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Una Sarta de Mentiras - McCaughrean, Geraldine

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DINE McCAUGHREAN

i de Antonio Helguera

Una sarta de mentiras


Digitized by the Internet Archive
in 2018 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https://archive.org/details/unasartadementirOOOOmcca
SAN DIEGO PUBLIC LIBRARY
JAMES P. BECKWOURTH BRANCH
Coordinador de la coleccidn: Daniel Goldin
Disefio: Arroyo + Cerda
Direction artistica: Rebeea Cerda
Disefio de portada: Joaquin Sierra
A la orilla del viento...
Primera edition en ingles: 1988
Primera edition en espanol: 1992
Segunda edition: 1995
Geraldine
Segunda reimpresion: 2000
McCaughrean
Para Teresa Heapy

ilustraciones do
Antonio Hclguera

F0ND0 DE CULTURA ECONOMICA


MEXICO
Ti'tulo original:
A Pack of Lies

© 1988, Geraldine McCaughrean


Publicado por Oxford University Press, Oxford
ISBN 0-19-271612-3

D.R. © 1992, Fondo de Cultura EconOmica, S.A. de C.V.


D.R. © 1995, Fondo de Cultura EconOmica
Av. Picacho Ajusco 227; Mexico, 14200, D.F.

Se prohfbe la reproduction partial o total de esta obra


—por cualquier medio— sin la anuencia por escrito del
titular de los derechos correspondientes.

ISBN 968-16-4868-4 (segunda edition)


ISBN 968-16-3915-4 (primera edition)

Impreso en Mexico
IEGO PUBLIC LIBRARY
S P. BECKWOURTH BRANCH
traduccidn de
Jorge Gonzalez de Ledn

revisidn y adaptacidn
Lucia Segovia y Ernestina Loyo

versidn del poema "La visita de..." (p. 76)


Francisco Segovia
Erase un hombre llamado
Era C. Lector

❖ Ella habia escrito que le interesaba “cuidar animates” y la “ingenieria


pesada”. Sin embargo, cuando tuvo que hacer su reporte sobre “gente que
trabaja”, por alguna razdn le toed visitar la biblioteca del pueblo la manana
entera. Eso era tener muy mala suerte. Nadie escribia jamls que le interesaran
las bibliotecas, y siempre mandaban a alguien. La directora de la biblioteca era
muy amable al ofrecer una visita cada ano y la escuela siempre enviaba a alguien
bien portado, que sonriera mucho y que no dijera “pero si yo escribi ‘animates’
e ‘ingeniena’”. Alguien como Ailsa. A los groseros que dijeron que su interns
eran “robos bancarios” y “el sexo” (lo que les parecia muy gracioso) les toed
pasar un dia fant&tico en la granja de puercos, donde no causarian muchos
problemas. A Ailsa le toed la biblioteca.
Le mostraron las taijetas, los libros en braille, los periddicos y los
directorios telefdnicos. Hasta le leyd un cuento a un grupo de pequeiios que se
dedicaron a destrozar libros. A su alrededor resonaban la tos de un viejo que leia
una revista sobre veleo y los ruidos del publico al escoger libros.
Como cultivar cactdceas; La Guerra Afgana y sus implicaciones en el
comercio 1850-1900; Las obras completas de P. Edmund Grossmith; Teneduria
de libros de contabilidad por partida doble en Guatemala. ^Quidn leerfa estos
libros? /Habrfa quien llegara corriendo con un cactus moribundo? /O quien
despertara ansioso por declamar desde su balc6n los versos de P. Edmund
Grossmith? ^0 quien, a bordo de un avi6n rumbo a Guatemala, deseara haber
leido mis sobre la tenedurfa de libros por partida doble...?
—^Aun llueve?
—/Tiene algo de Catherine Cookson?
—/Me puede recomendar algo gracioso?
—Hace un Mo descamado. /Verdad?
—Lo siento, jpero se lo comid el perro!
Mientras las voces iban y veman por encima del mostrador, la lluvia
martilleaba las ventanas en un arrebato de mal humor por no tener acceso a tan
fascinantes lecturas.
—Ahora Angela, como un favor muy especial, puedes usar la mlquina de
filminas —dijo la responsable de la biblioteca.
—Muchas gracias, senora Millet —respondid Ailsa.
—Es una especie de lente de aumento, y en estas laminillas vienen todos
los libros que hay en la biblioteca, pero en letras muy pequenitas. Si las pones
aqui, las palabras aparecen agrandadas en la pantalla y puedes leerlas. jQud te
parece! Es como magia, /verdad?
—Si senora Millet —dijo Ailsa correctamente.
—Estas letras aqui... —murmurd la senora Millet, con la discrecidn de un
espia al pasar secretos de Estado. Las letras verdes cornan de un lado al otro en
la pantalla. Al quedarse sola Ailsa insertd otra filmina pero los titulos aparecieron
invertidos.
d£Ql Jsiom db 89iobfigu[9b aupenfimLA
Lo habia puesto al rev6s. Ailsa bostezaba. De pronto, una barbilla
descansd en su hombro y una boca le dijo al ofdo.
—Sabes, Leonardo Da Vinci escribia asi.
Del susto Ailsa retird la mano y el texto se dispard en la pantalla,
difumin&idose con la velocidad.
—/,C6mo, al revds?
—No, en filminas, es algo poco conocido.
Vio una cara sonriente reflejada sobre la pantalla con 84 titulos escritos en
letras verdes:
RQI .Mono ab gaiobnguiab aupenfimlA
ab 8aiobBgu[ab aupenemlA
KQ1 ja^foha ab gaiobcgui ab aupnnBmlA
h£QI da^aho ab 2aiobcgu[ab aupcnemlA
££QI Ja>Iaha ab gaiobcguj ab aupermmlA

Zafd su hombro de debajo de la barbilla para mirarlo de frente. /Era dste


el tipo de desconocido al que se le debia hablar? Probablemente si.
Llevaba un saco de pana verde rafdo y una corbata de lazo desanudada que
ondulaba debajo de su cuello. El color del saco combinaba con las manchas de
pasto en las rodillas de sus pantalones de cricket de franela blanca. Sus zapatos
de gamusa tambidn se asemejaban al gastado terreno de juego, con un montdn
de manchas oscuras. Su cabello oscuro y rizado se habia retirado hasta el punto
que hace ver a los hombres mds inteligentes y muestra las venas de la frente
cuando estdn emocionados, y se ensortijaba directamente en una barba corta y
oscura que separaba su rostro de la piel, mis pdlida aun, que asomaba por el
cuello abierto de su camisa.
—/Te gusta leer?
Ella se encogi6 de hombros.
—Mds o menos.
—iMis o menos! Sblo mis o menos./No menos que mds? A mi me gusta
leer en las librenas, de la primera a la ultima hoja, y asi no tengo que pagar...
/Estds en el padr6n electoral?
—/,Qud?
—/,Que si estds en la lista de votantes? No me dejan inscribirme aqui
porque dicen que no estoy en la lista.
—No tengo edad para votar —dijo Ailsa—. Pero me imagino que mamd
estl en el padrbn electoral. Seguramente por eso estoy inscrita.
Sus ojos se iluminaron y le tomb las manos.
—jEstds inscrita! iPodnas pedirme unos libros? Estoy a la mitad de los
Anuarios Wisden de jugadores de Cricket y me he tardado tres dias llegar a 1953;
bste no es un lugar muy agradable para pasar la noche, y no quiero encender la
luz a deshora, pues algun policia puede tomarme por un ladrbn.
—/,Quieres decir que has estado... ? —pero la responsable de la biblioteca
surgi6 de entre los libreros para acallar el ruido de las voces y Ailsa no pudo
terminar su frase. En cuanto vio al hombre, la senora Millet siseb.
—i Otra vez usted! Mire, se lo he dicho hasta el cansancio; bste es un lugar
para estudiar en silencio, para leer... /Te estd molestando Angela?
—No, no —dijo Ailsa y sonrib correctamente.
I„
—Mire jovencito, £por qu£ no se va a su casa? Lleva dias y dias
deambulando por aqui. ^Quidn es usted?/C6mo se llama?
—Era C. —dijo defensivamente el joven.
—Eso no es un nombre.
—/C6mo no? Me llamo Era C. Lector —dijo dudosamente.
—Era C. Lector. Nunca habia oido nombre tan ridiculo.
—Era C. Lector, le guste o no —el joven entrecerr6 sus ojos.
—Le pido que se retire ahora mismo —la bibliotecaria se contuvo—. El
reglamento me permite solicitarle a cualquiera que se vaya por la razdn que sea.
—iQu6, echarme? —su rostro se ensombrecid.
—Sshh, si.
—iQu61 iComo a Ad&i y a Eva, cuando fueron expulsados del Jardfn del
Eddn por el Angel de la espada flamigera de doble filo?
Ailsa y la mujer lo miraron asombradas.
—Jovencito, /esti usted bromeando?
Pero no era asf, pues de pronto cay6 sobre sus rodillas manchadas de pasto
y se aferrd a la falda de la bibliotecaria.
—[A ddnde iria? jEs inviemo! Es la temporada de futbol. No hay cricket
hasta mayo. ^Qu6 serd de mi?
La senora Millet sin saber qud hacer, cruzd los brazos, pero enseguida dijo:
—Voy a llamar a la policia para que lo echen de aquf.
En realidad no podia hacerlo, porque el hombre le abrazaba las rodillas; de
pronto dirigi6 su atencidn a Ailsa, y la solt6; la senora Millet corri6 como un
conejo, se oyeron rechinar las suelas de hule de sus zapatos por el gran cuarto
lleno de eco.
—Tu si me vas a ayudar, ^verdad? —exclamd, avanzando de rodillas hacia
Ailsa—. Tu no permitirds que me echen a la calle donde sdlo hay letreros y
senates de trdnsito. ^Ddnde dormird? ^Ddnde conseguird un trabajo? ^Cdmo
coaseguird estar en el padrdn electoral? Quiero decir,^cdrno puede uno ganarse
la vida?
—A nosotros nos hace falta alguien que nos ayude en la tienda —dijo Ailsa
sin que lo pudiera evitar.
—^Qud tipo de tienda? ^De quidn es la tienda? /Ddnde?
—Vendemos muebles de segunda mano. Mi mamd la atiende. Mi papd
murid y ella no sabe vender nada.
Azot6 una puerta al final del pasillo.
—Vete de aquf antes de que llegue la policia. Estdn del otro lado de la
puerta. Te lo suplico.
El joven asintid, se levantd y abrid una de las amplias ventanas.
—Te espero afuera. No te tardes. Tu eres mi salvacidn. No te arrepentiris.
Cuando salid por la ventana, una rdfaga de viento lluvioso le levantd el saco
de pana verde y Ailsa vio las manchas de limpiar pelotas contra sus pantalones.
Cerrd la ventana y se sentd temblorosa en la maquina de filminas. La
responsable de la biblioteca y un policia llegaron a toda prisa.
—Aquf estd, oficial... lleva tres dfas rondando por aquf... Oh, ^se tue el
joven, Angela?
—Sf senora Millet —dijo Ailsa.
Duminadas al revds y de cabeza en la pantalla verde vio las palabras:
Boimdnoo3 mlluD ab obnoT 'Unfrram ^ &tuw,
y ella que pensaba que estaba en la a de almanaque.
Ailsa pens6 en escabullirse por otro lado, pero no habia por ddnde. Ahi
estaba, a las cuatro de la tarde, sentado sobre la barda. Todo 61 se vefa de un verde
m6s oscuro porque estaba empapado. En el crepusculo invemal hasta sus ojos
parecian m6s oscuros. Gotas de lluvia escurrfan por su rostro bronceado y su
barba.
—M&s vale que entres y hables con mam6 —dijo dudosamente—. No te
prometo nada.
—Bien, bien —dijo chapoteando en los charcos junto a ella, mientras
practicaba su lanzamiento de pelota.
—£C6mo te llamas? Debo saberlo para decide a maml
Contests sin demorar un segundo: —Lector.
“Usted, senor, es un mentiroso”, pensd Ailsa, sin embargo las jovencitas
bien portadas jamds dicen esas cosas. Asi las han educado.

—jOh, Ailsa! Tu y tus perros callejeros —tal fue la reaccidn de la senora


Povey cuando supo que un joven esperaba trabajar en la tienda.
Deslizd sus dedos entre la permanente de su cabello gris; su rostro cansado
mostraba aquellas lineas de tristeza e irritacidn que se instalaron en 61 con la
muerte del senor Povey. Todo el dia no habia hecho m6s que pensar en la falta
de dinero, no habia habido suficiente movimiento como para que se distrajera.
Ahora vacilaba en la pequena y oscura sala de la trastienda, sin saber si debia
despedir a este joven en el acto, o ser cort6s.
Realmente no estaba como para ser cort6s, pero entonces, he aqui a la
misma mujer que hizo de Ailsa la nina que era. Una mujer educa a sus hijos
como la educaron a ella, y la cortesia habfa sido un rasgo de la familia desde
generaciones alris, algo asi como un espantoso defecto hereditario.
—Bueno, me imagino que debo hablar con este joven. /Ddnde lo dejaste?
/,Cdmo se llama?
Ailsa vacil6. No sabia c6mo presentar al joven que ambas encontraron,
acuclillado detrls de un aparador, hojeando los libros de segunda mano.
Pero 6\ con una amplia sonrisa, tendi6 una mano de vellos oscuros y saludd
a la senora Povey vigorosamente.
—Lector. Era C. Lector, para servirle. No me dijiste que habia libros Ailsa.
i Libros!
—S61o de segunda mano —murmurd ella.
—/,Sdlo? jEsos son los mejores! Mis horas despiertas est&i a su entera
disposicidn senora Povey.
—Pues me temo que... creo que Ailsa no entiende bien la administraci6n
de un negocio pequeno como dste. Aunque me agradaria tener a alguien que me
ayude...
—Y aqui estoy; parece cosa del destino.
—No creo que pueda contratar a nadie. Con todos los trlmites para el
seguro social, los fondos de pensidn, y todas las complicaciones legales...
—Yo trabajard gratis. Usted no se preocupe por el dinero. Yo tampoco
tengo. Ni lo vuelva a pensar. Un poco de comida y poder leer los libros que tiene.
/Ha pensado en ampliar ese aspecto del negocio? Soy bueno con los libros.
—La gente viene por los muebles —murmurd la senora Povey mirando de
reojo a su hija—. Pero basta de tonterfas. No puede trabajar por nada, senor
Lector. Nadie trabaja gratis.
—Es mejor que andar por las calles con este fno. Pero si acepta me puede
dejar dormir sobre esto, asi me evitaria pagar la renta en otro lado.
Corrib al fondo de la tienda y se aventb sobre una gran cama de latbn que
crujib y rodb hasta una cbmoda. Objetos y percheros se mecieron. Un loro
disecado se columpib en su percha y un reloj sin manecillas repicb la una.
—Piense en la seguridad adicional, mejor que cualquier alarma contra
ladrones, sin duda.
—Si, si, muy amable senor Lector —dijo la senora Povey meneando la
cabeza—, ^pero, en realidad a usted le interesa vender muebles? [No le parecerb
aburridfsimo? Alguienconsu... su... —no logrbencontrarlapalabraadecuada.
—/,Quiere saber si soy bueno para vender? —dijo, hacibndola sonrojar de
verguenza. Se bajb de la cama, tomb sus manos entre las suyas y las besb
fervientemente—. Pbngame a prueba senora. No tome una decisibn ahora,
pbngame a prueba un par de semanas. No se preocupe, soy bueno para las ventas;
despubs de todo... Convenci a su hija y usted estb a punto de convencerse.

—Mamb, nunca pensb que le darfas trabajo —dijo Ailsa incrbdula


mientras cenaban esa noche—. Pensb que podrfas decirle que no, de buen modo.
Su mamb suspirb y por senas le dio a entender que hablara mbs quedo para
que no las fuera a ofr Era C. Lector desde el cuarto de abajo.
—Me temo que en estos dfas los jbvenes estbn desesperados por encontrar
trabajo. No era correcto pedirle que se fuera. Estaba tan dispuesto. Tan agradable
muchacho —agregb vagamente.
—Eso qub tiene que ver. Es raro.
Sshh, querida; bueno, si parece un poco excdntrico... o simplemente es
vivaz. Nosotras no somos muy vivaces, sabes.
—Maml nos podria asesinar mientras durmamos.
—Ah, ^si?
—jMam&! —exclamd Ailsa.
La senora Povey agitd la cuchara en su 16 hasta que se derram6. Pequenas
arrugas, como lineas en un mapa aparecieron en su rostro.
—Para ti es muy sencillo. Empiezas estas cosas y pretendes que yo las
termine. Come y no reganes, sd buena.
Comieron en silencio hasta sentir que la culpa se repartfa entre ambas. Sus
miradas se desviaban hacia el suelo, mientras se imaginaban el piso oscuro y
desordenado de abajo.
—Seguro que no ha comido —dijo por fin la senora Povey.
—No.
—Me imagino que deberfamos ofrecerle de cenar.
—Es de buena educaci6n.
Por un instante Ailsa desed que Era C. Lector hubiera cambiado de opinion
y se hubiese marchado. La tienda era un laberinto silencioso y oscuro lleno de
muebles sombrfos, amontonados junto a imponentes baules de tapas arqueadas;
uno se tropezaba con traidoras patas de silla y se enredaba los pies en los cables
eldctricos.
Algo se movid entre los roperos y las mesas plegadizas; sdlo era el reflejo
de Ailsa en un espejo grande y viejo con marco de oropel.
Lo descubrid sentado en lo alto de una escalera junto a los libreros, el tenue
rayo de luz de una lintema-lapicero iluminaba el borde de sus pantalones
blancos. Parecfa no verla, la cara vuelta hacia un libro abierto sobre su regazo,
leia con toda la quieta concentracidn de un mosco chupando la sangre de un
hombre dormido.
—Te vas a acabar la vista—dijo Ailsa, pero 61 no se movid—. Mamd
pregunta que si quieres cenar. Hay macarrones con queso.
Sus ojos permanecieron remachados a la pdgina, pero medio minuto
despuds levantd lentamente una mano como reconociendo que la habia escucha-
do, y exhaldun callado “mmh”.
—^Qud dijo? —preguntd la senora Povey en cuanto subid Ailsa.
—Dijo mmmk Esti leyendo.
Asi que esperaron y gruneron, y observaron cdmo se enfriaban los
macarrones con queso en medio de la mesa. Sin embargo, Era C. Lector nunca
subid a cenar. Ni aqudlla ni ninguna otra noche. ❖
El reloj:
un cuento de superstition

❖ Al dIa siguiente, Ailsa no queria dejar a su madre sola con Era. C. Lector.
Sin embargo, 61 se veia inofensivo, concentrado en un libro llamado Muebles
para el coleccionista aficionado.
—Lamento que no tengamos algo mis interesante —dijo la senora Povey
como quien pide una disculpa, y Ailsa, al escucharla, mened la cabeza con
desesperacidn: la senora Povey no era alguien que pudiera dar drdenes a los
hombres. Esa tarde regresd apresurada de la escuela y la interrogd.
—/Te ha ayudado en algo? amable con la clientela? /Vendid algo?
—No ha causado ninguna molestia. De verdad. Ni siquiera lo he sentido
—contestd la madre esbozando una sonrisa.
Ailsa confirmd sus sospechas:
—Se la ha pasado leyendo todo el dfa, ^verdad? No se ha levantado de esa
silla desde que me fui, /o si?
—Bueno, se comid un sandwich de queso conmigo a la hora de la comida.
—i Ay mami! Va a agotar las reservas de queso. Voy a decirle que se vaya.
—Ah, £si? muy bien, hazlo —sabfa exactamente como desarmar a
Ailsa—. Dice que esti investigando el tema para saber mis sobre los muebles
de la tienda.
—i,Qu6 es lo que hay que saber sobre esto? Son vejestorios.
20

—Ah, no. Era C. dice que hay algunas buenas piezas. Ademds qu6 suerte
que habia en los estantes un libro sobre...
—Seguro que se ir& cuando no haya m2s que leer —dijo agriamente
Ailsa—. Por suerte no tenemos tantos libros.
—Bueno, esta manana vino una senora con una maleta llena de libros.
-iY?
—Le dije que no trabajamos mucho con libros, y que no dispoma de
efectivo en ese momento.
-iY?

—Era C. le dio una letra de cr&lito por diez libras y se quedd con los libros.
—/Diez libras? Pero maml
—No refunfunes; sd buena /,si?

El dia siguiente fue sdbado y Ailsa pudo ver de cerca el bullicio del
comercio. No ayud6 que el dueno de la tienda contigua dejara su escalera
contra la pared, pues los clientes, con tal de no pasar por debajo de ella, se
bajaban al arroyo y rodeaban la tienda de antigiiedades de Povey. A las once,
entr6 una pareja que se quejd, en voz alta, de que nada de lo que ahi habia
valia la pena. Un vagabundo entrd a calentarse, pues sabia que a la senora
Povey se le podia sacar gratis una taza de td. Luego vino un nino buscando
un regalo de cumpleanos para su mam& y la senora Povey fingi6 haberle
puesto mal el precio a un espejo de mano y de una libra se lo dej6 en diez
peniques. Cuando se fue, notaron que habian desaparecido algunos objetos
de la mesa de las ch&charas. Un viejo entrd y accidentalmente tir6 un
perchero que cay6 sobre un jarr6n de porcelana, y desportill6 un lavabo.
Despuds llegd el lechero para pedir que se le pagara.
Mientras tanto, Era C. Lector estuvo echado como un gato en una
meridiana de terciopelo verde, leyendo. Algun cliente se pudo haber
interesado en la meridiana a no ser por el extrano joven que leia De la
superstition y de lo inexplicable.
Por fin, a media tarde, un agradable y sonriente caballero, con un
ejemplar de la re vista Hipodromo bajo el brazo, pas6 sin rodeos por debajo
de la escalera y cruzd la puerta. Se fue directamente al reloj de pdndola al
fondo de la tienda. Obviamente le interesaba, a juzgar por la manera en que
se acicalaba el suave bigote bianco. Ailsa se animd. jSi tan sdlo su madre se
quedara callada!
—Una bella pieza de relojeria; sin duda —dijo el viejo caballero.
—Me temo que es algo alto para las casas de hoy —dijo la senora
Povey.
—Ah, pero yo tengo una de esas viejas casonas de techo alto —dijo el
caballero, mientras acariciaba, con el dedo uidice, los pulidos costados del
reloj.
—Me temo que no da la hora... de hecho ni camina... —dijo la senora
Povey disculpdndose.
—Vdlgame —dijo 61, carilargo.
—El mecanismo, las cadenas y todo, estd enredado y roto.
Cuando abrid el panel de enfrente vieron un montdn de cadenas, ganchos
y pesas enredados y oxidados. Juntos miraron con tristeza el reloj destripado.
—En algun momento debe haberse caido —dijo la senora Povey—. La
cardtula tambidn estd rajada.
—Vdlgame,; v&lgame! —dijo el viejo caballero y volte6 lacara—. j Qu6
pena!
—Bueno, pero qud no va a contarle la historia que estd ligada al reloj,
senora Povey —se escuchd claramente una voz desde el otro extremo de la
tienda.
23

Lector se levant6 de la meridiana de un salto y cruzd la habitaci6n como


un caballo que acaba de ganar una carrera, brincando muebles por el c amino.
—[Y no le contard al caballero como fue que cay6 ese reloj? —dijo sin

aliento, acerclndose al reloj hasta rodearlo con el brazo como si se tratara de un


viejo amigo.
—Pero es que no sd... —comenzd a decir la senora Povey al armada.
—^Que no sabe? Pues yo si senora mia; y esta historia debe contarse.
—Senor Lector. Nunca me imagine que usted... —pero Era C. se habia
vuelto hacia el anciano.
—Me imagino, senor que a usted no le interesan en nada los caballos, o el
“deporte de Reyes”, si no, hubiera ofdo hablar de Afortunado Finbar de
Connemara —rdpidamente acercd un silldn apolillado detrds del anciano, quien
no tuvo mis remedio que sentarse—. Despuds de todo, no tiene usted por qud
saber quidn era, pues Finbar naci6 hace tanto tiempo y usted es todavia un
caballero tan joven a los ojos de la historia; ddjeme contarle c6mo hie, y juzgue
por si mismo si no tiene sentido y encanto la decadencia y caida de este reloj.
—Dios mio —dijo el anciano, pero enlazd las manos sobre el chaleco que
cubrfa su barriga, se apoyd contra el respaldo y escuchd la historia que Era C.

tema que contar.

♦> ♦>

Antes de llegar aqui, el reloj pertenecfa a un irlandds que de mozo de


caballos se volvid rico, gracias a su gran talento para comprar y entrenar caballos.
24

Gan6 su primer caballo jugando a tirar herraduras con un jockey. El jockey nunca
debi6 haber retado a Finbar; toda la manana habia estado bebiendo whisky casero
y en vez de una estaca veia tres. Los espectadores no se sorprendieron de que
perdiera. Estaba tan borracho que no hubiera acertado darle al mar con un ladrillo
desde un globo aerostdtico a poca altura. Pero Finbar veia las cosas de manera
muy distinta. Sabia que la suerte le habia sonreido: esa manana habia saludado
de mano al sdptimo hijo de un s^ptimo hijo y por eso habia ganado uno de los
mejores caballos. Despu£s de eso se asegurri de permanecer del lado amable de
la suerte.
Nunca faltaba a misa los domingos, a menos que se hubiese levantado del
lado equivocado de la cama y, en esos casos, no salia de casa por temor a la mala
suerte. Siempre trafa una moneda de plata en el bolsillo para voltearla si veia la
luna nueva, y cuando se esperaba luna nueva, dejaba todas las ventanas de su casa
abiertas, aun en inviemo, por temor a verla a trav£s del vidrio.
La suerte no le fall6. Ganri una multitud de cameras y adquiriri una cuadrilla
de caballos excelentes; cualquiera de ellos podia ganar el Gran Premio de Dublin.
Por supuesto, su £xito se debia tal vez a que vivia en Connemara, donde estdn los
mejores caballos del mundo y los jinetes m2s astutos de toda Irlanda, pero Finbar
no creia eso; la suerte le sonrefa.
Asi, siempre dejaba algo en su plato para las hadas, y siempre decia
“conejos blancos” el primer dia del mes. Todo el tiempo echaba sal por encima
de su hombro izquierdo para cegar a cualquier bruja que pasara; su alfombra
parecia tener caspa. Al ver lo que hacia, el padre Mulcahy le preguntri si todo eso
no era “un poco pagano”, pero Finbar contestri que no habia ningun dano en
asegurarse. Llevaba en el pecho mis medallas benditas que un veterano de
guerra.
La suerte ftie tan buena con Finbar que se mud6 a una gran casa y pagaba
a sirvientes para que la mantuvieran impecable. Pero corrid a la ama de Haves
cuando puso sus botas sobre la mesa de la cocina para Hmpiarlas.
—Tonta, /no sabes que las botas sobre la mesa de la cocina son de mala
suerte?
Si por equivocacidn olvidaba algo en casa, nunca regresaba por ello sin
antes dar tres vueltas y sentarse en el silldn durante diez minutos. En su casa
pululaban los gatos (por dejar las ventanas abiertas en luna nueva), negros,
blancos, grises y tambidn caUejeros. Los gatos despuds de todo son gatos. Y aun
asi la suerte estaba con Finbar.
Plantd drboles de tejo en el jardm, para alejar a los espiritus malignos, y sdlo
dejd en las jardineras brezo de la buena suerte, que en primavera toma el color
de un moretdn. Hasta comenzd a beber td de brezo, y metid ramitas de brezo en
el forraje de sus cabaHos, aunque los caballos io escupfan, lo que a Finbar le
parecid de mal agiiero. Empezd a cargar pistola por si acaso vefa alguna urraca
solitaria (ya que eso le traerfa tristeza). Cuando el sargento Yeats vio la pistola
pensd que no era buena esta idea de Finbar pero, ^quidn puede discutir con el
ganador de la carrera de las cuatro millas de Connemara?
Finbar se estaba volviendo demasiado bueno como para competir en la
feria del lugar, sin embargo habfa comenzado a alimentar a una yegua joven sdlo
con brezo de la buena suerte, y querfa probarla en una carrera. Asi que se inscribid
en la carrera de la feria. Cuando los corredores de apuestas vieron que Finbar
participarfa en la carrera vespertina, empacaron sus maletas y regresaron a casa,
porque a todo mundo le gustaba apostarle a Afortunado Finbar, ya que nunca
perdia.
Pero los gnomos (o quizd el brezo) volvieron a la yegua reacia. En cuanto
Finbar la montd y con la punta de la bota toed la panza hinchada de la yegua, dsta
brined y saltd, mordid a un mozo y como rayo corrid hacia la silla del juez de
salida.
En aquellos dfas, en la feria de Connemara, el juez de salida solia dar
comienzo a la carrera desde el travesano superior de una escalera blanca de tijera;
era una escalera muy alta, aunque al juez no le parecid lo suficientemente alta
cuando vio a la yegua de Finbar galopando hacia 61, el cuello estirado, los dientes
de fuera, los ojos desorbitados. El juez recogid las piemas, sopld su silbato y
sacudid la bandera en senal de arranque, lo que enfurecid aun mds al animal, que
bajd la cabeza y lo embistid como un toro a un torero.
De imaginarse lo que sucederfa, Finbar seguramente se hubiera tirado
de la silla de montar. Pensd que saldrfa con algunos rasgunos al rozar la
escalera. Nunca previd que la yegua, gimiendo como sdlo lo hace un caballo
con dolor de panza, se agacharfa bajo la estructura en forma de A de la
escalera e intentarfa cargar al juez de salida, como un burro su hato de lena.
Finbar se apland sobre la yegua, pasaron bajo el juez... y salieron indemnes
del otro lado, sin un rasguno. La yegua galopd hasta reventar, se tumbd
echando espuma por la boca; hinchada y con los ojos brillosos se parecia al
padre Mulcahy despuds de la cena navidena.
27

Mientras Finbar caminaba el trecho que sin querer habia recorrido,


descubrid la espantosa realidad de la situacidn. Todavfa aturdido, el juez de
salida colgaba de la parte superior de la escalera, como vigia en el mlsti! de un
barco en zozobra. La silla proyectaba una sombra ominosa que, como una flecha,
atravesd el corazdn de Finbar. Porque aquella silla era una escalera, /,y acaso no
habia pasado por debajo de esa escalera? \ El acto mis terrible entre los que atraen
la mala suerte! jTodas las desgracias del cielo lloverian sobre su desprotegida
cabeza! Finbar sudd fino, se puso p&lido y asi se quedd
“Quizd realmente no sea una escalera en el sentido recto de la palabra” se
dijo a si mismo: nacfa esta esperanza en su mente, cuando el dueiio de la escalera
salid de entre el gentio y empezd a gritar:
—Es la ultima vez que presto mi escalera para estos fmes. Espero que no
le haya pasado nada. Es mi mejor escalera, y la mis alta, gracias a Dios que el
dia de hoy tuvo suficiente altura.
—Ay, clllese el hocico —gritd Finbar dejando al hombre perplejo—, de
seguro soy un hombre arruinado.

Hubiera sido mejor que Finbar se sentara a esperar que la mala suerte lo
aplastara. Pero este asunto le preocupaba demasiado, y fmalmente no podia
decidir si una escalera de tijera utilizada como silla de juez de salida, realmente
era una silla, o una escalera de tijera. Adem2s querfa saber de qud forma Ilegarfa
su mala suerte. /Senaun accidente o gripe de caballo? / Bancarrota, malaracha,
robo, o algo peor?
Asi, cuando vio el anuncio en el periddico de Connemara que decia:
iQvt LE DEPARA EL DESTINO?
CONSULTE A Joe Paidric ADIVINO.

enseguida fue a verlo. Se puso su mejor traje y tomd el tren a Ballymuchtie donde
Jo Paidric, el clarividente gitano, tenia un pequeno consultorio arriba de una
pescadena.
Pues bien, quien sea algo supersticioso pensard que si Finbar vio ese
anuncio y a ese hombre en particular no fue por azar. Paidric Colan se habia
convertido en gitano poco despuds de que cerrara su negocio de apuestas. Un
hombre en bancarrota debe ganarse la vida donde pueda, y no habia nadie mds
quebrado que Paidric Colan al dia siguiente del Gran Premio de Dublin.
Ahora se ganaba la vida augur3ndole a las jdvenes un marido guapo, y a
las mamds, hijos que se convertirfan en hombres ilustres. Hacia felices a algunos.
No hacia dano. No habia malicia en 61 Por lo menos no mucha.
Pulido de preocupacidn, Finbar se dejd caer en la silla ffente a Colan y le
descubrb su alma. “Antes senor, me llamaban Afortunado Finbar y soy el
primero en reconocer que la suerte me ha sonreido desde que naci."
Al gitano se le habia caido la pipa en el regazo y con gestos secos se sacudb
las brasas de los pantalones. Paidric se enderezd el turbante y respird hondo. Se
le habia puesto la cara bien roja.
—Creo que he oido sobre usted. ^Afortunado Finbar? Si, justed fue quien
tuvo muchfsima suerte y gand todas las apuestas del Gran Premio de Dublin, hace
un par de anos? Por favor, continue.
29

—Bueno, he hecho algo terrible, tan terrible que merm6 mi suerte y


dej6 que los duendes entraran a plagarme: pas6 bajo una escalera —y contd
los desafortunados eventos de ese horrible dfa, mientras Paidric sentado
frente a 61, barajaba las cartas, la mirada fija en el techo.
—Eche las carta, Finbar, y le contar6 lo peor —dijo 61.
Finbar repartid las cartas rojas sobre toda la mesa. Formaron una
bonita figura. El gitano se chupd los dientes y dijo:
—Vu61va a intentarlo senor, no me gusta lo que veo.
Finbar las repartid de nuevo. Paidric mened la cabeza y mird al cielo.
—No hay nada que aligere el golpe senor, usted estarii muerto antes de
que termine el ano, y eso es un hecho.
El miedo le agrandd los ojos a Finbar y se agarrd el pelo.
—^M...m... muerto? ^No puede hacerse nada al respecto? Sabe,
despuds de todo no era una gran escalera.
—^Quidn puede enganar al destino? —dijo Paidric estoico, guardd sus
cartas y le abrid la puerta para ensenarle la salida a su cliente—. Son diez
chelines senor.
Cuando Finbar se fue —bajando las escaleras como una botella de
leche rodando por los escalones—, el clarividente esbozd una mueca y dijo
entre dientes: “iVenganza!”.
De no haber sido por aquella racha de ganadores durante el Gran
Premio de Dublin (todos propiedad de Finbar) Paidric Colan no hubiese
quedado en la calle sin un quinto.
Una sola vez en una generaci6n un corredor de apuestas tiene tan mala
suerte. Si no hubiera sido por Afortunado Finbar, Paidric Conlan seria un hombre
rico, en vez de estar hacidndose el gitano en un cuartucho sobre una pescadena.

Camino a casa Finbar descubrid que el mundo de pronto se habia vuelto


malvado. Cada carro tirado por caballos, cada hombre que haraganeaba en las
esquinas, de repente se podfan convertir en asesinos. En el viaje de regreso, temia
que el tren se descarrilara, o que crecieran los nos y lo ahogaran. Los drboles
sacudian sus ramas hacia dl amenazadoramente, y las tejas acostadas en los
techos esperaban, listas para aventdrsele a la cabeza y descalabrarlo. Contd trece
urracas descansando en su jardin antes de que pudiera meter la Have, abrir el
cerrojo y entrar corriendo en el santuario de su gran casa.
Y quidn lo esperaba en el pasillo, sino el gran reloj de pdndola de nogal que
alguna vez ftiera su orgullo y alegna. El reloj lo observaba con soma, las
maneciUas como una sonrisa marcaban 10 para las 2. Tic-tac, tic-tac. El sonido
llenaba la casa silenciosa, descontando cada segundo de la poca vida que le
restaba a Finbar.

Despidi6 a la cocinera, por temor a que lo envenenara; a su mayordomo por


temor de que fuera un conocido asesino disfrazado; a su ama de Haves, quien le
dijo que era un “viejo tonto, loco, pagano y supersticioso, que derrochaba su
dinero con clarividentes”.
Tapi6 las ventanas por temor que de repente estaUara una guerra o la
revolucidn. Le dispard a la marquesina hasta convertirla en astiUas, pensando
que los ratones traenan la peste a la casa.
—Lo reto. Reto a mi destino —le dijo al siempre observante reloj cuya
cardtula, sin embargo, no cambid de expresidn.
Los dfas fueron y vinieron, y Finbar, aunque enfermd de la preocupacidn,
no se murid. En realidad, por ser un jockey, estaba en muy buena condicidn fisica.
Claro, ahora ya nunca salia a montar: era demasiado peligroso salir, porque un
caballo lo podia aventar o morder o pisotear, o aplastar... asi que a travds de la
puerta gritd a los vecinos que mataran a sus caballos. Sus vecinos se repartieron
los caballos, y trotando alegremente se alejaron. Decian:
—A Finbar se le botaron los tomillos y nosotros salimos ganando.
Pasaron noviembre y diciembre, y los corredores de apuestas engordaron
y enriquecieron, porque Afortunado Finbar ya no coma.
El padre Mulcahy pasaba con frecuencia a la casa para preguntar a Finbar
si no irfa a misa.
—No —gritaba Finbar a travds de la puerta—. Sd que me quiere vender
un lote en el cementerio, pero no me hard falta, crdame, no me hard falta —y el
padre Mulcahy se daba la media vuelta, un poco desconcertado, encogidndose
de hombros y jalando las hierbas de la jardinera.
El reloj en el pasillo sonaba su implacable Tic-tac, abatiendo cada minuto
como un francotirador.
La navidad distrajo a todo el mundo del extrano cambio en su vecino
Finbar. De hecho lo olvidaron completamente, encerrado en su gran casa. Su
unica compama era el gran reloj en el pasillo: Tic-tac, tic-tac.
El recorrido circular de las manecillas transform6 hoy en ayer; Todos los
Santos en Nochebuena, Nochebuena en la vispera de Ano Nuevo.
32

“Muerto antes de que termine el ano”, tic-tac, tic-tacy y entonces como una
burbuja de risas las campanas repiqueteando reventaron otra hora sobre su
cabeza. Finbar abrid la puerta de nogal y regand al pdndulo:
—Ese gitano es un mentiroso, no me voy a morir.
Sin embargo, el pdndulo se movfacomo un dedo severo y el reloj dijo: “tic-
tac, tic-tac, muerto antes de que acabe el ano
El ruido cafa sobre Finbar como gotas de agua sobre piedras, desgastdn-
dolas. Sentfa que lo rebanaban mil veces, como antano los emperadores chinos
mandaban matar a sus prisioneros, tic-tac, tic-tac.
El viento trafa el ruido de la fiesta del pueblo. Medianoche y con cada
segundo el final del ano viejo se acercaba. Tic-tac, tic-tac. Se oia el ano nuevo
cada vez mds cerca... el eco de sus pisadas por el pasillo. Tic-tac, tic-tac.
Finbar sintid cdmo el terror se apoderaba de dl y atrapaba sus rodillas,
hacidndolo caer sobre una silla de bejuco, desde donde mird fijamente la cardtula
del reloj. Tan ftierte latia su corazdn que creyd que reventaria antes de que el reloj
diera las doce. ^Qud motivo tendrfa el gitano para mentir? Como dijo un mistico,
iqu6 hombre puede burlar su destino? Tic-tac, tic-tac. Faltaban cinco minutos
y Finbar morina antes de que terminara el ano.
—^Quidn puede decir qud ano es? —le exigia Finbar al reloj—. Sdlo tu y
los otros relojes definen los anos. Si no ftiera por los relojes se podrfa vivir toda
una vida dentro de un ano sin hacerle caso al tiempo que transcurre. Despuds de
todo, qud es el tiempo /eh? (el reloj no respondia, unicamente decia tic-tac, tic-
tac). Para empezar el reloj es una invencidn humana. El hombre dividid las cosas
y las llamd segundos, y minutos y horas. Si el hombre hizo a los relojes, entonces
33

se puede vivir sin ellos. El tiempo lo inventaron vendedores de taijetas de


cumpleanos y de regalos de navidad y de relojes... Ahf estl El tiempo es invento
de relojeros, y lo miden los relojes, asi que yo no tendrd ningun reloj en casa.
Ninguno, ^ves? Detendrd tu asesino tic-tac. No me vas a descontar como a un
viejo boxeador en la Iona.
Faltaba un minuto para la medianoche.
Finbar arrastrd la silla al pie del reloj, quit6 los cojines y se trepd en ella.
Un hombre mis pesado hubiera roto la cesterfa, pero Finbar era un jockey y era
ligero como un perro lebrel. Manosed torpemente los cerrojos de la car&tula de
vidrio del reloj, que se abrid cuando el complicado mecanismo levantd
trabajosamente su cadena, como una pesada ancla de barco. Hubo un clic y el
zumbido de resortes. Finbar puso el dedo sobre el minutero y lo forzd hacia atr2s.
(Hombre tonto: bastaba con detener el pdndulo.)
El mecanismo de las campanadas ya se habia puesto en marcha. Sond y
gird, el armazdn entero se sacudid. Cara a cara con la cardtula, el ruido de la
primera campanada fue para Finbar como un punetazo. Se tambaled, su oreja se
enganchd en la cardtula y bruscamente apartd su cabeza adolorida.
La silla de mimbre, harta de oir tales palabrotas, se deslizd debajo de dl;
Finbar se fue de boca y abrazd los fuertes hombros del reloj que repiqueteaba.
El reloj se mecid con ganas. La puerta se abrid y cadenas, pdndulo, varillas,
contrapesas y campanas se derramaron. Fatalmente herido, el reloj de pdndola
se estrelld sobre el piso. Bajo dl quedaron unas varitas de mimbre (vestigios de
la silla) y Afortunado Finbar, terror de los corredores de apuestas, predilecto de
las hadas (y el viejo tonto m&s supersticioso de toda la historia de Manda).
35

Cuando todo sali6 a la luz, Paidric Conlan el clarividente, estaba feliz.


