El camino
hacia el Sol
abraham
valdelomar
colección primer folio
colección primer folio
colección primer folio
El camino
hacia el Sol
Abraham Valdelomar
Reservados todos los derechos
© Pontificia Universidad Javeriana
isbn: 978-958-716-817-4
Número de ejemplares: 1000
Impreso y hecho en Colombia | Printed and made in Colombia
Editorial Pontificia Universidad Javeriana
Carrera 7 nº 37-25, oficina 1301
Teléfono: 3208320 ext. 4752
www.javeriana.edu.co/editorial
Primera edición: abril del 2015
Bogotá, D. C.
Directora de la colección | Pamela Montealegre Londoño
Diseño de páginas interiores | Boga, Cortés & Triana
Diagramación | Diego Cortés Guzmán
Impresión | Javegraf
Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito
de la Pontificia Universidad Javeriana.
El camino
hacia el Sol
Abraham Valdelomar
El camino hacia el Sol
Abraham Valdelomar
Se ve al final de esta leyenda señorear sobre las
momias sepultas la serenidad; e intervienen en su
desarrollo cosas inefables e infinitas: la Fe, el Amor, el
Mar, el Crepúsculo y la Muerte, dueña y señora de todo
lo que existe y anima.
Cuando Sumaj, con esa reposada placidez que da el descan-
so de una labor tenaz, cantando un airecillo dulce, volvía a la
ciudad, desde la tierra que le fuera acordada para su matri-
monio con Inquill, declinaba el Sol. Cruzábase en el camino
a cada instante con los labradores que, como él, tornaban de
la faena agreste; apartábanse un poco, inclinaban la cabeza,
y decíanle en tono respetuoso:
— Viracochay...
Así llegó a la ciudad y a la Calle del Oro que descen-
diendo, estrecha y recta, iba a terminar en la Plaza del Sol.
a b r a h a m va l d e l o m a r
Desde allí se dominaba la población, y Sumaj pudo ver un es-
pectáculo inusitado en el Imperio. Una muchedumbre, en la
cual distinguía trajes de todos los linajes, invadía la Intipam-
pa. Algo grave debía ocurrir. Apuró el paso, y al desembocar
en la plaza un clamor se elevó en todos los labios y todos los
ojos se fijaron en la calle del Antisuyu, donde apareció la figu-
ra de un chasqui, que avanzaba de prisa.
— ¡Otro chasqui! ¡Otro chasqui!...
El mensajero llegó a la plaza, abriéronle camino y los al-
cahuizas lo introdujeron a la casa del curaca. Entonces supo
Sumaj que en la tarde había llegado un chasqui; que habían
sido llamados precipitadamente los amautas; que aunque los
sacerdotes no habían dicho nada, en el pueblo se sabía que
enemigos poderosos y extraños habían invadido el Imperio;
que eran hombres raros, hijos del mar y del demonio; que la
profecía de Huaina Cápac iba a cumplirse; que el bastardo
Atahuallpa estaba preso; que los invasores habían asesinado
al Inca Huáscar, saqueando el Cuzco y llevándose los tesoros
del templo y los palacios; que sabiendo que allí, en la ciudad,
los había, iban a invadirla y asolarla.
Sumaj entró en la casa del curaca, entre la doble fila de
alcahuizas. El noble joven presentía un peligro inmediato
e inexorable. En la plaza, la inquietud aumentaba. A gritos
se comentaban sucesos inverosímiles. Creían algunos que
la invasión de los extranjeros era encabezada por el mismo
Atahuallpa, el bastardo que había llamado en su auxilio
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a los hijos del diablo para vencer a su hermano Huáscar.
Se contaban anécdotas de sus infernales planes. Se recor-
daba que el demonio lo había convertido en culebra para
que escapara de la prisión de Tumeypampa, donde fuera
vencido por los ejércitos de Huáscar. Algunos empezaron a
llamar al curaca a grandes voces, y crecía el clamoreo de la
muchedumbre cuando surgió otro grito que heló la sangre y
paralizó toda acción:
— ¡Otro chasqui! ¡Otro chasqui!...
El mensajero, en lo alto de la calle del Chinchaysuyu,
venía con los brazos extendidos y pronto sus lamentaciones
cayeron como rayos en el pueblo reunido.
— ¡Desgracia! ¡Desgracia! ¡Desgracia!...
Entonces la confusión fue espantosa. Atropellábanse
las gentes, corrían unos a sus casas, llamábanse otros a gran-
des voces, las muchedumbre se mecía como una inmensa ola
y un sordo clamor, mezclado de gritos, lamentaciones y llanto
invadió la plaza. Quejábanse las mujeres con sus niños atados
a la espalda, nombraban los padres a sus hijos, buscábanse a
la distancia en la confusión y nadie podía salir de aquel labe-
rinto sonoro. Las espantadas gentes solo pronunciaban, páli-
dos y transformados los rostros por el temor, una sola frase:
— ¡Los hijos de Supay!... ¡Los extranjeros!...
