Defoe Daniel - Robinson Crusoe-Vol.i
Defoe Daniel - Robinson Crusoe-Vol.i
DANIEL DEFOE
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ROBINSON CRUSOE Vol. I Daniel Defoe 3
DANIEL DEFOE
ROBINSON CRUSOE
I
BRUGUERA
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ROBINSON CRUSOE Vol. I Daniel Defoe 4
Título original:
ROBINSON CRUSOE
Traducción: Julio Cortázar
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Nací en el año 1632 en la ciudad de York, de buena familia aunque no del país,
pues mi padre, oriundo de Bremen, se había dedicado al comercio en Hull, donde
logró una buena posición. Desde entonces, y luego de abandonar su trabajo, se
radicó en York, donde casó con mí madre; ésta pertenecía a los Robinson, una
distinguida familia de la región, y de ahí que yo fuera llamado Robinson Kreutznaer,
aunque por la habitual corrupción de voces en Inglaterra se nos llama Crusoe,
nombre que nosotros mismos nos damos y escribimos y con el cual me han
conocido siempre mis compañeros.
Siendo el tercero de los hijos, y no preparado para ninguna carrera, mi cabeza
empezó a llenarse temprano de desordenados pensamientos. Mi anciano padre me
había dado la mejor educación que el hogar y una escuela común pueden proveer, y
me destinaba a la abogacía; pero yo no ansiaba otra cosa que navegar y mi
inclinación a los viajes me hizo resistir tan fuertemente la voluntad y las órdenes de
mi padre, así como las persuasiones de mi madre y mis amigos, que se hubiera
dicho que existía algo de fatal en esa tendencia que me arrastraba directamente
hacia un destino miserable.
Mi padre, hombre prudente y serio, trató con sus excelentes consejos de
hacerme abandonar el intento que había adivinado en mí. Una mañana me llamó a
su habitación, donde lo retenía la gota, para hacerme cordiales advertencias sobre
mis proyectos. Con su tono más afectuoso me rogó que no cometiera una
chiquillada y me precipitara a desdichas que la naturaleza y mi posición en la vida
parecían propicias a evitarme; no tenía yo necesidad de ganarme el pan puesto que
él me ayudaría con su impulso a obtener la situación acomodada que me había
destinado; en fin, si no lograba una posición en el mundo sería sólo por culpa mía o
del destino, sin que tuviera él que rendir cuentas de ello, ya que cumplía con su
deber al prevenirme contra actitudes que sólo redundarían en mi desgracia; en una
palabra, me aseguró que haría mucho por mí si me quedaba en casa, pero que no
quería tener participación alguna en mis desventuras alentándome a partir. Para
terminar me señaló el ejemplo de mi hermano mayor, con el cual había empleado el
mismo género de persuasiones a fin de evitar que fuera a las guerras de Flandes, no
pudiendo sin embargo impedir que sus juveniles impulsos lo llevaran a la lucha
donde encontró la muerte. Me aseguró que no dejaría de rogar por mí, pero que se
aventuraba a decirme que si me dejaba arrastrar por mi impulso Dios no me
acompañaría, quedándome sobrado tiempo para lamentar haber desoído los
consejos paternales y ello cuando ya nadie pudiera acompañarme en mi
arrepentimiento.
Sus palabras me afectaron profundamente, como es natural, y resolví
abandonar toda idea de viajes estableciéndome en casa de acuerdo con la voluntad
paterna. Mas, ¡ay!, muy pocos días disiparon los buenos propósitos, y unas
semanas después me decidí a evitar lo que consideraba importunidades de mi padre
yéndome de su lado. Sin embargo, no permití que el calor de mi resolución me
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arrastrara. Y acudiendo a mi madre un día en que la creí de mejor humor que otras
veces le confié que mis deseos de conocer el mundo eran tan irresistibles que jamás
podría dedicarme a cosa alguna que me lo impidiera, y agregué que mi padre haría
mejor en darme su consentimiento que obligarme a partir sin él. Ya tenía yo
dieciocho años, edad demasiado avanzada para entrar de aprendiz en cualquier
comercio o como pasante en un bufete, y si me forzaban a ello estaba seguro de
escapar de mi amo a toda costa y lanzarme al mar. Por fin le aseguré que si
convencía a mi padre de que me dejara partir y a mi regreso encontraba yo que el
viaje no me había gustado, le prometía no volver a intentarlo jamás y rescatar, con
todo celo y diligencia, el tiempo perdido.
Todo esto sólo sirvió para encolerizar a mi madre. Me dijo que era vano hablar
a mi padre del asunto, que lo sabía demasiado seguro de cuál era el camino
provechoso para dar un consentimiento que sólo sería mi desgracia, y se maravilló
de que pudiera insistir después de la conversación que había tenido con él y las
tiernas y bondadosas frases que había empleado conmigo; en fin, si yo estaba
dispuesto a perderme no había manera de impedirlo, pero jamás mi intención
lograría el consentimiento de ambos; por su parte no estaba dispuesta a colaborar
en mi ruina y nunca podría decirse de ella que había obrado contra la voluntad de
su esposo.
Aunque se cuidó de decir todo esto a mi padre, vine a saber más tarde que le
contó lo ocurrido y que el anciano, tras de mostrar gran preocupación, dijo
suspirando:
—El muchacho sería dichoso si se quedara en casa, pero si se lanza a viajar
será el hombre más infeliz que haya pisado la tierra. No puedo darle mi
consentimiento.
Sólo un año después de todo esto dejé mi casa, aunque entretanto me mantuve
sordo a toda proposición que se me hizo de dedicarme al comercio, y discutía
frecuentemente con mis padres sobre lo que yo consideraba su empecinamiento
contra mis más ardientes inclinaciones. Pero un día, hallándome casualmente en
Hull y sin la menor intención de escaparme en esa oportunidad, encontré un amigo
que se embarcaba para Londres en el barco de su padre y que me instó a que lo
acompañara, valiéndose del cebo habitualmente empleado por los marinos, esto es,
que el pasaje no me costaría nada. Sin consultar a mis padres ni comunicarles mi
partida, dejándolos que se enteraran como pudiesen; sin pedir la bendición de Dios
ni la de mi padre y sin cuidado alguno de las circunstancias y las consecuencias de
mi acción, en un día aciago como Dios sabe, el primero de septiembre de 1651 me
embarqué en aquel navío rumbo a Londres. No creo que las desgracias de ningún
muchacho aventurero hayan comenzado tan pronto y durado tanto. Apenas
habíamos salido del Humber cuando se desató el viento y las olas empezaron a
encresparse horriblemente; yo, que jamás había estado en el mar, sufrí a la vez el
padecimiento del cuerpo y el terror del alma. Me puse a pensar seriamente en lo que
había hecho, y con qué justicia me castigaba el cielo por mi perversa conducta al
abandonar la casa de mi padre y mi deber.
Entretanto la tormenta crecía y el mar, aún desconocido para mí, parecía
levantarse, aunque nunca en la forma en que lo vi más adelante; no, nunca como lo
vi unos días después. Pero entonces bastaba para impresionar a un joven marino
que no tenía noción alguna al respecto. Me parecía que cada ola iba a tragarnos, y
que cada vez que el barco se hundía, en lo que a mí me daba la impresión de ser el
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fondo del mar, jamás volvería a surgir a la superficie. En tal estado de terror hice
solemnes promesas y adopté la resolución de que si Dios llevaba su bondad a
perdonarme la vida y me permitía desembarcar a salvo, iría directamente a la casa
de mis padres para no volver a pisar la cubierta de una nave en lo que me quedara
de vida. Prometí también que seguiría el consejo paterno sin precipitarme nunca
más en tan miserables andanzas; veía claramente ahora la justeza de sus palabras
acerca de una cómoda medianía en la vida, cuan fácil y confortable había
transcurrido para él la existencia, lejos de toda tempestad en el mar y conflicto en la
tierra; y decidí volver, como el hijo pródigo, a casa de mis padres.
Mis prudentes y sosegados pensamientos duraron lo que la tormenta y hasta
un poco más; pero al día siguiente el viento había amainado, el mar estaba menos
revuelto y yo comencé a habituarme a ambos. No obstante me mantuve serio todo el
día, a lo que hay que sumar un resto de mareo, pero hacia la tarde el tiempo aclaró
completamente, el viento cesó en absoluto y tuvimos un hermoso crepúsculo. Con
igual claridad que al ponerse se levantó el sol a la siguiente mañana; soplaba
apenas una brisa, el mar estaba terso y el sol, brillando sobre las aguas, componía
el más hermoso de los espectáculos que me fuera dado ver.
Habiendo dormido profundamente me sentía ya libre del mareo, y lleno de
ánimo miraba maravillado el mar tan terrible el día anterior y capaz de mostrarse
tan sereno y agradable muy poco después. Entonces, como para impedir que
continuaran mis buenas resoluciones, el camarada que me había impulsado a
embarcarme se me acercó y me dijo, palmeándome el hombro:
—Y bien, Bob... ¿cómo lo has pasado? Apuesto a que te diste un buen susto
anoche, y eso que no sopló más que una ráfaga.
—¿Le llamas ráfaga? —exclamé—. ¡Pero si fue una terrible tormenta!
—¡Tormenta! —dijo mi amigo—. ¿Le llamas tormenta a eso, gran tonto? ¡Pero si
no fue nada! Con un buen barco y mar abierto no nos preocupamos por un viento
como ése. Es que tú eres marino de agua dulce, Bob. Ven, apuremos un jarro de
ponche y nos olvidaremos de todo. ¿No ves qué hermoso tiempo hace ahora?
Para abreviar esta lamentable parte de mi relato, diré que seguimos el camino
de todos los marinos; el ponche fue servido, yo me embriagué con él y en el
desorden de aquella noche abandoné todo arrepentimiento, mis reflexiones sobre el
pasado y mis resoluciones acerca del futuro. En algunos momentos de meditación,
empero, aquellos pensamientos parecían esforzarse por retornar a mí, pero me
apresuraba a rechazarlos y me salía de ellos como de una enfermedad. Así,
dedicándome a beber y a alternar con los camaradas, pronto dominé aquellos
ataques —como yo los llamaba— y en cinco o seis días logré la más completa
victoria sobre la conciencia que pudiera desear un muchacho resuelto a no
escucharla. Pero otra prueba me esperaba, y la Providencia, tal como lo hace en
casos así, resolvió dejarme esta vez sin la menor excusa en mi futura conducta;
porque si el primer episodio podía no parecerme una advertencia, el siguiente fue
tal que el peor y más empedernido miserable entre nosotros hubiera admitido a la
vez el peligro y la gracia.
Al sexto día de navegación entramos en la rada de Yarmouth; con viento
contrario y tiempo sereno, habíamos avanzado muy poco desde la tormenta. Nos
vimos obligados a anclar en la rada y quedarnos allí, mientras el viento soplaba
continuamente del sudoeste, por espacio de siete u ocho días, durante los cuales
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visto jamás uno semejante. Teníamos un buen barco, pero excesivamente cargado y
calaba tanto que los marineros esperaban verlo irse a pique a cada momento. El
único alivio que se me brindó entonces fue ignorar el sentido de la expresión «irse a
pique», hasta que lo supe más tarde. Pude entonces ver en medio de la furia de la
tormenta algo que no es frecuente: al capitán, al contramaestre y algunos otros más
cuerdos que el resto, elevando sus ruegos mientras el navío parecía zozobrar a cada
instante. A mitad de la noche, y para colmo de nuestras desventuras, uno de los
marineros que descendiera de intento para observar la cala volvió gritando que el
barco hacía agua; otro hombre aseguró que ya había cuatro pies en la bodega. De
inmediato se llamó a todos a las bombas, y cuando oí esa palabra el corazón pareció
dejar de latirme en el pecho y caí de espaldas sobre la cucheta donde había estado
sentado. Pronto, sin embargo, los marineros vinieron a decirme que si hasta
entonces no había sido capaz de ayudar en nada, bien podía hacerlo en una bomba
como cualquier otro. Me levanté y obedecí poniendo todas mis fuerzas en el trabajo.
Entretanto el capitán había divisado algunos barcos carboneros que, incapaces de
resistir anclados la tormenta, se veían obligados a salir de la rada y lanzarse al mar;
como habían de pasar cerca de nosotros, ordenó el capitán disparar un cañonazo en
demanda de socorro. Yo no sabía lo que eso significaba y me sorprendí tanto que
me pareció que el barco se había partido en dos o que acababa de ocurrir alguna
otra cosa tremenda. Para decirlo en una palabra, me desmayé. En aquella hora
cada uno tenía su propia vida que cuidar, y naturalmente nadie se preocupó por lo
que pudiera haberme ocurrido; otro marinero que vino a la bomba me hizo a un
costado con el pie, creyendo seguramente que había muerto, y pasó un largo rato
antes de que recobrara el sentido.
Trabajábamos más y más, pero el agua crecía en la bodega y era evidente que
terminaríamos por hundirnos; aunque la tormenta había decrecido un poco no
parecía probable que pudiéramos sostenernos a flote hasta entrar en puerto, por lo
cual el capitán siguió disparando cañonazos. Un barco pequeño que estaba anclado
justamente delante de nosotros osó enviar un bote en nuestro auxilio. Fue harto
afortunado que el bote pudiera acercarse, pero nos resultaba imposible transbordar
a él así como al bote mantenerse al costado, hasta que los remeros, con un supremo
esfuerzo en el que exponían sus vidas para salvar las nuestras, consiguieron
alcanzar el cable que por la popa les tiramos con una boya al extremo, y después de
infinitas dificultades los remolcamos hasta nuestra popa y pudimos así
transbordar. No era su propósito volver al navío de donde partieran, de modo que
estuvimos de acuerdo en dejarnos llevar por el viento y solamente encaminar en lo
posible el bote hacia tierra firme; nuestro capitán, por su parte, aseguró que si la
embarcación se averiaba al tocar la costa, él indemnizaría a su dueño y con eso,
remando algunos y otros dirigiendo el rumbo, fuimos hacia el norte sesgando la
costa casi a la altura de Winterton Ness.
Mientras los hombres se inclinaban sobre los remos tratando de acercar el bote
a tierra, y en los momentos en que éste, al montar sobre una ola, nos permitía la
visión de la costa, podíamos distinguir una gran cantidad de gentes corriendo por
ella con intención de ayudarnos. Pero avanzábamos con gran lentitud y no pudimos
alcanzar la costa hasta más allá del faro de Winterton, donde hace una entrada
hacia el oeste en dirección a Cromer y, por tanto, la misma tierra protege al mar
contra la violencia del viento. Allí desembarcamos no sin bastantes dificultades, y
fuimos a pie hacia Yarmouth donde nuestra desgracia fue aliviada por la
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generosidad de todos, desde los magistrados de la ciudad que nos dieron buen
alojamiento hasta los comerciantes y propietarios de barcos, que nos facilitaron
suficiente dinero para ir a Londres o retornar a Hull, según nuestra voluntad.
Si hubiera tenido entonces bastante sensatez para volver a Hull y a mi hogar,
habría encontrado allí la felicidad, y mi padre, como un emblema de la parábola de
Nuestro Señor, habría matado para mí el ternero cebado; en verdad, al enterarse de
la desgracia ocurrida en la rada de Yarmouth al barco en el cual yo había huido,
pasó largo tiempo inquieto hasta asegurarse de que no me había ahogado.
Pero mi mala estrella seguía impulsándome con una fuerza que nada podía
resistir, y aunque muchas veces me sentí agobiado por el pensamiento y la voluntad
de volver a casa, no encontré fuerza suficiente para hacerlo. Ignoro qué nombre
debo dar a esto, ni pretendo que se trate de una secreta predestinación que nos
lleva a ser instrumentos de nuestra propia ruina, aun cuando la estemos viendo y
corramos hacia ella con los ojos abiertos. Por cierto que sólo una desdicha
inevitablemente destinada a mí, y de la cual me era imposible escapar, podía
haberme arrastrado contra todo sensato razonamiento y las persuasiones de mi
propia meditación, máxime teniendo en cuenta las dos evidentes advertencias que
acababa de recibir en mi primera tentativa.
El camarada que me había empujado en mi decisión, y que era el hijo del
capitán, parecía ahora mucho menos animoso que yo. La primera vez que me habló
en Yarmouth, es decir, dos o tres días más tarde, porque nos alojábamos en lugares
distintos, me dio la impresión de que estaba cambiado, y luego de preguntarme con
aire melancólico y moviendo la cabeza cómo estaba mi salud, se volvió hacia su
padre y le dijo quién era yo y cómo había intentado ese viaje a manera de prueba
para más distantes expediciones. Su padre se volvió a mí con un aire a la vez grave
y afectuoso, para decirme:
—Joven, no os embarquéis nunca más. Lo que ha ocurrido debe bastaros como
indudable signo de que no estáis destinado a ser marino. Estad seguro de que si no
volvéis al hogar, en cualquier sitio adonde vayáis encontraréis desastres y
decepciones, hasta que las palabras de vuestro padre se hayan cumplido en vos.
Nos separamos al rato, sin que yo le hubiera contestado gran cosa, y no sé qué
fue más tarde de él. Por lo que a mí respecta, dueño de algún dinero, me fui por
tierra a Londres y allí, lo mismo que en el curso del viaje, sostuve duras luchas
conmigo mismo para decidir cuál debería ser mi camino, si volvería a casa o al mar.
De ir a casa me detenía la vergüenza, opuesta a mis mejores impulsos; se me
ocurría que todos iban a reírse de mí, que no sólo me humillaría presentarme ante
mis padres sino a los vecinos y amigos; y puedo decir que desde entonces he
observado cuan absurdo e irracional es el carácter de los hombres, en especial en
los jóvenes, que los lleva a no avergonzarse de sus faltas y sí de su arrepentimiento,
que no se reprochan los actos por los cuales merecen el nombre de insensatos
mientras que los humilla el retorno a la verdad que les valdría en cambio la
reputación de hombres prudentes.
Tuve suerte al hallarme a poco de mi llegada a Londres en muy buena
compañía, cosa no muy frecuente en jóvenes tan libres y mal encaminados como lo
era yo entonces, ya que el diablo no tarda en prepararles sus trampas. En primer
lugar conocí al capitán de un barco que venía de Guinea y que, habiendo tenido allá
muy buena fortuna, estaba resuelto a volver. Mi conversación, que en aquel
entonces no era del todo torpe, le agradó mucho y oyéndome decir que ansiaba
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conocer el mundo me propuso hacer el viaje con él sin que me costara nada; sería
su compañero de mesa y su camarada, sin contar que, llevando alguna cosa
conmigo para comerciar, tendría todas las ventajas del intercambio y tal vez eso
acrecentara mi decisión.
Acepté la propuesta y habiéndome hecho muy amigo del capitán, que era
hombre simple y honesto, emprendí viaje con él llevando conmigo una modesta
pacotilla que, gracias a la desinteresada probidad de mi compañero aumentó
considerablemente. Había comprado por valor de cuarenta libras las baratijas y
chucherías que el capitán me aconsejaba llevar, y ese dinero fue el producto de la
ayuda de algunos parientes con los cuales me mantenía en contacto, de donde
infiero que mi padre, o por lo menos mi madre, contribuyeron con ello a mi primera
aventura.
Aquél fue el único viaje que puedo llamar excelente entre todas mis andanzas,
y lo debo a la honesta integridad de mi amigo el capitán junto al cual adquirí
además un discreto conocimiento de las matemáticas y las reglas de navegación,
aprendí a llevar un diario de ruta, calcular la longitud y latitud para determinar la
posición del buque y, en resumen, comprender aquellas cosas que deben ser
conocidas r por un marino. Es verdad que así como él tenía placer en enseñarme yo
lo tenía en aprender; y en realidad aquel viaje hizo de mí a la vez un comerciante y
un marino. Traje de regreso cinco libras y nueve onzas de oro en polvo a cambio de
mi pacotilla, y ello me reportó en Londres no menos de trescientas libras,
terminando de llenarme de ambiciosos proyectos que desde entonces me han traído
a la ruina.
Y con todo, aun en aquel viaje tuve inconvenientes, por ejemplo, una continua
enfermedad, producto de la elevada temperatura del clima que me producía
calenturas; comerciábamos en la costa, desde los 15° hasta el mismo ecuador.
Podía considerarme ya un comerciante de Guinea, y cuando para desdicha mía
a poco de desembarcar falleció mi amigo, me resolví a emprender nuevamente el
viaje y embarqué en el mismo barco capitaneado ahora por el que había sido piloto
en la anterior travesía. Nadie hizo nunca un viaje menos afortunado, pues aunque
sólo llevé conmigo cien libras de mi nueva fortuna, dejando las doscientas restantes
en manos de la viuda de mi amigo, que las guardó celosamente, las desgracias
llovieron sobre mí. La primera ocurrió cuando nuestro barco navegaba hacia las
islas Canarias o, mejor, entre aquéllas y la costa africana, pues fuimos sorprendidos
una mañana por un corsario turco de Sallee que empezó a perseguirnos con todas
las velas desplegadas. De inmediato soltamos cuanto trapo eran capaces de
soportar los mástiles, pero nuestra esperanza de ganar distancia se vio pronto
desmentida por el avance de los piratas, por lo cual nos dispusimos a la lucha
contando con doce cañones contra los dieciocho que tenía el buque pirata. A las
tres de la tarde se puso a tiro, pero en vez de soltarnos su andanada por la popa
como parecía dispuesto vino sesgando para alcanzarnos más de lleno,
permitiéndonos asestarle ocho cañones de ese lado y enviarle una andanada que lo
obligó a alejarse, no sin antes responder a nuestro fuego agregando a los cañones
una nutrida fusilería de los doscientos hombres que tenía a bordo. Por suerte no
habían herido a nadie y nuestros hombres se mantenían a cubierto. Vimos que se
preparaba a atacar nuevamente, pero esta vez se aproximó por la otra borda
lanzándose al abordaje contra el castillo de proa, donde unos sesenta piratas que
consiguieron saltar se precipitaron con hachas y cuchillos a cortar los mástiles y
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2. CAUTIVERIO Y EVASIÓN
El trato que me dieron en Sallee no resultó tan duro como yo había esperado;
ni siquiera me llevaron al interior del país con destino a la corte del emperador
como les ocurrió a mis compañeros, sino que el capitán pirata me conservó como su
parte en el botín, considerándome un esclavo joven y listo y por lo tanto apropiado
para esa clase de andanzas.
Mi nuevo amo me había conducido a su casa, donde yo vivía en la esperanza
de que me llevara consigo cuando volviera a embarcarse, confiando que el destino lo
hiciera caer tarde o temprano prisionero de algún marino español o portugués y eso
me valiera la libertad. Pronto, sin embargo, tuve que abandonar mi esperanza,
porque cuando el pirata se embarcó me puso al cuidado del jardín y a cargo del
resto de las tareas que son propias de los esclavos; y cuando volvió de su viaje me
hizo subir a bordo para que me quedara vigilando el barco. Yo no hacía más que
pensar en mi fuga y la manera de llevarla a cabo, pero no se me presentaba la más
mínima ocasión y para mayor desgracia no tenía a nadie a quien participar mis
intenciones y convencer de que se embarcara conmigo. Así pasaron dos años, en los
que mi imaginación no descansó un momento, pero en los cuales jamás tuve
oportunidad de utilizar mis ideas.
Pasados los dos años se presentó una ocasión bastante curiosa que volvió a
animar en mí la esperanza de escaparme. Hacía mucho tiempo que mi amo
permanecía en su casa sin alistar el barco para hacerse a la mar, según oí, por falta
de dinero; dos veces a la semana, cuando el tiempo estaba bueno, acostumbraba
salir de pesca en la pinaza del barco. En aquellas ocasiones me llevaba consigo, así
como a un joven morisco, para que remáramos; ambos le placíamos mucho, en
especial yo por mi habilidad en la pesca, tanto que terminó por enviarme algunas
veces con un moro pariente suyo y el joven morisco a fin de que pescáramos para
su mesa.
Aconteció que estando en la pinaza una mañana de mucha calma, se levantó
tan espesa niebla que a media legua de la costa no podíamos verla, y remábamos
sin saber en qué dirección; así pasamos todo el día y toda la noche hasta que al
despuntar la mañana encontramos que habíamos salido al mar en vez de volver a
tierra, de la que nos separaban por lo menos dos leguas. Con gran trabajo pudimos
retornar, ya que el viento arreciaba y estuvimos en peligro, pero lo que más
molestaba era el hambre.
Nuestro amo, advertido por la aventura, resolvió ser más precavido en el
futuro, y disponiendo de la chalupa del buque inglés que había apresado se decidió
a no salir de pesca sin llevar una brújula y algunas provisiones, ordenando al
carpintero del barco —que era también un esclavo inglés— que le construyera una
pequeña cabina en el centro de la chalupa, como las que tienen las falúas, con
bastante espacio atrás para dirigir el timón y halar la vela mayor, y delante para
que un marinero o dos pudiesen maniobrar el velamen.
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como un pez y me suplicó lo dejara subir a bordo asegurándome que iría conmigo a
cualquier parte. Nadaba tan rápidamente detrás de la chalupa que pronto la
hubiera alcanzado, ya que apenas había viento, de modo que corrí a la cabina y
tomando una de las escopetas le apunté diciéndole que no le deseaba ningún mal y
que si desistía de subir a bordo no tiraría sobre él.
—Sabes nadar lo bastante como para llegar a tierra —agregué— y el mar está
tranquilo, de modo que vuélvete ahora mismo; si insistes en subir a la chalupa te
tiraré a la cabeza, porque estoy dispuesto a recuperar mi libertad.
Oyendo estas palabras giró en el agua y lo vimos volverse hacia la costa,
adonde no dudo habrá llegado fácilmente, pues ya he dicho lo bien que nadaba.
Hubiera preferido tener al moro a mi lado y tirar por la borda al muchacho,
pero no me fiaba de aquél. Cuando se hubo alejado me volví hacia mi compañero,
que se llamaba Xury y le dije:
—Xury, si me eres fiel tendrás una gran recompensa; pero si no te golpeas la
cara (es decir, si no juraba por Mahoma y la barba de su padre) tendré que tirarte
también al agua.
El muchacho, sonriendo con inocencia, dijo tales palabras y me hizo tales
juramentos de que iría conmigo hasta el fin del mundo, que no me quedó ninguna
desconfianza.
Mientras estuvimos al alcance de la mirada del moro, que seguía nadando,
mantuve la chalupa al pairo inclinándola más bien a barlovento para que me
creyera encaminado hacia la boca del estrecho. Pero tan pronto como oscureció
cambié el rumbo y puse proa al sudeste, ligeramente hacia el este para no perder de
vista la costa; con buen viento y el mar en calma navegamos tanto que a las tres de
la tarde del día siguiente, cuando calculé la posición, deduje que habíamos
recorrido no menos de ciento cincuenta millas al sur de Sallee, mucho más allá de
los dominios del emperador de Marruecos y probablemente de todo otro imperio, ya
que en la costa no se veía a nadie.
Pero era tal el miedo que me inspiraban los moros y desconfiaba tanto de caer
en sus manos que no quise detenerme para bajar a tierra, ni siquiera anclar, sino
que aprovechando el buen viento seguimos navegando por espacio de cinco días;
entonces el viento cambió al cuadrante sur y como yo sabía que aquello perjudicaba
igualmente a todo buque perseguidor, me aventuré a acercarme a la costa y
anclamos en la desembocadura de un riacho tan desconocido como la latitud, el
país y los habitantes. Por cierto que prefería no ver a nadie, siendo única razón del
desembarco la necesidad de agua dulce. Llegamos por la tarde al riacho, decidiendo
nadar de noche hasta la costa y explorar los alrededores, pero así que oscureció
empezamos a oír tan horribles rugidos, ladridos y aullidos de los animales salvajes
que el pobre Xury se moría de miedo y me rogó que no bajase a tierra hasta que
viniera el día.
Yo estaba tan asustado como el pobre muchacho, pero nuestro espanto creció
cuando oímos a uno de aquellos enormes animales que venía nadando hacia la
chalupa. No alcanzábamos a verlo, pero comprendíamos por sus resoplidos que
debía ser un animal enorme y furioso. Xury sostenía que se trataba de un león —lo
que acaso era cierto— y me rogaba que levantáramos anclas y huyéramos.
—No, Xury —le dije—. Podemos soltar el cable con la boya y dejarnos llevar
hacia el mar; los animales no osarán nadar tanta distancia.
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Apenas había dicho esto cuando vi al monstruo (fuera lo que fuese) a dos
remos de distancia de la chalupa. Venciendo mi sorpresa tomé una de las escopetas
de la cabina y tiré sobre él, viéndolo girar de inmediato en el agua y volverse hacia
la costa.
Seria imposible describir los horribles sonidos, el aullar y rugir que se elevó en
la costa y desde muy adentro del país como un eco a mi disparo, ruido que
probablemente aquellas bestias oían por vez primera. Aquello me convenció de que
sería insensato desembarcar de noche, pero también durante el día. Caer en manos
de salvajes era tan desastroso como caer en las garras de tigres y leones; ambas
cosas nos parecían igualmente funestas.
Sea lo que fuese, necesitábamos obtener agua de alguna manera, puesto que
no teníamos ni una pinta. Pero ¿cómo? Fue entonces que Xury me rogó que lo
dejara desembarcar con una de las tinajas para buscar y traerme agua. Le pregunté
por qué quería ir él en vez de quedarse esperándome en la chalupa. La respuesta
del muchacho me hizo quererlo profundamente desde ese momento.
—Si hombres salvajes venir —dijo— ellos comerme a mí, vos salvaros.
—Muy bien, Xury —le contesté—, entonces iremos los dos y si vienen los
salvajes los mataremos para que no nos coman.
Le di un pedazo de galleta y un trago del licor que saqué de la caja ya
mencionada, y tras de acercar la chalupa todo lo posible a la costa desembarcamos
sin otra defensa que nuestros brazos y dos tinajas para el agua.
No me atrevía a perder de vista la chalupa por miedo a que los salvajes salieran
del río en canoas y la abordaran; entretanto el muchacho había visto un terreno
bajo a una milla aproximadamente y corrido hacia él, hasta que de improviso lo vi
volver a toda carrera. Pensé que algún salvaje lo perseguía o que había tenido miedo
de las fieras, por lo que fui en su ayuda, pero cuando estuvo más cerca vi que traía
algo colgando del hombro, un animal que acababa de cazar parecido a una liebre,
pero de patas más largas y distinto color. Nos alegramos mucho y su carne nos
pareció excelente, aunque la mayor alegría de Xury fue hacerme saber que había
encontrado agua potable y ningún salvaje en los alrededores.
Yo había navegado por aquellas costas y sabía que las islas Canarias así como
las de Cabo Verde no podían estar muy distantes. Me faltaban sin embargo
instrumentos para calcular la latitud; no recordaba con precisión la de las islas, de
manera que no sabía si continuar en una u otra dirección para encontrarlas; salvo
esto, hubiera sido muy simple tocar tierra en ellas. Mi esperanza estaba en seguir la
línea de la costa hasta las regiones donde comercian los ingleses, y dar con alguno
de sus barcos mercantes que nos rescatara de nuestras desdichas.
Una o dos veces me pareció ver el Pico de Tenerife, la cresta culminante de las
montañas de Tenerife en las Canarias, y por dos veces intenté llegar a las islas, pero
los vientos contrarios me lo impidieron, así como un mar demasiado agitado para
nuestro barquichuelo; entonces me resigné a proseguir el viaje sin perder de vista la
costa.
Muchas veces nos vimos obligados a desembarcar en procura de agua dulce, y
recuerdo una ocasión en que anclamos muy temprano al pie de un promontorio
bastante alto, esperando que la marea nos llevara aún más adentro. Xury, que tenía
mejor vista que yo, me llamó de pronto para decirme que haríamos mejor en levar
anclas cuanto antes.
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el humo aunque no les llegó el ruido del disparo. Tales señales los determinaron a
detener el barco y esperarme; tres horas después subía yo a bordo.
Me hicieron muchas preguntas que no entendí, hablándome en portugués,
español y francés, hasta que un marinero natural de Escocia se dirigió a mí y pude
explicarle que era inglés y cómo me había fugado de los moros en Sallee, siendo de
inmediato muy bien recibido a bordo con todos mis efectos.
Es fácil de comprender la inmensa alegría que tuve al considerarme librado de
tan desdichada situación; de inmediato ofrecí cuanto tenía al capitán como
compensación por mi rescate, pero él no quiso aceptar nada y me dijo
generosamente que todo lo mío me sería devuelto cuando llegásemos al Brasil.
—Al salvar vuestra vida —me aseguró— he procedido tal como quisiera ser
tratado yo mismo si alguna vez me encontrara en las mismas circunstancias.
Además si os llevara a un lugar tan lejano de vuestra patria y os privara de lo que
es vuestro, seria como condenaros a perecer de hambre y quitaros así la misma vida
que acabo de salvar. No, no, señor inglés, os llevaré allá sin recibir nada, y lo que
poseéis os servirá para vivir en el Brasil y pagar el pasaje de retorno.
Pronto comprendí que sus actos se ajustaban celosamente a sus promesas;
ordenó a los marineros que nadie tocara lo mío, lo puso bajo su propia
responsabilidad y mandó hacer un inventario que me entregó, donde se incluían
hasta las tres tinajas de barro.
Cuando vio mi chalupa, que era excelente, quiso comprármela para
incorporarla a su barco y me preguntó en cuánto estimaba yo su valor. Le contesté
que había sido tan generoso conmigo que no me correspondía fijar el precio sino
que lo dejaba en sus manos. Me propuso entonces librarme una letra pagadera en
el Brasil por valor de ochenta piezas de a ocho, y que si al llegar allí alguien ofrecía
más por la chalupa él compensaría la diferencia. Me ofreció también sesenta piezas
de a ocho por Xury, pero me desagradaba recibirlas, no porque me preocupara la
suerte del muchacho junto al capitán sino porque me dolía vender la libertad de
quien tan fielmente me ayudara a lograr la mía. Cuando dije esto al capitán me
contestó que era muy justo, pero que para tranquilizarme se comprometía a firmar
una obligación por la cual Xury sería libre al cabo de diez años siempre que se
hiciera cristiano. Satisfecho con esto, y más cuando el mismo Xury me manifestó su
conformidad, se lo cedí.
Tuvimos buen viaje al Brasil y a los veintidós días llegamos a la bahía de Todos
los Santos. Nuevamente me había salvado de la más miserable situación en que
puede verse un hombre, y otra vez debía enfrentar el problema de mi futuro destino.
