Giorgio Agamben
Creación y anarquía
La obra en la época de la religión capitalista
Traducción de Rodrigo Molina-Zavalía
y María Teresa D’Meza
II
Adriana Hidalgo editora
Agamben, Giorgio
Creación y anarquía: la obra en la época de la religión capitalista / Giorgio Agamben.-
la ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2019
130 p.; 20 x 13 cm.
Traducción de: Rodrigo Molina-Zavalía; M aría Teresa D’ Meza.
ISBN 978-987-4159-64-9
1. Filosofía Contemporánea. I. Molina-Zavalía, Rodrigo, trad. II. D Meza, María
Teresa, trad. III. Título.
CDD 190
filosofía e historia
Título original: Creazione e anarchia. L’o pem neü’eth delk religione capitalista
Traducción: Rodrigo Molina-Zavalía y María Teresa D’Meza
Traducción de términos en latín y transliteración
de términos en griego: Antonio Tursi
Editor: Fabián Lebenglik
Diseño: Gabriela Di Giuseppe
Producción: Mariana Lerner
r edición en Argentina
1* edición en España
© 2017 Neri Pozza Editore, Vicenza.
© Adriana Hidalgo editora S.A., 2019
www.adrianahidalgo.com
ISBN Argentina: 978-987-4159-64-9
ISBN España: 978-84-16287-61-1
Impreso en Argentina
Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723
Esta edición se terminó de imprimir en Altuna Impresores S.R.L.,
Doblas 1968, Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
en el mes de febrero de 2019.
N ota
Los textos aquí publicados reproducen, con alguna
variación, los de las cinco lecciones impartidas en la
Academia de Arquitectura en Mendrisio entre octubre de
2012 y abril de 2013.
i.A r q u e o l o g ía d e l a o b r a d e a r t e
La idea que me guía en estas reflexiones sobre el con
cepto de obra de arte es que la arqueología constituye la
única vía de acceso al presente. Es en este sentido que
ha de entenderse el título “Arqueología de la obra de
arte”. Como ya propuso Michel Foucault, la indagación
sobre el pasado no es sino la sombra proyectada de una in
terrogación dirigida al presente. Al tratar de comprender
el presente, las personas -a l menos nosotros, los euro
peos—nos vemos obligadas a interrogar el pasado. He
precisado “nosotros, los europeos” porque me parece que,
admitiendo que la palabra Europa tenga un sentido, este,
como es obvio hoy, no puede ser ni político ni religioso,
ni mucho menos económico, sino que consiste en que los
europeos - a diferencia, por ejemplo, de los asiáticos y de
los americanos, para quienes la historia y el pasado tienen
un significado completamente distinto- pueden acceder
a su verdad sólo por medio de la confrontación con el pa
sado, sólo echando cuentas con su historia. Hace muchos
años, un filósofo que era también un alto funcionario de
la Europa naciente, Alexandre Kojéve, afirmaba que el
Homo sapiens había alcanzado el final de su historia y ya
no tenía ante sí más que dos posibilidades: el acceso a una
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Giorgio Agamben
animalidad poshistórica (encarnado en el American way
o flife) o el esnobismo (encarnado por los japoneses, que
continuaban celebrando sus ceremonias del té, vaciadas,
no obstante, de todo significado histórico). Entre unos
Estados Unidos integralmente reanimalizados y un Japón
que mantiene su humanidad sólo a cambio de renunciar
a todo contenido histórico, Europa podría ofrecer la
alternativa de una cultura que se mantiene humana y
vital incluso después del fin de la historia por cuanto
es capaz de confrontarse con su propia historia en su
totalidad y de conseguir a partir de esta confrontación
una nueva vida.
Por ello, la crisis que Europa está atravesando -como
debería ser evidente por el desmantelamiento de las insti
tuciones universitarias y por la creciente museificación de
la cultura- no es un problema económico (en la actualidad
econom ía es una palabra de la agenda y no un concepto),
sino una crisis de la relación con el pasado. Dado que sin
duda el presente es el único lugar donde el pasado puede
vivir, las universidades y los museos se tornan lugares pro
blemáticos. Y si hoy el arte se ha vuelto para nosotros una
figura -acaso la figura- eminente de ese pasado, entonces
la pregunta que no nos podemos cansar de hacernos es:
¿cuál es el lugar del arte en el presente? (Y aquí querría
rendirle homenaje a Giovanni Urbani, quien tal vez fue
el primero en plantear de modo coherente la pregunta.)
La expresión arqueología de la obra de arte presupone,
por lo tanto, que en sí misma la relación con la obra de
arte hoy se haya convertido en un problema. Y puesto que
10
Creación y anarquía
estoy convencido, como sugería Wittgenstein, de que los
problemas filosóficos son en última instancia preguntas
sobre el significado de las palabras, ello significa que el
sintagma obra de arte hoy es opaco, si no ininteligible,
y que su oscuridad no tiene que ver tan sólo con el tér
mino arte, que dos siglos de reflexión estética nos han
acostumbrado a considerar problemático, sino también y
principalmente con el término, en apariencia más simple,
de “obra”. Incluso desde un punto de vista gramatical, el
sintagma obra de arte, que usamos con tanta desenvoltu
ra, no es fácil de entender ya que no es para nada claro
si se trata de un genitivo subjetivo (la obra es hecha por
el arte y pertenece a este) u objetivo (el arte depende de
la obra y de ella obtiene su sentido). En otras palabras, si
el elemento decisivo es la obra o el arte, o una no mejor
definida mezcolanza de ambos, y si los dos elementos
proceden de mutuo acuerdo o si más bien se hallan en
una relación conflictiva.
Ustedes saben, por lo demás, que hoy la obra parece
estar atravesando una crisis decisiva, que la ha llevado a
desaparecer del ámbito de la producción artística, en la
cual la perform ance y la actividad creativa o conceptual del
artista tienden cada vez más a ocupar el lugar de lo que
acostumbrábamos a considerar obra.
Ya en 1967, un joven y excepcional estudioso, Robert
Klein, había publicado un breve ensayo con el elocuente
título de “L’éclipse de l’oeuvre d’art” [“El eclipse de la
obra de arte”]. Klein proponía que los ataques de las
vanguardias del siglo XX no estaban dirigidos contra el
ll
Giorgio Agamben
arte, sino exclusivamente contra su encarnación en una
obra, como si el arte, en un curioso impulso autodes-
tructivo, devorara aquello que siempre había definido su
consistencia: su propia obra.
Lo que demuestra que las cosas son efectivamente así
es el modo en que Guy Debord -quien, antes de fundar
la Internacional Situacionista había formado parte de las
últimas alas de las vanguardias del siglo X X - resume su
postura respecto del problema del arte en su tiempo: “El
surrealismo quiso realizar el arte sin abolirlo, el dadaísmo
quiso abolirlo sin realizarlo, nosotros queremos abolirlo y
realizarlo al mismo tiempo”. Es evidente que lo que debe
ser abolido es la obra, pero es igualmente evidente que la
obra de arte debe ser abolida en nombre de algo que, en el
propio arte, va más allá de la obra y exige ser realizado no en
una obra pero sí en la vida (en coherencia con esto, los si-
tuacionistas pretendían producir no obras sino situaciones).
Si hoy el arte se presenta como una actividad sin obra
-aunque, por una contradicción interesada, artistas y
marchands continúan exigiéndole que tenga un precio—,
esto ha podido suceder porque había quedado sin pensar
el ser-obra de la obra de arte. Creo que sólo una genealo
gía de este concepto ontológico fundamental (pese a no
hallarse registrado como tal en los manuales de filosofía)
permitirá hacer comprensible el proceso que -según el
conocido paradigma psicoanalítico del retorno de lo
reprimido en formas patológicas- ha conducido a la
práctica artística a asumir esas características que el así
llamado arte contemporáneo lleva al extremo en formas
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Creación y anarquía
inconscientemente paródicas. (El arte contemporáneo como
retorno en formas patológicas de lo reprimido “obra”.)
Sin duda no es este el espacio para intentar trazar
semejante genealogía; me limito más bien a presentar
algunas reflexiones sobre tres momentos que me parecen
de especial importancia.
Será necesario, en primer lugar, que ustedes se despla
cen a la Grecia clásica, más o menos a la época de Aristóte
les, es decir, al siglo IV a.C. ¿Cuál es la situación de la obra
de arte y, más en general, de la obra y del artista, en ese
momento? Bastante diferente de aquella a la que estamos
acostumbrados. El artista, como cualquier otro artesano,
está clasificado entre los technitai, o sea, entre aquellos
que, mediante la práctica de una técnica, producen cosas.
Su actividad, sin embargo, nunca es tenida en cuenta
como tal sino que sólo es considerada desde el punto de
vista de la obra producida. De esto da fe el hecho, sorpren
dente para los historiadores del derecho, de que el contrato
que el artista estipula con el comitente nunca menciona la
cantidad de trabajo necesaria sino sólo la obra que él debe
proveer. Es por ello que los historiadores modernos suelen
repetir que nuestro concepto de trabajo o de actividad pro
ductiva era del todo desconocido entre los griegos, quienes
incluso carecían de un término para él. Creo que debería
decirse, más precisamente, que los griegos no distinguían
entre el trabajo o la actividad productiva y la obra porque,
en su opinión, la actividad productiva residía en la obra y
no en el artista que la producía.
13
Giorgio Agamben
Hay un pasaje de Aristóteles en el que todo esto se
expresa con claridad. Es un pasaje del libro Theta de la
M etafísica, el cual está dedicado al tema de la potencia
[dynamis] y al del acto [enérgeia], El término enérgeia es
una invención de Aristóteles -los filósofos, como los poe
tas, necesitan crear palabras, y la terminología, con razón
se ha dicho, es el elemento poético del pensamiento-, pero
para un oído griego es inmediatamente inteligible. “Obra”,
“actividad”, en griego se dice érgon, y el adjetivo énergos
significa “activo”, “operante”: enérgeia significa, entonces,
que algo está “en obra”, “en actividad”, en el sentido de que
ha alcanzado su fin propio, la operación a la que está
destinado. Curiosamente, para definir la oposición entre
potencia y acto, dynamis y enérgeia, Aristóteles emplea un
ejemplo extraído precisamente de la esfera que nosotros
definiríamos como artística: Hermes -dice el filósofo- está
en potencia en la madera aún sin esculpir, está en obra, en
cambio, en la estatua esculpida. La obra de arte, por lo
tanto, pertenece constitutivamente a la esfera de la enérgeia,
la cual, por otra parte, remite con su propio nombre a un
ser-en-obra.
Y aquí comienza el pasaje (1050a21-35) que me inte
resa leer con ustedes. El fin, el télos -escribe- es el érgon,
la obra, y la obra es enérgeia, operación y ser-en-obra: En
efecto, el término enérgeia deriva de érgon y tiende por
ello a la completitud, la entelecheía (otro término forjado
por Aristóteles: el poseerse en el propio fin). No obstan
te, hay casos en los que el fin último se agota en el uso,
como en la vista [ópsis, la facultad de ver] o en la visión
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Creación y anarquía
[el acto de ver, hórasis], en los que además de la visión no
se produce nada; hay, en cambio, otros casos en los que se
produce algo más, como por ejemplo a partir del arte de
construir [oikodomiké], además de la operación del cons
truir [oikodómesis], también se produce la casa. En estos
casos, el acto del construir, la oikodómesis, reside en la cosa
construida [en toi oikodomounénot\, ella llega a ser [gígnetai,
“se genera”] y está al mismo tiempo en la casa. Es decir, en
todos los casos en los que se produce algo más que el uso, la
enérgeia reside en la cosa hecha [en toípoiomúneoi], como el
acto de construir está en la casa construida y el acto de tejer,
en el tejido. Al contrario, cuando no hay otro érgon, otra
obra además de la enérgeia, entonces la enérgeia, el ser-
en-obra, residiría en los sujetos mismos, como por ejemplo,
la visión, en el vidente; la contemplación [la theoría, es
decir, el más alto conocimiento], en el que contempla; y
la vida, en el alma.
Detengámonos un momento en este extraordinario
pasaje. Ahora comprendemos mejor por qué los griegos
privilegiaban la obra respecto del artista (o del artesano).
En las actividades que producen algo, la enérgeia, la ac
tividad productiva auténtica, no reside, por mucho que
esto pueda sorprendernos, en el artista, sino en la obra: la
operación de construir, en la casa, y el acto de tejer, en el
tejido. Y comprendemos también por qué los griegos no
podían tenerles mucha estima a los artistas. Mientras que
la contemplación, el acto del conocimiento, está en el
que contempla, el artista es un ser que tiene su fin, su télos,
fuera de sí, en la obra; o sea, es un ser constitutivamente
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Giorgio Agamben
incompleto, que nunca llega a poseer su télos, que carece
de entelecheía. Por tal razón, los griegos consideraban al
technítes un banáusos, término que denomina a una perso
na como alguien insignificante, no precisamente decorosa.
Esto no quiere decir, obviamente, que no fueran capaces
de ver la diferencia entre un zapatero y Fidias, pero -para
ellos- ambos tenían su fin fuera de sí mismos: en el zapato,
el primero, y en las estatuas del Partenón, el segundo. En
ambos casos, la enérgeia no les pertenecía. El problema,
por lo tanto, no era estético sino metafísico.
Junto a las actividades que producen obras, hay otras
sin obra -que Aristóteles ejemplifica en la visión y en el
conocimiento- en las cuales la enérgeia, en cambio, está
en el sujeto mismo. Va de suyo que estas son, para un
griego, superiores a las otras, una vez más, no porque este
pueblo no fuera capaz de apreciar la importancia de las
obras de arte respecto del conocimiento y del pensamien
to, sino porque en las actividades improductivas, como es
precisamente el pensamiento [la theoría\, el sujeto posee
perfectamente su fin. La obra, el érgon, de algún modo es,
por el contrario, un obstáculo que expropia al agente de
su enérgeia, que reside no en él, sino en la obra. La praxis,
la acción que tiene su fin en sí misma, es por ello, como
Aristóteles no se cansa de reiterar, de algún modo superior
a la poíesis, a la actividad productiva, cuyo fin está en la
obra. La enérgeia, la operación perfecta, es sin obra y tiene
su lugar en el agente. (Los antiguos distinguían consecuen
temente las artes in effectu [habilidades en efecto], como
la pintura y la escultura, que producen una cosa, de las
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Creación y anarquía
artes actuosae [habilidades prácticas], como la danza y el
mimo, que se agotan en su ejecución.)
Me parece que esta concepción del actuar humano
contiene en sí el germen de una aporía que tiene que ver
con el lugar propio de la enérgeia humana, que en un caso
-en la poíesis- reside en la obra, y en el otro, en el agente.
Que no se trata de un tema irrelevante, o que, en todo
caso, Aristóteles no lo consideraba así, está demostrado
en la Ética nicomaquea, donde el filósofo se pregunta si
existe algo así como un érgon, una obra que defina al ser
humano como tal, en el sentido en el que la obra del za
patero es hacer el zapato, la del flautista es tocar la flauta y
la del arquitecto, construir una casa. ¿O deberíamos decir,
se pregunta Aristóteles, que mientras que el zapatero, el
flautista y el arquitecto tienen cada uno su obra, el ser
humano como tal, en cambio, nace sin obra? Aristóteles
descarta de inmediato esa hipótesis, que a mi entender es
interesantísima, y responde que la obra del ser humano
es la enérgeia del alma según el lógos, es decir, una vez
más, una actividad sin obra; o donde la obra coincide
con su propio ejercicio porque ya está siempre en-obra.
Pero, podríamos preguntar, ¿qué sucede entonces con el
zapatero, el flautista, el artista, en suma, el ser humano en
cuanto technítes y constructor de objetos? ¿No será acaso
un ser condenado a la escisión porque habrá en él dos obras
distintas, una que le compete en cuanto ser humano y otra,
exterior, que le compete en cuanto productor?
Si comparamos esta concepción de la obra de arte
con la nuestra, podemos decir que lo que nos separa de
17
Giorgio Agamben
los griegos es que, en cierto punto, a través de un lento
proceso cuyos inicios podemos hacer coincidir con el
Renacimiento, el arte se salió de la esfera de las activida
des que tienen su enérgeia fuera de ellas, en una obra, y
se desplazó hacia el ámbito de aquellas actividades que,
como el conocimiento y la praxis, tienen en sí mismas
su enérgeia, su ser-en-obra. El artista ya no es banáusos,
obligado a buscar su completitud fuera de sí en la obra,
sino, como el teórico, reivindica ahora el dominio y la
titularidad de su actividad creativa.
Tal vez el momento crítico en que esta transformación
encuentra su condición de posibilidad se da cuando, a
partir del fin del mundo clásico y luego cada vez más
a menudo en la teología medieval, se abre paso la con
cepción (a la que Erwin Panofsky le dedicó un estudio
ejemplar) según la cual el arte no reside en la obra sino
en la mente del artista y, más precisamente, en la idea
por la que se guía al realizar su obra. La fuerza de esta
concepción es que tenía su modelo en la creación divina.
Así como la casa preexiste en la mente del arquitecto
-escribe Tomás de Aquino-, de igual modo Dios creó
el mundo conforme al modelo o la idea que existía en
su mente. De este paradigma deriva la desafortunada
transposición del vocabulario teológico de la creación
en la actividad artística, que a la sazón nadie había so
ñado con definir como creativa. Y es significativo que
precisamente la praxis del arquitecto haya desempeñado
un papel decisivo en la elaboración de este paradigma
(lo que significa, quizá, que quien ejerce la arquitectura
18
Creación y anarquía
debería ser particularmente cuidadoso cuando reflexiona
sobre su práctica; la centralidad y al mismo tiempo la
problematicidad de la noción de “proyecto” deberían
considerarse en esta perspectiva).
Pero lo que el artista ha ganado por una parte -la inde
pendencia respecto de la obra- lo pierde, por así decirlo,
por la otra. Si posee en sí mismo su enérgeia y puede afirmar
así su superioridad por sobre la obra, esta se le vuelve en
cierto sentido accidental, se transforma en un remanente de
algún modo no necesario de su actividad creativa. Mientras
en Grecia el artista es una especie de remanente dudoso o
un presupuesto de la obra, en la Modernidad la obra es de
algún modo un remanente dudoso de la actividad creativa
y del genio del artista.
El lugar de la obra de arte se ha fragmentado. Érgon y
enérgeia se disocian, y el arte -concepto cada vez más enig
mático que la estética transformará luego en un auténtico
misterio- ya no reside en la obra sino también y ante todo
en la mente del artista.
La hipótesis que querría sugerir, llegado a este pun
to, es que el érgon y la enérgeia, la obra y la operación
creativa, son nociones complementarias y, sin embargo,
estancas, que forman, teniendo al artista como su medio,
aquella que propongo llamar la “máquina artística” de la
Modernidad; y no es posible, aunque se intente hacerlo
una y otra vez, separarlas, ni hacerlas coincidir ni, mu
cho menos, jugar a una en contra de la otra. Es decir, se
trata de algo así como un nudo borromeo que estrecha
a la vez a la obra, al artista y a la operación; y como en
19
Giorgio Agamben
todo nudo borromeo es imposible separar uno de los tres
elementos que lo componen sin romper irreversiblemente
todo el nudo.
Quería invitarlos ahora a que nos desplacemos a Ale
mania, a principios de la década de 1920, pero no a los
desórdenes y a los tumultos que marcan en esa época la vida
de las grandes ciudades alemanas, sino al silencio y recogi
miento de la abadía benedictina de [Santa] María Laach en
Renania. Aquí, un oscuro monje, Odo Casel, publica en
1923 (el mismo año en que Duchamp termina o, más bien,
abandona en un estado de “definitiva incompletitud” El
gran vidrio) Die Liturgie ais Mysterienfeier [La liturgia como
celebración de los misterios], una suerte de manifiesto de lo
que más tarde sería definido como Movimiento Litúrgico.
Los primeros treinta años del siglo XX fueron bauti
zados con razón como “la época de los movimientos”. Y
no sólo esto, tanto a la izquierda como a la derecha de los
alineamientos políticos, los partidos les ceden su sitio a
los movimientos (tanto el fascismo cuanto el movimien
to obrero se definen como tales), pero también en el arte,
en las ciencias (cuando, en 1914, Freud intentó definir el
psicoanálisis, no encontró nada mejor que “movimiento
psicoanalítico”) y en cada aspecto de la cultura los movi
mientos sustituyen a las escuelas y a las instituciones. Es
en este contexto en el que “la renovación de la Iglesia a
partir del espíritu de la liturgia” emprendida por Maria
Laach terminó por definirse como liturgische B eivegung
[movimiento litúrgico], precisamente como muchas
20
Creación y anarquía
vanguardias de aquellos años se consideraban “movimien
tos” artísticos o literarios.
