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30 Cuentos
30 Cuentos
30 Cuentos
En la sabana africana nadie dudaba de que, el majestuoso león, era el rey de los animales.
Todas las especies le obedecían y se aseguraban de no faltarle nunca al respeto, pues si se
enfadaba, las consecuencias podían ser terribles.
Un día, el rey león cayó enfermo y fue atendido por su médico de confianza: un búho
sabiondo que siempre encontraba la terapia o el ungüento adecuado para cada mal. Después
de tomarle la temperatura y la tensión, decidió que lo que necesitaba el paciente era hacer
reposo durante al menos cuatro semanas. El león obedeció sin rechistar, pues la sapiencia
del búho era infinita y si él lo recomendaba, lo más acertado era acatar la orden para
recuperarse lo antes posible.
El problema fue que el león se aburría soberanamente. Debía permanecer encerrado en su
cueva todo el día, sin nada que hacer, sin poder pasear y sin compañía alguna, pues no tenía
pareja ni hijos. Para entretenerse un poco, se le ocurrió una idea. Llamó a su hermano, que
era su mano derecha en todos los asuntos reales, y le dijo:
– Hermano, quiero que hagas saber a todos mis súbditos, que cada tarde recibiré a un
animal de cada especie para charlar y pasar un rato agradable.
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– Me parece una decisión estupenda ¡Necesitas un poco de alegría y buena conversación!
– Sí… ¡Es que me aburro como una ostra! Escucha: es muy importante que dejes claro que
todo el que venga será respetado. Diles que no teman, que no les atacaré ¿De acuerdo?
– Descuida y confía en mí.
En cuestión de horas, todos los animales del territorio sabían que el rey les invitaba a su
cueva. Como era de esperar, la mayoría de ellos sintieron que era un honor ser sus
convidados por un día.
Se organizaron por turnos y un representante de cada especie acudió a visitar al león; la
primera fue una cebra, y a continuación un ñu, un puma, una gacela, un oso hormiguero,
una hiena, un hipopótamo… ¡Nadie quería perderse una oportunidad tan especial!
A los zorros les tocaba el último día y todavía no tenían muy claro quién iba a ser el
afortunado en acudir como representante de los demás. Se reunieron para pactar entre todos
la mejor opción, pero cuando estaban en ello, un joven y espabilado zorrito apareció
gritando:
– ¡Un momento, escuchadme todos! ¡No os precipitéis! Llevo unos días husmeando junto a
la cueva del león y he descubierto que el camino que lleva a la entrada está lleno de huellas
de diferentes animales.
Sus compañeros zorros se miraron estupefactos. El jefe del clan, le replicó:
– El rey ha estado recibiendo a animales de todas las especies ¡Lo lógico es que el sendero
de tierra esté cubierto de pisadas de patas!
El zorrito, sofocado, explicó:
– ¡Ese no es el dilema! Lo que me preocupa es que todas las huellas van en dirección a la
entrada, pero no hay ninguna en dirección opuesta ¡Eso significa que quien entró, nunca
salió! ¿Me entendéis? Sé que el león prometió no atacar a nadie, pero su palabra de rey no
sirve ¡Al fin y al cabo, es un león y se alimenta de otros animales!
Gracias al zorrito observador, los zorros se dieron cuenta del peligro y decidieron cancelar
la visita para no jugarse la vida. Hicieron bien, pues, aunque quizá el león les había
invitado con buenas intenciones, estaba claro que al final no había podido reprimir su
instinto salvaje, propio de un felino.
Los zorros, muy solidarios, fueron a avisar al resto de especies y todos entendieron la
situación. El león tuvo que pasar el resto de su convalecencia solo y los animales jamás
volvieron a acercarse a su real cueva.
Moraleja: Esta fábula nos enseña que no debemos de fiarnos de personas que prometen
cosas que quizá, no pueden cumplir
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Según cuenta una leyenda polaca, hace muchos siglos, en las tierras gobernadas por el
príncipe Krakus, empezaron a suceder hechos muy extraños que nadie lograba comprender.
Dice la historia que en sus dominios había una colina conocida como la colina de Wawel.
Un día, sin saber por qué, comenzaron a faltar personas que vivían en los pueblos
colindantes, gente que de repente un día se esfumaba y de la que nunca jamás se volvía a
saber nada. Por si esto fuera poco, los pastores empezaron a notar también que, cada vez
que hacían recuento de ovejas, en sus rebaños siempre faltaba alguna.
Los habitantes de la zona estaban desconcertados ¿Cómo era posible que personas y
animales desaparecieran como si se los hubiese tragado la tierra? Algo iba mal, pero nadie
tenía ni idea de cómo solucionar el misterio.
Un día, un muchacho que paseaba por la colina, descubrió una enorme cueva tapada por
unos matorrales. Asomó la cabeza y se quedó paralizado de miedo: allí dentro dormía un
dragón verde de piel brillante y tamaño descomunal. Tenía un aspecto que daba pavor y
cada vez que roncaba, las paredes de la cueva vibraban como si fueran de papel.
Temblando como un flan salió pitando de allí y bajó al pueblo más cercano para avisar a
todo el mundo. Después, fue al castillo para comunicárselo también al príncipe Krakus,
quien consciente de la terrible amenaza que suponía el
reptil alado, mandó a los soldados más valerosos de
su ejército a luchar contra él.
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lanzando bocanadas de fuego por su enorme boca. Los soldados salieron volando como
muñecos de trapo, envueltos en una especie de huracán caliente y con el culo un poco
chamuscado.
El príncipe Krakus, como último recurso, promulgó un bando real: quien consiguiera
vencer al monstruo, se casaría con lo que él más quería: su dulce hija Wanda.
Una noticia de tal magnitud no tardó en extenderse como la pólvora y llegó a oídos de un
joven y guapo zapatero. El muchacho, que era muy humilde pero inteligente como el que
más, decidió intentarlo y elaboró un plan infalible.
¿Quieres saber qué hizo?… Consiguió la piel de un borrego, la rellenó con azufre y
alquitrán, y por la noche, cuando el dragón dormía, la colocó en la entrada de la caverna.
En cuanto se despertó de su profundo sueño, el animal vio la falsa oveja, se relamió y la
devoró con ansia.
La comió tan rápido y con tantas ganas, que al terminar sintió mucha sed y bajó al río
Vístula a beber. El agua penetró a borbotones en su inmenso estómago, y al entrar en
contacto con el azufre y el alquitrán que se había zampado sin darse cuenta, la tripa le
explotó en mil pedazos.
El zapatero fue aclamado como un auténtico héroe y recibió todos los honores posibles,
aunque el mejor de todos los premios, fue casarse con la hermosa princesa Wanda. Dicen
que fueron muy, muy felices, durante toda la vida.
Hoy en día, en Polonia, existe una población en torno a la colina donde vivió, hace tantos
siglos, el peligroso dragón. Está considerada una de las ciudades más importantes y bellas
del país y se llama Cracovia, en honor a uno de los protagonistas de esta historia: el
príncipe Krakus.
Si algún día vas a visitarla, podrás comprobar cómo muchos de sus habitantes todavía
recuerdan esta preciosa leyenda que sus abuelos les contaron cuando eran niños y que va
pasando de generación en generación.
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Cuenta una antiquísima leyenda hindú que, hace cientos de años, los granos de
arroz eran mucho más grandes que los que conocemos hoy en día. Por aquel
entonces, su cultivo era fundamental para los habitantes de la India, pues debido a
su enorme tamaño, mucha gente podía alimentarse. Lo cierto es que casi nadie
pasaba hambre, ya que unos pocos granos en el plato, bastaban para llenar la tripa y
dejar saciado a cualquiera.
Los campesinos disfrutaban además de una gran ventaja ¿Sabes cuál? ¡Pues que no
hacía falta ir a recogerlos! Cuando los granos estaban maduros, pesaban tanto que
se caían solos de sus tallos y rodaban hasta los graneros que, muy hábilmente,
habían sido construidos cerca de las plantaciones para que el arroz entrara
fácilmente por la puerta.
Un año, la cosecha fue increíble. Las plantas de arroz crecieron fuertes y robustas y
los granos alcanzaron el tamaño más grande nunca visto. Todos pensaron que sus
graneros se habían quedado pequeños y que era una pena que, por no poder
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almacenarlo todo, una gran parte del cereal se pudriera. La única solución que se les
ocurrió fue ampliar sus graneros.
En uno de los graneros a medio hacer, estaba una mujer anciana sentada junto a la
entrada. Vio llegar un grano de arroz y, rabiosa, se acercó a él y le dio un pisotón al
tiempo que gritaba:
– ¡Maldita sea! ¡Todavía no están listos los graneros! ¿No podrías esperar un poco
más en la planta?
Desde ese día, los granos de arroz son pequeñitos y los campesinos se ven
obligados a levantarse cada mañana para realizar el duro trabajo de recolectar este
cereal en los humedales.
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Dice una antigua historia que hace
muchos, muchísimos años, vivió un
anciano que guardaba un gran
secreto. Sus días en este mundo
llegaban a su fin y, antes de partir,
decidió contárselo a un hombre bueno
y responsable en quien confiaba.
– Parece ser que se encuentra entre los miles de guijarros que abundan en la playa,
así que distinguirla es una labor muy complicada.
– Verás… Todas las piedras que están en la orilla del mar se sienten frías al tacto,
pues se pasan horas salpicadas por el agua. La piedra de toque es la única piedra
que notarás caliente al tocarla.
