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Cuadernos

anoamericanos

José Carlos Rovira


Feo. José López Alonso
Centenario de Mariátegui
Félix Grande
Archivo expiatorio
Pedro Provencio
La poesía última española
Enrique Zuleta Álvarez
Pedro Henríquez Ureña y la crítica
Revisión del Modernismo hispanoamericano
Cuadernos
LLT
anoamencanos

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Luis Rosales
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DIRECTOR
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SUBDIRECTOR
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REDACTOR JEFE
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REDACCIÓN
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DISEÑO
Manuel Ponce
IMPRIME
Gráficas 82, S.L. Lérida, 41 - 28020 MADRID
Depósito Legal: M. 3875/1958
ISSN: 00-11250-X - ÑIPO: 028-94-003-9
Cuaderno^
^Hispanoamericanas] 531
Invenciones
y ensayos I En el centenario de Mariátegui
FRANCISCO JOSÉ LÓPEZ ALFONSO

19 Mariátegui ante la cultura española


JOSÉ CARLOS ROVIRA

31 Las últimas tendencias de la lírica


española
PEDRO PROVENCIO

55 Las personas
LAURA CAMPMANY

59 Pedro Henríquez Ureña y la crítica


hispanoamericana
ENRIQUE ZULETA ÁLVAREZ

/ 1 Relatos
FRANCISCA AGUIRRE

79 Archivo expiatorio
FÉLIX GRANDE
Galería
modernista 95 Azul... y la experiencia chilena
de Darío
JORGE EDUARDO ARELLANO
531
103 El universo imaginario de
Herrera y Reissig
BEATRIZ AMESTOY

109 Los nuevos charrúas y Herrera


y Reissig
ABRIL TRIGO

123 José Santos Chocano


AURORA PÉREZ MIGUEL

130 La estética de la crueldad en


Lascas de Salvador Díaz Mirón
JAVIER BARREIRO

150 La novela modernista: poetizar


la existencia
ROSARIO PEÑARANDA MEDINA
INVENCIONES
YENSffOS
JOSÉ C A R L O S
1ARIATEGUI
En el centenario de
Mariátegui
A Rafael Gutiérrez Girardot,
maestro y amigo

V
J - ^ n t r e 1923, apenas vuelto al Perú de su estancia europea, y 1928, Ma-
riátegui atendió seis reportajes para la prensa limeña. Bajo la modalidad
de la encuesta común o de la entrevista personalizada, las respuestas reve-
lan su inteligencia y su carácter. Naturalmente los que realizaron las pre-
guntas son tan autores de estos textos como el propio Mariátegui. Ellos
coadyuvaron a marcar el sentido y el tono de los diálogos. Así, no resulta
difícil percibir cómo en la primera de las entrevistas, publicada en Varieda-
des el 26 de mayo de 1923, la nula ductilidad del entrevistador contribuye
a prolongar innecesariamente la violencia contenida en las respuestas, ta-
jantes, renuentes a abandonar el silencio. «¿Cuál es su concepto del Arte?»,
es la primera pregunta del periodista. Mariátegui, lúcido, afirma de modo elegante:
—Un concepto del arte es una definición del Arte. Yo no amo estas definiciones
que son ampulosamente retóricas o pedantescamente didácticas. Y que no definen
nada. ¿Para qué aumentar su número?

La siguiente pregunta repite: «¿Cuál es su concepto de la vida?». La res-


puesta incluye la reprensión:
—Ésta es una pregunta metafísica. Y la Metafísica no está de moda. El físico Eins-
tein interesa al mundo mucho más que el metafísico Bergson (Mariátegui 1923; 138).

Muy otra es la actitud de Mariátegui cuando contesta a dos encuestas


también para Variedades «¿Qué prepara Ud?» (6 de junio de 1925) y «¿Có-
mo escribe usted?» (9 de enero de 1926), preparadas por un tal Vegas, al
que cálidamente el interrogado se dirige como «querido Vegas». Sus res-
puestas son ahora menos lacónicas y, aun sin salir de la reserva, parecen
tener un sabor más autobiográfico o, al menos, más privado. Me refiero
a la pudorosa alusión a la pierna amputada, al reconocimiento de la asom-
8

brada ignorancia: «Me obliga Ud., querido Vegas, a un esfuerzo insólito.


Se sabe muy pocas exactas de sí mismo» (Mariátegui 1925a: 144).
En realidad, estos «Reportajes y encuestas», recogidos en el cuarto volu-
men de las Obras Completas, no añaden nada sustancial al pensamiento
mariateguiano, pero tienen la virtud de mostrar, como en una cala, sus
mecanismos, sus núcleos y hasta sus paradojas o contradicciones; pues cuando
las preguntas no apuntan hacia ello son reconducidas hasta allí por el pro-
pio Mariátegui.
Autobiografía ideológica, política, cultural —como lo es el resto de su
obra—, por instantes íntima, estos breves textos se articulan en torno a
la dialéctica entre el arte y la historia, entre el Perú y el mundo, teniendo
por horizonte el presente y por mirador, el marxismo.
Particularmente interesante es la entrevista aparecida en Perricholi el 11
de febrero de 1926, bajo el interrogativo título de «¿Cuál es en su concepto
la figura literaria más grande que ha tenido el Perú?». A esta pregunta
infantil, casi absurda, que pareciera buscar un nombre de record para ins-
cribir en un libro Guinness del Perú, responde Mariátegui cortésmente: «Nunca
he sentido la urgencia (...) de encontrar entre nosotros la figura máxima».
Y añade «(...) la imposibilidad de que una figura conserve un valor absoluto
en todos los tiempos. (...) Soy, pues, en estas cosas, relativista. Una valora-
ción está siempre subordinada a su tiempo» (1926b: 147-148).
Lo verdaderamente importante es que al precisar su opinión, a ruego
del entrevistador, Mariátegui esboza el esqueleto de lo que más tarde sería
el último de sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, El
proceso de la literatura, integrado por artículos que entre 1924 y 1928 se
fueron publicando en la sección «Peruanicemos el Perú» de la revista lime-
ña Mundial. Comienza por preguntarse sobre la literatura peruana:

¿Desde cuándo es peruana? La literatura de los españoles de la colonia —dice-


no es peruana. Es española. Hay, sin dudas, excepciones. Garcilaso de la Vega es
una de ellas. En éste el sentido indígena está en la sangre. Está en una vida que
respira aún el hálito del imperio (1926b: 149).
El fragmento es ambiguo. Puede interpretarse que la literatura peruana
nace con Garcilaso en el que se fundirían la cultura española y la cultura
incaica para originar lo peruano que coexistiría como sistema alternativo
a lo puramente español durante el período de la colonia. Por el contrario,
también puede deducirse que la literatura peruana es aquélla que expresa
de manera exclusiva ese sentido indígena, ese hálito del imperio, con lo
cual sería anterior a la llegada de los conquistadores europeos y extraña
a los mismos.
El proceso de la literatura desmiente en sus primeras páginas esta segun-
da lectura al establecer que desde su inicio la peruana es «una literatura
9

escrita, pensada y sentida en español» (Í928d: 235), con lo que margina


de su historia —señala Cornejo Polar (1989: 130-131)— tanto el proceso an-
terior a la conquista corno las manifestaciones modernas de la originalidad
indígena.
Sin embago, Mariátegui se apresura a aclarar que: «En la historiografía
literaria, el concepto de literatura nacional del mismo modo que no es in-
temporal, tampoco es demasiado concreto. No traduce una realidad mensu-
rable e idéntica» (1928d: 235). Y de esta manera aquel «verdadero senti-
miento indígena» presente en Garcilaso, «el primer peruano, sin dejar de
ser español», pero que «es más inka que conquistador, más quechua que
español», se convertirá en la orientación auténtica de lo nacional que pug-
na por imponerse en su proceso histórico.
«Se dice —continúa Mariátegui en la entrevista concedida— que la histo-
ria de toda la literatura se divide en tres períodos: el colonial, el cosmopo-
lita, el nacional» (1926b: 149). Sin embargo, aquí Mariátegui no tiene tanto
interés en desarrollar el esquema como en esbozarlo para ubicar en él a
los autores más significativos del proceso literario peruano, de aquéllos
que han marcado sus hitos en un intento de responder a la concreta inte-
rrogación del reportaje. Estos nombres son esencialmente los mismos que
aparecerán en el último de los Siete ensayos: Palma, González Prada, figu-
ren, Valdelomar y Vallejo.
El vínculo entre el sentimiento indígena y lo nacional apenas se insinúa
y aquél es vagamente definido en una estructura, tan refutable como tópi-
ca, que lo caracteriza como «fundamentalmente sobrio», atribuyendo a lo
criollo la «exuberancia» y lo «excesivo» y «grandílocuo» a lo español. Será
en el judicial Proceso de la literatura donde se precisen relaciones y catego-
rías. En este ensayo, el más extenso de los que integran el libro, el que
lo corona, Mariátegui vuelve a reiterar la tesis de los tres períodos por
los que atraviesa una literatura nacida y desarrollada bajo la sombra de
una conquista en la que el dualismo vencedores-vencidos, español-quechua
en el caso peruano, aún no se ha resuelto. Se trata, en su opinión, de una
teoría capaz de rendir cuentas de un proceso excepcional, inexplicable para
la tradicional historiografía literaria con su rígida ordenación en etapas
ilustrada, romántica y realista-modernista: es una teoría moderna, literaria
y no sociológica, que no se ata —insiste Mariátegui— a una taxonomía marxista
para no agravar la impresión de que su exposición está signada por lo político:

Durante el primer período [el colonial] un pueblo, literariamente, no es sino una


colonia, una dependencia de otro. Durante el segundo período [el cosmopolita], asimi-
la simultáneamente elementos de diversas literaturas extranjeras. En el tercero [el
nacional] alcanzan una expresión bien modulada sli propia personalidad y su propio
sentimiento (1928d: 239).
10

El proceso trazado se corresponde con el de adquisición del propio siste-


ma literario y, al mismo tiempo, con la progresiva vinculación de la litera-
tura a la realidad histórica del país. Así, alcanzada la independencia políti-
ca de España, la literatura del Perú continuó durante muchos años siendo
colonial porque sus escritores siguieron pensando el Perú como colonia
española. «En el período colonial —afirmará en la entrevista de Perricholi—
no supimos sino suspirar nostálgicamente por el virreinato y cantar engola-
damente las glorias de España» (1926b: 150). Ello condecía con la superfi-
cial adaptación del régimen económico-social de la colonia a las institucio-
nes creadas por ía revolución independentista, con la pervivencia de la feu-
dalidad aristocrática apuntada en los Siete ensayos:

Si la revolución de la independencia hubiese sido en el Perú la obra de una burgue-


sía más o menos sólida, la literatura republicana habría tenido otro tono. La nueva
clase dominante se habría expresado, al mismo tiempo, en la obra de sus estadistas,
y en el verbo, el estilo y la actitud de sus poetas, de sus novelistas y de sus críticos.
Pero en el Perú el advenimiento de la República no representó el de una nueva clase
dirigente (1928d: 248).

Clausurada esta etapa colonial, concluido el dominio exclusivo de Espa-


ña, la literatura en el Perú experimenta diversas influencias, correlato esté-
tico del ingreso de Hispanoamérica en el universo capitalista. Es González
Prada quien marca —señala en el citado reportaje— «el principio de la
transición del período colonial al período cosmopolita. Nuestra literatura
recibe en su obra una honda influencia francesa, señaladamente parnasia-
na. Eguren y Valdelomar —continúa— introducen, más tarde, en nuestra
literatura elementos de escuelas no españolas, concurriendo así a la transi-
ción. Eguren aclimata en un clima y una estación poco propicios la plata
preciosa y pálida del simbolismo, Valdelomar nos aporta un poco de d'an-
nunzianismo y de wildismo» {1926b: 150-151). Frente al influjo monopoliza-
dor de España en la fase anterior, esta dependencia múltiple abría la posi-
bilidad de una genuina escritura nacional. «En este período de las influen-
cias cosmopolitas y extranjeras —advertía— buscamos, en cambio, lo indí-
gena» (1926b: 150).
Clausurando este período cosmopolita ubica Mariátegui el indigenismo,
al que apenas alude en la entrevista. El indigenismo anuncia, pero no es
todavía, la literatura nacional, cuya primera manifestación tal vez se ha-
bría revelado ya en la obra de César Vallejo: «En estos versos del pórtico
de Los Heraldos Negros principia acaso la poesía peruana. (Peruana —insiste—
en el sentido de indígena)» (1928d: 309).
La cita expone un tendencioso concepto de nación, el mismo que Gonzá-
lez Prada expusiera en el conocido Discurso en el Politeama, recordado por
Mariátegui en El problema del indio. La tesis de un verdadero Perú forma-
11

do por las muchedumbres de indios resulta legítima para Mariátegui por


razones de estricta justicia: «Lo que da derecho al indio a prevalecer en
la visión del peruano de hoy es, sobre todo, el conflicto y el contraste entre
su predominio demográfico y su servidumbre —no sólo inferioridad— so-
cial y económica» (1928d: 332-333).
La magnitud de este infortunio lo obligará a particularizar obsesivamen-
te en el indio lo que, sin duda, eran problemas más generales. Y así en
«Una encuesta a José Carlos Mariátegui», publicada en Mundial el 23 de
julio de 1926, a la pregunta que Ángela Ramos le formulase sobre «cómo
luchar contra el analfabetismo, una de nuestras mayores desgracias», sin
que el contexto apuntara hacia otra cosa, Mariátegui respondía:

No soy de los que piensan que la solución del problema indígena es una simple
cuestión de alfabeto. Es, más bien, una cuestión de justicia. No la resolverá sólo,
un ministro de Instrucción Pública. El indio alfabeto no es más feliz ni más libre
ni más útil que el indio analfabeto (1926e: 160-161).

Aludía de esta forma Mariátegui a ía proposición de González Prada, asu-


mida como propia, de que la «cuestión del indio, más que pedagógica, es
económica, es social». Pero la idea del indio como «cimiento de la naciona-
lidad» respondía también a razones de progreso: «La necesidad más angus-
tiosa y perentoria de nuestro progreso es la liquidación de esa feudalidad
que constituye una supervivencia de la Colonia. La redención, la salvación
del indio, he aquí el programa y la meta de la renovación peruana» (1928c: 215).
El indigenismo era entonces algo más que una simple moda estética. Es-
taba estrechamente articulado a los complejos factores económicos y socia-
les del momento. «El problema indígena —afirmaba Mariátegui— tan pre-
sente en la política, la economía y la sociología, no puede estar ausente
de la literatura y del arte» (1928d: 328). Este vínculo con la realidad, que
hacía del genuino indigenismo el traductor de «un estado de ánimo, (de)
un estado de conciencia del Perú nuevo» {1928d: 328), permitía distinguirlo
de otras variedades que respondían a diversos motivos. Extraño a la de-
manda europea de exotismo que alentaba la tarea «indigenista» del Ventu-
ra García Calderón de La venganza del cóndor (1924), diferente al trabajo
de algunos jóvenes vanguardistas trasladados a París, puro artificio, simple
moda literaria, el indigenismo defendido por Mariátegui, de espíritu antio-
ligárquico, de absoluta condena del pasado positivista, respondía al activis-
ta proyecto de las vanguardias históricas: reintegrar el arte a la praxis vi-
tal. El «"indigenismo —dice—, como hemos visto, está extirpando, poco
a poco, desde sus raíces, al «colonialismo"» (1928d: 350).
Superando el estrecho ámbito de la estética, su compromiso con el dra-
ma real del Perú, su significación social y política, lo diferenciaba notable-
mente de otros «americanismos» propuestos en el debate sobre la literatu-
12

ra nacional, contexto imprescindible para la mejor comprensión del pensa-


miento mariateguiano, pues lo que en aquél se debatía no eran tanto cues-
tiones estéticas, aparentemente inocuas, como proyectos nacionales: cómo
modernizar el Perú, problemática que a menudo se ocultó bajo la metafísi-
ca pregunta de qué es el Perú.

El indio no representa únicamente un tipo, un tema, un motivo, un personaje. Re-


presenta un pueblo, una raza, una tradición, un espíritu. No es posible, pues, valorar-
lo y considerarlo desde puntos de vista estrictamente literarios, como un color o un
aspecto nacional (1928d: 332).

El sentido de estas abstracciones se hará evidente en las últimas páginas


del Proceso de la literatura, cuando Mariátegui reitere una vez más el prin-
cipal argumento —casi el Leitmotiv del libro— por el que los «hombres
nuevos quieren que el Perú repose sobre sus naturales cimientos biológi-
cos», por el que «sienten el deber de crear un orden más peruano, más
autóctono» (1928c: 215):

A pesar de la conquista, del latifundio, el gamonal, el indio de la sierra se mueve


todavía, en cierta medida, dentro de su propia tradición. El ayllu es un tipo social
bien arraigado en el medio y en la raza (1928d: 345).

Y el ayllu, la «comunidad» indígena, es un órgano específico de comunis-


mo cuya existencia, señala, bastaría para despejar cualquier duda, si la
evidencia histórica del comunismo inkaico —«la más avanzada organiza-
ción comunista primitiva que registra la historia», afirmará convencido en
el editorial del segundo «Aniversario y balance» de Amauta— no bastará
para despejar cualquier duda (1928b: 78).
En consecuencia, no es extraño que quien advertía al inicio de los Siete
ensayos su declarada y enérgica ambición «de concurrir a la creación del
socialismo peruano» (1928a: 13) concluyese sus reflexiones sobre el indige-
nismo argumentando que la sociedad indígena, a pesar de su primitivismo
o retardo, no dejaba de ser «un tipo orgánico de sociedad y cultura» y
que, a semejanza de los pueblos de Oriente, podría encontrar «por sus pro-
pios pasos, y en muy poco tiempo, la vía de la civilización moderna y tra-
ducir, a su propia lengua, las lecciones de los pueblos de Occidente» (1928d:
346): con otras palabras, podría pasar naturalmente del comunismo inkaico
al moderno comunismo, dada «su incorpórea semejanza esencial» (1928b:
78). Este tránsito sin fronteras, sin obstáculos en el que el indigenismo
se resuelve en socialismo, arroja esclarecedora luz sobre las defensivas pa-
labras que cerraban los Siete ensayos: «Por los caminos universales, ecumé-
nicos, que tanto se nos reprochan, nos vamos acercando cada vez más a
nosotros mismos» (1928d: 350).
13

La romántica idea de un régimen comunista en el Perú prehispánico, in-


genua respuesta a los complejos problemas del país, tuvo gran predicamen-
to en la generación de Mariátegui. Los estudios de Luis E. Valcárcel e Hil-
debrando Castro Pozo, de notable influjo sobre el autor de los Siete ensa-
yos, contribuyeron a este prestigio. De hecho, la tesis ya casi era vieja para
entonces: en El Perú antiguo y los modernos sociólogos (1908), Víctor An-
drés Belaúnde revisaba los trabajos de Spencer, Cunow, de Greff, Pareto
y otros, concluyendo lo artificioso de «encontrar en el viejo Perú barato
arsenal de razones a favor de la tesis socialista, o en contra de ella» (1908:
133). También Jorge Basadre en 1929, contra corriente, señaló acertada-
mente la separación absoluta entre el socialismo moderno y el modelo del
viejo Perú, muy próximo al discutido modo de producción asiática, la ex-
trañeza profunda entre el «señor don Carlos Marx y Pachacútec» (Basadre
1929: 21-22).
En cualquier caso, la consideración del indio como representante de este
«tipo orgánico de sociedad y cultura» llevó a Mariátegui al rechazo de mes-
ticismos y de otras razas. Por eso y no sólo por su idealismo, el rechazo
del utopista Vasconcelos; por eso, la negativa al mestizaje que «ha produci-
do una variedad compleja, en vez de resolver una dualidad, la del español
y el indio» (1928d: 340). Mucho más extremado se mostraba Valcárcel cuan-
do en el «Ideario» de Tempestad en los Andes expresaba:

La raza del Cid y don Pelayo mezcla su sangre americana. A la violencia del asalto
de los lúbricos invasores, sucede la tranquila posesión de la mujer india.
Se han mezclado las culturas.
Nace del vientre de América un nuevo ser híbrido: no hereda las virtudes ancestra-
les sino los vicios y las taras. El mestizaje de las culturas no produce sino deformida-
des (1927: 107).

Lamentablemente, en su afán por preservar el germen del comunismo


autóctono, por demostrar la prioridad del indio como basamento de la nue-
va nacionalidad, Mariátegui enfrentó con evidentes prejuicios la aportación
de otros grupos humanos del Perú. En estas desafortunadas páginas el fun-
dador del Partido Socialista Peruano juzga que cuando el negro «se ha mez-
clado al indio ha sido para bastardearlo comunicándole su domesticidad
zalamera y su psicología exteriorizante y mórbida» (1928d: 334).
En su opinión, ni chinos ni negros han contribuido a la formación de
la nacionalidad con valores culturales o energías progresivas; tan sólo con
vicios: «El chino (...) parece haber inoculado en su descendencia el fatalis-
mo, la apatía, las taras del Oriente decrépito (...) El aporte del negro, veni-
do como esclavo, casi como mercadería, aparece más nulo y negativo aún.
El negro trajo su sensualidad, su superstición, su primitivismo. No estaba
14

en condiciones de contribuir a la creación de una cultura, sino más bien


de estorbarla con el crudo y viviente influjo de su barbarie» (1928: 341-342).
Estas aprensivas reflexiones —que, según su autor, no atendían al color
de la piel, sino a la inobjetable inferioridad de cultura— impregnaban la
corriente indigenista de un irracional racismo, por más que fuera el de
los oprimidos, como ya apuntara Gutiérrez Girardot (1986: 23-24). Quizá
por ello César Vallejo se preguntará en el carnet de 1932: «¿Sólo los indios
sufren y no los cholos y hasta los blancos?».
Al respecto, no deja de llamar la atención que el Amauta, en la entrevista
concedida a Variedades en 1923, declarase a Colón el personaje histórico
que más admiraba; que en la concedida a la misma publicación cinco años
después, con motivo del Día de la Raza, no desmintiera el viejo entusiasmo.
El racismo de este indigenismo socialista evidencia la dificultad —mal
resuelta— de integrar la voluntad de reivindicar el lado indígena del país
y la decisión de modernizar sociedad y cultura a través de la única vía
del socialismo.
El indigenismo tenía una misión por desempeñar: encauzar y liquidar
los residuos de un Perú feudal. De ahí su comparación con la literatura
mujikista rusa:
Este indigenismmo (...) podría ser comparado —salvadas todas las diferencias de
tiempo y de espacio— al «mujikismo» de la literatura rusa prerevolucionaria. El «mu-
jikismo» tuvo parentesco estrecho con la primera fase de la agitación social en la
cual se preparó e incubó la revolución rusa. La literatura «mujikista» llenó una mi-
sión histórica. Constituyó un verdadero proceso al feudalismo ruso, del cual salió
éste inapelablemente condenado (1928d: 328).

La comparación entrañaba, entonces, también un deseo, tal vez una con-


vicción: que la literatura indigenista, como la que se ocupó de los mujikis-
tas, fuese igualmente prerrevolucionaria:

La literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista del


indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima. Es
todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena. Una
literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén
en grado de producirla (1928d: 335).

Esta distinción entre literatura indigenista y literatura indígena significa-


ba el ingreso de las letras peruanas en su período nacional, avalado por
los logros sociales.
Curiosamente, este proceso literario, que arranca del período colonial y
que Mariátegui juzga excepcional, se asemeja de manera sospechosa al pro-
ceso que él mismo traza de las letras universales en sus varios artículos.
Así, la literatura del período colonial, superviviente en la obra de Riva Agüero
y la llamada generación futurista, como encarnación de lo oligárquico, lo
15

académico, lo viejo, tendría su equivalente en la escuela realista decimonó-


nica, cuya defunción firma el creador de Amauta en «Algunas ideas, auto-
res y escenarios del teatro moderno» (1924). El realismo, con su romo posi-
tivismo, no había sido un arte verdaderamente realista, sino que había mostrado
una faz deformada y empobrecida de la existencia.
Será el nuevo arte de vanguardia el que ofrezca una versión verídica de
la realidad superando lo que expresivamente denominará el «prejuicio de
lo verosímil» (1926b: 24). Pero este arte de vanguardia no es para Mariáte-
gui señal de un nuevo orden, sino «síntoma de una civilización que se di-
suelve y decae», arte de la decadencia sin ser él mismo arte decadente
(1924: 67).

La crisis mundial no es sólo política, económica y filosófica. Es, también, una crisis
artística. No hay sino búsquedas. La época es revolucionaria. Más que una época de
creación es una época de destrucción (1923: 141).

Para él los ismos «preanunciaban sin duda algunos matices de arte nue-
vo, pero no su espíritu» (1925b: 107). De este modo, la vanguardia adquiere
en Mariátegui la ambigua condición de arte transitorio: «No podemos acep-
tar —decía en su conocido «Arte, revolución y decadencia» (1926c: 18)—
como nuevo un arte que no nos trae sino una nueva técnica (...). La técnica
nueva debe corresponder a un espíritu nuevo también. Si no, lo único que
queda es el paramento, el decorado. Y una revolución artística no se con-
tenta con conquistas formales».
Se diría que en este juicio Mariátegui considerara la técnica un simple
instrumento neutro y no un procedimiento expresivo-cognoscitivo; como si
dudara de que la modernidad se hubiera incorporado vitalmente a la nueva
sensibilidad. Pero cuando el ensayista habla de un espíritu nuevo, contra-
riamente a lo que suele creerse, no se refiere a la nueva sensibilidad en
general, sino al aliento revolucionario marxista entrevisto bajo el velo sore-
liano del mito:

La mayor parte de los expresionistas, de los futuristas, de los cubistas, de los supe-
rrealistas, etc., se debaten en una búsqueda exasperada y estéril que los conduce a
las más bizarras e inútiles aventuras. Su alma está vacía; su vida está desierta. Les
falta un mito, un sentimiento, una mística, capaces de fecundar su obra y su inspira-
ción (1926c: 185).

La posición de Mariátegui está marcada por esta mística y no sorprende


ver adonde van a parar sus reflexiones. En «Elogio de El cemento y del
realismo proletario» (1929), Mariátegui retoma el tema del realismo deci-
monónico y apunta que una clase como la burguesía «aferrada a su cos-
tumbre y a su principio de idealizar o disfrazar sus móviles, no podía ser
realista en literatura» (1929a: 197).
16

Es el fundamento crítico y revolucionario marxista el que descubre el


mundo; por lo tanto; «La literatura proletaria tiende naturalmente al rea-
lismo» (1929a: 197). Ese realismo —previsible parada de su pensamiento-
es el arte que la vanguardia venía preparando. Pero no es el realismo socia-
lista de Zdanov, porque para el autor peruano a «la revolución, los artistas
y los técnicos le son tanto más útiles cuanto más artistas y técnicos se
mantienen» (1929b: 236).
Inútil mantener la incertidumbre: esta literatura de vanguardia, arte de
transición, encontraría su homólogo en el indigenismo como momento que
cierra la literatura del periodo cosmopolita y prepara, como aquélla, algo
nuevo: la literatura indígena. Esta literatura que debe venir es el equivalen-
te peruano de la literatura proletaria universal; pues no es otra ideología
que la marxista, según Mariátegui, la que orienta las reivindicaciones de
las masas trabajadoras del Perú, constituidas mayoritariamente por indios.
No se equivocaba mucho Víctor Andrés Belaúnde cuando afirmaba en
La realidad nacional que e] supuesto rechazo de Mariátegui a la «clasifica-
ción marxista en literatura feudal o aristocrática, burguesa y proletaria»
y su sustitución por un proceso en tres períodos —colonial, cosmopolita
y nacional— «no es sino la fórmula disimulada y novedosa de encubrir
el viejo e insostenible cuadro marxista» (1931: 105).
La interpretación que Mariátegui hace de la literatura está signada por
la racionalización del interés y de la pasión. «Declaro sin escrúpulo —advertía
en las primeras páginas del Proceso de ¡a literatura (1928d: 231)—, que trai-
go a la exégesis todas mis pasiones e ideas políticas, aunque (...) debo agre-
gar que la política en mí es filosofía y religión».
Parece oportuno no olvidar estas francas palabras al adentrarnos en el
pensamiento mariateguiano, írregularmente teñido por la aludida emoción
ético-religiosa. Algo de ello se revelaba en el reportaje de Variedades «¿Qué
prepara Ud,?», cuando en un compulsivo paréntesis de la respuesta confe-
saba: «No soy un caso de voluntad- No pretendo sino cumplir mi destino.
Y si deseo hacer algo es porque me siento un poco "predestinado" para
hacerlo» (1925a: 144). Y resultaba harto evidente en la entrevista para Mun-
dial {julio de 1926), realizada por Ángela Ramos, cuando afirmaba en una
auténtica confessio fidei: «En el fondo, yo no estoy muy seguro de haber
cambiado (...) Si en mi adolescencia mi actitud fue más literaria y estética
que religiosa y política, no hay de qué sorprenderse. Esta es una cuestión
de trayectoria y una cuestión de época. He madurado más que cambiado.
Lo que existe en mí ahora, existía embrionaria y larvadamente cuando yo
tenía veinte años (...) en mi camino, he encontrado una fe. (...) Pero la he
encontrada porque mi alma había partido desde muy temprano en busca
de Dios* (1926a: 153-4).
17

Ei marxismo abierto como lo ha denominado Saiazar Bondy (1967) mar-


xismo al que por primera vez le cabía enteramente el término de «latinoa-
mericano'), como postulara Aricó (1992), el marxismo que se negó a ser
calco y copia y se propuso como creación heroica no llegó, tal vez por la
temprana muerte de Mariátegui, a erradicar plenamente este lastre religioso.
«En ese proceso [del movimiento proletario] —dice en Defensa del marxismo—
cada palabra, cada acto de! marxismo tiene un acento de fe, de voluntad,
de convicción heroica y creadora, cuyo impulso sería absurdo buscar en
un mediocre y pasivo sentimiento determinista» (1934; 69).
El concepto soreliano del mito se instituye en eficiente fórmula seculari-
z a d o s de sus emociones místico-religiosas anteriores al viaje a Europa:
«La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia, está en su fe, en
su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es
la fuerza del Mito. La emoción revolucionaria (...) es una emoción religiosa.
Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No son divi-
nos; son humanos, son sociales» (1925d: 27).
Años después, en su Defensa del marxismo, donde seguía reconociendo
en Sorel a uno de los grandes pilares del marxismo, todavía afirmaba que
el socialismo era el evangelio y método del movimiento de masas 1 .
En defensa del marxismo mariateguiano se ha dicho que estas apelacio-
nes a lo irracional son meros recursos psicológicos, medios para aproximar
la complejidad del marxismo a obreros y campesinos. Al margen de lo im-
probable de tal explicación, conviene destacar el peligro de este componen-
te irracional y mítico tan exitosamente aprovechado por los diversos fascismos.

Francisco José López Alfonso

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18

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Universo, págs. 101-116.
íímcncoigS)

Mariátegui ante la cultura


española

E fn 1990 realicé una primera aproximación al argumento de este artícu-


lo, a través de la relación que se estableció entre Miguel de Unamuno y
José Carlos Mariátegui, concretada en la atracción del peruano por el Rec-
tor de Salamanca, y por la intervención de este último en la páginas de
Amauta1. El recorrido por aquellas cuestiones se centraba en dos puntos
principales de los que partiré ahora: por un lado, en Amauta, órgano radi-
cal e indigenista. Miguel de Unamuno había expuesto nada menos que su
teoría de la Hispanidad, y este espacio de exposición necesitaba ser resalta-
do por las implicaciones que la relación tuvo. Mariátegui había abierto sus
páginas al rector salmantino, exiliado en Hendaya por lo que uno y otro
consideraban dictadura pretoriana borbónica de Primo de Rivera. El carác-
ter sorprendente de la intervención de Unamuno daba pie a una segunda
idea que tenía que ver con nuestros propios métodos de trabajo —me refie-
ro a los que nos dedicamos a estudiar la literatura hispanoamericana o
la literatura española— y era que curiosamente, desde la bibliografía am-
plísima sobre Unamuno, no se hubiera planteado nunca el valor extremo
de esa relación aparentemente contradictoria; y, por lo que conocía, desde
la bibliografía de Mariátegui se había analizado tan sólo la indudable atracción,
agónica atracción por citar el término clave de Unamuno que tanto gustó
a Mariátegui hasta incorporarlo a su léxico y definición personal, pero,
por ejemplo, no se había abordado ningún enfoque contextual de qué signi-
1
ficaba esa presencia tan contradictoria del «abanderado de la hispanidad», Cj. «Unamuno y Amauta:
textos y contextos de una
en páginas de una revista que contenía textos de César Falcón, Alberto relación», Proyección histó-
Hidalgo o Dora Mayer, que desde luego contradecían el concepto ecuméni- rica de España en sus tres
co de la hispanidad unamuniana. culturas: Castilla y León,
América y el Mediterráneo,
Desde la perspectiva que tracé sobre aquella relación, quisiera avanzar Juma de Castilla y León,
ahora, situando a Mariátegui ante la cultura española, tarea bastante poco 1993, vol II, págs. 555-560.
20

clara sí tenemos en cuenta las intensas e inmensas distancias que hacían


decir a José Carlos Mariátegui en el año 1928 que «lo que más vale de
España —Miguel de Unamuno— está fuera de España». En relación a Espa-
ña, a la comprensión de la dinámica de la cultura y la sociedad de aquellos
años, no parece muy profético Mariátegui quien, al morir en 1930, no sos-
pechó ni tan siquiera que este país estuviera viviendo una eclosión de cul-
tura y vida colectiva que desembocó en un proceso democrático y luego
en la tragedia del 36, cuando el compañero y amigo de Mariátegui, César
Vallejo tenía que pedir a España algo tan solemne como que apartara de
él ese cáliz.
No fue extraña, sin embargo, la primera inmersión cultural española de
Mariátegui, sobre la que hay varios datos que quiero destacar. A comienzos
del año 1916, exactamente el 12 de enero, el estreno de Las Tapadas, obra
teatral en verso realizada junto a Julio de Paz, formó parte de una inmer-
sión del joven periodista en el ambiente por una parte del teatro clásico
español y, por otra, de la temática colonial. Esa inmersión teatral se desa-
rrolló en el mismo año de la escritura junto a Abrahan Valdelomar del
drama en verso La maríscala, basada en una novela homónima de Valdelo-
mar escrita a partir de materiales que le habían sido entregados por José
de la Riva Agüero. La figura de Francisca Zubiaga, la esposa del mariscal
peruano Agustín Gamarra, es cantada, en las escenas que se han conserva-
do de la obra, con los ritmos del teatro histórico español, que es la filiación
última, a través sobre todo de Eduardo Marquina, del fenómeno de escritu-
ra teatral de Mariátegui, afincado en ese tiempo en la proximidad a un
mundo teatral limeño que tuvo en las compañías españolas su principal
alimento. La relación con Eduardo Marquina, presente en Lima en aquel
tiempo, quien participó en un homenaje en e¡ que Valdelomar, Mariátegui
y Alberto Hidalgo dedicaron un soneto a tres voces a la bailarina y actriz
española Tórtola Valencia, o sus artículos sobre las representaciones de
En Flandes se ha puesto el sol, Doña María, la Brava y El gran capitán
de Marquina, o de Locura de amor, de Manuel Tamayo y Baus, o sobre
Mariana, de José Echegaray, o sobre La leona de Castilla de Francisco Vi-
2 Haespesa, o sobre Mahaloca de los Álvarez Quintero, La propia estimación
Cf. Eugenio Ckang-
Rodríguez, Política e ideo- y El collar de estrellas de Jacinto Benavente, o sobre las actuaciones de
logía en José Carlos Mariá- la compañía de María Guerrero y de Fernando Díaz de Mendoza, quienes
tegui, Madrid, Porrúa- representaron en Lima estas obras a lo largo de diciembre de 1916, son
Turanzas, 1983, págs. 74 y ss.
j parte de la actividad hispanizante y de la pasión por el teatro histórico
Guillermo Rouillón, La 2
creación heroica de José y de costumbres españolas de quien era todavía Juan Croniqueur .
Carlos Mariátegui, I: La edad En 1916 —a los 22 años— vivió una retirada del mundo durante tres
de piedra, Lima, Ed. Arica,
1975, pág. 152. Citado por días en el Convento e los Descalzos de Lima. Guillermo Rouillón3 desta-
Chang-Rodríguez- có el sentido religioso de esa experiencia, que aquí nos interesa en cuanto
21 ^JnsayqcSj
aporta un dato de lectura del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz.
El soneto «El elogio de la celda ascética» concluye diciendo:

Cristo crucificado llora ingratos desvíos.


Mira la calavera con sus ojos vacíos
que fingen en la noche una inquietante luz.
Y en el rumor del campo y de las oraciones
habla a la melancólica paz de corazones
la soledad sonora de San Juan de la Cruz4.

La actitud religiosa le había hecho escribir, además, en 1914, una crónica


devocional hacia el pasado titulada «Del momento: la procesión tradicional»:

Es la procesión de los Milagros uno de los últimos rezagos del pasado tradicional.
La más típica también de las manifestaciones de ese risueño, fastuoso y alegre crio-
llismo que se extingue, que se pierde con hondo desconsuelo para los pocos, los insig-
nificantes que, como nosotros, aman la tradición fervientemente5.

El Mariátegui que a sí mismo se calificó posteriormente «en su edad de


piedra» mantuvo esta actitud hacia retazos culturales españoles hasta los
22 años, actitud que está en consonancia con aquella reflexión que Ventura
García Calderón hizo en 1936 con el título ¿Cómo era un adolescente perua-
no al comenzar el siglo XX?\ donde decía:

Su alma y los libros que lee en secreto, sus primeros fervores intelectuales divergen
escandalosamente. Nadie ha llevado más contradicciones adentro. Describirlo es compadecerlo.
Además de largas tiradas de Calderón de la Barca que le enseñan en casa, aprende
en el colegio discursos floridos de Donoso Cortés, tal o cual párrafo altisonante de
Castelar. Todo lo que sabe del corazón humano está en Gustavo Adolfo Bécquer (cuan-
do los niños de Francia han sido destetados con la sabiduría marrullera de La Fontai-
ne). Le expurgan el Quijote que pudo tal vez enseñarle cordura. Su aguja de marear
son las Rimas y la leyenda asombrosa del mismo autor en que la cervatilla herida
de encantamientos se pone a hablar plañideramente...

La estampa de García Calderón se despliega a continuación en los descu-


brimientos de la cultura europea, de los simbolistas franceses sobre todo;
luego es cuando, frente al Criterio de Balmes, o los «admirables inventarios
mentales de Menénez y Pelayo» el adolescente peruano descubre al Nietz-
4
sche de Así habló Zarathustra. Publicado en El tiempo,
Y ese es el camino, con otras lecturas en medio, que Mariátegui recorre Lima, 28 de agosto de 1916,
pág. 3.
a partir de 1916. De la mano de Valdelomar inicialmente, y del grupo «Co- 5
«Del momento: La proce-
lónida» en el que se integra en una breve actividad que fue, según Mariáte- sión tradicional», La pren-
gui, «un grito iconoclasta» y un «orgasmo esnobista»: el D'Annunzio apor- sa (Lima), 20 de octubre de
1914.
tado desde Europa por Valdelomar se une a toda una percepción decaden- 6
Ventura Garría Calderón,
tista en la que afloran elementos de vanguardia. Y es inevitable aquí la Nosotros, Obra escogida,
valoración de un autor español cuya extensión americana estaba en alza: Prólogo, selección y notas
de Luis Alberto Sánchez, Li-
La «greguería» empieza con Valdelomar en nuestra literatura. Me consta que los ma, Edic, Edubanco, 1986,
primeros libros de Gómez de la Serna que arribaron a Lima, gustaron sobremanera págs, 519-520.
Invenciones
22

a Valdelomar. El gusto atomístico de la «greguería» era, además, innato en él, aficio-


nado a la pesquisa original y a la búsqueda microcósmica. Pero, en cambio, Valdelo-
mar no sospechaba aún en Gómez de la Serna al descubridor del Alba. Su retina
de criollo impresionista era experta en gozar voluptuosamente, desde la ribera dora-
da, los colores ambiguos del crepúsculo7.

Es curiosa la referencia a Gómez de la Serna, puesto que quizás es una


de las pocas indicaciones literarias españolas contemporáneas que veremos.
Demuestra un aprecio que no es habitual en Mariátegui, quien muy pronto
termina su dedicación literaria y funda Nuestra época. El año 1918, junto
a una revista que tuvo en tantas cosas como modelo la revista España de
Luis Araquistáin, Mariátegui deja la creación literaria para dedicarse a la
actividad política y a la crónica cultural.
El viaje a Italia en 1920 lo distancia ya de la cultura española, e Italia
se convierte en fuente de inspiración política a través de Antonio Gramsci
y cultural con múltiples nombres entre los que destaca Benedetto Croce.
La actitud ante la cultura española parece haber sufrido ya una profunda
variación, manifestada en un desinterés que tiene su manifestación en una
carta desde Roma en 1920 a Ricardo Martínez de la Torre:

te mandaré algunos libros, pero en francés. España y su literatura y su pensamiento


y sus panderetas y sus majas y sus toreros, están mucho más lejos que del Perú
de esta Italia bella por excelencia-y por derecho divino. Aquí leo diariamente los pe-
riódicos de París, y no encuentro nunca una revista española8

El regreso en 1923 plantea una nueva actividad que tendrá su centro


en la creación de Amanta en 1926, junto a su intensa actividad política,
y una determinación cultural cuyos objetivos centrales vienen señalados
ahora básicamente por su polémica intensa y continua contra el pasadismo
de José de la Riva Agüero.

La serenata ante los balcones del virreinato


El motivo, sobre el que insiste Mariátegui en Proceso de la literatura pe-
1 ruana"1, es seguramente la metáfora interpretativa central de ese proceso
José Carlos Mariátegui,
Siete ensayos de interpre- de la literatura peruana que surgirá como superación de toda la literatura
tación de la realidad perua- colonial que debe ser considerada, nos dice, literatura española, y su pro-
na, Caracas, Biblioteca Aya-
cucho, 1979, pág. 189. longación, en la tendencia al pasadismo sustentada por José de la Riva
"' Amonio Melis (ed.), Co-Agüero, puede ser valorada como una «serenata ante los balcones del virreinato».
rrespondencia de José Carlos En Proceso de la literatura peruana asistimos a un despliegue considera-
Mariátegui, Lima, Biblioteca
Amanta, 1984. ble de información y juicios sobre el presente y lo inmediato que responde
9
En Siete ensayos..., págs. a este esquema, para cuyo sustento no existe necesariamente el pasado que
149 y ss. queda reducido a unos pocos datos y comentarios. Fundamentar el presen-
23

te y el futuro parecen entrecruzarse en Mariátegui en un saldar las cuentas


con el pasado de la forma más rápida.
Los juicios allí donde se cruzan pasado y presente responden siempre
a esta idea en la que aniquilar el pasado colonial es aniquilar la imagen
de España. Como nos dice en lo que él llama «testimonio de parte» sólo
se salva la peruanidad en pocos nombres, el Inca Garcilaso por encima de todos:

Garcilaso, sobre todo, es una figura solitaria en la literatura de la Colonia. En Gar-


cilaso se dan la mano dos edades, dos culturas. Pero Garcilaso es más inka que con-
quistador, más quechua que español [...] Garcilaso nació del primer abrazo, del primer
amplexo fecundo de ías dos razas, la conquistadora y fa indígena. Es, históricamente,
el primer «peruano», si entendemos la «peruanidad» como una formación social de-
terminada por la conquista y la colonización españolas. Garcilaso llena con su nombre
y con su obra una etapa entera de la literatura peruana. Es el primer peruano, sin
dejar de ser español. Su obra, bajo su aspecto histórico-estético, pertenece a la épica
española. Es inseparable de la máxima epopeya de España: el descubrimiento y con-
quista de América.

La supervivencia cultural del colonialismo es el siguiente argumento «de


parte», y en José Gálvez, o en Riva Agüero sobre todo, tenemos su ejemplo
máximo. El pasado precolonial y sus evocaciones no son americanismo, si-
no exotismo, dice Riva Agüero, porque lo ha dicho Menéndez y Pelayo, o
Juan Valera.
Los nombres más próximos de la literatura romántica no son peruanos,
porque continúan la «pesada e indigesta rapsodia de la literatura españo-
la». Sólo Ricardo Palma cierra el siglo XIX evocando el virreinato desde
la ironía: «Su burla roe risueñamente el prestigio del Virreinato y el de
la aristocracia». Y esto debe salvar a Palma de las manos de los pasadistas
como Riva Agüero que quieren apropiárselo. Tras Palma, González Prada
abre el espacio de peruanos que lo son porque inician el período cosmopo-
lita de la literatura, sustituyendo al colonial. Mariano Melgar y Abelardo
Gamarra asumen también el tránsito, mientras José Santos Chocano es ex-
pulsado «al período colonial de nuestra literatura», porque «su poesía grandílocua
tiene todos sus orígenes en España». Eguren, Hidalgo, Vallejo, Alberto Gui-
llen, Magda Portal, Spelucín o el indigenismo, significan el tránsito desde
el cosmopolitismo de Valdelomar a la peruanidad. El proceso de la litera-
tura peruana concluye en esta perspectiva y en un balance provisional:
En la historia de nuestra literatura, la Colonia termina ahora. El Perú, hasta esta
generación, no se había aún independizado de la Metrópoli.

Fisuras de la crónica, Manrique antipasadista


En su obsesión contra el pasado, que tendría muchos puntos a comentar
y que no es otra cosa que un viejo debate de la tradición de identidad
JnvencioíieS)
24
vu

latinoamericana, Mariátegui llega a provocarnos desconciertos. Y en ese


sentido de desconcierto cabe reinterpretar la «Reivindicación de Jorge Man-
rique»10 de 1927, una breve nota en la que Mariátegui reflexiona sobre Man-
rique y la tradición. El pasadismo es de nuevo el enemigo a combatir y,
a través de una referencia de Luis Alberto Sánchez, que llamó «jorgemanri-
quismo» a un tradicionalismo fijado quizás en el «Cualquiera tiempo pasa-
do/ fue mejor», Mariátegui se lanza a demostrar que ese tradicionalismo
es «absolutamente extraño» a Manrique. Lo suyo, dice desconcertantemen-
te Mariátegui, era una filosofía propia «de un místico medieval», una «filo-
sofía que ignora la vanidad del presente como la vanidad del pasado, por-
que concibe la vida terrena como preparación para la vida eterna. Pesimis-
mo integral y activo que renuncia a la tierra, porque ambiciona el cielo».
Y una larga cita de las coplas reafirmando este sentido nos conduce de
nuevo a su clave interpretativa:

La poesía de Jorge Manrique se enlaza por estos versos con esa mística que, como
lo proclama Unamuno, es acaso la única genuina filosofía española. La única que vive
porque vivió y, como escribe también el maestro de Salamanca, «lo que ha vivido
vivirá». Filosofía a la que no se puede sospechar de pasadismo, no sólo porque más
que idea era acto, sino porque miraba a la inmortalidad. Actitud ambiciosa y futuris-
ta, porque ¿qué futurismo más absoluto que el del místico, desdeñoso del presente
y del pasado por amor de lo divino y de lo eterno?

Y aquí es donde el agónico cristiano y el agónico marxista José Carlos


Mariátegui vuelve a intentar una síntesis contradictoria: salvar a Manri-
que de su tentación de pasado porque el cielo es su futuro parece inevita-
blemente un caos de pensamiento, y en este caos promulga el mensaje defi-
nitivo:

la tradición es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil. La crean los
que la niegan para renovarla y enriquecerla. La matan los que la quieren muerta
y fija, prolongación del pasado en un presente sin fuerzas, para incorporar en ella
su espíritu y para meter en ella su sangre.

En todo esto, Manrique ha sido cogido por los pelos para su insistencia
contra el pasadismo e, inevitablemente, ha aparecido Unamuno como siste-
ma interpretativo que, a veces, parece que sirve para explicar todo. Si esta
intervención la hubiera planteado desde la coherencia del pensamiento de
Mariátegui, me vería obligado seguramente a decir más cosas. Desde el
punto de vista que he asumido diré simplemente que Mariátegui se sitúa
esta vez ante un fragmento de cultura española, ante Jorge Manrique, para
luchar contra el pasadismo. Y la anécdota no tiene ni más valor ni menos
que lo que su descripción nos permita pensar.
JnvenciofieS)
25

Ante la España contemporánea


A partir de 1926, Mariátegui vuelve a prestar atención a la cultura espa-
ñola. A veces son notas intrascendentes como la dedicada a reflexionar so-
bre la barba de Valle lnclán" que se basa en una larga cita del inevita-
ble Waldo Frank. Otras veces hay un intento de penetración en obras y
pensadores. El episodio Unamuno, en síntesis, fue el resultado de una pa-
sión y de un arduo trabajo para conseguir que don Miguel escribiera en Amauta,
¿Quiénes forman el conjunto de intelectuales españoles contemporáneos
a los que Mariátegui presta atención? El análisis de algunos nombres pue-
de abrirnos una clave de crónica para entender por qué se ocupa de ellos.
Algunos tuvieron el espacio de un artículo para establecer una directa vin-
culación política: hay cinco nombres sobresalientes en este sentido, Vicente
Blasco Ibáñez, Eduardo Ortega y Gasset, Luis Jiménez de Asúa, Gregorio
Marañón y Luis Araquistáin. Los cinco tienen un papel muy activo en la
oposición a la dictadura de Primo de Rivera, y tres de ellos conocieron
el exilio —el voluntario en Blasco— o el vinculado a la expulsión de Una-
muno en Eduardo Ortega y Gasset y Luis Jiménez de Asúa. En el caso
de Eduardo Ortega y Gasset, abogado y periodista, Mariátegui escribe una
nota en 1927" protestando por su expulsión de Hendaya por parte del go-
bierno francés. En Hendaya, nos recuerda Mariátegui, publicaba

en la frontera misma, con la colaboración ilustre de Unamuno, una pequeña revista,


Hojas libres, que a pesar de una estricta censura circulaba considerablemente en Es-
paña. Las más violentas y sensacionales requisitorias de Unamuno contra el régimen
de Primo de Rivera se publicaron en Hojas libres.
" «Últimas aventuras de la
vida de don Ramón del Valle
Recordemos que Eduardo Ortega y Gasset fue el animador, durante el lnclán», en El artista y la
exilio anterior en París, de una famosa tertulia en el café de la Rotonde, época, di., pág. 130 y ss.
12
en Montparnasse, a la que acudían Picasso, Juan Gris, Juan Larrea, César «La expulsión de Eduar-
do Ortega y Gasset», en Fi-
Vallejo, Corpus Barga y Blasco Ibáñez, entre otros, y que precisamente se- guras y aspectos de la vi-
rá evocado por Unamuno en 1930, cuando explica su actividad en el exilio: da mundial, Obras Comple-
tas, Lima, Edic. Amauta,
1986, vol. XVII1, págs. 88
...agobiado de París me fui a Hendaya, donde con Eduardo Ortega y Gasset y Blasco
Ibáñez hice todo lo que pude contra el Rey y la Dictadura. Unas veces conferencias, y ss.
B
otras artículos, versos, sonetos13. Citado por Gregorio San
Juan, en Prólogo a Miguel
de Unamuno, De Fuerteven-
Más importante son los textos que Mariátegui dedica a Luis Jiménez de tura a París, Bilbao, Ed. El
Asúa: el primero de ellos, de 1926, se titula «La protesta de la inteligencia Sitio, ¡981, sin paginación.
n
en España»14, y analiza la represión que ha caído sobre Julio Álvarez del Figuras y aspectos de la
vida mundial, H, Obras Com-
Vayo y otros, para destacar que Jiménez de Asúa ha sido deportado a las pletas, Lima, Edic. Amau-
islas Chafarinas, a su regreso de América Latina, tras una campaña contra ta, 1986, vol. 17, págs. Byss.
26

la dictadura en universidades hispanoamericanas. La razón última que ex-


pone Mariátegui es la siguiente:

Don Miguel de Unamuno ha sido reemplazado en su cátedra de Salamanca, medida


que determinó, justamente, la protesta de Jiménez de Asúa, reprimida con su reclu-
sión en una isla de lúgubre historia.

El ilustre jurista español contó así, en sus Notas de un confinado15, el


episodio:

Un día nos enteramos los españoles tiranizados de que don Miguel de Unamuno,
el pensador más firme y más español de nuestro suelo, había sido confinado (esta
es la expresión exacta) en el islote de Fuerteventura, de las Islas Canarias, porque
otras personas dieron publicidad en la Argentina a una carta privada que el maestro
dirigía a un amigo allá residente [...] Los que manejamos el código penal a diario
no pudimos disimular nuestra perplejidad.

