[go: up one dir, main page]

0% encontró este documento útil (0 votos)
202 vistas77 páginas

El Topo en Su Laberinto - Vicente Santuc (Pp. 102-178)

Cargado por

Alvaro Zucchetti
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
0% encontró este documento útil (0 votos)
202 vistas77 páginas

El Topo en Su Laberinto - Vicente Santuc (Pp. 102-178)

Cargado por

Alvaro Zucchetti
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
Formatos disponibles
Descarga como PDF, TXT o lee en línea desde Scribd
Está en la página 1/ 77

coincidimos con el momento en que esa seguridad decae: los mitos del progre-

so, de la libertad, la igualdad, la justicia social, etc., no han cumplido con sus
promesas de felicidad para todos. Tales mitos se expresaron en «grandes relatos»
ya agotados, y hoy presenciamos un cuestionamiento de los principios sobre los
cuales se asentó esa famosa modernidad.
De inmediato vamos a considerar las grandes rupturas que se han dado a
lo largo de los últimos siglos. Lo haremos respecto a los tres grandes polos de
relación del hombre:
– La relación ser humano-naturaleza: mundo de la ciencia física, mundo de
la producción y la economía.
– La relación ser humano-otro ser Humano: mundo político.
– La relación del ser humano consigo mismo: mundo del sujeto, del yo.
Si asumimos la división en etapas históricas así enunciada —esto es en la
repartición en mundo premoderno, mundo moderno y mundo posmoderno—,
vamos a ver que cada uno de nosotros participa de los tres.

2. Ruptura, con la modernidad, de la representación


anterior del mundo físico: el nuevo espacio-tiempo

En el aspecto de la representación del mundo físico —mundo de la naturaleza—,


la modernidad representa el final de una «visión simbólica y sacralizada» del
mundo. La representación existente refería a un orden cósmico, una «gran cade-
na del Ser» en la cual cada ser ocupaba el lugar que le correspondía; el de los seres
humanos era un lugar intermedio entre los ángeles, los seres celestes y las criatu-
ras que nos acompañan en la Tierra. El orden de ese «cosmos» era jerarquizado.
Dicha visión era una herencia de la filosofía griega, que hablaba del ser humano
como «ser intermedio» en cuanto participaba del mundo de arriba y del mundo
de abajo. Asimismo, en la visión cristiana de la Edad Media, Dios había colocado
al hombre en ese sitio intermedio. Con la modernidad se rompió esa visión de la
totalidad como «cosmos inmediatamente sensato», en cuanto hablaba de y expre-
saba con evidencia la voluntad de Dios. Se pasó a una visión en donde el mundo
ya no es «cosmos», es decir, «orden clausurado y limitado», y cuya jerarquización
expresaba la voluntad divina. El mundo pasó a ser visto como «naturaleza», con-
junto de leyes que funcionaba con autonomía total, sin referencia a nadie, y el
hombre quedó expulsado del sitio intermedio que ocupaba. Tal ruptura va a dejar
a la misma sociedad sin el respaldo «natural-divino» de su organización.
La ruptura operada por la modernidad a nivel de la representación del «cos-
mos» es fundamental en cuanto abrirá un conjunto de posibilidades nuevas a

102
partir de la modificación de la manera como el hombre se va pensar dentro de la
totalidad. El cambio connotará modificaciones en la percepción y organización
del espacio y del tiempo.
Nos vamos a detener en la consideración de esa ruptura en razón de la im-
portancia que llegó a tener para el mundo moderno.

2.1. El mundo medieval


En la Edad Media, Europa vivía en una representación del mundo que com-
binaba la herencia aristotélica y la cristiana. Se asumía que existían el mundo
de arriba (Dios, los ángeles y las potencias celestes) y el mundo de abajo (tierra,
minerales, plantas, animales). Participando de los dos mundos, el hombre era
mediador entre el orden natural y el orden divino. El mundo de la naturaleza
era «cosmos», como lo fue para los griegos; es decir, un todo organizado, pero
no era considerado eterno, puesto que había sido creado por Dios. Sin embargo,
en continuidad con la visión griega, dicho «mundo» se consideraba clausurado,
limitado, sin evolución. Por otra parte, se entendía que la naturaleza era como
un libro —un conjunto de signos con significación precisa— abierto para quien
sabía leerlo. Ella hablaba inmediatamente, al ser humano, de Dios su creador.
Hasta el siglo xvi, Europa vivía en un mundo particular, en una represen-
tación de la organización de la totalidad que difería de las representaciones que
se vivían en otros espacios culturales del planeta (China, África, América Lati-
na, etc.). Sin embargo, su visión del mundo se apoyaba en una lógica similar a
la que sustentaba las visiones del momento de los otros espacios culturales. La
similitud descansaba en que, en todas partes, se trataba de visiones simbólicas del
mundo. Cada cultura (Europa, África, América Latina) tenía sus particularida-
des y sus tradiciones propias, pero para todas ellas el hombre formaba parte de
un todo sensato según el cual existían diferencias y complementariedades entre
todos los seres. La visión de esos mundos era simbólica en cuanto se asumía que
cada elemento, cada individuo, estaba inscrito en una totalidad configurada
por la articulación, combinación/oposición de cada elemento con los demás.
En razón de dicha articulación, la existencia de cada elemento e individuo en-
contraba inmediatamente sentido. En esa complementariedad se inscribían los
mundos minerales, vegetales, animales y el mundo humano. Y dicha «diferencia
y complementariedad» valía también para los seres celestes. Todos los diferen-
tes entes se encontraban inscritos en una totalidad sensata en la cual cada uno
encontraba sentido precisamente por esa diferencia y complementariedad con
sus congéneres o con seres de géneros diferentes. El todo en cuanto tal remitía a
Dios creador, del cual hablaba inmediatamente.

103
Con esa visión de la totalidad el Renacimiento y la modernidad europeos van
a operar una ruptura. Esta ocurrió en Europa y representará la particularidad
occidental. Por efecto de la colonización, pero sobre todo de la ciencia y la técnica
que produjo, se generalizará la nueva visión europea del mundo y se mundiali-
zarán los «logros y problemas» de la particularidad europea. No se trata aquí de
lamentar el hecho, sino de constatarlo. Tenemos que llegar a entenderlo, para po-
der después avizorar las salidas posibles a los problemas planteados. Veamos eso.
Dijimos que el mundo medieval inscribía su vida en un orden simbólico. Eso
autoriza a hablar, en su caso, de un funcionamiento simbólico del conocimiento y
de la sociedad. Para entender lo que esa expresión significa, nos ayudaremos con
el libro de Edmond Ortigues, titulado Le discours et le symbole.15 En el mundo
griego, de acuerdo con lo que dice este autor, el símbolo era un pedazo de vasija
que se rompía al momento de acordar un contrato comercial entre dos casas
comerciales. Pasado el tiempo, en un mundo ágrafo, por lo tanto sin contrato
escrito, la unión de los símbolos (o pedazos de vasija) hacia revivir el contrato que
originó dichos símbolos. El ejemplo ilustra cómo el simbolismo es de expresión
indirecta: el simbolismo no se da en el mero acercamiento de los dos símbolos
materiales, sino remite a una estructura social que tiene acuerdos y pactos que
duran. Remite, por lo tanto, a lo que dice una sociedad de ella misma.
Conviene subrayar las dos ideas esenciales en el simbolismo:
– Su principio remite a la relación de dos «elementos diferentes» que se pue-
den combinar: los símbolos.
– Su efecto es el de «hacer revivir una relación» mutua entre dos sujetos: hace
revivir una alianza, un pacto.
Las anotaciones anteriores son suficientes para dar a entender cómo en la
Edad Media hombre y naturaleza eran símbolos: la articulación de hecho de los
dos elementos —hombre y naturaleza, diferentes y complementarios— remitía,
evocaba, hablaba inmediatamente del creador de ambos, cuya existencia de he-
cho no podía ser entendida sin esa referencia.
Más allá de la relación hombre-naturaleza, debemos saber que en el mundo
medieval todo lo vivido tenía valor simbólico. Cada momento de la vida del
ser humano de la Edad Media remitía a un orden diferente del orden inmedia-
to al cual pertenecía: hablaba inmediatamente de Dios, que había presidido y
seguía presidiendo la articulación vivida. En tal mundo todo tenía un sentido
simbólico. Así era para los actos de la vida cotidiana: trabajo, comida, etc. En
ese mundo, el sentido simbólico se añadía o se descubría inmediatamente en el
sentido y la finalidad del acto realizado. Todo era voluntad divina y unión con
esa voluntad que quería que las cosas fueran tal como se presentaban.
15
Cfr. Ortigues, E. Le discours et le symbole. París: Montaigne, 1962.

104
Lo divino penetraba lo cotidiano. Una buena cosecha era signo de la bondad
divina; una inundación, signo del castigo de Dios. Las causas segundas —que
Santo Tomás afirma con fuerza (a saber, que Dios no interviene directamente en
el curso ordinario de la vida, sino a través de las leyes generales de la creación)—
desaparecían en la mentalidad ordinaria, que asumía que en cada momento Dios
podía intervenir y modificar las leyes del orden natural. Ángeles y demonios
intervenían a cada momento. La vida humana era diálogo perpetuo e inmediato
con lo sobrenatural: «Dios lo ha querido, lo ha hecho, te ha castigado», etc.16
En la Edad Media, esa representación simbólica del mundo respaldaba una
ciencia física en continuidad con la física aristotélica. Esa ciencia física estaba
más preocupada por la esencia de las cosas que por los fenómenos. La ciencia me-
dieval no pretendía conocer ni modificar ni «intervenir sobre» los fenómenos de
la naturaleza. Seguía pretendiendo conocer la «esencia» de las cosas. En cuanto
a las intervenciones sobre la naturaleza, ellas no remitían a la ciencia sino más
bien a la magia o alquimia.
De acuerdo con Aristóteles, la ciencia apuntaba a la esencia de la naturaleza.
Es lo que ilustra Simplicio (filósofo del siglo vi d. C.) en su Comentario sobre
la física de Aristóteles, en donde sostiene que «pertenece a la teoría de la física
examinar lo que concierne a la esencia del cielo, de los astros, su potencia, su
calidad, su generación y su distribución».17
La intervención sobre la naturaleza remitía pues a la magia, la cual se asen-
taba sobre la convicción de que todas las cosas son habitadas por fuerzas o
principios animados. Como ciencia operacional, la magia pretendía dominar
las fuerzas naturales —celestiales o infernales— con procedimientos similares
a los que se utilizan sobre seres animados. El «mago, chamán, sacerdote o lo
que fuese» pretendía que esas fuerzas naturales lo obedeciesen utilizando encan-
tamientos, exorcismos, filtros o talismanes. Esa mentalidad, con el recurso a la
magia, duró hasta los albores de la Edad Moderna.
Ernst Cassirer en Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento, dice que:

Subyace a la magia la idea según la cual el principio de toda intelección es


la semejanza percibida por los sentidos. Toda comprensión, como todo

16
Si sabemos mirar, reconoceremos que esa visión sigue presente «entre y en» nosotros. Re-
cuerdo, por ejemplo, que en Piura la señora Chepa reconocía la intervención directa de
Dios en cada momento de su vida. Desde luego, el «diluvio de 1983», como dijeron los
campesinos, era para ella evidente manifestación del enojo de Dios con la población de
Piura. Y Monseñor Cantuarias manifestó participar de esa visión cuando organizó una
procesión para aplacar la ira de Dios, despertada por tanto pecado de los piuranos.
17
Cfr. Simplicius. On Aristotl’es Physics. New York: Cornell University Press, 1989. Véase en
especial II.2.

105
razonamiento intermediario, se reduce a un acto de simpatía mediante el cual
nos aseguramos de la comunidad que nos liga a todo ser.18

En esa perspectiva, para la magia, la naturaleza no es objeto, sino su sujeto:


ella es fuente de todo poder mágico gracias a la ley de atracción de lo semejante
y de repulsión de lo diferente que norma su espacio.19
En la Italia del Renacimiento, Ficino, Pomponazzi, Savonarola (dominico
quemado en Florencia) y Maquiavelo discuten de las mirabilia (curaciones, ma-
gia y profecías) dables en tal visión del mundo y del orden del cosmos. Ninguno
de ellos niega esos fenómenos maravillosos; solo se diferencian por la explica-
ción. Savonarola, en la Florencia de los Medicis y de Leonardo da Vinci, está
autoconvencido de su don de profecía en razón de su unión con Dios. No duda
de las mirabilia y ve la posibilidad de cada una (curación milagrosa, efecto a
distancia, profecía) en la intervención directa de lo sobrenatural. Dios o el de-
monio. Los otros —píos laicos— no quieren hacer intervenir lo sobrenatural
con iniciativa divina o demoniaca en cada caso, y para explicar esos fenómenos
que reconocen, se refieren a las Razones seminales, al logos espermaticus deposita-
do por Dios en todo lo creado. A partir de su concepción unitaria del mundo,
los diferentes tipos de mirabilia les parecen explicables con tal de que «el agente
y el paciente» estén bien dispuestos y puedan coincidir con las razones semina-
les depositadas por Dios en el mundo. Quien se entrega a la tarea con plena fe,
puede captar las fuerzas dispersas en el mundo y puede producir efectos reales
sobre el exterior.20
Evidentemente, allí estamos en presencia de una cosmología anterior al me-
canicismo, anterior a la explosión del universo en espacios infinitos, anterior a
la revolución conceptual de Galileo, Newton, Descartes y Kant. Pero, lo saben
ustedes, en el Perú podemos encontrar todavía esa cosmología en lo que queda
de los chamanismos tradicionales en la selva, la sierra y la costa.21
Para hacerles percibir con más fuerza lo que puede representar una visión
simbólica del mundo, he aquí la carta que, en 1855, escribió un indio seattle
de la tribu Swamish (en lo que hoy es el Estado de Washington) al presidente
de Estados Unidos, Franklin Pearce, en respuesta a la oferta de compra de las

18
Cfr. Cassirer, E. Individu et cosmos: dans la philosophie de la renaissance. París: Minuit, 1983,
pp. 190-191.
19
Respecto a la magia, ver de Wittgenstein: «Observaciones sobre La rama dorada de Frazer».
En Ocasiones Filosóficas. Madrid: Ed. Cátedra, 1997, p. 69.
20
Cfr. Granada, M. A. Cosmología, religión y política en el Renacimiento. Barcelona: Antro-
phos, 1988, p. 128.
21
Cfr. Camino, L. Cerros, plantas y lagunas poderosas: la medicina en el norte del Perú. Piura:
Cipca, 1992.

106
tierras en que vivían. El título actual con el que se conoce dicho texto es Así
termina la vida y comienza el sobrevivir. El texto es el siguiente:

El gran jefe de Washington manda decir que desea comprar nuestras tierras.
El gran jefe también nos envía palabras de amistad y buena voluntad. Aprecia-
mos esta gentileza, porque sabemos que poca falta le hace, en cambio, nuestra
amistad. Vamos a considerar su oferta, pues sabemos que, de no hacerlo, el
hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego y tomarse nuestras tierras.
El gran jefe de Washington podrá confiar en lo que dice el jefe seattle con la
misma certeza con que nuestros hermanos blancos podrán confiar en la vuelta
de las estaciones. Mis palabras son inmutables como las estrellas.
¿Cómo podéis comprar o vender el cielo, el calor de la tierra? Esta idea nos
parece extraña. No somos dueños de la frescura del aire ni del centello del
agua. ¿Cómo podríais comprarlos a nosotros? Lo decidiremos oportunamente.
Habéis de saber que cada partícula de esta tierra es sagrada para mi pueblo.
Cada hoja resplandeciente, cada playa con su zumbido son sagrados en la me-
moria y la experiencia de mi pueblo. La savia que circula en los árboles porta
las memorias del hombre piel roja.
Los muertos del hombre blanco se olvidan de su tierra natal cuando se van a
caminar entre las estrellas. Nuestros muertos jamás olvidan esta hermosa tie-
rra porque ella es la madre del hombre piel roja. Somos parte de la tierra y ella
es parte de nosotros. Las fragantes flores son nuestras hermanas: el venado, el
caballo, el águila majestuosa son nuestros hermanos. Las crestas rocosas, las
savias de las praderas, el calor corporal del potrillo y el hombre, todos perte-
necen a la misma familia.
Por eso, cuando el gran jefe de Washington manda decir que desea comprar
nuestras tierras, es mucho lo que pide. El gran jefe manda decir que nos re-
servará un lugar para que podamos vivir cómodamente entre nosotros. Él será
nuestro Padre y nosotros seremos sus hijos. Por eso consideraremos su oferta
de comprar nuestras tierras. Mas ello no será fácil porque estas tierras son
sagradas para nosotros. El agua centelleante que corre por los ríos y esteros,
no es meramente agua sino la sangre de nuestros antepasados, si os vendemos
estas tierras, tendréis que recordar que ellas son sagradas y deberéis enseñar a
vuestros hijos que lo son y que cada reflejo fantasma, en las aguas claras de los
lagos, habla de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El mur-
mullo del agua es la voz del padre de mi padre.
Los ríos son nuestros hermanos, ellos calman nuestra sed. Los ríos llevan nues-
tras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si os vendemos nuestras tierras de-
beréis recordar y enseñar a vuestros hijos que los ríos son nuestros hermanos
y hermanos de vosotros; deberéis en adelante dar a los ríos el trato bondadoso
que daríais a cualquier hermano.
Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestra manera de ser. Le da
lo mismo un pedazo de tierra que otro, porque él es un extraño que llega en

107
la noche a sacar de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana sino
su enemiga. Cuando la ha conquistado, la abandona y sigue su camino. Deja
detrás de él las sepulturas de sus padres sin que le importe. Despoja de la tierra
a sus hijos sin que le importe. Olvida la sepultura de su padre y los derechos
de sus hijos. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano, el cielo, como si fue-
ran cosas que se pueden comprar, saquear y vender, como si fueran corderos
y cuentas de vidrio. Su insaciable apetito devorará la tierra y dejará tras sí solo
un desierto.
No lo comprendo. Nuestra manera de ser es diferente de la vuestra. La vista de
vuestras ciudades hace doler los ojos del hombre de piel roja. Pero quizás sea
así porque el hombre de piel roja es un salvaje y no comprende las cosas. No
hay ningún lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ningún lugar
donde pueda escucharse el desplegarse de las hojas de primavera y el rozar de
las alas de un insecto. Pero quizás sea así porque soy un salvaje y no puedo
comprender las cosas. El ruido de la ciudad parece insultar los oídos. ¿Y qué
clase de vida es cuando el hombre no es capaz de escuchar el solitario grito de
la garza o la discusión nocturna de las ranas alrededor de la laguna? Soy un
hombre de piel roja y no lo comprendo. Los indios preferimos el suave sonido
del viento que acaricia la cara del lago y el olor del mismo viento, purificado
por la lluvia del mediodía o perfumado por la fragancia de los pinos.
El aire es algo precioso para el hombre de piel roja porque todas las cosas com-
parten el mismo aliento: el animal, el árbol y el hombre. El hombre blanco
parece no sentir el aire que respira. Al igual que un hombre muchos días ago-
nizante, se ha vuelto insensible al hedor. Mas, si os vendemos nuestras tierras,
debéis dejarlas aparte y mantenerlas sagradas como un lugar al cual podría
llegar incluso el hombre blanco a saborear el viento dulcificado por las flores
de la pradera.
Consideraremos vuestra oferta de comprar nuestras tierras; si decidimos acep-
tarla, pondré una condición: que el hombre blanco deberá tratar a los animales
de estas tierras como hermanos. Soy un salvaje y no comprendo otro modo
de conducta. He visto miles de búfalos pudriéndose sobre las praderas, aban-
donados allí por el hombre blanco que les disparó desde un tren en marcha.
Soy un salvaje y no comprendo cómo el humeante caballo de vapor puede ser
más importante que el búfalo al que solo matamos para poder vivir. ¿Qué es el
hombre sin los animales? Si todos los animales [desaparecieran] […] el hombre
moriría de una gran soledad de espíritu, porque todo lo que les ocurre a los
animales pronto habrá de ocurrir también al hombre. Todas las cosas están
relacionadas entre sí. Vosotros debéis enseñar a vuestros hijos que el suelo bajo
sus pies es la ceniza de sus abuelos. Para que respeten la tierra debéis decir a
vuestros hijos que la tierra está plena de la vida de nuestros antepasados. De-
béis enseñar a vuestros hijos lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros:
que la tierra es nuestra madre. Todo lo que afecta a la tierra, afecta a los hijos
de la tierra. Cuando los hombres escupen en el suelo, se escupen a sí mismos.

108
Esto lo sabemos: la tierra no pertenece al hombre, sino que el hombre perte-
nece a la tierra. El hombre no ha tejido la red de la vida: es solo una hebra de
ella. Todo lo que [le] haga a la red se lo hará a sí mismo. Lo que [le] ocurre a
la tierra [les] ocurrirá a los hijos de la tierra. Lo sabemos. Todas las cosas están
relacionadas como la sangre que une a una familia.
Aun el hombre blanco, cuyo Dios se pasea con él y conversa con él de amigo
a amigo, no puede estar exento del destino común. Quizás seamos hermanos,
después de todo. Lo veremos. Sabemos algo que el hombre blanco tal vez
descubra algún día que nuestro Dios es su mismo Dios. Ahora pensáis quizás
que sois dueños de Él tal como deseáis ser dueños de nuestras tierras, pero no
podréis serlo. Él es el Dios de la humanidad y su compasión es igual para el
hombre de piel roja que para el hombre blanco. Esta tierra es preciosa para Él
y el causarle daño significa mostrar desprecio hacia su Creador. Los hombres
blancos también pasarán, tal vez antes que las demás tribus. Si contamináis
vuestra cama, moriréis alguna noche sofocados por vuestros propios desperdi-
cios. Pero aun en vuestra hora final os sentiréis iluminados por la idea de que
Dios os trajo a estas tierras y os dio el dominio sobre ellas y sobre el hombre de
piel roja con algún propósito especial. Tal destino es un misterio para nosotros
porque no comprendemos lo que será cuando los búfalos hayan sido extermi-
nados, cuando los caballos salvajes hayan sido domados, cuando los recónditos
rincones de los bosques exhalen el olor a muchos hombres y cuando la vista
hacia las verdes colinas esté cerrada por un enjambre de alambres parlantes.
¿Dónde está el espeso bosque? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapare-
ció. Así termina la vida y comienza el sobrevivir.22

Esa visión simbólica del mundo que expresa el jefe indio seattle sigue todavía
viva en el pensamiento andino, como bien lo señalan los estudios de Esterman.23

2.2. ¿Qué va a pasar con la modernidad europea?


La unidad del mundo simbólico medieval se romperá con la irrupción de la
modernidad europea. El ser humano se separará de la «madre naturaleza» y ya
no se sentirá él mismo como elemento de un cosmos perfecto. Rota la repre-
sentación del mundo heredada de los griegos y del judeocristianismo, surge la
relación sujeto-objeto.

22
Cfr. Carta del jefe indio seattle. Lima: Tarea, 1991. Carta con que en 1854 el jefe indio
respondió al presidente de los Estados Unidos de Norteamérica Franklin Pearce ante la
imprecación y asedio sobre los temas de las tribus Dwanish y Suquamish.
23
Cfr. Esterman, J. Filosofía andina: estudio intercultural de la sabiduría autóctona andina.
Quito: Abya-Yala, 1998.