Al hombre le pareció casi imposible encontrar la piedra de toque, pero, aun así, se
propuso intentarlo. Desde entonces, cada mañana acudía a la playa y daba largos
paseos recorriendo la orilla. A cada paso se agachaba para coger una de tantas
piedras lisas y relucientes que bañaba el mar, la lanzaba lejos sobre las olas y
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probaba con otra. Todas estaban frías, muy frías. La suerte no parecía estar de su
parte.
Horas, días, semanas, meses, se pasó recogiendo guijarros sin éxito alguno. Al
principio, su obsesión era encontrar la piedra de toque como fuera, pero con el
tiempo, aprendió a tomárselo con más calma y a disfrutar de lo que tenía alrededor:
el azul y espumoso mar, el aire fresco que bajaba de la montaña, el relajante sonido
del oleaje, Incluso se acostumbró a quitarse las sandalias para poder sentir la caricia
de la arena tibia bajo sus pies.
El paseo por la playa para buscar la piedra de toque pasó a ser, sin darse cuenta, el
momento que más gozaba del día. Tanto, que llegó a olvidar la razón principal por
la que acudía puntualmente a la playa. En realidad, estaba más pendiente de la
hermosa salida del sol o de la forma que ese día tenían las nubes, que de encontrar
la famosa piedra.
Así que cuando un día cogió una que estaba caliente, ni se enteró. Por la fuerza de
la costumbre la agarró y, con la mirada perdida en el horizonte, la lanzó lo más
lejos que la fuerza de su brazo le permitió. Mientras volaba sobre el mar, se dio
cuenta de que era la valiosa piedra de toque, pero ya era demasiado tarde ¡su única
oportunidad de hacerse rico se había esfumado!
En vez de disgustarse, sonrió. Comprendió que había cometido ese error porque,
después de tanto tiempo de búsqueda, habían cambiado sus prioridades. Ahora,
salía cada mañana a disfrutar de la naturaleza, de la playa, del mar. Se había dejado
llevar por la belleza que le rodeaba y la ambición había quedado a un lado.
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Hace muchísimos años, en China, un leñador
perdió su hacha. Cuando se dio cuenta, se
llevó las manos a la cabeza y se puso a
gritar:
– ¡Vaya, ¡cuánto lo siento! Sé lo importante que era para ti y para tu trabajo. Espero
de corazón que la encuentres pronto, amigo mío.
– ¿Habrá sido él quien me robó el hacha?… Me pareció que hoy tenía una mirada
extraña, como la de los ladrones cuando quieren ocultar algo. Pensándolo bien,
también su forma de hablar era distinta y parecía más nervioso que de costumbre.
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El leñador, dándole vueltas al asunto, comenzó a andar por los alrededores de su
casa sin darse cuenta de que se adentraba de nuevo en el bosque. Iba tan
ensimismado que no era consciente de hacia dónde le llevaban sus pies. La sombra
de la sospecha era cada vez mayor porque todo parecía encajar.
– Yo diría que hasta le temblaban las manos y las escondía en los bolsillos para que
yo no lo notara. Sí, algo me dice que mi vecino es culpable de algo… ¡Creo que fue
él quien me robó el hacha!
Su corazón palpitaba a mil por hora, el enfado empezaba a reconcomerle por dentro
y sentía que tenía que vengarse de alguna manera ¡Ese tipo era un ladrón y debía
pagar por ello!
Mientras estos oscuros pensamientos invadían su cerebro, algo sucedió: tropezó con
un objeto duro que se interpuso en su camino, perdió el equilibrio y se cayó de
bruces.
Muy dolorido y con unos cuantos moratones se incorporó a duras penas. Miró al
suelo y se dio cuenta de que no era una piedra, sino un palo de madera que
sobresalía entre la hierba.
– ¿Pero ¿qué es esto?… ¡Oh, no puede ser, qué buena suerte! ¡Es mi hacha!… ¡He
tropezado con mi hacha!
– ¡Vaya, ¡qué malpensado soy! ¡Mi vecino es inocente! Ayer pasé por aquí cargado
de leña y debió caerse del carrito en un descuido.
Moraleja: Esta pequeña fábula nos enseña que a veces la desconfianza nos hace
sospechar sin motivo de otras personas y ver cosas negativas donde no las hay.
Antes de acusar a alguien de algo, hay que estar completamente seguro.
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En un pueblo de Centroamérica
existe una vieja leyenda que cuenta
que hace muchísimos años, los
perros se sentían muy tristes. Según
esta historia, los cachorritos, desde que
nacían, se comportaban de manera
bondadosa con los humanos, les ofrecían
su compañía sin pedir nada a cambio y
siempre trataban de ayudar en las tareas
del campo hasta que la vejez se lo
impedía.
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Redactaron una carta para entregársela al dios y el perro más anciano la firmó en
nombre de todos. Después, se hizo una votación. Salió elegido un perro negro de
cuerpo musculoso y famoso por tener muy buen olfato para llevar a cabo la
importante misión: recorrer cientos, quizá miles de kilómetros, hasta encontrar al
dios Tláloc y entregarle el mensaje.
En las patas era imposible porque necesitaba las cuatro para caminar día y noche;
tampoco podía ser en el hocico, ya que el papel llegaría húmedo y además tendría
que soltarlo cada vez que quisiera comer o beber ¡El riesgo de perderlo o de que se
lo llevara el viento era muy alto!
Al final, todos se convencieron de que lo mejor sería que guardara la carta bajo la
cola, sin duda el lugar más seguro. El perro aceptó y se despidió de sus amigos con
tres ladridos y una sonrisa.
Desgraciadamente, han pasado muchos años desde ese día y el pobre perro aún no
ha regresado. Se cree que el dios vive tan lejos que todavía sigue caminando sin
descanso por todo el mundo, decidido a llegar a su destino.
Después de tanto tiempo, sucede que los demás perros ya no se acuerdan muy
bien de su cara ni del aspecto que tenía; por eso, cuando un perro se cruza con otro
al que no conoce, le huele la cola para comprobar si esconde la vieja carta y se trata
del valeroso perro negro de cuerpo musculoso y buen olfato que un buen día partió
en busca del dios Tláloc para pedirle ayuda.
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Había una vez cuatro animales que eran muy
amigos. No pertenecían a la misma especie, por lo
que formaban un grupo muy peculiar. Desde que
amanecía, iban juntos a todas partes y se lo pasaban
genial jugando o manteniendo interesantes
conversaciones sobre la vida en el bosque. Eran
muy distintos entre sí, pero eso no resultaba un
problema para ellos.
Como veis, no podían ser más diferentes unos de otros, y eso, en el fondo, era genial, porque cada
uno aportaba sus conocimientos al grupo para ayudarse si era necesario.
En cierta ocasión, la pequeña tortuga se despistó y cayó en la trampa de un cazador. Sus patitas se
quedaron enganchadas en una red de la que no podía escapar. Empezó a gritar y sus tres amigos, que
estaban descansando junto al río, la escucharon. El ciervo, que era el que tenía el oído más fino, se
alarmó y les dijo:
– ¡Chicos, es nuestra querida amiga la tortuga! Ha tenido que pasarle algo grave porque su voz
suena desesperada ¡Vamos en su ayuda!
Pero justo en ese momento, apareció entre los árboles el cazador. El cuervo les apremió:
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El roedor les contó lo que había pensado y el cuervo y el ciervo estuvieron de acuerdo. Los tres
rescatadores respiraron muy hondo y se lanzaron al rescate de urgencia, en plan “uno para todos,
todos para uno”, como si fueran los famosos mosqueteros.
¡El cazador estaba a punto de coger a la tortuga! Corriendo, el ciervo se acercó a él y cuando estuvo
a unos metros, fingió un desmayo, dejándose caer de golpe en el suelo. Al oír el ruido, el hombre
giró la cabeza y se frotó las manos:
Lógicamente, en cuanto vio al ciervo, se olvidó de la tortuguita. Cogió el arma, preparó unas
cuerdas, y se acercó deprisa hasta donde el animal yacía tumbado como si estuviera muerto. Se
agachó sobre él y, de repente, el cuervo saltó sobre su cabeza. De nada le sirvió el sombrero que
llevaba puesto, porque el pájaro se lo arrancó y empezó a tirarle de los pelos y a picotearle con
fuerza las orejas. El cazador empezó a gritar y a dar manotazos al aire para librarse del feroz ataque
aéreo.
Mientras tanto, el ratón había conseguido llegar hasta la trampa. Con sus potentes dientes
delanteros, royó la red hasta hacerla polvillo y liberó a la delicada tortuga.
El ciervo seguía tirado en el suelo con un ojito medio abierto, y cuando vio que el ratón le hacía una
señal de victoria, se levantó de un salto, dio un silbido y echó a correr. El cuervo, que seguía
atareado incordiando al cazador, también captó el aviso y salió volando hasta perderse entre los
árboles.
El cazador cayó de rodillas y reparó en que el ciervo y el cuervo se habían esfumado en un abrir y
cerrar de ojos. Enfadadísimo, regresó a donde estaba la trampa.
– ¡Maldita sea! ¡Ese estúpido pajarraco me ha dejado la cabeza como un colador y por si fuera poco,
el ciervo se ha escapado! ¡Menos mal que al menos he atrapado una tortuga! Iré a por ella y me
largaré de aquí cuanto antes.
