En el corazón del sufrimiento: La esperanza
Xavier Thévenot SDB
FRENTE A TANTO SUFRIMIENTO, ¿QUE OCURRE?
En primer lugar, se experimenta la sensación de ser un extraño: "No me comprendo, soy
una persona distinta a la que era antes de sufrir. Es como si fuera habitado por un extraño".
El sufrimiento, cuando es fuerte, me posee, me viola. No soy más mi propio dueño y es muy
duro.
Una extrema soledad se apodera entonces de nosotros. ¿Quién puede compartir mi
sufrimiento? Las palabras que me dirigen suenan huecas. Hay algo que está más allá de las
palabras, más allá de los lenguajes. Me siento solo. Quién puede entender lo que tiene de
único mi drama interior, mi sufrimiento físico, psíquico. Entonces, por momentos tengo la
tentación de encerrarme en esta soledad. Sin embargo, en el mismo movimiento, un rincón
de mí mismo quisiera comunicarse. Me siento preso en el vaivén de esos dos deseos.
Finalmente, cuando se sufre muy intensamente, esto nos parece tonto y absurdo, como
dicen los filósofos. "Es idiota lo que me sucede, esto no tiene sentido". Lo que constituía mi
alegría de vivir: mi cuerpo, mi familia, mis hijos, mi fe cristiana, es justamente eso lo que me
desarma y me desconcierta. Todas mis evidencias espontáneas, como que el amor y la fe
existen, se desmoronan. Entonces, ¿hacia qué y hacia quién voltear para retomar la partida?
¡Es el desconcierto! Si soy cristiano, intento encontrar el sentido de lo que me sucede.
Escucho lo que se dice del sufrimiento alrededor mío. En particular, a los que gozan de
buena salud quienes, por momentos, me parecen casi un insulto pues están llenos de alegría
de vivir. Gentes que, frecuentemente, tienen una buena cantidad de explicaciones sobre el
sufrimiento. Teólogos, sacerdotes, amigos bien intencionados a quienes no les faltan
hermosos discursos, bellas teorías. Los escucho de buena fe, pero la mayoría de veces, se
trata de propuestas de un valor muy relativo.
Hermosos discursos y bellas teorías
"Sabes que sufres, acepta entonces que Dios prueba de manera especial a los que ama, es
un signo de su amor privilegiado por ti". Esta es una reflexión frecuentemente escuchada en
el medio cristiano. Ciertamente, si soy un buen padre o una buena madre, sé que para
ayudar a hacer crecer a los hijos hay que corregirlos a veces, imponerles momentos duros
para cultivar su voluntad, para educar sus deseos, pero sé también que jamás debo imponer
a mis hijos sufrimientos arbitrarios que los abrumen, que los mutilen, que destruyan su
gusto por la vida y los lazos que los unen a los demás.
Entonces, ese tipo de reflexiones según las cuales Dios nos enviaría sufrimientos porque
nos ama, parece insostenible. ¡Como si ser preferido por Dios consistiera en perder el gusto
de vivir! ¿Dónde está la palabra de Cristo?: "He venido para que tengan vida en abundancia.
Les doy mi alegría, nadie se las podrá quitar". No, ciertamente no, ese tipo de teorías no
responden a un verdadero cristianismo.
Hay otro tipo de cosas que escuchamos también: "Sufres, alégrate por ello pues tu
sufrimiento ayuda a salvar al mundo, es redentor". En un primer momento, adhiero a ese
tipo de convicciones pues, por lo menos me dicen que mi sufrimiento que, aparentemente
no sirve a otra cosa que a hacerme desesperar, es útil para alguien. Sin embargo,
rápidamente, aquí surge también la duda. En efecto, el sufrimiento en cuanto tal, aísla,
deprime, rompe las fuerzas de vida, a veces, pesa fuertemente sobre mi entorno y, en los
casos más serios, por momentos me lleva hasta desear terminar con mis días. En resumen:
¡el sufrimiento deshumaniza! Entonces, ¿cómo puede decirse que lo que deshumaniza es
liberador, que está salvando al mundo, que es redentor? ¿El cáncer de alguien contribuye a
liberar a otros?, ¿el sufrimiento de un niño inocente podría ser liberador para alguien? Hay
algo terrible en afirmar cosas semejantes. Definitivamente, esta fórmula: "El sufrimiento es
redentor" es, por lo menos, tramposa y cargada de error. Y, luego de un momento, me
inclino a estar de acuerdo con mis amigos no creyentes, que me dicen: "Pero, ¿cómo puedes
pensar que el sufrimiento redime al mundo cuando lo que hace es aplastarlo?, los curas
dicen cualquier cosa".
