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Cuadernillo 3ro PDL ES19

El cuento describe la extraña enfermedad que sufre Pedro, quien después de recuperarse de una grave enfermedad comienza a volverse cada vez más ligero, hasta el punto de comenzar a flotar y elevarse en el aire. Su esposa Hebe intenta ayudarlo amarrándolo con cuerdas y pesos, pero una mañana un soplo de viento lo hace escapar por la ventana, elevándose en el aire hasta desaparecer.

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Cuadernillo 3ro PDL ES19

El cuento describe la extraña enfermedad que sufre Pedro, quien después de recuperarse de una grave enfermedad comienza a volverse cada vez más ligero, hasta el punto de comenzar a flotar y elevarse en el aire. Su esposa Hebe intenta ayudarlo amarrándolo con cuerdas y pesos, pero una mañana un soplo de viento lo hace escapar por la ventana, elevándose en el aire hasta desaparecer.

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E.E.S.

N° 19
Cuadernillo
PRÁCTICAS DEL LENGUAJE
3ro 1ra/ 3ro 2da
PROFESORAS:
Claudia Farías
Marisa Barrera

1
-Leer el cuento:
La Soga
Silvina Ocampo

A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el
tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la
soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para
cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete
años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo
una hamaca colgada de un árbol, después un arnés para el caballo, después una liana para bajar de los árboles, después
un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamano, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza
hacia delante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces
subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado
de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se
le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba
la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida que los dos hubieran podido trabajar en un circo.
Nadie le decía: “Toñito, no juegues con la soga.”La soga parecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo.
Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último,
un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos,
se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire, como los discóbolos o
lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba
de sus manos para lanzarse hacia delante, para retorcerse mejor .Si alguien le pedía:—Toñito, préstame la soga .El
muchacho invariablemente contestaba:—No. A la soga ya le había salido una lengüita, en el sito de la cabeza, que era
algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón. Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga
se rehusó. Era buena.¿ Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las
tiendas, en los museos, en todas partes... Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua .La bautizó con
el nombre Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía:
“Prímula, vamos Prímula.” Y Prímula obedecía. Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la
precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas .Una tarde de diciembre,
el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la
luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre
y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa .Así murió
Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos .La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.
ACTIVIDAD:

1.- Presenta brevemente la historia y menciona el tópico.


2.- En un primer momento la soga es un objeto común y corriente. Saca del texto lo que permite justificar esta
afirmación.
3.- La imaginación del niño va transformándola paulatinamente. Di en qué la va convirtiendo y para qué juegos le
sirve.
4.- La serpiente va siendo independiente. ¿Cuáles son las frases o expresiones que indiquan su autonomía?
5.- La soga se va pareciendo cada vez más a una serpiente. Saca los elementos que lo indican destacando su
descripción física y su personalidad.
6- Cambia el final de la historia. Inserta un personaje para que se salve Toñito.

2
-Leer el cuento:
El leve Pedro
Enrique Anderson Imbert

Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico murmuraba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había
modo de tratarla y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen
humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas
de convalecencia se sintió sin peso.
–Oye –dijo a su mujer– me siento bien, pero no te puedes imaginar cuán ausente me parece el cuerpo. Estoy como si
mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda.
–Languideces –le respondió su mujer.
–Tal vez.
Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de
pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón. Pero según
pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo.
Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa y de la burbuja, del globo y de la pelota. Le
costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana
alta.
–Te has mejorado tanto –observaba su mujer– que pareces un chiquillo acróbata.
Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda.
Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas
sobre la quinta. Era extraordinario pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana.
Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando
botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces,
rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo.
Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión, levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó
lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo.
Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo
tronco.
–¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo!
–Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?
Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino: –Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he
prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas.
–¡No, no! –insistió Pedro–. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe.
Pedro soltó el tronco que lo anclaba pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa.
–¡Hombre! –le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven
y salvaje, con ansias de huir–. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras
echarte a volar.
–¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión.
Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rió convulsivamente. Y
con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quitara las suelas. La risa
se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la
tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por
el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su
cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se
entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió:
–¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo.
–Mañana mismo llamaremos al médico.

3
–Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta.
Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro.
–¿Tienes ganas de subir?
–No. Estoy bien.
Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz.
Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo.
Parecía un globo escapado de las manos de un niño.
–¡Pedro, Pedro! –gritó aterrorizada.
Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al
revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe.
–Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa.
Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado
al techo se removió como un lento dirigible.
Aterrizaba.
En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló
por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le escapó de las manos. Cuando
corrió a la ventana ya su marido, desvanecido, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como
un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.

Actividad:

1. ¿Qué problemas tiene Pedro al inicio del cuento?


2. ¿Cuál es el tema del cuento?
3. ¿Qué soluciones busca su esposa para mantener a Pedro sobre la tierra?
4. ¿Qué le sucede al protagonista al final del cuento?
5. Describe a Hebe y a Pedro tal como te los imaginas?(edad, aspecto físico, vestimenta)
6. Describe el contexto en el que transcurren los hechos.