¡Pero qué equivocado estaba! Cuando llegó al lugar de la trampa, no había ni tortuga ni nada que se
le pareciera. Enojado consigo mismo, dio una patada a una piedra y gritó:
– ¡Esto me pasa por ser codicioso! Debí conformarme con la presa que tenía segura, pero no supe
contenerme y la desprecié por ir a cazar otra más grande ¡Ay, qué tonto he sido!…
El cazador ya no pudo hacer nada más que coger su arma y regresar por donde había venido. Por allí
ya no quedaba ningún animal y mucho menos los cuatro protagonistas de esta historia, que a salvo
en un lugar seguro, se abrazaban como los cuatro buenísimos amigos que eran.
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Había un niño muy goloso que siempre estaba deseando comer dulces. Su madre
guardaba un recipiente repleto de caramelos en lo alto de una estantería de la cocina
y de vez en cuando le daba uno, pero los dosificaba porque sabía que no eran muy
saludables para sus dientes.
El muchacho se moría de ganas de hacerse con el recipiente, así que un día que su
mamá no estaba en casa, arrimó una silla a la pared y se subió a ella para intentar
alcanzarlo. Se puso de puntillas y manteniendo el equilibrio sobre los dedos de los
pies, cogió el tarro de cristal que tanto ansiaba.
– ¡Oh, no puede ser! ¡Mi mano se ha quedado atrapada dentro del tarro de los
dulces!
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Hizo tanta fuerza hacia afuera que la mano se le puso roja como un tomate. Nada,
era imposible. Probó a girarla hacia la derecha y hacia la izquierda, pero tampoco
resultó. Sacudió el tarro con cuidado para no romperlo, pero la manita seguía sin
querer salir de allí. Por último, intentó sujetarlo entre las piernas para inmovilizarlo
y tirar del brazo, pero ni con esas.
Un amigo que paseaba cerca de la casa, escuchó los llantos del chiquillo a través de
la ventana. Como la puerta estaba abierta, entró sin ser invitado. Le encontró
pataleando de rabia y fuera de control.
– ¡Mira qué desgracia! ¡No puedo sacar la mano del tarro de los caramelos y yo me
los quiero comer todos!
El amigo sonrió y tuvo muy claro qué decirle en ese momento de frustración.
Moraleja: A veces nos empeñamos en tener más de lo necesario y eso nos trae
problemas. Hay que ser sensato y moderado en todos los aspectos de la vida.
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Muy lejos de aquí, en lo alto de una
escarpada montaña de la cordillera de
los Andes, vivía un águila que se
pasaba el día oteando el horizonte en
busca de alguna presa.
Una aburrida mañana, con sus
potentes ojos oscuros, distinguió un
ratón que correteaba nervioso sobre la
tierra seca. Batió fuertemente las alas,
emprendió el vuelo y se plantó junto a
él antes de que el animalillo pudiera
reaccionar.
– ¡Hola, ratón! ¿Puedo saber qué estás
haciendo? ¡No paras de moverte de
aquí para allá!
El roedor se asustó muchísimo al ver el gigantesco cuerpo del águila frente a él, pero
simuló estar tranquilo para aparentar que no sentía ni pizca de miedo.
– No hago nada malo. Solo estoy buscando comida para mis hijitos.
En realidad, al águila le importaba muy poco la vida del ratón. El saludo no fue por
educación ni por interés personal, sino para ganarse su confianza y poder atraparlo
con facilidad ¡Hacía calor y no tenía ganas de hacer demasiados esfuerzos!
Como ya lo tenía a su alcance, le dijo sin rodeos:
– Pues lo siento por ti, pero tengo mucha hambre y voy a comerte ahora mismo.
El ratoncito sintió que un desagradable calambre recorría su cuerpo. Tenía que
escapar como fuera, pero sus posibilidades eran mínimas porque el águila era mucho
más grande y fuerte que él. Solo le quedaba un recurso para intentar salvar su vida:
el ingenio.
Armándose de valor, sacó pecho y levantó la voz.
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– ¡Escúchame con atención, te propongo un trato! Tú no me comes, pero a cambio te
doy a mis ocho hijos.
El águila se quedó pensativa unos segundos ¡La oferta parecía bastante ventajosa
para ella!
– ¿A tus hijos?… ¿Y dices que son ocho?
– ¡Sí, ocho son! Yo que tú no me lo pensaba demasiado, porque claramente sales
ganando ¿No te parece?
Al águila le pudo la gula y sobre todo, la codicia.
– Está bien… ¡Acepto, acepto! ¡Llévame hasta tus crías inmediatamente! Además,
hace horas que no pruebo bocado y si no como algo, voy a desmayarme.
El ratón, sudando a chorros, pero tratando de conservar la calma, comenzó a caminar
seguido por el águila, que iba pisándole los talones y no le quitaba ojo. Al llegar a
una cuevita del tamaño de un puño, le dijo:
– Eres demasiado grande para entrar en mi casa. Aguarda aquí afuera, que ahora
mismo te traigo a mis pequeños.
– De acuerdo, pero más te vale que no tardes.
El ratón metió la cabeza en el oscuro agujero y desapareció bajo tierra. Pasaron unos
minutos y el águila empezó a inquietarse porque el ratón no regresaba.
– ¡Vamos, maldito roedor! ¡Date prisa, que no tengo todo el día!
El águila permaneció quieta frente a la topera casi una hora y harta de esperar,
comprendió que el ratón se había burlado de ella. Acercó el ojo al orificio y gracias a
su buena vista distinguió un profundo túnel que se comunicaba con un montón de
galerías kilométricas, cada una en una dirección.
– ¡Este ratón ha huido con sus crías por uno de los pasadizos! ¡Se ha burlado de mí!
Enfadada consigo misma y avergonzada por no haber sido más lista, se lamentó:
– ¡Eso me pasa por avariciosa! ¡Tenía que haberme comido al ratón!
Así fue cómo el astuto ratoncito logró salvar su vida y llevarse bien lejos a su
querida familia, mientras que el águila tuvo que regresar a la cima de la montaña con
el estómago vacío.
Moraleja: Esta fabulilla nos enseña que a veces el ansia por tener más de lo que
necesitamos hace que al final nos quedemos sin nada. Recuerda siempre lo que dice
el viejo refrán: “Más vale pájaro en mano que ciento volando”
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Un fiero y arrogante león estaba, en cierta ocasión, devorando una deliciosa presa que
acababa de cazar. Tenía tanta hambre que sin darse cuenta metió demasiada
carne en la boca y se atragantó con un hueso. Empezó a saltar, a dar
vueltas, a toser… Era imposible: el hueso estaba encajado
en su garganta y no podía quitárselo de ninguna manera.
Incluso probó a meter su propia zarpa dentro de la boca,
pero sólo consiguió hacerse heridas con las uñas y se le
irritó el paladar.
– Yo podría librarte de ese hueso que te causa tanta angustia porque tengo un pico muy
largo, pero hay un problema y es que… ¡Tengo miedo de que me comas!
– ¡Te ruego que me ayudes! ¡Prometo no hacerte daño! Soy un animal salvaje y temido por
todos, pero siempre cumplo lo que digo. ¡Palabra de rey!
La cigüeña no podía ocultar su nerviosismo. ¿Sería seguro fiarse del león…? No lo tenía
nada claro y se quedó pensativa decidiendo qué hacer. El felino, mientras, gemía y lloraba
como un bebé. La cigüeña, que tenía buen corazón, al final cedió.
– ¡Está bien! Confiaré en ti. Túmbate boca arriba y abre la boca todo lo que puedas.
El león se acostó mirando al cielo y la cigüeña colocó un palo sujetando sus enormes
mandíbulas para que no pudiese cerrarlas.
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– Y ahora, no te muevas. Esta operación es muy delicada y, si no sale bien, puede ser peor el
remedio que la enfermedad.
Obedeciendo la orden, el león se quedó muy quieto y el ave metió el pico largo y fino en su
garganta. Le costó un rato, pero, afortunadamente, consiguió localizar el hueso y lo extrajo
con mucha maña. Después, retiró el palo que mantenía la boca abierta y a toda velocidad,
por si acaso, voló lejos a refugiarse en su nido.
Pasados unos días, la cigüeña volvió a los dominios del león y le encontró muy concentrado
devorando otro gran pedazo de carne. Se posó cuidadosamente sobre una rama alta y llamó
la atención del león.
– Te diré una cosa… El otro día ni siquiera me disté las gracias por el favor que te hice. No
es por nada, pero creo que además de tu reconocimiento, me merezco un premio. ¿No te
parece?
– ¿Un premio? ¡Deberías estar contenta porque te perdoné la vida! ¡Eso sí que es un buen
premio para ti!
El león, después de soltar estas palabras con un tono bastante descortés, siguió a lo
suyo, ignorando a la noble cigüeña que le había salvado la vida. El ave, como es lógico, se
enfadó muchísimo por el desprecio con que el león pagaba su desinteresada ayuda.
– ¿Ah, ¿sí? ¿Eso crees? Eres un desagradecido y el tiempo me dará la razón. Quizá algún
día, quién sabe cuándo, vuelva a sucederte lo mismo y te aseguro que no vendré a ayudarte.
Entonces valorarás todo lo que hice por ti.
¡Recuerda lo que te digo, león ingrato!
