La Perla Numero 1
La Perla Numero 1
                             ebookelo.com	-	Página	2
                          Anónimo
             La	Perla	número	1
Colección	de	lecturas	sicalípticas,	sarcásticas	y	voluptuosas
                       LA	PERLA	-	01
                           ePub	r1.6
                         Titivillus	29.01.18
                    ebookelo.com	-	Página	3
Título	original:	The	Pearl
Anónimo,	1879
Traducción:	Ediciones	POLEN
Ilustraciones:	Lothar	Fischer
Diseño	de	cubierta:	Titivillus
                                 ebookelo.com	-	Página	4
           UNA	EXCUSA	POR	NUESTRO	NOMBRE
Tras	decidir	publicar	esta	revista,	el	editor	se	devanó	los	sesos	buscando	un	nombre
adecuado	para	bautizar	la	publicación.	Los	amigos	en	general	son	bastante	inútiles	en
una	emergencia	de	este	tipo;	me	sugirieron	todo	tipo	de	nombres	imposibles,	de	los
cuales	 entresaco	 los	 siguientes	 como	 ejemplo:	 «Hechos	 y	 Fantasías»,	 «Las
Calentorras»,	«El	Círculo	circular»,	«Las	Maldiciones	mensuales»,	«Para	el	diablo	y
los	 placeres»	 y	 «El	 fantasma	 del	 castillo».	 Los	 dos	 primeros	 ejercieron	 una	 gran
atención	 sobre	 mí,	 pero	 al	 final,	 nuestras	 propias	 ideas	 dieron	 con	 el	 modesto	 y
pequeño	de	«La	Perla»,	como	el	más	adecuado,	especialmente	en	la	confianza	de	que
cuando	 caiga	 bajo	 las	 narices	 de	 los	 cerdos	 morales	 e	 hipócritas	 de	 este	 mundo	 no
puedan	aplastarla	con	sus	patas	y	quieran	matar	al	editor,	sino	más	bien	les	deseo	que,
gracias	 al	 nombre	 y	 sigilosamente,	 varios	 de	 ellos	 se	 vuelvan	 suscriptores	 de	 la
revista.
    A	gente	tan	dispuesta	a	enseñar	sus	lacras	al	mundo,	para	animarles	les	digo	que
con	tal	de	que	guarden	las	apariencias	yendo	a	la	iglesia	a	menudo,	dando	limosnas
para	obras	de	caridad	y	siempre	apareciendo	como	profundamente	interesados	en	la
filantropía	 moral,	 se	 asegurarán	 un	 carácter	 altamente	 respetable	 y	 muy	 moral,	 y
además,	si	son	lo	bastante	inteligentes	como	para	nunca	ser	descubiertos,	podrán	«sub
rosa»	estudiar	y	gozar	de	la	filosofía	de	la	vida,	hasta	el	final	de	sus	días,	y	ganarán
un	 epitafio	 santo	 y	 glorioso	 sobre	 su	 tumba,	 cuando	 por	 fin	 el	 diablo	 se	 los	 joda	 a
todos.
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 Thomas	Rowlandson
ebookelo.com	-	Página	6
    BAJO	LAS	SOMBRAS	O	LA	DIVERSIÓN	ENTRE
                 LAS	BOBAS
El	alegre	mes	de	mayo	siempre	ha	sido	famoso	por	la	propicia	influencia	que	ejerce
sobre	los	voluptuosos	sentidos	del	sexo	bello.	Os	contaré	dos	o	tres	incidentes	que	me
pasaron	 en	 mayo	 de	 1878,	 cuando	 fui	 a	 visitar	 a	 mis	 primas	 de	 Sussex,	 o	 como
familiarmente	 las	 llamo,	 las	 bobas,	 por	 la	 diversión	 que	 en	 diversos	 momentos
siempre	me	proporcionaron.
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    —No,	estoy	segura	de	que	nunca	piensa	en	mujeres,	salvo	en	sus	hermanas	—fue
la	respuesta.
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    Me	 fue	 imposible	 mantenerla	 sentada	 en	 el	 banco	 más	 tiempo,	 pero	 mientras
caminábamos,	murmurando,	díjome:
    —Mañana	 por	 la	 mañana	 podríamos	 salir	 a	 dar	 un	 paseo	 antes	 de	 la	 comida.
Frank	suele	dormir,	y	mis	hermanas	se	ocupan	de	la	casa	esta	semana.	La	próxima	me
tocará	a	mí	hacer	las	tartas	y	pasteles.
    Le	di	otro	achuchón	y	un	beso	y	le	respondí:
    —¡Qué	maravilla	de	paseo	será,	qué	chica	tan	encantadora	y	comprensible	eres,
Annie!
    —Te	advierto	que	espero	que	te	comportes	mejor	mañana;	menos	besos	o	no	te
llevaré	a	dar	otro	paseo.	Ya	hemos	llegado.
La	mañana	siguiente	era	cálida	y	preciosa.	Tan	pronto	como	terminamos	el	desayuno
iniciamos	la	marcha,	después	de	que	su	padre	nos	recordara	que	no	olvidásemos	estar
de	vuelta	para	la	comida.	Gradualmente	fui	llevando	a	mi	prima	hacia	el	tema	que	me
interesaba,	 hasta	 que	 la	 conversación	 se	 volvió	 tan	 extremadamente	 cálida	 que	 su
sangre	 encendida	 le	 subió	 al	 rostro	 en	 oleadas	 encarnadas	 que	 denotaban	 su
vergüenza.
    —Vaya	hombre	tan	grosero	que	te	has	vuelto,	Walter,	desde	que	estuviste	aquí	la
última	 vez.	 No	 puedo	 evitar	 el	 sonrojarme	 dada	 la	 forma	 en	 que	 hablas	 —exclamó
por	fin.
    —Annie,	 querida	 mía,	 ¿qué	 puede	 ser	 más	 agradable	 que	 hablar	 de	 diversiones
con	 las	 chicas	 bonitas,	 de	 la	 belleza	 de	 sus	 piernas	 y	 de	 sus	 senos,	 de	 todo	 lo	 que
forma	parte	de	ellas?	¡Cómo	me	gustaría	verte	las	pantorrillas,	en	especial	después	de
las	ojeadas	que	les	he	echado	a	tus	tobillos!
    Y	tras	decir	esto	la	arrastré	bajo	un	árbol	umbroso,	cerca	de	la	cancela	que	daba	a
la	pradera,	y	por	la	fuerza	arrojé	a	la	chica,	que	medio	se	resistía,	sobre	la	hierba	y
sentándome	al	lado	la	besé	apasionadamente,	mientras	le	susurraba:
    —¡Oh,	Annie!	No	vale	la	pena	vivir	si	nos	negamos	la	dulzura	del	amor.
    Nuestros	 labios	 se	 encontraron	 furiosamente	 en	 un	 ardiente	 abrazo,	 pero	 de
pronto,	soltándose	y	bajando	la	vista,	y	llena	totalmente	de	vergüenza,	me	espetó:
    —¿Qué	quieres?	¿Qué	quieres	decir	con	todo	eso,	Walter?
    —¡Ah,	prima!	¿Cómo	puedes	ser	tan	inocente,	querida?	Palpa	aquí	el	dardo	del
amor,	todo	impaciente	por	penetrar	en	tu	acogedora	gruta	entre	tus	piernas	—le	dije
en	 un	 murmullo,	 cogiéndole	 la	 mano	 y	 colocándosela	 sobre	 mi	 polla,	 que	 de	 golpe
me	había	sacado	de	los	molestos	pantalones—.	¡Cómo	suspiras!	Cógemela	bien	con
la	mano,	querida.	Pero	¿es	posible	que	no	sepas	para	qué	sirve?
    Su	 cara	 estaba	 enrojecida	 hasta	 la	 raíz	 del	 pelo,	 mientras	 su	 mano	 me	 cogía	 el
nabo,	y	sus	ojos	parecían	saltársele	de	terror	ante	la	temible	aparición	de	Juan	Polla,
por	 lo	 que,	 aprovechándome	 de	 su	 confesión	 muda,	 mi	 propia	 mano,	 deslizándose
bajo	sus	faldas,	pronto	tomó	posesión	de	su	coño,	y	a	pesar	de	la	contracción	nerviosa
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de	sus	caderas,	mi	dedo	índice	empezó	a	buscarle	el	virginal	clítoris.
    —¡Ah,	oh!	¡Walter,	no!	¿Qué	quieres	hacerme?
    —Todo	es	amor,	querida	mía;	abre	tus	piernas	un	poco	más	y	verás	qué	placer	te
harán	 experimentar	 mis	 dedos	 —y	 de	 nuevo	 la	 encendí	 con	 renovados	 besos
lujuriosos,	metiéndole	la	morada	punta	de	mi	lengua	entre	sus	labios.
    —¡Oh,	oh!	Me	harás	daño	—parecía	más	bien	suspirar	que	hablar,	a	medida	que
sus	piernas	relajábanse	un	poco	de	su	contracción	espasmódica.
    Seguía	 con	 los	 labios	 pegados	 a	 los	 suyos.	 Nuestros	 brazos,	 hasta	 entonces
sueltos,	habíanse	enredado	apretadamente	alrededor	de	nuestros	cuellos;	su	mano	me
agarraba	 desesperadamente	 el	 nabo,	 casi	 como	 si	 tuvieran	 aquellos	 dedos
convulsiones,	mientras	mis	dedos	ocupábanse	de	su	clítoris	y	de	su	coñito.	El	único
sonido	que	se	oía	era	aquel	que	recordaba	una	mezcla	de	besos	y	suspiros,	hasta	que
de	pronto	sentí	cómo	su	raja	se	inundaba	con	su	corrida	cremosa	y	cálida,	y	mi	propia
leche	saltaba	juguetona	sobre	su	mano	y	vestido	en	encantadora	conjunción.
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     Tom	Poulton
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                               SUEÑO	MUSICAL
Os	 contaré	 un	 sueño	 extraño	 que	 tuve	 anteanoche.	 Creí	 que	 estaba	 sentada	 en	 un
banco	verde	y	un	hombre	sentado	junto	a	mí;	empezó	a	besarme	y	a	hablar,	pero	nada
más	 pasó.	 Bien;	 después	 de	 un	 rato	 se	 levantó	 y	 se	 marchó.	 Entonces,	 junto	 a	 mí,
mientras	seguía	sentada,	vi	la	polla	más	grande	que	imaginarse	pueda.	Por	lo	menos
medía	medio	metro	de	larga	y	era	tan	gorda	como	mi	pantorrilla;	tenía	cuatro	cojones
en	 vez	 de	 dos	 y	 disminuía	 de	 tamaño	 hacia	 el	 extremo.	 Me	 dije:	 Voy	 a	 cogerla	 y	 a
sentirla.	Eran	carne	y	sangre	cálidas,	y	me	dije:	¿Por	qué	habrá	dejado	el	hombre	su
polla	tras	de	sí?	¡Qué	lástima!	¡Y	es	tan	hermosa!	¿Qué	podrá	hacer	si	no	la	tiene?
Así	 que	 volví	 a	 decirme:	 Me	 pregunto	 si	 se	 correrá	 si	 la	 chupo.	 Así	 que	 empecé	 a
chuparla,	 pero	 era	 tan	 grande	 y	 gorda	 que	 hizo	 que	 me	 doliera	 la	 boca.	 Luego	 me
dije:	No	importa,	me	la	restregaré	en	el	coño,	Por	lo	tanto	me	levanté	y	me	la	puse
bajo	la	falda	y	la	acaricié	con	mis	muslos	de	forma	tan	estrecha	que	sentía	cómo	me
llenaba.	Cuando	me	iba	a	marchar	me	encontré	con	el	hombre,	que	volvía;	vino	hacia
mí	y	me	dijo:	«¿Ha	visto	mi	trompeta?».	«¿Su	trompeta?	Supongo	que	se	referirá	a	su
nabo»,	 le	 respondí.	 Me	 dijo:	 «¡Oh,	 mujer	 descarada	 y	 mentirosa,	 es	 mi	 mejor
trompeta!».	«Bien	—le	dije	yo—,	si	esto	es	una	trompeta,	entonces	una	trompeta	es
una	polla	y	una	polla	una	trompeta».	Y	se	la	enseñé	para	que	la	viese.
