Cuando
Billy Wilkinson, de 15 años, desaparece en mitad de la noche, su
madre, Claire, se culpa a sí misma. No es la única en hacerlo. No hay un
solo miembro de su familia que no se sienta culpable, y los Wilkinson están
tan acostumbrados a guardar secretos entre ellos que la verdad no empieza
a salir a la superficie hasta seis meses después. Claire está segura de que
sus amigos y su familia no tienen nada que ver con la desaparición. El
instinto de una madre nunca se equivoca… ¿O sí?
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C. L. Taylor
Desaparecido
ePub r1.0
NoTanMalo 14.08.17
ebookelo.com - Página 3
Título original: The Missing
C. L. Taylor, 2016
Traducción: Begoña Prats Rojo
Editor digital: NoTanMalo
ePub base r1.2
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A mis difuntas abuelas
Milbrough Griffiths y Olivia Bella Taylor
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Jueves 5 de febrero de 2015
Jackdaw44: ¿Te apetece jugar?
ICE9: No.
Jackdaw44: No es nada de sexo.
ICE9: ¿De qué es?
Jackdaw44: Son preguntas. Me aburro. Va, será divertido.
ICE9: …
Jackdaw44: Me lo tomaré como un sí. Vale, primera pregunta. ¿Qué prefieres,
quedarte sorda o quedarte ciega?
ICE9: Ya ves, sí que te aburres. Sorda.
Jackdaw44: ¿Qué prefieres, ahogarte en un río o arder en un incendio?
ICE9: Ninguna de las dos cosas.
Jackdaw44: Tienes que elegir.
ICE9: Ahogarme en un río.
Jackdaw44: ¿Qué te entierren o que te incineren?
ICE9: No me gusta este juego.
Jackdaw44: No pasa nada. Solo intento conocerte mejor.
ICE9: Pues lo haces de una manera muy rara.
Jackdaw44: Te quiero. Quiero saberlo todo sobre ti.
ICE9: Que me entierren.
Jackdaw44: ¿Ser un personaje infame o que se olviden de ti?
ICE9: Que se olviden de mí.
Jackdaw44: ¿¿¿En serio???
ICE9: Sí.
Jackdaw44: Yo preferiría mil veces ser un personaje infame.
ICE9: No me sorprende nada.
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Jackdaw44: ¿Llorarás en mi entierro o te guardarás las lágrimas para cuando
estés sola?
ICE9: ¿¿¡¡QUÉ!!?? Deja de ser tan morboso.
Jackdaw44: No lo soy. Solo te estoy preparando.
ICE9: ¿Para qué?
ICE9: ¿Hola?
ICE9: ¿HOLA?
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Capítulo 1
Miércoles 5 de agosto de 2015
¿Qué ropa te pones para enfrentarte al objetivo de una cámara y suplicar que alguien,
quien sea, por favor, por favor, te diga dónde está tu hijo? ¿Una blusa? ¿Un jersey?
¿Armadura?
Hoy es el día del segundo llamamiento televisivo. Han pasado seis meses desde
que mi hijo desapareció. ¿Seis meses? ¿Cómo ha podido pasar tanto tiempo? La
terapeuta a la que empecé a ir cuatro semanas después de que se lo llevaran me dijo
que el dolor se apaciguaría, que nunca sentiría su pérdida con tanta intensidad como
aquel primer día.
Mentía.
Tardo prácticamente una hora en poder mirarme al espejo del dormitorio sin
llorar. Mi pelo, que me corté al estilo duende la semana pasada, no encaja con mi cara
ancha y angulosa, y los ojos se me ven oscuros y hundidos bajo el nuevo flequillo. La
blusa que anoche consideré aceptable y presentable de repente me parece fina y
barata; la falda de lápiz hasta las rodillas, demasiado ceñida a mis muslos. Las
cambio por unos pantalones azul marino y un jersey gris claro. Elegante, pero no
demasiado; seria, pero no sombría.
Mark no está en el cuarto conmigo. Se ha levantado a las 5:37 y se ha escabullido
silenciosamente de la habitación, sin hacer caso al leve gruñido que he soltado al ver
la hora en el despertador. Anoche, al meternos en la cama, nos quedamos tendidos en
silencio uno al lado del otro, sin tocarnos, demasiado tensos para hablar. El sueño
tardó mucho en llegar.
No he dicho nada cuando Mark se ha levantado. Siempre ha sido mañanero y le
gusta disfrutar de una hora o así de soledad para vagar por la casa antes de que todo
el mundo se levante.
En nuestra casa había siempre tanto alboroto por las mañanas… Billy y Jake se
peleaban por quién usaba antes el baño y luego, cuando volvían a su cuarto a
cambiarse, subían al máximo el volumen de sus radiocasetes. Yo golpeaba la puerta
de su habitación y les gritaba que bajaran la música. Mark nunca ha llevado muy bien
el ruido. Cada semana se pasa horas conduciendo de ciudad en ciudad como parte de
su trabajo como representante farmacéutico, pero siempre en silencio: para él, nada
de música, audiolibros ni radio.
—¿Mark?
Son las 7:30 cuando entro lentamente en la cocina, asegurándome de no pisar la
baldosa rajada junto a la nevera para que no se me enganchen los calcetines de media.
Hace tres años, Billy abrió la nevera y se cayó una botella de vino, que rajó las
baldosas que Mark había terminado de colocar el día anterior. Le dije que había sido
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yo.
—¿Mark?
La tetera aún está caliente, pero no hay ni rastro de mi marido. Asomo la cabeza
por la puerta del salón, pero tampoco está ahí. Regreso a la cocina y abro la puerta
trasera, que da al camino que recorre el lateral de la casa. La puerta del garaje está
abierta. Me llega el renqueo del cortacésped al encenderse.
—¿Mark? —Introduzco mis pies en un par de deportivas del 44 que alguien ha
abandonado junto al felpudo y me deslizo por el camino hacia el garaje. Es agosto y
el sol está ya alto; el parque del otro lado de la calle es un tumulto de color y nuestro
césped está mojado por el rocío—. No estarás pensando en cortar el césped…
Me detengo en seco en la puerta del garaje. Mi alto y rubio marido está inclinado
sobre el cortacésped con su mejor traje azul marino y una grasienta mancha negra de
aceite justo por encima de la rodilla de la pernera izquierda de su pantalón.
—¡Mark! ¿Qué diablos haces?
Él no levanta la mirada.
—Revisando el cortacésped.
Vuelve a dar un tirón de la cuerda y la máquina suelta un gruñido de protesta.
—¿Ahora?
—Hace un mes que no lo uso. Si no le hago una revisión, se oxidará.
No sé si reír o llorar.
—Pero Mark, hoy es el día del llamamiento de Billy.
—Sé qué día es.
Esta vez levanta la vista. Tiene las mejillas sonrojadas y hay una película de sudor
que se extiende desde sus gruesas y despeinadas cejas hasta la línea de su pelo, que
cada vez está más retrasada. Se pasa una mano por la frente y luego se la seca en la
pernera del pantalón, frotando el sudor con la mancha grasienta de aceite. Tengo
ganas de gritarle que ha echado a perder su mejor traje y que no puede hacer el
llamamiento de Billy de esa guisa, pero hoy no es día para una discusión, así que en
lugar de eso respiro hondo.
—Son las siete y media —digo—. Tenemos que salir dentro de media hora. El
detective Forbes dijo que se reuniría con nosotros a las ocho y media para repasar
algunas cosas.
Mark se frota la parte baja de la espalda con el puño cerrado al tiempo que se
pone de pie.
—¿Jake está preparado?
—Creo que no. Cuando he bajado tenía la puerta cerrada y no he oído voces.
Jake comparte habitación con su novia Kira. Empezaron a salir en el colegio,
cuando tenían dieciséis años, y llevan tres juntos, los últimos dieciocho meses
compartiendo cuarto en nuestra casa. Jake me suplicó que la dejara quedarse. La
afición a la bebida de la madre de Kira había empeorado, y había empezado a
agredirla física y verbalmente. Jake me dijo que, si no dejaba que se quedara a vivir
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con nosotros, tendría que trasladarse a Edimburgo con su abuelo y no podrían verse
nunca.
—Bueno, si a Jake no se le puede molestar para que se levante, iremos sin él —
dice Mark—. No tengo energía para enfrentarme a él. Hoy no.
Antes era Billy quien decepcionaba a Mark. Billy con su actitud de «me importa
una mierda» hacia la escuela y su certeza de que la vida le debía fama y fortuna. En
comparación, Jake era siempre el niño perfecto. Se esforzaba en la escuela, se sacó el
certificado de secundaria con notas entre un nueve y un seis, y obtuvo un grado de
electricista con muy buenas calificaciones. Hoy en día tenemos que lidiar con
llamadas debidas a las ausencias de Jake en el trabajo, no a Billy.
Yo tampoco tengo energía para lidiar con Jake, pero no puedo limitarme a
encoger los hombros como Mark. Tenemos que presentar un frente unido ante los
medios. Tenemos que estar todos ahí, sentados hombro con hombro tras la mesa. Una
familia fuerte, por lo menos en apariencia.
—Me vuelvo a casa. Te sacaré el otro traje del armario —digo, pero Mark ha
vuelto a centrar su atención en la máquina cortacésped.
Regreso al camino arrastrando los pies, mientras los enormes zapatos de Jake
dejan un rastro en la grava, y alargo la mano para coger el pomo de la puerta trasera.
Oigo el grito en el momento en que la empujo.
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Capítulo 2
—¡Jake, dámelo!
El chillido de Kira baja por las escaleras y en la habitación de arriba se escucha
un fuerte golpe cuando algo, o alguien, cae al suelo.
Me saco los zapatos de Jake de una patada y subo los peldaños de dos en dos,
atravieso el descansillo y entro volando en su habitación sin pararme a llamar. Hay
una ráfaga de actividad cuando Kira y Jake se alejan uno del otro de un salto. Con su
escaso metro cincuenta y el pelo rubio que le cae por debajo de los hombros, Kira
parece diminuta, una muñeca con sus braguitas rosas y una camiseta blanca ceñida.
Jake lleva el pecho descubierto y va desnudo a excepción de unos calzoncillos negros
que le cuelgan de las caderas. Tiene los hombros y el torso tan amplios y musculados
que da la sensación de llenar la habitación. A sus pies hay una botella destrozada de
la que se derrama un líquido marrón pálido sobre la moqueta beis. Hay esquirlas de
cristal sobre el montón de pesas, al lado.
—¡Mamá!
Jake se aparta de Kira de un salto y planta su pie derecho sobre la botella rota.
Suelta un gemido de angustia cuando una esquirla de vidrio transparente se le clava
en la planta.
—¡No! —grito, pero él ya se la ha arrancado.
La sangre, de un rojo intenso, empieza a chorrear, le cubre los dedos y gotea en la
carpeta.
—¡No te muevas! —Me lanzo hacia el baño y cojo la primera toalla que veo.
Al volver al cuarto, Jake está sentado en la cama; con una mano se agarra el
tobillo y con la otra presiona la herida. La sangre se le escurre entre los dedos. Kira,
que sigue de pie en medio del cuarto, tiene la cara blanca. Avanzo con cuidado entre
los trozos de cristal roto del suelo y luego me pongo en cuclillas sobre la alfombra,
delante de Jake. Apesta a alcohol.
—Suéltalo.
Esboza una mueca al separar los dedos del pie. La herida no hace más de medio
centímetro, pero es profunda y la sangre sigue manando. La envuelvo con una toalla
tan apretada como puedo, en un intento por detener el flujo.
—Sujétala ahí. —Le indico a Jake con un gesto que presione la toalla con las
manos—. Tengo que encontrar un imperdible.
Segundos después estoy de vuelta en la habitación intentando asegurar el vendaje
casero alrededor del pie de mi hijo. Bajo sus ojos hay círculos oscuros y se le marcan
demasiado los pómulos bajo la piel. Mark y yo no somos los únicos que no han
dormido esta noche.
—¿Qué ha pasado, Jake? —pregunto con cautela.
Él mira más allá de mí, a Kira, que se está poniendo algo de ropa. Ella abre los
labios y, por un segundo, creo que está a punto de hablar, pero entonces baja la vista y
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se escurre dentro de los vaqueros. Abajo, la puerta trasera se abre con un golpe sordo
cuando Mark regresa a la casa, y se oye un ruido de «clic, clic» mientras camina
arriba y abajo sobre las baldosas de la cocina. Dentro de un minuto estará aquí arriba,
preguntando a qué se debe el retraso.
Olisqueo a Jake. Su aliento tiene un olor acre.
—¿Has estado bebiendo ese ron antes de que yo entrara?
—¡Mamá!
—¿Qué? ¿Lo has hecho?
—Ayer por la noche me tomé algunos, nada más.
—Y luego unos cuantos más. —Extraigo un gran trozo de cristal de la moqueta.
La mayor parte de la etiqueta sigue pegada—. ¿En qué diablos pensabas?
—Estoy estresado, ¿vale?
—No tengo suficiente para un taxi —dice Kira en tono quejumbroso, mientras
mete la mano en el bolsillo de los vaqueros y me muestra la palma con monedas
sueltas.
—¿Claire? —La voz de Mark retumba por las escaleras—. Son las ocho.
Tenemos que irnos. ¡Ya!
—Yo también tengo que irme —dice Kira—. Hoy hay una excursión a Londres
con la universidad; vamos a la National Portrait Gallery y se supone que tengo que
estar en la estación de tren a las ocho y media.
—Vale, vale. —Le hago un gesto para que no se deje llevar por el pánico—.
Dame un segundo. ¿Mark? —Salgo al descansillo y grito escaleras abajo—: ¿Tienes
suelto?
—Unas tres libras —me contesta Mark también a gritos—. ¿Por?
—No importa.
—Vale.
Vuelvo a entrar en la habitación de Jake.
—Kira, yo te llevaré a la estación. En cuanto a ti, Jake…
No hay sangre en la toalla que le he sujetado alrededor del pie, pero aun así hay
que lavar la herida y ponerle la vacuna del tétanos. Si tuviera tiempo dejaría primero
a Kira en la estación y luego llevaría a Jake al médico, pero eso significaría volver
sobre mis pasos y no puedo llegar tarde al llamamiento. ¿Por qué ha tenido que pasar
precisamente hoy?
—Vale. —Tomo una decisión rápida—. Jake, quédate aquí y despéjate, y te
llevaré al médico cuando vuelva. Si necesitas algo, Liz está aquí al lado. No irá a
trabajar hasta más tarde.
—No, voy contigo. Necesito ir a la conferencia de prensa.
Jake hace una mueca de dolor al coger impulso para levantarse de la cama y se
sostiene de un salto sobre su pie bueno, así que quedamos cara a cara. A diferencia de
Billy, que dio un estirón al cumplir los doce, la altura de Jake nunca ha superado el
metro setenta. Los chicos eran incapaces de discutir sin que Billy dejara caer una
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pulla mordaz sobre la estatura de su hermano mayor. Jake contraatacaba y entonces
se desencadenaba la Tercera Guerra Mundial.
—¡Claire! —vuelve a gritar Mark, esta vez más alto. Se pondrá como un loco si
ve el estado en que se encuentra Jake—. ¡Claire! El detective Forbes está aquí.
¡Tenemos que irnos!
—No vas a ir a ninguna parte —le siseo a Jake mientras Kira adopta una
expresión de disculpa y se escurre hacia la puerta. Se pone de puntillas pegada al
armario de la ropa blanca del descansillo, se enfunda en el abrigo y luego hurga en
los bolsillos.
—Billy era mi hermano —dice Jake. Se le descompone el rostro y parece un niño
de nuevo, pero entonces un tendón le late en el cuello y él levanta la barbilla—. No
puedes impedirme que vaya.
—Has bebido —digo con toda la compostura de la que soy capaz—. Si quieres
ayudar a Billy, lo mejor que puedes hacer en este momento es quedarte en casa y
dormir la mona. Hablaremos cuando vuelva.
—¡Claire! —grita Mark desde lo alto de las escaleras.
—Mamá…
Jake alarga la mano hacia mí, pero yo ya estoy a medio camino de la puerta. La
cierro de un portazo a mi espalda justo cuando llega Mark.
—¿Jake está listo?
—No se encuentra bien.
Apoyo las palmas de la mano en la puerta.
—¿Qué le pasa?
—Le duele la barriga —dice Kira; su hilillo de voz atraviesa la incómoda pausa
—. Se ha pasado toda la noche despierto por eso. Debió de ser el vindaloo.
Le dedico una mirada de agradecimiento. Pobre chica, atrapada en nuestro drama
familiar precisamente cuando la razón para que se viniera a vivir con nosotros era
escapar del suyo.
Mark contempla la puerta cerrada a mi espalda y luego cruza su mirada con la
mía.
—Entonces, ¿nos vamos?
—Tengo que dejar a Kira en la estación de tren para su excursión. Ve tú con el
detective Forbes y yo me reuniré con vosotros allí.
—¿Qué impresión dará eso? ¿Que lleguemos por separado? —Mark mira a Kira
—. ¿Por qué no dijiste nada de esta excursión ayer por…? —Suspira—. No importa;
olvídalo. Nos vemos allí, Claire.
No se ha cambiado de pantalón. La mancha grasienta de aceite sigue siendo
visible, una marca oscura en su muslo izquierdo, pero no tengo valor para
señalárselo.
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Capítulo 3
Ninguna de las dos dice una palabra mientras nos apretujamos en el coche y enciendo
el motor. El silencio continúa mientras pasamos junto al centro comercial de
Broadwalk y bajamos por Wells Road. Solo cuando paro en el semáforo del cruce de
Three Lamps y Kira saca su iPod del bolsillo de la chaqueta, me decido a hablar.
—¿De qué iba eso?
—¿Perdona? —Me mira con expresión de alarma, como si hubiera olvidado que
estoy sentada a su lado.
—Jake y tú, hace un momento.
—Solo era… —Contempla el semáforo en rojo como si deseara que se pusiera
verde. Sin su grueso eyeliner negro y su generosa aplicación de polvos de efecto
bronceado, su cara en forma de corazón se ve pálida y la nube de pecas que cubre su
nariz la hace parecer más joven de lo que es—. Solo… una cosa…, nada, una
discusión.
—Parecía algo serio.
—Se nos ha ido de las manos, eso es todo.
—Me imagino que Jake no se acostó anoche.
—No. No lo hizo.
—Oh, Dios. —Suspiro hondo—. Ahora estoy aún más preocupada por él.
—¿Ah, sí?
Siento un pinchazo de dolor al ver la expresión de sorpresa en sus ojos.
—Claro. Es mi hijo.
—Aunque no es Billy, ¿no?
—¿Qué se supone que significa eso?
—Nada. Lo siento. No sé por qué lo he dicho.
Espero a que diga algo más, pero no llega ninguna palabra. En lugar de eso, mete
la mano en su mochila, saca un eyeliner negro y baja la visera del coche. Separa los
labios mientras dibuja un grueso círculo negro alrededor de cada ojo y luego se aplica
con unos toquecitos corrector en una zona de piel elevada y enrojecida cerca de su
sien derecha. Parece ser un moretón incipiente.
El semáforo se pone en ámbar y luego en verde, y piso el acelerador.
Ninguna de las dos habla durante unos minutos. Desvío la vista hacia Kira, al
chichón en su sien, y se me hace un nudo en el estómago.
—¿Jake te ha pegado?
—¿Qué?
—Cuando estabais peleándoos por la botella. Tienes un morado en la cara. ¿Te ha
pegado?
—¡Dios, no!
—¿Y cómo te has hecho el morado?
—En la discoteca, ayer por la noche. —Baja la visera y se inspecciona el costado
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de la cabeza, presionándolo con el índice derecho—. Se me cayó el móvil y me di un
golpe en la cabeza con la esquina de una mesa al agacharme a recogerlo.
—Kira, sé que no soy tu madre, pero eres lo más parecido a una hija que tengo y
si creyera que alguien te está haciendo daño…
Cierra la visera de una manotada.
—Jake no me ha pegado, ¿vale? Nunca haría algo así. No me puedo creer que
hayas dicho algo así de tu propio hijo.
Aprieto el volante con más fuerza.
—Lo siento —se disculpa rápidamente—. Sé que intentas cuidar de mí, pero…
—Olvídalo. —Reduzco la velocidad a medida que nos acercamos a la rotonda—.
Solo dime una cosa: ¿cuánto hace que bebe por las mañanas?
No me contesta.
—Kira, ¿cuánto?
—Solo hoy. Creo.
—¿Crees? —No puedo disimular la incredulidad en mi voz. Pasan juntos cada
minuto que están despiertos. ¿Cómo podría no estar segura respecto de algo así?
—Sí.
Cierra la cremallera de su bolsa de maquillaje y mira por la ventanilla mientras el
coche rodea la rotonda y nos acercamos a Bristol Temple Meads. Al tiempo que
activo el intermitente izquierdo, entro en la estación y aparco el coche, no puedo
evitar escrutar la pequeña aglomeración de gente que hay alrededor de la estación, en
el exterior, fumando cigarrillos y haciendo cola para coger un taxi. Soy incapaz de ir
a ninguna parte sin buscar a Billy.
—¿Crees que tiene un problema con la bebida?
—No. —Niega con la cabeza al tiempo que se desabrocha el cinturón de
seguridad y abre la puerta—. No es alcohólico, si te refieres a eso. Abrió el ron
cuando llegamos a casa de la discoteca. Estaba nervioso y no podía dormir.
—¿Por el llamamiento de Billy?
—Sí.
Levanta un pie de la alfombrilla del acompañante, lo apoya en el pavimento del
exterior y contempla con anhelo la entrada de la estación de tren.
—¿Kira? —Me inclino a través del coche y le toco el hombro—. ¿Hay algo de lo
que quieras hablar conmigo?
—No —contesta ella.
Luego salta fuera del coche, con la mochila y la bolsa de maquillaje apretadas
contra el pecho, y sale disparada hacia la entrada de la estación antes de que yo pueda
decir nada más.
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Capítulo 4
La sala de conferencias es pequeña, oculta en el sótano del ayuntamiento, con un
fluorescente en el techo que emite un zumbido y sin luz natural. Mide un cuarto de lo
que medía la sala donde hicimos nuestro primer llamamiento para que apareciese
Billy, cuarenta y ocho horas después de denunciar su desaparición. A diferencia del
primer llamamiento, cuando todas y cada una de las sillas con respaldo de plástico
dispuestas en filas frente a nosotros estaban llenas, hoy solo están presentes media
docena de periodistas y fotógrafos. La mayoría toquetea sus móviles. Levantan la
vista cuando nos alineamos junto al detective Forbes y luego vuelven a bajarla. Un
par empieza a garabatear algo en sus libretas.
«La señora Wilkinson tiene un aspecto sombrío con su jersey gris claro y un
pantalón a juego, mientras que al señor Wilkinson se lo ve hosco y distraído, con un
traje oscuro cuya pernera tiene una mancha de lo que parece tierra o aceite».
No tengo ni idea de si eso es lo que han escrito. Mañana lo averiguaré, supongo.
No soporto leer los periódicos, en especial las versiones digitales con los terribles
comentarios sentenciosos al final, pero sé que Mark lo hará. Los leerá atentamente,
mientras gruñe y maldice y murmura sobre «lo jodidamente imbécil que es el
público».
Cuando Billy desapareció, yo no sabía hasta qué punto la atención de los medios
sería una espada de doble filo. Estaba desesperada por que publicaran nuestra historia
—los dos lo estábamos: cuanta más atención recibiera la historia de Billy, mejor—,
pero nada podría haberme preparado para el bombardeo de especulaciones y juicios
que iba a conllevar. Mi aspecto era «pálido y desconsolado», esas fueron las palabras
que utilizó la mayoría de los reporteros para describirme durante esa primera
conferencia de prensa. A Mark lo describieron como «frío y reservado». No había
ninguna reserva en su actitud: joder, estaba aterrorizado; los dos lo estábamos. Pero,
mientras que yo temblaba y me retorcía los dedos por debajo de la mesa, Mark estaba
sentado muy quieto, erguido, con las manos sobre las rodillas y la mirada fija en el
gran reloj ornamentado de la pared opuesta. En un momento determinado alargué mi
mano hacia la suya y rodeé sus dedos con los míos. Él ni siquiera me dedicó una
mirada hasta que hubo pronunciado el llamamiento. En ese momento me sentí
desesperadamente herida, pero después, en la intimidad de nuestra salita, me explicó
que, por mucho que quisiera consolarme, había sido incapaz.
«Ya sabes que, para enfrentarme al estrés, lo que hago es compartimentar —dijo
—. Y tenía que leer el llamamiento sin derrumbarme. Si te hubiera tocado, si hubiera
cedido a la tentación de mirarte, me habría roto. Y no podía hacerlo, no cuando lo que
tenía que decir era tan importante. Seguro que lo entiendes, ¿verdad?».
Lo entendía y no lo entendía, pero envidié su habilidad para bloquear los
pensamientos y sentimientos a los que no quería enfrentarse. Yo no puedo encerrar
mis emociones en cajas dentro de mi cabeza. Están tan enmarañadas y revueltas
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como las hebras de hilo del fondo de la cesta de bordar de mi abuela. Y el
pensamiento que los atraviesa todos, la hebra que rodea mi corazón es: ¿dónde está
Billy?
—¿Claire? —dice el detective Forbes—. Ya están preparados para tu declaración.
Ha aparecido una cámara de televisión en el pasillo que discurre entre las filas de
sillas con respaldo de plástico. El objetivo me enfoca. Hace unas semanas decidimos
que era yo quien debía hacer este llamamiento.
«El público responde de manera más favorable cuando es la madre quien habla»,
explicó el detective Forbes. No mencionó los espantosos comentarios que habían
aparecido en Internet tras el llamamiento de Mark seis meses atrás. Comentarios
como: «Está claro que el padre está detrás. No muestra ninguna emoción» y «Me
apuesto lo que quieras a que ha sido el padre. Siempre lo es».
—¿Lista? —dice otra vez el detective Forbes, y esta vez me yergo en la silla y
respiro hondo por la nariz.
Percibo el olor del aftershave del detective Forbes y un leve aroma a aceite de
motor que emana de Mark, sentado a mi otro lado. Noto que me mira, pero no me
vuelvo a mirarlo antes de coger la declaración de la mesa que tengo enfrente. Puedo
hacerlo. Ya no necesito una mano sobre la rodilla.
—Hoy hace seis meses —empiezo, mirando directamente al objetivo—, el jueves
5 de febrero, mi hijo menor Billy desapareció de nuestra casa en Knowle, en South
Bristol, a primera hora de la mañana. Tenía solo quince años. Se llevó la mochila y el
móvil, y probablemente iba vestido con vaqueros, deportivas Nike, una chaqueta
Superdry negra y una gorra con un logo de NYC… —Vacilo, consciente de que
algunos de los periodistas se han dado la vuelta en sus sillas y ya no toman notas en
sus libretas. A mi lado, Mark emite un sonido grave desde el fondo de la garganta y
Forbes se inclina hacia delante y apoya los codos en la mesa—. Todos echamos
mucho de menos a Billy. Su desaparición ha dejado un vacío en nuestra familia que
nada puede llenar y… —Mantengo la mirada enfocada en el objetivo, pero no me
pasa desapercibido un tumulto al fondo de la estancia. Dos hombres se pelean en la
puerta—. Billy, si nos estás viendo, por favor ponte en contacto con nosotros. Te
queremos mucho, muchísimo, y nada puede cambiar eso. Si no quieres llamarnos a
nosotros directamente, por favor, ve a la comisaría más cercana o ponte en contacto
con algún amigo tuyo.
El productor que está junto al cámara le da unos golpecitos en el hombro y señala
hacia el fondo de la sala. La cámara se gira apartándose de mí y un grito llega desde
la puerta.
—¡Sácame las manos de encima! ¡Tengo derecho a estar aquí! Tengo derecho a
hablar.
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Capítulo 5
—¿Qué hace Jake aquí? —Mark mira por encima de las cabezas de los periodistas y
varios flashes se disparan al mismo tiempo, iluminando la esquina de la sala donde
Jake discute con un agente policial—. Creía que habías dicho que estaba enfermo.
—Lo estaba…, lo está. Deja que me ocupe yo.
—Señora Wilkinson, ¡espere! —grita el detective Forbes mientras yo me apresuro
a cruzar la estancia y me abro paso con los hombros a través del círculo de
periodistas que se ha formado alrededor de mi hijo.
Apenas distingo la parte de atrás de la cabeza de Jake. Lleva el pelo rubio
alborotado y despeinado, sin su abundante dosis de gel capilar. Desaparece cuando un
policía se coloca frente a él y me bloquea la vista.
—Disculpe. Disculpe, por favor.
El cámara de televisión suelta un bufido cuando lo aparto para pasar, pero su
productor lo hace callar.
—Es la madre; inclúyela en el plano.
Aparto a un par de funcionarios del Ayuntamiento y me acerco al policía que está
acompañando a Jake hacia la puerta abierta. Los golpecitos que le doy en la espalda
de su chaleco protector negro no tienen ningún efecto, así que le tiro del brazo.
Apenas me dedica un vistazo. En su lugar, mantiene su mirada fija en Jake; Jake,
que es unos buenos quince centímetros más bajo, con las manos apretadas a ambos
costados y los tendones tensos en el cuello.
—Por favor —grito—. Por favor, deténgase. Es mi hijo.
—¿Mamá? —dice Jake, y el agente de policía me mira con sorpresa y baja unos
centímetros los brazos.
—Es mi hijo —repito.
El policía mira a mi espalda, hacia el póster de Billy colocado en el papelógrafo,
junto a la mesa.
—No, Billy no —digo—. Es Jake, mi otro hijo.
—¿Otro hijo? Nadie me dijo que vendrían más familiares… —Mira al detective
Forbes, que menea la cabeza.
—No pasa nada, agente George. Yo me encargo.
El detective Forbes conoce a Jake. Lo interrogó largamente el día después de que
Billy desapareciera, de la misma manera que su equipo y él interrogaron a toda
nuestra extensa familia y a nuestros amigos.
—El espectáculo se ha acabado, chicos. —El detective hace un gesto al productor
para que interrumpa la grabación y otro a los periodistas para que vuelvan a sus
asientos. Nadie se mueve.
—¡Jake! —Una periodista con un corte de pelo bob alarga la mano por encima de
mi hombro y agita una grabadora en dirección a mi hijo—. ¿Qué es lo que querías
decir?
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—Jake —el productor tiende un micrófono hacia él—: ¿tienes un mensaje para
Billy?
Mi hijo da un paso adelante, endereza los hombros, levanta la barbilla. Echa una
mirada al agente George y enarca una ceja, reivindicado.
—¿Qué te ha pasado en el pie, Jake?
Un hombre bajito con una calvicie incipiente y unos antebrazos peludos que
asoman por debajo de las mangas arremangadas de su camisa señala las deportivas de
Jake. El empeine de la del pie derecho, que por lo general es de un blanco
inmaculado, está manchado de sangre marrón.
—¿Jake? —dice Mark.
El silencio se extiende por la sala mientras mi marido y mi hijo se miran el uno al
otro. Esperan a que Jake hable. Yo también espero. Notó como Mark se va
enfureciendo a mi espalda. Esta es nuestra peor pesadilla: nuestro respetable y
medido llamamiento convertido en una trifulca de bar.
Oigo un «clic» y un «girrr» de la cámara que está a mi izquierda y me imagino el
zum enfocando el pálido y demacrado rostro de Jake. Él se pasa la base de la palma
por la frente húmeda y entonces, tras dirigirme la más breve de las miradas, gira
sobre el talón de su pie bueno y sale cojeando de la sala.
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Lunes 11 de agosto de 2014
Jackdaw44: Puta mierda de vida.
ICE9: No digas eso.
Jackdaw44: Por qué no, es verdad. Mi padre es un hipócrita y un cabrón, y mi
madre no tiene ni puta idea.
ICE9: ¿Has hablado con tu padre del fin de semana?
Jackdaw44: Joder, ¿estás de broma?
ICE9: Deberías darle la oportunidad de explicarse.
Jackdaw44: ¿Explicar qué? ¿Que es débil, cobarde, mentiroso y un salido de
mierda?
ICE9: A lo mejor no es lo que parece.
Jackdaw44: Me tomas el pelo, ¿no? Tú me viste, viste lo que hice.
ICE9: Eso fue una estupidez.
Jackdaw44: Fue un putadón. Ojalá le hubieras visto la cara cuando vio la ventana
de su coche. Al llegar a casa le dijo a mamá que lo habían hecho unos
gamberros. Jajajaja. Yo soy el puto gamberro.
Jackdaw44: ¿Sigues ahí?
ICE9: Sí. Lo siento. Estoy un poco liada.
Jackdaw44: Sin problema. Solo quería darte las gracias por tranquilizarme. Si no
hubieras aparecido, se me habría ido la olla.
ICE9: Se te fue la olla.
Jackdaw44: Podría haber sido peor.
ICE9: Hum…
Jackdaw44: En fin, gracias.
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Capítulo 6
—¿En qué coño estabas pensando?
Mark está de pie en el centro de la sala de estar, con los brazos cruzados sobre el
pecho. Se ha aflojado la corbata y se ha desabrochado el botón superior de la camisa.
La piel de la base de su garganta está roja y con manchas.
—A la mierda. —Jake se mueve para levantarse del sillón y hace una mueca al
apoyar el peso en el pie malo.
—Ni se te ocurra mover un puto pelo —grita Mark, y yo cierro con más fuerza
los dedos en torno al cojín que agarro sobre el pecho—. Esta es mi casa y, mientras
vivas aquí, harás lo que yo diga.
—Sí, será porque eso funcionó muy bien con Billy, ¿verdad?
Jake no eleva la voz, pero Mark trastabilla hacia atrás como si le hubiera gritado
la pregunta a la cara.
Parece doblarse sobre sí mismo, aunque se recupera con rapidez.
—¿Qué has dicho?
—Olvídalo.
—No, dilo otra vez.
—¡Por favor! —intervengo—. Por favor, no hagáis esto.
—No pasa nada, mamá —dice Jake—. Puedo con papá.
—¿Qué puedes conmigo? —Mark se echa a reír—. ¿Así que ahora que tenemos
musculitos ya somos unos hombretones? Los esteroides te vuelven valiente, ¿eh,
hijo?
Miro a Jake con horror.
—No tomas esteroides, ¿no?
—Papá no sabe de qué habla.
—Una palabra más —dice Mark—, y te largas.
—¡Por favor! —digo—. ¡Parad! ¡Parad, por favor! ¡Mark, es tu hijo! Es tu hijo.
En la habitación se hace un silencio tenso, roto solo por el sonido de mi
respiración agitada. Me preparo para el segundo asalto. Sin embargo, Mark hunde los
hombros y exhala con fuerza.
—Siempre el malo —dice mientras alterna la mirada entre Jake y yo—. Siempre
soy el malo.
Quiero decir algo. Quiero llevarle la contraria. Apoyarlo. Pero hacer eso
significaría elegir entre mi marido y mi hijo. Es como si se estuviera repitiendo la
noche que Billy desapareció. Mi familia se desintegra ante mis ojos y no puedo hacer
nada por evitarlo.
—Mamá —dice Jake al tiempo que la puerta de atrás se cierra con un portazo y
Mark se marcha de casa—. Puedo explicarlo.
—Después. —Tengo la garganta tan cerrada que apenas puedo hablar—. Hablaré
contigo después.
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Capítulo 7
—Aquí tienes.
Liz deja una humeante taza de té en la mesa frente a mí, y luego aparta una silla y
se sienta. Menos de un segundo después vuelve a ponerse de pie, cruza la cocina y
rebusca en el fondo de un armario repleto de latas, botes y paquetes de pasta y arroz.
Es el día después del llamamiento. Iba a pasarme por casa de Liz ayer, pero, después
de todo lo que pasó, no tenía energías.
—¡Ah! Sabía que tenía algo. —Blande una barrita Galaxy de cien gramos hacia
mí y regresa a la mesa—. Escondida para que Caleb no la encuentre y solo para
situaciones de emergencia —dice al tiempo que la deja frente a mí—. Y para los días
en que decido huir del Mundo de las Dietas.
—No tengo hambre.
—¿Te importa si me la como yo, pues? —Pasa una uña por el envoltorio dorado
para abrirlo y la parte en cuatro trozos. Muerde el chocolate, da un trago de té y
sonríe de oreja a oreja—. Así mejor. Caleb estaba de un humor de perros esta
mañana; no paraba de quejarse de que no había calcetines limpios en su cajón.
Holaaaaaa; los dos trabajamos y tienes veinte años. Lávate tú tus malditos calcetines.
Creía que se esforzaría un poco más con su higiene personal ahora que ha conocido a
alguien. ¿Te he hablado del nuevo novio?
Niego con la cabeza.
—Lo conoció en un pub en Old Market. Tiene dieciocho años y trabaja en los
grandes almacenes House of Fraser. Todavía no lo conozco. Caleb me explicó que no
quería asustarlo presentándomelo. Qué cabrón. En fin, lo siento. —Se echa hacia
atrás en la silla y cruza los brazos sobre el pecho—. ¿Cómo estás? Quería mirar el
llamamiento, pero el gato de al lado ha vuelto a colarse en el jardín. Estaba a punto de
cagarse en el césped, así que le eché un poco de agua. Pensaba pasarme por casa
cuando volvierais, pero, al ver a Mark saliendo por la puerta de atrás hecho un
basilisco y con aspecto de estar muy cabreado, me imaginé que no era el mejor
momento.
Eso es lo que adoro de Liz: la desaparición de Billy no ha cambiado nuestra
relación en lo más mínimo. Mientras el resto del mundo evita con incomodidad el
tema o me interroga sobre los últimos avances, Liz es solo Liz. Uno ansía la
normalidad después de que suceda algo horrible. Todo el mundo te recuerda lo que
has perdido —que es todo—, y a veces tan solo quieres dejar de pensar en ello. Me
encanta escuchar a Liz despotricando contra Lloyd. Me encanta que se meta con su
hijo Caleb o con Elaine, su jefa en el supermercado donde trabaja.