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3. LA PLANTACIÓN. EL NAUFRAGIO
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latitud norte, que era el camino seguido en aquellos tiempos. A los doce días
cruzamos la línea y nos encontrábamos, según la última observación que
alcanzamos a hacer, a unos siete grados veintidós minutos norte cuando un
violento tornado o huracán nos privó completamente de referencias. Empezó a
soplar del sudeste, luego del noroeste, hasta fijarse en el cuadrante noreste, de
donde nos azotó con tal furia que por espacio de doce días no pudimos hacer otra
cosa que dejarnos llevar a la deriva y, arrastrados por su violencia, ser impulsados
hacia donde el destino y la fuerza del viento lo quisieran. Sería ocioso decir que en
aquellos momentos cada uno de nosotros esperaba ser devorado por el mar, y que
nadie guardaba la menor esperanza de salvar su vida.
Fuera de la furia de la borrasca, tuvimos la desgracia de que uno de los
hombres muriera de calenturas y que otro, juntamente con el muchacho asistente,
fuera arrebatado por el mar. Hacia el duodécimo día el tiempo mejoró un poco y el
capitán pudo hacer una precaria observación, según la cual nos encontrábamos
sobre la costa de Guinea o bien sobre la del norte de Brasil, más allá de las bocas
del Amazonas y cerca del Orinoco, llamado también Río Grande. Consultó conmigo
qué camino deberíamos tomar, puesto que el buque estaba averiado y navegaba
difícilmente, por lo cual creía conveniente ganar lo antes posible la costa del Brasil.
Me negué de plano a esta sugestión, y mirando juntos los mapas de la costa
americana descubrimos que no existía región habitada donde pudiéramos hallar
socorro hasta entrar en el círculo de las islas Caribes, y por lo tanto pusimos proa
hacia las Barbados para alcanzarlas desde alta mar y evitarnos así la entrada de la
bahía o Golfo de México; confiábamos en llegar a ellas en unos quince días, ya que
de ninguna manera podíamos proseguir viaje a la costa africana sin las
reparaciones que el barco necesitaba.
Decidido esto cambiamos el rumbo y tomamos el de O-NO, tratando de
alcanzar alguna de las islas inglesas donde nos auxiliarían; pero nuestro viaje
estaba predestinado a ser distinto, pues una segunda tormenta cayó sobre nosotros
arrastrándonos hacia el oeste y tan lejos de toda ruta comercial que aun logrando
salvarnos de la furia del océano estábamos más próximos a ser devorados por
salvajes que volver alguna vez a nuestro país.
Mientras padecíamos angustiados la furia de los vientos, oímos de mañana
gritar « ¡Tierra!» a uno de los marineros. No habíamos acabado de salir de las
cabinas para tratar de distinguir a qué regiones habíamos arribado cuando el barco
encalló en las arenas y de inmediato el oleaje empezó a azotarlo con tal furia que
tuvimos la impresión de que pereceríamos allí mismo y nos refugiamos en los
camarotes para guarecernos del agua y las espumas.
No es fácil para uno que jamás se ha visto en tal situación concebir la angustia
que sentíamos en esas circunstancias. Ignorábamos dónde habíamos encallado, si
era el continente o una isla, si habitada o desierta; y como el viento seguía
azotando, bien que con menos fuerza que al comienzo, no nos cabía duda de que el
barco iba a destrozarse en contados minutos a menos que un milagro calmara la
tempestad. Nos mirábamos unos a otros esperando la muerte a cada instante, y
tratábamos de prepararnos para la otra vida, ya que comprendíamos que poco nos
quedaba por hacer en ésta. Algo nos consolaba que el navío hubiera resistido hasta
ese instante, y el capitán sostenía que el viento estaba amainando un poco; pero
aunque fuera así, el buque encallaba profundamente en las arenas y parecía
demasiado hundido para pensar en sacarlo de su posición, de manera que
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tierra con los pies. Me estuve quieto un momento para recobrar la respiración y
mientras el agua se retiraba eché a correr con toda la velocidad posible hacia la
costa. Pero ni esto me libró de la furia del mar y por dos veces consecutivas volví a
ser arrebatado y devuelto otra vez a la playa, que era sumamente suave.
La segunda vez estuvo a punto de serme fatal porque el oleaje, después de
llevarme mar adentro, me proyectó con violencia contra una roca y tal fue la fuerza
del golpe que me privó de los sentidos, dejándome indefenso contra su furia. El
golpe me había magullado el pecho y el costado, privándome por completo de la
respiración; estoy seguro de que si el mar hubiera vuelto inmediatamente habría
perecido ahogado. Pero recuperé los sentidos un momento antes del retorno de la
ola, y viendo que otra vez iba a ser arrastrado por ella me aferré con todas mis
fuerzas a la roca, luchando por contener el aliento hasta que el agua retrocediera.
Las olas ya no eran tan altas como antes, por la proximidad de la costa, y pude por
lo tanto resistir el embate hasta que cesó, y entonces eché a correr hacia tierra con
tal fortuna que la siguiente ola, aunque me alcanzó, ya no pudo arrancarme de
donde estaba y en una segunda carrera me libré totalmente de su rabia,
encaramándome sobre los acantilados hasta desplomarme sobre la hierba, libre de
todo peligro y a salvo del mar.
Cuando comprendí con claridad el riesgo del que acababa de salvarme, elevé
mis ojos a Dios y le agradecí que hubiera perdonado una vida que segundos antes
no conservaba la menor esperanza. Me paseaba por la playa alzando no sólo las
manos sino todo mi ser en acción de gracias por mi rescate, haciendo mil ademanes
que no podría describir y reflexionando sobre mis camaradas que se habían
ahogado, siendo yo el único que había conseguido pisar tierra; nunca volví a verlos,
ni siquiera encontré señales de ellos, salvo tres sombreros, una gorra y dos zapatos
de distinto par.
Fijé los ojos en el barco encallado, al que la distancia y la furia del mar apenas
me permitían divisar, y me maravillé.
—¡Oh, Señor! —prorrumpí—. ¿Cómo he podido llegar a tierra?
Después de alegrar mi espíritu con el lado feliz de mi aventura, empecé a
reconocer el lugar en torno mío para averiguar qué clase de sitio era y cuáles
medidas debía tomar. Mas pronto cesó mi contento al comprender que de nada me
servía la salvación. Estaba empapado, sin ropa que cambiarme y nada para comer y
beber; la perspectiva más probable era la de morir de hambre o ser devorado por
animales feroces. Lo que más me afligía era no tener armas con que matar un
animal para alimentarme o como defensa contra cualquier bestia que quisiera
hacerlo a costa mía. En una palabra, sólo tenía un cuchillo, una pipa y un poco de
tabaco en una cajita. Al comprender la miseria en que me encontraba sentí crecer
en mí tal desesperación que eché a correr como un loco. La noche se acercaba y en
mi angustia me pregunté si en aquel país habría bestias salvajes, sabiendo de sobra
que aquellas eligen las tinieblas para acechar sus presas. Todo lo que se me ocurrió
fue treparme a un frondoso árbol, especie de abeto pero con espinas, y allí me
propuse estarme la noche entera y decidir, a la mañana siguiente, cuál sería mi
muerte; porque ya no veía esperanza alguna de seguir viviendo.
Anduve primero en busca de agua dulce, que con gran alegría encontré a un
octavo de milla aproximadamente; después de beber y mascar un poco de tabaco
para adormecer el hambre, trepé a mi árbol, tratando de hallar una posición de la
cual no me cayera si el sueño me vencía. Había cortado un sólido garrote para
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defenderme, y era tal mi extenuación que pronto quedé dormido con un sueño
profundo y tranquilo como no creo que nadie haya podido disfrutar en semejantes
circunstancias.
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4. LA ISLA DESIERTA
Era pleno día cuando desperté; el tiempo estaba despejado y sin huellas del
temporal, por lo que el mar aparecía muy tranquilo. Lo que más me sorprendió fue
advertir que la marea había zafado el barco de las arenas donde encallara y traído
hasta junto a la roca donde por poco me matan las olas al golpearme contra ella.
Apenas una milla me separaba del barco, y notando que éste se mantenía a flote se
me ocurrió ir a bordo en procura de aquellas cosas que me fueran necesarias.
Bajando del árbol, dirigí la vista en torno y no tardé en descubrir el bote que el
viento y las olas habían arrojado a las arenas dos millas a mi derecha. Fui hacia él
para asegurarlo, pero encontré un brazo de mar ancho de media milla entre el bote
y yo, y volviéndome por el mismo camino busqué acercarme al barco, donde
esperaba encontrar alimentos.
Poco después de mediodía el mar se puso como un espejo y la marea bajó tanto
que pude acercarme a un cuarto de milla del barco; ya entonces sentía renovarse mi
desesperación al comprender que si nos hubiéramos quedado a bordo todos
estaríamos a salvo y en tierra, sin verme yo reducido a una absoluta soledad,
huérfano de socorro y alivio. Derramé nuevamente lágrimas, pero como de nada me
servían resolví si era posible llegar al barco. Hacía mucho calor, por lo cual me quité
parte de la ropa antes de tirarme al agua, y nadando hasta el buque empecé a
buscar un modo de trepar a cubierta. La dificultad estaba en que el buque se
mantenía derecho, sin punto alguno de apoyo para intentar escalarlo. Nadé dos
veces en torno a él, y a la segunda advertí un cabo de cuerda que colgaba de los
portaobenques de mesana. Asombrado de no haber reparado antes en ella, así su
extremo después de muchos esfuerzos y me encaramé al castillo de proa. El barco
tenía una vía de agua y estaba parcialmente inundado; encallado en un banco de
arena muy dura —o más bien de tierra—, la popa se levantaba sobre aquél mientras
la proa casi tocaba el agua. Era de alegrarse que toda la popa estuviera sobre el
nivel del banco, ya que cuanto contenía se encontraba intacto, cosa que de
inmediato me apresuré a verificar. Las provisiones de a bordo no habían sufrido
absolutamente nada, y de inmediato pude satisfacer mi gran apetito llenándome los
bolsillos de galleta y comiendo a la vez que revisaba el resto del barco para no
perder tiempo. Hallé un poco de ron en la cabina del capitán, y bebí un buen trago
para fortalecerme ante la tarea que me esperaba. Ahora solamente me hacía falta
un bote para llenarlo con todo aquello que presentía iba a serme de gran necesidad.
Era inútil sentarse a esperar lo imposible, y la dificultad aguzó mi ingenio.
Había a bordo muchas verjas sueltas, dos o tres perchas o berlingas y uno o dos
masteleros de juanete. Me resolví a emplearlos y levantándolos por la borda los
arrojé al agua no sin antes atarlos con sogas para que el mar no los llevase lejos.
Hecho esto me descolgué por el costado del buque y atrayendo los palos cerca de mí
empecé a atar juntamente cuatro de ellos, sujetándolos por ambos extremos para
formar una especie de balsa; cruzando los palos menores para reforzarla comprobé
que me sostenía muy bien sobre el agua pero que no sería capaz de soportar un
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gran peso por la fragilidad de la madera. Subiendo a bordo corté con la sierra del
carpintero un mastelero de juanete en tres partes, que incorporé a mi balsa no sin
gran esfuerzo y fatiga; pero la esperanza de proveerme de aquello que tanto iba a
necesitar me movió a hacer más de lo que me hubiera creído capaz en otro
momento.
Ahora mi balsa era lo bastante resistente para llevar una carga razonable. Se
presentaba el problema de elegir lo indispensable y al mismo tiempo preservarlo de
los golpes del mar. Ante todo puse en la balsa todas las planchas y tablas que pude
reunir y después de pensar bien lo que me hacía falta busqué tres arcones de
marinero y vaciándolos los puse en la balsa. Al primero lo llené de provisiones,
como ser arroz, pan, tres quesos de Holanda, cinco trozos de carne seca de cabra —
que había sido nuestro alimento habitual a bordo— y un pequeño sobrante de
granos que fuera embarcado para alimentar las aves que llevábamos y que ya
habíamos comido. Recordé la existencia de alguna cantidad de cebada y de trigo
candeal, pero con gran disgusto mío las ratas lo habían devorado. Hallé muchas
cajas de botellas de licor, pertenecientes al capitán, y además unos cinco o seis
galones de la bebida llamada arak. Llevé las cajas a la balsa, no habiendo necesidad
de meterlas en los arcones donde, por otra parte, no cabían.
Mientras me ocupaba en esto advertí que la marea empezaba a subir aunque
muy lentamente, y tuve la mortificación de ver mi saco, camisa y chaleco que dejara
en la playa, arrastrados por el agua; había nadado hasta el barco con los calzones,
que eran de lienzo y abiertos hasta la rodilla, y los calcetines. Lo ocurrido me hizo
pensar en la necesidad de ropas, y aunque había mucha a bordo sólo tomé las
indispensables por el momento, puesto que otras cosas reclamaban mi interés con
mayor fuerza; sobre todo herramientas para trabajar en tierra. Después de mucho
buscarlo di con el arcón del carpintero, que me parecía más valioso que todo un
cargamento de oro. Lo llevé tal como estaba a la barca, sin perder tiempo en abrirlo,
puesto que tenía una idea aproximada de su contenido.
Mi inmediata tarea fue procurarme armas y municiones. Había dos magníficas
escopetas de caza en la cabina del capitán, y dos pistolas; las cogí, así como
algunos frascos de pólvora, un saquito de balas y dos viejas espadas enmohecidas.
Recordaba que a bordo había tres barriles de pólvora, pero no el lugar donde los
tenía el artillero. Tras mucho buscar di con ellos, y aunque uno se había mojado los
restantes parecían secos y me los llevé todos a la balsa. Mi cargamento me llenaba
de satisfacción, pero el problema estaba en llegar con él a la playa no teniendo vela,
remo ni timón; el más pequeño golpe de viento hubiera acabado con mis
esperanzas. Tenía, sin embargo, tres razones para sentirme confiado. En primer
lugar la tranquilidad del océano, luego la marea alta que se movía hacia la costa y
por fin el leve viento que soplaba en dirección de tierra. Encontré dos o tres remos
rotos que habían sido del bote, y tras de hallar en cubierta algunas otras
herramientas tales como dos sierras, un hacha y un martillo, bajé todo a la balsa y
con tal cargamento me hice a la mar. Por espacio de una milla aproximadamente mi
balsa navegó muy bien, sólo desviándose un poco del sitio donde tocara
primeramente tierra, lo que me hizo suponer alguna corriente marina; acaso, pensé,
hallaría cerca algún arroyo o ensenada que pudiera servirme de puerto para
desembarcar mi cargamento.
Ocurrió como lo imaginaba; pronto vi a la distancia una entrada en la tierra
hacia donde la fuerte corriente de la marea se precipitaba, e hice por mantener mi
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toda la noche porque estaba rendido hasta la extenuación, habiendo dormido muy
poco la noche anterior y trabajado el día entero en lo que ya he descrito.
Era dueño del más completo y variado surtido de efectos que jamás fuese
reunido por un solo hombre, pero no me sentía aún satisfecho, ya que estando el
barco a mi alcance me pareció necesario extraer de él todo lo posible. Por lo tanto
iba diariamente a bordo aprovechando la marea baja y sacaba una y otra cosa del
navío; en especial la tercera vez que fui traje todos los aparejos que pude reunir, las
cuerdas y jarcias, con un pedazo de lona que servía para remendar las velas, y
hasta el barril de pólvora que se había mojado. Por fin saqué del barco todas las
velas, aunque me vi obligado a cortarlas en pedazos para llevarlas juntas; pero no
me importaba, ya que en adelante sólo servirían como lonas.
Lo que más me alegró en aquellos viajes fue que después de estar a bordo cinco
o seis veces, y cuando ya no esperaba encontrar nada que valiera la pena de mover
de su sitio, descubrí un gran barril de galleta, tres pipas de ron o aguardiente, una
caja de azúcar y un barril de harina flor; me quedé admirado, porque ya no creí
hallar provisión alguna, salvo las que estaban estropeadas por el agua. Vacié el
barril de galleta, haciendo paquetes pequeños con los pedazos de velas, y pronto
arribé felizmente a tierra con todo.
Al otro día hice un nuevo viaje. El barco estaba ya despojado de todo lo que
podía moverse y transportarse fácilmente, de modo que la emprendí con los cables
cortando el más grueso en trozos que pudieran llevarse, y así preparé dos cables y
una guindaleza, junto con todo el herraje que pude juntar y que puse en una gran
balsa hecha con los trozos de vergas de cebadera y de mesana. Pero mi buena
suerte empezó a abandonarme, porque la balsa era tan pesada y tenía tanta carga
que apenas habíamos llegado a la pequeña caleta que me servía de desembarcadero
cuando por una falsa maniobra se hundió arrojándome al agua con todos aquellos
efectos. Yo no corría peligro puesto que estaba junto a la costa, pero el cargamento
se perdió en gran parte, especialmente el hierro, que tan útil me hubiera sido.
Cuando bajó la marea pude salvar buena parte de los pedazos de cable y algo de los
herrajes, aunque con gran esfuerzo, porque tenía que zambullirme para buscarlo y
pronto me agotó la tarea. Pese a todo seguí yendo al barco y trayendo lo que
encontraba aprovechable.
Llevaba ya trece días en la playa y había hecho once viajes al barco, en cuyo
transcurso retiré todas aquellas cosas que un par de manos pueden mover, tanto
que de haber continuado el buen tiempo estoy seguro que hubiera terminado por
traerme el barco pieza por pieza a la costa. Cuando me disponía a mi duodécimo
viaje empezó a soplar viento, pero aproveché la marea baja para intentar otra
expedición. Me parecía haber saqueado completamente la cabina del capitán, y sin
embargo hallé todavía un armario con cajones, en uno de los cuales había dos o
tres navajas, un par de tijeras largas, y casi una docena de excelentes cuchillos y
tenedores; en otro cajón hallé un valor de treinta y seis libras esterlinas en monedas
europeas, brasileñas y algunas piezas de a ocho de oro y plata. Sonreí a la vista de
aquel dinero. — ¡Ah, metal inútil! —exclamé—. ¿Para qué me sirves? No mereces
que me moleste en recogerte; cualquiera de esos cuchillos vale más que tú. ¡En
nada podría emplearte y mejor es que te quedes donde estás y te hundas como un
ser cuya vida no vale la pena salvar!
Pero luego lo pensé mejor y tomé el dinero, envolviendo todo con una pieza de
lona y pensando ya en construir otra balsa; mas cuando salí a cubierta el cielo se
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había encapotado, el viento crecía y al cuarto de hora soplaba fuerte desde la costa.
Comprendí que era inútil hacer una nueva balsa soplando viento de tierra, y que me
convenía alejarme de allí antes de que comenzara el reflujo impidiéndome alcanzar
la orilla. Me arrojé inmediatamente al agua y nadé hacia el canal con gran
dificultad, en parte por el peso del bulto que llevaba y en parte por el fuerte oleaje
que el viento levantaba cada vez con más violencia hasta convertirse en tempestad.
Pude llegar con fortuna a mi pequeña tienda, donde me refugié con todas mis
riquezas bien aseguradas. La tormenta arreció aquella noche, y a la mañana
siguiente encontré que el barco había desaparecido. Me afligió un poco, pero mi
consuelo fue reflexionar que no había perdido tiempo ni escatimado esfuerzos para
retirar de él todo lo que pudiera serme útil, siendo bien poco lo que podía haber
quedado a bordo.
Desentendiéndome, pues, del barco y su recuerdo, sólo me ocupé de aquellos
pedazos que la tormenta había arrastrado a la playa, pero pronto supe que serían
de muy poca utilidad. Mis pensamientos estaban consagrados ahora a encontrar los
medios de asegurarme contra los salvajes o las bestias que pudiera haber en la isla;
vacilé mucho acerca de las medidas que debía tomar, si me convenía construir una
choza o cavar un abrigo en la profundidad de la tierra. Por fin, luego de meditarlo
bien, me resolví por ambas cosas. Y se me ocurre que puede ser interesante la
descripción de cómo las llevé a cabo.
Había advertido que el lugar en que estaba no era conveniente para
establecerme, en especial porque se hallaba sobre terrenos pantanosos e insalubres
próximos al mar, y cerca de allí no había agua dulce. Me resolví, por tanto, a buscar
un sitio más saludable y apropiado para construir mi vivienda.
Calculé aquello que necesitaba de manera indispensable: en primer lugar agua
dulce y aire saludable, como ya he dicho; luego abrigo de los ardores solares y
seguridad contra posibles atacantes, fueran hombres o animales. Finalmente quería
tener frente a mí el horizonte marino, para que, si Dios me enviaba algún barco por
las cercanías, no perdiera yo esa oportunidad de salvarme, ya que tal esperanza no
había perecido todavía en mí.
En busca del lugar que reuniera tales condiciones, hallé una pequeña
explanada al costado de una colina cuya ladera era tan escarpada como un muro y
me evitaba, por tanto, todo peligro de ese lado. En un lugar de la roca había un
hueco, semejante a la entrada de una caverna, pero en realidad no se trataba de
ninguna cueva ni entrada. Decidí instalar mi choza en la explanada, justamente
delante de ese hueco; noté que la parte llana tenía unas cien yardas de ancho y el
doble de largo, y que se extendía como un parque delante de mi puerta,
descendiendo luego irregularmente hacia las tierras bajas del lado del mar. Estaba
hacia el N-NO de la colina, de modo que me protegía de los calores diurnos hasta
que el sol descendiera al O cuarto SO, que en aquellas latitudes ocurre casi al
crepúsculo.
Antes de principiar mi tienda tracé un semicírculo delante de la parte hueca,
cuyo diámetro a partir de la roca era de unas diez yardas, y veinte en el diámetro
total desde uno a otro extremo. En este semicírculo clavé dos hileras de fuertes
estacas, hundiéndolas en tierra hasta que quedaron absolutamente firmes,
sobresaliendo de la tierra hasta unos cinco pies y medio, y las agucé en la punta.
Las dos hileras no estaban separadas más de seis pulgadas entre sí. Tomando
entonces los pedazos de cable que me había procurado en el barco, los apilé en el
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interior del círculo apretándolos hasta que cubrieron el espacio entre las estacas, y
sostuve mi empalizada con otras estacas de unos dos pies y medio que coloqué
inclinadas por el lado de adentro, a manera de puntales. Tan fuerte quedó el vallado
que ningún animal o ser humano hubiera podido derribarlo, ni siquiera pasar por
encima. Tuve mucho que trabajar en él, especialmente cortando la madera de los
bosques, llevándola al lugar y clavándola en tierra.
Decidí que la entrada no sería una puerta sino una corta escalera para trepar a
la empalizada, puesta de tal modo que una vez dentro fuera fácil retirarla, con lo
cual me encontraba perfectamente amurallado y defendido contra todo el mundo y
podía dormir sin temor a enemigos, aunque más tarde vine a saber que mis
precauciones no eran necesarias.
Con infinito trabajo reuní todos mis afectos en la fortaleza, provisiones, armas
y demás cuya lista es ya conocida, y armé una gran tienda; para que me preservara
de las lluvias, que en cierta estación caen allí con violencia, hice una tienda doble,
es decir, una pequeña y otra mayor tendida por encima, cubriendo esta última con
una tela embreada que traje del barco juntamente con las velas. Ya no dormía en el
colchón sino que instalé la hamaca que había pertenecido al piloto del barco y era
excelente.
Puse en la tienda todas las provisiones y aquello que pudiera estropearse con
las lluvias, y habiendo comprobado que mis bienes estaban a salvo cerré la entrada
que hasta ese momento dejara abierta en la empalizada y desde entonces utilicé la
escalera para entrar y salir.
A partir de ese día principié a excavar la roca, de la que arranqué gran
cantidad de piedras y tierra que fui apilando al pie de mi empalizada a manera de
terraplén de pie y medio de alto. Pronto tuve, pues, una nueva cueva justamente
detrás de mi tienda, que me servía de bodega y despensa.
Todo aquello me llevó mucho tiempo y grandes fatigas, y en ese transcurso
ocurrieron varias cosas que me preocuparon. En los días en que trazaba los planes
para armar mi tienda y excavar la roca, ocurrió que en medio de una violenta
tormenta que acababa de desatarse vi caer un rayo, seguido inmediatamente de un
terrible trueno. No me asustó tanto el rayo como el pensamiento que de inmediato
cruzó por mi mente:
—¡La pólvora!
Creí que mi corazón cesaba de latir al pensar que en un segundo mi pólvora
podía arder, privándome no sólo de defensa sino del alimento que contaba lograr
con ella. Ni siquiera sentí miedo por mí mismo, porque sabía bien que si la pólvora
estallaba no me daría tiempo a pensar de dónde procedía la catástrofe.
Tal impresión me causó lo sucedido que después de la tormenta dejé de lado
mis tareas —la tienda, la fortificación— y me apliqué a fabricar cajas y bolsas donde
separar la pólvora para impedir que ardiera toda, y al mismo tiempo distanciarla lo
bastante entre sí para que el incendio de una parcela no determinara el de las
restantes. El trabajo llevó una quincena, pero por fin la pólvora, que alcanzaba a
unas doscientas cuarenta libras, quedó dividida en no menos de cien paquetes. Por
lo que respecta al barril que se había mojado no me inspiraba temor, de modo que
lo puse en mi caverna, a la que yo llamaba «la cocina»; el resto lo distribuí en
agujeros entre las rocas, cuidando que ninguna humedad llegara a los paquetes, y
marcando exactamente el sitio donde los dejaba.
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Mientras me ocupaba en todo esto no dejé de salir por lo menos una vez al día
con mi escopeta, en parte para distraerme y en parte para ver si cazaba algo
comestible, a la vez que exploraba las posibilidades de la isla. El primer día que salí
tuve gran satisfacción al encontrar que había cabras en los alrededores, pero pronto
me desalentó lo tímidas, astutas y ágiles que se mostraban, al extremo de que era
casi imposible acercarse a ellas. Sin descorazonarme me dije que la ocasión se
presentaría de alcanzar alguna con mis disparos, como efectivamente ocurrió una
vez que hube localizado los lugares que frecuentaban. Noté que si me acercaba
viniendo por el valle, las cabras huían aterradas, aunque estuviesen al abrigo de las
altas rocas, pero que si triscaban en el valle y yo venía por las alturas ni siquiera
reparaban en mi presencia, de lo cual deduje que la posición de sus ojos era tal que
no veían sino aquello que estaba a su nivel o por debajo. Adopté de inmediato la
costumbre de encaramarme a las rocas más altas, y desde allí me fue bastante
simple abatir alguna. El primer disparo que hice mató una cabra cuyo cabrito
todavía se amamantaba, lo cual me produjo mucha pena, ya que al caer la madre vi
que no se movía de su lado, incluso cuando me acerqué a él. Mientras llevaba la
cabra sobre mis hombros, el cabrito me siguió hasta la empalizada, y allí lo tomé en
los brazos y lo hice pasar al interior con la esperanza de domesticarlo. Pero se negó
a comer y al fin me vi precisado a matarlo para comerlo yo. Aproveché aquella carne
durante bastante tiempo, pues me alimentaba con mucha prudencia y trataba de
economizar las provisiones, especialmente la galleta.
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5. EL DIARIO DE ROBINSON
Ahora que me toca iniciar la melancólica narración de una vida solitaria, tal
como acaso nunca fuera imaginada en el mundo, quiero hacerlo desde su comienzo
y proseguir ordenadamente. Según mis cálculos, había arribado en la forma
narrada a tan hórrida isla un 30 de setiembre, cuando el sol en su equinoccio
otoñal estaba casi sobre mi cabeza, de donde calculé que me hallaba a una latitud
de nueve grados veintidós minutos norte.
Después de vivir allí diez o doce días se me ocurrió que por falta de
calendarios, así como de papel y tinta, perdería la cuenta del tiempo y no sería
capaz de distinguir los días de fiesta de los de trabajo. Para evitarlo hice un poste en
forma de cruz, que clavé en el sitio donde por primera vez había tocado tierra, y
grabé en él con mi cuchillo y en letras mayúsculas:
Sobre los lados del poste practicaba diariamente un corte, y cada siete una
marca algo mayor; el primer día del mes hacía una señal aún más grande, y en esa
forma llevé mi calendario de semanas, meses, años.
Entre lo mucho que había traído del barco encallado en los viajes arriba
mencionados se encontraban diversas cosas muy útiles para mí, aunque menos que
las otras, por lo cual no las describí antes. En particular plumas* tinta y papel, y
objetos pertenecientes al capitán, piloto, artillero y carpintero, tales como tres o
cuatro compases, instrumentos matemáticos, cuadrantes, anteojos de larga vista,
mapas y libros de navegación, etc., todo lo cual traje a tierra sin saber si me serviría
o no. Encontré también tres excelentes Biblias que vinieran de Inglaterra con mi
cargamento y que yo había cuidado de llevar conmigo; algunos libros portugueses,
entre ellos dos o tres libros católicos de oraciones y varios otros que conservé
cuidadosamente. No debo olvidarme de señalar que teníamos a bordo un perro y
dos gatos, de cuya importante historia habré de ocuparme en su justo lugar. Había
traído conmigo los dos gatos, y en cuanto al perro se arrojó él mismo al agua y vino
nadando a mi lado el día siguiente a mi primer viaje al barco; desde entonces estuvo
conmigo y fue un fiel compañero por muchos años. No me interesaba lo que pudiera
apresar para mí, ni la compañía que me hacía; hubiera solamente deseado oírle
hablar, y por desgracia eso era lo imposible.
Como antes he dicho encontré plumas, tinta y papel, e hice lo indecible por
economizarlos; mientras duró la tinta pude llevar una crónica muy exacta, pero
cuando se terminó me hallé imposibilitado de continuarla, ya que no pude hacer
tinta a pesar de todo lo que probé. Esto vino a demostrarme que necesitaba muchas
cosas fuera de las que había acumulado; así como tinta, debo citar la falta que me
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hacían una azada, pico y pala para roturar la tierra, y también agujas, alfileres e
hilo; en cuanto al lienzo, pronto me pasé fácilmente sin él.
Tal falta de utensilios tornaba fatigosa toda tarea que emprendía, y transcurrió
casi un año antes de que hubiera terminado mi empalizada y las demás obras. Las
estacas, que eran tan pesadas como podía encontrar, llevaba mucho tiempo
cortarlas y aguzarlas en el bosque y otro tanto moverlas hasta la explanada. A veces
pasaba dos días entre cortar y trasladar uno de aquellos postes y un tercer día en
hundirlo firmemente en el suelo, para lo cual me valía de una pesada maza de
madera hasta que se me ocurrió emplear una de las palancas de hierro; asimismo
me daba mucho trabajo asegurar aquellos postes.
Pero ¿por qué había de preocuparme el mucho tiempo que insumían estas
cosas? Bien claro estaba que me sobraba tiempo, y si mis trabajos hubieran
terminado antes me habría quedado sin saber qué hacer, salvo explorar la isla en
busca de alimento, cosa que llevaba a cabo casi diariamente.
Empecé así a meditar seriamente sobre la condición en que me hallaba y las
circunstancias a que me veía reducido, y redacté por escrito mis pensamientos, no
tanto por dejarlos a mis herederos, que por lo visto serían pocos, sino para aliviar a
mi espíritu de llevarlos constantemente consigo hasta la aflicción. Mi razón
empezaba a dominar mis desfallecimientos, veía de consolarme lo mejor posible y a
oponer el bien al mal para que mi situación no me pareciera tan desesperada en
comparación a otras mucho peores. Todo eso fue escrito imparcialmente, a manera
de un debe y haber, señalando los consuelos que me habían sido dados a cambio de
las desgracias que sufría, en la siguiente forma:
LO MALO LO BUENO
He sido arrojado a una isla desierta Pero vivo, sin haberme ahogado como
sin la menor esperanza de rescate. mis compañeros.
He sido excluido del resto del mundo, Pero también he sido excluido de la
a solas con mi miseria. muerte, al contrario de toda la
tripulación del barco; y El, que me
salvó milagrosamente de tal muerte,
puede salvarme igualmente de esta
condición en que me hallo.
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herrajes teniendo todo clasificado y puede decirse que al alcance de la mano. Clavé
soportes en las paredes para colgar mis escopetas y lo que en esa forma quedara
cómodo, tanto que si alguien hubiera podido ver mi cueva le hubiera parecido un
depósito general de objetos necesarios. Tenía todo tan al alcance de la mano que me
encantaba ver cada cosa en orden y, más que nada, descubrir que mi provisión era
tan abundante.
Fue entonces cuando empecé a llevar un diario de mis tareas cotidianas. En un
principio había estado demasiado ocupado, no solamente con mi trabajo sino con
los confusos pensamientos que pasaban por mi mente, y mi diario hubiera
aparecido lleno de cosas torpes y melancólicas. Pero habiendo superado en alguna
medida ese estado de ánimo y sintiéndome seguro en mi casa, dueño de una mesa y
silla y con todo lo que me rodeaba aceptablemente bueno, empecé a llevar mi diario,
del cual he de dar aquí una copia —aunque a veces resulte repetición de lo ya
dicho— hasta el punto en que, por falta de tinta, hube de interrumpirlo.
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NOTA: Tres cosas me hacían gran falta en esta tarea: un azadón, pala y una
carretilla o espuerta, de manera que desistí de mi trabajo y busqué la manera de
procurarme aquellas herramientas necesarias o sus equivalentes. A manera de
azadón utilicé una de las barras de hierro, que aunque muy pesadas daban buen
resultado, pero subsistía la cuestión de la pala. Esto me era tan necesario que sin
ella no podía seguir la excavación, aunque ignoraba cómo podría fabricar una.
NOTA: Durante todo este tiempo ensanché la caverna con intención de que me
sirviera al mismo tiempo de almacén, cocina, comedor y bodega. Preferí seguir
durmiendo en la tienda, salvo cuando en la estación de las lluvias los chaparrones
eran tan fuertes que terminaban por mojarme, lo que me llevó más adelante a
techar el espacio dentro de la empalizada con largas pértigas que apoyaban contra
la roca, y que fui cubriendo con espadañas y grandes hojas de árboles, como un
techo de paja.
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24 de diciembre — Llovió todo el día y toda la noche, sin que pudiera salir.
NOTA: Tanto la cuidé que se mejoró, quedándole la pata igual que antes. A
causa de mis cuidados se domesticó, comía del césped en torno a mi casa y no se
alejaba mucho. Por primera vez pensé en la posibilidad de criar animales
domésticos para que no me faltaran alimentos el día en que se concluyera la
pólvora.
28, 29 y 30 de diciembre — Fuertes calores y ninguna brisa, de modo que
apenas salía al atardecer en busca de alimentos. Pasé este tiempo ordenando mis
cosas.
1.o de enero — Todavía muy caluroso, por lo que salía temprano y al anochecer
con la escopeta, descansando a mitad del día. Al entrar esta tarde en los valles que
conducen al centro de la isla hallé gran cantidad de cabras, aunque tan asustadizas
que era difícil acercarse. Se me ocurrió L que acaso mi perro fuera capaz de
echarlas hacia mi lado.
2 de enero — Llevé al perro y lo solté a las cabras, pero contra lo que esperaba
le hicieron frente, y él advirtió el peligro sin animarse a avanzar.
