descripción del medio físico en que iba a surgir la colonia Barón
Hirsch. La toponimia del lugar recuerda la presencia del indio
que lo había habitado, pero del que para entonces apenas si
quedaban rastros. Conservábase casi igual, eso sí, a como había
sido en la época en que estaba cerca una de las tolderías de
Mariano Rosas, el cacique de los aborígenes que Lucio V.
Mansilla conociera en su ya clásica Excursión a los Indios
Ranqueles cuyos frutos fueron un tratado de paz con los indios y
el libro en que la describiera.
En su trabajo Sobre el origen del pueblo de Rivera, don Arturo
Bab, con estimable aunque un poco ingenuo prurito de historiador,
se remonta no sólo a la primitiva geografía de la zona, sino a la
crónica de las andanzas del ahijado de Juan Manuel de Rosas y su
tribu, sin duda por considerarlos antecesores directos de los
pobladores de Rivera. Y no anda del todo descaminado, porque
salvo el error de ubicación, ello contribuye a valorar mejor la
empresa de esos colonos judíos que acudieron a rescatar el
desierto de su áspera soledad, así como el General Roca lo había
rescatado del indio, apenas un cuarto de siglo antes.
Vamos a seguir a Bab, así sea con reservas, a fin de salvar para
el recuerdo su esfuerzo de cronista pugnaz, que ensambla con su
conocimiento de la historia patria, adquirido en su madurez de
inmigrante y por lo mismo un poco conmovedor. Le interesaban

41
todas las manifestaciones que se refirieran al pasado del lugar, y
una de las sorpresas que nos deparó la bús queda entre sus
papeles fue hallar, desglosado del Almanaque del Ministerio de
Agricultura de 1935 y 1936, el trabajo titulado Toponimia Patagónica
de Etimología Araucana por el mayor del Ejército Juan Perón. Hoy
ese trabajo del actual presidente de la República es bien conocido, a
través de la magnífica edición realizada por el Ministerio de
Educación. Pero Arturo Bab, al guardar el recorte de 1935, esperar
pacientemente el del año próximo e inquirir afanoso la etimología de
las palabras que se referían a la toponimia lugareña, rendía un
homenaje anticipado al hombre que hoy rige los destinos de la Nación,
en uno de los aspectos que el general Perón ha de apreciar más: sus
recuerdos patagónicos, mezcla de inquisición científica y aventura en
las tierras desoladas del sur. Allí encontramos la definición del
nombre de Leubucó, denominación del famoso lugar de un manantial
con la que Arturo Bab designó su chacra, que él llamaba Granja
Leubucó. Significa, según se escriba Leubucó como lo hace Mansilla,
agua que corre (de leuvú: que corre; co, agua) o Leufucó, agua del río,
(de leufú: río; co, agua) En el trabajo de Perón encontramos también
la definición de otro nombre de origen ranquel, que tiene eco hondo
pero un tanto amargo para buen número de colonos: Marí-Mamuel,
que quiere decir diez montes o diez árboles, y era el nombre del
campo que compraron al margen de la ICA cuando ésta se negaba a
arrendarles.

Pero al seguir a Bab no hemos de repetir su error, aunque éste es


bastante comprensible. Arturo Bab situaba la toldería del cacique
Mariano en Leufucó, esto es, en un lugar ubicado en la Colonia Barón
Hirsch, porque creyó que era el mismo sitio a que alude Mansilla en
su "Excursión a los Indios Ranqueles" con el nombre de Leubucó, y
que corresponde a un punto situado en la Pampa Central, cerca de la
actual localidad de Victorica, cuya descripción coincide en un todo
con la topografía de ese lugar y no con la del Leufucó del Partido de
Adolfo Alsina, lugar verde por el que clamaba el cacique Naniniwura
al gobierno nacional, por intermedio de Monseñor Aneiros. Mansilla
describe "una laguna sin interés, a orilla de una ceja de monte, en una

42
quebrada de médanos bajos, paraje tristísimo, yermo y estéril"
aludiendo luego a los caminos que arrancan de allí, grandes
rastrilladas que conducen a todas partes, incluso a la Cordillera. Desde
esa zona, donde estaba su toldería, Mariano Rosas extendía, eso sí, su
influencia hasta la de Leufucó, cuyas tribus eran aliadas suyas, y en la
que una estación, Yutuyaco, llevaba hasta no hace mucho el nombre
de su hermano, Epumer.
La descripción del Leufucó que corresponde a nuestra zona —
aunque también la llama Leubucó— es la que hace Estanislao S.
Zeballos en su bello libro Viaje al País de los Araucanos, fruto de una
valiosa misión en la que Zeballos complementó, con el relevamiento
del terreno, la conquista militar, labor científica indispensable para
que la tierra pudiera servir a fines pacíficos. Pero Bab parece haber
ignorado este libro, (que sí conocía otro colono de Rivera, Don Aarón
Brodsky, quien había señalado su ejemplar con innúmeras marcas y
acotaciones) ya que se habría ahorrado la confusión si hubiera
reparado en el contraste entre el páramo que pinta Mansilla y el oasis a
que alude Zeballos con estas palabras:
"A medida que el viajero se aleja de Carhué hasta Salinas
Grandes, los campos son menos importantes, y empeora la calidad de
los pastos; pero entre ambas estaciones principales de los indios en sus
correrías hay una intermedia, punto de descanso unas veces, de
arribada otras, con agua abundante y grandes extensiones cubiertas de
las gramíneas más sabrosas y nutritivas: es Leubucó. A este oasis me
dirigía..."
La rastrillada hacia la cordillera del relato de Mansilla es lo que
Zeballos describe como Camino de los chilenos, que era la ruta por
donde los indios pasaban las haciendas fruto del saqueo de los
malones. La amenaza de estos malones, que por muchos años
fue una brasa en las manos de los gobernantes de Buenos Aires,
promovió, hasta la expedición decisiva del General Roca,
esfuerzos desmesurados e inútiles como la famosa Zanja de
Alsina, que, el entonces Ministro de Guerra hizo excavar,

43
guarnecida de trecho en trecho por fortines, para proteger la
frontera.
Por somera que sea esta noticia histórico-geográfica, no
puede ignorar la heroica odisea de la columna del Coronel
Nicolás Levalle, que fue el origen de la ciudad de Carhué,
hoy cabeza del partido designado con el nombre del ministro
que le dio la orden de marchar. Adolfo Alsina elaboró el
plan y Levalle, que le había alentado a adoptarlo, marchó hacia
la zona de Carhué, cuyo sonriente verdor se ofrecía como premio
a la dura travesía, y la ocupó el 24 de abril de 1876, tras de
haber establecido también, en los lugares llamados Puán y
Guaminí, campamentos militares que dieron origen a esas
florecientes poblaciones. A orillas del lago Epecuén (Aguas
Sanas) levantó el fortín General Sucre (*); pasó por Cla -

Lauquen (Tres Lagunas) y más al oeste el fortín Leubucó.


Isaac Schatzky, que ha estudiado la zona v los testimonios de
piedra de sus primitivos habitantes, y con cuyos datos hemos
confrontado los de Arturo Bab, confirma que Leufucó, el lugar del
manantial que le daba nombre, como sitio de aguadas lo era
también de concentración de haciendas. Por un tiempo fue un
punto allende la frontera, constituida por la línea Puán - Carhué-
Guamini. Hasta que, organizada por el general Roca la
Expedición al Desierto, el indio fue corrido hasta el Río
Negro, y toda una inmensa zona de 18 mil leguas cuadradas
quedó libre a un tiempo de sus primitivos habitantes y de la
amenaza del malón, que todavía era el obstáculo pala la radicación de
los inmigrantes y la consiguiente dedicación de esa zona bonaerense y
pampeana a la tarea agropecuaria en que radicaba su futuro.

Claro que aún faltaba el ferrocarril, que iba a iniciar la etapa


decisiva. Pero había quienes eran capaces de intuirlo ya enton-

(*) Arturo Bab apreciaba mucho la intención patriótica con que el Dr. Arturo Vatteone
realizó una convencional reconstrucción de este fortín. Pero ello no ha de inducir a tomar como
auténtico el nombre de El Centinela; que Bab acepta y que nada tiene que ver con el que dio al
primitivo fortín su fundador Levalle. Como nada tiene que ver con su verdadera fisonomía el
fortín reconstruido, que según Isaac Schatzky no se ajusta a la verdad histórica.

44
ces, y entre ellos figuraban los miembros de la familia Leloir,
quienes compraron al gobierno nacional sesenta leguas de campo
que abarcaban el oeste del actual partido de Adolfo Alsina en la
Provincia de Buenos Aires y una parte del departamento de
Atreucó en el territorio de la Pampa Central (*). Seguían los
señores Leloir la tradición iniciada por el fundador de la familia
en la Argentina, Don Antonio Francisco Leloir, un caballero
vasco francés que fuera amigo del Director Supremo Juan
Martín de Pueyrredón, y que en época tan temprana como el 30
de marzo de 1821 adquiriera una enorme extensión de tierras
sobre la ensenada de San Antonio en el territorio del Río Negro,
falleciendo en el curso del viaje que emprendió para tomar
posesión de las mismas.
Por años el principal propietario, señor Federico Leloir, no
mantuvo contacto con sus posesiones del lejano sudoeste, y recién
mucho más tarde envió como mayordomo a Don Lucas Torres,
que había sido compañero de colegio de su hijo, para iniciar su
explotación. Este señor Torres —sobre cuyo nombre hemos de
volver porque fue el primer criollo con el que se entendieron los
colonos judíos, que lo recuerdan con cariño y gratitud— encontró
en el campo, según relata Arturo Bab, a un cierto señor
Muencheberg, de origen alemán que criaba miles de animales
vacunos, lanares y caballares sobre unas tierras que no eran suyas.
No hace al caso averiguar si, como afirma Bab, Muencheberg
alegaba o no ser propietario de los campos. Lo que se sabe de cierto
es que Lucas Torres no tuvo conflictos con él, que le permitió
quedarse donde estaba y en efecto permaneció allí hasta su muerte,
y que era tenido por hombre de pro en el Partido de Adolfo Alsina,
del que fue primer intendente municipal.

(*) En los títulos del campo situado en la Provincia de Buenos Aires, el gobierno nacional
aparece vendiéndolo a los señores Alejandro Leloir, Federico R. Leloir, Alejandro Lamarque,
Antonio F. Leloir, Alberto Leloir Antonio Lamarque. En los de la Pampa Central, el comprador
es Alejandro Leloir, que luego lo vende a Federico R. Leloir, a quien también vende su parte del
otro campo Antonio Lamarque. Al producirse la venta a la J.C.A., buena parte de la propiedad
e s t a b a c o n c e n t r a d a e n m a n o s d e D o n F e d e r i c o R. Leloir.

45
Cuando el campo fue ofrecido por primera vez en venta a la
ICA en 1902, la operación no se concretó porque el ferrocarril no
llegaba hasta allí, lo que hacía muy problemática la perspectiva. Pero
el anuncio de que el Ferrocarril Pacífico construiría, en su línea a
Bahía Blanca, un ramal que había de pasar por 1a propiedad de
Leloir, hizo que al ser ofrecido nuevamente el campo, esta vez las
gestiones prosperaran, alentadas por un hecho nuevo, la presencia de
delegados de las familias reunidas en Novo Bug, que habíamos visto
partir hacia el Río de la Plata.
Los señores Moisés Cherny y Pedro Levinstein habían visto la
propiedad, la habían recorrido en compañía de Lucas Torres y de
representantes de la ICA, y su opinión favorable, desde luego
condicionada a la aceptación de sus mandantes, fue un factor
importante para decidir la operación> que no estaba empero
subordinada a aquella, puesto que la ICA estaba decidida de todos
modos a adquirir el campo para su obra colonizadora.
La operación se concertó y el 22 de junio de 1904 se firmó el
boleto de compra, formalizándose el 30 de noviembre de 1904 la
escritura que trasladó al dominio de la ICA las tierras que habían
sido, alternativamente de sus habitantes indígenas, del gobierno de la
Nación y de' la familia Leloir. En el contrato que posteriormente
firmó la ICA con los representantes de los futuros colonos, se
alude al campo como al dominio Leloir, y en Leloir fecha las
primeras cartas a la Jewish su representante en la colonia, que
luego hace alternativamente, en Leufucó o bien, ya bautizado con
ese nombre el primer grupo, en Montefiore.
Concertada la venta, Don Lucas Torres abandona el casco de la
estancia y se instala en lo que a partir de entonces los colonos
conocerán como la estancia nueva, por contraste con la estancia vieja,
nombre mágico que algún colono traía escrito, con fonética hispana y
grafía rusa, para identificar lo que había de ser a su llegada el lugar de
destino.

46
V

EL ALBA DE LA COLONIA

Hacía muchas horas que caminaban a través del campo. Les


habían dicho que era ahí nomás, a unas pocas leguas de Gazcón. Pero
salidos al amanecer, la noche se les venía encima y no advertían señal
alguna de poblado.
De lo que les dijera el criollo entendieron poco, como ocurría
generalmente en la zona en que ahora estaban trabajando, pero lo
único que resultaban claras eran dos palabras: campo-rusos, y que
estaba cerquita. No había nada que los retuviera demasiado donde
estaban, un pueblucho que más tarde iba a llamarse Gazcón. Los
mandaron a hacer pozos desde Coronel Suárez, donde trabajaban. Allá
sí, era distinto. Había muchos judíos, se hablaba en idisch. Uno de
ellos, Bernardo Gorer, tenía familia allí, una hermana casada. El otro,
Isaac Meyerson, era sobrino del que inicialmente tuviera mucho que
ver con el campo que buscaban, como que había sido el primer
delegado de quienes debían habitarlo. Los dos andaban por los veinte
años: no lo pensaron mucho y se largaron. Pero ahora se estaba
haciendo de noche, de su magro almuerzo de galleta y sardinas hacía
muchas horas que no quedaban rastros en sus estómagos jóvenes, y la
perspectiva de pasar la noche al raso en ese campo salvaje no era nada
placentera, sobre todo si al llegar la mañana no sabían qué rumbo
tomar. Pero durmieron bien, y con el alba, las energías en parte

47
repuestas por el sueño y el agua de un arroyo en que bebieron y se
lavaron, reanudaron el camino. A media mañana encontraron un
gaucho, y alentados por la cordialidad que desmentía su fiero aspecto
Bernardo sacó del bolillo un papelito donde había escrito con letras en
idisch y sonido castellano estas palabras que debían servirle de
brújula: camino, estancia vieja, estancia nueva. Con ellas el criollo lo-
gró indicarles el camino, pero la verdad es que no había mucho que
pudiera servirles de guía, y no tardaron en perderse de nuevo. La
segunda noche los sorprendió otra vez en descampado, hambrientos,
exhaustos, desesperados.
Pero hacia la madrugada los despertó el canto del gallo. Tan
errados no andaban, después de todo, y había gente cerca. No era un
poblado sino el rancho del gaucho, uno de los puesteros de Lucas
Torres. Bernardo Gorrer conserva su nombre y lo recuerda con la
misma gratitud con que más de una vez lo mencionó en sus oraciones:
Domingo Cortón.
Don Domingo les dío de comer, y luego intentó, supliendo el
idioma que no entendían, explicarles, con la ayuda de yuyos y palitos,
cómo tenían que -hacer para llegar hasta un alambrado, siguiendo el
cual iban a llegar hasta el portón de la estancia nueva de Lucas Torres.
Pero no bien los vio salir a campo traviesa comprendió que se
perderían de nuevo, los alcanzó a caballo y los acompañó él mismo
hasta el famoso alambrado.
Bordeándolo llegaron hasta un lugar en que un campamento de
carpas les hizo creer que ya estaban allí los colonos judíos. Pero ¿qué
eran esos extraños casquetes rojos que muchos de los hombres
llevaban en la cabeza? Eran boinas, y quienes las vestían, los obreros
vascos que trabajaban con el ingeniero en el amojonamiento del
campo. No eran todavía los colonos judíos, pero sí alguien que ya
tenía que ver con ellos. Después ya les fue fácil dar con Don Lucas
Torres , quien los atendió cordialmente y les informó, haciéndosel o
saber cómo pudo, que esa misma mañana debían llegar un director
y un administrador de la asociación que comprara el campo. Fueron
en jardinera a recibirlos a la llegada de la diligencia de
Carhué. Eran Veneziani y Mauricio Guesneroff, el primero director de

48
la ICA en Buenos Aires y el segundo su representante en la que iba a
ser la colonia. Nuestros jóvenes llegaban, pues, en buen momento. Les
ofrecieron quedarse a trabajar con el ingeniero-agrimensor. Los tres
pesos por la que iban a ser su salario no eran poco para aquella época,
pero no fue eso lo que les indujo a quedarse. Les seducía la idea de
vincularse al nacimiento mismo de la colonia, y aunque no fue un
trabajo muy agradable, les correspondió algo que en la historia de
Rivera tiene el valor de estar vinculado al génesis mismo: limpiar el
galpón de esquila, que iba a ser para los primeros colonos hotel de
inmigrantes; estación intermedia entre el arribo y el techo propio. Fue
más que eso: fue hospital y sinagoga, salón de baile y teatro. Allí
comieron y durmieron, lloraron y cantaron. Se angustiaron con los hi-
jos enfermos, rieron o se emocionaron con espectáculos improvisados,
asistieron al balance diario de los progresos de cada vivienda, de la
roturación y la siembra de los primeros campos. En la noche del
viernes, la poesía de los cirios encendidos y el rumor de las preces
ennoblecían de unción la grosera barraca, que luego se animaba con
los cantos y el júbilo de la fiesta del sábado.
Pero entonces aún seguía siendo un galpón de esquila, repleto de
suciedad e impregnado de olor a antisámico. Bernardo Gorer e Isaac
Meyerson se pusieron a la tarea de adecentarlo que les encargara don
Mauricio Guesneroff, a quien ya casi pisaban los talones los primeros
colonos.
El administrador se había instalado en una habitación de la
antigua casa de Lucas Torres, que hacía al par de alojamiento personal
suyo y oficina de la ICA. Se ha dicho ya que puede considerársele el
primer poblador judío de la colonia, quizá con la salvedad de que
también lo era su cuñado Bernardo Papiermeister, por entonces
ayudante del agrimensor, y a quien veremos luego hacer de empleado
de correos, sumariante en el destacamento policial y finalmente
maestro de castellano, lo que une su nombre a la devoción de los que
recibieron de él las primeras letras.

49
Mauricio Guesneroff era una figura singular, y no está mal que
la referencia a los primeros pobladores comience con una semblanza
de él mismo, que fue el primero de todos. Había nacido en Bulgaria,
recibió su primera instrucción en una escuela de la Alliance, y en
otros establecimientos de la benemérita institución francesa completó
su educación en Palestina, egresando de la famosa escuela agrícola
de Mikveh Israel. Enviado por la ICA a la Argentina, como alumno
ejemplar, junto con Isaac Dayán y otros compañeros llamados
Alchevsky, Ganón y Goldemberg, les dieron para los cinco un campo
de cien hectáreas que debía ser, tratándose de cinco agrónomos
juntos, una especie de chacra experimental. Sea por lo reducido del
campo o por circunstancias fáciles de imaginar, lo cierto es que la
idea, que bien realizada pudo haber sido muy útil a todas las colonias
judías, fracasó. Después de ello Guesneroff actuó en las colonias de
Entre Ríos, y en 1904, consumada la compra del campo de Leloir, la
ICA lo destacó allí para constituirse en el hombre que según el
contrato debía asesorar y ayudar a los colonos en nombre de la
institución pero sin ejercer sobre ellos control alguno. De hecho no
ocurrió así, y la fuerza de las cosas hizo que el representante de la
ICA se convirtiera en un verdadero administrador, conocido corno tal
a partir de entonces y ejerciendo sobre los colonos la jurisdicción
derivada de ser el intermediario entre ellos y la Asociación, cuyas
disposiciones debía hacer cumplir, cuyos cobros era el encargado de
efectuar, y de cuya autoridad implícita o expresa él era el agente
local. Aquí, como en todo, el factor personal fue decisivo. Los
colonos lo querían a Guesneroff, y aunque no es dable afirmar que
fuera el mejor administrador posible, no hay uno solo entre quienes
lo trataron que no hable bien de él. Fue amigo de los colonos,
mantuvo con ellos relaciones afectuosas y cordiales que más de una
vez allanaron acritudes y problemas, y sobre todo amaba a la
colonia, a la que vió nacer y a la que más tarde se incorporó
como colono. En sus cartas a la dirección trasciende ese amor; la
ternura con que asiste a los primeros pasos del pueblo, que uno
ve creciendo a través de sus prolijas descripciones.
Pero esto es posterior, y no hemos de adelantarnos. Ha-

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bíamos dejado a Gorer y Meyerson limpiando el galpón, ya
sin la certeza de completar la tarea antes que comenzaran a
llegar sus eventuales habitantes. Y aún hemos de remontarnos un
poco más atrás.
Dijimos en un capítulo anterior que muchos de los futuros
colonos se pusieron en camino desde Rusia aún antes de estar
concluidas las gestiones, y cuando llegaron a Buenos Aires
halláronse con que no sólo el campo de Leloir no estaba listo
para habitar sino ni aún parcelado y amojonado. Poniendo freno
a su impaciencia, muchas de las familias buscaron casa en
Buenos Aires para allanarse a la forzada espera. A algunos de
los varones jóvenes no les fue difícil encontrar trabajo, entre otras
cosas porque, ignorantes de los salarios y los usos del país, fueron
fácil presa de patrones inescrupulosos que gustosos los
empleaban para pagarles menos. Otros marcharon a Coronel
Suárez, que habían oído mencionar desde el Hotel de
Inmigrantes, apresurando su contacto con el campa en una etapa
previa en que trabaron conocimiento con la pampa, con la tarea
rural, con caballos y con trigo, con carros y con parvas.
No habían ido al azar a Coronel Suárez. Era un medio muy
acogedor para los futuros colonos judíos, donde abundaban las
posibilidades de trabajo bien pagado para quienes, sobrándoles
energías, podían aprovecharlas para adquirir una experiencia agrícola
no poseída hasta entonces, o para aquellos que, poseedores de
recursos, podían emplearlos en hacerlos producir. Un medio típico
de estos últimos fue comprar carros y caballos, que empleados en
trabajos de acarreo de la cosecha aumentaban el patrimonio de los
futuros colonos en lugar de consumirlo en la imprevista dilación.
Había allí bastantes judíos — algunos provenientes de colonias de la
ICA de Entre Ríos y San Fe, y aún de la más próxima, Colonia
Mauricio — y no era difícil entenderse para los que aún no poseían
otro idioma que cl idisch o el ruso.
En Coronel Suárez, pues, trabajando, ganando dinero y
aprendiendo, los futuros colonos esperaban el momento en que, ya

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amojonado el campo de Leloir, les hicieran saber que podían
emprender el camino.
Lo mismo hacían, con más ansias desesperadas de partir, los
que llevaban en la Capital una mezquina vida urbana. Cuando
supieron que no faltaba mucho, por primera vez se plantearon este
problema: ¿dónde iban a habitar hasta que dispusieran de una
vivienda? ¿Había en el campo algún techo, algún reparo, algo que los
preservara de la intemperie? Resolvieron entonces enviar a Leloir
una delegación que no sólo lo inquiriera sino tratase de resolver el
problema. La designación recayó en tres de ellos: el delegado
Levinstein, Vishnivetzky y Slobinsky. Estos viajaron en tren hasta
Carhué, llegaron por la diligencia a Macachín hasta las proximidades
de la estancia vieja, y una vez allí se encontraron con que un viejo
galpón de esquilar ovejas, con paredes de chorizo y techo de chapas,
en desuso desde que Lucas Torres se mudara a la estancia nueva,
podía servir para alojar temporariamente a los que fueran llegando.
Asegurado así el techo para los que en poco tiempo más habían de
venir, los delegados comunicaron la buena nueva y todos se dieron
a los preparativos para la partida.
No eran nada sencillos. Traían mucha impedimenta de Rusia —
desde los famosos carros rusos sin resortes, hasta camas y otros
muebles— y agregaron más en Buenos Aires, incluidos los arados de
una reja con que roturaron la tierra en cuanto lograron identificar sus
respectivos campos.
La caravana que partió rumbo a Carhué llevaba, llenos con sus
cosas, once vagones de carga. Desde la ventanilla del tren, los
viajeros veían deslizarse la llanura pelada y siempre igual, y a la
esperanza que alentaban en sus corazones se mezclaba un poco
de angustia ante el destino incierto, acentuada por el
espectáculo de la pampa sin fin que de entonces en más iba
a ser el panorama de toda su vida.
En Carhué les esperaba todavía otra etapa intermedia, de
penuria y de espera. Tenían demasiado cosas que descargar

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de los vagones, que cargar en carros y que transportar hasta
Leloir.
Los que no pudieron acogerse bajo un techo estaban vi-
viendo en vagones de carga y aún bajo las lonas que cubrían
las pilas de bolsas en torno a la estación de Carhué, protegidos
por una buena alma, el jefe de la estación, que por su cuenta y
riesgo los autorizaba a hacerlo. A su manera, pues, al gunos
pobladores de Rivera vivieron también una odisea que recuerda
un poco —distancias salvadas— la del grupo del Wesser en la
estación Palacios.
El problema era el medio de transporte. Los carros rusos
estaban desarmados, pero aún después de armados había - el
problema de procurarse caballos. No era imposible —aunque
nada fácil y muy costoso— hacerse de algún carro y su tiro en
Carhué. En eso estaban cuando empezaron a arribar las fa -
milias de Coronel Suárez. Cuando el ansiado día de la partida
llegara por fin para los que allá aguardaban, levantaron lo
que sólo había sido para ellos un campamento, cargaron sus
cosas en los carros y se pusieron en marcha hacia Carhué,
donde su llegada significaba, para quienes estaban anclados
allí, además de la emoción del encuentro y el interés de los
relatos de quienes venían de Coronel Suárez sintiéndose ya
verdaderos criollos, la perspectiva de un medio de llegar hasta
Leloir, sino en el primer viaje al menos en un segundo o
tercero.
Detengámonos un momento a pensar en esa caravana de
carros que evoca en el campo argentino, el espectáculo con que el
cinc norteamericano simbolizó la conquista —pacífica aunque no
siempre incruenta— del lejano Oeste de su país. Una semana
tardaron los colonos judíos en llegar desde Coronel Suárez a
Carhué. Venían con sus enseres completos, con sus mujeres sus
chicos; con todo lo que representaba algo para ellos en el mundo,
cargado en su carro. Llevaban su mundo consigo, y eso les daba
ánimos para afrontar la dureza de la travesía. Estaban fogueados ya

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para lo que les faltaba hasta Leloir, aunque no exentos del peligro
que los acechaba en ese campo sin caminos, donde era difícil aun
para baqueanos seguir la huella entre altos pastizales, y afrontando a
cada momento el riesgo de que los animalitos de la pampa les es-
pantaran los caballos. No suena ridículo sino conmovedor escuchar
que los pobres viejos judíos temían a la vizcacha (ese sociable
bichito de la pampa, que con tanto amor describiera Martínez
Estrada) y que no faltó alguna anciana que quería volverse a Rusia
porque había escuchado de alguien que las vizcachas devoraban a los
muertos.
Helos aquí, inmigrantes apenas aclimatados, avanzando a través
de cardales y lagunas secas, médanos y cañadones, rumbo a lo que
había de ser su hogar, que ellos debían comenzar por levantar con
sus propias manos.
Once leguas los separaban del lugar de destino, bastante
incierto para su precaria información.
Así llegaron a lo que hemos descripto como el lugar de la
toldería cuyos sucesores históricos iban a ser. En Leufucó pasaron
junto al manantial y a los restos del Fortín fundado por Levalle y se
detuvieron en lo que Arturo Bab llama Boliche Leufucó, aludiendo a
su mostrador con enrejado, peculiar de las antiguas pulperías que
viejos grabados y relatos describen como típico de la campaña
argentina del siglo pasado. No le falta razón al buen Bab cuando
toma esa fuerte reja como "precaución acertada que da la pauta del
grado de civilización de esos parajes", según subraya irónicamente.
Pero parece ignorar que así eran todas las pulperías de tierra adentro,
y no insiste bastante en que nuestros colonos judíos se encontraron
todavía con esa supervivencia del pasado criollo.
En la pulpería recibieron indicaciones de cómo llegar hasta el
lugar de destino. Para el caso no importa demasiado establecer si ese
primer grupo fue el que llegó hasta la estancia nueva de Lucas Torres
y éste les indicó el galpón de esquila de su antiguo casco como
posible paradero, o si sabedores de que el galpón debía ser la

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estación de llegada, los viajeros se encaminaron directamente en
busca de Guesneroff para que los acomodara allí. Pero es evidente
que no hubo una llegada en masa de todo el grupo como la describe
Bab, y en cambio se ajusta a la realidad el relato contenido en las
cartas del administrador, por lo demás confirmado por su encargo a
Gorer y Meyerson de limpiar el galpón, a fin de acondicionarlo a ese
destino ya previsto de dar albergue temporario a los colonos. Y lo
que es más, por el testimonio de quienes vivieron la aventura y nos la
contaron. Eran tres familias. Llegaron al final de un día de otoño
muy avanzado. Había oscurecido por completo, y Guesneroff nada
pudo proveerles sino un lugar en el galpón donde pasaron la noche
"sin luz, sin poder calentar un poco de agua para darles té a los chi-
cos", según cuenta él mismo en una de sus cartas, en una implícita
protesta que no define bien cuando señala que nadie acompañó a los
viajeros.
Los que quedaban en Carhué veían partir tristemente a los que
ya iniciaban la etapa decisiva de la aventura, y pasó casi un mes
hasta que los últimos de quienes allí penaban emprendieran la
marcha. Entre estos se hallaban Nehemías Beiser con su hija y sus
dos varones, promesa de buenos brazos para labrar la tierra que les
esperaba. Pero al pobre Beiser todavía le faltaba una vía crucis para
trabar relación con la pampa. Iba a caballo detrás de uno de los
carros. Una martineta le espantó la cabalgadura, perdió la huella y
cuando quiso acordarse, con la noche encima y sin poder orientarse
en medio del campo, hallóse con que los del carro no respondían a
sus llamados. Habían seguido avanzando sin notar su ausencia, y
sólo al llegar al galeón, en medio de las efusiones de quienes salieron
a darles la bienvenida, descubrieron que faltaba el padre.
Salieron a buscarlo, con los únicos medios de que disponían:
buenos pulmones para lanzar gritos en el silencio de la noche, y
fogatas para orientarse en medio de la oscuridad. Lo encontraron por
fin, recién a las tres de la mañana, aterido de frío, rezando y creyendo
llegada su última hora.
Para Manuel Beiser, a quien debemos el relato de este episodio,

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el arribo a la colonia estuvo marcado por esa odisea inicial. Fuu el
final feliz de unas horas de angustia que les amargaron la llegada,
pero fue también una lección que supieron aprovechar.
Más tarde, para no' perderse al ir hasta su campo que co-
menzaron a arar enseguida, con el mismo arado de una sola reja
hicieron una huella hasta el linde mismo del lote. En dos meses
araron lo que hoy se hace en dos días: 13 hectáreas. Pero roturaron y
sembraron, aunque fuese un pañuelito de tierra, y así tenían la
sensación de que mientras construían su vivienda, u organizaban su
nueva vida, la tierra va estaba trabajando para ellos.
Pero otra vez nos adelantamos. Volvamos a Carhué, donde los
últimos rezagados hacían aún sus aprestos de partida. Unos en
grandes carros comprados o alquilados, otros en los que, cumplida la
primera travesía, volvieron de Leloir a buscarlos y unos más,
finalmente, en los carros rusos tirados por caballos que José
Resnicoff y Shneir Ratuschny fueron a comprar a Coronel Suárez y
trajeron arreándolos —¡ellos, criollazos de treinta días!—
completaron el traslado a la colonia.
Intercalarnos aquí el relato de una escena tragicómica, que
ahora es fácil celebrar como algo risueño, pero que entonces definía
el doloroso aprendizaje que comenzaba. Los que lograron procurarse
carros y caballos en Carhué no podían abrigar demasiadas
pretensiones. Los caballos eran chúcaros, y la inexperiencia de los
improvisados carreros los excitaba más todavía. En el momento en
que trataban de atar los caballos al carro, y los animales comenzaban
a corcovear, y las mujeres a asustarse y a dar alaridos (un poco por la
escena misma y otro poco por la perspectiva de ser remolcados por
esos animales semisalvajes a través de un país no menos salvaje y
además, para ellos misterioso y desconocido) nuestros inmigrantes
necesitaban de toda su entereza para no sentir flaquear el ánimo.
Uno a uno o en grupos iban llegando a la colonia. Hubo quien
puso siete días en el viaje; los más rápidos no menos de tres.
El galpón de esquila cumplía su función, y en algún momento

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estuvo totalmente repleto. Las familias instaladas allí se habían
acomodado como pudieron, allanando de la mejor manera las
incomodidades y la promiscuidad. Habían traído consigo, como
dijimos, camas y otros muebles que dispusieron tratando de delimitar
lo mejor posible el precario ámbito familiar. Había cómodas y mesas,
y hasta algún ropero que ponía una pretensión incongruente con el
contorno atiborrado y mezquino. En algún caso hacían de ropero un
par de cajones, y de cama adicional unas mantas tiradas en el suelo,
proveyendo lecho a los cansados huesos de los que, tras la indecible
fatiga del viaje, se pusieron de inmediato a la doble tarea de arar y
sembrar su campo —para llegar al cual algunas debían salvar
distancias considerables— y levantar un techo sobre él.
Nadie esperaba comodidades, pero ese sórdido hotel de
Inmigrantes era aún peor que todo lo que podían haber imaginado,
aunque no mucho peor que algunas de las tribulaciones que habían
pasado hasta entonces. Mucho espíritu se necesitaba para
sobrellevarlo, v los habitantes del galpón hicieron gala de él, sobre
todo los jóvenes que eran, quienes lo animaban, aunque por el
esfuerzo que les tocaba cada día podía suponerse que no habían de
quedarles muchas energías al cabo de la dura joi nada. Y sin
embargo eran ellos quienes ponían una nota de alegría con sus
canciones, que a poco eran coreadas por casi todos los ocupantes,
hombres y mujeres, con la sola excepción de algunos,
invariablemente los más viejos, que ponían el grito en el ciclo porque
no los dejaban dormir. Estos cantos y coros, y alguna improvisada
representación teatral (Jazia la huérfana es el primer nombre que
acude al recuerdo, de la época en que todavía estaban viviendo en el
galpón, que no debe confundirse con las que daban después, cuando,
ya desalojados por los colonos, Cherny lo usaba como depósito de
bolsas y aperos de labranza, que debían ser acarreados afuera para
armar el escenario y ubicar los bancos. para los espectadores) eran el
reverso de aquella sordidez, del hacinamiento, de la miserable vida
del galpón.
Quienes la sufrían más eran las mujeres, que en ese ambiente
debían velar por sus hijos, cocinar, organizar un remedo de vida

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familiar. Además de ayudar a sus hombres —porque lo hicieron
también— en las más duras tareas iniciales.
Cocinar. Es fácil decirlo. Traían braseros y carbón, y algunos
habían comprado unos calentadores a querosén. Todo ello les sirvió
unos pocos días, mientras duró el combustible. Pero los braseritos de
hierro de tres patas sin carbón resultaron tan perfectamente inútiles
como los calentadores sin querosén. Y allá fueron las buenas señoras
a procurarse el combustible que el campo pudo proveerles, además
del lugar en que quemarlo, que ya no podía ser, naturalmente, el
interior del galpón. Salieron pues a cocinar a la intemperie. En unas
canaletas cavadas en la tierra, semi-cubiertas de chapas, im-
provisaron unos fogones en que el pampero era a la vez aliado y
enemigo, porque avivaba demasiado el fuego de paja y ramitas y a
veces lo apagaba al volcar con su impulso la olla de la sopa a medio
cocer. Demás está decir que cuando llovía desaparecía toda
perspectiva de comida caliente. Todos los combustibles fueron
ensayados. Un día oyeron decir que los huesos ardían, y se dieron a
juntarlos en medio del campo.
Ignoraban las pobres que los que arden son los huesos frescos, y
acarrearon en vano montones de huesos secos que no les sirvieron
para nada.
Hasta que descubrieron un combustible que si no es ideal ni
huele bien, al menos las sacaba de apuros. Es el mismo que nuestros
gauchos habían usado desde tiempo inmemorial, porque en la pampa
sin alambrados, primero la hacienda cimarrona y luego los animales
de las estancias, lo habían provisto generosamente.
Uno se siente tentado a preguntar ¿y qué cocinaban? Poco
margen quedaba para alardes culinarios. Habían traído los productos
clásicos de las travesías: lentejas, porotos, arroz, fideos, En verduras
frescas ni había qué soñar, y salvo alguna bolsa de papas que salvaba
la situación, la cebolla cumplió sin que nadie le atribuyera esas
virtudes cardinales la noble función de proveedora de vitaminas.
Cuando, con las limitaciones del faenamiento ritual, contaron con
carne, la sopa de fideos o arroz v el magro pucherito llegaron a ser

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los platos clásicos de esa época. Y el resto lo cubrían la galleta
criolla y el mate, que bien pronto adoptaron como si lo hubieran
tomado toda la vida.
También compraban en Carhué té, café y la entonces acreditada
achicoria (atribuyéndole sin duda esas misteriosas virtudes
refrescantes de las que casi un siglo antes ya se burlaba Alejandro
Fumas). Leche no les faltaba, y aún desde el segundo día ya
dispusieron de una vaca que uno de los primeros que llegaron,
Slobinsky, se apresuró a comprar para asegurar el alimento de los
chicos.
Y ahora volvamos a los primeros pasos que se dieron para
organizar la vida individual. A las duras tareas del comienzo.
La más característica de ellas fue la construcción de algo
que ha quedado como símbolo de esa época temprana: las llamadas
zemlíankas (nombre derivado de la palabra rusa zemlia que significa
tierra) especie de cuevas excavadas a pico y pala, un metro o un
metro y veinte en el duro suelo de tosca. Eran casi puro techo con
chapas colocadas a dos aguas a guisa de tal tocando el borde mismo
de la excavación, mientras una breve pared en triangulo, levantada
con adobes de barro y paja completaba los laderos. Uno de ellos
tenía la puerta en el medio, sujeta a un rudimentario marco con tiras
de cuero a guisa de bisagras. En esa especie de ranchos subterráneos,
que construyeron y a los que se trasladaron enseguida urgidos por el
apremio de dejar el galpón, vivieron hasta que cada uno construyó su
vivienda definitiva.
En Rusia, de donde habían tomado el modelo, las zemliankas no
eran para habitar. Quienes las recuerdan de sus viejas aldeas las
describen como una especie de depósito subterráneo de hielo, que se
armaba en el invierno para conservarlo hasta el verano, con una
aislación de paja y tierra que mantenía los bloques durante toda la
estación calurosa, proveyendo una auténtica heladera para disponer
de bebidas frescas y hielo y conservar los alimentos.

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Con todo lo que tenían, como viviendas, de incómodo y
primitivo, estos ranchos subterráneos ofrecían la ventaja de poder
hacerse en pocos días, y los colonos se trasladaban a ellos con sus
familias no bien esta rudimentaria vivienda les permitía abandonar el
galpón. Y se daban de inmediato a levantar la casa definitiva, para
construir la cual debían comenzar por fabricar los adobes crudos con
que casi todos las edificaron. En verdad no permanecían mucho
tiempo en sus groseras viviendas, y hombres y mujeres pasaban la
mayor parte del día a la intemperie, quien dedicado a la tarea de
preparar los adobes —los famosos lampaches que siempre llamaron
los colonos por su nombre ruso, hechos de barro y paja brava—;
quien entregado ya de lleno a la tarea de arar su campo.
Ambas labores estaban complicadas por la inexperiencia, por
las peculiaridades del medio y del campo, por los mil detalles que
sólo iban a aprender con el tiempo a costa propia.
Hubo quien tardó ocho días en encontrar la primera estaca que
indicaba la demarcación de su lote. Hubo quien, para su desgracia,
después de hallar la primera no pudo dar con la segunda, y tras de
arar un buen tirón se encontró con que estaba arando el campo del
vecino. No era raro que los mojones fueran difíciles de ubicar en el
alto pastizal, y el propio Guesncroff se las veía negras, al acompañar
a los colonos a darles posesión de su campo, para establecer la exacta
demarcación, y eso que acudía munido de un plano, que antes de un
mes estaba deteriorado de tanto doblarlo y desdoblarlo, según explica
él mismo a la ICA en carta en que pide le manden uno nuevo. La
historia de esas primeras aradas, de las primeras chapas colocadas a
guisa de techo, de los primeros adobes amasados con tierra y paja de
la pampa, es realmente el génesis de la colonia. El aradito de una reja
se hundía en la tierra virgen, y cuando la semilla depositada
comenzaba a germinar, y la plantita de trigo tierno se elevaba ya
sobre el nivel del terreno, el labrador judío miraba en torno suyo,
contemplaba la tierra que al vestirse de verde comenzaba a responder
a su trabajo y a sus esperanzas, y ello le hacía más leve el retorno a la
cueva que todavía era su vivienda o aún peor, al galpón del que aún

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no había logrado salir. Lo peor no era arar con un arado de una sola
reja. Después de todo les sobraban energías y ansias de trabajar la
tierra que sentían suya. Pasaban cosas peores como perderse en la
niebla con los caballos y el arado, o al atravesar la laguna que había
que franquear para llegar hasta el campo, equivocar la orientación y
salir en dirección opuesta, o perderse en la noche y vagar horas y
horas hasta que los gritos de quienes los buscaban, o un farol
colocado en la punta de un palo sobre el galpón, lograban orientarlo
de nuevo. O algo más malo todavía, y que podía ser trágico: que los
caballos se espantaran, y entonces la alternativa era que siguiesen
corriendo a campo traviesa hasta perder el rumbo, o que el arado se
diera vuelta y el arador fuera arrastrado o quedara debajo.
No inventamos posibilidades, naturalmente. Cada una de estas
cosas ocurrió, y quienes nos las contaron fueron sus mismos
protagonistas, que no tienen a mal revelar esos percances de su
temprana inexperiencia, quizá por lo mismo que antes de mucho eran
fogueados chacareros veteranos, para quienes el campo, y los
animales, y los usos de la pampa, ya no guardaban secretos. No
agregaremos en cada caso el nombre del protagonista. Quienes nos
relataron esas anécdotas son los sobrevivientes de los primeros que
llegaron, aquellos que, salvo aluno que va frisaba en los treinta,
entonces eran muchachos u hombrecitos, y es seguro que cada una
fue contada ya muchas decenas de veces. Sí se la atribuyó a héroes
distintos, ¿para qué precisar un detalle que no agrega ni quita nada a
la historia de la colonia? El episodio del extravío de Nehemías Beiser
es singular, porque marca la llegada, pero no es único. También se
perdió Kniasitzky, y uno de los Ratuschny, y Avrutzky y más de
cuatro que quizá encontraron el rumbo solos y no lo contaron jamás
porque les daba vergüenza confesar que se habían perdido. Como les
hubiera dado vergüenza confesar que les tenían temor a los avestru-
ces, lo que no obstó para que antes de mucho salieran a cazarlos con

(*) Los ciervos no eran naturales de aquí. Puede presumirse que provenían de los que
introdujo de Europa para un coto de caza en General Ataliva, Roca, se expandieron por montes
y llanuras y llegaron esporádicamente a nuestra zona.

