Marcel Landowski
BATALLAS
POR
LA MUSICA
CULTURA
Y
COMUNICACION
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COLECCION "CULTURA Y COMUNICACION"
Marcel Landowski
BATALLAS POR LA MUSICA
(Resultados y experiencias de
una política musical en Francia)
MINISTERIO D E C U L T U R A
SECRETARIA G E N E R A L T E C N I C A
Ti'tulo original: Batailles pour la Musique
Autor: Marcel Landowski.
© Editions du Seuil, 1979 - Paris
Versión castellana: Batallas por la Música.
Traducción de Juan Antonio García
Barquero.
Editado por: Secretaria General Técnica.
Subdirección General de Estudios y Coordinación.
Servicio de Estudios y Documentación.
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"Para vivir hace falta sol,
libertad y una pequeña flor azul."
ANDERSEN
"No hay nada peor que un
sistema donde la calidad se consume
en la impotencia".
C H A R L E S DE G A U L L E
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INDICE
Pág.
AL L E C T O R 7
I—UNA POLITICA MUSICAL 9
II. — L A O R Q U E S T A DE PARIS 31
III. — L A E D U C A C I O N MUSICAL 43
IV—LA OPERA Y LA O P E R A - E S T U D I O 61
V.—FESTIVALES O "FESTIVALITIS" 77
VI—LA C R E A C I O N MUSICAL 91
VII.—LA VIDA MUSICAL REGIONAL 105
VIII—LA DANZA 125
IX.—EL PORVENIR DE LA MUSICA 131
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AL LECTOR
Traducir el libro de Marcel Landowski, "Batailles pour la
musique", para su edición por el Ministerio de Cultura, ha
tenido como único objetivo dar a conocer una muestra de
política cultural en el campo de la música. Otros exponentes
de políticas culturales sectoriales han aparecido ya en las
publicaciones de la Secretaría General Técnica, por lo que
parecía justo brindar ahora a los lectores españoles este libro
lúcido, ambicioso y solvente, que nos ofrece junto a recuerdos
y añoranzas, la aventura personal de un hombre que aspiró a
cambiar la situación musical de su país y que -con sus errores
y sus aciertos- puede ahora ser juzgado sin apasionamiento,
con la perspectiva del tiempo.
Este hombre, a quien le fué confiada tan grave respon-
sabilidad, fué Marcel Landowski. Nacido en Francia en 1915,
fué discípulo de Arthur Honegger, de Pierre Monteux y de
Marguerite L o n g , h a b i é n d o s e d e d i c a d o a la d i r e c c i ó n
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orquestal, la musicología y la composición: de su pluma han
salido sinfonías y conciertos, oratorios y cantatas, música de
cámara y cinematográfica, óperas y ballets... De él se ha dicho
que si hoy Francia ama más la música, se lo debe a Marcel
Landowski. Inspector General de la Música, fué nombrado
Jefe del Servicio de la Música en el Ministerio de Asuntos
Culturales de Francia, siendo su titular André Malraux, el
escritor y pensador que estuvo al frente de aq uel Departamen-
to desde su creación.
Marcel Landowski sería encargado de la nueva Dirección
de la Música, concibiendo un plan de diez años para el
desarrollo musical de Francia. El plan obtuvo, en líneas
generales, buenos resultados, con hitos como la creación de
la Orquesta de París, la revitalización de la Opera parisina y la
descentralización, regionalización y democratización de la
vida musical a través de festivales, orquestas y teatros líricos
por toda Francia, basándose siempre en la libertad de
expresión y en el apoyo a las iniciativas de la propia sociedad.
A su salida del Ministerio de Cultura, Landowski luchó todavía
unos años más por objetivos como la creación del Centro
Nacional de la Música y de la Danza y la renovación y
extensión de la enseñanza musical, hasta su retorno al
quehacer de compositor.
"Batailles pour la musique" no sólo es un libro personal de
recuerdos, escrito a partir de entrevistas y, por tanto, con un
estilo suelto, apasionado y directo, sino, sobre todo, la
exposición clara, breve pero profunda, de una problemática
familiar a todos los que hayan mantenido o mantengan
similares "batallas" por la música en nuestro país, sin cuya
solución no habrá un verdadero despertar del pueblo a ese
bien inefable que es el arte de los sonidos, y que, ineludi-
blemente pasa, como nos recuerda el propio Landowski, por
la toma de conciencia de la propia sociedad y por la respuesta
adecuada de los poderes públicos.
J U A N ANTONIO GARCIA B A R Q U E R O
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I.—UNA POLITICA MUSICAL
Las grandes decisiones personales se toman a menudo
de una forma misteriosa. ¿Porqué me sentí feliz al aceptar, en
diciembre de 1964, el convertirme en Inspector general? Y,
diez años más tarde, ¿por qué me he sentido igualmente feliz
al liberarme de mis funciones como Director de la Música?
Sobre estos dos puntos, la razón no me ha aportado ninguna
respuesta precisa.
Cuando abandoné mi libertad en 1964, ignoraba que
dicha renunciación iba a ser tan absoluta. Efectivamente:
administrar es ponerse al servicio de los demás. Pero en
aquella época yo no sabía que la Administración estaba al
servicio de sí misma de una forma tan trágica (es una locura
ese gusto por encerrarse dentro de normas que son tan
difíciles de dominar, para actuar a continuación). Yo no sabía
tampoco que para sacar adelante un proyecto, hacía falta des-
plegar y consumir una energía que con frecuencia no se
corresponde con los resultados.
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Por éso, cuando en diciembre de 1974 recuperé mi
libertad, sentí instintivamente que me había llegado el
momento de pasar una página de mi vida. ¡Y éso que alimenta-
ba la esperanza de que el libro abierto en parte para la música
y para la danza, no se cerraría nunca! Puede que fuera
únicamente que yo había llegado a mi séptimo ministro, y el
siete es un número áureo.
Lo cierto es que estos años pasados tratando de construir
-en el sentido pleno de la palabra- una política musical para
Francia, los he experimentado como una creación; como la
composición de una gran obra, con una obertura en forma de
serena meditación, interrumpida por los gruñidos avinagra-
dos del tam-tam "bouleziano" -lo que daba a la partitura un
toque excitante-. Después venía un primer movimiento, que
yo deseaba sólido y amplio, con los dos temas principales
cantados por los Conservatorios y por las Orquestas
regionales; un andante atormentado, cuyas disonancias, a
menudo chillonas, venían desde lejos a resolverse en un gran
acorde complejo, pero más tranquilizador y más claro: la
ópera; un "scherzo" agitado, de colores múltiples, rápidos,
con enrevesados contrapuntos y -a veces- con choques y
roces inesperados (los coros, los conjuntos concertados, los
órganos, los instrumentos de cuerda, las óperas regionales,
los festivales); en último lugar, un final que nunca se acabará,
lleno de destellos, de corazones y de amores contrariados, en
forma de movimiento perpetuo con temas que parecen
nuevos por completo y que en seguida son arrastrados por la
rueda del tiempo: la creación musical de cada día. En realidad,
al sentir que iba avanzando paso a paso en esta nueva
partitura, es por lo que he podido durante casi diez años
mostrarme casi enteramente infiel a mí mismo...
Pero, se medirá, ¿ha sido verdaderamente usted el que ha
creado el Servicio de la Música?
Desde Lully no había habido nunca en Francia una unidad
administrativa y política autónoma para la música. En efecto;
tras muchas vicisitudes y sólo desde los años sesenta, la
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música se encontraba englobada -o, mejor dicho, "enredada"-
en una Dirección del Teatro, de la Música y de las Letras.
Dejando aparte la Opera y el Conservatorio Superior Nacional
de París, la música había llegado a ser de alguna manera la
hermana pequeña olvidada del Teatro y de las Casas de la
Cultura. Y precisamente a aquél y a éstas, dedicaba el titular
de la citada Dirección lo esencial de sus cuidados y del
presupuesto de que disponía.
Precisemos un poco las cosas: hasta después de haber
asumido mis funciones c o m o Inspector general de la
e n s e ñ a n z a musical no f u é c u a n d o tuve una completa
revelación del abandono total en que se encontraba la música.
Entonces me pareció que mi línea de conducta estaba ya
trazada: o podía cambiar radicalmente la situación, o no
tendría nada que hacer en un Ministerio semejante. Gracias a
Jean Autin, que dirigía la Administración general, me volví a
encontrar con uno de los amigos más íntimos, y colabora-
dores, de André Malraux: André Beurey. Le expuse la grave
crisis en que se debatía un arte olvidado desde hacía decenios
y más escarnecido que nunca en aquel momento. ¿Para qué
ocuparme de los Conservatorios en un Servicio denominado
de "Enseñanzas artísticas", si la Dirección vecina, encargada
de la d i f u s i ó n musical, llevaba a cabo una p o l í t i c a de
abandono de los músicos? ¿Es que se me había hecho venir
para fabricar parados?
Así fué como, semana tras semana, trabajé con André
Beurey durante el invierno 1965/66. Alain T r a p e n a r d ,
consejero técnico de André Malraux para los espectáculos, se
unió después a nosotros y fué con estos dos hombres con los
que definí los primeros objetivos a conseguir y precisé luego
los medios necesarios para una política musical a escala
nacional. Gracias a nuestro trabajo en común he podido
cambiar el curso de las cosas. No olvidaré nunca aquel día de
primavera en que, en su pequeño despacho de "rué de Valois"
-cuyas ventanas ciaban sobre la perspectiva del Palais Royal-
André Beurey (que perseguía y atrapaba las ideas como una
ardilla las avellanas) e x c l a m ó c o n a l e g r í a llena de
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asombro: "¡Pero sí estamos haciendo la política musical de
Francia!".
Como contrapunto, tenía en mi mente la terrible frase
pronunciada por André Malraux en la tribuna de la Asamblea
Nacional el año anterior: "¡Después de todo, no se me ha
esperado para no hacer nada por la música!".
Al fin "se iba a hacer algo por la música". Yo sentía que
alrededor del ministro, los ánimos estaban resueltos. El
director del gabinete, miembro del Consejo de Estado,
Antoine Bernard, hombre de conciliación tanto como de
carácter, participaba en nuestros trabajos. Cuando estuvie-
ron terminados -creo que estábamos en febrero de 1966- llegó
el momento inevitable en que era necesario informar e
intentar de convencer a los responsables directos: Gaeton
Picón, Director general de las Artes y las Letras, y Emile
Biasini, según ya he dicho Director del Teatro, de la Música y
de las Letras. Este fué el primer combate, pero el combate
capital. El director del gabinete organizó algunas reuniones
entre aquellas dos "excelencias" y yo. Todo salló bastante
mal, pues habiendo anticipado ingenuamente que para hacer
revivir la música hacía falta por supuesto que hubiera
músicos, fui acusado -con cierto menosprecio condescen-
diente- de profesionalismo y de corporativismo retrógrados.
La tesis de mis contradictores era en realidad muy sencilla: los
discos, la radio y la televisión estaban ya al alcance de todo el
mundo, y por lo tanto, sise estaba tan bien servido en cuanto a
la música de alta calidad, la calidad era una obligación.
Nuestras orquestas y nuestras óperas de provincia no eran
nada buenas; nuestros conservatorios parecían más bien
grupos de aficionados y era perfectamente inútil ayudarles a
mantenerse; h a b í a que tratar de crear una maravillosa
orquesta, pero solamente una (ya que nuestros medios y
nuestra escasez de músicos de talento no nos permitirían
nunca hacer nada más): una orquesta de gran prestigio que
pudiera -desde París- irradiar su luz a toda Francia (las
orquestas extranjeras harían el resto). ¡Así preservaríamos el
dinero de los contribuyentes, haríamos desaparecer la medio-
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cridad y nos colocaríamos a la cabeza de la evolución ¡En
cuanto al pobre Landowski, corporativista, retrógrado, tan
conservador en sus opiniones (como en su música) lo único
que cabía hacer era menospreciar sus paparruchas sin más.
Yo intenté convencer a mis interlocutores de que la
música es, por esencia, un arte de participación; me esforcé
por demostrarles que los nuevos "mass-media" estaban a
punto de provocar en la gente una verdadera explosión: la
necesidad de "hacer" música por sí mismos. Me obstiné en
hacerles comprender que la música grabada constituye un
complemento maravilloso, pero sólo un complemento, de la
música en vivo, y que para tener una magnífica orquesta
hacían falta muchas, pues una flor no surge en el desierto
aislada... No hubo nada que hacer. Toda colaboración, todo
acuerdo, se revelaron imposibles.
Sin embargo les había inquietado, tanto más cuánto que
desde hacía tres años crecía la rebelión entre la gran mayoría
de los músicos que se obstinaban en no desaparecer, y entre
el propio público. Súbitamente, hacia el mes de marzo de
1966, el señor Biasini creyó que yo comenzaba a representar
un verdadero peligro para él... ¡Qué hombre tan extraño este
Sr. Biasini! Me intimidaba mucho, como me intimidan siempre
quienes van por la vida detentando la verdad y asestándola
sobre el común de los mortales con implacable autoridad.
Para colmo, tenía el poder, y desde detrás de sus gafas -que
ocultaban unos pequeños y penetrantes ojos- ponía en
práctica ante los pobres músicos paralizados, desde lo alto de
su autoridad y de sus auténticas cualidades para la acción, la
moral de la fábula de La Fontaine: "La razón del más fuerte es
siempre la mejor".
Sin embargo c o m p r e n d i ó que no p o d í a continuar
olvidando la música por más tiempo. Había tenido ya un grave
aviso dos años antes de que yo fuese nombrado. Bajo el
impulso del Comité de salvaguardia de la música, cuya
actuación no será nunca bastante alabada -estaba dirigida en
primera línea por la eficacia de Jacques Chailley y del servicial
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Albert Ehrmann -habían surgido movimientos para tratar de
defender la música abandonada. Recuerdo esta bonita y
trágica imagen de Jean Effel: un ángel sobre una nube,
llorando ante una lira rota que intenta arreglar en vano... Se
habían recogido más de quinientas mil firmas, por el Comité
de salvaguardia de la música, al pie de una petición cuyo
objetivo era "salvar la música".
¿Qué hacen los funcionarios cuando quieren enterrar un
expediente simulando que actúan? Crean una comisión. Esta
se reunió durante casi dos años y en enero de 1965 depositó
un informe considerablemente documentado, conteniendo
interesantes sugerencias. Robert Siohan, que fué el ponente,
realizó un trabajo excelente con los miembros de la comisión
nombrados por Malraux. Pero, tal como estaba previsto, al
informe no siguió nada. El Sr. Biasini, que había hecho creer
que se haría una significativa consignación presupuestaria
coincidiendo con la conclusión del informe, no pudo o no
quiso mantener su palabra. Y nada hubo en las previsiones del
presupuesto para 1966. ¿Cómo no pensar entonces que la
comisión sólo había sido nombrada para entretener a la
galería, o para calmar los ánimos? La única ganadora en esta
especie de pequeño juego irrisorio vino a ser, al final, la
administración de Hacienda, que, sin embargo, no tenía
ninguna responsabilidad en el asunto.
Así pues, fué en la primavera de 1966 cuando todo el
mundo se dio cuenta de que la comisión no había sido más
que un engaño, y los responsables de esta política -o de esta
no-política- tomaron conciencia de que la situación comen-
zaba a volverse verdaderamente peligrosa para ellos. Malraux
era demasiado listo, demasiado sensible, demasiado inteli-
gente para no haber sentido, a pesar de no ser especialmente
músico, que era necesario hacer algo importante en este
terreno, y hacerlo pronto: que hacía falta actuar, no de una
manera centralizada, "parisina", sino democráticamente y a
escala nacional.
En esa coyuntura fué cuando el Sr. Biasini, apoyado por el
Director general de las Artes y las Letras -un filósofo de
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elevada cultura, pero que no conocía más que de lejos los
problemas específicos a los que teníamos que enfrentarnos-
se dirigió a Pierre Boulez y le pidió que preparase un proyecto
para la música en Francia. Esta petición, lanzada sin que el
ministro hubiera sido advertido ni por asomo, demuestra en
qué estima se tenía a la comisión a la que se había hecho
trabajar durante dos a ñ o s , c o n gran bombo y platillo
publicitario. Esto ocurría en abril de 1966.
Edith Walter.—¿Fué una casualidad el que se dirigieran,
en esa fecha, a Pierre Boulez y no a otra personalidad?
Marcel Landowski.—No, no fué ninguna casualidad. En
los medios parisinos y para las gentes que ignoraban los
problemas de la música, pero poseían en cambio una experien-
cia real del teatro, Boulez, colaborador muy querido por Jean-
Louis Barrault, estrella ascendente de la vanguardia, parecía
el hombre de la situación. Yo no le conocía prácticamente: un
encuentro fortuito en un jurado, su participación como
"ondista" en la grabación de una música de película que yo
había compuesto veinte años antes..., éso había sido todo. Por
lo demás, yo apreciaba en su obra la seriedad de su técnica, y
aunque aquélla esté muy alejada de mí, me guardaré mucho
de enjuiciarla. Tantos músicos, grandes y pequeños, han
dicho y escrito tantas necedades sobre otros músicos,
grandes y pequeños, en el transcurso de los años... Dicho
ésto, me consta que Boulez es un hombre notablemente
inteligente. ¿Más analista que creador? Es posible. Pero, para
volver a nuestro tema, probablemente en aquel momento no
había en Francia ninguna otra persona que oponerme, aparte
de él. Por supuesto que había personalidades más famosas
que yo, pero que no hubieran querido jamás aventurarse en el
barullo económico-administrativo, e, inevitablemente, un
poco político, donde se hacía necesario estar presente...
Cuando Malraux me nombró Jefe del Servicio de la Música en
mayo de 1966, es decir un mes más tarde, evidentemente
ignoraba c o m o yo todo lo c o n c e r n i e n t e a la g e s t i ó n
hecha con Boulez por Gaetan Picón y el Sr. Biasini.
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E.W.—¿Supo usted lo que había movido a Malraux -que
veía las cosas desde relativamente lejos, puesto que se trataba
de la música- a tomar esta inesperada decisión en favor de la
música y de usted, ya que el Sr. Biasini y Gaetan Picón
estaban resueltamente en contra suya y de sus tesis?
M.L.—Puede atribuirse a su intuición esta decisión, y
seguramente la tomó previo parecer de sus consejeros.
Malraux no me conocía más que como músico; si bien es
cierto que tenía conocimiento de las notas que yo había
enviado a su gabinete, y me consta que le habían agradado. Es
cierto que Boulez, sondeado igualmente, se mostró contra-
riado: a él le hubiera gustado ser el consejero más escuchado
de un hombre como Malraux. Pero ahí no residía la principal
razón de su enfado. En realidad Boulez alimentaba un viejo
rencor hacia mí y hacia todos los que pensaban como yo;
rencor que manifestó en esta ocasión. Veinte años antes, en
un periódico que se llamaba "Paris-Comedia", según creo, yo
había puesto en duda los fundamentos filosóficos de la
música serial y las posiciones intolerantes adoptadas a este
respecto por Rene Leibowitz. Escribí entonces que, a mi
parecer, era un error de base el creer que se pueden inventar
sistemas de sensibilidad, que, de hecho, sólo podrían ser
descubiertos y luego codificados. También dije entonces que,
en mi opinión, era un error fundamental decir que ha sido
creado el sentimiento tonal, el sentimiento del reposo y de la
tensión... Newton no creó la ley de la gravitación universal: la
descubrió. Pues bien, la vida musical se basa sobre el reposo y
la tensión: ésto es algo fundamental, fisiológica y psicoló-
gicamente. Esto es lo que dije, precisando que -en conse-
cuencia- el sistema serial, al igual que la fuga o el contra-
punto, es simplemente un método de trabajo. Las técnicas de
la composición no pueden ser, en ningún caso, los funda-
mentos de la música. Y cuando se afirma que el sentimiento
tonal es un sentimiento superado porque existe el cromático
total, se comete un error capital desde mi punto de vista.
Es c o m o si se dijera que ya no hay gravedad porque
vuelan los aviones...
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Por supuesto que se podía muy bien no estar de acuerdo
conmigo, y yo había tomado la precaución de precisar que el
debate quedaba abierto; pero había cometido un crimen de
"lesa majestad serial". Fui arrojado a las tinieblas exteriores
del conservadurismo y de la mediocridad.
E.W.—Esta oposición entre Boulez y usted, ¿la ha vivido
de una manera apasionada?
M.L.—Yo no, por supuesto que no; ahora bien, hubo
apasionamiento en el pequeño círculo que en aquel entonces
era incondicionalmente serial, por una razón evidente: como
yo era despreciado por el grupo que gravitaba en torno a ese
"dominio musical", éste me adjudicó los negros designios que
tenía hacia toda música diferente, creyendo que yo intentaba
nada menos que su completa prohibición. Los sectarios
comprenden mal a los liberales, los toman por cobardes;
cuando, para mí, el verdadero coraje está siempre en tratar de
comprender a los demás. Asi pues Boulez y sus amigos
estaban persuadidos de que yo iba a intentar su muerte. De ahí
todo ese pueril alboroto.
Antes al contrario: puesto que la música serial había
tenido hasta entonces graves dificultades para afirmar su
existencia, tuve la generosidad de facilitarle las cosas. Yo
diría, incluso, de favorecerla. Me di cuenta de que había sido
injustamente combatida, y, con frecuencia, por gente que no
la conocía.
E.W.—¿Por qué, en abril de 1966, se manifestó Pierre
Boulez de forma que juzgaba mala la decisión de Malraux de
nombrarle a usted Jefe del Servicio de la Música?
M.L.—En un artículo publicado en el "Nouvel Observa-
teur", él había declarado, entre otras cosas, que yo era un
músico mediocre, un personaje "insulso", sin interés y sin
imaginación. Su enfado le hizo confundir dos cosas que no
tienen nada que ver la una con la otra: el afecto o el desprecio
que se tenga por la obra de un compositor, de una parte, y sus
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cualidades de administrador y su buena fé, de otra. En aquel
momento estaba fuera de lugar el anticipar un juicio, puesto
que yo empezaba a dar mis primeros pasos...
Hay dos formas de intolerancia. La intolerancia apasio-
nada de un Berlioz, pura y hermosa; o la intolerancia odiosa,
de un Jdanov, degradante y mortal. Ser apasionadamente
intolerante con respecto a una obra, me parece bien; serlo
cuando se posee un poder, éso es la dictadura. ¿Está Boulez
más cerca de Berlioz que de Jdanov?
Debo decir que el "tam-tam" de Boulez, por lamentables y
llamativas que hayan sido sus declaraciones, no me ha
molestado en absoluto. Sus ataques se volvían cada vez más
irrisorios a medida que pasaban los años. Yo creo que es muy
instructivo repasar algunos de los artículos que me dedicó
durante cerca de diez años; esa será mi única respuesta.
Como a Cherubini, cuyo genio era muy difícil, se le podría
aplicar a Boulez esta frase de uno de los biógrafos del que
fuera director del Conservatorio: "¿Que no tiene Cherubini
siempre el mismo humor? ¡Pero si está permanentemente
enfadado! ". En el fondo, creo que Boulez es un hombre
desgraciado. Contrariamente a lo que todo el mundo haya
podido creer, siempre me he dicho que ser un administrador
no es vida para mí; pero hacer renacer la música sí puede ser,
durante algunos años, una razón de vivir. Yo sabía que no
podría defenderme más que por mis acciones y por sus
resultados.
Asi pues decidí que me guardaría mucho de responder, al
menos en tanto no hubiese demostrado que podía hacer algo,
que mi política -la que había propuesto a André Malraux- era
una buena política. Por éso, lo repito, es por lo que Boulez no
me ha molestado en absoluto. Por una razón: por su parte
Malraux reaccionó como el gran hombre que era, con la
' sonrisa divertida que se tiene ante un niño iracundo que no
mide demasiado bien sus palabras. Así fué como m e p i d i ó q u e
le contase lo que estaba haciendo y cómo andaba todo,
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cuando me recibió a las seis semanas de haberme nombrado.
A la terminación de nuestra entrevista exclamó: "Estoy
contento de ver que el fuego artificial de "bemoles encole-
rizados" no le ha afectado a usted". Y añadió: "Acuérdese de
una cosa: puede que sea usted insultado diariamente en
doscientos periódicos, pero éso no tendrá ninguna importan-
cia si ambos estamos de acuerdo".
Asi pues, si queremos elevar la conversación y superar
este inútil escándalo, debemos recordar que Malraux ha sido
el primer ministro que desde Luis XIV ha hecho, en
profundidad, algo irreversible por la música.
La gran decisión de Malraux fué la de crear un servicio
administrativo, o, más bien, escindir una Dirección y de ella
crear otra. ¡Cuando se conoce la Administración, se sabe lo
que es éso! El actuó: era necesario hacerlo y él lo hizo, y
además mantuvo una acción que no estaba ganada de
antemano. En su momento no se a p r e c i ó bastante la
importancia real de esta innovación. Yo era el único, en el
mundo musical, que sabía que la música había cobrado, de un
golpe, una dimensión política, y que éso podía ser el punto de
partida de un extraordinario impulso de nuestro arte... La
música tenía por fin un representante que podía expresarse
en su nombre: todos los músicos y los amantes de la música,
todos los que querían hacer algo, tenían ya éso que se
denomina un "interlocutor", y yo esperaba poderlo ser válida-
mente. El nacimiento del Servicio de la música fué sancionado
oficialmente en mayo de 1966, pero no se tomó conciencia de
su importancia hasta la noche de la "premiére" de la Orquesta
de París, cuando el público se dijo: "¡Ah! ¡Aquí ha ocurrido
algo"!.
E.W.—¿A partir de cuándo tuvo usted la posibilidad de
actuar verdaderamente?
M . L . — E n seguida. Desde mi nombramiento. A n d r é
Malraux puso a mi disposición una cobertura financiera de
seis millones de francos nuevos, lo que suponía el comienzo
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de un considerable incremento. Fué entonces cuando me
recibió Gaetan Picón. Este amigo de Malraux, hombre de
sobra cortés y de espíritu penetrante, estaba sin duda algo
perdido en la A d m i n i s t r a c i ó n . P a s a m o s juntos un rato
agradable y me dijo: "Me doy cuenta de que debía haberle
visto a usted antes... Tendríamos que haber hablado. Eso
habría evitado sin duda un buen número de sobresaltos y de
malentendidos. Pero ahora le veré con más frecuencia..." El
había comprendido... pero ya no tuvo lugar ningún otro
encuentro. Por razones que ignoro, él abandonó poco tiempo
después el Ministerio.
Siendo ya Jefe del Servicio de la Música pude abandonar
el rincón de un pasillo que me había servido de despacho
hasta entonces; tuve derecho a una pequeña sala en la que
había una mesita, una silla y una secretaria... en el piso de
encima. Era una verdadera promoción... El despacho debía
tener unos cuatro metros cuadrados. Después, unos meses
más tarde, tuve derecho a u n despacho un poco más grande...
En la Administración los ascensos se pueden medir por el
tamaño de los despachos que le adjudican a uno. Mi tercer
despacho fué todavía más amplio. Pero todavía más tarde,
descendí a la planta baja donde tomé posesión del despacho
que había ocupado el Sr. Biasini. Era toda una revancha
geográfica, y un símbolo. ¡Tres años me hicieron falta para
hacer este progreso! Por fin, en 1971 y merced a un cambio
con el Director del Teatro, Guy Brajot, me instalé en el antiguo
despacho de Gaetan Picón, el del Director General de las
Artes y las Letras. Al principio sólo trabajaban conmigo tres
personas. Cuando a b a n d o n é la Dirección de la Música
éramos casi setenta. Obtener personal del Ministerio de
Hacienda no es asunto fácil, sobre todo para la música, ¡ese
ruido tan caro producido por saltimbanquis! Recuerdo que en
el invierno de 1969 había solicitado del gabinete poder tener
dos mecanógrafas auxiliares. Malraux, que recibía de vez en
cuando a los Directores, me había convocado para repasar
conmigo todos mis problemas, en su conjunto. En mi orden
del día, yo había anotado mis dos secretarias. Volviéndose
hacia el director de su gabinete, Antoine Bernard, Malraux le
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pidió: "¿Puede usted destinar dos mecanógrafas a Lan-
dowski?". "¡Ah, señor ministro!" -respondió- "¿Sabe usted lo
que es éso? Esos puestos no están previstos en el presu-
puesto". Malraux insistió: " ¿ P u e d e o no puede usted
hacerlo?". "Pero, señor ministro...", farfulló aún Bernard.
Entonces Malraux se volvió hacia mí y me preguntó: "¿Tiene
usted verdadera necesidad de ellas?". "Así es, señor ministro",
contesté. Y dirigiéndose a Antoine Bernard, Malraux añadió:
"Entonces, ¿puede usted o no puede usted conseguirlas?
¿No? Está bien; entonces se las pediré al General de Gaulle.
¡Le he pedido ya otras cosas más difíciles...!". Bernard y yo nos
miramos con espanto...
Esta a n é c d o t a demuestra que Malraux -que era un
hombre maravilloso- tenía a mal en ocasiones descender de
su Olimpo para darse cuenta de la forma en que marchaban
las cosas en aquel mundo de la Administración... Está claro
que no llegó a molestar al General de Gaulle, y gracias a
Antoine Bernard conseguí mis dos secretarias...
Como yo estaba seguro de la confianza y de la amistad de
Malraux y de cuántos le rodeaban, fui arrancando poco a poco
los créditos necesarios.
E.W.—¿Sabía usted ya que tendría tiempo para actuar?
M.L.—Esa es una pregunta que yo no me planteé cuando
acepté encargarme del tema. Lo primero que pensé es que
tenía necesidad de seis meses para ponerme en marcha,
trazar un plan y obtener el personal necesario. Estaba
persuadido de que seis meses después podría ya liberarme un
poco, o al menos distanciarme algo y reemprender mi vida de
compositor. Fué una gran ingenuidad por mi parte. Pero creo
que fué, en buena medida, gracias a esta ingenuidad por lo
que pude conseguir lo que esperaba; pues si hubiese sabido
que mi cargo llegaría a ser un fardo semejante, seguramente
no lo habría aceptado. Dicho ésto, puse manos a la obra,
animado por una hermosa esperanza. Precisemos: a mí me
gusta construir, y construir y componer no son cosas tan
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distantes la una de la otra. Cuando asumí la responsabilidad
de la música (dejemos la lírica aparte, aunque era lo más
natural que un día u otro recibiría también esta carga), me dije que
las cosas podrían conseguirse en la medida en que yo
estableciera un plan coherente, tratando sin complacencias la
totalidad de los problemas. Para que ese plan pudiera ser
tomado en consideración por las instancias financieras y
políticas, y en particular por el Ministerio de Hacienda, era
necesario no sólo que yo hiciese saber cómo iba a llevarlo a
cabo, sino sobre todo, hasta dónde quería llegar. Porque el
gran temor del Ministerio de Hacienda es siempre el de verse
arrastrado a un agujero sin fondo. Y en éso, tiene razón. En
tanto que no se haya definido una política, así como su
desarrollo en el espacio y en el tiempo, con sus implicaciones
económicas y sus límites, es evidente que el Ministerio de la
rué de Rivoli (Hacienda) tiene la obligación de inquietarse y de
preguntar: "¿A dónde me lleva usted?".
En el transcurso del invierno 1966/67 me d i r i g í a
Royaumont, invitado por mi amigo Henry Gouin. Allí trabajé
ampliamente, lejos del tumulto, con mi principal colaborador,
Jacques Allusson, al que debo rendir homenaje aquí. El
procedía, como muchos otros, de nuestro Ministerio.de la
Francia de ultramar, y se había entregado con fé y sin
pensárselo mucho, a la aventura -un tanto loca- a la que me
había lanzado. El me ayudó a aprender mi oficio de admi-
nistrador: yo no sabía lo que era una orden o un decreto,
cuáles eran las relaciones del Consejo de Estado con el
Gobierno o con el Parlamento. Toda esta "solfa" me era
necesario aprenderla. ¿Qué hacer para presentar una ley?
¿Por qué arcanos es necesario pasar? El Secretario general
del Gobierno, el Consejo de Ministros, el Parlamento... Era to-
do un mundo que yo tenía que descubrir y debía intentar
dominarlo para poder ayudar verdaderamente a la música.