Otro argumento que escuchamos es: "¿Sufres?, ofrece entonces tus sufrimientos a Dios".
Cierto que puede verse la verdadera actitud que busca expresarse aquí: "ofrecer su vida a
Dios" aún sabiendo que está desfigurada por el sufrimiento. Pero, tomada al pie de la letra,
esta fórmula: "ofrece tus sufrimientos" hace referencia a un Dios algo particular, por decir lo
menos. En efecto, ¿qué es sino el sufrimiento? es el mal. Entonces, ¿quién sería ese Dios, ese
Padre cuyo placer estaría en recibir como regalo lo que hace daño, lo que deshumaniza, lo
que malogra, lo que mutila?, ¿no sería éste un Dios perverso?
Así pues, cuando sufro, ya me es bastante difícil encontrar el sentido de mi sufrimiento y
sucede que, cuando lo intento, hallo en mi camino opiniones de algunos cristianos que me
parecen parcialmente equivocadas o, por lo menos, llenas de trampas. Palabras que,
finalmente, no facilitan la tarea de mi reconquista al intentar vivir en el corazón mismo de la
prueba.
ALGUNAS REFERENCIAS
Desconfiar de los reduccionismos en el lenguaje
Continuamente abreviamos. Por ejemplo, es frecuente decir: "vengo de escuchar las
noticias en mi transistor". En realidad, no es en el transistor que escuchamos las noticias,
sino en un aparato de radio que contiene transistores... reducción del lenguaje! También en
el dominio del sufrimiento, nuestro psiquismo nos juega malas pasadas. Muchas veces es
difícil desarmar las trampas tendidas por las aproximaciones del lenguaje. ¡Decir que Cristo
nos redime por sus sufrimientos es una simplificación enorme! Lo que habría que decir es
que Cristo nos salva, nos redime, a través de toda su vida hecha de amor apasionado por el
hombre, de esperanza contra toda esperanza, de fe radical en su Padre y en los hombres. Y
todo esto aún cuando sufrió terriblemente. Lo que redime no es el sufrimiento de Cristo en
sí mismo, sino el hecho de que en el corazón mismo de sus sufrimientos, Jesús amó, creyó y
esperó plenamente. Hay que ser siempre fiel a esta verdad: lo que redime es solamente lo
que construye al ser humano, lo que lo libera; el sufrimiento en cuanto tal no puede hacerlo,
entonces, no es redentor. En cambio, lo que puede redimir es la manera en que cada uno
intenta humanizar su vida en el corazón de sus sufrimientos. Y esto con Dios y gracias a El.
Del mismo modo, la expresión: "Ofrece tus sufrimientos" es una simplificación muy
grande. Ya que el sufrimiento en sí mismo destruye, el "placer" de Dios no estaría en recibir
lo que destruye al hombre. Su alegría es acoger lo que el amor de Cristo permite construir al
hombre a pesar de las fuerzas de desunión que el sufrimiento representa. Lo que a Dios le
agrada recibir es la fe, la esperanza, el amor, la humildad, la paciencia en el corazón de los
sufrimientos. Es todo esto lo que realmente construye al ser humano, lo que permite a la
persona que sufre el continuar relacionándose con los otros.