La asimilación de la práctica de las vanguardias a la de
la liturgia, de los movimientos artísticos al movimiento
litúrgico no es un pretexto. La doctrina de Casel en efecto
se basa en la idea de que la liturgia (nótese que el término
griego leitourgía significa “obra”, “servicio público”, pro
veniente de Idos, “pueblo”, y érgon) es esencialmente un
“misterio”, pero para Casel “misterio” no significa en modo
alguno enseñanza oculta o doctrina secreta. En su origen,
así como en los misterios eleusinos que se celebraban en
la Grecia clásica, misterio significa una praxis, una especie
de acción teatral conformada por gestos y palabras que se
cumplen en el tiempo y en el mundo para la salvación hu
mana. El cristianismo no es, por lo tanto, una “religión” o
una “confesión” en el sentido moderno del término, o sea,
un conjunto de verdades y dogmas que han de reconocerse
y profesarse: es, por el contrario, un “misterio”, es decir, una
actio [acción] litúrgica, una perform ance, cuyos actores son
Cristo y su cuerpo místico, la Iglesia. Y esta acción es, sí,
una praxis especial, pero, a la vez, define la actividad huma
na más universal y más verdadera, en la que está en juego
la salvación de quien la lleva a cabo y de quienes participan
en ella. La liturgia deja de figurar, desde esta perspectiva,
como la celebración de un rito exterior, que tiene su verdad
en otro lugar (en la fe y en el dogma): al contrario, sólo en
el cumplimiento hic et nunc de esta acción absolutamente
performativa, que realiza una y otra vez lo que significa, el
creyente puede encontrar su verdad y su salvación.
21
Giorgio Agamben
Según Casel, en efecto, la liturgia (por ejemplo, la
celebración del sacrificio eucarístico en la misa) no es una
“representación” o una “conmemoración” del aconteci
miento salvífico: es ella misma el acontecimiento. No se
trata de una representación en sentido mimético sino de
una (re)presentación* en la cual la acción salvífica [Heilstat\
de Cristo se hace efectivamente presente a través de los
símbolos y las imágenes que la significan. Por eso la acción
litúrgica actúa, como se dice, ex opere operato [por la obra
hecha], o sea, por el hecho mismo de cumplirse en ese mo
mento y en ese lugar, independientemente de las cualidades
morales del celebrante (aunque este fuese un criminal -si,
por ejemplo, bautizara a una mujer con la intención de abu
sar de ella-, el acto litúrgico no perdería por ello su validez).
Es a partir de esa concepción “mistérica” de la religión
que querría proponerles la hipótesis de que entre la acción
sagrada de la liturgia y la praxis de las vanguardias artísticas
y del arte llamado contemporáneo existe algo más que una
simple analogía. Ya en las últimas décadas del siglo XIX se
había suscitado que los artistas le prestaran especial aten
ción a la liturgia, en particular en aquellos movimientos
artísticos y literarios que suelen definirse en términos tan
vagos como los de “simbolismo”, “esteticismo” o “decaden
tismo”. En paralelo con el proceso que, con el surgimiento
de la industria cultural, empuja a los seguidores de un arte
puro hacia los márgenes de la producción social, artistas y
poetas (baste mencionar, entre estos últimos, a Mallarmé)
" Re-presentación en el sentido de nueva presentación [N. de T.].
22
Creación y anarquía
comienzan a considerar la práctica de aquellos como la ce
lebración de una liturgia, liturgia en el sentido propio del
término, en la medida en que supone tanto una dimensión
soteriológica, en la que parece tratarse de la salvación espiri
tual del artista, como la dimensión performativa, en la que
la actividad creativa asume la forma de un auténtico ritual,
desvinculado de todo sentido social y eficaz por el simple
hecho de celebrarse.
En todo caso, es también y sobre todo ese segundo
aspecto el que retoman decididamente las vanguardias del
siglo XX, que constituyen una radicalización extrema y, a
veces, una parodia de aquellos movimientos. Creo que no
digo nada extravagante si propongo la hipótesis de que las
vanguardias y sus derivas contemporáneas ganan si se leen
como la lúcida y muchas veces consciente reproducción
de un paradigma esencialmente litúrgico.
Así como, según Casel, la celebración litúrgica no imita
o representa el acontecimiento salvífico, sino que ella mis
ma es ese acontecimiento, del mismo modo lo que define
la praxis de las vanguardias'del siglo XX y de sus vertientes
contemporáneas es el resuelto abandono del paradigma
mimético-representativo en nombre de una pretensión ge-
nuinamente pragmática. La acción del artista se emancipa
de su tradicional fin productivo o reproductivo y se convier
te en una perform ance absoluta, en una pura “liturgia” que
coincide con la propia celebración y es eficaz ex opere operato
y no por las cualidades intelectuales o morales del artista.
En un célebre pasaje de la Etica nicomaquea, Aristó
teles había distinguido entre el hacer [poíesis], que busca
23
Giorgio Agamben
un fin externo (la producción de una obra), y el actuar
[práxis], que tiene en sí mismo (en el actuar bien) su fin.
Entre estos dos modelos, liturgia y perform ance insinúan
un híbrido tercero, en el cual la acción misma pretende
presentarse como obra.
En este punto, para ir al tercer momento de esta ar
queología sumaria que estoy presentando, debemos viajar
a la Nueva York de alrededor de 1916. Aquí, un señor que
no sabría cómo definir, tal vez un monje como Casel, en
cierto modo un asceta, ciertamente no un artista, llamado
Marcel Duchamp, inventa el ready-made. Tal como había
comprendido Giovanni Urbani, Duchamp, al proponer
esos actos existenciales (y no obras de arte) que son los
ready-made, sabía perfectamente que no operaba como
artista. También sabía que el camino del arte estaba blo
queado por un obstáculo infranqueable, que era el arte
mismo, constituido ya desde la estética como una reali
dad autónoma. En los términos de esta arqueología, yo
diría que Duchamp había comprendido que aquello que
el arte bloqueaba era precisamente eso que he definido
como máquina artística, que había alcanzado su masa
crítica en la liturgia de las vanguardias.
¿Qué hace Duchamp para hacer que explote o al menos
para desactivar la máquina obra-artista-operación? Toma un
objeto de uso cualquiera, como puede ser un mingitorio, e
introduciéndolo en un museo lo fuerza a presentarse como
una obra de arte. Como es natural -excepto por el breve
instante que dura el efecto de extrañamiento y sorpresa-,
24
Creación y anarquía
en realidad aquí nada se hace presente: ni la obra, porque se
trata de un objeto de uso cualquiera de producción indus
trial; ni la operación artística, porque de ninguna manera
existe poíesis, producción; ni tampoco el artista, ya que
aquel que etiqueta con un irónico nombre falso el mingito-
rio no actúa como artista sino, en todo caso, como filósofo
o como crítico o, como le gustaba decir a Duchamp, como
“alguien que respira”, un simple viviente. El ready-made ya
no tiene lugar, ni en la obra de arte ni en el artista, ni en el
érgon ni en ja enérgeia, sino tan sólo en el museo, que en este
punto adquiere un rango y un valor decisivos.
Lo que ocurrió después fue que una congregación,
lamentablemente aún activa, de hábiles especuladores y
de ingenuos transformó el ready-made en obra de arte.
No es que de veras hayan conseguido volver a poner en
movimiento la máquina artística -esta ya gira en el vacío-
sino que la apariencia de un movimiento logra alimentar,
creo que no por mucho tiempo más, esos templos del
absurdo que son los museos de arte contemporáneo.
No pretendo decir que el arte contemporáneo -o, me
jor, el arte después de Duchamp—no presenta un interés.
Al contrario, lo que este saca a la luz acaso sea el aconteci
miento más interesante que pueda imaginarse: la aparición
del conflicto histórico, en todo sentido decisivo, entre el
arte y la obra, entre la enérgeia y el érgon. Mi crítica, si de
crítica puede hablarse, apunta a la perfecta irresponsabili
dad con la que muchos artistas y curadores con frecuencia
eluden confrontarse con ese acontecimiento y fingen que
todo sigue igual que antes.
25
Giorgio Agamben
Ahora querría concluir mi breve arqueología de la obra
de arte sugiriendo que se abandone la máquina artística a
su destino. Y, con ella, abandonar también la idea de que
existe algo semejante a una actividad humana suprema
que, a través de un sujeto, se realiza en una obra o en una
enérgeia que de ella extraen su incomparable valor. Ello
implica que vuelva a dibujarse el mapa del espacio donde
la Modernidad ha situado al objeto y sus facultades.
Artista o poeta no es aquel que tiene la potencia o la
facultad de crear, que un buen día, a través de un acto de
la voluntad u obedeciendo a un mandato divino (la volun
tad, en la cultura occidental, es el dispositivo que permite
atribuir las acciones y las técnicas a un sujeto como de
su propiedad), decide, como el Dios de los teólogos, no
se sabe cómo ni por qué, poner en obra. Y, al igual que
el poeta y el pintor, también el carpintero, el zapatero, el
flautista y, en fin, cualquier persona, es titular trascendente
no de una capacidad de actuar o de producir obras: más
bien son seres vivientes que, en el uso y sólo en el uso de
sus miembros así como del mundo que los rodea, tienen
la experiencia de sí y se constituyen como formas de vida.
El arte no es sino el modo en que el anónimo al que
llamamos artista, manteniéndose en constante relación
con una práctica, busca constituir su vida como una forma
de vida: la vida del pintor, del carpintero, del arquitecto,
del contrabajista, en las que, como en toda forma-de-vida,
lo que está en cuestión es nada menos que su felicidad.
26
II. ¿Q ué es el acto de creación ?1
Eí título “¿Qué es el acto de creación?” retoma el de una
conferencia que Gilíes Deleuze dictó en París en marzo de
1987. Deleuze definía el acto de creación como un “acto
de resistencia”. Ante todo, resistencia a la muerte, pero tam
bién resistencia al paradigma de la información, a través del
cual se ejerce el poder en la sociedad que el filósofo, para dis
tinguirla de la sociedad disciplinaria analizada por Foucault,
llama “sociedad de control”. Cada acto de creación resiste
a algo; por ejemplo, dice Deleuze, la música de Bach es un
acto de resistencia a la separación de lo sagrado y lo profano.
Deleuze no define qué significa “resistir”, y parece dar al
término el significado corriente de oponerse a una fuerza
o a una amenaza exterior. En el Abecedario, en la conver
sación sobre la palabra “resistencia”, agrega, a propósito
de la obra de arte, que resistir siempre significa liberar una
potencia de vida que había sido aprisionada u ofendida;
también aquí, no obstante, falta una verdadera definición
del acto de creación como acto de resistencia.
Después de tantos años dedicados a leer, escribir y es
tudiar, ocurre, de vez en cuando, que comprendemos cuál
1 El texto “¿Qué es el acto de creación?” proviene del volumen Elfu ego y el
relato y aquí se publica por cortesía de la editorial Nottetempo.
27
Giorgio Agaraben
es nuestro modo especial -si tenemos uno- de proceder en
el pensamiento y en la investigación. Se trata, en mi caso,
de percibir aquello que Feuerbach llamaba la “capacidad de
desarrollo” contenida en la obra de los autores que amo.
El elemento genuinamente filosófico contenido en una
obra -ya sea obra de arte, de ciencia, de pensamiento- es
su capacidad para ser desarrollada, algo que ha quedado -o
ha sido intencionalmente abandonado- no dicho, y que
debemos saber encontrar y recoger. ¿Por qué me fascina la
búsqueda de ese elemento susceptible de ser desarrollado?
Porque si se va hasta las últimas consecuencias de este prin
cipio metodológico, se llega fatalmente a un punto en el
que no es posible distinguir entre aquello que es nuestro y
aquello que pertenece al autor que estamos leyendo. Alcan
zar esa zona impersonal de indiferenciación en la que todo
nombre propio, todo derecho de autor y toda pretensión
de originalidad desaparecen, me llena de alegría.
Intentaré, entonces, examinar aquello que quedó no
dicho en la idea deleuziana del acto de creación como
acto de resistencia y, de este modo, buscaré continuar y
proseguir, obviamente bajo mi completa responsabilidad,
el pensamiento de un autor que amo.
Debo anticipar que experimento un cierto malestar
frente al uso, desafortunadamente muy extendido en la
actualidad, del término “creación” referido a las prácticas
artísticas. Mientras investigaba la genealogía de este uso,
descubrí, no sin cierta sorpresa, que les cabía una parte de
la responsabilidad a los arquitectos. Cuando los teólogos
28
Creación y anarquía
medievales deben explicar la creación del mundo, recurren
a un ejemplo que ya había sido utilizado por los estoicos.
Así como la casa preexiste en la mente del arquitecto,
escribe Tomás, de igual modo Dios ha creado el mundo,
mirando el modelo que estaba en su mente. Por supues
to, Tomás hacía todavía una distinción entre el creare ex
nihilo [crear desde la nada], que define la creación divina,
y ú fa c e r e d e materia [hacer de la materia], que define el
hacer humano. En todo caso, sin embargo, la comparación
entre el acto del arquitecto y el acto de Dios ya contienej
en germen, la transposición del paradigma de la creación
a la actividad del artista.
Por eso prefiero hablar más bien de acto poético, y si
por comodidad sigo sirviéndome del término “creación”,
querría que fuese entendido sin ningún énfasis, con el
simple sentido depoíein, “producir”.
Entender la resistencia sólo como oposición a una
fuerza externa no me parece suficiente para una compren
sión del acto de creación. En un proyecto de prefacio a
las PhilosophischeBemerkungen [Observacionesfilosóficas],
Wittgenstein observó cómo tener que resistir a la presión y
a las fricciones que una época de incultura -como era para
él la suya y, sin duda, para nosotros, la nuestra- opone a
la creación, conduce a la dispersión y a la fragmentación
de las fuerzas del individuo. Todo esto es tan cierto que
Deleuze, en el Abecedario, sintió la necesidad de precisar
que el acto de creación tiene una relación constitutiva con
la liberación de una potencia.
29
Giorgio Agamben
No obstante, creo que la potencia que el acto de crea
ción libera debe ser una potencia interna al acto mismo,
como también debe ser interno a este el acto de resistencia.
Sólo de este modo se vuelven comprensibles la relación
entre la resistencia y la creación, y entre la creación y la
potencia.
El concepto de potencia tiene, en la filosofía occidental,
una larga historia que puede comenzar con Aristóteles.
Aristóteles opone —y, así, vincula—la potencia [dynamis] al
acto [enérgeia], y esta oposición, que marca tanto su metafí
sica como su física, la legó, primero a la filosofía y luego a
la ciencia medieval y moderna. A través de esta oposición,
Aristóteles explica aquello que nosotros llamamos actos de
creación, que para él coincidían de manera más sobria con
el ejercicio de las technaí [artes, en el sentido más general
de la palabra]. Los ejemplos a los que recurre para ilustrar
el pasaje de la potencia al acto son, en este sentido, signi
ficativos: el arquitecto [oikodómos], el citarista, el escultor,
pero también el gramático y, en general, cualquiera que
posea un saber o una técnica. La potencia de la que habla
Aristóteles en el libro IX de la M etafísica y en el libro II
del De anima no es, entonces, la potencia entendida en
sentido genérico, con arreglo a la cual decimos que un
niño puede convertirse en arquitecto o escultor, sino
aquella que compete a quien ya ha adquirido el arte o el
saber correspondiente. Aristóteles llama a esta potencia
héxis, de echo, “tener”: el hábito, es decir, la posesión de
una capacidad o de una habilidad.
30
Creación y anarquía
Aquel que posee -o que tiene el hábito de- una po
tencia, puede tanto ponerla como no ponerla en acto. La
potencia —esta es la tesis genial, aun cuando en apariencia
resulta obvia, de Aristóteles- se define esencialmente por
la posibilidad de su no-ejercicio. El arquitecto es potente
en la medida en que puede no construir; la potencia es
una suspensión del acto. (En política esto es bien sabido,
y existe incluso una figura llamada “provocador” que tie
ne justamente la tarea de obligar, a quien tiene el poder,
a ejercerlo, a ponerlo en acto). Así es como Aristóteles
responde, en la Metafísica, a las tesis de los megáricos,
quienes afirmaban, por otra parte no sin buenas razones,
que la potencia existe sólo en el acto [enérgei mono dynastai,
ótan m e énergei ou dynastai] (Met. 1046b29-30). Si eso
fuese verdad, objeta Aristóteles, no podríamos considerar
arquitecto,cuando no construye, al arquitecto, ni llamar
médico, en el momento en el que no está ejerciendo su
arte, al médico. Lo que está en cuestión es el modo de
ser de la potencia, que existe bajo la forma de la héxis,
del control sobre una privación. Existe una forma, una
presencia de aquello que no está en acto, y esta presencia
privativa es la potencia. Como Aristóteles afirma sin
reservas en un pasaje extraordinario de su Física: “La
stéresis, la privación, es como una forma” [eidós ti] (Phys.
193b 19-20).
Siguiendo su gesto característico, Aristóteles extrema esta
tesis hasta el punto en el que esta parece casi transformarse
en una aporía. Del hecho de que la potencia se defina por
31
Giorgio Agamben
la posibilidad de su no-ejercicio, él extrae la consecuencia
de una constitutiva pertenencia recíproca entre la potencia
y la impotencia. “La impotencia [adynamía] -escribe (Met.
1046a29-32)- es una privación contraria a la potencia
[dynamis]. Toda potencia es impotencia de lo mismo y
según lo mismo (de lo cual es potencia) [toü autoü kai kath
tó autopásadynamisadynamíaí\”. Adynamia, “impotencia”,
no significa aquí ausencia de toda potencia, sino potencia-
de-no (pasar al acto), dynamis m e enérgein. La tesis define,
pues, la ambivalencia específica de toda potencia humana
que, en su estructura originaria, se mantiene en relación
con la propia privación y es siempre - y con respecto a la
misma cosa- potencia de ser y de no ser, de hacer y de no
hacer. Esa relación constituye, para Aristóteles, la esencia de
la potencia. El viviente, que existe en el modo de la poten
cia, puede su propia impotencia, y sólo de este modo posee
su propia potencia. Puede ser y hacer, porque se mantiene
en relación con su propio no ser y no hacer. En la potencia,
la sensación es constitutivamente anestesia; el pensamiento,
no-pensamiento; la obra, inoperosidad.
Si recordamos que los ejemplos de la potencia-de-no
son casi siempre extraídos del ámbito de las técnicas y de
los saberes humanos (la gramática, la música, la arquitec
tura, etcétera), entonces podemos decir que el ser humano
es el viviente que existe de modo eminente en la dimensión
de la potencia, del poder y del poder-no. Toda potencia
humana es, al mismo tiempo y desde su origen, impoten
cia; todo poder-ser o poder-hacer está, para el ser humano,
constitutivamente en relación con la propia privación.
32
Creación y anarquía
Si regresamos a nuestra pregunta acerca del acto de
creación, eso significa que este no puede ser comprendido
en modo alguno, según la representación corriente, como
un simple tránsito de la potencia al acto. El artista no es
aquel que posee una potencia de crear que, en determina
do momento, decide, no se sabe cómo y por qué, realizarla
y ponerla en acto. Si toda potencia es constitutivamente
impotencia, potencia-de-no, ¿cómo podrá suceder el
pasaje al acto? Puesto que el acto de la potencia de tocar
el piano para el pianista es, sin duda, la ejecución de una
pieza en el instrumento, ¿qué sucede con la potencia de
no tocar en el momento en que comienza a tocar? ¿Cómo
se realiza una potencia de no tocar?
Ahora podemos comprender de un modo nuevo la
relación entre la creación y la resistencia de la que hablaba
Deleuze. Hay, en todo acto de creación, algo que resiste y
se opone a la expresión. Resistir, del latín sisto, etimológi
camente significa “detener, mantener firme” o “detenerse”.
Este poder que mantiene y detiene la potencia en su mo
vimiento hacia el acto es la impotencia, la potencia-de-no.
La potencia es, pues, un ser ambiguo, que no sólo puede
tanto una cosa cuanto su contrario, sino que contiene en
sí misma una íntima e irreductible resistencia.
Si esto es cierto, debemos entonces observar el acto
de creación como a un campo de fuerza tendido entre la
potencia y la impotencia, el poder y el poder-no, el actuar
y el resistir. El ser humano puede dominar su potencia y
tener acceso a ella sólo a través de su impotencia; pero
33
Giorgio Agamben
-precisamente por este motivo- en realidad no se da ese
dominio sobre la potencia; y ser poeta significa estar a
merced de su propia impotencia.
Sólo una potencia que puede tanto la potencia cuanto
la impotencia es entonces la potencia suprema. Si toda
potencia es tanto potencia de ser cuanto potencia de no
ser, el pasaje al acto sólo puede suceder transportando
al acto la propia potencia-de-no. Esto significa que, si
a cada pianista le pertenece necesariamente la potencia
de tocar, y la de no tocar, Glenn Gould es, sin embargo,
sólo aquel que puede no tocar y, dirigiendo su potencia
no sólo al acto sino a su impotencia misma, toca, por así
decirlo, con su potencia de no tocar. Ante la capacidad,
que simplemente niega y abandona la propia potencia de
no tocar, y el talento, que sólo puede tocar, la maestría
conserva y ejerce en el acto no su potencia de tocar, sino
la de no tocar.
Ahora examinemos de forma más concreta la acción de
la resistencia en el acto de creación. Así como lo inexpre
sivo en Benjamín, que despedaza en la obra la pretensión
de la apariencia de plantearse como totalidad, también la
resistencia actúa como una instancia crítica que frena el
impulso ciego e inmediato de la potencia hacia el acto y,
de este modo, impide que ella se resuelva y se agote inte
gralmente en este. Si la creación fuese sólo potencia-de,
que únicamente puede pasar ciegamente al acto, el arte se
reduciría a ejecución, que procede con falsa desenvoltura
hacia la forma concluida porque ha quitado la resistencia
34
Creación y anarquía
de la potencia-de-no. Contrariamente a un difundido
equívoco, la maestría no es la perfección formal, sino,
justamente por el contrario, la conservación de la poten
cia en el acto, la salvación de la imperfección en la forma
perfecta. En la tela del maestro o en la página del gran
escritor, la resistencia de la potencia-de-no se imprime
en la obra como el íntimo manierismo presente en toda
obra maestra.
