LA PATA DE MONO1
1902
WILLIAM WYMARK JACOBS
(inglés)
L
I
a noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Labur-
num Villa, los postigos estaban cerrados y el fuego ardía viva-
mente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero tenía ideas
personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e
inútiles peligros, que provocaba el comentario de la vieja señora
que tejía plácidamente junto a la chimenea.
—Oigan el viento —dijo el señor White; había cometido un error fatal
y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
—Lo oigo —dijo este moviendo implacablemente la reina—. Jaque.
—No creo que venga esta noche —dijo el padre con la mano sobre el tablero.
—Mate —contestó el hijo.
—Esto es lo malo de vivir tan lejos —vociferó el señor White con im-
prevista y repentina violencia—. De todos los barriales, este es el peor. El
camino es un pantano. No sé en qué piensa la gente. Como hay solo dos
casas alquiladas, no les importa.
—No te aflijas, querido —dijo suavemente su mujer—, ganarás la
próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad
entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un
gesto de fastidio.
—Ahí viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos
pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y
abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos sa-
lientes y la cara rojiza.
1 Tomado de Borges, Ocampo & Bioy Casares (1977).
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—El sargento mayor Morris —dijo el señor White, presentándolo. El
sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con
satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos, y ponía una
pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia mi-
raba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de
pueblos extraños.
—Hace veintiún años —dijo el señor White sonriendo a su mujer y a
su hijo—. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
—No parece haberle sentado tan mal —dijo la señora White amablemente.
—Me gustaría ir a la India —dijo el señor White—. Solo para dar
un vistazo.
—Mejor quedarse aquí —replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó
el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
—Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas —dijo
el señor White—. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los
otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
—Nada —contestó el soldado apresuradamente—. Nada que valga la
pena oír.
—¿Una pata de mono? —preguntó la señora White.
—Bueno, es lo que se llama magia, tal vez —dijo con desgano el sargento.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el foras-
tero llevó la copa vacía a los labios; volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
—A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de
particular —dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y
la examinó atentamente.
—¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó el señor White quitándo-
sela a su hijo, para mirarla.
—Un viejo faquir le dio poder mágico —dijo el sargento mayor—. Un
hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de
los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder:
Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
—Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
—Las he pedido —dijo, y su rostro curtido palideció.
—¿Realmente se cumplieron los tres deseos? —preguntó la señora White.
—Se cumplieron —dijo el sargento.
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—¿Y nadie más pidió? —insistió la señora.
—Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió;
la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
—Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán —dijo,
finalmente, el señor White—. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
—Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo
que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no
quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quie-
ren probarlo primero y pagarme después.
—Y si a usted le concedieran tres deseos más —dijo el señor White—,
¿los pediría?
—No sé —contestó el otro—. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al
fuego. White la recogió.
—Mejor que se queme —dijo con solemnidad el sargento.
—Si usted no la quiere, Morris, démela.
—No quiero —respondió terminantemente—. La tiré al fuego; si la
guarda, no me eche las culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
—¿Cómo se hace?
—Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta.
Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
—Parece de las Mil y una noches —dijo la señora White. Se levantó a pre-
parar la mesa—. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la
expresión de alarma del sargento.
—Si está resuelto a pedir algo —dijo agarrando el brazo de White—
pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a
sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvi-
dado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
—Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los
otros —dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa,
para alcanzar el último tren—, no conseguiremos gran cosa.
—¿Le diste algo? —preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
—Una bagatela —contestó el señor White, ruborizándose levemente—.
No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
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—Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos felices, ricos
y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás domi-
nado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
—No se me ocurre nada para pedirle —dijo con lentitud—. Me parece
que tengo todo lo que deseo.
—Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? —dijo
Herbert poniéndole la mano sobre el hombro—. Bastará con que pidas dos-
cientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talis-
mán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el
piano unos acordes graves.
—Quiero doscientas libras —pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White
dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
—Se movió —dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer—.
Se retorció en mi mano, como una víbora.
—Pero yo no veo el dinero —observó el hijo, recogiendo el talismán y
poniéndolo sobre la mesa—. Apostaría que nunca lo veré.
—Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la mujer, mirándolo
ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
—No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus
pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó
cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y depri-
mente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
—Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en me-
dio de la cama —dijo Herbert al darles las buenas noches—. Una aparición
horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando
tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y
vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con
asombro; se rio, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo
encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció,
limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
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II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad
del sol invernal, se rio de sus temores. En el cuarto había un ambiente de
prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada
y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
—Todos los viejos militares son iguales —dijo la señora White—.
¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en
talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal
podrían hacerte?
—Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza —dijo Herbert.
—Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que pare-
cían coincidencias —dijo el padre.
—Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta —dijo
Herbert, levantándose de la mesa—. No sea que te conviertas en un avaro
y tengamos que repudiarte.