Considerri que nunca tuvo mejor suerte: predijo acertadamente el terrible destino
del pobre muerto, Afortunado Finbar.

♦ ♦ ❖

Para cuando termind el senor Lector, Ailsa estaba sentada sobre el


lavamanos boquiabierta. La senora Povey muerta de la vergiienza habia retro-
cedido hasta el fondo de la tienda y de pie junto a la salida se retorcia las manos
desolada. El anciano, sentado en el borde del silldn, la barbilla sobre la cabeza
del bastdn, observaba el reloj sonriendo.
—Me lo llevo, por Dios, ^cudnto cuesta?
—Cien libras senor, y que le traiga buena suerte.
—No sd acerca de la suerte... joven... er... pero por Dios, desde que el
caballo del tambor del regimiento atropelld al general Patton, jamls me habia
divertido tan to. Mdndemelo esta tarde y asegurese de que todos los pedazos y
piezas estdn dentro. Lo mandard arreglar. Quedard como nuevo. jQud reloj, qud
historia, qud bdrbaro!

En cuanto se fue el caballero, el senor Lector se frotd las manos sobre el


saco. Rebosaba de alegria.
—Asf se vende —dijo con gran satisfacci6n.
—Pero eran puras mentiras —susurrd la senora Povey, puesto que no
existe una manera educada de decirlo.
36

Era C. Lector la mird desde sus casi dos metros de altura.


—/Mentiras, senora?
—Bueno, eh... pues si... mentiras.
—Pues no, senora —declard magnificente y sin arrepentimiento—.
Ficci6n. Eso es lo que hay que darles. Eso es lo que todo el mundo quiere. Ficcidn,
senora. —Y regresd con grandes zancadas a la meridiana.
Mientras pasaba frente a Ailsa le dio un codazo suave, le cerrd el ojo y le
obsequid una rdpida y brillante sonrisa.
—Pero lo vendf, ^o no?
—Vaya que si —dijo Ailsa dando un paso hacia atrls.
—Usted de irlandds no tiene nada, ^verdad, senor Lector?
—No que yo sepa —dijo alzando los hombros despreocupado—, pero uno
nunca sabe. —Y se dejd caer sobre el terciopelo verde y una vez mds se metid
en su libro.
—Y por favor lllmame Era C. ❖
El pupitre:
la historia de una mentirosa

❖ Era C. Lector sali6 antes del desayuno. Pero Ailsa y su madre se dieron
cuenta de que alguien habia movido la escalera de la tienda contigua, contra el
dintel de su propia puerta de entrada. Ailsa salid y vio que el descarapelado
letrero de “AntigOedades Povey” habia sido elegantemente retoca-
do; las palabras “comerciante de libros” estaban delinea
das en letra pequena, sobre el ultimo medio metro.
—Qud amable —dijo la senora Povey-
Me pregunto ddnde estard el senor Lector para
darle las gracias.
—^Habrd pedido permiso para usar la
pintura o la escalera?— preguntd Ailsa
escdptica. Puso todo de nuevo frente
a la tienda de junto, y al correr a su
puerta de entrada, el senor Singh, su
vecino hindu, salid y se percatd de que
le habian robado su bicicleta.
Nunca antes le habian escucha-
do maldecir, pero al verlo patear el
basurero de la tienda y brincar sobre
38

los cartones vacios, Ailsa tuvo la certeza de que estaba muy encarinado con
su bicicleta; de todos modos estaba tan molesto que no se dio cuenta de que
habian merodeado con su escalera y sus pinturas.
—He estado pensando en lo que dijo el senor Lector —dijo su madre
en el desayuno, mirando fijamente su cuchara rebosante con cereal—.
Sabes, no dijo precisamente que nuestro reloj era el reloj de la historia.
-*No?
—No, y de todos modos el cliente no lo creyd.
—lEn verdad? /,entonces si no es crefble es una mentira?
—Por Dios Ailsa, que delicada eres cuando te lo propones. ^De ddnde
lo habrds sacado?... Es verdad que el reloj una vez encordado funcionard de
maravilla... y el precio fue justo, toma eso en cuenta —se sonrojd de gusto
al pensar en el dinero—. Ahora podr6 pagar el recibo de la luz. —Dijo
fascinada como si esa hubiera sido su ambicidn mds anhelada.
—Er... Mamd
—Si, ya s£ que tambi£n te debo tu asignaci6n.
—No, no es eso... ^ddnde estd el dinero? ^El hombre pag6 en efectivo,
no?
La senora Povey no se descompuso de golpe. Meti6 las manos en la
bolsa de su delantal, y mir6 la repisa de la chimenea, el frasco de galletas,
su bolso de mano y todos los lugares donde hubiera guardado las cien libras.
Con los brazos hizo el gesto del intercambio del pago.
—Me acuerdo haber visto al viejo caballero contar el dinero y
entregarlo al senor Lector...
39

—Tranquila mamd —dijo Ailsa, levant&idose de la silla—. jTu llama


a la policia y yo verd si alguien en la calle vio hacia d6nde se fue! —chocaron
en la puerta, y se tropezaron en la escalera. La senora Povey tir6 el teldfono
y Ailsa se enredd en una planta de pldstico. Cuando se logrd zafar, abrid la
puerta de la tienda, sabia quidn habia robado la bicicleta del senor Singh y
ddnde estaban las cien libras de su madre. Pero, ^qud hacer? ^Hacia ddnde
correr? Si Era.C. Lector se habia ido mientras dormian, ya estarfa demasiado
lejos.
Se estrelld pesadamente contra el senor Singh que parado en la orilla
de la banqueta, senalaba calle arriba. Bajando la calle vema Era C. Lector
sobre la verde bicicleta robada. Llevaba un sarakov bianco, de los que
usaban los ingleses cuando cazaban tigres en los tiempos del imperio
britdnico. Leia un libro que yacia abierto sobre los manubrios. Los cestos de
la bicicleta estaban retacados de libros. Cargaba bajo un brazo una gran caja
de madera laqueada que brillaba con la luz. Estaba tan absorto en el libro que
casi se siguid de frente: tuvo que arrastrar un zapato ruidosamente sobre el
pavimento para detenerse.
—Siento muchisimo el haber tornado su transporte senor —dijo
mientras aprovechaba la acusativa mano estirada del senor Singh para
entregarle la caja. Le dio el libro a Ailsa y desmontd. Habld con una extrana
precisidn, como si el inglds fuera un idioma extranjero que hubiera apren-
dido a la perfeccidn.
—Fue necesario que llegara al mercado de viejo a tiempo, antes de que
abrieran el primer puesto.
40

—Senor Lector, d6nde estd el dinero del reloj —dijo Ailsa.


Era C. colocd con infinito cuidado la bicicleta contra el poste de luz y
volvid a colocar el candado. Desempacd los libros de los cestos como si
fuera un agente de seguridad entregando lingotes de oro, y cargd a Ailsa y
al senor Singh hasta que se les doblaron las rodillas. Aprovechando su alta
estatura abrazd a ambos, y como un conspirador, los condujo al interior de
la tienda.
—Verdn, habfa un anuncio de un mercado de viejo, y si uno llega muy
temprano se encuentra autdnticas gangas. Por ejemplo esa caja, senor. Es un
autdntico pupitre victoriano; palo de rosa incrustado con cerezo. Entidndame, no
es chapa. Todo el trabajo de marqueterfa estd hecho a mano, y lo unico que falta
es la Have.
El senor Singh, a quien la senora Povey ayudaba a descargar los libros, se
quedd sdlo con la caja. Tratd de abrir la tapa.
—Pero si estd cerrada —protestd.
—Si, imagmese. Imagine los secretos que va a guardar esta caja hasta el
dia de su destruccidn —gritd Era C., quitindosela de los brazos.
—iNo tiene sentido! —exclamd el senor Singh arrebatindola a su vez y
sacudidndola—. Sena tan amable de decirme, ^para qud sirve una caja que no
se puede abrir?
—Usted es un utilitario senor —dijo Era C. quitdndosela de nuevo.
—Yo, senor, soy un sij.
—Pero usted piensa que algo es hermoso unicamente si es util, usted es un
utilitario.
—iSenor Lector, senor Singh! Por favor, jtdmense un caf£, desayu-
nen! —suplicaba la senora Povey
—Tengo que vender periddicos, senora. Yo no le tendna confianza a este
hombre, ladrdn de bicicletas, con su sombrero absurdo y su piel bronceada. No,
no. ^Le pregunto, de ddnde saca ese bronceado, mientras la gente honesta como
usted y yo trabajamos para ganamos la vida?
Una mirada hiriente cruzd los ojos de Lector que bajo el ala del sarakov,
eran mis oscuros que el no Ganges.
—/Debo disculparme por tener sangre india?
EL senor Singh no sabfa ddnde meterse. Se morfa de vergiienza. Le
acarici6, como para consolarlo, una manga del saco de pana verde.
—Mi querido y joven caballero, yo, a quien han ofendido en mi tienda, en
mi propia cara \ por el color de mi piel! Pensar que yo insultaria a un hombre que
es en parte de mi raza. Ahora que lo veo, claro, puedo ver que sus ojos son...
me alegra que usted... haya tornado prestada mi bicicleta. Me alegra mucho.
Y vidndolo bien, es en realidad una caja muy fina. Qu6 acabado. Me imagino que
es para que la venda el excelente establecimiento de la senora Povey.
—Ah si, y qud historia guard a —exclamd Era C. A1 oirlo, Ailsa le agarrd
la mano y lo arrastrd hacia el fondo. Casi lo mete a un ropero gigante con espejo.
—Por favor senor Lector —le susurrd sintiendo todo el peso del negocio
familiar sobre sus hombros—. Por favor ya no le cuente al senor Singh ninguna
mentira mis. Tiene mal genio, y es nuestro vecino.
—iMas mentiras? —dijo sorprendido, en voz alta—. Qud mentiras he
dicho? —Y cuando ella alz6 la vista hacia esos ojos de largas pestanas, realmente
eran tan oscuros como de... — Qu6 raro, tu madre ayer me tomb por un
mentiroso —continub en voz alta—. Ahora, te podna contar la historia de una
mentirosa y media en relaci6n con cierto pupitre de madera.
Se alejb de Ailsa y ella se quedb con la sensacidn de haber tocado un cable
de alta tensidn. Cuando roded el ropero, vio al senor Singh balancedndose sobre
un banco de segunda mano, con la mirada de una serpiente frente a un encantador
de serpientes, y Era C. comenzd su historia.

❖ ❖ ❖

Queridisima mama
Espero que estes bien. Espero que Papa este bien. El clima
aqui es fatal No hemos salido al parque en dias. La semana pasada
celebramos la Pascua. El Reverendo dijo que debemos perdonar a
los que llenos de mala voluntad nos utilizan. Pero es muy dificil.
Belinda esculca mi haul y Sarah pone ratones en mi coma y de
verdad la sehorita Stubbs tiene sus consentidas. Creo que algunos
papas y mamas mandan dinero adicional para que la sehorita
Stubbs se porte bien con sus hijas. Desearia estar en la India
contigo y con papa. Me gustaria tanto ver la India ahora que
nosotros los britanicos la hemos civilizado.
La sehorita Stubbs dice que es muy educativo y los extraho
mucho, querida mama y querido papa tambien.
Grace Briavel-Tomson mordisqued la punta de su pluma y mir6 fijamente
la calle brillosa de lluvia. Sus dedos tamborileaban sobre la tapa inclinada de su
hermoso pupitre. Sabfa cuSnto le gustaba a su madre recibir sus cartas. Tenia
instrucciones precisas de escribir una vez por semana, pero qu£ diffcil era
encontrar algo que decir cada semana. Para su pap4 y su mam& era distinto. La
vida en la India era tan interesante, con los fakires y el opio y los bazares y la
tifoidea y los bailes del ejdrcito y escaramuzas con los nativos; ninas recidn
desposadas y viudas quemadas en las piras funerarias. Kensington, en cambio,
era muy aburrido. En la India se tienen sirvientes que lo hacen todo, y cazadores
arriesgan la vida matando tigres para obsequiar sus pieles.
“Deberfan enviar por mfpensd; la tinta sejuntd en la punta de su pluma
como una gran ldgrima azul. “jMandarin por mf!/Por qu£ se habrdn de divertir,
con esos bailes y partidos de polo y yo aquf sentada, como una tonta, aprendiendo
francos? No es justo, no lo es.”
Mas tied ferozmente la punta de su pluma hasta que como leche a travds de
un popote, le llegd la inspiracidn, y escribi6 de prisa las ultimas lfneas hasta llenar
la hoja de papel rosa.

El ama de Haves utiliza un lenguaje muy extrano mama, y llama


a Peter, el conserje, un malnacido y un borrachin. ^Mepuedes decir lo
que significan estas palabras?, no las entiendo. Tu afectuosa hija que
te quiere le pide a Dios que los bendiga.
Grace
44

P.D. Por favor mdndenme un poco de dinero si pueden, ya que


Morgana me torcio el brazo hasta que le di todo mi dinero, y mucho temo
que no podre dar nada para la colecta de los domingos.

Mientras secaba la carta con un secante y le porna la direccidn al sobre,


llam6 con una voz penetrante y chiliona:
—Morgana, ^ddnde estis?
Una nina timida, delgaducha y torpe entrd al cuarto, toda piemas, manos
y disculpas.
—Lleva esta carta al buzdn, Morgana.
—jPero Grace! jEstd lloviendo a c&itaros! —implord la nina.
—Lldvala, ip quieres que de nuevo te jale el pelo, como antes? Ah, y
ademls tienes que ir a la oficina de correos por un sello.
—i Pero Grace!, me quitaste todo mi... quiero decir, tomaste prestado todo
mi dinero. /No te acuerdas?
Grace limpid la punta entintada de su pluma en el bianco delantal de
Morgana, la guardd en su compartimento y cerrd su pupitre con una pequena
Have de plata.
—Entonces tendr&s que pedirle a alguien prestado, / verdad, querida?
—dijo burlonamente. Y cuando Morgana, llorando, sali6 del cuarto, Grace
murmurd:
—Cretina malnacida —y se comid un pedazo del pastel que habia robado
del baul de Belinda.
Para gran disgusto de Grace, la carta no tuvo el efecto deseado. Su mamd
se horrorizd al descubrir que su querida hijita estaba en un antro de maldad. Pero
en vez de mandarle un boleto de barco de vuelta por correo, se las arregld para
que Grace viviera con una tia mayor en Knightsbridge, y solicito, por medio del
diario, una institutriz.
Esto era peor que la Escuela Preparatoria de Kensington para Hijas del
Reino. No habia a quien acosar ni quien pagara sus pequenos y caros placeres,
nadie quien ante sus amenazas le hiciera la tarea. La institutriz, la senorita Starch,
era una mujer inofensiva, de cara redonda, y guardaba una caja de chiclosos en
el cajdn del escritorio para darle a Grace (si se portaba bien). Aunque sacaba la
caja con frecuencia, Grace rara vez se merecia los chiclosos que le daban. Ser
buena, no era lo que mds ambicionaba en la vida Grace Briavel—Tomson.
La senorita Starch tocaba el drgano en la capilla metodista los jueves. De
noche, a la luz de una ldmpara de alcohol, gustaba de escribir cortas canciones
de alabanza para que cantaran los demcis feligreses. La senorita Starch se sentia
honrada ya que Grace siempre querfa leer sus himnos y le ayudaba a copiarlos...
lo que no sabfa era lo util que le resultaban a Grace para sus cartas semanales a
la India:

Queridisima Mama,
Pense que te gustaria leer algunas lineas que escribi esta semana. Asi,
nada mas se me ocurrieron. Espero que te gusten laspalabras. Lamento no estar
en la India Asi podrias oir tambien la tonada
46

La madre de Grace colecciond un gran tesoro de versos de esta manera, y


mandd encuademar en cuero estos poemas bajo el titulo: “Poemas de Grace”.
Algunos jueves, un joven metodista particularmente guapo acompanaba
a casa a la senorita Starch despuds del servicio.
Cuando Grace desde su ventana los vio juntos bajo la luz de un farol, se le
ocurrid otra idea mds para ir a la India.

Queridisimos Mama y Papa:


Es mi muy dolorosa obligation decides que la senonta Starch no es
tan respetable como parece. Anoche la vi besando al joven de telegrafos,
y hoy en la mahana agarrada de la mano del panadero. La tia Gladys dice
que la senonta Starch utiene que ver" con un metodista, pero no se lo que
signified La gente dice que tambien escribe condones vulgares de vaudeville
por seispeniques la pieza, pero no creo que esto sea cierto, ya que siempre
me anda pidiendo dinero prestado.
Porfavor dejenme ir a la India. No me gusta estar aqui con la senonta
Starch y la tia Gladys, especialmente cuando tia Gladys anda bebiendo
ginebra.

Esto funciond. Antes de que terminara el mes, a travds del teldgrafo llegd
el dinero para un boleto de barco a Bombay. La senorita Starch fue despedida sin
aviso, sin explicaciones y sin cartas de recomendacidn. Su novio canceld el
compromiso por temor de que el escdndalo llegara hasta la Capilla Metodista de
Knightsbridge. La tia Gladys se ofendid porque ninguna de sus sentidas cartas
a la India recibid respuesta; ni siquiera le lleg6 una taijeta navidena, sdlo un
pequeno panfleto sobre los peligros de las bebidas alcohdlicas, lo que la
sorprendid ya que en su vida habia probado el alcohol.

La India se sofocaba bajo un cielo del color de un moretdn. El aire parecia


sdlido a causa de las moscas. Una lluvia de mosquitos y moscardas golpeaba su
cara, y la luz le lastimaba los ojos. En la noche, la oscuridad, como exhausta por
el calor, se echaba sobre ella y la maleza zumbaba con la promesa de insectos
enormes y grotescos. Era cierto que habia sirvientes que hacfan todo lo que les
ordenaba Grace. Pero Grace le tomd un disgusto inmediato a su sirvienta
personal.
Raissa tenia el pelo tan espeso, hermoso, largo y lustroso que merecia ser
odiada. Era fabulosamente bella, y se parecia tanto a la princesa del libro de
cuentos favorito de Grace, que pronto aprendid a odiar al libro tambidn.
Raissa, como la senorita Starch, estaba comprometida, pero de esto Grace
no sentia envidia, ya que la sirvienta estaba prometida a un hombre pequeno,
marchito por el sol, quien andaba por la casa descalzo, tan silencioso como un
villano. A veces parecia observar a sus superiores con esos ojos cafds liquidos...
de hecho eso sentia Grace cada vez que lo veia. Su nombre era Imrat, y andaba
en una bicicleta verde sin bocina, cuyos frenos rozaban las orillas de las llantas
produciendo un extrano y apagado silbido. Era un sonido que a la larga le
provocaba a Grace un escalofrfo por la espalda y que le apretaba la garganta.
—Cuando estaba en Inglaterra, tenia seis mayordomos y tres sirvientas
personales y un carruaje que me llevaba a donde quisiera ir —le dijo a Raissa
(para ponerla en su lugar).
48

—Cuando estaba en Inglaterra, yo tambidn terna eso —decfa Raissa.


—Oh, ^cudndo estuviste tu en Inglaterra? —exclamaba Grace.
—Nunca he estado en Inglaterra, senorita Sahib —decfa Raissa, y salfa
silenciosamente del cuarto.
Grace mandaba a Raissa diario al pueblo distante para que le comprara
telas en el bazar. Cuando Raissa trafa la tela, Grace le decfa: “esto no es lo que
te pedf para nada, dije rojo, no azul, tonta. jRegrdsala y que te devuelvan mi
dinero! j Ahora! jEn este instante!” Pero en varias ocasiones cuando Raissa se
iba, Grace escuchaba el extrano y apagado silbido de la bicicleta verde, y sabfa
que Raissa iba hacia el pueblo montada en la bicicleta con Imrat, lo que lo
estropeaba todo.
—Creo que te llevard a cazar tigres y te usard de camada —le dijo Grace
esperando asustar a la nina, puesto que habfa escuchado que todos los nativos
eran tontos y crddulos.
—Me temo que hay una gran escasez de tigres esta temporada, senorita
Sahib —le dijo Raissa, haciendo una reverencia—. Ratas hay muchas, pero
eligen su alimento —y durante una semana grandes ratas cafes invadieron los
suenos de Grace, y su imaginacidn pobld la oscuridad del exterior de mordiscos
y chillidos.
Raissa debfa irse. Grace pronto lleg6 a esa conclusidn, aunque fue paciente
y esperd la ocasidn. El momento oportuno llegd la noche despuds del baile de la
embajada, cuando su madre dejd, ahf donde se las quitd, las joyas que llevaba en
vez de guardarlas en la caja fuerte de su padre.
Grace mird a izquierda y derecha y con soltura se guardd las joyas en la
bolsa del delantal. Las esconderia en la cama de Raissa cuando pudiera entrar a
las habitaciones de los sirvientes sin que la vieran. Mientras, escondid el botrn
donde solia esconder las cosas que robaba en la escuela, en su precioso pupitre.
Ahi seguia cuando se durmid aquella noche, abrumada bajo el mosquitero,
tapindose los oidos con los dedos para no oir el palpitar despiadado de la noche
tropical. Por supuesto, mientras dormia, dejd de cubrirse los oidos. Se percatd,
en el momento mis oscuro de la noche, de un silbido extrano y apagado que de
repente hizo que despertara por completo. La luna brillaba y su luz resaltaba las
siluetas de miles de insectos alados que reptaban sobre el mosquitero bianco.
Recordd aquellos cuadros de Angeles suspendidos sobre un lecho de muerte.
Grace se escondid bajo las cobijas y aulld de rabia porque sus padres la habian
llevado a ese pais horrible y sudoroso.
En la manana, durante el desayuno, esperd que explotara la terrible noticia,
que las joyas de mam£ habian desaparecido. Nadie hizo comentario alguno. Qud
poco observadora debfa ser maml Ni siquiera se habfa enterado de que sus joyas
habian desaparecido. Grace se levantd presurosa de la mesa cuando termind de
comer y fue a la habitacidn de su maml Las joyas estaban ahi donde su madre
las dejd al volver del baile.
jEstaba furiosa! Acaso habia sonado esta brillante trama, /,sin llevarla a
cabo? Corrid a su pupitre. Estaba vacio. Las hojas rosas para escribir cartas se
sonrojaron avergonzadas.
—/,Ha perdido algo senorita Sahib?— dijo Raissa, entrando sigilosamente
al cuarto con sus silenciosos pies morenos.
jNo! j Vete! jSal de aqui! —gritb la joven dama inglesa, pataleando de
rabia.

A1 dfa siguiente, sus padres salieron de viaje por la provincia. Grace


se quedd sola en la casa que apestaba a flores y a sol y a la comida
condimentada de los sirvientes. No podia ni hablar del resentimiento y del
aburrimiento, y deambulaba por las habitaciones arrastrando los pies,
mirando con odio a los pdjaros enjaulados, las estatuillas de marfil, y los
extraordinarios tapetes sobre las paredes, gastados por el sol.
C6mo ansiaba caminar bajo la lluvia entre coches tirados por caballos
y el olor de hollin y periddicos humedos, bajo el parpadeo de las ldmparas
de gas, y el oscuro cielo inglds. A su alrededor, la India se extendia como
un ocdano en el que ella derivaba. En vez de gaviotas, habia buitres, en vez
de peces, lagartijas, y en vez de tiburones, figuras oscuras y siniestras en
ropas frescas y blancas montando bicicletas verdes con frenos que rechina-
ban.
—jRaissa ven acd! —su voz sond tan aguda que la guacamaya, desde
su jaula en la veranda, contestd con un grito.
Sonriente, servicial y atenta, Raissa aparecid de pronto, sus pies
silenciosos, su cabello caia de una trenza medio hecha como un vino oscuro.
Hizo una reverencia grdcil como una garza blanca, sus palmas juntas, como
si tuviera una mariposa cautiva entre ellas.
—^Llamd senorita Sahib?
—Si, Raissa. ^Porqud te tardaste tanto? Trdeme unas tijeras grandes.
Aparecieron las tijeras sin que se oyeran cajones o cajas abrirse.
—Ahora si^ntate. Te voy a cortar el pelo.
—No senorita Sahib —sus manos morenas y delgadas agarraron la
trenza—. /Para qud?
—Porque quiero que me hagan un postizo con 61, y porque si no me lo das
encontrard a alguien m£s para que sea mi sirvienta. Mientras no estdn mam£ y
papd en la casa, yo mando aqui. Asi que sidntate que te voy a cortar el pelo.
Raissa volted a derecha y a izquierda, como un venado olfateando un tigre.
—Ir6 al pueblo y le comprard cabello, senorita Sahib, mucho cabello, y mis
hermoso que el mfo.
Grace puso una nota de fastidio en su voz.
—Oh, querida Raissa, eres tan vanidosa. No sabes que es un pecado ser
vanidosa —Grace se le echd encima. Aun cuando podia exigir que le
hicieran justicia el senor y la senora, aun cuando estaba dispuesta a perder
su trabajo en vez de su cabello, Raissa no se atrevid a pelear mano a mano
con una dama inglesa. Ademis Grace era fuerte y experta en el arte del
tormento, y para colmo estaba armada con unas largas y filosas tijeras.
Por su parte, Grace aturdida con la adrenalina que bombeaba a travds
de su cabeza, se desembriagd un poco cuando tom6 el cabello en su mano.
Su gesto tendna un precio que sus padres al regresar le harian pagar. Solian
decir que habia que tratar a los sirvientes con respeto, y se veia que
estimaban a Raissa. A veces Grace sentia que eran mds afectuosos con
Raissa que con ella... Todo esto le cruzd por la mente mientras apretaba en
su mano la cuerda de cabello negro, y quizd por temor a las consecuencias
vacil6 y cortb la trenza a la mi tad. Dejb suficiente del cabello sedoso como para
que le tapara la cara a Raissa cuando se zafb y huy6 del cuarto.
Habfa algo repugnante y medio vivo en la madeja de cabello que Grace
tema en la mano. Corrib hasta su pupitre y guardb el cabello en 61 Su mano
conserv6 un olor de aceite de c&tamo, que no se quitb ni con agua yjabbn.
Esa noche el brillo de luna se extendib en un bochomo, los grillos y los
sapos cantaron alrededor de la casa como migrana, y las sombras revoloteantes
de los murciblagos eran tan densas que parecian particulas flotando a contraluz.
Las lucibmagas encendian la mecha del mundo que, cuando se consumiera, haria
explotar la ira de papl Grace, despierta en la cama, tratb de pensar en alguna
mentira que la sacara de apuros.
“Ya s6. Encontrb a Raissa robdndose uno de mis vestidos y le cortb el pelo
como castigo. jTomar&i mi palabra contra la de ella! \A fuerzas!” Grace se
recostb y relajb el cuerpo. Dejb que la oscuridad la alcanzara.
Debi6 haber dormitado unos minutos ya que sonb que escuchaba un
silbido extrano y apagado y el sonido metdlico y preciso de un rayo roto de
bicicleta contra el guardabarros. Se despertb de golpe, el cuero cabelludo le
picaba por la ansiedad...
Quizd una carta a sus padres serfa una sabia precaucibn. De otra manera las
palabras inteligentes de Raissa podrfan ganar a papd antes de que Grace lograra
desterrar a la chica de su afecto. Sf, una carta. Quizd entonces papd despediria a
la chica por medio de una carta, y nunca llegarfa a confrontar la palabra de Raissa
contra la suya.
“Qut5 ventaja tener educaci6n”, pens6 Grace, dejando la cama. “Dudo que
esta chica sepa siquiera escribir su nombre y mucho menos cartas como las
mias”. Y encendi6 una 1 inpara que alejd la oscuridad.
Recorrid la casa, despertando con la luz a la guacamaya y al mono, pero
a nadie mis. El bullicio de los insectos parecia chocar contra la casa y hacerla
temblar, aunque en realidad era la parpadeante flama de la 1 inpara la que
temblaba. Compuso la carta en su cabeza mientras caminaba.

Queridos papa y mama,


Por favor despidan a esa horrenda sirvienta Raissa. Hey en la
mahana la sorprendicon mo de mis vestidos... jy cortdndoseel cabello con
mis tijeras de costura! Cuando le reclame me dijo: “Soy tan buena como
usted en el terreno que sea”, y queria que le ondulara elpelopara que se
pareciera a mi Creo que se comporta asiporque ustedes no estdn. Pero / oh
querida mama!, simplemente no se como manejar a los sirvientes, y me
asusta mucho con su pequeha navaja de mono. Querido Papa, sabias que
su prometido, el hombre llamado Imrat es un nacionalista y quiere que
“echen a los ingleses de la India a sangre y juego ”. jQue gente! Porfavor
esenbanme y aconsejenme que debe hacerse. Estoy tan sola sin mis
queridos mama y papa...

Sonrojada con la emocidn de la inspiracidn, jald su pupitre y acerc6 una


silla, abri6 la tapa, y sacd una bandeja con plumas. Mientras estiraba el brazo para
tomar papel, algo suave y fno se le enroll6 en su muneca y la asustd. Luego, se
rid de su tontena. “Pues claro, la trenza de Raissa”. Tomd el papel rosa y sacudid
su brazo para zafarse el mech6n de pelo.
Pero no podia quitdrselo, de hecho se aferraba mis y mis, enrosc^ndose
en su brazo, debajo de la manga de su camisdn.
Hasta que la serpiente la mordid, Grace siguid convencida de que la
negrura enrollada en su brazo no era mis que el mechdn de cabello frfo y aceitoso.
Despuds, alcanzd a escuchar, mis alli del graznido de la guacamaya, de los
ruidos del mono y del bullicio de la noche india, el silbido extrano y apagado de
los frenos de una bicicleta alej&idose sobre el cdsped. En ese instante el veneno
le paralizd el pulso, porque una vena corre directamente de la mano derecha al
corazdn.

♦ ♦♦♦ ♦♦♦

La banqueta fuera de la tienda se habfa llenado de personas desesperadas,


irritadas, que estiraban el cuello de un lado para otro buscando al dueno de la
tienda de periddicos. Llevaban voluminosos periddicos dominicales, y las
manos llenas de monedas, el senor Singh salid corriendo para atenderlos, pero
regresd a los diez minutos, con una alcancia de hojalata.
—Si fuera tan amable, me gustaria comprar el maravilloso pupitre de
madera, senora Povey. Y hay un libro que tambidn vi... un libro sobre la India
y los dias del imperio brit&iico (el libro que Era C. traia sobre el manubrio).
—Oh, senor Singh no puedo... —dijo la senora Povey.
Era C. le alcanzd el pupitre y el libro, y el dueno de la tienda de peri6dicos
los abrazd como la India alguna vez abraz6 su dulce independence.
—Pero la caja no tiene Have —dijo la senora Povey tristemente.
El senor Singh apretd la caja contra su pecho.
—Oh, pero senor Singh, es domingo y no deberfa...
Ailsa fue al dintel de la chimenea detrls del senor Singh y a espaldas de
dste, mostrd a su madre el recibo de luz aun por pagar.
—Bueno, si realmente le gusta, estoy segura de que el senor Lector le
puede decir cudnto vale —Era C. tomd de las manos de Ailsa el recibo de luz y
leyd de un tirdn:
—Cuarenta y tres libras, treinta peniques, incluyendo el IVA.
Cuando la puerta se cerrd detrls del senor Singh, Ailsa le preguntd a Era
C. Lector:
—^C6mo supiste la combinacidn del candado de la bicicleta?
—Lo adivind— dijo Era C. inmutable, y colg6 el sombrero sarakov en un
sombrerero.
—Eres capaz.
Y no dijo mis. Despuds de todo, no habfa otra explicaci6n. ❖
El plato:
una cuestion de valores

❖ De las cien libras nada quedd. Otras de las compras mayores de Era C.
Lector en el mercado de viejo llegaron mds tarde: un juego de libreros y un
salmdn disecado en una vitrina. La pequena tienda parecia gemir ante el
prospecto de tragarse aun m2s cachivaches indigestos y, de no ser por la venta
del reloj, los libreros nunca hubieran hallado lugar en la pared para recargar sus
espaldas.
La senora Povey dijo a su hija:
—Quizd 61 tenga razdn al expandir el 2rea de libros.
Pero, cuando uno de los maestros de la escuela de Aisla revisaba, en una
ocasidn, la secci6n de novelas, la sensacidn de sentirse observado le provocd un
escalofino. Levant6 la vista y vio a Era C. Lector a un metro de 61, mir&idolo
torvamente. El maestro se busc6 la cartera. Pero Era C. le dijo:
—Aun no he lefdo esos libros —y se los quitd al cliente—. Verd, estoy
reservando las novelas para el final.
—i Ah! jBien! —exclam6 el maestro. Dio media vuelta y huy6 no sin
echar una mirada compasiva a Ailsa y a la senora Povey. (Despu6s de eso
corrid la voz en la escuela de que Ailsa tenia un hermano extrano y que a 61
t

se debian los problemas financieros de la tienda.)


—Asi se vende —dijo sarclsticamente Aisla. Lector mird los libros
apoyados en su estdmago y acaricid los lomos con sus dedos; parecfa demasiado
avergonzado. Ailsa desed no haber hablado, ^qud se le habia metido para ser tan
grosera?
—No importa —continud—. Los libros no dejan lo suficiente como para
que se note. No valen nada. Mamd los vende por unos peniques.
—i Algunos valen cientos! —dijo Era C., levantdndose.
—No tenemos de dsos.
—Tcxio es cuestidn de valores —dijo mirando con aprecio sus nuevos
libreros llenos de libros sin acomodar: cuando lo dijo sus ojos eran profundos,
con destellos dorados por la luz de la ldmpara—. El dinero no
lo es todo.
Afuera, el cielo lucfa encapotado y los
coches pasaban con las luces encendidas.
Se oyd un fuerte trueno: rompid a
Hover. Unos novios, tornados de la
mano como gemelos Siameses en-
traron corriendo a la tienda: ridn-
dose se sacudieron laropa. Habian
entrado en el primer refugio que
encontraron y claro, no teman nin-
guna intencidn de comprar.
—Oh, qud bonito... Oh, mira
ese florero tan Undo... qud ldstima
que no tenga tapa —decia la joven de vez en vez, pero su novio s61o estaba
pendiente de la lluvia.
Ella recogid un librito de leyendas populares chinas que se encontraba
abierto sobre la meridiana. Cuando levantd los ojos del libro, se dio cuenta de
que, desde el fondo oscuro de la tienda, la observaba un joven.
Era C. juntd las palmas de las manos e hizo una caravana. Silenciosamente
roded la meridiana y le tomd el libro de las manos como para leer el tftulo.
—j Ah, entonces le interesa la China antigua! —ella reliocedid al armada—,
en ese caso permitame distraer su atencidn hacia este encantador plato.
—I Oh, mira Brian! Qud bonito plato —exclamd la muchacha sin mucha
conviccidn. Era C. disimuladamente se metid el libro en el bolsillo. Brian se
acercd a ver el plato azul y bianco balanceado entre dos umas.
—Oh, si, el diseno del sauce. Tu abuela tiene toda una vajilla con este
dibujo. /Este es el unico?
Era el unico, y aun asi, Ailsa no recordaba haberlo visto antes, aunque ya
conocia ese diseno. Bueno, el diseno de sauce es bastante comun.
—/Es antiguo?— preguntd la joven, buscando el precio.
—La historia si, dijo Era C. Lector.