Es en este poder-no que en definitiva se basa toda ins
tancia propiamente crítica: lo que el error de gusto vuelve
evidente es siempre una carencia no tanto en el plano de la
potencia-de, sino en el del poder-no. Quien carece de gusto
no logra abstenerse de algo, la carencia de gusto es siempre
un no poder no hacer.
Lo que imprime en la obra el sello de la necesidad es,
pues, precisamente lo que podía no ser o podía ser distinto:
su contingencia. Aquí no se trata de los arrepentimientos
que la radiografía muestra en la tela bajo las capas de color,
ni de las primeras versiones o de las variantes anotadas en
el manuscrito: se trata, más bien, de ese “temblor ligero,
imperceptible” en la inmovilidad misma de la forma que,
según Focillon, es la marca distintiva del estilo clásico.
Dante resumió en un verso este carácter dual de la
creación poética: l ’a rtista / ch’a l ’a bito de l ’a rte ha man che
trema [el artista / que tiene el hábito del arte tiene mano
que tiembla] (según otra lección, que me parece fa cilior
[más fácil]: ch’h a l ’a bito de l ’a rte e man che trema [que tiene
el hábito del arte y mano que tiembla]). En la perspectiva
35
Giorgio Agamben
que aquí nos interesa, Ja aparente contradicción entre el
hábito y la mano no es un defecto, sino que expresa a la
perfección la estructura doble de todo auténtico proceso
creativo, íntimamente suspendido entre dos impulsos
contradictorios: el impulso y la resistencia, la inspiración
y la crítica. Y esta contradicción impregna todo el acto
poético, desde el momento en que ya el hábito contradice
de algún modo a la inspiración, que proviene de otro sitio
y por definición no puede ser dominada en un hábito. En
este sentido, la resistencia de la potencia-de-no, al desac
tivar el hábito, permanece fiel a la inspiración, casi le
impide cosificarse en la obra: el artista inspirado no tiene
obra. Y, sin embargo, la potencia-de-no a su vez no puede
ser dominada y transformada en un principio autónomo
que terminaría impidiendo toda obra. Lo decisivo es que
la obra siempre resulte a partir de una dialéctica entre estos
dos principios íntimamente unidos.
En un libro notable, Simondon escribió que el ser hu
mano, por así decirlo, es un ser de dos fases, que resulta de
la relación entre una parte no individualizada e imperso
nal y una parte individual y personal. Lo preindividual no
es un pasado cronológico que, en determinado momento,
se realiza y resuelve en el individuo: coexiste con este y le
es irreductible.
Es posible pensar, desde esta perspectiva, el acto
de creación como una complicada dialéctica entre un
elemento impersonal, que precede y aventaja al sujeto
individual, y un elemento personal, que obstinadamente
36
Creación y anarquía
se le resiste. Lo impersonal es la potencia-de, el genio que
impulsa hacia la obra y la expresión, la potencia-de-no es
la reticencia que lo individual opone a lo impersonal, el
carácter que tenazmente resiste a la expresión y la marca
con su impronta. El estilo de una obra no depende sólo del
elemento impersonal, de la potencia creativa, sino también
de eso que resiste y casi entra en conflicto con ella.
La potencia-de-no no niega, sin embargo, la potencia
y la forma, pero, a través de su resistencia, de algún modo
las expone, así como la maniera no se opone simplemente
al estilo, sino que puede, en ocasiones, resaltarlo.
El verso de Dante es, en este sentido, una profecía que
anuncia la pintura tardía de Tiziano, como se muestra, por
ejemplo, en la Anunciación de la iglesia de San Salvador.
Quien ha observado esta extraordinaria tela no puede de
jar de sorprenderse por el modo en el cual, no sólo en las
nubes que desde lo alto se imponen a las dos figuras, sino
que incluso en las alas del ángel, el color se espesa y, a la
vez, se aligera, en eso que con razón ha sido definido como
un magma crepitante, donde “las carnes son trémulas” y
“las luces combaten con las sombras”. No sorprende que
Tiziano haya firmado esta obra con una fórmula inha
bitual, Titianus fe c it fecit: “la hizo y la rehízo”, es decir,
casi la deshizo. El hecho de que las radiografías hayan
revelado bajo esta escritura la fórmula usual fa cieb a t
no significa necesariamente que se trate de un añadido
posterior. Es posible, al contrario, que Tiziano la haya
borrado justamente para subrayar la particularidad de su
37
Giorgio Agamben
obra que, como proponía Ridolfi, quizá haciendo referen
cia a una tradición oral que podía remontarse al propio
Tiziano, quienes la encargaron la habían considerado “no
[...] ejecutada a la perfección”.
Desde esta perspectiva, es posible que la escritura que
se lee en bajo relieve debajo del florero, ignis ardens non
comburens [un fuego que arde, pero no consume], que alu
de al episodio de la zarza ardiente en la Biblia y que, según
los teólogos, simboliza la virginidad de María, pueda haber
sido introducida por Tiziano precisamente para subrayar
el carácter particular del acto de creación, que ardía sobre
la superficie de la tela sin por ello consumirse, metáfora
perfecta de una potencia que arde sin agotarse.
Es por este motivo que su mano tiembla, pero este tem
blor es la maestría suprema. La potencia es eso que tiembla
y casi danza en la forma: ignis ardens non comburens.
De aquí la pertinencia de aquellas figuras de la creación
tan frecuentes en Kafka, en las cuales el gran artista es defi
nido precisamente por una absoluta incapacidad respecto
de su arte. Es, por una parte, la confesión del gran nadador:
“Aunque ostento un récord mundial, si se me pregunta
cómo lo he conquistado, no sabría responder de manera
satisfactoria. Porque, en realidad, no sé nadar. Siempre he
querido aprender, pero nunca he tenido la ocasión”.
Por la otra, la extraordinaria cantante del pueblo de los
ratones, Josefina, que no sólo no sabe cantar, sino que a
duras penas puede silbar como todos sus semejantes, y, sin
embargo, precisamente de este modo “logra efectos que un
38
Creación y anarquía
artista del canto en vano procuraría entre nosotros y que
justamente se les conceden sólo a sus medios insuficientes”.
Acaso nunca como en los casos de estas figuras la
concepción corriente del arte como un saber o un hábito
se haya cuestionado tan radicalmente: Josefina canta con
su impotencia de cantar, como el gran nadador nada con su
incapacidad de nadar.
La potencia-de-no no es otra potencia junto con la
potencia-de: es su inoperosidad, aquello que resulta de
la desactivación del esquema potencia/acto. Hay, pues, un
nexo esencial entre la potencia-de-no y la inoperosidad. Así
como Josefina, a través de su incapacidad de cantar, no hace
sino exhibir el silbo que todos los ratones saben hacer, pero
que, de este modo, “se libera de los lazos de la vida coti
diana” y se muestra en su “verdadera esencia”, igualmente
la potencia-de-no, suspendiendo el pasaje al acto, vuelve
inoperosa la potencia y la exhibe como tal. El poder no
cantar es, ante todo, una suspensión y una exhibición de
la potencia de cantar que no se traspasa simplemente al
acto, sino que se dirige a sí misma. No existe, pues, una
potencia de no cantar que precede a la potencia de cantar
y debe, por lo tanto, anularse para que la potencia pueda
realizarse en el canto: la potencia-de-no es una resistencia
interna a la potencia, que impide que esta se agote simple
mente en el acto y la impulse a dirigirse hacia sí misma, a
hacerse potentia potentiae, a poder la propia impotencia.
La obra -por ejemplo, Las M eninas- que resulta de esta
suspensión de la potencia no representa sólo su objeto:
39
Giorgio Agamben
presenta, junto con este, la potencia —del arte- con el cual
ha sido pintada. Así, la gran poesía no dice sólo lo que
dice, sino el hecho de que lo está diciendo, la potencia
y la impotencia de decirlo. Y la pintura es suspensión y
exposición de la mirada, así como la poesía es suspensión
y exposición de la lengua.
El modo en el cual nuestra tradición ha pensado la
impotencia es la autorreferencia, el dirigirse de la potencia
hacia sí misma. En un famoso pasaje del libro Lambda
de la M etafísica (1074bl5-35), Aristóteles afirma que “el
pensamiento [nóesis, el acto de pensar] es pensamiento
del pensamiento [noéseos noesis]. La fórmula aristotélica
no significa que el pensamiento se tome como objeto a sí
mismo (si así fuese, se tendría -para parafrasear la termi
nología lógica- por una parte un metapensamiento y, por
la otra, un pensamiento-objeto, un pensamiento pensado
y no pensante).
La aporía, como Aristóteles sugiere, concierne a la natu
raleza misma del noüs que, en el De anima, había sido de
finido como un ser de potencia (“no tiene otra naturaleza
que ser potente” y “ninguno de los entes está en acto antes
de pensar”, De an., 429a21-24) y, en un pasaje de la M eta
física, se define en cambio como puro acto, pura nóesis: “Se
piensa, pero piensa algo que lo gobierna, su esencia no será
el acto del pensamiento [nóesis, el pensamiento pensante],
sino la potencia, y no será entonces lo mejor [...] Si este
no es pensamiento pensante, sino potencia, entonces la
continuidad del acto de pensar le resultaría penosa”.
40
Creación y anarquía
La aporía se resuelve si recordamos que en De anima el
filósofo había escrito que el noús, cuando vuelve en acto
cada uno de los inteligibles, “sigue siendo de algún modo
potencia [...] y puede entonces pensarse a sí mismo” (De
an., 429b9-10). Mientras que en Metafísica, el pensamien
to se piensa a sí mismo (es decir, se tiene un acto puro),
en De anima se tiene, en cambio, una potencia que, en la
medida en que puede no pasar al acto, permanece libre,
inoperosa, y puede, así, pensarse a sí misma: algo así como
una potencia pura.
Es este remanente inoperoso de potencia lo que hace
posible el pensamiento del pensamiento, la pintura de la
pintura, la poesía de la poesía.
Si la autorreferencia implica, entonces, un exceso cons
titutivo de la potencia sobre toda realización en el acto, es
necesario en cada ocasión no olvidar que pensar correcta
mente la autorreferencia implica ante todo la desactivación
y el abandono del dispositivo sujeto/objeto. En el cuadro
de Velázquez o en el de Tiziano, la pintura (lapicturapicta)
no es el objeto del sujeto que pinta (de la pictura pingens),
así como en Metafísica de Aristóteles el pensamiento no
es el objeto del sujeto pensante, lo que sería absurdo.
Al contrario, pintura de la pintura sólo significa que la
pintura (la potencia de la pintura, la pictura pingens) está
expuesta y suspendida en el acto de la pintura, así como
la poesía de la poesía significa que la lengua está expuesta
y suspendida en el poema.
41
Giorgio Agamben
Me percato de que el término “inoperosidad” sigue
apareciendo una y otra vez en estas reflexiones sobre el
acto de creación. Quizá sea oportuno, en este punto,
que intente delinear al menos los elementos de algo que
querría definir como una “poética -o una política- de la
inoperosidad”. He añadido el término política porque el
intento de pensar lapoíesis, el hacer de las personas, de un
modo diferente no puede no apelar también al modo en
que concebimos la política.
En un pasaje de la Etica nicomaquea (1097b22 y ss.),
Aristóteles se plantea el problema acerca de cuál es la obra
del ser humano y sugiere por un momento la hipótesis
de que este carece de una obra propia, de que es un ser
esencialmente inoperoso:
Así como para el flautista, para el escultor y para todo
artesano [technítes], y, en general, para todos los que
tienen una obra [érgon] y una actividad [praxis], lo
bueno [t’agathón] y el bien [tó eu] parecen [consistir] en
esta obra, así también debería ser para el ser humano,
admitiendo que haya para él algo así como una obra
[ti érgon]. ¿O deberá decirse que para el carpintero y el
zapatero hay una obra y una actividad, y que en cambio
el ser humano [como tal] no tiene ninguna, pero que ha
nacido sin obra [argos, “inoperoso”]?
Érgon en este contexto no significa simplemente “obra”,
sino lo que define la enérgeia, la actividad o el ser-en-acto
propio del ser humano. En el mismo sentido, ya Platón
42
Creación y anarquía
se había preguntado por el érgon, la actividad específica,
por ejemplo, del caballo. La pregunta por la obra o por
la ausencia de obra en el ser humano tiene por lo tanto
una importancia estratégica decisiva dado que de ella de
pende no sólo la posibilidad de asignarle una naturaleza
y una esencia propias, sino también, en la perspectiva de
Aristóteles, la posibilidad de definir su felicidad y por lo
tanto su política.
Como es natural, Aristóteles desestima de inmediato
la hipótesis de que el ser humano es un animal esencial
mente argos, inoperoso, que no se define por ninguna
obra o vocación.
Querría en cambio proponerles tomar en serio esa
hipótesis y pensar en consecuencia al ser humano como
el viviente sin obra. No se trata en modo alguno de una
hipótesis peregrina desde el momento en que, para gran
escándalo de los teólogos, politólogos y fundamentalistas
de cualquier tendencia y partido, esta no deja de resurgir
en la historia de nuestra cultura. Citaré sólo dos de estas
reapariciones en siglo XX, una en el ámbito de las ciencias,
el extraordinario opúsculo de Louis Bolk, profesor de
Anatomía en la Universidad de Amsterdam, titulado Das
Problem der M enschwerdung [El problema de la antropogé-
nesis] (1926). Según Bolk, el ser humano no desciende de
un primate adulto sino de un feto de primate que adquirió
la capacidad de reproducirse. Es decir, el ser humano es
un cachorro de mono que se constituyó en una especie
autónoma. Esto explica el hecho de que, respecto de otros
43
Giorgio Agamben
seres vivientes, el humano sea y se mantenga siendo un
ser de potencia, capaz de adaptarse a todos los entornos,
a todas las comidas y todas las actividades, sin agotarse ni
definirse en ninguna de ellas.
La segunda, esta vez procedente del campo de las
artes, es el singular opúsculo de Kazimir Malévich La
pereza como verdad inalienable d el hombre, en el cual,
contra la tradición que ve en el trabajo la realización del
ser humano, la inoperosidad se afirma como la “más alta
forma de humanidad”, de la que el blanco, último estadio
alcanzado por el suprematismo en la pintura, es el símbolo
más apropiado. Como todos los intentos de pensar la ino
perosidad, también este texto, y su antecedente directo, El
derecho a la pereza, de Paul Lafargue, en cuanto define la
inoperosidad sólo y contra el trabajo, quedan apresados en
una determinación negativa de su propio objeto. Mientras
que para los antiguos el trabajo -el negotium - era el que
se definía en negativo respecto de la vida contemplativa,
el otium, los modernos parecen ser incapaces de concebir
la contemplación, la inoperosidad y la fiesta de otro modo
que como descanso o como negación del trabajo.
Puesto que en cambio buscamos definir la inoperosidad
en relación con la potencia y con el acto de creación, va de
suyo que no podemos pensarla como ociosidad o inercia,
' La palabra rusa Jiem> del título original (Jlem. KaKfleHCTBHTejibHaa HCTí-ma
qe.’iOBeqecTBa) se corresponde con pereza. En el título en italiano, Agamben
emplea, en vez de un equivalente de pereza, un equivalente de inoperosidad
[inoperosit¿\ [N. deT.].
44
Creación y anarquía
sino como una praxis o una potencia especiales, que se man
tienen en relación constitutiva con la propia inoperosidad.
Spinoza, en la Ética, emplea un concepto que me pa
rece útil para comprender de lo que estamos hablando.
Llama acquiescentia in se ipso “una alegría que nace de
la consideración de que el ser humano se contempla a sí
mismo y a su potencia de obrar” (IV, Prop. 52, Demos
tración). ¿Qué significa contemplar la propia potencia
de obrar? ¿Qué es una inoperosidad que consiste en
contemplar la propia potencia de obrar?
Se trata -creo- de una inoperosidad interna, por así
decirlo, a la operación misma, de una praxis sui generis
que, en la obra, expone y contempla ante todo a la po
tencia, un potencia que no precede a la obra, sino que la
acompaña y hace vivir y abre en posibilidades. La vida,
que contempla la propia potencia de obrar y de no obrar,
se vuelve inoperosa en todas sus operaciones, vive sólo su
vivibilidad.
Se comprende entonces la función esencial que la
tradición de la filosofía occidental ha asignado a la vida
contemplativa y a la inoperosidad: la praxis propiamente
humana es aquella que, convirtiendo en inoperosas las
obras y funciones específicas del viviente, las hace, por
así decirlo, girar en el vacío y, de esta manera, las abre en
posibilidad. Contemplación e inoperosidad son, en este
sentido, los operadores metafísicos de la antropogénesis,
que, liberando al viviente ser humano de todo destino
biológico o social y de toda tarea predeterminada, lo vuel
ven disponible para esa particular ausencia de obra que
45
Giorgio Agamben
estamos habituados a llamar “política” y “arte”. Política y
arte no son tareas ni simplemente “obras”: nombran, más
bien, la dimensión en la cual operaciones lingüísticas y
corpóreas, materiales e inmateriales, biológicas y sociales
son desactivadas y contempladas como tales.
Tengo la esperanza de que a esta altura lo que intentaba
decir al hablar de una “poética de la inoperosidad” esté
un poco más claro. Y, tal vez, el modelo por excelencia
de esta operación que consiste en volver inoperosas todas
las obras humanas es la propia poesía. ¿Qué es, en efecto,
la poesía sino una operación en el lenguaje, que desactiva
y vuelve inoperosas sus funciones comunicativas e in
formativas, para abrirlas a un nuevo, posible uso? O, en
palabras de Spinoza, el punto en el cual la lengua, que ha
desactivado sus funciones utilitarias, reposa en sí misma,
contempla su potencia de decir. En este sentido, la D ivi
na com edia de Dante Alighieri, los Cantos de Giacomo
Leopardi y La semilla d el llanto de Giorgio Caproni son la
contemplación de la lengua italiana, la sestina de Arnaut
Daniel la contemplación de la lengua provenzal, Trilce y
los poemas postumos de César Vallejo la contemplación
de la lengua española, las Iluminaciones de Arthur Rim-
baud la contemplación de la lengua francesa, los Himnos
de Friedrich Hólderlin y las poesías de Georg Trakl la
contemplación de la lengua alemana.
Y lo que la poesía realiza para la potencia de decir, la
política y la filosofía deben realizarlo para la potencia de
obrar. Volviendo inoperosas las operaciones económicas y
46
Creación y anarquía
sociales, aquellas muestran qué puede el cuerpo humano,
lo abren a un nuevo, posible uso.
Spinoza definió la esencia de cada cosa como el deseo,
el conatus de perseverar en el propio ser. Si es posible
expresar una pequeña reserva respecto de un gran pensa
miento, diría que me parece ahora que también en esta
idea spinoziana se necesita, como hemos visto para el acto
de creación, insinuar una resistencia. Sin duda, cada cosa
desea y se esfuerza por perseverar en su ser; pero, a la vez,
se resiste a este deseo, al menos por un instante lo vuelve
inoperoso y lo contempla. Se trata, una vez más, de una
resistencia interna al deseo, de una inoperosidad interna a
la operación, pero sólo ella confiere al conatus su justicia y
su verdad. En una palabra —y esto es, al menos en el arte,
el elemento decisivo-, su gracia.
47
III. Lo INAPROPIABLE
Querría hablarles de un concepto que es, por razones
obvias, sumamente actual y, al mismo tiempo, absolu
tamente inactual. A decir verdad, esta coincidencia de
opuestos en un mismo término no debería sorprender:
hace algunos años, cuando reflexionaba precisamente
sobre qué era lo contemporáneo, debí llegar a la conclu
sión de que lo contemporáneo es lo inactual, que algo es
tanto más urgente y cercano cuanto más parece excluido
de aquello que, con un término que a esta altura tiene
una connotación justamente despectiva, se llama la “ac
tualidad”. Este concepto actualísimo y al mismo tiempo
inactual es “pobreza”. Actualísimo, porque está en todas
partes; inactual, porque, en cuanto coincide con el disvalor
absoluto, parece que nuestro tiempo sólo puede pensar su
opuesto: la riqueza y el dinero.
Me había dedicado al tema de la pobreza mientras
estudiaba los movimientos de los siglos XI y XII que cul
minaron en el franciscanismo. Como sabemos, la pobreza
no sólo es reivindicada por los franciscanos como el bien
más alto (“altísima pobreza”), sino que esta coincidía
perfectamente con la forma de vida que los franciscanos
profesaban como propia y que Francisco había expresado
49
Giorgio Agamben
a través de las fórmulas vivere sine proprio [vivir sin pro
piedad] y vivere secundum form am sancti evangeli [vivir
siguiendo la forma del santo evangelio]. Se trataba de
la lisa y llana renuncia a toda forma de propiedad. Esto
planteaba, desde el punto de vista jurídico, una serie de
problemas insoslayables. Bártolo de Saxoferrato acerca
de los franciscanos escribía que “tan grande era su novitas
vitae [novedad de vivir] que el corpus iuris [cuerpo del de
recho] no podía aplicarse a ella”. Tal como la agudeza del
jurista lo había intuido, rechazar la propiedad significaba
de veras reivindicar la posibilidad de una existencia hu
mana completamente por fuera del derecho. Los teóricos
franciscanos dan este paso sin reservas: en la formulación
ex profeso paradójica de Hugues de Digne, aquellos reivin
dican “un solo derecho, el de no tener derecho alguno”.