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unas boleadoras improvisadas. En ese campo que el hombre había
hollado tan poco desde que sus primitivos habitantes lo abandonaran,
la fauna de la pampa se ofrecía al poblador como un testimonio más
de zona virgen, donde, no sólo había ñandúes sino hasta ciervos
(*) y venados, tentación de caza mayor a la que más de uno
sucumbió, incluso alguno con grave riesgo de su vida al despeñarse
por un barranco el caballo en que perseguía al animal acorralado.
No hace falta precisar si el ciervo de esta anécdota es el mismo
o no que el que figura en otra que veremos enseguida.
Puede presumirse que no, porque la caída del cazador sín duda
libró al perseguido del riesgo que corría, y al otro cieno en cambio,
hemos de verlo carneado v listo para ser saboreado por los colonos.
Lo singular de esta anécdota es que el ciervo fué cazado vivo y
carneado por el shojet del pueblo, ya que, judíos ortodoxos como
eran, los colonos jamás se habrían permitido saborear carne de un
animal que no fuera sacrificado de acuerdo al ritual. Este contraste
entre el animal salvaje y su muerte a manos del matarife ilustra un
poco sobre otros contrastes típicos de la primera época de la colonia,
época de penosa adaptación de usos ancestrales a un ambiente en que
no era ciertamente fácil mantenerlos.
Hay otra anécdota que es su antítesis: el episodio de un capón
ya carneado obsequiado por Lucas Torres, que los colonos
agradecieron como correspondía, pero luego enterraron para que el
generoso donante no supiera que lo habían despreciado porque al no
ser sacrificado por el shojet lo consideraban impuro.
Muchos desencuentros como este jalonan el proceso de
adaptación de los colonos a su nueva vida. En los primeros tiempos
los más ortodoxos querían que no se trabajara en sábado, y en verdad
el descanso sabático y la fiesta consiguiente, con todo su inmenso
significado para los judíos, se mantuvieron por mucho tiempo en
Rivera y dieron su carácter a la vida judía del pueblo.
Claro que las exigencias del medio los obligaron a desistir de
aquellos aspectos de su religiosidad que no eran compatibles con él.

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No es que abjuraran de su fe o de las prácticas en que ella se
expresaba, nada de eso. Seguían siendo buenos judíos, y la presencia
del primer shojet, Abraham Spigelman —que llegó con la primera
tanda de pobladores— y el hecho de que una de las primeras
construcciones levantadas en Boyedárovka fuera la sinagoga,
prueban que lo eran y que deseaban seguirlo siendo.
Durante mucho tiempo, no pocos judíos de este país llamaban a
Rivera la Jerusalén argentina, y más de un poblador abandonó otros
pueblos u otras chacras que materialmente aventajaban a lo que
podía brindarles Rivera, sólo por el aliciente de un medio donde la
vida judía podía mantenerlos más apegados a los usos tradicionales.
Una consecuencia risueña de la ortodoxia de los primeros
pobladores fue que por un tiempo los peones de Lucas Torres comían
carne de animales que habían sido sacrificados de acuerdo al más
estricto ritual judío. El shojet Spigelman carneaba en la estancia de
Torres. Pero como los judíos, según es sabido, sólo aprovechan los
cuartos delanteros, Salomón Drucaroff —que fue el primer carnicero
de la colonia, entre cuyos pobladores distribuía la carne en un
carrito— se llevaba esa parte de la res, y el resto quedaba para el
consumo del personal de la estancia.
Pero hemos vuelto a desviarnos de un orden cronológico en
nuestro intento de seguir los primeros pasos de la colonia.
Imaginemos a nuestros colonos ya instalados en su zemlianka.
No puede decirse que el ámbito hubiera ganado demasiado en el
cambio, pero al menos esa cueva, donde el jefe de la familia sólo
veía ya los rostros de los suyos, se parecía más a un hogar. No es que
les disgustaran los rostros de los demás compañeros de aventura,
muy al contrario. Ya veremos cómo justamente el afecto y la
solidaridad entre los pobladores les ayudó a sobrellevar la dureza de
la vida de los primeros años. Pero el hombre quiere un hogar suyo,
así sea un rancho subterráneo. Y esos hombres ansiosos por arraigar
en la tierra argentina, lo necesitaban más que ninguno.

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La urgencia por trocar la zemlianka por una vivienda levantada
al nivel del suelo ponía más ardor en el trabajo de hacer los adobes
que emprendieron enseguida.
Tomemos a uno de ellos, y veámoslo en la tarea, siempre a
través de su propio relato:
—Los únicos lampaches que yo había hecho en mi vida eran
los que como juego de mi infancia no muy lejana toda vía, me habían
significado una paliza materna por embarrarme hasta los ojos. No
dejaba de ser gracioso que aquí me pusiera a hacerlos en serio, tan en
serio que en ello me iba la perspectiva de hallarme por fin en mi
casa, así fuera entre cuatro paredes de barro y paja. Trabajábamos mi
hermano y yo.
Para hacer adobes, además de un molde se necesita, na-
turalmente, agua. Se dirá que más lógico hubiera sido empezar por
cavar el pozo, tener agua a mano, v con la tierra extraída y el agua ya
disponible, ponerse a la tarea. Otros lo hicieron así pero nosotros no.
Nos urgía levantar la casa, y la laguna que teníamos cerca nos tentó
para aprovechar el agua que allí había de sobra.
¿Cerca? Estaba a mil metros, y bien pronto aprendimos lo que
mil metros representan cuando hay que cargar agua en un barril, éste
en un carro y transportar todo a un kilómetro de distancia una y cien
veces. También la tierra había que acarrearla. La llevábamos a pulso
en una especie de parihuelas improvisadas con palos y bolsas. Recién
después de muchos viajes de estos aprendimos que se podían
arrastrar por el suelo, y hacerlas tirar por los caballos.
¡Ah! Y a propósito de caballos. Cuando ya teníamos el pozo,
también a pulso sacábamos el agua para darles de beber, y sólo más
tarde aprendimos que se podía hacer trabajar a los caballos para sacar
su propia bebida.
Pero en fin: hubo un momento en que los adobes estaban listos,
puestos a secar al sol, y llegó el gran día en que pudimos comenzar a
levantar las paredes. Y otro día inolvidable, colocadas ya las chapas
canaleta que la techaban, las puertas y las ventanas, la casa estuvo

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lista. No creo que fuera linda, aunque ahora la recuerdo preciosa.
¡Pero era una casa! Revocada con barro y pintada con varias manos
de lechada de cal, tenía cierto decoro de hogar, aunque el piso de
tierra y los tirantes de madera que soportaban las chapas del techo le
daban un carácter inconfundible, acentuado por el horno que
convertía en cocina una de las dos habitaciones.
El cielorraso y el piso de madera sólo llegaron para
algunas de esas casas muchos años más tarde, y para no
pocas de ella no llegaron nunca, porque sólo existieron
recién en la casa de material que reemplazó a la vivienda
primitiva.
La esposa del chacarero, verdadera heroína de la colonia,
la hacía habitable con su permanente esfuerzo, sublimado en el
recuerdo de un hijo a quien todavía se le humedecen los ojos
cuando evoca a su madre trepada sobre unos cajones, pasando la
brocha una y otra vez por las pare des descascaradas.
No era solo la casa, ni el campo significaba meramente
ponerse a arar y sembrar. Había que hacer el alambrado, ca var
el pozo, ocuparse de mil detalles, cada uno de los cuales por
pequeño que fuera representaba toda una empresa.
El pozo . . . Para hacerlo, la familia que tenía más de un
varón podía turnarlos. Pero se cuenta la anécdota de un colono,
que estaba cavando solo en busca de agua cuando llegó un
visitante de Buenos Aires —un funcionario de la ICA por más
señas— y al no encontrar a nadie en las inmediaciones lo buscó a
gritos y lo ubicó por fin en el fondo del pozo. No está bien claro
quien lo ayudaba a sacar la tierra y quien lo izaba, va que
obviamente no podía hacerlo por sí mismo. Pero el que relata la
anécdota certifica su veracidad, y agrega con un gesto elocuente :
—1Y era un pequeño judío así de alto! . . .
El que tuvo la suerte de encontrar un estanciero que quería
renovar su alambrado, le compró barato el viejo con pos tes y
todo. Pero otros no fueron tan afortunados. Compraron el

65
alambre pero los postes los hacharon solos, en montes de
algarrobos que no estaban precisamente a un paso, a una jornada
entera de carro.
Con una galleta dura, una cebolla y un jarro de agua por toda
provisión, allá iban con su hacha y volvían con el carro lleno de
postes, muchas veces pernoctando en medio del campo, desechos
de fatiga pero llenos de brío para ponerse enseguida a la tarea
de alambrar un par de potreros. No todo el campo; eso vino
mucho más tarde. Pero al menos la parte sembrada, para protegerla
de los animales, y otra en que mantener a los caballos a buen
recaudo.
Por más que en algún caso esto resultó bastante relativo.
Oigamos lo que le ocurrió a un colono, que es como escuchar a
muchos de los que sufrieron idéntico percance:
—Hicimos un alambradito de un sólo hilo, metimos los caballos
en lo que así creíamos ya bien cercado y . . . ¡ dispararon todos!
Nos los trajeron antes de mucho, pero los gauchos que nos
hacían ese favor pedían cinco pesos por cada uno. Nos entendíamos
por señas pero no había mucho que discutir: pagamos y tuvimos
nuestros caballos de vuelta. El asunto trascendió, y no tardó en
aparecer por allí el comisario de Carhué, que calificó el hecho como
un abuso y nos dió toda clase de seguridades; pero como no era cosa
de andar comprando nuestros propios caballos todos los días,
aprendimos la lección: reforzamos el alambrado.
Historias de caballos perdidos o robados jalonan toda la época.
Los relatos sobre caballos se refieren a tribulaciones pintorescas, casi
amables si se las compara con los amargos problemas que tuvieron
que afrontar en otro sentido. La ocurrencia de identificar a los
animales poniéndoles cintas, que hizo que a algún chacarero le
jugaran la mala pasada de cambiárselas de los mansos a los chúcaros,
y otros episodios no menos risueños o grotescos, señalan un marcado
contraste con algo que en poco tiempo identificó a los colonos con lo
más típico del campo argentino: el amor al caballo y su cuidado; el

66
orgullo de las tropillas; la estampa del jinete que todavía no hablaba
buen castellano pero ya no se diferenciaba, montado en su
cabalgadura, de los centauros criollos.
Rivera tuvo, corno extremo de esta identificación, hasta un
cuatrero judío, Shmilekl gancho, hombre de armas llevar, que en
bravos entreveros había afirmado su guapeza; que más de una vez se
jugó la vida cobrándose la del adversario, y que murió en su ley,
porque llegó el día en que su rival en el cuchillo fue más guapo que
él o simplemente lo madrugó, aunque también se habla de una
emboscada en la que cayó acribillado. Shmilekl gaucho era una
especie de héroe para los chicos de Rivera, que tenían a gran honra
acercarse al lugar donde él mateaba o churrasqueaba y recibir su
saludo.
Y aún lo es para quien recuerda cómo, recién llegado a Rivera
de estibador, terminó con la maligna costumbre de reventar alguna
bolsa para robarle a su dueño el trigo desparramado. Enfrentó a mano
limpia a un matón de a cuchillo, y por lo menos donde él estaba, el
inicuo despojo no volvió a repetirse. Después, quizá su propio coraje
lo llevó a la azarosa vida en que terminó sus días. Pero fue leal con
sus antiguos vecinos. Se sabe de cierto que algún colono, habiéndole
pedido sagazmente al cuatrero le averiguara por donde andaban unas
vaquillonas que le faltaban, u otro a quien le desapareciera un
famoso rosillo, a poco vieron venir a Shmilekl trayéndoles
escrupulosamente los animales, que tras prolija búsqueda había
encontrado por ahí. . .

***

Hemos dicho ya, y nunca se repetirá bastante, que la solidaridad


entre los pobladores les hizo más llevadera la vida que emprendían;
que fue realmente, la que los salvó del desánimo y del fracaso.
Vimos aspectos de esa dura iniciación. Pero eran eso,
iniciación, anormalidad. Lo cruel resultaba la dureza de la
normalidad, de la vida ya encarrilada. Había que proveerse de todo

67
en Carhué, hasta donde el viaje de ida y vuelta insumía una semana
entera y a veces más.
Más tarde contaron con un almacén mucho más próximo, el de
Primitivo García, cerca de donde se creó la estación de Rolón. Pero
como símbolo de esos primeros días anotamos esta frase, que vale
por toda una definición.
—Si se rompía el tubo de una lámpara, había que ir a comprarlo
a Carhué.
No es sólo la implícita sugestión de permanecer a oscuras hasta
que se volviera de Carhué con el tubo nuevo. Quizá no fuera para
tanto, aunque bien podía ocurrir que por toda esa semana tuvieran
que alumbrarse con velas. Es la sensación del aislamiento, de que
para la vida de todos los días, para lo que debía ser resuelto sobre el
terreno, estaban librados a sus solas fuerzas, y entonces se explica
que tendieran a juntarlas, a sumar las energías y la entereza y los
recursos y las alegrías de cada uno para apuntalar las de los demás.
A fin de hacer mas soportable el viaje, se juntaban en grupos
para ir de compras hasta Carhué. Llevaban tropillas para xeponer los
caballos cansados, y amenizaban la travesía inventando deportes en
los que se hicieron duchos, como cazar perdices a látigo. o con red
por ejemplo.
Cuenta uno de los colonos, entre regocijado y nostálgico:
—Todo lo hacíamos juntos, como si hubiésemos sido una sola
familia. Llegábamos al almacén de Carhué v al amable ¿cómo les
va? del dueño —Torroba se llamaba, y la firma Torroba Hnos.—
respondíamos invariablemente con el único monosílabo que
sabíamos para entonces: bien, bien. A lo que replicaba Torroba con
la misma sonriente regularidad:
—Pero ustedes son gente rica! Siempre les va bien.
Su cordialidad no paraba ahí: les daba todo el crédito que
pedían, y ellos respondían.
—A pesar de los años malos, le pagamos hasta el último
centavo.

68
La colonia iba tomando fisonomía. Una tras otra surgían las
casas, agrupándose en lo que primero llamaban por números —
colonia N° 1, N° 2, N° 3— y que cierto día bautizaron con un
nombre de cara resonancia al mundo judío: Sir Moses Montefiore,
cosa que el delegado Pedro Levinstein escribe a Londres el 19 de
noviembre de 1905 a Sir Claude G. Montefiore, comunicándole que
dan a la colonia el nombre de su ilustre abuelo.
La minuciosa cuenta que lleva e1 administrador en sus cartas a
la ICA de la vida de la colonia nos permite seguirla en Su evolución.
Así vemos como relata con cierta ingenua sinceridad, que interroga a
los chacareros italianos y alemanes de las inmediaciones para
aconsejar a los colonos judíos, a .quienes, ansiosos como los ve de
arar y sembrar enseguida desea aleccionar con sus escasos
conocimientos propios del medio, dándoles una explicación sobre
caries y la necesidad de sulfatar la semilla, y luego rinde tributo a los
activos que son. Si se considera, dice, las dificultades del comienzo,
la escasez de potreros, la necesidad de procurar constantemente el
alimento de los animales, y sobre todo la falta de experiencia y lo
mal equipados que están los caballos, rinden el máximo que podía
esperarse de ellos.
Esto de lo mal equipados que estaban los caballos encaja con el
relato de otro, chacarero, que cuenta que se trajeron de Rivera hasta
los arneses de los caballos y los látigos.
—No nos sirvieron para nada, y tuvimos que tirarlos. Pero no
sólo habíamos traído las pecheras, sino hasta el que las hacía, que en
la cronología de los oficios rivereños fue el primer talabartero del
pueblo.
A la fuerza aprendió el pobre talabartero a cambiar su técnica
adaptándola a los usos y necesidades del país. Pero entretanto los
caballos y sus arreos inadecuados dieron a nuestros colonos bastantes
dolores de cabeza. Porque como ya vimos no se trataba sólo de los
aperos sino de los equinos mismos.

69
Hay un sugestivo detalle en una de las cartas posteriores del
administrador que subraya la evolución operada. Mejora la caballada
de los colonos —informa— porque al comienzo compraban
matungos viejos para procurárselos mansos, y ahora han aprendido a
domar los potros jóvenes y adaptarlos poco a poco al trabajo.
A él debemos también un testimonio de quiénes eran las
primeras familias llegadas a la colonia, (*) de las primeras casas
levantadas en los campos —las de Hilel Simkin, Vodovosoff y
Levinstein, (esta última con el aditamento de 60 frutales plantados en
torno, los primeros de la colonia) y finalmente un balance hacia fines
de 1905, que arroja la presencia de 25 familias, con un total de 192
almas. Pero en los meses intermedios habían ocurrido episodios
venturosos y trágicos. Se registró la primera muerte, precio en verdad
leve de algo espantable que se produjo en el galpón y pudo arrasar
con todos los chicos y aún con los mayores: una epidemia. Comenzó
siendo de sarampión, pero en testimonios fidedignos figuran también
casos de escarlatina y de difteria. La criaturita muerta, hijo de uno de
los Ratuschny, fué sepultada primero en Carhué y más tarde en lo
que entonces era la fracción designada para futuro cementerio, pero
entre su muerte y su descanso definitivo medió una cruel odisea entre
Maza y Carhué, para lograr el certificado de defunción.
Esta epidemia revela la presencia en la colonia de quien prestó a
los pobladores la primera asistencia médica: Israel Neistat, conocido
por la denominación en idisch como feldscher, tomada de los viejos
médicos de las aldeas judías de Rusia, que no tenían título sino una
precaria autorización para ejercer, pero sabían a veces más que
muchos médicos oficiales egresados de las universidades rusas.
Neistat combatió como pudo la epidemia, que promovió una

(*) En una carta fechada el 10 de Julio de 1905, registra la


p r e s e n c i a e n l a c o l o n i a d e l a s s i g u i e n t e s fa m i l i a s d e l g ru p o No v o -B u g ;
B e i s e r, He i b e r , L a sk in , L ev in s t ei n , Ra tu s c hny , R e s ni co ff, Sa fro nc hi k ,
S i m k in , S lo bi n sk y, T ra i b e r , V i s c h n i v e t z k y y Vo d o v o s o f f. S e r e f i e r e a
familias. Las posibles omisio n e s d e q u i e n e s y a e s t a b a n a l l í y n o so n
m e n c i o n a d o s s o n l a s d e q u i e n e s hab ían l legado solo s.

70
desbandada en el galpón. Ella se inició hacia el mes de septiembre,
cuando ya muchos de los colonos del primer grupo se habían
trasladado a su zentlianka y otros tenían adelantada la construcción
de su casa. Entre éstos no faltó la mujer de alguno que, temerosa de
que su criaturita de meses se contagiara, se instaló en un rincón de su
casa a medio terminar, sin el techo completo o sin ventanas. Pero lo
cierto es que no hubo más desgracias que lamentar, que la epidemia
pasó y que, sin dejar de hacer honor al feldscher Neistat, que bien
poco podía en verdad con los magros elementos de que dispuso, hay
que creer más bien en la buena estrella de esas familias que así se
salvaron de pagar el tributo de un hijo perdido al nacimiento de la
colonia.
Otro episodio que marca época en esos meses es la celebración
de las fiestas tradicionales judías. Cuando llegó el Rosh Hashaná (el
año nuevo judío) de 1905, improvisaron una sinagoga en el galpón
que uno de los colonos, Kuris, había construido como vivienda
provisional cerca de la casa de la estancia vieja. El aspecto de ese
templo improvisado no realzaba demasiado la solemnidad del oficio,
pero la suplía con creces la unción de los colonos, renovada días más
tarde en Iom Kipur. Nunca un Día del Perdón había sido solemnizado
con tanto fervor como en ese galpón en medio de la pampa. Y
cuando al día siguiente llovió, y la lluvia penetró hondamente en la
tierra, pudieron creer que sus ruegos habían sido escuchados. Casi
todos los que llegaron a tiempo alcanzaron a sembrar, y esa lluvia
significaba la salvación, la promesa de cosecha. Guesneroff, que era
el más alegre de todos, improvisó en su habitación una fiesta en la
que se bailó y se brindó profusamente por la prosperidad implícita en
esa lluvia bienhechora. Y toda la celebración estuvo impregnada de
la alegría de esa promesa.
Pero fue una promesa falaz. La cosecha fracasó, y fracasó por lo
mismo que había ilusionado a sus delegados y a cuantos vieron los
galpones y estibas de Carhué reventando de bolsas de trigo. Después

71
aprendieron que jamás se daba una buena cosecha en el mismo
campo que había brindado frutos generosos el año anterior.
La primera cosecha de la colonia Barón Hirsch fue un completo
fracaso, v este símbolo trágico pareció anticipar lo que iba a ser por
muchos años la vida de Rivera.
Habíamos hablado del feldscher. Hay una carta de los de
legados Cherny y Levinstein, primer testimonio escrito de aquel
fracaso, en que se menciona la pérdida de la cosecha como un
argumento para reforzar un pedido dramático. Solicítase a la JCA
dos mil pesos para instalar a Neistat, al que por carecer de recursos
de resultas del fracaso de la cosecha no pueden cumplirle el convenio
de proveerle alojamiento. El feldscher(*) había sido contratado por
ellos, y hasta que tuvo la casa vivió, como todos los otros, en una
zemlianka ya evacuada por el colono que la abandonara para vivir en
su nueva propiedad.
Neistat no prestaba servicios sólo a los colonos judíos. Su
presencia fue una bendición para todos los pobladores de la zona, y
el testimonio de un antiguo vecino, Don Lucio Recalde, documenta a
un tiempo lo que representó para ellos el doctor judío, y la forma en
que actuaba, preparando él mismo los remedios en su casa después
de asistir a un enfermo.
La anécdota de Recalde es ilustrativa en muchos sentidos.
Cuenta Don Lucio cómo, según la ubicación de su casa, la estación
que le quedaba más próxima era Salliqueló, y que para enviar o
recoger correspondencia había que llegar hasta un Recreo de
Zabaleta situado a cinco leguas de allí. Recalde había cubierto ese
día las 28 leguas de ida y vuelta a Carhué y al regresar al anochecer
se encontró con un enfermo en su casa. Cambió los caballos de andar
por una americana y salió en busca de Neistat, que por entonces vivía

(*) Ha de perdonarsenos esta insistencia en llamarlo por su denominación en kitsch. El


cargo tenla tal dignidad que resulta impropio llamarlo curandero n enfermero. En cuanto a la
expresión flebotomo que usa Arturo Bab y significa sangrador, es totalmente inadecuada.

72
en la Colonia N° 2, lo trajo a su casa y una vez revisado el enfermo
lo llevó de vuelta. Todavía agregó un par de leguas de más porque se
perdió y marchaba en dirección hacia Carhué en lugar de tornar para
Arano que era su camino, hasta que alguien le corrigió el rumbo.
Llegó a su casa a las tres de la mañana, tras una jornada que ya
duraba veinticuatro horas sin interrupción, y en la que había cubierto
según calcula, no menos de 52 leguas.
Pero volvamos a la carta relacionada con el alojamiento del
doctor. Está escrita el 3 de enero de 1906 y registra el eco que
hallaba en la colonia el recrudecimiento de los progroms en Rusia,
que les induce a pedir de 12 a 16 lotes más en Montefiore. Y tiene un
matiz singular que vale la pena registrar: está escrita en correcto
castellano, y aunque firmada por Cherny y Levinstein en su carácter
de delegados, se reconoce en ella la hermosa letra de Guesneroff, el
mismo en cuyas restantes cartas propias, escritas en francés, se
advierte la influencia del medio nuevo, ya que al correcto idioma
aprendido en las escuelas de la Alliance se mezclan las palabras
criollas. Potreros, alambrados, postes, varillas, pueblo, púa, invaden
las cartas del administrador y acusan la mezcla del idioma del país en
su estilo epistolar. Comenzó fechándolas en Leloir, luego en Leufucó
y más tarde en Montefiore. Este capítulo ha de cerrarse con la época
en que sus cartas comiencen a estar datadas en Rivera, esto es,
cuando la vida del pueblo mismo haya comenzado como tal.
La colonia crecía y a medida que más familias abandonaban el
galpón, otras que seguían viniendo las reemplazaban allí. Hacia la
primavera los colonos hicieron viajes a Carhué para traer los
elementos necesarios a la construcción, y mientras crecían las pilas
de adobes puestas a secar en cada lote los carros aportaban chapas y
maderas, puertas y ventanas, vidrios y otros implementos, y a
comienzos de 1906, cuando ya en lo que iba a ser la planta urbana un
par de casas adelantaban el surgimiento futuro del pueblo, dos
docenas de construcciones apuntaban, en las quintas, la presencia de
los colonos en torno a su ejido. Ese fue el sistema adoptado. Además
del campo mismo, situado más lejos, a cada familia le tocó una
quinta de cinco hectáreas, agrupadas una junto a otra al borde del

73
pueblo. El conjunto de cada uno de estos grupos de quintas con sus
casas respectivas fue lo que constituyó las llamadas colonias dentro
de la colonia misma denominada Barón Hirsch. Así se completó el
grupo Montefiore, y así más tarde se creó la colonia que en homenaje
a la aldea de su delegado Aarón Brodsky recibió el nombre de
Boyedárovka, luego llamado grupo Barón Hirsch, así como una más,
cuyo delegado era Iser Merpert, fué bautizada Pietijadka, antes de
recibir oficialmente de la ICA el nombre de Cremieux.
La llegada de los nuevos pobladores completó la fisonomía de
la colonia. Les fue más leve la época inicial, porque la presencia de
otros colonos que ya vivían señalaban una diferencia con el
desamparo en que se hallaban los primeros. Muchos de ellos,
incluso, aprovecharon por un tiempo las zemliankas ya evacuadas
por quienes las habitaran hasta mudarse a su propia casa. En
Boyedárovka se construyó en seguida una sinagoga, y a poco surgió
un almacén.
A falta de otras diversiones, los colonos desarrollaron desde
entonces un afán de sociabilidad que ya no se borró más en la vida
del pueblo. El entretenimiento clásico eran las visitas de colonia a
colonia. Se hacían generalmente en la noche del viernes, a pie,
porque ya había comenzado el shabbath y porque el paseo,
reclutando compañeros y compañeras por el camino, formaba parte
de la diversión, completada mucho más tarde, a altas horas de la
noche, cuando entre todos acompañaban a las chicas a sus
respectivas casas.
La colonia N° 2 era el núcleo de la alegría, y lo peculiar era que
llegaran desde las otras hasta allí. Se bailaba, se cantaba, se armaban
discusiones literarias y se hacían lecturas colectivas que luego daban
pie para otras discusiones. Después agregaron representaciones
teatrales de aficionados, que inician lo que fue una de las tradiciones
más arraigadas de Rivera. Cuando, años más tarde, surge el Club de
la Juventud Israelita, no hacía sino dar forma concreta a algo que ya
existía por acción espontánea de los pobladores. De aquella época
data lo que ya hemos mencionado a guisa de símbolo: la representa-

74
ción en ruso de El oso, de Antón Chejov, decorosamente puesto en
escena por León Esevich y representado por él, la señora Brodsky y
Saúl Stronguin en un escenario de cajones Con telones y cortinados
de arpillera. Después vino el teatro en idisch, entre cuyos propulsores
se destacan dos jóvenes, ambos llegados de Estados Unidos a donde
habían emigrado desde Rusia: un hijo de los Kniasitzky, que vino de
Filadelfia a reunirse con sus padres y fue quien introdujo en la
colonia las obras de Gordin, renovador del teatro judío de aquel
entonces; Israel Schpoliansky, pintor de brocha gorda pero fino
espíritu, que montó muchas de las obras de Gordin cuyas escenas se
cuentan entre los primeros recuerdos teatrales de los rivereños; M.
Beiser y su hermana, y otros.
Pero la presencia de Schpoliansky, trabajador urbano, nos
traslada a una época posterior, en que el pueblo ya existía. Si hemos
de mantener este capítulo en su auténtica condición de prehistoria de
Rivera, es obvio que nos estamos adelantando. Las modestas
representaciones de aficionados de las colonias nacientes que
alternadas con los bailes y las discusiones literarias reflejan la
modalidad de esos rudos chacareros, afanosos de buscar una evasión
espiritual a la fatiga física de su pesada faena, son la faz sonriente de
esa heroica prehistoria; el reverso de las privaciones, de los trabajos,
de la penuria sin atenuantes que durante esos dos años sufrieron
mientras ponían en marcha su nueva vida.
Lo que iba a introducir un cambio esencial en esa vida era el
ferrocarril, y ya comenzó por influirla en su etapa previa, la de la
construcción. No es que mejorara la situación de la colonia de la
noche a la mañana. Pero la llegada de los trabajadores y los técnicos
que construían el ramal, con su aporte y sus necesidades, contribuyó
a la evolución de la colonia y al nacimiento del pueblo.
El almacén cooperativo que mencionan los primeros informes
surgió tanto para vender a los colonos como a los obreros del
ferrocarril. Un horno de ladrillos, cuya instalación en sus terrenos
contrata la ICA con un tal José Bottini para proveer al ferrocarril,

75
establece como condición venderles 200.000 ladrillos a los colonos,
a tres pesos menos el millar de lo que le cobrará a la empresa.
Por aquellos días, ya casi terminado el ramal, una resolución del
Ministerio de Obras Públicas de la Nación oficializó, con un
homenaje colectivo a los congresales de Tucumán, los nombres de
las distintas estaciones (*).
Y un buen día la línea estuvo terminada. Lo que iba a ser la
estación Rivera era apenas un par de casillas y otro de carpas. No
había andén ni estación verdadera, pero el tren iba a llegar hasta allí
y se detendría; iba a conectar por fin a la colonia Barón Hirsch con
los centros poblados de quienes dependía su subsistencia.
Sobre el primer tren que llegó a Rivera difieren, naturalmente,
las versiones y los testimonios. El ramal fue formalmente inaugurado
el 19 de enero de 1907. Quizá cada uno de los que oyeron bufar una
locomotora creyó, aunque fuera en ocasiones distintas, que esa era la
inauguración. La apertura de la línea no significó todavía un servicio
regular, que comenzó a correr recién más tarde. Pero ese
acontecimiento capital, ocurrido en los albores de 1907, iba a
transformar a Barón Hirsch, de una colonia perdida en el confín
pampeano, en un pueblo al que la cinta de acero trenzada con
quebracho unía por fin con otros pueblos de la vasta planicie.

(*) La resolución del Ministerio, fechada el 6 de Octubre de 1906, que hace mérito de lo
informado por la Dirección General de Ferrocarriles sobre les nombres a dar a las estaciones
del ramal de Nueva Roma a Catriló, bautiza las estaciones que se enumeran, con mención de su
kilómetro respectivo, en este orden : Chasicó, Pelicurá, López Lecube, M. Boedo, A. Sáenz,
Bordenave, J. Darragueira, Canónigo Gorriti, A. Gazcón, D. Huergo, Rivera, Malabia, Thames,
Maza, L. Garro, Ivanowsky, Catriló, Pacifico. A Rivera le corresponde en esa enumeración el
kilómetro 173. En cuanto a la estación contigua, que en la resolución se designa Malabia,
prevaleció para ella el nombre de Arano.

76
CRECE UN PUEBLO

Henos aquí, pues, en el pueblo de Rivera, ya bautizado con este


nombre que la mayoría de los colonos ignoraba a quien perteneciera.
Es típico de la colonización judía en la Argentina que el nombre
de la colonia y el del pueblo a que pertenece no sean el mismo.
Colonia Clara es Dominguez, Lucienville es Basavilbaso, Narcisse
Leven es Bernasconi, Barón Hirsch es Rivera. Los nombres que
pusieron por su cuenta los colonos, esos sí, se sobrepusieron a todo:
Moisesville es Moisesville y Colonia Lapin es el nombre que arraigó
en lo que la ICA llama oficialmente, aun hasta el día de hoy,
Philipson N° 3.
Pero nuestro pueblo es Rivera, y aunque la devoción por el
recuerdo del Barón Hirsch está presente en nombres de instituciones
y en otros testimonios, no existe la más ligera duda sobre el
patronímico del pueblo. Rivera es Rivera, y los hijos del pueblo se
llaman rivereños.
Corresponde, pues, comenzar por rendir al patrono del pueblo el
mínimo homenaje de divulgar su actuación en episodios destacados
de la historia patria, dos de ellos tan trascendentes corno la Asamblea
del Año XIII y el Congreso de Tucumán.
Pedro Ignacio de Rivera, cuyo nombre lleva la localidad, nació
en la ciudad de Mizque, Alto Perú, en 1753. Se graduó de doctor en
leyes en la Universidad de Charcas, ejerciendo su profesión en su
ciudad natal, donde fue asimismo coronel de milicias. Tuvo activa
participación en la Revolución de Chuquisaca en 1809 y en 1813 fue
diputado por Mizque a la Asamblea General Constituyente, de la que
más tarde fue vicepresidente y en cuyos memorables trabajos tuvo

77
una participación de primer plano. Nuevamente fue electo diputado
por su ciudad al Congreso de Tucumán en 1816 y en tal carácter
aparece suscribiendo el Acta de Declaración de la Independencia
Argentina. Elegido por unanimidad vicepresidente del Congreso, le
tocó presidirlo en ocasión del primer aniversario del 9 de Julio, y en
esa oportunidad contestó las palabras del Director Supremo Juan
Martín de Pueyrredón con un discurso que ha quedado como
testimonio de su inspiración y patriotismo. Participó en los debates
en que fue sancionada la Constitución de 1819, formó parte del
Congreso hasta su disolución, y apartado de los cargos públicos
siguió residiendo en Buenos Aires, donde falleció el 17 de febrero de
1833, 20 años después que el ilustre cuerpo que integró proclamara
que la Nación Argentina no reconoce diferencias de sangre o de
nacimiento, piedra liminar que permitió construir este país con el
aporte de inmigrantes de todas las razas y todos los pueblos de la
tierra.
***
Rivera es una muestra de lo que daba y recibía el país de estos
inmigrantes, ofreciéndoles un clima de libertad corno no habían
conocido hasta entonces y una tierra virgen y desierta para que la
poblaran y la hicieran producir.
Hay una definición que en el juicio de un extranjero que ya
amaba a esta tierra, convierte a Rivera en símbolo de la nación
entera. Don Carlos T. Davis, el ingeniero inglés a cargo del ramal
ferroviario, le decía a alguien que iba a ser una de las figuras más
conspicuas del pueblo, su cuñado Ernesto Bolton:
—Mirá mi hijito, si querés saber los que es tu país, andate para
allá.
La casa del ingeniero construida para Davis fue uno de los
primeros edificios que pueden considerarse un aporte a la estética
edilicia de Rivera. Las que surgieron antes en el pueblo no eran tan
lindas ni tan cómodas. Fueron levantadas bajo el apremio de la
necesidad, porque aquellos servicios inherentes a una vida urbana y

78
la presencia de los hombres llamados a desempeñarlos requerían al
menos cuatro paredes y un techo para cumplir la función y para vivir.
Así surgieron, el correo, la escuelita, el local de la ICA, la casa
de Neistat, el primer almacén (de Schlapacoff y Besedovsky,
trasladado desde Boyedárovka) la casa de Bernardo Faure, el primer
hotel, el destacamento policial, el correo. Primero hubo una estafeta
en lo de Faure que atendía José Yussem (figura popular del pueblo,
hombre bueno y jovial, que trabajó por la cultura rivereña como
secretario del Centro Juventud y más tarde murió por un trágico azar
en el terremoto de San Juan) y cuando hubo una verdadera oficina de
Correos edificada en el solar que se le destinó desde el primer
momento, la jefa fue una viuda de Bustos, a quien años más tarde
sucedió Arturo Devita.
El primer delegado municipal, representante de la autoridad
radicada en Carhué, cabeza de partido, fue Moisés Dreyzin, que
ejerció el cargo desde 1907 a 1908. Le sucedió en él Fernando Tusio,
desempeñándolo desde 1908 hasta 1910, en que fue designado
Plácido Gamas, en cuyos 4 años de gestión municipal se produce la
evolución de lo que comenzó siendo un puñado de casas, a un
pueblito con fisonomía definida. En 1914, triunfante la Unión Cívica
Radical en la elección municipal de Carhué, asumió la delegación en
Rivera Don Luis Silvera, que estuvo a su frente por largos años.
Silvera era el propietario del primer hotel que tuvo la localidad,
más tarde llamado San Martín, que compró a la primitiva firma,
Colombo y Blanco, así como José María Méndez compró el almacén
de Etchegoyen, instalado en una de las primeras casas que tuvo el
pueblo. En esta pequeña historia que no es sólo esfuerzo individual,
la mención de almaceneros y comerciantes no está fuera de lugar.
Queremos acentuar, lo colectivo pero no ha de omitirse la acción de
los hombres que al frente de esos pequeños negocios iniciaron una
tarea que tenía tanto de pionerismo como la de los mismos
chacareros, habida cuenta del medio y las dificultades con que
tropezaron y de los que fueron muchas veces víctimas propicias.
Hombres como Primitivo García, Bernardo Faure, Elías Guberman,

79
José María Méndez y otros, son un buen ejemplo de esta
contribución a la vida y el progreso del pueblo que se hacía con duro
trabajo o con recursos pecuniarios. Cuando quien los poseía como en
el caso de Don Bernardo Faure, los puso al servicio de los colonos,
abriéndoles crédito y otorgándoles facilidades, estaba supliendo las
instituciones de bien común que llegaron más tarde, y lo hacía a
costa de su patrimonio que años malos y deudas impagas
consumieron. Cuando se evoca a Don Elías Guberman yendo hasta
Carhué, en el mismo carro en que había llegado desde Coronel
Suarez, para aprovisionar su almacén, no puede menos que pensarse
que ese viaje estaba ahorrando a los colonos decenas de aquellas
travesías que debían hacer para abastecerse de lo indispensable.
Hemos nombrado a Primitivo García e intercalaremos una
anécdota suya que documenta su figura, pero que tiene un valor aún
mayor: es el punto de partida de lo que ya en Rivera tiene categoría
de refrán, lo que nos permite hacer folklore a la manera de las
pacientes y agudas inquisiciones de Augusto Raúl Cortázar.
Don Primitivo le había prestado su sulky a un colono, que por
descuido o inhabilidad ató tan mal el caballo que bola vara que era
todo lo éste escapó a campo traviesa remolcando más tarde apareció
el animal el vehículo. Una semana en el almacén, arrastrando una
que quedaba del carromato, destrozado quien sabe dónde. Y la única
reacción del bueno de García fue decir: —"Suficiente para no
prestarle más el sulky".
Hoy esa, frase tiene estado público en Rivera. Pero nosotros,
por azar, hemos dado con su remoto origen.
De aquella temprana época —1908— es la creación de la
Biblioteca, primera institución de cultura que tuvo Rivera, ejerciendo
también una noble función de ayuda a los trabajadores. Su presidente
era Isaac Marchevsky, que más tarde, colonizado en Guinzburg,
fundó también allí una biblioteca y otras entidades, promoviendo
toda la labor cultural realizada en esa colonia. Por esa misma fecha
se levantaron también la casa para la farmacia de Adolfo Sas, el local

80
de la delegación municipal, la fonda de Felipe Sanz, la herrería de
Karabelnicoff, la casa construida para el médico, la comisaría. Esta
era un simple destacamento policial, atendido por un sargento,
inspeccionado de tanto en tanto por el comisario Blazetti, que venía
de Carhué, y a quien ayudaba como sumariante Bernardo
Papiermeister.
En estas primeras construcciones, para las que proveía ladrillos
el horno de Stéfano, tuvo activa participación un hombre que
contándose entre los primeros colonos, fue asimismo uno de los que
más hicieron por el surgimiento de la vida urbana: Hilel Simkin,
improvisado constructor, que por encargo de la ICA o de terceros
levantó no pocas de las casas de esa primera época.
En el mismo año —1908— el ferrocarril construyó la estación
de Rivera, que en su momento pudo considerarse el mejor edificio
del pueblo, y que aún hoy, casi medio siglo más tarde, conserva parte
de su antigua prestancia. El primer jefe de estación fue un señor
Cesaretti, que contó con la colaboración de dos jóvenes del pueblo:
Lucio Cherny como telegrafista y León Dimentstein (que tuvo su
chacra sólo más tarde) como boletero.
Habíamos hablado de la casa del Ingeniero Davis. Fue
construida poco más tarde, y en ella se instaló el caballero inglés, que
ya no se movió del pueblo hasta 1919. Ernesto Bolton había seguido
su consejo y se fue para allá. Llegó en 1908 como su ayudante, se
quedó, se casó allí, allí vio nacer a sus hijos. Amó al pueblo, del que
fue alcalde y concejal, desde ambos cargos trabajó por él y —en la
medida de sus posibilidades— por el bienestar de sus habitantes, de
quienes fue consejero y amigo, y a quienes supo apreciar desde el
primer instante. Le impresionaba el fervor con que celebraban la
fiesta patria, y encarecía ante cuantos ejercían autoridad el
imperativo de hacer que en efecto se sintieran en su propio país, que
pudieran amarlo como suyo.

81
No era el único que lo advertía. Un emotivo episodio, relatado
por alguien de Rivera que, entonces adolescente, cursaba el
bachillerato en Bahía Blanca, lo documenta.
El Dr. Francisco Cantón, profesor de Historia en el Colegio
Nacional de esa ciudad, llega un día a dictar su cátedra y dice a sus
alumnos: —Hoy no les voy a hablar del pasado sino del presente, de
algo que acabo de presenciar. Les voy a contar cómo los gringos de
Rivera celebran el 25 de Mayo.
Y describe la escena del salón de la Juventud Israelita —el
galpón glorioso, donde transcurrió media historia de Rivera—, todo
decorado con banderas y colgaduras celeste y blanco, con los colores
nacionales en los trajes de los colegiales, en las escarapelas de los
mayores y en el corazón de todos los circunstantes.
Ese fue un 25 de Mayo posterior. Pero antes hubo uno que hizo
época en la colonia, como la hizo en el país entero: el de 1910. En
esa celebración se juntaron dos cosas, ambas recién adquiridas por
los colonos: el fervor argentino y el gusto por las cosas de esta tierra,
que ya compartían con los criollos.
Hubo de todo en estos festejos del Centenario: actos patrióticos,
representaciones teatrales, desfiles de jinetes, fuegos artificiales,
carreras de sortija y toda la gama de juegos de destreza de la fiesta
criolla.
Fue un 25 de Mayo inolvidable a cuyo aspecto escolar aún hay
que agregar un matiz definitorio: la escuela no era del Gobierno, ni
los actos fueron organizados en cumplimiento de instrucciones
oficiales. La escuela había sido construida y organizada por la 1CA
con personal suministrado por la Alliance lsraelite Universelle, y su
participación en la conmemoración del centenario, como en todas las
fiestas patrias hasta que pasó al Consejo Nacional de Educación, fue
el fruto de una adhesión espontánea, inherente al espíritu mismo con
que se impartía la instrucción en castellano, tendiente a darles al par
a los alumnos el conocimiento del idioma y de la realidad física y
espiritual de su nueva patria.