¿Mi primer cuidado y mi primera obligación? Tratar de
convencer a mi ministro. Y para ello había que presentar
proyectos serios, bien estudiados y con perspectivas bien
definidas. Por eso era necesario plantear los problemas equili-
22
bradamente. Es decir, tratar la educación musical (y a los
innumerables aficionados) de la forma más democrática
posible, por una parte, y por otra poner de relieve lo que es de
mayor prestigio en nuestro mundo: los virtuosos, las grandes
orquestas, los festivales, etc. Marcados estos dos polos, se
hacía necesario rellenar el centro: así pues, traté de trazar un
plan para diez años. Cuando estuvo completamente termina-
do, a principios de 1969, poco tiempo antes de la salida del
General de Gaulle, y por consiguiente de la del propio
Malraux, éste decidió hacer del Servicio de la Música, algo
más completo, añadiéndole el arte lírico y la danza. En efecto,
en 1966, ante mis protestas (¿sepuedehablarseriamentedela
música sin el canto?) Malraux me había dicho, con su
sabiduría: "Comience usted ya con las orquestas y con la
enseñanza; en cuanto al teatro lírico y sus sindicatos, ya
veremos más adelante".
En 1966, aparte de la Opera y de la paga de los profesores
del Conservatorio de París, había exactamente un millón cien
mil francos para toda la música (orquestas municipales,
orquestas de los conservatorios, festivales -a los que se les
había suprimido toda ayuda-, subvenciones a coros y a
diversas asociaciones). Para los conservatorios, igualmente
un millón. Asi pues, no podía haber política alguna. El mérito
de la acción que emprendimos corresponde a André Malraux
y a su gabinete, pero es necesario ante todo tener en cuenta el
empuje de la música que se sentía en el público. El fenómeno
era lento, hacía ya años que iba tomando cuerpo. El mérito de
André Malraux fué el de permitir que se le diera una respuesta.
Mi verdadero papel en este asunto fué el de un catalizador; en
el fondo, tampoco, pues ese mérito corresponde en primer
lugar a la propia música, a través de la opinión pública.
Con la salida de André Malraux, arrastrado con el General
de Gaulle por el referéndum de 1969, las peripecias de la vida
política y el destino de los hombres quisieron que -
desde 1969 a 1974- hubiese de trabajar con otros seis
ministros.
23
Edmond Michelet decidió hacer del Servicio de la Música
una Dirección autónoma. T o m ó esta decisión en solitario,
según me pareció, en el secreto desu conciencia, y la anunció
un buen día de junio, sin haber advertido de ello a los
interesados, durante una conferencia de prensa en el Grand
Palais. Esto fué para mí como una revelación, pues suponía
una etapa decisiva.
Edmond Michelet, al que desgraciadamente conocí
demasiado tarde, obraba a impulsos, lo que hacía que en
ocasiones hablase y actuase de una forma imprevista. El día
del traspaso de poderes por André Malraux, le declaró a éste
cuando me presentó a él, mirándome con extrañeza: "¡Vaya!
Le creía más viejo y con una gran barba". Con motivo de un
desayuno de trabajo en el Elíseo, Georges Pompidou había
invitado al ministro, a su gabinete y a los principales
directores. Se trataba de repasar los asuntos culturales, y el
Presidente de la República deseaba dar sus directrices. La
principal fué de envergadura. En efecto; después de exaltarse
con fuerza y muy justamente por el hecho de que el paso del
General de Gaulle por los Asuntos Culturales no hubiese
dejado -en piedra o en h o r m i g ó n - un monumento que
recordase sus años de presidencia, Georges Pompidou
anunció al ministro que había decidido que no sería igual en lo
tocante a él. Por éso había concebido el proyecto de levantar
un edificio en el "plateau Beaubourg" dedicado al arte y al
pensamiento del siglo XX. Esta declaración fué acogida en el
mayor silencio: estupefacción, inquietud (desde que una
hermosa y nueva idea se lanza, lo que prevalece es la
inquietud) durante unos instantes, alrededor de la mesa, en
aquel bello día de junio. El silencio era tal que se podía oir
volar... un empresario (como dicen los cantantes). Al fin
Edmond Michelet tomó la palabra y dijo con toda tranquili-
dad: "En cuanto a mí, lo encuentro perfecto, pues soy monár-
quico". Segundo silencio, segunda estupefacción. Nunca he
sabido lo que quiso decir con exactitud...
Fué André Bettencourt quien, por así decirlo, heredó
durante su corto paso interino por el Palais-Royal -tras la
24
desaparición de Edmond Michelet- los enfrentamientos que
ya habían comenzado con el personal de la Opera. El fué
quien, con lucidez y determinación, denunció en la tribuna de
la Asamblea ciertos extraños usos y costumbres de aquella
casa maravillosa y tiránica. Después vino Jacques Duhamel.
Enamorado de la música, fué durante dos años un verdadero
ángel tutelar para ella, y la dotó finalmente de créditos
destinados a las inversiones.
Hasta 1971 aquéllos eran prácticamente inexistentes y
estaban mezclados con los del teatro y las casas de la cultura;
d e s p u é s de diez millones de francos en 1971, obtuve
dieciocho en 1972, veinticinco en 1973 y treinta en 1974. Fué
Jacques Duhamel quien arregló los problemas de la Opera y
quien me permitió dar un ritmo más sostenido a la creación de
orquestas y liceos musicales; quien estuvo de acuerdo en
lanzar la política de construcción de auditorios y en renovar o
crear los grandes festivales: Aix, Orange, Festival de Otoño...
Con su amigo y director del gabinete, Jacques Rigaud, un
excepcional equipo profundizó y desarrolló la obra comen-
zada. A ambos, mi reconocimiento.
Con modestia bastante divertida, Edmond Michelet decía
a menudo de sí mismo: "¡Yo soy Francois Coppée sucedien-
do a Píndaro!". Por su parte, Jacques Duhamel fué -acto
seguido- el arquitecto eficaz y sensible de los proyectos del
visionario escritor. Desgraciadamente la enfermedad puso
término después de apenas dos años de trabajo, a lo que fué
uno de los grandes momentos del Ministerio de Asuntos
Culturales. Le sucedió un poeta, pues tengo a Maurice Druon
por un poeta al tiempo que gran novelista y hombre público. El
veía su Ministerio y sus funciones en clave poética. Desgra-
ciadamente no se quedó el tiempo suficiente para hacer entrar
la poesía en la Administración, que, por naturaleza, le es
refractaria... Gracias a él, a su excepcional sentido del Estado,
pude continuar fortaleciendo la puesta en práctica de los
proyectos en curso de ejecución. La muerte de Georges
Pompidou no permitió a Alain Peyrefitte más que pasar como
un meteoro, pero sólo en unas semanas había empezado ya a
25
cortar por lo sano en el problema que constituyen las
retransmisiones r a d i o f ó n i c a s y televisivas de nuestros
grandes conjuntos y centros musicales subvencionados.
Desde entonces se han realizado progresos sustanciales en
este terreno, sobre todo por Michel Guy, que sucedió en junio
de 1974 a Alain Peyrefitte.
Ya he dicho que las grandes decisiones personales se
toman de una forma misteriosa. Pasaban los años; teníamos al
séptimo ministro. Mi ansia creciente de volver a coger la
pluma, de responder a los apasionantes requerimientos
musicales, me inclino a pedir mi libertad a Michel Guy.
Aunque ciertamente yo sabía -conociéndole de tiempo atrás-
que me habría ido mal trabajando con él (pues es persona
demasiado "dirigista"), ignoraba que su gusto por la acción y
su pasión por las cosas artísticas me habrían permitido
continuar por el buen camino. Sin embargo, una voz interior
me aconsejaba volver la hoja.
Para que quedase bien clara nuestra amistad, Michel Guy
me confió, a petición mía, la misión de poner en pie un Centro
Nacional de la Música y de la Danza -a imagen del Centro
Nacional de las Letras- cuya necesidad había sentido yo
desde hacía muchos años, aunque mis trabajos como Director
no me habían permitido crear aún. El estaba convencido de
que yo debería tomar su dirección en forma eficaz. Me había
convencido de que un servicio ministerial, a causa de su
lentitud administrativa y presupuestaria, no podía en ciertos
casos ser operativo de manera directa y suficientemente ágil.
Era necesario por tanto apoyar ese Centro con un organismo
paraestatal, nutrido de fondos profesionales y gestionado por
profesionales, bajo la tutela de la Administración. Este
organismo podía jugar un papel esencial en diversos campos
a los que yo no había podido nunca llegar, a pesar del deseo
manifestado por mí en varias ocasiones. En particular para
ayudar a la música contemporánea en el campo del disco;
para ayudar a los jóvenes interpretes a organizar conciertos y
darse a conocer tanto en Francia como en el extranjero; para
ayudar a las revistas musicales que tienen a menudo dificul-
26
tades y que no pueden desarrollarse plenamente porque no se
las sostiene; para ayudar a ciertos compositores a trabajar
durante algunos años con sosiego y serenidad, sin tener que
preocuparse del sustento diario; para mantener también la
fabricación de instrumentos de cuerda y la investigación
sobre instrumentos nuevos. Un cierto número de acciones
similares hubieran podido igualmente llegar a realizarse
gracias a este organismo, tales como la edición gráfica de
obras no comerciales "a priori", las reediciones de obras
antiguas (pues nuestro patrimonio musical f r a n c é s es
considerable y, a menudo, no se encuentra o está editado por
casas extranjeras, sobre todo inglesas y alemanas). Asi pues
había todo un campo que cubrir, un amplio abanico de
acciones que me parecía necesario poner en práctica.
Yo estaba ingenuamente persuadido de que la creación
de un Centro así conseguiría los votos de todos, por el hecho
mismo del origen de los c r é d i t o s que d e b e r í a n serle
destinados, y porque repararía un grave perjuicio causado a
todos los artistas por las grabaciones particulares hechas a
partir de los discos o de la radio, además de que, por otra
parte, debería suponer un acicate suplementario para toda la
profesión. Craso error. Apenas conocido, mi proyecto fué
combatido prácticamente por todos los beneficiarios en
p o t e n c i a . Yo ya e s t a b a a c o s t u m b r a d o , y é s o no me
i m p r e s i o n ó demasiado. Evidentemente el Ministerio de
Hacienda se mostraba cauteloso y los importadores de
magnetófonos, totalmente contrarios (hay que señalar que no
hay prácticamente ninguna industria francesa de magnetó-
fonos). En cambio, volví a encontrar un sólido apoyo y una
eficaz ayuda tanto en el Elíseo, como en el primer ministro y en
su gabinete. Los acontecimientos políticos vinieron a trasto-
car mis previsiones y esperanzas, y, desgraciadamente, no me
fué permitido realizar este proyecto esencial. Nadie tomó el
relevo. La salida de Michel Guy, en junio de 1976, y la llegada
de Francoise G i r o u d , las dificultades e c o n ó m i c a s del
Ministerio -en su conjunto- y particularmente las de la
Dirección de la Música (que, en mis previsiones presupues-
tarias para 1977 había tenido que sacrificar gravemente a la
27
enseñanza), y muchas otras causas, algunas de ellas de orden
psicológico (en particular el talante de mi sucesor como
Director de la Música) han hecho que el proyecto de creación
de ese Centro haya sido abandonado en el momento de la
discusión de los presupuestos.
Mi idea era la siguiente: se causa un grave perjuicio a los
autores, compositores e intérpretes con las grabaciones
particulares efectuadas a partir de emisiones de radio y de
discos. Me apresuro a decir que esas grabaciones particu-
lares son una cosa buena "en sí", y que demuestran la
necesidad que el gran público tiene de la música. Sin embargo
cuando el señor X graba en su casa un disco, prestado por un
amigo o una fonoteca, c o n una s i n f o n í a de Brahms o
cualquiera otra obra clásica, contemporánea o ligera, está
lesionando al mismo tiempo a intérpretes y autores, porque no
hay ingreso de sus derechos a aquéllos, y también perjudica
los intereses de las casas de discos, que no venden así su
producción. La gente que practica estas grabaciones no es en
absoluto condenable porque no hay ninguna ley que se lo
prohiba. Eso sería además tan imposible como poco deseable.
Yo quería solamente poner en marcha unas "contrapartidas",
creando dos tasas: la primera, sobre las bandas o cintas
magnéticas vírgenes, cuya suma sería destinada íntegra-
mente a las sociedades de autores y de intérpretes; y la
s e g u n d a , sobre los m a g n e t ó f o n o s , es decir, sobre los
aparatos de grabación. El producto de esta segunda tasa
hubiera nutrido al Centro que yo soñaba y hubiera contri-
buido a que la música viviese mejor a nivel nacional.
En la mediación prestada por Jacques Chirac -a la sazón
primer ministro- para la ley presupuestaria de 1977, no pudo
mantener, por razones de oportunidad, más que una sola de
esas tasas, la que gravaba los magnetófonos. En cambio fué
descartada "provisionalmente" la tasa que gravaba el soporte
representado por las cintas vírgenes, lo que resultaba
claramente significativo para las s o c i e d a d e s de auto-
res.
28
Asi pues sólo se incorporó a la ley presupuestaria el
establecimiento de la tasa sobre los magnetófonos, y el
proyecto de creación del Centro Nacional de la Música.
Podíamos alimentar grandes esperanzas... Pero desgraciada-
mente y a causa de reticencias de principio ante la creación de
tasas parafiscales finalistas por parte de la comisión de
Hacienda del Parlamento, y también a causa del descontento
de las sociedades de autores (debido al abandono provisio-
nal de la tasa sobre las cintas vírgenes), el gobierno de
Raymond Barre prefirió no dar esta batalla ya que la creación
de una tasa no es nunca popular. Sin embargo, todo el mundo
r e c o n o c i ó lo bien fundado del principio de una justa
reparación del perjuicio causado por esas grabaciones
particulares...
Las reticencias de las s o c i e d a d e s de autores, las
votaciones hostiles de las c o m i s i o n e s parlamentarias,
condujeron así a Raymond Barre -¿y cómo no comprender al
nuevo primer ministro?- a reemplazar, a petición de la Sra.
Giroud-Francoise Groud, los veinte millones que habría aportado la
tasa, por otros veinte millones directamente asignados por el
Estado a la Dirección de la Música, gracias a éso que se
llama (de forma encantadora) "recettes de poche". Esos
veinte millones de francos sirvieron sobre todo para tapar
agujeros abiertos muy en particular en el sector de los
conservatorios, y permitieron acometer parcialmente tan sólo
algunos de los objetivos ambiciosos del Centro, sin que se me
advirtiera de ello, ni siquiera se me consultara. Así se desva-
neció una hermosa esperanza; la reparación de un grave daño
se encontró rechazada "sine die", y se perdió mucho dinero
para la música y para los músicos.
¡Así es cómo se detiene la vida, cuando no existe una
voluntad política firme en el corazón de aquéllos que tienen a
su cargo estas cosas! El proyecto no podía ser adoptado sin
que el Ministerio mostrase, de forma unánime, su fé en él.
Ahora bien, el Director de la Música de entonces estaba, lisa y
llanamente, en contra del proyecto, porque temía perder una
parte de su poder al obrar en favor del Centro (es decir, de mí
29
mismo). Por otra parte, una Administración "kafkiana" llegó a
inquietar al ministro que acababa apenas de asumir sus
funciones... En la posición en que se encontraba la Sra.
Françoise Giroud, yo creo que había actuado igual que ella.
De este fracaso saqué una lección: había cometido un error
mayúsculo, pues hubiera sido necesario crear el Centro antes
de mi partida... Cuando veo el considerable trabajo realizado
por el Centro Nacional de las Letras, sobre todo gracias a la
tasa sobre la reprografía, mido consternadamente el alcance
de mi equivocación y la gravedad de la falta de los que se
empeñaron en hacer fracasar semejante proyecto. Grave
error...
Ha llegado el momento de contar las etapas, batalla por
batalla, de estos nueve años (1966-1975). Creo que algunas se
ganaron, y muy en particular la principal, es decir, la que ha
permitido a muchos responsables políticos tomar conciencia
de la importancia profunda de la música; éso hará las cosas
irreversibles a pesar de las vicisitudes de la vida. Pero yo he
perdido por lo menos dos batallas después de mi partida: la
del proyecto del Centro Nacional de la Música y la de la
supresión de la Opera-Studio. Y no pude librar verdaderamen-
te, por falta de tiempo, dos combates esenciales: el desarrollo
de una animación musical popular y la renovación del apren-
dizaje musical en la escuela primaria. Esos dos combates
contienen todo el porvenir de la música en nuestro país.
Los volveré a evocar al final de este ensayo, en el capítulo
de los sueños del porvenir. Son los que, a mi juicio, deberán
dar una razón de vivir y de luchar a los que tienen y tendrán la
responsabilidad de conducir la música hacia el horizonte del
año dos mil.
30
II.—LA ORQUESTA DE PARIS
Como ya he indicado, me parecía indispensable tratar al
mismo tiempo los dos extremos de la cuestión: de un lado la
difusión de prestigio, y del otro la enseñanza popular más
democrática.
En vista de que, en 1966, yo no tenía la Opera bajo mi
tutela, el prestigio era crear en Francia, y naturalmente en
París, una gran orquesta al nivel de las más grandes del
mundo. Los músicos parisinos, por buenos que fueran,
estaban considerados en el extranjero como incapaces de
formar una orquesta muy buena. Cuestión de disciplina, de
trabajo, de espíritu, de confianza en sí mismos. Yo quise
demostrar al público francés, y más aún, a los propios
músicos, que nosotros eramos capaces de rivalizar con los mejores.
En París existían cuatro asociaciones. La más antigua y
mundialmente conocida, era la Orquesta de la Sociedad de
Conciertos del Conservatorio, que había sido conducida
31
desde hacía cien años por los más grandes directores del
mundo. La comisión formada en 1962 por André Malraux
había tenido ya la idea de transformarla en una orquesta más o
menos oficial. La idea era excelente. El que la había lanzado
era mi amigo R a y m o n d G a l l o i s - M o n t b r u n , director del
Conservatorio en aquel momento, y, por tanto, presidente de
la Orquesta. Resumiendo personalmente la idea, propuse
en seguida a los músicos de la Sociedad de Conciertos que
disolvieran su asociación a fin de poderla transformar en una
orquesta oficial cuyos músicos serían remunerados por los
poderes públicos. No les oculté que ello supondría cierto
número de contratos nuevos, que no habían conocido nunca.
Fué para ellos una verdadera revolución. Quiso la suerte que
los tres músicos que dirigían la asociación, Georges Tessier,
secretario general, Jacques Balout, su adjunto, y André
Wesmael, jefe de personal (desgraciadamente desapareció
después), comprendiesen rápidamente el interés capital de
esta transformación. Sin ellos y sin el apoyo vigilante de
Raymond Gallois-Montbrun, yo no habría conseguido llevara
cabo dicho cambio. El excelente violinista Georges Tessier
fué el alma del proyecto; haciendo gala de una determinación,
de una competencia y de una energía y fuerza de persuasión
excepcionales, llegó a convencer a la gran mayoría de sus
compañeros, tras muchas y laboriosas conversaciones. Y así
fué como los músicos de la Sociedad de Conciertos del
Conservatorio, reunidos en asamblea general, aceptaron
convertirse y formar la Orquesta de París.
Plantearon una c o n d i c i ó n previa: que los m ú s i c o s
titulares de la Sociedad pudieran tener prioridad para superar
el concurso de "reclutamiento": es decir, que las pruebas se
hicieran en dos etapas. La primera, restringida para ellos, y la
segunda, abierta a todos, tanto a nivel nacional como interna-
cional. Charles Munch, al que yo había ya sondeado para ser
el director de la orquesta, y yo mismo, aceptamos de entrada
esta petición, que equivalía a un reconocimiento de los
servicios eminentes que ellos y sus antepasados habían
prestado a la m ú s i c a . Esta d e c i s i ó n , sin embargo, f u é
discutida por quienes buscaban luchar contra mis proyectos,
32
y llegaron a hablar de "remiendos" mediocres, porque una
docena de músicos, entre los más veteranos o más brillantes,
fueron aceptados sin concurso previo, a título excepcional,
para la creación de la Orquesta. Yo les dejé hablar, sin
inmutarme, pues no sólo me parecía justa nuestra decisión,
sino incluso muy beneficiosa, al hacer convivir a músicos
curtidos con la masa de jóvenes que me constaba que íbamos
a reclutar.
E.W.—¿Cuántos músicos deseaba usted para la Orquesta
de París?
M.L.—Ciento diez, para empezar. Había previsto los
medios para contratarlos a partir de octubre de 1967, es decir
para un trimestre. Al haber sido declarada prioritaria la música
por André Malraux, los créditos necesarios para la Orquesta,
para una anualidad completa, fueron consignados en el
presupuesto de 1968.
El nombre de esta nueva orquesta planteaba un proble-
ma: como instrumento de prestigio para la música francesa,
A n d r é Malraux hubiese deseado llamarla O r q u e s t a de
Francia; pero estaba la ciudad de París, que debía participar
en la financiación de la operación con un 33%, y lo hacía -todo
hay que decirlo- sin el entusiasmo de sus responsables
financieros. El severo y difícil tesorero de la ciudad, Christian
de La Maléne, me recibió después de que, con mucho trabajo,
conseguí obtener una cita con él, diciéndome: "No tengo
dinero". Esta declaración inicial, que parecía sin apelación, se
suavizó felizmente, pues bajo su ruda apariencia, era hombre
con sensibilidad. Conseguí ganar la causa con el apoyo del
amable, aunque tímido, Paul Minot, a la sazón presidente de la
Comisión de asuntos culturales de la ciudad de París. Al
aportar el Consejo General del Sena el 17%, y el Estado el 50%,
la financiación de la Orquesta estaba asegurada.
Antes de proceder al reclutamiento de la Orquesta me
hacía falta establecer el reglamento interno con todo detalle.
Tres nuevos elementos, c o n s i d e r a d o s entonces c o m o
33
abominables por ciertos miembros del sindicato de músicos
de París, fueron incluidos por mí en el texto propuesto a los
candidatos. Por de pronto habría un control periódico de
rendimiento, obligatorio y cuatrienal, teniendo cada músico
que tocar sólo ante un jurado presidido por el director de la
orquesta. Como contrapartida, cada control superado con
éxito supondría un incremento del sueldo. Por otra parte, los
servicios de cada músico serían computados individualmente
en el futuro, cosa que no se practicaba ni en la Orquesta de la
Radio ni en ninguna otra formación sinfónica de Francia. Asi
que cuando solamente tres músicos -pertenecientes a una
orquesta de cien profesores- eran necesarios para un ensayo,
se contaba también a los restantes noventa y siete como si
hubieran cubierto un servicio... Finalmente se establecía la
dedicación exclusiva (salvo la enseñanza o por un motivo
artístico mediante acuerdo excepcional), para evitar que los
músicos llegasen agotados a la hora del concierto... ¡por
haber estado grabando música de películas o discos de
música ligera durante todo un día!
Desde mi punto de vista y del de todos los músicos que
tenían conciencia de su responsabilidad, y yo diría más, de su
supervivencia, tales obligaciones eran fundamentales. Sin
embargo me valieron una soberbia protesta general de parte
de un grupo de músicos procedentes en su mayoría de los
teatros líricos nacionales y que, según me pareció, se
contaban entre los mejores. Ellos veían allí un ataque en toda
regla contra sus privilegios. Siendo en su mayoría unos instru-
mentistas de primer orden y unos lectores excepcionales, no
dudaron en hacerme ver que debían su brillante situación a su
talento (cosa que era cierta) y que no eran responsables de
tener que estar al mismo tiempo en la Opera por la noche y
solicitados»para grabaciones durante el día, de todas partes...
Añadieron que si, a veces, se resentía su interpretación por las
noches, a causa de la fatiga, ello se debía sobre todo a la
mediocridad de los directores de orquesta y a la espantosa
monotonía de los programas operísticos desde hacia varios
años...
34
Yo me mantuve firme, por supuesto, pues poner en pie
una orquesta ejemplar era algo que yo le debía a la música y
que me debía a mí mismo; si no, el esfuerzo económico
aprobado por los poderes públicos no hubiera tenido el
menor sentido. Se desarrolló una gran ofensiva para impedir
que la orquesta viera la luz. Por una parte, los delegados de las
orquestas de la Opera y de la Opera Cómica, convencieron a
Georges Auric, a la sazón administrador de la R.T.L.N.
(Reunión de los Teatros Líricos Nacionales) de que yo quería
simplemente destruir sus dos orquestas, ofreciendo sueldos
muy superiores a los que él mismo permitía. Por otra parte, al
poner en guardia a todos los eventuales candidatos ante los
reglamentos denunciados como leoninos, "destinados a
hacer de los desgraciados futuros músicos de la Orquesta de
París unos esclavos ligados al más s o m b r í o destino",
afirmaban además, de pasada, que nunca existirían los
créditos necesarios: que la empresa nacía muerta y que todos
los músicos sabían de sobra que el gobierno no quería más
que la recesión de la música, y nunca su expansión...
Mientras tanto se aproximaba la fecha del concurso y se
endurecía la oposición. Un buen día supe que el sindicato de
músicos de París acababa de arrojar su "veto" sobre el
concurso, es decir, que había prohibido a sus miembros que
se presentasen a él. ¡En qué extraña situación me encontraba!
Creaba ciento diez nuevos puestos de trabajo para unos
músicos que se quejaban amargamente desde hacía años de
ver sus efectivos profesionales en constante disminución;
daba finalmente a los músicos franceses la posibilidad de
trabajar en unas condiciones serias, con sueldos de entre los
mejores de Francia, y de constituir una formación de gran
prestigio; pensaba ayudar a que la Radio y la Opera aportasen
más rigor y disciplina a sus orquestas... y encontraba enfrente
de mí, con una aureola de escepticismo burlón y de inquieta
hostilidad, a los representantes de los músicos de orquesta, al
administrador de la Opera y, en menor medida, a la adminis-
tración de la Radio, cuya negativa acción por suerte estaba
contrarrestada por la presencia de un responsable musical
que se llamaba Michel Philippot.
35
Debo decir aquí que, en casi todas mis iniciativas en favor
de los músicos, hube de chocar en cada ocasión con la
oposición de los que iban a ser sus principales beneficiarios.
Es una constante del espíritu francés el oponerse, protestar,
quejarse, reclamar...; pero en el momento en que se propone
un cambio, se da por supuesto que va destinado al vecino,
pues en el fondo, cada uno de los gruñones no está tan
descontento de su suerte.
Así pues, ante este "veto" convoqué a los delegados
sindicales. Al asumir la responsabilidad de tratar de anular la
creación de ciento diez puestos nuevos y de impedir que
ciento diez músicos se ganasen la vida con gran holgura, -les
dije- ustedes adoptan una postura indefendible, con todas las
consecuencias que ello comporta. Les pedí que anulasen, sin
más dilación, aquella prohibición contraria a los intereses de
la música y de los músicos. Debo decir que yo ya sabía que
bastantes músicos, a pesar del sindicato, se habían inscrito en
el concurso y habían mantenido firme su inscripción. Yo
estaba seguro de que el buen sentido y la amistad triunfarían.
Al salir estos delegados de mi despacho y siendo efectiva-
mente algunos de ellos amigos mios, enviaron telegramas a
sus federaciones para revocar la consigna. Para dejar claros los
diversos aspectos de la cuestión, debo también precisar que la
homologación de los sueldos y de las diversas obligaciones
de las restantes y principales orquestas parisinas -las de la
R.T.L.N., las de la Radio y muy en particular la Orquesta
Nacional, que no era todavía "de Francia"- con la Orquesta de
París, se había debatido largamente entre las tres adminis-
traciones ante la presencia vigilante del Ministerio de
Hacienda. Se trataba de impedir diferencias entre unas
formaciones y otras -siempre peligrosas- y, por consiguiente,
de equilibrar al máximo las ventajas y las obligaciones que
diferían según los casos. Aunque indudablemente habíamos
tomado similares precauciones, Georges Auric, engañado
por su gente, terminó por inquietar a André Malraux, quien,
muy amistosamente me hizo partícipe de esa inquietud. Yo le
tranquilicé sin dificultad; más difícil fué conseguirlo con
36
Georges Auric, que estaba completamente persuadido de que
yo había querido destruir la orquesta de la Opera. Poco
después de la creación de la Orquesta de París, creación que,
por supuesto, no causó ningún problema a la de la Opera,
volvimos a ser los mejores amigos del mundo. Comimos
juntos cerca de la sede de la Sociedad de autores, composi-
tores, escritores y músicos; había en el menú un suntuoso
lenguado "poché" que gustó mucho al fino sibarita Georges
Auric...
Habiendo asegurado las finanzas, fui a reunirme con
Charles Munch en su encantadora mansión de Louveciennes.
Fué hacia mayo o junio. Yo conocía mucho a Charles Munch,
pues había sido discípulo suyo de dirección de orquesta en el
Conservatorio, y él había montado mi Segunda Sinfonía dos
años antes. Yo le tenía un profundo afecto y admiración.
Cuando le propuse que asumiera la dirección de la Orquesta
de París y le hice ver que era el único que lo podría hacer en
Francia, sonrió de esa manera encantadora que sus amigos
conocían bien y, después de un largo silencio -rico en
maliciosas reflexiones- me respondió: "¡Vamos a beber un
poco de whisky!". Lo que significaba: yo acepto. Me sentía
dichoso. A buen seguro que para él la sorpresa no había sido
total, pues su sobrina y amiga nuestra, Nicole Henriot, la
deliciosa y gran pianista, había preparado el terreno con
mucha habilidad.
Charles Munch, como casi todos los grandes directores
internacionales, desconfiaba bastante del talante de los
músicos franceses. Su ruptura -diecisiete años antes- y en
condiciones muy desagradables, con los representantes de la
Sociedad de Conciertos de la época, le había dejado herido.
E.W.—¿Era Munch una buena baza en sus manos?
M.L.—Mucho más que éso. Era la condición misma para
el éxito, a partir de las bases que yo había establecido. Pero, a
pesar de su inmenso prestigio, los escépticos y los adversa-
37
ríos no depusieron las armas. Decían que era demasiado viejo
y que nunca haría trabajar a la orquesta. En el verano de 1967,
durante el Festival de Aix-en-Provence, los medios bien
informados no ocultaban su certidumbre de que la orquesta
iba al fracaso antes de haber nacido. Decían que aquel
conjunto era completamente inútil, en el fondo, y que nunca
llegaría a ver la luz...
Faltaba instalar la administración, la sala de ensayos,en
fin, todo ese mundo... Estando cerrada desde hacía tiempo la
"Gaité-Lyrique", solicité de la ciudad de París que la pusiera a
disposición de la Orquesta y que hiciera en ella los arreglos
indispensables. Nuestra política estaba ya entonces definida,
con Charles Munch y con Georges Tessier. Darle a una
orquesta un alma, una cohesión, una personalidad, un
repertorio, necesita de muchos ensayos: como el Consejo
General del Sena aportaba una parte no despreciable de la
financiación, se decidió que al menos durante los primeros
tres o cuatro años, se harían bastantes repeticiones de cada
programa de la orquesta para ofrecerlo -cuatro o cinco
veces- en el Teatro de los Campos Elíseos, en el Théátre-de-
la-Ville o en la "Gaité-Lyrique", así como en algunas salas de la
periferia parisina. La orquesta estaba llamada a convertirse lo
más pronto posible en un instrumento de prestigio, y, al
mismo tiempo, en un "misionero" musical en una tierra
desheredada la mayoría de las veces. En este sentido, el relevo
fué tomado, dos años después, por las tres Sociedades
sinfónicas de París, y, más tarde, por la Orquesta de lUe-de-
France.
