“El regreso” (2017) de Fernanda Trías del libro No soñarás flores.
La noticia la trajo Darío, el hijo del panadero. Supimos que algo había pasado en
cuanto lo vimos parado en los pedales, acercándose bajo el sol del mediodía.
Alguien dijo: “¿Y ese? ¡Si es Darío!”.
Estábamos sentados en la terraza, agobiados por el aire caliente e inmóvil que se
había instalado la última semana, y lo único que se oía era el murmullo a mar del
ventilador. Frente a mí, Clara dormitaba con el vestido enrollado sobre los muslos
huesudos y aquel pecho de pájaro embalsamado, raquítico, que se elevaba
apenas lo suficiente para dejar entrar un poco de aire. Al lado estaba sentada
mamá, toda de negro a pesar del bochorno de la canícula; tenía el pelo levantado
con horquillas y su moño parecía una torre mal armada. Más lejos, la Gorda
Teresa y su marido, Jesús. Los dos estrenaban ropa, como les gustaba hacer los
días de fiesta patria; ella una solera y él una camisa que la Gorda le cosió con el
resto de tela que le había sobrado. En eso pensaba yo, justo antes de que alguien,
tal vez la propia Gorda, descubriera la bicicleta en el camino. “Sí, dijo Clara
después, Darío”. Nos incorporamos un poco, sin fuerza para levantarnos de las
reposeras. Mamá se persignó, y en la cara de todos se percibió el desasosiego de
los malos augurios.
–Hilda, andá preparándole algo al pobre –dijo mi madre, y acompañó con un
impulso de la cabeza.
Enganché los pies en las sandalias y me levanté con lentitud. Los huesos
crujieron; había algo dentro del cuerpo que se resistía al movimiento, que
amenazaba con quebrarse como una rama seca. Al pasar frente al ventilador, con
su aire leve y tibio, me detuve un momento y dejé que el viento me golpeara la
cara y empujara el pelo hacia atrás.
A medida que se fue acercando, pude oír el ruido de las llantas en el ripio. Yo lo
esperaba en la puerta, con el vaso de limonada en la mano. Darío se detuvo a
unos metros de la casa, apoyó un pie en el piso y saltó de la bicicleta, que cayó de
lado levantando polvo. “Buenas, señora Hilda”, me dijo de lejos. Estaba hinchado
de calor y los ojos se le perdían en la cara como dos orificios hechos a prepo. En
la mano sostenía un paquete envuelto en papel marrón. El sol golpeaba con
fuerza, y aunque me había resguardado en la línea de sombra que arrojaba el
alero, volví a sentir el pelo pegado en la nuca y ese calor dañino que subía de la
tierra.
–¿Qué traés ahí? –le pregunté.
Dio unos pasos hacia mí, como indeciso. No sabía si darme la noticia primero, el
pobrecito.
–¿Tu madre no te dijo que te podés enfermar a estas horas?
No se animaba a acercarse del todo o bien no sabía qué decir, porque se quedó
inmóvil bajo el rayo del sol, erguido y solemne como un soldado, mientras el sudor
le chorreaba la cara y empapaba la camiseta.
–Traigo un pan dulce –dijo, y me ofreció el paquete con las dos manos.
Le hice una seña hacia el interior del porche:
–Vení, ¿no querés limonada?
Él asintió y se acercó con pasos temerosos. Me extendió el paquete y una vez que
tuvo las manos libres se limpió la frente y los ojos con las palmas extendidas antes
de aceptar el vaso. El paquete estaba hirviendo y a través del papel pude sentir el
pan aplastado y pegajoso.
–Decile a tu madre que gracias –dije, pero no sé si me oyó, porque tenía la cara
encajada hasta las cejas dentro del vaso y la garganta le hacía ruido al tragar.
Cuando terminó, levantó los ojos hacia mí y habló lento, todavía jadeante:
–Él está de vuelta –miró hacia abajo, dentro del vaso vacío, como si esperara
algo. Luego revolvió la lengua, que yo imaginé fresca y húmeda, y pareció tomar
impulso:–. Se lo dijo el señor Augusto a mi mamá y ella no le creyó pero él dice
que lo vio todo el mundo, que está acá, y vivito y coleando. Eso fue lo que le dijo
Augusto, y que viene para acá, y que mejor era avisarle a la señora Luisa o le
podía dar un soponcio.
–Un soponcio.
–Sí, un soponcio –volvió a decir, y algo en los ojos le brilló, la fugaz ilusión de que
una cosa terrible pudiera suceder.
–Bueno, yo le aviso. ¿Querés otro vaso?
Dudó, pero luego negó con la cabeza y miró en dirección de la bicicleta tirada en
el camino.
–Gracias por el pan, decile a tu madre. Y vos no te preocupes que yo le aviso.
Eso pareció tranquilizarlo. Tal vez tuviera miedo de que lo arrastrara hasta la
terraza y lo obligara a repetir esas mismas palabras frente a mi madre. Entonces
el soponcio, un desmayo, un grito descontrolado de felicidad. Llanto, tal vez. Las
manos alzadas al cielo, los ojos en blanco, la lengua dada vuelta, ahogando la
garganta seca, descreída ya de milagros. Y Darío ahí, como un ángel con sus alas
de metal calientes y herrumbradas.