♦ ❖ ❖

Hace muchos anos, en China, durante la dinastia Ch’ing y los dias del
emperador Manchu Ch’ien Lung, vivia un ceramista llamado Ho Pa. Era
malo, envidioso y rencoroso, pero trabajaba para dl un aprendiz cuyo trabajo
60

era tan perfecto que la gente venfa de todos sitios para comprar porcelana del
taller de Ho Pa. Ho Pa se volvid muy rico pero a Wa Fan, su aprendiz, que hacfa
todo el trabajo, no le pagaba nada, sino que lo maldecfa y abofeteaba, de modo
que le hacfa la vida imposible. Le decfa que su cerlmica era fea y que no valfa
nada.
jDe haber sabido Wa Fan! Hasta la corte del emperador compraba sus
hermosas vasijas, platos y teteras. Viajeros de tierras distantes pagaban fortunas
por tan s61o una pieza de Wa Fan. Habfa un diseno que preferfan.
—jHo Pa queremos platos con el diseno del sauce! Le pagaremos mds si
nos hace vajillas con el diseno del sauce en bianco y azul.
Entonces Ho Pa asomaba la cabeza en el taller y ordenaba:
—Diseno del sauce, Wa Fan. Dame m&s diseno del sauce, holgaz&i, hijo
de perra durmiente.
A Wa Fan no le importaba. El diseno del sauce es muy hermoso.
Cuenta el amor de un joven y de una chica en un jardfn. Wa Fan se deleitaba
pintando (en vidriado azul con una brocha muy finita) el jardfn tan bonito
con su puente y sus pagodas. Pintaba con tal maestrfa que los pdtalos de los
crisantemos parecfan estar vivos, y las ropas de los personajes ondulaban en
la brisa.
A veces —y esos dfas eran los mejores— Liu, la hija de su maestro,
venfa al taller: admiraba la porcelana que secaba en los estantes y hablaban
del trabajo del aprendiz. Liu no se cansaba de escuchar en boca de Wa Fan
la historia del diseno del sauce, mientras 6\ narraba, ella senalaba en el plato
cada detalle.
61

—[Y quidn es dste? —Liu preguntaba (aunque ya sabia)


—El padre cruel —decia Wa Fan—, un rico comerciante que prohfbe que
su hermosa hija se case con el jardinero.
—IY dsta es la hermosa hija? —decia Liu (aunque por supuesto ya lo
sabia)— [Y 6ste el pobre jardinero? iQu6 hie de los infelices amantes?
—Tan grande era su amor que la hija y el jardinero decidieron huir juntos
al mundo mis alM del jardm. Se escondieron en los jardines; toda la noche, la
dehcada dama se ocult6 en un cobertizo oscuro y lleno de aranas. Pero el padre
cruel descubrid su secreto y los bused al amanecer. Un puente angosto sobre el
lago era la unica salida. Cuando los amantes salieron de su escondite e intentaron
dejar el jardm se encontraron, en el puente, l&tigo en mano, al padre. Iba a matar
al pobre jardinero. Era imposible escapar, los amantes saltaron del puente,
prefiriendo ahogarse juntos en el lago.
Y Liu intervema y exclamaba:
—Pero los dioses les sonrieron: los convirtieron en ruisenores y volaron
a la dicha etema.
—Ya conoces mi historia —le contestaba Wa Fan. Avergonzada, Liu se
cubria la boca con los dedos. Grlcil sobre sus sandalias de madera cruzaba la
puerta. Sus pasos resonaban hasta la casa de su padre.
Verdn, Liu amaba a Wa Fan el ceramista y Wa Fan la amaba a ella. Pero
les era tan imposible casarse como a un pez volar.
Un dia el cruel Ho Pa le dijo a su hija:
—Dame las gracias Liu y preptote. Pinta tu cara de bianco y tus labios de
rojo y adoma tu cabello con flores pues te he encontrado un marido.
Liu hizo una honda reverencia ante su padre.
—En verdad le agradecerd padre si el hombre que ha escogido para mi es
Wa Fan, su aprendiz. Es un buen hombre.
—^Quidn? —gritd Ho Pa—. Ja, ^crees que casard a una hija mfa con un
insignificante aprendiz? jJamds! Te casards con Chu Fat, el comerciante: su
fortuna es tan grande como su panza y su sentido de los negocios es tan feroz
como su genio y su reputacidn tan vieja como dl. El venderd mi cerimica, y juntos
seremos aun mis ricos que el gobemador. Te casaris manana. No menciones
mis a Wa Fan.
Liu no dijo nada. En la antigua China, durante la dinastfa Ch’ing y en los
dias del emperador Manchu, Ch’ien Lung, las palabras de una hija importaban
aun menos que hojas muertas volando por la calle. Pero los pdjaros de la tristeza
picotearon su corazdn.
En aquel entonces, Ho Pa rara vez iba a su taller, porque Wa Fan hacia todo
el trabajo y nunca podria igualar la porcelana de Wa Fan con sus propias manos,
sin embargo ese dfa hie al taller, recorrid los estantes fingiendo examinar los
platos, las vasijas y los platones.
—Dime Wa Fan, ^qud piensas de mi hija? —preguntd casualmente. Vio
cdmo le temblaba la mano a su aprendiz mientras pintaba las hojas de un sauce
azul.
—Es el modelo de toda belleza, mi senor, una creacidn mis perfecta que
cualquier vasija hecha a mano, cualquier palabra escrita por poetas, o musica
tocada por trovadores.
—IY qud hanas si te dijera que te puedes casar con ella?
Se le cay6 el pincel a Wa Fan y se levantd de un brinco.
—Diria que usted es el mejor de todos los hombres y yo el mis feliz.
Entonces Ho Pa detenidndose las costillas se rid hasta que se le salieron las
llgrimas y rodaron por sus gordos cachetes.
—Escucha esto, tu, insignificante piedra sobre un camino de tierra: ml hija
se casard manana con Chu Fat, el comerciante, y yo te dejard de pagar por
atreverte a posar la mirada sobre mi hija. jJa! jJa! \Ja!, /,qud te parece?
Wa Fa no dijo nada, en la China de antano durante la dinastfa Ch’ing y en
los dias de emperador Manchu, Ch’ien Lung, las palabras de un aprendiz valian
menos que las hormigas en una palada de tierra, pero en sus adentros los perros
de la tristeza masticaban su corazdn.
—Seria aceptable alguna muestra de respeto, algun regalo para la pareja
feliz —dijo Ho Pa, cruzando la puerta.
WaFan fue a la ventana, mird los espldndidos jardines que rodeaban la aun
mis espldndida casa de Ho Pa. La flor de naranjo lloraba con la lluvia. El sauce
junto al lago se encorvaba, los hombros cafdos. Entre los carrizos el lago
destellaba como ldgrimas sobre las pestanas de un gran ojo triste. Wa Fan mird
por largo tiempo el pequeno puente. Alcanzd un plato sin decorar de la mis fina
porcelana y lo vidrid bianco como la leche. Lo empezd a pintar con un vidriado
tan azul que parecia morado: una ultima historia con fondo de sauce.
Nunca antes Wa Fan logrd tal perfeccidn. Cocid el plato en el homo y las
figuras y las flores resaltaban con tal nitidez que parecian cruzar el pequeno
puente junto al lago ornamental y las pagodas pintadas. El destino de Wa Fan
estaba atado a ellas. Ya no podia dar marcha atrds.
64

La manana de la boda, Wa Fan fue al mercado. Compr6 unas fresas, las


acomodd sobre el plato y les espolvored azucar. Las llevd a la puerta de la gran
casa donde vivia su amo.
Con una honda reverencia al portero, le dijo:
—Por favor ponga este regalo miserable y despreciable ante el novio
y la novia, y digales que es una serial de respeto del insignificante aprendiz
Wa Fan.
Los contratos se habian firmado. Liu estaba sentada en la mesa junto
al grotesco y jadeante Chu Fat—una carpa dorada junto a una ballena. Liu
tenia la mirada fija en el regazo y un tremor recorrfa las peinetas floreadas
y los adomos de su cabellera. En la cabecera de la mesa, riendo como un
loco, su padre brindaba con tazas de licor de arroz por si mismo y por sus
ancestros.
El portero trajo el plato de fresas. Lo puso entre el novio y la novia:
“Una serial de respeto del insignificante aprendiz Wa Fan”. Liu se sobresaltd
y su padre solt6 un rugido de risa que hubiera inflado la vela de un barco. El
novio sumergid su mano gorda entre las fresas y retacd veinte en su boca ya
repleta de comida.
Liu posd la mirada en la orilla azul del plato. No veia las fresas. Amaba
a Wa Fan y todo lo que hacian sus manos. Con una sonrisa triste, vio emerger
el dibujo de debajo de las fresas que su prometido engullia a punos.
Nadie vio sus hombros tensarse, ni sus ojos de pronto llenos de
asombro ni sus dedos apretando la orilla del mantel. Ya que durante la
dinastfa Ch’ ing en los dfas del emperador Manchu, Ch’ ien Lung, una mujer
aprendfa a ser callada y a nunca llamar la atenci6n de los hombres. Tom6 una
fresa del plato. Y luego otra.
No se habia equivocado. Su propia cara la miraba desde el jardrn azul y
bianco del diseno de sauce. Era ella, parada sobre el puente, de la mano del pobre
jardinero.
Otra fresa.
Y ahi estaba su padre; ahi estaba Ho Pa inconfundible, de pie sobre el
puente, la mirada furiosa, su vano montdn de pelo, su puno sujetando el latigo,
su boca torcida jurando venganza.
Otra fresa y joh!
En el puente legendario, tornado de la mano con ella, Wa Fan el aprendiz,
vestido con ropas de jardinero pero inconfundible ante los ojos de quien lo
amaba. Un autorretrato perfecto.
El plato era un mensaje. El plato era una carta, una suplica, una declaracidn
de amor. El plato decfa:
“Huyamos juntos, Liu, porque te amo como amo el jardinero a la hija del
rico comerciante en la historia del diseno de sauce”.
Los labios de Liu se entreabrieron y tan calladamente que sdlo sus
ancestros la pudieron escuchar, contestd: “Si, si Wa Fan, ir6”.
—Pisame esas fresas hija, /o qud, no le tienes respeto a tu padre?
El corazdn de Liu revoloted entre sus costillas como un p£jaro atrapado en
una jaula. Las caras en el plato se veian ahora del todo. El plan de Wa Fan estaba
al descubierto. Cualquiera podria verlo. Semejante osadia le costaria la vida a Wa
Fan.
—jHija, trdeme el plato!
No podia desobedecer. Le llevd el plato a su padre. Se termin6 las fresas.
Sdlo una nieve de azucar cubna el jardm brillante, azul y bianco, del diseno del
sauce.
Ho Pa levantd el plato para examinarlo:
—Veo que Wa Fan ha hecho su mejor pieza como regalo de bodas para mi
hija.
Y aunque vio la cara cruel y rabiosa del hombre sobre el puente, no se
reconocid, porque Ho Pa era vanidoso y se creia guapo. No reconocid a la chica
sobre el puente, porque Liu nunca le importd lo suficiente como para que
conociera su rostro. Y no reconocid la cara de su aprendiz, porque para dl, Wa
Fan no era un hombre, sdlo un par de manos que le hacian ganar dinero; una
herramienta, un objeto, una cosa. Volted a ver a su hija, y le dijo:
—Ve por mds fresas. El plato estd vacio.
Se lo dio, el inapreciable regalo de bodas de Wa Fan. La mandd fuera de
la habitacidn cuando lo unico que necesitaba era un pretexto para salir. Corrid
por el corredor, el plato abrazado contra el pecho, hasta el jardm donde el sol
brillaba sonriente. Cruzd los crisantemos, la pagoda pintada y corrid por la orilla
del lago hasta el pequeno puente. Ahf, encontrd a Wa Fan escondido entre las
ramas del sauce, retorciendo entre sus dedos nerviosos su larga cola de caballo.
—Viniste —le dijo.
—Vine —le contestd.
—Lo has dejado todo por mi —le dijo 61
68

—No he dejado nada —dijo ella—. Mira, tengo el regalo que me has
mandado y es lo unico que aprecio en el mundo; nunca me desharl de 11.
Entonces cruzaron el pequeno puente, tornados de la mano, hacia el mundo
que quedaba mis alll
Fueron al puerto, y ahf encontraron un barco mercante portuguls, hsto para
zarpar.
—Lllvenos a sus lejanas tierras, al Oeste —le dijo Wa Fan al capitln
portuguls.
El capitln, un hombre moreno, de mentdn barbado y ojos grandes y
acuosos, temible a los ojos chinos, vio al harapiento Wa Fan y a Liu en su vestido
de novia. Se jalb el labio. Bused en vano su equipaje.
—[Y cbmo me pagarls, hombre chino?
—Trabajando duro y dlndole mi agradecimiento —dijo Wa Fan.
—Oh, un enorme agradecimiento —dijo Liu.
Pero el corazbn del capitln era tan frio y puntiagudo como el ancla de su
barco: una bolsa de dinero bien cerrada dentro de su pecho.
—Apuesto a que algun padre me pagarl generosamente por regresarle a
su hija —dijo atuzlndose el oscuro bigote—, o algun novio me pagarl genero¬
samente por regresarle a su novia.
—No, no —gritb Liu, cubrilndose el rostro con las manos.
—No, no —gritb Wa Fan escudlndola con su brazo.
Y el mar se partib, y las olas jadearon, el viento sacudid la gavia.
De pronto el capitln vio el plato que Liu abrazaba contra su pecho. Le
brillaron los ojos y sus manos volaron a 11.
69

—^Por qub dijeron que no tenian para el pasaje? Esta pieza con el
diseno del sauce de la cerdmica de Ho Pa es la mds fina que jamds haya visto.
Esto pagard su pasaje.
Arrebatb el plato, pero en su torpeza, se le escap6 de las manos. El plato
cay6 al agua, entre el muelle y el casco del barco, como un loto, flotaba sobre
el agua. Wa Fan se tir6 al agua, tomb el plato y lo mantuvo en alto sobre su
cabeza; el capitdn lo arrebat6 de su destruccibn en el agua, mbs preciado para
bl que un nino.
—jEspere! —gritb Wa Fan mientras avanzaba hacia la orilla—. El plato
no me pertenece.
El Capitdn volteb con una mirada furibunda.
—jCbmo! ^se lo robaron?
—jNo, de ninguna manera! Pero es propiedad de esta dama, y sblo ella se
lo puede dar.
Liu observb largamente al hermoso plato que goteaba entre las manos del
capitdn. Finalmente dijo:
—^Qub es una pieza de porcelana, frente al destino de dos corazones,
frente al rostro de mi Wa Fan? ^Qub es un objeto hecho por un par de manos,
frente a las manos que lo hicieron?
Asi que Wa Fan y Liu se hicieron a la vela entre una marana de espuma,
hacia las orillas de la distante Europa. Sus almas desbordaban de una alegrfa
invisible y volaban sobre el barco, dos aves m&s blancas que la vela
ondulante.
70

Mientras, el capitdn, bajo cubierta, se deleitaba mirando un objeto de


arcilla pintado con los colores de flores aplastadas. Estaba convencido de
que el plato era una riqueza adicional a su carga. Pero hay quienes creen que
llevaba en el barco un tesoro mucho mis valioso.

❖ ❖ ❖

—jOh, Brian! —dijo la joven.


—jOh, Traycie! —dijo el joven.
—Cdmpramelo, Brian.
—No seas necia. Debe costar una fortuna.
—No necesariamente —dijo Era C., y sus ojos eran tan profundos y
oscuros como el mar del sur de China, pero sin tiburones—. El valor no siempre
estd en el precio.
Brian sac6 unas monedas de los bolsillos de sus vaqueros, y Ailsa envolvid
el plato en papel de china. Quiso quitar cualquier marca decepcionante que
delatara la cerdmica inglesa al reverso del plato, pero no habia tal. S61o habia
unos caracteres chinos largos y colgantes que parecian una cadena de l&mparas
de papel.
—/,D6nde esti ese Undo librito? —preguntd Traycie, busc&ndolo cerca de
la meridiana.
—^Cu&l? —dijo Era G, una mano puesta en el bolsillo de su saco de pana
verde. ❖
La mesa:
una historia de glotonena

* El primer sdbado de cada mes se llevaban a cabo las subastas en la Casa


de Subastas de Bridge Street. Hacia mucho tiempo que Ailsa y su madre no
asistian, ya que no vendfan lo suficiente como para tener que reabastecer la
tienda. Poco despuds de un mes de estar Era C. con ellas, se abrieron
espacios entre los muebles amontonados, como los claros en las tribunas al
final de un juego de cricket. Sin embargo, el dinero de estas ventas no
permanecia en la caja, porque enseguida Era C. compraba libros y mds
libros.
Aun asf, Era C. insistid en que fueran a la Casa de Subastas.
—Pero no tengo dinero para gastar en una subasta —protests la senora
Povey mientras que Lector le ayudaba con el abrigo.
—Especular para acumular. Tiene que invertir para sobrevi vir. Tiene que
gastar si quiere ganar.
—Has estado leyendo de nuevo los libros de economfa, Era C. —le dijo
Ailsa, y se pregunt6 por qud habia cedido su madre. No tertian dinero para
mercancia nueva. Ni siquiera podfan darse el lujo de pagar el recibo del teldfono.
—/,Quidn empezaiti con cinco libras por esta genuina reproducci6n de
samovar? —pregunt6 el subastador.
72

La calefacci6n central no estaba encendida en la Casa de Subastas, y un


montdn de comerciantes refunMantes tiritaban encorvados en sus asientos, los
ojos puestos en las listas mecanografiadas de los objetos en venta. Era C. dijo:
—l?or qu6 no puja nadie? Es un bonito samovar. Me recuerda a mi tio
abuelo Alexei a quien una vez se le ator6 su troika en una tormenta de nieve y
s61o bebid td durante tres dias.
Simultdneamente, la senora Povey y Ailsa (sentadas en ambos lados)
tomaron las manos de Era C. para que no pujara. Mir6 asombrado las manos
entrelazadas y con un apretdn dijo:
—Qud lindo, gracias.
Habia un timdn de barco, una manguera de jardin, un ropero, un telar a
la mitad, porcelana variada, una patineta rota, una silla de ruedas,
dos macetas con plantas secas, una alacena, una pantalla para
chimenea, un refrigerador y un hurdn disecado. A los comer¬
ciantes les gustaron la alacena y la porcelana.
No pujaron por lo dem£s,
aunque las manos de
Era C. se retor-
cian ham-
brientas.
—Conocf
una vez a
un hombre
que era due-
73

no de una lavanderia y entrend a un hurdn para sacar los calcetines y panuelos


que se quedaban atorados en las mdquinas.
—/Funciond? —preguntd Ailsa, apretando la mano de Era C.
—Casi, siempre los sacaba pero se los comia.
El subastador regand a Era C. y dijo:
—^Escuchd una oferta senor?
—jNo! —exclamd la senora Povey
Se acercaba la hora de la comida. Mientras los comerciantes sacaban
sus sandwiches entre ruidos de celofdn y de bolsas de papel, una mesa
enorme aparecid en el estrado: un vasto dvalo de caoba bamizada, brillante
y liso como el estanque de pueblo, y casi tan grande. Los comerciantes se
agitaron en sus sillas y su helado aliento se irguid de repente en una docena
de plumajes de admiracidn. Hasta la senora Povey dijo:
—Esa si es una pieza bonita —y sin darse cuenta soltd la mano
izquierda de Era C., mareada por el ruido de las ofertas que rivalizaban entre
sf:
—Trescientos, cuatrocientos, quinientos, quinientos cincuenta...
—jSetecientas libras! —declard Era C. levantando la mano derecha
como si Ailsa fuera un simple panuelo. De repente cesaron las ofertas. La
senora Povey echd a llorar.
—Se cancela la oferta jse cancela! —tratd de decir, pero sus palabras no
se entendieron, entre las Mgrimas y la temblorina y el ruido de las sillas, mientras
los comerciantes buscaban al ultimo poster.
—/Estds satisfecho? —se indignd Ailsa.
—^Cudl es el problema? —preguntd Era C., mientras le ofrecia a la senora
Povey su panuelo de seda.
—Se va en setecientos, a la una —dijo el subastador.
—No tenemos las setecientas libras —susurrd Ailsa.
—Pero vale mucho mis que setecientas libras —argument^ Era C.
cabizbajo—. Se le puede sacar una buena utilidad.
—Pero no las tenemos.
—Se va en setecientos, a las dos —dijo el subastador.
—No te preocupes por eso —dijo Era C.
—Vendido al Anticuario Povey.
La senora Povey aulld:
—i Ve y dile que no tenemos el dinero! jDile que fue un error! Tendrd que
volver a subastar la mesa. Nunca podrd volver aqui despuds de esto.
—Ya, ya —dijo Era C.—, yo me hard cargo.
Se abri6 camino entre las sillas hasta el frente del saldn, sonridndole a los
comerciantes que comfan o fumaban. Se acercd a la mesa como si fuera a
sumergirse en las profundidades brillantes de sus reflejos: sus manos recorrieron
las patas de la mesa como las manos de un comerciante de caballos acariciando
los espolones de una yegua pura sangre.
—Estoy seguro. Estoy casi seguro... debe de ser... se parece tanto... hace
tanto que no la veo, claro, pero estoy seguro...
Los comerciantes aguzaron el oido como una jaurfa de sabuesos, sin
embargo, el subastador interrumpid su curiosidad al decir:
—Prosigamos.
75

Entraron los cargadores pero Era C. no permitid que se llevaran la mesa.


—Caballeros, Caballeros —gritd para atraer al publico—. Me alegra que
estdn hoy aqui para compartir mi buena fortuna. Creo..., aunque no hay manera
de estar seguro... pero esta mesa es tan parecida a la del poema.
—iQu£ poema? —corria el murmullo por todo el sal6n.
—^Qud poema? jOh, seguramente lo conocen! “La Noche en que su
Alteza, el Principe de Gales, llegd tarde a la mesa”.
—jEl Principe de Gales! —murmuraron los comerciantes, ya que la sola
mencidn de la realeza para los ofdos de un anticuario suena a dinero.
Y para no parecer ignorantes, asintieron con la cabeza, imperturbables.
—jClaro! ^,del poeta laureado?
—Yo pensd que era de Robert Browning.
—No, Kipling, estoy seguro de que era Kipling
—<0 de Goldsworthy?
Era C. habia orillado al subastador fuera de su tribuna. Acercd la cara al
micrdfono. Sus ojos eran tan grandes, oscuros y ovalados como la mesa, y en
ellos se reflejaba el publico inquieto.

❖ ♦♦♦ ♦
LA VISITA DE SU ALTEZA REAL, EL PRINCIPE DE GALES,
A LA MUY HONORABLE LADY BOWDLEY,
HAMPSHIRE 1899.

Primero, como nieve que se posa, el mantel


—un tendido glaciar, glaseado en almiddn,
un bianco acantilado que en la alfombra hace pie—
ocultd las ocho garras de ledn.

Despuds los candelabros —cual los argdnteos Irboles


que un dragdn custodiaba donde acaba la tierra,
cuyos frutos Herakles rob6 de las Hespdrides—
se plantaron a trechos sobre toda la mesa.

Jamis una armeria exhibi6 con tal gracia


afiladas espadas, alabardas y sables
como la plateria que pusieron las amas
para adomar la mesa del Principe de Gales.

Lady Bowdley miraba ansiosa al ventanal


con las manos trenzadas y gesto de aflicci6n:
^Llegard tarde el Principe? Y si lo hace, /,podrdn
retrasarse los guisos, la sopa de pich6n?
Entraron en tropel los invitados, crema
y nata de Inglaterra: el Senor Hacendado,
la Marquesa y un primo segundo de la Reina,
Lady Swann, con vestido de organza, y el Decano.

Con sorpresa miraron los relucientes platos,


las copas, los tazones... totalmente vacios.
Si se tarda Su Alteza Real, el Prmcipe Eduardo
—se preguntaron—, /van a servir todo Mo?

El chef bretdn llord sobre candentes trastos


y agitando las manos declard con af&i:
—Monsieur le Prince me arruina los merengues homeados
iy yo ya no respondo por el sabor del flan!

El murmullo creci6 y se volvi6 amenaza,


como un trueno lejano que adelanta tormenta.
Sobre justos corpinos y en las frnas corbatas
se estaban desplegando ya las servilletas.

—Su Alteza no querna que por ella esperdramos


—dijo Lady Fortescue con un cursi adem&i—;
preferina, creo, jque de una vez cendramos!
El decano empezd a mordisquear un pan.
Asi que Lady Bowdley mand6 traer la sopa.
Como entradas: mel6n, salmonetes, cordero,
camar6n y aguacate, confitura de oca,
los patis y ravioles cocinados al pesto.

Primer plato: langosta thermidor y detris


el lenguado de Dover, la platija y el mero,
filete de cazdn, rollos de arenque; y mis,
inidentificables trocitos de cangrejo.

Y siguieron las nieves —sorbetes de lim6n—


y la espuma de claras, fna y poco endulzada,
para limpiar la boca del anterior sabor
y dejar paso fresco a las siguientes viandas.

Lady Edgar bajd su cierre mis de un palmo


y al disputarse las papas a la ffancesa
con fiero tenedor pinch6 al Cura en la mano.
—i Alcachofas de latal —exclam6 la Duquesa.

Y sangraba la came como herido de guerra.


La de cerdo era blanca, de dorada corteza.
Mientras mis se comia, tan to mis parecian
desembuchar los homos entre la algarabia.
El cordero, mechado con cien dientes de ajo,
y en frondas de romero tupido empenachado.
Codomices, cercetas y perdices posaban
en un lecho de plumas o en un nido de pasta.

A1 son de una fanfarria de trompetas de plata


entrri el cisne relleno de ddtiles y pina.
Se aflojd la corbata el Obispo, en voz baja
maldiciendo y limpiando sus platos de comida.

Corria el vino como un inmenso Orinoco.


Tin6 de rojo sangre la barba del Senor
Hacendado. El champdn cubriri el aparador
de roble y clav6 arriba, en el techo, sus corchos.

Costillas adobadas y chuletas en salsa,


tiritas de temera y patos al pastor.
No bien se habian tragado alguna de las viandas,
entraban otros diez deleites al salrin.

Con impaciencia el Juez se deshizo de abrigo


y cinturrin. Despu^s se arremangri el blusrin
y gritri, desquiciado: "jPasadme aquel platillo!",
mientras trinchaba grandes pedazos de jam6n.
Igual que el Valle Muerto —donde el sol blanquea huesos
de bufalo que yacen en la escaldada tierra—,
asi la mesa sucia vacila y se lamenta
bajo los cien caddveres, apilados en cerro.

Pero, aunque pierden fuerza mandibulas y dientes,


no ceden en su gula ni hombres ni mujeres.
La Marquesa presume, con ojos de cordero,
que se echard de nuevo al plato el menu entero.

—Oh, guardad por favor, damas y Caballeros,


un hueco en la barriga, que faltan aun los postres
—decfa Lady Bowdley en tono lastimero,
como quien se disculpa por una cena pobre.

Se desgarraron trajes de etiqueta y gran gala,


camisas y blusones, vestidos y corpinos
cuando hicieron su entrada los carritos de tartas
bunuelos y compotas, creme brulees y pastelillos.

Eclairs de lomo oscuro y flanes de cereza,


bizcochos envinados, y bombe surprise y un monte
de caramelo ardiente, pasteles a la crema
y crepes Suzette flameantes y bollos de rompope.
—iQue traigan el oporto, el brandy, todo el bar!
jLos petits fours, los dulces, las cremas disgestivas!
—orden6 Lady Bowdley desde un cierto lugar
debajo de la mesa y entre un mar de rodillas.

El Senor Hacendado se recogid la panza


y, soltando un suspiro, dio de boca en la tarta.
El vasto, obeso Obispo a la altura del ojo
se llevd una copita, igual que un telescopio:

—jNo veo ni papas! —dijo, y pasd a mejor vida.


Lo siguid la Marquesa, tan gordamente gorda.
Azucarado el pelo y las mejillas rojas,
cayeron al tapete todos desde sus sillas.

El Principe de Gales llegd sonando el claxon,


pero nadie quedaba esperando a la puerta.
Ardian sin piedad las velas que quedaron
para dar fe de aquello que quedd de la fiesta.

Yacfan entre charcos de vino y parafina


los nobles y aristdcratas, la ropa hecha una ruina.
Lo mejor del Condado en eso fue a parar,
victima de la mucha, mucha hospitalidad.
83

♦♦♦ ♦!♦ ♦!♦

El piso del sal6n estaba cubierto de sandwiches medio comidos y bolsas


de papel. Una docena de comerciantes escribia notas al re verso de sus taijetas de
presentacidn. Cuando Era C. Lector bajd de la tribuna, le dieron sus taijetas,
incluso algunos sin mds, introdujeron mensajes en los bolsillos de su saco de pana
verde. De vuelta en su sitio, empezd a leer todas las taijetas y se las mostrd a la
senora Povey, quien al verlas, soltd una risita nerviosa y de nuevo rompid a llorar.
Minutos despuds, apoyado en el respaldo de la silla frente a dl, le dijo a un hombre
con abrigo de lana negro y cuello de astracdn.
—Aunque no quiero separarme de la mesa, mi patrona, la senora Povey,
me instruye que acepte su oferta de mil libras.
El hombre con el cuello de astracan pagd en efectivo, y Era C. pudo darle
setenta billetes de diez libras al subastador.
—/Busca trabajo, joven?—el subastador leguind el ojo—. Necesito un
buen orador.
—Gracias por su amable oferta, pero estoy muy contento con la senora
Povey —dijo Era C., y la mamd de Ailsa estalld de nuevo en ldgrimas.
Despuds de eso Era C. no prestd atencidn a la subasta. Con discrecidn sacd
un libro de su bolsillo y se puso a leer, completamente absorto, mientras el
subastador animaba al publico. Ailsa mird por encima del hombro de Era C.
Leia poesfa, por supuesto. ❖
El clavicordio:
un cuento de honor y confianza

♦> Omo dIa llegaron a cortar el tel6fono.


La senora Povey le ofrecid dinero al ingeniero, pero dste con desprecio le
dijo:
—Debi6 haber pagado antes, senora. Le saldrd caro que se lo reinstalen.
Su numero esti en una lmea colectiva si no se lo cortarian desde la central. Pero
como es una linea colectiva, aquf estoy yo para cortarlo.
Ailsa se acordd de una cancidn de cuna:
“Aqui viene la vela para alumbrar a la niha que va a la catna,
Y aqui viene... el sehor de la companiapara cortar el telefono”.
La senora Povey se subi6 a llorar de pura vergiienza.
El ingeniero, era un hombre grande, musculoso, con los antebrazos
tatuados. Tenia el cabello corto y delgado, y un rostro que a fuerza de estar
expuesto a todos los climas estaba surcado de arrugas blancas como hilos
ralos en un osito de peluche. Camin6 con paso decidido, de la tienda a su
camioneta, y volvid con los temibles instrumentos de la desconexi6n. Al ver
a Era C. en la meridiana, leyendo, mostrd unos cuantos dientes manchados
por el cigarro y murmurd:
—Holgazanes, senoritos buenos para nada.
Mirdndolo con frialdad por encima del libro que leia (El saqueo del buque
espahol), Era C. dijo:
—<-Qu£ culpa tengo yo si ya no hay trabajo en los barcos?
La mofa se esfumd de la cara del ingeniero como si hubiera hecho corto
circuito:
—jNo me lo diga! —exclamd— /,Qu£ es usted marinero mercante?
—Ya no —replied tristemente Era C., como si apenas una semana antes
aun trabajara de marinero.
—^Qu6 barcos? iQu6 lrnea? ^D6nde? Yo estabaen el “Avro”, un pequeno
barco, pero lo vendieron a Sri Lanka. Lo hicieron chatarra el ano pasado. Trdgico,
trdgico —lamentd el ingeniero—. En estos dias todos son buque-tanques que no
necesitan a nadie para tripularlos. Son el fin de gente como nosotros.
^Tiene un cigarrillo?
Era C. afianzd la amistad
al sacar una cajetilla de ci-
garros Senior Service
del bolsillo de su saco
(aunque Ailsa nunca lo
habia visto fumar). El
ancla de la cajetilla unid
los corazones de am-
bos hombres.
—Trdgico, trd-
gico —dijo Era C.
lugubremente—. Cla-
ro que los verdaderos
86

barcos eran los buques de vela. Me hubiera gustado ser marinero entonces.
Concertinas en la toldilla de la cubierta. Baladas en la popa y las canciones
elevdndose hacia la cofa como gaviotas al vuelo.
El ingeniero sin darse cuenta levantd la vista al techo. Con una sonrisa dijo:
—Tengo un drgano Yamaha electrdnico.
El comentario no sorprendid a Era C., quizd habia notado las partituras
enrolladas metidas en el bolsillo de los overoles azules.
Ailsa, que los habia espiado a travds de la puerta de la cocina, hizo a un lado
su tarea y entrd a la tienda. Instald el silldn alado detrds del ingeniero, y ella
misma se acurruc6 en una silla a su lado. El ingeniero se enojd a causa de esta
interrupcidn.
—^Qud quieres? —preguntd de mala manera.
—Sidntese y escuche —Ailsa le senald la silla—. Era C. le va a contar una
historia. Ni discuta, de todos modos se la va a contar.
Inquietud, sospecha, curiosidad y ganas, todo a la vez, invadieron el rostro
cincelado por el clima. Se sentd, pero con el sentenciado teldfono en las rodillas,
como diciendo que ningun rescate lo salvaria de su espantosa ejecucidn.
—Comience pues.

♦ ❖ ❖

—Mire lo que encontramos capitdn.


Arrastraron al nino de detrds de un barril en la bodega, y lo alzaron por el
cuello y el cinturdn.
87

—Un poliz6n capital.


—Lcvdntenlo. Ddjenme verlo.
Un marinero subi6 corriendo la escalera con el polizdn sobre el hombro,
y lo depositd, parpadeante y deslumbrado, a los pies del capital.
—Arriba, malcriado. Arriba —regand el capitdn examinando con lapunta
de su bota al tembloroso bulto—. /Nombre? Me imagino que si tendrds un
nombre.
—Ned, senor —dijo el polizonte—. Ned Cox, senor. Y no quise hacer
ningun dano, senor, en verdad.
El labio superior del capitdn se encogid; se le vieron unos cuantos dientes.
—-/,No quise hacer ningun dano? Polizdn, y no quisiste hacer ningun dano.
/Asi que querias viajar sin pagar tu pasaje? Comerte los viveres. Embarcarte a
escondidas para no pagar por tus fechorfas.
—Oh no, senor, nunca cometf crimen alguno, senor; en verdad.
—/ En verdad? Eres un mentiroso / Y sabes lo que hago con polizones
mentirosos? Los echo por la borda, para alimentar a los tiburones y a los bichos
que rondan en el fondo del mar. Echenlo al mar.
Nadie se movid. Por encima del hombro del capitin, Ned veia el horizonte
verde inclindndose hacia un lado y hacia el otro segun se mecia el barco. Las
manos que lo agarraban lo apretaron, pero aun asf nadie se movid. Escuchd a
alguien llorar a lo lejos, y no se percatd de que era 61 mismo. A lo lejos, una voz
dijo:
No habla en serio capital.
88

—^Que no? Claro que hablo en serio, dchenlo al mar, y entonces quiz&
podamos todos retomar el trabajo.
—Lo podna poner en el bergantfn, senor, y bajarlo en las Barbados,
senor...
—Otra sugerencia como esa y usted estar& en el bergantin, y 61 en el mar.
H&galo usted contramaestre puesto que al segundo no le gusta obedecer mis
drdenes.
Otras manos abrazaron a Ned, pero nadie se acercd a la borda.
—No puede hacerlo, senor. No est£ bien.
—^No? Te voy a decir lo que est6 bien. En este barco lo que yo digo
siempre est& bien y lo que tu piensas no vale un comino. ^Entendido?
—No matar&s. No puedo ir en contra de mi conciencia cristiana, senor
—un triste murmullo de aprobacidn corrib entre la tripulacibn, y los marinos
que encontraron a Ned y lo entregaron, murmuraron mis fuerte que nadie
y apretaron los punos en sus pantalones de gabardina.
El capit&n se acercd a Ned y lo jalb hacia la barandilla por las munecas
con tal violencia, que su camisa rasgada se quedb en las manos del
contramaestre. Aventd al chico por la borda, como el extremo de una cuerda,
pero no lo soltd. Debajo de Ned el mar centelleaba lleno de bocas, gargantas
hondas y m&s hondas de agua verde oscura. Sus pies golpearon contra los
tablones del barco y sentfa que le arrancaban los brazos.
—No est£ bien, capitln —gritd el contramaestre, y el murmullo crecid
hasta el alboroto, y la barandilla desaparecid entre los marineros que se
asomaban.
89

—Bola de mujeres chillonas —dijo el capital desdenosamente—. Si


tanto lo quieren pdsquenlo como a un arenque. —Y Ned se estrelld en un
mundo que void en miles de astillas de esmeralda. Las costillas se le
apretaron del frio y se hundid en un p&nico de burbujas saladas y un torrente
de agua lo aplastd. Subir a la superficie fue como subir corriendo una
inmensa escalinata sin escalones.
Enseguida una cuerda cayd junto a su cabeza; quiso agarrarla y se le
resbald de entre las manos. Volvid a hundirse.
—j Ag&rrala!, jr&pido! —le dijeron una docena de voces arriba de dl,
y volvid a caer la cuerda, fuera de su alcance. Ned vio el barco deslizarse a
gran velocidad, como el costado incrustado de conchas de una gigantesca
ballena.
La popa se acercaba, y cuando el barco lo hubiera pasado, no podria
dar media vuelta. Por tercera vez la cuerda cayd al agua, y se agarrd con todas
sus fuerzas, con manos, pies, dientes y rodiilas, y lo izaron por el costado del
veloz barco.
Una docena de manos lo lev an taro n por encima de la barandilia, pero
lo dejaron sobre la cubierta. La primera cara que vio fue la del capital,
pegada a la suya.
—Bueno, subete a la cofa, nino, y vigila el mar por hoy. Ya te
arrepentirls de que te hay an pescado estas mujeres medusa. Te voy a bajai
en Barbados.
Camind airoso hacia su cabina, y los marinos que lo habian desafiado,
levantaron los ojos que ten fan puestos en Ned como si fuera un pecado del
que se arrepentian. Todos sufririan por haber contrariado al capitdn Lock.
90

—Haz lo que ordene —dijo el contramaestre—. ^Alguna vez has


trepado por el cordaje? —Ned negd con la cabeza.
—Bueno, pues dsta es una oportunidad para aprender. Lldvate una lata
de agua y mantdn muy abiertos los ojos, si ves un barco, avisa. Quizd se
ablande antes de llegar a Barbados si se convence de que puedes ser grumete.
El m&stil se levantaba desde la cubierta como un &rbol sin ramas y
descopado enredado de cordajes. Las cuerdas caian debajo de 61 de manera
que parecia un animal atrapado en una red, una mosca en una telarana. Mir6
la cofa y, detrds de ella, el sol bianco de medio dia lo cegd momentlneamen-
te. Para cuando llegd al primer penol, los brazos y piemas le dolian tanto que
sintid que se quedarfa colgado ahi hasta caer. Sin embargo cuando mird
hacia abajo, la cubierta parecia correr de lado a lado siguiendo el movimien-
to del barco. Se asustd tanto que siguid trepando a su pesar, las manos
sudorosas sobre la cuerda gruesa, entre las gigantescas velas que batian al
viento.
La cofa era una canasta estrecha y pequena; del tamano de una tina. Al
avanzar el barco, se columpiaba de babor a estribor. Hasta marinos expertos
se marean en la cofa. Ned sentia que se morfa cada vez que se sacudia el
mdstil principal. El sol seed el agua salada de su ropa y piel y quedd cubierto
de una costra blanca, corrosiva y ardiente. No podia hacer nada; sdlo
arrellanarse en el fondo de la canasta, cubrirse la cabeza con los brazos
salados, y gemir.
Lo dejaron ahi toda la noche, cuando las estrellas no se podian
distinguir de sus reflejos en el mar: agujas de hielo que lo atravesaban de
arriba abajo y el mdstil lo columpiaba en un medio circulo, de aqui para alll
En cuanto a vigilar el mar, hubiera preferido nacer sin ojos que atisbar el
vertiginoso horizonte.