En ese instante salieron de la casa del curaca los amau-
tas, y hablaron al pueblo desde la escalinata del edificio de
piedra. Un silencio trágico invadió el ambiente y entonces el
el camino hacia el sol
a b r a h a m va l d e l o m a r
tucuiricuc, el mensajero del Inca que visitaba ocasionalmen-
te aquel ayllo, dijo:
— Hijos del Sol, el Imperio está en peligro. Se ha cum-
plido el oráculo. La ciudad sagrada ha sido destruida por los
extranjeros. El Inca, el hijo del Sol, el padre de los hombres,
ha sido asesinado por los hijos de Supay...
No pudo continuar. Un sordo clamor se elevó al cielo.
Gritos de dolor salieron de todas las bocas. Arrojábanse al
suelo las mujeres y lloraban desesperadamente. Mesában-
se los cabellos, maldecían a los extranjeros y por un largo
espacio de tiempo solo se oyó el intenso sollozo de aquella
multitud que se sentía herida por las extrañas fuerzas de un
destino adverso. El tucuiricuc continuó:
— Ya no tenemos Inca. Es preciso buscar el amparo del
Sol. Los enemigos vienen. Llegarán pronto. Preparad vuestros
menesteres y esperad las órdenes del curaca y del Consejo…
Entonces descendieron los camayocs y con gran trabajo
dispusieron que cada grupo volviera a su barrio. Dieron órde-
nes, y cuando el Sol se ocultó, la plaza del Inti se encontraba
desierta. Aquel día no ardieron los mecheros, la sombra in-
vadió la ciudad y solo se veía cruzar a ratos a mensajeros de
prisa, a soldados, y a uno que otro noble. Solo en la cúspide
del cerro sagrado que dominaba el pueblo ardieron fogatas y
se hicieron sacrificios que oficiaban los sacerdotes. Algunos
mozos, muchas vírgenes y mujeres de la nobleza se habían
enterrado vivas para acompañar al Inca en su viaje y servirle
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durante el camino. Entre ellas se habían sepultado la hija del
curaca y veinte mamacunas. En la casa del curaca el consejo
duró hasta muy tarde y a media noche salieron los jefes y ha-
blaron a los camayocs. Habían acordado pedir auxilio al Sol.
Era necesario ir adonde el Inti y abandonar el pueblo. Debían
llevar consigo todas sus riquezas y ganados, sus trajes y sus
utensilios. Los jefes se detenían en la puerta de la casa de cada
guaranga camayoc, daban sus órdenes y seguían su camino.
Los camayocs debían ordenar cada uno sus cuarenta subor-
dinados y tenerlos pronto para el gran viaje.
II
Cuando las sombras empezaron a hacerse transparentes y
ya en la hierba brillaba el rocío, empezaron a salir en silencio
todas las familias. Pronto las plazas estuvieron invadidas por
los grupos que con su jefe a la cabeza esperaban las órdenes
del curaca. Entre la multitud, las vicuñas alzaban sus cabezas
inquietas; los aljos, especie de perros, merodeaban mudos, al
pie de los rebaños; tendíanse a descansar, agrupadas, las al-
pacas de sedosa piel, y las llamas, cimbreándose bajo el peso
de las cargas, caminaban a menudos y femeninos pasos entre
los emigrantes. Un silencio, que apenas interrumpían entre-
cortados sollozos o el llanto de los niños, dominaba el pueblo.
el camino hacia el sol
a b r a h a m va l d e l o m a r
La luz empezaba a asomar. Los guaranga camayocs dijeron
que el pueblo saldría después de entonar el himno al Sol.
Aquél sería el último illarimuy. La idea de dejar para siempre
los lares entristecía todos los corazones.
Preguntábanse las gentes adónde irían. Los ancianos
respondían:
— Vamos en pos del Sol. Él no nos abandonará. Él nos
recibirá en sus mansiones...
— ¿Y quién conoce el camino para llegar al Sol?...
— ¿Quién sabe dónde está el Sol?...
— ¿Por dónde se va al Sol?...
— Yo he soñado -dijo una joven- yo he soñado que se
va por un camino de molles florecidos, a cuyos lados corren
arroyos transparentes y en cuyas ondas van pasando los días,
las horas, las lunas y los raymis; que todo el camino lo ilu-
minan sus rayos, es un sendero largo, muy fresco, y a ambos
lados están los palacios de los Emperadores; una música de
antaras acompaña a los que van caminando, y no se siente el
peso del cuerpo ni el cansancio del camino...
— El Sol está detrás de las montañas. Yo he oído decir a
uno de los enviados del Inca –dijo un alfarero– que más allá
de las punas existe un gran río sin orillas y que en él se acuesta
todas las noches el Sol...
— Sí, eso es verdad. El curaca ha dicho que él lo vio dor-
mirse en esa gran laguna, cuando fue a Pachacámac a consul-
tar el oráculo y a purificarse. El curaca ha contado a mi padre
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que para ir a Pachacámac pasó primero por la Ciudad Sagrada
y que después de sesenta jornadas llegó al Valle del Oráculo;
que allí los peregrinos se detienen delante de las murallas y
que después de los tres días de ayuno, pueden pisar la tierra
del Templo de Dios de la Laguna. Y le dijo que el Oráculo está
frente a la orilla de esa gran laguna en la cual se acuesta el Sol.
