Los Mandamientos Del Diablo
Los Mandamientos Del Diablo
1º
¿Cuáles son esos dioses? Algunos son ídolos paganos que se han
difundido entre nosotros y ante los que muchos se inclinan.
Pero hay también otra clase de dioses falsos, a los cuales se les llama
en el lenguaje común precisamente "ídolos": son personas comunes y
corrientes que han alcanzado la fama mediante tácticas
manipuladoras de sus agentes de publicidad. Muchos de ellos no
tienen ninguna cualidad humana o artística que los hiciera dignos de
admiración, sino más bien, con frecuencia, todo lo contrario. No
obstante, se convierten en lo que llaman en el lenguaje de los medios
de comunicación "líderes de opinión", aunque en verdad, en la
mayoría de los casos no tienen ninguna opinión que valga la pena
escuchar, ni cultura alguna.
San Pablo escribió que los que rinden culto a los ídolos a Satanás
adoran. Dice que Dios los entregó a la inmundicia porque cambiaron
la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las
criaturas en vez de darlo al Creador (Rm 1:25,26).
2º
Hoy vamos a seguir hablando de los mandamientos del diablo. Claro
está, como dije en la charla anterior, que el diablo no tiene
mandamientos. Le basta con tomar los mandamientos de Dios, darles
la vuelta, pervertirlos y animar a la gente a hacer lo contrario de lo
que Dios manda.
El 2do., o 3er., mandamiento, según la numeración que se escoja,
dice literalmente así: "No tomarás el nombre del Señor, tu Dios, en
vano" (Ex 20:7).
¿Qué cosa es tomar el nombre de Dios en vano? Dios había revelado
al pueblo de Israel, a través de Moisés, su nombre, el nombre
sagrado. Ese nombre está formado en el hebreo por cuatro
consonantes que, en el idioma castellano, están representadas por la
Y, la H, la W y nuevamente la H, esto es YHWH. Ese nombre se
pronuncia Jehová, o según investigaciones recientes, Yavé; aunque,
en verdad, no se sabe con exactitud cómo se pronunciaba en la
antigüedad.
Conocer el nombre sagrado, el nombre secreto de Dios, es un gran
privilegio, porque el nombre de Dios revela su naturaleza, su
carácter. Es el símbolo, la insignia de Dios. Atentar contra su nombre,
es atentar contra Dios mismo.
Según la interpretación más común, ese nombre significa: "Yo soy el
que soy". Esto es: Yo soy el que existe por sí mismo, el que no debe
su existencia a nadie. O dicho de otra manera: Yo soy la existencia
misma, Yo soy el ser, en quien todo otro ser tiene su origen. Por eso
es que no puede haber otro Dios fuera de Él. Si lo hubiera, ninguno
de los dos sería dios, porque Dios no puede haber más que uno (Is
45:5).
Ese único Dios es el origen de todo lo que existe, por cuya palabra
todo fue creado, y su nombre es un instrumento de poder. ¡A Él sea
la gloria! Jesús dijo: "En mi nombre -esto es, en virtud de mi
nombre; más aun, pronunciando mi nombre- expulsarán demonios,
hablarán nuevas lenguas, tomarán en las manos serpientes, y si
bebieren algo mortífero, no les hará daño; impondrán manos sobre
los enfermos y se sanarán" (Mr 16:17,18).
Mediante el uso del nombre de Dios Padre, o del nombre de Jesús, su
Hijo, los discípulos de los primeros días hacían milagros y prodigios,
como en el caso del paralítico que estaba a la puerta del templo, y
que empezó a caminar cuando los apóstoles Pedro y Juan, en el
nombre de Jesús, le ordenaron que se levantara (Hch 3:1-8).
El diablo, lo sabemos muy bien, es un especialista en imitar y torcer
las cosas que Dios hace. Los sacerdotes de los pueblos paganos
también podían hacer prodigios en el nombre de sus dioses falsos,
como vemos en el libro del Éxodo, cuando los sabios y hechiceros del
Faraón, repetían los portentos que Moisés hacía (Ex 7:11,22; 8:7).
Era el demonio, Satanás mismo, el que les daba ese poder. Pero,
para probar al mundo cómo el poder de las tinieblas no es
comparable con el poder de Dios, llegó un momento en que los sabios
del Faraón no pudieron replicar los milagros que Dios hacía por la
mano de Moisés y Aarón (Ex 8:18,19). Y el Faraón tuvo que rendirse
ante la evidencia de que no hay poder que se compare con el del Dios
verdadero.
El mandamiento de no tomar el nombre de Dios en vano prohíbe el
uso inadecuado del poder inherente en el nombre de Dios, prohíbe
todo uso y mención irrespetuosa de ese poder, prohíbe poner a Dios
por testigo de hechos falsos, porque el nombre de Dios es santo,
como Él mismo es santo. Prohíbe también todo intento de usar el
nombre de dioses falsos para obtener resultados que imiten el poder
del nombre de Dios. En suma, es un mandamiento contra la magia,
contra los sortilegios, contra el ocultismo, no sólo contra el jurar en
falso.
Hoy día prolifera el ocultismo en el mundo; abundan las prácticas
mágicas, la brujería, el satanismo. A medida que la fe de la gente
disminuye y se corrompe, aumenta la fascinación por las
supersticiones, por las llamadas "ciencias ocultas", por la evocación
de los muertos, por la adivinación, por la lectura de cartas, por la
astrología, y otras cosas similares detrás de las cuales corre hoy día
la gente.
Es Satanás el que los incita a acudir a su poder engañoso, en lugar de
acudir al poder de Dios, mediante la fe y la oración.
En lugar de poner su confianza en Dios, ponen su confianza en
símbolos satánicos, en talismanes, en piedras preciosas, a los que
atribuyen poderes maravillosos. Ponen su confianza en ritos extraños,
en drogas alucinógenas, en baños de agua de rosas, o en lagunas
sagradas, como "Las Huaringas". Y al hacerlo, abren la puerta a
influencias diabólicas en sus vidas y en la de sus familiares, por lo
que pueden llegar a pagar un altísimo precio.
En nuestro país proliferan los brujos, especialmente en algunos
lugares de provincias. Acudir a ellos es ofender al santo nombre de
Dios, porque es confiar en un poder que se erige en rival del suyo.
Para engañar a los incautos, los brujos se valen también de símbolos
sagrados, de la cruz, de estampas, de nombres de santos, y rezan,
según dicen. Y la gente ingenua piensa: ¿Cómo va a ser eso malo si
le rezan a Dios? No se dan cuenta de que al usar los brujos el nombre
de Dios, al valerse de los símbolos sagrados, lo hacen
engañosamente, obedeciendo al diablo; que lo hacen no para dar
gloria al Creador, sino para glorificarse ellos mismos ante los ojos de
sus clientes, y por una ganancia pecuniaria.
Obrando de esa manera ellos toman el nombre de Dios en vano y le
ofenden gravemente.
Los que acuden a los brujos se hacen cómplices de las blasfemias que
los brujos pronuncian y se someten al poder de Satanás, a quien los
brujos obedecen. Se convierten ellos mismos en esclavos del diablo.
Si esos ingenuos supieran lo que en verdad practican, no se
atreverían a hacerlo, pero están engañados.
El diablo muchas veces los atrae insidiosamente concediéndoles algo
de lo que piden, porque, como hemos visto, también el diablo tiene
poder, un poder angélico, que Dios le dio cuando fue creado y que no
le ha quitado. Es un poder muy grande comparado con el poder
humano, pero es un poder muy pequeño comparado con el poder de
Dios.
