Ni soltero, ni estéril, ni sin amor
Jesús:
Me has llamado a seguirte viviendo el estilo de vida virginal, pobre y obediente que Tú viviste.
¡Qué regalo tan grande! Creo que tu Espíritu Santo me da cada día la capacidad de responderte.
Gracias, Jesús, por el precioso don de la castidad consagrada:
que ensancha mi corazón para recibir tu amor y me favorece el trato asiduo contigo;
que expresa la ofrenda de mi amor como un don total a ti;
que unifica mi corazón y me lanza a entregarme al Padre y a los hermanos con tu mismo
amor virginal;
que me permite vivir, ya desde ahora, el género de vida que Tú viviste;
que me hace libre para trabajar por tu Reino;
que me deja disponible para las tareas apostólicas;
que me impulsa a querer agradarte en todo.
¿Y tu necesidad de ser amado?
¡Soy amado! Tú me amas. Me amas más de lo que pienso. Me amas como nunca soñé ser amado.
Tu amor me basta y me sobra. Jesús, que me abra a tu amor y me deje amar por ti, para que no
vaya por allí mendigando afecto. Mira que morir en una cruz por amor a mí, sí que es amar hasta
el extremo. No sólo sé que me amas; lo experimento. Me siento muy amado por ti, por el Padre,
por el Espíritu Santo. Además, muchas otras personas me aman. Tú me has dado la gracia de estar
en un ambiente que me ha llenado de afecto, tanto entre mi familia como en mi Congregación; lo
mismo en mi infancia y en mi juventud, que ahora, a los 44 años de edad. Me siento privilegiado
por los amigos que me has dado. La certeza de su cariño alegra mi corazón. ¡Cuánta gente buena
has puesto a mi alrededor! Mi servicio, como pastor de tu pueblo, se ha visto ampliamente
recompensado por el cariño de tantas personas. Mil signos de amor y gratitud han tenido hacia mí.
Tu creación es un grito de amor para mí. Y me has dado la capacidad de admirarme ante las obras
de tus manos. Trato de disfrutarlo todo: una taza de café, un chocolate, un cielo estrellado, una
cascada, un libro, una película, una canción, la bondad de las personas… Aún me falta mucha
sensibilidad para percibir la belleza de lo que me rodea, y descubrir allí la huella de tu ser.
¿Y tu deseo de amar?
¡Amo! Amo mucho. Amo a muchos. Te amo, Jesús, con todo mi corazón, con toda mi mente, con
toda mi voluntad (al menos así quiero amarte). Y le pido al Espíritu Santo que cada día acreciente
mi amor. Mi voto de castidad es expresión de mi amor a ti y a mis hermanos; es, además, impulso
para entregar mi vida. Me pides un amor total a ti, pero no exclusivo sino inclusivo. Que ame a
todos; que ame siempre; que ame hasta el extremo. Mi corazón está lleno de personas; aquellas
que Tú has querido que lo ocupen. Tú me pides que no excluya a nadie de mi amor, y también
insistes en que tenga predilección por tus preferidos: los pobres, los enfermos, los débiles, los
ignorantes, los pecadores. Concédeme amar como Tú, con un amor sin egoísmos ni afanes
posesivos, sin celos ni envidias, sin rigidez ni hipocresía. Amar con un amor personal y universal,
fuerte y tierno, exigente y misericordioso, puro y eficaz, prudente y apasionado. Ayúdame a
superar mi tendencia a apegarme a las personas. Dame astucia para saber sortear el afán posesivo
de los demás. No me gusta sentirme "atrapado". Enséñame a amar con libertad, pero asumiendo
el compromiso que implica el amor, dispuesto siempre a cualquier sacrificio. Que mi amor no sea
ambiguo, chantajista, turbio o lujurioso. Purifícalo para que pueda manifestarlo sin miedo, con
detalles concretos, en un dialecto comprensible a cada uno. Así, las personas que amo podrán
sentirse amadas por ti.