La figura de Jiménez de Asúa es ampliamente valorada en la nota de


Mariátegui como «uno de los representantes de la inteligencia española que
Hispano-América más conoce y admira» y como «embajador de h inteligen-
cia española», para concluir que:

El acta de acusación de Jiménez de Asúa le atribuye en primer tugar una campaña


de descrédito de España en los países de Hispano-América. Pero, desgraciadamente
para Primo de Rivera, los llamados a fallar sobre este punto somos nosotros los his-
panoamericanos. Y nosotros certificamos, por el contrario, que en estos países Jimé-
nez de Asúa no ha hecho ni dicho nada que no merezca ser juzgado como dicho y
hecho en servicio de España. Y del único iberoamericanismo que tiene existencia real
en esta época.

Dos años después de este episodio, comenta Mariátegui el libro Política,


figuras, paisajes de Jiménez de Asúa16, para realizar una larga reflexión
sobre un neoliberalismo que, por necesidad histórica, se está poniendo en
la frontera del socialismo. Se detiene en un párrafo del prólogo del jurista
español, allí donde dice éste que ha estado desentendido durante largos
años de las preocupaciones políticas y sociales, pero que «A tiempo he com-
prendido que los técnicos que adjuran de su cualidad ciudadana merecen
el más denso menosprecio». La reflexión sobre esta actitud es aquí uno
de los temas preferidos de Mariátegui, quien ve el compromiso también
en Gregorio Marañón, a quien dedica sus artículos «La ciencia y la políti-
ca» y «Los médicos y el socialismo»'7. Frente al compromiso de estos, entre
15
Citado por Gregorio Sanlos que siempre aparece la referencia necesaria y emocionada a Unamuno,
Juan, op. cit., sin página. otros transitan un camino diferente, y entre estos se hace inevitable el co-
16
Signos y obras, Obras mentario a José Ortega y Gasset:
Completas, Lima, Edic.
Amauta, 1984, vol. Vil, págs,José Ortega y Gasset [...] dice que la entrada de un literato en la política acusa
132 y ss. escrúpulos de conciencia estéticos. El argumento está muy seductoramente sostenido
11
Ibídem, págs. 136 y ss. —como están siempre los argumentos de Ortega y Gasset— en un artículo ágil y ele-
SímoobíícS)
27 ty En&a)o§5
gante. Pero no es verdadero [...] En los períodos tempestuosos de la historia, ningún
espíritu sensible a la vida puede colocarse al margen de la política. La política en
esos períodos no es una menuda actividad burocrática, sino la gestación y el parto
de un nuevo orden social.

La visión política del escritor determina en Mariátegui el acercamiento


a algunos otros escritores. En 1928, una nota necrológica a Blasco Ibá-
ñez" indica, a pesar de todo, fuertes distancias con el escritor valencia-
no, a quien aplaude su republicanismo y su combate contra la dictadura
de Primo de Rivera, pero lo mira distantemente como a un «burgués hones-
to» por sus novelas y su actitud ante la vida. Al socialista Luis Araquistáin
le dedicará un comentario por su libro La revolución mexicana*9 que es
para Mariátegui una verdadera comprensión, casi extraña, nos dice, tratán-
dose de un español, de un acontecimiento de tal envergadura en la historia
de Latinoamérica.
Una reflexión de otro tipo, crítica, es la que realiza en sus dos trabajos
sobre Ramiro de Maeztu que se publican con el título de «Maeztu, ayer
y hoy»2". Frente a la «agonía de Unamuno (que) es la agonía del liberalis-
mo absoluto», la de Maeztu es «la agonía del liberalismo pragmatista, con-
clusión conservadora y declinante del espíritu protestante y de la cultura
anglosajona». Maeztu ha acabado adhiriéndose tácitamente a la dictadura
de Primo de Rivera, y la valoración de Mariátegui sobre esta actitud es que:

Este escritor documentado e interesante, que durante tanto tiempo se ha alzado


a estimable altura sobre el nivel general del periodismo español, ha renegado íntegra-
mente su liberalismo, sin sustituirlo por una doctrina más viva o al menos por una
fe más personal.

Polemiza a partir de aquí con el escritor español sobre la cronología de


su conversión y comenta La crisis del humanismo como anticipo, indicado
por el propio Maeztu, de su desilusión liberal. En cualquier caso, la cróni-
ca asume aquí una actitud de crítica respetuosa ante «un hombre inteligen-
te y culto» que tiene «el orgullo y la vanidad peculiar del hombre de ideas».
¿Por qué Maeztu tiene este trato? La explicación quizás esté en el uso de
,s
Maeztu en «El Factor religioso», el conjunto de artículos publicados en En Signos y Obra cit.,
págs. 128 y ss.
el 27 que integran el quinto de los Siete ensayos de interpretación de la 19
«La revolución mex a-
realidad peruana. Y sería de nuevo muy largo abordar aquí el espacio del na por Luis Araquistáu
interés, llamémoslo agónico, de Mariátegui por el reaccionario Ramiro de Maeztu. Temas de Nuestra Amér.
ca, Obras Completas, Lima,.
Una última intervención de Mariátegui sobre el tema español me parece Edic. Amauta, ¡960, vol XII,
necesario reseñar. En 1927 interviene en la polémica que La Gaceta litera- págs. 89 y ss.
20
ria de Madrid mantuvo con la revista bonerense Martín Fierro. El artículo Defensa del marxismo,
Obras Completas, Lima,
de Guillermo de Torre «Madrid, meridiano intelectual de Hispanoamérica» Edic. Amauta, 1987, vol. V,
provocó una amplia convulsión en Argentina, y en todo el ámbito hispanoa- págs. 178 y ss.
28

mericano. Mariátegui interviene desde la revista Variedades con un artícu-


lo titulado «La batalla de Martín Fierro»21. El texto de Mariátegui es una
toma de posición militante en una polémica en la que hubo un conjunto
amplio de malentendidos. Su posición es concluyente:

La hora, de otro lado, no es propicia para que Madrid solicite su reconocimiento


como metrópoli espiritual de Hispanoamérica. España no ha salido todavía completa-
mente del medioevo. Peor todavía: por culpa de su dinastía borbónica se obstina en
regresar a él. Para nuestros pueblos en crecimiento no representa siquiera el fenóme-
no capitalista. Carece, por consiguiente, de títulos para reconquistarnos espiritual-
mente. Lo que más vale de España —don Miguel de Unamuno— está fuera de España.
Bajo la dictadura de Primo de Rivera es inconcebiblemente inoportuno invitarnos a
reconocer la autoridad suprema de Madrid. El «meridiano intelectual de Hispanoamé-
rica» no puede estar a merced de una dictadura reaccionaria. En la ciudad que aspire
a coordinarnos y dirigirnos intelectualmente necesitamos encontrar, si no espíritu re-
volucionario, al menos tradición liberal.

La posición global es certera y está en consonancia a tantas respuestas


del período, pero lo que parece más original en Mariátegui es la dependen-
cia contingente que establece en relación a la dictadura de Primo de Rive-
ra. Y con esto debemos entrar ya en la conclusión.

Para concluir: ¿la conversión de la historia en crónica?


He intentado desplegar una serie de datos de las actitudes de José Carlos
Mariátegui ante la cultura española, y de ellos podemos quizá sacar alguna
conclusión. De la formación hispanizante de cualquier adolescente peruano
a comienzos de siglo, como decía Ventura García Calderón, Mariátegui pa-
sa muy pronto a una línea de identidad que encuentra en el rechazo de
la cultura virreinal el rechazo de lo español. En cualquier caso es parte
de una opción, legítima como cualquiera, que establece un ámbito polémi-
co en Perú, con el que se está secundando además un ámbito polémico
vigente en la época de Mariátegui en toda Latinoamérica. Hasta aquí, el
problema en Mariátegui no despliega mayores sorpresas, y este sistema
de afrontar una relación es condensado en la obra principal del pensamien-
to del Amauta: Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana.
Al tiempo se desarrolla esta perspectiva, Mariátegui vuelve a asumir la
cultura española contemporánea a través de su pasión por Unamuno, y en
21
Recogido en Jorge mediación directa con él, de los nombres de Luis Jiménez de Asúa, Luis
Schwartz, Las vanguardias Araquistáin, Eduardo Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y, con alguna dis-
latinoamericanas. Textos tancia, Vicente Blasco Ibáñez. Con múltiples distancias aparece también
programáticos y críticos,
Ramiro de Maeztu. Esta síntesis de los años que van desde 1926 y 1929,
Madrid, Cátedra, ¡991, pág.
559. y que coincide con la época más fecunda del pensador, es en cualquier
ímcíícoieg
29 &

caso desconcertante para cualquiera que conozca la cultura española de


aquellos años. Aunque debemos advertir que nuestro conocimiento es más
fácil que el de Mariátegui, porque lo hacemos a posterion. Pero, desde lue-
go, no parece en cualquier caso los que aporta Mariátegui ni un pensamien-
to sistemático, ni, si lo apuramos, un pensamiento coherente. Coincide ade-
más con una serie amplísima de artículos políticos sobre la dictadura de
Primo de Rivera que son, en última instancia, el marco necesario de su
enfoque cultural 22 .
En línea conclusiva, quisiera recordar una vieja polémica que se desató
en Italia, la que tanto amó Mariátegui, en el año 1946. Fue la polémica
entre una revista y su director con un partido político, al que el director
de la revista pertenecía, y su secretario general; entre el novelista Elio Vit-
torini, director de II Politécnico, y Palmiro Togliatti, secretario del Partido
Comunista Italiano. La idea central que lanzó Vittorini en aquel tiempo
es que, mientras la cultura es historia, la política es crónica23. Y al plan-
tear este argumento no puedo dejar de recordar lo que otro pensador mar-
xista, Walter Benjamín, escribía en los años 30 sobre «la diferencia entre
quien escribe historia, el historiador, y el que la relata, el cronista»2*, donde
decía Benjamín:

El historiador está obligado a explicar, de una u otra manera, los acontecimientos


de que se ocupa; de ninguna manera puede quedarse satisfecho con mostrarlo como
ejemplos del curso del mundo. Pero tal cosa es lo que hace precisamente el cronista,
y especialmente en sus representaciones más clásicas, los cronistas medievales, que
fueron los predecesores de los historiadores modernos. Al sujetar su narración histó-
rica a un plan divino de redención que es insondable, han renunciado de antemano
22
a hacerse cargo de explicaciones demostrables. En lugar de ellas aparece la exposi- Cj. Figuras y aspectos
ción, que no tiene a su cargo el enlaco exacto de acontecimientos determinados, sino de la vida mundial, Obras
que se ocupa sólo de la forma en que pueden se engarzados al gran e insondable Completas, Lima, Edic.
curso del universo, Que el curso del mundo sea una forma de Historia sagrada o Amauta, 1986, voL XVI, págs.
una Historia natural no provoca diferencia alguna. 157-167, 234-238 y 274-281.
n
Resumí la polémica,
La vinculación de la crónica a la política, o la actitud del cronista suje- aportando la amplia biblio-
tando su narración a planes de redención sagrados o naturales, son ideas grafía que existe sobre el
argumento, en «Vittorini-
que me han hecho pensar en el sentido último de quien en 1923 respondía Togliatti: sobre política y cul-
a una encuesta de la revista Variedades diciendo que tura», La calle (Madrid), n °
¡74, 21 de julio de 1981, págs.
El periodismo es la historia cotidiana, episódica, de la humanidad. Antes, la historia 38-41.
humana se escribía de lapso en lapso. Ahora se escribe día a día25. 24
Walter Benjamín, «El
narrador^, en Sobre el pro-
Los textos que no cito no quieren ser más que la reafirmación reflexiva grama de la filosofía futu-
de una impresión: a partir de la pasión política de Mariátegui pudo preva- ra, Barcelona, Plañe/a-
lecer el cronista frente al historiador, y el cronista, orgulloso de su condi- Agostini, 1986, pág. 200.
25
ción, orgulloso de estar haciendo la historia cotidiana y episódica de la «Reportajes y encuestas»,
Obras, La Habana, Casa de
humanidad, como nos decía, sujetó con frecuencia su narración a sus pla- las Américas, 1982, vol. II,
nes divinos o naturales, qué más daba. Negar la cultura española para afir- pág. 472.
30

mar la cultura peruana contemporánea como negación en última instancia


de tres siglos del pasado, utilizar la pirueta de Jorge Manrique en su nega-
ción del pasadismo, o afrontar la cultura española de fines de los años
20 a través sobre todo de Miguel de Unamuno, abanderado hasta en Amau-
ta de la hispanidad, fue una forma, cronística y apasionada, de intervenir
en el pensamiento de nuestra América.
Queda sin duda un Mariátegui más rotundo en la sistematización históri-
ca de sus Siete ensayos..., episódico también probablemente aquí en su ma-
nera de negar la tradición española, pero en el argumento que he elegido
queda otro Mariátegui que hizo de la crónica política su sistema de inter-
pretación de la cultura española. Y ese segundo Mariátegui, al que también
conmemoramos este año en su centenario, es el que nos ha dejado sobre
todo una cierta desazón y, en cuanto conocedores de la cultura española
de fines de los años 20, nos ha dejado también un más que seguro desconcierto.

José Carlos Rovira


JímeíidoieS!

Las últimas tendencias de la


lírica española

La contrarreforma estética

D esde los primeros años ochenta, la poesía española que ha ido mar-
cando la pauta de la novedad ha recorrido un camino que la aleja cada
vez más de los poetas novísimos.
Pero ese itinerario ha tenido, en nuestra opinión, una etapa transitoria
protagonizada por los que en nuestro artículo anterior calificábamos de
anti-novísimos1. Como señalábamos entonces, quienes prácticamente habían
monopolizado la marca generacional, a la vez que remansaban aquella olea-
da controvertida pero arriesgada de los años sesenta y setenta, fueron los
más imitados por los poetas jóvenes. Bastaba tomar parte en el jurado de
cualquier concurso de poesía para comprobar que la mayoría de los poetas
aspirantes al premio se empeñaban en ser considerados fieles cultivadores
del neorromanticismo idealizante, del manierismo edulcorado o de cual-
quier otra tendencia barnizada de esteticismo a ultranza.
Aunque aquella tendencia puede encontrarse hoy en reflujo, parece indu-
dable que de ella proceden los principales argumentos —los más prestigia-
damente literarios— en que la crítica de los últimos años se ha apoyado
para marcar distancias con los novísimos radicales. Porque lo cierto es
' «La generación del 70
que los innovadores de hace veinte años, o bien figuran hoy en los libros (II)», Cuadernos Hispanoa-
escolares prolongando la lista de los respetables, aunque ya superados, o mericanos, febrero de 1994,
bien no aparecen por ninguna parte, sobre todo si han persistido en la págs. 99-115. Este es el úl-
timo capítulo de una serie
actitud rupturista que les dio renombre propio y nombre colectivo. cuyos títulos anteriores han
La crítica próxima a las nuevas promociones de hoy y adversa a aquella sido publicados en los nú-
meros 481, 484, 488, 4%, 503,
primera promoción novísima, respeta a algunos nombres porque su lugar 512, 522 y 524 de esta mis-
en los manuales y en las antologías los hace insustituibles —Vázquez Mon- ma Revista.
32

íalbán, Martínez Sarrión, Azúa, incluso Leopoldo María Panero—, pero su-
braya en ellos sólo los elementos más recuperables, los no homologables
con novísimos menos celebrados y casi desatendidos —Ullán, Jover, Irigo-
yen, Piera, Buenaventura, Delgado—. Por otra parte, se recuperan otros
poetas como Antonio Carvajal y Juan Luis Panero, incluso como predeceso-
res de las nuevas corrientes más afianzadas. El rechazo que en los últimos
años se ha extendido hacia el flanco más irreconciliable de la generación
del 70 ha señalado como punto central de sus ataques la filiación aproxi-
madamente vanguardista de sus principales representantes y, como conse-
cuencia, sus aparentes excesos: el debate retórico interno al poema, la ten-
dencia al hermetismo, el discurso teórico, la sobreabundancia de referen-
cias librescas, «la huida del sentido» y, en general, los rasgos que tanto
en los poetas novísimos como en buena parte de la poesía de nuestro siglo
—no sólo, pero sobre todo, vanguardista— plantean al lector dificultades
inusuales.
En los últimos anos, y como consecuencia extrema de ese afianzamiento
público de los antinovísimos, hemos asistido a una revalorización de la poesía,
agradable a primera vista del lector acrítico, apoyada en referencias simbó-
licas procedentes de la poesía «de siempre» y exenta de pretensiones reno-
vadoras formales. Una poesía, en el mejor de los casos, digna, pero siempre
inocua, que durante decenios se había recluido en ediciones de autor, revis-
tas de colegio o juegos florales y que, recientemente, está siendo considera-
da como la depositaría de valores poéticos eternos.
Tal reacción es un capítulo más de la crítica general que, en este fin
de siglo, se está cebando sobre el torbellino disgregador que, desde los
años veinte, parecía llevar a las formas artísticas hasta márgenes de no
retorno, cuando no hasta su propia desaparición. Se trata de una crítica
que, con ser necesaria, raramente es rigurosa, y que se apoya más en el
consenso apresurado que en et análisis independiente. En un país como
el nuestro, donde la modernidad —en su sentido más lato— no ha consegui-
do imponerse del todo como criterio cultural, la posmodernidad —en su
acepción más débil— tenía la tarea muy fácil.
Todo indica que nos encontramos en una época de auténtica contrarre-
forma estética. El fenómeno se produce en cada arte con caracteres parti-
culares, pero en general se puede afirmar que los artistas innovadores, los
heterodoxos por sistema, los preocupados por la originalidad, están per-
diendo la aureola de intocables que muchos de ellos consiguieron. Una sen-
sación de agotamiento ante los reiterados productos rupturistas ha segre-
gado cierto instinto de repulsa, sin duda muy saludable; que está despren-
diéndose de prejuicios a la hora de enfrentarse al hecho artístico. Pero
lo que ocurre, en nuestra opinión, es que esos prejuicios están siendo susti-
33

tuidos por otros, más antiguos y cómodos de albergar, e igualmente faltos


de autocrítica. Estamos asistiendo no sólo al final de las aventuras y las
excentricidades, sino al reencuentro del academicismo revisionista y de la
preceptiva intocable. Parece que ha llegado el momento de replegar velas
para ajustar la obra de arte a los límites del mercado, a las condiciones
impuestas por los medios de reproducción y difusión, a las pautas sancio-
nadas por los textos escolares de buen rendimiento didáctico y, en definiti-
va, al receptor medio, que no se deja encandilar ya por lo que pueden no
ser más que rarezas o desplantes, sino que prefiere la calidad garantizada
—por quien tenga poder para garantizar— y cierta rentabilidad inmediata
e íntima, es decir, cierta seguridad de que entiende lo que se le ofrece.
Desde 1925, fecha de la publicación de La deshumanización del arte, se
ha recorrido un largo camino que parece abocar en la situación inversa
a la que Ortega detectaba con su certero diagnóstico: el arte que él llamaba
«burgués», «sentimental», «melodramático», «humano», el que desde fina-
les del siglo XIX había sido objeto de difusión creciente y, por primera
vez, de popularización —simbolizado en Beethoven—, quedaba relegado al
disfrute superficial del ciudadano medio, mientras que el arte elitista y
solitario, frío, «irónico», «dirigido al intelecto», «antihumano» —representado
por Debussy—, era el único que interesaba al artista entonces moderno;
hoy, el mundo del arte vuelve de su aventura y quiere recuperar al público,
más masivo que nunca, aun a costa de renunciar a lo que pudiera haber
encontrado en su periplo complejo y accidentado. Beethoven truena en los
quioscos de prensa y Debussy es un perfecto desconocido.
Por lo que se refiere a la poesía española de los últimos años, el rechazo
de la eclosión hipermoderna de los años sesenta y setenta se refleja en
dos tendencias claras:
En primer lugar, de manera mayoritaria, y como continuación del con-
formismo paralelo pero opuesto a los novísimos que señalábamos más arri-
ba, el tópico vuelve a ser entronizado: el amor recobra la metáfora del
corazón, la antítesis hielo-fuego, los labios como pétalos, los ojos como es-
trellas, etc.; el timbre quejumbroso acapara toda la expresión elegiaca; el
paradigma de lo bello preside páginas y páginas como un ídolo indiscutido
en el que quizá no se cree pero ante el que hay que guardar las formas
litúrgicas; vuelve a estar bien visto soñar con los ojos abiertos, al más puro
estilo romántico-idealista; el epíteto se erige por encima del adjetivo deter-
minante, por aquello de que las cosas son como son y la palabra no puede
transformarlas; los ritmos afines al endecasílabo —heptasílabo, alejandri-
no, raramente eneasílabo— acaparan la mayoría de la producción lírica;
alma rima con calma aunque sea a la fuerza, los astros vigilan misteriosos,
la primavera ríe, la juventud brilla exultante, etc.
Sy umy0) 34

Y, por otro lado, el realismo ñgurativista se impone como la tendencia


más vigorosa y, sobre todo, teóricamente más fundamentada, aunque con
la particularidad de que incorpora a sus páginas bastantes de los postula-
dos preceptivos conformistas que acabamos de señalar en el maremagnum
de la tendencia anterior.
Hay otras formas de intentar la salida de la modernidad lírica, y más
adelante hablaremos de los poetas que están intentando configurarlas, pero
las dos orientaciones que hemos señalado ocupan la mayor parte del espa-
cio poético abierto en los últimos años. La primera es multitudinaria, y
se nutre tanto de poetas coetáneos de los primeros novísimos:

Sé, oh presentida criatura celeste,


que tu nombre figura
en la lista de las constelaciones
y que un día, tal vez lejano,
te cruzarás fugaz en mi camino2

como de otros pertenecientes a las más recientes hornadas:

Los últimos mosaicos del recuerdo. Las cítaras.


Los falsos unicornios. En la ciudad. Allegro.
Y de pronto te vuelves y casi reconoces
en mí tu anterior rostro, las huellas de otro tiempo3.

Los poemas y los libros de poemas se suceden formularios e intercambia-


bles. A veces, versos escritos muy en serio suenan a auténticas parodias:

Hay rostros fugitivos que eternizan las proas


con sus ojos de niebla y su temblor de ciegos.
Quien retorna del mar no tiene ya lenguaje,
es un mito olvidado, una oscura memoria
bajo el azul del agua, bajo la oscura noche4.

Con frecuencia se habla de otras corrientes o de tendencias que, una


vez ejemplificadas, no aglutinan a más de dos o tres nombres. O a uno
solo: Julio Llamazares es citado siempre para hablar, con escaso funda-
mento, de poesía épica, pero al emparejarlo con Julio Martínez Mesanza
la supuesta tendencia se desdibuja.
- José Infante, Lo que que- La crítica insiste en atribuir a Andrés Trapiello la primera fila de un
da del aire, Col. Adonáis, movimiento neosimbolista que incluiría también a Juan Manuel Bonet y
Ei Rialp, Madrid, 1992, pág.a Luis Suñén. Bonet y Suñén no han hecho más que insinuar cómo podría
56.
5
Juan Lamilkr, Interiores, ser su poesía, pero Trapiello, con su insistente presencia en las listas de
Ed. Renacimiento, Sevilla,novedades, ha conseguido un lugar de no retorno ante el lector. Lo curioso
1986, pág. 15. es que Trapiello esté fraguando su imagen de «uno de los principales poe-
4
José María Algarra, Eltas españoles de finales del siglo XX» reescribiendo la poesía de primeros
bruñidor de ágata, Ed. Re-
nacimiento, Sevilla, 1992, de siglo, la que abandonó el exhibicionismo modernista para recogerse en
pág. 38. la impresión íntima y en la retórica comedida:
35

Son símbolos los buques y la niebla,


los jardines cerrados
y las ciudades muertas.
La paloma y el lobo
híspido y solitario
tanto como la orquídea o la azucena
son secretos milagros. (...)
Son símbolos la vida y lo soñado
y hasta la muerte misma,
indescifrable y negra,
es símbolo de algo5.

La crítica de poesía, reunida colegialmente, ha concedido en 1994 su prestigioso


premio a Andrés Trapiello, lo que contribuye a grabar su nombre en los
muros del estamento «poesía española». El primer poema del libro galardo-
nado dice así:

Te imagino, lector, dentro de muchos años,


leyendo estas palabras. (...)
Sigues aquí conmigo
sin que sepas tú mismo
que aquello que aquí buscas
es tu propio dolor, este Madrid,
el volar de un vencejo,
un tiempo igual al tuyo,
el bálsamo en el alma
de un aire limpio y puro.
Que buscas un misterio, vida, nada6.
No sabemos cómo reaccionará el lector «dentro de muchos años», pero
el de hoy —a quien el de mañana debe importarle poco— puede muy bien
pensar que estos versos se dirigen en realidad a un lector antiguo o, en
todo caso, más o menos deliberadamente anticuado. Sin embargo, Trapiello
escribe convencido de que la lírica del futuro inmediato es ésta precisa-
mente porque se acerca a la de cierto pasado, a la que permite mantener
la acogedora tesis de que no hay novedad en poesía. Desde nuestro punto
de vista, lo primero que aprecia la lectura en versos como los citados es
una sensación de agotamiento de ideas estéticas que, sin ser nada nuevo
en nuestra historia literaria, se extiende hoy a buena parte de la más re-
ciente poesía española.
5
Más nutrida podría considerarse la corriente de los elegiacos, pero debe- Andrés Trapiello: Las tra-
diciones, Ed La vétela, Gra-
mos distinguir entre los elegiacos escépticos, como Eloy Sánchez Rosillo, nada, 1991, pág. 281.
é
que mantiene una postura sobria y discreta, y los confesionales, como Mi- Andrés Trapiello: Acaso
guel D'Ors, tan dado a la vociferación y al panegírico. D'Ors está contribu- una verdad, Ed. Pre-texiós,
Valencia, 1994, págs. 11-12.
yendo a la revitalización de la poesía no ya religiosa sino apologética: su :
Miguel D'Ors, La música
defensa del Papa, su quizá velada publicidad del Opus Dei —«porque todo extremada, Ed. Renacimien-
es camino (hacia Dios)»3— y hasta su agresividad contra los poetas ateos, to, Sevilla, mi. pág. 49.
^yjn&ayos 36

que no lo respetan, lo sitúan a la cabeza de esta otra recuperación de la


poesía oficial de los años cuarenta. También aquí el revisionismo se hace
patente: poetas como D'Ors, Julio Martínez Mesanza o Luis Alberto de Cuenca
hablan desde un punto de vista cristiano preconciliar, sin plantearse el he-
cho religioso, al menos en el poema, más allá de las fórmulas retóricas
aceptables por el menos ilustrado hermano lego. En el «Himno a la Virgen
del Carmen», de Luis Alberto de Cuenca, leemos:

Virgen, escúchanos. Que tu estrella nos guíe


por sendas de alegría, de virtud y coraje,
y obtengamos la eterna visión de tu belleza
en el reino celeste donde todo es ventura*.

No es una provocación para ateos militantes: se trata de puro decoro


preceptivo puesto en verso deliberadamente parroquial e inserto en un con-
junto dedicado a «La diosa blanca». Pero el objetivismo del yo lírico no
exime al poeta de la autoría de cuanto publica con su nombre, y el himno,
leído como poema, independientemente de su valor para coleccionistas de
estampas mitológicas, supone una muestra notable de estética contrarre-
formista —por partida doble, aquí—: no sólo descalifica la innovación, sino
que entroniza la obviedad. Hemos pasado, desde aquel rupturismo doctri-
nario en el que todo valía, al extremista «todo vale» de la rutina acomodada.
Se puede señalar también una franja intermedia entre la poesía elegiaca
y la de la experiencia, un espacio transitorio en el que el poeta, siempre
desde el escepticismo más reposado, interioriza escenas y paisajes, los mez-
cla a la conciencia desalentada de sí mismo y los devuelve en palabras
llenas de melancolía temperada, sin patetismo, intentando hacer virtud de
la carencia. Se trata de poetas que aceptan el mundo como es y la poesía
«como debe ser», buena compañera del oído y de los sentimientos, intér-
prete de las emociones y dada a pasar el brazo por el hombro del lector,
una poesía simbolista también decorosa, fiel guardadora de las formas ca-
nonizadas:

Hacia e¡ sur, bajo el muro,


duermen viñas caídas
y a la sombra sin sombra de los viejos olivos
el silencio es solemne.
Con las últimas luces, la mirada se pierde,
luminosa de eterno9.
3
Luis Alberto de Cuenca:
El hacha y la rosa, Ed. Re- Para este tipo de poetas panelegíacos, el «se canta lo que se pierde» de
nacimiento, Sevilla, 1993, Antonio Machado se transforma en «se canta la actitud del perdedor», una
pág. 24.
9 actitud nostálgica, aureolada con énfasis liviano y aplaudida por un siglo
Álvaw Valverde, Una
oculta razón, Visor, Madrid,de poesía menor perseverante y refractaria a la contaminación de excesos
1991. perecederos.
Invenciones)
37 í
Hay excelentes cultivadores de formas clásicas, adscritos a sólidas escue-
las del pasado y virtuosos de la sátira. Pero en la revisión general que
se está produciendo, durante los últimos años, de la poesía de las genera-
ciones anteriores, con ese rechazo jubiloso de la vanguardia y con la vuelta
a los refugios temáticos y formales, es la poesía realista, y en particular
la que ha dado en llamarse «de la experiencia», la que sin duda está eri-
giéndose como corriente prioritaria.
Valga como ejemplo de la evolución general que se ha producido en los
últimos diez años la comparación entre las antologías Postnovísimos, de
1986, y Fin de siglo, de 1992, ambas elaboradas por Luis Antonio de Ville-
na. Mientras en la primera figuran poetas de diversas propuestas, en la
segunda encontramos mayoritariamente a poetas de la experiencia.

La poesía de la experiencia
El grupo de poetas que comenzó proclamando la urgencia de una «nueva
sentimentalidad», recogiendo así la antorcha lanzada por Antonio Macha-
do, se ha ampliado y consolidado hasta formar la corriente lírica más cau-
dalosa del momento con el rótulo, simplificador como cualquier otro pero
suficientemente explícito, de «poesía de la experiencia». Consecuentemente
con la necesidad de «construir una sentimentalidad distinta, libre de pre-
juicios, exterior a la disciplina burguesa de la vida»10, una serie crecien-
te de nuevos poetas ha ido construyendo el andamiaje de una escuela lírica
fundamentalmente antiidealista. Luis García Montero es hasta ahora el teó-
rico más acreditado de esta corriente, además de contar con una obra líri-
ca que ya está siendo considerada como modélica por poetas apenas iniciados.
El planteamiento de la «nueva sentimentalidad», como hemos visto, no
ocultaba sus implicaciones morales. La poesía de la experiencia constituye
una opción estética comprometida con la actualidad operativa, con la histo-
ria, y así lo proclama García Montero: «la poesía no es un arma cargada
de futuro, sino de presente», «no es palabra en el tiempo, sino en un tiem-
po»1'. Las puntualizaciones que hace el autor a Celaya y a Machado son
significativas: reflejan la actitud de un poeta dispuesto a no admitir acríti- 10
Javier Egea, Alvaro Sal-
camente magisterios. Sin embargo, se aparta de esa norma, tan fértil, con vador, Luis García Monte-
relación a Jaime Gil de Biedma, por cuya obra los poetas de la experiencia ro, La otra sentimentalidad,
Ed. Don Quijote, Granada,
proclaman una devoción sin límites. 1983. pág. ¡5.
v
A través de Gil de Biedma les llega a estos poetas la formulación del Luis García Montero,
monólogo dramático como procedimiento habitual de exposición lírica. Consiste Confesiones poéticas, Col.
Maillot Amarillo, Ed. Dipu-
esta estrategia formal, como se sabe, en inventarse un yo poético como tación de Granada, 1993,
quien perfila un personaje que debe monologar ante el lector. El autor se págs. 203 y 204.
38

distancia así de la voz que pronuncia sus versos y, aunque tenga potestad
para trasvasar sus vivencias o sus impresiones a ese personaje, queda al
margen de los gestos representados. De esa manera, quien escribe no sólo
enlaza palabras más o menos inspiradas, sino que controla el guión de cuanto
se va diciendo, y el poema se presenta ante eí lector no como la exterioriza-
ción directa del interior del poeta, sino como una representación convin-
cente por sí misma.
El monólogo dramático constituye una de las armas que con más insis-
tencia se han empleado en este siglo —sobre todo en la poesía anglosajona—
para exorcizar el abrumador -yo romántico, considerando —un tanto
irreflexivamente— que el poeta romántico no concebía objetivismo alguno
para el protagonista de sus versos. Pero quizá se trata de un procedimiento
tan antiguo como la poesía lírica: ya ios poetas petrarquistas ponían voz
de enamorado no porque sintieran lo que decían sino porque así estaba
preceptivamente establecido que debían hablar cuando hablaban de amor.
La poesía de la experiencia rechaza no sólo el yo romántico, sino el van-
guardista, considerado como simple tramo de la espiral que comenzó a abrirse
con la escisión del yo burgués, en aquel salto esperanzado y enseguida de-
cepcionante que dio la sociedad europea entre el siglo XVIII y el XIX.
Si el romanticismo, también simplificado y considerado en bloque, está ya
suficientemente combatido, aunque en ningún modo haya muerto, la van-
guardia acaba de ser puesta en tela de juicio, y por eso la actitud de la
poesía de la experiencia reviste especial interés. Y al hablar de vanguardia,
estos poetas no dejan de enfocar con sus críticas a cuanto de experimental-
aparecía en la poesía novísima. Para García Montero, la vanguardia es sólo
una estratagema de la ideología opresora para perpetuarse: con la vanguar-
dia, «el yo burgués nos da el espectáculo de su propia destrucción como
la forma más astuta de asegurar su permanencia», puesto que «eso es la
vanguardia: una garantía de que no puede existir nada fuera de la autono-
mía individual, ni siquiera las revoluciones, el triunfo del mundo como mundo
destruido» '2. El rechazo que se hace de la vanguardia en las obras teóri-
cas de García Montero resulta demasiado rotundo; tanto, que provoca du-
das, Y precisamente porque se trata de una propuesta estética coherente,
patrocinadora de logros poéticos notables, merece que se le planteen esas
objeciones sin las que una opción teórica seria puede transformarse en un
simple dogma. Y eso, no sólo porque de las vanguardias proceden muchas
de las mejores obras artísticas de este siglo, sino, sobre todo, porque lo
que puede ser un ejercicio de higiene histórica, al desenmascarar los posi-
bles fraudes del pasado, puede transformarse en coartada justificadora de
la escasa capacidad autocrítica de nuestro presente.
ímoKoieS)
39 ^Ensayos$
Lo primero que sorprende en la crítica de García Montero es la reduc-
ción de todos los rasgos vanguardistas a los que resultan de su fracaso.
El hundimiento y la banalización de las vanguardias, parece decir el poeta
granadino, demuestra que eran intrínsecamente perniciosas. Para avalar su
tesis, en varias ocasiones se ha apoyado en la crítica de las vanguardias
que lleva a cabo Eduardo Subirats: «Es propio de la dialéctica de las van-
guardias el que, una vez cumplido su cometido iconoclasta y crítico, se
conviertan ellas mismas en fenómeno afirmativo, de carácter normativo,
y acaben afianzándose como un poder también institucional y a la postre
también opaco»". ¿Es propio? Es más bien lo que constatamos de la his-
toria de las vanguardias, el resultado de ese complejo episodio de nuestra
cultura. Porque en el surgimiento de las vanguardias lo que sobresale es
su carácter «iconoclasta y crítico», o más bien, como el mismo Subirats
afirma, «el cuestionamiento de sí mismas y de su época, la idea de renova-
ción, de reformulación siempre comenzada a partir de cero de valores indi-
viduales y colectivos»!i, rasgos que las vanguardias heredarían, según el
mismo ensayista, de la Ilustración, de la Reforma, del Humanismo. Que
la vanguardia, como movimiento artístico global, haya sido doblegada por
la capacidad de supervivencia del mecanismo burgués de reproducción cul-
tural, y que hoy sea en buena medida una servidora de la cultura de consu-
mo, significa que en aquella dialéctica interna suya ha vencido el bando
ávido de poder —ávida dólar— embaucador e irresponsable. Pero eso no
invalida el impulso crítico que le dio origen. Según Subirats, «la utopía
moderna de las vanguardias artísticas ha muerto porque sus valores no
cumplen más que una función legitimadora, regresiva y conservadora. Su
tarea ya no es ni la creación, ni la crítica, ni la renovación, sino la repro-
ducción de un principio de orden»15. Lo cual implica —por eso me per-
mito subrayarlo— que esa tarea de creación, de crítica, de renovación, si-
gue estando por hacer. Las vanguardias han fracasado, pero la necesidad
de reformulación artística de una visión del mundo ajena al idealismo bur-
gués que sólo acepta la «reproducción de su orden», sigue planteada, y
quizá con más virulencia que hace ochenta años. Lo que necesitamos no
tiene por qué llamarse vanguardia, pero sí debiera ser una propuesta artís-
tica que se planteara la tarea que intentaron llevar a cabo los vanguardis-
tas por los que aún nos interesamos hoy, y, desde luego, que no repitiese
sus errores.
¡3 Eduardo Subirats: La
Señalemos que Subirats se refiere sobre todo a la vanguardia plástica crisis de las vanguardias y
y arquitectónica; aplicar su análisis a la vanguardia poética necesitaría al- la cultura moderna, Ed. Li-
bertarias, Madrid, 1985, pág.
guna explicación, sobre todo en lo que se refiere a la adaptación de los 82.
productos artísticos a las necesidades del mercado. Pero al menos en una » Op. cit., pág. 79.
15
afirmación estamos completamente de acuerdo desde el punto de vista de Op. cit., pág. 31.
JlmcncoíeS)
40

la critica literaria: «el problema reside en la forma, no en los medios de


su reproducción o difusión. Se trata, una vez más, de una cuestión de índo-
le artística, no política, ni económica, ni tecnológica»16. Ya en la conclu-
sión de su ensayo, Subirats afirma: «La crítica teórica y la innovación for-
mal son más bien las tareas que hoy tenemos por delante»17.
La duda mayor que nos plantea la poesía de la experiencia, tal como
aparece formulada por su principal teórico, consiste precisamente en que
la forma no es objeto de su atención. El hecho de que la casi totalidad
de la poesía de la experiencia esté escrita en endecasílabo o en sus versos
afines no es más que un síntoma —no hay dos endecasílabos iguales: el
de García Montero no es el de Siles—, pero vale la pena anotarlo: estamos
en la enésima «primavera del endecasílabo». Más grave parece observar
que, dentro del verso «experiencial», la despreocupación por la forma lle-
gue hasta el empleo de fórmulas retóricas que, procedentes del romanticis-
mo, fueron pulidas por el simbolismo y reconducidas por todos los movi-
mientos no vanguardistas de este siglo, incluida la peor poesía social. Se
trata de la retórica ya preceptiva y hasta académica, la que el lector ha
visto repetida en poetas de muy diferente catadura estética:

el aire que levanta la cabeza


del corazón y empuja
al oficio extranjero de escribir su nostalgia18.

En un poema tan logrado como el que abre Diario cómplice, esos versos
suenan a ya oídos en otras voces con presupuestos estéticos muy distintos.
Igual ocurre con expresiones como «abrir la puerta de sus ojos», «una leve
sonoridad de vida» o «poblar la soledad». Los lectores habituados a que
las propuestas renovadoras nos lleguen formalmente distintas, leemos esos
versos como intercambiables con otros muchos de poetas que García Mon-
tero consideraría reaccionarios. Lógicamente, eso nos ocurre a quienes to-
davía pensamos que no se pueden plantear relaciones nuevas entre el escri-
tor y el lector, entre el lector y ei mundo representado en el texto, si no
se establecen relaciones nuevas entre las palabras. Y a ello nos ha acos-
tumbrado cierta poesía vanguardista, la más arriesgada, la que quizás ha
fracasado porque no encuentra ya lectores pero no porque se haya vendido
a ningún poder.
16
Op. cit., pág. 32. «Como ha ocurrido siempre en épocas de crisis, cualquier tf;xto nuevo,
11
Op. cit., pág. 165,. para ser distinto, debe llevar en sí una reflexión sobre el hecho n-Asmo
fS
Luis García Montero: de la escritura», dice García Montero, que enseguida puntualiza; «No es
Diario cómplice, Ed. Hipe-
rión, Madrid, 1987, pág.meta-poesía,
13. sin embargo, porque la lucidez sustituye a la expresión y el
" Confesiones poéticas, análisis invade los afectos» '*. Por huir de la meta-poesía, da la impresión
pág. 38. de que aquella reflexión sobre la escritura misma se reduce al qué decir
ímoícfeíígS)
41 y Ensayos!)
en el poema, sin ocuparse especialmente del cómo decirlo. No echamos
de menos necesariamente la experimentación formal, sino la forma particu-
lar, la dicción reorientadora de las perspectivas y de las referencias cultu-
rales que al lector le llegan a través de las palabras. Como declaraba re-
cientemente Einaudi, «la lectura es un enfrentamiento», y si el poeta elude
enfrentarse con la receptividad del lector no hace más que reproducir los
esquemas de sumisión de la lectura.
El lector: quizá provengan de él, de la idea de lector que se hace la poe-
sía de la experiencia, la mayor parte de estas dudas. «Si queremos que
la gente se sienta interesada por la poesía, es necesario que la poesía diga
cosas, maneje signos, nombre realidades capaces de interesar a la gente,
es decir, que le hable de sus experiencias posibles y de sus preocupacio-
nes»™. Esa «gente» coincide con «la persona normal» que para el autor
debe ser tanto el poeta como el lector: «Es importante que los protagonis-
tas del poema no sean héroes, sino personas normales que representen la
capacidad de sentir de las personas normales»21. Mientras queda bien claro
lo que se niega (el poeta que se siente héroe, por único y superior, por
original, y el lector que se reviste del ropaje heroico transmitido graciable-
mente en el poema), resulta confuso lo que se afirma: ¿en qué consiste
la normalidad? ¿Normalizar no supone uniformar, ajustar a norma para
que nadie se salga de qué raíl? Podría producirse el fenómeno de que a
alguien, considerado normal por los poetas de la experiencia, según sus
varas de medir, le gustara algún tipo de poesía considerada oscura y com-
plicada, incluso hermética, a lo mejor por aquello de que intuitivamente
le resuena en algún recoveco de su cabeza. ¿Deja entonces, automáticamen-
te, de ser normal? ¿Habrá que castigarlo —sin poesía, por ejemplo— por
haberse atrevido a disentir de la normalidad reacuñada? ¿O bastará con
organizarle otra exposición de «arte degenerado», para que aprenda?
El lector de poesía es una silueta en la que el escritor de poesía puede
ver, como mucho, a alguien que ya ha leído lo suficiente como para estar
medianamente sensibilizado a las sugerencias de las palabras. ¿Qué tipo
de sugerencias, qué forma de sensibilización? Ésas son preguntas más pró-
ximas al ámbito que nos ocupa. Porque el lector más frecuente —sea una
persona normal o no, con arreglo a haremos aceptables o no— es el que
ha sido iniciado en la poesía romántico-simbolista, con algunas gotitas de
vanguardia y algo más del repertorio «social»; un lector a quien la metáfo- 20
Luis García Montero:
ra del corazón le sugiere la misma cara con ojos en blanco en un poeta Op. cit., pag. 236.
que en otro, y que no ve las intenciones reaccionarias de uno y renovado- 21
Luis García Montero y
ras de otro, a no ser que uno le ofrezca palabras combinadas de una forma Antonio Muñoz Molina: ¿Por
y otro se las diga de forma diferente. 0 a no ser que uno y otro poeta qué no es útil la literatu-
ra?, Ed. Hipeñón, Madrid,
le den al margen su propia teoría poética, con lo cual sobra el poema. 1993, pág. 36.
InvenciongS)
42

A esa aceptación de la forma más habitual de la poesía contemporánea,


sin discusión alguna, responde el hecho de que García Montero rinda ho-
menaje a García Lorca, precisamente al Lorca que vivió en Nueva York
trabajando en su libro más arriesgado, con un poema de verso comedido,
evocador y bien timbrado, pero ajustado a límites tolerables por el lector
que no se acercará nunca a Poeta en Nueva York porque le han dicho que
es el libro más oscuro de Lorca22. A ese conformismo formal se debe que
García Montero, al reeditar los poemas suyos de Tristia, les corrija el ritmo
para que encajen bien en el sistema para-endecasílabo, aun a riesgo de qui-
tarles el posible efecto estético de la discontinuidad". El lector «normal»
oye mejor el verso así corregido, precisamente porque ése es el tipo de
verso habitual, codificado, indiscutido, el verso obediente al ritmo más pró-
ximo al estamento poético.
Cierto es que ya la libertad —de verso, de expresión, de manifestación
y reunión, etc.— empieza a ser casi tan sólo una etiqueta publicitaria mer-
cantil o política. ¿Es necesario entonces encerrarse en los cauces de las
formas clásicas, no sólo métricas sino simbólicas y referenciales, para ejer-
cer la crítica de la concepción del mundo que al lector le ha forjado la
construcción mental de la cultura burguesa? Para García Montero, a juzgar
por sus últimas entregas líricas, no hay duda: el poeta que construye los
versos no emplea más recursos que los necesarios para atraer al lector
espontáneo y acrítico, al que busca en ios poemas lo mismo que encontra-
ba en Bécquer pero en versión moderna, ciudadana y progresista, dentro
de un orden «normalizado». Los mejores momentos del libro —que son
abundantes— están amenazados por la obviedad de imágenes procedentes
de la estética más convencional:

Escribo este poema celebrando


22
«A Federico con unas que pasado y presente
violetas», en El jardín ex- coincidan todavía con nosotros
tranjero, Col. Adonáis, Ed. y haya recuerdos vivos
Rialp, Madrid, 1983, pág. 59. y besos tan dorados como el beso
7J
Luis García Montero: El aquel de la memoria".
jardín extranjero precedi-
do de Poemas de Tristia, Obsérvese cómo el sobrio y prometedor comienzo de la frase se diluye
Ed. Hiperión, Madrid, 1989. al ceder tensión a favor de imágenes ya preceptivas, normalizadas —«recuerdos
Compárese con Tristia, de
Alvaro Montero, Ed. Rusa- vivos», «besos dorados»—, que encajarían sin trabas en un poema neorromántico.
dir, Melilla, 1982. Más convincentes suenan sus versos cuando gravitan entre Joaquín Sabi-
24
Luis García Montero:na y Jaime Gil de Biedma, en la expresión amarga pero no derrotada de
Las flores del frío, Ed. Hi- sentimientos contradictorios: «no se vuelve a los sentimientos para repro-
perión, Madrid, 1991, pág. 76. 25
2i
Confesiones poéticas, ducir su verdad, sino para expresar su mentira, sus determinaciones» .
pág. 191 «Si no podemos pensar en transformaciones, hagamos del malestar un acto
26
Op. cit., pág. 148. público»26. Pero parece muy poco probable que ese malestar, expresado
43

en retórica codificada —y confirmadora de los códigos establecidos ya para


la lectura—, haya de decirle al lector algo diferente de lo que le dice quien
expresa el «mal de amor» a la manera más convencional, Por no «pensar
en transformaciones» internas, es decir, formales, el poeta puede acabar
reducido al papel de agitador de un «malestar» que le sienta muy bien
a la visión del mundo más inmovilista: una válvula de escape para asegurar
el sistema y hasta un estímulo saludable. Algo muy similar a lo que le
reprochábamos a las vanguardias.
Aunque ningún poeta de la experiencia falta a esa premisa de la autolimi-
tación formal, entre ellos hay voces muy diversas.
Felipe Benítez Reyes parte de la poesía elegiaca y llega a la de la expe-
riencia en su versión escéptico-galante. El buen hacer de muchas de sus
páginas resulta condicionado —mucho más visiblemente que en García Montero—
por una retórica manida, procedente de la tradición ideológicamente opuesta
a la de la poesía que el autor pretende escribir:

Aquel verano, delicado y solemne, fue la vida.


Fue la vida el verano, y es ahora
como \¿j)a tempestad, atormentando
los barcos Fantasmales que cruzan la memoria27.

De más amplio registro es la poesía de Javier Salvago. Exceptuando su


primer libro —con el que los restantes han marcado claras distancias—,
se trata de una obra sobria, limada de adornos, vigilada por una ironía
permanente que no le permite ningún énfasis y situada por voluntad propia
en el más extremado cotidianismo, en el renunciamiento a toda ambición
de alto vuelo: la única pretensión de las palabras consiste en mostrar que
no se puede pretender nada con ellas. El lector oye que le dicen:

Me gustaría saber qué es lo que buscas,


qué internas encontrar, por qué has cogido
—sin demasiada fe, supongo-
este libro.
Yo no sé nada que tú ya no sepas,
que no nos puedan enseñar los años.
Ño hago juegos de magia. No deslumhro.
Hablo sin vanidad de mis asuntos,
(A lo sumo, acompaño)28.

La imposibilidad de encontrar nada nuevo dentro ni fuera de las pala-


bras es un dogma de fe: peca —de iluso, de pretencioso— quien muestre 27
Felipe Benítez Reyes:
algún tipo de fe en la poesía. Salvago conoce muy bien la trastienda de Poesía, Ed. Hipenón, Ma-
la escritura —bajo su fraseo aparentemente espontáneo hay mucha drid, 1992, pág. 115.
3
favizr Salvago: Variacio-
autodisciplina— y le da íanía importancia como cualquier poeta de otro nes y reincidencias, Ed. Vi-
signo al hecho de escribir (y de presentarse a concursos, y de publicar), sor, Madrid, ¡985, pág. 11.
y umy0) 44

pero se aplica aquella norma tan rigurosamente que alcanza un grado más
allá de la resignación y llega casi a la asepsia:

Ni triste ni contento,
con algo que parece indiferencia,
a mi vida me enfrento,
armado de prudencia,
repuesto de la indómita impaciencia29.

Todo menos la impaciencia, es decir, menos pretender, como los «indó-


mitos» primeros novísimos, que las palabras puedan revelar ocultamiento
alguno. Muy en la huella de Gil de Biedma —«Partiendo de la base / de
que todo es mentira»30—, Salvago se cuida de dejar claro, de vez en cuando,
que él también podría emplearse más a fondo —«No te engañes, lector.
No soy tan pobre/ como aparento»31—, lo que parece muy probable, pe-
ro se mantiene hábilmente equidistante de toda empresa estética que pu-
diera gastar sus supuestas riquezas. No es extraño que ía poesía de Salva-
go nos suene con frecuencia a la de Luis Alberto de Cuenca, tanto en su
acercamiento al Borges más engañosamente «sencillo» como en esa livian-
dad de tono que busca la elegancia despegada de Manuel Machado.
Poetas como Jon Juaristi, Vicente Gallego, Carlos Marzal o José Antonio
Mesa Toré están escribiendo versos de un realismo ágil y sólido, basado
en referencias del mundo actual y bien adobado de ironía. Pero todos ellos
participan de aquel desinterés por la búsqueda formal que señalábamos
en García Montero, y del estoicismo de Salvago. Para todos, la poesía es
ante todo un arte nada pretencioso, instrumental y recreativo: un juego.
«El juego de hacer versos» es la expresión de Gil de Biedma que les sirve
de lema. Sin embargo, el poema de donde procede ese verso dice algo más:
«El juego de hacer versos/ —que no es un juego— es algo...»32. No vemos
por qué el guiño del primer verso, espontáneo y efectista, ha de ser más
digno de crédito que la afirmación del segundo, reflexiva y hasta admonitoria.
Los poetas de la experiencia coinciden en rebajar a escala cotidiana la
estatura abusivamente estirada del poeta típico: el poeta no es nadie ex-
traordinario, repiten. La tarea es en sí misma plausible: mucho tendríamos
que agradecerles si consiguieran deshancar al estereotipo infatuado que
29
los medios de comunicación atribuyen mecánicamente a quien escribe ver-
Javier Salvago: Volverlosos, para poner en su lugar la imagen de una persona cuya sola excentrici-
a intentar, Ed Remamiento,
Sevilla, ¡989, pág. 13. dad digna de atención —ésa sí, absorbente y hasta obsesiva— consiste en
35
Op. cit., pág. 21. la empresa literaria a la que consagra lo mejor de sus energías. El proble-
i!
Op. cit., pág. 33. ma es que en esa operación creen necesario rebajar también los plantea-
i2
Jaime Gil de Biedma: mientos de la obra poética. Caso extremo es Roger Wolfe, un poeta que
Las personas del verbo, Ed.
Banal Barcebna, 1975, págs. había despertado grandes expectativas —y del que todavía se deben espe-
135 y 137. rar páginas de interés— pero que, en su último libro, reduce por momentos
45

el poema a una observación, no ya sin trascendencia alguna, sino sin rele-


vancia literaria. El poema titulado «¿A ti también?» se compone de estos
tres, digamos, versos: «Ganas de bombardear la iglesia/ ahora de que aca-
bas de enterarte/ de que el párroco mentía»33. Lo que vuelve a recordar-
nos algo ya muy repetido desde los viejos tiempos de las polémicas acerca
de la poesía social: el primer enemigo del realismo es la banalidad.
Más de un poeta de promociones anteriores se ha adosado a la poesía
de la experiencia. De esa forma, puede ser que se recuperen poetas a los
que la oleada novísima —o quizá sobre todo sus consecuencias epigonales—
había relegado a segundo plano. Con los mismos criterios se ha llevado
a cabo un nuevo recorte de la tradición inmediata: junto a Gil de Biedma
sobrevive Ángel González, quien quizá por no haberse prodigado en textos
teóricos, no ha tenido la progenie explícita del anterior, pero que, con ma-
neras menos mundanas, cuenta con una obra de calidad persistente en ple-
no despliegue, es decir, llena de expectativas para el lector.
Es notable, sin embargo, la desafección en que los poetas de la experien-
cia han relegado a la obra de José Ángel Valente. Casi despectivamente
se suelen referir a la «poesía del silencio», de la que se considera principal
responsable al autor de Material memoria, Al hablar de los poetas del 50
se llega incluso a considerar la etiqueta como referida a sus representantes
más realistas: junto a los señalados, José Agustín Goytisolo, pero también
Francisco Brines y José Manuel Caballero Bonald, lo que no deja de ser forzado.
La de la experiencia es sobre todo una poesía posibilista. Su propuesta
estética se limita deliberadamente ante la supuesta escasa capacidad recep-
tora del lector. Su alcance moral no reproduce el discurso emancipador
que ha sido inseparable del realismo, sino que acepta la imposibilidad de
que la poesía contribuya a ningún tipo de emancipación más allá de la
esfera de unas relaciones eróticas desinhibidas, de una sentimentalidad dis-
tinta o una cotidianeidad soportable. Cuenta, eso sí, con representantes de
talla que podrían en cualquier momento ofrecernos la sorpresa de una obra
arriesgada y ambiciosa.

