Calila y Dimna – Prólogo y vocabulario
Anónimo: Calila y Dimna
Prólogo
La manifestación oral de la eterna tradición popular ha cristalizado, de tiempo en
tiempo, en esas colecciones más o menos eruditas, que se traducen a todas las lenguas y
que manejan todos los pueblos. Así nacieron las famosas recopilaciones de cuentos, que
los budistas ensartaban al predicar la nueva moral religiosa para hacer más plástica y
educativa su misión. Así se llegó al Panchatantra, al Mahabarata, a otros compendios
del tesoro folklórico de la India; y Calila y Dimna no es sino el más extenso de todos
estos libros recopilatorios, ya que los aprovecha total o parcialmente.
La complicada genealogía del Calila ha venido precisándose con lentitud y paciencia a
través de un siglo entero de críticas investigaciones, inauguradas en 1816 por Sacy,
editor del texto árabe.
Baste saber, como resumen de tantos desvelos, que a quien parece debérsele la reunión
de las distintas fuentes sánscritas antes aludidas, es a Berzebuey, filósofo y médico del
siglo VI de nuestra era, que las tradujo al pehlvi, dialecto persa reconocido como lengua
oficial del imperio.
El libro se difundió extraordinariamente merced a las muchas traducciones que de él se
hicieron en lenguas orientales y europeas. Para nosotros tiene una especial importancia
la versión árabe que Abdalla ben Almocafa realizó a mediados del siglo VIII, pues de
ella deriva la antigua versión castellana que publicamos.
En la nota final de nuestro texto se afirma también esta procedencia, aunque añadiendo
que se hizo por intermedio del latín. Podríamos darle crédito, aunque sea difícil admitir
esta supuesta versión intermedia, si aquella nota no fuese en todas sus partes inexacta, lo
que nos lleva a declararla apócrifa, pues también atribuye la traducción a Alfonso X. No
es este el único caso de atribuciones semejantes. La enorme fama alcanzada por el sabio
monarca, impulsor de la poesía, de la legislación, de la historia, de las ciencias,
moldeador del idioma, al que dio una flexibilidad capaz de expresar con épicos acentos
los instantes más inspirados de nuestras gestas, capaz de traducir a Ovidio con elegancia
y emoción, capaz de dar nuevo calor a las páginas bíblicas, esa fama bien merecida
atrajo hacia él la atribución de obras anónimas, ya por el solo antojo del copista firmante
del códice, ya por el más inteligente deseo de dar autoridad a las obras salidas de manos
ignoradas. Pero Alfonso X no aprovecha esa traducción en su General Estoria o historia
universal, redactada hacia 1270, donde da a conocer otro texto distinto del capítulo I
del Calila, y de existir aquella sin ningún género de duda la hubiera aprovechado, sin
tener que recurrir a otra nueva. Quizá por esta misma razón haya que rectificar también
la fecha de 1251 que da la nota final que discutimos, y adelantarla en unos treinta años
más.
Claro es que en la complicada transmisión de la obra fue ésta modificándose con
adiciones, amplificaciones y retoques. Aparte de la transformación de detalles, alterando
y suprimiendo todo aquello que podía chocar a hombres de otras latitudes para ir
acomodando el libro a las distintas civilizaciones, los traductores, aunque no todos ni
con mucha frecuencia, superpusieron algo propio. Y así el libro, que comenzó por estar
constituido por doce capítulos, llega en la versión castellana a tener diez y ocho.
El título proviene de los nombres dados a los protagonistas -dos lobos cervales- de una
larga historia de infidelidad y ambición, comprendida en nuestros capítulos III y IV. Las
demás narraciones no se relacionan con esta primera, y sólo sustentan la unidad de ser,
como ella, rimeros de fábulas y consejos. Este título, al parecer, tiene tan larga vida
como el libro mismo.
La ficticia unidad hállase asegurada por las palabras que Berzebuey y los sucesivos
interpoladores han puesto en boca de un rey que inquiere y da a su interlocutor, el
filósofo, como pie forzado, el tema del apólogo siguiente, que éste desarrolla
desprendiendo los consejos propios para el rey. Del nombre siriaco de este filósofo,
Bidwag, nació el de Bidbai, Pilpai o Bidpai, al que se le supuso escritor indio.
Ya dentro de aquella fábula principal, los personajes mismos relatan nuevos cuentos;
poco a poco se pierde el hilo de la primitiva historia, hasta que un personaje lo recoge
para volver a dar vida a otras nuevas moralizaciones. Esta concatenación produce
alguna fatiga, y no es ni lo más claro ni lo más apropiado a nuestro sistematizado
modelo de una narración única; pero el procedimiento ha sido eterno, y aunque nunca
llegó a los extremos de los fabulistas indios, ha producido, sin remontarnos mucho en
nuestro recuerdo, la interpolación dentro del Quijote, de novelas tan deliciosas como la
del cautivo capitán o la del Curioso impertinente.
