El fantasma
de un nombre
El fantasma de un nombre. Poesía, imaginario, vida
Jorge Monteleone. – 1a. ed. –
Rosario: Nube Negra Ediciones, 2016.
288 p.; 21 x 14 cm.
ISBN 978-987-23909-5-2
1. Crítica Literaria. I. Título.
CDD 801.95
© 2016, Jorge Monteleone
© 2016, Nube Negra
Nube Negra
Juan B. Ritvo, Natalio Rangone, Germán Armando
nubenegraediciones@gmail.com
Colección Paradoxa
Dirigida por Alberto Giordano
Diseño: Estudio Cosgaya
ISBN 978-987-23909-5-2
Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723
Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito
de la editorial.
Todos los derechos reservados.
Impreso en Argentina.
Jorge Monteleone
El fantasma
de un nombre
Poesía, imaginario, vida
Nube Negra
Paradoxa
a Paulita
y al shapito
Via del Babuino
me piace molto
perchè la via del Babuino
ha il nome di una scimmia!
Alfio Giolitti, A Roma!
(Zagarolo, Tartiflette Editrice, 2014 )
Prólogo
“¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Sin pregun-
tármelo. Decir yo. Sin pensarlo”, escribió Samuel Beckett en el
comienzo de L’innomable (1953, El innombrable): “Où maintenant?
Quand maintenant? Qui maintenant? Sans me le demander. Dire je.
Sans le penser”. Y también: “Parece que hablo yo, pero no soy yo;
que hablo de mí, pero no es de mí” (“J’ai l’air de parler, c’est n’est pas
moi, de moi, c’est n’est pas de moi”).1 Esas preguntas también atra-
viesan la poesía moderna. ¿Dónde y cuándo y quién es un poe-
ta? ¿Quién dice yo en el poema cuando el poema dice yo? Esas
preguntas han herido los desfiladeros de la persona y cada poe-
ta ha respondido con un enigma. En la célebre carta que John
Keats le escribió a John Woodhouse, el 27 de octubre de 1818, en
la cual llamaba “camaleón” al poeta, se lee: “Un poeta es la más
impoética de las cosas existentes: porque no tiene Identidad… es
constantemente forma y materia de otro cuerpo” (“A Poet is the
most unpoetical of any thing in existence; because he has no Identity
—he is continually in for— and filling some other Body”).2 La hipertro-
1. Samuel Beckett, L’innomable, Paris, Minuit, 1992, p. 7. Mi traducción.
2. John Keats, Selected poems and letters. Edited by Sandra Anstey. Oxford, Hei-
nemann, 1995, p. 119. La traducción pertenece a Julio Cortázar, citada en
Imagen de John Keats, Buenos Aires, Suma de letras, 2004, pp. 539-540. Cor-
tázar agrega esta ilustrativa nota al pie de la cita en el capítulo “Carta del
camaleón”: “M. Buxton-Forman señala que en la expresión ‘he is continually
in for’ cabe suponer que Keats quiso escribir ‘informing’ (informando), lo que
por otra parte es verosímil ya que luego sigue: ‘and filling’, etcétera”.
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fia de la subjetividad atribuida al romanticismo era, en verdad, la
invención grandiosa de una vacancia que, medio siglo después,
atravesando el Je est un autre (Yo es otro) de Arthur Rimbaud, lle-
varía a la gozosa impersonalidad mallarmeana en la Idea, donde
se huye del sujeto temporal y agónico y carnal. El descubrimien-
to y el “descenso” en la Nada para Stéphane Mallarmé —con la
consiguiente vaporización del yo personal— supuso, como de-
claró en la célebre carta del 14 de mayo de 1867 a Henri Cazalis,
que “no hay otra cosa que la Belleza —y esta no tiene más que
una expresión perfecta, la Poesía” (“Il n’y a que la Beauté —et elle
n’a qu’une expression parfaite, la Poesie”). Pero en esa misma carta
afirmaba también: “por fortuna, estoy perfectamente muerto”
(“mais, heureusement, je suis parfaitement mort”).3 Ya no hubo en la
poesía de occidente un sujeto unitario, ni el yo del poema podía,
sin más, atribuirse a una persona singular. De eso existieron nu-
merosas manifestaciones, que van desde la poesía no concebi-
da como expresión, sino como fuga de la personalidad —“escape
from personality”— según T. S. Eliot, hasta los apócrifos de Anto-
nio Machado o los heterónimos de Fernando Pessoa.