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NOTA: Como esto ha sido ya narrado, omito todo lo que a su respecto contiene
el diario. Basta observar que la tarea me llevó desde el 3 de enero hasta el 14 de
abril, y durante este tiempo construí, terminé y mejoré aquel vallado que sólo tenía
sin embargo veinticuatro yardas de largo y formaba un semicírculo desde un punto
de la pared rocosa hasta otro situado a ocho yardas más allá, con la entrada de la
caverna en el justo medio.
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citadas, y muy pronto olvidé que había vaciado allí los restos del saco, cuando
aproximadamente un mes más tarde vi surgir de la tierra unos tallos verdes que me
parecieron de una planta desconocida; pero mi asombro fue inmenso al notar poco
después que las plantas echaban diez o doce espigas que reconocí ser de cebada, el
mismo tipo de cebada que se cultiva en Europa, sobre todo en Inglaterra.
Podéis imaginar cómo habré cuidado aquellas espigas, que recogí a su debido
tiempo, es decir a fines de junio. Me resolví a sembrar todo el grano, confiando que
con el tiempo tendría bastante para hacer pan, pero recién al cuarto año pude
permitirme separar algo de la cosecha para alimentarme, y esto con mucha
prudencia, como relataré luego, pues perdí casi todo lo que sembrara la primera
vez, no habiendo calculado bien la época adecuada; lo hice antes de la estación de
sequía, por lo cual se malogró todo o casi todo, como contaré en su debido tiempo.
Además de la cebada habían crecido allí veinte o treinta tallos de arroz que
cuidé con la misma atención, pensando que de su grano podría hacer pan u otro
alimento, y descubrí el modo de cocerlo sin necesidad de horno, aunque más
adelante lo tuve. Pero volvamos a mi diario.
Trabajé hasta la extenuación durante esos tres o cuatro meses para terminar
la empalizada, y el 14 de abril quedó cerrada, y podía entrar y salir de ella por una
escalera que no dejaba huellas exteriores de que allí hubiera una habitación
humana.
juez la vida o muerte de un hombre. Por fin armé la rueda con un cable que la
pusiera en movimiento con el impulso del pie, dejándome ambas manos libres.
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otro lado de la isla habría encontrado cientos de ellas, como lo descubrí más tarde;
pero acaso me hubiera salido aquello demasiado caro.
18 de junio — Llovió el día entero y me quedé dentro. Esta vez encontré que el
agua era muy fría y sentí escalofríos, lo que me pareció muy raro en estas latitudes.
23 de junio — Otra vez muy mal; tiritando de frío y luego con una fuerte
jaqueca.
27 de junio — Tan violenta calentura que estuve el día entero en cama sin
comer ni beber. Me parecía que iba a morir de sed, sintiéndome demasiado débil
para levantarme en busca de agua. Rogué otra vez a Dios, pero en mi delirio e
ignorando lo que debía decir sólo atinaba a implorar: « ¡Señor, apiádate! ¡Señor,
protégeme! ¡Ten compasión de mí, Señor!» Estuve así continuamente por dos o tres
horas hasta que la calentura cedió y quedé dormido; me desperté ya entrada la
noche. Me sentía mejor, pero muy débil y con una sed continua. No tenía agua en
mi habitación de modo que hube de esperar hasta la mañana, durmiendo
entretanto. Mientras dormía tuve un sueño terrible.
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sólo ansiaba de Dios liberación de ese insoportable peso de culpas que la privaba de
toda alegría.
Pronto mi espíritu se sintió más aligerado, aunque las condiciones de mi vida
fueran las mismas de antes; llevados mis pensamientos por la lectura de la Biblia y
la oración a regiones que jamás habían alcanzado en su vuelo, un profundo alivio
fue surgiendo en mí como jamás lo conociera anteriormente. Y pues al mismo
tiempo recobraba la salud y mis fuerzas volvían, me consagré a procurarme todas
las cosas necesarias, haciendo a la vez una vida tan regular como fuera posible.
Del 4 al 14 de julio di pequeños paseos con mi escopeta sin alejarme mucho,
como convenía a un hombre que recobra lentamente las energías después de una
enfermedad; difícil es imaginar lo débil que me sentía al comienzo. El tratamiento
que he descrito más arriba era ciertamente original y acaso nunca habría curado
antes una calentura; es por eso que no recomiendo a nadie que lo intente a su
turno. Evidentemente me libró de la fiebre, pero acaso contribuyó a debilitarme
tanto, pues incluso sufrí cierto tiempo de convulsiones nerviosas y musculares.
Llevaba ya más de diez meses en tan triste isla, y toda posibilidad de rescate
parecía imposible; yo estaba firmemente convencido de que jamás un pie humano
había pisado antes ese sitio. Fue entonces cuando, después de terminar mi vivienda
del modo que me pareció más adecuado, se me ocurrió hacer una exploración
completa de la isla para descubrir aquellos productos naturales que me resultaran
útiles.
Desde el 15 de julio principié a recorrer la isla con tal fin, yendo ante todo a la
ensenada donde, como he contado, mis balsas fondearon con su cargamento.
Descubrí que a dos millas corriente arriba la marea ya no alcanzaba a penetrar y
sólo había un arroyuelo de aguas límpidas y frescas; pero como estábamos en la
estación seca apenas traja aguas para formar una corriente.
A la orilla de este riacho encontré hermosas sabanas, vastas llanuras cubiertas
de verdes pastos; en las partes más elevadas, ya cerca de las mesetas donde se
hubiera supuesto que jamás alcanzaba el agua, hallé una gran cantidad de tabaco
que crecía vigorosamente, así como otras diversas plantas desconocidas para mí,
que acaso fueran de gran utilidad, aunque no podía aprovecharlas por mi
ignorancia.
Busqué entre ellas alguna raíz de cazabe o yuca, con la cual los indios de
aquellas latitudes fabrican su pan, pero no vi ninguna. Había grandes plantas de
áloe, cuya utilidad desconocía entonces, y mucha caña de azúcar en estado silvestre
y, por lo tanto, poco aprovechable. Me contenté ese día con tales descubrimientos y
volví meditando cómo podría arreglármelas para conocer las virtudes de las plantas
y frutos que iba descubriendo. Desgraciadamente no arribé a ninguna conclusión,
porque tan poco observador había sido mientras viví en el Brasil que no sabía nada
de sus productos naturales, o tan poco que apenas podía ayudarme en mi presente
desgracia.
Al día siguiente," 6 de julio, seguí el mismo camino y avanzando más allá
encontré que el arroyo y las sabanas se iban perdiendo y que la región era más
boscosa. Hallé diferentes frutos, en especial melones en abundancia y uvas entre
los árboles. Las viñas habían crecido entremezcladas en los árboles, y magníficos
racimos ya maduros pendían de las ramas. Tan extraordinario descubrimiento me
llenó de alegría, pero tuve cuidado de no excederme en la cantidad de uvas que
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pedazo de carne de cabra o tortuga, asado, pues por desgracia no tenía olla para
hervirlo o guisarlo, y dos o tres huevos de tortuga a modo de cena.
Mientras estuve confinado por la lluvia trabajé varias horas diarias
ensanchando mi cueva, cavando un túnel que desviaba poco a poco hacia un lado,
hasta que vine a salir a la ladera de la colina y tuve una puerta que daba fuera de
mi empalizada y me resultaba muy cómoda. Pero no me sentía con la tranquilidad
de antes, porque hasta entonces mi morada había sido un recinto completamente
cerrado, mientras que ahora cualquiera podía entrar por aquella puerta. No
comprendía aún que el mío era un temor infundado, ya que el animal de mayor
tamaño en la isla era la cabra.
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7. VIAJES Y TRABAJOS
Había yo observado que las estaciones del año no se dividían como en Europa
en invierno y verano, sino en estación seca y lluviosa. Luego de experimentar en
carne propia los inconvenientes de las lluvias, tuve buen cuidado de proveerme por
adelantado de lo más necesario a fin de no tener que salir para nada, y durante los
meses de lluvia hacía todo lo posible por quedarme a cubierto.
No estaba sin embargo ocioso mientras duraba mi encierro, efectuando toda
clase de trabajos aplicables a esa circunstancia, tales como diversos objetos
necesarios que sólo con gran paciencia y dedicación podían ser fabricados. Intenté
muchas veces tejer un canasto, pero los mimbres que a tal efecto ensayaba eran tan
quebradizos que de nada servían. Fue entonces que me resultó de gran utilidad el
haber observado siendo joven a un cestero de mi pueblo natal, siguiendo con
atención su modo de tejer el mimbre; como todo muchacho dispuesto a ayudar y
lleno de curiosidad por la forma en que se fabricaban aquellos cestos, y a veces
participando en la tarea, llegué a conocer bastante bien los procedimientos usuales,
faltándome ahora sólo el material suficiente. Se me ocurrió que acaso los tallos de
aquel árbol del que había sacado las estacas que prendían fueran tan resistentes
como los del sauce o mimbre, y me propuse averiguarlo.
Al día siguiente fui a mi casa de campo, como me agradaba llamarla, y
cortando algunos de los tallos más tiernos descubrí que se adaptaban
admirablemente a mi propósito; volví, pues, la vez siguiente armado de una
hachuela para cortar gran cantidad, lo que era fácil por la abundancia de árboles.
Los puse a secar dentro del vallado, y cuando estuvieron listos los traje a la cueva;
allí, durante la estación de las lluvias me entretuve en fabricar toda clase de
canastos tanto para acarrear tierra como para poner en ellos distintas cosas. Cierto
que no estaban muy bien terminados, pero servían pasablemente para lo que yo los
destinaba. Desde entonces me preocupé de que no faltaran, y a medida que los veía
estropearse con el uso los iba reemplazando con otros mejores, en especial unos
grandes cestos que hice para depositar el grano de la cosecha en vez de meterlos en
sacos.
Superada aquella dificultad y puesto mucho tiempo en lograrlo, empecé a
buscar el modo de suplir dos grandes necesidades. No tenía vasijas para líquidos a
excepción de dos barrilitos llenos de ron y algunas botellas, ya de tamaño común o
bien las cuadradas que se emplean en guardar licores y bebidas. Carecía de ollas
para guisar o hervir alimentos, salvo una enorme marmita que salvé del naufragio y
que era demasiado grande para hacer en ella caldo o guisar un trozo de carne. Y la
segunda cosa que deseaba intensamente era una pipa. Pero no hallaba la manera
de fabricarme una hasta que al fin pude dar con el procedimiento.
Me ocupé en plantar la segunda hilera de estacas y tejer cestas durante toda la
estación seca, cuando una nueva tarea se presentó para demandarme mucho más
tiempo del que imaginaba dedicarle. He dicho que sentía el deseo de explorar
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de ella en dirección al otro lado de la isla costeándola hasta dar con el palo que a
propósito dejaba.
Para volver elegí otro camino, pensando que me sería fácil recordar la
topografía de la isla y que era más agradable regresar viendo cosas nuevas. Pero
pronto me encontré perdido, erré de un sitio a otro y por fin tuve que volver a la
costa buscando la señal, y enderezar hacia el camino ya andado. Regresé haciendo
etapas muy cortas porque el calor era excesivo y cuanto yo llevaba —escopeta,
municiones, hacha— resultaba muy pesado.
En esos días sorprendió mi perro a un cabrito y, saltándole encima, me dio
tiempo a que llegara corriendo y lo salvara de sus colmillos. Tuve otra vez la idea de
llevarlo a casa y me pregunté si no sería posible domesticar uno o dos cabritos a fin
de irme procurando un hato que supliera mi falta de alimentos cuando no tuviese
más pólvoras ni balas.
Tejí un collar para el animalito y atándolo con una cuerda que siempre llevaba
conmigo lo arrastré, aunque no sin dificultades, hasta mi enramada, donde lo dejé
encerrado porque me sentía impaciente por arribar a mi casa, de la que faltaba
desde hacía casi un mes.
No puedo expresar con cuánta satisfacción penetré en la vieja tienda y me dejé
caer en la hamaca. Aquella exploración, sin lugar fijo de residencia, me había
resultado tan poco grata que mi propia casa —como me gustaba llamarla— era una
morada perfecta comparada a lo anterior. Tan confortable me parecía tener mis
cosas a mi alrededor que prometí no alejarme nunca más tan lejos mientras mi
suerte me tuviera encadenado a aquella isla.
Descansé una semana de las fatigas del viaje, entreteniéndome en la
importante tarea de fabricar una jaula para mi papagayo, que se domesticaba
rápidamente. Me acordé luego del pobre cabrito que dejara encerrado en la
enramada, y me apresuré a ir en su busca o por lo menos a llevarle alimentos.
Estaba donde lo había dejado, ya que le era imposible escaparse, pero medio muerto
de hambre. Cortando follaje de árbol y ramas de arbustos tiernos se los di a comer y
después que se hubo satisfecho lo até para llevarlo a casa, pero se había amansado
tanto con el hambre que no era necesaria esta precaución, pues me seguía como un
perro. Como continuara alimentándolo, el cabrito se volvió tan dócil y tan cariñoso
que desde entonces permaneció conmigo y formó parte de mi familia sin
abandonarme jamás.
Venía la estación de las lluvias del equinoccio otoñal, y celebré el 30 de
setiembre de la misma solemne manera. Se cumplía el segundo aniversario de mi
arribo a aquellas tierras y en todo ese tiempo no había tenido la menor posibilidad
de ser rescatado. Pasé el día en humilde y reconocido agradecimiento de los muchos
y admirables beneficios que aliviaran mi desgracia, y sin los cuales hubiera sido
infinitamente miserable.
Fue entonces cuando empecé a sentir claramente cuánto más feliz era esta
vida, con todos sus rigores, que la perversa, maldita y abominable existencia en que
había dejado deslizarse mis años pasados. Tanto mis alegrías como tristezas eran
muy distintas de las antiguas; mis deseos cambiaron, así como mis afectos, y la
alegría que ahora era capaz de experimentar tenía razones totalmente opuestas a
las que sentía a mi llegada a la isla o en los dos años que acababan de cumplirse.
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derretía la arena que yo mezclara con la arcilla. De haber continuado habría visto
convertirse en vidrio aquella pasta, pero disminuí gradualmente el fuego hasta que
los cacharros perdieron su rojo vivo, y quedándome despierto toda la noche para
que el fuego no disminuyera demasiado bruscamente, me encontré de mañana
dueño de tres excelentes —si no bellos— pucheros, así como de dos potes, todos
ellos cocidos como pudiera desearse, y uno de ellos bonitamente barnizado por la
arena derretida.
Después de tal experimento está de más decir que tuve todos los cacharros
necesarios. Su único defecto era la forma irregular y tosca, ya que carecía de medios
para hacerlos mejor y trabajaba como los niños cuando hacen pasteles de barro o
una cocinera que sin saber amasar quisiera hacer una tarta. Pocas veces hubo
alegría tan desproporcionada a la insignificancia de su objeto como la que yo sentí
al descubrir el modo de fabricar una olla que resistiera el calor del fuego. Tuve que
contener mi impaciencia mientras se enfriaba, y apenas estuvo lista volví a ponerla
al fuego con agua, en al que herví carne, viendo con júbilo que la olla resistía
perfectamente la prueba. Con un trozo de carne de cabrito hice caldo, aunque me
faltaba harina de avena y demás ingredientes necesarios que le dieran el debido
sabor.
Mi inmediata tarea fue fabricar una especie de mortero para moler el grano, ya
que construir un molino era tarea inaccesible para un simple par de manos. Anduve
varios días buscando una piedra lo bastante grande para excavarla en el centro y
darle forma de mortero, mas no encontré ninguna salvo las rocas, cuya dureza
impedía todo intento. Las piedras sueltas de la isla eran de una sustancia arenosa
que se disgregaba fácilmente, y no hubieran resistido el golpe de otra piedra o
llenado de arena el grano molido. Después de buscar inútilmente durante mucho
tiempo resolví abandonar la tarea y elegir en cambio un trozo de madera
suficientemente dura, cosa que me fue muy fácil. Llevando a casa el pedazo más
grande que pude mover, lo redondeé exteriormente con ayuda del hacha, y luego
por medio del fuego —aunque con infinito trabajo— pude vaciarlo interiormente a la
manera como los indios del Brasil fabrican sus canoas. De un pedazo de palo de
hierro hice la mano del mortero, y así equipado me dispuse a esperar la próxima
cosecha cuyo grano había decidido moler —o más bien machacar— para hacer pan.
Otra dificultad era la de procurarme un cedazo o tamiz para cerner la harina y
separarla del salvado, sin lo cual me parecía imposible obtener el pan. Esto resultó
lo más difícil de todo ya que carecía de lo indispensable para construirlo, es decir,
una tela de trama bastante abierta para tamizar la harina. Tal cosa me detuvo
durante muchos meses, y al final estaba enteramente desorientado; tenía algo de
género de hilo, pero reducido a andrajos; también guardaba pelo de cabra, pero
¿cómo hilarlo y tejerlo si ignoraba el procedimiento y aun habiéndolo sabido carecía
de todo instrumento adecuado? Por fin encontré una solución transitoria al
recordar que entre las ropas de marinero que salvara del barco había algunas
corbatas de zaraza o muselina, y con sus pedazos pude hacer tres pequeños
tamices que me prestaron excelente servicio durante muchos años. Más adelante
habré de narrar cómo los reemplacé.
El problema de la cocción venía en seguida. ¿Podría hacer pan una vez que
tuviera harina? Ante todo me faltaba levadura, y aunque esto último no me
preocupa grandemente me afligía la carencia de horno adecuado. Por fin inventé un
procedimiento que consistió ante todo en fabricar vasijas de arcilla, muy anchas
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pero no profundas, es decir, de unos dos pies de diámetro y apenas nueve pulgadas
de hondo; las cocí en el fuego al igual que las anteriores, y las puse aparte. Luego,
cuando deseaba hornear, encendía una gran hoguera sobre mi fogón, que estaba
recubierto de tejas cuadradas —si puedo darles ese nombre— que yo mismo
fabricara. Una vez que el fuego se había reducido a brasas, las disponía de modo
que cubrieran enteramente el fogón y las dejaba hasta que lo hubiera recalentado;
sacando luego las brasas ponía mis panes sobre las tejas y cubriéndolos con las
vasijas mencionadas los rodeaba por fuera con brasas que mantuvieran el calor.
Así, como en el mejor horno del mundo, mi pan de cebada cocía maravillosamente y
pronto fui un excelente pastelero, ya que me animé a hornear en la forma descrita
varias tortas de arroz y budines; no pude hacer pasteles porque no tenía nada con
que rellenarlos, salvo carne de aves o de cabra.
No habrá de causar asombro el que estas tareas se llevaran la mayor parte de
mi tercer año en la isla, ya que además de ellas tenía en los intervalos que
ocuparme en mi nueva cosecha y la labranza. Hice a su debido tiempo la
recolección del grano y lo llevé a casa como pude, guardando las espigas en las
grandes tinajas hasta tener tiempo para desgranarlas a mano, pues carecía de lugar
para trillarlas así como de los necesarios instrumentos.
Como mi provisión de cereales iba en aumento, empecé a ver la necesidad de
construir mayores graneros. Quería un sitio donde tenerlos bien guardados, porque
la cosecha había sido tan buena que me dio cerca de veinte fanegas de cebada y
otro tanto de arroz, de modo que me resolví a emplearlos sin hacer economía. Mi
provisión de pan se había agotado y debía renovarla; además quise calcular qué
cantidad de semilla iba a bastarme para todo un año, a fin de sembrar anualmente
una sola vez.
Llegué a calcular que las cuarenta fanegas de arroz y cebada excedían en
mucho a lo que podía gastar en un año, y por tanto me propuse sembrar cada vez
una cantidad igual a la de mi última plantación, confiando en que, de esa manera,
tendría bastante para hacer mi pan y otras comidas.
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8. EXPEDICIÓN TEMERARIA
Mientras atendía a todas esas cosas, podéis imaginar que muchas veces mis
pensamientos tornaban hacia aquella tierra que divisara desde el lado opuesto de la
isla, y que sentía nacer en mí la secreta esperanza de alcanzar alguna vez sus
playas, pensando que acaso fuese tierra continental a donde pudiera trasladarme
más adelante y hallar, por fin, el camino de la liberación.
En ningún momento dejé de ver claramente los peligros que aquello suponía; lo
peor era caer en manos de salvajes, sobre todo de aquellos que tenía razones para
suponer peores que los leones y tigres del África. Sabía que de ser apresado lo más
probable era que me asesinaran e incluso comieran; había oído decir que los caribes
eran antropófagos e imaginaba, por la latitud, que no podía hallarme a mucha
distancia de aquellas costas. Aun suponiendo que no fueran caníbales, lo mismo me
matarían como a tantos europeos víctimas de su salvajismo; recordé que hasta
grupos de veinte o treinta hombres habían sucumbido a los ataques de los salvajes
y poca esperanza de defenderme podía abrigar con tal comparación. Como se ve,
puse todo en la balanza; pero aquellas consideraciones que más tarde influyeron
sobre mí no podían impedir ahora que mi imaginación volviera una y otra vez a su
fantasía de llegar a aquellas tierras.
Hubiese querido tener conmigo a Xury y la chalupa con la vela triangular que
me había llevado más de mil millas por la costa de África. Pensé luego en utilizar el
bote de nuestro barco, que como ya he narrado fuera arrojado sobre la costa. Lo
encontré casi en el mismo sitio pero tumbado por la violencia constante del oleaje y
el viento, cubierto casi por la arena gruesa de la playa y completamente en seco.
De haber tenido ayuda para reflotar el bote y reparar sus averías, no dudo que
me hubiera prestado buen servicio y acaso llevado hasta el Brasil. Pero me bastó
estudiar su posición para darme cuenta de que tan difícil sería darlo vuelta como
mover la isla entera. Hice sin embargo todo lo posible; corté troncos que sirvieran de
rodillos y palancas, cobrando ánimos con la esperanza de enderezar el bote, lo que
me permitiría repararlo y ponerlo en condiciones de navegar con seguridad.
Tres o cuatro semanas empleé vanamente en este trabajo sin recompensa. Por
fin, cuando estuve seguro de que mis pobres fuerzas no bastaban para dar vuelta el
casco, imaginé excavar la arena que tenía debajo para que su peso hiciera lo que yo
no había podido; poniendo adecuadamente los rodillos y palancas, imaginaba que
podía guiar su caída. Cuando conseguí eso me resultó imposible levantar el bote del
hueco en que estaba sumido, y mucho menos moverlo en dirección al mar, de modo
que por fin abandoné la tarea. Pero mientras mis esperanzas se disipaban en ese
sentido, las de llegar a las lejanas tierras se acrecentaban como si aquel fracaso las
estimulara.
Fue entonces cuando se me ocurrió la idea de intentar la construcción de una
canoa o piragua, como la llaman los nativos, que son capaces de construirlas sin
herramientas y hasta podría decirse que sin manos, empleando grandes troncos de
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árbol. Pensé que aquello no solamente era posible sino fácil, y cobré ánimos con la
idea de que llevarlo a cabo me sería más simple que a los indios, pues disponía de
mayores recursos que ellos. Olvidaba, sin embargo, cosas que me faltaban y que los
naturales tienen en abundancia, por ejemplo, brazos para trasladar las canoas al
mar cuando están concluidas; esta sola dificultad era para mí mucho mayor que la
falta de herramientas para ellos. ¿De qué iba a servirme elegir un buen árbol en el
bosque, derribarlo con gran trabajo, afanarme con mis herramientas en darle por
fuera el perfil y las dimensiones de una canoa y ahuecarlo por dentro con mis
instrumentos o el fuego, si al final tendría que dejarlo donde estaba por no tener
fuerzas suficientes para llevarlo hasta el mar?
Es como para creer que no había pesado la más insignificante de estas
reflexiones mientras construía una canoa, ya que de inmediato hubiera advertido el
problema de botarla al agua. Pero mis pensamientos estaban a tal punto absorbidos
con la idea de intentar el viaje que en ningún momento consideré seriamente el
problema. No fui capaz de advertir que me resultaría más fácil hacer navegar mi
canoa cuarenta y cinco millas marinas que moverla las cuarenta y cinco toesas que
la separaban del agua.
Al dedicarme a su construcción hice la más grande locura que pueda cometer
un hombre cuerdo. Me engañé a mí mismo con el proyecto, sin pararme a medir si
era posible cumplirlo. No es que a veces no me preocupara la dificultad de botar la
canoa al mar, pero de inmediato atajaba el hilo de mis pensamientos con una
insensata respuesta que yo mismo me daba: «Hagámosla primero: de seguro
encontraré después un medio u otro para ponerla a flote.»
Era el sistema más absurdo que pueda concebirse, pero la intensidad de mi
capricho prevaleció y me puse a la tarea. Haché un cedro tan hermoso que me
pregunto si Salomón tuvo alguno tan grande para la construcción del Templo de
Jerusalén. Medía cinco pies diez pulgadas de diámetro inferior, y cuatro pies once
pulgadas en el superior, a una distancia de veintidós pies de altura, a partir de la
cual adelgazaba un poco y se dividía luego en ramas. Con infinito trabajo derribé
este coloso, tardando veinte días en hacharlo por la base y catorce en cortar las
ramas y troncos menores hasta separar de él su vasta copa, en medio de fatigas
indescriptibles. El mes siguiente lo pasé dando a la parte exterior del tronco la
forma y las proporciones aproximadas de un bote que navegara pasablemente.
Luego me llevó tres meses ahuecar el interior, hasta que tuvo la exacta apariencia
de un bote. No empleé para ello el fuego sino escoplo y martillo, con agotador
trabajo, hasta conseguir que el todo se pareciera bastante a una piragua y fuese
capaz de llevar a bordo veintiséis hombres, cosa equivalente a mi persona y todo mi
cargamento.
¡Qué alegría sentí cuando hube terminado el trabajo! Él bote era en verdad
mucho mayor que todas las canoas o piraguas hechas de troncos que yo viera en mi
vida. Muchos hachazos me había costado por cierto, y ahora sólo faltaba botarlo al
agua; de haberlo conseguido hubiera yo emprendido a su bordo el más alocado e
imposible viaje de que se tenga memoria alguna.
Todas las tentativas de llevar el bote al agua fracasaron una tras otra, aunque
cada una me costaba enorme trabajo. No había más de cien yardas hasta el agua,
pero el primer inconveniente fue que el terreno se iba elevando hacia el lado del
arroyo. Proyecté entonces excavar el suelo para formar un declive. Lo llevé a cabo
aunque con prodigiosas dificultades, pero, ¿quién repara en eso cuando tiene a la
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dos o tres chaquetas que esperaba me serian muy útiles: en cuanto a calzoncillos y
pantalones los resultados fueron aún peores hasta que pude hallar una mejor
solución.
He mencionado que guardaba las pieles de todos los animales que cazaba;
luego de desollarlos tendía las pieles al sol entre estacas, por lo cual algunas se
pusieron tan secas y duras que no me sirvieron, pero otras en cambio parecían
útiles. Lo primero que obtuve de esas pieles fue un gorro grande, con el pelo hacia
afuera para preservarme de la lluvia; y tan bien me resultó que me animé a
cortarme un traje hecho enteramente de dichas pieles, es decir, una chaqueta y
calzones abiertos en las rodillas, todo muy holgado, ya que se trataba de
preservarme más del calor que del frío. No debo omitir que estaban atrozmente mal
hechos, pues si era mal carpintero resulté aún peor sastre. Pero me sirvieron
admirablemente, y cuando la lluvia me sorprendía en un viaje, el pelo hacia afuera
de mi chaqueta y gorra me mantenía perfectamente seco.
Pasé también bastante tiempo y no poco trabajo fabricándome una sombrilla.
Me era muy necesaria y ansiaba tener una, pues recordaba la que había visto en el
Brasil, donde son de gran utilidad contra los calores, siendo aquí en verdad
imprescindible, ya que la isla se hallaba aún más cerca del ecuador. Aparte de eso,
como tenía que alejarme con frecuencia de mi casa, la sombrilla podría ser
igualmente útil contra los calores y las lluvias. Me dio bastante trabajo y pasaron
muchos días antes de que pudiera fabricar algo parecido a lo que quería; incluso
estropeé dos o tres veces mi obra antes de estar seguro de haber conseguido lo que
deseaba, pero por fin obtuve un quitasol adecuado a mis necesidades. La mayor
dificultad consistiría en cerrarlo, ya que abrirlo era fácil, pero si luego no podía
plegarlo resultaba demasiado incómodo de llevar, salvo sobre mi cabeza, donde a
veces no era necesario. Por fin di con la manera de manejarlo fácilmente y lo cubrí
de pieles, con el pelo hacia arriba para que me protegiera de las lluvias como un
tejadillo y a la vez atajara los rayos del sol; con él podía andar sin preocupaciones
en el tiempo más caluroso como en el más frío, y cuando no me hacía falta lo
plegaba para llevarlo bajo el brazo.
De esa manera aumenté mis comodidades de vida, mientras mi espíritu se
resignaba cada vez más a la voluntad de Dios y se entregaba enteramente a lo que
su Providencia dispusiera.
No puedo decir que a partir de entonces y durante cinco años me haya
ocurrido nada de extraordinario. Vivía en la forma ya narrada, en el mismo sitio y
tal como antes. Mis ocupaciones dominantes eran la siembra anual de la cebada y
el arroz, la preparación de uvas en cantidad suficiente para tener, entre granos y
pasas, lo bastante para alimentarme un año entero. Al margen de esta labor anual,
y la cotidiana de salir de caza con la escopeta, tenía otra, que era la de hacerme una
canoa; por fin la terminé, y cavando un canal de unos seis pies de ancho y cuatro
de profundidad, la llevé hasta la ensenada, distante casi media milla. Se recordará
que mi primera canoa, excesivamente pesada por haber sido construida sin la
conveniente reflexión acerca de cómo la botaría al mar, quedó en el sitio; incapaz de
llevarla hasta el agua o conducir el agua hasta ella, me vi obligado a abandonarla
en el lugar donde la construyera como un claro ejemplo para ser más sensato otra
vez. Por lo tanto, en esta segunda tentativa, aunque no pude conseguir un árbol tan
bueno ni un lugar donde el agua estuviera a menos de la media milla ya
mencionada, comprendí que la tarea era practicable y me entregué a ella de lleno.
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Estuve ocupado durante dos años, pero jamás renuncié un solo día a mi labor con
la esperanza de tener al fin un bote que me permitiera hacerme a la mar.
Sin embargo, cuando mi pequeña piragua estuvo concluida, supe que su
tamaño no se prestaba para la intención que yo había tenido en cuenta al construir
la primera, es decir, lanzarme hacia «tierra firme» cuarenta millas más allá. La
fragilidad de esta canoa me obligaba a desistir de esa esperanza y no pensar más en
ella; pero ya que tenía un barquichuelo, proyecté dar con él la vuelta a la isla. El
viaje que hiciera a la costa del lado opuesto, atravesando por tierra y haciendo
tantos interesantes descubrimientos, me impulsaba a explorar otras regiones de la
costa. Era dueño de un bote; ¿por qué no navegar en torno a la isla?
A tal fin equipé discretamente mi canoa, comenzando por fijar en ella un
pequeño mástil cuya vela hice aprovechando pedazos que había traído del barco y
que había conservado cuidadosamente en depósito.
Emplazados el mástil y la vela, descubrí después de algunas pruebas que el
bote navegaba muy bien. Le adapté entonces varias cajas donde poner provisiones,
pólvora y balas, así como otros efectos que debían conservarse secos tanto de la
lluvia como de la espuma del mar; hice luego en el interior de la canoa una larga y
profunda ranura donde cabía mi escopeta, protegida por una lona contra toda
humedad.
Puse mi sombrilla en la popa, como un segundo mástil cuya vela se extendiera
sobre mi cabeza protegiéndome del sol a manera de toldo. Así equipado emprendí
una y otra vez pequeños recorridos por el mar, aunque sin alejarme mucho de la
costa conocida y de la caleta. Por fin, cada vez más deseoso de hacer la
circunnavegación de mi pequeño reino, me resolví a él. Puse a bordo suficientes
vituallas para el viaje; dos docenas de panes de cebada (a los que debería llamar
más bien galletas), un puchero de barro con arroz tostado, alimento del que hacía
gran consumo, una botellita de ron, la mitad de una cabra, sin contar pólvora y
balas en cantidad suficiente para cazar y dos de los abrigos de marinero que ya he
mencionado como provenientes de los arcones que salvé del naufragio; contaba con
ellos para que me sirvieran de colchón y de frazada.
El dieciséis de noviembre, en el sexto año de mi reino o mi cautiverio, como se
quiera llamarle, inicié el viaje, que me resultó mucho más extenso de lo que había
imaginado; en verdad la isla no era muy grande, pero cuando llegué a su extremo
oriental vi una gran cadena de rocas que penetraban más de dos leguas en el mar,
algunas emergiendo del agua y otras submarinas, y más allá un banco de arena,
casi en seco, otra media legua hacia adentro. Era preciso contornear ese cabo para
seguir viaje.
Cuando descubrí el accidente estuve a un paso de dar por finalizada la
empresa y volverme, no sabiendo cuánto tendría que internarme en el océano y,
sobre todo, preguntándome si me sería posible volver; en la duda me decidí a anclar
allí mismo, cosa simple, pues me había fabricado una especie de ancla con un
pedazo de cloque roto que traje del barco.
Ya fondeado el bote, tomé la escopeta y trepé a una colina que me parecía
adecuada para tener una visión panorámica del lugar; desde allí vi el largo total del
cabo rocoso, y decidí aventurarme.
Observando el mar desde la colina noté una fuerte y violenta corriente que
corría hacia el este y pasaba casi rozando el cabo; la estudié detenidamente porque
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advertía el peligro de que si mi bote era envuelto por ella podría ser arrastrado mar
afuera y sin posibilidad de regresar a la isla. Hasta pienso que si no hubiera tenido
el cuidado de subir antes a la colina, algo de eso me habría ocurrido porque la
misma corriente se desplazaba en el lado opuesto de la isla, sólo que se dirigía hacia
afuera a mayor distancia. Entre ambas advertí la presencia de un fuerte remolino
junto a la costa, y deduje que si me las arreglaba para zafarme del impulso de la
primera corriente encontraría ventaja en la protección de aquel remolino.
Con todo me quedé allí dos días, porque el viento soplaba fuerte del E-SE y
siendo contrario a la citada corriente producía un violento oleaje contra el cabo
rocoso; no era posible navegar cerca de las rocas por temor a ese oleaje, ni más lejos
porque allí podía arrastrarme la corriente.