El diablo otorga favores a sus seguidores concientes o inconcientes,
para poder atraerlos y dominarlos mejor, y les tiende de esa manera
un lazo del que después difícilmente pueden escapar. Porque una vez
la dificultad resuelta por el chamán, surge otra que les obliga a acudir
nuevamente a él, y luego otra y otra. Y la gente acaba por ir de brujo
en brujo, de sesión en sesión, de vidente en vidente, porque al cabo
de cierto tiempo sus problemas en lugar de mejorar, empeoran y no
tienen solución.
No obstante, el diablo se las ingenia para mantenerlos en la ilusión de
que con este hechizo, con esta estampa, con esta fórmula mágica,
van a cambiar su suerte y alcanzar la felicidad que desean. ¡Ilusos
esclavos que se han entregado en las manos de Satanás! ¡Cuántas
desgracias se abaten sobre las familias a causa de la brujería, o a
causa de la guija!
¡Y qué triste es que los que debían advertirles contra ese engaño no
lo hacen, por ignorancia o por indiferencia, y dejan que el pueblo que
Dios les ha confiado se pierda! Dios ha dicho en su palabra que los
que acuden al hechicero, al adivino, al mago, al espiritista, cometen
una abominación (Dt 18:9-12). Ha dicho también que los que no
advierten al pecador de su pecado, debiéndolo hacer porque es su
función, se hacen corresponsables de ese delito y reos de la sangre
del pecador que se condene. Algún día esa sangre les será reclamada
(Ez 3:16-21).
La moda de lo satánico se ha difundido tanto entre nosotros que
hemos visto en días recientes cómo una marca de chocolates dirigida
a los niños, usa abiertamente tatuajes satánicos para atraer a sus
pequeños clientes, corrompiendo sus mentes por una pingüe
ganancia.
Pero hay cristianos que, sin acudir a los brujos, toman el nombre de
Dios en vano. No estoy hablando aquí del jurar, como muchos
irresponsablemente hacen: "Te juro por Dios" y están mintiendo.
También eso es tomar el nombre de Dios en vano. Pero no estoy
hablando de eso. Ahora quiero hablar de otra forma de tomar el
nombre de Dios en vano que no siempre es reconocida como tal, y en
la que muchos incurren sin saberlo y ofenden a Dios.
Jesús dijo: "Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará"
(Jn 16:23).
Ese es un privilegio y un poder extraordinario. Él nos ha dado el
poder de pedir a Dios lo que deseamos y ha puesto su nombre como
garantía de que lo que pedimos, lo obtendremos. ¿Quién no quiere
usar ese poder? ¿No es ese un ofrecimiento extraordinario?
Pero toman el nombre de Dios en vano todos lo que, citando esa
escritura y queriendo emplear ese poder, usan el nombre de Jesús
para hacer peticiones egoístas, peticiones que buscan satisfacer sus
caprichos y sus ansias de lujo, no sus necesidades verdaderas, cosas
frívolas que no son conformes a la voluntad de Dios (St 4:3).
Toman el nombre de Dios en vano todos aquellos que ordenan en el
nombre de Dios, asumiendo una autoridad que Dios no les ha dado,
que suceda tal o cual cosa, y la dan por hecha y engañan a la
congregación proclamando enfáticamente que Dios ya lo ha hecho.
Anuncian con tono presuntuoso que Dios ha hecho lo que ellos han
decretado, o profetizado, sin haberle preguntado antes a Dios si
aquello que piden, o que reclaman, es algo que Dios quiere;
murmuran: "Así dice el Señor", sin que Dios les haya hablado.
¿Podrá alguien forzar el brazo de Dios? ¿Puede alguien obligar a Dios
a hacer algo que Él no desea? Hay quienes se imaginan que sí
pueden, que sostienen que Dios está atado por su palabra, y que con
voz altanera pronuncian oraciones como quien da órdenes a Dios,
oraciones que deben herir los oídos santos del Altísimo y serle
abominables.
La presencia de Dios se aleja de esas iglesias donde las oraciones que
se hacen desde el púlpito ofenden a la majestad de Dios, porque no
son hechas en humildad, en "oración y súplica", como pide Pablo (Ef
6:18); oraciones que no se hacen con ruegos y con muchas lágrimas,
sino como si Dios estuviera obligado a satisfacer nuestros caprichos,
como si Él fuera semejante al espíritu que habitaba la lámpara de
Aladino, listo a acudir a nuestro menor deseo, como si fuera nuestro
esclavo.
¡Qué vana idea tienen de la gloria y de la majestad de Dios los que
así obran, creyendo -y haciendo creer a los incautos- que Dios está a
sus órdenes y no ellos a las órdenes de Dios! ¿Quién es el que les
enseña a encumbrarse en un trono que no es el suyo, sino aquel que
quiso sentarse en el trono de Dios? (Is. 14:13) ¿Los mandamientos
de quién obedecen los que de esa manera actúan? ¿Los
mandamientos de Dios o los mandamientos del diablo?
3º
Vamos a seguir hablando hoy de los mandamientos del diablo; es
decir, de la forma como Satanás pervierte los mandamientos de Dios
y empuja a la gente a hacer lo contrario de lo que Dios dice.
Poca gente presta atención al hecho de que Dios ordena trabajar seis
días a la semana y piensan que este mandamiento establece sólo el
descanso. Olvidan también, de paso, que el día de reposo debe ser
dedicado a Dios.
Porque, en efecto, Dios menciona dos razones por las cuales instituye
el día de descanso. La primera es para que el hombre recuerde que
Dios creó los cielos, la tierra y todo lo que existe en seis días, y el
sétimo día descansó. Es decir, que el hombre recuerde quién es su
creador, el Ser a quien debe la vida y todo lo que tiene, y que, en
agradecimiento, le honre. De ahi que el pueblo escogido debía dejar
en ese día todo ocupación que apartase sus pensamientos de Dios.
Pero hoy día ya nadie recuerda que uno de los propósitos del
descanso es honrar a Dios, y más bien, todo el mundo dedica el fin
de semana a divertirse, a jaranear, a ociosear, cuando no a cosas
peores ofendiendo al Señor pecando.
Esas son también las noches en que hacen su agosto los hostales que
han proliferado por toda la ciudad. Algunos son de lujo, otros son
inmundos. Pero todos ellos se han convertido en templos del adulterio
y de la fornicación, cuando no de mayores perversiones. Ahí también
muchos se contagian del Sida. ¡Cuántas veces me he preguntado si
los dueños, o los que conducen esos locales, no tienen vergüenza de
su negocio y si el dinero que ganan no les quema las manos! ¡En qué
ciudad de meretrices y homosexuales se ha convertido nuestra
capital! ¡Capital de Satanás es ésta, donde las multitudes siguen las
insinuaciones del diablo y corren a enlodarse en su chiquero!
¡Babilonia empalidecería al lado de nuestros desvaríos!
Hoy día vemos cómo la norma del descanso semanal es violada por
empresarios que obligan a sus empleados y obreros a laborar el fin
de semana, sin compensación especial alguna. Al mismo tiempo, la
jornada de ocho horas se ha vuelto cosa del pasado, porque los
obligan a trabajar de diez a doce horas diarias, sin sobretiempo. Eso
lo hacen abusando del temor que tienen los asalariados de quedarse
sin empleo y amparados por una legislación inhumana y permisiva.
Impulsados por la codicia, esto es, por el deseo de llenar sus bolsillos
a costa del sudor de la frente ajena, no sólo exprimen sin
consideración las energías de sus trabajadores, sino causan también
un grave perjuicio a la vida familiar de muchos de ellos, porque los
hacen regresar a sus casas agotados y sin fuerzas y cuando ya sus
hijos menores duermen.