Friedrich Nietzsche fue coetáneo de Mallarmé y de Rimbaud
—El origen de la tragedia, data de 1870; las llamadas “cartas del vi-
dente” de Rimbaud, de 1871—. Lo dionisíaco corresponde al fenó-
meno de la pérdida del principio de individuación que penetra
también el fenómeno estético.4 Dicho fenómeno de escisión, des-
centramiento o disolución de la unidad del sujeto —tampoco aje-
no al descubrimiento freudiano— también se corresponde con la
pérdida del fundamento trascendente para el sujeto y su palabra,
es decir, con la destitución del Logos divino como garante de la
subjetividad. De ese naufragio, de esa deriva surge la puesta en
cuestión del sujeto poético que, en consecuencia, corroe la perso-
3. Stéphane Mallarmé, Correspondance. Lettres sur la poésie. Edición de Bertrand
Marchal. Paris, Gallimard, 1995, pp. 342-343. Mi traducción.
4. Véase el capítulo 4, “Entrada en la postmodernidad: Nietzsche como plata-
forma giratoria”, en Jürgen Habermas, El discurso filosófico de la modernidad,
Madrid, Taurus, 1989, pp. 120-123.
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na misma de autor como si fuera una máscara. Ese yo, como el in-
nombrable de Beckett, se despersonaliza y también dice: “Parece
que hablo yo, pero no soy yo; que hablo de mí, pero no es de mí”.
La poesía hispanoamericana no estuvo exenta de este movi-
miento, sobre todo a partir de la vanguardia histórica, que pro-
blematizó la representación del sujeto imaginario del poema y
también cuestionó cualquier fundamento: desde el nombre de
Dios —que todavía obraba en el modernismo: “¡Torres de Dios!
¡Poetas!”, escribía Rubén Darío— hasta el nombre de autor, en una
sola combustión. Ese yo, avanzado el siglo XX, se confirmaría en
César Vallejo como un hifalto, en lugar de hidalgo; ese yo nacido
del ocaso del cielo, en el poema “Espergesia” (en Los heraldos negros,
1919) diría: “Yo nací un día que Dios estuvo enfermo, / grave”; ese
yo incesantemente duplicado, sueño de un sueño de una divinidad
diferida, que en el poema “Ajedrez” (El hacedor, 1960) de Jorge Luis
Borges, preguntaría: “¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
/ de polvo y tiempo y sueño y agonías?”. Y el nombre propio del
autor también confirmaría ese lugar indeciso del yo: “César Vallejo
ha muerto. Le pegaban / todos sin que él les haga nada; / le daban
duro con un palo y duro / también con una soga”, escribió Vallejo
(“Piedra negra sobre una piedra blanca”, Poemas humanos, 1939); “A
Borges, al otro, es a quien le ocurren las cosas” (“Borges y yo”, El
hacedor, 1960), escribió Borges.
