AGRESORES SEXUALES.
TEORÍA, EVALUACIÓN Y
TRATAMIENTO
COLECCIÓN
CRIMINOLOGÍA (GUÍA)
COORDINADORES:
CRISTINA RECHEA ALBEROLA
ANDREA GIMÉNEZ SALINAS FRAMIS
ANTONIO ANDRÉS PUEYO
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electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial
Síntesis, S. A.
Índice
1. Introducción
1.1. El problema de la delincuencia sexual
1.2. Datos epidemiológicos
1.3. La reincidencia de los delincuentes sexuales
1.4. Entre la delincuencia y la psicopatología
2. Agresión sexual de personas adultas
2.1. Introducción
2.2. Vulnerabilidad a la violencia sexual
2.3. Parafilias y agresión sexual de adultos
2.4. Factores de riesgo
2.4.1. Relaciones familiares
2.4.2. Relaciones entre iguales
2.4.3. Relaciones de pareja
2.4.4. Comportamiento sexual
2.4.5. Ajuste psicosocial
2.4.6. Cognición sexual
2.4.7. Factores interpersonales
2.4.8. Cogniciones relativas al género
2.5. Conclusiones
3. Abuso sexual de menores
3.1. Introducción
3.2. Pedofilia y abuso sexual
3.3. Factores de riesgo
3.3.1. Relaciones familiares
3.3.2. Relaciones entre iguales
3.3.3. Relaciones de pareja
3.3.4. Factores psicosociales
3.3.5. Factores interpersonales
3.3.6. Comportamiento sexual
3.3.7. Cogniciones sexuales
3.4. Neuropsicología del abuso sexual
3.5. El incesto
3.6. La pornografía infantil
3.7. Conclusiones
4. Poblaciones especiales
4.1. Introducción
4.2. Homicidas sexuales
4.3. Agresores sexuales mayores
4.4. Agresores sexuales de personas mayores
4.5. Agresores sexuales con discapacidad intelectual
4.6. Agresoras sexuales
4.7. Agresores sexuales juveniles
4.8. Agresores sexuales de sus parejas
4.9. Solicitud sexual de menores a través de Internet
4.10. Agresores duales
4.11. Conclusiones
5. Teorías
5.1. Introducción
5.2. La teoría integrada de la etiología de la agresión sexual
5.3. El modelo de las condiciones previas
5.4. El modelo de los caminos
5.5. El modelo de motivación-facilitación
5.6. Teorías del apego
5.7. Modelos basados en la empatía
5.8. El modelo de autorregulación
5.9. Conclusiones
6. Evaluación
6.1. Qué evaluar
6.2. Entrevista
6.3. Autoinformes
6.3.1. Escalas MOLEST y RAPE
6.3.2. Escala de sexo con niños
6.3.3. Escala de identificación con niños revisada
6.3.4. Cuestionario de actitudes y comportamientos
relacionados con Internet
6.3.5. Escala de interés en el abuso infantil
6.3.6. Escala de empatía en violadores
6.4. Test de rendimiento
6.4.1. Tareas de tiempo de elección
6.4.2. Medidas de tiempo de visualización
6.4.3. Test de asociación implícita
6.5. La evaluación pletismográfica
6.6. La evaluación del riesgo de reincidencia
6.6.1. Static-99R
6.6.2. Risk Matrix 2000
6.6.3. Instrumento de evaluación del riesgo en penados por
pornografía infantil
6.6.4. Evaluación del riesgo y manejabilidad de individuos
con limitaciones intelectuales y del desarrollo que
agreden sexualmente
6.6.5. Protocolo para la valoración del riesgo de violencia
sexual
6.6.6. Manual de valoración del riesgo de violencia sexual
6.7. Evaluación del éxito terapéutico
6.8. Conclusiones
7. Tratamiento
7.1. Introducción
7.2. Principios y características generales de los programas de
intervención
7.3. ¿Terapia individual o grupal?
7.4. Habilidades terapéuticas
7.5. Programas de prevención en la comunidad: el Proyecto
Dunkelfeld
7.6. Programas de intervención con agresores sexuales juveniles
7.7. Programas de tratamiento penitenciario
7.7.1. El Programa para el Control de la Agresión Sexual
(PCAS)
7.7.2. Fuera de la Red
7.8. Programas de acompañamiento a la inserción pospenitenciaria
7.9. Evidencia empírica de la efectividad del tratamiento: certezas,
promesas y dificultades
7.10. Conclusiones
Epílogo: ¿Cuándo deja un agresor sexual de serlo?
Bibliografía seleccionada
1
Introducción
1.1. El problema de la delincuencia sexual
La violencia sexual, en sus distintas formas, tiene efectos devastadores para
todas las personas implicadas. Las víctimas de agresiones sexuales sufren
consecuencias psicológicas severas, como ansiedad, depresión, aversión al
sexo u otros síntomas de carácter postraumático muy difíciles de superar.
Familiares y amigos han de convivir con el sufrimiento de la víctima, y con
el suyo propio. Sin lugar a duda, las víctimas directas e indirectas son
quienes sufren las peores consecuencias. Por su parte, los delincuentes
sexuales son por lo general condenados a largos periodos de
encarcelamiento, a lo que se añade que la naturaleza y extrema gravedad de
sus delitos dificultan su acceso a permisos ordinarios de salida o a
modalidades abiertas de cumplimiento de condena, como el tercer grado de
tratamiento penitenciario. Sus familias sufren la vergüenza y el rechazo
social, así como las consecuencias económicas, familiares y emocionales de
la ausencia del agresor. En términos económicos, se ha estimado en el
contexto norteamericano que el coste medio de una violación es de 87.000
dólares, considerando conceptos como el gasto médico y la pérdida
estimada de productividad laboral de las víctimas. En el caso del abuso
sexual infantil, esta cifra se estima en unos 99.000 dólares (Miller, Cohen y
Wiersema, 1996).
El mayor coste, el del sufrimiento humano, no es cuantificable en
términos monetarios. Los datos de investigación y las iniciativas aplicadas
que se revisan en este libro tienen como finalidad reducir el número de
víctimas futuras. Este objetivo implica necesariamente a distintas
instituciones y agentes sociales. Probablemente se reduciría el número de
delitos sexuales creando ciudades más seguras, mejorando los servicios de
atención a la infancia vulnerable, fomentando una educación sexual que
ponga el énfasis en la afectividad, disminuyendo el consumo de drogas y
alcohol en la población o estableciendo mecanismos de control para la
difusión de materiales pornográficos que restrinjan su acceso
exclusivamente a adultos. Pero una acción indispensable para reducir el
número de víctimas de violencia sexual es realizar tratamientos adecuados
con los agresores.
En 2014 la Casa Blanca, en aquel momento dirigida por el presidente
Obama, publicó un informe acerca de la delincuencia sexual en Estados
Unidos y las líneas de actuación que el Gobierno se planteaba para
combatirla. Estas medidas incluían mejorar la atención a las víctimas, dotar
a los cuerpos de seguridad de mejores recursos y supervisar de forma
intensa a las instituciones más afectadas por la violencia sexual, como los
centros penitenciarios, el ejército y las universidades. En ningún momento
se mencionaba en este informe la implementación o promoción de
programas de tratamiento para los agresores, pese a la creciente evidencia
empírica que apoya su efectividad para reducir las tasas de reincidencia.
La delincuencia sexual es un fenómeno complejo y heterogéneo, en
algunos casos contraintuitivo, y para el que resulta difícil extraer
generalidades. La Organización Mundial de la Salud define la violencia
sexual como “cualquier acto sexual, intento de obtener un acto sexual,
comentarios sexuales no deseados o avances contra la sexualidad de una
persona mediante coacción, por cualquier persona, independientemente de
su relación con la víctima, en cualquier entorno, incluyendo el hogar y el
trabajo pero sin limitarse a ellos” (OMS, 2002). La coerción supone una
dimensión que incluye, entre otras medidas, la fuerza física, la intimidación
psicológica o la amenaza de daño físico, el chantaje y la amenaza de
despido del puesto de trabajo. También se consideran violencia sexual los
actos sexuales dirigidos hacia personas incapaces de prestar su
consentimiento por estar bajo los efectos del alcohol o las drogas, dormidas
o que no son capaces de comprender la situación. Implica, entre otros,
comportamientos como la violación de personas adultas (por un extraño, un
familiar o un conocido), el abuso sexual de menores o de personas
discapacitadas, el acoso sexual, el acoso a menores a través de Internet, la
creación, posesión y distribución de pornografía infantil, el matrimonio,
aborto o prostitución forzados y la mutilación genital.
Todos estos comportamientos no son categorías estancas y, aunque hay
agresores que se limitan a una de estas conductas delictivas, otros pueden
implicarse en varias formas de violencia sexual o evolucionar a través de
ellas durante su vida. Esto hace pensar en mecanismos causales
compartidos por las distintas expresiones de la violencia sexual, que
constituirían objetivos de tratamiento prometedores. De hecho la violencia
sexual se vincula también con otras formas de delincuencia, como la
violencia de género. El objeto de este libro es solo una parte del fenómeno
de la violencia sexual. Concretamente se analizará el conocimiento actual
referente a la población de personas, mayoritariamente hombres,
procedentes de sociedades occidentales, que obtienen algún tipo de contacto
sexual no deseado por su víctima ejerciendo un grado variable de coerción.
Este grupo humano es el que ha sido objeto de investigación y tratamiento.
Otras formas de violencia sexual, como el tráfico de personas o la
mutilación genital, escapan a los objetivos de este libro.
La complejidad del fenómeno se refleja en una significativa
heterogeneidad de la población de agresores. El perfil de las personas que
pueden, por ejemplo, abusar sexualmente de un menor o violar a una
persona adulta es muy diverso. Como se verá en el capítulo 5, esta
heterogeneidad es incorporada explícitamente en algunas teorías
explicativas que plantean distintas vías por las que llegar a la violencia
sexual. El concepto violador o agresor sexual se asocia para la mayoría de
las personas con la imagen del depredador sexual que asalta a víctimas
desconocidas, con un perfil psicopático y una tendencia compulsiva a la
agresión sexual. Son los casos que reciben más atención mediática y que
generan una gran alarma social cuando terminan sus condenas, reavivando
fugazmente el debate sobre la cadena perpetua, la reincidencia y la utilidad
del tratamiento rehabilitador. Por el contrario, las estadísticas señalan que la
mayoría de las agresiones y abusos sexuales son cometidos por personas del
entorno cercano a la víctima. Estos depredadores sexuales son una minoría
en la población de agresores, aunque son mayoritariamente individuos de
alto riesgo.
La realidad muestra que los posibles perfiles de un agresor sexual son
diversos. Algunos agresores presentan rasgos antisociales en su estilo de
vida y en su personalidad. Consumen drogas o alcohol, son agresivos de
forma generalizada, cometen delitos no sexuales, mantienen una vida sexual
impersonal sin vínculos afectivos y, en general, ven las relaciones sociales
con escepticismo y a las personas con hostilidad. Otros agresores
experimentan fuertes dificultades para establecer relaciones personales
cercanas e íntimas, en muchos casos fruto de un apego inseguro fomentado
por familias violentas o negligentes, y que afrontan sus dificultades
emocionales mediante fantasías y comportamientos sexualmente desviados.
Otras personas experimentan un deseo sexual estable, intenso e incluso
exclusivo hacia los menores que aún no han alcanzado la pubertad y que
puede conducirles hacia el abuso sexual de un menor o al uso de
pornografía infantil. En otros casos la agresión sexual se da en el contexto
de una cita de pareja a la que el agresor acude con unas expectativas
sexuales que al no cumplirse disparan su frustración y su agresividad, que
además se controlan deficientemente por estar bajo los efectos del alcohol o
de alguna droga. Estos son solo algunos ejemplos. Los factores de riesgo
que influyen en cada caso son diversos y se expresan en cada persona de
una forma particular.
A pesar de esta heterogeneidad, la práctica totalidad de las
intervenciones con agresores sexuales se realizan en formato grupal
mediante programas estructurados que constituyen paquetes terapéuticos
estandarizados. En términos generales, estos programas son un conjunto de
intervenciones de corte cognitivo-conductual orientadas a modificar los
factores de riesgo más relevantes para reducir las probabilidades de
reincidencia sexual de los participantes. Típicamente se trabajan contenidos
como el autocontrol emocional, los pensamientos distorsionados que
apoyan la violencia sexual, la empatía, el control de las fantasías sexuales
desviadas y la prevención efectiva de recaídas. Estas intervenciones se
implementan tanto en la comunidad (por ejemplo, en los servicios de
probation o en las instituciones públicas encargadas de la ejecución de
medidas alternativas a la prisión) como en centros penitenciarios. Son
programas largos y demandantes tanto para los participantes como para los
terapeutas.
El empeño por diseñar intervenciones efectivas ha ido en paralelo con el
esfuerzo por construir herramientas para la evaluación del riesgo que
permitan estimar de forma válida y fiable las probabilidades de reincidencia
futura de un agresor y que faciliten la toma de decisiones acerca de la
gestión de casos individuales. En los últimos años se están dedicando
también esfuerzos de investigación al desarrollo de pruebas objetivas
(generalmente de corte cognitivo) que permitan cribar adecuadamente a
personas con interés sexual hacia los menores, que en algunos casos están
incluso comercializadas. En definitiva, existe una comunidad científica y
profesional creciente dedicada a explicar y tratar la violencia sexual. La
sofisticación de este campo ha propiciado la creación de asociaciones
científicas, como la Asociación para el Tratamiento de Agresores Sexuales
(ATSA), la Asociación Internacional para el Tratamiento de Agresores
Sexuales (IATSO) y publicaciones especializadas, como las revistas Sexual
Abuse: A Journal of Research and Treatment o Journal of Sexual
Aggression. La evaluación y tratamiento de agresores sexuales es una
actividad profesional compleja y dura para los profesionales, pero beneficia
directamente a la sociedad, promueve comunidades más seguras y fomenta
un cumplimiento humano de las penas.
1.2. Datos epidemiológicos
Cuando se aborda la dimensión de la violencia sexual desde un punto de
vista estadístico, son varios los indicadores a los que puede recurrirse así
como las metodologías por las que se han obtenido estos datos. Pueden
utilizarse, por ejemplo, indicadores como la incidencia de casos de
violencia sexual recogida mediante encuesta en grandes muestras de
mujeres que pretenden ser representativas de la población general. También
se puede recurrir a indicadores de tipo oficial, como el número de internos
presentes en los centros penitenciarios por delitos de naturaleza sexual o el
número de personas detenidas e imputadas durante un periodo de tiempo.
Aunque actualmente existen varias fuentes tanto nacionales como
supranacionales a las que recurrir, integrar estos datos de forma coherente
para un periodo más o menos prolongado de tiempo es una labor compleja
por distintos motivos. Uno de ellos tiene que ver con las diversas
definiciones de violencia sexual utilizadas en cada estudio. En algunos
casos la definición operativa responde a la legislación penal vigente en el
país de procedencia de los datos (como sucede por ejemplo con el anuario
estadístico del Ministerio del Interior español). Otros estudios recurren a
catálogos internacionales de delitos (como la Clasificación Internacional del
Crimen con Fines Estadísticos) que pretenden homogeneizar criterios y
superar las diferencias existentes entre las legislaciones locales, haciendo
posible la presentación de datos procedentes de distintos países. En este
apartado se presentan datos procedentes de la Encuesta Nacional sobre
Violencia en Pareja y Sexual realizada en 2010 por el Centro para el
Control y Prevención de Enfermedades (CDC) estadounidense (Black,
Basile, Breiding, Smith, Walters, Merrick, Cheny Stevens, 2011), de la
Oficina Europea de Estadística (EUROSTAT), de la Encuesta sobre
Violencia contra Mujeres realizada por la Agencia de Derechos
Fundamentales de la Unión Europea (FRA) y de los informes anuales
publicados en España por el Ministerio del Interior y la Secretaría General
de Instituciones Penitenciarias. Se trata por lo tanto de datos procedentes de
distintos países, de distintas fuentes y obtenidos mediante distintas
metodologías, a través de los cuales se pretende facilitar un acercamiento
comprehensivo a una realidad compleja y repleta de aristas.
La Encuesta Nacional sobre Violencia en Pareja y Sexual (Black et al.,
2011), fue realizada por el CDC con el objetivo de estimar la prevalencia de
ambos tipos de violencia en Estados Unidos. Los datos se recogieron
mediante entrevistas telefónicas realizadas a una muestra aleatoria de
población. En dichas entrevistas se recogía información sobre experiencias
de violencia sexual, acoso y violencia de pareja en mujeres y hombres,
anglo- o hispanoparlantes, con una edad mínima de 18 años. Este estudio
definía la violación como cualquier penetración, completa o intentada, por
vía vaginal, oral o anal, llevada a cabo mediante el uso de fuerza física o
amenazas de daño físico. Se incluían también los casos en los que la
víctima estaba bajo los efectos del alcohol o las drogas, inconsciente o
incapacitada para dar su consentimiento.
La muestra total incluía a 16.507 personas (9.086 mujeres y 7.421
hombres). Un 18,3% de las mujeres afirmaron haber sido violadas en algún
momento de sus vidas. De estas mujeres, un 51,1% informó haber sido
violada por su pareja o expareja y un 40,8%, por un conocido. Un 12,5%
afirmó haber sido violada por un miembro de su familia y un 2,5%, por una
figura de autoridad (por ejemplo, jefe, médico, terapeuta o entrenador). Un
13,8% del grupo de mujeres víctimas de violación había sido agredida por
un extraño (la suma total de porcentajes puede exceder el 100% debido a
casos con varios agresores o mujeres que habían sido agredidas en varias
ocasiones). El 79,6% de las víctimas experimentaron la primera violación
antes de los 25 años de edad, y el 42,2% la sufrieron antes de los 18 años.
El 98,1% de las mujeres violadas fueron agredidas por un hombre. El 1,4%
de los hombres entrevistados afirmaron haber sido violados. Un 52,4% de
estos hombres fue agredido por un conocido, y un 15,1% por un extraño. El
93,3% de los agresores fueron hombres.
En conjunto, este estudio muestra que la inmensa mayoría de las
víctimas adultas de violencia sexual son mujeres y que los agresores son
casi en su totalidad hombres. En un porcentaje muy elevado de casos, los
agresores eran personas del entorno familiar o social de las víctimas. Los
casos de agresores desconocidos apenas rondaban el 15%.
En el contexto europeo, la Agencia de Derechos Fundamentales de la
Unión Europea publicó en 2014 una encuesta sobre violencia hacia mujeres,
que incluía datos relativos a violencia sexual (FRA, 2014). Se entrevistaron
a un total de 42.000 mujeres (1.500 en cada país miembro, a excepción de
Luxemburgo). Las participantes fueron seleccionadas aleatoriamente y sus
edades iban de los 18 a los 74 años. Todas ellas fueron entrevistadas cara a
cara por entrevistadoras femeninas previamente entrenadas. Para explorar
las experiencias de violencia sexual, se preguntó a las participantes si
alguna vez habían sido forzadas a un intercambio sexual mediante
estrategias de coerción física (sujetar, causar dolor) o si alguien lo había
intentado con ellas. También se les preguntaba acerca de actividades
sexuales de cualquier tipo en las que habían participado sin desearlo o a las
que no pudieron negarse o a las que habían accedido por miedo a las
consecuencias de una posible negación.
Los resultaron mostraron que el 4% de las encuestadas habían sido
violadas desde los 15 años de edad, por su pareja o expareja, y el 2% habían
sido agredidas por otra categoría de persona. El 0,6% de las encuestadas
habían sido violadas en el transcurso de los últimos 12 meses por una pareja
o expareja, y el 0,3% por otra persona. El 4% de las mujeres habían sufrido
un intento de violación por parte de una pareja o expareja desde los 15 años
y un 3% habían experimentado un intento de agresión por otra persona
diferente de su pareja. Durante los últimos 12 meses, el 0,6% de las
encuestadas había pasado por un intento de violación por una pareja, y el
0,4% había sufrido esta misma agresión a manos de otra persona. En
conjunto, la encuesta estima que el 11% de las mujeres en la UE ha sufrido
algún tipo de violencia sexual desde los 15 años de edad.
La encuesta también recogió datos referentes a distintas experiencias de
abuso sexual en la infancia (antes de los 15 años) sufridas a manos de
alguien que contaba con 18 años de edad o más. El 8% de la muestra afirmó
que alguien les había mostrado los genitales en contra de su voluntad. El
1% de las mujeres entrevistadas había sido forzada a posar desnuda delante
de una persona o a ser grabada o fotografiada. El 5% de la muestra había
sufrido tocamientos en genitales o pechos y el 3% había sido forzado a
tocar los genitales de otra persona. El 1% de las mujeres habían sido
forzadas a un intercambio sexual con un adulto. En total, el 12% de la
muestra informó de algún tipo de violencia sexual previo a los 15 años.
En el caso concreto de España, un 4% de las encuestadas afirmó haber
sufrido violencia sexual a manos de una pareja desde los 15 años, y el 1%
en los 12 meses previos a la entrevista. El 3% afirmó haber sido objeto de
violencia sexual por parte de otro tipo de persona desde los 15 años, y el
0% en los últimos 12 meses. Los datos españoles están por debajo de la
media de los países europeos en tres de los cuatro indicadores. Solamente se
encuentra en la media europea el porcentaje de personas que informaban
haber sido agredidas sexualmente por su pareja en los últimos 12 meses (el
1%). Con respecto a las experiencias de violencia sexual previas a los 15
años, un 11% de la muestra afirmó haber sufrido alguna forma de abuso a
manos de alguien de mayor edad.
La Oficina Europea de Estadística ofrece datos del número de víctimas
de delitos sexuales en los países miembros de la UE (aunque no ofrece
datos de todos los países para todos los tipos de delito). Distingue entre dos
grandes formas de violencia sexual, siguiendo la Clasificación Internacional
del Crimen con Fines Estadísticos elaborada por la Oficina de las Naciones
Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés).
Concretamente distingue entre violación y agresión sexual. Por violación
entiende la penetración sexual (oral, vaginal o anal, con una parte del
cuerpo o con un objeto) sin consentimiento válido o con un consentimiento
obtenido mediante intimidación, fuerza u otros medios como el engaño, el
uso de drogas o el abuso de poder. Por agresión sexual entiende la UNODC
cualquier acto sexual no deseado, intento de conseguir un acto sexual o
contacto o comunicación con intención sexual no deseada que no son
equivalentes a la violación. Se ofrecen datos para el periodo 2008‑2014. En
la figura 1.1 se representan los datos referentes al número de víctimas de
violación por cada cien mil habitantes en España y en otros países europeos.
Como puede verse, el número de víctimas en España se encuentra muy por
debajo del que presentan otros países europeos, con unas cinco víctimas
anuales por cada cien mil habitantes.
Figura 1.1. Número de víctimas femeninas de violación por cada cien mil habitantes. Fuente: a partir
de datos de EUROSTAT.
En la figura 1.2 se presentan los datos relativos al número de víctimas
femeninas de agresión sexual en España y en otros países europeos para los
que existen datos disponibles. Dada la definición más amplia de agresión
sexual que utilizada UNODC frente a la de violación, las cifras son,
lógicamente, mayores. Los datos españoles siguen siendo similares a los
portugueses y se ubican claramente por debajo de otros países, con unas 30
víctimas anuales por cada cien mil habitantes.
Figura 1.2. Número de víctimas femeninas de agresión sexual por cada cien mil habitantes. Fuente: a
partir de datos de EUROSTAT.
El Ministerio del Interior publica un anuario estadístico que, entre otros
datos, ofrece información acerca de los distintos tipos de criminalidad que
se dan en nuestro país. Estos datos se extraen a través del Sistema
Estadístico de Criminalidad (SEC) que recopila datos sobre actuaciones
policiales. Con respecto a los delitos sexuales, el anuario presenta
información acerca del número de detenciones e imputaciones para las
distintas categorías recogidas en el título VIII de la Ley 10/95 del Código
Penal, dedicado a los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales. En
este título se incluyen los delitos de agresión sexual, abuso sexual, acoso
sexual, exhibicionismo y provocación sexual y los delitos relativos a la
prostitución y a la explotación sexual y corrupción de menores. La
regulación penal española entiende por agresión sexual el atentado contra la
libertad sexual de otra persona utilizando la violencia o la intimidación.
Cuando esta agresión consiste en una penetración vaginal, anal o bucal, se
etiqueta el delito cometido como violación. El abuso sexual supone el
atentado contra la libertad o indemnidad sexual de una persona sin el uso de
la violencia o la intimidación. Se consideran abusos sexuales no
consentidos los que tienen como objeto a personas privadas de sentido, que
sufren un trastorno mental cuya voluntad ha sido anulada mediante el uso
de alguna sustancia o en el caso de que exista una situación de superioridad
significativa del abusador sobre la víctima que coarte su libertad de
elección. El Código Penal dedica especial atención a los delitos de agresión
y abuso sexual en menores de 16 años. Al igual que en el caso de las
víctimas adultas, la presencia de violencia o intimidación determina la
diferencia entre abuso y agresión. También se penaliza el incitar a un menor
de 16 años a participar en un comportamiento sexual o a presenciarlo. Se
desarrollan también los delitos cometidos a través de las nuevas
tecnologías, penalizando a aquellas personas que contacten con un menor e
intenten concertar un encuentro con el fin de cometer un abuso o agresión
sexual. También a aquellos que pretendan embaucarle para que proporcione
material pornográfico (por ejemplo, imágenes sexuales del propio menor) o
que le muestren pornografía en la que aparezcan menores.
En la figura 1.3 se representa la evolución del número de detenciones e
imputaciones para los delitos de agresión sexual con penetración,
pornografía infantil y otros delitos contra la libertad sexual (acoso,
exhibicionismo, abuso). Como puede verse, el número de personas
detenidas o imputadas de agresión sexual con penetración se mantiene
estable, con un promedio de 970 casos anuales. La categoría de otros delitos
contra la libertad sexual es la más numerosa, aunque el número de
imputados anuales oscila de año en año con un promedio de 4.362 casos
anuales para el periodo de tiempo contemplado. Los delitos relativos a la
pornografía infantil son los menos frecuentes y se mantienen estables, con
un promedio de 450 casos anuales.
Figura 1.3. Número de detenciones e investigados por delitos contra la libertad sexual en el periodo
2007‑2016 (adultos).
Fuente: a partir del anuario estadístico del Ministerio del Interior (2016).
El anuario estadístico del Ministerio del Interior también proporciona
datos acerca del número de menores de edad (entre los 14 y los 17 años)
detenidos e imputados por delitos sexuales. Las cifras son notablemente
menores que las que se encuentran en población adulta. Por ejemplo, el
promedio anual de agresiones sexuales con penetración es de 67 casos. La
frecuencia de imputados por delitos relativos a la pornografía infantil creció
notablemente a partir del año 2012, pasando de 10 casos a 69 en 2013. Con
todo, en 2016 se han dado 24 detenciones o imputaciones de menores de
edad por este tipo de delitos, por lo que es una cifra que parece oscilar
significativamente.
Desde el año 2012 el anuario estadístico ofrece datos acerca del sexo de
los menores infractores detenidos o imputados. En el caso de los delitos
sexuales, los chicos son una mayoría abrumadora. Por ejemplo, en 2011,
2012, 2014 y 2015, el 100% de los casos de agresión sexual con
penetración fueron responsabilidad de menores de sexo masculino. En 2013
hubo un caso con agresora femenina y en el 2016 dos casos. Con respecto a
los delitos relativos a la pornografía infantil, el año con mayor número de
detenidas e imputadas fue 2013 con 19 casos frente a los 60 casos
masculinos que se dieron ese mismo año. También en 2013 se dio la cifra
máxima de chicas imputadas o detenidas por delitos categorizados como
“otros delitos contra la libertad sexual”, con 12 casos, frente a 247 casos
masculinos.
Figura 1.4. Número de detenciones e imputaciones por delitos contra la libertad sexual en el periodo
2007‑2016 (menores).
Fuente: a partir del anuario estadístico del Ministerio del Interior (2012 y 2016).
El Ministerio del Interior incluye también en su anuario numerosos
datos acerca de las víctimas de distintos delitos. El estudio de las víctimas
de los delitos sexuales es un campo que merece un libro monográfico. Pero
hay un dato destacable en lo referente al número y distribución por sexos de
las víctimas. En el año 2016 hay registradas 8.249 víctimas por delitos de
agresión sexual, pornografía infantil y otros delitos contra la libertad sexual.
De estas, 1.281 eran masculinas y 6.968 femeninas. Por lo tanto, se trata de
un delito con víctimas mayoritariamente femeninas.
La Secretaría General de Instituciones Penitenciarias (SGIP) publica
también un informe anual en el que se analiza la tipología delictiva de los
internos que tiene a su cargo. La figura 1.5 muestra la evolución de la
población penitenciaria española (con excepción de los internos en centros
penitenciarios dependientes de la Generalidad de Cataluña) que se
encontraba en un centro penitenciario por un delito contra la libertad sexual
(agresión sexual, abuso sexual, acoso sexual o exhibicionismo), en
aplicación de la Ley Orgánica 10/95 del Código Penal, en el periodo que va
entre los años 2009 y 2016. La gráfica divide a los internos según su
situación penitenciaria. Los penados son aquellos internos sobre los que ya
ha recaído una sentencia firme. Las personas que se encuentran en prisión
preventiva están a la espera de ser juzgados y, por lo tanto, aún no pueden
ser considerados culpables del delito que se les imputa. Los internos sujetos
a una medida de seguridad son personas que no han sido condenadas a una
pena de prisión por haber sido declaradas exentas de responsabilidad
criminal, por ejemplo, por presentar una alteración psicopatológica severa o
una grave dependencia de drogas o alcohol. La medida de seguridad ha de
cumplirse en un centro adecuado para el tratamiento del problema que
presenta la persona (por ejemplo, un hospital psiquiátrico penitenciario),
bajo supervisión judicial. Como muestra la figura, el número de penados en
los centros penitenciarios se mantiene en los últimos años en una cifra
cercana a los 2.500 hombres, tras sufrir un descenso entre los años 2011 y
2012. El número de internos preventivos ha descendido notablemente desde
el año 2009, pasando de 748 casos ese año a 370 en 2016. El número de
personas sometidas a medida de seguridad por delitos sexuales es muy
pequeño, y en ninguno de los años contemplados ha pasado de los 40 casos.
El número de mujeres penadas por delitos contra la libertad sexual
internas en los centros penitenciarios gestionados por la SGIP es muy bajo,
y no supera los 50 casos en ninguno de los años comprendidos entre 2009 y
2016. Además, se incluyen en esta cifra a las penadas por delitos relativos a
la prostitución, que es el delito contra la libertad sexual más frecuente en
población femenina. Lo mismo puede decirse de las internas preventivas,
que no superan los 20 casos en el mismo periodo de tiempo. Con respecto a
las mujeres sometidas a una medida de seguridad, en 2009 había cuatro, y
en los años posteriores esta cifra no ha sido superior a un caso. De hecho,
entre 2014 y 2016 no hubo ninguna mujer en esta situación.
Figura 1.5. Evolución del número de hombres internos en los centros penitenciarios dependientes de
la SGIP entre los años 2009 y 2015 por delitos contra la libertad sexual (Ley 10/95 del Código
Penal).
Fuente: a partir de los informes generales de la SGIP 2009‑2016.
Todos estos datos permiten extraer algunas conclusiones relevantes. Por
una parte, los datos procedentes de la encuesta del FRA apuntan a que un
11% de las mujeres residentes en la UE ha sufrido alguna forma de
violencia sexual desde que tenían 15 años. Los datos norteamericanos son
más elevados y llegan al 18%. Ambos estudios coinciden al señalar que
mayoritariamente los agresores eran personas conocidas por la víctima. En
el ámbito europeo, el número de incidentes de violencia sexual llevados a
cabo por una pareja o expareja supera a los cometidos por otras personas
(que no han de ser necesariamente desconocidos). En el caso de la encuesta
del CDC, el número de agresiones cometidas por desconocidos es de un
13,8%. Este mismo estudio, que incluía tanto a hombres como a mujeres,
indica que la inmensa mayoría de las víctimas de violencia sexual son
mujeres, y que la práctica totalidad de los agresores son hombres. Esto
sucede independientemente del sexo de la víctima. Los datos que presenta
el Ministerio del Interior son también muy claros con respecto a esta
asimetría. Los hombres internos en los centros penitenciarios por delitos
sexuales superan en número de forma abrumadora a las mujeres, que
representan una proporción mínima de las personas encarceladas. Con
respecto a la situación en España, según EUROSTAT, ha habido una media
anual de 1.155 víctimas femeninas de violación en el periodo 2008‑2014.
Esta cifra es cercana al número de imputaciones y detenciones anuales por
agresión sexual con penetración. El número de víctimas femeninas de
violación y agresión sexual por cada cien mil habitantes en España está por
debajo de la mayoría de los países europeos para los que ofrece datos
EUROSTAT. Por ejemplo, mientras que en España hay aproximadamente
cinco víctimas anuales de violación por cada cien mil habitantes, en
Alemania hay cerca de 17, en Finlandia 31, y en Luxemburgo 26. Inglaterra
y Gales alcanzaron en 2014 una cifra récord de 90 víctimas por cada cien
mil habitantes (26.216 casos).
1.3. La reincidencia de los delincuentes sexuales
Muy frecuentemente los agresores sexuales son caracterizados como
individuos de alto riesgo de reincidencia, cuyas motivaciones para agredir
son estables y difícilmente modificables por experiencias como el
encarcelamiento, el paso del tiempo o el tratamiento. Probablemente sea el
grupo de delincuentes para los que la percepción social de cronicidad sea
mayor. En este apartado se revisa la evidencia disponible acerca de la
frecuencia y naturaleza de la reincidencia de los agresores sexuales. En este
campo la metodología metaanalítica ha tenido una enorme relevancia,
permitiendo el análisis conjunto de decenas de estudios y de miles de
participantes. Los metaanálisis se definen como la tarea de describir de
forma comprensiva, integrar y analizar, con procedimientos cuantitativos,
los resultados obtenidos en las investigaciones científicas realizadas sobre
un problema concreto (Botella y Gambara, 2002). Esta metodología permite
establecer la relación entre dos o más variables y el tamaño del efecto de
esta covariación con base en la consideración conjunta de todos los estudios
considerados. Es decir, que permite extraer índices estadísticos que
cuantifican la relación entre distintas variables consideradas en el
metaanálisis. Las medidas de tamaño del efecto más comunes son la
diferencia de medias estandarizada (d), la correlación de Pearson y la razón
de ventajas. Se trata por lo tanto de un procedimiento para la extracción de
datos cuantitativos derivados de la revisión de la literatura, que supera la
mera revisión narrativa sujeta al análisis crítico del autor. En el ámbito de la
reincidencia sexual, los metaanálisis analizan de forma conjunta estudios
empíricos en los que se realiza un seguimiento de agresores sexuales
excarcelados o que dejaban otro tipo de institución para regresar a la
comunidad (por ejemplo, una institución psiquiátrica) o que finalizaban
algún tipo de medida penal en la comunidad. La variable dependiente de
estos trabajos es su reincidencia delictiva, operativizada a través de su
reingreso en prisión, su detención policial o mediante sus respuestas a un
autoinforme. De esta forma se pretende obtener una imagen ajustada a la
realidad de la tasa de reincidencia de los agresores sexuales y de los
factores con los que se asocia más poderosamente.
En el estudio que inauguraba esta línea de trabajo, Hanson y Bussière
(1998) analizaron 61 estudios de seguimiento que implicaban un total de
23.393 agresores durante un periodo promedio de seguimiento de cinco
años. Los autores consideraron distintos tipos de reincidencia: reincidencia
sexual, reincidencia violenta no sexual y, por último, la comisión de
cualquier tipo de nuevo delito. El uso de estas categorías de reincidencia se
ha generalizado y se repite en el resto de los estudios que se incluyen en
este apartado. La tasa de reincidencia sexual fue del 13,4%, pero existían
diferencias entre los violadores de personas adultas, que presentaron una
tasa de reincidencia del 18,9%, y los abusadores de menores, de los que
reincidió un 12,7%. La tasa de reincidencia violenta no sexual fue del
12,2%. En esta categoría los abusadores de menores reincidían
sustancialmente menos que los violadores (9,9% frente al 22,1%). Cuando
se consideraba cualquier tipo de reincidencia se encontró una reincidencia
total del 36,3% (un 36,9% de los abusadores de menores y un 46,2% de los
violadores).
Posteriormente, Hanson y Morton-Bourgon (2005) ampliaron este
trabajo con un metaanálisis que incluía 82 estudios que analizaban la
reincidencia de 29.450 agresores sexuales. El periodo medio de seguimiento
era de cinco años. La tasa de reincidencia sexual era del 13,7%, la de
cualquier tipo de violencia (incluyendo sexual) del 14,3% y la de
reincidencia en general (cualquier tipo de delito) el 36,2%. Los mejores
predictores de reincidencia sexual fueron las variables relacionadas con la
presencia de un interés sexual desviado (interés sexual en menores, en
conductas violentas, otras parafilias y la presencia de una alta preocupación
por temas sexuales) y con una orientación antisocial (personalidad
antisocial, psicopatía, inestabilidad en el estilo de vida, historia de conducta
antisocial). Este último grupo de variables fue el predictor más potente de
reincidencia violenta no sexual y reincidencia general. La desviación sexual
no se relacionó con la violencia no sexual o la reincidencia general. Es
decir, que la presencia de un interés sexual desviado predispone a volver a
cometer un delito sexual pero se muestra independiente de otras formas de
delincuencia. Por el contrario, las tendencias antisociales suponen una
vulnerabilidad general para la conducta delictiva en general.
Posteriormente, Hanson y Morton-Bourgon (2009) revisaron 118
estudios que analizaban la reincidencia de 45.000 agresores sexuales. El
periodo medio de seguimiento era de 70 meses. La tasa de reincidencia
sexual fue del 11,5%. Se dio reincidencia violenta (tanto sexual como no
sexual) en un 19,5% de los casos. Por último, la reincidencia general fue del
33,2%. Helmus, Hanson, Babchishin y Mann (2013) analizaron 46 estudios,
con periodos de seguimiento que llegaban hasta los diez años, y que
incluían un total de 13.782 agresores. Encontraron una tasa de reincidencia
sexual del 9,2%, una tasa de reincidencia violenta del 13,5% y una
reincidencia total de 34,9%. En el caso de poblaciones minoritarias de
delincuentes sexuales, estas tasas de reincidencia son similares o incluso
menores. Por ejemplo, McCann y Lussiere (2008) analizaron 50 estudios de
reincidencia que empleaban muestras de agresores sexuales juveniles. En
total incluían 3.189 participantes. El periodo medio de seguimiento era
cercano a los diez años. La tasa de reincidencia general fue del 53% y la
reincidencia sexual fue del 12%. Cortoni, Hanson y Coache (2010)
consideraron diez estudios de seguimiento de agresoras sexuales femeninas.
Las diferentes muestras incluían 2.490 mujeres. El periodo de seguimiento
medio fue de 6,5 años. La tasa de reincidencia sexual se encontraba entre el
1% y el 3%. En el caso de las tasas de reincidencia para delitos violentos en
general, la cifra oscila entre el 4% y el 8%. Por último, la tasa de
reincidencia para cualquier tipo de delito se encontraba entre el 19% y el
24%.
Seto, Hanson y Babchishin (2011) realizaron un metaanálisis con nueve
estudios de seguimiento que incluían una muestra total de 2.630 usuarios de
pornografía infantil. Los periodos de seguimiento iban desde el año y medio
a los seis años. Los autores encontraron que un 3,4% de la muestra cometía
durante el seguimiento un nuevo delito relativo a la pornografía infantil.
Los estudios revisados en este apartado indican que las tasas de
reincidencia sexual oscilan entre el 9% y el 14% aproximadamente. La
reincidencia general de los agresores sexuales es mucho más frecuente.
Harris, Knight, Smallbone y Dennison (2011) señalan que la versatilidad
criminal (es decir, la no especialización en delitos sexuales) es una
característica frecuente en los agresores sexuales. A la vez, los autores
señalan como los agresores que se han mostrado muy especializados
tienden a reincidir sexualmente y sugieren que la especialización puede ser
una tendencia estable. Los abusadores de menores y los agresores con
víctimas adultas e infantiles son los que parecen mostrarse más centrados en
la comisión de delitos sexuales. Los datos de Hanson y Morton-Bourgon
(2005) sugieren que la desviación sexual es un factor de riesgo específico
para la delincuencia sexual. Las tendencias antisociales predisponen sin
embargo a cualquier tipo de actividad delictiva.
Las tasas de reincidencia que obtienen estos metaanálisis se extraen del
comportamiento de decenas de miles de agresores. Lógicamente, hay una
proporción de reincidencia oculta que no es detectada y que no se refleja en
los estudios. También puede objetarse que los periodos de seguimiento son
limitados y que puede existir reincidencia posterior.
Pero, a pesar de estas objeciones, el conocimiento acerca de la
reincidencia de los agresores sexuales se basa en una enorme cantidad de
datos que garantizan, como poco, un acercamiento razonable a la realidad
de este fenómeno. Aun así, hay que tener en cuenta que las cifras de
reincidencia que arrojan los metaanálisis son para el total de las muestras
consideradas, y no tienen en cuenta posibles diferencias entre grupos de
agresores que podrían ser relevantes. Por ejemplo, cuando se tiene en
cuenta el nivel de riesgo de los participantes se obtiene un retrato más
complejo del problema. Hanson, Harris, Helmus y Thornton (2014)
estudiaron 21 muestras de agresores sexuales (en total 7.740 hombres)
agrupados según su riesgo de reincidencia obtenido a través de la
puntuación en la escala Static‑99R. Este instrumento se explicará con más
detalle en el capítulo 6. En términos generales se trata de una escala de diez
ítems que recogen distintos factores de riesgo asociados con la reincidencia
sexual. Los autores crearon tres grupos, con riesgo alto, medio y bajo. El
periodo de seguimiento se extendía hasta 25 años. Solamente se consideró
la reincidencia en delitos sexuales. La tasa de reincidencia para el total de la
muestra fue del 11,9%. Cuando se tuvo en cuenta el nivel de riesgo, los
autores encontraron un 2,9% de reincidencia en el grupo de bajo riesgo, un
8,5% en el grupo de riesgo medio y un 24,2% en el de riesgo alto. La mayor
parte de la reincidencia en los tres grupos se concentraba durante los
primeros años de seguimiento y posteriormente se estabilizaba. Este patrón
era especialmente marcado en los agresores de alto riesgo, que acumulaban
la mayor parte de la reincidencia durante los primeros cinco años en
libertad.
Por lo tanto, no todos los agresores sexuales reinciden, de hecho la
mayoría no lo hace. Los que son reincidentes es más probable que cometan
un delito de naturaleza no sexual. Aquellos que vuelven a agredir
sexualmente tienden a hacerlo durante los primeros años de regreso a la
comunidad, y si consiguen superar esa etapa de mayor riesgo la
probabilidad de que reincidan disminuye significativamente.
Se pueden extraer distintos perfiles de agresor sexual si se cruzan las
dimensiones de reincidencia y especialización. Los agresores sexuales
reincidentes no especializados serían personas que cometen una agresión
sexual y posteriormente reinciden, pero con delitos de otra naturaleza. En
este caso, los rasgos antisociales sería la característica más destacable de
estos agresores. Los agresores sexuales reincidentes especializados
cometen exclusivamente delitos sexuales y los hacen de forma reiterada.
Las distintas expresiones del interés sexual desviado serían el factor de
riesgo más relevante para este grupo. Los agresores sexuales no
reincidentes constituyen el grupo más frecuente. Son personas que cometen
una única agresión sexual y no reinciden en ningún tipo de delito.
1.4. Entre la delincuencia y la psicopatología
El comportamiento de los agresores sexuales es difícil de comprender,
especialmente en aquellos casos de mayor gravedad. Resulta tentador
recurrir a la presencia de un trastorno mental como factor explicativo de su
conducta. Hay dos conclusiones generales que se pueden extraer acerca de
la relación entre psicopatología y agresión sexual. Primero, que una
proporción importante de las muestras estudiadas presentaban algún tipo de
diagnóstico psiquiátrico, como poco, en la misma proporción que la
población penitenciaria general. Segundo, que pese a esto la relación causal
entre la patología mental y el comportamiento sexualmente agresivo no está
clara. En general, la población penitenciaria mundial presenta con
frecuencia distintos trastornos mentales, algunos de ellos tan graves como
las diferentes formas de psicosis o la depresión mayor (Fazel y Seewald,
2012). Los agresores sexuales no son diferentes a este respecto. Booth y
Gulati (2014) destacan la presencia en muestras de agresores sexuales de
trastornos de ansiedad y del estado de ánimo, trastornos por uso de drogas y
alcohol, trastornos de personalidad, parafilias, y déficit de atención e
hiperactividad. La comorbilidad entre distintos trastornos parece ser común.
¿Significa esto que la presencia de estos trastornos tiene un papel causal en
la violencia sexual? ¿La presencia de psicopatología es un factor de riesgo
para la reincidencia?
La respuesta a estas preguntas es menos evidente. En el metaanálisis de
Hanson y Morton-Bourgon (2005), la presencia de patología psiquiátrica no
se relacionaba con la reincidencia sexual. Kingston, Olver, Harris, Wong y
Bradford (2015) estudiaron dos muestras independientes de agresores
sexuales durante un periodo medio de seguimiento de 15 años. La práctica
totalidad de ambas muestras presentaba al menos un diagnóstico
psiquiátrico. Los trastornos más comunes fueron el uso de sustancias, los
trastornos de personalidad y las parafilias. En una de las muestras
estudiadas solamente la combinación entre trastorno antisocial de
personalidad y el consumo de sustancias se relacionó significativamente
con la reincidencia sexual.
En la segunda muestra, se encontraron relaciones positivas entre
pedofilia, sadismo sexual y la combinación entre sadismo y uso de
sustancias. En las dos muestras, los trastornos del estado de ánimo o los
trastornos psicóticos no se relacionaron con la comisión de nuevos delitos
sexuales. Alden, Brennan, Hodgins y Mednick (2007) estudiaron una
cohorte completa de hombres nacidos en Dinamarca entre 1944 y 1947 (n =
173.559). Los datos referentes a diagnóstico psiquiátrico y delincuencia
sexual fueron obtenidos a través de registros oficiales en 1991, es decir,
cuando los participantes se acercaban a los 50 años de edad. Los autores
distinguen entre delitos sexuales violentos y no violentos. El 2,2% de la
cohorte había presentado durante su vida un trastorno psicótico que requirió
hospitalización. Este segmento de la población cometió el 8,4% de los
delitos sexuales violentos y el 9% de los no violentos. Aquellos hombres
que presentaban un trastorno psicótico sin la presencia de un trastorno de
personalidad o de consumo de sustancias no presentaban un riesgo
significativo de cometer un delito sexual violento, aunque sí una
probabilidad mayor que la población no psicótica de implicarse en delitos
sexuales no violentos. La comorbilidad con un trastorno de personalidad o
de consumo de sustancias multiplicaba el riesgo de implicarse en cualquier
tipo de delito sexual, especialmente en uno de naturaleza violenta.
Cuando se emplean muestras de poblaciones especiales de agresores
sexuales tampoco se encuentra evidencia de una mayor presencia de
trastornos psiquiátricos en comparación con la población penitenciaria
general. Por ejemplo, Fazel, Hope, O’Donnell y Jacoby (2002) estudiaron el
perfil psicopatológico de agresores sexuales con edades superiores a los 60
años, en comparación con delincuentes no sexuales de su mismo rango de
edad. Un 6% presentaba un trastorno psicótico, un 7% un trastorno
depresivo mayor y el 33% un trastorno de personalidad. Existían
antecedentes psiquiátricos en el 41% de la muestra de agresores sexuales,
aunque esta proporción era mayor en los delincuentes no sexuales. Por lo
demás, solamente se diferenciaron en la frecuencia de participantes
diagnosticados de un trastorno por consumo de sustancias, que era mayor
en el grupo control. Fazel, Sjöstedt, Grann y Lanström (2010) compararon
una muestra de agresoras sexuales femeninas (n = 93), con un grupo de
mujeres condenadas por delitos violentos no sexuales (n = 13.452) y una
muestra aleatoria de mujeres procedentes de la población general (n =
20.597). El 36% de las agresoras sexuales había ingresado en un hospital
psiquiátrico. El 7,5% había sido diagnosticado de un trastorno psicótico y el
18,3% de un trastorno por consumo de sustancias. No se encontraron
diferencias entre la muestra de agresoras sexuales y la de delincuentes
violentas en ninguno de estos diagnósticos psiquiátricos. Sí que se
encontraron diferencias significativas con la muestra de población general,
que presentaba una menor incidencia de patología psiquiátrica.
Los agresores sexuales presentan con frecuencia algún tipo de patología
mental, pero la incidencia de estos problemas no es mayor que en la
población penitenciaria en conjunto. Las más frecuentes parecen ser el
consumo de sustancias, los trastornos de personalidad y las parafilias. La
comorbilidad entre un trastorno mental y otro de personalidad o por
consumo de sustancias parece ser la situación más intensamente asociada
con el riesgo de reincidencia. También las parafilias graves se asocian con
la violencia sexual.
Estos datos son congruentes con las conclusiones de Hanson y Morton-
Bourgon (2005) al señalar que los rasgos antisociales y el interés sexual
desviado son los factores de riesgo más relevantes para la reincidencia
sexual. Lee y Hanson (2016) comprobaron en una muestra de 947 agresores
sexuales que la reincidencia sexual se asociaba positivamente con la
presencia de historia de hospitalización psiquiátrica, pero esta asociación
desaparecía cuando se controlaba estadísticamente la presencia de factores
de riesgo típicos en agresores sexuales, como las dificultades de
autocontrol. Por lo tanto, la relación entre psicopatología y reincidencia
sexual estaba mediada por otras dificultades psicológicas cuyo papel en la
agresión sexual está más firmemente establecido por la investigación.
No existen por lo tanto motivos para pensar que la población de
agresores sexuales esté compuesta mayoritariamente por personas con
problemas mentales que alteren su conducta gravemente o les desconecten
de la realidad. Su conducta parece ser más bien el resultado de una
combinación de vulnerabilidades personales que en conjunto con los
factores situacionales adecuados conducen finalmente a una agresión.
2
Agresión sexual de personas
adultas
2.1. Introducción
La agresión sexual es un comportamiento cuyas causas últimas aún no se
conocen de forma clara. Los motivos que llevan a un hombre a agredir
sexualmente a una mujer, los mecanismos por los que es capaz de excitarse
sexualmente en una situación coercitiva con una víctima que muestra signos
inequívocos de sufrimiento, el papel de la pornografía o las razones por las
que algunos agresores reinciden tras largos periodos de encarcelamiento son
aún objeto de estudio y debate. La investigación en este campo se ha
realizado a grandes rasgos con dos poblaciones. Por un lado, los estudios
con población forense se centran en agresores sexuales condenados a penas
de prisión o sometidos a alguna medida comunitaria alternativa al
encarcelamiento. Por otro lado, los estudios con población general exploran
principalmente muestras de estudiantes universitarios utilizando
cuestionarios sobre comportamiento sexual, principalmente la encuesta de
experiencias sexuales (Sexual Experiences Survey). Estos trabajos se han
beneficiado del auge de las redes sociales, que han facilitado el uso de
encuestas anónimas online. Toda esta investigación ha aportado durante las
últimas décadas una enorme cantidad de datos acerca de la violación.
Lo que se trate en las siguientes páginas es relativo a aquellos hombres
que agreden sexualmente a personas adultas, mayoritariamente mujeres. Es
importante en este punto realizar una aclaración acerca de la terminología
que se utilizará a lo largo de los siguientes capítulos. El Código Penal
español (Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre), al abordar los delitos
sexuales, distingue entre agresión sexual y abuso basándose en la presencia
de violencia o intimidación. La agresión implica violencia o intimidación,
mientras que estas variables están ausentes en el abuso, que se basa
principalmente en el uso de la superioridad o en el aprovechamiento de
vulnerabilidades de la víctima (como un trastorno mental o una situación de
intoxicación) que no ha prestado su consentimiento al encuentro sexual.
Tanto la agresión como el abuso pueden tener como víctimas a una persona
adulta o a una persona menor de 16 años, que es la edad actual de
consentimiento sexual.
Esta terminología no es equivalente a la que se utiliza en el mundo de la
investigación científica sobre estos problemas. La literatura utiliza agresor
sexual (sex offender) para referirse a cualquier tipo de delincuente sexual. A
partir de ahí se establecen dos grandes grupos. Los violadores (rapists) son
aquellos delincuentes sexuales con víctimas adultas. Los abusadores de
menores (child abusers) son los agresores sexuales con víctimas menores
de edad. Por lo tanto, la literatura emplea como criterio diferenciador la
edad de la víctima, en lugar del grado de violencia o intimidación. Durante
el libro se utilizará la terminología habitual en la investigación, ya que es la
que se ha usado en los estudios que se revisarán y la que ha servido para
crear grupos experimentales. Pero cuando se haga referencia a violadores se
estará describiendo a hombres que bajo la legislación española habrían
cometido delitos de agresión o abuso sexual con una víctima mayor de 16
años. En el caso de los abusadores de menores, serían hombres que han
cometido una agresión o abuso sexual con una víctima menor de 16 años.
2.2. Vulnerabilidad a la violencia sexual
Es tentador pensar que los agresores sexuales son individuos radicalmente
distintos a la población masculina general, pero la realidad es que esto solo
puede afirmarse acerca de una minoría de casos. La violencia sexual hacia
las mujeres no es un comportamiento exclusivo de un grupo minoritario de
agresores. Los estudios comunitarios indican que está presente en la
sociedad en distintas formas y grados de intensidad. Por ejemplo, Krahé et
al. (2015) estudiaron una muestra de 1.169 jóvenes de entre 18 y 27 años,
procedentes de diez países europeos. Se contactó con los participantes a
través de correo electrónico, redes sociales, anuncios en páginas web de las
universidades o asociaciones juveniles y se les pidió que completaran una
serie de cuestionarios sobre su conducta sexual. Un 7,6% de los
participantes reconoció haber utilizado la fuerza para mantener un
encuentro sexual que no era deseado por la otra parte. Un 10,3% había
aprovechado la incapacidad de la víctima para resistirse y el 7,5% había
utilizado la presión verbal. En el capítulo 1 ya se mencionaba el informe de
la Casa Blanca en el que se expresaba una importante preocupación por la
frecuencia de violaciones en los campus universitarios. Los estudiantes de
las universidades más elitistas del mundo no parecen los mejores candidatos
a convertirse en violadores y, sin embargo, estas conductas se convirtieron
en un problema nacional. Cuando se estudian muestras de violadores
condenados aparecen múltiples vulnerabilidades (que se revisarán a lo largo
de este capítulo), pero estos factores los comparten con otros delincuentes
violentos, y muy probablemente con otros hombres que no han cometido
ningún delito pese a sus múltiples dificultades personales.
Lalumière, Harris, Quinsey y Rice (2005) proponen una visión de la
violación en términos de vulnerabilidad-estrés. Es decir, que es una
conducta resultado de la interacción entre una constelación de
características individuales y situacionales. Para estos autores, si se
selecciona una muestra de hombres procedentes de cualquier población, se
diferenciarán entre ellos en su grado de vulnerabilidad a la violencia sexual.
Esto es cierto para casi cualquier población imaginable, incluyendo grupos
humanos tan distintos como los agresores sexuales encarcelados, la
población penitenciaria general, los estudiantes universitarios, las personas
con discapacidad intelectual, los adolescentes o los ancianos. Incluso en una
situación de extrema violencia y crueldad como una guerra, en la que
existen múltiples variables situacionales que facilitan o fomentan la
violación, algunos combatientes se implicarán en conductas sexuales
agresivas y otros las rechazarán. El resultado final va a depender de la
interacción compleja entre factores de riesgo, factores de protección y
elementos situacionales.