¿Y tu esposa?
No la tengo, Jesús. Tampoco Tú la tuviste; y mira que la habrías hecho inmensamente feliz. Pude
haber realizado mi vida de otra manera: pude haberme casado. Pero Tú apareciste en mi camino y
me fascinaste. Me sentí atraído por ti de manera irresistible. Me hiciste el regalo de llamarme a
seguirte y yo, libremente, te respondí. Y quise entregarte todo, incluyendo la atractiva posibilidad
de tener una esposa. Tú bien sabes que en ocasiones me he rebelado contigo por no tener la
presencia física de una compañera; ni la ternura y la caricia de una mujer; ni la entrega y
complementación sexual; ni la "ayuda adecuada" que me gustaría recibir (Gn 2,18); ni el amor de
una esposa. He sido creado —por ti— para complementarme con una mujer y proyectarme en
unos hijos. Sí, ya sé que estás Tú, que están mis hermanos de Congregación, que están mis amigos
y amigas, que están las personas a las que sirvo en mi apostolado. Pero hay áreas que no se sacian
con esto. Entonces me pides la renuncia; entonces te hago la ofrenda de mi ser.
Jamás me he arrepentido de haberte seguido; pero Tú sabes cuánto me ha costado.
¿Y tu pareja?
Eres Tú, Dios mío. A pesar de no tener esposa, ¡no soy soltero! Me sedujiste. Me fascinaste. Y yo
me entregué a ti. Tú eres mi pareja. Estoy enamorado de ti. Hace 24 años me consagré totalmente
a ti mediante la profesión de la castidad, la pobreza y la obediencia. Hicimos una alianza esponsal.
Desde entonces Tú eres todo mío, y yo, todo tuyo. Me siento muy amado por ti, con un amor
fuerte, tierno, constante, personal, misericordioso. Tu amor me hace feliz. El Espíritu Santo me ha
dado la gracia de consagrarme a ti de manera total y perpetua. A nadie amo como te amo a ti. Por
eso he dejado a mi padre y a mi madre y me he unido a ti. Por eso te entregué la posibilidad de
encontrar una mujer para mí y de vivir con ella un amor compartido en matrimonio.
¿Y tu esposa?
Es la Iglesia, tu misma esposa, Jesús. "No es bueno que el hombre esté solo" (Gn 2,18). ¡No estoy
solo! Al igual que Tú, Jesús, soy esposo de la Iglesia; a ella le pertenezco. Como sacerdote, tengo el
deber de cuidarla, embellecerla y hacerla crecer. Pero la Iglesia, no en abstracto, sino concretizada
en el pueblo al que sirvo y que demanda mis servicios, en las personas con quienes entro en
contacto. Eres Tú, Jesús, quien a través de mí, amas a la Iglesia, la sirves y te entregas por ella.
Pero también pertenezco a mi Congregación de Misioneros del Espíritu Santo. La amo como es,
con sus grandezas y miserias. Me interesa todo lo que le pasa. Trato de estar presente en los
acontecimientos importantes. Trabajo y entrego mi vida en beneficio de ella. Lucho porque sea
mejor (comenzando por mí) y porque realice fielmente su misión. Y también pertenezco a mi
comunidad de la Casa General. No estoy solo. Jorge, Cecilio, Carlos y Eduardo son mi familia. Por
otra parte, sí es bueno estar solo. La soledad me permite encontrarte a ti. Me lleva a conocerme
mejor. La soledad me prepara para el encuentro con los demás. Ser sacerdote y religioso implica
soportar una buena dosis de soledad. No me asusta estar solo, aunque a veces sí me llega un
sentimiento melancólico de soledad.
¿Y la mujer?