-Leer el siguiente poema:

Annabel Lee
Edgar Allan Poe
Fue hace muchos muchos años,
En un reino junto al mar,
Que vivía una doncella a quien puedes conocer
Por el nombre de Annabel Lee;
Y esta doncella no vivía con otro pensamiento
Que amar y ser amada por mí.
Ella era una chiquila y yo era un chiquillo,
En este reino junto al mar,
Pero nos amamos con un amor que era más que amor
Yo y mi Annabel Lee
Con un amor que los alados serafines del Cielo
desearon de ella y de mí.
Y esta fue la razón por la que, hace mucho tiempo,
En este reino junto al mar,
Un viento estalló de una oscura nube por la noche
helando a mi Annabel Lee;
De manera que su pariente de alta cuna vino
Y se la llevaron lejos de mí,
Para encerrarla en un sepulcro

4
En este reino junto al mar.
Los ángeles, ni la mitad de feliz en el cielo,
Nos tomaron envidia a ella ya mí:
¡Sí! esa fue la razón (como todos los hombres saben,
En este reino junto al mar)
Que el viento estalló de una nube, helando
Y matando a mi Annabel Lee.
Pero nuestro amor era mucho más fuerte que el amor
De los que eran mayores de nosotros
De muchos mucho más sabios que nosotros
Y ni los ángeles en el cielo por encima,
Tampoco los demonios debajo del mar,
Puede separarán jamás mi alma del alma
De la hermosa Annabel Lee:
Pues la luna jamás brilla sin traerme sueños
De la hermosa Annabel Lee;
Y las estrellas nunca se levantan sin que vea los ojos brillantes
De la hermosa Annabel Lee;
Así, durante toda la noche la marea, yazgo al lado
De mi querida, mi querida, mi vida y mi novia,
En su sepulcro junto al mar
En su tumba al lado del mar.

-Marcar con una X la mejor opción para cada una de las siguientes preguntas:

a) ¿Por qué los serafines del cielo estaban celosos del narrador y de Annabel Lee?
Debido a su riqueza
Por el amor que se tenían
Por su mortalidad

b) ¿Que congela a Annabel Lee?


El mar
Un viento nocturno
Al morder una manzana congelada

c) ¿Quiénes tenían envidia del narrador y de Annabel Lee?


Los parientes
Los amigos
Los ángeles

d) ¿Qué efecto tiene la luna sobre el narrador?


Le recuerda a los serafines
Su brillo le trae a Annabel lee en sueños
No le deja dormir en toda la noche

e) ¿Dónde yace la tumba de Annabel Lee?


En el castillo
Junto al mar
En la montaña

1) Crea un perfil ficticio en las redes sociales para uno de los personajes.

5
Ejemplo: Nombre: Annabel Lee Edad:

Facebook: Le gusta:

Instagram: No le gusta:

Citas favoritas:

2) Escribe un mensaje a tu amiga/o diciéndole que has conocido a un chico/a y te has enamorado. Además
deberás incluir alguna de las siguientes citas:

• “Con un amor que los serafines del cielo nos envidiaban a el/ella y a mí”.
• “Y así pasó largas noches tendido al lado de mi adorado/a -mi querida/o- mi vida y mi prometido/a”

-Leer el cuento:

El almohadón de plumas
Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas
niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, aunque a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo
de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él,
por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses –se habían casado en abril–, vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos
severidad en ese rígido cielo de amor; más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la
contenía siempre.

La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso –frisos, columnas y
estatuas de mármol– producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el
más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra,
los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. Había concluido, no obstante, por echar un velo sobre sus
antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se
reponía nunca. Al fin, una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su marido. Miraba indiferente a uno y otro
lado. De pronto, Jordán, con honda ternura, le pasó muy lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en
sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente, todo su espanto callado, redoblando el llanto a la más leve
caricia de Jordán. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse
ni pronunciar una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la
examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

–No sé –le dijo a Jordán en la puerta de calle–. Tiene una gran debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada... Si
mañana se despierta como hoy, llámeme en seguida.

Al día siguiente Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Constatose una anemia de marcha agudísima, completamente
inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con
las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía
casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable
obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo
de la cama, deteniéndose un instante en cada extremo a mirar a su mujer.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del
suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo

6
de la cama. Una noche quedó de repente con los ojos fijos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.

–¡Jordán! ¡Jordán! –clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror.

– ¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación,
volvió en sí. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola por media hora temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos
en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora
a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta, Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban,
pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.

–se encogió de hombros desalentado el médico de cabecera–. Es un caso inexplicable... Poco hay que hacer..

.–¡Solo eso me faltaba! –resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas.
Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que
únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar
desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más.
Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores
crepusculares avanzaban ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente
por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente
encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía
de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el
almohadón.

–¡Señor! –llamó a Jordán en voz baja–. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquel. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que
había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

–Parecen picaduras –murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

–Levántelo a la luz –le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó; pero en seguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquel, lívida y temblando. Sin saber por
qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

– ¿Qué hay? – murmuró con la voz ronca.

–Pesa mucho –articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente.

Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron,
y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el
fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y
viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

7
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca –su trompa, mejor dicho–
a las sienes de aquella, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón
sin duda había impedido al principio su desarrollo; pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue
vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había el monstruo vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones
enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de
pluma.

ACTIVIDADES :

1) ¿Cómo caracteriza el narrador a Jordán?