Los protagonistas de todos estos cuentos son animales, pues las personas -rey, filósofo,
brachmanes- tienen un carácter secundario, y si alguna fábula está sólo representada por
personajes humanos, es -con las excepciones consiguientes- porque procede de las
interpolaciones sucesivas, y más generalmente del traductor árabe, como se puede
comprobar con todos los cuentos comprendidos en nuestro capítulo IV, que fue añadido
para éste. Las fábulas indias no hacen, pues, sino dar la pauta, que ha de ser seguida con
religiosa aquiescencia por todos los fabulistas, hasta llegar a un La Fontaine o un Iriarte.
He aquí, pues, en vuestras manos un libro de fama antiquísima y universal, un libro
cuyo esencial valor reside en presentarnos recubierta de la pátina literaria la tradición
inagotable del pueblo. Cada uno de estos apólogos ha recorrido el mundo por extraños
caminos y ha surgido aquí y allá como flor imperecedera. Muchos no tendrán novedad
alguna para un lector moderno; en mil libros, en boca de los maravillosos narradores
rústicos que aún quedan, surgen con la viva espontaneidad de la fuente siempre
rumorosa. Y así reconoceréis, aunque sea otro el protagonista, la fábula de “La lechera”
en el cuento de “El religioso que vertió la miel y la manteca sobre su cabeza”. Lo
exótico de estos apólogos y su mismo recargamiento de máximas y moralizaciones no
empaña en nada lo popular de ellos; se cuentan casi todos con gracia y ligereza, y no
hay que enojarse porque la uniforme repetición de la fórmula para intercalar los cuentos
dé cierta pesadez a la lectura. A un lector moderno y presuroso no se le podrá pedir que
lea este libro de seguido; por ello he procurado singularizar cada cuento, escondido en
los largos relatos, a fin de facilitar su lectura aislada.
Bien definida está la moralidad relativa del libro por Gastón Paris, el admirado erudito
francés que estudió en la Histoire Littéraire de la France (París, 1906, tomo XXXIII)
con su certero criterio las versiones del Calila, a propósito de una de Raimond de
Béziers -del siglo XIV- hecha sobre la castellana. “Sus enseñanzas -dice- son poco
elevadas y bastante vanas; se refieren, casi en su totalidad, a estos preceptos: hay que
ser prudentes, ceder a la fuerza, saber aprovechar las ocasiones, y ante todo y sobre
todo, hay que desconfiar de todo y de todos. Reconozcamos, sin embargo, que la
honestidad se recomienda frecuentemente y señalemos un rasgo simpático que
reaparece a través de toda la colección, y que es tan propio del carácter indio: la
preciada amistad”.
Y otro crítico francés, Derenbourg, el editor de una versión latina del Calila, escribe que
“las ideas religiosas profesadas en nuestro libro han permanecido -a través de las
distintas nacionalidades y de religiones diferentes porque ha pasado- sin ningún cambio
notable. Dios es uno y todopoderoso, recompensa el bien y castiga el mal; la retribución
está reservada ciertamente a un mundo futuro; el hombre no sabrá evitar las decisiones
del destino, y debe, sin embargo, conducirse como si fuera libre. La contradicción entre
la presciencia de Dios y el libre albedrío está planteada en el Calila y tan
imperfectamente resuelta como en toda la teología medieval. Al lado de esta
uniformidad, poco importa que se hable por acaso de un religioso o de un confesor, que
se cite un versículo del Nuevo Testamento o que se añada un cuento cuyo asunto sea el
descanso dominical”.
La Edad Media vio en este libro una colección de consejos saludables para su rey y para
su pueblo, y no vaciló en traducirlo y asimilarlo a la literatura más afortunada del
tiempo, la de consejos y castigos. El conde Lucanor, del infante don Juan Manuel;
los Castigos y Documentos, atribuídos a Sancho IV; el Libro de los gatos, o de los
cuentos; el Libro de ejemplos por a. b. c. y otros muchos, entre ellos el De los engaños
e los asayamientos de las mugeres y también el del Arcipreste de Hita, son muestras
variadas y eminentes de la predilección medieval por esta literatura moralizadora, y aún
encontraríamos en estos libros y en mayor o menor cantidad el recuerdo directo o vago
de los cuentos del Calila y Dimna.
Esta edición se ha hecho sobre las dos anteriores del erudito americano Allen (Macon,
1906) y del académico Alemany (Madrid, 1915). El primero copió exactamente los dos
manuscritos conservados en El Escorial (ms. A = h. III. 9 y ms. B = x. III. 4); el
segundo avaloró su nueva edición con el cotejo del texto árabe y decidió las
divergencias de los dos manuscritos casi siempre a favor del más extenso, B. Hay otra
edición anterior, de Gayangos (Madrid, 1860), que ha sido anulada por estas dos.
Procuro en esta mía dar un texto único, combinando las lecturas de ambos manuscritos,
pero decidiéndome a no alterar el texto de A que me sirve de base, sino cuando el
sentido quede incompleto o esté manifiestamente estropeado por el copista. No me
aventuro por mi cuenta a hacer sino las correcciones más evidentes, pues todas las
restantes están fundadas en las ediciones anteriores. Los eruditos harán bien en seguir
consultando las citadas ediciones, y en ésta encontrarán un texto modernizado en la
ortografía, y en el que se destacan unos de otros los diversos cuentos de la colección, a
fin de dar facilidad al público a que se dirige esta Biblioteca y para el que también
damos un sencillo vocabulario.
Antonio G. Solalinde