El Castillo Ambulante
El Castillo Ambulante
el	 país	 de	 Ingary,	 donde	 las	 botas	 de	 siete	 leguas	 y	 las	 capas	 de	 invisibilidad
existen	de	verdad,	Sophie	Hatter	ha	atraído	la	desagradable	atención	de	la	Bruja	del
Páramo,	quién	la	hechiza	con	un	maleficio	que	la	convierte	en	una	anciana.	Con	la
determinación	de	hacer	lo	adecuado,	Sophie	viaja	al	único	lugar	en	el	que	cree	que
podrá	 encontrar	 ayuda,	 el	 castillo	 ambulante	 que	 merodea	 por	 las	 colinas	 cercanas.
Pero	el	castillo	pertenece	al	temible	Mago	Howl,	que	se	alimenta,	según	dicen,	de	los
corazones	de	jóvenes	desprevenidas.
                                  ebookelo.com	-	Página	2
    Diana	Wynne	Jones
El	castillo	ambulante
            Howl	-	1
             ePub	r1.4
         Titivillus	25.06.2019
    ebookelo.com	-	Página	3
Título	original:	Howl’s	Moving	Castle
Diana	Wynne	Jones,	1986
Traducción:	Elena	Abós	Álvarez-Buiza
	
Editor	digital:	Titivillus
ePub	base	r2.1
                                ebookelo.com	-	Página	4
Índice	de	contenido
  Capítulo	1.	«En	el	que	Sophie	habla	con	los	sombreros»
  Capítulo	2.	«En	el	que	Sophie	debe	salir	a	buscar	fortuna»
  Capítulo	3.	«En	el	que	Sophie	entra	en	un	castillo	y	hace	un	trato»
  Capítulo	4.	«En	el	que	Sophie	descubre	varias	cosas	extrañas»
  Capítulo	5.	«En	el	que	hay	demasiada	limpieza»
  Capítulo	6.	«En	el	que	Howl	expresa	sus	sentimientos	con	fango	verde»
  Capítulo	7.	«En	el	que	un	espantapájaros	impide	a	Sophie	salir	del	Castillo»
  Capítulo	8.	«En	el	que	Sophie	deja	el	Castillo	en	varias	direcciones	a	la	vez»
  Capítulo	9.	«En	el	que	Michael	tiene	problemas	con	un	conjuro»
  Capítulo	10.	«En	el	que	Calcifer	le	promete	una	pista	a	Sophie»
  Capítulo	11.	«En	el	que	Howl	va	a	un	país	extraño	en	busca	de	un	conjuro»
  Capítulo	12.	«En	el	que	Sophie	se	convierte	en	la	madre	de	Howl»
  Capítulo	13.	«En	el	que	Sophie	ensucia	el	nombre	de	Howl»
  Capítulo	14.	«En	el	que	un	Mago	Real	pilla	un	resfriado»
  Capítulo	15.	«En	el	que	Howl	asiste	a	un	funeral	de	incógnito»
  Capítulo	16.	«En	el	que	ocurre	muchísima	magia»
  Capítulo	17.	«En	el	que	el	Castillo	viajero	se	traslada»
  Capítulo	18.	«En	el	que	reaparecen	el	espantapájaros	y	la	señorita	Angorian»
  Capítulo	19.	«En	el	que	Sophie	expresa	sus	sentimientos	con	herbicida»
  Capítulo	20.	«En	el	que	Sophie	se	encuentra	con	más	dificultades	para	abandonar
     el	Castillo»
  Capítulo	21.	«En	el	que	se	anula	un	contrato	ante	testigos»
  Apéndice.	«La	película	de	Hayao	Miyazaki»
  Sobre	la	autora
                             ebookelo.com	-	Página	5
           Este	libro	es	para	Stephen.
           	
           La	 idea	 de	 este	 libro	 me	 la	 dio	 un	 chico
           durante	 la	 visita	 a	 un	 colegio,	 cuando	 me
           pidió	 que	 escribiera	 un	 libro	 llamado	 El
           castillo	viajero.
           Apunté	 su	 nombre	 y	 lo	 guardé	 en	 un	 lugar
           tan	 seguro	 que	 no	 he	 podido	 encontrarlo
           hasta	hoy.
           Me	gustaría	darle	las	gracias	de	todo	corazón.
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                                         Capítulo	1
                    «En	el	que	Sophie	habla	con	los	sombreros»
EN	EL	REINO	DE	INGARY,	donde	existen	cosas	como	las	botas	de	siete	leguas	y	las	capas
de	invisibilidad,	ser	el	mayor	de	tres	hermanos	es	una	desgracia.	Todo	el	mundo	sabe
que	el	mayor	es	el	que	fracasa	primero,	sobre	todo	si	los	tres	salen	a	buscar	fortuna.
    Sophie	Hatter	era	la	mayor	de	tres	hermanas.	Ni	siquiera	era	hija	de	un	leñador
pobre,	lo	que	podría	haberle	dado	alguna	oportunidad	de	triunfar,	sino	que	sus	padres
tenían	una	sombrerería	de	señoras	en	la	próspera	ciudad	de	Market	Chipping,	donde
vivían	desahogadamente.	Eso	sí,	su	madre	murió	cuando	Sophie	tenía	dos	años	y	su
hermana	 Lettie	 uno,	 y	 su	 padre	 se	 había	 casado	 con	 la	 ayudante	 de	 la	 tienda,	 una
joven	 guapa	 y	 rubia	 llamada	 Fanny.	 Al	 poco	 tiempo	 Fanny	 dio	 a	 luz	 a	 la	 tercera
hermana,	 Martha.	 Según	 eso,	 Sophie	 y	 Lettie	 deberían	 haberse	 convertido	 en	 las
hermanas	feas,	pero	lo	cierto	es	que	las	tres	niñas	crecieron	muy	hermosas,	aunque
todo	 el	 mundo	 decía	 que	 la	 más	 bella	 era	 Lettie.	 Fanny	 las	 trataba	 a	 las	 tres	 con	 el
mismo	cariño	y	no	favorecía	a	Martha	en	absoluto.
    El	señor	Hatter	se	sentía	orgulloso	de	sus	tres	hijas	y	las	envió	al	mejor	colegio	de
la	ciudad.	Sophie	era	la	más	estudiosa.	Leía	mucho	y	muy	pronto	se	dio	cuenta	de	las
pocas	probabilidades	que	tenía	de	que	el	futuro	le	deparase	una	vida	interesante.	Se
llevó	 una	 desilusión	 pero	 siguió	 viviendo	 feliz,	 cuidando	 de	 sus	 hermanas	 y
preparando	a	Martha	para	que	buscara	su	fortuna	cuando	llegara	el	momento.	Como
Fanny	estaba	siempre	ocupada	en	la	tienda,	Sophie	era	la	encargada	de	cuidar	a	las
otras	 dos.	 Las	 pequeñas	 no	 dejaban	 de	 pelearse	 y	 tirarse	 de	 los	 pelos.	 Lettie	 de
ninguna	manera	se	resignaba	a	ser	la	que,	después	de	Sophie,	tendría	menos	éxito.
    —¡No	es	justo!	—gritaba	Lettie—.	¿Por	qué	tiene	que	llevarse	Martha	lo	mejor
sólo	por	ser	la	pequeña?	¡Pues	yo	me	pienso	casar	con	un	príncipe,	hala!
    A	lo	que	Martha	siempre	replicaba	que	ella	iba	a	ser	riquísima	sin	necesidad	de
casarse	 con	 nadie.	 Entonces	 tenía	 que	 venir	 Sophie	 a	 separarlas	 y	 arreglarles	 los
desgarrones	 de	 la	 ropa.	 Era	 muy	 habilidosa	 con	 la	 aguja.	 Incluso	 llegó	 a	 hacerles
vestidos	a	sus	hermanas.	Antes	de	que	esta	historia	comenzara	de	verdad,	a	Lettie	le
cosió	un	vestido	de	un	rosa	intenso	para	celebrar	la	fiesta	de	mayo,	que	en	opinión	de
Fanny	parecía	salido	de	la	tienda	más	cara	de	Kingsbury.
    Por	aquella	época,	todo	el	mundo	había	vuelto	a	hablar	de	la	bruja	del	Páramo.	Se
decía	que	había	amenazado	de	muerte	a	la	hija	del	Rey,	y	que	éste	había	enviado	al
Páramo	 a	 su	 mago	 personal,	 el	 mago	 Suliman,	 para	 que	 se	 encargara	 de	 ella.	 Y,	 al
parecer,	el	mago	Suliman	no	sólo	había	sido	incapaz	de	cumplir	el	encargo,	sino	que
la	bruja	había	acabado	con	él.
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     Así	 pues,	 cuando	 unos	 meses	 más	 tarde	 apareció	 de	 repente	 un	 castillo	 alto	 y
negro	 sobre	 las	 colinas	 de	 Market	 Chipping,	 despidiendo	 columnas	 de	 humo	 sucio
por	 sus	 cuatro	 torres,	 todos	 estuvieron	 convencidos	 de	 que	 la	 bruja	 había	 vuelto	 a
salir	del	Páramo	y	estaba	dispuesta	a	aterrorizar	al	país	como	lo	hizo	cincuenta	años
atrás.	La	gente	estaba	muy	asustada.	Nadie	salía	solo,	especialmente	de	noche.	Y	lo
más	 terrorífico	 era	 que	 el	 castillo	 no	 siempre	 estaba	 en	 el	 mismo	 sitio.	 A	 veces,	 el
castillo	 se	 veía	 como	 una	 mancha	 alta	 y	 negra	 en	 los	 terrenos	 yermos	 al	 noroeste,
otras	sobresalía	sobre	las	rocas	al	este,	y	en	algunas	ocasiones	se	acercaba	a	la	ladera
y	se	colocaba	sobre	los	brezos,	al	norte,	un	poco	más	allá	de	la	última	granja.	De	vez
en	 cuando	 se	 movía,	 echando	 bocanadas	 de	 humo	 gris	 y	 sucio	 por	 sus	 torres.	 Al
principio	 todo	 el	 mundo	 creía	 que	 muy	 pronto	 el	 castillo	 llegaría	 a	 plantarse	 en	 el
medio	del	valle,	y	el	alcalde	habló	de	pedir	ayuda	al	Rey.
     Pero	el	castillo	se	quedó	rondando	por	las	colinas	y	se	supo	que	no	pertenecía	a	la
bruja,	sino	al	mago	Howl.	El	mago	Howl	tampoco	era	un	santo.	Aunque	al	parecer	no
quería	 abandonar	 las	 colinas,	 se	 rumoreaba	 que	 le	 divertía	 atrapar	 a	 jovencitas	 y
quitarles	 el	 alma.	 Otros	 aseguraban	 que	 se	 comía	 sus	 corazones.	 Era	 un	 mago
absolutamente	frío	y	sin	escrúpulos	y	ninguna	joven	estaría	segura	si	él	andaba	cerca.
Sophie,	Lettie	y	Martha,	igual	que	las	demás	muchachas	de	Market	Chipping,	tenían
prohibido	salir	solas,	lo	que	resultaba	muy	pesado.	Se	preguntaban	para	qué	querría	el
mago	Howl	todas	aquellas	almas	que	coleccionaba.
     Pero	 al	 poco	 tiempo	 tuvieron	 otras	 cosas	 en	 qué	 pensar,	 porque	 el	 señor	 Hatter
murió	de	repente	justo	cuando	Sophie	era	lo	bastante	mayor	para	dejar	el	colegio.	Y
entonces	se	descubrió	que	el	orgullo	que	sentía	por	sus	hijas	había	sido	excesivo:	para
pagar	la	matrícula	del	colegio	había	contraído	pesadas	deudas.	Después	del	funeral,
Fanny	se	sentó	con	las	niñas	en	la	casa	que	tenían	junto	a	la	tienda	y	les	explicó	la
situación.
     —Me	 temo	 que	 las	 tres	 tenéis	 que	 abandonar	 el	 colegio	 —dijo—.	 He	 estado
haciendo	todo	tipo	de	cuentas	y	la	única	forma	de	mantener	el	negocio	y	cuidaros	a
las	 tres	 es	 que	 os	 coloquéis	 como	 aprendizas	 en	 algún	 sitio.	 No	 es	 práctico	 que	 os
quedéis	 todas	 en	 la	 tienda.	 No	 puedo	 permitírmelo.	 Así	 que	 esto	 es	 lo	 que	 he
decidido.	Primero	Lettie…
     Lettie	levantó	la	vista,	con	un	aspecto	de	radiante	salud	y	belleza	que	ni	siquiera
la	pena	y	el	luto	podían	ocultar.
     —Yo	quiero	seguir	aprendiendo	—dijo.
     —Y	así	será,	cariño	—replicó	Fanny—.	He	dispuesto	que	entres	como	aprendiza
en	casa	de	Cesari,	el	pastelero	de	la	Plaza	del	Mercado.	Tienen	la	reputación	de	tratar
a	sus	aprendices	como	a	reyes,	y	serás	muy	feliz	allí,	además	de	aprender	un	oficio
útil.	La	señora	Cesari	es	una	buena	clienta	y	amiga,	y	ha	accedido	a	colocarte	en	su
casa	como	un	favor	personal.
     Lettie	soltó	una	carcajada	que	dejaba	ver	que	no	estaba	contenta	en	absoluto.
     —Vaya,	muchas	gracias	—dijo—.	Menos	mal	que	me	gusta	cocinar.
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    Fanny	parecía	aliviada.	A	veces	Lettie	podía	ponerse	muy	cabezota.
    —Y	ahora	Martha	—dijo—.	Ya	sé	que	eres	demasiado	pequeña	para	trabajar,	así
que	se	me	ha	ocurrido	algo	que	te	proporcionará	un	aprendizaje	largo	y	tranquilo	que
te	será	útil	para	cualquier	cosa	que	decidas	hacer	después.	¿Conoces	a	mi	amiga	del
colegio,	Annabel	Fairfax?
    Martha,	que	era	delgada	y	rubia,	clavó	sus	grandes	ojos	grises	en	Fanny	casi	con
la	misma	determinación	que	Lettie.
    —¿Esa	que	habla	tanto?	—preguntó—.	¿No	es	Bruja?
    —Sí,	 lo	 es,	 y	 tiene	 una	 bonita	 casa	 con	 muchos	 clientes	 de	 todo	 el	 valle	 de
Folding	—dijo	Fanny	entusiasmada—.	Es	una	buena	mujer.	Te	enseñará	todo	lo	que
sabe	 y	 seguramente	 te	 presentará	 a	 mucha	 gente	 importante	 de	 Kingsbury.	 Cuando
termine	contigo	estarás	bien	preparada	para	la	vida.
    —Es	simpática	—admitió	Martha—.	De	acuerdo.
    A	Sophie	le	pareció	que	Fanny	lo	había	hecho	muy	bien.	Lettie,	al	ser	la	mediana,
seguramente	nunca	llegaría	muy	lejos,	así	que	Fanny	la	había	colocado	donde	tendría
oportunidades	 de	 conocer	 a	 un	 aprendiz	 joven	 y	 guapo	 y	 vivir	 feliz	 para	 siempre.
Martha,	que	estaba	destinada	a	labrarse	su	fortuna,	contaría	para	ello	con	la	ayuda	de
la	brujería	y	de	amigos	ricos.	Y	en	cuanto	a	sí	misma,	no	tenía	la	menor	duda	de	qué
le	esperaba.	No	le	sorprendió	lo	más	mínimo	cuando	Fanny	dijo:
    —Y	ahora,	Sophie,	cariño,	me	parece	lo	más	justo	que	heredes	esta	tienda	cuando
yo	me	retire,	ya	que	eres	la	mayor.	Así	que	he	decidido	tomarte	como	aprendiza	para
darte	la	oportunidad	de	conocer	el	negocio.	¿Qué	te	parece?
    Sophie	 no	 podía	 admitir	 que	 se	 sentía	 resignada	 por	 heredar	 el	 negocio	 de	 los
sombreros.	Le	dio	las	gracias.
    —¡Entonces	todo	arreglado!	—dijo	Fanny.
    Al	día	siguiente	Sophie	ayudó	a	Martha	a	guardar	su	ropa	en	una	caja	y	al	otro	la
vieron	 marcharse	 montada	 en	 una	 carreta,	 pequeña,	 erguida	 y	 nerviosa.	 El	 camino
hacia	Upper	Bolding,	donde	vivía	la	señora	Fairfax,	atravesaba	las	colinas	y	pasaba
junto	al	castillo	del	mago	Howl.	Era	comprensible	que	Martha	tuviera	miedo.
    —No	le	pasará	nada	—dijo	Lettie.
    Lettie	se	había	negado	a	ayudar	con	el	equipaje.	Cuando	la	carreta	desapareció	en
el	horizonte,	Lettie	metió	todas	sus	pertenencias	en	una	funda	de	almohada	y	le	pagó
al	criado	del	vecino	una	moneda	de	seis	peniques	para	que	la	ayudara	a	llevarla	en
una	carretilla	a	casa	de	Cesari	en	la	Plaza	del	Mercado.
    Lettie	marchaba	detrás	de	la	carretilla	con	un	aspecto	mucho	más	animado	de	lo
que	 Sophie	 había	 supuesto.	 La	 verdad	 es	 que	 daba	 la	 impresión	 de	 que	 se	 había
quitado	de	encima	la	sombrerería.
    El	 chico	 de	 los	 recados	 regresó	 con	 una	 nota	 de	 Lettie	 que	 decía	 que	 había
colocado	sus	cosas	en	el	dormitorio	de	las	chicas	y	que	Cesari	le	parecía	un	sitio	muy
divertido.	Una	semana	más	tarde	el	carretero	trajo	una	carta	de	Martha	diciendo	que
había	llegado	bien	y	que	la	señora	Fairfax	era	encantadora	y	que	le	ponía	miel	a	todo,
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porque	 tenía	 colmenas.	 Y	 aquello	 fue	 lo	 único	 que	 supo	 Sophie	 de	 sus	 hermanas
durante	algún	tiempo,	porque	ella	también	empezó	su	aprendizaje	el	mismo	día	que
Martha	y	Lettie	se	marcharon.
    Como	 es	 natural,	 Sophie	 ya	 conocía	 el	 negocio	 de	 los	 sombreros	 bastante	 bien.
Desde	muy	pequeña	había	jugado	en	el	taller	al	otro	lado	del	patio	donde	se	mojaban
los	sombreros,	se	moldeaban	sobre	hormas	de	madera	y	se	fabricaban	flores,	frutas	y
otros	ornamentos	de	cera	y	seda	para	adornarlos.	Conocía	a	todos	los	trabajadores.	La
mayoría	ya	estaba	allí	cuando	su	padre	era	niño.	Conocía	a	Bessie,	la	única	ayudante
de	la	tienda	que	quedaba.	Conocía	a	los	clientes	que	compraban	los	sombreros	y	al
hombre	que	conducía	el	carro	que	traía	los	sombreros	de	paja	natural	del	campo	para
que	les	dieran	forma	en	el	taller.	Conocía	a	los	demás	proveedores	y	sabía	cómo	se
hacía	el	fieltro	para	los	modelos	de	invierno.	En	realidad	no	había	mucho	que	Fanny
pudiera	 enseñarle,	 excepto	 tal	 vez	 cuál	 era	 la	 mejor	 manera	 de	 conseguir	 que	 un
cliente	comprara	un	sombrero.
    —Tienes	 que	 conducirlos	 poco	 a	 poco	 hacia	 el	 más	 apropiado,	 cariño	 —le
explicó	Fanny—.	Primero	les	enseñas	los	que	no	les	quedarán	bien	del	todo,	para	que
noten	la	diferencia	en	cuanto	se	pongan	el	adecuado.
    La	verdad	es	que	Sophie	no	se	dedicaba	mucho	a	vender	sombreros.	Después	de
pasar	un	día	observando	en	el	taller	y	otro	día	visitando	con	Fanny	los	mercaderes	de
paños	y	sedas,	su	madrastra	la	puso	a	rematar	sombreros.	Sophie	se	sentaba	en	una
pequeña	alcoba	en	la	trastienda,	cosiendo	rosas	en	las	pamelas	y	velos	en	los	bonetes,
forrándolos	todos	con	seda	y	adornándolos	con	frutas	de	cera	y	lazos	de	colores.	Se	le
daba	 muy	 bien.	 Y	 le	 gustaba.	 Pero	 se	 sentía	 aislada	 y	 un	 poco	 aburrida.	 Los
trabajadores	del	taller	eran	demasiado	mayores	para	ser	entretenidos	y,	además,	no	la
trataban	como	a	uno	de	ellos	sino	como	a	alguien	que	algún	día	heredaría	el	negocio.
Bessie	 la	 trataba	 igual.	 Y	 de	 todas	 formas	 sobre	 lo	 único	 que	 hablaba	 era	 sobre	 el
granjero	con	el	que	iba	a	casarse	la	semana	siguiente	a	la	fiesta	de	mayo.	Sophie	tenía
celos	 de	 Fanny,	 que	 podía	 salir	 a	 regatear	 con	 el	 mercader	 de	 sedas	 siempre	 que
quería.
    Lo	más	interesante	eran	las	conversaciones	de	los	clientes.	Es	imposible	comprar
un	sombrero	sin	cotillear.	Sophie	se	sentaba	en	su	alcoba	y	mientras	daba	puntadas	se
enteraba	de	que	el	alcalde	no	comía	jamás	verdura	y	de	que	el	castillo	del	mago	Howl
había	vuelto	a	los	acantilados,	hay	que	ver	cómo	es,	y	bla,	bla,	bla…	Siempre	bajaban
la	voz	cuando	empezaban	a	hablar	del	mago	Howl,	pero	Sophie	se	enteró	de	que	el
mes	 pasado	 había	 atrapado	 a	 una	 chica	 en	 el	 valle.	 «¡Barba	 azul!»,	 decían	 los
murmullos,	 que	 volvían	 a	 elevarse	 para	 afirmar	 que	 Jane	 Farrier	 era	 un	 auténtico
desastre	 a	 la	 hora	 de	 arreglarse	 el	 pelo.	 Ésa	 desde	 luego	 no	 conseguiría	 atraer	 ni
siquiera	al	mago	Howl,	y	mucho	menos	a	un	hombre	respetable.	Y	entonces	se	oía	un
breve	y	temeroso	susurro	sobre	la	bruja	del	Páramo.	Sophie	empezó	a	pensar	que	el
mago	Howl	y	la	bruja	del	Páramo	deberían	emparejarse.
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     —Parecen	hechos	el	uno	para	el	otro.	Alguien	debería	organizarles	una	cita	—le
dijo	al	sombrero	que	estaba	adornando	en	ese	momento.
     Pero	a	finales	de	mes,	todos	los	chismes	de	la	tienda	se	centraron	de	repente	en
Lettie.	Al	parecer,	Cesari	estaba	lleno	de	caballeros	de	la	mañana	a	la	noche,	todos
comprando	 grandes	 cantidades	 de	 pasteles	 y	 exigiendo	 ser	 atendidos	 por	 Lettie.	 Ya
había	 recibido	 diez	 propuestas	 de	 matrimonio,	 que	 iban,	 en	 orden	 de	 importancia,
desde	 el	 hijo	 del	 alcalde	 hasta	 el	 barrendero,	 y	 las	 había	 rechazado	 todas	 alegando
que	todavía	era	demasiado	joven	para	decidirse.
     —Me	parece	algo	muy	sensato	por	su	parte	—le	comentó	Sophie	a	un	bonete	que
estaba	forrando	con	seda.
     A	Fanny	la	alegraron	aquellas	noticias.
     —¡Sabía	que	le	iría	bien!	—dijo	contenta.	A	Sophie	se	le	ocurrió	que	a	Fanny	le
alegraba	no	tener	a	Lettie	cerca.
     —Lettie	es	terrible	para	el	negocio	—le	dijo	al	bonete,	frunciendo	la	seda	color
champiñón—.	 Ella	 conseguiría	 que	 incluso,	 viejo	 y	 desaliñado,	 parecieras	 elegante.
Pero	las	demás	miran	a	Lettie	y	se	desesperan.
     Sophie	 hablaba	 cada	 vez	 más	 con	 los	 sombreros	 a	 medida	 que	 pasaban	 las
semanas.	 No	 tenía	 a	 nadie	 más	 con	 quién	 hablar.	 Fanny	 se	 pasaba	 casi	 todo	 el	 día
fuera,	 haciendo	 negocios	 o	 intentando	 conseguir	 más	 clientas	 y	 Bessie	 estaba
ocupada	atendiendo	y	contándole	a	todo	el	mundo	sus	planes	de	boda.	Sophie	tomó
por	costumbre	colocar	los	sombreros	en	sus	hormas	de	madera	cuando	los	terminaba,
donde	quedaban	como	una	cabeza	de	verdad,	y	siempre	hacía	una	pausa	para	decirle
a	cada	uno	cómo	sería	el	cuerpo	que	le	correspondería.	Solía	halagar	al	sombrero	un
poco,	porque	a	los	clientes	hay	que	engatusarlos.
     —Posees	un	atractivo	misterioso	—le	dijo	a	uno	cubierto	con	un	velo	de	brillos
ocultos.	A	una	pamela	ancha	de	color	crema	con	rosas	bajo	el	ala	le	dijo—:	¡Vas	a
tener	que	casarte	con	un	rico!	—y	a	otro	sombrero	de	paja	de	color	verde	manzana
con	una	pluma	verde	y	rizada	le	dijo—:	Eres	tan	joven	como	una	hoja	de	primavera.
     A	 los	 bonetes	 rosas	 les	 decía	 que	 eran	 dulces	 y	 encantadores	 y	 a	 los	 sombreros
elegantes	adornados	con	terciopelo	que	eran	ingeniosos.	Y	al	bonete	color	champiñón
le	dijo:
     —Tienes	un	corazón	de	oro	y	alguno	de	buena	posición	lo	verá	y	se	enamorará	de
ti	 —aquello	 lo	 dijo	 porque	 sentía	 lástima	 de	 aquel	 bonete	 en	 particular.	 Parecía	 tan
remilgado	y	tan	soso.
     Al	día	siguiente	llegó	a	la	tienda	Jane	Farrier	y	lo	compró.	Era	cierto	que	tenía	el
pelo	un	poco	raro,	pensó	Sophie	observándola	desde	su	alcoba,	como	si	se	lo	hubiera
enrollado	en	unas	tenazas.	Era	una	pena	que	Jane	hubiera	escogido	aquel	bonete.	Para
entonces	todo	el	mundo	venía	a	la	tienda	a	comprar.	Tal	vez	fuera	la	promoción	de
Fanny	o	tal	vez	que	se	acercaba	la	primavera,	pero	era	evidente	que	el	negocio	de	los
sombreros	iba	en	aumento.	Fanny	empezó	a	decir,	con	tono	un	poco	culpable:
                                 ebookelo.com	-	Página	11
     —Creo	que	no	debería	haberme	dado	tanta	prisa	en	colocar	a	Martha	y	a	Lettie.
Podríamos	habernos	arreglado.
     Cuando	 abril	 se	 iba	 acercando	 a	 la	 fiesta	 de	 mayo,	 había	 tantos	 clientes	 que
Sophie	tuvo	que	ponerse	un	modesto	traje	gris	y	ayudar	en	la	tienda	también.	Pero	la
demanda	era	tanta	que	entre	cliente	y	cliente	se	dedicaba	a	adornar	sombreros	y	todas
las	tardes	se	los	llevaba	a	casa,	en	la	puerta	de	al	lado,	donde	trabajaba	a	la	luz	de	un
quinqué	hasta	bien	entrada	la	noche	para	tener	sombreros	que	vender	al	día	siguiente.
Los	 sombreros	 verdes	 como	 el	 de	 la	 esposa	 del	 alcalde	 estaban	 muy	 solicitados,	 al
igual	 que	 los	 bonetes	 rosas.	 Y	 entonces,	 la	 semana	 antes	 de	 la	 fiesta,	 alguien	 entró
pidiendo	 el	 de	 color	 champiñón	 con	 fruncidos,	 como	 el	 que	 llevaba	 Jane	 Farrier
cuando	se	fugó	con	el	conde	de	Catterack.
     Aquella	noche,	mientras	cosía,	Sophie	tuvo	que	admitir	que	su	vida	era	bastante
insulsa.	 En	 lugar	 de	 hablar	 con	 los	 sombreros,	 se	 los	 fue	 probando	 todos	 al
terminarlos,	mirándose	en	el	espejo.	Aquello	fue	un	error.	Aquel	severo	traje	gris	no
le	sentaba	bien,	especialmente	con	los	ojos	enrojecidos	de	tanto	coser.	Y	como	tenía
el	 pelo	 de	 color	 paja	 rojiza,	 ni	 el	 verde	 ni	 el	 rosa	 le	 quedaban	 bien.	 Y	 el	 de	 los
fruncidos	color	champiñón	le	daba	un	aspecto	sencillamente	horroroso.
     —¡Como	una	vieja	solterona!	—dijo	Sophie.
     No	 es	 que	 quisiera	 fugarse	 con	 un	 conde,	 como	 Jane	 Farrier,	 ni	 siquiera	 quería
que	la	mitad	del	pueblo	le	pidiera	matrimonio,	como	a	Lettie.	Pero	quería	hacer	algo,
no	 estaba	 segura	 de	 qué,	 algo	 que	 fuera	 un	 poco	 más	 interesante	 que	 adornar
sombreros.	Pensó	que	al	día	siguiente	sacaría	tiempo	para	ir	a	hablar	con	Lettie.
     Pero	no	fue.	O	le	faltaba	tiempo	o	fuerzas,	o	le	parecía	que	la	Plaza	del	Mercado
estaba	 muy	 lejos,	 o	 recordaba	 que	 si	 iba	 sola	 estaría	 en	 peligro	 a	 causa	 del	 mago
Howl.	Fuera	lo	que	fuese,	cada	día	le	parecía	más	difícil	ir	a	ver	a	su	hermana.	Era
muy	 extraño.	 Sophie	 siempre	 se	 había	 considerado	 tan	 decidida	 como	 Lettie.	 Pero
ahora	se	daba	cuenta	de	que	había	cosas	que	sólo	era	capaz	de	hacer	cuando	ya	no	le
quedaba	ninguna	excusa.
     —¡Esto	es	absurdo!	—dijo	Sophie—.	La	Plaza	de	Mercado	está	a	dos	calles	de
aquí.	Si	voy	corriendo…
     Y	 se	 prometió	 que	 al	 día	 siguiente	 se	 acercaría	 a	 Cesari	 cuando	 la	 sombrerería
estuviera	cerrada	por	ser	la	fiesta	de	mayo.
     Entretanto,	a	la	tienda	llegó	un	nuevo	rumor.	Se	decía	que	el	Rey	se	había	peleado
con	 su	 propio	 hermano,	 el	 príncipe	 Justin,	 y	 que	 el	 príncipe	 se	 había	 marchado	 al
exilio.	Nadie	sabía	a	ciencia	cierta	cuáles	habían	sido	las	razones	de	la	pelea,	pero	el
príncipe	había	pasado	por	Market	Chipping	de	incógnito	hacía	dos	meses	y	nadie	lo
había	reconocido.	El	Rey	había	enviado	al	conde	de	Catterack	a	buscarlo	y,	en	vez	de
eso,	 se	 encontró	 con	 Jane	 Farrier.	 Sophie	 se	 puso	 triste	 al	 escucharlo.	 En	 el	 mundo
ocurrían	 cosas	 interesantes,	 pero	 siempre	 a	 los	 demás.	 De	 todas	 formas,	 sería
agradable	ver	a	Lettie.
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     Llegó	 la	 fiesta	 de	 mayo.	 Desde	 el	 amanecer,	 las	 calles	 se	 llenaron	 de	 júbilo.
Fanny	salió	temprano,	pero	Sophie	tenía	que	terminar	primero	un	par	de	sombreros.
Cantaba	 mientras	 trabajaba.	 Al	 fin	 y	 al	 cabo,	 Lettie	 también	 estaba	 trabajando.	 Los
días	de	fiesta,	Cesari	abría	hasta	la	media	noche.
     —Voy	a	comprarme	un	pastelillo	de	crema	—decidió	Sophie—.	Hace	siglos	que
no	los	pruebo.
     Vio	cómo	la	gente	se	arremolinaba	al	otro	lado	del	escaparate,	con	ropas	de	vivos
colores.	 Había	 vendedores	 de	 recuerdos	 y	 saltimbanquis	 caminando	 sobre	 zancos.
Sophie	los	contempló	entusiasmada.
     Pero	cuando	por	fin	se	echó	un	chal	gris	sobre	el	vestido	gris	y	salió	a	la	calle,	su
entusiasmo	se	desvaneció.	Se	sintió	abrumada.	Había	demasiada	gente	corriendo	a	su
alrededor,	 riéndose	 y	 gritando,	 demasiado	 ruido	 y	 ajetreo.	 Sophie	 se	 sintió	 como	 si
los	meses	que	había	pasado	sentada	cosiendo	la	hubieran	transformado	en	una	vieja	o
la	hubieran	dejado	medio	inválida.	Se	envolvió	bien	en	el	chal	y	avanzó	pegada	a	las
casas,	intentando	evitar	que	los	zapatos	de	domingo	de	la	multitud	la	pisaran	o	que	le
clavaran	uno	de	aquellos	codos	cubiertos	por	larguísimas	mangas	de	seda.	Cuando	de
repente	 se	 oyó	 una	 lluvia	 de	 explosiones	 en	 el	 aire,	 Sophie	 pensó	 que	 se	 iba	 a
desmayar.	Levantó	la	vista	y	vio	el	castillo	del	mago	Howl	justo	sobre	la	ladera	de	la
colina	a	las	afueras	de	la	ciudad,	tan	cerca	que	parecía	apoyado	sobre	las	chimeneas.
De	las	cuatro	torres	del	castillo	salían	llamas	azules	despidiendo	bolas	de	fuego	azul
que	 explotaban	 en	 el	 cielo	 con	 un	 estruendo	 horrible.	 El	 mago	 Howl	 parecía	 estar
molesto	 por	 la	 fiesta.	 O	 tal	 vez	 estaba	 intentando	 participar,	 a	 su	 manera.	 Sophie
estaba	 tan	 aterrorizada	 que	 no	 le	 interesaba	 saber	 cuál	 era	 el	 motivo.	 Se	 habría
marchado	a	casa,	pero	para	entonces	ya	estaba	a	mitad	de	camino	hacia	Cesari.	Echó
a	correr.
     —¿Cómo	 se	 me	 ocurrió	 desear	 que	 mi	 vida	 fuese	 interesante?	 —se	 preguntó
mientras	corría—.	Me	daría	demasiado	miedo.	Eso	me	pasa	por	ser	la	mayor	de	tres
hermanas.
     Cuando	llegó	a	la	Plaza	del	Mercado,	fue	todavía	peor.	Allí	estaban	la	mayoría	de
las	 posadas.	 Había	 grupos	 de	 jóvenes	 que	 se	 tambaleaban	 ebrios	 de	 un	 lado	 a	 otro,
arrastrando	 los	 faldones	 de	 las	 chaquetas	 y	 las	 mangas	 y	 dando	 zapatazos	 con	 las
botas	 con	 hebillas	 que	 nunca	 hubieran	 soñado	 con	 ponerse	 en	 un	 día	 de	 trabajo,
lanzando	 exclamaciones	 y	 atosigando	 a	 las	 jovencitas.	 Ellas	 paseaban	 elegantes	 de
dos	en	dos,	listas	para	dejarse	atosigar.	Era	una	fiesta	de	mayo	perfectamente	normal,
pero	 a	 Sophie	 también	 le	 daba	 miedo	 todo	 aquello.	 Y	 cuando	 un	 joven	 con	 un
fantástico	 traje	 azul	 y	 plateado	 la	 vio	 y	 decidió	 abordarla	 también	 a	 ella,	 Sophie	 se
escabulló	 en	 el	 portal	 de	 una	 tienda	 e	 intentó	 esconderse.	 El	 joven	 la	 miró
sorprendido.
     —No	pasa	nada,	ratoncita	gris	—le	dijo,	con	una	sonrisa	como	compadeciéndose
—.	Sólo	quiero	invitarte	a	tomar	algo.	No	pongas	esa	cara	de	miedo.
                                  ebookelo.com	-	Página	13
    Su	mirada	de	lástima	hizo	que	Sophie	se	sintiera	totalmente	avergonzada.	Era	un
hombre	elegante,	con	un	rostro	huesudo	y	refinado,	bastante	mayor,	bien	entrada	la
veintena,	 y	 con	 el	 pelo	 rubio	 cuidadosamente	 peinado.	 Las	 mangas	 de	 su	 chaqueta
colgaban	más	que	ninguna,	con	bordes	de	volantes	y	remates	plateados.
    —Oh,	no,	gracias,	por	favor,	señor	—tartamudeó	Sophie—.	Yo	iba,	iba	a	ver	a	mi
hermana.
    —Entonces	 vete	 a	 verla,	 por	 supuesto	 —sonrió	 aquel	 joven	 maduro—.	 ¿Quién
soy	yo	para	impedir	que	una	dama	vea	a	su	hermana?	¿Quieres	que	te	acompañe,	ya
que	pareces	tan	asustada?
    Lo	 dijo	 con	 amabilidad,	 lo	 que	 hizo	 que	 Sophie	 sintiera	 más	 vergüenza	 que
nunca.
    —No.	 ¡No,	 gracias,	 señor!	 —jadeó	 y	 salió	 corriendo	 dejándolo	 atrás.	 También
llevaba	perfume.	El	olor	a	jacintos	la	siguió	mientras	se	alejaba.
    «¡Qué	 hombre	 tan	 elegante!»,	 pensó	 Sophie	 mientras	 se	 abría	 paso	 entre	 las
mesitas	a	la	entrada	de	Cesari.
    Las	mesas	estaban	abarrotadas.	Dentro	había	tanta	gente	y	tanto	ruido	como	en	la
plaza.	Sophie	localizó	a	Lettie	entre	la	fila	de	ayudantes	que	servían	tras	el	mostrador
gracias	al	grupo	de	hijos	de	granjeros	que	apoyaban	los	codos	en	él	gritándole	cosas.
    Lettie,	más	guapa	que	nunca	y	tal	vez	un	poco	más	delgada,	metía	pastelillos	en
las	bolsas	tan	aprisa	como	podía,	cerrando	cada	bolsa	con	una	hábil	rosca	y	mirando
por	debajo	del	codo	con	una	sonrisa	y	una	respuesta	por	cada	bolsa	que	cerraba.	Se
oían	muchas	risas.	Sophie	tuvo	que	abrirse	paso	hacia	el	mostrador.	Lettie	la	vio.	Por
un	 momento	 pareció	 quedarse	 pasmada.	 Luego	 sus	 ojos	 y	 su	 sonrisa	 brillaron	 al
gritar:
    —¡Sophie!
    —¿Puedo	 hablar	 contigo?	 —gritó	 Sophie—.	 En	 algún	 sitio	 —gritó	 un	 poco
perdida	cuando	un	codo	grande	y	bien	vestido	la	apartó	del	mostrador	de	un	empujón.
    —¡Un	 momento!	 —le	 contestó	 Lettie	 también	 a	 gritos.	 Dio	 un	 paso	 atrás,	 se
volvió	hacia	la	chica	que	estaba	junto	a	ella	y	le	susurró	algo.	La	chica	asintió,	sonrió
y	ocupó	el	lugar	de	Lettie.
    —Tendréis	 que	 conformaros	 conmigo	 —le	 dijo	 a	 la	 multitud—.	 ¿Quién	 es	 el
siguiente?
    —¡Pero	yo	quiero	hablar	contigo,	Lettie!	—gritó	uno	de	los	granjeros.
    —Habla	con	Carrie	—respondió	Lettie—.	Yo	quiero	hablar	con	mi	hermana.
    A	 nadie	 pareció	 importarle.	 Empujaron	 a	 Sophie	 hacia	 el	 final	 del	 mostrador,
donde	Lettie	la	llamaba	y	mantenía	abierta	una	trampilla	para	ella,	y	le	dijeron	que	no
tuviera	a	Lettie	ocupada	todo	el	día.	Cuando	pasó	por	la	trampilla,	Lettie	la	cogió	por
la	muñeca	y	la	llevó	hacia	el	fondo	de	la	tienda,	hasta	una	habitación	llena	de	rejillas
de	madera,	todas	ellas	repletas	de	filas	de	pasteles.	Lettie	sacó	dos	taburetes.
    —Siéntate	—le	dijo.	Miró	al	estante	más	cercano,	de	forma	distraída,	y	le	pasó	a
Sophie	un	pastelillo	de	crema—.	Puede	que	te	haga	falta.
                               ebookelo.com	-	Página	14
    Sophie	se	dejó	caer	en	el	taburete	y	aspiró	el	rico	aroma	del	pastelillo,	sintiéndose
un	poco	llorosa.
    —¡Ay,	Lettie!	—exclamó—.	¡Me	alegro	tanto	de	verte!
    —Sí,	y	yo	me	alegro	de	que	estés	sentada	—respondió	Lettie—.	Porque	no	soy
Lettie.	Soy	Martha.
                               ebookelo.com	-	Página	15
                                          Capítulo	2
                  «En	el	que	Sophie	debe	salir	a	buscar	fortuna»
                                   ebookelo.com	-	Página	16
    Martha	se	balanceó	en	el	taburete,	con	una	gran	sonrisa	sobre	la	cara	de	Lettie,
haciendo	girar	los	pulgares	de	contento.
    —Quiero	casarme	y	tener	diez	hijos.
    —¡Eres	demasiado	joven!	—exclamó	Sophie.
    —Es	 verdad	 —admitió	 Martha—.	 Pero	 comprenderás	 que	 tengo	 que	 empezar
bastante	 pronto	 si	 quiero	 tener	 diez.	 Y	 así	 tendré	 tiempo	 de	 ver	 si	 la	 persona	 que
quiero	me	quiere	por	mí	misma.	El	conjuro	irá	desapareciendo	poco	a	poco,	y	cada
vez	seré	más	yo	misma.
    Sophie	 estaba	 tan	 maravillada	 que	 se	 terminó	 el	 pastel	 sin	 darse	 cuenta	 de	 qué
clase	de	pastel	era.
    —¿Y	por	qué	diez	hijos?
    —Porque	ésos	son	los	que	quiero	—respondió	Martha.
    —¡No	tenía	ni	idea!
    —Bueno,	no	tenía	mucho	sentido	contártelo	porque	tú	siempre	le	dabas	la	razón	a
mamá	 sobre	 que	 yo	 tenía	 que	 hacer	 fortuna	 —dijo	 Martha—.	 Creíste	 que	 mamá	 lo
decía	en	serio.	Y	yo	también,	hasta	que	papá	murió	y	vi	que	lo	único	que	quería	era
librarse	de	nosotras:	colocó	a	Lettie	donde	conocería	a	muchos	hombres	y	se	casaría
pronto,	y	a	mí	me	mandó	lo	más	lejos	que	pudo.	Estaba	tan	enfadada	que	pensé	que
valía	la	pena	intentarlo.	Hablé	con	Lettie	y,	como	ella	estaba	igual	de	enfadada,	nos
pusimos	de	acuerdo.	Ahora	estamos	satisfechas.	Pero	las	dos	nos	sentimos	mal	por	ti.
Eres	demasiado	lista	y	buena	para	pasarte	el	resto	de	tu	vida	encerrada	en	esa	tienda.
Hemos	hablado	de	ello,	pero	no	sabemos	qué	hacer.
    —Estoy	bien	—protestó	Sophie—.	Tan	sólo	es	un	poco	aburrido.
    —¿Que	 estás	 bien?	 —exclamó	 Martha—.	 Sí,	 claro,	 y	 por	 eso	 no	 has	 venido	 a
verme	durante	meses	y	cuando	por	fin	apareces	es	con	un	horrible	vestido	gris	y	con
ese	chal.	¡Parece	que	hasta	yo	te	doy	miedo!	¿Qué	te	ha	hecho	mamá?
    —Nada	—dijo	Sophie	incómoda—.	Hemos	estado	muy	ocupadas.	No	hables	así
de	Fanny,	Martha.	Es	tu	madre.
    —Sí,	y	yo	me	parezco	a	ella	lo	bastante	para	entenderla	—replicó	Martha—.	Por
eso	 me	 mandó	 tan	 lejos,	 o	 al	 menos	 lo	 intentó.	 Mamá	 sabe	 que	 para	 explotar	 a
alguien	no	hace	falta	portarse	mal	con	él.	Ella	sabe	lo	obediente	que	eres.	Sabe	que
tienes	esa	idea	metida	en	la	cabeza	de	que	vas	a	ser	un	fracaso	por	ser	la	mayor.	Y	te
ha	manejado	perfectamente	y	ha	conseguido	que	trabajes	como	una	esclava	para	ella.
Seguro	que	ni	siquiera	te	paga.
    —Todavía	soy	aprendiza	—protestó	Sophie.
    —Y	 yo	 también,	 pero	 recibo	 un	 salario.	 Los	 Cesari	 saben	 que	 lo	 valgo	 —dijo
Martha—.	La	sombrerería	está	ganando	una	fortuna,	Sophie.	¡Y	todo	gracias	a	ti!	Tú
hiciste	el	sombrero	verde	con	el	que	la	mujer	del	alcalde	parece	una	colegiala,	¿a	que
sí?
    —El	verde	manzana.	Yo	lo	adorné	—dijo	Sophie.
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     —Y	el	bonete	que	llevaba	Jane	Ferrier	cuando	conoció	a	aquel	noble	—continuó
Martha—.	 Eres	 un	 genio	 con	 los	 sombreros	 y	 la	 ropa,	 Sophie.	 ¡Y	 mamá	 lo	 sabe!
Sellaste	 tu	 futuro	 cuando	 le	 hiciste	 aquel	 vestido	 a	 Lettie	 para	 la	 fiesta	 del	 año
pasado.	Y	ahora	eres	tú	quien	gana	el	dinero	mientras	ella	se	divierte	por	ahí.
     —Ella	hace	las	compras	—dijo	Sophie.
     —¡Las	 compras!	 —gritó	 Martha.	 Sus	 pulgares	 giraban	 enfurecidos—.	 Eso	 lo
liquida	en	media	mañana.	La	he	visto,	Sophie.	Y	he	oído	los	rumores.	¡Anda	por	ahí
en	un	carruaje	alquilado	y	con	ropa	nueva	gracias	a	lo	que	ganas	tú,	y	visita	todas	las
mansiones	 del	 valle!	 Dice	 que	 va	 comprar	 esa	 casa	 tan	 grande	 en	 Vale	 End	 y
establecerse	a	lo	grande.	¿Y	qué	haces	tú?
     —Bueno,	Fanny	se	merece	disfrutar	un	poco	después	de	todo	lo	que	ha	trabajado
para	criarnos	a	las	tres	—dijo	Sophie—.	Supongo	que	yo	heredaré	la	tienda.
     —¡Menudo	destino!	—exclamó	Martha—.	Oye…
     Pero	 en	 ese	 momento	 en	 el	 otro	 extremo	 de	 la	 habitación	 estaban	 retirando	 dos
rejillas	vacías	y	un	aprendiz	consiguió	asomar	la	cabeza	entre	ellas.
     —Me	pareció	oír	tu	voz,	Lettie	—dijo,	sonriendo	con	un	aire	de	lo	más	amistoso
y	 galante—.	 Acaba	 de	 salir	 otra	 hornada.	 Díselo	 a	 todos	 —su	 cabeza,	 cubierta	 por
cabello	 rizado	 y	 un	 tanto	 harinoso,	 volvió	 a	 desaparecer.	 A	 Sophie	 le	 pareció	 un
muchacho	simpático.	Estaba	deseando	preguntar	si	era	el	que	a	Martha	le	gustaba	de
verdad,	pero	no	tuvo	ocasión.	Martha	se	levantó	a	toda	prisa	sin	dejar	de	hablar.
     —Tengo	que	decirle	a	las	chicas	que	saquen	esto	a	la	tienda.	Ayúdame	con	ésta
—dijo	arrastrando	la	bandeja	más	cercana.	Sophie	la	ayudó	a	llevarla	hasta	la	tienda,
ruidosa	 y	 llena	 de	 actividad—.	 Tienes	 que	 hacer	 algo	 por	 ti	 misma,	 Sophie	 —
continuó	Martha	mientras	avanzaban—.	Lettie	no	dejaba	de	repetir	que	no	sabía	qué
pasaría	contigo	cuando	no	estuviéramos	nosotras	para	darte	un	poco	de	confianza	en
ti	misma.	Y	tenía	razón	en	preocuparse.