Mark compartimenta su vida. Tiene «cajas» en la cabeza, en las que se mete para
escapar. Yo no. Pero al menos tengo a Liz.
—Bueno, ¿cómo ha ido? —me pregunta.
—Ha sido horrible.
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Le hablo de los gritos de Kira, del alcohol, del corte en el pie, de la interrupción
de Jake y la discusión cuando volvimos todos a casa.
—Estoy tan cansada —digo mientras ella agarra una caja de pañuelos de papel
del antepecho de la ventana y me los pasa por encima de la mesa—. Lo único que
quiero es que Billy venga a casa y todo esto termine. Lo echo de menos, Liz. Lo echo
mucho de menos.
—Lo sé —dice—. Sé que lo echas de menos.
Extraigo un pañuelo de la caja y me doy unos golpecitos con él en las mejillas.
Detesto que mi reacción por defecto sea llorar. Ojalá pudiera gritar y chillar o golpear
algo.
—Lo siento —digo.
—¿Qué? Si no puedes lloriquear en la cocina de tu mejor amiga, ¿dónde vas a
hacerlo?
Trato de no llorar delante de Mark y Jake porque no quiero que se preocupen por
mí, pero con Liz es distinto. Su cocina es un refugio seguro. Nos conocemos desde
que Lloyd y ella se mudaron a la casa de al lado cuando los niños eran pequeños.
Jugaban en el jardín de atrás mientras Liz y yo nos sentábamos en unas sillas
plegables y charlábamos. Al principio nuestra amistad era incierta, mientras nos
calibrábamos mutuamente, pero no tardamos mucho en turnarnos para llevar a los
niños a la escuela y hacer de canguro ocasional para la otra. La primera vez que
salimos a tomar algo nos emborrachamos tanto que dejamos de mostrarnos educadas
y nos abrimos de verdad. Acabamos la noche bañadas en lágrimas. Desde entonces
nos hemos apoyado en todo: cuando Lloyd abandonó a Liz el año pasado, cuando mi
suegro tuvo un ataque al corazón y ahora con Billy.
—Entonces, ¿qué vas a hacer? —me pregunta, partiendo otro trozo de Galaxy y
metiéndoselo en la boca.
—Tengo que conseguir meter a Mark y Jake en la misma habitación para que
resuelvan sus diferencias.
—Claire… —Liz extiende el brazo por encima de la mesa y me cubre la mano
con la suya—. Te digo esto solo porque te quiero: tal vez deberías dejar que lo
resolvieran cuando ellos decidan. Te vas a poner mala si no te relajas.
—¿Relajarme con qué?
—Con ellos. No eres responsable de la felicidad de todo el mundo, cariño.
—Ninguno de nosotros es feliz.
—Tú la que menos. —Me escruta con la mirada—. Mark y Jake se enfrentarán de
vez en cuando; tienes que aceptarlo.
—Se matarán si no intervengo.
—No lo harán.
—Jake se irá de casa.
Deja escapar un sonido parecido a un suspiro.
—¿Acaso sería lo peor que podría pasar? Tiene diecinueve años. Se gana bien la
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vida como electricista. Podría permitirse un piso con una habitación.
—¿Y Kira?
—Habría espacio suficiente para ella. Se pasan casi todo el tiempo en su cuarto,
por lo que dices. Y tendrían más espacio.
—Pero la casa estaría muy vacía sin ellos. Y además, quiero que todo sea
exactamente igual a como era cuando Billy se fue. Así podremos volver a la
normalidad en cuanto regrese.
Mi amiga me dedica una larga mirada inquisitiva. Quiere hacer un comentario,
pero se contiene por alguna razón.
—¿Qué?
Menea la cabeza.
—No importa.
—Sí, sí que importa. ¿Qué ibas a decir?
—Solo creo que… —Aparta la mirada y se pasa los dedos por los labios. Nunca
antes la había visto tan incómoda—. Solo creo que es posible que hayas dejado tu
vida en suspenso por algo que tal vez no ocurra. Creo que deberías… prepararte para
una mala noticia. Han pasado seis meses, Claire.
Me pongo de pie con brusquedad.
—Será mejor que me vaya.
—Oh, Dios. —Liz también se pone de pie—. No debería haber dicho nada. ¿Estás
bien? Te has puesto muy pálida.
—No me pasa nada.
—Prepararé un poco más de té. ¿Estás segura de que no quieres un poco de
chocolate? Estás…
—Voy a vomitar.
Salgo disparada de la habitación, con la mano sobre la boca, y consigo llegar a las
escaleras y entrar en el baño antes de que mi estómago sufra una convulsión y me
doble entre arcadas sobre el inodoro, sin llegar a devolver.
—¿Claire? —dice Liz a mi espalda—. ¿Estás bien?
—Lo estaré. Solo necesito un poco de agua.
Mientras abro el grifo del agua fría, algo que hay en la papelera junto al
lavamanos llama mi atención.
—¡No! —grita Liz al tiempo que yo extiendo el brazo para coger el periódico—.
¡Claire, no! No leas eso.
Le doy la espalda y me inclino hacia la esquina del baño mientras desdoblo el
periódico. El nombre de Billy está en la portada.
«TRIFULCA POR EL CHICO DESAPARECIDO, BILLY».
Debajo del escandaloso titular hay una foto de mí con los ojos abiertos como
platos y desencajada, con Mark tras mi hombro. Estoy extendiendo el brazo entre los
periodistas para alcanzar a Jake, que tiene la cabeza contra la pared y las manos
cerradas en sendos puños a ambos lados de la cara.
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El caos se desató ayer en el llamamiento por la desaparición, hace seis meses,
del estudiante de Knowle Billy Wilkinson, cuando su madre, Claire Wilkinson
(40), se vio interrumpida durante su mensaje a cámara por la irrupción de Jake
Wilkinson (19), el hermano mayor del chico desaparecido, en las oficinas del
ayuntamiento. A Wilkinson, que estaba visiblemente ebrio, se lo oyó gritar
que tenía derecho a hablar. Su madre, Claire, y su padre, Mark (42),
interrumpieron su llamamiento para intervenir y se dice que Mark Wilkinson
exclamó: «¡Sáquenlo de aquí! ¡Sáquenlo de aquí!». El disgusto de la señora
Wilkinson era visible cuando se invitó a la familia a abandonar la sala. El
reportero Steve James, del Bristol Standard, habló con un vecino que vio el
llamamiento en la televisión. «Nunca hemos tenido ningún altercado con los
Wilkinson. Parecen una familia perfectamente normal, pero es inevitable no
preguntarse si alguien sabe más de lo que dice sobre la desaparición de Billy».
—¡Claire! —Liz me arranca el periódico de las manos antes de que me dé tiempo
a leer una sola palabra más—. Es basura. Se inventan cosas para vender más
ejemplares. Nadie se cree esa mierda.
Me rodea los hombros con el brazo, pero yo me zafo de ella y la empujo contra el
lavamanos en mi desesperación para salir del baño. Hace un calor insoportable y no
puedo respirar.
Bajo los escalones hacia el recibidor de dos en dos. En cuanto pongo el pie fuera,
echo a correr.
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Capítulo 8
Estoy a los pies de la cama con los pies apretados entre sí y los brazos extendidos, y
me dejo caer hacia atrás. La colcha deja escapar un delicioso sonido, como un «flop»,
al caer encima, y los muelles de la cama sueltan un chirrido de protesta. No recuerdo
la última vez que me sentí así de feliz.
—¡No!
Miro a la derecha, en dirección a la voz, pero no hay nadie a mi lado en la cama.
Estoy sola en el cuarto. Debe de haber alguien en el pasillo. Una mujer que discute
con su marido, quizás, aunque no oigo el estruendo grave de una voz masculina.
—¡No!
De nuevo la voz, más baja esta vez pero más cercana, como si alguien me hubiera
dicho la palabra directamente al oído. Me siento en la cama y me llevo las rodillas al
pecho.
—¡NO!
Me cubro con fuerza las orejas, pero es imposible evitar oír la voz de la mujer que
grita la palabra como si fuera una ametralladora:
—NO, NO, NO NO NO.
Está dentro de mi cabeza. La voz proviene de mi cabeza.
—¡CLAIRE! —grita—. SOY CLAIRE. SOY CLAIRE.
¿Claire? ¿Quién es Claire? Reconozco el nombre, pero no quiero. No quiero saber
quién es Claire. Solo quiero regresar al paseo marítimo. A la luz del sol y al viento y
al café en el extremo del muelle.
—¡SOY CLAIRE! ¡SOY CLAIRE!
La voz me llena el cerebro, grita y zumba, y mi cabeza vibra, y la sensación de
ligereza y felicidad que me embargaba se está desvaneciendo.
Oscuridad. Luz. Oscuridad. Luz.
Mis pensamientos son oscuros y brumosos, luego se iluminan, son más claros, y
entonces, por un instante, sé quién es Claire; después la oscuridad vuelve y con ella
una confusión tan desorientadora que mis manos se contraen instintivamente al
intentar sujetarme a algo, a cualquier cosa sólida. Hay algo liso, resbaladizo y suave
bajo mis dedos. La ropa de cama. Estoy sentada en la cama. Pero esta no es mi cama,
esta no es mi habitación. Hay una reproducción enmarcada de un cuadro en la pared
de mi derecha: es un Lowry desvaído, con figuras de palo paseando por una ciudad.
Hay un chico solo en el centro de la escena. Está de espaldas a mí. Contempla la
aglomeración de gente que sale en masa de uno de los edificios. ¿A quién busca? ¿A
quién ha perdido?
Un sonido estridente me hace dar un respingo. Un pequeño móvil negro se desliza
sobre la mesita anaranjada de pino que hay a mi derecha. Un nombre destella en la
pantalla. Un nombre que no reconozco. Pero el ruido me provoca dolor de cabeza y
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tengo que hacer que pare.
Cojo el teléfono y me lo pego a la oreja.
—¿Mamá? —dice la voz al otro extremo de la línea.
Quiero responder, pero soy incapaz de hablar. No puedo pensar. No puedo… Es
como si mi mente se hubiera hecho añicos. No puedo concentrarme… No puedo
formar palabras coheren… ¿Qué me está pasando?
—¿Mamá?
—Claire. —Digo la palabra en voz alta. Suena extraña. Como un ruido, un
sonido, una exhalación—. Cl-aaaaair.
—¿Mamá? ¿Por qué dices tu nombre?
¿Mi nombre?
—Cl-airrrrr.
—Mamá, me estás poniendo los pelos de punta. Deja de hacer eso.
—Claire. —La palabra cristaliza dentro de mi boca. Su sabor me resulta familiar.
Como si hiciera mucho tiempo que lo conozco. Igual que las tostadas con
mantequilla. Igual que la pasta de dientes—. Claire. Claire Wilkinson.
—Oh, Dios mío. Papá, creo que le está dando un derrame o algo así.
Mi cabeza… Mi cabeza… Me duele el cerebro… Un dolor intenso…, pero no es
un dolor de cabeza… brumoso…, y luego un pensamiento atraviesa la oscuridad y lo
agarro como si fuera una roca a la que pudiera amarrar mi cordura.
—¿Me llamo Claire Wilkinson?
—Sí, sí, te llamas así. Dios mío, mamá. Llevamos horas llamándote. ¿Dónde
estás?
¿Mamá? ¿Soy la madre de alguien? El hombre del teléfono parece asustado. ¿Está
asustado por mí? ¿O de mí? No lo sé. Nada tiene ningún sentido.
—¿Dónde estás? —dice la voz del teléfono.
—Estoy…, estoy… —Hay unas cortinas a cuadros en el extremo más alejado de
la habitación y un espejo de cuerpo entero, manchado con huellas de dedos. Debajo
de mí hay una colcha. Rosa, satinada, esponjosa. Clavo las uñas y me agarro a ella,
rígida por el miedo—. No lo sé. No reconozco esta habitación.
—Está bien, mamá —dice el hombre del teléfono—. Solo…, perdona, espera un
momento…
Se oye un sonido, como si hubieran tapado el auricular con la mano, pero sigo
distinguiendo el rumor grave de su voz.
—¿Mamá? —Su voz vuelve a sonar nítida—. ¿Hay alguna ventana o puerta que
puedas abrir? Dime qué ves.
No quiero moverme de la cama. No quiero abrir la puerta de pino que hay a mi
izquierda o las cortinas de cuadros echadas en el extremo más alejado de la
habitación.
—Por favor, mamá. En cuanto sepamos dónde estás, podremos ir a buscarte.
¿Podremos? ¿Quién más hay? ¿Quién va a venir a buscarme? Corro peligro.
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Tengo que huir, pero no puedo moverme.
—Papá está aquí, mamá. ¿Quieres hablar con él?
—No —contesto, y no sé por qué.
—¿Estás segura? —dice el hombre, y una imagen aparece en mi cabeza, vívida y
precisa en la penumbra: la de un hombre joven con el pelo rubio y despeinado,
rapado por los lados, y hombros anchos, tendido en un banco, levantando pesas en el
aire.
—¿Jake? —me aventuro.
—Sí, mamá, soy Jake. Estoy en casa con papá. Liz acaba de venir; quería hablar
contigo. Entonces nos hemos dado cuenta de que habías desaparecido.
Busco un recuerdo, algo, cualquier cosa que apacigüe mi mente, que termine con
esta terrorífica sensación de caída libre. ¿Dónde está mi casa? ¿Por qué no me
acuerdo?
—Sí, ya lo sé, vale. Vale, papá. —El hombre vuelve a hablar con otra persona—.
Acabo de preguntárselo. Mamá, ¿puedes describir lo que ves?
Miro de nuevo el cuadro de Lowry, al chico que, a la derecha, observa la multitud
buscando a alguien, y luego contemplo la reluciente colcha rosa pálido, el espejo, la
mesa barata de pino y la bandeja blanca para el té.
—Creo que estoy en una habitación de hotel.
—¿Hay teléfono? ¿Puedes llamar a recepción para saber en qué hotel estás? ¿Hay
un folleto por algún lado, o un menú del servicio de habitaciones?
Me deslizo sobre la colcha rosa y apoyo los dedos de los pies en la moqueta beis
mullida y desgastada, y luego avanzo lentamente por la habitación, con un ojo fijo en
la puerta, y me acerco a la mesa que hay al lado del espejo. Sobre una bandeja hay
una tetera de porcelana china, y dos tazas con sendos platillos. También hay un plato
con bolsitas de té, café, azúcar y minibriks de leche. Nada de folletos ni menús ni
teléfonos. En la habitación no hay nada más, aparte de mi bolso y mis botas, con mis
calcetines metidos por el hueco de la caña, sobre el suelo, junto a la cama.
Toco el borde de la cortina de cuadros y la descorro con gesto vacilante. Fuera
hay una barandilla baja, un balcón y una franja de mar gris marronoso con una mole
de tierra en la distancia, una isla con forma de concha de tortuga.
—Steep Holm —digo, y la oscuridad de mi cabeza pasa del negro al gris al ver la
mole de roca en la distancia—. Jake, estoy en Weston-super-Mare.
Mientras él transmite la información, siento unas ansias desesperadas de abrir la
ventana e inspirar enormes bocanadas de aire marino, pero cuando tiro de la
guillotina solo se abre unos cinco centímetros por abajo.
—¿Sabes en qué hotel, mamá? —pregunta Jake—. Si te quedas ahí iremos a
buscarte.
Es una habitación pequeña, anticuada pero acogedora y limpia. El papel floreado
de la pared de detrás de la cama se está despegando en una esquina, y al abrir la
puerta que da al baño veo que no hay artículos de aseo con un nombre estampado,
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solo una pastilla de jabón envuelta en papel de celofán y un vaso con el cristal velado
por el tiempo sobre el estante de encima de la pila. No hay un obsequio de bienvenida
en la mesa donde están las cosas para el té y el café, ni posavasos ni tampoco una
libreta con el nombre del hotel.
—Recepción —digo—. Tengo que encontrar la recepción.
Pero entonces veo un cartel de evacuación en caso de incendio clavado junto a la
puerta. Está firmado al pie por Steve Jenkins, dueño del B&B Day’s Rest.
—Day’s Rest —digo—. Estoy en el bed and breakfast Day’s Rest.
—Es al que íbamos de pequeños —dice Jake, y me veo obligada a apoyarme en la
pared para mantener el equilibrio, porque una oleada de dolor me deja sin respiración.
Billy.
Tengo dos hijos, Jake y Billy. Billy ha desaparecido. Ha desaparecido.
—¿Mamá? —El tono de preocupación de Jake rebota en mí como un canto
rodado lanzado sobre el agua.
Cojo mi bolso, mis botas y mis calcetines, y agarro el pomo de la puerta.
—¿Mamá? —dice él mientras yo abro la puerta.
—¡Billy! —grito al pasillo vacío—. Billy, ¿dónde estás? ¿Dónde estás, hijo?
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Viernes 22 de agosto de 2014
Jackdaw44: ¿Estás?
ICE9: Sip.
Jackdaw44: Liv es una zorra.
ICE9: ¿Quién es Liv?
Jackdaw44: Una chica con la que salía.
ICE9: No lo sabía.
Jackdaw44: ¿Cómo ibas a saberlo? Mis cosas me las guardo para mí.
ICE9: Vale…
Jackdaw44: Pero hoy estoy cabreado. Necesito hablar con alguien. Y sé que tú
sabes guardar un secreto.
ICE9: Eres tú quien debe decidir si se lo cuentas a tu madre, no yo.
Jackdaw44: Y por eso molas.
ICE9: Ja. Nadie me había dicho eso nunca. Bueno, ¿y por qué Liz es una zorra?
Jackdaw44: Le dijo a Jess que no saliera conmigo. Se puso las botas. Le dijo que
tenía la polla pequeña.
ICE9: ¿Y la tienes?
Jackdaw44: Vete a la mierda.
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Capítulo 9
El hombre que hay tras el mostrador de recepción da un salto cuando yo me lanzo
contra este.
—¿Está aquí?
—¿Si está aquí quién?
Es un hombre alto, de un metro ochenta, con el pelo ralo y un bigote castaño
rojizo. Los botones de la camisa se le abren sobre la barriga.
—Mi hijo, Billy. Tiene quince años. —Levanto una mano por encima de mi
cabeza—. Es más o menos así de alto.
—¿Se ha registrado con usted?
No lo sé. Lo último que recuerdo es haberme marchado corriendo de casa de Liz.
¿Cómo he llegado aquí y por qué no me acuerdo? ¿Estoy dormida? ¿Inconsciente?
¿Me tropecé y me golpeé en la cabeza mientras corría? Pero esto parece real. El
mostrador de recepción parece sólido bajo las yemas de mis dedos. Distingo el olor a
humedad de los muebles viejos por debajo del penetrante aroma a abrillantador.
—No tengo ni idea. ¿Podría comprobar si está registrado? Se llama Billy
Wilkinson.
El hombre se pasa un pulgar por su bigote pelirrojo.
—¿Y usted se llama…?
—Claire Wilkinson.
Coge una tablilla que hay sobre el escritorio, la alza hasta el nivel de sus ojos y
luego murmura:
—No veo nada sin las gafas.
Vuelve a dejar la tablilla en su sitio y se pone a hurgar en un cajón. Yo doy
golpecitos en el mostrador mientras él busca. Es lo único que puedo hacer para no
trepar por encima y agarrar la tablilla.
—¡Ahí! —Señalo unas gafas sobre un libro en rústica—. Sus gafas están ahí.
—Ah, gracias.
Tarda una eternidad en cerrar los dedos sobre ellas y un mundo en desplegarlas, y
cuando por fin se las coloca sobre la nariz, es solo para quitárselas de nuevo y limpiar
los cristales con el dobladillo del jersey.
—Si pudiera darse prisa, por favor. Es urgente.
—Cada cosa a su tiempo, señora Wilkinson, cada cosa a su tiempo. Hmmm… —
murmura por la nariz—. Habitación once, ¿verdad?
Oigo unos pasos en las escaleras, pero es un hombre de mediana edad, no Billy,
quien llega a la zona de recepción y saluda alegremente con la mano al hombre de
detrás del mostrador.
—No sé en qué habitación estoy. No lo he mirado.
El recepcionista me dedica una mirada de incredulidad y dice:
—Tengo una señora Wilkinson en la habitación once. La habitación de la Reina.
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Un huésped.
Me llevo la mano a la frente, pero la confusión de mi cerebro permanece. No sé
cómo me he registrado en un motel de Weston. No recuerdo haberlo hecho, así que, o
bien es cierto que pagué por la habitación y no me acuerdo, o… nada. Hay un vacío
negro allí donde debería estar mi memoria.
—¿Es posible que Billy se haya registrado en otra habitación?
Los labios del hombre desaparecen bajo el espeso arco de su bigote.
—No puedo proporcionar información sobre los demás huéspedes. Política del
establecimiento.
Una visión se materializa frente a mis ojos, de mí arrancándole la tablilla de las
manos y golpeándole la cabeza con ella —pam, pam, pam—, y tengo que cerrarlos
con fuerza para hacerla desaparecer. Cuando vuelvo a abrirlos, el hombre sigue
frunciendo los labios y mirándome.
—Billy es mi hijo. Ha desaparecido. Tiene que decirme si está aquí.
—¿Desaparecido? ¡Dios mío! ¿Se lo ha dicho a la policía?
—Sí. Hace seis meses. ¡Por favor! Tengo que saber si está aquí o no.
Me inclino por encima del mostrador y estiro la mano hacia la tablilla, pero él la
aparta de mí y se la aprieta contra el pecho.
—Tengo una fotocopia. —Agacho la cabeza y hurgo en mi bolso—. ¡Aquí! —
Sostengo la cara de la foto del llamamiento de modo que el recepcionista quede
frente a frente con Billy.
Él asiente brevísimamente con la cabeza al terminar de leer y nuestras miradas se
cruzan mientras yo bajo el impreso. Ahí está. Me está mirando de esa manera. Es la
mirada de «pobre y maldita mujer» que he acabado por conocer tan bien.
—Por lo general no haría esto, pero… —Se aprieta lentamente las gafas contra la
nariz, baja la tablilla y hunde la cabeza en ella. Pasa una uña mordida por la lista y mi
corazón se congela cuando su dedo se detiene.
¿Ha…?
¿Es…?
Niega con la cabeza.
—Lo lamento. No hay ningún Billy Wilkinson en la lista.
—Tal vez haya usado otro nombre…
El hombre coloca la tablilla sujetapapeles sobre el escritorio y la presiona con la
palma de las manos.
—Este es un hotel pequeño, señora Wilkinson; solo hay trece habitaciones. En
este momento tenemos a una pareja con una adolescente y media docena de familias
con niños. Recordaría la cara de su hijo si lo hubiera registrado.
—¿No hay nadie más que se ocupe de las reservas?
Ahora veo tristeza en sus ojos. Tristeza y lástima.
—No. Lo siento mucho, de verdad.
La tensión que me ha mantenido erguida a lo largo de la conversación se
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desvanece y me desplomo sobre el escritorio, destrozada. Es lo único que puedo
hacer para no tenderme de lado con la cara sobre el suelo frío y cerrar mis ojos.
—Lo lamento mucho —vuelve a decir.
Alzo la vista.
—¿Me anotó a mí en el registro?
Él asiente.
—Sí. Una noche; pagó por adelantado. ¿No se acuerda?
—No. No recuerdo haber entrado aquí, ni siquiera cómo llegué a Weston. Estaba
hablando con una amiga en Bristol y de pronto…
No puedo explicar lo que ha pasado porque ni yo misma lo entiendo. He vuelto en
mí, pero no de la misma manera que cuando te despiertas después de una siesta o un
sueño largo. Tampoco ha sido como esa sensación vaga de recuperar la conciencia
tras una anestesia general. Estaba despierta, pero mi mente estaba hecha un lío,
enredada en un revoltijo de sonidos, imágenes y pensamientos que se han
desvanecido gradualmente. Y de pronto todos se ha enfocado con nitidez, a medida
que tomaba conciencia de lo que me rodeaba. Y ha sido aterrador. Totalmente
aterrador.
—Una comida regada con demasiado alcohol, ¿es eso? —pregunta el hombre, y
la comprensión que había en su mirada se debilita.
—No —contesto—. Bebimos té.
—Por lo que parece, debería ir al médico.
—Lo haré. En cuanto llegue a casa.
Me agacho y me pongo los calcetines y las botas. Una gota de sudor me baja por
la parte inferior de la espalda cuando me coloco la correa del bolso en el hombro.
—Gracias —digo al tiempo que me dirijo a la puerta.
—No hay de qué.
Tiro de la puerta para abrirla y, mientras el aire del mar me golpea en el rostro, me
doy la vuelta. El recepcionista alza la vista, con la hoja informativa sobre Billy aún en
la mano.
—¿Puedo preguntarle una cosa más? ¿Estaba sola cuando me registré?
—Sí, así es.
—¿Y se me veía asustada? ¿Atemorizada? ¿Confundida?
—No. Se la veía… —Busca la palabra adecuada—. Normal.
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Capítulo 10
El viento hace que el pelo me azote la cara mientras me pongo el bolso sobre la
rodilla y abro la cremallera. Hay cinco mensajes de Jake en mi teléfono, cada uno
más desesperado que el anterior.
«Mamá. Quédate donde estás. Vamos a buscarte».
«Estamos a media hora. Te estoy llamando. ¿Puedes coger el teléfono, por
favor?».
«Mamá, ¿dónde estás?».
«Mamá, estamos en Weston. ¿DÓNDE ESTÁS?».
«MAMÁ, SI NO COGES EL TELÉFONO, LLAMAREMOS A LA POLICÍA».
Pulso la tecla para llamarlo. Jake contesta al primer timbre.
—¿Mamá? —Percibo el alivio en su voz—. ¿Dónde demonios estás?
—Estoy en el paseo marítimo. En un banco justo a la derecha del muelle.
—Vale. No vayas a ninguna parte. Enseguida llegamos. —Se queda callado y yo
espero a que cuelgue, pero entonces vuelve a hablar—: Prométeme que no irás a
ninguna parte.
—No voy a ir a ningún lado, Jake. Te lo prometo…
—Bien. Está en un banco, a la derecha del muelle… —Escucho mientras le
traslada a Mark mi ubicación, y entonces la comunicación se corta.
Estamos en pleno verano, pero el viento atraviesa la fina tela de mi top; me rodeo
el cuerpo con los brazos y meto las manos debajo de las axilas. Cuando los niños eran
pequeños, solíamos sentarnos en este banco. Ellos comían helados y Mark y yo
tomábamos té hirviendo en vasos finos de espuma. A los dos chicos les encantaban
nuestras excursiones a Weston-super-Mare. Adoraban las relucientes luces
parpadeantes y el «blip, blip, blip» «ching, ching, ching» del salón de juegos; Mark
de pie a su lado, colocando monedas de dos peniques en sus palmas tendidas. Yo me
escabullía fuera, los oídos atronándome, y me quedaba de pie en el muelle, aspirando
profundas bocanadas de aire marino, saboreando la sensación de libertad y espacio
que se abría en mi interior mientras contemplaba el horizonte.
A los dieciocho años conocí a Mark, a los diecinueve nos casamos, a los
veintiuno tuve a Jake y a los veinticinco, a Billy. Abandoné sin ningún esfuerzo la
familia en la que crecí en favor de la que creé con Mark. Nunca me he arrepentido de
esa decisión, ni una sola vez, pero ha habido momentos en los que he envidiado a mis
amigas solteras. Sobre todo cuando Mark se iba a algún curso de formación y
cualquier actividad con la que yo había soñado entretener a los niños acababa
convertida en un caos de peleas y lágrimas, y yo ni siquiera podía huir al lavabo sin
que unos pequeños puños golpearan la puerta y unas vocecitas me suplicaran que las
dejara entrar. ¿Qué debía sentirse al leer un libro sin interrupciones, al pasar la resaca
en el sofá con una película y una montaña de chocolate, o al reservar unas vacaciones
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y simplemente largarse? ¿Qué debía sentirse al tener una carrera profesional en la que
la gente te respete en lugar de darte por hecha, y un dormitorio para ti sola, donde
poder refugiarte cuando te hartas del mundo? Esos pensamientos flotaban siempre en
mi cabeza y yo los rechazaba con un sentimiento de culpa, los escondía en lo más
profundo de mi mente, allí donde no pudieran molestarme. Sabía lo afortunada que
era por tener un marido que me quería y dos hijos sanos.
Aprieto los labios y me paso la lengua, que parece papel de lija, por el paladar.
Tengo sed. Dios sabe cuánto hace que no bebo nada. Hay un kiosco en el borde del
muelle que vende refrescos y té con taninos, pero no puedo arriesgarme a moverme
de mi banco por si Jake y Mark no me encuentran. Abro el cierre del bolso y hurgo en
su interior. Un chicle me irá bien para la boca seca. Reviso entre papeles, pañuelos de
papel, recibos y restos de maquillaje. Quedan muy atrás los días en que encontraba un
coche de juguete en el fondo del bolso, o un paquete medio vacío de toallitas
estrujado en un bolsillo, pero mi bolso sigue siendo un desastre. Lo vacío cada dos
semanas, pero, por mucho que me esfuerce por ser ordenada, se me siguen
acumulando cosas varias.
Aparto a un lado el flyer de un concierto al que nunca iré y algo pequeño y
amarillo me llama la atención. Es un haz de vales del salón de juegos, cinco,
doblados todos juntos. Salen de las máquinas cuando metes una pelota de baloncesto
en la canasta, aplastas topos de plástico con una maza o das en la diana de algún
juego. Billy estaba obsesionado con estos vales. Tienes que acumular decenas para
comprarte tan solo un ChupaChups pequeño, pero él había puesto sus ojos en un
reluciente coche rojo teledirigido y, con ocho años, hizo la promesa de no cambiar ni
un solo vale hasta que tuviera bastantes para comprar ese coche. Mark trató de
explicarle que tardaría años en acumularlos, y que nos costaría más de lo que valía el
coche y lo pagaríamos solo por jugar, pero Billy estaba decidido. El coche iba a ser
suyo. Nunca llegó a juntar los vales necesarios y, un año después, desgastado por la
insistencia de su padre en asegurarle que aquello no era más que «una estafa»,
renunció. Esas Navidades le compré un coche parecido, pero apenas lo miró, y
manifestó que los juguetes teledirigidos eran «para niños pequeños». Me dolió que se
hubiera desencantado siendo aún tan pequeño.
Durante mucho tiempo después de que Billy renunciara a su cruzada, encontré
vales escondidos debajo de su cama, en sus bolsillos, en el fondo de sus mochilas y
ocultos en el cajón de los calcetines. Yo los guardaba en uno de los armarios de la
cocina, por si Billy cambiaba de idea, pero, un día que buscaba otra cosa, me di
cuenta de que ya no estaban. Al preguntarle a Mark si los había visto, apenas alzó la
vista del periódico. «Estaba buscando algo y había tantos trastos en el cajón que no
podía encontrarlo. Lo he tirado todo».
De eso hace cuatro o cinco años. Desde entonces no hemos ido a Weston todos
juntos, en familia. Jake y Kira han venido un par de veces desde que empezaron a
salir, pero eso no explica por qué los vales están ahora en mi bolso. Los miro más de
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cerca, los estudio buscando una fecha o una hora, pero son vales genéricos de la feria,
con las palabras «Gran Muelle» impresas en el centro. Son exactamente iguales que
los que Billy juntaba tantos años atrás. Hace poco, unos meses antes de que
desapareciera, encontré algunos más metidos en el bolsillo de sus vaqueros, mientras
hacía la colada. También había un recibo, de una habitación de hotel. Unos días antes
me habían llamado de la escuela para decirme que no había ido a matricularse y,
cuando lo llamé al móvil, no quiso decirme dónde estaba, solo que se encontraba bien
y que había quedado con unos colegas. Era mentira. Estaba claro que había hecho
novillos para ir a Weston con una chica. No quiso decirme quién era y lo castigamos
sin salir durante dos semanas.
Así pues, ¿de dónde han salido esos vales? ¿Es posible que los ganara yo? En las
seis horas transcurridas entre que me marché de casa de Liz y me encontré en una
habitación del Day’s Rest B&B, ¿fui al salón recreativo a jugar? ¿Por qué?
Vuelvo a hurgar en mi bolso, del que saco pedazos de papel, paquetes de clínex,
blísteres vacíos de paracetamol y varios lápices de labios rojos. Extraigo mi móvil,
las llaves de casa y mi neceser de maquillaje. Al fondo de mi bolso hay una concha.
Es pequeña, no más grande que la yema de mi pulgar, de un rosa pálido con un
pigmento más oscuro a lo largo de sus bordes ondulados. Así pues, ¿bajé a la playa?
Me viene otro recuerdo a la memoria, de mí caminando de la mano con Jake y Billy
por la playa cuando eran muy pequeños: dos y seis años respectivamente. La marea
estaba baja y nos habíamos quitado los zapatos, y entre los dedos de los pies se nos
escurría la arena fangosa. Cada dos segundos uno de los dos se inclinaba, removía la
arena y luego me ofrecía con júbilo una concha, una piedra o la chapa de una botella.
Cualquier cosa que veían se convertía de inmediato en el más preciado de los botines,
que se me entregaba hasta que yo acababa con los bolsillos llenos.
Ahora vuelvo el bolso del revés, y las migas que esparzo por el suelo atraen la
atención de las gaviotas que se pavonean. Dentro no hay nada más, ninguna pista de
dónde he pasado las últimas seis horas o qué he hecho. A menos que… Cojo el
monedero de mi regazo y miro en el interior: veinticinco libras en billetes, un poco
menos de tres y media en monedas, varias tarjetas del banco, de tiendas y de crédito,
y una pequeña foto plastificada de los chicos una Navidad. Nada desconocido, nada
inesperado, aparte de un billete de tren metido entre mi tarjeta de Tesco y la de
crédito. Está fechado hoy, y la hora de la compra son las 13:11. De Bristol Temple
Meads a Weston-super-Mare, con la vuelta abierta.
—¿Mamá? —Jake aparece a mi lado, con el pelo pegado a la frente y el puente de
la nariz cubierto de sudor.
Sostiene el bastón de mi abuelo en la mano derecha. Mark está a su lado. Han
pasado tan solo unas horas desde la última vez que lo vi, pero me sorprende lo
chupada que está su cara, las ojeras que tiene.
—¿Claire? Oh, gracias a Dios. —Se hunde en el banco junto a mí y luego mira
hacia mi regazo, donde el contenido de mi bolso está amontonado debajo de mis
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manos—. ¿Qué es todo esto?
—Intentaba entender cómo he llegado aquí.
Vuelvo a meter todo en el bolso, incluidos los vales de la feria y la concha, y
luego cierro la cremallera. Cada arruga de la cara de Mark está marcada por la
preocupación.
—Creíamos que alguien se te había llevado —dice Jake, que se apoya con fuerza
en el bastón. Le indico con un gesto que se siente, pero él niega con la cabeza—.
Hablamos con Liz y nos dijo que de repente te levantaste y saliste corriendo de su
casa, como si estuvieras en llamas. Entonces te llamamos y tú no sabías dónde
estabas… —Jadea al respirar—. Creía que quien se llevó a Billy también te había
cogido a ti.
Los labios de Mark se abren y sé que quiere llevarle la contraria a Jake. Quiere
decir que no tenemos ninguna prueba de que alguien se llevara a Billy. No tenemos ni
idea de lo que sucedió esa noche.
—Sí que me marché corriendo —digo antes de que mi marido pueda hablar—.
Recuerdo hasta ahí, pero… después… —Meneo la cabeza—. Lo siguiente que
recuerdo es que estaba sentada en una cama de un motel y entonces ha sonado el
teléfono.
—¿Cómo has llegado aquí? —pregunta Mark—. El coche seguía en el camino de
entrada de casa.
—En tren.
—Entonces, ¿eso lo recuerdas?
Vuelvo negar con la cabeza.
—No. He encontrado el billete en el bolso. Mark, no recuerdo haberme subido al
tren, no recuerdo haberme registrado en el hotel. No recuerdo nada aparte de que me
marché de casa de Liz.
—¿Te diste un golpe en la cabeza o algo así? —Me aparta con delicadeza el pelo
de la cara y siento un cosquilleo en el pecho. No recuerdo la última vez que me tocó
con tanta ternura—. No veo hinchazón ni contusiones.
Después de que Mark consiguiera trabajo como visitador, yo solía bromear con
los chicos sobre su «jerga médica». Era casi como si él mismo se hubiera convertido
en un doctor, con toda esa cháchara sobre anginas de pecho, estents y angioplastias.
Por lo visto, es muy poco habitual que alguien sin conocimientos o título médico
consiga un trabajo para vender medicamentos a los centros de salud y los hospitales,
pero Mark nunca ha sido de los que dejan que alguien que les dice que no pueden
hacer algo se interponga en su camino.
—No nos dimos cuenta de que habías desaparecido hasta la hora del té[1] —dice
Jake, y me veo obligada a sonreír. Soy incapaz de imaginármelos tomándoselo.
Seguramente llegaron a casa tras el trabajo y se reunieron en la cocina, olisqueando el
aire y mirando en el horno y la nevera—. Papá dijo que seguramente estabas en casa
de Liz, cabreada con nosotros por haber fastidiado el llamamiento para que Billy
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aparezca.
—Cabreada con quien… —Empieza Mark, pero Jake lo interrumpe.
—Y entonces Liz vino y nos dijo que te habías marchado de su casa a toda prisa y
que no contestabas al teléfono. Estaba muy alterada. Creía que había dicho algo que
te había disgustado.
Mark se aparta de mí ahora que su «examen» de mi cabeza ha terminado, pero no
desvía su mirada de mi cara.
—¿Qué te dijo? —pregunta.
Niego con la cabeza. Si se lo digo, le dará la razón. Mark me ha dicho una y otra
vez que deberíamos esperar lo peor respecto de Billy. «Seis meses es mucho tiempo,
Claire». Se ha convertido en su mantra, su escudo invisible contra la esperanza cada
vez que sugiero vacilante que quizá, solo quizá, Billy podría seguir con vida.
—No importa lo que dijo.
—Sí importa si hace que te largues a Weston sin decirle nada a nadie.