En la mañana del tercer día observé que el viento había cedido durante la
noche y que el mar estaba sereno, por lo cual emprendí viaje. Que lo que sigue sea
un ejemplo para todos los pilotos ignorantes o temerarios: apenas había llegado al
extremo del cabo, sin apartarme de él más que la longitud de mi canoa, cuando me
hallé en un agua tan profunda y una corriente tan violenta como la compuerta de
un molino. Fue tal la fuerza con que me arrastró que no pude mantenerme cerca de
la orilla y pronto fui llevado más y más lejos del remolino que quedaba a mi mano
izquierda. No soplaba viento alguno que pudiera ayudarme, y la fuerza de los remos
no servía de nada. Entonces me creí perdido, ya que la corriente marina bordeaba la
isla por ambos lados y venía a unirse algunas leguas más allá, hacia donde sería
arrastrado con mayor fuerza. Carecía de medios para evitarlo; ante mí se extendía
solamente la visión de la muerte, no por naufragio, ya que reinaba absoluta calma,
sino por el hambre. Verdad que había encontrado una tortuga en la playa, tan
pesada que apenas pude levantarla y meterla en el bote, y que también llevaba un
cacharro grande lleno de agua dulce. ¿Pero de qué iba a servirme aquello cuando
me encontraba perdido en el vasto océano donde sin duda no había tierra firme, ni
siquiera una isla, por lo menos en mil leguas a la redonda?
Puede entonces advertir cuan fácil le es a la divina Providencia tornar aún peor
la más miserable condición humana. Miraba hacia mi desolada isla como si se
tratara del más bello lugar de la tierra, y cuanta felicidad podía desear mi corazón
era volver allá.
Hice lo que estaba a mi alcance, hasta casi caer extenuado luchando por
mantener el bote rumbo al norte, es decir, hacia el lado de la corriente donde había
divisado el remolino. A eso de mediodía, cuando el sol alcanzaba el cénit, me pareció
sentir en la cara un aleteo de brisa soplando del S-SE. Aquello me animó no poco, y
más aún cuando media hora después la brisa se transformó en viento. Estaba
terriblemente alejado de la isla, y la menor nube o niebla que hubiese surgido
bastaba para mi perdición; no tenía brújula, y perder de vista la tierra un solo
instante hubiera bastado para no dar ya nunca con el rumbo.
El tiempo sin embargo seguía despejado, y aprovechando mi mástil y vela traté
de mantenerme hacia el norte para salir de la corriente que desviaba al noroeste.
Una hora más tarde había conseguido llegar a una milla de la costa y allí,
aprovechando el agua tranquila, pronto toqué tierra.
Apenas me sentí a salvo caí de rodillas para dar gracias a Dios por su bondad,
y me propuse abandonar toda idea de salir de la isla en el bote. Luego me alimenté
con lo que tenía a bordo, y dejando el bote anclado en una pequeña caleta que
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Bastante tenía ahora de correrías por el mar, y suficiente tema para quedarme
meditando muchos días acerca del peligro pasado. No me gustaba tener el bote del
otro lado de la isla y tan alejado de mí, pero tampoco hallaba manera segura de
traerlo. Por el lado oriental no quería ni pensar en la posibilidad de aventurarme a
bordearlo por segunda vez; a la sola idea sentía paralizárseme el corazón y helarse
mi sangre. En cuanto al lado opuesto ignoraba sus características, pero suponiendo
que la corriente tuviera en aquella costa la misma fuerza que ya había yo
experimentado en la parte opuesta, intentar el viaje equivalía a correr los mismos
riesgos de ser arrastrado mar afuera. Terminé por resignarme a no tener el bote
conmigo, aunque tantos meses de duro trabajo me había costado entre hacerlo y
lanzarlo al mar.
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9. LA PISADA EN LA ARENA
En tal disposición de ánimo viví cerca de un año, haciendo una vida retirada y
tranquila como puede imaginarse; mis pensamientos estaban tan adaptados a mi
presente condición, y había llegado a resignarme tanto a los designios de la
Providencia, que hasta me consideré un hombre feliz en todos los aspectos salvo el
de la compañía.
Mi ingenio seguía aplicándose a las labores mecánicas que debía realizar para
suplir tantas cosas necesarias, y pienso que llegué a ser un excelente carpintero,
sobre todo si se tiene en cuenta la escasez de herramientas en que me encontraba.
Aparte de esto, mi experiencia como alfarero se acrecentó también y pude por fin
moldear la arcilla con una rueda, lo que permitía obtener más fácilmente cacharros
de buena forma, mientras que los antiguos apenas podían ser mirados. Pero nada
creo que me haya ocasionado mayor satisfacción, haciéndome sentir tan orgulloso
de mi habilidad, como el día en que llegué a construirme una pipa. Cierto que era
muy tosca y fea, cocida al fuego como los otros objetos de arcilla, pero resultó fuerte
y el humo tiraba perfectamente. Mucho me alegré porque me gustaba en extremo
fumar; a bordo había pipas, pero al principio no las busqué, ya que ignoraba la
existencia de tabaco en la isla, y cuando volví más tarde al casco del barco no pude
encontrarlas.
También hice grandes progresos en cestería, tejiendo muchos canastos según
mi gusto; aunque de no muy buena apariencia, resultaban extremadamente útiles
para guardar efectos o acarrear diversas cosas a casa. Por ejemplo, si mataba lejos
una cabra, podía colgarla allí mismo de un árbol y luego de haberla desollado y
cortado en trozos los traía en uno de los canastos. Lo mismo si atrapaba una
tortuga; allí mismo extraía los huevos y algunos pedazos de carne que me bastaban
trayéndolos en mi cesto y dejando el resto en la playa. Los canastos más grandes y
profundos eran mi depósito de granos, pues me apresuraba a desgranar las espigas
apenas estaban secas y guardaba la semilla en la forma indicada.
Pronto me di cuenta de que la pólvora disminuía considerablemente, y como de
ninguna manera sería posible reemplazarla con los medios a mi alcance, me di a
pensar qué haría para procurarme carne de cabra cuando ya no tuviese medios de
cazarlas. Se recordará que durante mi tercer año en la isla apresé un cabrito que se
crió muy manso, tanto que jamás pude decidirme a matarlo y lo dejé que viviera
hasta que murió de viejo. Ahora, al cumplirse el undécimo año de mi residencia en
la isla, y advirtiendo que las municiones disminuían, me puse a pensar algún medio
de tender trampas a las cabras para atraparlas vivas.
A tal fin tejí algunas redes en las que estoy seguro que cayeron varias cabras,
pero como las cuerdas no eran solidad y yo no tenía alambre, las encontraba
siempre rotas y el cebo comido. Por fin probé una trampa distinta; luego de hacer
varios pozos profundos en aquellos sitios que frecuentaban las cabras, los disimulé
con haces entretejidos que yo mismo había fabricado, sobre los cuales puse un gran
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peso; esparciendo espigas de cebada y arroz aunque sin alistar las trampas, observé
que los animales acudían a esos lugares, como me lo probaron las huellas de sus
patas. Una noche apresté tres trampas, y al acudir por la mañana vi que los haces
estaban removidos y que faltaba el grano; pero las cabras habían evitado la celada.
Esto me descorazonó bastante y me puse a rehacer las trampas; por fin, y para
abreviar, yendo una mañana z revisarlas encontré en una un viejo macho cabrío y
en la otra tres cabritos.
Con respecto al macho cabrío no encontraba qué hacer con él, porque era tan
fiero que no me atrevía a bajar al pozo para sacarlo vivo, lo que me hubiera
agradado mucho. Por fin lo dejé escapar, y huyó a tal velocidad que parecía haberse
vuelto loco de espanto. Yo había olvidado lo que una vez aprendiera, y es que el
hambre amansa al mismo león; si hubiera dejado al macho tres o cuatro días en la
trampa sin darle de comer, y le hubiera llevado después un poco de agua y algo de
grano, se hubiera domesticado lo mismo que los cabritos, ya que son animales
sagaces y tratables cuando se los cría convenientemente.
Ignorando todo eso, lo dejé escapar; después, sacando uno a uno los cabritos
del pozo, los até con sogas y no sin trabajo pude llevarlos a casa.
Pasó bastante tiempo antes de que aceptaran lo que les daba de comer, pero
terminé por tentarlos con granos maduros y pronto vi que se amansaban. Ya para
ese entonces había decidido que si quería contar con carne de cabra el día en que se
concluyera mi pólvora, criar un rebaño al lado de mi casa era la única solución
posible.
Meditando en esto, advertí la conveniencia de mantener separados los ya
mansos de los salvajes en libertad, pues si los dejaba juntarse no tardarían aquéllos
en hacerse tan salvajes como éstos. No veía otro remedio que elegir un buen pedazo
de tierra y rodearlo de una empalizada, a fin de que la separación fuera absoluta y
para siempre.
Un par de manos era harto poco para semejante tarea, pero como advertía su
urgente necesidad me apresuré a elegir terreno adecuado donde hubiese suficiente
hierba para pastar, agua dulce y protección contra los calores solares.
Para empezar resolví construir la empalizada en torno a un área de unas ciento
cincuenta yardas de largo por cien de ancho; como no me faltaban tierras aptas en
torno, podría más adelante ensanchar el vallado si mi rebaño aumentaba mucho. La
tarea no me pareció excesiva, y la comencé con decisión. Durante tres meses estuve
cercando el corral, y en este plazo tuve a las cabritas en la mejor parte, cuidando de
alimentarlas lo más cerca posible de mí para que se amansaran bien. Con
frecuencia les llevaba algunas espigas de cebada o un puñado de arroz y se los
ofrecía en mi mano, por lo cual después que el vallado rodeó el terreno y pude
soltarlas dentro, corrían detrás de mí balando por un poco de grano.
Todo resultó como lo había deseado, y un año y medio más tarde era dueño de
un rebaño de unas doce cabras, incluyendo los cabritos; dos años después ascendía
a cuarenta y tres, fuera de las muchas que había matado para alimentarme. Aparte
cerqué cinco corrales menores para que pastaran, con portillos que comunicaban a
mi gusto unos con otros, y especie de pequeñas jaulas donde las hacía entrar para
apresarlas fácilmente.
No fue esto todo, porque además de la carne necesaria para comer disponía
asimismo de leche, cosa que no se me había ocurrido pensar al principio, pero que
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bajo el brazo izquierdo, había colgado dos sacos de piel de cabra; en uno estaba la
pólvora y en el otro las balas. Con una cesta en la espalda y la escopeta al hombro,
sostenía sobre la cabeza una fea y pesada sombrilla también hecha de piel, que
después de la escopeta era el objeto más necesario para mí. En cuanto a mi rostro,
no lo tenía tan atezado como se hubiera podido suponer de un hombre que en modo
alguno lo cuidaba y que vivía dentro de los diecinueve grados de latitud. Al principio
toleré el crecimiento de mi barba hasta que tuvo casi un cuarto de yarda, pero como
tenía tijeras y navajas, la recorté, salvo el bigote, que me complacía en retorcer a la
manera de las patillas mahometanas (como había visto que lo usaban los turcos
que conociera en Sallee, ya que los moros lo cortan de diferente modo).
De mis bigotes o patillas no diré que fuesen lo bastante largos para colgar en
ellos el sombrero, pero tenían suficiente longitud y espesor como para resultar
espantosos en Inglaterra.
Todo esto carece de importancia: tan poco me ocupaba de mi aspecto que no le
concedía la más insignificante atención, de modo que nada más diré al respecto.
Con tal traza empecé mi viaje, que duró cinco o seis días. En primer término seguí
la costa hasta el lugar donde había anclado el bote para encaramarme a la colina.
No teniendo ahora canoa de la cual preocuparme, busqué la vía más corta para
subir a la misma altura que la vez anterior, y cuando estuve en la cumbre miré el
cabo rocoso que penetraba en el océano y que en aquel terrible día intenté bordear a
bordo de la canoa. ¡Cuál no sería mi asombro al descubrir que el mar estaba allí
profundamente tranquilo, sin oleaje, ni movimiento, ni corriente!
No podía comprender cómo había cambiado de esa manera; resolví por lo tanto
quedarme algún tiempo observándolo, para estudiar lo que ocurría con las distintas
mareas.
El detallado estudio me demostró pronto que la única precaución a tomar
consistía en tener presente el flujo y reflujo de la marea, y que no había dificultad
alguna en llevar el bote al otro lado de la isla. Pero cuando pensé en llevar esto a la
práctica, me invadió un terror tan grande con el recuerdo del peligro que había
pasado la otra vez, que ni siquiera fui capaz de imaginar esa posibilidad. Preferí
adoptar una segunda resolución, más segura aunque mucho más trabajosa:
construir otra canoa o piragua, a fin de poseer una en cada lado de la isla.
Es preciso tener en cuenta que para entonces disponía yo de dos fundos —si
puedo llamarlos así— en la isla; el primero era la tienda con su fortificación de
empalizada y la cueva a sus espaldas, que había profundizado y dividido en varios
departamentos que comunicaban entre sí. Uno de estos depósitos, el mayor y
menos húmedo, con una salida que daba más allá de la empalizada, estaba
ocupado con las tinajas más grandes de que ya he hablado y además catorce o
quince canastos capaces cada uno de contener cinco o seis fanegas. Allí acumulaba
mis reservas de alimentos, especialmente el grano, del que una parte estaba aún en
espiga y el resto había sido desgranado a mano.
En cuanto a la empalizada, hecha con los troncos que ya he descrito, se había
convertido en una muralla de árboles tan grandes y extendidos que no dejaban
sospechar en modo alguno la existencia de una habitación humana.
Cerca de mi morada, pero hacia el interior de la isla y sobre tierras más bajas,
estaban mis dos plantaciones que cuidaba y araba para cosechar anualmente el
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sitio, pero nada encontré como no fuera esa única huella. Empecinado, me puse a
buscar otra vez preguntándome si no me estaría dejando llevar por una fantasía.
Pero pronto hube de desechar esa idea: la huella era exactamente la de un pie
humano, con su talón, dedos y forma característica. No podía imaginarme la
procedencia de aquel pie, y después de debatir en mí mismo innumerables y
confusos pensamientos, regresé a mi fortificación sin sentir, como suele decirse, el
suelo que pisaba; tanto era el terror que me había invadido. A cada paso me daba
vuelta a mirar en torno, confundía los arbustos y árboles y creía ver un hombre en
cada tronco. Imposible es describir las distintas formas en que la imaginación
sobreexcitada me hacía ver las cosas, las extrañas ideas que cruzaban por mi mente
y hasta qué punto me dejé arrebatar por sus enfermizas fantasías mientras hice el
camino de regreso.
Al llegar a mi castillo —como creo que le llamé a partir de entonces— entré en
él como un perseguido. Si lo hice mediante la escalera en la forma ya descrita, o
entré por la abertura de la cueva, es cosa que no recuerdo. ¡Nunca una liebre corrió
a su cueva ni un zorro a la suya con mayor espanto que el mío al entrar en mi
morada!
No dormí en toda la noche. Cuanto más tiempo transcurría desde el
descubrimiento mayores eran mis aprensiones, al contrario de lo que parecería
natural en tal circunstancia, sobre todo teniendo en cuenta la habitual reacción de
los hombres ante el miedo. Tan aplastado quedé por el peso de mis fantasías en
torno a lo que había descubierto, que a cada instante éstas iban en aumento
aunque ya era tiempo de serenarme. De pronto se me ocurría que la huella era del
diablo, y hasta encontraba apoyo razonable a tal suposición, porque ¿cómo podía
haber llegado otra criatura con forma humana a la isla? ¿Dónde estaba el barco que
la trajo? ¿Por qué no había otras señales de su paso? ¿De qué manera había podido
un hombre llegar allí? Pero casi de inmediato me ponía a pensar lo contrario. ¿Por
qué iba Satanás a adoptar forma humana en aquella playa donde nada había que
pudiera interesarle? ¿Y por qué dejar su única huella en un sitio donde no había
seguridad ninguna de que yo alcanzara a verla? Nada de eso tenía consistencia. Me
dije que el diablo conocía infinidad de maneras más efectivas para aterrorizarme —
si se lo hubiera propuesto— que dejar una señal en la playa; por otra parte,
habitando yo en el extremo opuesto de la isla, ¿no hubiera sido más lógico que
estampara allí la huella y no en un sitio donde había diez mil probabilidades contra
una de que no la viera? ¿Y por qué en la arena, donde el primer embate del mar la
borraría sin dejar rastro? Todo esto parecía incoherente ante el hecho mismo y la
idea que habitualmente nos formamos de la sutileza del demonio.
Estos argumentos me ayudaron a desterrar la idea de que fuera el diablo, y por
ellos llegué a la conclusión de que se trataba de algo peor, es decir, algunos de los
salvajes del continente próximo que, navegando en sus canoas, hubieran sido
arrastrados por las corrientes o vientos contrarios hasta la costa, donde después de
recorrerla habían vuelto a embarcarse quizá, tan poco deseosos de quedar en la
desolada isla como yo de que lo hicieran.
Mientras tales reflexiones ocupaban mi mente, me sentí profundamente
reconocido por la fortuna que había tenido de no estar justamente en aquella parte
de la isla, y que los salvajes no hubieran visto mi bote por el cual habrían
descubierto la presencia de habitantes y acaso intentado su búsqueda. De ahí pasé
a imaginarme con mortal terror que acaso habían dado con el bote, y que
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adivinando que la isla estaba poblada volverían en gran número para devorarme;
aun suponiendo que lograra esconderme, lo mismo descubrirían mi vivienda,
destruirían mis plantaciones, llevándose todas las cabras y dejándome morir al fin
de inanición.
Mis esperanzas en lo divino parecían disiparse bajo la fuerza del miedo. Toda
mi confianza en Dios, fundada en las prodigiosas pruebas que había tenido de Su
bondad, se desvanecieron. ¡Como si El, que hasta entonces me había alimentado
milagrosamente, no tuviera poder suficiente para preservar los bienes que su
bondad me había concedido!
Me reproché no haber sembrado más semilla que la necesaria para
sustentarme hasta la siguiente estación, como si nada pudiera suceder que me
impidiera cosechar cada vez el grano. Tan fundado me pareció este reproche que
decidí para el futuro acumular semilla suficiente para dos o tres años, a fin de no
morir de hambre viniera lo que viniese.
Reflexionando luego que Dios no sólo era justo sino todopoderoso, deduje que
así como había dispuesto castigarme y afligirme, lo mismo podía salvarme si lo
quería; y que si no era esa Su voluntad, mi deber estaba en someterme absoluta y
enteramente a esa voluntad, al mismo tiempo que poner en ella toda mi esperanza,
rogar al Señor y someterme a los dictados y decretos de Su providencia.
Estos pensamientos me absorbieron durante horas y días, y hasta puedo decir
semanas y meses. No debo omitir uno de ellos en particular; cierta mañana,
mientras meditaba en mi lecho sobre los peligros que me acechaban a causa de los
salvajes, me sentí hondamente afligido; pero en ese momento surgió en mi mente la
palabra de la Escritura: Invócame en los días de aflicción, y yo te libraré, y tú me
alabarás.
En medio de estas meditaciones, terrores y conjeturas, se me ocurrió un día
que acaso era víctima de las quimeras de mi imaginación. ¿No habría marcado yo
mismo la huella en la arena el día en que desembarqué del bote en aquella playa?
Esto me animó un poco y empecé a persuadirme de que sufría una ilusión y que
aquel pie en la arena era el mío. ¿Acaso no podía haber andado por ese camino al
salir de la piragua, cuando para volver a ella tomaba por ahí? Me dije que de
ninguna manera podía recordar con exactitud el lugar por donde caminara aquella
vez, y que si al final resultaba que la huella era mía, estaba haciendo lo que esos
tontos que cuentan historias de fantasmas y apariciones y terminan por ser los
primeros en asustarse de ellas.
Esto me devolvió algo de coraje, y me puse a hacer pequeñas excursiones por
los alrededores; llevaba tres días con sus noches sin salir del castillo y me faltaban
alimentos porque no tenía a mano más que algunas galletas de cebada y un poco de
agua. Recordé que debía ordeñar mis cabras, lo que antes era mi entretenimiento
vespertino. Las pobres bestias habían padecido mucho por falta de cuidado, y a
algunas se les había secado la leche.
Alentándome con la creencia de que la huella provenía de mi propio pie, y que
en realidad me había asustado de mi sombra, volví a salir y fui a mi casa de campo
para ordeñar las cabras. ¡Pero con qué miedo avanzaba, cuan a menudo me daba
vuelta para mirar a mis espaldas y cómo me aprontaba a arrojar la canasta a la
primera alarma y correr para salvar la vida! Cualquiera que hubiese podido verme
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muchos meses terminar aquella empalizada, pero no me sentí seguro hasta que la
vi concluida.
Hecho esto planté más allá de la muralla y en una gran extensión multitud de
estacas de un árbol parecido al sauce mimbrero, que crece con gran prontitud y es
muy sólido. Creo que puse cerca de veinte mil estacas, cuidando de dejar un claro
entre ellas y la muralla para tener visibilidad del enemigo y evitar al mismo tiempo
que se protegiera entre los árboles para asaltar la empalizada.
A los dos años tenía formado un tupido seto, y cinco o seis años más tarde se
había convertido en un verdadero bosque delante de mi morada, tan espeso y
compacto que resultaba absolutamente intransitable. Ningún ser humano, sea
quien fuere, podría haber imaginado que detrás de aquella selva había una
vivienda. En cuanto a la manera de entrar y salir, cuidé de no dejar señal ni paso
alguno. Colocaba una escalera hasta la parte baja de la roca donde había lugar para
apoyar una segunda, de manera que cuando había retirado las dos escaleras nadie
hubiese podido llegar hasta mí sin destrozarse; y aun llegando, se habría
encontrado fuera de mi muralla exterior.
Había, pues, adoptado todas las precauciones que la prudencia humana podía
aconsejar para mi propia seguridad, y pronto se verá que no estaban del todo
injustificadas, bien que en aquel entonces sólo preveía vagamente lo que mi miedo
me insinuaba.
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océano, me pareció distinguir una embarcación a gran distancia. Tenía uno o dos
anteojos que había encontrado en los arcones de marinero salvados del naufragio,
pero no llevaba ninguno conmigo, y el barco, si lo era, estaba a una distancia que
no me permitía distinguirlo bien, aunque miré con tal fijeza que mis ojos se
fatigaron. Ignoro si se trataba o no de un barco, pero como al descender de la colina
ya no lo divisé más, no quise seguir pensando en ello; con todo me propuse no
volver a salir sin uno de los anteojos.
Descendiendo la colina hacia la extremidad de la isla —donde jamás había
estado anteriormente— me convencí de que la huella de un pie humano en la costa
no era una cosa tan extraña como me había parecido al principio. Si la providencia
no me hubiera hecho la merced de depositarme en la parte de la costa donde jamás
desembarcaban los salvajes, hubiera advertido en seguida que nada era más
frecuente para aquellas canoas arrastradas mar afuera que tocar tierra en este lado
y procurarse refugio. Asimismo, como los tripulantes de las piraguas
frecuentemente se abordaban y combatían entre sí, los vencedores traían a sus
prisioneros a la costa donde, de acuerdo con sus horrorosas costumbres de
antropófagos, los mataban y comían como se verá a continuación.
Apenas había descendido de la colina a la playa, en la parte SO de la isla,
cuando me sentí presa del espanto. ¿Cómo traducir la confusión y el terror de mi
mente al ver la costa sembrada de cráneos, manos, pies y otros huesos humanos? A
un lado se veían señales de que habían hecho fuego, y en su torno una especie de
círculo como el corral de las luchas de gallos, en el cual sin duda se habían sentado
aquellos salvajes para efectuar sus inhumanos festines con la carne de sus
semejantes.
Tan aterrado permanecía mirando aquellas cosas que ni siquiera pensé que
pudiera encontrarme en peligro. Todas mis aprensiones desaparecieron a la vista de
semejante colmo de monstruosa, infernal brutalidad, ante el horror de la
degeneración humana llegada a tal punto. Muchas veces había oído hablar de los
caníbales, pero nunca me había sido dado ver una cosa semejante. Por fin aparté el
rostro de tan atroz espectáculo, y trepando rápidamente la colina me volví de
inmediato a casa.
Cuando me hube alejado algo de esa parte de la isla, me detuve como
paralizado; entonces, recobrando mis sentidos, miré hacia el cielo con profundo
reconocimiento y dejé que corrieran mis lágrimas mientras daba gracias a Dios por
haberme hecho nacer en un lugar del mundo tan diferente del de aquellos
espantosos seres.
Lleno de gratitud volví a mi castillo y empecé a sentirme mucho más seguro
bajo tales circunstancias que unos años antes. Comprendía que aquellos salvajes
jamás arribaban a la isla en procura de algo; probablemente no esperaban
encontrar gran cosa en ella, y si habían explorado como era muy natural la parte
boscosa de la misma, debían sentirse desilusionados al no hallar nada que les
conviniera. Me animaba la idea de que llevaba allí casi dieciocho años sin haber
visto jamás la menor presencia humana, y que por lo tanto podría vivir otros
dieciocho años tan oculto como hasta ahora, salvo que me dejara descubrir o
sorprender por los salvajes; mi ocupación primordial debía consistir por lo tanto en
mantenerme oculto, salvo que la suerte trajera a aquella tierra otras gentes mejores
que los caníbales.
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Pese a estas ideas conservé una repugnancia tan grande hacia los salvajes, y
me causaba tal horror su costumbre de devorarse unos a otros, que seguí pensativo
y melancólico, casi sin salir de mis fundos por espacio de dos años. Me refiero a mi
castillo, la casa de campo o enramada, y el corral oculto en los bosques. A este
último sólo iba para cuidar de las cabras, ya que la aversión que sentía hacia
aquellos diabólicos salvajes era tal que tenía miedo de encontrarme con ellos como
con el demonio.
El tiempo y la seguridad de que no sería descubierto lograron quitarme poco a
poco aquella ansiedad, y llegué a vivir de la misma manera que antes, con la única
diferencia que me mostraba más precavido y nunca salía sin tomar medidas para
no ser sorprendido por algún salvaje. Cuidaba de modo especial no disparar
inútilmente la escopeta, por temor a que oyeran el tiro si acertaban a hallarse en la
isla. Me alegraba profundamente haber tenido la precaución de domesticar un
rebaño dé cabras, cosa que tornaba innecesaria toda caza en los bosques. Si
capturaba algunas a veces, era mediante las trampas que me habían permitido
iniciar mi rebaño, y creo que por espacio de dos años a partir de lo narrado no
disparé una sola vez la escopeta aunque la llevaba siempre conmigo. A mi
armamento agregué las tres pistolas que salvara del barco, o por lo menos dos, que
llevaba sujetas a mi cinturón de piel de cabra. También me colgué al cinto, con
ayuda de un tahalí, uno de los grandes machetes que encontrara a bordo, de
manera que mi aspecto debía ser formidable cuando emprendía cualquier viaje si a
la descripción ya hecha de mi indumentaria y equipo se agregan ahora las dos
pistolas y el gran sable colgando sin vaina a mi costado.
A medida que pasaba el tiempo, y aparte de las precauciones mencionadas,
volvía yo a mi antigua vida apacible y sosegada. Todo ello servía para mostrarme,
más que nunca, qué lejos estaba mi condición de ser desesperada en comparación a
la de otros, y cómo Dios, de haberlo querido, me hubiera reducido a una miseria
infinitamente peor. Reflexioné entonces cuan pocas protestas habría entre los
hombres de cualquier condición si tuvieran la prudencia de comparar sus vidas con
otras más desdichadas, y sentirse agradecidos en vez de mirar a aquellos que se
hallan por encima y creerse así con derecho a murmurar y quejarse.
En mi actual situación no carecía de nada que me fuera indispensable, pero
era tal el miedo y la inquietud que me produjeran los salvajes, como la necesidad de
ocuparme de mi seguridad, que llegué a pensar que mi ingenio para procurarme
nuevas cosas se había agotado. Abandoné un proyecto que anteriormente me
preocupara mucho: intentar la transformación en malta de una parte de mi cebada,
a fin de obtener cerveza.
Mi ingenio, sin embargo, se explayaba en otro sentido; no dejé de pensar un
momento en el modo de destruir a algunos de esos monstruos cuando estuvieran
entregados a su sangriento festín, y si fuera posible salvar a la víctima que iban a
inmolar. Llenaría un volumen mucho mayor que el presente el relatar todas las
ideas que se me ocurrieron, y que rumiaba incesantemente, para destruir a aquellos
salvajes o al menos aterrarlos de tal modo que jamás volvieran a aproximarse a la
isla. Pero ninguna me parecía aceptable. Además, ¿qué podía hacer un hombre
contra tantos, si acaso desembarcaban veinte o treinta armados de sus dardos, o
arco y flechas, con los cuales podían tirar tan eficazmente como yo con mi
escopeta?
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Una vez se me ocurrió hacer una excavación debajo del sitio donde encendían
la hoguera y poner allí cinco o seis libras de pólvora, con lo cual apenas se
dispusieran a comer volarían todos en pedazos. Pero, en primer lugar, me
disgustaba la idea de gastar en ellos tanta pólvora, ya que apenas me quedaba un
barril, y luego no estaba seguro de que la explosión se produciría en el momento
debido para sorprenderlos; acaso alcanzara a aturdirlos y aterrarlos, pero sin fuerza
suficiente como para que abandonaran el lugar.
Deseché, pues, el proyecto y me propuse en cambio emboscarme en algún sitio
conveniente con las tres escopetas y doble carga en cada una, esperando que
estuvieran congregados para su sangriento festín; entonces podría disparar sobre
ellos con la certeza de que cada tiro mataría o dejaría mal heridos a dos o tres,
lanzándome finalmente al asalto con las pistolas y el machete. Tenía la seguridad de
que en esa forma era posible dar cuenta hasta de veinte salvajes, y esta fantasía me
complació tanto que la abrigué durante semanas; me absorbía a tal punto que
hasta soñaba con ella, y frecuentemente me parecía que ya iba a lanzarme sobre la
horda de caníbales.
Tan lejos llevé el deseo de poner en práctica mi idea que anduve buscando los
lugares indicados para emboscarme y espiar sus movimientos; volví muchas veces a
aquel sitio, que ya me iba resultando familiar; y especialmente cuando mi cerebro
estaba inflamado con ideas de venganza que me movían a exterminar sin piedad a
veinte o treinta de ellos, el horror que me inspiraba ese sitio, con todos los restos de
aquellos espantosos festines, apenas si atemperaba mi cólera.
Por fin encontré un apostadero a un lado de la colina donde me pareció posible
esperar a cubierto que alguna canoa se aproximase a la costa; desde allí, y antes de
que los salvajes hubieran tenido tiempo de desembarcar, podía deslizarme sin ver
visto entre los árboles hasta una concavidad que me cubría completamente; era un
excelente puesto para tomar posición, observar en detalle sus sangrientos
preparativos y hacer puntería sobre sus cabezas cuando estuvieran congregados,
con tal precisión que no dudaba alcanzaría a dos o tres con cada disparo.
Resolví, pues, fijar allí mi escondite, y de acuerdo con el plan preparé
convenientemente dos mosquetes y mi escopeta de caza. Cargué los mosquetes con
un puñado de pedazos de plomo y cuatro o cinco balas de pistola; a la escopeta le
puse abundantes balines de grueso calibre, y finalmente cargué las pistolas con
cuatro balas. Así artillado, y teniendo abundante munición para una segunda y
tercera carga, completé los preparativos para el ataque.
Luego de haber planeado los detalles y hasta haberlos puesto en práctica en mi
imaginación, diariamente me iba a la cresta de la colina que quedaba a unas tres
millas de mi castillo, para otear el océano y descubrir si había alguna embarcación
que se aproximara a la isla. A los dos o tres meses de este cansador ejercicio
empecé a fatigarme de él, ya que regresaba sin haber descubierto nada, no
solamente en la isla sino en la vasta extensión del mar hacia el cual se dirigían mis
ojos y mi catalejo.
Mientras practiqué diariamente el viaje de reconocimiento a la colina, mantuve
vivo el deseo de poner mi plan en práctica; me parecía absolutamente natural matar
veinte o treinta salvajes desnudos por un crimen que no había entrado a discutir,
dejándome llevar por el horror que me producían las monstruosas costumbres de
aquellos pueblos.
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Pero cuando lo medité con más serenidad, necesariamente tenía que llegar a la
conclusión de que estaba equivocado. Aquellos salvajes no eran más asesinos, en el
sentido que me llevara antes a condenarlos mentalmente, que aquellos cristianos
que frecuentemente sentencian a muerte prisioneros apresados en la batalla; o
aquellos otros que, en tantas ocasiones, pasan a cuchillo batallones enteros sin
querer darles cuartel a pesar de haber rendido las armas.
En segundo término se me ocurrió que, aunque se devoraban unos a otros,
nada de eso debía importarme. ¿Qué injurias me habían hecho aquellas gentes? Si
atentaban contra mí, si yo veía que para preservarme de su ataque era conveniente
caer sobre ellos, entonces se justificaría mi acción; pero hasta ahora me hallaba a
salvo y ni siquiera mi existencia les era conocida, por lo cual no era justo
precipitarme como lo proyectaba.
Estas consideraciones me hicieron vacilar al principio y después me detuvieron
completamente en mis planes; poco a poco los abandoné convenciéndome a la larga
que había estado equivocado al resolverme a exterminar a los salvajes. No me
correspondía mezclarme en sus asuntos si no me atacaban primero, y mi deber era
solamente tratar de impedir esto; si de todos modos el ataque se producía, entonces
quedaba en libertad de acción para repelerlo.
Por otra parte llegué a darme cuenta de que mi proyecto no era precisamente
un modo de asegurarme la tranquilidad, sino, por el contrario, acarrearme la peor
de las catástrofes a menos que tuviese la seguridad de matar, no solamente a los
que estuviesen en tierra en ese instante, sino a los que pudieran venir más tarde;
porque estaba claro que si uno solo conseguía escapar se apresuraría a ir con la
noticia a su pueblo, y pronto invadirían por millares la isla a fin de tomarse
venganza por la muerte de sus semejantes. Comprendí que era atraerme la
destrucción, mientras que hasta el presente nada tenía que temer de aquellos
caníbales.
En fin, por un doble motivo, moral y práctico, vi la conveniencia de
mantenerme al margen de sus vidas. Mi tarea consistía en ocultarme a su vista por
todos los medios, no dejando la menor señal que les permitiese sospechar en la isla
la existencia de un ser humano.
Unida aquí la religión a la prudencia, pronto adquirí la convicción de que había
estado en un perfecto error cuando tramaba mis sangrientas venganzas contra
aquellos seres inocentes (inocentes en lo que a mí respecta). Con sus culpas y
crímenes personales nada tenía yo que ver; eran cuestiones concernientes a sus
hábitos nacionales, y yo debía librarlos a la justicia de Dios, que es el Gobernador
de las naciones y sabe cómo, con castigos adecuados, penar a quienes ofenden Su
ley y juzgar públicamente y de acuerdo con Sus designios a quienes también
públicamente han cometido las ofensas.