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Un anciano y un niño iban juntos viajando con su burrito por los polvorientos
caminos de la India. Sucedió que, tras varias horas andando sin parar, llegaron a un
pequeño pueblo. Al pasar por la plazoleta del mercado, dos jóvenes que estaban
sentados al fresco, comenzaron a reírse y a gritar para que todo el mundo les
escuchara.
– ¡Ja, ja, ja! ¿Cómo es posible que ese viejo y ese chaval sean tan idiotas? Vienen de
muy lejos caminando y tirando del burro en vez de subirse en él.
– ¡Niño! ¿No te da pena el abuelo? ¡Deja que se monte en el burro, que ya es muy
mayor y no está para muchos esfuerzos!
– ¡Pero qué ven mis ojos! ¿No le da vergüenza ir sentado en el burro cómodamente,
mientras el pobre niño tiene que ir andando?
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Continuaron su trayecto despacito, pues el anciano tenía cierta cojera y le crujían
algunos huesos. Pasaron por un puente de piedra que salvaba un río de aguas
agitadas. Un grupo de personas venía en dirección contraria, cargando
pesados sacos de cereal. Al pasar por su lado, unos y otros empezaron a cuchichear.
Un hombre de mediana edad no pudo evitarlo y se giró para reprenderles.
– ¡Jamás había visto nada semejante! El niño tan ricamente subido en el burro y el
anciano tirando de la cuerda ¡Qué desagradecida es la gente joven con sus mayores!
¡Deberías tener un poco más de respeto, chaval!
– ¡No me lo puedo creer! ¡Eh, fijaos en esos dos! ¡Con lo que pesan, van a matar al
burro! ¿No os parece injusto tratar así a un animal?
¡Los pobres ya no sabían qué hacer! Hartos de tanta burla, pararon unos minutos a
deliberar y finalmente, optaron por cargar al burro a sus espaldas. Imaginaos la
escena: un viejecito y un niño, sujetando como podían a un pollino que les triplicaba
en tamaño y pesaba más de cien kilos. Con mucho esfuerzo y envueltos en sudor,
consiguieron llegar a la siguiente población que encontraron a su paso. Sólo
pensaban en comer y beber algo, tan agotados que estaban.
Pero una vez más, al pasar por delante de la taberna, oyeron risotadas y una voz que
resonaba por encima de las demás.
– ¡Ja, ja, ja! ¡Desde luego, hay que ser tontos! ¡Esos dos tienen un burro y en vez de
subirse en él, son ellos quienes van cargados como si fueran animales de carga!
¡Desde luego ese asno ha nacido con suerte!
Se formó tal alboroto en torno a ellos, que el pobre burro se asustó y echó a correr
hasta que desapareció para siempre. El abuelo y el niño se sentaron en el suelo
desconsolados. Comprendieron que había sido un gran error intentar quedar bien con
todos: fueron juzgados injustamente y encima, su fiel burrito de había escapado.
Moraleja: Esta preciosa fábula nos enseña que en la vida, es imposible agradar a
todo el mundo. Hagas lo que hagas, siempre estarás expuesto a ser criticado por
unos y otros. Piensa y reflexiona siempre sobre las cosas y, después, haz lo que te
dicten el corazón y el pensamiento. Siempre, siempre, siempre, sé tú mismo.
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Cuenta la historia que en una
pequeña ciudad vivía un zapatero
que siempre se sentía feliz. Dentro de
casa tenía un humilde taller donde
trabajaba sin descanso remendando
zapatos y poniendo suelas a las botas
de sus clientes. Era una labor dura
pero él nunca se quejaba. Todo lo
contrario, cantaba a todas horas de lo
contento que estaba.
– Venía a hacerle una pregunta. Veo que usted se pasa el día cantando, por lo que
imagino que será un hombre muy feliz y afortunado. Dígame… ¿Cuánto dinero
gana al día?
– Vaya, pues quisiera ayudarle para que viva usted un poco mejor. Tenga, aquí
tiene una bolsa con cien monedas de oro. Espero que con esto sea suficiente.
El zapatero abrió los ojos como platos ¡Era muchísimo dinero! Pensó que estaba
soñando o que se trataba de un milagro. Después de darle las gracias al generoso y
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acaudalado vecino, levantó una baldosa que había debajo de su cama y escondió la
bolsa en el agujero. Volvió a taparlo y se acostó.
Pero el zapatero no podía dormir. No hacía más que pensar que ahora era rico y
tenía que estar alerta por si alguien entraba en su hogar para robarle las monedas.
Esa noche y a partir de esa, todas las noches, daba vueltas y vueltas en la cama, con
un ojo medio abierto vigilando la puerta y poniéndose nervioso en cuanto oía un
ruidito ¡La tensión le resultaba insoportable! Como no dormía casi nada, se
levantaba tan cansado que no le apetecía ni cantar. Dejó de ser el hombre alegre que
trabajaba cada día con ilusión.
– ¿Cómo? ¿Me está diciendo que no quiere el dinero que le regalé? – contestó
sorprendido el millonario.
– ¡Así es, señor, ya no lo quiero! Yo era un hombre pobre pero vivía tranquilo. Me
levantaba cada jornada con ganas de trabajar y cantaba porque me sentía satisfecho
y feliz con mi vida. Desde que tengo todo ese dinero, vivo obsesionado con que me
lo van a robar, no duermo por las noches, no disfruto de mi trabajo y ya no me
quedan fuerzas. Prefiero vivir en
paz a tener tantas riquezas.
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En cierta ocasión, una garza y una zorra se hicieron amigas. Se llevaban tan bien
que la zorra decidió invitar a su nueva compañera de aventuras a comer.
– ¿Te gustaría almorzar conmigo mañana? Prepararé algo rico para ti.
Pero la pobre garza comenzó a picar y apenas podía coger algún granito de maíz.
Mientras la zorra lamía la piedra con la lengua, a ella le resultaba imposible probar
26
la leche azucarada con el largo y afilado pico. Al final, resultó que la zorra comió
hasta hartarse y ella se quedó muerta de hambre.
El ave, que era muy inteligente, se dio cuenta de que la zorra había querido burlarse
de ella y decidió pagarle con la misma moneda. Una vez terminada la comida, se
despidió sin perder en ningún momento la educación ni la compostura.
– Tengo para ti una miel deliciosa, porque sé de buena tinta que a los zorros os
gusta mucho.
Se sentó a la mesa y la garza apareció con una miel espesa y dorada como ninguna
¡Qué buena pinta tenía!
Pero había un problema… La garza la había metido en una botella de cuello muy
largo y la zorra no podía introducir la pata en ella para comer. En cambio, la garza
metió su fino pico y saboreó con placer el delicioso oro líquido que contenía.
La zorra nada pudo hacer pues se había convertido, como suele decirse, en el
burlador burlado. Se había creído muy astuta pero tuvo que aguantar la humillación
de que otro animal, lo fuera más que ella. Avergonzada, regresó a su casa con la
tripa vacía.
27
Hace cientos de años existió un rey que gobernaba
un enorme imperio. Durante años había ganado
muchas batallas y, fueron tantas sus victorias,
que logró conquistar muchos territorios que
ahora estaban bajo su mandato.
Había sido un día de mucho calor y después de cabalgar durante largo rato, tuvo
mucha sed. No llevaba ni gota de agua y por allí no se veía ningún manantial de
agua fresca.
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De repente, algo le llamó la atención. De una roca medio escondida, brotaban
lentamente unas gotitas de agua que bajaban de la montaña. Bajó de su caballo y
cogió un cuenco que llevaba en su bolsa de armas. Tardó mucho en llenar el
recipiente, pero cuando tuvo suficiente agua para dar un trago, se lo acercó a la
boca.
En ese momento, su querido halcón saltó sobre el tazón y con el pico, se lo quitó de
las manos. El rey contempló impotente cómo el agua se derramaba y era absorbida
por la tierra seca bajo sus pies. Enfurecido amenazó al halcón, que se había posado
en una roca donde el rey no podía alcanzarle.
El soberano dio un salto hacia atrás y corrió en busca de su caballo para alejarse de
allí. No había conseguido beber, pero ni siquiera se lamentaba de su sed. Sólo
pensaba en su amigo el halcón, que había visto la serpiente venenosa junto a él e
intentó avisarle como pudo para que se alejara de la roca. Le había salvado la vida y
él le había pagado con la muerte. Le invadió la tristeza y un gran sentimiento de
culpabilidad.
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Hace muchos años vivía en la India un rico comerciante de telas. Vendía unos tejidos tan suaves y
primorosos que eran reclamados por las damas más importantes del país y, por tanto, se veía obligado
a viajar a menudo.
Su hogar era grande y seguro, pero el hombre estaba un poco preocupado. Se rumoreaba que
últimamente había ladrones merodeando por el vecindario y se sentía intranquilo ¿Y si entraban a
robarle durante su ausencia? Antes de partir, se acercó a casa de su mejor amigo para pedirle un gran
favor.
– Amigo, como sabes, tengo que irme y temo que los ladrones asalten mi casa y roben mi caja de
monedas de oro ¡Son todos los ahorros que tengo! Vengo a pedirte que la guardes tú porque eres la
persona en quien más confío.
– ¡Por supuesto! Vete tranquilo que yo la mantendré a buen recaudo hasta que vuelvas.
El comerciante se fue de viaje hizo sus negocios y una semana después regresó al pueblo. Lo primero
que hizo fue pasarse por casa de su amigo.