4º
Los padres son para los hijos como Dios para el hombre, en primer
lugar, porque ellos los crean. No los crean en sentido absoluto de la
nada, sino al unirse en una sola carne y por el poder inherente en ese
acto. Éste es uno de los aspectos más sagrados de la unión física
entre hombre y mujer: que cuando los esposos se unen, ellos
ejercitan un poder que pertenece a Dios y que Dios ha delegado en
ellos: el de engendrar una nueva vida. No sólo una nueva vida física y
anímica, como cuando se unen dos animales, sino la vida de un
nuevo espíritu que durará por toda la eternidad, una vida que tiene
un valor infinito.
¿Qué es lo que hace Dios por sus criaturas, cómo se comporta Dios
con ellas? La Escritura dice que Él las cuida y les da su alimento diario
(Sal 104:10-15). En los primeros años, lo sabemos muy bien, los
hijos dependen enteramente de sus padres para su subsistencia. Sus
padres son realmente como Dios para ellos. Por ello los padres deben
cuidar del bienestar físico, material y afectivo de sus hijos con un
esmero que se asemeje al que Dios despliega con nosotros. Eso
demanda ciertamente muchos sacrificios durante la primera infancia y
grandes preocupaciones cuando los hijos crecen y llegan a la
adolescencia. Como dice el refrán: "Hijos pequeños, cuidados
pequeños; hijos grandes, cuidados grandes".
Para impedir que los padres eduquen a sus hijos como Dios manda el
maligno ha inspirado en los últimos tiempos novedosas teorías
pedagógicas que fueron desarrolladas en otros países pero que ya
circulan entre nosotros, y según las cuales los padres no deben
castigar a sus hijos ni exigirles disciplina, porque, alegan, eso les
causa frustraciones y oprime su personalidad. Como esas ideas son
difundidas con el aval de prestigio que tiene la ciencia, innumerables
padres caen en esa trampa malévola y les hacen a sus hijos, sin
quererlo, un grave daño.
Claro está que los padres no deben abusar de su autoridad con sus
hijos, ni educarlos en un clima de terror, como a veces,
lamentablemente sucede. Bien nos lo recuerda Pablo: "Y vosotros,
padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en la
disciplina y amonestación del Señor". (Ef 6:4). Pero de ahí a no
disciplinarlos ni corregirlos hay mucho trecho.
Los padres cometen una grave injusticia con sus hijos cuando no los
disciplinan y corrigen y no les enseñan a obedecer. El que no ha
aprendido a obedecer de niño no ha aprendido a ejercer dominio
propio. El niño que no fue enseñado a respetar la autoridad de sus
mayores y a obedecerles, el niño a quien se conceden todos sus
caprichos, el niño mimado, engreído, en suma, será un insatisfecho
crónico toda su vida como adulto, que estará siempre esperando que
el mundo se comporte con él como sus padres lo hicieron con él
cuando era pequeño, y no comprenderá por qué no obtiene de los
demás todo lo que desea. Si se casa, querrá que su esposa lo trate
como lo trató su madre y hará de ella una víctima de su egoísmo.
He aquí pues dos campos en los que el demonio incita a los padres a
pervertir el papel que les toca cumplir frente a sus hijos: de un lado
los induce a no usar la autoridad que Dios les ha dado; y, de otro, los
mueve a abusar de ella.
5º
Él creó con el hombre y la mujer, y con los hijos que les otorga, a la
institución de la familia como componente básico de la sociedad
humana, como base de esa estructura ordenada.
Dios mismo es una familia, puesto que es Padre e Hijo, unidos por el
nexo amoroso del Espíritu Santo. Y todos los seres racionales que ha
creado son los hijos que Él mismo se ha dado. Nos ha dejado,
además, un modelo de familia en aquella que llamamos precisamente
la "Sagrada Familia", conformada por José y María, a los que su único
Hijo estaba sometido, aunque era Dios (1).
Sin exagerar podemos decir que buena parte del Antiguo Testamento
está organizado en torno de la familia. Cuando el relato bíblico habla
de algún personaje importante, con muy pocas excepciones, habla de
su esposa y de sus hijos. Dios funda al pueblo elegido sobre la base
de una familia, la de Abraham, y transmite a la posteridad las
bendiciones que derrama sobre ella a través de familias sucesivas.
Nótese que Jesús dijo que Moisés permitió a los hebreos dar carta de
divorcio a su mujer "a causa de la dureza de sus corazones, pero que
al principio no fue así" (Mt 19:8). ¿Quién es el que ha introducido el
mandato del divorcio en el ordenamiento humano, contrariando el
propósito de Dios?
Pero ése no es el único factor de perturbación de la vida familiar,
aunque sin duda es el más dañino. Hay otro muy insidioso, que no
siempre es reconocido como tal. Y son las solicitaciones múltiples y
constantes que ofrece el mundo moderno, con su espejismo de
distracciones, que atraen a los padres hacia el exterior y los alejan de
su hogar.
Nota (1): Digo único Hijo porque en los escasos pasajes de los
evangelios que hablan de la santa familia como un todo sólo aparece
un hijo: Jesús. La noción de que José y María pudieran haber tenido
además otros hijos está basada en otros pasajes, lingüísticamente
ambiguos, en los que José no aparece.
6º
Quiero retomar la serie dedicada a los mandamientos del diablo que
interrumpí hace algún tiempo por abordar otros temas. ¿Qué quiero
decir con la expresión de "mandamientos del diablo"? Naturalmente
Satanás no nos ha dado mandamientos ni puede hacerlo. Pero siendo
él un enemigo de Dios y del hombre, y tan astuto y experto en
fraudes, ha pervertido los mandamientos de Dios con el fin de
impulsar a la gente a hacer lo contrario de lo que Dios manda, y a
practicar lo que Dios prohíbe. Y lo lleva a cabo con tanta maña que la
distorsión de los mandatos de Dios que él promueve aparece a los
ojos de muchos como algo razonable, conveniente, progresista o
agradable.
Hoy vamos a examinar desde este punto de vista cómo Satanás ha
trastocado el mandamiento que prohíbe matar. Ante todo notemos
que lo que este mandamiento del Decálogo prohíbe no es matar en
general sino, específicamente, asesinar. Por ejemplo no condena la
pena de muerte, porque la pena capital está ordenada y regulada en
los mismos libros de la ley de Moisés. Tampoco prohíbe matar en la
guerra, porque la guerra era una realidad inevitable entonces, y sigue
siéndolo trágicamente en nuestros días.
El mandamiento de "no matar" se refiere al acto por el cual un
individuo quita la vida otro, sea por odio, o por celos, o por deseos de
venganza, o para robar, o para divertirse, o por cualquier otro motivo
personal. Esto es, prohíbe el asesinato en cualquiera de sus formas.
Jesús, es cierto, dio una dimensión trascendente, superior, a este
mandamiento cuando dijo que no sólo el cuchillo asesina, sino que
también nuestros sentimientos de odio y nuestras palabras ofensivas
matan. Pero este tema lo reservamos para otro ocasión.
Vemos por las Escrituras que Satanás ha impulsado a los hombres a
matar a sus semejantes desde el comienzo de la historia. Lo vemos
en el caso de Caín, que mató a Abel impulsado por sentimientos de
envidia que el maligno instigaba (Gn 4). O en el caso de los hijos de
Jacob, Rubén y Leví, que mataron a los hijos de Hamor impulsados
por el deseo salvaje de lavar el honor de su hermana (Gn 34).