Jamds vio la pinaza acercarse. Surgid en la manana, de una pesada


niebla, y se dio cuenta de lo que pasaba al oir “jPiratas!”, desde la cubierta.
El capitdn Lock estaba borracho y no recordaba sus crueldades del dfa
anterior. Preguntd quidn estaba en la cofa, quidn olvidd dar la alarma, pero
era demasiado tarde para echarle la culpa a alguien. La pinaza estaba sobre
ellos, cercdndolos por atrds como si fuera a atravesar el costado del barco
con su bauprds. A quemarropa dispard un canonazo contra las vergas; al
romperse, el aparejo y las cuerdas se quebraron y cayeron como las varas de
un drbol en una tormenta. Siguid disparando contra el cuerpo del barco, por
encima de la lfnea de flotacidn. Cuando el contramaestre sacd uno de los
canones, dste atravesd la cubierta debilitada hasta caer en la bodega interior.
Otro, puesto que ya no habia nada que lo detuviera, se fue directo al mar.
Imperaba una terrible confusidn entre los marinos; no sabian si pelear o
entregarse. Detrds de la lfnea de batalla, el capital Lock los maldijo, les echd
la culpa, y hasta amenazd con ahorcarlos si permitfan que su barco cayera
en manos de los piratas.
Sond un tiro de mosquete. Partid del penol del barco pirata y matd al
capitdn que apenas alcanzd a decir una maldicidn. Cayd tieso por encima de
la borda, justo antes de que los dos barcos chocaran. De los cerrojos de hierro
surgid una rdfaga de chispas. Un ultimo canonazo se estrelld en lo alto del
92

mdstil. El mdstil cayd en los penoles de la pinaza como un par de brazos.


Parecfa un drbol decapitado por un rayo. Las dos cofas de vigia se cruzaron
en el aire.
Ned salid volando de su cofa y cay6 sobre el cordaje superior, sin ser
visto. Los marineros de la nave mercante ni siquiera se acordaron de 61,
bastante tenian con rendirse a los piratas y entregar su carga.
Los gritos de los piratas eran de helar la sangre, aunque no teman
intencidn de derramar sangre, ya que Lock no volverfa a hablar.
Vaciaron la cabina del capital y encerraron a la tripulacidn dentro. Se
abalanzaron sobre el contenido de la bodega que transfirieron a su barco con
destreza, fruto de una larga experiencia. Dispararon sus mosquetes y
pistolas en una salva y se fueron. El cordaje se enganchd en el mdstil
principal de la pinaza, y jal6 al barco recidn saqueado sobre estribor hasta
que las cuerdas se rompieron y quedd libre, dejando a la nave mercante
inclinada frente a las olas. No estaba en peligro de hundirse.
Ned estaba de cabeza en una especie de hamaca de cordaje; empezd a
resbalar y a caer y a gritar hasta que aterrizd en la cubierta para diversidn de
los piratas. Unas manos fuertes, callosas, lo atraparon y cargaron; como en
un sacrificio ritual echaron al aterrado bulto a los pies de su propio capitdn.
—Mire lo que cayd de las cuerdas, capitdn.
Los ojos de Ned recorrieron las botas viejas y sucias, el cinturdn de
cuero viejo, el sable y la pistola, el hacha y la mosqueta agarrada bajo el
brazo; la camisa desgarrada en el codo. El capitdn pirata tema la cara hacia
el m&stil; evalud el dano que hizo al caer la cofa de vigia. Era muy alto y
93

delgado, las arrugas de su rostro tan profundas parecfan cortes de sable, y sus
ojos de tanto mirar el sol, hendiduras. Terna una barba de tres dias y el
cabello desalinado, amarrado en una cola. Por fin mird a Ned y fruncid el
ceno.
—No te hiciste dano —dijo—. Siento lo de tu capital.
—No lo era. Iba de poliz6n, senor.
—Ah.
—Por favor no me mate.
—^Perddn? —el capital pirata puso la mano detr&s de la oreja—. Es
el ruido del candn. Siempre me deja un poco sordo. Aunque luego se me
quita. Vamos a mi camarote. Debes estar agotado... Podrds descansar. —Su
rostro era melancdlico y tacitumo, como si le preocupara alguna tristeza
distante. En su cabina llend una jarra de una barrica de vino. Le temblaban
las manos y el peltre golpeaba contra la barrica.
La cabina estaba llena de libros y cartas de navegacidn, y habia un
instrumento musical, un pequeno clavicordio, una espineta, en una esquina,
anclado con cuerda y clavos para evitar que se danara durante el mal clima.
—^Por qud te fuiste de polizdn? —dijo—. Habia fuerte, por favor.
Recuerda mis pobres y dolidos oidos.
—Mi mam& murid y pap& bebia —dijo Ned.
—Ah.
—Pensd en ir al nuevo mundo y ser un trampero. Pero me encontraron.
El capitdn me echd por la borda y los hombres me sacaron y entonces el
capital me mandd a la cofa toda la noche. Y entonces usted... y luego yo...
94

El capital pirata, se golpe6 la oreja con la palma de la mano.


—Tenia algo de tirano ese capital. Despuds de un tiempo uno se da
cuenta. Hay quien puede animar a una tripulacidn y hay quien s61o puede
abusar de ella. El tuyo era de los ultimos. Se le notaba a leguas. Es ficil
piratear a un abusador, la mitad de su tripulacidn esti conmigo desde el
principio. Sus corazones estin amotinados. Eso me digo cuando disparo
contra un capitin abusador. Quizi salvd a su tripulacidn del motfn y de
terminar como yo y mis pobres companeros. Eso le digo a mi conciencia.
Ned asintid aunque no entendi6. Sdlo se le ocurrid decir:
—Usted es inglds.
—No, no. Era inglds, ahora soy ciudadano del mar. jYa! Te dije que
recuperarfa el oido. Te of bien esta vez. Sf. Alguna vez fui inglds, hace una
vida. Fui primer oficial de una gran nave fuera de Gravesend. El capitin era
de la especie abusadora. Un verdugo. Un acaparador de raciones. Adoraba
castigar, amarrar al casco. Los hombres se amotinaron. Yo me uni a ellos.
Y dse fue nuestro fin. Amotinarse es ficil. Despuds viene lo diffcil —tenia
la vista fija en la ventana de arco por donde la luz inundaba el cuarto.
—Esa nave era demasiado lenta para piratear, la cambid por esto
—oyd un sonidillo de musica: volted y vio al nino de pie junto a la espineta;
sus manos se habfan petrificado de culpa sobre los teclados.
—Lo siento, no fue mi intencidn tocarlo —llord Ned.
—Esti bien. Tranquilo. Tantas historias de piratas han desatado tu
imaginacidn. ^Tocas la espineta?
95

—Mi pap3 es albanil —llorique6 Ned, pero el capitdn Broome parecid


no escucharlo.
—Me temo que ya estd muy desafinada. Piratearse una espineta no es
nada, pero un afmador de espinetas es otra cosa: Es un instrumento de mujer,
por supuesto. jAh!, lo que darfapor saquear un barco lleno de clavicordios
—fue hasta el instrumento y comenzd a tocar. Tenia que doblar una rodiila
y agacharse, porque en efecto la espineta estd hecha para que la toque una
mujer de pie, y no un hombre alto. Mientras Ned lo observaba tocar, vio mds
alld de la barba cerdosa y del cabello despeinado, del rostro asoleado y del
ropaje desalinado, del hacha, de la pistola y del cinturdn para la espada. Pudo
ver cdmo lucia este hombre cuando, ataviado con saco de colas y calzas, el
cabello cuidadosamente arreglado y atado con un lazo negro, en algun saldn
deleitaba a las damas con la musica de Telemann y Bach. Esa musica fue el
sonido mds dulce que jamds escuchd Ned, porque indicaba claramente que
estaba en manos de un caballero, un hecho que desecaba al ocdano ham-
briento y derretia el filo de la espada. Nunca antes habia escuchado tocar una
espineta, pero cada nota hablaba de seguridad. Se sentd en la litera del
capitdn y se quedd dormido recargado en la cabecera. El capitdn Broome
continud tocando.

Una semana despuds, desde la cubierta de un navio que se daba a la fuga,


dispararon un candn. La bala chocd contra la pared de la cabina de Broome e hizo
anicos la espineta. El dano no hie mayor y los piratas alcanzaron al navio, lo
96

abordaron y, en menos de dos horas, lo despojaron de la madera de sdndalo que


transportaba. Cortaron la vela mayor que quedd flotando en el agua y se alejaron.
Cuando el bergantm desaparecid en el horizonte, la tripulacidn vencida del navfo
vio que los piratas habian dejado a la deriva una pequena barca de remos.
En el fondo yacfa un nino amarrado de pies y manos, y un costal de Iona
como los hacen los marinos con pedazos de vela. El capital ordend que subieran
la barca, pero fue poco el tiempo para compadecerse. “/Hacia ddnde se dirigian?
^Ddnde anclarian? ^Ddnde atracarian para hacer reparaciones?”, queria que le
respondiera el nino harapiento.
Ned sacudid la cabeza y se encogid de hombros. Abrazd el costal de tela
de vela.
—Me tuvieron prisionero bajo cubierta, senor. No pude ver nada. Jam&s
airacaron mientras estuve a bordo.
—^Entonces cdmo te agarraron?
—Me cat del cordaje cuando embistieron mi barco, senor. Cai en sus
penoles, senor. Luego se me echaron todos encima. Casi me muero del susto,
senor. Si viera cdmo me late el corazdn. Me da permiso de tomar agua, senor. No
me dieron ni comida ni agua, sdlo lo que las ratas no se comian.
—iQu6 hay en la bolsa?
—Nada, senor. La estaba cosiendo en la cofa cuando nos embistieron.
El capital se la arrebatd a Ned y soltd una palabrota cuando se pinchd la
mano con una aguja picada en la tela. Ya habia oido de piratas que ponian a un
hombre sobre un barco para que durante la noche le cortara el cuello al capitin...
97

pero no habia armas escondidas en la bolsa. No tenia nada dentro. De hecho,


estaba a medio hacer. Se la arrojd al nino, y lo mand6 bajo cubierta a comer.
Un mes despuds, en Tilbury, Ned baj6 a tierra con el cocinero del barco,
cuya madre vivfa cerca de los muelles y tenfa una debilidad por los ninos
hudrfanos. Le sirvi6 menudencias y jugo de came, lo lav6 y le arregld una cama
junto al fog6n de la cocina.
—Manana encontraremos un barco que necesite un gmmete, /,eh? —dijo
el cocinero—. 0 quizi te puedas venir conmigo y ser mi ayudante en el prdximo
barco.
—Gracias por su amabilidad, pero tengo un par de cosas que hacer antes
de zarpar de nuevo.
—Estd bien. /Crees que puedas encontrar tu camino de regreso?
—Creo que si.
—Mi tendrd un plato esperdndote.
A la manana siguiente, con su bolsa hecha a medias sobre el hombro, Ned
camind desde los muelles hasta el oeste luminoso de Londres. Pero se agazapd
en el Angulo de un muro desde donde aun se veian los bordes del no lodoso y con
dedos, dientes, con la aguja y a ftierzas, hizo pedazos la bolsa de Iona. Con el pie
y con la mano pis6 cada moneda de oro que al caer de las dobles costuras rodaba
por el pavimento.

Muy lejos, donde los moscos se arremolinaban embriagados con el


perfume penetrante de las bugambilias y las hojas de las palmas proyectaban en
98

la playa sombras de sables amenazadores y cada ola deslumbrante se extendfa


perezosa y silenciosa, una moneda cayd sin un ruido en la arena blanca y suave
como la harina. El capital Broome se agachd y la recogid.
—Cara, gano yo. El chico volverd.
Su tripulacidn, dispersa por la playa se rid y grund:
—Na, nunca. Ese chico se fue de puntitas hasta Irlanda o Suddfrica para
vivir de jalea y “champain” —dijo el contramaestre.
—Nunca he oido semejante bobada.
—Se lo beberd en ginebra, como su padre, eso hard —dijo otro.
—Tu problema es, capitdn, que crees que el mundo estd lleno de caballeros
—dijo el cabo de mar— y no lo estd; si asi fuera todos estarfamos ahora con
nuestras esposas e hijos.
A

Ese era un tema prohibido, y la tripulacidn roded al cabo y le aventd


punos de arena.
—No. Tiene razdn —dijo el capitdn Broome—. El hombre cuyo barco
abordamos, el viejo Gryce, por rango, y por nacimiento, tema que ser un
caballero. No lo era. Ese chico que recogimos, por ldgica debe de ser un chico
gandalla, pero quizd no lo es. Este volado determina que no es un gandalla y si
decido jugar mi oro en una mala apuesta el oro es mfo, y la pdrdida tambidn.
Los hombres se quedaron callados. No se atrevfan a decir nada cuando su
capitdn caia en ese estado de dnimo, desalentado y malhumorado. Apoyado en
el tronco dspero de una palmera, tird piedritas hacia las puntas de sus propias
botas. Su rostro lucia sombrio y cavilante.
99

La silueta de un hombre, borrosa por el resplandor del mar, llegd corriendo


por la playa.
—Una caja de Inglaterra para usted, capitdn. Acaba de llegar de Londres.
Hice que la pusieran en la bodega de tabaco hasta que la vaya a recoger.
El capitin Broome dejd las piedritas y examind sus manos abiertas, sus
dedos estirados y sonrid, sonrid. Luego un pensamiento repentino lo sobresaltd.
—La bodega de tabaco. Es demasiado seca. Debo recogerla ahora mismo
y subirla a bordo.
El clavicordio, en la caja, verna empacado amorosamente con relleno para
que no se maltratara. La madera de palo de rosa no tenia un rasguno. Las cuerdas,
y los ganchos que las pulsaban bajo la tapa brillante, eran plateados como el
mercurio. Cuando Broome se inclind sobre el cofre abierto y descubrid el
teclado, dste le sonrid con dientes de marfil.
“^No esti el mundo lleno de caballeros”?, se dijo a si mismo.
De pronto una mano cayd sobre su hombro y sintid el candn de un
mosquete en la espalda.
—Usted es John Broome, del barco York Castle; queda arrestado por el
crimen capital de amotinamiento.
Unos cuantos soldados britdnicos del cercano fuerte colonial se habian
dispuesto a espaldas de Broome, las bayonetas montadas sobre sus armas
absurdas y de omato. No hubo cambio de expresidn en el rostro del Capital. Sus
manos permanecieron desplegadas sobre las teclas silenciosas del clavicordio.
—/Fue el chico? —dijo.
101

—iQu£ quiere decir?


—Le preguntd quidn me delatd —dijo Broome.
—No hacen falta recompensas para atrapar a gente como usted
—respondid el oficial en mando—. Sucede que el capitdn del bergantui que
trasladd este objeto hasta aqui es un tal capitdn Gryce, por cierto el mismo
hombre que usted y su jauria de perros motineros dejaron a la deriva en un
bote despuds de robarle su barco. Vio un nombre inglds en la caja: tenia sus
sospechas y la abrid. Aparentemente usted era conocido por su amor a la
musica, una figura realmente cdmica en la flota, dice el capitdn Gryce; el
hazmerreir de Gravesend, usted y su aficidn al clavicordio...
El pirata soltd un suspiro de alivio profundo y tembloroso.
—Estd bien teniente, me da gusto irme con usted. Qud bueno ver Inglaterra
de nuevo; no tiene idea de cudnto la he extranado.

No capturaron a nadie de su tripulacidn, sdlo a Broome. Lo pusieron


sobre una fragata naval, con destino a Londres y a su juicio. El capitdn Gryce
fue a cerciorarse de que encadenaran al amotinador traicionero en el
apestoso e inundado calabozo, y se alejd sonriendo, de regreso a su propio
barco, con la satisfaccidn de la venganza.
Cuando se encontraron en alta mar, el capitin de la fragata se asomd por
la escotilla y le dijo a Broome:
—Tenemos a bordo el clavicordio que fue su ruina, Broome.
—Le sugiero que no lo exponga al aire salado, senor —dijo el pirata.
Al dia siguiente, el capitdn regresd, se asomd por la escotilla y le dijo:
102

—Conozco a Gryce. Un autdntico cerdo. ^Sabfa usted que perdid otro


barco porque se amotin6 la tripulacidn, despuds del motm en el que usted
participd?
—No lo sabia—dijo Broome—. Mis almas perdidas, condenadas a vagar
por el mundo.
A1 dia siguiente, el capitdn se asomd por la escotilla y dijo:
—A mi tambidn me gusta la musica Broome, ^No le gustaria tocar...?
Asf, Broome salid del calabozo con su palabra de honor, como un
caballero, y toed Telemann y Bach en un clavicordio adquirido con oro
pirata y mandado para dl desde Londres por Ned Cox.
Una tormenta los agarrd en Vizcaya, y arraned el trinquete como un
lobo despedaza la garganta de un venado. Huyeron de ella durante tres dias
hacia el Canal de la Mancha, perdiendo aparejos y aligerando carga. Pero
naufragaron en la playa de Chesil. El viento cesd en el momento en que
arrojd al barco contra aquella playa rocosa y traicionera. Ni siquiera la
siguiente marea alta pudo moverlo, y permanecid desolado y firme mientras
la tripulacidn intentaba ponerse a salvo.
Jamds se encontrd rastro del amotinado John Broome. El calabozo se
inundd cuando empezaba la tormenta, y la gente creyd que se habia ahogado
encadenado. Gran parte de la carga se recuperd, incluyendo el clavicordio
de la cabina del capital, aunque por descuido se empapd y olvidado en la
aduana durante meses, se carcomid. Finalmente, un hombre alto y de mal
cariz, que pretendfa ser empleado de la compama de salvamento, lo reclamd
y se lo llevd en una carreta. Una noche de primavera una marea alta se llevd
el barco de la playa de Chesil. No dejd ni una tabla.
103

Mientras tanto, Ned Cox habia regresado a los muelles, al hogar del
cocinero y con 61 zarpd, como su ayudante, hacia las Indias Orientales.
Maravilld a la tripulaci6n, ya que posefa dos piezas de oro y juraba haberlas
obtenido honestamente.

❖ ❖ ❖

Ailsa creyd que el ingeniero del teldfono se habia dormido, como los ninos
cuando les leen un cuento en la noche. La tienda se habia oscurecido mientras
Era C. hablaba y era hora de cerrar. De repente el teldfono en el regazo del
ingeniero son6 una vez, con un sonido estridente, y cay6 al suelo cuando el
ingeniero se sobresaltd.
—Bueno, si, ^qu6?, bien. Estd bien. Bien, dije —gritd en la bocina y colgd
el teldfono.
Ya de pie, avanz6 con su paso de marinero entre los muebles, con la
partitura para drgano como cachiporra. Hubiera pasado como un oficial de leva
buscando marinos para reclutar a fuerza.
—/^Ddnde esti?/Se encuentra aqui? /,Qud le pasd?
Era C. mird a Ailsa y no quiso contestar estas preguntas.
—Estd aquf. Lo sd. Lo vi. /,Qu6 no hay luces aqui?
Era C. permanecid callado, y Ailsa le regresd la mirada como dicidndole:
“Pues yo no le dird ninguna de tus mentiras”.
En ese momento la senora Povey, que habia terminado de llorar, bajd las
escaleras.
104

—Por favor, ^qud estd buscando? —pregunt6 heladamente—. Es hora de


cerrar.
—Un clavicordio, usted tiene uno. Lo vi cuando entrd. Por amor de Dios
prenda la luz —suplicd el ingeniero.
—Si, tenemos un clavicordio —dijo la senora Povey sorprendida—.
Aunque no suena. Se moj6 o algo le pas6. Si realmente funcionara estaria en una
verdadera tienda de antigtiedades. Hace anos que lo tenemos.
Ailsa y Era C. se miraron, menearon la cabeza y suspiraron.
La luz llen6 el cuarto, y el ingeniero, la mano extendida para encontrar su
camino en la oscuridad vio que sus manos estaban sobre el teclado manchado de
un clavicordio astillado e inestable sobre tres patas desiguales.
Toed una tecla, una tecla completamente silenciosa. S61o hubo el sonido
de 6xido raspando 6xido, como un gato afildndose las unas en un tapete de cerdas.
Pero en su mente, la musica son6 tan fuerte como una ola al romperse, y
sus rasgos, cincelados por el clima, se iluminaron como el fuego de San Telmo
ilumina el mlstil de los barcos en alta mar.
—Lo reconstruird —exclam6—. Mi mujer me va a matar, pero lo hard. Lo
hard, y le ensenard al muchachuelo. Le ensenard al nene a tocar.
Ailsa vio de repente la sala del ex marinero, las paredes con cuadros de
barcos, los estantes retacados con los recuerdos de viajes distantes, y el drgano
Yamaha y el clavicordio mirdndose a travds de tres siglos y un tiradero de
juguetes.
Era C. tomd el dinero y le ayudd a meter el clavicordio en la camioneta de
la compama de teldfonos. Hacfa un buen rato habia pasado la hora de cerrar.
—Entonces, ^ya cortaron el teldfono? —pregunt6 la senora Povey descon-
solada, pese al chitdn de Ailsa. Era C. intentd callarla guinindole el ojo.
El ingeniero mir6 el reloj en su muneca entre los tatuajes peludos de anclas
y serpientes marinas.
—Ah, hace mucho pas6 la hora —dijo—. Tendrd que regresar manana, a
menos de que me dd su palabra de honor que va a pagar. Si fuera usted, pagaria.
La reconexidn vale un dineral.
—Lo hard, lo hard —prometid la senora Povey mientras seguia humilde-
mente al ingeniero—. El senor Lector gand algo de dinero esta manana asi que
pagard a primera hora manana. Le doy mi palabra.
—Disculpe senor —dijo Ailsa—, ^quidn llam6 hace un momento?
El ingeniero se golped la frente.
—Casi se me olvida con la emocidn. Una persona desagradable llamada
Clive. Viene a visitarlos este fm de semana. Mi mujer me va a matar cuando vea
esto. Le dird que es un gabinete para el video. Hasta que lo haya arreglado. ❖
El paragtiero:
un cuento acerca del caracter

❖ —Pero si siempre evitamos invitarlo— gimi6 la senora Povey.


—^Por qu6?, £c6mo es 61? —preguntd Era C.
—^E1 tio Clive? Es tan... tan... —dijo Ailsa.
—Precisamente —dijo su
madre—, es inaguantable, es
tan...
—Ah, ya veo —dijo
Era C., y tuvo que esperar
hasta el viemes para juz-
gar por si mismo al tfo
Clive.
No habia forma de
complacer al cunado de
la senora Povey. El sabia
mds que todos. En su pe-
riddico, nadie, desde el
inspector de boletos de
tren hasta el Primer Mi-
nistro hacfa su trabajo
107

debidamente, ya que Clive Povey lo hubiera hecho mucho mejor. Tenia una
gran cantidad de pasatiempos que sin excepci6n hacfa extremadamente
bien, ya fuera restaurar las c&scaras del huevo que habfa desayunado, o
coleccionar recortes de periddico sobre evasores de impuestos y sobre
millonarios que vivfan de los impuestos que £1 si pagaba. Estos recortes eran
la prueba de que este pais estaba en manos de animales, y para el tfo Clive
habfa mds animales en cada calle y camidn que en el zooldgico. Detestaba
la basura, ya fuera una colilla o un vagabundo dormido en una banca del
parque. Vefa en la basura un sfmbolo de ociosidad pues quedaba inerte en
la calle. Si algo detestaba el tfo Clive (y vaya que detestaba muchas cosas)
era la ociosidad. El desbordaba de energfa, brusca, brillante y aturdidora.
Abrfa en la tierra un camino de fuego, y detrds de dl la basura se levantaba
en remolinos, se marchitaban los drboles, el cielo se ennegrecfa de nubes y
atemorizados, los perros hufan.
Y, por supuesto, eso hacfa que la gente fuera amable con dl. Con tal de
no hacerlo enojar, todos eran respetuosos y educados con £1, asf que Clive
sacaba provecho de su actitud: estaba convencido de que a la gente le parecfa
adorable y gracioso, honesto, y mucho mds.
Su hermano lo decepciond al morir. Lo decepcionaban los ddbiles
esfuerzos comerciales de la viuda, la senora Povey. Una y otra vez le dijo
que vendiera la tienda, pero nunca habfa hecho caso. Tfpico de una mujer.
Nunca siguen los sabios consejos. El lugar de una mujer es el hogar, le decfa,
y le enviaba anuncios de agendas matrimoniales que ella tiraba a la basura.
Como cangrejitos sobre una piedra lisa y redonda, Ailsa y la senora Povey,
aferradas una a la otra se resignaron a que el oc£ano malhumorado del tfo Clive
las inundara. Antes habian evitado sus amenazadoras visitas con desesperados
pretextos, pero ahora ahi estaba en el portal, con sus sandalias y sus calcetines
de lana a cuadros, un atroz traje de cuadros y un sombrero tiroes.
—lQu6 imbdcil escribid ese disparate sobre “libros” en el frente?
—preguntd furioso. Las venas moradas sobresalian en su cuello de toro.
—Hola, tfo —dijo Ailsa.
—Qud gusto verte —dijo la senora Povey.
—Encantado de conocerlo senor Povey —dijo Era C., levantdndose de la
meridiana.
—/,Qui£n demonios es usted?
—Es el senor Lector, Clive —dijo la senora Povey—. Lleva un tiempo
trabajando aqui.
—/Trabajando aqui, eh? i Ahora tienes empleados? /Te sacaste la loteria
o qud? /Desde cu&ido puedes darte ese lujo, Audrey?
—El senor Lector es muy bueno con la gente... —comenz6 a decir la
senora Povey.
—Quieres decir que te convenci6 de que le dieras trabajo; Audrey, no
puede ser...
—.. .y no le pago sueldo, aunque por supuesto si pudiera lo haria.
—Eh, /,qu6? /nada de sueldo? —el tfo Clive abordd a Era C.—: lQu6 se
trae entonces, joven? Puede enganar a una pobre tonta, pero a mi no me engana.
/,Qud se Uae? /,Qu^ pretende?
109

—Me gusta estar aqui —dijo Era C. con sinceridad.


—Pues, empaque sus maletas y busque algun otro lugar que le guste
porque estd despedido. /Me entiende? jFuera! Probablemente no tiene buenas
intenciones o estd mal de la cabeza. Audrey, estds loca /,cdmo pudiste invitarlo
aqui? Estds loca. Siempre lo dije. Le dije a Tom el dia que se casd contigo, “ella
te arruinard”; bueno, /,qud espera joven?, ya le dije que se fuera. Andando.
Era C. pestaned; sus ojos cafds imp&vidos. Ailsa pens6 durante muchos
segundos que la campana que oia estaba en su cabeza, alertando que la guerra
habia comenzado. Pero sdlo era un cliente que no podia entrar por la enorme
maleta del tio Clive. La campana sonaba y sonaba.
—Si me permite senor Povey, atenderd a este cliente antes de irme —dijo
Era C. con helada amabilidad.
Era una monja del convento.
—/Me pregunto si tendril algo como un perchero? —preguntd.
Era C. se pard junto a un hermoso perchero de madera oscura; terna un pilar
central tan ancho como un drbol, cuatro ganchos para abrigos que se abrfan como
ramas, tan grandes como los cuemos de un venado, y en la base, una jaula de
madera curva para los bastones y los paraguas.
—Bueno, en realidad, lo que querfamos era una hilera de ganchos,/sabe ?,
para clavar en la pared del pasillo, pero de todas maneras, gracias —dijo la monja.
Era C. se veia asombrado.
—/Pero, y los charcos, hermana?
—/Perddn? /,Dijo usted “charcos”?
110

—Si, los charcos de los paraguas. Si los cuelgan de los ganchos en la pared,
la alfombra, la madera del piso se va a pudrir. \Qu6 peligro para el edificio!
—Ah, pero s61o para abrigos...
—Aqui para los abrigos —dijo Era C. agarr&idose de las curvas ondas de
madera para mostrar su resistencia—. Y aqui para los paraguas. Note el forro de
plomo en la base, que permite que el agua se evapore gradualmente.
Todo su cuerpo ilustrd el ciclo vital de una gota de lluvia atrapada en el
paragiiero victoriano.
—iQu6 no tienen paraguas en el convento?
—Pues... si... me supongo que si. Si tenemos. De hecho, una docena o
m&s.
—Lo sabia. Vea, hubiera valido mis que el ultimo dueno de este paragiiero
jamls hubiera tenido un paraguas, pero me parece que un convento es de los
pocos lugares donde un perchero como 6ste estard a salvo, dada su historia.
Ailsa cerrd los ojos y desed con todas sus fuerzas, que la monja dijera (y
lo hizo):
—^Por qu6? ^Qui&i hie el ultimo dueno de este paragiiero?
Era C. Lector no necesitaba mis y aprovechd la oportunidad.

❖ ❖ ❖

Dafyd Tresillickusabaun impermeable cuando llovia (y llueve mucho


en la costa oeste de Gales). Usaba un grueso impermeable y un capote,
aunque ya no era miembro de la tripulacidn del bote salvavidas. El imper-
meable estaba tan tieso que se paraba solo. En el rincbn de la cabana parecfa
un fantasma sin cabeza. Si la lluvia era ligera se ponia un suiter de lana
impermeabilizado con alquitrdn: olia a borrego enchapopotado cuando se
entibiaba, pero le protegia muy bien de la lluvia mientras no lo lavaran con
detergente.
Tresillickno creia en los paraguas. Algunas personas no creen en Dios,
6\ no creia en los paraguas. De hecho descreia con fervor pagano. No tenia
paraguas. Nadie le regalaria uno, ni de cumpleanos ni de Navidad, ni
siquiera para complacer a su esposa. Decia que todo hombre que utilizara
uno era un mariquita, y toda mujer una amenaza publica.
Nada le gustaba tanto como un gran chaparrdn, saludable y mojador.
Cuando no llovia, su parcela lo resentia.
En el verano del cincuenta y dos no llovid; ese ano bubo sequia.
Tresillick trabaj6 afanosamente todos los dias bajo un sol abrasador, para
ver, con desaliento, sus lechugas secarse, sus tomates marchitarse, sus
plantas de frijol producir vainas raquiticas del tamano de una oruga. Cuando
llegd el otono, el viento tird las hojas secas del manzano y las manzanas
marchitas, pero no trajo ni una gota de lluvia. Parecia que el mar del oeste
se hubiera secado en el verano y no habfa olas que los vientos recogieran y
dejaran caer sobre el castigado pueblo de Pontieth.
Asi que, feliz, vefa por la ventana de su rec&mara el primer aguacero
frfo y mojado de otono, empapando sus sedientos prados.
—Llegd la hora de sacar la ropa interior de inviemo Gwen, ^ddnde la
guardaste?
112

Su mujer se sonroj<5, como torbellino arregl6 la cama, salio al rellano


y dijo:
—La tird toda en la primavera. Era un espectdculo digno de verse, de veras
loera.
Despuds de una larga pausa, Tresillick le preguntd.
—-^No compraste ropa interior nueva?
Hubo un silencio cargado de culpabilidad, y los pasos en la escalera se
detuvieron. Gwen Tresillick, que era metodista, decidid decir la verdad, y volvid
a la habitacidn.
—Las tiendas ya no las tienen, amor; ya no venden tus camisetas.
—Qud dices, mujer. ^ Ya no venden camisetas?
Gwen se estremecid. Conocfa bien el pdsimo genio de su marido.
—Ah, camisetas tienen muchas, amor, pero no las que tu usas, que llegan
a las rodillas. Ni calzoncillos largos. Ni siquiera calzoncillos cortos de lana. He
buscado por todos lados. Las tiendas dicen que ya nadie los compra.
Tresillick abrid y cerrd la boca varias veces antes de preguntar.
—^Qud pasa con el mundo, eh? {Dime tu! [A ddnde va a parar este pais?
—repitid lo mismo durante el desayuno hasta que un anuncio en el periddico
atrajo su atencidn. Era de la tienda del ejdrcito y la marina. Violentamente golped
el periddico con el dorso de la mano.
—Seguro ellos deben de tener la ropa interior que quiero; apuesto mi vida
a que la tienen.
—Pero carino, estin en Londres —dijo su esposa calmadamente. —Te
dird qud vamos a hacer. Te tejerd una combinacidn completa.
113

—Nada, mujer. Ir£ ahi y los comprar£. Eso hard.


—/Hasta Londres? —suspird su mujer. Tresillick golped el peri6dico de
nuevo triunfalmente.
—Pero corazdn, nunca has salido de Gales. Apenas fuiste dos veces a
Pontypridd desde el final de la guerra.
Se sintid ofendido.
—iQue nunca he salido de Gales? Te dird que estuve en Londres el verano
antes de casarme contigo. Un lugar sucio y lleno de humo donde no se puede
respirar. Pero si ahi tengo que ir para conseguir calzoncillos decentes, ird. No
digas mds.
Gwen pensativa se mordid el labio. Dijo:
—Supdn que el ejdrcito y la marina no tengan los calzoncillos, Dafyd.
Est3n muy avanzados ahi en Londres.
—i No son avanzados si no venden un buen par de calzoncillos! —declard
Tresillick, y su esposa se calld porque era inutil discutir. Por alguna razdn una
gran oscuridad la invadid al pensar que Tresillick irfa a Londres.

A la manana siguiente, cuando Tresillick tomd el primer tren del dfa rumbo
a Londres, aun llovfa, aunque no tan fuerte: no llevaba su impermeable y su
capote, sdlo el aceitoso sudter de lana. Su cabeza calva brillaba con las gotas de
lluvia escurriendo en amplias curvas por su cuero cabelludo, como diminutos
aviones volando sobre el Polo Norte.
El tren iba casi vacio, pero mientras atravesaba Inglaterra file recogiendo
una verdadera cosecha de viajeros rumbo a la capital. A las ocho y media se
detema en estaciones para recoger a pasajeros regulares.
114

Inocentemente, Tresillick fue al bar por un sandwich y cuando regresd


encontrd sentada en su lugar a una mujer con un nino en brazos. Para entonces,
el tren estaba lleno de gente mojada hablando con acentos no galeses.
—lQu6 dia asqueroso, ah?
—Oh, absolutamente asqueroso. Que azote.
—Diferente de la semana pasada ^he?
—No me puedo quejar. Tuvimos buen clima ip no?
—Absolutamente.
—No nos podemos quejar.
Pero si se quejaban, como si la lluvia fuera el golpe mis duro desde que
Dios le envid a Nod el diluvio. Tresillick, la frente contra el vidrio, vio desfilar
los condados bajo la llovizna. Ni siquiera llovfa duro. Una llovizna d6cil,
refmada, que dejaba rayas diagonals, plateadas y bellas en las ventanas sucias.
Le parecia un misterio.
Llegaron a otra estacidn. Vio a los viajeros humedos avanzar a empujones
hacia las puertas. Usaban pantalones de pliegues y sacos de tela ligera y
apuntaban la direccidn a donde se dirigfan con paraguas medio cerrados que
aleteaban y escurrfan.
‘Paraguas, bah”, pensd Tresillick. “Si Dios hubiera querido mantenemos
fuera de la lluvia nos hubiera dado conchas como a las tortugas o tapaderas como
a los basureros.”
Los recidn llegados subfan al tren, y la multitud en el pasillo se
apretujaba, como sardinas en lata. A la izquierda de Tresillick, una chica
vestida a la ultima moda, con una falda ampona ocupaba el doble del espacio
115

que le correspondia. Traia tacones tan altos que continuamente se apoyaba


en un pie y levantaba el otro bruscamente, golpeando a Tresillick en la
espiniila. A su derecha, un hombre, con un bombm y traje intent6 sacudir el
agua de su paraguas y empap6 el zapato de Tresillick. Luego se recargd
contra 61, los botones de su traje se enredaron en el sudter de Tresillick, y dijo
con una sonrisa:
—£Qu6 clima, eh?
Tresillick pensd en su parcela sin vida como un desierto y en los
p&jaros picoteando su raquftica cosecha en busca de una pequena porcidn de
humedad.
—^Qud tiene de malo? —le grund a la cara cercana a la suya.
Las ventanas se empanaron con el aliento vaporoso de cientos de
viajeros y lloraron l&grimas de condensacidn. En el pasillo comenzd a hacer
mucho calor y el sudter alquitranado se entibid: humos cisperos, corrosivos
y asfixiantes, se desprendieron. 011 a a borrego muerto. El hombre a su lado
fruncid la nariz de manera inconfundible y apretd los labios. Despectiva-
mente movid la muneca y abrid su periddico que manchd de tinta negra el
sudter mojado de Tresillick.
El tren dio un bandazo al detenerse en la estacidn de Paddington en
Londres. La chica de tacones altos se tambaled y enterrd su tacdn en el pie
de Tresillick.
Salid cojeando del tren y repentinamente se sintid como un borracho
a quien echan del bar a la hora de cerrar. Por cada pasajero vefa dos, tres y
cuatro. En lugar de un paraguas: un bosque de paraguas. De una docena de
116

trenes salfan personas iddnticas, y cada una tenia tres piemas: la derecha, la
izquierda y el paraguas. Tresillick se detuvo muerto del p&nico en lo alto de
la escalera eldctrica que descendia al subterrdneo. Multitudes de hombres
con paraguas bajaban como condenados descendiendo al infiemo el dia del
juicio final. Dio vuelta y tratd de correr, pero la multitud iba en direccidn
contraria. Una mujer con una maleta lo empujd sobre la escalera eldctrica y
no pudo escapar.
El diluvio de gente lo arroj6 dentro de un vagdn del metro. Una bestia
como nunca habfa visto, que se abria camino dentro de la tierra, contorsio-
ndndose como una lombriz se llev6 a Tresillick a donde no deseaba ir. Su
mirada vagd por los anuncios del vagdn y se detuvo en la foto de un ejecuti vo
con traje y bombm, que se burlaba de 61; agitando un paraguas le decfa:
“bebe Cocoa todas las noches”.
—No quiero —susurrd Tresillick.
El subterr&neo lo arrojd fuera en Charing Cross. Subi6 hacia la luz,
pero no pudo olvidar la multitud de demonios trajeados de negro con tres
pies, que lo rodearon con una intimidad horrible e indecente.
De pronto estaba en el aire fresco y bajo la lluvia. La cara vuelta al
cielo, agradecid a Dios las gotas suaves, calmantes, refrescantes, que
salpicaban su nariz, mejillas y calva sudorosa. No tema idea de ddnde se
encontraba, pero al menos estaba en el aire lluvioso.
Oy6 un ruido que lo hizo gritar del susto: una mujer abrid su telescd-
pico paraguas automdtico junto a 61.
—Un nuevo invento —dijo; se rid al verlo tambalearse del susto—.
Maravillosamente util, <mo esti super?
Alrededor de 61, las hordas trajeadas de negro abrian sus paraguas:
parecian los escudos de invasores vikingos. Tresillick se convirtid de nuevo en
un celta, un campesino celta de ojos oscuros. Mil doscientos anos de historia se
desvanecieron ante aquellos oscuros escudos en forma de domo con una punta
en su centro. Una bruma lluviosa ocultaba los edificios, sdlo se veia el no
Tdmesis, un gigante primitivo rodando bajo ellos mientras los vikingos avanza-
ban por el puente de Charing Cross.
El viento hinchaba y jalaba los innumerables paraguas. Cada hombre
hundia la cabeza con todo y bombm bajo el paraguas y sin ver, continuaba
avanzando. Cuando Tresillick volted para pedir informacidn, el hombre detrds
de 61 se cubrid bruscamente con el paraguas para protegerse de la lluvia. La punta
de una varilla se hundid en la calva de Tresillick y trazd una lmea roja en su suave
piel.
Ante el dolor, perdid la poca calma que le quedaba. Soltd un grito bestial.
Furico, se avalanzd en defensa propia sobre el armazdn del paraguas: lo triturd
hasta dejar un complicado nudo de trapos y varillas. Arrancd el mango de las
manos del dueno y lo azotd contra el parapeto del puente, una y otra vez.
—Oiga —gritd el dueno mientras, por primera vez, la lluvia cafa sobre su
tiemo bombm. Defendid su paraguas porque, cuando iba a trabajar era tan parte
de 61 como una piema, un brazo o la nariz. Golped a Tresillick con su portafolios
y lo empujd contra el parapeto.
Lucharon, jadearon, se golpearon, se abrazaron y rodaron sobre el
parapeto met&lico. El puente se sacudid cuando un tren pasd sobre la
estructura de hierro y vigas. En su interior, los viajeros medio dormidos
119

vieron a trav6s de las ventanas empanadas la lucha a muerte entre un vikingo


y un celta, aunque pasaron demasiado iipido como para comprender lo que
sucedia. Los apresurados transeuntes que cruzaban el puente, rodeaban
nerviosamente el pleito y segulan su camino. Aquellos que voltearon al ofr
un grito, no vieron nada; excepto el feo parapeto del puente y la lluvia
arremolinada y brumosa m£s all<L Sacudieron la cabeza y pensaron:“Debo
de haberme equivocado.”
Porque, ^qui&i se lanzaria al helado Tdmesis, desde el puente de Charing
Cross, gritando “jparaguas!”?
En la averiguaci6n, nadie pudo explicar por qu6 Dafyd Tresillick viaj6
desde Gales para asesinar a Godfrey Pocock, un hombre tan apacible, soltero,
gerente bancario, que se habfa sentado en el mismo escritorio dia tras dia durante
treinta anos. [Hubo una mujer involucrada? ^Fueron socios en el crimen y se
pelearon? Los peri6dicos y la policfa especularon pero nunca se lleg6 a nada.
La secretaria de Pocock llor6 calladamente cuando visitd la casa del
hombre asesinado. Sinti6 en el coraz6n una punzada de dolor y sentimiento al
ver el s61ido y noble paraguero en un rincdn del pasillo. ^Cudndo habfa visto al
querido senor Pocock sin su confiable paraguas? Pas6 sus dedos con temura
sobre las curvas de la madera; luego, son^ndose endrgicamente lanariz, hizo un
inventario de los contenidos de la casa y dio instrucciones para que se vendiera
todo y se enviara el dinero al hermano de Pocock que vivfa en Australia.

