Al servicio de la conciencia
El siguiente apartado («Conciencia y verdad») aborda las teorías que proponen una
interpretación «creativa» de la conciencia. Según éstas, la conciencia no puede limitarse a
aplicar normas universales, que no recogen las particularidades de las distintas situaciones
y personas. Por tanto, la conciencia estaría autorizada a salirse de la ley para justificar que
se haga lo que ésta prohíbe.
El Papa explica que la conciencia es testigo de la cualidad moral de la persona y de
sus actos; por eso actúa aplicando la ley al caso, pronunciando juicios de absolución y de
condena. Lo que sólo puede hacer porque reconoce el carácter universal de la ley. De modo
que la conciencia es la «norma próxima de la moralidad personal», justamente porque «la
autoridad de su voz y de sus juicios derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral,
que está llamada a escuchar y expresar».
Ciertamente, la conciencia puede errar. Pero «nunca es aceptable confundir un error
"subjetivo" sobre el bien moral con la verdad "objetiva"». Si el yerro se debe a ignorancia
invencible, el acto malo puede no ser imputable, pero no deja de ser un mal. La posibilidad
de errar muestra la necesidad de formar la conciencia, de «hacerla objeto de continua
conversión a la verdad y al bien». Y para juzgar con rectitud no basta conocer la ley de
Dios: «es indispensable una especie de "connaturalidad" entre el hombre y el verdadero
bien», lo que se consigue mediante la virtud y la gracia.
En consecuencia, los pronunciamientos de la Iglesia no quitan libertad a los fieles,
pues «la libertad de la conciencia no es nunca libertad "con respecto a" la verdad, sino
siempre y sólo "en" la verdad». En suma, «la Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la
conciencia».
La opción fundamental
El tercer apartado del capítulo segundo trata de la teoría de la «opción
fundamental», según la cual la cualidad moral de la persona depende de la orientación
general que ésta haya dado a su vida, por o contra el amor a Dios y al prójimo. Los actos
concretos, en sí, importan menos, de modo que -según esta postura- el pecado grave, que
aparta de Dios, se da sólo en la opción fundamental de rechazar su amor.
La encíclica señala que la doctrina cristiana reconoce la importancia de la opción
fundamental que compromete la libertad ante Dios: la elección de la fe. Pero si el hombre
tiene capacidad de orientar su vida al fin, la «ejerce de hecho en las elecciones particulares
de actos determinados». Por tanto, «la opción fundamental es revocada cuando el hombre
compromete su libertad en elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral
grave».
En consecuencia, añade el Papa, conserva plena validez la doctrina que distingue
pecados mortales y veniales. No sólo por el rechazo explícito a Dios, sino ya por cualquier
desobediencia voluntaria de la ley moral en materia grave, se pierde la gracia santificante y
-mientras no se obtenga el perdón- la salvación.
La buena intención no basta
Después examina el problema, clásico, de las fuentes de la moralidad, a propósito
de la corriente actual llamada «teleologismo». Éste pone la moralidad en la intención,
olvidando el objeto del acto. Así, valora la intención según las consecuencias previsibles de
la acción («consecuencialismo»), o según la proporción de sus efectos buenos o malos
(«proporcionalismo»), mirando si se busca la mayor proporción posible de bien o el mal
menor.
Una conclusión de estas teorías es que no hay prohibiciones morales absolutas, que
no admitan excepciones. Un acto que violara normas universales negativas podría ser
admisible si el sujeto, con la intención puesta en los valores morales superiores, obrara
según una ponderación «responsable» de los bienes implicados.
A esto responde la encíclica que «el obrar humano no puede ser valorado
moralmente bueno (...) simplemente porque la intención del sujeto sea buena». A su vez,
las consecuencias previsibles son circunstancias que pueden variar la gravedad de una
acción mala, pero nunca hacerla buena. La fuente primordial de la moralidad es otra. «La
moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido
racionalmente por la voluntad deliberada». Por tanto, hay actos «"intrínsecamente malos":
lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las
ulteriores intenciones de quien actúa y de las circunstancias». Para tener buena intención es
imprescindible querer el bien y evitar el mal, y algunos actos son en sí mismos no
ordenables al bien.