La literatura ha identificado un número elevado de variables asociadas a
la comisión de una agresión sexual, aunque como se ha dicho antes, no está
claro que sean características exclusivas de los violadores. Es un
comportamiento determinado por múltiples factores, que se expresan y
combinan de forma particular en cada individuo. Es difícil pensar en un
agresor sexual cuya conducta esté determinada por un único elemento
predisponente. Este carácter complejo y multifactorial se traduce en la
heterogeneidad de la población de agresores. La presencia de distintas
combinaciones de factores conducirá a perfiles distintos, con motivaciones,
necesidades de tratamiento y un riesgo de reincidencia propios.
2.3. Parafilias y agresión sexual de adultos
Lalumière et al. (2005) proponen que la única característica que distingue a
los violadores de otros delincuentes violentos es el tipo de estímulos que les
excitan sexualmente. Parece por lo tanto apropiado comenzar por esa pieza
la reconstrucción del complejo puzle de la violencia sexual. ¿Tienen los
violadores una orientación sexual estable hacia el sexo forzado? ¿Son
sustancialmente diferentes del resto de la población masculina con respecto
a los estímulos que les excitan sexualmente? La respuesta a estas preguntas
puede ser clave para la explicación, prevención y tratamiento de este
fenómeno. Pero el interés sexual es una experiencia eminentemente privada,
fácil de ocultar a un evaluador al que dar respuestas socialmente aceptables.
Aunque muchas investigaciones preguntan directamente a los agresores
acerca de sus preferencias o nivel de activación sexual, lo normal es que
estas medidas subjetivas vayan acompañadas de procedimientos de carácter
psicofisiológico que permiten evaluar con mayor grado de objetividad la
respuesta sexual de los participantes. En el caso de los violadores, el
procedimiento más habitual es el registro de la respuesta eréctil mediante
pletismografía del pene.
Los estudios sobre respuesta sexual de los violadores básicamente
registran la respuesta de erección ante estímulos con distintos grados de
sexualización y de coerción. En el caso de la investigación con violadores,
estos estímulos suelen ser historias en las que se describe un encuentro
sexual que puede ser mutuamente consentido y deseado por el hombre y la
mujer o que puede presentar distintos grados de violencia y coerción. Se
trata por lo tanto de estímulos con un cierto grado de dinamismo, ya que
son historias con múltiples parámetros y que van evolucionando a medida
que se desarrollan. La respuesta sexual de un individuo ante un estímulo
concreto no es por sí misma informativa, inevitablemente ha de compararse
con algún criterio.
Una posibilidad es comparar la respuesta de un participante ante dos
estímulos que se diferencian en alguna dimensión (por ejemplo, sexo
consentido frente a sexo no consentido). Este tipo de comparaciones
informan acerca de la preferencia de una persona o de una muestra de
individuos. Pero para determinar si un patrón de respuesta es normal o
desviado es preciso utilizar un grupo control. Habitualmente se incluyen
grupos control compuestos por hombres sin historia de agresión sexual
cuyo patrón de activación se utiliza como elemento de comparación con las
respuestas sexuales de los violadores. Lalumière y Quinsey (1994)
realizaron un metaanálisis en el que se incluían 16 estudios experimentales
sobre la respuesta sexual en muestras de violadores (n = 415) en
comparación con controles (n = 192). En todos los estudios, los grupos de
violadores se diferenciaron de los controles en su respuesta eréctil ante
historias que describían agresiones sexuales. Los violadores tienden a
responder más intensamente o al menos con igual intensidad ante
descripciones de una violación que ante historias de sexo consentido en
comparación con los grupos control. Estos últimos, al contrario, muestran
una preferencia por relatos de sexo consentido. El tamaño del efecto medio
para todos los estudios fue d = 0,82, que puede considerarse entre moderado
y alto. Puede plantearse en qué medida este patrón de respuesta es exclusivo
de los violadores o si, por el contrario, se trata de una característica
generalizada en los hombres que son violentos con las mujeres. Lalumière,
Quinsey, Harris, Rice y Trautrimas (2003) compararon la respuesta eréctil
de una muestra de violadores (n = 24) con dos grupos control compuestos
por hombres de la población general y por delincuentes violentos no
sexuales que habían agredido físicamente a mujeres. Los violadores
mostraron una respuesta ligeramente mayor ante las situaciones de
violación que ante las de sexo consentido. Al compararles con los grupos
control aparecían las diferencias más llamativas. La respuesta eréctil de los
controles ante las descripciones de sexo consentido era superior a la de los
violadores. Ante las escenas de violación, sin embargo, su respuesta sexual
disminuía notablemente y quedaba por debajo de la del grupo de violadores.
La activación sexual de los delincuentes violentos no sexuales y los
controles comunitarios fue indistinguible.
Parece, por tanto, que la literatura apoya la existencia en los violadores
de un interés sexual igual o superior ante las situaciones de sexo coercitivo
en comparación con las de sexo consentido, mientras que los controles
tienden a excitarse con mucha menor intensidad ante las situaciones en las
que el no consentimiento de la mujer es claro. Obviamente esto es una
tendencia estadística grupal comparando el promedio de distintas muestras
y de múltiples medidas ante distintos estímulos. Los estudios encuentran
habitualmente que, aproximadamente, un 60% de los violadores estudiados
obtienen respuestas sexuales superiores al 90% de los controles ante
descripciones de una violación. Lalumière et al. (2003) ofrecen tres
posibles explicaciones para estos resultados. Una de ellas atribuye el patrón
de respuesta sexual de los violadores a sus tendencias antisociales. Estas
personas encontrarían excitantes las historias de violación no por una
preferencia específica por el sexo coercitivo, sino porque sus características
de personalidad (por ejemplo, la afectividad superficial o la ausencia de
empatía) les harían insensibles a las señales de sufrimiento.
Otra posible explicación es el sadismo sexual. La quinta edición del
Manual diagnóstico y estadístico para los trastornos mentales de la
Asociación Psiquiátrica Americana (DSM-5) define el sadismo sexual por
la presencia “durante un periodo de al menos seis meses, de excitación
sexual intensa y recurrente derivada del sufrimiento físico o psicológico de
otra persona, y que se manifiesta por fantasías, deseos irrefrenables o
comportamientos” (APA, 2013). En este caso, la hipótesis plantea que son
las claves de violencia, dolor y daño físico las que excitan a los violadores y
les motivan a agredir sexualmente.
La tercera posibilidad sería la preferencia específica por claves de no
consentimiento. Para esta explicación, los violadores se excitarían
sexualmente ante las señales de resistencia, terror y ausencia de
consentimiento sexual que muestran las víctimas. Las características de los
estímulos utilizados en estos trabajos no han permitido tradicionalmente dar
una respuesta clara a esta cuestión. Las historias de violación combinaban
elementos de violencia física con otros de no consentimiento por parte de la
mujer (resistencia física, rechazo verbal, sufrimiento emocional). Por lo
tanto, no permiten determinar con mayor precisión qué aspecto produce en
los grupos de violadores una respuesta eréctil diferencial. De cara a
responder a esta cuestión, Harris, Lalumière, Seto, Rice y Chaplin (2012)
estudiaron una muestra de 12 violadores y 14 controles a los que
presentaron distintas historias que variaban con base en la presencia de tres
elementos: actividad sexual, violencia y daño físico, y por último la
expresión de no consentimiento con la actividad sexual. El nivel de
erección de los violadores ante las situaciones que presentaban una
actividad sexual no consentida con o sin violencia fue superior a la de los
controles, pero fue inferior ante las historias de sexo consentido y no
violento. El elemento clave que marcaba la respuesta diferencial de los
violadores fue la ausencia de consentimiento.
En un estudio paralelo, Seto, Lalumière, Harris y Chivers (2012)
utilizaron el mismo conjunto de estímulos para estudiar la respuesta eréctil
de tres muestras comunitarias de hombres que se diferenciaban en su nivel
de sadismo sexual evaluado mediante autoinforme. Uno de los grupos
cumplía claramente con criterios de sadismo sexual (n = 18), otro los
cumplía de forma parcial (n = 22) y un tercer grupo estaba compuesto por
hombres que claramente carecían de interés sexual por el sadismo (n = 23).
Los sádicos mostraban una respuesta genital superior a los otros dos grupos
ante las historias que implicaban violencia y daño físico. No respondían sin
embargo más intensamente que los otros grupos ante las historias que
implicaban la ausencia de consentimiento. Los sádicos mostraron la
respuesta sexual más intensa ante historias que describían interacciones
sexuales consentidas que incluían violencia y daño físico, mientras que los
otros dos grupos lo hacían ante las historias de sexo consentido sin
violencia. Parece, por lo tanto, que se puede diferenciar el sadismo sexual
de la excitación frente al sexo no consentido.
La investigación psicofisiológica con violadores tiene limitaciones que
han de tenerse en cuenta antes de generalizar sus resultados. Las muestras
estudiadas son pequeñas y no está claro en qué medida los grupos de
violadores pueden considerarse representativos de esta población. Por
ejemplo, en la muestra utilizada por Harris et al. (2012), nueve de sus doce
participantes eran violadores reincidentes, una proporción mucho mayor de
la que se encuentra en la población general de agresores sexuales. La
reincidencia puede ser indicativa de la presencia de un interés sexual
desviado, lo que implicaría que se parte de una muestra sesgada. En otros
estudios las evaluaciones pletismográficas no se realizan exclusivamente
por motivos de investigación, sino que son demandadas por los tribunales o
por instituciones penales como parte del estudio de un caso, probablemente
porque existen indicios de una alteración sexual. Sin perder de vista estas
consideraciones, los datos indican que al menos algunos violadores
muestran una preferencia sexual hacia estímulos indicativos de falta de
consentimiento por parte de una mujer. Más concretamente, los datos
indican que aproximadamente un 60% de los violadores mostraría una
activación superior a la del 90% de la población general ante señales de no
consentimiento.
Por lo tanto, la población de violadores no sería cualitativamente
distinta de la población masculina general en cuanto a su interés sexual, ya
que de hecho ambos grupos se solapan. Un 40% de los violadores
presentaría un perfil de activación sexual en el rango del de los hombres sin
historia de agresión sexual. Y un 10% de los hombres sin antecedentes
sexuales se excitaría siguiendo un patrón análogo al de los violadores. Por
lo tanto, un segmento de la población de violadores ocuparía el extremo de
una hipotética distribución poblacional del interés por el sexo no
consentido. Esta preferencia parece ser estable en el tiempo, ya que en
muchos casos las evaluaciones plestismográficas se realizan a violadores
encarcelados que cometieron la agresión hace años. Esto no excluye la
utilidad del sadismo sexual y de las tendencias antisociales como factores
explicativos del patrón de respuesta sexual de los violadores. Los conceptos
de sadismo y preferencia por sexo no consentido aún no están claramente
diferenciados y comparten muchas características. La heterogeneidad de la
población de violadores precisa de una mayor investigación y contar con
grupos mejor definidos.
2.4. Factores de riesgo
El interés sexual desviado probablemente explique en gran medida por qué
algunos violadores tienden a especializarse y reincidir. Parece ser, de hecho,
una característica distintiva de al menos una parte de esta población. Pero
ha de entenderse como un elemento prominente dentro de una estructura
compleja. Algunos factores de riesgo asociados a la violación son de
naturaleza sexual y otros no. Cuando se evalúa a un violador es normal
encontrar problemas en distintas áreas personales y sociales que pueden
abarcar todos los aspectos de la vida del agresor. Los criterios para
considerar una variable como un factor de riesgo son diversos. Por una
parte ha de tener relevancia psicológica, es decir, ha de ser una variable con
el suficiente peso en el ámbito cognitivo, emocional o conductual como
para ser considerada desde la perspectiva del aprendizaje social capaz de
influir sobre un comportamiento tan grave. Debe también ser una causa
posible para la agresión sexual. Una simple correlación puede ser el
resultado de un factor extraño o totalmente casual. Por supuesto, son
especialmente interesantes aquellos factores susceptibles de ser modificados
mediante intervención. Desde un punto de vista metodológico, los factores
de riesgo se identifican a través del tamaño del efecto que obtienen en un
metaanálisis, de su capacidad predictiva sobre una variable dependiente
(operativizada, por ejemplo, mediante su área bajo la curva obtenida en un
análisis ROC), mediante su correlación con el número de agresiones
sexuales cometidas o por el hecho de estar más intensamente presente en
muestras de agresores que en grupos control (Mann, Hanson y Thorton,
2010).
Siguiendo estos criterios, se han identificado numerosos factores de
riesgo asociados con la violación, que pueden dividirse entre factores de
relación y factores individuales (Teten Tharp, DeGue, Valle, Brookmeyer,
Massetti y Matjasko, 2012). La asociación estadística entre estos factores y
la agresión sexual suele ser significativa pero moderada. El carácter
multifactorial de un comportamiento como la violación implica que no es
fácil encontrar un factor individual con el que se asocie poderosamente. En
el trabajo forense o terapéutico con violadores tampoco emergen factores
únicos que expliquen su conducta delictiva. La violación es el resultado de
la acumulación de un conjunto de vulnerabilidades que han contribuido a la
aparición del comportamiento agresivo.
En los factores, a nivel de relación, se incluyen factores familiares
(características de la familia, violencia), del grupo de iguales (compañeros
antisociales o que apoyen la violación) y de pareja (relaciones sin
afectividad, conflictos graves). En el cuadro 2.1 se resumen estas variables.
2.4.1. Relaciones familiares
Cuando se trabaja con violadores es habitual encontrar en ellos historias
familiares duras, teñidas de emociones negativas. En algunos casos
incluyen acontecimientos traumáticos de primer orden. Parece lógico pensar
que un primer paso hacia la violencia sexual se dio durante la infancia de
los agresores, en concreto, en el ámbito familiar. Las familias pueden influir
en la aparición posterior de violencia sexual por distintas vías. Una primera
posibilidad es la carga genética. ¿Es posible heredar una tendencia a la
agresión sexual? Si fuese así, cabría esperar una mayor frecuencia de
agresiones sexuales en familiares directos de violadores, que aumentaría
con el grado de parentesco genético. Para responder a esta pregunta,
Langström, Babchishin, Fazel, Lichtestein y Frisell (2015) estudiaron la
agrupación en familias de casos de delincuencia sexual, utilizando para ello
la totalidad de casos conocidos en Suecia durante un periodo de 37 años
(1973‑2009).
La existencia en este país de extensas bases de datos estatales permite
realizar un estudio tan ambicioso. En total analizaron las familias de 21.566
delincuentes sexuales. Para cada agresor se seleccionaron cinco controles
igualados en edad, sin historia conocida de delincuencia sexual. Se
contemplaron distintos grados de parentesco que incluían a padres,
hermanos, hermanastro materno y hermanastro paterno. Además, se
analizaron por separado a los violadores y a los abusadores de menores. El
uso de este tipo de diseño permite, por una parte, conocer la probabilidad de
que un delincuente sexual tenga un familiar también condenado por un
delito de esta naturaleza en comparación con la probabilidad de que esto le
ocurra a un hombre sin antecedentes sexuales. Por otra parte, permite
separar la contribución de los factores genéticos, del ambiente compartido
(factores estables durante el crecimiento y que compartirían dos hermanos,
como por ejemplo las actitudes de los padres o las características del
vecindario) y del ambiente no compartido (por ejemplo, un problema
perinatal que sufre solo uno de los hermanos al nacer o factores ambientales
como ir a colegios distintos) a la conducta sexual agresiva. El grado de
asociación en la presencia de delitos sexuales entre familiares con distinto
grado de cercanía genética permite estimar estadísticamente la contribución
diferencial de cada una de estas fuentes de variación.
Sin distinguir entre tipologías de agresores (violadores frente a
abusadores), la probabilidad de haber cometido un delito sexual era casi
cuatro veces mayor en hijos de agresores sexuales, y cinco veces mayor en
el caso de los hermanos en comparación con los controles. En el caso de los
violadores de personas adultas (n = 6.131), tener un hermano condenado
por violación multiplicaba por cinco la probabilidad de cometer una
agresión sexual. Es decir, que es cinco veces más probable que un violador
tenga un hermano también violador en comparación con la probabilidad de
que lo tenga una persona sin antecedentes sexuales. Esta proporción era
menor en el caso de los hermanastros paternos y maternos. En el caso de los
padres, la probabilidad se multiplicaba por tres. Comparando la
acumulación de delitos sexuales entre hermanos y hermanastros, se estimó
que la proporción de diferencias asociadas a factores genéticos era del 19%.
El ambiente compartido explicaría el 15% de las diferencias y el 66%
restante se reparte entre el ambiente no compartido y los errores de medida.
Los datos referentes a los abusadores de menores se comentarán en el
siguiente capítulo, pero se puede adelantar que la influencia de factores
genéticos era sustancialmente mayor.
Cuadro 2.1. Factores de relación
En definitiva, este trabajo indica una acumulación significativa de casos
de agresión sexual dentro de las familias. Una parte de este fenómeno
parece responder a la herencia genética compartida. Pero la influencia
genética y ambiental en la agresión sexual ha de pasar inevitablemente por
otras variables intermedias que tengan una relación más directa con el
comportamiento. Babchishin, Seto, Sariaslan, Lichetenstein, Fazel y
Langström (2017) se plantean el papel de los factores parentales y
perinatales en el comportamiento sexual agresivo. Para ello utilizaron la
misma metodología que Langström et al. (2015) y cruzaron bases de datos
censales, penales y sanitarias de la población sueca que les permitieron
asociar los antecedentes por agresión sexual con la presencia de problemas
sanitarios en agresores, controles y sus respectivas familias. Su estudio
incluyó a todos los agresores sexuales condenados que habían nacido entre
1973 y 1995 (n = 13.773) y que habían cometido un delito sexual hasta
2009. En paralelo se estudió a los condenados por delitos violentos no
sexuales (n = 135.953). A cada miembro de estos grupos se le asignaron
cinco controles que no tenían ningún tipo de antecedente violento. De todos
ellos se recogieron datos obstétricos que pudieran tener un papel causal en
la agresión sexual, en concreto, la presencia de una circunferencia craneal
pequeña, bajo peso o poco tamaño en el momento del nacimiento, la
presencia de malformaciones congénitas, una puntuación baja en el test de
Apgar a los cinco minutos de nacer y el número de hermanos mayores.
Con respecto a los factores parentales se recogieron datos referentes al
nivel educativo de los padres, edad de la madre durante el embarazo,
presencia de trastornos psiquiátricos, delincuencia violenta, consumo de
sustancias o intentos de suicidio. Analizaron por separado a los abusadores
de menores y a los violadores (n = 8.584). En estos últimos, todos los
factores parentales se asociaban con la agresión sexual, pero se encontró el
mismo patrón en el grupo de delincuentes violentos no sexuales. No se
identificaron, por lo tanto, factores específicos para la violencia sexual. En
el caso de los factores perinatales, solamente se encontraron datos positivos
para el tamaño inferior al normativo para la edad gestacional, y la baja
circunferencia craneal, pero estos factores se repetían en los controles
violentos. Parece claro, por lo tanto, que algo ocurre en las familias de los
agresores sexuales que influye en su conducta agresiva adulta, aunque no es
fácil determinar factores específicos para la violencia sexual. Uno de los
fenómenos familiares que ha sido objeto de mayor interés es la historia de
abuso sexual infantil de los agresores sexuales. Jespersen, Lalumière y Seto
(2009) realizaron un metaanálisis que incluía 17 estudios en los que se
exploraba la historia de abuso sexual, físico y emocional en muestras de
agresores sexuales. Los delincuentes sexuales, considerando conjuntamente
a violadores y abusadores, presentaban una mayor prevalencia de abuso
sexual que los delincuentes no sexuales. En concreto, la probabilidad de que
un agresor sexual hubiese sido abusado en su infancia era tres veces mayor
que la probabilidad de que este mismo abuso lo hubiera sufrido un
delincuente no sexual. No se encontraron diferencias en lo referente al
maltrato físico. La prevalencia de historia de abuso sexual en violadores de
personas adultas era significativamente menor que la de los abusadores de
menores, mientras que en el caso del abuso físico sucedía lo contrario. No
se encontraron diferencias en la incidencia del abuso emocional o
negligencia en ninguna de las comparaciones, aunque este tipo concreto de
maltrato ha sido objeto de muy poca investigación.
Parece, por lo tanto, que los violadores experimentan abuso sexual en su
infancia con menor frecuencia que los abusadores de menores, pero sufren
en mayor medida maltrato físico dentro de su familia. Sin llegar al extremo
del abuso físico o sexual, los padres de los agresores suelen presentar un
estilo de crianza caracterizado por bajos niveles de cuidado, consistencia,
supervisión y disciplina, y altos niveles de control autoritario y rechazo. Los
agresores describen habitualmente a sus padres como fríos y distantes,
indiferentes y tendentes al rechazo. Es difícil en estas condiciones que los
niños puedan crear un apego seguro y apropiado hacia sus padres. De hecho
se considera que los agresores sexuales establecen formas de apego
inseguras en su infancia y que esto se proyecta posteriormente a sus
relaciones adultas. En el caso concreto de los violadores, el estilo de apego
evitativo especialmente hacia el padre parece ser el más frecuente (Simons,
Wurtele y Durham, 2008). Las teorías del apego se analizarán con mayor
profundidad en el capítulo 5.
2.4.2. Relaciones entre iguales
La influencia del grupo de amigos en el desarrollo de comportamientos
sexuales agresivos se realiza principalmente a través de la presión grupal y
de la transmisión de valores antisociales, en general, o que apoyan en
concreto la agresión sexual. Pertenecer a un grupo en el que algunos de sus
miembros mantienen actitudes favorables a la agresión sexual, o que
incluso la han llevado a cabo, normaliza y justifica este tipo de conductas.
Los valores que se transmiten en estos grupos implican el apoyo al uso de
violencia, la cosificación de las mujeres o incluso una hostilidad manifiesta
hacia ellas, valores de hipermasculinidad o el consumo excesivo de alcohol.
La mayor parte de la investigación que se ha ocupado de estas variables
se ha realizado con muestras comunitarias o de estudiantes universitarios.
Por ejemplo, Thompson, Koss, Kingree, Goree y Rice (2011) encontraron
que en una muestra de estudiantes universitarios, el nivel de presión
percibida en su grupo para tener relaciones sexuales se traducía en una
mayor tolerancia a normas favorables a la agresión sexual, lo que a su vez
aumentaba la probabilidad de implicarse en comportamientos sexuales
coercitivos. El papel de la presión grupal para mantener relaciones sexuales
y de la transmisión de valores que apoyan el sexo forzado en la aparición de
conductas sexuales coercitivas se ha replicado de forma consistente.
Una vía por la que los amigos ejercen presión unos sobre otros es la
conversación. Las conversaciones con amigos sobre conductas sexuales
reales o hipotéticas sirven para establecer normas grupales. El uso de
términos que cosifican a la mujer, la aprobación de conductas coercitivas o
la visión del sexo como una mercancía fomentan la necesidad de implicarse
en conductas sexuales como una forma de demostrar su masculinidad.
Jacques-Tiura, Abbey, Wegner, Pierce, Pegran y Woemer (2011)
encontraron en una muestra comunitaria de 423 hombres que la presión
percibida para tener sexo y el uso frecuente de términos sexistas en su
grupo de amigos se asociaba positivamente con conductas sexuales
coercitivas durante el último año. Dos entornos en los que se generaban
estas normas favorables a la violencia sexual eran las fraternidades y los
equipos deportivos universitarios. Aunque para un lector europeo este
hecho pueda resultar sorprendente, en el contexto norteamericano estos
grupos compuestos exclusivamente por hombres jóvenes han sido objeto de
preocupación por la frecuencia con la que se han visto implicados en delitos
sexuales. Esta preocupación ha alcanzado incluso a la Casa Blanca, que
incluía en 2011 la reducción de las violaciones en los campus universitarios
como uno de los objetivos de su estrategia nacional contra la agresión
sexual. Se ha planteado que en las fraternidades y en los equipos se
comparte una cultura que apoya los mitos de la violación y legitima el sexo
forzado. El consumo excesivo de alcohol parece ser también parte de las
normas de estos grupos. Murnen y Kohlman (2007) realizaron un
metaanálisis centrado en este tema, incluyendo un total de 29 estudios. Las
autoras encontraron una asociación estadística moderada entre la
pertenencia a un equipo deportivo o a una fraternidad, valores de
hipermasculinidad y la aceptación de los mitos de la violación. La
asociación con comportamientos sexuales agresivos fue menor, aunque
estadísticamente significativa. En conjunto, los datos empíricos apoyan la
relación entre estas variables grupales y la violencia sexual. Existe poca
investigación relativa a la influencia de la pertenencia a una banda delictiva,
si bien el papel que desempeñan estos grupos en el inicio del
comportamiento antisocial en general es muy relevante.
2.4.3. Relaciones de pareja
Los procesos que se dan dentro de las relaciones de pareja y que se han
asociado positivamente con la agresión sexual implican el control, el
aislamiento social, la violencia física o psicológica, así como la percepción
por parte del hombre de la relación como superficial. En concreto, la
violencia física no sexual parece ser un fuerte correlato de la violación
dentro de la pareja (Martin, Taft y Resick, 2007). Por lo tanto, la violencia
sexual ha de contemplarse como un elemento más dentro de una situación
de violencia de género más amplia.
Los factores individuales que cuentan con apoyo empírico se resumen
en el cuadro 2.2. Abarcan aspectos relativos al comportamiento sexual del
agresor y a su ajuste psicosocial general.
Cuadro 2.2. Factores individuales
Comportamiento sexual
– Múltiples parejas sexuales
– Sexo impersonal
– Exposición a pornografía
– Activación sexual ante estímulos desviados o agresivos
– Motivación por el sexo
– Victimización sexual durante la adolescencia o la edad adulta
– Comportamiento sexual desviado/múltiples parafilias
– Afrontamiento sexual de los problemas
Factores psicosociales
– Trastornos de la conducta/agresividad
– Estilo de vida impulsivo
– Dificultades en la resolución de problemas
– Afrontamiento de los problemas mediante conductas exteriorizadoras
– Intentos de suicidio
– Consumo de drogas y alcohol
– Autorregulación emocional deficiente
Cogniciones sexuales
– Fantasías sexuales
– Preocupación sexual
– Cogniciones que apoyan la agresión sexual
Factores interpersonales
– Habilidades sociales
– Déficit de intimidad/problemas de apego
– Cogniciones relativas a la violencia
Cogniciones de género
– Aceptación de los mitos de la violación
– Hostilidad hacia las mujeres
– Adherencia a roles tradicionales de género
– Hipermasculinidad
2.4.4. Comportamiento sexual
La vida sexual de los violadores tiende a ser marcadamente impersonal. En
sus infancias aparecen experiencias como un inicio temprano de la
masturbación, la exposición a pornografía o el comportamiento sexual con
animales, aunque estas conductas son aún más frecuentes entre los
abusadores de menores (Simons et al., 2008). Seto, Kjellgren, Priebe,
Mossige, Svendin y Langström (2010) estudiaron una muestra de 4.000
estudiantes de bachillerato suecos y noruegos. El inicio de la actividad
sexual antes de los 15 años, haber tenido seis o más parejas sexuales, el uso
muy frecuente de pornografía y el uso de pornografía violenta o infantil se
asociaban con un incremento de la probabilidad de implicarse en conductas
sexuales coercitivas. Seto y Lalumière (2010) realizaron un metaanálisis
sobre las causas de la agresión sexual en adolescentes. Los resultados
encontraron diferencias en la conducta sexual de los agresores sexuales, en
comparación con otros delincuentes adolescentes. Tenían un inicio sexual
más temprano, se habían expuesto a la pornografía por primera vez a menor
edad y la usaban con mayor frecuencia. También mostraban mayor
incidencia de un interés sexual desviado, por ejemplo, hacia las relaciones
sexuales no consentidas, la zoofilia o en las relaciones incestuosas con sus
hermanos.
En general, los violadores son individuos para los que el sexo es algo
dominante en sus vidas, y pese a que se implican en numerosas actividades
sexuales se sienten frecuentemente insatisfechos y frustrados (Mann et al.,
2010). A esto se lo denomina preocupación sexual o hipersexualidad. El
sexo se convierte en un objetivo vital de primer orden y en una forma de
afrontar problemas no sexuales, generalmente, a través de comportamientos
impersonales como la masturbación o recurrir a la prostitución. Marshall,
Marshall, Moulden y Serran (2008) equiparan la preocupación sexual a la
adicción al sexo. Los autores compararon grupos de abusadores de
menores, violadores y controles comunitarios en un autoinforme de
adicción sexual (Sexual Addiction Screening Test). Tanto los violadores
como los abusadores puntuaron por encima de los controles, aunque no se
diferenciaron entre ellos en su nivel de adicción o preocupación sexual. Un
51% de los violadores era diagnosticable, de acuerdo con este instrumento
de adicción sexual.
El papel del uso de pornografía ha originado una importante cantidad de
investigación y es un tema siempre polémico. La relación entre su uso y la
violencia sexual parece ser compleja y está mediada por factores
individuales. Es simplista defender que los materiales pornográficos tienen
el mismo efecto en cualquier persona. Existe evidencia de una relación
significativa entre el uso de pornografía y las actitudes que apoyan la
violencia sexual hacia las mujeres. Esta evidencia es más clara para el uso
de pornografía de carácter violento (Hald, Malamuth y Yuen, 2010). Pero el
vínculo entre pornografía y actitudes favorables a la violencia hacia las
mujeres no es directo ni igual para todas las personas. Las diferencias
individuales desempeñan un papel mediador en este fenómeno. En muestras
comunitarias, el uso de pornografía, especialmente un uso frecuente de
materiales violentos, se asocia con actitudes favorables a la violencia en
aquellos hombres que presentan otras vulnerabilidades. Por ejemplo,
personas con una vida sexual impersonal, alta preocupación sexual o
determinados rasgos de personalidad como una baja afabilidad son aquellas
que utilizan pornografía más dura y con mayor frecuencia, y que a su vez
mantienen unas actitudes más favorables hacia la violencia sexual hacia las
mujeres (Malamuth, Hald y Koss, 2012; Hald y Malamuth, 2015). Esto,
evidentemente, no significa que la pornografía tenga un papel causal en la
aparición de estas actitudes. Las personas tendemos a buscar contenidos que
sean congruentes con nuestra visión del mundo. Por lo tanto, solamente se
podría hablar de una asociación entre el uso de materiales sexuales
explícitos y una visión tolerante con la violencia. En muestras de agresores
sexuales ocurre algo parecido. Kingston, Malamuth, Federoff y Marshall
(2009) señalan que la investigación no permite establecer que el consumo
de pornografía conduzca a la violación. La pornografía, especialmente la
violenta, parece tener capacidad para activar sexualmente a hombres que ya
muestran una preferencia por el sexo coercitivo. Por lo tanto, debe
considerarse el uso de pornografía como un factor de riesgo más que cobra
sentido en el contexto global de la persona y de sus vulnerabilidades.
2.4.5. Ajuste psicosocial
Los violadores tienden a llevar estilos de vida descompensados en distintos
aspectos. Pedneault y Beauregard (2014) existen cinco estilos de vida
frecuentes en los agresores sexuales en función de cómo sean sus relaciones
familiares, sus hábitos de ocio y sus relaciones sociales. El solitario
inactivo se caracteriza por la poca implicación con su pareja y con las
actividades sociales en general. El viajero social pasa la mayor parte del
tiempo fuera de su casa, lleva un estilo de vida errante y se implica en
numerosas actividades sociales. El estilo de vida centrado en las fiestas
estaría orientado al consumo de drogas y alcohol y sería el de mayor
carácter antisocial. El estilo que denominan como caminante individual se
caracteriza por la práctica ausencia de relaciones cercanas y por el consumo
de drogas y el sexo con prostitutas. Por último, el estilo casero identifica a
agresores que pasan la mayor parte de su tiempo en su hogar, centrados en
su familia y que apenas tienen relaciones sociales fuera de su casa ni
hábitos de ocio. Los autores no identificaron diferencias entre violadores y
abusadores en la frecuencia de estos estilos de vida, por lo que consideran
que pueden aparecer en cualquier tipo de delincuente sexual. Una
conclusión relevante de este estudio es que en la franja temporal que
precede a las agresiones el estilo de vida de los violadores tiende a estar
descompensando en algún sentido. Durante las sesiones de intervención, es
habitual que los agresores describan vidas solitarias o con relaciones
superficiales, ausencia de hábitos de ocio positivos, autocuidado deficiente
y un uso habitual de pornografía o prostitución. Estos comportamientos
inadecuados son, en muchos casos, formas de afrontamiento de los
problemas de la vida diaria y las emociones negativas (Wakelin, 2007;
Gillespie, Mitchell, Fisher y Beech, 2012). El consumo de drogas y alcohol
es también un comportamiento muy común. En concreto, el alcohol parece
ser la sustancia que se asocia con mayor frecuencia a la violación (Abracen,
Looman y Ferguson, 2017). Abbey, Wegner, Woerner, Pegram y Pierce
(2014) revisaron la investigación relativa a la relación entre consumo de
alcohol y violación en muestras comunitarias. Estos estudios incluyen
encuestas mediante el uso de autoinformes y trabajos experimentales en los
que los participantes realizaban una tarea tras consumir alcohol.
En general, la literatura señala una relación positiva entre el consumo de
alcohol y distintas formas de coerción sexual. Al igual que ocurre con otros
factores, esta relación está mediada por otras vulnerabilidades asociadas
con la agresión sexual, como la dominancia, la vida sexual impersonal, la
interpretación sesgada de las intenciones sexuales de las mujeres o la
percepción del apoyo del grupo de iguales a la agresión sexual. El consumo
de alcohol parece asociarse también con una mayor gravedad de las
agresiones sexuales. Existen estudios experimentales en los que se
administra alcohol a los participantes y se les expone después a un estímulo
(una imagen, una película o una grabación) en el que se presenta una
situación heterosexual en la que surge algún tipo de conflicto entre las
intenciones sexuales del hombre y de la mujer. Ante esta situación se
pregunta a los participantes acerca de la línea de conducta que ellos
consideran más apropiada o que elegirían ellos.
El alcohol parece aumentar las probabilidades de elegir el uso de
distintos grados de presión o coerción, incluyendo la fuerza, pero
igualmente esto se encuentra mediado por otras variables individuales,
como la hostilidad hacia las mujeres o la interpretación errónea de su
interés sexual. Otro indicador de inestabilidad personal es la frecuencia de
intentos de suicidio. En el capítulo 1 ya se ha señalado la alta prevalencia de
algunos trastornos psicopatológicos y de eventos evolutivos negativos en
los agresores sexuales. Estos factores parecen aumentar en algunos casos la
vulnerabilidad a episodios de autolesión o intentos de suicidio. Jeglic,
Spada y Mercado (2013) estudiaron una muestra de 3.030 delincuentes
sexuales. Un 14% había intentado suicidarse en algún momento de sus
vidas, el 11% de estos intentos había sido previo al ingreso en prisión. Estos
episodios se asociaban positivamente con la historia de abuso infantil, la
presencia de problemas psiquiátricos, la discapacidad intelectual o con el
hecho de haber agredido a una víctima conocida. En este trabajo no
encontraron diferencias en la frecuencia de intentos de suicidio entre
violadores y abusadores de menores.
2.4.6. Cognición sexual
Los violadores son personas que emplean una parte relevante de su tiempo
en pensamientos relativos al sexo. Tienden a fantasear con contenidos
sexuales tanto normalizados como desviados con mayor frecuencia que
otros hombres. La preocupación sexual tiene una parte conductual pero
también un fuerte componente cognitivo. Según Bartels y Gannon (2011) se
considera que las fantasías desviadas tienen un papel desencandenante de la
agresión sexual, aunque no está claro si sirven como un guion para la
violación posterior o si son un factor desinhibidor que actúa incrementando
la activación sexual. Lo que sí parece estar claro es que las fantasías
cumplen un papel relevante en la vida del agresor. Pueden servir como un
elemento regulador de emociones negativas, como una estrategia de
afrontamiento de los problemas o pueden ser un estímulo para la activación
sexual. En ocasiones, los agresores fantasean con violaciones pasadas como
estímulo para fines masturbatorios. Maniglio (2012) propone que las
fantasías sexuales desviadas son un mecanismo de afrontamiento de las
dificultades emocionales e interpersonales que los agresores sexuales tienen
al alcanzar la adolescencia. Estas dificultades se derivan de un apego
inseguro, fruto de relaciones familiares conflictivas. Al terminar la niñez,
los agresores experimentan dificultades para establecer relaciones sociales,
especialmente de carácter romántico. Las fantasías sexuales se convierten
en ese momento en una forma de inducir estados emocionales positivos,
compensar sentimientos de soledad y recuperar la autoestima.
Otro elemento clave en la literatura sobre agresión sexual son las
denominadas distorsiones cognitivas, un concepto cuya popularidad solo es
comparable con sus dificultades de definición y operativización. Estas
distorsiones incluirían justificaciones, percepciones o valoraciones
utilizadas por el agresor para racionalizar, minimizar, justificar o negar su
conducta sexual violenta. El término se utiliza como un paraguas amplio
bajo el que caben fenómenos muy diferentes, como las actitudes, las
creencias, los pensamientos específicos sobre situaciones específicas o
justificaciones a posteriori. En definitiva, casi cualquier pensamiento de un
agresor sexual es susceptible de etiquetarse como distorsión. Pero es obvio
que el término se ha utilizado para denominar procesos de naturaleza muy
diferente. No es lo mismo un pensamiento concreto en respuesta a una
situación concreta, como la racionalización de una agresión, que una
creencia estable acerca de la legitimidad de violar a mujeres si se dan las
circunstancias adecuadas.
Tampoco está claro el papel causal de estos procesos cognitivos en la
agresión sexual, especialmente en el caso de los violadores. Mann et al.
(2010) proponen que los pensamientos realmente relevantes son los que
aceptan la agresión sexual en general, en lugar de las excusas o
justificaciones de agresiones concretas. A estos pensamientos los
denominan actitudes que apoyan la agresión sexual. Helmus, Hanson,
Babchishin y Mann (2013), siguiendo esta propuesta, realizaron un
metaanálisis de los estudios que han analizado la relación entre estas
actitudes y la reincidencia sexual. En el caso de los violadores no
encontraron relación entre estas actitudes y la reincidencia sexual, si bien es
cierto que el número de estudios disponibles es muy limitado. Los autores
concluyen que es necesaria mayor investigación y un esfuerzo teórico por
definir mejor el concepto de actitud que apoya la agresión sexual. En el
caso de los abusadores de menores sí aparecía una relación más clara que se
analizará en el próximo capítulo.
2.4.7. Factores interpersonales
La competencia social y emocional de los agresores es otro campo en el que
emergen factores de riesgo para la violencia sexual. Las dificultades para
relacionarse con otras personas, especialmente para crear vínculos cercanos,
parecen ser comunes en esta población, así como la dificultad para afrontar
y gestionar las emociones. Los estilos parentales marcados por la violencia
y el autoritarismo conducen a que con frecuencia los agresores desarrollen
formas inseguras de apego infantil que posteriormente se han proyectado a
sus relaciones adultas. También adquieren valores relativos a la legitimidad
de la violencia, la hostilidad y la dominancia masculina. Sin la experiencia
de afecto y calidez en sus relaciones infantiles, estas personas crecerían con
una visión negativa de sí mismos y de los demás, con una baja autoestima,
poca confianza en sí mismos o empatía hacia los demás. Es común que los
agresores sexuales en general, y los violadores en particular, expresen una
visión escéptica de las relaciones interpersonales, y que perciban a los
demás como interesados y poco fiables. Quizás como consecuencia de esto,
la investigación empírica muestra que los violadores tienden a implicarse
poco en sus relaciones y a generar niveles bajos de intimidad (Martin y
Tardif, 2014).
2.4.8. Cogniciones relativas al género
Estas cogniciones incluyen la aceptación de los denominados mitos de la
violación, la hostilidad y la suspicacia hacia las mujeres, una visión
antagonista de las relaciones sexuales, la aceptación de los roles
tradicionales sobre la mujer y la hipermasculinidad. Burt (1980) define los
mitos de la violación como creencias falsas sobre la violación, las víctimas
y los violadores, que sostienen que el comportamiento de una mujer
justifica la violencia sexual en algunas ocasiones y que depositan, por lo
tanto, la responsabilidad de la violación en la víctima y no en el agresor.
Incluyen ideas como que las víctimas han buscado la violación con su estilo
de vida, que una mujer puede resistir a un agresor si realmente quiere o que
los violadores son personas privadas de vida sexual. Suárez y Gadalla
(2010) realizaron un metaanálisis con 37 estudios sobre estos mitos. Los
resultados indican que la aceptación de los mitos de la violación se asocia
con otras actitudes hostiles hacia la mujer, la aceptación de la violencia
interpersonal, la culpabilización de las víctimas de violación, entre otras
actitudes de tipo sexista. También se asocian a comportamientos como la
agresión sexual, una alta frecuencia de pensamientos relativos al sexo y de
encuentros sexuales impersonales. Este tipo de actitudes eran más
frecuentes en hombres que en mujeres y se asociaban negativamente con el
nivel educativo.
2.5. Conclusiones
Los agresores sexuales presentan dificultades en muchas áreas, no solo en
su comportamiento o preferencias sexuales. Un violador prototípico sería
un hombre con una historia familiar problemática. Sus relaciones adultas
han sido pocas y superficiales y, de hecho, mira a las personas con
escepticismo y desconfianza. Su vida sexual es impersonal, utiliza con
frecuencia pornografía y recurre a la prostitución. Junto con las drogas y el
alcohol, estos son sus principales mecanismos para afrontar sus problemas y
regular sus emociones negativas. El sexo es algo muy importante en su
vida, piensa en ello a menudo y tiene fantasías sexuales con mucha
frecuencia. Considera su deseo sexual como algo incontrolable y en gran
medida inaplazable. No es en absoluto una persona carente de actividad
sexual, pero su vida sexual es impersonal y utiliza el sexo para solucionar
problemas que no son sexuales, como la soledad o la depresión. Algunos
casos presentan un interés sexual desviado que expresan mediante
conductas parafílicas de distinta gravedad. En los casos de agresores
sexuales de alto riesgo no es extraño encontrar que desde su juventud
realizaran comportamientos como el exhibicionismo, el froteurismo (rozar
los genitales intencionalmente contra una mujer desconocida) o la
escatología telefónica (llamadas telefónicas obscenas). Estos
comportamientos van acompañados de fantasías sexuales de violencia y
dominación que les proporcionan bienestar personal, y que con frecuencia
terminan en la masturbación y el orgasmo.
De acuerdo con los datos que se revisaron en el capítulo 1, se sabe que
los violadores agreden principalmente a mujeres conocidas, y que
mayoritariamente no reinciden en un delito sexual, aunque su personalidad
y su estilo de vida pueden llevarles a cometer otro tipo de delito. Aquellos
que reinciden lo hacen principalmente debido a sus rasgos antisociales
(agresividad, impulsividad, actitudes contrarias a las normas sociales) y a la
presencia de un interés sexual desviado. Parece que algunos violadores
tienden a activarse ante señales de resistencia, miedo y súplica, aunque para
otros resultará excitante el dolor y el daño físico grave. Esta excitación ante
estímulos inadecuados tiende a ser una característica estable, y en ocasiones
durante los grupos de terapia, algunos participantes reconocen que aún se
masturban recordando las agresiones.
Evidentemente esto no supone más que un perfil prototípico. Los casos
reales son combinaciones únicas de la historia del individuo, de su
personalidad y de sus circunstancias. En este capítulo se han enumerado
múltiples factores. La labor del profesional es identificar cuáles están
presentes en el caso que le ocupa, integrarlos en un modelo funcional que
explique su papel en la agresión e intervenir sobre ellos para modificar en la
medida que se pueda aquellos que sean susceptibles de cambio. La
evaluación y planificación de un tratamiento no ha de ser la mera
constatación de un listado de variables de riesgo. Al contrario, sería muy
deseable que el profesional tuviera en mente un marco teórico que guíe su
evaluación y aporte coherencia a la relación entre las variables.
3
Abuso sexual de menores
3.1. Introducción
Un segmento de la población masculina se siente sexualmente atraído por
los niños y niñas. El tamaño real de este grupo humano se desconoce. La
atracción sexual hacia los menores recibe en la nomenclatura psiquiátrica la
etiqueta clínica de pedofilia. El DSM-5 define el trastorno de pedofilia
como una excitación sexual intensa y recurrente derivada de fantasías,
deseos sexuales irrefrenables o comportamientos que implican la actividad
sexual con uno o más niños prepúberes, generalmente menores de 13 años.
El individuo ha cumplido estos deseos sexuales o le causan un sufrimiento
psicológico importante o problemas interpersonales (APA, 2013). Puede
implicar un interés sexual exclusivo hacia menores o diagnosticarse en una
persona que también se siente atraída por adultos. En aquellos casos en los
que la persona no presenta malestar psicológico por estos impulsos
parafílicos y no ha actuado bajo ellos (es decir, no ha cometido un delito
sexual que implique a menores) no es diagnosticable de trastorno por
pedofilia. Se considera en este caso que presenta una orientación sexual
pedófila. El DSM-5 introduce por lo tanto la posibilidad de que un adulto
pueda sentirse atraído sexualmente por los menores sin que esto suponga
una alteración que precise una etiqueta diagnóstica o atención clínica.
Desde el sentido común podrían hacerse al menos cuatro predicciones,
a priori lógicas, respecto a la delincuencia sexual con menores y su relación
con el trastorno de pedofilia. Primero, que la mayoría de los pedófilos
abusarán sexualmente de un menor, dado su intenso interés sexual hacia
ellos. Es decir, que los casos de pedófilos que solamente experimenten
fantasías o deseos hacia menores pero que no las lleven a cabo serán
excepcionales. Segundo, que todas las personas que abusan sexualmente de
un menor lo hacen porque tienen un interés sexual intenso y estable hacia
ellos, es decir, porque son pedófilos. Es difícil imaginar qué otro tipo de
variables puede llevar a una persona a realizar algún tipo de acto sexual con
un niño o niña prepúber. Tercero, es también esperable que sean pedófilos
aquellos hombres que utilizan pornografía infantil a través de Internet, y
que este deseo sexual hacia los menores constituya su principal motivación
para acceder a estos materiales. Por último, parece lógico vincular
intensamente ambos fenómenos y esperar que alguien que accede a
pornografía infantil es muy probable que haya abusado también de un
menor en el mundo real o esté en alto riesgo de hacerlo en el futuro. Ver
pornografía infantil alimentaría las fantasías desviadas y fomentaría, en
última instancia, el abuso de un menor real.
La realidad es que hoy en día la investigación no apoya estas
afirmaciones o lo hace de manera parcial, con excepciones y
particularidades dependiendo de la población que se estudie. La
delincuencia sexual con menores es un fenómeno poco susceptible de
explicaciones sencillas y parsimoniosas. Los hombres que abusan de niños
y niñas o que coleccionan las imágenes de estos abusos son diversos en sus
características y motivaciones. Durante este capítulo se intentará organizar
de forma coherente el conocimiento actual sobre este problema, que
probablemente sea aún más complejo que el de la agresión sexual de
adultos. Pero incluso la mejor síntesis posible daría como resultado algo
parecido a un puzle compuesto de piezas de tamaño distinto, que encajan
con dificultad, que además pueden hacerlo siguiendo distintas posibilidades
y que al juntarse no forman una imagen tan coherente como sería deseable.
Frente a las predicciones lógicas que se han planteado inicialmente, el
conocimiento empírico actual sugiere algo distinto. Primero, pese a que la
pedofilia es un factor de riesgo muy relevante para la comisión de un delito
sexual, no todos los pedófilos abusan de un menor. El tamaño de esta
población de pedófilos no agresores es muy difícil de estimar, si bien hay
evidencia de su existencia. Segundo, aproximadamente la mitad de las
personas que abusan sexualmente de un menor o utilizan pornografía
infantil tienen indicios claros de pedofilia. Pero como se ha dicho antes, la
pedofilia no parece ser un factor suficiente para explicar el abuso de
menores, dado que existen pedófilos que no dan el paso de cometer un
delito sexual. Esto hace imprescindible recurrir a otros factores para
explicar el comportamiento tanto de los abusadores pedófilos como de
aquellos que no lo son. El vínculo entre la pedofilia y el uso de pornografía
infantil parece ser más intenso, pero aun así una proporción importante de
usuarios de estos materiales no parece cumplir criterios para ser
considerados pedófilos. Tercero, el paso del uso de pornografía infantil al
abuso sexual real responde a factores que aún no se conocen y parece ser un
hecho minoritario. La relación causal entre pornografía y abuso no está
clara, y probablemente sea necesaria la mediación de factores individuales
presentes en individuos especialmente vulnerables que se denominan
agresores duales.
3.2. Pedofilia y abuso sexual
La figura 3.1 resume la relación entre la pedofilia, el abuso sexual de
menores y el uso de pornografía infantil de acuerdo con lo que sugieren
actualmente los datos empíricos. Es importante entender que se están
superponiendo comportamientos delictivos y constructos psicológicos. El
abuso sexual o el consumo de pornografía infantil son conductas que
victimizan directa o indirectamente a un menor. Las variables que llevan a
una persona a cometer estos actos son múltiples y no son iguales para todos
los casos. Por su parte, la pedofilia es un trastorno mental que explica el
comportamiento delictivo de algunos hombres. Por lo tanto, la etiqueta
abusador de menores describe una conducta que, en algunos casos, está
motivada por un trastorno psicológico como la pedofilia. En otros casos, la
conducta abusiva estará motivada por variables diferentes a la pedofilia,
porque los hombres responsables no cumplirán los criterios diagnósticos del
trastorno. Es habitual escuchar cómo se utilizan como sinónimos los
términos pedófilo, abusador de menores o consumidor de pornografía
infantil, pero, pese a que están relacionados, no son en absoluto
equivalentes.
Actualmente se desconoce la incidencia de la pedofilia en la población
general. La mayoría de los estudios han evaluado variables relacionadas con
este trastorno, como la frecuencia de fantasías sexuales con menores o el
uso de pornografía infantil, pero no se dispone de datos epidemiológicos
basados en un diagnóstico psiquiátrico formal. Por ejemplo, Dawson,
Bannerman y Lalumière (2016) estudiaron una muestra de 351 estudiantes
universitarios, a los que preguntaron acerca de su interés sexual por
distintos comportamientos parafílicos. El 0,9% de la muestra afirmó que
encontraba excitante el sexo con menores prepúberes. Dombert, Schmidt,
Banse, Briken, Hoyer, Neutze y Osterheider (2016) estudiaron mediante
una encuesta online una muestra de hombres (n = 8.718) entre los 18 y los
89 años de edad. Se les preguntaba entre otros temas por la frecuencia con
la que habían visto pornografía infantil, recurrido a prostitución con
menores o viajado a un país extranjero para tener sexo con niños. También
acerca de sus fantasías y contactos sexuales reales con menores de doce
años. El 1,7% de los encuestados había utilizado pornografía infantil pero
negaba haber tenido contacto real con un menor. El 0,8% había tenido
contacto sexual con un menor, pero no utilizaba pornografía infantil. El
0,7% reconocía haberse implicado en ambos comportamientos. Por lo tanto,
el 2,4% de los participantes había utilizado pornografía infantil y el 1,5%
había abusado sexualmente de un menor. El 4,1% de los encuestados
informaron de fantasías sexuales con menores prepúberes.
Figura 3.1. Relación entre pedofilia, abuso sexual de menores y uso de pornografía infantil.
Utilizando también una encuesta online, Wurtele, Simons y Moreno
(2014) encontraron en una muestra comunitaria de hombres (n = 173) que
el 6% afirmaba que podría tener sexo con un menor si se les garantizara que
saldrían impunes. El 9% afirmaba que vería pornografía infantil bajo esas
mismas condiciones. Hay que tener en cuenta que los comportamientos y
fantasías sobre las que se preguntaba a los encuestados en estos estudios
son variables relacionadas con la pedofilia, pero no son equivalentes a este
trastorno psiquiátrico, más aún si se tiene en cuenta la distinción que hace el
DSM-5 entre trastorno por pedofilia y orientación sexual pedófila. Por lo
tanto, son solamente indicadores de la presencia en la población general del
interés sexual hacia los niños. El tamaño real del círculo que representa a la
población de pedófilos en la figura 3.1 se desconoce.
Con respecto a la relación entre pedofilia y abuso sexual, Seto (2008)
sugiere que la pedofilia no es un requisito necesario ni suficiente para
cometer un delito sexual con un menor. De esta afirmación se desprende
que existe una población de pedófilos de tamaño desconocido que se
encuentra adaptada a la sociedad y que consigue manejar su interés sexual
desviado sin cometer delitos. Es una posibilidad con enormes implicaciones
teóricas y prácticas. Schaefer, Mundt, Feelgood, Hupp, Neutze, Ahlers,
Goecker y Beier (2010) realizaron una encuesta telefónica confidencial a
hombres que solicitaban ayuda terapéutica en un proyecto comunitario para
el tratamiento de pedófilos (este proyecto se describirá con detalle en el
capítulo 7). Los autores diferencian entre los conceptos de agresor
potencial y agresor en el campo oscuro. Los agresores potenciales son
aquellas personas que tienen una preferencia sexual hacia los menores, pero
que no han llegado a cometer nunca un delito sexual. Los agresores en el
campo oscuro son aquellos hombres que han cometido un delito sexual con
un menor que no ha sido detectado por las autoridades.
Los hombres que llamaban para solicitar terapia eran sometidos a una
entrevista de cribado en la que se les preguntaba acerca de factores
demográficos, acerca de su historia de contacto sexual con menores y del
contenido de sus fantasías sexuales. De un total de 160 participantes, el
39,4% (n = 63) había tenido contacto sexual no detectado con un menor. El
60,6% (n = 97) eran agresores potenciales. Ambos grupos afirmaban haber
comenzado a tener fantasías sexuales con menores cuando tenían
aproximadamente 20 años de edad. Con respecto a sus fantasías sexuales, el
84,3% de la muestra afirmaba tener fantasías con adultos. El 65%
informaba de fantasías con menores prepúberes y el 85% con menores en la
pubertad. El 86% de la muestra afirmaba mostrarse angustiado por estas
fantasías. En el caso de los agresores no detectados, habían abusado
mayoritariamente de menores de su propia familia o conocidos. Solo el
17% tenía una víctima desconocida. Aunque sean datos que se obtienen
exclusivamente con base en las afirmaciones de los participantes, permiten
extraer conclusiones interesantes. Por una parte, la investigación con
abusadores de menores condenados señala que la presencia de pedofilia es
un factor de riesgo de reincidencia muy relevante (Hanson y Morton-
Bourgon, 2005). No obstante, parece existir una parte de la población que
tiene interés sexual hacia los menores y que logra convivir con este deseo
sin abusar de una víctima. Para estas personas, su interés pedófilo es una
fuente de malestar emocional y también un factor de riesgo de cometer un
abuso que probablemente controlan mediante elementos protectores
(habilidades de afrontamiento, apoyo familiar) que han fallado en los
abusadores.
Se tiene un conocimiento limitado acerca de las características de la
población de pedófilos que no han cometido ningún delito sexual. El
conocimiento acerca de la pedofilia procede principalmente de muestras
forenses, y no existen motivos para asegurar que sea extrapolable a
pedófilos no agresores. Una vía para conocer mejor las características de
estos hombres son los mensajes que dejan en algunas páginas web
dedicadas al apoyo y orientación psicológica de pedófilos no agresores,
tales como virped.org o b4uact.org. En estas páginas, los usuarios expresan
habitualmente que su interés sexual hacia los menores se inició durante la
adolescencia. Este interés sexual se traduce en fuertes sentimientos de
vergüenza y depresión que con frecuencia se acompañan de ideación
suicida. Convivir con este tipo de interés sexual desviado y el estigma
social que le acompaña parece convertirse en una pesada carga para
personas que expresan con claridad que están en contra del abuso sexual de
menores y que precisan de ayuda profesional.