82
¡Y cómo se llenaban de orgullo los padres de esos alumnos
cuando veían a sus hijos hablar castellano y describir la historia y la
geografía de este país! Hay una escena clásica en Rivera, la de los
vecinos presenciando el examen de fin de año, transmitida en
anécdotas que no hace al caso repetir, pero que describen una prueba
final que lo era no sólo para los alumnos y el maestro, obligados por
igual a exhibir el fruto del esfuerzo de todo el año, sino para los
padres mismos, que ya no querían ser menos criollos que sus hijos.
Las primeras gestiones para la instalación de una escuela datan
del comienzo mismo de la colonia, en 1906, cuando aún faltaban
llegar muchos de sus pobladores. Y ha de registrarse aún un
significativo antecedente escolar anterior, que tiene lugar en Buenos
Aires. Un grupo de jóvenes, impresionados por la llegada de esos
judíos destinados a la colonia Barón Hírsch, acudían al Hotel de
Inmigrantes, convenciéndolos para que concurrieran a una sociedad
Talmud Torah de la calle Talcahuano, donde les impartían nociones
de castellano y otras someras enseñanzas. Entre esos jóvenes,
convertidos por acción espontánea en los primeros que enseñaron a
los pobladores de Rivera, figuraban Alejandro Zabotinsky, Delfín
Rabinovich, Alberto Gerchunoff y Nicolás Rapoport.
El primer maestro de castellano que tuvo Rivera fue Jacques
Abravanel, formado en la mejor tradición de esos educadores
sefardíes de quienes echó mano la Alliance para proveer maestros de
castellano a las escuelas de la ICA en las colonias judías de la
Argentina.
Abravanel llegó a la Argentina a comienzos de 1908 fue
destacado primero en Entre Ríos, y a mediados de ese año llegó a
Rivera, debiendo esperar aún, para organizar su clase, a que el
modesto edificio estuviera terminado. Distribuyó a los alumnos
según su edad y preparación, por que no se trataba sólo del idioma
sino de conocimientos generales, y los mayorcitos los habían
adquirido ya en las escuelas de Rusia. Debió aprender idisch para
entenderse con ellos, pero no lo necesitó por mucho tiempo. Todos
querían aprender, y aún ello le creó un problema que hubo de

83
resolver con una ficción. La norma era aceptar sólo alumnos en edad
escolar, de 6 a 14 años. Pero en los bancos de su clase se sentaban
muchachones y señoritas de hasta 19 años, para quienes el tiempo se
había detenido, a los efectos oficiales, un lustro antes. Tanto el
maestro como alguno de sus antiguos alumnos recuerdan todavía las
cartillas famosas con que se enseñó a toda una generación, que
Abravanel utilizó con provecho, y en las que una serie de fotos o
grabados de los presidentes argentinos se detenía por entonces en el
doctor Figueroa Alcorta.
Simultáneamente asistían los alumnos a la clase de idisch y
hebreo, cuyo primer maestro en Rivera fue José Ferdman que
encabeza una serie de esforzados maestros judíos, a quienes los que
entonces eran niños en la colonia Barón Hirsch debían los
conocimientos adquiridos de la lengua de sus mayores y de los
elementos de historia, tradición y religión judía contenidos en el
programa clásico del jeder.
Ferdman, como su sucesor Marcos Dubrovsky, como Jagui, que
enseñó primero en Boyedárovka, como otros heroicos maestros
judíos de Rivera y sus colonias entre quienes hemos de mencionar,
arriesgando omisiones, a Salomón Merlinsky, Lázaro Hirschoren,
Manuel Beiser, P. Katz, Aarón Daijovsky, cumplieron bien su tarea,
y el que de sus enseñanzas quedara un saldo que algunos conservan
hasta ahora, o no quedara nada, no dependía ciertamente de ellos
sino del alumno y del medio. La escuela judía de Rivera, con su local
escolar humilde pero propio, era infinitamente mejor de lo que pudo
haber sido el mísero jeder en alguna de las aldeas de donde
procedían los alumnos. Pero en torno a aquel jeder había una
estrecha vida judía que por años ayudaba a fijar los conocimientos
hebreos adquiridos. Y en Rivera en cambio, como en otras colonias
judías de la Argentina, el medio exterior tendía a captar a los colonos
y no a encerrarlos en un clima propio e impermeable.
No corresponde a este libro, y menos a este capítulo
retrospectivo, encarar el problema de la educación judía en la
Argentina, que otros plantearon con inquietud y profundidad. Lo que

84
importa establecer aquí es que los colonos de Rivera quisieron dar a
sus hijos, junto con la instrucción argentina, una educación hebraica
que los conectara con la tradición y el espíritu del pueblo judío. Y no
escatimaron esfuerzos, y aun sacrificios en alguna época, para
lograrlo.
Y ahora volvamos a nuestra escuela. Hemos de hallarla en un
momento particularmente importante para ella, cuando llega una
pareja que tuvo actuación singular en la educación de los niños de
Rivera: Don José Souessia y su esposa. Él era director de la escuela y
ella maestra. Souessia dictaba clase además de ejercer la dirección, y
bajo su autoridad se inauguró el edificio de la escuela nueva que
funcionaba con cuatro grados, a cuyo frente estuvo hasta que la ICA
la transfirió al Consejo Nacional de Educación.
Cuando llegaron los Souessia, la administración envió a
Abravanel a fundar otra escuela en Bernasconí y luego a Rolón y
después a Philipson. En Rolón un episodio marcó época y sentó un
principio: clausurada la escuela porque había surgido otra nacional, y
se sostenía que quitaba alumnos al establecimiento oficial, Abravanel
dirigióse por carta al presidente del Consejo Nacional de Educación,
exponiendo argumentos sobre la obra que así se truncaba. Fueron
echados, y la escuela reabierta.
Por aquella época, a mitad de camino entre Huergo, en una
escuelita todavía más humilde que la primitiva de Rivera,
Papirmeister enseñaba en castellano y en idisch lo hacía Dubrovsky,
este último más tarde trasladado Rivera a Rivera, donde actuó por
largos años, querido y respetado por todos, figura popular en el
pueblo donde a más de sus deberes como maestro exhibía sus
habilidades musicales, tocando la flauta en un conjunto donde otros
aficionados, Pogarelsky y Marcos Barcán lo hacían en el violín y un
tercero en el bombo, amenizando cuanta oportunidad festiva o
reunión —casamientos inclusive— rompían la monotonía de la vida
diaria. Sobre todo los casamientos, que hacían época en el pueblo.

85
Bajo la dirección de Souessia la escuela de Rivera crecía en
persona, en alumnos y en prestigio. En cierto momento fue
designado inspector de las demás escuelas de la ICA en toda la zona,
y aunque mantuvo su cargo en Rivera su autoridad se extendía a las
cuatro que había por entonces. Quienes fueron sus alumnos aun lo
recuerdan, con su figura inconfundible, sus bigotes enhiestos, su
castellano de sefardí, su cultura francesa de egresado de las escuelas
de la Alliance. Rivera le debe mucho a él como a su esposa, y aún se
recuerda con pena lo que significó verlo reducido de la dignidad de
director a la condición de maestro de grado, cuando el traspaso de la
escuela de la ICA al gobierno le indujo a permanecer allí, aún bajo
otra dirección, para no interrumpir la labor.
La nueva directora fue a su vez una figura que hizo historia en
el pueblo. Elisa de Repossi —la señora Repossi para llamarla como
la conocieron todos— fue una abnegada educadora que por largos
años tuvo la responsabilidad de la enseñanza impartida a
generaciones sucesivas de niños en la escuela del. Estado que
reemplazó, en el mismo edificio construido por la 1CA, a la que
Souessia inaugurara años antes.
Junto a los nombres de los esposos Souessia, la gratitud de sus
antiguos alumnos recuerda a quienes enseñaron con ellos, sistemática
o circunstancialmente, en la escuela no oficial. Los nombres de
Salvador Danón, Gregorio Schnir, José Liberman (este llegó a ser un
sabio que hace honor a la ciencia argentina, pero entonces era tan
joven que dejó la escuela para cumplir sus deberes como argentino
en el servicio militar) corresponden a aquella época. Junto a la señora
Repossi, quienes tienen recuerdos más frescos evocan a la señora
Chaves, a Herminia Farías, a la señorita Mazuca, a Cristóbal
Martino, a Eutimia Quiroga.
Al viajero que recorriendo las calles del pueblo se detiene ante
la escuela de hoy, ha de llamarle la atención esta placa, colocada el 6
de noviembre de 1942 por los ex alumnos:
A la escuela N° 146 en su 25 aniversario, 1942.

86
A la escuela, no a tal o cual figura, implícitas todas en la
devoción de los que pasaron por sus aulas, jugaron en sus patios,
oyeron el tañido de su campana. A la escuela, con todo lo que ella
representa siempre para la emoción de un ex alumno, y en Rivera
quizá todavía un poco más.
Pero nos hemos adelantado demasiado en el tiempo. Volvamos
atrás en nuestra evocación, para el caso al punto de donde ella
arrancó: a la escuelita del camino a Huergo, a donde concurrían los
chicos de las chacras situadas hacia ese lado de la colonia.
Entre los recuerdos de Papiermeister figura uno —el ciclón de
1911— que si no fue trágico en lo que a él atañe, lo fue en cambio
para toda la colonia, donde produjo muertes (se recuerdan cuatro
víctimas de una misma familia, Landesman) y destrozos incontables.
A Papiermeister el ciclón le llevó la escuela entera, paredes y techo
incluidos. Hasta que se la reconstruyeron se trasladó a Rivera y dictó
su clase allí por tres meses. Quien más quien menos, cada poblador
de la colonia sufrió en carne propia los efectos del vendaval, entre
los que se cuentan —aparte de carros arrastrados no, kilómetros o
pesados cajones llenos de cosas proyectados a c cientos de metros—
galpones y casas derribados. De esas casas levantadas con tanto
trabajo y tanto amor, muchas cayeron otras quedaron tan malamente
dañadas que igual hubo que construirlas de nuevo.
El ciclón, que se desencadenó el 4 de febrero de 1911,
sobrevino tras una cosecha perdida, y la ruina se cernía sobre la
colonia tras el Año Negro, en que había soportado once meses sin
lluvia.
El que era entonces director general de la ICA, Ing. Veneziani,
se trasladó a Rivera y organizó la ayuda, que aún suscita elogios de
quienes recuerdan el episodio. Pero esa ayuda que vino a salvar la
situación fue, según la afirmación de otros colonos —o aun de los
mismos que no recatan el elogio a Veneziani— el origen de la ruina
de la Cooperativa Agrícola Barón Hirsch que surgió poco después, y
a quien la administración cargó más tarde la deuda proveniente de

87
aquella ayuda, aunque había sido prestada directamente a los colonos
y no por su intermedio.
Pero esto nos aparta del tema, que por ahora sigue siendo el de
los primeros pasos del pueblo en su faz urbana. Siguiendo los
informes del representante local de la ICA observamos el
crecimiento acelerado de la población: 186 familias con 892 almas
en 1908; 251 familias con 1320 almas en 1909. En 1910 el
optimismo del administrador subraya que Rivera, a tres años de su
fundación, ya es una verdadera localidad, con representantes de todas
las casas cerealistas y negocios importantes, así como cuenta con
buenos artesanos que cubren las necesidades de la población:
herreros, zapateros, sastres, hojalateros, carpinteros...
Habla de "bellas construcciones de estilo moderno"; Pero esta
descripción, sugerida sin duda por uno o dos edificios, no
correspondía a la totalidad del cuadro. Menos agradable pero más
realista es la referencia contenida en el informe oficial de la oficina
de Buenos Aires enviado a París un año más tarde. "Rivera tiene feo
aspecto, dice. Unas cuarenta casas, de aspecto primitivo, con calles
sin árboles: el conjunto no tiene nada de alegre". Admite que tras la
decisión de la ICA de vender los lotes, sólo se vendieron quince en
tres años, y sugiere que mayores facilidades de pago puedan
fomentar la compra, comparando con Rolón, donde los solares se
venden baratos y el pueblo crece.
También crecían las colonias, y hubo un momento en que lo
que había de ser por años la fisonomía de Barón Hirsch había
alcanzado su madurez. Por aquella época se trasladaron a ella
núcleos de colonos que habían estado originalmente en Médanos y
en Villa Alba, con uno de los cuales se formó el grupo Philipson,
mientras otro da origen al grupo Leven.
Hay un detalle que nos urge mencionar, quizá seducidos por su
vaga analogía con un antecedente glorioso de Eretz Israel: la colonia
Barón Hirsch tuvo un improvisado cuerpo de guardias, especie de
Hashomer casero que la preservó de merodeadores y ladrones.

88
Los colonos cumplían turnos en ellas, y más de una vez los
saqueadores de gallineros, cuatreros menores y otros aprovechados
aprendieron en carne propia que los chacareros judíos estaban
dispuestos a defender lo suyo. Los rusos pegan fuerte, fue una frase
que hizo su camino, y quienes lo supieron a su costa no volvieron por
otra.
Esto tiene un sentido más profundo que la simple defensa de la
propiedad. Los colonos de Barón Hirsch, los hombres de Rivera,
disfrutaban como ninguno el clima de libertad de este país, y quizá
como reacción ante el recuerdo de Rusia, estaban siempre dispuestos
a preservarlo, en lo que a ellos se refería, al menor amago de avance
o de provocación. Eran guapos, con esa guapeza tranquila del que no
provoca pero no está dispuesto a dejarse atropellar. Fuertes como
toros, eran conscientes de su fortaleza física, y además estaban
dispuestos a usarla. Decenas de anécdotas de entreveros lo
atestiguan, incluso el recuerdo de un chico parando a un matón de
cuchillo con el revólver sacado del cajón mostrador de su padre.

***

No es fácil mantener la cronología y aún la ilación de un relato


basado en recuerdos o testimonios dispersos, tan lejanos y tan
deshilvanados.
En el forzoso encasillamiento de actividades que hemos de
hacer para registrar la vida posterior de Rivera a través de sus
instituciones, ella estará contenida, en lo que es actividad económica,
o cultural, o mutual, o deportiva, o en lo que es expresión de la vida
judía, en los capítulos respectivos.
Pero muchos aspectos de esa vida resisten el encasilla-miento
por temas; exceden un intento de clasificación. Es fácil ubicar como
actividad cultural algo tan característico de Rivera —y tan
hermoso— como los mítines públicos en homenaje a grandes figuras

89
literarias, o las visitas de intelectuales, que veremos a su debido
tiempo. O la existencia de los sucesivos periódicos —que los tuvo
Rivera— imbuidos de idéntico afán de informar y de esclarecer los
problemas de la colonia.
¿Pero cómo clasificar la actividad teatral de la primera época,
sea la que animaron los propios rivereños en conjuntos aficionados,
sea la presencia en Rivera de conjuntos profesionales, algunos tan
destacados como el del eminente Moscovich?
Cuando el Club de la Juventud Israelita poseyó su pío salón, allí
fueron a representar los conjuntos, Y eso forma parte de la historia
del Centro Cultural, que hemos de ver más tarde. Pero recuerdos tan
gratos y tan típicos de aquella primera época como las
representaciones teatrales en el galpón de Cherny, en la herrería de
Karabelnicoff —20 días emplearon los obreros en limpiar y despejar
el taller y en levantar el escenario y naturalmente, no trabajaron en la
herrería en todos ellos— o en el galpón del ferrocarril, no pueden
caber sino aquí. Corresponden al alba del pueblo y acaso por eso
tienen, en la evocación, la frescura de todo comienzo. Habíamos
mencionado a Gordin y a quienes introdujeron su teatro en la
colonia. El llena toda esa primera época, en que obras como Dios, el
hombre y el Diablo o Di Sjite (La Matanza), Der Meturef (El Loco),
alternan con La Bruja, una opereta en idisch, y La Sonata a Kreutzer.
Nombres mágicos como los de Paulina y Albertina Sifzer, que
entonces y por mucho tiempo, para los chicos de Rivera que los oían
mencionar en sus hogares, eran el sinónimo mismo de teatro, o
compañías como la de Ehrlichman, que representó El Rey Lear en
una versión judaizada y en idisch de Gordin, dejaron huella en el
pueblo por mucho tiempo, sin contar con que las canciones de Purim
que el adaptador introdujo en la obra de Shakespeare se cantaron en
Rivera durante un año entero.
***
La transición de la colonia de los primeros días a un momento
en que la localidad ya tiene estado, se ha operado insensiblemente y

90
en determinado momento nos hallamos en un pueblo que atiende a
sus necesidades, que ya es un pequeño emporio de actividad no sólo
rural, aunque naturalmente todos los trabajos y problemas giran en
torno a los que suscita, en las quintas y en las chacras que rodean a
ese rústico ámbito urbano, el afán de extraerle a la tierra la espiga
que más de una vez ella se negaba tercamente a dar.

91
VII

HISTORIA DE UN HONROSO FRACASO

Bien puede atribuirse significación de símbolo al hecho de que


la primera institución cooperativa que tuvo Rivera, la que marcó
época en la historia de la colonia, haya concluido en el fracaso.
La Cooperativa Agrícola Barón Hirsch Ltda. se fundió, para
decirlo en la cruda expresión con que se alude a su fin, por lo mismo
que hizo la desgracia de la colonia durante tantos años: una
combinación de factores naturales adversos con la inexperiencia que
los agravaba. Y cuando la experiencia llegó por fin, a dura costa;
cuando ya los dirigentes de la Cooperativa sabían cómo hacer, no
tenían con qué hacerlo.
Fracasos reiterados habían consumido los recursos, y una
pesada deuda gravitaba sobre la vida de la institución trabando sus
movimientos y paralizando su desempeño.
Desde el ángulo estrictamente cooperativo fracasó porque
ignoró que la esencia del cooperativismo bien entendido es una sana
economía societaria, basada en la defensa del interés común, aún
contra el interés circunstancial de cada asociado.
Si errores individuales incidieron aún sobre este esquema, es
cosa que no cambia el cuadro general: la Cooperativa Agrícola Barón
Hirsch daba y no recibía, o recibía en menor proporción a sus
egresos. Si años buenos pudieron haber compensada esta política de
equivocada generosidad, ella no podía soportar, a la inversa, los años
malos. Y como la historia de los primeros tiempos de Rivera es casi

92
sin excepción, historia de años malos, una sucesión de ellos terminó
por hundirla.
Hemos usado ya para definirla una palabra que expresa
exactamente lo que ocurrió: la Cooperativa hizo de paragolpes frente
al infortunio reiterado de la colonia, y sucumbió a esa misión.
Recuérdese el antecedente mencionado de la ayuda prestada por
la ICA a los damnificados del ciclón. Se cargó esa deuda a la
Cooperativa, que mal pudo cobrarla cuando no lograba cobrar deudas
más recientes de su propio ejercicio económico.
¿De qué vale recordar que en algún caso pudo haber lenidad en
el pago, por parte de los deudores, si en general la colonia entera
estaba permanentemente abocada a la ruina, sea por el fracaso total
de las cosechas o por rendimientos que apenas compensaban los
gastos y el sacrificio?
A la historia de la Cooperativa pertenece justamente uno de los
más agudos análisis de este problema, contenido en un memorial
presentado por ella a la ICA, casi en vísperas de la ruina, en un
intento inútil por lograr ayuda para conjurarla.
Pero nos estamos adelantando demasiado, y aún no hemos
aludido siquiera al nacimiento formal de la Cooperativa, ni a las
esperanzas que suscitó, ni a ninguno de los hechos positivos que a
pesar de todo jalonan su existencia y señalan lo que ella tuvo de
auspicioso en el panorama de la colonización judía en la Argentina.
La Sociedad Cooperativa Agrícola Ltda. Barón Hirsch, fue
fundada formalmente en agosto de 1910, aunque ese fue
estrictamente el punto de partida, ya que en época tan temprana
como agosto de 1907 el administrador de la ICA describí la reunión
promovida para fundar una cooperativa y una posterior asamblea de
fundación el 10 de noviembre del mismo año, con detalles tan
precisos como la emisión de mil acciones de diez pesos cada una, de
las que 600 acciones aparecían vendidas en esa reunión.

93
Pero estaba expresando una mera esperanza. La verdadera
Cooperativa surgió recién tres años más tarde, en agosto de 1910,
con un capital inicial de 6.000 pesos, de los que se habían suscripto
4.000 cuando en una asamblea posterior, el 31 de noviembre de
1910, resuelven aumentarlo a 60.000 por la creación de 600 acciones
de cien pesos. Los estatutos eran los mismos del Fondo Comunal,
cuyos esclarecidos dirigentes, el Dr. Noé Yarcho y el ingeniero
Miguel Sajaroff, tuvieron influencia decisiva en la creación de la
Cooperativa.
En una gira, organizada por Sajaroff al llegar a la presidencia de
la Cooperativa de Colonia Clara, él, Yarcho y otros dirigentes,
Pustilnik y Horwitz, sentaron las bases de lo que fue la
Confederación Agrícola Argentino-Israelita, más tarde Fraternidad
Agraria, entidad madre de las cooperativas agrícolas en todas las
colonias de la ICA. Su presencia en Rivera galvanizó el propósito
latente, y tras una visita a Dominguez de quienes iban a ser el primer
presidente y el primer secretario de la Cooperativa Barón Hirsch,
esta surgió casi simultáneamente con la Confederación. Los dos
mencionados, señores Moisés Cherny y Arturo Bab, junto con Don
Aarón Brodsky, participaron en representación de Rivera en la
Asamblea de constitución realizada en Buenos Aires de la que surgió
la primera comisión, en la que el secretario de la cooperativa de.
Rivera lo era también de la entidad central, y que se trazó este plan
de labor tan ambicioso como definitorio de sus nobles propósitos. (*)

*) De "El Colono Cooperador" tornamos la transcripción del proyecto de constitución


de la Confederación Agrícola Argentino-Israelita, aprobado en aquella reunión. Dice así:
Los doce delegados reunidos en Buenos Aires en representación de las sociedades:
Fondo Comunal de Colonia Clara (M. Sajaroff, Dr. N. Yarcho, Dr. Klein, S. Pustilnik, I.
Kaplan y D. Chertcoff), Sociedad Agrícola Israelita de Lucienville (B. Tolcachier, M. Kosoy y
S. Horvitz) y Sociedad Cooperativa Agrícola Limitada Barón Hirsch en Rivera. (M. Cherny, A.
Bab y A. Brodsky) han elaborado en sus sesiones el proyecto sobre la constitución de la
Confederación Agrícola Argentino-Israelita que a continuación se detalla.
I. Su objeto es realizar la defensa de los intereses materiales, profesionales y sociales y
obtener una concordancia en los actos y cohesión en la lucha entre las asociaciones
confederadas. II. Relacionarse por su intermedio con las agrupaciones agrícolas del país y del
extranjero y asimismo en sus instituciones. III Representación legal ante los poderes públicos.
IV. Representación legal de los intereses de las asociaciones confederadas ante la ICA.

94
Así, Pues, Rivera no sólo crea su propia cooperativa sino que lo
hace uniendo su esfuerzo al de las entidades judías hermanas de las
otras colonias, y en el curso de los años que duró su existencia
participó en esa labor común, aportó iniciativas, intervino en
congresos, inscribió su nombre honrosamente, en fin, en la historia
del cooperativismo agrario judío argentino. Hemos mencionado ya a
Cherny y Bab, los que prime-ro ocuparon la presidencia y la
secretaría de la cooperativa, el último asistido por Zví Schneider y
León Dimentstein, respectivamente, en los trabajos en idisch y en
castellano. El primer gerente fue Moisés Minujin. El primer
contador, Aaron Pirotzky, reemplazado luego por Julio Milstein y
Wolf Plotkin, éstos últimos figuras vinculadas a actividades cultura-

V. Prolijo estudio y organización de informaciones sobre los mercados para colocación


remuneradora de los productos agrícolas. VI. Abaratamiento de los medios de producción y
artículos de consumo. VII. Resolución de los problemas de trascendencia, como a) Fundación
de un Banco Agrario y organización del sistema de crédito a largos plazos. b) Organización de
la producción y consumo a base cooperativa en el amplio sentido de la palabra. c) Colonización
del excedente de población agrícola de las colonias respectivas y fomento del espíritu de
arraigamiento al cultivo de la tierra entre los inmigrantes israelitas. d) Organización de
Servicios Sanitarios de las colonias respectivas. e) Coadyuvar moral y materialmente al
desenvolvimiento amplio de las escuelas de las colonias respectivas. f) Fundación de un órgano
oficial para dar publicidad y someter a la discusión amplia y libre de las ideas concernientes al
desarrollo de la Confederación Agrícola Argentino-Israelita y demás intereses materiales y
morales de las asociaciones confederadas. g) Organización del sistema de seguros mutuos
contra incendios de parvas, granizo, mortandad de animales, etc, etc. h) Fomentar el
establecimiento de chacras experimentales en las colonias respectivas y difusión de las
nociones agrícolas de las mismas. VIII. Establecimiento de un tribunal arbitral entre las
asociaciones confederadas. IX. La Confederación Agrícola Argentino-Israelita siempre
aceptará las adhesiones de otras sociedades agrícolas israelitas con el consentimiento de la de
los ya confederados. X. La Confederación Agrícola Argentino-Israelita buscará de conseguir la
personería jurídica nacional. XI. La Confederación Agrícola Argentino-Israelita establecerá su
asiento legal en la Capital Federal de la República Argentina.
En cuanto a los recursos, dirección, administración y proyecto de estatutos se ha
resuelto encargar dichos trabajos a los doce delegados arriba mencionados, quienes los
presentarán en breve para someterlos a discusión pública en asamblea general en una de las
colonias. Hasta la presentación de dichos proyectos han sido electos como Presidente
Honorario: Dr. N. YARCHO, Vice-Presidente del Fondo Comunal de la Colonia Clara;
Presidente Activo: M. SAJAROFF, Presidente del Fondo Comunal de la Colonia Clara; Vice-
Presidente: S. HORVITZ (Lucienville); Secretario: ARTURO BAB, (Colonia Rivera),
Secretario de la Cooperativa Barón Hirsch); y como vocales los señores : Dr. KleinPustilnlk, I.
Kaplan, M. Kossoy, D. Chertkoff, M. Cherny, A. Brodsky. y B.. Tolcachier.

95
les del pueblo, de cuya principal institución, el Centro Juventud
Israelita, fueron presidente y secretario, respectivamente.
En períodos sucesivos ocuparon la presidencia los señores
Yudel Abraschkin, Abraham Schlapacoff, Aarón Brodsky, Miguel
Fainstein, Alejandro Javkin y Jacobo Katoshinsky, y la secretaría el
mismo Bab, que la ejerció cinco años, y León Dimentstein, que con
la sola excepción de Natán Jadzinsky y algún otro, la desempeñó en
los años restantes. Como secretario de la Comisión de arbitrajes
actuaba Osher Bessedovsky. (*)
A propósito de arbitrajes: Moisés Ratuschny (joven intelectual a
quien veremos más de una vez en distintas actividades, grata
promesa de un valor literario truncado por su temprana muerte)
publicó (**) un risueño relato del primer arbitraje realizado por la
Cooperativa, en el caso de un potrillo marcado por un colono v
disputado por otro, que halló eco igualmente risueño en el pueblo
entero. El relato de Ratuschny no se limitaba a recuerdos
pintorescos; describía también aspectos más profundos de su acción,
entre ellos una decidida intervención de la Cooperativa al convocar a
una asamblea de la colonia en pleno, que logró impedir el desalojo
de un colono, Schteimberg, en cuyo campo, por hallarse enfermo, el
hijo había instalado a otros que atendieran la labor. Las palabras que
Aarón Brodsky pronunció en esa asamblea, y el curso de los sucesos
posteriores, definen con bastante claridad lo que representaba la
Cooperativa para la Colonia como instrumento de defensa colectiva.
También representaba, naturalmente, un instrumento
económico. Mercaderías vendidas a los colonos a precios bajos;

(*) He aquí la nómina completa de quienes integraron además el consejo en los distintos
periodos: Besedovsky, Stronguin, Bronfman, Leisersohn, Vodovosoff, Kapustiansky,
Shamsanovsky, Gorer, Ratuschny, Dayán, Guralnik, Merpert, Melamed, Kuschelevsky,
Stezovsky, German, Gavinoser, Esevich, Reisman, Kniasitzky, Bulstein; Kantzevoy; Lifschitz,
Sutz, Schufer, Jalef, Schteinberg, Neuman, Slimovich, Simkin, Reschinsky, Stracovsky,
Kotler, Schampailer, Drucaroff, Slobinsky, Vischnivetsky, Dreyzin, Kremer, Kasakevich,
Umansky, Schulman, Rosch, Marchevsky y otros.
(**) "El Colono Cooperador", 15/2/1931.

96
ventajas en su trato con los compradores de la Cosecha; los
beneficios clásicos de una Cooperativa, en fin, eran brindados por la
Barón Hirsch a sus asociados. Testimonios escritos y orales
documentan que, hasta que cosechas perdidas y deudas no cobradas
minaron su economía, cumplió bien su función, aún a despecho de
situaciones —derivadas de la in-experiencia en el manejo
administrativo— como las que indujeron alguna vez a sus dirigentes
a pedir la colaboración del gerente del Fondo Comunal de
Domínguez. Lo era, como en tantos años de su ejecutoria, Don Isaac
Kaplan, y el informe en que Kaplan rinde cuenta a Sajaroff de la
misión cumplida destaca los beneficios que la Cooperativa Barón
Hirsch presta a sus asociados, tanto en la venta del trigo como en la
provisión de máquinas y mercaderías de consumo a sus socios, a
precios muy inferiores a los del comercio.
Hay otro testimonio enaltecedor para la Cooperativa, el de un
alto funcionario del gobierno, un doctor Avellaneda que visitó la
zona a fines de 1910 recogiendo datos con vistas a la ayuda oficial
por el fracaso total de la cosecha (*). Señala el doctor Avellaneda el
contraste entre lo que le aportaron en los demás pueblos de la zona,
que fue poco y en todos igual, y su excelente impresión de Rivera
"debido a que allí funciona, dice, una cooperativa agrícola con 282
socios, una de las poquísimas instituciones de su género establecidas
en el país, y que quizá dará en el futuro el tipo de colonización más
apropiado en la República".
Agrega que los colonos, con dignidad dentro de la grave
situación afirman que esperan salvar parte de la cosecha, que no
quieren limosnas, que habían sufrido pérdidas pero no como para
llevarlos a la liquidación, y que confiaban en el futuro.
Y destaca el contraste entre esa actitud de los rivereños y la de
otros chacareros "que esperan, aun los que poseen recursos, que el
gobierno les resuelva todos los problemas”.
(*) "La Nación'', 8/12/1910.

97
He aquí que a un hombre del gobierno le impresionaba nuestra
cooperativa al punto de ponerla de ejemplo para el resto del país.
No le faltaba razón al rendirle ese homenaje, y si él lo hacía
entonces, bien podemos hacerlo nosotros, puesto que al honrar a la
primera cooperativa de Rivera se honra también a sus fundadores,
que eran los fundadores de la colonia.
El éxito o el fracaso no ha de ser el patrón para conceder o
retacear ese homenaje: cuenta la intención y cuenta también la
abnegación que tuvieron en llevarla a la práctica. La intención era
nobilísima, y de la forma abnegada en que muchos de los dirigentes
de la Cooperativa descuidaban la atención de sus propios intereses
para atender los del común hay sobrados testimonios, aun el de
Moisés Ratuschny, que tenía frente a ellos una posición de crítica.
En lo que todos coinciden es en dos cosas: en el amor que los
rivereños tenían a su cooperativa (y con él los inútiles esfuerzos que
hicieron para salvarla y el dolor de no haberlo logrado) y en que la
causa esencial del fracaso fue la horrible situación que atravesaba la
colonia tras varias cosechas perdidas; los precios no compensatorios
y sobre todo la acumulación de deudas y saldos deficitarios
provenientes de lo que era un problema de fondo y de todos los arios:
el enfoque equivocado de toda la explotación agrícola de Rivera,
basada en la monocultura, organizada sin adecuarla a las condiciones
climáticas y del suelo, y privada de recursos alternativos por las
condiciones especiales de organización de la colonia.
Habíamos aludido a un documento en que ésto último está
encarado con inteligencia y sinceridad, puesto que admite la parte de
responsabilidad de los colonos, pero analiza con toda claridad los
distintos aspectos del problema. No resistimos a la tentación de
glosarlo extensamente, porque su argumentación, que es al par
autocrítica y alegato, resume, con una visión de los problemas que
afrontó la colonia, la situación que ellos le crearan.
Decíamos que la quiebra de la Cooperativa tiene valor de
símbolo y ello trasciende mejor aún del memorial en que sus líderes

98
trataban desesperadamente de evitar la ruina de la colonia. Fue
presentado a la dirección de la ICA el 15 de septiembre de 1919, para
fundamentar la demanda de un crédito con que cada colono debía
emprender la parte que le tocaba de un plan de completa
reorganización de la labor.
Comenzaba reconociendo francamente que "todo el sistema
agrícola empleado hasta entonces era deficiente, ya que el cultivo
principal de las chacras había sido el trigo, que término medio había
dado casi siempre resultado muy desfavorable por distintas razones:
1) suelo muy liviano que no aguanta varias araduras seguidas, ya que
existe el peligro de formación de médanos, de lo que hay varios
ejemplos en la colonia; 2) extensión de malezas que terminaban por
cubrir el campo, como abrojos, cardos, etc., cuya limpieza, dice,
requiere trabajos, gastos y conocimientos agrícolas, siquiera sean
elementales, de los que carecíamos por completo, pues si es cierto
que los inspectores agrícolas de la ICA señores Oettinger y Weill
empezaron a guiarnos en ese sentido (y los resultados benéficos de
esa enseñanza se demuestran en que la colonia se ha cubierto de
plantaciones, silos, etc.) demasiado poco tiempo han permanecido
entre nosotros estos agrónomos para que su trabajo diera resultados
muy positivos; 3) el clima muy caprichoso, con sus heladas tardías,
que de la noche a la mañana pueden reducir a nada el fruto del
trabajo de todo el año, sumiendo al chacarero en la miseria;
ventarrones y temporales desconocidos en otras partes, que en
tiempo de cosecha impiden trabajar y mientras tanto vacían las
espigas de sus mejores granos, aquellos que precisamente por ser
más pesados están más expuestos a desgranarse; sequías un año y
lluvias inoportunas durante la cosecha en otros, que a veces no
permiten trillar el cereal va cosechado, malogrando no solo nimio
obtenido sino también los gastos invertidos en cosecharlo".
Tras estos inconvenientes naturales, enumera factores
económicos que agravan aún la situación, y aquí es donde el
memorial alcanza vibración de alegato. "Bien conocida es por todos,
dice, la especulación desenfrenada y vergonzosa que se ha

99
desarrollado alrededor de la agricultura en los años de la guerra y
especialmente en éste último.
"Los precios de la maquinaría agrícola y de sus piezas de
repuesto subían constantemente, y por fin las casas introductoras de
esas máquinas han hecho una bonita operación. Todos los precios se
cotizan en vez de moneda papel en oro, que en conjunto, con los
aumentos anteriores representan un encarecimiento de 150 por
ciento. Las bolsas y el hilo han subido en 700 por ciento. El precio de
los productos de primera necesidad ha llegado a un nivel tan elevado,
que muchos de esos artículos indispensables para el alimento, el
vestido o el trabajo se consideran hoy día como cosas de lujo. Pero
no se imaginen que en relación con ése encarecimiento general,
subieron también los productos agrícolas. Todo lo contrario:
precisamente los artículos de nuestra producción han sufrido una
depreciación tal, como nunca hemos visto antes de la guerra. Todas
las fuerzas de explotación del trabajo ajeno se han unido entre sí, y
por medio de toda clase de combinaciones y maquinaciones
maliciosas, obligaron al colono a venderles el fruto de su trabajo,
obtenido durante un año lleno de sacrificios y de privaciones, por
unos precios tan míseros, que el importe total no alcanzaba a cubrir
ni los gastos más indispensables de la recolección del grano. Había
casos en que los colonos aparte del cereal entregado al comprador,
tenían que aportar todavía dinero en efectivo, para cubrir el importe
de las bolsas empleadas para envasarlo. Había colonos que
maldecían su suerte por haber obtenido un buen rendimiento de
avena, pues por cada quintal obtenido perdían hasta dos pesos,
solamente en gastos de recolección.
Para demostrar que estos precios bajos no coincidían con los
precios del mercado mundial, es suficiente indicar que en el preciso
momento en que el cereal pasaba de las manos de los agricultores a
poder de los especuladores, los precios subían con rapidez
asombrosa, elevándose hasta el 500 por ciento. Pues en tiempo de la
cosecha el trigo se vendía a cuatro pesos el quintal, y en el mes de
julio llegaba hasta veinte pesos el quintal. Los colonos, que en su

100
enorme mayoría carecen de fondos, no cuentan con créditos y están
agobiados por las deudas acumuladas durante los años de malas
cosechas, se encuentran a la merced y voluntad de la especulación y
están absolutamente indefensos contra sus maniobras. Esta triste
situación del agricultor, que es general en el país, proviene de que la
agricultura carece todavía de la necesaria protección del Estado, y
que la legislación respectiva es muy deficiente. La grave situación
que todos estos múltiples factores han creado a los agricultores les
obligó a analizar profundamente las causas de su ruina y buscar un
método agrícola que remediara cabal y radicalmente la situación,
para no depender totalmente de las cosechas, pero tampoco sin
entregarse a extremos opuestos, abandonando del todo el cultivo del
suelo.
"La triste práctica que hemos obtenido durante todo el período
de nuestra colonización nos pone en un todo de acuerdo con las
opiniones más autorizadas en la agronomía, y con la fuerte corriente
que es evidente en todo el país entre los pequeños agricultores. La
conclusión es que proseguir el trabajo en la forma anterior es
imposible, y que para evitar la ruina completa de la agricultura, es
necesario abandonar el sistema antiguo o introducir y desarrollar el
método de la granja mixta, adoptada en todos los países adelantados,
y que aquí mismo ha dado excelentes resultados.
"Llevando el sistema de granja mixta en la forma adecuada,
asesorados por expertos agrónomos, tiene que dar buenos resultados
por las siguientes razones: a) contando aparte de trigo con otro ramo
importante en su granja, no tiene necesidad el colono de dedicarse
exclusivamente al cultivo de cereales para asegurar su existencia. b)
Dividiendo la chacra en tres partes: una para pastoreos artificiales —
como avena, centeno, maíz y unas hectáreas de alfalfa— otra para
trigo y la tercera en barbecho; preparándola convenientemente para
la futura cosecha, es decir limpiándola de las malezas que la ensucian
por medio de araduras en la primavera; sembrando maíz, que aunque
en éstos parajes no da grandes rendimientos, verde puede servir
perfectamente y abastecer de forraje para sus animales,

101
almacenándolo en silos. Deseando reorganizar nuestro sistema de
trabajo, queremos encaminarlo por una senda más segura. Para ello
es necesario proveerse de la mayor cantidad posible de forrajes
artificiales, como previsión contra cualquier eventualidad que pueda
sobrevenir, y el sistema de silos permite asegurarlo perfectamente. e)
Sirviendo un potrero de pastoreo el campo recibe un abono natural
magnífico, y trabajándolo con esmero, podemos abrigar la esperanza
de obtener rendimientos muy superiores a los que alcanzábamos
hasta ahora. d) Las industrias lecheras que toman el mayor
incremento en el país, permitirán al colono tener una entrada diaria
fija y suficiente para sus gastos ordinarios, sin necesidad de esperar
la cosecha de un ario a otro mientras se acumulan nuevas deudas. e)
Las entradas auxiliares de la lechería, como la cría de aves, cerdos,
etc., tampoco son desdeñables. Pero para pasar de un sistema a otro,
aunque sea lentamente, es necesario contar con fondos o crédito.
Nuestros colonos, que han sufrido una serie de años de cosechas
fracasadas, no solamente carecen de fondos o de créditos, sino que
están agobiados de deudas, desalentados y desorganizados. Es
necesario animarlos, organizarlos, para que puedan seguir sus
trabajos y pagar poco a poco sus deudas; crear un hogar seguro para
sus familias y salir del atolladero en el que se encuentran
actualmente. Para reorganizarse en la forma que indicamos es
necesario disponer de un crédito de cinco mil pesos, como término
medio. Ese crédito servirá para cercar siquiera el perímetro de la
chacra, pues sin tener la chacra alambrada no hay que pensar en
dedicarla a la ganadería; el grueso del crédito se empleará para la
compra de hacienda: veinte vacas como mínimo, para poder seguir el
trabajo y amortizar poco a poco sus deudas. En la situación en la que
nos encontramos actualmente sería pueril buscar en alguna parte el
crédito citado pues falta la capacidad económica para responder. Sin
embargo es necesario salvar la situación y con urgencia, pues
consideramos como nuestro deber —aunque bien amargo— advertir
a la ICA que si no se toman medidas enérgicas, una gran parte de la
colonia está amenazada de disolución. Nos permitimos llamar su
atención sobre el hecho de que los colonos que afrontan ese peligro

102
son en su gran mayoría buenos trabajadores, hombres honrados cuya
mala fortuna se debe a las causas arriba indicadas. Sería una
verdadera desgracia que dejase de existir una colonia de agricultores
israelitas, después de cerca de quince años de existencia, llenos de
privaciones y sufrimientos, a despecho de los cuales no abandonaron
su tarea mientras tenían la mínima esperanza de que su suerte Mejo-
rara un poco. Y si es cierto que han fracasado en la agricultura no fue
por falta de laboriosidad, ya que sería una injusticia reprochar a gente
que se han dispersado en los bosques y montes, haciendo los trabajos
más rudos que pueda imaginarse, para ganar nada más que un
mezquino pedazo de pan, que les falta el deseo de trabajar. Es
imprescindible conseguir este crédito y el único a quien podemos
dirigirnos es a la ICA".
El memorial contenía, como se advierte, las dos caras del
cuadro: los aspectos negativos y sus fuentes, y las perspectivas
favorables que a la luz de la cruel experiencia podían promoverse
cambiando totalmente el enfoque de la tarea en las chacras. Pero para
ello necesitaban recursos que no poseían, y el documento terminaba
concretando el pedido del crédito para cada colono, ofreciendo los
debidos recaudos para garantizarlo.
La respuesta fue negativa. Los directores de la ICA hacían en
ella hincapié en los errores que el propio memorial confesaba,
atribuyéndoles todos los males de la colonia. Afirmaban que al
conceder las reservas les había guiado el propósito de fomentar la
granja mixta, pero que contrariamente a sus promesas los colonos no
habían hecho otra cosa que duplicar la superficie sembrada de trigo.
Y aunque postulaban "que se establezca un método de agricultura
más racional, como el que ustedes nos indican", con lo que admitían
que esta vez los colonos estaban en el buen camino, los créditos
fueron negados.
Hemos reproducido casi en extenso el memorial, contrariando
lo que ha sido norma de este libro en materia de transcripciones,
porque ninguna síntesis de ese momento de la vida de la colonia
pudo ser más completa ni más sincera. Volveremos en el capítulo

103
siguiente sobre muchos de los temas insinuados o implícitos en ese
documento, que da su justa medida, como fuente de los males, a los
factores naturales, pero insiste en aquellos que, siendo de fondo, no
eran privativos de Rivera sino de todo el campo argentino. Por
ejemplo la situación de desamparo en que se hallaban los agricultores
frente a quienes controlaban el mercado y los precios,
envileciéndolos a la hora de comprarle sus cereales al chacarero, y
subiéndolos cuando eran ellos y no el productor (quienes iban a
enriquecerse con el fruto de su trabajo.
En ese sentido, hemos de señalar la unanimidad con que todos
los colonos de Rivera proclaman que esa parte del problema de la
colonia terminó con la fijación de precios anticipados a la siembra,
implantada por el gobierno del general Perón. Ahora, dicen, el
chacarero sabe cuánto puede esperar de su trabajo de todo el año. No
se da más la paradoja trágica —mencionada en el memorial— de
maldecir su suerte por haber logrado una buena cosecha, ya que los
gastos iban a acrecer la pérdida en la misma proporción en que el
precio del grano estaba por debajo de lo que le costaba recogerlo. Lo
que era típico del pasado, sembrar a ciegas y cosechar a pérdida, ha
desaparecido del campo argentino.
Hoy han cambiado muchas cosas, no sólo esa. Hoy no se habría
dejado morir una cooperativa por los motivos y en las circunstancias
en que fue liquidada la Cooperativa Agrícola Barón Hirsch. Los
colonos la amaban y trataron de salvarla, pero el aval que firmaron
para garantizar la deuda lo único que hizo fue endeudarlos un poco
más. La Cooperativa cerró sus puertas, y aunque por años ese
contraste pesó sobre las iniciativas tendientes a volver a dotar a
Rivera de un instrumento cooperativo de defensa económica, la
nueva cooperativa pudo transitar sobre una experiencia ya adquirida;
por un camino cuyos riesgos y obstáculos podían ser soslayados.
Esa experiencia fue como una batalla ganada, pero a costa de la
vida del soldado que la libró. La Cooperativa Agrícola Barón Hirsch
había caído, pero quienes venían detrás habían aprendido la lección,
y sabrían capitalizar su sacrificio.