Más adelante vemos cómo el faraón ordenó a las parteras de los
hebreos matar a los hijos varones de los israelitas, porque temía que
el pueblo escogido, al hacerse numeroso, se hiciera muy poderoso y
no pudieran seguir esclavizándolo (Ex 1:15-21). ¿Quién sino el diablo
podía estar interesado en suprimir al pueblo hebreo, al que Dios
había prometido que de su seno nacería el Salvador del mundo?
Siglos más tarde el rey Herodes el Grande, en su afán de eliminar a
un posible rival de su trono, esto es, al Mesías anunciado, ordenó
pasar a espada a todos los pequeños de Belén menores de dos años
(Mt 2:13-23). ¿Quién sino Satanás podía desear eliminar apenas
nacido al Salvador del que hablan los profetas y que vendría a
destruir su reinado de tinieblas y a liberar al hombre del pecado?
Así como impulsó antaño al cruel Herodes, en este mundo moderno
civilizado, de grandes progresos científicos y económicos, el diablo
continúa incentivando a la gente a derramar sangre inocente como
nunca se hiciera en el pasado y está instigando a gente malvada a
introducir en las naciones leyes que permiten el asesinato a mansalva
de millones de criaturas indefensas antes de que nazcan.
¿En qué forma se producen esos asesinatos? Mediante el aborto.
Pensemos: Hasta hace poco más de 30 o 40 años el aborto estaba
estrictamente prohibido en todos los países de cultura occidental y
era considerado un delito que acarreaba grandes sanciones. El primer
país que lo autorizó fue la Unión Soviética, al implantarse el
comunismo. Su ejemplo fue seguido por las naciones que caían bajo
la férula comunista cuya ideología, como bien sabemos, es atea.
Pero poco a poco a partir de las años 60 los países de tradición
occidental y cristiana han liberalizado sus leyes sobre el aborto,
eliminando las restricciones, de tal manera que ahora se permite la
terminación del embarazo no sólo para proteger la salud de la
madre, o por violación, sino también por motivos puramente
económicos (no tenemos dinero para criar otro hijo), o psicológicos
(no estoy en condiciones de afrontar la maternidad), o aun sin tener
que alegar justificación alguna. Incluso se permite el aborto cuando
hay la sospecha de que la criatura en el seno pudiera nacer con
defectos congénitos.
Para redondear su logro los promotores del aborto han obtenido
además en muchos países que el estado asigne fondos para
subvencionar la matanza de esos inocentes nonatos a través de la
seguridad social.
Pero a los defensores del aborto no les basta haber impuesto sus
criterios en los países del mundo desarrollado. Ahora quieren imponer
la legalización del aborto en aquellos países como el nuestro que
todavía lo prohíben. Hay una activa campaña en marcha, cuya huella
el lector avisado puede detectar en los periódicos, que está conducida
por organizaciones internacionales antes respetables, pero que ahora
están manejadas por funcionarios declaradamente anticristianos, o
por abanderadas del movimiento feminista, y se proponen obligar a
los países latinoamericanos y musulmanes, entre otros, a aprobar
legislaciones que hagan posible el acceso sin restricciones al aborto,
alegando que poder disponer de su propio cuerpo a su antojo
constituye un derecho fundamental de la mujer. Para ello niegan al
feto su condición de ser vivo y lo consideran como un mero amasijo
de tejidos y sangre que es apéndice del cuerpo de la mujer.
Felizmente la Constitución del Perú protege a la criatura no nacida, a
la que llama en el lenguaje jurídico "el concebido". Pero las artimañas
de esos col portores de la muerte son tan sutiles que han encontrado
subterfugios legales para realizar entre nosotros abortos con el
pretexto de "regulación menstrual" utilizando una bomba manual de
succión, como está sucediendo actualmente en el Perú y se enseña y
practica en la maternidad de Lima, con la asesoría y fondos de una
entidad extranjera.
No es muy agradable hablar de estos temas, pero es necesario
hacerlo para advertir al pueblo cristiano acerca de lo que está
ocurriendo en nuestro país y en el mundo, para no se deje engañar y
esté advertido. Faltaríamos a nuestro deber si no lo hiciéramos. Por
algo dice el libro de Proverbios: "Libra a los que son llevados a la
muerte; salva a los que están en peligro de muerte. Porque si
dijeres: Ciertamente no lo supimos, ¿acaso no lo entenderá el que
pesa los corazones? (24:11,12).
Entre esas instituciones internacionales se encuentran organizaciones
que se dedican a los temas de la salud, de la población y hasta de la
infancia. Hay también un gran número de organizaciones privadas,
muy poderosas económicamente, que promueven la esterilización
varonil y femenina y que abogan por la legalización del aborto en
todo el mundo.
La más connotada de esas instituciones mantiene en los EEUU una
red de más 900 clínicas dedicadas al aborto y, para extender su
negocio, ha enfilado su puntería hacia Latinoamérica nombrando
recientemente como presidenta mundial a una conocida activista pro
aborto colombiana. Esta misma organización confecciona y promueve
programas gráficos y explícitos de educación sexual para los alumnos
de primaria, que corrompen a la niñez desde la más tierna edad.
Quisiera advertir a mis oyentes y lectores que son muchas las ONG
en el Perú que se presentan hipócritamente ante la opinión pública
como entidades benéficas, ofreciendo lo que ellas llaman "servicios de
salud reproductiva". Esta fracesita, "salud reproductiva", es una
palabra código que significa no sólo anticoncepción y esterilización,
sino también aborto. Estén atentos cuando la oigan o lean y
comprendan que usan esa expresión para encubrir sus verdaderos
fines.
Cabría preguntarse ¿qué es lo que persiguen realmente estas
entidades? Eliminar todos los obstáculos que se opongan a la libertad
sexual más absoluta, y el temor al embarazo es un serio obstáculo.
Están dominados por una filosofía hedonista, esto es, por una
concepción materialista que ve en el placer la meta de la vida.
Teniendo en cuenta que pocos pecados cierran más el corazón al
Evangelio que la lujuria, ya podemos imaginar quién es el que les
inspira esa ideología.
Como consecuencia de la aprobación de una legislación permisiva en
los EEUU, se realizan en ese país desde 1973 casi un millón y medio
de abortos al año. En muchos países europeos el número de abortos
practicados anualmente es menor cuantitativamente, pero en relación
con su población es proporcionalmente más alto.
Hay países, como el Japón y Rusia, donde la cifra de abortos casi
supera a la de los nacimientos. En la China se obliga a abortar a las
mujeres que ya tienen un hijo y que salen en cinta. En la India,
muchos esposos, de común acuerdo, eliminan a la criatura que está
por nacer si la ecografía revela que es de sexo femenino porque
consideran a las hijas mujeres como una carga. El problema es tan
serio que el gobierno hindú se ha visto obligado a prohibir la
realización de ecografías practicadas con el fin de detectar el sexo del
feto, porque teme que de generalizarse esa práctica se altere el
equilibrio que debe existir entre el número de individuos de ambos
sexos al limitarse el nacimiento de hijas mujeres.
El aborto pues se ha convertido en una plaga mundial y en una
industria lucrativa, no sólo por lo que cobran por cada operación sino
que últimamente han empezado a vender a los laboratorios
farmacéuticos, con fines experimentales, los miembros y tejidos
fetales producto de los abortos que antes se botaban a la basura.