     En	 la	 tienda,	 la	 señora	 Cesari	 tomó	 la	 bandeja	 en	 sus	 enormes	 brazos,	 gritando
instrucciones,	y	una	hilera	de	ayudantes	pasó	corriendo	junto	a	Martha	para	recoger
las	 demás.	 Sophie	 se	 despidió	 a	 voces	 y	 se	 deslizó	 entre	 el	 tumulto.	 No	 le	 parecía
apropiado	quitarle	más	tiempo	a	Martha.	Además,	quería	estar	a	solas	para	pensar.	Se
fue	 a	 casa	 corriendo.	 Desde	 el	 prado	 donde	 se	 encontraba	 la	 Feria,	 junto	 al	 río,
estaban	 lanzando	 fuegos	 artificiales	 que	 competían	 con	 los	 relámpagos	 azules	 del
castillo	de	Howl.	Sophie	se	sintió	más	desvalida	que	nunca.
     Durante	 toda	 la	 semana	 siguiente	 no	 dejó	 de	 pensar	 y	 pensar,	 y	 lo	 único	 que
consiguió	fue	sentirse	confundida	y	descontenta.	Las	cosas	no	parecían	ser	como	ella
creía,	 estaba	 asombrada	 por	 lo	 que	 habían	 hecho	 Lettie	 y	 Martha.	 Durante	 muchos
años	las	había	mal	interpretado.	Pero	no	podía	creer	que	Fanny	fuera	el	tipo	de	mujer
que	decía	su	hermana.
     Tuvo	mucho	tiempo	para	pensar	porque,	aunque	Bessie	se	marchó	para	casarse	y
Sophie	 estaba	 casi	 siempre	 sola	 en	 la	 tienda,	 Fanny	 parecía	 pasar	 mucho	 tiempo
                                 ebookelo.com	-	Página	18
fuera,	divirtiéndose	o	no,	y	el	negocio	se	tranquilizó	después	de	las	fiestas.	Tres	días
más	tarde,	Sophie	se	atrevió	a	preguntarle	a	Fanny:
    —¿No	debería	ganar	un	sueldo?
    —¡Claro	que	sí,	cariño,	con	todo	lo	que	haces!	—respondió	Fanny	cariñosamente,
colocando	un	sombrero	rosa	en	el	escaparate—.	Me	encargaré	de	eso	en	cuanto	haya
hecho	las	cuentas	esta	noche.
    Y	 entonces	 salió	 y	 no	 regresó	 hasta	 que	 Sophie	 ya	 había	 cerrado	 la	 tienda	 y	 se
había	llevado	a	casa	los	sombreros	del	día	para	adornarlos.
    Al	 principio	 Sophie	 se	 sintió	 mal	 por	 haber	 hecho	 caso	 a	 Martha,	 pero	 cuando
Fanny	no	mencionó	su	sueldo	ni	aquella	noche	ni	en	toda	la	semana,	empezó	a	pensar
que	Martha	tenía	razón.
    —A	 lo	 mejor	 me	 está	 explotando	 —le	 dijo	 a	 un	 sombrero	 que	 estaba	 adornado
con	seda	roja	y	un	ramillete	de	cerezas	de	cera—,	pero	alguien	tiene	que	hacer	estas
cosas,	o	no	habría	sombreros	para	vender.
    Terminó	el	sombrero	y	estaba	mirando	uno	blanco	y	negro,	muy	elegante,	cuando
se	le	ocurrió	otra	cosa:
    —¿Acaso	importa	que	no	haya	sombreros	para	vender?	—le	preguntó.	Miró	a	su
alrededor,	a	los	sombreros	colocados	en	sus	hormas	o	esperando	en	un	montón	a	que
ella	 los	 adornara—.	 ¿Para	 qué	 servís,	 vamos	 a	 ver?	 —les	 preguntó—.	 A	 mí	 desde
luego	no	me	estáis	sirviendo	para	nada	bueno.
    	
    Y	 a	 punto	 estuvo	 de	 salir	 de	 casa	 a	 buscar	 fortuna,	 cuando	 recordó	 que	 era	 la
hermana	mayor	y	que	no	valía	la	pena.	Volvió	a	tomar	el	sombrero	con	un	suspiro.
    A	la	mañana	siguiente	todavía	seguía	descontenta,	sola	en	la	tienda,	cuando	una
joven	 de	 aspecto	 ordinario	 entró	 hecha	 una	 fiera,	 haciendo	 girar	 un	 bonete	 color
champiñón	que	sujetaba	por	los	lazos.
    —¡Mira	 esto!	 —exclamó	 la	 joven—.	 Me	 dijiste	 que	 era	 el	 mismo	 bonete	 que
llevaba	 Jane	 Ferrier	 cuando	 conoció	 al	 conde.	 Y	 era	 mentira.	 ¡No	 me	 ha	 ocurrido
nada	de	nada!
    —No	me	extraña	—dijo	Sophie,	sin	poder	contenerse—.	Si	eres	tan	tonta	como
para	 llevar	 ese	 bonete	 con	 esa	 cara,	 es	 que	 no	 tienes	 seso	 ni	 para	 distinguir	 al
mismísimo	Rey	si	apareciera	por	aquí.	Eso	si	no	se	convirtiese	en	piedra	nada	más
verte,	claro.
    La	 clienta	 le	 lanzó	 una	 mirada	 asesina.	 Luego	 le	 arrojó	 el	 bonete	 y	 salió	 de	 la
tienda.	Sophie	lo	metió	con	cuidado	en	la	papelera,	jadeando.	Según	decían	las	reglas,
el	que	pierde	los	nervios,	pierde	un	cliente.	Y	acababa	de	demostrar	que	era	cierto.	Lo
que	más	le	preocupó	fue	darse	cuenta	de	cómo	había	disfrutado.
    Sophie	no	tuvo	tiempo	de	recuperarse.	Se	oyó	el	sonido	de	las	ruedas	y	los	cascos
de	 un	 caballo	 y	 un	 carruaje	 oscureció	 el	 escaparate.	 La	 campana	 de	 la	 tienda
repiqueteó	 y	 entró	 la	 clienta	 más	 elegante	 que	 había	 visto	 nunca,	 con	 un	 chal	 color
arena	sobre	los	hombros	y	un	traje	negro	en	el	que	centelleaban	diamantes.	Los	ojos
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de	 Sophie	 se	 dirigieron	 en	 primer	 lugar	 hacia	 el	 ancho	 sombrero	 de	 la	 señora,	 que
tenía	auténticas	plumas	de	avestruz	teñidas	para	reflejar	los	rosas,	verdes	y	azules	que
refulgían	 en	 los	 diamantes,	 y	 seguía	 pareciendo	 negro	 al	 mismo	 tiempo.	 Aquel
sombrero	era	muy	caro.	El	rostro	de	la	dama	era	de	una	belleza	minuciosa.	El	pelo
castaño	le	hacía	parecer	joven,	pero…	Los	ojos	de	Sophie	se	posaron	en	el	joven	que
la	había	seguido.	Tenía	un	rostro	ligeramente	impreciso	y	el	pelo	rojizo,	iba	bastante
bien	 vestido	 pero	 estaba	 pálido	 y	 obviamente	 disgustado.	 Miró	 a	 Sophie	 con	 una
especie	de	horror	suplicante.	Era	más	joven	que	la	señora.	Sophie	estaba	confundida.
    —¿La	señora	Hatter?	—preguntó	la	dama	con	voz	musical	pero	autoritaria.
    —Sí,	soy	yo	—contestó	Sophie.	El	hombre	parecía	más	turbado	que	nunca.	Tal
vez	la	señora	fuese	su	madre.
    —He	 oído	 que	 hace	 unos	 sombreros	 maravillosos	 —dijo	 la	 señora—.
Muéstremelos.
    Sophie	 no	 se	 creía	 capaz	 de	 contestar	 con	 el	 humor	 en	 que	 estaba.	 Fue	 a	 la
trastienda	para	sacar	sombreros.	No	había	ninguno	de	la	categoría	de	aquella	dama,
pero	notó	que	el	hombre	la	seguía	con	la	mirada	y	aquello	le	puso	nerviosa.	Cuanto
antes	descubriera	la	señora	que	aquellos	sombreros	no	eran	adecuados	para	ella,	antes
se	marcharía	la	extraña	pareja.	Así	que	siguió	el	consejo	de	Fanny	y	sacó	primero	los
que	menos	la	favorecerían.
    La	señora	los	rechazó	de	inmediato.
    —Encantador	 —le	 dijo	 al	 bonete	 rosa—.	 Juventud	 —comentó	 sobre	 el	 verde
manzana.	Para	el	que	tenía	velos	y	brillos,	añadió—:	Aire	misterioso,	qué	obviedad.
¿Qué	más	tiene?
    Sophie	 sacó	 el	 sombrero	 más	 elegante,	 en	 blanco	 y	 negro,	 que	 era	 el	 único	 que
podría	remotamente	interesarle.	Ella	lo	miró	con	desprecio.
    —Éste	no	vale	de	nada	a	nadie.	Me	está	haciendo	usted	perder	el	tiempo,	señora
Hatter.
    —Sólo	 porque	 ha	 entrado	 usted	 en	 la	 tienda	 y	 ha	 pedido	 un	 sombrero	 —dijo
Sophie.	Detrás	de	la	señora,	el	hombre	abrió	la	boca	y	pareció	intentar	prevenirla	por
señas—.	No	somos	más	que	una	tienda	pequeña	en	una	ciudad	pequeña.	¿Por	qué	se
ha	molestado	en	entrar?	—terminó	Sophie,	preguntándose	qué	estaba	ocurriendo.
    —Siempre	me	molesto	cuando	alguien	trata	de	oponerse	a	la	bruja	del	Páramo	—
dijo	 la	 dama—.	 He	 oído	 hablar	 de	 usted,	 señora	 Hatter,	 y	 no	 aprecio	 ni	 su
competencia	ni	su	actitud.	He	venido	a	pararle	los	pies.	Eso	es	—extendió	la	mano
con	un	movimiento	descuidado	hacia	el	rostro	de	Sophie.
    —¿Quiere	decir	que	es	usted	la	bruja	del	Páramo?	—tembló	Sophie.	Le	pareció
que	la	voz	le	había	cambiado	del	miedo	y	el	asombro.
    —Lo	soy	—dijo	la	dama—.	Y	a	ver	si	esto	le	enseña	a	no	entrometerse	con	cosas
que	me	pertenecen.
    —No	 creo	 que	 yo	 haya	 hecho	 algo	 así.	 Debe	 de	 haber	 algún	 error	 —gimió
Sophie.	 El	 hombre	 la	 estaba	 mirando	 completamente	 horrorizado,	 aunque	 ella	 no
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sabía	por	qué.
    —No	es	ningún	error,	señora	Hatter	—dijo	la	bruja—.	Vamos,	Gastón	—se	dio	la
vuelta	y	avanzó	hasta	la	puerta	de	la	tienda.	Mientras	el	hombre	la	abría	servilmente,
la	bruja	se	dio	la	vuelta	y	le	dijo	a	Sophie—:	Por	cierto,	no	podrás	decirle	a	nadie	que
estás	bajo	los	efectos	de	un	conjuro	—dijo.	La	puerta	de	la	tienda	se	dobló	tras	ella
como	una	campana	fúnebre.
    Sophie	se	llevó	las	manos	a	la	cara,	preguntándose	qué	habría	visto	el	hombre.	Y
palpó	 arrugas	 suaves	 y	 curtidas	 por	 el	 sol.	 Se	 miró	 las	 manos	 y	 también	 estaban
arrugadas,	 y	 muy	 delgadas,	 con	 grandes	 venas	 en	 el	 dorso	 y	 nudillos	 huesudos.	 Se
levantó	las	faldas	y	bajó	la	vista	hasta	los	delgados	y	decrépitos	tobillos	y	unos	pies
que	habían	deformado	los	zapatos.	Eran	las	piernas	de	una	persona	de	unos	noventa
años	y	parecían	ser	de	verdad.
    Sophie	 se	 acercó	 al	 espejo	 y	 descubrió	 que	 cojeaba.	 El	 rostro	 del	 espejo	 estaba
bastante	 tranquilo,	 porque	 encontró	 lo	 que	 esperaba	 ver:	 el	 rostro	 de	 una	 anciana
enjuta,	demacrada	y	morena,	rodeado	de	un	halo	de	escaso	pelo	blanco.	Sus	propios
ojos,	amarillentos	y	acuosos,	la	miraron	con	expresión	trágica.
    —No	 te	 preocupes,	 viejita	 —le	 dijo	 Sophie	 a	 la	 imagen—.	 Pareces	 estar	 muy
sana.	Además,	esta	cara	se	corresponde	mejor	con	tu	estado	de	ánimo.
    Pensó	en	su	situación	con	bastante	calma.	Todo	parecía	haberse	vuelto	tranquilo	y
distante.	Ni	siquiera	estaba	especialmente	enfadada	con	la	bruja	del	Páramo.
    —Bueno,	claro	que	tendré	que	ocuparme	de	ella	en	cuanto	tenga	oportunidad	—
se	dijo—,	pero	mientras	tanto,	si	Lettie	y	Martha	pueden	soportar	ser	otra,	yo	también
puedo	 aguantarlo.	 Lo	 que	 no	 puedo	 hacer	 es	 quedarme	 aquí.	 A	 Fanny	 le	 daría	 un
ataque.	A	ver.	Este	traje	gris	es	apropiado,	pero	necesito	el	chal	y	algo	de	comida.
    Avanzó	cojeando	hasta	la	puerta	y	colocó	con	cuidado	el	cartel	de	 CERRADO.	Las
articulaciones	 le	 crujían	 al	 moverse.	 Tenía	 que	 caminar	 despacio	 e	 inclinada	 hacia
delante.	 Pero	 descubrió	 aliviada	 que	 era	 una	 anciana	 fuerte.	 No	 se	 sentía	 débil	 o
enferma,	 sólo	 agarrotada.	 Fue	 a	 recoger	 su	 chal	 y	 se	 lo	 colocó	 por	 encima	 de	 la
cabeza,	 como	 hacían	 las	 señoras	 mayores.	 Luego	 recorrió	 lentamente	 la	 casa	 y
recogió	su	bolsa	con	unas	cuantas	monedas	y	un	hatillo	con	pan	y	queso.	Salió	de	la
casa,	 escondió	 la	 llave	 con	 cuidado	 en	 el	 sitio	 de	 siempre	 y	 se	 alejó	 calle	 abajo
cojeando,	sorprendida	por	lo	tranquila	que	se	sentía.
    Dudó	si	despedirse	de	Martha,	pero	no	le	gustó	la	idea	de	que	no	la	reconociera.
Era	 mejor	 marcharse	 sin	 más.	 Decidió	 que	 escribiría	 a	 sus	 dos	 hermanas	 cuando
llegara	a	donde	fuera	y	siguió	andando,	atravesando	el	prado	donde	había	estado	la
feria,	 cruzando	 un	 puente	 y	 recorriendo	 senderos.	 Era	 un	 día	 cálido	 de	 primavera.
Sophie	 descubrió	 que	 ser	 un	 vejestorio	 no	 le	 impedía	 disfrutar	 de	 los	 colores	 y
aromas	de	mayo	en	los	setos	del	camino,	aunque	tenía	la	vista	un	poco	nublada.	Le
empezó	 a	 doler	 la	 espalda.	 Avanzaba	 a	 buen	 paso,	 pero	 necesitaba	 un	 bastón.	 Iba
mirando	a	los	lados,	por	si	veía	algún	palo	suelto.
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    Su	vista	no	era	tan	buena	como	antes.	Le	pareció	ver	un	palo,	a	una	distancia	de
una	 milla	 más	 o	 menos,	 pero	 cuando	 tiró	 de	 él	 resultó	 ser	 el	 extremo	 de	 un
espantapájaros	 que	 alguien	 había	 arrojado	 al	 seto.	 Sophie	 lo	 colocó	 de	 pie.	 La	 cara
era	 un	 nabo	 arrugado.	 Sophie	 se	 compadeció	 de	 él.	 En	 lugar	 de	 hacerlo	 pedazos	 y
quedarse	 con	 el	 palo,	 lo	 colocó	 entre	 dos	 ramas	 del	 seto	 de	 forma	 que	 se	 cernía
amenazadora	 sobre	 los	 espinos.	 Sophie	 lo	 enderezó	 y	 las	 mangas	 hechas	 jirones
ondearon	sobre	los	palos.
    —Ya	 está	 —dijo,	 y	 su	 propia	 voz	 ronca	 la	 sorprendió	 tanto	 que	 se	 rió	 con	 una
carcajada	seca—.	Ninguno	de	los	dos	servimos	para	mucho,	¿verdad,	amigo?	Tal	vez
consigas	 volver	 a	 tu	 campo	 si	 te	 dejo	 aquí	 donde	 la	 gente	 te	 pueda	 ver	 —siguió
adelante	por	el	sendero,	pero	se	le	ocurrió	algo	y	se	dio	la	vuelta—.	Si	no	estuviera
condenada	 al	 fracaso	 por	 mi	 posición	 en	 la	 familia	 —le	 dijo	 al	 espantapájaros—,
podrías	convertirte	en	un	ser	vivo	y	ayudarme	a	hacer	fortuna.	Pero	de	todas	formas
te	deseo	suerte.
    Volvió	a	reírse	por	lo	bajo	mientras	continuaba.	Tal	vez	estuviera	un	poco	loca,
pero	eso	era	normal	en	las	ancianas	de	su	edad.
    Alrededor	de	una	hora	más	tarde	encontró	un	palo	cuando	se	sentó	a	descansar	y	a
comer	 el	 pan	 y	 el	 queso.	 Oyó	 ruidos	 que	 venían	 del	 seto,	 a	 su	 espalda,	 pequeños
gemidos	 ahogados,	 seguidos	 de	 tirones	 que	 hicieron	 volar	 pétalos	 de	 los	 arbustos.
Sophie	se	incorporó	sobre	sus	huesudas	rodillas	para	escudriñar	entre	las	hojas,	flores
y	 espinas,	 y	 descubrió	 que	 allí	 dentro,	 en	 el	 interior	 del	 seto,	 había	 un	 perro	 gris	 y
delgaducho.	Estaba	atrapado	sin	remedio	con	un	palo	grueso	que	de	alguna	forma	se
había	enredado	con	una	cuerda	que	el	perro	tenía	atada	alrededor	del	cuello.	El	palo
se	había	enganchado	entre	dos	ramas	del	seto,	de	forma	que	el	animal	apenas	podía
moverse.	Al	ver	la	cara	de	Sophie,	miró	de	un	lado	a	otro	despavorido.
    De	niña,	a	Sophie	le	daban	miedo	todos	los	perros.	Incluso	a	su	edad	se	alarmó	al
ver	 las	 dos	 hileras	 de	 colmillos	 relucientes	 en	 las	 mandíbulas	 abiertas	 de	 aquel
animal.	 Pero	 se	 dijo	 a	 sí	 misma:	 «Tal	 y	 como	 estoy	 ahora,	 casi	 no	 merece	 la	 pena
preocuparse»,	y	buscó	las	tijeras	en	la	bolsa	de	costura.	Cuando	las	encontró,	metió	la
mano	 entre	 las	 ramas	 y	 se	 puso	 a	 cortar	 la	 cuerda	 que	 el	 perro	 tenía	 alrededor	 del
cuello.
    El	 perro	 era	 totalmente	 salvaje.	 Intentó	 alejarse	 de	 ella	 y	 gruñó.	 Pero	 Sophie
siguió	cortando	con	valentía.
    —Te	vas	a	morir	de	hambre	o	a	asfixiarte	—le	dijo	al	perro	con	voz	cascada—,	a
menos	 que	 me	 dejes	 que	 te	 suelte.	 De	 hecho,	 me	 parece	 que	 han	 intentado
estrangularte.	A	lo	mejor	por	eso	eres	tan	fiero.
    Le	habían	atado	la	cuerda	con	fuerza	alrededor	del	cuello,	y	el	palo	había	servido
para	retorcerla	con	maldad.	Sophie	tuvo	que	esforzarse	mucho	para	conseguir	cortar
la	cuerda	y	que	el	perro	pudiera	salir	por	debajo	del	palo.
    —¿Quieres	 un	 poco	 de	 pan	 con	 queso?	 —le	 preguntó	 Sophie.	 Pero	 el	 perro	 le
gruñó,	 se	 abrió	 paso	 hacia	 el	 lado	 opuesto	 del	 seto	 y	 se	 alejó—.	 ¡Qué	 ingrato!	 —
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exclamó	 frotándose	 los	 brazos	 arañados—.	 Pero	 me	 has	 dejado	 un	 regalo	 sin
quererlo.
     Sacó	el	palo	que	había	tenido	el	perro	atrapado	en	el	seto	y	descubrió	que	era	un
bastón	 bien	 torneado	 con	 la	 punta	 de	 metal.	 Sophie	 terminó	 el	 pan	 y	 el	 queso	 y	 se
puso	de	nuevo	en	camino.	El	sendero	se	fue	haciendo	cada	vez	más	empinado	y	el
bastón	le	sirvió	de	gran	ayuda.	También	le	servía	de	compañero	de	conversación.	Al
fin	y	al	cabo,	las	personas	mayores	suelen	hablar	solas.
     —Ya	van	dos	encuentros	—dijo—,	y	ni	rastro	de	gratitud	mágica	en	ninguno	de
los	dos.	De	todas	formas,	eres	un	buen	bastón.	No	me	quejo.	Pero	estoy	segura	de	que
me	 aguarda	 un	 tercer	 encuentro,	 mágico	 o	 no.	 Es	 más,	 insisto	 en	 que	 tiene	 que
haberlo.	Me	pregunto	qué	será.
     El	tercer	encuentro	llegó	hacia	el	final	de	la	tarde.	Cuando	Sophie	había	avanzado
hasta	 la	 parte	 alta	 de	 las	 colinas,	 un	 campesino	 se	 acercó	 hacia	 ella	 silbando	 por	 el
sendero.	Sophie	pensó	que	sería	un	pastor,	que	volvía	a	casa	tras	cuidar	de	sus	ovejas.
Era	un	hombre	joven	muy	apuesto,	de	unos	cuarenta	años	más	o	menos.
     —¡Dios	 mío!	 —se	 dijo	 Sophie—.	 Esta	 mañana	 me	 habría	 parecido	 un	 hombre
mayor.	¡Cómo	lo	cambia	todo	el	punto	de	vista!
     Cuando	el	hombre	vio	a	Sophie	murmurando	para	sí,	se	apartó	con	cuidado	hacia
el	otro	lado	del	sendero	y	la	saludó	con	gran	amabilidad.
     —¡Buenas	tardes,	madre!	¿Hacia	dónde	va?
     —¿Madre?	—dijo	Sophie—.	¡Yo	no	soy	tu	madre,	joven!
     —Era	sólo	una	forma	de	hablar	—dijo	el	pastor,	apartándose	lentamente	hacia	el
seto	 del	 otro	 lado—.	 Sólo	 le	 he	 preguntado	 por	 educación,	 al	 verla	 caminar	 por	 las
colinas	a	esta	hora	de	la	tarde.	No	volverá	a	Upper	Folding	antes	de	que	anochezca,
¿verdad?
     Sophie	no	se	había	parado	a	pensarlo.	Se	detuvo	y	lo	consideró.
     —Lo	cierto	es	que	no	importa	—dijo,	a	medias	para	sí	misma—.	No	se	puede	ser
escrupuloso	cuando	se	sale	a	buscar	fortuna.
     —¿De	verdad,	madre?	—dijo	el	pastor.	Ya	había	dejado	atrás	a	Sophie	y	pareció
sentirse	más	tranquilo—.	Entonces	le	deseo	buena	suerte,	siempre	que	su	fortuna	no
tenga	nada	que	ver	con	hechizar	el	ganado	de	los	demás.
     Y	avanzó	sendero	abajo	a	grandes	zancadas,	casi	corriendo.
     Sophie	lo	miró	indignada.
     —¡Me	ha	tomado	por	una	bruja!	—le	dijo	a	su	bastón.
     Le	dieron	ganas	de	asustar	al	pastor	gritando	cosas	desagradables,	pero	le	pareció
una	 maldad.	 Siguió	 avanzando	 cuesta	 arriba,	 refunfuñando.	 Al	 poco	 tiempo	 llegó	 a
las	 tierras	 altas	 cubiertas	 de	 brezos,	 donde	 los	 setos	 de	 ambos	 lados	 del	 camino
habían	desaparecido.	A	lo	lejos	se	veían	pendientes	cubiertas	de	hierba	amarilla	que
se	agitaba	con	el	viento.	Sophie	siguió	adelante	con	determinación.	Para	entonces	le
dolían	los	pies	viejos	y	nudosos,	la	espalda	y	las	rodillas.	Estaba	tan	cansada	que	no
                                  ebookelo.com	-	Página	23
podía	 ni	 murmurar,	 pero	 siguió	 adelante,	 jadeando,	 hasta	 que	 el	 sol	 se	 acercó	 al
horizonte.	Y	de	repente	comprendió	que	no	podía	dar	un	paso	más.
     Se	dejó	caer	sobre	una	piedra	junto	al	camino,	preguntándose	qué	hacer.
     —¡La	única	fortuna	en	la	que	puedo	pensar	ahora	mismo	es	una	silla	cómoda!	—
exclamó.
     La	 piedra	 resultó	 ser	 una	 especie	 de	 mirador,	 que	 le	 ofreció	 a	 Sophie	 una	 vista
magnífica	 del	 camino	 por	 el	 que	 había	 venido.	 A	 sus	 pies	 se	 extendía	 casi	 todo	 el
valle	 con	 sus	 campos,	 vallados	 y	 setos,	 los	 meandros	 del	 río	 y	 las	 mansiones
elegantes	de	los	ricos	que	resplandecían	entre	las	arboledas	bajo	el	sol	poniente,	hasta
llegar	a	las	montañas	azules	a	lo	lejos.	Justo	debajo	se	veía	Market	Chipping.	Sophie
contempló	 sus	 calles	 que	 le	 resultaban	 tan	 familiares.	 Ahí	 estaban	 la	 Plaza	 del
Mercado	 y	 casa	 Cesari.	 Podría	 haber	 tirado	 una	 piedra	 por	 la	 chimenea	 de	 su	 casa,
junto	a	la	sombrerería.
     —¡Qué	cerca	estoy	todavía!	—le	dijo	Sophie	a	su	bastón,	desanimada—.	¡Tanto
andar	para	llegar	justo	encima	de	mi	propio	tejado!
     Cuando	el	sol	se	ocultó	se	quedó	fría	sentada	en	aquella	piedra.	Hacía	un	viento
desagradable	 que	 soplaba	 desde	 todos	 los	 lados	 al	 mismo	 tiempo	 cuando	 Sophie
intentaba	guarecerse	de	él.	Ahora	ya	no	le	parecía	tan	poco	importante	pasar	la	noche
en	 las	 colinas.	 No	 dejaba	 de	 pensar,	 cada	 vez	 con	 mayor	 insistencia,	 en	 una	 silla
cómoda	junto	a	la	chimenea,	y	también	en	la	oscuridad	y	los	animales	salvajes.	Pero
si	regresaba	hacia	Market	Chipping,	no	llegaría	antes	de	la	medianoche.	Lo	mismo	le
daba	 seguir	 adelante.	 Suspiró	 y	 se	 levantó.	 Le	 crujieron	 todos	 los	 huesos.	 Era
horrible,	le	dolía	todo.
     —¡Nunca	 me	 había	 dado	 cuenta	 de	 lo	 que	 tienen	 que	 soportar	 los	 ancianos!	 —
exclamó	mientras	avanzaba	cuesta	arriba	con	dificultad—.	De	todas	formas,	no	creo
que	me	coman	los	lobos.	Debo	estar	demasiado	seca	y	dura.	Es	un	consuelo.
     La	noche	venía	con	rapidez	y	las	altas	colinas	cubiertas	de	brezo	eran	de	un	azul
grisáceo.	 El	 viento	 se	 volvió	 más	 afilado.	 Los	 jadeos	 y	 los	 crujidos	 de	 sus	 huesos
resonaban	con	tanta	fuerza	en	sus	oídos	que	tardó	un	momento	en	darse	cuenta	de	que
no	todos	los	chasquidos	y	jadeos	procedían	de	ella	misma.	Levantó	la	vista	nublada.
     El	castillo	del	mago	Howl	se	acercaba	traqueteando	hacia	ella	sobre	el	brezo.	Tras
sus	 negras	 almenas	 ascendían	 nubes	 de	 humo	 negro.	 Era	 una	 figura	 alta,	 delgada,
pesada	y	fea,	y	realmente	siniestra.	Sophie	se	apoyó	en	su	bastón	y	lo	observó.	No
estaba	 particularmente	 asustada.	 Se	 preguntó	 cómo	 se	 movería.	 Pero	 lo	 que	 más	 le
llamó	la	atención	fue	que	aquel	humo	debía	significar	que	dentro	de	aquellos	muros
negros	y	altos	habría	una	chimenea.
     —En	 fin,	 ¿por	 qué	 no?	 —le	 dijo	 al	 bastón—.	 Dudo	 mucho	 que	 el	 mago	 Howl
quiera	mi	alma	para	su	colección.	Sólo	acepta	jovencitas.
     Levantó	el	palo	y	lo	agitó	con	autoridad	en	dirección	al	castillo.
     —¡Alto	ahí!	—gritó.
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    El	 castillo	 obedeció	 deteniéndose	 con	 mucho	 estruendo,	 a	 unos	 veinte	 pasos
colina	arriba.	Sophie	se	sintió	tremendamente	agradecida	mientras	avanzaba	cojeando
hacia	él.
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                                         Capítulo	3
             «En	el	que	Sophie	entra	en	un	castillo	y	hace	un	trato»
EN	 EL	 MURO	 HABÍA	 UNA	 PUERTA	grande	y	negra	y	Sophie	avanzó	hacia	ella,	cojeando
con	energía.	El	castillo	era	todavía	más	feo	visto	de	cerca.	Era	demasiado	alto	para	su
base	 y	 no	 tenía	 una	 forma	 muy	 regular.	 Por	 lo	 que	 podía	 ver	 Sophie	 en	 aquella
oscuridad,	estaba	construido	con	grandes	bloques	que	parecían	de	carbón	y,	como	el
carbón,	todos	los	bloques	tenían	distintas	formas	y	tamaños.	Cuando	se	acercó,	notó
que	desprendía	frío,	pero	aquello	no	la	asustó	en	absoluto.	En	lo	único	que	pensaba
era	en	sillas	y	chimeneas	y	alargó	una	mano	anhelante	hacia	la	puerta.
    La	 mano	 fue	 incapaz	 de	 tocarla.	 Algún	 tipo	 de	 pared	 invisible	 la	 detuvo	 a	 un
palmo	de	la	puerta.	Sophie	la	empujó	con	un	dedo	irritado.	Como	aquello	no	sirvió	de
nada,	 lo	 intentó	 con	 el	 bastón.	 La	 pared	 invisible	 parecía	 cubrir	 por	 arriba	 toda	 la
puerta	hasta	donde	alcanzaba	su	vara	y,	por	abajo,	hasta	el	brezo	que	sobresalía	por
debajo	del	escalón	de	entrada.
    —¡Ábrete!	—le	dijo	Sophie.
    No	sirvió	de	nada.
    —Muy	bien	—dijo	Sophie—.	Pues	encontraré	tu	puerta	trasera.
    Avanzó	hacia	la	esquina	izquierda	del	castillo,	que	estaba	más	cerca	y	ligeramente
cuesta	abajo.	Pero	no	fue	capaz	de	doblarla.	La	pared	invisible	la	volvió	a	detener	en
cuanto	llegó	a	la	altura	de	la	esquina	irregular.	Entonces,	Sophie	dijo	una	palabra	que
había	 aprendido	 de	 Martha,	 que	 ni	 las	 ancianas	 ni	 las	 niñas	 pequeñas	 deben
pronunciar,	y	avanzó	a	trompicones;	cuesta	arriba,	en	el	sentido	contrario	a	las	agujas
del	reloj,	hacia	la	esquina	derecha	del	castillo.	Allí	no	había	ninguna	barrera.	Dobló	la
esquina	 y	 avanzó	 impaciente	 hacia	 el	 segundo	 portón	 negro	 situado	 en	 medio	 de
aquella	pared	del	castillo.
    El	humo	negro	sopló	sobre	ella	y	Sophie	tosió.	Ahora	estaba	enfadada.	Era	vieja,
frágil,	tenía	frío	y	le	dolía	todo.	La	noche	había	caído	y	aquel	castillo	le	había	soplado
humo	en	la	cara.
    —¡Voy	 a	 hablar	 con	 Howl	 sobre	 esto!	 —dijo,	 y	 se	 lanzó	 con	 fiereza	 hacia	 la
siguiente	esquina.	Tampoco	allí	había	ninguna	barrera.	Era	obvio	que	había	que	dar	la
vuelta	 al	 castillo	 en	 sentido	 contrario	 a	 las	 agujas	 del	 reloj.	 En	 aquella	 pared	 había
una	tercera	puerta,	mucho	más	pequeña	y	desvencijada.
    —¡Por	fin	la	puerta	trasera!	—exclamó	Sophie.
    El	 castillo	 volvió	 a	 moverse	 en	 cuanto	 Sophie	 se	 acercó	 a	 aquella	 entrada.	 El
suelo	tembló.	Las	paredes	se	estremecieron	y	crujieron,	y	la	puerta	empezó	a	moverse
de	lado	alejándose	de	ella.
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     —¡No,	 no	 hagas	 eso!	 —gritó	 Sophie.	 Corrió	 tras	 la	 puerta	 y	 la	 golpeó
violentamente	con	el	bastón—.	¡Ábrete!	—aulló.
     La	 puerta	 se	 abrió	 de	 golpe	 hacia	 adentro,	 mientras	 seguía	 alejándose.	 Sophie,
cojeando	 furiosamente,	 consiguió	 poner	 un	 pie	 sobre	 el	 escalón.	 Luego	 saltó	 y	 se
tropezó	y	volvió	a	saltar,	mientras	los	grandes	bloques	negros	alrededor	de	la	puerta
se	movían	y	crujían	a	medida	que	el	castillo	cogía	velocidad	sobre	la	desigual	ladera.
A	 Sophie	 no	 le	 extrañó	 que	 el	 castillo	 tuviera	 una	 planta	 tan	 torcida.	 Lo	 que	 la
maravillaba	era	que	no	se	cayera	a	pedazos	allí	mismo.
     —¡Qué	manera	más	estúpida	de	tratar	un	edificio!	—jadeó	mientras	se	arrojaba
en	su	interior.	Tuvo	que	soltar	el	bastón	y	agarrarse	a	la	puerta	abierta	para	no	salir
despedida	hacia	fuera	inmediatamente.
     Cuando	 consiguió	 recuperar	 un	 poco	 el	 aliento,	 se	 dio	 cuenta	 de	 que	 ante	 ella
había	una	persona	de	pie,	sujetando	la	puerta.	Era	una	cabeza	más	alto	que	Sophie,
pero	 vio	 que	 era	 casi	 un	 niño,	 sólo	 un	 poco	 mayor	 que	 Martha.	 Y	 parecía	 que
intentaba	cerrar	la	puerta	y	echarla	de	la	habitación	que	veía	al	otro	lado,	cálida	a	la
luz	de	las	lámparas,	con	el	techo	bajo	de	vigas	descubiertas,	para	expulsarla	otra	vez
hacia	la	noche.
     —¡Ni	se	te	ocurra	cerrarme	la	puerta	en	las	narices,	jovencito!	—le	dijo.
     —No	 era	 mi	 intención,	 pero	 usted	 está	 dejando	 la	 puerta	 abierta	 —protestó—.
¿Qué	quiere?
     Sophie	miró	a	su	alrededor.	Había	varias	cosas	probablemente	mágicas	colgando
de	 las	 vigas,	 ristras	 de	 cebollas,	 manojos	 de	 hierbas	 y	 paquetes	 de	 extrañas	 raíces.
También	 había	 otras	 que	 eran	 mágicas	 sin	 duda	 alguna,	 como	 libros	 con	 tapas	 de
cuero,	botellas	torcidas	y	una	calavera	humana	vieja,	marrón	y	sonriente.	Al	otro	lado
del	muchacho	había	una	chimenea	con	un	fuego	pequeño	ardiendo	en	el	hogar.	Era	un
fuego	 más	 pequeño	 de	 lo	 que	 el	 humo	 del	 exterior	 hacía	 suponer,	 pero	 obviamente
aquélla	era	solamente	una	sala	trasera	del	castillo.	Y,	lo	que	era	más	importante	para
Sophie,	 aquel	 fuego	 había	 alcanzado	 la	 etapa	 rosada	 y	 tranquila,	 con	 llamas	 azules
bailando	sobre	los	troncos,	y	junto	a	él,	en	la	situación	más	cálida,	había	una	silla	baja
con	cojines.
     Sophie	empujó	al	muchacho	a	un	lado	y	se	lanzó	hacia	la	silla.
     —¡Ah!	¡Mi	fortuna!	—dijo,	acomodándose.	Era	una	delicia.	El	fuego	calentó	sus
achaques	y	la	silla	confortó	su	espalda	y	entonces	supo	que	si	alguien	quería	echarla
de	allí,	tendría	que	usar	la	magia	más	extrema	y	violenta	para	conseguirlo.
     El	 muchacho	 cerró	 la	 puerta.	 Luego	 cogió	 el	 bastón	 de	 Sophie	 y	 lo	 apoyó
educadamente	contra	su	silla.	Sophie	se	dio	cuenta	de	que	no	había	ningún	indicio	de
que	 el	 castillo	 estuviera	 moviéndose	 sobre	 la	 ladera:	 ni	 siquiera	 se	 oía	 el	 eco	 del
traqueteo	ni	se	percibía	el	menor	temblor.	¡Qué	raro!
     —Dile	al	mago	Howl	—le	dijo	al	joven—	que	este	castillo	se	le	va	a	derrumbar
sobre	la	cabeza	si	sigue	moviéndose	así.
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     —El	 castillo	 está	 encantado	 para	 no	 derrumbarse	 —respondió	 el	 muchacho—.
Pero	me	temo	que	Howl	no	se	encuentra	aquí	en	este	momento.
     Aquello	era	una	buena	noticia	para	Sophie.
     —¿Cuándo	volverá?	—preguntó	un	poco	nerviosa.
     —Probablemente	 no	 regrese	 hasta	 mañana	 —contestó	 el	 muchacho—.	 ¿Qué
quiere	usted?	¿Puedo	ayudarla	yo?	Soy	Michael,	el	ayudante	de	Howl.
     Aquello	sí	que	era	una	buena	noticia.
     —Me	temo	que	sólo	un	mago	me	puede	ayudar	—dijo	Sophie	rápidamente	y	con
firmeza.	Y	probablemente	era	verdad—.	Esperaré,	si	no	te	importa.
     Era	 evidente	 que	 a	 Michael	 sí	 le	 importaba.	 Se	 quedó	 allí	 cerca	 sin	 saber	 qué
hacer.	Para	dejarle	claro	de	que	no	tenía	intención	de	permitir	que	la	expulsara	de	allí
un	simple	ayudante,	Sophie	cerró	los	ojos	y	fingió	tener	sueño.
     —Dile	que	me	llamo	Sophie	—murmuró—.	La	vieja	Sophie	—añadió,	para	que
no	hubiera	peligro.
     —Seguramente	tendrá	que	esperar	toda	la	noche	—dijo	Michael.
     Como	eso	era	exactamente	lo	que	Sophie	quería,	fingió	no	oírlo.	De	hecho	estaba
casi	segura	de	haberse	quedado	dormida.	Estaba	cansadísima	de	tanto	andar.	Al	cabo
de	un	momento	Michael	se	rindió	y	volvió	a	lo	que	estaba	haciendo	en	el	banco	de
trabajo	donde	se	encontraba	la	lámpara.
     Sophie	pensó	adormilada	que	tendría	refugio	toda	la	noche,	aunque	fuera	con	una
excusa	 un	 poco	 falsa.	 Como	 Howl	 era	 un	 hombre	 tan	 malvado,	 probablemente	 le
estaba	bien	empleado.	Pero	su	intención	era	estar	muy	lejos	de	allí	para	cuando	Howl
apareciese	y	se	opusiera	a	sus	planes.
     Dirigió	 una	 mirada	 soñolienta	 y	 tímida	 al	 aprendiz.	 Le	 sorprendió	 que	 fuese	 un
joven	tan	agradable	y	educado.	A	fin	de	cuentas,	había	entrado	por	la	fuerza	con	muy
mala	educación	y	Michael	no	se	había	quejado	en	absoluto.	Tal	vez	Howl	lo	mantenía
en	la	más	abyecta	servidumbre.	Pero	Michael	no	parecía	servil.	Era	un	joven	alto	y
moreno	con	un	rostro	agradable,	y	vestía	de	forma	totalmente	respetable.	La	verdad
es	que	si	Sophie	no	lo	hubiera	visto	en	aquel	mismo	momento	verter	cuidadosamente
un	 líquido	 verde	 de	 un	 frasco	 retorcido	 sobre	 un	 polvo	 negro	 en	 un	 jarro	 de	 cristal
deformado,	lo	hubiera	tomado	por	el	hijo	de	un	próspero	granjero.	¡Qué	extraño!
     Pero	 claro,	 era	 normal	 que	 las	 cosas	 fueran	 raras	 cuando	 se	 trataba	 de	 magos,
pensó	 Sophie.	 Y	 aquella	 cocina	 o	 taller	 era	 muy	 tranquila	 y	 de	 lo	 más	 acogedora.
Sophie	 cayó	 dormida	 y	 se	 puso	 a	 roncar.	 No	 se	 despertó	 cuando	 se	 produjo	 un
relámpago	y	una	explosión	apagada	en	la	mesa	de	trabajo,	seguida	de	una	palabrota
de	 Michael	 a	 medio	 pronunciar.	 Tampoco	 se	 despertó	 cuando	 Michael,	 chupándose
los	dedos	quemados,	abandonó	el	conjuro	por	aquella	noche	y	sacó	pan	y	queso	del
armario.	Siguió	dormida	cuando	Michael	tiró	al	suelo	el	bastón	sin	querer,	armando
un	gran	alboroto,	al	estirarse	por	encima	de	ella	para	alcanzar	un	tronco	que	echarle
al	fuego,	o	cuando,	al	ver	la	boca	abierta	de	Sophie,	le	comentó	a	la	chimenea:
     —Tiene	todos	los	dientes.	No	será	la	bruja	del	Páramo,	¿no?
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     —No	la	habría	dejado	entrar	si	lo	fuera	—contestó	la	chimenea.
     Michael	 se	 encogió	 de	 hombros	 y	 recogió	 educadamente	 el	 bastón	 de	 Sophie.
Luego	puso	otro	tronco	en	el	fuego	con	la	misma	educación	y	se	marchó	a	acostarse
en	el	piso	de	arriba.
     A	 mitad	 de	 la	 noche	 a	 Sophie	 le	 despertaron	 unos	 ronquidos.	 Se	 estiró
sobresaltada	y	muy	irritada	al	descubrir	que	la	única	que	había	estado	roncando	era
ella.	 Le	 parecía	 que	 acababa	 de	 quedarse	 dormida	 sólo	 unos	 segundos,	 pero	 en	 ese
breve	 tiempo	 Michael	 había	 desaparecido,	 llevándose	 la	 luz	 con	 él.	 Seguro	 que	 un
aprendiz	de	mago	aprendía	a	hacer	esas	cosas	en	la	primera	semana.	Y	había	dejado
el	 fuego	 muy	 bajo.	 Estaba	 silbando	 y	 chisporroteando,	 molesto.	 Una	 ráfaga	 de	 aire
frío	sopló	sobre	la	espalda	de	Sophie.	Recordó	que	estaba	en	el	castillo	de	un	mago	y
también,	 sin	 lugar	 a	 dudas,	 que	 había	 una	 calavera	 humana	 en	 el	 banco	 de	 trabajo
detrás	de	ella.
     Se	estremeció	y	volvió	su	cuello	viejo	y	rígido,	pero,	sólo	distinguió	la	oscuridad.
     —Vamos	 a	 poner	 un	 poco	 más	 de	 luz,	 ¿no?	 —se	 dijo.	 Su	 vocecilla	 cascada
pareció	no	hacer	más	ruido	que	el	crepitar	del	fuego.
     Sophie	 se	 sorprendió.	 Esperaba	 que	 hubiera	 eco	 en	 los	 techos	 abovedados	 del
castillo.	De	todas	formas,	había	una	cesta	con	leña	a	su	lado.	Alargó	el	brazo	con	un
crujido	 y	 echó	 un	 tronco	 al	 fuego,	 que	 envió	 un	 chorro	 de	 chispas	 verdes	 y	 azules
hacia	la	chimenea.	Echó	otro	tronco	y	se	apoyó	de	nuevo	en	el	respaldo,	sin	dejar	de
mirar	nerviosa	a	su	espalda,	donde	el	reflejo	azul	violeta	del	fuego	danzaba	sobre	la
superficie	bruñida	de	la	calavera.	La	sala	era	bastante	pequeña.	Y	allí	no	había	nadie
más	que	Sophie	y	la	calavera.
     —Él	 ya	 tiene	 los	 dos	 pies	 en	 la	 tumba	 y	 yo	 sólo	 uno	 —se	 consoló	 mientras	 se
volvía	de	nuevo	hacia	el	fuego,	que	ahora	había	crecido	con	llamas	azules	y	verdes
—.	 Debe	 de	 haber	 sal	 en	 esa	 madera	 —murmuró	 Sophie.	 Se	 acomodó	 mejor,
colocando	 los	 pies	 nudosos	 sobre	 la	 pantalla	 de	 la	 chimenea	 y	 la	 cabeza	 en	 una
esquina	 de	 la	 silla,	 desde	 donde	 veía	 las	 llamas	 de	 colores,	 y	 empezó	 a	 pensar
soñolienta	qué	haría	por	la	mañana.	Pero	se	despistó	un	poco	al	imaginar	que	había
una	cara	entre	las	llamas—.	Sería	una	cara	delgada	y	azul	—susurró—,	muy	alargada
y	delgada,	con	una	nariz	fina	y	azul.	Pero	esas	llamas	rizadas	y	verdes	de	arriba	son
sin	duda	el	pelo.	¿Y	si	no	me	marcho	antes	de	que	regrese	Howl?	Los	magos	pueden
quitar	encantamientos,	supongo.	Y	esas	llamas	moradas	cerca	del	fondo	son	la	boca.
Tienes	unos	dientes	feroces,	amigo	mío.	Y	esos	dos	mechones	de	llamas	verdes	son
las	 cejas…	 —curiosamente,	 las	 únicas	 llamas	 naranjas	 del	 fuego	 estaban	 debajo	 de
las	cejas	verdes,	como	dos	ojos,	y	cada	una	tenía	un	reflejo	morado	en	el	medio	que
Sophie	podía	casi	imaginar	que	la	estaban	mirando,	como	la	pupila	de	un	ojo—.	Por
otra	 parte	 —continuó	 Sophie,	 mirando	 las	 llamas	 naranjas—,	 si	 me	 librara	 del
encantamiento,	se	comería	mi	corazón	en	un	santiamén.
     —¿No	quieres	que	te	coma	el	corazón?	—preguntó	el	fuego.
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     No	había	duda	de	que	había	sido	el	fuego	el	que	había	hablado.	Sophie	vio	cómo
se	 movía	 la	 boca	 púrpura	 cuando	 salieron	 las	 palabras.	 La	 voz	 era	 casi	 tan	 cascada
como	la	suya,	llena	de	los	suspiros	y	los	chisporroteos	de	la	madera	al	arder.
     —Claro	que	no	—dijo	Sophie—.	¿Qué	eres?
     —Soy	un	demonio	del	fuego	—contestó	la	boca	púrpura.	Había	más	de	suspiro
que	 de	 rencor	 en	 su	 voz	 cuando	 explicó—:	 Estoy	 atado	 a	 esta	 chimenea	 por	 un
contrato.	 No	 puedo	 moverme	 de	 aquí	 —entonces	 la	 voz	 se	 convirtió	 en	 vivaz	 y
chispeante—.	 ¿Y	 quién	 eres	 tú?	 —le	 preguntó—.	 Veo	 que	 estás	 bajo	 un
encantamiento.
     Eso	espabiló	a	Sophie	de	su	sopor.
     —¡Lo	notas!	—exclamó—.	¿Me	lo	puedes	quitar?
     Se	oyó	un	silencio	crepitante	y	ardiente	mientras	los	ojos	anaranjados	en	el	rostro
azul	del	demonio	recorrían	a	Sophie	de	arriba	abajo.
     —Es	un	conjuro	muy	potente	—dijo	por	fin—.	A	mí	me	parece	uno	de	los	de	la
bruja	del	Páramo.
     —Lo	es	—respondió	Sophie.
     —Pero	hay	algo	más	—añadió	el	demonio—.	Detecto	dos	capas.	Y	por	supuesto
no	puedes	contárselo	a	nadie	a	menos	que	ya	lo	sepan	—miró	a	Sophie	un	momento
más—.	Tendré	que	estudiarlo.