Desde la poesía romántica hasta la poesía actual, esta especie
de fantasma huido, sin lugar, que es el yo, atravesó decenas de
roles posibles: desde la impregnación excesiva hasta la multipli-
cidad, desde la impersonalidad hasta la desaparición, desde la eli-
sión —en favor de su objeto— hasta la estentórea magnificación
—que desautoriza el mundo—. La pregunta por el yo del poema
lírico en un conjunto de textos poéticos supondría advertir su va-
riable representación en una serie temporal. Una teoría del ima-
ginario poético permite leer esa antigua figura de un modo más
amplio y diverso: el sujeto imaginario del poema. Esta noción teórica
que he desarrollado en diversos ensayos hizo posible eludir la no-
ción demasiado autónoma de sujeto poético o sujeto lírico. Se tra-
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ta del sujeto de la enunciación poética que se articula con todas
las inscripciones de persona en el corpus de cada autor, donde el
pronombre yo es dominante, aunque no exclusivo: en ocasiones,
el uso de la segunda persona no es el otro polo de la enunciación
yo-tú, sino un desdoblamiento de la primera —por ejemplo: “Has
gastado los años y te han gastado / y todavía no has escrito el poe-
ma”, escribe Jorge Luis Borges en “Mateo XXV, 30”—.5 Este sujeto
se presenta como un “sujeto social”, también llamado “sujeto sim-
bólico”, al modo de una investidura, en la medida en que integra
los universos simbólico-sociales por los cuales se tipifica en un
espacio público y cumple allí un rol. Asimismo el “autor” o “figu-
ra autoral”, para no asimilarlo al individuo concreto y retener,
en cambio, su carácter nominal, funcional y jurídico, introduce
en aquellas objetivaciones sociales el contenido de la experiencia
biográfica y el mundo de la vida privada. El caso de los seudó-
nimos problematizan y ponen en evidencia esta relación, que es
puramente cultural e histórica.
Habría entonces esta tríada en el imaginario poético: el sujeto
imaginario/el sujeto simbólico/la figura de autor. Como han de-
mostrado las teorías sobre autobiografía (Lejeune, Starobinsky,
de Man, Olney, Catelli, Giordano, entre otros) la figura del autor,
en relación con el corpus textual, también puede ser leída como
una proyección ficcional. Una teoría del imaginario poético debe
plantearse como un modelo que indaga la figura central del sujeto
imaginario del poema y, a la vez, el vínculo de dicha subjetividad
con la figura autoral, además de la investidura que en el plano
simbólico social genera. El autor no sólo no garantiza la presunta
realidad del sujeto imaginario del poema, sino que, por interme-
diación del sujeto imaginario, el propio autor se irrealiza en tanto
imagen.
Un solo ejemplo, muy simplificado: el gaucho Martín Fierro es
el sujeto imaginario del poema de José Hernández —publicado en
dos partes, El gaucho Martín Fierro, 1872 y La vuelta de Martín Fierro,
5. Poemas 1923-1958, Buenos Aires, Emecé, 1958, p. 157.
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1879— que desde el inicio se plantea como un yo cuando asume el
canto (“Aquí me pongo a cantar”), con la oralidad propia del habla
del paisano (“Yo no soy cantor letrao”) en la campaña bonaerense
hacia los años de la leva forzosa de gauchos para servir al ejército
en la frontera. El sujeto simbólico es aquel que ofrece a ese suje-
to imaginario una investidura en el espacio público, es decir, el
gaucho del poema tipifica ese rol en la sociedad. Hernández lo re-
presenta, entre otras razones, para denunciar los abusos de poder
que padecía ese sujeto social en la coyuntura histórica. En ese pla-
no, tanto por el uso identificatorio del habla del gaucho como por
la denuncia de los abusos de poder al que fue sometido, el sujeto
simbólico del poema retorna al mundo de sus semejantes, los pai-
sanos iletrados que constituyen un público —que hasta entonces
no había existido como tal—, una audiencia cuando alguien leía
en voz alta el Martín Fierro para todos. Así el sujeto imaginario del
poema tiene efectos en el plano social en tanto sujeto simbólico,
aunque esa impronta debería medirse mucho menos por su va-
lor referencial que por la eficacia del poema mismo. La figura de
autor está dada por José Hernández, el que firma, por ejemplo, la
carta-prólogo a José Zoilo Miguens, fechada en diciembre de 1872,
en la cual señala que se propuso presentar “un tipo que personi-
ficara el carácter de nuestros gauchos. (…) Cuantos conozcan con
propiedad el original, podrán juzgar si hay o no semejanza en la
copia”.6 Pero la figura de autor, en este caso, también se vincula
miméticamente con el sujeto del poema, a tal punto que, como
afirmó Tulio Halperín Donghi, el gaucho Martín Fierro llegó a
constituirse como un “alter ego de su inventor”, mediante una
identificación entre el autor y su héroe: por un lado, Fierro “es la
figura bajo la cual Hernández se descubre poeta” y, por otro, “las
desventuras de Fierro ofrecen la cifra de las de Hernández”.7 El
circuito se completa cuando un diario de La Plata, ante la muer-
6. José Hernández, Martín Fierro. Edición crítica de Élida Lois y Ángel Núñez.
Colección Archivos, 51. Barcelona, allca xx, 2001, p. 5.