109
Tenemos que seguir los pasos mediante los cuales se va a pasar del mundo
geocéntrico, clausurado sobre sí mismo, eterno o creado, al mundo heliocéntri-
co e infinito, hasta llegar al gran «autómata cósmico», conjunto de leyes que ya
no hablan de nadie. Así se llegará a un universo que ya no habla de nadie y cuyo
silencio —«el silencio de los espacios infinitos»— asustaba a Pascal. Vamos a
seguir el salto que se dio a nivel de la ciencia y ver la relación que se inaugura;
así lo señala Alexandre Koyré:

El proceso encaminado hizo que el hombre perdiera su lugar en el mundo o,


más exactamente quizás, perdió el mismo mundo que formaba el cuadro de su
existencia y era el objeto de su saber y le orientaba, y debió transformar y re-
emplazar no solo sus concepciones fundamentales sino incluso las estructuras
mismas de su pensamiento.24

Quien dice «cambio de las concepciones fundamentales» dice «producción de


nuevas significaciones imaginarias».
Importante, para nosotros, es percibir el giro histórico que representa la
ciencia moderna. Pretendemos entender el proceso intelectual allí implicado y
ver qué se inicia con la constitución del objeto-naturaleza. Se da un nuevo proceso
de inteligibilidad en el cual lo primero ya no será el objeto naturaleza, realidad
constituida de antemano y que el hombre tendría la facultad de conocer, de leer
objetivamente en su esencia, como en la teoría griega de la visión. Ahora, prime-
ro es el sujeto que se compromete y está implicado en la constitución del objeto;
se pasa de la ciencia teoría (visión, ciencia contemplativa) a la ciencia activa. El
ser humano pasa de ser espectador a ser poseedor, dueño y transformador de la
naturaleza. Esos pasos se sostienen evidentemente en la duda metodológica de
Descartes, quien, en medio del «escepticismo» generalizado al final de la Edad
Media, busca un punto de apoyo firme y un método seguro que encontrará en
las matemáticas. El punto de arranque deviene en el yo que piensa y ya no es el
«cosmos», el ser, al cual el pensar se adecuaba contemplándolo. Por otro lado, la
lectura del «cosmos» va a encontrar su método seguro en las matemáticas.
Se asume que la ciencia moderna se inició con Galileo y que con Newton
adquirió su edad adulta. Vale la pena notar que la ciencia que emerge en los
siglos xvi-xvii, se precia de ser antiaristotélica. Por eso, vamos a llevar ade-
lante nuestra exploración de la ruptura entre «ciencia medieval y ciencia mo-
derna», considerando primero el objeto de la ciencia aristotélica y después el
rol que tenían las matemáticas en la física aristotélica. Dicho rol va a cambiar
sustancialmente. Pero, para seguir los pasos del proceso de cambio, regresemos a

24
Cfr. Koyré, A. Du monde clos à l’univers infini. París: Gallimard, 1973, p. 11.

110
Simplicio, comentarista de Aristóteles en el siglo v. Simplicio es un buen punto
de arranque, puesto que Galileo dialoga con él.
Nos apoyamos de inmediato en el texto de Simplicio:

Pertenece a la teoría de la física (ciencia), examinar lo que concierne a la esencia


del cielo y de los astros, su potencia, su calidad, su generación y su distribu-
ción; y, por Júpiter, ella tiene también poder de dar demostraciones tocando el
tamaño, la figura y el orden de esos cuerpos. La astronomía, por el contrario,
no tiene ninguna aptitud para hablar de esas primeras cosas; pero sus demos-
traciones tienen por objeto el orden de los cuerpos celestes, después de haber
declarado que el cielo es verdaderamente ordenado; discurre de las figuras,
de los tamaños y de las distancias de la Tierra, del Sol y de la Luna; habla de
los eclipses, de las conjunciones de los astros, de las propiedades cualitativas y
cuantitativas de sus movimientos.
Puesto que la astronomía depende de la teoría que considera las figuras desde
el punto de vista de la cualidad, del tamaño y de la cantidad, es justo que ella
requiera el socorro de la aritmética y de la geometría; y en relación a esas cosas,
que son las únicas de las cuales está autorizada a hablar, es necesario que se
acuerde con la aritmética y la geometría.
A menudo, por otra parte, el astrónomo y el físico toman el mismo capítulo de
la ciencia por objeto de sus demostraciones; se proponen, por ejemplo, probar
que el Sol es grande o que la Tierra es esférica; pero en ese caso no proceden
por la misma vía; el físico (científico) debe demostrar cada una de sus proposi-
ciones sacándolas de la esencia de los cuerpos, de sus potencia, de lo que mejor
conviene a su perfección, de su generación, de su transformación; el astróno-
mo, al contrario, las establece mediante circunstancias que acompañan los
tamaños y las figuras, de las particularidades cualitativas del movimiento, del
tiempo que corresponde a ese movimiento. A menudo el físico se preocupará
por la causa y centrará su atención sobre la potencia que produce el efecto que
él estudia, mientras el astrónomo sacará sus pruebas de las circunstancias exte-
riores que acompañan ese mismo efecto; el astrónomo no ha nacido capaz de
contemplar la causa, de decir, por ejemplo, qué causa produce la forma esférica
de la Tierra y de los astros.
En ciertas circunstancias, en el caso, por ejemplo, en que razona sobre los
eclipses, el astrónomo no se propone de ninguna manera captar una causa; en
otros casos, cree deber adelantar ciertas maneras de ser, a título de hipótesis, de
tal manera que admitidas esas maneras de ser, los «fenómenos sean salvados»
[el entrecomillado es mío]. Por ejemplo, pregunta por qué el sol, la luna y los
otros astros errantes parecen moverse irregularmente; que se supongan excéntri-
cos al mundo de los círculos descritos por los astros, o que se suponga cada uno
de los astros jalado en la revolución de un epiciclo, la irregularidad aparente de
su marcha está igualmente salvada; hay que declarar pues que las apariencias
pueden ser igualmente producidas por una u otra de esas maneras de ser, de tal

111
manera que el estudio práctico de los movimientos de los astros errantes quede
conforme a la explicación que se habrá supuesto. Por eso es que Heráclito del
Ponte declaraba que es posible salvar la irregularidad aparente del movimiento
del sol admitiendo que el sol queda inmóvil y que la Tierra se mueve de cierta
manera […] No pertenece pues de ninguna manera al astrónomo lo de cono-
cer qué cuerpo está en reposo por naturaleza, de qué cualidad son los cuerpos
móviles; plantea como hipótesis que tales cuerpos son inmóviles, que tales
otros están en movimiento y examina cuáles son las suposiciones con las cuales
se acuerdan las apariencias celestes. Es del físico preguntarse por lo que son las
cosas, él conoce por los principios, principios según los cuales los movimientos
de los astros son regulares, uniformes y constantes; después, con la ayuda de
esos principios, él explica las revoluciones de todas las estrellas, tanto de las
que describen círculos paralelos al ecuador como de los astros que describen
círculos oblicuos.25

Recordando y comentando la visión de Aristóteles, Simplicio opone la físi-


ca, que es conocimiento de la esencia de los cuerpos, a la astronomía, dedicada a
salvar, rescatar, mediante procedimientos matemáticos, el orden de los fenóme-
nos cuya apariencia es desordenada.
La física, en Aristóteles, es ontológica: considera las esencias; es decir, «aque-
llo por lo que una cosa es lo que es», y trata de decir el ser de las cosas. Para ello,
acude al «movimiento» que, en física, es el principio de visión e intelección. Re-
presenta el momento originario de la determinación del ser, de la determinación
de todos los seres.26 Así, él nos dice que los cuerpos «son móviles en potencia»:
están en potencia en relación con el cambio de lugar, con los procesos de trans-
formación o de generación. La física considera lo que es primero; es decir, la
potencia. El movimiento es el paso de la «potencia» al «acto». Conociendo las
cosas desde allí, la física conoce la realidad y la conoce por su esencia, que es
el movimiento. El movimiento recto es imperfecto porque es infinito; el movi-
miento circular es figura de la perfección toda vez que el movimiento regresa a él
mismo, análogo en eso a Dios, que es primer motor sin movimiento. Lo mismo
vale para el cosmos: en él el movimiento circular es perfección porque regresa a
su inicio y porque todo punto del movimiento es equidistante del centro de las
diferentes esferas que configuran el universo. Dicho centro es la Tierra.
Diferente de la ciencia, la astronomía no se preocupa por lo que es «prime-
ro». Está subordinada a la física y de ella recibe el «principio» que la guía. Tal
principio está dado en la afirmación del orden: «orden del cosmos, orden de los
cuerpos celestes que giran de acuerdo con la perfección de la esfera». Habiendo

25
Cfr. Simplicius. Op. cit., II, 2.
26
Cfr. Cassirer, E. Op. cit., p. 22.

112
recibido de la ciencia-física el principio de lectura del cosmos, la tarea propia
del astrónomo es usar las matemáticas para «salvar, rescatar los fenómenos».
¿Qué quiere decir tal expresión? Que es necesario recurrir a artificios de cálculo
para que el desorden aparente de los fenómenos de los cuerpos celestes, que en
sus movimientos «parecen» no cumplir con la perfecta circunferencia, regrese
al «orden del movimiento circular». Como se ve, los fenómenos no mandan; lo
que manda es la «afirmación de principio» del orden del cosmos. Esa actitud va
a durar a lo largo de la Edad media.
A principios del Renacimiento, Leonardo da Vinci cuestionará esa actitud
que desdeña la experiencia. En buena medida, según nos dice E. Cassirer en el
libro ya citado, Leonardo es figura emblemática de la nueva actitud. A Leonardo
le gustaba definirse como «hombre sin letras»: en el taller de Verrochio, donde
fue alumno, practicó diferentes artes mecánicas y de allí le vino la atención y la
pasión por la experiencia. A raíz de eso, se rebela contra quienes condenan los
sentidos —la sensación y la observación— como obstáculo para la física y la su-
til reflexión mental. Estaba convencido de que «ninguna investigación humana
puede considerarse como verdadera ciencia si no pasa por las demostraciones
matemáticas». Solo el conocimiento de la ley general que rige los fenómenos
permite orientarnos. Leonardo se anticipa a Galileo y la ciencia moderna, anun-
ciando el giro que se prepara: el de la ciencia que ya no se preocupará por la
esencia, sino que observará los fenómenos. Sin embargo, todavía sigue presente
el «animismo» en cuanto aún no se ha llegado a la relación con el objeto natu-
raleza. Con todo, lo importante en Leonardo es su insistencia en regresar a la
experiencia. Son conocidos los artefactos que elaboró, su testaruda oposición a
la autoridad y la tradición manifestada en su afición (sacrílega en aquel enton-
ces) por la disección y los dibujos anatómicos.
Pero quién expresa, sobre todo, la necesidad de ruptura con los antiguos y
los medievales es Francis Bacon (1561-1626), filósofo y canciller inglés, posterior
en un siglo a Leonardo. Aunque, para respetar la cronología, convendría hablar
de Bacon después de Copérnico (1473-1543), lo hacemos ahora en cuanto el
primero expresa con mucha claridad la ruptura con la ciencia griega y medieval.
En sus dos libros, Novum organum (que retoma el título del Organum
de Aristóteles) y Nueva Atlántida (retomando la idea de la Ciudad Ideal de
Platón), se ve cómo Bacon pretende romper con la herencia griega. La nueva
Atlántida es una sociedad hecha de investigadores que buscan cosas nuevas
para el «bien estar» de la humanidad.27 Por lo tanto, se trata de una ruptura
con la Ciudad ideal o la Academia de Platón, solo preocupadas por la teoría.

Cfr. Bacon, F. The complete essays of Francis Bacon. New York: Washington Square Press, 1963.
27

113
En relación con la Edad Media, él va a criticar la magia que busca causas ocul-
tas, mientras que el verdadero saber es de naturaleza experimental. Afirma que
la función de la ciencia es buscar la verdad y beneficiar a la gente. Esto es ya
una proposición nueva. La verdad, afirma Bacon, es hija del tiempo y no de la
autoridad. En eso toma sus distancias respecto de la autoridad incuestionable
de Aristóteles en la Edad media, la cual hacía que las cosas se sometieran a una
interpretación ya prefijada.
Bacon se rebela con fuerza en contra de una ciencia reservada a unos pocos
y aboga por un saber público que parta de la experiencia y resulte de la colabo-
ración mutua con miras a la transformación del mundo. Quiere que la «filosofía
de las obras» sustituya a la «filosofía de las palabras». No quiere perderse en la
clásica defensa de un filósofo en contra de otro; según su parecer, todas las filo-
sofías anteriores pecan de lo mismo, expresan una actitud moralmente culpable.
En vez de escuchar e interpretar, con humildad, la obra del creador, la tradición
se ha dedicado a astucias del ingenio y a oscuridades verbales; esas oscuridades
que vienen de una filosofía de las esencias y que ocupaban las mentes más bri-
llantes con preguntas como las siguientes: «¿cuántos ángeles pueden caber en la
punta de una aguja?, ¿cuál es el mayor bien?, ¿el calor es bueno o malo?». Tales
juegos de abstracciones, además de inútiles, le parecen peligrosos. Por eso fusti-
gó a esos escolásticos que llenaron el mundo de «largas barbas y largas palabras»,
pero lo dejaron tan ignorante como lo habían encontrado.
Los griegos le parecen unos eternos niños y se pregunta si en la física y la
metafísica de Aristóteles no se oyen, la mayor parte del tiempo, únicamente las
voces de la dialéctica, mera lógica, y no las de la naturaleza. Pero ¿qué otra cosa
cabría esperar de un hombre que construyó un mundo, por así decirlo, a partir
de las categorías mentales, basándose en la distinción entre potencia y acto?
Para Bacon, la lógica tradicional (griega) es inútil para la investigación de
las ciencias y además perjudicial porque solo sirve para consolidar y transmitir
los errores de la tradición. El silogismo —instrumento de la ciencia para Aristó-
teles— que deduce consecuencias desde premisas es un instrumento incapaz de
penetrar en la profundidad de la naturaleza. En cuanto a los axiomas, le parecen
llenos de caprichos y aberraciones.
Bacon cogió odio al platonismo y al aristotelismo, únicamente preocupa-
dos, según él, de elevar el espíritu a la contemplación de cosas solo concebibles
por el intelecto, mientras que la verdad está siempre ligada a la utilidad. Pode-
mos reconocer allí al padre del pragmatismo anglosajón.
Lo que propone Bacon es hacer que los hombres regresen a la observación
de los fenómenos particulares, respetando su sucesión y su orden. Se trata de
observar e interpretar con un método. Pero para ello se debe emprender una

114
labor de demolición. Hay que derribar los ídolos; es decir, las múltiples nociones
falsas que enceguecen al ser humano. Para llevar adelante esa labor, él distingue:
– Los ídolos de la tribu. Son las evidencias falsas ligadas al intelecto huma-
no y sus exigencias lógicas.
– Los ídolos de la cueva. Son los a priori y prejuicios que proceden del in-
dividuo.
– Los ídolos del foro. Son los que vienen del grupo de pertenencia.
– Los ídolos del teatro. Son los que vienen de las falsas doctrinas.
Según Bacon, la ciencia debe penetrar en la formas de las diversas cosas; es
decir, en los íntimos secretos de la naturaleza, en su alfabeto, el cual permitirá
entender su lenguaje, es decir las leyes. En eso coincide con Galileo, quien dice
lo mismo en ese mismo tiempo. Para llegar a esas formas latentes, Bacon preco-
niza el método de la «inducción por eliminación». Se trata de establecer tablas
de presencia y de grados para un fenómeno observado. Por ejemplo, para el calor
se establecerán tablas de presencia y de grados haciendo observaciones con el
fuego, el sol, el cuerpo animal, etc.
Su rechazo a los griegos lleva a Bacon a comparar los análisis conceptuales de
Platón con «exhibiciones de funámbulos». Según él, las dos representaciones son
muy parecidas. Una es abuso de la mente; la otra, un abuso del cuerpo. Ambas
pueden despertar nuestro asombro, pero ninguna es digna de nuestro respeto.28
Se considera a Bacon el filósofo que abrió una nueva atmósfera intelectual
con su pasión por el nuevo rol de la ciencia en la vida humana. Dos nuevos
conceptos presiden su visión:
1. El ideal de la ciencia, a la cual se considera como algo activo que debe
modificar la situación natural y humana.
2. La definición del hombre como ministro e intérprete de la naturaleza y
ya no como animal racional contemplativo. Según Bacon, el hombre puede y
debe actuar sobre los fenómenos con tal de que se conozcan las causas.
Con las anteriores consideraciones hemos anunciado el cambio de paradig-
ma, de significaciones imaginarias que vamos a estudiar más adelante. La ciencia,
que era teoría, visión, contemplación de las esencias, va a tener como perspectiva
una práctica operacional. Allí está la nueva relación con la naturaleza. Las mate-
máticas, de salvadoras de los fenómenos, se tornarán en el lenguaje de la ciencia.
Pero debemos ver los pasos que se dieron para llegar a ello.
Regresemos al legado de Simplicio. El conjunto de afirmaciones a través de
las cuales él expresaba lo que es la ciencia, sufrirá cambios con la ciencia moder-
na. Si hasta la Edad Media la física era «conocimiento de la esencia» asentado en

Cfr. Berry, A. Los próximos 10,000 años. Madrid: Alianza, 1977.


28

115
el conocimiento del movimiento y, en general, del devenir, a partir del Renaci-
miento la ciencia será «ciencia de los fenómenos». También se dará un cambio en
el uso y el sentido de las matemáticas. En la ciencia aristotélica, las matemáticas
permitían solo enderezar, corregir las deficiencias aparentes de los movimientos
de los astros, cuya observación manifestaba apariencias distorsionadas en relación
con la perfección del movimiento circular del cosmos. Por lo tanto, la matemá-
tica era ciencia subalterna, exterior a la verdadera ciencia «física», que era ciencia
de las esencias. No eran operatorias; su rol era «salvar», rescatar los fenómenos.
Con Galileo y Newton cambiarán tanto el rol de la observación de los
fenómenos como el de las matemáticas. El lenguaje matemático va a devenir
intrínseco a la ciencia. Con ello, se señala el giro intelectual operado, el cambio
de paradigma. De pura «teoría», visión de la esencia, contemplación, la ciencia
tendrá como perspectiva una práctica operacional. Tal cambio es un verdadero
salto que representa e inaugura una nueva relación con la naturaleza.

2.3. La emergencia de una nueva relación con la naturaleza


¿Cómo se dio el paso? Al final de la Edad Media ocurrió un conjunto de cambios
en los comportamientos y las actitudes de los seres humanos y se dio una serie de
descubrimientos que abrieron una corriente nueva.29 La época del Renacimiento
coincide con una serie de inventos de gran importancia surgidos en Europa o
asumidos por ella. Pensemos en el cañón, la imprenta, la brújula, el reloj y una
variedad de «máquinas» autónomas, fabricadas por «artesanos artistas». Estos
aparatos/autómatas plantearon problemas teóricos a los científicos y filósofos,
quienes empezaron a interesarse por su funcionamiento midiendo y calculando
fuerzas y movimientos. El entusiasmo llevó a que se midiesen y se calculasen,
con anticipación, los movimientos de esas máquinas y se considerasen los efectos
esperables si se modificaban las condiciones de operación: por ejemplo, la tra-
yectoria del obús se calculaba de acuerdo con la variación del ángulo del cañón.
Todo lo medido y calculado se expresaba en términos matemáticos y surgió así
una relación nueva entre la matemática y la práctica empírica. Ciertamente, di-
chos artefactos suponían gastos que solo podían ser costeados por los príncipes, y
la posesión de diferentes inventos, además de dar prestigio, garantizó pronto más
poder. Eso es evidente con el cañón, pero también con la brújula.
Al cabo de cierto tiempo, la atención de los científicos se desplazó de los
artefactos hacia el cosmos. La fabricación de los autómatas mecánicos mediante
una técnica artesanal llevó a descubrir regularidades y leyes en esos mecanismos.

29
Al respecto es importante valorar el rol que tuvieron las cruzadas con el contacto con el
mundo árabe musulmán.

116
Un pensamiento analógico hizo pensar que las regularidades y leyes del «cos-
mos» —del mundo de «la naturaleza»— eran similares a las que se observaban
en los mecanismos de los autómatas artificiales producidos por el ser humano.
El «cosmos» podía, por lo tanto, ser pensado como sostenido y animado por
movimientos regulares inconscientes, susceptibles de ser medidos y conocidos.30
Copérnico (1473-1543), astrónomo polaco, revolucionó la cosmología al
desplazar el centro del universo, de la Tierra al Sol. Para él, una teoría científica
tenía evidentemente que estar conforme con ciertas «ideas madre», como la de la
circularidad del movimiento para la ciencia aristotélica, pero tenía también que
ser coherente con los hechos proporcionados por la observación. El geocentrismo
(la Tierra en el centro del cosmos) no cumple con aquello, pero el heliocentrismo
(el Sol en el centro del cosmos) sí cumple con lo que proporciona la observación.
Como se puede ver, con la referencia a las «ideas madre», todavía queda la «carga»
filosófica del movimiento circular perfecto, pero ya se privilegia la observación.
Se puede asumir que con Galileo (1566-1642) irrumpe la nueva visión del
mundo junto con el nuevo uso de las matemáticas. Él expresa el momento en
que a partir de las observaciones realizadas sobre los «artefactos mecánicos» y de
la posibilidad de expresar el funcionamiento de estos en fórmulas matemáticas,
se ensaya la proyección de estas fórmulas para dar cuenta de las regularidades y
las leyes del cosmos. Ya no se trata de «salvar la perfección del movimiento de lo
que proporciona la apariencia», sino de seguir y restituir el movimiento observa-
do de los astros. La traslación de las técnicas de observación de «los mecanismos
artificiales» al «cosmos» produjo una suerte de «explosión mecánica». Todo se
leerá en términos de «mecanismo», desde el cuerpo humano hasta el cosmos,
que será mirado como un «gran mecanismo autónomo y autosuficiente». Con
esa perspectiva se pasa del «cosmos eterno o creado, pero limitado y clausura-
do» al «universo infinito» y a la naturaleza que no habla de nadie ni a nadie. El
universo se entiende como un gran «autómata», cuyas partes son lo que son úni-
camente en virtud de su integración al todo y dentro del cual ningún elemento
puede faltar sin anular el funcionamiento del todo. Se asume que el «autómata
universo» (igual que los «artefactos autómatas») funciona mediante la reciproci-
dad de acción de todas sus partes, y que para entenderlo o explicarlo, igual que
en cualquier «artefacto autómata», no es necesario ni pertinente preguntar por
quién lo creó o inventó. Después de que esa actitud científica fue trasladada
al «cosmos», la totalidad que este representa dejó de ser «cosmos» para devenir
solo «naturaleza», en relación con la cual basta con saber cómo se sostiene por
movimientos regulares o leyes.

Cfr. Weil, E. Philosophie et realité. Derniers essais et conférence. París: Beauchesne, 1982, p.
30

349.

117
Son famosas las frases de Galileo en su obra El ensayista, de 1623, en la cual
expresa lo que acabamos de anotar. Dice:

La filosofía (ciencia) está escrita en este vasto libro (el universo) que siem-
pre se mantiene abierto delante de nuestros ojos, y no se le puede enten-
der si, primero, no se aprende a conocer la lengua y los caracteres en los
cuales está escrito. Ahora bien, está escrito en lengua matemática y sus
caracteres son los triángulos, los círculos y otras figuras geométricas, sin
los cuales es humanamente imposible comprender nada en ese libro y sin
los cuales uno corre vanamente en un laberinto obscuro.

Y Galileo añade: «Lo que conozco es poco; pero es igual al conocimiento


divino».31
Conocer el universo pasa por conocer el lenguaje matemático y los carac-
teres geométricos. Ha desaparecido la antigua diferencia entre conocimiento de
la «esencia» del físico y el recurso al «artificio matemático» del astrónomo para
«salvar los fenómenos». Lo que el hombre conoce, lo conoce matemáticamente
y, «en esa medida, su conocimiento es idéntico al conocimiento divino». El
conocimiento matemático se ha tornado conocimiento de lo que es verdadero
en la Naturaleza. Descartes protestará contra la identificación del conocimiento
humano con el de Dios que establece Galileo. En efecto, dirá que «no es cono-
cer como Dios si no conocemos la totalidad». Lo importante es que sepamos
reconocer, en la afirmación de Galileo, la nueva seguridad de la nueva ciencia y
su nuevo asidero: la matemática.
Con todo, el corte con la visión aristotélica no se dio sin dudas e interro-
gantes. Lo manifiestan ciertas reflexiones del mismo Galileo en relación con
el heliocentrismo de Copérnico. Galileo llegó a preguntarse: «¿Será otro ardid
para salvar los fenómenos?». Y se contestó a sí mismo: «¡No! Copérnico sabía
perfectamente resolver el problema del movimiento aparente de los astros. Su
heliocentrismo es para llegar a lo que es verdadero absolutamente».
Las afirmaciones de Galileo sobre la nueva manera de conocer el univer-
so abrirán un nuevo mundo científico con serias consecuencias en cuanto a
la manera de estar en el mundo de parte del ser humano. De hecho, decir
que todo lo «real es matematizable» es ya «hacer abstracción», «prescindir» del
Dios creador y de los sujetos humanos en cuanto personas «no susceptibles de

31
Esas frases de Galileo podrían recordar lo que Platón escribió en el frontispicio de la entra-
da a la Academia: «Nadie entra aquí que no sepa matemáticas». Pero, lo podemos sospechar,
el sentido es diferente. Para Platón se trataba solo de entrenamiento y de «agilizar» el inte-
lecto; para Galileo se trata de otra cosa.

118
matematización». Y si, como hoy en día, el ser humano puede devenir mero fac-
to económico, expresable matemáticamente, es porque, desde Galileo, la ciencia
puede considerarlo todo abstractamente, poniendo solo su atención en la di-
mensión matematizable. En la nueva perspectiva, el hombre se encuentra expul-
sado del «cosmos», ahora él ya no es su centro y se encuentra perdido en el juego
de las leyes de una naturaleza anónima. Él ya no es un «elemento simbólico» del
todo; no es una hebra de la vida, como diría el indio seattle. Más bien el hombre
está llamado a tomar distancia frente a todos los fenómenos para observarlos
objetivamente. Surge allí la relación sujeto-objeto que dominará la modernidad.
El camino está abierto para los dos mundos de Descartes: el mundo de la
naturaleza versus el mundo subjetivo-psicológico. La subjetividad del ser humano
pensante es la primera instancia fundamental en la cual el conocimiento puede
apoyarse. El pensamiento viene a ser, por lo tanto, instancia privilegiada pues-
to que alcanza directamente la esencia de su existencia, mientras que las otras
esencias y las otras existencias le quedan subordinadas. Simultáneamente, el ser
humano es consciente de su personalidad, de su unidad, libertad, actividad y
perfectibilidad que capta mediante la intuición, y se sabe irreductible a las exis-
tencias materiales cuya naturaleza conoce. En el yo pensante, Descartes reconoce
ideas innatas, que uno encuentra en sí, nacidas junto con la conciencia —es para
él el caso de la idea de Dios— y encuentra ideas adventicias y artificiales, que
llegan desde afuera y se refieren a cosas completamente distintas del «yo», que es
pensamiento. Esas ideas adventicias o artificiales vienen del mundo exterior.
Con las ideas que nos vienen de afuera es difícil orientarse. El método
cartesiano será admitir como reales solo las propiedades que logramos con-
cebir de modo claro y distinto, lo cual lo llevó a reconocer la extensión como
constitutiva o esencial del mundo. De hecho, cualquier calidad de un cuerpo
(forma, color, etc.) supone la extensión. «No hay más que una misma materia
en todo el universo y la conocemos por eso que es extensa», dice Descartes en
sus Principios de la filosofía.
Lo revolucionario de Descartes es haber dejado de lado el «entretenimien-
to» de los sentidos, que no forman parte de la esencia del pensamiento ni de la
esencia de la materia. Lo que pueden no es ciencia. La ciencia es de las ideas
claras y distintas. La res cogitans y la res extensa del mundo pertenecen en cuan-
to tales a la ciencia. Se rompe con el «animismo-antropomorfista renacentista»,
según el cual todo estaba impregnado de espíritu. Entre esas res cogitans y ex-
tensa no hay grados intermedios. La materia es «espacio y movimiento», de los
cuales se puede dar cuenta mediante las matemáticas y la geometría. El mundo
es un inmenso reloj mecánico; animales y cuerpo humano son solo máquinas,
«autómatas», dirá Descartes.

119
Con el mecanicismo cartesiano, que abarca todo el mundo no espiritual, se
derrumba una concepción del mundo y crecen nuevas perspectivas de investi-
gación. Surgen nuevas estructuras mentales y lingüísticas con nuevos modelos
de interpretación de la realidad. Asimismo, se asienta la relación sujeto-objeto
dominante en la modernidad.
¿Qué aportó Newton? (1642-1727). Su aporte esencial fue haber hecho efec-
tivo el principio del mecanismo según el cual «el estado del movimiento de un
sistema, en un momento dado, viene del estado de movimiento que lo ha ante-
cedido inmediatamente». Antes, con Galileo, se conocía el movimiento como
conjunto: aceleración de la velocidad de un cuerpo cuyo movimiento es unifor-
memente acelerado durante su caída32. Con el cálculo infinitesimal, Newton hizo
posible calcular el estado del movimiento a partir del estado anterior inmediato
y así se pudo calcular el movimiento en cuanto tal y no solo fracciones de este.
Con Newton nace la física tal como la conocemos como «física moderna»,
que ya no se preocupa por la ciencia de las esencias aristotélicas, sino que obser-
va los fenómenos naturales y los describe de acuerdo con leyes que descubre en la
naturaleza, objeto que aparece autónomo, infinito y sometido a una causalidad
natural y mecánica. En este contexto, Newton formulará la primera ley univer-
sal: «Dos cuerpos ejercen uno sobre otro una fuerza que varía de acuerdo con el
inverso del cuadrado de la distancia que los separa y de acuerdo con el producto
de sus masas». Dicha ley es universal: vale a nivel atómico y astronómico. El
universo es un solo sistema dinámico y aparece como una gran máquina. Si
uno conoce un estado particular del sistema en un momento dado, es capaz de
conocer su pasado y prever su porvenir. Ya estamos con el principio universal
de la homogeneidad del espacio, homogeneidad que no tenía lugar en la física
aristotélica, en la cual había un arriba y un abajo y donde los cuerpos tenían
movimiento propio según los espacios a los cuales pertenecían.33 Estamos ante
una homogeneidad del espacio y ante una total autonomía del universo; es eso
lo que autorizará, más tarde, a Laplace contestar a Napoleón: «Dios es ya una
hipótesis que el científico no necesita».
La naturaleza ya no es simbólica, no habla de nadie ni remite a nadie; au-
tónoma en su funcionamiento, no tiene complementariedad evidente con nada.
Triunfan el mecanicismo y el determinismo; es decir, la marcha del universo
se explica totalmente como la de una máquina. Hay previsibilidad segura de
los fenómenos en un universo que está organizado sin el hombre; es exterior al
sujeto que conoce y existe independientemente de él.