La fecha del primer concierto estaba fijada para el 14 de
noviembre de 1967. Nombrado por Malraux en mayo de 1966,
yo me había dado un año de plazo para conseguir esta
creación, primordial desde mi punto de vista, ya que debía, en
efecto, permitirnos resaltar nuestra voluntad de acción, el
retorno de la tendencia hacia la música francesa que se había
ido encogiendo como la "piel de zapa", y nuestro firme deseo
de huir de las malas costumbres rutinarias que habían
causado tanto daño a nuestra música. Como al mismo tiempo
38
yo estaba poniendo en marcha las orquestas regionales de
Lyon y de la región de Loire, en Angers y en Nantes, asf como
la creación de los dos primeros Conservatorios regionales
oficiales, con horarios ordenados, ese 14 de noviembre de
1967 tenía todo el aspecto de constituir un momento crucial. El
éxito nos autorizaría a lanzar una política ambiciosa; por el
contrario, el fracaso, condenaría a muerte, sin duda, mi
empresa y mis esperanzas.
Algún tiempo antes del gran día, Malraux me comunicó
que, por no salir nunca de noche, asistiría a uno de los últimos
ensayos, cosa que hizo efectivamente. Fué en el Teatro de los
Campos Elíseos mientras la orquesta trabajaba la Sinfonía
"Fantástica" de Berlioz. Se s e n t ó a m i l a d o y s e q u e d ó un largo
rato absorto y atento. Al terminar, le dije: "Señor ministro,
sería bueno que dirigiese usted unas palabras, al menos, a
Charles Munch y a los músicos, si le parece". Malraux subió al
escenario y p r o n u n c i ó , estas palabras, más o menos:
"Señores, veo que tienen ya una extraordinaria cohesión para
haber trabajado juntos tan poco tiempo todavía. Ustedes van a
constituir nuestra gran orquesta de prestigio, y yo les doy las
gracias, en nombre de Francia".
Por fin llegó la gran velada del 14 de noviembre en el
Teatro de los Campos Elíseos, con "La Mer", el "Canticum
Sacrum" (de Stravinski) y la "Fantástica". Yo tenía un "trac"
espantoso... Fué un triunfo. Recuerdo que cenamos después
con Munch, que estaba terriblemente nervioso. "Temo -me
confió- que digan mañana en la prensa que se ha gastado
mucho dinero en un director de orquesta viejo y sin interés".
Munch era la música y la modestia personificadas.
Pero nada se gana de una forma definitiva. Muy pronto,
por desgracia, Munch se puso enfermo. En su lugar, Serge
Baudo -que había sido su muy notable director-adjunto
realizó una brillante gira por la URSS, y después, en el otoño,
el propio Munch hizo triunfar a la Orquesta en los Estados
Unidos. Fué en Nueva York donde Herbert von Karajan, al
asistir a uno de los conciertos, gritó: "¡Fabulosa orquesta!".
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Unos días más tarde, al terminar un concierto, Charles Munch
moría en plena gloria... Y luego pasaron los días, los meses,
los años. Desaparecido Munch, apoteósicamente, Karajan
aceptó ser consejero artístico durante dos años. Yo lamenté
profundamente que, siendo la Orquesta de Berlín su hijo más
querido, y estando muy ocupado con sus restantes activida-
des, no pudiese dedicar a la Orquesta de París el tiempo de
presencia m í n i m o que me p a r e c í a necesario para una
orquesta tan joven. George Solti tomó la batuta, e hizo gala de
su fogosidad y de su pasión habituales: inmensos progresos
fueron realizados por nuestra joven orquesta. En la actuali-
dad, Daniel Barenboim, músico de dotes extraordinarias, ha
comunicado a la Orquesta de París su personalidad y ha
desarrollado sus posibilidades con coraje y acierto.
Desde la creación de la Orquesta de París se planteó sin
cesar el problema de las salas de concierto, y sobre todo, de
ensayo, pues éste es uno de los grandes inconvenientes que
tiene París para la música. Por ello, cuando en 1970 el
presidente de la C á m a r a de Comercio de París vino a
proponerme financiar la adaptación de la sala en construc-
ción del Palacio de Congresos en una gran sala de conciertos,
de ballet y de ópera sin decorados, de casi cuatro mil butacas,
no dudé en aceptar. Contrariamente a lo que algunos hayan
podido decir o escribir por estar acostumbrados a salas más
pequeñas, la acústica es muy pura y nítida, y va mejorando
gracias a los trabajos y retoques efectuados. Sin duda es
demasiado grande y se hace difícil la comunicación y el
contacto en las obras que exigen una cierta intimidad. Al verse
desde lejos, uno cree que se oye también desde lejos y que,
por lo tanto, se oye mal. Pero es una gran sala popular; si no
existiera, cientos de miles de personas no habrían podido
escuchar a la Orquesta de París. Una sala de espectáculos,
como pasa con un apartamento, se va "viviendo" poco a poco.
Es necesario que la música se acostumbre a encontrar su sitio
en ella, a "sentirse a gusto" en ella. Un periodista llegó a
escribir que esta sala era otro escándalo análogo al de la
Villette. En este caso, yo reivindico la total responsabilidad, y
c u a n d o - e n cada concierto de la Orquesta de P a r í s - v e o esa
40
inmensa nave completamente atestada de público, me
felicito de ese "escándalo".
Actualmente creo que los méritos excepcionales de la
Orquesta de París ya han sido reconocidos. Sólo sonaba el
"tam-tam" furioso de Boulez que no quería reconocer el éxito.
De tarde en tarde, desde Nueva York, Royan o Alemania, se
oía su "gorjeo" gruñón. Pero ¡milagro!, desde el día que dejé
su presidencia (ya no soy más que presidente de honor), esta
"mediocre" orquesta -que no era sino una caricatura, un
remiendo- se volvió digna de acoger a Boulez, incluso con
mucha frecuencia. Invitado a dirigirla hasta 1975, a solicitud
mía, o a confiarle las obras de su pluma, siempre recibí cartas
de rechazo altivo, por otra parte escritas en inglés... ¡Golpe de
varita mágica! Mi salida le ha devuelto su valor a la Orquesta
de París... En realidad es bueno que haya un "tam-tam"
enfurecido entre bastidores, pues éso impide que uno se
duerma en los laureles.
Pero, después de sus diez años de existencia, todo ésto
carece ya de importancia. Creo que se puede decir que la
batalla de la Orquesta de París se ganó, y que, por medio de
ella, lo fué también para todas las orquestas restantes. Se
g a n ó por sus m ú s i c o s , por C h a r l e s M u n c h y por sus
sucesores, y por el amor a la música. Pero las batallas de esta
naturaleza hay que volverlas a ganar cada día, pues solo
importa el trabajo. Y la disciplina.
41
III.—LA EDUCACION MUSICAL
E.W.—¿Tiene usted la convicción de haber ganado la
batalla fundamental de la educación musical?
M.L.—Por desgracia, es una constante que Francia,
desde hace decenios, sea uno de los países occidentales más
atrasados en lo que concierne a las enseñanzas artísticas, y
que la organización que reina en ellas -no digo de derecho,
pero si de hecho- sea también una de las menos democráticas
que existen. Si, desde hace treinta años, las cosas se han
agravado todavía más en el Ministerio de Educación, la
situación en el de Asuntos Culturales ha comenzado a
enderezarse claramente desde 1966. Es necesario no olvidar-
especialmente en el campo de la música- que hay dos grandes
sectores que mantienen escasas relaciones entre sí (lo que,
por otra parte, es una desgracia): el de la educación para
todos, en las escuelas, y el de la enseñanza especializada, en los
conservatorios. Yo no habría de conocer, directamente, más
que este último.
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Sin embargo, de la escuela pública nos ocuparemos
también más tarde. Por lo que respecta a los conservatorios o
escuelas de m ú s i c a , si hacemos un p o c o de historia,
c o m p r o b a r e m o s que (sin detenernos en los s u b s i d i o s
concedidos por la monarquía a diversas escuelas musicales
religiosas o de música sacra, ya que las cosas son poco
comparables con nuestra sociedad actual) no fué hasta el año
1789 cuando la Revolución francesa encomendó a Sarretteun
plan de enseñanza musical que permitió a éste fundar el
Conservatorio de París. Ese plan, que preveía la organización
de escuelas de música en toda Francia, no fué aplicado hasta
fines del siglo XIX, pues en realidad hacia 1795 lo que nació
fué tan sólo lo que todavía hoy es nuestro Conservatorio
Nacional Superior de Música, que podemos considerar como
nuestra primera escuela popular de música. Por cierto que
hombres como Mirabeau y Condorcet reconocían a la música
una gran utilidad social. Daunou la definió en un informe
sobre la instrucción pública en los siguientes términos: "Al
leer a los antiguos filósofos impresiona el amplio espacio que
concedían a la música en sus escritos y en sus instituciones...
Nos ha bastado comenzar a vivir bajo leyes republicanas para
comprobar la profundidad de esta sabiduría antigua y para
sentir la necesidad de aplicarnos la lección. La experiencia ya
ha podido enseñarnos lo que significa para la libertad ese arte
que, más que cualquier otro, cautiva el pensamiento, fascina
la imaginación, hace arder las pasiones humanas, imprime a
las multitudes afectos unánimes y pone de acuerdo al mismo
tiempo a innumerables voluntades...". ¡Sería necesario que
todos los filósofos y los hombres públicos de hoy pensasen de
la misma manera!.
Asi pues, desde 1795 se realizaron esfuerzos para poner
en pie una enseñanza musical democrática; pero es necesario
reconocer que fué sobre todo a partir de la III República (y
desde sus comienzos) cuando se afirmó una verdadera
voluntad política. En 1884 veinticuatro escuelas denominadas
" n a c i o n a l e s " r e c i b í a n del Estado una ayuda global de
d o s c i e n t o s mil f r a n c o s , d e d i c á n d o l e s las r e s p e c t i v a s
ciudades doscientos setenta y cinco mil. Es decir que estaban
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casi a la par. Pero, desgraciadamente, las cosas iban a
cambiar. En efecto, entre 1884 y 1914 el desequilibrio se
a g u d i z ó gravemente (el Estado 121.675 francos, y las
ciudades 736.335 francos). En 1930 la diferencia llegó a ser ya
abismal (139.000 contra 5.968.842 francos), para cuarenta y
cuatro escuelas. Y ese abismo no hizo más que ahondarse
hasta 1966. Hoy, para más de cien escuelas, la participación
del Estado se aproxima, en número redondos, a los veinti-
cinco millones de francos, en tanto que los municipios
aportan trescientos millones, sumas aún insuficientes, pero
que permiten iniciar una rectificación del rumbo. A pesar de
todo y como veremos luego, lasolución no es sólo económica,
pues implica transformaciones de las estructuras y modifica-
ciones de las ideas.
La depresión de la ola, los momentos más negros, se
sitúan entre 1960 y 1966; la doctrina del Director del Teatro, la
M ú s i c a y las Letras, era muy clara: nuestras escuelas
nacionales, salvo algunas e x c e p c i o n e s , son más que
mediocres y nunca tendremos dinero bastante para volver a
levantar su nivel; c o m o su existencia ha llegado a ser
perfectamente inútil, habida cuenta de las profundas
mutaciones experimentadas gracias a los discos, la radio,
etc, etc., que han dejado sin objeto el oficio de numerosos
músicos, es perfectamente inútil ocuparse de ellas... Algunos
c í r c u l o s vanguardistas m a n t e n í a n t a m b i é n esta o p i n i ó n
egoísta y antidemocrática, que dejaba sentir su influencia en
los medios políticos y mundanos de París.
El Ministerio de Asuntos Culturales siempre estaba falto
de recursos económicos y semejante visión de las cosas, muy
elitista, seducía mucho al poder. Si el esnobismo tiene unas
cualidades inmensas y se encuentra a veces en el origen del
descubrimiento de grandes artistas, porque tiene un lado de
riesgo y de aventura, es sin embargo el coto privado de los
ricos y, en todo caso, de los privilegiados de la cultura.
Ciertamente es necesario cultivarlo y cuidarlo, pero no se le
debe dejar que domine en los ambientes culturales. Pues de
hecho el "snob" ignora, o quiere ignorar la extrema indigen-
45
cia de la inmensa mayoría de la población y, por consiguiente,
se mantiene distante de los problemas de primordial
importancia. ¿Para qué mantener óperas en Avignon, en
Bordeaux, en Lille, piensan algunos, si no podrán ser como
Salzburgo? Y lo mismo piensan con respecto a los conser-
vatorios: es inútil enseñar violín o piano a unos niños que no
serán nunca un Menuhin o un Rubinstein, un Thibaud o una
Marguerite Long...
Como ya he dicho antes y a fin de enderezar el timón
" p s i c o l ó g i c a m e n t e " ante A n d r é Malraux, yo necesitaba
preparar un proyecto de organización a escala nacional y un
reglamento de estudios adaptado de una parte a las
necesidades de los aficionados, y de otra a las necesidades de
trabajo de los aspirantes a profesionales.
En 1966 había cuarenta y cuatro escuelas municipales,
denominadas "nacionales", subvencionadas entre un uno y
un dos por ciento; en 1978, ciento quince conservatorios
regionales oficiales, escuelas nacionales y agregadas, con
subvenciones entre un ocho y un nueve por ciento, de media.
En 1966, un millón de francos; en 1978 veinticinco millones.
Así es como se hizo un serio esfuerzo por parte del
Ministerio de Asuntos Culturales, esfuerzo que deberá aún
acentuarse más; pero la verdadera solución no pertenece a
ese Ministerio, sino al de Educación. En efecto, si el Ministerio
de Asuntos Culturales ha marcado una política, ha mostrado
el camino, ha ayudado a hacer renacer la necesidad de la
práctica musical, su acción se vuelve hoy contra él, de alguna
forma. No puede recoger en los centros municipales subven-
cionados a todos los niños que quieren aprender música, y no
puede ayudar a todos los municipios a mantener sus escuelas
de música. Hay más de mil, que agrupan a seiscientos o sete-
cientos mil niños... Asi pues la música está a punto de
convertirse en un fenómeno social. Un ejemplo impresionan-
te: en 1966 se vendieron en Francia cuatro mil pianos, y en
1977 han sido veinticinco mil; y lo mismo ocurre con los
violines, las guitarras, etc.
46
Puesto que en 1966 yo presentía -al igual que todos los
que vivían profesionalmente la música- la explosión que se
avecinaba, y puesto que yo sabía que la música es el arte de la
participación por excelencia, traté de crear el marco de una
organización a escala de todo el país, apoyándome en los
enseñantes de las escuelas subvencionadas existentes y en
los municipios afectados. Se puede decir que los modelos
propuestos por el Ministerio de Asuntos Culturales han
empujado a numerosos municipios a crear conservatorios. Si
entre ellos, aún muchos no están subvencionados, sin
embargo contribuyen al desarrollo musical del país.
Cuatro grandes objetivos fundamentales han guiado mi
actuación: tratar de reducir el número y la importancia de los
"desiertos musicales", mediante la creación de las escuelas
"agregadas"; permitir una selección democrática de los niños,
posibles candidatos a profesionales, a través de la implanta-
ción de las clases con horarios ajustados, clarificar y hacer
más eficaces e interesantes los estudios para los alumnos
aficionados, que son el mayor número, por medio de la
instauración del diploma de fin de estudios; y finalmente,
hacer de forma que cada conservatorio sea en lo posible un
foco de animación musical en la ciudad y fuera de la ciudad,
mediante conciertos educativos, presentación de instru-
mentos en las clases primarias por los profesores y por los
alumnos. Así es como se articulaba mi plan, que exigía, por
supuesto, créditos suplementarios relativamente importan-
tes.
Muy pronto choqué con numerosas dificultades. La
primera por el hecho de que cuando se comienza una política,
es necesario hacer las cosas por etapas; en consecuencia, me
había fijado como regla ayudar económicamente y transfor-
mar pedagógicamente las escuelas por tramos sucesivos,
pero de forma completa por lo que respecta a cada una de
ellas. Resultó que las que no fueron ayudadas con carácter
prioritario se convirtieron en focos de descontento... Así fué
como, desde 1968, comencé a recibir imponentes delegacio-
nes de alcaldes y de concejales que venían a protestar ante mí
47
(y hacían lo mismo ante el ministro) porque los créditos suple-
mentarios que yo había obtenido, estaban destinados en su
totalidad a sólo dos conservatorios -Toulouse y Reims- que
habían sido promovidos a conservatorios regionales oficiales,
y a la mejora de las subvenciones a tres escuelas nacionales.
Estas embajadas de representantes eran bastante compren-
sibles, pues desde hacía años y por la pérdida del valor del
dinero, las subvenciones disminuían regularmente en tanto
que las cargas no cesaban de aumentar. Al final se concedió
un poco de dinero complementario, y pareció normal y
equitativo que este "mamá", aunque modesto (no llegaba a un
millón de francos) se repartiese entre las cuarenta y cuatro
escuelas existentes. Intenté que se aceptase el razonamiento
inverso, y, al mismo tiempo, dos criterios básicos, a fin de
obligar a los poderes económicos a no detenerse a mitad de
camino. De esos dos principios, el primero era que la subven-
ción no debía ser ya nunca más una especie de limosna, sino
que habría de ser fijada por completo mediante un contrato
entre el Estado y los ayuntamientos, contrato que subor-
dinaría la subvención de aquél al cumplimiento de ciertas
normas en cuanto a la p r o p o r c i ó n de los sueldos del
profesorado tomada a su cargo por el Estado, al número de
enseñantes y al respeto de un reglamento pedagógico. Así
combatiríamos eficazmente la erosión monetaria. Mi segundo
principio (de cuya equidad me daba la mejor prueba la
diligencia de los alcaldes) era que una vez puestos en
movimiento, las cosas habrían de marchar por sí mismas. La
presión de todos los interesados, entre ellos numerosos
parlamentarios, no podía sino robustecer nuestra política. Si,
por el contrario, yo hubiera distribuido "migajas" a cada uno
anualmente, eso no habría cambiado nada para ninguno, en la
realidad, y el esfuerzo permitido por el Ministerio de Hacienda
habría sido considerado con toda seguridad por éste como
excepcional y por tanto no renovable. En tales condiciones no
habríamos avanzado un sólo paso, ni unos ni otros. Hacía falta
vincular el esfuerzo económico del Estado a una política
progresiva de contratos. Debo confesar que, al principio, no
se prestó demasiado crédito a mi propuesta; no había ninguna
confianza y el "más vale pájaro en mano..." fué durante
48
bastante tiempo el argumento esgrimido por los que aún
esperaban. ¡Cómo no comprenderlo, después de tantos años
de abandono! Cuando me marché en 1975, aquella descon-
fianza h a b í a y a d e s a p a r e c i d o para dejar paso a una
impaciencia, muy justificada. Sin embargo, la máquina ya
estaba en marcha...
En cuanto al plano pedagógico tuve que librar tres
principales combates: por los horarios ajustados, por el
diploma de fin de estudios y, finalmente, contra un solfeo
enemigo de la música.
¿Por qué unos horarios ajustados? Desde siempre, y en
particular desde la época en que yo era director del entonces
reciente conservatorio de Boulogne, había sido para mí objeto
de escándalo y de vergüenza el ver que la selección de entre
los adolescentes que soñaban con llegar a ser músicos
profesionales, no podía hacerse más que a partir del dinero.
Además de éso, yo había comprobado a menudo el estado de
fatiga de los niños en el caso de que sus padres les exigieran
cursar los estudios generales, o su ignorancia, en el caso
contrario. Cuando viajé a los países del Este tuve en cambio la
oportunidad de estudiar la organización de los conservato-
rios. El criterio básico de los horarios ajustados funciona allí a
satisfacción de todos en el marco de los liceos musicales.
Estos viajes me confirmaron que hacía falta adaptar a Francia
estos dos principios-elementales: retrasar hasta los quince o
dieciséis años el momento definitivo de la elección profesio-
nal, y dar la posibilidad a los virtuosos e instrumentistas
estudiantes de poder seguir sin agotamiento -y sin costarle
dinero- los estudios musicales y los estudios generales, si-
multáneamente. Desde 1967 estos objetivos fueron llevados a
cabo en los conservatorios de Toulouse y de Reims, y
después, progresivamente, en otras ciudades de Francia: hoy
existen veinticinco de esos centros, aunque ciertamente
harán falta más. Las clases con los horarios ajustados
implican una colaboración y una coordinación muy estrechas
entre los enseñantes del Ministerio de Educación y los de
los Conservatorios. En 1978 esas clases recibieron a casi siete
49
mil alumnos. Comenzando en el curso preparatorio, llegan
hasta la clase "terminal" que lleva al bachillerato técnico.
Harían falta en Francia unas cuarenta clases "terminales" de
ese tipo para permitir la formación de 800 o 900 profesionales
cada año (ejecutantes y enseñantes). Con un poco de suerte
se podría así dar respuesta a las necesidades reales de unos y
otros en el sector público. Más allá de esa cifra, correríamos el
riesgo de formar futuros parados.
E.W.—Puede uno imaginarse las prevenciones y las
reticencias no solo de los enseñantes sino también de las
familias. ¿Qué táctica empleó usted para convencerles?
M.L.—Para empezar fué necesario que fuese a llamar a la
puerta del Ministerio de Educación -entonces "Nacional"-
para proponer allí la creación de liceos musicales, junto con
Asuntos Culturales y con los municipios interesados. Debo
decir que e n c o n t r é allá unos interlocutores,, primero
extrañados, después prudentes y luego convencidos; sobre
todo en la persona del rector Gauthier, agregado de ciencias
naturales, que formaba parte del gabinete del ministro. Se
mostró rápidamente entusiasmado y me proporcionó los
medios para lanzar la operación que, inmediatamente, volvió a
encontrar los inevitables obstáculos psicológicos que toda
novedad despierta.
Asi pues, volví a tomar mi bastón de peregrino y traté de
convencer a padres y a profesores elegidos, desde Tours a
Nice, de Lille a Strasbourg, de Reims a Bordeaux, y de
Grenoble a Marseille. En la mayoría de los sitios tuve
reuniones explicativas con los profesores y con las familias de
los alumnos a fin de vencer inquietudes y prejuicios. En
multitud de o c a s i o n e s vi a profesores de m ú s i c a muy
preocupados y sin saber qué hacer en los casos en que un
niño de nueve, diez u once años, bien dotado para el violínoel
piano, se presentaba con los padres que venían a interrogarle,
diciendo: "Nuestro hijo quiere estudiar únicamente música,
pero nosotros queremos que termine su bachillerato. La
música es algo tan arriesgado... y además, ¿cree usted que
50
está suficientemente dotado como para hacer una carrera en
la música?".
Ciertamente que es imposible, incluso para el mejor
profesor del mundo, responder a semejante pregunta. La
alternativa se imponía, pues, demasiado pronto a niños y a
padres: escoger entre el bachillerato o la música. C o n mucha
frecuencia, ésto traía consigo el rechazo prematuro de lo uno
o lo otro, salvo en el caso de que los padres fuesen lo bastante
acomodados como para poder pagar clases particulares a su
hijo, si éste era en verdad muy dotado. Pero no se construye
una política sobre lo excepcional. ¡Cuántas veces habré
visto a niños dotados para la música no tener -a sus diecisiete
años- más horizonte que un violín o un piano! A pesar de todo
ésto, muchos profesores de música se me quejaban de
entrada en estos términos: "¿Por qué nuestros alumnos mejor
dotados han de aprender latin o matemáticas? ¡Es inútil! Van a
perder el tiempo y a c a b a r á n c o n v i r t i é n d o s e en malos
músicos". Los profesores de enseñanza general también
estaban reticentes al principio: "¿Para qué se fatigan esos
niños haciendo tanta música? Sólo son útiles los problemas
de matemáticas y las redacciones". En cuanto a los padres,
desconfiaban: "¿Qué significa éso de clases con horarios
"ajustados"? No es posible que así sea verdaderamente seria
la enseñanza general".
No obstante, poco a poco las cosas se fueron poniendo en
su sitio. Encontré por parte de los directores de conserva-
torios ayuda inmediata y, a menudo, apasionada, y también
por parte de numerosos directores de centros de primaria y
secundaria. Hoy esas clases son cada vez más buscadas.
Incluso se las abre de una manera "silvestre". Así vieron la luz
los "liceos musicales", que tanta falta hacían en Francia, lenta-
mente al principio, y después cada vez más deprisa, mientras
iban cediendo las reticencias hacia ellos.
Los diplomas de fin de estudios, creados simultáneamen-
te por mí, completan el sistema de horarios "ajustados" o de
clases para aprendices de profesionales. Hasta 1966 no se
51
reconocía el final de los estudios más que en las clases
denominadas superiores o de perfeccionamiento, que, en
realidad, no servían más que para solicitar una plaza en una
clase superior del Conservatorio Nacional de París. Por tanto
había cierta ambigüedad y, de hecno, se reconocía un desni-
vel entre París y los centros de provincias.
Pero lo que me parecía aún más grave es que se veía
compartir la misma clase a los pre-profesionales y a los
aficionados; además, los métodos y los programas eran los.
mismos para todos, en tanto que los objetivos perseguidos
por los alumnos, y las condiciones de trabajo de unos y otros
d i f e r í a n . A s i pues, tras una larga n e g o c i a c i ó n c o n los
directores de conservatorios y c o n mis c o l a b o r a d o r e s ,
establecí dos ramas después del curso medio, es decir apro-
ximadamente a la edad de quince años: una, pre-profesional,
representada por una clase preparatoria superior, y otra, más
numerosa, destinada a los aficionados, que conducía al
diploma de "fin de estudios" que se componía de tres certifi-
cados. El primero, de instrumentos; el segundo, de música de
cámara; y el tercero, finalmente, de historia y de humanismo
musical. Con mis amigos, los directores de conservatorios,
quise de esa forma "pegarme al terreno", a la realidad, y no
imponer a la gente que no quería hacer una carrera musical,
obras técnicamente demasiado difíciles. Buscábamos sobre
todo asegurarles el bagaje necesario para que fueran
"aficionados ilustrados": aprendizaje de la m ú s i c a de
conjunto, c o n o c i m i e n t o s de la historia de la m ú s i c a e
iniciación, relativamente sencilla, al análisis musical.
Ciertamente no fué fácil poner en pie todo ésto, y todavía
queda mucho por hacer. Pero estoy convencido de que es esta
doble finalidad la que esperan de nuestros conservatorios los
jóvenes que van allí a buscar alegría y enriquecimiento
interior.
El tercer combate fué el que tuve que librar contra un
solfeo de otra generación, enseñado sin discernimiento
alguno a todos los niños pequeños, dotados o no, y que es uno
52
de los grandes responsables del abandono tan antiguo de la
música en Francia. En Alemania, los aficionados hacen poco
solfeo, o incluso ninguno en absoluto; pero todo el mundo
canta y hay mucha gente que "hace" música. En Francia se
atiborra de solfeo a todos los niños que quieren hacer un poco
de música, y la mayoría de ellos, desilusionados y desalenta-
dos, se alejan, acomplejados y disgustados.
La obstinación del profesor de solfeo tradicional es algo
que siempre me deja estupefacto. Mientras que músicos y
destacados pedagogos han puesto a punto y han experimen-
tado con éxito métodos nuevos y diversos, denominados
"activos", en todas partes, en Europa y también en Francia,
(Kodaly, Martenot, Willems, Orff, por no citar más que algunos
n o m b r e s ) , multitud de p r o f e s o r e s se o b s t i n a n , c o n
delectación morbosa, en matar en el embrión el hambre
musical de los niños. ¿Se aprendería alguna vez a hablar si se
c o m e n z a s e por la sintaxis, la o r t o g r a f í a , y el a n á l i s i s
gramatical? L o s n i ñ o s p e q u e ñ o s hablan perfectamente
ignorándolo todo sobre la lectura y la escritura: aprenden por
el oído. Pues lo mismo ocurre -si no más todavía- con la
música: es necesario cantar, tocar instrumentos sencillos,
divertirse con la música: en una palabra, haber aprendido a
amar la música, antes de estudiar los códigos. Hacer lo
contrario es un grave error, pero está de tal forma arraigado en
el espíritu de nuestros especialistas, que el sólo hecho de
denunciarlo ya les parece una agresión contra su arte, contra
su vida. Me acuerdo de haber escrito un día un artículo
titulado: "Hace falta matar el solfeo que mata la música". Debo
decir que desencadené protestas encendidas. Sin embargo,
he llegado a implantar en nuestros conservatorios, casi en
todas partes, las clases de iniciación a la música con métodos
activos, y parece que se desarrollan bien y que se extienden a
donde quiera que sean bien enseñados.
Esta querella del solfeo es, en realidad, uno de los efectos
de la insolvencia del Ministerio de Educación. Es en la escuela
-maternal y primaria- donde deberían divulgarse los métodos
activos y no en los conservatorios. Estos podrían entonces
53
reservarse a los instrumentistas aficionados y a los profesio-
nales de un cierto nivel, pues ahí sí debe enseñarse un solfeo
sólido, tradicional y exigente. Mi propósito, por tanto, era
servirme de nuestros conservatorios para dar ejemplo al
Ministerio de Educación. Allí es donde reside el inmenso
esfuerzo que hay que realizar. Esfuerzo económico, sin duda,
pero sobre todo esfuerzo de imaginación, de voluntad, para
conmover a la opinión pública. De la gran montaña que había
que mover, hice rodar al menos algunas piedras, pero sólo
muy pocas; hoy queda por hacer todo, o casi todo. Y cuando
se haga, (y en ésto soy decididamente optimista pues ello
responde a una necesidad profunda) habrá entonces que
revisar incluso la organización de los conservatorios, y será
necesario basarlos en un gran plan de conjunto de las
enseñanzas artísticas. Volveremos a hablar de ello.
E.W.—¿No nos dice usted nada acerca del Conservatorio
Superior Nacional?
M.L.—Por supuesto. Hasta ahora no se ha planteado el
problema de nuestro primer y único centro superior. Sin duda
porque en el transcurso de la historia de los años 1964 a 1975,
no había nada esencial que decir: la gente feliz no tiene
historia (salvo, en este caso, en lo que se refiere a los locales).
Bajo la autoridad paternal, afectuosa y notablemente eficaz de
Raymond Gallois-Montbrun, nuestro Conservatorio atravesó
con inteligencia y prudencia la tormenta de 1968. Ha evolu-
cionado "casi" sabiamente, habiéndose instaurado allí un
acuerdo real y permanente; el nivel de estudios es ejemplar,
prácticamente en todas las disciplinas. Faltan algunos medios
e c o n ó m i c o s , para el c i c l o de perfeccionamiento, que
permitiesen a nuestros jóvenes virtuosos tocar más a menudo
acompañados por una orquesta; y, sobre todo, un local
moderno y adecuado, digno del primer centro de enseñanza
musical de Francia, es de lo que carecemos. En varias
ocasiones creí estar a punto de conseguir que se libraran los
créditos necesarios, y, por dos veces, fracasé en ello, lo que
fué una gran lástima. Parece que después de mi marcha no se
ha planteado el tema de nuevo. Es un craso error... Por su
54
parte, Raymond Gallois-Montbrun, además del ciclo de
perfeccionamiento, ha creado nuevas clases, nuevas
disciplinas, sobre todo un curso de música electroacústica,
que fué confiado a Pierre Schaeffer, a la sazón director del
Grupo de investigación musical.
Sólo mediocres ataques se han dirigido contra nuestro
Conservatorio en los últimos tres años; pero no han podido
sino fracasar ante la realidad de los hechos, y, en la práctica,
no han hecho más que reforzar su prestigio. Sin embargo, es
lamentable que algunos proyectos peligrosos para su misma
existencia, hayan encontrado eco en quienes hubieran debido
defender el Conservatorio, pues tenían encomendada su
tutela, y también se han difundido algunas calumnias...
E.W.—Cuando abandonó usted el Ministerio de Asuntos
Culturales, en 1975, aceptó el cargo de Inspectorgeneral en el
Ministerio de Educación. ¿Llegó allí con la misma ambición,
con la misma voluntad de atacar en su base los problemas y de
hacer descubrir la música a los niños franceses?.
M.L.—Al llegar al Ministerio de Educación, comencé por
hacer una "radiografía" de los tres grandes sectores allí
representados: la escuela primaria, los dos ciclos secunda-
rios, y la enseñanza superior. Rápidamente pude comprobar
lo que todo el mundo ya sabía y decía en voz más o menos alta.
Es posible que para algunos yo resultase demasiado duro o
severo, no lo sé, pero no sirvo para esconder la realidad.