No se trata de estar en contra de las simplificaciones del lenguaje, pero es necesario saber
lo que representan. De otro modo, podemos arriesgar el desviarnos de la verdadera fe e
imaginar a un Dios perverso. Por ejemplo, hay que ser consciente de que cuando digo:
"Señor, te ofrezco mis sufrimientos", en realidad quiero decir otra cosa: "Señor, te ofrezco el
don que me haces de continuar acogiendo la fe, la esperanza y el amor que tú, Dios, sientes
por mí". Realmente, es ésta una de las más grandes nuevas de la fe cristiana: Dios cree en
mí. Se habla siempre de la fe del hombre en Dios, pero Dios también cree en mí. Dios espera
de mí, Dios me ama, y lo que libera, es reconocer todo eso en el corazón del sufrimiento y
desarrollar ese don que El me hace a través de su Hijo.
NO SE TRATA TANTO DE BUSCAR "EL SENTIDO" DEL SUFRIMIENTO
Más bien, de lo que se trata, es de intentar hacer nuestra vida más humana, más cristiana,
más evangélica, a pesar del sufrimiento. Al escuchar a algunos cristianos, se podría creer
que la fe da "el sentido" al sufrimiento. Bastaría con abrir la Biblia, consultar la doctrina de
la Iglesia o más aún, escuchar la voz interior de Dios. Esta manera de pensar es errónea y
sólo puede desembocar en impasses. El sufrimiento es una experiencia del absurdo: ¡no
entiendo nada! La fe cristiana me permite el no dejarme fascinar por esos sentimientos de la
estupidez y del absurdo. Ella me da la fuerza de comprender que Dios está de mi lado y a mi
costado para conducir con coraje el combate destinado a dar sentido a mi vida. Y esto,
justamente, cuando mi vida está recorrida de huecos negros, de contrasentidos.
La fe me da la posibilidad de realizar un verdadero trabajo sobre mí mismo y con los otros.
No solamente un trabajo de "duelo" como dicen los psicólogos actualmente, sino un trabajo
de Pascua en donde, de lo que se trata, es de dejar una cierta manera de ser en una vida
totalmente removida por el sufrimiento para, poco a poco, encontrar una manera distinta
de asumir lo real. Se adivina entonces que es muy importante para un cristiano el volverse
hacia Dios para que su fuerza se despliegue en mi debilidad y me ayude a llevar a cabo el
buen combate. También es fundamental el volverse hacia Dios hecho hombre, Jesús de
Nazareth. El mismo tuvo que enfrentarse al absurdo y al sufrimiento. Mayor razón para
intentar ver claro en aquello que sufrió y cómo vivió su sufrimiento.
Volver a la experiencia de Jesús de Nazareth
Para evitar el perderse en la reflexión sobre el sufrimiento, hay que volver siempre a la
experiencia de Jesús de Nazareth. Los teólogos, al igual que nuestro psiquismo, a veces nos
juegan malas pasadas. Nos presentan imágenes extrañas de Dios. La única manera de saber
quién es Dios, es volviendo a la experiencia de Jesús: "Quien me ha visto, ha visto al Padre".
Si quiero saber cómo se porta Dios frente a los que sufren, cómo Dios mismo ha vivido el
sufrimiento en su humanidad, debo volver a Jesús. Solamente así podré disponer de un
criterio válido para intentar cristianizar, humanizar mi sufrimiento.
JESUS Y EL SUFRIMIENTO
¿Jesús sufrió?
Contrariamente a lo que pretende una cierta espiritualidad "desviacionista", los
Evangelios nunca presentan a Jesús como un "campeón" del sufrimiento. No están llenos de
descripciones de los sufrimientos de Cristo, más bien, son bastante discretos sobre el tema.
¿Es que Cristo padeció sufrimientos de tipo material? Muchos de entre nosotros tienen
dificultad para "llegar al fin de mes", viviendas en malas condiciones, incertidumbre hacia el
futuro a causa del desempleo que amenaza. Pues bien, Jesús no experimentó ese tipo de
sufrimientos. Cierto es que en el Evangelio está escrito: "El Hijo del Hombre no tiene ni una
piedra donde posar la cabeza", pero es más bien para hacernos comprender que en Jesús
había una disponibilidad absoluta, exigida también a sus discípulos. En realidad, durante
treinta años, Jesús fue trabajador en un pueblito, en Nazareth y, parece ser, que no pasaba
necesidades, y luego, en su vida pública, fue ayudado por gente muy rica.