Aclarados mis pensamientos al respecto, viví durante otro año con tan pocos
deseos de estorbar a aquellos miserables que en todo ese tiempo no fui ni una sola
vez a la cresta de la colina para observar si habían desembarcado o si estaban a la
vista; temía no poder resistir la tentación de renovar mi cólera o sentirme arrastrado
por las circunstancias a caer sobre ellos. Me ocupé en cambio de llevar a otra parte
mi canoa, y sacándola de su caleta la conduje hasta el extremo oriental de la isla,
donde la dejé a cubierto en una pequeña ensenada al abrigo de las rocas, seguro de
que los salvajes, por temor a las corrientes, jamás sé atreverían a acercarse a un
sitio semejante.
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Con el bote me llevé todo lo que había dejado cerca de él y que le pertenecía, tal
como el mástil y la vela especialmente construida para impulsarlo, y una especie de
ancla que no sé si merecía llamarse así o solamente rezón. Todo eso fue ocultado de
manera que no quedase ni sombra que guiara a descubrirlo, así como la menor
apariencia de bote o de habitación humana en la isla entera.
Aparte de eso continué haciendo una vida todavía más retirada que antes; salía
solamente para mis tareas cotidianas, es decir, ordeñar las cabras y cuidar del
pequeño rebaño que tenía en los bosques y que, hallándose en el otro extremo de la
isla, se encontraba perfectamente a salvo. Estaba seguro de que los salvajes, pese a
acercarse a veces a la isla, no lo hacían con la esperanza de hallar nada en ella y
por tanto cuidaban de no alejarse de la costa; tampoco me cabía duda de que
habían vuelto varias veces a tierra después que mi descubrimiento me tornara tan
cauteloso. A veces pensaba con espanto en lo que hubiera sido de mí al darme
inesperadamente de boca con ellos, en la época en que sin más defensa que la
escopeta —y ésta apenas con algunos balines— me paseaba sin cuidado por mis
dominios. ¿Qué hubiera podido hacer si en vez de descubrir la huella de un pie
humano me hubiese encontrado de pronto frente a quince o veinte salvajes que, a la
velocidad que son capaces de correr, me hubieran apresado inmediatamente?
Confío en que el lector de esta narración no hallará extraño que le confiese
hasta qué punto aquellas ansiedades, ese constante peligro en que vivía ahora y las
muchas preocupaciones que se cernían sobre mí, agotaron mi capacidad inventiva
para las tantas cosas que antaño proyectara en busca de mayor comodidad.
Necesitaba ahora mis manos más para procurarme seguridad que alimentos; no me
atrevía a clavar un clavo o a cortar un pedazo de madera por miedo a que el ruido
fuera escuchado. Mucho menos me atrevía a disparar la escopeta y, por sobre todo
ello, buscaba no encender fuego por temor a que el humo, visible de día a gran
distancia, me traicionara. Trasladé, pues, aquellas tareas que requerían el empleo
del fuego, tal como la cocción de cacharros y tinajas, al abrigo de los bosques,
donde después de estar cierto tiempo hallé con indescriptible alegría una enorme
caverna natural en la entraña de la tierra, que parecía extenderse profundamente y
donde me atrevería a decir que ningún salvaje se hubiera aventurado nunca a
penetrar; incluso era capaz de aterrar a cualquiera, salvo a mí, que tanto la
necesitaba como escondite.
La boca de la caverna daba al pie de un gran peñasco donde se hubiera dicho
que por casualidad (si no tuviera yo bastante motivo para considerar tales cosas
como obra de la Providencia) me encontraba un día cortando algunas ramas
gruesas para hacer carbón de leña. Quiero, antes de proseguir, explicar por qué
hacía carbón y la razón es simple: evitar a toda costa que el humo me denunciara.
Como no me era posible vivir sin hornear el pan, cocer mis alimentos y demás, me
ingenié entonces en quemar leña bajo tierra como lo había visto hacer en Inglaterra,
hasta que se carbonizara; luego, apagando el fuego, retiraba el carbón y lo llevaba a
casa, donde podía utilizarlo sin peligro de humo.
Pero dejemos esto. Cortando leña un día, observé que detrás de una espesa
ramazón de arbustos bajos había como un hundimiento en el peñasco. La
curiosidad me movió a acercarme, y cuando tras no poca dificultad llegué delante
de aquella boca vi que era muy honda y lo bastante alta para estar de pie en el
interior un hombre de mi estatura o aún más alto. Debo confesar que salí de allí
con más apuro del que había entrado al divisar en la absoluta oscuridad del interior
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unos ojos brillantes clavados en mí, ojos que no sabía si eran del diablo o de un ser
humano y que brillaban como dos estrellas, al reflejar la luz de la abertura.
Reuniendo todo mi valor y tratando de darme ánimo con la idea de que el poder
y la presencia de Dios están en todas partes y me protegerían, avancé unos pasos
alumbrándome con una tea que sostenía por encima de mi cabeza; en el suelo yacía
un enorme y espantoso macho cabrío, respirando anhelante y haciendo ya, como
suele decirse, su testamento, pues estaba en las últimas a fuerza de viejo.
Lo hostigué para ver si conseguía echarlo de la cueva, pero aunque hizo
esfuerzos por levantarse no lo consiguió; no quise entonces molestarlo pensando
que si tanto me había asustado aterraría aún más a cualquier salvaje que osara
acercarse a la boca de la cueva mientras el animal se conservara con vida.
Ya curado de mi temor empecé a reconocer la caverna, que era muy pequeña;
tendría unos doce pies de diámetro, pero no es posible hablar de su forma, ya que
no era ni cuadrada ni circular, siendo en un todo la obra de la Naturaleza. Reparé
en que hacia el lado más profundo aparecía una segunda abertura, pero para pasar
por allí hubiese sido necesario arrastrarme sobre pies y manos y yo ignoraba hacia
dónde me llevaría. Renunciando por el momento a reconocer el segundo
compartimiento, me propuse retornar al día siguiente con algunas velas y un
yesquero que había sacado de la llave de un mosquete, pensando emplear el mixto
de la cazoleta para encenderlo.
Volví, pues, al otro día provisto de seis grandes velas hechas con cebo de cabra
y que alumbraban muy bien; penetrando por la segunda abertura, tuve que
arrastrarme por espacio de unas diez yardas, cosa que dicho sea de paso era harto
aventurada, ya que no sabía hacía dónde me llevaba el pasadizo ni lo que
encontraría al final. Por fin noté que el techo se elevaba hasta cerca de veinte pies, y
me vi frente al espectáculo más hermoso que jamás contemplara en la isla.
Iluminadas por la luz de dos velas, las paredes de la caverna, así como el techo,
devolvían la luz en mil reflejos maravillosos. ¿Qué había en la roca? ¿Diamantes,
piedras preciosas, acaso oro como me parecía sospechar? No podía decirlo a ciencia
cierta.
El lugar en que me encontraba era una admirable cavidad o gruta, aunque
absolutamente oscura. El suelo, seco y llano, aparecía cubierto de una ligera capa
de arena suelta, sin que en parte alguna se vieran animales venenosos; mirando
hacia las paredes tampoco noté en ellas la menor huella de humedad. La única
dificultad era la entrada, pero meditando que aquella caverna podía ser el sitio
indicado para estar a salvo de los salvajes, me pareció que resultaba una ventaja.
Profundamente regocijado con mi descubrimiento me resolví sin perder tiempo a
trasladar a la gruta las cosas cuya seguridad me interesaba de modo especial; en
primer término mis reservas de pólvora y todas las armas que no empleaba, es
decir, dos escopetas y tres de los ocho mosquetes. En el castillo dejé cinco
montados en las ya descritas cureñas, listos para tirar desde la empalizada;
también podían servirme en cualquier expedición que emprendiera.
En oportunidad de llevar mis municiones a la caverna, se me ocurrió abrir el
barril que había salvado del mar y cuya pólvora estaba mojada. Al hacerlo comprobé
que el agua había penetrado tres o cuatro pulgadas en la masa de pólvora y que la
porción mojada, endureciéndose como una costra, había preservado del agua el
resto como si fuera el corazón de un fruto. Tenía, pues, a mi disposición cerca de
sesenta libras de excelente pólvora que extraje del centro del casco. Muy agradable
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siempre que al empezar la marea no hubiese visto antes aproximarse las canoas.
Esto me permitió proseguir con más calma las tareas de la cosecha.
Ocurrió tal como lo esperaba. Tan pronto creció la marea vi a los salvajes
embarcarse y remar (o más bien palear) hacia fuera. Olvidaba decir que durante la
hora y media que precedió a su marcha estuvieron bailando en la playa, y que con
ayuda de los anteojos pude ver perfectamente sus movimientos y ademanes.
Tan pronto se alejaron me eché dos escopetas a la espalda, y con dos pistolas
al cinto y la gran espada sin vaina al costado, corrí con toda la rapidez posible a la
colina donde por primera vez había tenido noticia de los salvajes. Cuando llegué
allá, después de dos horas de fatigosa marcha, cargado como estaba con tantas
armas, descubrí que en ese lugar habían atracado otras tres piraguas; mirando
hacia el mar alcancé a verlas todavía mientras se internaban en el océano.
Aquello era espantoso de ver, pero algo peor me esperaba cuando descendí a la
playa y encontré los restos que después del atroz festín habían quedado
diseminados; sangre, huesos, trozos de carne humana que aquellos monstruos
habían devorado en medio de danzas y júbilo. Tan lleno de indignación me sentí a la
vista del horrendo espectáculo que empecé inmediatamente a premeditar la
destrucción de los que desembarcasen una próxima vez en la isla, sin importarme
su número.
Transcurrieron con todo un año y tres meses antes de que volviera a ver a los
salvajes, como contaré en su lugar. Es probable sin embargo que vinieran una o dos
veces, pero se quedaron muy poco tiempo o yo no tuve noticia de su presencia. En
el mes de mayo, según creo recordar, y en el año vigésimo cuarto de mi residencia,
tuve un extraño encuentro con ellos que narraré en su debido momento.
Durante ese intervalo de quince o dieciséis meses, la perturbación de mi
espíritu fue grande. Dormía mal, despertándome en medio de terribles pesadillas y
sobresaltado. Como de día no abrigaba más que esa constante preocupación, tal
inquietud se reflejaba en mis sueños, donde me veía matando salvajes o
preguntándome cuál era el motivo para hacerlo. Pero, dejando esto por el momento,
diré que a mediados de mayo, creo que el dieciséis según los inseguros datos de mi
calendario de madera que yo trataba de mantener al día; el dieciséis, digo, se
levantó una gran tormenta de viento, con relámpagos y truenos, y la noche que
siguió fue tempestuosa. No recuerdo exactamente las circunstancias, pero sí que me
encontraba leyendo la Biblia y meditando seriamente en mi presente condición
cuando escuché, viniendo del mar, un sonido semejante al de un cañonazo.
Sentí una sorpresa muy distinta de las que había experimentado hasta
entonces, porque las ideas que aquel cañonazo despertaron en mí eran de
naturaleza harto diferente. Me lancé como un rayo fuera de mi tienda, y en un
santiamén puse la escalera contra la roca, la retiré, volví a colocarla en el segundo
apoyo y me encaramé a la cumbre de la colina en el preciso instante en que un
destello me anunciaba el segundo cañonazo, cosa que efectivamente escuché medio
minuto más tarde; y por el sonido deduje que venía del lado del mar hacia donde
una vez la corriente me arrastrara con el bote.
De inmediato comprendí que se trataba de un navío en peligro, que tal vez
disparaba los cañonazos en demanda de socorro a otro navío que navegaba cerca.
Tuve presencia de ánimo para pensar que aunque yo nada podía hacer por ellos,
acaso ellos pudiesen hacer mucho por mí, de manera que juntando toda la leña
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seca que había a mi alcance y encendiéndola, iluminé con una gran hoguera la
cumbre de la colina. Aunque el viento era muy fuerte, la madera seca ardió de
inmediato, dándome la certeza de que si en verdad un barco navegaba en las
cercanías tendría que enterarse de mi presencia. Y no dudo que así fue, porque
apenas había alzado la hoguera cuando resonó otro cañonazo y después varios
seguidos provenientes del mismo lugar. Mantuve encendido el fuego toda la noche;
cuando fue día claro y despejado alcancé a divisar algo a una gran distancia en el
mar, hacia el lado este de la isla, aunque no podía decir si era un casco o una vela.
Ni siquiera con ayuda del anteojo pude reconocerlo a esa distancia, ya que aún
persistía una cierta niebla.
Miré todo el día en aquella dirección, y no tardé en darme cuenta de que no se
movía; evidentemente era un barco fondeado. Ansioso por saciar mi curiosidad,
tomé la escopeta y corrí hacia el sur de la isla buscando aquellas rocas donde la
corriente me había arrebatado con la canoa. El tiempo estaba muy claro, y trepando
a la altura pude ver con toda nitidez y profunda aflicción que el barco había
naufragado durante la noche en aquellas rocas ocultas que prolongaban el cabo y
que yo había visto desde mi bote; las mismas rocas que, oponiéndose a la violencia
de la corriente y haciendo una especie de contracorriente o remolino, me salvaran
de la más desesperada situación en que jamás me viera antes.
Lo que salva a un hombre puede perder a otro. Estaba claro que aquellos
marinos, ignorantes de la costa y de los arrecifes, habían sido arrastrados hacia
ellos por el fuerte viento que toda la noche soplara del este y E-NE. De haber visto la
isla —cosa al parecer muy improbable— lo más lógico era que hubiesen intentado
llegar a tierra embarcándose en la chalupa; pero aquellos cañonazos en demanda de
auxilio, especialmente después de haber visto, según yo suponía, mi hoguera, me
llenaban de ideas contradictorias. Pensé primero que tras de divisar mi fuego se
habrían embarcado en el bote del barco y puesto rumbo a la costa, pero que
estando el mar embravecido los habría arrastrado lejos. Luego imaginaba que
habrían perdido la chalupa antes de encallar, como tantas veces ocurre, en especial
cuando el oleaje barre la cubierta y obliga a los marineros a soltar el bote o
romperlo para precipitarlo sobre la borda. Después pensé que otro navío,
escuchando aquellas llamadas, se habría acercado y recogido a los náufragos. Por
fin imaginé a la tripulación mar afuera en la chalupa, arrastrada por la gran
corriente marina que la llevaría hacia la desolada extensión del océano donde sólo
reina la muerte. Acaso en este instante empezaban a sentir hambre, y pronto
estarían en estado de comerse los unos a los otros.
Todas aquellas eran conjeturas, pero en la situación en que me encontraba yo,
¿qué otra cosa podía hacer sino meditar sobre la desgracia de aquellos hombres y
apiadarme de ellos? Una vez más pude comparar por su suerte lo que debía
agradecer a Dios, que tanto y tan bien me había asistido en mi desdicha. De dos
enteras tripulaciones ahora perdidas en esta región del mundo, ninguna vida se
había salvado más que la mía. Aprendí nuevamente que es muy raro que la
Providencia de Dios nos abandone a una vida tan baja y miserable como para no
tener oportunidades de mostrarnos agradecidos, aunque sólo sea viendo a otros en
peores condiciones que nosotros.
No puedo expresar con ningún lenguaje la ansiedad que se apoderó de mí, la
violencia de mis deseos al contemplar el triste espectáculo que me obligó a
prorrumpir en exclamaciones:
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—¡Oh, que por lo menos se hayan salvado uno o dos, aunque solamente sea
uno! ¡Que pueda yo tener un compañero, un semejante con el cual hablar, con el
cual vivir!
En todos aquellos años de vida solitaria nunca había sentido una necesidad
tan grande de tener compañía; y nunca su falta se tradujo en una melancolía más
honda.
Así estaba dispuesto. Su destino o el mío, acaso ambos, lo prohibían; hasta el
último año de mi permanencia en la isla ignoré si alguno se había salvado de la
catástrofe. Tuve con todo el dolor de encontrar en la playa, algunos días más tarde,
el cadáver de un grumete ahogado. Yacía en la parte próxima al sitio del naufragio y
por ropas tenía una chaqueta de marino, un par de calzones abiertos y una camisa
de tela azul; no llevaba nada que me permitiera conocer su nacionalidad. Encontré
en sus bolsillos dos piezas de a ocho y una pipa, que para mí valía diez veces más
que el dinero.
Había vuelto la calma, y sentí deseos de aventurarme en mi canoa hasta el
casco encallado, con la seguridad de encontrar a bordo cosas que me fueran útiles.
Lo que más me impulsaba a hacerlo era la esperanza de que en la nave pudiese
haber quedado alguien con vida y no sólo me alentaba el deseo de salvar esa vida
sino que imaginaba lo que para mí significaría adquirir en esa forma un compañero.
Tanto me torturó la idea que no encontraba un instante de paz, ni de día ni de
noche, y me repetía que era necesario arriesgarme y llegar hasta el casco. Tan fuerte
era mi ansiedad que terminé por encomendarme a la Providencia Divina y pensar
que aquel impulso provenía de lo alto, que me equivocaba al resistirlo y que
cometería una falta si dejaba transcurrir más tiempo.
Dominado por una fuerza superior a mí, me apresuré a regresar al castillo y
hacer los preparativos del viaje, reuniendo buena cantidad de pan, una tinaja de
agua dulce, brújula, una botella de ron del que me quedaba buena cantidad y un
canasto de pasas. Cargado con todo aquello fui al sitio donde fondeaba mi bote,
achiqué el agua que contenía y después de depositar el cargamento volví en procura
de más. Este consistió en un saco grande de arroz, la sombrilla para fijar en la
popa, otra tinaja de agua y dos docenas de panecillos de cebada, a lo que agregué
también una botella de leche de cabra y un queso. Con gran trabajo pude llevar
todo hasta el bote, y rogando a Dios que dirigiera mi rumbo me embarqué de
inmediato. Ayudado por los remos y sin apartarme de la costa, llegué por fin al
punto extremo de la isla, es decir, al noroeste. Ahora se trataba de penetrar en el
océano, de aventurarse o no en la empresa. Miré las rápidas corrientes que corrían
a ambos lados de la isla y que tanto terror me producían al recordar el peligro en
que estuviera; sentí que mi corazón me abandonaba, porque estaba seguro de que
llevado por cualquiera de ellas me internaría de tal modo en el mar que la isla
quedaría fuera de mi vista y de mi alcance. Sólo con que se levantara una simple
brisa, mi pequeño bote naufragaría irremisiblemente.
Tanto me angustiaron estos pensamientos que pensé en abandonar la
empresa. Llevando el bote hasta una pequeña caleta en la playa, desembarqué y
sentado en una eminencia me puse a pensar, abatido y ansioso a la vez, luchando
entre el miedo y el deseo. En esta perplejidad advertí que cambiaba la marea y que
empezaba el flujo, de manera que mi posible viaje se tornaba impracticable durante
muchas horas.
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Decidí entonces trepar al terreno más alto de las inmediaciones para tratar de
ver en qué dirección y cómo se movían las corrientes de la marea, a fin de saber a
ciencia cierta si, en caso de que mi bote fuese arrastrado mar afuera, la misma
marea no podría traerme otra vez a la costa con igual rapidez y fuerza. Apenas
había pensado en esta posibilidad cuando ya me encaramaba a una pequeña colina
lo bastante elevada para tener visión completa del mar y sus movimientos,
buscando calcular qué rumbo debería seguir a mi retorno del casco. Descubrí que
así como la corriente de reflujo pasaba rozando el extremo sur de la isla, la
motivada por el flujo lo hacía contra la costa del norte, de manera que cuidando de
llevar el bote hacia allá podría volverme a tierra sin peligro.
Animado por mi descubrimiento decidí embarcarme con la marea matinal, y
después de haber pernoctado en la canoa al abrigo del capote de marino que ya he
mencionado, zarpé temprano. Al comienzo puse rumbo al norte hasta que empecé a
sentir la fuerza de la corriente que me arrastró un buen trecho hacia el este,
aunque no con la terrible violencia que lo hiciera la corriente austral en la anterior
ocasión que me privó de todo gobierno de la canoa. Con ayuda de los remos pude
encaminar el bote hacia el sitio del naufragio, y en menos de dos horas me
encontraba junto al casco encallado.
¡Lamentable espectáculo para mis ojos! El barco, que por sus líneas parecía
español, estaba como encajado entre dos rocas, la popa y buena parte de su casco
destrozadas por el oleaje; el castillo de proa, incrustado en las rocas, había recibido
tal golpe que el palo mayor y el trinquete se quebraron en la base. Sin embargo el
bauprés estaba entero y el esperón parecía firme.
Al acercarme, vi a un perro en la borda que al divisarme aulló y ladró. Apenas
lo hube llamado cuando se arrojó al mar y pronto estuvo a bordo casi muerto de
hambre y de sed. Le di una galleta y la devoró como un lobo salvaje que llevara dos
semanas en la nieve sin comer. Le ofrecí después agua dulce, y bebió tanta que de
haberlo dejado hacer su gusto hubiera reventado.
Subí a bordo; lo primero que alcanzaron a ver mis ojos fueron dos hombres
ahogados en la cocina, sobre el castillo de proa; estaban estrechamente abrazados,
y comprendí por su actitud que al encallar el buque en medio de la tempestad, tan
alto había sido el oleaje y de tal modo barría la cubierta que aquellos infelices no
habían podido resistirlo, ahogándose a bordo lo mismo que si hubieran estado bajo
el agua. Fuera del perro, nada quedaba con vida en aquel navío; y por lo que
alcancé a ver el cargamento estaba averiado. Descubrí algunos cascos de licor,
ignoro si vino o aguardiente, que se apilaban en la sentina y eran visibles con la
marea baja; pero mis fuerzas no bastaban para moverlos de su lugar. Había
también numerosos arcones, pertenecientes sin duda a los tripulantes; eché dos de
ellos en mi bote, sin perder tiempo en examinar el contenido.
Si al encallar el barco se hubiera destrozado la proa en vez de la popa, estoy
seguro de que mi viaje habría resultado fructífero, ya que de acuerdo con lo que
encontré en los dos arcones el navío tenía muchas riquezas a bordo. Calculando por
el rumbo que llevaba en el momento de naufragar, supuse que había sido fletado
desde Buenos Aires, o el Río de la Plata, en la parte austral de América más allá del
Brasil, y que su destino era La Habana, en el Golfo de México, o tal vez España.
Llevaba un gran tesoro a bordo que de nada serviría ya, y el destino de su
tripulación era entonces para mí un misterio.
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morada donde todo estaba en orden y sin novedad. Tras de haber descansado lo
bastante reanudé mi existencia habitual cuidando de mis intereses domésticos; por
un buen espacio de tiempo viví sin inquietudes, sólo que ponía más cuidado en mis
movimientos y no me alejaba tan a menudo de mi casa. Si algún paseo emprendía
era hacia el lado oriental de la isla, donde contaba con la seguridad de que los
salvajes no desembarcarían nunca. Eso me evitaba adoptar tantas precauciones y
llevar conmigo un enorme peso en armas y municiones, absolutamente necesario
cuando me encaminaba en dirección opuesta.
Dos años más transcurrieron en tales condiciones; pero mi malhadada
imaginación, siempre dispuesta a recordarme que yo había nacido para hacer de mí
un desdichado, estuvo todo ese tiempo fraguando proyectos y planes para escapar
de la isla; a veces me sugería la conveniencia de hacer otro viaje hasta el casco
encallado, aunque la razón me decía claramente que nada quedaba allí que me
sirviera; otras veces me insinuaba navegar hacia un lado o hacia otro. En fin, estoy
convencido de que si hubiera tenido a mi disposición la chalupa con la cual huí de
Sallee me habría aventurado a cruzar el mar, con rumbo desconocido y destino
incierto.
En todas las circunstancias de mi vida yo he sido una especie de aviso para
aquellos que también sufren la más grande plaga de la humanidad, plaga de la cual
proviene por lo menos la mitad de sus desdichas; me refiero a los que no se sienten
satisfechos con aquello que Dios y Naturaleza les han concedido.
Una lluviosa noche de marzo, en el vigésimo cuarto año de mi existencia
solitaria, reposaba en mi lecho o hamaca, despierto aunque sin sentir la menor
molestia; mi salud era excelente, no tenía dolores ni la preocupación de mi mente
era mayor que otras veces, y sin embargo no conseguía de ningún modo cerrar los
ojos; me fue imposible dormir un solo instante en toda la noche.
Sería tan difícil como inútil tratar de describir la innumerable multitud de
pensamientos que se precipitaban a través de ese vasto camino del cerebro que es la
memoria. Volvía a ver la entera historia de mi vida, aunque en miniatura o
compendiada, hasta mi arribo a la isla; y también la siguiente etapa solitaria de mi
existencia.
Mi mente se detuvo un cierto tiempo a considerar las costumbres de aquellos
miserables salvajes, y me pregunté cómo podía ocurrir en este mundo que el sabio
Rector de todas las cosas hubiera podido dejar caer alguna de sus criaturas hasta
semejante grado de inhumanidad, algo todavía por debajo de la brutalidad, como lo
es devorar a sus semejantes. Pero terminando aquellas ideas en inútiles
consideraciones, se me ocurrió de pronto preguntarme en qué parte del mundo
vivían aquellos monstruos. ¿Estaba muy lejos la costa desde donde venían? ¿Por
qué se aventuraban a apartarse tanto de su tierra? ¿Qué clase de canoas tenían? Y
por primera vez encaré la posibilidad de lanzarme a un viaje que me llevase hasta el
país de los salvajes, así como ellos eran capaces de llegar al mío.
No sentí en ese momento la menor preocupación por lo que me esperaría al
arribar allá. Ignoraba qué iba a ser de mí si era apresado por los salvajes, o cómo
me las arreglaría para impedirlo. Tampoco se me ocurrió la manera de llegar hasta
sus playas sin que me alcanzaran antes con sus piraguas, cosa de la que me sería
imposible defenderme. Y luego, aun si me salvaba de sus manos, ¿cómo evitar
morirme de hambre, cuál debería ser mi rumbo en tierra firme? Nada de todo eso, lo
repito, cruzó entonces por mi cerebro; demasiado absorbido estaba con la esperanza
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Por fin, después de muchas y renovadas disputas conmigo mismo en las que
pasaba por extraordinarias perplejidades, ya que los argumentos luchaban y se
debatían en mi cerebro, las incontenibles ansias de libertad dominaron toda reserva
y me decidí, costara lo que costase, a tratar de apoderarme de alguno de los
salvajes.
De inmediato se planteó el problema de llevar esto a la práctica, y no creo que
haya tenido otro más arduo. No hallando por el momento solución plausible, me
dediqué a hacer de centinela a la espera de que llegaran a tierra, dejando el resto
confiado a los acontecimientos que por sí mismos me dictarían el caminó a seguir.
Adoptadas estas resoluciones, principié a vigilar la costa casi de continuo y con
tal intensidad que llegué a hartarme de ello, pues transcurrió más de un año y
medio en espera, durante el cual casi diariamente iba yo hasta el extremo oeste o al
ángulo sudoeste de la isla en busca de posibles canoas que jamás arribaban. La
inacción era descorazonante, y empezó a torturarme con violencia, porque
contrariamente a la vez anterior, en que el tiempo calmó mi irritación contra los
salvajes, ahora parecía como si su ausencia exacerbara mi ansiedad por
descubrirlos. Así como años atrás me mostraba deseoso de no tener contacto con
aquellas gentes y evitaba hasta espiarlos, ahora me desvivía por las ganas de verlos
desembarcar.
Había pensado que quizá pudiera apoderarme no sólo de uno, sino de dos o
tres de ellos, y confiaba en convertirlos en esclavos que no solamente me
obedecieran en todo sino que resultaran incapaces de hacerme el menor daño.
Imaginaba constantemente el modo de lograrlo, pero entretanto la isla continuaba
desierta. Todos mis proyectos empezaron a sucumbir y pasó mucho tiempo sin que
los salvajes se aproximaran a tierra.
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12. VIERNES
Llevaba así un año y medio, y después de haber abrigado tantos planes los veía
desvanecerse en el aire por falta de ocasión para ejecutarlos. Una mañana, sin
embargo, me sorprendió la presencia de unas cinco canoas en la costa, cuyas
tripulaciones habían desembarcado y estaban fuera de mi vista. Todas mis
previsiones se derrumbaron al pensar en el número de aquellos salvajes, porque
viendo tantas canoas y seguro de que en cada una venían cuatro o cinco
tripulantes, no se me ocurría la manera de atacar a veinte o treinta hombres con
mis solas fuerzas. Perplejo y desilusionado permanecí en el castillo, pero adopté, al
igual que la vez anterior, las necesarias precauciones en caso de ataque, y pronto
estuve listo para repelerlo. Aguardé un rato tratando de oír si hacían algún ruido,
mas como mi impaciencia crecía por momentos puse las escopetas al pie de la
escalera y me encaramé a la cumbre de la colina con el procedimiento ya descrito,
teniendo sin embargo buen cuidado de que mi cabeza no sobrepasara el nivel de la
roca y quedara completamente oculta a las miradas de aquellos hombres. Con
ayuda del anteojo vi que no eran menos de treinta, que acababan de encender una
hoguera y aderezaban allí sus alimentos. No pude distinguir qué clase de carne era
aquélla y de qué modo la cocían; pero los vi bailar como locos en torno al fuego,
haciendo toda clase de contorsiones y bárbaros ademanes.
Mientras los observaba, mi anteojo me mostró de pronto a dos miserables
prisioneros que eran arrastrados desde las canoas y conducidos al sacrificio. Vi a
uno de ellos caer inmediatamente, y supongo que lo golpearon con una maza o
cachiporra, como es su costumbre habitual. Inmediatamente dos o tres salvajes se
precipitaron sobre el caído y empezaron a descuartizarlo, mientras el otro
desgraciado permanecía inmóvil y a la espera de que le llegara el turno. Pero en ese
mismo instante, como el infeliz había sido descuidado por sus captores y el instinto
le inspirara una esperanza de vida, echó a correr con velocidad increíble a lo largo
de la playa, justamente en dirección al lugar donde se hallaba mi morada.
Confesaré que el espanto se apoderó de mí al verle tomar esa dirección, y sobre
todo cuando la pandilla entera se lanzó en su persecución. Pensé que mi sueño iba
a cumplirse y que el salvaje se ocultaría en el bosquecillo; pero no contaba con que
el resto del sueño se cumpliera igualmente, es decir, que los salvajes renunciaran a
seguirlo por esos lados. Permanecí inmóvil y a la espera, y pronto recobré algo de
ánimo al advertir que solamente tres hombres perseguían al prisionero, y más aún
comprobando que su rapidez en la carrera era muy superior a la de aquéllos, con lo
cual si conseguía mantenerla por una media hora jamás se pondría de nuevo a su
alcance.
Entre el lugar hasta donde habían llegado y mi castillo se encontraba la
ensenada que he citado en la primera parte de mi relato, cuando desembarqué los
efectos del buque. El perseguido debía necesariamente nadar a través de ella, o lo
apresarían en la orilla. Lo vi llegar a toda carrera y, sin preocuparse de que la marea
estaba alta, zambullirse y lanzarse a la otra orilla sin perder un segundo; en unas
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veinte brazadas alcanzó el lado opuesto y allí siguió corriendo aún con más rapidez
y energía que antes. Los tres perseguidos llegaron de inmediato a la ensenada, pero
solamente dos sabían nadar; el otro, luego de mirar al fugitivo, no se animó a tirarse
al agua y poco después se volvió lentamente hacia atrás, lo que fue para su propio
bien.
Desde mi apostadero pude observar que los dos perseguidores emplearon el
doble de tiempo que el perseguido en cruzar la ensenada. Entonces me invadió el
impulso irresistible de procurarme allí mismo el criado, o tal vez el compañero y
ayudante que necesitaba, y pensé que la Providencia me había designado para
salvar la vida de aquel infeliz. Descendí a toda velocidad por la escalera, tomé las
armas que, como he dicho, había dejado al pie de ésta, y volví a subir a la cresta de
la colina.
Marchando en dirección al mar, como había un camino de atajo que descendía
bruscamente de la colina a la playa, pronto me hallé entre el perseguido y los
perseguidores, llamando a aquél en alta voz. Cuando, al mirar hacia atrás, me vio
distintamente, tuvo más miedo de mí que de los otros, pero le hice señas con la
mano de que se acercara; entretanto avancé sigiloso hacia los dos salvajes, y
saltando bruscamente sobre el que venía adelante lo .derribé de un culatazo. No me
atrevía a disparar el arma por temor a que el resto oyera el ruido, aunque a tan
gran distancia no era fácil, máxime que tampoco podrían ver el humo y orientarse
por él. Ya en el suelo el salvaje, el otro que iba más atrás se detuvo como aterrado;
me acerqué lentamente, pero entonces vi que tenía un arco y flechas, que estaba
armando para atravesarme, por lo cual no quedó otro remedio que disparar sobre él
y lo derribé muerto al primer tiro.
El pobre salvaje fugitivo, que ante mi actitud permanecía inmóvil a cierta
distancia, vio a sus enemigos caídos y muertos, pero tuvo un terror tan grande al
oír el estampido de la escopeta que se quedó como piedra, incapaz de avanzar o
retroceder y, sin embargo, con más ganas de seguir huyendo que de venir hacia mi.
Lo llamé otra vez, haciéndole signos de que se aproximara, lo que entendió
fácilmente. Dio unos pasos, se detuvo, luego caminó otro trecho y volvió a pararse;
advertí que temblaba a la idea de sufrir el mismo destino que sus perseguidores.
Insistí en hacerle señas de que se acercara, tratando de demostrarle en toda forma
que no le haría nada, para animarlo; fue aproximándose lentamente, pero cada diez
o doce pasos se arrodillaba en señal de reconocimiento por haberle salvado la vida.
Le sonreí de la manera más cariñosa, haciéndole seña de que se adelantara aún
más, y por fin llegó a mi lado.
Entonces, dejándose caer de rodillas, besó el suelo y apoyó en él su cabeza, y
tomando mi pie lo puso sobre ella, lo que sin duda significaba su voluntad de
hacerse mi esclavo por toda la vida.
Lo levanté, acariciándolo y tratando de devolverle el coraje en todo lo posible.
Sin embargo aún había tarea que realizar, porque de pronto advertí que el salvaje
que golpeara con la culata no estaba muerto sino solamente desmayado y daba
señales de recobrar los sentidos. Le apunté con la escopeta mientras hacía señas a
mi salvaje para que reparara en su enemigo; comprendiendo, me habló algunas
palabras que, aunque carentes para mí de sentido, fueron muy dulces de oír, ya que
era el primer sonido humano que escuchaba yo en aquella isla después de
veinticinco años.
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describirlo. La cara era redonda y llena, con una nariz pequeña y no aplastada
como la de los negros, una boca firme de labios pequeños y dientes tan perfectos y
blancos como marfil.