El tema puede resumirse así: en el ciclo primario reina la
nada; en los dos ciclos secundarios, triunfa la desesperanza
del cuerpo de enseñantes; en el superior, la anarquía es la
dueña y señora. Este es el cuadro, sin disimulo, que describí al
señor Haby, en el curso de una amplia reunión mantenida,
bajo su presidencia, con miembros de su gabinete y diferentes
directores de los grandes servicios. Pensé que mi deber era
exponer crudamente la realidad, es decir, que todo estaba por
hacer en el terreno de la música y que la responsabilidad del
Ministerio de Educación -en el plano de la sensibilidad artís-
55
tica- no había sido asumida desde hacía decenios. De todo
ésto, el actual ministro, al igual que su predecesor y sus
colaboradores, no son, por supuesto, responsables. La causa
de ello reside más bien en un cierto talante de los franceses...
Subrayé que hoy -en que el hecho cultural se vuelve cada vez
más importante- es absolutamente necesario que nuestra
sociedad haga una revolución en el campo de las enseñanzas
artísticas, una revolución análoga a la que se operó en Francia
a fines-del siglo XIX en el plano de la instrucción pública. Es
decir, que hay que darle a cada francesito el derecho y la
posibilidad -en este último tramo del siglo XX- de acercarse al
conocimiento y a la práctica de las artes.
Afirmé que, aunque las disciplinas del conocimiento son
ciertamente uno de los elementos fundamentales de la
cultura, no representan más que una parte, y que por un
exceso de intelectualismo, de racionalismo, todo un gran
aspecto de la educación se abandona y se olvida. Para que
pudiera hacerse alguna cosa seria y verdaderamente sólida,
yo propuse comenzar con carácter prioritario aportando
todos nuestros esfuerzos al ciclo primario, pues ésa es una
buena edad para todo. En especial para la música, esa edad se
sitúa antes de los diez años... Traté de convencer al ministro
de que si no actuábamos de forma que ese "reencuentro"
musical tuviese lugar ya y en buenas condiciones, antes de
dicha edad, la inmensa mayoría de los niños de Francia conti-
nuarían, por nuestra culpa, pasando de largo delante de un
gran tesoro. Debo decir que el ministro, si bien no se mostró
demasiado sorprendido por mi análisis sin complacencias,
demostró alguna inquietud e incluso tomó en consideración
varias de mis primeras sugerencias. Yo había trazado un plan
de revitalización de la educación artística en su conjunto,
siendo gemelos los problemas de las artes plásticas y de la
música. Había sugerido situar junto a cada Director, un
Consejo artístico, reagrupando un cierto número de funcio-
narios del Ministerio de Educación, de la Secretaría de Estado
para Universidades y del Ministerio de la Cultura, así como
personalidades externas (directores de conservatorios,
conservadores de museos, animadores de Juventudes
56
Musicales de Francia, profesores de escuelas de bellas artes,
etc, etc.). Después, a escala de cada Departamento, y junto a
cada Inspector general obtuve la presencia de un profesor de
música, para algunas horas a la semana, que se ocupase del
conjunto de los problemas de la música en el Departamento.
Es decir, no solamente ayudar a sus colegas auxiliares o
principiantes, sino organizar también y de acuerdo con las
autoridades de los c i c l o s primario y s e c u n d a r i o , una
verdadera vida musical en el interior de las escuelas y los
colegios. A fin de respaldar y apoyar a los maestros, carentes
en su mayoría de toda formación artística, además de la multi-
plicación de cursos de "recyclage" en el campo musical,
solicité del ministro que nombrase consejeros pedagógicos
para la educación musical, por todas partes. Igualmente, era
decisivo que se nombrase en la Inspección General un cierto
número de inspectores pedagógicos regionales. Pues, por
extraordinario, por insensato que ello pueda parecer, no había
para toda Francia más que un sólo Inspector General para
ocuparse de 2.800 profesores de la enseñanza secundaria, y
ningún enlace entre el uno y los otros. Se comprende pues,
que la inmensa mayoría de estos profesores estuviesen
completamente abandonados a sí mismos en lo que se refiere
a su disciplina. ¿Cómo llevar a cabo y controlar una política
seria en estas condiciones?
He aquí un pequeño hecho sintomático de la poca
importancia concedida a las artes en el seno de aquel
Ministerio: explicando a uno de mis colegas -un Inspector
general de Letras, al que hacía una visita de cortesía- mi
e x t r a ñ e z a de que no tuviese inspectores p e d a g ó g i c o s
regionales para la música como para las restantes asigna-
turas, le confesé que yo tenía la intención, en efecto, de
reclamar uno de ellos para cada dos distritos universitarios, es
decir unos catorce o quince,- tuve como respuesta un magní-
fico ataque de risa, lleno de conmiseración ante tan insensata
demanda. Y a continuación me dio su consejo -un consejo de
amigo- en el sentido de que no me valiese de mi posición
personal para intentar obtener privilegios que otros no podían
conseguir.
57
Al conjunto de todas mis peticiones añadí la obligación de
dar, al menos, cuatro presentaciones de instrumentos anuales
en las clases primarias y d o s conciertos educativos,
destinados a todos los niños del primer ciclo de secundaria.
Todo ésto suponía ya un hermoso abanico de acciones a
emprender, y un serio entramado financiero. A fin de
mostrarme realista y operativo, propuse que se actuase cada
año en cinco distritos universitarios. Los primeros fueron
denominados "distritos-piloto", y según estas previsiones,
harían falta por tanto cinco años para abarcar toda Francia.
Cuando dejé mis funciones en el Ministerio de Educación,
se habían ya puesto en marcha ocho distritos de los llamados
"piloto", que -teóricamente al menos- debían estar "musica-
lizados". Desgraciadamente, en vez de éso, no había ninguno
puesto en marcha: lentitud administrativa, quizás, pero
también "frenazo" de la Dirección de la Música del Ministerio
de Cultura, por falta de interés.
Como ya lo había hecho en el Ministerio de Asuntos
Culturales, de nuevo tomé mi bastón de peregrino; desgra-
ciadamente no lo pude hacer el tiempo suficiente, requerido
como estaba en París por los diversos problemas adminis-
trativos, así como por los proyectos de reforma de las
enseñanzas artísticas del señor Haby, proyectos que me
dejaban -como mínimo- perplejo... Entretanto, yo había visto
ya en algunas clases, lo peor y lo mejor. Lo peor: niños
marcando torpemente y de forma bastante "remolona", un
compás completamente viciado y unos textos de solfeo tan
insulsos como feos. Lo mejor: por ejemplo, en una escuela pri-
maria rural, en Saone-et-Loire, una clase única con una
maestra "músico" haciendo que los niños realizaran juntos
música de conjunto, con canto, violonchelo, flauta y percu-
sión... una clase que parecía tan feliz y animada, como la otra
lo estaba triste y anémica...
Los directores de los primeros centros experimentales
reaccionaron muy favorablemente ante la idea de nombrar
junto a ellos un Consejo artístico: así pues, a partir de 1976,
58
hubo un comienzo de realización. Ya en 1973, siendo el señor
G u i c h a r d Ministro de E d u c a c i ó n Nacional y yo mismo
Director de la Música todavía, conseguí la creación de veinte
puestos de Consejeros pedagógicos para la enseñanza
primaria. El señor Haby aceptó el criterio de elevar esa cifra
hasta ciento cincuenta, debiendo ser creados veinticinco,
puestos cada año, objetivo que se alcanzó casi en el momento
de mi marcha; sin embargo nunca oculté que en realidad haría
falta un Consejero p e d a g ó g i c o por c i r c u n s c r i p c i ó n de
enseñanza primaria, o sea algo más de mil, si de veras se
quería enderezar la situación existente. En dos años, se
nombraron también diez Inspectores pedagógicos regiona-
les, lo cual tuvo en el ámbito de la enseñanza secundaria el
efecto de mejorar de una manera sensible las relaciones de los
profesores de música con la Inspección General, devolvién-
doles su confianza. Las presentaciones de instrumentos y los
conciertos educativos han comenzado a multiplicarse en los
centros experimentales. Finalmente, aunque sin duda no era
la cuestión esencial, el ministro aceptó que se restableciera un
"test" musical para los alumnos aspirantes a maestros, a su
ingreso en las escuelas normales.
Todos estos elementos son ciertamente positivos; sin
embargo no me hago ilusiones, pues ésto no es más que una
gota de agua en el océano, en ese mar de indiferencia que es
aquella inmensa casa... Yo había calculado que si llegaba a
formar de verdad a diez mil maestros por año-lo que ya es algo
más que considerable- serían necesarios treinta y dos años
para formarlos a todos, ya que son 320.000 en total... Por otra
parte, en la enseñanza secundaria se necesita un profesor de
cada dos para cumplir con la ley que prescribe una hora de
música semanal a cada niño. De los dos mil ochocientos
profesores existentes (y se necesitarían casi seis mil), sin
contar los colegios y escuelas técnicas que no tienen regla-
mentada ninguna enseñanza musical, más de mil enseñantes
son, en líneas generales, absolutamente incompetentes en
música (tanto si son auxiliares, con frecuencia poco preparados,
como si son profesores de otras materias) y que completan de esa
forma el insuficiente horario de su asignatura principal.
59
¿Por qué hacen falta tantos profesores cualificados?
Porque durante todos estos años, cada promoción sólo veía
calificar a cincuenta o sesenta candidatos, cifra apenas
suficiente para cubrir las jubilaciones o los ceses, y porque
este trabajo es tan ingrato que los destinados a él lo son en
muy escaso n ú m e r o . En efecto, los mejores tienen la
sensación de estar perdiendo el tiempo y no esperan ya
obtener el menor resultado. La mayoría de los niños llegan al
primer curso de bachillerato sin haber recibido la más
elemental noción de la música. Y entonces es ya muy tarde
para empezar. A ésto hay que añadir que estos profesores
están obligados a pasar cada semana por veinte clases
diferentes, es decir que ven a seiscientos o setecientos
alumnos. Debo ser claro: esta organización es un completo
disparate, y se comprende que, en estas condiciones, los can-
didatos valiosos muestren tan poca diligencia. Sin embargo,
una vez más, el señor Haby me ayudó, y en 1977 convocó
doscientas veinte plazas de profesores con certificado de
aptitud en música, lo que fué verdaderamente una hazaña.
Desgraciadamente, no hubo más que doscientos cuarenta
candidatos, y, con cierta indulgencia, el jurado no pudo
admitir sino a ciento ochenta de entre ellos...
Sombrío cuadro. Por éso tengo, hoy más que nunca, la
convicción de que en Francia es necesaria una completa
reforma de las enseñanzas artísticas. Pero éso no puede ser
afrontado más que con una perspectiva completamente
diferente, englobando diversos departamentos ministeriales y
haciendo una revisión general de la organización horaria
actual. El que se consagre a ello, deberá dedicar su vida entera
a esta tarea... Debemos alegrarnos de que en la primavera de
1979 se hayan reunido a conferenciar los ministros de
Educación y de Cultura, y que el Gobierno decidiera doblar
las subvenciones a los conservatorios y a las escuelas
reconocidas.
60
IV.—LA OPERA Y LA OPERA-ESTUDIO
E.W.—En junio de 1969, llegó usted por fin a ser el
responsable del presupuesto para el arte lírico y la danza en
Francia. ¿Cuáles eran entonces sus proyectos?
M.L.—Dice usted "por fin" con toda la razón, pues
efectivamente era imposible llevar a cabo una verdadera y
completa política de la música en tanto que el arte lírico y la
danza no formasen parte de la cartera del responsable. Pero
también ha dicho usted "proyectos", cuando sería preciso
hablar de "objetivos". Sin hablar de la creación musical ni de la
danza (que serán temas posteriores) había que emprender
tres grandes tareas: suscitar el renacimiento del arte lírico en
las provincias (puesto que se había comenzado por las
orquestas); salvar d é l a asfixia al Palais-Garnier (la Opera de
París), y ayudar a los cantantes franceses a poder estudiar su
oficio hasta el final.
Si la tarea más llamativa era la referente a la Opera, las
otras dos no me parecían menos importantes. Así que intenté
llevarlas a cabo al mismo tiempo las tres.
61
Pero hablemos primero del Palais-Garnier. La frase del
general de Gaulle, puesta de manifiesto al comienzo de este
libro, "No hay nada peor que un sistema donde la calidad se
consume en la impotencia", ilustra con una cruel claridad lo
que sucedía en nuestra Opera de París. Artistas notables, a
menudo de calidad excepcional, y sólidos técnicos, compe-
tentes y entregados, se encontraban atados de pies y manos
por reglamentos distintos y contradictorios. Georges Auric,
Emmanuel Bondeville, con valor y lucidez, habían hecho
sonar la señal de alarma en varias ocasiones. Pero el poder de
la Administración, por desgracia incompetentetécnicamente,
había permanecido sordo, buscando únicamente esquivar las
olas.
Pero no es éste el momento de extenderse sobre un
pasado tumultuoso d e b i d o a las aberraciones de los
convenios colectivos y de las costumbres que habían llegado
poco a poco a bloquear una institución llena de artistas de
gran talento y de técnicos altamente cualificados.
Sólo deseo referirme a las etapas de una difícil batalla,
cuyos problemas jurídicos, económicos, artísticos y humanos
se encontraban indisolublemente entrelazados. Esta comple-
jidad es la que hará siempre tan peligrosa la gestión de los
teatros líricos, y tan d i f í c i l m e n t e c o m p r e n s i b l e para la
Administración tutelar, no siendo experta.
Daniel Lesur, que vivió durante dieciocho meses la vida
del administrador, me decía con gracia, pero sin pasarse de la
raya: "La tarea del administradores extremadamente fácil. No
tiene más que sentarse en la mesita de su gran despacho: aun
lado ocupan asiento los representantes sindicales, y al otro el
interventor de Hacienda; y luego todo se arregla entre ellos. El
administrador carece de poder alguno: los escucha y toma
nota de los resultados, que son siempre contrarios al interés
del arte lírico, desgraciadamente...".
Fueron necesarios dos años -de mayo de 1969 a mayo de
1971- para volver a poner orden, para -paso a paso- conven-
62
cer y luchar, a fin de convertir el Palais-Garnier en una de las
grandes Operas del mundo. Esta es la película de los aconte-
cimientos:
Mayo 1969.—Desde que me hago cargo del arte lírico,
estudio t é c n i c a m e n t e las principales modificaciones a
introducir en los convenios colectivos.
Julio 1969.—Hago saber a André Chabaud, a la sazón
administrador interino, mi determinación de llegar a transfor-
marlos profundamente. André Chabaud conocía a fondo
aquella casa desde hacía más de quince años, pues había sido
un director administrativo dedicado a ella.
Así pues le declaro que quiero instituir el principio del
cómputo de los servicios individuales para todo el personal
artístico; la supresión de las falsas horas suplementarias,
conocidas como "horas del cine"; la homologación de las
horas de servicio de las diferentes categorías y oficios; la
completa transformación de la compañía lírica; la supresión
del trabajo de los maquinistas y electricistas en equipos
monolíticos; la revisión completa de las remuneraciones
concedidas para los desplazamientos, que en la práctica, los
h a c í a n e c o n ó m i c a m e n t e imposibles; la reforma de los
métodos de trabajo de los coros y del ballet...
Tales eran, en efecto, los puntos principales sobre los que
yo había decidido actuar. Tenía también el deseo de crear un
Ballet que tuviese una gran autonomía, y de restituir el
prestigio de los abonos, abandonados a causa de la rutina de
la programación.
André Chabaud, hombre de los Pirineos, cortés, prudente
y mesurado, no me ocultó que, a su juicio, yo no conseguiría
nada, salvo "deslomarme". ¡Debo decir que tenía buenas
razones para pensar así! Por tanto me separé de André
Chabaud, ya que tenía necesidad de un general que creyese
en mi combate...
63
Octubre 1969.—Nombramiento de Rene Nicoly, Presi-
dente-fundador de Juventudes Musicales de Francia, al que la
música y los músicos franceses tanto deben desde hace más
de veinticinco años. El Presidente Georges Pompidou, que
había acogido sin entusiasmo este nombramiento, le dijo a
Edmond Michelet, tras haber recibido a Nicoly en el Elíseo:
"Su nuevo administrador es un duro fingido". No se equivo-
caba. (Bajo su aspecto de "carro de combate", Nicoly era el
hombre más sensible y el más moderado del mundo). Amaba
ante todo la música y a sus amigos los músicos, y se había
consagrado a ellos en cuerpo y alma. Quedó profundamente
traumatizado durante sus dieciocho meses de administrador
en la Reunión de los Teatros Líricos Nacionales (RTLN) por
los regateos corporativistas, a menudo mediocres, que fueron
su pan de cada día. Pero en el plano artístico organizó un
excelente trabajo.
Diciembre 1969.—Apertura de las negociaciones con
todos los sindicatos reunidos (diecisiete oficios distintos).
Anuncio que deseo emprender, en estrecha colaboración con
los diversos profesionales, una reordenación de los convenios
de 1962, pues la "casa" se va paralizando. Escepticismo,
desparpajo, hostilidad... tal fué la acogida que se me dispensó.
Fin de Diciembre de 1969.—Enero 1970.—Representacio-
nes del "Bolchoi" en el Palais-Garnier. Inmediatamente,
huelga... Un delegado del personal al que expreso mi ingenua
indignación -¡qué incumplimiento de las más elementales
reglas de la hospitalidad!- me explica con toda tranquilidad
que una huelga en un "Fausto" o una "Carmen" habituales, no
hubiera tenido efecto, en tanto que con ocasión de la llegada
del "Bolchoi"...
Primavera-verano 1970.—Negociaciones interminables,
movimientos esporádicos de huelga. El clima se enrarece,
pues, para subrayar mi voluntad de ponerlo todo en orden y de
parar la hemorragia financiera sin resultados artísticos, he
disminuido la subvención de 1970 en cinco millones de
francos y he anunciado el cierre de las actividades. Era una
64
apuesta peligrosa y debo confesar que no la gané del todo: no
conseguí más que detener la subida. Una mañana, una
magnífica pancarta adornaba el frontón de la Opera, con este
texto: " E m p r e s a de d e m o l i c i ó n L a n d o w s k i ; d i r e c c i ó n
escénica, Nicoly".
Otoño 1970.—Brutal desaparición del ministro Edmond
Michelet. André Bettancourt asegura la interinidad y con
mucho valor, con ocasión de la discusión de los presupuestos
en la Asamblea Nacional, aceptar hacer una intervención que
daría que hablar. Nadie pudo contestar su autoridad.
Diciembre 1970.—Nicoly está abrumado de trabajo;
rodeado por Georges Pretre, Roland Petit y Paul-Emile
Deiber, él desearía dedicarse, sobre todo, a sus responsabi-
lidades artísticas para la reapertura de octubre de 1970. (La
Opera había sido cerrada desde el verano por las obras de
acometida eléctrica, ascensores para la sala Baillot, instala-
ciones electrónicas, suelo del escenario, etc.)
Así pues le pido a Jean Autin, inspector general de
Hacienda, con quién yo había estrechado los lazos de amistad
cuando él era director de administración general con Malraux,
que asuma esta difícil tarea. El cubrió esta misión con su
competencia y habilidad, casi hasta su final.
Sobrevino por entonces un incidente, bastante revelador
de la atracción apasionada que el arte lírico ejerce sobre los
administradores ¡incluso los más curtidos!. Yo sabía que Jean
Autin era muy aficionado al arte lírico. Asi pues, cuando le
pedí que aceptara la ingrata tarea de discutir los convenios
colectivos con el vario personal, le había dado a entender que
si triunfaba en ello, sería un candidato "probable" cuando se
plantease la sucesión de Rene Nicoly. En ese entendimiento,
le organicé un día de enero de 1970, un almuerzo con un
miembro del gabinete de Jacques Duhamel y con el responsa-
ble cultural del gabinete de Chaban-Delmas, a la sazón primer
ministro. Hizo gala de unos gustos personales tan conserva-
dores, incluso ajuicio de mis dos comensales, que se descartó
65
toda posible candidatura por su parte. Cuando él supo'que se
había sondeado a Rolf Liebermann, su desvanecida y secreta
esperanza se convirtió en una especie de tentación diabólica
que hizo que las últimas semanas de su trabajo estuvieran
desquiciadas por aquéllo. Desde entonces, este hombre que
yo c o n s i d e r a b a c o m o mi amigo, me g u a r d ó un rencor
"operístico". No es la única ocasión en que he podido
comprobar la extraña e irracional atracción de la Opera sobre
funcionarios competentes.
Pero las tensiones con el personal se agravaban de una
forma peligrosa. Ante la imposibilidad de mejorar los
absurdos convenios de 1962, los denuncié globalmente,
después de haber tomado todas las precauciones jurídicas. Al
mismo tiempo se enviaron los preavisos de despido a la
orquesta, los coros, los bailarines, y a la compañía de
cantantes se le previno de la no renovación de los contratos.
Para el personal artístico fijo, los preavisos eran de seis
meses. Además se había anunciado que el personal técnico
cuyo preaviso no era más que de tres meses, recibiría el suyo
a
tres meses más tarde. La primera "oleada" salió el 1 de
diciembre.
La fecha límite para establecer un acuerdo -o para
reconocer un desacuerdo, con el consiguiente cierre "sine
fi
die" de la R T L N - e r a p u e s e l 1 de junio de 1971. Durante esos
seis meses viví los momentos más difíciles y más tristes de mi
vida como Director de la Música. Una de las pruebas que más
me oprimió el corazón fué la mañana en que recibí en
delegación, conducidos por Robert Sandrey, a casi todos los
cantantes de las compañías de la Opera y de la Opera-
Cómica: casi setenta u ochenta personas. Entre ellas, grandes
figuras, muchos artistas de verdadero talento, algunos de los
cuales eran muy amigos míos y habían sido intérpretes de
algunas de mis obras. Venían a proclamar su inquietud y a
pedirme explicaciones: los teatros de provincia reducían sus
temporadas, según me expusieron, y suprimían sus compa-
ñías, y si la Opera y la Opera-Cómica dejaban de ser el refugio
de los cantantes franceses ¡qué iba a ser del canto en nuestro
66
país! Desgraciadamente estos datos eran ciertos: de entrada y
a primera vista, ellos tenían razón. Era muy difícil explicarle a
aquéllos hombres y mujeres para quiénes su amada carrera
era la misma vida y cuyo medio de sustento corría riesgo de
desaparecer, que era necesario un gran cambio, que los
métodos de trabajo debían transformarse por completo, pues,
ante la competencia de las estrellas internacionales surcando
el mundo en avión, o a través de los discos y de la radio, no
sólo se hacía un deber permanente la más alta calidad, sino
que ésta condicionaba su propia supervivencia, pues sólo ella
justificaba finalmente los esfuerzos económicos de la colecti-
vidad. ¿Cómo podía yo decirles que de los noventa cantantes
de la compañía, algunos no hubieran debido serlo nunca o
iban a dejar de serlo, y que los mejores de entre ellos se habían
convertido en las víctimas de los menos buenos?.
El drama que vivían lo habían presentido casi todos ellos
desde hacía mucho tiempo, pero se aferraban al último
salvavidas: había llegado el momento de la verdad. ¿Eran ellos
los responsables de esta situación? Con toda seguridad, no.
Eran las víctimas del olvido del Estado. Se había dejado,
indolentemente, que se hundieran nuestros Teatros Naciona-
les y, con la conciencia tranquila, nadie se ocupaba ya de
nuestros grandes escenarios de provincia, declarados "sin
interés". Sin embargo, algún tiempo antes, en los años 1950 a
1955, en la época de Jeanne Laurent, después de Jacques
Jaujard, se había trazado una política y se había comenzado a
afirmar una voluntad, que era sana y hubiera podido dar sus
frutos si se hubiera continuado en ella. Pero no se hizo así. El
Sr. Biasini la había interrumpido y no había formulado otra.
Traté de exponer los hechos a los cantantes, de explicarles la
política que yo esperaba lanzar, tanto en París como en
provincias. Para ellos todo era un futuro hipotético lleno de
promesas sin valor (y se les habían hecho ya tantas, que no
habían sido cumplidas...) Ellos no veían de inmediato más que
una cosa: el paro y la desesperación. Nos despedimos
afligidos, unos y otros. De allí salió reforzada mi determina-
ción de poner en pie la Opera-Estudio y de trazar una gran política a
escala nacional. Esto era ya para mí un deber imperativo.
Pasaron meses de largas y duras negociaciones. La fecha
a
fatídica del 1 de junio se aproximaba y yo comenzaba a ser
objeto de amenazas: algunas llamadas t e l e f ó n i c a s me
anunciaban mi muerte inmediata. Después me informaron por
carta que el personal de la Opera, ante mi obstinación en
querer acabar con los Teatros líricos de París, perjudicando a
sus empleados, iban a herirme en lo que me era más querido,
en la persona del menor de mis hijos, una niña que tenía
entonces seis años... Me decían que los raptos de niños
estaban de moda entonces; asi pues, la hicimos vigilar por la
policía hasta la conclusión de los acuerdos, en junio.
En abril de 1971 fallecía, de forma repentina, Rene Nicoly.
Parecía que reinase una maldición sobre nuestros centros
parisinos. Con él desaparecía un gran servidor de la música; él
había preparado un programa muy hermoso para la reapertu-
ra. Lamento mucho que este hombre, que tanto se había
alegrado de su nombramiento como administrador de la
Opera, sufriera con los incesantes combates que debió
soportar (combates demasiado poco musicales) y que no
pudiera encontrar al fin su recompensa, al reabrirse brillan-
temente la Opera.
Mi amigo Daniel-Lesur, a la sazón inspector general a mi
lado, aceptó por afecto, por amistad, y -me consta- por
sentido del deber, asumiendo el cargo de administrador a
título provisional, con Bernard Lefort como director artístico.
Como el mandato de Rene Nicoly no había sido nada más que
para dieciocho meses, era necesario pensar ya en una posible
sucesión. Habida cuenta de la extrema dificultad de las
negociaciones y de las costumbres adquiridas desde tiempo
atrás por algunos de los grupos de técnicos, en el sentido de
"montar" las huelgas en las mejores ocasiones (como ocurrió
con el "Bolchoi"), a fin de conseguir así algunas ventajas, yo
pensé que era necesario poner al frente de aquella maravillo-
sa pero aterradora casa, a una personalidad fuera de lo
común, y que hubiese ya demostrado sus aptitudes en otro
lugar. Así f u é c o m o propuse a J a c q u e s Duhamel que
nombrara a Rolf Liebermann, el cual (según me habían dicho)
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deseaba abandonar Hamburgo, donde reinaba felizmente
desde hacía más de quince años.
Jacques Duhamel, que amaba profundamente la música y
c u y a sensibilidad y e s p í r i t u abierto hicieron de él un
magnífico Ministro de Asuntos Culturales, había planteado el
problema de la Opera en estos términos: o París, como capital
de Francia, tiene una Opera digna de un gran país de la
cultura, y en ese caso había que pagar el precio, o es inútil
gastar en ello unas sumas que, en cualquier caso, serán
demasiado importantes para un resultado mediocre. El
gobierno optó por lo primero, como mejor alternativa, y así fué
como comencé las simpáticas negociaciones con Rolf Lieber-
mann, acompañado por el consejero técnico de Duhamel,
Dominique Ponnau. He aquí, de nuevo, la película de ios
hechos:
31 mayo 1971.—Cuatro de la madrugada: bajo la
presidencia de Jacques Duhamel, las negociaciones -que
habían sido arduas- con el personal de la R T L N , terminan con
un acuerdo casi general, salvo con los coristas que habían
rechazado nuestras propuestas.
Octubre 1971.—Daniel-Lesur y Bernard Lefort abren de
nuevo los dos centros en condiciones muy difíciles, pues no
disponen de coros; sin embargo ponen en pie una temporada
marcada por hermosos logros. Fué un permanente esfuerzo y
una constante proeza. Los nuevos convenios colectivos se
ponen a prueba e indudablemente permiten al fin trabajar en
condiciones mucho más satisfactorias.
Abril 1973.—Liebermann inaugura su "reinado" con una
excepcional producción de "Las bodas de Fígaro". Gracias a
los esfuerzos sucesivos de Rene Nicoly y de Daniel-Lesur, al
talento de la orquesta, de los coros y de los bailarines, al alto
nivel profesional de los equipos técnicos, la Opera de París
bajo la dirección de Rolf Liebermann llega a ser una de las más
prestigiosas operas del mundo. Pero no podemos ocultar la
verdad: todo ésto es frágil, porque el costo de las operaciones
69
es muy elevado y porque las pasiones, a menudo insensatas,
se exacerban aquí y allá...
Para mantener su alto nivel -lo único que garantizará su
supervivencia- el Palais-Garnier deberá tener siempre al
frente a una personalidad de nervios de acero, de una
competencia t é c n i c a indiscutible y que puede ejercer
plenamente sus poderes (sin trabas, pero con todo rigor
presupuestario).
E.W.—¿Y la Opera-Cómica, transformada en Opera-
Estudio?
M.L.—La aventura de la Opera-Estudio es algo comple-
tamente distinto. En efecto; paralelamente a la puesta en
orden de la "gran casa", me hacía falta pensaren la "pequeña",
y por tanto en los coros, los músicos y los melómanos que
permanecían ligados a ella. Esta Opera-Cómica fué la cuna de
la creación de tantas obras francesas, algunas de las cuales
emigraron a la Opera, y muchas otras han sido representadas
en el mundo entero...
Decidí darle otro destino, por tres grandes razones. Ante
todo había que tener en cuenta su inadaptación técnica y su
pequeña capacidad; después, la necesidad de contar con un
lugar apropiado para una escuela superior de canto; y,
finalmente, la importancia de los créditos necesarios para
hacer vivir en condiciones convenientes este teatro demasia-
do exiguo.
Muchas voces poderosas -entre ellas, según me informó
Edmond Michelet, la del Ministro de Hacienda de entonces-se
elevaban para proponer el cierre definitivo de la Opera-
Cómica. Algunas llegaban a afirmar, por ignorancia, que
n i n g u n a c i u d a d del m u n d o t e n í a dos O p e r a s . Así
pues, deseando conservar a toda costa esta sala "viva", tomé
la decisión de crear lo que siempre he considerado indis-
pensable para la vida y la renovación del arte lírico en Francia:
una Opera-Estudio. Por supuesto, no era necesario instalarla
70
allí, pero como aquel escenario corría el riesgo de cerrarse, y
como una vez cerrado un teatro es muy raro que se vuelva a
abrir... Resumiendo: la Sala Favart se mantuvo abierta con una
agenda de encargos que le asignaban, el mismo tiempo, el
papel de la pedagogía, de la creación y de la difusión en la
región parisina.
E.W.—Se le reprochó mucho que dedicase la segunda
escena lírica de París a una Opera-Estudio. ¿Se pensaba
acaso que no era ése su mejor destino?
M.L.—Efectivamente, no lo era; pero fueron los espíritus
apegados al pasado quiénes me lo reprocharon. El escenario
de la Sala Favart no se adapta a las exigencias modernas. Pero
en vez de destinar sumas importantes a revitalizar un teatro de
escasa capacidad, con medios técnicos limitados (carece de
salidas de escena), o simplemente cerrarlo, h a b í a q u é
plantear el problema en un plano completamente distinto.
Si yo hubiera tenido en aquel momento la posibilidad de
abrir una segunda escena lírica, no habría escogido la Opera-
Cómica; habría buscado una sala mucho más grande y que
pudiera llegar a ser más popular. Desde que se creó "Pelleas"
o "Carmen" en la Opera-Cómica -hace ya cien años- el
público, las técnicas, la vida, todo ha cambiado. Así pues no es
necesario llorar por la Opera-Cómica, sino por una segunda
gran sala, de grandes dimensiones, que es lo que hace falta en
París. Pero, ¿no era éso acaso responsabilidad del ayunta-
miento parisino, que no aportaba nada al arte lírico?.
Así pues, la misión de la Opera-Estudio debía ser triple:
formar jóvenes cantantes a su salida de los conservatorios,
permitiéndoles trabajar en la práctica, sobre un escenario,
con orquesta, decorados, trajes... lo que era impensable en el
Conservatorio Nacional Superior de París; montar algunas
obras, a fin de ofrecerlas al público de la Sala Favart; y,
finalmente, poner a los jóvenes artistas en contacto con un
público de verdad, y si una pieza "triunfaba", llevarla a la periferia
parisina y a su inmenso público casi abandonado...