Dice que es verde, que brama y que sus aguas se comen a los
hombres; que sus orillas rodean todo el Tahuantinsuyu. Allí
van, desde los más remotos pueblos, los más grandes señores
a saber sus destinos, y los que no pueden llevar la ofrenda ¡ay!,
esos nunca conocerán la suerte que el tiempo les depara...
Aparecieron los camayocs al precisarse el día. Una cla-
ridad inmensa que aumentaba por instantes anunció la llega-
da del Sol. En las sombras ya difusas empezaron a distinguir-
se unos a otros. Poco después el cerro se dibujó y en breve el
magno prodigio de la luz estalló en Oriente. El pueblo levantó
los brazos y se oyó, doloroso, el illarimuy. Cantaron todos
los hombres la salida del Sol y a poco se organizaba el desfile
hacia el remoto país ignorado.
III
Aquel trágico desfile, sin precedente en el Imperio, comenzó.
Solo el transporte de los mitimaes era comparable con este
el camino hacia el sol
a b r a h a m va l d e l o m a r
éxodo sublime. ¿Qué era el desfile de aquellos millares de
vencidos que abandonaban su pueblo, cuando los generales
habían perdido las batallas y ellos tenían que obedecer las
órdenes del Inca vencedor y trasladarse a otros países para
siempre? ¿Qué era el dejar sus hogares amados, sus tierras
fecundas, los lugares donde su niñez y su juventud se habían
deslizado y donde reposaban los huesos de sus padres, com-
parado con este otro éxodo?
Los mitimaes dejaban un pueblo para ir a otro, pero eran
llevados por los soldados del Inca y gozaban nuevamente de
tierras y de propiedades; pero ¿qué era el llorar de los más es-
forzados capitanes y el plañir doloroso de los niños y el trágico
silencio de los viejos al dejar sus rincones amados, la dulzura
de su cielo, el amor de sus árboles para ser trasladados a un país
desconocido, donde si bien encontraban el favor cariñoso de
los servidores del Inca, sabían en cambio que ya no volverían
nunca a su pueblo lejano? Eran fugaces dolores aquellos de
pasar de un país a otro bajo la autoridad del Inca, comparados
con este dolor inmenso de dejar para siempre el suelo amado,
muerto el Inca, destruido el Imperio, sin tener en la tierra a
quién dirigir sus invocaciones. Ahora el pueblo iba con sus ga-
nados y sus riquezas en pos de una ruta desconocida, guiado
solamente por la fe de sus ancianos y el amor al curaca.
Así comenzó el desfile. Iba a la cabeza el curaca, en
su silla de palma negra, en hombros de doce soldados. De-
trás iban los sacerdotes y los guerreros, las vírgenes del Sol
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y sus mamacunas; luego, los distintos linajes precedidos
de sus camayocs. Muchas mujeres llevaban en los hombros
sus huacamayos de colores brillantes, otras en las espal-
das, sus niños. Los enormes rebaños de llamas iban car-
gando las ropas y los menesteres, las riquezas, los ídolos,
los vasos, las armas, los atributos. Detrás de la comitiva
caminaban Sumaj e Inquill en silencio. Para nadie podía
ser más trágico el destino. Ellos habían visto desvanecerse
en un instante todos sus sueños de felicidad. Poco faltaba
para la fiesta del maíz, donde el Curaca en nombre del Inca,
habría unido a la amante pareja y se habrían instalado en
el terreno que ya labraba el joven. Los parientes tenían lis-
tos los dones y los regalos de la fiesta. Estaba edificada la
casa que hiciera la comunidad, los padres habían comprado
telas a los viajeros del norte, tenían hermosas vasijas del
Chimú y de Nazca, collares traídos de Rimactampu, hechos
de conchas tornasoles y vestidos de la montaña hechos con
plumas multicolores de aves raras. La heredad estaba cerca
del arroyo que descendía a la tierra designada, sin trabajo,
y esta esperaba, con los surcos abiertos, la semilla fresca y
bienhechora para multiplicarla entre sus muslos núbiles. Y
ellos habrían ido, cogidos de las manos, a echar en el surco
la semilla, habrían sembrado los árboles para que dieran
sombra a la amada cuando tejiera las telas para los desva-
lidos y preparara el alimento para los ciegos. los árboles
habrían crecido junto con los hijos, y ambos habrían dado
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a b r a h a m va l d e l o m a r
sombra a su vejez venturosa cuando llegara el frío de los
años y la vida fuera solo un dulce recuerdo. Por las tardes,
juntos, entre sus maizales rumorosos, mientras los papeles
hinchaban el surco en una fecundación pródiga y hermosa,
y la tierra se rajara y sus venas crecieran sobre el fruto que
se hinchaba como un vientre, ellos, bajo la honda paz del
cielo, adorarían al Sol y bendecirían al Inca que tanta feli-
cidad dispensaban.