Esto equivale a plantear el tema de la pobreza con una
radicalidad de la cual nosotros, los seres humanos de los
derechos, hemos perdido toda huella. La abdicatio iuris
[abdicación del derecho], la idea de una comunidad que
vive por fuera del derecho, es el legado franciscano que la
Modernidad es incapaz siquiera de pensar. (Nosotros los
modernos somos tan prisioneros del derecho que pen
samos que puede legislarse sin límites sobre todo.) De
aquí el inevitable desencuentro con la curia: lo que podía
ser tolerado en un pequeño grupo de monjes giróvagos
(puesto que tales eran al comienzo los franciscanos) difí
cilmente podía ser aceptado en una potente y numerosa
orden religiosa, como se tornó el franciscanismo en pocas
décadas.
50
Creación y anarquía
El paradigma a través del cual los teóricos franciscanos
elaboran su idea de un rechazo a la propiedad e intentan
asegurarle legitimidad a una vida por fuera del derecho es
el uso. Puede usarse algo sin tener no sólo la propiedad
sobre ello, sino tampoco el derecho de uso o usufructo. Así
como el caballo come la avena sin tener ningún derecho a
ello, también los franciscanos usan las cosas que necesitan.
Desde el punto de vista jurídico, la idea que los francis
canos sostienen es que puede separarse el uso —llamado
por eso usus fa c t i - de la propiedad. Buenaventura de
Bagnoregio formula esta tesis en términos tanto teológicos
como jurídicos y el Papa Nicolás III acoge esta tesis en la
bula Exiit qui sem inat de 1279.
No debe olvidarse que la doctrina del uso había sido
elaborada dentro de una estrategia defensiva contra los
ataques, primero, de los maestros seculares y, después, de
la curia de Aviñón, que cuestionaban la posibilidad misma
del rechazo franciscano a toda forma de propiedad. El
concepto usus fa cti [uso de hecho] y la idea de que el uso
puede separarse de la propiedad sin duda representaron
un instrumento eficaz, que permitió darle consistencia
jurídica al genérico vivere sineproprio [vivir sin lo propio]
de la regla, asegurando también, al menos en un primer
momento, con la bula Exiit qui seminat, una victoria tal
vez inesperada contra los maestros seculares. Sin embargo,
como suele ocurrir, esta doctrina, precisamente en cuanto
en esencia se proponía definir la pobreza con respecto
al derecho, resultó ser un arma de doble filo, que abrió
el camino al decisivo ataque de Juan XXII precisamente
51
Giorgio Agamben
en nombre del derecho (bula Ad conditorem canonum,
de 1322). Una vez definido el estatus de la pobreza con
argumentos puramente negativos respecto del derecho y
según modalidades que presuponían la colaboración de
la curia, que se había reservado la propiedad sobre los
bienes de los que hacían uso los franciscanos, quedaba
claro que la doctrina del usus fa cti representaba para los
frailes menores un escudo bastante frágil contra la artillería
pesada de los juristas curiales. Es posible, incluso, que al
recibir la doctrina de Buenaventura sobre la posibilidad
de separar el uso de la propiedad, Nicolás III haya sido
consciente de la utilidad de definir de algún modo en tér
minos jurídicos, así fueran negativos, una forma de vida
que de otra manera se presentaba como inasimilable para
el ordenamiento eclesiástico.
Puede decirse que, desde este punto de vista, quizá
Francisco haya sido más visionario que sus sucesores, al
rechazar la articulación en una conceptualidad jurídica y
dejar absolutamente indeterminado su vivere sineproprio.
Excepto por un punto (el capítulo IX de la Regla no bula
da, a propósito del estado de necesidad, en el cual cita la
máxima propiamente jurídica conforme a la cual necessitas
non habet legem [la necesidad no tiene ley]), Francisco no
le da a la pobreza ninguna determinación jurídica e in
cluso parece entender el vivere sine proprio en un sentido
bastante amplio, que cuestiona incluso la posibilidad de
algo así como una voluntad propia (cfr. Admonitiones, ca
pítulo 2: come del árbol de la ciencia is qui suam voluntatem
appropriat [aquel que se apropia de su voluntad]).
52
Creación y anarquía
La exclusiva concentración en los ataques, primero de
los maestros seglares y luego de la curia, aprisionando la
doctrina del uso y de la pobreza dentro de una estrategia
defensiva, les impidió a los teóricos franciscanos ponerla
en relación con la forma de vida de los frailes menores en
todos sus aspectos.
Querría ahora por lo tanto proseguir en clave filosófica
el análisis y la definición del concepto de pobreza, más allá
del contexto histórico del franciscanismo. Pensar la pobre
za en una perspectiva filosófica significa pensarla como
categoría ontológica. Es decir, pensarla aún no sólo en
relación con el tener sino también y sobre todo en relación
con el ser. Para ello utilizaré dos breves textos filosóficos. El
primero es una conferencia de Martin Heidegger de 1945
publicada en H eidegger Studies en 1994, y el segundo, un
fragmento de Walter Benjamín, probablemente escrito en
1916 y publicado sólo en 1992 en el cuarto volumen de
los Frankfurter Adorno Bldtter.
La conferencia de Heidegger fue dictada el 27 de ju
nio de 1945 en el Castillo de Wildenstein, no lejos de
Messkirch, donde después de los bombardeos de los alia
dos a Friburgo se había refugiado la Facultad de Filosofía.
Los rusos estaban a punto de entrar a Berlín, mientras
que las tropas francesas, que poco antes habían entrado
en Friburgo, habían decretado la suspensión de los cursos
y ese día se estaba celebrando el cierre del semestre. La
conferencia de Heidegger era el colofón de esa ceremonia
de clausura forzada. Es en relación con este contexto, por
53
Giorgio Agamben
cierto nada jubiloso, que tal vez debe considerarse el título
escogido: Die Armut, la pobreza. Una anotación autógrafa
en la primera página del manuscrito, efectivamente, reza:
“Por qué, en el momento presente de la historia mundial,
escojo interpretar para nosotros esta sentencia es algo que
la interpretación misma deberá dejar en claro”.
Las palabras que la conferencia se propone interpretar
provienen de un fragmento de Hólderlin donde se lee:
“Entre nosotros, todo se concentra en lo espiritual; para
volvernos ricos, nos hemos vuelto pobres”. Estas últimas
palabras contienen una evidente alusión a 2 Cor, 8: “Jesu
cristo [...] siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de
que os enriquecierais con su pobreza”, que Heidegger no
podía no identificar, aunque en su comentario ni siquiera
lo menciona.
Este no es el lugar para un análisis detallado del texto
de la conferencia. Me limitaré a citar la definición que
Heidegger da en ella de la pobreza:
¿Qué significa pobre? ¿En qué consiste la esencia de
la pobreza? ¿Qué significa rico si sólo en la pobreza y
a través de ella podemos volvernos ricos? Pobre y rico,
según su habitual significado, conciernen a la posesión,
al tener. La pobreza es un no tener [.Nicht-Haben], o
sea, un carecer de lo necesario [Entbehren des Notingen,
entbehren significa “sentir la falta de algo” pero también
“echar de menos”]. La riqueza es un no-carecer de lo
necesario, un tener más allá de lo necesario. La esencia
de la pobreza consiste, sin embargo, en un ser [Seyn].
54
Creación y anarquía
Ser verdaderamente pobre significa: ser de modo tal
que no carezcamos de nada excepto de lo no-necesario
[das Unnotige, “lo superfluo”]. Carecer significa, ver
daderamente, no poder ser sin lo no-necesario y así
precisamente pertenecer sólo a lo no-necesario” (p. 8).
Pocas líneas más adelante, lo necesario es definido
como lo que proviene de la necesidad [Not\, o sea de la
constricción [Zwang]. Lo no-necesario es, en cambio, lo
que no proviene de la necesidad sino de lo libre [Freien].
Antes de intentar comentar esta definición, querría
trazar una breve genealogía del término Armut en el
pensamiento de Heidegger. Este aparece, en efecto, en
el importantísimo curso de 1929-1930 Los conceptos fu n
damentales de la metafísica. Mundo, finitud, soledad para
definir la condición del animal, es decir, su “pobreza de
mundo” [ Weltarmut]. La piedra es sin mundo, el animal
es pobre de mundo [weltarm], el ser humano es configu-
rador de mundo.
Inmediatamente antes de describir la relación del
animal con su ambiente, Heidegger hace algunas consi
deraciones sobre el concepto de pobreza en general, que
debe entenderse en sentido cualitativo y no cuantitativo.
Con este fin, introduce, para definir la pobreza, el verbo
entbehren que ya hemos encontrado:
Ser pobre no significa simplemente no poseer nada, ni
poco, ni menos que los demás. Ser pobre significa care
cer, sentir la carencia [entbehren]. Este sentir la carencia
55
Giorgio Agamben
es posible de diferentes maneras. Según cómo el pobre
siente la carencia, o sea, qué comportamiento mantiene
en el carecer, cómo se sitúa en relación con ello, cómo lo
considera, en suma, según aquello de lo que carece y, sobre
todo, cómo le falta, cómo se siente en ese carecer (p. 287).
Heidegger no cita el nombre de Francisco, pero es
difícil no percibir en sus consideraciones un eco de las
discusiones franciscanas sobre la pobreza y sobre el uso,
sobre cómo debe comprenderse el uso que el pobre hace
de aquello que usa, en particular en el conflicto entre los
espirituales, que definían el uso de modo objetivo como
ususpauper [uso pobre], y los conventuales, para quienes
lo decisivo era la modalidad interior del uso (uti re u t non
sua [usar un bien como si no fuese propio]) y no su objeto
exterior.
Comoquiera que sea, en el curso de 1929-1930 la
pobreza define no al ser humano, que es capaz de abrir
un mundo y entrar en relación con lo abierto, sino al
animal, que no es sin mundo, como la piedra, sino que
experimenta de algún modo la carencia de este. Aquí
Heidegger cita el pasaje de la Epístola a los romanos (8, 19)
sobre la apokaradokía tés ktiséos [la ansiosa expectación de
la creatura], la tormentosa espera de la naturaleza para su
liberación de la esclavitud de la corrupción. El no tener
mundo del animal debe entenderse, escribe Heidegger,
como un carecer [entbehren], y el modo de ser del ani
mal, como un ser pobre. La pobreza es, pues, definida
esencialmente en los términos de una carencia.
56
Creación y anarquía
En el curso de 1941-1942, acerca del himno Andenken
[El recuerdo] de Hólderlin, Heidegger vuelve al concepto
de pobreza, para pensar una determinación más positiva de
esta. La pobreza, según sugiere, no debe definirse sólo
como renuncia a la riqueza.
Puede ser rico y usar la riqueza sólo aquel que se ha
quedado pobre, en el sentido de una pobreza que no
requiere renuncia alguna. La renuncia sigue siendo
siempre un no tener que, así como no tiene, también
inmediatamente querría tener todo, sin ser apropiada
a esta posesión. Tal renuncia no surge del coraje [Mut\
de la pobreza [Armut]. La renuncia que quiere tener es
indigencia que continúa dependiendo de la riqueza, sin
ser capaz de conocer su esencia genuina y las condicio
nes de su apropiación y sin querer someterse a ellas. La
pobreza esencial y originaria es el coraje ante las cosas
simples y originarias, coraje que no necesita depender
de algo. Esta pobreza de ánimo capta la esencia de la
riqueza y de ese modo conoce la ley y la manera en que
esta se ofrece (p. 174).
Es evidente que aquí Heidegger busca pensar la po
breza no sólo de modo negativo, o sea como una renun
cia a la riqueza, que depende aún de la riqueza. En este
sentido, su crítica a la renuncia podría implicar también
a la abdicatio [abdicación] de los franciscanos, prisionera
de una misma determinación meramente negativa de la
pobreza. Y la observación sobre la insuficiencia de una
57
Giorgio Agamben
indigencia que continúa dependiendo de la riqueza puede
recordar la afirmación de Juan XXII, según la cual “una
expropiación, después de la cual queda la misma indigente
preocupación [.sollicitudo] que había antes, no contribuye
a la perfección”. También de la tesis de Heidegger sobre la
pobreza puede decirse, no obstante, que sigue dependien
do de su opuesto, ya que la única determinación positiva
que se da de la pobreza es que esta “capta la esencia de
la riqueza y de este modo conoce la ley y la manera en la
cual esta se ofrece”.
Si volvemos, en este punto, a la conferencia de 1945,
notamos que Heidegger opera allí un desplazamiento
decisivo tanto respecto del curso de 1929-1930 como del
curso de 1941-1942. El “carecer” [entbehren], que en el
primero definía la condición del animal como “pobre de
mundo” y que estaba ausente en el segundo, define ahora
la situación del ser humano, que experimenta, como el
animal, una carencia. Es decir, la pobreza tiene un valor
antropogenético, en una perspectiva donde la diferencia
respecto al animal curiosamente parece esfumarse. Lo que
le falta al ser humano no es, sin embargo, lo necesario,
sino lo no-necesario, o sea precisamente eso “libre” y eso
“abierto” que, en el curso de 1929-1930, definían su po
sesión esencial. Si, a través de la experiencia de la pobreza,
el ser humano de ese modo, por una parte, es asimilado
al animal y a su pobreza de mundo, por la otra, le abre el
acceso a la verdadera riqueza. Ser pobres, o sea, sentir la
falta sólo de lo no-necesario, significa en efecto “estar en
relación con lo que libera” y, por lo tanto, con la riqueza
58
Creación y anarquía
espiritual. Heidegger regresa aquí a la frase de Hólderlin
de la cual había partido y hace de ella una interpretación
que puede leerse en relación con el pasaje de Pablo del
cual provenía: “Para volvernos ricos, nos hemos vuelto
pobres. Volverse rico no sigue al ser pobre como el efecto
sigue a la causa, sino que la auténtica pobreza [Armseyn]
es en sí misma la riqueza. En la medida en que, a partir
de la pobreza, no carezcamos de nada, entonces tenemos de
todo de antemano, estamos en la sobreabundancia del
ser, que desborda desde siempre lo necesitado en toda
necesidad” (p. 9).
El acercamiento estratégico al animal y a su pobreza de
mundo apunta, en definitiva, a una inversión dialéctica
de la pobreza en riqueza, de la necesidad material en la
superficialidad espiritual. Y, curiosamente, con un brusco
regreso a la situación histórica de Alemania y Europa, esta
inversión se presenta como una receta para hacerle frente
al comunismo: “Pobres no nos volveremos por lo que,
bajo el inadecuado nombre de comunismo, se anuncia
como destino del mundo histórico [...] En el ser pobre, el
comunismo no es simplemente evitado o sorteado, sino
que es superado en su esencia. Sólo de ese modo podremos
de veras ponerle fin” (p. 11).
Si me he detenido en estos textos de Heidegger es para
mostrar su insuficiencia. He mencionado las analogías con
respecto a la estrategia franciscana: la asimilación a la con
dición animal y la determinación subjetiva e interior de la
pobreza. Heidegger, así como los franciscanos, no sólo no
llega a una determinación positiva de la pobreza, que de
59
Giorgio Agamben
todos modos, en la conferencia, sigue dependiendo de la
riqueza, sino que esa determinación negativa es invertida
arbitrariamente en positivo, lo que los franciscanos se
habían cuidado muy bien de no hacer.
La concepción heideggeriana de la pobreza, por consi
guiente, no podía servirme. Por el contrario, otro texto me
dio una indicación esencial: Notizen zu einer Arbeit über
die Kategorie der Gerechtigkeit [Apuntes para un trabajo
sobre la categoría de justicia, 1916] de Walter Benjamín.
Se trata de un texto fragmentario y oscuro, en el cual el
concepto de pobreza no figura pero me interesa porque la
justicia allí se define como “la condición de un bien que
no puede devenir posesión [Besitz]” (p. 41). Sólo este bien,
prosigue el texto, “es el bien a través del cual los bienes se
vuelven sin posesión [besitzhs, pero el adjetivo también
quiere decir pobre’]”-
La justicia por lo tanto nada tiene que ver con la repar
tición de los bienes según las necesidades ni con la buena
voluntad de los seres humanos. Esta, escribe Benjamín,
“no parece referirse a la buena voluntad de un sujeto, sino
que constituye un estado del mundo [einen Zustand der
Welt\”. Como tal, la justicia se opone a la virtud porque,
mientras que la virtud designa la categoría ética de lo de
bido, “la justicia designa la categoría ética de lo existente”.
Por lo tanto, continúa Benjamín con una formulación
que se distancia fuertemente de la ética kantiana, “pue
de exigirse la virtud, pero la justicia en última instancia
únicamente puede ser [nursein], como estado del mundo
o como estado de Dios” (ibíd.).
60
Creación y anarquía
Lo que hallo de nuevo e importante en este fragmento
benjaminiano es precisamente el hecho de que la justicia
sea quitada de la esfera del deber y de la virtud -y, en
general, de la subjetividad- para adquirir el significado
ontológico de un estado del mundo, en el que este aparece
como inapropiable y “pobre”. Esto significa que el carácter
de inapropiable no le es atribuido por los seres humanos,
sino que proviene del bien mismo.
Es sobre esta base que debe repensarse el asunto de la
pobreza. Este concepto puede liberarse de la dimensión
negativa en la que suele quedar aprisionado sólo si se lo
piensa a partir de la relación con algo que es por sí mismo
inapropiable.
Querría por ello proponer esta definición de la pobreza:
la pobreza es la relación con un inapropiable; ser pobre sig
nifica: mantenerse en relación con un bien inapropiable. La
pobreza es, como decían los franciscanos, expropiativa, no
porque implique una renuncia sino porque se arriesga a te
ner una relación con lo inapropiable y permanece en ella.
Esto significa el vivere sine proprio de Francisco: no tanto
o no sólo un acto de renuncia a la propiedad jurídica, sino
una forma de vida que, en cuanto mantiene relación con
un inapropiable, está desde siempre consecutivamente
fuera del derecho y jamás puede apropiarse de nada.
Desde esta perspectiva, también el concepto francisca
no de uso adquiere un nuevo y más amplio significado.
Este ya no designa sólo la negación de la propiedad, sino
la relación que el pobre tiene con el mundo en cuanto
inapropiable. Ser pobre significa usar, y usar no significa
61
Giorgio Agamben
simplemente utilizar algo, sino estar en relación con un
inapropiable.
Si, en palabras de Benjamín, la justicia es la condición
de un bien que no puede convertirse en posesión, entonces
también la proximidad entre la pobreza y la justicia adquiere
un significado decisivo. Dado que si se entienden pobreza y
justicia en referencia a la condición de un bien inapropiable,
entonces estas cuestionan el orden mismo del derecho en
cuanto basado en la posibilidad de la apropiación.
La demostración de que semejante concepción del uso
como relación con un inapropiable no es absolutamente
peregrina nos la da la experiencia, que nos ofrece ejemplos
diarios de cosas inapropiables con las que no obstante
estamos en constante relación. Aquí nos proponemos
analizar tres de estos inapropiables: el cuerpo, la lengua
y el paisaje.
Un correcto planteamiento del tema del cuerpo fue di
ferido por mucho tiempo por la doctrina fenomenológica
del cuerpo propio. Según esta doctrina -que alcanza su
lugar tópico en la polémica de Edmund Husserl y Edith
Stein contra la teoría de Theodor Lipps de la empatia-, la
experiencia del cuerpo sería, junto con la del Yo, lo más
propio u originario que hay.
El darse originario de un cuerpo -escribe Husserl- sólo
puede ser el darse originario de mi cuerpo y de ningún
otro [meines und keines andern Leibes\. La apercep
ción de mi cuerpo es de modo originalmente esencial
62
Creación y anarquía
[;urwesentlich\ la primera y la única que es plenamente
originaria. Sólo si he constituido mi cuerpo, puedo
percibir cualquier otro cuerpo como tal, y esta última
apercepción tiene respecto de la otra un carácter media
to (Zur Phanomenologie der Intersubjektivitat [Sobre la
fenomenología de la intersubjetividad], parte II, p. 7).
No obstante, justamente este enunciado apodíctico
sobre el carácter originariamente “mío” del darse de un
cuerpo no cesa de suscitar aporías y dificultades.
La primera es la percepción del cuerpo de otro. En
efecto, este no se percibe como un cuerpo inerte [Korper],
sino como un cuerpo viviente [Leib], dotado, como el
mío, de sensibilidad y percepción. En los apuntes y en
las redacciones fragmentarias que componen los volú
menes XIII y XIV de las Husserliana, se dedican páginas y
páginas al problema de la percepción de la mano de otro.