Me cruzo el bolso por delante del cuerpo, me pongo de pie y me froto la parte
superior de los brazos.
—¿Podemos irnos a casa y ya está? Por favor, solo quiero irme a casa.
Mark también se pone de pie.
—Creo que antes deberíamos llevarte al médico, ¿no te parece?
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Capítulo 11
Hace calor en la salita de mamá. Hace calor y hay un leve olor a humedad. La parte
superior de la tele está gris por el polvo, el revistero gime bajo el peso de los libros y
revistas que se apilan encima, y hay flores muertas en el alféizar de la ventana, con
limo verde en la base del jarrón en lugar de agua. Incluso la cinta que hay sobre el
aparador, una planta tan resistente que podría sobrevivir a un ataque nuclear, está
marchita y amarilla. Sus hojas, que serpentean sobre la moqueta como largos
tirabuzones, dan la sensación de haber caído en paracaídas en un intento de escapar.
Mamá declararía la Tercera Guerra Mundial si me ofreciera a ordenar, así que hago lo
que puedo cada vez que sale de la habitación: pasar un pañuelo de papel por las
superficies cuando ella va al lavabo o verter mi vaso de agua en la cinta cuando viene
el cartero.
Hoy no he tenido ocasión. No se ha separado de mí desde que he llegado, poco
después de las nueve de la mañana. Todavía no le he dicho nada de mi desmayo; cree
que estoy aquí por la campaña publicitaria por Billy. Mark se ha negado a ir a trabajar
hasta que le he prometido que pasaría el día con ella. Le aterra que vuelva a
desaparecer.
No es el único.
La doctora no sabe qué me pasa. Ayer me hizo varios análisis de sangre y me dijo
que tendría que esperar una semana para tener los resultados. Resulta aterrador no
saber qué me ocasionó el desmayo. ¿Y si es algo serio como un tumor cerebral? ¿Y si
vuelve a pasar? Cuando le pregunté a la doctora Evans si era posible, me contestó que
no lo sabía.
Yo no quería marcharme de su despacho. No quería cruzar las puertas del
consultorio y arriesgarme a que pasara otra vez. Mark tuvo que levantarme
materialmente de la silla y guiarme al exterior, hacia el coche.
—¿Ves eso? —Mamá desliza el portátil de sus rodillas a las mías y señala la
pantalla con una uña mordida—. ¿Ese pico en el gráfico?
Niego con la cabeza.
—No sé qué estoy mirando.
—Son las estadísticas de la página web. Tuvimos un pico enorme de visitas el día
que lanzamos el llamamiento. Entraron unas siete mil personas. Siete mil, Claire.
—Y eso es bueno, ¿verdad? —dice papá, que aparece en la puerta de la salita.
—Derek. —Mamá le dedica una mirada de advertencia—. Si no puedes decir
algo bueno…
—No pasa nada, mamá —digo—. Sé lo que piensa papá.
—Tu padre no piensa nada. —No aparta los ojos de la cara de él—. ¿Verdad,
Derek?
Él vuelve su mirada hacia mí y siento el peso de la tristeza en sus ojos. También
hay indecisión, escrita por toda su cara. Quiere decirme algo, pero mamá le está
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advirtiendo de que no lo haga.
—¿Qué ocurre, papá?
—¡Derek!
—No pasa nada. Puedes decírmelo.
Mamá me coge de la mano.
—No es nada de lo que tengas que preocuparte, Claire. Solo un puñado de
borrachos que especulan en el pub. Nosotros sabemos que nadie de la familia ha
tenido nada que ver con la desaparición de Billy.
La ignoro. No puedo apartar la mirada de papá, que da la sensación de estar a
punto de estallar por el esfuerzo de mantener la boca cerrada.
—¿Papá?
Él cambia el peso de pierna, se apoya en el marco de la puerta y ladea la cabeza
de una forma levísima, y finalmente interrumpe el contacto visual conmigo.
—Creen que Jake tuvo algo que ver. Escuché una conversación cuando salía del
baño del King and Lion la otra noche. Donde hay humo, hay fuego y esas cosas.
—¡Sandeces! —Mamá cierra de golpe la tapa del portátil—. La semana que viene
todo el mundo lo habrá olvidado y entonces, cuando pase la tormenta, le pediremos al
Bristol News que publique un artículo sobre Billy y Jake de niños. Si el Standard va a
ir a por nosotros, conseguiremos que ellos estén de nuestra parte. Desenterraremos
algunas fotos de los chicos con los uniformes de primaria. Los lectores los verán
cuando eran pequeños y dulces, y se olvidarán del pequeño arrebato de Jake. Todo
depende del factor adorable.
—¿Factor adorable?
—Es un truco de relaciones públicas para ganarte las simpatías del público. Lo leí
en un libro que cogí de la biblioteca, el del gurú de las relaciones públicas al que
arrestaron por agresión sexual. Un cabrón enfermo, pero sabía de lo que hablaba.
No puedo evitar maravillarme de la mujer que está sentada frente a mí. Seis
meses atrás no sabía muy bien lo que significaban las siglas RR. PP., y mucho menos
los trucos que usan los «gurús» para guiar las simpatías del público hacia sus clientes.
Mientras yo apenas podía hablar debido al dolor, ella iba al centro de jardinería a
media jornada y le pidió al hijo de una amiga que creara la página
encontrarabillywilkinson.com, para poder colgar algunas fotos de él e incluir los
detalles para contactar con la policía. Ahora hay una página de Facebook y otra para
recaudar fondos. Ha leído todos los libros escritos por padres de otros niños
desaparecidos, y se pasa horas en Internet buscando los datos de contacto de
periodistas que puedan estar interesados en cubrir la historia de Billy.
—¿Qué dices? ¿Puedes buscar algunas? —pregunta mamá—. ¿Fotos?
Asiento con la cabeza.
—Por supuesto.
—¿Estás bien, cariño? —dice papá—. Pareces un poco pachucha.
No puedo contarles lo que pasó ayer. No quiero preocuparlos, no hasta que sepa a
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qué me enfrento.
Esperar. Mi vida se ha convertido en una larga espera. No me he sentido tan
impotente en mi vida. Mark y Jake no me dejaron ayudar en la búsqueda tras la
desaparición de Billy. Dijeron que tenía que quedarme en casa. «Alguien tiene que
llevar el timón», dijo Mark. No creo que esa fuera la verdadera razón por la que me
dijo que no interviniera. Creo que le preocupaba que me derrumbara si
encontrábamos algo desagradable. Tiene razón, pero no puedo seguir sentada y
esperando. Necesito encontrar a Billy.
—Estoy bien, papá. —Me obligo a sonreír—. Pero no me iría mal un poco de aire
fresco. ¿Esos impresos están actualizados?
Señalo la pila tambaleante de papeles que hay bajo el alféizar de la ventana.
—Sí —asiente mamá.
—Podríamos ir a alguna parte a repartirlos. Tal vez… ¿a la estación de tren?
La semana pasada revisé las cosas de Billy. Las he revisado un centenar de veces
desde que la policía registró su cuarto —la familiaridad resulta reconfortante—, y
encontré un cuaderno de ejercicios en la base de un montón de libros en su estantería.
Solo había escrito dos veces en él. En la primera página había intentado con poco
entusiasmo hacer algunos deberes de matemáticas, y luego los había tachado y había
escrito debajo: «Las mates son una mierda y el señor Banks es un pajillero».
Eso me hizo sonreír. Podía imaginármelo diciéndoselo a Mark cuando este le
preguntaba cómo llevaba el curso. Billy sabía que eso sacaría a su padre de sus
casillas, pero lo decía igualmente porque le gustaba buscarle las cosquillas. Yo
regañaba a Billy por decir tacos, pero siempre me costaba no reír. Pobre Mark.
Después de leer lo que él había escrito, encontré un boli y escribí debajo: «Nada
de tacos, Billy». La tensión de mi pecho se relajó, aunque solo fuera un poco. Así que
seguí escribiendo. Escribí y escribí hasta que me dio un calambre en la mano. Fue tan
catártico, tan liberador ser capaz de llorar, sola, sin preocuparme de que mi dolor
pudiera molestar a Jake y Mark.
Casi pasé por alto la otra cosa que Billy había escrito en el cuaderno. Solo lo vi
cuando la cubierta posterior se levantó al dejarla sobre la mesa. Había dibujado
grafitis en el interior y garabateado algunos tags[2] con «objetivos» en rotulador
negro grueso.
«Bristol T M (¿tren?)».
«Los Arches».
«Avonmouth».
No me podía creer que no lo hubiera visto antes, no después de haber registrado
tantas veces las cosas de Billy, y enseguida llamé al detective Forbes. No se
entusiasmó tanto como yo. Me dijo que habían revisado las cámaras de
videovigilancia de la estación de trenes en cuanto se denunció la desaparición de
Billy, y que habían comprobado la zona de Avonmouth y los Arches puesto que
sabían que salía por allí con sus amigos. Pero ¿y si habían pasado algo por alto?
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¿Algo que solo una madre pudiera ver?
—Gran idea. —Mamá me arrebata el portátil del regazo y lo desliza por detrás de
uno de los cojines del sofá—. Lo escondo de los ladrones —explica cuando le dirijo
una mirada interrogativa.
—Tendremos que darnos prisa —dice mamá mientras aparca el coche—. No
disponemos más que de veinte minutos antes de que un guardia de tráfico nos plante
una multa en el parabrisas.
Sujeto los impresos contra el pecho al tiempo que cruzamos la calle y pasamos
junto a una fila de taxis azules y un fumador solitario apoyado en la pared exterior de
la estación.
En el interior de Bristol Temple Meads un montón de gente observa los paneles
de llegadas y salidas, y la gente entra y sale sin parar de la tienda de WHSmith’s. No
está tan concurrido como si hubiéramos llegado a las siete o las ocho, pero con suerte
es menos probable que la gente que vuelve estresada del trabajo nos saque de encima.
—Compraremos un billete de ida y vuelta a Bedminster para poder cruzar los
tornos —dice mamá al tiempo que se dirige a las máquinas expendedoras—, luego
nos separaremos. Tú te ocupas de los andenes del ocho al quince, y yo del uno al
siete. Intenta convencer a las tiendas del paso subterráneo de que peguen un póster en
el escaparate si te da tiempo.
—¿Estás bien? —me pregunta volviendo la cabeza para mirarme mientras la
máquina escupe dos billetes—. Te has puesto muy blanca.
Es como si la Tierra acabara de inclinarse sobre su eje. Es la única manera de
explicar lo que siento. Ayer estuve aquí. Compré un billete a Weston. Crucé los
tornos. Me subí a un tren. Al mirar hacia la taquilla, mi mirada se cruza con la de un
empleado, un hombre de pelo rubio con gafas, y la aparto con brusquedad. ¿Me ha
reconocido? ¿Por eso me mira? ¿Le han dicho que mantenga los ojos bien abiertos
por si me ve, por algo que hice o dije?
—¿Claire? —Mamá me toca el brazo—. ¿Quieres volver al coche? Puedo repartir
yo los impresos si no te encuentras bien. O podemos hacerlo otro día.
—No. —Cierro mi mano sobre las suyas. No hay ninguna razón para pensar que
hice algo extraño durante mi laguna mental. Incluso cuando estoy borracha, lo peor
que hago es masacrar una canción en un karaoke o abochornar a Mark soltando los
chistes más infantiles que conozco—. Me encuentro bien. De verdad, mamá. Vamos a
acabar con esto.
—¿Estás segura?
—Sí. —Suelto su mano y le tiendo un impreso al hombre que espera
pacientemente que dejemos libre la máquina expendedora de billetes—. Mi hijo Billy
ha desaparecido. ¿Lo ha visto? ¿Reconoce su cara?
Acabamos de pasar los tornos cuando suena el teléfono de mamá.
—Mierda —dice por lo bajo mientras lo saca del bolso—. Es Ben, el periodista
del Bristol News del que te hablaba. Tengo que contestar, Claire. ¿Estás bien para ir
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sola?
—Claro.
Mamá se va a la izquierda, hacia la cafetería, mientras yo sigo bajando las
escaleras hacia el túnel que da acceso a los andenes. Me acerco a una señora que
espera a que un señor mayor acabe de utilizar un cajero automático y le muestro el
impreso con la imagen de Billy.
—Este es mi hijo, Billy Wilkinson. Tiene quince años. ¿Lo ha visto?
Ella mira la foto y, mientras sus ojos van de izquierda a derecha, examinando su
cara, siento un destello de esperanza. Hay casi medio millón de personas en Bristol,
pero lo único que yo necesito es una, solo una, que diga: «Vi a un chico que se parece
a él durmiendo en la calle» o «Creo que este chico me sirvió un café ayer».
—Lo siento. —La mujer niega con la cabeza.
Me alejo rápidamente antes de que pueda ofrecerme cualquier palabra compasiva
y le tiendo un impreso a un hombre vestido con traje.
Él alza una mano.
—No, gracias.
—No es ningún folleto para pedir donativos. —Me apresuro a seguirlo—. Y no
vendo nada…
Me ataja girando repentinamente a la derecha y desapareciendo en el baño de
hombres.
Resuelta, me acerco a un grupo de estudiantes extranjeros que parlotean entre
ellos en español delante del bar de zumos.
—¿Habéis visto a este chico? Es mi hijo. Ha desaparecido.
Intercambian miradas hasta que una chica atractiva, con lustroso pelo negro que
le llega casi hasta la cintura, se adelanta y mira el impreso.
—Muy guapo —me dice alzando la mirada hacia mí—. Un chico muy guapo.
—¿Lo has visto? ¿Tú o alguno de tus amigos?
Me coge el impreso de la mano, se lo muestra a sus amigos y dice algo en
español. No entiendo ni una palabra de lo que le contestan, pero sé lo que significan
el meneo de una cabeza, un encogimiento de hombros y un mohín con la boca.
—¿Podéis colgarlo donde estudiáis? —le pido a la chica morena—. ¿En vuestra
escuela? Hay un teléfono de contacto y una dirección de mail al pie, por si alguien lo
ha visto.
Ella asiente con entusiasmo, aunque no estoy segura de que me entienda. No
tengo tiempo de asegurarme. Tengo que seguir. Tengo que plantar la foto de Billy
delante de tantas personas como sea posible.
La camarera de la barra de la cafetería que hay en el centro del túnel me dice que
no puede colgar el póster de Billy sin consultarlo con su encargado, y que no llegará
hasta las cinco. La cola de la cafetería que está a unos cientos de metros es demasiado
larga para plantearme siquiera la posibilidad de hablar con un miembro del personal,
así que en su lugar dejo un montón de impresos en la mesa que queda más cerca de la
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puerta. Mientras me apresuro por el túnel hacia los andenes trece y quince, echo un
vistazo a todo lo que veo: pósteres, dispensadores de periódicos gratuitos, paredes,
puertas, pero todo está libre de grafitis. Si Billy dejó algún tag en la estación de tren,
no fue aquí abajo.
Me paro en seco al llegar a lo alto de las escaleras que llevan a los andenes. Al
otro lado de las vías hay un edificio en ruinas. Es una oficina de Correos abandonada,
reducida a poco más que un bloque rectangular de cemento con huecos allí donde
antes estaban las ventanas. Mientras lo miro, las palomas revolotean dentro y fuera,
pero no son los pájaros lo que me llama la atención. Son los grafitis que embadurnan
todo el edificio. Está rodeado por muros altos con alambre de espino en lo alto, pero
eso no detendría a Billy, no si estaba decidido a dejar su marca en él.
—Disculpe, señora.
Una mano me agarra del hombro y al darme la vuelta me encuentro de frente con
un hombre alto con un chaleco amarillo y una gorra de plato.
—Policía de Transporte Británica —dice, echando un vistazo al montón de
papeles que sujeto en la mano—. Han denunciado que está usted distribuyendo
material a los viajeros. ¿Puedo ver su licencia o su placa, por favor?
—¿Licencia? —Me alejo de la línea amarilla del borde del andén al ver llegar un
tren, mientras desde los altavoces se anuncia que el tren de las once y media a
Paddington está estacionado en el andén número trece—. ¿Qué licencia?
—Necesita una licencia del Ayuntamiento para distribuir folletos en esta estación.
Hay una sanción fija de ochenta libras u otra, impuesta en un juicio, de hasta dos mil
quinientas si no dispone de licencia.
—Pero… yo…, yo no sé… He venido con mi madre. Ella fue la que imprimió los
folletos, y estoy segura de que antes obtuvo el permiso para que pudiéramos…
Las puertas de los vagones se abren y, a medida que los pasajeros bajan, me
distrae un tumulto originado en un lugar alejado del andén. Hay un pequeño grupo de
gente alrededor de una de las puertas y un hombre le grita a alguien que deje de
empujar.
Y entonces lo veo. Alto, delgado, con una gorra de béisbol y una chaqueta
Superdry negra, abriéndose camino hacia la parte frontal de la cola.
—¡Billy! —Lanzo los impresos por los aires y salgo disparada por el andén—.
¡Billy! ¡Billy, espera!
El policía grita. Una paloma que picotea unas migas bajo un banco se asusta y
sale volando. Una mujer suelta un grito ahogado, el grupo se abre y los pulmones me
arden mientras me lanzo a través de la puerta abierta y atravieso el vagón a la carrera.
—¡Billy! —grito al tiempo que él encuentra un asiento vacío al fondo y se para
—. Billy, soy…
Las palabras se me congelan en la boca cuando él se da la vuelta y lo veo de
perfil.
No es Billy. No es él.
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Martes 26 de agosto de 2014
Jackdaw44: Lo siento.
ICE9: ¿Qué?
Jackdaw44: Haberte mandado a la mierda la semana pasada.
ICE9: No, no lo sientes. Tú quieres algo.
Jackdaw44: Jajaja. Has dado en el blanco.
ICE9: ¿Y?
Jackdaw44: Solo quería hablar contigo.
ICE9: Ya sabes dónde vivo.
Jackdaw44: Jaja. Estoy en la escuela. Necesito consejo.
ICE9: ¿Sobre qué?
Jackdaw44: Chicas. ¿Por qué son tan zorras?
ICE9: ¿Qué te hace pensar que yo lo sé?
Jackdaw44: Odio a Liv que te cagas. Fue ella la que me dejó; ¿por qué intenta
alejar a Jess de mí?
ICE9: ¿Celos? A lo mejor aún le molas.
Jackdaw44: Sí, seguro. Se está tirando a Ethan Thomas.
ICE9: ¿Venganza?
Jackdaw44: ¿Por qué?
ICE9: ¿La engañaste con otra?
Jackdaw44:
ICE9: Eso es un sí.
Jackdaw44: Estaba borracho.
ICE9: Cabrón.
Jackdaw44: Señor Cabrón para ti.
ICE9: Según Liv, no hay para tanto.
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Jackdaw44: Vete a la mierda. (Y no lo siento).
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Capítulo 12
—No estoy segura de que sea buena idea —dice mamá mientras hago girar la llave en
la cerradura—. No me quedo tranquila dejándote aquí sola. No después de lo que ha
pasado. Aunque ha sido bastante amable, ¿no te parece?, el policía. Al final. Sabía
que no nos pondría una multa cuando le contáramos lo de Billy. Ya has visto la
expresión de su cara al contarnos que tenía un hijo aproximadamente de la misma
edad. Ha sido muy amable al decir que estará atento y nos ayudará a que corra la voz.
Me sigue a la cocina, donde permanece dubitativa en el centro de la estancia; yo
dejo el bolso sobre una silla y abro la nevera.
—¿Estás bien? —me pregunta mamá—. Ya sé que estás avergonzada por lo que
pasó en el tren, pero no debes dejar que te afecte. Imagina que hubiera sido Billy y no
lo hubieras perseguido. No te lo habrías perdonado nunca.
—Creo que voy a hacer un guiso para cenar —digo—. Sé que estamos en verano,
pero a todo el mundo le gusta un guiso de salchichas, ¿no? —Dejo dos cebollas,
cinco zanahorias y dos paquetes de salchichas sobre la encimera—. Doce salchichas;
habrá suficiente, ¿verdad? Aunque sabe Dios que Jake podría acabarse él solo toda la
ración.
—Claire, habla conmigo, cielo. No has dicho ni una palabra desde que nos hemos
marchado de la estación.
Cojo un cuchillo del bloque de madera de la encimera.
—Las cebollas no han estado suficiente tiempo en la nevera para enfriar el jugo.
Siempre lloro si están demasiado frescas.
—Claire.
—Me harán falta unas gafas de natación. Creo que Billy tiene unas en su cuarto.
Voy a subir y…
—¡CLAIRE!
Mamá me rodea y me bloquea la salida de la cocina.
—Claire, siéntate.
—No puedo. Tengo que preparar la cena. Tengo que…
—Claire, por favor. Por favor, siéntate, cariño. —Alza la mirada hacia mí con el
dolor dibujado en su piel suave y con arrugas—. Habla conmigo.
—No puedo. Si lo hago, lloraré.
—¿Y?
Mamá me acaricia la parte superior del brazo.
—Y no sé si alguna vez podré parar.
—Oh, cariño.
—Creía que encontraría a Billy —digo mientras ella me rodea con sus brazos y
yo me derrumbo—. Creía que la pesadilla había acabado. Pero no lo ha hecho. Sigue
y sigue.
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Me abraza con fuerza.
—Lo encontraremos, Claire. Lo traeremos de vuelta a casa.
Mamá se ha marchado hace una hora. Pensaba quedarse hasta que Mark o uno de los
chicos volviera, pero entonces ha llamado papá para decir que el coche se le había
quedado sin batería y que estaba atrapado en la ferretería B&Q y que si podía ir a
buscarlo. Ella le ha dicho que cogiera un taxi y que luego ya arreglarían el coche,
pero yo he insistido en que fuera a rescatarlo. Para tranquilizarla, le he asegurado que
si me encontraba mal iría a casa de Liz. Se ha marchado, a regañadientes, y me ha
dado un abrazo extralargo en la puerta.
Mi teléfono emite un pitido. Es un mensaje de Mark.
«¿Sigues en casa de tu madre? ¿Cómo te encuentras? Voy a intentar llegar a casa
un poco más pronto. Dime algo si te sientes indispuesta».
Le contesto con otro mensaje.
«Acabo de llegar a casa. He ido a la estación de tren a repartir algunos impresos».
Mi teléfono pita casi de inmediato.
«¿Con tu madre?».
«Sí».
«¿Con quién estás ahora?».
«Con nadie. Pero estoy bien».
«No te muevas de casa. Jake o Kira volverán enseguida y yo voy de camino».
«No hay ninguna prisa», tecleo. Lo último que necesitamos es que pise a fondo el
acelerador y acabe teniendo un accidente. «En serio. Estaré bien».
Conocí a Mark en una discoteca en la ciudad. Yo tenía dieciocho años, él,
diecinueve, y cruzó la pista de baile para hablar conmigo con los hombros erguidos y
ese contoneo fanfarrón típico de South Bristol. Me dijo que iba a ser policía.
—He pasado las pruebas de competencia, las físicas y las médicas. Solo me falta
la última entrevista y estaré dentro.
Durante meses, de lo único que hablaba era de su incorporación a la policía.
Subía el volumen de la radio cada vez que informaban de una agresión en el exterior
de una discoteca o de una redada relacionada con las drogas en un granero
abandonado de una zona rural. Leía un libro tras otro de crímenes reales, y los
amontonaba en su mesita de noche como medallas de honor. Y entonces tuvo su
segunda entrevista y durante una semana no supe nada de él. No contestaba mis
llamadas. Cuando fui a Halfords, donde él trabajaba mientras terminaba el proceso de
ingreso, me dedicó una sola mirada y luego giró sobre sus talones y se fue directo
hacia la puerta más cercana con el cartel de «Solo para el personal».
Creí que era por mí. Creí que ahora que era todo un policía ya no quería saber
nada de mí. Él tenía un futuro mientras que yo era recepcionista en el Holiday Inn.
Probablemente había conocido a una policía apropiada y ambiciosa durante los
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brindis de celebración y no tenía agallas para decirme que lo nuestro se había
terminado. Fui a su casa. Dos veces. En ambas ocasiones las luces estaban
encendidas y vi el brillo de la televisión a través de las finas cortinas, pero Mark no
abrió la puerta, ni siquiera cuando dejé el dedo pegado al timbre y le grité a través de
la ranura del correo.
La verdad salió a la luz tres semanas después, al encontrarme con uno de sus
amigos en un pub de la ciudad.
—¿Mark no está contigo? —le pregunté después de que dos vasos de vino y los
ánimos de una amiga me dieron el valor para acercarme a él—. Ahora que es poli se
ha vuelto abstemio, ¿eh?
—Mark no es poli. —Levantó el brazo y les hizo señas a un grupo de colegas al
otro lado del bar.
—¿Qué? —Lo agarré del brazo al tiempo que él se volvía para irse—. ¿Qué has
dicho?
—No ha entrado, ¿vale? El muy cabrón es tan hermético que no quiso decirme
por qué. Yo creo que es porque sus tíos han estado en el trullo. El caso es que Mark
está en casa de muy mala leche. —Se encogió de hombros—. ¿Por qué no vas y se la
chupas? Anímalo un poco.
Le solté un improperio por lo bajo mientras él se abría paso por el bar abarrotado,
pero me recorrió una sensación de alivio. Mark no me había dejado por otra. Estaba
escondiéndose y lamiéndose las heridas. Los planes que había hecho, las esperanzas
que tenía: todo había desaparecido. No pude evitar sentirlo por él, aunque también
estaba enfadada. ¿Cómo se atrevía a cortar cualquier contacto conmigo porque no
había conseguido entrar en la policía? Me merecía algo más.
Dos semanas después encontré una nota en el felpudo al volver a casa del trabajo.
«He sido un capullo y lo siento. Ven a tomar algo conmigo para que pueda
explicártelo. Por favor».
No contesté. Me había dejado colgada seis semanas. Que probara su propia
medicina.
Le pedí a mamá que le dijera a Mark que había salido en caso de que llamara,
cosa que hizo… al día siguiente. No dejó ningún mensaje.
Ignorar sus llamadas fue una tortura. Estuve a punto de ceder varias veces, pero
rasgaba las cartas que me había costado una eternidad escribir antes de llegar a
enviárselas. Entonces, se presentó en mi puerta.
—Pensé en traer flores o vino o algo, pero tú vales mucho más que todo eso,
Claire. Por favor —añadió antes de que yo pudiera responder—, solo escúchame.
Después de que te diga lo que tengo que decirte, puedes mandarme a la mierda.
¿Vamos al pub? Podemos sentarnos fuera si quieres.
Escuché durante una hora mientras él me explicaba cuánto se había esforzado con
los estudios tras la muerte de su madre, cómo en vacaciones buscaba ayuda adicional
para el trabajo escolar y logró arañar cinco certificados de secundaria con notas
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raspadas. Me contó que su padre había dicho que nunca haría nada con su vida y que
su mejor opción era entrar a trabajar con él en la empresa familiar de suministros para
la construcción, donde podría aprender a llevar un negocio. Su padre se rio cuando él
le dijo que no quería hacer eso, que quería ser policía, y lo llamó soplón. Dos de los
tíos de Mark estaban en la cárcel, uno por agresión con agravantes y otro por fraude,
y Mark sabía que era probable que su propio padre aceptara algunos sobornos y
pasara artículos robados.
—Quiero superarme —me explicó Mark—. En nuestro vecindario todo el mundo
piensa que nuestra familia no es de fiar. La gente cambia de acera cuando me ven con
mi tío Simon. La familia cree que es por respeto, pero no lo es, es miedo, y no quiero
esa clase de vida para mí y para mis hijos. Porque quiero tener hijos, ¿sabes, Claire?
Quiero una familia.
Hijos. Sus ojos brillaban mientras pronunciaba la palabra, igual que lo habían
hecho cuando me hablaba de entrar en la policía.
—Quiero que me respeten. Quiero que la gente me admire porque he conseguido
algo.
Y luego me habló de lo que él llamaba las «cajas» de su cabeza. Era su forma de
compartimentar su vida. No podía ponerse en contacto conmigo tras ser rechazado
por la policía porque estaba atrapado en esa caja en su cabeza. Debía procesar lo que
había ocurrido para luego cerrar la caja y seguir con su vida. Si me hubiera llamado,
habría proyectado sobre mí gran parte de su cólera y su resentimiento, y no quería
hacerlo. No quería que yo lo viera en sus horas más bajas.
—Si me hubieras visto así, me habrías perdido todo el respeto. Te habría perdido.
—¿Y si ya me has perdido?
En ese momento dejó caer la cabeza, hundió la barbilla en el pecho y le dio
vueltas a los restos de una cerveza en la base de su vaso. Yo no dije nada.
—¡Joder! —Se agarró el pelo con los dedos y se cubrió la cara con las palmas de
las manos—. La he cagado, ¿verdad?
Hay algunas decisiones que alteran el curso de tu futuro; momentos cruciales en
la vida en los que te encuentras frente a una encrucijada. Si tomas el camino de la
izquierda, sigues por él y ya no hay vuelta atrás. Y lo mismo pasa si coges el de la
derecha.
—Mierda. —La mesa de pícnic de madera se tambaleó cuando Mark se puso de
pie—. Lo siento, Claire, estarás mucho mejor sin mí.
Empezó a atravesar la terraza a grandes zancadas, con las manos en los bolsillos y
los hombros encorvados hacia delante.
—¡Mark! —Tenía la garganta tan cerrada que pronuncié su nombre en un susurro
—. ¡Ni se te ocurra irte! ¡Ni se te ocurra!
Él se paró, pero no dijo nada.
—¿Eso es todo? —le pregunté—. ¿Me explicas que tuviste una infancia de
mierda y luego te largas? No eres el único que lo ha pasado mal, ¿sabes?, pero yo no
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voy por ahí autocompadeciéndome y…
Me rodeó la cintura y presionó con tanta fuerza sus labios contra los míos que nos
chocaron los dientes y el cuello se me torció hacia atrás mientras él apoyaba su peso
sobre mí.
—Dame otra oportunidad —suspiró al apartarse de mí—. Dame otra oportunidad
y te prometo que nunca volveré a fallarte, Claire. Te amo. No quiero perderte.
No tuve que pensármelo dos veces. Tenía dieciocho años. Estaba enamorada.
Ahora la puerta de atrás se abre con un clic y veo por un brevísimo instante una
gorra de béisbol, antes de que vuelva a esconderse fuera y la puerta se cierre de un
golpe.
—¡Espera! —Salto de la silla y atravieso la cocina a la carrera—. ¡Vuelve!
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Capítulo 13
—¡Jake, espera! ¡Tenemos que hablar!
Mi hijo mayor me ignora. Se mete la mano en el bolsillo de los vaqueros y saca
una llave. Se detiene para meterla en la cerradura y hace una mueca al pasar el peso a
su pie malo, luego hace girar el pomo y abre la puerta del garaje.
Entra cojeando, maldice el charco de aceite acumulado alrededor del cortacésped
de Mark y luego toquetea el radiocasete polvoriento que hay en la estantería del
fondo del garaje. Un sonido machacón de música rock llena la estancia mientras él se
pone a horcajadas sobre el banco de pesas y se tiende de espaldas. Rodea con los
dedos la barra plateada y sus bíceps se tensan al levantar la mancuerna del soporte.
—¡Jake! ¿Me estás ignorando?
No contesta. En lugar de eso, gruñe al bajar la barra hasta el pecho y luego la
levanta en el aire.
Su afición a levantar pesas comenzó unas seis semanas después de que Billy
desapareciera. De entrada me alegré —que Jake dedicara su tiempo a levantar pesas
era mucho mejor que se pasara en el pub todas las horas que estaba despierto—, pero
al final se obsesionó. La hora que les dedicaba por la tarde, al volver de trabajar, se
convirtió en dos, y luego añadió otras dos por la mañana. El «pip, pip, pip» de su
alarma, que sonaba a las cinco de la mañana, ponía a Mark de los nervios. Jake
comenzó a pasar cada vez menos tiempo con Kira y la familia, y más y más en el
garaje. Si se dignaba a reunirse con nosotros en la sala, se sumergía en las páginas de
Lifting o Power Grunt, o cualquier revista de la que no sacaba la nariz. Kira se
sentaba a su lado, tecleando en su teléfono, asintiendo educadamente mientras él le
explicaba cómo iba a aumentar los deltoides realizando determinadas combinaciones
de levantamientos.
Kira siempre ha sido una chica callada, pero, en el peor momento de la obsesión
de Jake, se encerró en ella misma. Cuanto más grande se hacía él, más pequeña y
silenciosa se volvía ella. Poco después de venirse a vivir con nosotros, me había
dicho que para ella nuestra casa era como un soplo de aire fresco. No éramos la
familia perfecta en ningún sentido, pero yo podía entender por qué nuestra situación
era preferible a aquella de la que había huido. Pero entonces Billy desapareció y todo
se fue a pique. Todos nos fuimos a pique. Pobre Kira. Cambió una familia
problemática y disfuncional por otra.
—Jake. —Doy un paso hacia él—. Tienes que contarme qué pasa.
—Creía —retuerce la cara al levantar la mancuerna en el aire— que era obvio.
Cruzo con rapidez la habitación y apago el radiocasete.
Un músculo se contrae en la mejilla de mi hijo, que contempla el techo ondulado.
La barra con las pesas tiembla encima de él, y por un espantoso momento me la
imagino resbalándole de las manos y estrujándolo contra el banco, pero entonces
suelta un gruñido y la deja en el soporte.
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—Lo siento. —Se sienta y se pasa una mano por la cara.
—Tienes que hablar conmigo —le digo en voz baja mientras me agacho al borde
del banco.
Él coge el recipiente con líquido del suelo, le da un trago y hace una mueca al
tragar. Jake es casi el vivo retrato de su padre. Mientras que Billy heredó mi pelo
negro, Jake es rubio como Mark, con sus mismos ojos pequeños, la nariz prominente
y los labios finos. El suyo es un rostro masculino; fuerte y anguloso, con una amplia
extensión de frente. Los rasgos de Billy son más refinados. Tiene mis grandes ojos
marrones, una nariz más pequeña y labios más carnosos. Cuando era pequeño, papá
no dejaba de decir lo mono que era. «Angelical», lo llamaba mamá. Siempre he
tenido cuidado de no comentar el aspecto de mis hijos —a mis ojos, los dos son
guapos—, pero el mundo no es tan circunspecto. He perdido la cuenta de las veces
que las señoras mayores hacían un gesto hacia Jake y luego miraban a Billy en el
cochecito y anunciaban: «Ay, cuántos corazones va a romper este». A Jake, la
comparación no le pasaba por alto. «¿Por qué Billy y yo no somos iguales?», me
preguntó cuando tenía nueve años, y Billy, cinco. «Cabrón arrogante», gruñía cuando
Billy tenía doce, ante el buzón rebosante de postales de San Valentín. Solo una era
para Jake (y era mía).
Jake vuelve a dejar el recipiente sobre el suelo y me mira.
—Solo estoy agobiado, nada más.
—¿Por qué?
Su mirada azul cielo es impenetrable.
—Por todo. El trabajo, Kira, papá, esta casa, Billy.
—¿Por eso has empezado a beber otra vez?
—¿Qué quieres decir con «otra vez»? —me pregunta, pero sabe lo que quiero
decir.
Después de que Billy se marchara, perdí la cuenta de las veces que entraba
tambaleándose en casa por la noche, chocando con la mesa de la cocina, maldiciendo
junto a los colgadores cuando se le caía al suelo la chaqueta con capucha; luego subía
las escaleras dando traspiés y se metía en la cama con Kira. Le pedí explicaciones,
pero me dijo que no estaba haciendo nada que no hicieran otros chicos de diecinueve
años y que, si iba a trabajar cada día y me pagaba el alquiler, ¿qué derecho tenía yo a
darle la paliza?
¿Qué podía hacer? Estaba claro que era su manera de lidiar con la pérdida de su
hermano. Pero yo no puedo enterrar la cabeza bajo el suelo por más tiempo. No
puedo quedarme de brazos cruzados mientras se destruye a sí mismo. Tenemos que
hablar.
—Jake, tenemos que hablar de lo que pasó el día del llamamiento. Ya sé que todo
el mundo se ha preocupado por mí, pero no se me olvida el hecho de que estabas
bebiendo a las siete de la mañana.
Él se saca la gorra y se pasa una mano por el pelo.
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—Me pegué una juerga, ¿vale? Volvimos a las tres de la discoteca y seguí
bebiendo porque estaba cabreado.
—¿Por qué?
—Por el amor de Dios, mamá, ¿es que tienes que controlarlo todo?
Cambia de posición para levantarse, pero el movimiento repentino es demasiado
para su pie y se ve obligado a sentarse de nuevo.
La acusación me escuece y debo reunir todas mis fuerzas para no contraatacar. En
lugar de eso, respiro hondo para calmarme.
—Lo siento, eso ha estado fuera de lugar. —Pone la mano sobre la mía, su palma
pegajosa por el sudor—. Mira, si de verdad lo quieres saber, estaba cabreado porque
un tío se puso a hablar con Kira mientras yo iba al lavabo.
—Lo más seguro es que solo probara suerte.
—Sí, lo sé. Pero a ella se la veía muy contenta. Se reía y jugueteaba con el pelo,
como cuando ella y yo nos conocimos. —Se encoge de hombros—. Y estaba cagado
por el llamamiento de Billy. Así que bebí y bebí para intentar olvidarlo todo. No hay
nada más que contar.
Deseo decirle que lo entiendo, que también hace mucho que su padre no me mira
de esa manera, más tiempo del que puedo recordar, pero aquí lo importante no soy
yo. Y, sin duda, Mark tampoco. Aquí lo importante es mi hijo, que se ha abierto a mí
por primera vez en mucho tiempo.
—Oh, Jake. —Le rodeo los amplios hombros con mis brazos y lo atraigo hacia
mí. Siento su cuerpo duro y tenso entre mis brazos—. Lo entiendo. De verdad.
Volverá a mirarte así, te lo prometo. Kira y tú habéis pasado por un infierno; todos lo
hemos hecho. Cuando Billy venga a casa, todo volverá a ser normal. Te lo prometo.