Resistencia, indagación, radicalidad


El realismo lírico apropiado al momento presente puede ir más allá y
más acá del espacio ocupado, de forma tan atendible como restringida, por
los poetas de la experiencia. Ése es el empeño en que vemos embarcado
S}
a Jorge Riechmann, quien también se ha empleado a fondo en el terreno Roger Wolfe: Hablando
de pintura con un ciego, E¿
teórico. Riechmann inserta la teoría en sus poemas y abre espacios líricos Renacimiento, Sevilla, 1992,
en sus textos teóricos, de manera que la reflexión y la práctica poética ffég, 39.
46

no sólo se reflejan una en otra, sino que se imbrican y avanzan trenzadas.


Para Riechmann, «eí poema es un experimento de subjetividad. Como todo
experimento, se somete a condiciones intersubjetivas de verificación y se
presenta como esencialmente generalizable»*. La mayor interioridad se ex-
pone a la máxima exteriorización y además la busca deliberadamente, puesto
que sin ella nunca pueden tener validez los precipitados conseguidos en
el laboratorio del poeta.
Pero en ese laboratorio el ingrediente básico y último es la palabra, y
el poeta no tiene por qué renunciar a los resultados de experimentos ante-
riores, sin plegarse por ello al manierismo experimental, que ha hecho tan-
tos estragos como el academicista: «Seamos dadaístas en lo esencial, pero
nunca en lo insignificante», «los poetas malditos no me interesan en cuanto
malditos, me interesan en cuanto poetas»35, es decir: sería ingenuo repro-
ducir al pie de la letra el resultado de aquel malditismo, que tantas veces
se ha quedado sin sustancia, pero vale la pena intentar traducir a términos
actuales las exigencias de aquella actitud. «El realismo es una actitud»,
repite Riechmann citando a Brecht, pero no sólo una actitud del poeta ante
la poesía como estamento al que pretende, o no, pertenecer, sino del autor
ante el yo poético, ante sí mismo y ante el mundo del lector, que es su
punto de contacto crítico con el mundo.
«La voz del poeta se identifica, cada vez más, con ía de un mundo que
agoniza. No en el modo de la melancolía, sino en el de la cólera»36. La
agonía de las esperanzas que llenaban el catálogo del progreso socioeconó-
mico, paralela al hundimiento de valores religiosos y políticos, alimenta
a la abundante poesía elegiaca y escéptica con despensas repletas de me-
lancolía frondosa y suculenta. Los vasos comunicantes entre esa melanco-
lía y las elaboradas formas líricas romántico-simbolistas son evidentes; es
más: nunca han tenido esas formas ya preceptivas una despensa ideológica
tan bien provista de vituallas. No es de extrañar que la pereza posmoderna
haya logrado llevar al primer plano editorial productos insípidos que can-
tan el final de la utopía con el gesto —la actitud— de quien, viendo a todos
los bandos derrotados en la misma batalla, se proclama vencedor de nada
—melancólico, pero triunfal— por el hecho de no haber luchado en bando
alguno. La conciencia posmoderna se declara inocente ante el espectáculo
de un siglo que está culminando en uno de los mayores cataclismos mora-
les de la Historia: aquello no va conmigo, parece proclamar. Riechmann
M
Jorge Riechmann: Poesíaopta por otro tipo de posmodernidad, la que asume la conciencia invadida
practicable, Ed. Hiperión, de parásitos, la no inocente por decisión propia, y se sitúa al frente, no
Madrid, 1990, pág. 31.
¡s
Op. cit, pág. 70. al margen, de este siglo, con todas las consecuencias. «Aceptar para la poe-
36
Op. cit., pág. 94. sía el papel de ornamento en un mundo inhumano es indigno»57. Conse-
37
Op. cit., pág. 95. cuentemente, renuncia a la poesía romántica y a la simbolista: «Rompo
SltvveñcfeñgS)
47

lanzas por una poética antisimbolista del realismo irrestricto, du grana


réalisme»".
En sus páginas aparece también la constancia de la amenaza que se yer-
gue sobre la naturaleza. Por primera vez desde que la Ilustración descubrió
la naturaleza, desde que el romanticismo polarizó en ella la infinitud y
el simbolismo le descubrió sugerencias significativas, hoy aparece a los ojos
del poeta como un escenario decrépito en el que cunde ya el incendio. En
nuestros días no hay posible «alabanza de aldea»: cualquier aldea vive al
ritmo de ia televisión y en cualquier acantilado chapotea el petróleo. Pero,
contrariamente al elegiaco, Riechmann se enfrenta a la desagregación gene-
ral de este final de siglo proclamando que el apocalipsis puede evitarse
y que la poesía tiene una función en esa lucha contra la corriente. «¿Qué
actitud adoptaríamos, en esta hora excremencial que nos corresponde vi-
vir, sino una de insurrección radical?»39.
La insurrección de un poeta sólo se puede hacer efectiva en sus versos.
Riechmann tiene probado ya, en sus cuatro libros hasta ahora editados,
su excelente arboladura lírica. Como rasgo destacable de sus procedimien-
tos formales, resulta sintomática la utilización casi exclusiva de un verso
muy cargado de personalidad pero no tipificado. Cuando el endecasílabo
aparece suele ser como consecuencia del desarrollo del poema, es decir,
subsidiariamente al recorrido autónomo de los otros versos. De esa mane-
ra, el verso queda controlado desde la voluntad formal del poeta, no desde
la preceptiva: no existe, aquí como en ninguna parte, verso libre, sino verso
organizado en función de la intencionalidad particular del poeta en el poe-
ma concreto y en el momento preciso del texto.
El poema «Libertad para no mentir» dice así:

Truncos los arcos eternos. El deseo


desjarretado. El arte estéril.

Que lo que muere ame a lo que muere:


No te dé miedo acariciar la rosa™.
Sólo con suprimir «los», el poema entero habría encajado en un esquema
rítmico cómodo al oído. Pero ceder a ese prurito de simetría habría trans-
formado el carácter del primer elemento de la enumeración: en vez de se-
ñalar, incluso de denunciar la destrucción, la habría «cantado». De esa for-
ma, el poeta aborda la forma de su texto desde la palpitación del lenguaje
y no desde el repertorio de la preceptiva; sin prescindir del manual, intenta
hacerle el favor de añadirle capítulos. « Op. cit, pág. 159.
39
Op. cit., pág. SI.
Riechmann cuida siempre los detalles programáticos que salpican sus
« Jorge Riechmann: Cánti-
poemas para no ceder a la estétiéa celebratoria de la desaparición y de co de la erosión, Ed. Hípe-
la derrota, sino para dejar siempre en píe la fórmula afirmativa: rión, Madrid, 1987, pág. 21
ímoíábncs
48

Abolir la nostalgia, esa tenia violenta,


esa impotencia desovillada en máscara,
mi desdentada enemiga más voraz.
Untarle el cuerpo de brea y de vergüenza41.
Sea
la desolada quimera del presente
nuestro empeño imborrable.
Es precisamente la propuesta de actuación, el imperativo cargado de in-
tenciones movilizadoras lo que plantea dudas a la lectura:
No dejes nunca de desconfiar de las instituciones.
No dejes nunca de confiar en las personas.
No dejes nunca de confiar
en que las personas
crearán instituciones
en las que quizá podrás dejar de desconfiar42.
Los poemas construidos sobre un andamiaje estrictamente programático
quedan amenazados de desfondamiento artístico y, por ello, ponen en peli-
gro el programa mismo. En esos momentos, Riechmann casi desoye su pro-
pio consejo: «La ética [del poeta] no puede ser —en los clásicos términos
de Max Weber— una ética de la responsabilidad, sino que tiene que ser
una ética de principios», es decir: «La poesía no tiene objetivos, pero sí
tiene principios»43. Es el riesgo mayor que corre este poeta tan interesante
para el lector por lo que tiene de poeta y no, en el momento de la lectura,
por su militancia político-social.
Pese a esos momentos más inclinados hacia la proclama, Riechmann es
un poeta crítico, autocrítico, atento a crear sentido expectante de comuni-
cación, enemigo de recrear sentidos sancionados por la ideología y necesi-
tados de lectura obediente: un poeta para lectores insumisos. Al leerlo no
tenemos la impresión de que renuncie a objetivos tan legítimos como la
denuncia o el desenmascaramiento, pero a la vez nos queda claro que con-
sigue el objetivo fundamenta] de conmover los principios. Hasta hoy, sus
convicciones sociopolíticas no empantanan sus presupuestos estéticos: una

Op. cit., pág. 18. y otra teoría caminan empeñadas en convencer a un tiempo: «Tu piel cons-
42
Jorge Riechmann: Mate-
rial móvil, precedido de 27 tante me recuerda siempre a tiempo cómo la poesía es una disciplina de
44
maneras de responder a un la presencia. La remisión inacabable del allende al aquende» . Leyéndo-
golpe, Ed. Libertarias, Ma-lo, el lector puede llegar a pensar que no todo está perdido —¿hay subver-
drid, 1993, pág. 23. sión mayor?— y que aún queda algo por hacer:
JJ
En Ínsula, nám. 565,
pág. 32. El mañana ya no destiñe más
44 sobre hoy su indecisión, mermelada bendita.
Jorge Riechmann: Cua-
derno de Berlín, Ed. Hipe- Presente puro: manos a la obra45.
rión, Madrid, 1989, pág. 95.
4i La poesía de Luisa Castro es muy diferente a la de Riechmann (el realis-
Material móvil..., pág.
56. mo no queda lejos, pero su programa sí) y, sin embargo, produce la misma
InvencibngS)
49

impresión de que todavía hay brechas posibles en el muro de la opacidad


y del conformismo. Con una voz aparentemente leve, con palabras cotidia-
nas y referencias próximas, el mundo que aparece en sus poemas lleva en-
cima una impregnación particular —una «preparación» de laboratorio— que
lo hace insólitamente visible a la lectura. Como si nos pusiera el ojo sobre
su microscopio, Luisa Castro escribe:

¿ves?
no sirvo para morir de pronto,
y me conozco:
esta tarde cantaré cosas absurdas
para escuchar a alguien.
Mi cuerpo, sutil súbitamente,
bailará por toda la casa
la danza de otra46.

El yo plasmado en el texto por Luisa Castro se aleja tanto del tradicional


atildamiento de los versos femeninos como del exhibicionismo desjarretado
que últimamente aparece en los poemarios escritos por mujeres. Nos habla
alguien que mantiene con el mundo relaciones no exactamente conflictivas,
sino dialécticas, alguien que, recién llegado a un mundo caótico, no se pre-
cipita a ofrecerle la forma que le parece apropiada, sino que se hunde en
el caos para tratar con él la forma de hacerse mundo.

Tengo una capacidad de olvido propia de la niñez,


pero mi casa no tenía un lugar para la muerte,
así que había que morir en el pasillo,
improvisar un ataúd de sal,
una roldana de muerte
en el rellano de la escalera.
Y atravesar la escena
sólo para beber agua47.

Y también en los poemas de Castro encontramos una creatividad formal


que nada tiene que ver con la experimentación gratuita, sino con el sondeo
lingüístico-estético propio de la verdadera inspiración lírica contemporá-
nea (experimento subjetivo también). Así, al avanzar, las palabras se organi-
zan en una sintaxis instrumental útil para la vivisección o para el esclarecimiento:

Desde que fundamos la ciudad


nos invitan a todas las tragedias, ¿tú crees 46
que es justo que no llegue el dolor Luisa Castro: Los hábi-
cuando hace cien años que gotea tos del artillero, Ed. Visor,
sin pausa?, Madrid, 1990, pág. 24.
47
y mira Op. cit., pág. 19.
la cerveza pidiéndole un amago o ^ Luisa Castro: Los versos
que algo suceda del eunuco, Ed. Hiperión,
ahora mismo, cariño, dice, y parece un largo día48. Madrid, ¡986, pág. 44.
~\y Ensaygs5 50

Cuando desde el neorrealismo se rechaza la búsqueda de originalidad


tachándola de soberbia y rutinaria, o se lanzan los trapos sucios de Ja van-
guardia a la cara de quienes pretenden hoy ahondar en la concepción del
mundo que pueda tener un lector, nos parece que se está cometiendo una
injusticia de principio. La lectura de poetas como Luisa Castro coníirma
que el lenguaje poético puesto al límite es capaz de hacer girar el prisma
de la realidad para que veamos sus caras más reacias a la observación,
las menos asequibles y las más condicionantes de la visión que tengamos
del conjunto.
También la aventura imaginista que llevó a cabo Blanca Andreu en sus
dos primeros libros, De una niña de provincias que se vino a vivir en un
chacal (1981) y Báculo de Babel (1982), estuvo a punto de caer en el descré-
dito de cuanto suene a surrealismo. Si no se cometió ese error fue, sin
duda, porque aquellos dos libros son muestra de un caudal lírico fuera
de serie, pero la autora mantuvo a raya cualquier posible tendencia al an-
quilosamiento con el giro que imprimió a su trayectoria al publicar Elphis-
tone (1988), Conteniendo las riendas, pero con el mismo brío de los libros
anteriores, Andreu apuesta por la síntesis representativa y hasta por la
narración: véanse el excelente poema «Fábula de la fuente y el caballo»,
en particular, pero también la recurrencia de elementos ambientales y tem-
peramentales del «capitán» a todo lo largo del libro. La exuberancia de
sus libros anteriores se hace aquí intensidad sugerente:

Débil llama de enebro, de qué estás hecha,


blanca como la sangre de mi madre, certera
como llegar a puerto en medio de la oscuridad,
cuando el café de las bodegas se hincha
y cruje la madera con sus viejos huesos,
cuando el agua tantea pérdidas y ganancias,
cuando el velamen
—pendenciero, entre juramentos-
contra el viento levanta su alma49.

La narratividad lírica constituye, hasta hoy, la opción de Juan Carlos


Suñén. En el extremo opuesto a la poesía de la experiencia, Suñén rechaza
el figurativismo: «la oscuridad no es h contrario de la claridad, sino su
* Blanca Andreic Elphisto-sombra»50. Sin embargo, el despliegue de imágenes de Un ángel menos teje
ne, Ed. Visor, Madrid, 1988,
tan sólidamente el espesor de esa sombra que llega a borrar la claridad
pá%. 54. Recientemente (¡9941
Hiperión ha publicado la proyectada.
re- Quien habla parece menos convencido por su visión del mundo
copilación de su obra líri-
que dominado por la elevación de su punto de mira, de ahí que su tenden-
ca con el título El sueño
oscuro. cia al hermetismo parezca empujada a la vez por la locuacidad y por la
50
En ínsula, núm. 565, indecisión. Sin embargo, en Por fortunas peores las veladuras ceden, los
pág. 35, contornos ganan tensión y el conjunto del libro nos reafirma en la sospe-
51

cha de que en Suñén se abre camino un poeta que tiene mucho que decir
a través de otro que le impediría decirlo:

Y he echado la escritura a rodar sobre la mesa del


enmudecimiento, la he repartido en unas pocas bazas.
Y me sorprendo antiguo en la incomodidad.
Y me doy a las lentas manipulaciones de la incomodidad como un mar
que se deja
navegar a escondidasM.

José María Parreño escribe también empeñado en dar al verso imagine-


ría y timbre contemporáneos. Si su primer libro, Instrucciones para blindar
un corazón (1981), era ya el cimiento —y no sólo el anuncio— de cuanto
iba a escribir después, Libro de las sombras (1986), constituyó una de las
aventuras líricas más sólidas de los años ochenta. Sin necesidad de acoger-
se al monólogo dramático, el yo que aparece en los poemas del libro es
plural y hasta colectivo, pero además se sitúa al margen para dirigir al
yo de cada poema, como un director de cine gobierna a cada actor. Y el
autor inventa finalmente a ese cineasta que se mueve por el libro.
Ese retiro del autor hacia el laboratorio de montaje predispuso a Parre-
ño para escribir Las reglas del juego (1987). Aquí el yo busca el centro
de gravedad de la expresión, pero no pretende llegar a ser el dueño absolu-
to de su significado. Lo poético quiere aparecer desde el interior de las
palabras, no en el reflejo que les llegue a las palabras desde la interioridad
del autor. De ahí que desemboquen en la síntesis afiladísima del haikú:

moneda en el fondo de un charco


ese trozo de luna
sobre el desfiladero52.

A veces encontramos en los versos de Parreño la añoranza de un paraíso


perdido que se hace casi consigna «contracultural»: «Malditos son los nú-
meros/ que embalsaman/ la realidad en ecuaciones»" incluso adherencias
de esteticismo ambiental: «Brillan mis ojos como destella el sol en una
espada»54, «la cansada dulzura de existir»55. Pero sus poemas tienden siem- '' Juan Carlos Suñén: Por
pre hacia el enunciado sustantivo, sin que la mediación de la imagen pese fortunas peores, Ed. Cáte-
dra, Madrid, 1991, pág. 17,
más que la frase en sí misma, y es entonces cuando adquieren la nitidez 52
José María Parreño: Fe
de la radicalidad: de erratas (recopilación át
los tres libros citados), Ed.
porque sé que aún me falta Puerta del mar, Málaga, 1990,
ese rasgo final que si soy sabio pág. 247.
añadiré al entrar en la muerte 5}
Op. cit„ pág. 232
donde se aprende que la belleza •^ Op. cit,, pág 211
fue una máscara más ">> Op. til., püi- 240.
ís
y ni siquiera la última56. Op. cit., pág. 2%.
52

Los poetas que acabamos de destacar están superando en estos momen-


tos el tramo ascendente de su trayectoria, es decir: se encuentran en un
momento importantísimo para ellos. De ahí que nos parezca de sumo inte-
rés cuanto ahora mismo guardan en sus carpetas y van a publicar en breve
plazo. Sobre sus hombros pesa la responsabilidad —simbólica, pero opera-
tiva, tal como funciona nuestra cultura— de cerrar un siglo riquísimo en
poesía y abrir otro ya lastrado de inceríidumbres.

A modo de conclusión
Damos fin aquí a la revisión de la poesía española actual que Cuadernos
Hispanoamericanos nos ha brindado la oportunidad de llevar a cabo. Pedi-
mos disculpas por la lentitud con que hemos ido entregando los artículos
y la consiguiente discontinuidad que pueda haber afectado al conjunto. Es
una razón más que nos hace deudores de la deferencia de Félix Grande
y su equipo.
En las páginas que anteceden de éste y de los restantes artículos pueden
echarse en falta nombres que, desde otra perspectiva, deberían estar pre-
sentes. Esas ausencias responden con frecuencia al punto de vista particu-
lar que hemos adoptado, conscientemente selectivo, pero otras veces son
fruto de nuestra incapacidad para conectar a esos nombres con las corrien-
tes líricas aquí comentadas. Aunque no nos sirva de descargo, permítase-
nos recordar que nuestra intención no era elaborar un repertorio, sino de-
tectar líneas de fuerza determinantes. Por eso hemos dedicado poco espa-
cio a bastantes poetas que, con un planteamiento diferente, habrían mere-
cido mucha más atención, y nos hemos demorado en otros que no la merecerían
tanto.
El lector que haya seguido nuestros artículos comprenderá por qué no
es posible sintetizar en una conclusión cerrada cuanto hasta aquí hemos
comentado. Por su propia naturaleza, la poesía actual se encuentra en con-
tinua remoción; de ahí que hayamos intentado detectar el sentido de las
trayectorias que componen su entramado variable, no el perfil del nudo
en que ya pudieran detenerse.
Sin embargo, sí hay dos rasgos que, por aparecer en más de una ocasión
a lo largo de estos artículos, parece necesario resaltar como ideas motrices
de cuantos fenómenos se están dando en la poesía española actual. Se tra-
ta, por un lado, de esa continua referencia al estamento poético, a la «poe-
sía española» considerada como conjunto compacto, que condiciona la es-
trategia de quienes se sitúan o son situados dentro o fuera de sus contor-
53

nos; y, por otro, del posible agotamiento de nuestra poesía, de las señales
que emite con el probable mensaje de haber llegado a alguna forma de final.
Es absolutamente legítimo que quien escribe desee ser reconocido por
quienes los lectores ya reconocen. Difícilmente se puede hacer poesía sin
dirigirse a los poetas que ya cuentan. No sólo porque una buena parte
de nuestra tradición inmediata está viva, sino porque, a pesar de que se
busque al lector indiferenciado, ninguna lectura puede satisfacer tanto a
quien escribe versos como la del poeta cuya obra él aprecia. Pero en la
poesía española de los últimos veinte años, el afán de ser considerado miembro
del estamento lírico condiciona la escritura mucho más que la necesidad
de ser leído con rigor o la convicción de los presupuestos estéticos. La
lectura que más se busca es la de quienes puedan sancionar al autor como
imprescindible, no la de quienes puedan enriquecer la escritura aún en
proceso; y la estética se hace maleable para acoplarse a las exigencias del
supuesto jurado receptor, en vez de proponerse como reorientación y como
relanzamiento de expectativas. La adscripción a los diversos manierismos,
afluentes todos de la corriente que hemos denominado contrarreforma es-
tética, constituye el procedimiento más seguro para acceder al recinto don-
de se alimenta de sí misma la «poesía española». Y a todo ello contribuye
el mimetismo con los procedimientos retóricos de los medios de comunica-
ción, que sancionan la esclerosis gremial con la fijación de imágenes de
«marca literaria» dóciles a la reproducción masiva de prestigio incuestionado.
En cuanto a los síntomas de acabamiento de la poesía española, parecen
evidentes en el abandono de las intenciones temáticas —el tópico se calca,
no se recrea— y en la inmovilidad formal, rasgos comunes tanto a la masa
de poetas manieristas como a los de la experiencia (y en cualquier promo-
ción). El enfrentamiento a los límites de la palabra, que, tanto en los poetas
del 50 hoy menos apreciados como en los primeros novísimos, producía
momentos de superación agónica pero expresiva, se abandona para escribir
cómodamente protegido por la desconfianza en el alcance del poema y por
un escepticismo rayano en lo dogmático. El pantano de la retórica mayori-
taria corresponde a un tipo de poesía consciente de que no tiene futuro
y de que su función en la cultura actual es irrelevante. El recurso al lector
acrítico parece un gesto desesperado más que una vía de escape.
La amenaza de muerte de nuestra poesía no sería más que un episodio
del vértigo que parece afectar a todas las formas artísticas ahora que, tras 57
La impermeabilidad a la
un siglo de ebullición —río revuelto—, ven el vacío bajo sus pies. Por su- poesía latinoamericana de
puesto, se trataría del posible final de la poesía española tal como se en- hoy constituye, no un sim-
tiende a sí misma. Y quizás ése es el síntoma mayor de agotamiento: que ple ejemplo, sino seguramen-
te uno de los pilares bási-
nuestra poesía, en sus principales manifestaciones como estamento rígido, cos de esa actitud autocom-
tiende a evitar todo nesgo de ver mermada su autoidentificación57. placiente.
54

Sin embargo, hemos señalado excepciones suficientes como para pensar


que ese final puede quedarse en sólo su amenaza o, si realmente se verifi-
ca, para esperar que por lo menos no llegue de manera ciega. El lector
tiene, en cada una de las promociones coetáneas, autores que escriben al
límite de sus posibilidades y al margen de consideraciones estamentales.
En nuestra opinión, los mejores poetas de hoy son los que no renuncian
a la tarea más apreciada en los poetas de siempre; el desvelamiento crítico
de la realidad a través del arte de la palabra. A veces encontramos a poetas
que realizan esa tarea para unos lectores y no para otros, a veces incluso
la abandonan y la vuelven a emprender: lo importante es que el autor se
sitúe a la vanguardia de sí mismo. Lo importante, claro está, para el degus-
tador de palabras que broten de este tiempo y vuelvan a él con la intención
de caracterizarlo mientras pasa y de integrarlo al tiempo que ha pasado
a formar parte de nuestra cultura. Porque en aquella tarea el lector toma
parte precisamente así, arriesgándose a abrir su tiempo al injerto vital y
desconocido que le propone la lectura.
Nunca como hoy el lector ha tenido una oferta tan amplia y tan intensa
de poesía de todas las épocas —pues la de ayer puede y debe iluminar
la lectura de la actual—, nunca ha dispuesto de tantos medios para infor-
marse sobre la poesía que le pueda apetecer leer, sea española, latinoame-
ricana o traducida de otros idiomas. El mundo editorial se debate hábil-
mente contra los ya viejos anuncios de catástrofe, y contamos con coleccio-
nes de poesía capaces de satisfacer las preferencias más variadas y más
exigentes. Como siempre, corren malos tiempos para la lírica; pero nunca
han sido mejores para el lector.

Pedro Provencio
Las personas

Geometría del sexo

p
JL artiendo de un triágulo
que a veces cometemos
y lo mismo nos sirve de Dios que de futuro,
cuando no ya de oscuro
pozo donde bebemos,
pues sumado a una línea de tendencia infinita
recompone la eterna encrucijada
—no sin antes herirnos la mirada—,
y me cerca, y te cita,
y el fragor de los tiempos resucita...
Partiendo del triángulo glorioso,
hemos llegado al signo más presente
tan vivos y amorosos,
tan próximos a todo lo naciente,
que nos extraña haber sobrevivido
a ejércitos de bocas sin sentido,
y haber luchado en ellas por apresarle al mundo
su enigma más profundo,
y todo, todo, todo, partiendo de un triángulo.
Ay, amor, más que puros, trascendentes o éticos,
tú y yo, somos geométricos.

El Dios futuro
No hablemos de Él, mejor hablemos de ello:
lo anhelado y posible, pero ausente.
56

Lo eterno, lo magnífico, lo bello,


eso que no se ve, pero se siente.
La luz que disfrazada de añoranza
resplandece en la noche penetrante,
pero jamás estuvo, ni se alcanza,
porque siempre camina por delante.
Es lo próximo ya, lo ya futuro.
Con su ayuda aterrizan los aviones
y el fruto pende, trágico y maduro,
sobre la espuma de los corazones.
Algo así, prefiramos que no exista.
Ojalá no llegara todavía.
Hagámoslo sublime y anarquista,
ebrio de amor, borracho de poesía.
Verbo será, y amigo de las olas
allá en su matemática hermosura,
si no culminación de estarse a solas
y elogio del placer y la locura.
Te hará vivir, y acaso preguntarte
cuándo vendrá, qué espera de tu acento.
Y esa duda será palabra y arte
con que forjarle a un dios el pensamiento.
Celébralo, pues ya tardar no puede,
pero dale algo más: te necesita.
Y exprímete, no más porque se quede
tu vida en él, y tu esperanza escrita.

Las personas
Hay algo misterioso en las personas.
Cuando en verdad son tuyas, y las amas,
algo cálido brota de sus cuerpos,
y es como si brillaran.
Y es como si brillaran en la oscura
habitación de puertas condenadas
como asoma el Lucero a las tinieblas
para anunciar el alba.
Te levantas y pueblan la cocina
con su infinito aroma de lavanda
y vas de su sonrisa al pan tostado,
v del zumo al calor de su mirada,
y si te miran, ya no estás tan solo,
y recuerdas quién eres, cuando te hablan,
y han bajado a comprarte los periódicos,
y el café se hace rito en cada taza,
y hay algo tonto en esa pesadilla
de una casa embrujada
donde no estaban ellos para verte
vencerle al miedo todas las batallas.
Pero siempre estuvieron, y hasta entienden
un poco de lo mucho que te pasa
y por qué a veces lloras por la noche,
cuando la luz se apaga,
y entonces, más que nunca, necesitas
llevártelos a todos a la cama
para ahuyentar la muerte con sus besos
y saciarte de amor con sus palabras.
Están, y es lo más dulce que te ocurre.
Existen, y te basta.
Hay algo misterioso en las personas:
pudiera ser el alma.

Manuela
Quién tuviera, Manuela, tu acechante mirada,
tu golpe de cadera, tu frescura insolente,
tu sonrisa lasciva, tu mano poderosa,
tu voz de cascabeles, que enamora el oído.
Quién llevase en la boca tu alegre carcajada,
y en la sangre, el rumor del agua transparente,
y en la pupila, el brillo de la piedra preciosa,
y en el pecho goloso, tu incesante latido.
Por ceñirme el cabello con tu cinta encarnada
y oler como tú hueles, a escarcha y a relente,
por hundirme en tu carne, donde el humo y la
se disputan a besos tu cuerpo amanecido;
por ser negra, Manuela, y no temerle a nada,
y enarbolar al viento la flor de un continente,
y provenir de selvas y perfumes de diosa,
y haberme emancipado del yugo, y conseguido
58

ver al amo, vencido, llorar sobre mi almohada,


y seguirme los pasos por la arena crujiente,
y ofrecerme la luna para hacerme su esposa,
y amarme hasta perder el honor y el sentido.
Por saber que mi raza se alzará liberada
contra el grillete infame, contra el desprecio hiriente,
y luchar por el triunfo de una causa gloriosa
por que morir, Manuela, y por que haber nacido;
sólo por ser quien eres, instintiva y sagrada,
por saberme terrible, por sentirme inocente,
quizá sólo por eso, por ninguna otra cosa,
daría lo que he sido.

La voz
A esa voz, a esa voz grandilocuente
que me acusa de todo y me anonada,
y a libre me prefiere amortajada,
y a feliz, rencorosa y obediente.

A esa voz ancestral que me desmiente


y no cuenta conmigo para nada,
y ve que me marchito, y no se apiada,
y sabe que me muero, y no lo siente.

A esa voz, eco y sombra de tiranos,


cuando triunfe el amor, cuando destruya
tanta ley sin razón, menos la tuya,

que es la que me consagra entre tus manos;


cuando tu amor me inunde, cuando estalle,
díle a esa voz antigua que se calle.

Laura Campmany
Pedro Henríquez Ureña y la
crítica hispanoamericana

p
J . ara situar a Pedro Henríquez Ureña en la historia de la crítica litera-
ria hispanoamericana, confrontaremos los rasgos principales de su obra
con el juicio de sus contemporáneos, opiniones que, en cierto modo, se
prolongan hasta la actualidad dentro de un cuadro general con tendencias
muy diversas. Excluimos los problemas, corrientes y perspectivas de la ac-
tual crítica, a la cual sólo nos referiremos en relación con los juicios que
le ha merecido aquella obra.
La moderna crítica literaria hispánica nace con Marcelino Menéndez Pe-
layo y sus antecedentes españoles se remontan, por lo menos, al siglo XVIII,
sin que hasta entonces hubiera logrado un desarrollo comparable al de otros
países europeos.
La modernidad puso su acento, desde la Reforma, en la crítica de la reli-
gión, la filosofía, la economía y la política, dentro del paradigma de las
ciencias físicas y naturales. Pero en España se había consolidado una con-
cepción del mundo y de la vida asentada en el dogma católico, que rechazó
el protestantismo y la preparó para afrontar los asedios de la crítica natu-
ralista y cientificista que aquél implicaba. No discutiremos las consecuen-
cias históricas de esta opción pero es innegable que la crítica cedió ante
la tradición de la verdad dogmática. Los valores e intereses que se procura-
ba mantener incólumes, en medio de la crisis que va desde el agotamiento
del siglo XVII hasta la Ilustración del siglo XVIII, eran renuentes al criti-
cismo profundo que tuvo su modelo en Kant.
No faltó espíritu crítico en España, pero el mayor interés estuvo en la
historia, como base de las investigaciones literarias, jurídicas y políticas.
La crítica, pues, se volvió erudición, filología y lingüística como si el esta-
blecimiento de la verdad documental fuera el camino para superar los obs-
táculos del cambio social y cultural.
!>y Ensaye© 60

;
Sobre el tema cfr. Emi- Desde Feijoo hasta Gallardo y Milá y Fontanals, discurre una vena crítica
lia de Zuleta, Historia de que no se puede ignorar o desdeñar. Muchos de estos autores potenciaron
la crítica española contem-
poránea. 2 ed. Madrid, Gre-la tradición propia, pero otros aceptaron ideas ajenas que contribuyeron
das, 1974. Se carece de unaal desarrollo del pensamiento español del siglo XIX: El empirismo inglés,
historia de la etílica literaria
la estética y la ética de la Ilustración francesa y las ideas de Augusto Schle-
en Hispanoamérica, aunque
haya referencias a la mis- gel, difundidas por Bóhl de Faber y Hartzenbusch, por ejemplo, influyeron
ma en obras generales co- en ¡a nueva actitud ideológica.
mo las de Luis Alberto Sán-
chez, Enrique Anderson Im- Pero este canon crítico no representaba una instancia de juicio como la
bert, Arturo Torres Riose- de otras literaturas europeas. Se aportaba una documentación más riguro-
co, etc. y en particular en sa y objetiva, se afinaban los métodos para el análisis y la crítica, pero
la de Alberto Zum Felde, ín-
dice crítico de la literatu- el juicio estético no superaba la confrontación con los modelos neo-clásicos
ra hispanoamericana; El en- ni la polémica con el Romanticismo.
sayo y la crítica. México, Al finalizar el siglo XIX, la crítica hispánica, en muchos aspectos, sólo
Guáranla, 1954. Hay, desde
luego, muchas obras de crí-era un reflejo de tendencias ajenas y aunque continuaba una tradición y
tica sobre autores, países y contaba con figuras como Juan Valera, «Clarín» y Menéndez Pelayo, no
temas, Cfr. Enrique Ander-
igualaba en significación a la de otros países europeos 1 .
son Imbert. La crítica lite-
raria contemporánea, Bue- Pero en la América hispánica, que compartió más de tres siglos dicho
nos Aires, Gure, 1957, Apén- fundamento cultural, apenas hubo crítica literaria en el sentido moderno.
dice, 123-136. También he-
mos tenido en cuenta, entre Es verdad que tampoco existía en Europa, pero, ya entrado el siglo XIX,
otros, algunos enfoques desde y gracias a la labor heroica y solitaria de quienes pugnaban por realizar
la perspectiva del desarro- tareas intelectuales en los comienzos de la vida independiente, se repitió
llo actual: José Antonio Por-
tuondo, «Crisis de la críti- el mismo panorama hispánico. No era tan fuerte el dominio de ía tradición
ca literaria hispanoamerica-religiosa, pero a pesar de las influencias inglesas, francesas y alemanas
na», en su: El heroísmo in- que trataban de modificar la personalidad castiza, el neo-clasicismo que
telectual. México, Tezontle,
1955, 110-124; Arturo Uslar imperó hasta casi finales del siglo XIX apenas si dejó espacio para posicio-
Pietri, «La muerte de la crí-nes diferentes de las peninsulares.
tica» (La Nación, Buenos
Esta crítica del siglo XIX que podría comenzar con las observaciones
Aires, 10 sept. 1967,1); Juan
Carlos Ghiano, «La críticaque el libertador Simón Bolívar hizo al poema «La victoria de Junin» (1825),
de esta América» (La Nación, del ecuatoriano José Joaquín de Olmedo, deriva de la tradición literaria
Buenos Aires, 8 sept. 1968,
hispánica de nuestra América. Dejemos de lado la erudición literaria y la
1); Emir Rodríguez Mone-
gal, «El ensayo y la críticahistoriografía, vinculada esta última a los programas políticos y culturales
en la América hispánica». de las nuevas naciones hispanoamericanas, y observemos que críticos como
En: El ensayo y la crítica
literaria Iberoamericana, 7b- el venezolano Andrés Bello, el mexicano José García Icazbalceta, el argenti-
ronto, l.l.L.L Memoria del no Juan María Gutiérrez, el chileno José Toribio Medina, el cubano Enri-
XIV Congreso Internacionalque Piñeyro o el colombiano Miguel Antonio Caro, que con plena concien-
de Literatura Iberoamerica-
na, 1970, 221-227; Carlos Rin- cia asumieron aquella función, no se apartaron de las tradiciones de la
cón, «Acerca de la nueva crí- lingüística, la filología y la historia hispánica.
tica latinoamericana; Posi- Los valores de la cultura y el arte del Neo-clasicismo fueron consolida-
ciones y problemas» (Eco,
Bogotá, 200, 1978, 717-752); dos por una retórica y una preceptiva, con categorías, arquetipos, reglas
Emilia de Zuleta, «Direccio-y maestros como Boileau y Luzán, de acuerdo con los cuales se juzgaba
nes actuales de la crítica en
la obra literaria. Entre el Romanticismo literario y e! Positivismo ideológi-
JÍmoicioíieg
61 3yEnsavos5
co, la crítica europea volvió su atención al contexto histórico, en una doble
dimensión humana: individual o biografía y social, y aunque las polémicas
agrietaron la ejemplaridad de los modelos, durante largo tiempo se mantu- Hispanoamérica» (Cuadernos
vo la seguridad de la crítica. del Sur, Bahía Blanca, 16,
Mientras que América se distanciaba de la cultura hispánica, como lo 1983, 51-68); Alejandro Lo-
sada, La literatura y la so-
propugnaban muchos hispanoamericanos desde la Emancipación, Francia ciedad de América Latina,
ejercía su influencia a través del sistema de Comte, de las teorías de Taine Frankfurt, Vervuert, 1983;
y los ejemplos de Littré, Sainte Beuve, Renán, Brunetiére, Guyau y Anatole Ángel Rama, «La literatu-
ra en su marco antropoló-
France. En ese marco, también circulaban profusamente las ideas socioló- gico» (Cuadernos Hispanoa-
gicas, históricas y lingüísticas de Spencer, Buckle y Mas Müller. mericanos, Madrid, 407, Ma-
yo 1984, 95-101); Beatriz Sarlo,
En Hispanoamérica, que luchaba penosamente por organizar su vida po-
«La crítica: entre la litera-
lítica y cultural, la escasa crítica literaria encontró su cauce en un perio- tura y el público» (Espacios
dismo que padecía las mismas limitaciones y estaba a cargo, generalmente, de critica y producción, Bue-
nos Aires, I, 1986, 6-11); Saúl
de los mismos escritores —poetas, novelistas, ensayistas—, cuando logra-
Sosnowski, «Sobre la críti-
ban salvar esta vocación de las imperiosas exigencias políticas. Ligada a ca de la literatura hispanoa-
la polémica ideológica, esta crítica dependía casi totalmente de la persona- mericana; Balance y pers-
pectiva» (Cuadernos Ameri-
lidad de los críticos, ya que a través de las obras literarias se manifestaban canos, México, Nueva épo-
las preferencias de lecturas y las posiciones políticas e intelectuales, mien- ca, I, 6, 1986, 69-91); Agustín
tras que los juicios críticos, por lo general, se apoyaban en las autoridades Martínez Antoníni, «Proble-
mas de la crítica literaria
europeas más en boga. latinoamericana» (Cuadernos
Aunque esta aplicación de las categorías críticas más prestigiosas se hi- Americanos, México, Nueva
ciera sin una conciencia de las diferencias, profundas e insalvables, entre época, 1,6,1986, 92-108); Noe
Jitrik, «Presentación». En su:
Europa e Hispanoamérica, estos críticos pudieron plantar las bases de un La vibración del presente.
edificio propio. Desde la preocupación Romántica por el contexto histórico México, Fondo de Cultura
Económica, 1987, 7-12; Ra-
hasta el determinismo Positivista más cerrado, esta crítica postergó la con-
fael Gutiérrez Girardot, «So-
sideración estética. En primer lugar, porque al igual que toda la produc- bre la crítica y su carencia
ción intelectual hispano-americana, estaba dominada por su carácter anci- en las Espartas». En su: His-
panoamérica: Imágenes y
lar con respecto a los programas políticos y culturales del Liberalismo or-
perspectivas. Bogotá, Temis,
ganizador. Además, porque el ensayismo periodístico comportaba un subje- 1989, 84-98. Consideramos,
tivismo arbitrario, ajeno a los análisis y distinciones que las disciplinas también, algunas útiles ob-
servaciones desde la lingüís-
literarias sólo lograrán hacia el final del siglo XIX. tica, tales como las de Ya-
Menéndez Pelayo representó la madurez de un proceso, completado por cov Malkiel, «Filología es-
las modernas tendencias alemanas de la historia y la crítica literaria, de pañola y lingüística gene-
ral» (Actas del Primer
la filología y la lingüística, todo lo cual, junto a la ya mencionada influen- Congreso Internacional de
cia francesa, pasó a Hispanoamérica, donde la recibieron críticos de gran Hispanistas, Oxford, The
Dolphm Book, 1964,107-126);
personalidad, notables por su información y talento individual. Pensamos
Manuel Mourelle-Lema, La
en nombres, como los ya mencionados, del venezolano Andrés Bello, de teoría lingüística en la Es-
los colombianos Miguel Antonio Caro y Baldomero Sanín Cano, del argenti- paña del siglo XIX, Madrid,
Prensa Española, 1968 y José
no Juan María Gutiérrez, el uruguayo José Enrique Rodó y dos franceses,
Portóles, Medio siglo de fi-
Paul Groussac y Emilio Vaíse, «Omer Emeth», incorporados a la Argentina lología española (1896-1952),
y Chile, respectivamente; a los cuales cabría agregar dos grandes poetas: Madrid, Cátedra, 1986.
ímoícoicS)
62

el cubano José Martí y el nicaragüense Rubén Darío, cuyo pensamiento


no es inferior a la obra de creación.
Por lo tanto, cuando Pedro Henríquez Ureña inició su vida literaria, la
crítica se reducía al ensayo y al artículo periodístico que elogiaba o conde-
naba a los autores y sus obras por razones personales o ideológicas. Tam-
bién a las noticias de lecturas y a las obras de erudición histórica y litera-
ria. Algunos de nuestros países, por último, contaban con historias de las
literaturas nacionales que aún conservan su vigencia, a pesar de la renova-
ción de conceptos y métodos.
Henríquez Ureña se formó en los clásicos españoles, en los modernos
franceses y anglo-sajones, y sobre todo en la frecuentación asidua de Me-
néndez Pelayo, de quien obtuvo los criterios esenciales para su concepto
de la historia de las ideas y la cultura. Preocupación central que luego
ajustó con la lectura del crítico danés George Morris Brandes, de gran auge
hacia el 1900, cuya principal obra habia sido traducida al inglés como Main
Currsnts in nineteenth Century Literature (1903-1905) y pocos años después,
al castellano.
Pedro Henríquez Ureña comenzó muy joven a publicar ensayos literarios
en los periódicos de Cuba y Santo Domingo, material con el cual compuso
su primer libro, Ensayos críticos (1905). Fue muy bien recibido, sobre todo
por sus coetáneos en México y Cuba, pero su mayor satisfacción fue el
elogio de José Enrique Rodó, una de sus admiraciones mayores, quien le
manifestó que celebraba «la solidez y ecuanimidad de su criterio, la reflexi-
va seriedad que da el tono a su pensamiento, lo concienzudo de sus análisis
y juicios, y felicísima unión del entusiasmo y la moderación reflexiva serie-
dad que da el tono a su pensamiento, lo concienzudo de sus análisis y jui-
cios, la limpidez y precisión de su estilo. Me encanta esa rara y felicísima
unión del entusiasmo y la moderación reflexiva que se da en Usted como
en pocos»2. No menos elogiosos fueron los juicios de Ricardo Jaimes Freyre,
José Santos Chocano, Juan Zorrilla de San Martín y José Gil Fortou!, entre
otros. Crítica encomiástica, muy a la manera de la época, pero que, salvo
el caso de Rodó, no ahondaba en el análisis pormenorizado de dicho libro.
Durante sus años de estudios universitarios en México (1906-1914), Henrí-
quez Ureña inició una crítica literaria que jerarquizaba el ensayismo y el
periodismo, mediante la filosofía, la historia de la literatura y, sobre todo,
2
Citado por Emilio Cari-
el trabajo de los textos con los métodos de análisis más rigurosos, Con
lla, «Pedro Henríquez Ure- lo cual se colocaba a la vanguardia en Hispanoamérica, junto a su amigo
ña; Biografía comentada» y camarada de estudios, el mexicano Alfonso Reyes.
(Revista ¡nteramericana de
Bibliografía, Washington DC, En esa época publicó un interesante ensayo de tragedia a la manera grie-
3, M-Sept 1977, 230. ga, El nacimiento de Dionisos (1909), que Rodó calificó como «lo más hermoso
ííh\oicoígS!i
63 f Ensavo§$
que ha salido de la pluma de Ud. (a lo menos entre lo que yo conozco),
y es una de las cosas más bellas de la nueva literatura hispanoamericana».
Su otro libro, Horas de estudio (1910), reunió trabajos que, a pesar de
su fragmentarismo, estaban unidos por una voluntad crítica rigurosa, do-
cumentada y, sobre todo, pensada como una coherente labor de investiga-
ción literaria. También recibió elogios unánimes, pero el más notable fue
el de Marcelino Menéndez Pelayo quien le escribió que su libro estaba «sin-
ceramente pensado y sobriamente escrito, con una gravedad y decoro que
se echan muy de menos en la actual generación literaria. Todo ello es prue-
ba de exquisita educación intelectual comenzada desde la infancia y robus-
tecida en el trato de los mejores libros»4.
Un crítico dominicano, Federico García Godoy, apreció correctamente los
trabajos de Henríquez Ureña, elogió su preferencia por los temas ideológi-
cos, más consistentes —según él— que los devaneos en prosa y verso y
situó a su joven compatriota en el cuadro genera! de las letras dominica-
nas'.
De México y Cuba pasó a los Estados Unidos, y en la Universidad de
Minnesota perfeccionó su formación gracias al rigor académico y la dispo-
nibilidad de material bibliográfico y documental. Con su Máster (1916) y
su Doctorado (1917), Henríquez Ureña consolidó su posición como crítico
e investigador que unía, a la disciplina y seriedad de la formación nortea- 3
Citado por Emir Rodrí-
mericana, la sensibilidad y el buen gusto cultivado con una incansable la- guez Monegal, «-Rodó y Pe-
dro Henríquez Ureña» (Mé-
bor de lector, de escritor y de periodista literario. Sus viajes a España
xico en la cultura, Buenos
en 1917 lo vincularon con el magisterio de Ramón Menéndez Pidal quien, Aires, 22, Ene-Mar., 1975,15)
4
desde el Centro de Estudios Históricos de Madrid, y rodeado de figuras Transcripto por Emilio
como Américo Castro, Tomás Navarro Tomás, Antonio García Solalinde, Rodríguez Demoñzi, «Archi-
vo Literario de Hispanoa-
Enrique Diez Cañedo y Alfonso Reyes, había renovado la investigación his- mérica» (Revista Dominicana
tórica, mediante la filología, la lingüística y la literatura hasta definir la de Cultura, Santo Domin
iniciación de otra etapa de la crítica en España6. go, 1, 1, ¡955, 140-141).
¡
Federico Carda Godoy,
En este marco de exigencia, publicó en la editorial del mencionado Cen-
La literatura americana de
tro, su tesis doctoral: La versificación irregular en ¡a poesía castellana (1920), nuestros días (Páginas efí-
con un prólogo de Menéndez Pidal, donde éste encomiaba la «vasta explo- meras). Madrid, Sociedad es-
pañola de librería, s-s.a.,
ración bibliográfica, la comprensión e interpretación de las composiciones ¡97-198.
poéticas, la apertura a direcciones nuevas y originales, la seguridad de sus 6
Cjr. Emilia de Zulueta,
teorías y la utilidad de la obra como base de estudios futuros». Concluía Historia de la crítica- ya
Menéndez Pidal: «Y bien puede decirse que Henríquez Ureña, penetrando cil, Cap. V, 203-289.
1
la esencia musical de esta métrica antes desconocida, abriendo el espíritu Ramón Menéndez Vidal,
«Prólogos. En: Pedro Hen-
del lector a gustar bellezas que antes dejaban insensible a la critica, ha ríquez Ureña, La versifica-
conquistado una nueva provincia para la historia literaria» 7 . ción irregular en la poesía
castellana. 2 ed. Madrid, Cen-
Con este libro, Henríquez Ureña se constituye en el verdadero iniciador tro de estudios históricos,
de la crítica literaria hispanoamericana contemporánea. Al ensayismo sub- 1933, V-Vl
InvencibocS)
64

jetivo e impresionista, al periodismo fugaz donde predominaba e! testimo-


nio arbitrario del crítico, a la perspectiva ideológica, o simplemente a la
amistad o al encono, Henríquez Ureña oponía una actitud diferente.
En primer lugar, complementaba el ensayismo de sus libros anteriores
con el estudio orgánico, con el análisis riguroso y sistemático de la obra
literaria. Se basaba en la historia de la literatura, pero se remontaba a
la obra de creación contemporánea y junto al estudio filológico y lingüísti-
co, la apreciación estética coronaba exitosamente la valoración de la obra.
Sabemos que el libro o el artículo periodístico pertenecen a un género dife-
rente del libro de historia literaria, pero en ambos casos se emiten juicios
críticos, es decir, se lleva a cabo la misma operación intelectual de juzgar.
La novedad del libro de Henríquez Ureña en el panorama de la crítica
hispanoamericana fue advertida de inmediato en las reseñas que se publi-
caron: The Times Literary Suplement (1921), Modern Phihlogy (1922), Neo-
philologus (1922), Modern Language Review (1923), Revue des Langues Ro-
manes (1923), Híspanla (1920), entre otros.
Pero hubo opiniones disidentes: el chileno Armando Donoso, en La Na-
ción, de Buenos Aires (1921), vio esta nueva crítica como el recha2o de
buenos hábitos literarios hispanoamericanos. Objetaba que Henríquez Ure-
ña hubiera ido a España, atrasada y reírógada, en vez de viajar a París,
sede del progreso moderno, pero sobre todo que se anquilosara en las na-
derías de una erudición pedantesca y sin interés, que perdiera su tiempo
entre infolios polvorientos, en bibliotecas penumbrosas o en universidades
norteamericanas, distantes y frías, lejos de las emociones vitales y del diá-
logo platónico con los grandes espíritus hispanoamericanos. Pero es curio-
so que este artículo lo recogiera Donoso en su libro La otra América (1925),
prologado por Enrique Diez Cañedo, cuyo fino espíritu percibió la impor-
tancia de la obra de Henríquez Ureña y que, en ese mismo prólogo, afirmó
que era «un libro revolucionario: como que trae a su entronque tradicional
todo el arte de los tiempos nuevos»8.
En 1921 Henríquez Ureña dejó los Estados Unidos y regresó a México,
invitado por su amigo José Vasconcelos, que a pesar de la admiración que
sentía por el crítico severo y disciplinado, también compartía prejuicios
como los de Donoso y en páginas de su Ulises criollo (1936), reprochaba
a Henríquez Ureña el preferir la crítica a la creación literaria9. Participó
s
intensa y dramáticamente en la vida cultural y tanto en la cátedra como
Enrique Diez Cañedo,
«Prólogo». En Armando Do- en el periodismo y en otras múltiples tareas, ejerció un magisterio renova-
noso, La otra América, Ma- dor en la pedagogía literaria, en la investigación y en la crítica concreta
drid, Calpé, 1925, B-14. de libros y autores.
9
José Vasconcelos, Ulises
criollo. 5 ed. México, Botas, En 1924 se radicó en la Argentina y enseñó en las Universidades de La
1936, 266-267. Plata y Buenos Aires. Continuó con la investigación y la crítica, cenirado
SímcñcoieS)
65 ty En¿>avo§5
en las letras españolas e hispanoamericanas, a través de las cuales aspira-
ba a potenciar la originalidad cultural de la América hispánica, en una
sociedad justa y libre.
Urgido por múltiples afanes sólo pudo reunir en libros algunos de sus
numerosos artículos, monografías y conferencias: Seis ensayos en busca de
nuestra expresión (1928), con textos tan famosos como «El descontento y
la promesa: en busca de nuestra expresión», «Caminos de nuestra historia
literaria», «Veinte años de literatura en los Estados Unidos», a los cuales
habría que agregar otros ensayos de esa época como «Patria de la justicia»
y «La utopía de América».
Aunque en la misma Argentina esta obra no tuvo una acogida acorde
con su importancia, no faltaron voces que comprendieron su exacto senti-
do. José Carlos Mariátegui, desde el Perú y el marxismo, lo reconoció como
un «humanista moderno» y un «crítico auténtico». Y agregaba: «Sus juicios
no son nunca los del impresionista ni los del escolástico. La consistencia
de su criterio literario, no es asequible sino al estudioso que al don innato
del buen gusto une ese rumbo seguro, esa noción integral que confiere una
educación y un espíritu filosófico. Henríquez Ureña confirma y suscribe
el principio de que la crítica literaria no es una cuestión de técnica o gus-
to, y de que siempre será ejercida subsidiaria y superficialmente por quien
carezca de una concepción filosófica e histórica»10.
Mariátegui acertaba al captar el sentido profundo de la crítica de Henrí-
quez Ureña, es decir, la vinculación de los valores literarios con un proceso
histórico de realización humana superior. Un mexicano, Xavier Villaurru-
tia, también apreciaba la universalidad de esa unión de lo clásico con lo
moderno, y la «libertad de quien ha ordenado los impulsos e instintos con
las reglas de una disciplina, de una razón armoniosa»11.
Pedro Henríquez Ureña murió el 11 de mayo de 1946, en el tren en que
viajaba a dar clases en La Plata. Pero poco antes de morir alcanzó a publi-
10
car dos obras orgánicas y sistemáticas: Liíerary currents in Hispanic Ameri- José Carlos Mariátegui,
«Seis ensayos en busca de
ca (1945), traducida al castellano con carácter postumo como Las comentes nuestra expresión por Pedro
literarias en la América hispánica (1949), También fue editada después de Henríquez Ureña». En su
su muerte la Historia de la cultura en la América hispánica (1947). Obras completas. Tomo 12,
Lima, Amanta, 1959, 74-75.
Hay un acuerdo unánime de que ambas obras, con todo lo que significan, Artículo publicado en la re-
apenas si son un resumen parcial del inmenso saber que Henríquez Ureña vista «Mundial» de Lima,
atesoró sobre América, prodigado generosamente en una vida de magiste- el 28 de jumo de 1929. Agrá
dezco esta nota a mi que
rio y servicio, cuyos valores humanos atestiguaron personalidades como rido amigo Javier Fernández