¿Cómo es posible percibir una mano como viva, esto es,
no simplemente como una cosa, una mano de mármol o
pintada, sino como una mano “de carne y hueso”, y que,
sin embargo, no es mía? Si a la percepción del cuerpo le
pertenece originariamente la característica de ser mío, ¿cuál
es la diferencia entre la mano de otro, que en este mo
mento veo y me toca, y la mía? No puede tratarse de una
inferencia lógica ni de una analogía porque yo “siento” la
mano de ese otro, me identifico con ella y su sensibilidad
me es dada en una suerte de inmediata presentificación
[Vergegenwdrtigung] (parte I, pp. 40-41). ¿Qué impide
pensar, entonces, que la mano de otro y la mía se han dado
63
Giorgio Agamben
cooriginariamente y que sólo en un segundo momento se
produce la distinción?
El asunto era particularmente delicado, porque en el
momento en que Husserl escribía sus apuntes, el debate
en torno al tema de la empatia [Einftihlung^ estaba todavía
bastante activo. En un libro publicado algunos años antes
{Leilfaden der Psychologie [Manual de psicología], 1903),
Theodor Lipps había desestimado que las experiencias
empáticas, en las que un sujeto se ve de pronto transferido
. a las vivencias de otro, pudieran ser explicadas a través de
la imitación, la asociación o la analogía. Cuando observo
con la mayor atención al equilibrista que camina suspen
dido en el vacío y grito con horror cuando parece que este
está a punto de caerse, estoy de algún modo “junto” a él
y siento su cuerpo como si fuera el mío, y el mío, como
si fuera el suyo. “No sucede aquí -escribe Husserl- que
yo primero constituya solipsistamente mis cosas y mi
mundo, y que luego empáticamente aprehenda el otro yo,
como constituyente p er se solipsistamente de su mundo,
y que luego aún uno se identifique con el otro; más bien,
mi unidad sensible, en la medida en que la multiplicidad
ajena no está separada de la mía, es eo ipso empáticamente
percibida como idéntica a ella” (parte II, p. 10).
Lo que de este modo se cuestionaba seriamente era
el axioma de la originariedad del cuerpo propio. Como
Husserl no podía no admitir, la experiencia empática
introduce en la constitución solipsista del cuerpo propio
una “trascendencia” en la cual la conciencia parece ir
más allá de sí misma, y se vuelve problemático distinguir
64
Creación y anarquía
una vivencia propia de la de otro (parte II, p. 8). Tanto
más problemático cuanto que Max Scheler, quien había
procurado aplicar a la ética los métodos de la fenomeno
logía husserliana, postuló sin reservas -con una tesis que
Edith Stein habría de definir como “fascinante” aunque
errónea- una corriente originaria e indiferenciada de vi
vencias en la cual el yo y el cuerpo de otro son percibidos
del mismo modo que los propios.
Ninguno de los intentos de Husserl y su alumna de
restaurar la primacía y la originariedad del cuerpo propio
resulta por fin convincente. Como ocurre toda vez que
insisten en mantener una certeza que la experiencia ha
revelado falaz, estos caen en una contradicción que, en este
caso, toma la forma de un oxímoron, de una originarie-
dad-no-originaria. “Ni el cuerpo ajeno ni la subjetividad
ajena -escribe Husserl- me son dados originaliter, y, sin
embargo, esa persona allí me es dada originariamente en
mi mundo ambiente” (parte II, p. 234). (De modo aún
más contradictorio, Edith Stein escribe:
Al vivir en la alegría del otro, no experimento ninguna
alegría originaria, esta no brota viva en mi yo ni tampo
co tiene el carácter de haber-estado-viva-una vez, como
la alegría recordada [...] El otro sujeto es originario si
bien yo no lo vivo como originario; la alegría que brota
en él es originaria si bien yo no la vivo como originaria.
En mi vivencia no originaria, me siento acompañada por
una vivencia originaria, que no es vivida por mí y, con
todo, existe y se manifiesta en mi vivencia no originaria”.)
65
Giorgio Agamben
En este “vivir no originariamente una originariedad”, la
originariedad del cuerpo propio se mantiene, por decirlo
así, de mala fe, sólo a condición de dividir la experiencia
empática en dos momentos contradictorios. La participa
ción inmediata en la vivencia ajena, que Lipps expresaba
como mi ser plena y angustiosamente transportado “jun
to” al equilibrista que camina sobre la cuerda, es apresura
damente dejada de lado. En todo caso, lo que la empatia
muestra —pero, junto con ella, sería necesario mencionar
la hipnosis, el magnetismo, la sugestión, que en aquellos
mismos años parecen capturar obsesivamente allí la aten
ción de los psicólogos y de los sociólogos- es que cuanto
más se afirma el carácter originario de la “propiedad” del
cuerpo y de la vivencia, más fuerte y originaria se mani
fiesta en ella la intrusión de una “impropiedad”, como si
el cuerpo propio proyectase en cada ocasión una sombra,
que en ningún caso puede ser separada de él.
En el ensayo de 1935, De la evasión, Emmanuel Lévinas
somete las experiencias corpóreas, tanto familiares como
desagradables, a un despiadado examen: la vergüenza, la
náusea, la necesidad. Según uno de sus gestos caracte
rísticos, Lévinas exagera y lleva al extremo el análisis del
ser-ahí de su maestro Heidegger, hasta exhibir, por así
decirlo, su rostro nocturno. Si, en Ser y tiempo, el ser-ahí
es irreparablemente arrojado a una facticidad que le es
impropia y que no ha escogido, de modo que él cada vez
tiene que asumir y aprehender la misma impropiedad,
esta estructura ontológica encuentra ahora su formulación
66
Creación y anarquía
paródica en el análisis de la necesidad corpórea, de la náu
sea y de la vergüenza. Lo que define, de hecho, estas expe
riencias no es una falta o un defecto de ser, que buscamos
colmar o de las cuales tomamos distancia: se basan, por el
contrario, en un movimiento doble, en el cual el sujeto se
encuentra, por una parte, entregado irremisiblemente a su
cuerpo y, por la otra, del mismo modo inexorablemente
incapaz de asumirlo.
Imagínese un caso ejemplar de vergüenza: la vergüenza
por la desnudez. Si, en la desnudez, sentimos vergüenza,
es porque en ella nos encontramos remitidos a algo délo
cual no podemos en forma alguna desdecirnos.
La vergüenza aparece cada vez que no logramos olvidar
nuestra desnudez. Se refiere a todo lo que se querría
ocultar y que no podemos cubrir [...] Lo que aparece en
la vergüenza es precisamente el hecho de estar aferrados a
nosotros mismos, la imposibilidad radical de escapamos
para ocultarnos a nosotros mismos, la presencia irremisi
ble del yo a sí mismo. La desnudez es vergonzosa cuando
es la patencia de nuestro ser, de su intimidad última [...]
Es nuestra intimidad, es decir, nuestra presencia a noso
tros mismos la que es vergonzosa (pp. 86-87).
Esto significa que, en el instante en el cual lo que nos
es más íntimo y propio -nuestro cuerpo- es irreparable
mente puesto al desnudo, este se nos presenta como lo
más ajeno, que no podemos en modo alguno asumir y
querríamos, por este motivo, ocultar.
67
Giorgio Agamben
Este doble, paradójico movimiento es aún más evidente
en la náusea y en la necesidad corpórea. La náusea es, en
efecto, “una presencia repugnante de nosotros para noso
tros mismos” que, en el instante en el que es vivida, se nos
“presenta como insuperable” (p. 89). Cuanto más el estado
nauseabundo, con sus conatos de vómito, me entrega a
mi vientre, como a mi única e irrefutable realidad, tanto
más me vuelve ajeno e inapropiable: no soy otra cosa que
náusea y conato, y, sin embargo, no puedo aceptarlos ni
expulsarlos. “Hay, en la náusea, un rechazo a quedarse,
un esfuerzo por salirse de ella. Mas este esfuerzo desde el
inicio se caracteriza por su desesperación [...] En la náusea,
que es una imposibilidad de ser lo que se es, estamos al
mismo tiempo aferrados a nosotros mismos, ceñidos en
un círculo que nos sofoca” (p. 90).
La naturaleza contradictoria de la relación con el cuer
po alcanza su masa crítica en la necesidad. En el momento
en el que siento un impulso incontenible de orinar, es
como si toda mi realidad y mi presencia se concentraran
en esa parte de mi cuerpo de la cual proviene la necesidad.
Me es absoluta e implacablemente propia y, no obstante,
precisamente por esto, justamente porque estoy aferrado a
ella sin escapatoria, se vuelve la cosa más ajena e inapropia
ble. El instante de la necesidad pone al desnudo la verdad
del cuerpo propio: este es un campo de tensiones polares
cuyos extremos están definidos por un estar-entregado-a y
por un no-poder-asumir. Mi cuerpo me es dado origina
riamente como la cosa más propia, sólo en la medida en
la que revela ser absolutamente inapropiable.
68
Creación y anarquía
Existe, en esta perspectiva, una analogía estructural
entre el cuerpo y la lengua. En efecto, también la lengua
-en particular en la figura de la lengua materna- se pre
senta para cada hablante como lo que hay de más íntimo
y propio; y, sin embargo, hablar de una “propiedad” y de
una “intimidad” de la lengua es ciertamente engañoso,
desde el momento en que la lengua le sucede al ser huma
no desde afuera, a través de un proceso de transmisión y de
aprendizaje que puede ser arduo y penoso y es sobre todo
impuesto al infante antes que querido por él. Y mientras
el cuerpo parece particular a cada individuo, la lengua es
por definición compartida por otros y objeto, como tal, de
un uso común. Así como la constitución corpórea según
los estoicos, la lengua es algo con lo cual el viviente debe
familiarizarse en una más o menos prolongada oikeiosis,
que parece natural y casi congénita; sin embargo -como
testimonian los lapsus, los balbuceos, los olvidos repenti
nos y las afasias—, ella es y siempre permanece en alguna
medida ajena al hablante.
Esto es tanto más evidente en aquellos -los poetas-
cuyo oficio es precisamente el de dominar y apropiarse
de la lengua. Ellos deben, por esto, ante todo abandonar
las convenciones y el uso común y volver extranjera, por
así decirlo, la lengua que deben dominar, inscribiéndola
en un sistema de reglas tan arbitrarias como inexorables;
extranjera hasta tal punto que, conforme a una tenaz
tradición, no son ellos quienes hablan, sino un principio
distinto y divino (la musa) que profiere el poema al cual el
poeta se limita a prestar la voz. La apropiación de la lengua
69
Giorgio Agamben
que los poetas procuran es, pues, en la misma medida una
expropiación, de modo que el acto poético se presenta
como un gesto bipolar, que toma ajeno en cada ocasión
lo que debe ser puntualmente apropiado.
Podemos llamar “estilo” y “maniera” a los modos en los
cuales este gesto doble se marca en la lengua. Es preciso
abandonar aquí las consabidas representaciones jerárqui
cas, por las cuales la maniera sería una perversión y una
decadencia del estilo, que por definición hace que le siga
siendo superior. Estilo y maniera nombran más bien los
dos polos irreductibles del gesto poético: si el estilo marca
su rasgo más propio, la maniera registra una exigencia
inversa de expropiación y de no pertenencia. Apropiación
y desapropiación aquí deben tomarse al pie de la letra,
como un proceso que invierte y transforma la lengua en
todos sus aspectos. El lingüista Ernst Lewy, quien había
sido profesor de Walter Benjamín en Berlín, publicó en
1913 el estudio “Zur Sprache des alten Goethe: ein Versuch
iiber die Sprache des Einzelnen” [“Sobre la lengua del
viejo Goethe. Ensayo sobre la lengua del individuo”].
Había observado, como otros antes que él, la evidente
transformación de la lengua de Goethe en sus obras más
tardías; pero, mientras que los críticos e historiadores de
la literatura la habían definido en términos de estilemas
intralingüísticos y de artificios seniles, Lewy, quien era
especialista en lenguas uralo-altaicas, había señalado que,
en el uso del anciano poeta, el alemán evolucionaba desde
la morfología de las lenguas indoeuropeas hacia formas
diferentes, similares a las de las lenguas aglutinantes, como
70
Creación y anarquía
el turco. Entre estos cambios tardíos, enumeraba la pro
pensión a formar construcciones adjetivas compuestas del
todo inusuales, la prevalencia de sintagmas nominales y
la tendencia a omitir los artículos. Se exiliaba a la lengua,
entonces, más allá de sus fronteras, hacia territorios cada
vez más lejanos, como si el poeta escribiera a la sazón
en una lengua que le era tan propia que se había vuelto
completamente extranjera.
Este tipo de tensiones, que se encuentran a menudo
en la obra tardía de los artistas (baste pensar, para el caso
de la pintura, en el viejo Tiziano o en Miguel Ángel),
muchas veces son catalogadas por los críticos como ma
nierismos. Ya los gramáticos alejandrinos habían notado
que el estilo de Platón, tan diáfano en sus primeros diá
logos, se vuelve, en los últimos, oscuro y exageradamente
paratáctico. Similares consideraciones pueden aplicarse
al Hólderlin posterior a las traducciones de Sófocles,
tan dividido entre la técnica basta y fragmentada de los
himnos y la suavidad estereotipada de los poemas firma
dos con el heterónimo de Scardanelli. De igual modo,
en las últimas novelas de Melville, los manierismos y las
divagaciones proliferan hasta tal punto que ponen en
juego la forma misma de la novela, desplazándola hacia
otros géneros menos legibles, como el tratado filosófico
o el centón erudito.
En los ámbitos donde el concepto de maniera se define
con mayor rigor (la historia del arte y la psiquiatría), este
designa un proceso bipolar: es, al mismo tiempo, la excesiva
adhesión a un uso o a un modelo (estereotipos, repeticiones)
71
Giorgio Agamben
y la imposibilidad de identificarse en verdad con él (extrava
gancia, unicidad). De este modo, en la historia del arte, el
manierismo presupone el conocimiento de un estilo que
se quiere seguir a toda costa y que, en cambio, se trata
de evitar, más o menos inconscientemente, a través de su
exageración; en psiquiatría, la patología del manierista se
manifiesta a través de gestos y comportamientos extraños
e inexplicables y, por otra parte, en la voluntad de ganar,
por los mismos medios, un terreno propio y una identidad.
Consideraciones análogas pueden hacerse para la rela
ción del hablante con su inapropiable lengua: esta define
un campo de fuerzas polares, tensadas entre el idiotismo
y el estereotipo, lo demasiado propio y la más completa
ajenidad.
Unicamente en este contexto la oposición entre estilo y
maniera adquiere su verdadero significado. Son estos dos
polos en cuya tensión vive el gesto del poeta: el estilo es
una apropiación desapropiadora (una negligencia sublime,
un olvidarse en lo propio), la maniera, una desapropia
ción apropiadora (un presentirse o un recordarse en lo
impropio).
Podemos, entonces, llamar “uso” al campo de tensión
cuyos polos son el estilo y la maniera, la apropiación y
la expropiación. Y no sólo en el poeta, sino en todo ha
blante respecto de su lengua, y en todo viviente respecto
de su cuerpo, hay siempre, en el uso, una maniera que
toma distancia del estilo, un estilo que se desapropia en
maniera. Todo uso es, en este sentido, un gesto polar: por
una parte, apropiación y hábito; por la otra, pérdida y
72
Creación y anarquía
expropiación. “Usar” -de aquí la amplitud semántica del
término, que indica tanto el uso en sentido estricto como
la costumbre—significa oscilar incesantemente entre una
patria y un exilio: habitar.
El tercer ejemplo de lo inapropiable es algo sobre lo
que nunca deberemos dejar de reflexionar: el paisaje. Un
intento de definirlo debe comenzar por exponer su rela
ción con el ambiente y con el mundo. No porque el tema
del paisaje tal como ha sido abordado por los historiado
res del arte, por los antropólogos y por los historiadores
de la cultura sea irrelevante; sino porque lo decisivo es
constatar las aporías de las cuales estas disciplinas perma
necen prisioneras cada vez que intentan definir el paisaje.
No sólo no está claro si se trata de una realidad natural o
un fenómeno humano, un lugar geográfico o un lugar del
alma; sino que, en este segundo caso, tampoco queda claro
si debe ser considerado como consustancial al ser humano
o si, por el contrario, no es una invención moderna.
Con frecuencia se ha repetido que laprimera apari
ción de una sensibilidad al paisaje es la carta de Petrarca
que describe la ascensión al monte Ventoux, sola videndi
insignem loci altitudinem cupiditate ductus [conducido a la
notable altura por el solo deseo de observar]. En el mismo
sentido se ha podido afirmar que la pintura de paisaje,
desconocida para la Antigüedad, sería una invención de
la pintura holandesa del siglo XV. Ambas afirmaciones
son falsas. No sólo el lugar y la fecha de la carta son con
seguridad ficticios, sino que la cita de Agustín que Petrarca
73
Giorgio Agamben
introduce en ella (X, 8, 15) para estigmatizar su cupiditas
videndi [deseo de observar] implica que ya en el siglo IV
las personas amaban contemplar el paisaje: et eunt homines
mirari alta m ontium et ingentes fluctus maris et latissimo
lapsus flu m inu m [y viajan los hombres para admirar la
altura de los montes, las enormes olas del mar, los amplí
simos cursos de los ríos]. Numerosos pasajes testimonian,
antes bien, una auténtica pasión de los antiguos por la
contemplación desde lo alto (magnam capíes voluptatem
[obtendrás un gran placer] -escribe Plinio, Ep., 6.13—si
hunc regiones situm ex monteprospexeris [si vieres las regio
nes desde el monte]), una visión que los etólogos inespera
damente han encontrado en el reino animal, donde se ven
cabras, vicuñas, felinos y primates encaramarse a un lugar
elevado para luego contemplar, sin razón aparente alguna,
el paisaje circundante (Fehling, pp. 44-48). En cuanto a la
pintura, no sólo los frescos pompeyanos, sino también las
fuentes muestran que los griegos y los romanos conocían
la pintura paisajística, que llamaban topiographia o “esce
nografía” [.skenographia]. Se han conservado, además, los
nombres de paisajistas, como Ludius, quiprim us instituit
amoenissimam parietum picturam [quien primero dispuso
la muy agradable pintura de las paredes], y Serapio -de
quien conocemos que sabía pintar escenografías de pai
sajes, pero no figuras humanas [hic scaenas optim epinxit,
sed hom inem p in gere non p o tu it (pinta óptimamente
escenas, pero no puede pintar un hombre)]-. Y quien
ha observado lospetrificados, somnolientos paisajes
pintados sobre los muros de las villas de la Campania,
74
Creación y anarquía
que Mijaíl Ivánovich Rostóvtsev llamaba sacroidílicos
[.sakral-idyllisch], sabe que se encuentra ante algo extre
madamente difícil de comprender,pero que reconoce de
forma inequívoca como paisajes.
El paisaje es, pues, un fenómeno que atañe en modo
esencial al ser humano -y, acaso, al viviente como tal- y,
sin embargo, parece escapar a toda definición. Sólo me
diante una consideración filosófica podrá, eventualmente,
revelar su verdad.
En el curso Los conceptos fundam entales de la metafísica.
Mundo, finitud, soledad, Heidegger busca definir la estruc
tura fundamental de lo humano como un pasaje desde la
“pobreza de mundo” del animal hacia el ser-en-el-mundo
que define el Dasein. En la línea de los trabajos de Jakob
von Uexkiill y de otros zoólogos, páginas de extrema
agudeza son dedicadas a la descripción y al análisis de la
relación del animal con su ambiente [ Umwelt]. El animal
es pobre de mundo \weltarm] porque permanece prisio
nero de la relación inmediata con una serie de elementos
(Heidegger llama “desinhibidores” a los que von Uexküll
llamaba “portadores de significado”) que sus órganos re
ceptivos han seleccionado en el ambiente. La relación con
estos desinhibidores es tan estrecha y totalizadora que el
animal está literalmente “aturdido” y “capturado” en ellos.
Como ejemplo icástico de este aturdimiento, Heidegger
refiere al experimento en el cual una abeja es colocada en
un laboratorio frente a una taza llena de miel. Si, después
de que comienza a succionar, se corta el abdomen de la
abeja, esta continúa tranquilamente succionando, mientras
75
Giorgio Agamben
se ve cómo la miel se derrama desde el abdomen cortado.
La abeja está tan absorbida en su desinhibidor que nunca
puede colocarse delante de él para percibirlo como algo
que existe objetivamente en sí y para sí. Por cierto, respec
to de la piedra, que está absolutamente privada de mundo,
el animal está de algún modo abierto a sus desinhibidores
y no obstante nunca puede verlos como tales. “El com
portamiento del animal -escribe Heidegger- nunca es un
aprender algo en cuanto algo” (Heidegger, p. 376). Por
esto el animal permanece encerrado en el círculo de su
ambiente y jamás puede abrirse en un mundo.
El tema filosófico del curso es el del límite -es decir,
al mismo tiempo, la separación extrema y la vertiginosa
proximidad- entre lo animal y lo humano. ¿De qué modo
algo como un mundo se abre para el ser humano? El pa
saje desde el ambiente hacia el mundo no es, en realidad,
simplemente el pasaje de una clausura a una apertura.