La madre se rio, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el
camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del ma-
rido. Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta, corrió a abrirla, y
cuando vio que solo traía la cuenta del sastre, se refirió con cierto malhu-
mor a los militares de costumbres intemperantes.
—Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas —dijo al
sentarse.
—Sin duda —dijo el señor White—. Pero, a pesar de todo, la pata se
movió en mi mano. Puedo jurarlo.
—Habrá sido en tu imaginación —dijo la señora suavemente.
—A firmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de
un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hom-
bre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó
en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por
fin se decidió a llamar. Apresuradamente, la señora White se quitó el de-
lantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Este parecía incómodo. La miraba furti-
vamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el
cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que
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les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
—Vengo de parte de Maw y Meggins —dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
—Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo
que usted no trae malas noticias, señor. —Y lo miró patéticamente.
—Lo siento... —empezó el otro.
—¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
—Mal herido —dijo pausadamente—. Pero no sufre.
—Gracias a Dios —dijo la señora White, juntando las manos—. Gra-
cias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la se-
guridad que le daban y vio la con firmación de sus temores en la cara
signi ficativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que
parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo
un largo silencio.
—Lo agarraron las máquinas —dijo en voz baja el visitante.
—Lo agarraron las máquinas —repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mu-
jer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
—Era el único que nos quedaba —le dijo al visitante—. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
—La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por
esta gran pérdida —dijo sin darse la vuelta—. Le ruego que comprenda
que soy tan solo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
—Se me ha comisionado para declararles que Maw y Meggins nie-
ga toda responsabilidad en el accidente —prosiguió el otro—. Pero en
consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma
determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con
terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: «¿Cuánto?».
—Doscientas libras —fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, exten-
dió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.
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III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mu-
jer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra
y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y que-
daron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días
pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada
resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces habla-
ban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables has-
ta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente
en la noche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscu-
ras; oyó, cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la
cama para escuchar.
—Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—. Vas a coger frío.
—Mi hijo tiene más frío —dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama
estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer
lo despertó.
—La pata de mono —gritaba desatinadamente—, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
—¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
—La quiero. ¿No la has destruido?
—Está en la sala, sobre la repisa —contestó asombrado—. ¿Por qué
la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
—Solo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú
no pensaste?
—¿Pensaste en qué? —preguntó.
—En los otros dos deseos —respondió en seguida—. Solo hemos pedido uno.
—¿No fue bastante?
—No —gritó ella triunfalmente—. Le pediremos otro más. Búscala
pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
—Dios mío, estás loca.
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—Búscala pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela:
—Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
—Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
—Fue una coincidencia.
—Búscala y desea —gritó con exaltación la mujer. El marido se vol-
vió y la miró:
—Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra
cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para
que lo vieras...
—¡Tráemelo! —gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees
que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la
repisa. El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía
no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera es-
caparse del cuarto. Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó
alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el
zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció
cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
—¡Pídelo! —gritó con violencia.
—Es absurdo y perverso —balbuceó.
—Pídelo —repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
—Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror.
Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la
ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de ahí, hasta que el frío
del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana.
La vela se había consumido; hasta casi apagarse, proyectaba en las paredes
y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a
la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La os-
curidad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó
a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para
encender otro; simultáneamente, resonó un golpe furtivo, casi impercepti-
ble, en la puerta de entrada.
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Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se
repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
—¿Qué es eso? —gritó la mujer.
—Una laucha2 —dijo el hombre—. Una laucha. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
—¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la puerta,
pero su marido la alcanzó.
—¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente.
—¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer, luchando para que la solta-
ran—. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame;
tengo que abrir la puerta.
—Por amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo el hombre, temblando.
—¿Tienes miedo de tu propio hijo? —gritó—. Suéltame. Ya voy, Her-
bert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre
la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca
de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
—La tranca —dijo—. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
—Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que
su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el
mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el
tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la
casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por
la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor
para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto
y tranquilo.
2 Laucha: ratón.
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LA PATA DE MONO
Luego de tu lectura del cuento de W. W. Jacobs, responde:
1. En nuestro país es común escuchar que las personas tienen entre sus “curiosidades”
una pata de conejo para la suerte, los huayruros para el mal de ojo, o una hoja o penca
de sábila detrás de la puerta para evitar la envidia. Estas prácticas están muy arraiga-
das y forman parte del folclor. Uno de los deseos que se le pide a la pata de mono es
el regreso de Herbert. Comenta, ¿qué talismanes o amuletos de la suerte conoces?,
¿alguna vez has utilizado alguno?, ¿para qué?
2. La pata de mono es un amuleto mágico que concede deseos, ¿por qué crees que el
militar quiso deshacerse de este amuleto?
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