Alfonso Reyes, Ezequiel Martínez Estrada, Jorge Luis Borges, Francisco y Xavier Villaurrutia, «Un
José Luis Romero, Jorge Mañach, Medardo Vitier, Enrique Anderson Im- humanista moderno». En su;
Textos y pretextos. México,
bert, Emilio Carilla, Juan Carlos Ghiano, Ernesto Sábato, Javier Fernández, La Casa de España en Mé-
Raimundo Lida, José Luis Martínez, Félix Lizaso, Alfredo Roggiano, Ángel xico, 1940, 56-57.
66

Rama y Rafael Gutiérrez Girardot, en una lista que sería muy larga si pre-
tendiéramos ser más justos.
En la obra de Henríquez Ureña se distinguen dos campos: uno es el de
la filología, la lingüística, la historia y la crítica literaria; el otro, es el
de la historia de las ideas y la cultura. Distinción que proviene más del
acento que puso en cada uno de los trabajos, que del género o los temas.
Porque por la índole de su inteligencia, aun en la especialización más seve-
ra y rigurosa, no dejaba nunca de levantar el juicio a las categorías supe-
riores del proceso histórico y cultural.
Pero al finalizar la década de 1920, comenzaron a difundirse en Hispa-
noamérica los grandes cambios que había habido en la crítica literaria:
al interés por las circunstancias externas que encuadraban la obra, es de-
cir, a la preocupación histórica, filosófica, ideológica y social —que nunca
ha faltado en Hispanoamérica— había sucedido la visión interna de un for-
malismo que atendía a los valores poéticos y de construcción. Era el auge
de las ideas filosófico-literarias de Croce, Saussure, Vossler y Spitzer y de
la crítica científica, con métodos de análisis basados en la filología y la
lingüística. Ahora interesaba captar el modo cómo el autor trataba un te-
ma, la forma de la estructura de la obra y el estilo con que el habla del
escritor expresa el valor estético. Habían surgido tres métodos críticos: el
temático, el formalista y el estilístico.
Esta nueva etapa, que en Hispanoamérica había sido anticipada por la
obra de Henríquez Ureña sobre la versificación irregular española, se con-
solidó con otros trabajos suyos, de Alfonso Reyes y del español Amado Alonso
desde la Universidad de Buenos Aires, en los cuales lograron equilibrar
la objetividad y el rigor científico de conceptos y métodos, con la sensibili-
dad y la certeza de los juicios críticos12.
Sin embargo, inmediatamente después de su muerte, el reconocimiento
de su jerarquía académica y moral acaparó la mayor atención de homena-
jes y comentarios. Pero, como un signo de las nuevas corrientes de la críti-
ca, su enfoque histórico, su visión de la totalidad literaria y cultural de
Hispanoamérica, su tenaz, matizado y oportuno hispanismo y sobre todo
su insistencia en el compromiso del escritor con la realización de la justi-
cia y la libertad, le fueron enajenando el interés de los nuevos lectores
y estudiosos.
Desde mediados de la década de 1940 y en consonancia con el panorama
del pensamiento de la época, en la crítica hispanoamericana aparecieron
tendencias que contribuyeron a desdibujar la importancia de la obra de
Henríquez Ureña. En primer lugar, con el estructuralismo se extremó la
preocupación formalista y se acentuó el desdén por los enfoques históricos.
Creció el interés por el análisis aislado de obras y autores y se postergó
67

la visión general del proceso de la literatura y la cultura de Hispanoaméri-


ca. El mismo formalismo afectó la utilización de la filología y la lingüística
como elementos de la crítica: la preocupación por la lengua castellana y
sus fenómenos dialectales en Hispanoamérica, que Henríquez Ureña eleva-
ba a una visión integral de la cultura, se pulverizó en un cientificismo relativista.
Por esos años, la Guerra Civil española (1936-1939), que conmovió profun-
damente al mundo hispánico, y motivó la solidaridad con el liberalismo
y el socialismo español, compartida casi unánimemente por el poderoso
sistema cultural americano —en cuyo marco Henríquez Ureña había defen-
dido la causa de la República— produjo, desde 1940, un alejamiento de
la cultura española. De este modo, el interés dominante de aquél por las
letras y la cultura de España, que es uno de los ejes de su obra, no fue
compartido por las nuevas promociones de críticos, y se atenuó casi hasta
desaparecer. Consecuentemente, tampoco lo fue su formulación de un his-
panoamericanismo fundado en el cuidado y la transformación del legado hispánico.
Su preocupación por la inserción social de la literatura fue encauzada
por otros críticos hacia un sociologismo sistemático, que subordinaba o
postergaba los valores estéticos. Hubo otras circunstancias: la investiga-
ción, la enseñanza y la crítica de la literatura, acentuaron su especializa-
ron y lograron un estatuto científico distinto al de otras disciplinas huma-
nísticas que, hasta ese momento, habían estado íntimamente relacionadas
con ella.
Esa especialización se produjo junto a una nueva división del trabajo
intelectual. Los escritores se distinguieron de los filósofos, los historiado-
res y los políticos, y las vocaciones plurales, como las de Leopoldo Lugo-
nes, José Vasconcelos o Rómulo Gallegos, fueron cada vez más raras. Casos
como los de Ricardo Rojas, Mariano Picón Salas, Luis Alberto Sánchez,
Ricardo Latcham y, desde luego, el del propio Henríquez Ureña escasearon
definitivamente. Por otro lado, el estancamiento del desarrollo económico
y social y una politización suicida, vulneraron gravemente la vida intelec-
tual de Hispanoamérica, y la pobreza y la ideologización expulsaron a mu-
chos universitarios hacia Europa y los Estados Unidos. En este nuevo mar-
co, la crítica literaria, especializada y profesional, acentuó su distancia-
miento del compromiso social que la había caracterizado y fue dominada
por los profesores universitarios, la mayoría de ellos volcados a la literatu-
ra como teoría más que como expresión, y a los enfoques nacionales hispa-
noamericanos, con poco o ningún interés por una visión continental y, so-
bre todo, alejados de los problemas políticos y sociales.
Vino, luego, la Revolución Cubana y el auge del marxismo en los medios
intelectuales a partir de la década de 1960, que se reflejó en la ideologiza-
ción de la literatura y su crítica. El punto de vista objetivo y científico
ímorabíicS)
68

de Henríquez Ureña quedó lejos del universalismo global de este enfoque


y de la polarización de los campos culturales.
El psicologismo, por su parte, se canalizó por el psicoanálisis, absorben-
te y también parcial. Estas corrientes, que coexisten polémicamente, sin
que, hasta ahora, ninguna desplace a las restantes, mostraron poco interés
en la obra de Henríquez Ureña, que juzgaron anacrónica o meramente in-
formativa, sin conceder mérito a sus valores estrictamente culturales y espirituales.
Esta postergación de su conocimiento y estima, no se manifestó explícita-
mente, pero se advirtió en el abandono, incluso por muchos que se recla-
maban sus discípulos, de los temas españoles y americanos que Henríquez
Ureña había frecuentado y, sobre todo, de lo que podríamos llamar su espí-
ritu, es decir, los valores que consideraba sustancialmente unidos a la pura
tarea literaria: su nacionalismo hispanoamericanista, su orgullo por la tra-
dición hispánica, su confianza en la capacidad de sus pueblos para afianzar
una personalidad propia frente a los poderosos de la tierra, su sensibilidad
y su gusto por nuestra América, en cuyo proceso de realización la literatu-
ra estaba unida, esencialmente, al ideal social13.
Como un ejemplo extremo de esta actitud negativa frente a Henríquez
Ureña, es interesante recordar la opinión de la profesora Jean Franco: «In-
dudablemente se ha abierto un abismo entre la generación nuestra y la
de Pedro Henríquez Ureña. La idea de una corriente, de un hilo conductor
humano que atraviesa todas las grandes obras, se ha sustituido con una
actitud de rechazo radical de lo anterior, de ruptura con el pasado y de
discontinuidad. La cultura general se sustituye con la especíalización y la
autonomía de los distintos conocimientos. La historia ya no es madre de
las disciplinas; es ahora un sistema de conocimientos entre muchos otros.
Este cambio en nuestra visión del mundo, ha sido admirablemente captado
por Edward Said en Beginings (1976), ha afectado profundamente los so-
,;
Una notable excepción portes del humanismo. Ya es difícil reconocer el 'yo' como protagonista
es la del argentino Enrique
principal del mundo, ni el perfeccionamiento del yo como una meta que
Anderson Imbert, cuya His-
pueda influir para bien de la sociedad. La cultura, como demuestra Car-
toria de la literatura his-
pentier magistralmente en El recurso al método, no conduce al buen go-
panoamericana. México, Fon-
do de Cultura Económica, bierno. La cultura clásica, que había proporcionado una mitología común
¡954 (múltiples ediáones des-
de entonces), es una obra a todos los ilustrados del mundo occidental a fines de siglo, ha perdido
que seguramente hubiera su dominio sobre los estudios literarios. Y hace mucho que la crítica litera-
complacido a Henríquez Vre-
ria ha dejado de buscar a través de los textos literarios un mensaje moral
ña. Vale lo mismo para mu-
y humano»14.
chos trabajos de otro argen-
tino, Emilio Carilla. Pero en la actualidad hay un planteo distinto. Se han agotado, irremisi-
14
Jean Franco, «El huma-
blemente, las ideologías que pretendieron encerrar en categorías intempo-
nismo de Pedro Henríquez
Ureña* (Aula, Sanio Domin- rales y esquemas abstractos, el dinamismo de la realidad humana. Ha re-
go, 24, Ene-Mar. 1978, 61). gresado la importancia de la historia y con ella, el interés por los procesos
Invenciones
69

a través de los cuales el hombre pugna por su perfección, aunque sea leja-
na y aun utópica.
Otro factor importante que hay que tener en cuenta, es que la obra de
Henríquez Ureña, dispersa como la de otros escritores hispanoamericanos,
no fue de fácil acceso. Pero esta circunstancia fue cambiando. Después de
Plenitud de América (1952) y Ensayos en busca de nuestra expresión (1952),
editados por Javier Fernández, Emma Susana Speratti Pinero publicó la
útilísima Obra crítica (1960) y Alfredo Roggiano Pedro Henríquez Ureña y
¡os Estados Unidos (1961), primero de los muchos estudios que dedicó a
su maestro y que culminan con Pedro Henríquez Ureña en México (1989).
Trabajos de Emilio Carilla, Enrique Anderson Imbert, de Juan Jacobo de
Lara, y la edición de las Obras completas (1976-1980) y el Epistolario íntimo
(1981-1983), con Alfonso Reyes —felizmente corregido en la edición de José
Luis Martínez en 1986—, las Memorias y Diario (1989), editadas por Enri-
que Zuleta Álvarez; La utopía de América (1978), de Ángel Rama y Rafael
Gutiérrez Girardot, autor, además, de estudios decisivos sobre el tema; ma-
terial, en suma, que ha permitido el reencuentro con este gran crítico olvi-
dado en la mejor de sus lecciones, la que surge de su lectura y estudio.
Su obra crítica, a pesar de su fragmentarismo, estaba animada por una
fuerza interior que cohesionaba y daba sentido a todos sus esfuerzos. Hen-
ríquez Ureña tenía un concepto peculiar de la crítica literaria. Sobrio, par-
co en gestos y palabras pero pródigo en ideas constructivas, Henríquez Ureña
no practicó la crítica acerba y punzante que suele gustar a muchos lecto-
res. No se ocupaba de los libros malos, porque pensaba que ésos se anulan
solos pero jamás fue indiferente en materia intelectual y moral. Riguroso
y exigente en la probidad de las investigaciones, en el manejo de los textos
y en la expresión conceptual del pensamiento, veía la literatura dentro de
un proceso cultural que integraba los valores estéticos con los éticos. Pen-
'•' Rafael Gutiérrez Girar-
saba que, de ese modo, respondía a la mejor tradición del humanismo his- do!. «Pedro Henríquez Ure-
pánico que, arraigado en América continuaba con la persecución de la uto- ña». En: Pedro Henríquez
pía, como él llamaba a la búsqueda de la perfección en la belleza y en la moral. Ureña, La utopía de Amé-
rica; Prólogo de Rafael Gu-
Henríquez Ureña comenzó como ensayista y periodista literario y derivó tiérrez Girardot. Caracas, Bi-
luego a la investigación filológica, lingüística, histórica y literaria especiali- blioteca Ayacucho, 1978,
XXV, Cfr. del mismo autor:
zada y a la enseñanza universitaria, donde derramó, generosamente, sus «La historiografía literaria
mejores años y fervores. Primero se lo leyó como escritor y luego se lo de Pedro Henríquez Ureña:
apreció, más por su labor de maestro y animador en la búsqueda de la Promesa y desafio», en su:
Aproximaciones. Ensayos.
expresión literaria que por su unión de la crítica con el proceso de realiza- Bogotá, Procultura, 1986,
ción histórica hispanoamericana, de la cual, como dice Gutiérrez Girardot!S, 65-86 y «El ensayo pasmo-
dernista; Pedro Henríquez
no hemos sacado aún todo lo que encierra su rica virtualidad. Al volcarse Ureña», en su Hispanoamé-
en la docencia, las conferencias y las empresas culturales, se desdibujó rica..., ya cit., 144-158.
70

su perfil de crítico literario, circunstancia que explica ía complejidad en


la recepción de su pensamiento.
Desde un punto de vista actual, en la crítica literaria de Henríquez Ureña
se sostiene el valor de todas sus conclusiones en torno a épocas, movimien-
tos, autores y obras. Las investigaciones que se han realizado posteriorme-
ne sobre los mismos asuntos que él estudió, han cambiado poquísimo los
resultados que obtuvo. A lo más han agregado algunos, matices que no van
más allá de donde él llegó. Sus juicios críticos, sobre todo, se conservan
incólumes y su valor reverdece cuanto más los ahondamos y reflexionamos
sobre ellos. Por último, y en épocas de crisis, la unión de la crítica literaria
con una visión de la historia y del deber intelectual y moral, integradas
en la búsqueda de la expresión de Hispanoamérica, mantienen una vigencia
permanente y ejemplar.

Enrique Zuleta Álvarez


Relatos

Que planche Rosa Luxemburgo

E fstaba planchando la manga de una camisa. Alisó el puño con la mano


para que la plancha no hiciera pliegues en los bordes y luego la dejó caer
con fuerza. Mientras mantenía la plancha sobre el puño, levantó la cabeza
hacia la ventana abierta. Sus ojos vagaron un instante por las paredes en-
caladas del patio: no veían, sólo vagaban distraídos por la estrechura blan-
ca. Y de pronto, cayó en la cuenta. Claro, se trataba de eso. Maquinalmente
colocó la plancha en posición vertical. «Sí señor, era eso. ¿Cómo no se
había dado cuenta antes? Pensándolo bien, y si tenía que ser sincera, la
verdad es que se le había pasado, no había reparado en ello. Hasta ese
momento todo le pareció natural. Existía una lógica; bueno, más que una
lógica había una inercia lógica. Un orden. No, no era propiamente un or-
den, era más bien un desarrollo. Sí, eso era: un desarrollo, un desarrollo
lógico. Algo que empezaba de una determinada manera y se desarrollaba
a partir de ese principio. Es decir: coherencia. Había coherencia. El desa-
rrollo era lógico porque era coherente. Si no hubiese habido coherencia
no habría sido posible el desarrollo. Sin coherencia no hay desarrollo: unas
cosas dependen de otras, ya se sabe. Es una ley física. Sin embarazo no
hay parto y sin parto no hay hijo. Y sin atención y cuidados, sin alimenta-
ción, no hay crecimiento. Y sin crecimiento no hay desarrollo. Y si no lavas
no hay pañuelos y si no planchas no hay camisas. Y si no guisas, etcétera».
Empuñó la plancha de nuevo y al hacerlo se dio cuenta de que no expul-
saba vapor. Se había quedado sin agua. Sin ninguna razón el hecho le dio
risa. Se volvió buscando la jarra con agua. No estaba, se la había dejado
en la cocina. Riéndose echó a andar por el pasillo. «Estoy hecha una imbé-
cil, un día de éstos pierdo una pata y no me doy cuenta de que soy coja». * Del libro inédito Que
planche Rosa Luxemburgo,
Volvió con la jarra y llenó la plancha. Con parsimonia empezó a planchar Premio Galiana ¡994, y de
la manga. «Las mangas son una verdadera mierda, nunca quedan bien». pronta publicación.
12

Miró unos momentos su trabajo con cierta resignación. «Si no estás mejor,
estás peor, que te ondulen». Quitó la camisa de la tabla de plancha y la
colgó en una percha. De reojo miró el montón de ropa que quedaba por
planchar. «Los pantalones, no. Odio los pantalones». Tras un minucioso
examen, eligió un montón de pañuelos. «Con los pañuelos da gusto. Bueno,
exactamente gusto no, porque son ciento y la madre. Hay que ver lo que
nos sonamos». Los pañuelos grandes los doblaba en cuatro y los pequeños
en triángulo. Fue haciendo dos montones meticulosamente. Hacía mucho
calor. «En cuanto acabe me doy una ducha». Durante unos minutos estuvo
mirando los pájaros que revoloteaban en el patio. «Seguro que se trata
de eso. Está más claro que la luz. No pienses más. Vamos a ver ¿tú has
ido alguna vez a los Mares del Sur? ¿Has tenido eso que llaman una aven-
tura, pero lo que se dice una AVENTURA, un romance en serio. Vamos,
un adulterio como Dios manda? ¿Has hecho deportes de invierno? ¿Has
estado en París? Pero si todo el mundo ha estado en París. Y, por último,
¿has hecho la revolución? Es eso. A ti lo que te pasa es eso: que no has
hecho la revolución. Esa es la explicación de todo. Ahí lo tienes. Pura lógi-
ca». Se dio cuenta de que estaba con la plancha en el aire. «Esta mierda
de plancha se ha vuelto a quedar sin agua. Lo que le pasa es que está
más vieja que la Tana. Y lo que me pasa a mí es que no he hecho la revolu-
ción y, sobre todo, que nunca he ido a los Mares del Sur».
La gata había entrado silenciosamente y miraba los pájaros con arrobo
y canibalismo. «Lo siento, Tristana, esos bichos, además de estar lejos, vue-
lan. A la mierda. Tú y yo nos vamos a tomar ahora mismo un nescafé con
hielo. Que planche Rosa Luxemburgo». Mientras caminaba hacia la cocina
iba pensando que mañana mismo se volvía a leer La locura de Almayer.
Conrad era un maestro describiendo los Mares del Sur.

La lámpara de Aladino
Distraídamente miró hacia la calle mientras sacudía el mantel. La mira-
da abarcó un panorama estrecho y gris. Eran las ocho de la mañana de
un día de invierno. Hacía frío. Intentó mirar hacia uno y otro lado de la
calle, pero chocó con las rejas del antepecho. Las habían puesto cuando
la niña era pequeña y más tarde, cuando quiso quitarlas, Horacio se opuso
rotundamente, alegando confusas razones sobre la imprudencia y la posibi-
lidad de un accidente. Se sintió invadida por una necesidad imperiosa de
sacar la cabeza por entre las rejas. Tomó impulso y se subió al antepecho.
«¡Qué barbaridad! —pensó— esto es mucho más peligroso. Tengo que qui-
tar estas malditas rejas». Apoyándose ligeramente en la barandilla miró
73

al fondo de la calle. Estaba desierta. «¡Madre mía!, es sábado, pero parece


que fuese lunes». El aire helado le dio en la cara y un escalofrío le recorrió
el cuerpo. Despacio se bajó del antepecho. Pegó unos instantes la cara a
las rejas y miró hacia la calle. Luego, miró el largo pasillo de la casa y
recordó el pasillo de la cárcel donde estuvo su padre. La calle también
le recordaba aquel pasillo carcelario, con tela metálica a los lados. «Tengo
que quitar de las ventanas estas horribles rejas». Se sentó en la mecedora
y estuvo un rato mirando la habitación. Llevaba un camisón de nylon y
estaba descalza. «Qué invento el de la moqueta. Es una delicia poder andar
descalza por la casa». Sintió frío y se levantó para cerrar la ventana. «¿Qué
hago: me lavo los dientes y luego me tomo el café, o me tomo el café y
luego me lavo los dientes?». Silenciosamente llegó hasta la cocina. Puso
la cafetera en el fuego y encendió el calentador de butano. «Hay que ser
original: me ducho. Seguro que el agua sobre la cabeza me aclara las ideas
y me permite tomar esta crucial decisión».
La casa estaba envuelta en ese silencio espeso que produce el sueño. La
vecindad dormía. Salió de la bañera y se envolvió en la toalla de baño.
Se secó un poco los pies y el pelo y entró en la cocina. Se preparó un
café con leche y se fue con él al comedor. Sentada de nuevo en la mecedo-
ra, comenzó a beber despacio, a pequeños sorbos. Levantó la cabeza y miró
los cuadros pintados por su padre. «Llevo cuarenta y cuatro años en esta
habitación. ¿Cómo puede ser que alguien lleve cuarenta y cuatro años en
el mismo sitio?». Giró la cabeza por la sala. Bebió un trago más largo y
encendió un cigarrillo. Había un silencio obstinado, como si los muebles,
las paredes, los cuadros fuesen auditores negados a responder. Recordó
un verso de Rosales «lo que no quieras escuchar no lo preguntes». Sintió
un pequeño escalofrío. «¿Será el verso o simplemente que tengo frío?». Se
inclinó por lo segundo y fue a ponerse una bata. El día se levantaba con
esfuerzo. En el patio amenazaban los primeros ruidos, todavía apagados,
con esa torpeza lenta que nos acompaña al despertar. Volvió a buscar su
café: estaba frío. Tuvo un amago de rebeldía, no sabía bien contra quién.
«Recalentado está asqueroso, mejor metomo lo que queda y me preparo
otro caliente». Puso de nuevo la cafetera sobre el fuego.
Salió al pasillo y anduvo por él mirando de refilón la enorme librería
que iba de un extremo al otro. «Si se pudiera medir lo que he andado
por este pasillo, seguro que podría apuntarme algún récord». Volvió a la
cocina, apagó en la pila el final del cigarrillo y se sirvió otro café. Apoyada
en la pila empezó a bebérselo. «Vamos a ver: tienes que ir al mercado,
a la tintorería, a la zapatería, a la droguería y a la tienda. Antes de salir
pones la lavadora y así, cuando vuelvas, tiendes». Debían ser alrededor de
las ocho y media. Volvió a experimentar la misma sensación de antes, «Qué
74

raro, sigo pensando que este sábado parece lunes». Se tocó la cabeza: toda-
vía estaba húmeda. «De aquí a que rne vaya se me habrá secado».
Entró en su habitación y comenzó a vestirse. «Me sobran diez kilos, jus-
tos los que le faltan a Horacio». Pensó una vez más en que tendría que
ponerse a lechuga. «Qué mierda de mundo, media humanidad muerta de
hambre y la otra media teniendo que ponerse a régimen. Es de locos». Ter-
minó de vestirse, hizo su cama y se fue al cuarto de baño. Estuvo contem-
plando su cara en el espejo durante unos minutos. Se cepilló el pelo, le
habían salido cuatro o cinco canas. «Tiene gracia, Horacio que es más jo-
ven, está canoso perdido y yo con cuatro miserables canas. El mundo al
revés». Se lavó los dientes y se concedió otra ojeada. «Puedes pasar. Las
he visto peores que tú». Se metió en la cocina, preparó el desayuno para
Horacio y la niña y sin pensarlo dos veces cogió el carro y echó a andar.
Se puso el chaquetón y cerró la puerta muy despacio para no despertar
a los que dormían. «Mierda, no he puesto la lavadora». Dejó ei carro en
la escalera y volvió a entrar en la casa. Sacó el detergente y puso la lavado-
ra. «No voy a llegar a tiempo de poner el suavizante. Bueno, volveré a
poner el último aclarado». Cogió el carro y llamó al ascensor. «Madre mía,
las nueve y media».
Salió a la calle como si la persiguieran. Una bocanada de aire frío la
detuvo en la acera. «¡Qué día!». Hacía un frío cortante. La ciudad parecía
una gran casa abandonada. La calle se extendía gris y vacía. «Dios mío,
qué sábado. Parece cualquier cosa menos sábado, ¿no será viernes?». Le
entró una especie de desgana miserable. Avanzó despacio, como si el carro
le pesase. «Vamos, mujer, no te amilanes, sólo es un día más, un veintisiete
o un dieciocho de la semana. Espabila». Miró la acera desierta. Sintió las
manos frías y pensó que tenía que comprarse unos guantes. De refilón,
se miró en un escaparate sin detenerse. «Debo tener aspecto de ama de
casa. Qué raro. Seguramente el tendero, el carnicero, ei pescadero, cuando
me ven, ven a un ama de casa. Como yo cuando los miro a ellos veo a
un tendero, un carnicero, un pescadero. Y vaya usted a saber lo que pasa
con ellos. Y vaya usted a saber lo que pasa conmigo. Vamos, déjate de
tonterías y aprieta el paso». Pero siguió caminando despacio, como si dis-
frutase haciendo lo contrario de lo que pensaba. Finalmente, había conse-
guido una especie de paso de museo que mantuvo tozudamente hasta llegar
al mercado. Ya dentro, el bullicio la envolvió y fue de un puesto a otro
con el ritmo acostumbrado. Salió con un paso entre agobiado y urgente.
El carro, atestado, le pesaba como un muerto. Tintorería, zapatería, dro-
guería, tienda. Al pasar por la panadería se dijo: «Es imposible, me faltan
manos. Bajaré luego por el pan». La calle había hecho un esfuerzo por
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parecerse a su leyenda y presentaba un aspecto más tranquilizador. «No


acaba de ser sábado, pero se le parece». Eran las doce de la mañana.
Cuando entró en la casa la recibió un olor a tostadas mezclado con lo-
ción de afeitar, café y la colonia de la niña. Dejó el carro, las botellas y
demás paquetes en la cocina, colgó el traje en la percha, colocando bien
los pantalones, y fue al comedor y se sentó en la mecedora. Encendió un
cigarrillo y fumó con lentitud. Encima de la mesa había una nota de Hora-
cio y otra de la niña. Horacio no sabía si volvería a comer. La niña se
iba a pasar el fin de semana con una amiga a la sierra. Besitos, mami.
Volvió a sentarse en la mecedora, estiró las piernas y siguió fumando.
La luz que entraba por las ventanas era de un gris opaco. Se levantó
y descorrió las cortinas. Lo primero que vio fueron las rejas. «¡Por mis
muertos que quito estas rejas!». Apagó el cigarrillo y se fue a la cocina.
«Antes de descargar el carro tengo que bajar a la panadería. Y tengo que
comprar tabaco». Echó una ojeada a la cocina. «¡Jesús, qué panorama!».
Las tazas del desayuno, el exprimidor, restos de una tostada, un churrete
de mermelada sobre la mesa. Cuidadosamente lo recogió con el dedo y lo
puso sobre el trocito de tostada. «Esto es una cochinada», pensó mientras
se lo comía. Fue a buscar el suavizante y lo echó en la lavadora, puso
el último programa y bajó a la panadería.
Hacia las dos de la tarde terminó de tender la ropa. «Malditas las ganas
que tengo de ponerme a guisar. Horacio seguramente no viene. ¿Qué tal
si me como una loncha de jamón de york y me hago un huevo pasado
por agua? Claro que si por casualidad viene Horacio, me tengo que liar
entonces a hacer la comida. Mejor preparo algo ahora y si no viene ya
tengo la cena». Empezó a pelar patatas para hacer una tortilla. Mientras
se freían fue fregando los chacharros sucios. Terminó la tortilla, hizo unos
filetes empanados, los puso encima de la tortilla y lo tapó todo con un
plato. Eran las tres y media. «Bueno, hermosa mía, está claro que Horacio
no viene, cómete un filete y siéntate a ver la película que estás derrenga-
da». La película era de Joselito. «¡La madre que los parió) Si yo sabía que
a este sábado le pasaba algo. Pero qué asco». Fue a la cocina y se preparó
un café. Mientras caminaba por el pasillo con la taza en la mano iba pen-
sando que le quedaba un montón de cosas por hacer. «Casi es una suerte
que la película sea una mierda. Así aprovecho y plancho». Se sentó en una
de las sillas del comedor y contempló la librería. «¡Qué barbaridad!, cua-
renta años por este pasillo y veinticinco juntando libros». Se acordó del
verso de Machado: «Cabeza meditadora/ ¡qué lejos se oye el zumbido/ de
la abeja libadora!». Estuvo pensando unos minutos y terminó diciéndose:
«Vaya ganga la tuya, una abeja con cabeza meditadora». Preparó la ropa,
sacó la tabla de plancha y empezó a planchar.
76

Terminó hacia las seis y estuvo un buen rato colocando cada cosa en
su sitio. «Esto se acaba. Hazte un café con leche que me parece que por
fin vas a poder encender la lámpara de Aladino». Cogió una taza grande
y la llenó. Se acercó a la librería y sacó un libro: El nombre de la rosa,
de Umberto Eco. «Ánimo, princesa, enciende la lámpara de Aladino». Sen-
tada en la mecedora, con la taza de café en la mesita supletoria, un cigarri-
llo en una mano y el libro en la otra, se dijo a sí misma que la vida era
hermosa. La habitación la miró con memoria retrospectiva y estuvo de acuerdo
con ella. Levantó la mano hacia la lámpara y la encendió.

Memorias de África
«¿Cómo es la frase? "Todo hombre tiene su paraíso perdido". No. "Todo
hombre tiene su tierra prometida". Tampoco. "Su ciudad encantada". Es
algo parecido, pero no es eso. Sé que hay una frase, un dicho popular,
pero no recuerdo bien cómo es. Lo tengo en la punta de la lengua, pero
se me escapa. Y, bien pensado, ¿para qué necesito yo recordar la frasecita?
Es completamente absurdo, qué cosa más idiota, resulta que tengo la impe-
riosa necesidad de recordar una frase hecha. Qué barbaridad». Estaba ha-
ciendo la camamueble de la habitación de Horacio. Bueno, en realidad no
era la habitación de Horacio, era la suya. Pero como Horacio dormía mal,
qué digo mal, dormía fatal, y en el piso de arriba había niños, y los niños
corrían, pues Horacio se había mudado al cuarto de ella, que estaba al
final del pasillo y, donde, al parecer, las carreras se oían menos. Ella esta-
ba convencida de que se oían igual, pero ya se sabe, cuando a un insomne
se le mete entre ceja y ceja que duerme mejor en un sitio que en otro,
lo más conveniente es dejarlo hacer: duerme igual de mal, pero por lo me-
nos está tranquilo.
Terminó de hacer la cama y la levantó. La tabla que cubría el somier
se vino hacia adelante y estuvo en un tris de pillarle los dedos. Maldijo
por lo bajo. «Esta cama está hecha un asco, entre que la tabla pesa una
tonelada y que Horacio duerme con cuatro mantas, la cama está para el
arrastre». Le pegó una patada al mueble y murmuró: «Si me llegas a pillar
los dedos, te destruyo, asquerosa». De pronto se quedó parada en mitad
de la habitación: «Eso es: "El hogar de un hombre es su castillo"». Esa
era la frase. «Arrea, entonces yo debo ser la castellana de esto». Se puso
a reír a carcajadas: la cama hecha un desastre, la moqueta del pasillo raí-
da, una cocina que parecía la de los enanitos. Vamos, lo que se dice un
castillo de una vez. Entró en la habitación de su hija y sintió una especie
de vértigo. «¡Dios me ampare, esto es la jungla! Pero cómo me habrá podi-
77

do pasar a mí una cosa así: un marido neurótico del orden, que anda todos
los días alineando los libros en las estanterías, y una hija neurótica del
desorden. No, si lo del castillo tiene lo suyo».
Terminó de arreglar la habitación y pensó que era una suerte que hubie-
se ido a comprar el viernes, porque ya era casi la una y todavía le queda-
ban dos camas por hacer, limpiar el cuarto de baño y empezar con la comi-
da. «Si no me doy prisa, hoy comemos a las cuatro». Rápidamente hizo
las camas y se metió en el cuarto de baño. «Tengo que limpiar el polvo
de mi habitación, mejor dicho, la de Horacio, que ahora es la mía. Con
esto de las obras en la escalera, se puede escribir en los muebles. Y no
es que me preocupe mucho, pero dicen que el polvo da asma». Cogió la
gamuza y empezó a limpiar. Levantó el libro, limpió la mesilla, colocó el
libro y puso a su lado las gafas. «¿Por qué habrán titulado la pelicula Me-
morias de África, cuando es mucho más hermosa la palabra recuerdos?».
Echó una ojeada a la habitación y se metió en Ja cocina. «Bueno, hija, en-
chúfate que es tardísimo». Echándole furtivas miradas al reloj fregó todo
lo que había sucio. «Las tres menos cuarto. La ensaladilla ya está. Sólo
tengo que hacer la mayonesa, abrir la lata de morrones y poner a cocer
un par de huevos. Mientras se cuecen, pongo la mesa y muelo el café. Y
mientras se hace el café frío los filetes». Puso a cocer los huevos y empezó
a poner ¡a mesa. Cuando terminó, preparó ¡a batidora para hacer la mayo-
nesa. Se dio la vuelta y vio que el cazo se había quedado sin agua. Alargó
la mano hacia el rabo y soltó un aullido. Estaba al rojo vivo. «¡Maldita
sea mi suerte!». Entró en el cuarto de baño, se untó los dedos con dentrífi-
co, apretándoselos, y se lió una venda. «¡Qué asco de vida, quieres hacer
las cosas bien y mira qué premio! Bueno, podría haber sido peor, podría
haber sido la sartén. Total, un par de ampollas en los dedos no es nada.
Lo de la sartén si que hubiera sido un drama». Buscó un paño de cocina
y con mucho cuidado asió el cazo, lo metió en la pila y le echó agua fría.
Menos mal que los huevos no se habían quemado. Sacó la sartén y la puso
en el fuego con muy poco aceite. «Bueno, vamos con la mayonesa». Echó
los ingredientes y apretó el botón de la Minipímer. Una lluvia de huevo
y aceite cayó sobre ella, las paredes, el suelo y la pila. «¡La madre que
me parió. Mierda y mil veces mierda!». Había soltado la batidora y miraba
estúpidamente a su alrededor. Por un momento se debatió entre la ira y
las ganas de llorar. «No hay derecho, es una injusticia asquerosa». El acei-
te de la sartén se estaba quemando. Apagó el gas y se sentó en la banqueta.
Tenía la sensación de un peligro inminente. De pronto, oyó una especie
de rugido, como si una manada de leones avanzase por el pasillo. Le pegó
una patada a la fregona y dando un portazo se metió en el cuarto de baño.
78

Salió diez minutos después, duchada y envuelta en la toalla. Miró de refi-


lón la cocina y fue a vestirse. Tuvo que cambiarse hasta de zapatos. Mien-
tras se ponía las medias recordó algunas secuencias de Memorias de África.
«Una mierda os daba yo, con té y muselinas. África con rodajitas de limón,
saltos de cama y zapatillas de raso. África, eh. África es esto, con leones
y cocodrilos, que los oigo yo por el pasillo». Se puso el abrigo, cogió el
bolso y entró en el comedor. Arrancó una hoja del bloc de notas y escribió;
«Estoy en el bar de la esquina. He sido atacada por los leones y no hay
comida». Dejó la nota sobre la mesa, se colocó bien la venda y a buen
paso recorrió el pasillo. «Como no me dé prisa estas fieras acaban conmi-
go». Mientras cerraba la puerta le llegó el característico olor de la jungla africana.

Francisca Aguirre
Archivo expiatorio

Encantado de saludarles

L la cortesía me invita a presentarles al propietario de este archivo ex-


piatorio. Soy hipocondríaco, ciclotímico, egoísta, hipertiroideo, paranoico,
insomne, colérico, romántico e impudoroso. Como John Le Carré, «Nunca
me acuesto con mujeres casadas, a no ser que insistan obcecadamente».
Mi filósofo predilecto es Juan de Mairena. Me personaje de ficción, Zorba
e! Griego. Mi pintor vivo, Antonio López García. En el cine español: Víctor
Erice. Mis poetas: Machado, Lope, Quevedo, Vallejo, Rilke, Federico García
Lorca... Disfruto con igual asombro la música de Juan Sebastián Bach y
la de Paco de Lucía. Mando un beso a la frente de Juan Carlos Onetti,
que me estará leyendo. Como Horacio Martín, soy feliz sin moderación y
desdichado sin hipocresía. Toda mi vida fui socialdemócrata y la historia
no se obstina en contradecirme: he escrito alguna vez que cuando la revolu-
ción se vuelve insensata, la sensatez se vuelve revolucionaria. Guitarrista
fracasado y viéndole ya las orejas al testarudo lobo de la edad, me encuen-
tro, sin embargo, en un excelente momento: sin haber perdido la crueldad
de la alegría, voy alcanzando la objetividad que confiere el hastío y la sere-
nidad que otorga el desengaño.

El PCISD
Un político italiano, Mario Scelba, reflexionó sobre su pueblo antes de
escribir esta frase: «Hay muchas cosas que los italianos no encuentran;
* Ñolas de mayo de 1989,
lo que sí encuentran, siempre, es una salida». Y eso es lo que ha ocurrido de próxima publicación en
con el Partido Comunista de Italia: ha hallado una salida hacia la socialde- el volumen La vida breve,
mocracia. Para ello ha acertado a desprenderse de Carlos Marx como tó- que aparecerá próximamente
en la Biblioteca de Autores
tem, de Vladimir Lenin como catecismo y del Palacio de Invierno como Manchegos.
80

nostalgia. Y a punto ha estado de renunciar a La Internacional como músi-


ca de fondo. En buena hora y bien venidos. Lo curioso, o para decirlo con
mayor precisión, lo estrafalario, es que muchos comentaristas sostienen
que el proceso del PCI hacia la socialdemocracia no es una renuncia a un
pasado moribundo, sino el nacimiento de otra verdad revelada para la ac-
ción política de izquierda; no es una reflexión sobre las ruinas ideológicas
del comunismo tradicional, eurocomunismo incluido, sino la creación de
la tradición del futuro político de Occidente. La modestia ecuménica de
algunos ideólogos les hace llamarle fromage a lo que se está viendo que
es queso. Se empeñan en simular que ignoran que el PCI aterrizó en la
socialdemocracia y se esfuerzan en convencernos sobre una epifanía cuyo
nombre más módico es rectificación. John Billings: «Lo que me molesta
de los ignorantes no es en sí su ignorancia, sino que sepan tantas cosas
que no son así».

El castrista en su laberinto
Un día, Gabriel García Márquez me llamó fascista. Yo no estaba allí. Allí
estaba un amigo mío que llamó al orden a Gabriel García Márquez. Le
llamó la atención. No sé si le llamó algo más. Desde entonces, a mí se
me quitaron las ganas de llamar a Gabriel García Márquez. Siempre pensé
de él que era un gran novelista. También un gran cuentista. No comprendí
por qué se equivocaba tanto, de repente, al elegir un adjetivo. Aprendió
a adjetivar, como todos, en Borges, el mago de la adjetivación. Y de pronto,
García Márquez adjetivaba sin acierto: era inexplicable. Ni siquiera mis
críticas al castrismo le autorizaban a errar de manera tan opulenta al po-
ner adjetivos. Me pregunté: ¿se habrá vuelto mal escritor? De ninguna ma-
nera. Acabo de leer El general en su laberinto: es un libro con las palabras
tan bien puestas, incluidos los adjetivos, que resulta muy grato de leer.
Yo se lo recomiento a todo el mundo. £s un bonito libro, ameno, distraído
y magistral. En él, los adjetivos son preciosos. Y los sustantivos también.
Y los adverbios. Todo. He hallado en este libro algunas horas de placer.
Y la prueba de que no soy un rencoroso. No del todo. Sólo lo justo.

La cólera de los justos


Hace siete años escribí que la obcecación revolucionaria sandiriista, en
alianza con la nostalgia terrateniente de algunos desalmados de la contra
y con la soberbia norteamericana, ensangrentaría Nicaragua: fui bautizado
81

como agente de la CÍA: hoy sabemos que han muerto, comparativamente,


en la guerra civil nicaragüense muchos más inocentes que en la guerra
civil española. Hace ocho años osé criticar a la dictadura de Castro: obtuve
una condecoración de apestado político: hoy hasta los paleoestalinistas ha-
cen conmovedores equilibrios para escamotear su desconsuelo. Hace seis
años escribí que para continuar siendo progresista había que cuestionar
el sovietismo (traducción libre, aunque prematura, de la moderna aventura
de Gorbachov), y me miraron como si yo fuese el diseñador de un horno
crematorio portátil hinchante para refutación terminante de gitanos y de
judíos. No obstante, cuando, hace cinco años, publiqué un breve manifiesto
por la paz, que apareció en un diario de Madrid y firmado por un poeta
palestino, un poeta judío y un poeta español, casi me llamaron nazi. Quién
me manda meterme en política. Bienaventurados los justos, porque a ellos
ni les falta ni les sobra.

Sobre héroes y tumbas


El 23 de enero, un grupo de ultraízquierdistas inmensamente fanáticos,
inmensamente prepotentes e inmensamente estúpidos asaltaron e) III Regi-
miento de Infantería de La Tablada, junto a Buenos Aires. El asalto ocasio-
nó muchos muertos, incluidos casi todos los asaltantes. Ocasionó algo más,
también muy grave: rearmó «moralmente» a los militares golpistas y a la
extrema derecha de Argentina. Inmediatamente, la extrema derecha argen-
tina, mediante sus amanuenses en los medios de comunicación, ensució a
la moral civil del país con preguntas inmundas: «Pero cómo, ¿no eran már-
tires? (los treinta mil desaparecidos). ¿Y ahora son terroristas? (las doce-
nas de asaltantes). Y continuaron: «Y Ernesto Sábato, el que dirigió la in-
vestigación sobre los desaparecidos y denunció secuestros y torturas y crí-
menes, ¿qué tiene ahora qué decir?». Una vez. más; Erenesto Sábato era
el chivo expiatorio. Una vez más. Decían su nombre con sarcasmo mientras
soñaban de nuevo con derribar la democracia. El hombre libre que más
ha luchado por la democracia argentina, una vez más señalado por el dedo
de los criados de la tiranía.

El postmaravilloso preprogreso
Casi todas las tardes, hacia las cinco y media, suelo tomar un autobús
que realiza el milagro de llevarme en una media hora desde la calle de
Cristóbal Bordíu por el Paseo de la Castellana y por el Paseo de Recoletos
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hasta depositarme en la plaza de La Cibeles. Como el autobús goza de un


carril de uso exclusivo avanzamos con cierta rapidez: que es envidiada por
los automovilistas, quienes desde sus inconmensurables atascos nos miran
con envidia y con odio. Los veo quedarse atrás, esclavos de su propiedad,
encarcelados en su privilegio, y adivino cómo en su duodeno se va forman-
do la enojosa úlcera. Sacan por las ventanas de sus inútiles pegasos su
cara de resentimiento, su puño estéril y su insulto inaudible. Me pregunto:
¿por qué viajan en su automóvil, acaso gozarán sufriendo? Y recuerdo, Dios
me perdone, una frase que le escuché al padre Sopeña: «Estoy convencido
de que el número de imbéciles es infinito, ¡y aumenta progresivamente!».
Luego, arrepentido, contrito, le echo, como todo ei mundo, las culpas ai
Ayuntamiento. Pero no aprendo a conducir: el número de coches es infini-
to, y aumenta progresivamente.

Sensualidad del libro


Se ha dicho que Giacomo Casanova gozó de más de mil amantes (Dios
io tenga en su gloria). Conviene suponer que fueron casi todas aproximada-
mente inolvidables. ¿Cómo imaginar que semejante maestro se demorase
entre Jos brazos de mujeres horribles, antipáticas, calculadoras o aburri-
das? Pues bien: igual comportamiento corresponde con respecto a los li-
bros: jamás conceder más allá de cinco minutos a un volumen que no di-
vierta o apasione. La superstición de «estar al día» debiera ser penada por
la ley. Sólo habríamos de cohabitar con libros que nos proporcionen pla-
cer. ¿Cómo imaginar un amante extenuándose con mujeres presuntuosas,
sólo para alcanzar a ser erudito del adulterio? De igual modo, leer por
deber o por conquistar una información adiposa no nos hace lectores, sino
computadoras. Por sesudo que sea, cuando las páginas de un libro nos abu-
rren hay que huir de éí como de la peste. La vida es corta, la carne es
alegre, y leer todos los libros, incluso aquellos que carecen de la alegre
carne verbal, es un acto de delincuencia. Hay que amar con placer y con
emoción, y leer con emoción y con placer, pues bostezar junto a una mujer
o ante un libro es desastroso. Amar y leer sin moderación, pero sin olvidar
que somos mortales.

Canción
¿Una imagen .vale más que mil palabras? ¿Es cierto eso? ¿Verdaderamen-
te? ¡Cuántas majaderías contiene el horizonte cultural de cada época! ¿Ha-
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bremos olvidado la indecible amistad de un libro, la piedad de una página,


la revolución espiritual de un poema? Para no quedar fuera de la moda
y que se sepa que hojeamos a Me JLuhan, ¿hemos olvidado nuestras cartas
de amor, las palabras con que algunos maestros nos hicieron crecer, las
sílabas iniciales de nuestros hijos, el Cancionero Anónimo, la fuerza de gra-
vedad de la poesía, el milagro formal que es un soneto, el bienestar que
nos acaricia la vida en los rincones de las bibliotecas? Germaine Greer
nos responde: «Un gran momento fue cuando regresé a la universidad de
Cambridge hace cinco años y dije: "Me llamo Germaine Greer, soy doctora
por Cambridge y me gustaría usar la biblioteca. ¿Puedo hacerlo? ¿Qué hay
que hacer?". Y el hombre que estaba detrás del mostrador me dijo: "Docto-
ra Greer, esta biblioteca es suya. Pase, por favor". Me puse a llorar».

No perder el triciclo de la historia


Es verdad que el infernal Rimbaud dijo —pero él podía decirlo— que
«hay que ser absolutamente modernos»; aunque también es cierto que el
angelical Manolo Hugué advirtió cómo «Delante de los que en vez de escul-
tura, pintura, música o poesía realizan meras ocurrencias hay que saber
reír copiosamente». Ahora las ocurrencias se cubren con la palabra trans-
vanguardia. Ignoro lo que significa ese apodo. Cuando hace años llegó la
postmodernidad tampoco comprendí del todo ese nombre de tanto fuste
que mencionaba diversas ocurrencias. Me preguntaba: ¿y después de la post-
modernidad, qué? Recientemente han respondido: ahora le llega el turno
a la postpostmodernidad: simpática palabra tartaja, angustiosa en quienes
la pronuncian e indescifrable para quienes la oímos. Y además es legítimo
preguntarse: ¿y después? ¿Postpostpostmodernidad? ¿Transtransvanguar-
dia? Son capaces de todo con tal de intentar otorgar alcance universal a
meras ocurrencias. Son capaces incluso de olvidarse de aquel despavorido
grito de Valéry: «¡Dios mío, todo cambia en este mundo, menos la vanguardia!».

Trabajos de amor perdidos


La Historia, esa acumulación de «presentes sucesiones de difuntos», es
una asignatura demasiado importante como para que nadie se la arrebate
a los historiadores. Pero tiene suficiente complejidad como para ofrecer
trabajo a los novelistas y los poetas. Tiene una vastedad que reclama asi-
mismo el esfuerzo de los sociólogos y los economistas. Y tiene tan subte-
rránea obstinación como para exigir la lentitud del antropólogo y la pun-
84

tuaíidad del periodista. Pero no basta. Sin retroceder de este siglo, la histo-
ria motivó, entre otras muchas no menos inmundas, aunque sí menos cuan-
titativas, dos guerras que ensangrentaron a Europa con más de sesenta
millones de muertos, y motivó dos enfermedades colectivas —el nazismo
y el estalinismo— que afrentaron y desfiguraron el rostro de la moral hu-
mana. Si hasta finales del siglo XIX cabía duda de que la especie tuviese
compostura, nuestro siglo nos asegura que esta especie animal es una monstruosa
cuenta pendiente. Resulta incomprensible que no exista sentado a la puerta
de todas y cada una de las Academias de la Historia de todos y cada uno
de los países del mundo un psicoterapeuta con la cara llena de lágrimas.

Las dos Españas


Don Miguel de Cervantes fue desdichado y compasivo. Sus armas fueron
el genio, la pena y el humor. Fue un artista de la piedad, no omitió ejerci-
tar la crítica, pero desconoció el desprecio. Don Francisco de Que vedo y
Villegas fue también desdichado, pero no misericordioso. Sus armas fueron
el genio, la erudición y el sarcasmo. No omitió ejercitar la crítica, pero
ambicionaba el poder y abusó del desprecio. Cervantes tuvo que mendigar
un puesto en la Administración; Quevedo, más desaforado, llegó a escribir
una página vil contra Villamediana para halagar al Conde Duque de Oliva-
res. Ambos derrocharon una memorable virtud: el coraje.
España cervantina y quevediana, ambiciosa y desventurada, postergada
y valiente. Quizá deberíamos ser algo más cervantinos y un poco menos
quevedianos. Sin embargo, no hay más cera que la que arde: somos mancos
que tiran rápidamente de la espada, fatigados y lapidarios, deslenguados
y silenciosos. A veces tratamos de comprender a nuestro adversario; otras
veces corremos a esa fiesta de Caín que llamamos guerras civiles. Es nues-
tra herencia: Cervantes y Quevedo —quienes, por otra parte, y además de
asemejarse en la genialidad, compartieron un destino sumamente español:
ambos reflexionaron en la cárcel.

