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Reseña Webber Lecturas 3

La conferencia de Max Weber sobre la política como vocación destaca la importancia del Estado como monopolio de la violencia y la necesidad de legitimación a través de diferentes tipos de autoridad. Weber distingue entre políticos ocasionales, semiprofesionales y profesionales, enfatizando la profesionalización del funcionariado y el papel del caudillo en la política moderna. Además, aborda la ética en la política, sugiriendo que los políticos deben equilibrar la convicción y la responsabilidad para enfrentar las complejidades del poder.

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Reseña Webber Lecturas 3

La conferencia de Max Weber sobre la política como vocación destaca la importancia del Estado como monopolio de la violencia y la necesidad de legitimación a través de diferentes tipos de autoridad. Weber distingue entre políticos ocasionales, semiprofesionales y profesionales, enfatizando la profesionalización del funcionariado y el papel del caudillo en la política moderna. Además, aborda la ética en la política, sugiriendo que los políticos deben equilibrar la convicción y la responsabilidad para enfrentar las complejidades del poder.

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DOCTORADO EN CS. SOCIALES IDES- UNGS


Cs. Sociales III

Muy buena síntesis de la Conferencia. Creo que agregaría sólo un factor de orden metahistórico que está
presente en el texto, y es la creciente necesariedad de la burocracia. Dos cosas solamente veo
problemáticas. Por un lado, el que en la definición de Estado no menciones la legitimidad, pilar distintivo de
la teoría weberiana. Por otro lado, hay una confusión, o un problema de redacción, en cuanto al Estado
moderno y los medios de administración. No me queda claro si es algo que no te quedó claro, porque pocos
renglones más abajo lo expresás correctamente. Ver resaltado.

Reseña de Weber, Max (1979 [1919]). “La política como vocación”, en: El político y el científico. Madrid:
Alianza Editorial.

En esta conferencia, pronunciada en Múnich en 1919, Weber tiene como objetivo analizar qué es y qué
significa la política como vocación. A tal fin, parte de la definición de política como “la dirección o la
influencia sobre la dirección de una asociación política, es decir, en nuestro tiempo, de un Estado”.

Como asociación política particular, el Estado se caracteriza, para Weber, por arrogarse el monopolio de la
violencia física en un territorio determinado, ya sea de manera directa o administrándola mediante leyes
que la toleran o prohíben. De esta manera, quienes ejercen la política aspiran a participar – o influenciar a
quienes participan- de este dominio, ya sea para conseguir otro fines (egoístas o altruistas) o para disfrutar
del poder en sí.

Dado que el Estado es, entonces, una forma de dominación de unos hombres sobre otros, necesita de algún
tipo de legitimación. Weber concibe tres: la autoridad tradicional, consagrada por un pasado ancestral (el
poder de los patriarcas, por ejemplo); la autoridad de la gracia, dada por el vínculo de confianza con un líder
carismático (profeta o caudillo), y la de legalidad, sustentada por la burocracia y las leyes (como en el Estado
moderno). La obediencia de los individuos está siempre fuertemente condicionada por el miedo de castigo y
el deseo de recompensa (material o espiritual) por parte de quienes detentan el poder. De estos tres tipos
de autoridad, Weber se interesa en el segundo: el que emana del carisma de un conductor apasionado, pues
es el que mejor se ajusta a la idea de política como vocación. Esta figura ha surgido históricamente asociada
a dos modelos: el del profeta y el del príncipe guerrero, del que deriva primero el “demagogo” y más tarde el
“jefe de partido” moderno.

Para afianzar la dominación (de un inividuo o partido) sobre otros, son importantes además los recursos
materiales. En el caso del político, puede darse que o bien gobierne mediante sus propios recursos o bien
sean los súbditos quienes deban ponerlos a su disposición. Este último caso, al que el autor llama
“estamental”, es tanto el del Feudalismo (los vasallos debían auto-equiparse y solventar sus gastos) como el
del Estado Moderno, ya que el gobernante no lo hace con recursos propios, por lo que debe “compartir el
poder” con quienes se los faciliten. Así como en el pasado esa participación era recompensada por medio de
tierras y botines, hoy lo es con cargos, por ejemplo. Otro camino es evitar la participación expropiando los
recursos. De esta manera, el Estado moderno es, para Weber, “una asociación de dominación con carácter
institucional que ha tratado, con éxito, de monopolizar dentro de un territorio la violencia física legítima
como medio de dominación y que, a este fin, ha reunido todos los medios materiales en manos de su
dirigente y ha expropiado a todos los funcionarios estamentales que antes disponían de ellos por derecho
propio, sustituyéndolos con sus propias jerarquías supremas”.
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Cs. Sociales III