32
Recuérdense sus experimentos en la Torre de Pisa.
33
Cassirer, E. Op. cit., p. 232.

120
Conocer un momento del sistema mediante una ley universal es conocer to-
dos los otros momentos. Ese conocimiento no afecta al orden del mundo ni a su
funcionamiento. El universo, gran máquina infinita y ya no «cosmos limitado»,
es sordo a la música del hombre, indiferente a sus esperanzas, a sus sufrimientos
y a sus crímenes. Podemos entender a Pascal y su miedo frente al «silencio de
esos espacios infinitos».
La entrada a ese «paradigma», a esa manera de conocer y organizar las cosas,
acaba por tener efectos sobre el hombre mismo. El hombre llega a autopercibir-
se en su totalidad y no solo en su corporeidad, como con Descartes, desde esa
perspectiva de la máquina. Lo ilustra un pequeño texto de Voltaire sacado de sus
novelas filosóficas.34 Un personaje, el ingenuo, se encuentra después de muchos
viajes en la cárcel La Bastilla con un jansenista, quien en su providencialismo ve
en todo el dedo directo de Dios. El jansenista examina al ingenuo y le pregunta:
«¿Qué piensa usted, pues, del alma, de la manera como recibimos nuestras ideas?,
¿qué piensa de nuestra voluntad, de la gracia?». «Nada —responde el ingenuo—,
si algo pudiera pensar es que nosotros estamos bajo el poder del Ser Eterno igual
que los astros y los elementos: que Él hace todo en nosotros, que somos pequeñas
ruedas de la inmensa máquina que Él es; que Él actúa por leyes generales y no
por visiones particulares». El hombre mismo se ve como una máquina.
Lo que acabamos de evocar manifiesta la producción de nuevas significa-
ciones imaginarias en el contexto del Renacimiento y en el siglo xvii. Esa época,
de mucha creatividad y descubrimientos, rompió con las representaciones del
universo existente hasta entonces. La base y la fundamentación de la perspecti-
va anterior (clásicos y medievales) y de sus posibilidades —el hombre como ser
intermediario— descansaban en una visión del mundo dividido en mundo su-
pralunar y mundo sublunar. Y si bien se asumía que el mismo «logos», la misma
voluntad divina estructuraba la totalidad del cosmos y al hombre, había hete-
rogeneidad entre mundo de arriba y mundo de abajo. Esa división desaparece y
entramos en la homogeneidad.
Recordemos también que para los antiguos y los medievales, el mundo era
objeto de visión, de contemplación. El hombre debía saber reconocer en él la
huella del logos eterno o del Dios creador.35 El mundo era un espectáculo en
el que el hombre podía ser actor en la medida en que desposaba, «coincidía
con» el logos divino o la voluntad divina. Dentro de esa perspectiva, venida de
Aristóteles, el conocimiento del logos, de la ley, de la voluntad divina era lo que
realmente movía al hombre.

Cfr. Voltaire. «El ingenuo». En Romans et contes. París: H. Benac, 1960.


34

Recuérdese la divisa de Santo Domingo: Contemplari et aliis contemplata tradere (Contem-


35

plar y entregar a los demás las cosas contempladas).

121
El nous, el intelecto, era la facultad humana capaz de captar, intuir, apre-
hender ese «objeto» que era el logos en todo, «logos-razón» en el mundo y en el
ser humano mismo. El hombre era capaz de intuir ese «logos» en la «idea». Lo
pensaba como forma que informa sobre todo lo visible. San Agustín, en con-
tinuidad con esa visión, había dicho que toda la creación, en su diversificación
de seres individuales, descansaba sobre una praeconceptio divina. Según él, «la
puesta en forma de la materia se dio en el indivisible momento de la creación».
Para que el orden fuera inteligible, el «logos en el cosmos» tenía que ser pensado
como una ley inmanente a la naturaleza, y tenía que ser pensado como presi-
diendo desde siempre el origen, el acondicionamiento del mundo.36
Elevándose a la contemplación de ese logos, el hombre tenía acceso al ar-
ché, al «principio de todo, ya que la contemplación del ser daba acceso no solo
a lo derivado del principio (el mundo, los diferentes seres) sino al principio
mismo».37 Reconocer el principio de todos los entes era fundamentar, asegurar,
justificar el conocimiento de todos ellos.
Desde esa perspectiva el hombre podía filosofar, ir hacia el saber. La verdad
no le quedaba oculta. Podía comprender el mundo porque participaba de ese
intelecto que todo lo sostenía; en cuanto chispa divina, participaba del gnosis
gnoseos, «pensamiento de pensamiento», que es Dios. El filósofo comprendía
al hombre comprendiéndose a sí mismo. Se entendía como realizado en y por
ese intelecto. Esa comprensión era la verdadera praxis; es decir, acción de unión
perfecta que no tiene ninguna exterioridad; y el hombre alcanzaba la felicidad
al vivir por la parte divina de su ser.38
Para los modernos, el mundo deja de ser objeto de visión, de contempla-
ción. Las ciencias de la naturaleza, gracias a las matemáticas y la técnica, abren
el campo a la intervención en el «gran mecanismo naturaleza». Es el inicio de
una ciencia y de una técnica nuevas en donde el concepto de producción viene a
ser la «nueva significación imaginaria» dominante. La emergencia de esa nueva
significación imaginaria llegará a tener impacto en la representación del hombre
sobre sí mismo.

2.4. La producción: nueva significación imaginaria dominante


Evidentemente, la producción de la nueva «significación imaginaria» que llevó a
ver el universo como gran mecanismo, tendrá inmediatamente una repercusión

36
Cfr. Vernant, J. P. Mythe et penseé chez les grecs. París: François Maspero, 1965, en especial
el capítulo VII.
37
Cfr. Aristóteles. Ética Nicomaquea, 1141a 17.
38
Ídem, 1177b 26 y ss.

122
sobre la manera como el hombre entiende su relación con la naturaleza y su rol
en ella. Ya lo hemos señalado: para el hombre moderno desaparece el «cosmos» y
surge la naturaleza, que ya no se concibe como ofreciendo el espectáculo de una
perfección por contemplar, sino que está pensada como un conjunto de leyes
que expresan el orden existente, las cuales, si se conocen, permiten intervenir
sobre el gran mecanismo. Estamos lejos de la «compañera de la existencia por
respetar» del indio seattle.
La serie de cambios que hemos evocado señala cómo la atención del hombre
se desplaza hacia nuevos puntos de interés, acompañando el desplazamiento
del punto de arranque y de apoyo del conocimiento, en el cual, del ser antiguo
y medieval se había pasado al sujeto cartesiano. Es lo que expresó la fórmula:
«Dudo, pienso, luego existo». Se abrió, entonces, una perspectiva en la cual el
hombre se percibe como el ser que levanta significaciones, que da sentido a las
cosas y al mundo. Habiéndose distanciado del mundo (el ser humano ya no es
un elemento del gran Todo), el hombre, al instituir la naturaleza como mecanis-
mo, se instituye a sí mismo como productor de significaciones.
Ese nuevo «paradigma» marca el surgimiento y la preeminencia de la «sig-
nificación imaginaria» de la producción, la cual es consistente con la visión del
universo como mecanismo. La idea de producción va a dominar toda la mo-
dernidad. El hombre produce su mundo, lo organiza, pone en orden las cosas
y ya no se conforma con el orden recibido en la naturaleza. Se regocija y se
autocontempla en el orden que produce. En ese nivel son ilustrativos los jardi-
nes del palacio real de Versalles, donde la naturaleza está ordenada de manera
totalmente artificial. El concepto «producción» expresa lo que es y hace el hombre
en todos los niveles; ya no es el ser que se contenta con coincidir consigo mismo
coincidiendo con «el ser, con el logos» en él: ahora se concibe a sí mismo como
productor. El concepto producción, que sirve, por lo tanto, para expresar la rela-
ción del hombre consigo mismo (es el ser el que se produce a sí mismo), va a abrir
un régimen de producciones en diferentes niveles. Con la naturaleza comienza
otra aventura de producción industrial, y en la relación con los demás empieza
otra aventura de producción social: la sociedad aparecerá como producto de un
acuerdo, de un contrato social, y el orden social ya no se verá como algo recibido
de Dios o los antepasados.
Como podemos intuir, el cambio en la representación de la relación hom-
bre-naturaleza obligó a reconsiderarlo y repensarlo todo. Al respecto, Hume
planteó preguntas decisivas que luego retomará Kant. Su idea es la siguiente: el
gran autómata funciona con regularidad independientemente de nosotros. Es lo
que nos permite constatar la observación de los fenómenos. Pero ¿cómo hablar
de causalidad?, ¿con qué derecho ir más allá de lo que permite la observación

123
de los fenómenos para hablar de la «causalidad», que es algo que ocurriría al
interior de ellos y que no podemos alcanzar mediante los sentidos? Lo que po-
demos observar es que, hasta ahora, tal fenómeno siguió a tal otro, pero ¿quién
dice que será siempre así? Si hablamos de causalidad, es decir, si decimos que A
es causa de B, que la sucede, lo hacemos por costumbre psicocultural. Otros,
con otras costumbres, pueden dar otras respuestas. Eso es cierto. En la sierra
peruana, el campesino aimara o quechua atribuye los buenos resultados de su
cosecha más a los ritos bien cumplidos que a la aplicación de los fertilizantes que
le recomendó el ingeniero. Campesino e ingeniero hablan de causalidad, pero el
contenido de esta no es el mismo.
Hume rechaza la causalidad como existente en las cosas mismas. Con ello
cuestiona evidentemente la ciencia en su pretensión de leer lo que ocurre en los
fenómenos y cuestiona también la metafísica tradicional, según la cual a partir
de la cadena de los efectos era posible remontarse a la causa de todos ellos. Para
Hume, la metafísica no fue nunca verdadera ciencia (experimentación), sino
fruto de la vanidad humana, que quiso, a partir de la esfera de los objetos, decir
algo sobre lo absolutamente inaccsesible al entendimiento humano. Kant, cues-
tionado por las observaciones de Hume, procurará resolver el problema plantea-
do por este a nivel de la ciencia acudiendo a las «estructuras a priori del intelecto
humano», que, según él, son las que configuran lo que conocemos y aportan la
«necesidad y universalidad» en el conocimiento científico. Ya veremos esto con
detalle más adelante.
Veamos ahora la dimensión del hombre productor en el aspecto que nos
interesa aquí, en la relación con la naturaleza.

2.4.1. El hombre como animal productor de objetos

El mundo técnico en el cual nos movemos, configurado por la aplicación técnica


de los conocimientos proporcionados por la ciencia moderna, es la mejor expre-
sión del mundo del hombre moderno. Por eso, conviene ir hacia la comprensión
de la técnica y de sus efectos. Exterior al hombre, la naturaleza aparece, en la
modernidad, no como dada al hombre para que la contemple (mundo antiguo),
sino para que la domine mediante la producción técnica, la ponga a su servicio y
así haga que le sea útil. En esa línea de pensamiento, la naturaleza llega a aparecer
como reservorio de materiales y energías: hay que conocer la naturaleza, enten-
dida como gran autómata, para sacar provecho de ella y ponerla al servicio del
hombre. En esta nueva relación con la naturaleza, surgen categorías nuevas, «sig-
nificaciones imaginarias» tales como trabajo, producción técnica, rentabilidad,

124
eficacia, competencia. Estos nuevos conceptos están determinados por una nueva
concepción del trabajo y por la necesidad de fabricar objetos y productos nuevos.
Hegel será el primero en identificar la relación entre cultura moderna y pro-
ducción. De este modo, expresó un hecho que hoy constatamos, cualquiera sea
nuestra ideología —liberal o socializante marxista—: el conjunto de la humani-
dad ha llegado a considerar al ser humano «sobre todo como trabajador, como
animal productor». Asimismo, se ve el trabajo como el espacio de realización del
hombre. Se entiende que este se realiza trabajando, en cuanto así toma concien-
cia de sus capacidades, modifica y deja su huella en la naturaleza transformada.
Igualmente, en el trabajo todo ser humano se vincula de manera esencial con
los demás. De este modo, el trabajo va a devenir en el articulador decisivo del
lazo social como también el horizonte universal a partir del cual todo ser hu-
mano se piensa, se entiende, se proyecta y se realiza o no. Esto es lo que tipifica
la sociedad moderna industrial, en contraposición con el mundo medieval y el
mundo griego, en donde, por ejemplo, era evidente que decir «hombre libre» era
decir hombre liberado del trabajo. De ninguna manera el trabajo griego tenía el
sentido de realización que el mundo moderno occidental le ha dado.39
Con la expansión de la sociedad industrial, el trabajo —su dinámica y su
organización— ha llegado a ser lo que distribuye las relaciones sociales y da
sentido a la vida. Esa nueva representación preside todavía hoy la organización
de nuestra sociedad. Eso es tan cierto que todos nos sentimos realizados, respe-
tados y participando del sentido de la vida, de lo que es esencial en el mundo,
según trabajemos o no. Quien no trabaja se siente marginado. Ilustrativa es
la actitud del «ama de casa moderna, que se siente mal mientras no tiene un
trabajo afuera. Tiene entonces el sentimiento culposo de no aportar nada al
ingreso familiar, aunque esté cansándose todo el día en su casa, cocinando,
lavando ropa, limpiando, etc. Una de esas amas de casa, al no soportar más su
situación, un día fue a ofrecer sus servicios a la vecina que salía corriendo cada
día a su oficina. Entonces, fue a realizar, en la casa de la vecina, lo mismo que
hacía desde siempre en su propia casa. Pero ahora ya salía de su casa y recibía
un salario. Desde entonces, su mundo cambió y podía aportar anécdotas de su
trabajo a la conversación familiar. Y, ¡oh milagro!, el producto bruto interno
nacional creció en cuanto ella hizo crecer el intercambio de bienes y servicios
nacionales contabilizables.
La nueva visión moderna del trabajo representó un cambio enorme y toda-
vía seguimos viviendo bajo esa misma concepción. Poco a poco, la modernidad
ha ido instituyendo el trabajo como su sagrado, es decir, aquello a partir del cual

Cfr. Santuc, V. ¿Qué nos pasa? Ética y política. Lima: CEDEP/ESARM, 1997, en especial el
39

artículo titulado «Trabajo y ocio».

125
se valoran las cosas y se descubre el sentido de la vida. Siempre, en todas las
culturas, ha existido el trabajo; sin embargo, existía como necesidad ineludible,
condición necesaria para la sobrevivencia biológica y cultural; pero, aunque ne-
cesario, era marginal con relación al sentido de la vida. Así, en Grecia, hablar de
trabajo o producción era hablar de esclavos o de aspectos de la vida no relevantes
en relación con lo que daba sentido a la vida. En otros mundos, si bien todos
podían trabajar, el trabajo quedaba limitado a tiempos específicos, como ocurre
todavía en los mundos selváticos del Perú. El mundo moderno occidental es la
primera cultura que ha instituido el trabajo como centro de su vida; ya no es la
religión, ya no son ciertos valores como el honor o la fidelidad.
Evidentemente, entender el mundo moderno es tomar conciencia del cam-
bio de sentido ocurrido en el trabajo. Como acabamos de decirlo, siempre el
hombre ha trabajado. Es un hecho. Pero en ningún mundo cultural conocido,
el trabajo ha significado lo que ha llegado a significar en la sociedad moderna,
ni fue considerado necesario para todos. Además de reconocer la centralidad del
trabajo en la vida moderna, conviene reconocer cómo se operó el cambio en la
manera de concebirlo. Con la modernidad, este llegó a ser concebido como «lu-
cha constante con la naturaleza para dominarla y sacar provecho de ella». No se
trata, por lo tanto, de complicidad, hermandad o reciprocidad con la naturaleza
o con la Pachamama, como en la sierra peruana.40 Se ha roto la relación simbó-
lica con ella y se ha perdido el mundo del «gran cosmos» en el que el hombre
estaba en su casa; ese cosmos que dejaba transparentar el sentido que nos enlaza
con lo de arriba y con todo.
Al luchar en contra de la naturaleza para sacarle cada día más productos,
más posibilidades de bienestar y más progreso, el trabajo moderno se entiende
como lucha en contra de la violencia en la naturaleza; es decir, en contra de lo
que en ella aparece como «insoportable por modificable». Dicha violencia varía
según las culturas y los momentos históricos. Así, ayer, las hambrunas, la muer-
te por epidemias, por la peste o por el cólera como el de 1832 que provocó 40
millones de muertos en China, eran violencias de la naturaleza en contra de las
cuales el hombre no podía hacer nada y las soportaba con resignación. Hoy en
día siguen existiendo dimensiones de la naturaleza en contra de las cuales no se
puede hacer nada (inundaciones, terremotos, ciclones), pero el ser humano con
la ciencia y la técnica modernas ha hecho retroceder los límites de la violencia
de la naturaleza y se han vuelto intolerables —y así deben ser consideradas—
desgracias que podríamos dominar, como las hambrunas y epidemias. Es inad-
misible que todavía muchos seres humanos se vean expuestos a esas desgracias.

40
Véase en este sentido los textos de José María Arguedas sobre ritos de siembra y cosecha en
sus Obras completas. Lima: Horizonte, 1983. 5 t.

126
Además de lucha «organizada» en contra de la naturaleza, el trabajo mo-
derno es lucha en contra de los demás, en contra de aquellos con quienes cada
uno tiene que competir por mejores puestos, mejores ingresos, mayor acceso a
más productos. Eso se expresa en un conjunto de significaciones imaginarias
que nos dominan en este mundo moderno. Son: cálculo, productividad, com-
petencia, racionalidad, racionalización, etc. Con esa dinámica de producción,
el ser humano moderno ha acabado por crear un nuevo mundo, producto suyo:
es un mundo de artefactos que circulan y de relaciones interhumanas plasma-
das y sostenidas por el intercambio de productos y por las relaciones que se
establecen entre estos.
El ser humano ha producido ese mundo gracias a la ciencia y la tecnología
modernas, gracias a su razón calculadora, instrumental, estratégica, pero dicho
mundo ha acabado por adquirir cierta «autonomía» y parece estar sostenido
por leyes naturales propias. Así el hombre ha terminado por verlo como algo
independiente de él y al cual tiene que someterse. En virtud de la red de rela-
ciones e interdependencias que el trabajo ha producido y que la comercializa-
ción generaliza, el mundo de la producción y del comercio aparece como un
espacio autónomo, sostenido por las leyes «objetivas y naturales» propias del
mercado. Es como si dicho mundo tuviera consistencia fuera del hombre. Ese
mundo «económico-productivo-comercial» llega entonces, como lo dirá Hegel,
a presentarse al ser humano como una «segunda naturaleza» en cuanto se de-
fine como algo objetivo (independiente de la voluntad del hombre) y universal.
De la misma manera en que ayer la «naturaleza objetiva número 1» determina-
ba las condiciones de vida de todos los seres humanos, estuvieran donde estu-
viesen, con la modernidad, la «sociedad productiva» ha llegado a ser el punto
de apoyo obligado para todos los humanos, cualquiera fuere la cultura a la cual
pertenezcan. Inclusive, cualquier shipibo o asháninka de la selva peruana, se
sitúa también hoy en relación con la sociedad moderna productivo-comercial,
pues debe producir y calcular sus costos para vender su producto y comprar los
útiles escolares de sus hijos, el arroz, etc. Se asume que la sociedad económi-
co-productiva, en su objetividad, está movida por leyes que se pueden conocer
y que permiten actuar sobre ella: igual que ayer, el conocimiento de las leyes de
la naturaleza exterior ha permitido accionar sobre esta. Siendo así, se ve cómo
la sociedad productiva también se interpreta a sí misma en términos de un
«gran mecanismo».
Ahora bien, con la planetarización actual, la sociedad económico-produc-
tiva-comercial resulta ser un espacio internacional/mundial, estructurado por
múltiples sistemas de comunicación que se compenetran, un espacio universal
de competencia, producción, productividad y racionalización. Dicho espacio

127
es evidentemente una producción del hombre; pero este ha olvidado que ese
artefacto es creación suya y lo considera como «esfera objetiva» que se impone
por ella misma.41

2.4.2. Nuevos «espacio y tiempo»

No nos toca aquí examinar la sociedad moderna en cuanto tal. Hacerlo remite
a consideraciones que son de filosofía política. Sin embargo, debemos notar di-
ferentes aspectos que representan preguntas filosóficas que nos vienen hoy de di-
cha sociedad. A diferencia de los espacios simbólicos de ayer, que se organizaban
en torno a un centro,42 el espacio económico productivo actual carece de centro
o, más bien, su centro está en todas partes. Ese mundo técnico-productivo, en
virtud de la competencia internacional, ha llegado a ser el mismo en cualquier
lugar; a tener en todas partes las mismas características. Y desde cualquier lugar
se toman decisiones que interesan a cualquier espacio socioproductivo mundial.
En Estados Unidos, Japón, Europa o América Latina se toman decisiones que
afectan a otros espacios humanos. Para competir, los diferentes países y sus
empresas tienen que adoptar las mismas técnicas y la misma organización del
trabajo. Si no lo hacen, quedan fuera de la competencia y pueden ser presa fácil
de la agresión comercial del vecino. La lógica de ese mundo genera una gran ho-
mogeneización que tiende a eliminar las diferencias culturales y sus expresiones
de ayer: vestimenta, alimentación, expresiones religiosas, éticas, etc.43 Siendo
así, la comunidad nacional, el país, el poder político —que ayer era espacio de
unidad e identidad— pierden su pertinencia como referencia para orientarse.
Hoy es necesario ir a donde hay oportunidades de éxito, mejores oportunidades
de inscribirse en un punto de la telaraña mundial económico-comercial. Lo
confirma la masa de emigrantes económicos de hoy día.
En ese espacio económico-comercial, lo importante, para orientarse, es sa-
ber reconocer las coordenadas de ese mundo; lo que vale es saber ubicarse en la
telaraña de las relaciones mercantiles en que uno está necesariamente inscrito.
Pero dicho espacio no es simbólico, no articula a los seres humanos sobre la base
de afirmaciones que expresan un sentido; es un espacio meramente operacional;

41
Al respecto conviene mirar el capítulo «El fetichismo de la mercancía y su secreto» en El
capital, de Marx.
42
Piénsese en el Apu precolombino, la Kaaba, Jerusalén, Roma, Pekín, el río Ganges, que son
centros de referencia para culturas específicas.
43
Engels y Marx anunciaron el fenómeno con mucha lucidez en el Manifiesto del Partido
Comunista (1848).

128
es decir, un campo de fuerzas en donde uno está en el cruce de relaciones pro-
ductivas y comerciales llevadas desde la lógica de la competitividad. Incluso
dentro de ese espacio, el hombre acaba por aparecer como un mero «elemento»
de ese gran engranaje. Que sea «x» o «y», que tenga tal o cual nacionalidad, sexo
o edad, eso no importa al sistema. Pero sí le importa que cada uno aporte su
fuerza de trabajo o su competencia profesional. Y desde la consideración abs-
tracta de esa dimensión cada uno interesa al sistema.
En esa dinámica productiva moderna surgió la técnica moderna. Evidente-
mente, siempre existió cierta técnica para trabajar. Pero la técnica, con el sentido
que ha cobrado en la modernidad, no es tan vieja como la humanidad. Con la
técnica ha pasado algo similar a lo que ha ocurrido con el trabajo en el sentido
moderno. La técnica moderna es diferente del uso de herramientas fabricadas
por el ser humano desde sus orígenes. Ciertamente, de suyo, la técnica no im-
pone ninguna visión del mundo, pero, cabe subrayarlo, la técnica moderna no
puede convivir con las tradiciones de ayer. ¿Por qué? Porque ella exige que no
domine ninguna visión del mundo; requiere la negación de toda significación
permanente de un espacio o un tiempo en los que el hombre pudiera encon-
trar raíces. Cuando todos los sagrados de ayer desaparecen, la técnica moderna
puede desarrollarse; se desarrolla cuando todo es manipulable en función de la
eficiencia. Esto produce esa naturaleza segunda, horizonte actual de todo hom-
bre y grupo humano. La universalización de facto de las exigencias de la técnica
moderna ha podido comprobarse recientemente en diferentes acontecimientos.
No hace mucho en ciertos espacios políticos44 dominaban todavía afirma-
ciones de ciertas visiones del mundo que, de suyo, cuestionaban la modernidad
y su talante homogeneizador. Sin embargo, hemos podido ver cómo dichas vi-
siones del mundo, para poder subsistir, han acabado por acudir a la técnica
moderna o a sus productos. Por ejemplo, China, para defender el nuevo sagrado
de su revolución, después de luchar en contra de la técnica moderna y de hacer,
con Mao Tse Tung, costosos ensayos para eludir la técnica occidental, acabó por
importar tecnología de punta tanto para la producción como para la organiza-
ción de esta. Los países árabes, en razón del control que tienen sobre importantes
yacimientos de petróleo, pueden todavía, para defender su sagrado, importar
solamente los productos de la tecnología moderna —aviones, armas, computa-
doras, etc.—, sin importar la técnica productiva ni la organización del trabajo
que ello conlleva. Lo hacen así para defenderse de los efectos desestructurantes
de la técnica. Pero su solución durará mientras dure su control sobre el petróleo
y mientras este se mantenga en su posición de fuente energética de primer orden.

Por ejemplo, la China de Mao y los mundos musulmanes.


44

129
Al mismo tiempo que introduce cambios dentro de la relación con la natu-
raleza y los demás, la técnica también cambia la relación con el tiempo. En un
mundo compulsivamente dominado por las exigencias del aparato productivo,
por la eficiencia, el cálculo y la competencia, el tiempo es dinero. Consecuencia de
ello: los tiempos sagrados de la comunidad tradicional (peregrinaciones, fiestas
patronales, cumplimiento con el día semanal del culto, etc.) deben desaparecer.45
En el trabajo moderno, al trabajador se le paga por hora trabajada. Manda
el proceso de producción, el cual domina el tiempo moderno, que ya no es el
del ritmo del día y de la noche, ni el de la comunidad tradicional. Tampoco
es el tiempo psicológico ni el del crecimiento del hombre: niño, joven, adulto,
varón y mujer, niño y adolescente, blanco y negro, tienen todos que alinearse en
función del trabajo y de un mismo rendimiento por hora.
El dominio del tiempo de producción moderno sobre la conciencia es tal
que incluso las etapas de la vida del hombre (niñez, adolescencia, madurez y
vejez) se piensan en función de la inscripción en el trabajo. Presente y porvenir
se leen a partir del trabajo. Hay que prepararse: para ello, el joven invierte en
estudios y sacrifica tiempos de ocio y distracción. Hay que planificar la vida.
Así, desde joven, el ser humano tiene que volverse calculador y racional si quiere
ingresar al sistema. Pero el tiempo no adquiere sentido por eso. Todos los tiem-
pos de la vida del ser humano se piensan «en función y a partir de» la máquina
productiva. La juventud es preparación para el trabajo y la vejez, la jubilación.
En cuanto al ocio, que en el mundo griego era el tiempo dedicado a lo propia-
mente humano, en la modernidad ha devenido en tiempo de vacaciones; es
decir, tiempo «liberado-vacío» de trabajo. A menudo, el individuo, que ha sido
preparado únicamente para usar su tiempo en el trabajo, no sabe qué hacer con
un tiempo liberado de este.46
Con lo que decimos, estamos señalando cómo, en el mundo moderno, el
hombre ha sido expulsado de la «naturaleza madre, compañera de la existencia»,
hacia una «nueva naturaleza número dos», mundo artificial configurado por la
mecánica productiva. Ciertamente, eso acaba por condicionar la manera en que
el hombre se entiende a sí mismo. Él vive, en función del trabajo: integrado o
expulsado.