Luego que hubo dormitado, más que dormido, una media hora, se levantó y
saliendo de la gruta fue hacia donde estaba yo terminando de ordeñar las cabras
que guardaba en ese sitio. Cuando me divisó vino corriendo a arrodillarse otra vez a
mis plantas, con fervientes demostraciones de reconocimiento y humildad, haciendo
mil gestos para que yo comprendiera. Por fin apoyó la cabeza contra el suelo junto a
mi pie, y volvió a levantar mi otro pie y colocárselo encima, tras lo cual hizo todos
los ademanes posibles de sumisión y servidumbre para darme a entender que sería
mi esclavo por siempre. Comprendí bastante todo esto, y traté de demostrarle que
me sentía muy contento con él. Poco después empecé a hablarle, a fin de que
aprendiera a contestarme poco a poco. Ante todo le hice saber que su nombre sería
Viernes, ya que en este día lo salvé de la muerte y me pareció adecuado nombrarlo
así. A continuación le enseñé a que me llamara amo y a que contestara SÍ' o no,
precisándole la significación de ambas cosas. Llené de leche un cacharro que puse
en sus manos, mostrándole primero cómo se bebía aquello y mojando mi pan en la
leche; de inmediato hizo lo mismo, dando señales visibles de que le gustaba mucho.
Lo tuve conmigo aquella noche, y a la mañana siguiente le indiqué que me
siguiera, haciéndole comprender que le daría algunas ropas para que se vistiera, ya
que estaba completamente desnudo. Cuando cruzamos el lugar donde había
enterrado a los dos salvajes me señaló con precisión el sitio, mostrándome las
marcas que había hecho para encontrarlos otra vez, y comprendí por sus signos que
me invitaba a desenterrarlos y comerlos. A esto me mostré encolerizado, dándole a
entender la repugnancia que me producía la sola idea, e hice como si su intención
me causara náuseas, ordenándole que se alejara de allí al punto, cosa que hizo con
gran sumisión. Lo llevé conmigo hasta la cumbre de la colina, para observar si sus
enemigos habían vuelto a embarcarse; con ayuda del anteojo recorrí la costa y
aunque encontré el lugar donde se habían congregado no descubrí la menor señal
de su presencia, lo que indicaba evidentemente que se habían marchado sin
inquietarse en lo más mínimo por la suerte de sus dos compañeros.
No contento con este descubrimiento, y como el mayor coraje aumentaba en
igual grado mi curiosidad, confié a Viernes mi espada así como el arco y flechas que
llevaba a la espalda y que sabía usar diestramente; le di también una escopeta para
mí, y llevando yo otras dos, nos encaminamos hacia la costa donde habían
pernoctado los salvajes. Cuando estuvimos allí la sangre se me heló en las venas y
me pareció que mi corazón se detenía; ¡tan atroz era el espectáculo! Me quedé
inmóvil de espanto, aunque Viernes no parecía conmovido en lo más mínimo. El
lugar estaba cubierto de huesos humanos, el suelo tinto en sangre; grandes trozos
de carne aparecían diseminados aquí y allá, devorados a medias y carbonizados; en
fin, eran los testimonios del banquete triunfal con que aquellos salvajes habían
celebrado la victoria sobre sus enemigos. Encontré tres cráneos, cinco manos y los
huesos de tres o cuatro piernas y pies, así como abundancia de otras porciones de
carne humana.
Por medio de signos, Viernes me dio a entender que habían traído cuatro
prisioneros para devorar, que aquellos restos pertenecían a tres y que él —se
apuntaba con la mano— era el cuarto. Me explicó del mismo modo que había
habido una gran batalla entre aquellos salvajes y los súbditos de un rey vecino, del
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cual parecía ser vasallo, y que habiendo resultado vencedores los otros, habían
tomado gran número de prisioneros que fueron conducidos a distintos lugares para
servir de pasto en el bárbaro festín de la victoria; un grupo de aquellos miserables
era el que había desembarcado en mi isla.
Ordené a Viernes que reuniera los cráneos, huesos y demás restos e hiciera
con ellos una pirámide y le pegara fuego hasta que se calcinaran. Observé que se
mostraba harto dispuesto a comerse parte de aquella carne, y que seguía siendo
caníbal en su naturaleza; pero di tantas señales de repugnancia a la sola idea de
semejante cosa, que no se atrevió a manifestar sus verdaderos instintos, ante todo
porque yo le había dado a entender que si cedía a ellos no vacilaría en matarlo.
Terminada la tarea volvimos al castillo, donde empecé a trabajar para mi criado
Viernes. Ante todo le di unos calzoncillos de lienzo que encontrara en el arcón del
pobre artillero y que rescaté del naufragio; con pequeñas modificaciones, le
sentaron muy bien. Luego hice una chaqueta de piel de cabra, lo mejor que me fue
posible, ya que era un discreto sastre; le di una gorra de piel de liebre, muy cómoda
y pasablemente elegante, con lo cual quedó bastante presentable y me pareció
satisfecho de verse igual que su amo. Cierto que al comienzo se sentía incómodo
con aquellas ropas; los calzoncillos le estorbaban enormemente, y las mangas de la
chaqueta le lastimaban los hombros y la piel de los brazos. Pero cuando se quejó de
ello le hice los retoques convenientes y pronto se habituó sin la menor dificultad.
Al siguiente día de tenerlo conmigo empecé a considerar dónde alojaría a mi
criado. Se necesitaba un sitio que fuera cómodo para él y conveniente para mí, de
modo que terminé levantando una pequeña tienda en el espacio libre que quedaba
entre las dos fortificaciones, es decir, en el interior de la segunda y el exterior de la
primera. Como justamente allí estaba la abertura que permitía entrar en la cueva,
construí una verdadera puerta, clavando tablas sólidas en un marco del tamaño
conveniente y fijándola en el interior del pasaje a la cueva. La puerta se abría hacia
adentro, y de noche la aseguraba sólidamente teniendo también la precaución de
retirar las escaleras, con lo cual nunca hubiera podido Viernes llegar hasta mí sin
hacer mucho ruido que me hubiera despertado de inmediato.
Es de recordar que mi primera empalizada tenía ahora un verdadero techo,
formado por largas pértigas que cubrían enteramente la tienda y se apoyaban en la
roca; sobre ellas había colocado troncos finos en lugar de vigas, y todo estaba
cubierto espesamente con paja de arroz, tan sólida como si fuese caña. En el
agujero que dejé para salir por la escalera había instalado una especie de trampa,
que, al intentar abrirla desde afuera, hubiese caído, con gran estrépito. En cuanto
al armamento, lo guardaba todas las noches conmigo.
Sin embargo ninguna de estas precauciones resultó necesaria, porque nunca
hombre alguno tuvo un sirviente tan fiel, amante y sincero como lo fue Viernes
conmigo. Sin violencias, enojos o mala intención, se mostraba profundamente
adicto y dispuesto; su afecto por mí parecía más bien el de un hijo por su padre, y
me atrevo a decir que hubiera sacrificado voluntariamente su vida para salvar la
mía en cualquier ocasión. Muchos testimonios me dio de ello, y pronto me convencí
de que era inútil emplear con él aquellas excesivas precauciones.
Esto me dio oportunidad de pensar frecuentemente y con no poca maravilla
que si Dios, en su Providencia y en el gobierno de su Creación, había decidido privar
a tantas de sus criaturas del mejor empleo de sus facultades y sentimientos, sin
embargo los había dotado de las mismas disposiciones, la misma razón, iguales
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Luego que se le pasó el primer susto al ver cómo mataba yo al pájaro, obedeció
mi orden y fue a recogerlo, pero como el papagayo no estaba más que herido
revoloteó para alejarse y Viernes tuvo que correr tras él hasta que al fin pudo
alcanzarlo; entretanto yo aproveché su ausencia para cargar otra vez la escopeta,
pues había advertido cómo lo asombraba este detalle del arma y la guardaba lista
para un nuevo disparo si se presentaba la ocasión. No la hubo, sin embargo, y
volvimos trayendo el cabrito, que desollé aquella misma tarde. En una de las ollas
herví y guisé una cantidad de carne, obteniendo un excelente caldo. Luego de
haberlo probado le di una porción a mi criado, que pareció gustar muchísimo de él.
Lo que sin embargo lo maravillaba era verme comer la carne con sal, e hizo señas de
que la sal no era sabrosa, y poniéndose un poco en la boca pareció sentir una viva
repugnancia, escupiéndola en seguida y yendo a enjuagarse la boca con agua
fresca. A mi vez me llevé a la boca un trozo de carne sin sal haciendo toda clase de
demostraciones de repugnancia, para convencerlo de que así no debía comerse;
pero no obtuve resultado alguno, y Viernes siguió comiendo su carne y bebiendo el
caldo sin sal; más tarde empezó a salar su comida, pero apenas.
Habiéndolo alimentado con el caldo y la carne hervida, me propuse ofrecerle al
día siguiente un cuarto de cabrito asado. A tal fin colgué el trozo de una cuerda, tal
como había visto hacerlo a mucha gente en Inglaterra; fijando dos estacas a ambos
lados del fuego y un palo atravesado sobre ellas, sujeté la cuerda en este último
cuidando de hacer girar continuamente el trozo de carne. Viernes admiró mucho
estos preparativos, pero aún más maravillado se mostró al probar la carne,
empleando tales gestos y ademanes para indicarme cuánto le había gustado que
hubiese sido imposible no advertirlo. Por fin me dio a entender que jamás volvería a
comer carne humana, lo que me produjo una gran alegría.
Al otro día lo puse a trillar grano, así como a cernirlo de la manera que ya he
contado; pronto aprendió a hacerlo tan bien como yo, especialmente cuando hubo
advertido cuál era el objeto de ese trabajo, es decir, la obtención de pan. Le mostré
cómo se preparaba y se cocía el pan, y en poco tiempo Viernes fue tan hábil en
efectuar aquellos trabajos como pudiera haberlo sido yo mismo.
Había que tener ahora en cuenta que éramos dos bocas para alimentar en vez
de una, de modo que urgía preparar más tierras y sembrar mayor cantidad de grano
que hasta entonces. Luego de elegir una superficie conveniente me di a la tarea de
hacer un vallado igual al anterior, y Viernes no solamente me ayudó con habilidad y
tesón sino que parecía mostrar verdadero entusiasmo. Le di a entender para qué
trabajábamos, que ahora era necesaria una mayor cosecha a fin de disponer de más
pan, ya que ambos teníamos que alimentarnos.
Comprendió con suma inteligencia mi razonamiento, y me significó que él se
daba clara cuenta de que mis tareas aumentaban mucho con su presencia, pero
que estaba dispuesto a trabajar con todas sus fuerzas si yo le enseñaba el modo de
hacerlo.
Aquél fue el más agradable año de todos los que viví en la isla. Viernes
empezaba a hablar bastante bien, entendía los nombres de casi todas las cosas que
yo podía pedirle y de los lugares adonde lo enviaba. Como hablábamos mucho, volví
a tener ocasión de emplear el idioma que durante tanto tiempo me había sido inútil,
por lo menos para conversar. Fuera del gusto que me daban estas charlas, me
sentía cada vez más atraído hacia el muchacho; su sencilla y franca manera de ser
se me revelaba cada día con más claridad, y llegué a quererlo profundamente.
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Pienso también que él sentía por mí un cariño que jamás había experimentado en
su vida.
Una vez se me ocurrió comprobar si Viernes guardaba alguna nostalgia de su
país. Como le había enseñado bastante inglés para que pudiese contestar casi todas
mis preguntas, le interrogué sobre si su nación era capaz de triunfar en las guerras.
A esto se sonrió y me dijo:
—Sí, sí, nosotros siempre en pelea mejores.
Quería significar que combatían mejor que los otros pueblos. Entonces
mantuvimos el siguiente diálogo:
—¿Así que vosotros peleáis mejor? —dije yo—. ¿Y cómo es que te tomaron
prisionero, Viernes?
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El Orinoco. (N. del T.)
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practica acaso en todas las religiones del mundo, incluso las de los más
embrutecidos y bárbaros salvajes.
Hice lo posible por explicarle a Viernes ese fraude, y le dije que la artimaña de
los ancianos al subir a las montañas para decir « ¡Oh!» al dios Benamuki era un
engaño, y mucho más su pretensión de ser los portadores de mensajes divinos. Que
si alguna palabra recibían en lo alto era proveniente del espíritu del mal, y de ahí
nos internamos en una larga conversación sobre el diablo, su origen, su rebelión
contra Dios, el odio que le profesa y las causas del mismo, su residencia en los
lugares más sombríos de la tierra para que allí se lo adore como si fuese Dios, y las
muchas estratagemas de que es capaz para precipitar en la ruina a la humanidad.
Le mostré cómo el diablo tiene secreto acceso a nuestras pasiones y nuestros
afectos, y la astucia con que tiende sus trampas aprovechando nuestras
inclinaciones a fin de que nosotros mismos nos tentemos y nos hundamos
voluntariamente en la destrucción.
Le decía yo cómo el diablo es el enemigo de Dios en el corazón de los hombres y
emplea allí toda su malicia y su destreza para impedir los buenos designios de la
Providencia, a fin de ocasionar la ruina del reino de Cristo, cuando Viernes me
interrumpió.
—Bueno —me dijo—. ¿Vos decir Dios tan grande, tan fuerte, mucho más que
diablo?
—Sí, sí —afirmé yo—. Dios es más fuerte que el diablo, Viernes. Dios está por
encima del diablo, por eso rogamos a Dios que nos permita pisotear al diablo,
resistir sus tentaciones y apagar el fuego de sus dardos.
—Pero —declaró él— si Dios más fuerte, si Dios más poderoso que diablo, ¿por
qué no matar Dios al diablo, y éste así no hacer más daño?
Aquella pregunta me sorprendió grandemente, pues aunque en aquel entonces
era yo hombre maduro, mi capacidad teológica no excedía a la de un novicio y de
ninguna manera podía dármelas de casuista para solucionar tales dificultades.
Me encontré sin saber qué contestar, y fingiendo que no le había entendido le
pedí que me repitiera su pregunta. Demasiado inteligente era para haber olvidado
su duda, y me la repitió con las mismas pintorescas palabras. Ya entonces había
recobrado un poco la serenidad, y le contesté:
—Dios lo castigará severamente al fin; ha sido reservado para el juicio final, y
será precipitado en los abismos sin fondo, donde lo consumirá un fuego eterno.
Esto no satisfizo a Viernes, sino que volvió a la carga empleando mis propias
palabras:
—¡Reservado al fin! Yo no entender. ¿Por qué no matar ya diablo? ¿Por qué no
desde antes?
—Lo mismo podrías preguntarme —le dije— por qué Dios no nos mata a
nosotros cuando cometemos pecados que lo ofenden. El nos reserva la oportunidad
de arrepentirnos y ser perdonados.
Meditó un rato esta observación, y entonces me dijo de pronto y muy
emocionado:
—Bien, bien, eso muy bien; entonces vos, yo, diablo, todos malos, todos ser
reservados, arrepentirse, Dios perdonar a todos.
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—¿Que harías allí? —insistí—. ¿Te volverías salvaje de nuevo, comerías carne
humana lo mismo que cuando te encontré?
Viernes me miró con aire grave y movió negativamente la cabeza.
—No, no. Viernes decirles a ellos vivir bien; decirles rogar a Dios, decirles
comer pan, carne de cabra, leche, no comer más hombre.
—Pero entonces te matarán a ti.
Se puso aún más grave.
—No —dijo luego—, ellos no matarme, ellos aprender gustando.
Quería decir que aprenderían gustosos. Agregó en seguida que ya habían
aprendido muchas cosas de los hombres llegados en el bote. Le pregunté si le
gustaría regresar allá y lo vi sonreírse al responder que no era capaz de nadar hasta
tan lejos. Cuando le propuse construirle una canoa para que se volviera me
contestó que lo haría si yo lo acompañaba.
—¿Yo? —dije—. ¡Me devorarán apenas llegue a tu país!
—No, no —insistió Viernes—. Yo hacer ellos no coman vos, yo hacer ellos
amaros mucho.
Evidentemente se proponía narrarles cómo había matado a sus enemigos para
salvarle la vida, y contaba ganar con eso el afecto de su pueblo. Inmediatamente se
puso a explicarme lo bondadosos que eran con aquellos diecisiete hombres blancos
(u hombres barbudos, como él les llamaba) que habían llegado indefensos a la
costa.
Desde ese momento confieso que sentí el impulso de aventurarme en el mar y
ver si era posible dar con esos hombres que, a mi juicio, debían ser españoles o
portugueses. No dudaba de que en su compañía sería posible intentar una fuga de
aquellas regiones continentales, cosa más simple que salir sin ayuda y
completamente solo de una isla situada por lo menos a cuarenta millas de tierra
firme. Días más tarde volví a sondear el ánimo de Viernes y le dije que le daría un
bote para que pudiese volver a su nación. Llevándolo hasta el otro lado de la isla,
donde fondeaba mi canoa, la saqué del agua, ya que habitualmente la tenía
sumergida, y luego de achicarla se la mostré y nos embarcamos en ella.
Vi en seguida que era muy diestro en la maniobra, capaz de pilotear el bote con
la misma rapidez y habilidad que yo. Mientras estaba a bordo le dije:
—Bueno, Viernes, ¿nos vamos a tu nación?
Noté que la pregunta le causaba un efecto desagradable, probablemente porque
el bote le parecía demasiado pequeño. Le dije entonces que tenía otro más grande, y
al día siguiente lo llevé al lugar donde construyera la chalupa y fracasara luego de
mi tentativa de botarla. Viernes afirmó que era suficientemente grande, pero yo vi
que el abandono en que la chalupa había quedado por espacio de veintidós o
veintitrés años la había resquebrajado y destruido mucho, tanto que apenas parecía
aprovechable. Viernes insistía en que un bote de ese tamaño era el adecuado para el
viaje, y que llevaría «muchos bastantes víveres, bebida, pan», según su pintoresco
lenguaje.
Tan ardiente era ya entonces mi deseo de navegar con él hasta el continente,
que le propuse construirle una chalupa tan grande como aquélla y darle libertad
para que se volviera a su tierra. No contestó una palabra, pero se puso muy
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aquellas latitudes había muy pocos días nublados o con niebla, de manera que poca
aplicación tenía la brújula cuando las estrellas servían de guía por la noche y la
línea de la costa durante el día. En la estación lluviosa, por otra parte, nadie
pensaba en navegar y ni siquiera hacer viajes por tierra firme.
Se iniciaba el vigésimo séptimo año de mi cautiverio en la isla, aunque pienso
que los tres últimos, estando en compañía de Viernes, deberían ser puestos fuera de
la cuenta, ya que durante ellos mi vida tuvo un carácter muy diferente de la
anterior. Celebré el aniversario de mi arribo con igual reconocimiento que en otras
ocasiones por las bondades de Dios. En verdad que si entonces no me faltaban
motivos para mostrarme agradecido, ahora debía estarlo aún más con las nuevas
pruebas que tenía de la bondad de la Providencia y las esperanzas que en mí
renacían de verme pronto liberado de aquella soledad. Día a día se acentuaba en mí
el pensamiento de que mi libertad no tardaría en llegar y que ni siquiera alcanzaría
a estar otro año en la isla. Cuidé sin embargo de proseguir mis tareas domésticas
tales como plantar, cercar y ocuparme de la casa al igual que antes. Coseché y
sequé mis uvas, y atendía como siempre a cada cosa necesaria.
Vino la estación lluviosa, obligándome a permanecer a cubierto buena parte del
tiempo. Fue preciso entonces cuidar de la chalupa, y la llevamos a la ensenada
donde, como he contado, llegara con las balsas trayendo el cargamento del barco.
Después de vararla en la costa aprovechando la marea alta, hice que Viernes cavara
una pequeña rada lo bastante grande para contenerla y que aún flotara en ella;
luego, al descender la marea, levantamos un fuerte dique en el extremo de la rada a
fin de impedir que el agua volviera hasta allí, y la canoa quedó en seco, libre del
mar. Para preservarla de las lluvias la cubrimos con tal cantidad de ramas de árbol
que quedó como techada, y dejándola a la espera de noviembre y diciembre, tiempo
en el que sería posible intentar la aventura.
Cuando comenzó a manifestarse el buen tiempo, y como si el deseo de ejecutar
mis planes creciera con él, diariamente hacía yo preparativos de viaje; lo primero
fue almacenar cantidad suficiente de provisiones, calculando que nos alcanzaran
para la travesía. Una semana o quince días más tarde esperaba derribar el dique y
poner a flote la embarcación.
Una mañana me ocupaba en estas tareas, cuando se me ocurrió llamar a
Viernes y mandarlo a que fuera a la costa en busca de una tortuga, cosa que
hacíamos generalmente una vez por semana para comer su carne y los huevos. No
llevaba Viernes mucho tiempo ausente cuando lo vi volver corriendo y saltar el
vallado como uno que no toca el suelo con los pies. Antes que hubiera podido
hablarle, gritó: — ¡Oh amo, amo! ¡Desgracia! ¡Pena! — ¿Qué te ocurre, Viernes? —
¡Allá, allá! —exclamó—. ¡Una, dos, tres canoas! ¡Una, dos, tres!
Por su manera de expresarse deduje que eran seis canoas, pero al interrogarlo
vi que sólo eran tres.
—Bueno, Viernes —le dije—, no te asustes.
Traté de animarlo lo mejor posible, pero me di cuenta de que el pobre
muchacho estaba mortalmente aterrado. Parecía convencido de que los salvajes
venían exclusivamente en su busca, dispuestos a descuartizarlo y a comérselo;
temblaba de tal manera que no sabía qué hacer con él. Traté de conformarlo y le
dije que también yo estaba en peligro, ya que si nos capturaban sería igualmente
devorado.
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Viernes, por su parte, tenía una justificación al atacar, puesto que era enemigo
declarado de aquellos salvajes, su pueblo estaba en guerra con el de ellos y era legal
que los atacara si podía; pero yo no estaba en las mismas circunstancias.
Tanto me oprimieron aquellas meditaciones mientras nos acercábamos por el
bosque, que por fin resolví apostarme solamente en las cercanías de la playa y
observar su bárbaro festín, actuando entonces según creyera que Dios me lo
ordenaba; hasta entonces, y mientras no recibiera un impulso que me sirviera de
suficiente justificativo, estaba dispuesto a no intervenir en lo que ocurría.
Así resuelto penetramos en el bosque, y andando con toda la cautela y silencio
posibles, Viernes pegado a mis espaldas, llegamos hasta el borde arbolado en la
parte más próxima al sitio donde estaban reunidos, y del que sólo nos separaba una
franja de bosque. Llamando en voz baja a Viernes, le mostré un gran árbol que
formaba justamente la saliente del bosque y le dije que fuese hasta allá a observar
lo que estaban naciendo los salvajes. Volvió un momento después diciéndome que
desde allí se los veía muy bien, que estaban en torno a la hoguera comiendo la
carne de uno de los prisioneros, y que otro yacía en la arena, un poco más lejos,
esperando su turno. Pero lo que me encendió el alma de coraje fue enterarme de
que aquel prisionero no era un caribe sino uno de los hombres barbudos que, según
Viernes me contara, habían llegado a la costa en un bote. Sentí que el horror me
dominaba a la sola mención de un hombre blanco en tal estado y yendo hasta el
árbol pude divisar, con ayuda del anteojo, que efectivamente se trataba de un
semejante mío, tirado en la arena con las manos y los pies atados con cuerdas o
juncos, y que indudablemente se trataba de un europeo por las ropas que tenía
puestas.
Vi otro árbol, con un matorral adyacente, a unas cincuenta yardas más cerca
de los salvajes que el lugar en que ahora estábamos, y al que era fácil llegar con un
pequeño rodeo: allí nos pondríamos a medio tiro de escopeta solamente.
Reprimiendo, pues, mi furor, aunque estaba encolerizado hasta el límite, retrocedí
unos veinte pasos y luego me deslicé por entre los arbustos, que me ocultaron hasta
poder apostarme en aquel árbol. Llegué así a una pequeña eminencia del suelo,
desde donde tenía una vista total de la escena a menos de ochenta yardas.
No había un solo momento que perder, pues diecinueve de aquellos horribles
monstruos permanecían unos contra otros rodeando el fuego mientras los dos
restantes acababan de levantarse con intención de matar al infeliz cristiano y
conducirlo, probablemente ya descuartizado, al fuego. Vi que se inclinaban a
desatarle las cuerdas de los pies, y me volví a Viernes.
—Haz lo que te mande —dije, y cuando él asintió agregué—: Pues bien,
imítame en todo lo que me veas hacer, y no vaciles ante nada.
Puse en tierra uno de los mosquetes y la escopeta, y Viernes repitió mis
actitudes; tomando luego el otro mosquete, apunté a los salvajes indicándole que
me imitara. Luego, al preguntarle si estaba listo y contestarme él que sí, ordené:
—¡Fuego, entonces!
Viernes había apuntado mucho mejor que yo, pues del lado de su tiro vi caer
dos salvajes muertos y tres heridos, mientras que yo alcancé a matar a uno y herir
a dos. Es de imaginarse la confusión que reinaba entre ellos. Los que no habían
recibido heridas saltaron precipitadamente, pero no sabían hacia dónde huir o qué
hacer, ya que ignoraban de dónde les llegaba la muerte. Viernes tenía los ojos
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puestos en los míos para imitar todos mis movimientos, como se lo ordenara. Tan
pronto como hubimos disparado, dejé caer el mosquete y tomé la escopeta, cosa que
él repitió al punto. Al mismo tiempo amartillamos y apuntamos las armas.
—¿Estas listo, Viernes? —pregunté.
—Sí —repuso.
—¡Fuego, entonces, en nombre de Dios!
Y por segunda vez descargamos las armas sobre los aterrados salvajes. En esta
ocasión, como las escopetas tenían por carga balines pequeños de pistola,
solamente cayeron dos enemigos, pero tantos resultaron heridos que los vimos
correr enloquecidos, aullando y cubiertos de sangre, la mayoría con múltiples
heridas; otros tres fueron cayendo luego, aunque no muertos.
—Ahora, Viernes —mandé dejando en tierra la pieza y levantando el otro
mosquete cargado—, ¡sígueme!
Con gran valor se levantó para obedecerme, y nos precipitamos fuera del
bosque exponiéndonos a la vista de los salvajes. Tan pronto como advertí que me
habían descubierto lancé un terrible alarido, mientras Viernes hacía lo mismo, y
avanzamos a la carrera —no demasiado rápida por el peso de las armas que
llevábamos— en dirección donde yacía la pobre víctima, tendida como he dicho en
la arena entre la hoguera y el mar. Los dos carniceros que se disponían a
descuartizar al prisionero acababan de abandonarlo con el terror de los disparos,
huyendo a toda carrera hacia el mar, donde saltaron a una canoa, seguidos por
otros tres. Mandé a Viernes que disparara sobre ellos, y comprendiendo en seguida
corrió hasta situarse a unas cuarenta yardas y desde allí descargó el arma sobre los
que huían. Pensé que los había matado a todos porque cayeron en montón dentro
de la piragua, pero dos de ellos se enderezaron al instante. Con todo había muerto a
dos y herido a un tercero, que yacía en el fondo de la canoa como fulminado.
Mientras Viernes se entendía con ellos, extraje el cuchillo y corté los lazos que
ataban a la pobre víctima. Lo ayudé a incorporarse, mientras le preguntaba en
portugués quién era. Me contestó en latín: «Christianus», pero estaba tan débil que
apenas podía hablar o moverse. Le di a beber un trago de ron que había traído en
una botella haciéndole señales que bebiera para reanimarse, y también saqué del
bolsillo un trozo de pan, que comió. Al preguntarle a qué nación pertenecía, me
contestó.
—Español.
Ya un poco recobrado de su postración, me dejó entender con toda suerte de
signos y ademanes lo reconocido que me estaba por haberlo salvado.
—Señor —le dije en el mejor español que recordaba—, luego hablaremos, pero
ahora es preciso pelear. Si os quedan fuerzas tened esta pistola y esta espada y ved
de emplearlas.
Las recibió con gratitud y apenas las hubo empuñado cuando pareció que con
ellas recobraba todo su vigor, pues se lanzó como una furia sobre los asesinos y en
un instante mató a dos a estocadas. La verdad es que aquellos infelices estaban tan
espantados con la sorpresa que les habíamos dado y el estampido de las armas que
el miedo los tenía como atontados y carecían de inteligencia para escapar o
combatir en defensa de la vida. Eso era justamente lo sucedido en la canoa sobre la
cual Viernes había disparado; aunque sólo tres de los cinco cayeron por efecto de
las heridas, los otros dos lo habían hecho a causa del espanto sufrido.
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cuarto de hora más tarde lo vi regresar, aunque ya no con la misma velocidad, pues
parecía cuidar algo que tenía en la mano.
Cuando pasó a mi lado vi que había ido hasta casa en busca de un jarro de
agua dulce, y que traía además otros dos panes. Me entregó el pan y fue a dar el
agua a su padre, pero antes bebí yo un trago porque me sentía sediento. El agua
hizo más bien al anciano que el ron que yo le diera antes a tomar, porque la sed lo
devoraba.
Luego que hubo bebido llamé a Viernes para saber si quedaba un poco de
agua. Como me contestara afirmativamente le ordené que la llevase al pobre
español, que también la necesitaba mucho, así como uno de los panes. El español
se sentía muy débil y reposaba a la sombra de un gran árbol, tendido en el césped;
sus miembros estaban aún paralizados y tenían claras señales de la fuerza con que
habían sido atados. Cuando vi que aceptaba el agua que Viernes le ofrecía, así como
el pan que comió inmediatamente, me acerqué a él y le di un puñado de pasas. Alzó
su mirada hacia mí con la más profunda expresión de reconocimiento que pueda
pintarse en un rostro humano, pero estaba tan débil —pese a haber tenido aún
fuerzas para combatir— que no le fue posible sostenerse en pie. Trató de hacerlo
dos o tres veces, pero sus piernas no le sostenían y los tobillos le dolían mucho. Le
dije entonces que se estuviera quieto, mientras Viernes le friccionaba los miembros
con ron, tal como lo hiciera con su padre.
Noté que el pobre y afectuoso muchacho miraba cada dos minutos o menos
hacia el sitio donde había dejado a su padre, para saber si seguía allí en la misma
actitud en que él lo colocara. De pronto, al no verlo, se enderezó y fue hacia allí con
tal velocidad que sus pies apenas tocaban el suelo. Pero como el anciano solamente
se había tendido en el suelo para reposar, Viernes volvió a nosotros; dije entonces al
español que Viernes lo ayudaría a caminar hasta el bote, a fin de trasladarlo luego a
la morada en que podríamos atenderlo convenientemente. Mi criado, que era muy
fuerte, levantó al español y cargándolo sobre sus espaldas lo llevó hasta la canoa,
donde lo dejó en el borde con mucho cuidado, los pies vueltos hacia el interior;
levantándolo luego otra vez, lo hizo entrar del todo y lo puso al lado de su padre.
Saltando de la canoa, la empujó para botarla al agua, y aunque el viento soplaba
con fuerza la llevó a remo más pronto de lo que yo podía ir por la costa, y corrió por
la playa en busca de la otra piragua. Cuando pasó junto a mí le pregunté adonde
iba, y me respondió:
—Buscar más canoa.
Con la velocidad del viento lo vi alejarse, y por cierto que nunca caballo u
hombre corrieron como él. Llegó tripulando la otra canoa casi al mismo tiempo que
yo arribaba a la ensenada, y después de pasarme en ella al otro lado se puso a
ayudar a nuestros nuevos huéspedes para que salieran de la piragua. Pero cuando
estuvieron en tierra, como no les era posible dar un paso, el pobre Viernes no sabía
qué hacer.
Principié a pensar el modo de llevarlos a casa, y luego de ordenar a Viernes que
los dejara cómodamente sentados en la playa, entre los dos construimos una
especie de angarillas de tal modo que cupieran ambos, y así iniciamos la marcha. El
problema se presentó al llegar a la fortificación exterior del castillo, ya que de
ningún modo aquellos hombres tenían fuerzas para montar sobre el vallado ni yo
estaba dispuesto a romperlo por su causa. Volví, pues, a ponerme a trabajar, y en
un par de horas hicimos, Viernes y yo, una confortable tienda, cubierta con pedazos
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de velas y por encima ramas de árbol; la instalamos en el espacio abierto que había
entre la empalizada exterior y el bosque que yo plantara. Pusimos finalmente allí
dos camas hechas con el mismo material que teníamos a mano, es decir, paja de
arroz, cubiertas con una manta a modo de colchón y otra por encima para abrigo.
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destruirlos sin armas humanas. Agregó que estaba seguro de ello porque tales cosas
los oyó gritarse unos a otros en su lenguaje, que entendía bien; ninguno parecía
concebir la posibilidad de que un hombre pudiera arrojar fuego, hablar tronando y
matar a tal distancia sin siquiera levantar la mano, como había ocurrido. Pronto
vimos que el viejo salvaje estaba en lo cierto, porque como llegué a enterarme más
tarde por otros testimonios, jamás un caníbal se atrevió a pisar de nuevo aquella
isla. Tan aterrados quedaron con el relato hecho por los cuatro sobrevivientes (que,
por lo visto, se salvaron de la tempestad) que desde entonces vivieron convencidos
de que cualquier osado que desembarcara en la isla sería destruido por el fuego de
los dioses.
Naturalmente yo ignoraba entonces todo aquello, y durante mucho tiempo viví
bajo una continua aprensión y sin descuidar las precauciones que nuestro pequeño
ejército adoptaba. Ahora éramos cuatro y, sin temor, nos hubiéramos enfrentado en
cualquier momento con un centenar de salvajes en campo abierto.
Como pasara el tiempo y las canoas enemigas no volvían, empecé a perder el
miedo y otra vez invadieron mi mente los proyectos de escapar de la isla. Tenía
ahora como un nuevo incentivo la garantía formalmente dada por el padre de
Viernes asegurándome que si yo iba con ellos hasta su nación sería muy bien
tratado bajo su responsabilidad.
Con todo, mis proyectos se enfriaron algo después de sostener una
conversación con el español, por el cual vine a saber que dieciséis de sus
connacionales, así como portugueses vivían en paz con los salvajes después de
haberse salvado de un naufragio que los arrojó a aquellas costas; pero su existencia
era muy penosa, y pasaban inmensas privaciones en las cuales hasta su vida
estaba amenazada. Le pedí datos sobre su viaje y supe que los náufragos
pertenecían a un barco fletado desde el Río de la Plata con destino a La Habana,
donde debían desembarcar su cargamento, compuesto principalmente de pieles y
plata, y retornar trayendo manufacturas europeas que pudieran encontrarse en
aquel puerto. Me contó que llevaban a bordo cinco marinos portugueses a quienes
recogieron en el mar, y que, cuando naufragaron más tarde, otros cinco españoles
perecieron ahogados, mientras los que consiguieron salvarse habían llegado
después de infinitas aventuras y peligros, casi extenuados de hambre a la costa de
los caníbales, donde esperaban de un momento a otro ser devorados.
Me dijo que tenían algunas armas con ellos, pero que de nada les servían, pues
el agua de mar les había arrebatado o estropeado completamente la pólvora, de la
que sólo salvaron una pequeña porción que fue empleada para procurarse algún
alimento cuando desembarcaron.