7. Tulio Halperín Donghi, José Hernández y sus mundos, Buenos Aires, Sudame-
ricana, 1985, pp. 286-287.
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te del poeta y legislador José Hernández, titulaba en 1886: “Ayer
murió el senador Martín Fierro”. La figura autoral aparece así en
la tríada también como una imagen. No habría, entonces, exac-
tamente un yo de origen, sino una especie de circulación de los
contenidos subjetivos imaginarios y simbólicos que dispone el
poema. Los ensayos de este volumen se ocupan en buena parte
de ese vínculo entre la figura de autor y el sujeto imaginario en
la poesía y sus ambivalentes vínculos con la experiencia vivida.
Giorgio Agamben retomó las conocidas reflexiones de Fou-
cault sobre la autoría en “¿Qué es un autor?” —“Qu’est-ce qu’un
auteur?”, ofrecida en el Collège de France en 1969 y ligeramente
modificada en su segunda lectura en la Universidad de Buffalo
en 1970— donde analizaba esta figura como una función, com-
plementando la idea de que el nombre de autor no va del inte-
rior del discurso al hombre real y exterior, sino manifiesta el
acontecimiento de un cierto conjunto de discurso, y se refiere
al estatuto de este discurso en el interior de una sociedad y de
una cultura.8 Luego de señalar que, en efecto, la función-au-
tor es un proceso de subjetivación por el cual un individuo es
identificado como autor en relación con un corpus textual y, en
consecuencia, esa “presencia” solo puede darse bajo los rastros
de una ausencia, Agamben formula una atractiva paradoja: “El
autor no está muerto, pero ponerse como autor significa ocu-
par el lugar de un muerto”. Se propone, entonces, conjeturar
qué significa para un individuo “ocupar el lugar de un muer-
to, asentar las propias huellas en un lugar vacío”. No es extra-
ño que busque en la poesía un espacio ejemplar para hablar de
aquello que su ensayo llama “el autor como gesto”: Agamben
lee a Vallejo. El curioso lector puede seguir su argumento en
el volumen Profanaciones.9 Por mi parte he querido explorar esa
misma conjetura a lo largo de diversos ensayos críticos sobre
8. Michel Foucault, ¿Qué es un autor? Apostilla de Daniel Link. Buenos Aires, El
cuenco de plata, 2010.
9. Giorgio Agamben, “El autor como gesto”, en Profanaciones, Buenos Aires,
Adriana Hidalgo, 2005, pp. 78-94.
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poesía —un modo de ejercitar la poeticidad por otros medios
concurrentes con el poema— que reúno aquí.
Extremando el aserto de Agamben e invirtiendo aquella “muer-
te del autor” a cuyas exequias asistimos durante años, afirmé un
hecho más contundente y monótono: todo autor es un muerto. Me-
nos el fantasma de un hombre que el fantasma de un nombre.
Habla ese fantasma allí donde se ha ausentado el sujeto real, para
que la voz imaginaria del poema restituya la otra voz que funda-
menta el ser mismo de la existencia. De ese modo se realiza en el
arte la anticipación de la muerte como concentrada y verdadera
ficción trascendente: “todo escritor debe escribir como si fuese
un muerto”, afirmó Kafka.
La paradoja de la figura autoral respecto del sujeto imagina-
rio del poema radica en que la constitución de la subjetividad
siempre se sitúa entre la forma vacía del pronombre personal y la
mortalidad, que produce invariablemente una enunciación tes-
tamentaria, una verdadera “memoria de ultratumba”. En tanto
yo se refiere al acto del discurso en que es pronunciado y desig-
na a quien lo pronuncia y en dicha instancia la subjetividad se
constituye, como lo estudió Émile Benveniste ¿no se halla esa di-
mensión temporal condicionada y transfigurada por el término
insoslayable de la muerte? De allí la evocación de la frase que en el
cuento de Edgar Allan Poe pronuncia el señor Valdemar cuando,
mediante mesmerismo, es conservado con “vida” más allá de la
muerte, al pronunciar este enunciado imposible: I am dead (Yo
estoy muerto). Se trata de la frase que solo un fantasma podría
sostener. Acaso porque el lenguaje ya nos afantasma en cuanto
hablantes y mortales, y acaso porque el lenguaje es ya ficcional
en su mismo surgimiento, toda vez que anticipa la muerte. Acaso
porque decir yo es decir, a la larga, una frase testamentaria, el ha-
bla de un muerto futuro que ya lo es en toda escritura. Una frase
cuyo horizonte final es vaciarse del sujeto que la nombra.