45
En Piura, los miembros de las cooperativas nacidas de la Reforma Agraria tenían mucha
dificultad para integrarse a esa visión moderna del tiempo. Cuando llegaban los días de
las peregrinaciones a la Virgen de Paita o al Señor de Ayabaca, por más que la cosecha de
algodón estuviese a punto de ser recogida, ellos dejaban los campos e iban a cumplir con la
Virgen o el Señor. Evidentemente, eso tuvo parte de culpa en el fracaso económico de las
cooperativas.
46
Cfr. Santuc, V. Op. cit. «Trabajo y ocio».

130
2.4.3. El hombre expulsado de la producción

Ahora bien, el proceso de producción ha sufrido y sigue sufriendo cambios que


modifican la situación del hombre en el mismo trabajo. Veámoslo a partir de
consideraciones sobre diferentes etapas de la técnica:
a) La herramienta es un mero artefacto producido por el mismo trabajador
y que es una prolongación de la mano. Ayer era la base del proceso de trabajo.
Permitía todavía un contacto directo con la naturaleza y era una mediación en
las relaciones con la naturaleza exterior, consigo mismo, con los demás.47
b) La máquina no es lo mismo que la herramienta. No es auxiliar de la
mano, sino del cerebro en cuanto connota la objetivación anticipada de múl-
tiples operaciones; es un anexo del lenguaje, intermediario entre el hombre y
la naturaleza. La máquina va a permitir el proceso de industrialización con la
producción en cadena, donde manda el «servicio de la máquina».48
c) Hoy hemos pasado de la máquina al robot. Es una etapa cualitativamente
diferente: el robot está dotado de memoria y puede asumir series repetitivas de
acciones; incluso existen robots que reaccionan al ambiente. Ya no se trata de
un auxiliar del cerebro, pues ejecuta ciertas operaciones de este. El paso al robot
señala un cambio de paradigma. ¿Qué queremos decir con ello? El término «pa-
radigma» fue primero de uso lingüístico para referirse a un modelo. Platón lo usó
en ese sentido en cuanto el mundo de los seres eternos es paradigma del mundo
sensible. Un paradigma es un conjunto configurado por varios elementos que
pueden soportar variaciones en su distribución y relaciones, sin que anulen su
existencia. Sin embargo, ciertas variaciones alteran el modelo tanto que hacen
que se salga de él. En una frase, al decir «Tengo un lapicero rojo» o «Tengo un
lapicero azul» no salgo del paradigma. En cambio, si digo «Tengo un lapicero
para volar», el esquema se rompe: he salido de cierto tipo de paradigma de signi-
ficación. Cambiar de paradigma es, por lo tanto, salir de las variaciones posibles
que soporta un marco dado. A esto se ha llegado en el ámbito productivo con la
introducción del robot en la cadena de producción.
d) El robot señala la introducción de la llamada «inteligencia artificial» en
los procesos productivos. Hoy los robots son inteligentes. Están en capacidad de

Cfr. Marx, K. Manuscrito: economía y filosofía. Madrid: Alianza, 1968


47

Allí encontramos a F. Taylor (1856-1915), inspirador de lo que se llamará taylorismo, esto


48

es, la racionalización de la producción con separación entre diseñadores, organizadores y


ejecutores, y a H. Ford (1863-1947), inspirador, a su vez, del fordismo; es decir, del prin-
cipio del regreso de parte de los ingresos a los trabajadores: «Pago bien a mis obreros para
que compren mis carros», decía Ford. Para una idea más global puede revisarse el texto de
Coriat, B. El taller y el cronómetro. Ensayo sobre taylorismo y fordismo y la producción en
masa. Madrid: Siglo XXI, 1982.

131
analizar y resolver problemas. Ejemplo de ello es el tren TGV (Tren de Gran Ve-
locidad) que se ha generalizado en Europa. El maquinista está allí solo para tran-
quilizar a los pasajeros. Pero, de hecho, ese tren no requiere de un piloto, puesto
que es un robot el que realiza todas las operaciones. A la hora dada, el robot hace
que el tren adelante por sí solo hacia su andén, ensaye todas sus funciones, abra
las puertas, emita los mensajes adecuados; incluso puede hacer diferentes amagos
de cerrar las puertas para apurar a los pasajeros. Durante el recorrido analiza las
situaciones de peligro en la vía, chequea lo que pasa con las ruedas y verifica si
existen problemas en los circuitos eléctricos, etc. Si se presenta una situación para
la cual no está programado, el robot detiene el tren y cede la operación al hombre.
Con el robot podemos ver de qué manera el trabajo ha cambiado de sentido
y el alcance. Todavía, en este momento, quedan todas las etapas de la técnica de
ayer, pero, cada día más, trabajar es dialogar con un intermediario autómata me-
diante símbolos matemáticos; es hacer funcionar, dar metas a la esfera intermedia
de los diferentes robots. Ayer el trabajo era lucha en contra de la naturaleza; hoy
es inscripción en un sistema de códigos. Eso trae como consecuencia diferentes
cambios en el ámbito social: cada día más hombres son expulsados del trabajo por
efecto de la robotización de la producción. Así hemos llegado al final de un siste-
ma de organización social mundial asentado sobre la figura del trabajo. Estamos
en una encrucijada en que un paradigma ha agotado sus posibilidades. Aunque
le queden todavía por desarrollar espacios de posibilidades, ya se hace sentir la
urgencia de salir de él.
La informatización, en el proceso de trabajo, ha tomado la posta de la ener-
gía. De la energía humana se pasó a la energía animal (burro, buey); después a
la energía físico-química (carbón, petróleo), y luego a la energía nuclear. Pero
hoy se da una ruptura cualitativa: ya no se trata de tener reactores cada vez más
potentes, sino de saber utilizar mejor la información. Durante la presidencia de
Ronald Reagan en Estados Unidos, la antigua URSS perdió la guerra de las
galaxias antes de que empezara, únicamente en razón de sus diez años de atraso
en computación.
Todo el mundo lo dice: en la competencia mundial, en el aspecto producti-
vo, la fuerza está del lado de la acumulación del saber informatizado. El saber se
ha convertido en la principal fuerza de producción, y la informatización no solo
cambia la organización del trabajo, sino modifica el sentido mismo de la palabra
trabajo. Este ya no es lucha contra la naturaleza; es ingreso a un sistema simbólico
de comunicación artificial. Es cierto que quedan espacios en los cuales el trabajo
sigue siendo lo que fue, pero hay que reconocer la incidencia nueva de la informa-
tización. Sin embargo, estamos en un momento en que nadie sabe cómo conducir
lo que tenemos entre manos. La introducción de la inteligencia artificial en el

132
proceso de producción está operando cambios sustanciales en el mismo trabajo,
pero lo seguimos inscribiendo en una legislación social laboral que no acaba de to-
mar seriamente en cuenta lo que ha ocurrido ni sabe cómo hacerlo. Continuamos
afirmando el principio de la jornada laboral de ocho horas, cuando la productivi-
dad por hora laborada no tiene nada que ver con lo que ocurría en 1918, año en
que se definió dicha jornada laboral. Igualmente, para la distribución del produc-
to social, seguimos sosteniendo la propiedad privada de los medios de producción,
a pesar de que estos resultan hoy en día de la confluencia de aportes intelectuales
que desbordan el marco de la propiedad privada y, de hecho, este concepto se ha
diluido ya mediante diferentes sistemas de participación en el capital.
Además de los problemas del empleo, actualmente vivimos pendientes de
los que nos vienen desde la ecología, la amenaza nuclear y, en su conjunto,
desde la lógica del «sin límites» que preside la técnica. Ese «sin límites» técnico
aplicado, por ejemplo, a la reproducción biológica humana ocasiona que no
sepamos muy bien lo que estamos haciendo con nosotros mismos.49 Todas esas
circunstancias originan que hoy vivamos un reflujo del oleaje de esperanzas que
levantaron la idea del progreso y la visión mecanicista de la naturaleza como
objeto diferente y opuesto al hombre. Se plantean problemas nuevos que no
se podrán solucionar en la lógica de la organización de la sociedad —asentada
sobre el trabajo— que conocemos. Surgen nuevos problemas éticos, políticos y
filosóficos: ¿qué hacer?, ¿cómo hacer?

2.4.4. Los problemas planteados desde el cambio de las relaciones


con la naturaleza

¿Será cierto que el trabajo tiene que asumirse como el organizador esencial de
las relaciones entre los hombres? Hubo sociedades en las que no fue así y existie-
ron otras que se defendieron de la lógica de acumulación y creación de nuevas
necesidades que tanto apasiona al hombre moderno. Marshall Sahlins, en su li-
bro Edad de piedra, edad de abundancia hace referencia50 a diferentes sociedades
africanas y australianas cuyos miembros se negaron a introducir en su proceso
de producción una tecnología nueva que estaba a su alcance. En su sabiduría,
dichas sociedades vieron que si bien estaban en condiciones de conducir razo-
nablemente las relaciones humanas que habían asentado sobre la base del tipo

49
Cfr. Santuc, V. «El nuevo hombre mundial: el topo en sus laberintos». En Neoliberalismo
y desarrollo humano: desafíos del presente y del futuro. Lima: Instituto de Ética y Desarrollo
Antonio Ruiz de Montoya, 1998.
50
Cfr. Marshal S. Edad de piedra, edad de abundancia. Madrid: Akal, 1983.

133
de organización y producción alcanzadas, al mismo tiempo percibieron que la
introducción de una nueva tecnología los iba a enfrentar a problemas que no
sabían cómo conducir. Por eso la rechazaron, prefiriendo cierto grado de equili-
brio humano a la multiplicación de bienes y necesidades.
¿Será cierto que la percepción de un salario —remuneración por un tiem-
po de trabajo— tiene que seguir siendo el elemento de referencia para pensar
el derecho a la sobrevivencia del ser humano? Cada día tomamos mayor con-
ciencia de la creciente dificultad que tiene la gente para encontrar trabajo. Por
ello, si, definitivamente, no habrá trabajo para todos los seres humanos en edad
de trabajar, ¿sobre qué base pensar la articulación social y la distribución del
producto social?51 La ayuda alimentaria internacional, que distribuye en el sur
los excedentes del norte, señala, de cierta manera, que hemos tomado concien-
cia del problema. Aunque de manera incoativa, allí se expresa una conciencia
nueva, puesto que se asume como deber de todos alimentar a seres humanos que
no están inscritos «dentro de» ni son «útiles a» la máquina productiva. Sin em-
bargo, lo que en ese caso hace la sociedad productiva se parece al «baile o al té
de caridad» de las esposas de los industriales que ridiculizaba Marx: los países
del norte reparten sus obras para tranquilizar su conciencia. Ese tipo de «hu-
manitarismo» es lo único que puede permitir la lógica del sistema económico
productivo mundial mientras esté sostenida por las actuales leyes del mercado
y su lógica de competencia; no puede ir más lejos. Pero, como ya lo anotaba
Hegel en su Filosofía del derecho,52 distribuir de esa forma los excedentes pro-
ducidos a personas que siguen excluidas de la participación en el trabajo, que se
afirma a la vez como espacio de dignificación de todos, es violentar la dignidad
de los mismos beneficiarios. Sin contar que, por otro lado, desde esa lógica la
sociedad productiva no tendrá nunca bastantes excedentes para asumir las ne-
cesidades de todos los excluidos de la producción.
Si, como nos hace pensar lo que observamos en este momento, mañana
vamos a estar en una situación en la cual no todos los hombres podrán ni debe-
rán participar del trabajo, se plantea el problema de redefinir el punto de apoyo
para distribuir las relaciones sociales y asentar el derecho a la sobrevivencia de
cada ser humano. La participación en el trabajo ya no lo podrá ser ni teórica ni
legalmente, como ahora. Estamos confrontados a la necesidad de la producción
de una nueva significación imaginaria, guiada por los principios de solidaridad
y justicia social, y presidida por una clara visión antropológica de la dignidad de
todo ser humano por el mero hecho de ser «ser humano». Dicha nueva significación

51
Dicho problema está bien ilustrado por J. Rifkin en The end of Work: the decline of the global
labor force and the dawn of the post market era. Nueva York: Putnam Books, 1995.
52
Cfr. Hegel, G. W. F. Filosofía del derecho. Buenos Aires: Claridad, 1968.

134
imaginaria debería guiarnos para saber plasmar un mundo de justicia y solida-
ridad sin matar la producción. Dicho reto plantea un problema de política a
nivel mundial. Pero ¿cómo combinar el problema político de la justicia social
(redistribución ahora) con el mantenimiento de la producción (acumulación
ahora para producir más mañana) en una sociedad en la cual, hasta ahora, la
competencia —que interesa tanto a productores como a consumidores— fue
esencialmente la base del éxito del individuo y del sistema?
El problema planteado a nivel mundial por el nuevo «aparato productivo»
lleva a reformular la cuestión de la «justicia social» antes asumida por los Estados
particulares. ¿Cómo hacer hoy? Tradicionalmente se habló de sector primario
(extracción), secundario (industria, transformación) y terciario (servicios) como
etapas sucesivas del sistema productivo para la creación de puestos de trabajo en
el nivel nacional. Hoy todos esos sectores tienden a estar saturados por efecto
de la robotización. Actualmente, se habla de un sector cuaternario que reagru-
paría todas las actividades comunicacionales y de servicio y sería susceptible de
crear nuevos puestos de trabajo. En esa lógica habría que pensar que la utilidad
social de actividades de asistencia, animación cultural y deportiva, de atención
a los delincuentes, podría ser incorporada y asumida por la producción econó-
mica social general, no en forma marginal sino como responsabilidad humana
y social de la economía.53 La perspectiva planteada lleva a pensar que el ingreso
individual tiene que diferenciarse de la mera remuneración calculada a partir de
la contribución del individuo a la producción económica; más bien las empresas
tendrían que incorporar en sus cálculos una dimensión de «utilidad social» que
ya no debería pensarse en términos de generosidad filantrópica opcional, sino
como dimensión ineludible. Tal consideración lleva a renunciar al concepto de
justa remuneración calculada según el principio moderno del salario o sueldo y
que se establecía de acuerdo con la calificación profesional y las horas trabajadas.
Emerge un principio diferente que habla de «igualdad en el derecho a un ingre-
so» para todos los seres humanos. Dicho ingreso, en cuanto mínimo asignable,
sería definido antes y no después del proceso de producción. El asidero de tal
derecho a un ingreso ya no tendría vinculación con la participación laboral en
el proceso de producción; más bien operaría sobre la base de la riqueza mundial

Cfr. Wolmann, W. y Colemasa, A. The Judas economy. Sensible al problema mundial plan-
53

teado en 1999, el secretario de la ONU, Koffi Anan, mediante la propuesta del Pacto Mun-
dial, exhortó a los líderes de la producción y comercio mundial a contribuir en la construc-
ción de los pilares sociales y medioambientales necesarios para que la globalización redunde
en beneficio de los problemas globales. Por otra parte, cabe notar las reiteradas llamadas del
papa Juan pablo II para que las empresas no se olviden de su responsabilidad social. Ver
Laborem exercens y otras encíclicas.

135
alcanzada y desde la conciencia actual de la dignidad de toda persona que los
derechos humanos han generalizado. Desde allí podemos pensar que todo ser
humano, por el mero hecho de existir, tiene derecho a una vida humana digna
que la situación económica actual está en condiciones empíricas de garantizarle.
El problema ya no es técnico, sino político y ético.
Evidentemente, tal derecho solo puede tener asidero real en el marco de la ri-
queza mundial actualmente producida y que alcanza, en principio, para todos los
seres humanos existentes. Por ello, surge el problema de saber si y cómo podríamos
mantener el actual ritmo de la producción cuando haya desaparecido el motor de
ella, que en la modernidad ha sido la competitividad para, mediante la participa-
ción en el trabajo, participar en el reparto de la riqueza general generada. Cier-
tamente, queda abierto el problema de la «motivación» para aquellos que serían
responsables de la generación de la riqueza social general, como se abre también el
problema del sentido de la vida para todos en cuanto el mismo ya no consistiría en
la participación en el trabajo. Se impone no solo encontrar nuevas motivaciones
para los productores, sino ligarlas a una nueva significación imaginaria a la cual
todos puedan acogerse y desde la que todos puedan reconocer que se cumple con
la satisfacción de sus intereses no solo en el aspecto del tener sino también del ser.
El problema señalado no es utópico si sabemos que en la URSS de Breznev, la
ausencia de la lógica de competitividad y la pérdida de la «mística» socialista hicie-
ron bajar la producción a niveles tan alarmantes que se implementaron brigadas
especiales de policías que perseguían, durante las horas de trabajo, a los trabajado-
res que estaban en los cines o los bares para devolverlos a las fábricas.
Las últimas consideraciones plantean otro problema. A fin de cuentas, el
trabajo devenido en el sagrado de la sociedad productiva moderna, ha resuelto
muchos problemas y cumplido muchas funciones: ha entretenido al hombre,
ha canalizado su agresividad y su violencia y ha sido un organizador de las re-
laciones humanas. ¿Qué hacer en un mundo donde la mayoría de la población
nunca podrá participar en el trabajo tal como lo entendemos? ¿Qué hacer con el
tiempo libre, liberado del trabajo? Se vienen épocas en que el ocio será el tiempo
más largo para todos. Nos asusta la perspectiva de vidas humanas conducidas
esencialmente con tiempo libre. Pero sabemos que los aristócratas griegos no se
habrían asustado y, más bien, se hubieran extrañado de nuestros problemas. Ellos
sabían usar el «ocio» porque los preparaban para ello. Lo usaban para el deporte,
la discusión, el teatro y sobre todo para resolver juntos lo asuntos políticos. Por
lo tanto, la apertura de la perspectiva de largos tiempos libres exige otro tipo
de educación. Parece que se avecinan tiempos en los cuales la formación de los
jóvenes, si bien no podrá descuidar la preparación para la participación en el
mundo de la producción, tendrá que poner un particular énfasis en la dimensión

136
educativa de la personalidad de cada uno. Se tratará de educar a hombres y mu-
jeres que estén en condiciones de asumir la pregunta: «¿Qué hago con mi vida,
con mi libertad?».
Sigamos con la consideración de la relación hombre-naturaleza.

2.4.5. Hemos llegado a una etapa de nuevos paradigmas científicos. Etapa


posmoderna en cuanto pérdida de la lógica del mecanicismo, de la causalidad
lineal

2.4.5.1. Nuevos datos para tener en cuenta

Últimamente han cambiado las representaciones de la naturaleza que nos legó


el mundo moderno. Ahora se constata que lejos de aparecer como un objeto
mecánicamente previsible exterior al hombre, la naturaleza escapa a los intentos
de la física por aprehenderla. Después del paradigma de representación del gran
autómata, modelo de comprensión guiado por el orden y la regularidad del gran
mecanismo físico, surgen espacios físicos en los cuales el desorden y el azar vie-
nen a ser nociones maestras. La naturaleza ya no aparece solo como un gran me-
canismo regular cuyas leyes pueden ser leídas por el observador; ahora ella nos
trae sorpresas y el científico no sabe muy bien lo que alcanza en su observación.
Se habla ahora del orden por el ruido. Se dice que un orden existe, que una
forma en la naturaleza se mantiene mientras todos los elementos que la confi-
guran estén en condiciones de hacer circular entre ellos —emitir y recibir—
información que tenga sentido para cada uno de ellos. Cuando interviene un
nuevo factor, se produce una agresión —hay ruido—. El nuevo elemento es
inmediatamente un parásito en cuanto interfiere con la comunicación existente.
Pero si su presencia persiste, él entra en el juego de emisión y recepción de men-
sajes junto con los demás y de allí emerge un nuevo orden de comunicación. Esa
constatación ha llevado a decir que «el desorden es creador de orden». El orden
de la naturaleza ya no se ve como regularidad indefinida. En ella el orden es solo
un momento entre diferentes etapas de organización.54
Ese paradigma del «orden por el ruido» es útil en relación con la sociedad
en cuanto nos puede hacer pensar cómo el orden no es una dimensión perma-
nente y que más bien lo normal es que se alternen «orden y desorden». Por otro
lado, nos lleva a pensar que el orden tiene que ser entendido como el momento
en que todos los hablantes se escuchan y emiten todos mensajes recibidos por

Cfr. Pessis-Pasternak, G. Faut-ils brúler Descartes? Du chaos à l’intelligence artificielle. Quand


54

les scientifiques s’interrogent. Éditions La Découverte, 1991, y de Smoot, G.; Davidson, K.


Las arrugas del tiempo. Barcelona: Plaza & Janés, 1994.

137
los demás. En tal perspectiva, ya no se trata de pensar el orden social como un
juego de fuerzas entre sectores o clases sociales, hasta que uno de ellos llegue a
imponerse y dominar a los demás. Habría ya perdido su pertinencia la perspec-
tiva de la «dictadura del proletariado» que, después de Marx, fue preconizada
por la izquierda de todos los países. Más bien la física proporciona a las ciencias
sociales una matriz nueva que abre a una perspectiva, que veremos más adelante
con Apel, de una ética y política de la comunicación entre todos los interesados.
Otra novedad para considerar: si antes el sujeto vivía tomando distancia
objetiva del objeto-naturaleza para conocerla científicamente, hoy constatamos
que el sujeto regresa al conocimiento de la naturaleza. Existen niveles de la
realidad en los cuales el proceso de observación afecta al comportamiento de
los fenómenos naturales observados. Y no se puede llegar a esos niveles de la
realidad sin que el observador interfiera. Se rompe así la famosa visión objetiva
de la naturaleza y se plantea el problema de saber si el objeto de la nueva ciencia
sigue siendo la naturaleza o más bien la misma relación hombre-naturaleza. Asi-
mismo, en la nueva ciencia, se asume que, lejos de describir (Galileo) y expresar
en su objetividad un momento de lo observado, los formalismos matemáticos no
pasarían de ser meras formulas cómodas para decir y expresar la relación hom-
bre-naturaleza y para tener una operación sobre esa misma relación.
Otra consideración que conviene expresar aquí es, como ya se sabe, que no
siempre hay coherencia entre las fórmulas que permiten dar cuenta de un mis-
mo fenómeno; por ejemplo, no existe fórmula unitaria que dé cuenta de la luz.
¿Es fenómeno corpuscular u ondulatorio? No lo sabemos. Se observan compor-
tamientos diferentes que responden a una y otra teoría.
Con todo ello, debe quedar bien asentado que las fórmulas matemáticas ya
no tienen valor descriptivo, sino que son simples «entes de razón» capaces de
dar cuenta de ciertos fenómenos y no de otros. La teoría ya no se concibe como
«inducción», es decir, generalización de una ley descubierta a partir de la obser-
vación de unos casos, sino que se piensa la teoría como una estructura lógica
cuya validez y utilidad temporal se verificará o no.55
La física cuántica (esa hipótesis de Plank según la cual la energía de radia-
ción está distribuida por los cuerpos radiantes en forma discontinua pero en ma-
sas fijas o cuantas, las que son proporcionales a la frecuencia de las vibraciones),
dice Jeannière, abre la puerta a la metafísica, ya sea se trate de la materia, del es-
pacio o del tiempo. El problema es: ¿qué conocemos?, ¿conocemos algo más allá
de los límites del alcance de nuestros lentes, o de nuestro lenguaje, como diría
Wittgenstein? No se trata de regresar a lo de ayer: ya sabemos que la búsqueda

55
Cfr. Ladrière, J. L’articulation du sens. París: CERF, 1984, p. 38.

138
del sentido no está del lado del simbolismo pasado, presencia en el elemento
«del Ser o de Dios». El sentido ya no viene de arriba ni tampoco está dado por
la naturaleza. Llegamos así al «principio antrópico», de Stephen Hawking, en su
lectura del mundo a partir del Big Bang, explosión atómica inicial.56 Hawking
nos dice: «Las cosas son así since we are». Este since del we are puede tomarse en
dos sentidos:
– Puede querer decir: Puesto que somos, existimos. Entonces se piensa que
el proceso cósmico a partir del Big Bang hubiera escogido, de entre todas las
posibilidades existentes en su momento, el único proceso —lo constatamos, es
un hecho— que podía dar lugar a la existencia del hombre. Vivimos en el «más
probable de todos los mundos posibles».
– Puede querer decir: Porque somos tal como somos. La lectura del proceso
en esa forma está ligada a la configuración de nuestra mente, que nos lo hace
leer así. Otra mente, configurada de distinta manera, lo podría leer de modo
diferente.
Eso lleva a Hawking a una real modestia en sus afirmaciones. Dice de he-
cho: «Hasta donde he podido ir, esa teoría es una teoría última. Pero ¿será así?».
En relación con eso existen tres posibilidades:
1. Esa teoría es completamente unificada.
2. No es la teoría última; no es más que una en medio de otras posibles.
3. No es una teoría. Las observaciones no pueden ser descritas, ni predichas,
mas allá de cierto punto de vista, y solo son arbitrarias.57
Tanto en la producción económica como en la ciencia física nos encontra-
mos con un nuevo simbolismo cuyas características conviene precisar.

2.4.5.2. El nuevo simbolismo hoy

Debemos caer en la cuenta de que actualmente se usa la palabra simbolismo en


un sentido diferente que hemos precisado anteriormente. Antes «simbolismo»
remitía a ese proceso de significación vivido como «natural», y se reconocía en
las expresiones «lingüísticas» y «sociales». En ese marco cada cosa y cada acción
humana se inscribían en «lazos considerados naturales, incluso cuando eran
pactados». Eso hacía que palabra, cosa o gesto se «articularan con» y «remitie-
sen a» otro mundo —comunitario, espiritual o divino—, no inmediatamente
visible «en y por» el elemento considerado. Es lo que expresa Ortigues cuando

56
Cfr. Hawking, S. Historia del tiempo. Del Big Bang a los agujeros negros. Madrid: Alianza,
1993, y Boslough, J. Stephen Hawking’s Universe. New York: William Morrow, 1985.
57
Cfr. Boslough, J. Op. cit., p. 149.