Pregunté al español qué sería de ellos allí, y si no tenían algún proyecto de
fuga. Me dijo que muchas veces lo habían pensado, pero como carecían de
embarcación y de toda herramienta para construirla, sus conciliábulos terminaban
siempre en lágrimas y desesperación.
Quise saber de qué manera recibirían una propuesta mía que pudiera
ayudarlos a escapar, y si él veía alguna posibilidad de fuga desde mi isla una vez
que todos consiguiéramos reunimos en ella. Le advertí con toda franqueza que mi
mayor temor era el de que me traicionaran una vez que hubiese puesto mi vida en
sus manos; sabía de sobra que la gratitud no es una cualidad inherente a la
naturaleza humana, y que con frecuencia obran los hombres más de acuerdo a las
ventajas que esperan obtener que por los favores que hayan recibido. Le manifesté
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que me resultaría harto cruel ser instrumento de su liberación para que luego me
llevaran prisionero a Nueva España, donde todo inglés está seguro de ser
sacrificado cualesquiera sean los motivos que lo hayan conducido allí. Por cierto
que prefería mucho más caer en manos de los salvajes y ser devorado vivo por ellos,
que en las garras despiadadas de los frailes y la Inquisición. Le participé mi
seguridad de que si tantos hombres conseguíamos reunimos sería posible construir
una embarcación capaz de llevarnos hacia el sur, es decir, al Brasil, o bien hasta las
islas españolas del norte, pero que si después de haberlos ayudado y puesto armas
en sus manos me arrastraban por fuerza a su tierra, de nada me habría valido mi
generosidad para con ellos y mi situación sería mucho peor que la presente.
Con una gran sinceridad y franqueza me contestó el español que la condición
de sus compañeros era tan triste y de tal modo conocían sus miserias, que de
ninguna manera le parecía admisible que llegaran a traicionar a quien les ofrecía la
libertad. Agregó que si yo lo autorizaba él iría a ellos en compañía del anciano
salvaje y les plantearía la proposición para volver de inmediato con la respuesta.
Sólo iba a tratar con ellos previo solemne juramento de que se pondrían
incondicionalmente a mis órdenes en mi carácter de jefe y capitán; tal juramento
sería realizado sobre los Santos Sacramentos y el Evangelio, comprometiéndose a
serme fieles, dirigirse al país cristiano que a mí me pareciera bien y, en una
palabra, obedecer total y absolutamente mis órdenes hasta que hubiésemos
arribado con felicidad al país que yo designara. Finalmente me prometió que todo
aquello sería redactado por escrito para mayor seguridad, que él iba a ser el primero
en pronunciar el juramento y que jamás se apartaría de mi lado mientras yo no
dispusiera otra cosa. Hasta la última gota de sangre estaba dispuesto a verter por
mí si advirtiera la menor señal de mala fe entre sus camaradas.
De acuerdo con lo que el español me dijo, los náufragos eran hombres
honrados y buenos que se encontraban en la peor de las miserias, privados de
armas y ropas, casi sin comer y enteramente a merced de los salvajes; no
conservaban ninguna esperanza de regresar algún día a su país, de modo que si yo
emprendía su liberación se sentirían tan agradecidos como para consagrarme su
vida e incluso morir por mí.
Asegurado de tales cosas, me resolví a tentar la aventura de librarlos si era
posible, y enviar ante todo al viejo salvaje y al español con mis propuestas. Todo
estaba ya listo para el viaje cuando el español me señaló una objeción, hecha con
tal prudencia por un lado y tanta sinceridad por otro que la encontré atinadísima,
llevándome a postergar la liberación de sus camaradas por otros seis meses como
mínimo.
He aquí por qué: durante el tiempo que llevaba el español a mi lado, alrededor
de un mes, le había mostrado yo los recursos que poseía para alimentarme con
ayuda de la Providencia. Había podido observar mis depósitos de cebada y arroz,
harto abundantes para mí, pero que debimos economizar ahora que nuestra familia
se elevaba a cuatro miembros. Como es natural mucho menos podrían bastarnos
cuando los sobrevivientes del naufragio que sumaban dieciséis hombres en ese
momento, llegaran a la isla. Todavía menos podían alcanzarnos esas reservas para
avituallar el navío que pensábamos construir y que debía llevarnos hasta alguna de
las colonias cristianas de América. El español me manifestó que le parecía preferible
cultivar y sembrar nuevas tierras, y que yo destinara a ello todo el grano de que
pudiera desprenderme; luego esperaríamos otra cosecha, a fin de tener cantidad
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conducta del marinero hacia sus víctimas, todos ellos se dispersaron por la costa,
como queriendo reconocer la tierra. Los tres prisioneros quedaron igualmente en
libertad, pero se dejaron caer en tierra pensativos y con todo el aspecto de la
desesperación más profunda.
Esto me recordó el momento de mi llegada a la isla, cuando principié a mirar
en torno mío sintiéndome perdido y sin esperanzas; me acordaba de la aprensión y
el miedo con que había reconocido las inmediaciones, y cómo pasé la primera noche
en un árbol por miedo a que me devoraran animales salvajes.
Así como entonces yo ignoraba el socorro que la Providencia iba a enviarme al
arrastrar el buque cerca de la costa y concederme extraer de él todo lo que me
permitió alimentarme y vivir en adelante, así también aquellos pobres hombres
angustiados ignoraban lo cerca de ellos que estaba la salvación y cómo en realidad
podían escapar al peligro en el mismo instante en que se imaginaban abandonados
a la muerte.
Los tripulantes habían arribado a la costa justamente en el momento en que
culminaba la pleamar, y en el tiempo que emplearon con los prisioneros y en
recorrer más tarde las inmediaciones descuidaron tanto la chalupa que al
producirse el reflujo quedó varada en tierra.
Había, sin embargo, dos hombres a bordo, pero como sin duda habían bebido
demasiado aguardiente estaban dormidos y ajenos a lo que pasaba. Uno de ellos
despertó de improviso, y viendo que sus fuerzas no bastaban para empujar la
chalupa al agua llamó a los demás que andaban sin rumbo fijo, y pronto se
reunieron para moverla. No obstante, la tarea era superior a sus fuerzas, pues se
trataba de una embarcación grande y la playa, en esa parte, tenía una arena suave
y cenagosa; siendo casi arena movediza.
Viéndose en tal situación, y como verdaderos marinos —que tal vez de todos
los hombres sean los menos previsores— abandonaron la tarea y se pusieron otra
vez a vagabundear. Oí que uno de ellos gritaba a otro que todavía permanecía junto
a la chalupa:
—¡Eh, Jack, déjala quieta! ¡Ya flotará con la marea! Me bastó escuchar eso
para comprobar cuál era su nacionalidad.
Durante todo este tiempo me había mantenido muy oculto, sin animarme a
salir del castillo más allá de mi puesto de observación en la cumbre de la colina, y
sintiéndome harto satisfecho por las sólidas fortificaciones.
Me dispuse entretanto para una posible batalla, aunque con mayor cuidado,
pues tenía que habérmelas con otra clase de enemigos. Viernes era ya entonces un
excelente tirador, y le ordené que se equipara convenientemente. Tomé dos
escopetas para mí y puse tres mosquetes en sus manos. Por cierto que mi aspecto
debía ser impresionante: tenía mi formidable chaqueta de piel de cabra y el gran
gorro ya mencionado, una espada desnuda en la cintura, dos pistolas en el cinturón
y una escopeta sobre cada hombro.
Mi intención era no hacer ningún movimiento hasta que oscureciera; pero a
eso de las dos de la tarde, a la hora de mayor calor, descubrí que todos se habían
internado en los bosques y probablemente dormían tirados en el suelo. Los tres
infelices prisioneros, demasiado ansiosos y apenados para encontrar descanso
alguno, habían buscado la sombra de un gran árbol que se alzaba a un cuarto de
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—Muy bien —repuse entonces—. Dejad el resto en mis manos. Ya veo que esos
hombres duermen, y sería cosa fácil matarlos, salvo que prefiráis tomarlos
prisioneros.
El capitán me dijo entonces que entre ellos había dos desalmados a los cuales
era imposible tratar con piedad, pero que eliminados ellos el resto volvería tal vez a
su deber. A esa distancia le era imposible describirme su aspecto, pero se manifestó
dispuesto a obedecer mis órdenes en todo lo que le mandase.
—Entonces —dije— alejémonos en primer lugar de las cercanías para evitar ser
vistos u oídos, y luego deliberaremos.
Me siguieron de inmediato, hasta que los bosques nos ocultaron.
—Ahora bien, caballero —dije al capitán—. Si os ayudo a recobrar vuestra
libertad, ¿estáis dispuesto a cumplir dos condiciones que os fijaré?
Se anticipó a mi propuesta diciéndome que tanto él como su barco, si era
recobrado, quedarían totalmente a mis órdenes a partir de entonces, y que en caso
de que el buque se perdiese, lo mismo permanecería a mi lado en cualquier sitio del
mundo donde yo lo dispusiera; los otros dos hombres afirmaron lo mismo.
—Muy bien —dije—. Mis condiciones son las siguientes. En primer lugar, que
mientras estéis conmigo en esta isla no pretendáis aquí la menor autoridad; si
pongo armas en vuestras manos, ellas me serán devueltas cuando así lo disponga y
nada se cometerá en mi territorio que resulte en perjuicio mío. Segundo, que si el
barco es recobrado, me llevaréis a mí y a mi criado a Inglaterra sin gastos de pasaje.
De inmediato me dio todas las seguridades que la buena fe y el ingenio hayan
podido inventar, asegurándome que me debería la vida y que esa deuda sería
reconocida eternamente por él en cuanta ocasión se presentara.
—Entonces —agregué— aquí hay tres mosquetes para vosotros, con pólvora y
balas; decidme ahora qué consideráis conveniente hacer.
El capitán siguió manifestándome calurosamente su gratitud, pero en cuanto a
la conducta a seguir quiso que yo los guiara en un todo.
Manifesté entonces que la tentativa me parecía peligrosa, pero a mi parecer lo
más sensato era hacer fuego de inmediato sobre aquellos hombres en el sitio en que
se encontraban; si alguno se salvaba y ofrecía rendirse, le perdonaríamos la vida,
encomendándonos a la Providencia para que nuestros disparos fuesen certeros.
Contestóme con mucha moderación que le repugnaba matar a aquellos
hombres y que hubiera preferido evitarlo, pero que los dos incorregibles villanos
habían sido los promotores del motín y que si llegaban a escaparse estaríamos
perdidos, ya que eran capaces de regresar del barco en compañía de los demás
tripulantes y no cejar hasta encontrarnos.
—Muy bien, entonces —dije yo—; ya veis que la necesidad sanciona mi consejo,
y que no hay otro modo de salvar nuestras vidas.
Pese a todo, y viendo cuánta repugnancia le causaba derramar sangre
humana, le di permiso para que procediera junto con sus compañeros del modo que
creyese mejor.
—Bueno —dije—, dejadlos entonces escapar; la Providencia parece haberlos
despertado a tiempo para salvarse. Ahora, si el resto huye, la culpa será vuestra.
Animado con mis palabras tomó el mosquete que le había dado, se puso una
pistola en el cinto y sus camaradas lo imitaron, cada uno con un arma en la mano.
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Al avanzar, estos últimos hicieron algún ruido y uno de los marineros ya despiertos
se dio vuelta y al verlos en tal actitud gritó un alerta a los demás. Pero ya era tarde
porque en el mismo instante los dos hombres dispararon sobre ellos, mientras el
capitán reservaba prudentemente su carga. Tan bien habían apuntado que uno de
los marineros cayó instantáneamente muerto y el otro, muy mal herido, apenas
podía incorporarse en el suelo pidiendo auxilio a los demás. El capitán se le acercó
de inmediato, diciéndole que ya era tarde para pedir auxilio, y que pidiera perdón a
Dios por su villanía; dicho eso le descargó en la cabeza la culata del mosquete,
dejándolo exánime. De los restantes, solamente uno estaba ligeramente herido, pero
como yo llegué en ese momento y comprendieron que no estaban en condiciones de
resistir, pidieron perdón al punto. El capitán expresó que les salvaría la vida si le
daban absoluta seguridad de su arrepentimiento por la abominable traición
cometida y si juraban serle fieles, ayudarlo a recobrar el barco y tripularlo hasta
Jamaica, que era su procedencia. Todos ellos hicieron abundantes protestas de
sinceridad y él parecía dispuesto a creerles y salvar así sus vidas, cosa a la que yo
no me opuse aunque le exigí que tuviera a esos hombres atados de pies y manos
mientras permanecieran en la isla.
En tanto que esto ocurría, mandé a la costa a Viernes con el pilo para que
aseguraran la chalupa, ordenándoles que sacaran los remos y la vela; mientras se
ocupaban en ello, tres marineros que habían andado vagabundeando por la isla,
separados para suerte suya de los otros tripulantes, se acercaron a nosotros
atraídos por los disparos. Pero viendo al capitán, un rato antes su prisionero y
ahora otra vez el amo, se sometieron de inmediato y nuestra victoria fue completa.
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estabais tan animado hace un rato? Por lo que a mí respecta, sólo veo un
inconveniente en la forma en que se presentan los sucesos.
—¿Cuál es él? —preguntó el capitán. —Pues vuestra afirmación de que en esa
chalupa hay tres o cuatro hombres honestos cuya vida debería respetarse; si toda
esa tripulación hubiera estado constituida por malvados, yo habría supuesto que la
Providencia Divina la había escogido para ponerla en vuestras manos. Porque estad
seguro de que cada hombre que desembarque en esta costa nos pertenece, y vivirá o
morirá según se comporte.
Como le dije estas cosas con voz animosa y rostro decidido, le devolví
grandemente el coraje y proseguimos nuestra tarea.
Por cierto que apenas habíamos advertido la partida de la segunda chalupa
rumbo a la costa convinimos en separar nuestros prisioneros y asegurarlos
convenientemente.
Dos de ellos, a quienes el capitán tenía menos confianza que al resto, fueron
llevados por Viernes y uno de los compañeros del capitán a la caverna que estaba
bastante lejos y oculta para ser descubierta, y tan pérdida entre los bosques que de
nada les habría valido a aquellos individuos escaparse de su prisión.
Allí los dejaron atados, pero con provisiones suficientes y la promesa de que si
se quedaban quietos recobrarían su libertad en un día o dos, pero que si pretendían
escaparse serían muertos sin lástima. Aseguraron reiteradamente que soportarían
con paciencia su prisión y se mostraron muy agradecidos de que les dejáramos
provisiones y luz, ya que Viernes les dio algunas de las velas hechas por nosotros a
fin de que lo pasaran mejor. Además, el marinero se quedó de centinela a la entrada
de la cueva, para mayor seguridad.
Los restantes prisioneros recibieron mejor trato. Dos de ellos, sin embargo,
siguieron atados, porque el capitán no sentía plena confianza a su respecto, pero los
otros fueron puestos a mis órdenes por recomendación de su amo y luego de haber
jurado solemnemente vivir y morir a nuestro lado. Con ellos, más los tres
rescatados por mí, éramos siete hombres bien armados y no me cabía duda de que
podríamos luchar con los diez sublevados que venían en la chalupa, máxime que
entre ellos el capitán había reconocido a tres o cuatro hombres honestos.
Tan pronto como arribaron a la costa se apresuraron a varar la chalupa en la
playa y desembarcaron para remolcarla fuera del agua, lo que me alegró mucho
porque había temido que la dejaran anclada a cierta distancia de la costa, a cargo
de algunos hombres, cosa que nos hubiera impedido apoderarnos de la
embarcación.
Ya en tierra, lo primero que hicieron fue correr a la otra chalupa y es de
imaginarse la profunda sorpresa que tuvieron al encontrarla desmantelada y con un
enorme agujero en el fondo.
Luego de discutir un rato en torno a la chalupa se pusieron a dar grandes
gritos, repitiéndolos con todas sus fuerzas para llamar la atención de sus perdidos
compañeros. Como no obtuvieran respuesta alguna se reunieron en círculo y
dispararon al aire sus armas, cosa que oímos perfectamente y que los bosques
repitieron como un eco. Pero tampoco les sirvió la descarga, ya que los prisioneros
en la caverna no podían escucharla, y aquellos en nuestro poder, aunque la oyeron,
no se hubieran atrevido a contestarla.
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Los de la chalupa se quedaron tan asombrados ante su fracaso que, como nos
lo dijeron más tarde, resolvieron embarcarse inmediatamente y volver lo antes
posible al navío, seguros de que así como la chalupa estaba averiada sus
tripulantes habían sido asesinados al desembarcar. De acuerdo con eso, botaron su
lancha al agua y se embarcaron al punto.
El capitán se mostró entonces sorprendido y luego desconcertado, seguro de
que apenas llegaran a bordo se harían a la mar dejando abandonados a sus
camaradas, con lo cual el navío se perdería para él, que tanto había confiado en
rescatarlo.
Pero pronto tuvo un nuevo motivo para aterrarse. Apenas habían botado
aquellos hombres la chalupa cuando lo vimos que cambiaban de idea y retornaban
a la costa, con la diferencia de que ahora dejaron tres hombres al cuidado de la
chalupa mientras los restantes se internaban en procura de sus compañeros.
Aquello nos causó una gran decepción, porque ignorábamos la mejor conducta
a seguir; apoderarnos de los siete marineros en tierra no nos daba ninguna ventaja
si dejábamos escapar la chalupa, ya que sus tripulantes irían de inmediato a bordo,
induciendo a los otros a hacerse a la vela, y el rescate del buque se tornaría así
imposible. Advertimos de inmediato que lo más prudente era quedar a la espera, a
fin de que el curso de los acontecimientos nos dictara el camino a seguir. Los siete
marinos bajaron a tierra, mientras los tres restantes mantenían la chalupa a buena
distancia de la costa, andándola para quedarse esperando.
Vimos entonces que tratar de apoderarnos de la chalupa era una empresa
imposible.
Los que habían desembarcado tuvieron buen cuidado de mantenerse unidos,
encaminándose hacia las alturas de la pequeña colina bajo cuya ladera estaba mi
morada; aunque no podían divisarnos, advertíamos claramente sus movimientos.
Nos hubiera agradado verlos acercarse de modo de poder disparar sobre ellos, o
bien que se alejaran lo bastante para poder salir de nuestro escondite.
Cuando llegaron a lo alto de la colina desde donde tenían un amplio panorama
de los valles y los bosques que se extendían hacia el noreste, donde la isla era más
baja, se pusieron a gritar y hacer señales hasta que estuvieron exhaustos. No
pareciendo dispuestos a alejarse mucho más de la costa, así como a separarse entre
ellos, terminaron por reunirse bajo un árbol para discutir la situación. De haber
decidido dormir allí, como lo hiciera antes el otro grupo, la tarea hubiese sido muy
simple para nosotros, pero estaban demasiado inquietos y llenos de aprensiones
para aventurarse a dormir, pese a que parecían incapaces de determinar qué clase
de peligro los acechaba.
El capitán me hizo entonces una juiciosa proposición mientras los marineros
continuaban deliberando; suponía que iban a resolverse a hacer una nueva
descarga cerrada para llamar la atención de sus camaradas, oportunidad que
podíamos aprovechar precipitándonos sobre ellos en el preciso momento en que sus
armas estuviesen descargadas, con lo cual los obligaríamos a rendirse sin necesidad
de ningún derramamiento de sangre.
Me pareció un excelente y atinado plan, ya que estábamos bastante cerca de
ellos para sorprenderlos antes de que hubieran tenido el tiempo de cargar otra vez
sus armas.
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Sin embargo la descarga no se produjo, y nos quedamos largo tiempo allí, sin
resolvernos a emprender otra cosa. Por fin opiné que nada podría hacerse hasta
llegada la noche, y que si entonces los hombres no habían vuelto aún a la chalupa
tal vez encontraríamos un medio de situarnos entre ellos y la costa, así como una
estratagema para convencer a los de la chalupa que no se acercaran a tierra.
Impacientes en extremo, permanecimos sin embargo a la espera, pero nos
invadió el temor al ver que, luego de largas consultas y deliberaciones, los hombres
se levantaban y se ponían en marcha hacia la costa. Como si la aprensión del lugar
fuese demasiado para su valor, habían resuelto al parecer retornar lo antes posible
al navío, dar a sus compañeros por perdidos y reanudar de inmediato el viaje.
Tan pronto los vi encaminarse de nuevo hacia la playa comprendí que cesaban
la búsqueda, y el capitán, cuando le comuniqué mis temores, pareció desmayarse
de angustia.
Pero entonces se me ocurrió una estratagema para obligarlos a retornar, que
me pareció perfectamente realizable. Ordené en consecuencia a Viernes y al piloto
que se encaminaran hacia la pequeña ensenada del oeste, en la zona donde los
caníbales habían desembarcado cuando Viernes huyó de ellos, y tan pronto llegaran
a un altozano, a una media milla de distancia, se pusieran a dar grandes gritos
para llamar la atención de los marineros. Les dije que apenas oyesen una respuesta
volvieran a gritar para conseguir que fuesen hacia allí, y entonces, internándose
cada vez más en la isla y si era posible entre los bosques, fueran describiendo un
círculo que los trajera hasta nosotros por un camino que les señalé.
Los marineros estaban ya embarcándose cuando Viernes y el piloto dejaron oír
sus gritos. Tan pronto oyeron el llamamiento lo contestaron a coro y echaron a
correr hacia el oeste en dirección de donde venían las voces. A mitad de camino
tropezaron con la ensenada que, estando la marea alta, no podían vadear, por lo
cual hicieron señales a los de la chalupa que vinieran a pasarlos, que era lo que yo
estaba esperando.
Apenas hubieron pasado al otro lado, advertí que la chalupa se había
internado bastante en la ensenada que formaba una especie de seguro puerto en el
interior de la isla, por lo cual los marineros se llevaron consigo a uno de los tres que
cuidaban la embarcación, quedando los otros a bordo, luego de asegurar la chalupa
al tronco de un árbol que crecía en la misma orilla.
Esto era lo que yo deseaba, y dejando a Viernes y al piloto que prosiguieran su
labor avancé con mis compañeros cruzando la ensenada a cubierto de los dos
marineros desprevenidos.
Antes de que pudieran reaccionar caímos sobre ellos; uno yacía descansando
en tierra y el otro permanecía en la chalupa. El primero, que estaba dormitando,
trató de incorporarse, pero el capitán, que iba delante, lo alcanzó de un culatazo
derribándolo, y luego ordenó al otro que se rindiera o era hombre muerto.
Pocos argumentos fueron necesarios para decidir a un individuo solo contra
cinco bien armados que ya habían dado cuenta de su compañero; además, era uno
de aquellos que no habían participado voluntariamente en el motín, y por lo tanto
no sólo se rindió de inmediato sino que estuvo luego de nuestra parte con toda
buena fe.
Entretanto, tan bien habían cumplido Viernes y el piloto el papel que debían
desempeñar, que con sus gritos y respuestas fueron llevando al resto de los
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gobernador enviaba a decir por su intermedio que se preparase a morir, pues sería
ahorcado por la mañana.
Aunque todo esto era una invención, tuvo el efecto que el capitán deseaba.
Atkins cayó de rodillas, suplicando al capitán que intercediera ante el gobernador
para salvarle la vida; y todo el resto se unió a sus lamentaciones rogando
encarecidamente que no los enviaran a Inglaterra.
Se me ocurrió entonces que la hora de nuestra libertad había llegado y que
sería cosa fácil lograr que aquellos individuos colaboraran con nosotros en
apoderarnos del barco. Oculto como estaba a sus miradas, a fin de que no
descubrieran qué clase de gobernador tenía la isla, llamé en alta voz al capitán.
Como lo hacía desde buena distancia, uno de mis hombres tenía la orden de repetir
el llamado y decir:
—Capitán, el gobernador quiere veros.
—Decid a Su Excelencia que voy de inmediato —replicó entonces el capitán.
La escena resultó muy bien, y los prisioneros quedaron convencidos de que el
gobernador andaba con sus cincuenta hombres por las inmediaciones.
Cuando llegó a mi lado, expuse al capitán mi proyecto para apoderarnos del
barco, el que le pareció excelente, y dispusimos llevarlo a ejecución a la siguiente
mañana. En orden a que todo resultara sin tropiezos y con la mayor seguridad, dije
a mi compañero que debíamos dividir a los prisioneros de modo que Atkins y otros
dos entre los peores fueran enviados sólidamente sujetos a la caverna donde ya
estaban los otros. Viernes y los dos compañeros del capitán se ocuparon de cumplir
ese cometido.
Fueron, pues, conducidos a la cueva que hacía de prisión, y que, por cierto, era
un lugar espantoso para individuos en el estado en que se encontraban aquéllos. A
los otros los conduje a mi enramada, de la que he hecho ya una descripción
completa; como había allí empalizada y los hombres seguían atados, el sitio
resultaba bastante seguro, máxime cuando la suerte de aquellos dependía de su
conducta.
Por la mañana envié al capitán a conferenciar con los prisioneros de la
enramada, a fin de indagarlos y hacerme saber si le parecían dignos de confianza
para acompañarnos en la expedición contra el buque. El capitán volvió a hablarles
de la injuria que le habían hecho, de la situación en que se encontraban, y les dejó
entrever que aunque el gobernador les concedía cuartel por el momento, apenas
fueran llevados prisioneros a Inglaterra serían ahorcados con toda seguridad; pero
agregó que si estaban dispuestos a unirse a nosotros para tratar de reconquistar el
buque, acaso fuera posible lograr formalmente el perdón del gobernador.
Es de imaginar con cuánta rapidez habrá sido aceptada semejante proposición
por hombres que se encontraban en semejante alternativa. Cayeron de rodillas ante
el capitán y le prometieron, con las demostraciones más sinceras, que le serían
fieles hasta último momento; puesto que iban a deberle la vida, estaban dispuestos
a acompañarlo a todas partes, y mientras vivieran lo considerarían como su padre.
—Entonces —dijo el capitán— iré a decir al gobernador lo que acabo de oír y trataré
por todos los medios de que acceda.
Vino a mí con el relato de lo hablado y me participó su impresión de que
aquellos individuos le serían fieles. Con todo, y para asegurarnos bien le dije que
volviera a ellos y apartara a cinco hombres, que serían sus asistentes en la
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empresa, diciéndoles que el gobernador conservaría en su poder a los otros dos, así
como a los tres prisioneros en la caverna, en calidad de rehenes para garantizar la
fidelidad de aquellos cinco; y que si alguno mostraba la menor señal de traición, los
rehenes serían ahorcados inmediatamente en la playa.
Todo esto los impresionó, dándoles la seguridad de que el gobernador procedía
con severidad. No les quedaba sin embargo otro recurso que aceptar aquellas
condiciones, y a partir de ese instante los cinco rehenes, además del capitán, se
empeñaron en persuadir a los otros para que cumplieran su deber al pie de la letra.
Nuestras fuerzas estaban ahora listas para la expedición según el siguiente
detalle:
1.°) el capitán, su segundo y el pasajero;
2.°) los dos prisioneros de la primera partida a los que, de acuerdo con la
recomendación del capitán, habíamos dado libertad y confiado armas;
3.°) los otros dos, que hasta entonces habíamos tenido en la enramada, atados,
pero que ahora pusimos en libertad por pedido del capitán;
4.°) los cinco recién libertados. Eran, pues, doce en total, aparte de los cinco
que mantuvimos prisioneros en la caverna en calidad de rehenes.
Pregunté al capitán si estaba dispuesto a aventurarse con aquel número en la
empresa de abordar el navío; por lo que a mí y a Viernes respecta, pensé que no nos
convenía movernos por el momento, teniendo siete hombres que cuidar en tierra, ya
que bastante tarea suponía vigilarlos y darles suficiente alimento. Con respecto a
los cinco de la caverna decidí mantenerlos atados, pero Viernes iba dos veces por
día a llevarles vituallas; los otros fueron empleados en acarrear provisiones hasta
cierta distancia de la cueva, donde iba Viernes a tomarlas.
Me presenté entonces a los dos rehenes en compañía del capitán, quien les dijo
que yo era la persona designada por el gobernador para vigilarlos, y que sus
órdenes eran que no se apartaran un solo momento del sitio donde yo me
encontrara; si lo hacían serían llevados de inmediato al castillo y encadenados.
Naturalmente aquellos hombres, como no habían visto nunca al gobernador, me
tomaron por su representante, y yo hablaba a cada momento de Su Excelencia, de
la guarnición, el castillo y demás cosas parecidas. El capitán no tenía ahora otra
dificultad que la de aparejar las dos chalupas, reparar la avería en una de ellas y
tripularlas con sus hombres. Hizo a su pasajero capitán de una de las
embarcaciones, y puso cuatro hombres a sus órdenes; en persona, y acompañado
de su segundo y cinco hombres, se embargó en la otra; aprovecharon la mejor hora
y navegaron en dirección al navío a eso de medianoche. Tan pronto estuvieron al
alcance de la voz, el capitán ordenó al llamado Robinson que gritara a los del navío,
diciéndoles que traían los hombres y la chalupa, pero que les había llevado
muchísimo tiempo dar con ellos; con esas y otras parecidas charlas debía
entretener su atención mientras los demás se acercaban al navío.
Entonces, abordando el buque, el capitán y su segundo sorprendieron y
derribaron a culatazos al segundo y al carpintero, siendo fielmente ayudados por los
hombres que iban con ellos. Asegurando rápidamente a los restantes marineros que
estaban en el puente y la popa, trancaron las escotillas para aislar a los que
quedaban abajo. Entretanto la otra chalupa, desembarcando a sus tripulantes en
los portaobenques del trinquete, aseguró la posesión del castillo de proa y la
escotilla que daba a la cocina, donde fueron apresados otros tres hombres.
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Cumplido esto, y dueño del puente, el capitán ordenó al piloto que tomara por
asalto la toldilla donde se encontraba el capitán sublevado; éste, despierto y alerta,
se encontraba en compañía de dos hombres y un grumete armados con fusiles.
Cuando el piloto forzó la puerta con una palanca, el nuevo capitán y sus hombres
dispararon a quemarropa sobre los. atacantes, hiriendo al piloto de un tiro de
mosquete que le atravesó el brazo, así como a dos de sus hombres, pero sin matar a
ninguno.
Mientras pedía auxilio a gritos entró el piloto, herido como estaba, en la toldilla
y con su pistola atravesó la cabeza del capitán rebelde; la bala entró por la boca y
salió detrás de una oreja haciéndolo caer sin tiempo de pronunciar una palabra.
Al ver esto, los otros se rindieron de inmediato y el buque fue tomado sin que
resultara necesario sacrificar más vidas.
Tan pronto estuvo el barco en su poder el capitán ordenó que se dispararan
siete cañonazos, señal convenida conmigo para hacerme saber el buen resultado de
la empresa; es de imaginar la alegría con que los escuché, habiendo esperado
novedades en la playa hasta las dos de la madrugada.
Escuchada la señal, me dejé caer en la arena y rendido por las muchas fatigas
de aquel día dormí profundamente hasta que el sonido de otro cañonazo me
despertó sobresaltado. Mientras me incorporaba, oí a alguien gritando:
—¡Gobernador, gobernador!
Reconocí inmediatamente la voz del capitán, y subiendo a la cumbre de la
colina lo encontré; al verme señaló en dirección del navío, y viniendo a mí me
estrechó en sus brazos mientras exclamaba:
—¡Amigo mío, mi salvador! ¡Ahí tenéis vuestro barco que os pertenece, así como
nosotros, y todo lo que a bordo existe os pertenece también!
Miré en dirección al mar y vi el navío a una media milla de la costa. Supe
entonces que apenas dueños de la situación se habían apresurado a levar anclas y
acercarse, aprovechando la calma que reinaba, hasta la boca de la pequeña
ensenada. Estando alta la marea, el capitán había venido con la pinaza hasta el
mismo sitio donde yo fondeara mis primeras balsas, y puede decirse que acababa de
llegar a la puerta de mi casa.
La emoción me embargó al extremo de que estuve a punto de desplomarme.
Veía ahora con toda claridad la liberación al alcance de mis manos, ya todo resuelto
y listo, un gran navío esperándome para llevarme al sitio donde me placiera más.
En el primer momento me sentí incapaz de articular una sola palabra; y como
el capitán me tenía abrazado, me aferré a él con fuerza porque de lo contrario
hubiese caído al suelo.
El advirtió mi emoción, y extrayendo una botella de su bolsillo me hizo beber
un trago de cordial que había traído ex profeso. Me senté entonces en el suelo, y
aunque el licor me devolvió la serenidad, pasó un rato antes de que pudiera decir
algo a mi amigo.
Mientras tanto, él estaba tan lleno de alborozo como yo, sólo que de distinta
naturaleza. Me hablaba continuamente diciéndome mil cosas amables para
ayudarme a recobrar la calma; pero tal era el ímpetu de la alegría que llenaba mi
pecho que sólo servía para colmar mi espíritu de confusión. Por fin me eché a llorar,
y poco después fui otra vez dueño de mis palabras.
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recomendé también que apenas llegado al barco hiciera colgar del mástil el cuerpo
del capitán rebelde para que los de la isla pudieran verlo.
Apenas marchado el capitán, llamé a mi tienda a los rebeldes y me puse a
hablar seriamente con ellos. Les dije que habían hecho a mi parecer una buena
elección, ya que si el capitán los hubiera llevado consigo seguramente habrían
terminado en el patíbulo. Les mostré la figura del rebelde balanceándose en la verga
del mástil, y les dije que solamente podían esperar una cosa parecida.
Cuando me repitieron su decisión de quedarse manifesté que les haría un
relato detallado de mi vida en el lugar, mostrándoles al mismo tiempo los medios de
procurarse una existencia confortable. Les narré punto por punto todo cuanto
conocía de la isla, mi llegada a tierra, indicándoles cómo había levantado las
fortificaciones, la forma en que logré tener pan, plantar el grano y secar las uvas; en
fin, todo cuanto podían necesitar para que la existencia no les fuera penosa.
También les conté la historia de los dieciséis españoles que llegarían a la isla según
mis esperanzas, y les di una carta para ellos, haciéndoles prometer que los tratarían
de igual a igual.
Les dejé mis armas de fuego, es decir, cinco mosquetes, tres escopetas y
además tres espadas. Quedaba todavía un barril y medio de pólvora, ya que
después de los primeros años empleé muy poca evitando desperdiciarla. Les di
completas instrucciones sobre el modo de domesticar las cabras, ordeñarlas y
cebarlas, así como la manera de hacer manteca y queso.
En una palabra, los interioricé de cada detalle de mi propia vida, agregando
que intercedería ante el capitán para que les dejara otros dos barriles de pólvora,
así como semillas de hortalizas, que tan útiles me hubieran sido. Les regalé el saco
de guisantes que el capitán me había traído para comer, enseñándoles la forma de
sembrarlos para tener mayor cantidad.