Pero ahora el Destino les cerraba de golpe sus puertas
y el porvenir era trágico, inexorable y fatal. Iban detrás de la
caravana, pensativos y mudos. A veces ella sollozaba descon-
soladamente, y él no podía encontrar frases de consuelo para
acallar su dolor y la dejaba llorar, recostada la cabeza sobre
su duro pecho. Así iban caminando y así fueron pasando los
días. A veces venían los amigos de Sumaj y se acercaban para
consolarlos. Traían a la moza una fruta, una flor, una ave co-
gida al paso. El camino siempre era pesado y sin fin. Cuando
ella desfallecía, él la tomaba en sus brazos y la llevaba largos
trechos cargada. Extremaba su solicitud, le lavaba los pies al
encontrar un arroyo y enjugábalos luego. Cuando el frío era
intenso, y el pueblo se detenía, prendía enormes fogatas para
calentarla. Hacíale masticar coca, y cuando llegaban a una
fuente, le daba de beber en sus manos cóncavas. En los días de
mayor tristeza, cuando la sed comenzó a sentirse, por haber-
se el pueblo alejado más de lo prudente del río, él conseguía
de sus compañeros un poco de chicha para ofrecérsela.
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Caminaron largamente. A veces, cuando el cansancio
los rendía, deteníanse y tomaban un poco de agua del arroyo
más cercano, porque toda la chicha que había estaba destina-
da a los sacrificios. Su alimento era frugal. Un poco de coca, a
veces unas tortas de maíz o una fruta cogida en los valles leja-
nos o recibida de los pobladores del camino y guardada como
un tesoro. Los primeros días fueron tranquilos. De las aldeas
que encontraban, las gentes abandonaban sus casas y les se-
guían en su peregrinación. El pueblo peregrino iba detrás del
Sol. Seguía sus pasos. Y allí por donde el Sol se ocultaba, allí
encaminaba su cansada peregrinación. Así transcurrieron
veinte jornadas. Muchas ancianas se sentían extenuadas y
no deseando dar un paso más, acordaban ir a reunirse con
el Inca. Entonces, al crepúsculo se detenían en lo alto de un
cerro, los mozos cavaban una fosa, dábase a las mujeres que
no querían seguir las mágicas bebidas que insensibilizaban y
ellas, rodeadas de sus riquezas, de sus vasos, de chicha y de
maíz y de sus trajes de fiesta, disponíanse en humilde y re-
signada actitud dentro de la fosa, mientras el grupo de mozos
iba cubriendo sus cuerpos de tierra, ellas semidormidas iban
repitiendo las palabras del rito.
Así, aquel pueblo en su éxodo sublime hacia el Sol,
iba dejando sembrada la ruta incierta con los huesos de sus
padres y abuelos. Los mozos esperaban siempre en la fe de
los viejos y estos en la magnanimidad del Sol. Por las tar-
des, al crepúsculo, reuníase el pueblo y entonaba illarimuy,
el camino hacia el sol
a b r a h a m va l d e l o m a r
en medio de una solemnidad hermosa y sencilla. Las mujeres
lloraban; los mozos de cuadrada cara y salientes pómulos in-
vocaban en silencio a la divinidad. El himno terminaba con
las últimas claridades solares y el pueblo esperaba que al día
siguiente el Sol les abriría las puertas de su ciudad encanta-
da. Pero al día siguiente caminaban, febriles, de prisa, como
poseídos. Muchos no querían detenerse a tomar alimento y
apenas masticaban en el camino verdes hojas de coca. Algu-
nos, impacientes, acudían hasta el curaca y le preguntaban,
tratando de no dejar traducir el menor tono de desaliento:
— Taytay, ¿llegaremos pronto a la mansión del Sol?
¿Nos abrirá las puertas de su ciudad? ¿Nos defenderá contra
los blancos?...
Y el curaca respondía:
— E1 Sol nunca abandona a su pueblo. Algún pecado se
cometió en el reino cuando él ha mandado a esos animales
blancos y funestos en castigo. ¡Ah, Atahuallpa! ¡Atahuallpa!
¡Bastardo y extranjero!...
Otras veces, para distraerlos y para darles ánimo, des-
pués de hacer la oración, se reunían formando grandes cír-
culos con las improvisadas tiendas para pasar la noche, ro-
deados de sus rebaños, y el curaca o un amauta viejo les decía
cómo eran los dominios del Sol. Ellos escuchaban encanta-
dos y al calor de estos cuentos los niños se quedaban dormi-
dos y poco a poco los mozos y las mujeres, para levantarse de
nuevo al otro día, llenos de esperanzas. El país del Sol, donde
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iban a morar y a ser recibidos, era un inmenso país donde los
hombres vivían felices: departían diariamente con los Incas,
tenían trajes maravillosos, chichas desconocidas y exquisitos
manjares. Allí los frutos eran grandes y perfumados, las mu-
jeres eran mucho más bellas que las recogidas en el Cuzco.