¿Existen agresores de menores que no sean pedófilos? Los datos
disponibles indican que aproximadamente la mitad de las personas que han
cometido un delito sexual con una víctima menor pueden considerarse
pedófilos. Maletzky y Steinhauser (2002) estudiaron una muestra de 5.223
delincuentes sexuales hacia menores, de los cuales el 43% podían
etiquetarse como pedófilos con base en las características de sus delitos
(tener varias víctimas menores y no tener víctimas adultas). Seto y
Lalumière (2001) evaluaron la respuesta de erección de 1.113 abusadores de
menores ante vídeos cortos que mostraban adultos y menores desnudos. Un
27% de los evaluados mostró una respuesta eréctil superior ante las
imágenes que mostraban niños y, por lo tanto, eran clasificables como
pedófilos. Seto, Stephens, Lalumière y Cantor (2015) estudiaron una
muestra de 950 abusadores utilizando la misma metodología que en el
estudio anterior. Un 34% de los participantes mostró un patrón de respuesta
sexual compatible con la pedofilia. Este trastorno es un factor de riesgo para
el abuso sexual de un menor pero no el único. Los datos indican que existen
personas que se implican en conductas sexuales abusivas con niños o niñas
prepúberes sin que tengan una preferencia sexual clara hacia personas en
este rango de edad. Por lo tanto, tal y como representa la figura 3.1, las
poblaciones de pedófilos y abusadores se solapan tan solo parcialmente.
Pero este problema se puede hacer aún más complejo si se contempla
también a los usuarios de pornografía infantil y su relación tanto con la
pedofilia como con el abuso. Seto, Cantor y Blanchard (2006) encontraron
que el 61% de una muestra de usuarios de pornografía infantil (n = 100) era
diagnosticable de pedofilia de acuerdo con su respuesta diferencial de
erección ante imágenes de desnudos de adultos y de menores. Es decir, que
su excitación sexual ante imágenes de menores (medida a través del nivel
de tumescencia del pene) era significativamente mayor ante menores
prepúberes que ante adultos. Estudiaron también una muestra de abusadores
de menores (n = 178), de los cuales el 35% mostraba un patrón de respuesta
sexual compatible con la pedofilia. Parece que los usuarios de pornografía
infantil tienen, con mayor frecuencia que los abusadores, un interés sexual
desviado hacia los menores, aunque sigue habiendo una proporción
importante de individuos cuya respuesta sexual preferente no es hacia los
niños. La pedofilia probablemente no es el único elemento que explica el
acceso a materiales abusivos realizados con menores prepúberes.
3.3. Factores de riesgo
Los datos que se han presentado en el anterior apartado sugieren que, para
explicar el abuso sexual de menores, es preciso identificar variables
explicativas adicionales a la pedofilia. Estos factores no son solamente
necesarios para aquellos abusadores que no son pedófilos, ya que existen
personas diagnosticables de este trastorno que no agreden a menores.
Algunas de estas variables son comunes a las que se han expuesto para los
agresores sexuales con víctimas adultas, aunque esto no significa que se
expresen de la misma forma en los abusadores. Por ejemplo, las
cogniciones sexuales son relevantes en ambas poblaciones, pero los
pensamientos que apoyan el abuso de un menor no son los mismos que
parecen acompañar la violación de una mujer adulta. Otros factores, como
la congruencia emocional con menores, parecen ser específicos para el
abuso. A lo largo de este capítulo se utilizará la misma estructura que en el
anterior para organizar los distintos factores de riesgo. Los factores de
relación se resumen en el cuadro 3.1.
Cuadro 3.1. Factores de relación
3.3.1. Relaciones familiares
Parte de la génesis del abuso sexual infantil parece estar en las familias de
los agresores. En el capítulo 2 ya se introdujo el trabajo de Langström et al.
(2015) en el que se analizaba la agrupación familiar de todos los casos de
delincuencia sexual conocidos en Suecia entre los años 1973 y 2009. El
número total de delincuentes sexuales condenados en ese periodo de tiempo
fue de 21.566 hombres, de los cuales 4.465 eran abusadores de menores.
Para cada caso de abuso se seleccionaron cinco controles sin antecedentes
penales conocidos por delitos sexuales. De esta forma se comparaba la
agrupación relativa de casos de abuso sexual en las familias de abusadores
en comparación con las familias de controles comunitarios. Encontraron
que la probabilidad de que un abusador tuviese a su vez un padre o un
hermano abusador era cuatro y seis veces mayor respectivamente que la
encontrada en el grupo control. Es decir, que el comportamiento
sexualmente abusivo hacia menores tendía a agruparse en las familias de los
abusadores. Utilizando los datos procedentes de los hermanos y de los
hermanastros, los autores calcularon la contribución diferencial de distintos
factores genéticos y ambientales. La heredabilidad del comportamiento
abusivo hacia menores (es decir, la proporción de diferencias atribuible a
factores genéticos) era del 46%, la contribución del ambiente compartido
fue nula y la del entorno no compartido y el error de medida del 54%. Por
lo tanto, al igual que ocurría con los agresores sexuales con víctimas
adultas, el comportamiento abusivo hacia menores tiende a agruparse en las
familias. Pero el abuso de menores parece estar sometido a una mayor
influencia genética. La heredabilidad estimada para los violadores era del
19%, mientras que para los abusadores fue del 46%. Algo ocurre también
en las familias de los abusadores que parece desempeñar un papel en el
origen de su conducta sexual desviada. Los factores explicativos posibles
son muchos.
En el trabajo de Babchishin et al. (2017) acerca de los factores
parentales y perinatales que pueden influir en la aparición de distintas
formas de delincuencia sexual, se estudió una muestra de 6.263 abusadores
de menores que se comparó con una muestra de controles comunitarios.
Como ya se describió en el capítulo 2, los factores parentales incluían nivel
educativo de los padres, edad con la que contaban en la fecha de nacimiento
del participante, presencia de trastornos psiquiátricos, delincuencia violenta,
consumo de sustancias o intentos de suicidio. La probabilidad de que
apareciese cualquiera de estos factores en el grupo de abusadores fue
superior a la de que estuviera presente en los controles. Como se recordará,
esto mismo ocurría con los agresores sexuales de adultos. Pero este trabajo
también se planteaba el posible papel de factores perinatales como la baja
circunferencia craneal, el bajo peso o el poco tamaño en el momento del
nacimiento, la presencia de malformaciones congénitas, una puntuación
baja en el test de Apgar a los cinco minutos de nacer y el número de
hermanos mayores. Los abusadores de menores presentaban con mayor
frecuencia que los controles un peso inferior al esperable para la edad
gestacional, alguna malformación congénita o una baja circunferencia
craneal. Estos resultados son similares a los que se encontraron para los
violadores de víctimas adultas, salvo en lo referente a las malformaciones
congénitas.
Si se toman en conjunto los datos de este estudio y los de Langström et
al. (2015), puede plantearse una posible transmisión familiar del abuso de
menores, mediada por influencias genéticas asociadas con la presencia de
malformaciones congénitas. No es esperable que esto sea así para todos los
casos, pero sí quizás para aquellos que son diagnosticables de pedofilia. Se
ha planteado que el origen de este trastorno puede deberse a problemas del
neurodesarrollo durante la gestación. Existe además cierta evidencia de la
heredabilidad del interés sexual hacia menores. Alanko, Salo, Mokros y
Santtila (2013) estudiaron una muestra de 3.967 hombres que incluía
gemelos monocigóticos (derivados de un mismo cigoto y por lo tanto
genéticamente idénticos), dicigóticos (desarrollados a partir de dos óvulos
simultáneos pero independientes) y hermanos que no eran gemelos. Los
participantes completaron un cuestionario acerca de su interés sexual en
menores de 16 años. En concreto, se les preguntaba si se sentían atraídos o
fantaseaban con personas de este rango de edad y si fantaseaban con ellas
cuando se masturbaban. Las correlaciones obtenidas entre las respuestas de
cada par de gemelos dicigóticos y de hermanos no gemelos fueron nulas. Es
decir, que la respuesta de un miembro de la pareja no se relacionaba con la
respuesta que daba el otro miembro. En el caso de los gemelos
monocigóticos se encontraron correlaciones moderadas pero positivas para
el interés sexual y las fantasías masturbatorias (0,2% y 0,19%,
respectivamente). Por lo tanto, existía una tendencia a que cuando un
miembro de la pareja de gemelos se siente atraído por menores de 16 o se
masturba pensando en alguien de esta edad, el otro también lo hiciera. Esto
es indicativo de una influencia genética en el interés sexual hacia menores,
aunque hay que tener en cuenta que este estudio no se centraba en
prepúberes.
Pero cuando se analizan las biografías de abusadores de menores
emergen acontecimientos de carácter traumático que hacen pensar que esta
influencia genética no sucede en un vacío y que las vivencias tempranas de
estos hombres influyen en su comportamiento abusivo adulto. Por ejemplo,
Jasperssen et al. (2009) en su metaanálisis sobre historia de abuso infantil y
delincuencia sexual, encontraron que los abusadores de menores
presentaban aproximadamente el doble de probabilidades de haber sido
objeto de abuso sexual en la infancia en comparación con los violadores de
víctimas adultas. Dentro de los abusadores de menores, aquellos que eran
diagnosticables de pedofilia tenían también una mayor probabilidad de
haber sido objeto de abuso sexual durante su infancia. También las
relaciones de apego con los progenitores parecen ser problemáticas en esta
población. McKillop et al. (2012) encontraron en una muestra de
abusadores (n = 107) que sus relaciones de apego se habían caracterizado
por altos grados de sobreprotección y control, así como bajos niveles de
afecto.
3.3.2. Relaciones entre iguales
Es difícil encontrar un grupo humano que anime a sus miembros a mantener
contacto sexual con menores. Quizás por esta censura social prácticamente
unánime, el apoyo social al sexo con niños se ha desplazado a un medio
anónimo como es Internet. La pedofilia ha trascendido en cierta medida el
ámbito de lo psicopatológico para convertirse en un fenómeno subcultural
en la Red. Existen múltiples páginas web, que consisten principalmente en
chats, donde se discuten temas relativos al sexo con menores.
En estas páginas se tiende a evitar el término pedofilia y los miembros
de estas comunidades se agrupan bajo el nombre de boy lovers. Los temas
de discusión giran alrededor de las ventajas del sexo con menores, y la
conveniencia de que se elimine de las distintas legislaciones la edad mínima
para el consentimiento sexual. Se racionaliza el sexo con niños y niñas,
generalmente recurriendo a ejemplos históricos como la antigua Grecia o a
personajes famosos actuales que han protagonizado algún caso de abuso
sexual. Se niega que tener experiencias sexuales con un adulto afecte
negativamente al desarrollo infantil y, de hecho, se resalta su valor
educativo. También se condena a las instituciones que persiguen y
penalizan el sexo con menores. Son páginas en las que sus participantes se
implican activamente, creando temas de discusión y vertiendo opiniones.
Además de los contenidos que generan los usuarios, habitualmente hay
un administrador que incluye contenidos y gestiona la comunidad virtual
(Sotoca, 2010). En estas páginas no se alojan contenidos ilegales, es decir,
no hay pornografía infantil, aunque pueden ser un medio para establecer
relaciones virtuales que permitan acceder a estos materiales por otras vías.
Para muchos usuarios, la pertenencia a estas comunidades permite crear una
identidad virtual paralela a la real, que en muchos casos resulta más
satisfactoria. Personas con vidas insatisfactorias o frustrantes encuentran en
la red la posibilidad de desarrollar una personalidad distinta y disfrutar de la
valoración de otros miembros de la comunidad que elogian sus opiniones o
la calidad de la información (por ejemplo, conocimientos técnicos sobre
informática) que aportan a los demás participantes.
3.3.3. Relaciones de pareja
Distintas disfunciones en la dinámica familiar se han asociado el abuso
sexual intrafamiliar, en concreto el que se da de padres a hijos o hijas, entre
ellas, una mala relación de pareja entre los progenitores. El incesto
ocurriría, por ejemplo, en casos en los que la relación de pareja de los
padres pasa por una etapa de crisis y la esposa se muestra distante
emocionalmente o atraviesa una crisis, como puede ser una depresión. Ante
esta situación, el padre buscaría satisfacer sus necesidades de intimidad
sexual y emocional con una de sus hijas (Seto, Babchishin, Pullman y
McPhail, 2015).
Aparte de estos factores relativos a las relaciones de los abusadores, la
literatura ha identificado un número importante de variables de naturaleza
individual que parecen estar igualmente implicadas en la aparición y
mantenimiento del comportamiento sexual abusivo con víctimas menores
de edad. Aunque algunas variables son comunes con los agresores sexuales
de personas adultas, los factores relativos a su vivencia de la sexualidad
parecen ser más relevantes en los abusadores. A la vez, los elementos
indicadores de una disposición al comportamiento desinhibido y antisocial
(como el consumo de drogas u otros indicadores de inestabilidad en el estilo
de vida) emergen como elementos menos frecuentes en la población de
abusadores, que con frecuencia son personas con un mejor nivel de
adaptación social que los violadores, aunque en comparación con la
población general acumulen dificultades relevantes. Los factores
individuales se resumen en el cuadro 3.2.
3.3.4. Factores psicosociales
Los hombres que cometen delitos sexuales con menores suelen presentar
dificultades en la gestión de su vida y sus emociones. Pero estos problemas
son, en la mayoría de los casos, menos intensos que en el caso de otros
delincuentes, tanto sexuales como no sexuales. Es decir, pese a sus
dificultades personales, consiguen adaptarse de una forma aceptable a los
requisitos de una vida en sociedad, salvo en lo referente a su conducta
sexual hacia niños y niñas. Esto es obviamente una tendencia grupal y, por
lo tanto, se pueden encontrar abusadores intensamente antisociales.
Whitaker, Le, Hanson, Baker, McMahon, Ryan, Klein y Rice (2008)
realizaron un metaanálisis que incluía 89 estudios que comparaban a
abusadores de menores con agresores sexuales de adultos, delincuentes no
sexuales y población general. Organizaron los factores de riesgo en seis
categorías: factores familiares (historia de abuso y negligencia parental,
relaciones de apego inseguro), comportamientos externalizadores
(agresividad, hostilidad, consumo de drogas o alcohol), comportamientos
internalizadores (depresión, ansiedad), conductas sexuales desadaptativas
(afrontamiento sexual de los problemas, fantasías desviadas), déficit
sociales (soledad, déficit en habilidades sociales) y variables actitudinales y
cognitivas (pensamientos que apoyan el abuso sexual).
Cuadro 3.2. Factores individuales
Factores psicosociales
– Agresividad
– Ira y hostilidad
– Uso de drogas y alcohol
– Inestabilidad en el estilo de vida
– Personalidad antisocial
– Depresión y ansiedad
– Baja autoestima
– Estrategias de afrontamiento inadecuadas
Factores interpersonales
– Déficit en habilidades sociales
– Soledad
– Dificultades con las relaciones íntimas
– Identificación emocional con menores
Comportamiento sexual
– Afrontamiento sexual de las emociones
– Interés sexual desviado
– Preocupación sexual
– Fantasías desviadas
– Inicio sexual temprano
– Uso de pornografía
Cogniciones sexuales
– Cogniciones que apoyan el sexo con menores
– Esquemas profundos
Al comparar a abusadores de menores con agresores de adultos, solo
aparecieron diferencias en los problemas externalizadores. Los abusadores
parecen mostrar estos comportamientos de manera menos frecuente. Al
comparar a los abusadores con delincuentes no sexuales, los primeros
tenían mayores problemas en el ámbito familiar, menos problemas
externalizadores, mayores déficit sociales, más problemas sexuales y, por
último, mantenían con mayor intensidad cogniciones que apoyan el delito
sexual. Todas las comparaciones con la población general fueron positivas,
indicando que los abusadores presentaban mayor nivel de vulnerabilidad en
las seis áreas que los hombres procedentes de la población general. Estos
datos indican que los abusadores y los agresores no se diferencian
claramente en los factores de riesgo que aborda la literatura, salvo en la
intensidad de sus rasgos antisociales. Cuando se les compara con
delincuentes no sexuales, el perfil del abusador es el de un delincuente con
un menor grado de antisocialidad, un pasado marcado por experiencias
tempranas adversas en el medio familiar y dificultades específicas en el
ámbito social y sexual. En comparación con la población general (aunque
este dato hay que tratarlo con prudencia porque la mayoría de las muestras
de controles comunitarios están compuestas exclusivamente por estudiantes
universitarios con características bastante distintas de la mayoría de los
delincuentes sexuales), los abusadores son más vulnerables en todas los
aspectos que considera el estudio.
3.3.5. Factores interpersonales
Con frecuencia los abusadores de menores se describen a sí mismos como
personas solitarias, con pocos o ningún amigo y con una visión negativa de
un mundo social por el que se sienten maltratados. Hefferman y Ward
(2015) señalan que sus problemas interpersonales pueden adoptar dos
formas. Por una parte, tienen dificultades para establecer relaciones íntimas
con adultos. Esto no afecta solamente a las relaciones de pareja, sino a
cualquier tipo de intimidad, como la que se establece con un amigo muy
cercano. En parte, como consecuencia de esto, también puede aparecer una
implicación personal excesiva con menores de edad como alternativa a las
relaciones con adultos. En el contexto de sus dificultades interpersonales,
buscar cercanía en los niños es una alternativa. Para el abusador estas
relaciones son más seguras, satisfactorias y predecibles. Esta forma de
relacionarse con niños y niñas es lo que se ha denominado congruencia
emocional con los menores. Se trata de un vínculo afectivo y cognitivo
exagerado que establece un adulto con algún menor de su entorno. Las
necesidades de cercanía emocional se satisfacen con mayor probabilidad
interaccionando con niños que con adultos. Los abusadores encontrarían en
su trato con menores una vía por la que evitar las dificultades de las
relaciones con adultos, sentirse menos solos y conseguir afecto. En muchos
casos afirman estar enamorados de un menor y que el menor a su vez lo está
de ellos. Pueden buscar aislarle de otras relaciones con niños de su edad.
También pueden percibirse a sí mismos como los únicos protectores de un
menor solitario y vulnerable que no recibe el suficiente afecto por parte de
sus padres y amigos. Este fenómeno parece ser más frecuente en los
abusadores extrafamiliares que en los abusadores con víctimas de su propia
familia (McPhail, Hermann y Nunes, 2013). Hermannn, McPhail, Helmus y
Hanson (2017) encontraron en una muestra de abusadores de menores (n =
424) que aquellos con alta congruencia emocional presentaban una mayor
probabilidad de ser diagnosticados de pedofilia. También presentaban peor
autorregulación de su impulso sexual, mayores sentimientos de soledad y
cogniciones distorsionadas acerca del sexo con menores.
3.3.6. Comportamiento sexual
Simons et al. (2008) encontraron en una muestra de 123 abusadores de
menores, experiencias sexuales adversas tales como haber sido víctima de
abuso sexual en su infancia (73%), haber visto pornografía antes de los 10
años de edad (65%), un inicio de la masturbación antes de los 11 años
(60%) y haber practicado sexo con animales (38%). Aquellos que habían
sido objeto de abuso, lo habían sido muy frecuentemente por un familiar
cercano, en repetidas ocasiones y con alta intensidad (penetración oral o
anal). Estos mismos hombres informaban de un inicio aún más precoz en la
masturbación que los participantes que no habían sido víctimas de abuso.
La mitad afirmaba que las fantasías masturbatorias que utilizaban durante
su infancia eran referentes a su propia experiencia de abuso, y al llegar a la
adolescencia recurrían habitualmente a fantasías sexuales que implicaban a
menores. La masturbación frecuente y el sexo con animales pueden
considerarse como estrategias de afrontamiento desviadas que desarrollan
estos menores ante el profundo dolor emocional que les produce el abuso
que están sufriendo. Este afrontamiento sexual del malestar emocional se
mantendría posteriormente en la adolescencia y la edad adulta. De hecho,
existe evidencia empírica que apoya la asociación entre la experiencia de
sufrir abuso sexual en la infancia y el desarrollo de un interés sexual hacia
los menores (Levenson y Grady, 2016). Parece, por lo tanto, que las
infancias de muchos abusadores presentan indicios de una sexualización
temprana, probablemente a causa de su propio abuso. En la edad adulta, el
sexo seguiría siendo un elemento dominante en sus vidas, marcadas por una
alta preocupación sexual. En qué medida esto conduce al abuso de un
menor es algo que precisa de mayor investigación. Miner, Robinson,
Knight, Berg, Swinburne y Netlan (2010) encontraron que una muestra de
adolescentes condenados por abuso de un menor (n = 107) mostraban una
mayor preocupación por el sexo (evaluada mediante una batería de
cuestionarios) que un grupo de jóvenes violadores con víctimas adultas (n =
49) y otro de delincuentes no sexuales (n = 122). Pero otros trabajos, como
el de Klein, Schmidt, Turner, y Briken (2015), no encontraron asociación
entre el nivel de preocupación sexual y el abuso de menores en una muestra
comunitaria compuesta por más de ocho mil hombres.
3.3.7. Cogniciones sexuales
Tradicionalmente se ha considerado la forma en la que piensan los
abusadores como un factor explicativo de primer orden. El tipo de
cogniciones que mayor atención han despertado son aquellas relativas a los
menores y su sexualidad. Ward y Keeman (1999) propusieron que las
distorsiones cognitivas de los abusadores de menores proceden de
cogniciones más profundas a las que denominaron teorías implícitas. Los
autores identifican cinco posibles teorías. La primera, los menores como
seres sexuales, se deriva de la idea de que las personas adultas son seres
sexuales motivados principalmente por el placer. Esta visión de las personas
se generaliza a los menores, a los que se considera capaces de desear y
disfrutar del sexo. Los niños y niñas se perciben como capaces de
identificar aquellas conductas sexuales que les satisfacen y decidir sobre
ellas con plena capacidad. La segunda teoría, a la que denominan privilegio,
asume que existen personas que son más importantes que otras. A causa de
esto, tienen derecho a cubrir sus necesidades por encima de las de aquellos
que son menos importantes, que han de asumir y reconocer su inferioridad.
Por ejemplo, un hombre adulto ha de ser considerado más importante que
un menor, y por lo tanto sus necesidades son prioritarias. Los deseos y
opiniones de las víctimas son secundarios. La tercera teoría, el mundo
peligroso, asume que las demás personas se comportarán de una forma
abusiva y egoísta. Ante esta situación, la persona percibe que ha de
comportarse de una forma hostil y considerar a los demás como una
amenaza. Los niños podrían ser una excepción a esto y, por lo tanto,
relacionarse con ellos sería más apropiado y seguro. La cuarta teoría, la
incontrolabilidad, asume que el mundo es esencialmente incontrolable e
incomprensible. Esto incluye los deseos y emociones de las personas. Estos
deseos simplemente suceden, sin explicación ni forma de manejarlos. Por lo
tanto, los intereses desviados del abusador son incontrolables e imposibles
de manejar. Por último, la teoría sobre la naturaleza del daño, asume que
cualquier actividad sexual es beneficiosa y no puede dañar a una persona.
El malestar de un niño que ha tenido un contacto sexual con un adulto
procedería más de la reacción de la sociedad que de la experiencia en sí
misma. O’Ciardha y Ward (2013) han revisado la investigación disponible
acerca de este modelo. En términos generales, los distintos trabajos han
intentado encontrar un apoyo empírico a la existencia de estas cinco teorías
implícitas como estructuras cognitivas que organizan y condicionan los
pensamientos de los abusadores acerca de los menores, utilizando distintas
metodologías como los cuestionarios o tareas cognitivas experimentales.
Los trabajos que han utilizado cuestionarios han encontrado un apoyo
considerable a este modelo de cinco teorías implícitas. Cuando se han
utilizado tareas experimentales, los resultados han sido menos
concluyentes, y no está claro en qué medida estas teorías implícitas
condicionan la forma de procesar la información de los abusadores.
3.4. Neuropsicología del abuso sexual
Buscar respuestas en el cerebro es una opción muy lógica cuando se
pretende explicar un comportamiento tan desconcertante como el abuso de
menores. Pero la complejidad de la relación entre cerebro y conducta no
facilita que se puedan establecer vínculos claros entre un comportamiento
complejo y estructuras o funciones cerebrales. Por ejemplo, existe evidencia
clínica de comportamiento sexual hacia menores en pacientes con tumores
cerebrales, enfermedad de Parkinson o distintos tipos de demencia. Pero
esta conducta parece formar parte de un patrón generalizado de
desinhibición e hipersexualidad derivado del daño cerebral. Aun así, la
búsqueda de las bases cerebrales del abuso sexual es un camino que
inevitablemente ha de recorrerse. Actualmente, la investigación disponible
es limitada y los resultados heterogéneos. En este apartado se revisarán
distintos ámbitos del conocimiento neurocientífico relativo al problema de
la delincuencia sexual con menores. Por una parte, se analizarán los trabajos
que estudian las diferencias neuropsicológicas entre abusadores y otros
grupos control en distintas funciones cognitivas con una base cerebral
conocida. Posteriormente, se revisarán los datos referentes a estructura y
función cerebral procedentes de estudios realizados con distintas técnicas de
neuroimagen.
Un punto de partida con el que iniciar este complejo recorrido es el
hecho de que los abusadores de menores tienden a presentar un CI inferior
al de otros delincuentes y al de la población general. Cantor, Blanchard,
Robichaud y Christensen (2005) analizaron en conjunto los datos de 236
muestras diferentes procedentes de estudios que comparaban distintos tipos
de agresores sexuales con controles. Los abusadores de menores mostraron
un nivel de CI menor al de los controles (delincuentes no sexuales u
hombres de la población general). Además, existía una correlación entre el
CI de los delincuentes sexuales y la edad de sus víctimas. Esto significa que
la inteligencia de los agresores desciende a medida que lo hace la edad de
las personas a las que han agredido. Este dato hace pensar que la población
de abusadores de menores puede presentar problemas neuropsicológicos
que se manifiestan, entre otras cosas, en su nivel de funcionamiento
intelectual. Esta pista apunta a la relevancia de investigar la actividad
cerebral de estos hombres, pero no ayuda a determinar qué funciones
exactas pueden ser las candidatas más apropiadas a explicar el
comportamiento abusivo.
En la población delincuente en general, los estudios neuropsicológicos
se han fijado principalmente en las denominadas funciones ejecutivas. Bajo
este término se agrupan un conjunto diverso de funciones mentales que
están implicadas en el control y la regulación del pensamiento, la conducta
y las emociones y facilitan el afrontamiento de situaciones de forma
flexible, creando y adaptando planes. Una función ejecutiva puede ser la
capacidad para inhibir una respuesta que antes era apropiada y ahora no lo
es. O ser capaz de alternar de forma flexible entre dos estrategias distintas
para resolver un problema. También se considera una función ejecutiva la
capacidad para actualizar información en nuestra memoria de trabajo y, por
la tanto, incorporarla en nuestra toma de decisiones, modificando el curso
de la resolución de un problema. La población delincuente tiende a mostrar
un peor desempeño que los controles en pruebas que evalúan estas
capacidades (Ogilvie, Stewart, Chan y Shum, 2011). Existe evidencia de
que los abusadores de menores tienden a mostrar peor desempeño en
funciones ejecutivas que los violadores o la población general. Joyal,
Beaulieu-Plante y Chantérac (2014) realizaron un metaanálisis con 23
estudios (n = 1756) acerca del desempeño neuropsicológico de los
delincuentes sexuales. En general, los delincuentes sexuales (sin considerar
subgrupos) mostraban un mayor nivel de déficit neuropsicológico que los
controles. Al considerar distintos perfiles, los abusadores de menores
obtenían puntuaciones peores que los violadores en las pruebas que evalúan
funciones ejecutivas. Adjorlolo y Lawer (2016) señalan que las diferencias
parecen ser especialmente relevantes en flexibilidad cognitiva e inhibición
de la interferencia.
Por lo tanto, existen datos que apoyan la idea de que los abusadores de
menores tienen un peor funcionamiento cognitivo que otros delincuentes o
que la población general, especialmente, en las funciones ejecutivas. Pero
se ha resaltado durante este capítulo la heterogeneidad de esta población.
¿Estos resultados son extensibles a todos los abusadores o es, por ejemplo,
la pedofilia el factor determinante del déficit cognitivo? Massau et al.
(2017) compararon en una batería de pruebas ejecutivas a cuatro grupos
compuestos por pedófilos abusadores de menores (n = 45), pedófilos sin
historia de abuso (n = 45), abusadores sin pedofilia (n = 19) y controles
comunitarios (n = 49). Los dos grupos que habían abusado de menores
(abusadores pedófilos y no pedófilos) mostraron una peor capacidad de
inhibición de respuesta en comparación con los grupos que no habían
abusado (controles y pedófilos no abusadores). Los autores concluyen que
las disfunciones ejecutivas se asocian con el comportamiento abusivo hacia
menores, pero no con la presencia de pedofilia.
Pero también se ha buscado una explicación del abuso sexual en la
estructura y funcionamiento del cerebro. Tenbergen, Wittfoth, Frieling,
Ponseti, Walter, Walter, Beier, Schiffer y Kruger (2015) plantean tres
posibles explicaciones cerebrales. La primera se centra en el lóbulo frontal,
concretamente en la corteza orbitofrontal y prefrontal. Dado que estas
estructuras se encargan del control del comportamiento y las emociones,
una disfunción en estas áreas podría explicar el comportamiento abusivo
(aunque no el interés sexual). La segunda teoría se centra en el lóbulo
temporal y el sistema límbico. Existe evidencia de que las disfunciones en
este lóbulo pueden asociarse con intereses sexuales desviados, descontrol
emocional e hipersexualidad. La última teoría asume que son necesarias
alteraciones en ambas estructuras (frontales y temporales) para explicar
comportamientos como la hipersexualidad o el déficit de control de
impulsos. Mohnke, Müller, Amelung, Krüger, Ponseti, Schiffer, Walter,
Beier y Walter (2014) han revisado la investigación disponible sobre
estructura y función cerebral en pedófilos. De forma muy general, el
cerebro está compuesto por dos tipos de materias, las denominadas materia
blanca y materia gris. La materia gris se corresponde con los cuerpos
neuronales que componen la corteza cerebral y los distintos núcleos
subcorticales. La materia blanca son los axones cubiertos de una sustancia
grasa denominada mielina y que conectan las distintas áreas. En los
estudios sobre estructura cerebral se han empleado principalmente muestras
forenses de abusadores de menores diagnosticados de pedofilia. Los
resultados han mostrado reducción en la sustancia gris en regiones como la
amígdala, el hipotálamo, el giro cingulado, el giro temporal superior y
medio o el putamen. También se ha detectado un alargamiento del asta
temporal del ventrículo cerebral derecho, que es un signo de deterioro
cerebral. Con respecto a la sustancia blanca, se han encontrado reducciones
en conexiones frontooccipitales, temporales y parietales.
Los resultados de los distintos estudios son heterogéneos y no se
replican con claridad. La estructura que aparece de forma más consistente a
través de distintos trabajos es la amígdala. Se trata de una estructura
temporal, subcortical, que forma parte del sistema límbico y que está
fuertemente implicada en la regulación de las emociones.
Los estudios funcionales registran la actividad del cerebro ante un
determinado estímulo o durante la resolución de una tarea. En el caso del
estudio de la pedofilia, la mayoría de los estudios han registrado la
actividad cerebral ante estímulos visuales que representan a adultos y a
menores. Por ejemplo, se muestran imágenes de mujeres y niños en bañador
o ropa interior con la intención de generar una activación cerebral
diferencial dependiendo de las preferencias sexuales del participante. En
algunos casos solamente han de ver las imágenes de forma pasiva y en otros
trabajos se les pide que realicen alguna tarea de selección. Mientras esto
sucede se registra la actividad de distintas áreas cerebrales. También en
estos estudios hay una gran heterogeneidad de resultados. Solo el giro
frontal medial derecho, el hipocampo y el tálamo parecen activarse de
forma más intensa en los pedófilos en comparación con los controles ante
los estímulos que muestran niños. Con respecto a las estructuras cerebrales
implicadas, Polisois-Keating y Joyal (2013) señalan que cuando se analizan
en conjunto los resultados de los estudios funcionales no aparecen
diferencias en las áreas activadas en los pedófilos y en los controles ante
estímulos que cada grupo puede encontrar sexualmente atractivos
(imágenes de adultos y menores).
En conjunto, la investigación neurocientífica sobre el abuso sexual de
menores se encuentra aún en una fase muy inicial. Los estudios con pruebas
de función ejecutiva parecen arrojar resultados más claros. Sugieren una
dificultad en algunas funciones ejecutivas aunque no es un déficit
generalizado que afecte a todos los procesos que se agrupan bajo este
nombre común. Los trabajos sobre estructura cerebral apuntan a signos de
deterioro aunque la amígdala es de momento la única estructura que parece
replicarse a través de varios estudios. Las investigaciones que utilizan
neuroimagen funcional son de momento las que han arrojado resultados
menos claros. Es importante ser consciente de las limitaciones
metodológicas de estos estudios. Mohnke et al. (2014) señalan que en
general las muestras que se utilizan son pequeñas (en pocos casos los
grupos experimentales superan los 20 participantes) y no suelen estar
definidas de forma muy precisa. Igualmente se hace necesario que los
estímulos que se utilizan (las imágenes de menores y adultos) se validen
previamente y se pruebe que son capaces de generar una respuesta sexual.
También es recomendable no centrarse en áreas individuales, sino en el
patrón de activación de redes de estructuras cerebrales que pueden arrojar
resultados más significativos.
3.5. El incesto
Una parte de los abusos sexuales de menores sucede dentro de la propia
familia, en muchos casos entre padres e hijas, pero también entre hermanos.
Este comportamiento resulta especialmente perturbador, por una parte,
porque supone romper con una tendencia tan esencial como proteger a los
propios hijos o hermanos. A la vez, el incesto es un comportamiento que la
mayoría de las culturas rechaza y condena. Podría decirse que abusar
sexualmente de un familiar de primer orden choca con barreras biológicas y
culturales muy poderosas, pero aun así sucede. De hecho, los abusos
intrafamiliares suelen ser los más prolongados en el tiempo, los que
implican conductas sexuales de mayor gravedad y los que producen
secuelas traumáticas más duras en los menores. Todo esto es lógico si se
tiene en cuenta factores como la facilidad de acceso a las víctimas, el
tiempo de convivencia y el grado de ruptura de confianza que supone para
un menor verse abusado por su propio padre o por un hermano mayor. Una
forma de explicar que el abusador intrafamiliar sea capaz de implicarse en
estas conductas, pese a los determinantes biológicos y sociales que frenan el
comportamiento incestuoso, es que los factores de riesgo generales para el
abuso sexual de menores se expresan en él de forma especialmente intensa.
Se trataría, por lo tanto, de pedófilos graves o de individuos con marcadas
tendencias antisociales que les permitirían dar el paso de abusar de un
familiar.
Pero la realidad parece ser precisamente la contraria. Los abusadores
intrafamiliares tienden a mostrar niveles menores de interés sexual hacia los
menores y menores signos de tendencias antisociales (conducta delictiva,
rasgos de personalidad, actitudes) que los extrafamiliares. ¿Cuáles son las
variables que pueden explicar la conducta sexual incestuosa? Seto et al.
(2015) analizaron los resultados de 78 estudios que comparaban a agresores
intrafamiliares (n = 6.605) y extrafamiliares (n = 10.573). Los agresores
intrafamiliares tendían a presentar un nivel de inteligencia superior a los
extrafamiliares. También era más frecuente que los agresores incestuosos
presentaran una historia de abuso sexual en la infancia, negligencia parental
y una relación de apego inadecuado, especialmente con sus madres. Los
agresores extrafamiliares presentaban mayores tendencias antisociales,
como las dificultades en el autocontrol de las emociones y la conducta o la
implicación en grupos de delincuentes. Expresaban actitudes antisociales
que apoyan el delito como estilo de vida y tenían una mayor historia de
detenciones. También se mostraban menos empáticos y hostiles hacia las
mujeres. En el ámbito sexual, los agresores extrafamiliares también eran
con más frecuencia diagnosticables de pedofilia o de otras parafilias que los
intrafamiliares. Asimismo, se identificaban emocionalmente con menores y
negaban o minimizaban sus delitos con mayor intensidad. Por último, en el
ámbito interpersonal los agresores extrafamiliares se mostraban más
solitarios y cumplían con mayor frecuencia criterios para un trastorno de
personalidad. Los intrafamiliares, por su parte, presentaban con mayor
frecuencia un diagnóstico de depresión y tendían a negar o racionalizar sus
emociones.
Los agresores incestuosos son, por lo tanto, personas con mejor nivel
intelectual, con historias familiares más traumáticas, mejor integrados
socialmente pero con mayores dificultades emocionales que los agresores
de menores que buscan a sus víctimas fuera del entorno familiar. Estos
datos permiten plantear hipótesis interesantes pero que aún deben
explorarse. Por ejemplo, McPhail et al. (2013) también encontraron en los
abusadores intrafamiliares niveles más bajos de identificación emocional
con menores. Los factores relativos a la dinámica familiar y a las relaciones
entre padres e hijos han sido muy poco investigados, lo cual deja muchas
preguntas sin responder.
Se ha propuesto que la ausencia del padre durante la infancia de los
hijos (por ejemplo, por motivos laborales) o la insatisfacción con la vida en
pareja pueden predisponer al abuso intrafamiliar. Para los autores, la baja
calidad de la relación entre padre e hijo o hija o la sospecha de que el menor
en realidad no es su hijo podría traducirse en una menor identificación con
el menor y facilitar el abuso. Esta idea es interesante aunque resulta en
cierta medida paradójico que para los agresores extrafamiliares la
identificación emocional sea un factor de riesgo, mientras que para los
intrafamiliares sería un factor protector. También es interesante que los
abusadores intrafamiliares presenten una mayor frecuencia de abuso en su
infancia. El estudio con una cohorte sueca de Langström et al. (2015)
encontraba una agrupación familiar significativa de casos de abuso sexual.
Quizás el abuso intrafamiliar sea el mecanismo que lo explique. Los padres
abusadores victimizarían a sus hijos que con alta frecuencia también
terminarían abusando de un menor.
Otra pregunta que surge es en qué medida son equivalentes los
mecanismos que actúan en el abuso entre familiares vinculados
genéticamente y aquellos que solo lo están por una vía social o legal. Es
decir, que puede que el perfil de un padre que abusa de su hija no sea el
mismo que el de un padre adoptivo o un padrastro que no tienen ningún
vínculo genético con su víctima. Pullman, Sawatski, Babchishin, McPhail y
Seto (2017) realizaron un metaanálisis con 31 estudios que comparaban
abusadores intrafamiliares biológicos (n = 4.192) y otros que tenían una
relación social o legal con su víctima (n = 2.322). Ambos grupos no se
diferenciaron en la frecuencia de historia de abuso en la infancia. Los
abusadores sin relación biológica presentaban con mayor frecuencia una
alta preocupación sexual y un estilo de afrontamiento de las dificultades
emocionales a través de conductas sexuales. Ambos grupos no se
diferenciaban en la frecuencia de pedofilia u otras parafilias. Los agresores
con un vínculo social o legal con sus víctimas presentaban con mayor
frecuencia problemas por consumo de alcohol o drogas. No se encontraron
diferencias en otros factores asociados con el comportamiento antisocial,
como la historia delictiva o la hostilidad. También mostraban un mayor
nivel de expresión de rasgos psicopáticos, pero esta diferencia no fue
estadísticamente significativa. Los abusadores biológicos presentaban más
problemas para las relaciones sociales que los que carecían de un vínculo
biológico con sus víctimas. Estos resultados hacen pensar en que los
abusadores que no tienen relación biológica con sus víctimas tienden a ser
individuos con rasgos antisociales, que probablemente inician una relación
con una mujer que puede que aporte hijos menores procedentes de un
matrimonio anterior y que son las víctimas más accesibles para un agresor
oportunista, desinhibido por el consumo de sustancias y que vive el sexo
como una necesidad de primer orden en su vida.
3.6. La pornografía infantil
La pornografía infantil no es un problema nuevo, pero Internet le ha dado
una dimensión global que permite que una imagen esté a disposición de
todo el planeta. Su definición legal no es homogénea en los distintos países.
En España, para que un material sea considerado pornografía infantil debe
cumplir una serie de requisitos establecidos por la Circular 2/2015 de la
Fiscalía General del Estado. Las grabaciones de audio quedan excluidas, ya
que la pornografía infantil necesariamente debe estar compuesta por
representaciones visuales. Las imágenes que presentan simples desnudos de
menores no son consideradas pornografía infantil, ya que debe cumplirse el
requisito de que el menor debe aparecer participando en una conducta
sexualmente explícita, real o simulada; o las imágenes deben representar los
órganos sexuales del menor con fines sexuales. Una definición tentativa de
la pornografía infantil es que se trata de la representación visual de menores
sexualmente provocativa o que muestra a menores implicados en actividad
sexual con otros niños o con adultos. De esta definición se desprende que
los materiales pueden tener un nivel variable de gravedad. Los materiales
más graves son de extrema dureza y crueldad. El término pornografía
infantil de hecho es rechazado por diversos autores que prefieren el de
imágenes abusivas de menores para evitar cualquier analogía con la
pornografía adulta. Los productos pornográficos comerciales son
elaborados por actores profesionales adultos, mientras que los materiales
con menores no son otra cosa que el registro de un delito sexual.
A nivel internacional, una de las clasificaciones de pornografía infantil
más utilizada es la del proyecto COPINE de la Universidad de York, que se
resume en el cuadro 3.3. En esta clasificación, las imágenes evolucionan
desde fotografías familiares sin contenido sexual hasta materiales de
extrema crueldad, en los que un menor es torturado u obligado a tener sexo
con animales. Esta escala aborda los materiales abusivos desde un punto de
vista más psicológico que legal. Las imágenes en los primeros niveles de la
escala no son en sí mismas obscenas o delictivas. Es la interacción entre el
usuario y las imágenes lo que les confiere un carácter sexual.
Puede pensarse que los niveles más graves son anecdóticos y que rara
vez se encuentran en una colección, pero la realidad no es así. La tendencia
de los usuarios es a consumir las imágenes más graves (clasificadas en los
niveles del 5 al 10). Long, Alison y McManus (2012) encontraron que el
56,64% de las imágenes consumidas por una muestra de personas
condenadas por posesión de este tipo de material eran del nivel 5 y el
20,19% eran del nivel 9, mientras que los datos de Aslan y Edelmann
(2014) indicaban que el 52% de su muestra poseía imágenes de nivel 10.
Los materiales abusivos están sujetos fuertemente a procesos de habituación
y saciación. La primera vez que se ve un vídeo puede resultar muy
excitante, pero después de verlo varias veces la persona se sacia y necesita
más vídeos para tener el mismo nivel de excitación. Pero cuando se han
visto muchos materiales de una misma temática o de un determinado nivel
de gravedad, el usuario está habituado a este tipo de imágenes y tiene que
recurrir a materiales de mayor gravedad que despierten su interés. El
consumo de pornografía infantil es lo que justifica la producción de estas
imágenes aberrantes. Descargarla y distribuirla conduce a otras personas a
producirla.
Pascual, Giménez-Salinas e Igual (2017) han construido una excelente
clasificación de materiales abusivos adaptada al contexto español
(Clasificación de Imágenes de Explotación Sexual Infantil, CIESI). Para
ello revisaron un total de 4.166 fotografías y 400 vídeos archivados en
investigaciones realizadas entre 2008 y 2013 por la Unidad Técnica de
Policía Judicial de la Guardia Civil. La clasificación se compone de seis
niveles que van desde los materiales no pornográficos (nivel 0) hasta la
actividad sádica y el bestialismo (nivel 5).
El distinto grado de intensidad de los materiales también es indicativo
de la implicación psicológica que los usuarios mantienen con ellas. La
sexualización de los primeros niveles de la clasificación COPINE depende
del usuario, que fantasea activamente con estas imágenes, dotándolas de un
carácter pornográfico que por sí mismas no tienen. Taylor y Quayle (2003)
señalan que las colecciones de pornografía infantil tienden a organizarse
con base en dos ejes: el temático y el narrativo. El eje temático hace
referencia a características de los menores que aparecen en las imágenes y
que permiten agruparlas según las preferencias sexuales del usuario. De esta
manera, en una colección puede encontrarse una carpeta que recoja
solamente vídeos de menores asiáticos y otra que incluya solamente vídeos
de actividad sexual entre menores sin incluir adultos.
Cuadro 3.3. Clasificación COPINE de pornografía infantil
Fuente: Taylor y Quayle, 2003.
El otro eje es el narrativo. Los usuarios de pornografía tienden a
elaborar fantasías de pseudointimidad con los menores que aparecen en los
materiales. Por este motivo, les gusta disponer de imágenes del mismo
menor en distintos grados de sexualización. Esto les permite elaborar
fantasías en las que el menor les conoce y tiene algún tipo de vinculación
emocional con ellos.
En el contexto de este fenómeno, Internet no es solamente una vía de
comunicación por la cual intercambiar archivos. Se trata de una parte
esencial del problema. Las características de Internet han facilitado que el
problema de la pornografía infantil se alimente de tres fuentes (Seto, 2013).
Por una parte, la accesibilidad a los materiales abusivos. Conseguir
pornografía infantil no requiere un equipo informático o un software
especiales. Es algo que puede hacerse con relativa facilidad con un
ordenador doméstico y unos conocimientos básicos. Internet ha
incrementado enormemente la disponibilidad de estos materiales. Existen
decenas de miles de vídeos y fotografías disponibles en la Red. Por último,
Internet genera una falsa sensación de anonimato. Para el usuario, su
comportamiento inadecuado en la red es algo que sucede en la intimidad de
su casa y tiene la sensación de que todo queda en secreto.
Existe el debate acerca de en qué medida los usuarios de pornografía
infantil son distintos de los abusadores de menores y del grado de relación
entre ambos fenómenos. Ya se comentó al principio de este capítulo que
algo más de la mitad de los usuarios de materiales abusivos mostraban una
respuesta sexual de erección compatible con la pedofilia (Seto et al., 2006).
Aunque estos resultados proceden de un único estudio, parecen indicar que
existe una incidencia de interés sexual desviado algo mayor en esta
población que en la de abusadores. Este dato es en parte razonable, ya que
en muchos casos los abusadores no tienen una preferencia sexual por los
menores, sino que eligen a sus víctimas por oportunismo o impulsividad.
Pero una persona puede elegir sin problemas ver pornografía legal sin
necesidad de acceder a materiales abusivos ilegales con el esfuerzo y el
riesgo que esta conducta lleva aparejado. Ver este tipo de materiales es
indicativo de un interés sexual significativo hacia los menores,
especialmente cuando se utilizan con fines masturbatorios. Es difícil pensar
que una persona se excite y masturbe hasta el orgasmo viendo algo que le
produce rechazo. Pero no hay que olvidar que un 60% de los participantes
del estudio de Seto et al. (2006) se mostraban más excitados por imágenes
de menores que por imágenes de adultos. Eso supone que una proporción
importante de su muestra no eran presumiblemente pedófilos y es preciso
buscar otros factores explicativos, aunque hay que tener siempre en mente
que la plestismografía no es una técnica perfecta y presenta limitaciones
metodológicas. Los usuarios de pornografía parecen ser más jóvenes, más
inteligentes y tener mejor nivel educativo que los abusadores. Muestran
menores distorsiones cognitivas con respecto a la sexualidad de los menores
y mayores niveles de empatía. Los abusadores muestran una mayor
identificación emocional con los menores. Cuando se compara a los
usuarios de pornografía con la población general, se encuentra una mayor
frecuencia de historia de abuso sexual y maltrato físico en la infancia.
También es más frecuente que no se hayan casado nunca (Babchishin,
Hanson y Hermann, 2011). En España, Pérez, Herrero, Negredo, Pascual,
Giménez y Espinosa (2016) estudiaron una muestra de penados a una
medida alternativa por un delito relativo a la posesión y distribución de
pornografía infantil (n = 33), que compararon con un grupo de delincuentes
sexuales con víctimas menores (n = 22) y un grupo control de la comunidad
(n = 50). El grupo de usuarios de pornografía es la totalidad de hombres
que comenzó a cumplir una medida alternativa por este tipo de delitos
durante el año 2015. Se les aplicó una amplia batería de autoinformes sobre
interés sexual hacia menores, habilidades sociales y autoestima,
personalidad e inteligencia. También se realizó una entrevista sobre datos
sociales y demográficos. Los resultados mostraron que los usuarios de
pornografía estaban mayoritariamente solteros y sin hijos. Una proporción
muy pequeña no tenía ningún estudio completado (6%), mientras que el
resto tenían como mínimo completa la ESO. Un 27% de la muestra eran
titulados superiores. Aproximadamente la mitad se encontraban
desempleados. El 67% de la muestra no consumía drogas y el resto
solamente informaban de un consumo moderado. Un 12% de la muestra
reconocía haber sufrido algún tipo de abuso sexual durante la infancia y un
9% haber sido víctima de negligencia parental.
Con respecto a las variables psicológicas, los usuarios de pornografía y
los delincuentes sexuales eran más buscadores de sensaciones y se sentían
más solos que la muestra control. Los delincuentes sexuales fueron los que
mostraban una peor autoestima, mayor evitación de las relaciones sociales y
menor empatía hacia los menores. Los usuarios de pornografía también
obtuvieron un mejor rendimiento que los delincuentes sexuales en la prueba
de inteligencia (el grupo de controles comunitarios no completó esta
prueba). No se encontraron diferencias entre los tres grupos en las medidas
de interés sexual hacia menores. A los penados por pornografía infantil se
les aplicó un instrumento específico que evalúa el comportamiento en
Internet y las actitudes relativas al uso de materiales abusivos (Internet
Behaviours and Attitudes Questionnaire). Las puntuaciones en esta escala
obtuvieron correlaciones positivas con las medidas de evitación y ansiedad
social y de interés sexual hacia menores y se relacionaron negativamente
con el nivel de autoestima.
En conjunto, el uso de pornografía infantil parece asociarse con otras
variables de carácter psicológico y social aparte del interés sexual por los
menores. Los usuarios de estos materiales experimentan sentimientos de
soledad, ansiedad ante las relaciones sociales y baja autoestima. Son, en
general, personas mucho más integradas socialmente que otros delincuentes
sexuales. Sus vidas en los ámbitos laboral, familiar o penal son normales.
Algunos pueden ser hombres solitarios y con dificultades para relacionarse,
pero con vidas integradas socialmente en el resto de los aspectos. Es raro
que tengan personalidades con rasgos antisociales, que tengan problemas de
consumo de drogas o que cometan delitos de otro tipo.
Quizás este bajo nivel de antisocialidad explique también el mayor nivel
de empatía que se encuentra en estas personas en comparación con otros
delincuentes sexuales. Pese a la dureza de las imágenes que ven, consiguen
distanciarse emocionalmente de ellas, por ejemplo, considerando a los
menores como simples actores de una película o fantaseando con que
realmente disfrutan de la experiencia de abuso sexual. Otro pensamiento
muy común en estas personas es que ellos solamente ven vídeos y que no le
hacen daño a nadie. En algunos casos, los menores son obligados a sonreír
durante la grabación de los vídeos, lo que facilita crear la idea distorsionada
de que no están siendo dañados. Curiosamente, los trabajos que han
explorado la capacidad empática de estos hombres han encontrado que son
capaces de identificarse emocionalmente de forma significativa con
personajes ficticios de películas o novelas. Esto puede ser un reflejo de las
fantasías de pseudointimidad que generan con los menores de los materiales
abusivos. En definitiva, distanciarse emocionalmente de una imagen es
menos demandante para la mente humana que suprimir sentimientos
empáticos hacia un niño o niña real al que se somete a un abuso.
Las motivaciones que dan para su comportamiento en Internet son
diversas. Aunque algunas parecen ser excusas con las que exculparse, otras
indican que hay distintos motivos subyaciendo a esta conducta. Cuando
tienen que explicar su comportamiento, lo hacen aludiendo a factores como
el interés sexual por menores, un comportamiento compulsivo de
coleccionismo o curiosidad. En algunos casos afirman que el uso de
pornografía es una especie de terapia que les permite satisfacer su interés
sexual sin dañar a un menor. Los que están implicados en comunidades
virtuales pedófilas afirman que es una forma de crear relaciones online y de
escapar de problemas interpersonales. Es muy frecuente que afirmen que su
acceso a pornografía fue totalmente accidental, pero esto, a la vista del
volumen que suelen tener las colecciones, es simplemente falso.
Una de las grandes preocupaciones que existe alrededor de los usuarios
de pornografía infantil es la probabilidad de que puedan cometer un delito
sexual con un menor real. Las personas que cometen un delito de abuso
sexual de un menor y que también utilizan pornografía infantil son los
denominados agresores duales. Son un grupo humano especialmente
preocupante que parece tener un interés muy marcado por el sexo coercitivo
con menores. Su comportamiento sexual indica que son casi con total
seguridad pedófilos, en los que se dan otros factores de riesgo que propician
un comportamiento sexual generalizado hacia menores.
En algunos casos los abusos sexuales que cometen sirven para generar
materiales que compartir en la red. Se analizará a esta población con mayor
detalle en el próximo capítulo. Para intentar responder a la cuestión de la
relación entre pornografía infantil y abuso sexual, Seto, Hanson y
Babchishin (2011) realizaron dos metaanálisis. En el primero, analizaron 21
trabajos en los que se exploraba la historia de delitos de abuso sexual de
menores en muestras de usuarios de pornografía infantil (n = 4.464).
Encontraron resultados muy distintos dependiendo de la fuente de
información que se utilizaba. Cuando se utilizaba el testimonio del propio
participante, aproximadamente el 55% de los usuarios de pornografía
reconocía haber cometido en el pasado un delito sexual con un menor.
Cuando la fuente de información eran los antecedentes penales oficiales, el
12% de los usuarios de pornografía había sido condenado en algún
momento de su vida por un abuso sexual. El segundo metaanálisis se centró
en un total de nueve estudios se seguimiento en los que se analizaba la
reincidencia de hombres condenados por un delito de pornografía infantil (n
= 2.630). Los periodos de seguimiento iban del año y medio a los seis años.
El 2% de la muestra cometió un delito de abuso sexual durante el
seguimiento y el 3,4% un nuevo delito relativo a la pornografía infantil.
No es fácil integrar estos resultados. Los datos retrospectivos sugieren
que un número importante de abusos de menores permanecen ocultos a las
autoridades. La relación entre el delito de abuso y el de pornografía infantil
no está clara, y quizás haya que interpretarla en su contexto histórico. Los
hombres incluidos en estos estudios parecen haber cometido primero un
delito de abuso y posteriormente otro de pornografía infantil. Es muy
probable que su interés sexual por los menores surgiera durante la
adolescencia en una etapa histórica en la que Internet no tenía el grado de
desarrollo que tiene hoy. Posteriormente, con el desarrollo del fenómeno de
la pornografía infantil y la accesibilidad a Internet, se implicaron en el uso
de estos materiales abusivos. Los datos de seguimiento indican la baja
probabilidad de reincidencia de los usuarios de pornografía infantil, en este
mismo delito o en otro delito sexual más grave. La tasa de reincidencia es
incluso inferior a la conocida para los delincuentes sexuales en general (un
2% de nuevos delitos sexuales en los usuarios de pornografía frente al 15%
de reincidencia que se suele encontrar para agresores sexuales). Puede
plantearse la hipótesis de que tras un contacto con el sistema penal, la
mayoría de estos hombres tienen suficientes factores de protección como
para evitar la reincidencia, incluso en mayor proporción que la población
general de agresores sexuales.