     —¿Cuánto	tardarás?	—preguntó	Sophie.
     —Puedo	tardar	un	buen	rato	—dijo	el	demonio.	Y	añadió	con	una	chispa	suave	y
persuasiva—:	 ¿Qué	 te	 parece	 si	 hacemos	 un	 trato?	 Yo	 romperé	 tu	 hechizo	 si	 tú
accedes	a	romper	este	contrato	que	me	tiene	sometido.
     Sophie	miró	con	desconfianza	el	rostro	delgado	y	azul	del	demonio.	Había	hecho
aquella	 propuesta	 con	 una	 expresión	 cargada	 de	 astucia.	 Por	 todos	 los	 libros	 que
había	leído,	sabía	que	era	extremadamente	peligroso	hacer	tratos	con	un	demonio.	Y
no	 había	 duda	 de	 que	 aquél	 parecía	 especialmente	 malvado,	 con	 aquellos	 largos
dientes	morados.
     —¿Estás	seguro	de	que	eres	honrado?	—le	preguntó.
     —No	del	todo	—admitió	el	demonio—.	¿Pero	es	que	acaso	quieres	quedarte	así
hasta	que	te	mueras?	Fiándome	de	mi	experiencia	en	este	tipo	de	cosas,	el	conjuro	te
ha	acortado	la	vida	unos	sesenta	años.
     Aquél	 era	 un	 pensamiento	 horrible,	 que	 Sophie	 había	 tratado	 de	 evitar	 hasta
ahora.	Pero	cambiaba	las	cosas.
     —Ese	contrato	que	te	ata	—dijo—,	es	con	el	mago	Howl,	¿no?
     —Naturalmente	 —dijo	 el	 demonio.	 Su	 voz	 volvió	 a	 gemir	 un	 poco—.	 Estoy
atado	a	este	hogar	y	no	puedo	moverme	ni	siquiera	a	un	paso	de	distancia.	Me	obliga
a	 realizar	 casi	 toda	 la	 magia	 que	 se	 hace	 aquí.	 Tengo	 que	 ocuparme	 del	 castillo,
mantenerlo	 en	 movimiento	 y	 hacer	 todos	 esos	 efectos	 especiales	 que	 asustan	 a	 la
gente,	 además	 de	 todas	 las	 otras	 cosas	 que	 Howl	 quiera	 de	 mí.	 Howl	 es	 un
desalmado,	¿sabes?
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     Sophie	no	necesitaba	que	le	dijeran	que	Howl	era	un	desalmado.	Por	otra	parte,	el
demonio	seguramente	era	igual	de	malvado.
     —¿Y	tú	no	sacas	nada	de	este	contrato?	—le	preguntó.
     —Si	 no	 sacara	 algo,	 no	 lo	 habría	 firmado	 —dijo	 el	 demonio,	 chispeando	 con
tristeza—.	Pero	de	haber	sabido	lo	que	me	esperaba,	no	lo	hubiera	hecho.	Me	están
explotando.
     Pese	a	su	desconfianza,	Sophie	se	compadeció	de	él.	Pensó	en	sí	misma	haciendo
sombreros	mientras	Fanny	se	divertía	por	ahí.
     —Está	bien	—dijo—.	¿Cuáles	son	los	términos	de	tu	contrato?	¿Cómo	lo	rompo?
     Una	sonrisa	púrpura	e	impaciente	se	extendió	por	el	rostro	azul	del	demonio.
     —¿Aceptas	el	trato?
     —Si	 tú	 aceptas	 romper	 mi	 encantamiento	 —replicó	 Sophie,	 con	 el	 valiente
presentimiento	de	haber	dicho	algo	fatal.
     —¡Hecho!	 —gritó	 el	 demonio,	 elevando	 su	 larga	 cara	 y	 satisfecha	 hacia	 la
chimenea—.	¡Romperé	tu	hechizo	en	el	mismo	momento	en	que	rompas	mi	contrato!
     —Entonces	dime	cómo	romper	tu	contrato	—dijo	Sophie.
     Los	ojos	anaranjados	la	miraron	y	luego	se	apartaron.
     —No	puedo.	Una	parte	del	contrato	es	que	ni	el	mago	ni	yo	podemos	revelar	cuál
es	la	cláusula	principal.
     Sophie	 comprendió	 que	 la	 habían	 engañado.	 Abrió	 la	 boca	 para	 decirle	 al
demonio	que	en	ese	caso	podía	quedarse	en	el	hogar	hasta	el	día	del	juicio	final.	El
demonio	se	dio	cuenta	de	sus	intenciones.
     —¡Espera	 un	 momento!	 —crepitó—.	 Puedes	 averiguar	 qué	 es	 si	 observas	 y
escuchas	atentamente.	Te	suplico	que	lo	intentes.	A	la	larga,	este	contrato	no	nos	hace
bien	a	ninguno	de	los	dos.	Y	sé	cumplir	mi	palabra.	¡El	hecho	de	que	esté	aquí	preso
muestra	que	la	estoy	cumpliendo!
     Lo	decía	en	serio,	saltando	entre	los	troncos	con	gran	agitación.	Sophie	volvió	a
sentir	mucha	compasión	por	él.
     —Pero	 si	 tengo	 que	 observar	 y	 escuchar,	 eso	 quiere	 decir	 que	 tengo	 que
quedarme	aquí	en	el	castillo	de	Howl	—objetó.
     —Sólo	será	un	mes	o	así.	Recuerda	que	yo	también	tengo	que	estudiar	tu	conjuro
—suplicó	el	demonio.
     —¿Pero	qué	excusa	puedo	poner	para	quedarme?	—preguntó	Sophie.
     —Ya	se	nos	ocurrirá	algo.	Howl	es	un	desastre	para	muchas	cosas.	De	hecho	—
dijo	 el	 demonio,	 siseando	 como	 una	 víbora—,	 está	 demasiado	 pagado	 de	 sí	 mismo
para	ver	más	allá	de	sus	narices	la	mitad	de	las	veces.	Podemos	engañarle,	si	es	que
decides	quedarte.
     —Muy	bien	—dijo	Sophie—,	me	quedaré.	Ahora	busca	una	excusa.
     Se	arrellanó	cómodamente	en	la	silla	mientras	el	demonio	pensaba.	Y	pensaba	en
voz	 alta,	 con	 murmullos	 crepitantes	 y	 resplandecientes	 que	 a	 Sophie	 le	 recordaron
bastante	a	cómo	hablaba	ella	con	su	bastón	cuando	venía	por	el	camino,	y	mientras
                                ebookelo.com	-	Página	31
pensaba	ardía	con	un	crepitar	tan	alegre	y	poderoso	que	volvió	a	quedarse	dormida.
Le	pareció	que	el	demonio	había	hecho	algunas	sugerencias.	Recordó	haber	negado
con	 la	 cabeza	 ante	 la	 propuesta	 de	 fingir	 ser	 la	 tía	 abuela	 de	 Howl	 que	 se	 había
perdido	 hacía	 mucho	 tiempo,	 y	 un	 par	 de	 ideas	 aún	 más	 descabelladas,	 pero	 no	 se
acordaba	 muy	 bien.	 Al	 final	 al	 demonio	 le	 dio	 por	 cantar	 una	 tonada	 dulce	 y
flameante.	No	estaba	en	ningún	idioma	que	Sophie	conociese,	o	eso	le	pareció,	hasta
que	distinguió	la	palabra	sartén	varias	veces.	Y	era	muy	indicada	para	dormir.	Sophie
cayó	 en	 un	 sueño	 profundo,	 con	 la	 ligera	 sospecha	 de	 que	 la	 estaban	 hechizando
además	de	engañando,	pero	no	le	molestó	particularmente.	Pronto	se	habría	librado
del	conjuro…
                                 ebookelo.com	-	Página	32
                                          Capítulo	4
                «En	el	que	Sophie	descubre	varias	cosas	extrañas»
CUANDO	SOPHIE	SE	DESPERTÓ,	caía	sobre	ella	la	luz	de	la	mañana.	Como	no	recordaba
que	 hubiera	 ninguna	 ventana	 en	 el	 castillo,	 lo	 primero	 que	 pensó	 fue	 que	 se	 había
quedado	dormida	adornando	sombreros	y	que	había	soñado	que	se	marchaba	de	casa.
Frente	a	ella,	el	fuego	se	había	convertido	en	unas	brasas	rosadas	y	cenizas	blancas,
lo	 que	 terminó	 por	 convencerla	 de	 que	 el	 demonio	 del	 fuego	 había	 sido	 un	 sueño.
Pero	sus	primeros	movimientos	le	dijeron	que	algunas	cosas	no	las	había	soñado.	Le
crujieron	todas	las	articulaciones	del	cuerpo.
     —¡Ay!	—exclamó—.	¡Me	duele	todo!
     La	voz	que	exclamó	era	un	hilillo	débil	y	cascado.	Se	llevó	la	mano	nudosa	a	la
cara	 y	 palpó	 las	 arrugas.	 Y	 entonces	 se	 dio	 cuenta	 de	 que	 había	 pasado	 todo	 el	 día
anterior	 conmocionada.	 Ahora	 estaba	 muy	 enfadada	 con	 la	 bruja	 del	 Páramo	 por
haberle	hecho	aquello,	—terriblemente	furiosa—.	¡Qué	es	eso	de	entrar	en	las	tiendas
y	volver	vieja	a	la	gente!	—exclamó—.	¡Ya	verás	tú	lo	que	le	voy	a	hacer	yo	a	ella!
     Su	rabia	la	hizo	ponerse	de	pie	con	una	salva	de	crujidos	y	chirridos	y	acercarse
lentamente	 hacia	 la	 ventana.	 Estaba	 sobre	 el	 banco	 de	 trabajo.	 Se	 quedó	 totalmente
sorprendida	 al	 descubrir	 que	 la	 ventana	 daba	 a	 una	 ciudad	 costera.	 Vio	 una	 calle
empinada	 sin	 pavimentar,	 flanqueada	 por	 casas	 pequeñas	 de	 aspecto	 pobre,	 y
distinguió	 los	 mástiles	 que	 se	 erguían	 más	 allá	 de	 los	 tejados.	 Por	 detrás	 de	 los
mástiles	percibió	un	reflejo	del	mar,	que	nunca	había	visto	en	su	vida.
     —¿Pero	dónde	estoy?	—preguntó	Sophie	a	la	calavera	que	estaba	sobre	la	mesa
—.	 No	 espero	 que	 me	 contestes	 a	 eso,	 amigo	 mío	 —añadió	 apresuradamente	 al
recordar	 que	 estaba	 en	 el	 castillo	 de	 un	 mago	 y	 dio	 media	 vuelta	 para	 estudiar	 la
habitación.
     Era	una	sala	pequeña,	con	vigas	negras	y	pesadas	en	el	techo.	A	la	luz	del	día	vio
que	 estaba	 increíblemente	 sucia.	 Las	 piedras	 del	 suelo	 estaban	 manchadas	 y
grasientas,	 detrás	 de	 la	 pantalla	 de	 la	 chimenea	 se	 apilaba	 la	 ceniza	 y	 de	 las	 vigas
colgaban	polvorientas	telarañas.	La	calavera	estaba	cubierta	por	una	capa	de	polvo.
Sophie	la	limpió	distraídamente	al	pasar	a	mirar	la	pila	de	lavar	que	estaba	junto	a	la
mesa.	 Le	 dio	 un	 escalofrío	 al	 ver	 el	 limo	 verde	 y	 rosa	 que	 la	 recubría	 y	 la	 baba
blanquecina	 que	 goteaba	 de	 la	 bomba	 de	 agua.	 Era	 evidente	 que	 a	 Howl	 no	 le
importaba	que	sus	sirvientes	vivieran	rodeados	de	mugre.
     El	 resto	 del	 castillo	 tenía	 que	 estar	 al	 otro	 lado	 de	 alguna	 de	 las	 cuatro	 puertas
negras	que	había	en	la	habitación.	Sophie	abrió	la	más	cercana,	junto	a	la	mesa,	que
daba	 a	 un	 gran	 cuarto	 de	 baño.	 En	 algunos	 aspectos	 era	 un	 baño	 que	 normalmente
sólo	se	encontraría	en	un	palacio,	lleno	de	lujos	como	un	retrete	interior,	una	ducha,
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una	 inmensa	 bañera	 con	 patas	 de	 león	 y	 espejos	 en	 todas	 las	 paredes.	 Pero	 estaba
incluso	más	sucio	que	la	otra	habitación.	Sophie	se	alejó	asqueada	del	retrete,	arrugó
la	nariz	al	ver	el	color	de	la	bañera,	retrocedió	ante	el	moho	verde	que	crecía	en	la
ducha	 y	 pudo	 soportar	 el	 ver	 su	 imagen	 arrugada	 en	 los	 espejos	 porque	 estaban
cubiertos	 por	 pegotes	 y	 churretes	 de	 sustancias	 innombrables.	 Las	 sustancias
innombrables	 propiamente	 dichas	 se	 acumulaban	 sobre	 un	 estante	 muy	 grande	 que
colgaba	sobre	la	bañera.	Estaban	en	tarros,	cajas,	tubos	y	en	cientos	de	paquetitos	y
bolsas	 arrugadas	 de	 papel	 marrón.	 El	 tarro	 más	 grande	 tenía	 un	 nombre.	 Decía
POLVOS	 SECANTES	 con	 letras	 torcidas.	 Cogió	 al	 azar	 un	 paquete	 que	 decía	 PIEL	 y	 lo
volvió	a	colocar	en	su	lugar.	En	otro	ponía	OJOS	con	la	misma	letra.	En	un	tubo	se
leía	PARA	EL	DETERIORO.
    —Pues	 parece	 que	 funciona	 —murmuró	 Sophie	 mirando	 en	 el	 lavabo	 con	 un
escalofrío.	El	agua	corrió	por	la	loza	cuando	abrió	un	grifo	que	podría	haber	sido	de
cobre	y	se	llevó	algo	del	deterioro.	Sophie	se	aclaró	las	manos	y	la	cara	con	el	agua
sin	tocar	el	lavabo,	pero	no	tuvo	valor	de	usar	los	 POLVOS	SECANTES.	Se	secó	el	agua
con	la	falda	y	luego	fue	hacia	la	siguiente	puerta	negra.
    Aquélla	daba	a	un	tramo	de	escaleras	destartaladas.	Sophie	oyó	a	alguien	moverse
arriba	y	cerró	la	puerta	a	toda	prisa.	Parecía	que	sólo	daba	a	una	especie	de	altillo.
Avanzó	 cojeando	 hasta	 la	 siguiente.	 Ya	 se	 movía	 con	 mayor	 facilidad.	 Era	 una
anciana	resistente,	como	había	descubierto	el	día	anterior.
    La	 tercera	 puerta	 daba	 a	 un	 patio	 trasero	 con	 altos	 muros	 de	 ladrillo.	 Había	 un
gran	 montón	 de	 leña	 y	 otras	 pilas	 desordenadas	 de	 trozos	 sueltos	 de	 hierro,	 ruedas,
cubos,	planchas	de	metal,	cables,	todo	ello	amontonado	hasta	casi	sobrepasar	la	altura
del	muro.	Sophie	cerró	también	aquella	puerta,	totalmente	confundida,	porque	parecía
que	 no	 encajaba	 con	 el	 castillo.	 Por	 encima	 del	 muro	 de	 ladrillo	 no	 se	 veía	 ningún
castillo.	 Sólo	 el	 cielo.	 Lo	 único	 que	 se	 le	 ocurrió	 fue	 que	 aquella	 parte	 del	 castillo
daba	a	la	pared	invisible	que	la	había	detenido	la	noche	anterior.
    Abrió	la	cuarta	puerta	y	no	era	más	que	un	armario	de	la	limpieza,	con	dos	capas
elegantes	 de	 terciopelo,	 algo	 polvorientas,	 colgadas	 de	 los	 palos	 de	 las	 escobas.
Sophie	volvió	a	cerrarla	despacio.	La	única	puerta	que	quedaba	era	la	de	la	pared	de
la	ventana,	por	la	que	había	entrado	la	noche	anterior.	Se	acercó	hacia	ella	y	la	abrió
con	cautela.
    Durante	unos	momentos	se	quedó	contemplando	el	paisaje	de	las	colinas	que	se
movían	lentamente,	el	brezo	que	se	deslizaba	por	debajo	de	la	puerta	y	el	viento	que
alborotaba	su	pelo	escaso.	Podía	oír	el	traqueteo	y	el	roce	que	producían	las	grandes
piedras	 negras	 con	 el	 movimiento	 del	 castillo.	 Luego	 cerró	 la	 puerta	 y	 fue	 hacia	 la
ventana.	Allí	estaba	de	nuevo	la	ciudad	costera.	No	era	un	cuadro.	Una	mujer	había
abierto	una	puerta	al	otro	lado	de	la	calle	y	estaba	barriendo.	Al	otro	lado	de	la	casa,
una	 vela	 gris	 se	 izaba	 sacudiendo	 el	 mástil,	 molestando	 a	 una	 bandada	 de	 gaviotas
que	echó	a	volar	en	círculos	sobre	el	mar	reluciente.
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    —No	lo	entiendo	—le	dijo	Sophie	a	la	calavera.	Y	luego,	como	el	fuego	parecía
casi	apagado,	le	puso	un	par	de	troncos	y	quitó	con	el	rastrillo	parte	de	la	ceniza.	Las
llamas	 verdes	 se	 elevaron	 de	 los	 troncos,	 pequeñas	 y	 rizadas,	 y	 formaron	 una	 cara
alargada	y	azul	con	una	cabellera	verde	llameante.
    —Buenos	días	—dijo	el	demonio	del	fuego—.	No	olvides	que	tenemos	un	trato.
    Así	que	no	había	sido	un	sueño.	Sophie	no	solía	llorar,	pero	se	sentó	en	la	silla
durante	un	buen	rato	mirando	a	la	cara	borrosa	y	danzarina	del	demonio	del	fuego,	y
no	prestó	mucha	atención	a	los	sonidos	que	hacía	Michael	al	levantarse,	hasta	que	lo
vio	de	pie	frente	a	ella,	con	aspecto	avergonzado	y	un	poco	exasperado.
    —Todavía	estás	aquí	—dijo—.	¿Te	pasa	algo?
    Sophie	se	sorbió	las	lágrimas.
    —Soy	vieja	—comenzó.
    Pero,	 como	 le	 había	 dicho	 la	 bruja	 y	 el	 demonio	 del	 fuego	 había	 adivinado,	 no
podía	hablar	de	ello.	Michael	dijo	alegremente:
    —Bueno,	 a	 todos	 nos	 llega	 con	 el	 tiempo.	 ¿Te	 gustaría	 tomar	 algo	 para
desayunar?
    Sophie	 descubrió	 que	 realmente	 era	 una	 anciana	 resistente.	 Después	 de	 haber
comido	sólo	pan	y	queso	en	el	almuerzo	del	día	anterior,	ahora	estaba	hambrienta.
    —¡Sí!	—asintió.	Y	cuando	Michael	fue	al	armario,	se	levantó	y	miró	por	encima
del	hombro	para	ver	qué	había	de	comer.
    —Me	temo	que	sólo	hay	pan	y	queso	—dijo	Michael	algo	tenso.
    —¡Pero	si	hay	una	cesta	entera	de	huevos!	—dijo	Sophie—.	¿Y	no	es	eso	beicon?
¿Y	qué	tal	si	bebemos	algo	caliente?	¿Dónde	está	la	tetera?
    —No	tenemos	—dijo	Michael—.	Y	Howl	es	el	único	capaz	de	cocinar.
    —Yo	también	sé	cocinar	—dijo	Sophie—.	Dame	esa	sartén	y	te	lo	demostraré.
    Alargó	la	mano	para	coger	una	sartén	grande	y	negra	que	colgaba	en	la	pared	del
armario,	a	pesar	de	que	Michael	intentó	evitarlo.
    —No	 lo	 entiendes	 —dijo	 Michael—.	 Es	 Calcifer,	 el	 demonio	 del	 fuego.	 Sólo
inclina	la	cabeza	para	cocinar	ante	Howl.
    Sophie	dio	media	vuelta	y	miró	al	demonio,	que	llameó	con	aspecto	desafiante.
    —Me	niego	a	que	me	exploten	—dijo.
    —¿Quieres	decir	que	no	puedes	ni	siquiera	beber	algo	caliente	si	Howl	no	está?
—le	preguntó	Sophie	a	Michael.	Michael	asintió	avergonzado—.	¡Entonces	es	a	ti	a
quien	 están	 explotando!	 —exclamó	 Sophie—.	 Dame	 eso	 —cogió	 la	 sartén	 de	 las
manos	reacias	de	Michael	y	agarró	el	beicon,	luego	metió	una	cuchara	de	madera	en
la	cesta	de	los	huevos	y	avanzó	con	todo	aquello	hacia	la	chimenea—.	A	ver,	Calcifer
—dijo—,	vamos	a	dejarnos	de	tonterías.	Inclina	la	cabeza.
    —¡No	me	puedes	obligar!	—crepitó	el	demonio.
    —¡Claro	 que	 puedo!	 —crepitó	 a	 su	 vez	 Sophie,	 con	 una	 fiereza	 que	 a	 menudo
hacía	que	sus	hermanas	se	detuvieran	en	medio	de	una	pelea—.	Si	no,	te	echaré	agua
por	 encima.	 O	 cogeré	 las	 tenazas	 y	 te	 quitaré	 los	 dos	 troncos	 —añadió	 mientras	 se
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arrodillaba	 junto	 al	 hogar	 con	 gran	 crujir	 de	 huesos.	 Y	 entonces	 suspiró—:	 O	 me
puedo	retractar	del	trato	y	contárselo	a	Howl,	¿no	te	parece?
     —¡Maldición!	—escupió	Calcifer—.	¿Por	qué	la	dejaste	entrar,	Michael?
     Enfurruñado,	inclinó	la	cara	azul	hacia	adelante	hasta	que	lo	único	que	se	veía	de
él	era	un	círculo	de	llamitas	verdes	bailando	sobre	los	troncos.
     —Gracias	—dijo	Sophie,	y	colocó	de	golpe	la	pesada	sartén	sobre	las	llamas	para
asegurarse	de	que	Calcifer	no	se	levantaba	de	repente.
     —Espero	que	se	te	queme	el	beicon	—dijo	Calcifer,	con	la	voz	ahogada	bajo	la
sartén.
     Sophie	 plantó	 varias	 lonchas	 sobre	 la	 sartén.	 Estaba	 bien	 caliente.	 El	 beicon
chisporroteó	y	Sophie	tuvo	que	enrollarse	la	mano	en	la	falda	para	sostener	el	mango.
Cuando	se	abrió	la	puerta,	ni	siquiera	se	dio	cuenta	por	el	ruido	de	la	fritura.
     —No	hagas	tonterías	—le	dijo	a	Calcifer—.	Y	estáte	quieto,	porque	voy	a	cascar
los	huevos.
     —Ah,	hola,	Howl	—dijo	Michael	sin	saber	qué	hacer.
     Apresuradamente,	Sophie	dio	media	vuelta	al	oírle.	Los	ojos	se	le	abrieron	como
platos.	El	joven	alto	con	el	traje	azul	y	plateado	que	acaba	de	entrar	se	detuvo	cuando
se	disponía	a	dejar	una	guitarra	en	un	rincón.	Se	apartó	el	pelo	rubio	de	sus	curiosos
ojos	 verdes	 y	 le	 devolvió	 la	 mirada	 a	 Sophie.	 Su	 cara	 larga	 y	 angulosa	 mostraba
perplejidad.
     —¿Quién	rayos	eres	tú?	—dijo	Howl—.	¿Dónde	te	he	visto	antes?
     —Soy	 una	 total	 desconocida	 —mintió	 Sophie	 con	 firmeza.	 Después	 de	 todo,
Howl	sólo	la	había	visto	el	tiempo	suficiente	para	llamarla	ratoncita,	así	que	era	casi
cierto.	 Debería	 darle	 gracias	 al	 cielo	 por	 la	 suerte	 que	 había	 tenido	 al	 haber	 podido
escapar	 en	 aquella	 ocasión,	 pero	 en	 realidad	 su	 principal	 pensamiento	 fue:	 «¡Anda!
¡Si	el	mago	Howl	no	es	más	que	un	veinteañero,	por	muy	malo	que	sea!».	«La	vejez
lo	 cambiaba	 todo»,	 pensó	 mientras	 le	 daba	 la	 vuelta	 al	 beicon	 en	 la	 sartén.	 Y	 se
hubiera	 muerto	 antes	 que	 dejar	 que	 aquel	 jovenzuelo	 peripuesto	 se	 enterase	 de	 que
era	 la	 chica	 de	 la	 que	 se	 había	 compadecido	 el	 día	 de	 la	 fiesta.	 Y	 aquello	 no	 tenía
nada	que	ver	con	las	almas	y	los	corazones.	Howl	no	se	iba	a	enterar.
     —Dice	que	se	llama	Sophie	—intervino	Michael—.	Llegó	anoche.
     —¿Cómo	ha	conseguido	que	se	incline	Calcifer?	—preguntó	Howl.
     —¡Me	 ha	 obligado!	 —dijo	 Calcifer	 con	 voz	 lastimera	 y	 ahogada	 debajo	 de	 la
sartén.
     —No	hay	mucha	gente	capaz	de	hacer	una	cosa	así	—dijo	Howl	pensativo.	Dejó
la	guitarra	en	el	rincón	y	se	acercó	al	hogar.	Un	aroma	a	jacintos	se	mezcló	con	el	del
beicon	cuando	empujó	a	Sophie	a	un	lado	con	firmeza—.	A	Calcifer	no	le	gusta	que
nadie	cocine	sobre	él,	excepto	yo	—dijo	al	arrodillarse	mientras	se	enrollaba	una	de
sus	 largas	 mangas	 sobre	 la	 mano	 para	 sujetar	 la	 sartén—.	 Pásame	 dos	 lonchas	 de
beicon	más	y	seis	huevos,	por	favor,	y	dime	para	qué	has	venido.
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    Sophie	 se	 quedó	 mirando	 fijamente	 a	 la	 joya	 azul	 que	 le	 colgaba	 de	 la	 oreja	 de
Howl	y	le	fue	pasando	un	huevo	detrás	de	otro.
    —¿Que	 para	 qué	 he	 venido,	 joven?	 —dijo.	 Después	 de	 lo	 que	 había	 visto	 del
castillo,	era	evidente—.	He	venido	porque	soy	la	nueva	limpiadora,	naturalmente.
    —¿Ah,	sí?	—preguntó	Howl,	cascando	los	huevos	con	una	sola	mano	y	arrojando
las	cáscaras	entre	los	troncos,	donde	Calcifer	parecía	comérselas	con	mucho	deleite	y
ruido—.	¿Y	quién	lo	dice?
    —Yo	lo	digo	—afirmó	Sophie,	y	añadió	en	tono	piadoso—:	Seré	capaz	de	limpiar
la	porquería	que	hay	aquí,	aunque	no	pueda	limpiar	tu	alma	de	maldad,	jovencito.
    —Howl	no	es	malo	—dijo	Michael.
    —Sí	 que	 lo	 soy	 —le	 contradijo	 Howl—.	 Se	 te	 olvida	 lo	 malísimo	 que	 estoy
siendo	 ahora	 mismo,	 Michael	 —apuntó	 con	 la	 barbilla	 a	 Sophie—.	 Si	 tantas	 ganas
tienes	de	ayudar,	buena	mujer,	saca	unos	cuchillos	y	tenedores	y	haz	sitio	en	la	mesa.
    Debajo	 de	 la	 mesa	 de	 trabajo	 había	 unos	 taburetes	 altos.	 Michael	 los	 estaba
sacando	para	sentarse,	empujando	hacia	los	lados	todos	los	trastos	que	había	encima
para	 hacer	 sitio	 a	 los	 cuchillos	 y	 tenedores	 que	 había	 sacado	 de	 un	 cajón	 lateral.
Sophie	 fue	 a	 ayudarle.	 No	 esperaba	 que	 Howl	 le	 diera	 la	 bienvenida,	 naturalmente,
pero	 hasta	 entonces	 no	 le	 había	 dado	 permiso	 para	 que	 se	 quedara	 más	 allá	 del
desayuno.	Como	Michael	no	parecía	necesitarla,	Sophie	se	acercó	arrastrando	los	pies
hasta	 su	 bastón	 y	 lo	 colocó	 descaradamente	 en	 el	 armario	 de	 las	 escobas.	 Como
aquello	tampoco	pareció	llamar	la	atención	de	Howl,	dijo:
    —Puedes	tomarme	a	prueba	durante	un	mes,	si	quieres.
    El	mago	Howl	no	dijo	nada	más	que:
    —Platos,	Michael,	por	favor	—y	se	levantó	con	la	sartén	humeante	en	la	mano.
Calcifer	saltó	con	un	rugido	de	alivio	y	ardió	con	gran	estrépito.
    Sophie	hizo	otro	intento	para	que	el	mago	se	comprometiera.
    —Si	 voy	 a	 estar	 aquí	 limpiando	 durante	 el	 próximo	 mes	 —dijo—,	 me	 gustaría
saber	dónde	está	el	resto	del	castillo.	Sólo	he	visto	esta	sala	y	el	cuarto	de	baño.
    Para	su	sorpresa,	Michael	y	Howl	estallaron	en	carcajadas.
    Cuando	 casi	 habían	 terminado	 de	 desayunar,	 Sophie	 descubrió	 qué	 les	 había
hecho	tanta	gracia.	A	Howl	no	sólo	era	difícil	obligarle	a	comprometerse,	sino	que	no
le	gustaba	contestar	ninguna	pregunta	en	absoluto.	Sophie	dejó	de	preguntarle	a	él	y
se	dirigió	a	Michael.
    —Díselo	—dijo	Howl—.	Así	dejará	de	dar	la	lata.
    —No	hay	nada	más	—dijo	Michael—,	excepto	lo	que	has	visto	y	dos	dormitorios
en	el	piso	de	arriba.
    —¿Qué?	—se	sorprendió	Sophie.
    Howl	y	Michael	se	echaron	a	reír	de	nuevo.
    —Howl	 y	 Calcifer	 inventaron	 el	 castillo	 —explicó	 Michael—	 y	 Calcifer	 lo
mantiene	 en	 marcha.	 El	 interior	 en	 realidad	 es	 la	 vieja	 casa	 de	 Howl	 en	 Porthaven,
que	es	la	única	parte	real.
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     —¡Pero	 si	 Porthaven	 está	 a	 cientos	 de	 millas	 de	 aquí,	 en	 la	 costa!	 —exclamó
Sophie—.	 ¡Qué	 vergüenza!	 ¿Y	 qué	 pretendes	 con	 este	 castillo	 grande	 y	 feo	 que
recorre	las	colinas	de	Market	Chipping	aterrorizando	a	la	gente?
     Howl	se	encogió	de	hombros.
     —¡Qué	mujer	más	directa!	He	llegado	a	ese	punto	en	mi	carrera	en	que	necesito
impresionar	 a	 todo	 el	 mundo	 con	 mi	 poder	 y	 maldad.	 No	 quiero	 que	 el	 Rey	 piense
bien	 de	 mí.	 Además,	 el	 año	 pasado	 ofendí	 a	 alguien	 muy	 poderoso	 y	 tengo	 que
mantenerme	alejado.
     Era	una	forma	un	tanto	extraña	de	evitar	a	alguien,	pero	Sophie	supuso	que	los
magos	 se	 regían	 por	 normas	 distintas	 a	 las	 de	 la	 gente	 corriente.	 Y	 enseguida
descubrió	 que	 el	 castillo	 tenía	 otras	 peculiaridades.	 Habían	 terminado	 de	 comer	 y
Michael	estaba	apilando	los	platos	en	la	pila	mugrienta	cuando	se	oyó	un	golpe	fuerte
y	seco	en	la	puerta.	Calcifer	elevó	sus	llamas:
     —¡Puerta	de	Kingsbury!
     Howl,	que	iba	de	camino	al	cuarto	de	baño,	se	dirigió	hacia	la	puerta.	Tenía	un
pomo	 de	 madera	 pequeño	 y	 cuadrado	 en	 el	 dintel,	 con	 una	 pincelada	 de	 pintura	 en
cada	 uno	 de	 sus	 cuatro	 lados.	 En	 aquel	 momento	 el	 lado	 que	 apuntaba	 hacia	 abajo
tenía	una	mancha	verde,	pero	Howl	lo	hizo	girar	para	que	fuese	la	mancha	roja	la	que
apuntara	hacia	abajo	antes	de	abrir	la	puerta.
     Fuera	había	un	personaje	con	una	peluca	blanca	y	estirada	y	un	sombrero	de	ala
ancha.	Vestía	ropa	escarlata,	púrpura	y	dorada	y	llevaba	una	vara	pequeña	decorada
con	lazos,	como	un	árbol	de	mayo	para	niños.	Hizo	una	reverencia.	Un	aroma	a	trébol
y	a	flores	de	naranjo	se	extendió	por	la	habitación.
     —Su	 Majestad	 el	 Rey	 le	 envía	 saludos	 y	 hace	 entrega	 del	 pago	 por	 los	 dos
millares	de	botas	de	siete	leguas	—dijo	el	hombre.
     A	su	espalda,	Sophie	vislumbró	un	coche	de	caballos	que	esperaba	en	una	calle
llena	 de	 casas	 suntuosas	 cubiertas	 con	 tallas	 pintadas	 y	 torres	 y	 capiteles	 y	 cúpulas
más	 allá,	 de	 un	 esplendor	 que	 nunca	 había	 imaginado	 siquiera.	 Lamentó	 que	 la
persona	 de	 la	 puerta	 tardara	 tan	 poco	 tiempo	 en	 sacar	 una	 bolsa	 de	 seda	 larga	 y
tintineante,	 y	 Howl	 en	 tomarla,	 devolverle	 el	 saludo	 y	 cerrar	 la	 puerta.	 Howl	 hizo
girar	el	pomo	para	que	la	mancha	verde	volviera	a	apuntar	hacia	abajo	y	se	metió	la
bolsa	en	el	bolsillo.	Sophie	vio	cómo	Michael	seguía	la	bolsa	con	la	mirada,	con	una
expresión	apremiante	y	preocupada.
     Howl	se	metió	directamente	en	el	cuarto	de	baño,	y	gritó:
     —¡Necesito	agua	caliente,	Calcifer!
     Y	no	salió	durante	un	rato	larguísimo.	Sophie	no	pudo	contener	su	curiosidad.
     —¿Quién	era	ése?	—le	preguntó	a	Michael—.	¿O	más	bien,	dónde	estaba	eso?
     —Esa	puerta	da	a	Kingsbury	—dijo	Michael—,	donde	vive	el	Rey.	Creo	que	ese
hombre	era	el	secretario	del	Canciller.	Y	—añadió	preocupado	a	Calcifer—	ojalá	no
le	hubiera	dado	a	Howl	todo	ese	dinero.
     —¿Va	a	dejar	Howl	que	me	quede	aquí?
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   —Si	 te	 deja,	 nunca	 conseguirás	 que	 te	 lo	 diga	 —contestó	 Michael—.	 Odia
comprometerse.
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                                      Capítulo	5
                       «En	el	que	hay	demasiada	limpieza»
DECIDIÓ	QUE	LO	ÚNICO	que	podía	hacer	era	demostrarle	a	Howl	que	era	una	excelente
limpiadora,	 un	 auténtico	 tesoro.	 Se	 ató	 un	 trapo	 viejo	 sobre	 el	 pelo	 blanco,	 se
remangó	el	vestido	sobre	los	brazos	arrugados	y	delgaduchos	y	se	colocó	un	mantel
que	sacó	del	armario	de	las	escobas	como	si	fuera	un	delantal.	Era	un	alivio	que	sólo
hubiera	 cuatro	 habitaciones	 que	 limpiar	 en	 lugar	 de	 un	 castillo	 entero.	 Agarró	 un
cubo	y	una	escoba	y	se	puso	manos	a	la	obra.
    —¿Qué	haces?	—gritaron	a	coro	Michael	y	Calcifer	horrorizados.
    —Limpiar	—replicó	Sophie	con	firmeza—.	Esta	casa	es	un	desastre.
    Calcifer	dijo:
    —No	hace	falta.
    Y	Michael	murmuró:
    —¡Howl	te	va	a	echar!
    Pero	Sophie	los	ignoró	a	los	dos	y	empezó	a	levantar	nubes	de	polvo.	En	medio
de	todo	esto,	se	oyeron	nuevos	golpes	en	la	puerta.	Calcifer	ardió	con	fuerza:
    —¡Puerta	 de	 Porthaven!	 —con	 un	 gran	 estornudo	 llameante	 que	 lanzó	 chispas
púrpuras	a	través	de	la	polvareda.
    Michael	dejó	la	mesa	y	fue	hasta	la	puerta.	Sophie	espió	a	través	del	polvo	que
estaba	levantando	y	vio	que	esta	vez	Michael	giraba	el	pomo	cuadrado	de	madera	de
forma	que	el	lado	con	la	mancha	azul	apuntara	hacia	abajo.	Cuando	abrió	la	puerta,	la
calle	era	la	misma	que	se	veía	por	la	ventana	y	se	encontró	con	una	niña	pequeña.
    —Por	favor,	señor	Fisher	—dijo—.	He	venido	por	ese	conjuro	para	mi	madre.
    —Un	conjuro	de	seguridad	para	el	barco	de	tu	padre,	¿no?	—dijo	Michael—.	Un
momentito	—volvió	a	la	mesa,	cogió	una	jarra	de	las	estanterías	y	de	un	frasco	vertió
una	 cantidad	 del	 polvo	 en	 un	 trozo	 de	 papel.	 Mientras	 tanto,	 la	 niña	 observaba	 a
Sophie	 con	 tanta	 curiosidad	 como	 Sophie	 a	 ella.	 Michael	 retorció	 el	 papel	 con	 el
polvo	 dentro	 y	 regresó	 dando	 instrucciones—:	 Dile	 que	 lo	 espolvoree	 por	 todo	 el
barco.	Durará	para	la	ida	y	la	vuelta,	incluso	si	hay	tormenta.
    La	niña	tomó	el	papel	y	le	entregó	una	moneda.
    —¿El	hechicero	ahora	tiene	también	una	bruja	trabajando	para	él?	—preguntó.
    —No	—respondió	Michael.
    —¿Te	 refieres	 a	 mí?	 —preguntó	 Sophie—.	 Ah,	 sí,	 hijita.	 Soy	 la	 bruja	 mejor	 y
más	limpia	de	todo	Ingary.
    Michael	cerró	la	puerta,	con	expresión	exasperada.
    —Ahora	se	enterarán	en	todo	Porthaven.	Puede	que	a	Howl	no	le	agrade	—volvió
a	girar	el	pomo	con	el	verde	hacia	abajo.
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    Sophie	 se	 rió	 un	 poco	 para	 sus	 adentros,	 sin	 arrepentirse	 lo	 más	 mínimo.
Probablemente	 había	 permitido	 que	 la	 escoba	 que	 estaba	 utilizando	 le	 diera	 ideas.
Pero	también	podría	convencer	a	Howl	para	que	la	dejara	quedarse	si	todo	el	mundo
pensaba	que	trabajaba	para	él.	Su	comportamiento	le	parecía	muy	raro.	Cuando	era
joven,	 Sophie	 se	 habría	 muerto	 de	 vergüenza	 al	 ver	 cómo	 estaba	 actuando,	 pero
ahora,	al	ser	una	anciana,	no	le	importaba	nada	de	lo	que	hacía	o	decía.	Sintió	un	gran
alivio.
    Cuando	vio	a	Michael	levantar	una	piedra	del	hogar	y	esconder	la	moneda	de	la
niña	debajo,	se	acercó	con	curiosidad.
    —¿Qué	estás	haciendo?
    —Calcifer	 y	 yo	 intentamos	 guardar	 un	 poco	 de	 dinero	 —dijo	 Michael	 en	 tono
culpable—.	Si	no,	Howl	se	gasta	todo	lo	que	tenemos.
    —¡Es	un	manirroto	irresponsable!	—crepitó	Calcifer—.	Se	gastará	el	dinero	del
Rey	en	menos	tiempo	de	lo	que	tardo	yo	en	quemar	este	tronco.	No	tiene	cabeza.
    Sophie	esparció	agua	del	lavadero	para	que	el	polvo	se	asentara,	lo	que	hizo	que
Calcifer	se	encogiera	en	la	chimenea.	Luego	volvió	a	barrer	el	suelo.	Fue	avanzando
en	dirección	a	la	puerta,	para	ver	mejor	el	pomo	cuadrado	del	dintel.	El	cuarto	lado,	el
que	 todavía	 no	 había	 visto	 usar,	 tenía	 una	 mancha	 de	 pintura	 negra.	 Preguntándose
adonde	 conduciría,	 Sophie	 se	 puso	 a	 retirar	 con	 energía	 las	 telarañas	 de	 las	 vigas.
Michael	se	quejó	y	Calcifer	volvió	a	estornudar.
    Justo	en	ese	momento,	Howl	salió	del	baño	envuelto	en	un	vaho	perfumado,	con
una	 elegancia	 extraordinaria.	 Hasta	 los	 bordados	 de	 plata	 del	 traje	 parecían	 más
brillantes.	Echó	un	vistazo	y	volvió	rápidamente	al	cuarto	de	baño	protegiéndose	la
cabeza	con	una	manga	azul	y	plateada.
    —¡Párate	quieta,	mujer!	—dijo—.	¡Deja	en	paz	a	esas	pobres	arañas!
    —¡Estas	telarañas	son	una	vergüenza!	—declaró	Sophie,	mientras	las	desgarraba
todas	a	la	vez.
    —Pues	quítalas,	pero	deja	las	arañas	—ordenó	Howl.
    A	Sophie	le	pareció	que	sentía	una	simpatía	malvada	por	las	arañas.
    —Pero	entonces	tejerán	más	telas	—replicó.
    —Y	 matan	 a	 las	 moscas,	 lo	 cual	 es	 muy	 útil	 —dijo	 Howl—.	 Deja	 de	 mover	 la
escoba	mientras	cruzo	mi	propio	salón,	por	favor.
    Sophie	se	apoyó	en	la	escoba	y	observó	cómo	Howl	cruzaba	la	habitación	y	cogía
la	guitarra.	Cuando	puso	la	mano	en	el	picaporte,	le	dijo:
    —Si	la	mancha	roja	conduce	a	Kingsbury	y	la	azul	va	a	Porthaven,	¿adónde	lleva
la	mancha	negra?
    —¡Qué	mujer	más	fisgona!	—dijo	Howl—.	Esa	conduce	a	mi	escondite	particular
y	no	te	voy	a	decir	dónde	está.
    Abrió	la	puerta	hacia	las	colinas	que	se	deslizaban	en	perpetuo	movimiento.
    —¿Howl,	cuándo	volverás?	—preguntó	Michael	en	un	tono	un	poco	desesperado.
    Howl	fingió	no	haberle	oído	y	se	dirigió	a	Sophie.
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    —Prohibido	matar	a	una	sola	araña	mientras	estoy	fuera.
    La	puerta	se	cerró	a	sus	espaldas.	Michael	le	lanzó	a	Calcifer	una	mirada	cargada
de	significado	y	suspiró.	Calcifer	crepitó	con	una	risa	maliciosa.
    Como	nadie	le	explicó	adonde	había	ido	Howl,	Sophie	concluyó	que	habría	salido
a	 cazar	 jovencitas	 de	 nuevo	 y	 se	 puso	 a	 trabajar	 con	 más	 vigor	 que	 nunca.	 No	 se
atrevió	 a	 hacer	 daño	 a	 ninguna	 araña	 después	 de	 lo	 que	 le	 había	 dicho	 Howl,	 pero
golpeó	las	vigas	con	la	escoba,	gritando:
    —¡Largo,	arañas!	¡Fuera	de	mi	camino!	—las	arañas	salieron	corriendo	en	todas
direcciones	 mientras	 las	 telarañas	 caían	 a	 montones.	 Entonces	 tuvo	 que	 volver	 a
barrer	el	suelo,	claro.	Cuando	terminó,	se	puso	de	rodillas	y	lo	fregó.
    —¡Ojalá	 te	 estuvieras	 quieta!	 —dijo	 Michael,	 sentado	 en	 las	 escaleras	 para
apartarse	de	ella.
    Calcifer,	escondido	en	el	fondo	del	hogar,	murmuró:
    —¡Ojalá	no	hubiera	hecho	ese	trato	contigo!
    Sophie	siguió	frotando	con	energía.
    —Estaréis	mucho	más	contentos	cuando	quede	limpio	y	bonito	—dijo.
    —Pero	ahora	estoy	fastidiado	—protestó	Michael.
    Howl	no	regresó	hasta	tarde	aquella	noche.	Para	entonces	Sophie	había	barrido	y
fregado	tanto	que	apenas	se	podía	mover.	Estaba	sentada	hecha	un	ovillo	en	la	silla,
con	dolores	por	todo	el	cuerpo.	Michael	agarró	a	Howl	por	una	manga	y	se	lo	llevó	al
cuarto	 de	 baño,	 donde	 Sophie	 lo	 oyó	 quejarse	 con	 murmullos	 indignados.	 Frases
como	«una	vieja	terrible»	y	«¡no	hace	ni	caso!»	eran	fáciles	de	distinguir,	incluso	con
los	gritos	de	Calcifer,	que	aullaba:
    —¡Howl,	detenla!	¡Nos	va	a	matar	a	los	dos!
    Pero	lo	único	que	dijo	Howl,	cuando	Michael	le	soltó,	fue:
    —¿Has	matado	alguna	araña?
    —¡Claro	que	no!	—saltó	Sophie.	Sus	achaques	la	habían	vuelto	irritable—.	Con
sólo	 mirarme	 salen	 corriendo.	 ¿Qué	 son?	 ¿Las	 chicas	 a	 las	 que	 les	 has	 comido	 el
corazón?
    Howl	se	echó	a	reír.
    —No,	 son	 arañas	 normales	 y	 corrientes	 —contestó,	 y	 subió	 con	 expresión
soñadora	al	piso	de	arriba.
    Michael	 suspiró.	 Fue	 al	 armario	 de	 las	 escobas	 y	 rebuscó	 hasta	 sacar	 un	 viejo
camastro,	 un	 colchón	 de	 paja	 y	 unas	 mantas,	 que	 colocó	 en	 el	 espacio	 bajo	 las
escaleras.
    —Será	mejor	que	duermas	aquí	esta	noche	—le	dijo	a	Sophie.
    —¿Significa	eso	que	Howl	va	a	dejar	que	me	quede?	—preguntó	Sophie.
    —¡No	lo	sé!	—exclamó	Michael	irritado—.	Howl	nunca	se	compromete	a	nada.
Yo	pasé	aquí	seis	meses	hasta	que	pareció	darse	cuenta	de	que	vivía	aquí	y	me	hizo
su	aprendiz.	Pero	he	pensado	que	una	cama	sería	mejor	que	la	silla.
    —Entonces,	muchas	gracias	—dijo	Sophie	agradecida.
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    La	 cama	 resultó	 mucho	 más	 cómoda	 que	 la	 silla	 y	 cuando	 Calcifer	 se	 quejó	 de
tener	 hambre	 a	 mitad	 de	 la	 noche,	 Sophie	 no	 tuvo	 problema	 para	 salir	 de	 ella	 con
mucho	crujir	de	huesos	y	darle	otro	tronco.
    Durante	 los	 días	 siguientes,	 Sophie	 siguió	 limpiando	 sin	 piedad	 por	 todo	 el
castillo.	Disfrutaba.	Diciéndose	que	estaba	buscando	pistas,	lavó	las	ventanas,	limpió
el	lavadero	y	obligó	a	Michael	a	quitar	todas	las	cosas	de	la	mesa	y	los	estantes	para
restregarlos	 bien.	 Sacó	 todas	 las	 cosas	 de	 los	 armarios	 y	 las	 que	 estaban	 sobre	 las
vigas	del	techo	y	también	las	limpió.	Le	pareció	que	la	calavera	humana	empezaba	a
tener	 la	 misma	 cara	 de	 sufrimiento	 que	 Michael,	 de	 tantas	 veces	 como	 la	 había
movido.	Luego	colgó	una	sábana	vieja	de	las	vigas	más	cercanas	a	la	chimenea	y	le
obligó	a	Calcifer	a	inclinar	la	cabeza	para	limpiar	la	chimenea.	A	Calcifer	no	le	gustó
nada.	Crepitó	con	una	risa	malvada	cuando	Sophie	descubrió	que	el	hollín	se	había
extendido	 por	 toda	 la	 habitación	 y	 tuvo	 que	 limpiarla	 de	 nuevo.	 Su	 problema	 era
justamente	 ése:	 era	 implacable	 con	 la	 suciedad,	 pero	 le	 faltaba	 método.	 Aunque	 su
tenacidad	también	tenía	cierto	método;	había	calculado	que	si	lo	limpiaba	todo	bien,
antes	 o	 después	 terminaría	 por	 encontrar	 el	 tesoro	 de	 Howl,	 las	 almas	 de	 las
jovencitas,	 o	 sus	 corazones	 mordisqueados,	 o	 algo	 que	 explicara	 el	 contrato	 de
Calcifer.	Le	pareció	que	la	chimenea,	protegida	por	Calcifer,	era	un	buen	escondite.