A mí la noticia no me sorprendió; tampoco me había sorprendido la otra, la de su
muerte lejana. Será porque desde chica me había acostumbrado a imaginarlo
muerto, dentro de un cajón, no pálido ni frío, sino como dormido, con la cabeza
rodeada de flores. Eso empezó el año en que a mi madre la internaron en el
psiquiátrico de la Misericordia. Mi hermana y yo quedamos a cargo de Fabio. Clara
era bebé; no se acuerda de nada. Pero yo sí recuerdo el frío, mi cuerpo tiritando
bajo la sábana tensa y blanca. Tenía que bañarme antes de ir a la cama. Fabio
dejaba que me enjabonara sola, pero se quedaba en el baño, vigilándome. Hasta
ahora tengo que ducharme con la radio prendida para no recordar aquel silencio
hecho solo de agua. Después él me envolvía en el toallón y me secaba. A veces,
mientras intentaba dormirme, imaginaba a Fabio muerto con una corona de rosas;
a veces el cajón era la bañera, a veces yo era la única que lo velaba.
Será por eso que no me sorprendió. Clara sí lo lloró de forma violenta, exagerando
cada estertor de su pecho esquelético. Contó a quien quisiera oírla sobre el día en
que Fabio la salvó del derrumbe en la cabaña de troncos y no sé cuántas veces la
oí decir “Mi hermano era todo para mí”. Mamá, silenciosa y digna, se limitó a
ponerse de luto, y todavía hoy, doce años después de aquel simulacro de entierro
a distancia, la ropa negra y sufrida que se había impuesto seguía siendo su forma
de mostrarle a todos que ella tenía una pena más profunda, más inolvidable que
cualquier otra. Pero yo no; yo no me uní al coro de lamentos de las mujeres, la
Gorda incluida, y en el fondo siempre pensé que lo único que mi hermano buscaba
era librarse de nosotros, de mamá, más que nada, y que todos en el pueblo
pensaran en él como en un ganador o un héroe. Ahora se convertía en algo mejor:
un muerto resucitado que volvería cargado de grandes aventuras, de relatos sobre
cómo la muerte casi lo toma desprevenido.
Me quedé parada en el zaguán mirando a Darío alejarse. En una mano tenía el
paquete con el pan dulce, blando y apelmazado; en la otra, el vaso del chiquilín.
Los hielos se habían derretido y aproveché para pasarme el vaso mojado por la
frente y el escote. Esta vez le tocaba la bajada y apenas se lo veía, oculto tras una
nube de polvo. Si pensé en algo, no lo recuerdo. A veces cuando se piensa en
mucha cosa, da la sensación de no estar pensando en nada. Sólo sé que esperé
ahí un buen rato. Esperé, digo, aun cuando no quedaban ni rastros de la bicicleta
y la tierra comenzaba a asentarse, desprovista de misterio.
En la oscuridad fresca y enmohecida del comedor, temblaban las velas del altar.
Las llamas habían manchado de tizne la pared y en medio de esas dos columnas
negras colgaban rosarios, fotos de la Virgen, crucifijos, pequeños corazones
sangrantes coronados de espinas. Más abajo, sobre el mueble, una colección de
fotos de Fabio en casi todas las edades, rodeadas de flores de plástico,
estampitas, oraciones que los parientes y amigos iban dejando. Si hasta era más
lindo muerto que vivo. Si hasta podíamos quererlo más. ¿Cómo estaría ahora?
Viejo. Tal vez herido, sin piernas, sin dedos, con un parche en el ojo. O ablandado
por los años, desdentado, corroído por la intemperie y la mentira como una lata de
arvejas abandonada. Pensé en la lata y me vi a mí misma disparándole en el
pecho; tres agujeros bien redondos, mi puntería de antes. El rifle estaba guardado
dentro del armario de caoba, abajo mismo del altar; sólo tenía que dar vuelta la
llave y esperarlo en la entrada del potrero. Total nadie lo esperaba; nadie iría a
buscarlo. Lo vi: una lata vieja y agujereada, y por los agujeros se iban los
recuerdos, la posibilidad última de todo regreso.
Dejé el vaso en la cocina, pasé sin detenerme frente al ventilador, subí la escalera
hacia la terraza, con la misma lentitud con la que había bajado, y volví a sentarme
en la reposera. Con un pie empujé una sandalia que cayó seca sobre el piso;
después la otra. Todos esperaron en silencio a que me descalzara.
–Nos mandan este pan –dije, y empecé a desenvolver el paquete sobre la falda.
–¡Hilda! –dijo mi madre.
A pesar del resplandor, tenía la cara tomada por la sombra.
El pan caliente y roto, surcado de grietas, parecía ahora un cerebro expuesto, una
flor terrible y dolorosa.
–Que nos mandan este pan –repetí, firme– y me piden que vaya. Que la hija
mayor se separó del marido y el tipo se llevó todo: los muebles, la plata, todo.
Quedó arrasada.
–¿Y vos qué tenés que ver con eso?
Me encogí de hombros.
–No tienen a nadie más…
La Gorda fue a decir algo pero Jesús le hizo un gesto para que se callara. Levanté
la vista. A lo lejos, en el extremo sur del camino, una figura negra, imperceptible
aún para los demás, avanzaba lentamente hacia nosotros.