139
dice: «Mientras el signo propone un significado de un orden diferente al del
significante (así la palabra-signo “pez” es significante del orden lingüístico, y su
significado es del orden animal), el simbolismo pertenece a un orden de valores
significantes que se presupone a él mismo en su alteridad radical en relación a
cualquier realidad dada».58 Esto que decimos lo puede ilustrar el simbolismo
del pez en la primitiva comunidad cristiana. Pez en griego se dice: IKTHUS.
Es el anagrama griego de: Iesus Khristos Theou Uios Soter, lo que quiere decir:
Jesús Cristo de Dios Hijo Salvador. El pez, en cuanto símbolo, remitía al orden
de valores de los primeros cristianos; pero solo podía ser símbolo para quien
había sido introducido a la comunidad cristiana, a sus códigos y a la significa-
ción de estos; de lo contrario, no era comprensible.59
Los símbolos que se suelen manejar hoy son de un orden diferente en cuan-
to el «referente del símbolo» ha devenido en el «símbolo matemático», que no es
más que una convención de escritura. Tenemos que ver que solo por un abuso
de lenguaje o por analogía se habla de «lenguaje matemático». En este no se
habla sino por la «intermediación de una lengua natural» que proporciona, ade-
más de la expresión fonética para el simbolismo matemático, la formulación de
axiomas que permiten determinar el valor de los caracteres. Así, es fruto de una
elaboración segunda; es instrumento ideal de una ciencia objetiva que elimina
por principio el referente subjetivo-social. El símbolo allí no remite más que a
esa totalidad artificial (la coherencia de los signos como totalidad) de la cual
forman parte los símbolos matemáticos y que la constituyen.
En la medida en que el simbolismo matemático se ha constituido en la
referencia para pensar el simbolismo hoy, podemos entender cómo nos hace
entrar solamente a una cultura de signos que se combinan y contraponen según
códigos acordados, pero remiten únicamente a las capacidades de articulación
y combinación al interior del mero mundo artificial de los códigos. El simbo-
lismo llega a ser un mero juego de espejos entre «los artefactos humanos» que
son los valores dados a cada signo matemático.
Como lo señala muy bien M. Guillaume, actualmente «producción y con-
sumo están dominados por el signo».60 ¿Qué quiere decir? Simplemente que
hoy en día, más que bienes de consumo —es decir, bienes que «responden a» y
satisfacen necesidades básicas humanas— se «producen o consumen» signos de
identificación con un grupo social. Debo tener tal pantalón, tal calzoncillo o tal
brassière si quiero estar a la moda. Así el simbolismo evoluciona en el aspecto
del «código», de la señal de identificación social. Al decir «señal» tenemos que

58
Cfr. Ortigues, E. Op. cit., p. 61.
59
Les sugiero la lectura de la novela ¿Quo Vadis?, de Henryk Sienkiewicz.
60
Cfr. Guillaume, M. Le capital et son double. París: PUF, 1975.

140
pensar en la señal de circulación colocada en la carretera y que inmediatamente
dice lo que se debe hacer y no remite a otra cosa que al código y a las reglas de
circulación. De la misma forma, vemos que «producción y consumo» se ciñen
a los códigos de la estructuración social en la cual cada uno se mueve. En la
medida en que la producción de bienes remite esencialmente a los códigos de la
circulación mercantil de los productos, se olvida de las personas, de sus necesi-
dades y del sentido de su vida, para considerarlas únicamente como potenciales
consumidores en quienes inducir necesidades artificiales.
La sociedad entera, por efectos de la propaganda, parece querer funcionar
sobre la bases de mensajes cuya intención se limitaría a hacer funcionar el sistema
de códigos de la máquina productiva y comercial. Así, en relación con el proble-
ma del hambre —técnicamente posible de solucionar—, la máquina productiva
está tan encerrada en sus códigos de «producir más para ganar más», producir
novedades para seguir en la competencia y mantener las ganancias, que ya se
olvidó de la finalidad humana del producir: satisfacer las necesidades humanas
—todas y para todos— y no solo hacer funcionar la máquina económica.
Se plantea el problema de saber si el lenguaje humano —intercambio sim-
bólico de sentido entre hombres— puede reducirse a signos-símbolos inter-
cambiados en función del servicio de la gran «máquina productiva». Frente a
esa tendencia se levanta la protesta de ciertos antimodernos, posmodernos, para
quienes la lógica de modernidad sustenta y está sustentada por esa tendencia.
El sentimiento de estar colocados en un callejón sin salida en razón de la fuerza
del engranaje de la máquina productiva, lleva a algunos a pensar que después
de la gran aventura del progreso, habría que asumir la muerte del hombre y de
sus preguntas metafísicas en razón de la reducción y limitación del hombre a
la funcionalidad que tiene dentro del sistema. El hombre se ha tornado mero
factor de producción.
Frente a esa situación, se proponen diferentes alternativas. Para Michel Fou-
cault, el ser humano tendría que regresar a esa inexistencia serena de ser «un ser
de la naturaleza» igual a los otros seres. «El hombre (es decir, esa capacidad de
decir no, de tomar distancia de la naturaleza, de proyectarse en finalidades que
se propone) no existe», dice él. Es rodaje de una gran máquina humana, parecido
en eso a la hormiga. El hombre fue una ilusión. Pero no existe. Sin embargo, el
hombre quiere seguir existiendo. Lo constatamos a pesar de todas las «casandras
posmodernas».61 «Por más que se disuelva el sujeto en lo que son sus infraestruc-
turas (naturales, sociales, inconscientes) que lo mueven más que [lo que] él pueda
moverlas», como dice Philippe Hodard, «el yo quiere seguir existiendo».62

Cfr. Foucault, M. La arqueología del saber. México D. F.: Siglo XXI, 1985.
61

Cfr. Hodard, P. Le Je et les dessous du Je: essai d’introduction à la problématique du sujet. París:
62

141
Parecería que volviésemos a encontrar las preguntas del hombre en los al-
bores del pensamiento, cuando estaba luchando en contra de fuerzas que lo
dominaban y chocaba con el destino. En Homero encontramos dos actitudes
posibles en similares circunstancias.
En la Ilíada, los héroes aparecen despojados del dominio de su destino per-
sonal por fuerzas idénticas a las que mueven la naturaleza. Cierto, esas fuerzas
son dioses, pero ellos también mueven la naturaleza y parecen jugar caprichosa-
mente con el hombre. Pero en la Odisea, vemos a un hombre que quiere asumir
su vida. Ulises regresa a su casa sin la ayuda de los dioses, simplemente con el
trabajo de su razón.
Mientras en la Ilíada se mezclan insatisfacción y resignación: «como nacen
las hojas de los árboles, así nacen los hombres» (Libro VI/146), en la Odisea se
muestra a un hombre cuya iniciativa se enfrenta con el destino.
De cierta manera, Foucault nos decía «seamos como las hojas de los árboles».
Nos predicaba la resignación en ese mundo desencantado, atrapado en el meca-
nismo de la sociedad moderna. Hoy en día ni siquiera hay dioses. Ni el orden de la
naturaleza ni el orden económico hablan de nadie; ya no hay ninguna presencia.
Esa actitud existe. Pero también se abren nuevas ventanas y, de hecho, el
desencanto es ya de ayer. Como señala Heisemberg:

La concepción de la realidad objetiva (la de la modernidad) se ha curiosamente


disuelto […] con la claridad de una matemática que ya no representa al com-
portamiento de la partícula sino el conocimiento que nosotros poseemos de
ella. Así, la ciencia de hoy no es más que un eslabón de la cadena infinita de
los diálogos entre el hombre y la naturaleza y ya no es posible hablar de una
naturaleza en sí (es decir, fuera de la relación con el hombre).63

Nosotros estamos menos seguros que los hombres de la modernidad de


lo que es el universo y de lo que somos. Más que ayer, somos conscientes de
que lo que decimos de la naturaleza son producciones nuestras, significacio-
nes imaginarias producidas por nosotros en el diálogo hombre-naturaleza, y
nuestro mundo ya no se puede escindir con tanta evidencia en los dos polos
diferenciados y opuestos del sujeto y del objeto. Ahora bien, nosotros queremos
comprender esa comprensión emergente. El cuestionar metafísico del hombre
retoma vida: ¿Qué es la realidad, qué es el tiempo? ¿Cómo pensar ese inicio, el
Big Bang, que tiene futuro pero que no puede tener pasado? Dejemos las cosas
con esa apertura.

Aubier-Montaigne, 1981.
63
Cfr. Heisenberg, W. La imagen de la naturaleza en la física actual. Barcelona: Ariel, 1976.

142
En las páginas anteriores hemos insistido y reflexionado sobre las ruptu-
ras de las representaciones del mundo físico en razón de su importancia hoy
en día. Lo importante, en lo que hemos visto, ha sido identificar la serie de
producciones imaginarias del hombre moderno en su relación con la naturale-
za; producciones imaginarias que han configurado un mundo e inducido una
nueva comprensión del hombre por y sobre él mismo a través de nuevas repre-
sentaciones. La presentación de la naturaleza como gran mecanismo objetivo
dio pie a la sociedad industrial y a la comprensión del hombre como productor.
Sin embargo, hoy presenciamos la ruptura de la representación de la naturaleza
como máquina; al mismo tiempo, la introducción de la inteligencia artificial y
de esclavos mecánicos en la producción nos hace preguntarnos si de verdad el
hombre es esencialmente productor. El hombre es productor de cosas pero tam-
bién tiene que ser productor de sociedad, de humanidad en un mundo en que
el ocio será cada día más el tiempo del cual se beneficiará todo ser humano, en
un mundo ya no articulado por la misma visión del trabajo.
Algunos, como Pierre Levy, hablan de una necesaria «mutación antropo-
lógica».64 Tomar en cuenta esa mutación por efectuar, nos hace regresar a pre-
guntas originales: ¿qué puede conocer el hombre?, ¿qué puede esperar?, ¿qué
debe hacer?, ¿qué es el hombre a fin de cuentas? Antes de asumir esas preguntas
consideremos las otras rupturas.

3. Ruptur a en el aspecto político-social.


La nueva visión de lo histórico

3.1. Generalidades sobre la ruptura moderna en el aspecto político-social


En el apartado anterior hemos hablado ya, en parte, de los cambios que se die-
ron en la esfera de lo político-social. Dichas consideraciones surgieron a partir
de los cambios introducidos por la nueva relación con la naturaleza y por el
consecuente desarrollo de la sociedad productiva. Pero ahora queremos estudiar
más específicamente los cambios introducidos por la modernidad en las relacio-
nes político-sociales.
En el aspecto político, la modernidad representó la deconstrucción y el
abandono del «artificio natural» de una organización político-social piramidal
—la de la Edad Media— que se entendía a sí misma como naturalmente que-
rida por Dios y encontraba en Él su justificación. Dios quedaba como instancia
superior/exterior y al mismo tiempo permanente e inmediatamente presente. En

Cfr. Levy, P. La machine univers. París: Éditions La Découverte, 1987.


64

143
analogía con la figura de Cristo, mediador entre Dios y la humanidad, dentro de
la fe que articulaba a toda la cristiandad europea, diversas figuras retomaban, en
el mundo medieval, la función de mediación. El papa, quien se beneficiaba con
el reconocimiento de una autoridad a la vez espiritual y temporal, tenía un rol de
mediación espiritual para con la cristiandad en su totalidad; pero se le reconocía
también una autoridad y una función de mediación en lo político. Así, le tocaba
reconocer la legitimidad del candidato a emperador de Occidente; lo consagraba
y podía sancionarlo. Cada rey se beneficiaba con el reconocimiento y consagra-
ción de parte de los obispos de su reino. De acuerdo con la frase de san Pablo,
se asumía que toda autoridad viene de Dios y ejerce una función de mediación.
Para nosotros, nacer dentro de un estrato social u otro es siempre un ac-
cidente. No existe ningún vínculo de necesidad entre lo genético y lo social al
interior de la existencia humana. Pero en la sociedad premoderna medieval eu-
ropea, como en todas las sociedades premodernas, dicho accidente se vivía como
destino: cada recién nacido tenía que encajar dentro de las expectativas sociales
que le asignaban las circunstancias de su nacimiento. Cada individuo nacía en
un estamento social. Sujeto él mismo a una organización piramidal de la socie-
dad, la cual era inmediatamente percibida como plasmación del orden social
querido por Dios. Cada uno nacía con derechos, deberes y obligaciones que co-
rrespondían a su propio estamento. El espacio social en donde uno nacía definía
la realización personal y social a la cual cada uno podía acceder, igual que el tipo
de educación, consumo y distracciones, etc., a los cuales podía pretender, como
también las funciones que uno debía o podía desarrollar a lo largo de su vida.
El orden sociopolítico premoderno, que encontraba su garantía en Dios,
estaba asegurado, sobre todo, en su sentido y duración, sobre la bases de sus
raíces en la vida cotidiana. Cierto tipo de mecanismos para la reproducción
ético-cultural guiaba las relaciones diarias, dentro y entre estratos y sexos. La
representación piramidal, mejor expresión de su organización societal, permitía
entender cómo el conjunto y las partes estaban unidos dentro de un funcio-
namiento simbólico de reciprocidad asimétrica. Cada elemento —individuo o
estrato— remitía a los otros elementos, diferentes y complementarios, y todos
estaban ligados por compromisos de fidelidad, jurada o no. Tal orden, que des-
cansaba sobre una base muy amplia, podía sufrir embestidas en los niveles de su
superestructura (luchas entre reyes, príncipes con reyes, reyes con obispos, em-
perador contra el papa) sin que el orden fuese cuestionado. Teniendo en cuenta
la consistencia de ese edificio, puede considerarse, según Agnes Heller, que «la
deconstrucción del edificio “natural” a manos de la dinámica de la modernidad
y su resultado, la aparición del orden social moderno, es el mayor avance en

144
la historia de las civilizaciones humanas».65 «Tal vez seamos iguales ante Dios,
como pensaba el hombre medieval, pero en este valle de lágrimas debemos vivir
de acuerdo con nuestras virtudes particulares, deberes y destinos, las del perfec-
to señor o esclavo, del noble o del siervo, o de la esposa obediente, según la je-
rarquía de los fines. Esta formación funcionó y a veces muy bien», dice Heller.66
La irrupción de la modernidad va a representar la ruptura de la organización
política piramidal antes señalada, con la introducción de nuevas significaciones
imaginarias. De una organización política estamentaria, de desigualdad reco-
nocida y justificada por la referencia a un orden natural querido por Dios, se va
a pasar, mediante la producción de nuevas significaciones imaginarias —como
son la razón universal, la autonomía individual y social, la libertad e igualdad,
la movilidad social, etc.—, a una organización política que entiende que no
depende de ninguna instancia exterior y que descansa solamente sobre lo que
hay de razón en el hombre. La modernidad se embarcó así en un experimento
histórico único: la coexistencia humana empezó a renegociarse. Eso se va a dar
a través de un tiempo largo mediante procesos y etapas de gran aliento. Primero
surgieron los Estados, que eran organizaciones políticas ya no asentadas sobre la
reciprocidad de lealtades, sino en una legislación y una administración estata-
les. La emergencia y consolidación de burguesías comerciales y administrativas
llevarán a nuevas reparticiones del poder. En la discusión en torno al contrato
social, los primeros modernos encontraron una buena alegoría para expresar esa
renegociación que asienta el principio de una reciprocidad simétrica en todos los
niveles. Después de largas luchas se llegará a diferentes figuras de monarquías
constitucionales, antes de desembocar, en fin, en la democracia constitucional
que conocemos.
Antes de llegar a la «instancia razón» en el hombre, que fue la gran afir-
mación de la Ilustración y de la Revolución francesa para organizar la vida en
común, evoquemos rápidamente las diferentes etapas.

3.2. Algunos hitos de las etapas de transición


Previamente a que se operase la ruptura moderna en el aspecto político, se dio
un conjunto de acontecimientos y se produjeron nuevas significaciones imagi-
narias que indujeron lecturas diferentes de la realidad política, al mismo tiempo
que incidieron sobre los mismos acontecimientos. Veamos esto a través de los
hitos que representan algunos pensadores.

Cfr. Heller, A. El péndulo de la modernidad. Barcelona: Península, 1994


65

Heller, A. Historia y futuro. ¿Sobrevivirá la modernidad? Barcelona: Península, 2000, p. 122.


66

145
3.2.1. Maquiavelo

Maquiavelo (1469-1527) es hombre del Renacimiento italiano; participó di-


rectamente en la política durante cierto tiempo con los Médicis en Florencia.
Caído en desgracia, se tornó en un fino observador de la política de su tiempo.
Fue el primero en observar y analizar los fenómenos políticos desde una actitud
científica. Desligándose de toda interpretación previa, Maquiavelo observa los
fenómenos políticos y el comportamiento de los seres humanos en la políti-
ca como puede hacerlo un entomólogo estudiando el comportamiento de los
insectos. No califica los comportamientos, los observa y registra. Maquiavelo
procura circunscribir lo que es «político» en su carácter puro e irreducible. Ob-
servador atento de lo que ocurre en diferentes espacios, hace hincapié en tres
temáticas en su empresa: 1) la de una lógica atomista: las decisiones del príncipe
se inscriben todas dentro de un modelo de racionalidad calculadora y utilitarista
que asume que todos los individuos están guiados solo por un interés egoísta; 2)
temática de una lógica dinámica y cualitativa que corresponde a la formación de
los diferentes grupos sociales. Con ello el autor asienta una causalidad social que
descansa no sobre los individuos sino sobre los grupos; 3) temática de la virtú,
que es la temática política por excelencia. La virtú del príncipe procura abrirse
camino entre los egoísmos privados y los conflictos de clase, tanto para saber
utilizarlos como para protegerse de ellos.
Maquiavelo fue contemporáneo de los gobiernos de Luis xi, en Francia, y de
Fernando el Católico, en España. Dichos reyes procuraron asentar cada uno un
Estado ya no articulado en el principio feudal de la reciprocidad de fidelidades,
sino sobre la imposición de una ley objetiva para todos. También implementaron,
por primera vez en su tiempo, un sistema organizativo que será la base de lo que
devendrá en la «administración pública». Evidentemente la ley es la expresión de
la voluntad del monarca; pero esta se da en una objetividad nueva.
En Italia, Maquiavelo observa cómo acceden al poder príncipes como el
duque de Gandía, hijo del papa Alejandro vi, y el duque de Sforza en Milán,
hijo de un bandolero. Los dos llegaron al poder «en medio de» y «gracias a» todo
tipo de exacciones, asesinatos, traiciones y violencias. Eso autoriza a Maquiavelo
a decir: No me vengan con el cuento de que esos príncipes tiene su poder por
voluntad divina. «El poder se conquista y defiende con virtud (valor) y fortuna
(saber aprovechar las circunstancias)».67
Lo interesante de Maquiavelo es que, por un lado, plantea la relación del
príncipe con sus súbditos en términos económicos, cuantificables. Ya sea que se

Cfr. Maquiavelo, N. El príncipe. Madrid: Alianza, 1993.


67

146
trata de bienes, honores o recompensas, el príncipe utiliza todo ello, según Ma-
quiavelo, al servicio del fin, que es la citta, el Estado. Por otra parte, pregona ya
la emancipación de la política de la esfera religiosa, por un lado, y, por otro, in-
augura una observación de la realidad político-social que pretende ser objetiva.

3.2.2. Los humanistas y la Reforma protestante

Los humanistas
Conviene, para seguir la ruptura de los marcos medievales y la emergencia de
nuevas significaciones imaginarias, no dejar de lado la reflexión de los humanis-
tas y los aportes de la Reforma protestante.
Los humanistas (Erasmo, Rabeláis, Montaigne, Ficino, Pomponazi, De
Cusa) tomaron distancias de la filosofía medieval, ultima escolástica, que había
desembocado en un formalismo vacío de aplicación de la lógica de los silogis-
mos a todo. Ellos regresan a la vez al Evangelio directamente y a la antigüedad
griega y latina. A las «catedrales de ideas y silogismos», los meros sistemas ló-
gicos, prefieren investigaciones y observaciones concretas. Con ellos surge la
perspectiva histórica para estudiar y comprender las cosas. Lo esencial radica
en una actitud nueva frente al saber y a las cosas del mundo. Comprendiendo
el pasado uno llega a comprender su diferencia, y lo importante que surge es la
atención al hombre concreto y ya no al hombre eterno, metafísico.
Nicolás de Cusa (1401-1464) es una figura emblemática de dicho huma-
nismo renacentista. Él nos legó la doctrina de la docta ignorancia, ignorancia
reconocida, pero después de mucha información y reflexión. Dice: sobre las cosas
finitas podemos llegar a un conocimiento, pero lo infinito siempre nos quedará
desconocido. Con ello rompe con los medievales, que centraban su atención sobre
lo infinito: Dios, Trinidad, ángeles. Hay desproporción entre la mente humana y
el infinito. Por otra parte, señala: «Todo lo que existe en acto está en Dios, porque
Dios es el acto de todo. Cada ser resume todo el universo y también a Dios. Todo
el universo es “flor en la flor”, es viento en el viento, “agua en el agua” y todo está
en todo». Ya se ha abandonado la visión piramidal del ser, del «cosmos» repartido
en espacios diferentes. El hombre es microcosmos y ya no ser intermedio.68

Reforma protestante
La incidencia del protestantismo en la política es de primer orden. Después de
su enfrentamiento con Roma, tiene que abocarse a emitir una opinión sobre la

Cfr. Nicolás de Cusa. La visión de Dios. Pamplona: EUNSA, 1994.


68

147
organización político-social de los países, o zonas geográficas, donde domina.
La Reforma está marcada por una fuerte crítica de la autoridad de la tradición
y de la estructura eclesial para conducir la relación con Dios de los fieles. Se
asume que cada fiel tiene acceso directo a Dios mediante la lectura de las Sa-
gradas Escrituras, sin tener que pasar por ninguna otra mediación. Coherente
con esa nueva significación imaginaria, la Reforma subraya la igualdad de todos
ante Dios con relación al cual todos somos igualmente príncipes. «Ustedes los
creyentes —dice san Pedro en una carta suya— son una raza elegida, un sa-
cerdocio real y una nación santa».69 Ciertamente, dicha referencia cuestiona el
principio de la realeza por derecho divino.
Durante los siglos xvi y xvii, la reflexión política, que enfrenta grandes
cambios en todas partes, está representada sobre todo por Groccio, Hobbes y
Locke. Todos ellos, en formas diferentes, cuestionan el principio del «poder real
absoluto» que sigue asentándose sobre la «pretendida» voluntad divina. Cada
uno llegará a plantear figuras de monarquía constitucional que afirman que el
poder se encuentra en el pueblo, y cada uno asentará su modelo de Estado sobre
razones diferentes: el miedo en Hobbes, o la confianza (trust) en Locke.70

3.3. Rousseau, expresión de la modernidad política


Rousseau es quien adelantará los planteamientos más revolucionarios que van a
quedar como la mejor expresión de las «significaciones imaginarias» modernas en
el aspecto político y van a tener mayor influencia en razón del prestigio que llegó
a ganar dicho autor. De él Madame de Staël dijo que «aunque no haya inventado
nada, lo había imbuido todo de fuego». Es muy conocida la frase de Rousseau:
«Todos los hombres son libres e iguales por naturaleza». Allí formula el credo de
la reciprocidad simétrica de la modernidad, que puede desagregarse en: «Todos
los humanos están igualmente dotados de conciencia, de razón; tienen el mismo
derecho a una vida digna, a la libertad y a la búsqueda de la libertad y de la felici-
dad». Esas declaraciones, «nuevas significaciones imaginarias», señalan la defun-
ción del orden premoderno sin que importe si la vida concreta real concuerde o
no con ellas.
Después de su declaración de «igualdad de libertad en el nacimiento»,
Rousseau constata que muchos hombres se encuentran todavía encadenados y
se pregunta cómo organizar entre hombres libres una vida social que garantice

69
I Pedro, 2, 9.
70
Cfr. Hobbes. Th. Leviatán: la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil. Madrid:
Alianza, 1993; o de Locke, J. Segundo tratado sobre el gobierno civil: ensayo acerca del verda-
dero origen, alcance y fin del gobierno civil. Madrid: Alianza, 1990.

148
esa libertad. Hay que reemplazar el «artificio del orden natural» premoderno,
fundado artificial y violentamente sobre la voluntad divina, por instituciones,
conscientemente artificiales en cuanto nacidas de la autonomía humana, que
expresen los contenidos de las nuevas significaciones imaginarias. Para pensar
el nuevo lazo social, que no descansa sobre nada exterior a él mismo, Rousseau
acude a la figura de una convención, libremente consentida por todos. Es lo que
formuló en el Contrato Social.71 No vayamos a entender este contrato como un
hecho histórico. Es, más bien, un «principio de inteligibilidad» que permite
entender la posibilidad de un nuevo orden social sin el recurso a Dios para
fundarlo o garantizarlo. Es aquello a lo cual hay que referirse para poder —sin
apelar a la voluntad de Dios— pensar y entender lo social, la intercomunicación
existente y llegar a su fundamento de autonomía. Se estima que todos los hom-
bres ponen en común su persona y su potencia bajo la dirección de la voluntad
general. Esa voluntad general no es la resultante de la voluntad particular de
todos, sino que es lo «razonable» que hay en cada uno de nosotros humanos.
Rousseau tuvo una importancia singular en la Revolución francesa de 1789.
Sus ideas presidieron la primera constitución republicana francesa. Asimismo,
la democracia, que sería el modelo de gobierno que pronto se impondría, se
construyó sobre la base del planteamiento de que hay igual razón o posibilidad
de razón en cada hombre. El consenso entre hombres razonables es consecuen-
cia de una racionalidad (razonabilidad) inmanente a lo social.
Aquí notemos que en lo político se dio una nueva relación ante la ley. Antes
esta era voluntad del príncipe, quien mediaba entre el hombre y la voluntad de
Dios. Podemos constatar que esta evolución corre paralela a la que se dio en el
mundo de la naturaleza. Recordemos que en física se pasó de las leyes que un
Dios creador imponía a la naturaleza —y que podía modificarlas a su antojo—
a un mecanismo autosuficiente con leyes inherentes a él mismo. En política se
transitó de la legitimidad del rey sancionada por Dios (la unción real) a una ra-
cionalidad inherente al cuerpo social. Se pasó del rey por derecho divino y cuya
voluntad o arbitrariedad era ley, a un legalismo que expresa leyes inherentes a la
naturaleza del hombre y de los pueblos.
Mientras que en el orden premoderno la ubicación de cada uno en su estrato
social determinaba las funciones que iba a desempeñar, en el orden moderno
surgen diferentes instituciones especializadas, y serán las funciones que cada uno
desempeña en el seno de dichas instituciones las que determinarán su puesto en
la «jerarquía social». Como se ve, los orígenes del puesto y de la función se han
invertido. Libre, cada uno puede pasar de una institución a otra. La libertad está

Cfr. Rousseau, J. J. Del contrato social. Madrid: Alianza, 1982.