♦> ♦>
120

El monedero de la monja estaba abierto.


—jAy, pobre hombre! —gimi6.
—/La vfctima inocente? Si —dijo Era C. afligido.
—No, no, pobre senor Tresillick.; Haber sufrido tan mal genio! oh, es un
terrible demonio para aquellas pobres almas que no tienen la dicha de tener una
naturaleza pacifica. /Cu2nto cuesta el perchero? Me lo llevo si no es muy caro.
Y, jclaro!, si me lo pudieran enviar. Cada vez que lo vea, pensard en esos dos
pobres hombres y podrd rezar por ellos en mi corazdn.
—Mds vale que le pida el precio al senor Povey —dijo Era C. sin rastro de
rencor—. El es el comerciante entre nosotros.
El tfo Clive se sobresaltd como un tramoyista en el teatro que de repente
se encuentra iluminado por las luces. Se llevd la mano al sombrero disculpdndose
y torpemente saludd a la monja, luego el sombrero en el pecho, dijo avergonzado:
—No es nada. No hay cobro para una dama con su... vocacidn. Serf un
honor para mi si lo acepta como un regalo para el convento. Yo mismo se lo
llevard esta tarde. Ni lo piense, por favor, muchisimas gracias.
La pequena monja llena de gratitud, cruzd la puerta que dl le abrid. El tfo
Clive se inclind mientras se iba.
—Oh, pero que feo rasguno tiene allf, senor Povey —dijo compasivamen-
te, al ver la linea de sangre sobre la cabeza brillosa del tfo Clive.
Ailsa tomd la mano de Era C. Lector. El la apretd y dijo.
—Serf mejor que me vaya.
—No —le dijo—, no te vayas.
121

Y cuando el tfo Clive volvid despu^s de despedir a la monja, Ailsa se armd


de valor y le dijo:
—Tfo, no quiero que se vaya el senor Lector. La tienda va mucho mejor
desde que 6\ llegd.
El tfo Clive, el sombrero en el pecho, tema la mano sobre la parte superior
de su cabeza calva. Mir6 a Era C. con un sentimiento muy cercano al terror, pero
evitd su mirada, peligrosa y profunda como el no T&mesis. El tfo Clive dijo con
una voz pequena e incierta:
—Bueno chica, eso le da otra luz al asunto. Audrey, yo no sabfa que la nina
lo estimaba. Audrey, ^por qu£ no me dijiste que la chica lo estimaba? Sena bueno
que te quedaras con 6\ un rato, para ver c6mo van las cosas.
—Si, Clive, estdbien, si tu lo dices —dijo la senoraPovey—. ^Por qud no
subes tu veliz a la rec&mara?
—Oh, estd bien... Pero debo advertirte: no me puedo quedar mucho
tiempo. ^Sabes? soy un hombre ocupado. No puedo perder mucho tiempo en
visitas sociales.
—jQud pena! —dijeron juntos la senora Povey, Ailsa y Era C.
Aquella tarde, la senora Povey orden6 los libreros de Era C. mientras 6ste
y el tfo Clive iban a entregar el perchero.
—^Qu6 haces allf arriba, mamd? —dijo Ailsa—. Sabes que eso no me
gusta.
La senora Povey se afianzd en los travesanos de la escalera y detuvo con
su barbilla todos los romances e historias de amor que habfa recogido de los
122

estantes mis bajos. Los acomodd de uno en uno, en la esquina mis oscura del
estante superior. Luego, viendo la earn de su hija que la miraba y que dia a dia
se iba poniendo mis bonita le dijo:
—No te vayas a encarinar demasiado con el senor Lector, ^por favor?
—/Porque le mintid a la monja? No creo que, en vista de las circunstancias,
haya sido tan terrible.
—No querida, no porque le minti6 a la monja. Ya me he acostumbrado a
las mentiras de Era C. Simplemente no te encarines demasiado con 61
—/Por qu6 no, maml?
—No discutas Ailsa, s6 una buena chica. ❖
El espejo:
un cuento de vanidad

❖ Durante la noche, el tfo Clive meditd sobre su generosidad hacia la


monja, y conforme pasaba el tiempo, mis se arrepentfa. A1 dfa siguiente,
puso un billete de diez libras frente a la senora Povey durante el desayuno,
aunque parecia dolerle retirar la mano del billete.
—Esto es por el perchero, Audrey, no quiero que lo pagues de tu
bolsillo.
—Realmente no te molestes, Clive. Fue un acto generoso de tu parte,
y hubiera deseado hacer lo mismo.
—Seguro que lo hubieras hecho. Eres lo suficientemente tonta. Pero
no habr& mis de esto. Le he echado un ojo a tus cuentas, son un desastre. No
ganas casi nada. Cobras por una cosa casi lo mismo que lo que pagaste por
ella. ^D6nde est2 tu margen de ganancia? No funciona Audrey. No va a
funcionar. Hazlo funcionar o d6jalo, 6se es mi lema. Hazlo funcionar o
ddjalo.
Su sermdn fue interrumpido por unos toquidos. La tienda aun estaba
cerrada, y la senora Povey se levant6 para abrirle al primer cliente, aunque
era mucho antes de las nueve. Nunca rechazaba a un cliente.
Era una joven adolescente, vestida con ropa muy de moda, aunque
poco favorecedora, una camiseta que se le cafa de un hombro, una falda
ajustada muy corta, unas mallas eMsticas y unas zapatillas de gimnasia
negras y sin tacdn. Llevaba un feo collar de bisuteria de vidrio cortado y
usaba lentes oscuros a pesar de la penumbra de la manana de marzo y de estar
dentro de la tienda. Detrls de ella, venian sus padres ya mayores, caminando
a toda prisa para alcanzarla.
La senora Povey habia abierto la puerta sin notar los pantalones de cricket
y el saco verde de Era C., ordenadamente colgados sobre la cabecera de lat6n.
Se dio cuenta entonces que aun no se habia levantado el senor Lector.
La chica pasd delante de la senora Povey
y entrd a la tienda. Curiosed
por todos lados, estudian-
do los objetos a travds
de los lentes oscuros.
Roded el guardarro-
pa gigante y se en-
contrd con su refle-
jo en el enorme es-
pejo con marco de oro-
pel. Tan grande como el
aparador de una tienda,
casi llegaba al techo: la
superficie brunida del es-
pejo estaba rodeada por
horribles querubines ju-
guetones y guimaldas de
125

flores mal labradas. Grandioso y sin gusto, habfa estado en la tienda desde
que Ailsa se acordaba, su opaca pintura dorada descarapelada por los
muebles mds funcionales que iban y veman alrededor de 61.
La chica se detuvo, con los punos en las caderas, admirando su reflejo.
Tard6 en darse cuenta que detris de ella en la cama de latdn, un hombre joven,
recargado sobre un codo, leia una novela llamada Gritos silenciosos.
—Es mi cumpleanos —dijo majestuosamente. El levantd la vista y la
felicitd; luego, regresd a su libro.
—Puedo pedir lo que quiera —presumid—; creo que me quedard con esto.
Sus padres se precipitaron sin aliento al interior de la tienda y
disculpdndose por la temprana hora, buscaron a su hija. La madre dio un
pequeno grito al ver a Era C., pero como el joven no se vefa para nada
molesto, como si fuera lo mds comun del mundo dormir en una tienda de
antigiiedades, se sintid avergonzada y tonta.
—Pero hija, eso no es muy funcional, £0 si, querida?—dijo complaciente
al escuchar la idea de comprar el espejo.
—Lo quiero, cdmpramelo. Dijiste que yo podia escoger.
El padre de la nina sonrid apenado a la senora Povey, a Ailsa y al tio Clive.
—Una vez que se le mete algo a la cabeza... —empezd a decir avergon-
zado.
—Lo quiero, ^qud, no es mi cumpleanos? Unicamente es un miserable
espejo. Podrfa pedir algo mucho mds caro.
—Sf querida, pero...
—Entonces, ^me lo compran?
126

—Angela querida, es tan grande.


—Y tan feo —susurrd su madre, no queriendo ofender a la duena..
—Creo que tu madre tiene razdn, sabes... —comenzd a decir la senora
Povey.
—Audrey, collate —interrumpid el tio Clive—. No debemos metemos en
los asuntos de los demls. (Reconocfa una venta segura cuando la veia.)
—Sd razonable Angela, carino. No quieres una cosa tan fea y grande como
esta, ip si? —dijo el padre bruscamente, pero su voz titubed, y Ailsa pudo leer
en su cara agrietada y gris mil derrotas a manos de su consentida hija.
Angela se volted, los punos apretados, golped la gran cama de latdn,
haciendo que la tienda se llenara con una misteriosa resonancia, hueca, como de
campanas tubulares.
—jEres cruel y malo, y lo quiero!
Era C. se volted hacia el otro lado, apoyd la cabeza sobre la otra mano, y
continud leyendo, como si no hubiera nadie m2s que dl en la tienda. El color de
su piel, bronceado en el brazo, cambiaba de pronto para convertirse en el bianco
de sus hombros. Bostezd silenciosamente. Esto desatd en Angela una explosidn
de maldiciones y, con un ojo en el espejo para ver el efecto dramdtico de su
berrinche, se aventd al pie de la cama y golped con sus punos la colcha. Era C.
encogid las piemas y continud leyendo. La tienda resonaba con sollozos y
alaridos, acusaciones y reproches.
—jLo quiero! jNunca me dan lo que realmente quiero! Son crueles y
malos, los odio y han arruinado mi cumpleanos.
—Lo que necesita son unas buenas nalgadas —murmurd el tfo Clive, pero
se detuvo al ver al padre sacar la cartera desganadamente.
127

“Hay que ver como los padres echan a perder a sus hijos”, pens6 y fue a
buscar la etiqueta del precio detrds del espejo; seguramente Audrey Povey le
habia puesto un precio demasiado bajo.
A1 ver la cartera de su padre, Angela se detuvo a tomar aire.
—Bueno, si tiene su corazdn empenado en esto... —dijo el pobre padre,
humillado y desencantado.
En ese momento, Era C. termind su libro y lo cerrd de golpe; todos se
sobresaltaron.
—^Quidren oir la historia del espejo? —preguntd.
—Ahora no —interpuso el tio Clive.
La madre de Angela fruncid los labios y cerrd los ojos para detener las
tegrimas de humillacidn y sacudid la cabeza. Sdlo queria salir de ahi.
—Era C., no veo en qud ayudaria —dijo Ailsa.
Era C. encogid sus blancos hombros y se inclind hacia delante para jalar
su ropa arrugada de debajo de Angela.
—Bueno, pues yo si quiero otrla —dijo la joven enfurrunada. Se incorpord
e hizo una mueca en en el espejo—. /,De ddnde viene? /De quidn era?
Era C. se sentd en la cama, las manos detrds de su cabeza.
—Ddjame contarte —dijo.

♦> ♦>

Eustaquia Dare se pard tan cerca del espejo que su aliento nubld su reflejo.
Lo limpid impaciente.
128

—jEres tan bella, Eustaquia! Cdsate conmigo o es el fin de mi existencia.


Me enlistaid en la legi6n extranjera y me arrojard a las bayonetas de los guerreros
drabes.
Eustaquia parpaded y sonri6, tratando de que las comisuras de sus labios
no se alzaran, para parecerse a la enigm&ica Mona Lisa.
—jHaces que uno enloquezca! Haces que la vida sea dulce, pero, jah, tan
dolorosa! Aligera mi corazdn herido, di que puedo poner mi vida a tus pies, dulce
hija de la hermosura.
Eustaquia mird furtivamente a travds de sus pestanas. Si, sf funcionaba
bien. El borde bianco del pdrpado inferior daba a sus ojos un aire como de venado
asustado.
—Oh, jpero seguramente! {Dona Alicia con su capa de mink y guantes de
turquesa espera ser su esposa! Ella es una dama mis digna de su rango y posicidn,
jSenor! —murmurd, y la chica en el espejo se veia conmovedoramente, timida
e indefensa.
—jNo, no! Fui un tonto al pensar que la queria! jTe quiero a ti! jSiempre
te he querido Eustaquia Dare! Si no soy tuyo, entonces no serd de nadie. Vivird
soltero mientras mi pobre corazdn decepcionado palpi te. Oh, japiddate de mi
vida! Dime que por lo menos hay una esperanza.
—Pobre hombre, ^cdmo puedo herirte tanto? Mi corazdn inculto —qud
bien sonaba “inculto”—no puede decir si te ama o no. No, quizi solo un beso lo
dirl
—^Quieres decir... ?/Realmente quieres decir que... ? /Es posible que un
ligel baje del cielo para besar a este insignificante punado de polvo?
129

—Puede hacerlo. De hecho, lo deseo, capitin.


Eustaquia par6 los labios, cerrd los ojos y apret6 su mejilla y boca contra
el espejo moviendo la cabeza de lado a lado. Afortunado capital, probar un beso
otorgado por la fabulosa Eustaquia Dare. Pensd que quizd dl se quedaria mudo
de la impresi6n en el acto, y se apartd del espejo para admirar el cuadro complete
de si misma en su vestido de noche de muselina blanca.
—Eustaquia. ^Ddndeestdesanina? jLos invitados estdn por llegar! —una
voz quejumbrosa subid por entre los niveles de la casa y la encontrd en la
reedmara de su madre, ensayando poses con sus botines de botones, buscando
el mejor Angulo frente al espejo.
Recogid el sombrero de la anticuada cama de cuatro postes, y anudd las
cintas de gasa bajo su barbilla. No, no, le quedaba mejor detrls de la cabeza, sobre
los hombros, la curva del ala del sombrero alrededor de la cabeza como un halo
y la gaza blanca amarrada en su elegante garganta; de esa manera se vela natural,
como si acabara de entrar corriendo del jardm, como si no esperara invitados. Se
pellizcd los pdmulos para darles una apariencia de sonrojo saludable a la piel
tersa y blanca, se puso sus guantes blancos largos y bajd las escaleras para su
fiesta en el jardm. Era el cumpleanos de Eustaquia.
Al salir de la casa a la luz del sol, tuvo que detenerse en la terraza y dejar
que sus ojos se acostumbraran a la brillante claridad. La mayorfa de los invitados
venia a pie: vecinos a quienes resultaba placentero caminar a la luz del dia a travds
de sus jardines o por el parque para ir a casa del banquero. Aun no se esparcian
los grupos y las familias y amigos seguian juntos, como cucharadas de crema
esperando a disolverse en el cafd: los Arbuthnots y su hijo Harry; la tia Maxine
130

y la prima Gloria; esas personas tan comunes y corrientes que ternan algo que ver
con el trabajo de su padre; las hermanas viudas y su espantoso inquilino, el
empleado de la oficina de correos; varias de las amigas del colegio de Eustaquia
con sus hermanos mayores y menores. Eustaquia estiraba el cuello de un lado
para el otro tratando de ver entre ellos y mis all£ de ellos algo, otra persona.
Pero no habia nadie mis. No habia ningun uniforme, ningun elegante traje
gris, ni botas a la rodilla como usaba Rochester en Jane Eyre, ningun perfil
exquisito con barba dorada, ninguna cabellera rizada y oscura como la de Byron
cayendo sobre el cuello de un saco de caceria. Los dnimos de Eustaquia se
hundieron. Conocia casi a todos y a los que no, sentia que mis de cinco minutos
de charla en conocerlos senan una pdrdida de tiempo.
Sus amigas del colegio le presentaron a sus hermanos. Habia un George,
un Gordon, un Teddy Pepino y Henry Block. Ninguno tenia mis de diecisiete
anos. S61o William Bringwall era mis alto que ella y eso porque su cuerpo era
tan delgado y estrecho que de bebd lo debieron poner bajo una aplanadora. Esos
fueron los pensamientos de Eustaquia. Maldijo a sus amigas por molestarse en
tener hermanos tan insignificantes.
—Feliz cumpleanos —era el empleado de la oficina de correos—. Pensd
que quizl..—y le dio con torpeza unas flores.
—Ah, si —contest^ ella y pensd: “qud triste ramo de flores. Ni siquiera me
gustan los crisantemos. jDios! Espero que no estd enamorado de mi. C6mo se
atreve siquiera a tener el descaro...” Pero no parecfa que el empleado de la
oficina de correos estuviera enamorado de Eustaquia, porque despuds de
quedarse frente a ella sin que ninguno de los dos hablara, 6\ se escabull6 hacia
las bebidas y pidiri una cerveza.
131

—Tienes que conocer a mi hermano Nigel —dijo Mary.


—Hermoso dia, /.verdad? —dijo Nigel, estirando la mano para
saludarla —Muchas felicidades, eh.
“Tiene los dientes salidos y las mangas de su saco demasiado cortas”,
pensd Eustaquia, retirando su mano bruscamente. “Qud odioso nino”.
Dej6 plantado a Teddy Pepino. Porque aunque en cinco o seis anos le irfa
muy bien y su cara mejoraria con una barba, lo habia tachado hacfa mucho por
tener un nombre tan ridiculo.
“Eustaquia Pepino. Ja, /,c6mo podria cualquier hombre sensible encajarle
tal nombre a su esposa?’ Esto demostraba que sus padres eran unos campesinos
por no cambiar su nombre por uno mis distinguido.
—D£jame decirte que te ves hermosa en ese vestido —dijo una voz, y
Eustaquia volted, sus esperanzas subiendo como un globo de aire caliente.
—Oh, eres tu —dijo irritada—. /Por qu6 mam£ y papd no invitaron a nadie
medianamente decente a mi fiesta? —s61o era el aburrido y, comun y corriente
del pecoso Harry Crabb.
—jOh, vamos! No me guardes rencor. /,S61o porque dije que tus cabellos
parecian tuercas y tomillos en bucles? /No puedes aguantar una bien intencio-
nada broma?
Era menos de lo que ella merecia en su cumpleanos. Eustaquia tuvo ganas
de llorar, habia esperado tanto y una vez mis la habian defraudado. Esta no iba
a ser la fiesta en donde conocerfa y cautivarfa al hombre de sus suenos. No habia
nadie aqui que valiera remotamente la pena. Su mediocndad era un insulto.
Nunca invitarfa a estos perros a su boda. Echarian a perder el cuadro. Por qu£ se
habia molestado tanto en verse preciosa para este populacho, estos chicos
acndicos, torpes, desgarbados y con relaciones insignificantes. Cudnto
132

tiempo tendrfa que esperar a que el amor le pusiera enfrente lo que ella
merecia.
—No est£s atendiendo a tus invitados querida —dijo su madre—,
quiz£ a los j6venes les gustarfa bailar. El primo Herbert ha traido su violin.
Serian encantadores unos bailes campesinos.
—jOh, mam&! jBailes campesinos! Cudndo te vas adar cuenta: tengo
diecis6is anos. Deberia estar bailando valses vieneses en salones de baile
con oficiales y Caballeros, jno saltando como una rustica en un baile de
pueblo! C6mo puede una joven ser elegante dando brincos por el jardm con
una bola de ninos. Esta es una fiesta horrenda. Todo el mundo es horrendo
y aburrido.
Su madre la observd alejarse por la terraza y reprimi6 la creciente
sospecha de que habia educado a una hija muy bonita, pero muy inconforme.
Eustaquia pensaba distinto. Vagamente sabfa que era desagradable y
refunfunona. Pero sabfa que en cuanto llegara un amante que la mereciera,
revelaria a la verdadera Eustaquia, la radiante, serena, dadivosa y graciosa
Eustaquia Dare. Su ingenio almacenado, oculto, por fin encantarfa al
mundo.“No sabfamos que Eustaquia fuera tan ingeniosa”. Su modestia
natural conquistaria cualquier desaprobaci6n. Ah sf, entonces seria buena
como el pan con la gente. Hasta con Teddy Pepino y su ridiculo nombre, y
con Harry Crabb y suspecas.
Si la menor duda atravesaba su mente, y sospechaba, aunque fuera por
un momento, que era en realidad tan comun y corriente como los invitados
de su fiesta de cumpleanos, siempre recurria al gran espejo en la amplia
133

recdmara de su madre. El espejo, (y un poco de imaginacidn) confirmaban


que Eustaquia Dare estaba destinada a ser adorada.

Y un dfa 61 lleg6.
Un autor que escribfa poesfa y novelas, no para ganarse la vida, sino
para evadir el aburrimiento de una existencia llena de dinero, rent6 una casa
durante el verano en el extremo del parque. Su nombre era De Courcy y tenia
treinta anos, con el cabello color negro casi azul y una barba tan bien cortada
como su saco. Montaba un caballo bayo alrededor del parque cada manana
antes de desayunar, y corria el rumor de que mujeres habfan muerto de amor
por 61.
Nada de muerte para Eustaquia. Su madre habfa invitado al joven a
cenar y 6ste habia aceptado.
—Lo fascinar6 —le dijo al espejo mientras se envolvia en su mantilla
de encajes—. Llevar6 la cabeza asf, y dejar6 que se resbale el chal de mi
hombro una o dos veces para que 61 admire mi piel —y practicd el gesto—r
Dir6: “Senor De Courcy, he lefdo sus novelas con profundo inter6s, sin
embargo siento que carecen de pasi6n. Digame, /,alguna vez ha estado usted
enamorado?”, lo hipnotizar6. ^Deber6 permitir que me bese hoy en la
noche? No, “no hasta que nos conozcamos mejor” Aunque creo que lo
rozar6 cuando las damas nos retiremos despu6s de la cena. Oh, lo cautivar6.
Y cuando sea invitado a bailes en Londres por herederas solitarias y por sus
amantes desdenadas y afligidas, me llevard a mi y bailar6 conmigo y no con
ellas, hasta que las herederas y las amantes se mueran de envidia y la
134

orquesta sencillamente se desmaye de embeleso. A ver, ^cuil seri nuestro


primer bade? Un vals, naturalmente, asf que cada vez que escuche un vals
en el futuro, sus brazos se alzarin involuntariamente ante el recuerdo de
haberme tenido entre sus brazos. “j Eustaquia, mi vida era vaciahastaque te
encontrd! jLe agradezco a mi ingel de la guarda que hayas llegado y me hayas
apartado del abismo de la desesperacidn! De ahora en adelante toda mi poesia
seri elogio de tus ojos. Baila conmigo al compis de mi corazdn”. —Y se acercd
a su gricil reflejo en el gran espejo dorado. Alrededor de ella, un arco de cupidos
soplaban triunfantes trompetas.
El reflejo cercano se veia pensativo, meditabundo, encantador pero quizi
un poco solemne. Su sonrisa (cuando decidia usarla) era de hecho la carta mayor
de Eustaquia. A practicarla. El reflejo descubrid sus bonitos dientes, pero era una
pobre imitaci6n de sonrisa. Eustaquia lo intentd de nuevo.
—jNo! jQud pdsima sonrisa, Eustaquia! ;Esa sonrisa es de piano amena-
zadora! —alzd los brazos en posicidn de vals y apretd las palmas de las manos
contra la superficie fria del espejo para saborear ese imaginario momento de
triunfo. Su reflejo, por supuesto, imitd el mismisimo bade imaginario. Eustaquia
cerrd los ojos.
Casi oia la musica, como si llegara a travds de un largo pasillo o de una
pared. Casi sentfa el contacto fresco de la mejdla del poeta contra la suya; sus
labios en su boca; su corazdn latiendo junto al suyo; sus manos envoiviendo las
suyas, frfo. ;Ay, frio!
Cuando abrid los ojos se sintid extranamente perturbada, porque aunque
sabia que sentfa miedo —un miedo agudo— el reflejo de su cara (tan cerca del
espejo que las pestanas rozaban el vidrio) no expresaba miedo. Lucia s61o esa
sonrisa destellante y triunfante tan suya. Esa carta triunfal, ese golpe de suerte.
Y no habia vaho sobre el espejo.
Cuando tratd de apartarse, las manos que tocaban las suyas las apretaron,
jalando su cuerpo haciael espejo duro y helado, hacia el reflejo d6cil, suave y Mo
como el agua, que la recibi6 y la arrastr6 a trav£s de un miasma de plata, como
una persona que se ahoga, succionada por un remolino. Sentia que la plata se
cerraba tras ella —como mercurio mis que como agua— y que su agresor la
giraba (como un cocodrilo con su presa) debajo de su cuerpo hacia alguna poza
profunda y oscura antes de soltarla y regresar a la superficie. Sus manos estaban
vacias. Su mejilla ya no estaba apoyada contra su reflejo Mo. Su coraz6n ya no
golpeaba contra sus costillas. De hecho su corazdn no parecfa latir. Y tenia Mo,
Mo, Mo, y no habia aire que respirar. Quiso gritar y abri6 la boca, pero se le llend
de silencio derretido y transparente.
La recamara parecfa opaca, borrosa y distante, como vista a travds de una
ventana sucia. Su listen aun estaba sobre la cama, pero no podia alcanzarlo; como
un patinador que una vez que ha cafdo entre el hielo, lo ve congelarse y cerrarse
encima de 6\, opacando el cielo...

—^Ddnde estd esa joven? —dijo la senora Dare—. Lo siento tanto


senor De Courcy. No puedo imaginar por qu£ se estd retrasando Eustaquia
para bajar a cenar.
—Quizi deberias ir por ella Molly —dijo su esposo—, seguramente esti
sonando despierta otra vez.
137

Pero, la senora Dare no habia llegado mis alM de la puerta del pasillo
cuando la chica aparecid en la vuelta de la esealera.
—^Ddnde has estado Eustaquia? Hobbs estl listo para servir la cena y el
senor De Courcy ya lleg6.
—Lo siento —dijo, pero nada mis. De hecho permanecid callada durante
la cena y sdlo se atrevid a preguntarle al senor De Courcy si estaba contento en
su casa alquilada. Su madre decidid preguntarle mis tarde a Eustaquia si se sentia
enferma, porque no parecia ser la misma, vivaz y altanera. Se veia bien, aunque
su cabello estaba diferente; con la raya del otro lado se veia muy atractiva.
—Eustaquia querida, £te lastimaste la mano?
—No, maml
—Es que sostienes la cuchara con la izquierda...
—Lo siento maml No sabia no era correcto. Espero que el senor De
Courcy no piense que soy grosera.
El senor De Courcy no lo pensd. Al senor De Courcy le parecid muy
agradable escapar de las mujeres efusivas e ingeniosas que lo rozaban a la
menor oportunidad, y lo miraban coquetas por encima de sus platos durante
la cena. Despuds de cenar, le mostrd a la bonita y callada senorita Dare su
nuevo volumen de poesia, aunque lo desconcertd ver que leia al revds,
corriendo su dedo sobre las lineas de derecha a izquierda. Y como es
costumbre en las chicas timidas y modestas, mantema los ojos bajos durante
largos lapsos. Una sola vez los sorprendid mir£ndolo, y entonces, por poco
se atraganta el cafd, porque le parecid que ella tema un reflejo congelado en
sus ojos... de dl mismo, sf, pero no en el lugar del saldn donde estaban sentados,
138

sino en una amplia rec&mara completa con una cama pasada de moda de cuatro
postes. Empez6 a sudar Mo.
Una semana despu6s, la noticia de que se habian fugado sacudid al
vecindario mis fuerte que un temblor. La casa rentada a la orilla del parque estaba
vacia. El misterioso y glamoroso senor De Courcy habia desaparecido.
La bonita hija del banquero tambidn habia desaparecido. Los afligidos
padres repitieron una y otra vez, que de buen modo hubieran consentido a una
boda si se lo hubieran pedido. Pero no, Eustaquia simplemente habia expresado
el deseo de cruzar el parque para regresarle al senor De Courcy su libro de poesia.
Y al anochecer, por mis que los buscaron, no encontraron a ninguno de los dos.
El poeta ni siquiera habia empacado su ropa ni sus pertenencias personales.
Algunos decian que se habfa llevado a la joven a Italia (como era la
costumbre de los poetas rom&iticos en esa ddcada en particular). Otros decian
que tema negocios en oro en Sudamdrica y que se habia embarcado a Buenos
Aires. Lo unico seguro hie que se les vio por ultima vez a las seis p.m., ese dia,
cuando Teddy Pepino pas6 por la casa del poeta. Escuch6 los compases de un
vals, levantd la mirada y vio a De Courcy a travds de la ventana iluminada de un
cuarto, bailando con una joven, “s61o que bailaban al revds, si me entienden, la
mano derecha de la mujer en la mano izquierda del hombre, como si ella lo
estuviera conduciendo.”

La senora Dare se volvi6 muy nerviosa y desanimada despu^s de la fuga


de su hija. Dormia muy mal y despertaba a su esposo casi todas las noches y le
I 139

relataba de la misma pesadilla. Eustaquia, decia ella, tocaba desde el otro lado
del espejo de la recdmara, apretaba su cara contra la superficie hasta que se le
deformara, aranaba el vidrio y llamaba y llamaba, pero con una voz que no se
escuchaba. Asi que el senor Dare vendi6 el espejo. ‘‘Siempre fue una cosa grande,
fea y estorbosa”. Despuds de eso, desaparecieron los suenos.
—Me reconforta una cosa —la senora Dare le dijo a su marido.
—^Qud, querida?
—Bueno, solia sentir, cuando Eustaquia era mis joven, quiero decir...
bueno, no lograba quererla como una madre debe. Era tan vanidosa y presumida,
siempre sintidndose superior a la gente comun y corriente. Pero de alguna
manera, los ultimos dias que pasamos juntas, despuds de que el poeta vino a
cenar, no me costd ningun trabajo quererla. Ningun trabajo, de hecho todo lo
contrario.

❖ ♦♦♦ ❖

Todos se habian alejado del espejo como si los tablones del piso fueran a
desmoronarse bajo ellos para arrojarlos a los reflejos moteados y acuosos del
espejo, en donde se ahoganan.
El tfo Clive fue el primero en romper el silencio.
—Idiotez —dijo—. Idiotez y tonteria. Nunca he escuchado tanta basura en
toda mi vida. Son cien libras, senor.
—No lo quiero —dijo una voz fantasmag6rica desde el extremo de la
cama, y la cara de Angela, plida, con los ojos vendados por los lentes oscuros
140

se asomd, tan ciega como un topo—. No lo quiero. No quiero ese espejo cacarizo.
j Vdanlo! Estd todo manchado. Parece como si yo tuviera granitos. (Pero no se
mir6 en el espejo al decirlo.)
—Oh, se puede volver a platear f&cilmente —dijo el tfo Clive apretando
los dientes. —Deme noventa.
—He cambiado de opinidn —dijo la chica, ech&idole una mirada asesina.
Su padre guardd la cartera, su madre suspir6 profundamente. Salieron de
la tienda, la hija grunendo y chasqueando entre ambos como un gran perro que
no pudieran controlar. “La compramos de cachorro”, se lefa en sus caras
apenadas mientras pasaban por la ventana de la tienda, “y mire en lo que se
convirtid”.
—jOh, maravilloso! —el tfo Clive explotd como cachiporra en su obtuso
y burdo acento—. Pues para empezar, estd despedido; nunca me gustd su facha.
—Vamos, vamos Clive —dijo la senora Povey—, no creo que lo hubieran
comprado, aun sin la historia del senor Lector.
—[Ah no? /Ah no? —el coraje hervfa sulfurosamente en los ojos del tfo
Clive y sus orejas rojas parecfan querer separarse de su cabeza temblorosa.
—El lugar de un mueble es donde se le quiere —dijo Era C. para si mismo
con una triste y resignada sonrisa—, y el mfo tambidn. ❖
El escritorio de cortina:
una cuestion de quienjue

❖ Ailsa hubiera hecho un esc&idalo pero, por lo que oy d en el cuento supo


que a Era C. no le gustarfa. Estaba furiosa de que 61, entre todos, hubiera cedido
ante el horroroso cardcter del tfo Clive. En cambio decidi6 mostrar su enojo no
diciendo nada y empez6 a leer detenidamente el libro en la meridiana. Cualquiera
pensaria que estaba resentida, pero afortunadamente tal pensamiento tan poco
bondadoso file apartado por las azules luces giratorias de una patrulla que se
detuvo a la puerta de la tienda.
Entraron tres oficiales —s61o dos iban uniformados. La puerta les quedd
chica y como tres osos en una cabina telefdnica, llenaron la tienda; miraban todo
como si lo estuvieran memorizando. Ni “buenos dias” ni presentacidn.
—Caballeros, senora, pensamos que pueden estar ustedes en posesidn de
mercancia robada. / No les importard que echemos un vistazo, verdad?
El tfo Clive ya se habfa escurrido hacia la sala. La senora Povey comenz6
a refr nerviosamente y a negarlo todo. Como leones frente al cristiano m2s
apetitoso, los oficiales cercaron al hombre de pelo negro y ojos oscuros que
emergid del laberinto de muebles como quien acaba de vestirse para un juego de
cricket
—[Y usted senor, quidn es?
—[Yol Aquf trabajo. /,Cudl es el problema?
—[Y cull es su domicilio particular? ^Puede mostramos alguna identifi-
cacidn?/Licencia de conducir?/Chequera? /,Tal6n de pago?
—Taijetas de biblioteca.
—No es exactamente lo que terna en mente, senor. Su direccidn, por favor.
—Ah, aqu. Vivo aqui, de momento.
—lY antes? /,C6mo se llama usted?
—EraC.
/Erase? /,qu6 clase de nombre es ese?
Era C. Lector. Ese es mi nombre.
El oficial esboz6 una mueca de placer
e intercambi6 una mirada de
entendimiento con su co-
lega,el llpizyasobre
la libreta como un
alfiler de la suerte
sobre el mapa de
untesoro. He aquf,
conabsolutasegu-
ridad, a un rufiln.
—Su nom¬
bre completo, si
fuera tan amable.
Detrls de
ellos, acechando
143

por la tienda, el inspector vestido de civil con las manos entrelazadas sobre la
espalda de su gabardina corta, solt6 un grito de triunfo y senald la vitrina
balanceada sobre un lavamanos.
—[Y cdmo explica que este salmon obre en su poder?
Era C. pasd delante de los oficiales y explicd, imperturbable, al inspector
sobre el mercado de viejo y de cdmo habfa ido ahi para reabastecer el negocio.
—Ah,^si? —dijo el inspector con una despectiva mueca en los labios—.
Es lo que dicen todos: “Lo comprd en una venta general, inspector. No recuerdo
d6nde o cudndo, ni quidn me la vendid”.
Era C. no estaba asustado. Respir6 profundamente y dijo:
—Comprd este lote de libros, el librero y el distinguido salmon, de un
auto Cortina, con registro X que pertenecia a un hombre gordo de acento
letdn y que tenia en la ventana trasera una calcomama que decia: “Yo a
los doberman”. Estos otros libros los comprd, junto con un pupitre de
marqueterfa (que ya se vendid), de una camioneta azul, dos puertas, con
placas de Liverpool. Los recibos estdn en el cajdn superior derecho de ese
escritorio de cortina atrds de usted, aunque el caballero letdn sdlo anotd:
“Recibf efectivo, besos, Mickey Mouse”, en un sobre, por lo que tuve la
precaucidn de anotar su placa en el mismo sobre.
El inspector saltd sobre el escritorio, y bused impaciente en el cajdn. Pidid
usar el teldfono y la senora Povey le dijo que si, por supuesto, y si no desearia una
taza de td; ^,no querrian todos una taza de td? Asi que, mientras el inspector
checaba las placas del coche del caballero letdn, los oficiales se sentaron
inedmodos en un silldn de tela de erfn, con sus libretas en una mano, mientras
145

balanceaban la taza de td y las galletas de jengibre en la otra. Uno de ellos


recordd no haber escrito completo el nombre de Era C. Estaba a punto de
pedir que se lo repitiera cuando Era C. Lector, sentado en la silla de mimbre,
con las piemas estiradas y cruzadas, blandid su cuchara hacia el escritorio
y dijo:
—De hecho, les interesarfa la historia de ese escritorio de cortina. Fue
Evidencia Primera en un caso notorio. Un asesinato.
Las tazas de los oficiales comenzaron a cascabelear sobre sus rodillas.
Ailsa, que no habfa leido ni una frase del libro, mird el lomo. Se llamaba: El
caso del papel secante ensangrentado.

❖ ❖ ❖

—Tendrd que pedirles, damas y caballeros, que nadie saiga de la casa


—dijo el inspector Farrell—. Se ha cometido un homicidio y tendrd que
tomar su declaracidn. Sargento, tenga la amabilidad de anotar.
—SU senor.
Afuera, la marea comenzaba a subir y una ventisca amarga golped las
ventanas de la remota granja escocesa en la que se encontraban. El ventarrdn
hizo columpiar los cables que jalaron los sostenedores, y las luces de la casa
oscilaron. En la habitacidn contigua, habian encontrado a Angus Costick
caido sobre la cortina cerrada de su escritorio con un cortapapeles clavado
en el pecho y un pagard estrujado en la mano.
146

En la sala, los hudspedes de Costick permanecian asombrados y mudos.