Las dos Francias


Un texto antipático prendió fuego a la mecha que haría reventar la polé-
mica. Un señor Jeanson (¿recuerdan su nombre los jóvenes?) sirvió para
que la amistad obcecada entre Camus y Sartre estallase en pedazos, sin
contemplaciones y sin solución. El revolucionario y el rebelde se volvieron
la espalda y ya no simularon que sus metas eran comunes. No Jo eran.
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Sartre continuó capitaneando el fragor revolucionario de la Francia bur-


guesa universitaria. Camus comenzó a tragarse el castigo por su enérgica
revindicación de la democracia. En los años cincuenta la moral de Camus
fue «prematura» y el autoritarismo estalinista lo exilió en el silencio. Sar-
tre, entonces pope y Papa del sentir político de la izquierda francesa, acabó
como doctrinario tardío. Los años van sacando brillo cordial a las páginas
de Camus y extendiendo una patina de óxido en las admoniciones de Sar-
tre. Ahora, cuando la entera historia del Este y del Oeste nos prueba que
Camus siempre estuvo más cerca de los anhelos de los hombres y los anhe-
los del futuro, escuchamos el fragor de los años aquellos: y en él oímos
el ruido de nuestra precipitación. Convirtieron a Camus en un chivo expia-
torio y nosotros lo consentimos. ¿Con qué otras injusticias estaremos, co-
bardemente, consintiendo en este momento?

Al ghetto
Las sociedades castigan a aquellos que les producen más espanto. A los
suicidas, por ejemplo. «Creo haber mencionado los suicidios, cada año más
frecuentes», escribió Borges, un melancólico gozador de la vida. Pero a quienes
ya no gozan de la vida, y saben con infernal certeza que jamás lograrán
gozarla, ¿por qué castigarlos? Por el miedo al contagio: la desgracia es
más contagiosa que la felicidad: pues la desgracia duradera existe y la feli-
cidad duradera no existe. Cuando murió Thomas Bernhard, el terror de
quienes lo amábamos y el de quienes lo odiaban dedujo que se había suici-
dado: es que, ante la desgracia, el amor y el odio son insignificantes. Ante
la desgracia nos volvemos coléricos y agresivos, autoritarios y simplifica-
dores. Por eso a los desgraciados se les persigue con saña y con horror:
pues ¿y si nos convencieran de algo inimaginable? Soñamos con un ghetto
inmenso en donde aprisionar a los infortunados. Pero es inútil: la reflexión
sobre el infortunio es de una testarudez formidable. En una casa vacía
del barrio londinense de Hampstead fue encontrada esta nota: «Por qué
suicidarse? ¿Por qué no?».

El opio del pueblo


Las memorias de Eugenia Ginzburg (El vértigo, 1974 y El cielo de Siberia,
1980), uno de los documentos políticos más espantosos de nuestro tiempo,
redactado por una mujer admirable a quien nadie recuerda, conocieron una
sola publicación castellana en editoriales que ya no existen. Ninguno de
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ambos libros ha sido reeditado en España. En el primero de ellos, Zenia


Ginzburg relata uno de los más escalofriantes casos de fanatismo religioso
de que tengo memoria: cuando en 1935 eran ya masivas las detenciones,
torturas, deportaciones y asesinatos en la URSS, la comunista Pitoskaia,
en la noche de la detención de su marido, se negó a que éste se despidiese
de su hijo y estrechó efusivamente las manos de los policías. Al día siguien-
te, sin embargo, la Pitoskaia fue expulsada de su trabajo en el Comité Re-
gional del Partido, y su hijo del albergue infantil. Aconsejados por el te-
rror, los amigos y conocidos le retiraron el saludo. No le quedaron más
que su hijo, la soledad, el hambre y el horror a la libertad. Poco después
escribió una nota sin destinatario en la que suplicaba que se la considerase
una buena comunista, escribió a Stalin una carta «llena de expresiones de
amor y de fidelidad» y se suicidó.

«El opio de los intelectuales»


«El norteamericano Louis Fischer, que durante muchos años había sido
periodista en Moscú y comunista, tomó la palabra para atacar a la URSS.
Llevó a Sartre a un rincón y le expuso los horrores del régimen soviético.
Continuó mientras cenábamos en Lipp con los Wright. Con los ojos brillan-
do de un fanatismo extraviado contó hasta perder el aliento historias de
desaparición, traición, liquidación, sin duda verdaderas, pero cuyo sentido
y alcance no se comprendían (...). El antisovietismo hacía fuego con todas
las leñas. En noviembre una rusa blanca, la Kosenkina, saltó en Nueva
York por la ventana del consulado soviético. Se hizo mucho ruido en torno
a este melodrama». Hay que imaginar cierto hastío en Simone de Beauvoir
al concederse citar «ese melodrama» en sus Memorias. Pues bien: nosotros,
intelectuales progresistas, leíamos en los sesenta esas inmundicias sin pro-
testar, sin parpadear: sin advertir siquiera que eran inmundicias. Algunos
se desintoxicaron del «opio de los intelectuales» con temprano coraje (Ar-
thur Koetsler, Ernesto Sábafo, George Orwell, Octavio Paz, Albert Camus):
fueron premiados con insultos, injurias y calumnias. La así llamada intelli-
genísia puede ser admirable. Puede ser también nauseabunda. Nuestra coartada
era «no dar armas a la derecha»: con el silencio se las dimos.

Justicia
Creíamos que la llamada penetración cultural nortemericana se limitó
en España al consumo de cosas frecuentemente útiles, nutritivas o amenas:
87

rock, hamburguesas, chicle, telefilms, cocaína, pantalones vaqueros, nuevo


periodismo, heroina, odio al tabaco.,. Y no les imitábamos a los cuatreros
del Oeste la forma de escupir porque eso lo aprendimos de los compadritos
orilleros de Borges. Comprobamos ahora que a la cultura norteamericana
le debemos también un precedente en la jurisprudencia sobre la violación:
en agosto de 1977 el Tribunal de Apelación de California absolvió a un
delincuente sexual: éste halló a una muchacha haciendo auto-stop en una
calle de Los Ángeles, la llevó en su automóvil a «un paraje desierto», la
amenazó de muerte para desengañar su resistencia, y la violó. Según el
Tribunal californiano, una mujer que hace auto-stop «está indicando a los
conductores que se irá con cualquiera que la recoja...». Erróneos antropó-
logos mintieron que el hombre desciende del mono. Algunos jueces españo-
les descienden de los jueces de California. De descenso en descenso ascen-
demos a la modernidad.

De palpitante actualidad
«He sido —ha escrito Fernando Savater— un revolucionario sin crueldad
y aspiro a ser un conservador sin vileza». Yo he comenzado a serlo: me
preocupa el desconcierto de los jóvenes. Y no tengo el consuelo de sentir-
me culpable de su presente y su futuro, pues ni soy masoquista, ni nunca
fui propietario del mundo. Yo no les he puesto en la mano la litrona, la
jeringuilla ni la nada. Pues eso tienen muchos en sus manos: la litrona
y la jeringuilla; la náusea, el absurdo y la nada. Y ya no leen a Sartre
ni a Camus. No creen en la política, son ateos, irónicos, lejanos, y cada
vez que se encogen de hombros chirría la civilización. Existe la grave sos-
pecha de que ya ni siquiera se enamoran: se acuestan juntos con gran dili-
gencia, pero no sueñan con poner un pisito, reproducirse y aguardar ilusio-
nadamente el momento de ser abuelos. A dónde vamos a llegar, inseguri-
dad ciudadana, drogadicción, desobediencia, etcétera. Es horroroso: «Nues-
tra juventud es decadente e indisciplinada. Los hijos no escuchan ya los
consejos de los mayores. El fin de los tiempos está próximo». (Anónimo
caldeo; alrededor del año 2000 antes de Cristo).

El extranjero
Por los mismos días murieron un viejo amigo mío, un hermano de mi
madre y un extranjero a quien no conocí. No fui al entierro de mi amigo.
No fui al entierro de mi tío. Siempre "que puedo no ir a un entierro no
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voy a un entierro. Detesto la muerte. Es un castigo odioso. Y sin embargo,


siento que hubiera debido ir al entierro del extranjero; y pienso, con ilu-
sión, que tal vez hubiese llorado delante de su inexplicable cadáver. Ahora,
meses después, me digo: debiste tomar un avión, aterrizar en Austria, pre-
guntar por su tumba, dejar caer unas flores sobre su última morada, así
llamada, y tal vez hubieras llorado; tal vez ante su tumba tu corazón, así
llamado, habría recuperado unas hebras de la inocencia que ya te abando-
nó. Thomas Bernhard murió de ün modo brutal y a la vez pudoroso, como
vivió su vida. Yo lo admiraba desesperadamente y no alcancé a decírselo.
Me lo impidió la muerte. Es repugnante.

J.C.O.
¿Qué estará haciendo ahora el maestro? A veces amenazo con visitarlo,
y luego, no sé por qué, no voy. A veces convenimos una cita en su casa,
y horas antes de la cita me envía recado de que no puede recibirme: que
no se encuentra bien. Hablar es para él algo tan desesperadamente auténti-
co que sí no se encuentra todo lo bien que le consienten desdeñosos sus
muchos años se esconde y se calla: ya sólo encuentra un poco de terapia,
un poco de consuelo, en las cuartillas, en la soledad o en la botella. Ha
bebido toda su vida de un modo aterrador y ha escrito libros prodigiosos
y aterradores. Ojalá en este instante esté escribiendo otro libro espantoso,
aterido de esa sinceridad brutal que sobrepasa a la inocencia y que roza
la santidad. ¿Qué estará haciendo ahora el maestro Onetti?

Mentira
Te mira a los ojos, te toma de los brazos con una mezcla de ansiedad
indecente y de nobleza desvalida, y dispara estas horrorosas palabras: «Lo
único que te pido es que me des tu opinión absolutamente sincera». Estás
perdido. Si eres sincero contigo mismo no desconoces el infortunio, la im-
perfección, el egoísmo y la crueldad de los seres humanos, comenzando
por ti. No ha dejado de mirarte con esa iniquidad a que llamamos esperan-
za: «La verdad, quiero únicamente ía verdad». Ni se te ocurra. Si eres total-
mente sincero te convertirá en el chivo expiatorio de todo cuando despre-
cia en sí mismo. Lo que piensas, no se lo digas. Ni en sueños. Miéntele
exactamente, bárbaramente, sinfónicamente. Es lo que desea. Si contrarías
su deseo íe odiará, te calumniará. Dile que es una criatura maravillosa,
genial, única, irrepetible: es lo que necesita oír. Y luego vete a tu casa,
89

a un rincón, a rumiar la vergüenza de pertenecer a una especie animal


prodigiosamente emparentada con la íalsedad. Miente furiosamente o aprende
a vivir en las afueras, como los lobos.

La magia de la forma
Como persona, Quevedo fue manifiestamente mejorable, pero a la vez
íue no sólo un poeta genial, sino, como escribiera Borges, «una vasta litera-
tura»: es el prodigio de las formas. Borges mismo obtuvo el enojo de sus
lectores por sus travesuras civiles, pero enseña a escribir a una generación
tras otra: es el prodigio de las formas. Bécquer fue censor de libros, pero
con las formas poéticas fue un revolucionario: de él aprendieron Darío y
Machado. Dostoiewsky no renunció a ser zarista, y a la vez fue uno de
los más grandes novelistas del XIX. Balzac: conservador en su conciencia,
agitador en su pluma. Es el prodigio de las formas. AL García Márquez: se
le ha podido llamar la Agencia Tass, pero Cien años de soledad es un mila-
gro. Lo que perdura son las formas. Sin ir más lejos, aquí, a mi eventual
derecha, escribe a diario Francisco Umbral, con algunas de cuyas opinio-
nes no me apresuro a deslumbrarme; pero qué prosa espléndida. La salud
de las obras está en las buenas formas. Nada resuelto en formas débiles
permanece jamás. Rene Thom: «En el Universo, todo lo que no es ciencia
o magia, es forma». Un paso más y sentimos la tentación de sospechar
que en las hermosas formas está palpitando la magia.

Todos gobernadores
Erótica del poder, esa pulsión nefasta. Me temo que la sufrimos todos.
Pues todos queremos gobernar. Ho me refiero a gobernar nuestra concien-
cia —asunto bien difícil—, sino nuestro país, objetivo que parece sencillo.
Todo el mundo se precipita a gobernar. La ETA, mediante crímenes. El
hombre de la calle, mascullando insultos al Gobierno por lo menos munici-
pal Los sindicatos, consintiendo las correrías de piquetes de intimidación
y de castigo a los que lujosamente denominan «de información». Las patro-
nales, escandalizándose cuando la clase obrera le pide para el autobús. Los
columnistas, tecleando con orteguiana originalidad «jNo era eso, no era
eso!». Los contertulios del café, con fórmulas sempiternamente infalibles
que se disuelven en el humo de cigarrillos sempiternos. Los políticos mino-
ritarios, cambiando diligentemente de casaca. Las políticos mayoritarias,
rodülando e incluso arrodillando. Yo mismo, con frases cejijuntas o iróni-
90

cas. ¡Todo el mundo al Consejo de Ministros! ¿Y las urnas? ¿No habíamos


luchado por el advenimiento de las urnas? Ya sé: no basta un voto cada
cuatro años. ¡Pero este sinvivir, este entrecejo!

Esperanza
Todos insatisfechos. Los socialistas (yo los voto siempre) porque calcula-
ron gobernar durante cien años de honradez y, según van las cuentas, te-
men no durar en el poder más allá de veinte años, y no es seguro. Los
comunistas, porque, tras las diversas regañinas que les ha inferido la His-
toria, encima vienen Gorbachev y los camaradas italianos y les dan un ca-
pón. La derecha natural, porque ya llegaron al techo y, como es natural,
se les apolillan las vigas. Las bases de Suárez, porque para esa esfinge
no hacían falta alforjas. Los sindicatos, porque la calle es suya y, asombro-
samente, el Parlamento sigue siendo de! pueblo. Los escritores, porque los
Gobiernos democráticos nos hacen menos caso del que nos hacían las Cor-
tes franquistas (que nos perseguían), con lo que resulta que ya no somos
la vanguardia moral ni siquiera ante nuestros hijos. Las feministas, porque
sí. Los automovilistas, porque la ciudad encoje. Todos insatisfechos... yo
creo que de esta orgía de decepción y enfado tiene que salir algo bueno.

¿Yo?
¿Quién se conoce seriamente, totalmente, sinfónicamente? Somos un con-
cierto para violonchelo y orquesta, fraseamos con el violonchelo la partitu-
ra enigmática de nuestra vida, recibimos los restantes sonidos de percu-
sión, de cuerda y de metal afelpando la soledad de! chelo... pero la batuta
la maneja el Destino. Es cierto: somos libres: pero en un recinto desmesu-
rado de paredes y junto a dos montañas de cerrojos, dos montañas cuyos
nombres son Genética e Historia. Yo es otro, dijo el joven Rimbaud. Yo
lleva una vida difícil, dijo el descontento Gombrowicz. Yo es una multitud,
y nuestra identidad se disuelve en los cimientos de Babel. ¿De dónde nos
viene, entonces, la manía de acorazarnos tras las certidumbres? Tan sólo
del terror. Unamuno, a quien le sobraba coraje, escribió: «Yo soy mi mayo-
ría, y no siempre tomo las decisiones por unanimidad». (Y ni siquiera las
tomaba siempre por unamunidad: era ejemplar). Ciudadanos dubitativos,
relajados. Necesitamos alcanzar a ser ciudadanos respetuosos de la vacila-
ción. Las certidumbres son descuidos de la conciencia. Y pueden ser peli-
grosísimas: véanse los libros de psicoanálisis, los discursos de los tiranos
y los libros de Historia.
91

Fracasa (bien) y vencerás


Josep Pía escribió libros maravillosos. Uno de ellos se llama Vida de Ma-
nolo y es una biografía del escultor catalán Manolo Hugué. El escultor
fue también un filósofo: en tres líneas sintetizó y clasificó la moral del
fracaso: «Los fracasados que se deshinchan no tienen ningún interés. Los
fracasados orgullosos dan pena. Los que vuelven a empezar: esos son los
que importan». El fracaso convertido en resentimiento es un peligro públi-
co. El fracaso transfigurado en vanidad es ridículo. El fracaso resuelto en
obstinadas obras es ejemplar. Al final todo es fracaso, pero el final no es
más que el final. Entre tanto, durante el tránsito, lo admirable no es la
victoria (casi nadie sabe ganar) sino la obcecación de hacer que tienen esos
fracasados que sí saben perder; que saben transformar en obras la desdi-
cha. Es a ellos a quienes las comunidades les deben la resistencia, la inteli-
gencia y el coraje. Un fracaso petrificado es tan contraproducente como
una victoria. En cambio, nada tan lentamente victorioso como un fracaso
palpitante, testarudo, trabajador. Es el destino del artista. Lo supieron Ma-
nolo Hugué, Albert Camus y Sísífo.

Se hace camino al andar


«Usted vive como lo he hecho yo y como lo hace la mayoría: en la oscuri-
dad y lejos de sí mismo, tras cualquier fin, deber, propósito. Lo hacen casi
todos los hombres. Por eso el mundo entero está enfermo y se hundirá».
Lo escribió Hermann Hesse, con escaso optimismo y con moderada espe-
ranza. ¿Pero y si fuese cierto? ¿Qué ocurriría si, en efecto, vivimos tejos
de nosotros mismos? Y si el fin fuese —como parece serlo— el de ganar
dinero con premura mas sin esfuerzo, el deber fuese el de pisotear a quien
estorbe y el propósito prácticamente ninguno, ¿no ingresaríamos exacta-
mente en la lejanía y la oscuridad? Y si ese programa vital es ya mayorita-
rio —como parece serlo— y ello significa que estamos infectando al mundo
con las pústulas de nuestro egoísmo, ¿no estaremos hundiéndonos todos?
Hermann Hesse escribió esas palabras antes de la segunda guerra mundial.
Oigan: ni Hesse ni yo hacemos sermones, ni lanzamos amenazas, y ni si-
quiera avisos. Pero la oscuridad está empezando a ser resplandeciente. No
se confíen.

Félix Grande
UNA ESCRITURA PLURAL
DEL TIEMPO
fMnmzfñ
REVISTA DE DOCUMENTACIÓN CIENTÍFICA DE LA CULTURA
S U P L E M E N T O S

SUPLEMENTOS Antnropos es una


publicación periódica que sigue una secuencia
temática ligada a la revista ANTHROPOS
investigar los agentes culturales más y a DOCUMENTOS A, aunque temporalmente
destacados, creadores e investigadores. Reunir independiente.
y revivir fragmentos del Tiempo inscritos y Aporta valiosos materiales de trabajo
dispersos en obra y obras. Documentar y presta así un mayor servicio documental.
científicamente la cultura.
ANTHROPOS, Revista de Los SUPLEMENTOS constituyen
Documentación Científica de la Cultura; una y configuran otro contexto, otro espacio
publicación que es ya referencia para la expresivo más flexible, dinámico y adaptable.
indagación de la producción cultural hispana. La organización temática se vertebra de una
cuádruple manera:
1. Miscelánea temática
2. Monografías temáticas
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Pensamiento

ANTHROPOS
Formato: 20 x 27 cm Formato: 20 x 27 cm
Periodicidad: mensual Periodicidad: 6 números al año
(12 números al año + 1 extraord.) Páginas: Promedio 176 pp. (entre 112 y 224)
Páginas: Números sencillos: 64 + XXXII (96)
Número doble: 128 + XLVIII (176) SUSCRIPCIONES 1990
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Azul... y la experiencia chilena


de Darío

A Chile le agradezco una inmensa cosa:


la iniciación de la lucha por la vida.
R. D.

0, bviamente, Azul..., por su circunstancia, fue una obra «chilena». Allí


se concibió, se gestó y se publicó, tras aparecer sus textos en revistas y
periódicos. A este país sudamericano debió Darío, por tanto, ese personal
logro de su estética innovadora. Y aún más: su primera experiencia dentro
de la sociedad capitalista en la que tuvo que subsistir con la pluma o, pro-
piamente, como redactor del diario La Época de Santiago y colaborador
de otras publicaciones periódicas (La Libertad Electoral, La Tribuna y Re-
vista de Artes y Letras de Santiago; La Unión y El Heraldo de Valparaíso).
Los investigadores de este período fundamental, sobre todo los chilenos
—pensamos en Armando Donoso y Arturo Torres Ríoseco, Raúl Silva Cas-
tro y Julio Saavedra Molina— han sido suficientemente explícitos en deta-
llar las relaciones y creaciones literarias del joven de diecinueve años que
arribó a Valparaíso el 24 de junio de 1886. En ese puerto, donde lo espera-
ba su protector Eduardo Poirier, permaneció escasas semanas, ya que su ' Arturo Torres Ríoseco:
deseo era ir a Santiago, «la ciudad de la cultura francesa —la define uno Vida y obra de Rubén Da-
río. Buenos Aires, Emecé
de ellos—, de lujosos palacios y hermosos parques»1. Y así era, realmente. Editores, 1944, pág, 26.
•Modernista 96

En la capital chilena, Darío encontró ambiente propicio —tertulias y ar-


tes plásticas, bibliotecas y costumbres, etc.— para afinar su gusto por lo
francés —ya iniciado en su formación nicaragüense— y profundizar en el
conocimiento de los autores galos: objetivo, por lo demás, que mantendría
a lo largo de su existencia. Sus amigos, entre los cuales se destacaban Pe-
dro Balmaceda Toro, contribuirían a ello en forma determinante. Pero este
aspecto ya ha sido tratado con la minuciosidad debida2.
Lo que no se ha establecido es que la experiencia de Darío, transcurrida
más en Santiago que en Valparaíso, significó el encuentro directo con la
modernidad. Esta no era solamente un proceso económico ni una visión
cultural, sino que consistía en la experiencia histórica que mediaba entre
uno y otra, centrándose en el desarrollo unificador de ese proceso y esa
visión. Tal desarrollo impulsaba, por un lado, las transformaciones objeti-
vas de la sociedad desencadenadas por el advenimiento del mercado mun-
dial capitalista y, por otro, los cambios subjetivos en la vida y personalidad
individuales. Y ambas dimensiones condicionaron a Darío durante los dos
años, siete meses y dieciséis días de su período chileno.
Efectivamente: él se adaptó e integró, en cuerpo y alma, al medio de
este país hasta el grado de considerarse —en una carta desconocida— «chi-
leno». ¿Su destinatario? Un viejo amigo, J. Camilo Gutiérrez —de León,
Nicaragua— a quien le confiaba: «Aquí (en Valparaíso, J.E.A.) vivo, aquí
trabajo, aquí lucho, aquí aprendo los libros en el propio combate, aquí he
triunfado... y aquí, en fin, ha salido el pollo que en Nicaragua desdenes
y envidias quizás, orejas cerradas y frentes arrugadas, sobre todo hielo,
mucho hielo, tenían en un eterno cascarón». Y le añade con juvenil orgullo:

En resumen, aquí en medio de la brega, he venido a saber que valía poco, pero
2
Aparte de Silva Castro, algo.
el Y quien, no hace tres años fue acusado como vago en el cabildo de León de
más exhaustivo de los chi- Nicaragua, ha llegado a ser redactor de La Época de Santiago de Chile.
lenos, Edelherto Torres es Vuelvo a decir a Ufsted) que esta es la confesión leal de un amigo a otro, de un
el autor más reciente quejoven que empieza a uno que ha peleado ya mucho, de un pollo en fin, a un gallo.
ha puntualizado a fondo di- Así hablamos los chilenos \
cho aspecto en dos capítu-
los de La dramática vida Este íntimo testimonio, aún no aprovechado por los biógrafos, refleja la
de Rubén Darío. Edición de-
finitiva, corregida y aumen-intensidad del cambio que se operaba en la personalidad de Darío, motiva-
tada. San José, C.R., Edi- do por el autodesarroüo: la respuesta —o reforzamiento de la capacidad
torial Universitaria Centroa-
humana y su ampliación vital— ante el desarrollo que generaba la moderni-
mericana, 1980, págs. ¡4&204.
3 dad. Fechado el 6 de noviembre de 1887, indicaba la forja de un carácter
Carta reproducida facsi-
milarmente y transcrita eny la realización de todo un hombre de letras y de estudios. Para entonces,
La Nación, Managua, 13 deDarío tenía en su haber las siguientes actividades:
diciembre, 1975. No ha in-
gresado en ninguno de los — La redacción de muchas páginas de la novela folletinesca Emelina,
epistolarios conocidos. concebida por Eduardo Poirier, a la cual incorporó recuerdos autobiográfi-
97 ¡Modernista
eos, aportó el título (Rosario Emelina Murillo se llamaba su reciente y frustrada
pasión amorosa) e intervino en el argumento (julio, 1886)4.
— Los cursos libres de Derecho Público e Internacional tomados en la
Universidad de Chile y «dirigidos por Don Jorge Huneeus» (agosto, 1886-febrero,
1887)5.
— El trabajo en La Época, donde colaboraba en forma fecunda, pero
también sufría las burlas de sus colegas y el desprecio del director Eduar-
do Me Clure (a partir de agosto, 1886...).
— La edición de su «primer libro chileno»: Abrojos en la Imprenta Cer-
vantes de Santiago, a iniciativa de Manuel Rodríguez Mendoza y Pedro Bal-
maceda Toro, que circuló en marzo de 1887.
— El ejercicio del cargo de guarda inspector de la Aduana de Valparaíso
(abril-junio, 1887).
— La escritura de catorce rimas becquerianas (que tituló Otoñales) y del
Canto épico a las glorias de Chile, basado en documentación suministrada
por su amigo Eduardo de la Barra, que enviaría al Certamen Várela; con
las primeras composiciones, obtuvo el octavo lugar y con el segundo texto
el Primer Premio —300 pesos— compartido con otro amigo: Pedro Nolasco
Préndez (juho, 1887). Y, entre otras actividades no menos importantes —
como la elaboración y publicación en La Época de cinco de los nueve cuen- 4
Alien W. Phillips: «Nue-
tos que ingresarían en Azul..— su regreso a Santiago a principios de sep- va luz sobre Emelina», en
Atenea, Concepción (Chile),
tiembre de 1887.
n° 415416, enero-junio, 1967,
Para Darío, la capital chilena constituía la revelación de la urbe moder- págs. 381-404; reproducido
na, el centro cultural que necesitaba para gestarse plenamente, la atmósfe- en Estudios sobre Rubén
Darío. Compilación y pró-
ra precisa para volar. Y lo mismo significaba, aunque un poco menos, Val- logo de Ernesto Mejía Sán-
paraíso. Por eso, antes de cumplir un año de estadía en Chile, escribió chez, México, Fondo de Cul-
tura Económica, Comunidad
al general Juan J. Cañas, hombre público salvadoreño que en Managua le
Latinoamericana de Escri-
había aconsejado trasladarse al país austral: «me ha dado pena ver y com- tores, 1968, págs. 203-222.
5
parar lo que (yo, J.E.A.) era en mi tierra y cómo se me trata y aprecia Carta de Darío al gene-
en Chile. Es también cierto, que quizás en esa (Nicaragua. J.E.A.) no habría ral Juan 7, Cañas suscrita
en Valparaíso, mayo 25 en
hecho lo que aquí, por mil motivos. El primero, que aunque tengamos alas 1887, en Miguel Ángel Ga-
no podemos volar sin haber aire»6. En este caso, aire equivalía a las con- llardo: Papeles históricos.
Val 2. Sania Tecla (El Sal-
diciones materiales que sustentaban su deslumbramiento ante la nueva realidad
vador), Colegio Sania Ceci-
advertida, ante el esplendor de Santiago, sobre la cual escribió: lia, 1964, pág. 260.
6
Ibíd., pág. 259.
Santiago en la América Latina, es la ciudad soberbia. Si Lima es la gracia, Santiago 7
Rubén Darío: «Prólogo al
es la fuerza. El pueblo chileno es orgulloso y Santiago aristocrático. Quiere aparecer libro Asonantes de Narciso
vestida de democracia pero en su guardarropa conserva su traje heráldico y pomposo. Tondreau», en Diego Manuel
Baila la cueca, la pavana y el minué. Tiene condes y marqueses desde el tiempo de Sequeira: Rubén Darío crio-
la colonia que aparentan ver con poco aprecio sus pergaminos. Posee un barrio de llo en El Salvador. León,
San Germán, diseminado en la calle del Ejército Salvador, en la Alameda, etc. El Pala- Editorial Hospicio, 1964, pág.
cio de la Moneda es sencillo, pero fuerte. Santiago es rica, su lujo es cegador7. 39.
98

Como se ve tenía muy presente —a unos meses de haber regresado de


Chile— el lujo de Santiago que había transformado su visión: «Toda dama
santiaguina tiene algo de princesa —continuaba—. Santiago juega a la Bolsa,
come y bebe bien, monta a la alta escuela y a veces hace versos en sus
horas perdidas. Tiene un teatro de fama en el mundo, El Municipal, y una
catedral fea; no obstante, Santiago es religiosa. La alta sociedad es difícil
conocería a fondo; es seria y absolutamente aristocrática... Santiago gusta
de lo exótico y en la novedad se siente cerca de París. Su mejor sastre
es Pinaud y su Bon Marché la casa Pra. La dama santiaguina es garbosa,
blanca y de mirada real. Cuando habla parece que concede una merced.
A pie anda poco. Va a misa vestida de negro envuelta en un manto que
hace por el contraste más bello y atrayente el alabastro de los rostros,
en que resalta sangre viva, la rosa roja de los labios8.
Con estas líneas, y otras del mismo artículo, el inhibido joven nicara-
güense que era Darío a su llegada a Chile —ya transformado exterior e
interiormente—, retrató el proceso que estaba experimentando la capital
de ese país; su carácter de sociedad refinada en la que relucía el lujo capi-
talista. «Santiago —proseguía— es frío y esto hace que en el invierno los
hombres delicados se cubran de finas pieles. En el verano es un tanto ar-
diente, lo que se produce las alegres y derrochadoras emigraciones a las
ciudades balnearias. Santiago sabe de todo y anda a galope. Por eso el
santiaguino de los santiaguinos fue Vicuña Mackenna, mago que hizo flore-
cer las rocas del cerro de Santa Lucía. Esta es una eminencia llena de
verdores, de estatuas, mármoles, renovaciones, pórticos, imitaciones de dis-
tintos estilos, jarras, grutas, kioskos, teatro, fuentes y rosas9. Santiago, pues
—con sus paseos, calles llenas de gente, edificios, monumentos, pinacotecas-
era «alegría para sus ojos» —señala Torres Ríoseco, quien agrega: «Muchas
noches de luna, acompañado de alguna dulce mujer, camina el poeta por
los silenciosos senderos del parque Cousiño y se imagina, en presencia de
los lagos y los cisnes, una Venecia de ensueño16.
Además de exterior, el lujo de la capital chilena era interior y lo promo-
vían sus mujeres ricas. En otras palabras, se generaba en ella el proceso
que Werner Sombart ha desarrollado en su obra Lujo y capitalismo (1979),
advirtiendo las cuatro tendencias del lujo en la sociedad burguesa moder-
na: a la interiorización (o privatización, es decir, ya no tan público como
doméstico); a la objetivación (más que en séquito improductivo, en objetos:
adornos, alhajas, trajes); a la sensualidad y refinamiento (o satisfacer, antes
que valores ideales —por ejemplo, el arte—, los instintos inferiores de la
animalidad, la recreación de los sentidos, con los objetos suntuarios elabo-
rados con materiales raros y costosos); y a ¡a condensación del tiempo (o
^(dafería\
99 Modernista
sea, a un aceleramiento del ritmo vital y a un consumo permanente y rápi-
do de los «bienes de lujo»).
Numerosos tipos de esos «bienes» los descubrió Darío, por primera vez,
en Chile. Se ha indicado que uno de ellos, todo un modelo, fue la mansión
de Isidora Cousiño en Santiago, cuya decoración ostentaba cuatro salas:
la oriental y la helénica, la renacentista y la versallesca". Otros eran po-
seídos por sus amigos. Por ejemplo, Eduardo de la Barra, a quien definió " Ángel Rama: «Prólogo»
en Rubén Darío: Poesía... Ca-
como «poeta tan aristocrático en gustos y amigo del refinamiento y las racas, Biblioteca Ayacucho,
hermosas opulencias»12. Y, sobre todo, por Pedro Balmaceda Toro (A. de 1977, pág. XLUl Sobre es-
GUbert), el hijo del Presidente José Manuel Balmaceda que coleccionaba, ta mansión, llamada «De io-
ta», Darío recibió las pri-
en su cuarto «de joven y artista», bibelots y japonerías, pequeños biombos meras noticias en una car-
chinos («bordados de grullas de oro y de azules campos de arroz, espigas ta de Pedro Balmaceda Toro
y florescencias de seda»)", bronces y miniaturas, platos y medallones, «todas que transcribía —fragmen-
tariamente— en A. de Gil-
esas cosas que dan a conocer quién es el poseedor y cuál su gusto»14. bert. San Salvador, Imprenta
A Darío todos estos elementos lujosos le estaba prohibido poseerlos. Sen- Nacional, 1889, págs. 197-207.
12
cillamente a causa de su status de marginado por el sistema —un periodis- Rubén Darío: «.Prólogo
al libro Asonantes de Nar-
ta, un escritor— que ofrecía ya las características de la sociedad burguesa
ciso Tondreau», en Diego
moderna, como lo ha demostrado Rafael Gutiérrez Girardot. En su renova- Manuel Sequeira; Rubén Da-
dor estudio teórico sobre el modernismo (1983), el pensador colombiano río criollo en Eí Salvador,
Op. cit, pág. 27.
aporta que la expansión del capitalismo y de la forma burguesa de vida B
Rubén Darío: A. de Gil-
fué una de las fuerzas propulsoras del modernismo en lengua española, bert, Op. cit., pág. 31.
y que tal expansión explica el auténtico cosmopolitismo de Darío y su ine- 14
Ibíd., págs. 28-29.
vitable europeización, aparte de su integración en el fenómeno mundial de 15
Rafael Gutiérrez Girar-
la secularización. Una secularización que implicaba el «ensayo de nuevas dot: Modernismo. Barcelo-
na, Montesinos, 1983, pág. 28.
creencias y nuevas mitologías» a partir de la «desmiraculización del mun- 16
«De pronto cayó de
do» o proceso «por el cual partes de la sociedad y trozos de la cultura nuestros labios el nombre
se liberan del dominio de las instituciones y símbolos religiosos»15. del director de La Época,
don Eduardo Mac Clure, y
Ahora bien, todos estos excitantes transformadores, esta sociedad que
Rubén tuvo tres o cuatro
le provocaba limitaciones y sufrimientos, esos valores egoístas y utilitarios, palabras amables y algunos
el lujo y la riqueza, Darío los asimiló y trasmutó en Azul... Con esta obra, acerados reproches.
—¿El Rey Burgués? —le
respondió, se enfrentó, se realizó artística y lúcidamente. Mejor dicho: la
dijimos, y él nos compren-
«realidad chilena» que pesaba sobre su circunstancia vital quedó apresada, dió inmediatamente.
trascendida en los textos de esa obra moderna: suma creadora de esos días -¡Sí! ¡El Rey Burgués!
—nos respondió. Todas mis
fundamentales, después de confrontar tenazmente —con su trabajo— los
pobrezas, todas mis angus-
principios impuestos de la sociedad burguesa. En ese sentido, no fue acci- tias, y expoliaciones de en-
dental que iniciase Azul... con su irónico cuento alegre «El Rey Burgués», tonces están sufridas y ven-
gadas en ¿U (Rubén Darío:
retrato —como se ha afirmado muchas veces— del director de La Época Obras de juventud... Edición
Eduardo Mac dure" 1 . ordenada, con un ensayo so-
Mas, frente a esa sociedad, Darío reaccionó con una actitud ambivalente: bre Rubén Darío en Chile,
por Armando Donoso. San-
celebrando y denunciando, al mismo tiempo, las transformaciones sin pre- tiago, Nascimento, 1927, pág.
cedentes del mundo material y espiritual («La Canción del Oro» sería su 66).
Modernista), 100

texto más representativo de esta actitud), rechazando tal sociedad que lo


marginaba y reflexionando sobre ella que le deparaba no sólo la libertad
artística, sino también la posibilidad de nuevas y complejas experiencias.
Estas constituyeron, ante todo, su teoría estética: la que sostiene el engra-
naje orgánico de Azul... y la rápida evolución de su estilo que en doce me-
ses (del 7 de diciembre de 1886 al 25 de noviembre de 1887 datan las publi-
caciones de las piezas en prosa de Azul.., salvo «El Rubí», y «La Canción
del Oro») alcanzó el límite de la perfección.
Otras muchas experiencias literarias le proporcionó la sociedad moderna
en la que se desenvolvía. La más importante fue su protesta de artista anti-
burgués, configurada en «El Rey Burgués», en «La Canción del Oro» y en
«El velo de la reina Mab».
Como lo sostiene Ricardo Gullón, no olvidemos que el tema principal
de los cuentos de Azul... es el planteamiento, con nuevos matices, de la
lucha del hombre contra la sociedad, bien entendido que el hombre será
en estos ejemplos el artista. «El poeta está en esos cuentos como personaje
y como autor»". Y si en «Eí Rey Burgués» y en «La Canción de! Oro»
Darío no es otro, respectivamente, que el «pobre diablo de poeta» que mue-
re de frío dando vuelta a un manubrio por orden del mecenas y el hara-
piento que, antes de marcharse «por la terrible sombra», comparte «su últi-
mo mendrugo de pan petrificado» con una anciana limosnera, en «El velo
de la reina Mab» podría ser igualmente el escultor o el pintor, el músico
o el poeta. (Darío los identifica de esta manera: «Los cuatro hombres se
quejaban. Al uno le había tocado en suerte una cantera, al otro el iris,
al otro el ritmo, al otro el cielo azuh)K Lo indiscutible es que estos cua-
tro artistas no encuentran asidero en la sociedad burguesa para emprender
sus misiones y buscan refugio en los sueños. Sueños de arte y de gloria,
cuya misión expresa en ese cuento de Azul.., el más optimista de los cita-
dos. «Yo escribía algo inmortal —dice el poeta—; mas me abruma un por-
venir de miseria y de hambre». Y Darío aporta una solución:
11
Ricardo Gullón: «Intro*
ducción» a Rubén Darío: Pá-Entonces la reina Mab, del fondo de un carro hecho de una sola perla, lomó un
ginas íntimas. Madrid, Cá- velo azul, casi impalpable, como formado de suspiros. Y aquel velo era el velo de
tedra, 1979, pág. 30. los sueños, de los dulces sueños que hacen ver la vida de color de rosa. Y con él
18 envolvió a los cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes. Los cuales cesaron
Citamos el texto de es-de estar tristes porque penetró en su pecho la esperanza, y en su cabeza el sol alegre,
merada edición contenidacon el diablillo de la vanidad, que consuela en sus profundas decepciones a los pobres artistas.
en Obras escogidas de Ru-
bén Darío publicadas en Chi-
le. Tomo I. Abrojos, Canto Es decir: el poeta se envuelve en el velo para perseverar en su vocación,
épico, Rimas, Azul... Ediciónse aferra a ese «velo de los sueños» —azul como el cielo— para proclamar
critica y notas de Julio Saa-que «en las buhardillas de los brillantes infelices» —sitios a los que la so-
vedra Molina y Erwin K.
Mapes. Santiago de Chile,ciedad burguesa ha confinado al escultor y al pintor, al músico y al poeta—
Universidad de Chile, 1939. «... se piensa en el porvenir como en la autora, y se oyen risas que quitan
>Galefía\
101 iModerniáM
la tristeza, y se bailan extrañas farándulas alrededor de un blanco Apolo,
de un lindo paisaje, de un violín viejo, de un amarillento manuscrito». Con
esta pieza narrativa, en conclusión, Darío opone al rechazo de la sociedad
burguesa una salida: la que él mismo manifestaría al final de su A. de Gil
bert: «Yo tengo por únicos sostenes mis esperanzas, mis sueños de gloria»'9.
19
¿Qué más le dio su experiencia chilena? El contacto con el mundo obre- Rubén Darío: A. de Gil-
ro, y el de los bajos fondos, de Valparaíso cuando laboró en La Aduana bert. San Salvador, imprenta
Nacional, 1889, pág 211.
y produjo «El fardo». El personaje clave de esta relación, como se sabe, 20
Véase la caria de F. Ga-
fue el doctor Francisco Galleguillos Lorca, con quien en 1895 mantenía co- lleguillos Lorca a Darío, del
rrespondencia desde Buenos Aires20. Pero este aspecto ya ha sido bastan- 6 de mayo de 1895, recomen-
dando al joven Luis Soto-
te atendido por los biógrafos que han evocado la despedida que le hicieron mayor que viajaba a Bue-
los obreros de Valparaíso antes de partir de Chile el 9 de febrero de 1889 nos Aires, en Seminario-
en el vapor El CachapoaVA. Darío recordaría, muy pronto, este acto: Archivo Rubén Darío, n.°
1037.
11
El que estas líneas escribe no puede menos que guardar en su alma, con vanidosa En esa fecha, en Valpa-
graütud, el recuerdo de los buenos y entusiasta trabajadores porteños. Una noche raíso, Darío inició sus ^Frag-
la Liga de Obreros de Valparaíso despedía al humilde poeta, al amigo periodista que mentos de un Diario de Via-
les había aplaudido y alabado en el diario. Local hermoso, música alegre, gente afec- je. Impresiones de un co-
tuosa y honrada, mesa digna de Lúculo... En la fiesta de despedida a que he aludido, rresponsal» que en dos en-
yo tuve la satisfacción y agradecimiento patriótico de ver en los trofeos de las pare- tregas publicaría en El
des, junto a galante e inmerecida alusión, enlazada con la victoriosa bandera de Artu- Imparcial de Guatemala el
ro Prat, nuestra azul y blanca bandera centroamericana22. 13 y 14 de julio de 1890.
22
Artículo transcrito en
La crítica, asimismo, ha reconocido en «El fardo» una pieza engarzada Alejandro Montiel Arguello:
coherentemente en Azul...". Pero también se ha descubierto algún hecho, Rubén Darío en Guatema-
la. Guatemala, Lilograjías
en virtud de la amistad de Darío y Galleguillos Lorca: que el poeta se hizo Modernas, 1984, págs. 78 y 79.
demócrata con tendencia socialista24. 23
Noel Salomón: «América
Sin embargo, esta efímera afiliación política no atentó contra la convic- Latina y el cosmopolitismo
ción estética de Darío que siempre consideró el arte «esencialmente aristo- en algunos cuentos de
Azul...», en Actas del Sim-
crático». La frase se encuentra en una carta, ya citada, a Emilio Rodríguez posio Internacional de Es-
Mendoza y, textualmente, dice: «La parte de socialismo artístico no me de- tudios Hispánicos, 18-19 de
sagrada porque es la reacción contra la opresión de la vida moderna». (Reacción agosto, 1976, Budapest, Aka-
demiai Kaidó, 1978, pág. 24.
que había desplegado, evidentemente, en «El fardo».) Pero no olvida usted, 24
Julio Heise González:
y hace bien, que el arte es esencialmente aristocrático» 25 . Historia de Chile. El período
Pues bien, tal «aristocracia» artística o literaria le perpetuó en Azul..., parlamentario 1861-1925, to-
cuyo presunto mecenas —Federico Várela, arrogante miembro de la clasis- mo l. Santiago, Editorial An-
drés Bello, 1974, pág 154.
ta y racista oligarquía chilena— ni siquiera se dignó en acusar recibo al -'• Rubén Darío: «A Emilio
poeta del primer ejemplar. ¿La causa? Francisco Contreras, en la primera Rodríguez Mendoza», en José
edición de su Rubén Darío: vida y obra (1930), la consigna: «Várela ni con- Jirón Terán «Diez cartas iné-
ditas de Rubén Darío», Cua-
testó el envío del ejemplar de lujo que Darío le hiciera, lo cual contrarió dernos de Bibliografía Ni-
grandemente a nuestro poeta, que no pudo comprender semejante agravio. caragüense, n.° 2, julio-
Yo he sabido que Várela estaba muy irritado con Darío porque alguien diciembre, 1981, pág. 47.
26
Citado en «Un siglo de
le había dicho, con razón o sin ella, que se mofaba de sus costumbres ínti- Azul», La Prensa, Managua,
mas. (Várela era homosexual)»26. 29 de julio, 1988.
>GalerM
íKodernMai 102

Como hemos visto, Darío traspuso en Azul... sus reacciones a las opresio-
nes de la vida moderna; diríamos, más bien, de la sociedad burguesa que
lo llevó también a dar, al margen de ese libro, un testimonio precursor
de franca modernidad en «Aviso del porvenir» (Santiago, marzo, 1987). En
este poema de humor irreverente que sorprende y desacraliza, Darío recu-
rre a prosaísmos («¡Atención! ¡Atención!»..., «a precios módicos»), tecnicis-
mos («cuarenta caballos de vapor»), anglicismos («by God!», «box») e indica-
ciones domiciliarias y geográficas («30 Franklin Street, en Nueva York»)
<¡ue, según Yurkievich, «connotan una nueva poética de contacto directo
con la realidad contemporánea»27. He aquí, como curiosidad desprendida
de la experiencia chilena de Darío, esta pieza:

¡Atención! ¡Atención! Se abre una fábrica


de buenos sentimientos. Atención
¡Acudid! ¡acudid! La ciencia hipnótica
íe ha tocado las barbas al buen Dios.
Procedimientos de excelentes médicos
pueden hacer sentir a un corazón,
en un minuto o dos, a precios módicos,
lo que guste el feliz consumidor.
Pueden hacerse los bandidos ángeles
11 como se hacen tortillas con jamón,
Saúl Yurkievich: «Rubén
Darío: los placeres de luz y se dan pasaportes baratísimos
sobre el abismo», en Cele- para ir al reino celestial, by God!
bración del modernismo. Se hacen almas virtuosas y magníficas
Barcelona, Tasquéis, 1976, de cuarenta caballos de vapor
pág. 32. y lecciones se dan teórico-prácticas
s
«Aviso del porvenir», en para vencer a Lucifer al box.
Rubén Darío: Poesías com-
Yo, señores, me llamo Peter Humbug
pletas. Edición, introducción
(obsecuente y seguro servidor),
y notas de Alfonso Méndez
y me tienen ustedes a sus órdenes
Planearte, Aumentadas con
30, Franklin Street, en Nueva York28.
nuevas poesías y otras edi-
ciones por Antonio Oliver
En resumen, la experiencia chilena del poeta —entre los diecinueve y
Beltnás. Madrid, Aguilar,
1968, págs. 872-873. los veintidós años— resultó positiva. En principio, significaría para él lo
s
Rubén Darío: «A Emilio que reconoció a los pocos años: «A Chile le agradezco una inmensa cosa
Rodríguez Demorizi», en José
—antotaba en febrero de 1895—: la iniciación de la lucha por la vida»29.
Jirón Terán: «Diez cartas iné-
ditas de Rubén Darío», co- Reconocimiento que, posteriormente, sería más específico: «Nunca podré
lección cit., pág. 46. olvidar que allí pasé algunas de las más dulces horas de mi vida, y también
30
Carta de Rubén Darío a de las más arduas, pues en Chile aprendí a macizar mi carácter y a vivir
Luis Orrego Luco que en
de mi inteligencia»30. Mas dicha experiencia, sobre todo, le condujo a crear-
192] Julio Saavedra Moli-
na publicó. La transcribe, se su reino personal y ambiguo (nunca una «torre de marfil», como se ha
en parte, Andrés Iduarte: interpretado casi secularmente), donde predominaban la imaginación y la
«Apuntes sobre Rubén Da-
libertad; un reino en el cual, pese a su condena de la misma, trasmitía
río en Chile», El Nacional,
México, ¡8 de octubre, 1941una atracción y una fascinación hacia la sociedad que lo había marginado
103 ^Modernistas
v excluido. Este reino ambiguo (el de Azul...) constituyó la primera escala
de] uniYerso nuevo y complejo que Darío, en su vasta creación inmediata-
mente posterior, llegaría a configurar.