Músicas divinas invadían el aire, pájaros de multicolores plu-
mas cantaban canciones exquisitas y tiernas. Todas las casas
eran de oro y piedras fantásticas, los lechos mullidos, y tenían
servidores diligentes y amables. Nada faltaba a los más exi-
gentes deseos y todo estaba iluminado con una luz radiante,
blanca como el algodón y transparente como la nieve que se
congela en las lagunas. La luz lo invadía todo, el cuerpo y el
alma, los objetos, las flores, los sueños, el amor y los deseos.
Era el reino de la luz, del oro, de la paz, de la felicidad.
Llegaron por fin a unas colinas donde el calor empe-
zó a reemplazar el frío de las punas. Aquello les pareció de
buen agüero, porque allí donde el clima era más cálido, debía
estar el comienzo de los dominios del Sol. Aquel día Inquill
se sintió alegre y rió. Así, animosos y fervientes, caminaban
largas jornadas a despecho del calor, e iban descendiendo a
los llanos. Las pocas aldeas que encontraban usaban distintos
trajes, las unjus eran casi transparentes. Todas las tardes, al
crepúsculo, entonaban la misma oración y la misma plegaria:
— ¡Oh Sol! ¡Oh, padre de nuestros padres y señores!
¡No abandones a tu pueblo y protégenos contra la furia de
Supay!...
el camino hacia el sol
a b r a h a m va l d e l o m a r
Una mañana, a la aurora, les pareció sentir una brisa
deliciosa y un extraño ruido apacible. No era un rugido de
pumas ni de multitudes, era algo confuso e ininteligible, pero
amoroso y lento. El ruido venía del lado del Sol y de la brisa.
Unos mozos se subieron a un montículo y al llegar a la cúspi-
de un solo grito admirable salió de sus labios:
— ¡Cocha! ¡Cocha! ¡Cocha!...
Todo el pueblo ascendió y pudo contemplar, en medio
de un sordo rumor de admiración y de entusiasmo, algo que
no había imaginado. Una laguna enorme, una laguna sin ori-
llas, suavemente azul, se distinguía a lo lejos. Era sin duda
alguna de la casa del Sol. La famosa laguna de que hablara el
curaca y hacia donde se encaminara para acostarse todas las
tardes el Inti. Aquella mañana se hizo el sacrificio de seis lla-
mas y se libó chicha en honor del Sol. Y la caravana siguió su
interminable peregrinación hacia el valle fecundo que se ex-
tendía a sus pies. Aquel valle estaba deshabitado y bravío. Y al
penetrar bajo sus árboles coposos y verdes reposaron algunos
días hasta que llegaron a las ansiadas orillas.
El entusiasmo del pueblo desapareció súbitamente.
¿Cómo irían ellos a atravesar ese inmenso río, para poder
llegar adonde estaba el Sol? La víspera estaban ciertos de
haberlo visto ocultarse entre las aguas; era, pues, seguro
que llegando al sitio donde lo vieron hundirse, entrarían en
su reino. Pero ¿cómo atravesar esa laguna verde, rugiente,
inmensa y enorme?...
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Acordaron esperar, convencidos de que el Sol no los
abandonaría. De un momento a otro creían ver aparecer por
el horizonte alguna balsa guiada por hijos del Sol, que ven-
drían por ellos para llevarlos al ansiado país. Así esperaron
unos días, haciendo todas las tardes sacrificios a la divinidad.
Pero una de ellas, el guardián de las provisiones avisó al cu-
raca que los víveres que tenían no alcanzarían sino para tres
días más, y que era bueno avisarlo al Sol para que enviase
pronto por su pueblo.
Detenidos junto a la orilla, los quechuas fueron poco a
poco entristeciéndose: nadie dudaba de que el Sol los salva-
ría, pero la paciencia iba tornándolos melancólicos y ellos no
veían llegar a los comisionados del Sol. Los días pasábanlos
explorando la orilla, buscando alguna puerta en el mar, escu-
chando lo que decían las olas, pero nada venía a sacarlos de
sus inquietudes. Al llegar el crepúsculo, acercábanse todos
hasta la orilla, y tanto que las olas les mojaban los pies, para
ver si en la estela crepuscular y dorada aparecía algún signo
de la bondad solar, pero el Sol se ocultaba en el mar y dejaba a
su pueblo abandonado esperando nuevamente.
Pasaron tres días. Economizando los alimentos y man-
dando a los guerreros en busca de caza pudieron sostenerse
aún dos días más. Al tercero fue necesario comer los ánades
secos que tenían destinados a polvos para perfumar los sa-
crificios y las ropas del curaca y de los amautas y sacerdotes.
Sumaj pudo coger aquel día un pez y lo trajo a Inquill, fresco
el camino hacia el sol
a b r a h a m va l d e l o m a r
y vivo, viscoso, con su plateado lomo y sus enormes ojos re-
dondos. Inquill, en medio de su tristeza y extenuación, hizo
palmas de alegría; ella nunca había visto un animal tan bello.