104
VIII

EL HOMBRE Y LA TIERRA
LA ICA Y LOS COLONOS

La historia del trabajo agrícola en Rivera es la del contacto del


agricultor julo con la tierra, pero es también la de sus relaciones con
la institución que lo había colonizado. Es obvio que no puede
encararse un enfoque de la actividad de la colonia haciendo
abstracción de la 1CA como institución local, estrechamente
vinculada a la vida del colono.
Así como en el cuadro general de la colonización judía
reputábamos indispensable comenzar por referirnos a su gran
propulsor el Barón de Hirsch, comenzaremos en este capítulo por
hacer mención de los hombres que, primero en su representación y
luego en la de quienes lo sucedieron en la dirección de París,
manejaban desde Buenos Aires las relaciones con la colonia.
Habíamos aludido ya a los tres primeros directores de la ICA en
Buenos Aires, Loewenthal, Roth y Goldsmith. A partir de ellos hubo
siempre más de uno en la dirección: Kogan y Borgen, Samuel Hirsch
y David Cazés, Cazés con David Veneziani, Veneziani con Walter
Moss.
De estos últimos el segundo se retiró en 1913 y fue
reemplazado por Isaac Schtarkmet, que actuó por espacio de un
cuarto de siglo, hasta 1938 en que falleció, a veces solo y otras
compartiendo la dirección, primero con Veneziani, luego con
Eusebio Lapin y finalmente con Simón Weill, que a la muerte de
Slitarkniet quedó solo al frente de la ICA, hasta su retiro hace pocos
años y su reemplazo por Jack Callius.

105
Estos eran los hombres con quienes debían tratar los colonos de
Rivera cuando la magnitud de los problemas requería plantearlos en
Buenos Aires. Como ya se ha dicho, en la mayoría de estos casos
Buenos Aires no era sino una etapa intermedia, porque había que
consultar a la dirección en París, que resolvía disponiendo,
naturalmente, de menos elementos de juicio que los que poseían
directamente quienes estaban aquí en contacto con el medio. El señor
Luis Oungre, que permaneció por largos años al frente de la
dirección en Europa, visitó la Argentina, recorrió las colonias y
estuvo en Rivera reiteradas veces, desde la primera visita en 1911
hasta la última en 1941. Tenía de la colonia Barón Hirsch la visión
recogida en esos viajes, y durante buena parte de sus cuarenta años
de actuación él fue la instancia superior a quien recurrían los
directores para someterle problemas y requerir decisiones que se
referían al trabajo y a la vida misma que los pobladores de Rivera.
En el trato directo con los colonos, el hombre que encarnaba a
la ICA era el administrador local. Hubo una larga serie de ellos,
desde el nacimiento de la colonia hasta nuestros días (*) Como en
todo, la ecuación personal definía el tono de su función y de sus
relaciones con los colonos, que variaban según el grado de afecto o
de respeto que el administrador logró suscitar entre aquellos ante
quienes debía actuar, en términos que no siempre les eran gratos. No
haremos nombres para no señalar diferencias que serían impropias de
este libro (**), pero en el ánimo de todos los rivereños esas
diferencias están bien presentes.

(*) Fueron, por orden cronológico, los siguientes señores: Mauricio Guesneroff, Vitalis
Bassán, Herbert Herzfeld, Jacobo Greis, John L. Horwitz, Isidoro Eisemberg, Marcos Pereira,
Samuel Kaplan y Elias Saltiel, al que sucedió el actual administrador, señor Aarón Mosnaim.

(**) Haremos una sola excepción, que quiere ser un homenaje: la de Don Samuel
Kaplan, una de las más nobles figuras que pasaron por la ICA en toda su existencia. Estuvo en
Rivera pocos años, que bastaron para dejar allí un recuerdo inolvidable. Pero desarrolló en la
institución una obra que la INCA supo apreciar —lo que habla inequívocamente en favor de la
institución— y llegó en ella a una de las más altas jerarquías, la de inspector general, cargo que
desempeñaba al producirse su trágica muerte —mientras volvía de un viaje a Rivera,
precisamente— en el mes de mayo de 1953.

106
Hubo administradores de la ICA muy queridos en Rivera, y
otros que no lo fueron tanto. La actitud de los colonos hacia ellos
estuvo determinada por ese factor personal, y según los casos, hay
quien elogia a la ICA y censura a algún administrador, atribuyéndole
el desvirtuar la finalidad de la obra del Barón de Hirsch, y hay quien,
a la inversa, afirma que bien poco podían los administradores frente a
lo que era una política rígidamente fijada por la ICA, que no estaba
en las manos de ellos rever o modificar.
Corno siempre, los términos son relativos y no absolutos.
Acudiremos a la definición de un hombre que tiene, para el caso, el
mérito de enfocarla desde ambos ángulos, como que antes de ser
colono fue administrador.
Don Isaac Dayán, que cuando llegó a Rivera como chacarero en
los primeros años ya había estado al frente de otras colonias en Entre
Ríos y Santa Fe, concreta su opinión en esta frase:
"La vida de los administradores era más dura que la de los
colonos, porque estaban entre dos fuegos..."
Claro que se refiere a los de las colonias que él administró. Y
Rivera tenía con ellas una diferencia, y es que los pobladores no
fueron colonizados por filantropía: habían venido no sólo a su propia
costa sino imbuidos del afán de mantenerse independientes, y eso
determinó su postura ante la ICA v hasta el tono que adoptaban
frente a sus hombres.
Pero el panorama es común en algo que Dayán destaca como
uno de los peores males de la colonia: la falta de experiencia de los
colonos, a su juicio no corregida ni aliviada por un adecuado
asesoramiento.

107
Esto es ya un axioma, repetido docenas de veces. Pero las
mismas afirmaciones ele Dayán prueban qué difícil es establecer un
término medio justo. Sostiene, por ejemplo, que Akivah Oettinger —
el más querido de los agrónomos que pisaron Rivera— aplicaba su
experiencia de egresado de Montpellier, esto es, de agricultura
intensiva francesa, a este medio que nada tenía que ver con ella, y
pone por lo mismo en tela de juicio la calidad de sus consejos, no
obstante que tanto en el memorial de la Cooperativa como en otros
testimonios, se exalta el valor de las enseñanzas de Oettinger,
lamentando justamente que la colonia no hubiera disfrutado más
tiempo de su presencia.
Por lo pronto, la experiencia de este agrónomo no se limitaba a
Francia, ya que el más honroso de sus antecedentes se remonta a un
país europeo de distinta fisonomía, donde la acción que desarrollara
suscitó cálidos elogios. Fue director de una escuela agrícola en
Saroka, Besarabia, donde como especialista en plantaciones que era,
creó viveros y emprendió trabajos que hicieron decir al entonces
gobernador de la provincia, príncipe Orosov, tras una visita de
incógnito, que ese era el paraíso de Rusia y que debía servir de
modelo a todo el imperio.
Hemos tenido a la vista un somero manual de instrucciones del
Ing. Oettinger a los colonos, fechado en 1912. Con-tiene principios
tan útiles como la rotación de cultivos, la fijación de médanos con
siembra de alfalfa y plantaciones de tamariscos en torno, el engorde
de la tierra, la preservación de la humedad del suelo y otros más.
Aún el más lego advierte que allí se encaran en forma sencilla v al
alcance de los colonos, algunos de los problemas agronómicos que
aún Años más tarde todavía aparecen en Rivera sin resolver.
Sólo algunos. Oettinger no había captado totalmente
configuración de la Pampa, y mal pudo aconsejar en forma erróneas,
que sólo muchos años más tarde comenzaron a corregirse, integral a
los colonos de Rivera, cuando toda la agricultura de la zona
pampeana estaba planteada sobre bases cuando ya la erosión y otros
males habían causado un daño irreparable.

108
En un trabajo del Ing. Agrónomo Mario Estrada, que allá por el
año 1920 analizaba a fondo por encargo del gobierno, tras la pérdida
de la cosecha de 1918, las posibilidades de rehabilitación de la
Pampa, se halla la explicación del drama agrícola de aquella época
de la Colonia Barón Hirsch. Tenía un nombre, monocultivo, pero la
causa esencial era todavía más clara: todos los colonos de la Pampa
—todos, una inmensa cantidad en la que los de Rivera eran apenas
un puñado— habían iniciado el cultivo del territorio sobre patrones
europeos, aplicando la experiencia europea y siguiendo tradiciones
que nada tenían que ver con lo que requerían ese suelo y esa
meteorología distintos. Venían de zonas húmedas y esa era una zona
seca, y engañados por algún año que fue húmedo por excepción, en
lugar de adaptarse a su suelo tratando de aprovechar la escasa
humedad, vivían a la espera de años húmedos que no llegaban,
desperdiciando entretanto, con métodos v épocas inadecuados para
las aradas y las siembras, esa precaria humedad que bien
aprovechada podía darles buenas cosechas.
El ingeniero Estrada visitó la Colonia Barón Hirsch y comprobó
los dos errores clásicos de sus chacareros: el desperdicio de la
humedad del suelo y la monocultura de trigo. Pero comprobó
también que algunos colonos ya habían aprendido el método correcto
y obtenían mejores cosechas.
Fue la experiencia de éstos la que al hacer su camino terminó
por enseñar a los demás. El plan de transformación del régimen de
explotación de la chacra, contenido en el memorial de la Cooperativa
de 1919, no era sino la aplicación de esa experiencia, ya bastante
clara aunque incompleta, que hoy es el abecé de la tarea rural: el
indispensable proceso de engorde de la tierra, entre una cosecha de
trigo y la siembra subsiguiente, con cultivos que tomen el nitrógeno
de la atmósfera y con pastoreos artificiales que el ganado come sobre
el terreno mientras lo provee de abono natural. Pero hasta entonces
los colonos no lo sabían, y cuando lo aprendieron, por una parte
carecían de recursos, y por otra se encontraron con un problema que

109
fué una de las más agudas causas de conflicto con la administración,
de toda una larga época de la colonia.
La clave de este conflicto era que, siendo propicia la zona de
Rivera para ganadería, esta actividad requería más tierra que las 150
hectáreas de que disponía cada uno. Los colonos habían ido a
sembrar trigo, y casi nada más que trigo, a esa región donde el
cultivo de trigo debía ser adicional y no exclusivo. Según una
definición que a la larga se impuso, "en la zona pampeana de pastos
duros, el colono debe ser un pastor que siembre forrajeras, y también
un poco de trigo".
La ICA sostenía que las 150 hectáreas eran suficientes, y
aunque insistía con razón en criticar el monocultivo y aconsejar a los
colonos la rotación y la diversificación, negábase sistemáticamente a
acceder a su requerimiento de arrendarles parcelas adicionales, tanto
más necesarias en momentos en que, tras años de sembrar trigo sobre
trigo, las tierras estaban cansadas, como se dice reiteradamente en los
numerosos documentos que la Cooperativa Barón Hirsch cambiaba
con la ICA en torno a esa espinosa cuestión.
En el convenio firmado en París por los delegados de tíos
colonos se preveía, como hemos visto, la disposición de terrenos de
reserva para colonizar a los hijos, que entretanto debían serles
arrendados. Cuando el problema de sus tierras cansadas lo obligó, los
colonos pidieron a la Jewish que se les cumpliera esta parte del
compromiso. Tras reiteradas negativas —que Arturo Bab sostenía
provinieron de que el director David Cazés pintó en sus informes una
situación mejor de lo que era en realidad— un plan del entonces
inspector agrónomo Akivah Oettinger resolvió parcialmente el
problema, aconsejando conceder a los colonos ciento cincuenta
hectáreas adicionales, de ellas veinticinco dedicadas exclusivamente
a alfalfa. Tenían opción a permutarlas por el lote viejo, y algunos lo
hicieron finalmente. Pero entretanto araron el nuevo y en el otro
pusieron animales a pastorear. Era, pues, la tan mentada explotación
mixta que la ICA venía aconsejando a los colonos. ¿Porqué entonces
—se argumentaba— tras concederles las reservas a los grupos viejos,

110
se le negaron sistemáticamente a los grupos nuevos cuando las
demandaban?
Usamos la terminología contenida en otro documento de la
Cooperativa, del año 1917, firmado por su entonces presidente y
secretario, señores Aarón Brodsky y Natán Jadzinsky. Fue una larga
y enojosa tramitación, en el curso de la cual hallamos testimonios de
actitudes como ésta: ante la notificación a la ICA de que en la
imposibilidad de obtener de ella terrenos dentro de la colonia,
tratarían de adquirirlos fuera, la réplica fue amenazarlos con el
desalojo, despojándolos de las mejoras y viviendas incluidas.
Y el memorial documentaba aún otra actitud de la Dirección: ya
en trance de concederles, no las 150 hectáreas solicitadas, pero sí 75,
y dispuestos los colonos de los grupos nuevos a aceptarlas, primero
se les querían dar por un año, lo que inhibía toda posibilidad de
acción, hasta que se consintió en cedérselas por cinco años. Pero
entonces se les quería hacer firmar una renuncia a todo derecho, aun
el de alegar fuerza mayor en caso de pérdida de la cosecha, lo que
hubiera equivalido a perder todo por imposibilidad de afrontar en un
momento dado los compromisos firmados. En los terrenos nuevos, la
Dirección exigía plantaciones y mejoras, lo que sin duda era
plausible. Pero los exigía sin concederles una mínima garantía de
estabilidad, de modo que, sino para ellos, los colonos supieran que
las mejoras habrían de beneficiar más tarde a sus hijos.
De ahí que, como subrayaba la Cooperativa, "a pesar de su
extrema necesidad de tierras aptas para la agricultura, los colonos se
han visto en la dura necesidad de rechazar las reservas concedidas en
esas condiciones, aunque eso equivale a un verdadero suicidio
económico".
Más grave todavía, y de un sentido psicológico que acentuaba
su gravedad, era la negativa de la ICA a colonizar a los hijos a una
distancia menor que cinco kilómetros de la chacra del padre.
Fue la desgracia de la colonia, y no hay argumento, por válido
que parezca, que justifique esa política, una de las causas más

111
directas del éxodo de los hijos de Rivera. La ICA, reconoció muy a
la larga el error, al rectificarla.
Ello sin duda la honra, pero la rectificación tardó en llegar.
Muchos de los hijos que hubieran permanecido en la colonia si
hubiesen podido constituir con la chacra del padre una unidad
económica, sumando los animales, aperos y maquinarias, se habían
marchado.
Los hombres de la ICA que alegan, para justificar aquella
política, el riesgo de latifundio que creían advertir en la puma de
chacras contiguas, mencionan ejemplos que parecen terminantes: el
de familias en que tres hijos y un yerno se iban a la ciudad, mientras
un único miembro de la familia permanecía en el campo atendiendo
solo las chacras de todos. O bien, lo que les parecía todavía más
inadmisible, colocando medianeros en las chacras que no podían
abarcar con su propio trabajo, lo que a su juicio desvirtuaba el
sentido de la obra de la 1CA.
No se trata, naturalmente, de discutir si este era un caso aislado
o si su número justificaba el rigor con que se aplicó a todos, en lugar
de controlar caso por caso, la norma tendiente a contrarrestarlo. Lo
cierto es que pagaron justos por pecadores, y que al separar las
chacras de padres e hijos a distancias que hacían imposible la unidad
económica y aún la sociabilidad que era inherente al temperamento
de los colonos, el resultado fue dispersar la colonia en lugar de
concentrarla. La realidad dio la razón a los colonos: progresaron los
que lograron ampliar su chacra; los que no contaron con tierra
adicional junto a su parcela reducida, fracasaron y se fueron. 1 ioy
día el concepto (le unidad económica rural, que el Banco de la
Nación y el Ministerio de Agricultura, fijan en un mínimo de 300
hectáreas o más, confirma sin lugar a dudas quien estaba en lo cierto
en aquella polémica.
Hemos dicho ya que nuevos tiempo, nuevos procedimientos y
la evolución económica de la colonia convierten a esta polémica en
cosa del pasado. Pero ya que buceamos en ese pasado, trataremos de

112
inquirir el porqué de ese largo pleito en el que ya nadie puede dudar
que los colonos tenían razón, pero en el que no es lógico atribuir a la
otra parte una obstinación sin fundamento.
Intentaremos un ensayo de explicación. A nuestro juicio, acaso
resida ella en dos contradicciones: una entre el carácter filantrópico
de la empresa de la ICA y el aparato comercial creado para llevarla a
cabo, y otra, entre la limitación impuesta por aquel sentido
filantrópico de la idea del Barón de Hirsch y el legítimo anhelo de
los colonos de prosperar y aun enriquecerse con el trabajo de la
tierra.
Sólo así se entiende que a un hombre honrado y competente —
que dirigió largamente la ICA—, le parezca razonable que se le
arrendaran para obtener renta grandes extensiones de campo al
estanciero Arano, mientras la administración se negaba a arrendar a
los colonos, porque temía que pusieran medianeros en los campos
nuevos; y "no quería que explotaran mano de obra ajena". Como
símbolo de aquella época, queda el recuerdo de un famoso cartel en
el que la administración local proclamaba crudamente: "No se
arrienda a colonos o hijos de colonos".
Pero entonces qué, ¿debían los colonos permanecer siempre
pobres? Por duro que fuera su esfuerzo, si en algún momento el éxito
podía empezar a acompañarlos, ¿no les era lícito trasponer un límite
fijo de prosperidad? Hay una anécdota que proyecta luz sobre esta
manera de pensar que parecía hallar contradicción entre el buen pasar
y la colonización.
Un alto funcionario europeo de la ICA visitaba la colonia. Lo
llevaron a la que era entonces una de las mejores casas del pueblo: la
de Hilel Simkin, que tenía piso y cielorraso de madera. El dueño de
casa, bien trajeado con su atuendo criollo y con botas, lo
acompañaba. Y cuentan que dijo el visitante:
—Esto es de un estanciero, no de un colono. Claro que quienes
defienden la actitud de la ICA alegan que no se trataba de una
cuestión de principio sino de algo más simple: querían que quienes

113
aspiraban a más cuando aún no habían saldado la deuda vieja,
pagaran. Y aún hay quien afirma crudamente que en muchos casos
todo el conflicto se reducía a que la ICA quería cobrar y no lo
conseguía.
Pero también aquí surge una contradicción: así como por
razones de conveniencia se le arrendaban campos al estanciero, no
hubiera sido el mejor medio de cobrar, facilitar a los colonos una
evolución económica favorable, aumentando sus perspectivas con la
ampliación de las chacras? No era más lógico permitir que el
esfuerzo mancomunado de los hijos ayudara a los padres a mejorar
su situación?
Se lo preguntamos al anciano caballero en quien encarnamos la
posición de la ICA en esa cuestión. Y él nos contesta:
—No, porque ese no era el propósito ni la misión de la ICA. La
idea del Barón de Hirsch había sido que iniciaran una nueva vida en
el trabajo de la tierra, en países libres, los judíos amenazados o
discriminados de Europa. Y este no era el caso de los hijos de
colonos. Podían elegir la tierra que quisieran. En cambio la ICA
necesitaba esa tierra para colonizar nuevos inmigrantes.
—Pero los hijos de colonos querían la tierra allí, junto a sus
padres, y en cambio a los inmigrantes podían colonizarlos donde
quisieran, y no precisamente en esas tierras.
—¡Ah, no! Precisamente allí queríamos colonizarlos, para que
aprovecharan el núcleo de vida judía que era lo que necesitaban, y la
experiencia de los viejos chacareros judíos, que era lo que podía
hacerlos progresar.
Es un criterio, y no faltará quien lo crea defendible. Pero a los
colonos les parecía más lógico —y a los que habían nacido en Rivera
y la amaban, también— que la proximidad y la experiencia la
aprovecharan los hijos. Y les desesperaba que la ICA no quisiera
entenderlo.

114
Hay en la historia de la colonia el recuerdo triste de una
aventura. Tiene un nombre indio, Marí-Mamuel y el regusto a
fracaso que evoca una batalla perdida.
Marí Mamuel era un campo situado en el linde de la colonia, en
territorio de la Pampa. En su compra se embarcaron en 1928 con el
auspicio de la cooperativa Granjeros Unidos, cuarenta colonos de
Rivera que debían adquirir 47 lotes pagando cada uno el 25 por
ciento en efectivo v el resto con una hipoteca del Banco Hipotecario.
La operación nació bajo el signo de la mala suerte. Un pleito de
agrimensores al que los compradores eran ajenos dilató la concesión
del préstamo y la operación, haciéndoles perder un tiempo precioso.
No se arredraron por eso y fundaron una colonia, bautizándola con el
nombre de Akivah Oettinger, el agrónomo de quien tan buen
recuerdo tenían los pobladores, y que vino especialmente de Eretz
Israel para asistir a la inauguración en un acto cuya fotografía, que
fue celosamente guardada por uno de los flamantes colonos, se
reproduce en este libro.
Nos estamos adelantando cronológicamente. En el capítulo
dedicado a Granjeros Unidos volveremos sobre esta fundación que
despertara tantas esperanzas incluso registradas en la memoria de la
Cooperativa del año correspondiente. La mala suerte que había
presidido la adquisición se cernía sobre los esperanzados
compradores. Los tomó de lleno la crisis del año 1929, y lo que pudo
ser una solución y un precedente terminó en el fracaso, aunque más
de un tenaz comprador pagó hasta el último centavo y se quedó con
el lote, incluso viviendo en él, trabajándolo —como Salomón
Merlinsky— hasta su muerte, y legándolo a sus hijos.
Fue en la época en que la ICA se negaba a arrendar a los
colonos. Cuando se les interroga sobre Marí-Mamuel, la respuesta es
unánime: si la ICA les hubiera arrendado en la colonia, no habrían
tenido necesidad de embarcarse en esa vidriosa aventura.
Pero vamos a volver a remontarnos un poco en el tiempo.
Habíamos arrancado del memorial de 1919 y hacia esa época

115
volvemos. Se habla en él de otro tema, saliéndole al paso a una
insinuación que nadie se hubiera atrevido a respaldar, pero que
alguien lanzó anónimamente puesto que allí se la recoge. La
respuesta, de una descarnada elocuencia, reducía a sus términos tanto
la falsedad del supuesto como la intensión malévola con que se lo
había lanzado. Era una respuesta que ya estaba dada en acciones, no
en palabras. En sudor y fatiga, y no en ociosas alegaciones.
Tristes tiempos corrían para Rivera, aún peores que los que le
eran habituales. Un año tras otro había fracasado la cosecha, y ahora
una baja catastrófica del trigo v de la hacienda después de la guerra
terminó por liquidar toda esperanza de recuperación.
Cuarenta o cincuenta hijos de colonos, y aún veteranos
chacareros que ya no tenían intactas las energías de la juventud,
tomaron sus carros y tropillas, inútiles en Rivera, y marcharon hacia
los montes de Naicó y de Rucanelo, donde había perspectivas de
ganarse unos pesos acarreando leña. Un tal Manuel Leiva que
disponía de una concesión y habla traído cientos de hachadores de
Santiago del Estero, estaba proveyendo leña de caldén al Ferrocarril
Oeste, y necesitaba transportarla hasta los vagones desde el corazón
del monte.
Allá fueron nuestros colonos o sus muchachos. No les asustaba
la dureza de la vida que les esperaba en esos montes de caldén sin
agua, sin viviendas, sin más perspectiva que agobiantes jornadas de
trabajo.
Allí probaron su temple los rivereños de a caballo; aquellos
jóvenes judíos a quienes mal podía arredrar una tarea brava pero bien
remunerada, habituados como estaban a labores no menos duras pero
frecuentemente inútiles en la chacra del padre. Y eso que no se
trataba sólo de acarrear leña sino de hacerse valer a lo varón en ese
medio brutal, entre rudos hacheros y cargadores. Lo hicieron como el
mejor, imponiéndose más de una vez a fuerza de coraje, en escenas
dignas de da más recia película de aventuras.

116
Allá fue también, tras la promesa de abundante tarea, un
muchachito con una herrería, cargada máquina por máquina en
vagones abiertos por rudos hombrones que iban a trabajar sin exigirle
nada, para ayudarle a pagar la deuda que su padre le dejara por
herencia.
La cruel ironía del tiempo se cebó en ellos, como se burló de
todos los rivereños que con sus carros y tropillas marchaban hacia
los montes. Cuando oteaban el cielo atisbando la anhelada lluvia,
podían morirse esperando y la lluvia no llegaba. Pero esa noche en
que nadie la deseaba, se descargó un aguacero que no cesó en
muchas horas, empapando a los hombres, las bestias y las máquinas.
El muchachito hace muchos años que dejó de serlo. No diremos
su nombre pero es fácilmente identificable. A él debemos el primer
relato sobre la aventura de Rucanelo, que 'otros antiguos pobladores
ampliaron después de él.
—Con tanto carro como andaba por allí, trabajo no iba a faltarle
a nuestra herrería. Descargamos las máquinas, montamos nuestro
taller bajo los árboles, y encendimos para la fragua un fuego que ya
no se apagó en catorce meses. Leña no faltaba, y con la cara
achicharrada y las espaldas heladas trabajamos sin tregua durante ese
año largo.
Cada testimonio aporta otro detalle:
—Yo no me lavé la cara en un año entero.
—Vivíamos en una especie de cabaña de troncos, pared ti techo
a la vez, colocados contra un gigantesco caldén que hacía de soporte.
Hubo quien se tomó el trabajo de rellenar con barro las junturas —
cuando la lluvia prestó el agua, porque allí no había— y aquello
podía pasar por una vivienda. Pero otras no eran tan lujosas y el
reparo que ofrecían apenas era un poco mejor que la misma
intemperie.

117
—Aquello era como una mezcla de campamento y pueblo
dentro del monte. Cada báscula era un foco de actividad, y había 44
en todo el lugar. Se carneaba allí mismo para proveer de carne a los
hachadores, cargadores, pesadores y carreros. Pero un día vi cómo
carneaban una vaquillona y ese espectáculo me bastó: viví nueve
meses a té y galleta, con sólo el alivio de algún sábalo salado que de
tanto en tanto rae traían desde mi casa.
Cada uno de los que vivieron esa aventura tiene un de-talle
distinto que contar. Pero en lo que todos coinciden es en la dureza
salvaje de la vida que hicieron en los montes, algunos durante un año
entero o más. Gracias a ello tuvieron para comer ese invierno en
hogares de Rivera a los que la tierra, a despecho de todos los
desvelos, les había negado el alimento que esperaban de ella.
Esos eran los hombres sobre quienes algún desaprensivo se
había permitido insinuar que les iba mal porque no les gustaba
trabajar. Este era el ejemplo que mencionaba el memorial de la
Cooperativa al hablar de aquellos que "se dispersaron en los monten
para ganar un pedazo de pan" con retórica acaso altisonante pero no
por ello menos cierta.
Esta era la pasta de los hombres que labraban las chacras de
Rivera; que habían desmenuzado por primera vez su tierra virgen.
Pero ella no les fue' propicia hasta mucho 1nál tarde, hasta que a
costa de la amarga experiencia aprendieron a tratarla.

118
SEGUNDA PARTE

RIVERA A TRAVES DE
SUS INSTITUCIONES

119
LA VIDA JUDIA

Honrar a Sholem Aleijem en la plaza pública: he aquí el retrato


de una localidad y de una época. Si hubiéramos de elegir un símbolo
de lo que en Rivera fu al mismo tiempo expresión de la vida judía y
afán de elevación espiritual, ninguno nos parecería mejor.
No lo hemos elegido al azar, porque un pueblo que sabe rendir
tributo multitudinario a sus artistas y a sus voceros se honra y al par
se define a sí mismo.
Tampoco es al azar que iniciamos la revista de las instituciones
rivereñas con el capítulo dedicado a la vida judía. La clasificación es
forzosamente arbitraria, y obliga por ejemplo a separar este capítulo
de aquel que se dedicará al Centro Cultural Israelita, núcleo de la
vida espiritual de Rivera. Porque, ¿qué otra cosa que una
manifestación de la vida judía, y en su más alta calidad, era la
actividad cultural —que en los primeros años se expresaba
principalmente en idisch— del Centro Juventud Israelita y de la
Unión Obrera Israelita, antecesores del Centro Cultural?
Pero no hay otro recurso, si hemos de dividir la actividad por
instituciones. Aun cronológicamente, por lo demás, las que fueron
específicamente judías eran anteriores. En una época en que todavía
no había pueblo siquiera, la dignidad religiosa que investía el Shojet
Spigelman; las humildes sinagogas levantadas en Boyedárovka y en
la Colonia N° 3; la Mikveh construida por exigencia de los más
ortodoxos, configuraban una incipiente pero definida organización
religiosa, remoto antecedente de la Asociación Israelita de Religión,
Cultura y Beneficencia Barón Hirsch que hoy tiene a su cargo la
gran sinagoga de Rivera, en cuyo edificio se concentran todas las
actividades judías del pueblo.

120
La solidaridad con el enfermo y el desamparado, tan peculiares
a la vida judía, hallaron temprana expresión en la Bikur Joliin,
antecedente de lo que fue más tarde la Sociedad de Damas de
Beneficencia Baronesa Clara de Hirsch. El fervor sionista que fue,
con mayor o menor intensidad, común a casi todos los pobladores,
halló un medio de galvanizarse, aún en los primeros años, allá por
1910, en torno a la visita de un escritor judío, el Dr. Jazanovich,
delegado del Poale Sion de Rusia, y a su prédica del ideal
renacentista hebreo, que él compartía con aspiraciones de
mejoramiento social.
Y aún antes que todo ello, el primario reclamo judío del ser
enterrado en sagrado promovió la creación del cementerio, que a su
vez supone la presencia de la clásica Chevra Keduscha, cuyo lejano
antecedente se remonta a los primeros meses de existencia de la
colonia, como que fue fundado en 1906. Más tarde vinieron la
escuela hebrea, el Centro Sionista, el Club de la Juventud Israelita. Y
ya en nuestros días, las organizaciones que canalizan la solidaridad
con Israel. A todos pasaremos revista.

LA CHEVRA KEDUSCHA

Poco tardó una familia de la Colonia Barón Hirsch en tener con


la tierra el vínculo sagrado de haber enterrado en ella, a sus muertos.
Cuando la esposa de Moisés Cherny perdió a su padre, don Arieh
Reshtilovsky, que aunque muy anciano había querido acompañarla,
el cementerio de la futura Rivera abrió su primera tumba. La segunda
fue para un hombre que no era de esa colonia, Moisés Rosenstein, y
este hecho tiene también su significación, porque traducía la
voluntad de ese poblador judío que en trance de muerte había pedido
ser enterrado en el único cementerio israelita existente en infinitas
leguas a la redonda.

121
El chiquito de Leib Ratuschny que fue, como habíamos visto, la
única víctima de la epidemia del galpón, murió en Carhué, a donde lo
llevaron enfermo. Más tarde lo trajeron y descansó también en el
cementerio de Rivera, que al año siguiente acogió a la primera mujer
fallecida en el pueblo, la señora Zipe Dreyzin.
La incipiente institución que regía el cementerio estaba
presidida por Isaias Stezovsky e integrada por Baruj Heiber, Naúm
Guralnik y León Resnicoff. En el campo de este último estuvo por
poco tiempo, erigiéndose luego el cementerio definitivo en una
fracción de cinco hectáreas donada por la ICA, que le fijó un precio
simbólico de un peso con cincuenta centavos. Primero se lo cercó
con un alambrado y más tarde se edificó un muro alrededor,
dotándolo en sucesivas etapas de los elementos que requerían su
función y la dignidad de su aspecto, realzado por los árboles, los
senderos y los monumentos recordatorios.
En 1915 tuvo formalmente fisonomía de institución bajo el
nombre de Asociación Cementerio Israelita Barón Hirsch,
cumpliendo por largos años su benemérita función bajo sucesivas
comisiones. En 1939, cuando obtuvo la personería jurídica, era
presidente Don Abraham Kasakevich y secretario Don Jacobo
Katochínsky —este último fue en otra época presidente seis años
consecutivos— y ello coincidió con dos acontecimientos: la
adquisición de los títulos de propiedad del cementerio, y el cambio
de nombre por el que lleva en la actualidad, esto es, Asociación
Israelita Chevra Keduscha de Rivera y Colonia Barón Hirsch. De
aquel entonces datan la construcción del moderno edificio y la
plantación de 1.200 árboles que transformaron la fisonomía del
cementerio de Rivera, completada más tarde por el monumento
recordatorio de los seis millones de víctimas de la barbarie nazi, cuya
inauguración dio lugar, el 21 de mayo de 1950 (*) a un
acontecimiento de profunda significación, y que vincula el lugar del
definitivo descanso de los pobladores de Rivera con la memoria de
los hermanos sacrificados en la hecatombe que arrasó las antiguas
comunidades de donde ellos habían partido.

122
Como Kehila de Rivera, la entidad intervino en la fundación del
Vaad Hakeilot o Consejo de Comunidades Israelitas de la Argentina,
integrándolo y participando en él por inter-medio de su presidente,
Don Naón Shamsanovsky.

LA SINAGOGA DE RIVERA

Proclaman los dirigentes de la Asociación Israelita de Religión,


Cultura y Beneficencia Barón Hirsch, con no disimulado orgullo, que
la sinagoga de Rivera es una de las más importantes de todo el
interior de la República. Está a tono con esa afirmación el aspecto
del imponente edificio del templo, que excede, según dijimos ya, la
mera función religiosa, por-que en sus vastas instalaciones, además
de los oficios piadosos —que tienen naturalmente prioridad— se
dictan cursos de he-breo; se realizan las reuniones relacionadas con
la actividad del Keren Kayemeth, de la Campaña Unida pro Israel, de
la WIZO; se pronuncian conferencias; se manifiestan, en fin, los
múltiples aspectos de la vida de la grey judía como tal.
La existencia de la Asociación se inició en 1922. Ello no
significó por cierto que hasta entonces carecieran los rivereños de
sinagoga o desatendieran las actividades religiosas, todo lo contrario.
Una de sus primeras preocupaciones, según vimos, había sido erigir
—así fuera con chapas— una sinagoga y después otra, todavía en las
primeras colonias.
Pero el propósito de dotar a Rivera de una sinagoga como los
dirigentes entendían debía poseer el pueblo los indujo a constituir la
Asociación Barón Hirsch y a iniciar las gestiones para lograrlo.
Obtuvieron la personería el 26 de junio de 1928, y en ese mismo año
vieron compensados sus esfuerzos con la inauguración del edificio.
(*) Hicieron uso de la palabra en ese acto el presidente de la Asociación, Sr. Naón
Shansanovsky, el de Granjeros Unidos Sr. Jacobo Schutter, al maestro Sr. David Wraslavsky y
el Sr. Manuel Beller. El oficio religioso estuvo a cargo del Rabino Sr. Jacobo Jasis.

123
Estaba al frente de la entidad el mismo que la había iniciado,
Don Jacobo Herzberg, acompañado en la mesa directiva por Don
Isaac Berjman como secretario y Don Benjamín Rivkin como
tesorero.
Los presidentes de la sinagoga duran mucho en sus cargos,
como que no hubo más que tres desde el nacimiento de la
Asociación. El señor Herzberg permaneció al frente hasta 1936. Fue
reemplazado por Don Noé Guiler, que ejerció la presidencia hasta
1942, y a partir de ese año preside la institución, sucesivamente
reelegido, el señor Moisés Kushelevsky.
El mismo espíritu de continuidad rige para el usufructo de los
sitiales del templo, que se otorgan a perpetuidad, mediante escritura
pública y con una serie de solemnes recaudos inscriptos en un
reglamento que regula toda la existencia de la institución y su
actividad religiosa. Quienes en Rivera mantienen su apego a la
antigua piedad heredada, encuentran en su sinagoga ámbito adecuado
y clima propicio para ejercerla. Y en las grandes solemnidades
anuales los acompaña la unción del pueblo entero, que en Rosch
Haschaná y en el Día del Perdón renueva las viejas preces que los
padres y abuelos, y unos pocos entre ellos mismos, elevaron al Señor
en un tosco galpón de chapas cincuenta años atrás.

LA ACTIVIDAD FEMENINA Y LA BENEFICENCIA

Por muchos conceptos tiene Rivera una deuda de gratitud con


sus mujeres. Hemos visto a las esposas de los colonos trabajar a la
par de ellos en, las más duras tareas iniciales, agregando las suyas
propias para organizar la vida del hogar, y aún otras más para
adecentarlo y hacerlo habitable. Todo ello en condiciones difíciles,
bajo la permanente tensión de los problemas que complicaban la vida
del pueblo y de sus habitantes. Y sin embargo les alcanzó tiempo y

124
ánimo para ocuparse de otros, y la beneficencia practicada por manos
femeninas es una de las páginas más bellas del historial rivereño.
La primera expresión formal de esa actividad fue la sociedad
llamada Bikur Jolim, cuyo nombre hebreo, clásico en la tradición
filantrópica judía, significa literalmente visita a los enfermos, y
traduce siempre, no la dadivosidad de los ricos, sino el esfuerzo y la
auténtica generosidad implícita en la acción de dar lo que no sobra.
A varias de las fundadoras debemos el relato de la iniciación,
que completó los datos contenidos en viejos informes del
administrador de la ICA. El primer paso que dieron, movidas por el
sombrío drama de un obrero agrícola a cuya mujer enajenada
ayudaron a internar en la ciudad, les dio a un tiempo la noción de sus
posibilidades y de la necesidad de su acción.
Volveremos en el capítulo que reseñará la asistencia médica de
la población, sobre la colaboración que prestaron a la Bikur Jolim el
Dr. López Cabezas y el farmacéutico don Adolfo Sas. Esto era ya en
la época de la Cooperativa, que aseguraba al médico un sueldo
establecido.
Pero aún antes de esto las esforzadas damas debieron agenciarse
recursos para atender los casos que les llovieron después de su
primera intervención. Y acudieron al expediente que se hizo clásico
en Rivera: organizar una gran fiesta, cuyo éxito las sacó de apuros
por bastante tiempo, porque los cuatro mil pesos que produjo, todo
un capital para aquella época, les proporcionaron una base a la que el
peso por cabeza que pagaba cada socio (se registraban 110 socios en
1910) agregábase mes tras mes a su caja social, permitiéndole
ampliar cada vez más su noble tarea, que aún llegó a exceder el
ámbito del pueblo, ya que hallamos testimonios de una donación
fechada en 1917 —que no habrá sido la única— a la Asistencia
Pública de Bahía Blanca.
Este volumen de actividades dio una creciente importancia a la
entidad en la vida del pueblo, pero aumentaba también la necesidad
de fondos, y mis de una vez encontramos en los libros del Centro

125
Juventud Israelita referencias a pedidos del salón para fiestas
benéficas, que naturalmente le era concedido, en colaboración con cl
generoso propósito que lo alentaba.
También hallaba otro género de colaboración en la actuación
desinteresada de conjuntos filodramáticos, que respondiendo a la
pasión que la población rivereña tenía por el teatro, atraían al público
y aseguraban el éxito de estas fiestas de tan grata inspiración.
Y el pueblo respondía. También respondió la ICA, que colaboró
reiteradamente en esa obra.
A partir de cierto momento adoptó la entidad un nombre nuevo:
Sociedad de Damas de Beneficencia Baronesa Clara de Hirsch, que
honraba a la esposa del Barón y ponía a la entidad, al convertirla en
su patrona, bajo la advocación de quien había hecho de la ayuda al
desamparado el norte de su vida.
No podemos, obviamente, rendir una por una a todas las damas
que actuaron en la institución, el homenaje que se merecen. Pero
recordaremos, entre las fundadoras y dirigentes de la primera época,
algunas de ellas: las señoras de Schlapacoff, de Guberman, de
Brodsky, de Pagues, de Slobinsky, de Aguf, de Resnik, de Liss, de
Wischnivetzky.

***

Faltaba mencionar la permanente colaboración que prestó la


Sociedad de Damas de Beneficencia al hospital Dr. Noé Yarcho.
Pero también estuvo vinculada en primer plano a una Acción en la
que participó el puebla, entero, y que excedía un simple carácter
benéfico para alcanzar trascendencia de movimiento de solidaridad
judía: la creación del Subcomité pro Víctimas Israelitas de la Guerra,
que realizó en los años de la primera guerra mundial una acción
sostenida y efectiva, reuniendo sumas considerables y movilizando la

126
adhesión de la población a la obra en favor de los hermanos
amenazados de Europa.
De la trascendencia que en Rivera se atribuía a esa acción
tenemos, mejor que testimonios escritos, un recuerdo personal. Hubo
en abril do 1916 un famoso Día de la Flor, que movilizó a la
población en pleno para una colecta cuyo producido se destinaba a
aquella campaña de ayuda. Los resultados fueron impresionantes, y
la suma recolectada excedió todas las esperanzas. Durante semanas
no se habló en Rivera de otra cosa, y quien escribe estas líneas
reconstruye el eco que en su hogar hallaba antes y después, por días
y días, esa acción en que su madre participó, perpetuada en una foto
que se cuenta entre sus más queridos recuerdos de Rivera.
Organizada por el Comité Israelita de Ayuda se realizó más
tarde, en 1924, la visita del escritor Latzki Bertoldí, un luchador
judío cuya presencia en Rivera, donde gozaba de extenso prestigio,
dio gran impulso a aquella campaña.
Durante mucho tiempo, esa acción por las víctimas de la guerra
llenó buena parte de la vida institucional del pueblo, y al manejo de
los actos que específicamente le estaban dedicados, todas las
entidades le asignaron una parte de sus recursos o de sus esfuerzos.
Otras instituciones desarrollaron en Rivera una labor de
asistencia digna de recordarse. Extensos y reiterados testimonios
hallamos de la actividad de la Sociedad de Damas de Beneficencia
EZRAH, con actos en el Salón para allegar fondos, y tareas de ayuda
a la que estos recursos eran dedicados. El Subcomité de Protección a
los Inmigrantes Israelitas destacó su acción en esa esfera, y en 1928,
en momentos en que lo presidía Don Jacobo Herzberg y era su
secretario Don Isaac Berjman, envió a Don Alirón Brodsky como
delegado a un congreso realizado en Buenos Aires, en el que el
representante de Rivera puso bien alto el prestigio del pueblo y la
eficacia de su acción asistencial. Y asimismo la Unión Obrera
Israelita, a la que veremos desarrollar una acción que le dio títulos
para la fusión que condujo a la creación del Centro Cultural, realizó

127
en la esfera mutual una tarea de asistencia digna de encomio, a tono
con la inspiración de solidaridad y de asistencia que animó a las
instituciones cuya actividad registra este capítulo.