3.7. Conclusiones
Las vías que conducen a un adulto a abusar sexualmente de un menor son
diversas, y la pedofilia es solamente una de ellas (aunque de especial
importancia). Otros hombres se implican en conductas abusivas por
motivos distintos, como la presencia de rasgos antisociales (impulsividad,
falta de empatía), el abuso de sustancias, los sentimientos de soledad o el
simple oportunismo. Probablemente los pedófilos que cometen un abuso
presentan estos factores además de su interés sexual desviado. Un abusador
de menores prototípico sería probablemente un hombre que ha sufrido una
infancia difícil, por ejemplo, con experiencias de abuso sexual a manos de
un familiar cercano. Este tipo de vivencias le dan un carácter sexual
prematuro a su infancia y es posible que se implique en comportamientos
como la masturbación o el uso de pornografía, con los que puede buscar
una forma de afrontar las emociones negativas que le están produciendo
esos abusos. Al crecer, probablemente, tenga una visión negativa de sí
mismo y perciba las relaciones con las personas de su edad como difíciles e
impredecibles. El sexo continuará siendo una forma de regular sus
emociones y afrontar sus problemas. El consumo de drogas o alcohol
también puede servir para este propósito. Algunos de estos hombres
encontrarán en los menores la satisfacción de necesidades emocionales que
no encuentran con los adultos. Junto a la intimidad emocional buscarán
también la cercanía sexual. Percibe a los niños como seres sexuales,
capaces de tomar sus propias decisiones en ese ámbito. Otros simplemente
abusan de un menor porque es la víctima más propicia, sin pensar en el
daño que puedan causarle. Aproximadamente la mitad de esta población
sentirá además un deseo sexual intenso por los niños o niñas del que ha sido
consciente desde su adolescencia. Este deseo sexual puede acompañarse de
sentimientos que el abusador define como enamoramiento y de la falsa
percepción de que el menor también está enamorado de él.
Internet se ha convertido en un reflejo de distintas facetas de este
fenómeno. Por una parte, la pornografía infantil se ha unido de forma
probablemente irreversible a la Red, y es la vía en la que se distribuye
globalmente. Desgraciadamente este no es un fenómeno residual o
minoritario. El elevado número de personas que suelen detenerse en las
operaciones policiales que actúan contra la pornografía infantil son un
indicador claro de este hecho. Si la pedofilia no es la única explicación, hay
que plantearse qué ocurre en las sociedades modernas que pueda explicar el
motivo por el que hombres, aparentemente integrados, disfrutan viendo
vídeos de violaciones de menores. Pero Internet también recoge las
opiniones y valores de distintos grupos de pedófilos que se asocian en
comunidades. Algunas de estas comunidades virtuales apoyan sin fisuras el
sexo con menores y condenan el rechazo social al que son sometidos por
culpa de estas preferencias sexuales. Otras páginas, sin embargo, recogen la
preocupación y la angustia de aquellos pedófilos no agresores que son
conscientes de su deseo sexual desviado y buscan apoyo y ayuda
profesional. Son expresiones opuestas de un mismo trastorno mental que
agrupan a personas con vivencias totalmente distintas de su condición.
4
Poblaciones especiales
4.1. Introducción
En los capítulos previos se han descrito características y factores de riesgo
que son aplicables a la población general de agresores sexuales. Con todo,
la heterogeneidad de esta población se traduce en la existencia de algunos
perfiles muy específicos y en general minoritarios, de los que se tiene un
menor conocimiento. Las distintas poblaciones que se describen en este
capítulo se distinguen del grueso de agresores sexuales por distintos
motivos. En algunos casos, la variable determinante es alguna característica
distintiva de sus víctimas, como en el caso de los agresores de ancianas. En
otros casos, es un rasgo de los agresores lo que les convierte en un grupo
especial, como por ejemplo los agresores con discapacidad intelectual. Por
último, la naturaleza o gravedad del comportamiento delictivo permite
distinguir algunas poblaciones de agresores especialmente llamativos. Este
sería el caso, por ejemplo, de los homicidas sexuales. Desde un punto de
vista metodológico, la baja frecuencia con la que se dan estos casos ha
dificultado la realización de investigaciones con muestras extensas y
resultados generalizables. Muchos de los trabajos que se revisan han
recurrido al estudio de cohortes poblacionales o de datos retrospectivos
archivados en instituciones implicadas en el tratamiento de agresores
sexuales.
Todos estos grupos podrían ser objeto de un capítulo propio y, en
muchos casos, existen manuales específicos que abordan su complejidad.
Este capítulo solo pretende ser una breve introducción a sus características.
4.2. Homicidas sexuales
Los homicidas son una minoría dentro de la población de agresores
sexuales, pero son los que acaparan mayor interés social y mediático. Sus
características tienden a generalizarse erróneamente al resto de los
agresores. Desde un punto de vista científico, el propio concepto de
homicidio sexual es difícil de definir. En la literatura, se ha considerado que
se trata de un tipo de muerte violenta en la que se ha implicado a la víctima
en una actividad sexual, expresada a través de tocamientos en los genitales,
penetración oral, anal o vaginal, introducción de objetos extraños en las
cavidades corporales, mutilación genital u otro tipo de conductas sexuales.
Esta actividad sexual puede ocurrir antes, durante o después de la muerte
(Maniglio, 2010).
La forma en la que interactúan los aspectos sexuales y violentos del
homicidio es compleja. Por ejemplo, en algunos casos la muerte de la
víctima acompañada de conductas sexuales puede ser la principal
motivación del agresor. Otras agresiones sexuales pueden terminar en la
muerte de la víctima a causa del alto nivel de violencia desplegado por un
agresor descontrolado e iracundo, pero que no tendría la intención explícita
de matar. Algunos autores plantean incluso que un homicidio que no va
acompañado de violación puede tener un componente sexual para el
agresor, que asocia de forma simbólica el proceso de matar a la víctima con
un acto sexual. En otros casos el homicidio puede ser instrumental, como
una forma de eliminar al único testigo de una violación. No es esperable
que los factores explicativos en cada uno de estos casos sean análogos. La
investigación sobre este campo ha encontrado que los homicidas sexuales
presentan, en comparación con otros agresores sexuales, más similitudes
que diferencias. Sí parece que es más frecuente en ellos la historia de abuso
sexual en la infancia, especialmente intrafamiliar. Presentan también con
más frecuencia problemas neuropsicológicos.
Durante su infancia aparecen problemas graves de comportamiento,
como la crueldad hacia los animales, piromanía o huidas del hogar. A
menudo, han sido niños solitarios y con baja autoestima (Beauregard y
Martineau, 2016). Carter y Hollin (2010) señalan que es habitual que no
tengan pareja en el momento en el que cometen el delito y que se
encuentren en tratamiento psiquiátrico de algún tipo. Asimismo, tienden a
consumir drogas o alcohol y presentan una historia de comisión de delitos
de distinta naturaleza, no solo sexual. El CI de los homicidas sexuales se
localiza en la media poblacional.
Se ha intentado establecer subtipos dentro de esta población
especialmente preocupante de agresores sexuales. Uno de los criterios que
se ha utilizado es la edad de las víctimas. Spehr, Hill, Habermann, Briken y
Berner (2010) compararon dos muestras de homicidas sexuales con
víctimas adultas (n = 100) e infantiles (n = 35). Los autores se plantearon la
hipótesis de que las diferencias entre ambos grupos reproducirían las que se
encuentran entre violadores con víctimas adultas y abusadores de menores.
Este estudio utilizaba una metodología retrospectiva basada en el análisis de
expedientes e informes psiquiátricos forenses. En conjunto, su muestra
reproducía las características que se han comentado previamente tales como
la ausencia de relaciones de pareja, los problemas de conducta infantiles o
el CI medio. Al comparar a los dos grupos de homicidas no encontraron
diferencias en características sociodemográficas o en el nivel de CI. Los
homicidas de adultos tendían a ser responsables de un mayor número de
víctimas de las cuales la mayoría eran mujeres.
En el caso de los homicidas de niños, la proporción de víctimas
masculinas era mayor. En ambos grupos, las víctimas eran con frecuencia
desconocidas para sus agresores. Los agresores de menores presentaban una
mayor incidencia de pedofilia y de otras parafilias. En ambos grupos, el
diagnóstico de sadismo sexual fue muy frecuente (32% en el grupo de
homicidas de adultos y 37% en el de menores). Los agresores de adultos
tenían mayor probabilidad de ser diagnosticados de dependencia del alcohol
o de otras drogas. No encontraron diferencias en la frecuencia de
diagnóstico de los distintos trastornos de personalidad. Aproximadamente,
una cuarta parte de ambas muestras cumplía criterios para el trastorno
antisocial de personalidad. No se encontraron diferencias para otros
trastornos psiquiátricos.
En el ámbito sexual, los agresores de menores se masturbaban
compulsivamente con fantasías homicidas. La mayoría (76,5%) manifestaba
que nunca habían tenido una relación sexual. Los agresores de adultos se
mostraban estresados por cuestiones económicas y laborales en la etapa en
la que cometieron los homicidios, mientras que en el caso de los agresores
de menores la mayor fuente de estrés era el aislamiento social. Los
agresores de adultos tenían una historia criminal previa al homicidio más
extensa que la de los menores. Estos últimos presentaban por lo general
antecedentes de abuso de menores. Los agresores de adultos habían
consumido alcohol durante el homicidio en una proporción mucho mayor
que los homicidas de menores, mientras que estos con frecuencia se habían
masturbado durante la agresión. Ambos grupos no se diferenciaron en sus
tasas de reincidencia en periodos de seguimiento de hasta veinte años. El
22% de los miembros de ambos grupos reincidía en un delito sexual.
Otro criterio para crear grupos específicos es el número de víctimas.
Parece que existen diferencias entre los homicidas sexuales que han matado
a una única persona y aquellos que lo han hecho de forma repetida, que
reciben la etiqueta de homicidas sexuales en serie. Chan, Beauregard y
Myers (2015) compararon a un grupo de 73 homicidas con una única
víctima con 13 homicidas en serie. Evaluaron la presencia de trastornos de
personalidad, parafilias, características de las agresiones y presencia de
fantasías desviadas durante las 48 horas previas a la muerte. Los asesinos en
serie estaban más implicados en la planificación de sus crímenes y elegían a
víctimas desconocidas con base en alguna característica física. También
mostraban con mayor frecuencia fantasías sexuales desviadas previas a los
crímenes y humillaban verbalmente a sus víctimas durante los homicidios.
Prácticamente la totalidad de los dos grupos presentaba rasgos propios de
algún trastorno de personalidad. En el caso de los homicidas múltiples, era
más probable que presentasen personalidades narcisistas, obsesivas y
esquizoides. También presentaban con mayor frecuencia conductas
masoquistas, pedófilas, exhibicionistas, voyeristas y parcialistas (fijación
sexual por una parte del cuerpo).
El vínculo que estos hombres establecen entre sexo y muerte es
desconcertante, especialmente en aquellos casos en los que el homicidio
tiene un significado simbólico personal y no es una cuestión instrumental o
un accidente. Al menos dos trastornos parafílicos establecen un vínculo
entre el sexo, la violencia y la muerte: el sadismo sexual y la necrofilia.
Existe evidencia que apoya la naturaleza dimensional (no categórica) del
sadismo sexual en muestras de agresores sexuales. Es decir, que los
agresores se distinguen unos de otros en su grado de sadismo. ¿Los
homicidas sexuales constituyen el extremo de esta dimensión? Si es así, el
sadismo sexual podría ser el elemento que explicara el paso de la violación
al homicidio. Es esperable que el vínculo entre muerte y excitación sexual
sea el producto de un proceso evolutivo más que el resultado de unas
circunstancias puntuales. En el proceso de revestir la violencia extrema de
un carácter sexualmente excitante, las fantasías sexuales sádicas
desempeñarían un papel de máxima relevancia. Maniglio (2010) sugiere
que este tipo de fantasías pueden promover el homicidio sexual cuando se
combinan con experiencias traumáticas tempranas (como el abuso sexual),
el aislamiento social y las dificultades sexuales. Estos factores estresantes,
afrontados de forma inefectiva, conducirían a algunos niños a desarrollar
sentimientos de indefensión, inadecuación, inferioridad y falta de control de
sus vidas. Ante esta situación, algunas personas se refugiarían
progresivamente en fantasías sexuales desviadas en las que son poderosos y
consiguen la dominancia y control de los que carecen en la vida real. Un
efecto de este refugio en el mundo de la fantasía es que su desempeño en el
mundo social real es cada vez peor. Cuando alcanzan la madurez sexual,
estas fantasías se utilizan con fines masturbatorios y se convierten en la
fuente principal de excitación sexual. La masturbación con frecuencia se
vuelve compulsiva y el contenido de las fantasías cada vez más violento y
sádico.
Ante etapas de estrés vital especialmente intenso o ante grandes
frustraciones, las simples fantasías pueden ser insuficientes para manejar el
malestar emocional. Es ahí cuando el agresor decidiría llevar a cabo sus
fantasías en el mundo real y agredir sexualmente a una víctima. Las
agresiones no tienen por qué reproducir perfectamente una fantasía desde el
primer momento, y es habitual que se produzca una escalada en la violencia
de las agresiones. Este planteamiento es una propuesta teórica aún por
investigar. De hecho, no parece que el nivel de sadismo se distribuya de
forma homogénea en la población de homicidas sexuales. Se considera que
los siguientes elementos son indicativos de sadismo en un homicidio sexual
(Reale, Beauregard y Martineau, 2017): la víctima es sexualmente
dominada, es torturada física o psicológicamente, es objeto de violencia
gratuita, es objeto de sexo oral o anal forzado, se introducen objetos en su
cuerpo, se mutilan sus genitales y por último el agresor se lleva objetos
personales a modo de trofeos o recuerdos. Reale et al. (2017) estudiaron
una muestra de trescientos cincuenta casos de homicidio sexual.
Concluyeron que estos comportamientos se distribuían de forma
dimensional en su muestra, de tal manera que se podía identificar a
homicidas con niveles bajos, medios y altos de sadismo.
Otro punto intrigante por esclarecer es el papel de la necrofilia. Existe
evidencia de que una parte de las conductas sexuales a las que se someten a
las víctimas de homicidio tienen lugar tras su muerte. Por ejemplo, en la
muestra que estudiaron Reale et al. (2017), esto ocurría en un 10,6% de los
casos. Chan et al. (2015) encontraron intereses necrófilos en el 24,7% de su
muestra de homicidas con una sola víctima y en el 38,5% de los homicidas
múltiples. ¿Son los homicidas sexuales necrófilos? ¿Su principal
motivación es agredir sexualmente al cadáver de su víctima? En el único
estudio empírico que aborda esta cuestión, Stein, Schlesinger, y Pinizotto
(2010) estudiaron 211 homicidios sexuales e identificaron 16 casos en los
que existían evidencias claras de necrofilia. Con respecto a sus
características psicológicas y sociales, la mitad de los componentes de esta
muestra tenía trabajo. Seis casos estaban casados o tenían una pareja
sentimental. La mitad de la muestra había sido diagnosticada de trastorno
antisocial de la personalidad por algún servicio de salud mental. Con
respecto a sus delitos sexuales, encontraron que menos de la mitad de las
víctimas (siete de dieciséis) fueron violadas antes de su muerte. Los actos
sexuales necrófilos tenían lugar mayoritariamente justo después del
homicidio, e incluían la penetración vaginal, anal y oral de los cuerpos. En
todos los casos, los agresores negaron haber cometido el homicidio
específicamente para obtener un cadáver. La explicación para estas
conductas es difícil de determinar. La escasa literatura sobre necrofilia
sugiere que la principal motivación de estas personas es acceder a un objeto
sexual incapaz de resistirse, con el que el necrófilo no se siente rechazado o
amenazado. Dado que los autores encontraron casos en los que la violación
también tenía lugar antes del homicidio, esta explicación no parece ser útil
para los necrófilos que violan y matan a sus víctimas. Stein et al. (2010)
proponen que los actos necrófilos de los homicidas sexuales son una
continuación o extensión de la violación de la víctima, y que buscan
principalmente dañarla y degradarla incluso tras su muerte.
4.3. Agresores sexuales mayores
El anuario estadístico del Ministerio del Interior señala que en 2016 un total
de 12 hombres mayores de 74 años fueron detenidos e imputados por
agresión sexual con penetración, 11 lo fueron por delitos relativos a la
pornografía infantil y 349 por otros delitos contra la libertad e indemnidad
sexual. Esto supone un 7,3% de los delitos sexuales (excluyendo corrupción
de menores e incapacitados) cometidos en 2016. Son, por lo tanto, una
minoría dentro de la población de delincuentes sexuales. Aun así, su
conducta es en muchos casos difícil de explicar. Resulta tentador concluir
que se trata de delincuentes sexuales de largo recorrido cuya actividad
delictiva no ha sido detectada con anterioridad. Pero en la mayoría de los
casos no hay motivos para pensar que esto sea así. Muchos de estos
hombres han tenido trayectorias personales y familiares normalizadas que
se ven truncadas a una edad avanzada cuando cometen un delito sexual
inesperado, lo que desconcierta y conmociona a sus familias. Esta
población se ha abordado en un número limitado de investigaciones,
mayoritariamente desde el campo de la neuropsicología. De forma muy
genérica, la hipótesis de partida es que la aparición del comportamiento
sexual desviado sería resultado de algún tipo de deterioro cerebral asociado
al envejecimiento. Esta hipótesis se apoya en la abundante evidencia clínica
de la aparición de comportamientos hipersexuales en pacientes con distintos
tipos de daño cerebral o demencias (Mohnke et al., 2014).
Fazel, O’Donnell, Hope, Gulati y Jacoby (2007) compararon una
muestra de 50 agresores sexuales mayores de 59 años con cincuenta
delincuentes no sexuales en el mismo rango de edad. Aplicaron pruebas
neuropsicológicas que evaluaban tres funciones ejecutivas asociadas a la
actividad de los lóbulos frontales: iniciación (evaluada mediante un test de
fluidez verbal), abstracción (evaluada mediante un test de semejanzas) y
cambio (evaluado mediante un test de copia de secuencias alternativas).
Solamente encontraron diferencias significativas para el test de semejanzas.
Rodríguez, Boyece y Hodges (2017) realizaron una comparación más
sofisticada que tenía en cuenta la historia delictiva de los participantes.
Compararon una muestra de 32 hombres (edad media de 63 años) que
habían cometido un único delito sexual (a los que se denominará
delincuentes primarios) con 36 hombres (edad media de 62 años) que
estaban condenados también por un delito sexual, pero que habían cumplido
condena anteriormente por otra agresión sexual. Por último, evaluaron a un
grupo de delincuentes no sexuales (con una edad media de 55 años y
medio). A los tres grupos les aplicaron la Escala Abreviada de Inteligencia
de Wechsler (WASI) y una batería de pruebas neuropsicológicas orientadas
a evaluar distintas funciones ejecutivas (fluidez verbal, toma de decisiones,
atención, flexibilidad cognitiva) y de memoria visual y auditiva. La
capacidad intelectual general de los tres grupos, medida mediante el WASI,
fue equivalente. Los dos grupos de agresores sexuales solamente se
diferenciaron en su fluidez verbal, que fue mejor en los agresores sexuales
con antecedentes. No se encontraron más diferencias entre ambos grupos.
Sin embargo, el desempeño en la función ejecutiva de los dos grupos de
agresores sexuales fue significativamente peor que el de los controles. La
memoria visoespacial de los agresores primarios fue peor que la de los
controles. La memoria visual y auditiva de los agresores con antecedentes
fue significativamente peor que la de los controles.
Rodríguez y Ellis (2017) utilizaron las mismas pruebas para comparar
una muestra de 11 usuarios de pornografía infantil primarios (con una edad
media de 61 años) con 34 agresores sexuales reincidentes (edad media de
62 años) y 32 delincuentes no sexuales (edad media de 57 años). Los
usuarios de pornografía infantil obtuvieron un rendimiento intelectual
general más alto que los agresores sexuales. En las pruebas de función
ejecutiva y de memoria, los usuarios de pornografía no se diferenciaron de
los otros dos grupos.
Otros trabajos han explorado las características psicopatológicas y
delictivas de los agresores sexuales mayores. Fazel, Hope, O’Donnel y
Jacoby (2002) compararon dos muestras de agresores sexuales (n = 101) y
delincuentes no sexuales (n = 102) mayores de 59 años. La frecuencia de
diagnósticos psiquiátricos fue igual en ambos grupos. El 6% de los
agresores sexuales presentaban un trastorno psicótico, el 7% un episodio
depresivo mayor, el 33% un trastorno de personalidad y el 1% estaba
diagnosticado de algún tipo de demencia. Estas cifras se repetían en el
grupo de delincuentes no sexuales. Encontraron diferencias en el tipo de
trastornos de personalidad que presentaban. Los agresores sexuales
mostraban con mayor frecuencia personalidades esquizoides, obsesivo-
compulsivas y evitativas. Sin embargo, expresaban con menor intensidad
rasgos antisociales.
Con respecto a las características de los delitos que cometen, parece que
hay una alta frecuencia de abusos sexuales a menores. En la muestra de
Fazel et al. (2002), el 47% había abusado de niños menores de 11 años. En
la de Rodríguez et al. (2017), el 84% de participantes había abusado de un
menor. Existe un número muy reducido de homicidios sexuales cometidos
por hombres mayores. Myers et al. (2017) estudiaron 5.955 casos de
homicidio sexual, de los cuales solo 32 habían sido cometidos por hombres
mayores de 55 años. La mayoría de sus víctimas eran mujeres también de
edad avanzada, y las víctimas infantiles o adolescentes eran muy
infrecuentes. En el 60% de los casos, las víctimas eran amigas o conocidas
del agresor.
Los delitos sexuales cometidos por personas mayores son, por lo tanto,
una minoría. La evidencia disponible sobre el funcionamiento
neuropsicológico de los agresores primarios mayores indica un cierto
deterioro en algunas funciones, pero no se puede afirmar que sea mayor que
el que presentan otros agresores reincidentes de su mismo rango de edad.
Sus víctimas son mayoritariamente menores, salvo en los casos de
homicidio sexual. Hoy en día no están claras las causas que pueden
conducir a estos hombres a cometer un primer delito sexual a edad
avanzada, pero es una cuestión intrigante cuya solución podría contribuir a
entender aspectos muy relevantes del comportamiento sexual desviado.
4.4. Agresores sexuales de personas mayores
Según el anuario estadístico del Ministerio del Interior, en 2016 hubo en
España 70 víctimas de agresión sexual con penetración y otros delitos
contra la indemnidad sexual a mayores de 64 años (60 mujeres y 10
hombres). Esto supone el 0,7% de las víctimas identificadas ese año. Esta
cifra coincide con el 0,7% que encontraron Bows y Westmarland (2017) en
población británica.
Bows (2017) ha revisado la escasa literatura disponible sobre este tema.
Los estudios indican que la mayoría de las víctimas mayores son mujeres
con un bajo nivel económico y educativo. Del mismo modo, se incrementa
el riesgo de ser víctima de agresión sexual cuando la mujer sufre algún tipo
de enfermedad física o trastorno mental o se encuentra en situación de
dependencia. Hay datos que indican que esto es especialmente relevante en
los casos de demencia. La mayoría de las agresiones suceden en las casas
de las víctimas. Las agresiones en residencias de ancianos son muy
excepcionales. Con respecto a los agresores, son mayoritariamente hombres
mucho más jóvenes que sus víctimas (30 años o más). Generalmente, son
personas conocidas y tienden a presentar historia de comportamiento
antisocial.
Algunos trabajos señalan que las agresiones suelen ser muy violentas,
con un despliegue de fuerza física muy superior al necesario para doblegar
a la víctima. Burgess, Commons, Safarik, Looper y Ross (2007) estudiaron
una muestra de 77 agresores sexuales con víctimas ancianas. 10 agresores
fueron considerados oportunistas, es decir, delincuentes sexuales
impulsivos que no han premeditado su agresión y que buscan una
gratificación sexual inmediata. 17 participantes fueron clasificados como
agresores dominados por la ira. Estos agresores utilizaban un nivel de
fuerza innecesario que parece ser una parte esencial de la agresión incluso
cuando la víctima no se resiste. Tienden a ser personas violentas de forma
generalizada en su vida. 31 casos fueron considerados como agresores con
una motivación predominantemente sexual. Se trataría de hombres con una
alta preocupación sexual, con fantasías desviadas frecuentes, un alto nivel
de uso de pornografía y comportamientos parafílicos. 16 casos fueron
considerados agresores vengativos, motivados principalmente por su ira
hacia las mujeres. Sus agresiones estaban caracterizadas por conductas que
buscaban degradar y humillar a sus víctimas.
Murphy y Winder (2016) entrevistaron a una muestra de 20 agresores
sexuales con víctimas ancianas. De estas entrevistas extrajeron cuatro
temáticas comunes en el discurso de los agresores.
El primer tema común en estos hombres lo denominaron mi vida ha
sido muy dura. Los participantes se quejaban de la dureza de su infancia y
de que no habían iniciado sus vidas con las mismas oportunidades que los
demás. En la edad adulta estaban profundamente insatisfechos con su
situación y experimentaban intensas emociones negativas. Destacaban
experiencias traumáticas tempranas, como el abuso sexual, la negligencia
parental o haber sido testigos de violencia. Esto les hacía sentir indefensos y
resentidos hacia otros más afortunados.
El segundo tema lo etiquetaron las autoras como no soy malo, hice lo
que cualquiera habría hecho. Los entrevistados defendían que cualquier
persona con sus experiencias pasadas habría terminado cometiendo un
delito similar. Tendían a subrayar sus características positivas. Incluso
resaltaban los aspectos que consideraban más benévolos de sus delitos y
minimizaban el alcance de las agresiones. Para ellos, cualquier hombre se
habría comportado de igual forma en la situación que condujo finalmente a
la agresión. En algunos casos se distanciaban de la situación defendiendo
que su estado mental no era normal y que actuaron de una forma totalmente
anómala a causa de factores como el alcohol.
El tercer tema lo denominaron otras personas no me han ayudado o
incluso han empeorado las cosas. Los agresores culpaban aquí a otras
personas de su conducta, como madres, familiares o parejas. Se quejaban de
la baja calidad de estas relaciones y de cómo se habían sentido solos
durante su vida. La hostilidad parecía ser especialmente intensa hacia las
figuras femeninas, en concreto, las madres y las parejas.
Por último, las autoras identificaron una temática a la que denominaron
afrontamiento y placer. Aquí los agresores describían su afrontamiento de
las emociones negativas a través del sexo y del alcohol.
4.5. Agresores sexuales con discapacidad intelectual
Craig y Lindsay (2010) señalan que una de las principales hipótesis acerca
del comportamiento sexual abusivo en esta población es la de la falsa
desviación. Esta hipótesis propone que el comportamiento sexual
inapropiado en hombres con discapacidad intelectual se produce por
factores como la falta de conocimiento sexual, las habilidades sociales
deficientes, las oportunidades limitadas para establecer una relación sexual
apropiada o la ingenuidad sexual, más que por la presencia de intereses
sexuales desviados. Esta hipótesis convive con otras explicaciones posibles
que aluden al papel de factores comunes con otros agresores sexuales, como
el interés sexual desviado, las distorsiones cognitivas y la interpretación
errónea de claves no sexuales. Con respecto a su actividad delictiva, la
literatura señala que tienden a ser oportunistas en sus agresiones y a no
mostrar preferencias por un tipo concreto de víctimas, aunque
estadísticamente la mayoría de sus víctimas son personas adultas.
Los agresores sexuales parecen ser una población con características
distintivas dentro de los delincuentes con bajo CI. Lindsay et al. (2012)
compararon dos muestras de agresores sexuales (n = 131) y delincuentes no
sexuales (n = 341) con distintos grados de discapacidad intelectual. Ambos
grupos de delincuentes presentaban mayoritariamente un nivel leve de
discapacidad. Los delincuentes sexuales mostraban con una frecuencia muy
baja otro tipo de conductas delictivas tanto violentas como no violentas.
También era más infrecuente en ellos el consumo de drogas en comparación
con los delincuentes no sexuales. Cuando se analizaron sus antecedentes
penales, los delincuentes no sexuales presentaban con mayor probabilidad
antecedentes por lesiones o maltrato infantil. Sin embargo, los antecedentes
sexuales eran significativamente más frecuentes en los agresores sexuales.
Con respecto a su historia psiquiátrica, los delincuentes no sexuales
presentaban con mayor frecuencia antecedentes de depresión y déficit de
atención. La experiencia de haber sufrido abusos sexuales durante la
infancia, que parece ser muy frecuente en los agresores sexuales, emerge
también como una vulnerabilidad frecuente en los que sufren discapacidad
intelectual. Lindsay, Steptoe y Haut (2012) compararon la historia de abuso
sexual infantil en dos muestras de agresores sexuales (n = 156) y no
sexuales (n = 126) con discapacidad intelectual. El abuso sexual infantil era
más frecuente en los agresores sexuales que en los no sexuales (32,6%
frente a 17,8%).
4.6. Agresoras sexuales
Aunque los agresores sexuales son mayoritariamente hombres, un pequeño
segmento de esta población es femenino. Cortoni, Babchishin y Rat (2017)
señalan que la investigación de este fenómeno se ha visto de alguna manera
afectada por la visión social y cultural de las mujeres como protectoras, no
agresivas y poco interesadas en el sexo. Aunque tradicionalmente se ha
atribuido las conductas sexuales agresivas perpetradas por mujeres a la
presencia de un problema psicopatológico o a la presión de un hombre
(generalmente la pareja de la agresora), actualmente se acepta que las
motivaciones de una mujer para agredir son equivalentes a las de un
hombre. La frecuencia con la que suceden agresiones sexuales cometidas
por mujeres es también controvertida. Cortoni et al. (2017) realizaron un
metaanálisis sobre esta cuestión incluyendo 17 estadísticas oficiales sobre
agresión sexual y encuestas de victimización sexual procedentes de 12
países distintos. En las estadísticas oficiales encontraron que globalmente
un 2,2% de las agresiones habían sido cometidas por mujeres. Sin embargo,
las encuestas de victimización indicaban una prevalencia de agresoras
sexuales femeninas mucho mayor, concretamente de un 11,6%. Esto indica
la posibilidad de que una proporción elevada de estos casos no son
denunciados y, por lo tanto, escapan a las estadísticas oficiales.
Los estudios de cohortes poblacionales han permitido conocer más
profundamente las características de estas mujeres. Wijkman, Bijleveld y
Hendriks (2010) estudiaron todos los casos conocidos de agresoras sexuales
en Holanda entre los años 1994 y 2005 (n = 111) mediante el análisis de sus
expedientes judiciales. Su inteligencia se clasificó como límite o por debajo
de la media en la mayoría de los casos (68%). Un tercio de la muestra
afirmaba haber sido víctima de abusos sexuales en la infancia, en la
mayoría de los casos intrafamiliar. Un 40% de la muestra presentaba
patología psiquiátrica, principalmente depresión con ideación suicida o
trastornos de ansiedad. El diagnóstico de parafilia solamente se dio en tres
casos. También, aproximadamente un 40% de las participantes había sido
diagnosticada de un trastorno de personalidad, principalmente con rasgos
límites y dependientes. Aproximadamente un 5% de estas mujeres
presentaba historia de consumo de alguna droga. Con respecto a las
características del delito, un 63% de las mujeres había cometido la agresión
junto con otra persona, mayoritariamente su marido o su pareja. La edad
media de las víctimas era 13 años y eran mayoritariamente femeninas. Un
tercio de las agresoras había abusado de su propio hijo o hija, un 46% había
abusado de un conocido, un 12% de un familiar y solo un 9% tenían una
víctima desconocida. Una cuarta parte de las participantes había sido
violenta física o verbalmente durante la agresión.
Basándose en estos datos, las autoras extrajeron cuatro prototipos de
agresora sexual. Al primero lo denominaron agresoras jóvenes. Estaba
compuesto por mujeres entre los 18 y los 24 años, sin problemas mentales
destacables, que cometían actos como tocamientos o sexo oral acompañado
de violencia física. El abuso se daba generalmente en el contexto del
cuidado de un menor, con frecuencia un familiar. Al segundo grupo lo
denominaron violadoras. Se trataría de casos de agresión sexual grave que
incluyen algún tipo de penetración, generalmente de víctimas adultas. No
existe una preferencia clara por víctimas masculinas o femeninas. Con
frecuencia se trata de víctimas extrafamiliares. Las agresoras presentan
historia de abuso sexual. El tercer grupo era el de cómplices con trastornos
psicológicos. Estaba compuesto por mujeres entre los 30 y los 35 años de
edad, que cometían la agresión junto a otra persona o personas.
Habitualmente las víctimas eran los hijos de las agresoras, pero también
podrían ser otros familiares o vecinos. El abuso abarcaba distintos grados
de gravedad, desde los tocamientos hasta la penetración. La característica
distintiva de este grupo es la presencia de trastornos mentales en las
agresoras. El último grupo era el de las madres pasivas. Estas mujeres eran
las de mayor edad. Las víctimas son sus propios hijos, y no participan
directamente en el abuso. Su actividad delictiva consiste en presenciar el
abuso sexual o crear la oportunidad de que el abuso tenga lugar. El contacto
directo con la víctima lo realiza generalmente su marido o pareja
sentimental.
Tradicionalmente, se ha considerado que las agresiones sexuales
cometidas por mujeres eran menos violentas. Budd y Bierie (2017)
estudiaron 15.928 casos de agresión sexual cometidos por mujeres entre los
años 1992 y 2014. Encontraron que el nivel de violencia mostrado por las
agresoras dependía de factores como el que estuviera bajo los efectos de
drogas o alcohol, que la víctima fuese también femenina, que la víctima
tuviese cinco años de edad o menos, y que no se emplease ningún arma
durante la agresión (las lesiones parecían producirse principalmente
mediante golpes con manos y pies). Tienden a ser más violentas las
agresiones que se cometen en grupo. Por lo tanto, no parece ser cierto que
sean necesariamente agresiones menos violentas, sino que el grado de
violencia dependerá de la intensidad de la presencia de una serie de
factores.
Parece que las experiencias traumáticas infantiles desempeñan también
un papel relevante en la aparición de conductas sexuales abusivas en
población femenina. Levenson, Willis y Prescott (2015) encontraron que la
probabilidad de que una agresora sexual hubiese sido víctima de abuso
sexual en la infancia era tres veces mayor que en el caso de una mujer de la
población general. La probabilidad de haber sido víctima de abuso verbal o
emocional era aproximadamente cuatro veces mayor en las agresoras. Las
mujeres con experiencias traumáticas infantiles más graves tendían a
agredir a víctimas más jóvenes.
Con respecto a sus carreras delictivas, Wijman, Bijleveld y Hendriks
(2011) distinguieron tres perfiles distintos en la cohorte holandesa que se
mencionaba anteriormente. Las agresoras primarias no reincidentes (que
cometían solamente una agresión sexual y no cometían otro tipo de delitos),
las generalistas (que cometían tanto agresiones sexuales como otros delitos
graves, en ocasiones violentos) y las especialistas (que cometían múltiples
delitos sexuales y algún delito no sexual de escasa gravedad). Las
especialistas habían experimentado con mayor frecuencia abuso sexual en
la infancia y solían tener una pareja delincuente. Las mujeres que agredían
en cooperación con su pareja tendían a pertenecer a este grupo. Las
especialistas tenían víctimas de ambos sexos, generalmente conocidas. Las
generalistas por el contrario eran, con mayor frecuencia, consumidoras de
drogas y presentaban historia de maltrato físico en su infancia. Las autoras
no encontraron diferencias claras entre el grupo de agresoras primarias y los
otros dos en las áreas que evaluaron.
4.7. Agresores sexuales juveniles
Los agresores sexuales juveniles son menos numerosos que los adultos,
pero no son en absoluto un grupo tan excepcional como los que se han visto
en los apartados anteriores. Según el anuario estadístico del Ministerio del
Interior, en 2016 hubo 413 jóvenes (entre los 14 y los 17 años de edad)
implicados en delitos de agresión sexual, pornografía infantil y otros delitos
contra la libertad sexual. La delincuencia sexual cometida por jóvenes se ha
intentado explicar desde dos perspectivas (Seto y Lalumière, 2010). La
primera, a la que podríamos denominar perspectiva de la delincuencia
general, propone que el comportamiento sexual agresivo en los jóvenes es
resultado de una disposición general al comportamiento antisocial. Por lo
tanto, la agresión sexual sería parte de un patrón generalizado de conducta
delictiva, y respondería a vulnerabilidades generales y comunes con otros
comportamientos antisociales. Por ejemplo, algunos de estos factores son el
consumo de sustancias, las actitudes antisociales o tener amigos
delincuentes. A la otra forma de abordar la delincuencia sexual juvenil se la
podría denominar perspectiva específica. Desde esta perspectiva, los
agresores sexuales juveniles serían un grupo especial de delincuentes y su
comportamiento respondería a factores específicos para la agresión sexual.
Estas variables reproducen las que han sido propuestas para la población
adulta, como por ejemplo la historia de abuso sexual, el apego infantil
inadecuado o los intereses sexuales desviados.
Seto y Lalumière (2010) realizaron un metaanálisis con 59 estudios que
comparaban agresores sexuales adolescentes (n = 3.855) con muestras de
delincuentes juveniles no sexuales (n = 13.393) en distintas variables
criminógenas asociadas tanto a la delincuencia general como específicas
para la delincuencia sexual. Los resultados apoyaban el papel de algunos
factores específicos, por encima de las tendencias antisociales generales.
Por ejemplo, los agresores sexuales juveniles presentaban historias
delictivas menos extensas que los delincuentes no sexuales. Asimismo,
tendían con menor frecuencia a relacionarse con grupos de delincuentes.
Los problemas de consumo de sustancias también eran menos frecuentes en
esta población. Presentan con mayor frecuencia que los controles historia de
abuso y exposición a violencia sexual en su entorno familiar, maltrato físico
y negligencia. Asimismo, es más frecuente que hayan estado expuestos de
forma temprana al sexo y a la pornografía, y que sus intereses sexuales se
dirijan hacia estímulos inadecuados (como los menores prepúberes o el
sexo coercitivo). En el ámbito de su ajuste psicológico y social, tienden a
mostrarse más aislados socialmente, ansiosos y con baja autoestima. Sin
embargo, no parece que muestren mayores niveles de depresión o
neuroticismo.
Otros factores específicos que sí parecen estar claramente presentes en
los agresores adultos no emergieron como variables relevantes a la hora de
diferenciar a agresores sexuales y controles. Por ejemplo, las actitudes
negativas hacia las mujeres o el apego inadecuado no diferenciaban entre
ambos grupos. Aun así, tal y como señalan Benedicto, Roncero y González
(2017), la heterogeneidad también es una norma en los agresores juveniles,
y es preciso explorar las características de subgrupos relevantes. Estos
autores estudiaron una muestra de agresores sexuales juveniles (n = 63) que
habían cumplido una medida de internamiento en centros de ejecución de
medidas judiciales dependientes de la Comunidad de Madrid. En el
momento en el que se habían cometido las agresiones, la edad media de los
participantes era de 16 años. Compararon a los que habían agredido
sexualmente a un menor (n = 21) y a los que tenían víctimas adolescentes o
adultas (n = 42). Los agresores de iguales o adultos eran más violentos
cuando cometían sus delitos y agredían a personas externas a su entorno
familiar. En muchos casos (38%), estas agresiones se habían cometido en
grupo. Casi el 60% de estos jóvenes había cometido otros delitos de
carácter no sexual. Por su parte, los abusadores de menores tenían un
número elevado de víctimas varones (47,6%) de su entorno familiar, y en
todos los casos agredían en solitario. Los abusadores de menores
presentaban una mayor frecuencia de historia de abuso sexual en la infancia
(38,1% frente a 4,8%). Ambos grupos no se diferenciaron en variables
como la estructura familiar o la presencia de violencia entre sus miembros.
Con respecto a su desempeño escolar, los agresores de iguales tendían a
ser más absentistas, mientras que los abusadores eran con más frecuencia
víctimas de acoso escolar. Los agresores consumían también drogas con
mayor frecuencia que los abusadores. En el ámbito de las relaciones
sociales, los agresores solían estar vinculados con grupos delictivos o
violentos, mientras que los abusadores eran personas solitarias y aisladas
socialmente. Por último, en el ámbito de las variables personales, los
agresores expresaban con mayor frecuencia actitudes antisociales y un
estilo de afrontamiento agresivo. Los abusadores se mostraban como
personas con un afrontamiento pasivo de sus problemas y una baja
autoestima.
Una cuestión de gran importancia en esta población es en qué medida el
inicio temprano de la violencia sexual es el precursor de una carrera
delictiva adulta. Se puede pensar que alguien que comete una agresión
sexual siendo un adolescente presentará un riesgo significativo de volver a
agredir cuando crezca. Los datos disponibles sugieren que esto no es así en
la mayoría de los casos. Jennings, Piquero, Zimring y Reingle (2015) han
recopilado recientemente los resultados de sus investigaciones
longitudinales sobre la continuidad del comportamiento sexual agresivo
desde la adolescencia a los primeros años de la edad adulta. Los autores
estudiaron dos cohortes procedentes de dos ciudades norteamericanas
distintas (6.000 y 27.000 jóvenes respectivamente en cada una de ellas). En
ambos casos, registraron la incidencia de delitos sexuales y no sexuales
cometidos antes de la mayoría de edad. Posteriormente, se registró la
reincidencia en un periodo de seguimiento que alcanzaba como máximo
hasta los 32 años de edad. En ambas muestras, la incidencia de delitos
sexuales fue aproximadamente del 1,5%. La reincidencia sexual durante el
seguimiento fue del 8,5% y el 10% en cada muestra. En ambos grupos, la
variable que predecía estadísticamente con mayor potencia la delincuencia
sexual adulta era el número de delitos cometidos durante los años previos a
la mayoría de edad. Es decir, que en estos trabajos la tendencia antisocial
general de los jóvenes era el mejor predictor de que cometieran una
agresión sexual en la edad adulta, independientemente de que hubieran
cometido un delito sexual o no durante su juventud. Por lo tanto, la
continuidad de la conducta sexual agresiva desde la adolescencia a la edad
adulta era muy baja. Más aún, los agresores sexuales adultos de ambas
cohortes tendían a presentar historias de delincuencia juvenil extensas pero
no especializadas en delitos sexuales.
Van den Berg, Bijleveld y Hendriks (2017) estudiaron una muestra de
1.525 agresores sexuales juveniles durante un periodo de seguimiento
cercano a los diez años. La edad media a la que habían cometido su primer
delito era de 14 años, y en la mayoría de los casos este delito fue una
agresión sexual. La tasa de reincidencia sexual durante el periodo de
seguimiento fue del 7,7%. Cuando los participantes superaban los 18 años
de edad, el número de delitos sexuales disminuía de forma significativa.
Solamente un pequeño grupo de agresores continuaba cometiendo
agresiones. La frecuencia de los delitos no sexuales se mantuvo estable con
el paso de los años. Mientras que la reincidencia total de los participantes
fue del 68%, la reincidencia sexual fue solo del 7,7%. La edad media a la
que se daba esta reincidencia era de 19,6 años, lo que significa que cuando
se cometía una nueva agresión sexual era en un momento muy temprano de
la edad adulta.
Los autores compararon a los reincidentes sexuales con los reincidentes
no sexuales. La mayoría de los reincidentes sexuales no tenían antecedentes
penales en el momento de cometer la agresión sexual. Aquellos que sí los
tenían eran mayoritariamente por delitos sexuales. Al alcanzar la edad
adulta, estos jóvenes reincidían sexualmente, pero también en otro tipo de
delitos, y con mayor intensidad que los reincidentes no sexuales. Es decir,
que los agresores sexuales juveniles reincidentes, por una parte, parecían
iniciar su carrera delictiva mayoritariamente con una agresión sexual. Al
llegar a la edad adulta su comportamiento antisocial se hacía más intenso y
diverso, incluyendo delitos sexuales y no sexuales. Esto sugiere que sus
tendencias antisociales eran intensas y generalizadas. El grupo de
reincidentes sexuales era diagnosticado, con más frecuencia, de trastorno de
conducta o se consideraba que tenían dificultades para controlar su
agresividad. También era frecuente que estuviesen incluidos en programas
de educación compensatoria debido a sus dificultades de aprendizaje.
Por lo tanto, parece que los agresores sexuales juveniles se diferencian
de los delincuentes no sexuales por la presencia de variables relacionadas
específicamente con la delincuencia sexual, tal y como sugieren los datos
de Seto y Lalumière (2010). En la edad adulta solo una pequeña proporción
continúa cometiendo delitos sexuales. Estos reincidentes sexuales parecen
ser delincuentes especialmente activos y versátiles, y con unas marcadas
tendencias antisociales. El papel de los factores específicos (como el
impulso sexual desviado) en la continuidad de la conducta sexual agresiva
es de momento desconocido, ya que los estudios longitudinales no han
podido incluir este tipo de variables.
4.8. Agresores sexuales de sus parejas
Los factores explicativos de la agresión sexual dentro de las parejas y el
perfil de los hombres que las cometen ha sido objeto de una atención muy
limitada por parte de la comunidad científica. Una parte de los trabajos
sobre este fenómeno se han realizado desde la perspectiva de la psicología
de la evolución, que alude a factores que habrían tenido un papel en el
mantenimiento de estas conductas durante la evolución humana y que son
difíciles de trasladar al campo aplicado de la evaluación y el tratamiento.
Martin, Tapft y Resick (2007) señalan que la violencia sexual dentro de la
pareja sigue un continuo de gravedad ascendente que va desde la coerción
sexual no física hasta la violación continuada y violenta. En concreto, los
autores proponen cuatro categorías de violencia sexual dentro de la pareja.
La primera de ellas, coerción sexual no física, es más frecuente que el sexo
forzado de manera violenta explícita. En estos casos el agresor recurre a
tácticas psicológicas para presionar a su pareja. En esta categoría, se
incluyen comportamientos como exponer argumentos acerca de su
obligación como esposa de satisfacer a su marido, la amenaza de recurrir a
la infidelidad, aludir a que si existiese verdadero amor entre ellos tendrían
sexo, sugerir que otras mujeres están interesadas en él o amenazarla con
retirarle recursos materiales. La segunda categoría es la violación como
extensión de la violencia general en la pareja. Estas agresiones ocurren en
relaciones en las que se da una situación grave de violencia de género. La
agresión sexual es una forma más de maltrato, con un carácter expresivo
que busca el sufrimiento de la mujer. En la categoría de relaciones sexuales
forzadas se incluye a parejas que no tienen comportamientos violentos en
otras áreas. Se caracterizan por un conflicto crónico alrededor de las
relaciones sexuales, que el hombre resuelve ejerciendo un alto grado de
violencia instrumental orientada solamente a someter a la mujer. Por último,
la categoría menos frecuente es la de violación obsesiva. Estos hombres se
caracterizan por una alta preocupación sexual y un interés sexual desviado,
que conduce a inducir de forma coercitiva a su pareja a prácticas sexuales
no deseadas. Puede implicar, por ejemplo, obligarla a ver pornografía y a
reproducir las conductas que aparecen en las películas.
4.9. Solicitud sexual de menores a través de Internet
La omnipresencia de Internet en la sociedad se ha extendido también al
mundo adolescente e incluso infantil. La relevancia de las redes sociales y
los servicios de mensajería instantánea en las relaciones grupales suponen
una fuente de presión creciente sobre los progenitores, que facilitan el
acceso a Internet o a un smartphone a sus hijos a edades cada vez más
tempranas. Independientemente del valor educativo que puedan tener estas
tecnologías y del carácter imparable de su extensión, su uso por parte de un
menor le sitúan frente a una pantalla, una cámara y un micrófono
conectados con el resto del planeta. Esta circunstancia ha conducido a que
estas tecnologías se hayan convertido en un medio a través del que
victimizar sexualmente a los menores. Montiel y Carbonell (2012)
distinguen entre varias formas de victimización online de menores. La
presión sexual consiste en la demanda insistente de implicarse en
actividades o conversaciones sexuales. También puede suponer la presión
para que la víctima facilite información personal sexual. La coerción sexual
consiste en la demanda de implicarse en actividades o conversaciones
sexuales mediando violencia, intimidación o amenazas de chantaje. Estas
dos primeras categorías no se asocian con un rango de edad concreto del
acosador. El grooming consiste en demandas realizadas por un adulto,
independientemente del uso de tácticas coercitivas o de manipulación, para
que la víctima se implique en actividades o conversaciones sexuales o para
que dé información sexual personal. En este caso, el acosador es siempre
una persona adulta. La exposición no deseada a contenidos sexuales se
produce cuando un menor recibe material sexual no solicitado, que pude ser
pornografía comercial o fotografías sexuales realizadas por una persona
concreta. Por último, la violación de la privacidad supone la difusión de
imágenes sexuales sin el consentimiento de la persona que aparece en ellas.
Montiel, Carbonell y Pereda (2016) estudiaron la frecuencia con la que se
daban estos comportamientos en una muestra de adolescentes (n = 3.897)
entre los 12 y los 17 años de edad. El 39,5% de la muestra afirmó haber
sufrido algún tipo de victimización sexual online. El 6,7% afirmó haber
sufrido coerción sexual y el 9,6% presión sexual. El 17,2% de los
participantes habían sido víctimas de grooming por parte de un adulto. Por
último, el 24,4% había sido expuesto a contenidos sexuales no deseados y
el 15,2% había sufrido que se violase su privacidad sexual. Estas cifras son
indicativas de la extensión del problema.
El grooming entre adultos y menores parece ser un proceso de
progresiva manipulación de la víctima, que en algunos casos es muy
sofisticado. Santisteban y Gámez-Guadix (2017) estudiaron una muestra de
12 hombres condenados por grooming. Los participantes habían iniciado el
contacto con sus potenciales víctimas a través de estrategias como el uso de
chats online o utilizando direcciones extraídas de correos mandados en
cadena en las que identificaban alguna clave que sugería que pertenecían a
un menor. Durante los contactos, los agresores adaptaban su lenguaje y el
contenido de las conversaciones al mundo infantil o adolescente. Creaban
una identidad falsa en la que podían ser también un adolescente o alguien
atractivo para un joven como un representante del mundo del espectáculo o
la moda. Con el tiempo exploraban aspectos de la dinámica familiar, como
las costumbres, las normas referentes al uso de Internet o posibles
conflictos familiares. También se interesaban por problemas económicos en
la familia. En algunos casos aprovechaban que los menores fuesen posibles
víctimas de malos tratos o que sufrieran problemas psicológicos que les
hiciesen más vulnerables.
Los autores identificaron cuatro estrategias a través de las cuales los
agresores involucraban a los menores en conductas sexuales. Una
posibilidad era el engaño. Este engaño se podía organizar a través de redes
complejas de identidades virtuales falsas detrás de las cuales estaba siempre
el agresor, y que apoyaban en todo momento que el menor se implicara en
las conductas sexuales que se le demandaban. También se engañaba a las
víctimas a través de programas que permiten generar una falsa imagen de
webcam que hace pensar al menor que está tratando con otra persona
distinta, cuando en realidad lo que ve es un vídeo. Otra estrategia era la
corrupción, mediante dinero, regalos u ofertas falsas de trabajo como actriz
o modelo. Una tercera estrategia pasaba por la implicación emocional,
haciendo pensar al menor que se encontraba ante una relación genuina y
profunda. La última estrategia era la agresión, e implicaba conductas como
difundir fotos sexuales de la víctima o someterla a amenazas por parte de
las distintas identidades virtuales. Generalmente, esto se realizaba cuando el
menor dejaba de cooperar o el agresor quería romper la relación por algún
motivo. Este proceso tenía como objetivo último algún tipo de encuentro
sexual con los menores. Esto podía suceder de forma virtual, a través del
intercambio de vídeos sexuales o en el mundo real.
Se ha intentado establecer subtipos de agresores con base en su
motivación y en su comportamiento. DeHart, Dwyer, Seto, Moran,
Letourneau y Scharz-Watts (2017) estudiaron las conversaciones online de
200 hombres condenados por grooming. Basándose en este análisis
establecieron cuatro posibles tipos. Los agresores cibersexuales tendían a
exponerse sexualmente ante sus víctimas y les reclamaban fotografías
explícitas. Durante las interacciones indicaban a sus víctimas cómo debían
masturbarse. Pueden expresar interés en temas relativos al sexo con
menores o al incesto. La mitad de estos hombres mencionaban a sus
víctimas la posibilidad de verse en el mundo real, pero como una
posibilidad hipotética sin concretar lugares o fechas. Los agresores
cibersexuales y planificadores eran similares al primer grupo, pero
realizaban planes concretos para verse con sus víctimas, aunque con mucha
frecuencia los cancelaban o no aparecían en la cita. La organización de citas
puede ser una forma de manipular al menor haciéndole sentir que existe una
implicación profunda por parte del agresor o puede ser parte de una fantasía
de intimidad falsa. Las conversaciones acerca de la planificación de la
víctima incluyen referencias muy detalladas a los actos sexuales que se
planea realizar. Los organizadores parecen estar interesados en conseguir
contactos reales y de corta duración con menores. Sus conversaciones pasan
rápidamente a tener un contenido sexual, sin grandes preámbulos. Rara vez
se exhibían ante las víctimas mediante la webcam o les pedían fotografías.
Por último, los compradores están interesados también en contactos reales
con menores a los que ofrecen dinero o regalos valiosos a cambio.
4.10. Agresores duales
La relación entre el uso de pornografía infantil y el abuso sexual de
menores es compleja. Existe una variabilidad notable en los estudios que
han explorado la frecuencia con la que ambos comportamientos se asocian.
El análisis conjunto de los datos procedentes de la investigación empírica
parece señalar que son fenómenos que se solapan de manera limitada. Es
decir, que un número limitado de usuarios de pornografía infantil cometen
también abusos sexuales en el mundo real. Seto, Hanson y Babchishin
(2011) realizaron un metaanálisis acerca de la relación entre uso de
pornografía infantil y agresión sexual. Por una parte analizaron 21 estudios
que estudiaban de forma retrospectiva los antecedentes delictivos de
hombres condenados por pornografía infantil (n = 4.464). El 12% tenía
antecedentes penales oficiales por un delito sexual, mayoritariamente abuso
sexual. Sin embargo, en los estudios que utilizaban como metodología el
autoinforme, el 55% de los participantes reconoció haber abusado de un
menor.
Analizaron también nueve estudios prospectivos que registraron la
reincidencia de condenados por pornografía durante periodos de
seguimiento que iban desde el año y medio a los seis años (n = 2.630). En
este caso, un 2% de la muestra cometía una agresión sexual durante el
seguimiento y un 3,4% reincidió en un nuevo delito de pornografía infantil.
Parece, por lo tanto, que existe una población de usuarios de pornografía
infantil que es distinguible de la de abusadores de menores y cuyo
comportamiento responde probablemente a factores diferentes. Aun así,
ambas poblaciones se superponen en el caso de los denominados agresores
duales, que son hombres que utilizan pornografía infantil, pero que también
cometen delitos de abuso sexual.
¿Qué se sabe acerca de esta población? McManus, Long, Alison y
Almond (2015) compararon dos muestras de usuarios de pornografía
infantil (n = 120) y agresores duales (n = 124) en variables
sociodemográficas y delictivas. También exploraron la relación entre
variables de las colecciones de pornografía y el comportamiento abusivo de
los agresores duales. Ambos grupos no se diferenciaban en su edad o en su
estado marital. Los agresores duales vivían con frecuencia con su pareja y
los hijos de esta. También era más frecuente que tuviesen acceso a menores
por motivos familiares o profesionales. Los agresores duales tenían también
mayor probabilidad de presentar antecedentes penales, especialmente por
delitos no sexuales. Con respecto a las características de las colecciones de
pornografía, los agresores duales tendían a poseer menor cantidad de
archivos que los usuarios exclusivos de pornografía infantil. No aparecieron
diferencias entre los dos grupos con respecto al género o edad media de los
menores que aparecían en las colecciones. En ambos casos parecía existir
preferencia por niñas de aproximadamente diez años de edad. Los agresores
duales poseían imágenes de un rango más restringido de edades que los
usuarios de pornografía. Estos últimos dedicaban más tiempo a descargar
materiales, y pagaban por ellos más frecuentemente. Los comportamientos
de grooming eran muy frecuentes en los agresores duales (87% de la
muestra frente al 20% de los usuarios de pornografía). Los autores señalan
también la existencia de una asociación entre el género y la edad de los
menores de los materiales abusivos y de las víctimas reales de los agresores
duales. Es decir, que estos hombres abusaban de menores del mismo sexo y
de una edad similar que los de los menores que aparecían en los vídeos y
fotografías de sus colecciones. Los usuarios de pornografía infantil tenían
con mayor frecuencia que los agresores duales materiales pornográficos
extremos que no incluían a menores.