2) ¿Cómo caracteriza el narrador la casa donde viven Jordán y Alicia?
3) ¿Cómo era la relación entre Jordán y Alicia? ¿Cómo recibe él la noticia de su muerte?
6) En «El almohadón de plumas», ese efecto que provoca el final se va creando a lo largo del texto mediante
elementos relacionados con la muerte y el horror. Copiar en carpeta las palabras relacionadas con el frío, la
rigidez, el blanco y el silencio.
7) ¿Cómo clasificarían este cuento? ¿Realista, fantástico o maravilloso? ¿Por qué?
8) Realizar una descripción del parásito teniendo en cuenta las siguientes características:

✓ su aspecto físico (tamaño, forma y color o colores),


✓ sus movimientos y sonidos,
✓ su origen.

TERROR
Leer el siguiente cuento y responder:
LA BODA
Silvina Ocampo

Que una muchacha de la edad de Roberta se fijara en mí, saliera a pasear conmigo, me hiciera
confidencias, era una dicha que ninguna de mis amigas tenía. Me dominaba y yo la quería no porque me
comprara bombones o bolitas de vidrio o lápices de colores, sino porque me hablaba a veces como si yo
fuera grande y a veces como si ella y yo fuéramos chicas de siete años.
Es misterioso el dominio que Roberta ejercía sobre mí: ella decía que yo adivinaba sus pensamientos, sus
deseos. Tenía sed: yo le alcanzaba un vaso de agua, sin que me lo pidiera. Estaba acalorada: la abanicaba o
le traía un pañuelo humedecido en agua de colonia. Tenía dolor de cabeza: le ofrecía una aspirina o una
taza de café. Quería una flor: yo se la daba. Si me hubiera ordenado “Gabriela, tírate por la ventana” o
“pon tu mano en las brasas” o “corre a las vías del tren para que el tren te aplaste”, lo hubiera hecho en el
acto.
Vivíamos todos en los arrabales de la ciudad de Córdoba. Arminda López era vecina mía y Roberta Carma
vivía en la casa de enfrente. Arminda López y Roberta Carma se querían como primas que eran, pero a
veces se hablaban con acritud: todo surgía por las conversaciones de vestidos o de ropa interior o de
peinados o de novios que tenían. Nunca pensaban en su trabajo. A la media cuadra de nuestras casas se
encontraba la peluquería “Las ondas bonitas”. Ahí, Roberta me llevaba una vez por mes. Mientras que le
teñían el pelo de rubio con agua oxigenada y amoníaco, yo jugaba con los guantes del peluquero, con el
vaporizador, con las peinetas, con las horquillas, con el secador que parecía el yelmo de un guerrero y con
una peluca vieja, que el peluquero me cedía con mucha amabilidad. Me agradaba aquella peluca, más que
nada en el mundo, más que los paseos a Ongamira o al Pan de Azúcar, más que los alfajores de arrope o
que aquel caballo azulejo que montaba en el terreno baldío para dar una vuelta a la manzana, sin riendas y
sin montura y que me distraía de mis estudios.

8
El compromiso de Arminda López me distrajo más que la peluquería y que los paseos. Tuve malas notas,
las peores de mi vida, en aquellos días.
Roberta me llevaba a pasear en tranvía hasta la confitería Oriental. Ahí tomábamos chocolate con
vainillas y algún muchacho se acercaba para conversar con ella. De vuelta en el tranvía me decía que
Arminda tenía más suerte que ella, porque a los veinte años las mujeres tenían que enamorarse o tirarse al
río.
- ¿Qué río? –preguntaba yo, perturbada por las confidencias.
- No entiendes. Qué le vas a hacer. Eres muy pequeña.
- Cuando me case, me mandaré hacer un hermoso rodete –había dicho Arminda-, mi peinado llamará la
atención.
Roberta reía y protestaba:
- Qué anticuada. Ya no se usan los rodetes.
- Estás equivocada. Se usan de nuevo –respondía Arminda-. Verás si no llamo la atención.
Los preparativos de la boda fueron largos y minuciosos. El traje de novia era suntuoso. Una puntilla de la
abuela materna adornaba la bata. Un encaje de la abuela paterna (para que no se resintiera) adornaba el
tocado. La modista probó el vestido a Arminda cinco veces. Arrodillada y con la boca llena de alfileres la
modista redondeaba el ruedo de la falda o agregaba pinzas al nacimiento de la bata. Cinco veces del brazo
de su padre, Arminda cruzó el patio de su casa, entró en su dormitorio y se detuvo frente a un espejo para
ver el efecto que hacían los pliegues de la falda con el movimiento de su paso. El peinado era tal vez lo que
más preocupaba a Arminda. Había soñado con él toda su vida. Se mando hacer un rodete muy grande,
aprovechando una trenza de pelo que le habían cortado a los quince años. Una redecilla dorada y muy fina,
con perlitas, sostenía el rodete, que el peluquero exhibía ya en la peluquería. El peinado, según su padre,
parecía una peluca.
La víspera del casamiento, el 2 de enero, el termómetro marcaba cuarenta grados. Hacía tanto calor que
no necesitábamos mojarnos el pelo para peinarlo ni lavarnos la cara con agua para quitarnos la suciedad.
Exhaustas Roberta y yo estábamos en el patio. Anochecía. El cielo de un color gris de plomo, nos asustó. La
tormenta se resolvió sólo en relámpagos y avalanchas de insectos. Una enorme araña se detuvo en la
enredadera del patio: me pareció que nos miraba. Tomé un palo de una escoba para matarla, pero me
detuve no sé por qué. Roberta exclamó:
- Es la esperanza. Una señora francesa me contó una vez que La araña por la noche es esperanza.
- Entonces, si es esperanza, vamos a guardarla en una cajita –le dije.
Como una sonámbula porque estaba cansada y es muy buena, Roberta fue a su cuarto para buscar una
cajita.
- Ten cuidado. Son ponzoñosas –me dijo.
- ¿Y si me pica?
- Las arañas son como las personas: pican para defenderse. Sino les haces daño, no te harán a ti.
Puse la cajita abierta frente a la araña, que de un salto se metió adentro. Después cerré la tapa, que
perforé con un alfiler.
- ¿Qué vas a hacer con ella? –interrogó Roberta.
- Guardarla.
- No la pierdas –me respondió Roberta.
Desde ese minuto, anduve con la caja en el bolsillo. A la mañana siguiente fuimos a la peluquería. Era
domingo. Vendían matras y flores en la calle. Esos colores alegres parecían festejar la proximidad de la
boda. Tuvimos que esperar al peluquero, que fue a misa, mientras Roberta tenía la cabeza bajo el secador.
- Pareces un guerrero –le grité.
Ella no me oyó y siguió leyendo su libro de misa. Entonces se me ocurrió jugar con el rodete de Arminda,
que estaba a mi alcance. Retiré las horquillas que sostenían el rodete compacto dentro de la preciosa
redecilla. Se me antojó que Roberta me miraba, pero era tan distraída que veía solo el vacío, mirando
fijamente a alguien.
- ¿Pongo la araña adentro? –interrogué mostrándole el rodete.