Pero ya no sólo se emplean métodos quirúrgicos para asesinar a
seres humanos indefensos y privarles del derecho a la vida. Han
surgido en la década pasada fármacos como el famoso U-486, que
interrumpen el embarazo en las primeras semanas. Varios países
europeos han legalizado ya su empleo a pesar de que son concientes
de que su acción consiste en provocar un aborto temprano por
medios químicos.
Ha aparecido más recientemente la llamada "píldora del día
siguiente", o "anticonceptivo de emergencia", que la mujer puede
tomar al día siguiente de haber mantenido relaciones sexuales
"desprotegidas", como dicen eufemísticamente, es decir, sin tomar
precauciones contra el embarazo.
La acción de esa píldora, que no es otra cosa sino una dosis muy
fuerte de hormonas, consiste en impedir que el óvulo fecundado
anide en las paredes del útero y que, por tanto, muera pronto y sea
eliminado. Esto es, provoca un mini aborto.
Es irónico que en muchos países desarrollados se elimine a los bebes
por nacer con tanta facilidad, para comodidad de las madres, o de las
parejas de esposos o de convivientes que no quieren asumir las
responsabilidades que les corresponden al engendrar un hijo y que, al
mismo tiempo, las autoridades de esos mismos países estén
preocupadas y se quejen porque el número de los nacimientos se
haya reducido peligrosamente y su población empiece a descender,
con grave amenaza para su futuro político y económico. A causa de
ese déficit de nacimientos, que vienen arrastrando desde hace ya
algún tiempo, tienen que permitir la inmigración de extranjeros, a los
que no aman, pero que necesitan para colmar los vacíos de su fuerza
laboral cuando, si dejaran nacer a las criaturas abortadas, no
afrontarían ese problema.
Visto este panorama de egoísmo impío y de tantos niños eliminados
criminalmente antes de que vean la luz del día, uno no puede menos
que recordar los sacrificios de los niños que eran pasados por el fuego
en la antigüedad como parte del culto al dios Moloch en la tierra de
Canaán. Estos sacrificios fueron una de las abominaciones
practicadas por los pueblos que habitaban la tierra prometida por las
que Dios decidió exterminarlos y entregarlos en manos de Israel (Dt
18:9-12). ¡Dios no quiera que en nuestro país se llegue a legalizar el
aborto!
La generalización del aborto en nuestros días es una forma moderna
de ofrecer sacrificios a Moloch, que Satanás ha promovido para
contaminar la tierra y que clama venganza contra los que cometen
ese crimen.
Sin embargo, no se puede violar la ley de Dios impunemente, sin
sufrir las consecuencias. La violencia ejercida contra esos inocentes
indefensos rebota contra las sociedades que lo permiten. La gente se
escandaliza de que niños puedan matar a niños, como está
ocurriendo ahora con aterradora frecuencia en los EEUU y en algunos
países europeos. Pero la palabra de Dios dice que el que siembra
iniquidad la cosecha (Job 4:8). Y eso es lo que está ocurriendo en el
mundo entero, estimulado también por la violencia irracional que se
exhibe en la pantallas de TV y en el cinema, incluso en las películas
de dibujos animadas para los infantes.
¿Quién es el que se está frotando las manos con la extensión de estos
males sino el ladrón que vino para robar, matar y destruir? ¿Y cuáles
serán los castigos que Dios está preparando para la humanidad a
causa de esos crímenes horrendos?
(La entidad abortista más grande del mundo es la Federación
Internacional de Paternidad Responsable -Planned Parenthood en
inglés- representada en al Perú por la ONG INPPARES. Otras ONGs
que trabajan en el campo de la “salud reproductiva” en nuestro país
APROPO, IEPO, CELSAM, PATHFINDER, etc.)
7º
¿Y por qué es sagrada la vida del hombre? El libro del Génesis nos da
la respuesta: "El que derrame sangre de hombre, por el hombre su
sangre será derramada, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre."
(9:6).
Decía antes que, como Dios es el autor de la vida del hombre, sólo Él
puede quitarla y sólo Él puede autorizar que le sea quitada por sus
semejantes. El pasaje del Génesis que leímos antes nos muestra que
Dios ha ordenado hacer morir al asesino. Y el Nuevo Testamento no
ha abolido esa norma. En la ley de Moisés Dios estableció las
condiciones y circunstancias bajo las cuales la justicia humana y la
sociedad pueden y deben cumplir ese mandato.
Nota:
En la primera charla de esta serie hice referencia a las dos
numeraciones existentes de los mandamientos del Decálogo.
8º
En las dos charlas pasadas hemos hablado acerca del mandamiento
que dice textualmente "No matarás" pero que, según el sentido
propio de la palabra hebrea empleada por Moisés, "ratzaj", prohíbe
asesinar. Lo hemos examinado principalmente en relación con el
aborto y con la pena de muerte, además de otros aspectos afines,
observando cómo el demonio se esfuerza por pervertir su aplicación.
Hoy vamos a ver cómo Jesús da a este mandamiento una dimensión
más profunda, que el Antiguo Testamente sólo deja entrever. Él dijo
en efecto: "Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y
cualquiera que mate será culpable de juicio. Pero yo os digo que
cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y
cualquiera que le diga: insensato, será culpable ante el tribunal; y
cualquiera que le diga: fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego."
(Mt 5:21,22).
Aquí es apropiado hacer una advertencia. En esta pasaje pareciera
que Jesús opone sus propias palabras a lo que establece la ley de
Moisés, y así ha sido interpretado por algunos. Pero no es el caso. La
ley de Moisés es palabra de Dios que permanece para siempre y
Jesús mismo ha dicho poco antes (Mt 5:17-19) que Él no había
venido para abrogar la ley sino para cumplirla.
En el pasaje que hemos citado Jesús presenta el mandamiento tal
como era enseñado al pueblo por los escribas y maestros de la ley,
de acuerdo a su tradición, añadiendo a las palabras "no matarás"
estas otras: "Y cualquiera que mate será reo de juicio", que no están
en el texto original. Esas palabras de comentario agregadas por los
rabinos disminuían la fuerza de las normas dadas por Moisés, al decir
que el homicida corría el riesgo de ser llevado a juicio y ser
condenado. Y sabemos que en los tribunales puede pasar cualquier
cosa. Efectivamente no es lo mismo que decir que el asesino será
juzgado a decir que debe morir.
Las palabras de Jesús muestran que el mandamiento, rectamente
mirado, es mucho más exigente y que va más allá de los actos: El
que se enoja, el que se enfurece con su hermano corre el mismo
riesgo de ser acusado ante el juez que el que mate, no ya en el
tribunal humano sino en el tribunal de Dios. Pues no son sólo los
actos externos los que cuentan sino que los sentimientos internos del
hombre serán juzgados con igual severidad por Dios.
Ya lo dirá Jesús en otra parte: "Porque de dentro, del corazón, salen
los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los
homicidios..." (Mr 7:21).
¿Cuál es la raíz del asesinato? La ira, la cólera, la envidia, el odio que
el hombre sienta contra su hermano. "Corta la raíz y habrás cortado
también la rama" dice Juan Crisóstomo. Desecha la ira y habrás
cortado de raíz el homicidio. Si reemplazáramos el odio por el amor,
la intolerancia por la comprensión, la suspicacia por la confianza, la
envidia por la admiración, suprimiríamos la agresión en el mundo y la
tierra se convertiría en un cielo porque los actos de agresión que el
hombre comete contra sus semejantes, que causan tanta infelicidad,
tienen su origen en los sentimientos que alberga su corazón.