Se ha estudiado la expresión en agresores duales de factores de riesgo,
que ya están bien establecidos en otros grupos de delincuentes sexuales.
Elliott, Beech y Mandeville-Norden (2013) compararon tres muestras de
abusadores de menores (n = 526), usuarios de pornografía infantil (n =
459) y agresores duales (n = 143) en sus respuestas a una batería de
cuestionarios que evalúan distorsiones cognitivas acerca de sexo con
menores, autoestima, sentimientos de soledad, empatía e impulsividad. Los
usuarios de pornografía y los agresores duales puntuaban por debajo de los
abusadores en las medidas de distorsiones cognitivas.
Para evaluar la empatía los autores utilizaron el índice de reactividad
interpersonal, un autoinforme que evalúa distintos aspectos de la empatía,
como son la capacidad para adoptar cognitivamente la perspectiva del otro
(subescala de toma de perspectiva), sentir preocupación por otra persona
(subescala de preocupación empática), afrontar el malestar emocional
(subescala de malestar emocional) y la capacidad para identificarse con
personajes ficticios (subescala de fantasía). Los agresores duales tendían a
puntuar por encima de los usuarios de pornografía infantil en todos estos
aspectos, salvo en la subescala de fantasía, en la que no se diferenciaron. En
esta subescala ambos grupos puntuaban por encima de los abusadores. Los
agresores duales puntuaron también por encima de los abusadores en
preocupación empática. No encontraron diferencias entre los grupos en su
nivel de impulsividad.
Los resultados de estos trabajos sugieren que los agresores duales tienen
un rango de intereses más restringido en los materiales de pornografía
infantil y que este interés está vinculado a sus preferencias sexuales. Frente
al perfil del usuario de pornografía, que acumula grandes colecciones, que
en muchos casos no llega ni a ver en su totalidad, los agresores duales
parecen mostrar unas preferencias más delimitadas por su interés sexual
hacia los menores. Es asimismo indicativo el hecho de que habitualmente
no poseen pornografía con contenidos extremos que no incluyen a menores
(por ejemplo, vídeos en los que se hace un uso sexual de heces o animales)
y que son indicativos de un perfil más asociado a la búsqueda de
sensaciones que a la pedofilia. En aspectos psicológicos, como algunos
aspectos de la empatía o las distorsiones cognitivas, los agresores duales
parecen ser más parecidos a los usuarios de pornografía que a los
abusadores.
4.11. Conclusiones
En este capítulo se ha realizado una breve introducción al conocimiento
disponible acerca de perfiles muy específicos de delincuentes sexuales. Su
excepcionalidad no resta interés a su estudio. Entender los motivos que
conducen a la agresión sexual en jóvenes y a la continuidad de estas
conductas en la edad adulta permitiría comprender mejor los aspectos
evolutivos de la delincuencia sexual. Esto facilitaría además ajustar las
valoraciones del riesgo de reincidencia de estos jóvenes y evitar un
etiquetado injusto que marque a personas que están aún en un proceso de
cambio constante. En el extremo opuesto, los hombres de edad avanzada
que cometen un primer delito sexual pueden ser una de las vías por las que
comprender los mecanismos neuropsicológicos que median en la agresión
sexual. Suponen además una población que escapa a la capacidad
explicativa de las grandes teorías de la agresión sexual, que tienen un
carácter evolutivo y se remiten habitualmente a factores tempranos. Muchas
de las comparaciones entre estas poblaciones especiales y muestras de
agresores sexuales generales arrojan más similitudes que diferencias.
Quizás estos grupos trasciendan la capacidad explicativa de los modelos
existentes y precisen ampliar el rango de factores potencialmente
explicativos.
Otros perfiles resultan especialmente preocupantes por la gravedad de
su comportamiento. Los homicidas sexuales acaparan el mayor interés
mediático, pese a ser casos excepcionales. Los casos de grooming generan
una gran alarma social. Por una parte, cada uno de estos casos suele afectar
a un número elevado de víctimas. Además, el acceso a estos menores se ha
producido por una vía inesperada para sus progenitores, que ven cómo unas
tecnologías, en apariencia benévolas, han puesto a sus hijos e hijas en
situación de alta vulnerabilidad. Los agresores duales suponen en muchos
aspectos una incógnita, pero entender los factores que les conducen a
abusar de un menor real permitiría implementar intervenciones preventivas
específicas dentro de los programas de tratamiento para usuarios de
pornografía infantil. Asumir que cualquier hombre condenado por utilizar
materiales abusivos de menores ofrece un riesgo elevado de abusar de un
menor es una generalización que hoy en día no está apoyada por los datos
empíricos.
La agresión sexual en la pareja forma parte de un fenómeno más amplio
como es el de la violencia de género, que en cierta medida lo sobrepasa.
Aparte de la violencia física y psicológica, existe un grado de violencia
sexual dentro de estas relaciones que en muchos casos permanece oculto a
las estadísticas oficiales. El número limitado de investigaciones que
abordan este problema es significativo.
En definitiva, estos grupos especiales de agresores generan múltiples
preguntas que habrán de guiar la investigación futura.
5
Teorías
5.1. Introducción
El desarrollo de la investigación empírica con agresores sexuales ha venido
acompañado de un esfuerzo por el desarrollo teórico muy prolífico. Las
teorías permiten establecer preguntas de investigación, desarrollar
instrumentos de evaluación de constructos relevantes o realizar una
formulación coherente de un caso individual. También sirven de guía para
el diseño de intervenciones efectivas. Constituyen en definitiva los
cimientos de cualquier disciplina que aspire a desarrollarse científicamente.
Pero, pese a su utilidad, la proliferación de teorías sobre un mismo
fenómeno es también sintomática de las limitaciones de estas formulaciones
para abarcar la complejidad de su objeto de estudio. En este sentido, la
complejidad de la agresión sexual se ha traducido en múltiples modelos,
unos más ambiciosos y otros más restringidos en sus objetivos.
Ward, Polaschek y Beech (2006) han propuesto una clasificación de las
teorías sobre la agresión sexual atendiendo a su nivel de generalidad. Las
teorías de nivel I son multifactoriales y aspiran a explicar la agresión sexual
de forma global. Incluyen variables tanto sexuales como psicosociales y
describen la forma en la que se relacionan unas con otras. Un ejemplo es la
teoría integrada de Marshall y Barbaree, o el modelo de las condiciones
previas de Finkelhor.
Las teorías de nivel II se centran en factores individuales que se
consideran relevantes para la explicación de la delincuencia sexual. Se
trataría por ejemplo de factores como la empatía o el apego.
Por último, las teorías de nivel III son modelos descriptivos del proceso
de la agresión o de la recaída. En este caso, la teoría se aleja de las
explicaciones globales, que en muchos casos son de carácter evolutivo, para
centrarse exclusivamente en describir una hipotética secuencia de los
factores que conducen a la agresión sexual propiamente dicha. Un ejemplo
de estas teorías es el modelo de autorregulación.
En este capítulo se exponen las características más relevantes de
distintas teorías de la agresión sexual. Estas teorías se han seleccionado
según su relevancia científica y su impacto en el campo aplicado. Se
incluyen teorías de los tres niveles propuestos por Ward et al. (2006).
5.2. La teoría integrada de la etiología de la agresión sexual
Marshall y Barbaree (1991) plantearon una teoría que pretendía en su
momento integrar factores etiológicos de distinta naturaleza (biológicos,
sociales y experiencias de aprendizaje) que la literatura tendía a tratar por
separado y a considerarlos incompatibles unos con otros. Para los autores,
la única forma de llegar a una explicación integral de la agresión sexual
pasaba por considerarlos procesos interdependientes en lugar de
excluyentes.
Su teoría se vertebra alrededor de una idea básica. Durante su
desarrollo, los hombres deben alcanzar un logro evolutivo consistente en ser
capaz de crear controles inhibitorios exitosos sobre la tendencia biológica
hacia el sexo y la agresión. Estos mecanismos se desarrollan a través de un
proceso adecuado de socialización. El hecho de que exista una
predisposición biológica hacia un comportamiento no significa que sea
inevitable o inmodificable. De alguna forma, esta predisposición establece
el marco para un proceso de aprendizaje que determina el alcance y límites
de la influencia ambiental, pero que no determina el resultado final. En el
caso de la agresión sexual, el contexto biológico de partida supone que sexo
y agresión parecen estar mediados por estructuras neuronales y procesos
hormonales comunes, o como poco muy cercanos.
Durante la pubertad se incrementan dramáticamente los niveles de
hormonas sexuales en los jóvenes y probablemente este sea un momento
evolutivo determinante en el cual aprender a manejar adecuadamente los
impulsos sexuales y agresivos. Salvando las diferencias con otros procesos
mentales (como el lenguaje) los autores proponen que la adolescencia
podría considerarse como un periodo crítico durante el cual se consolidan
las propensiones masculinas hacia el sexo y la agresión, que posteriormente
serán más difíciles de modificar. El joven en su pubertad debe afrontar un
hito en su desarrollo, que es aprender a separar sexo y agresión, y a ser
capaz de inhibir la violencia en un contexto sexual. Este aprendizaje es
necesario porque, como se ha mencionado antes, ambas conductas están
muy cercanas en términos neuronales. Un proceso adecuado de
socialización debería culminar con un hombre adulto que es capaz de
diferenciar subjetivamente las señales internas de excitación sexual de las
de agresividad. Además, ambos procesos deberían activarse de forma
independiente (o incluso volverse antagónicos), de tal forma que un hombre
excitado no debería de sentirse agresivo de forma simultánea. Y un hombre
en una situación de agresividad no debería desarrollar ningún tipo de
activación sexual en un contexto que en principio se supone aversivo.
Marshall y Barbaree proponen que este proceso de aprendizaje está
mediado por tres fuentes de influencia ambiental: las experiencias
infantiles, el contexto sociocultural y los factores situacionales transitorios.
Con respecto a las experiencias infantiles, la teoría propone que algunas
vivencias de los futuros agresores sexuales dificultan el afrontamiento
exitoso de los cambios biológicos asociados a la pubertad, que predisponen
al sexo y a la agresividad. Un proceso inadecuado de socialización conduce
a dificultades en los jóvenes que promueven el comportamiento violento y,
a la vez, limitan sus posibilidades de una vida sexual integrada de forma
adecuada en su desarrollo social y afectivo. Un ejemplo de estas vivencias
tempranas inadecuadas sería la exposición a violencia familiar. El joven que
se desarrolla expuesto a estas situaciones negativas probablemente
desarrolle una visión hostil del mundo social, así como fuertes sentimientos
de resentimiento y hostilidad.
Estos niños con el paso de los años se convierten en adultos poco
empáticos y centrados en sus propias necesidades. El modelo inadecuado de
sus familias propicia el desarrollo y mantenimiento de comportamientos
agresivos y la insensibilidad hacia las necesidades de los demás. Asimismo,
tampoco habrían desarrollado controles adecuados sobre la agresión sexual.
La violencia sería para ellos un medio por el que conseguir sus objetivos,
incluidos los de naturaleza sexual. Un joven que se desarrolla en un entorno
normalizado, en el que se siente querido y que refuerza el comportamiento
prosocial, desarrolla habilidades personales con las que afrontar
adecuadamente los cambios físicos de la pubertad. Por ejemplo, el aumento
de masa muscular o la tendencia a reacciones impulsivas se verán
contrarrestadas por el autocontrol, la preocupación empática por los
sentimientos de los demás, o los valores prosociales. El aumento del interés
sexual se canalizará a través de habilidades heterosociales que permitan
establecer relaciones normalizadas con personas de la edad adecuada. Por el
contrario, el joven pobremente socializado, verá sus tendencias agresivas
aumentadas por la descarga hormonal de la adolescencia.
La correcta socialización debería producir dos resultados, el desarrollo
en el joven de un sentimiento positivo de autoconfianza y el establecimiento
de un apego emocional hacia los demás. Ambos factores propician en la
edad adulta el desarrollo de relaciones íntimas seguras, basadas en el afecto
y respetuosas con las necesidades del otro.
El futuro agresor sexual se desarrolla en un entorno que no propiciará
ninguna de las dos cosas. La exposición a violencia y a prácticas parentales
inadecuadas dificulta que un niño aprenda que las personas son
merecedoras de afecto y confianza. Por el contrario, se convierten en una
figura amenazante o en un recurso del que aprovecharse. La carga de las
consecuencias psicológicas de la violencia dificulta que se establezcan
relaciones sociales adecuadas, lo que a su vez fomenta una baja autoestima
y sentimientos de soledad y aislamiento. En la adolescencia, estas
dificultades personales dificultarán el establecimiento de relaciones
adecuadas con chicas de su edad. Esto conduce a vivir estas situaciones
sociales con ansiedad, sentimientos de inadecuación y resentimiento hacia
las figuras femeninas.
En resumen, las experiencias infantiles de un agresor sexual conducen a
adolescentes con dificultades significativas para establecer relaciones
íntimas y empáticas. Socialmente son personas incompetentes, sin
confianza en sí mismos, centrados en sus propias necesidades y hostiles,
especialmente hacia las mujeres. En el ámbito sexual, las fantasías sexuales
que se emplean durante la masturbación desempeñarían un papel muy
relevante en el desarrollo de preferencias sexuales desviadas, con las que se
compensarían dificultades psicosociales de los agresores. Durante la
masturbación, algunos jóvenes vulnerables podrían recurrir a fantasías en
las que ejercen control o violencia ante víctimas más débiles.
Con respecto a los factores culturales, Marshall y Barbaree señalan que
la aceptación de la violencia interpersonal, la dominancia masculina y las
actitudes negativas hacia las mujeres son factores que fomentan la violencia
sexual.
Por último, consideran que existen factores situacionales transitorios
que pueden desinhibir puntualmente a un hombre y facilitar su
comportamiento sexual agresivo. Los agresores sexuales controlan su
comportamiento en la mayoría de las situaciones de su vida. Entre otros
factores, algunos elementos de la situación en la que cometen la agresión
promovieron su pérdida de control. Hay algunos de esos factores
transitorios que son creados por el propio agresor (por ejemplo, la
intoxicación con alcohol), pero otros son externos. Los agresores sexuales
serían especialmente vulnerables a los factores que pueden desinhibir su
conducta, debido a su historia personal que les ha dotado de habilidades de
afrontamiento deficientes. En el caso de otros hombres con un proceso de
socialización más efectivo, la presión de los factores externos debería ser
mucho más intensa y sostenida en el tiempo para derivar en una conducta
sexual agresiva. Marshall y Barbaree proponen, por lo tanto, un modelo de
vulnerabilidad-estrés, en el que los factores situacionales y las
vulnerabilidades individuales interaccionan para producir una conducta
final. Entre los factores situacionales que señalan los autores se encuentran
el consumo de sustancias, la ira, el anonimato, el estrés o la ansiedad.
5.3. El modelo de las condiciones previas
Finkelhor (1984) propuso una teoría sobre el abuso sexual infantil que ha
alcanzado gran popularidad y ha derivado en una cantidad significativa de
investigación. Por ejemplo, el concepto de identificación emocional con
menores se deriva directamente de esta teoría. Se trata de una teoría
multifactorial que Ward et al. (2006) califican como de nivel I. Esta teoría
reconoce de forma explícita la complejidad del abuso sexual infantil,
incluyendo factores tanto sexuales como interpersonales. Asume, por lo
tanto, que las motivaciones del abusador no se basan exclusivamente en la
gratificación sexual y que actúan también necesidades emocionales e
interpersonales. Para el autor los factores explicativos de una teoría sobre el
abuso sexual infantil no pueden restringirse a variables psicopatológicas. La
realidad es que la mayoría de los abusadores de menores no presentan
trastornos mentales severos. Por lo tanto, su teoría se plantea explicar el
comportamiento abusivo contemplándolo desde un prisma más amplio.
Pero esta variedad de factores ha de responder necesariamente a la cuestión
de por qué un hombre adulto decide tener contacto sexual con un menor.
Por lo tanto su modelo busca establecer un vínculo entre factores
psicológicos y el comportamiento sexual del abusador.
Finkelhor plantea que existen cuatro factores subyacentes al abuso
sexual. El primero es la congruencia emocional, que implica que el sexo
con menores es satisfactorio emocionalmente para el agresor. El segundo
factor es la activación sexual que siente el agresor hacia un menor. El
tercero es el bloqueo, que implica que hay hombres que tienen contacto
sexual con menores porque son incapaces de cubrir sus necesidades
sexuales de una forma apropiada. Finalmente, la desinhibición supone que
el abusador ha de superar sus frenos naturales para completar el contacto
sexual con el menor. Los tres primeros factores explicarían por qué un
adulto desarrolla interés sexual en un menor. El cuarto factor explicaría el
paso al abuso.
Estos factores pueden agruparse en cuatro condiciones previas que
deben cumplirse para que se produzca el abuso sexual. Estas condiciones
suponen una secuencia temporal con un orden fijo, y cada una crea la
situación necesaria para que se dé la siguiente. Estas condiciones previas
son la motivación para abusar sexualmente de un menor, superar las
inhibiciones internas, superar las inhibiciones externas y manejar la
resistencia del menor. Para superar las inhibiciones internas el abusador ha
de estar previamente motivado para abusar. Para superar las inhibiciones
externas han de vencerse previamente las internas. Y así sucesivamente.
La congruencia emocional, la activación sexual y el bloqueo se agrupan
en la primera condición, motivación para abusar sexualmente de un menor.
Es decir, que tal y como se menciona más arriba estos factores explican por
qué un hombre adulto desarrolla interés sexual hacia un menor. El cuarto
factor, la desinhibición, se ubica en la segunda condición previa, superar
las inhibiciones internas. Las dos últimas condiciones (superar las
inhibiciones externas y la resistencia del menor) se centran en los factores
externos y situacionales que rodean al abuso.
En la primera condición previa, la motivación para abusar, están
implicados factores psicológicos que ya se han analizado en el capítulo 3.
La congruencia emocional con menores explica cómo ciertas necesidades
emocionales del abusador son cubiertas por los menores. El abusador espera
que los niños cumplan con sus expectativas emocionales de una forma más
apropiada que los adultos. Las relaciones con menores se perciben como
seguras y satisfactorias, mientras que el mundo social adulto es una fuente
de frustraciones y daño emocional. El interés sexual desviado tendría su
origen en experiencias tempranas de aprendizaje, como la exposición a
pornografía o el abuso por parte de otro menor. Estas experiencias crearían
un vínculo muy potente entre placer sexual y menores prepúberes, que para
algunas personas se convierte en la fuente principal de excitación sexual. Si
se unen los dos primeros factores, el resultado es un adulto que encuentra
en el sexo con menores una forma de satisfacer necesidades sexuales y
emocionales.
El último factor es el bloqueo. Esta variable sugiere que algunos
hombres pueden ser incapaces de satisfacer sus necesidades sexuales o
emocionales de una forma adaptativa. Esta disrupción del funcionamiento
psicosocial normal de estas personas conduce a que los menores puedan ser
objetivos alternativos con los que cubrir estas necesidades. La naturaleza de
este bloqueo puede ser transitoria (por ejemplo, la ruptura de una relación
que conlleva la pérdida de una pareja sexual) o de carácter más estable (una
personalidad inhibida). Para Finkelhor, los tres factores pueden
interaccionar en una misma persona o darse de forma aislada.
Para que el proceso del abuso siga su curso ha de darse la segunda
condición, la superación de las inhibiciones internas que frenan a un
hombre adulto a tener contacto con un menor. Los factores que pueden
disminuir la inhibición son el alcohol, la impulsividad, el deterioro
cognitivo asociado a la edad o el estrés y la psicopatología graves. Aquí
Finkelhor incluye también las creencias distorsionadas que apoyan el sexo
con menores. Si se conjugan estos factores con la primera condición previa,
la persona habrá dado un paso más en el proceso del abuso.
En este punto, el agresor estaría motivado y desinhibido para abusar. Se
habrían cumplido las condiciones de carácter interno que el modelo
establece. La siguiente condición es la superación de las inhibiciones
externas. Esto puede suponer una planificación sistemática o un proceso
sofisticado de acoso. En otros casos, el abuso tiene un carácter más
impulsivo y oportunista. El obstáculo externo más claro para abusar de un
menor es la supervisión de sus padres. Por ejemplo, este obstáculo fallaría
en aquellos casos de padres distantes emocionalmente, con hábitos de
supervisión inadecuados o con enfermedades físicas o mentales graves.
La última condición es la superación del último obstáculo que puede
encontrar el abusador, es decir, la resistencia que ofrezca el menor. Las
estrategias que pueden utilizarse son diversas. Un comportamiento muy
habitual es mostrar pornografía como manera de introducir el tema del sexo
o de despertar su curiosidad. Otras estrategias son hacer regalos, la
manipulación emocional o simplemente la amenaza de la fuerza.
5.4. El modelo de los caminos
Ward y Siegert (2002) proponen un modelo explicativo que contempla
distintos caminos que pueden conducir al abuso sexual infantil. Cada uno
de ellos implica influencias evolutivas y mecanismos disfuncionales
distintos. Los mecanismos causales que va a considerar el modelo incluyen
la regulación emocional, la intimidad, el pensamiento y las preferencias
sexuales. Los autores plantean que el arranque para una teoría
comprehensiva del abuso sexual infantil no debe partir de cero, sino
aprovechar los puntos fuertes de otros modelos. Se trata en definitiva de una
teoría de nivel I, que incluye lo mejor de sus predecesoras. El modelo
asume como punto de partida la heterogeneidad de los abusadores sexuales.
Cada individuo puede presentar diferencias en cuatro áreas que se han
asociado consistentemente con el comportamiento sexual abusivo: los
problemas de regulación emocional, el déficit de intimidad, los guiones
sexuales distorsionados y las distorsiones cognitivas. Los distintos perfiles
de agresor se asociarían con variaciones en la gravedad y generalización de
estas cuatro variables. Los procesos de aprendizaje, así como los factores
biológicos y culturales ejercen su influencia a través de sus efectos en la
estructura y funcionamiento de estos mecanismos.
La regulación emocional implica el control adecuado de los estados
afectivos. Al igual que las personas monitorizamos y reorientamos nuestro
comportamiento con el propósito de cumplir un objetivo, ocurre lo mismo
con las emociones. Los problemas con la regulación emocional pueden
estar relacionados con el planteamiento de objetivos disfuncionales (por
ejemplo, no querer sentirse nunca triste o aburrido), estrategias inadecuadas
de afrontamiento (uso de drogas), ausencia de estrategias efectivas o con la
presencia de emociones que no se regulan adecuadamente (por ejemplo, la
ira).
El déficit en intimidad es el resultado de un apego inadecuado. Los
ambientes abusivos o negligentes durante la infancia producirían formas
distorsionadas de entender las relaciones, a las personas y al valor que se les
da a estas. El mundo tiende a percibirse como peligroso y hostil, por lo que
mostrar sentimientos a otras personas es un signo de debilidad.
Los guiones sexuales son representaciones mentales que adquieren las
personas durante su desarrollo y a través de las cuales se interpretan las
situaciones de intimidad y guían el comportamiento sexual. Es en definitiva
el conjunto de conocimientos que tiene una persona acerca de las
situaciones sexuales, de los comportamientos apropiados y de la secuencia
en la que han de darse. Se incluyen asimismo las interpretaciones que hace
una persona de sus estados internos (por ejemplo, interpretar
adecuadamente señales de excitación) o de situaciones novedosas (por
ejemplo, las señales de receptividad sexual de una potencial pareja). Son,
por lo tanto, una guía para entender cuándo puede darse una relación
sexual, con quién, qué hacer en esa relación y cómo interpretar las claves
asociadas a sus distintas fases. Un guion distorsionado puede incluir parejas
sexuales inadecuadas (por ejemplo, menores de edad), conductas
inadecuadas (por ejemplo, comportamientos sádicos) o una interpretación
sexualizada del comportamiento de otras personas (por ejemplo, atribuir
intencionalidad sexual a gestos de afecto infantil).
Las distorsiones cognitivas hacen referencia a creencias y estilos de
pensamiento problemáticos que apoyan el abuso sexual. Ward y Siegert
incluyen también los esquemas profundos, que serían estructuras de
conocimiento estables que sirven para interpretar y acomodar la
información novedosa. El agresor utiliza estos esquemas previos sobre sus
víctimas, infiere sus pensamientos, interpreta su conducta y hace
predicciones sobre su comportamiento futuro.
Partiendo de estos factores, los autores describen cinco posibles
caminos etiológicos para el abuso sexual. Cada uno implica un perfil
psicológico distinto, con etiologías y déficit subyacentes distintos. Estos
déficit incluidos en cada camino interaccionan para producir finalmente un
delito sexual. Cualquier delito sexual implicará en cierta medida
componentes cognitivos, emocionales, sexuales y relativos a las relaciones
íntimas.
El primer camino es el del déficit de intimidad. En este caso, estarían
individuos que tienen guiones sexuales normalizados y cometen un abuso
en situaciones concretas, como la ausencia de una pareja sexual apropiada.
En la ausencia de una pareja adulta, el abusador utiliza a un menor como
sustituto. La causa principal del abuso es la falta de intimidad y los
sentimientos de tristeza, que motivan al abusador a implicarse en una
relación sexual. Estos abusadores intentan cubrir sus necesidades sexuales y
de cercanía emocional con menores, a los que perciben más cercanos y
receptivos.
El mecanismo etiológico principal es la presencia de un apego inseguro
y las dificultades para crear relaciones satisfactorias con adultos. Estos
hombres tienen expectativas negativas de las relaciones adultas, y utilizan el
sexo con menores como una forma desadaptativa de reemplazarlas. El
abuso se acompaña de distorsiones cognitivas acerca del derecho del
abusador a satisfacer sus necesidades sexuales. Esto resultaría en activación
sexual hacia el menor, en sentimientos de intimidad y en el intento de crear
con el menor una relación equiparable a la que se crea con un adulto. El
inicio de los abusos sería en la edad adulta y tras un periodo sostenido de
soledad o frustración social.
El segundo camino es el de los guiones sexuales desviados. Junto con
estos guiones, se hipotetiza que existen disfunciones en la forma en la que
los abusadores entienden las relaciones sociales. Estas personas pueden
haber sufrido abuso sexual en la infancia, lo que se traduciría en una
sexualización temprana. Tienden a interpretar en términos sexuales señales
de afecto, cercanía o vulnerabilidad propias de los menores.
El mecanismo principal en este camino etiológico son los esquemas que
definen las relaciones en términos puramente sexuales. Recurrir a los
menores es una cuestión oportunista, con la que se busca cubrir las
necesidades emocionales y sexuales. Se trata, por lo tanto, de hombres que
entienden que la intimidad implica necesariamente sexo. Este guion básico
hace que se interpreten las expresiones de afecto o simpatía en términos
sexuales. Y al revés, consideran que la forma de conseguir cercanía con otra
persona ha de pasar necesariamente por el sexo. Esta sexualización de sus
relaciones facilita una vida sexual promiscua e impersonal, en la que
probablemente se sentirán frustrados, ya que sus necesidades emocionales
no se ven cubiertas. Su relación con los menores se ve igualmente
sexualizada por sus guiones distorsionados. Entienden que la cercanía con
un niño ha de pasar igualmente por algún tipo de contacto sexual. Esto se ve
además potenciado por su interpretación distorsionada de las señales de
afecto del menor.
El tercer camino es el de la desregulación emocional. Estos hombres
tendrían dificultades en identificar sus emociones, modular las emociones
negativas o en utilizar mecanismos apropiados de afrontamiento como el
apoyo social. Por ejemplo, un estado emocional negativo intenso puede
conducir a una pérdida de control que lleve a un individuo a abusar
sexualmente de un menor de forma oportunista. Los abusadores que siguen
este camino etiológico cometen un abuso si no son capaces de manejar sus
emociones negativas, se desinhiben (por ejemplo, con alcohol) o utilizan el
sexo como estrategia de afrontamiento emocional. Por lo tanto, los
mecanismos principales son los defectos en el control emocional, o el uso
inadecuado del sexo como estrategia de afrontamiento. Probablemente su
pareja sexual preferida sea una persona adulta, pero, bajo las circunstancias
adecuadas, optan por abusar de un menor. Estas personas habrían
consolidado el sexo como forma de afrontamiento emocional desde su
inicio en la masturbación, que puede ser compulsiva. El fracaso en el
desarrollo de estrategias de afrontamiento emocional adecuadas lleva a que
se cree un vínculo muy estrecho entre sexo y bienestar. Las fantasías
sexuales fomentan sentimientos de aceptación y autoestima y, por lo
general, no incluyen contenidos desviados. Los abusos probablemente
tienen lugar durante etapas de estrés emocional intenso.
El cuarto camino es el de las cogniciones antisociales. En este caso se
incluye a hombres con tendencias antisociales generales. El abuso se puede
apoyar en actitudes antisociales acerca de la superioridad del abusador o su
falta de empatía. Probablemente se implican en distintos tipos de delitos.
Son frecuentes en ellos otros factores de riesgo asociados con la
delincuencia general, como las creencias que apoyan la comisión de delitos
o el consumo de drogas. El inicio de sus carreras delictivas es temprano y
pueden haber estado diagnosticados de trastorno de la conducta en la
infancia. Sus delitos sexuales son parte de un patrón general de conducta
antisocial y no reflejan un interés sexual desviado.
Por último, los autores plantean la existencia de un camino que implica
mecanismos disfuncionales múltiples. En este caso, los abusadores
presentarían disfunciones propias de los cuatro caminos etiológicos. Son
personas que habrían desarrollado guiones sexuales desviados en su
infancia, probablemente a causa de una experiencia temprana de abuso.
Junto con esto existirían problemas graves en el resto de mecanismos
psicológicos. Presentarían creencias distorsionadas acerca de la sexualidad
infantil y su capacidad para tomar decisiones sexuales, problemas para
regular sus emociones y un déficit severo de intimidad.
5.5. El modelo de motivación-facilitación
Seto (2017) propone un modelo teórico que inicialmente se desarrolló para
explicar el abuso sexual de menores y que posteriormente ha extendido su
ámbito explicativo a otros fenómenos como la pornografía infantil y la
solicitud sexual de menores. Dado su objetivo de ofrecer una explicación
global del fenómeno del abuso, podría considerarse una teoría de nivel I. El
modelo parte de los grandes grupos de factores de riesgo identificados por
los metaanálisis de reincidencia, en concreto factores sexuales y rasgos
antisociales. El autor propone que el abuso de menores responde
principalmente a motivaciones sexuales. Otras variables tendrán un papel
facilitador, en concreto, los rasgos antisociales y estados transitorios como
la intoxicación por drogas y alcohol. Por lo tanto, los dos grandes ejes del
modelo son la motivación sexual y los factores de facilitación.
Seto define la motivación como un proceso psicológico que proporciona
energía y dirige la conducta. Su modelo señala tres motivaciones sexuales,
que son las parafilias, el impulso sexual elevado y los esfuerzos de
apareamiento. Las parafilias son alteraciones del interés sexual. Seto
destaca algunos datos que ya se han revisado en capítulos anteriores.
Algunas parafilias recogidas en la nomenclatura psiquiátrica,
principalmente la pedofilia y el sadismo, parecen estar relacionadas con
distintas formas de agresión sexual. También existe evidencia experimental
que apoya una respuesta diferencial de los agresores ante estímulos que
muestran señales de falta de consentimiento. Aun así, pese a que son
factores relacionados, parafilia y agresión sexual no tienen una relación
unívoca. Es decir, que una persona que presente, por ejemplo, pedofilia no
tiene por qué cometer necesariamente un abuso sexual. Y al revés, no todos
los abusadores son pedófilos.
El siguiente aspecto motivacional que recoge el modelo es el impulso
sexual elevado. Independientemente de hacia qué estímulos se dirige el
interés sexual, otra variable relevante relacionada con el abuso es su
intensidad. Las personas se diferencian en la intensidad de su interés sexual.
En el extremo positivo de esta dimensión se encuentran personas que
presentan una alta preocupación sexual, masturbación frecuente, uso de
pornografía y promiscuidad. En la mayoría de las personas, el impulso
sexual elevado conduce a un incremento de la frecuencia de conductas
sexuales normalizadas. En algunos casos, este interés sexual supera las
inhibiciones normales que presentan las personas hacia conductas como el
sexo forzado o con menores.
La última de las motivaciones sexuales es el esfuerzo de apareamiento,
que es un concepto que el modelo adopta de la biología. Hace referencia al
esfuerzo invertido en adquirir nuevas parejas sexuales, en lugar de invertirlo
en la pareja actual y la descendencia común. Las personas se diferencian en
su nivel de expresión de esta variable. El modelo propone que los hombres
en el extremo de esta dimensión tienen mayor probabilidad de ser
sexualmente coercitivos. Un alto esfuerzo conllevaría una vida sexual
promiscua e impersonal en la que aumentan las probabilidades de recurrir a
la fuerza o la coerción como forma de acceder a una pareja sexual.
Pero para el modelo la motivación para cometer un abuso sexual no es
suficiente para que este abuso llegue a ocurrir. Las diferencias individuales
pueden desempeñar un papel protector, a través de rasgos como el
autocontrol. También puede suceder lo contrario, y que existan variables
individuales estables o transitorias que funcionen como facilitadores de la
agresión sexual. Como factores facilitadores estables (rasgos), Seto destaca
los problemas de autorregulación general y sexual, así como la
masculinidad hostil hacia las mujeres. Entre los factores de carácter más
transitorio destacan las emociones negativas y el consumo de alcohol.
Por último, el modelo contempla también la influencia de factores
situacionales. Para que se produzca un abuso sexual han de darse las
condiciones adecuadas que creen la oportunidad de que suceda. Por una
parte, la vulnerabilidad de las víctimas facilita que se den ocasiones para el
abuso. Seto entiende que un menor es más vulnerable cuando vive en una
familia en la que el padre biológico está ausente, lo que aumenta las
probabilidades de presencia de padrastros sin vínculo biológico. También
son más vulnerables los niños que crecen en familias de bajo nivel
económico, que tienden a ser solitarios, aislados socialmente o que son
rechazados por sus compañeros. Otro factor situacional es la presencia de
guardianes. No ha de entenderse al guardián como una figura formal, sino
como cualquier persona cuya presencia impide un abuso. Ejemplos de
guardianes son los padres, hermanos mayores, familiares, profesores o
amigos mayores. Por último, han de existir el lugar y el momento
adecuados para el abuso. Por ejemplo, es más difícil que se produzca un
abuso en las horas del día y en los lugares a los que el niño acude en su
rutina diaria y que generalmente están frecuentados por más personas
(como el colegio o un parque). El abuso precisa de un lugar en el que el
abusador y el menor han de estar aislados.
5.6. Teorías del apego
Ward, Hudson, Marshall y Siegert (1995) propusieron un marco teórico
desde el que integrar el apego infantil en la explicación de la agresión
sexual. El objetivo de los autores no es explicar la complejidad del
comportamiento sexual agresivo a partir de un solo factor. Por el contrario,
sugieren que el apego es una variable relevante, cuya comprensión más
profunda puede permitir incorporarla en explicaciones más globales y de
carácter multifactorial. Se trata por lo tanto, en términos de Ward et al.
(2006), de una teoría de nivel II.
En su modelo, los autores proponen un vínculo entre el apego infantil,
el déficit de intimidad en la edad adulta y la agresión sexual. Incluyen tres
estilos distintos de apego inseguro. Cada uno de estos estilos supone un
obstáculo para el desarrollo de relaciones íntimas adultas. Este déficit en
intimidad, combinado con factores desinhibidores (como el alcohol), puede
llevar a que algunos hombres se impliquen en comportamientos sexuales
coercitivos o dirigidos a menores.
El apego es la primera forma de relación que se desarrolla entre el
menor y su figura de cuidado más cercana. Su objetivo es mantener la
cercanía con la figura principal de cuidado y asegurar así la protección del
menor. Inicialmente, el bebé despliega conductas como el llanto o la sonrisa
que promueven el contacto con el adulto. Posteriormente, los
comportamientos se harán más complejos y orientados a un objetivo. Las
relaciones de apego, tanto positivas como negativas, constituyen el molde
que utilizará el menor para la construcción de sus relaciones futuras.
También es la fuente del modelo interno que construye el menor acerca de
su papel en las relaciones. Es decir, que a partir de sus experiencias
tempranas se considerarán a sí mismos como valiosos y merecedores de
afecto o todo lo contrario. Al mismo tiempo, generan expectativas acerca de
las demás personas y en qué medida se puede esperar apoyo y afecto de
ellas.
Las personas que han tenido relaciones de apego positivas tienden a
desarrollar una visión positiva de sí mismos y de las relaciones sociales.
Cuando esto no ha sido así, es habitual tener una visión negativa de la
propia valía y esperar resultados desagradables de las relaciones. Una vez
que la visión del mundo social se ha consolidado, es esperable que se
mantenga en el tiempo. Es un mecanismo a través del cual se interpreta la
información novedosa que procede del mundo social. Además, las personas
tienden a crear situaciones en las que sus expectativas terminan
confirmándose. Por ejemplo, alguien con una visión negativa de sí mismo y
de las relaciones tenderá a expresar de forma estable un mensaje negativo y
pesimista que al final aleje a las personas cercanas, y esto a su vez confirma
las expectativas negativas que esta persona ya tenía.
Se han distinguido tres tipos de apego. El apego seguro se desarrolla
cuando los progenitores son sensibles a las necesidades del menor y
responden con afecto. El apego inseguro puede adoptar dos formas distintas
dependiendo de la naturaleza de las experiencias adversas. El ansioso-
ambivalente se desarrolla cuando los cuidadores son inconsistentes en su
atención al menor. Estos niños tienden a buscar la atención, son impulsivos
y se sienten indefensos. El apego evitativo se desarrolla cuando el cuidador
se muestra desapegado, sin expresión emocional e indiferente a las
necesidades del menor. Estos niños se caracterizan por ser poco afectivos y
escasamente empáticos, hostiles y con comportamientos problemáticos.
Se ha planteado que estos estilos de apego se proyectan a las relaciones
adultas. Los adultos con un apego seguro tienen una visión positiva de sí
mismos y de los demás. Se abren a otras personas y buscan su apoyo. Con
esto llegan a altos niveles de intimidad. Los adultos con apego ansioso-
ambivalente tienen una visión negativa de sí mismos y positiva de los
demás. Buscan la aprobación y viven sus relaciones con angustia. Sus
relaciones íntimas son siempre insatisfactorias. Los adultos con un apego
evitativo pueden adoptar dos formas distintas. Unos, a los que denominan
temerosos, ven de forma negativa a los demás y a sí mismos. Evitan el
contacto social y experimentan miedo de la cercanía emocional. Los niveles
de intimidad que pueden alcanzar son muy superficiales. Otra posibilidad es
que tengan una autoestima positiva pero valoren a los demás de forma
negativa. A este estilo se les denomina despreciativo. Estas personas
desprecian las relaciones cercanas y, por lo tanto, alcanzan unos niveles
muy bajos de intimidad.
Partiendo de este bagaje teórico, Ward et al. (1995) proponen un
vínculo entre los estilos de apego y distintas formas de agresión sexual.
Cada forma de apego conduce a distintos déficits de intimidad, que se
asocian con conductas abusivas concretas. Aunque los agresores con
distintos estilos de apego pueden agredir a menores o a adultos, algunos
apegos predisponen a un tipo concreto de víctimas.
Las personas con un apego ansioso-ambivalente viven las relaciones
sociales con preocupación y las buscan con insistencia. Se enamoran con
facilidad y viven estas relaciones con emociones muy intensas y
encontradas. A causa de su baja autoestima buscan la aprobación de otros.
Tener por lo tanto a una pareja que les admire les aporta sentimientos de
seguridad. Estos hombres parecen conseguir este objetivo a través de
relaciones con niños, especialmente aquellos a los que perciben como
necesitados o desvalidos. Estos hombres tendrían una alta preocupación
sexual y equiparan intimidad con sexo, lo que promueve que atribuyan un
carácter sexual a su relación con menores. Los autores proponen que
inicialmente desarrollan una alta dependencia emocional hacia ellos. Esto
crearía el marco necesario para una posterior transición al abuso sexual.
Para que esto ocurra, el abusador ha de desarrollar distorsiones cognitivas
que sesguen su interpretación de las muestras de afecto del menor en
términos sexuales. Estas distorsiones facilitarían la aparición de fantasías
sexuales con el menor. El último paso para que se produzca un abuso sería
que el abusador experimente altos niveles de estrés o insatisfacción en sus
relaciones con adultos o que se desinhiba, por ejemplo, con el consumo de
sustancias. Habitualmente, el abusador intentará seducir progresivamente al
menor y le percibirá como un potencial amante al que ha de cortejar. A la
vez pensará que el menor disfruta de esta relación y que existe un interés
sexual mutuo.
Los hombres con un apego evitativo temeroso desean la cercanía
emocional con otras personas, pero su temor al rechazo les lleva a evitar las
relaciones cercanas. Perciben a los adultos como hostiles y críticos. La
evitación de las relaciones conduce a una ausencia significativa de
intimidad y a unas habilidades sociales pobres, lo que en conjunto hace muy
difícil establecer una relación romántica. Su miedo a la intimidad promueve
que estos hombres busquen contactos sexuales impersonales. Los autores
proponen que estos hombres suelen cometer abusos de menores en los que
existe muy poca implicación emocional o personal (al contrario de lo que
ocurría con los ansiosos-ambivalentes). El objetivo principal es la
satisfacción sexual del abusador y pueden recurrir a la intimidación como
forma de conseguir la cooperación del menor.
En el caso de los hombres con un apego evitativo despreciativo, su
objetivo principal es mantener la autonomía e independencia. Por lo tanto,
buscan relaciones con un nivel mínimo de cercanía. Pero sus contactos
impersonales tienen una carga de hostilidad. Son hombres que tienden a
mostrar niveles muy bajos de empatía. Cuando cometen una agresión sexual
suele ser de forma violenta. Pueden agredir tanto a menores como a adultos,
con niveles de violencia superiores a los necesarios para conseguir
amedrentar a sus víctimas. La expresión de esta agresividad puede ser un
objetivo tan relevante para ellos como la gratificación sexual. En algunos
casos, son diagnosticables de sadismo.
5.7. Modelos basados en la empatía
Tradicionalmente se ha entendido la empatía como un proceso compuesto
por dos componentes, uno emocional y otro cognitivo. La empatía cognitiva
supone la comprensión racional de las emociones que experimenta una
persona ante una determinada situación. La empatía emocional es un
proceso básicamente de contagio, por el que el observador pasa a sentir la
misma emoción que percibe en la otra persona. Ambos procesos se han
asociado con la delincuencia y, especialmente, con la delincuencia sexual.
La literatura ha asumido que un bajo nivel de empatía se asocia con un
mayor riesgo de agresión. Esta variable ha adquirido una enorme relevancia
en el campo aplicado, y es parte de la mayoría (probablemente de todos) de
los programas de intervención con agresores sexuales. Pero tal y como
señalan Ward et al. (2006), esto se basa más en la intuición que en la
evidencia. El concepto de empatía y su relación con la agresión sexual son
poco claros. Joliffe y Farrington (2004) realizaron un metaanálisis con 42
estudios que exploraban las diferencias en empatía entre delincuentes
violentos y sexuales. Los resultados fueron inconsistentes y no permitían
extraer conclusiones claras. La asociación entre baja empatía y delincuencia
violenta era más intensa que en el caso de la delincuencia sexual. Esta
asociación además dependía del tipo de medida de empatía que se hubiese
utilizado. Más importante aún es el hecho de que la asociación entre baja
empatía y delincuencia desaparecía cuando se controlaba estadísticamente
la influencia del CI y del nivel socioeconómico.
Ante estas limitaciones, se han realizado esfuerzos para desarrollar
modelos más sólidos que expliquen la relación entre baja empatía y
agresión sexual. Un modelo destacable es el de Barnett y Mann (2013), que
han definido la empatía como la comprensión cognitiva y emocional de la
experiencia de otra persona, resultante en una respuesta emocional del
observador, que es congruente con la visión de las demás personas como
seres con un valor intrínseco, merecedores de compasión y respeto.
Partiendo de esta definición, las autoras proponen un modelo de la empatía
compuesto de cinco factores. Es, por lo tanto, una teoría de nivel II, que
pretende profundizar en una variable concreta, sin vocación de explicación
global.
El primer factor del modelo es la toma de perspectiva. Se trata de un
proceso de comprensión de los pensamientos y emociones de los demás. En
su nivel más bajo supone imaginar cómo se sentiría el observador y qué
pensaría si estuviese en la misma situación que el observado. En su nivel
más complejo, implica crear una representación mental de los pensamientos
y emociones del observado, que permitan una comprensión profunda y la
predicción de su conducta. El segundo factor es la capacidad para
experimentar las emociones de los demás. En este punto, el proceso
empático va más allá de la comprensión cognitiva de qué es lo que está
sintiendo el otro, e implica un contagio de la emoción. Es decir, ante una
persona que sufre, el observador experimenta un sufrimiento similar. No ha
de confundirse con sentir pena por alguien que lo pasa mal. Ha de
entenderse como un contagio de la emoción. El tercer factor es la creencia
de que los demás son merecedores de compasión y respeto. Para las autoras,
exponerse a la experiencia que está viviendo una persona solamente
conduce a empatía si el observador se preocupa por lo que esa persona está
viviendo. La creencia básica de que las personas son merecedoras de
respeto es un precursor esencial de la compasión y la empatía. Si un
observador se expone al sufrimiento de alguien, pero considera que esa
persona no tiene ningún valor, difícilmente habrá una experiencia empática
genuina.
El cuarto factor son las influencias situacionales. Una persona capaz de
experimentar normalmente los tres primeros factores puede no llegar a
experimentar empatía por alguien que sufre cuando se dan unas
circunstancias determinadas. Por ejemplo, las emociones intensas como el
miedo y la ira pueden hacer que los recursos cognitivos se dirijan hacia la
propia persona y se retiren de los demás. También el consumo de alcohol o
drogas puede reducir la capacidad de pensar con cierta profundidad o de
experimentar emociones.
Por último, el quinto factor es la capacidad de manejar las emociones
ante el sufrimiento de los demás. Cuando una persona se ve expuesta al
sufrimiento ajeno, puede afrontar el malestar que esto produce a través de
atribuciones defensivas de la responsabilidad (por ejemplo, culpar al que
sufre de su estado) o negando el sufrimiento. Un ejemplo cotidiano sería el
del espectador de un telediario que, al ser expuesto a la noticia de la muerte
de inmigrantes ahogados en el mar, les culpa por haber aceptado viajar en
una embarcación precaria.
Por lo tanto, Barnett y Mann entienden la empatía como un mecanismo
complejo, con componentes tanto cognitivos como emocionales. Las
autoras proponen que los factores de riesgo más habituales para la agresión
sexual pueden bloquear el desarrollo normal del proceso de la empatía. Por
ejemplo, la toma de perspectiva se inhibe cuando el agresor mantiene una
visión hostil de las personas y de las relaciones sociales. O cuando se tienen
creencias sobre grupos de personas que minimizan el daño sufrido por una
agresión sexual. Por ejemplo, un abusador que mantiene que los menores
buscan activamente el sexo con adultos es más difícil que pueda
comprender la experiencia vivida por su víctima. Estas creencias pueden
bloquear también la respuesta emocional ante el sufrimiento ajeno. Incluso
puede suceder que, ante el sufrimiento de una persona ante la que tiene una
actitud hostil, el agresor se sienta reafirmado en su poder y activado
sexualmente. Por ejemplo, un agresor sexual que tenga una visión negativa
de las mujeres puede percibir que su víctima merece la agresión, que
incluso la ha provocado y, por lo tanto, no sentirse afectado por su
sufrimiento. También la presencia de rasgos antisociales de personalidad
puede bloquear el contagio de emociones. Estas actitudes son incompatibles
con una visión de los demás como merecedores de respeto. Algunos
factores situacionales que afectan a la empatía son también características
que se atribuyen habitualmente a los agresores. Por ejemplo, el consumo de
alcohol dificulta que una persona piense en las emociones de los demás.
Una alta preocupación sexual puede conducir a estados de excitación
elevada en los que la necesidad de gratificación inmediata supera los
planteamientos empáticos. Las dificultades para la autorregulación
emocional pueden obstaculizar que el agresor maneje de forma efectiva su
malestar ante la experiencia de la víctima, fomentando la negación de su
sufrimiento y la atribución externa de la culpa.
Las autoras no plantean que el fallo en la empatía sea la causa última de
la agresión sexual. Es decir, no plantean un modelo en el que los factores de
riesgo clásicos se combinan para producir un fallo en el proceso empático,
que sería el responsable último de la agresión. Por el contrario, entienden
que el fallo en la empatía es un síntoma de un conjunto de vulnerabilidades
subyacentes. Por lo tanto, la empatía es parte de un proceso más complejo
que conduce finalmente a la agresión.
5.8. El modelo de autorregulación
Ward y Hudson (1998) proponen un modelo que en la clasificación ya
mencionada de Ward et al. (2006) sería una teoría de nivel III. Es decir, que
se trata de un modelo que describe los factores cognitivos, conductuales,
motivacionales y contextuales que se encadenan para culminar en una
agresión sexual. El marco temporal de estos modelos es mucho más
limitado que en otras teorías. Mientras que teorías como la de Marshall y
Barbaree tienen un carácter evolutivo y explican la violencia sexual en el
marco de la biografía del agresor, el modelo de Ward y Hudson es una
disección de lo que sucede antes, durante y después de la agresión. Se
centra, por lo tanto, en los factores próximos y no aborda variables distales
que hayan afectado al desarrollo del agresor.
El modelo de autorregulación parte de la heterogeneidad de perfiles y
motivaciones de los agresores sexuales. Para los autores, no es correcto
asumir que todos los agresores siguen un mismo camino al recaer en un
delito sexual. A su juicio, un modelo adecuado de la recaída debe
considerar los diferentes objetivos, estados afectivos y niveles de
planificación que muestran los agresores. Además, ha de describir la forma
en la que se integran los factores cognitivos, conductuales y afectivos,
teniendo en cuenta que el proceso de recaída tiene un carácter dinámico. Es
decir, que el modelo ha de explicar cómo los pensamientos, las emociones y
las conductas se relacionan unas con otras, conduciendo al agresor a través
de un proceso con distintas fases que termina en una nueva agresión.
Ward y Hudson parten del concepto de autorregulación, al que definen
como los procesos internos y externos que permiten a una persona
implicarse en acciones dirigidas a un objetivo. Se incluyen procesos como
la evaluación, la monitorización, la selección y la modificación de
comportamientos. Los objetivos son las situaciones o estados que las
personas quieren alcanzar o evitar. Existen objetivos de acercamiento, que
implican alcanzar una determinada situación. Al contrario, los objetivos
inhibitorios buscan que desaparezca o se atenúe una situación. Esta
distinción resulta clave para el modelo de autorregulación.
El modelo consta de nueve pasos o fases. El desarrollo del proceso de
recaída puede implicar un espacio de tiempo prolongado. Además, las
personas pueden avanzar y retroceder a lo largo de las distintas fases. Junto
con las fases, los autores proponen los estados afectivos que pueden llevar
asociados.
La fase 1 la denominan suceso vital. En este primer momento, aparece
en la vida del agresor una situación que tiene que ser afrontada por él, que
se está esforzando por permanecer abstinente (es decir, por no cometer más
agresiones). Este suceso puede ser un acontecimiento vital relevante (la
muerte de un familiar) o algo más cotidiano, como un conflicto laboral.
Esta circunstancia activa en la persona pensamientos y emociones que ha
asociado durante sus procesos de aprendizaje pasados (sus experiencias
vitales pasadas similares a la actual). Por ejemplo, la muerte del familiar
despertará en él el recuerdo de la pérdida de otras personas cercanas.
La fase 2 es el deseo de sexo o actividades desviadas. El acontecimiento
vital y el afrontamiento que hace el agresor generan el deseo de implicarse
en una actividad sexual desviada o en otras actividades desadaptativas.
Pueden aparecer fantasías agresivas. Estos procesos encubiertos pueden
servir como ensayo de una futura agresión, a la vez que van disminuyendo
progresivamente las inhibiciones del agresor. Los estados afectivos
asociados a esta fase pueden ser la excitación sexual, la ansiedad o la ira.
La fase 3 es el establecimiento de objetivos relacionados con la
agresión. El deseo de implicarse en sexo desviado o en otras actividades
desadaptativas conduce al establecimiento de objetivos relacionados con la
agresión. El agresor ha aceptado sus deseos y las conductas asociadas. Aquí
es donde entra en juego la distinción entre objetivos de acercamiento y de
evitación. Los objetivos de evitación están asociados con el deseo de eludir
una nueva agresión sexual. La persona desea evitar alcanzar un determinado
estado personal o situación. Por ejemplo, quiere evitar sentirse iracundo y
recurrir a la prostitución como forma de afrontarlo. Cuando un agresor se
plantea estos objetivos de evitación, generalmente experimenta
sentimientos de ansiedad y preocupación. En definitiva, teme llegar a una
situación que le preocupe intensamente. Por el contrario, los objetivos de
acercamiento reflejan la determinación de agredir sexualmente de nuevo.
Los sentimientos pueden ser positivos o negativos. Cuando el objetivo de la
agresión es la gratificación sexual, la persona experimentará probablemente
sentimientos positivos. Si el objetivo es descargar ira o vengarse, por
ejemplo, de las figuras femeninas, las emociones serán de carácter negativo.
La fase 4 es la selección de estrategia. En este punto el agresor
selecciona una estrategia para conseguir sus objetivos. No tiene que ser
necesariamente una decisión explícita y reflexiva. El modelo propone
cuatro estrategias distintas. Dos de ellas buscan evitar la agresión (evitativa-
pasiva y evitativa-activa), y las restantes orientan al agresor a recaer
(acercamiento-automático, acercamiento-explícito). La estrategia evitativa-
pasiva se caracteriza por el deseo de evitar una agresión pero se fracasa en
el desarrollo de conductas activas orientadas a este objetivo. La persona no
puede controlar sus deseos sexuales y sus estados afectivos. Quienes siguen
este camino probablemente tienen unas estrategias de afrontamiento
deficitarias, son impulsivos y tienen una baja expectativa de autoeficacia.
Intentarán negar su deseo sexual desviado o alejarlo inútilmente de sus
mentes. La estrategia evitativa-activa implica un intento más activo de
evitar la agresión sexual. En este caso, la persona sí que intenta afrontar los
deseos, emociones y fantasías asociadas con la agresión, pero lo hace a
través de estrategias inadecuadas que conducen a un aumento del riesgo.
Por ejemplo, se puede recurrir al uso de alcohol como forma de combatir la
ansiedad o a la pornografía como una vía de escape del deseo sexual.
También puede aparecer un afrontamiento sexual de sus problemas
mediante la masturbación. La estrategia de acercamiento-automático
implica dejar que el comportamiento se guíe por guiones mentales
asociados con la agresión sexual. El agresor no es capaz de regular su
comportamiento y se acerca de forma irreflexiva e impulsiva hacia una
nueva agresión. Por último, la estrategia de acercamiento-explícito implica
la planificación consciente y con detenimiento de estrategias que conducen
a la agresión sexual. La autorregulación está intacta, pero los objetivos son
inadecuados y dañan gravemente a otras personas.