9
El ruido del secador eléctrico seguramente no dejaba oír mi voz. No me respondió, pero inclinó la cabeza
como si asintiera. Abrí la caja, la volqué en el interior del rodete, donde cayó la araña. Rápidamente volví a
enroscar el pelo y a colocar la fina redecilla que lo envolvía y las horquillas para que no me sorprendieran.
Sin duda lo hice con habilidad, pues el peluquero no advirtió ninguna anomalía en aquella obra de arte,
como él mismo denominaba el rodete de la novia.
- Todo esto será un secreto entre nosotras –dijo Roberta, al salir de la peluquería, torciendo mi brazo
hasta que grité. Yo no recordaba qué secretos me había dicho aquel día y le respondí, como había oído
hacerlo a las personas mayores:
- Seré una tumba.
Roberta se puso un vestido amarillo con volante y yo un vestido blanco de plumetís, almidonado, con un
entredós de broderie. En la iglesia no miré al novio porque Roberta me dijo que no había que mirarlo. La
novia estaba muy bonita con un velo blanco lleno de flores de azahar. De pálida que estaba parecía un
ángel. Luego cayó al suelo inanimada. De lejos parecía una cortina que se hubiera soltado. Muchas
personas la socorrieron, la abanicaron, buscaron agua en el presbiterio, le palmotearon la cara. Durante un
rato creyeron que había muerto; durante otro rato creyeron que estaba viva. La llevaron a la casa, helada
como un mármol. No quisieron desvestirla ni quitarle el rodete para ponerla muerta en le ataúd.
Tímidamente, turbada, avergonzada, durante el velorio que duró dos días, me acusé de haber sido la
causante de su muerte.
- ¿Con qué la mataste, mocosa? –me preguntaba un pariente lejano de Arminda, que bebía café sin cesar.
- Con una araña –yo respondía.
Mis padres sostuvieron un conciliábulo para decidir si tenían que llamar a un médico. Nadie jamás me
creyó. Roberta me tomó antipatía, creo que le inspiré repulsión y jamás volvió a salir conmigo.

ACTIVIDAD:

a) ¿Cuáles son los intereses y gustos de cada una de las protagonistas?


b) ¿Cómo trata Roberta a Gabriela? ¿Y Gabriela a Roberta?
c) ¿Cómo se llevan Roberta y Arminda?
d) ¿Cómo se pueden entender los hechos a partir de lo que dice Gabriela en el segundo párrafo del cuento?
e) ¿Por qué Gabriela pone la araña en el rodete de Arminda? Proponé varias interpretaciones.
f) ¿Cómo interpretás el final del relato? ¿Por qué este cuento tiene un final que puede entenderse de varias
maneras?
g) Escribí un diálogo que no figura en el relato de acuerdo con tu interpretación del cuento. Elegí entre las
siguientes opciones:
• Diálogo entre Gabriela y el médico.
• Diálogo entre Gabriela y Roberta después de la muerte de Arminda.
• Diálogo entre los padres de Gabriela, en relación con la culpabilidad de su hija.