ACTIVIDAD SIONISTA Y SOLIDARIDAD CON ISRAEL

Hoy que el Estado de Israel provee el poderoso estímulo de su


presencia en el mundo para toda acción sionista, no es fácil concebir
el fervor con que en época tan lejana como la primera década de este
siglo alentaba un puñado de rivereños por el ideal herzliano del
renacimiento de Sión.
Y sin embargo ese puñado de sionistas logró contagiar el fervor
a gran número de sus correligionarios, y todas las actividades que en
Rivera suscitaran sucesos importantes o visitantes destacados,
hallaron cálido eco que las convertían en acontecimientos para todo
el pueblo.
Citamos ya la visita del Dr. León Jazanovich, de donde puede
decirse que arranca esa corriente, aunque el combativo líder no se
ocupó tan sólo de sionismo, ya que sus incursiones en ternas
inmediatos del pueblo, al predisponer a los colonos a la lucha por su
propia situación, lo hicieron poco grato a los ojos de quienes él
señalaba en sus inflamadas arengas con dedo acusador.
De esa acción data la presencia del primer grupo, todavía no
organizado, en torno al ideal sionista. Estaban en contacto con Don
Jacobo Joselevich, que editaba en Buenos Aires La Esperanza Judía
y les enviaba ejemplares del periódico, que ellos distribuían en
Rivera, basando su prédica en los artículos de Max Nordau, de Taim
Veizmann o de otros líderes sionistas, en la discusión de lo resuelto
en los Congresos de Basilea y en sus propias convicciones,
templadas en lecturas y en la polémica con quienes no las
compartían, pero no se negaban a depositar su óbolo en las clásicas

128
alcancías azules del Keren Kayemeth, que ya por entonces eran
infaltables en todas las fiestas de Rivera.
El Centro Sionista se fundó en 1914 y se le conocía por su
nombre hebreo, Agudat Shirei Zion. Su primer presidente fue don
Mauricio Guesneroff, ya transformado de administrador de la ICA en
colono, animador constante de toda la actividad sionista de Rivera.
El secretario era Moisés Loz, un ferviente luchador que bien pronto
halló cauce para sus anhelos de acción: se marchó de Rivera y del
país e ingresó a la Legión Judía, participando en acciones junto a
Trumpeldor.
Lo reemplazó en la secretaría don Manuel Beiser, uno de los
hombres que más dilatada actuación tuvieron en el sionismo
rivereño.
Como chacareros sionistas, implantaron una costumbre
peculiar: sembraban para producir una cosechita con destino al
Keren Kayemeth. Sin que ello signifique omisión de otros muchos,
hay nombres definidos en quienes puede centrarse la principal
actividad de la Agudá Sionista de aquella época: Gregorio
Chernicoff, que más tarde fue su presidente, Meir Shalman, Gregorio
Schnir, Saúl Pirotzkv, Leisersohn, Suffer. Hubo un maestro
Joselevich, cuya actuación culminó con la meta de sus sueños: la
aliáh a Israel.
Promovieron la visita a Rivera de sionistas ilustres: Steinberg,
Wilensky, Zerubavel, Monsensohn, Jaffe, para no citar sino a unos
pocos, ya que era infaltable que todos los emisarios sionistas llegaran
hasta Rivera.
Paralelamente al Centro Sionista surgió más tarde una entidad
juvenil, cuyo nombre hebreo definía ese carácter: Zeire Zion.
Agrupaba a los más combativos, y su secretarlo era Bernardo
Hirchoren, contando entre sus animadores a Moisés Ratuschny y al
mismo Moisés Loz, ya mencionado.

129
El día de júbilo del sionismo rivereño fue, como para el de todo
el país y el mundo entero, el de la Declaración Balfour.
Estaba previamente programada allí la conferencia de un
visitante llegado de Estados Unidos, el Dr. B. Epstein, que acababa
de recibir por telegrama la noticia. Y en el momento de la
conferencia el Dr. Epstein se dirigió a los circunstantes y les dijo: —
¡judíos, albricias: tenemos un Hogar Nacional!
El entusiasmo fue indescriptible, y digna de él la celebración,
que se tradujo en agasajos, conferencias, toda clase de actos. La
fecha se incorporó a los fastos del pueblo, donde el acto de
conmemoración se hizo tradicional, con gran despliegue de
banderitas y presencia infantil, que le ponía su sello ruidoso e
inconfundible.
En 1918 se fundó el Centro del Poale Zion, en torno al cual se
agrupó otro núcleo, con una vocación de lucha más definida:
Salomón Merlinsky, Simón Pogost, Marcos Breitman, León
Karabelnicoff, José Kors, Moisés Ratuschny, Bernardo Hirchoren,
Fabio Dick, Elías Schneider, Mauricio Rasnick, Isaac Marchevsky,
José Ratuschny, Israel Pecker.
Crearon una Folk-Schule, escuela popular hebrea, y la
mantuvieron cuatro años a puros esfuerzos heroicos, agenciando
recursos a fuerza de fiestas y veladas. Centraban en la educación
judía la clave del ideal renacentista, buscando inculcarlo con ella y
con el conocimiento de las realizaciones de los pioneros de la
Segunda Aliah en Eretz Israel, en los que su movimiento se
inspiraba.
Contingencias ajenas a esa tarea y a su propio fervor, la
diluyeron y terminaron por interrumpirla. También dejó de existir el
Centro Sionista, pero nunca se borró de Rivera el sentimiento que los
había inspirado. Y cuando, muchos años más tarde, sobrevino la
creación del Estado de Israel, ese fervor latente irrumpió de nuevo,
traducido en un entusiasmo y un afán de hacer algo que fueron en
verdad emocionantes. Sin organización, casi por acción espontánea,

130
se organizó después de la resolución de la UN del 29 de noviembre
de 1947 un acto de celebración al que acudió el pueblo en masa. Y
luego hubo otros más, entre ellos uno en que se celebró el
reconocimiento de Israel por el gobierno argentino, que asimismo
tuvieron unánime adhesión popular.
Aún sin organización formal, siempre se habían realizado
campañas del Keren Kayesod y del Keren Kayemeth. Pero en 1948,
el año de la proclamación del Estado y de la guerra dela
Independencia, la Campaña de Emergencia arrojó resulta-dos
impresionantes, que traducían bien el encendido entusiasmo de los
rivereños y su afán de canalizarlo hacia una efectiva solidaridad con
Israel. Al año se constituyó, ya con toda formalidad y con la visita de
Guedalía Zakiff, el Comité de la Campaña Unida pro Israel (*).
Bajo el impacto emocional del resurgimiento de Israel creció la
actividad sionista y sobre todo la tarea de esclarecimiento y difusión
de la realidad de Israel, sus logros y perspectivas. Tomaron impulso
los movimientos sionistas juveniles, que exhiben, como una
expresión de su entusiasmo, un número no desdeñable para el pueblo
de jóvenes que emprendieron la Aliáh.
Rivera, fiel a su raíz judía, sintió muy hondamente el
renacimiento de Israel. Lo sintió como cosa propia, y sin que ello
interfiera en su fervor argentino, antes acendrándolo, la solidaridad
con Israel expresa mejor que nada el íntimo anhelo de sus pobladores
judíos de mantener v acrecentar su acervo judío, templándolo con el
nexo espiritual que sienten hacía la nación reconstruida en el solar de
sus mayores.

LA ORGANIZACON SIONISTA FEMENINA

En Rivera, como en todo el país, la mujer judía canaliza la


emoción y el afán de solidaridad promovidos por la creación del

131
Estado de Israel, hacia una efectiva obra de ayuda, organizada y
orientada por la Organización Sionista Femenina Argentina,
popularmente conocida, de su sigla en inglés, por la denominación de
WIZO. El primer paso en la creación de la WIZO rivereña data de
1933, en que la señora Sofía Toff de Kaplan, esposa del entonces
administrador local de la ICA organizó, por encargo de la WIZO
central de Buenos Aires, un centro regional. Lo hizo con la
colaboración de la señora R. H. de Melamed y de un grupo de damas
entre las que figuraban las señoras de Dayán, Projoye, Sager,
Sarachansky, Sas, Sigal, Sujonitzky y Zmud.
El centro realizó entonces una buena tarea, pero con los años
decayó y hacía 1940 hubo que planear un nuevo punto de partida.
Reactivados así el entusiasmo y la labor, el centro inició su nueva
vida el 29 de abril de 1940, con la presencia de la señora Gerchunoff,
y más tarde lo puso bajo la advocación de Henrietta Szold, la noble
figura que es a un tiempo símbolo de la WIZO y de su obra de
redención de los niños de Israel, cuyo nombre lleva el centro de
Rivera. En los años de la segunda guerra mundial orientó sus
esfuerzos hacia la ayuda para las víctimas de la guerra y la
reconstrucción de Eretz Israel. Hasta que en 1948, con la creación
del Estado, experimentó el mismo impulso galvanizante que el resto
de la actividad sionista. De entonces acá, orientada por delegadas que
viajaron desde Buenos Aires y por su propia comisión, que
actualmente encabezan la Sra. de Rosenfeld como presidenta y la
Sra. de Mosnaim como secretaria, realizó una doble tarea, de
difusión entre las mujeres rivereñas y de ayuda para la obra de la
WIZO en Israel, que colocan el esfuerzo sionista femenino entre los
más dignos de mención de cuan-tos se realizan en Rivera.

(*) Su primer presidente fue el Dr. Gregorio Abraschkin, que a poco dejó el pueblo
(donde tuvo actuación destacada, promoviendo una estimable labor cultural) y fue reemplazado
por Don Moisés Melman, y está integrado así: Vice, José Dujovne ; secretario Aarón
Resnicoff; secretario en idisch Manuel Beiser; tesorero, León Karabelnicoft, vocales, Moisés
Kushelevsky, Saúl Pirotzky, Abraham Ratuschny, Mauricio Kaplún, Luis Goldln, Marcos
Saslavsky, Miguel Melamed.

132
X

EL INSTRUMENTO
DE LA CULTURA RIVEREÑA

Sugería todo un ambicioso programa el nombre adopta-do por


la institución en que el Centro Cultural Israelita reconoce su origen:
Club de la Juventud Israelita para Recreo y Desarrollo Intelectual.
El que se usó en verdad fue Club Juventud Israelita,
transformado más tarde al reemplazarse la palabra Club por la de
Centro, pero la aspiración contenida en aquella larga y candorosa
denominación siguió siendo válida por todos los años de su
existencia, como era válida la alegación de juventud expresa en el
nombre, que dio lugar a más de un debate, resuelto salomónicamente
con la afirmación de que estaba abierto a los jóvenes, y lo que
contaba era la juventud espiritual de sus integrantes y de sus
propósitos.
Discusiones ilustrativas como esa hubo muchas en la historia
del Centro, comenzando por la de la propia asamblea fundadora,
realizada en el local de la Cooperativa Agrícola Barón Hirsch el 5 de
julio de 1912 y siguiendo por la de las reuniones iniciales de la
comisión directiva surgida de ella (*). No es que sus integrantes no
fueran jóvenes: lo eran en su mayoría, y otros entraban recién en la
madurez, incluido su presidente, don Abraham Schlapacoff, de quien
alguien que
(*) Estaba integrada así: Presidente, Abraham Schlapacoff; vire, Jacobo Schpoliansky;
secretario, Manuel Beiser; pro-secretario, F. Muchnik; tesorero Adolfo Sas; vocales, Moisés
Knizsitsky, P. Katz, Salomón Merlinsky. Saúl Stronguin, Najman Schpoliansky, Elías
Schneider ; síndicos, Vitalis Bassan y José Yussem.

133
entonces era más joven que él relata cómo lo llamaban una y
otra vez cuando se veían en apuros, y él encarrilaba las cosas y les
decía a los jóvenes: —Bueno, ahora sigan ustedes.
No se conformaron los fundadores con darse un nombre y
mandar a confeccionar un sello; querían obra efectiva, decisión de
construir un local y la de procurarse libros y además, realizarla
enseguida. De la primera reunión son la propia, por modesta que
fuera, y biblioteca, a la que atribuían un valor de definición de la
obra que pensaban emprender.
La proporción establecida para la compra de libros es todo un
documento, lleno de sugerencias sobre lo que era al par en ellos una
realidad y una aspiración: mandaban confeccionar una lista que debía
comprender un cuarenta por ciento de libros en castellano; un treinta
por ciento en idisch; un veinte por ciento en ruso y un diez por ciento
en hebreo. Adviértase cuantas cosas hay implícitas en esta
proporción: la mayor cantidad en el idioma del país, que todavía no
dominaban pero deseaban aprender, identificándose con él y con la
cultura de que era portador; una cifra menor en idisch, principal
medio de expresión de buena parte de los pobladores, vehículo de su
cultura y de su comunicación con los correligionarios; una cantidad
aún menor pero no desdeñable de libros en ruso, a tono con la cultura
y el idioma con que muchos de ellos estaban más conectados; y un
modesto diez por ciento en la antigua lengua de la Biblia y del
Talmud. Diez por ciento que era poco, pero con todo algo más que
nada, y representaba el refugio de quienes, en ese medio nuevo,
aspiraban a mantener, junto con su tradición judía' el apego por el
lenguaje que ya por entonces era el instrumente idiomático del
renacimiento nacional en Eretz Israel.
Por esta única limitación, ya que no por razones de costo,
puesto que lograron reunir para libros la considerable cantidad de mil
pesos, estaba condicionada la tarea que encargaron a quienes debían
preparar la lista. Recogemos sus nombres, a título de homenaje a
quienes sus convecinos reputaban dignos de convertirse en mentores
literarios de la institución. Debía elegir los libros en castellano un

134
grupo que integraban el director de la escuela Don José Souessia, el
administrador de la ICA, Sr. Vitalis Bassán y Don León Dimentstein
y el resto uno más numeroso compuesto de los señores Zví
Schneider, Aarón Brodsky, Manuel Beiser, Wolf Plotkin, Jacobo
Schpoliansky y Salomón Merlinsky.
Y aún hallamos en los testimonios de esa primera reunión un
detalle no menos significativo: se menciona una carta de Bernasconi
(de la colonia Narcisse Leven, la misma de donde el Ing. Lapín los
sacó porque pasaban hambre!) pidiendo una lista de libros. ¿Qué
tiene de extraño entonces que lo primero que crearan los colonos de
Philipson N° 3 fuera una biblioteca?
Una figura respetada de la colonización judía, el Dr. Hirsch
Ashkenazi, que fué rabino de Moisesville y luego director de las
Escuelas de la ICA, vinculó una iniciativa a la existencia de juventud
Israelita. Al mismo tiempo que se resolvía edificar, decidíase
también, teniendo en mucho la opinión y el consejo del Dr.
Ashkenazi, comunicarle la fundación del Club, así como encargarle
la compra de los libros en Buenos Aíres. Y poco más tarde vemos al
pedagogo judío asistiendo a una de sus sesiones y aconsejando la
organización de una sección infantil hebraica, que en efecto se creó y
fue el lejano antecedente de todo cuanto más tarde se hizo para los
niños en el Centro Cultural.
El momento decisivo en aquella etapa inicial fue la
construcción del local, que los miembros de la institución llamaban
crudamente el galpón, designación con que asimismo figura en las
actas. Galpón o lo que fuera, no hay muchos galpones en la historia
de las localidades de la campaña argentina a los. que el pueblo deba
tanto, que hayan, tenido tan auténtica significación da foco de
ilustración y de irradiación de inquietudes espirituales, como ese
basto local de chapa canaleta y tirantes de madera, que fue el corazón
de la cultura rivereña. Ni que decir que el pueblo entero participó con
su aporte y su adhesión en la construcción del salón del Club. La
ICA cedió el terreno, hubo donaciones de materiales, alguien regaló
puertas y ventanas, se contó con la valiosa ayuda de quien en

135
tiempos sucesivos fu el amable banquero del centro, don Yudel
Abraschkin, y en poco tiempo el local estuvo terminado. Se impone
rendir homenaje al hombre que lo construyó: el carpintero J.
Nudelman, cuya sólida tirantería resistió el embate del tiempo y
subsiste aún aunque no a la vista del público, como en sus
comienzos, a través de las sucesivas refacciones y embellecimientos
que en más de cuarenta años modificaron su fisonomía.
Rivera tenía ya su salón de actos, y a partir de entonces buena,
parte de su vida institucional se desarrolló allí. Asambleas y
festivales, bailes y conferencias, homenajes y funciones teatrales.
Sobre todo funciones teatrales. Volvemos una y otra vez sobre ese
aspecto de la vida del pueblo, y en cada época que registra este libro
debe anotarse su respectivo episodio teatral, subrayado por elencos
profesionales o bien por conjuntos filodramáticos locales que ponían
en el ambiente rivereño de aquel entonces uno de sus elementos
característicos. Realzado en los testimonios del Club por detalles
risueños como los que trascienden de las actas, en que se registran
sesudas discusiones sobre si debe permitirse o no el acceso de chicos,
o si, debe cobrarse o no la entrada a los familiares de los
improvisados actores. En el escenario del salón de la Juventud
Israelita resonaron, desde las melodramáticas peripecias de El Idiota
de Gordin, —la primera obra que se representó en él, animada por un
buen cuadro de aficionados que dirigía Israel Schpoliansky— hasta
la patética vibración que el arte incomparable de Maurice Moscovich
daba a El Padre de Strindberg. Dirigiendo a uno de eses conjuntos
de aficionados puso en escena sus propias obras en Rivera el escritor
y dramaturgo Mark Orenstein, uno de los muchos valores judíos del
extranjero, que de visita en la Argentina, también llegaron hasta allí.
Pero esto ocurrió en época posterior, y faltaba mencionar la más
eminente de estas visitas: la de Péretz Hirschbein, que fue en Rivera
un acontecimiento pregustado desde mucho tiempo antes y
comentado aún bastante después que el gran escritor judío hubo
pasado por el pueblo. Se organizó un comité de recepción, se le
brindaron agasajos, se exaltó en toda forma el acontecimiento que su
presencia significaba para Rivera. Péretz Hirschbein pronunció su

136
anunciada conferencia el 24 de agosto de 1914, y el eco que obtuvo
fue adecuado a la expectativa que suscitara. Pero e] escritor no se
conformaba con dar: también tomaba del medio rivereño lo que él
esperaba encontrar allí: el cuadro de una vida judía inconfundible,
que formó parte del bagaje de observaciones con que se fue de la
Argentina, reflejado más tarde en su hermoso libro De tierras
lejanas, editado a su regreso a Nueva York.
Una carta enviada por Péretz Hirschbein documentaba luego la
impresión que le habían causado Rivera y sus pobladores, el
reconocimiento a las atenciones recibidas, la sensación de sentirse
comprendido por esos chacareros judíos que conservaban viva la
devoción por los valores de su pueblo.
Años más tarde visitó nuevamente Rivera. Volveremos sobre
esa presencia, registrada cuando ya era el Centro Cultural quien la
promovió. Mientras tanto hemos de prestar atención a otros visitantes
que asimismo encontraron en Rivera una acogida atenta y cordial,
como la que siempre se dispensaba a quienes representaban algo en
el pensamiento judío: Nomberg, Onoiji, Latzki Bertoldi, aparte de los
líderes sionistas entre quienes ya mencionamos algunos, y cuyas
disertaciones encontraban asimismo cálido eco en la sala repleta de
la Juventud Israelita.
No eran sólo los visitantes quienes lograban promover ese eco
en el público.
Había un motivo que siempre hallaba plena adhesión del
pueblo: los homenajes a grandes figuras judías. Comenzó por la más
querida de toda la colonización judía: el Dr. Yarcho. Al cumplirse el
primer aniversario de su muerte se realizó un gran acto para honrar
su memoria. Sobre la huella de ese homenaje se realizaron otros.
Hubo uno que ya hemos mencionado, y que por la misma magnitud
que prometía se pro-gramó de entrada fuera del salón.
Era el mes de marzo de 1916. Acababa de morir en Nueva York
Sholem Aleijem, y el profundo dolor que causó en el pueblo la
pérdida del gran escritor que amaban, que había pintado como nadie

137
las alegrías y las penas y las costumbres de la vida judía, buscaba
expresarse de alguna manera. Y se concretó en un funeral cívico en
memoria de Sholem Aleijem que debía realizarse en la plaza— lo
que había de ser plaza, que entonces era apenas el solar de una
manzana que le estaba destinado— y al que asistió en masa la
población. Fue un acto trilingüe, con cuatro oradores que exaltaron la
figura del escritor en idiomas distintos pero con una misma e intensa
emoción. Hablaron León Dimentstein y Gregorio Schnir en
castellano, Manuel Beiser en idisch y Moisés Verbitsky en ruso.
Un acto similar aunque se llevó a cabo en un local cerrado, para
honrar a otra figura de quilates parecidos en la literatura judía, Israel
León Péretz, tuvo una peculiaridad singular: fue un homenaje
colectivo. Además de los oradores oficiales se admitió que podían
hablar todos cuantos tuvieran algo que decir, y en una especie de
debate libre se honró a Péretz discutiendo su obra, en una exégesis
popular, improvisada pero no por ello menos sincera.
Este convocar al pueblo para honrar a escritores y artistas se
hizo clásico en Rivera, y en otras ocasiones le tocó al poeta Samuel
Frug, que murió aquel mismo año, a Méndele Mojer Sforim y a
algún otro. Pero no era sólo a escritores. Un homenaje a Teodoro
Herzl, organizado conjuntamente
por la juventud Israelita y el Centro Sionista, alcanzó
proporciones excepcionales, y la conmemoración del fundador del
sionismo político se hizo tradicional en Rivera, donde más tarde
rivalizaba con ella la celebración del aniversario de la Declaración
Balfour.
De la época de la Juventud Israelita databa también una práctica
que luego fuera de las más típicas del Centro Cultural: llevar la tarea
de difusión a las colonias. Lanzó la iniciativa Moisés Verbitsky, que
presidía la subcomisión de conferencias y la de teatro, y consistía en
organizarlas no sólo en el salón del centro, donde ya eran habituales,
sino en los grupos alejados de la colonia, donde se hacían en un
cobertizo cualquiera o en casa de un colono. Eso cuando no se

138
limitaban simplemente a algún acto literario, en que se hacían
lecturas o discusiones, o bien ambas cosas a la vez. Recogemos un
grato recuerdo de alguien que evoca a León Esevich reuniendo a un
grupo de jóvenes para leerles La sonata a Kreutzer, con énfasis de
actor de la vieja escuela y una emoción que no desmentía su
vocación de tolstoiano.
Alguna vez la Juventud Israelita rindió homenaje a uno de los
suyos, aunque en este caso distaba mucho de ser joven. Zví
Schneider era escritor, y tenía una larga labor detrás suyo cuando el
pueblo entero respondió a un llamado del Centro para agasajarlo con
motivo de la publicación de sus obras. Fue una figura respetada en
Rivera, donde hallaban eco propicio sus escritos, la mayoría de ellos
referidos a la colonización, judía, a sus problemas y amarguras, a sus
errores y desencuentros. Enviaba colaboraciones a los periódicos
judíos, y un crítico tan severo y sagaz como Jacobo S. Liachovitzky
le publicó en su revista Libritos para Todos un relato, Der Roiter
Badjen (El Juglar Rojo), donde con un estilo en que se mezclaban la
ironía y la ternura describía un episodio de la colonización
organizada por el Barón de Hirsch, desde un particular enfoque
crítico.
A través de la actuación de Schneider nos conectamos — y la
incluiremos aquí— con una actividad que, aunque esporádica, tuvo
significación en Rivera, y no puede pasarse por alto en este capítulo
dedicado a la cultura del pueblo, y menos aún quien esto escribe, así
sea por solidaridad profesional. El periodismo rivereño tuvo en el
curso del tiempo cuatro o cinco expresiones estimables, sino todas
por los lo-gros alcanzados, al menos por el propósito.
La primera de ellas fue el periódico Riverer Vogenblatt, que
dirigía precisamente Zví Schneider, con quien colaboraba otro
periodista del pueblo, Moisés Ratuschny, al que ya hemos recordado
al mencionar su prematura muerte, acaecida cuando había abrazado
formalmente su noble y dura profesión.

139
Riverer Vogenblatt apareció en 1916, en medio de penurias y
traspiés, porque Schneider y Ratuschny enviaban los originales a
Buenos Aires y recibían el tiraje hecho, con todas las complicaciones
que ello importaba.
El segundo periódico, Di Pampa, tenía los mismos animadores,
pero se había dado ya un paso esencial: existía en. Rivera una
imprenta con tipografía en idisch, y pudieron editarlo en el mismo
pueblo. Ellos ayudaron al dueño, J. Aptekman, a montarla, y el
hombre se avino a hacer el esfuerzo porque el periódico representaba
una base, sobre la que podía contar con abundante trabajo de
impresiones en idisch, hasta entonces imposibles en el lugar.
La comisión redactora de Di Pampa estaba integrada por Zví
Schneider, Abrahan Berensohn, Moisés Ratuschny y Bernardo
Hirchoren. Apareció el 8 de noviembre de 1918, y duró alrededor de
un año, en el curso del cual se publicaron más de cincuenta números.
Hemos tenido a la vista los primeros de ellos, y su contenido es
un buen reflejo de las preocupaciones del pueblo, desde luego no
sólo materiales. Los problemas del agro; la acción de las entidades
colectivas; el candente problema de la educación judía, planteado al
pasar al Estado las escuelas de la ICA; el aniversario de la
Declaración Balfour, encuentran eco en sus editoriales. El más
grande acontecimiento de esa época, el Armisticio de 1918, ocurrió
por aquellos días y halló en los comentarios de Di Pampa, además de
un juicio a tono con su inmensa trascendencia, alusión a una
derivación significativa: recordar a quienes habían llegado en los
últimos años a raíz de la guerra, y entonces pensaban en volverse,
porqué se habían ido de Europa los fundadores de la colonia,
sustrayéndose a la discriminación y las persecuciones.
Ya que introdujimos este paréntesis periodístico, hemos de
adelantarnos diez años y encontrarnos con otro periódica, que
alcanzó gravitación en Rivera y realizó la hazaña de durar tres años:
Unzer Vort (Nuestra Palabra), que dirigía el Dr. Sansón Drucaroff, y
en el que tuvo decidida gravitación el Dr. Mauricio Lapacó, que sin

140
escribir en idisch —el idioma en, que estaba editado— inspiraba
buena parte de sus esfuerzos y orientaciones. Unzer Vort contaba con
la colaboración de Aarón Daijovsky y de Isaac Mizraj, pero acogía
también en sus columnas envíos de todos los pueblos y colonias don-
de había vida judía, llegando a ser un verdadero órgano regional, al
que se enviaban crónicas y del que se esperaba el reflejo de la vida
judía de toda la zona.
Los dos periódicos rivereños que completan la lista aparecieron
ya en castellano. Fueron Rivera, que editó León Brodsky desde el 1°
de junio hasta octubre de 1937, y La Voz Local, publicado a partir
del 10 de septiembre de 1942 bajo la dirección de la Imprenta
Silberman, según consta en su primera página, y del que han llegado
ejemplares a nuestras manos, celosamente guardados por quienes
recogieron aquellos en que se publicó una breve relación histórica de
la colonia, escrita por Don Arturo Bab bajo el título de Sobre el
Origen del Pueblo de Rivera.
Y ahora volvamos a nuestra Juventud Israelita, con la que
pasaremos rápida revista a la época anterior a la fusión, que fue un
anticipado prolegómeno del Centro Cultural.
Sus testimonios escritos registran un permanente y estrecho
contacto con otras instituciones judías, incluso un Congreso del que
surgió la iniciativa de crear una Federación de Centros de Cultura
Israelita de toda la República; su participación destacada en la
campaña pro ayuda a las víctimas de la guerra; sus intervenciones en
favor de judíos amenazados, como cuando nombra delegados para
una acción de protesta "contra la barbarie del Imperio Otomano en el
tratamiento a los hebreos de Palestina". Todo un historial de
actuación judía, que anticipaba el doble enunciado del nombre
futuro: cultural, e israelita.
Habíamos dejado de lado una actividad importante, cuyo valor
de esparcimiento v de ilustración es ocioso destacar: el cine. Desde
los primeros tiempos el galpón ejerció también funciones de sala
cinematográfica, con sus buenos dolores de cabeza para los

141
dirigentes, derivados de la explotación comercial y de los tropiezos
inevitables, como aquel en que por ser enviada la película en una
combinación de trenes distinta llegaba el lunes en lugar del sábado,
burlando a los defraudados espectadores, que volvían a sus chacras
sin haber visto otro espectáculo que el de la desesperación de los
organizadores.
Otra entidad rivereña también ofrecía cine a sus asociados,
como asimismo tenía biblioteca, y cuadro filodramático, y
preocupación por la cultura y el progreso del pueblo: la Unión
Obrera Israelita. Durante mucho tiempo fue una aspiración unánime
la suma de sus esfuerzos similares, y en cierto momento ese anhelo
se concretó.
Hemos de verlo, pero antes pasaremos así sea una somera
revista a esta institución.
La Unión Obrera Israelita surgió de la presencia en Rivera de
un núcleo cada vez mayor de trabajadores urbanos ocupados en
herrerías, carpinterías, tareas de construcción, trabajos de acarreo y
de estiba, comercios con empleados y obreros asalariados. Comenzó
siendo sindicato, pero bien pronto las tareas que enunciaba el
subtítulo ("... de Socorros Mutuos y Enseñanza") prevalecieron,
reservándose las actividades sindicales a otra entidad, la Unión
Obrera Profesional. El animador de la primera, clon León Slutzky,
actuó alternativamente en ambas, pero finalmente dedicó su principal
esfuerzo a la Unión Obrera Israelita, que con el tiempo cambió su
nombre por el de Centro Obrero. Hay testimonios de la obra mutual
que llevó a cabo, prestando asistencia a la parte más necesitada de la
población, así como de la labor desarrollada por su escuela nocturna
de adultos, a la que concurrían obreros, aprendiendo en castellano
con Don Abraham Berensohn y en idisch con Don Marcos
Dubrovsky.
Tenía su secretaría en una parte del local de Don Bernardo
Faure, donde instalaron su biblioteca y construyeron —realizando la
tarea sus propios asociados, con la valiosa ayuda en materiales que

142
les cedía el ingeniero Carlos T. Davis— un escenario, que convertía
el espacioso local en un buen salón de teatro y cine.
Crearon, como el Centro Juventud, un mecanismo de
contratación y exhibición de películas, y tuvieron también su elenco
de aficionados, que dirigía León Slutzky, cuyas representaciones
benéficas se hicieron famosas en el pueblo. Programas de aquella
época documentan esa actuación desinteresada, que subsistió por
largos años, aun después de la fusión con el Centro Juventud, por
ejemplo una función a beneficio de la Sociedad de Damas Baronesa
Clara de Hirsch, en la que el Cuadro Filodramático Ucraniano —
que así se llamaba— puso en escena una famosa opereta, Natalca
Poltavka, de cuyo éxito todavía se hacen eco quienes la recuerdan.
La unión del Centro Juventud Israelita y el Centro Obrero no
fue cosa de un día, pero llegó por fin, tras árduas y pacientes
gestiones. Difieren las circunstancias de esa unión y aún las fechas
según los testimonios, por lo que hemos de atenernos a lo que no
admite lugar a dudas: un sello que dice "Centro Juventud Israelita y
Obrero unidos el 8 de noviembre de 1919". La discutible gramática
del nombre así combinado muestra, con la suma de ambas
instituciones, el propósito de salvaguardar la fisonomía de cada una.
Lo mismo ocurrió con las bibliotecas, reunidas en una sola cuyo
membrete proclamaba, en 1921, Biblioteca Unida-Unión Obrera y
Centro juventud Israelita.
Tampoco fue fácil la convivencia. Y tras años de unión más o
menos precaria, en la que cada entidad mantuvo su individualidad,
aunque compartiendo el salón y las bibliotecas, las desavenencias
hicieron crisis, y en una sesión del 3 de agosto de 1924 de lo que
seguía siendo el Centro Juventud, se resuelve la separación con el
Centro Obrero.
Pero casi un año más tarde, el 17 de mayo de 1925, en una
asamblea que comienza presidida por el titular señor Jacobo Merpert
pero designa presidente a don Abraham Schlapacoff, éste da cuenta
de nuevas gestiones de fusión; se las aprueba, y la asamblea se cierra

143
sancionando un estatuto común y un nombre nuevo, que será Centro
Cultural Israelita. Aquí termina la trayectoria del viejo Centro
Juventud Israelita, bajo la presidencia del mismo que había
encabezado su nacimiento (*).
***
"Fomentar y desarrollar la cultura argentina, judía y general" y
mantener y engrandecer en todo tiempo su biblioteca José
Ingenieros", son, no sólo los postulados iniciales del estatuto del
Centro Cultural Israelita, sino su profesión de fe, la misión que se
impuso a través de los años, y en los que están presentes todos los
demás de su carta magna y de su larga ejecutoria. Son, con leves
modificaciones de la reforma de 1952, los mismos del viejo estatuto
que junto con la personería jurídica fueron aprobados el 22 de
febrero de 1928, casi tres años después que una asamblea consagrara,
con la fusión del Centro Juventud Israelita, y el Centro Obrero, la
nueva existencia de la entidad, el 31 de mayo de 1925 (*).
La biblioteca fue sobre todo el gran objeto de inquietud de las
comisiones que se sucedieron en la dirección del Centro, e
inmediatamente de asumir sus funciones la primera, se la ve hacer
pedidos de libros y adoptar diversas providencias para asegurar la
eficacia de su función.
El nombre adoptado era todo un símbolo y la discusión en que
se aprobó, de lo más ilustrativa sobre el criterio de los integrantes del
centro. No fué enseguida de la fundación si no unos años más tarde.
Presentada en una asamblea por Mauricíó Lapacó, la moción de
honrar a José Ingenieros prevaleció, sobre todo por el argumento de
su autor de que debía elegirse una gran figura argentina, pese a que
se sugirieron nombres de tan profunda resonancia para los judíos
(*) De 1912 a 1925 fueron presidentes y secretarios del Centro Juventud Israelita los
señores: Abraham Schlapacoff y Manuel Beiser; el mismo presidente con Julio Milstein;
Bernardo Abrashkin y Wolf Plotkin; Schlapacoff y José Yussem; Julio Milstein y León
Dimentstein; Gregorio Cherny y Jacobo Michelson; Schlapacoff y Gregorio Schnir, Mauricio
Guesneroff y León Kofman; Gregorio Cherny y León Karabelnicoff; y Jacobo Merpert y León
Karabelnicoff.

144
como Enrique Heine, Baruj Spinoza y Alberto Einstein. Y una
conferencia sobre José Ingenieros completó el homenaje, (que
Lapacó deseaba fuese sobre todo de divulgación de su obra), al
insigne autor de Evolución de las Ideas Argentinas.
La otra obsesión del Centro Cultural fue la escuela judía. Se
intentó crearla casi de inmediato, y no se escatimaron esfuerzos hasta
haberlo logrado, con un grave quebranto parra las finanzas del
Centro, porque coincidió con el comienzo de una de las peores crisis
de la colonia, y los padres de los alumnos, pese a la satisfacción con
que veían a sus hijos recibir una educación hebraica que deseaban
para ellos, se atrasaban en el pago, acumulándose un déficit con el
que la comisión luchó años seguidos. Contó con la colaboración
decidida del maestro, don Aarán Daijovsky, que si desarrolló una
acción pedagógica de la que una y otra vez se hacían eco
elogiosamente los dirigentes del centro, todavía se significó también
por algo más: verdadero espíritu de sacrificio, que le inducía a
proponer espontáneamente rebajas de su propio sueldo, cuando el
problema de sostener la escuela se hacía cada vez más difícil para
quienes debían obtener los recursos con qué costearla.
Hasta que dieron con uno que estaba entre las mejores
tradiciones del pueblo: el cuadro filodramático del Centro Cultural,
que a partir de 1930 en que fue creado ayudó a costear la escuela,
con una función tras otra que, si por una parte contribuía a agenciar
recursos, por otra prestaba a la vida del Centro uno de sus más
legítimos motivos de atracción. Sus entusiastas integrantes
desarrollaron una labor empeñosa, que sí tuvo para la entidad la
importancia derivada de lo que acabamos de mencionar, también la
alcanzó por su valor artístico, a tono con las mejores tradiciones
teatrales de Rivera. No hacemos nombres para no incurrir en
(*) La primera comisión, surgida de esa asamblea, estaba integrada así: Presidente:
Sansón Drucaroff; vice, David Zmud; secretario, Israel Halperin; prosecretario, Angel
Schwarz; tesorero, Naúm Traiber; vocales, León Karabelnicoff, Salomón Drucaroff, Jacobo
Merpert, Elías Schneider, Israel Resnik, León A. Sigal; suplente Aarón Leschinsky y J.
Berjman; subcomisión de Biblioteca, Samuel Vainfeld y Salomón Kantorovich; administrador
del salón, Samuel Kovalevsky; Síndico, Abraham Schlapacoff y Rubén Kaufman.

145
omisiones, pero hemos hallado una forma de soslayar este problema:
la fotografía del cuadro en pleno, que aparece en la tercera parte de
este libro.
Pero éstas eran actividades subsidiarias, y además de ellas dio
impulso a las que eran consideradas básicas en la vida del Centro: la
Biblioteca, qué con él adquirió verdadera vida después de vegetar
por años, y la labor de difusión cultural, cuyas características
personalísimas llegaron a ser inconfundibles en la vida del pueblo.
El primer presidente del Centro Cultural, Dr. Sansón Drucaroff,
define la obra realizada entonces como el fruto de Una acción
colectiva. El mérito era de todos, dice, y si hay (que destacar algún
nombre es el del Dr. Mauricio Lapacó, que cera en verdad el alma de
aquella empresa; el hombre que había logrado infundirle al Centro
Cultural Israelita su verdadero espíritu. Él fue quien logró catalizar el
afán de todo el pueblo de que el Centro llegara a ser, como logró ser
en verdad, un verdadero foco de esclarecimiento, arrancando a los
jóvenes de la confitería poniéndolos frente a un libro; a un tablero de
ajedrez o una discusión literaria, donde ponían pasión o curiosidad,
pero siempre tenían algo que aprender.
De esa época del Centro Cultural es una costumbre peculiar,
que llegó a ser insustituible, y atraía semana a semana nutridas
concurrencias al salón del Centro. Era lo que llamaban, por su
nombre en idisch, Kestl-Ovnt. Cada uno escribía en un papel una
pregunta cualquiera sobre un tema que podía ser literario, político,
artístico o simplemente de actualidad. Se colocaban los papelitos en
una caja, luego se sacaban de ella las preguntas, y quienes ejercían la
presidencia —o cualquiera del público llegado el caso— las
contestaba.
A veces el interrogador se daba por satisfecho con la res-puesta,
y se acudía a otra pregunta, pero a veces la réplica no lo convencía, y
se entablaban vivas polémicas que daban al ambiente una animación
extraordinaria, convertidas en un debate libre que, convenientemente

146
encarrilado, resultaba notablemente ilustrativo y cumplía el propósito
primordial de esas reuniones, que luego hallaban eco en las
discusiones que seguían por toda la semana, hasta en los almacenes
del pueblo.
También salían, siguiendo las mejores tradiciones del Centro
Juventud, hacia las colonias, llevándoles el clima de discusión y
esclarecimiento que eran habituales en el salón de Rivera. De estas
reuniones recogemos el recuerdo de una, que basta por todas. Era en
Tres Lagunas, donde se realizaba un acto polémico organizado por el
Centro. En un galpón de chapas, con una temperatura de 14 grados
bajo cero, ros oradores envueltos en ponchos, bufandas y aún
frazadas, el acto se prolongaba hasta las tres de la mañana sin que
decayera la animación de las discusiones. Y completando el
espectáculo, alineadas en los bordes del galpón, las cunas de los
chiquitos, que sus madres habían traído porque nadie quería quedarse
en casa a cuidarlos cuando un acontecimiento como ese tenía lugar
en la colonia. El epílogo también era obligado: acudir a la casa de
alguno de los chacareros a calentarse con un vaso de té y, o bien
seguir la discusión, o mejor aún improvisar un baile que se
prolongaba hasta que habían llegado del todo las luces del día.
De la Juventud Israelita, el Centro Cultural había heredado la
tradición de los homenajes a escritores, de las visitas de judíos
ilustres y de conferencias animadas de un de-seo de elevación
cultural. Invitado por el Centro volvió a visitar Rivera Péretz
Hirschbein, que permaneció en el pueblo unos ocho días. Fueron de
fiesta permanente, pero también de permanente discusión. El gran
escritor pronunció tres conferencias pero asimismo participó en uno
de los famosos actos del salón, con polémica y todo. Y no hay
testimonio de que no le haya gustado.
Un visitante que dejó grata y larga impresión en Rivera, a
donde volvió para una segunda conferencia, fue el profesor Rodolfo
Senet, que habló sobre los temas de psicología y educación que le
eran propios. En testimonios posteriores documentaba el profesor
Senet su complacencia por la calidad y comprensión del auditorio,

147
así como su reconocimiento por el respeto y la atención con que se le
había escuchado.
No hemos de seguir en detalle la marcha del Centro en todo el
curso de su historia. Infinitas sugestiones trascienden de ese largo
historial, y son una permanente tentación para incluirlas, aún a riesgo
de abrumar al lector con pormenores menudos.
Hay uno, sí, que vale la pena recoger, porque fue una de las
primeras y más entusiastas iniciativas del Dr. Mauricio Lapacó en
cuanto llegó a la presidencia del Centro: el gran edificio propio, que
con un poco más de suerte Rivera hubiera poseído, porque él, con su
entusiasmo, era el más indicado para llevarlo a cabo. Pero el
proyecto tropezó con una de las peores crisis de toda la historia de
Rivera, pródiga en ellas. Iniciado con excelentes auspicios, lanzada
la suscripción, deseosos todos de llevar a cabo el proyecto que iba a
dotar al Centro Cultural Israelita de su Salón-Teatro, ni biblioteca, y
dependencias dignas de sus aspiraciones, terminó por quedar en la
nada, salvo la melancólica inclusión del croquis en el folleto con que
se celebró en el Año del Libertador el 25 aniversario de la Institución
(*).
Los fondos recolectados se aplicaron entonces a mejorar el
aspecto del salón y a hacerlo utilizable en una época en que ya casi
no lo estaba. Pero la estructura del salón siguió siendo la misma,
como lo es hasta el día de hoy, en que se logró por fin realizar una
bella construcción, que aportó un frente y dependencias adecuadas a
la dignidad del Centro y resultó una contribución edilicia a la
fisonomía de Rivera.
Del historial del Centro recogemos todavía un par de detalles
que no deseamos pasar por alto; la Biblioteca Infantil Sarmiento,
colocada bajo su patrocinio; los cursos para adultos, especialmente
para inmigrantes, que dictaban desinteresadamente las maestras de la
escuela provincial señoritas Fanny y Josefa Plotkin; el homenaje al
gran escritor judío Opatoshú que se le rindió en sus bodas de plata
literarias; la colaboración que el Centro prestó a entidades similares

148
de todos los pueblos a la redonda; y una hermosa carta de la revista
Nosotros, en la que campeaba el fino espíritu de Roberto F. Giustí al
explicar el motivo de rebajarle el 30 por ciento en el valor de la
suscripción, que el Centro Cultural había pedido, concierte de la
función que la vieja revista representa en la cultura argentina.
Y también los conciertos —de los hermanos Zubritzky, de
Alejandro Barletta, y muchos otros—. Y la sección Ajedrez, que
tiene fisonomía propia y un cuadro representativo que le dio grandes
satisfacciones al pueblo. Volveremos en el capítulo deportivo sobre
su actuación en certámenes, donde hizo un papel airoso, que dejó
bien al prestigio rivereño. (*)
Es justo destacar, sin que ello importe ignorar los méritos de
otros presidentes reiteradamente reelectos, la actuación de un hombre
que durante más de 15 años fue abnegado luchador por la institución:
Don José López Orte, a quien el Centro expresó su gratitud, en
ocasión de su partida del pueblo, designándolo socio honorario y
brindándole un gran acto de despedida.
Hasta que llegamos a las vísperas del cincuentenario, con un
largo recorrido a recapitular al mirar hacia atrás (**). 1955 es
también el año del 309 aniversario del Centro Cultural Israelita, a
quien esos seis lustros, unidos a los años de su antecesor, acercan
rápidamente al medio siglo. Y si en sus primeros cincuenta años el

(*) De ese folleto reproducimos la nómina de los presidentes y secretarios que se


sucedieron en ese cuarto de siglo, más los pocos que actuaron posteriormente. Son los que
siguen: Presidentes: Sansón Drucaroff, León A. Sigal, Mauricio Lapacó, David Zmud,
Mauricio Lapacó, Sansón Drucaroff, Arón Sas, dos períodos seguidos, Bernardo Hirchoren,
Arón Sas, Isaac Perman, P. Saslavsky, los períodos seguidos, Manuel Saslavsky, Jaime
Schargrodsky, Antonio Lapacó, dos períodos seguidos, José López Orte, dos períodos
seguidos, Bernardo Simkin, dos períodos seguidos, Mauricio Kapitin, Arón Grimberg,
Bernardo Simkin, Alfredo Lewkowitz, dos períodos seguidos, José López Orte, tres periodos,
Aarón Grimberg y Alfredo Lewkowitz. Secretarios: I. Alperin, Pablo Dick, S. Drucaroff,
Mauricio Lapacó, S, Drucaroff, Idel Rusansky, P. Saslavsky, R, Stanislavsky, Isaac Perman,
Id., Moisés Vesfrit, Simón Resnik, Moisés Gelman, Arón Resnicoff, M. Saslavsky, Arón
Resnicoff, tres periodos, M. Saslavsky, Salomón Marión, José López Orto, Naón Guitelman,
José López Orto, Gregorio Barindorff, Salomón Schamsanovsky, Gregorio Barindorff.