Sin embargo, Jesús sufrió en el plano social. Tuvo que enfrentar el odio creciente. Varias
veces estuvo en peligro de muerte, se le quiso lapidar, arrojarlo desde lo alto de un
acantilado. Finalmente, todo terminaría en la cruz.
Pero es sobre todo del lado de los sufrimientos de tipo espiritual que hay que buscar
aquellos que agobiaron a Jesús. Antes que nada, para quien es la Verdad hecha carne, está
el sufrimiento de no ser comprendido por los suyos. Justo luego de la Cena, pocas horas
antes de su muerte, cuando Jesús no cesa de dar ejemplos de humildad y de decir que El
está aquí no para ser servido sino para servir, los discípulos siguen preguntándose quién es
el más grande entre ellos. Es duro para la Verdad hecha carne, ver que los hombres
muestran tanta incomprensión del mensaje de Dios. Y, sobre todo, es duro ser rechazado
por aquellos a quienes vino a liberar: el pueblo de Israel. El Hijo de Dios vino al mundo y los
suyos lo rechazaron. Es terrible padecer la más grande exclusión que existe: la de los
condenados a muerte. No hay mayor exclusión que esa. Un condenado es alguien a quien se
le dice: "No creemos en ti, creemos tan poco en ti que te prohibimos vivir, te matamos." Es
ésta la exclusión que vivió Jesús. Qué sufrimiento interior al sentirse rechazado así cuando
El es el salvador del mundo. Esta exclusión llega tan lejos que no solamente es rechazado
por las autoridades religiosas y civiles (Herodes y los otros), sino que es traicionado por
Judas, uno de los que había llamado. Incluso es renegado por Simón, al que había escogido
como piedra para fundar su Iglesia. Todos lo dejan, salvo su madre, salvo Juan y algunas
mujeres. Podemos imaginar el sentimiento de frustración que pudo invadir a Cristo al
sentirse abandonado de esa manera. Luego, el Evangelio nos describe una escena terrible
donde vemos a Jesús sudando sangre y agua, signo de una gran angustia que se apodera de
él. Se trata de la escena de Getsemaní donde Jesús está solo mientras sus discípulos
duermen. Angustia frente a la tortura que presiente, frente al suplicio increíblemente
doloroso de la cruz, angustia frente a la muerte y, sobre todo, frente al inmenso sentimiento
de injusticia. ¡El inocente perfecto es rechazado! No hay mayor injusticia que esa.
Finalmente, el sufrimiento espiritual de Cristo va a culminar en el sentimiento de que el
Padre, su mismo Padre está abandonándolo. ¡Ser abandonado por el Padre! Si, el Padre
parece callar durante los tres días de la pasión y todo ello termina con un gran grito de la
parte de Cristo: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Jesús no es un
campeón del sufrimiento físico, psíquico, social, pero, como muchos otros y quizás bastante
más que otros, Jesús tocó el centro o el punto común de todo sufrimiento: es decir, el
sentimiento de injusticia, de estupidez o de absurdo, de abandono. Cristo sintió el vacío
interior respecto a sus evidencias espontáneas según las cuales el hombre es bueno en el
fondo, a pesar del pecado, según las cuales Dios está siempre allí, listo a socorrer. Es por
esto en que la manera en que Cristo supo, en el corazón de este desamparo, llegar al hombre
y llegar a su Padre, debe ser contemplada permanentemente por nosotros. Esto nos va a
ayudar a dar sentido a nuestra vida en el sufrimiento.
¿De qué manera vivió Jesús el sufrimiento?
Jesús no hace grandes discursos sobre el sufrimiento. Tiene actitudes enteramente
comunes, bien "humanas". No busca el sufrimiento. A menudo olvidamos el pasaje del
Evangelio: "Jesús prefería no recorrer Judea, pues allí los judíos querían terminar con él, se
ponía en camino sin dejarse ver" (Juan cap.7, vers. 1 y 10). De este modo, Jesús actúa como
los que hicieron la Resistencia en la guerra del 40: se "escabulle", no tiene ganas de sufrir
por esos motivos y... tiene mucha razón!