-Leer el cuento:
La dama de blanco

10
El joven dobló por la calle Juncal, como todos los últimos sábados por la noche. Desde que Lucía lo había dejado, se
había vuelto su recorrido habitual. El aire que salía de su boca se convertía en humo al encontrarse con el frío de
agosto. Al llegar a la esquina de Junín, algo lo motivó a cambiar de rumbo y unos metros más adelante, vio a una
muchacha. Llevaba un vestido de un blanco radiante. El joven no pudo frenar el impulso de invitarla a tomar algo y
darle su abrigo para protegerla. Entraron a “La Biela”, un bar tradicional del barrio de Recoleta. Eligieron ubicarse junto
a la ventana, alejados de la gente. Él le quitó el sobretodo a la muchacha, dejando la blancura del vestido nuevamente
al descubierto, y le acercó la silla en un gesto de caballerosidad. Se sentaron enfrentados manteniendo la distancia
que exigía la mesa. Él no sabía con qué tema empezar la conversación. Tenía miedo de quedar en ridículo o espantarla.
Se le ocurrió que la música era un buen tema. Así se enteró de que a ella le gustaba la música clásica y sabía tocar el
piano. Cuando les trajeron el café supo su nombre: Luz María. El joven notó que los hombres que estaban en el bar
los miraban y murmuraban. No le pareció extraño siendo Luz María tan hermosa. Él se ofreció a acompañarla hasta la
casa y en el puesto de flores de la calle Posadas, le compró un ramo de rosas. En el umbral de la puerta, entre miradas
y sonrisas, la besó. Sintió un escalofrío y volvió a su casa pensando en ella. Al día siguiente, decidió sorprenderla. Tocó
el timbre de su casa y una señora mayor le abrió la puerta. Él le preguntó por Luz María y, entre llantos y gritos, recibió
una respuesta inesperada. Su dama de blanco había muerto treinta años atrás. Corrió al cementerio sin poder creer
en las palabras de aquella mujer. Los nombres escritos en las lápidas le lastimaban los ojos. Su desesperada búsqueda
llegó a su fin frente al nombre de Luz María grabado en el mármol. Cerró los ojos porque ya no quedaba nada por ver.
Cuando el vacío del mundo se había hecho más grande, el aroma de las rosas se hizo presente y el joven volvió a sentir
el mismo escalofrío de la noche anterior. El sereno del Cementerio de La Recoleta declaró que era habitual, desde
hacía treinta años, ver pasear a Luz María vestida de blanco los sábados por la noche.
Leyenda urbana, versión de Tatiana Lara Israeloff y Violeta Hadassi.

En detalle
Gran parte de las historias de terror suceden en lugares que asociamos con el miedo, como un cementerio o un
castillo antiguo. También suele hacer frío, lo que nos hace sentir más frágiles. Habitualmente transcurren de
noche, cuando nuestros ojos no distinguen bien las formas y la luna nos envuelve con su luz mortecina.
El color blanco aparece varias veces a lo largo del texto. Así se logra acrecentar la sensación de vacío y crear el
clima para una historia de fantasmas.

ACTIVIDADES:

1) ¿en qué época del año sucede la historia?


2) ¿en qué momento del día el joven conoce a la dama de blanco?
3) ¿en qué barrio de la Capital Federal están los personajes?
4) ¿Qué hay en ese barrio? En dos momentos el jóven siente escalofríos. Rastree esos momentos.( cuando besa
a Luz María y cuando está parado junto a su lápida)
5) ¿Por qué creen que siente ese escalofrío en el cementerio?
6) El joven siente un vacío en dos escenas: cuando no sabe qué decirle a Luz María en el bar y cuando ve su
nombre escrito en el mármol en el cementerio .¿Cuáles son esas escenas y cómo llena esos vacíos?
7) ¿Qué sucede “entre miradas y sonrisas”?
8) ¿Qué sucede “entre llantos y gritos”?
9) ¿Qué se les ocurre que sucederá en las siguientes situaciones? Completen, como en el ejemplo: entre
aplausos y gritos, el cantante apareció sobre el escenario.
entre murmullos y secretos, …………………
entre risas y carcajadas, ……………………..
entre temblores y escalofríos,…………………….

Leer el cuento:
Miedo de noche
Leandro tenía mucho miedo de quedarse solo de noche, pero nunca lo hubiera confesado. A los diez años, se sentía
demasiado grande para pedirles a sus padres que no salieran. Lo cierto es que cuando se iban, todo a su alrededor se