– ¡Bienvenido! Me alegro de verte pero… me temo que tengo malas noticias para ti – dijo con tono
– Pues la verdad es que no… Guardé las monedas que me diste dentro de un cofre cerrado con llave,
pero vinieron las ratas, lo agujerearon… ¡y se comieron el oro!
Evidentemente, el comerciante no creyó semejante estupidez y supo que le estaba engañando para
quedarse con su dinero. Puso cara de pena y fingió que se había tragado el cuento.
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– Oh, no… ¡Qué horror! – dijo llorando y tapándose la cara – ¡Esto es mi ruina! Toda una vida
trabajando para nada… Pero no te preocupes, sé que la culpa no es tuya sino de esas malditas ratas.
El amigo escuchaba sus lamentos en silencio y con cara de circunstancias. El comerciante continuó
hablando.
– En fin… ¡Ya veré cómo consigo salir de esta desgracia!… A pesar de todo, quiero agradecerte el
favor que me has hecho y mañana voy a preparar un rico asado. Me gustaría invitarte a comer ¿Te
parece bien a la una?
El amigo aceptó encantado y, con una sonrisilla maliciosa, se despidió pensando que ahora el rico era
él ¡La jugada había sido perfecta!
Pero el comerciante, que de tonto no tenía un pelo, no tomó el camino a su casa sino que a
escondidas, entró en el establo del estafador y se llevó su caballo. Al llegar a su casa, lo ocultó,
dispuesto a darle una buena lección.
– Bienvenido a mi casa ¡La comida ya está lista! Pero… ¿Qué te sucede? Pareces muy disgustado…
– Sí, así es. Anoche alguien entró en el establo y robó mi caballo. Era un corcel de pura raza, el mejor
que había en toda la comarca ¡Su valor es incalculable!
– ¿La lechuza?…
– ¡Sí, la lechuza! – Repitió tratando de resultar creíble –Anoche me asomé a la ventana y con mis
propios ojos, vi una lechuza que volaba cerca de las nubes, transportando un caballo entre sus patas.
– ¡Bobadas! ¿Cómo una pequeña lechuza va a sujetar un enorme caballo? ¡Eso es imposible!
– No… ¡Sí que es posible! Si las ratas comen oro ¿Por qué te resulta extraño que las lechuzas puedan
sujetar caballos en el aire?
El amigo captó la indirecta. Se dio cuenta de que el comerciante había pillado la mentira de las ratas y
pretendía avergonzarle. Colorado como un tomate, lo confesó todo y prometió devolverle las
monedas. El comerciante, que era un hombre bueno y noble, le perdonó y le sirvió un plato de jugosa
carne y un vaso de vino. Después, fue al establo a por el caballo de su amigo y cada uno se quedó con
lo que era suyo.
Moraleja: si tratas de engañar a alguien, es posible que al final te engañen a ti. Nunca hagas a los
demás lo que no te gusta que te hagan.
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En cierta ocasión, un león se paseaba por sus dominios en busca de algo para comer. Era un
león grande y fiero que imponía mucho respeto al resto de los animales, pues por algo era
el rey de la sabana.
Siempre que aparecía por sorpresa, los pájaros comenzaban a trinar como locos
porque era el modo que tenían de avisar a todos los demás de que se avecinaba el
peligro. En cuanto sonaba la voz de alarma, los antílopes se alejaban dando grandes
zancadas en busca de un sitio seguro, las cebras aprovechaban las rayas de su
cuerpo para camuflarse entre ramas secas, y hasta los pesados hipopótamos salían
zumbando en busca de un río donde meterse hasta que el agua les cubriera a la
altura de los ojos.
Ese día, como era habitual, los animales se esfumaron en cuanto llegó a sus oídos
que el león andaba por allí. Bueno, casi todos, porque algunos ni se enteraron, como
le sucedió a una liebre que dormía profundamente sobre la hojarasca. Hacía calor y
el sueño le había vencido de tal manera que no escuchó los gritos de los pajaritos.
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El león rápidamente la vio y se relamió pensando que era una presa muy fácil. ¡No se
movía y la tenía a su total disposición! Emitió un pequeño rugido de satisfacción y, justo
cuando iba a abalanzarse sobre ella, vio a lo lejos un ciervo que, por lo visto, también se
había despistado porque estaba un poco sordo.
El león se quedó quieto, sin moverse. El ciervo estaba distraído mordisqueando las hojas de
un arbusto y tenía que tomar una rápida decisión.
– ¿Qué hago? ¿Me como esta liebre que tengo delante o me arriesgo y voy a por ese
ciervo? La liebre no tiene escapatoria posible, pero es muy pequeña. El ciervo, en cambio,
es grande y su carne deliciosa… ¡Está decidido! ¡Me la juego!
Salió corriendo a la máxima velocidad que le permitieron sus robustas patas para perseguir
a la presa más grande. Pero el ciervo, que divisó al felino con el rabillo del ojo, reaccionó a
tiempo y huyó despavorido.
La carrera de león fue inútil; sólo consiguió levantar una polvareda de tierra a su paso que
le produjo un picor enorme en los ojos y una tos que casi le destroza la garganta.
– ¡Maldita sea! ¡Ese ciervo ha conseguido escapar! Me he quedado sin cena especial… En
fin, iré a por la liebre, que menos es nada.
El león regresó sobre sus pasos en busca de la presa más pequeña. Suponía que seguiría
allí, plácidamente dormida, pero el animal ya no estaba. Por lo visto, un ratoncito de campo
la había despertado para avisarla de que, si no se daba prisa, el león se la zamparía en un
abrir y cerrar de ojos.
– ¡La liebre también ha desaparecido! ¡Está visto que hoy no es mi día de suerte!
– ¡En realidad, me lo merezco! Tenía una presa segura en mis manos y por ir a por otra
mejor, la dejé ir. Al final, me he quedado sin nada ¡Pero qué tonto he sido!
Y así fue cómo el león no tuvo más remedio que continuar buscando comida, porque a esas
alturas tenía tanta hambre que las tripas le sonaban como si tuviera una orquesta dentro de
la barriga.
Moraleja: Como dice el refrán, más vale pájaro en mano que ciento volando. Esto
significa que, a menudo, es mejor conformarse con lo que uno tiene, aunque sea poco, que
arriesgarse por algo que a lo mejor no podemos conseguir.
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Hace tiempo vivía en la India un
chico que creía que lo sabía todo.
Durante años había dedicado
muchas horas al estudio y la
lectura. Gracias a ello, sus
conocimientos sobre los temas
más diversos eran enormes.
Llegó a saber tanto que se le
subió a la cabeza y se convirtió
en un joven arrogante que
presumía de ser un erudito
delante de todo el mundo.
Mientras el barquero remaba, una bandada de pájaros sobrevoló el río. El joven, hizo un
comentario a viva voz.
– ¡Qué interesante es el mundo animal! En concreto, me resulta fascinante todo lo que tiene
que ver con las aves ¿Ha estudiado usted algo acerca de ellas?
– Vaya… Pues siento decirle que ha perdido usted la cuarta parte de su vida porque no hay
nada más importante que el estudio.
Al cabo de un rato, pasaron junto a unas preciosas plantas acuáticas que se mecían en la
superficie del río. El muchacho volvió a hablar, muy interesado en iniciar una
conversación.
– Me apasiona la botánica y todo lo que tenga que ver con el mundo vegetal. Lo sé todo
sobre árboles, flores y plantas ¿Sabe algo sobre este tema?
– ¡Qué pena! Ha perdido usted la mitad de su vida. Si se hubiera interesado un poco por
aprender, ahora tendría una visión más amplia del mundo.
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La barca seguía avanzando rumbo a la otra orilla. El agua era cristalina y, de vez en
cuando, se veía algún pececito surcando el fondo de arena y piedras.
– Usted está todo el día deslizándose por las aguas ¿Ha aprendido muchas cosas sobre sus
características y su composición? ¡Me imagino que sabrá mucho sobre ríos y mares!
– Nunca he estudiado sobre eso ni sobre ninguna otra cosa. Me limito a transportar viajeros
de un lado a otro para ganarme la vida. Así de simple es la cosa, señor.
– ¡Qué decepción! Usted no sabe nada de nada sobre lo que le rodea. Siento decirle que ha
perdido las tres cuartas partes de su vida. Cuando sea un anciano, se dará cuenta de que no
ha sabido aprovechar el tiempo.
Faltaban unos metros para finalizar el trayecto cuando una fuerte corriente de agua hizo
virar la barca y la lanzó contra una roca. Se oyó un golpe seco en la línea de flotación y la
madera se abrió en dos. Empezó a entrar agua por todas partes y, en pocos segundos, el
casco de la pequeña embarcación se inundó a gran velocidad. El barquero comenzó a gritar.
– ¡Rápido, rápido, señor! ¡Esto se hunde! Tenemos que tirarnos al agua y llegar a nado a la
otra orilla.
El muchacho llegó a tierra casi inconsciente y tardó unos minutos en volver en sí. Cuando
por fin se recuperó del susto, ambos se miraron. Fue el barquero quien habló esta vez.
– Según me dijo antes, yo he perdido tres cuartas partes de mi vida por no estudiar, pero si
no fuera por mí, hoy habría perdido usted la vida entera.