Jake se pone rígido, y yo me siento como si estuviera abrazando a una roca.
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Jueves 25 de septiembre de 2014
Jackdaw44: Hoy te he visto en la ciudad.
ICE9: ¿No deberías estar en la escuela?
Jackdaw44: He hecho pellas.
ICE9: Haré ver que no he leído eso.
Jackdaw44: Liv estaba soltando mierda con sus amigas a la hora del almuerzo. Me
he ido antes de pegarle.
ICE9: ¡No se pega a las chicas!
Jackdaw44: Ya, hombre, por eso me largué.
ICE9: ¿Por qué me sigues escribiendo?
Jackdaw44: Me gusta hablar contigo. ¿Tienes algún problema?
ICE9: Ya ves, qué agresivo.
Jackdaw44: A la mierda. Eres una borde, igual que todo el mundo.
ICE9: No lo soy.
Jackdaw44: Te crees superior a mí. Crees que soy un chiquillo estúpido.
ICE9: a) No me creo superior a ti y b) Eres más listo de lo que dejas entrever.
Jackdaw44: Sí, claro, soy el puto Stephen Hawkins.
ICE9: Ya sabes qué quiero decir.
Jackdaw44: Sí. Pero no se lo digas a nadie, ¿eh?
ICE9: Tu secreto está a salvo conmigo.
Jackdaw44: Si alguna vez necesitas confiarle a alguien un secreto, ya sabes dónde
estoy.
ICE9: No se me olvidará.
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Capítulo 14
—El detective Forbes al habla.
Por un instante, su tono entrecortado hace que me cuestione mi decisión de
llamarlo. Es lunes por la mañana y suena estresado, pero no puedo ignorar lo que vi
en la estación de trenes. No si eso hace que estemos más cerca de encontrar a Billy.
—Soy Claire Wilkinson. La madre de Billy.
No sé por qué he añadido la segunda frase. Él sabe perfectamente quién soy, pero
después de toda una vida de presentarme a las otras madres en la puerta del colegio,
hablar con los profesores de los chicos o llamar al consultorio del médico, me ha
salido sin darme cuenta. Caire Wilkinson, la esposa de Mark. Claire Wilkinson, la
madre del chico. No recuerdo la última vez que me presenté a mí misma como Claire
a secas.
—¿Qué puedo hacer por usted, señora Wilkinson?
Oigo ruidos de fondo, el tableteo de los teclados y retazos de conversaciones.
—El viernes fui a la estación de tren —digo—. A Temple Meads. Estaba en el
andén trece y me… —Vacilo. ¿Cómo le explico lo segura que estoy de que el feo
edificio delante del que debo de haber pasado cientos de veces esconde una pista vital
sobre la desaparición de mi hijo?—. Me preguntaba si habían investigado la oficina
de correos abandonada. Estaba cubierta de grafitis, y Billy decía en su diario que
quería llenar de tags la estación o uno de los trenes. A lo mejor, en vez de eso fue a la
oficina. A lo mejor aún está ahí.
El detective Forbes no responde de inmediato. Alguien que está en la misma
habitación grita:
—¡Sí! —Y se oye un rumor de aplausos.
—¿Detective Forbes? —digo—. ¿Me ha…?
—Sí, sigo aquí.
—¿Cree que puede ser una pista? ¿Cree que es posible que haya estado viviendo
allí de okupa? ¿Durmiendo a la intemperie?
Emite un sonido grave.
—Lo dudo. Ese lugar está completamente a la intemperie. No son más que dos
pisos sobre pilares. Sería mejor dormir en un portal.
—Pero ¿podría estar allí?
—Billy podría estar en cualquier parte, Claire, ese es el problema. Hay miles de
sitios en Bristol donde podría dormir al raso. Por desgracia, no tenemos ni tiempo ni
recursos para buscarlo en todos. Aún tengo esperanzas de recibir alguna pista gracias
al llamamiento. Han pasado pocos días.
—Pero ¿lo mirará? ¿Hará que alguien vaya a comprobarlo?
Otra pausa.
—Veré qué puedo hacer.
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Me resulta imposible entrar en la antigua oficina de correos. Aunque hubiera tenido
quince años, dudo que hubiera conseguido superar la alambrada de espino, ni siquiera
con ayuda, y seguramente las dobles cancelas están cerradas con candado. No iba a
venir aquí, no después de llamar al detective Forbes esta mañana, pero quería echar
un vistazo al interior solo para quedarme tranquila. Cattle Market Road es una calle
con mucho tráfico y los coches pasan zumbando en los dos sentidos, pero la mayoría
de las tiendas tienen los escaparates cegados, abandonadas desde hace mucho tiempo.
Hay una señal roja fijada a una barandilla, justo enfrente de las puertas, que advierte
al público general que se trata de una propiedad privada. La oficina de correos se ve
con claridad a través de los barrotes metálicos de la cancela. Desde aquí resulta aún
más deprimente que desde la estación de enfrente. El detective Forbes no bromeaba
al decir que se encontraba a la intemperie. Ya no quedan paredes ni tabiques dentro,
tan solo una serie de pilares de hormigón que separan un piso del otro. Aunque uno
pudiera superar la valla de alambre, ¿para qué iba a refugiarse ahí? Me he pasado
meses preguntándome adónde iría si tuviera que dormir al raso. Lo que querría sería
ocultarme del mundo para no tener que preocuparme de si me roban o me atacan
mientras duermo. Si pudiera iría a un refugio para mujeres o, si no quisiera que me
encontraran, me instalaría a pasar la noche en uno de los huertos alquilados de Talbot
Road y me llevaría cada mañana mis cosas para evitar que me descubrieran. Ya
hemos revisado los huertos, y hemos clavado carteles en los sectores BS4 y BS3
pidiéndole a la gente que comprobara sus cobertizos. Hemos buscado en todas partes,
en cualquier lugar que se nos ha ocurrido: la ribera del río cerca del Marks & Spencer
de Avonmeads, los parques locales, los Downs. En todas partes.
Bueno, no en todas. Si no, lo habríamos encontrado.
Miro la libreta que tengo en las manos y la letra de Billy, con trazo grueso y
negro:
«Bristol T M (¿tren?)».
«Los Arches».
«Avonmouth».
Los Arches. Ahí es adonde voy a ir. Se trata de un viaducto ferroviario —ideal
para hacer grafitis— en el extremo de Gloucester Road. Se encuentra al otro lado de
Bristol, pero eso nunca fue un impedimento para Billy, no si quería ver a sus amigos.
Se iba con su bicicleta y pedaleaba los catorce kilómetros que hay que recorrer para
llegar allí desde nuestra casa. Billy siempre se mostraba esquivo a la hora de decirnos
con quién quedaba. «Solo son unos colegas, mamá», decía. Cuando los niños eran
pequeños e iban a la escuela local de primaria, yo conocía a todos sus amigos. La
mitad de nuestra vida parecía transcurrir entre fiestas de cumpleaños, llevarlos a jugar
a casa de sus amigos y recogerlos cuando se quedaban a dormir allí. Pero, cuando
empezaron la secundaria al otro extremo de la ciudad, sus amigos, diseminados por
todo Bristol, se convirtieron en un misterio para mí. Jake nos explicó que los amigos
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de Billy de Gloucester Road no iban a la escuela. Dijo que eran mayores, de unos
veinte años, y que vivían en una casa ocupada. Yo estaba horrorizada. Imaginaba
drogas y miseria y crímenes, y le dije a Billy que no quería que se relacionase con
ellos. Él me contestó que era muy estrecha de miras y que Mark me había lavado el
cerebro. Sus amigos no eran vagabundos, eran artistas que se negaban a convertirse
en monos asalariados para hinchar el bolsillo de algún propietario capitalista. ¿Por
qué no podían vivir en un edificio abandonado? No le hacían daño a nadie. Yo no
sabía qué hacer. No podíamos mantenerlo encerrado en casa todo el fin de semana.
La alternativa era llevarlo a la ciudad en coche si iba al cine con sus amigos y
recogerlo luego, pero ¿qué le impedía coger un autobús a Gloucester Road en cuanto
lo dejáramos? Mark dijo que lo mejor era quitarle la bici durante un tiempo, hasta que
aprendiera a ser responsable. Yo le propuse a Billy que me llevara a la casa ocupada
para conocer a sus nuevos amigos, pero mi hijo dijo que antes prefería morirse.
—¿Tú les presentabas todos tus amigos a tus padres cuando tenías quince años?
—me preguntó, y tuve que reconocer, al menos para mis adentros, que no.
Había incontables novios con los que quedaba de noche después de escaparme de
casa. Montones de hermanos y hermanas mayores de mis amigos que entraban a la
cooperativa a comprarnos botellas de White Lightning y Thunderbird que nos
bebíamos en el parque. Uno de mis amigos tuvo que ser ingresado en el hospital para
un lavado de estómago después de emborracharnos como unos imbéciles, y era un
chico al que conocía desde la infancia. Yo no acabé en Urgencias porque ya había
vomitado en un parterre de flores.
Me sentía desgarrada por dentro. Billy tenía quince años y estaba extendiendo sus
alas. Era un buen chico, sensato, y yo confiaba en que no cometiera ninguna
estupidez. Y entonces se metió en problemas en la escuela por llenar de grafitis el
edificio de ciencias y Mark dijo que hasta aquí, que estaba castigado durante dos
meses y que se iba a llevar su bici. Sin embargo, no logró encontrarla. Y Billy se
negó a decir dónde estaba.
La cancela se abre con un sonido metálico y yo doy un respingo al tiempo que un
hombre y una mujer con chalecos fluorescentes amarillos y sendas identificaciones
alrededor del cuello salen por el hueco.
—Disculpe —digo mientras el hombre cierra el candado—. Me llamo Claire
Wilkinson. Mi hijo ha desaparecido. Se llama Billy; tiene quince años. Estoy
preocupada por si está durmiendo a la intemperie y…
—Aquí no está —dice la mujer. Tiene cuarenta y tantos años, y unas raíces grises
de un centímetro asoman a través de su pelo rizado rojo—. Ayuntamiento de Bristol.
—Señala con un gesto su identificación—. Vamos a reurbanizar el solar. Oficinas y
casas junto a la ribera. Hay seguridad las veinticuatro horas del día.
—¿Están seguros de que no hay nadie durmiendo dentro?
El hombre tira del candado.
—No, a menos que sea una paloma. Y a estas también las sacaremos en cuanto
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podamos.
Miro a través de las puertas y trato de imaginarme el edificio volviendo a la vida:
con cristales en las ventanas y familias sentadas en el sofá frente a la tele y
trabajadores desplazándose en sus sillas con ruedas delante de la pantalla del
ordenador…, pero no lo consigo.
—Gracias —digo—. Supongo que no conocerán alguna casa ocupada en
Gloucester Road, ¿no?
Pero ya se están alejando.
Estoy a unos sesenta metros de los Arches y atrapada en un atasco cuando lo veo, un
hombre corpulento con barba poblada. Va en una bici BMX amarilla y negra con unos
característicos neumáticos azules y blancos. Se desliza hacia el carril bus y me
adelanta; sus zapatillas blancas impulsan los pedales mientras acelera Cheltenham
Road abajo. Resulta casi cómico, con su gran cuerpo en equilibrio sobre la pequeña
bici y las gruesas rodillas abiertas. Recuerdo que Jake se reía y decía que Billy
parecía un mono de circo cuando montaba su Mafia BMX. Decía que era una bici de
niño. Y que parecía idiota.
Igual que el hombre de la capucha.
Es la bici de Billy. Tiene que serlo. Nunca he visto otra igual, no con la misma
combinación de colores.
No me lo pienso dos veces. Pongo el intermitente izquierdo y me meto en el carril
bus. Una bocina suena tras de mí, y por el retrovisor veo al conductor de un autobús
3A sacudir la cabeza hacia mí. Sobresaltado por el sonido, el hombre de la bici mira
hacia atrás. Le hago señas frenéticas con la mano, pero, o bien no me ve, o bien no
quiere detenerse, porque hunde la cabeza hacia delante y empieza a pedalear aún más
rápido. Gira a la izquierda en Zetland Road justo cuando el semáforo se pone rojo, y
me veo obligada a parar.
Tamborileo con los dedos sobre el volante mientras él cruza rápidamente la calle
y se baja de la bici frente a una tienda de cocinas y baños, y luego llama a la puerta de
madera chapada del edificio de al lado, en la esquina de la calle. Hay cortinas en la
ventana, y un trozo grande de cartón blanco o de madera —de por lo menos tres
metros y medio por uno ochenta— apoyado por dentro oculta el interior. El semáforo
se pone verde y en ese momento la puerta se abre y el hombre desaparece dentro y se
lleva la bici con él. Tiene que ser la casa ocupada de la que me habló Jake.
Hay sitio frente a una tienda de baldosas al otro lado de la calle, así que aparco
enseguida y casi me meto en la calzada en mi desesperación por salir del coche.
Tengo que esperar a que pasen uno, dos, tres coches antes de que un hueco en el
tráfico me permita cruzar la calle a la carrera.
—¡Hola! —Llamo a la puerta y luego espero.
Una joven madre pasa a mi lado empujando un carrito con un bebé que berrea con
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la cara roja. Tiene la mirada clavada en un punto en la distancia, como si se estuviera
esforzando para… conseguir… llegar… a… casa. No me dedica ni una mirada.
Vuelvo a llamar, rodeo la esquina y doy unos golpecitos en la ventana.
Nada ocurre. Nadie acude a la puerta y las cortinas no se mueven.
—¿Hola? —Levanto la rendija del correo y miro al interior, pero está tapado con
una pieza de cerdas de nailon y no veo nada—. ¡Hola! Sé que estás ahí. Acabo de
verte entrar con la bici.
—Son todos drogadictos, ya sabe. —Un viejo, con un bastón en una mano y una
bolsa de plástico azul en la otra, se detiene a mi lado—. Si le han robado algo, tiene
que llamar a la policía.
Instintivamente me llevo la mano al bolso, colgado en bandolera. Debería llamar
a la policía. O por lo menos a Mark. Pero tengo la adrenalina a tope y no puedo evitar
volver a gritar por la rendija del correo, mientras el hombre continúa su paso calle
arriba.
—Me llamo Claire Wilkinson. Mi hijo Billy ha desaparecido; creo que es
probable que lo conozcáis.
Meto la mano en el bolso y saco un impreso, luego lo agarro y rodeo la esquina
para volver a la ventana. La cortina se mueve, justo en el borde del marco, y veo un
destello de pálida piel rosada que desaparece enseguida.
Oigo un chirrido y me apresuro a volver a la puerta. Esta se entreabre y una voz
de hombre sisea:
—¿Quieres hacer el favor de bajar la voz? Los vecinos ya nos odian bastante.
La puerta se abre más.
—Bueno, ¿vas a entrar o no?
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Capítulo 15
Había esperado encontrarme jeringuillas y parafernalia relacionada con las drogas por
el suelo, o al menos tufo a marihuana mezclado con orina y mierda. También había
imaginado montones de basura, cajas de comida rápida, bolsas de basura rajadas,
paredes sucias y colchones manchados. En cambio, las paredes son blancas —sucias
pero no manchadas— y están decoradas con pósteres y murales. Mark diría que es un
grafiti. También hay un sofá raído, un sillón y una mesita baja sobre la que descansa
lo que parece una especie de equipo de impresión por serigrafía. Hay una guitarra
apoyada en un rincón de la habitación, junto con varias pilas de libros y media
docena de lienzos en blanco. Hay dos hombres sentados en el sofá. Uno lee un libro
sobre Andy Warhol; el otro está dormido, con la cabeza echada hacia atrás y la boca
abierta. Debería estar aterrorizada por encontrarme en una habitación con tres
hombres que no conozco, pero estoy demasiado sorprendida para tener miedo. Creía
que estaba a punto de entrar en un antro de drogas y en cambio es como si hubiera
entrado en un piso de estudiantes.
—Ayer trabajó hasta tarde —dice el hombre corpulento de la sudadera roja con
capucha que me siseó al entrar—. Dentro de poco se va a un festival. Camisetas —
añade, haciendo un gesto hacia el equipo de serigrafía—. Las hace todas a mano.
Me quedo de piedra.
—¿Los okupas trabajan?
—Todos trabajamos —contesta el hombre del libro alzando la vista, y mis
mejillas se encienden. ¿Acabo de decir eso en voz alta?—. Jay toca en la calle y…
—Tú no trabajas —dice Capucha Roja, que debe de ser Jay—. Tú eres estudiante.
—Yo uso mi cerebro —dice el hombre del sofá—. Es un trabajo, créeme.
—Te ofrecería una taza de té —dice Jay—, pero el Ayuntamiento nos cortó la luz
la semana pasada. Aunque aún nos queda agua, si te apetece.
—No, gracias.
Sostiene en la mano el impreso de Billy, arrugado, pero nadie ha mencionado a
mi hijo desde que he entrado. Y no hay ni rastro de la bici.
—¿Alguno de vosotros ha visto a Billy? —Señalo el impreso con un gesto.
Jay niega con la cabeza. El estudiante de arte se encoge de hombros. El hombre
durmiente ronca en sueños y se despierta con un sobresalto. Me mira con ojos
vidriosos, y luego parece volver en sí mismo.
—¿Quién eres tú?
—Claire Wilkinson. La madre de Billy. Creo que igual lo conocéis.
—¿Billy? —Se rasca la cabeza—. Conozco a un tal Will Turner. ¿Es él?
—No. Se llama Billy Wilkinson y tiene quince años. Desapareció hace unos seis
meses. Sé que tenía amigos cerca de Gloucester Road.
—No sé nada de él, lo siento.
—Entonces tú debes de conocerlo. —Me vuelvo hacia Jay—. Me has dejado
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entrar.
Se pasa una mano por la barba pelirroja, llega al extremo y se la mesa.
—Estabas gritando por la rendija del correo. ¿Qué querías que hiciera?
Noto que me acaloro bajo el escrutinio de tres pares de ojos.
—Pero la bici… —La puerta del otro extremo de la sala está abierta y revela un
pasillo o pasaje oscuro.
—¿Qué bici?
—Te vi en una bici. Una BMX. Inconfundible. Amarilla y negra.
—¿Y? —Jay cruza los brazos por encima de su amplio pecho y da un paso atrás,
como si quisiera mirarme mejor.
—¿Podría…? —Doy un paso hacia el pasillo—. ¿Podría echarle un vistazo?
—No está en venta.
El ambiente de la habitación ha cambiado. Cuando he entrado en la casa les
resultaba graciosa y curiosa. Ahora quieren que me vaya.
Oigo un sonido procedente de más allá de la puerta abierta, el «ñic-ñic-ñic» de los
muelles oxidados de una cama, y un gemido amortiguado. Jay y el estudiante de arte
intercambian una mirada. El estudiante esconde la sonrisa tras su libro. ¿Por qué se
miran así? ¿Acaso está Billy aquí? ¿Lo están escondiendo?
—Muy bien, señora. —Jay me pone una mano en el brazo—. Creo que ya es hora
de que se vaya, ¿no le parece?
Otro sonido llega desde más allá del pasillo. Un gemido de dolor. El estudiante de
arte se ríe disimuladamente. Me suelto de la mano de Jay y, antes de que pueda
reaccionar, cruzo corriendo la sala hacia la puerta abierta. El pasillo está oscuro, pero
distingo una bici apoyada contra la pared. Hay varias habitaciones a lo largo del
corredor. Todas las puertas están abiertas menos la del extremo más alejado del
pasillo. Mientras corro hacia ella una mano me agarra del hombro y tira de mí hacia
atrás, pero no antes de que dé una patada y golpee la puerta con el talón de mi bota.
Esta se abre.
Se oye un grito ahogado y un gruñido, y yo me quedo sin aliento al tiempo que
dos hombres, desnudos y sonrojados, se separan rápidamente. El más flaco y pálido
de los dos, al pie de la cama, agarra una prenda del suelo y se la aprieta sobre el
paquete. El otro hombre, que sigue tendido sobre el colchón, grita:
—¿Qué coño? —Y coge un zapato.
Me mira como si estuviera decidiendo si soy una amenaza o no, luego se levanta
de la cama y cierra de un portazo.
—Tú también puedes irte a tomar por culo, Jay —le grita a su compañero de piso,
que sigue de pie a mi espalda con la mano en mi hombro, y este suelta una carcajada.
—Vamos, pajarito loco. Es hora de marcharse.
James coloca su mano en la parte baja de mi espalda y me acompaña a lo largo
del pasillo, hasta la sala y a la puerta de entrada.
—Por favor. —Me escabullo de él, que agarra el pomo—. Por favor, dime solo de
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dónde sacaste la bici. ¿Es robada? Ni se lo diré a la policía. Si es la bici de Billy,
podría ser una pista, podría ayudarnos…
—No es robada. —Jay vuelve la vista hacia sus amigos, pero estos ya no están en
el sofá. Han ido hasta la otra puerta, donde se están dando codazos y riendo mientras
miran por el pasillo—. Es la bici de Rich, el chico de la habitación. No soporta que
cojamos sus cosas, sobre todo yo. Dice que le torceré el cuadro. —Se ríe con ironía.
—Pero tú me has visto antes, en el coche, y has acelerado.
—¿Qué coche? —Parece genuinamente desconcertado—. Intentaba devolver la
bici antes de que Rich se levantara. Mira… —Su expresión se suaviza al abrir la
puerta—, siento que tu hijo haya desaparecido. Pegaremos la foto en la ventana,
¿vale?
—Gracias —digo, aunque ya no la tiene en la mano. Está hecha una bola debajo
de la mesa.
—Perfecto, pues. Que vaya muy bien.
—¡Espera! ¿Hay otras casas ocupadas por aquí? Mi hijo…
La pregunta se queda colgada en el aire mientras me cierran la puerta en la cara.
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Capítulo 16
—Oh, me cago en todo, joder. —Liz me abraza con fuerza y luego me sujeta a un
brazo de distancia para poder mirarme de arriba abajo—. He estado tan preocupada
por ti… ¿Dónde coño estabas?
Abro la boca para contestar, pero mi amiga se me adelanta.
—Entra y cuéntamelo todo. ¿Tengo que cerrar la puerta con llave esta vez?
Porque, si vuelves a salir corriendo, te juro que te haré un placaje de rugby y te tiraré
al suelo. Me he comido una tonelada de chocolate estos últimos días, ¡así que he
ganado unos kilos!
Llevamos diez minutos sentadas a la mesa de la cocina de Liz. He hablado sin parar
desde que he entrado en su casa. Cuando por fin hago una pausa para tomar aliento,
Liz me mira con los ojos abiertos de par en par.
—¿Y todo esto ha pasado en estos últimos días?
Asiento.
—¿Por qué no has venido? Te agradecí el mensaje que mandaste diciendo que
estabas bien, pero, por Dios, mujer, vives aquí al lado. Podrías haberte pasado.
Cuando Mark y Jake vinieron a decirme que habías desaparecido, me dio un ataque
de pánico. Creía que era culpa mía. Ese maldito periódico…
—Lo sé. —Le cojo la mano por encima de la mesa de la cocina—. Lo siento
mucho. Debería haber venido antes, pero es que… todo ha sido tan… Tengo la
sensación de que me estoy volviendo loca. No puedo explicarlo de otra forma. Estoy
literalmente perdiendo la cabeza.
—Pues claro, cariño. A cualquier en tu situación le pasaría lo mismo. Pero déjame
darte un consejo: no vayas sola a ninguna parte. Tienes que dejar a la policía hacer su
trabajo. Podría haberte pasado cualquier cosa en esa casa ocupada. Podrían haberte
robado, o algo peor.
—No era esa clase de gente.
—Claro, y estás segura de eso, ¿no? La gente cambia, Claire. Tienes que ser
menos confiada.
—No soy confiada.
—Vaya si lo eres.
—Pero tengo que encontrar a Billy. Si Caleb desapareciera, tú harías todo lo
posible para traerlo de vuelta. He esperado seis meses a que la policía lo encontrara,
pero no puedo seguir esperando. Tengo que dar con él. No puedo quedarme sentada
en casa sin hacer nada. Pero he empezado a verlo allí adonde vaya. En todas partes.
Aparto mis manos de las de Liz y apoyo la frente en los puños cerrados, agotada
de repente. Ya no sé qué pensar. O qué hacer. Cada vez que creo que he dado un paso
que me acerca a encontrar a Billy, mis esperanzas aumentan. Solo para volver a
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estamparse otra vez contra el suelo.
—Respira hondo. —Oigo el chirrido de la silla de Liz sobre las baldosas de la
cocina y luego siento su mando en mi espalda. Me masajea los hombros en círculos
con las palmas de las manos, igual que hacía yo con los niños cuando eran pequeños
y estaban alterados—. Respira hondo, Claire.
Cierro los ojos mientras ella continúa masajeándome la espalda, pero la oscuridad
que hay detrás de mis párpados es demasiado densa, demasiado imperecedera, y los
vuelvo a abrir.
—A lo mejor lo que necesitas —dice Liz en voz baja— es un poco de
normalidad. Déjame acabar —añade con rapidez—. Sé que no hay nada normal, sé
que la vida no puede ser normal hasta que Billy vuelva, pero lo que quiero decir es
que tal vez necesites una rutina. Tienes demasiado tiempo libre, Claire. Demasiado
tiempo para pensar y darle vueltas a todo. ¿Te has planteado volver al trabajo?
—Oh, Dios, no.
—Creía que Stephen era un buen jefe. —Su voz se dulcifica al pronunciar el
nombre de mi cuñado. Creo que siempre ha sentido debilidad por él, aunque nunca lo
haya reconocido—. Te dio seis meses de baja tras la desaparición de Billy. Estoy
segura de que se alegrará de que vuelvas.
—Lo sé, pero es complicado.
—¿Cómo puede ser complicado? Adorabas tu trabajo en Wilkinson & Son.
Siempre me hablabas de las bromas que te gastabas con los clientes por teléfono, y de
qué Stephen y tú os reíais mucho.
—Adorar es una palabra un poco fuerte, y además, ¿qué pasa con Mark?
—¿Qué pasa con él? Volviste a trabajar después de la discusión, ¿no? Y él no te
puso ningún impedimento.
Mark y su hermanastro Stephen se pelearon hace un año. Era mi cumpleaños, y
estábamos celebrándolo con una comida de domingo en un pub local cuando Billy y
Jake llegaron a las manos en el jardín. Nunca revelaron por qué había empezado la
discusión, pero se intercambiaron muchos tacos e insultos antes de que Jake soltara el
primer puñetazo. Mark intervino, con poco éxito, y Stephen hizo un comentario sobre
las aptitudes de Mark como padre.
Lo dijo en broma, pero Mark se la devolvió y le preguntó qué coño sabía Stephen
de criar hijos. Fue un golpe bajo. Stephen y su mujer Caroline no pueden tener hijos.
Lo han probado todo, todas las pruebas que puedan hacerse. «Problemas de fertilidad
desconocidos», dijo el especialista. Caroline se quedó embarazada una vez, pero
perdió el niño en el segundo trimestre. Nunca averiguaron por qué. Ella se quedó
destrozada y Stephen también. Me pareció que lo que Mark le había dicho estaba
completamente fuera de lugar y así se lo hice saber. Al día siguiente volví a
Wilkinson & Son como si no hubiera pasado nada. Mark no me puso ningún
inconveniente, pero, por la forma fingidamente indiferente con que me saludó esa
tarde, supe que por dentro le dolía. ¿Dónde estaba mi lealtad? ¿Por qué no me había
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puesto de su parte y le había dicho a Stephen que se metiera su trabajo donde
quisiera? Porque estaba enfadada con él, esa era la razón. Entre él y los chicos, me
habían arruinado por completo el cumpleaños.
Mark y Stephen no han vuelto a hablar desde su discusión, aparte de algunas
palabras bruscas durante la búsqueda de Billy, pero yo sé que Mark echa de menos a
su hermanastro. Es solo que es demasiado orgulloso para admitirlo.
—Y… perdona que te diga esto, Claire, pero no puedes decirme que el dinero no
te vendría bien.
Liz tiene razón, una vez más. Hasta el último penique que habíamos conseguido
ahorrar a lo largo de los años nos lo hemos gastado en la publicidad por la
desaparición de Billy. Ya no queda nada. Mark propuso que canceláramos la
suscripción a SkyTV y renunciáramos a algunos lujos que él cree que no necesitamos
para vivir, pero ¿por qué hacer pasar a todos por eso cuando podría volver a trabajar
por un tiempo? Podría aguantar algunas horas a la semana, al menos hasta que el
doctor Evans me comunique el resultado del análisis de sangre.
—¿Entonces? —Liz deja de masajearme la espalda y me da una palmada justo
entre los omóplatos—. ¿Lo vas a intentar? Llama a Stephen y organízalo para volver
al trabajo. Solo tienes que hacer algunas horas, ver cómo te sientes.
Me doy la vuelta en la silla, levanto la cabeza y le sonrío.
—¿Y si no lo hago?
Me guiña un ojo.
—Te atropellaré con el coche y acabaré yo misma con tu agonía.
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Capítulo 17
Las náuseas me invaden mientras pongo el intermitente derecho y giro con el coche
para entrar en el patio de Wilkinson & Son, suministradores de materiales de
construcción, y aparco. Han pasado tres días desde mi conversación con Liz sobre mi
vuelta al trabajo. Nada ha cambiado desde la última vez que estuve aquí. El patio
sigue lleno de carretillas elevadoras, furgonetas y camiones. En un rincón hay un
montón alto de palés vacíos apilados. El cartel, un logo amarillo y azul que parece un
triángulo hecho de ladrillos, domina el lateral del almacén. Dentro, y en el patio que
hay más allá del edificio, más grande, decenas de constructores y proveedores estarán
examinando madera, ladrillos, tuberías y herramientas eléctricas. John, el padre de
Mark, estará en la tienda, asegurándose de que los clientes y el personal estén
contentos. Y Stephen, el hermanastro pequeño de Mark, estará en el despacho, un
teléfono en una mano, una taza de café manchada en la otra. Antes yo era la directora
de la oficina, un título grandilocuente para describir lo que consistía básicamente en
contestar el teléfono, imprimir y enviar las facturas, organizar el personal de limpieza
y poner anuncios en la prensa local.
Lo bueno, si es que puede llamarse así, de trabajar para miembros de tu propia
familia es que no tuve que justificar mi ausencia cuando Billy desapareció. John y
Stephen tampoco fueron a trabajar. Se pasaron casi una semana conduciendo por
Bristol, pegando pósteres con la cara de Billy en farolas y vallas publicitarias.
Nuestra casa era un hervidero de actividad; todas las habitaciones estaban atestadas
de amigos, vecinos y familiares. Mark era el epicentro; fue él quien tomó las riendas
e indicaba a la gente donde buscar o pegar carteles. Descolgó el espejo que había
sobre la chimenea y lo sustituyó por un mapa enorme de Bristol en el que clavaba
chinchetas: rojas para las zonas que la policía ya había registrado, verdes para las que
estábamos peinando.
Lo consultaba todo con el detective Forbes. «Esa es la terminología correcta,
¿verdad, detective Forbes?». «Es importante establecer una cadena de mando, ¿no es
así, detective Forbes?». «¿Qué noticias hay, detective Forbes?». Yo estaba orgullosa
de él, de verlo asumir el control e interpretar el papel que tan desesperadamente había
deseado, pero una parte de mí tenía ganas de gritar: «Esto no debería estar pasando.
¿Por qué está pasando? ¿Por qué nos merecemos esto? ¿Qué ha hecho Billy? Nadie
debería sentir tanto miedo».
Ahora mi teléfono suena impaciente en mi bolso, y lo cojo.
—¡Claire Bear! —Me alejo un poco el teléfono porque la voz de Liz me atruena
en los oídos—. ¿Estás en el trabajo?
—Casi. Estoy aparcada fuera.
—Oye, no tienes por qué volver. Sé que fue idea mía, pero…
—Estoy bien. Puedo hacerlo.
—¿Se lo has contado a Mark?
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—Sí. Esta mañana.
—¿Y?
—Me ha dicho: «Haz lo que tengas que hacer, Claire». Y luego ha salido del
cuarto.
—Menudo apoyo. Oh, mierda. Lo siento, preciosa, hoy hago el primer turno y me
toca la caja. Será mejor que cuelgue. Te llamo en mi próxima pausa, ¿vale?
—Gracias, Liz.
—Buena suerte. Todo irá bien.
La comunicación se corta.
Miro la pantalla: las 9:25. Aún estoy a tiempo de escribir un mensaje a Stephen
para decirle que al final no voy a ir.
Alguien golpea la ventanilla del conductor y el ruido me hace dar un respingo.
—¡Claire! —Stephen me indica con un gesto que baje la ventanilla—. ¡Me alegro
de verte! —grita—. ¿Entras?
En cuanto cruzo las amplias puertas dobles, todas las miradas del edificio se
vuelven hacia mí.
—¡Muy bien, Claire! —Wendy, una de las cajeras, levanta la mano. Su sonrisa es
tensa, nerviosa.
—Me alegro de verla otra vez, señora W. —Tony, el especialista en madera. Me
saluda con la cabeza, pero es un gesto corto y abrupto, la clase de gesto que le haces a
alguien en un entierro: es un placer verte pero no en estas circunstancias.
—¡Buenos días! —Uno de los habituales, cuyo nombre desconozco. Aparta la
mirada antes de que pueda responderle.
—Stephen, ¿me disculpas un momento? —Echo a correr antes de que pueda
oponerse y me dirijo al lavabo de mujeres.
Cuando salgo del cubículo me sorprende el reflejo que me devuelve la mirada
desde el espejo deslustrado. Tengo la línea de nacimiento del pelo mojada de sudor y
las mejillas encendidas. No me imaginaba así mi regreso al trabajo. No es que haya
pensado mucho en Wilkinson & Son desde que Billy se fue, pero este lugar siempre
ha representado la normalidad. Entro, hago mi trabajo, bromeo con mis colegas y con
los clientes habituales. Intercambiamos comentarios sobre el tiempo y el tráfico, y
sobre cómo hemos pasado el fin de semana. ¿Alguna vez seré capaz de volver a hacer
todo eso?
Me acicalo lo mejor que puedo con el peine y los polvos compactos que
encuentro en el fondo de mi bolso, pero es una batalla perdida y las cejas de Stephen
se arquean en un gesto de sorpresa cuando entro en el despacho. Hay que decir en su
favor que no me pregunta si estoy bien. En lugar de eso, retira la silla de mi antiguo
escritorio y me señala la humeante taza de café que hay a la derecha del teclado.
—Con leche y un terrón de azúcar. Justo como te gusta.
Me siento, rodeo la taza con las manos y echo un vistazo al despacho: los mismos
muebles, la misma moqueta, el mismo mostrador con manchas de té, el mismo
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calendario de la empresa de maquinaria JCB en la pared. Han pasado seis meses desde
que me senté por última vez a esta mesa, y lo único que ha cambiado soy yo.
Stephen se deja caer en la silla del otro lado de la habitación, se tira del botón
superior de la camisa y suspira cuando por fin se abre. Mide aproximadamente lo
mismo que Mark, pero es más grueso, y da la sensación de haber ganado peso desde
que me fui. Dejó de fumar cuando Caroline y él intentaban tener hijos, y ella lo
enviaba a trabajar con un tupper lleno de tiras de zanahoria y apio para mascar. Los
tuppers se apilaban en la nevera, unos encima de otros, hasta que al final de la
semana Stephen tiraba el contenido a la basura y escondía los paquetes de Maltesers
que se había zampado en su lugar.
—Bueno —dice—. Entonces, ¿qué…, esto…, qué ha motivado tu decisión de
volver a trabajar?
—Liz me lo sugirió y no me pareció una idea tan espantosa.
—Bien. Bien. —Asiente con la cabeza—. ¿Y cómo está Liz? ¿Descubrió por fin
si Lloyd había tenido una aventura?
Casi me echo reír de lo poco informado que está, pero entonces recuerdo que
apenas hemos hablado desde que Billy desapareció.
—No se hablan desde hace un tiempo. Lo último que supe fue que él seguía
negando que hubiera una tercera persona.
—Pero ella encontró mensajes en su móvil, ¿no? Explícitos.
—Sí.
—¿Y nunca llamó al número?
—Lo hizo, pero le saltó el buzón de voz. Era el mensaje genérico. Ya sabes, el
que lleva incorporado el móvil.
—Ah. —Stephen se remueve en su asiento. Abre los labios y vuelve a cerrarlos.
Creo que se le han terminado los temas intrascendentes de conversación—. Vale,
perfecto. Bueno, hoy no te pondré en ningún aprieto. Hay algunas facturas que hacer
y una pila de pedidos en la bandeja de entrada. Hemos subcontratado el servicio de
limpieza desde la última vez que tú…, desde… —Hace una pausa para secarse la
gota de sudor que se desliza por su sien—. El caso es que eso nos ha permitido
recortar presupuesto, así que ahora tenemos nuevos encargados de la limpieza.
—Me pondré con algunas facturas —digo—. Gracias.
Por la pequeña radio de la esquina suenan canciones pop, y Stephen y yo nos
sumergimos en un amigable silencio. Tardo una eternidad en convertir el primer
formulario de pedido que cojo en una factura, porque no soy capaz de recordar mi
contraseña del ordenador o qué teclas pulsar para que el software de facturación y
todo el resto se active. Pero entonces, igual que cuando montas en bicicleta, empiezo
a hacerlo por instinto y completo factura tras factura y los tensos pensamientos que
han estado zumbando en mi cabeza como abejas coléricas se silencian.
—¿Otro café? —pregunta Stephen, y me sorprendo al mirar el reloj que hay en la
esquina inferior derecha de la pantalla. Ha pasado media hora desde que encendí el
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ordenador.
—Por favor.
Stephen hace crujir sus nudillos, se pone de pie y cruza la habitación para
encender el hervidor, que burbujea y luego pita mientras él abre un paquete de
galletas. Por el rabillo del ojo lo veo meterse dos de golpe en la boca. Mastica rápido,
y le caen migas de los labios en su prisa por comérselas.
—¿Alguna novedad después del llamamiento? —me pregunta, y me da la espalda
para verter el agua hirviendo en dos tazas.