    Entonces	 me	 la	 arrancó	 de	 la	 mano	 y	 me	 dijo:	 «Ahora	 le	 enseñaré	 si	 es	 una
trompeta	o	un	carajo».	Y	empezó	a	soplarla	hasta	que	me	desperté,	y	me	quedé	sin
polla	y	sin	trompeta.
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    Giulio	Romano
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        LADY	POKINGHAM	O	TODAS	HACEN	ESO
 Relato	de	sus	aventuras	lujuriosas	antes	y	después	de	su	matrimonio
                          con	Lord	Crim-Con
    Al	lector.
    Muy	 pocas	 excusas	 son	 necesarias	 para	 imprimir	 esta	 narración	 tremendamente
erótica	 y	 chispeante	 de	 una	 joven	 y	 noble	 dama,	 pues	 sus	 aventuras,	 de	 ello	 estoy
seguro,	 proporcionarán	 tanto	 placer	 o	 más	 a	 todo	 aquel	 amante	 de	 lecturas
voluptuosas	como	su	manuscrito,	en	principio,	se	lo	dio	a	este	humilde	servidor.
    La	 protagonista	 de	 estas	 memorias	 fue	 uno	 de	 los	 seres	 más	 encantadores	 e
inteligentes	de	su	sexo,	dotada	de	tal	sensibilidad	exquisitamente	nerviosa,	además	de
una	 singular	 y	 cálida	 constitución,	 que	 fue	 incapaz	 de	 resistir	 las	 influencias
seductoras	de	la	más	fina	creación	de	Dios;	pues	Dios	creó	al	hombre	según	su	propia
imagen,	 y	 al	 macho	 y	 a	 la	 hembra	 así	 los	 creó	 Él,	 y	 su	 primer	 mandato	 fue:	 «Sed
fieles	y	multiplicaos	y	poblad	la	Tierra»	(véase	Génesis,	I).
    El	instinto	natural	de	los	antiguos	instaló	en	sus	mentes	la	idea	de	que	el	copular
era	la	forma	más	directa	y	aceptable	de	adoración	que	el	macho	y	la	hembra	podían
ofrecer	a	sus	deidades,	y	tengo	la	seguridad	de	que	aquellos	de	mis	lectores	que	no
sean	cristianos	hipócritas	estarán	de	acuerdo	conmigo	en	que	no	hay	ningún	pecado
mortal	en	ventear	los	instintos	naturales	y	que	se	debe	gozar	al	máximo	de	todas	esas
deliciosas	sensaciones	con	las	que	un	Creador	tan	generoso	nos	ha	dotado.
    ¡Pobre	chica	la	de	mi	historia!	Muchos	años	no	vivió	y	sí	gozó	completamente	los
breves	años	de	su	vida	de	mariposa.	¿Quién	puede	pensar	que	obró	malvadamente?
    Las	anotaciones	de	donde	compilé	esta	narración	fueron	confiadas	a	una	devota
servidora,	 quien,	 tras	 la	 prematura	 y	 súbita	 muerte	 de	 aquella,	 cuando	 sólo	 contaba
veintitrés	años	de	vida,	entró	en	mi	servicio.
    Como	autor	creo	que	la	crudeza	de	mi	estilo	posiblemente	ofenda	a	algunos,	pero
espero	que	mi	deseo	de	ofrecer	un	gran	placer	excuse	mis	defectos.
                                                                                   EL	AUTOR
        Mi	querido	Walter:
        ¡Cuánto	 te	 quiero!,	 pero	 nunca	 lo	 sabrás	 hasta	 que	 haya	 muerto.	 Poco
    piensas,	 mientras	 me	 paseas	 en	 mi	 silla	 de	 inválida,	 cómo	 tus	 delicadas
    atenciones	han	ganado	el	corazón	de	una	tísica	al	borde	de	la	tumba.	¡Cómo
    me	 gustaría	 chupar	 los	 dulces	 del	 amor	 de	 tus	 labios!,	 acariciar	 y	 frotar	 tu
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    inmensa	polla	y	sentir	sus	cosquilleantes	movimientos	dentro	de	mí.	Pero	esos
    gozos	 me	 están	 vedados:	 la	 más	 mínima	 excitación	 sería	 mi	 muerte,	 y	 no
    puedo	por	menos	que	suspirar	cuando	miro	tu	encantadora	cara	y	admiro	las
    perfectas	 proporciones	 de	 mi	 amante,	 como	 queda	 en	 evidencia	 por	 ese
    gigantesco	paquete	de	llaves	o	de	otra	cosa	que	siempre	pareces	llevar	en	el
    bolsillo.	En	realidad,	parece	que	eres	dueño	de	la	mayor	de	las	llaves,	cuyos
    ardientes	empujones	abrirían	la	cerradura	más	virginal.
        Este	 es	 un	 extraño	 capricho	 mío:	 el	 escribir	 para	 tu	 atenta	 lectura	 un
    breve	relato	de	algunas	de	mis	aventuras;	pero	el	único	placer	que	me	queda
    es	complacerme	en	ensoñaciones	del	pasado	y	que	me	parezca	que	de	nuevo
    siento	 las	 cosquilleantes	 emociones	 de	 los	 gozos	 voluptuosos,	 que	 ahora	 se
    me	 niegan.	 Espero	 que	 la	 narración	 de	 mis	 escapadas	 y	 locuras	 pueda
    ofrecerte	 un	 ligero	 placer	 que	 se	 sume	 al	 recuerdo	 perdurable	 que	 confío
    tengas	 de	 mí	 en	 los	 años	 venideros.	 Una	 cosa	 te	 pido,	 querido	 Walter:	 que
    creas	 que	 gozas	 de	 Beatrice	 Pokingham	 cuando	 estés	 en	 los	 brazos	 de
    cualquier	 futura	 enamorada	 tuya.	 Este	 es	 un	 placer	 que	 a	 menudo	 he
    practicado	cuando,	en	medio	del	coito,	he	aumentado	mi	gozo	y	dejado	correr
    locamente	a	mi	fantasía	al	imaginarme	que	estaba	en	los	brazos	de	alguien
    que	 en	 particular	 antes	 había	 deseado,	 pero	 con	 quien	 nunca	 llegué	 a
    gozarme.	Conmigo	muere	mi	heredad,	por	lo	que	no	tengo	razón	para	hacer
    testamento,	 pero	 encontrarán	 varios	 billetes	 por	 unos	 cuantos	 cientos	 de
    libras	esterlinas	junto	a	esta	descripción	de	mis	memorias,	que	es	todo	lo	que
    he	podido	ahorrar.	También	encontrarán	un	rizo	de	fino	pelo	negro	que	me	he
    cortado	 de	 la	 abundante	 cabellera	 de	 mi	 coño.	 Otros	 amigos	 recibirán	 los
    admirados	 rizos	 de	 mi	 cabeza,	 pero	 para	 ti	 quiero	 que	 sean	 de	 la	 sagrada
    cueva	del	amor.
CAPÍTULO I
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madre	 le	 ofreció	 como	 hija	 suya.	 Como	 dice	 en	 una	 nota:	 «Lo	 hubiera	 perdonado
todo	si	los	frutos	de	tus	jodiendas	con	James	hubieran	sido	un	hijo	y	heredero,	para
que	 así	 mi	 odiado	 sobrino	 no	 tuviera	 ninguna	 posibilidad	 de	 heredar	 mis	 tierras	 y
título;	por	ello	quiero	dejar	que	James	cultive	de	nuevo	tu	coño	para	ver	si	obtienes
otra	cosecha	que	quizás	me	ofrezca	algo	más	acorde	con	mis	deseos».	El	pobre	viejo
murió	poco	después	de	escribir	esta	nota,	y	mi	madre,	que	me	transmitió	esta	terrible
tisis,	también	me	dejó	huérfana	de	corta	edad,	con	una	herencia	de	20	000	libras	y	un
título	aristocrático	que	dicha	cantidad,	inadecuadamente,	no	podía	apoyar.
     Mis	tutores	fueron	muy	ahorrativos	y	útiles,	pues	me	mandaron	al	colegio	cuando
cumplí	 ocho	 años	 y	 sólo	 gastaron	 unas	 150	 libras	 en	 él	 y	 otros	 gastos,	 hasta	 que
pensaron	que	había	llegado	el	momento	de	presentarme	al	mundo,	por	lo	cual	mucho
me	beneficié	de	los	intereses	acumulados	sobre	mi	dinero.
     Los	primeros	cuatro	años	de	mi	vida	escolar	pasaron	sin	nada	notable,	y	durante
ese	tiempo	sólo	me	vi	en	un	duro	aprieto,	que	te	contaré,	y	que	me	hizo	probar	por
vez	primera	lo	que	es	una	buena	vara	de	abedul.
     Miss	 Birch	 era	 una	 maestra	 bastante	 indulgente	 y	 sólo	 recurría	 a	 los	 castigos
personales	 cuando	 había	 ofensas	 muy	 serias,	 que	 ella	 consideraba	 podrían	 afectar
materialmente	el	carácter	futuro	de	sus	pupilas,	a	menos	que	se	cortasen	de	raíz	desde
el	primer	brote.	Tenía	unos	siete	años	de	edad	cuando	de	pronto	me	surgió	el	capricho
de	 hacer	 dibujos	 en	 mi	 pizarra	 de	 la	 escuela.	 Una	 de	 nuestras	 gobernantas,	 Miss
Pennington,	 era	 una	 solterona	 bastante	 fea,	 de	 unos	 treinta	 y	 cinco	 años,	 que
particularmente	me	inspiró	mis	habilidades	como	caricaturista.	Los	dibujos	pasaban
de	 una	 a	 otra	 de	 nosotras,	 ocasionando	 muchas	 risas	 y	 el	 no	 prestar	 atención	 a	 las
lecciones.	Yo	me	sentía	muy	importante	por	mis	dibujos,	y	aunque	me	habían	avisado
y	castigado	con	copias,	estas	no	surtieron	ningún	efecto	en	mi	pícara	tarea,	hasta	que
una	tarde,	en	que	Miss	Birch	se	durmió	y	la	vieja	Penn	estaba	ocupada	con	una	clase,
con	 una	 súbita	 inspiración,	 me	 sentí	 obligada	 a	 dibujar	 dos	 bocetos	 muy	 groseros:
uno	mostraba	a	una	chica	haciendo	caca	en	su	cuarto,	pero	el	otro	tenía	a	la	misma
muchacha	agachada	en	medio	del	campo,	meando.	A	la	primera	compañera	que	se	lo
enseñé	casi	revienta	de	risa,	pero	otras	dos	chicas	se	sintieron	tan	ansiosas	por	ver	la
causa	de	su	alegría	que	asomaron	sus	caras	entre	los	hombros	de	la	primera	y	miraron
a	 la	 pizarra,	 cuando,	 aun	 antes	 de	 que	 pudiese	 borrar	 dichos	 dibujos,	 la	 vieja	 Penn
llegó	como	un	águila	y	en	triunfo	se	lo	llevó	a	Miss	Birch,	que	molesta	se	despertó
por	 la	 sonrisa	 burlona	 que	 la	 otra	 no	 pudo	 reprimir	 al	 ver	 por	 primera	 vez	 las
caricaturas	indecentes.