El animal, de hecho, no sólo no ve lo abierto, el ente
en su ser develado, sino que tampoco percibe la propia
no-apertura, su ser capturado y aturdido en los propios
desinhibidores. La alondra, que se eleva en el aire, “no ve
lo abierto”, pero tampoco está en condiciones de referirse
a la propia clausura. Heidegger dice que “el animal está
excluido del ámbito esencial del conflicto entre devela-
miento y velamiento” (Heidegger, p. 282). La apertura del
mundo comienza en el ser humano precisamente a partir
de la percepción de una no-apertura.
En el curso, el operador metafísico en el que se ac
tualiza el pasaje desde la pobreza de mundo del animal
76
Creación y anarquía
hacia el mundo humano es, en efecto, el “aburrimiento
profundo” [tiefe Langeweile], en el cual precisamente la
clausura del ambiente animal se experimenta como tal. En
el aturdimiento, el animal estaba en relación inmediata
con su desinhibidor, expuesto y absorto en él de modo que
este nunca podía revelarse como tal. Aquello de lo que el ani
mal es incapaz es precisamente de suspender y desactivar su
relación con el círculo de sus desinhibidores específicos.
La experiencia del aburrimiento profundo, que Heidegger
describe con minuciosidad, es una suerte de parodia
extrema del aturdimiento animal. En el aburrimien
to -precisamente como el animal en su desinhibidor-,
somos “absorbidos” y “aturdidos” en las cosas; pero estas,
a diferencia de lo que ocurre en el animal, se nos sustraen
en la misma medida en que estamos aferrados a ellas. “El
Ser-ahí se encuentra así entregado al ente que se sustrae en
su totalidad” (p. 185). El ser humano, al aburrirse, es entre
gado a algo que se le sustrae, exactamente como el animal,
en su aturdimiento, está expuesto a un no-develamiento.
Pero, a diferencia del animal, el ser humano, al permanecer
en el aburrimiento, suspende la relación inmediata con el
ambiente: es un animal que se aburre y así percibe por pri
mera vez como tal —o sea, como un ente- al desinhibidor
que se le sustrae.
Esto significa, entonces, que el mundo no se abre a
un espacio nuevo y ulterior, más amplio y luminoso,
conquistado allende los límites del ambiente animal y sin
relación con este. Al contrario, el mundo sólo se abre por
medio de una suspensión y una desactivación de la relación
77
Giorgio Agamben
animal con el desinhibidor. Lo abierto, el libre espacio del
ser, no nombra algo radicalmente distinto respecto de lo
no-abierto del animal: es únicamente la aprehensión de
un no-develado, la suspensión y la captura del no-ver-la
alondra-lo abierto. La apertura que está en cuestión en el
mundo es esencialmente apertura a una clausura y aquel
que mira en lo abierto ve sólo un cerrarse, ve sólo un no-ver.
Por esto —en cuanto el mundo se abre sólo a través de
la interrupción y la anulación de la relación del viviente
con su desinhibidor- el ser desde el inicio está atravesado
por la nada y el mundo está constitutivamente marcado por
la negatividad y el extrañamiento.*
Sólo puede comprenderse qué es el paisaje si se acepta
que, con respecto al ambiente animal y al mundo humano,
representa un estadio ulterior. Cuando miramos un paisaje,
ciertamente vemos lo abierto, contemplamos el mundo, con
todos los elementos que lo componen (las fuentes antiguas
enumeran entre estos a los bosques, las colinas, los espejos
de agua, las aldeas, los promontorios, las surgentes, los
torrentes, los canales, los rebaños y los pastores, gente a pie
o en barcas, que se dirige a la caza o a la vendimia...); pero
estos, que ya no formaban parte de un ambiente animal,
ahora están, por así decirlo, desactivados uno a uno en el
plano del ser y percibidos en su conjunto en una nueva
dimensión. Los vemos perfecta y límpidamente como
*Aquí se traduce como “extrañamiento” al término italiano spaesamento, el
cual debe entenderse también como “desambientación”, “desaclimatización”
o “deshabituación”, la sensación y el sentimiento de estar fuera del país, de
la aldea, del p ago [N. de TJ.
78
Creación y anarquía
nunca y, sin embargo, ya no los vemos más, perdidos
-feliz, inmemorialmente perdidos- en el paisaje. El ser,
en état depaysage [en estado de paisaje], está suspendido
y vuelto inoperoso, y el mundo, devenido perfectamente
inapropiable, va, por así decirlo, más allá del ser y de la
nada. Ya no animal ni humano, quien contempla el pai
saje es únicamente paisaje. Ya no procura comprender,
sólo mira. Si el mundo era la inoperosidad del ambiente
animal, el paisaje es inoperosidad de la inoperosidad,
ser desactivado. Ni desinhibidores animales ni entes: los
elementos que forman el paisaje son ontológicamente
neutros. Y la negatividad, que, en la forma de la nada y
de la no-apertura, era inherente al mundo -puesto que
este provenía de la clausura animal, de la cual era sólo una
suspensión- está ahora desestimada.
En cuanto ha sido llevado, en este sentido, más allá del
ser, el paisaje es la forma eminente del uso. En él, uso de sí
y uso del mundo coinciden punto por punto. La justicia,
como estado del mundo en su calidad de inapropiable,
es aquí la experiencia decisiva. El paisaje es la morada en
lo inapropiable como forma-de-vida, como justicia. Por
esto, si, en el mundo, el ser humano era necesariamente
arrojado y extrañado, en el paisaje está finalmente en casa.
Pays!, ¡país! (de pagus, “pago”, “aldea”) es en su origen,
según los etimólogos, el saludo que se intercambiaban
aquellos que se reconocían de la misma aldea. El paisaje
es la casa del ser.
79
IV. ¿Q ué e s u n m a n d o ?
Hoy intentaré simplemente presentarles el informe de
una investigación en curso, relacionada con la arqueología
del mando. Más que una doctrina que haya de transmitir
se, se tratará sobre conceptos en su relación estratégica con
un problema o sobre instrumentos en su relación con un
posible uso que ustedes decidirán, si así lo desean, poner
en práctica o no.
Al inicio de la investigación, me di cuenta de inmediato
de que se me presentaban dos dificultades preliminares
que no había previsto. La primera era que la formulación
misma de la investigación -la arqueología del mando-
contenía en sí una suerte de aporía o contradicción. La
arqueología es la investigación de un arcbé, de un origen,
pero el término griego arché tiene dos significados: signi
fica tanto “origen”, “principio”, cuanto “mando”, “orden”.
Así, el verbo árcho significa “comenzar, ser el primero en
hacer algo”, pero también “mandar”, “ser el jefe”. Sin ol
vidar que el arconte (literalmente, “el que comienza”) era
en Atenas la magistratura suprema.
Esta homonimia o, más bien, esta polisemia es en nues
tras lenguas un hecho tan común que no nos sorprende
encontrar enumerados para un mismo lema en nuestros
81
Giorgio Agamben
diccionarios significados al menos aparentemente muy le
janos entre sí, que luego el paciente trabajo de los lingüistas
intenta reunir en un étimo común. Creo que este doble
movimiento de diseminación y reunificación semántica es
consustancial con nuestras lenguas y que sólo a través de
ese gesto contradictorio una palabra puede realizar su signi
ficado. En todo caso, en lo referido al término arché, puede
comprenderse que de la idea de un origen se desprende la
de un mando; que del hecho de ser el primero en hacer
algo resulte el de ser el jefe. Y a la inversa, quien manda es
también el primero, así como en el origen hay un mando.
Es precisamente esto lo que leemos en la Biblia. En la
traducción griega realizada por los rabinos de Alejandría
en el siglo III a.C., el Génesis comienza con la frase “en
archéi, al principio Dios creó el cielo y la tierra”; pero, tal
como leemos inmediatamente después, los creó mediante
un mando, es decir, un imperativo: genétheto, “Y Dios
dijo: ‘Hágase la luz’”. Lo mismo ocurre en el Evangelio
de Juan: “enarchei, al principio estaba el lógos, la palabra”.
Pero una palabra que está en el principio, antes de todo
lo demás, sólo puede ser un mando. Creo entonces que
la traducción quizá más correcta de este célebre íncipit
debería ser no “al principio estaba la palabra”, sino “en el
mando -o sea, en la forma de un mando- estaba la pala
bra”. Si esta traducción hubiese prevalecido, muchas cosas
serían más claras, no sólo en la teología, sino también y
sobre todo en la política.
Ahora querría atraer su atención sobre este hecho
que sin duda no es casual: en nuestra cultura, el arché, el
82
Creación y anarquía
origen, también es siempre el mando, el inicio también
es siempre el principio que gobierna y comanda. Es tal
vez por una irónica conciencia de esta coincidencia que
el término griego archós significa tanto “comandante”
como “ano”: el espíritu de la lengua, al que le gustan las
bromas, convierte en un juego de palabras el teorema
según el cual el origen debe ser también “fundamento” y
principio de gobierno. El prestigio del origen en nuestra
cultura deriva de esta homonimia estructural: el origen
es eso que comanda y gobierna no sólo el nacimiento
sino también el crecimiento, el desarrollo, la circulación
y la transmisión -en una palabra, la historia- de aquello a
lo que ha dado origen. Ya se trate de un ser, de una idea,
de un saber o de una praxis, en ningún caso el inicio es
un simple exordio, que luego desaparece en lo que sigue;
al contrario, el origen nunca deja de comenzar, o sea, de
comandar y gobernar lo que ha puesto en ser.
Esto es cierto en la teología, según la cual Dios no sólo
creó el mundo, sino que lo gobierna y no deja de gober
narlo, en una creación continua, dado que, si no lo hiciera,
este iría a la ruina. Pero es cierto también en la tradición
filosófica y en las ciencias humanas, para las cuales existe
un nexo constitutivo entre el origen de algo y su historia,
entre lo que fúnda y da inicio y lo que guía y gobierna.
En este sentido, piénsese en la función decisiva que el
concepto de Anfgang, “inicio”, tiene en el pensamiento
de Heidegger. El inicio para él nunca puede convertirse
en un pasado, nunca deja de ser presente, porque este
determina y comanda la historia del ser. Con una de esas
83
Giorgio Agamben
figuras etimológicas que le eran caras, Heidegger remitió el
término alemán que significa “historia” [Geschichte[ al ver
bo schicken, que significa “enviar”, “mandar”, y al término
Geschick, que significa “destino”, sugiriendo de este modo
que lo que llamamos una época histórica es en realidad
algo que ha sido mandado y enviado por un arché, por
un inicio que permanece oculto y, sin embargo, operante
en lo que mandado y comandado (comandar, si es que
podemos también nosotros bromear con la etimología,
proviene de mandare, que en latín significa tanto “man
dar” como “dar una orden o un encargo”).
Arché en el sentido de origen y arché también en el
sentido de mando coinciden aquí perfectamente, y esta
íntima conexión entre inicio y mando antes bien define la
concepción heideggeriana de la historia del ser.
Aquí sólo querría hacer mención al hecho de que el
tema de la conexión entre el origen y el mando ha produ
cido en el pensamiento posheideggeriano dos interesantes
desarrollos. El primero, que podríamos definir como la
interpretación anarquista de Heidegger, es el excelente
libro de Reiner Schürmann Le p rin cip e d ’a narchie [El
principio de anarquía] (1982), un intento de separar el
origen del mando para llegar a algo así como un origen
puro, un simple “llegar a la presencia” separado de todo
mando. El segundo, que no resultará ilegítimo definir
como la interpretación democrática de Heidegger, es el
intento simétricamente opuesto de Jacques Derrida de
neutralizar el origen para alcanzar un imperativo puro,
sin otro contenido que la orden: ¡Interpreta!
84
Creación y anarquía
(La anarquía siempre me ha parecido más interesante
que la democracia, pero va de suyo que cada cual aquí es
libre de pensar como prefiera.)
En todo caso, creo que ahora podrán comprender sin
dificultad a qué me refería cuando mencionaba las aporías a
las cuales debe enfrentarse una arqueología del mando. No
existe un arché para el mando porque el mando mismo es
el arché, es el origen o, al menos, está en el lugar del origen.
La segunda dificultad que se me presentaba era la ausen
cia casi total en la tradición filosófica de una reflexión sobre
el mando. Ha habido y aún hay investigaciones sobre la
obediencia, sobre por qué las personas obedecen, como el
bellísimo Discurso de la servidumbre voluntaria, de Étienne
de La Boétie; pero nada o casi nada encontramos sobre
el necesario presupuesto de la obediencia, o sea, sobre el
mando y sobre por qué las personas mandan. Me había
convencido, por el contrario, de que el poder no se define
sólo por su capacidad de hacerse obedecer sino ante todo
por su capacidad de mandar. Un poder no cae cuando ya
no es obedecido, o no es integralmente obedecido, sino
cuando deja de dar órdenes.
En una de las más bellas novelas del siglo XX, El es
tandarte, de Alexander Lernet-Holenia, vemos al ejército
plurinacional del Imperio austrohúngaro en el momento
en el que comienza a desintegrarse, hacia finales de la Prime
ra Guerra Mundial. Un regimiento de húngaros de repente
se niega a obedecer la orden de ponerse en marcha dada por
el comandante austríaco. El comandante, desconcertado
85
Giorgio Agamben
ante esta inesperada desobediencia, duda, consulta a otros
oficiales, no sabe qué hacer y casi está por renunciar al
mando cuando encuentra finalmente un regimiento de
otra nacionalidad que todavía obedece sus órdenes y
abre fuego contra los insurrectos. Cuando un poder está
en fase de desintegración, mientras haya alguien que dé
órdenes, también habrá alguien, acaso uno solo, que las
obedezca: un poder deja de existir sólo cuando deja de
dar órdenes. Fue eso lo que sucedió en Alemania cuando
se produjo la Caída del Muro y en Italia después del 8 de
septiembre de 1945: no había cesado la obediencia; había
faltado el mando.
De ahí la urgencia y la necesidad de una arqueología
del mando, de una investigación que se interrogue no sólo
por las razones de la obediencia, sino también y en primer
lugar por las del mando.
Sin embargo, puesto que la filosofía no parecía poder
proveerme una definición del concepto de mando, decidí
comenzar antes que nada por un análisis de su forma lin
güística. ¿Qué es un mando desde el punto de vista de la
lengua? ¿Cuáles son su gramática y su lógica?
Para esto, la tradición filosófica me ofrecía un punto de
partida decisivo: la división fundamental de los enuncia
dos lingüísticos que Aristóteles establece en un pasaje de
Sobre la interpretación, que, excluyendo una parte de ellos
de la consideración filosófica, resultaba ser el origen de la
escasa atención que la lógica occidental le ha brindado al
mando.
86
Creación y anarquía
No todo discurso —escribe Aristóteles (Sobre la inter
pretación, 17a 1-7)- es apofántico, sino que sólo lo es
un discurso en el que es posible decir lo verdadero o lo
falso [alethéuein é pséudesthai]. Esto no ocurre en todos
los discursos: por ejemplo, la plegaria es un enunciado
[lógos], pero no es verdadera ni falsa. Por lo tanto, no nos
ocuparemos de estos otros discursos ya que su indaga
ción compete al ámbito de la retórica y la poética; será
objeto del presente estudio sólo el discurso apofántico.
Aquí Aristóteles parece haber mentido pues si abrimos
su tratado sobre la Poética descubrimos que la exclusión de
la plegaria se repite curiosamente y se extiende a un am
plio conjunto de discursos no apofánticos que comprende
incluso al mando:
El conocimiento de las figuras del discurso [schemata tes
fóceos] tiene que ver con el arte del declamador [hypokrítikes\
y con quien lo posee técnicamente: este ha de saber qué es
el mando [entole], qué es la plegaria, qué son la narración,
la amenaza, la pregunta y la respuesta y otros argumentos
similares. Pero al poeta, el conocimiento o la ignorancia
de estas figuras no le cambiarán nada digno de conside
ración. ¿Qué importancia tiene, como afirma Protágoras,
que Homero haya confundido una plegaria con una
orden, cuando dijo: “¡Canta, oh, diosa, la cólera!”? Pedir
hacer algo o no hacerlo, dice Protágoras, es mandar. Por
ello, dejemos este tema ya que pertenece a otra indaga
ción y no a la poética (Poética, l456b9-25).
87
Giorgío Agaraben
Consideremos este gran corte que divide, para Aristó
teles, el campo del lenguaje y, al mismo tiempo, excluye
una parte de este de la competencia profesional de los
filósofos. Hay un discurso, un lógos, que Aristóteles lla
ma “apofántico” porque es capaz de manifestar (este es
el significado del verbo apophaínó) si algo existe o no, y
por lo tanto es necesariamente verdadero o falso. Existen
también otros discursos, otros lógoi -como la plegaria, el
mando, la amenaza, la narración, la pregunta y la respues
ta (y podemos añadir además la exclamación, el saludo,
el consejo, la maldición, la blasfemia, etc.)- que no son
apofánticos, no manifiestan el ser o no ser de algo y que
son, en consecuencia, independientes de la verdad y la
falsedad. La decisión aristotélica de excluir de la filosofía
el discurso no apofántico marcó la historia de la lógica
occidental. Durante siglos, la lógica, o sea la reflexión
sobre el lenguaje, se concentró solamente en el análisis
de las proposiciones apofánticas y dejó de lado, como un
territorio impracticable, esa enorme porción de la lengua
de la que nos servimos a diario, ese discurso no apofántico,
que no puede ser ni verdadero ni falso y, como tal, cuando
no era simplemente ignorado, quedaba abandonado a la
competencia de los retóricos, los moralistas y los teólogos.
En cuanto al mando, que era parte esencial de esa
térra incógnita [tierra desconocida], este era explicado
simplemente, cuando era necesario mencionarlo, como
un acto de la voluntad y, como tal, confinado al ámbito
de la jurisprudencia y de la moral. Incluso un pensador
sin duda no convencional como Thomas Hobbes, en sus
Creación y anarquía
Elementos de derecho natural y político, define el mando tan
sólo como an expression ofappetite an d w ill [una expresión
del apetito y la voluntad].
Recién en el siglo XX los lógicos comenzaron a inte
resarse en lo que llamarían “lenguaje prescriptivo”, o sea
en el discurso expresado en modo imperativo. Si no me
detengo en este capítulo de la historia de la lógica, que ha
producido hasta la fecha una vasta literatura, es porque
el problema aquí parece ser sólo el de evitar las aporías
implícitas en el mando, que transforman un discurso en
imperativo en un discurso en indicativo. Mi problema era,
al contrario, precisamente definir al imperativo como tal.
Intentemos comprender ahora qué ocurre cuando
alguien expresa un discurso no apofántico en la forma de
un imperativo, como por ejemplo: “¡Camina!”. Para com
prender el significado de esta orden, será útil compararla
con el mismo verbo en tercera persona del indicativo:
“Él/ella camina”, o “Carlos camina”. Esta última oración
es apofántica en sentido aristotélico dado que puede ser
verdadera (si Carlos efectivamente está caminando) o
falsa (si Carlos está sentado); en cualquier caso, empero,
la oración se refiere a algo en el mundo, manifiesta el ser
o el no-ser de algo. Muy por el contrario, aunque morfo
lógicamente idéntico a la expresión verbal en indicativo,
la orden “¡Camina!” no manifiesta el ser o el no-ser de
algo, no describe ni niega un estado de cosas y, sin por
ello ser falsa, no se refiere a nada existente en el mundo.
Es preciso cuidarse del equívoco por el cual el significado
89
Giorgio Agamben
del imperativo consistiría en el acto de su ejecución. La
orden que el oficial imparte a sus soldados es perfecta por
el solo hecho de ser pronunciada: que esta sea obedecida
o desatendida no afecta en modo alguno su validez.
En consecuencia, debemos admitir absolutamente que
nada, en el mundo tal cual es, corresponde al imperativo.
Por este motivo, los juristas y los moralistas suelen repetir
que el imperativo no implica un ursino un deber ser, dis
tinción que la lengua alemana expresa con claridad en la
oposición entre Sein y Sollen, que Kant puso como funda
mento de su ética, y Kelsen, de su teoría pura del derecho.
“Cuando un ser humano -escribe Hans Kelsen- expresa
la voluntad de que otro ser humano se comporte de cier
to modo, el significado de ese acto no puede describirse
diciendo que el otro se comportará de cierto modo, sino
sólo diciendo que debe [solí] comportarse de ese modo.”
Sin embargo, ¿podemos afirmar que hemos compren
dido de veras, gracias a esta distinción entre ser y deber
ser, el significado del imperativo “¡Camina!”? ¿Es posible
definir la semántica del imperativo?
Lamentablemente la ciencia del lenguaje no nos ayuda
pues los lingüistas confiesan que se encuentran en apuros
siempre que tienen que describir el significado de un im
perativo. Aun así, mencionaré las observaciones corrientes
de dos de los más grandes lingüistas del siglo XX, Antoine
Meillet y Emile Benveniste.
Meillet, quien subraya la identidad morfológica entre la
forma del verbo en indicativo y la del imperativo, observa
que en las lenguas indoeuropeas el imperativo muchas
90
Creación y anarquía
veces coincide con el tema del verbo y de ello deduce que
el imperativo podría ser algo así como la “forma esencial
del verbo”. No está claro si aquí “esencial” significa tam
bién “primitiva”, pero la idea de que el imperativo podría
ser la forma originaria del verbo no parece muy remota.