Cuando, de golpe, Jesús siente que el sufrimiento es ineludible, tiene reacciones humanas,
tanto como cada uno de nosotros. En Getsemaní se llenó de angustia y no tiene sino un sólo
deseo, que el sufrimiento se aleje: "Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz, pero que no
se haga mi voluntad sino la tuya".
Finalmente, cuando llega todo el horror de la cruz, los Evangelios nos traen siete palabras
de Jesús. Palabras a meditar a fondo cuando el sufrimiento nos llega.
Palabras que abren el porvenir para el hombre
Dios, en el hombre Jesús que sufre en la cruz, es un donador de futuro a través de palabras
de amor.
Para empezar, a propósito de sus torturadores, podría decir: "Padre, véngate sobre los que
me hacen tanto mal". Y es al contrario, les abre el futuro a sus verdugos: "Padre,
perdónalos". Más aún, los disculpa: "No saben lo que hacen". Luego, se vuelve hacia el
ladrón que dice: "Es justo que yo esté sobre una cruz. He tenido una vida de bandido, es lo
que merezco". Y Jesús le responde: "Yo aún creo en ti, tienes un porvenir: hoy estarás
conmigo en el Paraíso".
Palabras de verdad
A través de ellas, percibimos que Jesús "no se las da de vivo". No sufre de manera estoica.
Tiene palabras de verdad humana, sin falsas apariencias religiosas. "Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?", y luego, ese grito inmenso, decepcionante para el buen-
creyente-bien-pensante: "Tengo sed!" El hijo de Dios, manantial de agua viva que grita su
sed. Palabra de verdad humana!
Palabra de fe
Cuando todo se desmorona y Jesús siente que Dios mismo lo abandona, él tiene esa fe
increíblemente fuerte y pura que le permite decir: "Padre, pongo mi espíritu, mi vida en tus
manos".
Una palabra de esperanza contra toda esperanza
Cuando Cristo podría tener la impresión de que todo fracasó -venido a salvar al mundo,
termina en una cruz donde es maldecido por todos-, él tiene aún el coraje y la esperanza de
decir: "Todo está consumado", es decir: el amor salvador de Dios llegó hasta el final del
amor y es ahora que puede dar sus frutos.
Todo suena verdadero y justo en la manera que tiene Jesús de situarse frente al
sufrimiento. Le basta con transparentar su profunda humanidad. La muerte de Jesús no es
"hermosa", no tiene nada de gloriosa. Una muerte simple en la que grita su desamparo,
donde intenta expresar su fe y su esperanza. En el momento en que Cristo grita: "Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?", se podría decir: "ya no cree más". Y es,
justamente en ese momento en que un centurión romano no creyente dice: "Realmente éste
es el Hijo de Dios". Cuando voy hasta el final de mi verdad humana, es entonces que Dios se
manifiesta en mí. Cuando dejo las apariencias, cuando intento, dolorosamente, emprender
el combate de la esperanza, de la verdad y de la fe, es entonces que Dios se manifiesta. Sí, en
el momento en que se tienen todas las razones para ya no creer, es justamente ese momento
el que escoge el centurión para hacer un acto de fe. Extraordinaria lección del Evangelio.
¿Cómo humanizar y evangelizar el sufrimiento?
Muchos de entre nosotros han tenido momentos de sufrimiento intenso en un hospital.
Cuando se viven tales sufrimientos físicos y psíquicos, como que uno es reducido al
enloquecimiento animal. Se es puro grito frente al desamparo, deseando que eso termine lo
más pronto posible, sean cual fueren los medios. Ciertamente, no es en momentos como
esos en que es posible tomarse el tiempo de plantearse preguntas, pensar, hablar, ni
siquiera hay la posibilidad de rezar. Uno es incapaz de hacerlo. Sólo hay lágrimas, gemidos,
gritos, silencio lleno de muerte. Es solamente después, luego que el sufrimiento brutal se
aleja, que las reflexiones pueden venir, al menos si no se está demasiado extenuado.