     —Señorita,	 deberá	 pagar	 por	 esto.	 Señorita	 Pennington	 —dijo	 Miss	 Birch,	 que
últimamente	 estaba	 muy	 preocupada	 por	 estos	 dibujos	 atrevidos—,	 sin	 duda	 alguna
estos	bocetos	son	obscenos	y	si	ella	sigue	dibujando	así	pasará	de	un	tema	a	otro	peor.
Dígale	a	Susan	que	me	traiga	la	vara	de	abedul.	Tengo	que	castigarla	mientras	estoy
que	me	hierve	la	sangre,	ya	que	soy	demasiado	suave	y	puedo	perdonarla.
     Me	 tiré	 al	 suelo	 de	 rodillas	 e	 imploré	 merced,	 prometiendo	 que	 «nunca,	 nunca
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más	haría	cosa	semejante».
     —Debería	 haber	 pensado	 en	 las	 consecuencias	 antes	 de	 ponerse	 a	 pintar	 esas
cosas	 sucias.	 Sólo	 la	 idea	 de	 que	 una	 de	 mis	 señoritas	 sea	 capaz	 de	 tal	 cosa	 me
horroriza.	Estos	pensamientos	lascivos	no	pueden	enraizar	en	su	mente	ni	un	instante,
siempre	que	pueda	yo	alejarlos.
     Miss	 Pennington,	 con	 una	 sonrisita	 de	 satisfacción,	 me	 tomó	 por	 los	 puños,	 al
tiempo	que	Susan,	sirvienta	corpulenta	y	bastante	fuerte,	de	unos	veinte	años,	hacía
su	entrada	con	lo	que	me	pareció	un	buen	ramo	de	temibles	varas	de	abedul,	atado
perfectamente	con	una	cinta	de	terciopelo	rojo.
     —Bien,	Lady	Beatrice	Pokingham	—dijo	Miss	Birch—,	arrodíllese,	confiese	su
falta	y	bese	la	vara.	Y	tomó	de	las	manos	de	Susan	el	ramo,	que	lo	extendió	hasta	mi
cara,	como	una	reina	haría	con	su	cetro	a	un	vasallo	suplicante.
     Ansiosa	 de	 acabar	 lo	 antes	 posible	 con	 lo	 inevitable	 y	 de	 que	 mi	 castigo	 fuera
muy	ligero,	me	arrodillé	y	con	verdaderas	lágrimas	de	penitencia	le	rogué	fuera	tan
benigna	como	su	sentido	de	la	justicia	le	dictara,	ya	que	yo	sabía	que	bien	me	merecía
lo	 que	 estaba	 dispuesta	 a	 infligirme,	 y	 que	 no	 volvería	 a	 insultar	 otra	 vez	 a	 Miss
Pennington	 y	 que	 sentía	 mucho	 el	 haberla	 caricaturizado.	 Luego	 besé	 la	 vara	 y	 me
resigné	a	mi	destino.
     —¡Ah,	Miss	Birch!	Hay	que	ver	con	qué	rapidez	la	vista	de	la	vara	hace	que	todas
se	arrepientan	—dijo	maliciosamente	Miss	Pennington.
     —Bien,	comprendo	todo	eso,	Miss	Pennington,	pero	hay	que	atemperar	la	justicia
con	 la	 merced.	 Ahora,	 artista	 atrevida,	 súbase	 el	 vestido	 por	 detrás	 y	 exponga	 sus
nalgas	al	castigo	justamente	merecido.
     Con	 manos	 temblorosas	 me	 elevé	 la	 falda	 y	 luego	 me	 ordenó	 que	 me	 abriera
también	 los	 calzones.	 Una	 vez	 hube	 hecho	 esto,	 me	 elevaron	 el	 vestido	 y	 las	 sayas
hasta	los	hombros;	luego	me	acostaron	en	un	pupitre.	Susan	estaba	de	pie	enfrente	de
mí,	cogiéndome	por	las	manos,	mientras	que	la	vieja	Penn	y	la	gobernanta	francesa,
que	acababa	de	entrar	en	el	aula,	me	sostenían	por	las	piernas,	de	tal	forma	que	estaba
abierta	y	no	podía	moverme;	igual	a	un	águila	con	las	alas	extendidas.
     Miss	Birch,	mientras	miraba	alrededor	y	agitaba	la	vara,	dijo:
     —Bien,	 que	 para	 todas	 vosotras,	 jovencitas,	 estos	 azotes	 sean	 de	 aviso.	 Lady
Beatrice	 merece	 esta	 vergüenza	 degradante	 por	 sus	 indecentes	 dibujos,	 que	 debería
también	 llamar	 obscenos.	 Dígame,	 dígame,	 jovencita	 atrevida,	 buscapleitos,	 ¿lo
volverá	a	hacer	otra	vez?	Tome,	tome,	tome,	y	espero	que	pronto	le	haga	bien.	¡Ah!
Tiene	que	gritar,	pero	no	se	preocupe,	todavía	tiene	que	recibir	más.
     El	 ramo	 de	 varas	 de	 abedul	 pareció	 romperme	 el	 culo	 desnudo	 con	 una	 fuerza
terrible;	estalló	la	tierna	piel	y	parecía	lista	a	seguir	estallando	con	cada	nuevo	azote.
     —¡Ah,	ah,	ah!	¡Oh,	cielos!	¡Tened	misericordia,	Madame!	¡Oh!	No	lo	volveré	a
hacer	en	mi	vida.	¡Ah!	No	puedo	soportarlo	más.
     Grité,	pataleando	y	forcejeando	bajo	cada	azote,	de	tal	modo	que	al	principio	casi
no	podían	mantenerme	quieta,	pero	pronto	caí	exhausta	por	mis	propios	esfuerzos.
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    —Como	 verá,	 sentirlo	 un	 poco	 le	 hará	 bien,	 niña	 malcriada.	 Si	 no	 os	 meto	 en
cintura	ahora,	todo	el	colegio	terminaría	desmoralizándose.	¡Ah,	ah!	Las	nalgas	se	le
están	llenando	de	cardenales,	pero	aún	no	he	acabado	—dijo	cada	vez	con	más	furia.
    Sólo	 entonces	 pude	 verle	 el	 rostro,	 que	 solía	 siempre	 estar	 pálido,	 pero	 ahora
florecía	y	enrojecía	lleno	de	excitación,	y	sus	ojos	brillaban	con	una	animación	llena
de	deseo.
    —¡Ah!	—continuó—.	Jovencitas,	temedle	a	mi	vara	cuando	haga	uso	de	ella.	¿Le
gusta,	Lady	Beatrice?	¡Que	todos	sepamos	cuánto	le	gusta!	—y	siguió	azotándome	el
culo	y	las	caderas	deliberadamente.
    —¡Ah!	¡Oh!	¡Ah!	¡Es	horrible!	Me	moriré	si	no	tiene	misericordia,	Miss	Birch.
¡Oh,	Dios	mío!	Me	siento	más	que	castigada	de	sobra.	Me	está	cortando	en	pedazos;
la	vara	es	como	un	hierro	candente,	me	queman	los	azotes.
    Después	 sentí	 como	 si	 todo	 acabase	 y	 fuera	 a	 morir	 pronto.	 A	 mis	 gritos	 les
sucedieron	sollozos,	aullidos	inaudibles	y	luego	un	llanto	histérico	que	gradualmente
fue	apagándose	y	apagándose.	Hasta	que	al	final	debo	de	haberme	desmayado,	ya	que
no	 recuerdo	 nada	 hasta	 que	 me	 encontré	 en	 la	 cama	 y	 desperté	 con	 mi	 pobre	 culo
muy	 hinchado	 y	 lleno	 de	 ampollas.	 Pasaron	 casi	 quince	 días	 antes	 de	 que	 hubieran
desaparecido	todas	las	señales	de	tan	severos	azotes.
Después	 de	 cumplir	 los	 doce	 años	 me	 pasaron	 junto	 a	 las	 chicas	 grandes,	 y	 tuve	 la
suerte	de	tener	por	compañera	de	habitación	una	persona	muy	alegre,	a	la	que	llamaré
Alice	Marchmont.	Era	hermosa,	rubia,	con	una	figura	llenita,	grandes	ojos	sensuales
y	una	carne	tan	firme	y	lisa	como	el	mármol.	Me	pareció	que	le	gusté	mucho,	y	la
segunda	 noche	 que	 dormimos	 juntas	 en	 nuestro	 pequeñito	 dormitorio	 me	 besó	 y
acarició	tan	amorosamente	que	al	principio	me	sentí	algo	confusa.	Y	a	medida	que	se
tomaba	mayores	libertades	conmigo	mi	corazón	parecía	que	vibraba,	y	aunque	la	luz
estaba	apagada,	sentí	cómo	el	rostro	se	me	sonrojaba	mientras	me	besaba	en	la	boca
ardientemente	y	los	tanteos	buceadores	de	sus	manos,	en	mis	partes	más	privadas,	me
hacían	temblar	completamente.
    —Cómo	 tiemblas,	 querida	 Beatrice	 —me	 dijo—.	 ¿Qué	 temes?	 Tú	 también	 me
puedes	tocar	por	todas	partes;	es	muy	agradable.	Méteme	la	lengua	en	la	boca,	pues	te
inducirá	al	amor,	y	quiero	amarte,	querida.	¿Dónde	tienes	las	manos?	Ven,	pónmelas
aquí.	 ¿No	 sientes	 cómo	 me	 empieza	 a	 crecer	 el	 pelo	 en	 el	 coñito?	 A	 ti	 te	 crecerá
pronto.	Frótame	los	dedos	en	la	raja,	ahí	mismo.
    Así	 me	 inició	 en	 el	 arte	 de	 la	 frotación	 y	 la	 tortilla	 de	 la	 manera	 más	 tierna	 y
sensible.	Como	podrás	imaginarte,	fui	una	pupila	muy	buena,	a	pesar	de	mi	juventud.
Sus	 toqueteos	 me	 encendían	 la	 sangre,	 y	 la	 forma	 en	 que	 me	 chupaba	 la	 lengua
parecía	llena	de	delicias.	«¡Ah!	¡Oh!	Frótame	más	fuerte,	más	fuerte	y	más	rápido»,
me	 decía	 sin	 resuello,	 mientras	 estiraba	 sus	 caderas	 con	 una	 especie	 de	 temblor
espasmódico	y	me	sentía	los	dedos	mojados	con	algo	caliente	y	cremoso.	Durante	un
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instante	me	cubría	de	besos	y	luego	se	quedaba	muy	quieta.
     —¿Qué	 te	 pasa,	 Alice?	 Vaya	 lo	 extraña	 que	 eres,	 y	 me	 has	 mojado	 los	 dedos.
¡Eres	 una	 asquerosa,	 me	 has	 meado!	 —le	 susurré,	 riéndome—.	 Venga,	 hazme
cosquillas	con	los	dedos.	Está	empezando	a	gustarme.
     —Y	 así	 será,	 querida,	 dentro	 de	 poco,	 y	 me	 querrás	 por	 haberte	 enseñado	 un
juego	 tan	 bonito	 —me	 contestó,	 renovando	 sus	 frotes,	 que	 me	 daban	 gran	 placer,
aunque	 apenas	 sabía	 lo	 que	 estaba	 haciendo	 cuando	 la	 sensación	 más	 lujuriosa	 del
mundo	me	llenó.	Le	rogué	que	me	metiera	más	los	dedos.	¡Oh,	oh!	¡Qué	maravilla!
¡Más,	más!	¡Más	de	prisa!	Y	casi	me	desmayé	del	placer	cuando	por	primera	vez	hizo
que	me	corriera.