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Había una vez dos amigos llamados Pedro y
Ramón que se querían muchísimo. Desde
pequeños iban juntos a todas partes. Les
encantaba salir a pescar, jugar al escondite y
observar a los insectos. Cuando empezaban
a sentir hambre, se sentaban un rato en
cualquier sitio y entre risas compartían su
merienda. Pedro solía comer pan con
chocolate y le daba la mitad a Ramón. A
cambio, él le daba galletas y zumo de
naranja. Estaban muy compenetrados y entre
ellos jamás se peleaban.
– ¡Pedro! ¿Qué haces aquí a estas horas de la noche? ¿Te pasa algo?
Pedro iba a responder, pero su amigo Ramón estaba tan agitado que siguió
hablando.
– ¿Han entrado a tu casa a robar en plena noche? ¿Te has puesto enfermo y
necesitas que te lleve al médico? ¿Le ha pasado algo a tu familia? …¡Dímelo, por
favor, que me estoy poniendo muy nervioso y ya sabes que puedes contar conmigo
para lo que sea!
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Su amigo Pedro le miró fijamente a los ojos y tranquilizándole, le dijo:
– ¡Oh, amigo, no es nada de eso! Estaba durmiendo y soñé que hoy estabas triste y
preocupado por algo. Sentí que tenía que venir para comprobar que sólo era un
sueño y que en realidad te encuentras bien. Dime… ¿Cómo estás?
– Muchas gracias, amigo. Gracias por preocuparte por mí. Me siento feliz y nada
me preocupa. Ven aquí y dame un abrazo.
Ramón estaba emocionado. Su amigo había ido en plena noche a su casa sólo para
asegurarse de que se encontraba bien y ofrecerle ayuda por si la necesitaba. No
había duda de que la amistad que tenían era de verdad. Tanta emoción les quitó el
sueño, así que se prepararon un buen chocolate caliente y disfrutaron de una de sus
animadas conversaciones hasta el amanecer.
Moraleja: los amigos verdaderos son aquellos que se cuidan mutuamente y están
pendientes uno del otro en los buenos y malos momentos
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Había una vez una hermosa princesa que vivía en un enorme
y lujoso palacio. Podemos pensar que lo tenía todo, pero
no… La princesa vivía encerrada porque sus padres, los
reyes, ni siquiera le permitían salir a jugar al jardín. La
niña se sentía triste y sólo tenía como compañía un
hermoso jazmín. A esta delicada flor le contaba
sus penas y sus anhelos más
íntimos.
– ¡Ay, amigo jazmín…!
Siempre estoy aburrida entre
estas cuatro paredes. En
cambio, la hija del carbonero
corretea por el jardín persiguiendo
mariposas y sintiendo la hierba fresca bajo
sus pies descalzos ¡Cuánto me gustaría salir a
correr y jugar al aire libre!
La flor, que era mágica, sintió pena por la niña y quiso
que cumpliera su deseo.
– Sal si quieres, querida princesa. Para que no lo
descubran, yo guardaré tu voz mientras no estás.
La niña se puso muy contenta y salió de palacio
esquivando a los centinelas de la puerta. Nadie
se dio cuenta de que había salido.
La reina pasó un rato después por su
habitación y llamó a la puerta.
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– Sí, mamá, sigo leyendo, no te preocupes.
Pero la reina, extrañada de que su hija estuviera tan enfrascada en la lectura, decidió entrar
sin pedir permiso. Allí no había nadie.
– Pero hija… ¿Dónde estás? ¡No te veo!
– Estoy aquí, mamá – dijo el jazmín desde su maceta.
La reina oía la voz pero no veía a su hija. Asustada, llamó al rey, quien a su vez llamó a los
guardias.
– Querido, tú mismo comprobarás cómo en esta habitación se oye la voz de nuestra hija
pero no hay ni rastro de ella – dijo la reina, consternada.
El rey hizo la prueba.
– Hija… ¿Estás aquí? ¿Dónde te escondes? Sal para que podamos verte.
– Estoy aquí, papá – contestó el jazmín con la voz de la niña.
La reina estaba mirando a la flor y se dio cuenta de que era ella quien hablaba.
– ¡Oh, no puede ser! – musitó espantada, llevándose las manos a la boca – ¡Esta flor está
embrujada! ¡Ese jazmín habla como si fuera nuestra hija!
El rey, atónito, arrancó la flor de la tierra y se la entregó a un soldado.
– ¡Echen al fuego ahora mismo este jazmín! ¡Quiero que arda en la chimenea hasta que
sólo queden cenizas!
Justo en ese momento la princesita apareció por la puerta suplicando.
– ¡Por favor, no lo hagas! Ese jazmín es la única compañía que tengo en mis días de
soledad. Tan sólo quería ayudarme para que yo pudiera salir un rato a jugar.
El rey no dio su brazo a torcer. No iba a permitir que su querida niña tuviera una flor
encantada ¡A saber qué hechizos o maldiciones podía hacer!
– ¡Ni hablar! ¡Eso ni lo sueñes! ¡Esa maldita flor va a desaparecer de mi vista ahora
mismo!
La princesa hizo un rápido movimiento y le quitó el jazmín a un soldado larguirucho que
lo sostenía pasmado mientras esperaba nueva orden. Abrió la boca y se la tragó.
A partir de ese momento, la flor vivió dentro de ella para siempre y cuenta la leyenda que
todo el que se acercaba a la princesa, notaba un delicado aroma a jazmín perfumando su
boca.
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Érase una vez un campesino famoso en el lugar por ser un chico muy listo y
ocurrente. Tan espabilado era que un día consiguió burlar a un diablo ¿Quieres
conocer la historia?
Cuentan por ahí que un día, mientras estaba labrando la tierra, el joven campesino
se encontró a un diablillo sentado encima de unas brasas.
– ¿Qué haces ahí? ¿Acaso estás descansando sobre el fuego? – le preguntó con
curiosidad.
– ¿Un tesoro? – El campesino abrió los ojos como platos – Entonces es mío, porque
esta tierra me pertenece y, todo lo que hay aquí, es de mi propiedad.
El pequeño demonio se quedó pasmado ante la soltura que tenía ese jovenzuelo ¡No
se dejaba asustar ni siquiera por un diablo! Como sabía que en el fondo el chico
tenía razón, le propuso un acuerdo.
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– Tuyo será el tesoro, pero con la condición de que me des la mitad de tu cosecha
durante dos años. Donde vivo no existen ni las hortalizas ni las verduras y la verdad
es que estoy deseando darme un buen atracón de ellas porque me encantan.
El joven, que a inteligente no le ganaba nadie, aceptó el trato pero puso una
condición.
– Me parece bien, pero para que luego no haya peleas, tú te quedarás con lo que
crezca de la tierra hacia arriba y yo con lo que crezca de la tierra hacia abajo.
– ¡Ay, no, no puedo darte nada! Quedamos en que te llevarías lo que creciera de la
tierra hacia arriba y este año sólo he plantado remolachas, que como tú mismo estás
viendo, nacen y crecen hacia abajo, en el interior de la tierra.
– ¡Está bien! – gruñó – La próxima vez será al revés: serás tú quien se quede con lo
que brote sobre la tierra y yo con lo que crezca hacia abajo.
– Esta vez he plantado trigo, así que todo será para mí – dijo el muchacho – Como
ves, el trigo crece sobre la tierra, hacia arriba, así que lárgate porque no pienso darte
nada de nada.
El diablo entró en cólera y pataleó el suelo echando espuma por la boca, pero tuvo
que cumplir su palabra porque un trato es un trato y jamás se puede romper. Se fue
de allí maldiciendo y el campesino listo, muerto de risa, fue a buscar su tesoro.
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Cuenta la fábula que, hace muchos años, vivía una zorra que un día se sintió
muy agobiada. Se había pasado horas y horas de aquí para allá, intentando
cazar algo para poder comer. Desgraciadamente, la jornada no se le había
dado demasiado bien. Por mucho que vigiló tras los árboles, merodeó por el
campo y escuchó con atención cada ruido que surgía de entre la hierba, no
logró olfatear ninguna presa que llevarse a la boca.
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dando un gran brinco. Cogió impulso y, apretando las mandíbulas, saltó
estirando su cuerpo lo más que pudo.
No hubo suerte ¡Tenía que concentrarse para dar un salto mucho mayor! Se
agachó y tensó sus músculos al máximo para volver a intentarlo con más
ímpetu, pero fue imposible llegar hasta él. La zorra empezaba a enfadarse
¡Esas uvas maduras tenían que ser suyas!
Por mucho que saltó, de ninguna manera consiguió engancharlas con sus
patas ¡Su rabia era enorme! Frustrada, llegó un momento en que comprendió
que nada podía hacer. Se trataba de una misión imposible y por allí no había
nadie que pudiera echarle una mano. La única opción, era rendirse. Su pelaje
se había llenado de polvo y ramitas de tanto caerse al suelo, así que se
sacudió bien y se dijo a sí misma:
– ¡Bah! ¡Me da igual! Total… ¿Para qué quiero esas uvas? Seguro que están
verdes y duras como piedras! ¡Que se las coma otro!
Y así fue como la orgullosa zorra, con el cuello muy alto y creyéndose muy
digna, se alejó en busca de otro lugar donde encontrar alimentos y agua para
saciar su sed.
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Había
una vez una liebre que corría libre y
feliz por el campo. Cuando menos
se lo esperaba, un águila comenzó a
perseguirla sin piedad. El pobre
animal echó a correr pero sobre su
cabeza sentía la amenazante
sombra del enorme pájaro,
que planeaba cada vez más cerca
de ella.