—No, todavía no.
No dice nada. La cucharilla repiquetea contra la taza mientras le da vueltas al
café. Le tiembla la mano al echar el azúcar, y la mitad acaba en la encimera. ¿Está
incómodo porque he vuelto al trabajo? ¿Por eso parece tan nervioso? ¿O es porque
estamos hablando de Billy?
Cuando Billy desapareció, Stephen se quedó destrozado. No paraba de pedirme,
una y otra vez, que le contara lo que había ocurrido la noche que desapareció. Billy
siempre ha sido su sobrino favorito. Ambos compartían afición por la Fórmula 1 y
durante la temporada de carreras Billy se pasaba todos los domingos en su casa. Jake
también se apuntó las primeras veces, pero dijo que era aburrido ver coches dando
vueltas y vueltas a todo trapo por la pista, y me pidió si podía quedarse en casa. Al
presionarlo, me explicó que el tío Stephen le parecía raro. Que no le gustaba cómo lo
abrazaba, que lo hacía demasiado fuerte. Aunque Jake nunca ha sido muy entusiasta
de las expresiones físicas de afecto, su comentario me puso nerviosa. Empecé a
preguntar a Billy sobre sus vivitas a casa de Stephen y busqué comportamientos
anormales, como mentir o mojar la cama o pesadillas nocturnas, pero Billy parecía
estar bien. De hecho, parecía más feliz al marcharse de casa de Stephen de lo que
estaba cuando había llegado. Pero yo necesitaba asegurarme, así que una vez fui a
recogerlo una hora antes, solo para poder fisgonear por la ventana antes de llamar al
timbre. Allí no había nada preocupante. Tan solo Billy y Stephen sentados uno al lado
del otro en el sofá, cada uno con una lata de Coca-Cola, y una caja de chocolates
Roses entre ellos, la tele atronando en la esquina de la habitación y Caroline sentada a
una mesa leyendo una revista.
Me seguía pareciendo raro que Stephen hubiera intimado con uno de los chicos y
con el otro no, pero resultaba imposible negar lo mucho que tenían en común.
Además de la Fórmula 1, ambos adoraban Top Gear, The Gadget Show y cualquier
cosa relacionada con los robots. Stephen decía que con Billy podía comunicarse
mejor, ya que él también era el hermano pequeño. Que se veía reflejado en Billy en
muchos aspectos, aunque no tenían lazos de sangre. Intentaba que su favoritismo no
se trasluciera, pero lo veías en los regalos que les compraba a los chicos. Los de Billy
siempre eran más caros, alguna cosa que él «deseaba desesperadamente», mientras
que los de Jake eran «juguetes de chico» genéricos, de esos que les compras a los
amigos de tus hijos para su cumpleaños. Yo no soportaba ver la mirada herida de los
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ojos de Jake, así que empecé a cambiar de sobre la postal navideña de Stephen,
añadiéndole un billete de diez libras de mi propia billetera. Tuve que dejar de hacerlo
cuando Jake le dio las gracias a su tío por el dinero y Stephen le contestó que no sabía
de qué le hablaba.
Las visitas de Billy a casa de su tío se multiplicaron cuando empezó a meterse en
problemas en la escuela. Decía que el tío Stephen entendía lo que suponía ser la oveja
negra. Yo le contesté que eso era una sandez. Si Stephen se llevaba tan mal con su
familia, ¿por qué trabajaba para su padrastro? Intenté que Billy me contara de qué
hablaban Stephen y él, pero se negó: «¿Es que no se me permite tener secretos,
mamá?».
—¿Y cómo está Jake? —pregunta ahora Stephen.
Después de ver el llamamiento por la tele, me mandó un mensaje para preguntar
si todo iba bien. Yo no tenía energías para entrar en detalle sobre lo que había pasado,
así que me fui por la tangente y le dije que Jake se encontraba mal ese día.
—Está bien. Con su trabajo de aprendiz y sus pesas. Ahora es bastante
corpulento, músculos y más músculos.
—Lo habrá sacado de papá. Era grande como una casa, incluso de adolescente. A
su lado, yo era un tirillas.
—Sí, Mark me lo ha dicho.
La espalda de Stephen se tensa al oír el nombre de su hermano.
—¿Y cómo está Kira? —pregunta.
—Sigue viviendo con nosotros y yendo a la universidad; según parece, el curso
de fotografía le va bien.
—El año pasado me hizo unas fotos, no recuerdo por qué. Sería algún proyecto.
—Sí, siempre tiene su cámara a mano. Sacó una preciosa de mamá en su
cumpleaños. También se hizo un piercing en la lengua hace unos meses. Kira, no
mamá.
Él no se ríe.
—Un piercing en la lengua, ¿eh? Lo próximo será hacerse un tatuaje. ¿Qué les
pasa a las chicas de hoy en día? Es como si estuvieran desesperadas por llamar la
atención. Tetas fuera, morritos, faldas que apenas les tapan el culo. Eres una mujer
muy confiada, Claire, es lo único que digo.
—¿Y qué se supone que significa eso?
—Bueno —continúa removiendo el café—, es una tentación, ¿no crees?
—¿Qué cosa?
—Meter a una jovencita atractiva como esa en tu casa.
La boca se me abre de par en par. ¿Atractiva? El mero sonido de la palabra hace
que se me erice el vello, por no hablar del atisbo de su lengua húmeda mientras la
paladea en la boca.
—Mira —dice levantando las manos—, si a ti no te importa que Kira se pasee por
tu casa medio desnuda delante de tu marido, por mí perfecto. No muchas mujeres
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serían tan confiadas.
Lo que antes me daba pavor de pronto me resulta divertido, y me echo a reír. ¿Se
lo ha estado guardando desde que riñó con Mark el año pasado? Oh, ya lo entiendo.
Le daré a mi hermano donde más le duele sugiriendo que se le van los ojos detrás de
la novia de su hijo.
—¿Es una broma o algo así?
—No. —Niega con la cabeza, sinceramente desconcertado, y entonces parece que
se abre la niebla—. Ah, ya lo pillo. ¿Crees que me estoy despachando? De verdad
que no. Pregúntale a Caroline. Me dijo que ni de coña dejaría que una chica viviera
con nosotros y se paseara por ahí envuelta en una toalla.
—Y tú estás de acuerdo con ella, ¿no?
—Sí… —Se interrumpe bruscamente al darse cuenta de lo que acaba de decir.
—Bueno, si no puedes confiar en ti mismo… —Dejo la frase flotando en el aire y
sonrío inocentemente mientras me levanto de la silla—. ¿Sabes qué, Stephen? Creo
que quizás he cometido un error al venir hoy. Aún no estoy preparada para volver a
trabajar. Necesito estar con mi familia y tengo un montón de ropa sucia que lavar.
Creo que Kira se ha duchado esta mañana. Será mejor que meta su toalla en la
lavadora antes de que pille a Mark olisqueándola.
Cruzo la oficina, cojo el pomo de la puerta y entonces me doy la vuelta.
—Bueno, ¡pues adiós!
Stephen no contesta. Está echado hacia atrás en su silla, mirando como
embobado, con una O perfecta dibujada en su boca.
Me meto en el coche y saco el móvil del bolso. No puedo creer que una vez me
pusiera de parte de Stephen por encima de mi propio marido. Mark siempre ha dicho
que Stephen estaba celoso de él, y yo creía que era su ego quien lo llevaba a decir
eso. Pero Mark tenía razón. Para seguir disparando de esta manera contra Mark, tanto
tiempo después de su discusión y ahora que además Billy ha desaparecido, tiene que
estar muy jodido. No dejaré que me arrastre con él. Ya no.
Deslizo los dedos por la pantalla para teclear un mensaje de texto: «Mark. Lo
siento. Ir a trabajar ha sido un error. ¿Podemos hablar cuando llegues a casa esta
noche? Igual podríamos salir a cenar fuera, o al pub».
Estoy a punto de poner el motor en marcha cuando el teléfono me pita en la
mano. Pero el mensaje no es de Mark, sino del buzón de voz. Alguien debe de
haberme llamado después de silenciarlo al entrar a trabajar.
«Este mensaje es para Claire Wilkinson. Llamamos del Hartfield
Road Surgery para informarla de que han llegado los resultados de
sus análisis. Si pudiera llamarnos cuando…».
Pulso con el índice el icono del teléfono verde para devolver la llamada.
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—Hola, Soy Claire Wilkinson. Llamo por los resultados de mis análisis. Sí,
espero…
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Capítulo 18
—Gracias, hijo —dice Mark mientras Jake recoge su plato vacío de la cena de la
mesita de al lado del sillón y lo añade al montón de platos sucios que carga.
Kira sigue los pasos de Jake recogiendo los vasos, antes de que ambos
desaparezcan por la puerta de la sala. Treinta segundos después oigo el ruido sordo de
la puerta del lavavajillas al abrirse y el «cling, cling» de platos, vasos y sartenes
colocadas con brusquedad. Desde que discutieron, Mark y Jake se han dedicado a
evitarse. Se han mostrado educados, pero entre ellos ha desaparecido cualquier
cordialidad.
—La cena estaba muy buena, amor —dice Mark mientras las escaleras crujen
bajo el peso de Jake y Kira, que suben para desaparecer en su cuarto.
Espero a que el sonido de pasos en el descansillo se desvanezca antes de hablar.
—¿Mark?
Me contesta con un gruñido. Ninguno de los dos ha mencionado el hecho de que
hoy he ido a Wilkinson & Sons. Cuando él ha llegado del trabajo, yo estaba pelando
verduras en la cocina. Me ha dado un beso mecánico en la frente y entonces, justo
cuando estaba a punto de contarle mi día, se ha ido arriba a cambiarse. Desde
entonces no hemos estado solos en ningún momento.
—Hoy me han llamado del médico.
Sus ojos siguen clavados en la pantalla parpadeante que tiene justo enfrente.
—¿Ah, sí?
—Ya tienen los resultados de los análisis. Por mi laguna mental.
El programa que está mirando se queda congelado en la pantalla cuando pulsa el
botón de pausa.
—¡Ah!
—La recepcionista no ha podido decirme si eran buenos o malos, solo que debía
hablar con el médico. Y tengo que esperar hasta la semana que viene para la visita.
—¿La semana que viene? Por todos los santos. Bueno, no puede ser nada grave.
Seguro que te darían hora más rápido si hubiera algo de lo que preocuparse. —
Estudia mi rostro—. Estás preocupada, ¿verdad?
—Tengo miedo de que vuelva a ocurrir.
—Oh, cariño. —Suelta un gruñido al coger impulso para incorporarse de su
sillón. Yo me levanto a medias, esperando que me dé un abrazo. En lugar de eso, se
deja caer en el sofá a mi lado y posa su pesada mano sobre mi rodilla—. No has dicho
nada sobre el tema, así que suponía que lo llevabas bien.
Casi sonrío. Ni se le ha pasado por la cabeza preguntarme cómo me siento por lo
que pasó. Una vez que el médico de Urgencias me dio el alta y Mark se dio cuenta de
que yo no estaba en peligro inminente, archivó la experiencia en una caja de su
cabeza con la etiqueta: «Episodio de amnesia de Claire», y al día siguiente se fue a
trabajar. Puesto que desde entonces yo no lo he mencionado, no ha habido necesidad
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de que volviera a abrir la caja. Debe de ser tan agradable vivir en su mundo en blanco
y negro, donde solo tienes que reaccionar cuando la gente te dice que hay algo ante lo
que reaccionar, donde no te pasas toda la vida dudando de cómo se sienten las
personas a las que quieres.
—No quería preocuparte.
—Deberías haberme dicho algo. —Me aprieta la rodilla con más fuerza—. Me
importa lo que te pase, Claire. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí.
Pongo mi mano sobre la de Mark y lo miro a los ojos. Él no aparta la mirada y,
mientras el televisor resplandece en la esquina de la habitación, algo —tristeza,
esperanza, rencor, no estoy segura— se acumula en mi pecho. Antes podía interpretar
los sentimientos de Mark como si fueran los míos, pero ahora no tengo ni idea de qué
sucede tras sus ojos. Lo único que veo es mi propia cara de preocupación reflejada en
ellos.
—¿Puedo hablarte de otra cosa? —pregunto.
Él se tensa. Cree que voy a hablar de Stephen, estoy segura.
—¿Sería posible que arreglases las cosas con Jake? Por favor.
Su mano resbala de mi rodilla y él se reclina en el sofá.
—¿Tenemos que hacer esto ahora? He tenido un día infernal en el trabajo y solo
quiero relajarme.
—Pero es que Jake no es feliz, Mark. El otro día charlamos, en el garaje. Está
preocupado por su relación con Kira y sé que se siente herido por las cosas que dijiste
la semana pasada.
—¿Jake se siente herido? —Se desplaza en el sofá para volverse hacia mí—. ¿En
serio, Claire? Se cabrea y monta un numerito en la conferencia de prensa, ¿y tú te
metes conmigo? ¿Qué esperabas que hiciera, darle unas palmaditas en la espalda?
—Podríamos haberlo manejado de otra forma. En lugar de perder los papeles,
podríamos…
—¿Hacer qué? ¿Sentarnos y mantener una agradable conversación? ¿Llevarlo a
un terapeuta? Porque a ti te fue de maravilla, ¿verdad? Dejaste de ir al cabo de tres
semanas.
—¿Por qué te pones contra mí así de repente?
—¡Porque tú eres la que ha sacado el tema! Jake es un hombre de diecinueve
años, Claire. No es un niño. No pienso sobreprotegerlo. Alguien tiene que cantarle las
cuarenta.
—Tú te enfrentaste con él, lo provocaste. Y se supone que tú eres el padre. Se
supone que…
—¡No me digas lo que se supone que tengo que hacer! —Se levanta de un salto
del sofá y me mira.
—Lo único que digo es que, si me hubieras escuchado desde un principio, si te
moderaras en lugar de explotar siempre que te enfadas, no estaríamos en esta
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situación.
—¿Qué situación?
—Billy no habría desaparecido.
Mark se queda petrificado, con los puños aún cerrados a los costados, los ojos
clavados en los míos, sus labios húmedos de saliva. Es como si alguien le hubiera
dado a la pausa en medio de nuestra discusión.
—Lo siento. —No pronuncio las palabras lo bastante rápido—. No lo he dicho en
serio; estaba enfadada. No estoy diciendo que sea culpa tuya. ¡Mark! ¡Mark!
Continúo gritando su nombre mientras él sale de la habitación. Segundos después,
oigo un portazo en la puerta de atrás.
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Martes 7 de octubre de 2014
ICE9: Estoy teniendo un día de mierda. ¿Tú qué tal?
Jackdaw44:
ICE9: ¿Estás triste?
Jackdaw44: Porque tienes un día de mierda. ¿Qué pasa?
ICE9: Discusiones.
Jackdaw44: Las relaciones son un coñazo. Deberías estar soltera como yo. Sin
mujeres. Sin dramas. ¡No falla!
ICE9: ¿Sin dramas? ¿Y qué pasa con los grafitis de la escuela? (Si me envías a la
mierda no vuelvo a escribirte nunca más).
Jackdaw44: Vete a la mmmm… (¡es broma!). Que le den a los grafitis. Me estoy
expresando. Ningún capullo lo entiende.
ICE9: Puedes expresarte sin hacerlo en la propiedad de la escuela.
Jackdaw44: ¡No empieces!
ICE9: Eres tú quien ha sacado el tema.
Jackdaw44: De hecho, has sido tú. En fin, al diablo con eso. ¿Quieres ir a tomar
una cerveza?
ICE9: Ja, ja.
Jackdaw44: ¿Qué es tan divertido?
ICE9: a) Son las tres de la tarde y b) Tienes quince años.
Jackdaw44: a) Nunca es demasiado pronto para una cerveza y b) Parece que tenga
dieciocho.
ICE9: Bueno, la b) es verdad.
Jackdaw44: ¿Entonces? ¿ ?
ICE9: Estás en la escuela.
Jackdaw44:
ICE9: ¿Has hecho campana otra vez?
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Jackdaw44: Sí, y me aburro. Ven al pub conmigo.
ICE9: Estoy liada.
Jackdaw44: No, no es verdad. Estás teniendo un día de mierda. + =
ICE9: Mírate, pareces un matemático de los emoticonos.
Jackdaw44: Todo es verdad. Entonces, ¿eso es un sí?
ICE9: Bah, a tomar por culo. ¿Qué daño puede hacerme una cerveza?
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Capítulo 19
Hay un espacio frío en la parte izquierda de la cama, donde debería estar la cálida
huella del cuerpo de Mark.
Ayer por la noche, cuando se marchó, no lo seguí, sino que me senté en el sofá
con los brazos cruzados y reviví la discusión mentalmente. ¿Cómo había pasado de
pedirle que hablara con Jake a acabar sugiriendo que era responsable de la
desaparición de Billy? Porque me provocó, esa es la razón. Se lanzó directamente a la
ofensiva al sacar el tema de mis sesiones fallidas con el terapeuta y dar a entender
que no sabía de qué hablaba. Yo ni siquiera había mencionado la terapia, solo que
debía hablar con su hijo. ¿Qué tenía de malo?
Había ensayado todo lo que le diría a Mark cuando volviera del pub. Palabra por
palabra. Solo que no ha vuelto. Hay un hueco en la calle, delante de casa, donde antes
estaba aparcado su Ford Focus. También se ha llevado su chaqueta y su maletín del
recibidor. No sé adónde ha ido, pero está claro que tenía pensado quedarse a pasar la
noche.
Lo llamé varias veces, pero me saltaba directamente el buzón de voz. Le mandé
un mensaje tras otro.
«Lo siento. No pienso que sea culpa tuya».
«Por favor, Mark, no nos peleemos. Tenemos que estar unidos. Lo siento».
«Por favor. Por favor, habla conmigo».
Y entonces, tras una hora de silencio, me enfadé.
«Tú también has cometido errores. Has dicho cosas en el calor de una discusión y
yo siempre te he perdonado. Solo habla conmigo; podemos arreglar esto».
«Muy bien, vale. Ignórame. Porque eso va a mejorar mucho las cosas, ¿verdad?».
«Me voy a la cama».
Cualquier atisbo de enfado que hubiera sentido hacia él se ha evaporado durante
la noche. Ahora estoy cabreada conmigo misma. Fui un idiota por pagar mi estrés con
él. No se lo merecía.
Miro el reloj de la mesita de noche. Las ocho y media. Con suerte, estará sentado
en su coche antes de entrar en una reunión y lo cogeré a tiempo.
«Mark. Lo siento. Por favor. Solo mándame un mensaje para que sepa que estás
bien. Sé que estás enfadado. Pero, por favor, dime que estás…».
Un ruido procedente de abajo me hace dar un respingo. He oído los pasos de Jake
y Kira retumbando escaleras abajo hace media hora, así que no pueden ser ellos. Y
Mark debería estar camino del trabajo. A menos que haya vuelto. ¿Habrá decidido
tomarse la mañana libre y solucionar las cosas?
Retiro el edredón, saco las piernas de la cama, cruzo la habitación y bajo los
escalones de uno en uno, sin hacer ruido. Lo lógico sería que me encontrara a Mark
sentado a la mesa de la cocina o de pie junto al fregadero, mirando hacia la calle con
cara de mal humor, pero hay una pequeña parte de mí que sigue albergando la
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esperanza de que sea Billy. Y si lo es, si ha ocurrido un milagro y está en casa y está
cansado y sucio y traumatizado, no quiero ser yo quien lo asuste.
Pero no es Billy quien está encorvado sobre la mesa de la cocina con la cabeza
baja. Es Kira, con un tapón para los oídos en una mano y la lente de una cámara en la
otra; se dedica a mover la lengua adelante y atrás, y el piercing de su lengua
repiquetea contra sus dientes frontales, un hábito que ha adquirido desde que se lo
hizo meses atrás.
«Clac, clac, clac».
Parece sumida en sus pensamientos, totalmente concentrada en limpiar hasta la
última manchita y hebra del cristal.
Me trago mi decepción y entro en la cocina.
—Te vas a estropear los dientes si sigues haciendo eso.
Da un respingo al oír mi voz y recoge entre los brazos todo su equipo fotográfico.
—Perdona, te he asustado. Creía que estabas en la universidad. ¿Una taza de té?
—No, gracias. —Se pone de pie y empieza a recolocar tapas, objetivos adaptables
y cámaras en sus compartimentos—. Esta mañana tenía un par de horas libres, así que
se me ocurrió limpiar mi equipo antes de ir a la ciudad a hacer fotos.
—No te preocupes por mí. Esta también es tu casa.
He perdido la cuenta de las veces que se lo he dicho. Al principio, apenas era
capaz de mirarme a los ojos. No sé si porque era tímida o porque el modo en que la
había tratado su madre le había dejado una huella tan terrible que se sentía intimidada
por las mujeres mayores. Ahora lleva dieciocho meses viviendo con nosotros y sigue
sin sentirse cómoda conmigo cuando estamos a solas. De hecho, ha empeorado.
Cuando se mudó, una pequeña, posiblemente estúpida, parte de mí creía que era
posible que llegáramos a tener una relación en plan madre-hija. Pensaba que iríamos
al cine a ver comedias románticas o a un local de estética de la ciudad a hacernos la
manicura, pero es imposible forzar una relación que no existe. Hay gente que necesita
tiempo para adaptarse a las situaciones nuevas, para acostumbrarse a las personas y
confiar en ellas. Kira me importa de verdad. Me preocupo por ella, casi tanto como
me preocupo por mis propios hijos, pero ella aún no está preparada para abrirse a mí.
Continúa metiendo sus cosas en una gran funda portátil a la velocidad del rayo,
con el pelo rubio por encima de la cara.
—No pasa nada. Ya casi había acabado y lo cierto es que debería ir…
—No te vayas. Por favor. —Me acerco a la mesa, con las manos alrededor de una
taza humeante de té—. Me gustaría hablar contigo.
Me mira a través de la cortina de pelo que le cuelga por delante de la cara.
—¿De qué?
—De ti, y de cómo lo llevas.
Retiro una silla y me siento. En realidad, no hemos mantenido una conversación
desde que me ocurrió lo de Weston. Apenas la he visto y no he podido contárselo,
pero supongo que Jake la habrá puesto al día. Cada noche, cuando paso por delante
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de su cuarto de camino a mi cama, el rumor de sus conversaciones en susurros se
escurre desde detrás de la puerta.
—Estoy bien.
Dirige con brusquedad su mirada hacia la ventana de la cocina y el camino de
acceso exterior, y enseguida lo capto. Cree que quiero tener otra charla sobre su
relación con Jake y siente deseos de escapar.
—¿Podemos hablar luego? —Echa un vistazo al reloj de la cocina—. De verdad
que tengo que llegar a la ciudad. Voy a sacarle fotos a una chica y tiene que irse a
trabajar a las nueve y media.
—Vale, no te preocupes.
La miro atravesar la cocina, el cuerpo ladeado hacia la derecha bajo el peso de la
bolsa de su cámara y sus maltrechas deportivas rechinando sobre las baldosas del
suelo. Sus piernas largas y delgadas están pálidas y descoloridas a pesar de que
estamos en pleno verano.
—¡Kira! —La llamo al tiempo que ella agarra el pomo de la puerta.
—¿Sí? —Se da la vuelta.
—¿Alguna vez Stephen…? Stephen, el tío de Jake… ¿Alguna vez te ha dicho
algo fuera de lugar?
Ella frunce el ceño.
—¿Como qué?
—Sobre…, no sé…, ¿tu forma de vestir?
—¿Mi aspecto? —Baja la vista y observa la camiseta negra que se le ciñe al
cuerpo, la falda tejana que le llega hasta medio muslo y las Converse de un lila
desvaído en los pies—. ¿Por qué iba a hacer un comentario sobre eso?
—No lo sé. Solo quería comprobar que nunca ha dicho nada que te haya
molestado.
—No. —Niega con la cabeza—. Nunca. Siempre ha sido muy amable conmigo.
—¿Y no hay nadie más en la familia que te haga sentir incómoda? ¿No te sientes
incómoda cerca de Mark…?
—¡No!
Vuelve a mirar su ropa y me enfado conmigo misma por prestar atención a lo que
me dijo Stephen. Ahora he hecho que se sienta avergonzada por cómo va vestida.
Como si su autoestima no fuera ya lo bastante frágil.
—No —vuelve a decir, esta vez en voz más baja. Cuando alza la vista, me quedo
sorprendida al ver brillar lágrimas en sus ojos—. Claro que no. Todos habéis sido
encantadores conmigo. Estaría en la calle si no me hubierais acogido.
—Estoy segura de que eso no es cierto.
—Lo es. No sé qué habría hecho si no hubierais dicho que podía vivir aquí.
Mamá estaba… Vivir con ella podía ser difícil, y Jake lo sabía. Él me salvó. Sé que
hemos tenido nuestros problemas, pero lo quiero mucho. Lo es todo para mí y me
moriría si lo perdiera. Me moriría de verdad.
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—Oh, Kira.
Cruzo la habitación con los brazos extendidos, pero ella se escurre antes de que
pueda abrazarla.
—Por favor, no lo hagas, Claire.
Abre con torpeza la puerta trasera y se escabulle por el hueco, haciendo que la
bolsa de la cámara golpe la pared en sus prisas por escapar.
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Miércoles 8 de octubre de 2014
Jackdaw44: Ayer moló.
ICE9: Hasta que llegaron tus colegas.
Jackdaw44: ¿Qué pasa con mis colegas?
ICE9: Son unos inmaduros.
Jackdaw44: ¿Y yo no?
ICE9: ¿Habría ido a tomar algo contigo si pensara eso?
Jackdaw44:
Jackdaw44: Oye.
ICE9: ¿Qué?
Jackdaw44: Deberíamos ir a tomar cervezas más a menudo. Me gusta hablar
contigo. Me da la impresión de que me pillas.
ICE9: Igual es porque te pillo.
Jackdaw44:
ICE9: ¿Por qué me das un puñetazo?
Jackdaw44: Te estoy saludando chocando el puño, ¡burra!
ICE9: Ja. ¡Ja!
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Capítulo 20
Estoy sentada en el suelo del descansillo del piso de arriba, con álbumes de fotos
desperdigados a mi alrededor.
El mensaje ha llegado media hora después de que Kira se marchase.
«Supongo que todavía no has tenido tiempo de buscar esas fotos del colegio de
los niños, ¿no? Ben, del Bristol News, dice que publicará el artículo, pero que las
necesita YA. Si puedes, echa un vistazo y dime algo».
Aún no había salido de la cocina. Una parte de mí se veía reflejada en la efusión
de emociones de Kira. A su edad, yo me sentía igual con respecto a Mark. De
adolescente tus sentimientos son tan colosales, tan poderosos. Es como si fueran una
tormenta violenta que te arrastrara de un día al siguiente. Mi mayor miedo es que
Mark se diera cuenta de que podía aspirar a algo mejor y me dejase. Me entran ganas
de zarandear a mi yo de dieciocho años. Eso no era miedo. Hasta que no tienes hijos
no sabes lo que significa verdaderamente el miedo. Tras el nacimiento de Jake, tuve
que dejar de mirar las noticias porque el mundo parecía un lugar aterrador. ¿Qué
posibilidades tenía de mantener a mi pequeño bebé a salvo cuando tras cada esquina
aguardaba un peligro? ¿Cómo demonios se suponía que debía protegerlo de eso?
He encontrado el álbum con un Mickey Mouse en la tapa que está lleno de fotos
de los niños y nosotros en Eurodisney. También he encontrado el álbum azul un poco
maltrecho con fotos de Jake de bebé, abarrotado de imágenes del diminuto y suave
bultito tomadas desde cualquier ángulo imaginable. Estamos Jake y yo en la cama del
hospital, Jake en el cochecito el primer día que salimos a pasear, Jake abrazado a la
abuela, el abuelo sosteniéndolo boca abajo cogiéndolo por los tobillos, Jake en el
baño, Jake bajando por un tobogán. Es como si hubiéramos registrado hasta el último
instante que pasó despierto durante su primer año de vida.
Tenemos un álbum parecido para Billy, con las tapas de un verde pálido, pero no
hay tantas fotos. Me juré a mí misma que no seríamos una de esas familias que hacen
menos fotos a su segundo hijo, pero, al tener que ocuparme también de Jake, no
disponía de tiempo para recrearme con la primera sonrisa de Billy, su primera
palabra, su primer paso. Ahora desearía haber grabado cada segundo de su vida.
Todos los álbumes de fotos están aquí excepto el que estoy buscando, el álbum
gris atestado de fotos escolares de los niños: con poses ensayadas y fondos difusos, la
única manera de distinguir un año del siguiente es el número de dientes que dejan al
descubierto las sonrisas rígidas de Jake y Billy.
¿Dónde está?
¿Lo habrá cogido Mark? La policía nos pidió fotos de Billy tras denunciar su
desaparición, pero yo no me encontraba en condiciones de ayudar, así que se encargó
él.
Lo llamo, pero me salta directamente el buzón de voz. ¿Sigo buscando o espero a
que vuelva a casa? Eso si vuelve.
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Abro la puerta de la mesilla de noche de Mark y cubro el suelo con papeles
manchados de café, luego me tiendo sobre el estómago y extraigo dos maletas
polvorientas de debajo de la cama. Rebusco dentro. Luego reviso el armario y la
cómoda. Registro hasta el último centímetro de nuestra habitación, pero no hay ni
rastro de ese álbum.
¿Tal vez se lo ha llevado Jake? Igual quería enseñarle a Kira las fotos de ellos dos
de niños y…
Kira. Fotografía. Teoría del cine. Billy. Fotos.
Y ahí está, un recuerdo que cobra vida con un destello: Billy hablándome de un
trabajo que estaba haciendo en la escuela para la clase de Comunicación. Su profesor
quería que hicieran vídeos y él se inspiró en algo que había visto en Facebook sobre
un hombre que fotografiaba a su hija cada día de su vida y luego unía las imágenes en
un vídeo a cámara rápida.
—Literalmente la ves crecer desde que era un bebé hasta los dieciocho años —
explicó—. Y tú tienes un montón de fotos nuestras de la escuela. Quiero hacer un
proyecto sobre cómo te cambia la escuela.
La primera vez que me lo pidió apenas le presté atención. Oí la palabra «¡Mamá!»
y señalé con un gesto automático hacia la nevera.
Ahora respiro hondo varias veces antes de abrir la puerta de su cuarto. No está tal
como él lo dejó. No hay un desbarajuste de ropa tirada por el suelo, bolsas de patatas
fritas vacías metidas por el borde de la cama y cuadernos de ejercicios y bolis
esparcidos por el suelo. Está más ordenado de lo que lo había estado desde que era un
bebé y yo le preparé una habitación de niño preciosa, con fotos enmarcadas de
Winnie-the-Pooh en la pared y peluches alineados sobre la cómoda.
La policía registró cada centímetro de su habitación después de que
denunciáramos su desaparición. Se llevaron su ordenador, su videoconsola y todos
sus libros, cómics y libretas de dibujo. Yo me quedé en el piso de abajo, en la sala, y
escuché crujir el parqué bajo el peso de sus pasos. Una vez que se marcharon, me
atreví a subir. Lloré al ver la habitación. No porque la hubieran dejado desordenada
—no era así—, sino porque era como si hubieran borrado de ella cualquier rastro de
Billy. Lo único que quedaba era su cama y sus pósteres de grafitis, estrellas de rap y
skaters.
Nos devolvieron sus cosas una semana después. Un examen forense de su
ordenador no había revelado nada, aparte del hecho de que pasaba mucho tiempo
navegando en busca de información de sus artistas de grafiti preferidos y viendo
vídeos de skaters en YouTube. Además de entrar en páginas de porno duro.
—Cada vez es más común que los chicos accedan a esta clase de material —nos
explicó el detective Forbes—. Para los adolescentes puede volverse compulsivo.
Como una adicción. No estoy sugiriendo de ninguna manera que esto esté
relacionado en algún sentido con la desaparición de Billy, pero se ha señalado en su
informe.
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Mark quiso saber qué clase de porno duro había estado mirando Billy y el
detective Forbes se apresuró a asegurarnos de que no era nada ilegal, pero sí bastante
extremo.
—¿Y su móvil? —pregunté yo—. ¿Lo han encontrado?
Él negó con la cabeza.
—El rastreo del GPS no consiguió revelarnos nada y la triangulación nos mostró
que se utilizó por última vez en esta casa o en esta calle. Me temo que aún no lo
hemos localizado.
—Entonces, ¿nada de lo que había en su cuarto les ha dado alguna pista de lo que
puede haberle pasado?
—No, señora Wilkinson, lo siento.
Abro la puerta del cuarto de Billy y aspiro profundamente, pero cualquier rastro
de él ha desaparecido. Yo le echaba la bronca por amontonar sus apestosas deportivas
detrás de la puerta, porque se olían desde el descansillo. Había también otros olores:
ropa sin lavar, hamburguesas a medio comer exudando en sus cajas de poliestireno
blanco metidas debajo de la cama y el penetrante olor químico de sus rotuladores de
punta gruesa.
Reviso la estantería de Billy, pero no hay ni rastro del álbum de fotos
desaparecido entre los cómics cuidadosamente ordenados, las novelas gráficas y el
montón incongruente de libros de Harry Potter que leíamos juntos antes de ir a
dormir. Al cumplir los ocho me dijo que eso de que le leyera cuentos en la cama cada
noche era de niños, pero siguió insistiendo con Harry Potter cada noche. Llegamos
hasta Harry Potter y las reliquias de la muerte. Me gusta pensar que lo hacía por mí.
Al abrir el cajón de su mesita de noche los blocs de dibujo que hay amontonados
encima se desperdigan por la moqueta. Apoyo uno en mi regazo y lo hojeo. A
diferencia de lo que le pasó con la lectura, el interés de Billy en el dibujo nunca ha
decaído, pero ha pasado mucho tiempo desde que dibujaba robots, dinosaurios y
coches voladores. En los dos últimos años no ha hecho más que garabatear tags y
grafitis en cualquier superficie disponible.
Fliy: ese fue el primer tag que se inventó, pero lo cambió a DStroy cuando Jake
se burló de que quisiera llamarse así, diciendo que era porque hacía mucho ruido y
era sucio y molesto, como las moscas[3].
Y aquí está, una página tras otra cubierta de gruesos garabatos negros. «DStroy.
DStroy. DStroy». Las letras resultan cada vez más ilegibles y se convierten en un
jeroglífico afilado y oscuro a medida que él pule el diseño. No se esforzó en absoluto
por ocultar el hecho de que él era DStroy; esa es la razón de que al director le fuera
tan fácil identificarlo como el responsable de los grafitis de la escuela.
La primera vez que nos convocaron al despacho del señor Edwards, Billy trató de
explicar que el grafiti era su manera de dejar una huella en el mundo. Tal vez no lo
recordaran por ganar un trofeo deportivo o un premio de teatro, pero todo el mundo
sabía quién era DStroy. A DStroy no le importaba lo alto que fuera un edificio o los
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riesgos que corriera al cubrirlo de tags. DStroy pensaba que sus profesores y la
policía eran ovejas sonámbulas que ejecutaban las órdenes de la escoria de políticos
hipócritas que nos gobernaban. ¿Quiénes eran ellos para decir que no podía
expresarse como quisiera? El grafiti no era vandalismo: era un arte.
Mark le dijo que era un puto imbécil. Que el respeto se ganaba trabajando duro,
no llenando de garabatos las propiedades de la escuela, y que le avergonzaba que
fuera su hijo. Vi a Billy encogerse por un instante, antes de murmurar «Vaya uno para
hablar de respeto…», por lo bajo. Mark no lo oyó y yo no estaba dispuesta a pedirle a
Billy que lo repitiera.
Esperaba que fuera una etapa, lo de los grafitis y su actitud desafiante. Yo misma
me peleé con mi madre cuando tenía más o menos la edad de Billy. Me creía muy
mayor e independiente, y me agobiaba que mis padres siguieran teniendo tanto
control sobre mi vida. Si mamá insistía en que papá me recogiera de una fiesta a las
diez en lugar de dejarme quedar hasta las once, o me confiscaba un carmín que yo
había comprado porque era «de zorra», yo discutía como si me fuera la vida en ello.
Era yo quien sabía qué era lo mejor para mí, no ella. ¿No era consciente de lo patética
que quedabas delante de tus amigas cuando te recogían antes que a ninguna? ¿No se
acordaba de lo importante que era tener el mismo tono de pintalabios que todo el
mundo?
No me ablandé cuando Billy se metió en problemas en la escuela. Apoyé a Mark
al cien por cien cuando le dijo que estaba castigado durante un mes, pero también
sentía que era importante hablar con él para entender por qué había hecho lo que
había hecho y poder evitar que sucediera de nuevo. Mark me acusó de
sobreprotegerlo, pero yo no di mi brazo a torcer. Gritarle y chillarle tan solo serviría
para agrandar el abismo que nos separaba, y yo no quería ser una extraña en la vida
de mi propio hijo. Pero él no me dejó entrar.
Paso otra página del bloc de Billy y me seco la lágrima que me cae por la mejilla,
pero soy demasiado lenta y acaba sobre el papel. La tinta se sale del borde del dibujo
y se extiende, como una hoja de helecho, a través de las fibras de la hoja. Nunca
debería haber pasado la noche en casa de mamá. Si hubiera sido más fuerte. Si me
hubiera mantenido firme y en lugar de eso le hubiera dicho a Mark que se apartara,
entonces Billy nunca habría desaparecido.
Yo me habría despertado. Lo habría oído escabullirse por las escaleras. Le habría
dicho que lo queríamos hiciera lo que hiciera.
La policía dijo que no había pruebas de que hubieran forzado la puerta esa noche.
Ni signos de pelea. A Billy no lo habían asfixiado en la cama y lo habían sacado de la
casa. Se había marchado él por propia voluntad. ¿Vino a buscarme a casa de mamá y
siguió caminando al ver que nadie contestaba al timbre? ¿Se fue a casa de un amigo y
se metió en problemas por el camino? ¿Alguien se ofreció a llevarlo y luego…?
Dejo caer la libreta y me aprieto la sien con la mano, al tiempo que un
pensamiento oscuro me repta por el cerebro.