     A	 la	 noche	 siguiente	 repetimos	 nuestras	 diversiones	 lascivas,	 y	 Alice	 sacó	 una
cosa	que	parecía	una	salchicha,	hecha	de	piel	suave	de	cabrito	y	llena	como	de	cosas
que	la	hacían	parecer	muy	dura.	Luego	me	pidió	que	se	la	metiera	y	una	vez	dentro
que	la	sacara	y	metiera	varias	veces,	mientras	ella	me	frotaba	como	antes,	haciendo
que	estuviera	encima	de	ella,	con	la	lengua	entre	sus	labios.	Era	delicioso.	No	puedo
expresar	el	éxtasis	que	mis	movimientos	con	el	aparato	parecían	producirle	y	llevarla
al	 sumo	 placer.	 En	 un	 instante	 estuvo	 a	 punto	 de	 gritar,	 y	 me	 agarró	 el	 cuerpo,
apretándolo	 fuertemente	 contra	 el	 de	 ella,	 exclamando:	 «¡Ah!	 ¡Oh!	 Querido
muchacho,	 me	 estás	 matando	 de	 placer»,	 mientras	 se	 corría	 con	 extraordinaria
profusión	sobre	mi	mano	juguetona.	Tan	pronto	como	recuperó	un	poco	la	serenidad
le	pregunté	qué	quería	decir	al	llamarme	«querido	muchacho».
     —¡Ah,	Beatrice!	Tengo	mucho	sueño	ahora,	pero	mañana	por	la	noche	te	contaré
mi	vida	y	te	explicaré	cómo	mi	coñito	está	tan	capacitado	para	que	le	metas	una	cosa
así,	 mientras	 que	 el	 tuyo,	 de	 momento,	 no	 puede.	 Te	 enseñaré	 un	 poco	 más	 de	 la
filosofía	de	la	vida,	querida	amiga;	ahora	dame	un	beso	y	vámonos	a	dormir.
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quiero	 que	 comparemos	 nuestros	 coñitos	 —me	 dijo	 quitándose	 toda	 la	 ropa	 y
observándose	en	el	espejo	su	hermoso	cuerpo	desnudo.
    Pronto	estuve	al	lado	de	ella,	desnuda	igualmente.
    —Qué	 hermosa	 rajita	 saliente	 tienes,	 Beatrice	 —me	 dijo	 tocándome	 el	 coño—.
Haremos	 un	 hermoso	 contraste:	 el	 mío	 es	 ligeramente	 rubio	 y	 el	 tuyo	 será	 moreno.
Mira,	ya	mis	pelos	tienen	casi	tres	centímetros	de	largo.
    Se	 complació	 haciéndome	 cosas	 excitantes,	 hasta	 que	 me	 hartó	 la	 paciencia	 y
poniéndome	el	camisón	de	noche	salté	a	la	cama,	diciéndole	que	creía	que	todo	era
una	mentira	sobre	eso	de	contarme	su	vida	y	que	no	dejaría	que	me	amase	de	nuevo
hasta	que	satisficiera	mi	curiosidad.
    —Vaya	malas	maneras:	dudar	de	mi	palabra	—gritó	mientras	me	seguía	a	la	cama
y	tomándome	por	sorpresa	me	desnudó	el	culo	y	me	pegó	un	pequeño	tortazo;	luego
riendo	 continuó—:	 Ahí	 tienes,	 por	 dudar	 de	 la	 palabra	 de	 la	 joven	 dama.	 Ahora	 te
contaré	mi	vida,	aunque	bien	debiera	hacerte	esperar	hasta	mañana.
    Después	de	un	corto	silencio,	y	tras	acomodarnos	en	la	cama,	comenzó:
    —Hubo	una	vez	una	niña,	de	nombre	Alice,	que	tenía	unos	diez	años	de	edad	y
cuyos	 padres	 eran	 muy	 ricos	 y	 vivían	 en	 una	 hermosa	 casa,	 rodeada	 de	 preciosos
jardines	y	de	un	bellísimo	parque.	Ella	tenía	un	hermano	de	unos	doce	años,	o	sea,
que	era	dos	años	mayor	que	ella,	pero	su	madre	tanto	la	quería,	pues	era	la	única	hija,
que	 nunca	 la	 perdía	 de	 vista,	 a	 menos	 que	 William,	 el	 mayordomo,	 estuviera	 a	 su
cuidado	mientras	la	niña	saltaba	por	el	parque	y	el	jardín.
    William	era	un	hombre	bien	parecido,	de	unos	treinta	años,	y	estaba	con	la	familia
desde	que	era	muchacho.	Bien,	Alice,	a	quien	le	gustaba	mucho	William,	a	menudo
se	le	sentaba	en	las	rodillas,	mientras	él	descansaba	bajo	un	árbol,	o	en	un	banco	del
jardín,	donde	él	le	leía	a	la	niña	cuentos	de	hadas.	Su	intimidad	era	tan	grande	que
cuando	estaban	solos,	ella	le	llamaba	«querido	Willie»	y	le	trataba	como	a	su	igual.
Alice	 era	 una	 niña	 muy	 inquisitiva,	 y	 a	 menudo	 le	 sacaba	 los	 colores	 a	 William,
cuando	curiosamente	le	preguntaba	cosas	sobre	historia	natural,	por	qué	el	gallo	era
tan	salvaje	con	la	gallina,	saltándole	a	la	espalda,	y	por	qué	le	picaba	la	cabeza	con	su
pico	afilado,	etcétera,	etcétera.
    —Querida	 niña	 —él	 le	 contestaba—,	 no	 soy	 ni	 gallina	 ni	 gallo,	 ¿cómo	 voy	 a
saberlo	entonces?	¡No	hagas	preguntas	tontas!
    Pero	Miss	Alice	no	se	conformaba	con	tan	poco	y	le	respondía:
    —¡Ah!,	Willie,	tú	sí	lo	sabes	y	no	quieres	decírmelo;	insisto,	pues	quiero	saber…
    Pero	sus	esfuerzos	por	adquirir	conocimiento	nunca	daban	frutos.
    Esta	 situación	 siguió	 durante	 cierto	 tiempo,	 hasta	 que	 la	 niña	 estaba	 a	 punto	 de
cumplir	 sus	 doce	 años.	 Entonces	 una	 circunstancia,	 de	 la	 cual	 nunca	 se	 había	 dado
cuenta	 antes,	 levantó	 su	 curiosidad.	 Sucedió	 que	 William,	 pretendiendo	 atender	 sus
deberes,	 a	 menudo	 se	 encerraba	 en	 la	 despensa,	 desde	 las	 siete	 a	 las	 ocho	 de	 la
mañana,	cada	día,	antes	del	desayuno.	Si	Alice	se	aventuraba	a	tocar	en	la	puerta,	esta
tenía	el	cerrojo	echado	por	dentro	y	no	podía	entrar;	la	cerradura	era	tan	estrecha	que
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era	 inútil	 intentar	 espiar,	 pero	 se	 le	 ocurrió	 a	 la	 niñita	 que	 quizás	 podría	 echar	 una
ojeada	a	sitio	tan	misterioso	si	podía	llegar	hasta	un	pasillo	que	pasaba	por	encima	de
la	 despensa,	 y	 hacia	 el	 cual	 ella	 sabía	 que	 había	 acceso	 a	 través	 de	 una	 puerta	 de
cristal,	que	ahora	nadie	usaba,	y	que	estaba	cerrada	por	ambos	extremos.	Este	pasillo
estaba	iluminado	desde	fuera	por	una	pequeña	ventana	que	quedaba	como	a	un	metro
del	suelo	y	atrancada	en	su	interior	por	un	simple	gancho.
     Pronto	Alice,	montada	en	un	taburete,	vio	que	podía	abrirla	fácilmente	si	rompía
uno	 de	 los	 cristales,	 cosa	 que	 hizo,	 y	 después	 esperó	 hasta	 la	 mañana	 siguiente,
cuando	 llena	 de	 confianza	 se	 dispuso	 a	 averiguar	 qué	 era	 lo	 que	 ocupaba	 tanto	 a
Willie.	También	tenía	la	seguridad	de	que	podría	entrar	y	salir	por	la	ventana	sin	ser
observada	por	nadie,	ya	que	un	arbusto	bastante	espeso	cubría	su	visión.
     Al	levantarse	a	la	mañana	siguiente	le	dijo	a	su	camarera	que	«iba	a	disfrutar	del
aire	 en	 el	 jardín	 antes	 de	 desayunar»,	 y	 luego	 se	 apresuró	 hacia	 el	 sitio	 de
observación.	Se	arrastró	por	la	ventana,	sin	importarle	ni	la	suciedad	ni	el	polvo;	se
quitó	 las	 botas	 tan	 pronto	 se	 encontró	 en	 el	 pasillo	 abandonado	 y	 silenciosamente
trepó	 hasta	 la	 ventana	 de	 cristal,	 pero	 para	 pesar	 suyo	 se	 dio	 cuenta	 de	 que	 los
cristales	estaban	tan	sucios	que	era	casi	imposible	espiar;	sin	embargo,	tuvo	mucha
suerte	 al	 hallar	 un	 gran	 ojo	 de	 cerradura	 totalmente	 limpio,	 así	 como	 dos	 o	 tres
rendijas	en	la	madera,	por	lo	cual	podía	observar	la	mayor	parte	del	lugar,	que	estaba
lleno	de	luz	gracias	a	una	ventana	que	tenía	en	el	techo.	William	no	estaba	allí,	pero
pronto	hizo	su	aparición,	trayendo	un	gran	cesto	de	platos	que	habían	sido	usados	el
día	anterior.	Durante	unos	minutos	estuvo	muy	ocupado	anotando	cosas	en	el	libro	de
la	despensa,	y	contando	tenedores,	cuchillos,	etc.,	que	tomó	de	un	cajón.	Justamente
entonces,	Lucy,	una	de	las	criadas	más	guapas	al	servicio	de	la	casa,	morena,	de	unos
dieciocho	años,	entró	en	la	habitación	sin	ninguna	ceremonia	y	le	dijo:
     —Aquí	tienes	varios	platos	del	aparador.	¿Dónde	tienes	los	ojos,	William,	que	no
recoges	todas	las	cosas	que	debieras?
     Los	ojos	de	William	se	iluminaron	de	gusto,	mientras	la	abrazaba	por	la	cintura:
     —¿Por	qué?	Te	los	dejo	a	ti,	pues	sé	que	los	traerás	—luego,	mostrándole	el	libro,
le	dijo—:	¿Qué	crees	de	esa	posición?	¿Te	gustaría?
     Aunque	 encantada,	 la	 muchacha	 enrojeció	 hasta	 la	 punta	 del	 cabello,	 mientras
miraba	la	foto.	El	libro	cayó	al	suelo	y	William	la	empujó	arrodillándola	a	la	altura	de
sus	rodillas	y	trató	de	que	le	metiera	la	mano	en	los	pantalones.
     —¡Ah!	¡No!	¡No!	—exclamó	en	voz	baja—.	Ya	sabes	que	hoy	no	puedo;	quizás
mañana,	 pero	 hoy	 tiene	 que	 portarse	 bien,	 señor.	 No	 me	 enseñes	 el	 capullo	 de	 esa
forma.	Bien,	bien,	te	la	menearé;	pero	luego	me	voy	—respondió,	metiéndole	la	mano
en	el	regazo.
     Sin	que	Alice	pudiera	ver	lo	que	hacía,	en	uno	o	dos	segundos	se	puso	en	pie,	y	a
pesar	 de	 los	 esfuerzos	 de	 William	 por	 detenerla,	 escapó	 de	 la	 despensa.	 William,
evidentemente	en	un	gran	estado	de	excitación,	sentose	en	un	sofá,	murmurando:
     —¡Zorra!	¡Vaya	diablesa!	No	puedo	aguantarme;	pero	mañana	ya	estará	bien.