149
pueblo puede proclamar que luchó sin desmayos por su progreso
espiritual y material, el Centro Cultural Israelita tiene derecho a
reivindicar para sí el haber sido instrumento principalísimo del
primero de esos empeños.

(*) Ver página 210.

(**) Lo hacía el Centro Cultural Israelita en septiembre de 1953, al lanzar el primer


llamado para la celebración del Cincuentenario de Rivera en un bello manifiesto del que
extraemos este párrafo:
"El viejo Centro Juventud Israelita; el viejo Centro Obrero y sus magníficos creadores le
otorgan este glorioso mandato. Los nombres do todos aquellos hombres —merecedores a que
se escriban con letras de oro— también nos observan confiados en que hemos de hacer honor a
su fuerza creadora, que no otra cosa puede decirse de quienes, al cruzar el mar para venir a un
mundo desconocido, supieron elevar, con su tesón en el trabajo la riqueza de los campos
vírgenes; fundar un pueblo y con la fuerza de su espíritu, encumbrar su propia cultura y la de
aquellos hijos que habían de nacer al calor que alumbrara el sol de su nueva patria".

150
XI

GRANJEROS UNIDOS,
DEFINIICION Y EJEMPLO

Granjeros Unidos era un nombre, pero era también una


definición. Cuando surgió en 1922, dos años después que la
Cooperativa Agrícola Barón Hirsch cerrara sus puertas, la pre-
ocupación primera de sus propulsores fue eludir los errores que
sumados a las adversidades naturales habían conducido a la ruina a
su antecesora. Y esa inquietud apuntaba desde la denominación
misma, que al llamar granjeros a los colonos asociados proclamaba
su decisión de llegar, por la explotación mixta de la tierra, a la
antítesis de la trágica coyuntura en que sucumbió la primera
cooperativa con que había contado la colonia.
Los dos años transcurridos habían contemplado una situación
extraña. Los colonos sentían que les faltaba ese instrumento de
defensa económica, pero el fracaso de la Barón Hirsch, pesaba en los
ánimos, creando una inhibición que ninguno se atrevía a romper
lanzando la iniciativa.
Lo hizo el mismo que sugirió el nombre; el mismo que al
presidir un comité organizador logró galvanizar la idea que todos
acariciaban: Don Aarón Brodsky, que en unión de otros esforzados
rivereños —Saúl Pirotzky, Isaac Marchevsky, Simón Vodovosoff y
Lázaro Melamed— se pusieron a la tarea de dotar de nuevo a Rivera
de una cooperativa. —La segunda cooperativa surgió, dice
regocijadamente Don Saúl Pirotzky, con la risueña frescura de sus
ochenta y tantos años bien llegados, porque después de haber tenido
una, ¿cómo pueden vivir judíos sin cooperativa?

151
Así era. Y Granjeros Unidos nació a la vida para iniciar un
destino que por un par de años fue todavía bastante incierto pero que
terminó por afirmarse hasta convertirla en lo que es hoy, una
institución sólida y acreditada, cuya solvencia económica corre
parejas con un prestigio que trasciende el ámbito de Rivera.
Hemos de ver, en el curso de este capítulo, cómo la integración
de las cooperativas en un solo organismo central agrega el valor de
una unidad de acción, en todas las colonias judías, a lo que por
definición tiene ya unidad de espíritu y de propósitos. A la misión
clásica del cooperativismo, que ejerce una función económica y
subsidiariamente gremial, nuestras cooperativas le agregaron una
función cultural y social que ya hemos visto al observar la primera
que tuvo Rivera, y que Granjeros Unidos consagró, porque logró
triunfar donde la otra había fracasado, y porque probó que ellas no
sólo no conspiraban contra una sana evolución económica, sino que a
su manera la aseguraban mejor. Al convencer al colono de que la
solidaridad social que le era inherente podía y debía ser correlativa
de su mera función eco-nómica, Granjeros Unidos daba al
cooperativismo su verdadero sentido de suma de esfuerzos
individuales al servicio de la colectividad.
La asamblea de constitución se realizó en el salón del entonces
Centro Juventud Israelita y Obrero, el 30 de marzo de 1922, y de ella
surgió un consejo de administración una actividad formal que
cronológicamente deben registrarse, aunque Granjeros Unidos
computa oficialmente su existencia desde 1924. Su mesa directiva,
elegida en la reunión del 9 de abril inmediato, quedó integrada así:
presidente, Lázaro Melamed; vice, Saúl Pirotzky, secretario, Rafael
Schulkin; tesorero, Natán Jadzinsky (*).
Hubo un detalle en ese proceso que contrista el ánimo, pero
permitió muy luego apreciar la envergadura moral de un hombre.
Don Aarón Brodsky, que había sido el iniciador del movimiento que
condujo a la fundación de Granjeros Unidos, que era el inspirador
del nombre; que había presidido su comité organizador, no fue electo
titular y renunció. Pero poco después se le ve concurrir a título de

152
simple socio a las reuniones del consejo de administración y aceptar
sin título alguno tareas cada vez más responsables, hasta que fue
designado secretario de la Comisión de Agricultura, que integraba
también el administrador de la ICA y tenía a su cargo las relaciones
con ella, y aún la edición de un periódico "que debía llamarse
Granjeros Unidos. Como dirigente o como soldado de filas Aarón
Brodsky, el Sajaroff rivereño, sentía que su puesto estaba allí, porque
creía en la cooperación y tenía confianza en que Rivera iba a
encontrar en ella la clave de su defensa y su prosperidad.
Más tarde, cuando el 25 de julio de 1933 dejó de existir, el
homenaje que Granjeros Unidos le tributó, y que consta, en las actas,
no hacía sino cumplir el deber que el cooperativismo de Rivera tenía
con su máximo propulsor.
Hemos dicho que aquella época inicial fue difícil y en la
segunda memoria se destaca "que deben combatir la desmoralización
y aflojamiento del espíritu cooperativista provocados por el
derrumbe de la Barón Hirsch".
Recién dos años más tarde se habla en los testimonios escritos
de Granjeros Unidos con perspectiva optimista: aumentan la
confianza y el crédito; la cooperativa goza de creciente simpatía y en
ese sólo año han ingresado 81 socios nuevos.
Por aquel entonces se produce un hecho decisivo: la adhesión a
Granjeros Unidos de la llamada Unión Agrícola-Israelita, que en
ausencia de una cooperativa se había constituido para suplir el
instrumento colectivo que les faltaba a los colonos. En la memoria en
(*) La lista de los asociados que fueron electos para integrar la comisión fue, en orden
de votos obtenidos, la siguiente: Jaime Kapustiansky, Isaac Marchevsky, Saúl Pirotzky, Natán
Jadzinsky, Osías Rosemberg, Rafael Shulkin y Lázaro Melamed, y como suplentes Naón
Shamsanovsky, Aarón Brodsky y José Shulman. Síndicos, M. Breitman, Simón Vodovosoff y
J. Champanier. Síndicos suplentes, S. Slobinsky y J. Greis. Brodsky y Shamsanovsky
renunciaron, y fueron reemplazados por J. Svetliza y J. Goischen. En la reunión de ese consejo
del 23 de junio de 1924, su presidente Don Lázaro Melamed anunció la aprobación de los
estatutos por el gobierno de la Provincia y la personería jurídica. Pero en los anales de
Granjeros no se registran, ni ese primer ejercicio ni esa oficialización, ya que en las memorias
se menciona 1924 como año de fundación, y la fecha del 14 de marzo de 1928 como la de
aprobación de la personería jurídica.

153
que se hace referencias al pro-ceso de fusión con la Unión Agrícola,
afírmase que sus socios comprendieron que es preciso aunar la
acción gremial con la acción económica. Y en la distribución de
funciones que fue el primer paso hacia la incorporación lisa y llana,
esta función económica quedó reservada al aparato de Granjeros
Unidos ya existente en lo que se refería a los intereses económicos de
sus socios, mientras a la Unión se le atribuía todo lo atingente a
defensa gremial.
De los actos de la época inicial de la Cooperativa tomamos
también un detalle que ha de permitirnos la referencia a una
institución, que tuvo verdadera significación en Rivera. Registra la
presencia en una sesión de don Blas Arano, a quien se designa con el
título de presidente de la Liga Agrícola Ganadera, entidad que logró
la adhesión del pueblo y que más tarde se transformó en el Banco
Agrícola Ganadero.
En un informe de la ICA se describe a la Liga como una entidad
creada "bajo los auspicios de personalidades no judías", lo que no
obstó, naturalmente, para que contara también con el apoyo de
caracterizadas figuras de la colonia. De los 287 miembros que
contaba entonces, 114 eran colonos. Su presidente, el señor Arano
tuvo dilatada vinculación con la vida de Rivera, y fue bajo su misma
presidencia que la Liga se transformó en Banco Agrícola Ganadero,
cuyos estatutos fueron aprobados por el gobierno de la Provincia el
28 de junio de 1924. De una fecha levemente posterior a esta es,
justamente, la decisión adoptada por Granjeros Unidos de abrir una
cuenta en el Banco Agrícola Ganadero y de operar con él.
Era una época en que ya los pasos más difíciles habían sido
dados. Desde la pobre habitación en la casa de Salomón Drucaroff
que fue d primer local de Granjeros Unidos, el traslado a la casa
propia, en la que se invirtió la respetable suma de 13.000 pesos,
señaló una etapa importante en la evolución de la Cooperativa.

154
El consejo de administración (*) se veía ayudado por
circunstancias favorables y ello a su vez incidía en su acción, que
daba prestigio a la entidad y facilitaba la atracción de nuevos socios.
Cuando hacía unos meses que este consejo estaba en funciones,
una invitación de la Cooperativa Fondo Comunal de Domínguez para
un Congreso de Colonos judíos que debía realizarse en 1925 en esa
localidad nos pone ante un testimonio de lo que Granjeros Unidos
entendía por entonces que era la misión de las cooperativas. Por boca
de su presidente Pirotzky se expone un proyecto de temario que es
todo un programa: fundar una federación de todas las cooperativas
judías; crear un Banco Agrario; organizar cooperativas en las
colonias donde aún no existen; sostener agrónomos para con-seguir
el mejoramiento del cultivo y la granja; sostener un abogado para
que asesore a la cooperativa en la defensa de los derecho de los
asociados; crear un órgano de los colonos y oficina de
informaciones; publicar estadísticas nacionales y extranjeras que
sirvan de guía y orientación a las colonias; que los síndicos sean
contadores o escribanos, para asegurar la eficacia de su función
fiscalizadora, y que el directorio de la Federación esté compuesto por
los presidentes de las Cooperativas. En este Congreso se sentaron las
bases de la Federación Agraria Israelita, más tarde Fraternidad
(*) Este consejo, que inició lo que Granjeros Unidos recuerda como su primer Ejercicio
oficial en el año 1924/25, estaba integrado así: Presidente, Saúl Pirotzky; vicepresidente, Jaime
Kapustiansky; secretario, primero Rubén Kaufman y luego Bernardo Schmukler; tesorera,
Salomón Drucaroff; síndico, Lázaro Melamed ; vocales: S. Stronguin, M . Kasakevich y A.
Bernstein. Gerente, I. Halperin. En todos los ejercicios subsiguientes hasta 1929 fueron
presidente y secretario, respectivamente, Naón Schamsanovsky y Alejandro Javkin, y luego los
presidentes y secretarios se sucedieron así: Naón Schamsanovsky y Marcos Traiber en dos
ejercicios; luego Marcos Traiber y Moisés Kuschelevsky; enseguida Naón Schamsanovsky y
Abraham Resnicoff; siguieron Marcos Traiber y Moisés Kuschelevsky; Salomón Jersonsky y
Jacobo Shufer; Salomón Jersonsky y Miguel Fainstein en dos períodos, y en un tercero
alternando los cargos Mauricio Kasakevich y Miguel Potap; Miguel Fainstein Y Bernardo
Schmukler en dos períodos; Antonio Lapacó y Miguel Potap; (el Sr. Lapacó renunció en un
gesto cuya significación ética tuvo adecuada resonancia, por considerar incompatible el cargo
con actividades comerciales privadas, y fue reemplazado por el Sr. Moisés Melman que
completó el Período); Moisés Melman e Israel Gavinoser; Salomón Schneider y Moisés
Melman, que alternaron los cargos al año siguiente; Salomón Schneider e Isaac Greis; Jacobo
Schufer y Siske Mosnaim; el mismo presidente con Francisco Loewy, que alternaron cargos los
al año siguiente; Jacobo Gelman y Gregorio Goisen y Francisco Loewy y Moisés Sitz.

155
Agraria, y en él Rivera estuvo representada, y bien representada,
aunque en las actas de aquel entonces figuren discusiones sobre si
Granjeros Unidos participaba o no en el Congreso.
Integraban la delegación rivereña los señores Naón
Schamsanovsky, Alejandro Javkin, Jacobo Katochinsky y M.
Kaplún.
A los dos primeros les tocó hablar en nombre del
cooperativismo rivereño, y pusieron bien alta la representación de los
colonos. Hablaron claro, con el aplauso del congreso entero. Y no
fué al azar que justamente en la primera renovación del consejo de
administración fueran elegidos presidente y secretario de Granjeros
Unidos, ejerciendo Don Naón Schamsanovskv la presidencia durante
seis períodos consecutivos, y Don Alejandro Javkin la secretaría
durante cuatro.
En 1927 Granjeros Unidos aparece plenamente vinculada a la
central de las Cooperativas judías, al punto que la entonces
Federación Agraria Israelita realizó en Rivera su congreso, el tercero
de su existencia. La memoria de Granjeros encarece la importancia
de ese acontecimiento y el valor de sus conclusiones, y al recordar
las obligaciones contraídas hacía la Federación, lo hace con palabras
que son toda una lección de cooperativismo: "Ninguno de nosotros
debe olvidar que los socios consientes somos el sostén de la
organización, y como tales debemos siempre responder cuando la
organización lo requiere de nosotros''.
Respondieron bien, en verdad, y recíprocamente la organización
central les respondió a su vez. Y así podían al año siguiente recalcar
la valiosa función que cumplía esa cooperativa de cooperativas, que
tras el 5° congreso realizado en Basavilbaso llevaba ya su nombre de
Fraternidad Agraria, con que figura desde entonces en el historial del
cooperativismo judío argentino y en el recuerdo agradecido y
cariñoso de los colonos que ven en ella a la madre de las
cooperativas.

156
Ese fue también —1928— el año en que se inauguró la sección
de productos de granja, que fue posible precisamente porque la
Fraternidad, con la que se había realizado un convenio para colocar
la producción, se preocupaba por encontrar nuevos mercados y
facilitar con esa base la obra de Comento y la diversificación. Del
mismo ejercicio data también la primera iniciativa de una fábrica
quesera, idea que, fue el germen del que surgió más tarde la
Cooperativa de Tamberos y cuya evolución y realización veremos en
el capítulo respectivo.
La inquietud esencial está dictada siempre por el mismo
propósito: la explotación mixta, la introducción de rubros nuevos que
permitan, al abarcar más, una mejor defensa contra las inevitables
contingencias del trabajo de la tierra. Por eso se pone el énfasis sobre
el fomento de la industria lechera, sobre la huerta, sobre la plantación
de árboles frutales y forestales, en un doble propósito de
aprovechamiento económico y protección del suelo. Y en todo ello
se cuenta permanentemente con la colaboración v el auspicio de la
Fraternidad, como una y otra vez lo destacan los documentos de
Granjeros Unidos, rindiendo homenaje a la institución y al hombre
que al par representaba su espíritu y su eficiencia: Don Isaac Kaplan,
que fue por muchos años el alma de la institución, así como antes lo
había sido, junto a Sajaroff, de la Cooperativa Fondo Comunal de
Domínguez.
Aquí corresponde destacar, porque lo reiteran los colonos,
porque figura en los documentos de la Cooperativa y porque
trasciende de la realidad de su acción, el papel esencial que jugó la
Fraternidad Agraria en el desenvolvimiento del cooperativismo en
las colonias judías.
Si cada cooperativa representa en la colonia respectiva una
suma de esfuerzos y recursos individuales, la Fraternidad Agraria
representó el conjunto de estos esfuerzos acrecentados y afianzados
por la acción colectiva.

157
Fue en verdad la suma de ellos, y como tal define el aporte,
canalizado a través de una institución, del cooperativismo judío al
progreso del agro argentino. Integrada aún, en su carácter de
cooperativa de segundo grado, en el conjunto del cooperativismo
nacional, representa la contribución de las colonias israelitas a una
corriente que después de bregar por largo tiempo librada casi a su
propio esfuerzo, encuentra ahora cauce propicio en el decidido apoyo
que le presta el gobierno, bajo la inspiración del presidente Perón,
que ha sabido fiar al cooperativismo la importancia que tiene en la
evolución económica argentina.
La parte de Rivera en esta contribución descansó por mucho
tiempo, hasta que surgió su hermana la Cooperativa de Tamberos, en
las solas espaldas de Granjeros Unidos. Con relación a la Fraternidad
esta acción fue recíproca, y los hombres de Rivera tuvieron en ella
un papel destacado, incluso presidiéndola en repetidas ocasiones.
El primer rivereño que presidió la Fraternidad Agraria fue un
hombre a quien ya hemos visto presidir la primera, cooperativa y una
de las instituciones madre de Rivera, el Club de la Juventud Israelita,
y a quien volveremos a encontrar al frente de otra, el Hospital
Yarcho: don Abraham Schlapacoff, figura consular del pueblo, que
en el período 1935-36 y luego en 1940-41, acompañado por don
Salomón Jersonsky como secretario, fue la máxima autoridad de la
cooperativa de Cooperativas judías.
En las memorias de Granjeros Unidos consta el reconocimiento
a Schlapacoff por su actuación en arbitrajes, una de las más
características intervenciones a que estaban llamados en Rivera
(todavía desde la época de la primera Cooperativa, que había
incorporado el arbitraje a sus funciones) los hombres de pro como él,
expresión de una autoridad moral que ambas partes acataban y que
ahorró al pueblo y a sus vecinos muchos conflictos, resueltos así por
la vía de la conciliación. Y consta también el último homenaje, que
en sobrias palabras destacaba su contribución a la vida del pueblo,
después que el 10 de julio de 1944 don Abraham Schlapacoff había
dejado de existir.

158
Más tarde, en 1948, correspondió nuevamente la 0.c-si-ciencia
de la Fraternidad a un hombre de Rivera, don Moisés Melman, y en
momentos en que se publica este libro, otra vez dos hombres de
Granjeros Unidos, don Francisco Loewy y don Israel Gavinoser,
desempeñan la presidencia y la secretaría de Fraternidad Agraria.
No ha de omitirse en esta referencia a la misión de la
Cooperativa madre la mención de su órgano El Colono Cooperador,
que pronto cumplirá 35 años de existencia, cuyos jalones fueron
reiteradamente subrayados por las memorias de Granjeros Unidos,
destacando su valor de instrumento de información del
cooperativismo judío y la actuación que en él correspondía primero a
Don Isaac Kaplan y más tarde a Don Abraham Gabis.
Pero nos hemos adelantado demasiado en el tiempo, y los temas
nos han ido sacando de un estricto orden cronológico, con lo que
dejábamos detrás otros que marcaron etapas en la vida de la
Cooperativa.
De la época inicial es la intervención de Granjeros Unidos en la
rehabilitación y manejo del Hospital Yarcho, que veremos con más
amplitud en el capítulo respectivo, y de ella también una gestión por
la construcción del ramal ferroviario directo a Carhué que fue el
primer paso en el reclamo impuesto por una sentida necesidad del
pueblo, escuchado unos años más tarde. Gestiones de bien público
corno esas se cuentan muchas en el historial de Granjeros Unidos.
Pero había otras que estaban dictadas por una preocupación
constante y nunca resuelta: la de contar con un fondo de colonización
que permitiera resolver uno de los más agudos problemas de la
colonia.
Llevada por el afán de contar con medios de colonizar,
Granjeros Unidos estuvo vinculada a aquella esperanza frustrada que
fue la fundación de la colonia Akivah Oettinger, que ya hemos visto
en un capítulo anterior. Conocemos la triste suerte que corrió esa
aventura señalada por la adversidad, pero vale la pena recoger aquí la
consideración que hacía al respecto la Cooperativa cuando las

159
esperanzas puestas en ella todavía eran válidas, y se inauguraba la
colonia con asistencia de su patrono, el Ing. Akivah Oettinger.
Señalaba entonces que se había comprado el campo de Mari-Mamuel
con el propósito de colonizar a hijos y yernos de colonos, pero que
debió darse participación a chacareros antiguos, porque muchos de
los jóvenes no tenían fondos, y no se disponía de ellos para
ayudarlos. Se hacían consideraciones sobre lo útil que hubiera sido
poseer un fondo de colonización porque en ese caso, entre la
Cooperativa y su Federación "habrían ayudado a aquellos hijos de
colonos que por falta de dinero no pudieron comprar su lotecito de
campo". Y terminaba con un homenaje al hombre cuyo nombre se
había puesto a la colonia, señalando "la valiosa labor que el
Ingeniero Oettinger había desarrollado en beneficio de esta colonia,
así como de toda la colonización judía en la Argentina".
Tomamos de un relato de Moisés Ratuschny otro recuerdo, que
corresponde a la historia de la primera Cooperativa, pomo que en ella
se desarrolló el episodio, aunque la presencia del protagonista, que
fue un acontecimiento para todo el pueblo, excedía el marco de una
sola institución.
Era durante el primer viaje a Rivera de Péretz Hirschbein.
Estaba programada una visita del escritor a la Barón Hirsch, y a la
hora prevista el pampero levantaba una polvareda que envolvía al
pueblo entero. Pero él no se arredró, y saliendo de su hotel cruzó a
ciegas hasta la Cooperativa, adonde llegó antes de lo previsto y sólo
encontró a un colono, Merpert, que todo turbado al reconocerlo se
levantó apresuradamente para ir a su encuentro.
Pero el autor de Campos Verdes se encaró con él, lo instó a
permanecer sentado y le dijo:
—Usted, un viejo agricultor judío de un país libre, no debe
ponerse de pie ante un escritor judío; es el escritor el que debe
pararse ante el chacarero.

160
Y el relato de Ratuschny registraba aun otra frase de Péretz
Hirschbein, pronunciada en medio de la grata tertulia que a pesar del
pampero se improvisó a poco en la Cooperativa:
—Todos los vientos dispersan y todos los vientos reúnen de
nuevo a nuestros hermanos.
Aunque demorado en unos meses, Granjeros Unidos rindió
condigno homenaje al padre de las colonias judías, el Barón de
Hirsch, en el centenario de su nacimiento. Con fecha 8 de noviembre
de 1931, en vísperas de aquella en que se cumplía la efeméride,
mandó confeccionar una placa que debía honrar al fundador de la
ICA en nombre de todo el pueblo con esta inscripción:
"Al Barón Mauricio Hirsch, de la colectividad de esta zona, en
el centenario de su nacimiento. Rivera, 19-12-1931".
El acto de colocación no pudo realizarse en la fecha misma del
centenario, y se postergó para celebrarlo conjuntamente con el Día
de la Cooperación, llevándose a cabo el 3 de julio de 1932. Fue una
ceremonia inolvidable, que contó con la adhesión del pueblo entero,
y su significación fue destacada en discursos que exaltaron la obra y
la figura del patrono de la colonia (*).
La placa lució diez años en el frente del antiguo edificio de
Granjeros Unidos y en 1942, inaugurado el nuevo, fue trasladada
allí, y en el frontispicio de la Cooperativa proclama en letras de
bronce la gratitud de Rivera al padre de la colonización judía en la
Argentina.

***
Uno de los movimientos más honrosos de cuantos realizaron los
agricultores de la provincia de Buenos Aires y la Pampa en defensa
de sus derechos tuvo origen en Rivera, y se lanzó por iniciativa de
Granjeros Unidos, que en una asamblea previa realizada en el pueblo

161
bajo la presidencia de Israel Gavinoser recogió el clamor de los
chacareros por el precio mínimo.
Había un antecedente: la visita que en 1929 hicieron al
presidente Yrigoyen en nombre de la cooperativa, los señores Naón
Schamsanovskv y Marcos Traiber, para pedir solución a la situación
creada a los colonos por la sequía, pero en verdad para plantear todo
el problema, que de año en año se hacía insoportable.
La sequía había sido la peor que se hubiera conocido en un
cuarto de siglo, y las pérdidas fueron totales. La gestión de la
Cooperativa encaraba integralmente soluciones con ayuda del
gobierno para hacer frente a la catástrofe. Pero lejos de mejorar la
situación se fue agravando, y el testimonio de Granjeros de 1932 es
al respecto de una descarnada elocuencia. La enumeración escueta y
sin literatura de la memoria resulta una cruda síntesis de todo aquello
que acechaba a los colonos castigados una y otra vez por la
adversidad. Después de dos cosechas perdidas, agravada h situación
por la crisis mundial y la caída de los precios, esperaban levantar la
cabeza, y las buenas lluvias de julio y la siembra propicia alentaban
perspectivas halagüeñas. Pero en octubre cayó una granizada, y casi
todo quedó destruido. La nueva desgracia los dejó maltrechos,
porque ya no tenían recursos ni para proseguir la tarea rural ni para
subsistir, y la memoria habla simplemente de indiferencia. Para lo
poco que quedaba por recoger se hicieron preparativos y gastos, y el
8 de noviembre una terrible helada acabó con todo lo que quedaba
sobre los campos.
Y la misma memoria que describe el reiterado infortunio
proveniente de los "caprichos de la despiadada naturaleza", registra
no obstante fa decisión de los colonos de seguir luchando sin
desanimarse y sin ceder.
(*) Hablaron en tal ocasión el escribano Samuel Arculis; el presidente de la
Cooperativa, señor Marcos Traiber; los señores Aarón Brodsky, Arturo Bab y Miguel Fainstein
y finalmente el administrador local de la ICA, señor Samuel Kaplan. Tanto el señor Kaplan
como los otros oradores exaltaron, así como la figura del Barón de Hirsch, el sentido de su obra
colonizadora en este país libre, al amparo de cuyos derechos y garantías los colonos
contribuían a su progreso.

162
Y la misma memoria que describe el reiterado infortunio
proveniente de los "caprichos de la despiadada naturaleza", registra
no obstante fa decisión de los colonos de seguir luchando sin
desanimarse y sin ceder.
Para 1933 hacía cuatro años que el Banco de la Nación les
prestaba para levantar la cosecha con pérdida. Habían tenido éxito en
las gestiones, consiguieron crédito para semilla, sembraron bien,
pero ahora ya no estaban dispuestos más a recoger con pérdida.
La asamblea de Rivera tuvo eco favorable, y de ella arrancó el
llamado Movimiento Agrario que primero en Bordenave y luego en
una gran asamblea de Guatraché del 26 de octubre de 1933, concretó
en nombre de 3.000 chacareros el clamor por lograr un precio que
compensara sus gastos y su esfuerzo. Israel Gavinoser, el hombre
que había presidido la primera asamblea, llevó la voz de Rivera a
Guatraché. Otras voces se levantaron en otras asambleas, y a
propósito de la intervención en una de Carhué de Jacobo
Katochinsky, quien relata el episodio lo acota con estas palabras:
—Era la auténtica voz de la tierra, reclamando por los derechos
de quien la trabajaba.
De la asamblea de Guatraché surgió una delegación que fue a
entrevistarse con el presidente del Banco de la Nación. Y una vez en
su presencia le dijeron:
—Hemos cumplido patrióticamente. Año tras año ararnos y
sembramos, y año tras año hemos recogido con pérdida. El Banco de
la Nación nos presta, pero lo único que logramos con ello es
endeudamos más y más. No queremos volver a cosechar perdiendo;
queremos que se fije un precio que compense nuestro esfuerzo.
Triunfaron a medias. Obtuvieron menos de lo que pedían, pero
de todos modos, más de lo que hubieran alcanzado sin esa acción
colectiva. El eco del clamor que ellos habían llevado a Buenos Aires
no se apagó más, y aunque el principio de fijar a priori los precios
como estímulo de la producción sólo se impuso muchos años más

163
tarde, bajo el actual gobierno, aquel movimiento tuvo el valor
histórico de consagrar otro principio: que el precio de los granos no
puede bajar jamás de una cifra que compense el esfuerzo del
agricultor.
Esa época señaló el período más duro de la vida de Granjeros
Unidos. Lo singular es que se inició —hacia 1930— con un
movimiento que en circunstancias normales hubiera sido síntoma
auspicioso de progreso: una ola de ingreso de socios.
Era ya en plena crisis, y la realidad mostraba cómo en tales
circunstancias los colonos hasta entonces remisos corrían a ponerse
bajo la protección de la Cooperativa.
La recuperación se inicia hacia 1935, con el ingreso a la
institución de uno de los hombres que más hicieron por ella y por la
prosperidad de sus asociados: Don Abraham Pavé, que fue gerente
de Granjeros Unidos desde ese año hasta su muerte, acaecida en
1942. La acción de Pavé acrecentó la actividad y el prestigio de la
Cooperativa a un punto tal que apenas transcurrido un año el Banco
Popular Israelita la designó su Corresponsal en Rivera, prueba de
confianza que años más tarde tuvo una ratificación parecida pero de
mucho mayor envergadura, al recibir idéntico cargo del Banco de la
Nación Argentina.
Pavé ponía el énfasis en algo a que atribuía valor decisivo en la
vida del colono: lo que llamaba la cosecha diaria, esto es la
producción de la granja y de la huerta, que le permitían
independizarse del resultado de la cosecha de cereales para la
subsistencia. Y en tal sentido encarecía el papel de la mujer,
asignándole un valor esencial en esta parte de la tarea.
A él se debe la introducción de la avicultura en la colonia, y el
volumen que alcanzó la producción de aves y huevos, que llegó a ser
un rubro importante en la actividad de Granjeros Unidos.
De esta época de prosperidad datan los sucesivos pasos dados
para dotar a la Cooperativa de un local adecuado a sus crecientes

164
actividades: refacciones, ampliación del capital social, préstamos
internos para financiar la compra de la esquina y un solar contiguo,
hasta que finalmente se inicia la construcción del nuevo edificio.
Pero Don Abraham Pavé no alcanzó a verlo. Estuvo ter-minado
hacia fines de 1942, y él dejó de existir el 30 de mayo de ese año. Su
muerte fue un golpe para la Cooperativa y para el pueblo, y ambos lo
honraron como se merecía.
El nuevo local se inauguró el 29 de noviembre de 1942, en un
acto que fue un acontecimiento para Rivera. Fue presidido, por el
entonces senador provincial Don Diego M. Argüello, representante
oficial del gobierno de la Provincia, quien habló en nombre del
gobernador Dr. Rodolfo Moreno, y asistieron delegaciones y
autoridades de instituciones nacionales, provinciales y del Partido
Adolfo Alsina (*). Ese acto y el edificio que consagraba señalaron
una etapa esencial en la vida de Granjeros Unidos.
Hubo otras también, cuya importancia señalan las memorias
respectivas aludiendo a tareas propias o a instituciones afines en la
acción y en el propósito. Una de ellas es la creación de Fomento
Agrario Israelita Argentino, de quien la Cooperativa señalaba en
1940 la significación de sus planes de colonización, que venían a. dar
forma a un viejo anhelo largamente acariciado por los colonos v sus
hijos. Dábase cuenta entonces de una visita a Rivera del presidente y
secretario de Fomento Agrario, señores Julio Levín y Salomón
Slemenson, así como del auspicio que ella había hallado en la
Cooperativa y en Rivera, y de la buena disposición existente para
colaborar en su obra. Dos años más tarde se registraba los logros
alcanzados, mencionándose la Colonia Suburbana adquirida en
Gowland, entre Luján y Mercedes, y su división en pequeñas
parcelas para granjeros seleccionados, así como otros aspectos de la

(*) En ese acto hicieron uso de la palabra además el Intendente de Carhué, Don Héctor de la
Fuente; el director de la ICA, Ing. Simón Weill, el presidente de Granjeros Sr. Mauricio
Kasakevich y el Sr. Victor Lapacó que en su condición de hijo de Rivera llevó además la
representación de Fomento Agrario.

165
obra en curso, especialmente el otorgamiento de crédito para la
instalación en las chacras de hijos de chacareros colonizados por la
ICA.
Y año tras año subrayábase la simpatía y la colaboración que se
prodigaban a Fomento Agrario.
Don Julio Levín no había sido el primer presidente de la
entidad, pero sí el que más hizo por darle vida. Cuando en 1943 dejó
de existir, el darle su, nombre a la colonia de Gowland fue un
homenaje merecido y justiciero, que se renueva cada vez que hoy se
escucha la denominación de colonia Julio Levín, vinculada por tantos
motivos a la vida judía de Buenos Aíres.
Hablábamos de iniciativas o jalones en la vida de Granjeros
Unidos. Entre las primeras, hubo algunas que eran como un estribillo
de su prédica; la necesidad de mantener el Fondo de Semilla, que
había sido una de sus preocupaciones aún desde la época inicial y la
de crear parvas de reserva, destacando de ambas, en 1943, que ellas
habían contribuido a aliviar la situación tras la terrible sequía de
1942. Y en materia de jalones ninguno más importante en los últimos
años que la creación del remate-feria de hacienda, instrumento
económico que los socios aprecian, según proclama la memoria
respectiva, en su verdadero valor. Ni más significativo que la
creación de la sucursal en Colonia Lapín, que responde al es forzado
empeño de los asociados lapinenses, sobre el que volveremos en el
capítulo respectivo.
Hasta llegar al momento actual, señalado por el afán de
responder a lo que es hoy una consiga del campo argentino: producir,
producir cada vez más. En cumplimiento del llamado del Presidente
Perón para producir más, precisamente, en 1953 se registraba que el
área sembrada en la colonia era la mayor de toda su historia.
Lo cual era una buena manera de prepararse para la celebración
de su primer medio siglo de vida.

166
XII

LA COOPERATIVA DE TAMBEROS,
FOMENTO Y EMULACION

Fue un largo camino aquel que condujo a la creación de la


Cooperativa de Tamberos Barón Hirsch y con ella a la erección de la
primera quesería de Rivera: tenía un cuarto de siglo andado cuando
la idea se concretó por fin. La colonia en pleno tardó en aprender que
en la industria lechera iba a encontrar una buena alternativa para el
cultivo de trigo, pero una vez que lo hubo aprendido no fue fácil
ponerse a la tarea, porque ella implicaba una serie de supuestos, que
no era posible resolver de la noche a la mañana.
Sabían ya que la ganadería debía ser uno de los rubros
obligados en esa zona propicia para ella. Pero saberlo no bastaba,
porque con las pequeñas chacras de que disponían no se podía hablar
de ganadería extensiva sino de tambo, v para una razonable
explotación tambera había que asegurar previamente la colocación de
la producción. Descartado que el simple consumo de leche lo
permitiera, la única alternativa era la elaboración de productos
lácteos.
Lo paradójico fue que esto no se hiciera hasta veinticinco años
más tarde, cuando había quien lo supo desde el comienzo mismo de
la colonia. Suele achacarse a Don Arturo Bab una cierta falta de
espíritu práctico. Pero era justamente Don Arturo Bab quien todavía
en los días iniciales, criticaba el presupuesto asignado para la
instalación de cada colono porque omitía la inclusión de una
desnatadora, atribuyendo desde entonces a la incipiente industria

167
lechera la importancia que podía alcanzar para la diversificación de
la tarea rural.
Sea como fuere, algo se hacía en Rivera en ese sentido. En los
informes anuales de la ICA se registra que hacia 1922 la industria
lechera, aunque aún en sus comienzos, ya arrojaba cifras no
desdeñables. Señalaba la existencia de una cremería, perteneciente a
un hijo de colono, además de 46 desnatadoras a mano en otras tantas
chacras, que transformaban en crema más de un 60 por ciento de la
producción de leche de toda la colonia.
Del capítulo de Granjeros Unidos hemos reservado
expresamente para éste un grato antecedente, revelador de que,
todavía en la etapa de sus primeros pasos, la cooperativa agrícola se
preocupaba ya de preparar a los hijos de colonos para un aspecto tan
importante de la economía de la chacra.
Tratábase de un curso de quesería, a dictarse en la sección
respectiva de la estancia de Arano. La parte técnica estaba a cargo
del Ing. Agrónomo John L. Horwitz, a la sazón administrador local
de la ICA, que así mostraba también su inquietud por el mismo
problema, y las demostraciones prácticas corrían por cuenta del
quesero de la estancia.
Decir hoy la quesería de Arano no tiene eco sino para los más
antiguos vecinos. Pero por aquella época los quesos de la estancia
rivereña tenían una fama que trascendía largamente la zona, y en días
en que ello no le era fácil en genera l a la producción argentina, los
quesos de Arano competían en los grandes negocios de Buenos Aires
con los más afamados de los que entonces se importaban de Holanda
o de Francia.
Rivera tenía, pues, un prestigio y una tradición queseros que
iban a adquirir su valor cuando, concretada la idea de la quesería, se
planteara el problema de colocar la producción y asegurar su calidad.
Las primeras tratativas para la creación de la quesería forman
parte del historial de Granjeros Unidos, y asimismo las hemos

168
reservado para este capítulo porque son, cronológicamente, los pasos
iniciales que más tarde conducen a la iniciativa de crearla bajo una
organización distinta y autónoma. Tres veces aparece el terna de la
fábrica de queso en las actas de Granjeros del año 1938, a veces en
forma tan precisa como una resolución formal de construirla y otra, a
comienzos de 1929, aprobando la compra de un terreno para ese
objeto. Pero la discusión no fue simple, y estaba influida por la
intención, que surge de ella, de crearla al margen de la Cooperativa
agrícola. La última vez que aparece el tema de la quesería en sus
actas es en 1931, ya en la víspera misma de la creación de la
Cooperativa de Tamberos Barón Hirsch. Los caminos se separan,
pero ese antecedente le permite a Granjeros Unidos proclamar con
razón que la iniciativa original le pertenecía.
Fuera de quien fuera, lo cierto es que ya se había hecho carne en
la colonia la necesidad de orientarse hacia el tambo, pero siempre
que se asegurara la elaboración y colocación de los productos.
La reunión que constituye el primer antecedente directo de la
Cooperativa de Tamberos se realizó, precisamente en el local de
Granjeros Unidos, el 25 de junio de 1931 (*). En tal ocasión, los
señores Marcos Traiber y Naón Schamsanovsky informaron sobre
los propósitos existentes, analizando el problema de la producción
lechera y su industrialización. La conclusión era que sólo podía
encararse en forma conjunta, ya que ninguno estaba en condiciones
de afrontar por sí solo la inversión necesaria para montar la fábrica
requerida. En una palabra, proponían la creación de una cooperativa
de tamberos.
Un la discusión consiguiente se trazaron las líneas de la labor
futura, se eligió a quienes debían planearla y se resolvió dirigirse a la
(*) Estaban presentes los señores Isaac Dayán, Jaime Kapustiansky, John L. Horwitz,
Saúl Pirotzky, Samuel Resnik, Naón Schamsanovsky, Abraham Schlapacoff, Bernardo
Schmukler, Herman Strocovsky y Marcos Traiber. La comisión Iniciadora quedó constituida
con los señores Jaime KapustianakY como presidente e Isaac Dayán como secretario. Este
último, en unión de los señores Schlapacoff, Horwitz y Brodsky fueron designados para
preparar un proyecto de estatutos.

169
Jewish Colonization Association para solicitar su apoyo moral y su
ayuda material. El proceso de constitución de la entidad quedó
completado el 23 de septiembre de 1931, integrándose el Consejo
Directivo y dándosele el nombre del patrono de la Colonia, el mismo
que había tenido la primera Cooperativa con que contó Rivera (*).
La ICA prestó la colaboración que se esperaba de ella, y ese fue
en verdad un factor importante en el éxito de la iniciativa.
No era fácil conseguir el dinero necesario para llevarla a cabo.
Había que construir el edificio, comprar las maquinarias y hacer
otros gastos indispensables. La situación era muy difícil y había que
empezar además por adquirir las vacas lecheras que habrían de
proveer la materia prima, ya que la colonia estaba prácticamente sin
hacienda, y los colonos no poseían fondos ni para una cosa ni para
otra. Se gestionaron créditos ante el Banco de la Nación, pero los
trámites no dieron resultado. Fue entonces que se acudió en procura
de un crédito a la ICA, y ésta respondió. De los 50.000 pesos que se
le pedían otorgó un crédito inicial de 30.000 con garantía prendaria,
entregando la Cooperativa pagarés que sus socios firmaron por saldo
de acciones suscriptas.
La ICA se hacía cargo de la dirección técnica y administrativa
hasta tanto la Cooperativa cancelara su deuda con ella. Un año y
medio transcurrió en gestiones y tratativas, pero finalmente el
préstamo fue otorgado y el convenio suscripto, y un mes después, el
1° de abril de 1933, se firmó el contrato para la construcción del
edificio, que estuvo termi-

(*) Integraron el primer Consejo Directivo de la Cooperativa de Tamberos Barón Hirsch


Ltda. los señores Naón Schamsanovsky corno Presidente, Jaime Kapustiansky como Vice,
Abraham Schlapacoff como Secretario, Benjamin Rivkin como Tesorero. En calidad de
concejales titulares Bernardo Schmukler, Rafael Ablin, Isaac Dayán. Como suplentes los Sres.:
Samuel Resnik, Herman Strocovsky y Moisés Melman. Síndico titular Marcos Pereyra y
suplente, Lázaro Melamed.