71

149
en la posibilidad de desempeñar varias funciones en el interior de instituciones
especializadas funcionalmente: políticas, educativas, económicas, etc. La origi-
nalidad del orden de la sociedad moderna descansa sobre el hecho de que cada
institución introduce estabilidad y, al mismo tiempo, ofrece la posibilidad de un
«cambio constante». Quizás la novedad más llamativa de la modernidad sea la
asunción del principio de cambio permanente. Ciertamente, estamos acostum-
brados a dicho cambio en el mundo de la tecnociencia, pero nos cuesta asumirlo
en el aspecto sociopolítico. Sin embargo, de hecho, cambio y progreso van juntos,
y la asunción de esa significación imaginaria nos lanza a una sociedad en perpe-
tua redefinición de ella misma. He allí una cosa muy diferente de lo que ocurría
en las sociedades premodernas, muy atentas a sus tradiciones, y que, por otra
parte, nos invita a procesar el duelo por cierta tendencia «natural» que nos lleva
a creer que lo que vivimos nos articula inmediatamente con lo que «debe ser».
Ahora bien, la «perpetua redefinición» del orden sociopolítico que tipifica
el espíritu moderno, no debe llevarnos a pensar que el orden moderno ha sido
construido con una voluntad teleológica, como puede haber sido instituido, en
parte, el mundo medieval premoderno. En la sociedad moderna no hay destino
preestablecido para nadie ni para la sociedad en conjunto.
Lo que socialmente se maneja es «un haz de posibilidades» abiertas. Todos
los hombres están lanzados a la libertad, es decir, a «nada definido», en tanto
cualquier definición descansa sobre el acto de libertad. Sin embargo, la perspec-
tiva de la libertad por realizar para y por todos, si bien no señala nada preesta-
blecido, indica de hecho un quehacer que es de creatividad, autonomía, auto-
rrealización. Consciente de ser negación de una etapa anterior, la modernidad
siempre se vive como «negación». Nunca puede entenderse como algo «natural»,
como fue el caso de la sociedad premoderna. La «negación», como lo subraya A.
Heller,72 sigue siendo el elemento permanente del orden moderno. Siendo así,
dicho orden es y será siempre algo frágil y en permanente construcción.

3.4. El mecanismo sociopolítico


Si bien son pertinentes las consideraciones anteriores que insisten sobre la «ne-
gación», debemos entender cómo esa misma modernidad llegó a producir, en
el transcurso del siglo xix, una significación nueva suya que habla de «la ne-
cesidad en la historia». Dicha necesidad —fuera de toda referencia religiosa,
pero tomando de cierta manera la posta de las heteronómicas voluntad divina e
historia de la salvación— debía llevar a la humanidad a un puerto «de salvación

72
Cfr. Heller, A. El péndulo…, p. 146.

150
intramundana» definitiva. Sustento de esa nueva perspectiva fue la afirmación
de la inherencia de la racionalidad, de la «ley de la razón» en la naturaleza hu-
mana. Se llegó a pensar y a afirmar que una dinámica autónoma, una necesidad
histórica, sostenía a los cuerpos sociopolíticos llevándolos necesariamente hacia
la libertad, la justicia y la igualdad. Se pensó, por lo tanto, que existe una «suerte
de mecánica social» análoga a la mecánica existente en la naturaleza exterior y
que, si se la conoce, se puede intervenir sobre ella. Era evidente para muchos que
esa necesidad histórica se podía conocer.
Para entender lo que acabamos de decir, conviene tomar en cuenta los cam-
bios que se dieron en el aspecto de la articulación de lo político con lo económi-
co. En el funcionamiento simbólico de la sociedad medieval, la vida económica
quedaba inscrita en el sistema de reciprocidad desigual y de interdependencias
que ligaba los diferentes cuerpos sociales: lazos del rey con el vasallo, del vasallo
con el siervo. Esas relaciones de fidelidad interpersonal se expresaban y materiali-
zaban en flujos de bienes y servicios, pero el mundo económico que allí se expre-
saba no era inmediatamente visible; quedaba oculto por las relaciones políticas.
Con la modernidad, economía y política se van a separar; aparecerán como
perteneciendo a dos lógicas, dos dinámicas diferentes. A nivel de las personas,
surgirá «el individuo libre» de sus lazos de interdependencia familiar y esta-
mentaria. En un nivel macro, la novedad empezó con los fisiócratas en el siglo
xviii, quienes reconocieron un orden natural en los fenómenos económicos.
Su razonamiento fue: si para estudiar la naturaleza, según los científicos, había
que «hacer abstracción de» (no considerar) la inteligencia creadora, de la misma
manera, para estudiar los fenómenos económicos había que hacer abstracción
del poder político, el cual sería su regulador. Igualmente, así como las leyes
físicas son inherentes a la naturaleza, las leyes económicas son inherentes a los
fenómenos económicos. Los principales autores fisiócratas son los economistas
franceses Dupont de Nemours, Quesnay y Turgot.
Después de ellos, Adam Smith hablará de la mano invisible, la cual garanti-
za, según él, que, mientras cada uno es consciente de perseguir sus fines propios,
aporta, al mismo tiempo, al interés general. Desde ese punto de vista, el mercado
acabó por aparecer como un sistema cuyos movimientos están regulados desde el
interior del sistema. Sus leyes son inmanentes. Ahí también, como en la naturale-
za exterior, el sujeto queda expulsado del mecanismo, el cual funciona por sí solo.
Esas observaciones permiten ver cómo el paradigma mecánico de la moder-
nidad, según lo que ya hemos constatado en la ruptura operada en la relación
hombre-naturaleza, invadió la vida del hombre en el registro socioeconómico.
Dicho paradigma penetrará también la esfera política, en la cual se tratará de
reconocer y observar las leyes que presiden el funcionamiento de lo político.

151
En la perspectiva democrática, se afirma que el descubrimiento de esas leyes,
expresadas en la «voluntad general» inmanente en la dinámica política, pasa
por la discusión; en cambio, en la perspectiva del socialismo marxista se asume
que esa voluntad general se encuentra inscrita en la «lógica social», lo cual lleva
a la resolución de las contradicciones que se viven en el mundo económico, y se
entiende que esa lógica se expresa en la lucha del proletariado y de su partido.
Ahora bien, ya ha decaído la creencia en una «necesidad interna» a la histo-
ria. Ahora se considera que dicha creencia fue resultado de una simplificación y
de una mirada selectiva con relación a la multiplicidad de lógicas que animan la
modernidad. A. Heller insiste sobre estas, y subraya tres de ellas que le parecen
particularmente relevantes: las lógicas de la división funcional del trabajo (que
ya hemos considerado, en parte, anteriormente); las del arte de gobernar y las de
la tecnología.73
Hablar de lógicas diferentes de la modernidad es reconocer que esta es esen-
cialmente pluralista y que en ella no hay esfera que, por «derecho reconocido»,
pueda dominar sobre las demás. Las diferencias son múltiples, puesto que van
desde la desacralización del mundo y la privatización de la religión, hasta la
emancipación de la propiedad y de los mercados de la soberanía del monarca. Sin
embargo, hay que reconocerlo, poco a poco la economía llegó a ser considerada
como la esfera de una lógica que, además de ser autónoma, sería «causa última
determinante» de todas las demás lógicas. Eso señala evidentemente la invasión
de una antropología en la que el Homo economicus (de acuerdo con la preeminen-
cia de la significación imaginaria de la «producción» en la modernidad, como lo
señalamos páginas más arriba) viene a ser la función más importante del Homo
sapiens. El reconocimiento de una multiplicidad de lógicas actuantes en la so-
ciedad moderna nos debería llevar a renunciar a la perspectiva de una teleología
preestablecida guiada por la lógica económica (necesidad histórica).
Sin embargo, todavía hoy, con el neoliberalismo dominante, seguimos con
la afirmación de la preeminencia de lo económico, y eso se da de tal manera
que lo político parece haber desaparecido de la conciencia de los ciudadanos.
La esfera política y la económica se asumen yuxtapuestas, pero la esfera política
queda dependiente de la economía. Curiosamente lo que nos dicen y hacen
practicar los defensores del neoliberalismo —que se esmeran en limitar lo más
posible el rol del Estado—, acaba por acercarse a lo que pregonaba Marx. Lo
político representaba en la teoría marxista una instancia artificial y exterior en
relación con la esfera de lo económico, la cual era, para él, la esfera en la que
ocurre lo que determina a todas las otras esferas.

73
Ídem, p. 149.

152
3.5. Hoy en día ¿en qué estamos? ¿Qué es esa etapa de la posmodernidad?
Hoy Estado y sociedad económica son espacios de tensiones y contradicciones
que nada ni nadie acaba de controlar ni conducir. La planetarización de la eco-
nomía hace que ella escape al control de los Estados particulares, los cuales están
desbordados. Penetrados por la economía mundial, los Estados pierden espacios
de autonomía en los marcos nacionales en virtud de las decisiones económicas
tomadas por las transnacionales que operan en los espacios nacionales. Así, el
cierre de empresas y los problemas sociales de un país pueden tener su origen en
decisiones tomadas en un país lejano por una junta multinacional de decididores.
Pero, al mismo tiempo que observamos que se estrecha el margen de deci-
sión de un gobernante sobre las dinámicas sociales de su propio país, podemos
constatar también cómo cada responsable político nacional tiene una acción
que desborda las fronteras de su territorio. Todo político hoy tiene que interve-
nir sobre problemas que van más allá de los problemas particulares de su nación:
son los problemas de derechos humanos, ecología, hambre, armas nucleares,
deuda externa, etc. El accidente de Chernobyl y la crisis asiática lo han mostra-
do recientemente.
Tenemos que saber constatar eso y debemos también reconocer que actual-
mente no existen ley ni fuerzas internacionales que permitan manejar todas las
situaciones que la humanidad tiene en manos. Eso hace que todos los humanos
tengamos conciencia de vivir, en este momento, una aventura humana peligro-
sa. En ella hipocresía y cinismo se conjugan para hacer referencia a la ley como
si ella siguiera siendo la que pauta nuestras conductas.74
Hasta no hace mucho, tuvimos la sensación de que cierto marco jurídico
funcionaba, pero hoy los marcos jurídicos hacen agua por todas partes. Las gran-
des potencias se ponen de acuerdo en contra de Irán o de Irak, pero no logran
nada en contra de Israel, que regularmente viola las fronteras de sus vecinos y no
cumple con las recomendaciones de la ONU. En el momento del «autogolpe de
Fujimori», la comunidad internacional sancionó en cierta forma al Perú, pero no
hizo nada en contra de Rusia cuando Yeltsin hizo lo mismo que Fujimori. Esa fa-
lencia de un marco legal es particularmente visible en América Latina, al interior
de cada país y en su conjunto, en relación con la deuda externa: las grandes poten-
cias han cambiado las tasas de interés de la deuda violando convenios y sin que los

Por ejemplo, durante la lucha de los «Contras» con los sandinistas en el poder, violando
74

todos los pactos internacionales y sin declaración de guerra, Estados Unidos colocó minas
en los puertos de Nicaragua. Con muchos sacrificios, Nicaragua llegó a presentar un recurso
al Tribunal de La Haya. La condena no hizo mella a EE. UU., y no tuvo ningún efecto.
Sin embargo, para afuera los Estados Unidos se presentan como defensores de los derechos
humanos y de los pactos internacionales.

153
países endeudados hayan podido opinar. Sin embargo, la historia ha registrado
condonaciones de deudas abultadas: fue, por ejemplo, el caso de Alemania res-
pecto a Francia e Inglaterra después de la Primera Guerra Mundial del siglo xx.
A pesar de todo, es importante constatar que la decadencia de la «política
jurídica» no lleva a nuestros contemporáneos a regresar a planteamientos de una
mera política de amedrentamiento ni al recurso a la fuerza desnuda como se
hacía anteriormente. Existen, sin embargo, casos llamativos como la invasión de
Granada y Panamá por Estados Unidos hace algunos años, y más recientemente
la declaración de guerra de Estados Unidos y Gran Bretaña en contra de Irak, a
pesar de la posición contraria de los miembros de la ONU. Con todo, esas gue-
rras regionales no anulan la convicción lograda después de la Segunda Guerra
Mundial de que la guerra no es una solución. Normalmente no la quieren la so-
ciedad económica ni los pueblos. Ya sabemos que cualquier guerra generalizada,
con las armas actuales, hace correr iguales peligros a vencedores y vencidos. Pero,
en medio de tantos discursos de propaganda que mezclan cinismo y referencia
ética y legal, verdad y mentira, puede ser que los mismos políticos ya no sepan lo
que es verdadero y falso. El criterio de «utilidad» a corto plazo ha reemplazado al
de verdad. Todo parece ambiguo en un mundo devenido en peligroso para todos.
En este contexto se debe notar que todos los gobernantes, los del Norte y
los del Sur, saben que su responsabilidad desborda sus fronteras y saben que, en
buena medida, ha muerto el principio decimonónico de la soberanía nacional.
Saben que sus decisiones de política nacional están limitadas por el internacio-
nalismo de los conocimientos y de la economía, y saben también que lo que está
en juego hoy es la humanidad en su totalidad y en sus posibilidades de sobrevi-
vencia. Así, parece que todas las doctrinas y prácticas que han sostenido el vivir
en común de los hombres hasta la fecha son demasiado estrechas para enfrentar
los problemas que tenemos entre manos. El pensamiento político y económico
está atrapado, enquistado en circunstancias y maneras de pensar venidas de ayer
y que no permiten enfrentar razonablemente los problemas de hoy.
Es urgente la creación de nuevas significaciones imaginarias. Después de las
esperanzas proporcionadas por el progreso, la democracia, la revolución, el socia-
lismo, nuestro tiempo hace la experiencia de la contingencia. La caída del «Muro
de Berlín» y del bloque socialista ha acelerado esa toma de conciencia. No hay en
la vida humana una fuerza, ni divina ni mecánica ni histórica, que nos dirija ha-
cia un progreso evidente y positivo para todos, ni tampoco existe una fuerza ne-
gativa que dirija a la humanidad hacia su pérdida o el caos. En todas partes, bajo
formas diferentes, hay una conciencia nueva del Otro. Ese Otro es la naturaleza
por proteger; son los otros hombres todos iguales y por respetar, es el «porvenir
posible» por salvar, son las posibilidades de vida humana para mañana. Más que

154
nunca se tiene en cuenta hoy a ese Otro que se presenta en la vida bajo formas di-
ferentes. Hay algo, tenemos que saber reconocerlo, que lleva a superar lo «singular
y particular de uno» hacia un sentido universal. Allí están los derechos humanos,
la ayuda alimentaria, el respeto por los bosques, la limitación de los conflictos
bélicos, la temática ecológica en general. Pero el bien es también contingente. El
desarrollo a escala humana no es una necesidad metafísica. El porvenir descansa
sobre opciones de hoy que el hombre puede o no puede asumir. La contingencia
teje la historia humana. Eso, hoy, lo sabemos; quizás allí este la novedad.75
En la situación actual lo que poco a poco se hace evidente es la crisis de
las «instituciones» que la modernidad forjó para conducir los procesos sociales,
y se hace evidente también la dificultad para hacer emerger instituciones que
respondan a los desafíos de hoy. Ayer sindicatos y partidos eran las herramien-
tas institucionales que la sociedad moderna produjo para conducir los procesos
sociales. Presidía su actuar una racionalidad estratégico-instrumental al servi-
cio de identidades asentadas sobre la ubicación de cada uno en el proceso so-
cioproductivo y de acuerdo con su pertenencia ideológica. Dichas instituciones
acogían a los individuos ubicados en los mecanismos objetivos de la sociedad
moderna y les hacían vivir una solidaridad, leída en términos estratégico-instru-
mentales, pero que daba sentido a la vida de cada uno.
El momento de la posmodernidad que vivimos está marcado por una real
desconfianza en la razón y su autonomía, en su pretensión moderna de organi-
zar racional y razonablemente la sociedad. Se han agotado los grandes relatos
totalizadores del progreso o de la revolución, como se ha agotado también la
operacionalidad de las organizaciones sindicales y partidarias. En este contexto
de una razón humana «adelgazada», que ha pedido su pretensión a la funda-
mentación, surgen reclamos que piden regresar a fundaciones heteronómicas.
Allí se reagrupan diferentes formas de fundamentalismo.
Un indicio de que estaríamos de hecho saliendo de la organización mo-
derna de lo sociopolítico es el surgimiento, en todas partes, de nuevos tipos de
organizaciones que ya no descansan sobre lo socioeconómico. Son los múltiples
grupos de la sociedad civil de hoy: los ecologistas, los pacifistas, las feministas,
los homosexuales, los autonomistas, los culturalistas, los grupos de derechos
humanos, los fundamentalistas de toda obediencia, etc. Lo que se puede cons-
tatar es que la pertenencia a dichos grupos cruza las pertenencias socioeconó-
micas clasistas que ayer eran plataforma de la institucionalidad sociopolítica.
De hecho, la introducción de la robotización en la producción y las redes de

Cfr. Jonas, H. El principio de responsabilidad: ensayo de ética para civilización tecnológica.


75

Barcelona: Herder, 1995, y Santuc, V. Op. cit. En especial ¿Desde dónde mirar el horror eco-
nómico?

155
intercomunicación científica y de información han desdibujado las pertenencias
a las clases sociales o a los partidos tal como se practicaban ayer.
Las nuevas organizaciones, en sus acciones, no manejan la racionalidad
instrumental estratégica para controlar/conquistar el poder. Más bien, aceptan
los Estados y la sociedad económico-productiva aunque se sitúen en posición
crítica. Las motivaciones de esos grupos ya no son intereses de tipo económi-
co individual, sino «valores posmateriales» de solidaridad, sobre plataformas
horizontales, «medio estructuradas», de democracia directa y que remiten a la
sociedad civil. En dichas organizaciones, las reivindicaciones no se asientan ya
sobre principios universalistas (una misma razón actuando en todos por igual
o «proletarios de todos los países, uníos»), sino reclaman el derecho a que sea
reconocida su particularidad en medio de otras particularidades.
Todo lo dicho manifiesta y presupone la creación de nuevas significaciones,
nuevas organizaciones, nuevas identidades y un nuevo espacio social. La situa-
ción actual, llamada «posmoderna», está marcada por la ausencia de legitima-
ción de lo verdadero y lo justo; de lo bueno y lo malo. «Dios ha muerto», había
dicho Nietzsche, expresando lo que constataba en la modernidad; es decir, seña-
lando cómo con ella había desaparecido la representación de ese Dios que tenía
funcionalidad en la organización social. Ese Dios funcional no regresa y, sin
embargo, nuestra época no es época de un ateísmo militante. O, desde un rela-
tivismo absoluto, se dice que cada uno puede tener una verdad respetable por los
demás, o se tiene otra idea de Dios, que no se implica en nuestros asuntos. Eso
se da junto con diferentes tipos de fundamentalismo que quisieran hacer regre-
sar a Dios en una funcionalidad religiosa-societal. También han desaparecido
los sustitutos de Dios que la modernidad había producido: el progreso, la lógica
de la historia, la ciencia segura de ella misma.
Para acabar con una nota esperanzadora, me parece pertinente anotar
cómo, conjuntamente con la transnacionalidad de las economías y los medios
de comunicación (que tanto deconstruyen diferentes mundos culturales), hoy
en día se da otra transnacionalidad, la cual se expresa en los derechos huma-
nos y retoma la idea de que todos los humanos son «humanidad por respetar»,
cualquiera sea el sistema ético, la raza, la religión y la cultura de cada uno. Esa
idea de los derechos humanos (idea que viene de la moderna Revolución fran-
cesa pero que solo empieza a prender hoy) proporciona un «principio formal»
(no tiene contenido particular propio) de conducta que puede servir de guía,
referencia y crítica para todos los derechos positivos existentes y para la conduc-
ta de todos los seres humanos, dondequiera que se encuentren. Los derechos
humanos dicen solo eso: Que tu principio de acción sea tal que pueda ser siempre
universalizable y respete la humanidad en todos los seres humanos. Dicen también:

156
Que los derechos positivos sirvan siempre a la justicia y al sentimiento de justicia de
un pueblo, una cultura, una comunidad. Lo que expresan los derechos humanos
es esencialmente una exigencia moral formal. No dicen qué hacer, pero pueden
servir para informar, dar forma, a toda acción.

4. Ruptur as en el aspecto de la representación


del sujeto: cuerpo, psicoanálisis y lenguaje

Veamos los cambios en la representación del hombre sobre sí mismo.

4.1. La antropología clásica antes de la modernidad; sus características


Se puede decir que la antropología clásica (griega-medieval) era una antropolo-
gía desde arriba. La definición del hombre venía de la tradición y la religión, o
resultaba de la especulación. El hombre era animal razonable, en cuanto la ra-
zón era su diferencia específica; era «animal político», según decía Aristóteles; es
decir, animal capaz de palabra simbólica mediante la cual puede compartir con
los de su grupo las ideas del bien y el mal, de lo justo e injusto; o era imagen de
Dios. En esos casos, la definición viene a partir del ideal, del modelo o a partir
del polo trascendente que obra en la definición. Lo ilustra la frase de Agustín:
«Conocerte a ti, Señor, para conocerme». O sea, la imagen no podía entender-
se a sí misma sin pasar al modelo: Dios. Ser imagen de Dios era la diferencia
específica respecto de los animales. Entender al hombre era saber que estaba
hecho para llegar a ser razón o imagen de Dios. Decir eso era, al mismo tiempo,
asumir que el hombre, con toda su ambigüedad, tiene una «esencia verdadera
definible» y una «finalidad» que se puede designar y conocer.
En tal antropología yace un evidente dualismo. El hombre era evidentemente
cuerpo y sensibilidad, pero uno y otra quedaban como las cárceles de lo que era su
verdadera naturaleza. Por eso, la verdadera naturaleza humana no tenía nada que
ver con la corporeidad ni la sensibilidad, destinadas a la muerte, sino que estaba en
la razón o en su alma. Platón lo decía en una frase que ya señalamos: «El hombre
es chispa divina caída en lo sensible pero que guarda recuerdo de la patria». En la
visión judeocristiana, el hombre es imagen de Dios, imagen que no descansa evi-
dentemente en su corporeidad, sino en lo que en él está llamado a la vida divina.
Ciertamente, en esa perspectiva, el hombre tenía una esencia definible, de
la cual no se dudaba, y el hombre podía, tenía que llegar a su pleno desarrollo.
Para los griegos, el camino era el conocimiento, la teoría. Era un camino del
que, por naturaleza, estaban excluidos los esclavos, por ser espíritus torpes. Para
el cristianismo, el camino era la purificación, la penitencia; es decir, todas las

157
acciones que liberan de las ataduras de la sensibilidad, del cuerpo o del pecado.
Posible de ser definida, la realidad humana puede, por lo tanto, ser circunscrita
de manera bastante clara en relación con todo lo que no es ella, de tal forma que
la individualidad queda bastante bien fijada y relativamente inmutable una vez
conocido el fin que debe alcanzar.

4.2. La visión moderna


Hasta el Renacimiento perduró la visión del mundo finito que venía de los an-
tiguos, mundo que era la «casa del hombre» y mundo en donde se asumía que
todo lo que es «desea, para toda la eternidad, seguir siendo lo que es, de acuerdo
al plan de Dios».
Durante la Edad Media se veía el «cosmos» como limitado, directamente
gobernado por Dios, y se entendía que, dentro de ese mundo, Dios puede crear-
lo todo. También, siguiendo a Aristóteles, se asumía que el hombre lo puede
conocer todo. Eso descansaba sobre el hecho de que es «logos pasivo y activo» o
«imagen divina», características que no le correspondía a ninguna otra criatura.
Por ello, en esas visiones, no había todavía interrogación «verdadera» sobre el
hombre. Se sabía lo que él era.
Cuando Copérnico (1473-1543) invitó a pensar el universo desde el he-
liocentrismo, se acabó con el cosmos considerado como morada del hombre,
espacio natural del ser intermedio. Surgieron los espacios infinitos, que serán
la inquietud de Pascal en cuanto hablan de un mundo que no tiene límites y
escapa a toda representación posible.
Roto el lazo, el «cordón umbilical» que ligaba mundo y hombre, surge el
sentimiento para el hombre de ser «extranjero» en este mundo. Ese es el fin de su
seguridad y el inicio de su interrogación sobre sí mismo. ¿Qué es el hombre, que
ya no tiene un lugar preciso? Se siente perdido en el universo infinito. Evidente-
mente, frente a ese nuevo universo, puede consolar la respuesta de Pascal, quien
sostiene que el hombre no es más que «una caña, la más frágil de la naturaleza,
pero […] una caña pensante»76; sin embargo, el problema queda entero. Descar-
tes, llevando adelante su duda metodológica —«dudo, pienso, luego existo»—,
no niega al mundo, sino sigue insistiendo sobre el hecho de que el hombre está
del lado del pensamiento, del conocimiento. La interrogación sobre el hombre
ha surgido, pero el dualismo sigue, como lo muestra la distinción cartesiana
entre res cogitans y res extensa en el hombre; y se asume que lo propio del ser

76
Cfr. Pascal, B. Pensamientos (n.° 200). Madrid: Alianza, 1981.

158
humano continúa estando del lado del pensar, del conocer. La pregunta antro-
pológica todavía no ha encontrado respuesta.
Kant es el primero en formular y comprender la «pregunta antropológica»
propiamente dicha en cuanto, renunciando al dualismo, afirma que no se debe
hacer abstracción de la naturaleza en el ser humano. Para él, el hombre es a la
vez «ser de la naturaleza y otra cosa». Él responderá en forma crítica a las angus-
tias de Pascal. A este —asustado por el descubrimiento de los espacios infinitos
y, dentro de los nuevos marcos o representaciones imaginarias de espacios infi-
nitos, imposibilitado para pensar tanto lo finito como lo infinito— Kant le res-
ponderá que espacio y tiempo no deben ser vistos como aquello que nos contiene
y en los cuales estaríamos perdidos si deviniesen infinitos. Más bien, espacio
y tiempo no son más que formas a priori de nuestra sensibilidad; es decir, mo-
dalidades en las que se presentan necesariamente las cosas a nuestra intuición
sensible. El a priori, de acuerdo con lo que precisa Kant, señala que ni el tiempo
ni el espacio le deben nada a nuestra experiencia; por lo tanto, no son alterados
por el hecho de que el universo sea o no sea limitado. Con todo, de suyo, en el
estado de nuestros conceptos, de nuestros conocimientos, es imposible decir que
el universo es finito, en el espacio y el tiempo, pero tampoco es posible afirmar
lo contrario. ¿Por qué? Porque solo hay conocimiento de aquello que nos viene
por la sensibilidad, la sensación; y la sensación no alcanza al universo en su tota-
lidad. Lo finito o lo infinito del tiempo y del espacio se me escapan; quedan fue-
ra de mi sensibilidad. Lo infinito no lo puedo conocer, pero sí puedo pensarlo.
Con estas consideraciones, Kant nos hace caer en la cuenta de que lo que nos
asusta no es tanto el universo, sino el enigma de nuestra propia manera de cap-
tarlo y el enigma de nuestro propio ser. Siendo así, la pregunta ¿qué es el hombre?,
deviene pregunta verdadera; es nueva, diferente del modo en que se formulaba
antes, y abre a un enigma. Es pregunta verdadera porque, ya sea el cosmos eterno
o creado, eso no modifica en nada la radicalidad de la pregunta. El hombre no
puede conocer el universo, ni tampoco conocerse a sí mismo a partir de aquel.
La respuesta a la pregunta sobre el hombre es que es un ser limitado pero capaz de
infinitud; es un ser que pertenece a la naturaleza y a otro reino: el de la libertad.
Pero ¿qué puede conocer?, ¿qué debe hacer?, ¿qué puede esperar? El hombre mis-
mo tiene que buscar las respuestas a esas preguntas. Con lo que estamos dicien-
do, se puede entender por qué los tiempos posteriores a Kant fueron tiempos de
autorreflexión del hombre sobre sí mismo; tiempos antropológicos con prioridad
otorgada a la conciencia y la razón; pero también tiempos de olvido del cuerpo.
La reflexión filosófica se centró en la conciencia, el conocimiento, las epistemo-
logías, la hermenéutica de las expresiones culturales pasadas.