A continuación, el autor distingue los políticos “ocasionales” de los “profesionales” y los


“semiprofesionales”. En la primera categoría, incluye a todos los que esporádicamente pueden influir en la
política, por ejemplo, mediante el voto. Los semiprofesionales, son los que se participan de la política sin
hacer de ella su forma de vida, es decir, no la tienen como ocupación principal. Los profesionales, en cambio,
son aquellos que se dedican tiempo completo a la política, viven de ella y/o para ella. Esta oposición no es
excluyente y gira en torno a las necesidades materiales: solo puede vivir para la política y no de ella quien
obtiene sus ingresos por otra vía; esto implica que, de no mediar una recompensa material, la política estaría
manejada solamente por líderes de sectores pudientes (plutocracia). Paradójicamente, “el idealismo político
totalmente desinteresado y exento de miras materiales” es propio, para Weber, de los sectores que carecen
de bienes. Esto implica que quienes se dedican a la política deban percibir un sueldo, lo que los convierte en
funcionarios asalariados, más allá de lo cual pueden o no tener verdadera vocación/ dedicación (para). Como
se mencionó anteriormente, para el autor, el pago no es solamente en dinero, sino también y sobre todo en
cargos, que conllevan, además del beneficio económico, un plus de poder; al punto de que, en el Estado
moderno, no son un medio para lograr reformas políticas, sino viceversa.

Weber opone a esta forma de vivir de la política y aspirar a cargos, la profesionalización del funcionariado
moderno, “cuyo valor supremo es la integridad”. Esta tendencia surge, a decir de Weber, a partir de la
necesidad de los gobernantes de tener una figura que los asesore y, a su vez, cargue con el peso de las
decisiones políticas: el antiguo visir, antecesor del actual gabinete. La necesidad de una formación sólida
para luchar por el poder implica una concepción de los partidos como empresas y marca una división no
tajante entre dos clases de funcionarios: el funcionario profesional y el funcionario político. Estos últimos
son los que se encargan de la “administración interna” y no gozan de cargos fijos, sino que pueden ser
desplazados. Una característica no menor es que suelen quedar cesantes cuando cambia la administración
(gobierno). Estos funcionarios políticos tienen a menudo mejor preparación que los líderes y son los que
responden ante las demandas cotidianas.

A continuación, el autor hace un recorrido por las distintas “capas” que fueron ocupando este rol de asesor –
equivalente al funcionario político- en que se ha apoyado históricamente el líder, a saber: los clérigos, los
literatos, la nobleza cortesana, el gentry –en particular en Inglaterra-, los juristas universitarios. Estos
últimos, los abogados, siguen desempeñando un papel importante en la política, por ser expertos en “pesar
las palabras” y superan a los funcionarios – y a las otras capas- en su capacidad demagógica. Un verdadero
funcionario, dice Weber, no debe hacer política, sino limitarse a administrar lo más imparcialmente posible.
Y, si tiene un alto sentido ético, será necesariamente un mal político (a causa de su intransigencia). El político
debe tener una mirada estrategica, por eso, el modelo de líder desde que se creó el Estado constitucional en
Occidente, según el autor, es el del demagogo. De ahí la importancia de los discursos, orales, pero también,
escritos. Un buen papel para un actor polìtico que necesite vivir de la polìtica es, por lo tanto, el de
periodista, aunque esta profesión no goce de prestigio. Por otra parte, los periodistas carecen de libertad en
relación con los periódicos como empresa, es por eso que, si bien es conveniente para todo político tener
relaciones con la prensa, no es muy probable que de sus filas salga un nuevo jefe. Pese a ello, para Weber, el
periodista es en la política una figura de importancia crucial.

Volviendo al político profesional, Weber hecha una mirada a la historia de los partidos, desde que se
conforma la asociación de un grupo reducido de interesados hasta que se consolida como empresa política,
de la que participan reclutadores, recaudadores de fondos y “cazadores de cargos”. Primeramente los
partidos se ordenan bajo un grupo de “notables”, pero con el surgimiento de la política de masas crece la
necesidad de organizarse, hacer propaganda, es decir, profesionalizarse. La democratización, entonces,
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termina de dar forma a los partidos como empresas que contratan profesionales, es decir, funcionarios a
sueldo. Así se instala la maquinaria política que Weber llama “democracia plebiscitaria”.