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     Alice,	que	con	toda	intención	observaba	cuanto	ocurría,	se	sintió	sorprendida	al
verle	 los	 pantalones	 desabotonados,	 mientras	 de	 su	 interior	 sobresalía	 una	 cosa
grande,	gorda	y	carnosa,	que	parecía	como	de	hierro	rígido,	con	una	cabeza	colorada
como	el	rubí.	William	se	la	agarró	con	una	mano,	en	apariencia,	para	colocársela	en
el	pernil,	pero	pareció	dudar	y	terminó	cerrando	su	mano	derecha	sobre	aquella	cosa
dura,	que	movió	arriba	y	abajo.
     —¡Ah!	 ¡Qué	 bobo	 soy	 dejándome	 excitar	 de	 esta	 manera!	 Oh,	 oh,	 no	 puedo
aguantarme,	tengo	que	correrme.
     Pareció	 suspirar	 hondamente	 a	 medida	 que	 la	 mano	 aumentaba	 su	 rápido
movimiento.	Enrojeció	el	rostro	y	sus	ojos	parecieron	listos	a	saltársele	de	la	cara,	y
en	unos	pocos	instantes	algo	saltó	de	la	cosa	dura,	que	le	cayó	en	las	manos	y	piernas,
y	 hasta	 casi	 un	 metro	 sobre	 el	 suelo.	 Esto	 pareció	 acabar	 con	 su	 éxtasis.	 Se	 hundió
medio	 dormido	 en	 el	 sofá	 unos	 pocos	 minutos;	 luego,	 levantándose,	 se	 secó	 las
manos	 con	 una	 toalla,	 limpió	 todas	 las	 gotas	 de	 leche	 que	 habían	 caído	 por	 todas
partes,	y	salió	de	la	despensa.
     Alice	 se	 sentía	 toda	 ardiente	 por	 lo	 que	 había	 visto,	 aunque	 entreveía	 que	 sólo
había	develado	una	parte	del	misterio,	y	se	prometió	a	sí	misma	que	al	otro	día	estaría
allí	para	ver	lo	que	William	y	Lucy	hacían	juntos.	William,	como	siempre,	la	llevó	a
dar	su	paseo,	le	leyó	como	de	costumbre,	hasta	que	ella	se	le	sentó	en	las	rodillas,	y
Alice	se	preguntó	dónde	se	habría	ocultado	aquella	cosa	grande	y	gorda	que	viera	por
la	mañana.	Con	la	mayor	inocencia	posible,	sus	manos	le	tocaron	donde	ella	esperaba
palpar	el	monstruo,	pero	sólo	sintió	una	cosa	que	le	recordó	como	un	racimo	blando
que	llevase	en	el	bolsillo.
     Llegó	la	mañana	siguiente	y	Alice	hallose	en	su	puesto	de	vigilancia	tras	la	puerta
de	 cristal	 abandonada.	 Pronto	 vio	 a	 William	 traer	 los	 platos,	 que	 puso	 a	 un	 lado.
Parecía	lleno	de	impaciencia	porque	llegara	Lucy.
     —¡Ah!	 —murmuró—.	 Estoy	 tan	 caliente	 como	 un	 toro,	 cuando	 pienso	 en	 ese
coño	tan	cachondo.
     Pero	 pronto	 callaron	 sus	 pensamientos	 al	 aparecer	 Lucy,	 que	 cuidadosamente
pasó	el	pestillo	de	la	puerta.	Luego,	corriendo	hacia	sus	brazos,	le	cubrió	de	besos,
exclamando	en	voz	baja:
     —¡Ah!	¡Cómo	te	he	echado	de	menos	esos	tres	o	cuatro	días!	Vaya	porquería	que
nos	tocó	a	las	mujeres:	tener	que	dejar	de	joder,	con	lo	que	nos	gusta,	una	vez	todos
los	meses.
     Mientras,	sus	manos,	nerviosamente,	desabotonaban	los	pantalones	de	William	y
palpaban	su	pollón	dispuesto	a	todo.
     —¡Se	 ve	 que	 tienes	 ganas	 de	 verdad,	 Lucy!	 —murmuró	 William,	 mientras	 ella
casi	 le	 ahogaba	 a	 besos—.	 No	 lo	 vayas	 a	 echar	 a	 perder	 todo	 con	 tu	 impaciencia.
Debo	darte	mi	beso	primero.
     Con	 maneras	 gentiles	 la	 reclinó	 en	 el	 sofá	 y	 le	 levantó	 la	 ropa	 hasta	 que	 Alice
pudo	ver	un	espléndido	par	de	muslos	blancos	y	carnosos,	pero	lo	que	más	le	llamó	la
                                  ebookelo.com	-	Página	22
atención	 fueron	 los	 salientes	 y	 lujuriosos	 labios	 del	 coño	 de	 Lucy,	 de	 un	 color
bermellón	 encendido	 y	 ligeramente	 abiertos,	 invitando	 de	 la	 manera	 más	 llamativa,
mientras	 sus	 piernas	 se	 abrían	 cada	 vez	 más.	 Aquel	 coño	 estaba	 cubierto
profusamente	de	un	hermoso	y	rizado	pelo	negro.
     En	 un	 instante,	 el	 mayordomo	 se	 puso	 de	 rodillas	 y	 pegó	 los	 labios	 a	 la	 raja,
chupándola	 y	 besándola	 furiosamente,	 para	 el	 deleite	 infinito	 de	 la	 muchacha,	 que
suspiraba	y	sonreía	llena	de	placer,	hasta	que	William	tampoco	pudo	aguantarse	más
tiempo,	y	poniéndose	en	pie	entre	los	muslos	de	Lucy,	hizo	que	su	polla	entrase	a	la
carga,	y	ante	la	sorpresa	de	Alice,	aquella	entró	directamente	en	la	ansiosa	raja,	hasta
que	se	perdió	en	el	vientre	de	la	chica;	quietos	se	quedaron	unos	instantes,	gozando
de	 la	 conjunción	 de	 sus	 personas,	 hasta	 que	 Lucy	 elevó	 la	 pelvis	 y	 el	 mayordomo
respondió	con	un	empujón;	luego,	comenzaron	la	lucha	más	excitante	que	imaginarse
pueda.	 Alice	 podía	 ver	 cómo	 el	 miembro	 masculino	 entraba	 y	 salía	 de	 la	 cueva,
brillando	de	lubricidad,	mientras	los	labios	del	coño	parecían	tratar	de	atraparlo	cada
vez	que	aquel	se	retiraba,	como	si	temiesen	perder	un	delicioso	palo	azucarado;	pero
esto	no	duró	mucho,	sus	movimientos	se	hicieron	cada	vez	más	furiosos,	hasta	que	al
final	 ambos	 parecieron	 sentir	 como	 un	 abrazo	 espasmódico,	 ya	 que	 ambos	 cayeron
casi	desmayados	en	brazos	uno	del	otro	y	Alice	vio	una	gran	cantidad	de	un	líquido
cremoso	que	salía	de	la	raja	de	Lucy,	mientras	ambos	descansaban	en	una	especie	de
letargo	gozoso,	tras	la	batalla	amorosa.	William	fue	el	primero	en	romper	el	silencio:
     —Lucy,	vendrás	mañana,	¿no?	Ya	sabes	que	esa	vieja	espía,	Mary,	volverá	dentro
de	 un	 día	 o	 dos	 de	 sus	 vacaciones,	 y	 entonces	 no	 tendremos	 la	 oportunidad	 tan	 a
menudo.
     —¡Ah!,	bastardo,	no	me	importa	que	nos	cojan.	Quiero	más	ahora	mismo	—dijo,
apretándole	 con	 sus	 brazos	 y	 pegándose	 a	 sus	 labios,	 mientras	 le	 enlazaba	 con	 sus
hermosas	 piernas	 por	 las	 nalgas	 e	 iniciaba	 de	 nuevo	 la	 conjunción	 con	 rápida
elevación	de	su	culo;	en	efecto,	él	también	valía	mucho	como	hombre	y	el	peso	de	su
cuerpo	parecía	una	pluma	ante	tal	excitación	amorosa.
     Las	 excusas	 y	 ruegos	 del	 mayordomo	 por	 temor,	 en	 caso	 de	 que	 le	 echasen	 de
menos,	no	sirvieron	de	nada;	con	buenas	mañas	ella	le	manejaba	y	pronto	estuvo	tan
furiosamente	 excitado	 como	 ella,	 y	 con	 gran	 profusión	 de	 suspiros,	 expresiones	 de
gozo,	 y	 de	 cariño,	 etcétera,	 pronto	 cayeron	 de	 nuevo	 en	 un	 estado	 de	 olvido
voluptuoso.	Sin	embargo,	William	estaba	demasiado	nervioso	y	asustado	como	para
dejarla	descansar	mucho	tiempo;	sacó	la	polla	de	su	acogedor	coño,	lleno	de	brillo	y
pegajoso	 de	 los	 mezclados	 jugos	 de	 su	 amor,	 pero	 qué	 contraste	 ofrecía	 con	 su
anterior	 apariencia,	 mientras	 Alice	 ahora	 lo	 miraba	 tan	 reducido	 de	 tamaño	 y	 ya
dejando	caer	su	fiero	capullo.
     Lucy	saltó	y	arreglose	las	ropas,	pero	al	arrodillarse	en	el	suelo	ante	su	amante,	le
cogió	el	fláccido	pene	y	le	dio	la	chupada	más	increíble,	que	ocasionó	un	gran	deleite
a	William,	cuyo	rostro	volvió	a	enrojecer	de	deseo,	y	tan	pronto	como	Lucy	terminó
su	tarea	con	beso	tan	chupante,	Alice	vio	que	la	cosa	de	nuevo	estaba	dura	y	lista	para
                                 ebookelo.com	-	Página	23
renovar	sus	gozos.	Lucy,	riendo,	díjole:
     —Bien,	 muchacho,	 ahora	 te	 dejo	 así.	 Piensa	 en	 mí	 hasta	 mañana;	 no	 he	 podido
aguantarme	 de	 darle	 una	 buena	 chupada	 a	 nabo	 tan	 rico,	 después	 del	 placer	 tan
exquisito	que	me	ha	proporcionado.	Es	como	subir	al	cielo	por	un	rato.
     Con	un	último	beso	en	los	labios	se	separaron	y	William	de	nuevo	cerró	la	puerta,
mientras	 Alice	 se	 retiraba	 y	 se	 preparaba	 para	 el	 desayuno.	 Era	 una	 estupenda
mañana	de	mayo,	y	pronto,	tras	el	desayuno,	Alice,	con	William	como	guardián,	salió
a	dar	un	paseo	por	el	parque.	Su	sangre	hervía	y	ansiaba	experimentar	el	gozo	que,
estaba	segura,	Lucy	había	probado.	Se	recostaron	junto	al	lago	y	le	pidió	a	William
que	 le	 diera	 una	 vuelta	 en	 bote;	 este	 abrió	 la	 casa	 de	 los	 botes,	 y	 la	 colocó	 en	 una
falúa	hermosa,	ancha	y	cómoda,	bien	amueblada	con	suaves	asientos	y	cojines.
     —Qué	 agradable	 estar	 aquí,	 bajo	 la	 sombra	 —dijo	 Alice—.	 Entra	 en	 el	 bote,
Willie;	 nos	 quedaremos	 sentados	 aquí	 un	 ratito	 y	 me	 leerás	 antes	 de	 que	 demos	 el
paseo.
     —Como	usted	guste,	Miss	Alice	—le	respondió	con	deferencia	sincera,	entrando
en	el	bote	y	sentándose	en	el	banco	de	remos.