Ha sido una bendición en mi vida. Tú has querido que María fuera no sólo mi madre, sino también
mi amiga y compañera de camino. Su presencia femenina en mi vida armoniza mi interior y
dulcifica mi exterior. Te agradezco que me hayas permitido tratar a muchas mujeres; unas, como
compañeras de estudios o colaboradoras en el trabajo; a otras he servido en mi apostolado; otras
más, con las que he tenido un trato fraterno. Pero sobre todo te doy gracias por mis amigas. Cada
una es un regalo de tu amor para mí. Cuánto he recibido de ellas; cuánto me han ayudado a
acercarme a ti; cuánto me han lanzado a servir a los demás. Creo que también ellas, como fruto de
nuestra amistad, han crecido como personas y como cristianas. Me alegra saber que algunas
mujeres me aprecian, que valoran lo que hago, que les gustan mis escritos o mis pláticas, que les
agrada mi manera de ser. Y me halaga que me lo digan.
¿Y tus hijos?
No los tengo, Jesús. Tampoco Tú los tuviste. Tú sabes que en ocasiones esta renuncia me ha sido
dolorosa, y que he sentido algo así como envidia de los hijos ajenos. Me hubiera gustado ver
continuados, en unos hijos de mis entrañas, mis rasgos y mi apellido. Me hubiera gustado sentir
sobre mis rodillas el peso de su cuerpo, y escuchar con mis oídos la palabra "papá", y sentir en mi
mejilla el beso de sus labios. Me hubiera gustado verlos jugar y crecer; ayudarlos a ser personas
libres; compartirles mis anhelos. Te lo digo sin rebeldía. No es una lamentación. Simplemente te
expreso lo que me hubiera gustado. Hoy te renuevo mi ofrenda: te consagro la posibilidad de
tener unos hijos "míos". ¡Ah!, también me hubiera gustado tener nietos y bisnietos.
¿Y tus hijos?
Tengo uno. Ese hijo eres Tú, Jesús. Desde mi bautismo vives en mí, y tengo que cuidarte como una
madre cuida al hijo que aún lleva en el vientre. Creo firmemente en tu Palabra: "el que cumple la
voluntad de Dios, es mi madre" (Mc 3,35). Siento hacia ti un afecto que es como un reflejo del
amor que María te tuvo. Además, yo te he engendrado en muchos corazones. El que engendra es
padre; y el engendrado, hijo. "Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco" (Mc1,11).
¿Y tus hijos?
Los tengo por miles, Jesús. Conozco a unos cuantos. Pero creo en la comunión de los santos; sé
que mi vida vivifica a los demás. A los que sin conocer les he transmitido la vida, en el cielo los re-
conoceré, pues tendrán mi parecido. Tú lo dijiste: "El que haya dejado casas, hermanos, hermanas,
padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno" (Mt 19,25). Sin tener
hijos de mis entrañas, me siento padre. Muchos me llaman "padre", aunque lo hagan por
costumbre o tradición; y dicen bien, pues lo soy. ¡No soy estéril! Me has hecho fecundo con tu
fecundidad. Y aunque físicamente nadie se me parezca, son muchos los que interiormente se
parecen a mí. Les he transmitido tu vida, que es la mía. Mis ideales atraen sus vidas. Mis propios
anhelos palpitan en ellos. Cuánto valoro, cuánto agradezco poder transmitir a otros la vida que Tú
me das. Por eso trato de poner el corazón en todo lo que hago. En cada eucaristía que celebro, mis
palabras te hacen presente en el altar, y junto con tu cuerpo y tu sangre, voy entregando partes de
mi alma. En cada homilía o plática que doy, te presto mi voz para que digas tu Palabra. Cada vez
que celebro el bautismo o la reconciliación transmito tu vida divina. Cada vez que escucho a
alguien, cada hora de dirección espiritual, cada servicio que presto, cada página que escribo, cada
encuentro con una persona, cada reunión en la que participo… es una ocasión que Tú aprovechas
para entregarte a los otros. El Espíritu Santo y María te van engendrando en los demás a través de
mí.