159
Sin embargo, a mitad del siglo xix se cuestionará la prioridad dada a la con-
ciencia y la razón. Con Schopenhauer y después Nietzsche, se inicia un interés
nuevo por el cuerpo, por lo que no es razón, conciencia o historia en el hombre,
para preocuparse por los impulsos que escapan a la historia y la conciencia. Allí
surgirá el inconsciente con Freud, quien reconocerá su deuda con Schopenhauer
y abrirá paso a una nueva antropología.
A principios del siglo xx, en el campo filosófico, Husserl, el último Husserl,
en sus trabajos sobre la Crisis de las ciencias en Europa, adelanta tres proposicio-
nes importantes que es conveniente recordar aquí.77 Dice:
– El fenómeno histórico más grande es la humanidad que pugna por su propia
comprensión. Es decir, son menos importantes los acontecimientos que llenan los
libros de historia que los empeños renovados del espíritu humano, el cual, en el
silencio, quiere comprenderse, produciendo sin cesar para ello nuevas significa-
ciones imaginarias. Toda la modernidad estuvo en ese empeño.
– Si el hombre se convierte en problema metafísico, en problema filosófico es-
pecífico, es que está en cuestión cómo ser solamente racional. Con ello, el hombre
plantea la necesidad de cuestionar, en sí mismo, la relación «de la razón con la
sinrazón». Por lo tanto, no hay que considerar la razón como lo específicamente
humano, y lo «no racional» como lo no específico del hombre. Se debe recono-
cer lo no racional como específicamente humano también. El hombre es, pues,
una totalidad específica.
– El ser hombre consiste esencialmente en ser hombre en entidades humanas
vinculadas generativa y socialmente. Es decir, no es posible encontrar la esencia
del hombre en los individuos aislados. La vinculación genealógica y societal es
esencial para pensar al ser humano. Eso rompe con el horizonte abierto por el
«estuche del cogito» cartesiano y la mera conciencia del hombre como permitien-
do acceder al ser humano.
La ruptura con la antropología clásica y moderna ocurrirá más temprano
que las rupturas en lo económico-político moderno, que ya hemos considerado.
Dicha ruptura se dio esencialmente con Freud.

4.3. La ruptura freudiana


Existen bastantes razones para decir que Freud abrió una nueva manera de con-
cebir al hombre, en ruptura con lo anterior a él; y sobre esta visión antropológica
seguimos caminando 78 .

77
Cfr. Husserl, E. La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología transcendental: una in-
troducción a la filosofía fenomenológica. Barcelona: Crítica, 1991. Véase, además, Buber, M.
¿Qué es el hombre? México D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1990, pp. 79 y ss.
78
Cfr. los siguientes textos, entre otros tantos para una visión general: Freud, S. Autobiografía.

160
4.3.1. Freud redefine la relación cuerpo-alma

– Con Freud se borra la línea de partición entre cuerpo y espíritu que Des-
cartes había expresado al distinguir la res cogitans de la res extensa (extensión so-
metida a mecanismos). Con Freud se mira al hombre, la vida humana, como es-
piritual y corporal en todo momento. La vida humana y todo lo referido a ella está
siempre apoyado en el cuerpo y siempre expuesto a la relación con los demás.
– Para hablar de la realidad humana, desde Freud, se habla de génesis. El
hombre es un ser en devenir, al interior de una historia que es historia de su
cuerpo y de sus relaciones con el entorno. La génesis es contemporánea de toda
la historia del individuo y prohíbe pensar que el individuo alcance en un mo-
mento su plenitud total. Freud consideraba la corporeidad como el suelo de
nuestra existencia; ella (la corporeidad) es un espacio de inversión-acumulación,
de memoria; es un espacio desde donde se abren playas de posibilidad o impo-
sibilidad según las experiencias afectivas iniciales.
– Para conocer al hombre, se presta una particular importancia al análisis
de los procesos fisiológicos, psicológicos, biológicos y sociales que estructuran el
devenir del ser humano, en donde una génesis nunca acabada tiene dimensiones
deconstructoras. Al mismo tiempo se subraya que esos procesos juegan en un
nivel inconsciente. Se producen, por lo tanto, en el sujeto, pero sin él, y son ellos
los que asientan posibilidades de proyección o parálisis para hoy y mañana.
En la antropología que se desprende de esas perspectivas, se asume que en el
hombre ya no hay «nivel inferior o superior» ni un/a elemento/dimensión deci-
sivo/a, que sería la razón o la conciencia. Cuerpo e inconsciente son el vehículo,
el punto de apoyo, el timón de nuestra vida. Las nociones tradicionales de la
filosofía que servían para expresar al hombre —a saber materia/forma, causa,
efecto, medio, fin— ya no son suficientes para pensar las relaciones del cuerpo
con la vida total humana, para pensar todas las dimensiones de la vida personal.
Las formulaciones de Freud hacen ver a la vez la función espiritual del cuerpo
y la encarnación del espíritu. Para él, se trata siempre de un individuo encarnado
y que, merced a la encarnación, está dado a sí mismo y a los demás. Freud, al ha-
blar de encarnación del espíritu, nos hace caer en la cuenta de que «no tengo» un
cuerpo; «soy» cuerpo. Dividir al hombre es matarlo. Él es «sentido encarnado».

Historia del movimiento psicoanalítico. Madrid: Alianza, 1969; Marcuse, L. Freud, su visión
del hombre. Madrid: Alianza, 1969, y Robert, M. La révolution psychanalytique: la vie et
l’oeuvre de Freud. París: Payot, 1964.

161
4.3.2. Freud redefine también la relación con los demás

Ya no se trata de pensar al individuo como totalidad ya constituida que entraría


en relación con los demás, sino que se constituye dentro de esa relación. Desde
los inicios el sujeto aparece como «obsesionado por el otro». Recientemente, en
filosofía Lévinas ha llegado a decir lo mismo al afirmar que nacemos «preñados
del otro».79 En eso se expresa una relación con el otro, que llevamos inscrita en
nosotros, tanto en el ombligo biológico, cuya cicatriz me dice que soy fragmento
de otro, como en el ombligo metafórico de la palabra: esos dos ombligos remi-
ten a la dependencia respecto al otro. En Freud, no se distinguen la ocupación
por sí mismo y la preocupación por el otro.
Cada uno es una persona en medio de otras personas y los otros son otros yo
mismo. Esa interdependencia se da, y se asienta, en los albores de la vida de cada
uno. En cuanto, desde los inicios de la vida de uno, entre el niño y la madre, o
la persona que hace de ella, las miradas se captan, ya no son del todo dos y hay
dificultad en quedarse solo: «Me ves, te veo. No eres yo, puesto que me ves y
yo no me veo; pero me veo en ti. Lo que me falta es ese yo que tú ves», y así es
recíprocamente.80 La vida humana arranca a partir de esa ausencia de mí mismo
que el otro me señala y, al mismo tiempo, me permite superar. Por el otro, estoy
dado a mí mismo. Sin el otro no hay acceso a mí mismo. Soy objeto del deseo del
otro, y el otro es también objeto de mi deseo y nunca puedo alcanzarlo. El deseo
perfora lo compacto del ser en mí; es vacío en mí; es presencia en el ausente. Ese
vacío en mí es el espacio del otro en mí. Siendo presencia en mí la ausencia del
otro, el deseo es también ausencia en mí mismo por esa parte de mí en él.
Esa dinámica de relación, que inaugura toda vida humana, abre el espacio a
una evolución del individuo, evolución que nunca acaba, y la génesis del individuo
será contemporánea de toda su historia. Nunca el individuo llegará a alcanzar su
estatuto perfecto. El fin —ser hombre/mujer plenamente realizado/a—, si existe,
nunca se alcanza. La razón no es facultad a la cual se llega a cierta edad, después de
salir de la «garúa» de la afectividad: la razón tiene que ser querida en cada momen-
to, en medio de una masa de pulsiones, de deseos, que siempre pueden interferir.

4.3.3. La deconstrucción freudiana

Lo podemos percibir: subrayar la dimensión del inconsciente y el aspecto proce-


sal del ser del hombre, tiene un efecto deconstructor en relación con las visiones

79
Cfr. Lévinas, E. De otro modo que ser, o mas allá de la esencia. Salamanca: Sígueme, 1987.
80
Cfr. Winnicot D.W. Jeu et réalité: l’espace potential. París: Gallimard, 1975, p. 155.

162
antropológicas de ayer. Detrás de lo estable, se ve lo movedizo; detrás del sujeto,
se ven procesos complejos, en medio de los cuales cada sujeto procura «advenir».
Entonces, ¿qué pasa con el sujeto cuya esencia se conocía? ¿Y qué pasa con
la soberanía de la razón, tan afirmada por la modernidad? Podemos sospechar
que lo que acabamos de decir puede evidentemente abrir las puertas a todo un
discurso de disolución del sujeto que vamos a ver después, disolución en las
estructuras del inconsciente.
Pero hay que subrayar lo siguiente: en Freud, el sujeto no se deja a la indistin-
ción animal o al juego de pulsiones y mecanismos. ¿Por qué y cómo? Porque está re-
cibido y se recibe en el afecto de los demás y, sobre todo, está recibido y se recibe
en un lenguaje. A través de este, recibe y se recibe en una tradición y en un deber.
En esa perspectiva antropológica, el lenguaje cobra una importancia singular. El
lenguaje es «esa institución singular», ese medio que, como nuestro cuerpo, nos
da más de lo que nosotros invertimos en él. De hecho, en él nos recibimos, en él
decimos yo; en él vamos aprendiendo nuestro pensamiento mientras hablamos;
en él escuchamos a los demás; en él se realiza el proceso de humanización del
hombre-animal; en él compartimos valores, un mundo común como lo había
señalado Aristóteles. El lenguaje no es únicamente intercambio de informacio-
nes, como puede ser lo que reconocemos como «lenguaje» en otros animales, los
cuales (abejas, delfines) pueden intercambiar informaciones con sus congéneres;
el lenguaje humano es ingreso a la comunicación y la comprensión. Es ingreso al
mundo de significaciones, intenciones, valoraciones, en el cual y mediante el
cual una comunidad humana se expresa y se dice a ella misma y a los demás.
Así, el lenguaje humano es diferente de un mero instrumental. Es ingreso al
mundo simbólico, ese mundo en donde cada elemento remite al contrato, al
sagrado que enlaza un grupo humano.
De hecho, mediante el lenguaje el hombre ingresa a la esfera simbólica; esfe-
ra del sentido, de darle sentido al mundo, que es la esfera propiamente humana.
El lenguaje, lo sabemos, combina palabras que remiten a un sentido, es decir,
a una convención de la comunidad de origen. En el lenguaje, el niño siempre
recibe un «permitido» y un «prohibido» que lo remite a la comunidad en la cual
nació. Así el niño, todo niño, nace en un interdicto y nace a él mismo en ese
interdicto. ¿Cómo es eso? El interdicto es lo dicho entre varios, lo dicho entre
los miembros de la comunidad. Al niño se le dice: «eres varón, haces eso; eres
mujer, haces tal otra cosa y no ésta». De esa forma recibe los modelos sociales de
identificación que, venidos de su grupo, son diferentes del grupo vecino. Aris-
tóteles decía ya que lo primero es la mimesis, la imitación. El niño encuentra así
su identidad y puede ingresar al juego multiforme de las relaciones sociales. Allí
se encuentra sexuado, hijo de tal familia, miembro de tal grupo social. Es decir,

163
se halla en un «mundo», en una organización. Mediante el interdicto, de la ley,
se organiza el mundo, porque hay separación del hombre/mujer, de nosotros y
ellos, de trabajo/distracción. Que exista mundo mediante la separación lo ilustra
el relato de la creación en la Biblia. Se dice que Dios creó separando las cosas y
se invita al hombre a separar y a nombrar a cada animal. La separación establece
«diferencia y complementariedad» entre los elementos, y así establece un orden
simbólico, en cuanto el orden remite al ordenador y su intención. En esa etapa,
el niño vive la sublimación, sobre la cual ha insistido Castoriadis. Ella caracteriza
el momento de emergencia a la humanidad mediante la sustitución del placer del
órgano (felicidad corporal en el comer y defecar) por el placer de representación,
placer de participar en la palabra y en los sentidos instituidos de su grupo.81
Relación e intercambio son posibles porque operan en un mundo bien delimitado.
Entonces, las palabras —que si se las considera una a una no son más que
signos sin vida a los cuales no corresponde nada o podría corresponder cualquier
idea vaga—, como parte del orden simbólico, es decir, en oposición entre ellas y
remitiendo todas al acuerdo de sentido de la Comunidad, se llenan de repente de
un sentido. Ese sentido desborda en el otro en cuanto el acto de hablar reúne a
las palabras y a los hablantes en un todo. El espíritu, mi espíritu y el tuyo, ya no
están separados, germinan en torno a palabras y gestos compartidos. Es como
una generación espontánea que constatamos. De hecho, en esa germinación
del sentido, del poner el sentido en el niño, nadie está presente, ni siquiera él
mismo. Se constata esa germinación. Así, todo sentido en nosotros se respalda
siempre en un hueco, en un vacío en nosotros, en un agujero negro. «Yo me
digo», eso es emergencia. Antes de ella hay un conjunto de cosas que la posibi-
litan pero que no la explican mecánicamente. Lo sabemos: el niño primero se
refiere a sí mismo como «él». Dice: «Carlos está aquí», como señala su mamá.
Pero de repente señala: «Yo no». Allí está el sujeto, él separa.
Siendo así, el lenguaje en cuanto a comprensión/simbolización aparece
como el verdadero espacio de nacimiento del sujeto y de la capacidad de relacio-
narse consigo mismo y con los demás. Pero conviene subrayar lo siguiente: en
ese nacimiento no se pueden separar lenguaje y afecto. Sin la relación afectiva
inicial, el sujeto no sale de cierta indiferenciación. Los doscientos casos de niños
lobo criados por animales diferentes cada uno lo confirman. Varios de ellos lle-
garon a pasar informaciones; nunca llegaron al lenguaje simbólico.82
Puede ser interesante presentar aquí el caso de Helen Keller, hecho famoso
por la película Milagro en Alabama.83 Helen, por efecto de una enfermedad

81
Cfr. Castoriadis, C. Fait et faire…, p. 272.
82
Cfr. Itard, J. Memoria e informe sobre Víctor de l’Aveyron. Madrid: Alianza, 1982.
83
El título original es «The miracle worker», y la película fue dirigida por Arthur Penn en 1962.

164
padecida muy tempranamente, quedó ciega, sorda y muda. Toda comunicación
con ella durante los cinco primeros años fue imposible. Creció como un ani-
malito caprichoso, sin poder controlar la violencia en ella; llegó a asumir solo
elementales mecanismos de domesticación. Sus padres, enterados del lenguaje
gestual de los sordomudos, llamaron a una profesora.
Apenas llegada, la joven profesora Ann Sullivan, con su mano sobre la
mano de Helen, le señala en Braille (alfabeto de los ciegos) los nombres de las
cosas que juntas tocan: muñeca, cuchara, cuchillo, silla, etc. Helen repite lo que
le parece un juego, pero no establece ninguna relación entre el nombre y la cosa.
Cuando la profesora quiere insistir, se refugia donde su madre, quien le autoriza
a seguir en la anarquía de antes.
Cansada, la profesora pide irse sola con Helen a un ambiente al fondo del
jardín de la casa. Los padres aceptan por unas semanas. La educación empieza
en serio. Toda actividad se ejecuta en orden, y cada una y cada cosa reciben su
nombre. Si Helen no obedece, la profesora la deja sin comida. Helen logra así
manejar como juego muchas palabras; llega a comer sola con tenedor, cuchara,
servilleta, etc.
Los padres, emocionados, siguen a escondidas el proceso y los progresos,
mirando por la ventana. Al cabo de cierto tiempo, Helen se estanca. Los padres,
llenos de compasión, quieren renunciar pensando que no hay nada que hacer.
Dicen: «Basta, que Helen regrese a la casa».
En cuanto vuelve, ella reconoce sus espacios y regresa a su conducta anárqui-
ca de antes. Al momento de comer no quiere sentarse, sino seguir como antes,
robando comida de los platos de su mamá y su papá. La profesora no tolera eso y
la obliga a sentarse bien en la mesa. Helen se resiste. Empieza entonces una lucha
entre alumna y profesora. La profesora pide a los padres que las dejen solas. La
lucha sigue. Todo vuela, platos, cuchillos, mantel… La profesora acaba vencien-
do y Helen come sin ensuciarse como en la casa del jardín, incluso dobla su ser-
villeta. Quiere tomar agua. La profesora le da la jarra de agua. Entonces Helen,
que no ha renunciado, echa toda el agua a la cara de la profesora. Esta la lleva a
una bomba de agua que hay delante de la casa para que Helen llene nuevamente
la jarra. En ningún momento la profesora deja de decirle las palabras: bomba de
agua, agua, jarra, etc. En ese momento algo ocurre en Helen; se produce la emer-
gencia, el milagro. Helen establece la relación entre el juego de dedos para decir
agua y «el agua». Enloquecida de felicidad, ensaya varias palabras; pregunta por
la jarra, por la bomba, por ella, por la profesora. Y abraza fuerte a la maestra, a
todo el mundo. Ya entró al lenguaje. A partir de una sola palabra, «agua», Helen
ingresó a todo el proceso de simbolización, de expresión y comunicación. Helen
llegó a ser profesora de universidad y escribió varios libros.

165
4.4. Diferentes perspectivas estructuralistas sobre el sujeto y el lengua
je posteriores a Freud y «demasiado» modernas
La ola estructuralista, francesa sobre todo, ha hecho del lenguaje su objeto de
estudio privilegiado. En su estudio del lenguaje, llevado adelante en la matriz
científica de las ciencias positivas (relación sujeto-objeto y examen de leyes inhe-
rentes al objeto estudiado), el estructuralismo operó con una doble abstracción.
Así, estudiando el lenguaje:
– no consideró al sujeto que habla; y
– no consideró el referente, el significado al cual remite la expresión.
El estructuralismo puro concentra su atención sobre «el objeto lengua» con-
siderado como un mero conjunto de sonidos, fonemas, «moléculas sonoras» o de
significación, cuyas reglas de combinación hay que estudiar. Las palabras, vacia-
das de su referencia a la cosa, a un sentido o a otro, son consideradas únicamente
en su valor diferencial y cada una es definida negativamente, en oposición a todas
las demás. Así, cada palabra queda como mera relación con las demás, y se pro-
cura seguir la relación de cada palabra con las demás en el juego de oposiciones y
combinaciones posibles, en «isotopías» (espacios de sentido homogéneo) definidas.
Eso muestra cómo el objeto de estudio del estructuralismo ha pasado a ser las di-
ferencias de significantes y sus combinaciones posibles, prescindiendo del sentido
que el sujeto quiere expresar y también de su relación con el mundo y los demás.
De acuerdo con lo dicho y visto anteriormente, se puede percibir que el
estructuralismo renuncia a la comprensión para mantenerse en la explicación. Lo
sabemos, comprender es tomar las palabras como signos combinados que expre-
san una intención en la cual se da una articulación significativa entre significante
y significado; explicar es tomarlas como meros «hechos lingüísticos», poniendo
la atención en las reglas de combinación de esos hechos. En esa perspectiva, la
atención se fija en las reglas inmanentes al lenguaje y su funcionamiento.
Asistí en París a un debate entre Greimas y Ricoeur. El primero, represen-
tante de ese estructuralismo, tuvo esta fórmula para expresar su diferencia con
el segundo: «La diferencia está en que la explicación se preocupa por el ser del
sentido, mientras que la comprensión se preocupa por el sentido del ser». Fórmula
brillante que dice mucho. Pero para entenderla debemos comprender que Gre-
imas84 juega con la polisemia de la palabra ser. Aristóteles dice que el ser se dice
de diferentes maneras. En la frase de Greimas se dan estos casos:
– Ser: el «ser del sentido» remite a cómo se presentan las diferentes combi-
naciones que sustentan el texto: explicación.

84
Cfr. Greimas, A. J. Semántica estructural: investigación metodológica. Madrid: Gredos, 1987.

166
– Ser: el «sentido del ser» remite a la significación del ser en cuanto «totali-
dad del ser» para un sujeto: comprensión.
Podemos observar un fenómeno análogo cuando Lévi-Strauss habla del
«sentido» en sus presentaciones de los mitos. Nos dice que el sentido surge sola-
mente en las relaciones y oposiciones binarias: esposa/esposo; hermano/herma-
na; tío/sobrino, etc. En el esfuerzo de estudio objetivo de cómo se presenta y
existe el sentido, se trata de estudiar una combinatoria entre diferentes relacio-
nes binarias. El lenguaje se estudia como mecanismo que funciona, no como
espacio económico de un proceso que enlaza personas a través de sentidos com-
partidos en una comunidad intersubjetiva.
El método estructuralista trabaja con la idea, o llega a la idea, de que existe
una lengua «en sí», especie de racionalidad preexistente al individuo y a la socie-
dad; es decir, trata a la lengua como objeto encontrado. Entiende la estructura
lingüística como algo exterior al niño que tiene que adquirirla para la comuni-
cación; y considera la comunicación únicamente en su mecanismo, en el juego
de oposiciones y combinaciones que la soportan. Entonces se entiende cómo
Lévi-Strauss, basándose exclusivamente en el estudio de las diferencias y combi-
naciones, llega a decir en su examen de los mitos: «No se trata de saber cómo los
hombres piensan los mitos, sino se trata de saber cómo los mitos se piensan en
los hombres, y eso sin que ellos lo sospechen; y quizás incluso se trate de saber
cómo los mitos se piensan entre ellos».85
Se ve entonces que el sujeto está excluido por principio del estudio del
lenguaje, de aquello que, desde Aristóteles, se consideraba como lo propio del
hombre en cuanto compartir sentidos y valores. Michel Foucault expresa per-
fectamente esa actitud cuando sostiene: «Se dirá que hay ciencia del hombre
no allí donde se trata del hombre, sino allí donde se analizan, en la dimensión
propia del inconsciente, normas, reglas, conjuntos significantes que develan a la
conciencia la condición de sus formas y de sus contenidos. Hablar de ciencia
del hombre en cualquier otro caso es meramente un error de lenguaje».86 O
sea, manteniéndonos en el paradigma de la ciencia moderna, para Foucault hay
ciencia del hombre cuando lo del hombre queda como mero objeto; es decir, se
centra en la consideración de las condiciones inconscientes que hacen posible al
hombre y sus proyecciones.
A fin de cuentas, con el lenguaje así considerado, se trata finalmente de un
inconsciente universal, natural (o más allá de la oposición natura/cultura), re-
gulado y estructurado con normas y reglas inmanentes, y es lo que Lévi-Strauss
identifica con el «espíritu humano». Para que la ciencia sea ciencia, el hombre ya

Cfr. Lévi-Strauss, C. Le cru et le cuit. París: Plon, 1994, p. 20.


85

Cfr. Foucault, M. Les mots et choses. París: Gallimard, 1966, p. 166.


86

167
no debe ser el sujeto ni el objeto de su propio saber. El problema ya no es el del
humanismo o el del hombre teniendo consistencia propia en su subjetividad; se
trata, de esta «ciencia del hombre», de su inconsciente, y se nos dice que nuestra
atención tiene que ir hacia un él, un ello, un algo (conjunto de normas, reglas)
que se piensa en mí y me hace dudar si soy yo quien piensa.
Finalmente, el lenguaje consciente no sería más que un efecto de superficie
de un discurso inconsciente; sería el discurso de un deseo anónimo que se desa-
rrolla por debajo de la ley, de las normas de la comunicación. El «yo», el «sujeto»
en esos autores acaba por aparecer como mero efecto de superficie de algo que
juega y se juega sin él y, finalmente, para Michel Foucault, o por lo menos para
parte de sus seguidores, el hombre desaparece en la medida en que el lenguaje
—que hemos visto en Freud como su tierra natal y también su producción—
tiene una consistencia fuera del hombre. En tanto se ha hecho, en tales análisis,
abstracción del hombre, del sujeto y del sentido, uno se encuentra únicamente con
estructuras inconscientes.
El método estructuralista es riguroso y avasallador. No vayamos a creer que
hemos cargado las tintas. Prueba de ello es lo que dice Foucault: «El análisis
independiente de las estructuras gramaticales, tal como se practica desde el si-
glo xix, aísla el lenguaje, lo trata como una organización autónoma, rompe sus
lazos con los juicios, la atribución y la afirmación. El pasaje ontológico que el
verbo ser aseguraba entre el hablar y el pensar se encuentra roto; el lenguaje, en-
tonces, adquiere un ser propio y es ese ser el que detiene las leyes que lo rigen».87
Es decir, estamos frente al lenguaje como mecanismo autónomo que funciona
de acuerdo con leyes inmanentes. Como lo vimos con respecto a la naturaleza
—y también con la economía— el sujeto ha sido expulsado de ese mecanismo
que existiría fuera de nosotros.
Tales planteamientos que se visten de cientificidad son sumamente seducto-
res, y el riesgo es dejarse atrapar en las abstracciones que tal cientificidad supone.
La lengua queda como un mero campo simbólico del tipo del campo simbólico
matemático. Está reducida a un juego de oposiciones y combinaciones que tiene
vida propia, sin sujeto ni referente exterior a ella. Nos lo ha dicho Foucault: «Se
ha roto el lazo del funcionamiento del lenguaje con los juicios, la atribución, la
afirmación». La conciencia del hombre, del sujeto —que a fin de cuentas es do-
nación de sentido—, queda reducida a un mero efecto de superficie y se enraíza
o tiene su causa en «un inconsciente estructurado como un lenguaje», como dirá
Jacques Lacan.88 Se trata de una suerte de espíritu humano que tiene consisten-
cia fuera del hombre. El ideal que se nos propone llega a ser un pensamiento

87
Ídem, p. 138.
88
Cfr. Lacan, J. Ecrits. París: Seuil, 1966-70.

168
que, no solo no se piensa, sino que incluso no piensa o por lo menos no se piensa
en mí. El ideal de ese pensamiento acaba siendo la computadora.