Una mujer de edad madura, con el cabello gris recogido en un chongo
desalinado, lloriqueaba silenciosamente en un panuelo y repetia sin parar:
—Pobre Angus. Pobre del querido Angus.
—Calma, senorita Pyke —dijo el inspector—. Estoy seguro de que este
asunto se esclarecerd rdpidamente. Despuds de todo, la nieve bloqued la entrada
desde el viemes en la noche hasta esta manana y no se encontraron huellas
cuando la policia lleg6. Asi que nadie ha salido o entrado en la casa desde
entonces. Creo que podemos asumir con relativa seguridad que alguno de los
presentes es el asesino.
La senorita Pyke soltd un chillido y regresd a su lloriqueo con dnimo
renovado. Los demds se miraron entre si con ojos asombrados y suspicaces:
Neville Costick (sobrino del difunto) era un hombre enorme y desalinado,
siempre con un vaso de whisky en la mano; Enid Costick era la hija de la victima;
Timothy Gribley (secretario del muerto) era un enano y alguna vez trabajd en un
circo y Wembley Poole era socio del asesinado. Estaban tambidn la senora
Beattie, ama de Haves, al fondo, nerviosamente sacudiendo el polvo de una repisa
de vez en vez. Aiuera la camioneta de la ftineraria se alejd con los restos del senor
Costick.
El inspector Farrell jald a su sargento a un lado y le dijo, casi sin separar
los labios:
—Me retiro a la escena del crimen y ahi entrevistard, por separado, a cada
uno de los sospechosos. Sd que la escena del crimen pone nervioso al culpable,
147

y asi se vuelve m&s fdcil de atrapar, /,sabe? Recuerde estas cosas sargento. Algun
dia estard en la divisidn de homicidios.
—Muy bien, senor.
—Tengo el noventa por ciento desenmaranado. Fue el sobrino y le
demostrard por qu6.
Condujo al sargento por la puerta de la oficina que tuvieron que forzar antes
y lo sent6 donde habia estado el caddver apenas hacfa cinco minutos.
—Verd, Troughton, la muerte fue causada por una punalada de abajo hacia
arriba en el pecho; claramente lo apunald alguien muy alto, parado detrds del
muerto, a quien sobrepasaba... jasi!
—Si, senor —dijo el sargento Troughton, retirando la pluma del inspector
de su corbata.
—Y, /,qui£n corresponde a esa descripcidn?
—Wembley Poole y Neville Costick, senor.
—Exacto. Y/ de quidn era el pagard que estaba en las manos del difunto,
por la suma de mil libras esterlinas y con fecha de vencimiento de ayer?
—De Neville Costick, senor.
—Ahf lo tiene. Le debia dinero al usurero, no pudo pagar, y lo apunal6.
El sargento Troughton se lamid un dedo e intentd remover una mancha de
tinta del frente de su camisa.
—S61o queda el asunto del cerrojo en la puerta, inspector, senor. Estaba
cerrada por dentro. El ama de llaves tuvo que pedirle a Nevihe Costick que
forzara la puerta para poder entrar y entonces descubrir el caddver. Y no hay
ventanas en este cuarto por donde el asesino pudiera huir.
148

—Mmh... Bueno, por supuesto que tengo la mente abierta en todo este
asunto, sargento... La unica persona a la que podemos descartar es a
Gribley. No tiene la altura para llegar al pecho de Costick, ni de frente. No
pudo pasar por encima del hombre sentado y apunalarlo en el pecho.
M&ndemelo en primer lugar. Necesito alguien confiable para que me hable
sobre los demds, y, por supuesto, sobre el difunto.
—Muy bien, senor.
Timothy Gribley fue conducido a la habitacidn. Mir6 compungido el
escritorio y se sond con un panuelo enorme. Su cabeza estaba al nivel del
cajdn superior del escritorio de cortina, pero al treparse a la silla, con la
facilidad que da la prdctica, se encard al inspector Farrell, ansioso de ayudar.
—^Qud clase de hombre era su patrdn, senor Gribley?
—i Ay, un hombre querido, bondadoso y generoso! —exclamd
Gribley—. Es firme pero justo... era. Sd que habia quien no lo querfa, pero
yo, desde el dfa que entrd a trabajar con dl, no recibi mis que bondad. Y era
generoso al pagarme tambidn, senor.
Gribley parecfa apenado.
—No soy quien para contar cuentos. Hay secretos confidenciales
involucrados. Fui su secretario confidential.
—Se trata de un crimen —dijo el inspector con severidad.
—En ese caso... aunque no quiera debo decirle... usted ya sabe que
Neville el sobrino pidid prestada al senor Costick una fuerte cantidad hace
sdlo un ano... y no creo que estd en condiciones de pagar —(y aquf el
inspector mird entendido a su sargento)—. Y luego a la senora Beattie, el
149

ama de Haves, la despidieron por beberse el jerez del senor y otras pequenas
raterias —(el ldpiz del sargento coma con fluidez)—. Y creo que el senor
Costick peled con su socio, el senor Poole, por... bueno algunas irregulari-
dades que surgieron en la contabilidad. Quiero decir, que el senor Poole rob6
dinero de la compania. Enid... Enid Costick ama a su padre claro, aunque
todo cambi6, pienso yo, cuando ella se enterd de que 6\ cambiaria su
testamento luego de casarse y la dejaria sin un penique.
—^Casarse; iba Costick a casarse?
—jSi, claro!, se iba a casar con la senorita Pyke. Aunque no me imagino
por qud. Es una mujer extrana. A veces pienso que la cabeza no le funciona bien.
—Gracias, senor Gribley. Gracias. Ha sido usted de gran ayuda. Pase usted
con los dem&s... y h&game el favor de pedirle al ama de llaves que entre.

—jBien, sargento!—exclamd Farrell mientras el enano salia por la puerta


rota —.jHay todo un montdn de motivos! [,Qu6 tenemos? Lea sus notas.
El sargento Troughton ley6:
—Neville Costick en deuda por 1,000 libras y sin poder pagar.
—La senora Beattie despedida por hurto.
—El senor Wembley Poole sorprendido robando dinero de la compania.
—Enid Costick excluida del testamento.
—La senorita Pyke iba a casarse con la victima.
—Asi que podemos descartarla, sargento. La hija, por otra parte, hubiera
ganado al matar a su padre antes de que cambiara el testamento. Es alta ^verdad?
150

—Si, algo —dijo pensativo el sargento Troughton, mientras inspecciona-


ba el escritorio. Se puso los guantes y levantd la cortina con cuidado. Bused en
los varios compartimentos. El papel secante estaba manchado de un rojo intenso
y tdtrico—. Hasta donde me permite saber mi poca experiencia estos escritorios
tienen... aqui estl.. un mecanismo que abre un compartimento secreto. Aqui
estd.
Sacd un pequeno cajdn de l&pices y, apretando una delgada moldura de
madera, abrid un cajdn cuyos papeles saltaron sobre la mancha de sangre.
—jDdjeme ver! —exclamd el inspector—. No vayaadejarregadashuellas
por todos lados, sargento.
—No, senor. Disculpe, senor. Esta parece ser una carta de una agencia de
detectives, senor, y concieme a la senorita Pyke. Parece que el senor Costick
estaba investigando a su futura esposa.
El inspector se veia de mal talante.
—Que esto le sea una leccidn, muchachito. Nunca elimine a alguien hasta
tener absoluta seguridad.
—No, senor, gracias, senor.
—i Ah! Senora Beattie. Pase. Tengo algunas preguntas que hacerle rela-
cionadas con el jerez...
El ama de Haves negd con vehemencia haberse bebido el jerez del senor
Costick o haberse robado tan sdlo una cuchara. Tambi£n negd que su empleador
la hubiera corrido.
—Era un avaro y un usurero, pero nunca le di motivo para que se quejara
de mi trabajo o de mi integridad. Y esa es la unica verdad.
—Mmh... —dijo Farrell cuando se fue—. Claro que ahora puede darse el
lujo de mentir puesto que Costick estd muerto.

La novia del muerto, la senorita Pyke dijo:


—Asi es, asi es. Ibamos a casamos. Todo iba a ser maravilloso, pero
ahora... jOh! —sus sollozos no le permitieron terminar la oracidn.
El inspector, apoyado en el respaldo de la silla, indiferente le preguntd, una
irdnica sonrisa en los labios:
—^Sabia usted que su prometido contratd los servicios de un detective
para indagar su pasado, senorita Pyke...? /o debiera decir senora Pyke? La
lectura de estos papeles resulta en extremo interesante.
El panuelo cay6 al suelo. La cara llorosa se congeld en una p&lida mascara.
—Bien, ^qud puedo agregar? Lo saben. Cuando 61 leyd esto tue como si
se hubiera convertido en otra persona. /Sabe usted lo que hizo? No s61o
suspendid la boda, lo que yo hubiera entendido y aceptado. Hasta ahi hubiera
aguantadoyo. jQuenadinero! Quenadinero a cambio desusilencio sobre... mi
pequeno secreto. Me dijo: “tienes dinero suficiente”; me dijo: “de cualquier
manera era la unica razdn por la que me iba a casar contigo”. Me alegra que haya
muerto. Me alegra. Me alegra. Y si alguien no lo hubiera matado, yo lo hubiera
hecho.
El sargento levantd el panuelo de debajo de la mesa y le pidi6 que esperara
con los demls en la sala. Al regresar de ayudarla a cruzar la puerta, su superior
dijo:
Es ella, claro. Ella lo hizo.
152

—Si listed lo dice, senor —dijo el sargento. Se puso de nuevo sus gruesos
guantes de cuero y siguid examinando el escritorio meticulosamente abriendo
cada cajdn. Tom6 unos viejos libros de contabilidad y unas chequeras rotas en
las que sdlo quedaba el talonario.
—Pero, ^no me ha dicho usted con frecuencia que “una vez chantajista,
siempre chantajista”? —y recorrid con rapidez el talonario—. Quiz!.. W.P. Si,
y aqrn otra vez: W.P. Un pago cada cuatro semanas con las iniciales W.P. ^Cree
usted que Costick chantajeaba al senor Wembley Poole por el asunto del fraude?
El inspector se golped la piema con la mano.
—;Caracoles, Troughton!
Recobrd la compostura y absorto sacudid su saco.
—Y tiene la estatura suficiente, por supuesto. Pfdale al senor Poole que sea
tan amable de honrarme con su presencia —dijo, con una voz afilada por un
ingenio burldn.
Wembley Poole entrd tropezando al cuarto, un hombre Colorado con una
constitucidn de toro, y un resoplido sonoro.
—Digame, caballero —dijo el inspector sucintamente —, ^es verdad que
el dilunto lo chantajeaba?
Las denegaciones iracundas del socio tardaron en acabarse, pero fmalmen-
te Farrell logrd reducir a Poole a un montdn de remordimiento jadeante.
—Si, es verdad.—admitid Poole, con aliento sdlo para emitir frases
telegrdficas—, pero no lo matd.
—Wembley Poole, lo arresto por...—el ritual del arresto formal se vio
interrumpido por la tos repentina y brusca del sargento.
153

—Si pudiera hablar con usted un momenta, senor.


—Ahora no sargento, estoy arrestando...
—S61o una pequena duda sobre el procedimiento, senor.
Aturdido, el inspector le pidid a Wembley Poole que esperara afuera y no
lo perdid de vista hasta que dos robustos oficiales se sentaron a ambos lados de
Poole en el desgastado sofl Desde la oficina se escuchaba la trabajosa y silbante
respiracidn que llegaba de la sala.
—i Y bien, sargento? —espetd Farrell.
—Estaba pensando, senor, cdmo salid del cuarto el senor Poole, luego de
asesinar al chantajista. La habitacidn estaba cerrada por dentro cuando hallaron
el cuerpo... bueno, no necesito recordarle eso, senor, por supuesto.
Un brillo aparecid en los ojos del inspector y saltd atldticamente.
—Lo tengo todo previsto, sargento. Se escondid hasta que fue descubierto
el caddver, luego salid entre el ruido y la confusidn.
—^Se escondid, ddnde?
—Aqui Trough ton —y se metid detris de las cortinas.
—El tamano del senor Poole es considerable —dijo el sargento, mirando
escdpticamente el estdmago del inspector delineado en la cortina, y el par de
calcetines y zapatos negros asomados por debajo.
—Bien.. .aqui, entonces —dijo Farrell irritado y corrid a ocultarse defects
de un biombo chino—. Vaya a la puerta como si fuera a entrar. ^Puede verme?
—No, senor.
—Bien, entonces estd solucionado
154

—.. .sin embargo, pienso que su respiraci6n ruidosa se hubiera escuchado,


si se entra a una habitacidn silenciosa, como de hecho lo estaba.
—Maldita sea.
El inspector reaparecid y se dejd caer sobre un rafdo y polvoriento silldn.
—Maldita sea —repitid y agregd malhumorado—: asi fue como alguien
lo hizo... a menos que se trate de una conspiracidn. Todo el mundo tiene motivos
excepto Gribley.
—Mmh —dijo el sargento Troughton sin conviccidn. Habia regresado al
escritorio y sacd una lupa de su bolsillo—. El departamento forense serd de
utilidad, senor. Me tomd la libertad de llamarles cuando encontrd estos cabellos
hace un rato.
—/Cabellos? jY al rato un conejo! Aldjese de ese maldito escritorio,
sargento. Va a confimdir todas las pistas.
—Si, senor. Muy bien, senor.
—iQu6 cabellos?
—Cabellos atorados en la cerradura del escritorio, senor, que no son del
senor Costick. Y claro, hay sangre dentro del escritorio, lo que demuestra que
estaba abierto en el momento del asesinato y no cerrado como cuando hallaron
el cuerpo.
—Un argumento interesante —dijo Farrell mientras se frotaba la barbilla
en un gesto de profunda meditacidn. El gesto mis bien contradecfa su mirada de
descontento—. Continue, sargento.
—Qui/i quiera usted volver a interrogar a Gribley, senor.
—/El enano? Pero si es el unico que estimaba a Costick.
—/,S61o por que 6\ lo dice?
—Ademis estaba bien pagado.
—Eso dice, senor; sin embargo, en los libros de contabilidad del escritorio
no aparecen gastos mensuales o semanales en el rubro de sueldos. Lo que es mis,
parece que el senor Gribley no recibia salario.
—/,C6mo?
Cuando el sargento fue hasta la puerta y llamd a Gribley, el pequeno
secretario llegd ripido, ansioso de complacer y en la cara se le veia una
disposici6n servil casi perruna. Mir6 a Farrell en forma expectante. Farrell le
devolvid la mirada y dijo:
—Ah, si, senor Gribley. Eh...—y sobrevino un silencio penoso.
—El inspector me ha pedido que vol vamos a analizar un par de asuntos con
usted —dijo el sargento Troughton.
—Ah, si. Claro —dijo el inspector y, uniendo las yemas de los dedos, se
hundi6 en el silldn cual Sherlock Holmes y se dispuso a escuchar—. Continue,
sargento.
—Como secretario del senor Costick debe usted haber estado familiariza-
do con su escritorio. Quiero decir, algunas veces el senor Costick lo ha de haber
mandado por papeles, libros, etcetera.
—De los cajones si, senor. De la parte de arriba, usted comprenderd, dada
mi estatura...
—Bueno, senor Gribley, pero con el uso de una silla...
156

—Pues, si, quizl. .pero yo nunca, digo, 61 nunca me mand6 al escritorio,


quiero decir...
—Quiz6 no seguido, quiere usted decir. Si no, /,c6mo explica la presencia
de cabellos suyos en la cerradura? El inspector se pregunta.
Gribley se llevd la mano a la cabeza.
—Bueno, si, quizd ocasionalmente.
—Bueno, quizd alguna vez,/eh, senor Gribley? —y el sargento acerc6 la
silla indic6ndole a Gribley que le mostrara c6mo. El enano trepd a la silla y se
inclind hacia el escritorio abierto.
—Asi que para llegar al compartimento secreto, prdcticamente tendrfa que
subirse al escritorio.
—/Compartimento secreto? No s6 de ningun compartimento secreto.
/Hay uno? Estoy seguro de nunca haber visto al querido senor Costick abrir un
compartimento secreto. Yo, por supuesto, nunca...
—/,Quiz& lo vio abrir el cajdn de llpices?
Para abrir el cajdn de los Mpices (que ocultaba el compartimento secreto)
Gribley tuvo que apoyar una rodilla en el papel secante e inclinarse mds, como
un montanista que trepa una cuesta escarpada.
—Ahora, supongamos que estaba usted en esa posicidn cuando escuchd
al senor Costick llegar. Supongamos que tenia usted buenas razones para pensar
que el senor Costick estaria furioso si lo encontrara esculcando su escritorio...
—/Esculcando su escritorio? jJam6s!
—/Buscando qu6? /, Alguna informacidn desagradable sobre usted? /, Algo
que lo obligaba a trabajar para Costick, sin paga, mes tras mes?
—El me pagaba. Ya se lo he dicho, me pagaba bien.
—No es lo que dicen los libros de contabilidad. Y no ha respondido a
mi... quiero decir, a la pregunta del inspector. Supongamos que lo sorpren-
di6 en esta incdmoda posicidn. ^No hubiera sido m&s fdcil seguir adelante,
en vez de retroceder? Es decir, subirse al escritorio y cerrar la cortinilla en
lugar de saltar haciendo ruido y exponerse a ser descubierto.
—Esti diciendo tonterias. No sabe lo que estd diciendo. Inspector, justed
me cree, no es asi? El sdlo esti diciendo tonterias.
—Entrd el senor Costick —continud el sargento Troughton, hablando
repentinamente en tiempo pasado—. Cerrd la puerta con Have, para que no
lo molestaran, y encontrd el escritorio... cerrado, tal y como lo habiadejado.
Tuvo usted la esperanza de que dl no necesitara abrir el escritorio. Si sdlo
hubiera abierto los cajones o el archivero, o hecho una llamada, y vuelto a
salir, estaria aun vivo, ^no es asi, senor Gribley? Pero desafortunadamente
necesitd algo del compartimento superior. Levantd la cortina y por un
instante no entendid lo que sus ojos veian, me supongo. Entonces usted lo
apunald con el cortapapeles que se encontraba sobre el papel secante. Su
pecho se encontraba a sdlo unos centfmetros de usted. Fue f£cil, <mo es asi,
senor Gribley?
—jNo,no,no! jNofuiyo! jFuePoole... olasenora... olahija,noyo!
—De pronto escuchd a la senora Beattie llamar a la puerta, y sabiendo
que no podia escapar de la habitacidn, cerrd la cortina del escritorio y esperd,
dentro del escritorio, mientras forzaban la puerta, descubrian el cad&ver y
salian todos de la habitacidn, en su prisa por llamar a la policia. Durante ese
tiempo usted destruyd el documento con que Costick lo chantajeaba. Esperd
hasta que el cuarto estuviera vacio para salir del escritorio, y se sumd a la
158

confusi6n reinante. El ama de Haves nunca fue despedida, si, senor? Ni


tampoco fue excluida del testamento la senorita Costick, ^verdad? S61o
quiso usted que tuvidramos un buen ramillete de sospechosos de donde
escoger. Pero nos proporciond demasiados, senor Gribley. Debid vendemos
uno o dos, no mis. Eso fue lo que hizo sospechar al inspector, senor
Gribley... Y ahora a 61 le gustarfa saber qud tiene usted que decir al respecto.
—jNada! jNo tengo nada que decir! —gritd el enano—. No hasta que
vea a mi abogado. —De pie en el escritorio resultaba mis alto que Poole,
mis alto que Neville Costick y mis alto que el sargento y que el inspector,
quien se levantd de su asiento como la ira del Juicio Final.
—Timothy Gribley: Lo arresto por el asesinato de Angus Costick.
Llame a un carro de seguridad, sargento.
El ulular de sirenas anuncid la llegada de una camioneta de seguridad
que el sargento Troughton se habia tornado la libertad de solicitar una hora
antes. El prisionero fue llevado bajo custodia, una custodia oscura y
silenciosa dada la gran altura de las ventanas de la prisidn.
—Guarde la evidencia en bolsas, marque todo perfectamente, sargen¬
to —dijo el inspector Farrell, frotlndose las manos satisfecho.
—Si, senor.
—Deduccidn, Troughton. De eso se trata. Lenta, dificil deduccidn. En
este juego hay que ser metddico, sargento. No hay que llegar a conclusiones
apresuradas. Lo aprenderl usted si llega a la divisidn de homicidios.
—Si, senor. Gracias, senor.
—De nada, sargento, de nada. No me importa darle a los oficiales jdvenes
un consejo importante de vez en cuando. Y si llega a necesitar un consejo no dude
en venir a mi.
—Muy amable, senor. Lo tendrd en mente.

♦ ♦♦♦ ♦♦♦

—Tipico de la divisidn de homicidios —dijo uno de los oficiales, al


levantarse del sofl
—Increfble ^verdad? [A quidn se le hubiera ocurrido? —dijo su colega.
Juntos, los dos policfas deslizaron sus dedos, suavemente y con respeto, sobre
la madera opaca y rayada. Levantaron la rechinante cortina y tocaron el
manchado papel secante.
—^Quidn lo hubiera pensado? —repitid por segunda vez el oficial, y
retomando sin ganas su libreta de apuntes—. /Cull es su nombre?, repitamelo
—pero esta vez el tono del oficial sonaba amable y respetuoso.
Justo en ese momento, vio al tfo Clive atisbando desde la puerta de la sala,
atrapado entre el inspector que continuaba con su llamada y sus dos oficiales.
—Hey, yo lo conozco. Usted es quien arrestamos por quebrantar el orden,
violencia y escdndalo, en la estaci6n de trenes. Golped a un pobre viejo chiflado
que accidentalmente le arand la cabeza con su paraguas.
—j T10 Clive! —exclamd Ailsa, y la senora Povey lanzd otra risita histdrica
y chillante.
160

—Se lo repito, podemos prescindir de tipos como usted por aqui


—continud el oficial—. Mis le valdrfa llevarse sus costumbres tabemarias
al Norte junto con su persona. Encontrard que no somos muy pacientes con
esas cosas por aquf.
Bajo, redondo, inclinado como un mortero militar, el inspector irrumpid
desde la sala.
—Es Johnny “El lituano”, sin duda. No hay tiempo que perder. Estaremos
en contacto, senor. Estamos muy agradecidos y en deuda con usted. Tendremos
que llevamos las cosas, por supuesto. Lo sentimos mucho. Me temo que ustedes
saheron perdiendo. Y qui/i necesitemos que rindan testimonio. A moverse,
muchachos. Es la hilera de libros, el pez disecado y el librero. Mdtanlos al coche.
Un mont6n de basura, si me preguntan. Pero el viejo Birdman Sweeney, de quien
fueron robados hace un mes en su Penthouse, no ha parado de armar escdndalo,
ni parard hasta que se los regresen... Si, yo s6 que es un gdngster, y ustedes saben
que es un gangster, y todo el mundo sabe que es un gangster, pero resulta que a
veces encontramos algo robado de un gangster y es nuestro deber regresdrselo
como si se tratara de un ciudadano respetuoso de la ley y que paga todos sus
impuestos. Y, ^quidn sale perdiendo? Personas decentes como ustedes. Ustedes
compraron esto con dinero que les ha costado ganar, y llegamos nosotros a
quitdrselo para devolverlo a Birdman Sweeney. A veces no sd.
Y con este filosdfico lamento y con un salmdn disecado bajo el brazo, el
inspector salid presuroso hacia su patrulla. Lo siguieron los oficiales, uno con
una bolsa negra de pldstico llena de libros y el otro con un pequeno librero. La
tienda parecid desinflarse y suspirar cuando se fueron.
Media hora mds tarde, el tio Clive trastabillaba por la escalera con su
maleta abridndose camino sin cuidado, golpeando a derecha e izquierda.
—/Debes irte? —alcanzd a preguntar la senora Povey. Pero 6\ s61o alz6
los hombros, se dirigid hacia su sombrero tirolds y dispar6 una mirada asesina
al hombre de los pantalones de cricket y saco de pana verde.
—Hay quienes saben cudndo irse y quienes no. ❖
El baul de madera:
la historia de una traicion

❖ —Qu£ interesante —dijo Era C., parado a distancia de los estantes altos
para ver mds arriba —^,C6mo llegd eso all2?
—Oh, mam& reorganizd algunos estantes. No sd por qu6. Quizd pensd que
no era bueno que yo los leyera.
Ultimamente Ailsa habia comenzado a leer mucho. Tan pronto llegaba
de la escuela, se cambiaba, se cepillaba el pelo y se acurrucaba con una
novela en el sofl Era C. y ella no hablaban mucho,
estar cerca de 61 Deseaba
blar de £1 en la escuela, y sin
embargo, al mismo tiempo,
su intuici6n le decfa que
no debia. Era extremada-
mente nerviosa, algo que
ella atribufa a la supervi-
vencia diaria del negocio
familiar. Como un equili-
brista en la cuerda floja
cruzando las cataratas del
Niagara, la tienda de anti-
163

gtiedades Povey luchaba, apenas equiparando sus deudas y sus ganancias sin
caer nunca en el abismo de la bancarrota. Era emocionante observarlo. Por esto
sin duda Ailsa ultimamente parecia tener siempre el coraz6n en laboca. Sin duda.
—0 que yo —dijo Era C.
—/Perddn?
—0 quizd tu madre pensd que no era bueno que yo los leyera.
—Baja uno y veremos.
—No creo que debiera. Estoy seguro de que la senora Povey tuvo un buen
motivo.
No era la primera vez que Ailsa observ&idolo se preguntd cudntos anos
tendrfa. En general, el mundo se podia dividir, como en un juego de cartas, en
dos montones; personas como su madre, y personas como ella, con algunos
bebes sueltos y descartados los viejos. Por mis que lo intentara, no podia calcular
la edad del senor Lector. Claro, era mucho mayor que ella, aunque mucho mis
joven que su madre. De hecho no habrfa anos suficientes entre ella y su madre
para que cupieran todas las edades posibles de Era C. Lector./Era £1 aliado suyo
o de su madre? / Acaso podia ser de ambas?
Fue a buscar la escalera para inspeccionar los libros en el estante superior.
Habia libros de bolsillo, de pasta dura, de pasta rustica y algunos encuademados
en cuero con letras de oro: Amor entre las Mas, Romance en el Rialto, La novia
del Baron, Una boda en verano, Por la mano de unaprincesa...
—Todas son historias de amor cursis —dijo decepcionada.
—/ No te gustan las historias de amor? —preguntd mientras sostema la
escalera.
164

—Prefiero las historias de caballos. ^Conoces algun buen cuento de


caballos?
—Me temo que no.
—Entonces, ^conoces alguna buena historia de amor? —preguntd son-
riente.
La mir6 inclinando la cabeza, sus ojos parecian mas grandes y mds oscuros
y dijo:
—S61o tristes, Ailsa —se volteri y se sentri en el escalrin inferior de la
escalera y apoyd la cabeza en sus manos.
/

—Erase un hombre que viajd mds lejos de lo que debfa, hasta llegar a un
lugar desconocido donde consiguid trabajo, un hogar y una bella chica, todo bajo
el mismo techo. La chica era joven, pero el viajero habfa dejado atrds los dias de
su juventud, y todo lo que tenia era un libro de cuentos... —al ver a la senora
Povey parada en el portal, Era C. se quedd callado y apenado.
—^Puede decirme qud estd vendiendo y a quidn? —dijo la madre de Ailsa.
De pronto aparecid un cliente que nadie habfa notado, entre el guardarropa
y los marcos sin cuadro. Era el desaliento mismo, vestido con una gabardina larga
y negra que se abria para mostrar un sudter y pantalones negros. Lo unico
colorido de dl era una bufanda con los colores de la universidad, que le envoi via
el cuello como las heridas de un arcofris asesinado, y sus ojos enrojecidos, quizd
de tanto llorar.
—^Alguien me puede decir algo de este baul de madera? —preguntd con
una voz empapada en tragedia, y se quitd un mechdn de la frente como un hombre
ante un pelotdn de ftisilamiento se quita la venda de los ojos.
—Cudntale Era C. —dijo Ailsa.
—Cudntele, senor Lector —dijo la senora Povey.
165

Era C. respird profiindamente y levantd la cabeza de entre sus manos.


Conocfa bien el haul.
—Roble. Siglo XVI tardio —dijo—; note el grabado en los cuatro lados
que representa una escena de caceria. Es la pieza mis antigua de la tienda aunque
no es rara. Faltan las bisagras traseras y las aldabas no aguantan; la tapa se cae
si lo abre. Pero es un bello artfculo histdrico. Ciento veinte si lo quiere.
—jEra C.! —exclamaron Ailsa y su madre, las dos indignadas por esta
6rida y obvia sinceridad.
—Ah, quieren decir su historia —dijo Era C. amargamente, y entonces
sonrid, como un viejo barco de guerra ondea sus banderas en su ultimo viaje al
astillero.

❖ ❖ ❖

—i Abra en nombre de la Reina! ;Abra le digo!


Las gallinas corrieron desordenadamente por el patio. Los caballos atrls
de 61 sacudian la cabeza y se movian inquietos, de un lado para el otro, y 61
golpeaba la puerta con el puno. En la casa un perro comenzd a ladrar, en el primer
piso una ventana se abrid; una sirvienta se asomd. Los mird con detenimiento y
cerrd la ventana. Se oyeron pasos en el corredor, pero Eliott continud terco
golpeando la puerta.
—jUsted! —le gritd a un soldado— jDerribe esta puerta!
—Oh, vamos, jseguramente no hay necesidad de tanto! —al magistrado
Pole lo habfan llamado para atestiguar el cateo de la casa y autorizar los arrestos
166

que se fueran a efectuar, pero que le gustara su oficio era otra historia. No le
agradaba cazar cat61icos, sobre todo si se trataba de sus vecinos, como la buena
viuda Tyford. Con razdn la gente llamaba a este joven entusiasta “atrapacuras”
Eliott: le encantaba su trabajo.
—[No hay necesidad, magistrado? /,Que no hay necesidad? No conoce a
estos papistas. Son astutos. Deles cinco minutos y pueden esconder a todo un
ejdrcito de curas con todo y su olor.
Pero no hubo necesidad de derribar la puerta. Por dentro se oy6 que
quitaban el cerrojo y apareci6 la viuda Tyford, su cofia de encaje ligeramente
chueca, ruborizada y los ojos llenos de mal disimulado temor.
—lQu6 sucede senores? ^Oh, qu6 es lo que pasa? iQu6 quieren de
nosotros?
Ehott la apartd para entrar a la casa; lo siguieron sus soldados, abrieron las
puertas de la alacena y voltearon las mesas. El magistrado avergonzado entrd
hacidndose a un lado y se quit6 el sombrero
—Buen dia tenga usted, senora Tyford, siento mucho esto, pero la Reina...
el Acta... estos informantes... estd tranquila, senora, y sea paciente. El senor
Ehott tiene aqui metido en la cabeza...
Dej6 su frase inconclusa cuando Eliott irrumpid entre los dos y le gritd a
la viuda.
—Tenemos informacidn de que un cura, un jesuita, celebrd una misa
papista hoy aquf, lo que va en contra de la ley. ^Ddnde ha escondido a su jesuita,
mujer? —dijo la palabra como si le ensuciara la boca pronunciarla.
La anciana enderez6 su cofia.
—La ley de la Reina prohibe predicar y practicar la vieja fe, senor. S61o
Dios sabe lo que pienso acerca de eso, pero me parece que cualquier
caballero que se honre de ser un cristiano se avergonzarfa de su falta de
cortesfa en la casa de una pobre mujer. Revise la casa si debe, y luego vdyase,
senor.
Eliott no se dej6 intimidar. Repartid a sus soldados por la casa. Orden6
que revisaran la chimenea, las camas, el homo del pan, el desvdn. Usaron sus
lanzas, clavando las puntas afiladas en el pecho de la chimenea hasta que el
hollm cayd en montones al suelo. Atravesaron una cortina de alcoba con sus
lanzas hasta convertirla en andrajos. Metieron sus lanzas bajo la cama;
abrieron violentamente el baul de la ropa blanca y despuds de jalar una o dos
sdbanas, atravesaron con sus bayonetas el montdn de mantas. Martillearon
las paredes con los mangos de sus lanzas, buscando un hueco, y la viuda
Tyford no pudo mds que seguirlos por la casa, angustiada, mientras sus
sirvientes y mozos a su derredor gritaban airadas protestas a los soldados.
—jPor caridad! jPor caridad de Dios! \ V&yanse, porpiedad!/No nos han
perseguido ya lo suficiente? —no era la primera vez que el “atrapacuras” Eliott
cateaba la casa.
Cuando la viuda Tyford subid la escalera, vio el baul de blancos abierto,
la cama deshecha y tres soldados armados golpeando la pared; dio un grito
ahogado y se desmayd. Su sirvienta logrd cerrar la tapa del baul y acostar sobre
dl a su ama inconsciente. Una maldvola certeza encendid los ojos de Eliott
—Traigan el marro. Creo que estamos buscando en el lugar correcto.
Un silencio terrible se abatid sobre la casa, interrumpido sdlo por los golpes
del martillo. La casa misma parecia quejarse bajo los golpes, mientras los
168

ladrillos se hundian descubriendo una pequena cavidad. Pero no gritaron el yeso


o los ladrillos, sino el hombre escondido dentro de la pared. Sobre su cara y su
cuerpo volaron los ladrillos desprendidos por el mazo.
Sacaron a jalones al jesuita. Estaba cubierto de polvo y de sangre, y lo
bajaron a la ftierza por la escalera antes de que la viuda Tyford recobrara la
conciencia. Cuando despertd, la cara de Eliott junto a la suya, le dijo:
—Por recibir y esconder a un sacerdote catdlico, una multa de cien libras.
Por escuchar una misa catdlica —y le ensend una triste rebanada de pan y un
cdliz— una multa de veinte libras. Magistrado, ^sabia que mi conocimiento de
la ley es correcto? He tenido mucha prdctica en esta casa, /o no, senora? Aunque
nunca antes pude atrapar a su cura. Este ha sido un buen dia de trabajo.
—Serd correcto su conocimiento de la ley Eliott —murmurd el magistrado
Pole—, pero en cuanto a su caridad cristiana...
La viuda se enderezd y se sentd en la orilla del baul de madera labrado.
—Sabe muy bien Richard Eliott, que su persecucidn nos ha arruinado
a mi y a mi familia. No tenemos dinero que pudidramos llamar nuestro.
Todos nuestros ahorros se han ido en multas. No tenemos con qud pagarle
mds que con el sudor de nuestras frentes y la sangre de nuestras venas. Me
asombrarfa si sus soldados encontraron mds de diez libras cuando registra-
ron la casa. Nos ha dejado sin nada senor Eliott, Dios se apiade de su tiranfa.
Richard Eliott no mostrd sorpresa alguna.
—Tengo una carreta afuera, senora. Deje que el magistrado sea testigo
de que todo lo que confisque sea de acuerdo con la ley. Por lo tanto sus bienes
169

y enseres pagardn la multa, y si la venta de los muebles no cubre la suma,


tendrd que confiscar su tierra y edificaciones. Los hombres a su servicio
serdn arrestados por auxiliar al espia Papista. Puede agradecerme su liber-
tad. Hay muchas mujeres como usted en la prisidn de Bridewell. Y no dudo
que un dia usted serd una de ellas.
Los soldados fueron y vinieron, llevdndose los muebles de la casa. El
magistrado protestd por la rudeza de los hombres cuando dstos vaciaron los
cuartos, pero la viuda Tyford se quedd impasible sentada en el baul, los ojos
sobre el regazo, los labios oraban en silencio. (Si Eliott hubiera podido
comprobar que rezaba en latm, seguramente se la hubiera llevado encade-
/
nada.) Unicamente cuando los soldados la tiraron del baul para llev&rselo a
la carreta, echd a llorar sobre el piso astillado.

Eleanor escuchd voces en el pasillo, y corrib a recibir a su prometido.


—iRichard! ^Qud te trae aqui, dulce amigo?, /aquellos hombres en el
jardrn estdn bajo tus drdenes?
Richard Eliott se regocijd en el calor del saludo.
—A decir verdad, mis negocios me han traido a tu puerta y pensd en dejarte
un regalo mientras pasaba —trond los dedos y dos soldados apostados en el
borde de la carreta levantaron en hombros un baul labrado de madera y lo
metieron a la casa.
—Un baul para tu ajuar de bodas, senora mia, que debes tener desde ahora,
ya que has aceptado ser mi esposa. ^Quieres que lo pongan en tu recamara?
170

Eleanor se llev6 las manos a la boca en un Stasis de deleite.


—jOh, mi querido Richard! Si, sf, haz que lo suban. Qud caballero tan
tiemo al acordarte de mi cuando est&s trabajando. Pronto creerd que me
amas —agregd coqueta.
—jOh, crdelo! jCrdelo! Mi coraz6n es s61o tuyo y te llevo siempre en el
pensamiento cuando trabajo, cuando duermo, en todo momento.
—Pero, ^de d6nde viene? ^D6nde lo encontraste? jQu£ grabados tan
bonitos! —exclamd, mientras los hombres, en las angostas escaleras,
trastabillaban bajo el baul.
—/Eres escolta de un cargamento de muebles, querido?
—jConfiscado! —declard orgulloso—. Vengo de acabar con un cubil de
catdlicos herdticos donde acorral£ a un malvado cura jesuita. \ Miralo maniatado
en la carreta!
Eleanor mir6 nerviosamente, detrds de su prometido, hacia el prisionero
vestido de negro, encadenado entre los muebles.
—i Oh, bien hecho, Richard! \ Buen trabajo! ^Has ofdo madre? j Richard ha
atrapado a un jesuita!
Eliott se sonrojd de orgullo.
—He confiscado los muebles de aquel antro de vicio y maldad, pero pagud
en efectivo por el baul; jno permitir^ que creas que se lo robd al Estado!
—jNunca creena eso, Richard! jNunca! Eres un hombre amable, bueno,
honorable, y agradezco a Dios que me haya enviado tal marido.
Aunque le hubiera gustado quedarse, las obhgaciones de Richard Eliott no
se lo permitieron, se fue con sus soldados, su prisionero y sus bienes confiscados,
171

y Eleanor subi6 corriendo las escaleras a deleitarse con el obsequio de su


prometido. Un baul para su ajuar jQud pensamiento tan caballeroso y
hermoso, y cuando tenia tanto trabajo! Acaricid los pharos y animates
labrados en el roble. Las aldabas estaban abiertas. No tenia cerrojo. A1 abrir
la tapa vio que no estaba vacio.
—jSdbanas!
Despuds de todo las sdbanas son una parte importante del ajuar de una
novia. Rozd con los dedos las sdbanas, su corazdn desbordaba de temura
hacia su amado Richard.
Levant6 la primera sdbana y descubrid que la de abajo estaba empa-
pada de sangre.
El horror la dejd sin aliento aliento. Quiso hacerse para atr&s, pero el
pie se atord en el vestido y cayd sentada. Sus ojos se encontraban ahora al
mismo nivel que el baul. Vio la sdbana manchada de sangre moverse y un
brazo doblarse sobre el borde del baul, y una mano ensangrentada cayd
sobre su rodilla.
—Magna est veritas et praevalebit... non omnis moriar... agua, por el
amor de Dios.
Pensd en azotar la tapa y salir en busca de ayuda. Pero para cerrar la
tapa hubiera tenido que pasar por encima del hombre en el baul. Sus piemas
parecian de agua, y cada vez que intentaba levantarse, sus crinolinas se
enredaban en sus pies y volvia a caer. Intentd gritar, pero era como si le
hubieran arrancado las cuerdas vocales. Una pregunta tomd forma en su
mente; ^Por qud Richard le obsequiarfa el cuerpo de un hombre en un baul?
0
173

Debia de significar algo. Vio como la mano sobre su rodilla gradualmente


se cerrd en un puno, agarrando su vestido.
—Dios perdone mi cobardia, pero tengo miedo de morir en un baul de
sdbanas. Que no vaya a morir sin confesidn —una cabeza asomd a unos cuantos
centimetros de la suya. Era una cara de increible inocencia infantil; no tenia mas
de veinte anos. El joven mird a su alrededor con asombro.
—^ Ddnde estoy?
—/.Quidn es usted?
—^Quidn es usted?
—Esta es mi recdmara.
—Entonces, ^qud hago aqui?
—jEso quisiera saber yo!
La conversacidn se volvid a congelar, como un riachuelo se hiela. Se
miraron lljamente el uno al otro hasta que Eleanor entendid.
—Usted se escondid en el baul. jEs un catdlico! jUn jesuita!
—Un miembro de la Compama de Jesus, si senorita —sus ojos brillaban
con orgullo.
—jPero si a usted atraparon! jYo vi al cura en la carreta! {Richard lo
capturd!
Esta noticia horrorizd al joven.
—j Ah! ^Entonces se llevaron al padre Hart? Dios lo ampare. Que Dios le
dd paciencia para tener un buen fm... estaba mucho mejor escondido que yo. j Era
un hombre mucho mejor que yo! El me convirtid a la verdadera fe. Era uno de
la misidn de quince que envid el mismo Santo Padre desde Rheims. Yo no era
174

mis que el hijo ocioso de una rica casa catdlica hasta que llegd el padre Hart
a predicar entre nosotros. Le implore que me admitiera en la Compama.
Estuvo de acuerdo y escuchd mis votos, y ahora se lo han llevado y a mi no.
Tratd de salirse del baul, pero cayd hacia atrls, jadeando de dolor y
frustracidn.
—/,Cdmo lo hirieron? —murmurd ella. Pensd que quizl habia inten-
tado suicidarse, el mis imperdonable de los pecados. ^Qud no harfan estos
espfas del demonio?
—Los hombres con sus lanzas. Clavaron armas en el baul. Doy gracias
de que su descuido me condujo a manos mis gentiles. ^Es usted amiga de
la viuda Tyford? [Fue ella quien me mandd aqui? ^Escapard despuds de
todo? —esta repentina esperanza humedecid los ojos del joven.
—No. jLa viuda Tyford es una catdlica! jJamls mencionamos su
nombre en esta casa!
Fue un descubrimiento amargo darse cuenta de que estaba en manos
de una protestante.
—Asi sea —dijo y murmurd algo en latm.
—Venga. Reclrguese en mf. Debe recostarse en la cama mientras voy
por un mddico —dijo Eleanor con toda frialdad. Y sintid que la mano
herdtica apoyada en su hombro la maculaba, y la sensacidn fue peor cuando
lo ayudd a recostarse y la bendijo con una mano ensangrentada.
Cuando se fue, le preguntd:
—^Qud le sucederl al jesuita, quiero decir al otro?
175

—Lo pondrdn en el potro de tormentos, como si la ley de Dios pudiera


doblegarse. Pero nunca se retractarl jNunca traicionard su misidn! Y si su alma
es paciente y sus torturadores piadosos, lo colgardn pronto.
—jNo!
—Claro —el jesuita parecia confundido por su asombro—. Ese anticristo
de Eliott, “atrapacuras” lo llaman, ha condenado a cuatro santos al potro y a la
horca este mismo ano... ahora debo calmarme y resignarme a mi propio destino.
Eleanor desde la puerta le pregun td:
—^Cudl es su nombre, jesuita?
—Peter... Padre Kirby, senorita—respondid el chico, quien era tan novato
en sus votos que de vez en cuando olvidaba su nombre religioso.
—Debo irme —dijo, aunque su mano se quedd sobre la perilla de la puerta
por un largo tiempo.
Cinco minutos despuds regresd con una jarra y una palangana e hizo
vendas con las sdbanas que llegaron en el baul de roble.