El que se encoleriza contra su hermano puede llegar a matarlo si no
controla su ira, aunque no haya tenido inicialmente esa intención. Por
eso dice el libro de Proverbios: "El que comienza la discordia es como
quien suelta las aguas; deja pues la contienda antes de que se
enrede" (17:14). Una vez comenzada la pelea no sabes cómo va a
terminar.
Por el mismo motivo Jesús dirá en el mismo pasaje que comentamos:
"Reconcíliate pronto con tu adversario mientras vas con él por el
camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al alguacil, y seas
echado a la cárcel." (Mt 5:25). Es mejor que transes con tu
adversario, que te entiendas a tiempo con él, porque si te empeñas
en llevar adelante la disputa y el asunto va hasta los tribunales,
puede complicarse mucho más de lo que habías previsto y al final
resultes perdiendo.
Las disputas abren un amplio campo a la acción de Satanás, que se
goza de estas situaciones, pues él sabe cómo caldear los ánimos
hasta que las pasiones se descontrolen. De la cólera se pasa al
insulto, del insulto a las vociferaciones; y de los gritos se pasa
fácilmente a los golpes, uno de los cuales puede ser fatal. Cuando el
hombre malamente herido yace en el suelo, el que lo golpeó quizá se
pregunte ¿cómo he llegado a esto? No era mi intención matarlo. De
hechos de sangre semejantes, que empezaron por una fútil pelea,
están llenas las páginas de los diarios. ¡Cómo se goza Satanás con
esos desenlaces trágicos que él atiza!
De ahí que San Pablo nos advierta en Efesios: "Airaos, mas no
pequéis, no se ponga el sol sobre vuestro enojo, ni deis lugar al
diablo." (4:26,27). Porque si te enfureces y no haces las paces
rápido, le das oportunidad al demonio para que haga de las suyas y
al día siguiente el conflicto se haya agravado.
Ahí Pablo nos da a entender, según parece, que puedes enojarte sin
pecar. ¿No contradice eso las palabras de Jesús sobre la ira?
Examinemos la cuestión: En algunas versiones del pasaje del sermón
de la montaña que hemos citado antes, se inserta la traducción de
una pequeña palabra griega que significa: "sin causa"; lo que hace
decir a Jesús que no el que se enoja sino el se enoja sin causa, sin
motivo justificado, es culpable de juicio.
Esa palabrita griega figura en la mayoría de los manuscritos del
Nuevo Testamente que se han conservado, pero no en las fuentes
más antiguas, por lo que no se sabe con seguridad si fue
efectivamente pronunciada por Jesús, o si fue añadida por los
copistas para hacer más claro el sentido preciso que Jesús quiso dar a
sus palabras. Pues sabemos muy bien que Jesús en más de una
ocasión se mostró enojado.
Existe en verdad una ira santa, una ira contra el abuso, contra el
pecado, inspirada por amor al que lo comete y que persigue su bien,
esto es corregirlo, no su mal. Es conocido el dicho, que no figura en
la Biblia, pero que se ha hecho popular porque refleja bien su
doctrina, y que dice así: "Dios aborrece el pecado, pero ama al
pecador". Puede haber una ocasión conveniente para la ira, cuando
reprime el mal, y en ciertas ocasiones es necesario tenerla porque
comunica energía a nuestros actos, pero no debe ir acompañada de
odio. Y puede haber una ocasión inconveniente: cuando la ira nos
impulsa a vengarnos.
La cólera que el Evangelio condena es la cólera egoísta, centrada en
el yo, que deja en el alma una estela de odio. No la cólera justa, que
pronto se aplaca y no guarda rencor. Sabemos muy bien por
experiencia que, cuando estamos enfurecidos, la menor palabra
negativa nos saca de quicio. En cambio si amamos a una persona,
perdonamos con facilidad sus palabras poco amables, y hasta las
mayores cargas que nos imponga, abusando de nuestra paciencia,
nos parecerán suaves. Son nuestros sentimientos pues los que dan
valor subjetivo, bueno o malo, a las palabras que nos dirigen y a los
actos del prójimo que nos afecten.
En el pasaje que estamos comentando Jesús menciona dos palabras
de insulto, una más ofensiva que la otra y dos grados de condena.
Aunque no se sabe exactamente cuál era el sentido de esas dos
palabras en la cultura de su tiempo (y cada época tiene sus propias
formas de injuria, que cambian con las costumbres) se presume que
la primera, "raca", traducida a veces como "necio", es una palabra de
desprecio, como si se dijera "tonto" o "estúpido"; y que la segunda,
"more", traducida como "fatuo" en muchos casos, es una injuria que
descalifica moralmente a aquel a quien la dirigimos, como cuando
decimos "bribón" o "sinvergüenza" El que pronuncie la primera, dice
Jesús, será llevado ante el concilio o sanhedrín (el mismo tribunal que
lo condenó a muerte), que es como si dijéramos ante la corte de
justicia más alta. El que pronuncie la segunda será condenado al
infierno. ¿Al infierno por insultar a mi prójimo?
Aunque las palabras de Jesús contengan un elemento de exageración,
de hipérbole, como era su costumbre para enfatizar la idea que nos
quiere transmitir, no nos debe extrañar que amenace con el infierno
al que injuria a su prójimo, pues Juan, el discípulo amado, en su
primera epístola, escribe: "Todo el que aborrece a su hermano es
homicida" (3:15). El que alberga sentimientos de odio hacia su
prójimo es un homicida ante los ojos de Dios, pues en ese
sentimiento está la raíz de muchos crímenes. El odio es lo contrario al
amor, que es la esencia de Dios, según San Juan (1Jn 4:8). Por eso el
odio nos separa de Dios. Nada extraño pues que Dios mire
severamente al que odie.
En el mismo lugar Juan ha dicho que "todo el que ama es nacido de
Dios y conoce a Dios" (1Jn 4:7). Esta es una frase a la que no se ha
dado todo el peso que merece. Según ella nadie puede amar a Dios y
al prójimo realmente, según ordena el más grande mandamiento, sin
haber sido tocado por la gracia del Espíritu Santo. ¿Cómo sabemos
que hemos pasado de muerte a vida? "En que amamos a los
hermanos" responde Juan (1Jn 3:14). Y enseguida añade: "El que no
ama a su hermano, permanece en muerte". Es decir, está en sus
pecados.
Sabemos muy bien que hay palabras que hieren profundamente.
Aunque no maten físicamente dejan una huella dolorosa en el alma
que no es sanada fácilmente. De ese tipo de injurias habla el libro de
Proverbios: "Hay hombres cuyas palabras son como golpes de
espada" (12:18). Y el salmo 64 se dice que hay hombres "que lanzan
como saetas sus palabras amargas" (vers. 3). Los que esgrimen esa
espada, los que lanzan esas saetas, son homicidas y reos de muerte.
El diablo nos empuja a todos con frecuencia a proferirlas. y se alegra
con las heridas que causan. Ya sabemos cuál es la condena a la que
nos expone nuestra lengua viperina.
¡Cuánto daño pueden hacer las palabras mal intencionadas! ¡Cuántas
discordias y malentendidos causan! Jesús dijo también que "por
nuestras palabras seríamos justificados y que por nuestras palabras
seríamos condenados" (Mt 12:37).
No se refería solamente a la verdad o mentira de nuestras
expresiones, sino a la carga afectiva de amor u odio que las
acompaña, a la intención con que son dichas, pues de eso depende el
efecto que tengan.