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—No. —Digo la palabra en voz alta, para intentar bloquearlo—. No está muerto.
Billy está vivo. Huyó porque se sentía avergonzado, poco querido y rechazado.
Está escondido con un amigo. Ha visto los llamamientos por la tele, pero sigue
enfadado, herido. O está durmiendo en la calle y no ha visto los llamamientos. Cree
que no nos importa lo suficiente como para ir a buscarlo. Pero han pasado seis meses.
Después de tanto tiempo, ¿no se habría puesto en contacto? Sabe lo mucho que lo
quiero. No me haría pasar por este tormento. La única razón por la que no sé nada de
él es porque…
—¡No! —Vuelvo a decir—. ¡No! ¡No!
—¿Claire?
—No. No pienso creerlo. No lo haré.
—¿Claire? —Esta vez la voz suena más alta, y cierro los ojos con fuerza.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No!
—¡Claire! —Noto el peso de una mano en un hombro—. Claire, ¡basta! ¡Basta!
Deja de gritar.
Mark está en cuclillas frente a mí. Lleva pantalones de traje y una camisa blanca.
El botón superior está desbrochado y luce una barba de dos días.
—¿Qué haces? ¿Por qué gritabas?
Lo miro mientras sigue moviendo los labios, aunque no logro entender las
palabras que pronuncia. Es como si alguien me hubiera despertado en medio de una
pesadilla y hubiera una pared de vidrio entre la realidad y yo.
—Claire. Oh, Dios, Claire. —Me atrae hacia él y me rodea con sus brazos, y el
olor de su aftershave me llena las narinas; un intenso aroma cítrico mezclado con el
tufo de tabaco. Mark no fuma desde hace años. Debe de haber empezado a hacerlo a
escondidas—. Claire, lo siento. —Me pasa una mano por el pelo, una vez y otra y
otra; caricias firmes desde lo alto de la cabeza hasta la nuca—. Siento que
discutiéramos ayer por la noche. Y siento no haber contestado a tus mensajes. Estaba
tan enfadado que necesitaba tranquilizarme.
Muevo los brazos, que tengo doblados y atrapados contra mi pecho, y luego
deslizo mis manos por su espalda y aprieto con mis palmas sus omóplatos. El tacto de
la camisa es fresco y suave.
—Yo también lo siento —susurro, y me aparto para que pueda verme la cara, pero
no lo suelto. Abrazarme a él hace que me sienta real. Anclada a la tierra. Si lo suelto,
saldré volando—. No sé por qué dije eso. Me he sentido tan culpable y…
—Claire, no hay un solo día en que no me sienta culpable por lo que le dije a
Billy esa noche. Tenías razón cuando me pediste que me comportara como un padre y
me controlara. Cabría esperar que a estas alturas ya hubiera aprendido eso. Ya he
perdido a un hijo.
Aparta la mirada y los dientes le castañean al tratar de evitar las lágrimas. Lo
atraigo hacia mí y le acuno su cabeza entre las manos.
Su cuerpo se sacude contra mí mientras llora en silencio. Luego tose, respira
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hondo y se aparta, tiende las manos, coge las mías.
—Estoy tan enfadado conmigo mismo… Juré que no sería esa clase de padre.
Que no me reiría de las ambiciones de mis hijos. Que no les diría que un trabajo en el
patio de una tienda de suministros para la construcción era lo mejor a lo que podían
aspirar en la vida. Iba a decirles a mis hijos que podían ser lo que quisieran ser, joder.
—Y lo hiciste. Siempre se lo has dicho a los chicos, desde que eran lo bastante
pequeños para tener ambiciones. ¿Te acuerdas de cuando Billy anunció que quería ser
astronauta? Le aseguraste que, si se esforzaba en la escuela, no había ninguna razón
para que no pudiera hacerlo. Ahorraste para llevarlo al centro espacial de la NASA en
Florida si se sacaba las mates en el certificado de secundaria, ¿te acuerdas?
—Claire, ¡tenía ocho años!
—Pero le dijiste que creías en él. Lo convenciste de que podía conseguir
cualquier cosa.
—¿Y dónde se torció todo? —La luz de sus ojos se apaga—. ¿Por qué echármelo
todo en cara? ¿Por qué saltarse las clases? ¿Por qué recurrir al vandalismo? Robar en
las tiendas, por el amor de Dios. No creo que mi padre hiciera un gran trabajo
criándome, pero he salido bien. ¿En qué me he equivocado yo tanto?
—No te has equivocado en nada. Billy tiene quince años. Era una etapa; la habría
superado.
—¿Seguro? ¿Y si lo siguiente hubiera sido coquetear con las drogas? ¿O robar
coches? Claire, algunos de los chicos con los que salía eran estudiantes fracasados.
Con dieciocho años, viven de las ayudas sociales, cubren los puentes de grafitis y
huyen de los polis. Billy los admiraba ¡y creía que el gilipollas era yo!
»En fin… —Sacude la cabeza como si quisiera despejarse—. Siento que
discutiéramos. Estaba estresado y la tomé contigo. Creía que el llamamiento
proporcionaría nuevas informaciones y entonces Jake… —Se interrumpe
bruscamente—. Mejor no volver a empezar con eso.
—Mejor. Me alegro de que hayas venido pronto a casa —añado al tiempo que
Mark me coge las manos y me ayuda a levantarme del suelo.
Mientras me lleva hacia la puerta, vuelvo la vista hacia los blocs de dibujo del
suelo.
—Mark, ¿por casualidad has visto el álbum de fotos? El gris con las fotos del
colegio de Billy y Jake.
—No. —Tira levemente de mí—. Ya aparecerá. Nada se pierde para siempre.
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Capítulo 21
Ya no puedo ver un programa de televisión entero. Soy incapaz de quedarme sentada
tanto rato y tengo que ponerme a hacer algo: recoger, limpiar, charlar o navegar por
Internet. No sé si es si porque la maternidad y la falta de sueño han socavado mi
capacidad de concentración o porque he olvidado cómo relajarme. Echo de menos
poder desconectar el cerebro y perderme en una película o una serie. Cuando los
chicos eran más pequeños, mirábamos Factor X o I’m a Celebrity en familia. Nos
sentábamos en el sofá, Mark y yo encajados en las esquinas con los niños apretujados
en medio, entre nosotros. Pedíamos pizza, bebíamos Coca-Cola densa y pegajosa, y
comentábamos las actuaciones o nos metíamos con los famosos. Mark y yo
intercambiábamos una mirada ante los chistes más picantes de Ant y Dec, y luego nos
echábamos a reír, lo que provocaba miradas de desconcierto de los niños y un coro de
«¿Qué? ¿Qué hace tanta gracia?». Daría cualquier cosa por echar el tiempo atrás y
volver a hacer eso. Cualquier cosa.
Mark ha subido arriba a trabajar hace media hora, y Jake y Kira desaparecieron en
su cuarto después del té, así que estoy sola sentada frente al televisor, medio viendo
un programa sobre la adopción, medio leyendo la revista que tengo en el regazo. No
puedo dejar de pensar en la libreta de dibujo que he encontrado antes en el cuarto de
Billy, con su tag, DStory, garabateado en todas las páginas. El detective Forbes aún
no me ha dicho nada de la oficina de correos abandonada, aunque ya no estoy tan
convencida de que Billy esté allí. Y no puedo dedicarme a conducir por Gloucester
Road y llamar a la puerta de las casas ocupadas. Eso me deja solo el último sitio de la
lista de Billy: Avonmouth. Hay un pub cerca del río, el Lamplighters. Podría
proponerle a Mark que vayamos a pasear por la orilla del río y a tomarnos una
cerveza después.
Subo los escalones de dos en dos. La puerta de nuestro cuarto está entreabierta.
Las cortinas siguen descorridas y Mark, tendido en la cama con un archivador sobre
el pecho y la boca levemente abierta, está bañado en una luz suave. Un ronquido se le
encalla en la garganta antes de quedarse en silencio otra vez. Con cuidado, lo cubro
con el edredón y luego vuelo al descansillo. No puedo despertarlo, no si está cansado.
Trabaja mucho.
Miro mi móvil: apenas han dado las 19:30. Si quiero llegar a Avonmouth antes de
que se ponga el sol, tengo que salir ya. Cruzo el descansillo hacia el cuarto de Jake y
Kira, y me quedo en silencio ante la puerta. A través de las rendijas se cuelan
pequeños fragmentos de conversación. Un segundo después, ambos estallan en
carcajadas. El sonido es tan extraño, tan maravilloso, que hace que me dé un vuelco
el corazón. Suenan tan felices… No puedo pedirles que vengan conmigo a buscar a
Billy.
Regreso a la sala y llamo a Liz, que coge al segundo timbre.
—¿Estás bien?
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—Sí. Me preguntaba si te apetecía venir conmigo al Lamplighters, en
Avonmouth.
—¿Ahora?
—Sí.
—Vaya, lo siento, compañera. Estoy en la ciudad. He quedado con Caleb y su
nuevo novio para tomar algo. —Casi chilla las palabras «nuevo novio».
—¿Te lo va a presentar?
—¡Lo sé! Tengo instrucciones estrictas de no hacer, o decir, nada que pueda
avergonzarlo, así que básicamente tendré que quedarme sentada muda en una esquina
toda la noche, pero sí, ¿a que es increíble?
—Es una gran noticia, Liz.
—Podemos ir a tomar algo mañana si te apetece. Pero, oye, ¿por qué quieres ir a
Avonmouth?
—No importa; mañana te lo cuento. Pásalo bien esta noche.
—Lo haré. ¡Cuídate!
Dejo el teléfono y vuelvo a hundirme en el sillón. El reportaje ha acabado y ha
empezado un programa para perder peso. Hago zapping. Las imágenes centellean en
la pantalla y luego se desvanecen: una mujer con dolores de parto, un padre y un hijo
jugando al fútbol, una mujer embarazada, una familia cenando, un adolescente en una
cama de hospital. Apago el televisor. El repentino silencio hace que me piten los
oídos.
Cojo mi revista.
La vuelvo a dejar.
Cojo mi móvil y entro en Facebook.
Fotos de gatos. Fotos de comida. Fotos de puestas de sol. Quejas por un mal día
en el trabajo, por grifos que gotean, por vecinos molestos y el Gobierno.
Cierro la aplicación.
Mi pie golpetea sobre el suelo, «tap, tap, tap», mientras echo un vistazo a la sala:
las fotos de Jake y Billy sobre la repisa de la chimenea, los DVD y libros de la
estantería, la reproducción enmarcada que le compré a Mark por nuestro primer
aniversario.
«Tap, tap, tap». «Tap, tap, tap».
No puedo quedarme aquí sentada sin hacer nada.
No puedo.
La voz de Liz me resuena en los oídos mientras aparco el coche y bajo por la calle
hacia el pub Lamplighters: «No vayas sola a ninguna parte. Tienes que dejar a la
policía hacer su trabajo».
Aparto su voz de mi mente.
No hay ni una sola mesa vacía fuera del pub. Allí donde miro hay hombres y
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mujeres con camisetas y pantalones cortos, tops y vestidos; todos beben, fuman,
charlan y disfrutan de los últimos vestigios del verano. El sol está bajo en el cielo, y
las nubes son franjas anaranjadas y rojas. Aunque no hace frío, me estremezco con mi
chaqueta fina, mi vestido largo y las sandalias. Debería haberme cambiado antes de
salir de casa.
Giro a la derecha frente al pub y cruzo la cancela que lleva a Lamplighters Marsh,
el sendero que corre paralelo al río Avon. Ha pasado mucho tiempo desde la última
vez que estuve aquí. Fue antes de que nacieran los niños; en aquella época Mark tenía
una moto y salíamos los dos a la aventura: descubríamos partes de Bristol donde
nunca antes habíamos estado, pasábamos horas alargando las claras (él) y los vasos
de Martini con limonada (yo), mientras descubríamos todo lo que había que saber
sobre el otro.
Estoy flanqueada a ambos lados por arbustos espinosos y densos helechos que
ocultan de la vista el río y la ciudad. En la distancia está el puente de Avonmouth, un
corte de metal gris que divide el cielo. Una gaviota vuela en círculos y luego se lanza
hacia el suelo y desaparece de la vista. Sigo andando hacia el puente. Si Billy iba a
dibujar su tag en alguna parte de por aquí, ese habría sido su objetivo.
A lo largo de varios metros sigo oyendo las risas y las conversaciones del pub que
queda a mi espalda, y luego desaparecen y son sustituidas por una ráfaga de aire que
parece no venir de ninguna parte y el zumbido sordo de los coches que cruzan raudos
el puente. A medida que avanzo aparecen curvas y recovecos en el camino, y el sol se
hunde más en el cielo. Me cruzo con un caminante solitario que pasea a su perro. Me
saluda con la mano y luego desaparece también. Avanzo por el sendero durante cinco,
tal vez seis minutos más, y entonces descubro un hueco entre los arbustos y un
solitario banco verde al borde de una orilla pantanosa. Me paro al ver algo flotando
en la superficie del agua. Algo negro, voluminoso, como una prenda de ropa
hinchada por el aire. Cuando Billy desapareció se habló de dragar el río. Fui incapaz
de soportarlo. Tuve que salir de la habitación.
Me quedo petrificada, apretándome el pecho con una mano mientras el río acerca
su tesoro cada vez más, y entonces dejo escapar el aire de mis pulmones al verlo
darse la vuelta en el agua y distinguir el nudo de una bolsa de basura rasgada que
aparece en la superficie. Es una bolsa. Solo una bolsa.
Al darme la vuelta, noto algo en el dedo del pie. Bajo la vista. Hay una zona con
la hierba quemada junto al banco, con piedras en los bordes y tres o cuatro troncos
chamuscados en el centro, donde alguien debió de hacer una fogata. Me agacho y
pongo la mano encima. Está frío. Quien encendió el fuego se marchó hace mucho.
Pero había alguien aquí, alguien que necesitaba encender un fuego para mantener el
calor. El sonido de unas voces atraviesa el silbido del aire y el rugido del tráfico, y yo
me quedo inmóvil, con el brazo aún extendido hacia los troncos. Las voces están
demasiado cerca para llegar desde el bar. Y son voces masculinas, de chicos jóvenes.
Al regresar al camino mi paso se convierte en un trote, y luego en un sprint al darme
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cuenta de que el sonido procede directamente de debajo del puente.
A medida que me acerco, bajo el ritmo hasta pararme. Sigo oyendo las voces,
pero no veo una manera clara de llegar hasta ellas. Aquí la vegetación es más densa,
con arbustos y árboles que se alzan hasta mucho más arriba de mi cabeza. Y entonces
lo veo, una alteración entre los helechos y un sendero abierto con los pies que lleva
directamente debajo del puente. Las voces aumentan de volumen a medida que me
abro paso entre los matorrales y entonces alguien grita: «Vaya», al verme aparecer en
un pequeño claro junto a la orilla del río. Cuatro adolescentes, sentados alrededor de
un fuego con las piernas cruzadas, y las mochilas y las bicis desperdigadas a su
alrededor, me devuelven la mirada. Se hace un silencio de estupefacción, y luego uno
de ellos suelta una risita. Me mira con sus ojos grandes y redondos, y entonces se
echa hacia atrás rodeándose el cuerpo con los brazos y estalla en carcajadas.
—¡Naz, cabrón! —El chico de su derecha coge una lata de cerveza que hay junto
a la cabeza de su amigo y la vuelve bocabajo—. Era mi última cerveza.
—¿Ha perdido su perro? —pregunta otro de los chicos, que agacha la cabeza y le
da una calada al porro que tiene escondido en la mano medio cerrada.
—No, yo…
Detrás de los chicos hay un pilar de cemento. A pesar de la escasa luz, distingo en
la base las curvas y espirales de un grafiti.
—¿Así que es aficionada a los grafitis? —dice el chico del porro mientras rodeo
al grupo con un gran círculo para mirar más de cerca.
En dos sitios alguien ha escrito las iniciales «DBK» con un grueso trazo naranja.
Hay algunas letras sin sentido dibujadas con espray lila a lo largo del centro de la
columna. «CNCSC» es todo lo que logro descifrar. Con espray negro han escrito
«ZYNC» en la base del pilar, y hay algo rodeado de una burbuja blanca con el borde
negro. No reconozco ni una sola palabra.
—¿Vosotros…? —Me vuelvo hacia los chicos—. ¿Alguno de vosotros hace
grafitis?
—¿Hacéis grafitis? —repite Míster Porro, con cara de póquer, y Risitas chilla
divertido.
Hubo una época en que un grupo de chicos jóvenes como este me habría
resultado amenazante. Habría cruzado la calle antes que arriesgarme a llamar su
atención, pero ahora ya no tengo miedo. No me importa que crean que soy vieja y
doy pena y que no molo nada.
Apoyo la mano en el pilar. Lo noto frío y húmedo bajo mi palma.
—¿Alguno conoce a Billy Wilkinson?
—¿Por qué?
—Es mi hijo. Lleva seis meses desaparecido.
—Yo lo conozco —interviene el chico más menudo del grupo.
Es lo primero que dice desde que he aparecido en el claro, pero he visto cómo me
observaba y me seguía con los ojos medio cerrados.
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—Cállate, Gray. No sabemos quién es esta mujer. Parece una poli.
—Una mamá infiltrada —dice Míster Porro.
El chico de la lata de cerveza le da una colleja.
—No seas capullo.
—Este es Billy.
Desdoblo el impreso que llevo conmigo a todas partes y me acerco a ellos. Es casi
de noche ya, los últimos restos de luz solar se desvanecen, y ellos miran la cara de
Billy a la luz del fuego.
—Tiene quince años. Hace… Está muy metido en el mundo de los grafitis. ¿Lo
habéis visto? Hace poco, me refiero.
Mi pregunta recibe como respuesta encogimientos de hombros y ojos vidriosos.
Rodeo al grupo y me agacho junto a Gray. El aire que lo envuelve está cargado de
olor a humo de madera, maría y cerveza.
—Has dicho que lo conocías. ¿De qué?
Él se aleja un poco, apretándose contra el chico sentado a su lado.
—Sé quién es —dice mientras el otro lo aparta de un empujón—. He oído hablar
de él.
—¿Dónde?
—En las noticias y tal.
—¿Estás seguro? —Le clavo la mirada, pero él es incapaz de sostenérmela, o no
quiere hacerlo, y juguetea con los cordones de sus zapatillas—. Por favor, es
importante. Y sé que ha estado aquí antes. Sé que quería pintar su tag en el puente.
¿Has visto u oído algo raro?
—La cara de Naz es rara —dice Míster Porro, y todos se ríen.
Todos menos Gray, que retuerce el cordón una y otra vez alrededor de su mano
izquierda. Si los demás no estuvieran aquí, me contaría la verdad. Estoy segura.
Inclino la cabeza hacia él y bajo la voz.
—¿Podría hablar contigo? ¿Solos? ¿Un minuto?
Le toco el hombro y se aparta de mí de un salto, como si se hubiera electrocutado,
y por poco se quema con el fuego al ponerse de pie.
—¡Blanca al canto! —grita Naz mientras Gray corre hacia el río, cae de rodillas y
vomita sobre sus manos.
Se me cae el alma a los pies. No me estaba ocultando nada: solo intentaba no
devolver.
Me pongo de pie sin saber muy bien si debería comprobar que está bien o
largarme. Entonces, por el rabillo del ojo, veo que Naz le susurra algo a Risitas al
oído. En cuanto vuelvo la cabeza, deja de hablar.
—¿Qué pasa? —digo—. Es Billy, ¿verdad? ¿Sabes algo sobre él?
Se oye un sonido desde los arbustos que hay a mi espalda. Un sonido de alguien
que avanza haciendo ruido por el sotobosque, apartando ramitas mientras otras lo
arañan en su desesperación por huir.
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—¿Billy?
Arbustos y zarzas me arañan el pecho, los brazos y las manos mientras me abro
camino entre ellos, siguiendo el sonido. El vestido se me engancha en una espina. Se
rasga mientras trato de soltarlo y sigo corriendo.
—¡Billy, para! ¡Para!
Es rápido, mucho más rápido que yo. Mis sandalias de suela plana no tienen
tracción sobre el suelo accidentado, y en varias ocasiones tropiezo mientras avanzo a
tientas a través de la penumbra. El ruido de risas me persigue. Se me clavan espinas
en las manos y algo punzante me azota la mejilla mientras me sobrepongo y avanzo
dando traspiés tras mi hijo. Ha estado todo el rato entre los arbustos, mirándome,
escuchándome hablar con los chicos. ¿Por qué tendría que huir? ¿Por qué?
—¡Soy mamá! ¡Billy, soy mamá!
Y entonces se interrumpe. De forma casi tan repentina como empezó, el ruido de
chasquidos desaparece. El único sonido que se oye es el «bum, bum, bum» de mi
corazón latiéndome en las orejas.
No, también oigo pasos. El leve eco de alguien que corre. Debe de haber
alcanzado el sendero.
—¡Billy, espera!
Me cubro la cabeza con los brazos y me adentro entre los helechos en dirección al
sonido. Mi pie alcanza terreno sólido: el camino.
—¡Billy, soy…!
Una mano me agarra por la cintura y una cara preocupada me observa. Es una
mujer, más o menos de la misma edad que yo, con el pelo recogido en una coleta.
Lleva un top fluorescente, shorts y zapatillas de correr.
—¿Estás bien? He oído gritos entre los arbustos y…
—¿Lo has visto?
Miro a un lado y otro del camino, pero lo único que veo es la penumbra que se
aleja de mí en ambos sentidos.
—¿Si he visto a quién?
—A mi… —Algo me roza los tobillos; un border terrier con la lengua colgando y
trozos de ramitas metidos en el pelo.
—¿Has perdido tu perro? —pregunta la mujer, que mira en mi misma dirección
—. Yo creía que un perro sería una gran idea. Puede salir a correr conmigo, le dije a
mi marido, pero creo que voy a tener que empezar a dejarlo en casa. Es muy malo: ha
desaparecido entre los arbustos. No te habría oído gritar si no hubiera regresado a ver
dónde se había metido. —Se agacha y coge un trozo de ramita de su pelo—. Eres
muy malo, ¿a que sí? Muy travieso.
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Capítulo 22
No reconozco a la mujer que me devuelve la mirada desde el espejo del baño. Tiene
ojeras oscuras bajo los ojos, la piel cetrina y dos profundos surcos en el ceño donde,
tan solo seis meses atrás, había dos leves marcas de expresión. Pero, cuando me doy
unos suaves golpecitos con los dedos en los pómulos para ver si me duele, la mujer
del espejo hace lo mismo.
Antes de irme a dormir me embadurné de crema Savlon y de árnica, y el arañazo
de la cara ha desaparecido durante la noche dejando tan solo una levísima marca roja
a lo largo de mi pómulo derecho. También tengo un moratón en la clavícula, allí
donde una rama me dio de pleno en el pecho, pero por suerte es pequeño. Me aplico
maquillaje en ambas zonas: unos toquecitos de corrector sobre las marcas moradas,
que fijo con polvos. Es imposible disimular los profundos araños de los antebrazos —
parece que me haya peleado con un gato salvaje—, así que me cambio la camiseta de
manga larga del pijama que me puse antes de meterme a la cama ayer por la noche y
me visto con una camisa azul cielo. Mark no ha comentado nada sobre mis heridas
esta mañana, al levantarse de la cama. Mi mejilla derecha estaba enterrada en la
almohada y el resto del cuerpo, oculto por el pijama y el edredón.
Intento sonreír y la mujer del espejo responde curvando los labios, pero la sonrisa
no le llega a los ojos. Se la ve cansada y preocupada. Yo me siento igual. Fue una
idiotez salir sola ayer por la noche. Tuve suerte de toparme con un grupo de
adolescentes bajo el puente, y no con alguien más peligroso. ¿Y si me hubiera dado
otra de mis lagunas? Nadie sabía adónde había ido. Me podría haber pasado cualquier
cosa.
La mujer del espejo niega con la cabeza.
Liz estaba en lo cierto, tengo que abandonar la búsqueda de Billy y dejar que la
policía haga su trabajo.
Cojo mi teléfono de encima de la tapa bajada del váter y leo los mensajes que me
he perdido mientras dormía.
Mamá. 23:35: «Espero no despertarte. Supongo que no has encontrado las fotos,
¿no? El periodista amenaza con no publicar el artículo si no se las mandamos pronto.
No sé qué mandangas de su calendario laboral y fechas de entrega. ¿Quieres que
venga y te ayude a buscar?».
Liz. 7:10: «Supongo que no puedo pedirte otra vez tu destornillador sónico, ¿no?
Me están saliendo ampollas en las manos intentando montar una puta estantería».
Stephen. 7:15: «Claire, dije lo que dije por una razón. Tenemos que hablar.
Llámame, por favor. S.».
El mensaje de Stephen me pone nerviosa. Aún no le he contado a Mark lo que
pasó cuando volví al trabajo. Quiero hacerlo, pero no encuentro el momento
adecuado. Nuestra relación es tan frágil que soy reacia a sacar cualquier tema que
pueda provocar otra discusión.
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Tecleo mis respuestas a mamá y Liz: «Hola, mamá. El otro día estuve mirando
pero no encuentro el álbum. ¿Te sirve alguna otra foto? Tenemos muchas de los dos
jugando en el jardín o de vacaciones. Beso».
«Por supuesto, Liz. Está en alguna parte del garaje. ¿Sigues haciendo el último
turno? Paso a dejártelo dentro de un rato».
Reflexiono sobre el mensaje de Stephen. ¿Quiero contestarle? No. ¿Quiero hablar
con él? No. ¿Me preocupa que me despida y tener que buscar un nuevo trabajo?
Definitivamente no. Es un cizañero y un liante. No vale la pena aguantar eso por
conservar ningún trabajo.
Jake y Kira están en la cocina. Ella lleva una bata de felpa y se deleita con un trozo
de tostada, mientras que él prepara té, vestido ya con su uniforme marca de la casa
para empezar el día: vaqueros desaliñados, sudadera y deportivas. Me recuerdan a
Mark y a mí cuando vagueábamos en la cocina de nuestra primera casa, emocionados
por haber escapado de la de nuestros padres, y nos reíamos por estar jugando a ser
adultos.
Contemplo desde el pie de las escaleras cómo Kira se termina la tostada y deja su
plato en la pila. Jake la mira mientras ella abre el grifo, y entonces se olvida del té y
cruza la cocina. Se aprieta contra ella y la rodea con sus brazos, y luego se inclina
para besarla en el lado del cuello. Ella da un respingo de sorpresa y se vuelve a
medias con la más dulce de las sonrisas en el rostro, y ladea la cabeza para besarlo.
Las manos de Jake se deslizan hacia el cuello de la bata; ella se la baja hasta los
hombros y entreveo un moratón o una marca de nacimiento en lo alto de su columna
vertebral.
Doy un paso atrás, súbitamente avergonzada por estar contemplando un momento
tan tierno e íntimo entre mi hijo y su novia.
—¡Jake, no!
El grito de Kira es como un latigazo que corta el aire, y yo choco contra la mesa
del recibidor y estampo una planta en el suelo.
—¡Mamá! —Jake se da la vuelta y Kira se aparta de él al tiempo que se cierra el
cuello de la bata.
—Lo siento. —Me agacho a recoger la maceta. Era de plástico y no se ha roto,
pero hay tierra por toda la moqueta—. No quería entrometerme… Solo estaba… —
Noto que me pongo roja—. Lo siento, yo…
—Está bien, mamá. —Jake mira a Kira y luego menea la cabeza—. No pasa nada.
Además, ya me iba al trabajo.
Coge su cinturón de herramientas y se lo abrocha a la cintura, luego saca el
recogedor y la escoba de debajo del fregadero y barre la tierra que hay a mis pies.
—¿Estás bien? —pregunta al incorporarse.
—Sí.
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—Vale. Entonces nos vemos luego, mamá. —Ni siquiera le dedica una mirada a
Kira mientras cruza la cocina—. Ah. —Se para y mientras alarga el brazo hacia la
puerta de atrás se vuelve a mirarme—. Hoy trabajo hasta tarde y como pronto llegaré
a las ocho. No hace falta que me prepares la cena. Me pillaré una hamburguesa o
algo.
Mientras la puerta trasera se cierra con un clic tras él, Kira aprovecha para
escaparse.
—Lo siento —murmura muy bajito escurriéndose junto a mí, y empieza a subir
los escalones de dos en dos—. Lo siento mucho, Claire.
Me abro paso a través del garaje, poniéndome de lado para pasar junto al banco de
pesas de Jake, pisando la mancha de aceite del cortacésped que Mark todavía no ha
limpiado, y me acerco a los estantes. Están atestados de artículos de jardinería y
bricolaje: latas llenas de tornillos, botes medio vacíos de pintura, brochas con pintura
seca, tijeras de podar oxidadas, paletas, malla y macetas de plástico. Muevo las cosas
de sitio mientras busco. Encuentro el taladro y varios juegos de carracas y llaves
inglesas que los chicos le regalaron un año a Mark por su cumpleaños, pero no la caja
de plástico negra con el destornillador eléctrico que me ha pedido Liz.
Sobre el suelo hay varias cajas de cartón llenas de ropa. Llevamos queriendo
llevarlas a la tienda de beneficencia desde que hicimos una limpieza general de la
casa hace un año, pero nadie se ha decidido todavía.
Abro las solapas de la caja que tengo más cerca y escarbo dentro: todo es ropa, en
su mayor parte mía. Abro otra caja y meto la mano por si encuentro cualquier cosa
dura y de plástico, pero en mi búsqueda solo encuentro más ropa. Se me hace un
nudo en la garganta al ver asomar a la superficie el brazo de una sudadera de fútbol
de un rojo vivo. Es de Billy. Mark se la compró cuando tenía doce años, después de
un partido del Bristol City un fin de semana. Era imposible convencerlo de que se la
quitara. Siguió llevándola incluso cuando las muñecas empezaron a asomarle por
debajo de las mangas y le resultaba imposible abrocharse la cremallera sobre su
amplio pecho. Decía que la guardaría siempre y que luego se la pasaría a sus propios
hijos. Al encontrarla en una de las grandes bolsas negras durante la limpieza, no me
lo podía creer. Creí que era un error y volví a meterla en su armario.
—¡Mamá! —gritó Billy un par de horas después—. ¿Qué hace esto en mi cuarto?
Salí de la sala y lo vi sujetando la sudadera por encima de la barandilla.
—Es tu jersey favorito.
—No lo es. Odio el fútbol.
Siempre había sido el primero en salir por la puerta los días de partido, con un
gorro de lana en la cabeza y una bufanda enrollada alrededor del cuello sin importar
el tiempo que hiciera, pero llevaba una buena temporada sin ir a un partido del City
con Mark y Jake. Ni siquiera se molestaba en despedirse cuando se marchaban.
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Intenté no darle demasiada importancia. Las pasiones de los jóvenes pueden ser
caprichosas. De pequeña, yo quería ser bailarina de ballet un año y azafata de avión
al siguiente, y había perdido la cuenta de los juguetes con los que los niños se habían
obsesionado durante meses y que luego habían abandonado para no jugar nunca más
con ellos; sin embargo, el fútbol era lo único que unía a los tres hombres de mi vida.
Era su obsesión compartida. Y de repente Billy ya no quiso ir más. Yo no sabía si
alguien se había burlado de él en la escuela por su sudadera achicada o si su afición a
los juegos de ordenador había superado su afición por el fútbol, pero cada vez que
intentaba sacar el tema, él se cerraba como una ostra.
Al tirar del brazo de la sudadera, algo más emerge de la caja. La esquina de un
álbum de fotos gris. El que estaba buscando. Sujeto el jersey de Billy bajo el brazo y
lo abro.
Ahí están Jake y Billy en primaria: Jake, con nueve años, enseñando orgulloso sus
grandes dientes, y Billy, que tenía cinco, con el pelo oscuro despeinado en ángulos
ridículos. Vuelvo la página mientras sonrío debido a los recuerdos e intento ignorar
las náuseas de mi estómago. Al llegar a la mitad del álbum, terminan las fotos
escolares. En la página siguiente hay fotos de nuestras últimas vacaciones familiares.
Billy tenía trece años; Jake, diecisiete. Fuimos a Weston a pasar el día, y luego
cogimos el coche hasta Bude, en Cornwall, para pasar una semana en una caravana.
Hay una foto de ellos dos sentados en el muro cerca de la playa de Weston, ambos
mirando los móviles. Fueron unas vacaciones espantosas. El tiempo fue horrible y,
con todos encerrados en una caravana diminuta, las disputas alcanzaron nuevas
cuotas. Jake pinchó a Billy llamándolo niño pequeño y Billy se la devolvió diciéndole
que era un capullo aburrido. Mark se hartó antes que yo. Al cabo de tres días lo cargó
todo en el coche y anunció que nunca más en su vida iríamos de vacaciones
familiares.
Vuelvo la página, preguntándome qué vendrá ahora.
Me quedo sin respiración.
Hay una foto de Mark y Jake tomando una cerveza debajo del toldo mientras los
cielos se abren. Otra de Billy y Mark pasando el rato en la piscina. Otra de nosotros
alrededor de una mesa en el auditorio, con los pulgares hacia abajo mientras
escuchamos al peor cómico del mundo. También hay fotos más recientes: Mark y
Jake cuando este se graduó en el instituto; Mark, Kira y yo cogiéndonos por los
hombros en actitud victoriosa, después de haber ganado una partida de bolos a los
chicos.
Solo que Mark ya no está en las fotos. Lo han tachado; su cara y su cuerpo han
desaparecido bajo un grueso rotulador negro. Y hay palabras garabateadas sobre cada
foto: «GILIPOLLAS», «CABRÓN», «CAPULLO». Paso una página y otra y otra, pero todas
son iguales: han tachado a Mark de todas y cada una de las imágenes. Es como si ya
no existiera.
ebookelo.com - Página 99
Viernes 10 de octubre de 2014
Jackdaw44: ¡Eh!
Jackdaw44: ¿Hola?
Jackdaw44: ¿Estás ahí?
Jackdaw44: Sé que estás leyendo los mensajes.
Jackdaw44: ¡Eo!
Jackdaw44:
Jackdaw44:
Jackdaw44: Qué chunga eres. Igual que todas las personas de mi vida. Creía que
eras distinta.
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Capítulo 23
¿Por qué está Mark tachado en todas las fotos del álbum? ¿Quién lo ha hecho? ¿Y por
qué esconderlo en el fondo de la caja para la beneficencia? No tiene ningún sentido.
Siento un calambrazo de dolor en un lado de la cabeza y cierro con fuerza los ojos
para bloquearlo.
¿Ha sido Billy? Pero ¿por qué? ¿Qué demonios puede haber hecho Mark para
hacerlo enfadar tanto?
¡CLAIRE!
Doy un respingo al oír mi nombre y me golpeo la rodilla con la barra de dirección
del coche, pero no hay nadie sentado a mi lado. Las ventanillas siguen cerradas a cal
y canto. Nadie está llamando al cristal. No hay nadie mirando desde fuera del coche.
La calle continúa tranquila y las llaves se balancean en el contacto. De atrás adelante.
De atrás adelante.
¿Acaso volvió Mark pronto del pub, borracho y enfadado? ¿Le dijo Billy algo
desagradable? ¿Algo tan desagradable como para que Mark perdiera los papeles? ¿Es
por eso por lo que Billy pintarrajeó sus fotos? ¿Porque su padre le pegó? Pero ¿para
qué iba a esconder el álbum en el garaje? ¿Por qué no destruirlo?
El dolor se extiende por mi frente y me agarro la cabeza con las manos. Mi
cerebro está atrapado en un tornillo de banco que lo aprieta cada vez más y más y
más. Puedo oírlo. El tornillo. Emite un sonido chirriante muy agudo, como el del
metal al rozar el metal. Me meto los dedos en las orejas, pero el sonido aumenta de
volumen.
«¡CLAIRE! ¡SOY CLAIRE!». La voz atraviesa el chirrido metálico y yo mantengo los
ojos cerrados. Necesito pensar. Si fuera capaz de pensar con claridad, podría
desentrañar qué significa todo esto.
¿Amenazó Mark con volver a pegarle? ¿Por eso se marchó Billy? ¿Es esa la razón
por la que no se llevó nada? Tenía miedo y huyó. ¿O se lo llevaron? ¿Lo golpeó Mark
con demasiada fuerza? ¿Le entró el pánico? ¿Trató de llevarlo al hospital y luego…?
«¿Mamá? ¡Ayúdame, mamá!».
El grito me atraviesa, traspasando los chirridos y los rechinos del tornillo. Los
frenos chirrían. Algo vuela por el aire precipitándose hacia el coche, y yo hundo la
cabeza entre los brazos. Algo golpea el capó con un ruido sordo y todo el coche se
sacude. A continuación, algo se rompe con un crujido y una lluvia de cristales me cae
encima.
Y luego silencio.
Un silencio que parece durar una eternidad.
Sea lo que sea lo que acaba de pasar es tan horrible, tan traumático, que sé que es
imposible que haya sobrevivido.
Silencio.
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El tráfico no ruge. La carretera no vibra. Los pájaros no cantan y nadie habla.
Suelto el volante y levanto la cabeza.
Hay un cuerpo tendido sobre el capó, con un brazo retorcido en la espalda y el
otro alargado hacia mí. No veo la cara, solo la parte de atrás de una cabeza con el
pelo negro apelmazado de sangre. La cara está vuelta hacia el lado opuesto, hacia las
puertas de la consulta del médico.
Intento torpemente desabrocharme el cinturón con una mano temblorosa. Los
cristales rotos me ruedan por los muslos y se me meten en los pies mientras yo me
sujeto al volante y me yergo en el asiento.
—¿Billy? ¿Billy, eres…?
Me agarro la cabeza con las manos cuando un dolor que no se parece a nada que
conozca me rasga el cerebro. Y entonces todo se vuelve negro.