Eliott se rid del informante. Se rid de dl y lo tird al suelo e hizo que lo


echaran en el calabozo por intentar desviar el curso de la justicia. Siguid
sonriendo despuds de esto. Su sonrisa disimulaba la terrible frialdad que le
estrujaba el corazdn.
Eliott se golped los muslos con la mano. Irfa a casa de Eleanor de
inmediato para contarle el gracioso cuento del informante. ^Eleanor una
catdlica convertida? j Ja, Eleanor escondiendo a un cura! Era lo mds chistoso
que habia oido en el ano. Rid a carcajadas para comprobarlo.
176

Cabalg6 a galope tendido, queriendo sorprender a Eleanor; siempre es


divertido sorprender a un gatito. Tanto queria contarle el chiste que su espera en
la puerta le parecid interminable. Llam6 fuertemente.
La madre de Eleanor abrid la puerta y lo debid de haber confundido con
otra persona deslumbrada por la luz del sol, porque se puso pdlida al verlo. El la
saludd brevemente y pasd delante de ella. Le explicd:
—jLa cosa mds extrana, senora! jTuvimos una manana tan divertida!
Debo contdrselo a Eleanor antes de que la risa me mate —bused en la sala,
pero no habfa huella de Eleanor, sdlo un par de velas humeando sobre la
mesa, y el padre de Eleanor mirdndolo fijamente como si fuera un extrano
intruso.
—Disculpeme por molestarlo, senor. ^Ddnde estd Eleanor? QVelas a la
luz del dfa?)
—Yo... yonosd.
Entonces Richard subid corriendo las escaleras y toed en la puerta de su
rec&mara.
—Buen dfa, dulce dama, tuvimos una manana tan divertida...
Ella abrid la puerta de golpe y mird la cara de Eliott como si fuera un
demonio salido del infiemo. Sintid el corazdn en la boca. jQud mirada la de
Eleanor!
—Te he asustado, muchacha.
—Si. Si, si me has asustado, Richard. ^Qud es lo que quieres?
—^Tan poco cortds? —se introdujo a la reedmara—. Tuvimos una
manana tan divertida... —volvid a comenzar—. Vino un villano a informar-
177

me que tu familia es un nido de catdlicos con versos, j ja! j ja!, que hasta tenian
a un jesuita escondido en este antro de papistas y que ofan misa y que les
predicaba... un... —su frase qued6 inacabada como si hubiera muerto
aplastada por el peso de su corazdn. Porque del baul cerrado, entre la tapa
y uno de los costados se asomaba un pedazo de tela negra. Vio como la tela
desaparecia lentamente en el interior. Ella vio sus ojos puestos en el baul.
—lEsii casi listo tu ajuar, senora mfa —y se acercd al baul.
Ella corrid al baul y se puso delante.
—Casi listo, mi senor... pero es de mala suerte que el novio vea el
vestido de la no via antes de tiempo.
El rostro de Eliott cambid. Con ironia le preguntd:
—^Por qud, piensas casarte de negro? —y empuj£ndola, abrid la tapa
y sacd al hombre escondido adentro.
Hubo un silencio en la casa durante un minuto que parecid durar una
vida. La puerta rechind, y cuando se abrid aparecieron los padres de Eleanor,
la esposa abrazada a su marido. Eran cdmplices de este engano.
Richard Eliott no querfa hablar. No le venian las palabras a la mente.
Pero sentfa que si no lo hacia nunca mds volverfa a pronunciarse palabra; el
mundo caerfa en un silencio etemo.
—^Quidn... es... usted? —pronuncid ante la cara del hombre a quien
detenia por las solapas de su tunica negra. El joven bajd la mirada.
—Es mi amante —dijo Eleanor con lenta deliberacidn—. No puedo
casarme contigo, Richard. No te amo. Amo a este hombre y nos vamos a
casar.
178

Se acercd al padre Kirby y puso su mano en el brazo de dste.


—Asf que ten la bondad de soltar a mi prometido.

—No te creo —dijo Eliott.


—<?Por qud entonces, esconder a un joven en mi recdmara y esconderlo de
ti? Te juro que ha dormido en esta habitacidn cada noche desde hace dos meses.
Te doy mi palabra.
—Es un cura, un maldito jesuita, herdtico, ladrdn de almas, y tu eres una
vibora cat61ica, salida de un nido de viboras catdlicas.
Ella conservd la compostura.
—/,Qud seria peor Richard? /,Que este hombre fuera mi amante o que fuera
un cura?
—jOh, un cura, mujer! jUn cura! Esto es cosa de maldicidn.
Ella respondid calmadamente:
—Entonces veo que mi corazdn tue sabio en dejar de quererte. Eres un
fandtico y un loco de la religidn, y el amor no tiene cabida en ti.
—Pero yo amo... —parecia atrapado entre el coraje y la desolacidn. Calld
hasta que el coraje gand la partida—. Muy bien —dijo friamente—, que venga
un ministro de la iglesia y que los case aqui firente a mi. Entonces, y sdlo entonces
creerd que este... esta criatura tuya no ha hecho votos sacerdotales de celibato.
Y bien jesuita, ^qud dices?
El chico temblaba tanto que no pudo decir una sola palabra. Su lucha
mental se reflejaba en su cara.
—Mi nombre es Peter Kirby, senor —fue lo unico que alcanzd a decir.
179

Eliott pudo haber pedido una biblia en ese momento y ahi obligar al
muchacho a que renegara de su fe. Pero era tal la confusidn del “atrapacuras”
que se conducia como un hombre a quien azotan como a una bestia.
Lleg6 el ministro. Eliott se asegur6 de que la novia y el novio no se
quedaran solos, sin oportunidad de hablar en privado, aunque estaban
sentados juntos sobre el baul de sdbanas como novios inocentes. Mientras
Eliott le explicaba al polvoriento pastor qud era lo que se requeria de 61,
Eleanor murmurd al ofdo del padre Kirby:
—jNunca temas! Despuds podrds escapar del pais y regresar a tu
orden.
El joven s61o gemia. Se mecia de adelante hacia atrds y la miraba como
si estuviera demasiado lejos para que le llegaran sus palabras.
Richard Eliott jamds dudd de que Kirby era un cura. Pero llevd su
propia tortura hasta el amargo final. Ninguno de los curas que suplici6 sufrid
como 61, forzando a su prometida a casarse con otro hombre, destrozando
todas sus esperanzas y alegrfas por su propio despecho. Cada minuto desed
que el jesuita se diera por vencido y en vez de traicionar su vocacidn la
confesara. Pero al parecer, Kirby tenia demasiado miedo, temor a la tortura
y a la horca y no pudo admitir su fe.
Cuando termind la ceremonia, Eliott permanecid con los hombros caidos
y la cabeza inclinada y mird fijamente el baul abierto que iba a ser parte del ajuar
de su novia.
—^Satisfecho, Richard? —preguntd Eleanor, y los ojos de toda la familia
le dijeron que se fuera, porque ya no terna pretexto para quedarse.
180

Cuando quedaron solos el novio y la novia, el chico se sentb en el haul, se


cubrid el rostro con las manos y rompi6 a llorar.
—jHe traicionado mis votos, mi vocacidn y mi orden!
Eleanor comenzd de nuevo a asegurarle que no era asi.
—Mientras no vivamos juntos como marido y mujer... —dijo—. Y
ademls no fue una verdadera unidn a los ojos de Dios puesto que el ministro no
era de la verdadera fe. No estamos casados.
Pero la tomb de las manos y se las estrechb con fuerza.
—(No!; No, mujer tonta! jNo! ^Qudaunnohasentendidoporqudnohabld
cuando nos forzb a casamos? /Por qub mantuve silencio?
—Por temor, pero no hay verglienza en que un hombre sienta...
—/Temor? /,Qub puede temer un verdadero cura de un hombre como el
“atrapacuras” Eliott? Cuando llegud aqui y pensb que me traicionarias, no send
ningun temor, porque no dudb en tener un lugar en el cielo. Oh, Eleanor, no sellb
mi boca el temor. Fue el amor, mujer, el amor. Porque escondido aquf, dia a dfa,
predicando, viendo como tu y tu familia crecian en la fe, olvidb quererte como
un pastor a su rebano y te quise como un hombre a una mujer. No habte porque
querfa estar casado contigo, porque te amo mis que a mi alma inmortal —y ri6
con una risa amarga—; asi que has traicionado a Eliott; Eliott ha traicionado a
su corazdn y yo he traicionado a Dios. Un buen trabajo. Un bonito trabajo.
Y pated al baul labrado de madera como si estuviera vivo y tambidn pudiera
sentir dolor.

❖ ♦ ❖
181

El sombno y joven caballero de negro estaba feliz.


—A mi tambidn me han roto el corazdn —declard, golpdandose el pecho
con la mano, por si habia alguna duda de ddnde guardaba su desafortunado
coraz6n—. Lo pondrd en mi dormitorio de la universidad y lo llenard de poemas
para ella, y cuando muera, ella lo podrd tener y llorar.
Era C. sonrid, sacudi6 la cabeza y se levantd dgilmente del ultimo
travesano de la escalera para ayudar a cargar el baul. La escalera se tambaled, y
Ailsa sentada hasta arriba, al tratar de agarrarse del librero tird varios libros del
estante superior. Cayeron en montdn pegando en los escalones y desperdigando
forros, y pastas.
Ailsa y su madre vieron maravilladas una cascada de billetes de a cincuenta
libras esterlinas caer de techo a piso. Los billetes estaban guardados en cada
una de las pdginas de un romance dpico de pasta dura.
Ni Era C., ni el ensimismado estudiante voltearon, cargaron el baul de
madera labrada, con considerables dificultades y esfuerzos, hacia el lujoso
deportivo convertible. Antes de que Era C. regresara con el cheque del
muchacho en la mano, Ailsa y la senora Povey recogieron diecisiete mil
libras esterlinas y estaban sentadas estupefactas, una al lado de la otra en la
meridiana. El puso el cheque en el caj6n y sin mirar siquiera el montdn de
libros o a sus impresionadas propietarias, dijo:
—Esta es la razdn por la que Birdman Sweeney estaba tan preocupado
por el robo en su Penthouse. Me imagino que usted sacd este libro del librero
que se llev6 la policia cuando... eh, reorganizd el asunto, senora Povey. Da
182

la casualidad de que dio usted con el libro donde el senor Sweeney guardaba
su cambio. Tengo entendido que es un gdngster sumamente exitoso.
La senora Povey quiso devolver el dinero de inmediato. Bused al senor
Sweeney en el directorio y fue enseguida a la direccidn indicada. Pero el
senor Sweeney no estaba ahi para recibir su propiedad robada.
—A Birdman lo pescaron esta manana —dijo el mayordomo mientras
la miraba desde detrds de la puerta—. El lituano Johnny lo delat6 por lo del
asalto de la calle Mons y le echaron el guante en un santiamdn. Como yo lo
veo, ya no hay honor entre ladrones hoy en dia —y le azotd la puerta en la
cara.
De repente, como le dijo Era C., era inevitablemente rica. ❖
El soldadito de plomo:
un cuento de dignidad

❖ La noche siguiente, Ailsa estaba tirada en la cama (pensando por qu6


todavia sentfa el corazdn en un hilo a pesar de que el negocio familiar finalmente
marchaba bien) cuando escuchd un sonido en la planta baja que la hizo, sin
explicacidn, estallar en llanto. Era el murmullo de la conversacidn entre su madre
y Era C., y ella no habia escuchado una conversacidn entre hombre y mujer alM
abajo desde la muerte su padre. Era un ruido agradable. No se habia dado cuenta
de lo mucho que lo extranaba. Uno se puede relajar con el sonido de las tazas del
caf£, de las voces, del tic-tac del reloj sin manecillas y el rechinido de las sillas
de mimbre en la tienda. Estaba demasiado contenta como para poder dormir. Se
levant6, se lav6 la cara y se sentd en el primer escaldn, con la barbilla apoyada
en las rodillas. Apenas podia ver a Era C. de pie cerca de la escalera, recargado
sobre la mesa de la sala.
Lo que escuch6 deshizo la magia.
—No significa que se tenga que ir —dijo la voz de su madre dubitativa.
—Pero usted preferina que asf fuera.
—Quiz£ serfa lo mejor. Ltevese el dinero. Tiene derecho. Usted comprd
el libro.
—No quiero el dinero —dijo 6\ con impaciencia.
184

—/Ni la mitad? Bueno, por lo menos debemos hablar sobre salarios.


Todas estas semanas ha trabajado por nada.
Era C. desapareci6 repentinamente en la tienda oscura. Cuando volvid,
coloc6 un soldadito de plomo en el centro de la mesa.
—Eso estaba en la mesa de curiosidades —dijo la senora Povey, descon-
certada.
—Si. /Me puedo quedar con 61?
—Claro que si. No sea tonto.
—Gracias —y se lo guardd en el bolsillo de la camisa—. Me doy por
pagado.
Un momento
despu6s estaba
apoyado en el bra-
zo del silldn donde
estaba sentada la
senora Povey.
—Pero, /,qu6
tengo de malo?
iQu6 tiene en con¬
tra mia?/Es por mi
edad?Pregunt6 an-
sioso.
—No. /,Qu6
edad tiene?
185

Ailsa no alcanz6 a escuchar la respuesta.


—/Es porque no tengo dinero?
—No, ya le dije. El dinero es suyo si lo quiere... y de cualquier manera,
pienso que usted sabia que estaba en el libro desde antes de que lo halllramos.
—Entonces, jesoes! Usted piensa que me puse de acuerdo con Johnny ‘‘El
lituano” o con Birdman Sweeney. Ajl, cree que ando huyendo de la justicia. jLe
juro que no!
—No sea bobo. Por supuesto que no pienso eso. Es simplemente que
parece saber mis de lo que... Mire Era C., no sd nada de usted. /,Quidnes son sus
parientes? /Ddnde estl su familia? /Cull es su nombre verdaderol
No hubo respuesta.
—Muy bien, entonces, /ddnde estln sus pertenencias? /No tiene nada?
/Ni siquiera un cambio de ropa en una maleta en alguna oficina de objetos
robados? /,Nada?
—Tengo esto —dijo optimista palmeando el bolsillo donde habia guarda-
do el soldadito—. Es un comienzo.
—Pero a eso me refiero: /ddnde estln sus propios juguetes, Era C.?, con
los que jugaba cuando era nino. /Ddnde crecid? /,Ddnde nacid? /,Ddnde estl su
hogar?
Hubo una larga pausa. Era C. sacd el soldadito de su bolsa y contempld el
rostro mal acabado y mal pintado.
—Mi bisabuelo estuvo en la guerra de los Boers.
—Eso fue hace mucho tiempo —dijo la sehora Povey dudosa—. / Por qud
tengo la sensacidn de que me va a contar un cuento?
186

—La historia personal de cada quien es un cuento —dijo Era C.,


dolido—. Pero si no quiere que le cuente un cuento, no lo harl
—Vamos, cu&iteme.
Dud6, como quien junta las palabras del cuento en su mente. Su cara se
tom6 muy triste. La senora Povey se dio cuenta por el viejo tono apologdtico que
tom6 su voz:
—S61o busco el bien de Ailsa.
—Eso es peligroso —contestd £1 y volvid a colocar el soldadito en el centra
de la mesa.
—Creo que s£ qu6 es lo mejor para mi propia hija —respond^ airada la
senora Povey.
Pero Era C. ya se habia acuclillado junto a la mesa con el mentdn apoyado
en la orilla y mirando al soldadito y mis alld con un ojo cerrado como quien
apunta por la mira de un rifle. Ailsa baj6 un par de escalones y olvid6 que
temblaba de pies a cabeza.

♦ ❖ ❖

—jMe avergiienzas, muchacho!


Wellington George Armstrong permanecia de espaldas a la chimenea,
entre los dos sillones que enmarcaban el brillante fuego. De un lado se
encontraba sentado su padrino, fumando silencioso; del otro, su padre, quien
gritaba con el rostra encendido. Wellington George Armstrong inclind la
cabeza.
187

—jPdrate derecho, muchacho! Ponte firme —gritd su padre—. Yo pensd


que ese uniforme tenfa firmeza, aunque tu no la tengas. Me averglienzas
enfrente de tu padrino.
—No es mi intencidn, senor.
El general grund disgustado, tom6 dos nueces del platdn a un lado de
su silla y las rompid con una mano como si quisiera hacer algo similar a su
hijo.
—jCobardfa! Jamds pensd que traerfa al mundo a un cobarde; me
hubiera quedado soltero —y las c&scaras que tird al fuego detonaron como
fulminantes. El general parecid divertirse del brinco que dio su hijo ante el
ruido, pensando que confirmaba su cobardia. No se dio cuenta que un
pedazo de c&scara incandescente habia saltado hasta la mano del muchacho.
Wellington George Armstrong se mordid el labio. El dolor de la conversa-
cidn era mucho mayor.
—No es que no quiera estar en el ejdrcito, senor; es que quiero ser
mddico, senor —dijo, pero el calor del fuego a sus espaldas le parecid la
antesala del infiemo, cuyas puertas se abnan para recibirlo por la blasfemia
que acababa de pronunciar.
—No trates de dialogar conmigo, muchacho. Fuiste criado para ser
soldado, educado para ser soldado, vestido como soldado, y ahora resulta
que quieres ser mddico. Es la excusa de un cobarde. Es un insulto insensible
y voluntarioso hacia mi y hacia tu abuelo, y j hacia el padre de tu abuelo! La
cobardia vuelve a la gente rencorosa. Lo he visto en los regimientos. El
cobarde siempre est& dispuesto a hacer dano. Me has lastimado, muchacho,
188

espero que est£s satisfecho. Me has clavado un punal en el corazdn; y nada


entre tu y yo volvera a ser igual.
Wellington George Armstrong no hallaba cdmo defenderse. Se daba
perfecta cuenta de que habfa herido a su padre, de que le habrfa partido el
coraz6n que su unico hijo no quisiera ser soldado. Wellington habfa puesto
todo su coraje para expresar lo que sentfa. Ese coraje se le habfa terminado
rdpidamente. Todo lo que su padre dijo era verdad: era un cobarde. Habfa
regresado de la Academia Militar con la firme determinacidn de convertirse
en medico en vez de soldado. Aun no desempacaba y sin embargo su
determinacidn ya estaba flaqueando. Se habfa endurecido contra todos los
castigos imaginables, contra las palizas y los gritos. Pero un atisbo a la
tristeza escondida en los ojos saltones de su padre habfa bastado para que
Wellington estuviera dispuesto a rendirse, desmoronarse, ceder y conver¬
tirse en soldado.
jSi sdlo interviniera su padrino! Wellington habfa puesto sus esperan-
zas en su tfo Charlie; era cirujano militar y, despu^s de todo, lo podrfa
entender. Siempre se habfa mostrado comprensivo en las cartas que habfan
intercambiado durante el periodo escolar. Pero ahora, mientras la determi-
naci6n de Wellington se derretfa, se limitaba a sonrefr y fumar, fumar y
sonrefr en el silldn.
—Te voy a dar una ultima oportunidad —grun6 el general en un tono
ronco y amenazador—. Renuncia a esta idea imbdcil y jura fidelidad a tu
regimiento como lo hiciste delante de tu pobre madre cuando cumpliste
ocho anos. Tu mano sobre Halbeard. jHazlo!
189

Wellington recordaba bien su octavo cumpleanos, el ritual juramento


de lealtad al regimiento familiar, cuando sus manos apenas alcanzaban la
cabeza de la vieja mascota disecada que colgaba encima de la chimenea.
Cinco anos despuds el raido sabueso seguia mirando la habitacidn, mostran-
do sus amarillos dientes y sus ojos vidriosos, opacos por el hollin de la
chimenea. Halbeard, la mascota muerta, decepcionada, le grund a Wellington
desde la pared. Wellington titubed, su determinacidn y sus esperanzas se
hundieron en la alfombra. Metid la mano en la boca abierta, momificada...
—Ya sd —exclamd el tfo Charlie incorpordndose del silldn con una
amable sonrisa en los labios—. / Por qud no dirimimos las diferencias en el
campo de batalla; ustedes dos, de hombre a hombre.
El padre y el hijo lo miraron sorprendidos.
—Un juego de guerra. Un juego de estrategia —gritd el tfo Charlie,
levantdndose de un brinco. Hizo los muebles a un lado hasta despejar una
parte del tapete turco, con manchas descoloridas. Quitd a Wellington del
tapete de la chimenea y con dste hizo un bulto que aventd al centro —. Tierra
elevada —se quitd el saco y tambidn lo aventd hecho un bulto—. /Ddnde
estdn tus soldados de plomo, chico? j Ve por ellos!
El perezoso tfo Charlie habfa sido una fuente de desesperacidn y
desilusidn para Wellington: El tfo Charlie, con tirantes y pantalones altos,
moviendo los muebles, la camisa arremangada asustaba aun mds porque
parecia estar continuando la humillacidn de su ahijado. /Cdmo podia
Wellington, a los trece anos, derrotar a su padre el oficial en un juego de
estrategia? Sf contaba la suerte en un juego de guerra aunque poco, muy
190

poco. Wellington suplicd con la mirada a su padrino, con la esperanza de no


tener que jugar el juego. Pero por mds que lo intent6, jamds logr6 atraer la
mirada de su tfo. Fue por su caja de soldados de plomo, el primer regalo que
recibid de su padre cuando tema dos anos, acompanado de las siguientes
palabras:
—Algun dfa serds un brillante soldado, como estos muchachos.
—Yo canto los disparos —gritd el Uo Charlie emocionado. Parecia que
para dl todo era como una gran broma, y, sin embargo, lo que estaba en juego j era
el futuro de Wellington!
Boca abajo, frente a frente, en el territorio de la alfombra turca, el padre
y el hijo tomaron los papeles de enemigos. Los soldados de plomo de
Wellington se alineaban entre ambos, enrolados y forzados a pelear la mds
extrana de las batallas. El fuego de la chimenea hacfa brillar las pequenas
manchas doradas que convertfan a algunos en mayores o generales y
resplandecia los rostros de plomo pintados de rosa artificial y el bronce de
la artilleria con la que Wellington jamds habfa jugado.
—Bien. Muy bien, tuviste una excelente idea, Charles —dijo el
general—. Una batalla por la autodeterminacidn, /eh, muchacho? Como un
maldito levantamiento en los Balcanes.
Wellington se sintid todavfa mds en desventaja, porque estaba medio
atrapado por el trinchero. Tratd de recordar las clases de tdctica militar que habfa
llevado en la escuela, pero su mente estaba en bianco. Sdlo pudo esperar que los
dados fueran bondadosos con 61
Pero la suerte no dio cuartel. La suerte no mostr6 ninguna misericordia.
192

Las tropas del general avanzaron a travds del tapete turco hasta el
borde de la alfombra de la chimenea, avanzaron en funcidn de los dados:
tres, cinco, seis. Ahora tenian la proteccidn de la montana ante la artilleria
de Wellington, y pronto tomarian las alturas y capturarfan a los hombres de
Wellington con tiradas de cincos y seises. Sus tropas se refugiaron en el saco
del tfo Charlie y Wellington los compadecid, indefensos y desanimados.
Casi podia ver el miedo dibujado en sus torpes caras de plomo. Mis alll del
campo de batalla como una amenaza veia la cara del padre, enorme,
encendida por el fuego en la chimenea, los bigotes como nubes amenazantes
cubriendo un sol poniente. No habia cuerpo, sdlo una cara, una cara
sonriente y complacida.
—jDisenterfa! —gritd el tfo Charlie repentina y sorpresivamente.
—^Qud? —grund el general—. ^Qud quieres decir con disenteria?
^Quidn metid a la disenteria en las reglas de este juego?
—No hay reglas en este juego —dijo el tfo Charlie con entusiasmo,
mientras patrullaba el campo de batalla a gatas—. Sin favoritismos. La
disenteria se desata en ambos bandos. ^Qud hacen?
El general bufd y se salid de la alfombra. Habia visto la disenteria varias
veces en campana y la habia visto matar mis hombres que las mismas balas
<[Pero, hacer? ^Qud hacer?
—Hombre, ^qud quieres decir? Cavar letrinas, por supuesto. Cavar
muchas letrinas.
—Aun asi, ^digamos que un veinte por ciento de pdrdidas? —dijo el
tfo Charlie, quitando uno de cada cinco soldados del general—. Y tu, ^qud
harias, Wellington?
193

Wellington tambi6n estaba confundido. La cara desencajada por la


sorpresa alcanzd a decir.
—Montar hospitales de campana. Dar raciones diarias de sal y azucar
en iguales proporciones disueltas en agua hervida, y cavar letrinas separadas
para los que estdn enfermos y para los que no.
—lAzucary sal? ^Ahora resultaste chef? —vociferd el general, sobre
la cima de la alfombra.
—Buen remedio. Buena medicina. —intervino Charles—. Digamos,
<?,un cinco por ciento de mortandad? —dijo y retird sdlo dos soldados de
Wellington—. Continuen, por favor.
Esta desventaja le agrid el humor al general. Obstinado se abrid
camino hacia la cima de la alfombra de la chimenea, tomd las alturas desde
donde domind el campo de batalla. Charles tird los dados: “Seis”, declard
y seis hombres de Wellington cayeron en el sueno etemo sobre las planicies
de lana turca, lejos, muy lejos de las cdmodas camas de fieltro verde de su
estuche de madera. Wellington (a quien se le desbordaba la imaginacidn)
casi podia escuchar los quejidos y oler la pdlvora en las chaquetas chamus-
cadas y ensangrentadas. Pobres hombres. Morir por una causa tan innoble
como era la voluntariosa desobediencia de Wellington George Armstrong,
de trece anos de edad. Halbeard, la difunta mascota disecada, le sonrefa
desde la pared, peldndole los dientes. Los dados al caer sonaban como
canonazos.
—jMotfn!
194

—Esto ya es demasiado, Charles. No eches a perder el juego—el general


se sentd, la ropa le apretaba, demasiado estrecha como para echarse con
comodidad en el piso—. /Motm? El mohn no estd en las reglas.
—Pero es que esto no es un juego, general —dijo el ho Charles, ponidndose
de pie—. Esto es un asunto unico. Motrn. Una cuarta parte de tus tropas se ha
amotinado, general. Sin embargo, tus tropas leales los han podido capturar y los
han encadenado a los carros de municiones. /Cdmo manejarias la situacidn?
—Fusilarlos como perros; no son otra cosa —dijo el general y hie obvio
que 61 tambidn podia oler la pdlvora y escuchar el sonido de las cadenas. El
mismo recogid sus soldados como si quitara gusanos de un pastel, y los aventd
desdenosamente sobre un silldn—. Asf debe tratarse a los amotinados, mucha-
cho —le murmurd a Wellington, olvidando de momento que a su hijo no le
interesaba ese tipo de conocimiento.
Ahora parecfa que sdlo el Uo Charlie dominara las alturas, ya que estaba
de pie mientras los otros dos estaban boca abajo en el suelo.
—/Y tu, Wellington? —le dijo.
—^Tambidn un motm?
—Muchacho, no te quieras pasar de listo. Simple y honestamente, di lo que
hanas —y el ho Charlie dejd de sonrerr.
Wellington ante la ferocidad del ho Charlie no pudo mis que contestar la
verdad.
—/Durante de la guerra? Me supongo que escuchana sus quejas,
prometerfa arreglar las cosas en cuanto fuera posible y les rogaria que
confiaran en mf y me apoyaran hasta que llegara ese momento.
195

—jBah! —el general descargd un punetazo tan fuerte que Wellington


sinti6 bajo su muslo que la duela se levantaba. Pero el tio Charlie cortd cualquier
discusidn al recomenzar la batalla.
—jEspera! jUn momenta! —protests el general—. Olvidaste penalizar al
muchacho por el motfn.
—Pero si no fusild a ninguno de sus hombres; tu si mataste a los tuyos
—dijo Charles con voz clara—. Continuamos.
Wellington tenfa m2s hombres; el general mis terreno. La escena corres-
pondfa a una guerra de desgaste que podia prolongarse, muerte tras muerte,
hasta que sdlo unos cuantas soldados quedaran triunfantes ya en la colina
Tapete-de-chimenea, ya en el monte Saco.
La sangre patema en las venas de Wellington comenz6 a pulsar. Un poco
de fortuna con los dados, alguna ventaja mis que le diera el tfo Charhe y quizd
podria masacrar a las tropas de su padre y quedar aun con uno o dos hombres en
pie. Se dio cuenta, por el dolor en la mandfbula, que habfa estado apretando los
dientes con fuerza. Lo que estaba en juego se le hie de la mente poco a poco. El
deseo de ganar, el deseo de matar, el deseo de humillar al tirdnico enemigo aflord
como lava por las grietas de un volccin.
—jRehdn capturado! —dijo el tfo Charhe.
—iMaldito seas, Charles! —y Wellington escuchd una maldicidn que
jamls imagind que su padre sabfa—. / Mis trucos?
—La guerra estd llena de trucos. No necesitas que te lo diga —Charles
se habfa retirado hacia la chimenea y recargado en el borde fumaba un
cigarrillo, los ojos fijos en el campo de batalla. Era sordo a las suplicas este
196

desinteresado dios de la guerra—. Tu hijo, general, ha sido tornado como rehdn.


Entrega la colina. Date por vencido o, al amanecer, degollaremos a tu hijo.
El general comenzd a toser, tosidos ruidosos, compulsivos que inten-
taban ocultar una completa pdrdida de autocontrol. Vio los grandes y
cdndidos ojos azules de su hijo, del otro lado de las puntas del Tapete-de-
chimenea, mir£ndolo, s61o mir&ndolo. No debfa darle un ejemplo de
debilidad. Lo que estaba en juego era precisamente el valor. El pecado que
habfa separado al padre y al hijo era la cobardfa. Tenia que dar a su hijo un
ejemplo de fuerza, mostrarle de qud estd hecho el linaje ingles. Tenia que
mostrarle lo infinitamente superior que era la profesidn de las armas
comparada con la mddica.
—El deber de un oficial britdnico es con la Reina y con el pafs, sin importar
el costo personal —casi gritd el general.
—Han degollado a tu hijo. Conservas la colina —resumid el tfo Charlie sin
darle la oportunidad de proseguir con su discurso.
El general sonrid con alivio; esa colina se habfa convertido en algo muy
especial para dl.
—lY tu, Wellington? Tu padre ha sido tornado como rehdn, ^qud haces?
Wellington levantd la cara. Las l&grimas rodaban sus mejillas y salpicaban
a los soldados descartados (muertos), amontonados a un lado del campo de
batalla. Mird a su padre, con esa misma mirada de asombro, dolor y reproche que
el general habfa visto en los rostros de jdvenes agonizando en catres de hospitales
de campana bajo cielos extranos, llenos de moscas.
—Contesta con honestidad, Wellington —le gritd el tfo Charlie.
197

Asi que Wellington estir6 la mano y recogi6 sus soldados de la cima del
cerro del Saco y los depositd torpemente ante el rostro redondo y encendido de
su padre.
—Rendirme, por supuesto —alcanzd a decir, los labios tiesos y temblo-
rosos.
El silencio llen6 la habitaci6n. S61o se ofa la entrecortada y agitada
respiraci6n de Wellington, y el tronido de alguna clscara de nuez en la
chimenea, un sonido parecido al del final de una batalla de caballerfa, cuando
el caballerango recorre el campo buscando animales heridos para darles el tiro
de gracia.
El tfo Charlie entrd al campo de batalla, su pantal6n con valenciana de
satm y sus suaves zapatos cafes devolvieron al paisaje sus dimensiones
verdaderas (no eran mis que unos centfmetros de alfombra). Recogid su saco
del que cayeron los ultimos soldados de Wellington sobre el montdn en la
alfombra.
Y con el saco otra vez sobre los hombros, el tfo Charlie volvid a ser el
mismo de antes, lento, sonriente, indolente y se sentd de nuevo en el silldn y con
un gesto complaciente encendid un cigarrillo.
—/Ves qud mal soldado seria, Tom? —le dijo al hombre que se encon-
traba tirado en el suelo—. Hay una falta de instinto asesino, /no crees? Cede a
los amotinados; se rinde por puro sentimiento. Sefe mejor que lo dejes ser
mddico, /no te parece? Seria un riesgo para la Reina.
El general no contestd. El y su hijo se miraron por largo rato, frente a
ffente, a travds de la alfombra turca. Todos los canales de comunicacidn se
198

habian roto, como las lmeas del tetegrafo destruidas por un bombardeo. La roja
incandescencia de las brasas en la chimenea arrojd un tajo de luz escarlata sobre
la cara y el cuello de Wellington, y sus ojos parecfan los de un muerto.
Wellington George Armstrong dej6 la academia militar y eventualmente
estudid medicina. Fue a Francia como cirujano voluntario al principio de la
Primera Guerra Mundial. Murid en la batalla de Passchendaele debido a un
desprendimiento de terreno. Su padre murid poco despuds, en cama; algunos
dicen que murid de tristeza.

❖ ❖ ❖

La senora Povey concluyd con la velocidad de un gato tras una madeja.


—^Hijo unico, eh? ^ Murid en las trincheras? ^Sin casarse? ^Sin hijos?
—Era C. encogid los hombros—. Entonces al parecer su drbol genealdgico se
detuvo en 1917, senor Lector. jQud extraordinario!
—Nunca dije que fuera mi historia personal —respondid Era C. con una
de sus momentdneas y encantadoras sonrisas.
La senora Povey suspird. Cuando volvid a hablar, su voz se escuchaba
cansada, presionada.
—Por lo que llego a entender de su historia, se supone que yo debo
hacerme a un lado y permitir que Ailsa... se enamore de usted.
—^Por qud no? —dijo Era C. y se guardd el soldadito en el bolsillo.
La senora Povey se enderezd, se acercd y lo mird directo a los grandes ojos
cafds.
—Francamente, senor Lector, porque usted no... ❖
La cama:
un cuento de horrores impronunciables

❖ Nunca termin6 la frase.


Tan oscuros como el vacio del espacio, los extraordinarios ojos de Era C.,
huyendo de los de la senora Povey, descubrieron a Ailsa, en lo alto de la escalera,
acurrucada detrds del barandal.
—Vete a la cama Ailsa —dijo dl, y la senora Povey gird enojada desde su
silla.
—Vete a la cama Ailsa.
Ailsa se retir6. En la planta baja recogieron las tazas de cafd y apagaron
las luces; se oyeron pasos en las escaleras y los resortes de la gran cama de latdn
en la tienda y despuds la casa se sumi6 en el silencio. Sdlo se oia el tic-tac del
reloj sin manecillas y el crujido de las sillas de mimbre.
A la manana siguiente, Era C. se levantd muy temprano. Tomb prestado
un abrigo que alguna vez pertenecid al senor Povey y fue a la lavanderfa a lavar
su ropa. Era un brillante dia de primavera —el ultimo dia de abril—, y regresd
reluciente, su saco enganchado en un dedo sobre el hombro.
La senora Povey seguido habia lavado su ropa, de un dia para otro, pero
nunca antes habian desaparecido por completo las manchas de pasto de las
rodillas, ni su camisa habia destellado con semejante blancura. A Ailsa le parecid
un velero de blancas velas sobre una ola iluminada por el sol, con banderas negras
200

a vuelo y la blanda insignia verde. Pues para entonces ella se habfa enamorado
de 61. Ya que, a fin de cuentas, en estas cuestiones pesa muy poco lo que digan
o hagan las madres. Corrib a la puerta y lo abraz6 para que a todos les quedara
claro.
Pero Era C. la apartb de 61 y la mir6 extranamente, como cuando la senora
Povey leia una carta sin sus lentes para leer.
—jHe decidido! —dijo 61—. jHoy har6 una venta!
—IY qu6 tipo de historia contains? —preguntb Ailsa, palpando las bolsas
vacias de la chamarra de Era C. para ver qu6 libro estaba leyendo.
—Aun no he decidido —se parb firente a los libreros y leyb los estantes de
izquierda a derecha, de izquierda a derecha, del techo al piso—. /;Qu6 serd?
/Ciencia ficcibn? No, detesto la ciencia ficcibn, pura jerga seudo cientifica y
paja. /Una de espionaje? No, no soy lo suficientemente inteligente para una de
espionaje.^Una del lejano Oeste? No, no para norteamericanos.
—IY cbmo sabe que serin norteamericanos? —preguntb la senora Povey,
pero parecib no escucharla.
—i Ah, si! Una historia de horror. Eso ftincionari bien —sacb un libro del
estante y tumbbndose en la meridiana, abrib el libro en la pdgina uno.
Como a las once y media una pareja de norteamericanos entrb a la tienda,
turistas recorriendo los condados del sur. Eran duenos de una tienda tambibn;
vendian ediciones viejas de Superman, Dracula e historietas, muy cerca de la
autopista en las aftieras de Chicago.
—Senora, ^tiene revistas viejas? —preguntb la senora.
—No, lo siento, unicamente libros —dijo la senora Povey.
201

—No tienen revistas, Virgil.