Esta palabra, "intención", nos revela dónde está el meollo del asunto
que estamos tratando. Dios ve las intenciones de nuestro corazón
(Hb 4:12) y de acuerdo a ellas nos juzga. No son tanto nuestros
actos los que cuentan para Él sino las motivaciones que nos
impulsan. Algún día nuestros actos y nuestras palabras serán
desnudados ante todas las naciones, en el juicio universal, y
aparecerán a la vista de todos, no como los hombres los vieron y
oyeron sino como Dios los percibe. Y Él dictará la recompensa que
merecen nuestras intenciones y, según ellas, nuestros actos. Nuestro
corazón es un libro abierto para Él y lo que nuestro corazón encierra
es lo que a Él le importa.
Los fariseos de ayer y de siempre quieren limitar el juicio a la
apariencia de nuestras conducta. Si cumplimos con las formalidades
estamos bien, seremos justificados. Pero a ellos dirigió el Maestro
esas palabras llenas de ira santa: "¡Hipócritas... sepulcros
blanqueados!" (Mt 23:27).
¡Cuántas veces nos hemos acercado al altar de Dios a presentar
nuestra ofrenda de amor o de alabanza, escondiendo sentimientos de
odio, o habiendo tenido con nuestro hermano un altercado no
resuelto! Y Jesús, que lo ve todo, te dice: "No quiero recibir tu
ofrenda si antes no te reconcilias con tu hermano (Mt 5:23,24). No
puedes acercarte a mí con el alma manchada por tus malos
sentimientos, porque si el mundo no los ve, a mí me saltan a los ojos
y te delatan."
Y continúa: "Yo tendría razones para rechazarte a causa de tus
pecados, pero he hecho las paces contigo, te he perdonado, aunque
no lo mereces. Así pues, tu vé y haz lo mismo: haz las paces con tu
hermano aunque sea él quien te haya ofendido."
Por eso también, en otro lugar, Jesús nos exhorta a perdonar si
queremos ser perdonados (Mr 11:26). Y nosotros hemos hecho
nuestras esas palabras cada vez que hemos dicho en el Padre
Nuestro: "Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos
a los que nos ofenden" (Mt 6:12).
9º
("las aguas hurtadas son dulces" Pr 9:17)
Según el catecismo que muchos aprendimos en el colegio, el sétimo
(o sexto) mandamiento dice así: "No fornicar". Pero en el libro del
Éxodo reza: "No cometerás adulterio" (Ex 20:14). Sin embargo, este
mandamiento cubre no sólo el adulterio sino todas las formas de
inmoralidad sexual, a las que la Biblia llama "fornicación", pues las
palabras del hebreo que designan a lo uno y a la otra están
emparentadas.
La perversión de este mandamiento es un terreno privilegiado,
preferido, de Satanás, en el cual él logra sus más grandes victorias,
pues aunque la inmoralidad sexual no sea el más grave de los
pecados, es el que más pecadores lleva al infierno. Él no tiene una
red más grande y eficiente que ésa para pescar a sus víctimas.
Sabemos que el sexo fue creado por Dios como un medio de
propagación de la vida, no sólo de la vida humana sino de la de casi
todas las especies del reino vegetal y del reino animal.
En el ser humano -y también en los animales superiores- Dios añadió
un elemento afectivo, emocional, para crear intimidad, comunión,
entre los seres de sexo opuesto. En el ser humano ése es un
elemento altamente espiritual que contribuye a la unión de los
esposos, la enriquece y hace que el amor que se profesan (lo que
llamamos "eros") se doble del amor de Dios (lo que llamamos
"agape") y participe de él.
En el Génesis Dios dio una orden: "Dejará el hombre a su padre y a
su madre y se unirá a su mujer, y serán una sola carne". (2:24). Al
dar esa orden Dios instituyó el matrimonio, la primera institución
creada por Dios y la que, dicho sea de paso, fue la única cosa buena
que Adán y Eva pudieron llevarse consigo cuando fueron expulsados
del Edén.
En esa orden, dada a la estirpe humana para siempre hay, a partir de
la segunda generación, tres elementos básicos: 1) hombre y mujer
dejan el hogar paterno para formar un nuevo hogar; 2) la unión de la
carne lleva a la unión de alma y espíritu; y 3) el amor que ambos se
dan mutuamente se prolonga en la vida de los hijos que surgen de su
unión. En esos tres aspectos está la esencia del matrimonio.
El sexo es por ello santo en el matrimonio. En verdad todo acto de
unión sexual entre los esposos que se aman es un sacramento en el
verdadero sentido de la palabra, esto es, un signo y un medio de la
gracia de Dios, del favor de Dios. Pero Satanás ha pervertido ese don
extraordinario que Dios ha creado para la felicidad humana y lo usa
para alejarnos de nuestro Padre y sumir nuestras almas en la
depravación; para hacernos desgraciados aun en esta vida,
seduciéndonos con una felicidad momentánea que deja un sabor
amargo.
Sabemos por la historia de Israel que hay una relación estrecha entre
perversión sexual e idolatría. La vemos, por ejemplo, en el episodio
de Baal-peor, donde al pueblo elegido empezó a fornicar con las hijas
de Madián (Nm 25). Invitaban al pueblo a ofrecer sacrificios a sus
dioses usando como señuelo a sus mujeres. Por eso murieron
víctimas de una plaga como 24,000 israelitas.
Pablo explica la relación entre inmoralidad e idolatría en Romanos:
"Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del
Dios incorruptible para adorar imágenes de hombres corruptibles, de
aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Por lo cual Dios los entregó a la
impureza en la lujuria de sus corazones, de modo que deshonraron
entre sí sus propios cuerpos." (1:22-25).
La inmoralidad sexual unida a la idolatría lleva a toda clase de
desórdenes morales y a una maldad descontrolada. En la época de la
decadencia del imperio romano, cuando empezó la predicación del
Evangelio, reinaba el libertinaje más abierto y, al mismo tiempo, las
costumbres públicas eran depravadas y crueles; se abandonaba a las
niñas recién nacidas a la intemperie para que murieran, se inflingían
crueles suplicios a los prisioneros, se torturaba y mataba a los
esclavos a capricho de sus dueños, el pueblo se divertía en
espectáculos sangrientos, como el de los gladiadores y el martirio de
los cristianos en las fauces de las fieras, se organizaban orgías
desenfrenadas, etc. Era el demonio el que impulsaba a esas gentes
depravadas a regodearse en el derramamiento de sangre.
Pero el cristianismo, al difundirse, reeducó a las masas paganas,
enseñándoles las normas de pureza sexual reveladas en el Antiguo
Testamento: pudor, castidad, virginidad y fidelidad en el matrimonio.
Esas normas tenían por finalidad proteger al pueblo de sus propias
tendencias carnales. Los apóstoles las hicieron suyas y las
transmitieron a sus discípulos, a quienes exhortaban a llevar una vida
santa: "Sed santos como Dios es santo." (P 1:15).
Aunque siempre hubo pecadores y hombres sensuales, podemos
decir que durante los trece primeros siglos de la era cristiana esas
normas y principios tocante a lo sexual regulaban la vida del pueblo.
El matrimonio era considerado santo y las relaciones pre y
extramatrimoniales eran condenadas. Pero a partir del
redescubrimiento de la antigüedad greco-romana, que inició ese
movimiento que llamamos Renacimiento en el siglo XIV, con su
exaltación de lo puramente humano, la fe del pueblo empezó a
decaer al mismo tiempo que las costumbres se relajaban.
Siempre que la fe disminuye su vigor se relajan las costumbres. La fe
sostiene nuestra vida, como dice la Escritura: "El justo por la fe
vivirá" (Rm 1:17). Pero no sólo vive el justo por la fe, sino que
también la sociedad entera vive por ella. De ahí que Satanás siempre
esté buscando maneras de debilitar la fe del pueblo a fin de alejarlo
de Dios y corromper sus hábitos y costumbres.