71
Para dirigir esta institución, absolutamente nueva, me
dirigí a un hombre que me parecía completo y el mejor
preparado para llevar a feliz término semejante aventura:
Louis Erlo, director de la Opera de Lyon. Hombre reservado,
profundamente honesto, difícil, pero poseedor de un gran
oficio, y que había hecho allá, en muy poco tiempo, un trabajo
excepcional, tanto en el terreno de la calidad propiamente
artística como en el de la asistencia de público. Y además, yo
había anotado a su favor un dato bastante poco frecuente: en
1970, le había propuesto la dirección del Palais-Garnier, pero,
tras una madurada reflexión, había rehusado porque se sentía
la persona para una empresa de otra índole, destinada a otra
misión y a otro público. Reacción ejemplar de un hombre fiel a
la línea que se había trazado.
Desde que fué nombrado y durante toda la fase de
"despegue", en 1973 y 1974, recorrió toda Francia en busca de
jóvenes cantantes, oyendo a más de trescientos. Su equipo de
"prueba" estuvo constituido a fines de 1973. El presupuesto de
funcionamiento de la Opera-Estudio, en su comienzo, fué de
un millón y medio de francos para el último trimestre de 1973.
Para 1974 ese presupuesto se fijó en cinco millones; y el
equipo comenzó a trabajar. Los jóvenes que Erlo reclutó
fueron elegidos con el doble criterio de la voz y de las posibili-
dades de su talento escénico. Erlo partió del principio de que
un actor lírico de nuestro tiempo debe ser tan gran cantante
como gran actor. Yo le daba completamente la razón. Pero
desde el principio se vio expuesto a los ataques convergentes
de los nostálgicos de la vieja Opera-Cómica, por una parte, y
de la gente de cierto círculo parisino que se considera como el
depositario exclusivo del buen gusto vocal, por otra. Además,
yo era un "recién llegado" y éso constituía otro flanco para el
ataque, teniendo que apaciguar las quejas de los profesores
de canto y de arte lírico de nuestro Conservatorio Nacional
Superior. En ello me ayudaba la realidad de los hechos -
esta O p e r a - E s t u d i o era la c o n t i n u a c i ó n l ó g i c a de los
conservatorios- y t a m b i é n mi amigo G a l l o i s - M o n t b r u n ,
que, de golpe, c o m p r e n d i ó y a p o y ó esta iniciativa.
72
E.W.—¿Qué hizo la Opera-Estudio en 1974 con sus cinco
millones de francos?.
M.L.—Además de diversos "talleres" de trabajo, se montó
"La flauta mágica", elección que fué extremadamente contro-
vertida. Yo la juzgaba excelente, pues permitía un campo de
experiencia y de trabajo e x c e p c i o n a l . A mi parecer la
r e a l i z a c i ó n de Erlo f u é muy notable, una de las más
conseguidas que yo he visto. Por supuesto que algunos de los
intérpretes no estaban maduros, pero aquéllo era el comienzo
de "algo". Sin embargo, dos meses antes de la primera
r e p r e s e n t a c i ó n en A v i g n o n , Michel G u y f u é nombrado
Secretario de Estado para la CuItura... Desde el mes de juIio de
1974 decidió detener la operación y así se lo hizo saber a Erlo.
Estas fueron sus palabras, reveladoras de su talante, al ver "La
flauta mágica" en Avignon: "¡Esto no es Salzburgo!". No le
podía responder más que ésto: "Si fuera Salzburgo, no valdría
la pena crear la Opera-Estudio". En efecto: justamente porque
no estábamos en Salzburgo, en el terreno vocal, era necesario
crear la Opera-Estudio...
Fué bastante lamentable que se cuestionara de nuevo la
Opera-Estudio antes de que hubiera podido dar su auténtica
dimensión. Yo me alegro de que Françoise Giroud la restable-
ciese dos años más tarde, pero de nuevo quedé desolado
cuando al cabo de unos meses, Michel d'Ornano la suprimió
por las buenas, a pesar de su gabinete. He aquí mucho tiempo
y mucho dinero perdidos, y algo esencial abandonado... En
fin... Lo cierto es que -con su mejor intención- hubo un
hombre que jugó un importante papel en esta condena:
Bernard Lefort. En efecto, debo decir sinceramente que el
primero que me habló del proyecto de la Opera-Estudio fué el
propio Lefort en persona. Con mi amigo Serge Nigg, inspector
de la música, desde 1969, vino a presentarme aquél intere-
sante proyecto. Me sedujo tanto que en una c o n f e r e n -
c i a d e p r e n s a , en n o v i e m b r e de 1969, a n u n c i é la
c r e a c i ó n de la O p e r a - E s t u d i o y di, incluso, a entender
que el propio Lefort p o d r í a asumir su d i r e c c i ó n .
73
El plan de Lefort, sin embargo, era menos completo que el
puesto en marcha por mí en 1973, pues le faltaba el elemento
de la "formación integral de los actores" y la proyección hacia
la periferia parisina, que a mí me parecía muy necesaria. De
ahí mi elección: Louis Erlo resultaba ser el hombre más apto
para llevar a cabo felizmente esta aventura. En cambio, en el
campo vocal nuestras concepciones no diferían en la práctica.
La Opera-Estudio tuvo, a criterio de algunos, precisamen-
te el error de ser confiada a Louis Erlo. Pero cuando, después
de reflexiones muy maduras, mi elección recayó sobre él, lo
fué porque yo estaba convencido de que era necesario poner
al frente de semejante empresa a un hombre de teatro
completo, que tuviese una visión de las cosas absolutamente
nueva y ajena al "star-system": capaz al mismo tiempo de
formar actores-cantantes y de abrirse a un público nuevo. Ese
era, a mi juicio, el precio a pagar por la supervivencia de la
Opera-Cómica. Por supuesto, deseo que la Escuela Superior
de Canto de Bernard Lefort en la Opera pueda rendir los
mismos servicios que aquella Opera-Studio que vivió sólo en
mis sueños... Y aunque ha retomado parcialmente algunos
elementos de la abandonada Opera-Estudio, carece sin
embargo de ese medio insustituible que aportaba un teatro en
pleno funcionamiento. Por mi parte concedería a Bernard
Lefort más tiempo que el que se dio a Louis Erlo, para juzgar
los resultados que obtenga, y desde ahora le deseo un éxito
completo. Pero deploro la hermosa esperanza destruida.
E.W.—En cuanto a la Opera, ¿piensa usted que se
mantendrá en el alto nivel alcanzado? ¿Será éso posible con
un administrador francés?.
M.L.—Pienso que toda empresa, desde que nace (y en
ésto pasa como con los seres humanos) comienza ya-apenas
adulta- a degradarse. Todo está continuamente volviendo a
empezar. En mi opinión y ahora que hemos abandonado
nuestros complejos -pues en efecto, nos habíamos acomple-
jado por completo en relación con nuestro arte lírico- hemos
encontrado de nuevo nuestras ambiciones, unas ambiciones
74
a la medida de Francia y de una capital como París. Esto ha
sido el resultado de una decisión política: ahora se trata de
continuar. Pero hay que reconocer que lo excepcional -
debido a Rolf Liebermann- no debe ser ya la excepción, sino la
regla. Francia es un gran país, con tradición musical, y
dispone de numerosos artistas de alto rango: no hay razón
para que no sea un francés el que lleve las riendas de ese gran
centro y del futuro del teatro lírico parisino. Esto es ya hoy
cosa hecha, y yo lo celebro.
Bernard Lefort debe y puede triunfar. Deberá abrir de par
en par sus puertas a los cantantes franceses, a las obras
francesas, mediante su Escuela Superior de Arte Lírico y a
favor de la renovación de la vida lírica de Francia. Ahora ya se
ha rehecho el repertorio y por consecuencia él puede
continuar adelante sobre bases más s ó l i d a s . Pero es
necesario no perder nunca de vista que lo que se ha ganado
con tanto trabajo, siempre corre el riesgo de destruirse
rápidamente.
En fin, es necesario no olvidar que el Palais-Garnier y la
Sala Favart, no constituyen más que un fragmento de la vida
lírica de una capital c o m o París. T e n e m o s n e c e s i d a d ,
igualmente, de una gran ópera popular, francesa, para montar
ópera, ópera cómica y opereta.
Para que un director de teatro pueda triunfar, es absoluta-
mente indispensable que el poder político y la Administración
le dejen una total libertad de acción, con el límite de su
presupuesto: que sepan tener confianza. Nada es m á s
desastroso, pues engendra inevitables fracasos, que las
interferencias de los consejos de administración, por otra
parte irresponsables en cada uno de sus miembros. C o n
frecuencia llegan a paralizar a los verdaderos responsables, al
obstaculizar su libertad y al retardar sus decisiones. Cuando
el telón se levanta, ¿a quién se criticará o se alabará: al consejo
o al director? Saber escoger a los colaboradores y otorgarles
confianza después, ésa es la regla de oro que me han
enseñado los mejores ministros con los que he trabajado. Y en
75
cuanto al teatro, esa visión de las cosas se ajusta más a la
realidad que para cualquiera otra actividad. Bernard Lefort
c o n o c e todo ésto y posee el conjunto de c u a l i d a d e s
necesarias para el éxito. Tengo confianza en el porvenir.
76
V.—FESTIVALES O "FESTIVALITIS"
E.W.—Se le ha acusado a usted de haber favorecido
desde su llegada una inflación de festivales...
M.L.—En efecto ¡qué no se habrá dicho sobre los festiva-
les! "Francia esté atacada de "festivalitis". Es absurdo; es
necesario detener esas tonterías que nos cuestan tan caras,
pues está bien claro que tales manifestaciones de las ciudades
y los pueblos no pueden ser sino mediocres..." Una vez más se
trataba de lo mismo: Salzburgo o nada.
No exagero en nada el talante que existía en la Dirección
del Teatro, la Música y las Letras en 1964. Por otra parte,
fueron esa seguridad y esa buena c o n c i e n c i a las que
permitieron que en 1962 se hubiera suprimido toda ayuda a
los festivales.
Realmente la multiplicación de tales encuentros no es, en
sí misma, un signo de buena salud. Antes al contrario,
77
mostraría que la música no tiene una real existencia y no es
algo permanente en un número bastante grande de lugares,
por lo que allí el festival vendría -de alguna forma- a llenar ese
vacío... A partir del momento en que una vida musical
importante existe en una ciudad o en una región, los festivales
pierden una parte de su razón de ser, salvo si presentan alguna ,•
peculiaridad muy acusada. Su propia existencia revela con
frecuencia una pobreza general. Pero en 1966, en la mayoría
de las c i u d a d e s de Francia, y particularmente en las
pequeñas, no había nada de nada y la acción trazada me
parecía que iba a despertar o a reavivar rápidamente el deseo,
el gusto por la música, e incluso a reforzar los buenos deseos y
las aficiones. Realmente había en todo aquello un "método"
transitorio que podía desembocar en un auténtico renaci-
miento musical, siendo equivalente a un "electrochoc" cada
festival conseguido. Esa fué siempre mi respuesta a los
reproches que se me dirigían sin ningún efecto...
No obstante era evidente que hacía falta ordenar aquella
diversidad de iniciativas, volverlas coherentes. Teníamos que
apoyar diferentes tipos de acción, cada una con sus objetivos
y sus medios. Por tanto me fijé como meta planificar cuatro
grandes categorías de festivales:
— Los festivales internacionales, comparables (así lo
esperábamos al menos) a los de Salzburgo o Bayreuth.
Por supuesto, éstos debían ser poco numerosos: tres o
cuatro, como máximo.
— Los festivales con vocación nacional, es decir los
organizados por algunas grandes ciudades de Francia,
algunos de los cuales venían existiendo desde hacía ya
m u c h o tiempo (Strasbourg, T o u l o u s e , Bordeaux,
Lyon, Besancon, etc).
— Los pequeños festivales locales, especie de fiestas de
la música, prácticamente en vías de desaparición tras
la supresión de las subvenciones estatales.
78
— Por ú l t i m o , los festivales d e d i c a d o s a la' m ú s i c a
contemporánea.
Además, con mi amigo Jean Salusse, yo creía que,
siempre que fuera posible, deberíamos intentar hacer que
nuestros monumentos históricos revivieran para la música:
"Hacer cantar a las piedras", ésa era nuestra fórmula.
Fueron fijados tres objetivos esenciales, prioritarios:
ayudar a los festivales de dimensión internacional, desde una
perspectiva de prestigio; favorecer la creación de un gran
número de fiestas locales, a fin de despertar en el pueblo el
gusto por la música y preparar así, en profundidad, un
verdadero terreno musical; y sostener los festivales de música
contemporánea con nuevas ayudas.
Ciertamente, yo deseaba apoyar también los festivales
nacionales para que se desarrollasen, pero su caso no me
parecía prioritario porque las ciudades que los mantenían
contaban con los medios para ello y porque se sustentaban en
una vida musical local ya bastante intensa. Había cosas más
urgentes...
A fin de hacer revivir las "fiestas" o de multiplicarlas, deci-
dí restablecer inmediatamente el principio de las subvencio-
nes, que h a b í a n sido suprimidas cuatro a ñ o s antes, y
aumentarlas considerablemente.
En cuanto a los festivales locales, adopté una política
deliberadamente brillante, consistente en repartir por toda
Francia un gran número de subvenciones de importancia
variable, incluso a veces muy escasas. También me encontré
con la oposición de los que veían en esta práctica una mala
utilización de los fondos públicos. Se me decía: "Usted
dispersa, usted "espolvorea", usted hace mal uso del dinero
del Estado... de todas formas, usted no t e n d r á n u n c a
suficiente dinero para ayudar a todo el mundo, pues va a
despertar innumerables deseos. Más le valdría concentrar sus
esfuerzos en puntos concretos".
79
Me volvía a encontrar con este talante de "concentra-
ción", con la pretendida "mejor gestión" con la que me
tropezaba a cada paso; el comportamiento egoísta e incons-
ciente de los privilegiados, y la misma dimisión ante el
esfuerzo... Pues, verdaderamente, ¿quién razonaba así? Todo
el que podía acudir a Bayreuth, a Salzburgo o a Aix-en
Provence, o todos aquéllos a quiénes el asunto no les
interesaba lo más mínimo. Cuando se afirma con desdén que
es absolutamente inútil mantener manifestaciones que no
sean del más alto nivel internacional, ¿se ha tomado alguien la
molestia de pensar en las ciudades pequeñas y medianas, en los
pueblos que no tienen nunca nada, que carecen de la más
mínima posibilidad, durante muchos años, de oir, de ver en
carne y hueso a los artistas de gran valía? La actitud de los
privilegiados -y vuelvo a emplear la palabra-, esa falta de
imaginación y de generosidad viene a reforzar (si éso se
puede decir) la pereza latente en una Administración que
evidentemente encuentra mucho más fácil ayudar a tres o
cuatro organismos que a cien o a ciento cincuenta... No hace
falta, ciertamente, dispersarse de una forma exagerada, pero
un país como Francia debe de contar, casi en todos los puntos
de su territorio, y sobre todo allí dónde no exista ningún
organismo permanente, con lugares privilegiados donde la
música vaya al encuentro del pueblo durante algunos días. Al
igual que a partir de la aorta, las arterias y las arteriolas, se
distribuye la sangre (es decir, la vida) por todo el cuerpo
humano, el dinero del Estado debe llegar a vivificar o a crear
un auténtico tejido musical.
Así pues, hicimos saber rápidamente que el Estado
ayudaría la vida local en ese campo. El hecho de que la
Dirección de la Música tuviese en cuenta los esfuerzos reali-
zados aquí o allá, en Bellac como en Carpentras, en Saint-
Lizier como en Sommieres, era doblemente significativo: era
un estímulo moral para los diputados locales o para las
personalidades privadas que se habían consagrado a la
misión de crear y de mantener festivales, y además, permitía
con sumas relativamente modestas de parte del Estado,
obtener ayudas sustanciosas de las administraciones locales
80
destinadas a la música. A veces, con menos de cinco mil
francos de subvención estatal, los diputados y personalidades
locales llegaban a obtener de sus autoridades ayudas infinita-
mente superiores.
Cada año el número de los festivales se ha ido desarro-
llando más hasta conseguir la extraordinaria floración de hoy
en día: más de ciento veinte festivales dan al público una
música de buena calidad, una música viva, y éso por toda
Francia, aunque se detecte una cierta desproporción entre el
norte y el sur. En efecto, se precisa tener en cuenta los lugares
de acogida, el clima -que puede favorecer o no un festival
al aire libre-, el tejido demográfico, más o menos denso... Esta
política de "espolvoreo" no era, evidentemente, autoritaria: la
Dirección de la Música no sugería nunca la creación de un
festival local. La petición debía provenir o bien de los repre-
sentantes locales, o bien de animadores, generalmente
aficionados.
Las ayudas concedidas fueron, a menudo, decisivas. Es
sorprendente comprobar -cualquiera que sea el partido al que
pertenezcan- cuan felices son los franceses "protestones"
cada vez que se dan cuenta de que los poderes públicos
comprenden sus esfuerzos. El papel de la Dirección de la
Música ha consistido en responder a las demandas de
creación o de renovación, y en función de cuatro criterios:
seriedad de la propuesta, valor del programa y de los
intérpretes, impacto sobre el público, y, por último, precio de
las entradas, que debía permitir el acceso a un público joven y
popular.
Si yo creo tanto en los festivales locales, es porque ellos
juegan un triple papel, según mi criterio: en primer lugar, son
"fiestas"; proporcionan salidas a los músicos, y, finalmente,
despiertan el deseo y el gusto por la música en la población.
— Son fiestas: el período del festival es un momento privi-
legiado, donde toda la vida local se concentra en la
música. En Albí, por ejemplo, Jean-Pierre Wallez atrae
81
alrededor de un cierto n ú m e r o de c o n c i e r t o s a
estudiantes que participan, trabajan y crean. El festi-
val es el único momento en que se puede escuchar
buena música durante una, dos o tres semanas. En
Sommieres, pequeña aldea de Gard, otro ejemplo:
Michel Garcín y su esposa, verdaderos misioneros de
la música, la han hecho renacer en este departamento y
han sabido, en pocos años, atraer a la población local.
— Son salidas para los músicos: en efecto, proporcionan
trabajo a un número considerable de artistas, sobre
todo franceses, durante el verano, cosa muy importan-
te y que nadie negará.
— Finalmente los festivales despiertan al amor de la
música a una gran cantidad de gente. Gracias a los
festivales son muchos los que han podido, por primera
vez en su vida, asistir a un concierto, oir y ver conjuntos
musicales de gran renombre.
A menudo se ha pretendido que los festivales sólo atañen,
esencialmente, a los veraneantes, y que el público local
permanece indiferente. A ello respondo que es cierto, pero
sólo al principio en la mayoría de los casos. En efecto, en una
primera etapa la población local no se atreve a acudir, pues no
se siente vinculada a la música, mundo que le resulta
desconocido. Al no haber hecho nada en la escuela, es difícil
que la gente se interese por lo que ignora. Es una cuestión de
modo de vida y de educación. Pero si se pone cuidado en la
animación y en la información, se termina por hacer acudir a
todos los públicos. Basta con hacer un esfuerzo de voluntad,
de tenacidad y de paciencia. ¡Hay en toda Francia tantos
aficionados extraordinarios, y tanto amor a la música en
potencia!.
No olvidemos tampoco que los veraneantes no represen-
tan solamente a una élite cultivada, pues una gran parte de la
población francesa -unos veinticinco o treinta millones de
personas- toma sus vacaciones. Toda esa población nómada
82
es atraída por los festivales, y es, por consiguiente, suscep-
tible de ser despertada por fin a la música.
Por otra parte, yo estaba convencido de que me era muy
necesario tener cuidado para no sofocar nada, y que debía por
el contrario proteger cada retoño, cada brote, a fin de que se
abriera. El extraordinario y fabuloso éxito de los festivales ha
sido, sin duda, insospechado: pero prueba que nuestros
objetivos se han logrado, incluso sin poder ayudar, como yo
hubiera querido, a todos cuantos lo merecían.
Paralelamente al desarrollo de los festivales locales,
perseguíamos el segundo objetivo de nuestra política: crear
festivales de valor y proyección internacionales, así como
revitalizar los ya existentes. El plan trazado nos llevaba a
concentrarnos sobre tres polos: París, la Provenzay la región
de Loire, creando así acontecimientos artísticos en algunos
lugares históricos de gran importancia en nuestro país. Así
pues, me puse inmediatamente a colaborar con Jean Salusse,
a la sazón Director del Departamento Nacional de monumen-
tos históricos.
Parcialmente al menos, hemos triunfado en la Provenza y
en París; queda por hacer aún una vasta operación en la
región de Loire, y hay todavía muchas piedras para "hacerlas
cantar"... Me parecen representativos de la acción que ha sido
llevada a cabo en este campo, tres festivales principalmente:
Orange, Aix y París.
Orange.—En cuanto a Orange, no se trataba realmente de
una creación, sino más bien de un renacimiento. En efecto: en
Orange existían corales desde la noche de los tiempos, pero
que en los últimos años se contentaban con "ir tirando", por
falta de recursos y de voluntad política, a pesar del talento de
los que se ocupaban de ello, sobre todo el sacrificado Michel
Leduc. Al acordarme de este lugar extraordinario, de este
inmenso recinto que se levanta hacia el cielo, quise intentar
darle de nuevo vida. Así pues, confié a Jacques Bourgeois,
amigo de siempre y conocedor excepcional del arte lírico (y
83
que tomó como ayudante a Jean Darnell), la misión de hacer
renacer el Festival de Orange. En el ayuntamiento de entonces
encontré una acogida a la vez calurosa e inquieta. Tener en su
pequeña ciudad un teatro de diez mil plazas -o sea, la mitad de
su población- les entusiasmaba y les inquietaba al tiempo,
habida cuenta de los medios considerables que se necesita-
ban para la puesta en marcha de una o p e r a c i ó n que
reclamaba la presencia de los grandes nombres internacio-
nales.
Por éso yo quería que el Estado concediese una ayuda
importante, y, una vez más, Jean Salusse trabajó de forma
considerable para dar toda su dimensión a un festival cuyo
éxito esplendoroso pienso que está fuera de duda. Como
festival de alto nivel internacional, representa también un
excelente ejemplo de gran manifestación popular, si se tiene
en cuenta el número de espectadores que acoge cada año y el
precio de las localidades que se ha fijado.
Un recuerdo. Yo había solicitado de Jacques Bourgeois
que se hiciera en Orange el "Tristán". Al durar la represen-
tación cuatro horas, terminaría hacia las dos de la madrugada.
Me acuerdo de la inquietud de Jacques Duhamel: "Jamás
retendrá usted tan tarde y de noche a los provenzales, para
escuchar Wagner. "¡Si fuese la "Arlesiana"!" Yo le respondí
que contando con la eternidad de aquel recinto, con la del
cielo que lo cubre y con la de la música que se iba a escuchar
allí, estaba seguro de que el inmenso público que iba a acudir
se quedaría subyugado y aguantaría hasta la última nota. Le
pedí que me permitiese hacer una apuesta... y la gané. La
muchedumbre se quedó, captada, embrujada, hasta las dos o
las tres de la madrugada. De diez mil personas, sólo unos
centenares eran parisinos o extranjeros; el resto lo constituía
la población local que llenaba las gradas. Y yo creo que el más
feliz de todos, fué el propio Jacques Duhamel. Aquello
demostraba la importancia creciente de la música y del arte
lírico. Es necesario recordar que, en aquellos momentos, la
ópera no era todavía lo que luego ha llegado a ser; solía ser de
buen tono decir que el arte lírico era algo completamente
84
s u p e r a d o , que se trataba de una forma de e x p r e s i ó n
anticuada, que no interesaba más que a algunos vejestorios
achacosos y a algunos cantantes sin voz.
El éxito de Orange es uno de los acontecimientos que
devolvieron -psicológica y políticamente- la comprensión de
la Administración en favor de un renacimiento del arte lírico.
Aix.—El caso del festival de Aix-en-Provence. era mucho
más complejo. Creado por el director del casino de la época,
poco después de la guerra, el señor Bigonnet, y por dos
aficionados a la música, ilustrados y emprendedores, Gabriel
Dussurget, igualmente empresario, y Guy Lambert, gracias al
gusto y al buen sentido de estas tres personas, el Festival de
Aix-en-Provence ocupó rápidamente un lugar destacado en el
panorama casi desértico que, en cuanto a la música de alta
calidad, conocimos después de 1945. El todo París, mundano,
literario, artístico y político, se daba allí cita en julio, y las
óperas de Mozart se convirtieron en un "sarampión" de los
salones parisinos: Mozart en Aix, constituía un delicioso
preludio de las vacaciones... Gabriel Dussurget, con un olfato
excepcional, supo descubrir jóvenes cantantes desconocidos
que se hicieron célebres de la noche a la mañana. El teatro de
Cassandre, en el patio del Arzobispo; los decorados de
Malclés, de Wakevitch, etc; la orquesta de la Sociedad de
Conciertos del Conservatorio y la "Sudwestfunk", crearon las
hermosas noches del verano provenzal durante cerca de
veinte años. El déficit era cubierto por el casino: una hábil ley
sobre el juego permitía en efecto conceder sustanciosas
ventajas fiscales a los casinos que organizasen manifesta-
ciones artísticas de calidad...
Pero cuando yo llegué al Ministerio las cosas estaban ya a
punto de echarse a perder seriamente. El sensible señor
Bigonnet había perdido el control del casino de Aix, así como
la gestión de los diferentes establecimientos de la sociedad
del casino de Aix-termal. Había un nuevo presidente, el señor
Jean Bertrand, y el festival de música de Aix-en-Provence se
encontraba en lo sucesivo bajo la autoridad financiera y, por
consiguiente, la autoridad a s e c a s , de un e x t r a ñ o trío
85
compuesto por el presidente de la sociedad del casino, el
señor Bertrand (a mil a ñ o s luz de la m ú s i c a ) , por su
administrador, el señor Vincent, antiguo funcionario de
hacienda en Marsella, y por un consejero de París, el señor
Planchet, comerciante en vinos y uno de los administradores
de la sociedad del casino. El componente "negociante" de
este trío, aumentado (sobre todo por parte del presidente
Bertrand) por un cierto júbilo -¡ser el "patrón" de una empresa
artística tan halagüeña!-, condujeron al festival a su decaden-
cia en muy pocos años. En efecto, aquellos señores interve-
nían continuamente en el terreno artístico y no tardaron en
querer separarse del que había sido el alma de todo aquéllo y
que continuaba aún siendo un notable animador. Acusando a
Gabriel Dussurget de mil faltas, recortando todos los gastos,
incluso los más esenciales, retrasando siempre más allá del
límite de lo posible la firma de los contratos, enviaban al
ministerio interminables cartas en las que la expresión de
sentimientos artísticos muy elevados se aliaba hábilmente
con las peticiones crecientes de subvenciones, a pesar de que
la calidad decrecía cada vez más. Bien pronto se hizo evidente
que era necesario volver a poner orden en este asunto...
A pesar de la gran diplomacia de Jacques Duhamel, mis
esfuerzos personales y los de Jacques Rigaud, fué imposible
hacer comprender a los señores ya citados que el terreno
artístico no era el suyo puesto que el presupuesto fijado había
sido respetado. Así pues, tras muchas c o n v e r s a c i o n e s
durante el verano de 1972 y con el acuerdo absoluto del
ayuntamiento de Aix y de su alcalde, el señor Ciccollni (en el
que siempre encontré una ayuda muy eficaz), y apoyándome
en el amor por el arte lírico y en la competencia administrativa
de Jean Salusse, me propuse retirar al casino su poder
absoluto sobre el festival. Y así fué como -a pesar de los
clamores ultrajados de los ya citados señores- se constituyó
una asociación según la ley de 1901, de la que fué elegido
presidente el alcalde de Aix-en-Provence, siendo vice-presi-
dente el Director de la Música del Ministerio y el Director del
Departamento nacional de monumentos h i s t ó r i c o s , y
86
quedando reservada otra vice-presidencia al presidente de la
sociedad del casino. Este nos puso "mala cara" durante
mucho tiempo, hasta que al fin aceptó. No hace falta decir que
la desgravación de la tasa sobre el juego era la clave...
Habiéndose retirado Gabriel Dussurget, cosa que todo el
mundo lamentó mucho, la dirección artística del festival fué
confiada a Bernard Lefort, ya que así se había convenido
tácitamente entre Jacques Duhamel, él y yo mismo, en
compensación por su salida de la dirección artística dé la
ópera a la llegada de Rolf Liebermann. Desde entonces el
festival de Aix ha vuelto a ocupar su puesto y Bernard Lefort le
ha devuelto el prestigio y la calidad. El quisiera incluso crear,
en los inmensos espacios al norte de Aix, un gran teatro al aire
libre de tres o cuatro mil localidades. Confieso mis reservas
sobre ese proyecto: la Provenza y el Languedoc poseen
teatros romanos tan admirables, insuficientemente o mal
explotados, que n i n g ú n otro proyecto por h á b i l m e n t e
organizado que esté, los podrá igualar nunca...
París.—El Festival de Otoño.—En cierta medida, sólo el
Festival de Otoño de París es mi verdadera creación. En mi
opinión París debía tener una manifestación pluridisciplinar
centrada en el arte contemporáneo en su conjunto, y no
solamente en la música. La capital debía mantener, con más
brillantez que nunca, el papel que siempre ha sido el suyo: ser
el crisol de búsqueda y de vida. Así pues debía reagrupar y
difundir las' creaciones contemporáneas, tanto francesas
como extranjeras. Por éso pensé que sería interesante reunir
diferentes manifestaciones dispares, como el Festival de
danza, las Semanas musicales internacionales de París, e
incluso otras, que pusieran de relieve diversas ramas del
arte, como el teatro o la plástica. Rápidamente me vino a la
mente el nombre de Michel Guy para asumir la dirección de
esta nueva aventura. Creado en 1972, el Festival de otoño reagrupó
asimismo actividades musicales y coreográficas, exposiciones y
representaciones teatrales.
E.W.—Se ha dicho que el Festival resultaba demasiado caro.
87
M.L.—Es un festival relativamente costoso, éso es cierto,
y ello ha acarreado ataques sobre ese punto: los ochocientos
mil francos que yo había previsto inicialmente para la danza y
la música fueron insuficientes e hizo falta aportar rápidamen-
te un millón doscientos mil más, a los que se han añadido
otros créditos procedentes de diferentes sectores como el
Fondo de Intervención Cultural (FIC), que dependía directa-
mente del ministro y no sólo de mi Dirección, así como los de
la propia ciudad de París, cercanos a los dos millones de
francos. Estas sumas pueden parecer importantes, e indican
la voluntad del Estado y de la ciudad, de hacer de la capital de
Francia un lugar de efervescencia artística e intelectual.
Georges Pompidou, al que le gustaba mucho el arte
contemporáneo, tenía un vivo interés por este festival, que ha
mantenido, mantiene aún y debe seguir manteniendo un
puesto importante, a condición de que su regla sea una severa
gestión, y de que abra ampliamente sus brazos a los creadores
de las más diversas tendencias. Este último punto creo que
marcará su éxito o su fracaso.
Por supuesto que, como todas las manifestaciones de
esta naturaleza, el Festival de otoño no puede sólo conocer
triunfos. Personalmente, deseo verle abrir sus puertas al arte y
a los artistas franceses de todas las tendencias, y no
demasiado ampliamente a "investigaciones" experimentales,
tan balbuceantes como herméticas. Dicho ésto, la creación es
inseparable del riesgo y, por tanto, del fracaso, y estoy
contento de haber permitido que se intentase al menos la
aventura. Si yo pedí a Michel Guy que volviera a asumir la
dirección del Festival de Otoño, en nombre de la ciudad de
París, con el pleno asentimiento de su alcalde, es porque estoy
convencido de que él es el hombre apropiado, más allá de
cuestiones de amistad personal.