Pero	allí	no	había	nada	más	que	montones	de	hollín,	que	Sophie	guardó	en	bolsas	en
el	patio	trasero.	El	patio	estaba	también	en	su	lista	de	posibles	escondrijos.
    Cada	 vez	 que	 entraba	 Howl,	 Michael	 y	 Calcifer	 se	 quejaban	 en	 voz	 alta	 sobre
Sophie.	Pero	Howl	no	parecía	hacerles	caso.	Ni	tampoco	parecía	notar	la	limpieza.	Y
tampoco	 que	 el	 armario	 de	 la	 comida	 estaba	 cada	 vez	 mejor	 surtido	 de	 pasteles,
mermelada	y	alguna	lechuga	de	vez	en	cuando.
    Porque,	 como	 Michael	 había	 profetizado,	 se	 había	 extendido	 el	 rumor	 en
Porthaven	y	la	gente	llamaba	a	la	puerta	para	ver	a	Sophie.	En	Porthaven	la	llamaban
señora	Bruja	y	Madame	Hechicera	en	Kingsbury.	El	rumor	había	llegado	también	a	la
capital.	 Aunque	 los	 que	 se	 acercaban	 en	 Kingsbury	 iban	 mejor	 vestidos	 que	 los	 de
Porthaven,	nadie	en	ninguno	de	los	dos	sitios	se	atrevía	a	llamar	a	la	puerta	de	una
persona	tan	poderosa	sin	una	excusa.	Así	que	Sophie	tenía	que	hacer	constantemente
pausas	 en	 su	 trabajo	 para	 asentir,	 sonreír	 y	 aceptar	 un	 regalo,	 o	 hacer	 que	 Michael
preparara	 rápidamente	 un	 conjuro	 para	 alguien.	 Algunos	 de	 los	 regalos	 eran	 muy
bonitos:	 cuadros,	 collares	 de	 conchas	 y	 delantales.	 Sophie	 usaba	 los	 delantales	 a
diario	 y	 colgó	 las	 conchas	 y	 los	 cuadros	 en	 las	 paredes	 de	 su	 cubículo	 bajo	 las
escaleras,	que	pronto	empezó	a	parecerle	realmente	acogedor.
    Sophie	sabía	que	lo	echaría	de	menos	cuando	Howl	la	despidiera.	Cada	vez	tenía
más	miedo	de	que	lo	hiciese.	Sabía	que	no	podría	seguir	ignorándola	para	siempre.
    Lo	 siguiente	 que	 limpió	 fue	 el	 cuarto	 de	 baño.	 Tardó	 varios	 días	 porque	 Howl
pasaba	 muchísimo	 tiempo	 dentro	 todas	 las	 mañanas	 antes	 de	 salir.	 En	 cuanto	 se
marchaba	él,	dejándolo	lleno	de	vaho	y	conjuros	perfumados,	entraba	Sophie.
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     —¡Ahora	 veremos	 qué	 hay	 de	 ese	 contrato!	 —murmuró	 en	 el	 baño,	 pero	 su
objetivo	 fundamental	 era,	 naturalmente,	 el	 estante	 de	 paquetes,	 tarros	 y	 tubos.	 Los
cogió	 uno	 por	 uno,	 con	 el	 pretexto	 de	 limpiar	 la	 estantería,	 y	 pasó	 casi	 todo	 el	 día
examinándolos	cuidadosamente	para	ver	si	los	que	tenían	el	letrero	 PIEL,	OJOS	y	 PELO
eran	en	realidad	pedazos	de	las	desventuradas	jovencitas.	Pero	por	lo	que	vio,	no	eran
más	 que	 cremas,	 polvos	 y	 pintura.	 Si	 en	 otros	 tiempos	 fueron	 niñas,	 Howl	 habría
usado	 el	 tubo	 PARA	 EL	 DETERIORO	 y	 las	 habría	 deteriorado	 de	 tal	 forma	 que	 era
imposible	 reconocerlas.	 Sophie	 confiaba	 en	 que	 los	 paquetes	 sólo	 contuvieran
cosméticos.
     Colocó	 las	 cosas	 de	 nuevo	 en	 la	 estantería	 y	 siguió	 limpiando.	 Aquella	 noche,
cuando	se	acomodó	en	la	silla	con	dolores	por	todo	el	cuerpo,	Calcifer	se	quejó	de
que	por	su	culpa	había	secado	uno	de	los	manantiales	de	aguas	termales.
     —¿Dónde	 están	 esas	 termas?	 —preguntó	 Sophie.	 En	 aquellos	 días	 sentía
curiosidad	por	todo.
     —Bajo	los	pantanos	de	Porthaven	—dijo	Calcifer—,	pero	como	sigas	así,	tendré
que	traer	agua	caliente	del	Páramo.	¿Cuándo	vas	a	dejar	de	limpiar	y	a	averiguar	lo	de
mi	contrato?
     —Todo	a	su	tiempo	—dijo	Sophie—.	¿Cómo	voy	a	sacarle	a	Howl	lo	del	contrato
si	no	para	en	casa?	¿Siempre	sale	tanto?
     —Sólo	cuando	anda	cortejando	a	alguna	dama	—dijo	Calcifer.
     Cuando	el	baño	quedó	limpio	y	reluciente,	Sophie	fregó	las	escaleras	y	el	rellano.
Luego	 entró	 en	 el	 pequeño	 cuarto	 de	 Michael.	 El	 muchacho,	 que	 para	 entonces
parecía	 haber	 aceptado	 resignadamente	 a	 Sophie	 como	 una	 especie	 de	 desastre
natural,	lanzó	un	grito	de	desesperación	y	subió	corriendo	las	escaleras	para	rescatar
sus	 posesiones	 más	 preciadas.	 Estaban	 en	 una	 caja	 vieja	 bajo	 su	 pequeño	 camastro
taladrado	 por	 la	 carcoma.	 Cuando	 se	 llevaba	 la	 caja	 con	 actitud	 protectora,	 Sophie
vislumbró	un	lazo	azul	con	una	rosa	de	azúcar,	sobre	lo	que	parecían	ser	cartas.
     —¡Así	que	Michael	tiene	una	enamorada!	—se	dijo	mientras	abría	la	ventana,	que
también	daba	a	una	calle	en	Porthaven,	y	sacaba	el	colchón	sobre	el	alféizar	para	que
se	aireara.	Teniendo	en	cuenta	lo	curiosa	que	se	había	vuelto,	Sophie	se	sorprendió	a
sí	 misma	 al	 no	 preguntarle	 quién	 era	 aquella	 chica	 y	 cómo	 la	 mantenía	 a	 salvo	 de
Howl.
     Barrió	 tal	 cantidad	 de	 polvo	 y	 basura	 de	 la	 habitación	 de	 Michael	 que	 estuvo	 a
punto	de	ahogar	a	Calcifer	intentando	quemarlo	todo.
     —¡Me	vas	a	matar!	¡Eres	tan	despiadada	como	Howl!	—tosió	Calcifer.	Sólo	se	le
veía	el	pelo	verde	y	un	pedazo	azul	de	su	frente	alargada.
     Michael	metió	su	preciada	caja	en	el	cajón	de	la	mesa	de	trabajo	y	lo	cerró	con
llave.
     —¡Ojalá	Howl	nos	hiciera	caso!	—dijo—.	¿Por	qué	tardará	tanto	con	esta	chica?
     Al	 día	 siguiente	 Sophie	 intentó	 empezar	 con	 el	 patio,	 pero	 en	 Porthaven	 estaba
lloviendo.	 La	 lluvia	 azotaba	 la	 ventana	 y	 repiqueteaba	 contra	 la	 chimenea,
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provocando	el	siseo	irritado	de	Calcifer.	El	patio	también	formaba	parte	de	la	casa	de
Porthaven,	 así	 que	 estaba	 diluviando	 cuando	 Sophie	 abrió	 la	 puerta.	 Se	 cubrió	 la
cabeza	con	el	delantal	y	trasteó	un	poco,	y	antes	de	mojarse	demasiado,	encontró	un
cubo	con	cal	y	un	pincel	largo.	Se	los	llevó	dentro	y	se	puso	a	trabajar	en	las	paredes.
Encontró	 una	 vieja	 escalera	 en	 el	 armario	 y	 encaló	 el	 techo	 entre	 las	 vigas.	 Siguió
lloviendo	durante	dos	días	en	Porthaven,	aunque	cuando	Howl	abrió	la	puerta	con	la
mancha	 verde	 hacia	 abajo	 y	 salió	 a	 la	 colina	 hacía	 sol,	 y	 las	 sombras	 de	 las	 nubes
corrían	sobre	el	brezo	a	más	velocidad	de	la	que	el	castillo	podía	permitirse.	Sophie
encaló	también	su	cubículo,	las	escaleras,	el	rellano	y	la	habitación	de	Michael.
    —¿Qué	 ha	 pasado	 aquí?	 —preguntó	 Howl	 al	 entrar	 el	 tercer	 día—.	 Parece	 que
hay	mucha	más	luz.
    —Sophie	—dijo	Michael,	con	la	voz	de	un	condenado.
    —Debería	haberlo	imaginado	—comentó	Howl	mientras	desaparecía	en	el	baño.
    —¡Se	 ha	 dado	 cuenta!	 —susurró	 Michael	 a	 Calcifer—.	 ¡La	 chica	 debe	 estar
rindiéndose	al	fin!
    Al	día	siguiente	todavía	seguía	lloviendo	en	Porthaven.
    	
    Sophie	se	ató	el	pañuelo	sobre	la	cabeza,	se	remangó	y	se	puso	el	delantal.	Cogió
la	escoba,	el	cubo	y	el	jabón	y,	en	cuanto	Howl	salió	por	la	puerta,	se	dirigió	como	un
anciano	ángel	vengador	a	limpiar	el	cuarto	de	Howl.
    Lo	había	dejado	para	el	final	por	temor	a	lo	que	pudiera	encontrar	allí.	Ni	siquiera
se	había	atrevido	a	echarle	una	mirada.	Lo	cual	era	una	tontería,	pensó	mientras	subía
las	escaleras	con	dificultad.	Para	entonces	ya	tenía	claro	que	Calcifer	se	encargaba	de
hacer	toda	la	magia	difícil	del	castillo	y	Michael	todo	el	trabajo	duro,	mientras	que
Howl	salía	por	ahí	a	divertirse	persiguiendo	a	las	chicas	y	explotando	a	los	otros	dos,
igual	 que	 Fanny	 la	 había	 explotado	 a	 ella.	 Howl	 nunca	 le	 había	 parecido
particularmente	terrorífico.	Y	ahora	no	sentía	más	que	desprecio	hacia	él.
    Llegó	 al	 rellano	 y	 se	 encontró	 con	 Howl	 en	 el	 umbral	 de	 su	 cuarto.	 Estaba
apoyado	indolentemente	sobre	una	mano	y	le	bloqueaba	totalmente	el	paso.
    —Ni	se	te	ocurra	—le	dijo	en	tono	agradable—.	Me	gusta	sucio,	gracias.
    Sophie	lo	miró	con	la	boca	abierta.
    —¿De	dónde	has	salido?	Te	he	visto	marcharte.
    —Eso	 ha	 sido	 para	 despistar	 —dijo	 Howl—.	 Ya	 has	 sido	 bastante	 mala	 con
Calcifer	y	Michael.	Era	lógico	que	hoy	me	tocara	el	turno	a	mí.	Y	a	pesar	de	lo	que	te
haya	dicho	Calcifer,	soy	mago.	¿O	es	que	creías	que	no	podía	hacer	magia?
    Aquello	echaba	por	tierra	todas	las	teorías	de	Sophie,	pero	se	habría	muerto	antes
que	admitirlo.
    —Todo	el	mundo	sabe	que	eres	mago,	jovencito	—declaró	con	severidad—.	Pero
eso	no	cambia	el	hecho	de	que	tu	castillo	sea	el	lugar	más	mugriento	que	he	visto	en
mi	vida.
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    Miró	a	la	habitación	más	allá	de	la	manga	azul	y	plateada.	La	alfombra	estaba	tan
sucia	 como	 el	 nido	 de	 un	 pájaro.	 La	 pintura	 se	 desprendía	 a	 tiras	 de	 las	 paredes	 y
había	una	estantería	llena	de	libros,	algunos	con	aspecto	extraño.	No	había	ni	rastro
de	 los	 corazones	 mordisqueados,	 pero	 ésos	 probablemente	 los	 guardaba	 debajo	 o
detrás	de	la	cama	con	dosel.
    La	 tela	 que	 colgaba	 de	 ella,	 de	 un	 blanco	 grisáceo,	 le	 impidió	 ver	 hacia	 dónde
daba	la	ventana.
    Howl	le	pasó	la	manga	por	delante	de	la	cara.
    —Eh,	eh.	No	seas	curiosa.
    —¡No	soy	curiosa!	—dijo	Sophie—.	¡Esa	habitación…!
    —Sí,	sí	que	eres	curiosa	—dijo	Howl—.	Eres	una	anciana	horriblemente	curiosa,
terriblemente	mandona	y	espantosamente	limpia.	Contrólate.	Nos	estás	amargando	la
vida	a	todos.
    —Pero	esto	es	una	pocilga	—se	quejó	Sophie—.	¡No	puedo	evitar	ser	así!
    —Sí,	sí	que	puedes	—dijo	Howl—.	Y	me	gusta	mi	cuarto	tal	y	como	está.	Tienes
que	 admitir	 que	 tengo	 derecho	 a	 vivir	 en	 una	 pocilga	 si	 me	 apetece.	 Y	 ahora	 vete
abajo	y	piensa	en	alguna	otra	cosa	que	hacer.	Por	favor.	Odio	discutir	con	la	gente.
    Sophie	 no	 tuvo	 más	 remedio	 que	 alejarse	 con	 el	 cubo	 golpeándole	 contra	 la
pierna.	Estaba	un	poco	impresionada	y	muy	sorprendida	de	que	Howl	no	la	hubiera
echado	 todavía	 del	 castillo.	 Pero	 como	 no	 lo	 había	 hecho,	 se	 puso	 a	 pensar	 en	 su
próxima	tarea.	Abrió	la	puerta	junto	a	las	escaleras,	vio	que	ya	casi	no	llovía	y	avanzó
hacia	el	patio,	donde	comenzó	con	energía	a	ordenar	las	pilas	de	trastos	mojados.
    Se	oyó	un	ruido	metálico	y	Howl	volvió	a	aparecer,	tambaleándose	ligeramente,
en	 medio	 de	 la	 gran	 lámina	 de	 hierro	 herrumbroso	 que	 Sophie	 pensaba	 mover	 a
continuación.
    —Y	aquí	tampoco	—dijo—.	Eres	un	peligro,	¿verdad?	Deja	tranquilo	el	patio.	Sé
exactamente	dónde	está	cada	cosa	y	si	lo	ordenas	nunca	encontraré	los	ingredientes
que	necesito	para	mis	conjuros	de	transporte.
    Sophie	pensó	que	probablemente	habría	un	montón	de	almas	en	alguna	parte,	o
una	caja	llena	de	corazones.	Se	sintió	frustrada.
    —¡Pero	estoy	aquí	precisamente	para	poner	orden!	—le	gritó	a	Howl.
    —Pues	entonces	búscale	un	nuevo	significado	a	tu	vida	—replicó	Howl.
    Por	 un	 momento	 pareció	 que	 él	 también	 iba	 a	 perder	 los	 nervios.	 Sus	 ojos
extraños	y	pálidos	la	miraron	con	intensidad.	Pero	se	controló	y	añadió:
    —Vuelve	dentro,	vieja	hiperactiva,	y	búscate	otra	cosa	con	que	jugar	antes	de	que
me	enfade.	Odio	enfadarme.
    Sophie	 cruzó	 los	 brazos	 delgaduchos.	 No	 le	 gustaba	 que	 le	 lanzaran	 miradas
asesinas	con	ojos	que	parecían	canicas	de	cristal.
    —¡Claro	que	odias	enfadarte!	—replicó—.	No	te	gustan	las	cosas	desagradables,
¿verdad?	 ¡Eres	 escurridizo	 como	 una	 anguila,	 eso	 es	 lo	 que	 eres!	 ¡Te	 escabulles	 de
todo	lo	que	no	te	gusta!
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    Howl	esbozó	una	sonrisa	forzada.
    —Estupendo	 —dijo—.	 Ya	 conocemos	 cada	 uno	 los	 defectos	 del	 otro.	 Ahora
vuelve	 adentro.	 Vamos.	 Media	 vuelta	 —avanzó	 hacia	 Sophie	 indicándole	 la	 puerta
con	la	mano.	La	manga	se	le	enganchó	en	el	extremo	del	metal	herrumbroso,	dio	un
tirón	y	se	le	desgarró—.	¡Maldición!	—exclamó	Howl,	sujetando	los	extremos	de	la
manga—.	¡Mira	lo	que	has	hecho!
    —Puedo	cosértelo	—dijo	Sophie.
    Howl	le	lanzó	otra	mirada	vidriosa.
    —Ya	estás	otra	vez.	¡Cómo	te	gusta	la	servidumbre!
    Cogió	la	manga	con	dos	dedos	de	la	mano	derecha	y	los	deslizó	por	el	desgarrón.
Tras	pasar	entre	los	dedos,	la	tela	azul	y	plateada	parecía	como	nueva.
    —Ya	está	—dijo—.	¿Entendido?
    Sophie	volvió	adentro	escarmentada.	Era	evidente	que	los	magos	no	necesitaban
trabajar	como	el	resto	de	la	gente.	Y	Howl	le	había	demostrado	que	era	un	mago	de
cuidado.
    —¿Por	qué	no	me	echa?	—se	preguntó,	a	medias	para	sí	misma	y	a	medias	para
Michael.
    —Yo	 tampoco	 lo	 entiendo	 —dijo	 Michael—.	 Pero	 creo	 que	 se	 fía	 de	 Calcifer.
Casi	todos	los	que	entran	en	casa	o	bien	no	lo	ven	o	bien	les	da	un	miedo	terrible.
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                                         Capítulo	6
              «En	el	que	Howl	expresa	sus	sentimientos	con	fango
                                   verde»
HOWL	NO	SALIÓ	AQUEL	DÍA,	ni	tampoco	los	siguientes.	Sophie	se	sentaba	para	pensar	en
silencio	 en	 su	 silla	 junto	 al	 hogar.	 Se	 dio	 cuenta	 de	 que,	 por	 mucho	 que	 Howl	 lo
mereciera,	 había	 centrado	 su	 rabia	 contra	 el	 castillo	 cuando	 en	 realidad	 estaba
enfadada	 con	 la	 bruja	 del	 Páramo.	 Y,	 además,	 se	 sentía	 un	 poco	 incómoda	 por
encontrarse	allí	disimulando	sus	verdaderas	intenciones.	Puede	que	Howl	creyera	que
le	 caía	 bien	 a	 Calcifer,	 pero	 ella	 sabía	 que	 el	 demonio	 del	 fuego	 sólo	 había
aprovechado	la	oportunidad	para	hacer	un	trato	con	ella.	Además,	pensó	que	le	había
fallado	a	Calcifer.
    Aquel	 estado	 de	 ánimo	 no	 duró	 mucho.	 Sophie	 descubrió	 una	 pila	 de	 ropa	 de
Michael	que	había	que	remendar.	Sacó	un	dedal,	hilo	y	tijeras	de	su	bolsa	de	costura
y	se	puso	a	coser.	Aquella	tarde	se	sintió	lo	bastante	animada	como	para	unirse	a	una
canción	tontorrona	de	Calcifer	sobre	sartenes.
    —¿Contenta	con	tu	trabajo?	—preguntó	Howl	sarcásticamente.
    —Necesito	más	cosas	que	hacer	—dijo	Sophie.
    —A	 mi	 traje	 viejo	 le	 vendría	 bien	 un	 remiendo,	 si	 buscas	 algo	 con	 que
entretenerte	—dijo	Howl.
    Parecía	 que	 ya	 no	 estaba	 enfadado.	 Sophie	 sintió	 un	 gran	 alivio,	 pues	 aquella
mañana	casi	había	tenido	miedo.
    Era	 evidente	 que	 Howl	 todavía	 no	 había	 conseguido	 a	 la	 chica	 que	 perseguía.
Sophie	 oyó	 cómo	 Michael	 le	 hacía	 preguntas	 directas	 al	 respecto	 y	 cómo	 Howl	 se
escabullía	hábilmente	y	no	contestaba	a	ninguna.
    —Se	 escurre	 como	 una	 anguila	 —murmuró	 Sophie	 a	 un	 par	 de	 calcetines	 de
Michael—.	No	puede	aceptar	su	propia	maldad.
    Vio	 que	 Howl	 estaba	 inquieto,	 sin	 parar	 de	 hacer	 cosas	 para	 ocultar	 su
descontento.	Sophie	lo	entendía	perfectamente.
    En	la	mesa,	Howl	trabajaba	con	mucha	mayor	intensidad	y	rapidez	que	Michael,
ejecutando	conjuros	de	forma	experta,	aunque	un	tanto	atropellada.	Por	la	expresión
en	 el	 rostro	 de	 Michael,	 casi	 todos	 los	 hechizos	 eran	 inusuales	 y	 difíciles	 de	 hacer.
Howl	 dejó	 un	 conjuro	 a	 la	 mitad	 y	 subió	 corriendo	 a	 su	 habitación	 a	 vigilar	 algo
secreto,	y	sin	duda	siniestro,	que	estaba	pasando	allí;	luego	salió	a	toda	velocidad	al
patio	a	trastear	con	un	gran	conjuro	que	se	traía	entre	manos.	Sophie	abrió	la	puerta
un	poco	y	quedó	sorprendida	al	ver	al	elegante	mago,	arrodillado	en	el	barro	con	las
largas	 mangas	 atadas	 en	 un	 nudo	 por	 detrás	 del	 cuello	 para	 que	 no	 le	 estorbaran,
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mientras	 llevaba	 con	 cuidado	 una	 pieza	 de	 metal	 grasiento	 hasta	 una	 estructura
extraña.
     Aquel	conjuro	era	para	el	Rey.	Otro	mensajero	peripuesto	y	oloroso	llegó	con	una
carta	y	un	discurso	largo,	larguísimo	en	el	que	preguntaba	si	sería	posible	que	Howl
le	 dedicase	 algo	 de	 su	 tiempo,	 sin	 duda	 ocupado	 en	 otras	 muchas	 cosas,	 para
concentrar	su	poderoso	e	ingenioso	intelecto	en	un	pequeño	problema	que	afectaba	a
Su	 Real	 Majestad:	 concretamente,	 cómo	 podría	 el	 ejército	 hacer	 pasar	 sus	 pesados
carros	por	un	terreno	pantanoso	e	irregular.	Howl	ofreció	una	respuesta	elocuente	y
maravillosamente	 educada,	 pero	 dijo	 que	 no.	 Después,	 el	 mensajero	 habló	 durante
otra	media	hora,	al	cabo	de	la	cual	ambos	hicieron	una	reverencia	y	Howl	accedió	a
hacer	el	conjuro.
     —Me	 da	 mala	 espina	 —le	 dijo	 Howl	 a	 Michael	 cuando	 se	 hubo	 marchado	 el
mensajero—.	¿Por	qué	se	tendría	que	perder	Suliman	en	el	Páramo?	El	Rey	parece
creer	que	yo	le	serviré	en	su	lugar.
     —Él	no	era	tan	inventivo	como	tú,	eso	está	claro	—dijo	Michael.
     —Soy	demasiado	paciente	y	demasiado	educado	—dijo	Howl	en	tono	sombrío—.
Debería	haberle	cobrado	mucho	más.
     Howl	era	igual	de	paciente	y	educado	con	los	clientes	de	Porthaven,	pero,	como
Michael	señaló	preocupado,	el	problema	era	que	Howl	no	les	cobraba	lo	suficiente.
Aquello	fue	después	de	que	Howl	hubiera	escuchado	durante	una	hora	las	razones	por
las	que	la	esposa	de	un	marinero	no	podría	pagarle	todavía	ni	un	penique,	y	de	que	le
prometiera	a	un	capitán	un	conjuro	de	vientos	a	cambio	de	una	minucia.	Howl	eludió
los	argumentos	de	Michael	dándole	una	lección	de	magia.
     Sophie	 cosía	 botones	 en	 las	 camisas	 de	 Michael	 mientras	 escuchaba	 a	 Howl
repasar	un	conjuro	con	su	aprendiz.
     —Ya	sé	que	yo	soy	un	poco	chapucero	—estaba	diciendo—,	pero	no	hace	falta
que	me	imites	en	eso	también.	Primero	hay	que	leerlo	siempre	entero,	atentamente.
De	su	forma	obtendrás	mucha	información:	si	se	trata	de	un	conjuro	de	ejecución,	de
búsqueda	o	un	simple	encantamiento,	o	si	es	una	mezcla	de	acción	y	discurso.	Una
vez	hayas	decidido	eso,	repásalo	otra	vez	y	decide	qué	partes	significan	lo	que	dicen
literalmente	y	cuáles	se	han	incluido	como	parte	de	un	rompecabezas.	Ahora	estamos
avanzando	 hacia	 la	 magia	 más	 poderosa,	 y	 te	 darás	 cuenta	 de	 que	 cada	 conjuro	 de
poder	 incluye	 al	 menos	 un	 error	 o	 un	 enigma	 puesto	 deliberadamente	 para	 evitar
accidentes.	Tienes	que	encontrarlos.	Por	ejemplo,	este	conjuro…
     Mientras	 escuchaba	 las	 respuestas	 dubitativas	 de	 Michael	 y	 observaba	 cómo
Howl	 escribía	 comentarios	 en	 el	 papel	 con	 una	 pluma	 extraña	 que	 no	 hacía	 falta
mojar,	Sophie	se	dio	cuenta	de	que	ella	también	podía	aprender	mucho.	Se	le	ocurrió
que	si	Martha	había	sido	capaz	de	descubrir	el	conjuro	para	cambiarse	por	Lettie	en
casa	de	la	señora	Fairfax,	ella	podría	hacer	lo	mismo	aquí.	Con	un	poco	de	suerte,	no
tendría	que	depender	de	Calcifer.
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     Cuando	 Howl	 quedó	 convencido	 de	 que	 Michael	 había	 olvidado	 el	 tema	 de
cuánto	le	cobraba	a	la	gente	de	Porthaven,	lo	sacó	al	patio	para	que	le	ayudara	con	el
conjuro	 del	 Rey.	 Sophie	 se	 levantó	 con	 mucho	 crujir	 de	 huesos	 y	 avanzó	 hasta	 la
mesa.	El	conjuro	era	bastante	claro,	pero	los	comentarios	de	Howl	no	los	entendía.
     —¡Nunca	he	visto	una	letra	semejante!	—se	quejó	a	la	calavera—.	¿Escribe	con
una	pluma	o	con	un	punzón?	—estudió	con	impaciencia	cada	trocito	de	papel	de	la
mesa	y	examinó	los	polvos	y	líquidos	de	los	tarros	asimétricos—.	Sí,	lo	admito	—le
dijo	a	la	calavera—,	soy	una	fisgona.	Y	ésta	es	mi	recompensa.	Acabo	de	enterarme
de	cómo	curar	a	los	pollos	enfermos,	vencer	a	la	tosferina,	provocar	un	vendaval	y
eliminar	 el	 vello	 de	 la	 cara.	 Si	 Martha	 hubiera	 descubierto	 estas	 cosas,	 todavía
seguiría	en	casa	de	la	señora	Fairfax.
     Cuando	Howl	volvió	del	patio,	a	Sophie	le	pareció	que	examinaba	todas	las	cosas
que	 ella	 había	 movido.	 Pero	 tal	 vez	 fuera	 sólo	 porque	 no	 podía	 estarse	 quieto.
Después	de	eso,	no	supo	qué	hacer.	Sophie	le	oyó	pasear	intranquilo	toda	la	noche.	A
la	 mañana	 siguiente	 sólo	 pasó	 una	 hora	 en	 el	 cuarto	 de	 baño.	 Parecía	 que	 no	 podía
contenerse.	Michael	se	puso	su	mejor	traje	de	terciopelo	color	ciruela,	listo	para	ir	al
Palacio	 de	 Kingsbury,	 y	 los	 dos	 envolvieron	 el	 abultado	 conjuro	 en	 papel	 dorado.
Debía	de	ser	increíblemente	ligero	para	su	tamaño,	pues	Michael	podía	llevarlo	solo
con	facilidad,	rodeándolo	con	los	dos	brazos.	Howl	giró	el	pomo	sobre	la	puerta	de
forma	que	el	rojo	apuntase	hacia	abajo	y	le	envió	a	la	calle	de	casas	pintadas.
     —Lo	están	esperando	—le	dijo—.	Sólo	te	van	a	entretener	casi	toda	la	mañana.
Diles	 que	 hasta	 un	 niño	 podría	 manejarlo.	 Muéstraselo.	 Y	 cuando	 regreses,	 tendré
preparado	un	conjuro	de	poder	para	que	trabajes	en	él.	Hasta	luego.
     Cerró	la	puerta	y	siguió	caminando	por	la	habitación.
     —No	aguanto	más	aquí	dentro	—dijo	de	repente—.	Voy	a	salir	a	dar	un	paseo	por
las	colinas.	Dile	a	Michael	que	el	conjuro	que	le	prometí	está	encima	de	la	mesa.	Y
esto	es	para	que	te	entretengas	tú.
     Sophie	 descubrió	 un	 traje	 gris	 y	 escarlata,	 tan	 elegante	 y	 extravagante	 como	 el
azul	y	plateado,	que	había	caído	en	su	regazo	salido	de	la	nada.	Mientras	tanto,	Howl
cogió	la	guitarra	de	su	rincón,	giró	el	cuadrado	de	madera	con	el	verde	hacia	abajo	y
salió	entre	los	brezos	en	movimiento	en	lo	alto	de	las	colinas	sobre	Market	Chipping.
     —¡Que	no	aguanta	más	aquí	dentro!	—gruñó	Calcifer.	En	Porthaven	había	niebla.
Calcifer	estaba	escondido	entre	los	troncos,	moviéndose	incómodo	a	un	lado	y	a	otro
para	evitar	las	gotas	que	caían	de	la	chimenea—.	¿Cómo	se	cree	que	me	siento	yo,
atrapado	en	un	hogar	húmedo	como	éste?
     —Entonces	tendrás	que	darme	al	menos	una	pista	sobre	cómo	romper	tu	contrato
—dijo	Sophie,	sacudiendo	el	traje	gris	y	escarlata—.	¡Madre	mía,	sí	que	eres	un	traje
elegante,	 aunque	 estás	 un	 poco	 desgastado!	 Hecho	 para	 atraer	 a	 las	 jovencitas,
¿verdad?
     —¡Pero	si	ya	te	he	dado	una	pista!	—protestó	Calcifer.
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     —Pues	 tendrás	 que	 dármela	 otra	 vez.	 No	 la	 he	 pillado	 —dijo	 Sophie	 mientras
dejaba	el	traje	en	la	silla	y	se	acercaba	lentamente	hacia	la	puerta.
     —Si	te	doy	una	pista	y	te	digo	que	es	una	pista,	entonces	es	información,	y	eso	no
me	está	permitido	—dijo	Calcifer—.	¿Adónde	vas?
     —A	hacer	una	cosa	que	no	me	atrevía	a	hacer	hasta	que	estuvieran	los	dos	fuera
—dijo	Sophie.
     Giró	el	pomo	de	madera	hasta	que	la	mancha	negra	apuntó	hacia	abajo.	Entonces
abrió	la	puerta.
     Afuera	 no	 había	 nada.	 No	 era	 ni	 negro	 ni	 gris	 ni	 blanco.	 No	 era	 espeso	 ni
transparente.	 No	 se	 movía.	 No	 tenía	 ni	 olor	 ni	 tacto.	 Cuando	 Sophie	 sacó
cuidadosamente	 un	 dedo,	 no	 estaba	 ni	 caliente	 ni	 frío.	 No	 se	 oía	 nada.	 Parecía	 ser
total	y	completamente	nada.
     —¿Qué	es?	—le	preguntó	a	Calcifer.
     Calcifer	estaba	tan	interesado	como	Sophie.	Había	asomado	su	rostro	azul	de	la
chimenea	para	mirar	hacia	la	puerta.	Se	había	olvidado	de	la	niebla.
     —No	 lo	 sé	 —murmuró—.	 Yo	 sólo	 lo	 mantengo.	 Lo	 único	 que	 sé	 es	 que	 es	 la
parte	del	castillo	hacia	la	que	no	se	puede	pasar.	Da	la	sensación	de	estar	muy	lejos.
     —¡Parece	estar	más	allá	de	la	luna!	—dijo	Sophie.	Cerró	la	puerta	y	volvió	a	girar
la	 manija	 con	 el	 verde	 hacia	 abajo.	 Dudó	 un	 momento	 y	 luego	 se	 dirigió	 hacia	 las
escaleras.
     —La	 ha	 cerrado	 con	 llave	 —dijo	 Calcifer—.	 Me	 dijo	 que	 te	 lo	 recordara	 si
volvías	a	intentar	fisgonear.
     —Vaya	—dijo	Sophie—.	¿Qué	guarda	en	su	cuarto?
     —No	 tengo	 ni	 idea	 —dijo	 Calcifer—.	 No	 sé	 nada	 de	 lo	 que	 hay	 ahí	 arriba.	 ¡Si
supieras	lo	frustrante	que	es!	Ni	siquiera	veo	bien	lo	que	hay	fuera	del	castillo.	Sólo
lo	suficiente	para	averiguar	en	qué	dirección	voy.
     Sophie,	sintiéndose	igual	de	frustrada,	se	sentó	y	empezó	a	remendar	el	traje	gris
y	escarlata.	Michael	llegó	al	poco	rato.
     —El	Rey	me	ha	recibido	inmediatamente	—dijo—.	Me…	—miró	alrededor	y	sus
ojos	se	detuvieron	en	el	rincón	vacío	donde	solía	estar	la	guitarra—.	¡Oh,	no!	—dijo
—.	¡Otra	vez	su	amiga!	Creí	que	ya	se	había	enamorado	de	él	y	el	asunto	se	había
terminado	hace	varios	días.	¿Por	qué	tarda	tanto?
     Calcifer	crepitó	con	malicia.
     —Has	 interpretado	 mal	 los	 indicios.	 Al	 desalmado	 de	 Howl	 le	 está	 costando
mucho	esta	dama.	Decidió	dejarla	tranquila	unos	días	para	ver	si	eso	servía	de	algo.
Eso	es	todo.
     —¡Qué	 lata!	 —dijo	 Michael—.	 Nos	 va	 a	 dar	 problemas,	 ya	 verás.	 ¡Y	 yo	 que
esperaba	que	Howl	hubiera	recobrado	su	juicio!
     Sophie	dejó	caer	el	traje	sobre	las	rodillas.
     —¡Desde	luego!	—exclamó—.	¡Cómo	podéis	hablar	tranquilamente	los	dos	con
tanta	maldad!	Al	menos,	supongo	que	no	puedo	culpar	a	Calcifer,	pues	para	eso	es	un
                                 ebookelo.com	-	Página	51
demonio	malvado.	¡Pero	tú,	Michael!
     —¡Yo	creo	que	no	soy	malvado!	—protestó	Calcifer.
     —¡No	me	lo	tomo	con	tranquilidad,	si	eso	es	lo	que	crees!	—dijo	Michael—.	¡Si
supieras	todos	los	problemas	que	hemos	tenido	porque	Howl	no	deja	de	enamorarse!
Nos	han	puesto	juicios	y	han	venido	hombres	a	retarle	a	duelo,	madres	armadas	con
rodillos,	 y	 padres	 y	 tíos	 con	 porras.	 Y	 tías.	 Las	 tías	 son	 terribles.	 Te	 atacan	 con
alfileres	de	sombrero.	Pero	lo	peor	es	cuando	las	mismas	chicas	averiguan	dónde	vive
Howl	y	se	plantan	en	la	puerta,	tristes	y	llorosas.	Howl	se	escapa	por	la	puerta	trasera
y	Calcifer	y	yo	tenemos	que	lidiar	con	todas	ellas.
     —Odio	 a	 las	 infelices	 —dijo	 Calcifer—.	 Me	 mojan	 con	 su	 llanto.	 Las	 prefiero
cuando	están	enfadadas.
     —A	ver,	vamos	a	aclarar	las	cosas	—dijo	Sophie,	cerrando	con	fuerza	sus	puños
nudosos	 sobre	 la	 tela	 colorada—.	 ¿Qué	 les	 hace	 Howl	 a	 estas	 pobres	 chicas?	 Me
habían	dicho	que	les	devoraba	el	corazón	y	les	robaba	el	alma.
     Michael	soltó	una	risita	incómoda.
     —Entonces	 debes	 de	 venir	 de	 Market	 Chipping.	 Cuando	 inventamos	 el	 castillo,
Howl	me	mandó	allí	para	manchar	su	reputación.	Yo…,	bueno,	dije	alguna	cosa	por
el	estilo.	Es	lo	que	suelen	decir	las	tías	sobre	sus	sobrinas	cuando	las	conquista.	Sólo
es	cierto	de	forma	figurada.
     —Howl	 es	 muy	 caprichoso	 —dijo	 Calcifer—.	 Sólo	 se	 muestra	 interesado	 hasta
que	las	jovencitas	se	enamoran	de	él.	Después	de	eso,	no	les	hace	ni	caso.
     —Pero	no	para	hasta	conseguir	que	lo	quieran	—añadió	Michael	con	vehemencia
—.	 Es	 imposible	 razonar	 con	 él	 hasta	 que	 lo	 logra.	 Siempre	 estoy	 deseando	 que
llegue	el	momento	en	que	la	muchacha	se	enamora	de	él.	Entonces	las	cosas	mejoran.
     —Hasta	que	lo	encuentran	—intervino	Calcifer.
     —Al	menos	podría	tener	la	sensatez	de	darles	un	nombre	falso	—dijo	Sophie	con
tono	de	indiferencia.	La	indiferencia	era	para	ocultar	que	se	sentía	como	una	tonta.
     —Sí,	siempre	lo	hace	—dijo	Michael—.	Le	encanta	dar	nombres	falsos	y	hacerse
pasar	por	otro.	Lo	hace	incluso	cuando	no	anda	cortejando.	¿No	te	has	dado	cuenta	de
que	es	el	Hechicero	Jenkin	en	Porthaven	y	el	Mago	Pendragon	en	Kingsbury,	además
del	Horrible	Howl	en	el	castillo?
     Sophie	no	se	había	dado	cuenta,	lo	que	la	hizo	sentirse	todavía	más	tonta.	Y	eso	la
ponía	de	mal	humor.
     —Está	bien,	pero	sigo	pensando	que,	ir	por	ahí	haciendo	infelices	a	esas	pobres
chicas	es	una	maldad	—dijo—.	Se	comporta	como	un	desalmado	sin	sentido.
     —Él	es	así	—concluyó	Calcifer.
     Michael	 acercó	 al	 fuego	 el	 taburete	 con	 tres	 patas	 y	 se	 sentó	 mientras	 Sophie
cosía.	 Le	 contó	 así	 las	 conquistas	 de	 Howl	 y	 algunos	 de	 los	 problemas	 que	 habían
tenido	después.	Sophie,	mientras,	hablaba	al	traje	en	voz	baja.
     —Así	 que	 devoraste	 corazones,	 ¿eh,	 trajecito?	 ¿Por	 qué	 usarán	 las	 tías	 unas
expresiones	tan	raras	para	hablar	de	sus	sobrinas?	Probablemente	a	ellas	también	les
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gustabas,	querido	traje.	¿Cómo	te	sentirías	perseguido	por	una	tía	encolerizada,	eh?
     Mientras	 Michael	 contaba	 la	 historia	 de	 una	 tía	 que	 no	 había	 podido	 olvidar,	 a
Sophie	 se	 le	 ocurrió	 que	 probablemente	 era	 positivo	 que	 los	 rumores	 sobre	 Howl
hubieran	llegado	a	Market	Chipping	de	esa	forma.	Podía	imaginar	que,	de	no	ser	así,
alguna	chica	decidida	como	Lettie	podría	haberse	interesado	por	él	y	terminar	siendo
muy	infeliz.
     Michael	acababa	de	sugerir	que	comieran	algo	y	Calcifer	había	protestado	como
siempre,	 cuando	 Howl	 abrió	 la	 puerta	 de	 par	 en	 par	 y	 entró,	 más	 descontento	 que
nunca.
     —¿Algo	de	comer?	—preguntó	Sophie.
     —No	—dijo	Howl—.	Agua	caliente	en	el	baño,	Calcifer	—se	quedó	pensativo	en
la	 puerta	 del	 baño	 un	 momento—.	 Sophie,	 ¿por	 casualidad	 no	 habrás	 ordenado	 el
estante	de	conjuros	de	aquí	dentro?
     Sophie	se	sintió	más	tonta	que	nunca.	Por	nada	del	mundo	hubiera	admitido	que
había	rebuscado	en	todos	aquellos	paquetes	y	tarros	buscando	pedazos	de	jovencitas.
     —No	 he	 tocado	 nada	 —contestó	 virtuosamente	 mientras	 se	 dirigía	 a	 buscar	 la
sartén.
     —Espero	que	sea	verdad	—le	dijo	Michael	inquieto	cuando	la	puerta	del	baño	se
cerró	de	golpe.
     Mientras	Sophie	preparaba	la	cena,	se	oía	el	correr	y	gotear	del	agua	en	el	cuarto
baño.
     —Está	usando	mucha	agua	caliente	—dijo	Calcifer	desde	debajo	de	la	sartén—.
Creo	 que	 se	 está	 tiñendo	 el	 pelo.	 Espero	 que	 no	 tocaras	 los	 conjuros	 del	 pelo.	 Para
tratarse	de	un	hombre	normal	y	corriente	con	el	pelo	color	barro,	es	muy	presumido.
     —¡Cállate	ya!	—replicó	Sophie—.	¡He	dejado	cada	cosa	en	su	sitio!
     Estaba	tan	enfadada	que	vertió	los	huevos	y	el	beicon	sobre	Calcifer.
     Calcifer,	naturalmente,	se	los	comió	con	gran	entusiasmo	y	muchas	llamaradas	y
lametones.	Sophie	frió	más	sobre	el	chisporroteo	de	las	llamas.	Michael	y	ella	se	los
comieron.	 Estaban	 recogiendo,	 mientras	 Calcifer	 se	 pasaba	 la	 lengua	 azul	 por	 los
labios	morados,	cuando	la	puerta	del	baño	se	abrió	con	gran	estruendo	y	Howl	salió
aullando	de	desesperación.
     —¡Mirad	 esto!	 —gritó—.	 ¡Mirad	 esto!	 ¿Qué	 ha	 hecho	 con	 mis	 conjuros	 este
desastre	de	mujer?
     Sophie	y	Michael	dieron	media	vuelta	y	miraron	a	Howl.	Tenía	el	pelo	mojado,
pero,	aparte	de	eso,	ninguno	de	los	dos	veía	ninguna	diferencia.
     —Si	te	refieres	a	mí…	—empezó	Sophie.
     —¡Claro	 que	 me	 refiero	 a	 ti!	 ¡Mira!	 —aulló	 Howl.	 Se	 sentó	 de	 golpe	 sobre	 la
banqueta	y	se	apuntó	a	la	cabeza	mojada	con	el	dedo—.	Mira.	Estudia.	Inspecciona.
¡Es	una	ruina!	¡Parezco	una	sartén	de	huevos	con	beicon!
     Michael	 y	 Sophie	 se	 inclinaron	 nerviosos	 sobre	 la	 cabeza	 de	 Howl.	 Parecía	 del
mismo	 color	 rubio	 claro	 de	 siempre	 hasta	 la	 raíz.	 La	 única	 diferencia	 podría	 haber
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sido	una	sombra	ligera,	muy	ligera,	de	rojo.	A	Sophie	le	gustó.	Le	recordó	un	poco	al
color	que	debería	tener	su	propio	pelo.
    —A	mí	me	parece	muy	bonito	—dijo.
    —¡Bonito!	 —gritó	 Howl—.	 ¡Cómo	 no!	 Lo	 has	 hecho	 a	 propósito.	 No	 podías
descansar	hasta	hacerme	sufrir	a	mí	también.	¡Míralo!	¡Es	color	zanahoria!	¡Tendré
que	esconderlo	hasta	que	me	haya	crecido!	—extendió	los	brazos	dramáticamente—.
¡Desesperación!	—gritó—.	¡Angustia!	¡Horror!
    La	 habitación	 se	 volvió	 más	 oscura.	 En	 las	 cuatro	 esquinas	 aparecieron	 unas
enormes	 formas	 de	 aspecto	 humano	 avanzando	 hacia	 Sophie	 y	 Michael	 y	 aullando.
Los	 gritos	 comenzaron	 como	 gemidos	 horrorizados,	 se	 convirtieron	 en	 berridos
desesperados	y	después	en	alaridos	de	dolor	y	terror.	Sophie	se	tapó	los	oídos	con	las
manos,	 pero	 los	 gritos	 las	 traspasaron,	 cada	 vez	 más	 altos,	 cada	 vez	 más	 horribles.
Calcifer	se	encogió	a	toda	prisa	en	el	hogar	y	se	escondió	bajo	el	tronco	del	fondo.
Michael	agarró	a	Sophie	del	codo	y	la	llevó	hacia	la	puerta.	Hizo	girar	el	picaporte
dejando	el	azul	hacia	abajo,	abrió	la	puerta	de	una	patada	y	los	dos	salieron	a	la	calle
en	Porthaven,	tan	rápido	como	pudieron.
    El	ruido	era	casi	igual	de	horrible	allí	fuera.	Se	abrieron	puertas	por	toda	la	calle	y
la	gente	salía	corriendo	de	las	casas	tapándose	los	oídos.
    —¿Debemos	dejarlo	solo	en	ese	estado?	—tembló	Sophie.
    —Sí	—dijo	Michael—.	Y	si	cree	que	es	culpa	tuya,	sin	duda.
    Recorrieron	a	toda	prisa	la	ciudad,	perseguidos	por	gritos	espeluznantes.	Toda	una
multitud	iba	con	ellos.	Pese	a	que	la	niebla	se	había	convertido	en	una	llovizna	típica
de	la	costa,	todos	se	dirigieron	a	la	bahía	o	la	playa,	donde	el	ruido	parecía	más	fácil
de	soportar.	La	inmensidad	gris	del	mar	mitigaba	un	poco	aquel	estruendo.	La	gente
estaba	de	pie	en	grupitos	mojados,	mirando	a	la	blanca	niebla	sobre	el	horizonte	y	las
gotas	 que	 caían	 de	 los	 amarres	 de	 los	 barcos	 mientras	 el	 ruido	 se	 convertía	 en	 un
llanto	gigantesco	y	desolador.	Sophie	se	dio	cuenta	de	que	estaba	viendo	el	mar	por
primera	vez	en	su	vida.	Era	una	pena	que	no	pudiera	disfrutarlo	más.
    Los	llantos	fueron	dando	paso	a	tristísimos	suspiros	y	por	fin	al	silencio.	La	gente
se	 puso	 en	 camino	 hacia	 sus	 casas	 con	 mucho	 cuidado.	 Algunos	 se	 acercaron
tímidamente	a	Sophie.
    —¿Le	ocurre	algo	al	pobre	hechicero,	señora	Bruja?
    —Hoy	está	un	poco	triste	—respondió	Michael—.	Vamos.	Creo	que	ya	podemos
arriesgarnos	a	volver.
    Mientras	 avanzaban	 por	 el	 malecón,	 varios	 marineros	 los	 llamaron	 con
preocupación	 desde	 sus	 barcos	 amarrados,	 para	 preguntarles	 si	 aquel	 ruido
significaba	tormentas	o	mala	suerte.
    —Claro	que	no	—dijo	Sophie—.	Ya	ha	pasado	todo.
    Pero	no	era	verdad.	Regresaron	a	la	casa	del	mago,	que	era	un	edificio	torcido	y
ordinario	por	fuera	que	Sophie	no	habría	reconocido	si	Michael	no	hubiera	estado	con
ella.	 Michael	 abrió	 la	 puerta	 destartalada	 con	 mucho	 cuidado.	 Dentro,	 Howl	 seguía
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sentado	 en	 la	 banqueta.	 Tenía	 una	 actitud	 de	 desesperación	 absoluta.	 Y	 estaba
cubierto	de	pies	a	cabeza	con	una	gruesa	capa	de	lodo	verde.