En esos momentos de sufrimiento muy fuerte, el dolor, el sufrimiento psíquico son vividos
como algo ajeno y que entra como un intruso en mi vida. Luego me pregunto: "Pero, es que
soy entonces tan frágil que, en un sólo instante, todas mis evidencias se quiebran e incluso
quisiera dejar esta vida para que todo este sufrimiento cese". Es una constatación
extraordinaria de mi condición humana. En momentos como esos ya no hay manera de
identificarse con el "buen Dios". Lo que pensaba que era santidad porque tenía entonces el
suficiente equilibrio, me doy cuenta de que sólo se trataba de buena salud. Y también a
veces se instala en las entrañas el temor a que el sufrimiento recomience, al punto que me
hace ocultar algunos síntomas y rechazar análisis que serían necesarios. En momentos así,
la búsqueda de la verdad se vuelve difícil en sí misma.
Reconozcamos que es difícil humanizar y cristianizar todo esto. Pero, las personas que han
pasado por situaciones de este tipo y han logrado reafirmarse frente a sí mismas y frente a
Dios, salen de ello con una actitud de mayor apertura hacia el sufrimiento de los otros. El
hecho de haber sufrido violentamente nos vuelve pequeños y humildes frente a los que
sufren pues, cuando la salud es buena no se sabe bien lo que es el sufrimiento, se puede
reconstruir el recuerdo pero resulta un poco artificial. En consecuencia, frente a un enfermo
que sufre, sabemos bien que no es el momento de grandes discursos, sino de una presencia
discreta. Se trata pues, de manifestar un respeto que se hace pequeño ante el misterio de la
persona que está peleando contra el dolor. En el Evangelio hay un sólo personaje que logra
conversar con Jesús cuando sufre en la cruz. No es ni María ni san Juan que se callan. Es
alguien que sufre al igual que Jesús. Un hombre que, como él, está agonizando en la cruz.
Esto lleva a reflexionar. Sólo los que sufren pueden llegar a comprenderse, aunque fuera
balbuceando, y hay que ser siempre muy modesto ante el sufrimiento del otro.
La reacción de rebeldía
La actitud de rebeldía ante el sufrimiento es descrita frecuentemente a través de diversos
personajes en la Biblia. Pensemos en Job al que sus amigos abruman con bellos discursos.
Evoquemos los gritos de rebeldía de los autores de los Salmos: "Pero Señor, ¿qué es lo que
haces?, no es posible!". La rebeldía es aún mayor cuando el sufrimiento recae sobre un
inocente o, sin ninguna razón, sobre alguien que tenía todos los motivos para ser feliz. La
rebeldía pertenece, por excelencia, al justo que sufre.
Bien. Esta reacción de rebeldía es normal, psicológicamente hablando. Representa la
movilización de una de las dimensiones más importantes de nuestra vida: la de la
agresividad. La rebeldía tiene un lado "médicamente sano". Da el mordiente necesario para
pelear. Es el gusto por la vida que salta como un resorte en nosotros. Al mismo tiempo, la
rebeldía es un S.O.S. disfrazado que hay que saber reconocer: es un llamado a las personas
que serían, eventualmente, capaces de poner fin a mi sufrimiento: el cuerpo médico, la
gente de mi entorno, Dios. Es por eso que, ante una persona que sufre y se rebela, no hay
que utilizar demasiado pronto palabras calmantes, dulcificantes, tranquilizantes sino, más
bien, de primera intención, dar rienda suelta y nombrar los diversos sentimientos
contradictorios que experimenta la persona y uno mismo en ese momento. Una cierta
agresividad hacia la gente cercana, hacia Dios, debe poder expresarse. Igualmente, debemos
rezar para restablecer la proporción pues, si bien la agresividad puede aportar un sano
mordiente, también es susceptible de transformarse en rencor, en amargura, puede llevar a
hacer daño a la gente cercana y a blasfemar. No es sencillo manejar la rebeldía pero es en
esto que la contemplación de Cristo sobre la cruz es importante. He aquí un hombre, Jesús,
que tenía todas las razones para rebelarse. Y, efectivamente, llega a decir algo de su
despecho, de sus dudas, de su agresión interior respecto al Padre: "Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?", pero al mismo tiempo, es capaz de llegar hasta el perdón y decir:
"Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen". La rebeldía es una experiencia que
conduce a la humildad.