La suerte del Festival de Otoño se jugará en los dos o tres
años próximos. Será juzgado por su gestión y por la forma en
que s e p a ser el heraldo de los verdaderos creadores,
dominando la tentación vanguardista.
88
Finalmente nos quedan los festivales de música contem-
poránea, de los que hablaremos en el capítulo dedicado a la
creación. He lamentado mucho la desaparición del festival de
Royan, pero ¿para qué tuve que perder el tiempo en 1974,
evitando que la pequeña guerra fría entre Royan y La Rochelle
se transformase en un verdadero enfrentamiento? Esos
festivales -como el de Metz- si quieren sobrevivir y ejercer una
auténtica influencia humana, deben -en mi opinión- hacer
caer los muros de las "capillas" que los cercan. Como en el
caso del Festival de otoño, deben saber que si quieren vivir, no
pueden persistir en una eterna adolescencia.
— Resumamos y precisemos cuáles eran mis objetivos:
— Volver a dar todo su brillo a los grandes festivales inter-
nacionales: París, la Provenza y los de la región de
Loire (todavía por nacer).
— Ayudar mejor y en la medida de su vocación original, a
los festivales organizados por algunas de nuestras
grandes ciudades: Besancon (jóvenes directores de
orquesta), Bordeaux (arte l í r i c o ) , Lyon-Fourviere
(grandes espectáculos líricos), Strasbourg (música
coral y contemporánea), etc.
— Finalmente apoyar o hacer aflorar las mil fiestas que
regocijen a los que no tienen nada, que hagan revivir
los lugares históricos olvidados y que les permitan
reinsertarse en la vida.
Creo que estos objetivos han sido alcanzados en parte;
pero el camino es largo. Hasta que, por fin, "canten todas las
piedras", y todos los corazones.
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VI.—LA CREACION MUSICAL
La ayuda a la música de hoy.
E.W.—¿Se mostró usted en realidad tan ecléctico y
abierto como aparenta? ¿No influyeron nunca sus gustos
personales como músico en sus decisiones como adminis-
trador?.
M.L.—¡Desde mi punto de vista el dirigismo es un pecado
capital! Por éso, siempre y de una forma apasionada, he
deseado que no se me pudiera atacar por ese lado. Además,
he querido mantenerme apartado de todas las "capillas",
cualesquiera que fuesen. Y éso en las tres principales cadenas
de problemas que, inevitablemente, plantea toda ayuda
"oficial" a la creación musical, a saber: en primer lugar la
distribución de las subvenciones; a continuación la elección
de los hombres y de las obras; y, finalmente, su difusión.
En cuanto al primer punto, en el momento de mi llegada -
en 1966- las cosas se encontraban reducidas a su más simple
91
expresión: el Ministerio disponía de ciento veinte mil francos
para hacer encargos a músicos franceses, pero más de la
mitad de esa suma servía o bien para pagar a los copistas, o
bien para subvencionar a los editores que aceptaban publicar
las obras encargadas por el Estado. Los que distribuían este
escaso maná daban por hecho en su fuero interno que, al no
publicar los editores más cantidad de música contemporánea,
era necesario "subvencionar la edición". Pero si ésto era
cierto, en parte, por loque respecta a las grandes obras líricas,
en cambio resultaba completamente falso para todas las
restantes formas musicales.
¿Cómo no tener en cuenta o ignorar incluso los esfuerzos
importantes y con frecuencia notables, realizados en este
campo por varias casas editoras francesas? Los Heugel,
Salabert, Leduc, Choudens, Jobert y otros muchos no habían
dudado en lanzarse a la edición de la música de nuestro
tiempo. En realidad, la forma en que habían sido dispuestas
las cosas por el Ministerio hacía que, con frecuencia, las
subvenciones fueran concedidas a solicitantes sin futuro y
que se concibieran como "socorros" y no como verdaderos
encargos. Muchas obras así encargadas, al no tener ninguna
posibilidad de ser nunca interpretadas, era imposibletambién
que despertasen el interés de ningún editor...
Desde 1967, pasamos a 300.000 francos, y en 1969, a
500.000 francos. Decidí a d e m á s que ya no se seguiría
destinando una parte de ese dinero a la remuneración de
copistas ni a la subvención de editores, salvo el caso de las
óperas, y suprimí la obligación que tenían hasta entonces los
compositores de "solicitar" el encargo. Así se invirtieron los
factores. Se estableció que en adelante, correspondería a los
órganos ejecutantes, a las orquestas y a los conjuntos de
c á m a r a , que figurasen en una lista c o n f e c c i o n a d a por
acuerdo de una comisión consultiva renovada, solicitar de la
citada comisión la propuesta al ministro de encargartal o cual
obra a un compositor determinado, y por supuesto, con el
consentimiento de éste. Igualmente existiría la obligación, por
parte del conjunto u orquesta solicitante, de ejecutar la
92
primera audición de la obra encargada. No hay que decir que
la comisión era libre de aceptar o de rechazar las peticiones,
así como de hacer sugerencias. (En 1974, entre cerca de
sesenta nombres, se seleccionaron los de Xénakis, Jolivert,
Zbar, Milhaud, Mache, Rivier, Louvier, Migot, Tailleferre,
Duhamel, Decoust, Komives, Gallois-Montbrun, Aperghis,
Bondon, Amy, Aubin, etc.) De acuerdo por completo con
André Malraux, modificamos profundamente la composición
de la comisión consultiva, desde mi llegada. C o n gran
amplitud, estuvieron allí desde Maurice Fleuret a Henri
Sauguet, pasando por Charles Bruck, Henri Dutilleux y Olivier
Messiaen.
Puedo decir que funcionó sin problemas hasta 1974,
momento en que Maurice Fleuret, presentó su dimisión, con
gran alboroto, y por razones políticas más que musicales. Los
encargos seleccionados fueron numerosos y si bien es cierto
que no hubo aumento presupuestario hasta 1976, al menos he
podido alegrarme de que el naufragio del proyecto del Centro
Nacional de la Música y la Danza permitiese (con los créditos
que debían serle destinados) elevar el total de subvenciones a
900.000 francos en 1977. Esta cifra, esta comisión, esta
política no arreglan ya el problema, a menos que se consiga
hacer participar muy directamente al conjunto de organismos
regionales que han surgido en estos últimos años en la vida
creadora. Pues, efectivamente, ésta se encuentra concentra-
da demasiado exclusivamente en las manos del poder central
parisino. He aquí por lo que desde comienzos de 1974 anuncié
que me proponía-tras negociaciones con los ayuntamientos y
con los organismos interesados- conseguir que se destinase
el uno por ciento de la suma de todas las subvenciones
públicas (Administración del Estado y local) anuales, a
encargos a los compositores. Además de que la cifra ya
conseguida desde 1975, había sido casi tres veces superior a
la alcanzada anteriormente, y de que se hubiese progresado
con el desarrollo de la vida musical, esta fórmula automática -
presentaba la considerable ventaja de descentralizar de
verdad los "puntos creadores" haciendo que el Estado no
fuese el único mecenas.
93
Si bien este proyecto del 1% no ha sido aún llevado a la
práctica -aunque estoy convencido de que lo será, si lo quiere
la propia dinámica de las cosas- ya se suscitan algunos
encargos a escala regional. En conclusión, sería obligado
hablar de una nueva y mucho más profunda batalla que será
necesario todavía librar para descentralizar, no sólo en el
plano geográfico, sino también en el humano, la creación
musical.
Si la cuestión económica es, por supuesto, la primera
preocupación, no es la más grave sin lugar a dudas: la más
grave es la de la selección. En ese terreno, las pasiones están
siempre a punto de desatarse. Tengo excelentes amigos, de
tendencias musicales opuestas, que, en la misma época y
cada uno en su campo, me reprocharon que no ayudase más
que a la vanguardia (los unos), y que no favoreciera sino la
tradición musical (los otros). Todos ellos juntos lograron
tranquilizar mi conciencia, pues yo estaba avanzando por el
buen camino del término medio.
Siempre he comprometido mi honor en la acción pública
que me era necesario llevar a cabo, para permitir que cada uno
se expresase según su sensibilidad y sus medios. Me hubiera
disgustado el poder ser acusado de tomar partido personal-
mente por tal o cual tendencia; pues mi convicción profunda
es que, a nivel estatal, no debe haber juicios estéticos. No le
corresponde al Estado juzgar, sino a la historia y al público. En
los últimos años y por la fuerza de las cosas, el Estado había
llegado a ser, no el mecenas número uno, sino el único
prácticamente, arriesgándonos de esa forma a desembocar,
nada menos, que en un arte "oficial". El Estado ha de ser, ante
todo, liberal por completo y tratar, a más largo plazo, de
descentralizar los modos de selección. En efecto: se quiera o
no, siempre hay que hacer elecciones. Pero es necesario
hacerlas de forma que se puedan plantear de la manera más
ecléctica posible... No ya que tengamos elecciones objetivas,
pues la objetividad en el terreno artístico es una palabra
carente de sentido; pero es necesario que sean abiertas, que
permitan a todos volver a encontrar el público, a través de sus
94
propíos medios, de su sensibilidad y de su talento particular.
El deber del Estado, en tanto que único mecenas, es pues -a mi
parecer- ser neutral. Tal ha sido y tal será siempre mi creencia.
La intolerancia del creador (o una cierta propensión al
narcisismo), entendida como una extrema fidelidad a sí
mismo, me parece normal, si no necesaria. Se trata del
compositor en sus relaciones con su obra, o del músico -
aislado o no- que quiere hacer triunfar una estética, una
sensibilidad personal.
Muchos grandes músicos se han afirmado a sí mismos al
oponerse, y éso fué casi siempre fecundo y benéfico, incluso
c u a n d o las exageraciones pasajeras han apasionado a
ultranza los debates. El artista tiene derecho a ser injusto, a
rechazar cualquier estética que no sea la suya, porque la
creación es inquietud. En cambio, el que un ministro o un alto
funcionario, responsable del dinero de todos, quiera hacer
triunfar sus propios gustos, o lo que él cree que es su gusto (y
que generalmente es el de la moda), éso me parece realmente
intolerable.
E.W.—Ha evocado usted la inquietud del artista creador:
¿no la considera usted particularmente grave en los últimos
veinte o treinta años?.
M.L.—En efecto, esa inquietud, y yo diría incluso ese
d e s c o n c i e r t o , que e x p e r i m e n t é desde mi a d o l e s c e n c i a
(desconcierto que, en el fondo, era seguramente el mismo de
Arnold Schonberg ante su trágica búsqueda de otra cosa) los
veía con tristeza que se exhibían, contradictoriamente, a
través de provocaciones desesperadas. Las locuras del
lenguaje y las acciones desordenadas de muchos de nuestros
intelectuales, artistas o críticos de arte, pueden anotarse en la
cuenta de ese sentimiento de angustia, en todo caso
respetable en su desesperanza. Entre ellos está Maurice Fleu-
ret, por ejemplo, que se presenta como el heraldo incondi-
cional de ciertas investigaciones de vanguardia. Y y o quisiera,
aquí, decir algo sobre ésto.
95
Maurice Fleuret dimitió repentinamente en 1974 de su
puesto en la comisión de conciertos, para el que le había
nombrado en 1967; estuvo pues en ella casi siete años.
Mientras que, hasta 1966, fui para él un personaje sin consis-
tencia, súbitamente me convertí en un dictador salvaje a sus
ojos. Me criticó en todos los sentidos -hasta rayar en el
insulto- en "Le Nouvel Observateur", durante semanas, desde
diciembre de 1973 a marzo de 1974, y al mismo tiempo
deseaba seguir siendo mi fiel colaborador respetuoso como
director de las Semanas musicales internacionales de París,
de las que yo era presidente, reconociendo gustoso que el
dictador -a quien él denunciaba en su revista- le había dejado
siempre una total libertad en su misión.
Sin embargo, tras la suspensión del "Domaine musical"
por Gilbert Amy, según Maurice Fleuret, yo habría debido -de
acuerdo con sus consejos- ayudar a ciertos grupos de
músicos contemporáneos que él apoyaba, y no a aquéllos
cuya creación o cuyo apoyo de una forma más activa, acababa
yo de anunciar. En realidad yo no debería haber sido, sobre
todo, amigo del entonces ministro, Maurice Druon, que había
cometido el crimen imperdonable de haber denunciado -con
una frase que daba en la diana- la actitud de "la escudilla y el
cocktail Molotov", en sus relaciones con el gobierno, por parte
de diversos animadores, en particular de teatro. ¿No era ésa
precisamente la actitud moral de Fleuret, que lanzaba contra
mí sus "cocktails Molotov" desde "Le Nouvel Observateur",
pero queriendo conservar al propio tiempo su "escudilla" en
las Semanas musicales internacionales de París? ¡La misión
que él se había atribuido en favor de cierta "música nueva" -la
que él predicaba en ese momento- se acomodaba muy bien
con las relaciones jerárquicas y económicas con un poder
despreciado! Hombre curioso y, por lo demás, simpático por
sus apasionamientos, su mirada ansiosa y acerada, su porte
huidizo y provocativo... Le falta un soplo de serenidad.
El desconcierto de los creadores es la fotografía cruel de
nuestra civilización. En el libro que me dedicó Antoine Golea
(Ediciones Seghers, 1969), yo había tratado de marcar los
96
límites de una forma sucinta, y lo había hecho señalando la
profunda obligación que se impone al creador: o su obra es la
expresión de una fé, o bien no es sino mueca y caricatura. La
frase de Pascal "Todo lo que no sea Dios no puede llenar mi
espera", me parece más auténtica, más necesaria que nunca.
Más allá de los academicismos tradicionales o de los precio-
sismos de vanguardia, que se hunden en el olvido apenas
nacidos, porque se adoran a sí mismos, se eleva el verdadero
canto.
Por éso, ante las polémicas -a veces virulentas y ruidosas-
es necesario sentirse indiferente. No digo que sea siempre
posible ante acontecimientos inmediatos; pero si se tiene la
sabiduría de pensar en términos de historia, si se llega a
recordar que la violencia es el argumento de aquéllos cuya
causa es débil, de los espíritus angustiados y poco seguros de
sí mismos, si se está bien persuadido de que -como dice un
proverbio checo- "La mentira da a veces flores, pero nunca
frutos", se llega a la conclusión de que sólo cuenta la acción
llevada a cabo y la obra realizada.
Tan esencial es que haya una confrontación de las ideas,
una lucha de tendencias, como resulta malo que se llegue a la
asfixia arbitraria de una familia de talentos a manos de otra.
Durante mucho tiempo hemos conocido este sofoco que se
confundía con la enseñanza oficial, al no quererse admitir la
evolución del lenguaje musical. Yo lo he sufrido personal-
mente. Hoy las cosas han cambiado mucho, pues efectiva-
mente, los métodos de enseñanza demasiado conservadores,
han hecho necesaria la denuncia de dichos métodos. Pero
algunos han olvidado que cuando se empuja demasiado
fuertemente contra una puerta que, tras un largo esfuerzo,
cede de pronto, uno -impulsado por su propio empuje- se
precipita de cabeza en otra puerta que ocultaba la primera. Así
se va de un extremo al otro: es la antigua ley del péndulo que
conocen bien todos los sociólogos. Algunos de nuestros
músicos de hoy no escapan a esta ley. Por lo demás, creo que
sus búsquedas, incluso cuando son exageradas, llegarán a
manifestarse como beneficiosas, porque -por principio-
97
mantienen el testimonio de una verdadera vitalidad, y la
angustia profunda que es su principal característica, servirá
mejor al futuro que el "ronroneo" satisfecho del academicis-
mo. Pero a condición de que el "amateurismo" que se cuela
por las rendijas del tradicional "oficio" -demasiado maltra-
tado-, no venga a estropear las mejores intenciones.
En sus "Antimemorias", André Malraux citaba con énfasis
una frase budista que dice así: "El elefante es el más sabio de
todos los animales, el único que recuerda sus anteriores vidas;
por éso se mantiene tranquilo durante mucho tiempo,
meditando sobre ese tema".
Creo que esta meditación sobre la eternidad, debería ser
siempre la de los compositores. Nada es nunca definitivo,
nada es del todo nuevo; se quiera o no; venimos de alguna
parte y vamos a alguna parte, y nuestra razón de ser es la de
cantar nuestra esperanza de eternidad en nuestra condición
humana: el amor y la muerte. Uno y otra, con todas las
variantes posibles entre estos dos temas entrelazados indiso-
lublemente, marcan nuestra necesidad fundamental de
superar nuestro "ego", finito y mortal, de proyectarnos hacia
lo que es más que nosotros mismos.
Hoy, el inmenso desconcierto de nuestro tiempo, el de
tantos artistas, es haber reemplazado la auténtica fé por
búsquedas formales y haber creído -o confiado forzarse a
creer- que lo insólito, lo inaudito, constituyen fines en sí
mismos. De ahí esos textos ininteligibles, esos efectos
sonoros desoladores. ¡Qué cegadora luz arroja sobre el
d e s c o n c i e r t o (no encuentro mejor t é r m i n o ) de tantos
compositores de todo el mundo, el camino desordenado que
ha conducido, en poco menos de veinte años, a la mayoría de
ellos, desde el "corsé" serial a la música aleatoria! Muchos
c o m i e n z a n de nuevo a mirar de reojo el viejo y buen
sentimiento tonal...
En una entrevista reciente, Yves Montand ha dicho con
gran sencillez: "La tierra no es más que una cabeza de alfiler
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dando vueltas a mil quinientos metros de un balón de fútbol
que representa el sol. ¡Y nos agitamos!". Sí; la meditación del
elefante de Malraux, de cara a la eternidad, y el grito de Yves
Montand, es lo que sin duda nos permite entrever las claves de
la sabiduría. Y la sabiduría, para un creador, es comprender a
los demás y ser comprendido por ellos, convirtiéndose en su
portavoz. Es tratar de zambullirse activamente en la corriente
de la historia. Es no olvidar nunca su ínfima pequenez con
respecto al mundo. Es respetar al público.
Pero volvamos, más prosaicamente, a la acción realizada,
muy especialmente, en el terreno de la difusión de las obras
contemporáneas. En esta cuestión he alimentado muchos y
profundos disgustos, pues, en el momento en que me hallaba
a punto de efectuar una auténtica revolución para hacer vivir
mucho más intensamente la música de nuestro tiempo, los
tres proyectos principales que había concebido y de los que
había hablado largamente con mis camaradas del sindicato de
autores y compositores, fueron todos abortados hasta el
presente. A saber: el 1%, del que ya he hablado; un vasto
proyecto para la difusión de las obras líricas, y, finalmente, el
Centro Nacional de la Música y la Danza.
Se me dirá que por qué no los llevé a cabo antes... o por
qué r a z ó n me m a r c h é sin haberlos realizado una vez
concebidos. A esta segunda pregunta creo haber respondido
ya; en cuanto a la primera, debo decir que mi actuación no
podía cobrar su sentido pleno sino a partir del día en que el
conjunto de toda la construcción hubiera comenzado a surgir
de la nada, es decir, a partir del momento en que los conserva-
torios, las orquestas parisinas y las regionales, los teatros
líricos de París y de provincias, así como las compañías de
danza hubiesen comenzado a tejer una red de órganos vivos y
en expansión, ayudados y sostenidos por el Estado con los
medios adecuados. Tratar de poner en marcha el principio del
1% cuando el total de las subvenciones concedidas por el
Estado no alcanzaba los cinco millones de francos, hubiera
sido una farsa.
99
En cuanto al Centro Nacional de la Música y la Danza, las
obligaciones de mi cargo y la limitación de mis fuerzas no me
habían permitido, desgraciadamente, dedicar el tiempo
necesario a las deliberaciones, las negociaciones diversas, tan-
to con los profesionales como con los poderes públicos y
parlamentarios. Pienso que es un proyecto que habría que
volver a plantear de forma prioritaria, en estrecha colabora-
ción con la Sociedad de autores y con los representantes de
los intérpretes, pues se ha perdido ya demasiado tiempo, no
sólo para reparar un perjuicio creciente causado a toda la
profesión, sino también para aportar una ayuda suplemen-
taria, ágil y contrastada con el acuerdo de los profesionales, al
conjunto de la música y muy en primer lugar a los creadores y
sus obras.
Mi tercer pesar en este campo, está relacionado con la
ayuda a la creación lírica y, por consiguiente a su auténtica
difusión. El arte lírico, actualmente en pleno renacimiento de
público, corre el riesgo de ser condenado a muerte en breve
plazo si no se alimenta de la vida contemporánea, si no refleja
sus profundos problemas. Todo arte que no se renueva, se
hace esclerótico y muere. Ya lo he dicho: es una ley de la
naturaleza. Pero hace diez años eran tan duros los problemas
económicos y reinaba un talante tan conservador y timorato
en tantos responsables de la lírica, que la rutina era la regla,
enmascarándose con los fastos de ciertas producciones el
rechazo de cualquier iniciativa, de manera que se tomaba el
rábano por las hojas...
Recuerdo con espanto una frase de Maurice Lehmann,
cuando era administrador de la ópera, trágicamente sintomá-
tica; un día que me arriesgué a hacerle saber que parecía no
buscar ninguna obra contemporánea para producirla, me
respondió con absoluta buena fé: "¡Tráigame una obra
maestra y se la montaré enseguida"!. Traté de decirle que
muchas obras maestras no fueron reconocidas como tales
hasta pasados muchos años de su creación, y que casi todas
las obras hoy consagradas, comenzaron con luchas y con
fracasos, como "Carmen", "Boris Godunov", "Pelleas",
100
"Tannhauser"... Esta fué la asombrosa respuesta que merecí
de él: "¡Wagner no da dinero!".
Las cosas han evolucionado profundamente en el espíritu
de la gente, pero para conseguir catalizar la demanda
creciente del público, para estimular a los compositores a
lanzarse al inmenso trabajo que supone una obra lírica, hace
falta al mismo tiempo sostener teatros creadores, y no petrifi-
carse en la "gran ópera", asegurando a toda obra reconocida
como viable un mínimo importante de representaciones.
Tales eran los tres ejes del plan que había empezado a
proponer a los compositores y del que había expuesto ya sus
grandes líneas con motivo de una conferencia mía de prensa,
en diciembre de 1973.
El plan concebido por mí partía de los siguientes dos
principios básicos: en primer lugar, hacer de manera que la
selección de las obras escapase a los comités de lectura de
profesionales (toda la historia de la música está llena de
errores lamentables cometidos por especialistas en el seno de
comités irresponsables, y, a menudo, envidiosos); y, a conti-
nuación, asegurar el montaje de un número importante de
obras al año, pues lo cierto es -y así lo demuestra la historia-
que en este arte total, más complejo que cualquier otro, es
inevitable un amplio porcentaje de error y de fracaso.
Así pues, se trataba de producir cinco obras nuevas cada
año: dos de ellas, necesitadas de medios importantes en
cuanto a coros, orquesta y ballet, y otras tres que no exigieran
más que un personal artístico relativamente reducido. Cada
teatro, cada festival, cada uno de los órganos o instituciones
determinados por una comisión ministerial, podía proponer,
por turno, una obra que se montaría bajo su responsabilidad
artística. El Estado se comprometía a aportar una subvención
igual a la mitad del costo de la producción, estableciéndose
un límite fijado para cada año. La obra presentada sería
examinada por un triple jurado: una comisión ministerial, la
crítica y el público. Y una de dos: o la obra era juzgada
unánimamente como un fracaso, y en ese caso no se podría
101
hacer frente a su reposición con subvención estatal; o bien los
tres jurados -o incluso sólo uno de ellos- la consideraban
válida, y entonces el conjunto de los teatros u organismos
subvencionados debían dar cincuenta representaciones
como mínimo en los tres años siguientes a su montaje,
corriendo el Estado con la mitad de los gastos.
En mi opinión, semejante fórmula debía devolver a los
compositores la esperanza y aportar una vida nueva a un arte
mayor que se alimenta hoy de un repertorio viejo, esencial-
mente dé una antigüedad de cien años. Por tanto su renova-
ción es la condición fundamental de su vida. Yo deseo que un
proyecto de esta naturaleza, u otro cualquiera, venga a ser un
estímulo necesario para la creación lírica en peligro.
Mi último pesar es no haber tenido el tiempo, ni los
medios económicos; para ayudar más y de una manera más
abierta, más amplia, a la investigación electroacústica. Pues
creo que la verdadera revolución, la que dominará nuestra
época en el campo de la creación musical, y que no está más
que en sus comienzos, es la aportación de nuevos sonidos y
de nuevos medios que ha abierto la electrónica a los músicos.
Los métodos de composición, las reglas de escritura musical
inventadas diariamente, llegarán a parecer secundarias al
lado de unos mundos absolutamente nuevos, t o d a v í a
parcialmente conocidos y mal dominados, en el campo de la
electroacústica. Hombres como Pierre Schaeffer, Pierre
Henry, Francois Bayle y Guy Reibel habrán marcado una
época. Ciertamente que la electroacústica no reemplazará
nunca a la m ú s i c a viva, al i n t é r p r e t e y al instrumento
tradicional, pero vendrá a incorporarse progresivamente a la
eterna corriente de la música.
Estoy seguro deque los científicos encontrarán la manera
de hacer vibrar con ella, de manera completa, la sensibilidad
de los compositores y la personalidad de los intérpretes. Me
alegro, pues, del esfuerzo del Estado hacia el I R C A M ,
aunque lamento que un cierto "perfume de monopolio" se le
102
haya adherido. En el futuro creo que sería deseable que
puedan desarrollarse también otros centros, como los de
Metz, Bourges, Marsella, etc., y que los verdaderos pioneros
sean reconocidos, pues tenemos todos necesidad de ellos.
¿Cómo no esperar, por ejemplo, ver a un PierreSchaefferen el
C o l e g i o de Francia, en una c á t e d r a de i n v e s t i g a c i ó n
electroacústica, o a un Pierre Henry a la cabeza de un
importante laboratorio-estudio en París?.
Sombras y luces, penas y esperanzas... La creación es
una permanente aventura. En mi o p i n i ó n , los poderes
públicos deben ayudarla mejor en el futuro, y también más, pues no
debe olvidarse nunca que un gran éxito no puede nacer más
que sobre un "humus" amasado por fracasos y semi-triunfos:
ésa es una de las leyes de la vida. Para tener un gran
deportista, un gran sabio, hace falta una pirámide con la base
muy ancha. Y lo mismo pasa con la música. Es necesario
mantenerse apartado de todo esnobismo y de todo sectaris-
mo. Hace falta favorecer la aparición de numerosas creacio-
nes de diversas tendencias y su contacto con el público más
numeroso posible.
Una flor no brota sola en el desierto. Tal es, sin duda, uno
de los temas de meditación del elefante de Malraux.
103
VII.—LA VIDA MUSICAL REGIONAL
La Orquesta de París, la Opera de París, la vida musical de
la capital... hacerlas revivir con una sangre nueva, francesa,
era sin duda el punto de partida indispensable. Ciertamente
era necesario corregir el rumbo y que París pudiese dar
ejemplo; pero ¿qué es una cabeza si el cuerpo permanece
atrofiado? Un monstruo que no puede vivir. Un ser sano y
armonioso debe respirar, tener un c o r a z ó n , un sistema
circulatorio que irrigue no sólo el cerebro, sino hasta las más
pequeñas venillas y arteriolas. Ese sistema circulatorio
representa un intercambio permanente del centro hacia la
periferia y de la periferia hacia el centro: el uno no puede vivir
sin la otra.
Puesto que creo profundamente en esta necesidad de
equilibrio en el cuerpo humano, que -en su escala- es el
mismo del mundo, de las naciones y civilizaciones, de lo infi-
nitamente grande y lo infinitamente p e q u e ñ o , i n t e n t é
construir un "cuerpo musical" en correspondencia con las
105
grandes leyes que rigen la vida. C o n un e s p í r i t u de
complementariedad necesaria entre todas las partes de ese
"cuerpo musical", desde el coro de aficionados más modesto
hasta la ópera más internacional, es con el que intenté
construir una política regional de la música.
Me pareció que debían ser emprendidas, de golpe, una
infinidad de acciones distintas; había que crear, revitalizar,
ampliar o mejorar una multitud de órganos (la escuela
primaria, la coral parroquial o pueblerina, la orquesta de
aficionados o de semiprofesionales, los festivales, el teatro
lírico, la fabricación de instrumentos de cuerda, la música de
cada región, la creación musical, los conservatorios públicos
y privados...) Y en todas partes hacían falta los centros de
ayuda y de acogida, o bien crujían de vetustez.
Ante semejante tarea, donde cada elemento tenía su
propia necesidad, me concedí seis meses de reflexión y de
estudio antes de librar combates que no podrían ser llevados a
cabo más que simultáneamente, en todos los frentes. Por
supuesto que yo no podía comenzar todo y en toda Francia; en
cualquier caso los presupuestos no lo permitirían, pero yo
deseaba transformar completamente la vida musical del país,
región por región, y -si era posible- en diez años.
Antes de colocar los órganos era necesario asegurarse un
sistema de circulación y de estímulos, pues tales son los
dispositivos que permiten coordinar la acción.
—Las delegaciones regionales y departamentales.—
Los únicos organismos que encontré en 1966 eran los
cuarenta y cuatro conservatorios municipales con recono-
cimiento y ayuda estatal, con sus directores y sus profesores,
aunque es necesario añadir que casi sesenta departamentos
no poseían ninguno...
Mi primera idea fué la de convertir a los directores en los
interlocutores de las diversas autoridades locales, prefectos y
106
representantes municipales y departamentales, así como de
las instancias musicales locales. Muy pronto me di cuenta de
mi error, pues como funcionarios municipales que eran,-no
disponían de suficiente tiempo como para asegurar las
funciones a escala departamental o regional. Por otra parte,
muy o c u p a d o s con sus responsabilidades p e d a g ó g i c a s
dentro de los conservatorios, e incluso -a veces- con la
dirección de la orquesta de la ciudad, era necesario descartar
que pudieran convertirse en los protagonistas del "servicio
público de la música" en toda una región. Por tanto, me fué
necesario inventar interlocutores completamente nuevos, y
así fué como hice que nacieran las asociaciones regionales
(de las que debería haber una por región, al terminar el plan),
coordinadas con las asociaciones departamentales, y unas y
otras con delegados contratados por éstas, al estar subven-
cionadas por la administración local y por la Dirección de la
M ú s i c a , que se e n c a r g a r í a n - c a d a uno en su á m b i t o
geográfico- de coordinar y de hacer nacer actividades, de
aconsejar a las autoridades políticas y administrativas locales,
y de ser para ellas interlocutores permanentemente a su
d i s p o s i c i ó n . C o m o contrapartida, d e b e r í a n orientar y
aconsejar a la Dirección de la Música sobre las necesidades
de su región respectiva, tanto sobre el plan de inversiones
como sobre el funcionamiento general. En resumen: su
misión era la de convertirse en el "señor o señora Música" de
su región o departamento, teniendo un vigilante y atento
cuidado para no dejarse dominar por el director de la orquesta
o del conservatorio, aunque estando al servicio de todos.
Para asegurar una función tan nueva, tan delicada,
verdadero eje de los profesionales, los aficionados, las
asociaciones existentes, las autoridades académicas, los
prefectos y los representantes locales, me h a c í a falta
encontrar candidatos que fuesen al mismo tiempo personas
con sentido del trabajo administrativo, hábiles negociadores,
capaces del entusiasmo, de entregarse con ánimo a su tarea y
con gusto por la acción y sensatez posibilista. La selección fué
difícil y delicada, y debo confesar que a veces, tanto mis
colaboradores c o m o yo mismo, nos e q u i v o c a m o s . Sin
107
embargo, poco a poco, bajo el impulso de los delegados que
habíamos nombrado junto al director regional de asuntos
culturales (cuando lo había) o del corresponsal permanente,
se fueron constituyendo las asociaciones regionales, con
frecuencia bajo la presidencia del prefecto de la región o de un
presidente del consejo general, reagrupando así a los
diputados, funcionarios y personalidades musicales locales.