El hambre amenazó. La última tarde, la definitiva, la invoca-
ción al Sol se hizo llorando. De aquel pueblo creyente, que
ocupaba en la orilla una enorme extensión que adoraba el Sol
moribundo, salió un solo llanto conmovedor y sincero:
— ¡Padre! ¡Padre! ¡Padre!... ¡No abandones a tu pueblo!...
¡Padre, dinos el camino de tu reino maravilloso!
Pero nadie contestaba aquel grito de dolor y de deses-
peranza, y a medida que el Sol se iba ocultando, el llanto cre-
cía y dominaba el rugir del mar. Hubo un momento, aquel en
que el Sol besó la línea del horizonte, en que ellos esperaron
ver salir al Sol y hablarles con la misma bondad generosa que
a Manco Cápac, y suspendieron sus lamentaciones; pero,
breve e indiferente, el enorme disco de oro se ocultó en el
mar. Entonces arrojáronse al suelo y lloraron inconsolables.
Llamábanse unos a otros. Los niños, abrazados a sus padres,
lloraban con un extremo gesto de terror y por largo tiempo,
solo se oyeron, en aquella orilla desolada, sollozos y lamen-
taciones entrecortadas.
Al caer la noche se reunieron el curaca y los cuatro
amautas, los camayocs, los sacerdotes y los ancianos. La luna
era espléndida y tenía una azul tonalidad transparente. Su-
bieron todos al montículo que dominaba el valle y allí discu-
rrieron largo rato. Unos opinaban que se debería esperar a la
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orilla y tener fe en el Sol. Los alimentos podían procurárselos
del propio valle, cazando los primeros días, sembrando y ali-
mentándose con esos peces que entre las olas saltaban, pla-
teados. Otros pensaban que era mejor internarse en el mar, y
que cuando el Sol los viera en peligro los salvaría. Recordaron
entonces sus lejanos hogares, sus sembríos fecundos y flore-
cidos, la paz de su pueblo lejano. ¡Cuánto mejor habría sido
quedarse y recibir allí la muerte de manos de los extranjeros
de las barbas de nieve! Después de un momento de silencio,
surgió una voz bajo la paz de la luna. Era un anciano de en-
capotados ojos, amauta famoso, que determinaba la hora y el
lugar de las fiestas del Cápac Raymy cuando se aprisionaba al
Sol para recibir el homenaje del pueblo. Y dijo:
— El Sol nos ha abandonado. Él es todopoderoso y podría
salvarnos. ¿Quién sabe si al Sol lo ha vencido en algún combate
ese otro dios que dicen que puede más que él?... De este Sol no
debemos esperar nada. Él ha permitido que los extranjeros en-
tren al Cuzco y destrocen su imagen y las de los Emperadores,
y se lleven las puertas y los vasos de oro y las mascaipachas y
las plumas sagradas del Coraquenque. Él ha permitido que el
bastardo haya asesinado al hijo de Huayna Cápac y ha permi-
tido a su vez que el Demonio extranjero matase a Atahuallpa.
Él no se ocupa de nosotros, y mejor es morir para ir a buscar
a los Emperadores. Ellos nos escucharán y no nos abandona-
rán nunca. Allí encontraremos a los cuatro hermanos Ayar, los
fundadores del Imperio, y a los Emperadores, sus hijos.
el camino hacia el sol
a b r a h a m va l d e l o m a r
Sabias encontraron todos las palabras del amauta y
contestaron:
— Vayamos en busca de los Emperadores... ¡Vayamos!
Entonces todo aquel grupo tomó un gesto sombrío.
Bajaron los hombres útiles de la huaca y con sus armas hi-
cieron grandes fosas en la húmeda arena. Cavaban con febril
empeño, en tanto que los viejos habían ido a dar la voz en el
campamento de los peregrinos. Muy de mañana estaba casi
todo el trabajo concluido. Faltaban algunas excavaciones. Y
a mediodía, bajo un Sol iracundo, la tarea quedó terminada.
Unos cavaban la tumba para la madre, otros para la novia,
otros para los padres decrépitos que habían podido resistir
la fatiga del éxodo. Aquel día nadie dijo una palabra. Todos
pensaban en el último viaje sin temor, pero con honda tris-
teza. Se entregaban a meditaciones solitarias. Llegó la hora
del crepúsculo y el pueblo se dispuso a morir. Con grandes es-
fuerzos se consiguió una cantidad de la bebida suficiente para
adormecer a las mujeres y los niños. El curaca y un grupo de
amautas, ayudados por seis jóvenes fornidos, se encargarían
de cubrir de tierra, de uno en uno, de dos en dos o según como
quisieran emprender el viaje los que se amaban; al punto en
que el cielo comenzó a teñirse de rojo, empezaron a entonar
el himno al Sol y la última plegaria. Los indios se dispusieron
con todas sus riquezas y trajes, adornáronse con sus mejores
atavíos y descendieron a los escalonados fosos. Allí sentában-
se después de tomar el licor, para no sentir el ahogo del viaje,
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y poco a poco iban quedándose dormidos con una somnolen-
cia que les hacía insensibles. La tierra iba cayendo piadosa-
mente sobre sus cuerpos inmóviles e implorantes y a poco el
piso recobraba su nivel. La tarea duró toda la tarde. Algunos,
antes de bajar a los fosos, se abrazaban y despedían llorando,
hasta que la tierra cubría sus cuerpos inertes.