La fase 5 es la entrada en una situación de alto riesgo. Las distintas
estrategias descritas en el punto anterior conducen al contacto con la
víctima. Para los agresores que quieren evitar un nuevo delito, esta
situación es un fracaso. Para los que buscan una nueva agresión, es un
éxito.
La fase 6 es el fallo. En este momento se dan los precursores inmediatos
de la agresión. El agresor ha decidido cometer un nuevo delito sexual.
Aquellos hombres que estaban utilizando una estrategia evitativa-pasiva
pueden percibir que han perdido el control y adoptar objetivos de
acercamiento, es decir, decidir que no pueden evitar una nueva agresión.
Los hombres que se encontraban en un camino de acercamiento automático
pueden comportarse de forma agresiva e impulsiva. Aquellos que tenían
una estrategia de acercamiento explícito a la agresión continuarán con lo
que han planificado.
La fase 7 es la nueva agresión sexual, en la que el agresor o bien fracasa
definitivamente en sus intentos de evitar el nuevo delito, o por el contrario
tiene éxito en la consecución de su objetivo desviado.
La fase 8 implica la evaluación posagresión. Tras la recaída es
esperable que los agresores evalúen su comportamiento y a ellos mismos.
Los que han seguido un camino evitativo probablemente se valoren
negativamente y sientan vergüenza o culpa. En el caso de los que han
seguido un camino de aproximación, la reacción sería la contraria.
La fase 9 es la actitud hacia futuras agresiones. Esta última fase se
centra en el impacto de la recaída en las intenciones y expectativas futuras.
Los autores proponen que los hombres con estrategias evitativas intentarán
retomar el control de su conducta y se plantearán no volver a agredir. Pero
también cabe la posibilidad de que reevalúen sus objetivos vitales y
reconsideren la agresión como algo positivo. Los agresores que han seguido
un camino de aproximación, probablemente se verán reafirmados en sus
intenciones y reforzados por su éxito.
5.9. Conclusiones
En este capítulo se han resumido algunos de los principales modelos y
teorías de la agresión sexual. Aunque existen más modelos, se han
seleccionado aquellos que tienen una mayor influencia en el ámbito
aplicado y de investigación. Las teorías que se relacionan directamente con
el tratamiento de los agresores sexuales se describirán en el capítulo 7,
como marco general de los programas de intervención. De las teorías que se
han revisado, probablemente los modelos de Marshall y Barbaree (1991) y
Finkelhor (1984) sean los más influyentes. De una forma u otra, la mayor
parte de los factores de riesgo que se revisaron en los capítulos 2 y 3 pueden
encajarse en estas teorías. Por ejemplo, la identificación emocional con
menores se deriva directamente del modelo de las condiciones previas. Al
tratarse de teorías que pretenden ser explicaciones globales de la agresión
sexual chocan necesariamente con la heterogeneidad de los agresores.
Como forma de afrontar esta dificultad, se han desarrollado otros modelos,
como el de los caminos o el de autorregulación, que en definitiva pretenden
crear trayectorias específicas dentro de un marco general establecido por las
grandes teorías. Los modelos centrados en un único factor tienen un
objetivo menos ambicioso, y diseccionan procesos individuales cuya mejor
comprensión aporta poder explicativo a modelos más amplios.
Las teorías no son únicamente ejercicios intelectuales propios del
mundo académico. Es muy conveniente que cualquier profesional
implicado en la evaluación o tratamiento de agresores sexuales tenga un
conocimiento sólido de las teorías más relevantes. Las teorías permiten
planificar una evaluación, dar coherencia a sus resultados y entender los
avances y dificultades en una intervención. En un campo tan complejo y
desconcertante, las teorías son en ocasiones la mejor guía del profesional
aplicado.
6
Evaluación
6.1. Qué evaluar
El proceso de evaluación de un agresor sexual está condicionado por
diversas cuestiones, como son el contexto y el momento en el que se
realiza, sus objetivos y las diversas características del evaluado. Con
respecto al contexto, cuando un profesional entra en contacto con un
agresor sexual es casi siempre en un entorno forense o penitenciario. En una
situación de este tipo existen cuestiones legales que afectan inevitablemente
al proceso de evaluación y condicionan su grado de éxito. El resultado de
una evaluación psicológica tiene consecuencias en cuestiones tan relevantes
para el evaluado como su condena a prisión o la concesión de un tercer
grado penitenciario.
Por otra parte, el momento en el que se realiza la evaluación favorece
que la actitud del evaluado y, por lo tanto, los resultados del proceso, sean
diferentes. En las fases iniciales de un procedimiento judicial, o en el inicio
del cumplimiento de una condena, es habitual que la actitud sea muy
defensiva. Los hechos simplemente no han sucedido y la condena es injusta.
Incluso en los casos en los que existe un reconocimiento de la
responsabilidad delictiva, es normal identificar en los agresores
pensamientos distorsionados que sesgan su visión de los hechos. Por
ejemplo, es frecuente que un agresor de una mujer adulta culpe de todo lo
ocurrido al consumo de alcohol o que el abusador de un menor atribuya una
clara intencionalidad sexual a las expresiones de afecto infantil de su
víctima. Quizás sea en el medio penitenciario donde la dimensión temporal
de la evaluación sea más relevante. A diferencia de otros contextos
profesionales, la relación con los usuarios puede ser muy prolongada. Esto
permite, en algunos casos, asistir a cambios profundos en la actitud del
agresor. No es igual, por lo tanto, evaluar a una persona al inicio de una
condena que después de un periodo prolongado de cumplimiento o al
finalizar un programa de tratamiento. En muchas ocasiones las personas
evolucionan, y esto abre nuevas posibilidades de explorar. En otros casos
solamente se constata la persistencia de la negación de la responsabilidad
delictiva.
Existen también características propias de la personalidad del agresor
que condicionan su exploración psicológica. Es fácil que los profesionales
tengan que evaluar a hombres con niveles culturales muy bajos que hagan
imposible el uso de un autoinforme. También es relativamente habitual
encontrar a agresores con estilos de pensamiento muy concreto y muy
rígido, a los que es muy difícil hacer pensar en conceptos abstractos (como
una emoción o un pensamiento). Cuando el evaluado presenta rasgos
antisociales, las principales dificultades son su actitud hostil, la agresividad
y la mentira. Pero, probablemente, el factor que más condiciona el proceso
de evaluación es la negación de la responsabilidad en la agresión. Este
mecanismo de defensa supone cerrar la puerta a la comprensión de los
factores que han conducido a la agresión sexual, al menos de los más
próximos a los hechos. Desgraciadamente es un fenómeno muy frecuente.
Cualquier profesional que vaya a dedicarse al trabajo con agresores
sexuales ha de aceptar que la negación es un molesto compañero de viaje
durante la evaluación y el tratamiento.
¿Qué variables deben abordarse en la evaluación de un agresor sexual?
Una parte del proceso ha de centrarse en factores comunes a cualquier
evaluación psicológica, como es el caso de la personalidad, la inteligencia o
la psicopatología. En este caso son adecuados los instrumentos habituales
en la práctica profesional, siempre que el evaluado se encuentre dentro de la
población diana de ese test. Por lo tanto, no existen pruebas específicas o
especialmente diseñadas para la evaluación de estas grandes áreas de las
diferencias individuales en agresores sexuales.
Otro grupo de variables por considerar en el proceso de evaluación son
aquellas que guardan una relación más específica con la agresión sexual. Se
trataría de aquellos factores que se han descrito durante los anteriores
capítulos, como por ejemplo las distorsiones cognitivas o el interés sexual
desviado. Las pruebas que se describen en este capítulo están diseñadas
para evaluar precisamente estos aspectos.
Durante el proceso de evaluación, las teorías cobran especial
importancia. La evaluación no es conveniente que se limite a un listado de
factores que pueden estar presentes en mayor o menor grado en un
individuo concreto. El profesional ha de plantearse cómo estas variables se
han relacionado de forma compleja, generalmente durante un periodo
prolongado de tiempo en el que se ha producido la maduración del agresor.
Un marco teórico adecuado hace que los resultados de la evaluación cobren
sentido, y permite formular hipótesis explicativas, e incluso identificar
posibles objetivos de tratamiento.
6.2. Entrevista
El primer contacto que se tiene con un agresor sexual consiste generalmente
en una entrevista, que, dependiendo del contexto en el que suceda y de la
actitud del evaluado, será más o menos profunda. En el medio penitenciario
este primer contacto se da en el momento del ingreso en prisión y se irá
repitiendo a lo largo de numerosas ocasiones durante el cumplimiento de la
condena. El estado emocional del agresor durante este primer contacto suele
ser muy negativo, especialmente en los casos en que ingresa en prisión
preventiva y es su primer contacto con un centro penitenciario. El
profesional se enfrenta en esas situaciones a emociones intensas de
ansiedad e incertidumbre. El agresor puede sentirse desesperanzado ante
una posible condena, avergonzado por su situación en prisión o seguro de la
pérdida del apoyo familiar. En muchas ocasiones la reacción es defensiva,
negando la agresión o depositando la responsabilidad en su víctima.
Algunos casos no ingresan en prisión pero son sometidos a una medida
alternativa con obligación de participación en tratamiento. Esto es común
en algunos perfiles, como los usuarios de pornografía infantil. En un primer
contacto, la actitud de estas personas suele ser de enfado por la
obligatoriedad del tratamiento, de frustración por los problemas cotidianos
que esto le conlleva y de queja por las nuevas condiciones a las que
necesariamente tiene que adaptarse.
Independientemente del contexto, en el proceso de entrevista a un
agresor se han de tener siempre en cuenta las intensas emociones que
rodean a la situación de evaluación. Suele ser beneficioso comenzar la
entrevista tratando cuestiones que en principio son neutras, como el trabajo
o la familia, antes de ir abordando temas de mayor profundidad. Las
entrevistas son una fuente muy valiosa de información y es importante
utilizarlas correctamente. Teniendo en cuenta las limitaciones de tiempo y
recursos materiales con las que se trabaja habitualmente en los contextos
forenses y penitenciarios, la entrevista se convierte en muchas ocasiones en
el pilar de la evaluación. Por lo tanto, hay que procurar recoger toda la
información y de tantas áreas como sea posible, a la vez que se crea un
clima positivo de colaboración que facilite futuras evaluaciones.
Ante las distorsiones cognitivas o incluso la negación total de la
responsabilidad, es conveniente no recurrir a confrontaciones agresivas,
especialmente en las fases iniciales del trabajo con un agresor. Por muy
chocante que resulte el pensamiento del evaluado o por muy incoherente
que pueda resultar su negación, el evaluador sacará mucho más beneficio de
explorar serenamente esa idea que de su confrontación.
Las áreas que hay que cubrir en la entrevista son diversas. Del entorno
familiar interesa conocer cómo fue su familia de origen, posibles pérdidas
traumáticas (como la muerte violenta de una madre, por ejemplo), la
presencia de violencia dentro de la familia o de problemas psicopatológicos
(por ejemplo, depresión, suicidio o alcoholismo). Si el evaluado es adulto,
es conveniente explorar las relaciones con su familia adquirida (dificultades
de pareja, vivencia de la paternidad). En su entorno social habría que
explorar sus relaciones de amistad, tanto su número como su nivel de
intimidad. Si tiene pocos amigos o son relaciones muy superficiales, es
probable que exista un déficit de habilidades sociales o un sistema de
actitudes marcados por la hostilidad y la desconfianza. De su adaptación
social general, se pueden destacar las dificultades laborales, la historia de
comportamientos delictivos y sus posibles ingresos en prisión o en centros
para menores infractores. En el ámbito de la psicopatología, es de interés la
presencia actual de síntomas psicopatológicos y la historia de tratamiento
psiquiátrico adulto e infantil. También es importante en este punto abordar
el consumo de drogas o alcohol.
Un factor de especial importancia es el desarrollo psicosexual. Por
ejemplo, en esta área es de interés la edad de inicio de la masturbación y de
las primeras relaciones sexuales. Es interesante también saber si durante la
infancia o adolescencia aparecieron comportamientos sexuales parafílicos,
como la zoofilia, el exhibicionismo o la escatología telefónica. Si estas
conductas estuvieron presentes en la biografía del agresor, hay que
preguntar acerca de la función que cumplían y sobre su continuidad en la
vida adulta. Si se trata de un caso de abuso de menores hay que explorar la
presencia de un interés sexual de tipo pedófilo, aunque su carácter interno
hace que sea muy fácil de disimular en una entrevista. Es también relevante
preguntar acerca de las relaciones sexuales y su nivel de afectividad. Es
fácil encontrar agresores con vidas sexuales impersonales o incluso
centradas en la prostitución. Asimismo, interesa conocer qué uso hacía de la
sexualidad en su vida. Por ejemplo, si afrontaba sus problemas personales
mediante el sexo. Por último, sería conveniente explorar sus fantasías
sexuales y el uso de pornografía.
El área de las distorsiones cognitivas probablemente sea más adecuado
abordarla de forma transversal durante la entrevista. A medida que se
avance en la conversación con el evaluado, irán surgiendo pensamientos
distorsionados relevantes acerca de los menores o las mujeres. Las
preguntas directas es fácil que susciten respuestas socialmente deseables.
Una fase especialmente delicada de la entrevista es la agresión sexual.
En este punto es conveniente empezar con una descripción abierta de los
hechos por parte del evaluado. A partir de ese relato, el evaluador puede
concretar más a través de preguntas sucesivas. Si existe un reconocimiento
al menos parcial de los hechos, se puede explorar la presencia de distintos
factores de riesgo. Por ejemplo, preguntar acerca de cómo era su vida una
semana antes de la agresión, sus principales preocupaciones, sus
emociones, apoyos personales y hábitos. De ahí se puede pasar a explorar
los momentos más cercanos a la agresión e intentar formular hipótesis
acerca de la cadena de pensamientos, emociones y conductas que terminan
en el delito. Tras la agresión, es interesante abordar la reacción del agresor,
sus sentimientos y la posible empatía con la víctima.
Por último, pueden abordarse los planes de futuro del agresor. Esto
incluye sus expectativas laborales y familiares, posibles cambios en su
estilo de vida, o su intención de seguir tratamiento en distintas áreas (como
el control de la agresión sexual o el tratamiento de drogodependencias).
También es importante el nivel de conciencia que tiene de sus
vulnerabilidades y en qué medida las aborda de forma realista.
A partir de los datos extraídos con la entrevista se pueden formular
hipótesis que abordar en sucesivas entrevistas o mediante el uso de otras
técnicas de evaluación. Por lo tanto, se trata del motor de la evaluación y
permite que el proceso avance hacia su objetivo. A la vez no hay que
olvidar que la información que ofrezca el evaluado puede estar sesgada y,
siempre que sea posible, hay que recurrir a fuentes documentales (como un
expediente penitenciario, un informe psiquiátrico o un testimonio de
sentencia) que permitan corroborarla.
6.3. Autoinformes
Los autoinformes diseñados para agresores sexuales han intentado capturar
algunos aspectos distintivos de esta población, como el interés sexual
desviado o las creencias que apoyan la agresión sexual de mujeres o el
abuso de menores. Se trata de instrumentos en los que se pregunta de forma
abierta acerca de opiniones o experiencias relativas a cuestiones tan
sensibles como el interés sexual o el uso de pornografía infantil. Son, por lo
tanto, instrumentos muy directos y transparentes en cuanto a sus
intenciones. Quizás por este motivo su uso se ha centrado principalmente en
el ámbito de la investigación y de la evaluación de la efectividad de
programas de intervención.
6.3.1. Escalas MOLEST y RAPE
Estas dos escalas se diseñaron para evaluar las cogniciones distorsionadas
de abusadores de menores y agresores sexuales. Las escalas MOLEST y
RAPE se componen de 38 y 36 ítems respectivamente, puntuados a través
de una escala tipo Likert de cuatro puntos, que van desde “totalmente en
desacuerdo” hasta “totalmente de acuerdo”.
La escala MOLEST incluye afirmaciones que sexualizan a los menores
(“algunos niños están deseando tener sexo con adultos”) o restan
responsabilidad a los abusadores (“muchas veces los abusos de menores no
son planificados, simplemente ocurren”). La escala RAPE se compone de
ítems que recogen actitudes negativas hacia las mujeres (“la mayoría de las
mujeres son unas guarras y consiguen lo que merecen”), las responsabilizan
de su violación (“cuando una mujer es violada más de una vez,
probablemente está haciendo algo para causarlo”) o cuestionan la
culpabilidad de los agresores (“las mujeres a menudo acusan falsamente a
los hombres de violación”). A mayor puntuación, mayor presencia de
justificaciones, minimizaciones, racionalizaciones y excusas para la
actividad sexual con menores o la agresión sexual de mujeres.
Bumby (1996) realizó una validación inicial de ambas pruebas con una
muestra de hombres condenados por abuso sexual infantil intrafamiliar (n =
44), agresión sexual (n = 25) y delitos no sexuales (n = 20). Las garantías
psicométricas de ambos test fueron adecuadas. Las puntuaciones en la
escala MOLEST permitían diferenciar estadísticamente entre los
abusadores y los dos grupos control. Las garantías psicométricas y la
capacidad discriminativa de esta escala se han replicado en múltiples
estudios (Herrero y Negredo, 2016). Las garantías psicométricas de la
escala RAPE también fueron adecuadas. Los agresores de mujeres
puntuaban por encima de los delincuentes no sexuales y los abusadores en
la escala RAPE, aunque la diferencia con los abusadores no fue
significativa.
6.3.2. Escala de sexo con niños
La escala de sexo con niños (Sex With Children Scale, SWCH) está
compuesta por 18 ítems extraídos de la experiencia clínica de los autores en
el trabajo con delincuentes sexuales. Su objetivo es evaluar las creencias
que justifican el contacto sexual entre adultos y menores. Se utiliza
rutinariamente en el servicio penitenciario británico como parte de una
batería más amplia de evaluación de delincuentes sexuales. Cada ítem se
puntúa de 0 a 4 en una escala tipo Likert. A mayor puntuación mayor
aceptación de las creencias que evalúa la escala. Incluye ítems que
normalizan y justifican el sexo con menores (“los niños realmente disfrutan
del sexo con un hombre si él es amable con ellos” o “los niños que no son
queridos por sus padres son en realidad ayudados por los hombres con los
que tienen sexo”).
Mann et al. (2007) estudiaron las propiedades psicométricas de este
instrumento en una muestra de abusadores de menores (n = 1.014) y
agresores de víctimas adultas (n = 362). Las garantías psicométricas del test
fueron adecuadas. Mediante una técnica estadística denominada análisis de
componentes principales, extrajeron dos dimensiones o factores que
agrupaban los ítems del instrumento. Una hacía referencia a la naturaleza
inofensiva del sexo con niños. La segunda dimensión agrupaba los ítems
que definen a los niños como sexualmente provocativos. La escala obtiene
correlaciones positivas y significativas con otras medidas similares. La
muestra de abusadores de menores obtenía puntuaciones significativamente
mayores en este instrumento que los agresores de mujeres adultas. Por
último, las puntuaciones en la escala SWCH se relacionaban positivamente
con el nivel de riesgo de reincidencia de los participantes (medido mediante
un instrumento actuarial).
6.3.3. Escala de identificación con niños revisada
El modelo de las condiciones previas de Finkelhor establece que uno de los
factores que explican el abuso sexual de menores es la identificación
emocional del abusador con los menores. La escala de identificación con
niños revisada (Child Identification Scale-Revised, CIS‑R) se compone de
40 ítems dicotómicos que se valoran como verdaderos o falsos.
Wilson (1999) obtuvo garantías psicométricas adecuadas en una
muestra de pedófilos (n = 72), abusadores sexuales incestuosos no
pedófilos (n = 62), agresores sexuales de mujeres adultas (n = 27) y
delincuentes no sexuales (n = 33). Los ítems tendían a agruparse en ocho
factores que el autor etiquetó como deseo de empezar de nuevo la vida (“a
menudo me gustaría ser joven de nuevo”), inmadurez (“me siento más
cercano a los niños que a los adultos”), tutelaje (“me gusta organizar
actividades para niños”), aislamiento (“fui un niño solitario”), disfrute de
actividades infantiles (“nunca dejas atrás los parques de atracciones”),
añoranza de la infancia (“la mayoría de mis mejores recuerdos son de la
infancia”), empatía con los niños (“la mayoría de los padres son demasiado
estrictos con sus hijos”) e historia de abuso (“fui un niño abusado”). Las
comparaciones entre grupos arrojaron resultados poco congruentes con lo
esperado teóricamente. El grupo que obtuvo una puntuación total más
elevada fue el de delincuentes no sexuales. Al considerar cada factor por
separado, no se obtuvieron diferencias entre grupos para los cuatro últimos
factores. Los delincuentes no sexuales eran los que puntuaban más alto en
el deseo de empezar de nuevo la vida. Los pedófilos obtuvieron la
puntuación más elevada en inmadurez. Por lo tanto, aunque el concepto de
identificación emocional con menores sigue siendo muy relevante, la escala
CIS‑R precisa de mayor investigación.
6.3.4. Cuestionario de actitudes y comportamientos relacionados
con Internet
El cuestionario de actitudes y comportamientos relacionados con Internet
(Internet Behaviours and Attitudes Questionnaire, IBAQ) evalúa de forma
separada los aspectos cognitivos y comportamentales asociados al consumo
de pornografía infantil en Internet. La parte a del instrumento mide
comportamientos específicos relacionados con el acceso a materiales
abusivos. Está formada por 47 ítems dicotómicos, como por ejemplo
“planeaba mis búsquedas en Internet de pornografía infantil antes de
conectarme”. La parte b mide actitudes relacionadas con el consumo de
pornografía infantil a través de 34 ítems que se puntúan en una escala tipo
Likert de cinco puntos. A una mayor puntuación en cada una de las escalas,
mayor presencia de comportamientos y actitudes que sustentan el uso de
pornografía infantil en Internet.
O’Brian y Webster (2007) aplicaron la prueba a una muestra de
condenados por delitos de pornografía infantil en Internet (n = 123). El
análisis estadístico de sus respuestas permitía extraer dos dimensiones o
factores subyacentes en la escala de actitudes. Uno de estos factores
agrupaba ítems relativos a los pensamientos distorsionados sobre los
menores y los materiales abusivos (por ejemplo, “el niño de la pornografía
infantil que yo veía estaba a menudo sonriendo, así que no creo que le
estuviesen haciendo daño”). El segundo factor capturaba aspectos relativos
a la capacidad de autogestión conductual y emocional de los usuarios de
pornografía (con ítems como “si no puedo usar Internet para ver
pornografía cuando quiero, me siento mal”).
Pérez et al. (2017) aplicaron el IBAQ a una muestra de penados por
pornografía infantil (n = 33). Obtuvieron correlaciones positivas
significativas entre la subescala de conductas y medidas de evitación y
ansiedad social, así como de interés sexual hacia menores. Las
puntuaciones en la subescala del IBAQ correlacionaban negativamente con
el nivel de autoestima. No obtuvieron ningún resultado significativo con la
subescala de actitudes.
6.3.5. Escala de interés en el abuso infantil
La escala de interés en el abuso infantil (Interest in Child Molestation
Scale, ICMS) se compone de cinco escenarios hipotéticos en los que se da
una situación de abuso sexual de un menor. Tres de estos escenarios son
situaciones de abuso coercitivo pero no agresivo (escenarios de baja
fuerza), y los dos restantes presentan una situación de abuso sexual agresivo
(escenarios de alta fuerza). Un ejemplo de situación de baja fuerza es la de
un canguro que aprovecha la cercanía con los niños que cuida para
acariciarles sexualmente mientras ven la televisión. Una situación de alta
fuerza es la de una persona que aprovecha el interés de un niño desconocido
por su perro para, después de jugar un rato, besarle y tocarle. Ante la
resistencia del niño, el abusador emplea la fuerza física.
La persona evaluada debe imaginarse a sí misma en esa situación y
responder a tres preguntas utilizando una escala tipo Likert de siete puntos.
Cada una de estas preguntas evalúa la activación sexual ante ese escenario,
la propensión a comportarse de forma similar y el disfrute general en esa
situación. Por lo tanto, la escala permite calcular una puntuación para cada
una de estas variables en los escenarios de alta y baja fuerza. En una
muestra comunitaria, Gannon y O’Connor (2011) obtuvieron índices
psicométricos elevados de consistencia interna y estabilidad de las
puntuaciones en el tiempo.
6.3.6. Escala de empatía en violadores
La escala de empatía en violadores (Rapist Empathy Measure, REM) parte
de la idea de que los fallos en empatía que puede presentar un agresor
sexual no son generalizados ante cualquier persona. Para los autores, un
agresor puede fallar a la hora de empatizar con su propia víctima, y sin
embargo sí ser capaz de ponerse en el lugar de otras personas. Por este
motivo, desarrollaron un autoinforme en el que el evaluado ha de describir
sus sentimientos ante tres personas diferentes: una mujer que ha quedado
desfigurada de forma permanente tras un accidente de tráfico, una mujer
que ha sido agredida sexualmente por otro hombre y la propia víctima del
evaluado. A su vez, cada escenario se divide en dos subescalas que abordan
la empatía cognitiva y la emocional. El instrumento pregunta inicialmente
acerca de los sentimientos de la mujer en cada situación y posteriormente
acerca de cómo esta situación hace sentir al propio evaluado. Después de la
descripción de la situación que está viviendo la mujer, se presenta una lista
de 30 emociones, y el evaluado ha de puntuar cada una en una escala de
cero a diez dependiendo de en qué medida cree que ese sentimiento le es
aplicable a la víctima. Posteriormente, se le presenta un listado de 20
emociones y ha de valorar en qué medida pensar en esa mujer le produce
ese sentimiento.
Fernández y Marshall (2003) aplicaron este instrumento a dos grupos de
agresores sexuales y delincuentes no sexuales (n = 27 cada uno). Al
comparar ambos grupos, los agresores sexuales se mostraron más empáticos
hacia la víctima de accidente que los delincuentes no sexuales. No hubo
diferencias entre ambos grupos en el escenario de la mujer víctima de
agresión sexual. Por otro lado, los agresores sexuales se mostraban
significativamente menos empáticos hacia su propia víctima que hacia las
mujeres de las dos situaciones hipotéticas.
6.4. Test de rendimiento
El interés sexual es un fenómeno eminentemente privado, de muy difícil
acceso a un evaluador externo. Esto es especialmente significativo en
situaciones forenses, en las que el dictamen de un profesional puede influir
en una decisión penal. Algo similar sucede en las situaciones en las que es
preciso cribar a individuos que puedan tener un interés pedófilo, como
ocurre durante la selección de profesionales que trabajan directamente con
menores. Los autoinformes que se han revisado anteriormente son
transparentes y están sujetos fácilmente a manipulación. Estas
circunstancias han llevado a intentar desarrollar medidas indirectas que
permitan superar la motivación de los evaluados por disimular intereses
desviados. La investigación en esta área se ha centrado en desarrollar tareas
de corte cognitivo, que utilizan principalmente como variable dependiente
el tiempo de respuesta de los evaluados ante determinados estímulos y
tareas. Estas técnicas se han centrado en la evaluación del interés sexual
hacia menores prepúberes. Estas medidas utilizan generalmente tareas de
valoración, clasificación o detección que implican distintas clases de
estímulos visuales con un interés sexual potencial, dependiendo de las
preferencias del evaluado (mujeres u hombres adultos o niños de ambos
sexos). La variable dependiente de estas tareas es el tiempo de respuesta.
Explicado de una forma genérica, lo que pretenden estas técnicas es evaluar
la capacidad de excitación sexual de una categoría de estímulos (por
ejemplo, imágenes de menores frente a imágenes de adultos) a través del
nivel de interferencia o facilitación que induce en la ejecución de una tarea
experimental. Aunque existen varias, se resaltan en esta revisión las tareas
de tiempo de elección, las de tiempo de visualización y los test de
asociación implícita.
6.4.1. Tareas de tiempo de elección
Las tareas de tiempo de elección asumen que aquellos estímulos de carácter
sexual que encajan con las preferencias del evaluado tienen mayor
capacidad de interferir en la ejecución de una tarea que aquellos que no le
resulten atractivos. Por ejemplo, Mokros et al. (2010) aplicaron una tarea de
este tipo a una muestra de 21 abusadores de menores y 21 delincuentes no
sexuales. La tarea experimental consistía en que los participantes debían
localizar un punto negro en una imagen que se le presentaba en una pantalla
de ordenador. Se trataba de una imagen sexualizada de un menor o de una
persona adulta. Los abusadores tenían tiempos de respuesta
significativamente mayores cuando tenían que resolver la tarea con
imágenes de menores. El mismo efecto se daba en el caso de los
delincuentes no sexuales cuando tenían que resolver la misma tarea con
imágenes de mujeres adultas. El desempeño en la tarea permitía distinguir
estadísticamente entre ambos grupos de forma casi perfecta.
6.4.2. Medidas de tiempo de visualización
Las medidas de tiempo de visualización asumen que las imágenes de
personas sexualmente atractivas se inspeccionan mayor tiempo que las de
personas menos atractivas. En una tarea típica, los participantes tienen que
evaluar utilizando una escala numérica el atractivo de estímulos de los dos
sexos de distintas edades. Además de esta evaluación explícita, se mide el
tiempo que se dedica a inspeccionar cada estímulo. La media empleada en
cada categoría es utilizada como indicador indirecto de interés sexual. Es
decir, que una persona con interés sexual hacia los menores dedicaría una
media superior de tiempo a contemplar las imágenes de menores durante la
realización de la tarea. Actualmente, existen varios procedimientos
comercializados para la evaluación del interés sexual en menores
prepúberes, basados parcialmente en medidas del tiempo de visualización.
Entre ellos se encuentran Abel Assessment for Sexual Interest‑2© (AASI‑2),
Visual Sexual Preference Assessment© (VSAP) y Affinity©. Este último es
un test informatizado en el que se presentan al evaluado un total de 80
fotografías (40 masculinas y 40 femeninas) que muestran personas
completamente vestidas, en poses frontales dentro de un entorno natural.
Ninguna de estas fotografías es pornográfica o sexualmente sugerente. Cada
imagen se le presenta al evaluado en orden aleatorio. En cada presentación
se le pide que evalúe el grado de atractivo sexual de la persona representada
en una escala de siete puntos. Esta tarea es la que se conoce como
evaluación de imágenes. A la vez que la persona realiza esta tarea, el
sistema registra de forma inadvertida el tiempo de visualización, que es el
que transcurre entre la aparición del estímulo y el momento en el que el
evaluado puntúa el atractivo de la imagen (Glasgow, 2009).
6.4.3. Test de asociación implícita
Los test de asociación implícita (TAI) son una metodología procedente del
campo del estudio de actitudes sociales especialmente sensibles, como el
racismo o la homofobia. Su planteamiento básico es que es más fácil
generar asociaciones entre conceptos que ya están relacionados de manera
implícita en la mente del evaluado. El TAI supone una secuencia de tareas
informatizadas que evalúan la asociación entre un concepto (por ejemplo,
palabra sexual y palabra no sexual), una diana (un listado de palabras) y
una dimensión evaluativa o de atributo (por ejemplo, adulto/infantil o
agradable/desagradable). Las dianas son un estímulo sobre el que el
evaluado deberá tomar decisiones. Manipulando ciertas condiciones de esa
tarea de decisión, el TAI pretende evaluar el grado de asociación que ya
existe en el sistema cognitivo del evaluado entre el concepto y la dimensión
evaluativa. Por ejemplo, en qué medida el concepto sexual e infantil están
asociados en la mente de una persona.
El procedimiento se inicia con una introducción de la discriminación
entre diana y concepto. Se presentarán los estímulos diana y el evaluado
debe pulsar un botón u otro a los que se les ha asignado uno de los
conceptos. Por ejemplo, ante una serie de palabras que van apareciendo en
el ordenador, el evaluado ha de pulsar un botón con la mano izquierda si
considera que es una palabra sexual y con la derecha si es no sexual. Tras
una serie de ensayos se pasa al segundo paso, en el que se introduce la
dimensión evaluativa. También en esta fase la tarea adopta la forma de una
discriminación entre dos categorías. Los participantes deben categorizar una
nueva lista de palabras en esas dos categorías evaluativas. Por ejemplo
deciden si la palabra juguete pertenece a la categoría adulto pulsando el
botón izquierdo o infantil con el derecho. El tercer paso superpone ambas
tareas. En esta fase los estímulos para la discriminación entre categorías de
conceptos o atributos aparecen en ensayos alternativos. Es decir, que se
presenta al evaluado una lista de palabras y en un ensayo ha de decidir si es
sexual o no sexual y en el siguiente adulto o infantil, así sucesivamente.
Esto implica que el botón de respuesta izquierdo tendrá asignadas las
categorías sexual y adulto, y el derecho no sexual e infantil. En la cuarta
fase, se repite la tarea de la primera fase, pero se invierte la asignación de
botones de respuesta. Esto supone que ahora el concepto sexual se
selecciona con el botón derecho, y no sexual con el izquierdo.
Finalmente, se vuelven a presentar en ensayos alternativos las palabras
que deben categorizarse como conceptos o atributos. En el caso de los
conceptos se mantiene la asignación inversa del ensayo cuatro, mientras que
los atributos se mantienen como antes. De esta forma se crean en las fases
tres y cinco, condiciones que podríamos denominar como congruente o
incongruente. Por ejemplo, en el ensayo tres los participantes pueden tener
asignado al botón izquierdo las categorías palabra sexual y adulto, y al
derecho no sexual e infantil. Tras el cambio que se produce en el ensayo
cuatro, se producirá en el ensayo cinco de forma inevitable una condición
incongruente (por ejemplo, el botón derecho servirá para responder palabra
sexual e infantil). Se espera que cuando exista una asociación fuerte entre
las categorías conceptuales y evaluativas que han sido asignadas al mismo
botón, la tarea resultará mucho más sencilla que cuando sucede lo contrario.
Esto se traduce en tiempos de respuesta distintos (medidos en
milisegundos). En el caso concreto de la evaluación del interés sexual en
niños, cabe esperar que los participantes con interés pedófilo obtengan
tiempos de respuesta menores en las condiciones que asocien conceptos
sexuales e infantiles a un mismo botón. La asociación mental que existe
previamente en estas personas facilitaría su ejecución de la tarea en esta
condición, ya que su sistema cognitivo no se vería obligado a inhibir una
respuesta dominante (asociar lo infantil con lo no sexual), como ocurriría en
los controles. Es decir, que la diferencia entre la condición incongruente y
la congruente sería positiva.
6.5. La evaluación pletismográfica
La pletismografía de pene pretende ser una técnica psicofisiológica que
mida objetivamente el interés sexual hacia un determinado perfil de persona
o actividad. Se basa en los cambios de flujo sanguíneo al pene que se
producen durante una erección.
Hay dos tipos de técnicas falométricas: las que miden los cambios en el
volumen del pene a través de un manguito inflable cilíndrico y hermético
que se coloca en su base y las que registran cambios en la circunferencia del
pene con una galga extensiométrica de mercurio. Las medidas basadas en la
circunferencia del pene son utilizadas más frecuentemente, ya que son más
fáciles de usar y están más disponibles a nivel comercial (Merdian y Jones,
2011). A los hombres evaluados mediante esta técnica se les presentan, en
sesiones de aproximadamente dos horas, una serie de estímulos (fotografías,
vídeos o grabaciones de audio) y simultáneamente se registran los cambios
en su nivel de erección. Existe una amplia variedad de estímulos, como
fotos, audios o vídeos con diferentes temáticas sexuales en función de los
objetivos de la evaluación (Howes, 2009). Los conjuntos de estímulos
incluyen elementos neutros y otros que representan el tipo de persona o
práctica sexual de interés. Los evaluadores generalmente consideran la
diferencia media entre la respuesta ante los estímulos neutros y los de
contenido sexual. En el ámbito de investigación, se denomina a estos
índices estadísticos índice de violación (que operativiza matemáticamente
la preferencia relativa ante conductas sexuales coercitivas frente a las
consentidas) y el índice de pedofilia (que refleja el interés relativo hacia
menores prepúberes en comparación con el interés hacia adultos).
Wilson y Miner (2016) señalan diversas ventajas y limitaciones de esta
técnica. Entre las ventajas destaca su alta especificidad. Esto quiere decir
que, ante esta prueba, un hombre que no presente un interés sexual desviado
tiene una alta probabilidad de no responder sexualmente ante los estímulos
que se le presentan. Sin embargo, la sensibilidad y la fiabilidad de esta
técnica son aún cuestionables. Es decir, que los resultados tienden a no ser
consistentes en el tiempo y existen dificultades para detectar a aquellos
hombres que sí que presentan un interés sexual anómalo. La sensibilidad de
la plestismografía oscila entre el 40% y el 60%, dependiendo del estudio
que se revise. A esto hay que añadir que, pese a su relativa objetividad, no
está libre de manipulaciones. Los evaluados pueden ejercer un control
voluntario sobre su respuesta sexual, al menos inhibiéndola ante los
estímulos inadecuados, aunque parece que existen diferencias individuales
como la edad, la inteligencia y los rasgos psicopáticos que pueden facilitar
la supresión de la respuesta (Babchishin, Curry, Fedoroff, Bradford y Seto,
2017). Murphy, Ranger, Fedoroff, Stewart, Dwyer y Burke (2015) destacan
la necesidad de lograr una mayor estandarización de distintos aspectos del
procedimiento de evaluación pletismográfica. Un primer aspecto que no es
tratado de forma homogénea en los distintos laboratorios es el de la
naturaleza de los estímulos que se emplean para elicitar una respuesta
sexual. En algunos casos se emplean estímulos visuales que pueden ser
estáticos (imágenes sexuales y neutras) o vídeos. También se emplean
relatos de una actividad sexual, en los que la estimulación es puramente
auditiva. Asimismo, los autores destacan la importancia de diseñar un
protocolo estandarizado para la aplicación de la prueba, unas características
mínimas de la sala de evaluación y un análisis estadístico de los resultados
que sea común y permita comparar datos de distintos equipos de
investigación.
6.6. La evaluación del riesgo de reincidencia
Probablemente, el motivo por el que más se consulta a los profesionales que
trabajan con agresores sexuales es su riesgo de reincidencia. Ante las graves
consecuencias que tiene la reincidencia sexual, los distintos agentes
implicados en el manejo de los agresores (operadores jurídicos o
administración penitenciaria, por ejemplo) demandan valoraciones fiables
por parte de los profesionales forenses. Ya se ha visto en anteriores
capítulos que la reincidencia sexual no es un fenómeno frecuente. Por lo
tanto, el profesional afronta la tarea de estimar la probabilidad de que se dé
un suceso poco habitual en la población.
La valoración del riesgo de reincidencia se ha abordado desde distintas
perspectivas metodológicas. Los métodos actuariales generalmente asignan
a un agresor un nivel de riesgo en forma de puntuación numérica, de
acuerdo con la presencia de factores históricos o estáticos. Es decir, que se
trata de herramientas basadas principalmente en elementos de la historia del
evaluado. Estos instrumentos producen puntuaciones que se comparan con
una referencia estadística, generalmente la muestra con la que se validó el
instrumento. Los manuales de estos instrumentos establecen unas normas
claras y estables para su uso. Por lo tanto, el profesional no ha de hacer
ningún tipo de valoración desde su criterio técnico. Una vez obtenida una
puntuación, el instrumento informa acerca del nivel de riesgo propio de
aquellos individuos que se ubican en ese rango de la distribución. Algunos
ejemplos que se analizan en este apartado son Static-99R, o Risk Matrix
2000.
Otro abordaje metodológico es el juicio profesional estructurado. Estos
instrumentos buscan combinar el uso de factores de riesgo empíricos y el
juicio clínico para llegar a decisiones con respecto al nivel de riesgo de un
agresor. El resultado final de la evaluación no es una puntuación numérica
que comparar con un punto de corte. Por el contrario, el profesional obtiene
un mapa de factores de riesgo, y en ocasiones de protección, que ha de
utilizar en combinación con su conocimiento del caso para tomar una
decisión con respecto al nivel de riesgo del evaluado. Algunos ejemplos de
guías para la valoración profesional estructurada del riesgo son el RVSP o
el SVR‑20.
6.6.1. Static-99R
Static‑99R es un instrumento actuarial que tiene como objetivo estimar el
nivel de riesgo de un agresor sexual utilizando datos demográficos y
delictivos que generalmente son fácilmente accesibles para los
profesionales forenses. Estas variables están asociadas empíricamente con
la reincidencia sexual. Se puede encontrar una descripción detallada de sus
características y modo de uso en Phenix, Fernández, Harris, Helmus,
Hanson y Thorton (2016). Este instrumento evalúa el riesgo individual de
reincidencia sexual comparando la puntuación del evaluado con la de la
población de agresores sexuales. El riesgo se caracteriza estadísticamente
con base en dos indicadores basados en el percentil que ocupa el evaluado y
en las tasas de reincidencia de su grupo de referencia. Por una parte, las
normas de interpretación del instrumento señalan en qué medida la
puntuación del agresor que se está evaluando es poco usual, en términos de
percentiles. Es decir, que el manual de interpretación permite saber cómo se
ubica la puntuación obtenida por el agresor que se está evaluando en
comparación con la población de agresores. Por ejemplo, un hombre cuya
puntuación obtenga un percentil 90 se sitúa por encima de la mayoría de los
agresores sexuales en las variables que evalúa el Static-99R y, por lo tanto,
tiene un riesgo elevado de reincidencia. También se interpretan las
puntuaciones del instrumento con base en las tasas de reincidencia de
aquellos agresores que obtienen esa misma puntuación. Es decir, que se
puede comparar la puntuación del hombre que se está evaluando y
determinar un nivel de riesgo basándose en las tasas de reincidencia de
aquellos hombres que obtienen esa misma puntuación.
El instrumento está compuesto por diez ítems, y las puntuaciones
pueden oscilar entre –3 y 12. Una vez que se han valorado todos los ítems,
el evaluador ha de sumar sus puntuaciones individuales para obtener una
puntuación de riesgo total, que ha de interpretarse utilizando el manual del
instrumento.
Las puntuaciones se agrupan en cinco niveles de riesgo. El nivel I
(puntuaciones de –3 o –2) incluye a los individuos con un grado muy bajo
de riesgo, generalmente indistinguible del riesgo de los delincuentes que no
tiene ningún antecedente sexual. El nivel II (–1 o 0) incluye a hombres que
presentan algunas necesidades criminógenas asociadas con la agresión
sexual, pero son pocas y de carácter transitorio. Los agresores en el nivel III
(puntuaciones de 1 a 3) serían individuos con vulnerabilidades en distintas
áreas, y se ubicarían en la mitad de la distribución poblacional del riesgo. El
nivel IVa (puntuaciones de 4 o 5) incluye a agresores con un nivel de riesgo
por encima de la media, una historia delictiva prolongada, dificultades de
conducta en la infancia y vulnerabilidades en distintas áreas personales. Por
último, el nivel IVb (puntuaciones de 6 o superiores) incluiría a los
agresores con niveles muy elevados de riesgo de reincidencia.
Para completar el instrumento se precisa información de tres tipos. La
información demográfica necesaria incluye la edad del agresor y si ha
vivido con una pareja al menos dos años antes de la agresión. La
información penal oficial ha de extraerse de archivos oficiales, judiciales o
penitenciarios. Esta fuente se utiliza para recoger información referente a la
historia delictiva sexual y no sexual. Por último, el evaluador precisa
información referente a la víctima, principalmente sobre su relación previa
con el agresor y su género. Para obtener esta información ha de utilizarse
cualquier fuente creíble.
El cuadro 6.1 resume los ítems del Static-99R. El primero es la edad en
el momento de puesta en libertad tras la agresión actual. Este factor se basa
en el hecho empírico de que la frecuencia de cualquier actividad delictiva
desciende a medida que aumenta la edad. Basándose en esto, los autores
consideran que, a medida que el evaluado es liberado con una edad más
avanzada, desciende progresivamente su riesgo de reincidencia. El
instrumento entiende por liberación el momento en el que el agresor regresa
a la comunidad desde un juzgado, un centro penitenciario o un hospital
psiquiátrico. Puede estar en libertad condicional, bajo fianza o cumpliendo
una medida alternativa, por ejemplo. El segundo ítem hace referencia a si el
agresor ha vivido alguna vez con una pareja sentimental al menos dos
años. La investigación sugiere que tener una relación sentimental estable es
un factor protector contra la reincidencia sexual. Por lo tanto, la ausencia de
este tipo de relación en la historia personal del agresor se asocia con un
aumento del riesgo. El tercer ítem evalúa la presencia de una condena
actual por un delito violento no sexual. Las conductas violentas no sexuales
parecen asociarse también con la reincidencia sexual. Esta violencia no
sexual puede ser parte del delito de agresión sexual por el que está
condenado el evaluado (por ejemplo, que exista un delito de lesiones y otro
de agresión sexual cometidos con la misma mujer) o puede ser un delito
distinto por el que está actualmente también condenado el agresor. El cuarto
ítem, violencia no sexual previa, sigue la misma lógica, pero desde un
punto de vista histórico. Aquí el evaluador ha de explorar la presencia de
antecedentes por delitos violentos de carácter no sexual por los que el
evaluado fue condenado anteriormente. El siguiente ítem, agresiones
sexuales previas, explora los antecedentes sexuales del evaluado. El sexto
ítem, fechas de condenas anteriores, evalúa la carrera delictiva del agresor.
Los autores consideran que si el evaluado ha sido condenado cuatro o más
veces antes de la agresión sexual actual, esto se asocia con un aumento del
riesgo de reincidencia sexual futura. El siguiente ítem, condenas por delitos
sexuales que no implican contacto, evalúa la presencia de conductas como
el uso de pornografía infantil, exhibicionismo o acoso sexual. Estos
comportamientos son indicativos de un interés sexual desviado, que se
asocia con mayor riesgo de reincidencia sexual. Los tres últimos ítems se
centran en la víctima de la agresión. El ítem 8, ¿alguna víctima sin relación
familiar?, parte del dato empírico de que los agresores con víctimas
externas a su familia cercana reinciden con mayor frecuencia. Los autores
consideran como familiares cercanos a los padres, hermanos y hermanas,
primos y primas, maridos y esposas o abuelos. El ítem 9, ¿alguna víctima
desconocida?, parte del hecho de que tener una víctima extraña se asocia
con mayor riesgo de reincidencia sexual. El último ítem, ¿alguna víctima
masculina?, se basa en el dato de que los agresores de hombres, jóvenes o
niños reinciden con mayor frecuencia.
Recientemente, Bocaccini, Rice, Helmus, Murrie y Harris (2017)
estudiaron la capacidad predictiva del Static-99R en una muestra de 34.687
agresores sexuales que habían sido sometidos a un seguimiento en la
comunidad de hasta cinco años de duración. Durante ese periodo se
registraron los casos de reincidencia sexual. El instrumento obtuvo una
capacidad predictiva media. En España, Nguyen y Andrés-Pueyo (2016)
evaluaron una muestra de 126 agresores sexuales que se encontraban en
tercer grado, libertad condicional o libertad definitiva. Su muestra incluía
agresores con víctimas adultas, menores de edad o con ambos tipos de
víctimas simultáneamente. A los participantes se les aplicó el Static‑99 y el
SVR‑20. El periodo de seguimiento de la muestra fue de dos años y medio.
Al final de este periodo, un 6,4% había reincidido en cualquier tipo de
delito. En este grupo se incluía a los reincidentes sexuales, que fueron un
2,4% de la muestra total. El 0,8% reincidió en un delito violento no sexual y
el 3,2% en otro tipo de delitos. El Static‑99 obtuvo una capacidad predictiva
media-alta para el total de la muestra de agresores. Con los abusadores de
menores, la capacidad predictiva fue excelente. Con los agresores de
víctimas adultas, esta capacidad fue algo más baja.
Es posible obtener información y materiales relativos a este instrumento
en <www.static99.org>.
Cuadro 6.1. Static‑99R
Edad en el momento de puesta en libertad tras la agresión actual
El agresor ha vivido alguna vez con una pareja sentimental, al menos durante dos años
Presencia de una condena actual por un delito violento no sexual
Violencia no sexual previa
Agresión sexual previa
Fechas de condenas anteriores
Condenas por delitos sexuales que no implican contacto
¿Alguna víctima sin relación familiar?
¿Alguna víctima desconocida?
¿Alguna víctima masculina?
6.6.2. Risk Matrix 2000
Risk Matrix 2000 (Thorton, 2007) es un instrumento de clasificación del
nivel de riesgo que se guía por criterios estadísticos. Es decir, que puntúa
una serie de variables cuyo nivel de expresión permite crear grupos que
difieren en sus tasas de reincidencia empírica. Utiliza información simple
de valorar acerca del pasado del evaluado para asignarle a un grupo de
riesgo. Este instrumento permite obtener una puntuación en tres escalas
distintas, que son predictivas de diferentes formas de reincidencia.
RM2000/S es una escala de predicción del riesgo de reincidencia sexual.
RM2000/V es una escala predictiva de violencia no sexual perpetrada por
agresores sexuales. Por último, RM2000/C es una combinación de las dos
primeras escalas, y es predictiva de cualquier tipo de reincidencia violenta,
tanto sexual como no sexual. Las tres subescalas permiten categorizar al
evaluado dentro de cuatro niveles de riesgo (bajo, medio, alto y muy alto).
El RM2000 se compone de nueve ítems. Las puntuaciones de las formas S
y V son resultado de combinar las puntuaciones de parte de estos ítems. La
subescala RM2000/S se obtiene a partir de la combinación de siete ítems y
la RM2000/V de tres.
El primer ítem es edad al inicio del periodo de riesgo. Aquí se evalúa la
edad que tendrá el agresor cuando comience el periodo para el que se está
valorando el riesgo. Si, por ejemplo, se está evaluando a un agresor que se
encuentra sujeto a una medida alternativa y, por lo tanto, sigue viviendo en
libertad, se tendrá en cuenta su edad en el momento de la evaluación. Si se
está valorando a un agresor encarcelado de cara a su acceso a un cambio de
situación penitenciaria que le devuelva a la comunidad (por ejemplo, su
progresión de grado o su acceso a la libertad condicional, usando ejemplos
del contexto español), se utilizará la edad que tendrá el agresor en el
momento de acceder a esa situación. El segundo ítem es comparecencia
judicial por motivos sexuales. Este ítem valora la persistencia en la
conducta sexual coercitiva tras ser legalmente castigada. Por lo tanto, si el
evaluado solamente ha cometido una agresión sexual, el ítem se puntúa con
un cero. El tercer ítem es comparecencia judicial por delito penal. Aquí se
evalúa la historia delictiva general del agresor. Al igual que en el anterior
ítem, se valora la reincidencia tras un castigo penal.
El siguiente ítem es agresión sexual con víctima masculina. El quinto
ítem, Agresión sexual a un extraño, considera que una víctima es extraña al
agresor si no se conocían 24 horas antes de la agresión. El sexto ítem,
soltería, valora la historia de relaciones matrimoniales o semejantes al
matrimonio. Si el evaluado durante su vida adulta ha mantenido una
relación semejante al matrimonio durante al menos dos años, se puntúa este
ítem con un cero. El sexto ítem es agresión sexual sin contacto con la
víctima. En esta categoría se incluyen conductas como el exhibicionismo, la
escatología telefónica, el voyerismo o los delitos relativos a la pornografía
infantil. El siguiente ítem, comparecencia judicial por un delito violento,
evalúa la presencia de delitos violentos de carácter no sexual. Se incluyen
delitos como el homicidio o las lesiones. El último delito, robos, evalúa la
presencia en la historia delictiva del evaluado de delitos contra la
propiedad.
Cuadro 6.2. Risk Matrix 2000. Ítems y subescalas
Edad al inicio del periodo de riesgo RM2000/S y V
Comparecencia judicial por motivos sexuales RM2000/S
Comparecencia judicial por delito penal RM2000/S
Agresión sexual con víctima masculina RM2000/S
Agresión sexual a un extraño RM2000/S
Soltería RM2000/S
Agresión sexual sin contacto con la víctima RM2000/S
Comparecencia judicial por un delito violento RM2000/V
Robos RM2000/V
Helmus, Babchishin y Hanson (2013) realizaron un metaanálisis sobre
la capacidad predictiva del RM2000. Incluyeron un total de catorce
estudios. En conjunto, las tres subescalas del instrumento resultaron
predictivas de distintos tipos de reincidencia (sexual, violenta y no
violenta). La RM2000/S fue la que obtuvo una mayor capacidad predictiva.
Los autores concluyen que los datos apoyan el uso de este instrumento en el
campo aplicado, aunque resaltan la necesidad de mayor investigación. Los
resultados más positivos se obtuvieron en muestras británicas, que es el
contexto en el que el RM2000 fue diseñado y validado, por lo que su uso en
distintos países y culturas es una cuestión que ha de abordarse en futuros
trabajos.
6.6.3. Instrumento de evaluación del riesgo en penados por
pornografía infantil
El instrumento de valoración del riesgo en penados por pornografía infantil
(Child Pornography Offender Risk Tool, CPORT, Eke y Seto, 2016) se
encuentra actualmente en proceso de desarrollo, pero es el primero que se
crea para la población de usuarios de pornografía infantil. Se diseñó para
predecir cualquier tipo de reincidencia sexual en hombres condenados por
el uso de materiales abusivos de menores, incluyendo agresiones sexuales,
delitos sexuales que no impliquen contacto con la víctima, como el
exhibicionismo, y delitos relativos a la pornografía infantil. Por lo tanto, la
población con la que se puede utilizar es la de penados por el acceso,
descarga o distribución de este tipo de materiales, pero el rango de
comportamientos que pretende predecir incluye cualquier tipo de delito
sexual.
Se compone de siete ítems dicotómicos. Los autores proponen como
fuentes de información para completar el instrumento las bases de datos
policiales, informes forenses, entrevistas con los agresores y sus familiares
o cualquier otra fuente de información contrastada y fiable. Los ítems que
componen el CPORT se resumen en el cuadro 6.3.
El primer ítem, edad del agresor en el momento de la investigación
motivada por el delito actual, se puntúa con base en la fecha en la que la
policía comenzó a investigar al evaluado. Dado que este dato no es siempre
fácil de obtener, los autores admiten que se utilice otro momento temporal,
como la edad en el momento de ser condenado, aunque esta desviación del
manual original ha de mencionarse en un hipotético informe de valoración
del riesgo. El ítem se puntúa en el caso de que la edad del evaluado sea 35
años o menos. El ítem 2, historia criminal previa, evalúa la presencia de
antecedentes penales de cualquier tipo. Los autores resaltan la necesidad de
utilizar datos oficiales para puntuar este ítem. Se puntúa esta variable
cuando existe algún antecedente penal en la historia del evaluado. El tercer
ítem, cualquier fallo previo en situaciones como medida alternativa en la
comunidad o libertad condicional, explora la presencia de fallos graves
mientras que el evaluado estaba sujeto a una medida de supervisión
comunitaria. Se incluyen fallos en las medidas de seguimiento (por
ejemplo, no acudir a un centro ambulatorio de drogodependencias para
realizar analíticas, o no realizar trabajos en beneficio de la comunidad) o
nuevos delitos cometidos durante el periodo de supervisión.
En el ítem 4, delito de agresión sexual pasado o actual, se puntúa la
presencia de una agresión sexual en la situación penal actual del evaluado o
en sus antecedentes. Por lo tanto, este instrumento valora como un factor de
riesgo el hecho de que, además de un delito de pornografía infantil, el
evaluado sea responsable de una agresión que implicó contacto directo con
la víctima. Un usuario de pornografía infantil que no ha cometido una
agresión real probablemente dispone de mecanismos de protección
(empatía, autocontrol) que fallarían en los denominados agresores duales.