A c o n t i n u a c i ó n hicieron su a p a r i c i ó n las a s o c i a c i o n e s
departamentales: las regiones de Loire, Rhone-Alpes, Midi-
Pyrénées, Alsacia, Nord, Provenza-Costa Azul, París y región
parisina, y Aquitania, fueron dotadas de delegaciones
regionales hasta que abandoné el Ministerio. Había también
unos veinte delegados departamentales: hombres como
Francis Balgna, Pierre Host, Vincent Berthier de Lioncourt,
por no citar más que algunos nombres, hicieron rápidamente
un trabajo notable.
Las inquietudes de algunos de nuestros directores de
conservatorios, contrariados por lo que consideraron una
pantalla entre ellos y la Dirección de la Música, ofendidos
quizás por algunas torpezas de los recién llegados, se
apaciguaron cuando comprendieron la necesidad de este
engranaje esencial que me esforzaba en implantar. Para
gobernar bien hace falta, en mi opinión, estar informado de
todo y delegar poderes: los mecanismos de transmisión, que
suben y bajan, son vitales para la acción a escala de un país
entero como Francia. La abundancia creciente de nuestra vida
musical exigía poner en marcha una organización de esta
clase. Mi deseo es que cubra todo el país y que se le concedan
los medios decorosos para profundizar en su acción.
Aspirábamos pues a una verdadera resurrección de la
música en toda Francia, y los grandes objetivos que yo había
definido eran para nosotros los siguientes: las orquestas, los
teatros líricos, la enseñanza (conservatorios y Educación
nacional), la vida de los coros de aficionados, los festivales, la
creación y, finalmente, las inversiones. Si, yo soñaba con
hacer de cada una de las grandes regiones de nuestro país un
conjunto integral en el terreno musical de la más alta calidad,
108
que pudiera y debiera rivalizar con París, haciendo desapa-
recer de la mente de todos la horrible e injusta "casserole" que
la gente de la capital liga a la "provincia", esa "odiosa
palabra", como la calificó André Malraux con crueldad fulgu-
rante.
—Las orquestas regionales.—
El instrumento básico de toda la vida musical es la
orquesta sinfónica. Algunas personas han mantenido que es
un instrumento ya superado y que la electroacústica y los
"mass-media" son el futuro, razón por la cual mi política en
este campo fué retrógrada. Por supuesto que no creo en nada
de éso. Siempre me asombra que toda nueva conquista que
puede y debe venir a enriquecer nuestras posibilidades,
nuestra "paleta", sea esgrimida por los fanáticos para destruir
lo que los sucesivos esfuerzos de los hombres (esfuerzos que
son las raíces mismas de la vida) han aportado a la civiliza-
ción en el transcurso de los años. En lugar de ser un comple-
mento, un enriquecimiento, se quiere hacer de todo éso un
arma de guerra...
En cuanto a las orquestas regionales, la organización con
la que yo soñaba -decididamente esta palabra no me da
miedo- descansaba sobre la creación de tres categorías de
orquestas: una docena de formaciones de ciento diez o ciento
veinte músicos, en las grandes metrópolis; una veintena de
orquestas de unos sesenta y cinco músicos, en las ciudades
intermedias (entre 100.000 y 200.000 habitantes); y, finalmen-
te, conjuntos instrumentales que estuviesen formados por
doce cuerdas, madera y metal, y constituidas cada una de
ellas en su mayoría por los profesores de los conservatorios
reconocidos por el Estado en unas cuarenta ciudades de
menor población.
Ese era mi plan. Me parecía y me seguirá pareciendo
siempre la condición "sine qua non" para que la vida musical
sea normal en todos los terrenos: sinfónico, lírico, animación
escolar, conciertos educativos, manifestaciones en numero-
109
sas ciudades y pueblos. Un ambicioso proyecto que no hice
sino comenzar a realizar: casi enteramente en lo que se refiere
a las grandes formaciones orquestales, pues en cuanto a las
demás no estamos aún más que en los esbozos... Para con-
vencer a los vacilantes, yo repetía sin cesar que Francia,
comparada con sus vecinos, es un país subdesarrollado:
existen casi cien orquestas sinfónicas permanentes en la
Alemania del Oeste, dieciséis en Holanda, dieciséis en Suizay
quince en Austria. Es decir, aproximadamente una orquesta
por cada quinientos o seiscientos mil habitantes; mientras que
en Francia, con sus catorce orquestas en 1966, comprendidas
las militares, no había ni siquiera una por cada tres millones de
habitantes. Para completar el cuadro hay que añadir que casi
todas las ciudades que mantenían una orquesta lírica, no la
contrataban en realidad más que para cinco, seis u ocho
meses por año, y que, en esas condiciones, los músicos tenían
obligatoriamente un segundo empleo. Así se podían encon-
trar trombones-taxistas, violinistas en las lavanderías, violas
en los grandes almacenes... ¿Cómo conseguir de esa forma la
alta calidad que se había vuelto la condición imperativa de la
supervivencia, ante la realidad de la competencia extranjera
en los discos y en la radio? Era necesario transformar por
completo una situación que conducía a la asfixia.
Habiendo puesto en marcha ya la Orquesta de París,
quise crear dos grandes formaciones regionales, para ser
creíble también en el plano nacional. Escogí Lyon y Angers, y
a esta última ciudad -por razones de eficacia- asocié Nantes.
¿Por qué Lyon, por qué Angers?
Lyon, porque en esta ciudad los asuntos culturales esta-
ban confiados a un hombre de gran valía, teniente de alcalde,
industrial, músico y compositor, que había llegado a mantener
allí una interesante vida musical: Robert Protón de la Chape-
Ile. Angers, porque una tradición centenaria había dado a la
vida sinfónica de esta ciudad intermedia una excepcional
proyección, singularmente acrecentada desde que una per-
sonalidad fuera de lo común, Charles Vielle, notario de profe-
sión pero músico de vocación, llegase a serel presidente de la
110
orquesta, veinticinco años antes. Me pareció justo y eficaz
ayudar prioritariamente a quienes se habían ayudado a sí
mismos y habían mostrado el deseo y la capacidad de realizar
cosas interesantes. Además, Lyon es una ciudad muy grande,
y Angers una ciudad media, y era necesario demostrar que las
orquestas de valía podían existir en ciudades de poblaciones
diferentes. En verdad, no fué nada fácil. Encontré dificultades,
tanto en el plano de la política musical, como en el plano
humano. En el de la política musical porque yo deseaba que
estas orquestas fuesen realmente instrumentos con una voca-
ción regional, es decir, que salieran de sus ciudades-sede, en
las que estaban acantonadas, para extenderse a las demás
ciudades de cada región; y en el plano humano porque para
dar a las orquestas una calidad que pudiera llegar a ser
indiscutible, era necesario cuestionarse ciertas costum-
bres adquiridas... ciertas actitudes, a las que -incluso siendo
mediocres y a veces lamentables- los músicos, desgraciados y
olvidados tanto tiempo, se habían agarrado de una manera
desesperada. Yo había establecido como principio básico
para la formación de esas orquestas regionales, que todos sus
músicos (salvo si antes habían superado ya un concurso
nacional, sobre todo los profesores de conservatorios), debe-
rían someterse a una audición para poder ser contratados en
la nueva orquesta, aunque se les concedería, por supuesto,
prioridad.
Fácilmente pueden imaginarse las reacciones de rechazo
de estos músicos que a lo largo de su vida habían trabajado en
condiciones a menudo precarias. Yo venía a poner en peligro
su situación. Confieso que, con frecuencia, hube de enfren-
tarme a estas personas, cuyo drama comprendía demasiado
bien, con el corazón oprimido. Pero todo el mundo sabe que
basta con algunos músicos de nivel insuficiente para "desfi-
gurar" una orquesta. Por éso, habiendo obtenido de las ins-
tancias gubernamentales y de las administraciones locales
interesadas un aumento muy sustancioso en los salarios, y
la creación de numerosos puestos nuevos, mi deber era
asegurarme -y asegurar a los ayuntamientos que sostenían
nuestro esfuerzo tanto como los poderes públicos -de que
111
fbamos a hacer un trabajo profesional de la más alta
calidad.
Era necesario cambiar los métodos. Así fué como me diri-
gí a Lyon en el transcurso del invierno 1967/68. Allí, en
presencia de Louis Frémaux, de Louis Erlo, de Georges Tes-
sier, de Robert Protón de la Chapelle, anuncié a los músicos,
reunidos ante nosotros, lo que yo consideraba una buena
noticia. Contratos anuales, sueldos aumentados en casi un
cincuenta por ciento, creación de más de veinte puestos
nuevos, una vida musical más intensa, pero... necesidad abso-
luta de alcanzar una calidad muy elevada y -para conseguirlo-
de proceder a un control del rendimiento de cada músico
considerado individualmente. Les indiqué que ese control
sería pasado en primer lugar por los músicos de la orquesta y,
por supuesto, antes de que hubiese un concurso nacional
para proveer los nuevos puestos. A su vez, Protón de la
Chapelle les hizo saber que en el caso de que algunos músicos
no pudieran permanecer en la nueva orquesta, se les recla-
sificaría en el marco municipal y con los mismos salarios que
hubiesen tenido antes de la transformación.
El efecto de estas propuestas fué explosivo... ¡y de qué
manera! Los hombres y las mujeres que componían aquella
orquesta iban a tener por fin la oportunidad de poder trabajar
en buenas condiciones, con sueldos dignos, ¡y se les amena-
zaba con perder su empleo! En ekcurso de una sesión extre-
madamente agitada traté de hacer comprender a los músicos
que aquéllo iba no sólo para ellos sino para todos los profe-
sores de las orquestas de Francia: era necesario que consi-
guieran una auténtica calidad, o que desapareciesen. Muchos
ya habían desaparecido, pues ante la rápida y profunda trans-
formación de nuestra sociedad, no cumplían ya su papel y no
ofrecían los servicios que la población tenía derecho a esperar
de ellos; el esfuerzo económico necesario y los servicios
culturales que prestaban estaban cada vez más desajustados,
razón por la cual los conjuntos orquestales locales estaban
condenados a muerte si no conseguían, de una parte, alcan-
zar una más alta calidad, y de otra, extender su acción a las
112
ciudades -grandes y pequeñas- de su región. Yo venía para
ofrecer a dichos músicos, desanimados y que habían aban-
donado en muchos casos todo perfeccionamiento instrumen-
tal personal, el volver a estar orgullosos de sí mismos. Pero,
para conseguirlo, debían aportar un esfuerzo importante, una
voluntad de trabajar, cuya condición indispensable era un
mayor contacto con el público. Al proponerles una profunda
mejora de sus condiciones de trabajo, como músicos, yo
deseaba devolverles la confianza en ellos mismos y la razón de
existir como tales.profesionales. Ciertamente era cruel para
muchos de ellos, sobre todo los de más edad, verse solos,
sobre un escenario y delante de un jurado, para superar las
pruebas de un concurso después de tantos años...; pero todos
se plegaron a ello (la mayoría con el corazón encogido).
Tras un acuerdo con los representantes sindicales, y a fin
de dar a aquellos músicos una verdadera oportunidad, les
había propuesto que tres meses después del primer examen,
tendría lugar otro control "de repesca" para ver su rendi-
miento. Esta experiencia fué afortunada: numerosos candida-
tos que habían estado muy mediocres en la primera prueba y
que fueron sometidos por tanto a la segunda, trabajaron a
fondo sus instrumentos y estuvieron excelentes en la segunda
ocasión. Al estar mal retribuidos desde hacía tanto tiempo, y
tocando en condiciones a menudo mediocres, algunos no
habían vuelto a trabajar su técnica más. Un buen músico de
orquesta debe obligarse diariamente a un estudio personal;
pero algunos ya no tenían ni la afición ni el coraje necesario
para ello.
Además de tales problemas humanos, me encontré en-
frentado con los que yo planteaba a mi vez a los ayuntamien-
tos. Por supuesto que el Estado les aportaba dinero, pero al
hacerlo les obligaría a gastar también más en lo sucesivo:
salarios aumentados, mayor número de músicos, en fin, que
no habría economías. Evidentemente y como contrapartida,
cada ciudad iba a poder enorgullecerse de poseer una forma-
ción orquestal de calidad si contribuían a su prestigio; pero los
números son los números, y los presupuestos siempre esca-
113
sos. Finalmente todos los alcaldes a los que nos dirigimos
aceptaron participar en este juego nuevo y ambicioso. Sin
embargo nuestras subvenciones serían proporcionales a las
obligaciones contraídas, muy en particular la de dar concier-
tos descentralizados por cada región. Así la orquesta de Lyon
estaría obligada a iraRoanne, aValence, aGrenoble, a C h a m -
béry, etc.
En Angers las cosas fueron más complicadas en el terre-
no diplomático, pero menos dolorosas en el plano humano.
En efecto: para llegar a crear una gran orquesta en la región de
Lo i re, hizo falta acoplar el conjunto de Angers con el de
Nantes, que estaba necesitado de ser creado de arriba abajo.
A pesar de la rivalidad altiva que enfrentaba a las dos ciuda-
des, conseguimos formar una orquesta bicéfala, de ciento
catorce músicos. Se fundó un sindicato intermunicipal y gra-
cias a la música ambas ciudades se han reconciliado- Por una
vez puede decirse que la música ha apaciguado los ánimos ..
El consejo de administración intermunicipal se reúne una vez
en cada ciudad, y el presidente de la orquesta es elegido por
dos años, alternativamente en Angers y Nantes. Finalmente,
los conciertos se ofrecen en el entorno de ambas poblaciones, •
e incluso en Maine-et-Loire, Sarthe, Loire-Atlantique y la
Vendée. En la actualidad los conciertos ofrecidos en numero-
sas localidades han aportado a toda esta región una vida
musical antaño inimaginable. En esta ocasión, el objetivo está
comenzando a ser alcanzado gracias a la confianza y a la
entrega de todos, en particular de los diputados locales y del
actual presidente de los conciertos populares de Angers, el
maestro "luthier" Jean Bauer.
Después de Lyon, Angers y Nantes, nacieron las orques-
tas regionales de Estrasburgo (que era ya un hermoso con-
junto), de Mulhouse (a punto de desaparecer antes de mi
intervención), los conjuntos instrumentales de Grenoble y de
Amiens, las grandes orquestas de Burdeos y de Toulouse, y,
finalmente, la de lUe-de-France, en la temporada 1973/74.
Estimuladas por estos ejemplos, Niza, Marsella y Avignon
renovaron sus esfuerzos sin que hubiéramos de intervenir, y
114
Bayona, Nancy, Lille y Metz son también candidatas... Por
supuesto, no era cosa de que fuese yo personalmente quien
terminase de construir esta Francia "sinfónica". Yo puse en
marcha un movimiento que otros deberán continuar, pero la
llamada de la música ya está ahí.
Una región donde fracasé completamente, donde no en-
contré ningún eco, fué el Languedoc-Rosellón, a pesar de ser
una tierra de "bel canto" y de gran tradición lírica. Nimes,
como Montpellier, (la primera en la oposición y la segunda
mayoritaria, en aquella época), no pusieron más que inconve-
nientes para crear y mantener unas formaciones orquestales
fijas. El alcalde de Montpellier me dijo sin rodeos que una
orquesta le resultaría muy cara, que los músicos se ponían en
huelga a cada momento, y que, de cualquier manera, incluso
aunque se consiguiera una buena calidad, los habitantes
interesados -muy "snobs"- preferirían infinitamente ir a aplau-
dir a una orquesta búlgara o alemana que, le saldría infinita-
mente menos cara a la ciudad... En Nimes tuve el mismo éxito,
más o menos, y me dieron argumentos parecidos. En el fondo
era el mismo lenguaje que ya había tenido que oir yo en el
Ministerio cuando llegué con Malraux. Como compensación y
a pesar de las inevitables dificultades, fué una gran alegría
para mí haber colocado a Serge Baudo en Lyon, y a Pierre
Dervaux en Nantes-Angers, y haber mantenido las más amis-
tosas relaciones con el señor Pradel (el extraordinario cons-
tructor lionés) y con el señor Ture, a la sazón alcalde de
Angers, o haber contribuido a nombrar a Alain Lombard en
Estrasburgo, a Roberto Benzi en Burdeos, y a Stéphane Car-
don en Grenoble, asi como haber reforzado la orquesta y la
posición de Michel Plasson en Toulouse.
Los alcaldes y tenientes de alcalde de todas estas ciuda-
des se mostraron, sin excepción, maravillosamente colabora-
dores y asumieron con tenacidad sus responsabilidades, lo
que no siempre era fácil. La música y los músicos deben
mucho a un Pierre Pflimlin, a un Jacques Chaban-Delmas, a
un Jean Baudis, a un Hubert Dubedout y a tantos otros.
Algunos prefectos fueron activos y cordiales, de una forma
115
espontánea; estoy pensando en los señores Vié, a la sazón en
Nantes, y Doueil, primero en Toulouse y después en Lyon. Así
fueron las cosas en las regiones; pero queda mucho por hacer
todavía.
Más duro fué el combate en la región parisina, salvo en
París, claro está. Yo sufría desde hacía mucho tiempo al ver
que la enorme población de la región parisina (más importan-
te que la de Suiza o de Austria) no tenía prácticamente nin-
guna vida musical organizada, salvo de forma aislada con
ocasión de algunas giras líricas o coreográficas, pero siempre
en condiciones precarias y con muy diversa calidad artística.
Unicamente René-Pierre Chouteau desde hacía veinte años y
con los medios a su alcance (que eran escasos) mantenía
como podía, pero con gran ánimo una formación orquestal
casi permanente. Me pareció que era necesario dotar a esa
inmensa aglomeración de al menos una orquesta sinfónica de
calidad, dedicada' por entero a la misión de "evangelizar"
musicalmente un territorio tan extenso. Esa fué la orquesta de
lUe-de-France. Para conseguirlo y antes de sensibilizar en el
proyecto a los representantes políticos, pedí al prefecto de la
región (a la sazón Maurice Doublet) que hiciera el favor de
prepararme una entrevista con los restantes prefectos de los
siete departamentos afectados, que formaban una especie de
gran corona alrededor de otra más pequeña, constituida por
París.capital. Era un día tormentoso, y, en medio del ruido de
los truenos, trataba yo de exponer mi proyecto, sus razones,
sus objetivos y sus metas finales más ambiciosas. ¡A pesar del
calor, la acogida fué glacial! Yo me sentía como un soñador
absurdo: ¿pero quién tiene necesidad de una orquesta seria
en la periferia parisina...? Los que querían oir música no
tenían más que ira París, al teatro de los Campos Elíseos o a la
sala Pleyel. Incluso si se creaba una orquesta en la región
parisina, sería imposible hacerla tocar en buenas condicio-
nes: no había salas. Este último argumento fué para mí deci-
sivo. En efecto, si había muy pocas salas, razón de más para
crear una orquesta que obligaría a construir recintos para
acogerla... ¡De seguir construyendo "conejeras" donde no se
pueda hacer otra cosa que dormiry pagar los impuestos, el día
de mañana no se cantará mucho...!
116
La primera reunión se saldó, pues, con un fracaso morti-
ficante. Pero el prefecto Doublet continuaba al acecho, pues
conocía bien a sus colegas. Después de la primera actitud
negativa y sorprendida, se convirtieron en mis mejores vale-
dores (fué así, ciertamente), pero era necesario convencer a
los diputados. Y fué con ellos, efectivamente, con los que
conseguí crear esa orquesta, después de muchas dificultades
y de largas conversaciones. Hay que admitir que, aunque
presta unos grandes servicios, es todavía la única orquesta
que tiene problemas para encontrar un equilibrio definitivo.
Yo sé que se discute su calidad, pero no es cierto y hasta creo
que injusto. Hay que saber, ante todo, que los músicos que la
integran se desplazan constantemente, de Champigny a Meaux,
de Rambouillet a Puteaux, de Saint-Denis a Meudon, etc, etc.
Tocan en condiciones extremadamente difíciles y realizan un
trabajo insustituible de "pioneros". Los que les critican debe-
rían ir a escucharles su "Juana de Arco en la hoguera", de
Honegger, a Villejuif, o la Novena Sinfonía a Billancourt o a
Argenteuil: ¡su tranquila conciencia quizá se conmoviese allí!
Su sólo defecto es ser la única pues harían falta por lo menos
tres o cuatro más. ¡Cuando se piensa que Suiza tiene dieci-
séis orquestas para ocho millones de habitantes, y la región
parisina una sola para nueve millones de personas! Así es
como hay que tratar y plantear la cuestión. Sí: las orquestas
regionales viven cada vez mejor, y ocupan ya un puesto desta-
cado en su región. Valen ahora lo que las grandes orquestas
alemanas de ciudades de la misma importancia. La mejor
prueba de ello es que graban numerosos discos: la orquesta
de Estrasburgo con Alain Lombard al frente, la de Lyon con
Serge Baudo, la de Burdeos con Roberto Benzi, la de Toulou-
se con Michel Plasson, la de Lille con Jean-Claude Casades-
sus, la de la región de Loire con Pierre Dervaux, y ahora con
Bernard Soustrot. Tenemos ya ahí los instrumentos de los que
Francia puede sentirse orgullosa; pero es necesario que naz-
can otros, muchos más todavía. Sólo se ha recorrido un
pequeño trecho del camino.
Para terminar, un gran disgusto: cuando me fui, en el
momento del "estallido" de las sociedades de radiodifusión y
117
de televisión, las tres orquestas de la radio en provincias,
abandonadas por ella, iban a ser puestas a disposición del
Ministerio de Asuntos Culturales, con los correspondientes
créditos. Desde hacía tiempo yo sabía que su desaparición era
inevitable: los servicios que prestaban a la radio no se corres-
pondían ya con las sumas gastadas. Yo había previsto que
estas tres orquestas, una en Estrasburgo, otra en Lille y la
tercera en Niza, serían el núcleo de tres grandes orquestas
regionales, a imagen de las precedentes. Me retiré antes de
que la operación de traspaso se hiciera, y no ha proseguido
como yo la había previsto y como -a mi juicio- hubiera sido
necesario hacerla. Los músicos restantes no se han integrado
en la vida de las orquestas municipales, sinfónicas o líricas, de
las ciudades de acogida, de forma que en Metz, Lille y Niza
existen ahora tres orquestas sin lazos de unión con la vida
musical municipal anterior, mientras que los teatros líricos
locales no se han beneficiado de las mejoras que tenían
derecho a esperar. Es decir, que la orquesta de Radio Estras-
burgo, inútil allí como tal, ha sido transferida en parte a Metz;
la de Lille, reforzada gracias a que el consejo regional ha
hecho un esfuerzo excepcional, ha sido ampliada a ochenta
músicos pero se ha quedado aparte de la orquesta municipal
para ópera y opereta. Finalmente, en Niza existe una pequeña
formación que ha sido tomada por completo a su cargo por el
Estado y que ofrece conciertos por la región -cosa que está
muy bien-; pero hubiera sido infinitamente más provechoso y
menos oneroso para Niza y para el Estado que se hubiera
constituido una gran orquesta provenzal para servir también
las necesidades del teatro lírico. No habría costado más cara,
al contrario; y sus servicios hubieran sido considerablemente
más completos. Mi proyecto era una gran orquesta de la
Lorena (120 músicos), con sede en Metz-Nancy. También allí,
como en la región de Loire, se habría intentado un "matri-
monio de amor", gracias a la música. Y también una gran
orquesta de Flandes (con 120 o 130 músicos), tanto sinfónica
como lírica. Al igual que ellas, se habría creado una gran
orquesta en la Provenza, tomando c o m o base la de Niza,
y extendiendo su actividad hasta T o u l o n . El Estado ha-
bría participado en estas tres grandes formaciones or-
118
questales con subvenciones para cubrir hasta el 33% del
déficit.
Dicho ésto, mi deseo es que lo que se ha puesto en
marcha alcance todo lo mejor del mundo; pero alimento serias
dudas, pues además de las tres grandes formaciones previstas
por mí, tenía yo emprendida una negociación global (que iba
por muy buen camino) con todos los músicos de Francia, para
obtener como servicio público nacional una "franquicia" del
20% de todas las actuaciones de las orquestas sinfónicas para
ser retransmitidas por radio y televisión, en contrapartida de
un aumento de los correspondientes salarios. Eso quería decir
que la Radio y la Televisión habrían tenido a su disposición -
elaborándose los programas de común acuerdo -el 20% de los
conciertos y de las representaciones líricas de todas nuestras
grandes orquestas y óperas de Francia, de forma gratuita.
Debo confesar que este proyecto, trazado por mí desde hacía
mucho tiempo, y de común y completo acuerdo con Michel
Philippot en la época en que él tenía a su cargo la respon-
sabilidad musical de la ORTF, no ha sido continuado después
de mi partida. Fué un gran sueño personal, que se ha desvane-
cido.
—El teatro lírico en las provincias.
1969: el teatro lírico está tan enfermo que algunos lo dan
ya por muerto. Y, en mi fuero interno, yo pensaba: ¡viva el
teatro lírico, viva el teatro musical!, que es una forma de
expresión eterna. La palabra, la música: la música que
trasciende a la palabra y sublima la poesía. Hacía falta ser
bastante poco artista para pensar: "¡El teatro lírico está
moribundo porque está superado!". ¿ Q u é quiere decir
"superado" en el caso de una forma de arte, que bajo diversos
aspectos, existe desde hace milenios? Lo que estaba
desfasada era la falta de medios, de imaginación y de coraje
por parte de muchos responsables, a todos los niveles; lo que
estaba desfasado era una forma anticuada de explotación y un
"ronroneo" satisfecho que se hundía poco a poco en la
mediocridad y que se volvía asustadizo y agresivo, a pesar de
119
los v a l e r o s o s esfuerzos aislados de algunos
directores.
Al tratar del "Palais-Garnier" ya he dicho lo que intenté
hacer. Era necesario también abordar una revolución total en
Francia entera. Pero no tuve tiempo más que para ponerla en
marcha. Yo la concebía en dos etapas: en primer lugar hacer
que se congregara un público nuevo, que empujaría al público
de los "recuerdos", y para ello era necesario transformar todas
las rutinarias costumbres de explotación; luego, habiendo ya
renovado los instrumentos básicos y habiendo creado otros
más ágiles y ligeros, lanzar una política grande de creaciones
contemporáneas. Todo arte que no se renueva, se hace
esclerótico y muere, ya lo he dicho. Ese es el verdadero
peligro de una etapa demasiado larga sin correr suficientes
riesgos: en ese punto es donde había que aplicar el mayor
esfuerzo.
Es necesario no olvidar que hacia 1960, en casi todas las
grandes ciudades de Francia, era imposible dar más de dos
funciones de una ópera u ópera cómica, por falta de público.
Asi pues, partí del principio de que el Estado iba a compro-
meterse en ayudas de hasta un 33% del presupuesto de
mantenimiento de cada uno de los teatros que forman la
"Reunión de teatros líricos municipales de Francia" (RTLMF),
pero con algunas condiciones: sería necesario reducir el
número de obras montadas al año, mantener anualmente una
orquesta sinfónica completa, un coro de al menos cuarenta
voces y una compañía de ballet de unos veinte bailarines, y
representar cada obra al menos siete u ocho veces.
Comencé por Lyon, donde Louis Erlo venía haciendo ya
un notable trabajo en esa línea. Le siguió Estrasburgo, que,
con Mulhouse y Colmar, formó la Opera del Rhin, bajo el
mandato excepcional de Alain Lombard y con el apoyo cordial
y eficaz de Pierre Pflimlin, alcalde de Estrasburgo, y de
Germain Muller, teniente de alcalde para asuntos culturales.
Desgraciadamente, los medios presupuestarios no permitie-
ron que yo fuese más rápidamente antes de mi salida, pero
120
había prometido en mi "testamento" que realizaría a partir de
1975 el mismo esfuerzo en Toulouse y Burdeos, promesa
mantenida por Michel Guy.
En mi plan, los doce teatros que integraban la "Reunión",
deberían ser transformados y ayudados año a año. Al igual
que la ópera del Rhin, estaba previsto que cada gran centro
coordinase esfuerzos y programas con las principales
ciudades de sus alrededores, lo que permitiría coproduccio-
nes y una rentabilidad cultural infinitamente superior: Lyon
con Grenoble, Saint-Etienne, Dijon, Besancon; Marsella con
Avignon, Nimes, Ales; Rouen con Caen, y quizás Le Havre;
Nantes (donde ya se había hecho un excelente trabajo) con
Angers y con Rennes... Así Francia debería poseer una
docena de grandes teatros y casi una treintena de centros más
reducidos, en lo referente a personal artístico fijo, pero
capaces de aportar una vida lírica de alta calidad a la
población, con un menor gasto al estar en estrecha coordina-
ción con los teatros de la región que podrían acoger algunas
grandes producciones de la capital regional y crear con sus
propios medios otras obras que no atrajesen a masas
numerosas.
E.W.—Pero, todo ésto ¿no es un sueño, una pura utopía?
M.L.—Hablemos de dinero. El presupuesto medio de un
gran teatro en 1978 era de unos quince millones de francos,
sin contar la orquesta; era necesario por tanto que el Estado
aportase a cada uno de ellos cinco millones, es decir, un total
de sesenta millones para d o c e teatros, lo que viene a
representar, aproximadamente, la mitad de la subvención de
la Opera de París. Para los teatros más pequeños, cuyo
presupuesto era del orden de unos tres a cinco millones de
francos, el Estado debería aportar a cada uno un millón y
medio. Si admitimos que haya unos treinta, eso significa
cuarenta y cinco millones de francos, con lo que llegamos a
casi los dos tercios de la s u b v e n c i ó n de la O p e r a de
París. ¿Es éso e s c a n d a l o s o ? ¿Es éso inimaginable?.
121
A decir verdad, es sólo una cuestión de voluntad política y
estoy convencido de que algún día se seguirá esa política.
Unicamente lamento que desde 1975 parezca haber sido
a b a n d o n a d a ; pero se v o l v e r á a ella. Sin embargo, es
sintomático hacer notar (y es reconfortante) que la esperanza
que hicimos nacer al comenzar esta política de regionali-
zación, ha permitido a ciudades dinámicas, como Marsella
(cuyo teniente de alcalde de asuntos culturales, el señor Paoli,
es particularmente eficaz), y Nantes (gracias a su director,
Rene Terrasson) avanzar solas, aunque por supuesto con el
deseo de que el Estado reconozca sus esfuerzos. Pero si
tienen la certeza de que el Estado va a fallarles, habrá de nuevo
un gran riesgo: el de verlas titubear otra vez...
El conjunto de estas grandes estructuras de base tradi-
cionales no podía excusarnos de crear o sostener laborato-
rios de investigación electroacústica, determinados conjun-
tos de cámara, ciertos movimientos de música contemporá-
nea. Esto se hizo en una primera etapa, mediante el estable-
cimiento de c o n v e n i o s firmados con tríos, cuartetos,
quintetos, orquestas barrocas, e incluso conjuntos especia-
lizados en la música contemporánea. En el capítulo dedicado
a la creación he indicado ya mis intenciones y mis proyectos
para los estudios de investigación. Pero, obligado a actuar por
etapas (siendo la primera a mi juicio, la de salvar a los músicos
vivos) no dispuse del tiempo necesario para aportar las
ayudas que hacían falta a Pierre Henry, en su estudio de
Bourges, o al recién creado en Metz. Deseo que mis sucesores
se dediquen a ello, pues el tiempo apremia.
De los instrumentos de cuerda y de la fabricación de
órganos, diré solamente que dimos vida de nuevo (con la
ayuda de la cámara sindical de este sector) a Mirecourt, feudo
histórico del aprendizaje del oficio de "luthier", y que
intentamos, con el apoyo del Ministerio de Industria, paliar el
escándalo de la desaparición de la fabricación de pianos en
Francia, favoreciendo la nueva marca de pianos "Rameau".
Finalmente, en cuanto a los órganos, una atrevida política
lanzada como complementaria de la ya existente para los
122
órganos históricos, y concerniente a los órganos de concierto
y de estudio, obligará a los poderes públicos a tomar medidas
para dar un nuevo dinamismo a esta profesión y salvar a los
fabricantes de órganos de Francia.
123
VIII.—LA DANZA
E.W.—Y por la danza ¿qué ha podido hacer usted?