—Te dije que en estos establecimientos no —dijo Virgil.
—Tienen algunas cosas viejas y bonitas, Virgil.
—^Ah si? Quizd tengan souvenirs para llevar a los amigos.
—^Tiene souvenirs, quizi, para los amigos alM en Estados Unidos?
—Bueno, no precisamente souvenirs —se disculpd la senora Povey.
—No tienen souvenirs, Virgil.
—Claroque tienen souvenirs, Lindy-Ann. Estascosas son inglesas,/o no?
Diganos, joven, ^,qu6 es realmente ingles aqui?
Virgil lepregunt6aEraC.,quien,
al ponerse de pie, parecia el
capitdn del equipo ingles de
cricket entrando en el
campo de juego. Cuan-
do Era C. habld, su
voz podrfa haber
erizado cada briz-
na de pasto de los
campos deporti-
vos de Eton, o le-
vantado del agua
cada remo de la
Regata Real de
Henley. De haber po-
202

dido, Virgil lo hubiera comprado en el acto, y lo hubiera enviado como un


paquete a casa.
—Todo aqui es ingles, senor: este reloj, esta silla, esta mesa, este
juguetero, esta cajonera, esta rejilla de chimenea; de hecho, todo lo que ve usted
aquf es ingles... excepto la cama... excepto la cama, excepto la cama —y sujetd
la cabecera de bronce con ambas manos, como si la cama repentinamente fuera
a echarse a correr calle abajo—. Excepto la cama.
—Y, [}qu6 hay con la cama? —preguntd Virgil.
—No pregunte, senor.
—Oigame, /pues qu£ hay con la cama? —Virgil era como plastilina entre
las manos de Era C.
—Es una historia muy terrible para contar... realmente extraordinaria...
Es de helar la sangre.
—Oh, Virgil, dice que es de helar la sangre. Haz que nos la cuente,
caramelo —grito Lindy-Ann.
—Pero si es tu cama, Era C. —murmurd Ailsa, jaldndolo de la
manga—. [ Y tu, ddnde dormir&s?
—Adelante con la historia —dijo Virgil—. Adelante con la historia.

❖ ❖ ❖

Un rayo, como mago de capa negra, serruchd la noche a la mitad.


Proyectd una luz blanca y mortecina sobre la finca de Baddeschloss, los
perros comenzaron a ladrar, tirando enloquecidos de sus cadenas. Sus
hocicos babeantes soltaban tarascadas a la espesa neblina que emanaba del
fdtido foso, mitigando el distante sonido del martilleo. Entextrano hacia un
trabajo de carpinterfa en el sdtano.
Desde la puerta del fregadero, una luz amarillenta ilumind los gastados
escalones de la escalera; una figura cruzd la luz. Su larga y delgada sombra
cayd sobre el jorobado sirviente.
—Entextrano, te llamd y no acudiste.
La horrorosa criatura en el sdtano dejd caer el martillo y aterrado se meti6
un mechdn de pelo en la boca.
—Con el perddn de su senorfa, pero el corddn que une al llamador con la
campana debe de haberse roto.
—Lo tienes en la mano, Entextrano. No mientas. [fQu6 vas a hacer con dl?
—Un potro de tormento.
El bardn Greefenbludd desprendid un pedazo de telarana de la parte
superior de la puerta del sdtano y se lo comid pensativamente.
—Me agrada, Entextrano, pero esta noche tengo otros encargos para ti.
Asombrado ante el humor afable de su amo, el sirviente corrid escalera
arriba tan rdpido como su muleta se lo permitid.
—/,Qud es lo que desea su senorfa?
—i Ah, si, mi deseo! Ha llegado el momento —declard el bardn, y abrid
magndnimo las puertas del gran saldn tapizado con las pieles de ocho o nueve
bestias—. Ha llegado el momento de tomar una esposa, Entextrano.
—/Una esposa, mi senor? ^Quiere decir del tipo femenino, mujeril, mi
senor?
204

—Con ese tipo precisamente, y s61o con aquella que tengo en mente.
En Baddeschloss durante mucho tiempo hemos carecido de las tiemas
delicias de un toque femenino. Este lugar ha estado largo tiempo sin el
agradable griterfo de ninos. Mis ojos ahorahan descubierto a la mujer ideal:
Amelia, la hija del gentil reverendo Amable Carino, quien se aloja en una
posada de un valle vecino donde reina una apacible tranquilidad..
El bardn Greefenbludd rased un poco de hollm de la gran chimenea y
se lamid los dedos melanc61ico.
—Prepara los festejos de la boda, tiende las sdbanas sobre el lecho
nupcial y trdemela, Entextrano. He decidido que debo verla antes de la
ceremonia.
—Muy bien, senor... Permitame preguntar si la joven dama me
espera.
Una mueca de irritacidn cruzd la cara del bardn.
—Es cierto que por el momento ella ignora el honor que le espera,
ignora la buena impresidn que me ha causado. Pero si tiene alguna duda,
muy pronto la persuadird para que me quiera —y tomd las pinzas de hierro
de la chimenea y las dobld como si fueran de paja—. Sdlo trdemela.
El bardn hizo un gesto de tal impaciencia que el sirviente salid
corriendo por una puerta secreta. Subid por una escalera de caracol hasta la
torre oriental del castillo Baddeschloss.
Con su muleta desplazd trece gatos del gran lecho nupcial y decidid
que el mullido y edmodo colchdn de pluma de ganso los animaba a hacerlo;
tomd el colchdn y lo aventd por la ventana de arco en punta al foso. Entonces
205

extendi6 las sdbanas de seda bordadas a mano sobre los resortes de la cama
y expuls6 las ratas que habfa bajo las almohadas. Finalmente, fijd cuatro
cadenas a los cuatro postes de la cama, sac6 un morral grande de debajo de
la cama y bajd cojeando las escaleras en direccidn a los establos.
Los lobos aullaron entre los homos de ladrillos que surgfan
fantasmagdricos de los sombrfos campos. La luna languidecid y cayd en los
brazos de un drbol sin hojas. Entextrano cabalgd a todo galope y los cascos
del caballo retumbaron en el paso rocoso; las estalactitas tintinearon
sordamente y las cavemas bostezaron llenas de osos a izquierda y derecha.
Las montanas miraban amenazantes a Entextrano.
Pero una hora mds tarde, a su regreso, atravesd las rejas de rayos de
luna, sosteniendo el morral con los dientes. Gritos ahogados siguieron al
caballo como vapor enrosc&ndose al paso de una locomotora.
Impaciente por la llegada de su prometida, Greefenbludd iba y venfa
de un extremo al otro de la recdmara; arranc6 con irritaci6n una vela del
candelabra, se comi6 la cera y dejd el pabilo. Por fin, al ofr los cascos del
caballo, corrid a la ventana. Pero una inusual timidez lo hizo esconderse
detrds de la cortina para ver sin ser visto.
El sirviente abri6 la puerta de golpe y entrd, el pecho cubierto de nieve,
descargd el morral sobre el lecho nupcial. Los broches saltaron y una mano
blanca como la leche asomd con dedos implorantes. Entextrano sac6 a la
mujer de los cabellos y la estaba encadenando a la cama cuando irrumpid
triunfante el bardn, lo que asustd a los cuervos posados en el borde de la
ventana.
206

De tanto forcejear, el largo cabello de la dama habfa cubierto su rostro,


y el bar6n, levantindola por los listones del corpino, abri6 su cabello como
un par de cortinas.
—^Qud?. .. jTonto, Entextrano! —gritd—. jEsta es la chica equivocada!

Esta es Evelyn, la hermosa pero narigona hermana de Amelia Amable Carino.


jMe has traido a la mujer equivocada, tarado! No hacen falta narices en la finca
Baddeschloss. \ Las narices siempre han predominado en la familia Greefenbludd!
jLldvatela de aqui!
Entextrano, cubridndose de los golpes con un brazo, balbuci6 excusas.
—jEs una noche tan oscura, su senoria! Y mis ojos no ven muy bien a la
luz de las velas. Me trepd por la ventana y vi una persona bordando y con todo
este pelo... —y distraido, acaricid el cabello de la dama—. ^No se conformal
con dsta, mi senor?
—Lldvatela y ddsela de comer al esturidn del foso —gritd amargamente
el bar6n—. Luego irds a traerme a la chica correcta.
—Con su perddn, senor —dijo el sirviente mordtendose el labio—, pero
si usted recuerda el esturidn muri6 cuando se comid el bote de remos. Es
imposible conseguir otro.
El bar6n abrid un agujero en el armario de una patada.
—Pues entonces ponla a pulir cr&ieos en la cripta familiar. Pero rdpido.
jNo me quedard esperando a mi prometida!
Con un gran saco al hombro, picahielo y ldtigo en mano, Entextrano,
condujo el tdtrico carruaje negro del bardn a travds del paso rocoso, de la
noche iracunda y de una lluvia oscura y espesa como la melaza. Los ojos de
207

los jabalies brillaban como luces incandescentes entre los &rboles y nos de
lodo reptaban a travds del camino. El crespdn negro del sombrero de
Entextrano estaba hecho jirones y las plumas negras en las cabezas de los
caballos se movfan enloquecidas bajo los latigazos del sirviente, forzando
la carroza funebre cada vez a mayor velocidad.
Una hora despuds regres6. Las ruedas recubiertas de hierro levantaron
chispas al derrapar en el empedrado de los establos del castillo Baddeschloss.
Aventd un ladrillo a los perros encadenados junto a la puerta y cojed hasta
las escaleras de la torre oriental. La lluvia chorreaba de su ropa como
cascada por la escalera de caracol.
El saco sobre sus hombros se abult6 y comenzd a rasgarse; unos dedos
desesperados se asomaron y unos ojos redondos de miedo vieron al Amo
acuclillado frente a la chimenea, comidndose nervioso el carbdn.
Entextrano arrojd el saco sobre la cama, y lo desgarrd con expresi6n
triunfante.
—Vuestra prometida, senor.
—jBobo, tonto, tarado! ^Qud es esto? jEste es el bondadoso reverendo
Amable Carino, padre de la adorada Amelia! ^Qud es lo que te sucede
Entextrano? jMe mata la impaciencia y me traes esto! —y levant6 al
sirviente por el cuello y lo aventd contra la pared—. Que se lo coman los
murcidlagos y trdeme a la novia de mis suenos.
Entextrano se escondid bajo de la mesa y chilld.
—jPerddneme! La posada estaba en absolutaoscuridad jTodo mundo
se habfa ido a la cama, amo! Escuchd tras cada puerta de cada habitacidn
208

pero mis ofdos no pueden distinguir bien entre la respiracidn de un hombre


y la de una mujer... Y rogando me perdone senor, pero los murcidlagos
vampiros est&i inapetentes.
—Pues ponlo a cavar tumbas. Y despuds trdeme a la hermosa Amelia.
Apurate. No agotes mi paciencia.
Asi que Entextrano regresd a los establos y prepard el trineo. Sus cuchillas
abrieron canaletas en el empedrado del castillo Baddeschloss con un ruido como
de navaja. A lo largo del camino, la lluvia, el granizo y lanieve se arremolinaban,
pero nada podfa impedir que Entextrano satisficiera los deseos de su amo. A
pesar de las avalanchas que caian de las cimas furiosas, forzando el avance de
los caballos sumidos entre escombros y nieve hasta la grupa, Entextrano logr6
llegar a la posada en el apacible valle vecino.
Serruchd las vigas que sostenian la posada en la ladera de la montana. Vio
como se desmoronaba...
—jRatas! —dijo al ver que tablas y astillas caian sobre su trineo.
Asi que casi amanecia cuando Entextrano, a pie, llegd de nuevo al castillo
de Baddeschloss, cargando un baul cerrado con candado y la muleta gastada y
acortada por el uso. Encontr6 a su senor y amo en los lunites de su propiedad:
su impaciencia lo habfa sacado del castillo en mangas de camisa a devorar lana
de oveja del alambrado de puas. Camind contento al lado de su sirviente,
palpando el baul con manos ansiosas. Hombro con hombro cargaron el pesado
baul por la puerta de la torre oriental. Trotaron por la escalera de caracol;
Greefenbludd pisaba los dedos de Entextrano. A ventaron el baul sobre el lecho
210

nupcial. El bar6n lo desmantel6 arrancando a mordidas cada uno de los


clavos.
—jPor fin! jPor fin! Deja posar mis ojos y mis manos sobre mi
largamente esperada... jEntextrano!
—^Sucede algo, senor?
—jEntextrano, bobo, tonto, cabeza de chorlito! jlnutil, cabezadura!
Dime, antes de que yo muera en la ignorancia, ^ddnde estd la bella Amelia
y por qud me has trafdo una jardinera? —y cargd a su sirviente hasta la
ventana de arco en punto.
—Con el perddn de usted, mi amo, pero este pobre cerebro mio no
puede distinguir bien entre una jardinera y una dama.
Cuando el bar6n aflojd sus dedos y lo dejd caer desde lo alto de la torre
hacia el foso, las palabras de Entextrano se perdieron en un humedo final:
—Ambas
son
muy
bonitas
su senona.
Con sollozos de frustracidn y dolor, el bardn Greefenbludd se tir6
sobre el lecho nupcial y qued6 muy desconcertado, por no decir lastimado,
al caer sobre resortes metdlicos en lugar del colchdn de plumas de ganso que
esperaba. De alguna manera su brazo izquierdo qued6 atrapado en un
resorte. Mordid las flores que caian de la jardinera secuestrada. Tantas
211

emociones noctumas, lo habian agotado. Qued6 profundamente dormido,


llorando sobre la jardinera que abrazaba junto a 61

A1 amanecer un par de galantes oficiales llegd a lo que habia quedado de


la posada en el apacible valle, cerca del cuartel. Sobre las ruinas, una muchacha
de extraordinaria belleza agitaba un panuelo en serial de auxilio. Tambidn
lograron rescatar de las ruinas al posadero y a todo un muestrario de temblorosos
hudspedes.
La penosa historia fue relatada. La senorita Amelia Amable Carino narrd
c<5mo habia visto a una criatura, horrible y contrahecha, serruchar las vigas que
sostenian la posada y despuds la habia visto escabullirse hacia el paso rocoso con
un baul al hombro. Cuando buscaron y no dieron ni con su padre, ni con su
narigona hermana, Ameha tuvo la certeza de que sus desafortunados parientes
iban en el susodicho baul.
Los oficiales se lanzaron en apresurada persecucidn, abridndose camino
entre avalanchas y rios de lodo; la valerosa senorita Amelia montada en ancas
con uno de ellos.
—^Quiere decir que jamis ha oido hablar del terrible bardn Greefenbludd?
—grit6 el subaltemo de cuya cintura se abrazaba Amelia—. No es mi intencidn
atemorizarla, Frdulein, pero si sus parientes cayeron prisioneros en el castillo
Baddeschloss, no podian haber caido en peores manos.

Las tumbas y criptas de los innobles antepasados del bar6n se encon-


traban a la sombra de los lugubres y enmohecidos muros de Baddeschloss.
212

Las l&pidas sumidas formaban Angulos caprichosos y en las criptas de


m&rmol revoloteaban, ruidosos, los estominos. A1 escuchar el galope de
caballos una figura salid corriendo de una cripta y se agarrd lastimeramente
de las rejas negras. En la mano sostema un plumero amarillo; de otra manera
los jinetes no la hubieran podido ver a travds de la espesa niebla. Conforme
se acercaron pudieron distinguir los detalles de su vestimenta y su larga y
enorme nariz.
—jEs Evelyn! La hemos encontrado —gritd Amelia—. Alabado
sea...
En ese justo momento, se toparon con el reverendo Amable Carino, a
quien habian puesto a cavar tumbas. Llevaba diez o doce horas cavando y
habia hecho una enorme trinchera en medio del gris&eo pante6n. A1 fondo
del hoyo fueron a dar los galopantes rescatadores. Amelia y los dos jinetes
hicieron compama al reverendo; lanzados por los caballos encabritados
cayeron aturdidos y mareados. Evelyn, aterrada, vio lo que sucedia sin poder
hacer nada, su larga nariz enrojecid de pena. Su mano temblorosa dejd caer
el plumero amarillo cuando vio venir al dueno del castillo, tambale&ndose
medio dormido. Cargaba una jardinera contra su pecho, pero m^s notable,
quizd, era la base de cama que arrastraba, con todo y s^banas de seda y cuatro
cadenas. Dos sabuesos corrian alrededor de 6\.
—i Aj£—exclamd, parado en el borde del agujero donde yacfa Amelia—
jPor fin has llegado a mi, querida, a tiempo para la boda! En cuanto libere mi
brazo de estos desgraciados resortes tu padre, el amable vicario, nos unird en
matrimonio.
—jNunca! —chilld el vicario.
—jNunca! —chilld la renuente prometida.
—Otra cosa diris luego de una hora o dos en mi encantadora cimara de
tortura. 0 estos dos jdvenes y agradables oficiales serin el alimento de mis
sabuesos.
—jNo! —gritd el vicario, aunque no especificd si estaba pensando en los
oficiales o en la cimara de tortura.
—Me someto —dijo Amelia, quien por supuesto pensaba en los jdve-
nes—. Me casard con usted, sea quien sea. Pero debe liberar a mi narigona
hermana, a mi bondadoso padre y a estos agradables j6venes.
—Bien. Que se vayan, pero a pie, y ojali Grinwald, la gran bestia de las
planicies de Transilvania, triture sus huesos. S61o tu me interesas, esposa mia.
Que me lleve el diablo, mujer, una loca pasidn por ti me consume. Ddjame dar
una probadita a tu vestido.
Pero mientras asia los listones del corpino y los enredaba en sus dedos
como espagueti, una mano emergid del foso y palp6 el pasto buscando algo de
qud agarrarse.
Y del agua sali6 Entextrano. Un Entextrano algo distinto, porque le
faltaban algunas de sus partes importantes. Entre su melena habia lirio acuitico
y en sus bolsillos, peces. Su muleta chorreaba limo.
—Bardn Greefenbludd, he estado pensando... —dijo, sacando una
anguila de sus calzas.
—i Ah, Entextrano! —lo interrumpid el bardn—. Se util y libera mi brazo
de esta cama y saca a mi prometida de ese hoyo. Nuestra boda esti a punto de
comenzar.
214

Pero Entextrano no se sentfa util, porque habia estado pensando.


—Mis ojos no ven bien a la luz de la vela. Mis ofdos no escuchan bien
en la oscuridad. Estos sesos mios no distinguen entre una doncella y una
jardinera. Cuando usted me arm6 en su antiguo taller, con su perddn, pero
me parece, senoria, que no utilizd materiales de muy buena calidad... De
hecho, me parece que usted es un constructor de monstruos tacano y de
segunda, senoria, y quiero vengarme de usted que me dio malos ojos, malos
oidos y un cerebro defectuoso, si le place a usted, amo —y dicho lo cual se
lanzd sobre el bardn Greefenbludd y carg6 con todo y cama hacia el foso.
Pero si creen que se hundieron y se ahogaron bajo el peso de la cama,
lamentablemente, est&n equivocados. Porque mientras amo y sirviente se
atacaban con dientes, garras y horrorosas maldiciones, llegd Grinwald, la
bestia de las planicies de Transilvania, y los devord con todo y huesos. Dejd
la indigerible cama a un lado del foso, donde luego la rob6 un campesino y
la vendi6, junto con la propiedad Baddeschloss, a un turista que pasd por ahi.
Amelia y su narigona hermana se casaron con los dos jdvenes oficiales
y por supuesto, el mismisimo reverendo Amable Carino celebrd la boda.
Salieron de Transilvania en el “Expreso de Oriente”, que en esos dias se
desviaba de su ruta por simple amabilidad.
Y esos dias, lamentablemente, ya pasaron.

♦ ❖ ❖

—IY usted espera que me trague esa? —dijo Virgil, y abrazd como un oso
a su mujer—. Puras invenciones
215

—No me crea, por favor —dijo Era C. mientras hacia a un lado el modemo
colchdn y dejaba al descubierto la base de la cama—. Si gusta usted sacar la Have
de la cama; es como una Have de tuercas para poder ajustar los resortes, ^Ya la
encontr6?
Poco dispuesto a que siguieran burl&ndose de 6\, Virgil tentaled
desconfiadamente entre los resortes y la cama reson6 como un arpa desafi-
nada. Con un alboroto encontrd la Have.
—Mire las palabras Facut in Transylvania, que, traducido, significa
“Hecho en Transilvania”. Encontrar2 la marca del fabricante en el soporte de la
esquina, que une la cabecera con la base.
—jVirgil, imagmate nada mds! —chilld la esposa; quien a gatas
estornudaba entre el mullido polvo—. Haz que el hombre te venda la cama,
Virgil. La podemos poner en la tienda y... jDios; santisimo cielo! \ Ve, aquf
estd la marca de las cadenas!
(En su asombro, Ailsa tambidn se puso a gatas para ver.)
—jCompra la cama, Virgil! —continu6 la mujer—. Por Dios, no vas a
dormir en eUa.
6 No?
—jNo! La pondremos en la tienda con un letrero que relate la leyenda,
como en los carteles de las peliculas de Drdcula. Y quizd podamos conseguir
algunas figuras de cera. iJu crees que podamos conseguir figuras de cera,
pichdn?
Para entonces, Era C. y Virgil buscaban en el directorio alguna compama
de embarques que pudiera Uevar la cama, de la tienda de antigiiedades a la tienda
de historietas en la supercarretera en las afueras de Chicago.
216

Ailsa envolvib la Have de la cama en papel de china para que la pareja se


la llevara consigo, y poco despuds Virgil y Lindy-Ann se fueron tornados del
brazo, riendo a carcajadas y discutiendo la posibilidad de abrir un museo de
horror en el sbtano. Era C. acomod6 el colchdn. Se sacudib manos y camisa y
dijo:
—Bueno, hdme aquf sin cama. Ser& mejor que busque otro lugar donde
recostar la cabeza. Gracias por el trabajo. Gracias por los emparedados de queso.
En su lugar, senora Povey, ampliarfa la seccibn de libros. Ficcibn. Es lo que
realmente desean. En realidad es lo que todo mundo desea. / No es asi? —y se
dirigid hacia la puerta.
—jEspere, senor Lector! —llamd la senora Povey—. La compama de
embarques vendrd el midrcoles. Quizd se podrfa usted quedar hasta...
—Oh, no; no podrfa dormir ahi. Ya pertenece a otra persona. Ya estd
pagada. Serfa deshonesto.
—jEra C.! —dijo Ailsa. Pero aunque dl volted a mirarla, ella no encontrd
qud decir.
—i Ah, si —dijo dl como si al verla recordara algo. Se palpd el bolsillo
y le extendid el soldadito de plomo—. Tdmalo. Quddate con dl —dijo
sonriente—. Un recuerdo.
—No lo quiero —dijo eUa con toda la groserfa de que era capaz.
/

El se encogid de hombros, guardd el soldadito y se echd a caminar en


direccidn a la biblioteca publica. De vez en cuando rompia el paso y lanzaba una
imaginaria pelota de cricket.
Ailsa corrib hasta la esquina y lo vio perderse de vista. ♦
La unica respuesta

❖ DESPufis de un rato, Ailsa regresd a la tienda y se sentd en la meridiana. Era


evidente que su madre queria decir algo alentador, algo consolador, pues se la
pasaba aclardndose la garganta y quitando el polvo de los muebles con la palma
de su mano. Como sabia que de nada servirfa, Ailsa tom6 al azar un libro del
estante y se encerrd en si misma. Era un truco que habia aprendido de Era C. El
libro tenia una pasta de tela verde ennegrecida por todas las manos que lo habian
sostenido; el lomo estabaroto y por tanto el tftulo ilegible. Tuvo que abrir el libro
para leer la portadilla, Erase un hombre llamado Era C. Lector. La sangre le
corrid mis rlpido por la cabeza para facilitarle la lectura; dejd que las pdginas se
abrieran al azar; y de pronto se encontr6 leyendo una pdgina aburrida; ni accidn
ni didlogo, sdlo una descripci6n:

Llevaba un saco de pana verde, y una corbata de lazo


desanudada que ondulaba debajo de su cuello. El color del saco
combinaba con las manchas de pasto en las rodillas de sus
pantalones de cricket de franela blanca. Sus zapatos de gamusa,
tambidn, se asemejaban al gastado terreno de juego, con un montdn
de manchas al descubierto. Su cabello oscuro y rizado se habia
218

retirado hasta el punto que hace ver a los hombres m2s inteligentes
y muestra las venas de la frente cuando estin emocionados, y se
ensortijaba directamente en una barba corta y oscura que separaba
su rostro de la piel, mis plida aun, que asomaba por el cuello
abierto de su camisa.

—Mam2, lee esto —dijo extendiendo el libro abierto hacia la senora


Povey; luego comenzd a caminar por la tienda, al ritmo de los latidos de su
corazdn. No podia ser. El existfa. Lo habfa tocado. Tenia que existir. Otras
personas lo habfan visto. La vida de otras personas habfa cambiado a causa
de 61. Hizo un esfuerzo para recordar los diferentes clientes a quienes Era C.
habfa atendido: el anciano, la pareja comprometida, la nina consentida, los
americanos, el hombre en el saldn de subastas. ^Ddnde estarfan? i A ddnde
se habfan ido? quidn acudir y pedirle prueba de su existencia? Se
arrepintid de no haber aceptado el soldadito de plomo, porque en ese
momento, serfa la prueba tangible de que sdlo cinco minutos antes, un
hombre de came y hueso habfa estado en la tienda y... Una ola de plnico le
impidid ofr el insistente llamado a la puerta. Era el senor Singh; trataba de
empujar el vidrio con la frente. Abrazaba el pupitre de madera incrustada.

Temblando de gusto y esperanza, Ailsa deslizd el cerrojo y el senor


Singh entrd tropez£ndose a la tienda.
219

—iLo abri! jLo hice! jLo hice! Lo abrf con un pasador con tanto pero
tanto cuidado —mo via el pasador en el aire como si fuera a abrir para ellos
tres, los secretos del universo.
—Oh, Dios —dijo la senora Povey en voz baja a su hija—, me temo
que el pobre Era C. ha sido descubierto. Sus “ficciones” estdn a punto de
aparecer como lo que realmente son.
Ailsa esperaba la revelacidn terrible de la caja vacfa y los reclamos del
vendedor de revistas que habia sido enganado por un cuenta-cuentos.
Pero el senor Singh era todo sonrisas. Ya habia mirado el interior del
cajdn y ahora deslizaba su mano bajo la tapa; sac6 un objeto opaco y lo
acercd tanto a la cara de Ailsa, que £sta gritd. Era una trenza vieja,
deteriorada, medio deshecha, descolorida por el tiempo... y se podia
distinguir la huella de una serpiente, enroscada en el fondo del caj6n, junto
con una pluma fuente y unas hojas de papel arrugadas y caf£s.
—;La historia del joven caballero que anduvo en mi bicicleta es
verdadera! —dijo con mirada que pedfa disculpas por cualquier duda
pasada—. ^D6nde estd? Quiero mostrarle el interior de esta caja maravillo-
sa.
Ailsa triunfante volte6 a ver a su madre, quien acababa de leer el libro
de pasta verde y lo habia puesto a un lado.
—^Ves? jNo contd mentiras en lo absolute! Todos sus cuentos eran
verdaderos maml jMira lacama: “Hecho en Transilvania”, y lashuellas de
las cadenas! No cont6 mentiras. Lo unico es que sabfa mucho.
220

—No, no es asf, querida—y la senora Povey senald el libro en el suelo;


la pasta era del mismo color y textura que los zapatos de Era C. Lector—.
Era C. Lector no existe, querida.
—jPero y sus historias!
—Son ciertas. Y si el senor Lector no existe pero sabemos que sus
historias son ciertas, hay una sola explicacidn —y se alej6, demasiado
abrumada por la trascendencia de su descubrimiento como para compartirlo
con ellos. Cuando cerrd la puerta de la sala, no se escuchd nada mis. Ailsa se
dio cuenta, cuando volted, que tambidn el senor Singh se habia ido sin que
sonara una sola vez la campana del tapete de entrada. S61o oyd la puerta cerrarse
con un suspiro.
Se asomd por la ventana, y observ6 que el cielo de abril habia adquirido
un extrano color bianco. Parvadas de pdjaros migratorios, que llegaban con la
primavera, volaban en densas lmeas rectas, como palabras mecanografiadas
sobre una hoja de papel. Repitid lo que dijo su madre, aunque las palabras que
pronuncid parecfan incapaces de salir de su boca, y un extrano vacio invadid su
mente.
—Si Era C. no existe, pero sabemos que sus historias son ciertas, hay una
sola explicacidn.
Comenzd a entender todo, no de golpe, sino poco a poco.

E.R.A.C. Lector sacd la hoja de su mdquina de escribir con un suspiro


estremecedor y la acomodd sobre las otras, encima puso un soldadito de plomo.
A espaldas de dl, a travds de la soleada ventana abierta, subid un grito, una
221

llamada, y discretos aplausos indicaron que la entrada de otro bateador habfa


terminado. Era s61o un partido de pueblo, pero el primero de la temporada.
No es que nunca invitaran a Eduardo a jugar. Bueno; estaba en la
“reserva”, asi que se pasaba el dia sentado con sus pantalones de blancos de
franela en su cuarto, con vista al campo; pero jamds le llamaban para que
jugara. Deseaba que la gente no se portara asi con 61. Claro, querian
jugadores que vieran la pelota y le atinaran. Y que pudieran correr.
Busc6 a tientas sobre el escritorio sus lentes, y se los puso. Las
comodidades de su cuarto se volvieron visibles: los muebles raidos, los
cientos de libros, los archiveros llenos de manuscritos para cuando fuera un
autor famoso y aclamado. Le dolia el corazdn.
Abajo, en la cocina, su madre hacia sandwiches para la hora del t6 de
los jugadores de cricket, y una vez mds su vecina daba consejos bien
intencionados sin que nadie los pidiera.
—El problema es que no sale lo suficiente. Se encierra en su cuarto
todo el dfa, aun con este clima maravilloso, d&ndole a su m^quina de escribir.
Lo escuchamos a travds de la pared, a las tres, cuatro de la manana; nunca
va a encontrar una novia si no sale de su cuarto, ^o si? Deberfa obligarlo a
salir, estd muy ensimismado. Hay muchas chicas en este mundo que no lo
despreciarfan a pesar de su...
—Es muy timido —murmur6 su madre, disculpdndolo—, tiene sus
libros. Mientras sea feliz.
—jSf, pero garabatear historias todo el dfa? Eso no da dinero, i,o si? Eso
no ayuda al sustento del hogar; y usted, una viuda sin muchos recursos. El es una
222

carga para usted. No es justo. Era lo mismo cuando estaba en la escuela, eso dice
mi hijo Johnnie. Ninguno de los otros jdvenes lo entendia; dicen que siempre
contaba mentirillas, inventos. Con razdn se burlaban de el; fueron crueles, pero,
/,qud puede esperar? Y ahi tiene a mi hijo Johnnie, casado con hijos y un buen
automdvil. Y qud va a ser de su Eduardo; /verdad? Me preocupo y se lo digo
porque somos amigas, pero deberia de salir mds... hacer amigos... por lo menos
volverse util...

Eduardo Ricardo Andres C. empuj6 la m&quina de escribir, se levantd y


golped el piso con los pies. La circulacidn siempre se le congestionaba en la
piema mala cuando permanecia sentado demasiado tiempo. Se vio en el espejo,
sus ojos empequenecidos a travds del grotesco aumento de sus lentes. Su cabello
escaso y opaco, pegado a la cabeza por el sudor de la concentracidn. Esa cara
pdlida, cansada y enfermiza en el espejo era como descubrir a un viejo enemigo
a travds de un cuarto durante una fiesta, alguien a quien llevaba anos tratando de
evitar.
Se puso su vieja chamarra de pana verde y de inmediato se sintid mejor.
A1 menos el soldado de plomo sobre el manuscrito terminado lo saludd
respetuoso.
—Tuve que irme,/no? No podia quedarme para siempre —dijo Eduardo
en voz alta—. Se me escaparon mis personajes. Perdi el control sobre ellos. Los
escuchaste, lo estaban resol viendo todo. \ Se vol vieron demasiado reales para mi!
No, quiz& el soldadito estaba llamdndolo y no saluddndolo; un gesto
extrano e inacabado.
224

—No puedo regresar,/o si? —gritd Eduardo, y el dolor en su corazdn se


hizo mis fuerte que el de su piema—. jSi todas son mentiras inventadas! —le
gritd de repente al soldadito de plomo—, jsoy un mentiroso! ^O no?
La brisa entrd por la ventana abierta; volcd de espaldas al soldadito de
plomo y void unas cuantas hojas. Eduardo intento evitar que toda la pila se
regara por el cuarto; acab6 a gatas recogiendo y ordenando las plginas.Sus ojos
recorrian un rengldn aqui y un plrrafo alll
—Claro que puedo cambiar el final —dijo y guardd distraidamente el
soldado en la bolsa de su camisa—. Quizl funcionaria mejor si simplemente
cambio los ultimos... jEso es! jEso es lo que hard! jLo hard! —y el dolor en su
pecho cedid cuando se sentd en su escritorio y acercd su maquina de escribir.

Cuando partid el ultimo jugador de cricket, y los ultimos slndwiches se


quedaron abandonados sobre las mesas de bastidor, la maml de Eduardo los
acomodd en un mismo plato. Oyd el tecleo y el tintineo de la mlquina de escribir
arriba y subid las escaleras hacia la reclmara de su hijo.
—^Te gustaria terminarte estos sandwiches? —dijo asomlndose por la
puerta; pero la reclmara estaba vacfa—. Qud extrano, podria haber jurado...
^Cdmo pudo pasar junto a mi sin que me diera cuenta? Aun asi... estl bien que
saiga. Me da gusto. Me da gusto.
Se acercd al escritorio y echd un vistazo distraido al titulo del m2s reciente
intento de su hijo. “Oh, no creo que ese sea un buen titulo, Eduardo” pensd con
enfado. Tomd esa primera hoja donde estaba escrito el titulo Una sarta de
mentiras. La rompid y tird los pedacitos de papel al cesto de la basura.
225

Del fondo del basurero, un reflejo circular llamd su atencidn. Con una
exclamacidn de sorpresa se agach6 para sustraer (de entre algunas hojas rotas)
los lentes de Eduardo. jSe hubieran podido perder!
“jPero! ^Ddnde pudo haber ido sin sus lentes?’, se preguntd. ♦♦♦
226

Indice
Erase un hombre llamado
Era C. Lector.7
El reloj:
un cuento de supersticion...19
El pupitre:
la historia de urn mentirosa.37
El plato:
una cuestidn de valores.57
La mesa:
una historia de glotoneria.71
El clavicordio:
un cuento de honor y confianza.84
El paragtiero:
un cuento acerca del cardeter.106
El espejo:
un cuento de vanidad.123
El escritorio de cortina:
una cuestion de quienfue.141
El baul de madera:
la historia de una traicion.162
El soldadito de plomo:
un cuento de dignidad.183
La cama:
un cuento de horrores.199
La unica respuesta. 217
Este libro se termino de imprimir y encuader-
nar en el mes de marzo de 2000 en Impreso-
ra y Encuadernadora Progreso, S. A. de C. V.
(iepsa) , Calz. de San Lorenzo, 244; 09830
Mexico, D. F. Se tiraron 5 000 ejemplares.
Otros titulos para los que leeri bien

La batalla de la Luna Rosada


de Luis Dario Bernal Pinilla
ilustraciones de Emilio Watanabe

Veloz como una saeta, una canoa pequena


atraviesa las tranquilas aguas del Lago
Apacible. Adentro un nino grita:
—Pronto, escondan a Amaru bajo los
juncos. Que no lo encuentren los Sucios.
Todos sus amigos corren, pues tienen miedo
a los Sacerdotes-Hechiceros a quienes apodan
los Sucios, por el terror que les produce lo
que han escuchado sobre sus ceremonias de
sangre y sus ritos de sacrificio.
Pero esta vez no sera igual. Elios no habran
de permitirlo.
Esta vez dara comienzo la Batalla de la Luna
Rosada.

Un homenaje audaz a las culturas de la


America precolombina
Viaje en el tiempo
de Denis Cote
ilustraciones de Francisco Nava Buchafn

Toda la familia y los amigos de Maximino


se encuentran reunidos para festejar su
cumpleanos. Despues de almorzar, Maximino
y Jo deciden salir a dar un paseo. De pronto
descubren en la recamara de Maximino un
par de viejos botines desconocidos. Maximino
los toma y empieza asi una extraordinaria
aventura en el tiempo, que ellos jamas
hubiesen creido posible.

I Fueron las brujas seres que tertian tratos


con el diablo o simplemente visionarias,
precursoras de la ciencia ?
Saguairu
de Julio Emilio Braz
ilustraciones de Heidi Brandt

En la noche de la Luna Melancolica, resono el


aullido solitario. Angustiado, murio en la
oscuridad de la selva, en medio de los ruidos
de aquella multitud invisible que nos acechaba
desde su escondrijo.
Toda la selva parecia esperar que yo matara
a Saguairu.
Rehui aquel viento. Aquel diablo viejo y
astuto ya conocia mi olor, el olor de muerte
que yo traia impregnado en mi cuerpo como
una plaga, un mal reciente e inevitable.
A

Eramos enemigos hacia mucho tiempo.

iSon realmente enemigos el cazador


y su presa?
La espada del general
de Lourengo Cazarre
ilustraciones de Rafael Barajas "el fisgon"

Primero llego la empleada, Esmeralda, marchando.


Se aposto al lado de la puerta que daba hacia el
interior de la casa e hizo un alto. Se llevo la corneta
a los labios y dio un toquido, el mismo que
habfamos escuchado dias antes. Luego, coloco de
nuevo la corneta en el sobaco y grito:
—jLa senora generala dona Francisca
Guilhermina Henriquetta Edmea Vasconcellos
Barros e Barcellos Torres de El Kathib, vizcondesa
del Cerro del Jarau!
Y en un movimiento increiblemente agil para su
edad, salto hacia atras, dio un puntapie en un
cilindro y el tapete rojo del dia de la llegada entro
por la sala, desenrollandose.
Por encima del tapete, con las manos en la
cintura, pasos cortos y duros, entro la mujercita.
Era imponente, a pesar de su metro y medio...
Estaba comenzando la fiesta en la que se perdid la
espada del general. Una fiesta en verdad divertida.
A la orilla del viento
Para los grandes lectores
;

—Mama, lee esto —dijo Alisa extendiendole el libro abierto;


luego comenzo a caminar por la tienda, al ritmo de los latidos
*

de su corazon. No podia ser. El existia. Lo habla tocado.


Tenia que existir. La vida de otras personas habla cambiado
a causa de el. Hizo un esfuerzo para recordar los diferentes
clientes a quienes Era C. habla atendido. ^Donde estarlan?
<,A quien acudir y pedirle prueba de su existencia?

Geraldine McCaughrean es una autora inglesa muy reconocida; en


1987 recibio el Premio Whitbread en Novela para Ninos. En la actualidad
vive en Inglaterra. En esta coleccion tambien ha publicado Polvo de oro.

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