     —Ah,	me	duele	un	poco	la	cabeza,	¿puedo	sentarme	en	tu	regazo?	—díjole	Alice,
soltándose	el	pelo	y	estirándose	sobre	los	cojines—.	¿Por	qué	estás	tan	estirado	esta
mañana,	William?	Sabes	que	no	me	gusta	que	me	llamen	Miss,	eso	guárdatelo	para
Lucy	—luego,	al	notar	su	confusión,	agregó—:	Puede	sonrojarse,	señor;	podría	hacer
que	te	hundieras	en	tus	zapatos	si	sólo	supieras	todo	lo	que	he	visto	que	ha	pasado
entre	tú	y	Miss	Lucy.
     Alice	 reclinó	 la	 cabeza	 de	 manera	 lánguida	 en	 su	 regazo,	 mirándole	 y	 gozando
con	la	confusión	que	le	había	causado.	Después,	a	propósito,	dejó	caer	una	mano	en
el	 paquete	 que	 parecía	 llevar	 en	 el	 bolsillo,	 como	 si	 buscara	 donde	 apoyarse,	 y
continuó:
     —¿Crees,	Willie,	que	alguna	vez	llegaré	a	tener	piernas	tan	bonitas	como	las	de
Lucy?	 ¿No	 cree	 que	 pronto	 tendré	 que	 llevar	 vestidos	 largos,	 señor?	 Me	 estoy
volviendo	bastante	atrevida	al	enseñar	tanto	mis	tobillos.
     El	 mayordomo	 tuvo	 que	 hacer	 acopio	 de	 todas	 sus	 fuerzas	 para	 recobrar	 la
compostura;	 el	 vivido	 recuerdo	 del	 episodio	 lujurioso	 que	 había	 vivido	 con	 Lucy
antes	del	desayuno	era	tan	reciente	que	las	alusiones	de	Alice	sobre	ella	y	la	suave
mano	femenina	que	descansaba	en	sus	partes	—aunque	sobre	ella	pensaba	que	era	tan
inocente	como	una	cordera—	hizo	que	surgiera	en	él	un	deje	de	deseo	de	su	sangre
afiebrada,	 que	 trató	 de	 contener	 hasta	 lo	 imposible,	 pero	 poco	 a	 poco	 el	 indomable
miembro	empezó	a	crecer,	hasta	que	tuvo	la	seguridad	de	que	ella	lo	palpaba	bajo	su
mano.	 Con	 esfuerzo,	 ligeramente	 se	 movió	 hacia	 un	 lado,	 para	 que	 ella	 quitase	 la
mano	y	esta	rodase	hacia	una	de	sus	caderas,	mientras	le	contestaba	tan	serio	como	le
era	posible,	pues	tenía	la	seguridad	de	que	Alice	nada	sabía:
     —Usted	se	burla	de	mí	esta	mañana.	¿No	quiere	que	le	lea,	Alice?
     Alice,	excitada	y	con	un	singular	sonrojo	en	el	rostro	le	dijo:
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   —Oh,	pícaro	hombre,	ahora	me	dirás	lo	que	quiero	saber.	¿De	dónde	vienen	los
niños?	¿Qué	es	eso	que	dicen	los	doctores	y	las	enfermeras	de	que	vienen	de	París?
¿Acaso	una	mujer	no	tiene	un	montón	de	pelos	rizados	al	final	del	vientre?	Yo	sé	que
Lucy	lo	tiene.	Y	os	he	visto	besarla,	señor.
                             ebookelo.com	-	Página	25
 Jean-Jacques	Lequeu
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                              HISTORIA	MORAL
Un	caballero,	al	que	benditamente	Dios	le	dio	una	esposa	hermosísima	y	muy	callada,
se	 sentía	 muy	 desgraciado	 y	 desilusionado	 tras	 los	 resultados	 de	 sus	 esfuerzos	 para
ser	padre.	Mas	al	volver	a	casa	de	la	ciudad	un	día,	cuando	nadie	le	esperaba,	cogió	al
vicario	 de	 la	 parroquia	 que	 en	 aquel	 momento	 le	 chupaba	 el	 coño	 a	 su	 cónyuge:
«¡Ah!	 ¡Ah!	 —exclamó	 indignado—,	 ahora	 veo	 por	 qué	 nunca	 tendré	 descendencia;
por	la	noche	yo	me	corro	y	por	la	mañana	vienes	tú	y,	encima	de	darle	por	culo	a	mi
mujer,	me	chupas	todos	los	hijos».
                                 ebookelo.com	-	Página	27
Artista	francés	desconocido
 ebookelo.com	-	Página	28
          LA	CONFESIÓN	DE	MISS	COOTE	O	LAS
          VOLUPTUOSAS	EXPERIENCIAS	DE	UNA
                    SOLTERONA
             (En	una	colección	de	cartas	dirigidas	a	una	amiga).
CARTA I
    Querida	amiga:
    Sé	que	hace	tiempo	te	tengo	prometido	el	relato	de	mi	afición	por	la	vara,	que,	en
mi	 estimación,	 es	 una	 de	 las	 instituciones	 más	 voluptuosas	 y	 deliciosas	 de	 la	 vida
privada,	en	especial	para	una	solterona,	supuestamente	muy	seria,	como	tu	estimada
amiga.	 Las	 promesas	 hay	 que	 cumplirlas	 y	 el	 relato	 escribirlo;	 si	 no,	 cómo	 voy	 a
esperar	que	de	nuevo	pruebes	mi	verde	bastoncillo.	El	escribir,	y	en	especial,	un	tipo
de	 confesión	 de	 mi	 debilidad	 lasciva,	 es	 una	 tarea	 muy	 desagradable,	 ya	 que	 me
siento	tan	avergonzada	al	poner	estas	cosas	por	escrito	como	cuando	la	gobernanta	de
mi	 abuelo	 desnudó	 por	 primera	 vez	 mi	 culito	 sonrojado,	 para	 el	 atrevido	 ataque	 de
aquel.	 Mi	 único	 consuelo	 al	 empezar	 es	 la	 esperanza	 de	 que	 me	 iré	 calentando	 de
acuerdo	 al	 tema,	 a	 medida	 que	 este	 progrese,	 dada	 mi	 meta	 de	 describir	 para	 tu
satisfacción,	algunos	de	los	episodios	lujuriosos	de	mi	niñez.
    Como	 bien	 sabes,	 mi	 abuelo	 fue	 el	 conocido	 general	 destacado	 en	 la	 India,	 Sir
Eyre	Coote,	casi	tan	conocido	por	sus	fracasos	como	soldado,	como	por	sus	servicios
a	la	corona.	Era	un	obseso	del	orden	y	nada	podía	causarle	mayor	placer	como	una
buena	oportunidad	para	emplear	el	potro	de	tortura,	pero	de	eso	nada	te	diré,	ya	que
sucedió	bastante	antes	de	mi	nacimiento.	Mi	primer	recuerdo	suyo	es	después	de	que
sucediese	 el	 ya	 mencionado	 fracaso	 militar,	 cuando	 ya	 se	 había	 retirado	 de	 la	 vida
activa	 con	 bastante	 desgracia,	 por	 cierto.	 Cuando	 tenía	 unos	 doce	 años,	 mis	 padres
murieron	y	como	el	viejo	general	no	tenía	ningún	pariente	de	quien	ocuparse,	tomó	a
su	cargo	toda	mi	educación,	y	a	su	muerte	me	dejó	en	herencia	como	sola	heredera,
una	pensión	de	unas	30	000	libras	esterlinas	al	año.
    Vivía	 en	 una	 tranquila	 casa	 de	 campo,	 a	 unas	 veinte	 millas	 de	 Londres,	 donde
pasé	 los	 primeros	 meses	 de	 mi	 vida	 de	 huérfana,	 con	 sólo	 su	 gobernanta,	 Mrs.
Mansell,	 y	 dos	 sirvientas,	 Jane	 y	 Jemima.	 El	 viejo	 general	 estaba	 en	 Holanda
buscando,	según	supe	más	tarde,	ediciones	originales	sobre	las	prácticas	de	Cornelio
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Hadrien,	 obra	 curiosa	 sobre	 la	 flagelación	 de	 penitentes	 religiosos,	 escrita	 por	 su
padre	confesor.
    Cuando	 volvió	 estábamos	 en	 mitad	 del	 verano	 y	 pronto	 me	 di	 cuenta	 de	 que	 la
libertad	 de	 que	 había	 gozado	 se	 vería	 bastante	 recortada.	 Dio	 órdenes	 para	 que	 no
cortara	las	flores	ni	los	frutos	del	jardín,	así	como	que	me	impartiría	diariamente	una
lección	 él	 mismo.	 Al	 principio	 eran	 tolerablemente	 sencillas,	 pero	 gradualmente
aumentaron	 en	 dificultad,	 y	 ahora,	 después	 de	 varios	 años,	 es	 cuando	 puedo
comprender	 llanamente	 sus	 tácticas	 de	 cordero	 y	 lobo,	 por	 medio	 de	 las	 cuales	 yo
terminaría	cayendo	bajo	su	disgusto,	en	apariencia,	justamente	asumido.
    Lo	 que	 me	 daba	 mucho	 placer	 entonces	 era	 su	 decidida	 objeción	 al	 luto,	 o	 a
cualquier	cosa	que	fuese	sombría	en	mi	vestido.	Decía:
    —A	 tus	 padres	 ya	 les	 has	 mostrado	 bastante	 respeto	 vistiendo	 de	 negro	 durante
meses,	y	ahora	debes	vestir	como	es	propio	de	una	señorita	de	futuro	inmejorable.
    Aunque	 casi	 nunca	 nadie	 venía	 a	 visitarnos,	 y	 cuando	 eso	 sucedía	 siempre	 era
algún	 viejo	 militar	 conocido	 suyo,	 yo	 poseía	 montones	 de	 vestidos	 nuevos	 y
elegantes,	 así	 como	 ropa	 interior,	 toda	 llena	 de	 encajes	 finísimos,	 etcétera,	 y	 no	 se
debe	 olvidar	 un	 par	 de	 ligas	 bellísimas,	 con	 bordados	 dorados,	 que	 insistía	 en	 que
llevara	 siempre	 encima,	 y	 obligándome	 a	 dejarle	 ponérmelas,	 sin	 reparar	 en	 mi
confuso	 sonrojo,	 mientras	 pretendía	 arreglarme	 los	 calzones	 y	 faldas	 después,	 al
tiempo	que	meramente	observaba:
    —Qué	tipo	tan	bonito	vas	a	tener,	si	por	casualidad	alguien	tiene	que	desnudarte
para	castigarte.
    Pronto	mis	lecciones	se	volvieron	más	difíciles	y	difíciles,	hasta	tal	punto	que	casi
no	podía	estudiarlas.	Un	día	me	reconvino:
    —¡Oh,	Rosa,	Rosa!	¿Por	qué	no	tratas	de	ser	mejor	chica?	¡No	quiero	castigarte!
    —Pero,	abuelo,	¿cómo	quieres	que	aprenda	tanto	francés,	con	lo	horrible	que	es,
cada	día	sin	parar?	Tengo	la	seguridad	de	que	nadie	puede	hacer	tal	cosa.
    —Cállate,	Miss	Pert.	Yo	soy	mejor	juez	que	no	una	mocosa	como	tú.
    —Pero,	querido	abuelo,	bien	sabes	cuánto	te	quiero	y	que	hago	todo	lo	que	puedo
por	complacerte.
    —Bien,	prueba	tu	amor	y	diligencia	en	el	futuro,	o	tus	posaderas	probarán	lo	que
es	el	abedul.	Yo	ya	estoy	listo	para	ello	—me	respondió	duramente.