Benveniste, en un artículo donde critica la concepción
de John L. Austin del mando como algo performativo
(tendremos ocasión de volver al problema de lo per
formativo), escribe que el imperativo “no denota y no
apunta a comunicar algo, sino que se caracteriza por ser
pragmático y busca actuar sobre el oyente, intimándolo a
un comportamiento”; este no es propiamente un tiempo
verbal, sino más bien “el semantema desnudo empleado
como forma yusiva en una entonación específica” (p. 274).
Intentemos desarrollar esta definición tan lacónica como
enigmática. El imperativo es el “semantema desnudo”, o
sea, en cuanto tal algo que expresa la relación ontológica
pura entre el lenguaje y el mundo. Este semantema des
nudo se usa, sin embargo, de modo no denotativo: no se
refiere pues a un segmento concreto del mundo o a un
estado de cosas, sino que más bien sirve para intimar a
algo a quien lo recibe. ¿A qué intima el imperativo? Es
evidente que a lo que intima el imperativo “¡Camina!” en
cuanto “semantema desnudo” no es más que a sí mismo,
no es a otra cosa que al desnudo semantema “caminar”,
empleado no para comunicar algo o describir la relación
con un estado de cosas, sino en la forma de un mando.
Estamos entonces en presencia de un lenguaje significante
pero no denotativo, que se intima a sí mismo, o sea a la
91
Giorgio Agamben
pura conexión semántica entre el lenguaje y el mundo.
La relación ontológica entre e l lenguaje y el mundo aquí no
es afirmada, com o en el discurso apofántico, sino mandada,
ordenada. Y, con todo, sigue tratándose de una ontología,
sólo que esta no tiene la forma del “es” sino la del “sé”, no
describe una relación entre el lenguaje y el mundo, sino
que impera y manda sobre ella.
Podemos sugerir la siguiente hipótesis, que quizá sea
el aporte esencial de mi investigación, al menos en la fase
en que esta se halla en la actualidad. Existen en la cultura
occidental dos ontologías, diferentes pero no desconec
tadas entre sí: la primera es la ontología de la aserción
apofántica, que se expresa sobre todo en indicativo; la
segunda, la ontología del mando, se expresa esencialmente
en imperativo. Podemos llamar a la primera “ontología
del e s t f (en griego, la forma de la tercera persona del in
dicativo del verbo ser); a la segunda, “ontología del esto"
(la forma correspondiente al imperativo). En el poema
de Parménides que inaugura la metafísica occidental, la
proposición ontológica fundamental tiene la siguiente
forma: estiga r einai, “es, en efecto, el ser”; junto con esta
debemos imaginar otra proposición, que inaugura una
ontología diferente: ésto gá r einai, “sé, en efecto, el ser”.
A esta partición lingüística le corresponde la partición
de lo real en dos esferas relacionadas recíprocamente pero
diferentes: la primera ontología define en efecto y gobierna
el ámbito de la filosofía y de la ciencia, la segunda define y
gobierna el ámbito del derecho, de la religión y de la magia.
92
Creación y anarquía
Derecho, religión y magia -no siempre fáciles de distin
guir en el origen- constituyen una esfera donde el lenguaje
siempre está en imperativo. Antes bien, creo que una buena
definición de religión la caracterizaría como el intento de
construir todo un universo sobre la base del mando. No sólo
Dios se expresa en imperativo, en la forma del mandamiento,
sino que, curiosamente también las personas se dirigen a
Dios del mismo modo. Tanto en el mundo clásico como en
el judaismo y en el cristianismo, las plegarias siempre se for
mulan en imperativo: “Danos hoy nuestro pan de cada día”.
En la historia de la cultura occidental, ambas ontologías
se dividen y se topan sin cesar, se combaten sin tregua y
con la misma obstinación se cruzan y se conjugan.
Esto significa que la ontología occidental es, en reali
dad, una máquina doble o bipolar en la cual el polo del
mando, que durante siglos en la época clásica quedó a la
sombra de la ontología apofántica, a partir de la era cristia
na comienza a adquirir de forma gradual una importancia
cada vez más decisiva.
Para comprender la especial eficacia que define a la
ontología del mando, les propongo volver al problema
performativo, central en el libro de John L. Austin Cómo
hacer cosas con palabras (1962). Allí el mando es clasificado
en la categoría de los performativos o speech acts [actos de
habla], o sea entre aquellos enunciados que no describen
un estado de cosas externo sino que, a través de su simple
enunciación, producen bajo la forma de un hecho lo que
significan. El que pronuncia un juramento, por el simple
hecho de decir “Lo juro” realiza el hecho del juramento.
93
Giorgio Agamben
¿Cómo funciona un performativo? ¿Qué les otorga a las
palabras el poder de transformarse en hechos? Los lingüistas
no lo explican, como si aquí realmente se tocara una suerte
de poder mágico de la lengua.
Creo que el problema se esclarece si volvemos a nuestra
hipótesis sobre la doble máquina de la ontología occiden
tal. La distinción entre lo asertivo y lo performativo -o,
como también dicen los lingüistas, entre acto locutivo
y acto ilocutivo- corresponde a la doble estructura de
la máquina: lo performativo representa en el lenguaje la
supervivencia de una época en la cual la relación entre las
palabras y las cosas no era apofántica sino que más bien
tenía la forma de un mando. O, como también podría
decirse, lo performativo representa un cruce entre ambas
ontologías donde la ontología del ésto suspende y sustituye
a la ontología del estí.
Si consideramos el éxito ascendente de la categoría de
lo performativo, no sólo entre los lingüistas sino asimismo
entre los filósofos, los juristas y los teóricos de la literatu
ra y de las artes, será lícito sugerir la hipótesis de que la
centralidad de este concepto se debe en realidad al hecho
de que en las sociedades contemporáneas la ontología del
mando está suplantando progresivamente a la ontología
de la aserción.
Lo anterior significa que, en una especie de eso que
los psicoanalistas llaman “retorno de lo reprimido”,
religión, magia y derecho -y, con ellos, todo el ámbito
del discurso no apofántico, que había sido relegado a
las sombras- gobiernan en realidad de forma secreta el
94
Creación y anarquía
funcionamiento de nuestras sociedades, que se consideran
laicas y seculares.
Más aún, creo que una buena descripción de las socie
dades así llamadas democráticas en las que vivimos consis
te en definirlas como sociedades en las que la ontología del
mando ha ocupado el lugar de la ontología de la aserción,
pero no en la forma clara de un imperativo sino en la más
ambigua del consejo, de la exhortación y de la advertencia,
hechos en nombre de la seguridad, de modo que la obe
diencia a un mando toma la forma de una cooperación y,
muchas veces, la de un mando impartido a uno mismo.
No pienso sólo en el ámbito público y en las prescripcio
nes de seguridad dictadas bajo la forma de una invitación,
sino también en la esfera de los dispositivos tecnológicos.
Estos se definen por el hecho de que el sujeto que los usa
cree que los gobierna (y en efecto oprime teclas llamadas
“comandos”), pero no hace más que obedecer a un mando
inscripto en la estructura misma del dispositivo. El ciu
dadano libre de las sociedades democrático-tecnológicas
es un ser que obedece constantemente en el mismo gesto
con el que imparte un mando.
Les había anunciado que ofrecería un informe de mi
investigación sobre la arqueología del mando, pero este
no estaría completo si no mencionara otro concepto que
como una suerte de compañero clandestino siempre ha
secundado mi indagación sobre el mando. Se trata de la
voluntad. En la tradición filosófica, el mando, cuando se
lo menciona, siempre se lo explica sumariamente como
95
Giorgio Agamben
un “acto de voluntad”; no obstante, esto significa -desde
el momento en que nadie ha logrado explicar qué signi
fica “querer” [volere]—pretender explicar, como se dice,
ohscurum p er obscurius, algo oscuro con algo más oscuro
aún. Por este motivo, a cierta altura de mi investigación,
decidí tratar de seguir la sugerencia de Nietzsche, quien,
al invertir la explicación, afirma que querer [volere] no
significa otra cosa que mandar.
Una de las pocas cuestiones en la que los historiadores
de la filosofía antigua parecen estar totalmente de acuerdo
es en la ausencia del concepto de voluntad en el pensa
miento griego clásico. Dicho concepto, al menos en el
sentido fundamental que tiene para nosotros, comienza a
aparecer recién con el estoicismo romano y encuentra su
pleno desarrollo en la teología cristiana, pero si se intenta
seguir el proceso que lleva hasta su formación, se observa
que este parece desarrollarse a partir de otro concepto que
en la filosofía griega tiene una función igualmente im
portante y con el cual la voluntad guardará una estrecha
relación: el concepto de potencia, dynamis.
Antes bien, creo que no sería errado afirmar que, mien
tras que la filosofía griega tenía en su centro la potencia
y la posibilidad, la teología cristiana, y en la misma línea,
la filosofía moderna, colocan en su centro a la voluntad.
Si el antiguo es un ser de la potencia, un ser que puede, el
moderno es un ser de voluntad, un sujeto que quiere. Esto
también podría expresarse diciendo que, con el inicio de
la Edad Moderna, el verbo modal querer toma el lugar del
verbo modal poder.
96
Creación y anarquía
Vale la pena, pues, reflexionar sobre la función funda
mental que los verbos modales cumplen en nuestra cultura
y, en particular, en la filosofía.
Sabemos que la filosofía se define como ciencia del ser,
pero esto es cierto sólo si se precisa que el ser en ella siem
pre se piensa según sus modalidades, es decir que siempre
se lo divide y se lo articula en “posibilidad”, “contigen-
cia”, “necesidad”, y que en su darse desde siempre está ya
marcado por un poder, un querer y un deber. Los verbos
modales tienen, no obstante, una curiosa particularidad:
como decían los gramáticos antiguos, a ellos “les falta la
cosa” [elleíponta tó prágm ati], están “vacíos” [kend], en el
sentido de que para adquirir su significado, deben estar
seguidos de otro verbo en infinitivo que los complete. “Yo
camino”, “yo escribo” y “yo como” no están vacíos; pero
“yo puedo”, “yo quiero” y “yo debo” pueden ser empleados
sólo acompañados de un verbo expresado o implícito: “yo
puedo caminar”, “yo quiero escribir” o “yo debo comer”.
Es interesante que estos verbos vacíos sean tan impor
tantes para la filosofía que esta se haya dado la tarea de
comprender su significado. Creo en tal sentido que una
buena definición de la filosofía sería que esta se caracte
riza como un intento de comprender el significado de
un verbo vacío, como si en esa difícil prueba se le jugara
algo esencial, como que nuestra vida se vuelva posible o
imposible, y nuestro actuar, libre o necesario. Por tal ra
zón cada filósofo tiene su modo particular de conjugar o
separar estos verbos vacíos, preferir uno y aborrecer otro
o, al contrario, anudarlos e incluso insertar uno dentro de
97
Giorgio Agamben
otro, como si quisiera, reflejando un vacío en otro, crearse
la ilusión de que por una vez ha llenado ese vacío.
Este cruce alcanza en Kant su forma extrema cuando,
buscando en La metafísica de las costumbres la formula
ción más adecuada para su ética, deja escapar este fraseo
delirante por donde se lo mire: man muss wollen kónnen,
“se debe poder querer”. Precisamente esta imbricación
de los tres verbos modales define el espacio de la Moder
nidad y, al mismo tiempo, la imposibilidad de articular
allí una ética. Cuando hoy escuchamos repetirse tan a
menudo la fatua convención: “yo puedo”, es posible que
en la decadencia de toda experiencia ética que define a
nuestro tiempo, lo que el delirante esté queriendo decir
en realidad sea más bien “debo querer poder”, o sea “me
ordeno obedecer”.
Para demostrar lo que se juega en el paso de la potencia
a la voluntad, he escogido un ejemplo donde la estrategia
que encabezó la nueva corriente de los verbos modales que
define a la Modernidad se hace particularmente visible.
Se trata, por así decirlo, del caso límite de la potencia, del
modo en que los teólogos se enfrentan al problema de la
omnipotencia divina.
Ustedes saben que la omnipotencia de Dios había
recibido su estatus de dogma: Credimus in unum deum
patrem om nipotentem [Creemos en dios padre uno, om
nipotente], reza el inicio del Credo, en el cual el Concilio
de Nicea había fijado el contenido irrenunciable de la fe
católica. Sin embargo, precisamente ese axioma al parecer
98
Creación y anarquía
tan sólido contenía consecuencias inaceptables, más aún,
escandalosas, que dejaban a los teólogos en el desconcierto
y la vergüenza dado que, si Dios todo lo puede, absoluta e
incondicionalmente todo, de ello se desprende que podría
hacer cualquier cosa que no implique una imposibilidad
lógica, por ejemplo no encarnar en Jesús sino en un
gusano o, más escandaloso aún, en una mujer, o incluso
condenar a Pedro y salvar a Judas o mentir y hacer el mal o
destruir toda su creación, o -algo que no sé por qué parece
indignar y alterar de forma desmedida la mente de los
teólogos- restituirle la virginidad a una mujer desflorada
(el tratado De divina omnipotentia [Sobre la omnipotencia
divina] de Pedro Damián está casi íntegramente dedicado
a este tema). O, más aún - y hay en esto una suerte de
más o menos inconsciente humorismo teológico—, Dios
podría realizar actos ridículos o gratuitos, por ejemplo,
echar a correr de golpe (o, podríamos añadir nosotros,
usar una bicicleta para ir de un lado a otro).
Y así la lista de las consecuencias escandalosas de la
omnipotencia divina podría continuar hasta el infinito.
La potencia divina tiene algo así como una sombra o
lado oscuro en virtud del cual Dios tiene la capacidad del
mal, lo irracional y hasta del ridículo. En todo caso, entre
los siglos XI y XIV esa sombra no dejó de preocupar a los
teólogos, y la cantidad de opúsculos, tratados y quaestiones
dedicadas a este tema es tal que puede desalentar incluso
la paciencia del investigador.
¿De qué modo los teólogos buscan contener el escándalo
de la omnipotencia divina y liberarla de las sombras que sin
99
Giorgio Agaraben
duda se han vuelto demasiado densas? De lo que se trata,
según una estrategia filosófica en la que Aristóteles fue un
maestro pero que la teología escolástica llevó al extremo,
es de dividir la potencia articulándola en la pareja potentia
absoluta /potentia ordinata. Aunque el modo en que la
relación entre ambos conceptos es argumentada presenta
matices diferentes entre los autores, el sentido global del
dispositivo es el siguiente: de potentia absoluta [desde la
potencia absoluta], o sea, en lo que respecta a la potencia
considerada en sí misma y, por así decirlo, en abstracto, Dios
puede hacerlo todo, por más escandaloso que eso pueda
parecemos; pero de potentia ordinata [desde la potencia orde
nada], o sea, según el orden y el mando que él le ha impuesto
a la potencia con su voluntad, Dios sólo puede hacer lo que
ha decidido hacer. Y Dios decidió encarnar en Jesús y no en
una mujer, decidió salvar a Pedro y no a Judas, no destruir
su creación y, sobre todo, no echar a correr sin razón.
El sentido y la función estratégica de este dispositivo son
perfectamente claros: se debe contener y sujetar la potencia,
poner un límite al caos y ala inmensidad de la omnipoten
cia divina, que de otro modo imposibilitarían un gobier
no ordenado del mundo. El instrumento que realiza, por
así decirlo, desde el interior esta limitación es la voluntad.
La potencia p u ed e querer y, una vez que ha querido, debe
actuar según su voluntad. Y, al igual que Dios, también el
ser humano puede y debe querer, puede y debe contener
el abismo oscuro de su potencia.
La hipótesis de Nietzsche según la cual querer signifi
ca en realidad mandar resulta entonces correcta, y eso a
100
Creación y anarquía
lo que la voluntad manda no es sino la potencia. Ahora
querría darle la última palabra a un personaje de Hermán
Melville que parece detenerse obstinadamente en el cruce
entre la voluntad y la potencia, el escribiente Bartleby,
quien -a l abogado que le pregunta “¿No lo hará?”- le
responde una y otra vez, volviendo la voluntad en contra
de sí misma: “Preferiría no hacerlo”.
101
V. E l c a p it a l is m o c o m o r e l ig ió n
Hay signos de los tiempos (Mt 16, 2-4) que, aunque
evidentes, los seres humanos, que escrutan los signos en
los cielos, no llegan a percibir. Signos que se cristalizan
en acontecimientos que anuncian y definen la época que
viene, acontecimientos que pueden pasar inadvertidos
y no alterar en nada o casi nada la realidad a la cual se
añaden y que, sin embargo, precisamente por esto valen
como signos, como indicios históricos, sémeia tón kairón.
Uno de estos acontecimientos tuvo lugar el 15 de agos
to de 1971, cuando el gobierno estadounidense, bajo la
presidencia de Richard Nixon, declaró que se suspendía
la convertibilidad del dólar en oro. Si bien esta declaración
marcaba de hecho el fin de un sistema que había vinculado
durante mucho tiempo el valor de la moneda al patrón
oro, la noticia, recibida en plenas vacaciones de verano,
suscitó menos discusiones de lo que legítimamente podía
esperarse. Aun así, a partir de ese momento, la inscripción
que se leía en muchos billetes (por ejemplo, en la libra
esterlina y en la rupia, pero no en el euro), “Prometo
pagar al portador la suma de...”, suscripta por el director
del Banco Central, había perdido todo sentido. Esta frase
significaba entonces que, a cambio de ese billete, el banco
103
Giorgio Agamben
central proveería a quien lo solicitase (admitiendo que al
guien hubiese sido tan tonto como para solicitarlo) no una
cierta cantidad de oro (para el dólar, una trigésimo quinta
parte de una onza), sino un billete exactamente igual. El
dinero se había vaciado de todo valor que no fuese pura
mente autorreferencial. Fue mucho más sorprendente la
facilidad con la cual se aceptó el gesto del soberano esta
dounidense, que equivalía a anular el patrimonio en oro
de los poseedores de dinero. Y si, como se ha sugerido, el
ejercicio de la soberanía monetaria por parte de un Esta
do consiste en su capacidad de inducir a los actores del
mercado a emplear sus deudas como moneda, entonces
incluso esa deuda había perdido toda consistencia real, se
había vuelto puro papel moneda.
El proceso de desmaterialización de la moneda había
comenzado muchos siglos antes, cuando las exigencias del
mercado indujeron a colocar junto a la moneda metálica,
necesariamente escasa y voluminosa, letras de cambio, bille
tes, juros, Goldschmith’s notes, etcétera. Todos estos papeles
moneda son en realidad títulos de crédito y son llamadas,
por esta razón, monedas fiduciarias. La moneda metálica,
en cambio, valía -o debería haber valido- por su contenido
de metal precioso (por otra parte, como se sabe, inseguro:
el caso límite es el de las monedas de plata acuñadas por
Federico II, que apenas se las usaba dejaban entrever el rojo
del cobre). No obstante, Joseph Schumpeter, que vivía, es
cierto, en una época en la cual el papel moneda había su
perado ya a la moneda metálica, pudo afirmar no sin razón
que, en última instancia, todo el dinero es sólo crédito.
104
Creación y anarquía
Después del 15 de agosto de 1971, debería añadirse que el
dinero es un crédito que se basa sólo en sí mismo y que no
corresponde a otra cosa más que a sí mismo.
“Kapitalismus ais Religión” [“El capitalismo como
religión”] es el título de uno de los más perspicaces frag
mentos postumos de Walter Benjamín.
Ha sido señalado en varias ocasiones que el socialismo
era algo parecido a una religión (entre otros, por Cari
Schmitt: “El socialismo pretende dar vida a una nueva
religión que para las personas de los siglos XIX y XX tuvo
el mismo significado que el cristianismo para las de hace
dos milenios”). Según Benjamín, el capitalismo no sólo
representa, como en Max Weber, una secularización de
la fe protestante, sino que es esencialmente un fenómeno
religioso, que se desarrolla de modo parasitario a partir del
cristianismo. Como tal, como religión de la Modernidad,
el capitalismo se define por tres características.
1. Es una religión cultual, acaso la más extrema y abso
luta que jamás haya existido. Todo en ella tiene significado
sólo en referencia a la realización de un culto, no respecto
de un dogma o de una idea.
2. Este culto es permanente, es “la celebración de un
culto sans tréve et sans m erci” [sin tregua y sin piedad]
(p. 100). No es posible distinguir en este entre días feria
dos y días laborables, pero hay un único, ininterrumpido
día de feriado-trabajo, en el cual el trabajo coincide con
la celebración del culto.
3. El culto capitalista no está dirigido a la redención
o a la expiación de una culpa, sino a la culpa misma. “El
105
Giorgio Agamben
capitalismo es quizá el único caso de un culto que no expía,
sino que culpabiliza [...] Una monstruosa conciencia
culpable que no conoce redención se transforma en culto,
no para expiar en esto su culpa, sino para volverla universal
[...] y para capturar al final a Dios mismo en la culpa [...]
Dios no está muerto, sino que ha sido incorporado al
destino de la humanidad” (pp. 100-101).