M.L.—Como en el caso de la música, tampoco para la
danza se había trazado jamás una política a escala estatal. A
mediados de 1969, cuando André Malraux me confió la danza
junto con el arte lírico, encontré un prestigioso punto de
apoyo (a pesar de sus estados de ánimo): el Ballet de la Opera
de París; un casi recién nacido, el Ballet-Teatro Contem-
poráneo de Amiens, traído al mundo por mi predecesor en
esta responsabilidad, Francis Raison (que fué un mirlo blanco
para los bailarines); algunas compañías semipermanentes en
los principales teatros líricos, y una verdadera nube de
pequeños conjuntos, en su mayoría jóvenes, que esperaban
algunas ayudas, sabiendo que no podrían ser más que
simbólicas. Nuestros dos grandes coreógrafos franceses, a
nivel internacional, habían sido olvidados por su país: Maurice
Béjart trabajaba en el Teatro de la Monnaie, en Bruselas, y
Roland Petit, en aquellos momentos sin compañía, hacía
125
coreografías por todo el mundo. En cuanto a Janíne Charrat,
también estaba injustamente postergada.
En el plano de la enseñanza clásica, dos logros: las
escuelas de la Opera y del Conservatorio Nacional Superior;
una veintena de aulas de nivel desigual en los conservatorios
de provincias y una infinidad de escuelas particulares, tipo
"amateur", sobre las que pendía la aplicación de una ley
reguladora de la enseñanza de la danza, ley votada por el
parlamento en 1965... ¡y que todavía no habíasido aplicada en
1979!
Medio complejo, difícil, apasionado, el de la danza: unido
en su diversidad por el mismo amor a su arte y a su misión,
pero dispuesto a dividirse internamente más por razones
estéticas que de interés. Después de numerosas sesiones
(algunas de las cuales fueron muy agitadas), en las que había
logrado reunir a bailarines y bailarinas, estrellas de la
Opera, profesores de "tango y claquettes", animadores de
danzas folklóricas, representantes de profesores de danza
clásica y moderna, sin contar los diversos directores de
compañías privadas, yo había conseguido en el momento de
mi marcha y sobre la base de los decretos de desarrollo de la
ley de 1965, que todo el mundo danzase el mismo "paso de
baile"; todos los problemas concernientes a la salud, la
moralidad, la pedagogía y el control por parte de las autori-
dades prefectorales habían tenido solución, bien es cierto que
sin mucha alegría, pero habiéndose logrado el acuerdo entre
todos.
La justificación de esta ley se basa, sobre todo, en la
defensa de la salud de los niños. Los ejercicios mal dirigidos,
sobre un suelo demasiado duro, en cubículos con el aire
demasiado viciado, o c o m e n z a n d o muy pronto y sin
precauciones -por ejemplo la danza de puntas- pueden tener
fastidiosas consecuencias en el plano médico. Cuando se
sabe que cientos de miles de niñas llenan miles de clases
particulares, el legislador ha querido -con toda razón-dar un
marco a estas enseñanzas e imponer las grandes líneas de una
126
salubridad mínima para los niños. A fines de 1974 yo creí que -
al fin- me había puesto de acuerdo con la profesión y con los
diversos ministerios afectados para establecer unos textos
que permitiesen la aplicación de la ley; pero mi sucesor dio
marcha atrás al haber "fruncido las cejas" el Consejo de
Estado ante algunos detalles. Desde entonces los grandes
cajones soñolientos de la Administración se han tragado
dichos textos... ¡Catorce años desde la aprobación por la
Asamblea Nacionall Inútil insistir. Sin embargo, a partir de
1969 creé una sección de la danza y nombré un inspector de la
danza, Léone Mail. Esto representaba para mí el embrión de lo
que debería llegar a ser un auténtico Servicio de la Danza. Ese
Servicio, que habrá de estar siempre intimamente unido a la
Dirección de la Música, deberá ser fuerte, por supuesto: será
necesario asignarle créditos importantes, de forma que pueda
desarrollar una política ambiciosa, variada en sus medios y
muy descentralizada.
Desde principios de siglo, el arte coreográfico gracias a
Diaghilev y después a Balanchine, Lifar, y hoy a Roland Petit,
Maurice Béjart y muchos otros, es ya un arte mayor. No es
solamente un adorno en la ópera o la opereta, un relleno de la
programación lírica. Respira ya con sus propios pulmones y
tiene derecho a ser -con la música- su propio dueño. Sin
embargo nuestras estructuras y nuestras tradiciones líricas
no han evolucionado mucho en este sentido. Como siempre,
la necesidad de un cambio y de una toma de conciencia que
permitan la realización de una transformación, son lentas en
aparecer. El peso de lo existente frena la evolución. Ese
estado de cosas es evidente en el arte coreográfico de Francia.
No es lo mismo en otros países y sobre todo en los Estados
Unidos, por la sencilla razón de que los teatros de ópera -sin
ninguna comparación con los de Francia, donde las viejas
tradiciones son centenarias- no han opuesto allí ningún freno
al nacimiento y expansión de múltiples compañías clásicas o
de vanguardia. Pero las cosas han comenzado a moverse en
Francia a partir de 1970: había llegado el momento de
acompañar, de apoyar y de ampliar este movimiento por parte
de los poderes públicos. Con ese espíritu traté de concebir y
127
de llevar a cabo una política de la danza. Al igual que para la
música, se trataba de adivinar las verdaderas necesidades del
público y de proporcionar, en consecuencia, los medios para
responder a ellas. Esta política yo la veía personalmente
articulada sobre cuatro ejes principales:
— E n primer lugar el Ballet de la Opera, disfrutando de una
cierta autonomía en relación con la gran "casa madre". Asi es
como lo creía Roland Petit, y estoy convencido de que ahí está
la solución feliz para los próximos años.
— A continuación, dos o tres compañías independientes,
dirigidas por grandes coreógrafos o animadores ilustres,
compuestas de treinta y cinco a sesenta bailarines. Las
compañías de esta clase no pueden existir ni influir sino
alrededor de personalidades excepcionales: así es como
Roland Petit y su compañía, son magníficos embajadores de
la danza francesa, gracias a la ciudad de Marsella y con la
ayuda del Estado (aunque todavía demasiado parsimoniosa-
mente). De un estilo distinto es el Ballet-Teatro contempo-
ráneo, cuyo animador, Jean-Albert Cartier, ha creado su
grupo y su trabajo, no bajo la égida de un gran artista, sino con
la colaboración episódica de diversos coreógrafos franceses
y extranjeros en calidad de invitados. He aquí, pues, dos
realizaciones; quizás sería deseable una tercera. ¿Por qué no
en París?
—El tercer eje consiste en favorecer la aparición vital de
grupos mucho menos numerosos, de seis a doce bailarines,
centrados sobre la investigación, sobre la aventura y permi-
tiendo expresarse -y por tanto manifestarse- a las futuras
personalidades. Estos grupos pueden ser totalmente
independientes, o bien ligarse a una de nuestras grandes
regiones. Tienen la ventaja de poder desplazarse fácilmente, y
de bailar donde los grandes conjuntos no pueden desple-
garse; son, al mismo tiempo, el futuro y la irrigación en
profundidad del tejido nacional. Algunos ya han nacido y
otros prosiguen una cumplida carrera en Francia y en el
extranjero: la Compañía Félix Blaska, el Teatro del Silencio de
128
Jacques Garnier, el conjunto de Russillo, el de Ethéry
Pagava, el de Serge Keuten, sin olvidar a Caroline Carlson.
Los medios puestos a su disposición por el Estado son aún
muy escasos, desde mi marcha, y no están ahora -por lo que
sé- a la altura de lo que podemos esperar, pues no alcanzan
los diez millones de francos (dejando aparte, por supuesto, el
Ballet de la Opera).
—Finalmente, el cuarto eje, el eje tradicional, es el que
componen las compañías estables o semi-estables, sosteni-
das por las ó p e r a s regionales o municipales. La más
importante está en Mulhouse, ligada a la Opera del Rhin; Peter
van Dyck estuvo al frente, y hoy Sarelli. Las hay también
interesantes y de buena calidad, sobre todo en Lille, Niza,
Nantes, Burdeos, Toulouse y Lyon.
En mi opinión, así el marco estaba claramente planteado.
Me hubiera gustado poner inmediatamente en él una mayor
vida, más alegría, en vez de tener que oir hablar con tanta
frecuencia de los déficits sombríos, de las acciones judiciales
y de los despidos. Salvo en el caso de Joseph Lazzini llegué a
resolver casi todas las dificultades de los profesionales cuya
valía no ofrecía duda alguna. Pero al igual que los pasos, los
gestos, las actitudes, difícilmente fijados por escrito, la vida de
la danza parece tan frágil y efímera en la realidad concreta,
como profundamente viva y sólida en el recuerdo de las
emociones que despierta. Más fugitivo aún quizás que el
misterio del mensaje musical transmitido por el intérprete
genial, es el que nos hace adivinar la gracia de un gesto, de un
rostro, de una postura, a la luz de un instante. Por éso a los
bailarines (quizás más que a los otros artistas) es necesario
comprenderles con medias palabras; es necesario saber que
todo puede cambiar en el espacio de un "entrechat", o de un
"arabesque", todo, salvo el extremo rigor del trabajo de cada
día y de la crueldad de una profesión donde el retiro aguarda
al terminar la juventud.
129
IX.—EL PORVENIR DE LA MUSICA
E.W.—Hemos intentado hacer un balance. A u n q u e
ciertamente es positivo en una amplia parte, usted no ha
vacilado en anotar los fracasos que t a m b i é n son sus
disgustos. Si quisiera resumir estos diez años de trabajos y de
luchas, uno se da cuenta de que se ha concebido una verdade-
ra política, lanzada después en todos los frentes. También se
percibe que si bien los límites presupuestarios frenaron a
veces su actuación, no fueron los únicos en absoluto; se
adivina, a lo largo de todo el combate, el peso conservador de
numerosos sectores de los medios profesionales, el egoísmo
inconsciente de los privilegiados de la cultura parisina, y,
finalmente, un cierto espíritu de intolerancia. Actualmente
¿cómo ve usted lo que se necesitaría hacer para continuar su
obra y superar nuevas etapas?
M.L.—Ante todo, me haría falta ser lúcido. Cuando me
marché no había recorrido apenas la cuarta parte del camino
que me había trazado, aunque los objetivos creo que estaban
131
claramente definidos. Ciertamente, se p o d r í a n haber
escogido otros; pero -objetivamente- yo no creo que se pueda
uno alejar mucho de mis grandes opciones, si se quiere
intentar democráticamente hacer de Francia una tierra de la
música. Por el contrario, deberán cubrirse nuevas etapas y me
parecen necesarios importantes cambios a nivel político,
cambios a los que me referiré luego y que sobrepasan el
mundo de la música.
En cuanto a ésta, que debe preocuparnos únicamente por
ahora, tiene necesidad de que se le construya un porvenir
equilibrado; y hará falta que se demuestre, ante todo, respeto
a las obras, respeto al público y respeto al hombre. Eso
significa una enseñanza democrática para todos; la expansión
musical de todas las regiones de Francia, a partir de ellas
mismas, de sus tradiciones, de su propia singularidad; el
acercamiento de los creadores populares y de su público a los
llamados compositores "de música seria". Eso significa en la
práctica que tenemos que afinar nuestra orquesta interior con
la orquesta mundial.
Creo que uno de los fenómenos más sintomáticos de
Occidente desde el siglo XIX es la extraña barrera que se va
levantando entre dos mundos musicales. Por ejemplo:
Jacques Loussier y todos sus rivales, al apoderarse de las
grandes obras maestras de nuestro patrimonio desde el
Renacimiento hasta nuestros días, "arreglándolas" como
música "pop", con más o menos talento, han sentido instin-
tivamente el poder del genio que ha sabido captar una porción
de eternidad. Y ese fragmento de eternidad es el que hace
vibrar la sensibilidad y el corazón de los hombres... ¿Falta de
respeto e s t é t i c o ? Ciertamente, pero t a m b i é n sin d u d a
homenaje tributado al genio. Y, de este modo, podemos
percibir mejor el desarrollo de un arte contemporáneo que,
salvo grandes y honrosas excepciones, se ha separado de la
auténtica vida.
Así pues, respeto al público, en tanto que respeto a todos
los hombres. Este principio básico puede traducirse concreta-
132
mente así: organización descentralizada, enseñanza artística
para todos los niños de Francia, ayuda de los poderes
públicos a las más diversas corrientes del pensamiento,
construcción de salas modernas y populares (vivimos en un
entorno arquitectónico con más de cien años de vetustez); y
nuestro último objetivo debe ser que la terminación del siglo
XX se realice por la vía cultural y, en primer lugar, a través de la
música, de la misma forma que a fines del siglo XIX se
consiguió a través de la Instrucción pública.
En un espíritu de tolerancia y de apertura, tanto en el
plano social como en el estético, quiero hacer dos propo-
siciones en forma de "un sueño" cuya realización es abso-
lutamente necesaria a mi juicio para una nueva etapa,
hermosa y real, de la vida cultural francesa: una para la
c r e a c i ó n musical de nuestro tiempo, y la otra para el
nacimiento, a escala gubernamental, de un gran Ministerio de
las Artes y de la Cultura.
En primer lugar, la creación musical: en este campo no
debe concentrarse el poder de forma casi exclusiva en un
Ministerio inevitablemente "parisino", incluso aunque acoja a
las asambleas de consejeros y a las comisiones consultivas
más eclécticas que reúnan a los artistas de alto nivel, e incluso
aunque sean excelentes las intenciones de los citados
consejeros. De una parte, la descentralización, y de otra la
participación de instancias diferentes (ni estrictamente
profesionales ni totalmente parisinas), deberían ser los
objetivos perseguidos.
Tenemos que poner en pie las bases de una organización
completamente diferente; y yo la imagino asentada sobre las
instancias regionales, probablemente en c a d a r e g i ó n
programada, que p o d r í a n llegar a ser los "Institutos
Regionales de C r e a c i ó n musical y coreográfica". Unos
Institutos presididos por personalidades musicales vivas de
cada región, y compuestos de forma cuatripartita: represen-
tantes de la vida musical regional (directores de orquestas,
directores de las óperas, directores de los conservatorios,
133
etc), codeándose con los diputados y representantes locales,
los responsables culturales a nivel municipal, departamental o
regional, los representantes del Ministerio de Cultura, y,
finalmente los representantes del público (Asociaciones de
padres, de los alumnos de los conservatorios, Juventudes
Musicales de Francia, Asociaciones de oyentes, etc). Los
recursos de estos Institutos Regionales saldrían de un
porcentaje a percibir de las diversas subvenciones públicas
y sobre las entradas de los espectáculos, a los que se
añadirían las eventuales ayudas de los poderes públicos, en
particular de las administraciones locales.
He aquí las tres grandes líneas de una reforma que estimo
de primera importancia. Estoy convencido de que daría una
vitalidad absolutamente nueva a la vida creadora en nuestro
país, aportándole la diversidad, haciendo desaparecer de ella
todo peligro de arte oficial, interesando realmente a cada
r e g i ó n en la existencia y la originalidad de su propia
producción, democratizando, en fin, las decisiones y los
objetivos mediante la participación de representantes del
público en un camino en perpetua evolución.
¿Es difícil poner en práctica semejante proyecto? No lo
creo. Basta con un poco de entusiasmo y de imaginación.
Ciertamente, la descentralización económicay administrativa
no vendrá por sí sola: su acompañante necesaria será la
responsabilidad cultural. Eso moverá al fin las rutinas en las
ideas, alterará los derechos adquiridos, pero, a cambio, ¡qué
enriquecimiento e n c e r r a r á esa diversidad! ¡ Q u é mayor
justicia que dar la palabra a todas nuestras regiones y a la
población que habita en ellas, en un campo en el que, desde
hace más de ciento cincuenta años, se considera como
normal estar callados o tutelados!
Mi segundo sueño es aún más fundamental: se trata de la
creación de un gran Ministerio de las Artes y de la Cultura. Su
necesidad se me ha hecho patente cuando he tenido que
comprobar la extrema confusión que reina en el campo de las
e n s e ñ a n z a s a r t í s t i c a s , c o n f u s i ó n que e n t r a ñ a un gran
134
desperdicio de dinero, de fuerzas y de talento, al mismo
tiempo... ¡Y como no va a ser así, si por lo menos tres
Ministerios se ocupan de enseñar la música! La Radio
participa t a m b i é n , para tapar algunos agujeros, y otras
muchas administraciones locales, empujadas por su opinión
p ú b l i c a , consagran sumas importantes para paliar las
carencias del Ministerio de Educación.
Maestros no preparados; monitores nombrados de una
manera anárquica por ios poderes locales para reemplazar a
aquéllos; escuelas de música y conservatorios municipales
tomados al asalto y paralizados progresivamente por un aflujo
mucho más considerable de niños, que deberían encontraren
la escuela pública lo que vienen a buscar desesperadamente
en estos centros que no pueden acogerlos a todos en
absoluto; universidades incapaces de aportar a sus estudian-
tes los medios necesarios, los profesores, los locales y el
material musical que aquéllos tienen derecho a encontrar...
Todo ésto compone un cuadro sombrío, cuya única luz -
aunque esencial- es el hambre de música que se pone cada día
más de manifiesto.
Para salir del callejón sin salida en el que estamos metidos
desde hace decenios, hoy parece que la opinión pública
comienza a tomar conciencia del valor de la cultura y del
equilibrio que representan las enseñanzas artísticas. Por ello
estimo absolutamente necesario que un único Ministerio
tenga bajo su autoridad, al menos pedagógica, el conjunto de
elementos que componen este hervidero anárquico (aunque
simpáticamente vivo) de medios sin nexo alguno entre sí,
pero enfrentados a menudo unos contra otros en luchas
estériles por el mismo hecho de sus orígenes y de sus diversos
apoyos.
Sin embargo, es preciso no ignorar los obstáculos: tan
sólo en el terreno de la educación musical deberán superarse
ante todo tres grandes dificultades: la primera se debe a las
situaciones y derechos adquiridos, que, al existir-incluso de
forma mediocre- permiten vivir a quiénes los detentan. Así
135
pues será necesario volver a plantearse por completo las
estructuras en las que los diversos enseñantes evolucionan;
los hombres y mujeres que actualmente se mueven en el
interior de los sistemas existentes, serán evidentemente en su
mayor número los artesanos de la nueva política, pero se
mostrarán inquietos, reticentes y hostiles, en tanto sea verdad
que los franceses sigan siendo profundamente conserva-
dores. La segunda dificultad a vencer, encuentra su origen
en el propio seno del Ministerio de Educación: no se trata de
hacer perder a este Ministerio sus prerrogativas, pero me
parece necesario que acepte dos grandes cambios en este
campo esencial de las disciplinas de la sensibilidad, tan
olvidado por él. Para empezar, será necesario (y ésto vale
prioritariamente para el ciclo primario) que el tiempo
dedicado a la pedagogía y al trabajo de los maestros en
equipo, llegue a ser una realidad en todas partes, a fin de
equilibrar la educación de los niños entre las asignaturas
fundamentales del conocimiento y las del mundo sensible de
las artes, más fluidas, más impalpables, y para las que habrá
que encontrar un lugar prácticamente nuevo. Esto supone
puntos de contacto y de colaboración entre las diversas
categorías de docentes del Ministerio de Educación y los
profesores especializados. En un nuevo equilibrio de toda la
pedagogía el que está aún por inventar.
La tercera dificultad se refiere al solfeo, que afecta a una
gran cantidad de profesores de música. Ya he dicho que era
absolutamente necesario matar el solfeo que mata la música.
Si este combate no se gana, es inútil esperar que algún día los
franceses se vuelvan todos músicos; es inútil creer que la
m ú s i c a será difundida en Francia d e m o c r á t i c a m e n t e .
Demasiados niños, hoy ya adultos, huyeron de la música
paralizados por un solfeo absurdo que era impuesto a los
niños en el momento menos favorable de su desarrollo y en un
contexto totalmente inadaptado a la realidad de sus
necesidades y de sus posibilidades. ¡Cuántas veces me habré
encontrado con hombres responsables-diputados, prefectos,
miembros de los gabinetes ministeriales- que evocaban a
menudo con una sonrisa, a la vez condescendiente y contrita,
136
la forma en que fueron repelidos tras uno o dos años por un
solfeo sin músicaysin instrumento! ¡Cuántos se cerraron para
siempre a la música! "Mi hijo lleva ya dos años de solfeo sin
haber tocado un instrumento", dicen los doctos pedagogos:
he ahí, nueve veces de cada diez, un hombre irremediable-
mente perdido para la música. ¡Solfeo, cuántos crímenes se
han cometido en tu nombre! Sin embargo, ahí están Willems,
Martenot, Orff, Kodaly, Corneloup, el canto coral, la flauta de
pico, los instrumentos de percusión, las improvisaciones
colectivas; en resumen, tantas formas de hacer cantar a los
niños...
Estas tres dificultades que hay que superar en el sector
concreto de la música, y de su enseñanza, se encuentran
también en todos los demás campos de la vida cultural y en
cuatro planos principales, que son: la enseñanza, la difusión,
la creación y la conservación del patrimonio. Por todas partes
se comprueba una gran dispersión de poder y de las respon-
sabilidades, una falta de visión global de las cosas, pues la
evolución rápida de los medios de información y de difusión,
las profundas transformaciones de nuestra sociedad, no han
encontrado aún, en el plano de las estructuras administra-
tivas, la voluntad p o l í t i c a , el aliento moral y espiritual
necesarios para su adaptación. En efecto, la profunda y, con
frecuencia, inhumana mutación que se ha acelerado en
nuestro país, particularmente, desde la última guerra mundial,
ha cambiado totalmente nuestras vidas, pero no ha cambiado
mucho a los hombres. Pues éstos se encuentran condenados
a dominar, bajo pena de muerte, las ventajas materiales que
los descubrimientos científicos han puesto a su disposición.
La cuestión angustiosa, planteada por André Malraux, poco
antes de su desaparición ("¿Serán nuestras sociedades
industriales capaces de segregar una nueva sabiduría?") es,
sencillamente, la pregunta esencial sobre la supervivencia de
nuestra especie. Si no se pudiera dar una respuesta digna,
t o m a r í a t o d a su d i m e n s i ó n p r o f é t i c a la e s p a n t o s a
"boutade" de Albert Einstein, tras su descubrimiento en el
campo nuclear: "¡Qué desgracia que yo no haya sido
fontanero!".
137
Es una nueva y buena d i m e n s i ó n el que nuestros
objetivos políticos deban dar a todos los hombres lo único que
les podrá permitir dominar y controlar su deseo de conocer y
su sed de consumir: una verdadera dimensión cultural. Esta
dimensión existía, más o menos conscientemente percibida,
en el corazón de todos los hombres en los tiempos pastoriles y
en las sociedades mayoritariamente campesinas. El ciclo de
las estaciones, el ritmo de las noches y los días, el reencuentro
permanente con los elementos y con el cielo, daban a los
hombres la medida de su dimensión, es decir la del misterio de
las cosas y la de la humildad, que debe ser la nuestra, ante la
imposibilidad de comprender con nuestra razón los diversos
infinitos en medio de los que vivimos como ciegos: sean los
del espacio, los del tiempo o los del número.
Esta dimensión cultural se ha expresado a lo largo de las
épocas a través de las artes tradicionales, las fiestas, el
folklore, las obras religiosas o profanas, populares o cultas.
Hasta el siglo pasado, todo el mundo participaba en ellas de
una manera activa por medio de cantos, danzas, teatro,
ornamentos, en la corte o en las catedrales. Hoy esta vida
cultural popular se ha extinguido poco a poco; ha sido
destruida, asfixiada, tanto por la urbanización creciente como
por el aporte masivo de lo que se llaman los "mass-media",
que han hecho de los hombres y de las mujeres de Occidente,
seres pasivos ante un consumo de lo ya confeccionado. La
inmensa mayoría de nuestros conciudadanos son "especta-
dores" o son "oyentes": no están directamente involucrados
en el "hacer", incluso al más modesto nivel, ese "hacer" que es
la clave fundamental de todo desarrollo cultural.
En la encrucijada donde titubea la humanidad, si no
escogemos el esfuerzo cultural que implica a la vez el retorno
a las fuentes y la proyección hacia un futuro que no sea sólo
consumo de bienes materiales, nuestra civilización habrá
optado por la desesperanza y, muy probablemente, por la
desaparición. Por éso creo que ha llegado el momento (y nos
queda verdaderamente poco tiempo que perder) de pensar de
otra forma en la vida de nuestro país. Vivimos aún con viejas
138
estructuras heredadas de los finales del siglo XIX, separadas
ya de la savia popular, al tiempo que inadaptadas a la
mutación sociológica de los tiempos modernos. La acción
cultural (lo que quiere decir que todos deben poder
expresarse por un arte y conocer las grandes obras) balbucea
y se estanca, no sólo porque tiene escasos medios, sino sobre
todo porque no ha habido hasta ahora una voluntad política
suficientemente global de entender el problema. En efecto,
¿qué es lo que vemos? Esfuerzos dispersos, algunos valiosos
y generosos, pero sin coherencia, entre diversos departamen-
tos ministeriales, poco o nada coordinados entre sí y aún
menos con aquéllos que a menudo son los más importantes,
ya que surgidos de la base, están sostenidos por las ciudades,
los pueblos y las regiones.
Formación, difusión, animación, creación, sea de la
música, de las artes plásticas, del teatro o de la danza, están
diseminadas a través de cuatro grandes administraciones:
Cultura, Educación, Juventud y Deportes, Radio... En estas
condiciones ¿cómo asumir y llevar adelante una visión amplia
de las cosas, cómo evitar la incoherencia de las diversas
acciones, como esperar realmente sensibilizar en profundi-
dad a un pueblo que -cosa que se siente cada día más-
demanda y clama por esta dimensión cultural, cuya imperiosa
necesidad intuye confusamente?
Por supuesto, es la juventud la que mejor oye esa llama-
da; ella es la que hoy -hablando específicamente de la música
y la danza- llena los conservatorios y las escuelas de músicay
aspira a la necesidad de participar activamente en una vida
musical más personal. Oir, escuchar... está bien, pero hacer
uno mismo la música es abrirse a otro mundo, y la juventud lo
pide cada vez con más fuerza. Un ejemplo: en 1966, nueve
escuelas en la periferia de París; en 1975, ciento sesenta, todas
llenas, teniendo incluso que rechazar a la gente. Y lo mismo
ocurre por toda Francia.
En cuanto a la animación, el panorama es idéntico: las
buenas voluntades son numerosas, pero con demasiada
139
frecuencia abandonadas o dejadas sin directrices, se agotan y
se desaniman. La difusión depende de Cultura y de la Radio,
en cuanto a medios musicales, asi como de las administra-
ciones locales; pero el público depende de Educación, en
principio, y también de Juventud y Deportes, y no ha
cosechado con frecuencia más que ignorancia. Hay profeso-
res formados por Cultura, otros por Educación, y otros
incluso por Juventud y Deportes, y finalmente, los demás por
los Ayuntamientos; conflictos, sobre todo desconocimiento
entre unos y otros, y de ahí el desperdicio de energías, de
talento y de dinero. Por tanto haría falta afrontar una coor-
dinación, una armonización quizás, una verdadera fusión sin
duda, para suscitar en todo el cuerpo social la demanda, y
poder aportar la respuesta.
Está claro que semejante visión de una política cultural
para todos, debe desterrar un cierto elitismo parisino que no
ha hecho más que mucho mal al considerarse el ombligo del
mundo; está claro que las acciones concretas que se llevan a
cabo por prestigio y que son tan costosas como carentes de
futuro, deberán dejar paso a las inversiones culturales a largo
plazo y concebidas para todos; está claro también que es
necesario limitar la falsa descentralización que, al hacer
circular, a precio de oro, los conjuntos nacionales e inter-
nacionales y al abusar de ellos, destruye o impide que nazcan
los focos locales, fuente de toda vida musical; está claro,
finalmente, que si la radio y la televisión son poderosos
vectores culturales, su acción no puede dar frutos auténticos
más que si existe un terreno preparado y roturado.
Lo que todos los artistas, el mundo de las artes y toda la
población esperan del Estado es que se abra una nueva etapa
en la línea de altura y de ambición trazadas por André Malraux
cuando creó el Ministerio de Asuntos Culturales. Esta etapa es
ahora la necesidad (no sólo por hablar de ella, sino para
"hacerla") de sensibilizar a todos los niños de Francia en el
campo artístico; por consiguiente hay que formar a los
maestros, hay que crear los puestos de profesores de que
carecemos en la actualidad, hay que ayudar a que se difundan
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los innumerables movimientos de aficionados, en particular
los corales. (Por ejemplo, quien haya asistido a las jornadas
corales de Vaison-la-Romaine, del movimiento "A Coeur Joie"
no podrá olvidar aquel fervor de miles de jóvenes y de adultos,
que, muchos sin conocersiquiera las notas, se comunicaban a
través de la música y se elevaban gracias a ella). Esta etapa es,
en fin, en cuanto a la música se refiere, la construcción en
cada región de Francia de estructuras de alta calidad que un
país como el nuestro debe constituir o reconstituir. Luego,
sobre esta tierra rica en semillas, pero insuficientemente
trabajada hoy, la creación, todas las nuevas creaciones
auténticas, encontrarán su eco, es decir su público.
Se deplora a menudo el abismo que existe entre el público
y la música de nuestro tiempo (y ésto se va agravando cada
año desde hace cincuenta). La razón de este foso viene de la
enfermedad profunda de nuestra sociedad, desenraizada de
su cultura tradicional y que no ha encontrado aún la del
mundo en que vive. Reencontrar ese camino, reencontrarlo en
las profundidades del alma popular, volverla a traer auna vida
cultural de nuestro tiempo (pues habrá sentido la verdadera
necesidad de participar en ella): tal es, sin duda, una de las
misiones esenciales de los dirigentes de hoy.
Es pues necesario reemprender el camino, un tanto
perdido en todo este último tiempo, volver a desplegar ciertos
medios económicos en el interior de algunas Direcciones,
como la de la música y la danza, y afrontar finalmente una
acción cultural a escala estatal, verdaderamente coordinada,
si no unificada.
Creer en la necesidad imperiosa de una vida cultural
activa para dar un alma a nuestra sociedad industrial, y ello
con un espíritu de total liberalismo, he aquí -creo yo- uno de
los grandes temas que debería meditar nuestra sociedad
francesa en este final del siglo XX. Si ella consigue esta
revolución, habrá realizado una obra tan grande como la
nacida de la instrucción pública obligatoria a fines del siglo
XIX. Si no lo consigue o si no comprende la necesidad y no
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compromete los medios reales, se hundirá en el materialismo
y en la desesperanza, hasta su muerte.
Por todas estas razones, yo creo que hace falta en primer
lugar crear una unidad de reflexión y de incitación, y que esta
unidad pase por la existencia de un sólo capitán en el plano
político. Efectivamente, además de los problemas fundamen-
tales en lo tocante a la escuela, existen todos los que se
derivan de la animación artística en su conjunto, y para todas
las edades, a través de la radio y la televisión, estando
interesados en ello en primer plano los movimientos de
juventud. No puede haber en este c a m p o una p o l í t i c a
coherente, sin unidad de reflexión y de mando. Por todo ello
me parece que será uno de los objetivos principales a
conseguir para llevar a cabo una política cultural grande y
ambiciosa, un Ministerio de las Artes y de la Cultura, que
reagrupe en su seno, no sólo todo lo que guarde relación con
la difusión y con las enseñanzas artísticas, sino también todo
lo que concierne a la vida propia de los artistas y a la
proyección de sus obras en nuestra sociedad.
Quizás entonces, algún día, estando ya la música verda-
deramente descentralizada en todos sus aspectos, y la política
cultural reunida en una idea ministerial única -y no hay
contradicción entre estos dos objetivos, pues una verdadera
descentralización exige un poder central fuerte en sus
grandes opciones- llegaremos a nuestra meta, que yo definiría
así: "Hacer cantar el corazón de todos los niños, de todas las
mujeres y de todos los hombres de Francia". Empecemos por
los niños.
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Imprime: G. SOLANA - C / Carmen Bruguera, 26
D. Legal.: M-12773-1984
I.S.B.N.: 84-7483-363-9
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