4.5. El regreso del sujeto o la testarudez del sujeto


Como podemos ver, dicho discurso científico que finalmente elimina o disuelve
al sujeto se vale de referencias a Freud y a sus alcances, referencias al incons-
ciente sobre todo. Pero ese discurso traiciona a Freud en la medida en que se
encierra en el juego de los mecanismos de la significación, renunciando a lo que
los soporta: el sujeto y el significado.
Esa actitud se viste de cientificidad; por lo menos se refiere exclusivamente a
cierta manera de entender la ciencia que se generalizó en el siglo xix. Hay ciencia
allí donde hay objetividad y cuando no hay sujeto. De hecho, tal perspectiva nos
quiere hacer renunciar al sujeto y al significado. Esa perspectiva corresponde a lo
que J. B. Pontalis llama «la máquina para no creer o descreer». Así señala este autor:

La máquina para descreer no es la antagonista de la máquina para hacer creer;


es la misma máquina. Su finalidad es la de hacernos creer en ella y en ella so-
lamente, su finalidad es la de obligar al sujeto a «ya no creer», a «ya no fiarse»
en lo que percibe, juzga y piensa, y, más fundamentalmente, es la finalidad de
hacerle denegar (al sujeto) toda legitimidad a su propio modo de funciona-
miento.89

Así despojado, ya solo le queda (al sujeto) el entregarse al otro (el científico),
quien determinará para él aquello de lo cual está despojado y aquello que es
objetivo. A fin de cuentas se invita al sujeto a creer en ese discurso científico y en
ese lenguaje objetivo que existirían sin el sujeto. Ellos serían aquello en lo cual el
sujeto tiene que creer.
Pero nos dice el mismo Pontalis:

La creencia es omnipresente en todo lugar y en todo tiempo. No se puede


imaginar una cultura de no-creencia absoluta; solo los muertos no creen en
nada. En cuanto se recusa una creencia, otra la reemplaza […] querer expulsar
la creencia a toda costa es confundir las exigencias del espíritu científico (cohe-
rencia lógica, objetividad, verificación) con el culto a una racionalidad objetiva
militante, mortífera de todo lo que no es ella. Siempre el terror se ejerce en
nombre de la razón.90

Cfr. Pontalis, Jean-Bertrand. Perdre de vue. París: Gallimard, 1988, p. 20.


89

Ídem, p. 109.
90

169
Asumiendo lo que acabamos de decir, lo que conviene ver con claridad en
este momento es lo siguiente: la identidad sujeto y fe/creencia (ciertamente no se
trata de fe tematizada en religión). Hagamos ese esfuerzo yendo de la mano de
Winnicott.91
Empecemos con una afirmación de principio. El lenguaje, toda palabra en
cuanto recibida y dada, se asienta sobre un creer primordial que supone una
confianza en sí y en el «mundo que rodea al sujeto». Podemos decir que el creer
es lo que hace al sujeto y, nos dice el psicoanálisis, eso se decide desde la etapa del
bebé que cree absolutamente en su madre y en las palabras que ella le dice. Vea-
mos, pues, «la fe como base del sujeto». Según nos dice el psicoanalista Winni-
cott, la confianza del niño en sí y en su madre es lo que asienta las «posibilidades
de confianza» que mañana tendrá el niño/adulto. Para Winnicott, eso se asienta
en un proceso que ha estudiado de manera muy detenida y que vamos a seguir.
Winnicott subraya primero la importancia, en la relación madre-hijo, de la
mirada. Gracias a ella el niño sabe que es. En la mirada se juega algo decisivo.
¿Qué ve el bebé cuando ve el rostro de su madre? Generalmente se ve a sí mismo.
Es decir, la madre mira al bebé, y lo que su rostro expresa está en relación directa
con lo que ella ve. Allí el bebé experimenta que existe, que es. El yo soy está allí.
El yo soy, que allí se asienta, es acto de fe en la mirada de la madre y tiene que
preceder al yo hago. Si el yo soy no prende, el yo hago no tendrá sentido para el
individuo.92 Con lo dicho, Winnicott subraya la importancia de la relación afec-
tiva. El afecto da consistencia al ser. Es lo que siempre les faltará a los niños lobo.
Otro aspecto importante es el proceso de asentamiento de la «fe en las
posibilidades propias del sujeto y de su autonomía». Nos dice Winnicott que,
al comienzo, mediante una adaptación a las necesidades del niño, que es casi
del 100 %, la madre le permite al bebé hacerse la ilusión de que su seno es una
parte de él. En cuanto gruñe o llora, inmediatamente se presenta el seno. En
ese primer momento, el seno parece estar bajo el control mágico del bebé y es
lo mismo para las otras atenciones. ¿Qué experiencia es esa? Es experiencia de
omnipotencia. La omnipotencia del bebé es casi un hecho de experiencia. Tiene
hambre, llora, allí está el seno; grita y allí está la madre.93
En esa relación, la tarea última de la madre será la de des-ilusionar (sacar de
la ilusión) progresivamente al niño. Pero solo podrá acertar en esto si primero
ella se ha mostrado capaz de proporcionar al bebé «suficientes posibilidades de
ilusión»; es decir, si ella ha logrado colocar el seno allí y en el momento en que el
niño era capaz de crearlo como interior/exterior suyo.

91
Cfr. Winnicott, D. W. Jeu et réalité. París: NRF, 1971.
92
Ídem, pp. 155-179.
93
Ídem, p. 21.

170
¿Qué ocurre allí? Ocurriría lo siguiente. La adaptación de la madre suficien-
temente buena (como dice siempre Winnicott) a las necesidades del niño le da
a este la ilusión de que una realidad exterior existente corresponde a su propia
capacidad de crear ese seno que él necesita. Eso es «como si» un mundo exterior
existiera perfectamente adaptado al mundo interior. ¿Qué quiere decir eso? Des-
de el principio el niño está confrontado al problema de la relación entre lo que es
objetivamente percibido y lo que es subjetivamente concebido. Allí pasa algo curioso.
Desde nuestro punto de vista, el seno viene desde el exterior. No es así para
el bebé. Pero tampoco el seno viene para él desde su propio interior. Allí se ubica
y se asienta en el bebé una esfera que no es ni interior ni exterior. Es, en la termi-
nología de Winnicott, el área transicional.94 Dicha área es de singular importan-
cia, en cuanto es un área donde se asientan las posibilidades para el niño/adulto
del mañana, posibilidades del mundo cultural, de intersubjetividad, del abrazo
entre mundo interior y mundo exterior. En ese juego interior/exterior en torno al
seno se juegan las posibilidades del mañana cultural e institucional del niño. El
hombre del mañana solamente podrá resolver de manera sana el problema —la
tensión subjetivo/objetiva— si gracias a su madre ha realizado un buen inicio.
Esa área transicional, es decir, esa área constituida por la capacidad de crear
el seno, ese seno que no es ni interior ni exterior, llega a ser un área poblada de
objetos transicionales. ¿Qué se nos dice con eso? El área transicional es esa área
adjudicada al niño y que se sitúa entre la creatividad primaria (ilusión de poten-
cia absoluta, el seno estaba allí cuando lo necesitaba) y la percepción objetiva
basada en la prueba de la realidad (en un momento dado, el seno no se presentó:
es el momento del proceso de destete). Entonces allí puede desarrollarse un
conjunto de fenómenos: succión del pulgar, chupar algo, hacer ruidos con la
boca, acariciar una colchita, todos fenómenos transicionales que suplen al seno
y son defensa en contra de la angustia. Todos esos fenómenos son una primera
posesión de un no yo.
El área transicional y los objetos transicionales señalan el paso de la etapa en
que «mundo interno» y «mundo externo» no están diferenciados (de potencia
absoluta) a la etapa en que esa tercera área (ni interior ni exterior), la transicio-
nal, permite la transición entre el yo y lo no yo, entre la pérdida y la presencia,
el niño y su madre ausente. Allí cabe notar una cosa interesante. Esa área tran-
sicional es el área donde, según Winnicott, se desarrollarán todos los fenóme-
nos culturales, «fenómenos de relación/presencia en lo ausente como presente
bajo forma de ausencia». Pensemos en lo que pasa cuando leemos una novela
o vemos una película: interior y exterior se abrazan en nosotros. En los casos

Ídem, p. 9.
94

171
considerados por Winnicott, el niño utiliza cosas: un osito, un juguete, sus
dedos, su boca, una colchita. Todos esos objetos son objetos transicionales que el
bebé usa. Esos «objetos» no forman parte de su cuerpo ni pertenecen todavía a
la realidad exterior. Pero allí se juega algo importante: son todos ellos lugares,
espacios de procesos que ayudan al niño a aceptar la diferencia, la distancia. Eso
es lo que nosotros podemos percibir del viaje que señala el progreso del niño
hacia la experiencia vivida de presencia de la madre ausente.

4.6. El sujeto como creación, como espacio de posibilidades


El área transicional, tercera en cuanto diferente de lo interior y exterior, es el
área del juego, de la creatividad; y mañana será la de las expresiones culturales.
¿Qué pasa con esa tercera área que se define por no ser ni mundo interno ni
mundo externo? Es la que asegura la transición entre el yo y el no yo; se sitúa
entre la pérdida y la presencia, entre el niño y la madre. Ese espacio de transición
entre yo/no yo, pérdida que es al mismo tiempo presencia, es el «espacio poten-
cial», «espacio de posibilidades» entre el individuo y su entorno. Esa área señala
lo que al principio «une y separa» al bebé y la madre. Se constituye cuando el
amor de la «madre suficientemente buena» se ha dado y se ha manifestado de
manera suficiente en la comunicación para haber inducido la seguridad. Allí se
le ha dado de hecho al bebé un sentimiento de confianza en su entorno.95
Pero si analizamos lo que ocurre en el área transicional, ¿qué podemos de-
cir? Se trata de seguridad en la ausencia; de presencia en/de la madre incluso en
su ausencia. Pero, de hecho, allí la madre ausente (la madre histórica) está más
presente que cuando se encontraba físicamente con el niño, porque se halla
presente entonces como madre que el niño ha creado. Y es esa «madre creada»,
«presencia-ausencia», la que da suficiente seguridad para crear objetos, para que
el niño se dedique a sus «juegos transicionales». Al respecto, Winnicott dice: la
cosa real es la cosa que no está allí, pero es ella la que posibilita gestos y juegos que
están allí. O sea, la madre ausente, pero creada por el niño, es la fuerza real.
Debido a que la madre no está allí, el niño puede y tiene que crear a su madre
ausente y apoyarse en ella. «El niño se apoya en la creación de la madre que
opera en él». Allí el niño crea a partir de la ausencia, pero no podría crear sin
la presencia anterior de la madre suficientemente buena, ni podría crear sin la
ausencia anterior de esa misma madre. Eso indica cómo una madre demasiado
presente (sobreprotección), al igual que una madre demasiado ausente (aban-
dono), no posibilitan aquello. Eso da pie a fórmulas sugerentes de Winnicott:96

95
Ídem, pp. 91, 143.
96
Cfr. Winnicott, D. W. Op. cit., p. xiii.

172
– La cosa real es la cosa que no está allí.
– Lo negativo es la única cosa positiva.
– Todo lo que tengo es lo que no tengo.
Las frases mencionadas tienen un peso gnoseológico de mucha consisten-
cia. Nos dicen que la realidad no es lo que se da a los sentidos inmediatamente, a
través de la multiplicidad fenomenal exterior, sino que ha sido recreado e inscri-
to en un proceso simbólico. La realidad es lo que juntos producimos a partir de
lo que juntos organizamos y articulamos en un sentido. Esas fórmulas rompen
con la perspectiva mecanicista de una objetividad posible de describir (Galileo)
e insisten en el sujeto como creación, autocreación y creación de lo otro exterior.
Así, pues, la «madre» no es la «madre en sí o la madre histórica», sino la «madre
de la relación» constituida/instituida por el bebé. En la cura psicoanalítica el
paciente tiene que resolver problemas no con la «madre en sí», sino con la «ima-
gen de la madre en él», con la madre que él ha producido. Esa institución de la
madre por el bebé es al mismo tiempo «institucionalización-constitución» del
bebé ya como sujeto. Evidentemente, la madre en sí ha sido y es apoyo necesario
para esa operación, pero no hay continuidad entre la madre en sí y la madre real
para el bebé. Entre las dos se sitúa el salto de la creación del bebé.
Finalmente se llega a constatar lo siguiente: lo propio, el sí mismo de uno, no
es ningún centro inmediato de uno. Más bien el sí mismo de uno se encuentra en
el intermedio entre el yo inmediato y el no yo. Ese propio de uno mismo es esen-
cialmente espacio de posibilidades, espacio potencial de creación;97 está del lado
del espacio del juego en donde uno inventa, crea. Ese espacio de posibilidades, de
creación, es lo que da el sentimiento y la certidumbre de existir. Y ese espacio po-
tencial es el espacio en el cual ocurre lo que me ocurre; espacio en nosotros en el
que me alcanzan las cosas y donde yo puedo acogerlas. El sujeto está de ese lado.
Se trata, en el recién nacido, de meras potencialidades latentes que crista-
lizan en «sujeto» a través y mediante la relación inicial con la madre. Si falta
esa relación afectiva inicial o si no está bien lograda, la puerta se encuentra
abierta a todo tipo de problemas ulteriores. Winnicott dice: «En el corazón del
ser de uno, el “sujeto” es lo que no ha sido vivido, sentido, es lo que escapa a
la memoria». ¿Cómo puede entenderse esa frase? Creo que Winnicott dice eso
para indicarnos que el sujeto no es pasividad ni una cosa hecha; de él no hay
ni puede haber memoria. El sujeto es siempre acción, acto. No es mecanismo
montado, explicable por causalidades, sino es lo que siempre se levanta, crea,
juega, inaugura. Allí está, en un nivel individual, el imaginario radical crea-
dor de sentidos propios que se corresponde con el imaginario social, colectivo,

Del niño y de la madre, del cuerpo y del lenguaje. Cfr. p. xiv.


97

173
creador de formas institucionales nuevas. «De la no existencia, se puede iniciar
la existencia», es decir, el sujeto se da, de verdad, a sí mismo. Y al sujeto, en ese
acto de inauguración, solo se le puede designar y reconocer después de ese acto;
pero no alcanzar, asir ni agarrar.98 Sin embargo, hay que decir y reconocer que el
sujeto es como la cristalización de esas potencialidades asentadas en la relación
inicial. De hecho, es cierto que no se llega al sujeto sin tener en cuenta las cir-
cunstancias (relación con la «madre suficientemente buena», historia personal,
etc.), pero se debe decir también que no hay «circunstancias» sin el sujeto. Sin el
sujeto no existen más que hechos dispersos. Luego es la existencia, la emergencia
del sujeto, la que permite hablar de circunstancias.
La libertad es siempre un encuentro del exterior y del interior, como hace
pensar la siguiente frase de Husserl: «Hay un campo de la libertad, y hay una
libertad condicionada». No nos dejemos atrapar en el falso dilema que dice:
la libertad es total o es nula. Ese es el dilema del pensamiento mecanicista o
del análisis reflexivo que se entrampa en sus abstracciones y las proyecta como
teniendo consistencia propia. Se debe regresar a la experiencia. Precisamente,
porque algunas veces hemos hecho la experiencia de la opción y de la decisión
libre, sabemos de la libertad y de la no libertad. El sujeto, la libertad, están en
el acto de asumir un presente, de recoger y transformar un pasado. Así puedo
cambiarle su sentido, liberarme de él, y solo lo hago comprometiéndome con
algo diferente. Confirma lo dicho el tratamiento psicoanalítico: el tratamiento
no cura provocando o llevando solamente a una toma de conciencia del pasa-
do, sino mediante el establecimiento/creación de nuevos lazos. En el proceso se
transforma la relación con el psicoanalista, y después se puede transformar la re-
lación con los demás, y así se llega a la pregunta: ¿Qué hago con ese pasado mío?
La cura psicoanalítica debe llevar al sujeto a esa pregunta: ¿Qué hago, qué
digo yo de mi pasado? Es cierto, soy una «estructura» psicológica histórica,
como podrían decirnos Foucault y los estructuralistas. He recibido, con la exis-
tencia, una cierta manera de existir, un cierto estilo, y todos mis actos y pensa-
mientos están en relación con esa estructura. Incluso el pensamiento del filósofo
estará en su manera de explicitar su inserción en el mundo. Sin embargo, soy
libre; no a pesar de esos apoyos y motivaciones, sino mediante ellos. Estos son
soporte, trampolín para la libertad. No hay que temer que ella se entrampe,
se pierda en la opción, como si cada opción y cada paso limitasen la libertad,
puesto que ella está en comprometerse con una particularidad. La libertad no es
tal sin las raíces que desarrolla en el mundo; sin la presencia comprometida con
ese mundo presente. Existen las personas que queremos; existen los hombres

98
Ídem, p. 97.

174
todavía esclavos en ese mundo; existen espacios de compromisos. Mi libertad
no puede ser sin que yo asuma mi singularidad y mis circunstancias, sin que
concretamente quiera la libertad que profundamente es voluntad de ser razo-
nable en este mundo, junto con los demás. Saint Exupéry, que no era filósofo
sino poeta, lo intuyó profundamente cuando dijo: «Te alojas en tu acto. Tu acto
eres tú. Tu significación se manifiesta, resplandeciente. Es tu deber, es tu amor,
es tu fidelidad, es tu invención. El hombre solo es nudo de relaciones; solo las
relaciones cuentan para el hombre».99

4.7. Confirmación de lo dicho con datos de la «antropología física»


Durante mucho tiempo se ha hablado de «naturaleza humana» y se la recono-
cía en una serie de instintos o de datos evidentes como la sonrisa o la posición
erguida, que, igual que la razón, diferenciarían al hombre del animal. Pero hoy
en día se llega a cuestionar tal afirmación. Lo hemos visto ya al cuestionar las
antropologías desde «arriba».
Cuando hablamos del «hombre natural», ¿de qué hablamos? No hablamos
de un proto- o prehombre que hubiera existido. No hablamos del mutante que
pasó de animal a hombre. Ciertamente, esa mutación no podemos imaginarla;
solo podemos «pensarla» como habiéndose realizado sobre la base de una socie-
dad «protohumana». Pero dicha sociedad no la podemos imaginar. Conviene
ver que cuando, desde el punto de vista de la filosofía, hablamos del «hombre
natural», solo hablamos de un principio de inteligibilidad. O sea, «hombre na-
tural» remite al concepto que se debe usar para poder pensar al hombre ha-
ciendo abstracción de su educación, de su historia; es decir, del hecho de que
siempre el hombre nace en comunidad, en una cultura, en un idioma, en un
bien y en un mal. Ese «ser natural humano», concepto límite que nunca existió,
no es ni bueno ni malo; es amoral, no inmoral. No hace más que estar allí como
un animal. Ese concepto límite es una suerte de telón de fondo sobre el cual
el hombre se proyecta para entenderse. En cuanto ser natural, el hombre actúa
ciegamente, como un animal, como las fuerzas de la naturaleza, determinado
por ellas. Hay que pensar al «hombre natural» dominado por sus tendencias, sus
impulsos y necesidades, pero ese «hombre natural» no está en ninguna cultura.
Ese hombre, «ser natural» que no hace más que estar allí, no existe ni nunca
existió. Solo está allí para nosotros, por y para nosotros que lo pensamos y lo
proyectamos en nuestro esfuerzo para entendernos a nosotros mismos.

Cfr. Saint Exupéry, A. «Piloto de guerra». En Obras completas. Barcelona: Plaza & Janés,
99

1967.

175
Quisiera evocar rápidamente un conjunto de observaciones de antropología
física. Esta remite a esa ciencia que pretende tener un discurso sobre el hombre
a partir de los fósiles humanos, las herramientas, los utensilios, los dibujos, etc.,
que nos han dejado los «hombres primitivos».100 Esa ciencia observa cráneos que
indican posición erguida, quijadas desarrolladas, rostros cortos, manos libres,
etc. Se constata que la aparición del hombre coincide con la posición de pie, la
cual, liberando la mano y el rostro de la lucha o de la búsqueda de alimentos,
posibilita cierto desarrollo de la caja encefálica del cerebro. Eso permite el habla
y el uso autónomo de las manos. Lo que aparece a partir de las observaciones
hechas permite concluir que:
1. De todos los seres vivos, el hombre, al momento de su nacimiento, es el ser
más incapaz de velarse por sí mismo. «Está listo para todos los aprendizajes pero
preparado para nada; no puede sobrevivir», nos dice Leroi-Gourhan. Precisamen-
te esa indeterminación, esa disposición para todos los aprendizajes, es condición
de sus progresos ulteriores. En el hombre, la idea de instinto que se desarrollarían
por ellos mismos no corresponde a ninguna realidad. En el hijo del hombre no
hay memoria de la especie que el cuerpo pudiera almacenar y que lo guiaría con
seguridad. Toda la sobrevivencia del individuo descansa en la memoria del «gru-
po-cultura», que varía según los grupos humanos. Cada uno de ellos tiene una
«memoria de grupos» diferente, que le permite desenvolverse en su medio.
2. Dejado a sí mismo el hijo del hombre no sobrevive; no así las crías de mu-
chos animales que tienen comportamientos tipificados e instintos observables.
Esto hace que sea posible hablar de una «naturaleza» para el animal. Ciertos
niños que vivieron en aislamiento, fuera de todo grupo humano, manifiestan
la ausencia de sólidos «a priori de la especie», es decir, de instintos, de esquemas
adaptados específicos. Los famosos «niños lobo», que carecieron desde el princi-
pio de una inserción social humano, aparecen muy desvalidos. Cuando los en-
contraron a la edad de entre 12 y 20 años, aparecieron como animales desvalidos,
con mucha desventaja en relación con los animales con quienes vivieron. Así,
en el hombre, el estado de naturaleza no nos remite a una etapa rudimentaria
del Homo sapiens o del Homo faber. No. El hijo del hombre es «ausencia total de
determinaciones», de predeterminaciones, y es esa ausencia la que lo caracteriza.
Él es pura existencia abierta a toda suerte de posibilidades. Eso explica cómo él es
lobo con los lobos, cordero con los corderos, hombre con los hombres.
3. Lo que el análisis —análisis de las similitudes entre hombres diferen-
tes— llega a establecer como común entre los hombres, nos dice Leroi-Gour-
han, es una estructura de posibilidades. Y añade: «Esas posibilidades no pueden

100
Cfr. Leroi-Gourham, A. Le geste et la parole, la memoire et les rythmes. París: Albin Michel,
1965.

176
llegar al ser sin un contacto social, cualquiera que sea». Eso nos recuerda lo
dicho por Winnicott sobre el «área transicional», llamada también por el «área
de posibilidades». Antes del encuentro con el otro, con el grupo, el hombre no
es más que «virtualidad» que espera el mundo del otro para condensarse, reali-
zarse. Por lo tanto, hoy en día las observaciones nos llevan a constatar que, en el
mundo, existe un ser que no es, como la totalidad de los otros seres, un sistema
de «montajes», de «programas», sino que tiene que recibirlo todo y aprenderlo
todo. Ese ser es un ser en quien lo endógeno tiene, dice Malson, «la consistencia
de algo vaporoso».101
4. Estas consideraciones respaldan lo que nos ha dicho Winnicott a partir
de la observación del bebé y la relación con la madre. Lo hemos subrayado a
partir de él: no podemos pretender dar cuenta del sujeto únicamente por las cir-
cunstancias sociales o lingüísticas; sin embargo, a partir de esas circunstancias,
el sujeto es. Pero el sujeto es lo que inventa, crea. Es él el que levanta significa-
ciones. Pontalis102 subraya que si el asentamiento afectivo no está bien hecho
desde el principio, una gran carencia va a acompañar al adulto: «A aquel que
solo puede inscribir las palabras del otro en su carne (repetirlas) sin nunca lograr
inventarse a sí mismo, siempre le parecerá que uno juega con las palabras. Para
él toda moneda es falsa».
5. A fin de cuentas, tanto el psicoanálisis como la antropología física y la
filosofía nos recuerdan la importancia de las dependencias y del factor circuns-
tancia de uno. «No se podría —dice Winnicott, con mucho sentido común—
escribir la historia de un bebé en cuanto individuo refiriéndose únicamente
al bebé. Hay que escribirla teniendo también en cuenta sus circunstancias, su
entorno, que van como adelante de las necesidades del niño y que, a veces, no
logran conectar con esas necesidades».103 Según él, en esa conexión, bien o mal
hecha entre el niño, sus necesidades y su entorno, se juega la actitud del futuro
adulto frente a la vida, porque allí se ubica el área potencial, bien o mal asenta-
da. Allí se juega la posibilidad de que el sujeto, mañana, viva de manera crea-
tiva y sienta que la vida merece la pena de ser vivida o, al contrario, tendremos
individuos incapaces de vivir creativamente y que dudarán del valor de la vida.
Según lo que nos dicen, pues, esos autores actuales, mirar al sujeto es mirar
la capacidad creativa en el individuo. Eso coincide con lo que dice la filosofía,
como lo subrayaba Fichte: «El yo es porque se pone, y se pone porque es». «Poner-
se» y «ser» son una sola y misma cosa. Winnicott subraya la relación de ese «po-
nerse» con la experiencia inicial, con el fiarse inicial. En el ser humano, la variable

101
Cfr. Malson, L. Los niños selváticos. Madrid: Alianza, 1973.
102
Cfr. Pontalis, J. B. Op. cit., p. 98.
103
Winnicott, D. W. Op. cit., p. 99.

177
de «creer», «fiarse», está directamente relacionada con la cantidad y la calidad del
aporte acertado del entorno del bebé. Así se asienta el espacio potencial de cada
uno, espacio de posibilidades, proyección, creatividad. En el sujeto, ese espacio se
asienta en relación con y a partir del sentimiento de confianza del cual arranca el
bebé; confianza quiere decir que el bebé confía en la figura materna y en los ele-
mentos de su entorno. Esa confianza da testimonio de que la «fiabilidad», la «fe»,
está siendo introyectada.104 Esa introyección de confianza es lo que permite la
condensación «en sujeto» de esa nube de posibilidades que nos señalaba Malson.
Todas las consideraciones anteriores nos permiten concluir que si bien se
debe reconocer las dependencias del sujeto respecto a las estructuras y las condi-
ciones de su vida, al mismo tiempo es posible hablar de sujeto, libertad, creación.

4.8. Transición a la segunda parte: la propuesta de Karl Otto Apel


Hemos llegado al final de esta primera parte. Después de haber evocado las
tensiones de nuestro mundo actual, de las que surgen preguntas planteadas a
un filosofar hoy, quiero presentarles, a manera de transición, la propuesta de un
filósofo contemporáneo: Karl Otto Apel.

4.8.1. El fin de la filosofía y nuestra época de sofistas

Antes de presentar a Karl Otto Apel, hagamos algunas consideraciones para


redondear una serie de aspectos. Hemos visto cómo el dominio de la «razón ins-
trumental» sobre los espacios que hemos considerado —economía, política y su-
jeto—, ha llevado a hablar del «fin de la filosofía y fin del sujeto». Hablar de «fin
de la filosofía» significa que habríamos llegado al final de las posibilidades de
ese pensamiento que asume diferentes objetos y que al mismo tiempo se piensa
críticamente a sí mismo, piensa sus determinaciones y se preocupa por su funda-
mentación. Cuando últimamente cierta filosofía se tornó esencialmente estudio
del lenguaje, considerándolo como mero objeto, como juego de estructuras,
hemos visto que se llegó a prescindir del sujeto. Se pretendió estudiar el lengua-
je prescindiendo del proceso de significación, de su dimensión pragmática, es
decir, sin considerar la relación significante-significado dentro de los signos y las
situaciones concretas a los cuales remitía. La filosofía se volvió formalismo, así
como la economía se tornó en «modelos», y la política en «techné». El individuo,
con sus necesidades, acabó desapareciendo del horizonte del pensar y del actuar,

104
Ídem, p. 139.

178

También podría gustarte