Hay algo duro y con tacto de cuero bajo las yemas de mis dedos. Curvado, sólido. Me
agarro a ello mientras mi visión abre el foco y cierra el foco, abre el foco y cierra el
foco. Enfocado, borroso, enfocado, borroso. El parabrisas, limpio salvo por una
cagada de pájaro, una calle, un edificio, una carretera, el parabrisas. ¿Por qué no dejo
de mirar el parabrisas? Una imagen me cruza la mente, la imagen del cuerpo sin vida
de Billy sobre el capó. Creía que lo había atropellado. Pero no puede ser. No hay
vidrios ni sangre, y el parabrisas está intacto. Me asalta una oleada de náuseas. Es tan
potente, tan repentina, que vomito sobre el salpicadero, el volante y mis manos. El
mundo da vueltas y cierro los ojos con fuerza al tiempo que el coche se llena de olor
a vómito.
Una voz susurra: «Has vuelto a perder el conocimiento. Oh, Dios. Otra vez no».
Mi voz.
Me llamo…
Busco mi nombre, algo sólido a lo que aferrarme y que me revele mi identidad,
pero mi mente está tan confusa, tan gris. Detrás de mis ojos no hay nada más que una
oscuridad negra.
¿Quién soy?
El pecho se me cierra y me lleno de aire los pulmones. Respiro más despacio.
¡Claire!
Abro los ojos.
Claire. Me llamo Claire Wilkinson. Llevo una alianza de oro y un reluciente
anillo de compromiso en el dedo anular de mi mano izquierda, manchado de bilis.
Estoy casada con Mark. Tengo dos hijos, Jake y Billy. ¡Billy!
Desabrocho el cinturón de seguridad y abro la puerta del conductor. Veo un
centelleo de color y se oye el chirrido de unos frenos y alguien que maldice a gritos.
—¡Me cago en todo! —Una cara con un casco de bicicleta encima se vuelve
hacia mí, una cara de hombre, con los ojos muy abiertos por el enfado, los labios
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curvados en un gruñido. Agita la mano delante de mi cara, cortando el aire—. Ten
más cuidado, joder. Casi me tiras de la bici.
Estoy tan aturdida, tan aterrorizada, que saco una pierna del coche y le doy una
patada. Mi zapato contacta con su rodilla y él se aparta y se dobla sobre sí mismo,
agarrándose la rodilla con una mano y con la otra alrededor de la maneta de la bici.
Cierro la puerta antes de que se recupere y hago girar la llave en el contacto. Piso
el acelerador y el coche sale disparado. Detrás de mí, alguien toca la bocina. El
sonido reverbera en mi cabeza mientras me alejo y veo por el retrovisor al ciclista
agitar su puño. Hay una mujer a su lado y un Vauxhall Astra parado detrás de ella.
Tiene el móvil en la mano.
Conduzco por una calle tras otra. No sé dónde estoy o adónde voy. En mi mente
no hay pensamientos, tan solo un zumbido colérico, como si mi cabeza fuera una
colmena llena de abejas.
Hay una luz roja que parpadea en el salpicadero. Me estoy quedando sin gasolina.
Tengo que parar. Tengo que encontrar una estación de servicio. El zumbido de mi
cabeza se amortigua al entrar en una gran estación de Tesco, pero, en lugar de aparcar
junto a uno de los surtidores, entro en el parking y apago el motor. Saco un paquete
de toallitas de la guantera y me limpio las manos, así como el volante y los vaqueros.
Trabajo metódicamente; primero froto y luego tiro las toallitas usadas en una bolsa de
plástico vacía hasta que acabo limpia. Entonces alargo el brazo hacia mi bolso. Está
en el asiento del acompañante. Debajo hay un álbum de fotos y una agenda
tamaño A4, abierta en la página de esta semana.
La agenda con las reuniones de Mark.
¿Por qué la tengo yo? Normalmente la deja sobre su escritorio, en una esquina de
la sala. ¿Me la he llevado? Mark es muy metódico para mantenerla al día; lo apunta
todo aquí además de en el móvil, por si este se queda sin batería o se lo roban. La
abro y repaso con el dedo las reuniones que tiene programadas para hoy:
9:45 – Centro Médico Fallodon Way, Fallodon Way, 3, BS9 4HT
10:45 – Consultorio Nevil Road, Nevil Road, 43, BS7 9RR
11:45 – Centro de Salud Hortfield, Lockleaze Road, BS7 9RR
14:00 – Centro Médico Gloucester Road, BS7 8SA
¿Dónde estoy? Abro mi bolso y saco el móvil. Son las dos y media de la tarde del
viernes 14 de agosto. Han pasado cinco horas desde que entré en el garaje a buscar el
kit del destornillador y…
Me viene a la mente una imagen de un álbum de fotos, con las imágenes tachadas
y garabateadas, pero nada más. No hay nada más.
Debo de haber vuelto a la casa y haber cogido la agenda de Mark, aunque no lo
recuerdo. Ni tampoco haberme metido en el coche y conducido. Oh, Dios mío. Podría
haberme matado. O haber matado a alguien.
Vuelvo a mirar el teléfono y abro Google Maps. El punto rojo de localización
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parpadea varias veces y luego el mapa se enfoca. Tesco Lime Trees Road. Así que
sigo en Bristol. Introduzco uno de los códigos postales de la agenda de Mark en la
aplicación y aparece una cortísima línea roja que conecta mi ubicación con la
dirección que acabo de introducir. Está a tres minutos en coche. Aplico el zum sobre
la ubicación y me paso a Street View. Ahí es donde estaba aparcada, frente al Centro
Médico Gloucester Road. ¿Acaso me llamó Mark y me pidió que le llevara la
agenda? Es la única explicación lógica, pero en coche se tardan solo veinticinco
minutos en ir de Knowle a Gloucester Road. ¿Qué más he hecho en las últimas cinco
horas?
Salgo de la aplicación de Google Maps y estoy a punto de llamar a Mark cuando
veo el icono del Whatsapp en lo alto de la pantalla. Alguien me ha mandado un
mensaje en esas cinco horas. Pulso el icono y el nombre de Liz aparece en lo alto de
la lista. Tres mensajes nuevos:
«¿Dónde es?».
Ha contestado a una foto de una hilera de casas que debo de haberle mandado yo.
Delante de una de ellas hay un cartel en el que se lee: «Centro Médico Fallodon
Way».
«¿Por qué me has mandado una foto de la consulta de un médico? ¿Quieres que te
recoja o algo?».
Luego hay otra imagen. Una que debo de haber mandado yo. Encima de la puerta
se lee: «Consultorio Nevil Road».
«¿Claire? ¿Ese es Mark? ¿Con quién está?».
Miro la foto más de cerca. Sí, es Mark, y está frente al Consultorio Nevil Road
con una rubia esbelta. Con la mano sobre su brazo. Amplío la imagen y tardo varios
segundos en darme cuenta de quién es. Es Edie Chritian, la extutora de Billy. Y se la
ve preocupada.
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Viernes 24 de octubre de 2014
Jackdaw44: ¿Por qué has empezado a ignorarme?
ICE9: No es verdad. Estoy ocupada.
Jackdaw44:
ICE9: ¿Y eso qué significa?
Jackdaw44: Gilipolleces. No estás ocupada.
ICE9: Vale, es verdad. Esto es un poco raro.
Jackdaw44: ¿Qué quieres decir?
ICE9: Esto. Nosotros. Que nos escribamos. Que nos escapemos para tomar
cervezas en secreto. Es… raro.
Jackdaw44: No estamos haciendo nada malo. Solo hablamos. No pasa nada por
hablar.
ICE9: Me parece peligroso.
Jackdaw44: ¿En qué sentido?
ICE9: Ya sabes lo que quiero decir.
Jackdaw44:
ICE9: Así que no sabes de qué hablo.
Jackdaw44: Yo no sé nada. Me gusta quedar contigo. Punto.
ICE9: A mí me sigue resultando raro.
Jacdaw44: Hay un remedio para eso. ¡ !
ICE9: Hoy no.
Jackdaw44: Qué aguafiestas, joder.
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Capítulo 24
—¿Claire?
Doy un respingo al oír los golpes de Liz en la ventana del coche. Lleva el pelo
recogido de cualquier manera en un moño alto y tiene restos de lápiz de ojos
incrustados en las arrugas de debajo del ojo derecho. Parece que acabe de despertarse
de la siesta.
—¿Puedes abrirla? —Leo en sus labios mientras me hace gestos para que baje la
ventanilla.
Agarro la manilla del coche.
—Oh, Dios mío, Claire. —Se introduce por el hueco, me rodea la cabeza con los
brazos y al tirar de mí para abrazarme me aplasta hacia arriba contra la puerta—. No
puedo creerme que haya vuelto a pasar.
Me suelta, mira las llaves que se balancean en el contacto y levanta una mano
como si me advirtiese de que no las toque.
—Voy por el otro lado.
Rodea el coche por delante, abre la puerta del acompañante, coge mi bolso, el
álbum de fotos y la agenda de Mark, y se deja caer en el asiento.
—¿Estás bien? —Parece estar sin resuello después de haber corrido por el
aparcamiento—. ¿No estás herida ni nada?
—No estoy herida.
Me mira de arriba abajo como si no pudiera creerse lo que ve.
—¿Has cruzado Bristol en coche y no te acuerdas? ¡Joder, Claire! Eso da mucho
miedo.
—Lo sé.
—¿No recuerdas nada en absoluto?
—Nada.
—Vale. —Me dedica una larga mirada. Me doy cuenta de que está aterrada,
aunque se esfuerza mucho para que no se le note—. Creo que será mejor que te lleve
al médico. ¿Estás bien para conducir? Qué pregunta más tonta. Yo conduciré. Caleb
puede recoger mi coche después.
Mientras nos dirigimos de vuelta a Knowle le cuento todo lo que recuerdo: el álbum
de fotos, cómo me he encontrado sentada en una calle que no reconocía, el chico de
la bicicleta y cómo he salido disparada con el coche, me he quedado sin gasolina y he
comprobado el teléfono. No le cuento que he visto el cuerpo muerto de Billy sobre el
capó de mi coche.
—Y entonces te he llamado.
—Por Dios santo, Claire. —Pisa el acelerador en cuanto el semáforo se pone
verde—. No sé qué decir. Cuando me mandaste la primera foto por Whats pensé que
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a lo mejor la habías hecho por error o que te habías equivocado de tecla o algo así,
pero luego me has mandado más y he pensado que te estabas echando unas risas,
aunque yo no pillaba el chiste. —Me mira de reojo—. ¿Quién es la rubia que sale en
la foto con Mark?
—Edie Christian, la tutora de Billy.
—¿Por qué les has sacado una foto? ¿Tienen una aventura o qué?
—No lo sé. No puedo recordar nada. Oh, Dios mío. —Me cubro la boca con las
manos mientras los coches de delante reducen la velocidad casi hasta pararse y un
ciclista nos adelanta—. ¿Y si el ciclista me ha denunciado a la policía por darle una
patada? La mujer que se paró con el coche tenía el móvil en la mano. Seguro que
sacó una foto de mi matrícula. La prensa se pondrá las botas si se entera de lo que he
hecho.
—No pasa nada. —Liz me da unos golpecitos en la rodilla y luego vuelve a
colocar la mano sobre el volante—. Estás enferma. No sabías lo que hacías. ¿Ese es
el álbum del que hablabas? —Mira los dos cuadernos que tengo en mi regazo—.
¿Puedo verlo?
—Claro.
Abro por una página y lo sostengo para que pueda ver. El tráfico sigue detenido
frente a nosotras.
—Dios mío, Claire. ¿Quién ha hecho esto?
—Billy, creo. La letra parece suya. Y es la misma clase de rotulador negro de
punta gruesa que él utiliza.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé.
—Creía que la policía había registrado la casa…
—Lo hicieron, pero solo los sitios en los que creían que podía estar oculto. Luego
se llevaron el portátil y la Xbox de su habitación, pero no revisaron nuestras cosas.
No se acercaron al garaje.
—Es bastante macabro. —Pasa un dedo por encima de una de las figuras tachadas
y su mirada se cruza con la mía—. Creo que deberías contárselo, ¿no te parece?
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Lunes 3 de noviembre de 2014
ICE9: No puedo seguir con esto.
Jackdaw44: Oh, me cago en todo. Otra vez no.
ICE9: No, esto no. Con mi relación. Siento claustrofobia, me siento atrapada. No
soy feliz.
Jackdaw44: Pues vete.
ICE9: No puedo.
Jackdaw44: Podríamos encontrar un sitio para vivir juntos. Odio de cojones vivir
en casa.
ICE9: Tú vives en otro planeta.
Jackdaw44: ¿Y eso qué se supone que significa?
ICE9: Es una idea ridícula.
Jackdaw44: ¿Por qué?
ICE9: Estoy fatal y tú no me estás ayudando.
Jackdaw44: Lo siento.
Jackdaw44: ¿Por qué no nos escapamos y vamos a tomar una cerveza?
ICE9: Nos vemos en el Victoria a las nueve.
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Capítulo 25
Todos los asientos de la sala de espera están ocupados y el aire, cargado de toses,
estornudos y el bostezo ocasional de un niño aburrido o un bebé hambriento. Liz ha
tenido que batallar con la recepcionista para conseguirme una cita. Yo habría
renunciado después del «No hay horas disponibles» inicial, pero ella no se ha
desalentado. Ni siquiera cuando la recepcionista ha sugerido que quizá sería mejor
que fuéramos al dispensario si yo estaba sufriendo un «episodio psiquiátrico», tal
como lo ha calificado Liz. Al final, la pobre mujer ha cedido cuando Liz ha
comentado que me habían hecho un análisis de sangre en un consultorio y que, si
alguien podía saber lo que me sucedía, sería el médico que tenía esos resultados en su
ordenador. Llevamos aquí unos cuarenta minutos y, durante este tiempo, mi mejor
amiga me ha preguntado dos veces si quiero que llame a mamá o a Jake, y cuatro si
me va a «dar otra blanca» porque me ve «rara».
—Mira esto. —Da unos golpecitos con la uña sobre un artículo de la revista que
está leyendo—. Es Tinder, esa aplicación de la que me habló Marco.
—¿Cómo?
—La aplicación para ligar. Para heteros. No sé por qué Caleb no me contó que lo
había conocido en Grindr. A mí qué más me da si lo conoció en un pub o por Internet.
Mientras esté a salvo…
—Claro.
Durante los últimos diez minutos, Liz me ha puesto al corriente de cómo fue la
noche con su hijo y su nuevo novio. Según Liz, Marco es un puntazo; ni ella misma
podría haber elegido a alguien mejor para Caleb. Sus palabras exactas han sido:
«Marcos es joven, moreno y tiene un cuerpazo. Si no fuera gay, le habría entrado yo».
Me da un codazo.
—Entonces qué, ¿crees que debería bajarme la aplicación? ¿La pruebo?
—Claro, ¿por qué no?
—¿Qué pasa? —Cierra la revista y se vuelve en la silla para mirarme mejor.
—Solo… —Bajo la voz—. Solo intentaba decidir qué hacer con al álbum.
—¿Quieres que te lleve a comisaria cuando acabemos aquí?
Niego con la cabeza.
—Antes tengo que hablar con Mark.
—¿Seguro que es una buena idea?
—No, pero ¿y si hay una explicación completamente inocente? Mark siempre me
calienta la cabeza porque él queda como el malo, y si voy directamente a la policía
será justo lo que haga, ¿no? Pintarlo como el malo sin darle la posibilidad de
explicarse. Ni siquiera sé si fue Billy quien pintarrajeó las fotos.
—¿Quién iba a hacerlo si no?
Pienso en Kira, pero no lo digo. Me aborrezco por el mero hecho de pensar en lo
que Stephen dijo de Mark y el hecho de que haya una chica paseándose por nuestra
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casa en varios grados de desnudez, pero ahí está: se me ha metido en la cabeza y no
va a marcharse. Estoy segura al noventa y nueve por ciento de que Stephen hizo ese
comentario porque es un cizañero, pero ¿y si me equivoco? ¿Y si Mark ha hecho o
dicho algo inapropiado? No quiero creerlo. No me voy a permitir creerlo, pero
alguien destrozó esas fotos y necesito ver la expresión que pone Mark cuando se las
enseñe.
—¿Señora Wilkinson? —La doctora Evans asoma la cabeza por la puerta.
—¡Soy yo! —Recojo mi bolso y mi rebeca, y me apresuro hacia ella—. Esta es
mi amiga Liz —digo al acercarme—. ¿Puede entrar conmigo? ¿Para darme apoyo
moral?
—Por supuesto. —La doctora Evans hace un gesto para que la sigamos a su
consulta—. Pasen.
Mientras ella rodea el escritorio y Liz se sienta en una de las sillas para los
pacientes, las palabras brotan de mi boca como agua de una presa.
—Muchas gracias por hacerme un hueco, doctora Evans. Sé que está ocupada y
que no tenía hora hasta dentro de un par de días, pero he vuelto a tener otro de esos
«desmayos» y…
—Un segundo. —Levanta una mano y observa la pantalla—. Señora Wilkinson.
Claire. ¿Puedo llamarte Claire?
Asiento con la cabeza.
—Perdona por interrumpirte, Claire. Solo quiero ponerme al día. —Se vuelve
hacia el ordenador y frunce el ceño a medida que baja por la pantalla—. Vale. —Se
vuelve de nuevo hacia nosotras—. Entonces has venido por los resultados de los
análisis de sangre, ¿no? ¿Tuviste un episodio de amnesia el 6 de agosto?
—Sí, hace ocho días. Así es.
—Vale. Entonces… —Se inclina hacia delante y apoya su peso en los codos, y de
manera instintiva me echo hacia atrás en la silla, y me abrazo mientras espero el
veredicto—. La buena noticia es que todos los resultados están bien.
Liz me aprieta la mano.
—Bueno, es una buena noticia.
—Sí, lo es. —La doctora Evans no aparta los ojos de mi cara—. Aunque me
gustaría derivarte y que te hicieran un TAC, solo para asegurarme.
—¿Cree que es un tumor cerebral?
—Creo que es más probable que esté relacionado con el estrés, pero no haría bien
mi trabajo si no descartara cualquier posibilidad.
—¿Para cuándo me darán hora?
—Para dentro de varias semanas. Tal vez seis o siete.
—¡Seis semanas! —exclama Liz, y la hago callar.
—El caso, doctora Evans, es que ya me ha pasado dos veces. He tenido otro
episodio hoy, hace un par de horas. He estado conduciendo y ni siquiera recuerdo
haberme subido al coche. ¿Y si me pasa otra vez?
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La doctora Evans adopta una expresión seria.
—Ya veo. De acuerdo. —Mira hacia la ventana y se da golpecitos con la uña en
los dientes—. Claire, ¿has tenido otros pensamientos anormales o has visto otras
cosas anormales?
—¿Qué clase de cosas?
—Cosas que normalmente no estarían ahí.
—¿Como una alucinación?
—Sí.
—Durante el último episodio, vi… —No puedo contarle que me imaginé que
atropellaba a mi hijo—. Vi algo que no era real.
Liz me mira de reojo, pero no dice nada.
—De acuerdo —dice la doctora Evans—. ¿Y alguna vez has visto algo a lo que
has atribuido un significado especial?
—No sé a lo que se refiere.
—¿Algunas vez has interpretado lo que veías como una especie de señal, un
mensaje especial dirigido a ti?
Liz está muy quieta y me mira fijamente, al tiempo que yo me tiro de las mangas
de la camisa. No le he contado que ayer por la noche salí a buscar a Billy.
—En un par de ocasiones me ha parecido ver a Billy —digo bajito, deseando no
haber traído conmigo a mi mejor amiga. No soporto que me vea así. Debe de pensar
que me estoy derrumbando—. Billy es mi hijo; está desaparecido. Vi a alguien con su
bicicleta y lo perseguí.
—Ajá. —La doctora Evans frunce más el ceño—. ¿Y alguna vez has escuchado
voces, Claire?
—No. —Niego con la cabeza, súbitamente inquieta—. No soy esquizofrénica. No
estoy loca. Yo…, yo lo único que quiero es que no me vuelva a pasar.
—Nadie dice que estés loca, Claire, pero en los últimos tiempos te has visto
sometida a un gran estrés, y creo que podría ser de ayuda derivarte al equipo de salud
mental.
¿Equipo de salud mental? Resulta escalofriante. Liz se inclina hacia delante en la
silla.
—¿La lista de espera es muy larga?
La doctora Evans hace un mohín.
—¿Peor que para el TAC?
—Podría indicar que la derivación es urgente. Tal vez te cojan en las próximas
semanas.
Me agarro a los brazos de la silla. Podría pasarme cualquier cosa durante las
próximas semanas.
—¿No hay nadie más? No podemos permitirnos una mutua, pero podría pedir
dinero.
La doctora Evans me dedica una sonrisa comprensiva.
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—Lo lamento, Claire. Es tan frustrante para ti como para mí, y ojalá hubiera una
forma de acelerar el proceso, pero el Sistema Nacional De Salud está bajo mínimos…
—¡Yo lo pagaré! —dice Liz—. Tengo algo de dinero ahorrado, de cuando murió
mamá. Es tuyo, Claire.
—No. —Niego con la cabeza—. No podría.
—Considéralo un préstamo, si así te sientes mejor. En algún momento volverás a
trabajar, y entonces puedes devolvérmelo.
La doctora Evans mira a Liz y luego a mí, y aprieta los labios.
—Si quieres que te visiten con urgencia, podrías buscar en Google terapeutas de
Bristol especializados en estrés y trastornos de ansiedad. Me temo que no puedo
recomendaros a nadie en concreto, pero asegúrate de que estén acreditados. Y
mientras tanto, yo me ocuparé del papeleo para que te deriven. Haré todo lo que
pueda para que te cojan lo antes posible.
—Pues ya lo tenemos —dice Liz, que empieza a levantarse de su silla—. Todo va
a ir bien, ¿verdad, Claire?
—Sí. —Me obligo a sonreír.
No estoy segura de a quién le miento, si a ella o a mí.
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Capítulo 26
Kira olisquea el aire al entrar por la puerta de atrás, casi doblada bajo el peso del
equipo fotográfico, pero no hay pollo en el horno ni espaguetis a la boloñesa
hirviendo al fuego. No hay cuchillos ni tenedores dispuestos sobre las bandejas. Ni
libros de cocina sobre la encimera abiertos y marcados con una cuchara. Ha
transcurrido media hora desde que me marché de casa de Liz y llegué aquí. Hemos
pasado lo que quedaba de la tarde juntas, en su salita, mirando episodios antiguos de
Friends y bebiendo té. Ha dicho que no iba a dejarme sola hasta que Jake llegara a
casa, así que he mentido y le he dicho que hoy volvía pronto de trabajar. La verdad es
que necesitaba un rato para estar sola, un rato para pensar.
—Oh. —Kira se detiene en la entrada de la cocina y alza la vista hacia el reloj. Su
piel pálida parece casi translúcida bajo la luz del foco, el pelo suelto sobre los
hombros, un pasador con un nenúfar de seda negro tras la oreja izquierda—. ¿Me he
perdido la cena? Siento llegar tarde, pero el bus iba con retraso y…
—Esta noche no vamos a cenar.
—Ah. —Deja con cuidado su equipo fotográfico sobre el suelo y se frota el codo
derecho con la palma de la mano izquierda—. Pediremos algo, ¿no? ¿O quieres que
cocine yo?
Mi pie derecho se agita sobre la barra baja del taburete en el que estoy sentada.
Sacudida, sacudida, sacudida. Sacudida, sacudida, sacudida. Me concentro en él para
que pare y lo hace durante una milésima de segundo, antes de empezar de nuevo.
—¿Podría pedirte un favor, Kira?
—Claro.
Cambia el peso de un pie a otro. Me recuerda a un caballo, inquieta, asustadiza,
impredecible. Necesita que la traten con delicadeza, una mano hábil y de confianza, y
yo no soy la persona adecuada para hacerlo. Nunca he montado a caballo. Tampoco
he criado nunca a una hija. No es que la madre de Kira lo hiciera mucho mejor. Me
pone de mal humor pensar en el daño que esa mujer le hizo a su propia hija.
—¿Tienes alguna amiga con la que puedas salir unas horas? Puedo darte dinero
para ir al pub o al cine, o donde queráis.
—¿Cuándo?
—Ahora.
Mira por la ventana de la cocina y sus labios se entreabren levemente y oigo el
característico «clac, clac, clac» del piercing de la lengua contra la parte de atrás de
sus dientes.
—¿Dónde está Mark?
¿Por qué pregunta eso? ¿Se siente incómoda estando sola en casa conmigo? ¿O
espera que él no esté en casa?
—Mark sigue en el trabajo —contesto—. Pero volverá pronto.
—Vale. Muy bien, pues. —Se agacha, agarra la correa de su bolsa de fotografía y
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vuelve a colgársela del hombro—. Dejaré todo esto arriba y me cambiaré, y luego…
—Kira. —Me pongo de pie—. Tengo que preguntarte una cosa.
—Oh, Dios. —Agacha la cabeza y se encoge sobre sí misma.
—No tiene nada que ver con lo que vi esta mañana —añado enseguida—. De
hecho, debería disculparme contigo. Sé que Jake y tú no tenéis mucha intimidad en
esta casa y…
—No tienes que preocuparte por eso —dice, y trata de pasar junto a mí.
Yo doy un paso a la izquierda y la obligo a pararse.
—Espera un segundo.
—¿Qué pasa?
En su rostro se refleja ahora una expresión afligida. Es la misma que veía en la
cara de Billy siempre que le preguntaba si podíamos hablar de la escuela o si tenía
novia.
—¿Sabes algo de esto? —Señalo el álbum de fotos que hay sobre la mesa de la
cocina.
—¿Qué es?
—Un álbum de fotos.
Ella niega con la cabeza.
—¿Debería?
—Alguien ha pintarrajeado algunas fotos. ¿Sabes algo al respecto?
—No. —Me mira con los ojos como platos, una expresión de incomprensión en
ellos—. ¿Por qué tendría que saber algo? Soy estudiante de fotografía: hago fotos, no
las destrozo. Eso va contra…
—Vale. —Alargo la mano para tocarla, para tranquilizarla, pero vuelvo a dejarla
caer a mi costado antes de contactar con su brazo—. No te acuso de nada. Solo me
preguntaba si Jake o Billy o… —Tengo la garganta tan seca que me duele al tragar—
Mark te han dicho algo.
Una vez más se mueve para rodearme y alarga el brazo para coger el álbum.
—No, por favor.
Ella aparta la mano.
—¿Por qué?
—Preferiría que no lo hicieras.
Avanza poco a poco con la mirada clavada en el álbum, su cuerpo delgado rígido
salvo por los dedos de su mano derecha, que retuercen la fina tela tejana de su falda.
—¿Qué hay dentro?
—Solo fotos familiares. Los niños en la escuela, vacaciones familiares, esa clase
de cosas.
Me muevo hasta quedar entre el álbum y ella; el taburete me presiona la parte
trasera de los muslos. Como señaló Liz antes, si es una prueba ya la hemos
contaminado al tocarla. La policía querrá buscar huellas dactilares. Eso si al final se
lo doy.
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—Has dicho que las habían pintarrajeado —comenta—. ¿Cómo?
—Ya he hablado demasiado, Kira. Lo siento. No sé qué significa nada de esto, tan
solo he encontrado el álbum esta mañana. Aún estoy intentando decidir qué hacer.
Su mirada se cruza con la mía.
—¿Vas a llevarlo a la policía?
—No lo sé.
Vuelve a dirigir la mirada hacia la ventana de la cocina. El único coche de la calle
es el de Liz.
—¿Mark lo sabe?
—Todavía no. Por eso sería más fácil si tuviéramos la casa para nosotros. Toma.
—Hurgo en mi bolso y saco el billetero—. Veinte libras. Cógelas. Es lo mínimo que
puedo hacer después de echarte.
Kira niega con la cabeza.
—No lo quiero, Claire. De verdad, no hace falta.
Vuelve adonde ha dejado el equipo fotográfico, lo recoge y se dirige al pasillo. Se
detiene en la entrada y se vuelve a mirarme a mí y luego al álbum, y a continuación
se va a su cuarto y sus pasos retumban en las escaleras.
* * *
—Bueno, ¿qué piensas? —pregunta mamá, y no tengo ni idea de qué habla.
Aunque ha pasado media hora desde que Kira se marchó de casa con una mochila
pequeña al hombro y expresión resignada, yo sigo de pie junto a la ventana de la
cocina. Le he escrito un mensaje a Jake para explicarle que he tenido otro episodio de
amnesia pero que estoy bien. No tenía sentido contarle lo que he encontrado en el
garaje o en mi teléfono hasta que sepa de qué se trata. No he escrito a Mark; tengo
que hablar cara a cara con él sobre lo que pasó. Segundos después de enviar el
mensaje a Jake, el teléfono ha sonado.
—Lo siento, mamá. Tenía la cabeza en otra parte. ¿Qué pienso de qué?
—De lo del vidente.
—¿Qué vidente?
Suelta el aire con fuerza y el sonido sibilante se me clava en el oído.
—Del que te acabo de hablar.
—Lo siento, mamá, no te escuchaba. Estaba…
—No seguirás preocupada por la escasa repercusión del llamamiento, ¿no? Ya te
he dicho que lo tengo todo controlado. Te estaba hablando del mail que he recibido
de una vidente. Lo tengo en el bolso. ¿Te lo leo?
Oigo el sonido de una cremallera al abrirse y luego un repiqueteo, supongo que al
darle la vuelta al bolso para tirar el contenido sobre el suelo o la mesa. La tendencia
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de mamá a llenar su bolso de porquerías constituye el último vestigio de un terrible
trastorno de almacenamiento compulsivo que se alargó hasta mi adolescencia.
Cuando la gente me pregunta cómo fue mi infancia, le cuento que la compartí con mi
madre, mi padre, un perro, dos gatos y «el desorden». Según papá, la primera casa
que compraron se mantuvo limpia y ordenada durante una hora entera. Y en ese
momento apareció papá con su furgoneta desvencijada y empezó a sacar caja tras caja
de cosas de mamá. Se lo llevó todo: sus juguetes de la infancia, todos y cada uno de
los libros y revistas que le habían regalado, todos los dibujos que había hecho en la
escuela, maquillaje seco, botellitas de aseo vacías y una montaña de ropa. La familia
de mamá era pobre y ella heredó la mentalidad de «reciclaje» de su madre, pero, a
diferencia de la abuela, que arreglaba y utilizaba las cosas de las que no se
desprendía, mamá lo guardaba todo y lo amontonaba en bolsas de basura que
llenaban el salón, el lavadero y cualquier espacio libre en nuestros dormitorios.
En aquella época, mamá y papá discutían mucho: por el desorden, porque papá
pasaba la mayoría de las noches en el pub. Yo vivía con un miedo constante a que se
separaran. Ahora parecen más felices de lo que han sido nunca. Tal vez papá se
acostumbró al desorden de mamá, o tal vez ella se esforzó por cambiar, o quizá tan
solo aprendieron a llevarse bien. Llevan cuarenta y cinco años juntos.
Me llevo una mano a la sien y me la presiono.
—Mamá, te lo dije. Nada de videntes. Por favor.
—Pero aquí dice que ha trabajado con la policía en algunos casos destacados y ha
colaborado en la recuperación de los cuerpos de…
—¡Mamá!
—No todos estaban muertos, ojo —añade rápidamente—. También ha encontrado
gente que había huido. Lo único que necesita es algo de Billy, algo que él…
—Llevara o quisiera y tocara con frecuencia, para que ella pueda sintonizar con
su vibración. Lo sé, mamá. Lo hemos escuchado todo antes.
Ella suspira.
—Pero si ha enviado una página entera de testimonios de personas a las que ha
ayudado…
Tras la desaparición de Billy nos vimos inundados por ofertas de esperanza por
parte de videntes. Yo las recibía con recelo en mi cocina y sollozaba a moco tendido
mientras ellas consultaban sus cartas o sus runas o sus piedras o sencillamente se
quedaban en medio de la habitación con los ojos cerrados y me decían lo mucho que
sintonizaban con mi dolor y que los espíritus nos guiarían hasta Billy. Me dijeron que
estaba vivo y a salvo, y que vivía en una casa ocupada en Milton Keynes. Me dijeron
que estaba atrapado en una cueva subterránea en Gales del Norte o que lo retenían en
un sótano contra su voluntad. Dijeron que estaba bajo el agua, en tierra, al otro lado
del mar. Vivo. Muerto. Vivo. Muerto. Esperanza. Desesperación. Esperanza.
Desesperación.
Fui de vidente en vidente, esperando con desesperación que la siguiente que
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encontráramos no fuera un fraude. Me gasté la mitad del dinero que habíamos
ahorrado a lo largo de nuestros veinte años de matrimonio para que Jake fuera a
Gales, Milton Keynes y Dover a buscar a su hermano. Fui a sesiones de espiritismo.
Decenas de ellas. Mark se negaba a acompañarme, así que iba con Liz o con mamá.
Estaba convencida de que la siguiente sesión sería la que me revelaría el paradero de
Billy. Y entonces un vidente me dijo que Billy se había suicidado. «¿Por qué no me
salvaste, mamá? —gimoteó con la voz de un niño mucho más pequeño—. Podrías
haberme salvado, mamá». Después de eso dejé de ir.
—Vale. De acuerdo. —Oigo un crujido mientras mamá mete el trozo de papel de
nuevo en el bolso—. Lo entiendo. No es que quiera agarrarme a un clavo ardiendo,
pero ha pasado bastante tiempo desde la última vez que recibimos un mail a través de
la web. Y la página de Facebook también está muy parada.
Me sobresalto al oír unos neumáticos sobre la grava. El Ford Focus de Mark está
aparcando fuera.
—No te preocupes, mamá. Sé que intentas ayudar y lo siento si me he puesto
borde. Es solo que ha sido un día duro.
—¿Hay algo que tu padre o yo podamos hacer?
—Ya estáis haciendo mucho. Sería incapaz de salir adelante sin vosotros, ¿lo
sabéis, verdad?
—Sí, cariño. Solo desearíamos que nada de todo esto hubiera ocurrido.
—Lo sé —digo mientras el coche se detiene y el ruido del motor se desvanece—.
¿Puedo llamarte mañana, mamá? Y hablamos más rato.
—Por supuesto.
—Te quiero, mamá. Y a papá también.
—Hablamos pronto, cielo. Cuídate.
Al tiempo que pulso la tecla de colgar, Mark entra por la puerta con el maletín en
una mano, la chaqueta echada sobre el hombro y el cuello de la camisa desabrochado.
—¿Va todo bien? Te he visto al teléfono desde el camino… —Desvía la mirada
hacia la mesa de la cocina y el álbum que descansa encima—. ¿Qué es eso?
—Uno de nuestros álbumes de fotos.
Llevamos casados poco más de veinte años y, en ese tiempo, he visto decenas de
emociones manifestadas en el rostro de mi marido: miedo, remordimientos, ira,
felicidad, tristeza y orgullo, pero no lo he visto demasiadas veces con el aspecto que
tiene ahora, con las mejillas desprovistas de color.
No me pregunta dónde lo he encontrado o quién creo que lo metió ahí. En lugar
de eso, deja el maletín en la silla que hay junto a la puerta y dobla cuidadosamente la
chaqueta sobre el brazo. Pasa un dedo por el borde del álbum, pero no lo coge.
—Has visto lo que hay dentro, ¿no? —Su pregunta es poco más que un susurro.
—Sí.
—¿Has llamado a la policía?
—Todavía no.
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—La palabra clave es «todavía» —dice, y se ríe secamente.
Una gota de sudor se desliza por la parte baja de mi espalda.
—Dime qué significa, Mark.
Él vuelve a reírse. Es un sonido vibrante que sale del fondo de su garganta.
—Dímelo tú.
—¿Por qué te estás riendo?
Su risa se interrumpe y él cierra los labios, aunque con los extremos curvados
hacia arriba y las mejillas hinchadas por una sonrisa.
—Mark, habla conmigo. Cuéntame lo que sabes del álbum. Dime qué significa o
llamo a la policía.
Su sonrisa se desvanece instantáneamente.
—Adelante, pues. —Señala con la cabeza el teléfono de mi mano—. Llámalos.
¿Por qué se comporta de una manera tan extraña? Me había preparado para
cualquier reacción: negación, culpa, sorpresa, remordimiento, pero no para esta. No
para una sonrisa y una mirada extraña, vidriosa.
—No, Mark, ¡llámalos tú!
Él se agacha al tiempo que yo lanzo el teléfono a través de la cocina. Este golpea
contra la pared y cae al suelo. La tapa de la batería se suelta y se desliza sobre las
baldosas hacia mí, mientras el teléfono de vueltas y vueltas antes de quedar
finalmente debajo de la mesa.
—¡Por Dios santo, Claire!
Mark me mira perplejo y yo me siento satisfecha. Por fin se comporta con
normalidad.
—¡Cuéntame lo que sepas sobre esto! —La mano me tiembla al señalar el álbum
de fotos—. Ahora. O nuestro matrimonio se ha acabado.
—¿Para qué? Tú ya has decidido que soy el malo de la…
—¡Vale ya de la mierda de que eres el malo, Mark! ¿Qué te pasa con esa palabra?
Me la sueltas cada vez que discutimos, y estoy harta. —Me dejo caer sobre las
rodillas y extiendo el brazo para coger el teléfono de debajo de la mesa—. Si no vas a
hablar conmigo, tal vez hables con la policía.
—No. —La madera roza las baldosas al apartar él la silla de la mesa y alargar la
mano por debajo para coger la mía. Sus gruesos dedos rodean los míos antes de que
estos puedan alcanzar el teléfono—. No lo hagas.
—Dime qué es lo que pasa.
—De acuerdo. —Relaja la presión de su mano—. De acuerdo.
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Martes 4 de noviembre de 2014
Jackdaw44: Me besaste.
ICE9: Estaba borracha.
Jackdaw44: No tanto.
ICE9: La he cagado. Lo siento.
Jackdaw44: No me puedo creer que me besaras.
ICE9: Por favor, no se lo digas a nadie.
ICE9: ¿Sigues ahí?
ICE9: ¡Dime algo! Lo siento.
Jackdaw44: Eso ya lo has dicho.