    Pasó	otra	semana,	durante	la	cual	no	pude	evitar	el	observar	un	fuego	chispeante
y	singular	en	sus	ojos,	siempre	que	aparecía	en	traje	de	noche	para	la	cena	(siempre
cenábamos	 en	 silencio,	 pero	 vestidos	 de	 etiqueta),	 y	 llegó	 a	 sugerirme	 que	 debía
llevar	un	pequeño	ramo	de	flores	entre	los	pechos,	para	que	contrastasen	con	mi	cutis.
    Pero	 el	 clímax	 se	 acercaba.	 No	 escaparía	 mucho	 tiempo	 a	 él;	 de	 nuevo	 me	 dijo
que	 había	 cometido	 una	 falta	 y	 me	 dio	 lo	 que,	 seriamente,	 llamó	 mi	 última
oportunidad.	Mis	ojos	se	llenaron	de	lágrimas	y	temblé	al	ver	su	vieja	y	severa	cara,
pues	sabía	que	cualquier	protesta	por	mi	parte	sería	inútil.
    La	 perspectiva	 del	 castigo	 me	 puso	 muy	 nerviosa.	 Sólo	 con	 mucha	 dificultad
                                  ebookelo.com	-	Página	30
podía	atender	mis	lecciones,	y	al	segundo	día	me	deshice	completamente	en	llanto.
     —¡Oh!	 ¡No!	 ¿A	 esto	 hemos	 llegado,	 Rosie?	 —dijo	 el	 viejo	 general—.	 No	 hay
nada	que	hacer.	Tienes	que	ser	castigada.
     Tocando	la	campana	para	llamar	a	Mrs.	Mansell,	le	dijo	que	tuviera	listo	el	cuarto
de	 los	 castigos	 y	 a	 todas	 las	 sirvientas,	 para	 cuando	 él	 las	 necesitase,	 ya	 que	 sentía
decirle	que	«Rosa	es	tan	haragana,	y	cada	día	va	de	mal	en	peor	con	sus	lecciones»,
que	 ahora	 tendría	 que	 meterla	 severamente	 en	 un	 puño	 o	 si	 no	 sería	 una	 malcriada
toda	la	vida.
     —Bien,	 mala	 chica	 —me	 dijo,	 mientras	 la	 gobernanta	 se	 retiraba—.	 Vete	 a	 tu
habitación	 y	 reflexiona	 sobre	 tu	 haraganería	 y	 por	 qué	 te	 ha	 llevado	 al	 sitio	 donde
ahora	te	encuentras.
     Llena	 de	 indignación,	 confusión	 y	 vergüenza,	 corrí	 a	 mi	 cuarto.	 Cerré	 la	 puerta
con	 el	 pestillo,	 determinada	 como	 estaba	 a	 que	 tuviesen	 que	 echar	 la	 puerta	 abajo
antes	de	prestarme	a	ser	expuesta	públicamente	ante	dos	criadas.	Me	tiré	en	la	cama	y
di	rienda	suelta	a	mis	lágrimas,	por	lo	menos	durante	dos	horas,	pues	esperaba	a	cada
momento	la	temida	llamada	del	instrumento	de	castigo	del	viejo,	como	él	mismo	lo
llamaba,	pero	nadie	me	molestó	y	por	fin	llegué	a	la	conclusión	de	que	sólo	era	un
plan	para	asustarme,	así	me	fui	sumiendo	en	un	reconfortante	sueño.	Una	voz	tras	la
puerta	me	despertó,	y	reconocí	que	era	la	de	Jane,	que	me	decía:
     —Miss	Rosa,	Miss	Rosa,	llegará	tarde	a	la	cena.
     —No	cenaré,	Jane;	si	es	que	me	van	a	castigar.	Vete,	déjame	sola	—le	susurré	por
el	ojo	de	la	cerradura.
     —¡Oh!	 Miss	 Rosie,	 el	 general	 ha	 pasado	 toda	 la	 tarde	 en	 el	 jardín	 y	 está	 de
bastante	 buen	 humor;	 quizás	 se	 haya	 olvidado	 de	 todo,	 no	 le	 ponga	 furioso	 por	 no
querer	cenar;	déjeme	entrar,	rápido.
     Cautamente	quité	el	pestillo	y	la	dejé	que	me	ayudara	a	vestirme.
     —Alégrese,	Miss	Rosie;	no	parezca	aburrida,	baje	como	si	nada	hubiese	pasado,
es	muy	probable	que	todo	lo	haya	olvidado;	tiene	corta	la	memoria,	en	especial	si	se
pone	entre	los	pechos	este	pequeño	ramillete	de	flores	para	agradarle,	ya	que	nunca	lo
ha	hecho	desde	que	le	dijo	que	contrastaría	con	su	cutis.
     Así	animada,	hallé	a	mi	abuelo	con	buen	apetito,	y	como	si	su	«amargura	hubiese
desaparecido»,	casi	ignorando	que	poco	después	sería	destrozada	en	pedacitos.
     Muy	 agradablemente	 pasó	 la	 cena,	 pues	 mi	 abuelo	 solía	 hacer	 de	 ella	 un	 gran
alboroto,	tomando	varios	vasos	de	vino.	En	medio	de	los	postres	pareció	observarme
con	 un	 interés	 singular,	 y	 por	 fin	 pareció	 darse	 cuenta	 del	 pequeño	 ramo	 de	 rosas
blancas	y	damasquinas	que	llevaba.	Dijo:
     —Eso	 está	 muy	 bien,	 Rosa;	 veo	 que	 has	 llevado	 a	 cabo	 mi	 sugerencia	 del
ramillete	 por	 fin;	 mejora	 mucho	 tu	 apariencia,	 pero	 nada	 comparable	 a	 lo	 que	 mi
abedul	 te	 hará	 en	 tus	 pícaras	 posaderas,	 que	 pronto	 se	 parecerán	 a	 hermosos
melocotones,	y	este	es	el	momento	—dijo,	llamando	con	la	campana.
     Casi	 desmayada	 y	 como	 sin	 creerle,	 corrí	 a	 la	 puerta,	 pero	 justo	 a	 tiempo	 para
                                   ebookelo.com	-	Página	31
caer	en	los	brazos	de	la	fuerte	Jemima.
    —Ahora	 hacia	 el	 instrumento	 del	 castigo;	 adelante,	 Jemima,	 con	 la	 culpable;
bien	cogida	la	tienes.	Mrs.	Mansell	y	Jane,	venid	—dijo	mientras	estas	aparecían	al
fondo.
    La	resistencia	fue	inútil.	Pronto	me	llevaron	a	un	cuarto	de	desahogo	al	que	nunca
había	entrado;	tenía	muy	pocos	muebles,	salvo	una	alfombra	y	una	silla	muy	cómoda,
pero	de	las	paredes	colgaban	varios	atados	de	varas,	y	en	una	esquina	había	una	cosa
que	recordaba	una	escalera,	pero	cubierta	con	bayeta	roja,	que	tenía	seis	anillos,	dos
en	el	medio,	dos	en	la	parte	inferior	y	dos	en	la	superior.
    —Amarradla	al	caballo	y	preparaos	para	el	castigo	—dijo	el	general,	mientras	se
sentaba	en	la	silla	y	miraba	toda	la	operación	con	deleite.
    —Venga,	Rosa,	no	ocasione	molestias	y	no	haga	que	su	abuelo	se	enfurezca	más
—dijo	Mrs.	Mansell,	soltándome	el	corpiño—.	Quítese	el	vestido,	mientras	las	chicas
ponen	al	caballo	en	medio	del	cuarto.
    —¡Oh!	 ¡No!	 ¡No!	 No	 dejaré	 que	 me	 azoten	 —grité—.	 ¡Oh!	 ¡Señor!	 ¡Oh!
¡Abuelo!	Ten	misericordia	—dije,	arrojándome	de	rodillas	ante	el	viejo.
    —Vamos,	 vamos,	 de	 nada	 vale	 ahora	 ser	 buena,	 Rosa;	 es	 por	 tu	 propio	 bien.
Dejémonos	de	tonterías.	Mrs.	Mansell,	adelante	con	su	deber,	y	acabemos	con	asunto
tan	 doloroso.	 No	 llevaría	 mi	 sangre	 si	 no	 es	 capaz	 de	 mostrar	 su	 valentía	 cuando
llegue	el	momento.
    Las	tres	mujeres	trataron	de	subirme,	pero	pataleé,	arañé,	y	mordí	todo	lo	que	me
rodeaba,	y	en	uno	o	dos	momentos	estuve	a	punto	de	vencerlas	con	mi	furia,	pero	mi
fuerza	 pronto	 se	 debilitó	 y	 Jemima,	 escocida	 por	 una	 mordida,	 me	 llevó	 en	 triunfo
vengativo	 hacia	 el	 espantoso	 aparato.	 Tan	 rápido	 como	 el	 pensamiento,	 ataron	 mis
pies	y	manos	a	los	anillos	superiores	e	inferiores.	El	caballo,	al	abrirse	hasta	el	piso,
hizo	que	mis	piernas	quedaran	bien	abiertas	al	atarme	los	tobillos	a	los	aros.
    Podía	oír	a	Sir	Eyre	cloqueando	de	deleite,	mientras	exclamaba:
    —¡Dios	 mío!	 Es	 una	 zorra,	 pero	 hay	 que	 librarla	 de	 lo	 malo.	 Es	 una	 Coote	 de
cuerpo	entero.	¡Bravo,	Rosie!	Bien,	acabad	de	prepararla,	¡pronto!
    Me	 sometí	 con	 honda	 desesperanza,	 mientras	 mi	 vestido	 destrozado	 y	 mi	 ropa
interior	era	atada	alrededor	de	mis	hombros;	mas	cuando	empezaron	a	quitarme	los
calzones,	mi	furia	estalló	de	nuevo,	y	volviendo	la	cabeza,	vi	al	viejo,	su	severo	rostro
brillante	 de	 animado	 placer,	 moviendo	 en	 su	 mano	 derecha	 un	 ramito	 de	 varas	 de
abedul.	 La	 sangre	 me	 hervía	 y	 el	 culo	 me	 temblaba,	 anticipándose	 a	 los	 azotes,	 en
especial	 cuando	 Jemima	 tiró	 de	 mis	 calzones	 hasta	 casi	 mis	 rodillas	 y	 me	 dio	 un
agudo	 tortazo	 en	 las	 nalgas,	 como	 para	 anticiparme	 lo	 que	 me	 esperaba.	 Entonces
grité	claramente:
    —Debes	ser	una	bestia	vieja	y	cruel	si	permites	que	así	me	traten.
    —¡Sin	 duda,	 una	 vieja	 bestia!	 —me	 respondió	 el	 viejo,	 saltando	 de	 pasión—.
Ahora	veremos	qué	opinas	tú;	quizás	quieras	excusarte	dentro	de	poco	tiempo.
    Vi	cómo	avanzaba.
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     —¡Oh!	 ¡Misericordia!	 ¡Misericordia!	 ¡Señor,	 no	 quise	 decir	 tal	 cosa!	 Ellas	 me
han	hecho	mucho	daño,	no	pude	evitar	decir	tal	cosa.
     —Este	es	un	caso	realmente	serio	—dijo,	dirigiéndose,	por	lo	visto,	a	las	demás
—.	Es	haragana,	violenta	y	mala,	y	hasta	me	insulta;	a	mí,	a	su	tutor	de	sangre,	en	vez
de	tratarme	con	el	respeto	que	me	debe.	No	hay	otra	alternativa,	el	único	remedio,	a
pesar	 de	 lo	 doloroso	 que	 sea	 la	 escena	 para	 nosotros,	 es	 infligirle	 el	 castigo,	 el
llevarlo	a	cabo,	pues	es	cuestión	de	deber,	si	no	la	muchacha	será	una	piltrafa.	Nunca
ha	sabido	lo	que	es	obedecer	de	verdad	en	toda	su	vida.