    Había	 una	 cantidad	 horrible,	 tremenda	 y	 violenta	 de	 aquella	 sustancia	 viscosa,
montañas	 enteras.	 Cubrían	 a	 Howl	 completamente.	 Tenía	 la	 cabeza	 y	 los	 hombros
bañados	con	gruesos	pegotes	de	lodo	que	se	amontonaba	en	las	rodillas	y	le	resbalaba
por	las	piernas	en	gruesos	goterones	y	caía	de	la	banqueta	en	hebras	pegajosas.	Unos
dedos	largos	y	verdes	habían	llegado	hasta	el	hogar.	Olía	fatal.
    —¡Salvadme!	—gritó	Calcifer	con	un	susurro	ronco.	Sólo	quedaban	dos	llamitas
desesperadas—.	¡Esta	cosa	me	va	a	apagar!
    Sophie	 se	 levantó	 la	 falda	 y	 se	 acercó	 a	 Howl	 tanto	 como	 pudo,	 que	 no	 fue
mucho.
    —¡Ya	 está	 bien!	 —dijo—.	 ¡Para	 ahora	 mismo!	 ¡Te	 estás	 comportando	 como	 un
crío!
    Howl	 no	 se	 movió	 ni	 contestó.	 Su	 rostro	 miraba	 desde	 detrás	 de	 una	 capa	 de
pringue,	pálido,	trágico	y	con	los	ojos	muy	abiertos.
    —¿Qué	podemos	hacer?	¿Está	muerto?	—preguntó	Michael,	temblando	junto	a	la
puerta.
    Sophie	pensó	que	Michael	era	un	buen	chaval,	pero	un	poco	inútil	en	momentos
de	crisis.
    —No,	claro	que	no	—dijo—.	¡Y	si	no	fuera	por	Calcifer,	me	importaría	un	bledo
que	 se	 comportara	 como	 una	 anguila	 gelatinosa	 el	 día	 entero!	 Abre	 la	 puerta	 del
cuarto	de	baño.
    Mientras	Michael	se	abría	paso	entre	charcos	de	lodo	en	dirección	al	baño,	Sophie
tiró	 su	 delantal	 sobre	 el	 hogar	 para	 impedir	 que	 el	 fango	 verde	 siguiera	 avanzando
hacia	Calcifer	y	cogió	la	pala.	Levantó	paletadas	de	ceniza	y	las	fue	echando	sobre
los	charcos	más	grandes.	El	limo	siseó	violentamente.	El	cuarto	se	llenó	de	vapor	y
olía	 peor	 que	 nunca.	 Sophie	 se	 arremangó,	 inclinó	 la	 espalda	 para	 agarrar	 bien	 las
rodillas	resbaladizas	del	mago,	y	empujó	a	Howl	hacia	el	baño,	con	taburete	y	todo.
Los	pies	resbalaban	y	patinaban	sobre	el	lodo,	lo	que	hacía	más	fácil	mover	la	silla.
Michael	 se	 acercó	 y	 tiró	 de	 las	 mangas.	 Entre	 los	 dos	 lo	 metieron	 en	 el	 cuarto	 de
baño.	Allí,	como	Howl	seguía	negándose	a	moverse,	lo	colocaron	en	la	ducha.
    —¡Agua	caliente,	Calcifer!	—jadeó	Sophie	decidida—.	Muy	caliente.
    Necesitaron	una	hora	para	quitarle	el	fango	verde	a	Howl.	Y	Michael	tardó	otra
hora	 en	 convencerle	 de	 que	 se	 levantara	 del	 taburete	 y	 se	 pusiera	 ropa	 limpia.
Afortunadamente,	 el	 traje	 gris	 y	 escarlata	 que	 Sophie	 acababa	 de	 remendar	 estaba
colgado	 sobre	 el	 respaldo	 de	 la	 silla,	 fuera	 del	 alcance	 del	 líquido	 viscoso.	 El	 traje
azul	y	plateado	había	quedado	destrozado.	Sophie	le	dijo	a	Michael	que	lo	pusiera	a
remojo	 en	 la	 bañera.	 Mientras	 tanto,	 murmurando	 y	 gruñendo,	 cogió	 más	 agua
caliente.	Giró	el	pomo	con	el	verde	hacia	abajo	y	barrió	todo	el	limo	verde	hacia	las
colinas.	El	castillo	fue	dejando	sobre	el	brezo	un	rastro	como	el	de	un	caracol,	pero
era	la	forma	más	fácil	de	deshacerse	de	aquello.	Vivir	en	un	castillo	volante	tenía	sus
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ventajas,	pensó	Sophie	mientras	fregaba	el	suelo.	Se	preguntó	si	los	ruidos	de	Howl
también	 se	 habrían	 oído	 allí	 fuera.	 Si	 así	 había	 sido,	 se	 apiadó	 de	 los	 habitantes	 de
Market	Chipping.
     Para	entonces	Sophie	estaba	cansada	y	enfadada.	Sabía	que	el	fango	verde	había
sido	 la	 venganza	 de	 Howl	 contra	 ella,	 y	 cuando	 Michael	 por	 fin	 consiguió	 sacar	 al
brujo	del	baño,	vestido	de	gris	y	escarlata,	y	lo	sentó	tiernamente	en	la	silla	junto	a	la
chimenea,	no	estuvo	dispuesta	a	mostrarse	comprensiva.
     —¡Ha	sido	una	total	estupidez!	—protestó	Calcifer—.	¿Es	que	querías	deshacerte
de	la	mejor	parte	de	tu	magia	o	qué?
     Howl	 no	 le	 hizo	 caso.	 Seguía	 sentado	 sin	 decir	 nada,	 con	 aspecto	 trágico	 y
tembloroso.
     —¡No	consigo	que	hable!	—suspiró	Michael	tristemente.
     —Es	sólo	una	rabieta	—dijo	Sophie.	Martha	y	Lettie	también	eran	unas	expertas
en	berrinches.	Sabía	cómo	lidiar	con	ellos.	Por	otra	parte,	darle	un	cachete	a	un	mago
que	se	había	puesto	histérico	por	su	pelo	también	tenía	sus	riesgos.	De	todas	formas,
Sophie	 sabía	 por	 experiencia	 que	 las	 pataletas	 casi	 nunca	 se	 producen	 por	 la	 razón
que	aparentan.	Obligó	a	Calcifer	a	moverse	para	colocar	un	cazo	de	leche	entre	los
troncos.	 Cuando	 estuvo	 caliente,	 le	 puso	 un	 tazón	 a	 Howl	 entre	 las	 manos—.
Bébetelo	 —le	 dijo—.	 ¿A	 qué	 ha	 venido	 todo	 ese	 escándalo?	 ¿Es	 esa	 jovencita	 a	 la
que	visitas	tanto?
     Howl	dio	un	sorbito	desconsolado.
     —Sí	—dijo—.	Dejé	de	visitarla	unos	días	para	ver	si	eso	la	hacía	recordarme	con
cariño,	pero	no	ha	sido	así.	No	estaba	segura,	ni	siquiera	la	última	vez	que	la	vi.	Y
ahora	me	dice	que	hay	otro	hombre.
     Sonaba	tan	apesadumbrado	que	Sophie	sintió	lástima.	Ahora	que	se	había	secado
el	 pelo,	 descubrió	 con	 una	 punzada	 de	 culpabilidad	 que	 era	 verdad	 que	 estaba	 casi
rosa.
     —Es	 la	 chica	 más	 hermosa	 que	 he	 visto	 nunca	 por	 aquí	 —continuó	 Howl
lastimeramente—.	La	adoro,	pero	ella	se	burla	de	mi	honda	devoción	y	se	preocupa
por	otro.	¿Cómo	es	posible	que	le	guste	otro	tipo	después	de	toda	la	atención	que	le
he	prestado?	Normalmente	se	deshacen	de	los	demás	en	cuanto	aparezco	yo.
     La	lástima	de	Sophie	disminuyó	rápidamente.	Se	le	ocurrió	que	si	Howl	era	capaz
de	cubrirse	de	fango	verde	con	tanta	facilidad,	le	resultaría	igual	de	sencillo	ponerse
el	pelo	del	color	adecuado.
     —¿Entonces	por	qué	no	le	das	una	poción	amorosa	y	terminas	de	una	vez?	—le
preguntó.
     —Ah,	no	—respondió	Howl—.	Así	no	se	juega.	Eso	estropearía	toda	la	diversión.
     La	tristeza	de	Sophie	volvió	a	disminuir.	¿Así	que	era	un	juego?
     —¿Es	que	nunca	piensas	un	poco	en	la	pobre	muchacha?	—replicó.
     Howl	se	terminó	la	leche	y	miró	al	fondo	del	tazón	con	una	sonrisa	sentimental.
     —Pienso	en	ella	todo	el	tiempo	—dijo—.	Mi	hermosa,	hermosísima	Lettie	Hatter.
                                  ebookelo.com	-	Página	56
    Toda	 la	 lástima	 de	 Sophie	 desapareció	 de	 golpe.	 Y	 fue	 sustituida	 por	 una	 gran
ansiedad.	 «¡Ay,	 Martha!»,	 pensó.	 «¡Mira	 que	 has	 estado	 ocupada!	 ¡Así	 que	 no	 te
referías	a	ninguno	de	los	aprendices	de	Cesari!».
                                ebookelo.com	-	Página	57
                                       Capítulo	7
            «En	el	que	un	espantapájaros	impide	a	Sophie	salir	del
                                  Castillo»
LO	QUE	IMPIDIÓ	QUE	SOPHIE	SALIERA	hacia	Market	Chipping	aquella	misma	tarde	fue	un
ataque	intensísimo	de	dolores	y	achaques.	La	llovizna	de	Porthaven	la	había	calado
hasta	los	huesos.	Se	tumbó	en	su	cubículo	con	sus	dolores	y	se	dedicó	a	preocuparse
por	Martha.	A	lo	mejor	no	era	tan	malo,	pensó.	Sólo	tenía	que	decirle	a	Martha	que	el
mago	 Howl	 era	 el	 pretendiente	 del	 que	 no	 estaba	 segura.	 Aquello	 la	 asustaría.	 Y	 le
contaría	que	la	mejor	manera	de	alejar	a	Howl	de	su	lado	era	confesarle	que	estaba
enamorada	de	él,	y	tal	vez	amenazarlo	con	alguna	tía.
     A	 Sophie	 le	 seguían	 crujiendo	 todos	 los	 huesos	 cuando	 se	 levantó	 a	 la	 mañana
siguiente.
     —¡Maldita	 Bruja	 del	 Páramo!	 —le	 murmuró	 a	 su	 bastón	 cuando	 lo	 sacó,	 lista
para	 marcharse.	 Oyó	 a	 Howl	 cantando	 en	 el	 baño	 como	 si	 no	 hubiera	 tenido	 una
pataleta	en	toda	su	vida.	Se	acercó	a	la	puerta	de	puntillas,	tan	deprisa	como	pudo.
     Naturalmente,	Howl	salió	del	cuarto	de	baño	antes	de	que	llegara.	Sophie	lo	miró
irritada.	 Estaba	 todo	 elegante	 y	 deslumbrante,	 ligeramente	 perfumado	 con	 flores	 de
manzano.	El	sol	de	la	mañana	hacía	brillar	su	traje	gris	y	escarlata	y	le	daba	a	su	pelo
un	halo	ligeramente	rosado.
     —Creo	que	este	color	me	favorece	bastante	—dijo.
     —¿Ah,	sí?	—gruñó	Sophie.
     —Le	va	bien	al	traje	—dijo	Howl—.	Eres	muy	hábil	con	la	aguja,	¿verdad?	De
alguna	manera	le	has	dado	al	traje	más	estilo.
     —¡Ja!	—dijo	Sophie.
     Howl	se	detuvo	en	la	puerta	con	la	mano	sobre	el	taco	de	madera.
     —¿Tienes	algún	dolor	o	achaque?	—preguntó—.	¿O	es	que	te	ha	molestado	algo?
     —¿Molestado?	 —preguntó	 Sophie—.	 ¿Y	 por	 qué	 me	 iba	 a	 molestar?	 Alguien
acaba	 de	 llenar	 el	 castillo	 con	 un	 pringue	 asqueroso,	 ha	 dejado	 sordos	 a	 todos	 los
habitantes	 de	 Porthaven	 y	 ha	 reducido	 a	 Calcifer	 a	 cenizas,	 y	 además	 ha	 roto	 unos
cuantos	cientos	de	corazones.	¿Por	qué	me	iba	a	molestar?
     Howl	se	rió.
     —Lo	 siento	 —dijo,	 girando	 el	 pomo	 hacia	 el	 rojo—.	 El	 Rey	 quiere	 verme	 hoy.
Probablemente	 me	 haga	 esperar	 en	 Palacio	 hasta	 la	 noche,	 pero	 cuando	 vuelva	 me
encargaré	de	tu	reuma.	Y	no	se	te	olvide	decirle	a	Michael	que	le	he	dejado	el	conjuro
sobre	la	mesa.
     Sonrió	alegremente	a	Sophie	y	salió	a	las	calles	engalanadas	de	Kingsbury.
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     —¡Y	 te	 crees	 que	 así	 se	 arregla	 todo!	 —gruñó	 Sophie	 mientras	 se	 cerraba	 la
puerta.	 Pero	 su	 sonrisa	 había	 conseguido	 suavizarla—.	 ¡Si	 esa	 sonrisa	 funciona
conmigo,	no	me	extraña	que	la	pobre	Martha	no	sepa	lo	que	hace!
     —Necesito	otro	tronco	antes	de	que	te	vayas	—le	recordó	Calcifer.
     Sophie	 le	 puso	 otro	 tronco	 en	 la	 bandeja.	 Luego	 se	 volvió	 hacia	 la	 puerta.	 Pero
entonces	Michael	bajó	corriendo	las	escaleras	y	cogió	lo	que	quedaba	de	una	barra	de
pan	de	camino	a	la	puerta.
     —¿No	te	importa,	verdad?	—dijo	de	forma	agitada—.	Traeré	una	nueva	cuando
vuelva.	Hoy	tengo	que	hacer	una	cosa	muy	urgente,	pero	volveré	por	la	noche.	Si	el
capitán	del	barco	pide	su	conjuro	para	los	vientos,	está	en	el	extremo	de	la	mesa,	con
el	 nombre	 puesto	 —hizo	 girar	 el	 pomo	 con	 el	 verde	 hacia	 abajo	 y	 saltó	 a	 la	 ladera
ventosa,	 apretando	 el	 trozo	 de	 pan	 contra	 el	 estómago—.	 ¡Hasta	 luego!	 —gritó
mientras	el	castillo	seguía	avanzando	y	la	puerta	se	cerraba.
     —¡Qué	lata!	—se	quejó	Sophie—.	Calcifer,	¿cómo	se	abre	la	puerta	desde	fuera
cuando	no	hay	nadie	en	el	castillo?
     —A	Michael	o	a	ti	os	la	abro	yo.	Howl	lo	hace	él	mismo	—contestó	Calcifer.
     Así	que	nadie	se	quedaría	sin	poder	entrar	si	ella	salía.	No	estaba	segura	de	querer
regresar,	pero	no	tenía	intención	de	decírselo	a	Calcifer.	Le	dio	a	Michael	tiempo	para
que	llegara	a	donde	fuera	que	se	dirigiese	y	volvió	a	encaminarse	a	la	puerta.	Esta	vez
la	detuvo	Calcifer.
     —Si	 vas	 a	 estar	 mucho	 tiempo	 fuera	 —dijo—,	 podrías	 dejarme	 unos	 troncos
donde	los	pueda	alcanzar.
     —¿Puedes	 cogerlos	 tú	 solo?	 —preguntó	 Sophie,	 intrigada	 a	 pesar	 de	 su
impaciencia.
     Como	respuesta,	Calcifer	estiró	una	llamarada	azul	en	forma	de	brazo	terminada
en	 varias	 llamitas	 que	 parecían	 dedos	 verdes.	 No	 era	 ni	 muy	 larga	 ni	 tenía	 aspecto
fuerte.
     —¿Ves?	Casi	llego	a	las	piedras	—dijo	con	orgullo.
     Sophie	apiló	unos	troncos	delante	de	la	bandeja	para	que	pudiera	coger,	al	menos
el	que	estaba	arriba.
     —No	 los	 quemes	 hasta	 que	 no	 los	 tengas	 sobre	 la	 bandeja	 —le	 advirtió,	 y	 se
dirigió	a	la	puerta	una	vez	más.
     Entonces,	alguien	llamó	a	la	puerta	antes	de	que	llegara.
     «Menudo	día»,	pensó	Sophie.	Debía	de	ser	el	capitán.	Levantó	la	mano	para	girar
el	taco	con	el	azul	hacia	abajo.
     —No,	es	la	puerta	del	castillo	—dijo	Calcifer—.	Pero	no	estoy	seguro…
     Entonces	 sería	 Michael,	 que	 había	 regresado	 por	 algún	 motivo,	 pensó	 Sophie
mientras	abría	la	puerta.
     Una	cara	de	nabo	le	hizo	una	mueca.	Olía	a	moho.	Recortándose	contra	el	cielo
azul,	un	brazo	maltrecho	que	terminaba	en	el	muñón	de	un	palo	dio	media	vuelta	e
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intentó	agarrarla.	Era	el	espantapájaros.	Sólo	estaba	hecho	de	palos	y	harapos,	pero
estaba	vivo	y	quería	entrar.
    —¡Calcifer!	—gritó	Sophie—.	¡Haz	que	el	castillo	vaya	más	deprisa!
    Los	 bloques	 alrededor	 de	 la	 puerta	 crujieron	 y	 rozaron	 unos	 contra	 otros.	 Los
brezos	verdes	y	pardos	pasaban	a	toda	velocidad.	El	brazo	de	palo	del	espantapájaros
golpeó	 la	 puerta	 y	 arañó	 el	 muro	 del	 castillo	 cuando	 éste	 lo	 dejó	 atrás.	 Entonces
movió	el	otro	brazo	como	si	quisiera	agarrarse	a	la	piedra.	Tenía	toda	la	intención	de
meterse	en	el	castillo.
    Sophie	cerró	la	puerta	de	golpe.	Pensó	en	lo	estúpida	que	había	sido	al	intentar
buscar	 fortuna.	 Se	 trataba	 del	 mismo	 espantapájaros	 que	 había	 colocado	 en	 el	 seto,
cuando	 iba	 de	 camino	 al	 castillo.	 Había	 bromeado	 con	 él.	 Y	 ahora,	 como	 si	 sus
bromas	lo	hubieran	devuelto	a	la	vida	para	hacer	el	mal,	la	había	seguido	hasta	allí	y
había	 intentado	 tocarle	 la	 cara.	 Corrió	 a	 la	 ventana	 para	 ver	 si	 aquella	 cosa	 seguía
intentando	colarse	en	el	castillo.
    Naturalmente,	lo	único	que	vio	fue	el	sol	que	lucía	en	Porthaven,	con	una	docena
de	velas	que	se	izaban	en	sendos	mástiles	más	allá	de	los	tejados,	y	una	bandada	de
gaviotas	volando	en	círculos	bajo	el	cielo	azul.
    —¡Ése	es	el	problema	de	hallarse	en	varios	sitios	al	mismo	tiempo!	—dijo	Sophie
a	la	calavera	que	estaba	sobre	la	mesa.
    Y	entonces,	de	repente,	descubrió	la	verdadera	desventaja	de	ser	una	anciana.	El
corazón	le	dio	un	brinco	con	un	ligero	aleteo,	y	parecía	golpearle	el	pecho	intentando
salir.	Le	dolía.	Todo	el	cuerpo	le	empezó	a	tiritar	y	las	rodillas	le	temblaban.	Pensó
que	quizá	se	estuviera	muriendo.	Lo	único	que	pudo	hacer	fue	llegar	a	la	silla	junto	al
fuego.	Se	sentó	jadeante,	llevándose	las	manos	al	pecho.
    —¿Te	pasa	algo?	—preguntó	Calcifer.
    —Sí.	Mi	corazón.	¡Había	un	espantapájaros	en	la	puerta!	—exclamó	Sophie.
    —¿Qué	tiene	que	ver	un	espantapájaros	con	tu	corazón?	—preguntó	Calcifer.
    —Estaba	intentando	entrar.	Me	ha	dado	un	susto	terrible.	Y	mi	corazón…	¡pero	tú
no	 lo	 entenderías,	 eres	 un	 demonio,	 jovenzuelo!	 —jadeó	 Sophie—.	 Tú	 no	 tienes
corazón.
    —Sí	 que	 tengo	 —replicó	 Calcifer,	 con	 tanto	 orgullo	 como	 cuando	 le	 había
enseñado	el	brazo—.	Está	ahí	abajo,	en	la	parte	que	brilla	entre	los	troncos.	Y	no	me
llames	 jovenzuelo.	 ¡Soy	 un	 millón	 de	 años	 mayor	 que	 tú!	 ¿Puedo	 reducir	 ya	 la
velocidad	del	castillo?
    —Sólo	si	se	ha	ido	el	espantapájaros	—dijo	Sophie—.	¿Se	ha	ido?
    —No	 lo	 sé	 —dijo	 Calcifer—.	 No	 es	 de	 carne	 y	 hueso.	 Ya	 te	 he	 dicho	 que	 no
puedo	ver	lo	que	hay	fuera.
    Sophie	se	levantó	y	se	acercó	de	nuevo	a	la	puerta,	sintiéndose	enferma.	La	abrió
despacio	y	con	precaución.	Por	la	puerta	pasaron	a	toda	velocidad	pendientes	verdes,
rocas	y	prados	morados,	lo	que	la	mareó,	pero	se	agarró	al	marco	de	la	puerta	y	se
asomó	para	mirar	a	lo	largo	de	la	pared	hacia	los	brezos	que	iban	dejando	atrás.	El
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espantapájaros	estaba	a	unos	cincuenta	metros	de	ellos.	Saltaba	de	una	mata	de	brezo
a	otra	con	siniestra	determinación,	con	los	brazos	de	palo	extendidos	para	no	perder
el	 equilibrio	 en	 la	 ladera.	 Mientras	 Sophie	 lo	 observaba,	 el	 castillo	 le	 sacó	 más
ventaja.	Era	lento,	pero	aún	los	seguía.	Cerró	la	puerta.
     —Sigue	ahí	—dijo—.	Saltando	detrás	de	nosotros.	Ve	más	deprisa.
     —Pero	eso	estropeará	todos	mis	cálculos	—explicó	Calcifer—.	Tenía	pensado	dar
la	vuelta	a	las	colinas	y	regresar	a	donde	Michael	nos	ha	dejado,	justo	a	tiempo	para
recogerle	esta	misma	noche.
     —Entonces	ve	el	doble	de	rápido	y	da	la	vuelta	a	las	colinas	dos	veces.	¡Lo	que
sea	con	tal	de	que	dejes	atrás	a	esa	cosa	horrible!	—dijo	Sophie.
     —¡Qué	 exagerada!	 —gruñó	 Calcifer.	 Pero	 Calcifer	 incrementó	 la	 velocidad	 del
castillo.	 Sophie,	 por	 primera	 vez,	 lo	 sentía	 moverse	 sentada	 en	 la	 silla	 mientras	 se
preguntaba	si	se	estaría	muriendo.	No	quería	morirse	todavía,	no	antes	de	hablar	con
Martha.
     A	 medida	 que	 transcurría	 el	 tiempo,	 todas	 las	 cosas	 del	 castillo	 empezaron	 a
temblar	con	la	velocidad.	Las	botellas	tintinearon.	La	calavera	daba	golpecitos	sobre
la	 mesa.	 Sophie	 oyó	 cómo	 se	 caían	 cosas	 de	 la	 estantería	 del	 baño	 al	 agua	 de	 la
bañera,	donde	seguía	en	remojo	el	traje	azul	y	plateado	de	Howl.	Empezó	a	sentirse
un	poco	mejor.	Se	arrastró	otra	vez	hacia	la	puerta	y	miró	hacia	fuera,	con	el	cabello
ondeando	 al	 viento.	 El	 campo	 pasaba	 como	 un	 relámpago	 a	 sus	 pies.	 Las	 colinas
parecían	 estar	 girando	 lentamente	 mientras	 el	 castillo	 pasaba	 a	 toda	 velocidad	 por
encima.	 El	 ruido	 estremecedor	 del	 castillo	 casi	 la	 dejó	 sorda,	 y	 el	 humo	 salía	 a
chorros.	Pero	el	espantapájaros	ya	no	era	más	que	una	mota	negra	en	la	distancia.	La
siguiente	vez	que	miró,	había	desaparecido	completamente	de	su	vista.
     —Bien.	Entonces	pararé	durante	la	noche	—dijo	Calcifer—.	Ha	sido	un	esfuerzo
terrible.
     El	 traqueteo	 se	 interrumpió.	 Las	 cosas	 dejaron	 de	 temblar.	 Calcifer	 se	 fue	 a
dormir,	 como	 hacen	 los	 fuegos,	 escondiéndose	 entre	 los	 troncos	 hasta	 que	 se
convierten	 en	 cilindros	 rosados	 cubiertos	 de	 ceniza	 blanquecina,	 con	 sólo	 unos
reflejos	de	verde	y	azul	asomando	por	debajo.
     Sophie	 ya	 se	 sentía	 mucho	 mejor.	 Fue	 a	 pescar	 seis	 paquetes	 y	 una	 botella	 del
agua	pringosa	de	la	bañera.	Los	paquetes	estaban	empapados.	No	se	atrevió	a	dejarlos
así,	 después	 de	 lo	 del	 día	 anterior,	 así	 que	 los	 colocó	 en	 el	 suelo	 y,	 con	 mucho
cuidado,	 espolvoreó	 sobre	 ellos	 los	 POLVOS	 SECANTES.	 Se	 secaron	 casi
instantáneamente.	Aquello	era	prometedor.	Sophie	dejó	correr	el	agua	y	lo	probó	con
el	 traje	 de	 Howl.	 También	 se	 secó.	 Seguía	 manchado	 de	 verde	 y	 un	 poco	 más
pequeño	que	antes,	pero	se	sintió	satisfecha	al	comprobar	que	al	menos	podía	arreglar
algo.
     Se	sintió	lo	bastante	bien	para	ocuparse	de	la	cena.	Amontonó	todo	lo	que	había
en	la	mesa	junto	a	la	calavera	y	empezó	a	cortar	cebollas.
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     —Al	 menos	 tus	 ojos	 no	 lloran,	 amigo	 —le	 dijo	 a	 la	 calavera—.	 Puedes
considerarte	afortunado.
     La	puerta	se	abrió	de	golpe.
     Sophie	 estuvo	 a	 punto	 de	 cortarse	 del	 susto,	 creyendo	 que	 era	 otra	 vez	 el
espantapájaros.	Pero	se	trataba	de	Michael.	Entró	lleno	de	júbilo.	Soltó	una	hogaza	de
pan,	un	pastel	de	carne	y	una	caja	a	rayas	blancas	y	rosas	encima	de	las	cebollas.
     Luego	 cogió	 a	 Sophie	 por	 la	 delgada	 cintura	 y	 la	 llevó	 bailando	 por	 toda	 la
habitación.
     —¡Todo	está	bien!	¡Todo	está	bien!	—gritó	de	alegría.
     Sophie	daba	saltos	y	se	tropezaba	para	apartarse	de	las	botas	de	Michael.
     —¡Tranquilo,	tranquilo!	—jadeó,	intentando	sujetar	el	cuchillo	de	forma	que	no
cortara	a	ninguno	de	los	dos—.	¿Qué	es	lo	que	está	bien?
     —¡Lettie	 me	 quiere!	 —gritó	 Michael,	 bailando	 con	 ella	 casi	 hasta	 el	 cuarto	 de
baño	y	luego	casi	dentro	de	la	chimenea—.	¡Nunca	había	visto	a	Howl!	¡Todo	ha	sido
un	error!
     Luego	siguió	bailando,	girando	hasta	el	centro	de	la	habitación.
     —¡Me	quieres	soltar	antes	de	que	este	cuchillo	nos	corte	a	los	dos!	—gritó	Sophie
—.	Y	podrías	explicarte	un	poco.
     —¡Yuuupiii!	 —gritó	 Michael.	 Llevó	 a	 Sophie	 dando	 vueltas	 hasta	 la	 silla	 y	 la
dejó	 caer	 sobre	 ella,	 donde	 se	 quedó	 respirando	 aguadamente—.	 ¡Anoche	 deseaba
que	le	hubieras	teñido	el	pelo	de	azul!	—dijo—.	Ahora	no	me	importa.	Cuando	Howl
dijo	 «Lettie	 Hatter»	 incluso	 pensé	 en	 teñírselo	 de	 azul	 yo	 mismo.	 Ya	 sabes	 cómo
habla.	Sabía	que	iba	a	dejar	a	esta	chica	en	cuanto	consiguiera	su	amor,	como	hizo
con	todas	las	demás.	Y	cuando	pensaba	que	era	mi	Lettie…	En	fin,	ya	sabes	que	dijo
que	había	otro	tipo,	¡así	que	pensé	que	era	yo!	Por	eso	hoy	he	ido	a	Market	Chipping.
¡Y	todo	está	bien!	Howl	debe	de	estar	por	otra	chica	con	el	mismo	nombre.	Lettie	no
le	ha	visto	nunca.
     —A	ver	si	me	entero	—dijo	Sophie	un	poco	mareada—.	Estamos	hablando	de	la
Lettie	Hatter	que	trabaja	en	la	pastelería	de	Cesari,	¿no?
     —¡Claro	que	sí!	—dijo	Michael	radiante—.	La	amo	desde	que	empezó	a	trabajar
allí,	 y	 cuando	 me	 dijo	 que	 me	 quería	 casi	 no	 me	 lo	 podía	 creer.	 Tiene	 cientos	 de
admiradores.	 No	 me	 habría	 sorprendido	 que	 Howl	 hubiera	 sido	 uno	 de	 ellos.	 ¡Qué
alivio!	Te	he	traído	una	tarta	de	Cesari	para	celebrarlo.	¿Dónde	la	he	puesto?	Ah,	aquí
está.
     Le	 pasó	 la	 caja	 rosa	 y	 blanca	 a	 Sophie.	 Los	 aros	 de	 cebolla	 cayeron	 sobre	 su
regazo.
     —¿Cuántos	años	tienes,	jovencito?	—preguntó	Sophie.
     —Cumplí	 quince	 el	 día	 uno,	 el	 día	 de	 la	 fiesta	 de	 mayo	 —dijo	 Michael—.
Calcifer	 lanzó	 fuegos	 artificiales	 desde	 el	 castillo.	 ¿A	 que	 sí,	 Calcifer?	 Ah,	 está
dormido.	 Probablemente	 estás	 pensando	 que	 soy	 demasiado	 joven	 para
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comprometerme,	todavía	me	quedan	tres	años	como	aprendiz,	y	a	Lettie	incluso	más,
pero	nos	hemos	prometido,	y	no	nos	importa	esperar.
     Entonces	Sophie	pensó	que	Michael	tenía	la	edad	adecuada	para	Martha.	Y	ahora
sabía	 que	 era	 un	 joven	 bueno	 y	 responsable	 con	 un	 futuro	 como	 mago.	 ¡Bendita
Martha!	Cuando	recordó	aquel	extraño	día	de	la	fiesta	de	mayo,	se	dio	cuenta	de	que
Michael	 había	 estado	 entre	 aquel	 grupo	 de	 pretendientes	 que	 se	 apoyaban	 en	 el
mostrador	 delante	 de	 Martha.	 Pero	 Howl	 se	 encontraba	 fuera,	 en	 la	 Plaza	 del
Mercado.
     —¿Estás	 seguro	 de	 que	 Lettie	 decía	 la	 verdad	 sobre	 Howl?	 —preguntó
preocupada.
     —Totalmente	—dijo	Michael—.	Sé	cuándo	está	mintiendo	porque	deja	de	hacer
molinetes	con	los	pulgares.
     —¡Es	verdad!	—dijo	Sophie,	riéndose.
     —¿Y	tú	cómo	lo	sabes?	—preguntó	Michael	sorprendido.
     —Porque	es	mi	her…	la	nieta	de	mi	hermana	—dijo	Sophie—,	y	de	niña	no	era
siempre	 sincera.	 Pero…	 bueno,	 supongo	 que	 ha	 ido	 cambiando	 al	 crecer.	 Puede,
puede	que	dentro	de	un	año	o	así	no	tenga	el	mismo	aspecto.
     —Yo	tampoco	lo	tendré	—dijo	Michael—.	La	gente	de	nuestra	edad	cambia	todo
el	tiempo.	No	nos	importará.	Seguirá	siendo	Lettie.
     «De	alguna	manera»,	pensó	Sophie.
     —Pero	supongamos	que	estuviera	diciendo	la	verdad	—continuó	preocupada—,
¿y	si	conoce	a	Howl	con	un	nombre	falso?
     —No	 te	 preocupes,	 ya	 se	 me	 había	 ocurrido	 —respondió	 Michael—.	 Se	 lo
describí,	tienes	que	reconocer	que	es	inconfundible,	y	no	lo	ha	visto	nunca	ni	a	él	ni	a
su	maldita	guitarra.	Ni	siquiera	tuve	que	decirle	que	no	sabe	tocarla.	No	lo	ha	visto
nunca,	y	no	dejó	de	girar	los	pulgares	durante	toda	nuestra	conversación.
     —¡Qué	alivio!	—exclamó	Sophie,	acomodándose	en	la	silla.	Y	la	verdad	es	que
era	un	alivio	saber	que	Martha	estaba	a	salvo	de	Howl.	Pero	en	realidad	no	era	tanto
alivio,	porque	Sophie	estaba	segura	de	que	sólo	había	otra	Lettie	Hatter	en	el	distrito:
la	auténtica.	Si	hubiera	habido	otra,	alguien	habría	venido	a	la	sombrerería	y	habría
cotilleado	sobre	ella.	Y	era	muy	propio	de	Lettie	mostrarse	testaruda	y	no	ceder	ante
Howl.	Lo	que	le	preocupaba	a	Sophie	era	que	Lettie	le	había	dicho	a	Howl	su	nombre
verdadero.	 Tal	 vez	 no	 estuviera	 segura	 sobre	 él,	 pero	 le	 gustaba	 lo	 suficiente	 para
confiarle	un	secreto	tan	importante	como	ése.
     —¡No	 pongas	 esa	 cara	 de	 preocupación!	 —se	 rió	 Michael,	 apoyándose	 en	 el
respaldo	de	la	silla—.	Mira	la	tarta	que	te	he	traído.
     Cuando	Sophie	se	puso	a	abrir	la	caja,	se	le	ocurrió	que	Michael	había	pasado	de
verla	 como	 un	 desastre	 de	 la	 naturaleza	 a	 caerle	 bien.	 Estaba	 tan	 contenta	 y
agradecida	que	decidió	contar	a	Michael	toda	la	verdad	sobre	Lettie	y	Martha	y	sobre
sí	misma.	Era	justo	que	supiera	el	tipo	de	familia	que	tenía	la	mujer	con	la	que	se	iba
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a	 casar.	 La	 caja	 se	 abrió.	 Era	 la	 tarta	 más	 deliciosa	 de	 Cesari,	 cubierta	 de	 crema	 y
cerezas	y	pequeñas	virutas	de	chocolate.
     —¡Oh!	—exclamó	Sophie.
     El	taco	sobre	la	puerta	giró	por	sí	solo	hasta	quedar	con	la	mancha	roja	mirando
hacia	abajo.	Entonces	entró	Howl.
     —¡Qué	tarta	tan	maravillosa!	¡Mi	favorita!	—dijo—.	¿Dónde	la	has	comprado?
     —Yo…	esto…	en	Cesari	—dijo	Michael	un	poco	cortado.	Sophie	levantó	los	ojos
hacia	Howl.	Era	evidente	que	algo	la	interrumpiría	siempre	cuando	estuviera	a	punto
de	decir	que	estaba	hechizada.	Incluso,	al	parecer,	un	mago.
     —Por	el	aspecto,	merece	la	pena	el	paseo	—dijo	Howl,	inspeccionando	la	tarta—.
He	oído	que	Cesari	es	la	mejor	pastelería	de	Kingsbury.	Mira	que	soy	tonto,	no	he	ido
nunca.	¿Y	es	un	pastel	de	carne	aquello	que	veo	sobre	la	mesa?	—se	acercó	a	mirar
—.	 Pastel	 sobre	 un	 lecho	 de	 cebollas	 crudas.	 La	 calavera	 parece	 estar	 sufriendo
muchísimo	—cogió	la	calavera	y	le	sacó	un	aro	de	cebolla	de	la	cuenca	del	ojo—.	Ya
veo	 que	 Sophie	 ha	 estado	 muy	 ocupada	 de	 nuevo.	 ¿No	 podías	 haberla	 controlado,
amigo	mío?
     La	calavera	movió	los	dientes.	Howl	pareció	desconcertado	y	la	dejó	en	su	sitio	a
toda	prisa.
     —¿Pasa	algo?	—preguntó	Michael	lleno	de	sospechas.
     —Pues	 sí	 —respondió	 Howl—.	 Tendré	 que	 encontrar	 a	 alguien	 que	 ensucie	 mi
nombre	ante	el	Rey.
     —¿No	ha	funcionado	bien	el	conjuro	para	los	carros?	—preguntó	Michael.
     —Al	contrario,	ha	funcionado	perfectamente.	Y	ése	es	el	problema	—dijo	Howl,
haciendo	girar	inquieto	el	aro	de	cebolla	en	un	dedo—.	El	Rey	está	intentando	que
me	comprometa	a	hacer	otra	cosa.	Calcifer,	si	no	tenemos	cuidado,	me	va	a	nombrar
Mago	Real.
     Calcifer	no	respondió.	Howl	acudió	junto	al	fuego	y	se	dio	cuenta	de	que	estaba
dormido.
     —Despiértale,	Michael	—dijo—.	Necesito	consultarle	una	cosa.
     Michael	le	echó	dos	troncos	a	Calcifer	y	le	llamó.	No	hubo	respuesta,	excepto	una
delgada	espiral	de	humo.
     —¡Calcifer!	—gritó	Howl.	Aquello	no	sirvió	de	nada.	Howl	le	dirigió	a	Michael
una	mirada	confundida	y	cogió	el	atizador,	cosa	que	Sophie	no	le	había	visto	hacer
nunca—.	 Lo	 siento,	 Calcifer	 —dijo,	 pinchando	 bajo	 los	 troncos	 que	 quedaban	 por
quemar—.	¡Despierta!
     Una	gruesa	nube	de	humo	se	elevó	en	el	aire.
     —¡Déjame	en	paz!	—gruñó	Calcifer—.	Estoy	cansado.
     Al	oír	esto,	Howl	pareció	muy	alarmado.
     —¿Qué	le	pasa?	¡Nunca	lo	había	visto	así!
     —Creo	que	ha	sido	el	espantapájaros	—dijo	Sophie.
     Howl	dio	media	vuelta	sobre	las	rodillas	y	la	taladró	con	sus	ojos	de	vidrio.
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    —¿Qué	has	hecho	ahora?
    No	dejó	de	mirarla	mientras	Sophie	se	explicaba.
    —¿Un	 espantapájaros?	 —preguntó—.	 ¿Calcifer	 accedió	 a	 llevar	 el	 castillo	 más
deprisa	 por	 un	 espantapájaros?	 Querida	 Sophie,	 haz	 el	 favor	 de	 decirme	 cómo
consigues	que	un	demonio	del	fuego	te	obedezca.	¡Me	encantaría	saberlo!
    —No	le	he	obligado	—contestó	Sophie—.	Me	he	asustado	y	le	he	dado	pena.
    —Se	 ha	 asustado	 y	 a	 Calcifer	 le	 ha	 dado	 pena	 —repitió	 Howl—.	 Mi	 querida
Sophie,	 Calcifer	 nunca	 siente	 lástima	 por	 nadie.	 En	 fin,	 espero	 que	 disfrutes	 de	 las
cebollas	 crudas	 y	 del	 pastel	 de	 carne	 para	 la	 cena,	 porque	 has	 estado	 a	 punto	 de
acabar	con	Calcifer.
    —También	está	la	tarta	—dijo	Michael,	intentando	poner	paz.
    La	comida	pareció	mejorar	algo	el	ánimo	de	Howl,	aunque	no	dejó	de	mirar	con
preocupación	los	troncos	sin	quemar	de	la	chimenea	durante	toda	la	cena.	El	pastel	de
carne	frío	estaba	bueno	y	las	cebollas	quedaron	bastante	sabrosas	cuando	Sophie	las
bañó	en	vinagre.	La	tarta	estaba	exquisita.	Mientras	se	la	comían,	Michael	se	arriesgó
a	preguntarle	a	Howl	qué	quería	el	Rey.
    —Todavía	 nada	 concreto	 —dijo	 Howl	 con	 aire	 sombrío—.	 Pero	 me	 ha	 estado
tanteando	sobre	su	hermano,	cosa	poco	halagüeña.	Aparentemente	tuvieron	una	gran
discusión	justo	antes	de	que	el	príncipe	Justin	se	marchase,	y	corren	rumores.	El	Rey
obviamente	quería	que	me	ofreciera	para	salir	en	su	busca.	Y	yo,	como	un	tonto,	le
dije	que	no	creía	que	el	mago	Suliman	estuviera	muerto,	y	aquello	complicó	las	cosas
aún	más.
    —¿Por	 qué	 quieres	 evitar	 buscar	 al	 príncipe?	 —preguntó	 Sophie—.	 ¿No	 crees
que	puedas	encontrarle?
    —Tienes	 menos	 tacto	 que	 un	 toro,	 ¿verdad?	 —dijo	 Howl.	 Todavía	 no	 la	 había
perdonado	 por	 lo	 de	 Calcifer—.	 Quiero	 escabullirme	 porque	 sé	 que	 puedo
encontrarle,	si	tanto	te	interesa	saberlo.	Justin	era	muy	amigo	de	Suliman,	y	la	pelea
con	el	Rey	fue	porque	le	dijo	que	se	iba	a	buscarle.	Pensaba	que	el	Rey	había	hecho
mal	 en	 enviar	 a	 Suliman	 al	 páramo.	 Y	 hasta	 tú	 debes	 saber	 que	 allí	 hay	 una	 cierta
dama	 que	 siempre	 causa	 problemas.	 El	 año	 pasado	 prometió	 freírme	 vivo	 y	 me	 ha
enviado	 una	 maldición	 que	 hasta	 ahora	 he	 conseguido	 esquivar	 solamente	 porque
tuve	el	acierto	de	darle	un	nombre	falso.
    Sophie	estaba	casi	admirada.
    —¿Quieres	decir	que	le	diste	calabazas	a	la	bruja	del	Páramo?
    Howl	se	cortó	otro	pedazo	de	tarta,	con	expresión	triste	y	noble.
    —Yo	 no	 lo	 diría	 con	 esas	 palabras.	 Admito	 que	 durante	 un	 tiempo	 creí	 estar
encariñado	con	ella.	En	algunos	aspectos	es	una	dama	muy	triste,	sin	amor.	Todos	los
hombres	de	Ingary	le	tienen	pánico.	Tú	deberías	comprender	cómo	se	siente,	querida
Sophie.
    Sophie	abrió	la	boca	totalmente	indignada	y	Michael	intervino	rápidamente:
    —¿Crees	que	deberíamos	mover	el	castillo?	Para	eso	lo	inventaste,	¿no?
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    —Eso	 depende	 de	 Calcifer	 —dijo	 Howl,	 mirando	 por	 encima	 del	 hombro	 a	 los
troncos	 que	 apenas	 humeaban—.	 La	 verdad	 es	 que	 cuando	 pienso	 en	 el	 Rey	 y	 la
bruja,	 los	 dos	 detrás	 de	 mí,	 me	 dan	 ganas	 de	 plantar	 el	 castillo	 en	 alguna	 roca
agradable	a	unas	miles	de	millas	de	distancia.
    Michael	 deseó	 no	 haber	 abierto	 la	 boca.	 Sophie	 vio	 que	 estaba	 pensando	 que
miles	de	millas	de	distancia	era	terriblemente	lejos	de	Martha.
    —¿Pero	que	le	pasará	a	tu	Lettie	Hatter	si	te	vas	de	aquí?	—le	preguntó	a	Howl.
    —Supongo	que	para	entonces	ya	todo	habrá	terminado	—dijo	Howl	distraído—.
Pero	 si	 se	 me	 ocurriera	 alguna	 forma	 de	 quitarme	 de	 encima	 al	 Rey…	 ¡Ya	 sé!	 —
levantó	 el	 tenedor,	 con	 un	 trozo	 de	 crema	 y	 tarta,	 y	 apuntó	 con	 él	 a	 Sophie—.	 Tú
puedes	 ensuciar	 mi	 nombre	 ante	 el	 Rey.	 Podrías	 fingir	 ser	 mi	 anciana	 madre	 e	 ir	 a
rogarle	 por	 tu	 querido	 hijo	 —y	 le	 brindó	 a	 Sophie	 esa	 sonrisa	 que	 sin	 duda	 había
encantado	a	la	bruja	del	Páramo	y	posiblemente	a	Lettie	también,	dirigiéndosela	de
manera	deslumbrante	a	lo	largo	del	tenedor	y	de	la	crema,	directamente	a	los	ojos	de
Sophie—.	Si	eres	capaz	de	intimidar	a	Calcifer,	el	Rey	no	te	dará	ningún	problema.
    Sophie	le	miró	sorprendida	incapaz	de	decir	nada.	Pensó	que	ése	era	el	momento
en	 el	 que	 le	 tocaba	 escabullirse.	 Se	 marchaba.	 Lo	 sentía	 mucho	 por	 el	 contrato	 de
Calcifer.	 Estaba	 harta	 de	 Howl.	 Primero	 el	 fango	 verde,	 luego	 las	 miradas	 asesinas
por	 algo	 que	 Calcifer	 había	 hecho	 por	 voluntad	 propia.	 ¡Y	 ahora	 esto!	 Mañana
escaparía	a	Upper	Folding	y	le	contaría	todo	a	Lettie.
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                                         Capítulo	8
           «En	el	que	Sophie	deja	el	Castillo	en	varias	direcciones	a
                                    la	vez»
                                   ebookelo.com	-	Página	67
harapientos	moviéndose	a	un	lado	y	a	otro	como	una	persona	preparada	para	luchar.
Los	 jirones	 de	 tela	 ondeaban	 al	 viento	 sobre	 sus	 brazos	 y	 parecía	 una	 imitación
disparatada	de	las	mangas	de	Howl.
    —¿Así	que	no	te	quieres	ir?	—preguntó	Howl.
    Y	la	cabeza	de	nabo	osciló	de	derecha	a	izquierda.	No	se	iría.
    —Me	temo	que	tendrás	que	marcharte	—dijo	Howl—.	Le	das	miedo	a	Sophie,	y
cualquiera	sabe	de	qué	será	capaz	si	está	asustada.	Y	ahora	que	lo	pienso,	también	me
das	miedo	a	mí.
    Howl	movió	los	brazos	pesadamente,	como	si	estuviera	levantando	un	gran	peso,
hasta	elevarlos	por	encima	de	la	cabeza.	Gritó	una	palabra	extraña,	que	quedó	medio
oculta	en	el	restallar	de	un	trueno	repentino,	y	el	espantapájaros	salió	volando	por	los
aires.	 Se	 elevó	 hacia	 arriba	 y	 a	 lo	 lejos,	 con	 los	 harapos	 ondeando	 y	 agitando	 los
brazos	a	modo	de	protesta,	hasta	que	no	fue	más	que	una	mota	en	el	aire,	y	luego	un
punto	que	se	desvaneció	entre	las	nubes	y	se	perdió	de	vista.
    Howl	bajó	los	brazos	y	se	acercó	a	la	puerta,	secándose	la	cara	con	el	dorso	de	la
mano.
    —Retiro	mis	duras	palabras,	Sophie	—dijo,	jadeando—.	Esa	cosa	era	alarmante.
Puede	que	estuviera	frenando	el	castillo	durante	todo	el	día	de	ayer.	Poseía	una	de	las
magias	más	poderosas	que	he	visto	nunca.	¿Qué	era?	¿Lo	que	quedaba	de	la	última
persona	a	la	que	le	limpiaste	la	casa?
    Sophie	 soltó	 una	 risita	 ronca.	 Su	 corazón	 se	 estaba	 comportando	 otra	 vez	 de
forma	extraña.
    Howl	se	dio	cuenta	de	que	le	pasaba	algo.	Saltó	dentro	por	encima	de	la	guitarra,
la	cogió	por	el	codo	y	la	sentó	en	la	silla.
    —¡Ahora	tranquilízate!