Pero con la reacción que trajo la Reforma y su contraparte, la
Contrarreforma en el siglo XVI, se reavivó la fe y las costumbres
volvieron a los cauces de la moral cristiana. Simultáneamente se
produjo una renovación espiritual y un rebrote de santidad en el
pueblo.
Pero a partir del siglo XVIII, con el creciente racionalismo que ponía
en duda la verdad revelada en la Biblia y envolvía en una nube de
escepticismo a los dogmas del cristianismo, la moral volvió
nuevamente a decaer. Aparece lo galante en el arte, en la literatura y
la música con su culto de la belleza sensual. Los filósofos de la
ilustración difunden ideas anticristianas que, sin negar de plano la
existencia de Dios, lo relegan a la categoría de un Creador lejano que
no se interesa por su creación. La diosa Razón sustituye al Dios de la
Biblia.
A lo largo del siglo XIX, con el surgimiento de las grandes ciudades
que trajo la primera revolución industrial, y el hacinamiento de las
masas obreras en barrios miserables, la libertad sexual comenzó a
ganar terreno, aunque no abiertamente a causa de la hipocresía de
una sociedad que se esforzaba por guardar las apariencias. Su
avance fue también contrarrestado por los avivamientos que surgían
en diversos lugares de Europa y Norteamérica.
A mediados de ese mismo siglo empezaron a difundirse los primeros
medios anticonceptivos: el preservativo inventado por un médico
francés de apellido Condón. Esta novedad alentó la inmoralidad
porque permitía eliminar en gran medida las temidas consecuencias
del sexo ilícito, esto es, el embarazo y las enfermedades venéreas.
La libertad sexual estalló en Europa al concluir la primera guerra
mundial (1914-1918), el conflicto más sangriento de la historia, que
trajo enormes trastornos en el trazo de las fronteras, en la sociedad y
en la vida política de ese continente. A partir de entonces el llamado
"amor libre" se hizo cada vez más frecuente, apoyado por una
literatura cada vez más audaz, por un teatro indecente y, más tarde,
por el cinema. Hollywood contribuyó a crear una nueva mentalidad
materialista al idealizar y rendir culto al amor romántico,
infundiéndole una fuerte carga de erotismo. Entre los años 30 y 60 la
actitud de la gente frente al sexo fue cambiando, sobre todo bajo la
influencia del cinema que era el espectáculo de las multitudes.
A partir de la década del 60, ya lo sabemos, la inmoralidad se hizo
abierta en los países desarrollados y, propiciada por los medios de
comunicación, empezó a difundirse por el mundo entero. Hoy se
predica la inmoralidad abiertamente a través del cinema, de la
televisión, de la prensa, y de las letras procaces de las canciones
populares. La infidelidad matrimonial, de la que gente antes se
avergonzaba, es ahora elogiada y el divorcio se hace cada vez más
común. Lo que antes era condenado sin reservas como una
aberración, esto es, las relaciones entre personas del mismo sexo, ha
sido rebautizadas como "opción alternativa". En nuestras radios se
escucha incluso una tecnocumbia que habla de amores entre
homosexuales.
He trazado este rápido cuadro histórico para explicar cómo hemos
podido llegar a un mundo en donde la virtud y el recato son objeto de
burla, la virginidad constituye una deshonra, el vicio es exaltado y no
hay perversión sexual que no sea admitida como normal.
La difusión de los medios anticonceptivos químicos, a partir de la
década del 60 ha facilitado enormemente la revolución sexual, la
promiscuidad y la infidelidad matrimonial, porque elimina el temor al
embarazo, que antes constituía una barrera. Como consecuencia, el
divorcio se está haciendo cada vez más frecuente, incluso en
sociedades todavía tradicionales, a Dios gracias, como la nuestra.
Las instituciones que se ocupan de la salud promueven el sexo
promiscuo al distribuir gratuitamente preservativos, con el pretexto
de combatir el Sida. Pero la tragedia africana nos demuestra que a
mayor difusión de condones, mayor difusión de la temible
enfermedad. Esto es, el pretendido remedio no combate como se cree
la enfermedad sino la alienta.
La educación sexual de los menores viola la inocencia de sus almas
sensibles, enseñándoles prematuramente detalles que a esa edad no
necesitan conocer, y, peor aun, los alienta a experimentar con las
diversas "opciones sexuales", como las llaman, con el fin, según
sostienen, de que descubran cuál es su verdadera orientación sexual.
El resultado terrible de esa política educativa es el fomento de la
homosexualidad, porque una vez iniciados los jóvenes en ese camino
perverso el espíritu inmundo de esa abominación no suelta fácilmente
a sus presas.
En Europa y en los EEUU las parejas se casan cada vez menos. Viven
amancebados, o como amantes "cama afuera". La convivencia, el
sexo prematrimonial son aceptados socialmente. Ahora las
invitaciones oficiales en muchos países no dicen: Sr. Fulano de Tal y
Sra., como se estilaba antes, sino Sr. Menganito y acompañante,
quien quiera que sea. Y esto se considera "chic" y sofisticado.
Las películas describen las formas más sórdidas y aberrantes de
relaciones entre parejas casadas, desprestigiando la institución
familiar.
La homosexualidad ha salido del closet, como dicen, y se presenta
abiertamente, haciéndonos recordar las palabras de Isaías: "Porque
como Sodoma publican su pecado, no lo disimulan. ¡Ay del alma de
ellos!, porque amontonan mal para sí!" (3:9). Los que la practican
son alabados, promovidos. Hasta el Presidente norteamericano habla
en los desfiles de los "gays" y les promete su apoyo. A los que
manifiestan su desacuerdo con ese "estilo de vida", los tachan de
"homófobos", de cucufatos atrasados. Tolerar, o más aun, aprobar el
pecado, se ha convertido en una obligación social.
Hoy se sostiene que también es posible el matrimonio entre personas
del mismo sexo. Hay todo un movimiento mundial para legalizar ese
tipo de uniones, otorgándoles todos los derechos legales y fiscales
que corresponden a los casados. Incluso el Secretario General de las
NNUU, ha salido públicamente en defensa de las familias "no
convencionales", es decir, de las formadas por homosexuales o
lesbianas, y se ha llegado a autorizar que esas parejas adopten hijos.
Este es, en breves trazos, el panorama del mundo actual: Sodoma y
Gomorra han resucitado en nuestros días. Por ello no nos debe
llamar la atención que se hayan resucitado también cultos paganos: a
la diosa Tierra, a Diana y al mismo Satanás.
Un espíritu de impiedad reina en las regiones celestes y difunde la
inmoralidad y el vicio por todas las latitudes. "El príncipe de la
potestad del aire" (Ef 2:2) está promoviendo la perversión de toda la
moral para alejar a los hombres de Dios y poder llevarlos así más
fácilmente engañados a su reino de tinieblas, donde "será el llanto y
el crujir de dientes" (Mt 24:51).
Lo que denuncia San Pablo en Gálatas se ha convertido en moneda
común y corriente en nuestros días: "Porque manifiestas son las
obras de la carne: adulterio, fornicación, inmoralidad,
lascivia...borracheras y cosas semejantes..." Y continúa advirtiendo
"que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios".
(Gal 5:19~21)
Pero ¿y si se arrepienten? A eso contesto yo ¿se arrepentirán? Porque
nada endurece más el corazón del hombre que la inmoralidad sexual.
Satanás lo sabe y por eso la promueve y ha hecho de ella su arma
favorita.