Así todo relato biográfico del poeta sería, también, parte de un
mismo circuito poético: como la rosa amarilla de los libros de Ma-
rino “una cosa más agregada al mundo” (Borges, “Una rosa ama-
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rilla”, El hacedor, 1960), que entra en vínculos problemáticos con el
sujeto imaginario del poema. Puede restituirse, en consecuencia,
el vínculo entre vida y poesía, entre experiencia e imaginación
poética, a condición de que no se sustancialice, ni se transforme
en documento o mero cenotafio. “La poesía —escribió Tamara
Kamenszain— como lo más parecido a una autobiografía de la
muerte”.10 La vida como invención poética y el autor como figura
o metáfora de sí: el autor como un muerto. Porque en el poema
cada vida se ha disipado para que en su ausencia la vida rememo-
rada tenga lugar, toda vez que lo haga en el deslizamiento hacia
lo imaginario. El autor ante el irremediable espejo funesto se ha
vaciado de su mismidad para que en la enunciación poética sea
un muerto que habla. Ya tenga la testa coronada, ya se halle entre
los quinieleros del barrio cantando el cuarenta y ocho, el sedicen-
te morto chi parla.
Este libro se inicia con un encuentro real cuyo relato, décadas
después, parece inventado, pero quiere convencer de que efecti-
vamente ocurrió al constatar la presencia abrumadora de un Au-
tor. Se trata de mi encuentro personal en los años ochenta con
aquel que había escrito en su juventud “La nadería de la persona-
lidad” , que muchos años después escribiría “Borges y yo” o que
afirmaría: “el mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgracia-
damente, soy Borges”. La sección que le sigue, “Todo autor es un
muerto”, reúne textos en los cuales la poesía afirma la paradoja
de que la noción de vida no puede ser reivindicada más que por la au-
sencia de vida y, al mismo tiempo, explora ciertos modos en los
cuales el sujeto imaginario del poema se constituye con un fon-
do de muerte en una dialéctica de ausencia/presencia. Por ello, la
sección “Todo autor es un muerto” debería leerse en continuidad
como un solo texto. Los ensayos críticos reunidos en la sección
“El arte de la impersonalidad” presentan diversos ejemplos en
10. Tamara Kamenszain, “La lírica terminal” en Historias de amor (y otros ensayos
sobre poesía), Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 145.
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los cuales el sujeto imaginario de la poesía produce sucesivos di-
fuminados del yo que, al mismo tiempo, proyecta una figura de
autor cuya potencia radica en ciertas formas identitarias desper-
sonalizadas, oblicuas, excéntricas, voluntariosamente elusivas.
La última sección, “Autorretratos del doble”, presenta ensayos
que obran en sentido contrario: se trata de análisis críticos de
trayectorias poéticas en las cuales autores, cuya vida y presencia
parecen soslayadas, se constituyen como figuras a partir de las
proyecciones del sujeto imaginario mismo.
La primera versión de estos ensayos críticos fue escrita a lo
largo de varios años de investigación acerca de una teoría del
imaginario poético en el Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas y en el Instituto de Literatura Hispanoa-
mericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
de Buenos Aires, o son resultado de estudios críticos sobre poe-
tas latinoamericanos. Acaso el lector —el mismo cómplice, el
otro diverso— halle cierta coherencia de las cuestiones antedi-
chas en los textos reunidos, donde los nombres cercan el fantas-
ma de un nombre. Pero antes que nada, espero que encuentre la
resonancia de la poesía.