¿Y tu sexualidad?
Es un don que Tú me diste desde que fui concebido. Física, psicológica y espiritualmente soy
varón. Me gustan las mujeres. Tengo órganos genitales, glándulas, hormonas, zonas erógenas.
Siento en mi carne de hombre el latido instintivo y el deseo de caricia. Bullen en mí torrentes de
vida. Una fuerza interior me impulsa a salir de mí, a darme, a ser creativo, a transmitir vida, a
vincularme con los demás. Un fuego afectivo calienta mi corazón para amar. Mi sexualidad es un
don que valoro, que te agradezco, que te ofrezco. El Espíritu Santo me ha permitido vivirla como
consagrado. Para caminar hacia la madurez afectiva necesito aprender a percibir, recibir y
agradecer tu amor y el de los demás. Necesito también aprender a expresar mi amor y a entregar
mi vida por ti y por los otros.
Para relacionarme sana y creativamente con los demás, tengo que mantener tensas las riendas de
mi corazón y ofrecerte el holocausto de muchas renuncias. Tu encarnación es real. Eres verdadero
hombre. Viviste tu sexualidad dentro de un proyecto de virginidad por el Reino. Y yo quiero
seguirte.
¿Y tus miserias?
Son una fiesta para tu misericordia, Dios mío. Vivo en un mundo hedonista, invadido de
pornografía, que promueve la búsqueda del placer inmediato y sin compromiso. Un mundo por el
que me siento tentado. La llamada que me haces a vivir tu estilo de vida virginal, implica ir contra
la corriente. No es por el gusto de llevar la contra, que voy en esa dirección; sino porque voy
siguiéndote a ti, que vas en sentido contrario. Sobre mi tendencia a la lujuria, nunca podré cantar
victoria definitiva; he de mantenerme en lucha permanente. Frente a la tentación, no puedo
permitirme el lujo de ser ingenuo; debo ser astuto para percibir el peligro y huir de él. Quién mejor
que Tú conoces mi fragilidad. Bien sabes de qué barro estoy formado. Conoces mis tentaciones,
luchas y caídas. No se te oculta mi egoísmo, mi pereza, mi miedo. Sabes que a veces prefiero el
aislamiento para eximirme de un servicio o evadir a alguien. Sabes que a veces busco a los demás
para huir de la soledad o para evitar el encuentro contigo. Gracias, porque me has hecho muy
celoso de que otros pudieran ocupar en mi corazón el lugar que sólo a ti pertenece. Perdón
porque soy poco celoso cuando el que ocupa ese lugar soy yo. ¡Me descubro a veces tan lleno de
mí mismo! Mi ilusión es seguirte, Jesús; amar como Tú. Sin embargo, muchas veces me he cerrado
al amor. No me asombra mi debilidad; menos aún te asombra a ti. No me desaniman mis miserias;
Tú jamás te has desanimado ni te desanimarás de mí. Yo sé que tu gracia es infinitamente mayor
que mi pecado.
Jesús, gracias…
por el amor que me tienes;
porque seguirte ha sido mi delicia;
porque me consagraste a ti para siempre;
porque me hiciste todo tuyo;
por ser Misionero del Espíritu Santo y sacerdote;
por haberme dado la gracia de vivir, ya desde ahora, el género de vida virginal que Tú
viviste;
por haberme dado el privilegio de amar —o al menos querer amar— a todos con tu mismo
amor;
por ser fecundo y transmitir tu vida;
por ser capaz de engendrarte en los corazones;
por haberme transformado en un sacramento tuyo.
Hoy, Jesús, al igual que cada noche al apagar la luz, al igual que en cada celebración de la
eucaristía, te renuevo mi promesa de seguirte, imitando tu vida virginal, pobre y
obediente.
Virgen María, alcánzame la gracia de la fidelidad. Amén.