170
El 6 de junio de 1933, en efecto, el consejo directivo sesionaba
en él por primera vez, como lo registra el acta en escuetas palabras
no carentes de emoción, al hablar de esa primera reunión en el hogar
propio.
La ICA tuvo una participación activa en la evolución de la
quesería. Contrató un técnico que se había especializado en Europa,
el señor Ricardo Forell, y durante años intervino en la dirección de la
Cooperativa, primero a través de la presencia de su administrador
local en el consejo y luego, cuando ejercía el cargo el Sr. Elías
Saltiel, a través de la actuación de este como gerente ad-honorem y
más tarde como auditor consejero, hasta fines del año 1950. Señálase
unánimemente la estimable acción del Sr. Saltiel, y el valor que ella
tuvo en la evolución de la quesería.
Las ventajas traídas por la Cooperativa de Tamberos y su
quesería eran demasiado evidentes para que por mucho tiempo
quedaran limitadas al establecimiento de Rivera.
Ello beneficiaba tan sólo a aquellos colonos que por su
proximidad podían enviarle en el día su producción de leche, pero los
más alejados debían entregarla a fábricas de los alrededores, donde
se elaboraba el queso en forma rudimentaria, conspirando por una
parte contra el precio, que casi nunca cobraban a su justo valor, y por
otra contra el prestigio de los productos de la colonia, ya que los
improvisados queseros le hacían así la competencia a la cooperativa
con productos de calidad inferior.
Así fue cómo surgió la idea de crear una red de queserías en los
distintos grupos de la colonia. Ella se concretó en ocasión del último
viaje a Rivera del director general de la ICA en Europa, señor Luis
Oungre, que en una visita especial a la Cooperativa, en el curso de la
cual fue designado su presidente honorario, auspició la idea de
iniciar la construcción de las fábricas subsidiarias, para la cual
asimismo adelantó la ICA los créditos necesarios.
La primera se erigió en Delfín Huergo, siendo bautizada con el
nombre de Akivah Oettinger e inaugurada el 23 de diciembre de

171
1942. La segunda correspondió a Colonia Lapin, y al procederse a su
habilitación, el 10 de junio de 1944, fue designada La Bertha en
memoria de la extinta esposa del Ing. Agr. Elías Saltiel. La tercera
sucursal, Barón Gninzburg, en el grupo del mismo nombre, fue
inaugurada el 2 de marzo de 1946, y finalmente la cuarta y última,
Tres Lagunas, en el grupo Montefiore, se inauguró el 1° de mayo de
1949.
El proceso industrial en cada una de estas fábricas termina
cuando el queso completa la etapa inicial e inicia el ciclo de
maduración, esto es, cuando la leche, producto perecedero por
definición, está a cubierto del riesgo de deterioro por la demora o la
distancia.
La Cooperativa de Tamberos ha hecho cuestión de prestigio de
la calidad de sus quesos, logrando acreditar sus marcas y
conquistando significativos premios en exposiciones, entre los que
exhibe con legítimo orgullo la medalla de oro que le fuera concedida
en la que realizó la ICA con motivo de las fiestas del cincuentenario
de la colonización judía.

***

Una de las más significativas tareas de la Cooperativa de


Tamberos Barón Hirsch es la que ha emprendido para el
mejoramiento de los planteles de vacas lecheras, con vistas a una
mayor y mejor producción. Cuando iniciaron la Cooperativa sus
propulsores debieron convencer a cada chacarero de la conveniencia
de esa actividad, que era dura y poco rendidora. Las vacas con que
contaban daban poca leche, y el precio era muy bajo. Por eso
entendieron que su misión era ante todo de emulación, y una de sus
preocupaciones fué comprar reproductores y vaquillonas puras por
cruza, manejándose con el Shortorn lechero para alentar a los
colonos con la doble perspectiva de carne y leche a un tiempo,

172
vendiendo toritos a precio de fomento, instalando una estación de
monta y trabajando en toda forma por el refinamiento de las
haciendas de la colonia. Más adelante reemplazaron el Shorthorn por
Holando-Argentina, orientándose decididamente hacia el tambo
integral, con esa raza que probó ser la mejor a ese propósito, para
servir el cual ha creado asimismo un tambo modelo con ordeñe
mecánico y las más modernas instalaciones.
Para completar esta tarea se había gestionado reiteradamente
ante el gobierno de la Provincia la instalación de una estación
zootécnica de inseminación artificial. Estas gestiones han sido
"coronadas por el más franco éxito", según se registra en la memoria
de 1954, donde se destacan las ventajas de esa instalación, que
complementada con un moderno laboratorio ha de proporcionar a los
asociados considerables beneficios, permitiendo la formación de
grandes familias de animales superiores o mejorados, facilitando un
mejor control de las pariciones y eliminando el riesgo de
enfermedades que conspiran contra la reproducción.
La Cooperativa de Tamberos atravesó una situación difícil
después de la terrible sequía de 1952, que tan graves daños ocasionó
a toda la colonia, incluso por la pérdida de clientes derivada de la
interrupción de la continuidad de sus envíos, que facilitó la
competencia ya promovida por otros factores. Pero se ha repuesto y
prosigue su actividad ascendente, y ello mismo define la importancia
del beneficio que representa para sus asociados, ya que la situación
hubiera sido mucho más grave aún de no contar con la cooperativa
como instrumento de defensa.
A ese respecto, todo lo que se dijo sobre la Fraternidad Agraria
en el capítulo de Granjeros Unidos es válido y aplicable en el caso de
la Cooperativa de Tamberos Barón Hirsch Ltda. Ella mantiene con la
Fraternidad excelentes relaciones, destacando reiteradamente en sus
memorias el valor de la colaboración que le presta.

173
LA COOPERATIVA AGROPECUARIA: UNA
RESERVA PARA TIEMPOS DE EMERGENCIA

Hay en Rivera otra cooperativa, de trascendente significación, a


la que incluimos en este capítulo, conjuntamente con la de Tamberos,
porque tiene con ella una relación estrecha y porque de ella surgió en
verdad, ya que parte de su origen fue la Sección Potreros de la Barón
Hirsch, más tarde fusionada con la nueva entidad, aunque la
iniciativa partió de Granjeros Unidos.
Su nombre es Cooperativa Agropecuaria de Rivera Limitada, y
su finalidad la creación de reservas de pastoreo para épocas de
emergencia, ya que la dura experiencia del pasado probó a los
productores rivereños que la falta de estas reservas era fatal para la
preservación de los planteles en épocas de sequía.
Fue fundada en 1946, bajo la presidencia del señor Salomón
Schneider y presta a la colonia valiosos servicios, aunque por largo
tiempo la falta de personería jurídica conspiró contra su
desenvolvimiento, ya que interfería en las posibilidades de obtención
de crédito, que debían ser suplidas por la gestión personal de sus
dirigentes.
Además de su función de reserva de emergencia para épocas
difíciles, que cumple no sólo con pastoreos naturales sino con
siembra de forrajes, la Cooperativa Agropecuaria ejerce aún otra
supletoria, ya que cierto número de sus socios, por carecer de
superficie suficiente, compensan esa falta echando animales en los
potreros de la Cooperativa cuando la situación los obliga a acogerse
a esa posibilidad, que les permite ampliar la explotación de sus
reducidas chacras al dedicarlas íntegramente a cultivo.

174
La Cooperativa Agropecuaria posee actualmente cerca de tres
mil hectáreas, algunas adquiridas a la ICA y otras cedidas por la
Cooperativa de Tamberos. Ha realizado grandes inversiones para
poner los campos en condiciones de aprovechamiento, así como en
equipos mecanizados para realizar una explotación racional de las
partes cultivadas con forrajes. Hay consenso unánime en Rivera
sobre la importancia de su misión y el papel que está llamada a
desempeñar como reserva de emergencia para atenuar los daños de
contingencias climáticas, tanto menos graves cuando más prevenido
está el colono para afrontarlas.

XIII

175
XIII

LA ASISTENCIA MEDICA
Y EL HOSPITAL DR. NOE YARCHO

Cuarenta años hacía que el Dr. Abel A. Sonnenberg llegara a


Rivera, cuando el 28 de mayo de 1953 los vecinos del pueblo se
sentaron a una vasta mesa en torno de él, para celebrar con un gran
banquete su dilatada presencia en la colonia; su dedicación de cuatro
décadas a la asistencia médica de los pobladores. Fue el último año
de su actuación y de su vida. No muchos meses más tarde, dejando
trunca la asistencia de un caso de apendicitis que atendió hasta horas
antes de su propia muerte, el Dr. Sonnemberg dejaba de existir.
Había llegado en 1913, joven médico egresado el año anterior,
contratado por la Cooperativa Agrícola Barón Hirsch para asegurar
la atención facultativa de los colonos, que estaba en trance de cesar
porque el Dr. López Cabezas, a la sazón médico del pueblo, se
marchaba de allí.
En la cronología de los médicos rivereños, hemos aludido ya al
primero de todos, Don Israel Neistat, que con sus conocimientos de
doctor de campo de las aldeas judías prestó a la colonia servicios
inestimables. Lo hemos visto incluso afrontar una epidemia con
felices resultados, y extender su acción bienhechora no sólo a los
colonos judíos sino a todos los pobladores de la vasta y aislada zona
en que era el único médico a su alcance.
El primer médico egresado de una universidad con que contó
Rivera fue el Dr. Miguel Nurenberg, médico recibido en Rusia que
actuó por breve tiempo en Rivera con autoriza-

176
don oficial, mientras su esposa Eudosia Rajat de Nuremberg
ejercía su profesión de obstétrica. Hijos de ese matrimonio fueron
dos hombres que en distintas esferas tuvieron actuación destacada en
nuestro país: Rafael y Zacarías Nuremberg, brillante pianista el
primero; ingeniero y hombre de empresa el segundo, fallecidos en
1954 en circunstancias cuya simultaneidad dio un carácter
particularmente doloroso a esa doble pérdida.
El doctor Antonio López Cabezas, que reemplazó al doctor
Nuremberg, fue el primer egresado de la Universidad argentina que
llegó a Rivera. Colaboró con desinterés en una institución que en los
albores mismos del pueblo, allá por 1910, aseguraba asistencia
médica a los enfermos, conocida entonces por su nombre hebreo de
Bikur Jolim (literalmente visita a los enfermos) clásico en el historial
de la beneficencia judía, que ya mencionamos al aludir a las primeras
instituciones del pueblo.
En un informe de aquel año, al registrarse la actividad de la
Bikur Jolim, se revela que ella "es secundada por el médico local, Dr.
López Cabezas, y por el farmacéutico Dr. Adolfo Sas, que le prestan
su concurso por una suma casi insignificante”.
El médico podía hacerlo, aunque ello no disminuye lo simpático
de su actitud, porque tenía asegurado su sueldo, en verdad respetable
para aquella época, de 465 pesos por mes que le pagaba la
Cooperativa, sueldo que al llegar el Dr. Sonnemberg fue aumentado
a 500 pesos.
Quienes recuerdan al Dr. López Cabezas de aquella lejana
época expresan una opinión muy elogiosa sobre él, como médico y
como persona. Pero el idioma era una dificultad entonces insalvable,
ya que muchos colonos no hablaban todavía una palabra de
castellano y no se entendían con el médico, lo que indujo a contratar
a un profesional judío, que pudiera hablar en idisch con quienes
requerían sus servicios.
Así vino a Rivera el doctor Sonnernberg, y nunca más se fué de
allí. Rivera lo recuerda como un buen médico. Fué compañe-ro de

177
promoción de Enrique Finocchietto, que en el curso de una visita
contó a algún rivereño que Sonnemberg había sido mejor alumno que
él.
Cumplió conscientemente su misión de médico de campaña,
preocupado de mantenerse al día en materia de conocimientos y
progresos terapéuticos y aún tratando de aportar el fruto de su propia
experiencia. En un artículo enviado por él a una revista médica (*)
apenas dos años después de su llegada a Rivera, ya resumía la
práctica acumulada en gran número de partos, anotando conclusiones
que daban a ese trabajo el, carácter de un pequeño manual de
medicina rural. Lo que para el caso interesa más de ese artículo es la
observación que hace Sonnenberg del temperamento de los colonos
judíos frente a las contingencias que requerían la intervención del
médico: su inquietud por el cuidado de la salud, convertida en
verdadera obsesión cuando de los hijos se trataba; y sobre todo su
preocupación por la higiene, que hacían esfuerzos heroicos por
preservar, en las condiciones más precarias y difíciles.
En los anales del Centro Cultural encontramos testimonios de
conferencias de divulgación pronunciadas por el Dr. Sonnenberg
sobre primeros auxilios, conceptos higiénicos y otras materias. Pero
no se limitó a su profesión, y fue activa su participación en otros
aspectos de la vida del pueblo. Actuó en política, se vinculó a
iniciativas relacionadas con el progreso de Rivera, y en una tan
significativa como la creación del ramal ferroviario directo a Carhué,
que recién en 1929 conectó a Rivera con la cabeza del partido, él fue
el presidente del Comité y aparece en primer plano en la foto que
este libro recoge como documento gráfico de aquel acontecimiento.
El Dr. Sonnenberg no murió pobre. En un medio donde los que
llegaron ricos se empobrecieron; donde otros médicos se iban con las
manos vacías tras años y años de duro trabajo, él supo hacer rendir al
suyo un fruto sin duda merecido pero en contraste con la precariedad
de recursos que lo rodeaba.
(*) La Semana Médica, 30/9/1915.

178
Fue un buen médico, dedicado y consciente. Salvó muchas
vidas, y el pueblo le honró con razón. Pero su temperamento y el
estricto concepto que tenía de la retribución de sus servicios,
representaron para muchos de los hogares atendidos por él un
recuerdo bien distinto del que suscita la estampa clásica del médico
rural, abnegado y pobre, ducho en prestar al enfermo la confortación
espiritual que le es tan necesaria como la propia asistencia
profesional.
A otro médico que dejó huella en Rivera ya le hemos rendido el
homenaje que merecía, al registrar su presencia en una de las
instituciones madres del pueblo: el Dr. Mauricio Lapacó.
Había llegado a Rivera siendo un niño, estudió en la escuela de
la ICA, cursó su bachillerato en Bahía Blanca, y egresado en 1923 de
la Facultad de Medicina de Buenos Aires, dos años más tarde se
instaló en su pueblo, en el que estuvo poco más de seis, pero donde
fueron tantas las iniciativas que aportó, tan intensa su actividad
profesional e intelectual, y tan grande su afán de elevar el nivel de la
vida espiritual rivereña, que aún se le recuerda, a casi un cuarto de
siglo de su partida y a 16 años de su muerte, acaecida en un trágico
accidente el 23 de febrero de 1939.
A Mauricio Lapacó se debía también la presencia en Rivera de
otro médico que fue su compañero de curso y el pueblo recuerdo con
afecto: el Dr. Benjamín Rivas Díez, cuya actuación profesional en la
colonia Barón Hirsch fue el punto de partida de una destacada
carrera universitaria, y de amistades cimentadas para toda la vida.
Es de estricta justicia mencionar en este capítulo a un hombre
que por otros conceptos estuvo vinculado también a la vida de
Rivera: el Dr. Ramón Rasquín, que fue intendente de Carhué y
mucho más tarde, siendo Director General de Escuelas del
gobernador Vergara, desarrolló una iniciativa a la que se debe, como
hemos visto en el capítulo del Centro Cultural, la creación de la
Escuela Provincial.

179
El Dr. Rasquin era médico, y más de un poblador recuerda las
circunstancias en que tuvo que trasladarse a Carhué para requerir sus
servicios. En plena madrugada el Dr. Rasquín montaba en sulky y
hacía el penoso viaje de cinco horas para llegar hasta la cabecera de
un enfermo. Debemos el relato de una de las intervenciones del Dr.
Rasquin al hijo agradecido de un hombre a quien él salvó de la
muerte, con una peritonitis avanzada. No fue el único caso, y
tampoco fue el único en que el noble médico se negó a cobrar un
centavo. Los rivereños de aquella época reverencian su recuerdo, y
este trabajo cumple un deber elemental al prestar eco a ese homenaje.
No hemos de pretender agotar la nómina de los médicos que
pasaron por Rivera, pero en lo posible evitaremos omisiones, y si
ellas se cometen a pesar de todo no serán, naturalmente, deliberadas.
En el curso de los años actuaron o actúan aún en forma
distinguida, en la asistencia médica de la población, además de los
nombrados y de la doctora Krasting de Michel, que permaneció unos
años en Rivera en la segunda década de la vida del pueblo, los
doctores Oscar R. Trebino, Aarón Sas, Bernardo Simkín, Mauricio
Glick, Fernando Weinstein, Schvarzberg, Igolnikoff, Salomón
Kohan, Marcos y Marta P. del Veitz, Ernesto Waldman. Es de
justicia destacar la actuación del Dr. Glick, que en casi veinte años
como médico de Rivera desarrolló una intensa y meritoria labor
facultativa, pareja a su aporte en iniciativas e instituciones de bien
público.
Había una omisión, esa sí, que estábamos dispuestos a cometer
deliberadamente, y una insistente presión amistosa nos ha disuadido
de ello: la de doña Eva Metz de Verbítsky, que por varios años fue
obstétrica de Rivera. Quizá quien más hizo por esta inclusión, sin
proponérselo, fue el viejo vecino que le contó al autor de este trabajo
cómo su madre al atender a una señora que dio a luz en un hogar
pobrísimo, acudía día a día, llevándole las pocas ropas que podía
apartar de su propia casa, donde ellas no sobraban; compotas que ella
misma preparaba, y remedios que compraba en la farmacia de su
propio bolsillo. Y que, naturalmente, no le cobró un centavo por su

180
asistencia profesional. Todos los médicos prestaron simultáneamente
sus servicios en el Hospital Dr. Noé Yarcho, uno de los legítimos
motivos de orgullo de Rivera, expresión típica de una obra de
solidaridad social que se anticipó en muchos años a los tiempos que
corren, y que simboliza bien el espíritu con que los pobladores de la
colonia encaraban la vida colectiva. Pero esto es otra historia, y
debemos remontarnos en el tiempo.

***

No es al azar que la base económica de la existencia del


Hospital Yarcho estuviera cimentada en ambas etapas, primero en la
Cooperativa Agrícola Barón Hirsch y luego en la de Granjeros
Unidos. Ambas surgieron no como un mero instrumento económico
sino de solidaridad social, como dijimos, y por eso no resulta extraño
que tornaran entre sus funciones la de asegurar asistencia médica a la
población. En los documentos de la Sociedad Sanitaria Dr. Noé
Yarcho figura como fecha de fundación el año 1914. En realidad la
iniciativa databa de antes, y había sido lanzada por el entonces
presidente de la Cooperativa Don Moisés Cherny, concretándose no
como una entidad autónoma sino como parte de la actividad de la
Barón Hirsch, y en tal carácter Cherny aparece firmando recibos de
aquella época. Pero la constitución formal de la entidad se realizó
recién a comienzos de 1915. Cuando estaba en los prolegómenos, en
una de tantas reuniones en que Don Aron Brodsky hacía grandes
planes para el futuro hospital, Don Abraham Schlapacoff, que
siempre tenía los pies sobre la tierra, le interrumpió:
—Muchos planes, muchos planes, pero ¿de dónde vamos a
sacar la plata?
A lo que replicó Cherny.

181
—La juntaremos entre todos, y usted será el primero en hacerlo.
Usted va a ser nuestro presidente.
Y así fue. Los ayudó una buena cosecha —la del año 1914,
primera buena cosecha de la colonia— en poco tiempo juntaron lo
que entonces era una cifra cuantiosa: 18.000 pesos, y en seis meses
estaba construido el hospital, en un terreno que era parte de las dos
hectáreas donadas al efecto por la ICA.
La primera comisión estaba integrada por los señores Abraham
Schlapacoff como presidente, Jacobo Katoshinsky como vice,
Bernardo Faure como secretario y Abraham Resnicoff como
tesorero.
Se constituyó en el mes de febrero de 1915, surgida de luna
asamblea que consagró también el nombre del Dr. Noé Parcho para
la entidad y el hospital, en homenaje a la noble figura del hombre
que había sido como un monumento vivo al médico de las colonias
judías, mezcla de sabiduría y abnegación, de piedad y comprensión
humana.
La inauguración del hospital fue un acontecimiento en el
pueblo. Lo fue también para un niño de cinco años, que había venido
de la mano de sus padres, y apreciaba la magnitud del suceso a través
del número desusado de sulkys, de carros, de caballos con sus jinetes
entrevistos a través de la polvareda que levantaban, dorada por el sol
de la tarde, convirtiendo todo el espectáculo en algo irreal y mágico
para su imaginación. En medio de la multitud, ya al cabo del acto
inaugural, el chico se perdió, como se pierden los chicos en esas
circunstancias en que salir de la vista de la madre equivale al más
completo desamparo. Se ve a sí mismo llorando, perdidos va el
encanto y la excitación de la fiesta, recogido en un sulky y
transportado a su casa, distante no más de trescientos metros. Y
guarda para siempre el recuerdo de esa tarde que quizá de otro modo
no habría quedado en su memoria.
Para ese chico lejano, que es quien escribe estas líneas, Rivera
fue siempre eso en el recuerdo: un tropel de carros y jinetes, y una

182
nube dorada prestando sutilmente su magia a algo tan típico de
Rivera como la tierra de sus calles.
No reconoció la casa del hospital que había visto inaugurar casi
cuarenta años atrás. Pero la polvareda que los charretes levantaban
frente a Granjeros Unidos, esa sí tuvo la virtud de transportarlo a la
época en que, con los cuadernos bajo el brazo, acudía a mostrarle a la
señora Chaves sus primeros palotes.
Cinco años prestó el hospital durante la primera época, bajo la
dirección del Dr. Sonnenberg, excelentes servicios. La población se
acostumbró a disponer de él y el cierre fue un verdadero golpe para
todos. Se produjo en 1920, hacia la misma época de la ruina de la
Cooperativa, cuando toda la colonia se hallaba en situación
desastrosa.
Durante un par de años nadie tuvo ánimo ni posibilidad para
intentar revivirlo. Pero en 1924, existiendo ya Granjeros Unidos, una
iniciativa que siendo individual convirtióse prontamente en empeño
del pueblo entero, tendió a reabrir el hospital poniéndolo en las
manos de la nueva Cooperativa.
Hemos tenido a la vista dos documentos sucesivos, dos
petitorios, en el primero de los cuales se pide a Granjeros Unidos
que asuma la dirección y la administración del hospital, y en, el
segundo, con la firma de un centenar y medio de vecinos, se le
confirma el encargo a título de fundadores del Hospital Doctor Noé
Yarcho.
De acuerdo con ese mandato, la Cooperativa eligió a los señores
Aarón Brodsky, Julio Goischen, Alejandro Javkin y José Steimberg
para que junto con el delegado de Colonia Lapin, Sr. Osías
Rosenberg, y Simje Dogatkin, como vecino del pueblo, se
encargarán de la tarea directa de poner de nuevo en funcionamiento
el hospital. Presidente de esa comisión fue el señor Brodsky y
tesorero el señor Javkin, confirmados luego por la asamblea realizada
el 24 de agosto de 1924 que fue el punto de partida de los ejercicios
de la actual Sociedad Sanitaria Dr. Noé Yarcho. Ella proclamó una

183
carta orgánica que precisaba la vigencia del homenaje al Dr. Yarcho
contenido en el nombre, y en la que entre otros principio se consagra
uno tan significativo como el que contiene este párrafo:
"No se negará hospitalidad a un enfermo por razones de
religión, filiación política, nacionalidad o raza".
Una asamblea posterior completó la comisión directiva
agregando a los seis vecinos ya elegidos a los señores L. Slutzky, G.
Safián, M. Juni y J. Merpert, y el hospital Yarcho inició su segunda
época. Fue reinaugurado el 2 de noviembre de 1924, y en sucesivas
etapas se independizó de Granjeros Unidos, cuyos dirigentes
consideraron que ya podía manejarse por su cuenta; aprobó con fecha
13 de febrero de 1929 el reglamento por el que se rige, modificado
en ocasiones posteriores para mejorar los servicios o adaptarlos a las
circunstancias; logró el 19 de junio de 1941, la aprobación del
gobierno de la Provincia así como subsidios para costear parte de su
obra e inauguró un nuevo pabellón de cirugía y rayos X que vino a
cumplir una función esencial en el establecimiento, lograda por una
estimable acción colectiva de recaudación de fondos, presidida por
un comité a cuya cabeza se hallaba el señor León Slutzky.
En 1945, tras la resolución de una asamblea extraordinaria, los
servicios experimentaron una completa reorganización, entre la que
se contó una interesante conquista para los beneficiarios del servicio
médico: la posibilidad de disfrutarlo a elección, en el consultorio de
los facultativos, sin perjuicio, naturalmente, de las guardias y los
servicios públicos que se prestan en el propio hospital. Como se
había hecho en épocas anteriores, la dirección del hospital era
rotatoria entre los distintos médicos, y a título ad honorem. Este año
cumplirá el hospital Dr. Noé Yarcho, 40 años de existencia, y 30 de
ejercicio ininterrumpido la Sociedad Sanitaria. En el Año del
Libertador, en que este ejercicio cumplía un cuarto de siglo, bien
podían su presidente y secretario, pon Antonio Lapacó y Don Aarón
Resnicoff, suscribir una relación orgullosa y optimista sobre el
camino recorrido y las perspectivas, que en el lustro transcurrido
luego se confirmaron con una efectiva labor, continuada en el

184
ejercicio actual bajo la presidencia de Don José Dujovne. Bien puede
decirse y se dirá, en estas fechas en que han de solemnizarse los
jalones en la existencia del Hospital, que su historial ha hecho honor
al nombre y al recuerdo de su ilustre patrono. Lo que no es poco
decir.

185
XIV
LAS INSTITUCIONES DEPORTIVAS

Si algún pueblo puede proclamar con orgullo sus actividades en


el deporte, puesto que son correlativas de una tarea cultural casi sin
paralelo en un pueblo de su volumen, este es Rivera. El precepto
latino que postula un cuerpo sano para una mente sana, halla
expresión en instituciones deportivas que completan el panorama de
una población cultivando al par las actividades atléticas y las del
espíritu.
De estas instituciones, alguna cuenta ya más de 30 años y otra
apenas un lustro. Pero a todas las anima idéntico afán de realizar una
obra de prestigio para Rivera, tanto en la práctica de los deportes
mismos como en la simple afición deportiva, que se complace en ver
triunfar —o perder en buena ley, porque el deporte es eso— a los
jugadores del pueblo, en amistosas competencias con los
representantes de localidades hermanas.

CLUB ATLETICO PACIFICO RIVERA


Inicialmente el Club Atlético Pacífico Rivera era exclusivo para
ferroviarios, como tal se fundó, en una asamblea realizada el 19 de
Noviembre de 1922 en una dependencia de la estación (*), y como
tal desarrollaba sus actividades deportivas, que casi no admitían el
(*) La primera comisión surgida de esa asamblea estaba integrada así:
Presidente, Justino Alvarez; Vice, Carlos R. Cané; Secretario, Enrique Cané; Pro-
secretario, Gabriel Ortiz; Tesorero, Jorge Hering; Pro-tesorero, Arturo Poretti;
Vocales, Juan Cancina, Ramón Stanislavsky, Colin Jobson, Alejandro Repossi,
Pascual Serini; Vocales suplentes; Lázaro Dick, Fablo Dick, Gregorio M. Beloqui,
José Pech y Enrique Crosetti.

186
plural porque en verdad no se trataba sino de una: de jugar al tenis.
Con el tiempo se abrieron las puertas a no ferroviarios y se
introdujo la práctica de otros deportes, incluso fútbol, pero hacia
1930 ésta se interrumpió por razones que además de un sentido
económico tenían un motivo de solidaridad, ya que entre las causales
de su supresión se menciona, en documentos del Club, la presencia
en el pueblo de otra institución que lo practicaba.
Pero en la época inicial el criterio era no admitir a los no
ferroviarios, aunque bien pronto se suscitaron discusiones que
abrieron grietas en la exclusión. No podía permanecer mucho
tiempo, en el afanoso clima de sociabilidad de Rivera, un club de
grato ambiente como el Pacífico, cerrado a la demanda de admisión
de los que no trabajan en el ferrocarril. Poco más de dos años
después de la creación, el 19 de enero de 1925, entró en vigencia la
modificación de los estatutos que abría el acceso a los no
ferroviarios, aunque con señaladas limitaciones: tenían el carácter de
adherentes; no podían enviar a la asamblea sino una delegación de
diez personas, y sólo dos podían integrar la comisión. Recién muchos
años más tarde esta limitación fue levantada, y los no ferroviarios ya
pudieron ser socios de pleno derecho, con voz y voto v acceso
ilimitado a la comisión directiva, aunque se reservaba la presidencia
y la vicepresidencia para miembros del personal del Ferrocarril, que
ya no era el Pacífico sino el Oeste, hoy F.C.N.D.F. Sarmiento (*).
(*) En años sucesivos fueron presidentes: Justlno Alvarez desde 1922 a 1929;
Quinto Ghizzi desde 1929 a 1932; M. Hoper en ese año; Manuel Valle de 1930 a
1936; Pedro Rosal en eso mismo año; Cayetano Gianattisio en el siguiente;
Fortunato Bilbao desde 1938 a 1940 y José L. Acevedo de 1940 a 1956; y
secretarios: Ramón Stanislavsky en 1922-23; Pascual Serini en 1923-24; Alejandro
Repossi desde 1924 a 1929; A. Dikerman desde 1929 a 1933; Julio Bergami de 1933
a 1936; Angel Borguetti en ese año; Marcelo Casquetti de 1937 a 1989; Isidoro
García en ose año y parte del siguiente, en que fue reemplazado por Mariano Sanz;
Julio Berthole y Francisco Ferrarla en 1941-42; E. Orsi y Francisco Forraris en
1942-43; Lindolfo Alvarez en 1943-44; Macarlo Custodio en 1944-45; Clemente
Airoldi en 1945-56; Julio Lugones desde 1946 a 1949; Francisco Mompel desde
1949 a 1952 y Pedro García de 1952 a 1955.

187
Por mucho tiempo, el tenis fue no sólo la actividad principal del
Club Pacifico sino la que le dio mayor prestigio. El equipo de tenis
tuvo jugadores de calidad, entre los que se contaban figuras tan
recordadas en el pueblo como Don Bernardo Parre y el Dr. Benjamín
Rivas Diez, y otros como Mariano Sans y Raúl Ordoñez, que
llegaron a clasificarse vice-campeones de la Provincia de Buenos
Aíres. Esos cuadros disputaron torneos con los de Catriló, Saliqueló,
Coronel Suarez, Puán, Santa liosa, Bahía Blanca y otros, con
resultados de los que dan cuenta las vitrinas repletas de trofeos que
exhibe orgullosamente la institución.
En época más reciente tomó gran auge otro deporte, el
basquetbol, que se convirtió a su vez en el proveedor de trofeos para
las vitrinas del club, con la actuación de su actual equipo, consagrado
en corto tiempo corno uno de los mejores de toda la zona.
El juego de bochas, que tiene numerosos y entusiastas cultores;
el arbolado y decoración de los jardines, con juegos infantiles que lo
hacen acogedor para los niños; y una gran pista de baile, que unida a
las nuevas instalaciones dan al Club Pacífico motivos de atracción
inconfundibles, señalan el momento actual de la institución, de
prosperidad y de prestigio, a los que no es ajena, por cierto, la
dilatada actuación de su presidente, Don José L. Acevedo, que en
ocasión del 30° aniversario del Club recibió una medalla de oro y un
pergamino, corno "reconocimiento a sus veinte años de labor
consecutiva".

CLUB DEPORTIVO RIVERA


Como todas las obras perdurables, el Club Deportivo Rivera
tuvo comienzos muy modestos, y el mismo punto de partida es una
reunión en tina pieza situada debajo del tanque de agua en los
terrenos del ferrocarril. Se trataba de fundar un Club de Fútbol, ni
más ni menos. Los entusiastas jóvenes a quienes animaba ese
propósito contaron con el auspicio de expectables figuras del pueblo,

188
que en el primer libro del Club aparecen firmando como fundadores
(*)
El primer presidente del Club fue el Dr. Mauricio Lapacó, que
al año siguiente ya se marchó del pueblo, y el segundo el Dr. Aarón
Sas.
Solicitaron a la ICA un terreno de 33.000 metros cuadrados,
que les fue cedido en arriendo simbólico, a 1 peso por año,
alambrándolo y dotándolo de los elementos indispensables para
convertirlo en cancha de fútbol, incluso una casilla.
Desde 1935 se sucedieron en la presidencia de la entidad
hombres que, con mayor o menor impulso (**), rigieron su vida
hasta el momento en que llegan a la dirección del Club el presidente
Domingo Fernández, el secretario Horacio Guillerón y el tesorero
Isidro Regalado, en que se inicia una época de renovada actividad, de
la que fueron fruto diversas obras realizadas hasta el presente. Entre
ellas se cuentan la pista de ciclismo, con su alambrada y sus
inclinaciones en las cabeceras, en las que se realizan competencias
con corredores de Bahía Blanca, Pico, Bolívar, Puán, Carhué; la
portada de acceso, con dos boleterías, que representó un esfuerzo en
el que debe rendirse homenaje a quienes realizaron el trabajo sin
cobrar un centavo, sacrificando jornales y descansos; el arbolado del
campo, para preservarlo de los fuertes vientos; más tarde los bancos
(*) Son los siguientes señores: Juan Cejpek; Juan Gíovanini ; Emilio Alesker;
M. Sas ; J. Recagno; J. Fidalgo; Simón Rasnicoff; G. Moldavsky; Mauricio Lapacó;
Enrique Díaz; S. Drucaroff; S. Luchinsky; J. Spollansky; J. Sirkin; D. Visnivetzky;
Raúl Esevich; Pedro M. Gill ; Abraham Fisquin.
(**) He aquí la lista de presidentes y secretarios desde 1935 a la fecha: 1935,
J. Cejpek y M. Sas; 1936, M. Quevedo y J. Agoff; 1937, B. Bourghetti y J. Agoff;
1938, J. A. Moscosso y J. Lugones; 1939, J. Lugones y J. Scherdpinger; 1942, J.
Lugones y J. D. Castro; 1943, F. Imperatori y M. Custodio; 1944, J. Lugones y M.
Custodio; 1945, M. Custodio y B. Guilleron; 1946, M. Custodio y L. Seltenrry 1947,
M. Custodio y P. Phoff ; 1948, P. Phoff y C. Villa ; 1949, D. Fernández y H. Gaito;
1950, D. Fernández y B. Guilleron que permanecen en el cargo, sucesivamente
reelectos, hasta el momento de escribirse estas líneas.

189
de cemento, que atendieron a un elemental reclamo de comodidad
del público.
Las plantaciones representaban una imperiosa exigencia de
agua, lo que a su vez requería un trabajo de envergadura, que fue
costeado en etapas con la contribución de la Asociación de
Residentes Rivereños de Buenos Aires: el molino y su instalación, y
luego un tanque de agua de cemento con capacidad para 75.000
litros.
Otra obra de aliento al parque de significación patriótica, fue la
erección de un mástil para izar la bandera argentina en d campo de
deportes, que alcanzó la relevancia a que sus promotores aspiraban.
En su base fue colocada una placa con la efigie de la señora Eva
Perón, a la que se rindió, en ocasión de inaugurarla, condigno
homenaje. Cuando, tras veinticinco años de ocupar el terreno, los
dirigentes del Club Deportivo Rivera lograron adquirirlo (en una
decidida acción en la que movilizaron la solidaridad de todos con
festivales, bonos de contribución v donaciones, y en la que colaboró
asimismo la ICA cediéndolo a un precio muy por debajo de su valor)
enfrentáronse con una etapa que será decisiva en la vida de la
institución: la construcción de la casa propia. Todo ello sin desmedro
de la actuación puramente deportiva del equipo de fútbol, que en
campeonatos regionales y en competencias amistosas pone bien alto
el nombre del deporte rivereño, con un historial que más de 70
trofeos documentan elocuentemente.

TIRO FEDERAL ARGENTINO DE RIVERA


La idea de crear en Rivera el polígono del Tiro Federal
Argentino corresponde a uno de los hombres que más han hecho en
el país por esa actividad, el general Adolfo Arana, que era a la sazón
Director General de Tiro y Gimnasia del Ejército. Pero no es menos
cierto que quienes la recogieron en Rivera se afanaron por llevarla a

190
la práctica, y confían en que dado lo avanzado de su realización, no
han de tardar en exhibir ante el pueblo el fruto de esos desvelos.
Para darle forma práctica se creó el 14 de noviembre de 1940 la
entidad local, que el 23 de julio de 1943 obtuvo su personería
jurídica (*). Debe destacarse la decidida colaboración de la ICA, que
fue quien recogió en primer término la iniciativa del general Arana, y
luego cedió al Tiro Federal Argentino rivereño una quinta con casa a
título de donación, vendiéndole otra quinta lindera, asimismo con un
edificio a un precio notoriamente inferior a su valor. El conjunto del
terreno, embellecido con arboledas de pinos y eucaliptus, ofrece un
grato espectáculo al visitante.
Diversos factores demoraron la iniciación de las obras, que se
realizan según los planes preparados por la ex Dirección General de
Tiro y Gimnasia, hoy reemplazada por el Comando General de
Regiones Militares, e importarán un Costo de más de medio millón
de pesos. Pero en los dos años últimos se lograron subsidios por
valor de 70.000 a 90.000 pesos, y ahora la tarea se halla en camino
de completarse. La galería de tiro proyectada tiene 52 metros de
frente, construida en un bello estilo colonial, con todas las
dependencias necesarias, depósitos, servicios sanitarios, etc.
El Tiro Federal Argentino de Rivera está puesto bajo la
advocación del presidente de la República, general Juan Perón, a
quien se proclamó su presidente honorario, y cuyos conceptos sobre
la escuela de civismo y de conducta que son los tiros federales sirve
de norte a los promotores de esta patriótica iniciativa.
(*) La primera comisión organizadora estaba integrada así: Presidente,
Sargento 1°, S. R. Silvestre Farías; Vice, Delegado Municipal Juan Cejpek;
Secretario, Juan Recagno; Pro-secretario, ecribano Jaime Schargrodsky; Vocales,
Subcomisario Tomás A. Martínez, Dr. Mauricio Glik y Pedro Ibarrart.
Actualmente integran la comisión los siguientes señores: Presidente, Juan
Cejpek; Vice, Mauricio Glik; Secretario, Gregorio Barindorf; Pro-secretario,
Valentín Goldin; Tesorero, Ildefonso Lobato; Vocales, Antonio Lapaco, Abraham
Ratuschny, Mauricio Kaplún, Jacobo Resnicoff, Alejandro Abraskin, Mariano Sanz,
Carlos A. Mazza, Samuel Karabelnicoff, Isaac Bloon; Síndico, Isaac Sriro.

191
CIRCULO DE AJEDREZ ROBERTO GRAU
El ajedrez goza de gran predicamento en Rivera, donde un
grupo de aficionados de buena fuerza cultiva el juego-ciencia, según
hemos visto ya en otro capítulo, con entusiasmo y dedicación.
Dependiente del Centro Cultural Israelita, aunque con
fisonomía propia, funciona un Círculo de Ajedrez que lleva el
nombre de aquel gran ajedrecista argentino y noble espíritu que se
llamó Roberto Grau.
En los últimos años el equipo de ajedrez de Rivera acreditó
buenos valores, consagrándose en primer plano en toda la zona.
Intervino en cinco torneos regionales realizados en Trenque
Lauquen, además de otros disputados en la misma Rivera, en Bahía
Blanca, Coronel Suárez, etc., con la participación de primeros
equipos de las localidades mencionadas y de Eva Perón, Mar del
Plata, Santa Rosa, 9 de Julio, Olavarría, Mercedes, General Pico, Río
Negro, Azul, Necochea, Coronel Pringles, etc., y obteniendo en
todos ellos colocaciones honrosísimas.
Integran el equipo Alfredo Lewkowitz, Guillermo Pirotzky,
Jacobo Leimsieder, Julio Schamsanovsky, Samuel Karabelnicoff,
Wolf Lewkowitz, León Povolotzky, Israel Dorenstein y Mario
Pirotzky. Alfredo Lewkowitz actuó siempre como primer tablero,
ganando cuatro veces, de siete torneos realizados, el campeonato
individual.
Hace muchos años representó a Rivera alguien que prometía ser
una figura excepcional en el ajedrez argentino: Rodolfo Dimentstein,
esperanza truncada por la muerte en su primera juventud, no sólo
para el ajedrez sino para la medicina, en la que iniciaba una brillante
carrera.

192
CLUB ATLETICO INDEPENDIENTE

El Club Atlético Independiente tiene sólo cinco años de


existencia pero grandes aspiraciones, y en el breve camino recorrido
desde su iniciación puede exhibir ya una ejecutoria que traduce una
realidad auspiciosa y promete mucho para el futuro.
La reunión inicial se llevó a cabo en el salón del Centro
Cultural Israelita, el 27 de febrero de 1949, y ante una concurrencia
que había acudido de Rivera y de sus alrededores se destacó el
propósito de "crear una institución tendiente a fomentar el deporte y
llegar a ser con el tiempo un club amplio y de gran beneficio para la
juventud rivereña". Y ese enunciado teórico complementábase con la
enumeración concreta de lo que se pensaba realizar: fútbol,
basquetbol, tenis, ciclismo, campo de deportes para niños y un
definido plan de amistosa vinculación deportiva con las localidades
vecinas.
De esa asamblea surgieron la primera comisión directiva de la
entidad (*), su nombre de Club Atlético Independiente y la divisa
que sus equipos defienden en justas deportivas.
Contaron con el decidido auspicio de la población, y en
sucesivos ejercicios se concretó el saldo de ese apoyo popular y de la
eficacia con que la comisión lo canalizaba: campo de deportes,
cancha de baby-fútbol, vestuarios y baños, y un caudal de socios al
que en momentos de editarse este libro faltaba poco para llegar a los
quinientos.

(*) Estaba integrada así: Presidente, Pedro Montaña y José Fernández; Vice,
Aldo Miglioresi; Secretario, Juan Archabanco; Pro-secretario, Gregorio Delgado;
Tesorero, Juan Baltiani; Protesorero, Angel Sanghi; Vocales, José Acevedo, Antonio
Castiñeira, José Bantrog, Julio Lugones, Victorio Merigge, Ruperto Vivas, Gregorio
Korobka, Pedro Timoschenco.
En años sucesivos ocuparon la presidencia Pedro García desde 1950 a 1954
sucediéndolo Gregorio Delgado que la desempeña en la actualidad; y la secretaría
Gregorio Delgado desde 1950 a 1952; Joaquín López al año siguiente, Gregorio
Delgado en 1953-54 y Juan Vita desde ese año hasta la fecha.

193
Y un proyecto que ha de hallar eco propicio en los sentimientos
patrióticos de los asociados y de toda la población: la erección de un
mástil "para hacer flamear bien alto nuestra, bandera argentina, y
cobijada por ella la nuestra verde y granate", como dicen con sus
propias palabras quienes nos brindaron testimonios de esta simpática
empresa del deporte rivereño.