La regresión psíquica y el repliegue sobre sí mismo
Imaginemos a soldados librando una batalla en el frente. Si la batalla es desfavorable,
vuelven a sus trincheras. Sucede lo mismo con nuestro psiquismo. Cuando una
personalidad es puesta a prueba fuertemente tiende, espontáneamente, a volver a sus
reductos pasados, es decir, a reactivar estados de su historia donde tenía mayor paz, placer,
gratificación. Siempre hay una parte de regresión espontánea en la enfermedad, en el duelo,
en el sufrimiento psíquico. Las personas que sufren se convierten, de golpe, en "el centro del
mundo". Las vemos hablar de ellas mismas sin parar, un poco como el niño pequeño que le
gusta sentirse el centro de la familia. Vemos a otros que regresionan hacia una relación muy
etérea con Dios, muy "mística" pero fuera de lo real. Otros, a semejanza de los bebés,
compensan su angustia comiendo y entonces comen y comen o sino descubren el alcohol.
Algunos intentan olvidar su sufrimiento a través de una sobrecarga de trabajo que les
impida pensar. Finalmente, hay otros que son presas de celos o que intentan huir a través
del goce sexual, descubriendo gestos eróticos que habían olvidado por completo, como la
masturbación, por ejemplo. Entonces, ¿cómo humanizar esas tendencias regresivas que nos
habitan cuando sufrimos?
En este caso también, no hay que intentar eliminarlas demasiado rápido pues tienen un
lado positivo, un lado que protege la personalidad. La reacción primera es llamar a las cosas
por su nombre y reconocerse bastante más complejo de lo que uno pensaba. Pero no hay
que quedarse allí pues sino sólo vemos el lado negativo de esas regresiones, ellas pesan
fuertemente sobre la persona y sobre los suyos. Es preciso saber "sacar partido"
cristianamente de esas reacciones regresivas ante el sufrimiento.
Antes que nada, acordarse que la santidad no se identifica con el equilibrio humano. Es
posible regresionar en problemas psíquicos importantes que se nos hacen difíciles de
superar o que quizás no superaremos nunca, y de ser un gran santo ante Dios. La santidad
no consiste en ser psicológicamente normal, si es que se sabe lo que es ser normal. La
santidad consiste en intentar acoger a Dios allí donde estamos, con lo que somos y
progresar en humanidad gracias a El.
Esas regresiones nos permiten también recordar que, en cada adulto en que nos hemos
convertido, hay un niño que duerme. Constatar esto es a veces humillante, exige una prueba
de humildad: "pero sí, Señor, yo también tengo complicidades, estoy involucrado en lo que
hay de menos bello en el mundo, pero sé, Señor, que tú me amas en toda mi complejidad".
Es ésta una ocasión formidable para romper esquemas acerca de personas que nos rodean y
a las que se les cree desequilibradas.
Esos momentos son también una excelente ocasión para sentir que no se puede vivir sin la
ayuda de otros. Nos permite, a veces, quebrar caparazones defensivas.
Finalmente y sobre todo, esas regresiones constituyen un movimiento de centramiento
sobre sí mismo. La contemplación de Jesús sobre la cruz se vuelve entonces importante. El
tenía todas las razones para centrarse en sí mismo. Sin embargo, el Evangelio nos lo
presenta como operando un movimiento de descentramiento. Es esto lo que humaniza y
redime en la cruz de Jesús. Es esto lo que es redentor. Movimiento hacia los otros, fuera de
sí mismo. Se vuelve hacia sus verdugos, hacia el ladrón, hacia María, hacia Juan, y hacia
cada uno de nosotros a quienes nos ha dejado a María como Madre y a Juan como apóstol.