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volvía amenazador. Le parecía ver Cosas por el rabillo del ojo. Si daba vuelta la cabeza para mirarlas de frente, las
Cosas desaparecían. Quedarse en su cuarto, sobre todo, le resultaba intolerable. Taparse la cabeza con la frazada era
todavía peor: los monstruos que se imaginaba podrían encontrarlo así, sin que él pudiera verlos llegar, y entonces
estaría completamente indefenso. Era mejor estar atento. Le daban risa los chicos que le tenían miedo a los ladrones,
que al fin y al cabo son seres humanos. Si entraran ladrones en la casa, al menos ya no estaría solo. En realidad, solo
del todo no estaba: en la cama de al lado dormía Guillermo, su hermano menor. Pero Guille, que tenía ocho años, no
tenía ningún miedo: ¡porque se quedaba con él! Era el único momento de su vida en que Leandro no estaba contento
de ser el más grande y le hubiera gustado tener un hermano mayor. El chiquito se dormía con un sueño profundo y
tranquilo. Leandro estaba tan obsesionado que no podía dejar de imaginar horrores. A cada rato se acercaba para
asegurarse de que respiraba. ¿Y cómo podía saber que seguía siendo realmente su hermano y no un extraterrestre
que había tomado su lugar? Lo curioso es que, al mismo tiempo, a Leandro le encantaba leer cuentos de terror. Era lo
único que lo tranquilizaba y lo hacía olvidarse un rato de lo que tenía a su alrededor. Entonces, cuando sus papás
salían, se sentaba a leer en el living, con todas las luces prendidas hasta que volvían, sobresaltándose con cada crujido
de los muebles. Hay muchos ruidos extraños en el silencio de la noche, ¿y cómo estar seguro de que todos son de este
mundo? Un día estaba leyendo un cuento que le gustaba y que, al mismo tiempo, le daba mucha impresión. Se trataba
de un hombre que había entrado a una cabaña perdida en medio del bosque. Pasaba la noche allí y a la mañana
descubría que había dos puertas para salir, pero no podía acordarse por cuál de las dos había entrado. Al abrir una
puerta al azar, se encontraba de pronto en otra dimensión. Un desierto inmenso y horrible se extendía hasta el infinito.
Aquí y allá había unos cactus que se movían lentamente y parecían tener ojos. Una extraña atracción lo impulsaba
hacia la nada. Con un sobrehumano esfuerzo de la voluntad, el hombre conseguía resistir y, casi sin darse cuenta, se
encontraba de vuelta dentro de la cabaña. Pero, una vez más, no sabía cuál de las dos puertas daba al bosque y cuál
daba al horror. Tenía tanto miedo, que se quedaba encerrado para siempre. Era una historieta. El dibujo mostraba que
la cabaña tenía agua corriente y que había, apoyadas en las paredes, pilas y pilas de latas de conserva, como para que
el lector supiera que lo que le esperaba no era una muerte rápida, sino meses y quizás años de indecisión: el último
dibujo mostraba las dos puertas, los dos picaportes. Leandro levantó la cabeza de la revista y miró a su alrededor. Más
de una vez había corrido la cortina del baño, de un tirón, asustado, pensando que podía haber un cadáver recostado
en la bañadera, listo para levantarse en cuanto él lo mirara. Pero nunca se le había ocurrido que todas las puertas
podían ser peligrosas. Ahora lo sabía. Su casa estaba llena de puertas. La de la cocina, la del baño, la de su cuarto, la
del cuarto de sus padres... Cualquiera de ellas podía conducir a un lugar desconocido y terrible. Por suerte, casi todas
estaban abiertas. Sólo la puerta de la cocina estaba cerrada. Y ahora tenía sed, mucha sed. ¿Se atrevería a abrirla?
Dudó un momento con la mano sobre el picaporte, avergonzado de sí mismo. Finalmente abrió de un empujón.
Baldosas, azulejos, mesada, microondas, licuadora, alacenas, cocina, heladera. Todo bien. Entonces abrió la heladera
para sacar una gaseosa y se encontró de golpe en un desierto blanco y frío, infinito. Como en una pesadilla, todo
parecía tener varios significados. Extrañas formas de hielo se movían hacia él, primero lentamente, después cada vez
más rápido. Si hubiera tenido que describirlas, le habría costado encontrar las palabras, porque no se parecían a nada
que conociera. Lo peor era la sensación de múltiples miradas que se clavaban en él: porque esos seres no tenían ojos.
Miró hacia atrás. La puerta de la heladera había quedado a sus espaldas. Sin darse cuenta, estaba alejándose de ella,
perdiéndose fuera de su mundo. Sus piernas se movían haciéndolo caminar hacia adelante como las de una marioneta
manejada por los hilos del titiritero. Tenía que cortar esos hilos invisibles con la fuerza de su voluntad. Se sentía
cansado, muy cansado. Con una decisión brutal, que le costó buena parte de su energía, se dio vuelta y trató de correr
para cruzar la puerta de la heladera y volver a la cocina. Pero las piernas se le hundían en la nieve hasta los muslos. Y
debajo de la nieve, el suelo, en lugar de estar rígido y congelado, parecía estar hecho de un barro frío y poroso que se
adhería a sus pantuflas. Leandro estaba vestido con un pijama de verano y el frío era tan aterrador que ni siquiera lo
hacía tiritar: empezaba a adormecerse. Avanzó lentamente. A cada paso tenía que arrancar el pie de ese barro que no
alcanzaba a ver y que luchaba por tragárselo. Por suerte, la heladera no se había cerrado. De algún modo llegó hasta
allí, de algún modo logró aferrarse al borde de la puerta y saltar al otro lado, mientras el barro helado devoraba sus
pantuflas con un horrible sonido de absorción. —¡Leandro! ¡Leandro! —la voz de su madre lo despertó—. ¡Te quedaste
dormido leyendo en el sillón del living! Era maravilloso, casi increíble volver a ver a sus padres. —¿Qué te pasó? —
preguntó su papá—. ¿Otra vez tuviste un mal sueño? —Pero mirá como tenés los pies embarrados... ¿Saliste al jardín
en pantuflas? —preguntó la mamá. Durante mucho tiempo, Leandro se negó a abrir la puerta de la heladera con la
excusa de que daba corriente. Su papá revisó con cuidado la instalación eléctrica pero todo parecía estar en orden.
Además, ninguna otra persona de la casa sentía esas misteriosas descargas de las que hablaba el chico, que también
se mostraba muy cauteloso con todas las puertas en general. Con el tiempo empezó a comportarse más normalmente.
Había muchas explicaciones para lo que le había pasado. Una simple pesadilla, por ejemplo, que lo había hecho
caminar en sueños por el jardín. Eso sí: las pantuflas no aparecieron nunca más. Pero hay tantas maneras de que se
pierdan unas pantuflas... ¿O no?