Jorge Eduardo Arellano

El universo imaginario de
Herrera y Reissig

L fas distintas escuelas del formalismo crítico, si bien aportaron en nues-


tro siglo un conjunto muy rico de estrategias analíticas, se concentraron
metodológicamente en el análisis de la dimensión verbal, desatendiendo otros
niveles constitutivos del texto poético, como los psicológicos o antropológico-
imaginarios, por ejemplo. La dimensión imaginaria que hunde —como afir-
ma García Berrio— «sus raíces, más allá de la productividad explícita y
controlable de los mecanismos textuales, en espacios antropológicos sub-
conscientes de orientación espacial y de simbolización mítica», es valorada
por la crítica actual como una instancia decisiva en la construcción del
significado del texto'.
La investigación exclusiva de la estructura material, verbal, resulta insu- ' Garda Berrio, A, La poé-
tica: tradición y moderni-
ficiente para determinar la compleja significación de un texto «mito-poético» dad, Madrid, Editorial Sín-
como el creado por Herrera y Reissig. Declara el poeta en Syllabus: «Todo tesis, ¡988, pág. 4.
¡Ñodernisféí 104

tiene un símbolo, todo esconde una revelación... Todo lo invisible quiere


hacerse presente» 2 .
La lectura de esta obra poética, que propende al máximo apartamiento
de la realidad objetiva y se encuentra asediada por el deseo de explorar
las más ocultas y secretas realidades del ser y del universo, nos revela
la creación de un riquísimo universo simbólico: en ella conviven y se arti-
culan, de modo coherente, símbolos que se alojan en ios «regímenes» de
lo imaginario establecidos por Gilbert Durand, el diurno, nocturno y el eros,
y diseños de estructuración del espacio, que responden a la forma más
arraigada y universal de concebir las condiciones del ser en la existencia.
2 Un primer grupo de símbolos que convergen en ía obra herreriana nos
Herrera y Reissig, ]., 3
«Syllabus», en Poesías com- revelan la angustia, el temor del poeta ante el tiempo y la muerte : son
pletas y páginas en prosa, los denominados por Gilbert Durand los «rostros del tiempo» del «régimen
edición y prólogo de Robertodiurno» de lo imaginario: la hora crepuscular, las tinieblas nocturnas, las
Bula Píriz, Madrid, Aguilar,
196!, pág. 713. imágenes animales, la mujer fatal, «devoradora». En poemas como «Los
3
Herrera y Reissig vivió ojos negros», «Desolación absurda» o «La Torre de las Esfinges», son fre-
marcado desde su nacimien-cuentes las imágenes animales con connotaciones negativas (el gato negro,
to por una lesión cardíaca
los cuervos, «reyes de las sepulturas», y la araña de «muerte»); dominan,
congénita. Su visión del
mundo estará determinada por otra parte, un espacio nocturno, tenebroso, y una luna «pavorosa y
por la experiencia de sen- negra». La medianoche se configura en «La Torre de las Esfinges» como
tir próximo su fin.
4
la hora en que los animales maléficos y los monstruos infernales actúan;
El símbolo de la esfinge,
que contiene un valor alu- es hora de brujas, y es, pues, el momento en que hace su aparición el de-
sivo sumamente rico, reco- monio femenino, un «ángel negro».
rre toda ¡a lírica de Herre-
La identificación de la mujer con el mal conduce a su representación
ra y Reissig, desde las pri-
meras composiciones hasta por diversos animales, ya que, como ha señalado Car] Jung, el animal sim-
las últimas que escribió. Apa-
boliza la psique no humana, lo «infrahumano instintivo». En la séptima
rece ya en dos poemas de
parte del poema, la mujer es caracterizada a través de términos como «car-
¡900: «Las Pascuas del Tiem-
po» y «Los ojos negros»; for-nívora», «antropófaga», ya que aluden a su condición de fiera, de animal
ma parte del título de uno devorador, agresivo, que con sus dientes desgarra a sus víctimas. Y no sólo
de sus poemas más origi-
nales, «La Torre de las Es-es serpiente, escorpión, sino que Herrera y Reissig la convierte en un ser
finges», y en «Berceuse blan-con una configuración contraria al orden natural, la radicaliza hasta lo
ca», la amada dormida es monstruoso: es hidra, salamandra, esfinge4.
«toda la esfinge».
5 Su erotismo es destrucción, muerte, es la «pasión del abismo/ por el Án-
Herrera y Reissig, Julio, 5
«Desolación absurda», en gel Tenebroso» . El esquema de la caída condensa los aspectos temibles
Poesías completas y pági- de la mujer que induce al hombre al pecado y lo atrae con su erotismo
nas en prosa, edición de Ro- hacia el abismo, hacia su destrucción. El anhelo inevitable de aquello que
berto Bula Píriz, Madrid,
Aguilar, 1961, pág. 330. To- lo destruirá se manifiesta en el poema «La Vida»: una amazona fascina
das las citas de la obra he- al poeta, me atraía/ como un fabuloso imán», y él la sigue en ese viaje,
rreriana que se efectúen en cuyo destino será una «tétrica abadía» 6 .
adelante corresponderán a
esta edición. La mujer, que es «flor erótica», «maldita» y «marchita», como la describe
6
Ibíd., pág. 370. el poeta en «Desolación absurda», se presenta como la aliada de Cronos
105

y Thánatos. Resulta así interesante observar el carácter femenino que se


Se atribuye a los relojes de agua, denominados clepsidras, Este es precisa-
mente el título de una colección de poemas herrerianos en los que se fun-
den erotismo y muerte.
Las constelaciones de símbolos que se articulan en torno a la mujer fatal
remiten a la negativídad del tiempo y del destino mortal del hombre. Y
si como señala Ernst Cassirer la angustia que se siente ante la muerte constituye
un sentimiento humano profundamente arraigado, la tendencia a rebelarse
y negarla forma parte también de las respuestas más universales del ser.
Ante esta instancia de la temporalidad y la muerte, la imaginación diurna
asume una actitud de lucha, y el combate contra ese «monstruo devorador»
que es el tiempo, se ilustra con el símbolo de la espada. El corcel simbólico
del poema «La Vida», que representa el «Yo consciente y audaz del poeta»,
lleva ondeando entre su crin una lira y una espada, símbolo de su lucha
contra las fuerzas oscuras que amenazan su existencia. De esta forma, el
corcel destruye al dragón, «con una patada augusta le destrozó la cabeza»,
y desdeña «una maestra agresión de Sagitario», el símbolo del tiempo des-
tructor. Ante la realidad de su condición finita —«sobre su pecho grabada/
con mi letra en sangre humeante/ leí esta palabra: ¡Fin!»—; el poeta sueña
con elevarse hacia un espacio eterno e infinito7.
El esquema ascensional es uno de los impulsos imaginarios de orienta-
ción en el espacio más representativo de la poesía de Herrera y Reissig.
En torno a él se agrupan, por ejemplo, símbolos como la montaña, la torre
y la escaía, que comportan la idea de verticalidad, altura, condiciones que
permiten escalar y elevarse hacia lo cósmico y eterno. Con respecto a la
montaña, diremos que si bien está presente en toda la lírica herreriana,
es una presencia dominante en el paisaje de las «eglogánimas»:

... La placidez remota


de la montaña sueña celestiales rutinas (pág. 108).
(«El Despertar»)

El título de la colección nos anticipa que es una montaña en «éxtasis»,


detenida, inmóvil y, como afirman los místicos, alcanzar el éxtasis implica
alcanzar también un estado de reposo eterno. La montaña participa del
simbolismo espacial y temporal de la trascendencia: extática, trasciende
el flujo temporal inmovilizándose en un eterno presente, y ante todo límite
espacial, se yergue en contacto con el cielo, trascendiendo el mundo terres-
tre. Puede observarse, además, en el espacio textual de Los Éxtasis de la
Montaña el predominio absoluto del presente intemporal.
Como la montaña, la torre tiene una significación esencialmente ascen-
sional y corresponde a una visión monárquica y aristocrática de la reali-
>Galemv
Moderniéfe 106

dad, puesto que el individuo se aleja del mundo para observarlo desde arri-
ba y dominarlo. Se manifiesta así su sueño de conquistador. Como afirma
Gastón Bachelard, la «contemplación desde lo alto de las cumbres traduce
el sentido de un repentino dominio del universo»8.
Herrera y Reissig creó su «Torre de los Panoramas» y su «Torre de las
Esfinges»: ambas representan la distancia que el poeta desea establecer
entre su yo, situado en la cumbre y el mundo, distancia que le permitirá
abstraerse de la realidad, liberarse de toda atadura lógica, para dar rienda
suelta a su imaginación. Ante el mundo, dominado por intereses utilitarios,
materialistas, ante el tiempo y la muerte, el poeta levanta y opone su «to-
rre de la fantasía en los dominios supersustanciales/ donde la luna no se
pone nunca...», donde el fiempo se inmoviliza en un eterno presente (pág. 337).
En la poesía y en la prosa escrita por Herrera y Reissig se encuentra
expuesta la concepción de que la única vía a la inmortalidad que le ha
sido concedida al hombre es el amor a la mujer de «belleza sobrehumana».
En su poema «El Jardín de Platón» de la serie Los parques abandonados, exclama:

y, ¡oh maravilla ingenua, en ese abrazo


nos pareció abrazar el infinito!... (pág. 412)

El abrazo es la imagen de la fusión amorosa y del deseo de expansión,


implica la supresión de la individualidad para en forma de «uno» (término
empleado por el poeta en «El abrazo pitagórico»), abarcar el todo, la in-
mensidad. Frente a la vida que reprime y constriñe, el ser sueña con la
anulación de los límites y con su expansión hacia lo cósmico.
Contrapuesta a la mujer fatal, vinculada a imágenes animales negativas,
a un espacio tenebroso, infernal, símbolo de un eros perverso que conduce
al ser a su destrucción, se halla en la poesía herreriana la imagen de la
mujer «ángel», asimilada a la luz y a las estrellas, símbolo de un amor
espiritual y del anhelo psíquico de eternidad y trascendencia. La estructura
del sistema de símbolos se caracteriza, pues, por un dualismo básico: no-
che y día, caída y elevación, eros perverso y amor ideal, tiempo y muerte,
trascendencia y eternidad, son polos antagónicos en la construcción imagi-
naria del universo poético de Herrera y Reissig.
Otra respuesta del ser ante el tiempo destructor y que marca otro itine-
8
rario en su obra, consiste en transformar, como afirma Gilbert Durand,
Bachelard, Gastón, El
aire y ios sueños, México, los «ídolos asesinos
9
de Cronos en talismanes benéficos», en invertir sus
Fondo de Cultura Económi- valores afectivos . Recordemos que para el teórico francés el «régimen noc-
ca, 1986, pág. 89. turno» de la imagen se sitúa bajo el signo del eufemismo, y es el dominio
9
Durand, Gilbert, Las es-de los símbolos de la inversión y de la intimidad. En el poema «Berceuse
tructuras antropológicas de
10 imaginario, Madrid, Toa-blanca», el poeta imagina la muerte de su amada como un sueño, un repo-
rus, 1983, pág. 183. so eterno, la eufemíza y, por tanto, la destruye:
107

Duerme, no temas nada. ¡Duerme, mi vida, duerme...!


i Duerme que cuando duermas sin fin, bajo la fosa,
mi alma irá en los beatos crepúsculos a verte... (pág. 488)
El mundo de la muerte se transforma, cambian sus valores, por su asimi-
lación al sueño y por la afirmación de la unión postuma de los amantes.
Ante la evidencia de la inevitabilidad de la muerte, el espíritu introduce
una dosis de esperanza, necesita un mínimo de eufemización para soportar
su dolorosa carga. El humor y la parodia serán las armas que esgrima
el poeta para despojar a la muerte de sus connotaciones aterradoras. En
«Las Pascuas del Tiempo» nos dice: «Por bailar, a misia Parca también
se le van los ojos» (pág. 298).
Esta imagen ridicula que nos ofrece Herrera y Reissig de la muerte res-
ponde a un evidente deseo de subvertir los terrores que provoca, de «des-
dramatizarla», De esta manera se defiende el espíritu de los «ídolos asesi-
nos de Cronos».
Observamos, además, cómo los valores tenebrosos que la imaginación diurna
atribuye a la noche se invierten, se transforman en una «sanidad bienhe-
chora», como afirma Durand. En diversos poemas, la noche no es ya un
ámbito siniestro, sino que se valora su densidad silenciosa y eterna. En
el soneto «El enojo» de Ja colección Los parques abandonados, dice el poe-
ta: «la noche sonreía a tus pupilas/ como si fuera su mejor hermana...»,
en «Disfraz sentimental» destaca su carácter protector: «la noche te ampa-
ró como una tienda» (págs. 155 y 402).
La inmensidad y la eternidad son las dimensiones que definen la existen-
cia nocturna: adjetivos corno «infinita», «eterna» y «grave» son empleados
por el poeta para calificarla; exclama en «Elocuencia suprema»:
¡Ante esa voz, la noche, el inaudito
silencio eterno, comprendí contrito
cuan pequeño y fugaz es lo que existe... (pág. 406).
En ese ámbito nocturno se produce la comunión amorosa, es el momento
de confesiones, apropiado para que el ser revele su mundo interior, y en
torno a este esquema de interiorización se agruparán imágenes como el
jardín, el ataúd, la alcoba, la casa, el vientre materno, que manifiestan el
impulso del poeta de sumirse en una intimidad sustancial. Crea así refu-
gios, espacios secretos, al abrigo de curiosos e indiscretos ojos:
Burlando con frecuencia el vasallaje
de la tutela familiar en juego,
nos dimos citas, a favor del ciego
azar, en el jardín, tras el follaje... (pág. 421)
El jardín, espacio circular, protegido del mundo exterior, se revela como
el adecuado para la intimidad amorosa; en oíros poemas será la tumba,
Modernista), 108

a tono con la corriente decadentista de fin de siglo que exaltó la enferme-


dad y la muerte, el ámbito de la unión de los amantes.
En la colección Los éxtasis de ¡a montaña, la casa, que llama a nuestra
«conciencia de centralidad», según afirma Gastón Bachelard, se presenta
como un espacio que reúne y vincula a los seres. En el soneto «La velada»,
el invierno evocado en las dos primeras estrofas aumenta el valor de la
casa como un espacio acogedor, en el que los seres se hallan al abrigo
del frío y del hambre.
La actitud que define a la imaginación nocturna consiste, pues, en esta
conquista de una dimensión interior de los seres y del universo, en un im-
pulso de repliegue —como lo denomina Jean Burgos— que se observa en
la creación de espacios protegidos y en esa voluntad de fusión del poeta
con su amada y con la naturaleza10.
Uno de los aspectos que ha sido destacado por la crítica como más sor-
prendente en la poesía de Herrera y Reissig, es su manera de concebir
y de expresar el eros, que fue, como destaca Lily Litvak en su libro Erotis-
mo fin de siglo, uno de los Leit-Motiven de la plástica y de la literatura
de fines del siglo XIX. Dice, por ejemplo, el crítico Gwen Kirkpatrick: «los
sonetos de Las Clepsidras (1909) exhiben un erotismo que va más allá que
los modelos de Herrera, los poemas de Albert Samain y «Los doce gozos»
(de Los crepúsculos) de Lugones»".
Con respecto a los símbolos que forman parte del universo erótico de
la poesía herreriana, destacamos la constelación que une el fuego, la músi-
ca y la sexualidad, que se desarrolla bajo el signo del ritmo. En el soneto
«Odalisca» de la colección los Sonetos de Asia, puede observarse esta aso-
ciación entre el fuego, el ritmo de los instrumentos —«mientras al son de
grezlas y timbales/ ardieron aromáticas pastillas»—, y la danza de la mujer
de claro contenido erótico: «Tu cuerpo, ondeando a la manera turca,/ se
insinuó en una mística mazurka...» (pág. 391).
El soneto «Oblación abracadabra», de la serie Las Clepsidras, está centra-
do en un ritual mágico de fecundidad, en el que la danza de la mujer juega
un vital papel. Una sacerdotisa, «Lóbrega rosa», ofrece un sacrificio para
calmar a los dioses hostiles y, tras esta ofrenda, danza:
10 Para evocar los genios de las lluvias,
Véase el libro de kan
Burgos Pour une poétique tragedizaste postumas lascivias (pág. 480).
de l'imaginaire, París, Edi-
tions du Seuil, 1982, págs. Esta ceremonia, basada en un sacrificio y en una danza, en el fuego y
127 y 128. la sangre, tiene por objeto asegurar la fecundidad, la renovación de la tie-
11
Kirkpatrick, Gwen, «El rra. El agua de la lluvia hace finalmente su aparición en el poema: «Picó
frenesí de! modernismo», la en lluvia en crepitantes hilos...». La danza se presenta como rítmica erótica
Revista de la Biblioteca Na-
cional, n. ° 25, Montevideo,y desempeña, además, un papel preponderante en las ceremonias de carác-
1987, pág. 52. ter mágico como la que se evoca en el soneto «Oblación abracadabra».
109 Modernista
A través del análisis de las principales representaciones simbólicas del
texto herreriano, se descubren las obsesiones y angustias de un poeta que
vivió en intimidad con la muerte, se ponen de manifiesto sus creencias filo-
sóficas e ideales, se nos revela su manera de concebir el universo y su
representación espacial y temporal. Los símbolos, pues, que se alojan en
los tres espacios antropológicos de lo imaginario, el diurno, nocturno y
el eros, consolidan la obra de Herrera y Reissig como un sistema total
de expresión poética del mundo. En este trascendental fondo antropológico
radica el poder de implantación vital de las grandes obras, puesto que nos
hablan del hombre en su universalidad. Gracias a los símbolos —afirma
Mircea Eliade— «el hombre sale de su situación particular y se abre hacia
lo general y universal»".

Beatriz Amestoy

Los nuevos charrúas y Herrera


y Reissig

L fa crítica es unánime en considerar 1900 como un año clave en la con-


versión de Herrera y Reissig al decadentismo fin de siécle. Por entonces
sufre su segunda crisis cardíaca, al tiempo que entabla amistad con Rober- 12
Eliade, Mircea, Lo sagra-
to de las Carreras, cronista-voyeur, predicador de la anarquía amorosa y do y lo profano, Barcelona,
dandy a la medida de una «Tontovideo» al filo de la modernidad. Es en Labor, 1985, pág. ¡78.
iÑodernisíai 110

colaboración con De las Carreras o bajo su directa influencia que Herrera


escribe entre 1900 y 1901 su más extenso y ambicioso proyecto, una monu-
mental psicosociología del país y sus habitantes titulada Los nuevos cha-
rrúas, cuyo manuscrito (alrededor de 600 folios agrupados en capítulos de
caótica numeración) se conserva, aún inédito, en la Biblioteca Nacional de
Montevideo1. De ellos extractaría algunos párrafos, hacia 1903, en «Epí-
logo wagneriano a La política de fusión, con surtidos de psicología sobre
el imperio de Zapicán», atenuada versión en la cual anunciaba «una exten-
sa obra crítica enciclopédica sobre el país, que saldrá a luz próximamente»
(295), y con la cual procuraba desasirse del homo políticas que por clase
y estirpe llevaba dentro.
Desde una ortodoxa lectura del evolucionismo spenceriano, tamizado por
una aparente lectura de los capítulos iniciales de The Origín of Species,
' La crítica ha conocido
dichos manuscritos al me- Los nuevos charrúas evidencia la óptica de un etnólogo-fláneur, cuyo cienti-
nos desde la organización ficismo de converso pobremente encubre la voraz subjetividad de su mira-
del Archivo por Roberto Ibá-
ñez por los años 50. Los men-
da. La ambigüedad que de esto se desprende hace de Los nuevos charrúas
ciona Bula Píriz bajo el tí- un punto de inflexión en la producción herreriana, revelando una crisis
tulo «Relaciones del hom- ideológica múltiple: crisis personal motivada por su reciente experiencia
bre con ei suelo», en puri-
dad el título de un capítulo de la muerte (Rama, «Travestido»); crisis de y frente a su clase, el patricia-
¡90}; Alicia Migdal lo men- do en acelerado proceso de descomposición que condena con un paradójico
ciona como Los nuevos cha- gesto patricio2; crisis nacional, que entre los sacudones de las guerras ci-
rrúas o Parentesco del hom-
bre con el suelo (o Trata- viles de 1897 y 1904, y en vísperas del montaje institucional del Estado
do de la imbecilidad del país moderno bajo la éjida de José Batlle y Ordóñez, exige el perentorio repen-
según el sistema de H, Spen- sar de la realidad sociocultural del país.
cer) [416]; Ángel Rama pu-
blica una página extraída El texto que a continuación se reproduce corresponde al capítulo «Etno-
del capítulo «Paralelo entre logía. Medio sociológico», depositado en la carpeta 5, carpetín 1 del Archi-
el hombre primitivo emo-
cional y los uruguayos», en
vo Julio Herrera y Reissig, folios numerados 141 (interpolaciones 5a, 18a,
La belie époque (151], sin 18b, 19+, 36a, 36+ +; fallante 20). He modernizado levemente la ortogra-
señalar su fuente, así como fía original, principalmente en el uso del tilde, así como la puntuación,
fragmentos varios en Las
máscaras ¡94-8¡. pues al tratarse de una escritura nerviosa y apremiada, obviamente nunca
2 revisada por el autor, contiene innumerables imprecisiones y erratas. Los
Clase alta montevideano
cuyo abolengo se legitima subrayados del original han sido sustituidos por bastardilla, en tanto las
en «haber estado ahí al prin- notas a pie de página, señaladas con números, han sido agrupadas al final
cipio», el patriciado ejerció
la hegemonía político-
del texto, indicadas con asterisco. El número de folio va entre dobles ba-
cultural hasta su paulatino rras (//); los vocablos de lectura problemática se transcriben entre corche-
arrinconamiento ante la mo- tes ([]), y aquellos ilegibles se registran con puntos suspensivos([...]).
dernidad [Rama 71ss¡. «Tuvo
políticos, letrados, militares, He suprimido de la presente edición los primeros diez folios, pues a pe-
comerciantes, estancieros, sar de su indudable interés documental, resultan parcialmente redundantes
hombres de empresa indus- con respecto a los conceptos desarrollados en los subsiguientes. En estos
trial, eclesiásticos, periodistas
y hasta algunos escritores» diez folios, que ofician de introducción al conjunto, Herrera sintetiza los
[Real de Azúa 11 y 24}. principios darvinianos de selección natural, herencia genética, sobreviven-
111

cia de los más aptos, y superación/extinción de las especies mediante el


mestizaje. (Por supuesto, siguiendo la vulgata darwiniana, Herrera identifi-
ca raza y especie, tergiversando la concepción racial de Darwin [ver «On
the Races of Man», en The Desceñí...].) Pese a ello, la paráfrasis científica
no obsta a su traducción en clave enigmática («Los seres se perfeccionan
o desaparecen. Un dilema de hielo clava su interrogación petrífica en la
ciudad maravillosa y famélica de los organismos. Dijérase la mano bienhe-
chora de un hada que corrije sabiamente mientras un ángel extermina con
su alfanje milenario»); ni el vuelo metafórico («Dijérase una Esfinje mitad
mujer y mitad fiera, que ofrenda sus caricias a los frágiles triunfantes y
destruye con sus garras a los débiles vencidos»); ni la dilución del evolucio-
nismo en un drama esotérico («La Vida es una Necrópolis alegre, es un
Moloch triunfante a cuyos pies arde la hoguera en que perecen los indefen-
sos, los impotentes, los heridos de la gran batalla»); ni su final panteísmo
de opereta («Los países y los hombres no existen por sí solos. Todo depen-
de de todo. No hay almas libres, no hay cuerpos, no hay albedrío: hay sólo
causas, concausas, efectos, proyecciones,fluidos,hálitos creadores, destructores
y conservadores, y arriba de todo el Enigma, la terrible esfinge de piedra
interrogando pavorosamente a los viajeros de ese inmenso desierto que lle-
va el nombre de ciencia»).
Estos excesos discursivos fisuran el acartonado cientificismo a que se
acoge «con ingenuo fervor de catecúmeno» [Ardao, Etapas 291], y revelan,
más que la obvia endeblez de sus conocimientos científicos, que éstos no
superan la epidermis del tejido textual, cuya verdadera intenc(s)ión se cue-
ce en el desenfreno del estilo o en el descarado forzamiento ideológico,
como evidencia la tesis central. En efecto, el determinismo biopsicológico,
asociado al geoclimatológico, gesta la convergencia simpática hombre-medio,
de donde extrae fácilmente el indispensable silogismo: si los seres son pro-
ducto del medio, y tanto los charrúas como los uruguayos habitan, en dis-
tintos momentos históricos, un mismo medio, los uruguayos resultan, ob-
viamente, charrúas. Retomando el ideomito diseñado por Zorrilla de San
Martín en su Tabaré, el discurso herreriano engarza, polémicamente, con
el montaje fundacional de la nación-Estado moderna llevado a cabo por
la generación precedente. El texto, asimismo, al hacerse eco del etnocen-
trismo de las modernas ciencias positivas, debería inscribirse en la tradi-
ción civilizadora que, iniciada por Sarmiento y Alberdi, pronto ha de cua-
jar en Carlos Octavio Bunge y José Ingenieros. Difiere sin embargo del
distanciado objetivismo que éstos pretenden; diferencia que no estriba tan-
to en la hiperbólica manipulación del evolucionismo ya señalada, cuanto
en la ironía que invade el texto, aun en sus pasajes más aparentemente
asépticos; ironía que rubrica mediante la irrupción del narrador, cuyo ex-
vCaáeríai
112

plícito designio, paradójicamente, consiste en marcar su diferenciada con


los «nuevos charrúas» objeto de su estudio. Esa lúdica ostentación del na-
rrador disloca la presunta circunspección de lo científico e instaia al texto
* BIBLIOGRAFÍA:
Ardao, Arturo. Etapas de la al borde de la parodia, para retornarlo inmediatamente al simulacro de
inteligencia uruguaya. Mon- la objetividad. Este juego penduJar objetivismo/ subjetivismo, cientificis-
tevideo: Universidad de la mo/poiesis, hace a la índole ideológicamente ambigua de la modernidad pe-
República, 1971. Boas, Franz
Race, Language and Culture. riférica a la que Herrera, perplejo, sólo sabe replicar mediante la práctica
New York: MacMiüan, 1940. de un discurso que, carente de anclaje, sólo puede formularse en su indeci-
The Mind of Primitive Man, bilidad; más aún: como puro proceso de autodesestabilización*.
New York: MacMillan, 1945.
Bula Píriz, Roberto. Herrera
y Reissig (1875-19I0J. Vida
y obra. New York: Híspa-
me ¡nstüute, 1952. Darwin,
Abril Trigo
Charles. The Origin of Spe-
cies and The Descent of
Man. New York: The Mo-
dern Library, 1936. Figuei-
ra, José H. Los primitivos Etnología. Medio sociológico
habitantes del Uruguay. En-
sayo paleoetnológico. Mon-
tevideo. Dornaleche y Re- //10// El lector tendrá presente los principios que acabo de sentar, respec-
yes, 1891 Harris, Marvin The to [a] la influencia del medio física sobre el carácter y la civilización de
Rise of Anthropologicai ios hombres, así como del parentesco que liga regularmente a todos los
Theory. New York: Colum-
bia University P., 1968. He-seres de la naturaleza, desde el mineral hasta el hombre. Estos principios
rrera y Reissig, Julio. Poe- constituyen la base deí estudio que a continuación expreso, referente a la
sía completa y prosa selecta. similitud de caracteres emocionales que existe entre los nuevos charrúas
Caracas: Ayacucho, 1978. Ra-
ma, Ángel. La belle époque. y los viejos charrúas, o lo que es lo mismo, entre aquella tribu errática
Montevideo: Enciclopedia de cuatro mil salvajes que pasó por este mundo «sin hogar en la tierra
Uruguaya 28, 1968. «La es- ni en el cielo»3 y los ochocientos mil terrícolas descendientes de todas las
tética de Julio Herrera y
Reissig: el travestido de la castas del universo, que viven a sus anchas en este paraíso de 170.000 kiló-
muerte». Rio Piedras: Re- metros, que tiene costas sobre el Atlántico, el Plata y el Uruguay, regados
vista de la Facultad de Hu-
a las mil maravillas por ríos, arroyos y temporales, y tan fértil que ni nece-
manidades 2 (1973). La ciu-
dad letrada. Hanover, N.H.: sita semillas ni agricultores.
del Norte, 1984. Las másca- Hllll El antropologista Boas, después de haberse entregado a innúmeras
ras democráticas del mo-
dernismo. Montevideo: Fun- observaciones y profundos trabajos paleontológicos, arriba a la conclusión
dación Ángel Rama, 1985. científica de que las razas europeas sufren en América de tal modo la in-
Real de Azúa, Carlos. El pa-fluencia de la naturaleza, que acabarán por revertir todos los caracteres
triciado uruguayo. Monte-
de los indígenas, llegando a ser exactamente iguales a las especies umbráti-
video: Asir, 1961. Saint-Victor,
Paul de. Víctor Hugo. Pa- cas que la civilización tanto se empeña en extirpar. Entre los blancos des-
rís: Calmann Lévy, 1884. Zo- cendientes en línea directa de los primeros colonos ingleses, y los indivi-
rrilla de San Martín, Juan.
Tabaré. Montevideo: Biblio- duos de varias tribus de indios norteamericanos existe una similitud fiso-
teca Artigas, 1956. nómica pronunciada. Se nota que los rasgos europeos van desapareciendo
3 gradualmente del rostro, así como las líneas del cuerpo, que se hacen me-
Zorrilla, Tabaré, canto 2,
4. nos armónicas y ligeras, para dar lugar a la degradación de los contornos
113 ^odernistB\
v a la amplitud carnosa de las facciones indígenas. La nariz se hace chata, * No he podido localizar
tal texto, que obviamente
los pómulos salientes, los ojos hundidos y pequeños, la boca saltada, el sería anterior a 1900. No obs-
pie ancho, el cabello grueso y oscuro. Has- II12II ta el color sufre los efectos tante, en «Modern popula-
del medio y va subiendo de tono hasta presentar un moreno amarilloso tions of America», de 1915,
Boas escribe: «The impor-
que se asemeja al de los naturales. tant question arises whet-
Boas, cómicamente horrorizado, no trepida en asegurar que se aproxima her the types that come to
el día en que sus conciudadanos parezcan salvajes vestidos a la europea*. America remains stable and
retains their former chame-
Yo también tiemblo de terror, pensando que mis descendientes serán cha- leristics. A number of years
rrúas, horribles charrúas. En la gran soirée del Juicio Final, cuando el án- ago 1 mvestigaied this ques-
gel Gabriel me los presente, yo me negaré de vergüenza a reconocerlos tion, and reached the con-
clusión that a number of de
y les volveré la espalda. ¡Oh Gautier, Gautier, divino ateniense, hermano finiíe, although slight, chan-
mío, lo mismo que a ti la obsesión de lo feo me persigue por todos lados! ces are taking place; more
La innoble Phorkias que hizo temblar a Elena me consterna con su mirada particulariy, that under Ame-
rican geographical and so-
petrífica, con su aliento nauseabundo. cial conditions the width of
No es sólo la degeneración física que se opera gradualmente en las razas the face decreases, and the
head form undergoes cer-
de origen caucásico que existen en América, sino la degeneración moral. tain slight changes» [Racej.
No hay para qué decir que, modificada la materia, se modifica el espíritu. En The Mind of Primitive
De h organización más o menos perfecta de la máquina dependen las ope- Man sostiene que «physio-
logical, mental and social
raciones del cerebro. Aun [.„] definido el hombre no es más que un alma jimetions are highly varia-
que se sirve de un cuerpo. ¿Quién ignora la influencia de la física sobre ble, being dependen! upon
la moral, la relación de las operaciones sensitivas con las del intelecto, external conditions, so that
an intímate relation between
la de los actos afectivos y volitivos con las [...] //13// ¿Quién no sabe que race and culture does not
la vida humana comienza y sigue siendo anormal; que una simple diferen- seem plausible», de donde
cia de distribución entre el volumen y la actividad de los órganos determi- «those White men who li-
ve alone among native trí-
na la fuerza de carácter? ¿Quién no ha doblado la rodilla en el templo bes [...] sink almost invariably
de Müller, Claudio Bernard, Flourens, Cuvier y Magendie; quién no sabe lo a semí-barbarous posilion»
que el secreto de la inteligencia reside en unas cuantas circunvoluciones? {145, 143]. Si bien Boas pro-
curó problematizar el racia-
Es probable que el genio no alcance a pesar más de una libra. El imagina- lismo en boga analizando
dor penetra en su castillo ovoideo y admira en el movimiento de las células de qué modo la influencia
!a misteriosa telegrafía que lo liga a la inmortalidad, en los laberintos de del medio geográfico y so-
cial configuraba «tipos fi-
los hemisferios la Jerusalén de la gloria, en las eminencias de su examen siológicos» o «ecotipos» ¡Race
el Tabú de la grandeza, en la sustancia cortical el óleo de ¡a creación y 11], rechazó explícitamente
en los cuerpos estirados el reloj de sus victorias. La encarnación de la divi- todo deterninismo geofísi-
co [Harris 265ss; Race
nidad cristiana en una mísera porción de harina parece menos imposible 639-647: «The Study of Geo-
que e! encierro de ese poderoso gigante en un pequeño caracol de seso. graphy»]. Con respecto al
mestizaje, su opinión resulta
Volviendo a la influencia de la naturaleza sobre las razas, no existe la igualmente categórica: «The
menor probabilidad de que, modificados los caracteres físicos del hombre, aim has been made, and has
no se modifiquen finalmente las aptitudes morales. Muy al contrario, no constantly been repeated,
that mixed races —like the
cabe la menor duda que el hombre, bajo todos los aspectos, se transforma- American Mulattoes or the
rá por grados, hasta llegar al postrero dintel de su constitución orgánica, American Mestizos— are in-
ferior in physical and mental
hasta el vestíbulo umbrático que lo separa del bruto. La frenología históri-
Modernista 114

ca del hombre en sus relaciones con las ciencias sociales nos asombra, a
este respecto, con datos elocuentísimos.
111411 Se da el caso de algunas razas de origen mongólico que, radicadas
en Europa desde hace siglos, han perdido completamente sus caracteres
congénitos, al contrario de otras de tipo caucásico que, introducidas en
Oriente o en África, experimentaron con rapidez que aterra la estólida la-
bor del trópico, la caricia salvaje de las fiebres del desierto. No se crea
que estos desgastes requieren mucho tiempo para efectuarse; media docena
de siglos bastan y sobran para formar un aluvión humano, para borrar
la heterogeneidad que separa, dentro de un grupo social, a los extranjeros
del clima y de la naturaleza que se avienen a comerciar con el aire, los
productos y las genes de la nueva tierra que habitan.

Los casos antropológicos a que me refiero datan de tiempos [distantes]


y [que] pueden llamarse recientes; del imperio de Constantino, de la inva-
sión de los árabes en España, de las guerras santas contra los musulmanes,
de la invasión de Tamerlán, de la toma de Constantinopla por los turcos
y de los principios de la edad moderna, cuando el cristianismo conquistó
el mundo, civilizando gran parte de África y Oceanía.
La América del Sur no ha sido una excepción a esta ley de la naturaleza,
sin embargo de que hace apenas cuatro siglos que tiene el honor de ser
habitada por individuos de raza blanca. //Í5// Muy al contrario, se diría
que los efectos de esa ley brutal se aceleran, se apresuran, se precipitan
con ávido encono; no parece sino que la salvaje naturaleza, exasperada por
las heridas de la civilización, hace fuerzas por desasirse de sus cadenas,
y en medio de su ostentar bravio lanza su vómito oscuro sobre el cráneo
de su adversario. Con efecto, la América española, lejos de progresar es
cada día más estúpida, más inaccesible a los refinamientos del progreso.
Su anemia intelectual ahonda. El carácter de sus pueblos difiere inmensa-
mente del carácter europeo; la civilización está como prendida con alfileres
a su carne aceitunada, que sólo puede soportar los taparrabos de las cos-
qualities, that they inherit tumbres sencillas; no ha dado un filósofo, un pensador, un economista, un
all the unfavorable traits of
the parental races. So jar hombre de ciencias; sus escritores y sus políticos son casi nulos; su intelec-
as I can see, íhis bola pro- tualidad, que se alimenta de mendrugos europeos, es una tilinguería condi-
position is not based on ade- mentada, un bodrio de tinta sucia hecho con sobras de librería.
quate evidence. As a mat-
ter of fací, it would be ex- Si pasamos a la masa del pueblo y al elemento llamado criollo, no hay
ceedingty difficutt to say at ya para qué hacer diferencia entre los indígenas y los descendientes de
the presen! time what ra-
ce is puré and what race europeos. Unos mismos hábitos —groseros y primitivos—, idénticas incli-
is mixed» [Race 19} naciones —haraganería, cretinismo, belicosidad, despilfarro y desidia—, hablan
vCaíería\
115 'Modernista
de que cada día más se confunden en una misma familia los blancos y
los indígenas, y que está cercano el tiempo en que la América se pierda
como un aerolito en las profundas sombras dé la barbarie.
III611 Pero ningún país como el Uruguay presenta un ejemplo más palpi-
tante de retrogradación, de contramarcha, de maniobra hacia el sepulcro
de Abayubá5. Tengo por seguro que si cerrasen en este país las puertas
a la inmigración, dentro de unos siglos seríamos completamente salvajes,
tanto como los que se comieron a Solís, según el historiador de aquella
época don Pedro de Anglería. La naturaleza de este país es tan vengativa
como los charrúas* Todos Sos días descarga sobre la civilización un formi-
dable mazazo.
Yo me explico que los hijos de este pueblo sean unos catalépticos de
la civilización y que en el desconcierto de las naciones de América el Uru-
5
guay ocupe el sitio más honroso como el pueblo apegado a las rutinas, Guerrero charrúa del Ta-
como verdadero molusco adherido a la peña de sus tradiciones. Los cha- baré de Juan Zorrilla de San
Martín, canto II, 4.
rrúas eran los indios más salvajes y más astutos de toda la América. José 6
La cita se compone de
Figueira, autor de un notable estudio paleontológico sobre esta tribu, dice fragmentos extraídos de Fi-
lo siguiente: «La estructura y funciones sociales de la nación charrúa eran gueira 19, 20, 26 y 28.
muy rudimentarias, figurando al lado de los tipos más atrasados de las * No se han hallado hasta
el momento testimonios ar-
razas humanas. En su sistema civil no tenían leyes que obligaran, ni recom- queológicos que induzcan a
pensas, ni castigos. Cada cual hacía lo que era de su agrado. Ño tenían creer en la existencia de una
en su trato palabras ni acciones que significaran en lo más mínimo consi- raza anterior a los chúrrúas
ni en un estado culto de esta
deración de respeto y urbanidad. No tenían ni sentimientos ni ideas. Eran nación en tiempos remotos.
sucios y por lo regular no se lavaban»6. //17/1 Se comprende que un ár- 7
Francisco Soca {1858-
bol dé siempre iguales frutos. La naturaleza no ha podido variar —en cua- 1922). Médico, catedrático y
tro siglos— y si ha dado charrúas* hasta hace poco, seguirá produciéndo- político de errática trayec-
toria.
los en cantidad aunque tenga que luchar contra todas las fuerzas de los hombres. s
Brigadier General Ma-
Finalmente, para qué se palpe la verosimilitud de mís afirmaciones, obse- nuel Oribe, segundo presi-
quio al lector con este paralelo uruguayo-charrúa, que servirá tanto para dente constitucional (¡835-
halagar mi vanidad como para dislocar la suya, si es que todavía se sigue 1838), reputado fundador del
partido blanco. Herrera se
creyendo ciudadano del pueblo más inteligente de la tierra, o como diría atiene a la versión colora-
el Dr. Soca, de la Atenas de la América del Sur7. da de la insurrección del ge-
La palabra charrúa, según Angelis, es de origen guaraní y significa «so- neral Fructuoso Rivera, pri-
mer presidente constitucional
mos turbulentos y revoltosos», de cha nosotros y fuá, enojadizo (Angelis, y fundador del partido co-
vol. í, pág. XVIII). Los charrúas eran belicosos y turbulentos. Los urugua- lorado, quien en 1836 se le-
yos también lo son, aunque en grado muy superior. La historia de nuestra vantó en armas alegando que
«el presidente se ha suble-
nació- III811 nalidad es una incesante batallería. Las conmociones intestinas vao». El coronel Digo La-
casi no han dado tregua desde que somos independientes. Del levantamien- mas, militar de carrera, blan-
to de Oribe hasta ei de Lamas se pueden contar como treinta luchas civi- co, desempeñó una desta-
cada actuación en las filas
les5. ¡Gran Dios! (¡30 luchas en 60 años!). Día llegará en que celebremos revolucionarias de Aparicio
la famosa guerra de los cien años. Todo está en que los blancos se decidan Saravia durante la patria-
una vez por todas a conquistar el poder. da de 1897.
.(Daíeríav
'Modernista 116

Según Figueira, desde el punto de vista intelectual poseían una organiza-


ción inflexible, incapaz de adaptarse a una civilización superior. Durante
los tres siglos que estuvieron en contacto con los europeos, modificaron
muy poco su género de vida. Está por discutirse si los nuevos charrúas,
esto es los uruguayos, poseen una organización superior a la de los cha-
rrúas (los viejos), son menos incapaces de adaptarse a un orden superior
de vida. Por mi parte creo que unos siguen las huellas de los otros, es
decir, que los más modernos, no por ser modernos dejan de ser infranquea-
bles a la civilización.
//18a// La confrontación de mis aciertos es de una extraña sencillez. Pue-
de el lector examinarse a sí mismo y si por acaso no tiene en su fisonomía
o en su carácter algo de cafre, mucho de charrúa y demasiado de gallego,
dígnese acariciar con su mirada a los graves transeúntes, a los aristócratas
del capital, a los lustrosos bobicultos de nuestro foro, a los recién lavados
hombres de la universidad, a los calamochanes Hipócrates, a los capotudos
jueces, a los anfibios carillenos de la burguesía, a los volatines de la políti-
ca, a las terracotas abrillantadas de nuestro ejército, a la canalla del buhe-
dal plebeyo, a las cellencas cochambrosas del libertinaje público, hecho
lo cual se convencerá de que gran parte de los uruguayos son o parecen
mestizos, que quien no ha llegado a ser motilongo tiene demasiadas sorti-
jas y oscuridades en el cabello, que todos aquellos que no tienen nariz achatada
o pómulos salidos o la mirada oblicua, o el anca prominente, los labios
arriñonados, el pie deforme, o el vientre clerical, tienen por lo menos el
color morocho, llamado por antonomasia del país, que habla, con perdón
de la antítesis, a las claras del abolengo bruno o cetrino de la charolada
caballería del país, de los adanes zulús, de nuestras interesantes Venus
trigueñas. Nuestro ejército, no más blanco que el de Menelick, pero sí más
negro que el de Zapicán9, constituye un elogio palpitante, vivo, armado,
9
Cacique charrúa en el regimentado disciplinado y valiente de mi crítica. Muchos de sus jefes más
Tabaré de Zorrilla de San brillantes por el talento o por las borlas de oro de sus uniformes, descien-
Martín, canto 11, 5.
10
Juan Lindolfo Cuestas,
den de Jafet o de Cam, y no //18b// me equivoco, de ambos a la vez...
presidente constitucional Pero donde la mulatería toma proporciones alarmantes es en la política
(1899-1903), cuya política con-
y el foro. Ministros acá, diputados allá, jueces acullá... El señor Cuestas
ciliatoria hacia los blancos
provocó disensiones en el es partidario acérrimo de los pardos que se emperifollan con un título y
partido colorado gobernante, saben explotar en beneficio de sus ambiciones, un vientre más o menos
tanto desde la derecha (el
Club Vida Nueva liderado fatuo10. En verdad no sé explicarme cómo nos hemos dejado humillar par
per Carlos Reyles, por ejem- tanto Domingo la cual República, [que] por los cuatro costados y las cuatro
plo), como desde la izquierda razas ha lucido un Presidente tan negro como uno de nuestros generales,
(la emergencia del reformis-
mo populista de José Batl- ni más ni menos, haciéndose acreedora a la popularidad del ridículo y,
le y Ordóñez). lo que es mejor, af premio más alto que se pudiera conceder a un patriotis-
117

mo astronómico que ha podido ver realizada en los mundos del poder la


sucesión del día y la noche...
111911 Parecen hallarse poco dispuestos a modificarse ni en tres siglos,
ni siquiera en [...] de contacto con los europeos. Estoy por creer que ni
con este libro que les dedico podré a este respecto corregir gran cosa. Su
dureza inflexible, su indígena sansfaconería, son superiores a mis fuerzas-
Hablando de los viejos charrúas dice Figueira: los misioneros difícilmente
lograban convertirlos... Está visto. No puedo dudar del éxito de mi tratado.
Dice el mismo autor, hablando de los viejos charrúas: eran vengativos y
falsos. Digo yo hablando de los nuevos: vengativos tal vez, ejemplo el Dr.
Cuestas, Jefe de la tribu; falsos no...
Los primitivos uruguayos, o sea los viejos charrúas, eran holgazanes; los
hombres se dedicaban a la caza: trabajaban para vivir. Igualmente, los nue-
vos uruguayos serían vencedores en un concurso de holgazanería. En este
país todo está por hacer; excepto lo que no se debía haber hecho nunca.
El nuevo charrúa se dedica a la caza de los puestos públicos... Con el fruto
de esa caza come y vive. ¡Véase la semejanza!
1119+11 Por lo demás no creo que exista en la tierra pueblo más activo
que el uruguayo, ni el holandés siquiera. En cuanto se ocupa de no hacer
nada es un fenómeno de la locomoción, de progreso. Su mayor industria
es la política. Su comercio es el que operan los órganos digestivos y secre-
tivos. No labran la tierra, pero en cambio miran el cielo que ha prestado
a su bandera el candor evangélico de su pupila celeste. A los uruguayos
se les hincha el vientre de perezosos. Sus rostros tienen una misma medida
que viene perfectamente a los chalecos y pantalones de todos los hombres**.
La protuberancia del cerebro la tienen en el miriñaque los uruguayos. Ni
más ni menos que los viejos charrúas, que a decir de Figueira, eran maci-
zos de forma y de tronco robusto... El vientre gongorino y franciscano de
los uruguayos es apático, sencillo, soñoliento y beatífico. Es un pleonasmo
de la fisiología. Yo lo miro con curiosidad. Se me hace una facción robusta
que expresa imbécilmente la negligencia estúpida de un ministerio. He di-
cho que los uruguayos son máquinas soporíferas de pereza como los viejos
charrúas. ¿Quién lo duda? Uno de los caracteres más acentuados de nues-
tra etnología silvestre lo dan los empleados públicos, los parásitos sangra-
dores de la sociedad, los muñecos rutinarios de nuestra fantochería, los
magníficos gorreros que se duermen sobre los taburetes de los escritorios;
y los ejemplares amodorrados, marmotas universitarios que forman nues-
tra burocracia de provincia. Está visto: los uruguayos se sirven más que
de las manos del cigarrillo para trabajar; y estudian milagrosamente con
el libro cerrado.
v^afefíav
iModernisfe 118

Dice Figueira hablando del carácter rebelde y descontentadizo de los vie-


jos charrúas: no se sometían a nadie. ¡Qué decir de los neo-charrúas! Don
de se ha visto una tribu de 800.000 individuos más revoltosos, más turbu-
lenta. Los uruguayos no se someten a nadie; (entiéndase que nadie, de nin-
gún modo significa Presupuesto). El Presupuesto es muy hábil; nos lo muestra
con hojas disciplinadas y numerosas si no con partidas.
Algo más descontentadizos que los viejos charrúas son los nuevos. Para
estos no ha existido hasta el presente gobierno que pase de abominable.
Desde Rivera hasta Cuestas todos los magistrados han sido ambiciosos, la-
drones, ímprobos, perdularios. Dése por feliz el señor Cuestas con que yo
no llame nada de esto, por miedo a que se me descubra el segundo pellejo
color bronce que debo tener, sin duda.,. No quiero pasar por descontento;
y si alguna vez fui charrúa, quejándome de sus mercedes de gobernante,
ahora no quiero serlo. Por tanto declaro que estoy contentísimo del señor
Cuestas... Soy de otra raza. ¡Me he rehabilitado ante Ja civilización!"
Dice el señor Figueira de los viejos charrúas que eran poco perseveran-
tes; sólo en el espionaje y en la caza demostraban tener mucha paciencia.
¡Qué decir de los uruguayos! ¡Habrase visto unos hombres más volubles,
más inconstantes. Hoy ado- ¡1211! ran el ídolo que escupirán mañana. Los
hombres hacen durante la semana, no sé si una muda de ropa, pero sí
puedo asegurar que varias mudas de ideas... Los hombres se abrazan al
día siguiente de haberse escupido y viceversa. Existen malabaristas sobre-
salientes, prestidigitadores y juglares que no tienen rivales... Nuestros hombres
son tan poco perseverantes y sinceros como nuestro clima, como nuestros
vientos. En una de las cosas que no perseveran los uruguayos es en la
[...]; cada día son más hipócritas.
" Escribía poco después en
Conozco algunos transíormistas de nuestro teatro político que en un abrir
el «Epílogo», Completando
el proceso: «De un mordis- y cerrar de ojos han aparecido con distinto traje. Como los viejos charrúas,
co helado y hondamente los uruguayos sólo en la caza son perseverantes (entiéndase que en la de
acerbo me han roto el um-
bilical del nacionalismo, del
perdices oficiales) y en el espionaje... ¡Oh, sí, en e¡ espionaje! Todos los
pandillaje, del énfasis de par- charrúas son espías, unos de otros. Los hombres cuidan a las mujeres aje-
tido, el ceremonial caribe, nas (véase Literatura Colonial de Roberto de las Carreras). Este es el país
de k ingenuidad celícola,
el cazurro catonismo; hicie- de la intriga y la malevolencia. La delación privada y pública asume gran-
ron trizas los viejos goznes des proporciones en esta comarca. Si los viejos charrúas eran perseveran-
convencionales. De un sa- tes en el espionaje, los nuevos no les van en zaga. El espionaje nacional,
livazo han desteñido mi ca-
duca divisa roja, no dejan- pagado por el gobierno, cuesta a la nación muchos millones de pesos. La
do en ella sino un débil ro- piedra y el chisme constituyen la mayor riqueza del país..,
sicler que se halla en bue-
11221! Dice Figueira hablando de los viejos charrúas: «Todos se considera-
nas relaciones con el siglo
XX y el dandysmo neuras- ban iguales, sin existir otras diferencias que las establecidas por la sagaci-
ténico» [295]. dad y el valor»12. Exactamente lo mismo que ocurre entre los nuevos cha-
12
Figueira 20. rrúas. En nuestro país casi no hay clases sociales. Los guarda-trenes se
119

tutean con los jóvenes que pretenden pasar por distinguidos. En [nuestro
país] no hay mayor respeto ni consideración por la aristocracia, por la gen-
te de alcurnia. Yo me vanaglorio de un apellido ilustrísímo, que pertenece
al patriciado. Desdeño con cierta especie de lástima a los que han salido
del polvo de las calles, a los hijos de los sirvientes de mis abuelos, a los
guarangos intelectuales cuyos progenitores se remontan al Hotel de Emi-
grantes, o a los antiguos gremios de zapateros. Nótese que no quiero ser
charrúa y por eso no me codeo con los que están a mil metros bajo la
tierra que piso. Entre los uruguayos no hay el mayor desnivel. No existe
el orgullo de la sangre. Son muchos ganados confundidos en una sola tro-
pa. Los apellidos, a cual más estrambótico y original, pueden dar fe de
que este país es una fanfarria de rústicos exaltados, 112311 una truculenta
mesocracia de gente adiposa que recuerda los tugurios ultramarinos. Por
mi parte, reconozco en la democracia conventillera de los nuevos charrúas
al comunismo indígena de que nos habla Figueira. Entre los viejos cha-
rrúas las diferencias de actividad tenían por base la astucia y el valor,
y entre los nuevos charrúas, el dinero y el título, dos zancos milagrosos
para crecer de repente.
Si hay alguien que cree que los uruguayos se distinguen en cuestiones
de trato social y de urbanidad, se equivoca, de la manera que se ha de
haber equivocado Figueira cuando asegura que entre los viejos charrúas
no existían ni respeto ni urbanidad... El señor Figueira induce de presente
a pasado; habrá visto que los nuevos charrúas no son muy etiqueteros y
ha calumniado bajamente a los patriarcas de la tribu. Hay que perdonarle
sus exageraciones. Es demasiado partidario //24// de la teoría de la heren-
cia. Yo no creo en semejante atavismo... Tiene que admirar la semejanza
de rasgos entre unos y otros. ¡Verdad que son hermanos! Según Figueira
los viejos charrúas, como los nuevos, «arreglaban las cuestiones personales
dándose de bofetones (por las calles no, que no las había) rompiéndose las
dientes o ensangrentándose las narices»13. Es admirable que individuos de
una misma raza no hayan adelantado nada en trescientos años...
Los viejos charrúas casi tenían el mismo talento de los nuevos, por lo
que respecta a cuestiones de arte. Dice Figueira que no existían en sus
costumbres juegos, bailes, ni cantares, ni instrumentos musicales. Carecían
de todo género de adorno. Sus sentimientos estéticos recién empezaban a
manifestarse... Los viejos charrúas, como los nuevos charrúas, tenían una
diversión refinadísima, pero que desgraciadamente para ellos, no se efec-
tuaba sino durante los días calurosos del verano; asómbrese el lector: se
bañaban. Fuerza es reconocer que los uruguayos se bañan, aunque más
no sea que como diversión... durante los tres meses de verano y, si no me
^íGaíeríav
¡Modernista 120

equivoco, la mañana del mismo día en que se casan.,. Como se ve, los nue-
vos charrúas son tan divertidos como los viejos... gracias a que Ja tierra se mueve.
112511 Si alguno duda de que los uruguayos son charrúas blanqueados de
civilización fíjese en que unos y otros poseen idénticos caracteres emocio-
nales, las mismas inclinaciones, igual temperamento. Dice Figueira hablan-
do de los viejos charrúas: «Nunca permanecían célibes. Se casaban tan lue-
go como sentían las necesidades sexuales* '*. Con nuestros modernos cha-
rrúas sucede exactamente lo mismo. La blanca teoría de las novias penetra
con pudoroso recato en los harenes católicos de Montevideo. Un plenilunio
beatífico de azúcar candido alumbra con timidez las noches salvajes en
que la intemperante virilidad del hombre eyacula poderosamente. El matri-
monio constituye un instinto. Para los uruguayos casarse como quiera, con
quien quiera y en cualquier condición, es un ideal Ü26ÍI purísimo. Sé de
un casado que tiene novia para el caso de que se le muera la mujer con
quien se unió lleno de brío en segundas nupcias. Tiene una sangre intrépi-
da; es valiente; le rinden acatamiento veintiséis hijos.
Sigue diciendo Figueira de los viejos charrúas o de las viejas charrúas:
la mujer jamás se rehusaba a unirse con el hombre que la pidiera, aun
cuando éste fuera viejo y feo. La galantería me lleva a decir que las uruguayas***
son la antítesis de las viejas charrúas. A los hombres decrépitos y feos
no hay uruguaya que Jos quiera mal. Entiéndase que si se casan con ellos
es de lástima, por un sacrificio de virtud cristiana, jamás por el dinero
ni por ninguna otra cosa...
Continúa Figueira: «Desde el momento en que el hombre tomaba mujer
constituía una especie de familia propia y podía ir a la guerra y asistir
a las asambleas»15. Nótese que los viejos charrúas adquirían cierta majestad
episcopal desde que se casaban. 11211¡ ¿Puede darse algo más parecido a
lo que ocurre entre los uruguayos? El hombre, desde que se casa adquiere
cierta gravedad curial, consejil, cierta flema de misterio, cierta suficiencia
de filósofo, de moralista, de juez, cierta austeridad de largas barbas y de
ceño amenazante, cierta fama jamona de vientre anciano, de buey babilóni-
14 co, de celoso pancrático, de almizcle santurrón. Un casado son dos hom-
Figueira 20.
bres en vez de uno. Himeneo fecunda mágicamente la hombría, la hace
*** Advierto que hago una
generosa excepción con nues- doble; haciéndola pasar por una arista espejante, Ja estira, la almidona y
tras distinguidas mujeres al la [.,.] Entre los uruguayos, el que se casa adquiere un nuevo sentido: el del juicio...
no calificarlas de nuevas cha-
rrúas... Creo firmemente que Es divinamente cómico que entre los nuevos charrúas ocurra exactamen-
son de otra raza distinta a te igual que entre los viejos... Es algo que petrifica. Sacramentada la sexua-
¡a de los hombres. Sólo se lidad, legalizado el lúbrico deseo, bendita la juerga reproductora, el tifón
las podría llamar charrúas
por ser hijas de charrúas o
del erotismo sale sahumado de incienso, la aglutinación genitiva es una
casadas con charrúas. ceremonia sagrada, el fálico trasiego es una casta caricia que mana hidro-
¡s
Figueira 20. miel fecunda, néctar lilial.
Calerían
121 Modernista
//28// Mientras permanecen solteros, los nuevos charrúas se consideran
unos niños, sin juicio, sin reflexión, de una gracia venusina; verdaderos
[...] perfumados. Son gente de zapateta, gachones mimosos, pero de ninguna
manera hombres acabados. Apenas si llegan a ser pródromos masculinos,
régulos de los salones, que no pueden sostener en sus cabezas el yelmo
de la responsabilidad. Es preciso casarse. El matrimonio es una orden se-
vera. El título de casado da ciencia, virtud y respetabilidad. A Julio Herre-
ra y Obes su celibato mentiroso, testarudo, mujeriego y despilfarrador casi
le cuesta la Presidencia, la más hermosa de sus queridas, su mejor conquis-
ta... "
Dice Figueira de los viejos charrúas: Su carácter era taciturno. Hablaban
siempre en voz baja. «El conjunto de todos los rasgos daba a su fisonomía
un aspecto serio y a menudo feroz»17. Esto explica que los uruguayos, o
sea los nuevos charrúas, sean graves, siendo tan superficiales. Los urugua-
yos no sienten, no comprenden la ironía. Es gente triste, que se aburre.
Les falta el sentido de la risa. Son unos salvajes taciturnos. No han hereda-
do [lo] humorístico del carácter español. La risa en literatura o en lo que
sea parece cosa nimia. Los uruguayos son serios II29II como los cuernos
de Moisés, una pitonisa puesta en e! trípode. Lo que más se alaba en el
hombre es la carencia de movilidad en la fisonomía. El ceño metafísico
y los lentes doctorales constituyen una recomendación de talento y de hon-
radez. Una mujer que ría demasiado es ligera, sospechosa, maligna, nadie
la compra en la feria matrimonial. Ahora doy en la causa de porqué las
señoras ni en la vejez tienen arrugas [y] los corbados de la boca: si nunca
ríen... Es preferible llorar, mecerse los cabellos, hacer penitencia, castigar
el cuerpo. Reina entre las mujeres el odio cristiano contra la carne. Se
odia con entusiasmo al tercer enemigo del alma. Dice Figueira, hablando
de las viejas charrúas, que la mujer venía a ser esclava de su marido. Ella
confeccionaba los utensilios, preparaba las pieles, armaba el toldo y carga-
ba con él cuando era necesario, etc. Exactamente igual a lo que pasa en
nuestro país con las infelices mujeres que se casan. Cuando hablé del ins-
tinto matrimonial de los neo-charrúas y de los harenes católicos de Monte-
video olvidé hacer constar que la mujer uruguaya, una vez que se ha casa-
do se convierte en esclava de su marido. Ella cría a sus hijos, se encarga
de los quehaceres domésticos, colabora en las tareas de sus sirvientes, la-
va, plancha, friega, sacude; remienda o limpia la ropa de su hombre, cuan- 16
Julio Herrera y Obes
do no le hace las camisas; y se pone al corriente del arte culinario para (1841-19121 tío del autor, mi-
hacerse agradable al paladar del sultán... digo del patrón. Hasta con el pa- nistro, presidente, figura es-
ladar gustan los maridos a sus mujeres... telar y paradigmática del am-
biente social, político e in-
//3G7/ Esa esclavitud charrúa de tas mujeres tiene su aspecto interesante telectual fin de siécle.
por el lado de la fecundidad... Es un cenobilismo pitagórico lleno de miste- 17 Figueira ¡8.
v Oaíefía\
}
Moderni&£a\ 122

rio. Al cabo de algún tiempo, la mujer delgada y ágil pasea rozagante con
el paso afrisonado: no es la mujer de novelas, la mujer romántica. Es una
mujer aritmética que multiplicada por un hombre ha dado un resultado
de veinte pedazos de carne blanca y ligera...
Los viejos charrúas eran sumamente [...] y disimulados. Dice Figueira:
«nunca manifestaba su semblante las pasiones del ánimo. Hablaban en voz
baja y poco expresiva»18. Otros autores agregan que eran fingidos y men-
tirosos, como no lo fueron otros indígenas del continente. Ni más ni menos
que los uruguayos.
Uno de los defectos más dignos de admiración de este pueblo es la sober-
bia, la relevante, la maravillosa, la hermética hipocresía que le distingue.
Es una hipocresía candida, encantadora, coqueta, inocente, que se hace perdonar
y que recuerda aquella hermosa frase de Saint-Victor sobre Margarita de
Fausto: «su ignorancia le imprime la marca fatídica de la fatalidad y segui-
rá siendo virgen después de su caída...»". Así como la gracia IIIMÍ nació
francesa, la hipocresía tiene el honor de ser genuinamente uruguaya... Por
lo demás, esta hipocresía tiene algo de francesa: es una hipocresía que tie-
ne gracia... En realidad yo no creo que sea hipocresía la de los uruguayos,
pues difiere de la hipocresía en que la sobrepasa... Lo que hay es que los
hombres, ya lo he dicho, son tan variables como los [...] y los charrúas.
Sus sentimientos giran a cada instante. Hoy se muestran buenos y mañana
malos, lo que no quita que ayer, al mostrarse buenos en realidad no hayan
sido buenos o peores... que lo mismo da... Si los uruguayos son hombres1,
de lo cual no hay duda, Bossuet los defiende con estas bellas palabras:
«El corazón humano es tan engañador para sí mismo como para los de-
más..,». Está visto: los uruguayos engañan no porque sean uruguayos sino
" Figueira 19. porque son hombres... Este es el pueblo de la falacia, de la mistificación,
19
Se refiere, probablemen-
te, al Víctor Hugo de Paul del dolor, de la capciosidad, de la fraudulencia y de la doblez... ¡Me enojo!
Saint-Victor, que alcanzara En esta tierra se vive de mentira y de apariencia. Miente el Río de la Plata
notable divulgación en la diciendo que es un océano, miente el cerro de Montevideo diciendo que
época. La referencia, no obs-
tante, parece de segunda ma-
es una montaña, mienten los nuevos charrúas diciendo que son civiliza-
no. dos... Todo miente en este país...