    Entonces	 algo	 ocurrió	 entre	 Howl	 y	 Calcifer.	 Sophie	 lo	 sintió,	 porque	 Howl	 la
estaba	 sujetando	 y	 Calcifer	 estaba	 todavía	 asomando	 la	 cara	 por	 la	 rejilla	 de	 la
chimenea.	Fuera	lo	que	fuese,	su	corazón	empezó	a	comportarse	debidamente	casi	de
inmediato.	 Howl	 miró	 a	 Calcifer,	 se	 encogió	 de	 hombros,	 y	 dio	 media	 vuelta	 para
darle	a	Michael	un	montón	de	instrucciones	sobre	cómo	mantener	a	Sophie	quieta	el
resto	del	día.	Luego	cogió	la	guitarra	y	por	fin	se	marchó.
    Sophie	se	quedó	en	la	silla	fingiendo	sentirse	el	doble	de	mal	de	lo	que	se	sentía.
Tenía	que	esperar	a	que	Howl	se	marchara.	Era	una	molestia	que	él	fuera	también	a
Upper	 Folding,	 pero	 como	 ella	 iría	 mucho	 más	 despacio,	 llegaría	 más	 o	 menos
cuando	él	iniciara	el	camino	de	vuelta.	Lo	más	importante	era	que	no	se	encontraran
por	el	camino.	Observó	a	Michael	en	secreto	mientras	extendía	el	papel	del	conjuro	y
se	rascaba	la	cabeza	al	leerlo.	Esperó	hasta	que	sacó	grandes	libros	de	cuero	de	las
estanterías	 y	 empezó	 a	 tomar	 notas	 con	 aire	 frenético	 y	 deprimido.	 Cuando	 parecía
estar	totalmente	absorto,	Sophie	murmuró	varias	veces:
    —¡Qué	ambiente	tan	cargado!
    Michael	no	la	oyó.
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     —¡Es	 horrible	 lo	 cargado	 que	 está	 el	 ambiente!	 —insistió	 levantándose	 y
encaminándose	 hacia	 la	 puerta—.	 Aire	 fresco	 —abrió	 la	 puerta	 y	 salió.	 Calcifer
obedientemente	paró	el	castillo	en	seco.	Sophie	aterrizó	entre	los	brezos	y	miró	a	su
alrededor	 para	 orientarse.	 El	 camino	 que	 llevaba	 a	 Upper	 Folding	 sobre	 las	 colinas
era	 una	 línea	 de	 arena	 entre	 los	 arbustos	 que	 partía	 cuesta	 abajo	 justo	 desde	 donde
estaba	el	castillo.	Claro,	Calcifer	se	lo	había	puesto	fácil	a	Howl.	Sophie	avanzó	hacia
allí.	Se	sentía	un	poco	triste.	Iba	a	echar	de	menos	a	Michael	y	a	Calcifer.
     Casi	 había	 llegado	 al	 sendero	 cuando	 oyó	 gritos	 tras	 de	 sí.	 Michael	 llegó
corriendo	por	la	ladera	y	el	castillo	negro	y	alto	lo	siguió	dando	tumbos	y	lanzando
preocupadas	nubes	de	humo	por	las	cuatro	torres.
     —¿Qué	haces?	—dijo	Michael	cuando	la	alcanzó.	Por	cómo	la	miraba,	Sophie	se
dio	cuenta	de	que	Michael	creía	que	el	espantapájaros	la	había	vuelto	loca.
     —Estoy	perfectamente	—respondió	Sophie	indignada—.	Simplemente	voy	a	ver
mi	 otra	 her…	 nieta	 de	 mi	 otra	 hermana.	 También	 se	 llama	 Lettie	 Hatter.	 ¿Lo
entiendes	ahora?
     —¿Dónde	vive?	—preguntó	Michael,	como	si	pensara	que	Sophie	no	lo	sabía.
     —En	Upper	Folding	—contestó	Sophie.
     —¡Pero	 eso	 está	 a	 más	 de	 diez	 millas	 de	 aquí!	 —dijo	 Michael—.	 Le	 prometí	 a
Howl	 que	 te	 haría	 descansar.	 No	 puedo	 dejar	 que	 te	 marches.	 Le	 dije	 que	 no	 te
perdería	de	vista.
     A	Sophie	no	le	hizo	ninguna	gracia.	Ahora	Howl	la	consideraba	útil	porque	quería
que	fuese	a	ver	al	Rey,	por	eso	no	quería	que	se	fuese	del	castillo.
     —¡Ja!	—dijo.
     —Además	—advirtió	Michael	lentamente,	empezando	a	comprender	la	situación
—,	Howl	también	debe	de	haber	ido	a	Upper	Folding.
     —No	lo	dudo	—dijo	Sophie.
     —Entonces	estás	preocupada	por	esa	chica,	si	es	tu	sobrina	nieta	—dijo	Michael,
al	comprenderlo	por	fin—.	¡Ya	lo	entiendo!	Pero	no	puedo	dejar	que	te	vayas.
     —Me	marcho	—dijo	Sophie.
     —Pero	si	Howl	te	ve	allí,	se	pondrá	furioso	—dijo	Michael,	todavía	pensativo—.
Y	 como	 yo	 le	 prometí	 cuidar	 de	 ti,	 se	 enfadará	 con	 los	 dos.	 Deberías	 descansar	 —
entonces,	cuando	Sophie	estaba	casi	a	punto	de	pegarle,	exclamó—:	¡Un	momento!
¡Hay	un	par	de	botas	de	siete	leguas	en	el	armario	de	las	escobas!
     La	cogió	por	la	muñeca	delgaducha	y	la	llevó	cuesta	arriba	hacia	el	castillo,	que
los	estaba	esperando.	Sophie	se	vio	obligada	a	dar	pequeños	saltitos	para	no	tropezar
entre	el	brezo.
     —Pero	 —jadeó—,	 ¡siete	 leguas	 son	 veintiuna	 millas!	 ¡Con	 dos	 pasos	 estaré	 a
mitad	de	camino	de	Porthaven!
     —No,	son	diez	millas	y	media	por	cada	paso	—dijo	Michael—.	Con	eso	llegamos
a	Upper	Folding	más	o	menos.	Nos	pondremos	una	bota	cada	uno,	así	no	te	perderé
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de	vista,	no	te	cansarás	y	Howl	ni	siquiera	se	enterará	de	dónde	hemos	estado.	¡Así	se
resuelven	todos	nuestros	problemas!
     Michael	estaba	tan	contento	con	su	idea	que	Sophie	no	tuvo	el	valor	de	protestar.
Se	encogió	de	hombros	y	pensó	que	sería	mejor	que	Michael	se	enterara	de	lo	de	las
dos	Letties	antes	de	que	volvieran	a	cambiar	de	imagen.	Era	más	honrado	así.	Pero
cuando	Michael	trajo	las	botas	del	armario,	Sophie	empezó	a	tener	sus	dudas.	Hasta
ahora	los	había	tomado	por	cubos	de	cuero	que	de	alguna	forma	habían	perdido	el	asa
y	se	habían	deformado	ligeramente.
     —Tienes	que	meter	dentro	el	pie,	con	zapato	y	todo	—explicó	Michael	mientras
se	 acercaba	 a	 la	 puerta	 con	 los	 dos	 objetos	 pesados	 en	 forma	 de	 cubo—.	 Son	 los
prototipos	de	las	botas	que	Howl	hizo	para	el	ejército	del	Rey.	Conseguimos	que	los
últimos	modelos	fueran	más	ligeros.
     Se	sentaron	en	el	escalón	de	la	entrada	y	metieron	un	pie	cada	uno	en	una	bota.
     —Colócate	mirando	hacia	Upper	Folding	antes	de	poner	la	bota	en	el	suelo	—le
advirtió	 Michael.	 Se	 levantaron	 sobre	 el	 pie	 que	 tenía	 el	 zapato	 normal	 y	 a	 la	 pata
coja	se	giraron	con	cuidado	hasta	ponerse	de	cara	a	Upper	Folding—.	Ahora	da	un
paso	—dijo	Michael.
     ¡Zas!	El	paisaje	pasó	a	su	lado	tan	rápidamente	que	era	sólo	una	mancha,	la	tierra
gris	verdosa,	el	cielo	azul	grisáceo.
     El	aire	le	tiró	a	Sophie	del	pelo	y	le	estiró	todas	las	arrugas	de	la	cara	hacia	atrás,
tanto	que	creyó	que	llegaría	con	la	mitad	de	la	cara	detrás	de	cada	oreja.
     El	 viento	 se	 detuvo	 tan	 repentinamente	 como	 había	 comenzado.	 El	 día	 era
tranquilo	y	soleado	y	se	encontraron	rodeados	de	flores	amarillas,	en	medio	del	prado
comunal	de	Upper	Folding.	Una	vaca	que	pastaba	cerca	los	miró.	Un	poco	más	lejos
se	veían	tranquilas	casitas	con	tejados	de	paja	bajo	los	árboles.	Desgraciadamente,	la
bota	con	forma	de	cubo	era	tan	pesada	que	Sophie	se	tambaleó	al	aterrizar.
     —¡No	pongas	el	pie	en	el	suelo!	—gritó	Michael,	demasiado	tarde.
     Volvieron	a	sentir	otro	borrón	a	toda	velocidad	y	más	viento	huracanado.	Cuando
se	detuvo,	Sophie	se	encontró	en	el	valle	de	Folding,	casi	en	los	pantanos.
     —¡Vaya,	hombre!	—dijo.	Dio	unos	saltos	a	la	pata	coja	y	volvió	a	probar.
     ¡Zas!	 La	 mancha	 otra	 vez.	 Y	 estaba	 de	 nuevo	 en	 el	 prado	 de	 Upper	 Folding,
inclinándose	 hacia	 adelante	 por	 el	 peso	 de	 la	 bota.	 Vio	 de	 refilón	 a	 Michael	 que	 se
lanzaba	como	una	bala	para	atraparla.
     ¡Zas!	Mancha.
     —¡Qué	 fastidio!	 —se	 quejó	 Sophie.	 Otra	 vez	 estaba	 en	 las	 colinas.	 La	 silueta
torcida	 del	 castillo	 se	 paseaba	 pacíficamente	 por	 allí	 cerca.	 Calcifer	 se	 estaba
entreteniendo	soplando	anillos	de	humo	por	una	de	las	torres.	Fue	lo	único	que	vio
Sophie	antes	de	que	se	le	enredara	el	zapato	entre	el	brezo	y	tropezara	una	vez	más.
     ¡Zas!	 ¡Zas!	 Esta	 vez	 Sophie	 visitó	 rápidamente	 la	 plaza	 del	 mercado	 en	 Market
Chipping	y	el	jardín	principal	de	una	gran	mansión.
     —¡Caramba!	—gritó—.	¡Maldición!
                                  ebookelo.com	-	Página	70
     Sólo	 le	 dio	 tiempo	 para	 pronunciar	 una	 palabra	 en	 cada	 sitio,	 y	 de	 nuevo	 se
encontró	 viajando	 por	 su	 propio	 impulso.	 Con	 otro	 ¡zas!,	 aterrizó	 en	 un	 prado,	 en
algún	lugar	del	fondo	del	valle.	Un	gran	toro	castaño	levantó	su	nariz	anillada	de	la
hierba	y	bajó	los	cuernos	con	claras	intenciones.
     —¡Si	 ya	 me	 iba,	 querido	 animal!	 —gritó	 Sophie,	 saltando	 frenéticamente	 a	 la
pata	coja	para	dar	media	vuelta.
     ¡Zas!,	de	vuelta	en	la	mansión.	¡Zas!,	en	la	plaza	del	mercado.	¡Zas!	y	allí	estaba
otra	 vez	 el	 castillo.	 Le	 estaba	 cogiendo	 el	 tranquillo.	 ¡Zas!	 Y	 ahora	 estaba	 Upper
Folding,	pero	¿cómo	se	para	esto?	¡Zip!
     —¡Demonios!	—gritó	Sophie,	que	había	llegado	otra	vez	casi	hasta	los	pantanos
de	Folding.
     Esta	vez	se	dio	la	vuelta	con	mucho	cuidado	y	puso	el	pie	en	el	suelo	con	gran
precisión.	 ¡Zíp!	 Afortunadamente	 la	 bota	 aterrizó	 en	 una	 boñiga	 de	 vaca	 y	 Sophie
cayó	 al	 suelo	 de	 golpe.	 Michael	 corrió	 hacia	 ella	 y	 antes	 de	 que	 Sophie	 pudiera
moverse,	le	quitó	la	bota.
     —¡Gracias!	—dijo	Sophie	sin	aliento—.	¡No	podía	parar!
     El	 corazón	 de	 Sophie	 iba	 un	 poco	 acelerado	 mientras	 caminaban	 por	 el	 prado
hasta	 la	 casa	 de	 la	 señora	 Fairfax,	 pero	 solamente	 como	 les	 pasa	 a	 los	 corazones
cuando	han	hecho	muchas	cosas	muy	deprisa.	Se	sentía	muy	agradecida	por	lo	que
habían	hecho	Howl	y	Calcifer	con	su	corazón,	fuera	lo	que	fuese.
     —Bonita	 casa	 —comentó	 Michael	 mientras	 escondía	 las	 botas	 en	 el	 seto	 de	 la
señora	Fairfax.
     Sophie	 estuvo	 de	 acuerdo.	 La	 casa	 era	 la	 más	 grande	 del	 pueblo.	 Tenía	 la
techumbre	 de	 paja	 y	 las	 paredes	 blancas	 entre	 las	 vigas	 negras	 y,	 como	 recordaba
Sophie	de	las	visitas	de	su	infancia,	se	llegaba	hasta	el	porche	a	través	de	un	jardín
lleno	 de	 flores	 y	 zumbidos	 de	 abejas.	 Sobre	 el	 porche,	 las	 madreselvas	 y	 las	 rosas
blancas	 trepadoras	 competían	 por	 ver	 cuál	 daba	 más	 trabajo	 a	 las	 abejas.	 Era	 una
mañana	perfecta	y	calurosa	de	verano	en	Upper	Folding.
     La	señora	Fairfax	abrió	la	puerta	ella	misma.	Era	una	de	esas	señoras	gorditas	y
afables,	 con	 el	 pelo	 color	 mantequilla	 recogido	 en	 trenzas	 sujetas	 alrededor	 de	 la
cabeza,	que	inspiraba	felicidad	con	sólo	mirarla.	Sophie	sintió	un	poquito	de	envidia
de	 su	 hermana.	 La	 señora	 Fairfax	 miró	 primero	 a	 Sophie	 y	 luego	 a	 Michael.	 Había
visto	a	Sophie	el	año	anterior	cuando	era	una	joven	de	diecisiete	años,	y	no	tenía	por
qué	reconocerla	como	una	anciana	de	noventa.
     —Buenos	días	—dijo	educadamente.
     Sophie	suspiró.	Michael	dijo:
     —Ésta	es	la	tía	abuela	de	Lettie	Hatter.	La	he	traído	a	ver	a	Lettie.
     —¡Ah,	ya	me	parecía	a	mí	que	la	cara	me	resultaba	familiar!	—exclamó	la	señora
Fairfax—.	 Tiene	 un	 aire	 de	 familia.	 Entrad.	 Lettie	 está	 ocupada	 ahora	 mismo,	 pero
tomad	unos	dulces	con	miel	mientras	esperáis.
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     Abrió	la	puerta	principal.	Inmediatamente,	un	perro	collie	se	escabulló	entre	las
faldas	 de	 la	 señora	 Fairfax,	 se	 abrió	 paso	 entre	 Sophie	 y	 Michael	 y	 corrió	 por	 el
primer	seto	de	flores,	pisoteándolas	a	diestro	y	siniestro.
     —¡Detenedlo!	 —exclamó	 la	 señora	 Fairfax	 corriendo	 detrás—.	 ¡No	 quiero	 que
salga	ahora!
     Durante	un	minuto	o	así	hubo	una	persecución	alocada.	El	perro	corría	de	un	lado
a	otro,	lloriqueando	de	forma	inquietante,	y	la	señora	Fairfax	y	Sophie	lo	perseguían
saltando	 por	 encima	 de	 las	 flores	 y	 chocándose	 una	 con	 la	 otra,	 mientras	 Michael
corría	detrás	de	Sophie	gritando:	«¡Estáte	quieta!	¡Te	vas	a	poner	mala!».	Entonces	el
perro	salió	disparado	hacia	una	esquina	de	la	casa.	Michael	se	dio	cuenta	de	que	la
única	manera	de	hacer	parar	a	Sophie	era	atrapar	al	perro.	Se	lanzó	en	diagonal	sobre
las	 flores	 y	 torció	 la	 esquina	 detrás	 del	 animal,	 al	 que	 agarró	 por	 su	 denso	 pelaje,
justo	cuando	llegaba	al	huerto	en	la	parte	trasera	de	la	casa.
     Sophie	caminaba	despacio	y	se	encontró	con	Michael	que	tiraba	del	perro	hacia
atrás,	 haciéndole	 unas	 muecas	 tan	 extrañas	 que	 al	 principio	 pensó	 que	 estaba
enfermo.	 Pero	 sacudió	 la	 cabeza	 tantas	 veces	 en	 dirección	 al	 manzanal	 que	 se	 dio
cuenta	de	que	estaba	intentando	decirle	algo.	Sophie	asomó	la	cabeza,	esperando	ver
una	nube	de	abejas.
     Allí	 se	 encontraba	 Howl	 con	 Lettie.	 Estaban	 entre	 un	 grupo	 de	 manzanos
musgosos	 en	 flor,	 y	 a	 lo	 lejos	 se	 distinguía	 una	 hilera	 de	 colmenas.	 Lettie	 estaba
sentada	en	una	silla	blanca	de	jardín	y	Howl	se	inclinaba	sobre	una	rodilla	a	sus	pies,
cogiéndole	 la	 mano	 con	 expresión	 noble	 y	 apasionada.	 Lettie	 le	 sonreía
amorosamente.	Pero,	para	Sophie,	lo	peor	de	todo	era	que	Lettie	no	tenía	en	absoluto
la	 cara	 de	 Martha.	 Era	 ella	 misma	 con	 toda	 su	 belleza.	 Llevaba	 un	 vestido	 con	 los
mismos	 rosas	 y	 blancos	 de	 las	 flores	 de	 los	 manzanos,	 su	 pelo	 oscuro	 caía	 en	 una
cascada	de	rizos	resplandecientes	sobre	un	hombro	y	sus	ojos	brillaban	de	devoción
mirando	a	Howl.
     Sophie	 escondió	 la	 cabeza	 y	 miró	 desesperada	 a	 Michael,	 que	 sujetaba	 al	 perro
quejumbroso.
     La	señora	Fairfax	los	alcanzó,	jadeando	mientras	intentaba	colocarse	bien	una	de
las	trenzas	de	su	pelo	mantequilla.
     —¡Qué	perro	más	malo!	—le	dijo	al	collie	con	un	murmullo	feroz—.	¡Si	vuelves
a	hacer	eso	te	pondré	un	conjuro!	—el	perro	parpadeó	y	se	agachó.	La	señora	Fairfax
lo	 señaló	 severamente	 con	 un	 dedo—.	 ¡A	 casa!	 ¡Quédate	 dentro!	 —el	 perro	 se
sacudió	de	las	manos	de	Michael	y	regresó	a	casa	cabizbajo—.	Muchas	gracias	—le
dijo	a	Michael	mientras	lo	seguían—.	No	deja	de	intentar	morder	a	la	visita	de	Lettie.
¡Adentro!	—gritó	con	severidad	en	el	jardín	principal,	cuando	el	collie	parecía	estar
pensando	en	rodear	la	casa	y	llegar	al	jardín	por	el	otro	lado.	El	perro	le	lanzó	una
mirada	desconsolada	por	encima	del	hombro	y	se	arrastró	lastimeramente	al	interior
atravesando	el	porche.
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    —Puede	que	el	perro	tenga	razón	—dijo	Sophie—.	Señora	Fairfax,	¿sabe	quién	es
el	visitante	de	Lettie?
    La	señora	Fairfax	soltó	una	risita.
    —El	mago	Pendragon,	o	Howl,	o	como	quiera	que	se	haga	llamar	—respondió—.
Pero	Lettie	y	yo	no	le	hemos	dicho	que	lo	sabemos.	Me	hizo	gracia	cuando	apareció
la	primera	vez,	diciendo	que	se	llamaba	Sylvester	Oak,	porque	me	di	cuenta	de	que	se
había	olvidado	de	mí.	Yo	me	acordaba	de	él,	aunque	solía	tener	el	pelo	negro	en	su
época	de	estudiante	—dijo	la	señora	Fairfax,	que	se	había	cruzado	de	brazos	y	estaba
muy	tiesa,	lista	para	pasarse	todo	el	día	hablando,	como	Sophie	la	había	visto	hacer
tantas	veces—.	Fue	el	último	alumno	de	mi	tutora,	antes	de	que	se	retirara.	Cuando	el
señor	 Fairfax	 todavía	 vivía,	 le	 gustaba	 que	 nos	 transportáramos	 a	 Kingsbury	 para
asistir	 a	 algún	 espectáculo	 de	 vez	 en	 cuando.	 Puedo	 transportar	 a	 dos	 personas	 sin
problemas,	 si	 lo	 hago	 despacio.	 Y	 en	 cada	 viaje	 solía	 visitar	 a	 la	 vieja	 señora
Pentstemmon.	Le	gusta	que	los	antiguos	alumnos	se	mantengan	en	contacto.	Y	en	una
de	esas	ocasiones	nos	presentó	al	joven	Howl.	Estaba	muy	orgullosa	de	él.	También
fue	profesora	del	mago	Suliman,	pero	nos	dijo	que	Howl	era	el	doble	de	bueno…
    —¿Pero	no	sabe	la	reputación	que	tiene	Howl?	—interrumpió	Michael.
    Participar	 en	 la	 conversación	 de	 la	 señora	 Fairfax	 era	 como	 entrar	 a	 saltar	 a	 la
comba.	Había	que	elegir	el	momento	exacto,	pero	una	vez	que	se	entraba,	era	fácil.
La	señora	Fairfax	se	giró	levemente	hacia	Michael.
    —Para	 mí	 que	 no	 son	 más	 que	 habladurías	 —dijo.	 Michael	 abrió	 la	 boca	 para
contradecirla,	pero	la	cuerda	siguió	girando	sin	darle	tiempo	a	hablar—.	Y	yo	le	dije	a
Lettie:	«Ésta	es	tu	gran	oportunidad,	cariño».	Sabía	que	Howl	podría	enseñarle	veinte
veces	 más	 que	 yo,	 porque	 no	 me	 importa	 reconocer	 que	 Lettie	 tiene	 mucha	 más
cabeza	que	yo,	y	podría	alcanzar	la	misma	categoría	que	la	bruja	del	Páramo,	pero	en
buena.	Lettie	es	una	buena	chica	y	le	tengo	mucho	cariño.	Si	la	señora	Pentstemmon
siguiera	enseñando,	le	mandaría	a	Lettie	mañana	mismo.	Pero	se	ha	jubilado.	Así	que
le	dije:	«Lettie,	aquí	tienes	al	mago	Howl	cortejándote	y	no	sería	nada	malo	que	te
enamorases	de	él	y	le	dejaras	ser	tu	profesor.	Podríais	llegar	lejos	los	dos	juntos».	Me
parece	que	al	principio	no	le	hizo	mucha	gracia	la	idea,	pero	últimamente	se	ha	ido
ablandando	y	parece	que	hoy	va	todo	estupendamente.
    Entonces	 la	 señora	 Fairfax	 hizo	 una	 pausa	 para	 sonreír	 con	 benevolencia	 a
Michael,	y	Sophie	se	apresuró	a	intervenir:
    —Pero	alguien	me	había	dicho	que	a	Lettie	le	gustaba	otra	persona.
    —Quieres	 decir	 que	 le	 daba	 lástima	 —dijo	 la	 señora	 Fairfax—.	 Tenía	 una
desventaja	 terrible	 —susurró	 con	 intención—,	 y	 es	 pedir	 demasiado	 de	 cualquier
chica.	Se	lo	dije	a	él.	A	mí	también	me	da	pena…
    Sophie,	confundida,	consiguió	emitir:
    —¿Qué?
    —…	 pero	 es	 un	 conjuro	 terriblemente	 poderoso.	 Es	 muy	 triste	 —continuó	 la
señora	Fairfax—.	Tuve	que	decirle	que	es	imposible	que	alguien	de	mi	nivel	pueda
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romper	 un	 hechizo	 de	 la	 bruja	 del	 Páramo.	 Howl	 podría,	 pero	 claro,	 no	 se	 lo	 va	 a
pedir	a	Howl,	¿no?
     Entonces	Michael,	que	no	dejaba	de	mirar	con	nerviosismo	a	la	esquina	de	la	casa
por	 si	 Howl	 aparecía	 y	 los	 descubría,	 consiguió	 pasar	 por	 encima	 de	 la	 comba	 y
detenerla	diciendo:
     —Será	mejor	que	nos	vayamos.
     —¿Estáis	 seguros	 de	 que	 no	 queréis	 entrar	 y	 probar	 mi	 miel?	 —preguntó	 la
señora	Fairfax—.	La	uso	en	casi	todos	mis	conjuros.
     Y	 se	 lanzó	 otra	 vez	 con	 su	 cháchara,	 en	 esta	 ocasión	 sobre	 las	 propiedades
mágicas	de	la	miel.	Michael	y	Sophie	caminaron	decididamente	por	el	camino	hacia
la	 puerta,	 con	 la	 señora	 Fairfax	 detrás,	 sin	 parar	 de	 hablar	 y	 colocando	 al	 mismo
tiempo	las	plantas	que	el	perro	había	tronchado.	Mientras	tanto,	Sophie	se	devanaba
los	 sesos	 buscando	 la	 forma	 de	 averiguar	 cómo	 había	 sabido	 la	 señora	 Fairfax	 que
Lettie	 era	 Lettie,	 sin	 molestar	 a	 Michael.	 La	 señora	 Fairfax	 hizo	 una	 pausa	 para
respirar	mientras	enderezaba	una	gran	planta	de	altramuces.
     Sophie	aprovechó	la	oportunidad.
     —Señora	Fairfax,	¿no	era	mi	sobrina	Martha	la	que	tenía	que	haber	venido	con
usted?
     —¡Qué	niñas	más	traviesas!	—dijo	la	señora	Fairfax,	sonriendo	y	sacudiendo	la
cabeza—.	¡Como	si	no	fuera	a	reconocer	uno	de	mis	propios	conjuros	con	miel!	Pero
como	 le	 dije	 a	 ella	 entonces:	 «No	 quiero	 tener	 aquí	 a	 nadie	 contra	 su	 voluntad	 y
prefiero	 enseñar	 a	 alguien	 dispuesto	 a	 aprender.	 Pero	 una	 cosa	 está	 clara,	 nada	 de
fingir.	O	te	quedas	siendo	tú	misma,	o	nada».	Y	ha	funcionado	perfectamente,	como
ves.	¿Está	segura	de	que	no	quiere	quedarse	y	preguntarle	usted	misma?
     —Creo	que	será	mejor	que	nos	vayamos	—dijo	Sophie.
     —Tenemos	que	volver	—añadió	Michael,	dirigiendo	otra	mirada	nerviosa	hacia
los	manzanos.	Cogió	las	botas	de	siete	leguas	del	seto	y	colocó	una	de	ellas	fuera	de
la	valla	para	Sophie—.	Y	esta	vez	te	voy	a	llevar	de	la	mano.
     La	señora	Fairfax	se	asomó	mientras	Sophie	metía	el	pie	en	la	bota.
     —De	siete	leguas	—dijo—.	Hacía	años	que	no	las	veía.	Muy	útiles	para	alguien
de	 su	 edad,	 señora…	 No	 me	 importaría	 tener	 una	 para	 mí	 también.	 ¿Así	 que	 es	 de
usted	 de	 quien	 Lettie	 ha	 heredado	 la	 magia,	 no?	 No	 es	 que	 sea	 necesariamente
hereditaria,	pero	muchas	veces…
     Michael	agarró	el	brazo	de	Sophie	y	dio	un	tirón.	Las	dos	botas	se	posaron	en	el
suelo	y	el	resto	de	la	charla	de	la	señora	Fairfax	se	desvaneció	en	el	¡zip!	y	golpe	de
aire.	Al	momento	siguiente	Michael	tuvo	que	plantar	bien	los	pies	para	no	chocarse
contra	el	castillo.	La	puerta	estaba	abierta.	En	el	interior,	Calcifer	gritaba:
     —¡Puerta	de	Porthaven!	Alguien	está	llamando	desde	que	os	fuisteis.
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                                      Capítulo	9
             «En	el	que	Michael	tiene	problemas	con	un	conjuro»
EN	LA	PUERTA	ESTABA	EL	CAPITÁN	DEL	BARCO,	que	por	fin	había	venido	por	su	conjuro
de	viento	y	a	quien	no	le	había	hecho	ninguna	gracia	tener	que	esperar.
     —Si	pierdo	la	marea,	muchacho	—le	dijo	a	Michael—,	le	voy	a	decir	un	par	de
cosas	sobre	ti	al	hechicero.
     En	opinión	de	Sophie,	Michael	fue	demasiado	educado	con	él,	pero	ella	se	sentía
demasiado	cansada	para	intervenir.	Cuando	se	marchó	el	capitán,	el	aprendiz	se	fue	a
la	 mesa	 para	 pensar	 en	 su	 conjuro	 y	 Sophie	 se	 sentó	 en	 silencio	 a	 remendar	 las
medias.	Sólo	tenía	un	par	y	sus	nudosos	pies	les	habían	hecho	enormes	agujeros.	El
traje	 gris	 estaba	 desgastado	 y	 sucio.	 Pensó	 que	 podría	 cortar	 las	 partes	 menos
gastadas	del	traje	azul	y	plateado	de	Howl	para	hacerse	una	falda	con	él.	Pero	no	se
atrevió.
     —Sophie	—dijo	Michael,	levantando	la	vista	de	su	undécima	página	de	notas—,
¿cuántas	sobrinas	tienes?
     Sophie	había	temido	que	Michael	empezara	a	hacer	preguntas.
     —Hijo,	 cuando	 se	 llega	 a	 mi	 edad	 —le	 dijo—,	 se	 pierde	 la	 cuenta.	 Se	 parecen
todas	tanto.	Esas	dos	Lettie,	para	mí,	podrían	ser	gemelas.
     —Ah,	no,	claro	que	no	—dijo	Michael,	sorprendiéndola—.	La	sobrina	de	Upper
Folding	 no	 es	 tan	 guapa	 como	 mi	 Lettie	 —arrancó	 la	 undécima	 página	 y	 sacó	 la
duodécima—.	Me	alegro	de	que	Howl	no	haya	visto	a	mi	Lettie	—dijo.	Comenzó	con
la	decimotercera	y	la	rompió	también—.	Casi	me	da	la	risa	cuando	la	señora	Fairfax
ha	dicho	que	sabía	quién	era	Howl,	¿a	ti	no?
     —No	—dijo	Sophie.	A	Lettie	no	le	importaba	quién	fuese	su	enamorado.	Recordó
su	cara	encendida	y	encandilada	bajo	las	flores	del	manzano—.	Me	imagino	que	no
hay	ninguna	posibilidad	de	que	esta	vez	Howl	esté	enamorado	de	verdad	—preguntó
sin	esperanza.
     Calcifer	soltó	una	ráfaga	de	chispas	verdes.
     —Me	temía	que	lo	fueras	a	pensar	—dijo	Michael—.	Pero	te	estarías	engañando
a	ti	misma,	como	la	señora	Fairfax.
     —¿Cómo	lo	sabes?	—preguntó	Sophie.
     Calcifer	y	Michael	se	miraron.
     —¿Acaso	no	ha	pasado	al	menos	una	hora	en	el	baño	esta	mañana?	—preguntó
Michael.
     —Ha	estado	dos	horas	ahí	dentro	—contestó	Calcifer—	poniéndose	conjuros	en
la	cara.	¡Menudo	memo!
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     —Ahí	lo	tienes	—dijo	Michael—.	El	día	que	a	Howl	se	le	olvide	su	sesión	en	el
baño	creeré	que	se	ha	enamorado	de	verdad,	no	antes.
     Sophie	recordó	a	Howl	arrodillado	en	la	tierra,	posando	para	estar	lo	más	guapo
posible,	 y	 supo	 que	 tenían	 razón.	 Pensó	 en	 entrar	 en	 el	 baño	 y	 arrojar	 todos	 los
conjuros	 de	 belleza	 de	 Howl	 por	 el	 lavabo.	 Pero	 no	 se	 atrevió.	 En	 vez	 de	 eso,	 se
acercó	 cojeando	 a	 buscar	 el	 traje	 azul	 y	 plateado	 y	 pasó	 el	 día	 entero	 cortando
pequeños	triángulos	azules	para	hacerse	una	falda	de	retales	con	ellos.
     Michael	le	dio	unas	palmaditas	amables	en	el	hombro	cuando	se	acercó	al	hogar
para	arrojar	las	diecisiete	páginas	de	notas	a	Calcifer.
     —Al	final	todo	el	mundo	lo	supera	—le	dijo.
     Para	 entonces	 era	 evidente	 que	 Michael	 estaba	 teniendo	 problemas	 con	 su
conjuro.	Soltó	las	notas	y	cogió	un	poco	de	hollín	de	la	chimenea.	Calcifer	asomó	la
cara	 para	 observarle	 con	 curiosidad.	 Michael	 cogió	 una	 raíz	 marchita	 de	 una	 de	 las
bolsas	que	colgaba	de	las	vigas	del	techo	y	la	puso	entre	el	hollín.	Luego,	después	de
mucho	pensar,	giró	el	taco	de	madera	con	el	azul	hacia	abajo	y	desapareció	durante
veinte	minutos	en	Porthaven.	Regresó	con	una	concha	marina	grande	y	retorcida	y	la
colocó	con	la	raíz	y	el	hollín.	Después,	rompió	en	pedazos	páginas	y	páginas	de	papel
y	 los	 añadió	 también.	 Puso	 todo	 junto	 delante	 de	 la	 calavera	 humana	 y	 empezó	 a
soplar,	de	forma	que	el	hollín	y	los	trocitos	de	papel	revolotearon	por	toda	la	mesa.
     —¿Qué	crees	que	está	haciendo?	—preguntó	Calcifer	a	Sophie.
     Michael	dejó	de	soplar	y	se	puso	a	triturarlo	todo	en	el	mortero,	incluido	el	papel,
mirando	de	vez	en	cuando	a	la	calavera	con	expresión	expectante.	No	pasó	nada,	así
que	probó	con	distintos	ingredientes	de	las	jarras	y	las	bolsas.
     —Me	 siento	 mal	 por	 haber	 espiado	 a	 Howl	 —anunció	 mientras	 machacaba
ingredientes	en	un	cuenco	por	tercera	vez—.	Puede	que	sea	un	veleta	con	las	mujeres,
pero	 se	 ha	 portado	 muy	 bien	 conmigo.	 Me	 acogió	 cuando	 yo	 no	 era	 más	 que	 un
huérfano	abandonado	sentado	a	su	puerta	en	Porthaven.
     —¿Cómo	ocurrió?	—preguntó	Sophie	mientras	recortaba	otro	triángulo	azul.
     —Mi	 madre	 murió	 y	 mi	 padre	 se	 ahogó	 en	 una	 tormenta	 —dijo	 Michael—.	 Y
cuando	 pasa	 eso	 nadie	 te	 quiere.	 Tuve	 que	 dejar	 la	 casa	 porque	 no	 podía	 pagar	 el
alquiler,	intenté	vivir	en	la	calle	pero	la	gente	me	echaba	de	su	puerta	y	de	los	barcos
hasta	que	el	único	sitio	que	se	me	ocurrió	fue	uno	al	que	todos	le	tenían	demasiado
miedo	 como	 para	 entrometerse.	 Howl	 acababa	 de	 empezar	 modestamente	 como	 el
Hechicero	Jenkin.	Pero	todo	el	mundo	decía	que	en	su	casa	había	demonios,	así	que
dormí	en	su	portal	un	par	de	noches,	hasta	que	una	mañana,	Howl	abrió	la	puerta	para
ir	a	comprar	el	pan	y	me	caí	dentro.	Me	dijo	que	podía	esperar	dentro	mientras	él	iba
por	algo	de	comer.	Entré	y	allí	vi	a	Calcifer	y	empecé	a	hablar	con	él,	porque	nunca
antes	había	visto	a	un	demonio.
     —¿De	qué	hablasteis?	—preguntó	Sophie,	pensando	que	tal	vez	Calcifer	le	había
pedido	también	a	Michael	que	rompiera	su	contrato.
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     —Me	contó	sus	problemas	y	me	lloró	encima,	¿a	que	sí?	—dijo	Calcifer—.	No	se
le	pasó	por	la	cabeza	que	yo	también	podía	tener	mis	propios	problemas.
     —A	mí	no	me	lo	parece.	Es	sólo	que	te	quejas	mucho	—dijo	Michael—.	Aquella
mañana	 te	 portaste	 muy	 bien	 conmigo	 y	 creo	 que	 a	 Howl	 le	 impresionó.	 Pero	 ya
sabes	cómo	es.	No	me	dijo	que	podía	quedarme,	pero	tampoco	me	dijo	que	no.	Así
que	intenté	ser	útil	donde	podía,	como	cuidando	del	dinero	para	que	no	se	lo	gastara
todo	en	cuanto	lo	recibía,	y	cosas	así.
     El	conjuro	soltó	una	especie	de	bufido	y	luego	se	produjo	una	ligera	explosión.
Michael	limpió	el	hollín	de	la	calavera	con	un	suspiro	e	intentó	nuevos	ingredientes.
Sophie	empezó	a	ensamblar	los	triángulos	azules	en	el	suelo,	a	su	alrededor.
     —Cuando	empecé	cometí	muchos	errores	estúpidos	—continuó	Michael—,	pero
Howl	se	lo	tomó	muy	bien.	Creía	que	ya	había	superado	esa	etapa.	Y	pienso	que	le
ayudo	 con	 el	 dinero.	 Howl	 se	 compra	 ropa	 carísima,	 porque	 dice	 que	 nadie	 querría
contratar	a	un	mago	con	pinta	de	no	ser	capaz	de	ganar	dinero	con	su	oficio.
     —Eso	 es	 sólo	 porque	 le	 gusta	 la	 ropa	 —dijo	 Calcifer.	 Sus	 ojos	 anaranjados
observaban	a	Sophie	mientras	trabajaba	con	expresión	acusadora.
     —Este	traje	estaba	estropeado	—dijo	Sophie.
     —No	es	sólo	la	ropa	—dijo	Michael—.	¿Te	acuerdas	el	invierno	pasado	cuando
no	nos	quedaba	leña	y	Howl	salió	y	compró	la	calavera	y	esa	guitarra	estúpida?	Me
enfadé	con	él	de	verdad.	Dijo	que	tenían	buen	aspecto.
     —¿Y	qué	hicisteis	sin	leña?	—preguntó	Sophie.
     —Howl	 conjuró	 unos	 troncos	 de	 alguien	 que	 le	 debía	 dinero	 —dijo	 Michael—.
Al	menos	eso	es	lo	que	me	contó,	y	espero	que	estuviera	diciendo	la	verdad.	Y	nos
alimentamos	de	algas	marinas.	Howl	dice	que	son	muy	saludables.
     —Están	buenas	—murmuró	Calcifer—.	Secas	y	crujientes.
     —Yo	las	odio	—replicó	Michael,	mirando	absorto	el	cuenco	con	los	ingredientes
triturados—.	No	sé,	debería	haber	siete	ingredientes,	a	menos	que	sean	siete	procesos,
pero	vamos	a	probar	con	el	pentáculo	de	todas	maneras.
     Colocó	 el	 cuenco	 en	 el	 suelo	 y	 dibujó	 con	 tiza	 una	 especie	 de	 estrella	 de	 cinco
puntas	a	su	alrededor.	El	polvo	explotó	con	una	fuerza	que	hizo	volar	los	triángulos
de	Sophie	hacia	el	hogar.	Michael	soltó	una	palabrota	y	borró	rápidamente	las	líneas
de	tiza.
     —Sophie	—dijo—.	Estoy	atascado	con	este	conjuro.	¿Podrías	ayudarme?
     «Como	 si	 le	 estuviera	 llevando	 los	 deberes	 a	 la	 abuela»,	 pensó	 Sophie,
recogiendo	los	triángulos	y	colocándolos	de	nuevo	con	paciencia.
     —Vamos	a	ver	—dijo	con	precaución—.	Yo	no	sé	nada	sobre	magia.
     Con	gesto	impaciente,	Michael	le	puso	en	la	mano	un	papel	extraño	y	brillante.
     Parecía	 poco	 común,	 incluso	 para	 tratarse	 de	 un	 conjuro.	 Tenía	 grandes	 letras
impresas,	pero	ligeramente	grises	y	difuminadas,	y	alrededor	de	los	bordes	se	veían
unos	borrones,	como	nubes	de	tormenta	retirándose.
     —A	ver	qué	te	parece	—dijo	Michael.
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    Sophie	leyó:
                                  ebookelo.com	-	Página	78
     —No,	cállate.	Creo	que	Calcifer	es	parte	del	conjuro.	Fíjate	cómo	dice	«Dime»	y
«Enséñame».	Al	principio	pensé	que	se	refería	a	la	calavera,	pero	eso	no	funcionó,	así
que	debe	de	ser	Calcifer.
     —¡Pues	si	te	vas	a	negar	a	todo	lo	que	yo	digo,	hazlo	tú	solito!	—dijo	Sophie—.
¡Y	seguro	que	Calcifer	sabe	quién	partió	su	propia	pezuña!
     Calcifer	avivó	sus	llamas	un	poco.
     —Yo	no	tengo	pezuñas.	Soy	un	demonio,	no	un	diablo	—dicho	esto,	se	retiró	de
nuevo	 bajo	 sus	 troncos,	 donde	 se	 le	 oyó	 removerse	 y	 murmurar—:	 ¡Qué	 hatajo	 de
tonterías!	—cada	vez	que	Sophie	y	Michael	hablaban	sobre	el	conjuro.
     Para	entonces	Sophie	había	sucumbido	a	la	intriga.	Guardó	sus	triángulos	azules,
cogió	papel	y	pluma	y	empezó	a	tomar	tantas	notas	como	Michael.	Los	dos	pasaron
el	 resto	 del	 día	 con	 la	 mirada	 perdida,	 mordisqueando	 la	 pluma	 y	 lanzándose
sugerencias	el	uno	al	otro.
    ¿Sirve	el	ajo	para	ahuyentar	la	envidia?	Podría	recortar	una	estrella	de	papel	y	dejarla	caer.	¿Se	lo
    decimos	a	Howl?	A	Howl	le	gustarían	las	sirenas	más	que	a	Calcifer.	No	creo	que	Howl	tenga	una
    mente	honesta.	¿Y	Calcifer?	¿Dónde	están	los	años	pasados?	¿Quiere	decir	que	una	de	esas	raíces
    secas	puede	dar	frutos?	¿Plantarla?	¿Junto	a	la	salvia?	¿En	una	concha	de	mar?	Pezuñas	rotas,	la
    mayoría	 de	 los	 animales	 excepto	 los	 caballos.	 ¿Herrar	 un	 caballo	 con	 un	 diente	 de	 ajo?	 ¿Viento?
    ¿Olor?	¿El	viento	de	las	botas	de	siete	leguas?	¿Es	Howl	malvado?	¿Dedos	partidos	en	botas	de	siete
    leguas?	¿Sirenas	con	botas?
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    Salieron	a	la	calle	en	Porthaven.	Era	una	noche	luminosa	y	cálida.	Sin	embargo,
en	 cuanto	 llegaron	 al	 final	 de	 la	 calle,	 Michael	 recordó	 que	 Sophie	 había	 estado
enferma	aquella	mañana	y	empezó	a	preocuparse	por	los	efectos	de	la	brisa	nocturna
sobre	 su	 salud.	 Sophie	 le	 dijo	 que	 no	 fuera	 tonto	 y	 avanzó	 decidida	 con	 su	 bastón
hasta	que	dejaron	atrás	las	ventanas	iluminadas	y	la	noche	se	volvió	amplia,	húmeda
y	fría.	Los	pantanos	olían	a	sal	y	a	tierra.	El	mar	brillaba	y	ondulaba	suavemente	a	su
espalda.	Sophie	sentía,	más	que	ver,	las	millas	y	millas	de	llanura	que	se	extendían
frente	 a	 ellos.	 Lo	 que	 sí	 veía	 eran	 hebras	 de	 bruma	 azulada	 y	 reflejos	 pálidos	 de
charcas	con	juncos,	que	se	sucedían	una	detrás	de	otra,	hasta	formar	una	línea	pálida
donde	comenzaba	el	cielo.	Y	el	cielo	ocupaba	todo	lo	demás,	aún	más	inmenso.	La
Vía	 Láctea	 parecía	 otra	 hebra	 de	 bruma	 que	 se	 había	 elevado	 de	 los	 pantanos	 y	 las
estrellas	afiladas	brillaban	a	través	de	ella.
    Michael	 y	 Sophie	 se	 quedaron	 quietos,	 cada	 uno	 con	 una	 bota	 preparada	 en	 el
suelo,	esperando	a	que	alguna	estrella	se	moviera.
    Al	cabo	de	una	hora	más	o	menos	Sophie	tuvo	que	fingir	que	no	estaba	tiritando
por	temor	a	asustar	a	Michael.	Media	hora	más	tarde,	Michael	dijo:
    —Mayo	no	es	una	buena	época.	Agosto	o	noviembre	hubiera	sido	mejor.
    Media	hora	después,	dijo	con	preocupación:
    —¿Y	qué	hacemos	con	la	raíz	de	mandrágora?
    —Vamos	a	terminar	con	esta	parte	antes	de	preocuparnos	de	la	siguiente	—dijo
Sophie,	apretando	los	dientes	al	hablar,	para	evitar	que	castañearan.
    Un	poco	después	Michael	dijo:
    —Vete	a	casa,	Sophie.	Al	fin	y	al	cabo	es	mi	conjuro.
    Sophie	 abrió	 la	 boca	 para	 decir	 que	 era	 una	 buena	 idea,	 cuando	 una	 de	 las
estrellas	se	despegó	del	firmamento	y	cayó	como	un	relámpago	blanco	desde	el	cielo.
    —¡Ahí	hay	una!	—gritó.
    Michael	 metió	 el	 pie	 en	 la	 bota	 y	 salió	 disparado.	 Sophie	 se	 equilibró	 con	 el
bastón	 y	 salió	 un	 segundo	 después.	 ¡Zap!	 ¡Chof!	 Estaba	 en	 medio	 de	 los	 pantanos,
inmersa	en	la	neblina	y	el	vacío,	con	charcos	de	reflejos	opacos	en	todas	direcciones.
Sophie	clavó	su	bastón	en	el	suelo	y	consiguió	detenerse.
    La	bota	de	Michael	era	una	mancha	oscura	junto	a	la	suya.	Del	propio	Michael	no
oyó	más	que	un	chapoteo	y	los	pasos	de	unos	pies	corriendo	alocadamente	un	poco
más	adelante.
    Y	allí	estaba	la	estrella	fugaz.	Sophie	la	vio.	Era	una	llamita	blanca	que	descendía
unos	pocos	metros	por	delante	de	Michael.	La	forma	brillante	bajaba	muy	despacio,	y
parecía	que	Michael	la	iba	a	atrapar.
    Sophie	sacó	el	pie	de	la	bota.
    —¡Venga,	bastón!	—gritó—.	¡Llévame	hasta	allí!
    Y	 salió	 a	 toda	 velocidad,	 cojeando	 entre	 los	 hierbajos	 y	 tropezándose	 en	 los
charcos,	con	los	ojos	puestos	en	aquella	lucecita	blanca.
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    Para	cuando	llegó,	Michael	estaba	acechando	a	la	estrella	con	pasos	cuidadosos	y
los	dos	brazos	extendidos	para	alcanzarla.	Sophie	veía	su	silueta	recortada	contra	la
luz	 de	 la	 estrella,	 que	 estaba	 flotando	 a	 la	 altura	 de	 las	 manos	 de	 Michael,	 más	 o
menos	 a	 un	 paso	 de	 distancia.	 Miraba	 hacia	 él	 nerviosa.	 «¡Qué	 extraño!»,	 pensó
Sophie.	 Estaba	 hecha	 de	 luz	 e	 iluminaba	 una	 circunferencia	 de	 hierba	 y	 juncos	 y
charcos	 oscuros	 alrededor	 de	 Michael.	 Pero	 además	 tenía	 unos	 ojos	 grandes	 y
nerviosos	que	miraban	hacia	el	joven	y	una	cara	pequeña	y	puntiaguda.