     —¡Oh!	 Abuelo,	 castígame	 de	 cualquier	 otra	 forma,	 pero	 no	 de	 esta.	 ¡Sé	 que	 no
podré	soportarlo;	es	demasiado	cruel!	—gimoteé	entre	las	lágrimas.
     —Niña,	esas	lágrimas	de	cocodrilo	no	me	afectan;	tienes	que	sentir	lo	que	es	el
escozor.	Si	te	soltasen	ahora,	te	reirías	de	todos	nosotros,	y	sería	peor	que	antes.	Jane,
póngase	a	un	lado,	no	perdamos	más	tiempo.
     Y	 así	 diciendo,	 dejó	 que	 la	 vara	 bailase	 en	 el	 aire,	 hasta	 que	 sonó	 su	 golpe.
Supongo	 que	 era	 una	 forma	 de	 que	 nadie	 se	 le	 interpusiera,	 ya	 que	 no	 me	 tocó;	 en
efecto,	hasta	este	momento,	me	había	tratado	como	trata	un	gato	al	pobre	ratón	que
sabe	que	no	podrá	escapar,	y	que	puede	devorarlo	en	cualquier	momento.
     Pude	ver	lágrimas	en	los	ojos	de	Jane,	pero	Jemima	tenía	una	sonrisa	maligna	en
su	 rostro,	 y	 Mrs.	 Mansell	 parecía	 muy	 seria.	 Pero	 no	 quedaba	 tiempo	 para
reflexiones;	al	momento	siguiente	sentí	un	golpe	escociente,	pero	no	muy	fuerte,	en
las	caderas,	luego	otro,	y	otro,	en	una	sucesión	bastante	rápida,	pero	no	lo	bastante
rápida	 como	 para	 que	 yo	 pensase	 que	 quizás,	 después	 de	 todo,	 no	 eran	 tan	 malos
como	 temiera,	 por	 lo	 tanto,	 apretando	 los	 dientes	 sin	 decir	 palabra,	 me	 decidí	 a	 no
dejar	 escapar	 ni	 la	 más	 leve	 indicación	 de	 mis	 sentimientos,	 hasta	 donde	 me	 fuera
posible.	 Todo	 esto	 y	 muchas	 cosas	 más	 me	 cruzaron	 por	 la	 mente	 antes	 de	 que
hubiese	 recibido	 seis	 azotes.	 El	 culo	 todo	 me	 temblaba	 y	 me	 parecía	 que	 la	 sangre
corría	 como	 un	 rayo	 por	 las	 venas	 con	 cada	 nuevo	 azote.	 Sentía	 que	 mi	 cara	 sufría
tanto	como	mis	nalgas.
     —Bien,	 coño	 haragán	 —dijo	 el	 general—,	 ¿empiezas	 a	 sentir	 los	 frutos	 de	 tu
conducta?	¿Volverás	a	llamarme	vieja	bestia?	—y	con	cada	nueva	frase	me	impartía
un	nuevo	latigazo.
     Mi	 valentía	 aún	 sostenía	 mi	 resolución	 de	 no	 gritar,	 pero	 esto	 sólo	 parecía
enfurecerle	más.
     —¡Por	el	diablo	que	eres	testaruda	y	fuerte!	—continuó—.	Tenemos	que	domarte.
No	creas	que	voy	a	ser	dominado	por	una	mierda	como	tú.	Toma	más	y	más	y	más.
     Y	 me	 azotaba	 con	 creciente	 energía,	 concluyendo	 con	 un	 terrible	 golpe	 que	 me
arrancó	 la	 piel,	 tensa	 y	 restallante.	 Creí	 que	 otro	 golpe	 semejante	 haría	 que	 me
manase	la	sangre,	pero	de	pronto	se	detuvo	en	su	furia,	como	si	le	faltase	el	aire,	pero,
como	ahora	sé	bien,	sólo	lo	hizo	para	prolongar	su	propio	placer	exquisito.
     Pensando	 que	 todo	 había	 acabado,	 le	 rogué	 que	 me	 dejase	 marchar,	 pero	 para
tristeza	mía	pronto	me	di	cuenta	que	me	había	equivocado.
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     —Aún	no,	aún	no,	mala	chica;	no	has	recibido	aún	ni	la	mitad	de	tu	castigo	por
todos	tus	mordiscos,	arañazos	y	atrevimientos	—exclamó	Sir	Eyre.
     De	nuevo	la	odiada	vara	silbó	en	el	aire	y	me	cortó	la	carne	magullada,	tanto	en	el
culo	 como	 en	 las	 caderas,	 escociéndome	 y	 llevándome	 a	 la	 agonía,	 pero	 él	 parecía
tener	cuidado	para	no	derramar	sangre;	sin	embargo,	no	tenía	escapatoria,	sólo	era	su
deliberado	plan	de	ataque,	como	para	no	agotar	demasiado	pronto	a	su	víctima.
     —Muerde,	 araña	 y	 lucha	 contra	 mis	 órdenes	 de	 nuevo;	 vamos,	 a	 que	 no	 te
atreves.	Miss	Rosie,	ya	sabes	lo	que	he	de	esperar	de	ti	la	próxima	vez.	No	mereces
misericordia,	 tu	 haraganería	 era	 bastante	 mala,	 pero	 tu	 conducta	 tan	 necia	 es	 aún
peor;	creo	que	hubieras	sido	capaz	de	matar	a	alguien	con	tu	furia.	Venga,	muerde,
araña,	lucha,	¡eh!	Muerde,	¿por	qué	no	lo	haces?
     Así	hablaba	el	viejo,	calentándose	cada	vez	más	en	su	ataque,	mientras	mi	sangre
corría	por	mis	pobres	caderas.
     Cada	nuevo	azote	era	una	agonía	espantosa,	y	debí	de	haberme	desmayado,	pero
su	forma	de	hablar	actuaba	en	mí	como	si	fuese	cordial,	además	del	dolor	que	sentía,
una	calidez	y	excitación	muy	agradable,	imposible	de	describir,	me	fue	llenando,	cosa
que	 sin	 duda	 tú,	 querida	 amiga,	 debes	 de	 haber	 sentido	 cuando	 estabas	 bajo	 mi
disciplina.
     Pero	toda	mi	fortaleza	no	pudo	suprimir	más	tiempo	mis	suspiros	y	gritos,	y	por
fin	 creí	 morir	 bajo	 la	 tortura,	 a	 pesar	 de	 la	 exquisita	 sensación	 que	 con	 ella	 se
mezclaba,	y	a	pesar	de	mis	ayes	y	gritos	tensos,	no	volví	a	pedir	misericordia.	Mis
solos	pensamientos	se	ocupaban	del	deseo	de	vengarme,	de	cómo	me	gustaría	azotar
y	cortar	en	pedazos	a	todos,	especialmente	al	general	y	a	Jemima,	y	hasta	a	la	pobre	y
llorosa	 Jane.	 Sir	 Eyre	 parecía	 olvidar	 su	 edad	 y	 seguía	 su	 labor	 tremendamente
excitado.
     —¡Condenada!	 ¿No	 vas	 a	 pedir	 misericordia?	 ¿No	 te	 excusarás	 tú,	 putita	 de
barrios?	—silbaba	entre	los	dientes—:	Eres	más	fuerte	y	obstinada	que	toda	la	familia
junta,	una	verdadera	astilla	de	tal	palo.	Pero	no	soportaría	que	esta	diabla	me	pegase,
Mrs.	Mansell,	eso	sí	que	no	podría	aguantarlo.
     —¡Vaya!	¡Vaya!	¡Vaya!	—gritó,	y	por	fin	el	viejo	asqueroso	dejó	caer	la	vara	de
su	mano,	mientras	se	hundía	exhausto	en	la	silla.
     —Mrs.	Mansell	—resolló—,	dele	una	buena	azotaina,	una	media	docena	más,	con
una	vara	nueva,	para	ver	si	acabamos	con	ella,	y	que	sepa	de	una	vez	que	aunque	ella
puede	agotar	a	un	viejo,	siempre	habrá	otros	brazos	fuertes	que	le	administren	justicia
a	culo	tan	atrevido.
     La	gobernanta,	obedeciendo	a	su	mandado,	tomó	una	vara	nueva	de	abedul	y	me
golpeó	deliberadamente,	contando	uno,	dos,	tres,	cuatro,	cinco,	seis	(sus	golpes	eran
fuertes,	pero	parecíame	que	no	escocían	tanto	como	los	del	viejo).
     —Ya	 está	 —y	 me	 dijo—:	 Miss	 Rosa,	 podía	 haber	 puesto	 más	 empeño	 en	 esta
labor,	pero	le	tengo	lástima,	pues	es	la	primera	vez.
     Casi	 muerta,	 y	 terriblemente	 herida,	 pero	 también	 victoriosa,	 tuvieron	 que
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llevarme	 a	 mi	 habitación.	 Pero	 ¿qué	 victoria?	 Toda	 destrozada	 y	 sangrante	 como
estaba,	y	además	con	la	certeza	de	que	el	viejo	general	renovaría	su	ataque	tan	pronto
como	tuviera	la	más	rápida	oportunidad.
     La	pobre	Jane	sonrió	y	lloró	sobre	mis	nalgas	laceradas,	mientras	me	lavaba	con
árnica	 y	 agua	 fría;	 parecía	 estar	 acostumbrada	 a	 estos	 asuntos,	 pues	 cuando	 iba	 a
retirarse	 a	 descansar	 conmigo	 (pues	 hice	 que	 durmiéramos	 juntas)	 le	 pregunté	 si	 a
menudo	había	atendido	y	curado	culos	sangrantes	anteriormente.
     —Sí,	Miss	Rosie,	pero	debe	guardarme	el	secreto	y	hacer	como	si	nada	supiera.
Hasta	 a	 mí	 misma	 me	 han	 azotado,	 pero	 no	 de	 tal	 forma	 como	 a	 usted,	 aunque
siempre	es	cruel.	A	todas	nos	gusta	después	de	la	primera	o	segunda	vez,	en	especial
si	no	nos	hacen	sangrar	mucho.	La	próxima	vez	deberá	pedir	misericordia	a	viva	voz,
ya	que	esto	complace	al	viejo,	y	así	no	se	pondrá	tan	furioso.	Está	tan	mal	y	cansado
después	 de	 la	 tunda	 que	 le	 dio	 que	 Mrs.	 Mansell	 iba	 a	 mandar	 a	 buscar	 al	 médico,
pero	Jemima	dijo	que	unos	cuantos	azotes	le	mejorarían	y	le	descargarían	de	sangre
la	 cabeza;	 así	 que	 se	 los	 han	 proporcionado,	 hasta	 que	 volvió	 en	 sí	 y	 rogó	 que	 lo
liberasen.	Además,	como	de	verdad	da	gusto	que	lo	azoten	a	uno,	es	cuando	encima
el	 viejo	 se	 saca	 la	 polla	 y	 quiere	 jodienda,	 entonces	 sí	 que	 de	 verdad	 es	 estupendo,
pero	ya	lo	probará	con	el	tiempo.	Ya	verá	qué	clase	de	nabo	se	gasta	el	tío.
     Así	terminó	mi	primera	lección.	En	otras	cartas	te	contaré	cómo	me	fue	con	Jane,
cómo	continué	mi	lucha	con	el	general,	mis	aventuras	en	la	escuela	de	Mrs.	Flaybum,
mi	propia	disciplina	desde	que	me	dejaste	sola	y	lo	rico	que	es	joder	y	ser	azotada	al
mismo	tiempo.
     Con	todo	mi	cariño,	querida	Nellie.
                                                                              Tu	amiga	afectuosa,
                                                                            ROSA	BELINDA	COOTE
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