Cumplido todo esto, me despedí de ellos a la siguiente mañana y embarqué de
inmediato. Nos preparábamos para hacernos a la vela, pero no levamos anclas esa
noche. A la mañana siguiente, dos de los cinco hombres llegaron nadando hasta el
navío, y profiriendo toda clase de quejas contra los otros tres nos suplicaron en
nombre de Dios que los recibiéramos a bordo, pues de lo contrario serían
asesinados, y terminaron rogando al capitán que los admitiera aunque sólo fuese
para ahorcarlos inmediatamente.
Al oírlos, el capitán pretendió no tener autoridad para acceder a su pedido sin
mi consentimiento; después de tenerlos así un rato, y luego que prometieron
solemnemente corregirse, los hicimos trepar a bordo, donde luego de ser castigados
con azotes se condujeron con toda prudencia y honradez.
Al subir la marea la chalupa fue enviada a tierra con los efectos prometidos a
aquellos hombres, a los cuales el capitán agregó por mi intercesión los arcones con
sus ropas; se mostraron sumamente agradecidos al recibirlos, y yo les di coraje
diciéndoles que si me era posible enviar algún buque para que los recogiera no
dejaría de hacerlo.
Al abandonar la isla llevé conmigo algunos recuerdos, como ser el gorro de piel
de cabra que me había hecho, la sombrilla y mi papagayo; también cuidé de llevar el
dinero ya mencionado, que durante tanto tiempo me había sido inútil; estaba
enmohecido y oxidado, tanto que hasta no frotarlo bien nadie lo hubiese tomado por
plata. Igualmente traje a bordo el dinero hallado en el naufragio del barco español.
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últimos nueve años, pero que podía asegurarme que al abandonar aquellas tierras
mi socio vivía aún; en cuanto a los apoderados, a quienes yo dejara junto con aquél
al cuidado de mis bienes, ambos habían muerto.
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Con todo creía posible lograr un buen detalle del adelanto de mi plantación,
pues luego de haberse difundido la creencia de que me había ahogado en un
naufragio, mis apoderados se apresuraron a rendir cuentas de mi parte al
procurador fiscal, quien decidió adjudicar aquellos bienes, en tanto no me
presentase yo a reclamarlos, un tercio al fisco y dos tercios al monasterio de San
Agustín, que los empleaba en beneficio de los pobres y la conversión de los indios al
catolicismo.
Naturalmente bastaría que yo me presentara, o enviase a alguien con suficiente
poder para reclamar los bienes en mi nombre, para que todo me fuese entregado.
Solamente no me serían devueltas las rentas anuales, que habían sido destinadas a
usos de caridad. El capitán me aseguró que el administrador real de las rentas de
tierras, así como el «provedidore» o ecónomo del monasterio, habían tenido gran
cuidado de que mi socio rindiera anualmente cuenta de lo producido por la
plantación, de la cual recibían la mitad.
Le pregunté si estaba al tanto de las mejoras introducidas en la plantación, y si
valía la pena que yo me embarcase rumbo al Brasil; también quise saber si a mi
llegada no encontraría dificultades en la toma de posesión de mi parte. Me dijo que
ignoraba con exactitud hasta qué punto había crecido la plantación, pero sí sabía
que mi socio era ahora un hombre muy rico con sólo el producto de una mitad del
total. También recordaba haber oído que el tercio de mi parte consagrado al fisco —
que aparentemente era entregado a otro monasterio o fundación religiosa— sumaba
más de doscientos moidores1 anuales.
En cuanto a la toma de posesión de mis bienes, él no encontraba la menor
dificultad, ya que mi socio vivía y podría testimoniar de mis derechos, fuera de que
mi nombre estaba debidamente inscrito en el registro de propietarios.
Agregó que los sucesores de mis dos apoderados eran excelentes y honestas
personas, dueñas de gran riqueza, por lo cual yo tendría no solamente ayuda para
recobrar mis posesiones sino que recibiría una gran suma de dinero, producto de lo
rendido por la plantación antes de que pasara a manos del estado en la forma
señalada, cosa ocurrida unos doce años atrás según creía recordar.
Al escuchar sus palabras, me mostré sumamente preocupado e inquieto y
quise saber cómo era posible que aquellos apoderados hubiesen dispuesto a su
manera de mis efectos, siendo que yo había hecho testamento antes de embarcarme
por el cual lo declaraba a él, el capitán portugués, mi legatario universal.
Me dijo que eso era cierto, pero que no existiendo prueba de que yo hubiese
muerto no podía él actuar como ejecutor testamentario hasta tanto se recibiera
testimonio seguro de mi desaparición.
Fuera de eso, no había querido intervenir en un asunto radicado en tierras tan
remotas, aunque había registrado debidamente mi testamento a fin de que
constasen sus derechos. De haber tenido prueba cierta de mi muerte, hubiese
actuado por procuración recibiendo el «ingenio» —como llaman a las fábricas de
azúcar— por intermedio de su hijo, que se encontraba actualmente en el Brasil.
—Sin embargo —agregó el anciano— tengo que daros algunas otras noticias
que acaso no os resulten tan agradables. Creyendo que habíais muerto, como lo
creía todo el mundo, vuestro socio y los apoderados me rindieron cuentas y
entregaron los beneficios en vuestro nombre durante los seis u ocho primeros años.
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. Moidor (del portugués «moeda d'ouro»), moneda de oro usada en Portugal,
equivalente a veintisiete chelines. (N. del T.)
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Dichas sumas fueron aceptadas por mí, pero como en aquel entonces había grandes
gastos en la plantación, tales como construir un ingenio y comprar esclavos, la
suma no se elevó tanto como en años posteriores. Con todo —agregó el capitán— os
rendiré el detalle de cuanto he recibido, y la forma en que dispuse del dinero.
Días más tarde, prosiguiendo mis conversaciones con mi viejo amigo, me
entregó la cuenta de lo producido por mi plantación en los primeros seis años,
detalle que aparecía firmado por mi socio y los apoderados, y que había sido
entregado en especies tales como tabaco en rama, cajas de azúcar, y también ron,
melaza y otros productos derivados de la refinación del azúcar. Pude entonces
observar que el total crecía de año en año, pero como el desembolso para los gastos
mencionados había sido grande las sumas resultaban pequeñas.
El capitán me hizo saber además que era mi deudor por la suma de
cuatrocientos setenta moidores, aparte de sesenta cajas de azúcar y quince fardos
dobles de tabaco, que se habían perdido en el naufragio de su barco, ocurrido al
regresar a Lisboa unos once años después de mi desaparición.
Entonces comenzó el anciano a quejarse de sus desgracias, y cómo se había
visto obligado a hacer uso de mi dinero para recobrarse de sus pérdidas y adquirir
una participación en un nuevo navío.
—Pese a ello, mi viejo amigo —agregó—, no habrán de faltaros auxilios en
vuestra presente necesidad; tan pronto vuelva mi hijo recibiréis todo lo que se os
debe.
Y sacando allí mismo un viejo saco me entregó 160 moidores portugueses así
como los títulos de su participación en el buque, del cual su hijo y él tenían una
cuarta parte respectivamente, y me los dio como garantía del resto.
Mucho me emocionaron la honestidad y la gentileza de aquel hombre, tanto
que apenas pude soportar aquella escena. Recordaba lo que el capitán había hecho
por mí, cómo me libró del mar y con qué generosidad se había conducido en toda
ocasión. Al darme cuenta de tan sincera amistad, apenas pude contener las
lágrimas escuchando sus palabras, y lo primero que hice fue preguntarle si las
circunstancias le permitían desprenderse de tal cantidad de dinero, y si ello no le
ocasionaría apuros. Me respondió que sin duda ese pago significaba para él un
trastorno, pero de todos modos se trataba de mi dinero y yo lo necesitaba más que
él.
Todo cuanto habló estaba impregnado de afecto, y a mí me costaba escucharlo
sin prorrumpir en llanto. Por fin acepté cien moidores, y le pedí papel y pluma para
extenderle un recibo por ellos. Entregándole luego el resto, le dije que si algún día
entraba en posesión de mi ingenio le devolvería asimismo lo que ahora aceptaba,
cosa que más adelante cumplí. En cuanto a los títulos del barco no quería recibirlos
de ningún modo, seguro de que si algún día necesitaba yo dinero él era harto
honrado para pagarme de inmediato, y si la suerte me permitía recobrar mi
plantación jamás aceptaría un solo penique de sus manos.
Decidido esto, el anciano capitán me ofreció su ayuda a fin de reclamar mis
bienes. Le dije que estaba dispuesto a embarcarme en persona para el Brasil, a lo
que me contestó que lo hiciera si me parecía bien, pero que había otros recursos
para lograr el mismo fin y obtener una inmediata restitución de lo mío.
Algunos barcos estaban alistándose en Lisboa para emprender viaje al Brasil, y
el capitán hizo que mi nombre fuera inscripto de inmediato en un registro público,
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con una declaración jurada suya en la cual afirmaba que yo estaba vivo y que era la
misma persona que había iniciado la plantación de cuya entrega se trataba.
Legalmente consignada por un notario la declaración, y con un poder adjunto,
el capitán me aconsejó enviarla con una carta suya a un comerciante amigo,
proponiéndome luego que permaneciera con él en Lisboa hasta que los navios
retornaran con noticias.
Nunca hubo poder ejercido con más legalidad que el que yo diera a aquel
comerciante; en menos de siete meses recibí un grueso paquete procedente de los
herederos de mis apoderados, los plantadores a cuya cuenta me hice a la mar como
he narrado, y dentro del cual encontré los siguientes documentos:
Primero, una cuenta detallada de lo producido por mi plantación a partir del
último año en que sus padres habían ajustado cuentas con el capitán portugués; el
balance arrojaba un saldo de mil ciento setenta y cuatro moidores en mi favor.
Segundo, la cuenta de otros cuatro años durante los cuales administraron los
bienes, antes de que el gobierno reclamara la parte que la ley fija en caso de no
tenerse noticias del dueño, cosa que ellos llaman muerte civil; el balance de dichos
años, por haber aumentado entonces el producto de la plantación, arrojaba un total
de treinta y ocho mil ochocientos noventa y dos cruzados, lo que hacían tres mil
doscientos cuarenta y un moidores.
Tercero, la cuenta rendida por el prior del convento agustino, que había
recibido rentas por espacio de catorce años; descontando lo destinado a gastos de
hospital, declaraba honestamente tener aún ochocientos setenta y dos moidores sin
empleo, los que ponía a mi disposición. En lo que respecta a la porción del fisco,
nada me fue devuelto.
Venía además una letra de mi socio donde me expresaba su regocijo por
saberme vivo, me hacía un prolijo relato de cómo había progresado la plantación, lo
que producía anualmente, así como el número de acres que tenía en la actualidad;
me indicaba la superficie sembrada, el número de esclavos que trabajaban allí,
terminando por trazar veintidós cruces a manera de bendiciones, y diciéndome
cuántas Ave Marías había rezado para agradecer a la Virgen Santísima mi
salvación. Me invitaba con mucho calor a que fuese al Brasil para tomar posesión
de mis bienes, y que entretanto le enviase órdenes para rendir cuentas a quien yo
designase en mi ausencia. Por fin hacía protestas de su amistad, incluyendo a su
familia, y me enviaba como regalo siete hermosas pieles de leopardo que había
recibido de la costa africana adonde enviaba con frecuencia barcos que sin duda
habrían tenido mejor viaje que el mío. Con las pieles venían cinco cajas de
excelentes confituras y cien piezas de oro sin acuñar, no tan grandes como los
moidores. Por el mismo barco mis apoderados me fletaron mil doscientas cajas de
azúcar, ochocientos rollos de tabaco y el resto del producto en oro.
Ciertamente podía decir yo ahora que el final de Job era mejor que el principio.
Es imposible narrar los sentimientos de mi corazón al leer aquellas cartas y
enterarme de la fortuna que poseía. Porque como los barcos del Brasil navegan
siempre en convoy, junto con las cartas venían los bienes y éstos estaban ya
desembarcados y en seguridad antes de que aquéllas llegaran a mis manos.
En una palabra, palidecí y creí que iba a desmayarme, a no mediar el capitán,
que corrió a hacerme beber un cordial. Pienso que la súbita sorpresa producida por
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hubiera podido explicar las causas, pero como no conseguía dominarla llegué
incluso a abandonar el viaje cuando ya tenía mis maletas hechas; y no una sino dos
o tres veces me ocurrió lo mismo.
Es verdad que en el mar yo había sido muy desgraciado, y ésta puede ser una
de las causas; pero que nadie desoiga nunca los irresistibles impulsos de su
espíritu en casos como el mío. Dos de los barcos que había escogido para realizar el
viaje (y a tal punto escogido que en uno de ellos llegué a hacer subir a bordo mi
equipaje y en otro dispuse análogos arreglos con el capitán) sufrieron grandes
desgracias. Uno fue apresado por los argelinos, mientras el otro naufragó cerca de
Torbay y todo el pasaje se ahogó con excepción de tres hombres, lo que prueba que
en cualquiera de aquellos barcos mi destino hubiera sido funesto.
Después de atormentarme así en mis pensamientos, acabé por confiar mis
aprensiones al anciano capitán, quien se apresuró a pedirme que no viajara por mar
sino que hiciera el viaje a La Coruña por tierra, cruzando allí el golfo de Vizcaya
hasta la Rochela, desde donde había un cómodo y seguro viaje por tierra a París,
luego a Calais y Dover. El otro camino consistía en llegar a Madrid y de ahí por
tierra a París.
En resumen, tan inquieto me sentía ante la idea de navegar que, salvo el
obligado tramo de Calais a Dover, me decidí a hacer la travesía enteramente por
tierra, lo que además podía resultar mucho más placentero desde que no tenía
ningún apuro en llegar a destino. Para mayor seguridad, el viejo capitán me
presentó a un caballero inglés, hijo de un comerciante en Lisboa, quien se
manifestó dispuesto a viajar conmigo; poco después se agregaron otros dos
comerciantes ingleses y dos jóvenes caballeros portugueses, uno de los cuales iba
sólo hasta París.
Éramos en total seis viajeros con cinco sirvientes; los dos mercaderes axial
como los dos portugueses se arreglaban con un sirviente entre ambos para evitar
mayores gastos, y en cuanto a mí había elegido a un marinero inglés para que me
sirviera en el viaje, ya que mi criado Viernes desconocía demasiado las costumbres
para serme de utilidad en un trayecto semejante.
Así salimos de Lisboa, y como el grupo estaba muy bien montado y armado,
hacíamos un pequeño ejército en el cual tuve el honor de ser considerado capitán,
tanto por ser el mayor de ellos como por llevar dos sirvientes, y también porque
había sido el organizador de aquella travesía.
Del mismo modo que no he querido fatigaros con el relato de mis viajes por
mar, tampoco quiero hacerlo ahora con uno por tierra; sin embargo, algunas
aventuras que nos acontecieron en tan tediosa y difícil marcha no deben ser
omitidas.
Cuando llegamos a Madrid, como éramos todos extranjeros en España, no
quisimos seguir la marcha sin quedarnos un tiempo para visitar la corte y ver lo que
merecía ser conocido. Sin embargo, concluía ya el verano, y nos apresuramos a
reanudar el viaje abandonando Madrid a mediados de octubre. Apenas habíamos
llegado a la frontera de Navarra cuando empezamos a recibir alarmantes noticias de
los distintos pueblos que cruzábamos, según las cuales había nevado tanto del lado
francés de las montañas que muchos viajeros se habían visto obligados a retornar a
Pamplona, después de intentar a todo riesgo cruzar los Pirineos.
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tierras tenían un aspecto muy agradable y no había señales de nieve, hasta que de
pronto, tornando a la izquierda, nos llevó hacia las montañas por otro camino.
En verdad que los cerros y los precipicios eran espantosos, pero el guía nos
hizo dar tantas vueltas y revueltas, nos llevó por crestas y cornisas tan vertiginosas
que terminamos por trasponer las alturas mayores sin haber sido excesivamente
molestados por la nieve. Ya entonces nos mostró nuestro guía las hermosas y
fértiles provincias de Languedoc y Gascuña que se extendían abajo y a una gran
distancia, verdes y florecientes, y a las cuales llegaríamos después de vencer otro
trecho de áspero camino.
Nos sentimos algo inquietos cuando se puso a nevar todo un día y una noche
con tanta violencia que tuvimos que detenernos; pero el guía nos tranquilizó
asegurándonos que pronto saldríamos del trance. En efecto, advertimos que
estábamos ya en el descenso y que nos encaminábamos cada vez más hacia el
norte, de manera que proseguimos confiados el viaje.
Unas dos horas antes de que cayera la noche, cuando nuestro guía cabalgaba
un poco adelantado y fuera de nuestra vista, tres monstruosos lobos y un oso
salieron de un hueco que daba acceso a un espeso bosque. Dos de los lobos se
precipitaron sobre el guía, y si hubiera estado una media milla más adelante de
nosotros lo hubiesen devorado antes de poder acudir en su auxilio. Uno de los lobos
atacó al caballo, mientras el otro saltaba sobre el jinete con tal violencia que no le
dio tiempo a sacar la pistola sino que, perdiendo la cabeza, sólo atinó a gritar con
todas sus fuerzas en demanda de socorro. Como mi criado Viernes marchaba a mi
lado, le ordené que fuese al galope a ver lo que ocurría. Así que Viernes descubrió la
escena gritó tan fuerte como el otro:
—¡Amo, amo!
Pero al mismo tiempo, con extraordinaria valentía, galopó directamente hacia el
atacado y sacando su pistola atravesó de un tiro la cabeza de la fiera.
Fue una suerte para el guía que Viernes acudiera a ayudarlo, pues como
estaba habituado a lidiar con esa clase de animales en su país no les temía y se
acercaba casi hasta tocarlos antes de disparar sobre ellos; de haber sido alguno de
nosotros habría tirado desde más lejos, tal vez errando el disparo o hiriendo al
jinete.
Lo que siguió hubiera bastado para aterrar a un hombre más valiente que yo, y
por cierto hizo temblar a todos los que viajábamos cuando, al expandirse el ruido
del disparo de Viernes, a ambos lados del camino oímos levantarse un horroroso
aullar de lobos; aquellos aullidos, multiplicados por el eco de la montaña, nos
daban la impresión de que había prodigiosa cantidad de fieras al acecho; y por
cierto que la manada que nos causaba tanto miedo no debía ser de las más
pequeñas.
Apenas mató Viernes al lobo, el que se había encarnizado con el caballo lo
abandonó para huir a toda carrera. Por fortuna había mordido al caballo en la
cabeza, donde la copa del freno le atascó las mandíbulas, impidiéndole hacer
mucho daño. El guía en cambio estaba mal herido, pues el furioso animal alcanzó a
desgarrarle el brazo y el muslo. En el momento de llegar Viernes estaba a punto de
caer de su encabritado caballo.
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vasto bosque, cuyo suelo era llano y bastante abierto, con árboles diseminados aquí
y allá.
Viernes, que como he dicho estaba casi pisándole los talones al oso, se acercó
todavía más y levantando de pronto una piedra se la tiró a la cabeza, donde no le
hizo más daño que si la hubiese arrojado contra una pared. Aquello sin embargo
produjo el efecto que Viernes esperaba, ya que el muchacho se mostraba tan
temerario que su intención evidente era que el oso lo persiguiera para «nosotros reír
mucho», según su lenguaje.
Al punto que el oso sintió la pedrada, y vio a su agresor, se volvió rápidamente
y se lanzó tras él, dando largas zancadas y moviéndose de una manera tan extraña
y rápida que hubiera obligado a trotar a un caballo para alcanzarlo. Viernes huía
velozmente, y de pronto se dirigió en nuestra dirección como si quisiera buscar
socorro, de modo que resolvimos hacer una descarga contra el oso y salvar al
muchacho.
Yo sentía una gran cólera contra él al verlo lanzar al oso sobre nosotros, en
especial cuando la fiera en nada había pretendido atacarnos, de manera que
empecé a gritarle lo que merecía.
—¡Gran imbécil! —exclamé—. ¿Es ésta tu manera de hacernos reír? ¡Ven aquí y
toma tu caballo mientras nosotros matamos al oso!
Al oírme, respondió a gritos: — ¡No tirar, no tirar! ¡Quedaros ahí, vos reír
mucho! Y como el ágil muchacho corría dos metros por cada uno que franqueaba el
oso, giró de improviso y viendo a un lado un magnífico roble que parecía apropiado
a sus planes, nos hizo señas de que lo siguiéramos y redoblando su velocidad saltó
al árbol, no sin antes dejar la escopeta en tierra, a unas cinco o seis yardas del
tronco.
Pronto llegó el oso al árbol, y lo contemplamos a alguna distancia. Lo primero
que hizo fue detenerse junto a la escopeta y olfatearla, pero la abandonó en seguida
y precipitándose al árbol empezó a trepar con la agilidad de un gato a pesar de su
enorme corpulencia.
Al ver esto me espanté de lo que consideraba una locura de mi criado y en
nada vi motivo para reírme; todos nosotros nos apresuramos en cambio a
acercarnos al árbol. Cuando llegamos casi junto a él vimos a Viernes que estaba
trepado en el extremo de una larga rama del roble, y al oso que se encontraba a
mitad de camino en la misma rama. Tan pronto como la fiera llegó a la porción
donde era más delgada y flexible, oímos que Viernes nos gritaba: — ¡Ah! ¡Verme
ahora enseñar a bailar al oso! Y se puso a saltar y a agitar violentamente la rama,
con lo cual el animal empezó a bambolearse, pero hizo lo posible por sostenerse
firme, aunque miraba hacia atrás para descubrir la manera de retroceder. Esto,
como es de imaginar, nos hizo reír mucho. Pero Viernes no había concluido todavía
con él. Al verlo indeciso, comenzó a hablarle como si aquel animal hubiese podido
responderle en inglés.
—¡Cómo! ¿No venir más cerca? ¡Yo rogarte venir más cerca!
Dejó entonces de sacudir la rama y el oso, como si hubiese comprendido la
invitación, avanzó otro poco; pero nuevamente se puso Viernes a saltar en la rama y
el oso se detuvo de inmediato.
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Pensamos que ese era buen momento para acertarle en la cabeza, y grité a
Viernes que no se moviera a fin de tirar sobre la fiera, pero él nos detuvo con sus
súplicas.
—¡Oh, ruego no tirar, no tirar! ¡Yo tirar después y entonces!
Quería decir que tiraría en el debido momento. En fin, y para abreviar este
relato, Viernes danzó tanto en la rama y el oso adoptó unas posturas tan grotescas
que nos desternillamos de risa aunque no podíamos comprender cómo se las
arreglaría finalmente mi criado. Al principio creímos que intentaba derribar al
animal, pero éste era demasiado astuto para eso; no sólo evitaba avanzar más sino
que hundía las garras en la madera con tal fuerza que no comprendíamos cómo
sería posible terminar la aventura en esa situación.
Pronto nos sacó Viernes de dudas, por lo que dijo al oso cuando comprendió
que no podía desprenderlo de la rama ni persuadirlo de que avanzara otro poco.
Bien, bien —exclamó—, tú no querer venir, yo ir, yo ir. Tú no venir a mí, yo ir a
ti.
Y con estas palabras deslizándose hasta la extremidad de la rama que se iba
inclinando bajo su peso, se dejó resbalar suavemente sosteniéndose de la punta
hasta que sus pies casi tocaron tierra. Soltó entonces la rama y fue a tomar su
escopeta, quedándose allí a la espera.
—Bueno —dije yo—. ¿Qué vas a hacer ahora, Viernes? ¿Por qué no le tiras?
—No tirar —repuso él—; si yo tirar ahora no matar. Yo daros todavía mucha
risa.
Y así fue, como podrá verse; porque cuando el oso advirtió que se le había
escapado el enemigo, empezó a retroceder por la rama, haciéndolo con extremadas
precauciones, midiendo cada paso que daba y andando hacia atrás hasta que
alcanzó el tronco del roble; allí, con el mismo cuidado y marchando siempre hacia
atrás, descendió por el tronco, clavando profundamente las garras y moviendo
despacio cada pata.
En este instante antes de que hubiera logrado apoyarse en tierra firme, Viernes
se le acercó y metiéndole el caño de la escopeta en una oreja lo tendió sin vida a sus
pies.
El muy pícaro se volvió luego a nosotros para ver si efectivamente habíamos
reído, y cuando advirtió el regocijo de nuestros rostros se echó a reír a carcajadas.
—Así nosotros matar osos en nuestro país —explicó.
—¿Los matáis así? —repliqué—. ¡Pero si no tenéis escopetas!
—No, no escopeta —dijo—. Tirarles muchas flechas largas.
Todo aquello nos divirtió mucho, pero estábamos todavía en un sitio desolado,
con el guía mal herido y sin saber exactamente qué hacer. El aullar de los lobos me
preocupaba, ya que a excepción de los gritos que escuchara en la costa africana, en
un episodio que ya he narrado, creo que nada podía haberme llenado más de
espanto.
Todo eso, sumado a la cercanía de la noche, nos disuadió de desollar al oso
como nos lo pedía Viernes; de lo contrario hubiéramos llevado con nosotros la piel
de aquel enorme animal, que por cierto merecía conservarse; pero aún nos
quedaban tres leguas por recorrer y nuestro guía nos urgía a proseguir el camino.
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parapeto como si la misma madera fuese su presa. Pensamos que su furia era
debida a que alcanzaban a ver nuestros caballos, que constituían su principal
objetivo. Ordené a mis hombres que tirasen alternativamente, y con tanta precisión
lo hicieron que en la primera descarga mataron una gran cantidad de lobos; pero
resultó necesario sostener una constante fusilería porque aquellas fieras volvían a
la carga como demonios, los de atrás empujando a los que venían en primera fila.
Cuando hubimos disparado la segunda andanada observamos que vacilaban
algo, y creímos que tal vez retrocederían; pero aquello duró solo un instante porque
otros se abalanzaron al asalto, de modo que hicimos dos descargas de pistola;
pienso que en esas cuatro descargas alcanzamos a matar diecisiete o dieciocho
lobos, hiriendo a doble número de ellos, y sin embargo volvían furiosamente al
ataque.
No quería yo gastar tan pronto nuestras últimas balas, de manera que llamé a
mi sirviente (no a Viernes, que estaba ocupado en renovar con prodigiosa habilidad
las cargas de mi escopeta y la suya) y dándole un frasco de pólvora le ordené que
formara un ancho reguero a lo largo del tronco que nos servía de parapeto. Así lo
hizo, y apenas había tenido tiempo de ponerse a salvo cuando los lobos volvieron al
asalto y algunos treparon sobre el tronco en el preciso momento en que yo aplicaba
a la pólvora la llave de una pistola descargada y tiraba del gatillo. La pólvora se
inflamó instantáneamente, y aquellos que estaban sobre el tronco se quemaron
mientras seis o siete, por huir del fuego, caían o más bien saltaban sobre nosotros.
Los matamos de inmediato, y el resto se mostró tan aterrado con el resplandor, aún
más vivo en la oscuridad de la noche, que retrocedieron paso a paso. Ordené
entonces descargar una última andanada, y después de eso prorrumpimos en
grandes gritos. Los lobos, ya aterrados, nos dieron la espalda y huyeron,
aprovechando nosotros para caer sobre los que quedaban heridos en el suelo y
rematarlos a golpes de espada. Aquello salió tal como lo esperábamos, porque los
aullidos y quejidos de los animales que matábamos fueron claramente escuchados
por sus compañeros que se apresuraron a escapar a toda carrera.
En total habíamos dado cuenta de unos sesenta lobos, y de haber sido de día
hubiésemos matado aún más. Ya despejado el campo de batalla nos apresuramos a
reanudar la marcha, porque aún nos quedaba una legua larga que recorrer. Oímos
a las salvajes bestias aullar en los bosques repetidas veces, y en alguna
oportunidad creímos ver algunas, pero como la nieve nos cegaba no tuvimos la
seguridad de que fuesen lobos.
Una hora después arribamos al pueblo donde pernoctaríamos, y allí
encontramos un gran pánico y a todo el mundo en armas; la noche anterior los
lobos y algunos osos habían asaltado el villorrio provocando un espanto general, y
los pobladores se veían obligados a mantener constante vigilancia, en especial
durante la noche, para proteger al ganado y como es natural a las gentes.
Tan enfermo amaneció al día siguiente nuestro guía, con los miembros
inflamados a causa de las mordeduras, que nos vimos obligados a dejarlo y
contratar un nuevo guía, que nos condujo a Tolosa. Allí encontramos un clima
templado, una comarca fértil y placentera, sin nieve, lobos o nada parecido. Cuando
narramos nuestra aventura en Tolosa nos dijeron que lo ocurrido era muy frecuente
en los grandes bosques al pie de las montañas, especialmente cuando la nieve
cubre el suelo; nos preguntaron con sorpresa quién era el guía que se había
atrevido a traernos por ese camino en una época tan rigurosa, asegurándonos que
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habíamos tenido harta suerte de no ser devorados. Cuando les explicamos cómo
nos habíamos defendido de los lobos poniendo a los caballos en el centro de
nuestras líneas nos lo censuraron mucho, diciéndonos que había cincuenta
probabilidades contra una de ser destrozados por los lobos. Parece que es la vista
de los caballos los que los torna más furiosos, ya que ellos constituyen su presa
preferida. En otras oportunidades temen el simple ruido de un disparo, pero el
hambre que los devora sumado a la rabia que esto les produce y la visión de los
caballos que ansian devorar, los tornan insensibles al peligro. Nos dijeron que si no
hubiese sido por el continuo fuego y la estratagema final de encender un reguero de
pólvora lo más probable era que hubiésemos terminado hechos pedazos. Quizá
hubiese sido preferible permanecer montados, disparando desde allí, pues los lobos
al ver los jinetes en sus corceles no hubieran considerado a estos últimos presa tan
fácil; por fin nos aseguraron aquellos hombres que lo mejor hubiese sido quedarnos
todos juntos y abandonar los caballos a los lobos, quienes los hubieran devorado
permitiéndonos salir sin peligro del bosque, en especial siendo tantos y tan bien
armados.
Por lo que a mí respecta, nunca me sentí tan expuesto al peligro como en
aquella ocasión. Al ver más de trescientos lobos precipitándose rugiendo y con las
fauces abiertas sobre nosotros, y apenas contando con un débil parapeto para
defendernos, me había considerado ya muerto; de lo que estoy seguro es de que
jamás volveré a cruzar aquellas montañas, y preferiría hacer mil leguas por mar
aunque tuviese la seguridad de ser sorprendido por una tormenta cada semana.
Mi viaje por Francia no ofreció nada de extraordinario, sino esas incidencias
que otros viajeros han narrado mucho mejor de lo que yo podría hacerlo. Fui de
Tolosa a París, y luego de breve plazo me trasladé a Calais, donde felizmente hice la
travesía hasta Dover, llegando a destino el 14 de enero, después de haber sufrido
los rigores de una muy fría estación.
Me encontraba ahora al fin de mis viajes, y en poco tiempo había logrado
reunir mi nueva fortuna, ya que las letras de cambio que traje conmigo me fueron
pagadas inmediatamente.
Mi principal y mejor consejero era la anciana viuda que, llena de
agradecimiento por el dinero que le había enviado, no reparaba en fatigas ni
preocupaciones por serme útil. Tanta confianza depositaba yo en ella, que me sentía
absolutamente tranquilo por la seguridad de mis bienes, ya que la intachable
integridad de aquella excelente mujer se conservó invariable desde el principio
hasta el fin.
Pensé, pues, en dejar mi fortuna al cuidado de la anciana y volverme a Lisboa,
de donde podría embarcarme rumbo al Brasil. Un escrúpulo religioso se presentó
sin embargo en mis pensamientos; había dudado alguna vez sobre la religión
romana mientras estuve fuera de mi patria, y especialmente en la soledad de la isla,
pero sabía bien que no existía posibilidad de llegar al Brasil y mucho menos de
establecerme en él si no me resolvía antes a abrazar sin reserva alguna la religión
católica, salvo que, dispuesto a sobrellevarlo todo por mis principios, me convirtiera
en un mártir religioso y muriera en la Inquisición. Me resolví por lo tanto a
quedarme en mi tierra y, de serme posible llevarlo a cabo ventajosamente, vender
mi propiedad.
A tal fin escribí a mi viejo amigo de Lisboa, que me contestó diciéndome que le
sería fácil realizar la venta, pero que le parecía conveniente pedir mi venia para
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los españoles se vieron precisados a emplear la violencia con ellos; cómo quedaron
sometidos y con cuánta justicia los trataron los españoles. Un relato, en suma, que
de entrar en detalles resultaría tan maravilloso como el mío, en especial en lo que se
refiere a sus batallas con los caribes, que desembarcaron repetidas veces en la isla,
sin contar los adelantos que aquéllos hicieron en esas tierras; asimismo sería
interesante referir cómo un grupo intentó llegar al continente del que volvió
trayendo once hombres y cinco mujeres prisioneros, a causa de lo cual encontré a
mi llegada cerca de veinte chiquillos en la isla.
Allí estuve unos veinte días, dejándoles toda clase de provisiones necesarias,
especialmente armas, pólvora, balas, ropas y herramientas, así como dos
trabajadores que había llevado conmigo de Inglaterra: un carpintero y un herrero.
Aparte de eso dividí la isla en parcelas que les confié, reservándome la
propiedad total y entregando a cada uno la porción acorde a su persona y
conveniencia; por fin, luego de dejar todo arreglado y comprometerlos a que no
abandonaran la isla, me embarqué nuevamente.
De allí fui al Brasil, desde donde envié un barco comprado por mí con más
habitantes para la isla; entre ellos, y aparte de diversas cosas necesarias, iban siete
mujeres que traté de elegir aptas para ocuparse de las faenas de la isla, y con las
que podrían casarse quienes lo quisieran. En cuanto a los ingleses, les prometí
enviarles algunas mujeres de Inglaterra junto con un cargamento de provisiones,
siempre que se dedicaran a ser plantadores, como así lo hicieron más tarde. Por
cierto que una vez dominados aquellos hombres demostraron ser honrados y
trabajadores, y poseían sus propiedades aparte. Les hice llegar desde el Brasil cinco
vacas, tres de ellas con terneros, algunas ovejas y también cerdos, todos los cuales
estaban considerablemente multiplicados cuando volví a mi posesión.
A todo esto habría que agregar la historia de cómo trescientos caribes
invadieron la isla, arruinando las plantaciones y librando dos veces grandes
batallas, en las cuales los colonos fueron al principio derrotados, perdiendo tres
hombres, hasta que una tormenta destruyó las canoas enemigas, y el hambre y las
luchas acabaron con la mayor parte de los caribes, permitiendo por fin la
reconquista de las plantaciones, que fueron renovadas, y junto a las cuales todavía
vivían los colonos... Todo eso, repito, con los sorprendentes episodios de otras
nuevas aventuras mías durante diez años, podrán tal vez constituir más adelante
otra narración.
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