Por fin, solo quedaron los enterradores. Inquill no había
querido enterrarse y esperaba a su amado para hacerlo. Los
fornidos mozos fueron enterrándose unos a otros. Cuando
Sumaj dio la última paletada de tierra sobre el último que-
chua, volvió los ojos hacia Inquill. Solo quedaron Sumaj e
Inquill sobre la larga extensión cubierta, y sentáronse sobre
el montículo, en el cual estaba abierto el foso para la amada.
Desde allí miraron largamente el mar ilimitado y verde, cuyo
ruido tenía caricias trágicas y roncas. Inquill, sin mirar a
Sumaj, le cogió las manos y lloró sobre ellas.
— Pesada labor esta, y triste y privilegiada la de mis
músculos que me obliga a ser el último en ir a los dominios
del Sol... De uno en uno he ido enterrando a todos los hom-
bres y a todas las mujeres. Ya no quedamos sino los dos...
— Ahora yo... –dijo suavemente Inquill, sin inmutarse–.
Entiérrame...
El indio no respondió. ¿Qué podía responder?... El no
podía retener a su amada porque era un sacrificio alargar su
dolor. Ella debía ir a reunirse, como el pueblo que la precedía,
con el Sol, en los áureos palacios luminosos.
el camino hacia el sol
a b r a h a m va l d e l o m a r
— Te rogaría que me acompañases un rato aún en la
tierra, Inquill –dijo, temblorosa, la voz desolada del indio–.
Para reunirte con el Sol poco tiempo te falta, y aunque allí
nos encontraremos, ¿no quisieras esperar aquí, en la tierra
donde nos hemos amado?... ¿No te apena separarte de esta
tierra en la que se ha deslizado tan brevemente nuestro
amor?... Los palacios del Sol son sin duda maravillosos y más
bellos que la tierra, pero no sé por qué yo siento una honda
tristeza al dejarla.
Y sus ojos contemplaban, húmedos, el vallecito hondo y
lejano cuya verdura daba una nota de regocijo a aquel campo
de muerte y de dolor. Abajo, en el fondo del valle fecundo, se
veía serpentear como boa plateada el arroyo brillante, entre
los matorrales, pero no se oía ni un canto de ave. Allí no ha-
bían sino dos almas y dos cuerpos, y nada más que ellos acu-
saban la vida sobre la tierra.
Abrazados caminaron unos pasos sobre el montículo,
sobre aquella humanidad sepulta, caliente todavía bajo la
tarde transparente y vaporosa. Pero cuando el Sol comenzó
a declinar sobre el mar, Inquill miró a sus pies la fosa abierta.
— Vamos —dijo sin mirarle la doncella.
— Vamos— repitió como un eco Sumaj.
Entonces sacó de la chuspa de su cintura un cantarillo
de tierra cocida con dibujos de dioses lares, y dio a beber a In-
quill el licor de la paz, aquel licor que insensibilizaba y hacía
dulce la muerte, que había conservado como la más preciada
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joya. La amada tomó la amarga bebida y descendió a la esca-
lonada fosa, con solemnidad. Sumaj puso a su lado todos los
menesteres para el viaje. Ojotas finísimas, los tachos de chi-
cha guardados especialmente por él, las telas para abrigar su
cuerpo, y en la mano el tributo para el Sol.
— Ya me voy... Sumaj, ya me voy... –dijo débilmente–,
¡bésame!
De pie, los dos, sus labios se unieron en un beso largo,
lento, mudo, solemne, hasta que la cabeza de Inquill se des-
prendió de sus labios como una fruta madura y su cuerpo
perdió la fuerza.
Cuando Sumaj dio la última paletada de tierra sobre
el cuerpo, tuvo una extraña sensación. Ya no podría hablar.
Nadie le escucharía. Entonces tuvo un impulso de enterrar-
se a sí mismo. ¿Pero cómo se enterraría? Fue sobre la tumba
de Inquill, su adorada, y lloró largamente. El Sol empezaba a
caer. Entonces surgió una sensación que nunca había senti-
do. Por primera vez tuvo miedo. Le parecía que de las tumbas
cerradas salían palabras y quejidos que se mezclaban con el
rumor de las olas. Él era el único sobreviviente de aquel pue-
blo abandonado por la generosidad divina. Quiso abrir la fosa
de su amada para unirse a ella, pero el temor de interrumpir
su sueño lo detuvo.