Para el autor, es evidente que los funcionarios, partidarios y militantes esperan alguna retribución a cambio
de su apoyo (cargos, etc.), pero esta va acompañada de la satisfacción de trabajar para un “jefe” carismático
y no solo para una idea o partido. De esta manera, se consolidan asociaciones piramidales con un caudillo en
la cúspide y una gran base de adeptos que siguen a la persona, no a la ideología del partido. Weber
ejemplifica con el caso del Caucus-System en Inglaterra y los seguidores, quienes no reflexionan si están de
acuerdo con la propuesta del líder, sino que afirman: “le seguiremos haga lo que haga”.

Weber analiza de seguido la figura del caudillo, ¿qué característica debe tener para que lo sigan haga lo que
haga? En principio, recaba en el poder del discurso demagógico, que identifica en su momento (1919) con lo
emocional antes que lo racional. Luego compara el Caucus-System inglés con el Spoil- System de América y la
figura del boss, que maneja los recursos y la estructura básica del partido, pero permanece en las sombras. El
boss americano es un empresario capitalista que no tiene convicciones, que está en política solo por interés
económico y por poder.

Pasando a Alemania, Weber destaca que la impotencia del Parlamento era una de las razones por las que no
surgía allí, una figura política de importancia. Por consiguiente, los funcionarios buscaban obtener cargos de
mayor poder, como ministros. Además, existían partidos con convicciones, pero minoritarios, que se oponían
a la política parlamentaria, por verse en desventaja o por no querer verse comprometidos con orden político
burgués. Esto dejaba a los políticos profesionales en una posición poco productiva: sin poder y, por lo tanto,
sin responsabilidad. El autor comenta la situación política de Alemania previa a la revolución como
predigitada por los partidos “de notables”, que carecían de convicciones y de hombres fuertes, capaces de
captar al público. Luego analiza la posibilidad de que la revolución lleve algún cambio y concluye que: “Sólo
nos queda elegir entre democracia caudillista con ‘máquina’ o la democracia sin caudillos, es decir, la
dominación de ‘políticos profesionales’ sin vocación”, ya que cree poco posible el caudillaje sin aparato, a
causa de la “hostilidad pequeño burguesa”. En definitiva, cree que el panorama político aun no es claro
como para delinear el camino que seguirá la política como profesión. Por eso, recomienda a quienes
busquen vivir de la política el oficio de periodista, síndico o funcionario de partido, trabajos que
proporcionan un sentimiento de poder a cambio de un sueldo, aunque, como mencionó anteriormente,
muchas veces son mal vistos.

Ya concluyendo su conferencia, Weber se refiere a las cualidades que debe poseer un político. Estas son:
pasión, sentido de responsabilidad y mesura. Esta última es fundamental para superar el mayor obstáculo de
toda figura pública: la vanidad, que puede llevarlo a cometer los dos “pecados capitales” de la política, que
son la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad. El político debe también tener una
causa, más allá de que el resultado de la acción es, para Weber, siempre inadecuado a la causa y a veces
hasta paradójico.

El último problema que plantea Weber es el del ethos de la política. Tras analizar algunas “normas éticas”
(decir la verdad, poner la otra mejilla, etc.) y su contraparte en la política, que debe evaluar cuándo
corresponde aplicarlas y cuáles pueden ser sus consecuencias, el autor llega a la conclusión de que hay dos
tipos de ética que se contraponen: la de la convicción y la de la responsabilidad. Para Weber, para lograr
fines “buenos”, muchas veces se debe recurrir a medios “dudosos” o que tengan consecuencias negativas. Y
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como el medio de la política es la violencia, es lógico que no puede aplicarse una ética rígida, de
convicciones, sino una responsable, que afronte las consecuencias de sus decisiones.

Weber cierra su conferencia refiriéndose a la situación de Alemania en ese momento, afirmando que para
que triunfe la revolución, los políticos deben ofrecer satisfacciones a sus seguidores, que muchas veces se
distancian de los motivos éticos que los impulsan. Es así que quien quiera dedicarse a la política, en especial
como profesión, debe ser consciente de estas paradojas y, si tiene realmente vocación, actuar con pasión y
mesura, para ser capaz de sobreponerse “la noche polar” que pueda desatarse.

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