Precisamente porque tiende con todas sus fuerzas no
a la redención sino a la culpa, no a la esperanza sino a la
desesperación, el capitalismo como religión no apunta a
la transformación del mundo, sino a su destrucción. Y
su dominio en nuestro tiempo es tan total que incluso
los tres profetas de la Modernidad (Nietzsche, Marx y
Freud) conspiran, según Benjamín, con él, son solidarios,
de algún modo, con la religión de la desesperación. “Este
pasaje del planeta hombre a través de la casa de la deses
peración en la absoluta soledad de su recorrido es el éthos
que define Nietzsche. Este hombre es el Superhombre, es
decir, el primer hombre que comienza conscientemente
a realizar la religión capitalista.” Pero también la teoría
freudiana pertenece al sacerdocio del culto capitalista:
“lo reprimido, la representación pecaminosa [...] es el
capital, sobre el cual el infierno del inconsciente paga los
intereses”. Y, en Marx, el capitalismo, “con los intereses
simples y compuestos, que son función de la culpa [...]
se transforma inmediatamente en socialismo” (p. 101).
Probemos a tomar en serio y desarrollar la hipótesis
de Benjamín. Si el capitalismo es una religión, ¿cómo
podemos definirlo en términos de fe? ¿En qué cree el
106
Creación y anarquía
capitalismo? ¿Y qué implica, respecto de esta fe, la decisión
de Nixon?
David Flusser, un gran estudioso de ciencia de las
religiones (existe también una disciplina con este extraño
nombre), estaba trabajando con la palabrapistis, que es el
término griego que Jesús y los apóstoles usaban para “fe”.
Aquel día se encontraba por casualidad en una plaza de
Atenas y en determinado momento, al levantar la vista,
leyó, escrito en caracteres enormes delante de él, Trápeza
tés písteos. Estupefacto por la coincidencia, miró mejor y
después de pocos segundos se dio cuenta de que se halla
ba simplemente delante de un banco: trápeza tés písteos
significa “banco de crédito”. Aquí estaba el significado de
la palabra pistis, que había estado tratando de entender
durante meses: pistis, “fe”, es simplemente el crédito que
disfrutamos con Dios y del que la palabra de Dios disfruta
con nosotros, ya que lo creemos. Por esto Pablo puede
decir en una famosa definición que “la fe es sustancia de
cosas esperadas”: es lo que da realidad y crédito a lo que
todavía no existe, pero en lo que creemos y confiamos, en
lo que hemos puesto en juego nuestro crédito y nuestra
palabra. Creditum es el participio pasado del verbo latino
credere-, es aquello en lo que creemos, en lo que deposi
tamos nuestra fe, en el momento en que establecemos
una relación de confianza con alguien tomándolo bajo
nuestra protección o prestándole dinero, confiándonos
a su protección o tomando dinero en préstamo. En la
pistis paulina revive, pues, aquella antiquísima institución
indoeuropea que Benveniste reconstruyó, la “fidelidad
107
Giorgio Agamben
personal”: “Aquel que posee la fides depositada en él por
una persona tiene a esa persona en su poder [...] En su
forma primitiva, esta relación implica una reciprocidad:
depositar la propiafid es en alguien procuraba, en cambio,
su garantía y su ayuda” (pp. 118-119).
Si esto es cierto, entonces la hipótesis de Benjamín de
una estrecha relación entre el capitalismo y el cristianismo
recibe una confirmación ulterior: el capitalismo es una
religión enteramente basada en la fe, es una religión cuyos
adeptos viven sola fid e [con la sola fe]. Y así como, según
Benjamín, el capitalismo es una religión en la que el cul
to se ha emancipado de todo objeto, y la culpa, de todo
pecado, de la misma manera, desde el punto de vista de la
fe el capitalismo no tiene ningún objeto: cree en el puro
hecho de creer, en el puro crédito, o sea, en el dinero. El
capitalismo es, entonces, una religión en la cual la fe -el
crédito- sustituye a Dios. En otras palabras, puesto que la
forma pura del crédito es el dinero, se trata de una religión
cuyo Dios es el dinero.
Esto significa que la banca, que no es sino una máqui
na para fabricar y gestionar crédito, ha tomado el puesto
de la iglesia y, gobernando el crédito, manipula y gestiona
la fe -la escasa, incierta confianza- que nuestro tiempo
todavía tiene en sí mismo.
¿Qué ha significado, para esta religión, la decisión de
suspender la convertibilidad en oro? Ciertamente, algo
así como una clarificación del propio contenido teológico
comparable a la destrucción mosaica del becerro de oro
o al establecimiento de un dogma conciliar: en cualquier
108
Creación y anarquía
caso, un paso decisivo hacia la purificación y la cristali
zación de la propia fe. Esta, en la forma del dinero y del
crédito, se emancipa ahora de todo referente externo,
borra su nexo idolátrico con el oro y se afianza en su
carácter absoluto. El crédito es un ser puramente inma
terial, la más perfecta parodia de aquella pístis que no es
sino “sustancia de cosas esperadas”. La fe -así narraba la
célebre definición de la Carta a los hebreos- es sustancia
(ousía, término técnico por excelencia de la ontología
griega) de las cosas esperadas. Lo que Pablo entiende es
que quien tiene fe, quien ha puesto su pístis en Cristo,
toma la palabra de Cristo como si fuese la cosa, el ser, la
sustancia. Pero es precisamente este “como si” lo que la
parodia de la religión capitalista borra. El dinero, la nue
va pístis, ahora es, inmediata y completamente, sustancia.
El carácter destructivo de la religión capitalista del cual
Benjamín hablaba se presenta aquí con toda su evidencia.
La “cosa esperada” ya no es, ha sido aniquilada y debe
serlo, porque el dinero es la esencia misma de la cosa, su
ousía en sentido técnico. Y, de este modo, se quita de en
medio el último obstáculo a la creación de un mercado
de la moneda, a la transformación integral del dinero en
mercancía.
Una sociedad cuya religión es el crédito, que cree sólo
en el crédito, está condenada a vivir a crédito. Robert Kurz
ilustró la transformación del capitalismo del siglo XIX, to
davía basado en la solvencia y en la desconfianza respecto
del crédito, en el capitalismo financiero contemporáneo.
109
Giorgio Agamben
Para el capital privado decimonónico, con sus propieta
rios personales y con los clanes familiares relacionados
con este, aún tenían valor los principios de la respe
tabilidad y la solvencia, a cuya luz el recurso cada vez
mayor al crédito parecía casi obsceno, el comienzo del
fin. La literatura de folletín de la época está repleta de
historias en las cuales grandes linajes se arruinan a causa
de su dependencia del crédito: en algunos pasajes de los
Buddenbrook, Thomas Mann hizo de este además un
tema digno de un premio Nobel. El capital productivo
de intereses era naturalmente indispensable desde el inicio
para el sistema que se estaba formando, pero aún no tenía
un papel decisivo en la reproducción capitalista como
totalidad. Los negocios del capital “ficticio” eran consi
derados típicos de un ambiente de tramposos y de gente
deshonesta, al margen del capitalismo auténtico. Incluso
Henry Ford rechazó por mucho tiempo la posibilidad de
recurrir al crédito bancario, obstinándose en la financia
ción de sus inversiones con capital propio (pp. 76-77).
Durante el siglo XX, esta concepción patriarcal se di
solvió por completo y hoy el capital empresarial recurre
cada vez más al capital monetario, tomado en préstamo
al sistema bancario. Esto significa que las empresas, para
poder continuar produciendo, en sustancia deben hipo
tecar anticipadamente cantidades cada vez mayores de
trabajo y de la producción futura. El capital productor
de mercancías se alimenta ficticiamente del propio futu
ro. La religión capitalista, en coherencia con la tesis de
lio
Creación y anarquía
Benjamín, vive de un continuo endeudamiento, que no
puede ni debe extinguirse.
Sin embargo, no son sólo las empresas las que viven, en
este sentido, sola fid e, a crédito (o a débito). También los
individuos y las familias, que recurren a este cada vez más,
están religiosamente empeñados en este continuo y gene
ralizado acto de fe sobre el futuro. Y la banca es el sumo
sacerdote que administra a los fieles el único sacramento
de la religión capitalista: el crédito-débito.
En ocasiones me pregunto cómo es posible que las
personas conserven con tanta tenacidad su fe en la religión
capitalista. Puesto que está claro que si las personas dejasen
de tener fe en el crédito y dejaran de vivir a crédito, el
capitalismo se desmoronaría de inmediato. No obstante,
creo vislumbrar signos de un ateísmo incipiente respecto
del Dios crédito.
Cuatro años antes de la declaración de Nixon, Guy
Debord publica La sociedad d el espectáculo. La tesis cen
tral del libro era que el capitalismo, en su fase extrema, se
presenta como una inmensa acumulación de imágenes,
en las que todo lo que era directamente usado y vivido
se aleja en una representación. En el momento en el que
la mercantilización alcanza su punto más alto, no sólo
desaparece todo valor de uso, sino que se transforma la
naturaleza misma del dinero. Este ya no es simplemente
“el equivalente general abstracto de todas las mercancías”,
en sí todavía dotadas de algún valor de uso: “el espectá
culo es el dinero que sólo se p u ed e mirar, porque en él la
totalidad del uso se ha intercambiado por la totalidad de
lll
Giorgio Agamben
la representación abstracta”. Está claro, aunque Debord
no lo diga, que ese dinero es una mercancía absoluta,
que no puede referirse a una cantidad concreta de metal
y que, en este sentido, la sociedad del espectáculo es una
profecía de la decisión que el gobierno estadounidense
tomaría cuatro años más tarde.
A esto corresponde, según Debord, una transformación
del lenguaje humano, que ya nada tiene para comunicar y
se presenta por lo tanto como “comunicación de lo inco
municable” (tesis 192). Al dinero como pura mercancía le
corresponde un lenguaje en el cual el nexo con el mundo
se ha quebrado. El lenguaje y la cultura, separados en los
medios masivos y en la publicidad, se vuelven “la mercan
cía vedette de la sociedad espectacular”, que comienza a
acaparar para sí una parte cada vez mayor del producto
nacional. Es la propia naturaleza lingüística y comunica
tiva del ser humano la que así se encuentra expropiada
en el espectáculo: lo que impide la comunicación es su
absolutización en una esfera separada, en la cual nada hay
para comunicar salvo la comunicación misma. En la so
ciedad espectacular, las personas son separadas de aquello
que debería unirlas.
Es patrimonio del sentido común que existe una se
mejanza entre el lenguaje y el dinero que, según el adagio
goethiano, verba valent sicut num m i [las palabras valen
como las monedas]. Si intentamos, empero, tomar en
serio la relación implícita en el adagio, esta resulta ser
algo más que una analogía. Así como el dinero se refiere
a las cosas constiuyéndolas como mercancías, volviéndolas
112
Creación y anarquía
comerciables, también el lenguaje se refiere a las cosas
volviéndolas decibles y comunicables. Así como, durante
siglos, lo que permitía al dinero desempeñar su función
de equivalente universal del valor de todas las mercancías
era su relación con el oro, también lo que garantiza la
capacidad comunicativa del lenguaje es la intención de
significar, su referencia efectiva a la cosa. El nexo deno
tativo con las cosas, realmente presente en la mente de
todo hablante, es lo que, en el lenguaje, corresponde a la
base áurea de la moneda. Es este el sentido del principio
medieval según el cual no es la cosa la que está sometida
al discurso, sino el discurso a la cosa [non serm oni res, sed
rei est sermo subiectus (el discurso está sometido a la cosa,
no la cosa al discurso)]. Y es significativo que un gran
canonista del siglo XIII, Godofredo de Trani, exprese esta
conexión en términos jurídicos, al hablar de una lingua
rea, es decir, a la cual se le pueda imputar una relación
con la cosa: “sólo la conexión efectiva de la mente con la
cosa vuelve efectivamente imputable (esto es, significante)
la lengua [ream lingua non fa cit nisi rea mens]”. Si este
nexo significante desaparece, el lenguaje literalmente no
dice nada [nihil dicit\. El significado -la referencia a la
realidad- garantiza la función comunicativa de la lengua
exactamente como la referencia al oro asegura la capaci
dad del dinero de intercambiarse con todas las cosas. Y la
lógica vela por la conexión entre el lenguaje y el mundo,
exactamente como el go ld exchange standard [patrón de
cambio en oro] velaba por la conexión del dinero con la
base áurea.
113
Giorgio Agamben
Los análisis críticos del capital financiero y de la so
ciedad del espectáculo se han dirigido, con justa razón,
contra la anulación de estas garantías implícita, por una
parte, en la desvinculación de la moneda respecto del oro
y, por la otra, en la ruptura del nexo entre el lenguaje y el
mundo. El medio que vuelve posible el intercambio no
puede ser el mismo que se intercambia: el dinero, que
mide las mercancías, no puede convertirse él mismo en
una mercancía. De igual modo, el lenguaje que vuelve
comunicables las cosas no puede convertirse él mismo en
una cosa, objeto a su vez de apropiación y de intercambio:
el medio de la comunicación no puede ser comunicado él
mismo. Separado de las cosas, el lenguaje nada comunica
y celebra de este modo su efímero triunfo sobre el mundo;
desvinculado del oro, el dinero exhibe la propia nada como
medida -y, a la vez, mercancía- absoluta. El lenguaje es el
valor espectacular supremo, porque revela la nada de todas
las cosas; el dinero es la mercancía suprema, porque mues
tra en última instancia la nulidad de todas las mercancías.
Sin embargo, es en cada ámbito de la experiencia que
el capitalismo atestigua su carácter religioso y, a la vez, su
relación parasitaria con el cristianismo. Antes que nada
respecto del tiempo y de la historia. El capitalismo no
tiene ningún télos, es esencialmente infinito, y, con todo,
y justamente por este motivo, es incesantemente presa de
una crisis, siempre en acto de concluir; pero incluso en
esto testimonia su relación parasitaria con el cristianismo.
A la pregunta de David Cayley de si nuestro mundo es
poscristiano, Iván Illich respondió que no lo es, sino que
114
Creación y anarquía
es el mundo más explícitamente cristiano que jamás haya
existido, o sea, un mundo apocalíptico. La filosofía cristia
na de la historia (y toda filosofía de la historia es necesaria
mente cristiana) de hecho se basa en la asunción de que la
historia de la humanidad y del mundo es esencialmente
finita: va desde la creación hasta el fin de los tiempos, que
coincide con el Día del Juicio, con la salvación o con la
condenación. Pero el acontecimiento mesiánico inscribe
en este tiempo histórico cronológico otro tiempo, kairo-
lógico, en el cual cada instante se mantiene en relación
directa con el fin, experimenta un “tiempo del fin” que es,
sin embargo, también un nuevo inicio. Si la Iglesia parece
haber cerrado su oficio escatológico, hoy son sobre todo
los científicos, transformados en profetas apocalípticos,
quienes anuncian el fin inminente de la vida en la Tierra.
Y en todo ámbito, tanto en la economía como en la po
lítica, la religión capitalista proclama un estado de crisis
permanente (crisis significa, etimológicamente, “juicio
definitivo”), que es, a la vez, un estado de excepción que se
ha vuelto normal, cuyo único resultado posible se presenta,
precisamente como en el Apocalipsis, como “una tierra
nueva”. Mas la escatología de la religión capitalista es una
escatología blanca, sin redención ni juicio.
Así como, en efecto, no puede tener un verdadero fin
y por esto siempre está en acto de concluir, el capitalismo
tampoco conoce un principio, es íntimamente an-árquico
y, no obstante, precisamente a causa de esto, siempre está
en acto de recomenzar. De aquí la consustancialidad entre
capitalismo e innovación, en la que se basa la definición
115
Giorgio Agamben
que Schumpeter da del primero. La anarquía del capital
coincide con su propia e incesante necesidad de innovación.
No obstante, una vez más el capitalismo muestra aquí
su íntima y paródica conexión con el dogma cristiano: en
efecto, ¿acaso no es la Trinidad el dispositivo que permite
conciliar la ausencia en Dios de todo arché con el naci
miento, a la vez eterno e histórico, de Cristo, la anarquía
divina con el gobierno del mundo y la economía de la
salvación?
Querría añadir algo a propósito de la relación entre
capitalismo y anarquía. Hay una frase, pronunciada por
uno de los cuatro perversos en el film Saló de Pasolini,
que dice: “La única verdadera anarquía es la anarquía
del poder”. En el mismo sentido, Benjamín había escri
to muchos años antes: “Nada es tan anárquico como el
orden burgués”. Creo que sus observaciones deben ser
tomadas con seriedad. Benjamín y Pasolini captan aquí
una característica esencial del capitalismo, que es quizá
el poder más anárquico que jamás haya existido, en el
sentido literal de que no puede tener ningún arché, nin
gún inicio ni fundamento, pero incluso en este caso la
religión capitalista muestra su parásita dependencia de
la teología cristiana.
Lo que aquí funciona como paradigma de la anarquía
capitalista es la cristología. Entre los siglos IV y VI, la
Iglesia se dividió profundamente por la controversia sobre
el arrianismo, que involucró violentamente, junto con el
emperador, a toda la cristiandad oriental. El problema
concernía precisamente al arché del Hijo. Tanto Arrio
116
Creación y anarquía
como sus adversarios concordaban, en efecto, en afirmar
que el Hijo ha sido generado por el Padre y que esta gene
ración sucedió “antes de los tiempos eternos” {pro chrónon
aíonion, en Arrio; p ro pánton ton aíonon [antes de todo lo
eterno], en Eusebio de Cesarea). Más aún, Arrio se cuida
de precisar que el Hijo ha sido generado achrónos, intem
poralmente. Aquí se trata no tanto de una precedencia
cronológica (el tiempo no existe todavía), ni sólo de un
problema de rango (que el Padre es “mayor” que el Hijo
es una opinión compartida por muchos antiarrianos); se
trata, más bien, de decidir si el Hijo -es decir, la palabra y
la praxis de Dios- se funda en el Padre o es, como él, sin
principio, anárchos, esto es, infundado.
Un análisis textual de las cartas de Arrio y de los escri
tos de sus adversarios muestra, en efecto, que el término
decisivo en la controversia es justamente anárchos (sin
arché, en el doble sentido que el término posee en griego:
fundamento y principio).
Arrio afirma que mientras que el Padre es absolutamente
anárquico, el Hijo está en el principio [en archét\, pero no es
“anárquico”, puesto que tiene su fundamento en el Padre.
Contra esta tesis herética, que da al Logos un sólido
fundamento en el Padre, los obispos reunidos por el
emperador Constancio II en Sárdica (343) afirman con
claridad que también el Hijo es “anárquico” y, como tal,
“absoluta, anárquica e infinitamente [pantóte, anárchos,
kai ateléutetos\ reina junto con el Padre”.
¿Por qué esta controversia, más allá de sus sutilezas
bizantinas, me parece tan importante? Porque, desde
117
Giorgio Agamben
el momento en que el Hijo no es otro que la palabra y
la acción del Padre, o antes bien, más precisamente, el
principal actor de la “economía” de la salvación, es decir, del
gobierno divino del mundo, lo que aquí está en cuestión
es el problema del carácter “anárquico”, o sea infundado,
del lenguaje, de la acción y del gobierno. El capitalismo
hereda, seculariza y extrema el carácter anárquico de la
cristología. Si no se entiende esta originaria vocación
anárquica de la cristología, no es posible comprender el
sucesivo desarrollo histórico de la teología cristiana, con
su latente deriva ateológica, ni la historia de la filosofía y
de la política occidentales, con su división entre ontología
y praxis, entre ser y actuar, y su consecuente énfasis en la
voluntad y en la libertad. Que Cristo es anárquico signi
fica, en última instancia, que en el Occidente moderno,
el lenguaje, la praxis y la economía no se fundamentan
en el ser.
Ahora comprendemos mejor por qué la religión capi
talista y las filosofías subalternas a ella tienen tanta nece
sidad de la voluntad y de la libertad. Libertad y voluntad
significan simplemente que ser y actuar, ontología y praxis,
que en el mundo clásico estaban estrechamente unidas,
ahora separan sus caminos. La acción humana ya no se
funda en el ser: por esto es libre, es decir, condenada al
azar y a la aleatoriedad.
Querría interrumpir aquí mi breve arqueología de
la religión capitalista. No habrá conclusión. Creo, en
efecto, que en la filosofía, como en el arte, no podemos
118
Creación y anarquía
“concluir” una obra: podemos sólo abandonarla, como
decía Giacometti respecto de sus cuadros. Aunque si hay
algo que querría confiar a la reflexión de ustedes, esto es
precisamente el problema de la anarquía.
Contra la anarquía del poder, no intento invocar un
regreso a un sólido fundamento en el ser: incluso si al
guna vez hubiésemos poseído tal fundamento, sin duda
lo hemos perdido o hemos olvidado cómo se accede a él.
Creo, sin embargo, que una lúcida comprensión de la
profunda anarquía de la sociedad en la que vivimos es el
único modo correcto de plantear el problema del poder
y, a la vez, el de la verdadera anarquía. La anarquía es eso
que se vuelve posible en el momento en el que captamos la
anarquía del poder. Construcción y destrucción coinciden
aquí plenamente. Pero, para citar las palabras de Michel
Foucault, lo que así obtenemos “no es nada más, ni nada
menos, que la apertura de un espacio donde pensar final
mente vuelve a ser posible”.
119
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Ín d ic e
Nota ................ 7
I. Arqueología de la obra de a rte .................. 9
II. ¿Qué es el acto de creación? ..... 27
III. Lo inapropiable .......... 49
IV. ¿Qué es un mando? ............. 81
V. El capitalismo como religión .............. 103
Referencias bibliográficas ..... 121