Cuadro 6.3. Instrumento de evaluación del riesgo en penados por
pornografía infantil
Edad del agresor en el momento de la investigación motivada por el delito actual
Historia criminal previa
Cualquier fallo previo en situaciones como medida alternativa en la comunidad o libertad
condicional
Delito de agresión sexual pasado o actual
Indicios de interés pedófilo
Mayor contenido masculino que femenino en los materiales de pornografía infantil
Mayor contenido masculino que femenino en materiales infantiles o de desnudo infantil
El ítem 5, indicios de interés pedófilo, se centra en la presencia de un
interés sexual desviado hacia menores prepúberes. En este caso, los autores
recomiendan que se puntúe solo si el evaluado admite este interés o existe
un diagnóstico psiquiátrico formal. Los dos últimos ítems exploran
características de los materiales incautados al evaluado. El ítem 6, mayor
contenido masculino que femenino en los materiales de pornografía
infantil, se centra en el género de los menores representados en la colección
de materiales abusivos. Se puntúa cuando al menos el 51% de los menores
son niños de sexo masculino. Este ítem se basa en la asociación entre
pedofilia y abuso de niños. Existe también evidencia de que presentar
interés sexual hacia niños aumenta la probabilidad de reincidir en un delito
de abuso. Además, el grado de identificación emocional con menores de
aquellos hombres que abusan de niños parece ser mayor que en el caso de
los que abusan de niñas. El ítem 7, mayor contenido masculino que
femenino en materiales infantiles o de desnudo infantil, explora esta misma
variable, pero en aquellas imágenes que no son legalmente clasificables
como pornografía infantil. La clasificación COPINE incluía en sus primeros
niveles imágenes de menores que no cumplen los criterios legales de la
mayoría de las legislaciones para ser considerados pornografía infantil. El
usuario es el que hace un uso sexual de estos materiales mediante sus
fantasías. Por lo tanto, en este ítem se evalúan imágenes de menores
desnudos o no, en las que no aparecen otros adultos y en las que no existe
ninguna actividad sexual explícita.
Seto y Eke (2015) estudiaron una muestra de 266 penados por delitos de
pornografía infantil, que habían sido sometidos a seguimiento durante un
periodo medio de cinco años. Estudiaron la capacidad predictiva del
instrumento mediante el estadístico denominado área bajo la curva (AUC).
A grandes rasgos, se considera que una AUC indica que una medida tiene
capacidad predictiva de una variable dependiente cuando es superior a 0,5.
Las puntuaciones del CPORT eran predictivas de cualquier tipo de
reincidencia (AUC = 0,66), cualquier tipo de reincidencia sexual (AUC =
0,74) y de reincidencia sexual en un delito con contacto con la víctima
(AUC = 0,74). Más recientemente, Eke, Helmus y Seto (2018) estudiaron la
reincidencia de una muestra de 80 penados por pornografía infantil durante
un periodo de cinco años. Un 15% de la muestra cometió un nuevo delito
sexual durante el seguimiento y un 9% reincidió en el uso de pornografía
infantil. La capacidad predictiva del CPORT fue equivalente a la que
obtuvieron Seto y Eke (2015).
6.6.4. Evaluación del riesgo y manejabilidad de individuos con
limitaciones intelectuales y del desarrollo que agreden
sexualmente
Este instrumento, cuyas siglas en inglés son ARMIDILO‑S, es una
herramienta de juicio profesional estructurado del riesgo de reincidencia en
agresores sexuales con discapacidad intelectual (Boer, Haaven, Lambrick,
Lindsay, McVilly, Sakdalna y Frize, 2013). Ha sido diseñado
específicamente para este propósito y, por lo tanto, no se trata de una
adaptación o modificación de otro instrumento previo. Entre otros
objetivos, los autores se plantean que esta herramienta sirva para determinar
el nivel de supervisión que ha de ir asociado a cada nivel de riesgo.
También busca servir como una medida común entre los distintos agentes
sociales implicados en el manejo de agresores sexuales con bajo CI. El
ARMIDILO‑S es una guía profesional de valoración estructurada del riesgo
que utiliza exclusivamente factores dinámicos. Estos factores se dividen
entre aquellos relativos al evaluado y otros de naturaleza ambiental. Para
los autores, el evaluado se encuentra inmerso en un ambiente que no es
neutral en términos de riesgo de reincidencia. Todos los aspectos de su
entorno, como son los amigos, los padres o los profesionales, contribuyen a
afrontar el riesgo o a aumentarlo.
ARMIDILO‑S está diseñado para ser usado con hombres con una edad
de 18 años o superior, que hayan cometido algún tipo de agresión sexual. El
instrumento tiene como población objetivo a aquellos agresores sexuales
que presentan un funcionamiento intelectual límite (un CI entre 70 y 80, y
problemas funcionales de adaptación a su entorno) o una discapacidad
intelectual (un CI por debajo de 70 puntos). Los ítems se puntúan con las
siguientes claves. Una N significa que el ítem está claramente ausente en el
evaluado. Una S indica que el ítem está en cierta medida presente. Se utiliza
una Y cuando la variable evaluada por el ítem está claramente presente. Por
último, con una X se señala que no existe información suficiente para
puntuar ese ítem. El instrumento incluye un total de 22 ítems, divididos en
cuatro áreas: características estables del evaluado, características estables de
su entorno, factores agudos del evaluado y factores ambientales agudos. La
estructura y contenido del ARMIDILO‑S se resume en el cuadro 6.4.
Los ítems del primer grupo, características estables del evaluado, se
puntúan considerando su comportamiento durante un periodo de al menos
un año. Hacen, por lo tanto, referencia a tendencias de comportamiento con
cierta estabilidad a través del tiempo y de las situaciones. En esta sección se
incluyen ítems como seguimiento de la supervisión, seguimiento del
tratamiento, desviación sexual o preocupación sexual, entre otros. La
sección de factores ambientales estables evalúa factores del entorno que
han podido afectar al comportamiento del evaluado durante el último año.
Estos ítems se puntúan a partir de entrevistas con profesionales que
atienden regularmente al evaluado o con familiares. Se valoran variables
como la actitud del profesional o cuidador ante el evaluado, el grado de
comunicación entre las personas implicadas en el cuidado del agresor o el
grado de conocimiento que tienen estas personas sobre los factores de
riesgo de reincidencia propios del evaluado. La siguiente sección se centra
en los factores personales agudos. Estas variables son, en algunos casos,
comunes con las de la primera parte del instrumento, pero en este caso se
valoran los posibles cambios que se hayan producido durante los últimos
meses. Se evalúan, por ejemplo, los cambios que se hayan producido en la
capacidad de afrontamiento de situaciones de riesgo, aumentos en el interés
o actividad sexual o una mayor tendencia a exponerse a víctimas
potenciales (por ejemplo, buscar pasar más tiempo con niños). La última
sección, factores ambientales agudos, valora los cambios que se han podido
producir en estas mismas variables durante los últimos meses.
Los autores recomiendan que cualquier evaluación realizada con
ARMIDILO‑S se traduzca en un informe escrito en el que se destaquen los
factores de riesgo y protectores que presenta el evaluado. También deben
incluirse recomendaciones con respecto a las estrategias más adecuadas
para manejar el riesgo de reincidencia, personalizando estas
recomendaciones lo más posible a las características del evaluado.
Cuadro 6.4. Evaluación del riesgo y manejabilidad de individuos con
limitaciones intelectuales y del desarrollo que agreden sexualmente
Características estables del evaluado
Seguimiento de la supervisión
Seguimiento del tratamiento
Desviación sexual
Preocupación sexual/impulso sexual
Manejo de variables relacionadas con la agresión
Capacidad de afrontamiento emocional
Relaciones
Impulsividad
Abuso de sustancias
Salud mental
Variables ambientales estables
Actitudes hacia el evaluado
Comunicación entre personas de apoyo
Consistencia de la supervisión
Consideraciones ambientales adicionales
Características personales agudas
Cambios en el seguimiento de la supervisión o tratamiento
Cambios en el nivel de preocupación sexual/impulso sexual
Cambios en comportamientos relacionados con las víctimas
Cambios en la capacidad de afrontamiento emocional
Cambios en el uso de estrategias de afrontamiento
Cambios en factores adicionales
Factores ambientales agudos
Cambios en las relaciones sociales
Cambios en la supervisión o intervención
Cambios situacionales
Cambios en el grado de acceso a víctimas
Consideraciones adicionales
Fuente: Boer et al., 2013.
Se puede encontrar abundante información y materiales sobre este
instrumento en la página <www.armidilo.net>.
6.6.5. Protocolo para la valoración del riesgo de violencia sexual
El protocolo para la valoración del riesgo de violencia sexual (Risk for
Sexual Violence Protocol, RSVP) es un instrumento de juicio profesional
estructurado del riesgo de reincidencia sexual. Existe una versión española
realizada por Hart, Loinaz, Nguyen, Navarro y Andrés-Pueyo (2015). El
uso del RSVP implica seis pasos. El primero supone recopilar información
acerca del caso. La cantidad y las fuentes de información dependerán de las
posibilidades de los evaluadores y del objeto de la evaluación. Aun así, en
general, los tipos básicos de información que deben revisarse, proceden del
análisis directo del evaluado, así como de la revisión de la documentación
disponible (penal, penitenciaria, social, sanitaria). Los anteriores episodios
de violencia sexual deben analizarse con el mayor detalle posible. También
es recomendable que la recopilación de información utilice distintos
métodos y fuentes de información, abarcando todos los aspectos posibles de
la vida del evaluado.
En una segunda fase se valora la presencia de 22 factores de riesgo de
carácter individual, divididos en cinco áreas, así como otros factores de
riesgo adicionales específicos del caso. La presencia de cada ítem se valora
en una escala de tres puntos. Si el factor de riesgo no existe en el caso que
se está evaluando, se codifica con una N. Si su presencia es posible, pero no
segura, se utiliza un signo de interrogación. Por último, cuando el factor de
riesgo está claramente presente, se utiliza una S. En un tercer momento, se
determina la relevancia de los factores de riesgo en un futuro plan de
gestión del riesgo. Un elemento que hay que tener en cuenta en este punto
es la causalidad entre ese factor de riesgo y un nuevo hecho de violencia
sexual. Del mismo modo se valora en qué medida un factor, aunque no
tenga una relación causal clara con la violencia sexual, puede afectar a las
futuras estrategias de manejo del riesgo (por ejemplo, un bajo CI o un
trastorno mental). En la cuarta fase se identifican y describen las situaciones
de reincidencia sexual más probables que podrían darse en el futuro. El
evaluador especula con posibles actos futuros de violencia sexual. En el
quinto paso se recomiendan estrategias para gestionar el riesgo de violencia
sexual. Por último, los evaluadores han de presentar unas conclusiones
acerca del riesgo general de reincidencia del evaluado. Los 22 ítems del
RSVP se recogen en el cuadro 6.5.
Cuadro 6.5. Protocolo para la valoración del riesgo de violencia sexual
Historia de violencia sexual
Cronicidad de la violencia sexual
Diversidad de la violencia sexual
Escalada de la violencia sexual
Coerción física en la violencia sexual
Coerción psicológica en la violencia sexual
Adaptación psicológica
Minimización extrema o negación de la violencia sexual
Actitudes que apoyan o justifican la violencia sexual
Problemas de autoconciencia
Problemas con el estrés o el afrontamiento
Problemas derivados de abusos en la infancia
Trastorno mental
Desviación sexual
Trastorno de la personalidad psicopático
Trastorno mental grave
Problemas con el consumo de drogas
Ideación violenta o suicida
Adaptación social
Problemas en las relaciones de pareja
Problemas en las relaciones interpersonales
Problemas de empleo
Delincuencia no sexual
Gestión
Problemas de planificación
Problemas con el tratamiento
Problemas con la supervisión
Fuente: Hart et al., 2015.
El objetivo de este instrumento es ayudar a los evaluadores a realizar
una valoración adecuada del riesgo de violencia sexual en contextos
clínicos y forenses. Está diseñado para utilizarse con hombres mayores de
18 años que presentan una historia de violencia sexual. Los autores también
recomiendan que se utilice con adolescentes varones mayores (16 o 17
años) y mujeres adultas que presenten historia de violencia sexual.
La primera área de evaluación, historia de violencia sexual, incluye
cinco ítems relacionados con episodios de violencia sexual previos del
evaluado. Se incluyen variables como la cronicidad, diversidad y escalada
en la violencia sexual. También si en estos hechos existió coerción física o
psicológica.
La segunda área, adaptación psicológica, se compone de cinco factores
individuales que la literatura asocia de manera sólida con la decisión de
cometer un acto de violencia sexual. Se incluyen factores como las
actitudes que apoyan la violencia sexual, la minimización y negación de los
hechos, el nivel de autoconciencia de los problemas sexuales, el
afrontamiento del estrés o las secuelas de una historia de abuso sexual
infantil.
La tercera área, trastorno mental, está constituida por cinco factores que
señalan la existencia de una psicopatología relevante para el riesgo sexual.
Se tienen en cuenta factores como la desviación sexual, la personalidad
psicopática, el consumo de drogas, los trastornos mentales mayores o la
ideación violenta.
El cuarto grupo de ítems, adaptación social, incluye cuatro factores
relativos a los problemas para relacionarse con otras personas o cumplir
obligaciones sociales. Se contemplan en este grupo variables como los
problemas de pareja o en otro tipo de relaciones, las dificultades de empleo
o la presencia de delitos no sexuales.
Por último, en el área de gestión, se evalúan tres factores relativos a
problemas relacionados con la gestión del riesgo de violencia sexual en la
comunidad. Aquí se valora la presencia de dificultades para seguir planes
de vida prosociales, seguir un tratamiento o una supervisión comunitaria.
6.6.6. Manual de valoración del riesgo de violencia sexual
El manual de valoración del riesgo de violencia sexual (Sexual Violence
Risk, SVR‑20) es un instrumento de juicio profesional estructurado. Está
compuesto por 20 ítems que incluyen tanto variables estáticas en la historia
de la persona como otras susceptibles de cambio. El instrumento original es
de Boer et al. (1997), pero existe una adaptación española de Andrés-Pueyo
y Hilterman (2005). Cada ítem se puntúa como presente (con una S),
ausente (con una N) o parcialmente presente (con un signo de
interrogación).
Cuadro 6.6. Manual de valoración del riesgo de violencia sexual
Funcionamiento psicosocial
Desviación sexual
Víctima de abuso en la infancia
Psicopatía
Trastorno mental grave
Problemas relacionados con el consumo de sustancias tóxicas
Ideación suicida/homicida
Problemas interpersonales
Problemas de empleo/laborales
Antecedentes de delitos violentos no sexuales
Antecedentes de delitos no violentos
Fracaso en las medidas de supervisión previas
Delitos sexuales
Frecuencia elevada de delitos sexuales
Tipología múltiples de delitos sexuales
Daño físico a la(s) víctima(s) de los delitos sexuales
Uso de armas o amenazas de muerte en los delitos sexuales
Progresión en la frecuencia y gravedad de los delitos sexuales
Minimización extrema o negación de los delitos sexuales
Actitudes que apoyan o justifican los delitos sexuales
Planes de futuro
Carencia de planes realistas
Actitud negativa hacia la intervención
Fuente: Andrés-Pueyo y Hilterman, 2005.
Fue desarrollado para su aplicación en valoraciones del riesgo de
violencia sexual en contextos forenses. Los autores proponen su uso en
distintos momentos procesales y penitenciarios, como la evaluación forense
previa a un juicio o el estudio de la concesión de la libertad condicional.
Los ítems del SVR‑20 se resumen en el cuadro 6.6. El instrumento se
organiza en tres secciones.
La primera, funcionamiento psicosocial, se compone de once ítems que
recogen características psicopatológicas y la historia de comportamientos
antisociales de carácter no sexual. Se valoran factores como el interés
sexual desviado, la historia de abuso en la infancia, la psicopatía o el
consumo de drogas. La segunda sección, delitos sexuales, analiza las
características de las agresiones cometidas por el evaluado, así como su
actitud hacia estos delitos. Se tienen en cuenta cuestiones como la
frecuencia y gravedad de las agresiones o la minimización o negación de
estos delitos. Por último, en la sección planes de futuro, se evalúan los
planteamientos futuros del evaluado y su actitud hacia una posible
intervención psicológica orientada a reducir el riesgo de reincidencia.
Nguyen y Andrés-Pueyo (2016) aplicaron junto al Static-99R la
SVR‑20 en su estudio de seguimiento de agresores sexuales en tercer grado
o libertad. La puntuación total del SVR‑20 tuvo una capacidad predictiva
media de reincidencia sexual con la muestra total de participantes. Cuando
se consideraron subgrupos, su capacidad predictiva de reincidencia sexual
en agresores sexuales con víctimas adultas descendió notablemente. En esta
población, la mejor capacidad predictiva la obtuvo la sección de planes de
futuro. Con los abusadores de menores la capacidad predictiva del total del
instrumento y de las subescalas de funcionamiento psicosocial y delitos
sexuales fue excelente, aunque la de planes de futuro fue bastante más baja.
6.7. Evaluación del éxito terapéutico
Los profesionales que se dedican al tratamiento psicológico de agresores
sexuales tienen que afrontar frecuentemente la responsabilidad de informar
a distintas autoridades u órganos administrativos acerca de la evolución
terapéutica de los usuarios de su programa. Esta información puede influir
en procesos de toma de decisiones tan relevantes como la concesión de un
permiso penitenciario, la progresión a una modalidad abierta de
cumplimiento como el tercer grado o la concesión de la libertad
condicional. La evolución en un programa de tratamiento es una variable
aún más relevante si cabe en los casos de las suspensiones de condena o de
libertad vigilada con obligación de tratamiento psicológico, dado que en
estas situaciones el agresor se encuentra viviendo en la comunidad.
La efectividad global de un programa en la población de agresores
sexuales no permite afirmar nada sobre un caso individual. El simple hecho
de que un agresor haya completado un programa del que existe evidencia
favorable de su efectividad no significa que haya habido un cambio en ese
hombre concreto. Más aún, los logros no tienen por qué ser homogéneos y
generalizados. Un agresor puede haber evolucionado positivamente en
algunos aspectos del tratamiento y no haberlo hecho en otros. Es, en
definitiva, una cuestión compleja, relevante y difícil de transmitir a
personas que no han participado directamente en el desarrollo del
tratamiento.
Beggs (2010) ha revisado la escasa literatura que aborda la cuestión de
la evaluación del éxito terapéutico en agresores sexuales. Los esfuerzos por
desarrollar procedimientos específicos y sistemáticos para medir el cambio
tras el tratamiento son muy escasos. Se han empleado tres estrategias
diferentes. Una es la evaluación del cambio en factores de riesgo dinámicos.
Esto se ha llevado a cabo principalmente mediante la aplicación pre‑post de
autoinformes diseñados para evaluar variables relacionadas con la
delincuencia sexual, como las distorsiones cognitivas o el interés sexual
desviado. Otra estrategia ha sido incluir ítems referentes a la evolución en el
tratamiento dentro de instrumentos de valoración del riesgo. Esto supone
resumir la complejidad de la experiencia del cambio terapéutico en un ítem
con dos o tres niveles de respuesta. La tercera posibilidad es el uso de
instrumentos específicos para la valoración del éxito en el tratamiento.
Un ejemplo de estas herramientas es la escala estandarizada de logro de
objetivos (Standard Goal Attainment Scaling; Hoge, 2009). Consiste en un
listado de los objetivos terapéuticos más habituales en los programas de
agresores sexuales para los que se establece una escala de logro de cinco
puntos (de –2 a 2). Incluye elementos como cambio en las distorsiones
cognitivas, aumento de la empatía, establecimiento de vínculos entre el
estilo de vida y la agresión o elaboración de un plan individual de recaídas.
Cada nivel de logro está explicado con detalle en términos operativos. Esto
permite al terapeuta analizar punto por punto los avances, éxitos y
limitaciones de su intervención sobre un usuario concreto.
En España, el Programa para el Control de la Agresión Sexual (PCAS)
que se aplica en los centros penitenciarios dependientes del Ministerio del
Interior, se evalúa mediante la escala de evaluación psicológica de agresores
sexuales (EPAS; Martínez-Catena y Redondo, 2016). Las variables de
cambio terapéutico incluidas en EPAS son fruto de la revisión de literatura
especializada y de los contenidos propios del PCAS. Finalmente, los
autores seleccionaron como indicadores de cambio terapéutico las
siguientes variables: asertividad, soledad o aislamiento experimentados por
el sujeto, autoestima social, ansiedad ante situaciones sexuales
normalizadas, distorsiones cognitivas, impulsividad, agresividad,
disposición al cambio terapéutico, alcoholismo, abuso de sustancias y
empatía. En una segunda fase se seleccionaron autoinformes ya existentes
que midieran estas variables y se hizo una primera aplicación a agresores
sexuales de esta batería de pruebas. De este estudio piloto se extrajeron los
ítems que tenían un comportamiento más adecuado y que constituyen el
EPAS en su forma definitiva.
La versión actual de la escala se compone de dos partes. La primera
agrupa 117 ítems correspondientes a las diversas variables terapéuticas
consideradas, con excepción de la empatía. La segunda parte evalúa la
empatía o capacidad de un sujeto para sentirse emocionalmente afectado
por el sufrimiento de otras personas (especialmente de sus propias
víctimas). Esta subescala de empatía adopta dos formas diferentes
dependiendo de la edad de la víctima. La EPAS‑A, compuesta por 112 ítems
para los abusadores de menores, y la EPAS‑V, con 118 ítems, para los
agresores de mujeres adultas.
Asimismo, se ha creado un instrumento específico para la evaluación
del cambio dentro del programa de intervención para penados por delitos
relativos a la pornografía infantil Fuera de la Red (Herrero, Negredo, Lila,
García, Pedrón y Terreros, 2015). En este caso los autores del programa
optaron por adaptar la escala SGAS a los objetivos de la intervención y a
las características de los usuarios de materiales abusivos.
6.8. Conclusiones
En el campo de la evaluación de agresores sexuales, el área que se ha
desarrollado más intensamente es la de la evaluación del riesgo de
reincidencia. Es aquí donde los profesionales pueden encontrar
instrumentos mejor construidos y comercializados para su uso. Los métodos
cognitivos son un campo prometedor para la evaluación del interés sexual
hacia menores, y probablemente permitan superar problemas de
deseabilidad social que con otras técnicas son muy difíciles de solucionar.
Sin embargo, los autoinformes se han visto relegados al ámbito de la
investigación, y su uso con propósitos clínicos o forenses está lastrado por
la ausencia de estudios con población española y de baremos adecuados.
Actualmente se trabaja en avances metodológicos que ayudan a
contemplar el futuro con optimismo. En el campo de la evaluación del
interés sexual hacia menores, se han desarrollado baterías que combinan
varias de estas técnicas. Una es el perfil explícito e implícito de interés
sexual (Explicit and Implicit Sexual Interest profile, EISIP; Banse et al.
2010). Se trata de una batería de multimétodo que incluye medidas directas
e indirectas de preferencias de madurez sexual. La medida directa es un
autoinforme de 40 ítems dicotómicos, el cuestionario de intereses sexuales
explícitos. La primera medida indirecta es una tarea computarizada de
tiempo de visualización que evalúa interés sexual hacia estímulos
masculinos o femeninos (imágenes simuladas por ordenador) en distintos
grados de madurez (tres grupos de prepúberes, adolescentes, y adultos).
Adicionalmente, el EISIP contiene tres TAI, con las categorías objetivo
hombre vs. mujer, chica vs. mujer y chico vs. hombre, y las categorías de
atributo sexualmente excitante vs. no excitante. El instrumento ofrece una
puntuación para cada uno de los métodos que incluye y un índice total de
preferencia sexual desviada.
También se han desarrollado instrumentos heteroaplicados, en los que el
evaluador puntúa la presencia de una serie de ítems que se asocian con el
interés pedófilo. Por ejemplo, la escala revisada de cribado para intereses
pedófilos (Revised Screening Scale for Pedophilic Interest, SSPI‑2). Seto y
Lalumière (2001) desarrollaron la primera versión del SSPI para su uso
clínico en situaciones en las que no era posible recurrir a otras medidas
objetivas como la falometría. La escala está compuesta por cuatro correlatos
sólidos de la respuesta falométrica indicativa de pedofilia. Los ítems son
tener una víctima masculina, tener múltiples víctimas infantiles, tener una
víctima infantil por debajo de los doce años y tener víctimas infantiles
extrafamiliares. Cada ítem se valora como presente o ausente.
Recientemente, Seto et al. (2015) han revisado la escala y han propuesto la
inclusión de un nuevo ítem, uso de pornografía infantil, que mejora
significativamente su capacidad diagnóstica.
En definitiva, se trata de un campo aún en desarrollo. La adaptación al
castellano de las guías de valoración estructurada del riesgo ha supuesto un
avance muy significativo para el desempeño de los profesionales de habla
hispana. No obstante, el rango de instrumentos específicos para agresores
sexuales disponibles hoy en día sigue siendo limitado.
7
Tratamiento
7.1. Introducción
El principal motivo para tratar a los agresores sexuales es evitar que se
repita el profundo daño psicológico y físico que sufren sus víctimas. Esto,
quizás, se hace aún más imperativo en el caso de los menores. Una sociedad
moderna debe destinar los recursos necesarios a implantar y evaluar
intervenciones basadas en la evidencia que reduzcan la reincidencia sexual.
Esta necesidad se ha plasmado en distintas regulaciones nacionales y
europeas. Como punto de partida, la Constitución española señala en su
artículo 25.2 que “las penas privativas de libertad y las medidas de
seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no
podrán consistir en trabajos forzados”. Por lo tanto, el paso por un centro
penitenciario, ha de tener como objetivo último el tratamiento del interno.
Aunque la Constitución habla de penas privativas de libertad, se puede
afirmar lo mismo de las medidas alternativas que se aplican en el marco de
una suspensión de condena. Si se desciende a normas más específicas, el
Reglamento Penitenciario señala en su artículo 116.4 que “la
Administración Penitenciaria podrá realizar programas específicos de
tratamiento para internos condenados por delitos contra la libertad sexual a
tenor de su diagnóstico previo”. Por lo tanto, la posibilidad de implantar
programas de intervención con agresores sexuales en los centros
penitenciarios está recogida explícitamente en la legislación española.
A nivel europeo, existen dos documentos que indican la necesidad de
desarrollar intervenciones con agresores, tanto de mujeres adultas como de
menores. El Convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha
contra la violencia hacia las mujeres y la violencia doméstica (también
conocido como Convenio de Estambul) establece en su artículo 16.2 que
“las Partes tomarán medidas legislativas u otras necesarias para crear o
apoyar programas de tratamiento dirigidos a prevenir la reincidencia de los
autores de delitos, en particular los autores de delitos de carácter sexual”.
En términos similares, el Convenio del Consejo de Europa para la
protección de los niños contra la explotación y el abuso sexual (Convenio
de Lanzarote) establece en su artículo 15.1 que “cada Parte garantizará o
promoverá, de conformidad con su derecho interno, programas o medidas
de intervención eficaces para las personas a que hacen referencia los
apartados 1 y 2 del artículo 16, con vistas a prevenir y minimizar los riesgos
de reincidencia en delitos de carácter sexual contra niños”. El artículo 16 de
ese convenio, en sus puntos 1 y 2, define quiénes son los destinatarios de
estos programas de intervención. En concreto, hace referencia a personas
sujetas a procedimiento penal (por ejemplo, un preso preventivo o en
libertad provisional) o penadas por cualquiera de los delitos tipificados con
arreglo a ese convenio. Los comportamientos que el convenio señala que
han de ser considerados delictivos son, entre otros, el abuso sexual de
menores y la producción, tenencia, acceso o difusión de pornografía
infantil.
En definitiva, el tratamiento de los agresores sexuales está fuertemente
respaldado por distintas normas legales. El desarrollo de estos programas en
España responde a las obligaciones de un país europeo moderno. ¿En qué
consisten estas intervenciones?
7.2. Principios y características generales de los programas de
intervención
Las intervenciones con agresores sexuales comparten con los programas
dirigidos a otros colectivos de delincuentes las características que definen a
un tratamiento rehabilitador efectivo. En términos generales, el trabajo
psicológico con delincuentes se dirige a modificar aquellos factores que se
asume han propiciado el comportamiento antisocial de los participantes.
Andrews y Bonta (2010) denominan a estos factores “necesidades
criminógenas”. Algunas de ellas tienen carácter estático y no son
modificables (por ejemplo, las referentes a la historia del individuo) pero
otras tiene un carácter dinámico y, por lo tanto, constituyen objetivos
apropiados de tratamiento.
Los autores establecen tres principios básicos (el denominado modelo
RNR) que ha de cumplir un programa de tratamiento efectivo para
delincuentes. El principio de riesgo parte de que para administrar a los
delincuentes una intervención apropiada es necesario evaluar previamente
su nivel de riesgo de reincidencia. Aquellos delincuentes con alto nivel de
riesgo deben recibir un tratamiento más intensivo. Individuos con niveles de
riesgo más bajos deberían ser objeto de intervenciones menos intensas. El
principio de necesidad indica que el tratamiento efectivo ha de centrarse en
aquellas necesidades criminógenas asociadas con el comportamiento
delictivo, y no orientarse a otros objetivos que pueden no influir en la
conducta antisocial. En definitiva, aquí los autores establecen que las
intervenciones han de basarse en la evidencia y no en el mero sentido
común. Por ejemplo, puede parecer apropiado que un programa aborde los
síntomas depresivos, pero si no existe una evidencia que asocie depresión
con delincuencia, no se está cumpliendo con el principio de necesidad. Por
último, el principio de receptividad establece que los tratamientos efectivos
deben adaptarse a las características de los delincuentes. Esto implica tener
en cuenta cuestiones como el bajo nivel intelectual, la falta de motivación,
el contenido del programa de tratamiento, la metodología para aplicarlo o el
estilo del terapeuta.
Hanson, Bourgon y Hodgson (2009) analizaron 23 estudios de
tratamiento de agresores sexuales. La efectividad de los programas (en
términos de reducción de reincidencia en comparación con grupos control
no tratados) aumentaba en la medida en la que seguían los principios del
modelo RNR. Por lo tanto, parece apropiado que el trabajo con agresores
sexuales se guíe por los mismos principios generales que el tratamiento de
otros grupos de delincuentes.
Las sociedades científicas han elaborado algunos principios más
específicos que, en opinión de la comunidad de profesionales, han de regir
las intervenciones dirigidas a agresores sexuales. La Asociación
Internacional para el Tratamiento de Agresores Sexuales (IATSO) ha
establecido dieciséis principios que consideran han de ser los estándares de
la atención a agresores. En ellos resaltan aspectos del tratamiento como su
carácter respetuoso con los derechos humanos, la conveniencia de que sea
voluntario y su inevitable vinculación con procedimientos judiciales.
Con respecto a los profesionales, destaca la necesidad de formación
específica, actualización y práctica basada en la evidencia. También resaltan
que, en los casos en los que el paciente presente un trastorno psiquiátrico o
cualquier otro tipo de alteración relevante para explicar su conducta, este
trastorno habrá de ser abordado prioritariamente. El último principio
establece que los profesionales que trabajen con agresores sexuales han de
ser capaces de verlos con dignidad y respeto. Si esto no es así, el proceder
más ético es derivar al participante a otro profesional. Esta última idea es
especialmente importante a la hora de abordar la cuestión del tratamiento y
se analizará en este capítulo. Es necesario resaltar que no todos los
profesionales son adecuados para trabajar con agresores sexuales. Esto
seguramente es cierto para otros colectivos, pero en este caso tan extremo
resulta especialmente relevante. Las características del terapeuta y su
actitud ante los usuarios son cuestiones de receptividad de primer orden, y
afectan seriamente al resultado del tratamiento.
La Asociación para el Tratamiento de Agresores Sexuales (ATSA)
establece que el objetivo del tratamiento específico de estos hombres es
prevenir la repetición del comportamiento sexualmente agresivo o abusivo,
ayudando a los agresores con riesgo de reincidencia a conseguir distintos
objetivos terapéuticos. El primer objetivo es manejar de forma efectiva los
factores que contribuyen al comportamiento sexual abusivo. El siguiente
objetivo es desarrollar fortalezas y competencias para abordar sus
necesidades. La tercera meta consiste en identificar y cambiar
pensamientos, sentimientos y conductas que pueden contribuir a la agresión
sexual. Por último, el tratamiento ha de ayudar a establecer y mantener
vidas prosociales y con un significado.
La ATSA establece cinco principios que han de guiar el tratamiento. Su
contenido va en una dirección similar a los de la IATSO. El primer
principio establece que los resultados y el beneficio social de la
intervención son mayores cuando esta está basada en la investigación
empírica. El segundo principio se centra en la seguridad de la sociedad y los
derechos de las víctimas. Son consideraciones primordiales cuando se
desarrollan procedimientos para la evaluación y tratamiento de agresores.
El tercer principio profundiza en el significado del tratamiento. Un
programa no es simplemente completar de manera superficial una serie de
ejercicios. El proceso de cambio pasa por establecer un estilo de vida
prosocial y enseñar a los agresores a afrontar de manera efectiva los
factores que conducen a la violencia sexual. El cuarto principio señala que
la práctica profesional debe tener en cuenta las diferencias individuales de
los agresores en áreas como la edad, el género, la cultura, la salud mental, el
funcionamiento cognitivo, las necesidades de tratamiento y el riesgo de
reincidencia. Por último, la ATSA resalta la necesidad de implementar los
programas de forma apropiada, garantizando la formación teórica y práctica
de los terapeutas, así como su supervisión.
En resumen, el tratamiento de agresores sexuales ha de centrarse en la
modificación de aquellos factores que la investigación empírica señala
como relevantes, adaptándose a las características de estos hombres, con el
objetivo de conseguir un cambio profundo y estable que reduzca el riesgo
de reincidencia. Este trabajo se realiza principalmente en contextos
penitenciarios (tanto en las prisiones como en los servicios de gestión de
penas y medidas alternativas), así como en centros de internamiento para
menores infractores. La mayoría de estos tratamientos tienen características
comunes.
Una primera característica es que, desde el punto de vista teórico, se
trata de terapias con una orientación cognitivo-conductual. Esto significa
que el tratamiento está orientado a modificar formas de pensamiento
desadaptativas y a proporcionar a los participantes repertorios de conducta
adecuados. Aun así, en los últimos años, una orientación más humanista se
ha ido abriendo paso en esta área de intervención. Actualmente conviven
dos grandes orientaciones en el tratamiento de los agresores sexuales: el
modelo de prevención de recaídas (basado en el concepto de riesgo) y el
modelo de las buenas vidas (basado en el concepto de fortaleza).
La prevención de recaídas es una estrategia aplicada derivada
directamente del modelo RNR y su uso en los programas de tratamiento de
delincuentes es generalizado. Se trata de una estrategia para el
mantenimiento de los cambios terapéuticos importada del mundo del
tratamiento de las drogodependencias (Ward, Polaschek y Beech, 2006). La
asunción básica de este modelo es que existe un proceso predecible y más o
menos lineal por el que un sujeto reincide en una agresión sexual. El
modelo pone especial énfasis en aquellos factores de riesgo (situaciones,
pensamientos, emociones y estímulos) que constituyen un antecedente de
un posible fallo y de una recaída (reincidencia). Se entrena al usuario en
técnicas para su afrontamiento o evitación. Se trata, por lo tanto, de una
perspectiva que asume la reincidencia como un fenómeno probable,
centrado en qué situaciones o eventos evitar.
El modelo de las buenas vidas o Good Lives Model (GLM, en sus siglas
en inglés) es un abordaje de la rehabilitación de delincuentes basado en sus
fortalezas. Parte de la premisa de que es preciso construir capacidades y
fortalezas de cara a reducir el riesgo de reincidencia (Ward y Gannon,
2006). De acuerdo con el GLM, las personas delinquen porque están
intentando conseguir o conservar algún aspecto valioso de sus vidas. Por lo
tanto, la delincuencia es el producto del deseo por algo que es
inherentemente humano o normal. Desafortunadamente, el deseo u objetivo
se manifiesta a través de conductas antisociales o dañinas para otros, debido
al rango de debilidades en el delincuente o en su entorno. Estos déficits
impiden que el delincuente consiga sus objetivos de una forma prosocial, y
requieren que lo haga a través de medios inadecuados.
La intervención ha de verse como una actividad que debería añadir
recursos al repertorio de funcionamiento personal de los participantes, en
lugar de ser simplemente una actividad que elimina problemas, como si
pasar la vida restringiendo actividades o evitando situaciones fuera la única
forma de no delinquir. Los esfuerzos de rehabilitación deberían equipar a
los delincuentes con los conocimientos, habilidades, oportunidades y
recursos necesarios para satisfacer sus objetivos vitales de formas que no
dañen a los demás. Es también un modelo que enfatiza la autonomía e
iniciativa del delincuente a la hora de buscar activamente estrategias para
cubrir sus necesidades. Las necesidades o bienes principales que contempla
el modelo son la vida y la salud, el conocimiento relativo a las cosas
importantes para la persona, la excelencia en el juego, el ocio y el trabajo.
También contempla objetivos como la autonomía, la paz interior y la
vinculación con otros en una comunidad. Por último, incluye la
espiritualidad, el placer y la creatividad.
El GLM, por lo tanto, se orienta no solamente a reducir la reincidencia,
sino también a promover el bienestar y un sentido en la vida de los
delincuentes. Los programas existentes o bien se decantan por una
orientación concreta o (como sucede con los más recientes) combinan el
GLM con la prevención de recaídas.
Una segunda característica común de los programas es que son
intervenciones largas e intensas. Los manuales de los programas suelen
recomendar realizar varias sesiones semanales, aunque esto se ha de
compatibilizar con la realidad de los recursos humanos de las instituciones
que se encargan de aplicarlos. De cualquier forma, una menor frecuencia de
sesiones se suple con una mayor duración del programa. Buena parte de la
intensidad de estas actividades no se deriva de su frecuencia temporal, sino
de la profundidad y alcance personal del trabajo terapéutico. Aunque tengan
también un componente educativo, los programas fomentan que los
contenidos tratados se lleven a la esfera personal de los participantes. La
combinación entre el carácter traumático de algunas autobiografías, las
características de personalidad y la inestabilidad emocional de algunos
participantes, la capacidad de movilización de emociones de algunas
actividades del programa y la crudeza del propio fenómeno de la violencia
sexual se combinan para producir sesiones de terapia que pueden ser muy
duras e intensas.
En tercer lugar, adoptan la forma de programas terapéuticos. Esto
supone que se ofrece a los participantes un paquete de intervenciones igual
para todos ellos. La individualización del trabajo es tarea del profesional,
que ha de intentar dirigir mayor atención en cada fase del programa a
aquellos participantes que más la necesiten.
En cuarto lugar, estos programas están organizados en módulos
temáticos que definen el aspecto psicológico que se aborda en esa fase del
proceso. Por último, estos programas están recogidos en manuales editados
por la institución encargada de su implementación, lo que permite
garantizar un alto grado de integridad en su desarrollo.
7.3. ¿Terapia individual o grupal?
Existe un cierto debate acerca de la utilidad de usar un formato de
tratamiento grupal con agresores sexuales. Emplear paquetes terapéuticos
estandarizados para todos los participantes supone inevitablemente un
problema para la individualización de los contenidos, pero a la vez ofrece
una serie de ventajas. Por una parte, el uso de grupos permite llegar a una
población mayor de usuarios. Dado que estos programas se desarrollan
principalmente en instituciones públicas, esto supone maximizar los
recursos disponibles. Junto a esto, hay que destacar que el tratamiento de
los agresores es parte de las políticas públicas que desarrollan las distintas
administraciones implicadas en el tratamiento de delincuentes.
La efectividad de una actividad desarrollada por una administración ha
de ser adecuadamente evaluada. Para poder desarrollar una evaluación
rigurosa de los programas con agresores, es preciso que se garantice una
adecuada estandarización de las intervenciones y que se preserve la
integridad del programa en los distintos centros que lo desarrollan (por
ejemplo, los centros penitenciarios donde está implementado). Esto permite
combinar datos de forma más rigurosa y extraer conclusiones sobre la
efectividad global del programa. Por lo tanto, los programas grupales son
una forma de optimizar y evaluar adecuadamente el uso que se hace de los
recursos públicos dedicados al tratamiento de agresores sexuales.
Pero desde el punto de vista terapéutico también el grupo tiene un papel
positivo en el proceso de intervención. Las dinámicas que se generan en el
grupo de terapia son herramientas para el tratamiento que son muy difíciles
de reproducir en un contexto individual. Marshall y Burton (2010) señalan
cómo el grado de cohesión (el grado en el que los participantes se apoyan
unos a otros durante la terapia) y expresividad (en qué medida participan y
expresan sus emociones los participantes) son predictores del éxito
terapéutico. Ware, Mann y Wakeling (2009) señalan cómo el tratamiento
grupal fomenta procesos de aprendizaje positivos para el tratamiento. Por
una parte, la intervención grupal es una ocasión en la que practicar
competencias sociales que se trabajan durante la terapia. También es una
fuente de retroalimentación positiva, apoyo, aprendizaje vicario, reflexión
conjunta y confrontación.
Con respecto al aprendizaje vicario, cuando un participante se implica
de forma positiva y obtiene un beneficio terapéutico por ello, el resto de
miembros del grupo ven los resultados de una implicación activa en el
tratamiento. Los grupos suponen también una oportunidad de expresión
emocional para los generan tanto rechazo como los agresores sexuales. Este
espacio único de expresión y el bienestar que genera (especialmente en un
entorno tan difícil como un centro penitenciario) puede constituir el primer
beneficio terapéutico de los participantes y abre la posibilidad a cambios
más profundos.
Evidentemente, el uso de intervenciones individuales permite ajustar la
intervención a las características del agresor, y conseguir una mayor
adherencia a los principios de necesidad y receptividad del modelo RNR.
Recientemente, Schmucker y Lösel (2015) han señalado que los programas
que incluyen componentes individuales obtienen mejores resultados que los
exclusivamente grupales. Por lo tanto, es probable que la mejor opción sea
combinar ambas opciones. Pero es importante resaltar que el grupo
terapéutico es un escenario de intervención con un valor inherente, no un
sucedáneo de la intervención individual.
7.4. Habilidades terapéuticas
Los delincuentes sexuales suponen un desafío importante para las
habilidades de cualquier terapeuta. Obstáculos como la negación de la
responsabilidad delictiva, las distorsiones cognitivas o los rasgos
antisociales de personalidad demandan del profesional estrategias que no
pueden importarse fácilmente del campo de la intervención clínica con
población general. La capacidad del profesional para manejar correctamente
estas dificultades parece asociarse con un mejor resultado del tratamiento.
Marshall y Burton (2010) resaltan la importancia de las características del
terapeuta en la intervención con agresores. Para estos autores, el peso de
cómo desarrolla el tratamiento el profesional es significativamente mayor
con delincuentes sexuales que con otras poblaciones. Algunas
características del profesional que se asocian con mayor éxito terapéutico
son que sea empático, respetuoso, amistoso, reforzante y directivo
(Drapeau, 2005). También que muestre interés por los participantes y
buenas habilidades de comunicación. Asimismo, valoran que afronte
apropiadamente las frustraciones y dificultades del grupo e invierta el
tiempo adecuado en cada tema.
Aunque este planteamiento parezca muy lógico, los agresores sexuales
ponen a prueba las habilidades del terapeuta. Su negación de la
responsabilidad en los delitos sexuales puede ser inflexible y sus reacciones
defensivas en terapia muy intensas. Aquellos con rasgos antisociales más
intensos pueden mostrarse fríos e insensibles ante el sufrimiento de sus
víctimas o intentar fingir sentimientos empáticos nada genuinos. Ante estos
obstáculos, los autores coinciden en que el estilo del terapeuta no puede ser
agresivo ni confrontacional (Marshall, Anderson y Fernández, 1999). Frente
a esto se propone un abordaje positivo de las dificultades, especialmente de
los pensamientos autoexculpatorios. Las preguntas y contenidos que el
profesional introduzca en el grupo deben ser desafiantes para los usuarios,
pero no una confrontación agresiva entre los hechos y su versión.
El uso de un estilo no confrontacional basado en el apoyo parece ser
más apropiado para esta población. Esto implica reforzar verbalmente las
características positivas de los usuarios y su capacidad para cambiar y
mejorar. A la vez, sus conductas inadecuadas son definidas como una parte
de su personalidad que no les define enteramente como seres humanos, y
que pueden aprender a controlar. Ante la negación de la agresión y de otros
factores asociados, el profesional puede resaltar que negar haber hecho algo
inadecuado es una reacción humana normal, pero que ese tipo de
pensamientos son un obstáculo para el cambio y el desarrollo del programa.
Es también útil empatizar con la dificultad de admitir ciertas conductas y
reforzar el esfuerzo que están realizando en el tratamiento.
En definitiva, un terapeuta de agresores sexuales ha de ser una persona
con una fuerte capacidad para aceptar a sus usuarios sin juzgarlos desde
criterios morales. Evidentemente, aceptar y comprender no significa
justificar. Pero solo desde la capacidad para mirar el mundo desde su
perspectiva es posible fomentar un cambio positivo. Es conveniente que el
profesional sea consciente de las emociones que los participantes le
suscitan. Algunos agresores pueden generar fuertes sentimientos de rechazo
o incluso miedo. Estas emociones no deben interferir con el programa y el
profesional ha de aceptarlas como normales. Si un terapeuta experimenta un
rechazo muy intenso ante estos hombres que interfiere con el programa, ha
de replantearse si es adecuado que trabaje en esta área.
7.5. Programas de prevención en la comunidad: el Proyecto
Dunkelfeld
En el año 2005, se presentó oficialmente en Alemania el Proyecto de
Prevención Dunkelfeld. Su objetivo es prevenir el abuso sexual de menores
mediante el tratamiento comunitario de hombres que se sienten atraídos
sexualmente hacia niños. Estos hombres son conscientes del peligro
inherente a su preferencias sexuales y buscan ayuda para manejar su
conducta. Algunos de estos hombres ya han cometido un delito sexual con
un menor, pero no han sido detectados por las autoridades. Otros, por el
contrario, no han llegado nunca a actuar guiados por sus intereses sexuales.
El término alemán Dunkelfeld significa literalmente “campo oscuro” y hace
referencia a casos no detectados en cualquier contexto. El proyecto
proporciona tratamiento a aquellos hombres que se sienten atraídos por los
menores, pero que caen dentro de ese campo oscuro de casos no detectados.
Su objetivo general es prevenir el abuso sexual de menores y el uso de
pornografía infantil ofreciendo ayuda a un colectivo de pedófilos que no ha
sido tradicionalmente objeto de intervención. Por lo tanto, este programa se
dirige a hombres que viven en la comunidad, que se encuentran angustiados
por su preferencia sexual hacia los menores y buscan ayuda para manejar
mejor su sexualidad. Pueden temer cometer un abuso sexual con un menor,
o reincidir en este tipo de conductas si ya lo han realizado. Por último, las
personas objeto del programa no se encuentran afectados por ningún
proceso penal relativo al abuso sexual de menores. Desde un punto de vista
psicopatológico deben cumplir con criterios DSM para la pedofilia
(exclusiva o no exclusiva).
El Proyecto Dunkelfeld se materializa en un programa específico de
tratamiento, el Berlin Dissexuality Therapy Program (BEDIT, Institute of
Sexology and Sexual Medicine, 2013). Se plantea varios objetivos
generales. Por una parte, busca incrementar la motivación, la autoeficacia y
la autoobservación. También se persigue mediante la terapia reducir la
activación sexual y el afrontamiento sexualizado de las emociones,
entrenando a los participantes en estrategias de afrontamiento adecuadas.
Otros objetivos son aumentar la autorregulación emocional y sexual,
combatir las actitudes que apoyan el abuso de menores, aumentar la
empatía hacia los menores objeto de abuso y desarrollar estrategias de
prevención de recaídas.
La estructura general del programa se recoge en el cuadro 7.1. Se
compone de trece módulos, con una orientación cognitivo-conductual.
El módulo 1, psicoeducación, se centra en proporcionar información de
partida a los participantes acerca del programa, la sexualidad, la naturaleza
de sus preferencias pedófilas y las expectativas realistas de cambio. Supone
un primer contacto con el terapeuta y con el grupo, lo que permite iniciar un
proceso de ventilación de emociones y reducción de la ansiedad. Por
último, se informa a los participantes de las posibles opciones de
tratamiento médico que pueden acompañar a la intervención
psicoterapéutica. Se trata principalmente de un módulo informativo, menos
estructurado que los siguientes.
El módulo 2a, aceptación, busca fomentar una comprensión
biopsicosocial de la pedofilia. Los participantes han de comprender que la
preferencia sexual por los menores es una parte estable de su personalidad
que no va a desaparecer con ninguna intervención. Estos hombres han de
aceptar este hecho con el apoyo del terapeuta. Durante el módulo se
fomenta la idea de que aceptar algo no significa aprobarlo, sino admitir una
realidad contra la que no se puede luchar. El cambio que pueden conseguir
mediante el tratamiento consiste en el desarrollo de controles conductuales
que permitan evitar cometer un delito sexual hacia un menor.
El módulo 2b, motivación, tiene como objetivo reforzar los esfuerzos de
los participantes por cambiar su conducta y afrontar los sentimientos
ambivalentes que puedan presentar. Se exploran las fortalezas y recursos
personales de los que disponen. Con la colaboración del terapeuta, se
desarrollan objetivos realistas para la intervención. En conjunto, se trata de
un módulo de motivación al cambio.
El módulo 3, percepción, aborda la relación entre percepciones,
interpretaciones, emoción y conducta. Se aborda cómo una interpretación
distorsionada del comportamiento de los menores puede fomentar el abuso
sexual. También se entrena a los participantes en habilidades de autocontrol
y análisis racional de los propios pensamientos.
El siguiente módulo, emociones, comienza con una fase educativa
acerca de la naturaleza de las emociones. Después se abordan las relaciones
entre emociones, pensamientos y acciones. Se fomenta en los participantes
la identificación y expresión de emociones, así como la capacidad de
valorar su intensidad. Por último, se practican estrategias para el
afrontamiento de las emociones negativas (por ejemplo, el análisis racional
de los pensamientos que las acompañan).
Tras esto, el módulo 5 aborda las fantasías y conductas sexuales. En
esta fase se busca que los participantes sean conscientes de cómo expresan
ambos fenómenos y del papel que desempeñan en sus vidas. Durante el
módulo se enfatiza el papel de las fantasías en el abuso de menores. Se
destaca que el comportamiento abusivo no ha sucedido de forma fortuita o
impredecible, sino que forma parte de un proceso en el que fantasías,
emociones y conductas se encadenan.
Cuadro 7.1. Programa BEDIT
1. Psicoeducación
2.a. Aceptación
2.b. Motivación
3. Percepción
4. Emociones
5. Fantasías y conductas sexuales
6. Empatía y toma de perspectiva
7. Biografía y esquemas
8. Afrontamiento y solución de problemas
9. Relaciones sociales
10. Intimidad y confianza
11. Planificando el futuro
12. Medidas de protección
El módulo 6, empatía y toma de perspectiva, promueve la habilidad de
sentir y comprender las vivencias de otras personas. Estas habilidades se
aplican al comportamiento sexual de los participantes hacia menores, tanto
en los casos de abuso como en los de uso de pornografía infantil.
El siguiente módulo, biografía y esquemas, busca que los participantes
establezcan un vínculo entre sus vivencias y su forma actual de percibir el
mundo y a sí mismos. Se reflexiona sobre la historia de aprendizajes, el
desarrollo sexual y las experiencias vividas en las relaciones íntimas. De
este análisis, se intentan extraer esquemas básicos de pensamiento y formas
estables de sentir.
En el siguiente módulo, afrontamiento y solución de problemas, se
identifican las estrategias inadecuadas que han utilizado los participantes
para manejar sus emociones negativas. Habitualmente los participantes han
utilizado el sexo como forma de afrontar problemas no sexuales. Se
entrenan formas más funcionales de solucionar problemas. Se trabajan por
ejemplo estrategias racionales (sopesar ventajas e inconvenientes en una
matriz de decisiones), estrategias emocionales (reducir el malestar asociado
a una dificultad de la vida diaria) y técnicas de evitación (como la
distracción).
El módulo 9, relaciones sociales, se centra en la vida social de los
participantes. Se identifican las personas importantes en sus vidas y la
calidad de esas relaciones. Durante las sesiones se abordan los problemas
que surgen en sus relaciones personales y se analizan formas adecuadas de
afrontarlos. En conjunto se persigue aumentar el sentimiento de
autoeficacia en la esfera social.
El siguiente modulo, intimidad y confianza, profundiza en el mundo
social centrándose en las relaciones de mayor intimidad. Se exploran los
sentimientos de soledad que acompañan la ausencia de intimidad. Los
participantes analizan el grado de intimidad que han alcanzado durante sus
vidas. Tras esto, se trabajan habilidades de comunicación, en especial la
transmisión de sentimientos.
El módulo 11, planificando el futuro, está influido por el GLM. Durante
estas sesiones se ayuda a los participantes a desarrollar nuevos objetivos
vitales. Se analizan las formas de afrontamiento de los problemas que han
sido inadecuadas durante su vida y cómo han impedido que se alcancen los
objetivos deseados. También se explora la disonancia entre el yo ideal y el
real. Se procurará durante todo el módulo que los objetivos y las estrategias
sean realistas y sostenibles.
El último módulo, medidas de protección, busca fomentar la idea de que
el abuso de un menor es un proceso que resulta de una cadena de
acontecimientos, pensamientos y emociones que dependen de los
participantes. Esto debe aumentar su sentimiento de control sobre estas
conductas. El ciclo del abuso se puede interrumpir en distintos puntos. A lo
largo de las sesiones se analizan los factores de riesgo propios de cada
participante y se identifican las señales de alarma asociadas (por ejemplo,
abandonar actividades placenteras cuando se experimentan sentimientos
fuertes de tristeza). Por último, se identifican las formas de afrontamiento
más adecuadas para los distintos factores a lo largo del ciclo del abuso.
7.6. Programas de intervención con agresores sexuales
juveniles
Redondo, Pérez, Martínez, Benedicto, Roncero y León (2012), en
colaboración con la Agencia Madrileña para la Reeducación y Reinserción
del Menor Infractor, diseñaron el Programa de tratamiento educativo y
terapéutico para agresores sexuales juveniles que se desarrolla actualmente
en la Comunidad de Madrid. Consta de siete módulos, cada uno con un
mínimo de cinco sesiones de entrenamiento. En total, consta de unas 35
actividades de una duración aproximada de una hora y media. Se divide en
dos fases, una de evaluación y otra de tratamiento. La evaluación inicial
incluye variables personales y sociodemográficas, factores de
vulnerabilidad, un análisis funcional de la conducta delictiva y una
valoración del nivel del riesgo. Se realiza una evaluación pre‑post en la que
se contempla el aprendizaje de los contenidos del programa, el cambio de
actitud respecto al reconocimiento del delito y se aplica la versión juvenil
del EPAS. La estructura general del programa se recoge en el cuadro 7.2.
Cuadro 7.2. Programa de intervención con agresores juveniles de la
Agencia Madrileña para la Reeducación y Reinserción del Menor Infractor
1. Afianzando tu autoestima puedes mejorarte a ti mismo
2. Conocer mejor la sexualidad
3. Aumenta tus habilidades para las relaciones afectivas y sexuales
4. Aprende a no distorsionar y justificar el abuso
5. Autocontrol emocional para evitar conflictos
6. Sentir solidaridad y empatía con las víctimas
7. Prepárate para prevenir que los abusos puedan repetirse
El primer módulo se denomina afianzando tu autoestima puedes
mejorarte a ti mismo. Esta fase de la intervención pretende equilibrar la
autoevaluación que realizan los participantes de sí mismos, así como su
percepción de autoeficacia. En muchos casos, presentarán una autoestima
deficitaria, pero pueden existir casos en los que presenten una visión
exagerada de su propia valía. Mejorar la autoestima es un objetivo
terapéutico en sí mismo, pero el programa lo considera también un requisito
para fomentar una mayor evolución terapéutica en los siguientes módulos
del programa. Se incluyen dinámicas para fomentar el conocimiento y la
cohesión grupal.