12
Ana María Shua.

ACTIVIDAD
1) ¿Creen que Leandro fue a otro mundo o que sólo tuvo una pesadilla?
2) ¿Qué dice el texto para que parezca que fue una pesadilla?
3) ¿ qué dice el texto para que parezca que efectivamente fue a otro mundo?
4) Subraye en el texto diez palabras que se puedan asociar con el miedo. Elija una y argumente el porqué de su
elección.
5) ¿Cómo son los lugares adonde llega Leandro y el hombre de la historia que está leyendo? Complete las
fichas:
EL VIAJE DEL HOMBRE
Lugar donde está antes de abrir la puerta:
Puerta que abre:
Lugar al que llega:
Cosas que hay en el lugar:

EL VIAJE DE LEANDRO
Lugar donde está antes de abrir la puerta:
Puerta que abre:
Lugar al que llega:
Cosas que hay en el lugar:

PRODUCCIÓN ESCRITA:

Tiempo de escribir:
Los relatos de miedo que leerán a continuación se los llama también mitos urbanos.
Ambos textos están incompletos, les falta el conflicto y el desenlace. Elijan uno y complétenlo en sus carpetas.

La dama vestida de negro


En San Gregorio, localidad cercana a Venado Tuerto, provincia de Santa Fe, sus pobladores relatan que una mañana
de cerrada llovizna, un abastecedor del frigorífico Maru de Rufino encontró en la ruta 14 a una mujer vestida de
negro que hacía el tradicional gesto de autostop. La llevó hasta la ciudad y cuando la dama se bajó, tras agradecerle
por haberla acercado hasta escasa media cuadra de su casa, le dijo su nombre: Nancy Núñez. Poco después, el
hombre se enteró de que...

La criatura acechante
Cuentan los vecinos de Ciudadela, en la provincia de Buenos Aires, que cierta noche un colectivo de la línea 237
pasaba en su habitual recorrido por la avenida Alvear. Al llegar a la altura del Cementerio Israelita, uno de los pocos
pasajeros que viajaban a esas horas, vio una nube blanca que provenía del cementerio y se acercaba hacia el
vehículo. Entonces,…

-Leer el cuento:
EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO
Gabriel García Márquez

13
LOS PRIMEROS NIÑOS que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión
de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una
ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y
los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por
casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que
pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado
demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo
vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que
tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el
olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida
de una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas
de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan
escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les
iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres
cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para
darse cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los
pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le
desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A
medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas
estaban en piitrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la
muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura
sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia
de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril
y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderio ni una mesa bastante sólida para velarlo.
No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos,
ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces
hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera
continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y
puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como
aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre
magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más
firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la
más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por
sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras
más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres,
pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y
terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra.
Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había
contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
—Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las
más porfiadas, que eran las más jovenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre
flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los
pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los
botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del
miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían
peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de
compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron
cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron
condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie
en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa
buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado

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contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas
escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar
vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate
siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya
se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde,
cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan
indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de
las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y
mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban,
hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre
Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos
vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
—¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las
tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de
que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y
botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados.
Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más
profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no
fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas
se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar
en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras
estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no
estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y
empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos
estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus
reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en
lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al
garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó
entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás,
hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de
matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin
botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con
que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser
tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más
discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera
trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de
miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver
conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas
las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los
ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito.
Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les
contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas
flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le
eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de
él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a
distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas
fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los
acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus
patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que
volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la
caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya
no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces,
que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo

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de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el
futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de
colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las
piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los
grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar
con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el
promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan
manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los
girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

Actividad:

1. ¿Quiénes encontraron al ahogado por primera vez y qué


hicieron con él?
2. ¿Más o menos, cuántos son los hombres del pueblo?
3. ¿Quiénes cuidaron al ahogado mientras los hombres salían y qué
descubrieron?
4.Haz un a lista de las fantasías con
respecto al ahogado que se les ocurren a las mujeres.
5. ¿Cómo las mujeres comparan al ahogado con sus hombres?
7. ¿Qué nombre le ponen al ahogado?
8.¿Cuál es la actitud de los hombres al ver tanta atención de parte de las mujeres hacia el ahogado?
9.¿Mantienen ellos esa actitud por mucho tiempo?
10.¿Cómollega la fama del ahogado a otros lugares?
11.¿Qué hicieron antes de devolver el muerto a las aguas?
12.¿Cómo se sentían los habitantes del pueblo luego de que echaran el cuerpo nuevamente al mar?