Julio Herrera y Reissig


123

José Santos Chocano


(América y España)

Poesía de ayer y de hoy

F
M-Jn las proximidades ya del siglo XXI, cuando las diferentes naciones
hispanoamericanas irrumpen en todos los flancos de ia cultura, abriéndose
campo especialmente en los aspectos literarios, conviene hacer una breve
pausa para recordar íos cimientos de todos estos movimientos que se alzan
hoy sobre sólidas bases de hombres y mujeres que rompieron los moldes
tradicionales para abrirse hacia otros horizontes de la estética, e introduje-
ron en la literatura componentes de gran erudición y formas exquisitas,
simbolistas y refinadas como contrapunto a unas anteriores maneras apa-
rentemente descuidadas en la expresión (escuela realista). De entre todos
los poetas de la escuela modernista ¿quién mejor y más representativo que
José Santos Chocano?, donde se funden todos los valores de estos poetas
que, con Rubén Darío a la cabeza, rompieron moldes, abrieron brechas,
pusieron su talento al servicio de una lucha incesante por la libertad y
la justicia a través de los juegos de esgrima de su lenguaje virtuosista,
metafórico, preciosista y sensual, dejando con su inquieta pluma una im-
pronta en las generaciones posteriores que está ya dando espléndidos fru-
tos y que asomaron su proa hacia el siglo XXI con el «Museo de la Poesía
Viva Iberoamericana» (según palabras de Juan Gustavo Cobo Borda en su
trabajo sobre el nicaragüense Pablo Antonio Cuadra aparecido en Cuader-
nos Hispanoamericanos, n.° 522).
Chocano encaja perfectamente en el mundo poético que nos introduce
ya en el siglo XX. Se adopta una nueva actitud, cambian las formas, se
busca la belleza del arte y no la de las cosas. Chocano entra de lleno en
este escenario con furias de renovación métrica, temática e ideológica, con-
siguiendo aportaciones personalísimas provenientes de su extrema sensibi-
124

lidad; renueva las metáforas, utiliza imágenes luminosas y fulminantes, epítetos


henchidos de expresividad. Grande él en todas sus manifestaciones, expre-
sa con clarividencia sus propios estados anímicos: la alegría, la tristeza,
la duda, la melancolía, el desencanto, la angustia, la evasión a mundos irreales.
Su técnica es musical dentro del más puro estilo que impregna toda la
escuela modernista. Es detallista y laborioso, y cuida su obra con el amor
paciente de un orfebre. Ilumina sus poemas con frases coloristas, fruto
de su desbordante vitalidad y de su poderosa imaginación. Algunas de sus
obras son un mensaje y un tributo a la grandeza americana. La aparición
de Alma América en 1905 fue saludada por Rubén Darío con Preludio, don-
de encontramos versos encendidos de amores repartidos entre América y
España. Esta dualidad en los afectos que caracterizó al maestro es una
constante en el poeta peruano, que recorre en sus versos tanto la historia
real como la impregnada de múltiples fantasías:
Mi espíritu es como una página de la historia.
Los que me ven se dicen acaso: ¿adonde va?
Historia: eres mi amante. Yo vivo enamorado
de ti. Mi verdadero presente es el pasado.
Santos Chocano nos ofrece un muestrario de formas líricas, aun cuando
en su obra se traslucen con toda precisión cantidad de temas intensos, tras-
cendentales, vitales. Nos habla del amor, de la vida y de la muerte. Nada
escapa a su pluma de águila y todo es tratado dentro de las características
esenciales que definen el nuevo estilo «modernista».
Las nuevas escuelas que surgen después no pueden obviar este estilo y,
a partir de entonces, las diferentes escuelas imponen su sello peculiar —pero
con grandes componentes de ingredientes fraguados en la escuela moder-
nista. Carrera Andrade resume la poesía vanguardista como: síntesis, nove-
dad de imágenes, internacionalismo, infantilismo, interpretación de las ar-
tes, rapidez y religiosidad. Surgen más escuelas en el horizonte hispanoa-
mericano y todas ellas conservan vivas las raíces de este gran movimiento.

Chocano, el hombre poeta


Nacido en Perú en 1875, es el más expresivo de todos los poetas moder-
nistas. Se llamó a sí mismo «el poeta de América». Su vida es violenta,
activa y fogosa. No tuvo una niñez feliz, sino triste. Estudia en la Universi-
dad de San Marcos y colabora con algunas revistas limeñas. Es condenado
por el general Cáceres —al que ataca en sus escritos— y encerrado en un
aljibe del Castillo del Real Felipe (Callao). Allí escribirá sus Iras Santas.
Colabora en periódicos literarios de toda América.
125

En su obra poética se distinguen claramente tres características: lo épi-


co, lo descriptivo, lo subjetivo. Después de Iras Santas publica En la Aldea,
obra más sosegada y madura. Le siguen después Azahares, La Epopeya del
Morro, El Canto del Siglo, Poema Finisecular, Selva Virgen. Todas estas
obras son distintas entre sí, con variaciones de estilo y pluralismo poético.
El Chocano poeta joven es impulsivo, furibundo a veces, despótico y so-
berbio, aun cuando deja ver desde muy temprana edad una delicadeza y
extremada sensibilidad (a la par que muestra sus dotes para la exhuberan-
cia colorista y local, y deja entrever sus más tiernas emociones de hombre-
niño y de artista con gran sutileza y refinamiento):

Yo no jugué de niño; por eso siempre escondo


ardores que estímulo con paternal cariño.
Nadie comprende, nadie, lo viejo que en el fondo
tiene que ser un hombre que no jugó de niño.

¿Qué es este verso sino la reflexiva, triste, melancólica y recogida intimi-


dad de una niñez asustadiza y amedrentada? Éste es el poeta que hay en
él, el de la vertiente reposada, calmante y relajada; el poeta «pacífico».
Primicias de Oro de Indias fue su primera obra de madurez. Aquí alcanza
uno de sus momentos culminantes su obra de poeta. En esta época de ple-
nitud destacan también Tierras Mágicas, Las mil y una noches de América,
Corazón aventurero. A éstas siguen Pompas solares, Sangre Incaica, Fanta-
sía Errante, etc.
A la vez débil y fuerte, triste y alegre, sereno y voluptuoso, sabe recoger
toda la belleza del mundo en su alma brava y luchadora. Chocano se entre-
ga a su destino y lo vive con su voluntad recia, con su varonil ímpetu.
Él da vida perdurable a una sinfonía de ritmo, color, musicalidad, inquietu-
des, anhelos, desengaños y esperanzas.

El indigenismo en Santos Chocano


José Santos Chocano es una fuente inagotable de energía. En él aparece
la diversidad de estados encontrados en su alma salvaje, disfrazados con
ritmos métricos de inigualable belleza. Su obra indigenista está salpicada
aquí y allá de vivencias profundas. Ama los temas grandes, la grandielo-
cuencia, la apariencia majestuosa:

Cuatro veces he nacido


cuatro veces me he encarnado
soy de América dos veces
y dos veces español.
126

Si poeta soy ahora


fui virrey en el pasado
capitán por las conquistas
y monarca por el sol.

Siente la vida lírica, no analíticamente, aunque —al igual que Rubén,


Ñervo y Herrera— hizo muchas concesiones a la pasión humana.
Amigo personal de Madero y de Pancho Villa en México, de Estrada Ca-
brera en Guatemala, de Leguía en Perú, relata los trágicos momentos de
la vida de estas naciones, ya que fueron también momentos culminantes
de su propia vida.
Cuando regresó a su patria, fue acogido clamorosamente; el propio Presi-
dente de la República le distingue con el alto honor de ceñirle en la frente
la corona de laurel de oro. Dijo el Presidente:

Egregio poeta: habéis realizado una de las obras más grandes que el cielo ha enco-
mendado a los hombres: la de pontificar»sobre la tierra el culto imperecedero de
la belleza. Vuestra ciudad natal y el Perú entero, al que habéis ofrendado las joyas
de vuestros cantos iniciales y al que legaréis el renombre de vuestra inmortalidad,
me encargaron coronaros con un símbolo de apoteosis, y así lo hago Heno de júbilo
patriótico en esta imponente ceremonia que no es sino el preludio del homenaje que
medio continente habrá de rendir en breve al más representativo de los poetas de América.

A estas palabras contestó el poeta:

Bienaventurados ios pueblos que aman a sus poetas, porque de ellos es el reino
de la inmortalidad.

Esto ocurría en Lima el 5 de noviembre de 1922, fecha histórica para


la poesía de América. Mientras el Presidente Leguía coronaba al poeta, el
pueblo asistía a otra ceremonia: en la casa del poeta se colocaba una placa
de bronce: Por la noche Chocano rezó su oración a Santa Rosa de Lima:

;0h Patrona de América! Abre el piadoso manto


para que en él refugien veinte pueblos su fe.
Yo sobre veinte pueblos hago volar mi canto.
¡Ponlos tú de rodillas! ¡Yo los quiero de pie!
Chocano es un patriota. En todo encuentra motivo de exaltación. Ama,
lucha, siente, sueña; su obra abraza toda la América convulsionada y azota-
da por motines y revoluciones. Recoge en su canto la voz de América, y
la pasión y muerte de sus héroes. Bolívar le inspira un poema (que no
terminó): El hombre sol El protagonista aparece como una fuerza podero-
sa, grave, ceremoniosa, solemne, religiosa.
Si en Alma América se veía a un Chocano joven, soñador, viajero infatiga-
ble con ansias de emociones nuevas, el Chocano de Oro de indias es el
hombre maduro con experiencias amargas no exentas de armonía. Canta
al pasado con melancólicas notas, pero también palpita con las más recien-
127

tes actualidades purificadas con un halo poético. Es cierto que a veces re-
tumba su voz con redobles épicos de broncos sones, pero sabe aunar estos
ímpetus con la medida y el ritmo poéticos. Auna asimismo estirpes y razas
bravias; incas y conquistadores quedan fusionados en los versos por obra
y gracia de la pluma mágica de un hado peruano, admirador del temple
y de la elegancia, heredero de la savia innovadora del pueblo hispano y
de la ancestral y entrañable tradición del pueblo del sol.
Canta el poeta al indio:

Corre en mis venas sangre tuya


y por tal sangre, si mi Dios
me interrogara qué prefiero,
cruz o laurel, espina o flor,
beso que apague mis suspiros
o miel que colme mi canción,
responderíales dudando
¡Quién sabe, Señor!

El profesor norteamericano George W. Umprey, de la Universidad de Was-


hington, compara a Chocano con Walt Whitman. Dice: «El hombre de Lima
es aristócrata por naturaleza y, naturalmente, reclama parentesco con los
caudillos sociales de todos los tiempos». Chocano canta por igual a los con-
quistadores y a los héroes indígenas de la resistencia. Sano y alegre, ena-
morado de sí mismo, como un primitivo pastor trashumante, lleva a su
canto la exaltación de las fuerzas naturales que en él culminan como en
un privilegiado de la especie humana.
El Chocano indio está revestido del Chocano blanco, del diplomático. Es
como si dos naturalezas se fundieran en una sola para dar esta exquisita
mezcla de «primitivo-culto».
Es el cantor de América. Él mismo lo dice en Blasón:

Soy el cantor de América autóctono y salvaje.


Mi lira tiene un alma, mi canto un ideal.
Mi verso no se mece colgado de un ramaje
con un vaivén pausado de hamaca tropical.

El poeta encuentra poesía en lo viejo y en lo nuevo. Ha condensado am-


bos. Ha fusionado elementos incoherentes flotantes en el aire tropical des-
de hacía siglos, y los ha dado forma.

España y Santos Chocano


Las literaturas de Hispanoamérica y de España son como un río capri-
choso cuya corriente se bifurca a veces, dejando bellas islas en su transcu-
128

rrir, para luego reemprender el camino con más caudal. Aunque tropiece
con escollos en su cauce, sigue inexorable hacia su desembocadura.
Ciertamente, aún no hemos llegado a la desembocadura de la historia
de España e Hispanoamérica, y no hemos llegado, sencillamente, porque
aún hay mucho que hacer juntos. Ambos pueblos continúan en su esfuerzo
para proyectarse en la historia venidera.
Santos Chocano es quizás el poeta que siente con mayor emoción este
continuo reflujo en sus venas. Nadie ha expresado como él lo que millones
de seres humanos de ambos lados del Atlántico sienten en sus corazones:

Y así América dice:


Oh madre España,
Toma mi vida entera,
que yo te he dado el so] de mi montaña
y tú me has dado ^i sol de tu bandera.
En Madrid pasó el poeta cuatro años de su vida. La capital de España
supo apreciar en su justo valor la obra del gran peruano. Y así triunfó
en el Ateneo de Madrid con la lectura de su Elegía del Órgano, en memoria
de Navarro Ledesma. Estrena y edita su drama poético Los Conquistadores.
Da una conferencia en la Unión Iberoamericana (1907). Publica a la edad
de 31 y 33 años respectivamente dos de sus libros poéticos más representa-
tivos: Alma América (1906) y Fiat lux (1908).
La época transcurrida en España deja, pues, honda huella en el alma
sensible del poeta que todo lo aprende y lo analiza con la fina percepción
de hombre de letras. España quedó impregnada de la fogosidad y vigor
de aquel hombre «fornido, alto, ancho de pecho, las manos recias, el paso
firme...», como le retrata Ricardo Rojas en su Retablo Español.
En su Ofrenda a España leemos:
Por eso, España, la gloriosa viuda
que de heráldico orgullo se reviste,
tendrá un consuelo cuando sienta duda:
saber que un mundo con amor la asiste
y con su propia lengua la saluda.

Estos versos expresan, sin duda, el amor de unos pueblos lejanos en la


geografía, pero cercanos en la noche de las almas. Y, así, canta en Blasón:

Cuando me siento inca, le rindo vasallaje


al sol, que me da el cetro de su poder real;
cuando me siento hispano y evoco ei coloniaje,
parecen mis estrofas trompetas de cristal.

Mi fantasía viene de un abolengo moro:


los Andes son de plata, pero el león de oro;
y las dos castas fundo con épico fragor.
129

Es curioso que una de sus mejores obras indigenistas sea evocadora de


los pueblos y tradiciones de España. Sobre Alma América dice Unamuno:
«Chocano me trajo a otro mundo. Me llevó a América, a la América que
se ve, se oye, se gusta, se palpa y se recuerda; y al llevarme a América
me trajo a España, la España de nuestras leyendas, y también a la España
en que vivo».
Él canta a la vieja América, la de arroyos que arrojan a sus bordes fron-
dosos viejos ecos de historias de un pueblecito incaico que desapareció.
Canta al quechua-parlante, que con mirada torva y con cano cabello relata
entristecido época de esplendor. Trata historias fantásticas de fuentes cris-
talinas, de opacos resplandores, de un sol que ya murió. Pero habla tam-
bién de la otra América, la blanca, la nueva, la cosmopolita, la que cambió
muchas formas de vida e instauró nuevas costumbres. Y habla también
de España: tan lejana y tan cercana; tan diferente y tan idéntica.
Él es dual e intenso como la misma América. Es genuinamente aristocrá-
tico y tiene el orgullo del hombre noble.
España y Santos Chocano son dos conceptos que se unen en el tiempo.
En el centro, el poeta y, a ambos lados, América y España. Así, como en
una balanza equilibrada: de un extremo el espíritu inquieto que nunca se
detiene, los encajes de blonda, la púrpura real: del otro lado, la voz espon-
tánea que clama en lo profundo de la selva, que llama a los cocuyos y
a las flores, que llora por las glorias indígenas mientras se extingue la
llama incaica, convirtiendo en roja corola el orgullo de un pueblo.

Aurora Pérez Miguel

Bibliografía
CARRANZA, EDUARDO. Elogio de Chocano. Prólogo de sus mejores versos en la gran
Colombia. Bogotá, 1944.
CASTRO LEAL, ANTONIO: Las 100 mejores poesías de José Santos Chocano, México. Ed.
Aguilar, 1971.
CHOCANO, JOSÉ SANTOS-. Antología Poética. Madrid, 1962.
: Sus mejores poesías. Lima, 1968.
: Poesías Escogidas. París, 1958.
GUTIÉRREZ CALDERÓN, T.: «El poeta Santos Chocano», en El Espectador Habanero,
enero, 1938.
LEGUIZAMON, JULIO A.: Historia de la Literatura Hispanoamericana, tomo II, págs. 336-342.
Buenos Aires, 1945.
¡Modernista 130

MEZA FUENTES, ROBERTO: «La poesía de José Santos Chocano», en Anales de la Uni-
versidad de Chile (1935), págs. 99-119,
ROJAS, RICARDO: Retablo Español. Ed. Losada. Buenos Aires (1938), págs. 281-284.
SÁNCHEZ, LUIS ALBERTO: La Literatura en el Perú. Buenos Aires, 1939.
: José Santos Chocano. Biblioteca Hombres del Perú. Lima, 1964-65.
• Sólo existe una vieja edi- : Indianismo e Indigenismo en la literatura peruana. Lima, 1981.
ción de Lascas, publicada
UNAMUNO, MIGUEL DE: «Prólogo» a Alma América. Ed. Suárez. Madrid, 1906.
(¡935) en Madrid por Olim-
po. Incluso es difícil encon-
trar poemas sueltos en an-
tologías. Los únicos estudios
de eruditos españoles sobre
el poeta corresponden a Gui-
llermo Díaz Viaja: El reverso
de la belleza, Barcelom, Bar-
ita, 1956, pags. 70-169. «Me-
setas y litorales». El senti-
miento de la naturaleza en
dos poetas mexicanos ¡«Ma-
nuel José Othón y Salvador
Díaz Mirón» en Ábside, XXX
(julio-septiembre de 1957) 3;
págs. 338-354 y «Salvador
Día: Mirón» en Al filo del
novecientos, Barcelona, Pla-
La estética de la crueldad en
neta, ¡971; págs. 109-142. Este
último trabajo estudia su eta-
pa inicial premodernista.
1
Las monografías más im-
portantes sobre Díaz Mirón
Lascas de Salvador Díaz Mirón
son, en orden cronológico:
Alfonso Méndez Planearte,
Díaz Mirón, poeta y artífi-
ce, México, Antigua Libre-
ría Robredo, 1954. Pedro Caf-
farel Peralta, Díaz Mirón en
su obra, México, Porrúa,
1956. José Almoina, Díaz Mi-
rón. Su poética. México, Jus,
¡958. Antonio Castro Leal,
Díaz Mirón: su vida y su

María Ramona Rey, Díaz Mi-


rón o la exploración de la
P
obra. México, Porrúa, 1970.
ese a la singularidad de esta obra y a su indudable rango artístico,
Lascas apenas ha recibido atención a este lado del Atlántico1. Y tampoco
rebeldía, México, Rueca, demasiado al otro, La razón puede residir en la tradicional aversión de
1974. Leonardo Pasque}, Sal-
vador Díaz Mirón, México, la crítica hispánica —ahita de prejuicios y con maestros, cuando no conser-
CiÜaltépetl, 1983. Francisco vadores, proclives al timorato krausismo— hacia lo raro, feo o conflictivo.
Monterde, Salvador Díaz Mi- Y Díaz Mirón abunda en todo ello. Ni siquiera en México donde, claro,
rón. El hombre y su obra.
México, Domes, 1984. Este han aparecido numerosos libros sobre su obra —al fin se trata del mayor
último libro contiene los dos modernista mexicano y de uno de los mayores del movimiento estético más
anteriores del autor, amén potente que ha dado América- se ha estudiado con la asiduidad de otros
de varios artículos. 2
poetas menores .
.(Gmefíav
131 Modernista
Así, puede decir Manuel Sol en la mejor edición3 que conozco de Lascas:

...sigue siendo un libro poco leído, a pesar de que ocupa un lugar excepcional en
la historia de la poesía mexicana tanto por las modalidades poéticas que sintetiza
y preludia como por el afán de perfección puesto en juego por el poeta en su composición.

Lascas no ha sido nunca un libro popular ni en su época ni ahora, simple


y sencillamente porque algunos de sus poemas caían fuera del gusto y sen-
sibilidad del público lector de poesía de aquellas años, acostumbrado al
romanticismo o postromanticismo, esto es, al «primer Díaz Mirón», y a que
entrañaba serias dificultades de carácter estético, léxico y sintáctico»4.
Por otro lado, Díaz Mirón fue un personaje conflictivo en obra y vida.
Nacido el 14 de diciembre de 1853, a los veinticinco años queda inútil del
brazo izquierdo a consecuencia de los disparos de Martín López a quien
había provocado. Gustaba de dibujar a tiros de revólver las iniciales de
su nombre. En 1879 reta al gobernador Luis Mier y Terán. Éste consigue
que un jurado compuesto por amigos suyos falle la nulidad del duelo, aun-
que en este caso acompañaba la razón al poeta.
En 1892 es provocado y agredido por Federico Wólter, al que mata de
dos disparos. El episodio le deja con cicatrices en la cabeza y en el alma
que le acompañaron siempre, pues pasó cuatro años en la cárcel sin que
saliera el juicio en el que, finalmente fue absuelto. De su estancia en pri-
sión procede la mayor parte de la redacción de Lascas, y su posterior acti-
vidad política nunca volvió a ser tan honrada e idealista como lo había
sido hasta entonces.
En 1910 provoca un incidente con otro diputado, Juan C. Chapital, al
que, además, dispara. El agredido, hombre muy fuerte, consiguió desviar
el brazo del poeta y no fue herido. A Díaz Mirón se le desaforó como dipu- s
Salvador Díaz Mirón,
tado y volvió a pasar seis meses en prisión. Participó como protagonista Lascas. Edición, introduc-
ción y notas de Manuel Sol
en otros duelos, dando muerte a alguna otra persona, como Roberto Berea T., Universidad Veracruzá-
Arzamendi. Las anécdotas que dan fe de su carácter orgulloso, irascible na, 1987. En adelante, cita-
y pendenciero son, por demás, numerosas. Tanto es así que en 1925, con ré por esta edición. Existen
nueve ediciones anteriores
motivo de un homenaje que se le quiso rendir, un grupo de poetas vanguar- de la obra, amén de las se-
distas mandó al comité organizador este telegrama: lecciones o poesías completas
que las incluyen.
En vista calentamiento ese Comité para encontrar digno homenaje a poeta Pérez 4
Op. cit., pág. 9.
[sic] Mirón, sugerimos consista en pistola con inscripción memorables hazañas5. 5
Manuel Maples Arce, So-
berana Juventud, Madrid,
Hasta el fin de sus días siguió con las pendencias. En 1927 agrede a 1967, pág. 190.
un alumno del colegio del que era director y es cesado. Murió el 12 de 6
En su mayor parte estos
junio de 19286. datos biográficos están ex-
traídos del excelente libro
Personalidad, pues, fuertemente atractiva y que, como se dijo, sorprende de Antonio Castro Leal ci-
no haya deparado más interés en nuestros predios. Personalidad que se tado en la nota 2.
¡Modernista 132

transparenta claramente en su poesía donde aparece con nitidez su cuali-


dad de típico macho mexicano, favorecida por su buena posición económi-
ca e incrementada por los beneficios que le reportaba la exclusividad de
las casas de juego en todo el estado de Veracruz7. Por lo que se ve, sus
escrúpulos éticos, como en tantos casos, eran sólo parciales.
Este extraño personaje da a las prensas en 1901 este libro cuajado de
sensibilidad, fiereza y brillantez donde esplende con luz propia lo que fue
una de las constantes del modernismo: el chapoteo en la degradación y
el extrañamiento que acompañó a su rutilante estética.
Los modernistas habían vuelto a dar carta de naturaleza a la tradición
del malditismo, que, aunque fundamentada en los románticos, se había mantenido
sin quiebras a lo largo de todo el siglo XIX. Su poesía es una constante
exposición de la imposibilidad de concertar ideal y experiencia (los azora-
mientos del cisne entre los charcos), como se expresa en esa deslumbrante
Biblia de la contradicción modernista que constituye el primero de los dos
nocturnos de Cantos de vida y esperanza.
Pero no debe olvidarse que no sólo se trataba de la consabida tensión
espiritual que afecta a todo creador. El mundo que pisaba el modernista
—español o iberoamericano— fini o primisecular era un mundo duro, ne-
gro y expresionista en su cotidianeidad, donde miseria, desmesura, cruel-
dad y tremendismo eran moneda corriente. La realidad no permitía el man-
tenimiento constante de una idealización culpable. La truculencia de la vi-
da no podía permanecer alejada de sus manifestaciones estéticas. El exceso
estaba en ella como en la estética del modernismo. Como la bohemia —inquerida,
la llamó Rubén—, no era elección sino necesidad y recurso, independiente-
mente de que se termine por amar las pajas entre las que se nace. Frente
al jardín cerrado se alzaba la montaña de cieno*.
Lascas contiene 1618 versos distribuidos en 40 poemas. Un setenta por
ciento de estos contiene elementos que pudiéramos denominar feístas. Ya
el soneto que abre el libro, «A mis versos», nos justifica desde sus tercetos
las guías conductoras de Díaz Mirón:

7 Pero hay siempre valer en las rimas.


VV. AA. Antología de crí-
tica literaria. Jus, México, ¿Por qué duran refranes? Por ellas,
1969. Tomo 1, pág. 151. y no suelen llevarlas opimas.
s
Referidos únicamente al Id, las mías, deformes o bellas,
ámbito peninsular, pueden inspirad repugnancias o estimas,
encontrarse interesantes pero no sin dejar hondas huellas (vv. 9-14).
ejemplos en la antología de
Pedro ]. de la Peña, El feís-
mo modernista, Madrid, Hi- Se adscribe, pues, a Díaz Mirón a una suerte de expresionismo naturalis-
perlón, 1989. ta que parece privilegiar la comunicación a través del impacto.
v(tMefía\
133 iModerniáñi
En el segundo, la «Epístola Joco-Seria», vuelve a darnos claves de su
teoría estética:
¿Que la nota poluta y la torva
vibran mucho en el son de mi tiorba?
En el mundo lo dulce y lo claro
son, por ley de la suerte, lo raro.
¿Cómo hacerlos aquí lo frecuente?
No: la cámara oscura no miente.
Además: la tragedia sublime
es piedad y terror, sangra y gime (vv. 65-72).
Limpieza, felicidad, ternura identificadas con lo raro, que, por cierto, es
lo que atrae a Díaz Mirón, autor en palabras de Luis Miguel Aguilar del
«libro más extraño de la poesía mexicana»9, dentro de una tradición líri-
ca en la que no abundan los libros excéntricos»10.
Pero es en Ecce Homo donde, con una curiosa variante del zéjel, el poeta
nos da las pautas más notorias:
Sé que la humana fibra
a la emoción se libra,
pero que menos vibra
al goce que al dolor.
Y en arte no me ofusco;
y para el himno busco
ía estética del brusco
estímulo mayor.
Mas no en aleve audacia
demando a la falacia
la intensa y cruda gracia,
como un juglar sutil.
A la verdad ajusto
el calculado gusto,
bajo el pincel adusto
y el trágico buril.
Y el daño es tema propio
a mí, que bebo en opio
el sueño, y hago acopio
de lágrimas de hiél (w, 1-20).
Confluían, pues, en la poesía de Díaz Mirón, las corrientes estéticas de
9
su tiempo, las peculiaridades del mundo físico en que se desenvolvió y, Presentación a su edición
de Lascas, México, Premia,
sobre todo, las inclinaciones personales: una sensibilidad extraña, abrupta, 1979, s. p.
fuertemente sensual y agresiva que deparaba flores de continua rebeldía. w
El propio Luis Miguel
Rebeldía que tan pronto tocaba el registro personal, como el erótico social Aguilar hace referencia a al-
guno de ellos. Op. cit., s.
para derivar, incluso, al sagrado-nihilista que identificaba poesía con el mal. p. Zozobra de Ramón Ló-
En los versos finales de Cintas de sol en que se describe el dolor de una pez Velarde, Poemas pro-
mujer loca por la muerte de su hijo justifica románticamente esa rebeldía letarios, de Salvador Novo,
Tarumba de Jaime Sabines
poética como protesta ante lo deleznable del mundo. El poeta no lo es si serían los casos más resé-
no se alza fieramente contra la fiereza del entorno: fiables.
,^afefíax
'Modernista 134

La poesía canta la historia;


y pone —fértil en pompa espuria—,
a mal de infierno burla de gloría.
Es implacable como una furia,
y pegadiza como una escoria,
e irreverente como una injuria (vv. 37-42).

Erotismo y muerte
Con todo esto no es sorprendente que Eros y Tánatos sean polos habitua-
les en la poesía diazmironiana, como lo son en toda la estética finisecular,
siempre bajo el prisma de lo original y raro. En el difícil, oscuro y concep-
tuoso poema IX, «Pepilla», por otra parte lleno de plasticidad, nos presenta
a esta muchacha consciente de su belleza y deseosa de exhibirla, pero tam-
bién agitada por una sensualidad efervescente: «acre aroma de opima y
jugosa/pubertad en febril abstinencia». En su gusto por los violentos con-
trastes, Díaz Mirón nos trae su yo poético en una oscura metáfora fálica
«misterio del hongo», que resume su tan retorcida como atractiva imaginería.

Si en celoso y colérico ensayo


increpo y rezongo,
por traer el misterio del hongo
flor triunfal en su pompa de mayo,
la doncella me tira del sayo
y a besos me aguisa;
pero no sin mostrarse insumisa (vv. 31-36).
El poema XIII, «Vigilia y sueño», es otro ejemplo de ese erotismo femeni-
no, pugnaz por insatisfecho, que tantas muestras produce en el simbolismo
y el modernismo". Una joven resiste el acoso de su novio y, luego, en su
cuarto, sueña que un querube la viola. También aparece en él, la superiori-
dad de la apariencia sobre la realidad, otro de los topos modernistas.
Es el largo «Idilio», uno de los poemas más atacados del libro desde
un criterio moral por su crudeza y, también, uno de los más bellos y carac-
terísticos. En su primera parte de 61 versos hay una descripción del paisa-
je que debe contarse como una de las más fascinantes de la poesía en cas-
tellano de todas las épocas. En ella aparece el contraste de la suma plasti-
cidad con la estética cruel y deformada y con claros resabios naturalistas:

" Al respecto del tema de Distante, la choza resulta montera


la masturbación femenina, con borla y al sesgo sobre una mollera.
véase el excelente estudio El sitio es ingrato, por fétido y hosco.
de Bram Dijkstra, ídolos de El cardón, el nopal y la ortiga
perversidad, Barcelona, prosperan; y el aire trasciende a boñiga,
Debate-Círculo de Lectores, a marisco y a cieno; y el mosco
1994. pulula y hostiga (vv. 10-16).
135

Un pesado alcatraz ejercita


su instinto de caza en la fresca.
Grave y lento, discurre al soslayo,
escudriña con calma grotesca,
se derrumba cual muerto de un rayo,
sumérgese y pesca.
Y al trotar de un rocín flaco y mocho,
un moreno, que ciñe moruna,
transita cantando cadente tontuna
de baile jarocho.
Monótono y acre gangueo,
que un pájaro acalla, soltando un gorjeo... (vv. 42-53).

En este marco una rústica huérfana se nos describe así:

Blondo y grito e inculto el cabello,


y los labios turgentes y rojos,
y de tórtola el garbo del cuello,
y el azul del zafiro en los ojos.
Dientes albos, parejos, enanos,
que apagado coral prende y liga,
que recuerdan, en curvas de granos,
el maíz cuando es tierno en la espiga.
La nariz es impura, y atesta
una carne sensual e impetuosa... {vv. 73-82).

El naturalismo se hace evidente en la alusión a sus orígenes, aunque,


siempre el contraste romántico, simbólico y modernista, termine con la imagen
cenital que confunde ideal y naturaleza:

La payita se llama Sidonia.


Llegó a México en una barriga,
en el vientre de infecta mendiga
que, del fango sacada en Bolonia,
formó parte de cierta colonia
y acabó de miseria y fatiga.
La huérfana ignara y creyente
busca sólo en los cielos el rastro;
y de noche imagina que siente
besos ¡ay! en los hilos de un astro (vv. 87-96).

Como en los casos vistos anteriormente, esta rapaza, también urgida por
las pulsiones de la naturaleza, deambula confusa por las montaraces sole-
dades hasta sugerirse el incesto;

Y por siembras y apriscos divaga


con su padre, que duda de serlo;
y el infame la injuria y la estraga
y la triste se obstina en quererlo.
Llena está de pasión y de bruma,
tiene ley en un torpe atavismo,
y es al cierzo del mal una pluma...
¡Oh pobreza! ¡Oh incuria! ¡Oh abismo! (vv. 112-119).
.^Meríai
•Modernista 136

En la última parte, el poema se vuelve a sumergir en una rutilante, efec-


tista y mareante descripción paisajística y vuelve a surgir el elemento pro-
vocador de la lujuria en la figura de un «borrego de gran cornamenta/ y
pardos mechones de lana mugrienta» que copula con una oveja. Los versos
finales son antológicos:

La zagala se turba y empina...


y alocada en la fiebre del celo,
lanza un grito de gusto y de anhelo...
¡Un cambujo patán se avecina!
Y en la excelsa y magnífica fiesta,
12 y cuál mácula errante y funesta,
Siendo un poeta de re- un vil zopilote resbala,
gistros tan naturalistas y que
tendida e inmóvil el ala (vv. 166-173).
no vacila en utilizar el lé-
xico local, de su poesía es-
tán ausentes ¡os tópicos del La capacidad de Díaz Mirón para combinar ideal, descripción, anécdota,
mexicanismo, el color local referencias clásicas y humanísticas con su perturbadora visión del mundo
y la mitificación legendaria. aparece por doquier en este Idilio, desde cuyo título ya se nos sugiere el
No encontraremos en él cu-
chillos de obsidiana, ni re- sarcasmo. Como de costumbre, los extremos se tocan, la crueldad y fiereza
ferencias al imperio azteca. del poeta va casi siempre acompañada de la piedad por los desdichados,
13
Parece extraño, de cual- el sarcasmo comparece con el rictus de ternura, el mexicanismo12 con el
quier modo, que dado el am-cultismo. Estamos en pleno revoltijo de tendencias que ejemplifican esa
biente de la época y del mis-
mo México con un fuerte conjunctio oppositorum, tan representativa del fin de siglo y por la que
arraigo de la masonería, Díaz camparon desde el romanticismo a las vanguardias y que tuvo sus referen-
Mirón no tuviera alguna re-
tes más explícitos en simbolismo, modernismo y expresionismo, sin olvidar
lación con estas cuestiones.
Para aclararlo seria impres-los pujos herméticos y teosóficos de los que, al parecer, Díaz Mirón se mantuvo
cindible la buena biografía más alejado que otros contemporáneos, sin que esto implique su exclusión
que reclaman algunos estu- 13
diosos y que, al parecer, no de los mismos . No me resisto a reproducir otros versos paisajísticos de
se ha podido llevar a cabo Idilio que ejemplifican alguna de estas afirmaciones:
por el empeño de los des-
cendientes en obstaculizar, El fausto del orbe sublime
más que en facilitar, las in- rutila en urente sosiego;
vestigaciones. Hecho, por des- y un derribo de paz y de fuego
gracia, frecuente en el ám- baja y cunde y escuece y oprime.
bito hispánico, hasta hace
poco tan buen caldo de cul- Ni céfiro blando que aliente, que rase,
tivo para la gazmoñería. En que corra, que pase.
el caso de Salvador Díaz, Mi- Entre dunas aurinas que otean,
rón sus características per-
tapetes de grama serpean,
sonales pueden explicar los
cortados a trechos por brozas hostiles,
temores. Pero la ocultación
que muestran espinas y ocultan reptiles.
da pábulo a suposiciones que
pueden ser más crudas que Y en hojas y tallos un brillo de aceite
la realidad. No se compren- simula un afeite.
de, en todo caso, la salva- La luz torna las aguas espejos;
guarda de la intimidad a y el mar sin arrugas ni ruidos
más de medio siglo de su reverbera con tales reflejos,
muerte. que ciega, causando vahídos.
137 Modernista
El ambiente sofoca y escalda;
y encendida y sudando, la chica
se despega y sacude la falda,
y así se abanica (vv. 137-156).

Claudia es otro extenso poema (140 versos), repleto de erotismo, en el


que una mujer lucha contra la pasión por su cuñado, encerrándose en su
cámara, desafiando en un esquife al mar embravecido, lanzándose al galo-
pe o azotándose con una soga, alegorías, como se ve, de una pasión desbor-
dada que no hace sino incrementarse con la huida o el cultivo de la expiación:

Y en el espasmo súbito que al vuelo


de la colgante y columpiada soga
muerde y crispa las carnes del chicuelo,
Claudia, gime, se increpa y se desfoga,
y a pezones erguidos mira el cielo
y aun osa blasfemar porque se ahoga (vv. 67-72).

Finalmente se suicida dejando huir su bajel en las mismas aguas mexica-


nas que, pocos años después, verían desaparecer a Arthur Cravan, otro mi-
to de la literatura maldita. El poema, de gran fuerza y originalidad, tampo-
co ha sido estudiado, como tantos otros de Díaz Mirón, que, en su extrañe-
za, parece concitar el miedo o el desvío de los analistas.
Pero también en los poemas estrictamente amorosos en los que parece
excluirse el pujo erótico como «A ti» y «A ella», que parecen mostrar en
la insignificancia de su título el pudor del poeta hacia sus propios senti-
mientos, se muestra la lateralidad de Díaz Mirón. «A ti» es un soneto auto-
biográfico que, según Almoina14, está dirigido, lo mismo que «A ella» a al-
guien que «ilumina una esperanza y... sombrea una decepción». Su violenta
expresividad se vierte en este caso hacia sí mismo, platónicamente, indigno
de merecerla:

...y resulto en mi prez un vil gusano


que a un astro empina la bestial cabeza.
Quiero pugnar con el amor; y en vano
mi voluntad se agita y se endereza
como la grama tras el pie tirano.
Humillas mi elación y mi fiereza;
y resulto en mi prez un vil gusano
que a un astro empina la bestial cabeza (vv. 7-14).
14
Op. cit., pág, 251
No recogen las bibliografías, el ácido y bienhumorado comentario que í5
Antonio Valbuena (Mi-
Antonio de Valbuena, dedicó a este poema en 190215. El leonés, crítico cer- guel de Escalada), Ripios Ul-
val y arbitrario pero agudo y desopilante, es hoy un ausente absoluto, co- tramarinos, Montón 4.a, Ma-
drid, Librería General de Vic-
mo tantos otros que, desde posturas conservadoras, se atrevieron a pugnar toriano Suárez, 1902, págs.
en contra de las valoraciones establecidas. Arremetió contra la Academia, 95-101.
138

contra aristócratas, postrománticos, modernistas y modernos de toda laya


con la gracia y agresividad que hoy echamos tantas veces en falta en los
críticos que, por serlo, automáticamente, se impostan. Entre otras perlas,
tilda al poema de «soneto purgante» y a Díaz Mirón de «poeta mediano»,
aunque lo antepone en su clasificación a «otro poeta mucho peor, Manolín
Gutiérrez Nájera (que ya se murió de puro malo)»l6. Como se ve la cruel-
dad, tanto en la estética, como en otros campos, era moneda frecuente en
la época.
«A ella» es otro soneto en el que también aparece la protesta del amante
desdeñado, éste sí recogido en muchas antologías, y en el que tampoco
falta la nota discordante:
Obrando tú como rapaz avieso,
correspondiste con la trampa al trino,
por ver mi pluma y torturarme preso (vv. 9-11).

La familiaridad con la muerte, tan presente en la cultura mexicana, se


muestra muchas veces cuajada de una extraña atracción y un acentuado
sensualismo. Se habló de «Cintas de sol» en el que se describe la locura
de una madre provocada por la muerte de su hijo y es en el poema siguien-
te, «Duelo», donde Díaz Mirón expresa su propio dolor ante el óbito de
su padre, acontecido en 1895, cuando él se encontraba en prisión de la
que se le dejó salir para visitar el lecho mortuorio: «Llego entre dos esbi-
rros, que no dudan/ de que a un monstruo feroz guardan y aquietan» (w.
1-2). Como reseña Manuel Sol en su edición de Lascas", «este poema... por
sus violentos contrastes entre lo sórdido y lo sublime, lo naturalista y lo
preciosista, las expresiones del lenguaje hablado y las del lenguaje escrito,
los vulgarismos y los cultismos, es considerado por Pedro Caffarel Peralta
como uno de los ejemplos de los que Díaz Mirón entendía como la estética
del brusco/ estímulo mayor («Ecce homo», vv. 7-8)». No faltan en él los de-
jes quevedescos:

Y ante la forma en que mi padre ha sido,


lloro, por más que la razón me advierta
que un cadáver no es trono demolido,
ni roto altar, sino prisión desierta (vv. 16-19),

ni tampoco el extraño retruécano metafísico que es como un destello de


modernidad y concentración expresiva:

Oigo decir de mi destino a un chusco:


«Talento seductor; pero perdido
en la sombra del mal y del olvido...
Perla rica en las babas de un molusco
encerrado en su concha y escondido
en el fondo de un mar lóbrego y brusco... (vv. 42-47).
139

«Al destino la dicha es una injuria» nos va a decir en otro de los grandes
poemas de Lascas («Dea», v. 143) y ésta, tan imbricada en el friso modernis-
ta, consideración de cualquier trayectoria vital nunca va a estar ausente
de la visión diazmironiana.
El poema VIII, fechado un día después del anterior, (5 de enero de 1895)
y titulado «El muerto», nos remite, pues, directamente a otra recreación
del impacto que le causa el cadáver de su padre. En los tercetos finales
vuelve a aparecer todo el expresionismo cruel y sin matizaciones que ca-
racteriza la visión del poeta:

El ojo mal cerrado tiene abertura


que muestra un hosco y vitreo claror de duelo,
un lustre de agua en pozo yerta en su hondura.
Moscas espanto y quito con el pañuelo;
y en la faz del cadáver sombra insegura
flota esbozando un cóndor al par que un velo (vv. 9-14).
Pero es otro soneto, «Ejemplo», una de las más admirables muestras de
la conflictiva y multidireccional estética de la crueldad diazmironiana, en
los poemas que tienen como motivo la muerte. Lo reproduzco completo.

En la rama el expuesto cadáver se pudría,


como un horrible fruto colgante junto al tallo,
dejando testimonio de inverosímil fallo
y con ritmo de péndola oscilando en la vía.
La desnudez impúdica, la lengua que salía,
y alto mechón en forma de una cresta de gallo,
dábanle aspecto bufo; y al pie de mi caballo
un grupo de arrapiezos holgábase y reía.
Y el fúnebre despojo, con la cabeza gacha,
escandaloso y túmido en el verde patíbulo,
desparramaba hedores en brisa como racha,
mecido con solemnes compases de turíbulo.
Y el Sol iba en ascenso por un azul sin tacha,
y el campo era figura de una canción de Tíbulo.
El poema tiene todos los visos de estar basado en una observación real
en unos tiempos en que esta escena no debía ser demasiado extraña en
los caminos mexicanos. Toda la crueldad de la imagen descarnada del fan-
toche ahorcado es expresada con la potencia característica del léxico de
nuestro poeta pero, excepcionalmente, en los últimos versos, se muestra
el contraste con la naturaleza esplendorosa que nos hace considerar este
poema como una muestra de la funesta obra del hombre frente a la belleza
e inocencia del entorno natural. En efecto, ese «horrible fruto colgante»
es como un error («inverosímil fallo») provocado por la acción humana que
convierte lo que debieran ser los carnosos y munificentes frutos del árbol
140

en un espantajo maloliente y patético. La impactante representación visual


del primer cuarteto se incrementa en el segundo con los rasgos naturalis-
tas y preesperpénticos («alto mechón en forma de cresta de gallo») que
siluetean la figura del ahorcado. Como se dijo, sólo una versión del natural
puede explicar los detalles. El contraste con la acción humana se percibe
también en la crueldad de esos arrapiezos que espantan su terror con la mofa.
El contraste del horror y la muerte con la naturaleza viva se vuelve a
plantear en el primer terceto, pero es en esos dos anticlimáticos versos
finales, donde vemos todo el alejamiento del hombre de su paraíso, iodo
el error que constituye su peripecia.
El poema XXX, «Paquito», tiene un tono sentimental y retórico muy dis-
tinto de los hasta ahora comentados, aunque fuera más frecuente en las
etapas precedentes a Lascas. El protagonista es un niño que, en su desvali-
miento, se postra en expiación ante la tumba de su madre («Mamá, soy
Paquito;/ no haré travesuras», repite el estribillo final) como reclamando
ayuda ante lo aciago de su destino. Frente al drama humano y, con una
técnica que algo nos recuerda a la del tan distinto poema visto anterior-
mente, se repite el motivo: «Y un cielo impasible/ despliega su curva». El
sentimentalismo casi dickensiano no tiene la extrañeza de otras ocasiones
pero ofrece una buena muestra de que, sea cual fuere el tono, el universo
mental del poeta abunda en las mismas obsesiones:

Buscando comida,
revuelvo basura.
Si pido limosna,
la gente me insulta,
me agarra ia oreja,
me dice granuja
y escapo con miedo
de que haya denuncia (vv. 25-32).

Me acuesto en rincones
sólito y a oscuras.
De noche, ya sabes,
los ruidos me asustan-
Los perros divisan
espantos y aullan.
Las ratas me muerden,
¡as piedras me punzan... (vv. 49-56).

Papá no me quiere
está donde juzga
y riñe a los hombres
que tienen la culpa.
Si voy a buscarlo,
él bota la pluma,
se pone furioso,
me ofrece una tunda.
141 /Mojdefflistffl
Mamá, soy Paquito;
no haré travesuras.
Y un cielo impasible
despliega su curva (vv. 61-72).