Entonces miró largamente al Sol. Vio cómo, indiferente y
rojo, se iba acercando a las aguas y cómo las sombras iban inva-
diendo la montaña. Un dolor, una inquietud inmensa y súbita
el camino hacia el sol
a b r a h a m va l d e l o m a r
enseñoreábanse en él. Las cosas se le presentaban transparen-
tes y no sentía el peso de su cuerpo. Recordó que dos días hacía
que no tomaba sino coca. Un adormecimiento quiso invadirlo.
Se puso de pie. Bandadas de pájaros blancos cruzaron el cielo
hacia regiones que él no podía imaginar y sus ideas, como las
sombras, empezaron a confundirse. Un recuerdo tenaz, el re-
cuerdo de su amada Inquill, persistía y él creía sentir su voz
saliendo de la tierra, que lo llamaba. El Sol se ocultó y entonces
tuvo la perfecta noción de su abandono. El temor de vivir sobre
aquellos muertos le impresionaba hondamente y echó a llorar
de nuevo como un niño y a llamar al Sol. Insensiblemente se
había echado sobre la tumba de Inquill y escarbaba y llamaba
a gritos a la amada, pero ahora ella no respondía. Entonces le
pareció ver que del fondo del mar surgía una luz y se apagaba.
Enormes sombras, fantásticas desfilaban ante él en las olas ru-
gientes. Se puso de pie y se acercó inconsciente hacia la orilla.
Ya no se daba cuenta de las cosas. Entonces, inarticuladamen-
te, empezó a llorar y a proferir lamentos llamando al Sol, hasta
perder toda idea conexa. Avanzó entre las olas con inseguros
pasos. Las primeras lo derribaron y él luchó un poco; envolvié-
ronle otras y en breve solo se oyeron palabras entrocortadas
que ahogaban el ruido de las olas, mientras que el cuerpo del
último quechua desaparecía.
La luna se enseñoreó azul sobre el pueblo sepulto y una
ave blanca cruzó en dirección al horizonte vago, sobre la este-
la luminosa, en el aire tranquilo.
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Glosario:
Ayllo: nombre con que se designa a cada grupo familiar
en una comunidad indígena en la región andina
Camayocs: jefes de grupos
Cocha: laguna
Chasqui: correo
Chuspa: bolsa de lana
Illarimuy: la salida del Sol
Inquill: flor olorosa
Intipampa: plaza del Sol
Mitimaes: personas que eran enviadas a otra región
del Imperio con fines políticos y administrativos
Molles: árboles originarios de Bolivia, Ecuador y Perú
Raymis: años
Sumaj: el gallardo
Tacho: cántaro pequeño de barro
Tuicuiricuc: delegado vigilante del Inca que recorría
el Imperio fiscalizando para avisar al monarca
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Nació en Ica el 27 de abril de 1888. En 1905 Valdelo-
mar se matriculó en la Universidad Nacional Mayor de San
Marcos, pero dejó las clases al año siguiente para emplearse
como dibujante en diferentes revistas. En 1909 publicó sus pri-
meros versos de estilo modernista. En 1910 aparecieron publi-
cados sus primeros cuentos y al año siguiente aparecieron por
entregas en las mismas revistas sus novelas cortas La ciudad de
los tísicos y La ciudad. Su labor como periodista estuvo ligada
al diario La Prensa, donde tuvo a cargo la sección “Palabras”
desde julio de 1915 hasta su alejamiento del diario en 1918.
Fundó la revista literaria Colónida, donde expuso los trabajos
que coincidían con los gustos literarios de la nueva generación
que representaba. El mismo año se publicó el libro Las Voces
Múltiples (Lima, 1916), que reunía poesías de ocho escritores
vinculados a Colónida, entre ellos Valdelomar.
El 1º de noviembre de 1919 sufrió un accidente al dar
un paso en falso. Se cayó rompiéndose la columna vertebral
contra el pretil de una vieja escalera colonial, a consecuen-
cia del cual murió al cabo de dos días, siendo trasladados sus
restos a Lima, luego de ser embalsamados. Póstumamente
se publicó Los hijos del sol (cuentos incaicos, Lima, 1921) y
Tríptico heroico (Lima, 1921).
abraham
valdelomar
colección primer folio
Con primer folio la Editorial Pontificia Univer-
sidad Javeriana abre una bisagra entre los lectores y la
historia. Dedicada a publicar cuentos de importantes escri-
tores latinoamericanos entre el siglo XIX y comienzos del
XX, esta colección lanza un ancla al pasado para fijar la mi-
rada de sus lectores en un momento de la literatura en Lati-
noamerica. Pero además de presentarse como una hendidu-
ra que nos permite leer el pasado, la intención descansa en
hacer un aporte a las prácticas de lectura en la comunidad
javeriana: rescatar el entusiasmo por las letras a partir de
cuentos que ofrecen la oportunidad de leer en poco espacio
y tiempo, historias contundentes. Además, su publicación
será semestral y de distribución gratuita.
colección primer folio
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Esta colección fue compuesta en carácteres
Ronnia y Chronicle text G4. Su primera
edición fue impresa en abril
del 2015 en los talleres
de Javegraf.
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El camino
hacia el Sol
abraham
valdelomar
colección primer folio