194
XV

COLONIA LAPIN,
UNA OBRA DE LA SOLIDARIDAD.

Ver Colonia Lapin es como remontarse en el tiempo y creerse


transportado a lo que uno puede imaginar era Rivera casi cincuenta
años atrás, cuando empezaba a surgir como pueblo. Con una
diferencia esencial, fruto de los tiempos: que este escueto par de
casas es el centro de una colonia próspera, y su fisonomía, que no
alcanza a ser la de una agrupación urbana, responde a la realidad de
Lapin, ya que lo que es indispensable a la vida de los colonos no
falta allí.
Granjeros Unidos con su sucursal y la Cooperativa de
Carnicería proveen a las necesidades del consumo; hay una escuela a
la que concurren los niños de todo el contorno y una sala de primeros
auxilios, a la que llega el médico dos veces por semana; y hay algo
que es lo más característico y querido del pueblo: la Biblioteca
Juventud Popular Israelita, que junto al Centro Cultural, con su
salón propicio a funciones teatrales y cinematográficas, conferencias
y otras expresiones espirituales, representan el afán de cultura de una
población para la que ella fue siempre tan importante como la
subsistencia misma.
Al viajero que ya está un poco al tanto de la historia de Lapin,
cuando llega tras el indecible traqueteo por el largo y accidentado
camino que conduce hasta allí desde Rivera, le impresiona un detalle
que es quizá lo primero que salta a la vista: la Biblioteca —una de las
cuatro o cinco casas que componen todo el conjunto— proclama en
su frontis que fue fundada en 1919. Y como el viajero sabe que ese

195
es justamente el año de creación de la colonia, de ese simple hecho
surge una comprobación impresionante: la biblioteca fue lo primero
que existió en el pueblo, aún antes que el pueblo mismo. Y los
pobladores no tardan en confirmarlo: todavía no había edificio
alguno, pero ya funcionaba la biblioteca en una carpa y concentraba
una incipiente actividad cultural, que comenzó por basarse en la
lectura de los pocos libros que pudo agenciarse, pero pronto se
extendió a discusiones literarias, representaciones filodramáticas y
otras incursiones modestas pero entusiastas en actividades del
espíritu.
Impensadamente, pues, la primera impresión de Lapin lo
retrotrae a uno a aquel año 1919 en que la colonia inició su vida.
La historia es bien sabida, pero el que la recoge tiene el deber
de repetirla, así sea incurriendo en redundancia. Hacía diez años que
los pobladores del lote 22 de Narcisse Leven, en Bernasconi, habían
llegado a esa colonia.
Hacía diez años que cultivaban la tierra, y en todos ellos no
habían obtenido una sola cosecha. Aun cuidándose de expresiones
melodramáticas, no hay otra palabra que hambre para pintar la
extrema indigencia de aquellos colonos. Hambre y sed, porque la
tragedia de la colonia era justamente la falta de agua.
Hay relatos increíbles, de pobladores o sus hijos que acudían a
una legua y media a buscar agua para beber, y a quienes más de una
vez se les volcaba por el camino.
Los vio pasar hambre, precisamente, el hombre a quien
debieron su salvación; a quien luego honraron como patrono de su
nueva colonia: Eusebio Lapin. Corresponde que lo haga también este
capítulo, ya que está dedicado al grupo que lleva su nombre.
Eusebio Lapin había nacido en Rusia en 1859 (He aquí una
buena oportunidad para los lapinenses: dentro de cuatro años se
cumple el centenario de su nacimiento); se recibió de ingeniero
agrónomo y llegó a la Argentina en 1893, contratado por el Barón de

196
Hirsch para inspeccionar las tierras que le ofrecían en venta, y luego,
cuando las compras se suspendieron, se le dio en la ICA un trabajo
administrativo. Fue administrador en Mauricio y luego en Entre
Ríos. En el año 1915 ya estaba jubilado, pero volvió al servicio en
funciones de inspección, y llegó a ser co-director. Su hijo murió en
un accidente, y esa tragedia ensombreció su vida. Se retiró, viajó a
París, volvió a la Argentina, y dejó de existir en 1933.
Había llegado a Narcisse Leven en el curso de una de sus visitas
de inspección, y su informe fue lapidario: "Si con lo que llevan
excavado todavía no hallaron agua, dijo, es inútil insistir y lo mejor
que puede hacerse es sacarlos de aquí".
Así lo aconsejó, y a poco se inició el traslado, primero con ocho
familias, luego otras hasta completar veinte, y veinte más antes de
haber transcurrido el año: en 1920 el traslado estaba completo.
La ICA denominó a ese grupo Philipson N° III y así figura en
sus documentos hasta el día de hoy. Pero cuando uno de los
pobladores sugirió el nombre sus compañeros no dudaron un
instante, y ya la colonia se llamó Lapin para siempre. Fue Shaie
Slavovic, y lo lanzó en la reunión en que fundaron la Biblioteca y
discutían su nombre, el 19 de octubre de 1919.
Slavovic, que ya era un hombre anciano (su hijo resul-tó electo
tesorero en esa reunión) dijo con voz a la que el silencio de los
circunstantes prestó más firmeza:
—La llamaremos Biblioteca Juventud Popular Israelita de
Colonia Lapin.
La sugestión fue aceptada por aclamación, con la expresa
constancia del reconocimiento a su autor, gracias al cual tenían a la
vez el nombre para la biblioteca y para la colonia.
En la misma reunión fue designada la comisión directiva (*)
que inició su tarea pensando de inmediato en reemplazar la carpa por

197
un techo más sólido, conseguir libros, impulsar en toda forma la
actividad.
Esta actividad tuvo distintas formas, pero en años sucesivos la
más característica fue la que desarrolló el elenco teatral de
aficionados, que así como lo habían hecho los de Rivera acudieron al
vasto repertorio de Gordin, el gran proveedor de obras judías al gusto
de la época y de los colonos.
Israel Pecker, peluquero de Rivera, fue su maestro y director. El
los asesoró, les organizó el elenco, puso la obra en escena. Era una
pieza de Gordin cuya traducción aproximada sería Dora la Vanidosa,
y con la función consiguiente pensaban costear los primeros gastos
de la biblioteca.
Claro que una función teatral requería un local, y no lo tenían.
Pero esa no fue una dificultad insalvable. Armaron un salón
provisorio con materiales que cada uno prestó de los que estaba
utilizando en construir su casa, previa precaución de marcarlos para
llevárselos de vuelta. Completaron, la precaria construcción con
carros gallineros y con lonas improvisaron un techo y taparon los
huecos. Les llovió, naturalmente, pero no se arredraron. Saltando
entre charcos el espectáculo se hizo igual, fue un éxito, y el baile que
lo siguió completó la fiesta a satisfacción de todos. De esa fiesta
salieron los primeros fondos para libros. Así como de muchas fiestas
sucesivas —y contribuciones u otras formas de solidaridad— fueron
saliendo una tras otra las demás obras de bien colectivo erigidas en
colonia Lapin. No se trataba sólo de beneficencia sino de cultura, y
hay citas que son bien elocuentes: en los primeros 25 años de la vida
de Lapin se registró la representación de 135 piezas teatrales v no
menos de 100 veladas literarias.
Hubo un momento en que las actividades culturales de la
Biblioteca excedían no solo el nombre sino el volumen de la
(*) Quedó integrada así Secretario, Isaac Grossman; tesorero, Osher Slavovic;
vocales Mauricio Marcovich, Abraham Goldberg, Ramón Roitberg, Elías Umansky
y León Matzkin, estos dos últimos de Philipson N° 2.

198
institución, que a justo título aspiraba a más. Así fue cómo surgió el
Centro Cultural de Lapin, que a poco tuvo su edificio propio, dotado
de un salón que fue inaugurado el 23 de junio de 1946, y que hoy es
el cine de la colonia, aparte de todos los otros destinos que se le
adjudican.
Por años fue presidente del Centro Cultural el señor Isaac Greis,
uno de los hombres más activos de la colonia, y actualmente
desempeña ese cargo el señor Samuel Jinkis.
Pero esto ya es historia de hoy. Y faltaba mencionar el honroso
historial de la Biblioteca Popular, que fue la que promovió la visita a
Lapin de algunas de las figuras literarias más ilustres que pisaron
Rivera y llegaron hasta esta colonia, entre ellos Péretz Hirschbein,
Nomberg, Orenstein, Onoiji y muchos otros.
Imbuidos de aquella tradición de fiestas benéficas los
lapinenses de Buenos Aíres hicieron, muchos años más tarde, un
gran festival cuyo producido fué a aumentar los recursos para la sala
de primeros auxilios, que una benemérita Sociedad de Beneficencia
mantiene en Lapin, como se dijo, para asegurar asistencia médica a
la colonia.
También habíamos mencionado la sucursal de Granjeros
Unidos y la quesería de la Barón Hirsch. La primera fue el fruto de
una larga gestión a la que la cooperativa accedió finalmente. Hay un
petitorio presentado en 1941 con la firma de todos los vecinos de
Lapin, que refuerza esa gestión y hace mérito del sacrificio que
representaba para ellos cubrir la larga distancia hasta Rivera.
También en las actas de Granjeros figura ese argumento, que terminó
por hacerse camino, construyéndose la sucursal e inaugurándose en
1946. Más tarde se agregó una conquista de gran valor: el teléfono
directo de Granjeros a su sucursal, que terminó con el aislamiento
impuesto por la distancia.

199
Igualmente válido era el argumento de la distancia para los
tamberos que no podían enviar su producción a la quesería de Rivera.
Hemos visto en el capítulo respectivo que ese problema fue resuelto
con la construcción de la filial La Bertha, inaugurada el 10 de junio
de 1944.
Pero tanto en un aspecto como en otro, lo que importa destacar
es el valor que tuvo en Lapin el cooperativismo como elemento
esencial de afianzamiento de la colonia y de progreso económico de
sus pobladores.
Colonia Lapin ofrece el ejemplo de un interesante experimento
nuevo de tipo cooperativo, cuya característica es la utilización
conjunta del tractor y otras maquinarias y la consiguiente
colectivización de las tareas de siembra y cosecha en las chacras así
reunidas.
Dos conjuntos de estos se han integrado, con resultados que la
breve experiencia recogida hasta ahora muestran ser satisfactorios.
En uno de los casos lo iniciaron cinco colonos, reuniendo entre
todos, de sus respectivas chacras, 700 hectáreas, y comprando
conjuntamente el tractor que se aplicó a la tarea dé trabajarlas. Cada
uno aporta una determinada extensión de hectáreas y recibe de
cosecha la cantidad que le corresponde a prorrateo.
El otro conjunto se integró con siete colonos, y su particularidad
fue que en este caso se avanzó un poco más. Alentados por el éxito,
cinco de sus integrantes reunieron también sus planteles de hacienda,
con lo que ya realizan en común no sólo las siembras y cosechas sino
una explotación agropecuaria que aspira a ser integralmente
colectiva.
Pero aún al margen del éxito de este aspecto novedoso, Colonia
Lapin disfruta hoy de una prosperidad que ya hubiera querido para sí
Rivera en las duras épocas en que sus pobladores luchaban contra
toda suerte de factores adversos. Es cierto que muchos de sus hijos se
fueron a la ciudad, porque

200
la chacra no daba para que comieran todos. Pero siempre que-
daba alguno de la familia, y ese fue el que salió adelante.
El espectador que quiere fijar en símbolos un aspecto de esa
prosperidad encuentra uno, circunstancial pero elocuente. Es la
visión de una joven llegando, en el carrito que maneja ella misma, a
hacer sus compras en la sucursal Lapin de la Cooperativa. Es bonita,
pero no hay duda que realza su belleza el elegante atuendo, que no
desmerecería en Mar del Plata. Pantalones negros, elegante blusita,
fino chaleco de lana, pañuelo de seda cubriendo el cabello, zapatos.
El viajero recuerda, de fotos o relatos, la estampa de la mujer o
la hija del chacarero de los primeros años de Rivera, y no puede
menos que compararla con esta grata figura, tanto más graciosa en
contraste con el tosco vehículo que maneja maniobrando hábilmente
con los caballos. Admitamos que en parte se trate de una cuestión de
usos o de época; pero más que eso es una verdadera definición de lo
que va de ayer a hoy, desde la lucha tan ardua y tantas veces estéril
del chacarero de los primeros días —valga el propio antecedente de
esta colonia en su punto de partida de Narcisse Leven— y el esfuerzo
inteligente y bien remunerado de los que permanecieron en la tierra
hasta que ella cedió a sus requerimientos.

LAS OTRAS COLONIAS


De los distintos grupos o colonias que integran la zona de
Rivera, algunos han perdido toda significación divisoria y la
denominación sólo conserva un valor por así decir histórico. Tal el
caso de Boyedárovka, a la que la ICA llamaba grupo Barón Hirsch, o
el primitivo grupo Montefiore, que fue el primero e inicialmente
abarcaba lo que fue germen de la colonia Barón Hírsch, con las
famosas colonias N° 1, N° 2, N° 3, N° 4, que se fue extendiendo y
diluyendo hasta abarcar Tres Lagunas, nombre este último que
prevaleció, aunque la ICA sigue llamando o esa parte de la colonia
con el nombre del gran benefactor judío británico del siglo pasado.

201
Hacia el otro lado del pueblo el grupo Cremieux conserva los límites
de lo que primitivamente llamaban los colonos Pietijadka.
Más definida es la fisonomía de las otras colonias o grupos.
Philipson, a la que se agregó el N° 1 para distinguirla de las que más
tarde surgieron con el mismo nombre y otra correlación: Philipson
N° 2 y, como hemos visto al referirnos a Colonia Lapin, Philipson
N° 3, que es la denominación oficial que la ICA mantiene para ese
grupo, así como Narcisse Leven N° 1 y N° 2, que nada tienen que
ver con la de Bernasconi.
En la parte de La Pampa, hoy provincia de Eva Perón, había
cuatro grupos de colonias, a saber: Barón Guinzburg N° 1 y N° 2 y
Clara N° 1 y N° 2, inicialmente creados por la ICA con el propósito
principal de colonizar allí a obreros agrícolas de Coronel Suárez,
Médanos y otros puntos, aunque más tarde se instaló también allí a
hijos de colonos, y otras dos muy cercanas a la Provincia de Buenos
Aires: Cremieux N° 3 y Cremieux N° 4. La primera de estas era
conocida también por el nombre de Port Arthur, risueña derivación
de la presencia de un colono, Stoizel, que había peleado en Port
Arthur durante la guerra ruso-japonesa, bajo las órdenes del defensor
de la plaza, general Stoizel, que llevaba su mismo apellido.
En 1919, los vecinos de estas colonias, inducidos por el
aislamiento a que los condenaba la distancia de Rivera y los malos
caminos, resolvieron fundar su propio centro de cultura, que ya
mencionamos al referirnos a la Biblioteca que presidió Isaac
Marchevsky en Colonia Guinzburg. Era algo más que una biblioteca
y se llamó Centro Cultural Sholem Aleijem, realizando veladas y
bailes, con cuyo producido se costeaban los libros, que más tarde
fueron donados al hospital Dr. Noé Yarcho. Además de Marchevsky
fueron sus propulsores Israel Gavinoser, secretario, Bernardo
Gamarnik, Abraham Roch y otros.
Mucho más adelante, ya en vísperas de la guerra mundial, y
como un medio de colonizar a refugiados judíos de Alemania, se
fundó la colonia Veneziani, a la que luego siguió otra que recibió el

202
nombre de Schtarkmet. La de Veneziani se organizó con refugiados
de Gross Gaclow, un lugar de Alemania cuya tradición hortícola, que
los inmigrantes conservaban, indujo a la ICA a instalarlos con vistas
a la creación de huertas, aprovechando un terreno arenoso que tenía
agua a poca profundidad para el cultivo de ajo, proveyéndoles
molinos y otras mejoras.
Nuevamente asoma aquí el tema polémico sobre la insuficiencia
de las parcelas, que eran inicialmente de 50 hectáreas y se ampliaron
a 75. Hay colonos que afirman en son de crítica que, no obstante la
larga y ya decisiva experiencia sobre los males derivados del terreno
reducido, la ICA insistió en colonizar sobre parcelas chicas. A ello
replican los hombres de la dirección que para el destino previsto los
lotes eran más que suficientes, y resultaron reducidos porque los
colonos, desechando las ventajas de su especialización hortícola,
prefirieron dedicarse a la explotación tambera, que no había estado
en los propósitos iniciales.
Como quiera que fuese, los colonos trabajaron duramente, con
ese empeño que los judíos alemanes ponen en todo cuanto
emprenden para hacerlo lo mejor posible. Plantaron árboles y flores;
se esmeraron en el aspecto de sus viviendas; crearon, en fin, una
colonia digna de mostrarse a los viajeros, cosa que pudo comprobar
el director general de la ICA, Sr. Luis Oungre, en una de sus últimas
visitas, de la que este libro recoge asimismo un testimonio gráfico.
La misma discusión se plantea con respecto a Schtarkmet, quizá
más clara todavía porque aquí se trataba de sembrar trigo. Quienes
pudieron hacerlo lo hicieron tan bien, que un Primer Premio en la
Muestra de Granos de la Exposición Nacional de Ganadería de 1941,
concedido a un colono de Schtarkmet, D. Herman Levy, documenta
la calidad del esfuerzo personal. Pero, si habían probado ser
insuficientes 150 hectáreas, dicen algunos colonos, ¿cómo podía
esperarse que tuviéramos éxito nosotros con sólo cien? Ocurrió lo de
siempre: prosperaron los que pudieron quedarse ampliando sus
chacras, a costa de agregados de los que se consideraban fracasados
y se marchaban.

203
De estos, hay alguno que todavía añora en su fiambrería de
Buenos Aires aquella "hermosa vida del campo" que dejó para
siempre, porque se ha desvanecido ya el recuerdo de su dureza, y en
cambio cobra cada vez más fuerza en su espíritu la evocación de su
contacto con la tierra, en medio de las flores y los árboles que él
había plantado con sus propias manos.

204
XVI
RIVERA DE HOY Y SU FUTURO

Y así llegamos al final de esta revista, al capítulo que refleja el


hoy de Rivera después de haber transitado largamente por su ayer.
Hemos reservado para él algunas de aquellas instituciones cuya
acción atañe al futuro de Rivera, aunque esto es desde luego
convencional, porque todas las instituciones del pueblo, y en mayor
proporción las que aseguran su prosperidad por el esfuerzo colectivo,
trabajan por ese mañana con que sueñan los rivereños, proyección de
esta etapa del cincuentenario, propicia a observar el camino recorrido
y a fijar metas para el que falta recorrer.
Es largo todavía, pero quienes lo advierten abrigan la legítima
esperanza de que ahora las etapas serán más aceleradas, por lo
mismo que los actuales pobladores disponen de unas bases de que
sus antecesores carecieron.
Dijimos al comenzar este libro que el éxodo fue uno de los
males de Rivera, como lo fue de todo el campo argentino. Y que
ahora tiene el pueblo un antídoto de ese problema en los dos colegios
secundarios que han surgido en los últimos años. Vamos a observar
brevemente el origen y funcionamiento de estos institutos, que al
permitir a los adolescentes rivereños permanecer en el pueblo hasta
que, terminada la etapa de la segunda enseñanza, puedan orientarse
por sí mismos, se ha convertido en uno de los principales, elementos
de fijación en Rivera de las familias que en el pasado hubieran
marchado tras de sus hijos cuando debían iniciar sus estudios.
En el inevitable desplazar de los ternas, habíamos dejado de
lado una conquista aún más elemental, que define la situación

205
anterior al momento en que ella se logró: los dos últimos grados de la
escuela primaria, obtenidos recién en 1928, al crearse la escuela
provincial, asimismo debida al insistente esfuerzo del pueblo,
referido tanto a las gestiones realizadas como a la contribución para
costear el terreno en que la Dirección General de Escuelas iba a
construir el edificio.
Hemos mencionado ya la parte que tuvo en ello el que era
entonces titular de esa repartición, Dr. Ramón Rasquín, que muchos
años antes había sido Intendente Municipal y médico de Carhué. El
Centro Cultural organizó entonces la consabida fiesta con su
respectiva función teatral —panacea de los problemas rivereños— y
el producido, que se sumó a la contribución de la ICA, permitió
poner a disposición de las autoridades provinciales el solar en que se
inició la edificación.
Pero les urgía demasiado a los rivereños el quinto y sexto grado
para esperar a que estuviera terminada, y a instancias del pueblo se
inauguró la escuela en una casa vieja, trasladándose más tarde al
nuevo edificio.
La primera directora de la escuela provincial fue la señorita
Zulema Ibarrart, que contó con la colaboración de las maestras Rosa
Safián, Fanny y Josefa Plotkin, Fanny Schpoliansky, los hermanos
Correch y otros.
Fueron, con los abnegados maestros de la escuela de la ICA y
más tarde de la N° 146 que le sucedió, así como de las escuelitas de
las colonias, el esforzado grupo de aquellos a quienes varias
generaciones de rivereños deben sus primeras letras.
Hoy hay en toda la colonia once escuelas del Estado, cinco de
ellas nacionales y seis provinciales, con un total de 35 maestros, de
ellas dos en Rivera y una en cada uno de los respectivos grupo1loy
los que egresan de la escuela primaria hallan abiertas las puertas
de la segunda enseñanza sin salir del pueblo, dando satisfacción
al legítimo anhelo de los padres de instruir o dar carrera a sus
hijos sin el sacrificio de apartarlos del hogar.

206
El Colegio Mariano Moreno y la Escuela Agraria Presidente
Perón cumplen esa misión y la cumplen bien, no obstante las
dificultades. Veamos su breve ejecutoria.

INSTITUTO ADSCRIPTO MARIANO MORENO

La iniciativa de crear un colegio secundario surgió de la


ICA, y en su local se realizó la primera reunión en que esa
idea fue lanzada, el 4 de noviembre de 1950. Allí el hombre
que llevaba la voz de la ICA, Dr. Kurth Rigner, produjo un
documentado informe, en el que en base a la experiencia de
otros institutos similares propiciados por la ICA, como el de
Basavilbado, se afirmaba la necesidad y la posibilidad de que
Rivera llegara a contar con su colegio.
La discusión ilustró claramente sobre lo que deseaba la
mayoría, y descartadas las variantes como una escuela técnica o
un colegio mixto nacional y comercial, convocóse a una gran
asamblea que se reunió dos días más tarde bajo la presidencial de
Don Juan Cejpek, de la que surgieron la idea ya concretada de
inaugurar un colegio nacional adscripto, y una comisión provisoria
para llevar a cabo las gestiones necesarias, que estaba presidida
por el Sr. Isaac Schatzky y cuya secretaria era la señora Teresa
Santiago de Salvo.
El eco que halló en el pueblo la iniciativa fue sin duda un
factor que influyó en la decisión del Ministerio de Educación,
donde menudearon los telegramas en los que se proclamaba el
anhelo de padres e instituciones.
Pero transcurría el verano, se acercaba el momento en que
iba a comenzar el curso lectivo, y nada se sabía aún de la
adscripción ni de la concesión del local. El pueblo fluctuaba entre la
esperanza y la inquietud, y para calmarlo se tomó una decisión
heroica: iniciar los cursos de cualquier manera, anunciándose en
una nueva asamblea que ello se haría el 2 de abril de 1951,

207
aprobándose los estatutos que regirían la existencia del colegio
y comprometiéndose el local, que había construido en 1950
Don Herman Strocovsky.
La iniciación tuvo el mismo carácter pionérico que mu -
chas de las cosas que se habían hecho a puro espíritu. Con un
escritorio prestado por la señora de Mazza y bancos cedidos por
la ICA dispusiéronse a iniciar los cursos, se designó Rector a
Don Isaac Schatzky, así como los titulares de las primeras
cátedras (*), y se hicieron los preparativos para la ta rea,
dándose comienzo a la inscripción de los primeros alumnos.
Hubo dos ceremonias simbólicas de inauguración de los
cursos. En la primera, sencilla pero de intensa emoción,
reunidos en el patio de lo que a partir de ese momento ya era el
colegio, miembros de la comisión, profesores y padres de alumnos,
y formados éstos en torno al mástil, procedió a izarse la bandera,
pronunciando breves y significativas palabras la profesora y
secretaria Sra. de Salvo, cantándose el Himno Nacional y
dando por abiertas el Rector las clases del primer curso lectivo
secundario en la historia de Rivera.
El segundo de esos actos se celebró días más tarde, con
la presencia de una delegación de la Asociación de Residentes
Rivereños, del diputado nacional del distrito Sr. Bosco y otras
autoridades, comprometiéndose allí mismo la donación de
bancos por parte del Ministerio de Educación de la Pro vincia,
así como la ayuda que la A.R.R. estaba dispuesta a prestar al
Instituto.
La adscripción tardó unos meses más pero llegó por fin, el 26
de julio de ese año, después que los inspectores que visitaron el insti-
(*) Estaban distribuidas así: Cloe F. B. de Mazza, Castellano; Teresa S. de
Salvo, Historia; Dra. Martha P. de Veitz, Inglés; Isaac Schatzky, Vida Vegetal;
Rebeca Alesker, Cultura Musical; Aurora M. de García, Trabajo Manual; Anastasia
Cejpek, Religión y Geografía; Greta Rivkin, Moral; Dr. Marcos Veitz, Educación
Física.

208
tuto comprobaron, con su eficiencia, la calidad de su misión.
La ayuda prometida por la A.R.R. se manifestó reiteradamente,
contribuyendo a la dotación del Colegio con la comisión
cooperadora, que fue renovada en una asamblea para reemplazar a
quienes debieron dejar la comisión porque pasaron a desempeñar
cargos en el Colegio (*).
Esa colaboración fue harto necesaria, porque para fortuna del
pueblo al primer curso se fueron agregando el segundo año, luego el
tercero y el cuarto, de modo que los alumnos de la primera
promoción pudieron ir completando sus estudios, y este año inician
el último curso, mientras nuevas promociones vienen agregándose a
los años inferiores. Ello exigía cada vez nuevos elementos para las
sucesivas divisiones que fueron provistos mediante generosa ayuda,
trasladándose el colegio al local del antiguo negocio de Faure,
refaccionado expresamente por su dueño, Don Aarón Grimberg, e
inaugurándose un gabinete de química que hace honor al Colegio.
El rector Schatzky y el cuerpo de profesores cumplen sus tareas
con la conciencia de realizar una alta misión. Pocas veces una
localidad esperó tanto de un colegio de segunda enseñanza, y ellos
sienten la enorme responsabilidad y tratan de estar a su altura. El
testimonio del pueblo y las autoridades educacionales prueba que lo
consiguen.

LA ESCUELA AGRARIA PRESIDENTE PERON


La escuela agraria de Rivera representa, no sólo un
establecimiento de segunda enseñanza para que los chicos no se
vayan a estudiar fuera del pueblo, sino aquel que les capacita para
una tarea pie es esencial en la colonia: dirigir una explotación
racional del trabajo de la tierra en la chacra del padre, que un día será
suya, por medio de conocimientos que les permitan aprovechar al
máximo las posibilidades, y reducir al mínimo las contingencias que
hicieron tan dura la vida y la labor de los colonos en el pasado.

209
Ese es, por lo demás, el principio que rige el funciona-miento
de la escuela: enseñarles lo que van, a necesitar en la granja del
padre. Por eso el programa práctico incluye carpintería, herrería,
horticultura, forrajicultura, cultivo de cereales, tambo, y prepara a los
futuros granjeros para un conocimiento integral de su oficio. Sin
desatender aspectos de su preparación general, la enseñanza no es
libresca sino práctica, tendiente a dotar a los alumnos de la mayor
suma de conocimientos adquiridos sobre el terreno, en el espacio de
tiempo que dura el curso.
También la creación de la Escuela Agraria obedeció a
empeñosas gestiones de la población, en cuya iniciativa tuvo la ICA
particular intervención, haciéndose cargo por mitades de la donación
de un campo de 300 hectáreas, El Quebrado, cuya otra mitad
costearon conjuntamente las Cooperativas Granjeros Unidos y
Tamberos Barón Hisch.
Con esa base se gestionó ante el Gobierno de la Provincia de
Buenos Aires la creación del establecimiento que quedó resuelta,
dependiente del Ministerio de Asuntos Agrarios, y fue inaugurado en
1952, con el nombre de Presidente Perón, bajo la dirección del
perito agrónomo Pablo C. Ferro, quien conquistó muchas simpatías
en la población y un decidido apoyo para la obra que dirigía. Al ser
trasladado el Sr. Ferro fue reemplazado por el ingeniero agrónomo
León M. Szwimer, que cuenta con la colaboración de los profesores
Dres. Pedro. Rolla y Arturo Melamed.
Además del campo mencionado, dispuso la escuela para su
funcionamiento de un antiguo local que representaba en Rivera la
historia de una esperanza frustrada: la fábrica de conservas de legum-
(*) Quedó integrada así ; Presidente, Aarón Resnicof;
Vocales titulares: Juan Cejpek, Abraham Ratuschny, Isaac Bloom,
Naón Gu itelman, Israel Ch ejter, Salomón Cohen, Pablo Ferro,
Miguel Melamed, Anselmo Fernández Pedroza, José Acevedo,
Bernardo Schmuckler. Vocales supl entes: Lucio Recalde, Isidro
Regalado, Antonio Lapacó, A. Manfredottl, Franc isco Ferrada,
Dr. Mauricio Glik. Síndico titular: Alfredo Lewkowitz; Síndico
suplente: David Luñansky .

210
bres envasadas, que a pesar de los excelentes auspicios con que se
inaugurara poco más de una década antes se había visto obligada más
tarde, por distintos factores a cerrar sus puertas.
El Ing. Szwimer hizo el proyecto y dirigió la construcción,
prevista en el II Plan Quinquenal, tendiente a convertir la antigua
fábrica en un establecimiento adecuado a sus necesidades. Tiene
capacidad para 40 alumnos, incluidos dormitorios, comedor, aulas,
talleres y dependencias. En las tareas de construcción colaboró el
personal de la escuela, que además de un quintero y dos peones
incluye un carpintero, un herrero y un capataz general, además del
cocinero y ayudante y dos mozos. En el Quebrado hay además un
encargado y 3 peones.
La Escuela dispone de una quinta para la enseñanza de la
horticultura, de un vivero para arboricultura, de plantaciones para
fruticultura, en la que se aprenden nociones sobre el cuidado y la
poda, así como la lucha contra las plagas.
El programa integral incluye asimismo construcciones en el
campo de la escuela y un tambo experimental, con equipo fiara el
ordeñe mecánico.
En los tres años de existencia fue firme el aumento del ingreso
de alumnos. Empezaron con ocho o nueve de los que siete egresaron
ya. Hubo más en el segundo curso, con una sola baja, y en el tercero
ya se anotaron 16 ó 17. La primera promoción ha creado un sentido
de emulación y se espera que en el próximo curso la escuela funcione
con una inscripción al máximo de su capacidad.
Las tareas están en sus comienzos, con perspectivas que
permiten augurarle buen éxito a esta auspiciosa creación del
Gobierno de la Provincia.

211
LA ICA, LAS INSTITUCIONES Y LA
MUNICIPALIDAD
Hemos visto en el curso de este libro el surgimiento de
Instituciones de bien público, y hemos observado también el papel
que tocó a la ICA en relación con ellas, vinculándose a su nacimiento
o colaborando en una forma u otra a su progreso y al del pueblo.
Esta colaboración de la ICA arrancaba del terreno del que ella
era propietaria, y en cada caso la cesión, arriendo simbólico o venta
del solar a bajo precio era el punto de partida. Faltaba mencionar los
que cedió a la Municipalidad para edificios públicos, y la
colaboración que prestó a las autoridades, lo que unido, a su obra
escolar hace un historial que es motivo del legítimo orgullo para la
Jewish Colonization Association.
Terrenos para el Cementerio Municipal, el Matadero Municipal,
la subcomisaría de policía, la Iglesia católica, la Iglesia protestante,
la oficina de correos, y dependencias municipales a los que hay que
agregar otros en Huergo, Lapin, etc., ,son donados en el curso del
tiempo para facilitar la erección de las oficinas o establecimientos
respectivos.
La creación del Departamento Cultural y Social de la ICA, que
posee discotecas circulantes y promueve la visita de conferenciantes
y artistas, ha de mencionarse asimismo como una contribución a la
actividad espiritual de la colonia. Todo ello, el estrecha, contacto que
mantiene la ICA con las Cooperativas y la permanente disposición a
colaborar en iniciativas de bien público dan a la institución un papel
destacado en la vida del pueblo.
Mencionamos dependencias municipales, lo que supone la
presencia de una autoridad comunal que en esta revista cronológica
no puede ser ignorada. Enumeramos en el capítulo dedicado al
comienzo de la localidad los primeros delegados municipales.
Enunciaremos los restantes (*). Fueron muchos, y en contraste con la
larga continuidad de Don Luis Silvera, algunos pasaron muy

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fugazmente por la sede de la autoridad comunal. Quizá ello explique
el precario balance de obras realizadas en Rivera por la
Municipalidad del Partido, apenas modificado por algunas honrosas
excepciones.
En los últimos tiempos, justamente, han de mencionar-se dos
obras estimables: el mejoramiento del Matadero Municipal, y la
creación de la Plaza Presidente Perón.
Y ya que hablamos en términos municipales daremos,
contrariando una norma de este libro que no pretende ser estadístico,
una sola cifra: la de la población total de Rivera al 1° de enero de
1954. Tenía entonces 4675 habitantes, incluidas las colonias y la
planta urbana, con una alta proporción de familias que residen en sus
chacras y no en el pueblo.

EL COMERCIO Y LA INDUSTRIA
Ya hemos mencionado al observar los primeros pasos del
pueblo, el papel verdaderamente pionérico que le tocó a los
comerciantes, sobre quienes recayó muchas veces el mayor peso de
los problemas de la colonia.
Esto debe ser recalcado, porque en esa tradición creció y se
afirmó el comercio de Rivera. Recogemos una frase que vale por una
definición: —Yo no embargué a nadie y no me fundí. Y hubo
quienes ejecutaron y se fundieron igual. El comerciante que entrevió
el futuro de Rivera aguantó, y se salvó con ella. Los otros se fueron.

(*) Desde 1929 hasta la fecha se sucedieron en Rivera los siguientes


delegados municipales: Aarón Sas, Luis Silvera, Antonio Lapacó, Luis Silvera,
Ramón Bonaora, León Schamsanovsky, Luis Silvera, Tulio Galán, Agustín C. La
Puente, Angel O, Mesina, Antonio Lapacó, Juan Cejpek, José A. Rasmunsen, Isaac
Bloom. Israel Chejter, Raúl Esevich, Sebastián Gallo, Raúl Strassera, Juan Cejpek,
Julio A. Lugones, Sebastián Gallo, Blas N. Chiara, Millo Bosco, Francisco Beunza,
Anselmo Fernández Pedroza.

213
No sólo comercio sino industrias hubo en Rivera, y son notorias
las iniciativas que dieron al pueblo sus primeros establecimientos
industriales.
Vimos en este mismo capítulo que el local de la Escuela
Agraria se levantó donde estuvo la fábrica de legumbres envasadas.
Fue un establecimiento modelo, que contó con el auspicio de la ICA
y capital privado a la que esta interesó en la iniciativa. Debía basarse
en la producción de los colonos alemanes de Veneziani, que le iban a
proveer las legumbres de sus huertas. Comenzó la tarea con
excelentes auspicios, y el cierre posterior no amengua el valor de una
empresa que, de haber logrado éxito, pudo transformar la fisonomía
de Rivera.
Otro establecimiento notable en su momento fue la fábrica de
fundas de paja para botellas, novedosa industria que tendía a
aprovechar la altura a que llegaba en Rivera la paja de centeno, y que
cesó por razones ajenas a su eficiencia: la falta de mercado, derivada
de la interrupción del uso de fundas por grandes firmas que hacían
abundante consumo ele ellas.
Rivera tuvo también su molino harinero, que fue un
establecimiento ejemplar. Y una fábrica de jabón. Y una cremería,
antecedente de la industria lechera que hoy exhibe orgullosamente
los quesos de la Cooperativa de Tamberos. Y tuvo además la
iniciativa de un cultivo que hizo su camino en la colonia: la cebada
cervecera, estrechamente conectado con esa industria, que tuvo
sensible influencia en el desenvolvimiento del trabajo agrícola.
Este melancólico repaso de buenas iniciativas que ya son cosa
del pasado, tiene un valor concreto: mostrar cómo Rivera tardó en
hallar su camino, pero no la arredraron dificultades para emprender
cada vez la búsqueda de rutas nuevas.
En ese sentido vale la pena detenerse en un contraste: la primera
feria de hacienda, que existió en Rivera allá por el veintitantos
desapareció, arrastrada por la situación entonces ruinosa de la
colonia. El segundo Remate—Feria de Hacienda privado, surgido

214
hace 10 años, no sólo se impuso sino que, llevada por su emulación,
indujo a la Cooperativa Granjeros Unidos a instalar otro, que se
convirtió en uno de los buenos instrumentos económicos de su
gestión. La feria de hacienda tiene un valor decisivo en el progreso
de la producción ganadera, fomentando la tipificación y el
mejoramiento de los planteles, para que el criador no envíe a sus
animales al remate en condiciones desventajosas. Y es un de
progreso que en una zona que probó ser ganadera por excelencia, no
se puede desconocer.
La primera Exposición Ganadera, que Rivera ha de exhibir
orgullosamente en su Cincuentenario, será un buen testimonio de lo
alcanzado en este terreno.

LA USINA DE RIVERA Y LA COOPERATIVA


ELECTRICA
En esta revista del aporte de la industria privada ha de
mencionarse asimismo lo que significó en Rivera la producción de
energía eléctrica, que el pueblo disfruta desde el 1° de enero de 1925,
en que se inauguró la usina levantada por la firma Esteguy, Gueler y
Cía. Su propulsor fue don Aarón Gueler, a cuya iniciativa el pueblo
debía el haber logrado la luz eléctrica.
El 22 de noviembre de 1945 se fundó la Cooperativa Eléctrica
Ltda. de Rivera, que un año después logró la personería jurídica.
Pero a pesar de todos sus esfuerzos y del deseo de sus animadores,
no ha podido cumplir su propósito esencial, que es darle al pueblo
una usina cooperativa de producción de luz y fuerza. Bien lo
explicaba su mesa directiva, con la firma del presidente Juan Cejpek,
el secretario Julio Lugones, el tesorero Moisés Roitburd y el síndico
Antonio Lapacó, al informar a la última asamblea, cuando señalaba
que ni le ha sido posible comprar los equipos para una usina nueva,
porque su alto costo los hace prohibitivos, ni han tenido éxito las
gestiones realizadas ante la Intendencia Municipal de Carhué para
lograr la expropiación de la usina existente o bien para comprarla a

215
sus actuales propietarios. Señalaban, empero, su esperanza de
obtener éxito en las gestiones, mencionando al respecto las
resoluciones aprobadas por la Reunión de los Municipios, y sobre
todo, decían, "porque tenemos derecho a insistir en la expropiación
de la usina local, para asegurar a breve plazo, un futuro servicio de
electricidad en las condiciones que el progreso del pueblo y sus
necesidades requieren".

LA ASOCIACION DE RESIDENTES RIVERENOS


En los últimos años surgió un factor nuevo, que además de su
repercusión sentimental alcanzó también un innegable valor práctico
para Rivera: la fundación en Buenos Aires de la Asociación de
Residentes Rivereños, entidad en que el pueblo se proyectaba, a
través de la nostalgia que por él sentían sus hijos emigrados a la
ciudad. Confluyeron en ella varias iniciativas, simbolizadas por otras
tantas comidas en las que jóvenes ex rivereños v otros que ya no lo
eran tanto reencontraban la vieja cordialidad. Más tarde, cuando la
iniciativa encontró eco propicio entre los ex pobladores de Rivera,
Don Ernesto Guberman redactó los principios a que había de
ajustarse la asociación, que definían bien el móvil que los guiaba:
renovar entre los hijos la amistad que habían mantenido en Rivera
los padres; destacar la obra altruista de los viejos rivereños; mantener
amistosos vínculos con las instituciones de Rivera y hacer, como
buena entidad democrática, una afirmación de antiracismo.
Cuando la idea trascendió de un círculo íntimo y atrajo a un
número considerable de rivereños, en abril de 1950 una gran comida
de camaradería dio la tónica de esa expresión de solidaridad que
buscaba concretarse. Y meses más tarde, en noviembre de 1950, se
constituyó formalmente la Asociación de Residentes Rivereños. Un
hombre que tomó la idea con la pasión que ponía en todo lo que él
juzgaba merecido, Don Alejandro Cherny, fue consagrado presidente
de la entidad.
Y a partir de entonces, y bajo su impulso, la A. R. R. adquirió

216
gravitación sobre las cosas de Rivera, movilizándose para aportar
ayuda cuando alguna de las instituciones lo requería (*).
Por eso la muerte de Alejandro Cherny, acaecida el 12 de junio
de 1954, fue un duro golpe para la A. R. R. y un motivo de profunda
pena para Rivera, y cuando fue sepultado, por su expresa voluntad,
en el cementerio del pueblo, el vecindario entero le rindió homenaje.

ANTE EL CINCUENTENARIO
Cuando se cumplieron 25 años de la llegada de los primeros
pobladores, Rivera atravesaba uno de los peores momentos de su
historia. Don Arturo Bab intentó en vano organizar una celebración,
que no pudo hallar eco en medio de la crisis que abrumaba al pueblo.
Y expresaba entonces la esperanza de que el cincuentenario hallara a
Rivera en ánimo y en circunstancias más propicias. Cuando se
cumplieron cuarenta años de la fundación, ya no pasó desapercibido
el aniversario, y una foto en la que posaron, junto a los más jóvenes,
los primeros pobladores, documentó ese momento de la vida del
pueblo, que este libro recoge.
Y ahora llegamos al medio siglo. Algunos de los que entonces
estaban ya no están más. Los que quedan tienen la cabeza más
blanca, y diez años más de recuerdos que agregar a lo que habían
vivido, con la única pena de que el compañero o compañera de toda
la vida no hubiera alcanzado a vivir también este momento. Porque
los diez años últimos valía la pena vivirlos, para tomarse el desquite
contra el tiempo y la adversidad.
(*) La primera comisión directiva de la A.R.R. estaba integrada así:
Presidente, Alejandro Cherny; Vice Primero, Arnoldo Stronguin; Vice Segundo,
Ernesto Guberman; Secretario, David Jadzinsky; Secretario de Prensa, Isaac
Libenson; Secretario de Actas, León Brodsky; Tesorero, Moisés Vesfrit; Pro
Tesorero, Alfredo Gersonsky; Vocal: Carlos Bolton, Haydée Mendez de Libensohn,
Elisa Guberman de Rujelman, Rebeca Peker de Smola, Rosa Karabelnikof, Luis
Cherny, Agraham Heiber, Mauricio Rasnik, León Wisnivetzky, Gregorio Cherny;
Vocales suplentes: José Besedovsky, Salomón Saslavsky; Síndico, Bernardo
Papiermeister ; Sindico Suplente: Ernesto Bolton.

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Por eso el cincuentenario, y con él este libro, quiere ser una
ofrenda a los que se fueron sin ver terminada su tarea. Sobre la
angosta huella que abrieron sus afanes —que ensanchó su afán
común, viejo de medio siglo— avanzaron, aprendida la dura lección,
los hijos y los nietos.
El camino les fue más fácil, por lo mismo que había sido tan
arduo a quienes tuvieron que desbrozarlo para ellos.

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