La desesperanza
Es también una reacción descrita frecuentemente en la Biblia. El profeta Jeremías termina
por maldecir el día en que su madre lo puso en el mundo: "si hubiera podido no nacer",
cuánta desesperanza al decir esto! Lo hemos escuchado muchas veces: "Hubiera sido mejor
no existir. Les tengo rabia a mis padres por haberme concebido". Una de las reacciones
frente al sufrimiento es el sentimiento de abandono, de soledad, de frustración: todo nos
deja, todo se rompe, todo nos abandona! ¿Qué hacer? Es entonces que uno se siente
desamparado pues incluso el amor parece no existir más. En primer lugar, es necesario que
los que intentan ayudar a esas personas tengan sentido común. Y, antes que nada, el saber
reconocer que a veces se está ante un problema físico de depresión. En casos así hay que
recurrir a una medicación adecuada que es como una muleta provisoria pero necesaria para
retomar la partida. Cuando se está ante la verdadera depresión, es inútil luchar sólo a punta
de espiritualidad. Pero una vez superada la fase puramente depresiva, habiendo sido
ayudado por medicinas o psicoterapia, de todas maneras queda planteado el problema de la
angustia humana que ninguna ayuda médica podrá hacer desaparecer. La angustia de
decirse a sí mismo: "pero, ¿por qué soy remecido hasta ese punto?"
En momentos así, cristianizar el sufrimiento es hacerse suplicante hacia Dios. Releamos
esos salmos que dicen: "Desde el fondo del abismo". Esa palabra, abismo, es muy fuerte. En
esos momentos de desesperanza hay que tener el coraje, la accesis de ejercer la memoria
sobre lo que Dios ha hecho por mí pues, al fin y al cabo, es verdad: sufro, experimento un
sentimiento de abandono, pero son raras las personas que pueden decir: "Todo no ha sido
sino fracaso en mi vida". Han habido también momentos de alegría, de logros. Y hay que
saberlos mirar. Aunque es verdad que para muchas personas, cuando la desesperanza es
muy fuerte, no es posible esa mirada hacia atrás. Más aún, sucede que el hecho de mirar lo
que hay de positivo en su vida, los hunde un poco más. Es por eso que es tan difícil el
problema. En todo caso, es importante contemplar la figura de Jesús que lleva el combate
de la esperanza en el corazón del sentimiento de abandono. Jesús no es triunfalista, no les
dice a los que están al pie de la cruz: "Mírenme, cómo sé sufrir". El se atreve a decir la
verdad y la palabra de Pablo se aplica por entero a Jesús: "Cuando soy débil es cuando
realmente soy fuerte". Finalmente y sobre todo, en esos momentos de desesperanza, hay
que tener el coraje de dar el primer paso. Es verdad que cuando se desespera, difícilmente
se tiene ese valor. Hay entonces que pedirle a Dios la fuerza para ir hacia el otro y decirle:
"No puedo más, estoy tocando el fondo". Esto es muy importante pues sólo hay una manera
de creer aún en el amor cuando se desespera: el experimentar la presencia de alguien que
cercana y humildemente está allí, respetándonos. Cuando desespero, cuando el amor parece
lejano, la única manera de creer que el amor y que Dios existen, es el experimentar que hay
una pequeña fuente de amor para mí aquí y ahora: la presencia de un amigo. Entonces, si
hay una pequeña fuente de amor, es posible que exista una gran laguna de amor que la
alimenta.
Cómo no desear que cada uno de nosotros, cuando sufre, pueda pronunciar estas
maravillosas palabras de San Pablo (Romanos, cap. 8):
"Señor, si tú estás a nuestro lado, quién estará contra nosotros, quién nos separará del
amor de Cristo? La tribulación, la angustia, la persecución, los peligros? No. De todo eso
somos los grandes vencedores gracias a Aquel que nos amó. Sí, tengo la seguridad que ni la
muerte, ni la vida, ni ninguna creatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en
Jesús".
Que el Señor pueda darnos el coraje para vencer en el combate de la esperanza!
Xavier Thevenot SDB
Instituto Católico de París
Fuente: Revista "Don Bosco Aujourd'hui", Nov./Dic. 1987
Traducción de Fina Villarán
Corrección de Fernando Villarán D.