El negro escarabajo era pequeño pero muy valiente. Esperó a que el águila estuviera
cerca del suelo y se enfrentó al ave sin miramientos.
Llegó el día en que por fin tuvo la ocasión de hacer pagar al águila por su crueldad.
Esperó a que se ausentara, fue al nido que tenía en lo alto de un alcornoque e hizo
rodar sus huevos para que se rompieran contra el suelo. Y así una y otra vez: en
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cuanto el águila ponía sus huevos, el escarabajo repetía la misma operación sin que
el ave pudiera hacer nada por evitarlo.
Al águila, que se sentía impotente, se le ocurrió recurrir al dios Zeus para suplicarle
ayuda ¡Ya no sabía qué hacer para poner sus huevos a salvo del escarabajo!
– Yo te ayudaré. Dame los huevos y colócalos sobre mi regazo. Con mis fuertes
brazos yo los sujetaré y nada tendrás que temer. En unos días, de estos huevos
saldrán tus preciosos polluelos y podrás regresar a buscarlos.
El águila hizo lo que el dios le propuso. Colocó uno a uno los cinco huevos sobre
los brazos de Zeus y respiró con tranquilidad, confiando en que esta vez, todo
saldría bien. Pero el escarabajo, que también la había seguido hasta ese
lugar, rápido encontró la forma de hacerlos caer de nuevo.
Fue a un campo cercano y fabricó una bolita de estiércol. La agarró entre sus patitas
y echó a volar. Aunque le costó mucho esfuerzo, consiguió ascender muy alto y
cuando estuvo muy cerca de Zeus, le lanzó la bola a la cara. Al dios le dio tanto
asco que sin darse cuenta giró la cabeza y levantó los brazos, soltando los huevos
que sujetaba.
– Está bien… Reconozco que me porté fatal… – musitó – Debí perdonar la vida a
la liebre y me arrepiento de haberte tratado a ti con desprecio.
Moraleja: jamás hay que despreciar a alguien porque parezca pequeño o débil. La
inteligencia no tiene nada que ver con el tamaño o la fuerza.
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Había una vez un aguador que vivía en la India. Su trabajo consistía en recoger
agua para después venderla y ganar unas monedas. No tenía burro de carga, así
que la única manera que tenía para transportarla era en dos vasijas colocadas una
a cada extremo de un largo palo que colocaba sobre sus hombros.
– ¡El aguador tiene que estar muy orgulloso de mí! – presumía ante su
compañera.
El aguador, que era bueno y sensible, miró con cariño a la apenada vasija y le
habló serenamente.
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– ¿Te has fijado en las flores que hay por la senda que recorremos cada día?
– ¡Ahí las tienes! Son una preciosidad ¿verdad? Quiero que sepas que esas
hermosas flores están ahí gracias a ti.
– ¿A mí, señor?…
La vasija le miró con incredulidad. No entendía nada y sólo sentía pena por su
dueño y por ella misma.
– Sí… ¡Fíjate bien! Las flores sólo están a tu lado del camino. Siempre he
sabido que no eras perfecta y que el agua se escurría por tus grietas, así que
planté semillas por debajo de donde tú pasabas cada día para que las fueras
regando durante el trayecto. Aunque no te hayas dado cuenta, todo este tiempo
has hecho un trabajo maravilloso y has conseguido crear mucha belleza a tu
alrededor.
La vasija se sintió muy bien contemplando lo florido y lleno de color que estaba
todo bajo sus pies ¡Y lo había conseguido ella solita!
47
Había una vez un hombre que vivía en un pueblecito del interior
de la India. Toda su vida se había dedicado a trabajar
duramente para poder sobrevivir. Jamás se había permitido lujo
alguno y todo lo que ganaba lo destinaba a mantener su casa y comprar unos
pocos alimentos.
Sólo había algo que deseaba con todas sus fuerzas: ver el mar. Desde pequeño se
preguntaba si sería tan espectacular como algunos ancianos, que en otro tiempo
habían sido pescadores, le habían contado. Le fascinaba escuchar sus historias,
plagadas de anécdotas sobre enormes peces y tremendos oleajes que derribaban
barcos de una sola embestida. Sí… Ver el mar era su único deseo antes de morir.
Durante años, guardó cada semana una moneda con el fin de ahorrar y algún día
poder emprender ese deseado viaje que le llevaría a la costa.
Una mañana, por fin, el hombre sintió que ya había trabajado bastante y que el
gran momento de cumplir su sueño había llegado. Cogió la oxidada cajita de
metal donde puntualmente guardaba el poco dinero que le sobraba y contó unas
decenas de rupias ¡Tenía ahorros suficientes para poder permitirse ser un viajero
libre como el viento durante una semana!
48
– ¡Oh, qué hermoso es! Mucho más grande y azul de lo que me había
imaginado….
Se quitó las sandalias y sintió la fina arena bajo sus pies. Muy despacio, caminó
hasta la orilla dejando que la brisa del atardecer bañara su cara. Después, en
silencio, contempló las olas, escuchó su increíble sonido y, entonces, se agachó
para probar el agua. Juntó sus manos, dejó que se inundaran y bebió un poco. De
repente, su cara reflejó un inesperado gesto de desagrado; frunció los labios e
inmediatamente, escupió el líquido de su boca. Un poco abatido, suspiró:
Moraleja: A veces nos ilusionamos tanto con algo que queremos tener que lo
imaginamos perfecto y más grandioso de lo que es en realidad; por eso, cuando
por fin lo conseguimos, siempre hay algo que nos decepciona. No pasa nada si
las cosas no son o no suceden exactamente tal y como deseamos. Lo mejor es
ser positivos y ver siempre la parte buena de todo lo que nos ofrece la vida.
49
Érase una vez un buen hombre que se ocupaba de las labores del campo. Toda su vida
se había dedicado a labrar la tierra para obtener alimentos con los que sostener a su
numerosa familia.
Era mayor y tenía varios hijos a los que sacar adelante. Todos eran buenos chicos,
pero cada uno tenía un carácter tan distinto que se pasaban el día peleándose entre
ellos por las cosas más absurdas. En casa siempre se escuchaban broncas, gritos y
portazos.
El labrador estaba desesperado. Ya no sabía qué hacer para que sus hijos se llevaran
bien, como debe ser entre hermanos que se quieren. Una tarde, se sentó junto a la
chimenea del comedor y, al calor del fuego, se puso a meditar. Esos chicos
necesitaban una lección que les hiciera entender que las cosas debían cambiar.
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– Os he mandado llamar porque necesito que salgáis fuera y recojáis cada uno un palo
delgado, de esos que hay tirados por el campo.
– ¿Un palo? … Papá ¿estás bien? ¿Para qué quieres que traigamos un palo? –dijo uno
de ellos tan sorprendido como todos los demás.
El padre cogió todos los palitos y los juntó con una fina cuerda. Levantó la vista y les
propuso una prueba.
– Quiero ver quién de todos vosotros es capaz de romper estos palos juntos. Probad a
ver qué sucede.
Uno a uno, los chicos fueron agarrando el haz de palitos y con todas sus fuerzas
intentaron partirlos, pero ninguno lo consiguió. Estaban desconcertados. Entonces, el
padre desató la cuerda que los unía.
Como era de esperar, fue fácil para ellos romper una simple ramita. Sin quitar el ojo a
su padre, esperaron a escuchar qué era lo que tenía que decirles y qué explicación
tenía todo aquello.
– Hijos míos, espero que con esto haya podido trasmitiros un mensaje claro sobre
cómo han de comportarse los hermanos. Si no permanecéis juntos, será fácil que os
hagan daño. En cambio, si estáis unidos y ponéis de vuestra parte para apoyaros los
unos a los otros, nada podrá separaros y nadie podrá venceros ¿Comprendéis?
Los hermanos se quedaron con la boca abierta y se hizo tal silencio que hasta se podía
oír el zumbido de las moscas. Su padre acababa de darles una gran lección de
fraternidad con un sencillo ejemplo. Todos asintieron con la cabeza y muy
emocionados, se abrazaron y prometieron cuidarse por siempre jamás.
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Había una vez un campesino que se pasaba el día cuidando sus tierras. En ellas
crecían muchos productos de la huerta y decenas de árboles frutales. Con mucho
esmero cultivaba hortalizas con las que después elaboraba deliciosos guisos y
sopas. En cuanto a los árboles, le proporcionaban ricas manzanas, naranjas
jugosas y otras frutas maduradas al sol.
Arrinconado, en una esquina de la finca, había un arbolito que nunca daba frutos.
Era pequeño y ni siquiera en primavera nacía de él una sola flor. Era un árbol tan
feo que la mayoría de los animales le ignoraban, pues sólo tenían ojos para los
frondosos y floridos árboles que abundaban por allí. Parecía que su única misión en
la vida era servir de refugio a los gorriones y a una familia de cigarras de esas que
no paran cantar a todas horas.
– ¡Ahora mismo voy a acabar con ese árbol! No me sirve para nada, afea mi finca y
sólo está ahí para incordiar.
– ¡Y a mí qué me importa! Es un
árbol horrible e inútil.
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Sin atender a las súplicas de los pajaritos, asestó su primer hachazo. El árbol se
tambaleó un poco y el ruido despertó a las cigarras que se escondían en la corteza
del tronco. Un poco mareadas, se encararon con el campesino.