    La	 llegada	 de	 Sophie	 la	 asustó.	 Describió	 un	 arco	 errático	 y	 gritó	 con	 la	 voz
aguda	y	rota.
    —¿Qué	pasa?	¿Qué	queréis?
    Sophie	intentó	decirle	a	Michael	que	parara,	que	estaba	aterrorizada.	Pero	no	tuvo
aliento	para	pronunciar	palabra.
    —Sólo	quiero	atraparte	—dijo	Michael—.	No	te	dolerá.
    —¡No!	¡No!	—exclamó	la	estrella	desesperada—.	¡Eso	está	mal!	¡Se	supone	que
debo	morir!
    —Pero	si	me	dejas	atraparte	podría	salvarte	—le	dijo	Michael	con	dulzura.
    —¡No!	—gritó	la	estrella—.	¡Prefiero	morir!
    Se	 alejó	 de	 los	 dedos	 de	 Michael,	 que	 se	 lanzó	 tras	 ella.	 Pero	 era	 demasiado
rápida	 para	 él.	 Trazó	 un	 arco	 hasta	 el	 siguiente	 charco	 y	 el	 agua	 negra	 saltó	 un
instante	 envuelta	 en	 la	 llama	 blanca.	 Luego	 se	 vio	 un	 pequeño	 chisporroteo
moribundo.	Cuando	Sophie	se	acercó	cojeando,	Michael	observó	cómo	desaparecía	la
última	luz	bajo	las	aguas	oscuras.
    —¡Qué	triste!	—dijo	Sophie.
    Michael	suspiró.
    —Sí	—dijo	Michael—.	Sentí	casi	cómo	se	me	iba	el	corazón	con	ella.	Vámonos	a
casa.	Estoy	harto	de	este	conjuro.
    Tardaron	 veinte	 minutos	 en	 localizar	 las	 botas.	 A	 Sophie	 le	 pareció	 un	 milagro
que	lograran	encontrarlas.
    —Sabes	 —dijo	 Michael,	 mientras	 avanzaban	 derrotados	 por	 las	 calles	 de
Porthaven—,	nunca	seré	capaz	de	hacer	este	conjuro.	Es	demasiado	avanzando	para
mí.	 Tendré	 que	 preguntarle	 a	 Howl.	 Odio	 rendirme,	 pero	 al	 menos	 podré	 tener	 una
conversación	normal	con	él,	ahora	que	esta	Lettie	Hatter	se	le	ha	rendido.
    Aquello	no	animó	a	Sophie.
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                                       Capítulo	10
               «En	el	que	Calcifer	le	promete	una	pista	a	Sophie»
HOWL	 DEBIÓ	 DE	 LLEGAR	 mientras	 Sophie	 y	 Michael	 estaban	 fuera.	 Salió	 del	 baño
cuando	Sophie	estaba	haciendo	el	desayuno	con	Calcifer	y	se	sentó	con	elegancia	en
la	silla,	limpio	y	reluciente	y	oliendo	a	madreselva.
     —Querida	Sophie	—le	dijo—.	Siempre	tan	ocupada.	Ayer	trabajaste	duro	a	pesar
de	mi	recomendación,	¿verdad?	¿Por	qué	has	hecho	un	rompecabezas	con	mi	mejor
traje?	Es	una	pregunta	amistosa,	nada	más.
     —Porque	lo	destrozaste	el	otro	día	—dijo	Sophie—.	Lo	estoy	reconstruyendo.
     —Eso	 lo	 puedo	 hacer	 yo	 —dijo	 Howl—.	 Creí	 que	 ya	 te	 lo	 había	 demostrado.
También	te	puedo	hacer	un	par	de	botas	de	siete	leguas	para	ti	sola	si	me	dices	cuál	es
tu	 talla.	 Algo	 práctico	 en	 piel	 marrón,	 tal	 vez.	 Es	 increíble	 cómo	 uno	 puede	 dar	 un
paso	de	diez	millas	y	media	y	aún	así	aterrizar	en	una	boñiga	de	vaca.
     —Puede	haber	sido	de	toro	—dijo	Sophie—.	Supongo	que	también	encontrarías
en	ellas	lodo	de	los	pantanos.	Una	persona	de	mi	edad	necesita	hacer	ejercicio.
     —Entonces	 has	 estado	 más	 ocupada	 de	 lo	 que	 creía	 —dijo	 Howl—.	 Porque
resulta	que	ayer,	cuando	aparté	los	ojos	del	hermoso	rostro	de	Lettie	por	un	instante,
creí	ver	tu	larga	nariz	asomándose	por	la	esquina	de	la	casa.
     —La	señora	Fairfax	es	una	amiga	de	la	familia	—dijo	Sophie—.	¿Cómo	iba	yo	a
saber	que	tú	también	estarías	allí?
     —Tienes	 un	 instinto	 especial,	 Sophie	 —continuó	 Howl—.	 Contigo	 nada	 está	 a
salvo.	Si	decidiera	cortejar	a	una	doncella	que	viviera	en	un	iceberg	en	el	medio	del
océano,	antes	o	después,	probablemente	antes,	levantaría	la	vista	y	te	vería	volando
por	allí	en	una	escoba.	De	hecho,	me	llevaría	una	decepción	si	no	fuera	así.
     —¿Vas	a	ir	hoy	al	iceberg?	—replicó	Sophie—.	¡Por	la	cara	que	tenía	Lettie	ayer,
no	hay	razón	para	volver	a	verla!
     —Qué	 mal	 me	 tratas,	 Sophie	 —dijo	 Howl.	 Sonaba	 dolido	 de	 verdad.	 Sophie	 le
miró	de	soslayo	con	desconfianza.	Detrás	de	la	joya	roja	que	le	brillaba	en	la	oreja,	el
perfil	de	Howl	se	veía	triste	y	noble—.	Habrán	de	pasar	largos	años	antes	de	que	deje
a	 Lettie	 —dijo—.	 Y	 de	 hecho,	 hoy	 voy	 a	 ver	 al	 Rey	 otra	 vez.	 ¿Satisfecha,	 doña
Metomentodo?
     Sophie	no	sabía	si	debía	creerse	todo	aquello,	aunque	después	de	desayunar,	salió
hacia	Kingsbury	de	verdad,	con	el	taco	con	la	mancha	roja	hacia	abajo,	tras	apartar	a
Michael	 que	 intentaba	 consultarle	 sobre	 el	 difícil	 conjuro.	 El	 joven,	 como	 no	 tenía
otra	cosa	que	hacer,	también	se	marchó.	Dijo	que	podía	aprovechar	para	ir	a	Cesari.
     Sophie	se	quedó	sola.	Seguía	sin	creerse	del	todo	lo	que	Howl	había	dicho	sobre
Lettie,	pero	en	otras	ocasiones	se	había	equivocado	sobre	él	y,	al	fin	y	al	cabo,	sólo
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tenía	la	palabra	de	Michael	y	Calcifer	como	guía	de	su	comportamiento.	Sintiéndose
culpable,	cogió	los	triángulos	de	tela	azul	y	empezó	a	coserlos	en	la	red	plateada	que
era	lo	único	que	quedaba	del	traje.	Cuando	alguien	llamó	a	la	puerta,	se	sobresaltó,
pensando	que	era	otra	vez	el	espantapájaros.
     —Puerta	de	Porthaven	—dijo	Calcifer,	dedicándole	una	sonrisa	color	púrpura.
     «Entonces	no	hay	problema»,	pensó	Sophie.	Se	acercó	cojeando	hacia	la	puerta	y
la	 abrió	 con	 el	 azul	 hacia	 abajo.	 Fuera	 había	 un	 caballo	 de	 tiro.	 El	 joven	 de	 unos
cincuenta	años	que	lo	conducía	le	preguntó	si	la	señora	Bruja	tendría	algo	para	evitar
que	dejara	de	perder	herraduras	todo	el	tiempo.
     —Voy	 a	 ver	 —dijo	 Sophie	 inclinándose	 hacia	 el	 hogar—.	 ¿Qué	 hago?	 —
murmuró.
     —Polvo	amarillo,	en	la	cuarta	jarra	del	segundo	estante	—susurró	Calcifer	como
respuesta—.	Esos	conjuros	son	más	que	nada	cuestión	de	fe.	Oculta	tus	dudas	cuando
se	lo	des.
     Así	que	Sophie	vertió	un	poco	de	polvo	amarillo	en	un	cuadrado	de	papel	como
había	visto	hacer	a	Michael,	lo	cerró	con	elegancia	y	se	acercó	cojeando	a	la	puerta.
     —Ahí	 tienes,	 hijo	 —le	 dijo—.	 Esto	 le	 pegará	 las	 herraduras	 mejor	 que	 cien
clavos.	¿Me	oyes,	caballo?	No	te	hará	falta	visitar	al	herrero	durante	todo	el	año.	Es
un	penique,	gracias.
     Fue	un	día	muy	ajetreado.	Sophie	tuvo	que	dejar	la	costura	y	vender,	con	ayuda
de	Calcifer,	un	conjuro	para	desatascar	desagües,	otro	para	llamar	a	las	cabras,	y	algo
para	hacer	buena	cerveza.	El	único	que	le	dio	problemas	fue	un	cliente	que	llamó	a	la
puerta	a	golpes	en	Kingsbury.	Sophie	la	abrió	con	el	rojo	hacia	abajo	y	se	encontró
con	un	muchacho	no	mucho	mayor	que	Michael	vestido	con	ricos	ropajes,	pálido	y
sudoroso,	que	se	retorcía	las	manos	en	el	umbral.
     —Señora	 Hechicera,	 por	 favor	 —dijo—.	 Tengo	 un	 duelo	 mañana	 al	 amanecer.
Deme	algo	para	asegurarme	la	victoria.	¡Le	pagaré	lo	que	quiera!
     Sophie	 miró	 por	 encima	 del	 hombro	 a	 Calcifer	 y	 el	 demonio	 le	 devolvió	 una
mueca,	para	indicar	que	no	existía	un	remedio	ya	preparado	para	aquel	caso.
     —Eso	sería	jugar	sucio	—le	dijo	Sophie	al	joven	con	severidad—.	Además,	los
duelos	están	muy	mal.
     —¡Entonces	 dame	 algo	 que	 me	 permita	 tener	 una	 oportunidad!	 —dijo	 el
muchacho	desesperadamente.
     Sophie	 le	 miró.	 Era	 muy	 menudo	 para	 su	 edad	 y	 estaba	 aterrorizado.	 Tenía	 el
aspecto	desesperado	de	los	que	siempre	pierden	a	todo.
     —Veré	 lo	 que	 puedo	 hacer	 —le	 dijo.	 Se	 acercó	 a	 las	 estanterías	 y	 leyó	 lo	 que
decía	en	los	tarros.	El	rojo	que	decía	 CAYENA	 parecía	 el	 más	 indicado.	 Sophie	 puso
una	buena	cantidad	en	un	papel.	Colocó	la	calavera	a	su	lado—.	Porque	seguro	que	tú
sabes	 más	 de	 esto	 que	 yo	 —le	 susurró.	 El	 joven	 estaba	 nervioso,	 observándola
apoyado	 en	 el	 quicio	 de	 la	 puerta.	 Sophie	 cogió	 un	 cuchillo	 e	 hizo	 lo	 que	 esperaba
que	parecieran	pases	místicos	sobre	el	montón	de	pimienta—.	Haz	que	sea	una	pelea
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justa	 —musitó—.	 Una	 pelea	 justa,	 ¿entendido?	 —dobló	 el	 papel	 y	 se	 acercó	 a	 la
puerta—.	 Cuando	 comience	 el	 duelo,	 esparce	 este	 polvo	 en	 el	 aire	 y	 te	 dará	 las
mismas	 oportunidades	 que	 a	 tu	 oponente.	 Después	 de	 eso,	 que	 ganes	 o	 pierdas
dependerá	de	ti.
     El	muchacho	quedó	tan	agradecido	que	intentó	darle	una	moneda	de	oro.	Sophie
se	negó	a	aceptarla,	así	que	le	entregó	en	su	lugar	una	de	dos	peniques	y	se	marchó
silbando	tan	contento.
     —Me	siento	como	una	charlatana	—dijo	Sophie	mientras	guardaba	el	dinero	bajo
la	piedra	del	hogar—.	¡Pero	me	gustaría	estar	presente	en	ese	duelo!
     —¡Y	a	mí	también!	—rugió	Calcifer—.	¿Cuándo	me	vas	a	liberar	para	que	pueda
ir	a	ver	esas	cosas?
     —Cuando	tenga	al	menos	una	pista	sobre	el	contrato	—dijo	Sophie.
     —Puede	que	luego	te	dé	una	—dijo	Calcifer.
     Michael	entró	a	media	tarde.	Miró	alrededor	con	nerviosismo	para	asegurarse	de
que	Howl	no	había	llegado	a	casa	y	fue	a	la	mesa,	donde	se	puso	a	sacar	cosas	para
fingir	que	había	estado	ocupado,	mientras	canturreaba	alegremente.
     —Te	envidio,	por	ser	capaz	de	caminar	hasta	el	pueblo	con	tanta	facilidad	—dijo
Sophie,	cosiendo	un	triángulo	azul	a	un	bordado	de	plata—.	¿Cómo	estaba	Ma…	mi
sobrina?
     Michael	dejó	la	mesa	encantado	y	se	sentó	en	el	taburete	junto	a	la	chimenea	para
contarle	cómo	le	había	ido.	Luego	le	preguntó	a	Sophie	cómo	había	sido	su	día.	El
resultado	 fue	 que	 cuando	 Howl	 abrió	 la	 puerta	 empujándola	 con	 el	 hombro	 y	 los
brazos	 llenos	 de	 paquetes,	 Michael	 ni	 siquiera	 fingía	 estar	 ocupado.	 Estaba	 en	 el
taburete	retorciéndose	de	risa	con	lo	del	conjuro	para	el	duelo.
     Howl	retrocedió	hacia	la	puerta	para	cerrarla	y	quedó	apoyado	en	ella	con	actitud
trágica.
     —¡Míralos	 a	 todos!	 —exclamó—.	 Es	 la	 ruina.	 Trabajo	 como	 un	 esclavo	 para
vosotros.	Y	ninguno,	ni	siquiera	Calcifer,	dedica	un	momento	de	su	tiempo	a	decirme
hola.
     Michael	se	puso	de	pie,	sintiéndose	culpable	y	Calcifer	respondió:
     —Yo	nunca	digo	hola.
     —¿Pasa	algo?	—preguntó	Sophie.
     —Eso	está	mejor	—dijo	Howl—.	Algunos	al	menos	se	molestan	en	fingir	que	me
han	visto.	Qué	agradable	de	tu	parte	hacerme	esa	pregunta,	Sophie.	Sí,	pasa	algo.	El
Rey	 me	 ha	 pedido	 oficialmente	 que	 encuentre	 a	 su	 hermano,	 insinuándome
claramente	 que	 destruir	 a	 la	 bruja	 del	 Páramo	 no	 estaría	 mal.	 ¡Y	 vosotros	 aquí
sentados	tranquilamente	muertos	de	risa!
     Para	 entonces	 era	 evidente	 que	 Howl	 estaba	 de	 un	 humor	 como	 para	 producir
lodo	verde	en	cualquier	segundo.	Sophie	dejó	la	costura	a	toda	prisa.
     —Te	prepararé	tostadas	con	mantequilla	—dijo.
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    —¿Es	 eso	 lo	 único	 que	 se	 te	 ocurre	 frente	 a	 la	 tragedia?	 —preguntó	 Howl—.
¡Tostadas!	No,	no	te	levantes.	He	venido	cargado	de	cosas	para	vosotros,	así	que	lo
mínimo	 que	 podéis	 hacer	 es	 ser	 educados	 y	 mostrar	 un	 poco	 de	 interés.	 Tomad	 —
dijo,	descargando	una	lluvia	de	paquetes	sobre	el	regazo	de	Sophie	y	pasándole	otro	a
Michael.
    Sorprendida,	 Sophie	 los	 desenvolvió:	 varios	 pares	 de	 medias	 de	 seda;	 dos
paquetes	de	las	enaguas	de	batista	más	elegantes,	con	volantes,	encajes	y	adornos	de
satén;	un	par	de	botas	de	ante	gris	con	los	laterales	elásticos;	un	chal	de	puntilla;	y	un
vestido	de	seda	gris	perla	adornado	con	lazos	que	hacían	juego	con	el	chal.	Sophie	los
examinó	con	ojos	de	profesional	y	contuvo	el	aliento.	Solamente	el	encaje	valía	una
fortuna.	Impresionada,	acarició	la	seda	del	vestido.
    Michael	recibió	un	bonito	traje	de	terciopelo.
    —¡Debes	de	haberte	gastado	hasta	la	última	moneda	de	lo	que	había	en	la	bolsa
de	 seda!	 —dijo	 desagradecidamente—.	 No	 lo	 necesito.	 Tú	 eres	 el	 que	 necesita	 un
traje	nuevo.
    Howl	enganchó	con	el	pie	lo	que	quedaba	del	traje	azul	y	plateado	y	lo	levantó
con	gesto	lastimero.	Sophie	había	trabajado	mucho,	pero	todavía	había	agujeros.
    —Qué	 poco	 egoísta	 soy	 —dijo—.	 Pero	 no	 puedo	 mandarte	 a	 ti	 y	 a	 Sophie	 a
ensuciar	mi	nombre	ante	el	Rey	vestidos	con	harapos.	El	Rey	creerá	que	ni	siquiera
cuido	bien	a	mi	propia	madre.	¿Bien,	Sophie?	¿Son	las	botas	de	tu	talla?
    Sophie	levantó	la	vista.
    —¿Haces	esto	por	bondad	o	por	cobardía?	—le	preguntó—.	Muchas	gracias	y	no,
no	lo	haré.
    —¡Qué	 ingratitud!	 —exclamó	 Howl	 con	 los	 brazos	 extendidos—.	 ¡Tengamos
otro	baño	de	fango	verde!	¡Y	después	de	eso	me	veré	obligado	a	mover	el	castillo	a
miles	de	millas	de	aquí	y	nunca	volveré	a	ver	a	mi	preciosa	Lettie!
    Michael	le	dirigió	a	Sophie	una	mirada	suplicante.	Sophie	lanzaba	chispas	por	los
ojos.	 Se	 daba	 cuenta	 de	 que	 la	 felicidad	 de	 sus	 dos	 hermanas	 dependía	 de	 que	 ella
accediera	a	ver	al	Rey.	Además	del	lodo	verde.
    —Todavía	no	me	has	pedido	que	haga	nada	—dijo—.	Sólo	has	dicho	que	lo	voy	a
hacer.
    Howl	sonrió.
    —Y	vas	a	ir,	¿verdad?
    —Está	bien.	¿Cuándo	quieres	que	vaya?	—preguntó	Sophie.
    —Mañana	por	la	tarde	—dijo	Howl—.	Michael	puede	ir	como	tu	criado.	El	Rey
te	espera	—se	sentó	en	el	taburete	y	luego	les	explicó	con	claridad	y	sobriedad	lo	que
tenían	que	decir.	Sophie	se	dio	cuenta	de	que,	ahora	que	Howl	se	había	salido	con	la
suya,	 la	 amenaza	 del	 lodo	 verde	 se	 había	 desvanecido	 sin	 dejar	 rastro.	 Le	 dieron
ganas	 de	 darle	 un	 bofetón—.	 Quiero	 que	 hagas	 una	 interpretación	 muy	 delicada	 —
explicó	 Howl—,	 para	 que	 el	 Rey	 me	 siga	 dando	 trabajo,	 como	 los	 conjuros	 de
transporte,	pero	no	confíe	en	mí	para	nada	importante,	como	encontrar	a	su	hermano.
                                 ebookelo.com	-	Página	85
Debes	contarle	cómo	he	enfadado	a	la	bruja	del	Páramo	y	explicarle	lo	buen	hijo	que
soy,	pero	quiero	que	lo	hagas	de	tal	forma	que	se	lleve	la	impresión	de	que	soy	un
desastre.
     Howl	 se	 lo	 explicó	 con	 más	 detalle.	 Sophie	 agarró	 los	 paquetes	 e	 intentó
acordarse	de	todo,	aunque	no	podía	evitar	dejar	de	pensar	que,	si	ella	fuera	el	Rey,	no
entendería	ni	una	palabra	de	lo	que	diría	aquella	vieja.
     Mientras	tanto,	Michael	no	dejaba	de	acercarse	a	Howl	intentando	preguntarle	por
el	 desconcertante	 conjuro.	 A	 Howl	 no	 dejaban	 de	 ocurrírsele	 nuevos	 e	 intrincados
detalles	para	contarle	al	Rey	y	apartaba	a	Michael	una	y	otra	vez.
     —Ahora	no,	Michael.	Y	he	pensado,	Sophie,	que	te	vendría	bien	algo	de	práctica
para	que	el	palacio	no	te	sobrecoja.	No	sería	buena	idea	que	te	quedaras	paralizada	en
medio	de	la	audiencia.	Ahora	no,	Michael.	Así	que	te	he	organizado	una	visita	a	mi
vieja	tutora,	la	señora	Pentstemmon.	Es	una	anciana	majestuosa.	En	cierto	modo	es
más	majestuosa	que	el	propio	Rey.	Así	te	acostumbrarás	a	ese	tipo	de	cosas	antes	de
llegar	a	Palacio.
     Para	entonces	Sophie	estaba	deseando	no	haber	dicho	que	sí.	Se	sintió	totalmente
aliviada	cuando	por	fin	Howl	se	volvió	hacia	Michael.
     —A	ver,	Michael.	Te	toca	a	ti.	¿Qué	pasa?
     Michael	agitó	el	papel	gris	brillante	y	explicó	a	borbotones	desconsolados	cómo
aquel	conjuro	era	imposible.
     Howl	se	quedó	un	tanto	sorprendido	al	oírle,	pero	cogió	el	papel,	diciendo:
     —¿Cuál	 es	 tu	 problema?	 —y	 extendió	 la	 hoja.	 Se	 quedó	 con	 la	 mirada	 fija	 y
arqueó	una	ceja.
     —Lo	intenté	tomándolo	como	un	acertijo	y	también	probé	siguiéndolo	al	pie	de	la
letra	—explicó	Michael—.	Pero	Sophie	y	yo	no	pudimos	atrapar	a	la	estrella	fugaz
y…
     —¡Madre	mía!	—exclamó	Howl.	Empezó	a	reírse	y	tuvo	que	morderse	el	labio
para	 parar—.	 Pero,	 Michael,	 éste	 no	 es	 el	 conjuro	 que	 te	 dejé.	 ¿Dónde	 lo	 has
encontrado?
     —En	la	mesa,	en	ese	montón	de	cosas	que	Sophie	amontonó	junto	a	la	calavera
—dijo	Michael—.	Era	el	único	conjuro	nuevo	que	había,	así	he	pensado…
     Howl	se	levantó	de	un	salto	y	buscó	entre	las	cosas	que	había	en	la	mesa.
     —Sophie	ataca	de	nuevo	—dijo.	Apartaba	las	cosas	a	un	lado	y	a	otro	mientras
buscaba—.	 ¡Debí	 de	 haberlo	 imaginado!	 No,	 el	 conjuro	 no	 está	 aquí.	 —Dio	 un
golpecito	 a	 la	 calavera	 sobre	 la	 frente	 marrón	 y	 brillante—.	 ¿Cómo	 estás,	 amigo?
Tengo	la	impresión	de	que	vienes	de	allí.	Estoy	seguro	de	que	al	menos	la	guitarra	sí.
Esto…	Sophie,	querida…
     —¿Qué?	—preguntó	Sophie.
     —Viejecilla	 entrometida,	 desobediente	 Sophie	 —dijo	 Howl—.	 ¿Me	 equivoco	 al
pensar	que	has	girado	el	pomo	con	la	mancha	negra	hacia	abajo	y	has	sacado	por	la
puerta	tu	larga	nariz?
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    —Sólo	el	dedo	—dijo	Sophie	con	dignidad.
    —Pero	 abriste	 la	 puerta	 —dijo	 Howl—,	 y	 la	 cosa	 que	 Michael	 cree	 que	 es	 un
conjuro	debe	de	haberse	colado	por	ella.	¿No	se	os	ocurrió	a	ninguno	de	los	dos	que
no	se	parece	a	ningún	conjuro?
    —A	veces	los	conjuros	tienen	un	aspecto	raro	—dijo	Michael—.	¿Qué	es?
    Howl	soltó	una	carcajada.
    —Decide	 cuál	 es	 el	 tema	 y	 escribe	 otro	 verso.	 ¡Ay,	 señor!	 —dijo,	 y	 salió
corriendo	 hacia	 las	 escaleras—.	 Os	 lo	 enseñaré	 —dijo	 mientras	 las	 subía	 a	 grandes
trancos.
    —Creo	 que	 anoche	 perdimos	 el	 tiempo	 correteando	 por	 los	 pantanos	 —dijo
Sophie.	Michael	asintió	con	expresión	sombría.	Sophie	se	dio	cuenta	de	que	se	sentía
ridículo—.	Fue	culpa	mía	—añadió—.	Yo	abrí	la	puerta.
    —¿Qué	había	fuera?	—preguntó	Michael	con	gran	interés.
    Pero	justo	entonces	Howl	bajó	las	escaleras	corriendo.
    —Resulta	que	no	tengo	el	libro	—dijo.	Ahora	parecía	molesto—.	Michael,	¿te	he
oído	decir	que	intentaste	atrapar	una	estrella	fugaz?
    —Sí,	 pero	 estaba	 muy	 asustada	 y	 se	 cayó	 en	 un	 charco	 y	 se	 ahogó	 —dijo
Michael.
    —¡Gracias	al	cielo!	—dijo	Howl.
    —Fue	muy	triste	—dijo	Sophie.
    —¿Conque	triste,	eh?	—dijo	Howl,	más	alterado	que	nunca—.	Fue	idea	tuya,	¿a
que	 sí?	 ¡Cómo	 no!	 ¡Te	 imagino	 perfectamente	 cojeando	 entre	 los	 charcos,
animándole!	Pues	permíteme	que	te	diga	que	es	la	cosa	más	estúpida	que	ha	hecho	en
su	vida.	¡Y	todavía	habría	sido	peor	si	la	hubiera	atrapado	por	casualidad!	Y	tú…
    Calcifer	chispeó	soñoliento	en	la	chimenea.
    —¿A	qué	viene	tanto	escándalo?	—preguntó—.	Tú	también	atrapaste	una,	¿no?
    —Sí,	y…	—Howl	se	giró	a	Calcifer	para	taladrarle	con	su	mirada	vidriosa,	pero
consiguió	 dominarse	 y	 se	 volvió	 hacia	 Michael—.	 Michael,	 prométeme	 que	 no
volverás	a	intentar	cazar	otra.
    —Te	lo	prometo	—dijo	Michael	encantado—.	¿Y	qué	es	eso	si	no	es	un	conjuro?
    Howl	miró	el	papel	gris	que	tenía	en	la	mano.
    —Se	llama	Canción,	y	eso	es	lo	que	es,	supongo.	Pero	no	está	todo	y	no	recuerdo
el	resto.	—Se	quedó	pensando,	como	si	se	le	hubiera	ocurrido	una	nueva	idea,	algo
que	parecía	preocuparle—.	Creo	que	el	siguiente	verso	era	importante	—dijo—.	Será
mejor	que	lo	lleve	de	vuelta	y	vea…	—fue	hacia	la	puerta	y	giró	el	taco	con	el	negro
hacia	abajo.	Entonces	se	detuvo.	Se	volvió	a	Michael	y	a	Sophie,	que	naturalmente
estaban	 los	 dos	 mirando	 hacia	 la	 puerta—.	 Está	 bien	 —dijo—.	 Sé	 que	 Sophie	 se
colará	de	alguna	manera	si	la	dejo	aquí,	y	no	es	justo	para	Michael.	Venid	los	dos,	así
puedo	teneros	vigilados.
    Abrió	 la	 puerta	 hacia	 la	 nada	 y	 se	 adentró	 en	 ella.	 Con	 las	 prisas,	 Michael	 se
tropezó	con	el	taburete.	Sophie	desparramó	los	paquetes	a	un	lado	y	a	otro	del	hogar
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al	levantarse	de	golpe.
     —¡No	dejes	que	se	quemen	con	las	chispas!	—le	dijo	a	Calcifer	apresuradamente.
     —Si	prometes	contarme	qué	hay	ahí	fuera	—dijo	Calcifer—.	Por	cierto,	ya	te	he
dado	la	pista.
     —¿En	serio?	—dijo	Sophie.	Tenía	demasiada	prisa	como	para	prestarle	atención.
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                                       Capítulo	11
             «En	el	que	Howl	va	a	un	país	extraño	en	busca	de	un
                                  conjuro»
LA	 NADA	 NO	 TENÍA	 más	 de	 dos	 dedos	 de	 espesor.	 Al	 otro	 lado,	 en	 una	 tarde	 gris	 y
húmeda,	había	un	camino	de	cemento	que	llevaba	hacia	la	puerta	de	un	jardín.	Howl
y	 Michael	 estaban	 esperando	 en	 la	 puerta.	 Al	 otro	 lado	 salía	 una	 carretera	 llana
flanqueada	por	casas.	Sophie	miró	hacia	atrás,	tiritando	un	poco	por	la	llovizna,	y	vio
que	 el	 castillo	 se	 había	 convertido	 en	 una	 casa	 de	 ladrillos	 amarillos	 con	 grandes
ventanas.	 Como	 todas	 las	 demás	 casas,	 era	 cuadrada	 y	 nueva,	 con	 una	 puerta
principal	 de	 cristal	 ondulado.	 No	 había	 nadie	 paseando.	 Tal	 vez	 fuese	 por	 la	 lluvia,
pero	Sophie	tuvo	la	sensación	de	que	la	verdadera	razón	era	que,	a	pesar	de	que	había
muchas	casas,	estaban	en	algún	lugar	a	las	afueras	de	una	ciudad.
    —Cuando	 hayas	 terminado	 de	 fisgonear…	 —la	 llamó	 Howl.	 Su	 traje	 gris	 y
escarlata	estaba	salpicado	de	gotitas	de	agua.	Llevaba	en	la	mano	un	manojo	de	llaves
extrañas,	la	mayoría	de	ellas	planas	y	amarillas,	que	parecían	encajar	con	el	estilo	de
aquellas	casas.	Cuando	Sophie	llegó	por	el	camino,	dijo—:	Tenemos	que	vestirnos	de
forma	adecuada	para	este	sitio.
    Sus	ropajes	se	volvieron	borrosos,	como	si	la	llovizna	que	le	rodeaba	se	hubiera
convertido	 de	 repente	 en	 niebla.	 Cuando	 volvió	 a	 enfocarse,	 seguía	 siendo	 gris	 y
escarlata,	 pero	 con	 una	 forma	 totalmente	 distinta.	 Las	 larguísimas	 mangas	 habían
desaparecido	y	el	conjunto	le	quedaba	mucho	más	suelto.	Parecía	viejo	y	gastado.
    La	chaqueta	de	Michael	se	había	convertido	en	una	especie	de	cosa	rellena	que	le
llegaba	a	la	altura	de	la	cintura.	Levantó	el	pie,	que	estaba	enfundado	en	un	zapato	de
tela,	y	se	quedó	mirando	el	material	prieto	y	azul	que	le	rodeaba	las	piernas.
    —Casi	no	puedo	doblar	las	rodillas	—dijo.
    —Ya	te	acostumbrarás	—dijo	Howl—.	Vamos,	Sophie.
    Sophie	 se	 sorprendió	 al	 ver	 que	 Howl	 los	 conducía	 de	 vuelta	 por	 el	 mismo
camino	que	habían	venido,	hacia	la	casa	amarilla.	En	la	espalda	de	su	chaqueta,	había
unas	 palabras	 misteriosas:	 RUGBY	 de	 GALES.	 Michael	 siguió	 a	 Howl,	 con	 el	 paso
envarado	a	causa	de	los	pantalones.	Sophie	miró	hacia	abajo	y	vio	que	se	le	veía	un
trozo	de	las	piernas	delgaduchas	sobre	los	zapatos	nudosos.	Por	lo	demás,	no	había
cambiado	mucho.
    Howl	abrió	la	puerta	de	cristal	ondulado	con	una	de	sus	llaves.	Junto	a	la	puerta
había	 un	 cartel	 colgado	 de	 unas	 cadenas.	 RIVENDELL,	 leyó	 Sophie	 mientras	 Howl	 la
empujaba	a	entrar	en	un	vestíbulo	limpio	y	reluciente.	Parecía	que	había	gente	en	la
casa.	Se	oían	voces	agudas	al	otro	lado	de	una	puerta.	Cuando	Howl	la	abrió,	Sophie
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se	 dio	 cuenta	 de	 que	 las	 voces	 salían	 de	 unas	 imágenes	 mágicas	 de	 colores	 que	 se
movían	en	la	parte	delantera	de	una	gran	caja	cuadrada.
     —¡Howell!	—exclamó	una	mujer	que	estaba	sentada	haciendo	punto.
     Dejó	 la	 labor,	 con	 expresión	 un	 poco	 molesta,	 pero	 antes	 de	 que	 pudiera
levantarse	una	niña	pequeña,	que	estaba	mirando	las	pinturas	mágicas	muy	seria	con
la	barbilla	apoyada	en	las	manos,	se	levantó	de	un	salto	y	se	lanzó	hacia	Howl.
     —¡Tío	 Howell!	 —gritó,	 y	 se	 encaramó	 de	 un	 salto	 sobre	 él,	 enganchando	 las
piernas	a	su	espalda.
     —¡Mari!	 —exclamó	 Howl	 como	 respuesta—.	 ¿Cómo	 estás,	 tesoro?	 ¿Te	 has
portado	bien?	—entonces	él	y	la	niña	se	pusieron	a	hablar	en	una	lengua	extranjera,
rápido	y	en	voz	alta.	Sophie	se	dio	cuenta	de	que	tenían	una	relación	muy	especial.	Se
preguntó	 qué	 idioma	 sería	 aquél.	 Sonaba	 parecido	 a	 la	 canción	 de	 Calcifer	 sobre	 la
sartén,	 pero	 era	 difícil	 de	 saber.	 Entre	 las	 parrafadas	 en	 aquella	 lengua,	 Howl
consiguió	decir,	como	si	fuera	ventrílocuo—:	Ésta	es	mi	sobrina,	Mari,	y	mi	hermana
Megan	Parry.	Megan,	éstos	son	Michael	Fisher	y	Sophie,	esto…
     —Hatter	—dijo	Sophie.
     Megan	les	dio	la	mano	con	aire	reservado	y	desaprobador.	Era	mayor	que	Howl,
pero	se	le	parecía	mucho,	tenía	la	misma	cara	larga	y	angulosa,	pero	sus	ojos	azules
estaban	llenos	de	preocupación	y	su	cabello	era	oscuro.
     —¡Cállate	 ya,	 Mari!	 —dijo	 en	 un	 tono	 que	 les	 hizo	 callar—.	 Howell,	 ¿te	 vas	 a
quedar	mucho	tiempo?
     —He	venido	sólo	un	momento	—dijo	Howl,	dejando	a	Mari	en	el	suelo.
     —Gareth	no	ha	venido	todavía	—dijo	Megan.
     —¡Qué	 pena!	 No	 podemos	 quedarnos	 —dijo	 Howl,	 sonriendo	 con	 una	 sonrisa
cálida	 y	 falsa—.	 Pero	 quería	 presentarte	 a	 mis	 amigos.	 Y	 preguntarte	 una	 cosa	 que
puede	parecer	una	tontería.	¿No	habrá	perdido	Neil	por	casualidad	unos	deberes	de
literatura	hace	poco?
     —¡Qué	curioso	que	digas	eso!	—exclamó	Megan—.	¡El	jueves	pasado	los	estuvo
buscando	 por	 todas	 partes!	 Tiene	 una	 profesora	 nueva	 y	 es	 muy	 estricta,	 no	 se
preocupa	sólo	de	la	ortografía.	Les	ha	metido	el	miedo	en	el	cuerpo	si	no	entregan	los
deberes	 a	 tiempo.	 ¡Tampoco	 le	 viene	 mal	 a	 Neil,	 con	 lo	 vago	 que	 es!	 Y	 se	 pasó	 el
jueves	pasado	buscándolos	por	todas	partes,	y	lo	único	que	encontró	fue	un	papel	con
unas	cosas	rarísimas…
     —Ah	—dijo	Howl—.	¿Y	qué	hizo	con	él?
     —Le	dije	que	se	lo	entregara	a	esa	señorita	Angorian	—contestó	Megan—,	para
demostrarle	que	al	menos	lo	había	intentado.
     —¿Y	se	lo	dio?	—preguntó	Howl.
     —No	lo	sé.	Pregúntaselo	tú.	Está	en	el	dormitorio	con	esa	máquina	suya	—dijo
Megan—.	Pero	no	conseguirás	que	te	haga	mucho	caso.
     —Vamos	 —les	 dijo	 Howl	 a	 Michael	 y	 a	 Sophie,	 que	 estaba	 examinando	 la
habitación	marrón	y	naranja.	Cogió	a	Mari	de	la	mano	y	los	condujo	a	todos	fuera	de
                                 ebookelo.com	-	Página	90
la	habitación	escaleras	arriba.	Hasta	las	escaleras	estaban	cubiertas	por	una	alfombra,
rosa	y	verde.	Así	que	la	procesión	encabezada	por	Howl	apenas	hizo	ruido	mientras
avanzaba	 por	 el	 pasillo	 rosa	 y	 verde	 hacia	 una	 habitación	 con	 una	 alfombra	 azul	 y
amarilla.	Pero	Sophie	no	estaba	segura	de	que	los	dos	muchachos	que	se	inclinaban
sobre	varias	cajas	mágicas	colocadas	sobre	una	gran	mesa	junto	a	la	ventana	hubieran
levantado	la	vista	incluso	aunque	hubiera	entrado	una	banda	militar.	La	caja	mágica
principal	 tenía	 una	 cara	 de	 cristal,	 como	 la	 del	 piso	 de	 abajo,	 pero	 parecía	 mostrar
letras	y	diagramas	más	que	imágenes.	Todas	las	cajas	salían	de	unos	tallos	blancos	y
ondulados	que	parecían	tener	las	raíces	en	una	pared	de	la	habitación.
    —¡Neil!	—dijo	Howl.
    —No	lo	interrumpas	—protestó	alguien—.	Va	a	perder	la	vida.
    Al	ver	que	era	cuestión	de	vida	o	muerte,	Sophie	y	Michael	retrocedieron	hacia	la
puerta.	 Pero	 Howl,	 sin	 mostrar	 la	 más	 mínima	 consideración	 por	 la	 vida	 de	 su
sobrino,	se	acercó	a	la	pared	y	arrancó	las	cajas	de	raíz.	Las	imágenes	desaparecieron.
Los	 dos	 muchachos	 pronunciaron	 palabras	 que	 Sophie	 creía	 que	 ni	 siquiera	 Mari
conocería.	El	otro	se	dio	media	vuelta.
    —¡Mari!	¡Te	la	vas	a	cargar!
    —Esta	vez	no	he	sido	yo.	¡Toma!	—le	gritó	Mari.
    Neil	se	giró	aún	más	y	le	lanzó	a	Howl	una	mirada	acusadora.
    —¿Qué	tal,	Neil?	—dijo	Howl	con	amabilidad.
    —¿Quién	es	éste?	—preguntó	el	otro	niño.
    —Mi	tío,	el	desastre	—dijo	Neil.	Taladró	a	Howl	con	la	mirada.	Era	moreno,	con
cejas	espesas,	y	su	mirada	impresionaba—.	¿Qué	quieres?	Enchufa	eso	otra	vez.
    —¡Menuda	bienvenida	os	gastáis	por	estas	tierras!	—dijo	Howl—.	Lo	enchufaré
cuando	te	haga	una	pregunta	y	me	la	contestes.
    Neil	suspiró.
    —Tío	Howell,	estoy	en	mitad	de	un	juego	de	ordenador.
    —¿Se	trata	de	uno	nuevo?	—preguntó	Howl.
    Los	dos	muchachos	parecían	decepcionados.
    —No,	es	el	que	me	regalaron	por	Navidad	—contestó	Neil—.	Ya	sabes	cómo	son
cuando	 empiezan	 con	 lo	 de	 no	 tirar	 el	 dinero	 en	 cosas	 inútiles.	 No	 me	 darán	 otro
hasta	mi	cumpleaños.
    —Entonces	es	fácil	—dijo	Howl—.	No	te	importa	parar	un	momento	si	ya	lo	has
hecho	antes,	y	te	sobornaré	con	uno	nuevo…
    —¿En	serio?	—dijeron	los	dos	con	impaciencia,	y	Neil	añadió—:	¿Uno	de	esos
que	no	tiene	nadie	más?
    —Sí.	Pero	primero	mira	esto	y	dime	qué	es	—dijo	Howl,	y	levantó	el	papel	gris
brillante	delante	de	Neil.
    Los	muchachos	lo	miraron.	Neil	dijo:
    —Es	un	poema	—respondió	en	el	mismo	tono	en	el	que	la	mayoría	de	la	gente
diría	«es	una	rata	muerta».
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    —Es	el	que	nos	puso	de	deberes	la	señorita	Angorian	la	semana	pasada	—dijo	el
otro—.	Me	acuerdo	de	viento	y	aletas.	Va	de	submarinos.
    Mientras	 Sophie	 y	 Michael	 parpadearon	 al	 oír	 aquella	 nueva	 teoría,
preguntándose	cómo	se	les	habría	pasado,	Neil	exclamó:
    —¡Eh!	Es	la	hoja	que	se	me	perdió.	¿Dónde	la	has	encontrado?	¿Y	ese	papel	tan
raro	que	apareció	era	tuyo?	La	señorita	Angorian	dijo	que	era	interesante	y	se	lo	llevó
a	su	casa.
    —Gracias	—dijo	Howl—.	¿Dónde	vive?
    —Encima	de	la	tienda	de	té	de	la	señora	Phillips.	En	la	calle	Cardiff	—informó
Neil—.	¿Cuándo	me	vas	a	dar	el	nuevo	disco?
    —Cuando	te	acuerdes	de	cómo	sigue	el	resto	del	poema	—dijo	Howl.
    —¡No	hay	derecho!	—dijo	Neil—.	Ahora	ni	siquiera	me	acuerdo	de	lo	que	estaba
en	 el	 papel.	 ¡Eso	 es	 jugar	 con	 los	 sentimientos	 de	 las	 personas!	 —Se	 calló	 cuando
Howl	se	echó	a	reír,	se	metió	la	mano	en	uno	de	los	amplios	bolsillos	y	le	pasó	un
paquete	plano—.	¡Gracias!	—exclamó	Neil	devotamente,	y	sin	más	se	volvió	a	sus
cajas	mágicas.
    Howl	plantó	el	ramillete	de	raíces	otra	vez	en	la	pared,	sonriendo,	y	les	hizo	una
seña	a	Michael	y	a	Sophie	para	que	salieran	de	la	habitación.	Los	dos	muchachos	se
lanzaron	a	una	frenética	actividad	y	Mari	se	metió	entre	ellos,	observándolos	con	el
pulgar	en	la	boca.
    Howl	se	dirigió	deprisa	a	las	escaleras	rosas	y	verdes,	pero	Michael	y	Sophie	se
quedaron	cerca	de	la	puerta	de	la	habitación,	preguntándose	qué	sería	todo	aquello.
Dentro,	Neil	leía	en	voz	alta:
    —Estás	 en	 un	 castillo	 encantado	 con	 cuatro	 puertas.	 Cada	 una	 se	 abre	 a	 una
dimensión	distinta.	En	la	Dimensión	Uno	el	castillo	se	está	moviendo	constantemente
y	puede	encontrarse	con	obstáculos	en	cualquier	momento…
    Mientras	cojeaba	hacia	las	escaleras,	a	Sophie	le	pareció	que	aquello	le	resultaba
familiar.	Vio	que	Michael	estaba	parado	en	la	mitad,	con	aspecto	avergonzado.	Howl
estaba	al	pie	de	las	escaleras	discutiendo	con	su	hermana.
    —¿Qué?	¿Has	vendido	todos	mis	libros?	—oyó	decir	a	Howl—.	Necesito	uno	en
especial.	No	eran	tuyos,	no	tenías	derecho	a	venderlos.
    —¡Deja	 de	 interrumpirme!	 —contestó	 Megan	 en	 tono	 bajo	 y	 feroz—.
¡Escúchame!	Ya	te	he	dicho	antes	que	no	soy	un	almacén	para	tus	cosas.	¡Eres	una
vergüenza	para	mí	y	para	Gareth,	andando	por	ahí	con	esa	ropa	en	lugar	de	comprarte
un	traje	decente	y	tener	un	aspecto	respetable	por	una	vez	en	tu	vida,	y	juntándote	con
esa	gentuza	y	esos	mendigos,	y	trayéndolos	a	esta	casa!	¿Estás	intentando	rebajarme
a	tu	nivel?	Con	todo	lo	que	estudiaste	y	ni	siquiera	tienes	un	trabajo	decente,	no	haces
más	 que	 andar	 por	 ahí,	 desperdiciando	 todos	 los	 años	 de	 universidad,	 echando	 a
perder	todos	los	sacrificios	que	hicieron	por	ti,	malgastando	tu	dinero…
    Megan	 habría	 sido	 toda	 una	 competidora	 para	 la	 señora	 Fairfax.	 No	 paraba	 de
hablar.	 Sophie	 empezó	 a	 comprender	 cómo	 había	 adquirido	 Howl	 el	 hábito	 de
                                 ebookelo.com	-	Página	92
escabullirse.	Megan	era	el	tipo	de	persona	que	te	hacía	retroceder	en	silencio	hacia	la
puerta	más	cercana.	Desgraciadamente,	Howl	estaba	atrapado	contra	las	escaleras	con
Sophie	y	Michael	a	su	espalda.
    —…	no	has	trabajado	un	solo	día	en	toda	tu	vida,	nunca	has	tenido	un	trabajo	del
que	 pudiera	 sentirme	 orgullosa,	 nos	 avergüenzas	 a	 Gareth	 y	 a	 mí,	 viniendo	 aquí	 y
malcriando	a	Mari	—siguió	Megan	sin	piedad.
    Sophie	 empujó	 a	 Michael	 a	 un	 lado	 y	 bajó	 las	 escaleras,	 con	 la	 actitud	 más
señorial	que	pudo.
    —Vamos,	 Howl	 —dijo	 pomposamente—.	 Tenemos	 que	 marcharnos.	 Mientras
malgastamos	 el	 tiempo	 aquí,	 estamos	 perdiendo	 dinero	 y	 nuestros	 criados
probablemente	 están	 vendiendo	 los	 cubiertos	 de	 oro.	 Encantada	 de	 conocerla	 —le
dijo	a	Megan	al	llegar	al	pie	de	las	escaleras—,	pero	debemos	marcharnos.	Howl	es
un	hombre	muy	ocupado.
    Megan	tragó	aire	y	miró	fijamente	a	Sophie,	que	la	saludó	con	una	inclinación	de
cabeza	 y	 empujó	 a	 Howl	 hacia	 la	 puerta	 principal.	 Michael	 se	 había	 puesto	 muy
colorado.	Sophie	lo	vio	porque	Howl	se	dio	la	vuelta	para	preguntarle	a	Megan:
    —¿Está	mi	coche	en	el	garaje	o	también	lo	has	vendido?
    —Las	únicas	llaves	las	tienes	tú	—contestó	Megan	de	mal	humor.
    Aquello	pareció	ser	la	única	despedida.	La	puerta	principal	se	cerró	de	un	portazo
y	Howl	los	llevó	a	un	edificio	cuadrado	y	blanco	al	final	de	la	calle	plana	y	negra.
Howl	no	dijo	nada	sobre	Megan.	Mientras	abría	la	puerta	del	edificio,	comentó:
    —Supongo	que	esa	profesora	tan	temible	tendrá	una	copia	del	libro.
    Sophie	deseó	poder	olvidar	lo	que	ocurrió	a	continuación.	Viajaron	en	un	carruaje
sin	 caballos	 que	 se	 movía	 a	 una	 velocidad	 terrible,	 olía	 fatal,	 rugía	 y	 se	 sacudía
mientras	recorría	algunos	de	los	caminos	más	empinados	que	Sophie	había	visto	en
su	vida,	tan	empinados,	que	no	entendía	por	qué	las	casas	que	lo	flanqueaban	no	se
resbalaban	 y	 amontonaban	 en	 el	 fondo.	 Cerró	 los	 ojos	 y	 se	 agarró	 a	 la	 tela	 que	 se
había	desgarrado	de	los	asientos,	deseando	que	aquello	terminase	pronto.