-Leer el cuento:
UN SEÑOR MUY VIEJO CON UNAS ALAS ENORMES
Gabriel García Márquez

AL TERCER DÍA de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio
anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era
causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las
arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y
mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado
los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse
mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus
grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas
al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba
vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes
en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de
gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y
con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo
familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz
de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era
un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a
una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el

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criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración
celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina,
armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el
gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco
después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al
ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando
salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel
sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura
sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían
acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del
cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían
que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban
que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se
hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las
alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de
aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en
un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían
tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró
algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la
primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros.
Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés
de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su
naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y
con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la
mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el
elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para
reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo
Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo
de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar
el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de
feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando
varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de
murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde
niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir
porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las
cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que
hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron
de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado
del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en
su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban
a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la
vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los
almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo
nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los
primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas,
y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras
tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le
abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron
muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de
aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no
parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde
entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso

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de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica,
mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la
noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver
con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas.
Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no
hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el
espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla
no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su
absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era
una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador
no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi
una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de
haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió
el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas
caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible
escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los
mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del
ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo
a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de
consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel
cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del
insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los
cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de
dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y
con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de
conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas
zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más
codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo
lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por
conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa
nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero
luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se
había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos
displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una
mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño
no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones,
que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas.
Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían
también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El
ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un
dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo,
que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba
fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de
anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las
cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el
cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego
viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la
vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó
inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre
empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un
nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de

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que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una
mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar
se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo.
Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el
cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró
ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas
casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó
de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era
un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

Actividad:
1. ¿Qué problemas de salud tiene el niño en el momento de producirse el cataclismo?
2. ¿Cómo es descrito el ángel?
3. ¿Qué pensaban Pelayo y Elisenda que era este advenedizo?¿Y la vecina?
4. ¿Dónde fue encerrado el ángel la primera noche que pasó en casa de Pelayo?
5. ¿Qué oficios anticipaban algunos para el ángel?
6. ¿Qué actitud revela el ángel ante laexpectación despertada?
7. ¿Qué pensó el padre Gonzaga del ángel? ¿Qué decisión tomó después de visitarlo?
8. ¿Qué negocio hacen Pelayo y Elisenda con el ángel?
9. ¿Qué otros competidorestiene el ángel?
10. ¿Cómo es tratado el ángel durante su estancia en casa de Pelayo y Elisenda?
11. ¿Qué discusiones tienen en Roma respecto a la identidad del ángel?
12. ¿Qué provocó latransformación de la niña en una araña?
13. ¿Qué problemas de salud le encuentra el médico al ángel?

-Leer el cuento:

EL DRAMA DEL DESENCANTADO


Gabriel García Márquez

...el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de
las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes
de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse
contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión
de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

ACTIVIDAD:

Teniendo en cuenta los conceptos de libertad y responsabilidad y cómo ambos se dan mutuamente en el
protagonista.

1) ¿Puede este volver atrás?


2) ¿Qué haría si volviese atrás?
3) ¿Puede uno volverse atrás en las pequeñas decisiones cotidianas?
4) ¿Por qué estas decisiones diarias son tan importantes?
5) ¿Cómo se relacionan con el conjunto de una vida?
6) Crearle un contexto familiar al personaje. (cómo está conformada la familia)
7) Inventá quienes son los habitantes de tres ventanas.
8) Realizá una lista de razones para vivir versus razones para morir.

-Leer el cuento:
Un día de estos
Gabriel García Márquez

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El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a
las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado
de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición.
Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con
cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada
de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la
dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación.

Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban
al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La
voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.

«Papá»
«¿Qué?»
«Dice el alcalde que si le sacas una muela»
«Dile que no estoy aquí»

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la
salita de espera volvió a gritar su hijo.

«Dice que sí estás porque te está oyendo»

El dentista siguió examinando el diente.


Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
«Mejor»

Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas
y empezó a pulir el oro.

«Papá»
«¿Qué?»
Aún no había cambiado de expresión.
«Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro»

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y
abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
«Bueno,» dijo.

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció
en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días.
El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y
dijo suavemente:

«Siéntese»
«Buenos días» dijo el alcalde.
«Buenos»

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un
olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza.
Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se
acercaba, el alcalde afirmó los talones y Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la
muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.

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«Tiene que ser sin anestesia» dijo.
«¿Por qué?»
«Porque tiene un absceso»
«Está bien» dijo, y trató de sonreír.

El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del
agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a
lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde.

Era un cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferro en las
barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro.
El dentista sólo movió la muñeca.

Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:


«Aquí nos paga veinte muertos, teniente»

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que
no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo
entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó
la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón.

El dentista le dio un trapo limpio.


«Séquese las lágrimas»

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielo raso desfondado y una
telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos.

El dentista regresó secándose las manos.


«Acuéstese» dijo, «y haga buches de agua de sal»

El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas,
sin abotonarse la guerrera.

«Me pasa la cuenta» dijo.


«¿A usted o al municipio?» preguntó el dentista.

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.


«Es la misma vaina»

ACTIVIDAD:
1) ¿Por qué trató tan fríamente el dentista al alcalde?
2) ¿Por qué no hay diferencia entre el municipio y el alcalde?
3) Describe la actitud que tiene hacia el dentista y hacia el alcalde.
4) ¿Por qué le dijo el dentista al alcalde, “ Aquí nos paga veinte muertos teniente”?
5) ¿En qué momento se produce la tensión en el cuento?
6) ¿ Te parece que la justicia tiene un papel importante en el cuento?

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