En otro extraordinario poema paisajístico, «Beatus ille», motivado por


!
el contraste entre su estancia en la cárcel y su posterior aposentamiento " La misma referencia al
sauce (v. 58) es otra mues-
en la apacible Xalapa, vuelve a aparecer el tema de la muerte al final del tra de esa conjunción anti-
mismo. Pese a la evidente reminiscencia estoica, Díaz Mirón tampoco pue- tética: vida-muerte. El sau-
de prescindir de su tremendismo y violencia expresiva: ce, símbolo de la muerte por
su morfología, ¡o es también
Sobre anónima huesa de la ley divina y de la in-
árbol piadoso y tétrico derrumba mortalidad, al igual que la
«guirnalda que le pesa», acacia masónica, por la vi-
pompa que treme y zumba vacidad y capacidad de su-
y caricia y plañido es a la tumba. pervivencia de las ramas cor-
tadas y replantadas. V., por
La madre tierra es leve ejemplo, han CkevaHer y
al cadáver que allí se desmorona, Alain Gheerbrant, Diction-
que sólo a un sauce debe naire des symboles, París,
—en los palmos que abona—, LaffonV'Júpiter, 1982, pág.
copioso llanto y liberal corona (vv. 51-60). 849. J.C. Cooper, An illus-
trated encyclopaedia of tra-
El vitalismo visceral del poeta mexicano trasciende, pues, tanto sus visio- ditional symbols, hondón,
nes de lo erótico como de lo tanático y se muestra explosivo en sus mani- Thames and Hudson, 1979,
pág. 192. Philippe Seringe,
festaciones de potencia verbal18. Erotismo, muerte y naturaleza andan con- Les symboles, Genéve, He-
jugados en un mosaico donde se oponen al tiempo que se confunden. Como lios, 1988, pág. 228.
ejemplo de este vitalismo en conjunción con lo erótico puede citarse su 19
Excepcionalmenie no es-
versión en soneto el carpe diem, que titula «Canción medioeval» y en el toy de acuerdo con la opi-
nión de Manuel Sol que co-
que tampoco puede obviar su temperamento y combina la llamada al pla-
menta, en cuanto a los versos
cer con la burla al viejo: 7 y 8: «el poeta sugiere que
la "taimada" Regina, respecto
¡Oh tú la de crin rubia, luenga y rizada, a las "canas" de su mari-
que caída en torrente barre las losas, do repite "las honestas co-
y que volando incita las mariposas, sas" que dicen sobre las ca-
porque así luce aspecto de llamarada! nas de la vejez, pero que
estas palabras tienen tan-
Linajuda Regina que, por taimada, to sentido como las formas
finges al viejo duque modelo a esposas, caprichosas de la espuma
y de sus canas dices honestas cosas, y el ruido de las aguas de
más dignas de la espuma de una cascada. una cascada». Op. cit., pág.
Ven y place al que tiene la voz dorada-, 104. «La espuma de una cas-
y perennes ortigas y eternas rosas, cada» parece más bien su-
y en el talón espuela y al cinto espada. gerir la inconsistencia de la
espuma de una cascada que,
No ignores que los himnos hacen las diosas. pese, a su espectacularidad,
¡Oh tú la de la crin rubia, luenga y rizada, no es sino vapor inaprehen-
que caída en torrente barre las losas!" sible y apariencia. No se ol-
vide tampoco el simbolis-
Incluso en alguno de los escasos poemas a los que pudiéramos tildar mo erótico de ¡os dos sus-
de convencionales, como «A la señorita Julia Zarate», dos serventesios que tantivos.
142

parecen un obvio trabajo de álbum o encargo, aparece la fiereza vitalista


de Díaz Mirón:

No te des al acaso. Dios no envía


ia suprema beldad a cualquier gusto.
¡La manda para ser en la porfía
botín al fuerte y galardón al justo! {vv. 5-8).

Prisión y soberbia
Para un hombre como él, la experiencia de la prisión debió ser más trau-
mática de lo normal. Y Lascas es un libro en gran parte escrito en la cár-
cel, que se incluye en la inmensa cantidad de obras maestras que se gesta-
ron en esas condiciones. Las alusiones a su circunstancia, tan apropiadas
para la manifestación de su estética y visión del mundo no faltan, claro,
en el libro, aunque debamos centrarnos en tres poemas que la tienen como
elemento fundamental. El primero de ellos, «Excélsior» —fechado en la cárcel
de Veracruz en julio de 1892 poco después de la muerte de Federico Wólter
y que, aunque constituye el número V del libro, es el primero de los que
escribió— es un grito de protesta en el que se muestra como en pocos
lugares su carácter pugnaz:

¡Infames! Os agravia
que un alma superior aliente y vibre;
y en vuestro miedo, trastocado en rabia,
vejáis cautivo al que adularais libre.
Cruel fortuna dispensa
favor al odio de que hacéis alardes.
Estoy preso, caído, sin defensa...
¡Podéis herir y escarnecer, cobardes!
Al mal dolor procuren
fuerza y laurel que la razón no alcanza.
¡Aún sé cantar, y en versos que perduren
publicaré a los siglos mi venganza! (vv. 9-20).

La tan característica soberbia del poeta excluye la depresión y lo único


que le interesa reseñar, al par de la injusticia que con él se comete, es
la superioridad y la amenaza con que conmina a sus enemigos.
Cuando llevaba más de tres años de cautiverio, el tono es distinto. En
«La oración del preso», fechado en septiembre de 1895, sin perder un ápice
de virulencia, el poema ya no se dirige a sus enemigos sino que es un plan-
to a semejanza del bíblico Libro de Job en el que el escéptico y extraño
católico que era Díaz Mirón pide socorro a Dios. Sin embargo, hable con
quien hablare, siempre se le reconoce:
143

Habito un orco infecto; y en el manto


resulto cebo a chinche y pulga y piojo;
y afuera el odio me calumnia en tanto.
¿Qué mal obré para tamaño enojo?
El honor del poeta es nimbo santo
y la sangre de un vil es fango rojo (w. 13-18).

Su lengua encuentra registros hoscos, incluso cuando quiere resalta la


misericordia de quien le permite un bastidor de esparcimiento. «Dea» refie-
re sus idealizaciones escapatorias durante su estancia en el hospital de San
Sebastián, al que fue trasladado desde la cárcel por una afección respirato-
ria. En su mirada hay desdén y arrogancia junto al agradecimiento al inno-
minado vigilante:

Al Sur, hermoso como inculto predio,


un parqueciilo ruin en cuyo medio
un zócalo mezquino espera en vano,
con una obstinación que infunde tedio,
la estauta de un grande hombre mexicano.
He ahí mi asilo y mi contorno. Cruda
flegmasía me trajo de mazmorra
a celda en que perezco de modorra
y que, quizá por imitarme, suda.
Compasivo guardián me imparte ayuda;
y cuando halla ocasión me da permiso
de visitar un rato el paraíso (vv. 22-33).

Aún hay otro poema (noviembre de 1892), «A Tirsa», que, al parecer, hace
referencia a una carta de consuelo que recibió el poeta de una misteriosa
corresponsal, escrita con sangre («Y un consuelo has escrito a mis penas;/
y la tinta consagra el favor,/ si es carmín que ha corrido en tus venas/
y por mí no ha pintado un rubor»}. El agradecimiento no excluye la mani-
festación de sus obsesiones:

Trovo aún por venganza en la escoria.


A rivales mi prez causó mal,
y en mi afrenta redoro mi gloria
y en la herida reclavo el puñal (w. 29-32).

¡Qué lejano del patetismo y la conmiseración hacia sí mismo de muchos


de los grandes poemas de Rubén! Sin embargo, no podemos dejar de sentir
cierta ternura hacia alguien que tan paladinamente declara su excelsitud.
Quien era tan proclive a la desmesura y, siendo poeta, no podía dejar de
utiíizarla en apoyo de su vanidad.
144

Rebeldía y malditismo
Ya se habló de los primeros versos Ecce homo como muestra y manifies-
to de la estética diazmironiana. En este poema fundamental aparece tam-
bién —como el título referencia— la personalidad desnuda del autor mez-
clando su destino fatal con el ideal inaccesible en las consabidas formas
simbólicas y empíreas de luz, nube, fulgor, mecanismos ascensionales que
se mezclan con los resabios románticos en forma de cimas y tempestades.
La rebeldía ante el destino, la aspiración al ideal y la inmersión en el barro
eran constantes en la tradición poética más alta desde hace casi un siglo.
Díaz Mirón las expresa quizá con más nitidez que ningún otro poeta de
su contexto;
Ni el santo influjo vuestro
suaviza mi siniestro
destino, donde un estro
enrosca y alza luz.
Y a empuje por caída,
avanzo más la vida,
maltrecha y abatida
como arrastrada cruz.
Mi gloria está en la nube
que por el cielo sube,
llevando, no un querube,
sino una tempestad,
y en el fulgor que anima
la yerma y blanca cima,
la cumbre que sublima
tristeza y soledad (vv. 41-56).
Pero es en el poema XXIV, «Gris de perla» de ostentosos versos icosíla-
bos, donde la inaccesibilidad del ideal alcanza una expresión más directa,
donde la sinceridad del autor reconoce sus batidas en el cieno ante la insu-
ficiencia de la palabra, ante la imposibilidad de la totalidad y la belleza.
Sin llegar a la excelsitud casi sobrenatural de Rubén Darío, sus conclusio-
nes se asemejan a las de ciertos versos de Cantos de vida y esperanza que
abundan en ese resignado patetismo que no era precisamente el de nuestro
poeta. Sin embargo, en «Gris de perla» vemos a un Díaz Mirón que, aún
sin prescindir de sus habituales rasgos expresivos, reconoce el fracaso de
su lucha:

Siempre aguijo el ingenio en la lírica: y él en vano al misterio se asoma


a buscar a la flor del Deseo vaso digno del puro Ideal.
¡Quién hiciera una trova tan dulce, que al espíritu fuese un aroma,
un ungüento de suaves caricias, con suspiros de luz musical!
Por desdén a la pista plebeya, la Ilusión empinada en su loma
quiere asir, ante límpidas nubes, virtud alta en sutil materia!;
145

pero el Alma en el barro se yergue, y el magnífico afán se desploma,


y revuelca sus nobles armiños en el negro y batido fangal.
La palabra en el metro resulta baja y fútil pirueta en maroma,
y un funámbulo erecto pontífice lleva manto de pompa caudal;
y si el Gusto en sus ricas finezas pide nuevo poder al idioma,
aseméjase al ángel rebelde que concita en el reino del mal.
¡Quién hiciera una trova tan dulce, que al espíritu fuese un aroma,
un ungüento de suaves caricias, con suspiros de luz musical!

Pese al reconocimiento del fracaso es él; el poeta rebelde que acosa el


malditismo con orgullo luciferino: «...el Alma en el barro se yergue, y el
magnífico afán se desploma y revuelca sus nobles armiños en el negro y
batido fangal»; «aseméjase al ángel rebelde que concita en el reino el mal».
En «Pinceladas», la luna asume el símbolo del ideal pero, aún en su «sa-
cra majestad, parece/ la cabeza de un dios enfermo y triste» que en su
morbosa apariencia vuelve a representar la imposibilidad de la totalidad
y del cumplimiento del deseo:

Y su místico imán turba la calma,


y prende un ala torpe al grave anhelo,
y suscita en el ponto y en el alma
ciego y estéril ímpetu de vuelo (vv. 31-36).

La inevitable renuncia al ideal puede sumir a Díaz Mirón en la reflexión


desencantada o en la tristeza, pero nunca deja de acompañarla de ese grito
de rebeldía, de esa exigencia a la divinidad a la que caracteria con el reves-
timiento del mal. El poeta debía pensar, como Ionesco, que Dios existe por-
que existen el mal, la mediocridad, la incuria y el fracaso. Y en el soneto
XXXV, significativamente titulado «¡Audacia!», se rebela contra sí mismo
y contra todo, y hace una explícita vindicación de la rebeldía violenta y
depredadora:

Basta de timidez. La gloria esquiva


al que por miedo elude la pelea
y con suspiros lánguidos rastrea,
acogido a la sombra de la oliva.
Sólo una tempestad brusca y altiva
encumbra la pasión y la marea,
y en empinados vértices pasea
el abismo de abajo en el de arriba.
¡Oh rebelde! Conquista la presea;
goza de la hermosura inebriativa
y horror a los demás tu dicha sea.
Arrastra por la gracia la diatriba,
y en empinados vértices pasea
el abismo de abajo en el de arriba.
146

Violencia que llega hasta el reto, la imaginería y el lenguaje. No conozco


ejemplos tan señeros de desafío en la poesía en castellano.

Crueldad y fiereza. Lo «raro»


Aunque se han aducido.suficientes muestras de estos extremos, la con-
textura psicológica del poeta hace que ellos se exhiban hasta en poemas
como «Dea» que quieren buscar la descripción preciosista e idealizante que
le haga olvidar su encierro. Veamos con que agresividad caracteriza al en-
fermero que le narra la historia:

...un cubano feraz en viles tretas,


a un practicante crapuloso y pigre,
a un mancebo de sórdidas chancletas,
facha de orangután, gesto de tigre (w. 69-72).

O la impresionante descripción del parto en que sucumbe la madre:

¡Qué suplicio el del parto! ¡Cuál estreno!


Fruto de humano amor cumple lo escrito:
no se desgaja sin romper un seno
y no respira sin lanzar un grito.
Fausto auroral surgió del horizonte;
y a la sangrienta luz que despuntaba,
y en el aroma del cercano monte,
y en las perlas de un trino de sonsonte,
¡ay! la madre infeliz agonizaba.
Por hemorragia sucumbió al puerperio.
El cadáver cayó bajo el imperio
de la Química, numen de las cosas,
y es en el más humilde cementerio
polvo siempre fecundo en tuberosas (w. 94-107).

Se vio también cómo la visión del paisaje estaba teñida de morbo, viru-
lencia y crueldad en el erótico Idilio, pero es en Lance donde ésta se revela
sin matices: un viejo borracho aparece frente a él en el camino proclaman-
do impertinencias. Salvador Díaz Mirón —en extraños dodecasílabos de de-
siguales miembros: siete y cinco sílabas— nos estampa con sarcasmo su reacción:

Paro el corcel fogoso y alzo la fusta...


—Occiduo Sol corona cúspide augusta,
y el ebrio tiene al rubio y oblicuo rayo
sangre a linfas rebeldes que aún pinta el sayo—.
Y me afirmo en el potro, y él se me asusta,
y al anciano derriba y en lodo incrusta (vv. 13-18).

Otra vez el paisaje es un testigo contrapuntual de la fiereza del hombre.


Pero siempre llama la atención la originalidad de los temas y ía actitud.
147 'Modernista
El gusto por lo raro, tan característico del fin de siglo, y que tantos ejem-
plos muestra en sus artes plásticas no es tan frecuente en la literatura.
Sin embargo, además de las citas ya reseñadas tiene su manifestación em-
blemática en dos poemas de Lascas: «La giganta» y «Avernus». El primero
está compuesto por dos sonetos de dieciséis sílabas en el que, siguiendo
el orden convencional de la cabeza a los pies, nos describe a una mujer
monstruosa que, evidentemente, recuerda a las serranas y a la géante bau-
deleriana pero con criterios absolutamente propios y originales que se ade-
lantaban claramente a la estética expresionista20.

Es un monstruo que me turba. Ojo glauco y enemigo


como el vidrio de una rada con hondura que, por poca,
amenaza los bajeles con las uñas de la roca.
La nariz resulta grácil y aseméjase a un gran higo (vv. 14),

Evidentemente, encontramos también aqui resabios gongorinos. No sólo


traídos por la presentación del «monstruo» y la inmediata referencia al
«ojo glauco y enemigo» que nos hace recordar a Polifemo, sino por la dis-
posición oracional: ese hipérbaton que coloca aislado al adjetivo poca, que
debiera acompañar a hondura. 0 esa metáfora tan del lenguaje e imagina-
ción del cordobés que constituye el tercer verso.
Otras muchas veces, el lector encuentra un deje de Góngora en la lengua
de Lascas. Sin embargo, Arturo Torres Rioseco y Antonio Castro Leal nie-
20
gan totalmente la influencia. Dice este última: La atracción por estos
temas fue, no obstante, muy
evidente en la época. Recuér-
...es evidente que de los grandes poetas españoles Góngora es el que menos podía dese la entonces muy popu-
impresionar a Díaz Mirón como modelo. Este pidió siempre a la poesía fuerza y clari- lar Biblioteca de las mara-
dad, y el autor del Poíifema y las Soledades tenía otras virtudes que no seducían villas, que publicó entre otras
al bardo mexicano, a quien repugnaban sin duda la línea barroca y los misteriosos muestras similares monogra-
claroscuros gongorinos21. fías sobre bufones, enanos
y gigantes, etc. Fue, sin em-
A despecho de un análisis más detenido de estos aspectos, mi opinión bargo, en la primera déca-
da del siglo cuando ese gusto
difiere totalmente de la del buen crítico mexicano.
se hizo evidente en lodos
Góngora se pierde de vista en el cuarto verso que es como un estallido los ámbitos, tanto en las van-
chocarrero enfatizado por el extraño oxímoron entre los dos miembros del guardias con sus distintas
versiones del expresionismo
verso. La comparación de la nariz con elhigo nos vincula también a la como en los ámbitos más
androginia" propia de este tipo de descripciones de la mujer disforme. En populares, por ejemplo, con
efecto, la gran nariz en el folklore es elemento típicamente masculino, mientras la edición de tarjetas pos-
tales que reproducían esce-
el higo —otro oxímoron— es una metáfora lexicalizada del sexo femenino. nas altamente pintorescas,
impresionantes o crueles.
2!
La guedeja blonda y cruda y sujeta, como el trigo Op. cit., pág. 160.
22
en el haz. Fresca y brillante y rojísima la boca, V. el excelente ensayo de
en su trazo enorme y burdo y en risa eterna y loca. Elémíre Zoila, Androginia,
Una barba con hoyuelo, como un vientre con ombligo (w. 5-8). Madrid, Debate, 19%.
148

Además de los enfáticos polisíndetones, llama la atención la originalidad


de los dos símiles. El primero por la audacia y el segundo por su extrañe-
za. Otra vez, el último verso del cuarteto incorpora el elemento grotesco.
Tetas vastas, como frutos del más pródigo papayo;
pero enérgicas y altivas en su mole y en su peso,
aunque inquietas, como gozques escondidos en el sayo.
En la mano, linda en forma, vello rubio y ralo y tieso,
cuyos ápices fulguran como chispas, en el rayo
matinal, que les aplica fuego inmóvil con un beso (vv. 9-14).
De nuevo el polisíndeton y las atrevidas comparaciones. Pero extraña,
sobre todo, el carácter aparentemente positivo otorgado al vello de la mano
que contrasta con el de las piernas que van a describir a continuación:
¡Cuáles piernas! Dos columnas de capricho, bien labradas,
que de púas amarillas resplandecen espinosas,
en un pórfido que finge la vergüenza de las rosas,
por estar desnudo a trechos ante lúbricas miradas.
Albos pies, que con eximias apariencias azuladas
tienen corte fino y puro. ¡Merecieran dignas cosas!
¡En la Hélade soberbia las envidias de las diosas
o a los templos de Afrodita engreír mesas y gradas! (vv. 15-22).
La tan eróticamente manoseada atracción por el pie femenino parece conmover
al poeta. ¿Ironía? ¿0, de nuevo, esa pasión por el contraste que constituye
la línea más constante de su pensamiento?
¡Qué primores! Me seducen; y al encéfalo prendidos,
me los llevo en una imagen con la luz que los proyecta,
y el designio de guardarlos de accidentes y de olvidos.
Y con métrica hipertrofia, no al azar del gusto electa,
marco y fijo en un apunte la impresión de mis sentidos,
a presencia de la torre mujeril que las afecta (w. 23-28).
Naturalismo formal en la alusión al encéfalo y naturalismo en la observa-
ción de la realidad en esa «luz que los proyecta» que, una vez más, parece
sugerir un apunte tomado de la realidad que Díaz Mirón parece querer
reservar atesorado en su memoria. Pero siempre, extrañeza, aparición de
elementos inesperados como esa referencia a la «métrica hipertrofia» de
los sonetos que, por cierto, muestra la honda preocupación que por las
cuestiones métricas y rítmicas distinguió a Díaz Mirón, superior, incluso,
a la de los más grandes poetas del modernismo. Uno de los elementos más
curiosos en este terreno fue su designio, a partir de Lascas, de no escribir
un solo verso que repitiese una vocal acentuada, tónica u ortográficamente.
La musicalidad que el efecto consigue quizá pueda no compensar la dificul-
tad y atención que tal dogma requiere. De lo que tuvo conciencia el archia-
tento considerador de las cuestiones estéticas que fue el mexicano:
>Galeria\
149 ¡Modernista
A nadie aconsejo esta manera, que a veces esteriliza, y que no debe incluir sacrifi-
cios de imágenes e ideas, mas antes inspirarlas; guardóme de erigirla en dogma: no
por ardua, que de vencer dificultades la belleza resulta,.,23
El otro poema donde la rareza llega hasta el argumento es «Avernus».
Dos adúlteros son sorprendidos por un terremoto que descubre su unión.
En los cuatro primeros serventesios nos presenta a los personajes: «un re-
cio astur» que tiene por norte «conservar el amor de la consorte,/ y con
él y caudal volver a España»; «una montañesa —diminuta/ como todo primor—,
suelta y picante» y el adúltero, «un mozo andaluz, guapo, despierto,/ y en
corromper a las labriegas ducho».
Las cinco estrofas siguientes nos describen, sin transiciones, el terremoto
con toda la parafernalia que era de esperar.

¡Espantoso el temblor, que de improviso


cambia el curso a las linfas, y despeña
la roca y el alud, y agrieta el piso,
y torna el pobre hogar montón de leña! (vv. 17-20).
Otra vez, la impresión de escuchar a Góngora. Pero, inmediatamente, cambia
1 registro y nos aparece el campesino desbaratado buscando a su María
ntre ruinas y escombros. Lo que encuentra lo vuelve a contrapuntear con
i impasible descripción del paisaje:
¡Y ve dos cuerpos cual de mate yeso,
desnudos, enlazados, uno encima
del otro, muertos en la flor del beso!
El Poniente descoge su escarlata;
y, como signos de crudeza y lloro,
Selena muestra su segur de plata
y Véspero su lágrima de oro (vv. 30-36).

.os cuatro serventesios finales nos narran el suicidio de Ginés y el vagar


• la sombra de su espíritu, todavía atormentado por los celos «igualmen-
nexhaustos». Para acabar con el «pavoroso grito» que proclama su desgracia:

¡Maldición para el alma, por eterna,


¡ay! porque su tormento es infinito (vv. 51-52).
n esta ocasión el poeta —que lleva su singularidad hasta este extremo-
confirma en nota final lo que, se ha dicho, parece una constante poco
nada por los comentaristas de Lascas, su continua inspiración en la
'rienda u observación personal: Díaz Mirón leyó un caso así en la «sec- 23
Carta acompañando al
de variedades» de un periódico. El marido no terminó suicidándose envío de su poema Los pe-
enloqueció. regrinos, citado por Anto-
nio Castro Leal, op. cit., pág.
Avernus procede de ahí. Tomé el fondo de la narración, puse otras círcunstan- 136.
24
y jugué con la idea de la inmortalidad del alma24. Lascas, ed. cit., pág. ¡61.
'Modernista 150

La rareza, violencia y rebeldía de los poemas de Díaz Mirón fue notoria,


incluso para sus contemporáneos, tan versados en ellas. Manuel Gutiérrez
Nájera le dedicó unos versos25 que pueden servir de adecuado colofón a
este trabajo.

Tienes en tu laúd cuerdas de oro


que el soplo del espíritu estremece.
Y tu genio, como alto sicómoro,
entre borrascas y huracanes crece.
No te brinda la musa sus favores
entre mirtos y rojas amapolas;
cuando quieres gozar de sus amores
la acechas, la sorprendes y la violas.
Tu verso no es el sonrosado efebo
que en la caliente alcoba se afemina:
vigoroso como Hércules mancebo,
acomete, conquista y extermina.

Javier Barreiro

25
Que fueron también des-
mantelados por Antonio de
Valbuena en su primer mon-
tón de Versos ultramarinos,
La novela modernista: poetizar la
2.a edición, Madrid, Libre-
ría General de Victoriano
Suárez, 1900, págs. 249 y ss.
existencia
Gutiérrez Nájera osó criti-
car los Ripios vulgares del
crítico leonés y, en adelan-
te, éste cayó sobre él con La antesala era linda y pequeña, como que se tiene que ser pequeño para ser lindo.
la fiereza, gracia y parcia- De unos tulipanes de cristal trenzado, suspendidos en un ramo del techo por un tubo
lidad que le caracterizaban.oculto entre hojas de tulipán simuladas en bronce, caía sobre la mesa de ónix la clari-
El poema a Díaz Mirón no dad anaranjada y suave de la lámpara de luz eléctrica incandescente. No había más
figura recogido en el reper- asientos que pequeñas mecedoras de Viena, de rejilla menuda y madera negra. El
torio de Manuel Gutiérrez . pavimento de mosaico de colores tenues que, como el de los atrios de Pompeya, tenía
Nájera que manejo: Poesía la inscripción «Salve», en el umbral, estaba lleno de banquetas revueltas, como de
completa, México, Premia, habitación en que se vive: porque las habitaciones se han de tener lindas, no para
1979. enseñarlas, por vanidad, a las visitas, sino para vivir en ellas. Mejora y alivia el con-
151 iÑodernisfet
tacto constante con lo bello. Todo en la tierra, en estos tiempos negros, tiende a reba-
jar el alma, todo, libros y cuadros, negocios y afectos, ¡aun en nuestros países azules!
Conviene tener siempre delante de los ojos, alrededor, ornando las paredes, animando
los rincones donde se refugia la sombra, objetos bellos, que la coloreen y la disipen1.

E In estos tiempos negros de los que habla Amistad Funesia de José Mar-
tí, regidos por los valores de interdependencia burguesa, el arte modernis-
ta se alza contra el materialismo de su sociedad y su época, que tiende,
como dice el narrador martiano, a rebajar libros y cuadros, negocios y
afectos, todo, el alma.
La linda antesala de los Jerez es en Amistad Funesta (205) una respuesta
estética que, como resolución contra el materialismo, cobra una dimensión
espiritual. Se trata, en sí, de una respuesta artística que opone a los «tiem-
pos negros» de la sociedad burguesa el «azul» modernista, el «azul» del
ideal, algo que acaba desembocando en una posición americanista en la
que el modernismo alza «nuestros países azules» contra «los tiempos ne-
gros de la modernidad, de la civilización»: de ahí el «azul» de Sol del Valle,
la naturaleza, en Amistad Funesta, o el «azul» de María, la Venezuela idea-
lizada de Alberto, en ídolos Rotos de Manuel Díaz Rodríguez.
La reacción del «azul» modernista, sin embargo, no será simplemente
una respuesta espiritual e idealista: tras ello subyace una posición de mer-
cado: una posición de defensa del arte y su aura frente a unas condiciones
de mercado que le eran desfavorables. Tras el «azul» y su reacción ideal
y espiritual se descubre, en suma, la «teología del arte» que el modernis-
mo, al compás de Europa, articuló como respuesta a las nuevas condicio-
nes que el mercado burgués imponía. De ahí la sacralización del espacio
artístico y la mitología del «taller», el coleccionismo y ei culto artístico
al interior, que, como veremos, es un intento de acotar un espacio para
el arte frente a los términos de intercambio que presidían la nueva coyuntura.
Tanto la búsqueda espiritual (mística, ocultista o esotérica) como la reso-
lución antiburguesa y antimaterialista de los modernistas, incluida su di-
mensión de posición de mercado, son, en fin, resoluciones, búsquedas y
posiciones de raíz estética.
1
Se trataba, en efecto, de oponer a la sociedad burguesa y sus valores José Martí, Amistad Fu-
la «chifladura del arte»; el modernista hacía, así, profesión de fe en el arte, nesta (en Obras Completas,
La Habana, Edil Nacional
y, con ello, alzaba contra los «negros» tiempos que le tocó vivir sus propias de Cuba, 196345, Vol XVIII,
coordenadas, las trazadas por la reina Mab: la existencia estética. pp. 191-272}, p. 205.
'Modernistai 15;

Ése es el gesto que Silva dejó cabalmente reflejado en su «Carta abierta


a doña Rosa Ponce de Portocarrero», en la que recuerda una velada en
1888 en que conversó de arte con dicha dama mientras el resto hablaba
de negocios:

... usted y yo, más felices que otros que pusieron sus esperanzas en el ferrocarril
inconcluso, [...], en todo eso que interesa a los espíritus prácticos, tenemos la llave
de oro con que se abre la puerta de un mundo que muchos no sospechan y que des-
precian otros; [.,,]; es que usted y yo preferimos al atravesar el desierto, los mirajes
del cielo a las movedizas arenas, donde no se puede construir nada perdurable; en
una palabra, es que usted y yo tenemos la chifladura del arte, como dicen los profa-
nos, y con esa chifladura moriremos...2.

En esta «chifladura del arte» se sumergieron los artistas modernistas:


«La literatura fue mi juego, mi morfina, mi vicio, mi ebriedad»3, dice Mon-
fort en Redención de Ángel de Estrada: es la vivencia estética de quienes,
rebeldes ante el mundo de prosa burgués que habla del ferrocarril, respon-
den con la poetización de la vida. No es una huida ni un refugio, es la
embriaguez y el deslumbramiento ávido del arte, la posibilidad de empa-
parse de un mundo «azul» que sobrepase las imposiciones y las limitacio-
nes de una sociedad «práctica». Por eso, cuando Darío quiso definirse, la
palabra «poesía» le dio la clave:

En verdad, vivo de poesía. Mi ilusión tuvo una magnificencia salomónica. Amo la


hermosura, el poder, la gracia, el dinero, el lujo, los besos y la música. No soy más
que un hombre de arte. No sirvo para otra cosa4.

2
Reproducida en Obras Estamos ante la prédica modernista de la «fusión arte-vida», ante la exis-
Completas (Prosa y verso), tencia artística que funde el arte con la vida. Se trata de esa perfecta alea-
Bogotá, Litografía Villegas ción que representa, por ejemplo, el músico Alejandro Martí en Sangre Pa-
¡Biblioteca de autores colom-
bianos, 99], p. 44. tricia del venezolano Díaz Rodríguez:
3
Ángel de Estrada, Reden- En él, para entonces, ya se había realizado la más completa unión del arte con
ción, en Antología. Prosa, la vida. El hombre de voluntad y el creador de belleza iban en él como dos gemelos
sel. y pr. de Juan Pablo de igual perfección y distinta hermosura, siempre de acuerdo el uno con el otro. Mien-
Echagüe, Buenos Aires, Ángeltras ganaba el pan de su cuerpo con lecciones de piano a señoritingas obtusas, pro-
de Estrada y Cía Editores, s.f.
veía el sustento de su espíritu en el hogar de su vida interior, cultivando y embelle-
4
En «Los colores del es- ciendo esta vida como un jardín cerrado. Con la savia de su juventud creaba flores,
tandarte», Poesías y prosas y con éstas, de tiempo en tiempo, celebraba en todo el ámbito de su jardín la primave-
raras, Santiago, Prensa de ra de la música5.
la Universidad de Chile, 1938,
p. 68. Fue un artículo re- La novela del modernismo, en tanto novela de arte y artistas, pone en
producido en Nosotros, Bue-
nos Aires, febrero de 1916.juego esta vivencia del poeta modernista. En ella encontramos la reflexión
5
Manuel Díaz Rodríguez, de la estrategia del poeta ante la «realidad». Es una estrategia de rechazo
Sangre Patricia (en Narra- frente a la «realidad burguesa» de su tiempo, la «realidad» de Max Nordau,
tiva y Ensayo, pr. de Or- la «realidad» del «rey burgués», como diría Darío. Nadie mejor que José
lando Araujo, Caracas, Bi-
blioteca Ayacucho, 1982, pp.Fernández en De Sobremesa, la novela del colombiano José Asunción Silva,
163-234), p. 198. para catalizar esa dialéctica:
vSaíería\
153 iModerniáai
No soy práctico [...]. Percibir bien la realidad y obrar en consecuencia es ser prácti-
co. Para mi lo que se llama percibir la realidad quiere decir no percibir toda la reali-
dad, ver apenas una parte de ella, la despreciable, la nula, la que no me importa.
¿La realidad?... Llaman la realidad todo lo mediocre, todo lo trivial, todo lo insignifi-
cante, todo lo despreciable; un hombre práctico es el que poniendo una inteligencia
escasa al servicio de pasiones mediocres, se constituye una renta vitalicia de impre-
siones que no valen la pena de sentirlas. De esa concepción del individuo arranca
la organización actual de la sociedad, que el más ilustre de sus detractores llama
«una sociedad anónima para la producción de la vida de emociones limitadas», y esa
concepción de la vida sirve de base estética de Max Nordau que clasifica las verdade-
ras obras de arte como productos patológicos y a la asquerosa utopía socialista que
en los falansterios con que sueña para el futuro, repartirá por igual pitanza y vestidos
a los genios y a los idiotas. ¡La realidad! ¡La vida real! ¡Los hombres prácticos!...
¡Horror!... Ser práctico es aplicarse a una empresa mezquina y ridicula...6.

Rebelarse contra lo que Max Nordau y su «práctica» sociedad «llaman


realidad» pasa para el modernista por poetizar la vida, por embriagarla
de arte, por darle un sentido estético. Pero mientras que este rechazo y
rebeldía frente a la sociedad es un gesto romántico, la actitud en que se
resuelve, sin embargo, dista mucho de la pasión y la acción románticas:
«poetizar la vida», ahora, es una actitud pasiva que encuentra en el «inte-
rior» y el «sueño» su medida existencia!.
El gesto de rechazo que el modernismo hereda del romanticismo se re-
suelve desde el «interior». Byron ha muerto y la «aventura», ahora, es la-
bor creativa de la imaginación. De la pasión al decoro. De la acción a, la
ilusión. La actualización de mundos lejanos y mejores es para estos artistas
rebeldes de fin de siglo tarea de la imaginativa sobreexcitada e hipersensi-
ble, de la fantasía y el sueño, de la ilusión: es tarea estética.
El desprecio frente a la estrechez de la sociedad y su «realidad» se encie-
rra y define, ahora, en el «interior» modernista, en el «interior» que acota,
por ejemplo, De sobremesa, capaz de ser «una ronda fantástica». De ahí
que Sáenz, hastiado «del ambiente mezquino y prosaico» que dice vivir en
su trabajo como médico, acuda al salón de José Fernández en busca de
un mundo poético. El mismo Sáenz lo explica:

... no visito a nadie y los sábados entro aquí a encontrar el comedor iluminado a
giorno por treinta bujías diáfanas y perfumado por la profusión de flores raras que
cubren la mesa y desbordan, multicolores, húmedas y frescas, de los jarrones de cris-
tal de Murano; el brillo mate de la vieja vajilla de plata marcada con las armas de
los Fernández de Sotomayor; las frágiles porcelanas decoradas a mano por artistas
insignes; los cubiertos que parecen joyas; los manjares delicados, el rubio jerez añejo,
el johanissberg seco, los burdeos y los borgoñas [...], y luego, en el ambiente suntuoso
de este cuarto, el café aromático como esencia, los puros riquísimos y los cigarrillos ft
que perfuman el aire...7. José Asunción Silva, De
Sobremesa (en Obras Com-
Para fines de siglo, el «interior» cobraba una dimensión psíquica de «uni- pletas, coord, y ed, de Héctor
H. Orjuela, Colee. Archivos
verso» privado. Walter Benjamín lo plantea, atestiguando, con ello, la acti- (7), 1990, pp. 227-351), p. 2%.
7
tud que el personaje de De Sobremesa nos acaba de revelar: Ibídem, p. 230.
]
Moderni&t!a\ 154

Para el ciudadano privado, por primera vez el espacio de vivir se empezó a distin-
guir de su lugar de trabajo. El primero se constituyó en el «interior» [.,,], nacen las
fantasmagorías del interior. Éste representó el universo para el ciudadano privado.
En él reunió lo lejano en el espacio y en el tiempo. Su estudio era un palco en el
teatro del mundo8.

La novela, especie de «laboratorio» que deconstruye el modernismo y sus


actitudes, es escenario de esta vivencia del «interior». Objetivamente, sus
interiores reflejan el estatus de «nuevo rico» que vive el burgués [u oligar-
ca aburguesado] hispanoamericano, que, para los tiempos modernistas, po-
día permitirse el lujo del arte y reproducir en el interior de sus casas el
cosmopolitismo de pastiche que la misma arquitectura urbana reflejaba.
Estéticamente, son interiores de «museo», interiores de coleccionistas que
resumían la historia del arte y el arte universal en sus paredes. Verdaderas
labores de estetas, son «universos» ordenados artísticamente. Son la atmós-
fera necesaria para la existencia estética y sus fantasmagorías. El «inte-
rior» de estas salas se ofrece como el correlato del «interior» vivencial de
aquellos que, si vivían acaso como burgueses, podían trascender ese cerco
desde el palco de su espacio privado. La «Torre de los Panoramas» de He-
rrera y Reissig fue, por ello, un rótulo más que significativo. Plagada la
novela modernista de interiores de lujo de «nuevo rico» que acotaban un
universo poético como estrategia existencial, basten dos de tantos ejemplos:

• La salita con las paredes tendidas de una sedería japonesa, amarilla como una
naranja madura, y con bordados de oro y plata hechos a mano, amueblada sobriamen-
te con muebles que habrían satisfecho las exquisiteces del esteta más exigente; la
alcoba tapizada de antiguos brocateles de iglesias, desteñidos por el tiempo; con su
mobiliario auténtico del siglo XVI y el cuarto de baño, donde lucía una tina de cristal
y de níquel, sobre la decoración pompeyana de las paredes y del piso, sugerían la
idea de que algún poeta que se hubiera consagrado a las artes decorativas, un Walter
Crane o un William Morris, por ejemplo, hubiera dirigido la instalación, detalle a
detalle (Sala de Lelia Orlof, en De Sobremesa, op. cit., p. 254).
• ,..él estaba recostado en el sofá Luis XVI y ella arrodillada en el suelo, sobre
la piel de oso blanco que se extendía delante de aquel mueble. A la mortecina luz
que entraba por las persianas, entreabiertas apenas, distinguíase una verdadera pro-
fusión de objetos artísticos, puestos aquí y allá con estudiado desorden, interceptando
el paso por todas partes. Tapices flamencos muy bien imitados, lienzos de buenas
firmas, dibujos estrambóticos y armaduras y caretas japonesas cubrían las paredes
y subían hasta el techo, adquiriendo en la penumbra formas raras y caprichosas. To-
*' Walter Benjamín, «París,do tenía allí sello personalísimo, hasta el penetrante y exótico perfume que embalsa-
capital del siglo XIX», en maba el aire y que hacía pensar, no sé por qué, en las cosas de encantamiento (Sala
Sobre el programa de la fi- de Sara, en El extraño9).
losofía futura, Barcelona,
Planeta Agostini, 1986, p. 132.El mundo novelesco que acotan las novelas de arte y de artista del mo-
9
Carlos Reyles, El extraño
dernismo es la «realidad» en que se resuelve la existencia estética con la
(en Cuentos Completos, Mon-
que el artista se enfrenta a la «realidad» de su sociedad. El espacio que
tevideo, Arca, 1968, pp. 37-83),
p. 50. enmarcan, crean y recrean estas novelas, en efecto, se construye y define
155 'Modernista
por la misma avidez sincrética y vivencia poética que, por ejemplo, se ob-
serva, significativamente, en la mesa de trabajo del protagonista de De Sobremesa:

Había sobre tu mesa de trabajo un vaso de antigua mayólica lleno de orquídeas


monstruosas; un ejemplar de Tíbulo [...]; el último libro de no sé qué poeta inglés;
tu despacho de General [...]; unas muestras de mineral de las minas de Río Moro
[...]; un pañuelo de batista perfumado [...], y presidía esa junta heteróclita el ídolo
quichua que sacaste del fondo de un adoratorio, en tu última excursión, y una estatue-
ta griega de mármol blanco10.

La «realidad novelesca» es, de este modo, una realidad poetizada. La mis-


ma mirada culturalista que rige la prosa de estas novelas se convierte en
la medida vivencial de sus personajes. La atmósfera novelada es una at-
mósfera retenida en lienzos y evocada en músicas. Los personajes respiran
un mundo de artificio poético que se alza sobre la «realidad» práctica y
mediocre que más arriba despreciaba Fernández, respiran un aire concebi-
do como música y pintura, con espesor de museo y densidad intertextual:
Sentada ella al piano, al vibrar bajo sus dedos nerviosos el teclado de marfil, se
extendía en el aire dormido la música de Beethoven, y en la semioscuridad, evocada
por las notas dolientes del nocturno y por una lectura de Hamlet, flotaba, pálido y
rubio, arrastrado por la melodía como por el agua pérfida del río homicida, el cadá-
ver de Ofelia, Ofelia pálida y rubia, coronada de flores... el cadáver pálido y rubio
coronado de flores, llevado por la corriente mansa... (De Sobremesa, op. cit., pp. 242-243).

Construyendo un mundo, que vuela poéticamente sobre el tiempo y la


vida en que les tocó nacer, las novelas de arte y de artista, al compás de
los poetas modernistas, reflejando y reflexionando sus actitudes, «materia-
lizan» en sus páginas la fusión arte-vidaque ellos experimentaron. «En ver-
dad, vivo de poesía», confesaba Darío, como lo confiesa, por ejemplo, Fer-
nández en De Sobremesa: «todo se complica dentro de mí, y toma visos
literarios, una curiosidad se agrega a otra, los atractivos de ¡a obra de arte
me hacen olvidar los más graves intereses de la vida...» (p. 296), y, más
adelante: «me entretengo en describir, poseído de mi eterna manía de con-
vertir mis impresiones en obra literaria...» (p. 302).
Todo toma «visos literarios» para los personajes de estas novelas. Los
artistas que las componen padecen todos de esa «manía» a la que alude
Fernández. Protagonistas novelescos, los poetas, pintores y músicos captan
la realidad con mirada y sensibilidad artística, y desde los mismos presu-
puestos estéticos que sus autores. Sirva como ejemplo la forma en que Al-
berto, escultor protagonista de ídolos Rotos, percibe la naturaleza. Alberto, 10
José Asunción Silva, De
atestiguando en su manera de vivir y mirar la misma poética que su narra- Sobremesa, op. cit., p. 231.
11
dor, percibe el paisaje con ojos de artista impresionista, recordándonos a Rubén Darío, «En busca
de cuadros», de En Chile,
Darío y su «poeta lírico incorregible» que sube al cerro Alegre de Valparaí- incluido en Azul..., Madrid,
so «en busca de impresiones y cuadros»": Austral, 1972, pp. 91-92.
>Galeríav
]
Moderíií<áa\ 156

Tan escrupulosa y sagrada atención Alberto ponía en seguir los cambios de la luz
y las diversas tintas de las aguas y del cielo, que algunos crepúsculos, con su? más
imperceptibles pinceladas, quedábansele hasta mucho tiempo después resplandecien-
do en la memoria. Ya era un ocaso en que un largo nubarrón plomizo, como densa
faja de brumas, ocupaba el horizonte; por sobre la nube, un haz de tintas pálidas,
que se desmayaban y morían como pétalos de flores enfermas; debajo entre la nube
y las aguas del mar, una tenue raya de color de fuego, como hecha con pincel fino
y primoroso...12.

Hacer arte de la vida, pose del gesto, poesía de la palabra..., ésa es la


prédica de los personajes de estas novelas en las que el modernismo des-
pliega su andadura poética. Incluso en La gloria de don Ramiro de Enrique
Larreta, desde la España del barroco, tiempo que, como el modernista, im-
ponía el decorado y la pose escénica, el mundo como teatro, nos presenta
a todo un coleccionista artístico, todo un esteta que, traspuesto a fines
del XIX, bien podría encarnarse por su actitud estética en un Dorian Gray,
para quien la vida era «la primera y más grande de las artes». Se trata
de don Alonso Blázquez Serrano:

Amaba los ricos objetos, el aparato palaciego, la numerosa servidumbre. La mucha


hacienda servía ante todo, según él, para no envilecerse en ganarla y poder mostrar
mejor la alta guisa del ánimo [...]. Pensaba que por encima de todo acto del hombre
debía palpitar un gesto generoso y brillante, como la pluma en el sombrero.
Su lujo en el vestir burlaba las pragmáticas. Nadie usaba en la corte espada más
larga que la suya, ni lechuguilla más elegante y más ancha. Hacía tejer en Milán
sus brocados y brocaletes..., y sólo los lapidarios de Florencia eran dignos de grabar
el ónix y la cornalina para el sello de sus sortijas y el pomo de sus dagas13.

El modernismo íleva a su novela la vivencia estética que sus artistas con-


virtieron en máxima. Las mismas conversaciones, conducidas «con bridas
de oro», y los mismos gestos que dan vida al mundo novelesco son artificio-
sos productos estéticos, movimientos calculados con finura artística. Así,
por ejemplo, se mueve y se concibe Guzmán en El extraño, haciendo de
la vida una obra de arte. Guzmán compone su apostura con el mismo cui-
dado con el que cincela sus versos, sus «Zafiros», y ritma sus gestos con
la misma unción con que pule sus uñas y se atavía cada día. Cada uno
de sus gestos tiene factura estética, cada escena de su vida parece elabora-
12 da desde su «taller», con una radical conciencia del artificio que conlleva:
Manuel Díaz Rodríguez,
ídolos Rotos (en Narrativa.
y Ensayo, pr. de Orlando ...Guzmán, con la serenidad del artista absorbido en su obra, la cubría de violetas.
Araujo, Caracas, Biblioteca Tenia la canasta en la mano, y sin levantarse iba cogiendo los ramilletes y poniéndo-
Ayacucho, ¡982, pp. 3-163), los con peregrino arte en la cabeza, sobre el busto y el cuello de su amada.
p. 122. De vez en cuando echábase hacia atrás para estudiar el efecto...14.
u
Enrique Larreta, La glo- Impregnadas del arte de sus poetas, pintores y músicos, las novelas mo-
ria de don Ramiro, Madrid,
dernistas ritman sus acciones con la misma conciencia con que se libran
Espasa-Calpe, 1955, pp. 29-30.
14
Carlos Reyles, El extra- a su tarea de coleccionistas. Como los gestos y la compostura, los objetos
ño, op. cit., pp. 63-64. que pueblan estas novelas materializan la existencia estética de sus perso-
v(tMería\
157 iModernistai
najes. Ahí, por ejemplo, las tazas en las que los personajes de Amistad Fu-
nesta realizan un gesto tan cotidiano como tomar chocolate. Sí, tazas con
dimensiones simbólicas y trabajadas con filigrana de esteta:

Las tazas eran de esos coquillos negros de óvalo perfecto, que los indígenas realzan
con caprichosas labores y leyendas [...]. Y estos coquillos negros estaban muy pulidos
por dentro, y en todo su exterior trabajados en relieve sutil como encaje. Cada taza
descansaba en una trípode de plata, formada por un atributo de algún ave o fiera
de América, y las dos asas eran dos preciosas miniaturas, en plata también, del ani-
mal simbolizado en la trípode15.

El gesto de rebelión y rechazo antiburgués y, por ende, antisocial que


conllevaba el resolverse por la existencia estética no deja de insertarse,
sin embargo, en la dialéctica autocrítica y paradójica del modernismo.
Por ello, De Sobremesa, la misma novela que marca el culmen de la exis-
tencia estética como estrategia espiritual frente a la mediocridad que los
burgueses «llaman realidad» no deja de exhibir la condición de «rastacue-
ro» que la radical conciencia autocrítica de Fernández, «le richissime amé-
ricain», explícita'6. El poeta modernista descubre, así, su tramoya, su misma
15
ambigüedad de anfibio, de poeta burgués que clama contra la burguesía José Martí, Amistad Fu-
nesta, op, cit, p. 206.
de «la vida y el tiempo en que le tocó nacer», vida y tiempo que asumió 16
El espíritu crítico de
del mismo modo que detestó. Fernández radicaliza su mis-
Por lo mismo, El extraño, la misma novela que exaspera el artificio de ma paradoja existencia! de
rastacuero lúcido: «¡...y ve-
esteta que pule versos con la misma conciencia artística con que compone nir a convertirme en el ras-
y calcula sus gestos diarios y su propia vida amorosa, no deja de atisbar taquouére ridículo, en el
la esterilidad de su «interior», sus fantasmagorías y su utillería: snob grotesco que en algu-
nos momentos me siento!
¡Vanidad que te solazas al
En su aislamiento sentía vagamente el vacío de no tener ninguna tarea que le pusie-
leer el suelto en el que Gil
ra en relación con los demás hombres, y al mismo tiempo repugnancia y miedo de Blas anuncia que el richis-
llenarlo [...]. «Para obrar es necesario endurecerse, y yo no he hecho otra cosa que sime Américain don Joseph
refinarme», reflexionaba, y la nítida y justa conciencia de su desemejanza, lo hacía Fernández y Andrade com-
retirarse de los cristales, coger la pluma y, si no contento, al menos resignado, meter- pró tal cuadrito de Raffae-
se de nuevo en sí, como el caracol en su concha cuando hace frío17. li, y te hinchas como un pa-
vo real que abre la verde-
En este párrafo, Julio Guzmán toma conciencia de la propia esterilidad léctrica cola constelada de
de su vivencia estética, Si la andadura del modernismo resigue esa concien- ojos, cuando al rodar la vic-
toria de la Orlof {...] algún
ciación que El extraño atisba, es la novela modernista el terreno que la
gomoso zute, murmura fas-
reflexiona. En el paso que va de las «Palabras Laminares» de Prosas Profa- cinado por la elegancia de
nas al «Prefacio» de Cantos de Vida y Esperanza encontramos la inflexión los caballos o la excentri-
cidad del vestido de la im-
de un modernismo que reflexionó con Guzmán mirando desde su ventana pure y le dice al compañe-
y atisbando el vacío que separaba a su pluma del resto de los hombres. ro; —...Tiens, regarde, ma
Si Martí, poeta, revolucionario y visionario, tuvo conciencia de la necesi- vieille! Epatante la maítresse
du poete!...» (De Sobreme-
dad de esa inflexión ya desde sus primeros pasos, los primeros pasos del sa, op. cit., p. 249).
propio modernismo, y ya desde su olvidada «noveluca rosa» de 1885, Amis- 17
Carlos Reyles, El extra-
tad Funesta, donde concibió con Juan Jerez la semilla del «poeta apostóli- ño, op, cit,, p. 61.
158

co»; si Resurrección, del colombiano José M.a Rivas Groot, defiende con
y desde el arte una tesis antidecadentista, proponiendo fundir ía estética
con la fe para transcender el vacío que intuía Guzmán en su insolidaridad
de «caracol en su concha», será en ídolos Rotos donde se articulará de
modo programático el discurso que habrá de proponer la necesidad de dar
una transcendencia sociopolítica y ética a la renuncia rebelde de la existen-
cia estética. En Emazábel, que pretende dar al «ghetto de intelectuales»
de ídolos Rotos una dimensión apostólica, germinada años atrás por el hé-
roe de la novela martiana, recae la responsabilidad de este discurso:
Una palabra bella y luminosa de ciencia o arte, pronunciada en ocasión propicia,
tiene un alcance incalculable aun para quien la pronuncia y la siembra como simiente
de oro. El arte y la ciencia, en nuestros pueblos jóvenes, en nuestras democracias
recién nacidas, no pueden ser sino lujo superfluo o armas útiles. Guardemos el lujo
como ornato personal, como gala y sonrisa de nuestra vida interior; pero esgrimamos
las armas para el bien del país, y en nuestra propia defensa. De ningún modo sigamos
como hasta ahora: el escritor escribiendo su libro, el escultor esculpiendo su estatua,
el estudioso hundido en sus meditaciones, y problemas, encerrados todos en un indivi-
dualismo salvaje, cada cual sobre su propio surco, sin importársele nada del vecino'8.

El volver los ojos a la realidad ya no sólo para negarla sino también


para transformarla se hará realidad después, cuando el «finis patriae» de
Alberto Soria en ídolos Rotos se transforme en la lucha de Luzardo en
Doña Bárbara.
Por lo pronto, la novela modernista recoge el gesto rebelde de toda una
generación de artistas que se alzaba contra la sociedad burguesa que asen-
taba el mundo moderno, vivido ya desde la euforia y desde el desgarro
en ese rastacuerismo que no deja de escarbar sus escisiones y sus impoten-
cias ansiando utopías y añorando la acción que nunca encuentra su centro.
«Desmembramiento de la mente humana», lo llamó Martí en su «Prólogo»
al Poema del Niágara de J. A. Pérez Bonalde.
Por lo pronto, la vivencia del «azul» le recordaba a esa sociedad sus fa-
llas; y si la estrategia «azul» fue la de la existencia estética que se cubría
con el velo de la reina Mab en su buhardilla, ésta no dejó de ser un «palco»
preguntante capaz de tomar conciencia de sus esterilidades y de apuntar
hacia nuevas actitudes.

Rosario Peñaranda Medina


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