    Afortunadamente,	 así	 fue.	 Llegaron	 a	 un	 camino	 más	 llano	 con	 casas	 a	 ambos
lados,	 se	 bajaron	 y	 anduvieron	 hasta	 un	 gran	 ventanal	 con	 una	 cortina	 blanca	 que
decía:	 TÉ	CERRADO.	Pero,	a	pesar	del	imponente	cartel,	cuando	Howl	apretó	un	botón
en	una	puerta	pequeña	junto	a	la	ventana,	la	señorita	Angorian	la	abrió.	La	miraron
sorprendidos.	Para	ser	una	profesora	temible,	la	señorita	Angorian	era	increíblemente
joven,	esbelta	y	hermosa.	Su	pelo	negrísimo	enmarcaba	un	rostro	moreno	con	forma
de	corazón	y	enormes	ojos	oscuros.	Lo	único	que	la	hacía	temible	era	la	forma	directa
e	inteligente	de	mirar	de	aquellos	ojos	tan	grandes,	que	parecían	evaluarlos.
    —Adivino	 que	 es	 usted	 Howell	 Jenkins	 —le	 dijo	 la	 señorita	 Angorian	 a	 Howl.
Tenía	una	voz	grave	y	melodiosa	que	al	mismo	tiempo	sonaba	divertida	y	segura	de	sí
misma.
    Howl	 pareció	 sorprendido.	 Luego	 encendió	 su	 sonrisa.	 Y	 ahí,	 pensó	 Sophie,	 se
acabaron	 los	 sueños	 de	 Lettie	 y	 la	 señora	 Fairfax.	 Porque	 la	 señorita	 Angorian	 era
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exactamente	el	tipo	de	mujer	de	la	que	alguien	como	Howl	se	enamoraría	al	instante.
Y	no	solamente	Howl.	Michael	también	la	miraba	con	admiración.	Y	aunque	parecía
que	 las	 casas	 de	 alrededor	 estaban	 desiertas,	 Sophie	 no	 tuvo	 la	 menor	 duda	 de	 que
estaban	llenas	de	gente	que	conocían	tanto	a	Howl	como	a	la	señorita	Angorian	y	los
estaban	 observando	 con	 interés	 para	 ver	 qué	 pasaba.	 Sentía	 sus	 miradas	 invisibles.
Market	Chipping	era	igual.
    —Y	 usted	 debe	 de	 ser	 la	 señorita	 Angorian	 —dijo	 Howl—.	 Siento	 mucho
molestarla,	 pero	 la	 semana	 pasada	 cometí	 un	 estúpido	 error	 y	 me	 marché	 con	 los
deberes	de	mi	sobrino	en	lugar	de	coger	un	papel	bastante	importante	que	yo	llevaba
encima.	Tengo	entendido	que	Neil	se	lo	dio	como	prueba	de	que	no	mentía.
    —Pues	sí	—dijo	la	señorita	Angorian—.	Será	mejor	que	entre	y	se	lo	lleve.
    Sophie	estaba	segura	de	que	todos	los	ojos	invisibles	se	abrieron	como	platos	y
que	 los	 cuellos	 invisibles	 se	 estiraron	 al	 máximo	 cuando	 Howl,	 Michael	 y	 ella
cruzaron	el	umbral	y	subieron	las	escaleras	hasta	llegar	a	una	sala	de	estar	pequeña	y
austera.
    La	señorita	Angorian	le	dijo	a	Sophie	con	consideración:
    —¿No	quiere	tomar	asiento?
    Sophie	 todavía	 temblaba	 a	 causa	 del	 viaje	 en	 el	 carruaje	 sin	 caballos.	 Se	 sentó
encantada	 en	 una	 de	 las	 dos	 sillas.	 No	 era	 muy	 cómoda.	 La	 sala	 de	 la	 señorita
Angorian	no	estaba	diseñada	para	la	comodidad,	sino	para	el	estudio.	Aunque	muchas
de	las	cosas	que	allí	había	eran	extrañas,	Sophie	reconoció	las	estanterías	cubiertas	de
libros,	las	pilas	de	papel	sobre	la	mesa	y	los	ficheros	apilados	en	el	suelo.	Se	sentó	y
observó	cómo	Michael	la	miraba	con	ojos	tímidos	y	Howl	utilizaba	su	encanto.
    —¿Cómo	sabe	quién	soy?	—preguntó	Howl	de	forma	seductora.
    —Parece	 que	 ha	 dado	 usted	 pie	 a	 muchas	 habladurías	 en	 la	 ciudad	 —dijo	 la
señorita	Angorian,	mientras	arreglaba	los	papeles	sobre	la	mesa.
    —¿Y	 qué	 le	 han	 dicho	 los	 que	 propagan	 esos	 rumores	 sobre	 mí?	 —preguntó
Howl.	 Se	 apoyó	 lánguidamente	 en	 el	 extremo	 de	 la	 mesa	 e	 intentó	 que	 la	 señorita
Angorian	le	mirara	a	los	ojos.
    —Que	aparece	y	desaparece	de	forma	impredecible,	por	ejemplo.
    —¿Y	 qué	 más?	 —Howl	 seguía	 los	 movimientos	 de	 la	 señorita	 Angorian
mirándola	de	tal	manera	que	Sophie	supo	que	la	única	oportunidad	que	tenía	Lettie
era	que	la	profesora	se	enamorara	de	Howl	inmediatamente.
    Pero	no	era	ese	tipo	de	mujer.
    —Muchas	 otras	 cosas,	 la	 mayoría	 negativas	 —dijo	 la	 profesora,	 e	 hizo	 que
Michael	se	ruborizara	cuando	le	miró.	Luego	le	dirigió	a	Sophie	una	expresión	que
sugería	que	no	sería	apropiado	que	oyera	los	detalles.	Levantó	un	papel	amarillo	con
los	bordes	ondulados	hacia	Howl—.	Aquí	está	—dijo	con	severidad—.	¿Sabe	lo	que
es?
    —Claro	—dijo	Howl.
    —Entonces,	por	favor,	dígamelo	—dijo	la	señorita	Angorian.
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    Howl	 cogió	 el	 papel.	 Hubo	 cierto	 forcejeo	 cuando	 intentó	 tomar	 la	 mano	 de	 la
señorita	Angorian	al	mismo	tiempo.	La	profesora	ganó	la	batalla	y	se	llevó	las	manos
a	la	espalda.	Howl	sonrió	de	forma	encantadora	y	le	pasó	el	papel	a	Michael.
    —Díselo	tú.
    El	rostro	ruborizado	de	Michael	se	iluminó	en	cuanto	lo	vio.
    —Es	el	conjuro.	Éste	sí	que	sé	hacerlo,	es	de	agrandamiento,	¿no?
    —Ya	me	lo	parecía	—dijo	la	señorita	Angorian	en	tono	acusador—.	Me	gustaría
saber	qué	estaba	haciendo	usted	con	algo	sí.
    —Señorita	Angorian	—dijo	Howl—,	si	ha	oído	todas	esas	cosas	sobre	mí,	sabrá
que	 escribí	 mi	 tesis	 doctoral	 sobre	 conjuros	 y	 encantamientos.	 ¡Por	 su	 expresión
parece	que	estuviera	haciendo	magia	negra!	Le	aseguro	que	nunca	he	usado	ningún
tipo	 de	 conjuro	 en	 mi	 vida	 —Sophie	 no	 pudo	 evitar	 una	 ligera	 tos	 al	 oír	 aquella
mentira	descarada—.	Con	la	mano	en	el	corazón	—añadió	Howl,	lanzándole	a	Sophie
una	mirada	irritada—,	le	digo	que	este	conjuro	es	solamente	para	estudiarlo.	Es	muy
viejo	y	excepcional.	Por	eso	quería	recuperarlo.
    —Bueno,	pues	ya	lo	tiene	—dijo	la	tajante	señorita	Angorian—.	Antes	de	que	se
vaya,	 ¿le	 importaría	 devolverme	 la	 hoja	 de	 los	 deberes?	 Las	 fotocopias	 cuestan
dinero.
    Howl	sacó	el	papel	enseguida	y	lo	levantó	justo	fuera	de	su	alcance.
    —Y	ahora	este	poema	—dijo—,	me	tiene	intrigado.	Es	una	tontería,	en	realidad,
pero	no	me	acuerdo	de	cómo	termina.	Es	de	Walter	Raleigh,	¿no?
    La	señorita	Angorian	lo	miró	con	desprecio.
    —Por	supuesto	que	no.	Es	de	John	Donne	y	es	muy	conocido.	Aquí	tengo	el	libro
en	el	que	aparece,	si	quiere	refrescarse	la	memoria.
    —Por	 favor	 —y	 por	 cómo	 siguió	 con	 la	 vista	 a	 la	 señorita	 Angorian	 hacia	 la
estantería,	 Sophie	 se	 dio	 cuenta	 de	 que	 aquella	 era	 la	 verdadera	 razón	 por	 la	 Howl
había	venido	a	esta	tierra	extraña	donde	vivía	su	familia.
    Pero	a	Howl	no	le	importaría	matar	dos	pájaros	de	un	tiro.
    —Señorita	 Angorian	 —dijo	 suplicante,	 observando	 su	 silueta	 cuando	 ella	 se
estiraba	 para	 coger	 el	 libro—,	 ¿consideraría	 usted	 la	 posibilidad	 de	 salir	 a	 cenar
conmigo	esta	noche?
    La	 señorita	 Angorian	 se	 dio	 la	 vuelta	 con	 un	 gran	 libro	 en	 la	 mano,	 con	 una
expresión	más	severa	que	nunca.
    —No	 —dijo—.	 Señor	 Jenkins,	 no	 sé	 qué	 habrá	 oído	 sobre	 mí,	 pero	 debe	 saber
que	todavía	me	considero	comprometida	con	Ben	Sullivan…
    —No	sé	quién	es	—dijo	Howl.
    —Mi	prometido	—dijo	la	señorita	Angorian—.	Desapareció	hace	años.	Y	ahora,
¿quiere	que	le	lea	en	voz	alta	el	poema?
    —Por	favor	—dijo	Howl,	sin	arredrarse—.	Tiene	usted	una	voz	tan	hermosa.
    —Entonces	 empezaré	 con	 la	 segunda	 estrofa	 —dijo	 la	 señorita	 Angorian—,	 ya
que	tiene	la	primera	en	la	mano.
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    Leía	muy	bien,	no	sólo	melodiosamente	sino	en	una	forma	en	la	que	la	segunda
estrofa	parecía	encajar	con	el	ritmo	de	la	primera,	cosa	que	en	opinión	de	Sophie	no
ocurría	en	absoluto	sobre	el	papel:
                                 ebookelo.com	-	Página	96
palabras	 RUGBY	 de	 GALES—.	 Si	 me	 mantengo	 alejado	 de	 las	 sirenas	 —le	 oyeron
murmurar—	y	no	toco	una	raíz	de	mandrágora…
    Michael	lo	llamó.
    —¿Tenemos	que	volver	a	entrar	en	esa	casa?
    Y	Sophie	añadió:
    —¿Y	qué	hará	la	bruja?
    —Me	dan	escalofríos	sólo	de	pensarlo	—apuntó	Howl—.	Tú	no	tienes	que	volver
a	entrar	allí,	Michael.
    Abrió	la	puerta	de	cristal.	Dentro	estaba	la	sala	del	castillo.	Las	grandes	llamas	de
Calcifer	 coloreaban	 las	 paredes	 de	 azul	 y	 verde	 a	 la	 luz	 del	 atardecer.	 Howl	 apartó
hacia	atrás	sus	largas	mangas	y	le	echó	un	tronco.
    —Nos	ha	cogido,	viejo	amigo	azul	—dijo.
    —Ya	lo	sé	—dijo	Calcifer—.	Noté	cómo	se	agarraba.
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                                      Capítulo	12
             «En	el	que	Sophie	se	convierte	en	la	madre	de	Howl»
SOPHIE	 NO	 ENTENDÍA	 para	 qué	 iba	 a	 servir	 ensuciar	 el	 nombre	 de	 Howl	 ante	 el	 Rey,
ahora	que	la	bruja	lo	había	encontrado.	Pero	el	mago	le	dijo	que	era	más	importante
que	nunca.
    —Necesitaré	todas	mis	energías	para	poder	escapar	de	la	bruja.	Y	si	tengo	al	Rey
encima,	no	seré	capaz	de	hacerlo.
    Así	pues,	la	tarde	siguiente	Sophie	se	puso	la	ropa	nueva	y	se	sentó,	sintiéndose
bien	aunque	un	poco	agarrotada,	mientras	esperaba	a	que	Michael	se	arreglara	y	a	que
Howl	terminara	en	el	cuarto	de	baño.	En	ese	tiempo	le	contó	a	Calcifer	cómo	era	el
extraño	país	donde	vivía	la	familia	de	Howl.	Era	una	forma	de	no	pensar	en	el	Rey.
    Calcifer	estaba	muy	interesado.
    —Sabía	que	venía	del	extranjero	—dijo—.	Pero	esto	parece	ser	otro	mundo.	La
bruja	 ha	 sido	 muy	 lista	 al	 mandarle	 la	 maldición	 desde	 allí.	 Muy	 lista,	 sí,	 señor.
Admiro	 ese	 tipo	 de	 magia,	 la	 que	 usa	 algo	 que	 ya	 existe	 y	 lo	 convierte	 en	 una
maldición.	Me	pareció	algo	curioso	cuando	lo	estabais	leyendo	el	otro	día.	El	bobo	de
Howl	le	contó	demasiado	sobre	sí	mismo.
    Sophie	 observó	 el	 rostro	 delgado	 y	 azul	 de	 Calcifer.	 No	 le	 sorprendió	 descubrir
que	Calcifer	admiraba	la	maldición,	ni	que	llamara	bobo	a	Howl.	Siempre	lo	estaba
insultando.	Pero	lo	que	no	conseguía	decidir	era	si	Calcifer	odiaba	a	Howl	de	verdad.
Tenía	 siempre	 una	 expresión	 tan	 malvada	 que	 era	 difícil	 saberlo.	 El	 demonio	 del
fuego	movió	sus	ojos	anaranjados	para	mirar	a	los	de	Sophie.
    —Yo	también	estoy	asustado	—dijo—.	Sufriré	con	Howl	si	la	bruja	le	atrapa.	Si
no	rompes	el	contrato	antes	de	que	lo	haga	ella,	no	podré	ayudarte.
    Antes	de	que	Sophie	pudiera	hacer	más	preguntas,	Howl	salió	del	cuarto	de	baño
más	elegante	que	nunca,	inundando	la	habitación	con	perfume	de	rosas	y	llamando	a
Michael	 a	 gritos.	 El	 muchacho	 bajó	 corriendo	 las	 escaleras	 con	 su	 nuevo	 traje	 de
terciopelo	azul.	Sophie	se	levantó	y	cogió	su	fiel	bastón.	Había	que	irse.
    —¡Qué	aspecto	tan	elegante	y	majestuoso!	—le	dijo	Michael.
    —Me	deja	en	buen	lugar	—dijo	Howl—,	excepto	por	ese	horrible	bastón	viejo.
    —Hay	 gente	 de	 lo	 más	 egocéntrica	 —intervino	 Sophie—.	 Este	 bastón	 va
conmigo.	Lo	necesito	como	apoyo	moral.
    Howl	levantó	la	vista	al	techo,	pero	no	discutió.
    Salieron	majestuosamente	a	las	calles	de	Kingsbury.	Sophie,	naturalmente,	miró
hacia	atrás	para	ver	cómo	era	el	castillo	desde	fuera.	Y	vio	un	dintel	grande	y	curvo
sobre	una	puerta	negra	y	pequeña.	El	resto	del	castillo	parecía	ser	un	trozo	de	pared
entre	dos	casas	de	piedra	labrada.
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    —Antes	de	que	preguntes	—dijo	Howl—,	en	realidad	no	es	más	que	un	establo
vacío.	Por	aquí.
    Recorrieron	 las	 calles	 con	 un	 aspecto	 tan	 elegante	 como	 cualquiera	 de	 los
moradores	de	la	ciudad.	La	verdad	es	que	no	había	mucha	gente.	Kinsgbury	estaba
muy	al	sur	y	hacía	un	día	terriblemente	caluroso.	El	empedrado	brillaba	al	sol.	Sophie
descubrió	 otro	 inconveniente	 de	 la	 vejez:	 uno	 se	 siente	 muy	 extraño	 cuando	 hace
mucho	 calor.	 Los	 grandiosos	 edificios	 temblaban	 ante	 sus	 ojos.	 Eso	 le	 molestaba
porque	 quería	 verlo	 todo,	 pero	 lo	 único	 que	 consiguió	 distinguir	 fue	 una	 impresión
borrosa	de	cúpulas	doradas	y	casas	altas.
    —Por	cierto	—dijo	Howl—,	la	señora	Pentstemmon	te	llamará	señora	Pendragon.
Con	ese	apellido	me	conocen	aquí.
    —¿Y	eso	por	qué?	—preguntó	Sophie.
    —Para	 disimular	 —dijo	 Howl—.	 Pendragon	 es	 un	 apellido	 precioso,	 mucho
mejor	que	Jenkins.
    —Pues	 a	 mí	 me	 va	 muy	 bien	 con	 un	 nombre	 sencillo	 —dijo	 Sophie	 mientras
tomaban	una	calle	estrecha	y	agradablemente	fresca.
    —No	lo	dudo	—dijo	Howl.
    La	casa	de	la	señora	Pentstemmon	era	alta	y	elegante	y	estaba	hacia	el	final	de	la
calleja.	 A	 los	 lados	 de	 la	 hermosa	 puerta	 principal	 había	 dos	 naranjos	 plantados	 en
tiestos.	Les	abrió	un	anciano	mayordomo	vestido	de	terciopelo	negro,	que	les	condujo
a	 un	 recibidor	 fresco	 con	 suelo	 de	 mármol	 blanco	 y	 negro,	 donde	 Michael	 intentó
limpiarse	el	sudor	de	la	cara	discretamente.	Howl,	que	siempre	parecía	estar	fresco,
trató	a	aquel	hombre	como	si	fueran	viejos	amigos	y	bromeó	con	él.
    El	 mayordomo	 los	 dejó	 con	 un	 paje	 vestido	 de	 terciopelo	 rojo.	 Mientras	 los
conducían	ceremoniosamente	por	una	escalera	lustrosa,	Sophie	comenzó	a	entender
por	 qué	 aquello	 era	 una	 buena	 práctica	 antes	 de	 reunirse	 con	 el	 Rey.	 Ya	 se	 sentía
como	 si	 estuviera	 en	 un	 palacio.	 Cuando	 el	 joven	 les	 hizo	 pasar	 a	 una	 salita	 en
penumbra,	le	pareció	que	ni	siquiera	un	palacio	podría	ser	tan	elegante.	Todo	era	azul,
dorado	y	blanco,	pequeño	y	elegante.	La	señora	Pentstemmon	era	lo	más	elegante	de
todo.	Era	alta	y	delgada	y	estaba	sentada	muy	derecha	en	una	silla	tapizada	de	azul	y
dorado.	Una	mano	estaba	cubierta	por	un	mitón	calado	de	seda	dorada,	y	la	apoyaba
sobre	un	bastón	con	empuñadura	de	oro.	Vestía	sedas	doradas,	de	estilo	muy	formal	y
pasado	de	moda,	y	portaba	un	tocado	de	oro	viejo	que	parecía	una	corona,	atado	con
un	 gran	 lazo	 bajo	 el	 rostro	 demacrado	 y	 aguileño.	 Era	 la	 señora	 más	 elegante	 e
imponente	que	Sophie	había	visto	en	su	vida.
    —Ah,	mi	querido	Howell	—dijo,	ofreciéndole	la	mano	con	el	mitón	dorado.
    Howl	se	inclinó	y	la	besó,	como	obviamente	se	esperaba	de	él.	Aunque	su	gesto
fue	de	lo	más	elegante,	lo	estropeó	por	la	espalda,	desde	donde	se	veía	cómo	agitaba
furiosamente	 la	 otra	 mano.	 Michael,	 un	 poco	 tarde,	 se	 dio	 cuenta	 de	 que	 debía
colocarse	 en	 la	 puerta	 junto	 al	 paje.	 Se	 retiró	 hacia	 allá	 a	 toda	 prisa,	 feliz	 de
encontrarse	tan	lejos	de	la	señora	Pentstemmon	como	le	fuera	posible.
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     —Señora	 Pentstemmon,	 permítame	 que	 le	 presente	 a	 mi	 anciana	 madre	 —
intervino	 Howl,	 señalando	 en	 dirección	 a	 Sophie.	 Como	 Sophie	 se	 sentía	 igual	 que
Michael,	Howl	tuvo	que	hacerle	un	gesto	también	a	ella.
     —Encantada.	Es	un	placer	—dijo	la	señora	Pentstemmon,	y	le	ofreció	su	mitón
dorado.	Sophie	no	estaba	segura	si	quería	que	le	besara	la	mano	también,	pero	no	se
atrevió	a	intentarlo.	En	lugar	de	eso,	puso	su	mano	sobre	el	mitón	y	sintió	la	mano
bajo	la	suya	como	una	zarpa	vieja	y	fría.	Después	de	eso,	Sophie	se	sintió	sorprendida
de	que	la	señora	Pentstemmon	estuviera	viva—.	Perdone	que	no	me	levante,	señora
Pendragon	—dijo	la	señora	Pentstemmon—.	Mi	salud	no	es	buena.	Me	obligó	a	dejar
las	clases	hace	tres	años.	Les	ruego	que	se	sienten	los	dos.
     Intentando	 no	 temblar	 debido	 a	 los	 nervios,	 Sophie	 se	 sentó	 dignamente	 en	 una
silla	 tapizada	 frente	 a	 la	 señora	 Pentstemmon,	 apoyándose	 en	 su	 bastón	 con	 la
esperanza	de	estar	igual	de	elegante	que	ella.
     Howl	se	aposentó	con	elegancia	en	la	silla	de	al	lado.	Parecía	estar	muy	a	gusto	y
Sophie	lo	envidió.
     —Tengo	ochenta	y	seis	años	—anunció	la	señora	Pentstemmon—.	¿Cuántos	años
tiene	usted,	señora	Pendragon?
     —Noventa	—dijo	Sophie,	soltando	el	primer	número	que	le	vino	a	la	cabeza.
     —¿Tanto?	—preguntó	la	señora	Pentstemmon	con	un	tono	de	lo	que	podría	haber
sido	 una	 ligera	 y	 señorial	 envidia—.	 Qué	 afortunada	 es	 usted,	 que	 todavía	 puede
moverse	con	tanta	agilidad.
     —Ay,	sí,	está	tan	ágil	—dijo	Howl—,	que	a	veces	no	hay	manera	de	hacerla	parar.
     La	señora	Pentstemmon	le	lanzó	una	mirada	que	hizo	comprender	a	Sophie	que
había	sido	una	profesora	al	menos	tan	temible	como	la	señorita	Angorian.
     —Estoy	 hablando	 con	 tu	 madre	 —dijo—.	 Me	 atrevo	 a	 decir	 que	 está	 tan
orgullosa	de	ti	como	yo.	Somos	dos	ancianas	que	hemos	participado	en	tu	formación.
Podría	decirse	que	eres	nuestra	creación.
     —¿No	 crees	 que	 yo	 haya	 hecho	 nada	 por	 mí	 mismo?	 —preguntó	 Howl—.
¿Algunos	toquecitos	propios?
     —Unos	pocos,	y	no	todos	de	mi	gusto	—replicó	la	señora	Pentstemmon—.	Pero
no	querrás	quedarte	aquí	sentado	mientras	hablamos	de	ti.	Ve	abajo	y	siéntate	en	la
terraza	con	tu	paje.	El	mayordomo	os	traerá	un	refresco.	Vamos.
     Si	Sophie	no	hubiera	estado	tan	nerviosa,	se	habría	reído	al	ver	la	expresión	del
rostro	 de	 Howl.	 Obviamente	 no	 esperaba	 esto	 en	 absoluto.	 Pero	 se	 levantó,
encogiendo	ligeramente	los	hombros,	le	hizo	un	gesto	de	advertencia	a	Sophie	y	se
marchó	 de	 la	 sala	 con	 Michael.	 La	 señora	 Pentstemmon	 se	 giró	 ligeramente	 para
verlos	salir	y	con	una	inclinación	de	cabeza	le	indicó	a	su	paje	que	las	dejara	solas.
Entonces	se	volvió	hacia	Sophie,	que	se	puso	más	nerviosa	que	nunca.
     —Me	gustaba	más	con	el	pelo	moreno	—anunció	la	señora	Pentstemmon—.	Este
muchacho	va	a	ir	por	mal	camino.
     —¿Quién?	¿Michael?	—preguntó	Sophie,	confundida.
CUANDO	LLEGÓ	AL	PALACIO,	Sophie	volvió	a	sentirse	mal.	Sus	muchas	cúpulas	doradas
la	cegaban.	Para	llegar	a	la	entrada	principal	había	que	subir	una	enorme	escalinata,
donde	un	soldado	con	uniforme	escarlata	montaba	guardia	cada	seis	escalones.	Los
pobres	 muchachos	 debían	 estar	 a	 punto	 de	 desmayarse	 con	 el	 calor,	 pensó	 Sophie
mientras	pasaba	resoplando	junto	a	ellos.
     Al	final	de	los	escalones	había	arcos,	salones,	corredores,	vestíbulos,	uno	detrás
de	 otro.	 Sophie	 perdió	 la	 cuenta.	 En	 cada	 arcada	 una	 persona	 espléndidamente
vestida,	 con	 guantes,	 que	 de	 algún	 modo	 seguían	 blancos	 a	 pesar	 del	 calor,	 le
preguntaba	qué	la	traía	por	allí	y	luego	la	conducían	hasta	la	siguiente	persona	en	la
siguiente	arcada.
     —¡La	señora	Pendragon	para	ver	al	Rey!	—resonaba	la	voz	de	cada	uno	por	los
pasillos.
     Aproximadamente	 a	 mitad	 de	 camino	 separaron	 a	 Howl	 educadamente	 y	 le
pidieron	que	esperara.	A	Michael	y	a	Sophie	los	siguieron	escoltando	de	una	puerta	a
otra.	Los	llevaron	al	piso	superior,	donde	los	lacayos	pasaron	a	estar	espléndidamente
vestidos	 de	 azul	 en	 lugar	 de	 rojo,	 y	 fueron	 escoltados	 hasta	 llegar	 a	 una	 antesala
recubierta	 de	 paneles	 de	 madera	 de	 cien	 colores	 distintos.	 Allí	 apartaron	 también	 a
Michael	y	le	pidieron	que	esperara.	Sophie,	que	para	entonces	no	estaba	segura	de	si
estaba	inmersa	en	un	sueño	extraño,	fue	conducida	a	través	de	unas	puertas	enormes,
y	esta	vez	la	voz	resonante	anunció:
     —Su	Majestad,	la	señora	Pendragon	ha	venido	a	verle.
     Y	allí	estaba	el	Rey,	no	en	un	trono	sino	sentado	en	una	silla	cuadrada	que	tenía
como	único	adorno	una	hoja	dorada,	en	el	medio	de	una	gran	sala,	vestido	con	mucha
más	modestia	que	sus	sirvientes.	Estaba	totalmente	solo,	como	una	persona	normal.
Es	cierto	que	estaba	sentado	con	una	pierna	extendida	en	un	ademán	más	bien	real,	y
que	 era	 atractivo	 de	 una	 forma	 regordeta	 y	 un	 tanto	 vaga,	 pero	 a	 Sophie	 le	 pareció
demasiado	 joven	 y	 un	 poco	 demasiado	 orgulloso	 para	 ser	 el	 Rey.	 Sentía	 que,	 con
aquella	cara,	debía	de	sentirse	menos	seguro	de	sí	mismo.	El	Rey	le	dijo:
     —Y	bien,	¿para	qué	quiere	verme	la	madre	del	mago	Howl?
     Y	Sophie	se	sintió	de	repente	sobrecogida	de	estar	hablando	con	el	Rey.	Era	como
si	 el	 hombre	 que	 estaba	 allí	 sentado	 y	 el	 cargo	 tan	 importante	 que	 suponía	 reinar
fueran	dos	cosas	distintas	que	por	casualidad	ocuparan	la	misma	silla.	Y	se	dio	cuenta
de	 que	 no	 recordaba	 ni	 una	 sola	 palabra	 de	 todas	 las	 cosas	 estudiadas	 que	 Howl	 le
había	encargado	decir.	Pero	tenía	que	decir	algo.
SOPHIE	 VOLVIÓ	 A	 LA	 ENTRADA	 DEL	 CASTILLO	     que	 daba	 a	 Kingsbury	 en	 uno	 de	 los
carruajes	del	Rey,	tirado	por	cuatro	caballos.	También	iban	en	él	un	cochero,	un	paje
y	 un	 criado.	 Un	 sargento	 y	 seis	 soldados	 reales	 lo	 custodiaban.	 Y	 todo	 porque	 la
princesa	 Valeria	 se	 había	 subido	 al	 regazo	 de	 Sophie.	 Durante	 el	 corto	 trayecto	 de
vuelta	a	casa,	su	vestido	todavía	mostraba	las	húmedas	marcas	de	la	aprobación	real
de	Valeria.	Sophie	esbozó	una	sonrisa.	Pensó	que	tal	vez	Martha	tenía	algo	de	razón
al	 querer	 tener	 niños,	 aunque	 diez	 Valerias	 se	 le	 antojaron	 un	 número	 excesivo.
Cuando	 la	 niña	 se	 le	 subió	 encima,	 Sophie	 recordó	 haber	 escuchado	 que	 la	 bruja
había	amenazado	a	Valeria	de	alguna	forma,	y	se	descubrió	diciéndole	a	la	niña:
     —La	bruja	no	te	hará	daño.	¡No	lo	permitiré!
     El	Rey	no	había	hecho	ningún	comentario.	Pero	había	ordenado	un	carruaje	real
para	Sophie.
     La	 caravana	 se	 detuvo	 con	 mucho	 ruido	 frente	 a	 la	 puerta	 del	 falso	 establo.
Michael	salió	disparado	y	se	interpuso	en	el	camino	del	criado	que	estaba	ayudando	a
Sophie	a	bajar.
     —¿Dónde	 te	 habías	 metido?	 —quiso	 saber—.	 ¡Estaba	 tan	 preocupado!	 Y	 Howl
está	muy	disgustado…
     —No	me	extraña	—replicó	Sophie	aprensivamente.
     —Porque	la	señora	Pentstemmon	ha	muerto	—dijo	Michael.
     Howl	se	asomó	a	la	puerta.	Se	le	veía	pálido	y	deprimido.
     Tenía	 un	 pergamino	 del	 que	 colgaban	 los	 sellos	 reales	 rojo	 y	 azul,	 que	 Sophie
observó	 sintiéndose	 culpable.	 Howl	 le	 dio	 al	 sargento	 una	 pieza	 de	 oro	 y	 no
pronunció	 ni	 una	 palabra	 hasta	 que	 el	 carruaje	 y	 los	 soldados	 se	 alejaron
repiqueteando.	Luego	dijo:
     —He	contado	cuatro	caballos	y	diez	hombres	sólo	para	librarse	de	una	anciana.
¿Se	puede	saber	qué	le	has	hecho	al	Rey?
     Sophie	 siguió	 a	 Howl	 y	 a	 Michael	 al	 interior,	 esperando	 encontrarse	 la	 sala
cubierta	de	lodo	verde.	Pero	lo	único	que	vio	fue	a	Calcifer	ardiendo	en	la	chimenea
con	su	sonrisa	violeta.	Sophie	se	dejó	caer	en	la	silla.
     —Creo	que	al	Rey	no	le	ha	gustado	que	apareciera	para	ensuciar	tu	nombre.	He
ido	dos	veces	y	todo	ha	salido	mal.	Y	me	he	encontrado	con	la	bruja	del	Páramo	que
venía	de	matar	a	la	señora	Pentsemmon.	¡Menudo	día!
     Mientras	Sophie	contaba	lo	que	le	había	pasado,	Howl	se	apoyó	en	la	repisa	de	la
chimenea	con	el	pergamino	en	la	mano,	como	si	estuviera	pensando	en	echárselo	de
comer	a	Calcifer.
HOWL	 SE	 PUSO	 A	 TRABAJAR	 con	 tanto	 ímpetu	 que	 parecía	 que	 acabara	 de	 disfrutar	 de
una	 semana	 de	 descanso.	 Si	 Sophie	 no	 le	 hubiera	 visto	 librar	 una	 agotadora	 batalla
mágica	hacía	una	hora,	nunca	lo	hubiera	creído	posible.	Michael	y	él	iban	de	un	lado
para	otro	cantando	medidas	en	voz	alta	y	pintando	extraños	símbolos	con	tiza	en	los
lugares	donde	antes	habían	colocado	los	puntales	de	metal.	Parecían	haber	marcado
todos	los	rincones,	incluyendo	los	del	patio.	El	cubículo	de	Sophie	bajo	las	escaleras
y	un	recoveco	extraño	en	el	techo	del	cuarto	de	baño	les	dieron	muchos	problemas.	A
Sophie	y	al	perro-hombre	los	empujaron	de	acá	para	allá,	para	que	Michael	pudiera
dibujar	una	estrella	de	cinco	puntas	inscrita	en	un	círculo	en	el	suelo.
    Cuando	Michael	terminó	y	se	estaba	sacudiendo	el	polvo	y	la	tiza	de	las	rodillas,
llegó	 Howl	 corriendo	 con	 la	 ropa	 negra	 salpicada	 de	 cal.	 Sophie	 y	 el	 perro-hombre
tuvieron	 que	 apartarse	 otra	 vez	 para	 que	 Howl	 pudiera	 moverse	 por	 el	 suelo
escribiendo	signos	dentro	de	la	estrella	y	el	círculo	y	a	su	alrededor.	Los	dos	fueron	a
sentarse	en	las	escaleras.	El	perro-hombre	estaba	temblando.	Aquel	tipo	de	magia	no
parecía	gustarle	nada.
    Howl	y	Michael	salieron	corriendo	al	patio.	Howl	volvió	a	toda	prisa.
    —¡Sophie!	—gritó—.	¡Rápido!	¿Qué	quieres	que	vendamos	en	la	tienda?
    —Flores	—contestó	Sophie,	pensando	de	nuevo	en	la	señora	Fairfax.
    —Perfecto	 —dijo	 Howl,	 y	 se	 alejó	 acelerado	 hacia	 la	 puerta	 con	 un	 bote	 de
pintura	y	un	pequeño	pincel.
    Metió	la	punta	del	pincel	en	el	bote	y	con	mucho	cuidado	pintó	la	marca	azul	de
amarillo.	 Volvió	 a	 mojarlo	 y	 esta	 vez	 el	 pincel	 salió	 con	 pintura	 morada.	 Pintó	 la
mancha	 verde	 con	 ella.	 La	 tercera	 vez	 salió	 de	 color	 naranja,	 que	 pasó	 a	 cubrir	 la
mancha	roja.	Howl	no	tocó	el	negro.	Al	dar	media	vuelta	metió	la	manga	de	su	traje
en	el	bote	de	pintura	junto	con	el	pincel.
    —¡Vaya,	hombre!	—se	quejó	Howl,	sacándola.	La	manga	de	la	chaqueta	era	de
todos	los	colores	del	arco	iris.	Howl	la	sacudió	y	se	volvió	de	nuevo	negra.
    —¿Cuál	de	los	dos	trajes	es?	—preguntó	Sophie.
    —Se	me	ha	olvidado.	No	me	interrumpas.	Ahora	viene	la	parte	más	difícil	—le
ordenó	 Howl,	 corriendo	 a	 colocar	 el	 bote	 de	 pintura	 otra	 vez	 en	 la	 mesa.	 Cogió	 un
tarro	lleno	de	polvo—.	¡Michael!	¿Dónde	está	la	pala	de	plata?
    Michael	llegó	a	la	carrera	del	patio,	con	una	gran	pala	reluciente.	El	mango	era	de
madera,	pero	la	hoja	parecía	de	plata	maciza.
    —¡Ya	está	todo	listo	ahí	fuera!	—dijo.
ABRIERON	LA	FLORISTERÍA	al	día	siguiente.	Como	Howl	había	señalado,	no	podía	haber
sido	 más	 fácil.	 Todos	 los	 días,	 por	 la	 mañana	 temprano,	 no	 tenían	 más	 que	 girar	 el
pomo	con	el	púrpura	hacia	abajo,	abrir	la	puerta	y	salir	a	la	pradera	a	coger	flores.
Pronto	se	convirtió	en	una	rutina.	Sophie	cogía	su	bastón	y	sus	tijeras	y	avanzaba	con
cuidado,	 charlando	 con	 el	 bastón	 y	 usándolo	 para	 comprobar	 que	 el	 suelo	 estaba
firme	 o	 para	 alcanzar	 las	 rosas	 más	 altas	 y	 más	 hermosas.	 Michael	 salía	 con	 una
invención	propia	de	la	que	se	sentía	muy	orgulloso.	Era	una	gran	cubeta	de	latón,	con
agua	dentro,	que	flotaba	por	el	aire	y	seguía	a	Michael	por	donde	quiera	que	iba	entre
los	arbustos.	El	perro-hombre	también	los	acompañaba.
     Se	 lo	 pasaba	 en	 grande	 corriendo	 por	 los	 senderos	 de	 hierba	 húmeda,	 cazando
mariposas	o	intentando	atrapar	a	los	diminutos	pajarillos	de	brillantes	colores	que	se
alimentaban	de	las	flores.	Mientras	el	perro	corría,	Sophie	cortaba	montones	de	iris,
lirios,	frescas	flores	de	naranjo	o	ramas	de	hibisco	azul,	y	Michael	cargaba	el	barreño
con	 orquídeas,	 rosas,	 flores	 blancas	 estrelladas,	 de	 color	 bermellón	 o	 cualquier	 otra
que	le	llamara	la	atención.	Todos	disfrutaban	del	paseo.
     Luego,	antes	de	que	el	calor	se	hiciera	demasiado	intenso,	volvían	con	las	flores
del	 día	 a	 la	 tienda	 y	 las	 colocaban	 en	 un	 surtido	 de	 jarras	 y	 cubos	 que	 Howl	 había
encontrado	 rebuscando	 en	 el	 patio.	 Dos	 de	 los	 cubos	 eran	 en	 realidad	 las	 botas	 de
siete	 leguas.	 Sophie	 pensó	 que	 aquello	 demostraba	 cómo	 había	 perdido	 Howl	 su
interés	en	Lettie.	Ahora	no	le	importaba	si	Sophie	usaba	las	botas	o	no.
     Mientras	ellos	cortaban	las	flores,	Howl	solía	desaparecer.	Y	después,	el	pomo	de
la	puerta	solía	estar	apuntando	hacia	el	negro.	Casi	siempre	regresaba	para	tomar	un
desayuno	 tardío,	 con	 aspecto	 soñoliento	 y	 todavía	 ataviado	 con	 su	 traje	 negro.	 No
quería	 decirle	 a	 Sophie	 cuál	 de	 los	 dos	 trajes	 era.	 Lo	 único	 que	 consiguió	 sacar	 al
respecto	 fue:	 «Todavía	 estoy	 de	 luto	 por	 la	 señora	 Pentstemmon».	 Y	 si	 Sophie	 o
Michael	le	preguntaban	por	qué	siempre	salía	a	aquella	hora,	Howl	ponía	expresión
ofendida	y	decía:	«Si	uno	quiere	hablar	con	una	maestra	de	escuela,	tiene	que	pillarla
antes	de	que	empiecen	las	clases».	Y	luego	desaparecía	en	el	cuarto	de	baño	durante
dos	horas.
     Mientras	 tanto	 Sophie	 y	 Michael	 se	 ponían	 su	 ropa	 elegante	 y	 abrían	 la	 tienda.
Howl	insistió	en	lo	de	la	ropa	elegante.	Dijo	que	así	atraerían	a	más	clientela.	Sophie
insistió	 en	 que	 todos	 llevaran	 delantal.	 Y	 al	 cabo	 de	 unos	 días	 en	 los	 que	 los
habitantes	 de	 Market	 Chipping	 se	 limitaron	 a	 mirar	 por	 el	 escaparate	 sin	 entrar,	 la
floristería	 se	 volvió	 muy	 popular.	 Se	 extendió	 el	 rumor	 de	 que	 Jenkins	 tenía	 flores
AL	 AMANECER	 DEL	 DÍA	 del	 solsticio	 de	 verano	 Howl	 entró	 por	 la	 puerta	 armando	 tal
escándalo	que	Sophie	se	incorporó	de	un	salto	en	su	cubículo	convencida	de	que	la
bruja	le	pisaba	los	talones.
     —¡Piensan	tanto	en	mí	que	siempre	juegan	sin	mí!	—gritó	Howl.
     Sophie	se	dio	cuenta	que	lo	único	que	pasaba	era	que	estaba	intentando	cantar	la
canción	de	Calcifer	y	se	volvió	a	tumbar	justo	cuando	Howl	se	tropezó	con	la	silla	y
se	 enganchó	 con	 el	 taburete,	 que	 salió	 disparado	 al	 otro	 extremo	 de	 la	 habitación.
Después	de	eso	intentó	subir	a	su	cuarto	por	el	armario	de	las	escobas	y	luego	por	el
patio.	 Aquello	 lo	 dejó	 un	 poco	 confundido.	 Pero	 por	 fin	 descubrió	 las	 escaleras,
excepto	el	primer	escalón,	con	el	que	se	tropezó	y	se	cayó	de	cara.	El	castillo	enteró
tembló.
     —¿Qué	pasa?	—preguntó	Sophie	sacando	la	cabeza	por	la	barandilla.
     —Reunión	del	Club	de	Rugby	—replicó	Howl	con	lenta	dignidad—.	¿A	que	no
sabías	que	volaba	raudo	y	veloz	como	delantero	de	mi	universidad,	Doña	Fisgona?
     —Si	estabas	intentando	volar,	parece	que	se	te	ha	olvidado	—dijo	Sophie.
     —Nací	 con	 la	 habilidad	 de	 tener	 visiones	 extrañas	 —dijo	 Howl—,	 cosas
invisibles	para	los	ojos,	e	iba	de	camino	a	la	cama	cuando	me	habéis	interrumpido.	Y
sé	dónde	están	todos	los	años	pasados	y	quién	partió	la	pezuña	del	diablo.
     —Vete	a	la	cama,	memo	—dijo	Calcifer	adormilado—.	Estás	borracho.
     —¿Quién,	 yo?	 —preguntó	 Howl—.	 Os	 aseguro,	 amigos	 míos,	 que	 estoy	 más
sobrio	 que	 una	 roca.	 —Se	 levantó	 y	 subió	 pesadamente	 las	 escaleras,	 tanteando	 la
pared	como	si	pensara	que	se	le	iba	a	escapar	si	no	la	controlaba	con	la	mano.	Pero	la
puerta	de	su	cuarto	se	le	escapó—.	¡Qué	mentira	más	grande!	—comentó,	mientras	se
chocaba	contra	la	pared—.	Mi	deslumbrante	falta	de	honradez	será	mi	salvación.	—
Se	chocó	contra	la	pared	varias	veces	más,	en	distintos	lugares,	antes	de	descubrir	la
puerta	de	su	cuarto	y	entrar	a	trompicones.	Sophie	lo	oyó	caerse	varias	veces	y	decir
que	la	cama	le	estaba	esquivando.
     —¡Es	imposible!	—dijo	Sophie,	y	decidió	marcharse	de	inmediato.
     Desgraciadamente,	 el	 ruido	 que	 había	 hecho	 Howl	 despertó	 a	 Michael	 y	 a
Percival,	 que	 dormía	 en	 el	 suelo	 de	 su	 habitación.	 Michael	 bajó	 diciendo	 que	 ya
estaba	totalmente	despierto	y	que	saldría	a	coger	las	flores	para	hacer	las	guirnaldas
del	solsticio	aprovechando	que	el	día	todavía	estaba	fresco.	Sophie	no	lamentó	salir
por	última	vez	al	lugar	de	las	flores.	La	llanura	estaba	velada	por	una	neblina	cálida	y
lechosa,	 impregnada	 de	 aromas	 y	 colores	 medio	 escondidos.	 Sophie	 avanzó	 por	 el
TODOS	SALIERON	CORRIENDO	detrás	del	espantapájaros,	pero	Sophie	corrió	en	dirección
contraria,	atravesó	el	armario	de	las	escobas	y	llegó	a	la	tienda,	cogiendo	su	bastón
por	el	camino.
     —¡Es	 culpa	 mía!	 —murmuró—.	 ¡Soy	 una	 experta	 en	 hacerlo	 todo	 al	 revés!	 No
debí	 dejar	 salir	 a	 la	 señorita	 Angorian.	 ¡Habría	 bastado	 ser	 educada	 con	 ella,
pobrecilla!	Puede	que	Howl	me	haya	perdonado	muchas	cosas,	¡pero	esto	no	me	lo	va
a	perdonar	así	como	así!
     En	la	floristería	sacó	las	botas	de	siete	leguas	del	escaparate	y	vació	en	el	suelo
los	hibiscos,	las	rosas	y	el	agua.	Abrió	la	puerta	y	arrastró	las	botas	mojadas	hasta	el
medio	de	la	calle	abarrotada	de	gente.
     —Perdón	—dijo	en	dirección	a	los	zapatos	y	mangas	anchas	que	avanzaban	en	su
dirección.	Levantó	la	vista	buscando	el	sol,	que	no	era	fácil	de	encontrar	en	el	cielo
nublado—.	 A	 ver.	 Sudeste.	 Por	 allí.	 Perdón,	 perdón	 —dijo,	 abriendo	 un	 pequeño
espacio	 para	 las	 botas	 entre	 la	 gente	 que	 estaba	 de	 fiesta.	 Las	 colocó	 en	 el	 suelo
apuntando	en	la	dirección	adecuada,	metió	los	pies	y	se	puso	en	marcha.	Zip-zip,	zip-
zip,	zip-zip,	zip-zip,	zip-zip,	zip-zip,	zip-zip.	Fue	rapidísimo,	y	el	viaje	la	dejó	más
mareada	y	sin	aliento	con	las	dos	botas	que	cuando	llevaba	sólo	una.	Ante	los	ojos	de
Sophie	 pasaban	 las	 imágenes	 a	 toda	 velocidad:	 la	 mansión	 al	 fondo	 del	 valle,
reluciente	 entre	 los	 árboles	 con	 el	 carruaje	 de	 Fanny	 a	 la	 puerta;	 helechos	 en	 las
colinas;	 un	 riachuelo	 precipitándose	 hacia	 el	 verdor	 de	 un	 valle;	 el	 mismo	 río
deslizándose	 por	 un	 valle	 mucho	 más	 ancho;	 el	 mismo	 valle	 que	 ya	 era	 tan	 amplio
que	parecía	eterno	y	azul	en	la	distancia,	y	un	montón	de	torres	a	lo	lejos	que	podían
haber	sido	Kingsbury;	la	llanura	que	volvía	a	estrecharse	en	dirección	a	las	montañas;
una	montaña	tan	empinada	que	se	tropezó	a	pesar	del	bastón,	lo	que	la	llevó	al	borde
de	un	precipicio	teñido	de	niebla,	desde	el	que	se	veían	las	copas	de	los	árboles	muy
al	fondo,	donde	tuvo	que	dar	otro	paso	para	no	caerse.
     Y	aterrizó	sobre	arena	amarilla.	Clavó	el	bastón	en	el	suelo	y	miró	con	cuidado	a
su	 alrededor.	 Detrás	 de	 su	 hombro	 derecho,	 a	 varias	 millas	 de	 distancia,	 había	 una
neblina	 blanca	 y	 vaporosa	 que	 casi	 ocultaba	 las	 montañas	 por	 las	 que	 acababa	 de
pasar.	Bajo	la	neblina	se	veía	una	franja	verde	oscuro.	Sophie	asintió.	Aunque	desde
tan	lejos	no	distinguía	el	castillo	viajero,	estaba	segura	de	que	la	bruma	marcaba	el
lugar	de	las	flores.	Dio	otro	paso	cuidadoso.	Zip.	Hacía	un	calor	espantoso.	La	arena
amarillenta	 se	 extendía	 en	 todas	 direcciones,	 relumbrando	 bajo	 el	 sol.	 Había	 rocas
desperdigadas	por	aquí	y	por	allá.	Lo	único	que	crecía	eran	unos	arbustos	grisáceos	y
tristes.	Las	montañas	parecían	nubes	acercándose	en	el	horizonte.
Sophie
Howl
El embrujo de Sophie
Michael y el espantapájaros
Calcifer
Howl y Sophie
Howl y Sophie
cráneo	 toma	 Hamlet	 en	 la	 famosa	 escena	 del	 cementerio.	 La	 frase	 «Algo	 huele	 a
podrido	en	Dinamarca»	es	una	de	las	más	famosas	de	la	obra.	(N.	de	la	T.).	<<