– ¿Quién me habla?
Atizó otro golpe al árbol y todos los animalillos tuvieron que aferrarse a él con
fuerza para no rodar al suelo ¡Todo parecía perdido! Cuando dio el tercer golpe, el
hacha impactó en una rama donde había un panal. Sin querer lo rozó y abrió en él
una fina grieta. Gotitas de miel comenzaron a caer sobre su cara y resbalaron por
sus labios.
¡Qué rica estaba! ¡Quién le iba a decir que escondido entre las ramas había un panal
de rica miel! Tiró la herramienta y saboreó el néctar de oro hasta el empacho. No,
pensándolo mejor, no podía talarlo. Miró a los animales, y les dijo:
– ¡Está bien! ¡Este árbol se queda aquí! A partir de ahora, lo mimaré para que las
abejas vivan a gusto y fabriquen miel para mí.
Moraleja: hay que hacer el bien y ser justos con los que nos rodean por amor, por
lealtad y por humanidad. Es muy egoísta hacerlo, como el protagonista de la
fábula, sólo porque podemos obtener un beneficio.
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Vivía en Madrid un hombre al que todos
consideraban un zoquete, pero que era
inmensamente rico. Su casa era un palacete
rodeado de jardines en el centro de la
capital. Cualquiera que llegaba a esa
mansión, con sólo echarle un vistazo a la
fachada, imaginaba que alguien
muy importante y distinguido vivía allí.
Un día, un amigo le visitó. Recorrió todas las estancias y con cierta extrañeza, le
hizo un comentario que le descolocó.
– ¡Tienes una casa impresionante! Se nota que has mandado traer magníficos
objetos y las mejores antigüedades de los más recónditos lugares del mundo, pero
no he visto ni un solo libro en toda la casa… ¿Cómo es posible que no tengas una
buena colección? – dijo enarcando las cejas con gesto de sorpresa – Los libros son
los mejores maestros que existen, pues resuelven todas las dudas, abren la mente a
nuevas ideas y nos acompañan toda la vida.
– Bueno… Todavía estás a tiempo. Tienes espacio de sobra para construir una
librería y llenarla de libros interesantes.
– ¡Sí, eso haré! Ahora mismo mando llamar al mejor ebanista de la ciudad para que
haga una librería de madera pulida a lo largo de toda la pared del salón principal.
Después, me ocuparé de comprar por lo menos doce mil libros que abarquen todos
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los temas, desde las ciencias a la astronomía, pasando por el arte, la cocina y los
viajes ¡Que no se diga que no soy un hombre culto!
Pasaron los días y los enormes estantes estuvieron perfectamente terminados ¡Ya
sólo le faltaba colocar en ellos los libros!
– Uf, qué pereza tener que ir a comprar tanto libro… – pensó el dueño de la casa –
¿No será mejor poner libros falsos? En realidad, van a quedar igual de bien y
adornarán estupendamente el salón.
– ¡Sí, eso haré! Avisaré al pintor que suele trabajar para mí y le diré que coja tacos
de madera de diferentes tamaños, que los recubra con piel y luego escriba uno a
uno, con letras doradas, el título de los libros más importantes de la literatura
antigua y moderna ¡Parecerán tan reales que nadie notará la diferencia!
Tan satisfecho se sentía, que una y otra vez hacía un repaso de todos los tomos,
hasta el punto que se aprendió todos los títulos de memoria.
– ¡Fantástico! Conozco todos los libros que tengo en la librería. Ahora no soy
solamente un hombre rico, sino un hombre sabio.
Y aquí termina la historia de este hombre, rico pero memo, al que en realidad,
aprender le daba lo mismo. No fue más sabio por saberse los títulos, sino más
ignorante por despreciar todo lo que en ellos se aprende.
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Hace mucho tiempo, un día de
primavera, iban dos hombres
paseando juntos mientras
charlaban de las cosas del día a
día. Se llevaban muy bien y a
ambos les gustaba la compañía
del otro.
-¡Eh, mira eso! ¡Es una bolsa de piel! Alguien ha debido de perderla ¿Qué habrá
dentro? ¡Venga, vamos a comprobarlo!
Aceleraron el paso y cogieron la bolsa con cuidado. Estaba atada fuertemente con
una cuerda, pero eran dos tipos hábiles y la desenrollaron en menos que canta un
gallo. Cuando vieron su contenido, no se lo podían creer.
– ¿Hemos?… ¿Qué quieres decir con que hemos tenido suerte? Perdona, pero soy
yo quien ha visto la bolsa, así que todo este dinero es mío y sólo mío.
Manuel se quedó abatido. Se suponía que eran amigos y le pareció fatal una actitud
tan egoísta. Aun así, decidió acatar su decisión y dejar que todo fuera para él.
Retomaron el camino sin dirigirse la palabra, Juan con una sonrisa de oreja a oreja
y Manuel, como es lógico, muy disgustado.
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Apenas habían pasado quince minutos cuando, a lo lejos, vieron que cinco
hombres con muy mala pinta se acercaban a ellos montados a caballo. Antes de que
pudieran reaccionar, los tenían a su lado a punto de robarles todo aquello de valor
que llevaban encima. El jefe de la banda se percató de que Juan escondía un saco en
su mano derecha.
Los ladrones ignoraron a Manuel porque no llevaba nada encima ¡Sólo les
interesaba el saco de monedas de Juan! Manuel aprovechó para alejarse
sigilosamente del grupo, pero para Juan no había escapatoria posible. Los cinco
bandidos le tenían completamente acorralado. Con el rabillo del ojo vio
cómo Manuel se largaba de allí y le dijo:
– ¿Qué quieres decir con que estamos perdidos? Me dejaste muy claro que el tesoro
era tuyo y solamente tuyo, así que ahora apáñatelas como puedas con estos
ladrones, porque yo me voy.
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Érase una vez un joven pastor llamado Pedro que se pasaba el día con sus ovejas.
Cada mañana muy temprano las sacaba al aire libre para que pastaran y corretearan
por el campo. Mientras los animales disfrutaban a sus anchas, Pedro se sentaba en
una roca y las vigilaba muy atento para que ninguna se extraviara.
Un día, justo antes del atardecer, estaba muy aburrido y se le ocurrió una idea para
divertirse un poco: gastarle una broma a sus vecinos. Subió a una pequeña colina
que estaba a unos metros de donde se encontraba el ganado y comenzó a gritar:
– ¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo, ayuda por favor!
Al día siguiente, Pedro regresó con sus ovejas al campo. Empezó a aburrirse sin
nada que hacer más que mirar la hierba y las nubes ¡Qué largos se le hacían los
días! … Decidió que sería divertido repetir la broma de la otra tarde.
Pedro gritaba tanto que su voz se oía en todo el valle. Un grupo de hombres se
reunió en la plaza del pueblo y se organizó rápidamente para acudir en ayuda del
joven. Todos juntos se pusieron en marcha y enseguida vieron al pastor, pero el
lobo no estaba por ninguna parte. Al acercarse, sorprendieron al joven riéndose a
mandíbula batiente.
– ¡Ja ja ja! ¡Me parto de risa! ¡Os he vuelto a engañar, pardillos! ¡ja ja ja!
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El verano llegaba a su fin y Pedro seguía, día tras día, acompañando a sus ovejas al
campo. Las jornadas pasaban lentas y necesitaba entretenerse con algo que no fuera
oír balidos.
Una tarde, entre bostezo y bostezo, escuchó un gruñido detrás de los árboles. Se
frotó los ojos y vio un sigiloso lobo que se acercaba a sus animales. Asustadísimo,
salió pitando hacia lo alto de la colina y comenzó a chillar como un loco:
Como siempre, los aldeanos escucharon los alaridos de Pedro, pero creyendo que se
trataba de otra mentira del chico, siguieron con sus faenas y no le hicieron ni caso.
Pedro seguía gritando desesperado, pero nadie acudió en su ayuda. El lobo se
comió a tres de sus ovejas sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.
Y así fue cómo el joven pastor se dio cuenta del error que había cometido
burlándose de sus vecinos. Aprendió la lección y nunca más volvió a mentir ni a
tomarle el pelo a nadie.
Moraleja: no digas mentiras, porque el día que cuentes la verdad, nadie te creerá
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En África, hace
cientos de años, los
cocodrilos tenían la piel
suave y de color oro. Cuenta
la leyenda que uno de esos
cocodrilos, que vivía en Namibia,
durante el día solía permanecer
oculto en el lago en que había
nacido, disfrutando del frescor que
le proporcionaba el agua.
Y así fue como cada mañana, el vanidoso cocodrilo empezó a salir de las
aguas embarradas y a dejarse ver ante los ojos atónitos de los animales
que hacían un corro en torno a él para admirarle.
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– ¡Qué maravilla de piel! – comentaban unos.
Pero algo terrible sucedió… El calor del sol era tan intenso en África que,
a medida que pasaron los días, fue secando la increíble piel del cocodrilo
y ésta dejó de relucir. Su brillo se apagó y el color dorado se fue
transformando en una armadura seca cubierta de escamas duras y oscuras
¡El cocodrilo había perdido toda su belleza! Entre los animales ya sólo se
escuchaban críticas.
– ¡Pero qué feo se ha vuelto el cocodrilo! ¡Su hermosa piel es ahora una
coraza rugosa y gris!
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