En el segundo módulo, conocer mejor la sexualidad, se aborda la
educación sexual y afectiva. La intervención parte de la base de que el
comportamiento sexual ha de ser objeto también de un proceso de
socialización, que se inicia con la transmisión de información adecuada
acerca de los aspectos biopsicosociales de su sexualidad y su afectividad. El
módulo trata el afrontamiento sexual de los problemas que pueden haber
utilizado los participantes como forma de manejar las emociones negativas.
Esta fase del tratamiento busca, en definitiva, no solamente proporcionar
información, sino utilizar este conocimiento como punto de partida para un
análisis personal más profundo acerca del papel del sexo en las vidas de los
participantes.
El siguiente módulo, aumenta tus habilidades para las relaciones
afectivas y sexuales, es básicamente un paquete de habilidades sociales.
Junto con las habilidades prácticas, los autores resaltan la importancia de
trabajar también las cogniciones y actitudes relativas al mundo social que
tienen los participantes. El módulo tiene como objetivos fomentar la
expresión de emociones y afectos, en particular aquellos relativos a los
deseos afectivos y sexuales hacia otra persona.
A continuación se desarrolla el cuarto módulo, aprende a no
distorsionar y justificar el abuso, que trata las distorsiones cognitivas que
mantienen los participantes como forma de justificar, racionalizar o negar
su responsabilidad en la agresión sexual que cometieron. La herramienta
terapéutica básica es la reestructuración cognitiva, a través de la que se
busca que comprendan cómo su forma distorsionada de pensar se vincula
con su conducta abusiva. A partir de esto, se intenta fomentar en los
participantes una forma de pensar más racional.
El siguiente módulo se denomina autocontrol emocional para evitar
conflictos. Aquí se parte de la relación entre emociones negativas extremas
y agresividad sexual. Se dedica especial atención a la relación entre la ira y
la violencia, especialmente la sexual. Como forma de afrontamiento el
programa recurre a las habilidades sociales y asertivas, así como a la
autoobservación de las señales precursoras (situacionales o fisiológicas) de
agresividad y el uso de la relajación. Las estrategias de afrontamiento se
practican durante las sesiones mediante role‑playing.
Después de esto, el programa se centra en la empatía. Sentir solidaridad
y empatía con las víctimas busca proporcionar información a los
participantes acerca de la vivencia de las personas que son objeto de actos
violentos, especialmente en el caso de las personas jóvenes y los niños.
También se aborda el concepto de víctima secundaria, es decir, los
familiares y amigos de la persona que es objeto directo de una agresión. Se
busca también explorar las experiencias de victimización que hayan podido
sufrir los participantes y su influencia en su comportamiento.
El último módulo, prepárate para prevenir que los abusos puedan
repetirse, es, en esencia, una intervención orientada a la consolidación de
los aprendizajes, su generalización al entorno real de los participantes y la
prevención de recaídas. Durante el módulo se exploran los factores de
riesgo personales y ambientales que pueden fomentar un comportamiento
sexual agresivo en ellos. Estos factores se analizan utilizando el marco
general del modelo de prevención de recaídas aplicado a la agresión sexual.
Finalmente, se identifican posibles estrategias de afrontamiento adecuadas
para las distintas fases del proceso.
7.7. Programas de tratamiento penitenciario
La mayoría de los agresores sexuales reciben tratamiento después de ser
condenados a una pena de prisión o en el contexto de una medida
alternativa al encarcelamiento. En este apartado se describen las
intervenciones que están implantadas en el ámbito de la Secretaría General
de Instituciones Penitenciarias (SGIP), que pertenece al Ministerio del
Interior. La Dirección General de Servicios Penitenciarios de la Generalidad
de Cataluña, que tiene asumidas las competencias penitenciarias en el
ámbito de esta comunidad, desarrolla el programa SAC (Sexual Assault
Control). El SAC es una intervención cognitivo-conductual que comparte
muchas características con el Programa para el Control de la Agresión
Sexual (PCAS), gestionado por la SGIP.
7.7.1. El Programa para el Control de la Agresión Sexual (PCAS)
En 2005 se revisó el programa de intervención con delincuentes sexuales
diseñado por Garrido y Beneyto (1996), con el objetivo de actualizarlo a
partir de la experiencia obtenida de su aplicación en varios centros
penitenciarios. El resultado final de esta revisión es el Programa para el
Control de la Agresión Sexual (PCAS, Rivera, Romero, Labrador y
Serrano, 2005), que actualmente se desarrolla en los centros penitenciarios
dependientes de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias.
La evaluación previa de los participantes se realiza mediante la
aplicación del EPAS, así como de un protocolo de datos sociodemográficos.
El EPAS se aplica igualmente al finalizar el programa con el objetivo de
realizar una comparación pre‑post.
El programa tiene un claro corte cognitivo-conductual orientado a la
prevención de recaídas. Parte de una fuerte influencia del modelo de
Marshall y Barbaree, por lo que se entiende la agresión como el resultado
de un proceso evolutivo. El PCAS incluye procedimientos de intervención
diseñados para ayudar al interno a anticipar y enfrentarse a la aparición de
factores que le pueden llevar a iniciar un proceso de recaída. Igualmente se
abordan los antecedentes tempranos que pudieron hacer al agresor más
vulnerable a la conducta sexual coercitiva.
Se pone especial atención en ayudar al delincuente sexual a conseguir
distintos objetivos. Por una parte, a reconocer las decisiones y condiciones
que le sitúan en riesgo de reincidencia. También a planear, desarrollar y
practicar un rango de respuestas de enfrentamiento a las situaciones y
elementos que ha identificado como de alto riesgo. Esto se traduce en el
desarrollo de estrategias para reducir la probabilidad de que un fallo
provoque una recaída. Se busca, asimismo, incrementar su empatía hacia la
víctima y modificar las distorsiones cognitivas que probablemente
facilitarían la futura victimización. Por último, se promueve que los
participantes realicen modificaciones en su estilo de vida diseñadas para
promover una abstinencia continuada.
Dado que este programa intenta cambiar patrones de vida bien
instaurados, modificar el patrón excitatorio de la conducta sexual y las
distorsiones cognitivas, el tratamiento ha de ser intensivo y prolongado. El
manual propone un periodo de nueve a once meses, con una dedicación
ideal de cuatro sesiones semanales de tres horas. A pesar de esta
recomendación, es difícil que un profesional penitenciario pueda dedicar
cuatro días a la semana a un programa específico, por lo que la frecuencia
de sesiones suele ser menor, lo que alarga el programa en el tiempo.
Generalmente, la duración del PCAS oscila entre el año y medio y los dos
años.
Los candidatos a participar en esta terapia lo solicitan de forma
voluntaria. El manual establece distintos requisitos para ser incluido. Desde
el punto de vista temporal, es recomendable que el participante se encuentre
en un momento de cumplimiento de su condena en el que no estén muy
distantes las fechas de una posible progresión a tercer grado. El PCAS es un
programa orientado al afrontamiento efectivo de factores de riesgo que se
encuentran mayoritariamente en la vida en libertad. Trabajar en el plan de
prevención de recaídas de una persona que tardará años en tener contacto
con la comunidad tiene poco sentido y resta efectividad a la terapia.
Otros requisitos son de tipo psicológico, como la ausencia de
psicopatología grave o un CI superior a 80 puntos. Si un agresor presenta
un trastorno mental severo, la prioridad ha de ser su estabilización médica y
su inclusión posterior en las intervenciones para enfermos mentales que
están disponibles en los centros penitenciarios. Existen, asimismo,
programas de atención a internos con baja capacidad intelectual. Un
requisito básico que han de cumplir todos los participantes es tener un nivel
de lectoescritura suficiente para poder realizar los ejercicios del programa.
El PCAS utiliza con frecuencia ejercicios escritos y lectura de textos, por lo
que es imprescindible leer y escribir adecuadamente.
Con respecto a su estructura, se organiza en módulos que abordan
contenidos concretos. El cuadro 7.3 resume los contenidos del PCAS.
El PCAS se divide en dos grandes bloques. El primer bloque se centra
en la toma de conciencia. Incluye aquellos módulos en los que se persigue
que el participante adquiera conceptos psicológicos básicos y comience a
aplicarlos a su propio comportamiento. Esta fase termina con el abordaje de
los mecanismos de defensa, que restan responsabilidad al agresor en su
conducta delictiva. El segundo bloque busca la toma de control.
Principalmente se trabajan mecanismos de afrontamiento, que se integran
progresivamente en el esquema de prevención de recaídas.
El módulo de entrenamiento en relajación consiste en la aplicación
transversal a lo largo del programa de técnicas de relajación. Con esto se
persigue que estas técnicas se vayan adquiriendo de forma progresiva. Al
llegar al módulo B5 (modificación del impulso sexual) es importante que se
manejen de una forma adecuada. Puede contribuir también a la mejora de
las dinámicas grupales de otros módulos. Su uso habitual al finalizar las
sesiones tenderá a favorecer la autoexploración de los propios estados
emocionales. El programa plantea entrenar a los participantes en distintas
técnicas, como respiración, relajación muscular progresiva o relajación
autógena.
Cuadro 7.3. Programa para el Control de la Agresión Sexual
Fase de tratamiento A: toma de conciencia
Planificación del entrenamiento en relajación (A0)
A1. Análisis de la historia personal
A2. Introducción a las distorsiones cognitivas
A3. Conciencia emocional
A4. Comportamientos violentos
A5. Mecanismos de defensa
Fase de tratamiento B: toma de control
B 1. Empatía hacia la víctima
B0. Prevención de la recaída (I)
B01. Proceso de recaída. Decisiones aparentemente irrelevantes
B02. Factores de riesgo y señales para identificarlos
B03. Respuesta de enfrentamiento adaptadas
B2. Distorsiones cognitivas
B3. Estilo de vida positivo
B4. Educación sexual
B5. Modificación del impulso sexual
B0. Prevención de la recaída (II)
B04. Contrato ante el fallo
B05. Efecto de la violación de la abstinencia. Problema de la gratificación inmediata
B06. Matriz de decisiones
El módulo análisis de la historia personal supone el inicio de la
intervención propiamente dicha. El objetivo general que se plantea es
establecer vínculos entre el pasado y el presente en la vida de los
participantes. A la vez, es un momento en el que el terapeuta comienza a
conocer a los participantes y el grupo inicia su proceso de formación.
Durante el inicio del módulo los participantes redactan una serie de
autobiografías que cubren las áreas familiar, social, sexual y delictiva de sus
vidas. Se trata de ejercicios descriptivos, en los que no se busca tanto
profundizar como relatar vivencias. En una segunda fase del módulo los
participantes trabajan para establecer vínculos entre su pasado y quiénes
son en la actualidad. El ejercicio de la autobiografía delictiva es el primer
momento del programa en el que se aborda directamente la agresión sexual.
Es un punto en el que es habitual encontrar distorsiones muy intensas de los
hechos, que el terapeuta abordará más adelante en el programa.
En el módulo introducción a las distorsiones cognitivas, se aborda
cómo el comportamiento está fuertemente influido por los pensamientos e
imágenes mentales que lo antecede. Una distorsión en los procesos
cognitivos conduce, por lo tanto, a comportamientos inadecuados. No se
abordan directamente las emociones y se centra en los procesos cognitivos.
Durante las sesiones se explica a los participantes la importancia de la
interpretación personal de los hechos objetivos y cómo afecta a las
conductas y emociones. Estas formas de interpretar la realidad tienen cierta
estabilidad y constituyen una especie de filtro mental. En muchos casos las
personas muestran errores de interpretación en este filtro. Se les explican
algunos, como el filtraje (se ve solo un elemento de la situación y se
excluye el resto), la polarización (se perciben los hechos de forma
dicotómica) o la sobregeneralización (a partir de un solo elemento se hace
una conclusión generalizada). Este módulo tiene un papel principalmente
introductorio. Las cogniciones y su papel en la agresión se abordan con
mayor profundidad en los módulos dedicados a los mecanismos de defensa
y las distorsiones cognitivas.
El siguiente módulo, dedicado a la conciencia emocional, aborda las
dificultades para identificar, comprender, expresar y manejar emociones que
suelen presentar los agresores sexuales. El objetivo principal es aumentar el
número de emociones que son capaces de reconocer, identificar y percibir.
Se inicia con la introducción del concepto de emoción, que el programa
define como un sentimiento o estado de ánimo que aparece como reacción
ante una situación. El terapeuta propicia que los participantes comprendan
que su vida emocional ha sido muy pobre y que se ha restringido casi
exclusivamente a emociones negativas. También se analiza el carácter
subjetivo de las emociones y su relación con el pensamiento. Por lo tanto,
otras personas pueden sentir cosas diferentes ante una misma situación. La
herramienta básica de esta unidad es la pregunta de discusión.
Frecuentemente se pregunta a los participantes sobre situaciones en las que
han sentido alguna emoción o sobre la definición de emociones concretas.
A medida que se avanza en el módulo se pretende que los internos sean
capaces no solo de identificar emociones, sino también de clasificarlas en
positivas o negativas. También se analiza cómo las emociones pueden tener
distinto grado de intensidad. Por último, se fomenta la identificación de
diferentes aspectos emocionales a partir del análisis de películas. Además,
se abordan las emociones que se les ha permitido expresar durante su vida y
las que no, las emociones que fingen, las que temen y las que desearían
experimentar pero no pueden.
El módulo siguiente se centra en los comportamientos violentos. Esta
fase del programa pretende facilitar la comprensión de que la conducta
violenta responde a unas causas (no es aleatoria), que generan un proceso
que puede ser conocido y prevenido parcial o totalmente. Se inicia el
trabajo con la descripción del proceso por el que aparecen o se generan las
conductas agresivas. Posteriormente, se fomenta la autoobservación
solicitando a los participantes que registren los pensamientos y emociones
presentes en sus episodios de agresividad transcurridos entre las sesiones.
Estos registros sirven para profundizar en el trabajo grupal.
Por último, la fase de toma de conciencia termina con el módulo de
mecanismos de defensa. Estos mecanismos son distintas formas de
negación de la responsabilidad. Los objetivos de esta unidad son aprender
qué es y cómo se utiliza un mecanismo de defensa, enfatizando la
importancia de la sinceridad y honestidad como primer paso para identificar
sus propias excusas o mecanismos con respecto a la agresión sexual.
Inicialmente, se resalta la importancia de la sinceridad para poder seguir
avanzando. Si no se abordan pensamientos, emociones y conductas reales,
no servirá de nada el trabajo realizado.
Este módulo, así como el de empatía con la víctima son probablemente
los momentos más difíciles del programa. La transición entre la fase de
toma de conciencia y la de toma de control supone un paso doloroso para
muchos participantes. Tras unos primeros módulos de carácter educativo y
de crecimiento personal, el programa se centra en la agresión sexual. Los
participantes han de dar un paso claro aceptando su responsabilidad en los
hechos por los que cumplen condena, y tomar conciencia del dolor que han
causado a otras personas. Lo cierto es que, aunque el programa se organice
en módulos, la aceptación de la responsabilidad es algo que se introduce
progresivamente a lo largo del tratamiento y que continúa trabajándose
hasta el final. Los agresores van a responder de forma distinta en esta fase.
Algunos darán el paso desde la negación hasta una mayor aceptación de los
hechos (que rara vez es total). Otros se enquistarán en una negación que
bloquea el esfuerzo terapéutico.
El trabajo comienza con una dinámica en la que describen cómo era su
vida antes de la detención, cómo les detuvieron y la reacción de las
personas importantes en su vida. Posteriormente se explican distintos
mecanismos de defensa, como la negación, la coartada, la culpabilización
de terceros, la minimización del daño, el desprecio a la víctima, o la
negación de la intención de hacer daño. A lo largo del módulo se irán
realizando aproximaciones sucesivas a la descripción detallada del delito,
trabajando para la reducción de los mecanismos de defensa. Es un módulo
con una altísima carga emocional, por lo que las reacciones son frecuentes.
Es en esta fase de la intervención cuando las habilidades terapéuticas
cobran una importancia máxima.
Posteriormente se pasa al módulo de empatía con la víctima. El objetivo
es abordar la falta de reconocimiento del trauma emocional de las víctimas,
fenómeno que habitualmente aparece en los agresores. Las estrategias de
prevención de recaídas tendrán un componente principalmente cognitivo,
pero el módulo de empatía pretende abordar cuestiones de carácter más
emocional. Evidentemente solo se logrará un acercamiento superficial a la
vivencia de la víctima. Los objetivos específicos incluyen conocer y
comprender qué tipo de sensaciones, emociones y pensamientos muestran
las víctimas de agresión sexual, antes, durante y después de las agresiones.
También se persigue que los participantes sean conscientes de que su
agresión sexual también produce víctimas secundarias entre los familiares y
seres queridos de sus víctimas principales. Por último, se busca fomentar
que los participantes aprendan a asumir la responsabilidad de sus actos y de
las consecuencias que estos acarrean a sus víctimas, reconociéndose a ellos
mismos como los únicos causantes del daño.
La prevención de recaídas se desarrolla en dos momentos del segundo
bloque del programa. En un primer punto se realiza una fase de carácter
más educativo, explicándoles a los participantes el esquema clásico de
prevención de recaídas aplicado a la agresión sexual. Durante el desarrollo
del módulo se trabaja para que los agresores identifiquen qué aspectos de su
conducta y de su delito caen dentro de cada uno de los pasos del modelo.
Se presentan además a los participantes las habilidades de
afrontamiento más adaptativas que pueden emplear para los distintos pasos
del ciclo de recaída. Entre las habilidades de afrontamiento destacan:
1. Las medidas desesperadas: se trata de comportamientos
aparentemente absurdos que son sin embargo muy efectivos para
romper con una situación en la que se está muy cerca de la recaída.
Su nombre indica que se trata de un último intento por controlar una
situación de muy alto riesgo. Algunos ejemplos son comenzar a
gritar, arrojarse encima una bebida, hacer sonar el claxon del coche.
En definitiva, permiten romper con la situación al alertar a la posible
víctima o atraer a otras personas.
2. Controles ambientales: se centran en realizar cambios en el entorno
para reducir la probabilidad de recaída. Por ejemplo, se retiran vídeos
o revistas pornográficas de casa, se evita tener alcohol disponible, se
evitan lugares asociados a agresiones (colegios o lugares solitarios).
3. Intervenciones a corto plazo: se usan en situaciones menos drásticas y
proporcionan una solución temporal a un problema. Un ejemplo es
usar “tiempo muerto” en situaciones de ira intensa.
4. Intervenciones cognitivas: la habilidad para detectar pensamientos
irracionales y discutirlos se entrena en el módulo de distorsiones
cognitivas. Aquí simplemente se resalta cómo esta habilidad encaja
en el proceso de recaída.
5. Intervenciones a largo plazo: suponen llevar un estilo de vida
positivo, en el que se prioricen conductas poco compatibles con la
agresión sexual o con los precursores. Estos contenidos se trabajan
más profundamente en el módulo de estilo de vida positivo.
El siguiente módulo es el de distorsiones cognitivas. Consisten en los
procesos de pensamiento que permiten a los agresores negar, minimizar,
justificar y racionalizar su comportamiento. El objetivo de este módulo es
cambiar las distorsiones que mantienen los agresores sexuales en relación
con su delito y estilo de vida criminal. Como objetivos específicos se
plantea que los internos aprendan a distinguir entre pensamientos racionales
e irracionales, identifiquen sus propios pensamientos y sean capaces de
analizarlos de manera más crítica, siguiendo los pasos de la reestructuración
cognitiva. Esto pasa por varias fases, en concreto, la identificación del
diálogo interno, la clasificación de los pensamientos irracionales, el desafío
de estos pensamientos y, finalmente, su sustitución por otros racionales.
Tras esto, el programa pasa a una fase que quizás sea la más cercana a
las propuestas del GLM. Concretamente, el módulo de estilo de vida
positivo busca fomentar una forma de vivir que le proporcione a los
participantes mayor estabilidad y equilibrio, a la vez que les permita utilizar
cualquiera de sus aspectos para prevenir la recaída. Los objetivos concretos
son alcanzar un equilibrio físico y mental, vivir saludablemente, aprender a
organizar el tiempo, encontrar actividades útiles en el tiempo de ocio y
reflexionar sobre la propia escala de valores.
En los dos siguientes módulos se abordan cuestiones específicas del
comportamiento sexual. En el módulo de educación sexual se proporciona
información a los participantes sobre aspectos biológicos y afectivos de la
sexualidad. El módulo de modificación del impulso sexual es más complejo
y difícil de aplicar. Su objetivo general consiste en mejorar la habilidad del
interno para enfrentarse mejor a sus impulsos sexuales desviados. El PCAS
constituye un paquete terapéutico estándar que ha de aplicarse en su
totalidad a todos los participantes, pero en este módulo es fácil encontrar
diferencias en su utilidad, dependiendo de las características de los
participantes. Algunos agresores, como se ha visto en anteriores capítulos,
pueden mostrar un interés sexual desviado, por ejemplo, hacia los menores
o hacia el sexo forzado. En estos casos, aplicar técnicas que permitan
afrontar estos intereses es totalmente pertinente. Otros participantes, cuyas
agresiones han respondido a otros factores, pueden vivir estas técnicas con
extrañeza e implicarse muy poco en su aplicación.
De cualquier manera, el programa propone el uso de sensibilización
encubierta y parada de pensamiento. En la primera técnica, el interno
realiza una jerarquía de distintos comportamientos desviados con los que
puede fantasear. Tras esto, en estado de relajación, deberá aprender a
introducir un estímulo aversivo antes de completar la conducta. Al salir de
esta situación se sentirá de forma positiva y aliviado por haber mantenido el
control. En ese punto puede introducir también una recompensa imaginada.
En el caso de la parada de pensamiento, tras elaborar un listado de
pensamientos desviados, los participantes aprenden a detenerlos mediante
un estímulo potente que para el pensamiento, por ejemplo, una palmada.
La última parte del programa se centra de nuevo en la prevención de
recaídas. Aquí se analiza el problema de la gratificación inmediata y la
toma de decisiones para el futuro. La gratificación inmediata supone tomar
decisiones basándose únicamente en sus consecuencias placenteras
inmediatas. No se reflexiona sobre las consecuencias que a medio plazo
tiene esa conducta para uno mismo o para los demás. Es importante que los
participantes entiendan el poder que el refuerzo inmediato tiene sobre la
conducta humana, y cómo no siempre se toman las decisiones más
racionales. Por último, se entrena la toma de decisiones racional utilizando
una matriz de decisiones, sopesando los pros y los contras de una conducta.
7.7.2. Fuera de la Red
Fuera de la Red (Herrero, Negredo, Lila, García, Pedrón y Terreros, 2015)
es un programa de intervención para usuarios de pornografía infantil en
Internet. Se aplica principalmente en el ámbito de las medidas alternativas,
aunque también se ha implantado en algunos centros penitenciarios. Se
divide en una fase inicial de evaluación y motivación, una fase de
intervención y finalmente un seguimiento. En total, la duración del
programa es de diez meses.
La fase de evaluación y motivación tiene una duración de un mes e
implica tres sesiones individuales y una sesión grupal. Durante esta etapa se
busca fomentar la adherencia de los participantes al tratamiento mediante la
elaboración del Plan Motivacional Individualizado (PMI). El PMI es una
metodología compleja, basada entre otros modelos en el GLM, que busca
promover la motivación de los participantes hacia el tratamiento. Durante el
proceso de elaboración del PMI, que se prolonga durante todo el programa,
los participantes identifican los objetivos personales que quieren cubrir con
el tratamiento. Este proceso se desarrolla con la ayuda del terapeuta
mediante una serie de entrevistas motivacionales. La fase de tratamiento se
compone de ocho módulos terapéuticos que abordan diferentes necesidades
criminógenas asociadas con el uso de pornografía infantil. Por último, los
participantes realizan una sesión individual de seguimiento un mes después
de finalizar la intervención. La estructura de Fuera de la Red se resume en
el cuadro 7.4.
Fuera de la Red está basado en el modelo de prevención de recaídas y
en el GLM. Pretende combinar ambas orientaciones, que son de hecho
complementarias una con la otra. Desde el punto de vista de la prevención
de recaídas, el programa entiende el uso de pornografía infantil como un
proceso motivado por factores de riesgo ante los que el usuario ha de
aprender a reaccionar. A la vez, se persigue que los participantes
identifiquen objetivos vitales satisfactorios y prosociales.
Cuadro 7.4. Fuera de la Red
FASE DE EVALUACIÓN Y MOTIVACIÓN
Fase de tratamiento
Módulo 1. Mi historia personal
Módulo 2. Entendiendo mi conducta
Módulo 3. Emociones positivas
Módulo 4. Mi relación con las imágenes
Sesión individual y grupal de seguimiento del PMI
Módulo 5. Las imágenes son niños reales
Módulo 6. Una nueva intimidad
Módulo 7. Sexualidad positiva
Módulo 8. Fuera de la Red
Fase de seguimiento
Se trata de un programa flexible que sigue el principio de riesgo del
modelo RNR. Para ello, se proporcionan al terapeuta dinámicas optativas
que puede utilizar dependiendo de las características de sus usuarios. En el
desarrollo del programa se tuvo también en cuenta el principio de
necesidad, por lo que los contenidos de los módulos se centran en
necesidades criminógenas relevantes para el uso de contenidos abusivos.
Siguiendo el principio de receptividad, los contenidos del programa se van
personalizando progresivamente mediante el uso de técnicas como el
análisis funcional y el PMI.
Los objetivos terapéuticos del programa son varios. Por una parte, se
persigue como requisito previo facilitar la adherencia y receptividad al
tratamiento por parte de los usuarios mediante un enfoque positivo del
tratamiento. Durante el tratamiento se trabaja para modificar aquellos
factores de riesgo dinámicos que la literatura señala como relevantes para
esta población. Esto pasa por introducir mejoras en el funcionamiento
psicológico de los participantes en aquellos ámbitos relacionados con el uso
de materiales abusivos. Aunque es algo que aparentemente sucede con poca
frecuencia, se busca también reducir el riesgo de una posible escalada
conductual que conduzca al abuso de un menor. En definitiva, el objetivo
último del programa es reducir el nivel de reincidencia de esta población.
El primer módulo, mi historia personal, es básicamente un módulo
autobiográfico en el que se exploran las vivencias tempranas de los
participantes. Está muy influido por la teoría del apego y su relación con la
delincuencia sexual. Se utilizan autobiografías como en el PCAS, aunque la
autobiografía sexual se trasladó al módulo 7. Mediante estos ejercicios se
explora el pasado de los participantes y se buscan vínculos con su vida
actual. Por último, el módulo incluye actividades optativas para aquellos
casos en los que el terapeuta detecte historias de abuso sexual o físico en la
infancia de alguno de sus participantes.
El segundo módulo, entendiendo mi conducta, introduce a los
participantes algunos conceptos básicos acerca de los factores que
determinan el comportamiento humano. Estos contenidos serán útiles para
el desarrollo del resto del programa. Se aborda por ejemplo la relación entre
antecedentes, consecuencias y comportamiento. También la relación entre
pensamiento, emoción y conducta. Estos conocimientos básicos permiten
que los participantes comiencen a elaborar un análisis funcional básico de
su comportamiento delictivo, que se irá trabajando a lo largo de todo el
programa.
El siguiente módulo, emociones positivas, busca mejorar la
autorregulación emocional de los participantes. Se parte de que el fallo en
esta capacidad es un factor que facilita el uso de materiales abusivos, que se
convierten en un mecanismo externo por el cual generar emociones
positivas. Durante el módulo se abordan la naturaleza y función de las
emociones, así como su identificación y expresión. Por último, se trabajan
con los participantes habilidades de afrontamiento como la aceptación
incondicional de las emociones, las autoinstrucciones, la parada de
pensamiento y la distracción.
Tras esto, se pasa al módulo cuarto, mi relación con las imágenes, que
es el primero en el que se aborda directamente el uso de pornografía
infantil. El acercamiento al tema es progresivo, con el objetivo de
minimizar las resistencias. El módulo se inicia con el debate grupal de una
noticia real de la detención de un usuario de pornografía infantil. También
se fomenta la idea de la aceptación incondicional de uno mismo y un
mensaje positivo de cambio futuro. En ejercicios posteriores se analizan las
características de las colecciones de los participantes, en términos del tipo
de materiales que incluían y su estructura en el ordenador de los
participantes. Se utiliza como criterio la escala internacional de
clasificación de materiales abusivos COPINE. También se aborda el papel
que estas imágenes cumplían en la vida de los usuarios y qué tipo de
actividades de la vida real buscaban sustituir. Se proporcionan también
habilidades de diseño ambiental y autoinstrucciones positivas que fomenten
el autocontrol sobre el uso de pornografía.
El siguiente módulo, las imágenes son niños reales, se centra en
empatía y cognición. Utiliza como marco teórico el modelo de inhibidores
de la empatía de Barnett y Mann (2013). Durante las sesiones se
proporciona a los participantes información acerca de las consecuencias del
abuso sexual infantil. Se busca también fomentar la idea de que el proceso
de elaboración de pornografía infantil implica necesariamente el abuso de
un menor, reestructurando pensamientos distorsionados que consideren que
los menores disfrutan de la experiencia abusiva a la que se les somete.
También se trabaja en modificar ideas distorsionadas acerca de la
sexualidad infantil en general. Por último, el módulo incluye actividades
optativas con las que abordar mecanismos de negación que aún puedan
persistir en los usuarios, que son un obstáculo muy relevante para el
desarrollo de las últimas fases del programa.
El módulo 6, una nueva intimidad, es básicamente un módulo de
habilidades sociales y autoestima. Se trabajan mediante role‑playing
distintas competencias sociales. También se abordan los pensamientos
distorsionados de los participantes acerca de ellos mismos y del mundo
social.
El módulo 7, sexualidad positiva, analiza el papel del sexo y las
fantasías sexuales en la vida de los participantes. Es, por lo tanto, una
intervención sobre la preocupación sexual. Se realiza la autobiografía
sexual y se explora el papel de las fantasías sexuales en el uso de
pornografía infantil. El módulo termina entrenando a los participantes en
técnicas con las que afrontar estas fantasías, como la parada de pensamiento
o las autoinstrucciones.
Por último, fuera de la red, es un módulo de prevención de recaídas. Se
le explica a los participantes el modelo básico de la recaída y se aplica al
uso de pornografía infantil. En cada fase del proceso se identifican aquellas
habilidades de afrontamiento más adecuadas. Se introduce también en este
módulo la figura de la persona de apoyo. Se trata de una persona del
entorno cercano del participante, que ha de estar informada de sus
problemas con el uso de pornografía, y que funciona como apoyo externo
ante situaciones de alto riesgo. El módulo termina con una serie de test de
competencia situacional. Se trata de situaciones de riesgo hipotéticas, ante
las que los participantes han de identificar formas adecuadas de
afrontamiento.
7.8. Programas de acompañamiento a la inserción
pospenitenciaria
Tras terminar con el cumplimiento de sus condenas, la situación de muchos
agresores sexuales está plagada de dificultades. Esto es especialmente cierto
para aquellos casos más graves que han pasado por periodos muy
prolongados de encarcelamiento. Es común que su entorno social y familiar
les haya retirado su apoyo, que los matrimonios se hayan roto, que los hijos
hayan crecido sin contacto con un padre del que se avergüenzan o que los
padres hayan envejecido y quizás muerto. Junto a esto, el agresor pasa de
un entorno en el que tiene a su disposición profesionales especializados en
los que puede buscar apoyo, a una realidad externa en la que sus conductas
pasadas y sus dificultades psicológicas son objeto de rechazo social y para
las que no existe una atención especializada comunitaria. En definitiva, para
muchos casos, la salida en libertad es un reto difícil de afrontar y una
situación en la que el riesgo de reincidencia es preocupante.
El programa Círculos de Apoyo y Responsabilidad (cuyo acrónimo
internacional es CoSA) es una intervención comunitaria, basada en la
justicia restaurativa, y orientada a gestionar el riesgo de agresores sexuales
de riesgo medio y alto (Höing, 2014). Está influido por el GLM y busca
potenciar el bienestar individual de los participantes. A través de esto, se
persigue el objetivo último de la reducción de la reincidencia. El programa
CoSA busca la integración social de los agresores sexuales mediante el
apoyo social y la participación comunitaria. El origen de este programa está
en la actuación de asociaciones religiosas que se implicaban en el apoyo
pospenitenciario de agresores sexuales a través de voluntarios.
Posteriormente se ha generalizado a distintos países y cuenta con apoyo
europeo a través del proyecto Circles 4EU. En España, el programa CoSA
está implantado exclusivamente en Cataluña (Nguyen, Frerich, García,
Soler, Redondo-Illescas y Andrés-Pueyo, 2014).
El elemento clave del programa es el círculo, que es un grupo de
técnicos y voluntarios que proporcionan atención y apoyo al agresor que se
encuentra en una situación de semilibertad, libertad condicional o ya en
libertad definitiva. Las personas que componen el círculo contribuyen a la
reinserción social del agresor. Cada círculo se compone del agresor (al que
se denomina miembro central), un círculo interno (formado por voluntarios
formados) y un círculo externo de técnicos. Todos los círculos activos están
coordinados por autoridades administrativas.
La duración aproximada de un círculo son dieciocho meses. Durante ese
tiempo, los voluntarios proporcionan al agresor apoyo emocional, ayuda en
dificultades de la vida diaria y un modelo adecuado de conducta prosocial.
También sirven para contrastar y cuestionar actitudes antisociales y
comportamientos de riesgo. El coordinador del círculo, que generalmente es
un profesional con experiencia en el tratamiento de agresores, sirve como
enlace entre el círculo interno y el círculo externo.
El Departamento de Justicia de la Generalidad de Cataluña ha
implantado este proyecto (denominado CerclesCat) en el ámbito de los
centros penitenciarios que gestiona. Los criterios para que un agresor sexual
participe en CoSA son diversos. Primero, ha de encontrarse próximo a
acceder a una situación de semilibertad. Su riesgo de reincidencia ha de ser
medio o alto y ha de presentar dificultades graves en el ámbito social.
También es preciso que haya participado en el programa específico de
tratamiento que se desarrolla en los centros penitenciarios catalanes. Su
participación es lógicamente voluntaria. Como criterios de exclusión se
manejan la presencia de psicopatía o de rasgos antisociales severos, así
como déficit cognitivos que impidan el seguimiento del programa. Los
voluntarios son seleccionados principalmente por sus habilidades
personales, como la comunicación, la resolución de problemas o el trabajo
en equipo. En Cataluña, cada círculo está compuesto por cinco voluntarios
que han pasado una formación específica y que están en contacto
permanente con un coordinador.
7.9. Evidencia empírica de la efectividad del tratamiento:
certezas, promesas y dificultades
La evaluación de la efectividad del tratamiento de agresores sexuales es
objeto de debate, como casi todo lo que rodea este campo. A lo largo de
este apartado se analizará la evidencia existente, que es contradictoria y está
aún lejos de ser concluyente.
Una primera cuestión que hay que analizar con respecto a los estudios
de efectividad es la metodología que emplean. Idealmente, un estudio que
evidencie la efectividad de un programa debería asignar aleatoriamente a
los participantes a los grupos experimental y control. Es decir, que los
investigadores seleccionarían una muestra de agresores sexuales y los
asignarían siguiendo un procedimiento aleatorio a un grupo en el que
recibirían tratamiento, o a otro en el que no serían objeto de ninguna
intervención. Tras finalizar el programa de tratamiento, al grupo
experimental se le sometería a un periodo de seguimiento y se registraría su
reincidencia. Esta estrategia permite controlar la heterogeneidad de los
participantes y posibles sesgos que existan en la creación de los grupos de
participantes en los estudios. Pese a esta idoneidad metodológica, estos
diseños presentan muchas dificultades para su implementación práctica. Es
muy improbable que una institución decida no tratar a un agresor por
motivos puramente de investigación. De hecho es una decisión éticamente
cuestionable.
Como resultado de esto, la mayoría de los trabajos emplean muestras
incidentales que no presentan estas limitaciones. Estos diseños implican
estudiar a grupos que se han formado de manera natural. Por ejemplo, un
estudio con muestras incidentales haría un seguimiento de aquellos
agresores en un centro penitenciario que han aceptado voluntariamente
completar un tratamiento. El grupo control lo formarían aquellos que han
rechazado realizarlo. De cara a controlar posibles variables extrañas, se
controla la equivalencia de ambas muestras en distintos factores relevantes
que puedan afectar a las tasas de reincidencia (por ejemplo, la edad, el
número de delitos previos, etc.).
La variable dependiente que se emplea en las investigaciones es
también una cuestión relevante. Generalmente, se utiliza la tasa de
reincidencia medida mediante registros oficiales. Esto aporta fiabilidad a
los datos, pero cabe cuestionarse el número de agresores que reinciden y
que no son detectados por las autoridades. Otras evaluaciones, sobre todo
las que se encuentran en una fase inicial, no recurren a datos de
reincidencia, sino que utilizan comparaciones pre‑post en distintos
autoinformes que evalúan objetivos terapéuticos. Se espera que estas
medidas sean sensibles a los cambios inducidos por el tratamiento y la
comparación arroje una diferencia significativa y favorable.
A causa de las dificultades que presentan este tipo de estudios, una
comisión de expertos, el Comité Colaborativo sobre Resultados
(Collaborative Outcome Data Commitee, CODC), elaboró una serie de
criterios metodológicos que ha de seguir un estudio de evaluación de
resultado del tratamiento de agresores sexuales (CODC, 2007). En total se
proponen 21 criterios organizados en siete categorías: control de variables
independientes, expectativas del experimentador, tamaño de la muestra,
sesgo en la asignación a grupos, equivalencia de grupos, variables de
resultado y uso de comparaciones adecuadas. Estos criterios sirven para
diseñar una investigación o para valorar la calidad de un trabajo de cara a
incluirlo en un metaanálisis. Suponen, por lo tanto, un esfuerzo claro por
crear criterios de calidad en la investigación en este campo.
La metodología del metaanálisis ha sido de gran utilidad a la hora de
valorar el impacto de los programas de tratamiento sobre la reincidencia de
los agresores sexuales. En términos generales, los resultados son
contradictorios. En algunos casos son nulos. En otros modestos, pero
positivos.
Algunos trabajos han encontrado resultados favorables a la efectividad
del tratamiento. En el metaanálisis realizado por Hanson, Bourgon, Helmus
y Hodson (2009), se incluyeron 22 estudios, con 3.121 agresores tratados y
3.625 no tratados. Los estudios se evaluaron siguiendo los criterios del
CODC. Cinco de los trabajos presentaban una buena calidad metodológica
y el resto se valoraron como débiles. El periodo medio de seguimiento en
libertad era de 4,7 años. La reincidencia sexual media de los grupos tratados
fue del 10,9% y la de los no tratados del 19,2%. La efectividad de las
intervenciones aumentaba en la medida en la que se ajustaban a los
principios del modelo RNR.
También Schmucker y Lösel (2015) encontraron resultados positivos.
Los autores realizaron un metaanálisis con 29 estudios, que evaluaban la
influencia del tratamiento psicológico en las tasas de reincidencia de
agresores tratados (n = 4.939) y no tratados (n = 5.448). En total, el 10,1%
de los agresores tratados reincidía, frente a un 13,7% de los que no habían
participado en ningún programa. La diferencia entre ambos grupos era de
3,6 puntos porcentuales. En términos relativos, el estudio encontró una
reducción relativa del 26,3% (3,6 es el 26,3% de 13,7). Los programas que
mostraban una mayor efectividad eran los que se realizaban en la
comunidad (en comparación con los programas penitenciarios). Los
agresores que se beneficiaban más de la intervención eran los que
presentaban un riesgo de reincidencia medio o alto. Recientemente, Soldino
y Carbonell-Vayá (2017) analizaron los datos de 17 estudios (n = 6.681). La
reincidencia sexual de los agresores tratados fue del 13,12%, frente al
17,94% de los no tratados. Con todo, este resultado positivo desaparecía
cuando los análisis se restringían a los estudios de mayor calidad
metodológica. Los autores resaltan la evidencia del efecto positivo del
tratamiento en la reincidencia, pero también la necesidad de más
investigación.
Otros trabajos de revisión han llegado a conclusiones menos optimistas.
Dennis, Khan, Ferriter, Huband, Powney y Duggan (2012) realizaron un
metaanálisis centrándose en los estudios que habían utilizado la asignación
aleatoria de los participantes a las condiciones de tratamiento o control. Los
autores identificaron diez estudios (n = 944). No todos los estudios
utilizaban la tasa de reincidencia como variable dependiente. Escogiendo
aquellos que sí lo hacían, los autores no encontraron ningún efecto del
tratamiento conductual o cognitivo-conductual. Paradójicamente, en el caso
de los tratamientos psicodinámicos, la reincidencia de los agresores tratados
era ligeramente mayor que la de los que solamente habían sido sometidos a
supervisión en la comunidad.
Los estudios que se han centrado en la población de abusadores de
menores arrojan resultados menos concluyentes o claramente negativos.
Walton y Chou (2014) revisaron un total de diez estudios sobre el
tratamiento de abusadores de menores, que incluían una muestra total de
2.119 participantes. El 52,1% había recibido tratamiento y el 47,9% no
había sido tratado. En conjunto, reincidían durante el periodo de
seguimiento el 13,9% de los abusadores tratados, frente al 18,6% de los no
tratados. Esto supone una reducción de la reincidencia de 4,7 puntos
porcentuales. En términos relativos, este dato implica una reducción del
25,2% en la reincidencia (4,7 es el 25,2% de 18,6). Con todo, los autores,
utilizando los criterios del CODC, destacaban la debilidad metodológica de
la mayoría de los estudios. Gronnerod, Gronnerod y Grondahl (2015)
realizaron también un metaanálisis con 14 estudios sobre la efectividad de
las intervenciones con abusadores de menores.
En total, el grupo experimental incluía 1.421 hombres y el control a
1.509 participantes. La duración media del tratamiento era de 48 semanas y
el periodo de seguimiento medio fue de 6,8 años. La reincidencia del grupo
tratado fue del 18%, mientras que en el grupo control reincidieron el 20%
de los participantes. Los autores no encontraron un efecto estadísticamente
significativo del tratamiento en la tasa de reincidencia. Al igual que en el
trabajo de Walton y Chou (2014), destacaban la debilidad metodológica de
muchos de los estudios evaluados siguiendo los criterios del CODC.
Recientemente, se ha publicado un informe de evaluación del Programa
para el Tratamiento de Agresores Sexuales (Core Sex Offender Treatment
Programme, SOTP) que se desarrolla en los centros penitenciarios de
Inglaterra y Gales (Mews, Di Bella y Purver, 2017). Los autores estudiaron
una muestra de 2.562 agresores que habían recibido tratamiento y 13.219
agresores no tratados. El periodo medio de seguimiento fue de ocho años.
No encontraron ningún impacto del tratamiento en la reducción de la
reincidencia. De hecho, la reincidencia del grupo de agresores tratados fue
algo mayor tanto en delitos sexuales como de pornografía infantil (10%
frente al 8% de los no tratados).
Otras evaluaciones no se han centrado en la reincidencia como variable
dependiente, sino en indicadores psicométricos de cambio terapéutico.
Redondo, Martínez-Cátena y Luque (2014) estudiaron una muestra de
agresores sexuales de mujeres adultas (n = 117) y abusadores de menores (n
= 71) que habían participado en el programa PCAS desarrollado en los
centros dependientes de la SGIP. A ambos grupos se les aplicó el EPAS
como parte del procedimiento habitual de evaluación del impacto
terapéutico del programa. En el grupo de agresores de mujeres adultas, la
comparación pre‑post arrojó diferencias significativas en todas las
subescalas del EPAS. Esto indicaría una mejora en el rendimiento
psicosocial de los participantes tras completar el tratamiento.
En el caso de los abusadores de menores, se encontraron mejoras en
cinco subescalas (autoestima social, asertividad, impulsividad, agresividad
y soledad). Middleton, Mandeville-Norden y Hayes (2009) utilizaron una
estrategia similar para evaluar el programa de intervención para usuarios de
pornografía infantil que se desarrolla en Reino Unido (Internet Sex
Offender Treatment Program, i‑SOTP). Estudiaron una muestra de 264
penados a los que aplicaron una batería de autoinformes antes y después de
completar el programa. Las comparaciones arrojaron cambios positivos en
áreas como la autoestima, la soledad, el lugar de control o la impulsividad.
No encontraron cambios en el área de la empatía.
El acompañamiento a la inserción pospenitenciaria presenta resultados
muy esperanzadores. Las evaluaciones del programa CoSA, aunque están
en una fase inicial, ofrecen cifras positivas. Nguyen et al. (2014) han
revisado los datos de efectividad disponibles. Los estudios muestran de
forma consistente diferencias significativas entre los grupos de agresores
incluidos en el programa y los grupos control, en periodos de seguimiento
de hasta 55 meses. La reducción de la reincidencia sexual puede alcanzar
hasta el 70%.
7.10. Conclusiones
Desde el mundo académico y profesional de muchos países se está haciendo
un esfuerzo considerable para diseñar, implementar y evaluar
intervenciones adecuadas para los delincuentes sexuales. Por ejemplo,
según el informe más reciente de la SGIP, en el año 2016, el PCAS se llevó
a cabo en 39 centros penitenciarios y participaron 416 internos.
Pese a estos esfuerzos, evaluar la efectividad de las intervenciones
precisa de estudios con mayores garantías metodológicas. Una primera
dificultad es la evidente heterogeneidad de los delincuentes sexuales, que se
traduce en necesidades criminógenas distintas. Desde un punto de vista
metodológico, los estudios de seguimiento son largos y costosos. Es difícil
realizar una asignación aleatoria a los grupos de tratamiento o control por
motivos éticos y de responsabilidad institucional, aunque algunos autores lo
defiendan vehementemente. Las revisiones metaanalíticas destacan de
forma casi unánime la necesidad de incrementar el rigor metodológico de
las investigaciones. Los resultados que indican un efecto positivo del
tratamiento apoyan la conveniencia de seguir interviniendo con los
agresores. Los resultados negativos recuerdan a los profesionales y a las
administraciones la necesidad de evaluar los programas y actualizarlos a la
luz de los nuevos conocimientos disponibles.
Epílogo
¿Cuándo deja un agresor sexual de
serlo?
Los agresores sexuales son un grupo especial de delincuentes. De alguna
forma, la opinión pública y la comunidad científica les perciben como una
categoría natural en lugar de un grupo definido por un código penal. Esto
no sucede con otros perfiles delictivos. No existen revistas especializadas
en investigaciones sobre las características de los atracadores de bancos, ni
sociedades internacionales para el estudio de los traficantes de drogas. Se
considera que las variables que conducen a estos delitos son de una
naturaleza diferente a las que explican el comportamiento de los agresores
sexuales. Estas características son estables en el tiempo, difíciles de
modificar y les convierten en personas vulnerables a reincidir en un nuevo
delito sexual. Esta visión guía tanto políticas públicas como cambios
legislativos y decisiones judiciales y penitenciarias.
En cierta medida, este libro parte de la idea de que los agresores
sexuales tienen características propias que les confieren interés como objeto
de estudio. Ahora bien, en los capítulos anteriores se ha intentado resaltar la
complejidad y heterogeneidad de este fenómeno. Los metaanálisis de
estudios de reincidencia señalan que la mayoría de los agresores no
reinciden sexualmente en periodos de seguimiento que pueden llegar hasta
los 20 años. Cuando cometen un nuevo delito es habitual que no tenga
naturaleza sexual. No parece, por lo tanto, que como población sean
individuos de alto riesgo. Junto a esto, la delincuencia sexual no es un
fenómeno encapsulado e independiente de otras formas de comportamiento
antisocial. Un mismo individuo puede cometer una agresión sexual e
implicarse también en otros delitos. De hecho algunos factores de riesgo
para la delincuencia general, como los rasgos antisociales o el consumo de
sustancias, lo son también para la delincuencia sexual.
Dentro de la población de agresores existen hombres que reinciden
reiteradamente y de forma especializada en delitos sexuales. Muchas de las
afirmaciones que se realizan acerca de los agresores sexuales son
extrapolaciones que se hacen de las características de estos delincuentes
especializados y de alto riesgo. Esto es especialmente cierto en el caso de
los homicidas sexuales. Una parte muy importante de la investigación
científica se ha volcado en el estudio de los factores que explican la
reincidencia sexual. En total, se ha seguido durante años a decenas de miles
de agresores. Los dos grandes predictores de reincidencia son la presencia
de un interés sexual desviado y las tendencias antisociales (rasgos de
personalidad, actitudes en contra de las normas sociales). La combinación
entre estas dos grandes dimensiones delimita a los individuos de alto riesgo.
¿Significa esto que estas dos variables son las que explican la etiología de la
agresión sexual? Si esto fuese así, implicaría que todos los agresores tienen
en cierta medida rasgos antisociales y un interés sexual desviado. ¿Qué
llevaría a unos a reincidir mientras que otros no lo hacen?
La realidad es que se tiene un conocimiento bastante amplio acerca de
los mecanismos que explican la reincidencia, pero se sabe mucho menos
acerca de las variables que conducen a la aparición de la agresión sexual.
Buena parte de las características de los agresores que se han descrito en
este libro proceden de comparaciones transversales entre grupos. Esto
permite afirmar que los agresores se diferencian de otros delincuentes o de
la población general en una serie de rasgos. Pero determinar en qué medida
estas variables propician la aparición de la conducta sexual agresiva
precisaría de estudios longitudinales de grandes cohortes poblacionales.
Siguiendo a un grupo de hombres jóvenes durante periodos prolongados de
tiempo podría estudiarse qué características diferencian a los que cometen
una agresión sexual de aquellos que no lo hacen.
Es posible que los factores que conducen a la aparición de la agresión
sexual sean distintos de los que explican la reincidencia. Los rasgos
antisociales y el interés sexual desviado definirían a aquellos agresores más
persistentes. Estos hombres responden bien al perfil del delincuente con
dificultades psicológicas estables e intensas, que le conducen a un
comportamiento sexualmente agresivo crónico.
La pregunta que da título a este epílogo se cuestiona el carácter
distintivo e inmutable de los agresores sexuales. ¿Una vez que se entra en
este grupo humano se pertenece a él para siempre? Hay motivos para pensar
que existen fuentes de cambio en las personas, incluso en los casos más
graves.
Para la mayoría de los casos de delincuentes sexuales, la agresión es un
hecho único en sus vidas. Aquellos que son denunciados y condenados
afrontan consecuencias muy duras. Junto a largos periodos de
encarcelamiento, sufren la desestructuración de sus familias, la pérdida de
empleos, los problemas económicos y el rechazo de la sociedad en general.
Empezar una nueva vida es complejo. El impacto de esta experiencia, junto
con el carácter situacional de algunos de los factores que pudieron llevar a
la agresión, podría contribuir a que la mayoría de estos agresores no
reincidiera. Es habitual encontrar agresores con trayectorias personales y
estilos de vida muy desorganizados que les hacían vulnerables a cometer
algún tipo de delito violento. Que finalmente este delito fuera una agresión
sexual no responde en muchos casos a una tendencia clara hacia este tipo de
conductas, sino a una combinación entre las muchas vulnerabilidades
personales del agresor y los factores situacionales que se dieron el día de la
agresión. En el caso de los agresores juveniles, parecen ser pocos los que
mantienen su conducta sexual agresiva en la edad adulta. En este caso, muy
probablemente la maduración esté desempeñando un papel clave.
Incluso en los casos de agresores de alto riesgo, el paso del tiempo
puede constituir un factor de protección. Los agresores afrontan una etapa
especialmente difícil durante los primeros años tras su excarcelación. Este
periodo parece ser especialmente estresante para los agresores de alto
riesgo. Hanson et al. (2014) estudiaron una extensa muestra de agresores (n
= 7.740) durante un periodo de seguimiento que, en algunos casos, llegaba
a los 20 años. Los agresores evaluados como de alto riesgo, de acuerdo con
sus puntuaciones en el Static‑99R, mostraban un 22% de reincidencia
durante los primeros cinco años tras su excarcelación. Cuando alcanzaban
los 10 años en libertad, la tasa de reincidencia descendía al 4,2%. Por lo
tanto, el paso del tiempo parece ser una variable que se asocia con una
reducción significativa en el riesgo de reincidencia. Cuando alguien logra
superar los primeros años en libertad sin reincidir, probablemente haya
logrado adaptarse a su nueva vida de forma adecuada, desarrollando
mecanismos de protección que le mantienen lejos de conductas agresivas.
En términos del GLM, estos hombres habrían conseguido cubrir sus bienes
primarios por vías socializadas y vivirían vidas más plenas y satisfactorias.
Otra fuente de cambio es el tratamiento. En el capítulo anterior se han
revisado las características de los programas de intervención y la evidencia
disponible acerca de su efectividad. Los resultados son contradictorios, y
cuando se encuentra evidencia de un efecto positivo del tratamiento su
alcance es modesto. Evidentemente esta es una valoración cuantitativa y
global sobre el efecto del tratamiento. La experiencia de trabajar como
terapeuta en un programa de agresores abre una ventana privilegiada a la
naturaleza humana que permite ser optimista con respecto al futuro de estas
intervenciones. Pese a las innumerables dificultades y frustraciones que los
profesionales encuentran en estos grupos, el avance terapéutico de muchos
de sus participantes es innegable. El desarrollo del tratamiento permite ir
desenredando un complejo nudo en el que se enredan emociones negativas,
vivencias traumáticas, soledad, experiencias sexuales anómalas y conductas
violentas, por citar solo algunos componentes. En algunos casos se avanza
muy poco, y en otros mucho más de lo esperable en un primer momento.
Trabajar con agresores sexuales encarcelados es una experiencia de
ayuda y apoyo profesional que se desarrolla en condiciones extremas. Está
dirigida a personas muy difíciles, que en muchos casos no desean participar
en esa intervención y que al terminar la sesión vuelven a la dureza de un
centro penitenciario. Los avances son lentos y progresivos. Quizás estas
dificultades a la hora de desarrollar de forma efectiva el tratamiento
conduzcan a resultados poco concluyentes en las evaluaciones globales de
los programas. De cualquier manera, los estudios que encuentran una
reducción en la reincidencia de los agresores atribuible al tratamiento
indican el camino que hay que seguir.
Por lo tanto, una mayoría de los agresores sexuales deja de serlo. Esto
sucede por distintas vías, que incluyen el aprendizaje de las consecuencias
de su conducta delictiva, la maduración personal, la adaptación al mundo
social y el tratamiento profesional especializado. Una parte de los agresores
parecen inmunes a estas experiencias positivas de cambio y continúan
causando un enorme daño a la sociedad. Los profesionales implicados en
este campo habrán de afrontar el desafío de encontrar en el futuro
soluciones eficaces también para estas personas.
Cuando se interviene con agresores sexuales se recorre un camino en el
que aún hay muchos interrogantes. Pese a esto, los datos que apuntan a la
reducción de la reincidencia cobran otra dimensión cuando se piensa en
víctimas reales. Reducir lo máximo posible el número de personas que
experimentan una vivencia traumática tan terrible como una agresión sexual
es un objetivo que justifica todos los esfuerzos necesarios. En el campo de
la agresión sexual, bajo las cifras subyace un nivel de sufrimiento humano
imposible de cuantificar.
Bibliografía seleccionada
Con el propósito de poner en aplicación unos principios ecológicos,
económicos y prácticos, el listado completo y actualizado de las fuentes
bibliográficas empleadas por el autor en este libro se encuentra disponible
en la página web de la editorial: www.sintesis.com.
Las personas interesadas lo pueden descargar y usar a su discreción:
conservar, imprimir, utilizar para sus trabajos, etc.
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