ICE9: Por favor, no le cuentes a nadie lo que pasó. Estaba borracha y me sentía
sola, y noté una conexión contigo. Cometí un error. No volverá a pasar.
Jackdaw44: Tranquila. No se lo contaré a nadie.
Jackdaw44: P. D.: Ahora los dos tenemos un secreto.
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Capítulo 27
—Encontré el álbum en el cuarto de Billy —dice Mark, sentado en el sofá e inclinado
hacia delante, con los dedos cruzados entre las rodillas—. Antes de que
desapareciera.
Yo estoy sentada en el extremo opuesto del sofá con un cojín abrazado al pecho.
—¿Cuándo?
—Unos meses antes. Fue un par de días después de que el señor Edwards nos
llamara para hablar de los grafitis. La segunda vez que nos llamó. Quería asegurarme
de que Billy no tenía rotuladores o botes de grafiti escondidos en su cuarto.
—¿Dónde estaba Billy?
—En la ciudad, contigo. Era sábado y le ibas a comprar unos zapatos nuevos para
la escuela.
Recuerdo ese día. Arrastré a Billy de tienda en tienda mientras él rechazaba todos
y cada uno de los zapatos que yo le señalaba, diciendo que eran tristes o de gay, y
argumentando que deberíamos dejarle comprar las deportivas negras «vomitivas» que
le gustaban porque «todo el mundo las lleva» y al fin y al cabo «la ropa tiene que
expresar quién eres». Llevar el mismo uniforme suponía una conformidad forzada,
me dijo. «Si quisiera eso, me alistaría en el puto ejército».
Al final del trayecto estábamos los dos hartos e irritables. Él se negó a ponerse los
zapatos que le compré y prefirió arrastrarse por ahí con sus zapatillas viejas y hechas
polvo, con los tacones desgastados.
—Encontré el álbum debajo de su cama, bocabajo —continúa Mark—. Vi lo que
había hecho con las fotos.
—¿Y no lo mencionaste cuando llegamos a casa? ¿Ni a mí ni a Billy? No es
propio de ti evitar echarle una bronca por algo así.
Mark suelta el aire con fuerza.
—Tú no eres la única que se harta de discutir, Claire.
—No me lo trago. Ni de coña.
—Mi padre todavía se estaba recuperando del ataque al corazón, el trabajo era
una pesadilla y nosotros discutíamos mucho. No me hacía ninguna falta más estrés. Y
a ti tampoco. Pensé que lo mejor era esconder el álbum hasta tener tiempo de revisar
las fotos y quitar las que Billy había rayado, y luego devolverlo a la estantería.
—¿Por qué esconderlo en las cajas del garaje?
—Porque estaban allí. Me limité a meterlo en el fondo, donde nadie lo viera. No
quería que te disgustaras.
—¿Y si hubiera llevado las cajas a la tienda de beneficencia?
Mark se encoge de hombros.
—No lo pensé. Era algo solo temporal. Mi intención era recuperarlo y entonces…
pasaron cosas, la vida siguió y me olvidé. Simplemente me olvidé, Claire.
Le dedico una larga mirada. Meses antes de la desaparición de Billy estaba
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sometido a un estrés increíble, pero, siendo como es, Mark se negaba a hablarlo
conmigo. A lo mejor encontrar el álbum fue la gota que colmó el vaso.
—Pero ¿por qué iba a hacer Billy algo así? ¿Tacharte de las fotos y escribir esas
cosas?
Mark desenlaza sus dedos y se mira las manos, como si las respuestas estuvieran
en sus palmas ahuecadas.
—¿Por qué dejó de apetecerle ir al fútbol conmigo? ¿Por qué empezó a salir de
una habitación cada vez que yo entraba? No… —Se le rompe la voz y, mientras tose
para intentar recuperarla, un pozo de tristeza se abre en mi interior—. No dejo de
decirme que fue una de esas cosas que pasan entre padres e hijos. Yo mismo chocaba
con mi padre cuando era adolescente. Lo llamaba cosas mucho peores que «capullo»
y «gilipollas», aunque nunca a la cara, y me prometí que nunca me pasaría eso con
mis hijos.
—No te pasó con Jake.
—No, no me pasó con Jake. Por eso no podía entenderlo. Imagínatelo, Claire.
Imagínate que abres ese álbum y ves lo que yo vi, pero que fueras tú la que hubiera
tachado. Imagínate que fuera a ti a quien Billy odiara.
¿Fue la comida del domingo? ¿Fue eso lo que encolerizó de tal manera a nuestro
hijo menor? ¿Que Mark separara a los chicos gritando que eran una vergüenza para la
familia? ¿O fue cuando el señor Edwards nos citó en la escuela para hablarnos del
incidente de los grafitis y Mark le dijo a Billy: «¿Qué coño te pasa? ¿Por qué no
puedes seguir las normas y hacer lo que te dicen?»?. El señor Edwards se quedó
visiblemente perplejo. Dijo que no creía que los tacos y las acusaciones fueran a ser
de mucha ayuda, pero yo me di cuenta del efecto que las palabras de Mark tenían en
Billy. De más pequeño, tenía un intenso sentido de la justicia. Una vez, cuando Jake
vino a casa de la escuela con un ojo morado, Billy se disgustó tanto que se echó a
llorar. Mark estaba horrorizado y no dejaba de decirle que se recompusiera, y repetía
una y otra vez que solo las niñas lloran y que tenía que curtirse si quería ser un
hombre. Billy miró a su padre a la cara y se esforzó por controlar su barbilla
temblorosa, tragándose las lágrimas que sacudían su pequeño cuerpo.
—Buen chico —dijo Mark cuando por fin él se calmó—. Estoy orgulloso de ti.
La carita de Billy se iluminó y yo sentí un pinchazo de dolor en el corazón. ¿Por
qué no podía llorar? Solo tenía ocho años.
—Deberías…
La frase se evapora en mi lengua. Quiero decirle a Mark que debería haber
hablado con Billy al respecto, que debería haber llegado al fondo de lo que quiera que
fuese que había hecho enfadar a Billy hasta el punto de sentir la necesidad de rayar el
álbum de fotos, pero soy incapaz de obligarme a pronunciar las palabras. Eso no hará
más que añadir sal a la herida y no conseguirá que Mark se sienta mejor. Más bien
hará que se sienta peor. Y no nos devolverá a Billy.
Me echo atrás en el sofá, súbitamente agotada.
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—¿Estás seguro? —pregunto—. ¿Estás completamente seguro de que no pasó
nada que llevara a Billy a hacerle eso a tus fotos? ¿Una discusión de la que no me
hayas hablado? ¿Una pelea? ¿Un castigo que yo desconozca? ¿Algo que le quitaste?
Frunce el ceño mientras sigue contemplándose las manos, y luego vuelve la
cabeza para mirarme a mí. Parpadea lentamente, varias veces, y su ceño se acentúa.
—¿De qué me estás acusando, Claire?
No lo sé. Mark nunca le ha levantado la mano a Billy, nunca ha pegado a ninguno
de los dos chicos. Ha perdido los estribos incontables veces, pero nunca ha llegado
más allá de chillarles.
—Crees que soy el causante de su desaparición, ¿verdad? —dice—. Lo que
dijiste el otro día iba en serio.
Cuando recibí la llamada de la escuela para informarnos de que Billy no había
ido, supuse que habría hecho campana con unos amigos, algo que se había repetido
varias veces en los meses previos. Cuando esa noche no volvió a casa, yo seguí sin
dejarme llevar por el pánico. Estaba enfurruñado por la discusión que había tenido
con Mark la noche antes, me dije. Estaba escondido en casa de un amigo, lamiéndose
los sentimientos heridos y el orgullo magullado. Pero, cuando dieron las once y
media y seguía sin venir a casa, empecé a preocuparme.
Subí a su habitación y busqué entre sus cosas. Su mochila no estaba, y tampoco
su móvil. Lo llamé varias veces, pero todas mis llamadas se desviaron directamente al
buzón de voz. Traté de contactarlo por mensaje, pero no me contestó. Yo tenía el
número de las madres de varios de sus amigos de primaria, así que las llamé y les
pregunté si sus hijos habían visto a Billy, pero ninguno lo había visto.
Cuando Kira volvió de la universidad y Jake del trabajo, con una resaca espantosa
tras una sesión en el pub el día antes, Mark les preguntó si sabían algo de Billy.
Ambos dijeron que no. Jake añadió que estábamos exagerando.
—Esta es exactamente la clase de reacción que Billy espera conseguir —dijo—.
Vuelve tarde adrede para que os preocupéis. Así, cuando por fin llegue a casa,
estaréis aliviados en vez de enfadados.
El comentario de Jake pareció tranquilizar a Mark, pero a mí no me convenció.
Billy no era tan manipulador. Era imposible que me pusiera en semejante trance solo
para castigar a su padre y, cuando el reloj de la sala pasó de la medianoche a la una de
la madrugada, empecé a ponerme cada vez más nerviosa e insistí en que Mark saliera
conmigo en el coche para intentar encontrarlo.
—Joder, cuando lo encuentre lo voy a matar —murmuró él mientras metía las
llaves en el contacto—. Dentro de cinco horas tengo que levantarme para ir a trabajar.
Dimos vuelta y vueltas con el coche, y nos paramos en todos los lugares que solía
frecuentar Billy: todos los parques y los pasos subterráneos donde practicaba con sus
amigos con el skate, y cualquier sitio que se nos ocurrió donde un chico de quince
años pudiera resguardarse del viento glacial que me había levantado la falda y me la
había pegado a las pantorrillas al subir al coche: paradas de autobús, McDonald’s, la
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estación de tren y los portales del cine y de la bolera de Avonmeads.
—Apuesto a que se ha tumbado en el sofá de un amigo a pasar la noche —se
quejó Mark mientras yo insistía en que diéramos vueltas con el coche por Knowle y
Totterdown una última vez—. Lo más probable es que sea uno de esos vagabundos
con los que sale. Si por la mañana aún no ha llegado a casa, llamaremos a la policía.
—¿Y si no está allí? Apenas me atrevo a hacer la pregunta.
—Entonces la policía hablará con todos sus conocidos y averiguará dónde se
esconde. Claire, está bien. Te lo garantizo.
Parecía tan convencido, tan seguro, que accedí a ignorar el nudo de miedo que
tenía en las entrañas y nos fuimos a casa.
Mark se durmió en cuanto apoyó la cabeza en la almohada. Yo permanecí
despierta, tendida a su lado, marcando el número de Billy una y otra vez, hasta que
cerca de las cinco de la madrugada me dormí con el móvil apretado entre la oreja y la
almohada.
—¿Eso es un sí? —pregunta Mark ahora. El tono cortante de su pregunta hace
que me agarre al cojín—. Crees que le hice algo a Billy, ¿verdad?
Quiero creer que mi marido jamás haría daño a nuestros hijos, pero la verdad es
que se oyen tantas cosas de hombres así: «No parecía de esos», «Siempre se portaba
tan bien con los niños», «Lo querían mucho».
La policía interrogó a todo el mundo después de que se diera a Billy por
desaparecido: sus amigos, sus profesores, sus familiares, incluso a Liz y a Caleb, que
viven en la casa de al lado. Yo hablé con Josh, uno de sus amigos de la escuela, y me
contó lo que le habían preguntado. «¿Cuánto hace que conoces a Billy? ¿Cuándo fue
la última vez que lo viste? ¿Se te ocurre dónde podría haber ido? ¿Qué redes sociales
utiliza Billy?». La policía habló con su abuela y sus abuelos, con su tío Stephen, y
con el señor Edwards y la señora Christian, de la escuela.
Mark.
Pasaron mucho tiempo hablando con Mark, junto a mí y a solas. Le pidieron que
les relatara la discusión de la noche anterior, palabra por palabra, y le plantearon una
pregunta tras otra sobre la reacción de Billy y si Mark creía que lo ocurrido podía
bastar para provocar su huida.
Un niño no desaparece sin razón, eso es lo que me repetía a mí misma. Pero
nunca hubo ninguna razón. No hasta que he encontrado el álbum de fotos. No voy
a…, no puedo… permitirme creer que Mark sea capaz de hacerle daño a Billy, pero
nunca podré perdonarme si la verdad se esconde entre las tapas de ese álbum gris.
Tengo que contárselo a la policía. Tengo que entregárselo.
—Por el amor de Dios, Claire, ¡di algo!
Me obligo a mirarlo a los ojos. Luego le digo una mentira flagrante:
—No, no creo que tú fueras el responsable.
—Gracias a Dios. —Se hunde en sí mismo y se cubre la cara con las manos—.
Gracias a Dios por eso.
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Durante varios minutos ninguno de los dos dice una palabra; luego yo me meto la
mano en el bolsillo, saco el teléfono y lo hago girar en mis manos.
—¿Mark?
—¿Mmm? —Emite un sonido grave y gutural desde detrás de sus manos.
—¿Te has encontrado con alguien hoy, mientras estabas en el trabajo?
Los dedos le resbalan por las mejillas y vuelve su rostro hacia mí.
—¿Qué quieres decir?
—¿Te has encontrado con alguien a quien conozcamos?
Él cierra los ojos y se frota las sienes con los dedos pulgar e índice, como si le
doliera pensar.
—Sí. Me…, me he encontrado con la tutora de Billy. ¿Cómo…?
—Edie Christian.
—Eso. Me la he encontrado delante de una de las consultas. El Consultorio Nevil
Road, creo. ¿Por qué?
Dejo el teléfono sobre el brazo del sofá.
—Por nada. Curiosidad.
—¿Qué pasa? —Me dedica una mirada inquisitiva.
—Nada. —Miro el álbum de fotos, apoyado en el sofá entre nosotros—. Nada en
absoluto.
Cenamos en silencio un pastel de carne con puré de patatas descongelado, que voy
moviendo por el plato con el tenedor mientras el parloteo de un concurso resuena
desde el televisor, en la esquina de la habitación, y nosotros tratamos de simular que
es un viernes por la noche normal. Yo no dejo de mirar el reloj, con la esperanza de
que Jake vuelva más pronto de lo que ha dicho, para que haya alguien más en la casa.
No porque Mark me dé miedo. No me lo da. No me lo ha dado nunca. Solo temo
soltar algo desagradable si me quedo callada un segundo más. Si Jake aparece,
hablaremos de cosas normales, cómo de lo mucho que le ha hecho trabajar su jefe o
lo exigentes que son los clientes. En cuanto vuelva, podré dejar de imaginar la
expresión de la cara del detective Forbes a medida que pasa las páginas del álbum de
fotos.
Mi teléfono me pita desde el brazo del sofá. Un mensaje de Liz.
«¿Cómo estás?».
«Cansada —le contesto—. Y con la cabeza completamente destrozada».
«No me sorprende. ¿Has hablado con ya sabes quién?».
«Sí. Dice que encontró el álbum en el cuarto de B y lo escondió en el garaje para
que no me disgustara. Dice que no sabe por qué lo hizo Billy».
«¿Le crees?».
Alzo la vista y miro el plato que hay en la mesita auxiliar, junto al sillón de Mark.
Apenas ha tocado el pastel, y hay un plastón de puré en el tenedor abandonado.
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«No lo sé —le contesto—. Creo que voy a llevar el álbum a la comisaría mañana,
pero no paro de cambiar de opinión. ¿Y si lo llaman y resulta que no es nada?».
«Entonces podrás dejar de agobiarte».
Miro a Mark, la leve protuberancia de su barriga bajo su camisa, el mechón de
pelo blanco en las sienes y el tono gris de su piel. Ha envejecido mucho en los
últimos seis meses. Los dos lo hemos hecho. Deslizo el pulgar por el teclado de mi
teléfono:
«Podría significar el final de mi matrimonio, Liz».
«¿Sería lo peor del mundo? (No me odies por decir esto)».
No contesto. En su lugar, contemplo el teléfono y me obligo a no llorar. Estas
noticias aparecen sin parar en los periódicos: la cantidad de matrimonios que no
sobreviven a una tragedia como la desaparición o el asesinato de un hijo. No quiero
formar parte de esa estadística.
¿Es mi orgullo el que habla o es que sigo queriendo a mi marido? Mucho antes de
que Billy desapareciera, daba la sensación de que nos estábamos alejando. Vivíamos
en la misma casa y compartíamos la misma cama, pero poco más. No sé si era porque
habíamos llegado a esa fase de nuestra relación en que ya no valorábamos al otro, o si
se trataba de algo más serio. En las semanas y meses posteriores a la desaparición nos
aferramos el uno al otro, pero la brecha que nos separa ha vuelto a ensancharse. Hay
momentos en los que me siento unida a él, pero estoy tan cansada… Tan
increíblemente cansada… Cuanto más me esfuerzo por mantener unida a esta familia,
más débil me siento. Me estoy derrumbando por dentro. Si Mark es responsable de la
desaparición de Billy, creo que eso acabaría conmigo.
El móvil vibra con un nuevo mensaje de Liz.
«¿Le has contado lo del desmayo?».
«No».
Esta noche le he estado dando vueltas a miles de cosas, pero lo que me ha pasado
a mí no es una de ellas.
Liz manda otro mensaje.
«¿Quieres que te acompañe mañana a la comisaría?».
«Gracias, te lo agradecería. Te paso a buscar a las nueve si te va bien, ¿vale?
Besos».
Pulso la tecla de ir hacia atrás y miro la lista de mensajes que he enviado
recientemente. El nombre de Stephen está casi en lo más alto. Se crecería
insoportablemente si supiera lo del álbum de fotos.
—Me voy al pub —anuncia Mark al tiempo que se levanta del sillón, recoge su
plato y luego extiende el brazo para coger el mío. Arquea las cejas al ver mi comida
sin tocar—. ¿Todo bien?
¿Bien? ¿Acaso no le preocupa lo más mínimo lo que pueda hacer con el álbum de
fotos? ¿Cómo es posible que no tenga ni idea de lo que me pasa por la cabeza?
—No tengo hambre.
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—Me refería a si te molesta que vaya al pub. ¿No deberían haber vuelto ya Jake y
Kira?
Dios mío, Kira. Me he olvidado por completo de que le he pedido que se
marchara para poder hablar con Mark. Tengo que enviarle un mensaje y decirle que
ya puede volver.
—Jake trabaja hasta tarde y Kira ha ido a casa de una amiga. Ve al pub.
Dirige la mirada hacia el álbum de fotos, que sigue apoyado en el sofá, a mi lado.
—Lo siento —dice.
—¿Qué?
—Haberme reído. Cuando me has preguntado en la cocina si sabía algo de esto.
Después de todo lo que nos ha pasado en las últimas semanas, no pensaba que nada
más pudiera ir mal. Y entonces, al ver el álbum y la expresión de tu cara, he pensado:
«Joder, ahí vamos otra vez». Y me he reído. No porque sea divertido, sino porque
parecía una broma macabra. Lo siento, Claire. No debería haberme reído. Te he
asustado.
—Estoy demasiado cansada para seguir hablando de esto.
—Lo sé. Por eso me voy al pub. Para darnos espacio a los dos.
Asiento con la cabeza.
—Sí.
—Muy bien, pues. —Su mirada se demora en mi rostro—. Volveré a las diez.
Mañana entro pronto a trabajar y…
El ruido del timbre lo interrumpe.
Me muevo para ponerme de pie, pero Mark niega con la cabeza.
—Tranquila. Yo abro.
Mientras desaparece por el pasillo, el presentador del programa de entrevistas de
la televisión cruza a saltitos el plató, como si tuviera los pies en llamas. Oigo ruido de
platos en el fregadero y el murmullo grave de la voz de mi marido al abrir la puerta.
Segundos después un hombre aparece en la puerta de la salita.
—Hola, Claire —dice el detective Forbes—, perdone por pasar tan tarde. ¿Le
importa que me siente?
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Capítulo 28
El detective Forbes sabe lo que he hecho. Lo veo en su mirada seria y en el gesto
tenso de su boca. Ha venido a detenerme por atacar al ciclista. Me han denunciado, él
o la mujer que se detuvo con el coche. Tengo que hablarle del desmayo, ese del que
aún no le he hablado a Mark. Le diré al detective Forbes que hable con la doctora
Evans. Y con Liz. Ella sabe lo que pasó. Ella vio el estado en que me encontraba
cuando me recogió. Testificará que mi estado mental no era el normal.
—No era mi intención hacerle daño. —Las palabras salen de mi boca antes de
que pueda detenerlas.
—¿Hacerle daño a quién? —El detective Forbes da un paso hacia mí y Mark lo
sigue.
—Al ciclista. No pretendía tirarlo de la bici al abrir la puerta del coche. No lo vi,
de verdad.
—Claire. —Mark pasa rápidamente junto al detective Forbes y se reúne conmigo
en el sofá. Me rodea los hombros con el brazo y me acerca a su lado—. El detective
Forbes ha venido a hablar de Billy. Tiene novedades.
—¡Billy! ¡Oh, Dios mío! —Me llevo las manos a la boca.
Un escalofrío me recorre el cuerpo y se me erizan miles de pelos en la superficie
de la piel. Son malas noticias. Lo veo en la expresión del detective Forbes. En sus
ojos.
—¿Les importa si me siento? —Se acomoda en el sillón de Mark sin esperar
respuesta—. Claire, Mark. —Mira hacia el televisor, que sigue centelleando en la
esquina de la habitación. No recuerdo que haya utilizado nunca nuestros nombres de
pila—. ¿Les importa apagarlo?
Oigo el sonido de la voz de Mark, pero se pierde en el ruido blanco que resuena
en mi cabeza.
El televisor se queda en negro. El detective Forbes se aclara la garganta y luego
se pasa la lengua por los labios: la punta rosa asoma por su boca al humedecerse el
labio superior. Cada gesto, cada pequeño gesto que hace parece gigantesco. Me siento
como si le estuviera mirando a través de una cámara de televisión que hace zum sobre
su cara. Quiero pulsar la tecla de parar y rebobinar hasta sacarlo de la habitación. Y
luego quiero rebobinar mi vida hasta la noche en que Billy se marchó y más allá,
saltarme mi salida de casa hecha una furia, la discusión, la visita a comisaría para
recogerlo, su primer día de escuela, todo hasta llegar al momento en que nació.
Cuando estaba en mis brazos. Cuando no lo perdía de vista ni siquiera un segundo.
Cuando estaba a salvo.
—Claire, Mark. Ha habido un avance en el caso de Billy y me temo que no son
buenas noticias.
La imagen de Billy a salvo en mis brazos se vuelve gris y se distorsiona a medida
que el ruido blanco de mi cabeza se cierra a su alrededor y él se desvanece. Una voz
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grita en mi cabeza a través del ruido blanco: «¡Detenlo! Detén a ese hombre, que no
hable. No quiero escuchar lo que está a punto de decir».
—¿Les suena de algo el nombre de Jason Davies?
¿Jason Davies? Cierro los ojos y escarbo en mi memoria buscando a alguien,
quien sea, a quien haya conocido con ese nombre, pero lo único que veo son las caras
de mis amigos y mi familia, dando vueltas en la oscuridad.
—No —dice Mark, y me da un codazo—. ¿Claire?
Me he quedado paralizada, pero de algún modo consigo abrir los ojos y niego con
la cabeza.
—¿Debería sonarnos de algo? —pregunta Mark.
—Tengo una foto.
El detective Forbes se agacha y coge un maletín negro que tiene a sus pies. ¿Lo
llevaba en la mano cuando ha entrado? No lo recuerdo. No recuerdo nada aparte de la
expresión sombría de su cara cuando ha aparecido en la puerta.
—¿Conocen a este hombre? —Nos tiende una hoja de papel A4.
La fotografía se agita al cogerla Mark de manos del detective Forbes, antes de
volver con ella al sofá sujetándola con mano vacilante por los bordes, como si fuera
una bomba a punto de explotar. La deja sobre sus muslos. Un hombre de cuarenta y
bastantes años nos mira desde ella. Tiene la cara alargada y chupada por debajo de los
pómulos, ojos soñolientos y labios largos y finos. Su pelo entrecano ralea por delante
y lo lleva bien cortado. Su rostro es anodino. Parece alguien que podría vivir en la
casa de al lado, o trabajar tras el mostrador en el centro de jardinería, o tocar la
guitarra en el pub un viernes por la noche. Pero es en sus ojos en lo que me
concentro: vacíos, sin expresión, dos fríos pozos grises con pupilas afiladas. Quiero
apartar la vista antes de que su cara se me quede grabada en la cabeza, pero no puedo
dejar de mirar.
—No. —Mark agarra la foto y se la devuelve al detective Forbes.
Yo inspiro, llenándome los pulmones de aire. ¿Cuánto rato llevo aguantando la
respiración?
—¿Claire? —El detective Forbes me mira—. ¿Lo conoce?
—No lo he visto nunca. ¿Quién es?
Se frota la barbilla, ensombrecida por una barba de dos días, y Mark me coge de
la mano. Yo aprieto la cara contra su hombro y cierro los ojos con fuerza. Oh, Dios,
por favor. Por favor, no dejes que diga…
—Ha confesado haber matado a Billy. Y aunque todavía no tenemos pruebas de
que él fuera el responsable, hemos iniciado una investigación…
Un grito ahogado se me queda atrapado en la garganta, seguido por un gemido de
angustia que me nace en las entrañas y me recorre el cuerpo antes de salir por mi
boca.
No.
No.
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No.
NO.
Un rugido resuena en la habitación; primario y terrorífico. Me aferro a Mark
instintivamente, pero el sonido procede de él.
—Claire. Mark. —Percibo una mano en el hombro y oigo la voz del detective
Forbes en mi oído.
Mark se sume en el silencio, pero yo me noto tensa. Quiero que el policía se vaya.
Lo quiero fuera de nuestra casa para poder dejarme caer al suelo y golpearme la
cabeza contra él hasta que me desmaye.
—Mark. —La mano sigue en mi hombro, pero la voz suena un poco más baja—.
Mark, escúcheme. Por ahora es solo una confesión. Jason Davies está en la cárcel; le
confesó a su compañero de celda que estaba implicado en la desaparición de Billy;
luego oyeron al compañero comentarlo con otro recluso y…
—Entonces, ¿puede ser que mienta?
—Es una posibilidad, Mark. Pero debemos tomarnos muy en serio las
confesiones de esta clase.
—¿Lo ha hecho antes? —Percibo el miedo y la ira en la voz de mi marido—.
¿Por eso está en la cárcel? ¿Ha atacado antes a niños?
—No puedo compartir información con usted, Mark. Lo lamento.
—Pero ¡sí puede decirme que ha confesado que mató a nuestro hijo!
—Mark, sé que esto es difícil…
—¿Difícil? Acaba de anunciarme que alguien ha confesado haber matado a
nuestro hijo, nuestro hijo, y usted cree que es difícil. Yo…
—Esto no es fácil para nadie, Mark. Tenía que informarlos de las novedades.
Necesitábamos saber si ustedes o Billy conocían a este hombre.
Aparto mi cara del hombro de Mark.
—¿Qué está insinuando?
—Es una línea de investigación, Claire —contesta en voz baja—, y tenemos que
seguirla.
—Ese tal Jason Davies, ¿es un pedófilo?
—Billy no es el único chico al que ha confesado haber secuestrado o matado.
También dio otros nombres.
—Oh, Dios mío. —Me llevo las manos a la cara. Tengo las mejillas húmedas bajo
las yemas de los dedos.
Mark no dice nada. Está mirando al detective Forbes con los labios entreabiertos
y los ojos anegados de miedo.
El detective Forbes se balancea hacia atrás sobre los talones y nos mira
alternativamente a Mark y a mí.
—Es muy importante que guarden en secreto las novedades, y les insto a que no
se lo revelen a nadie aparte de su familia más cercana, sobre todo a los medios, pues
podría entorpecer nuestra investigación. Tampoco deben tomar represalias o llevar a
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cabo sus propias pesquisas, ya que podría perjudicar cualquier cargo que
planteáramos en el futuro contra este hombre. ¿Lo entienden?
—Sí. —La voz de Mark es apenas un susurro.
—¿Claire? —El detective Forbes me mira—. ¿Lo entiende?
—Sí.
—Los mantendremos informados de cualquier novedad, y tengan presente que es
posible que lleve un tiempo. Por lo menos unas cuantas semanas. —Mira de nuevo a
Mark—. ¿Quieren hacerme alguna pregunta? Teniendo en cuenta lo que he dicho
antes de que hay información que no puedo divulgar.
Mark niega con la cabeza. Parece ido.
—¿Claire?
—No.
—De acuerdo. —Se levanta del sillón y gruñe al estirar las piernas—. Ahora les
dejaré un poco de espacio. Lamento no haber podido traerles noticias más positivas.
No se levanten —añade, aunque tanto Mark como yo seguimos paralizados en el sofá
—. Sé dónde está la puerta.
Cruza la salita en seis largas zancadas y desaparece por el pasillo. Yo aprieto los
dientes y me clavo las uñas en las palmas de la mano, pero es imposible retener la
oleada de dolor que crece en mi interior, y suelto un aullido de aflicción.
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Capítulo 29
Jake y Kira entran dando traspiés por la puerta de atrás a las 23:12, riendo y
haciéndose callar el uno al otro. Se oye un ruido sordo y luego la madera rechinar
sobre las baldosas, como si uno de los dos se hubiera dado un golpe con la mesa de la
cocina.
—Mierda —grita Jake—. Se me ha caído el kebab.
—Seguro que así está más bueno.
Sus voces suben de volumen hasta el once[4] y ambos chocan con las paredes,
alegres y borrachos, mientras Mark y yo permanecemos sentados el uno al lado del
otro en la salita a medio iluminar, cogidos de la mano. Deben de haber quedado en el
pub cuando Jake ha acabado de trabajar. Tengo la palma de la mano pegajosa de
sudor y me duelen los dedos, pero de ninguna manera puedo soltar la mano de Mark.
Hace unas horas le pedí que apagara la lámpara del techo y encendiera una lamparita
en su lugar. Me siento como un nervio expuesto. Los ruidos de la cocina hacen que
me duelan los oídos. Tengo la garganta seca y siento como si mi lengua fuera
demasiado grande para mi boca. No recuerdo cuándo he bebido algo por última vez.
—Dios, esto apesta —dice Kira, cuya voz suena cada vez más cerca—. El cuarto
va a oler como un matadero.
—Ya, ya. Si te encanta la carne…
—¡Jake!
Él se ríe.
—Vale, vale —dice—. Me lo comeré en la sala. Podemos mirar…
Entra en la salita. Y entonces se para.
—Ups. —Kira choca con él y la risa se le congela en la garganta al mirar por
encima del hombro de él. Su mirada se cruza con la mía.
—¿Qué pasa? —dice Jake—. Mamá, ¿qué ha pasado?
—Sentaos, chicos.
Jake no mueve un músculo. Un trozo de lechuga marchita se cae de la caja que
sostiene sin mucha fuerza en la mano derecha y acaba en la moqueta.
—Mamá —repite Jake—, ¿qué ha pasado?
Todavía lleva puesto el uniforme de trabajo: sus vaqueros deshilachados por el
dobladillo y sus deportivas con los bordes llenos de polvo. Tiene la barbilla punteada
con una barba de dos días y el pelo rubio retirado de los ojos. Detrás de él, el labio
inferior de Kira está manchado de rojo, por una bebida o restos de su pintalabios.
—Sentaos —repite Mark, pero su voz está ya desprovista de autoridad y nadie se
mueve—. Jake. Kira. El detective Forbes ha venido hace un rato. Tenía novedades
sobre Billy.
Jake se balancea sin moverse del sitio y una gruesa loncha de carne del kebab cae
al suelo. Por un segundo pienso que va a desmayarse, pero luego se recompone.
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—Un pederasta… —dice Mark—, un pedazo de basura que está en la cárcel le
contó a su compañero de celda que había secuestrado y matado a Billy. También ha
confesado haber matado a otros niños.
Kira es la primera en reaccionar. Suelta un grito ahogado y sale corriendo de la
habitación hacia las escaleras, con la bolsa rebotando contra su hombro.
Jake no da señales de ir a seguirla. La conmoción se dibuja en cada línea de su
rostro.
—¿Mamá?
Me gustaría decirle que no es verdad, que es el peor de los chistes malos. Que
Billy está en su cuarto, en el hospital, en la comisaría. Me gustaría decirle cualquier
cosa excepto la verdad.
—¿Mamá? —La palabra está cargada de miedo.
—Es verdad, cariño.
—La policía está investigando —continúa Mark—. Dicen que es posible que no
sepamos nada más hasta dentro de unas semanas. No podemos compartir las
novedades con nadie que no sea de la familia, y no sueltes ni una palabra en
Facebook.
El tictac del reloj suena en la esquina de la sala, como un mecanismo de relojería
amarrado dentro de mi hijo. Me abrazo a mí misma, esperando su explosión de cólera
y furia.
Pero no llega.
Se agacha doblando las rodillas y estoy segura de que se va a derrumbar, pero
entonces recoge la loncha de carne y el trozo de lechuga de la moqueta y vuelve a
meterlos en el recipiente de poliestireno. Luego lo cierra poniendo de nuevo la tapa
de plástico con sus grandes manos temblorosas, se da la vuelta y sube los escalones
de uno en uno.
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Capítulo 30
A diferencia del terapeuta que la policía me asignó tras la desaparición de Billy, Sonia
trabaja en casa. Estamos sentadas en la habitación interior de su casa adosada en
Bedminster, no en un bloque de oficinas en la ciudad. Es una habitación luminosa y
aireada, decorada en distintos tonos de marrón y beis, con pequeños toques de
naranja: los cojines del sofá, la pantalla de la lámpara de pie en la esquina de la
habitación y una hortensia solitaria en un jarrón sobre la chimenea de hierro negro. A
primera vista parece una sala de estar, pero está ordenada con demasiada
meticulosidad. No hay juguetes acumulando polvo bajo el sofá ni libros abiertos en el
brazo del sillón ni una Coca-Cola light abandonada en la mesa del centro de la
estancia. Es acogedor, pero no hay indicios de la personalidad de Sonia. Me imagino
que está hecho a propósito.
Mark no fue a trabajar ayer. Jake tampoco. Lo oí hablando con Kira en voz baja
tras la puerta cerrada de su dormitorio al ir al baño, poco después de las siete de la
mañana.
El viernes por la noche Mark y yo nos quedamos muchas horas despiertos en la
salita. Los dos lloramos y nos turnamos para abrazarnos y consolarnos, susurrando
tópicos como: «De peores cosas hemos salido», «Podemos superarlo» y «Seguro que
es un malentendido. Jason Davies ha confundido a nuestro hijo con el de otra
familia».
Ninguno de los dos quería irse a la cama, pero el agotamiento acabó calándonos
los huesos y nos arrastramos escaleras arriba poco después de la una de la
madrugada. Yo dormí mal; me despertaba a cada hora, igual que cuando Billy era
pequeño. Solo que esta vez no era su carita, vuelta hacia mí desde su cuna mientras él
maullaba para pedir leche, lo que me despertaba de golpe. Billy se me aparecía en
sueños, llorando, gritando, alargando la mano hacia mí, suplicándome que lo salvara.
Al despertarme el sábado por la mañana, pasé directamente de la cama cálida al frío
teclado del ordenador. Busqué en Google «psicoterapeuta cualificado Bristol», como
me había sugerido la doctora Evans, y el primer nombre que apareció fue el de Sonia.
De alguna manera logré pasar el resto del fin de semana. Ahora todo está borroso.
Ayer por la mañana llamé a Sonia en cuanto el reloj de la sala dio las nueve de la
mañana.
Sonia apoya la espalda en el respaldo de la silla y entrelaza los dedos sobre el
regazo. Me dedica una mirada apreciativa, pero es cálida y compasiva más que fría y
desapegada. Antes, por teléfono, he llorado a mares al explicarle por qué necesitaba
con urgencia una cita, así que ya tiene una idea de en qué se ha metido.
Es unos años mayor que yo, diría que está cerca de los cincuenta, pero tiene el
rostro tirante y chupado de alguien mayor. Su vestido multicolor tipo caftán es
diáfano, pero sus muñecas imposiblemente pequeñas asoman por las mangas y sus
clavículas son tan prominentes que podría echar agua en los huecos triangulares de
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cualquiera de los dos lados de su cuello y no gotearía. Su pelo rojo intenso está
recogido en un moño alto sujetos con dos palos de madera. De las orejas le cuelgan
unos pendientes con cuentas.
—Cuéntame cómo te sientes, Claire.
Desde que Billy desapareció me han preguntado miles de veces cómo estoy, y
sigo sin saber la respuesta. Estoy agobiada pero vacía, desesperada y al mismo
tiempo insensible.
Meneo la cabeza.
—No lo sé.
—Muy bien, no pasa nada. En vez de eso, ¿por qué no me cuentas qué ha pasado?
Tómate tu tiempo.
Son las once y cuarto cuando por fin termino de hablar y bebo un poco de agua. He
estado hablando mientras Sonia escuchaba y asentía, sin apartar los ojos de mi cara ni
un momento durante media hora.
—Gracias, Claire —dice al tiempo que yo dejo el vaso en la mesita baja que
tengo enfrente—. Debe de haber sido muy difícil para ti revivir esa experiencia.
Asiento en silencio.
—Últimamente te han pasado muchas cosas, ¿no?
Se me parte el corazón. No quiero su lástima, quiero esperanza. Pero ella no
pueda dármela. Nadie puede.
—Tenemos dos aspectos en los que hay que trabajar —continúa—. Los episodios
de amnesia que has sufrido y el dolor que sientes como resultado de la desaparición
de Billy. Me gustaría tratarlos por separado, si a ti te parece bien. Y empezar con la
amnesia.
—Vale.
—Eres una cliente privada —dice al tiempo que apoya los codos en las rodillas y
se inclina hacia mí—, así que no tengo acceso a tu historial médico. Pero, por lo que
me has contado de tus visitas al médico, parece probable que los episodios de
amnesia que has sufrido sean de origen psicológico y no físico.
—La doctora Evans cree que pueden deberse al estrés.
—Sí —asiente—. Aunque creo que lo que te ha ocurrido se parece más a un
trauma que ha dado como resultado dos episodios de amnesia psicógena.
—¿Psicógena? ¿Eso significa que estaba drogada?
—No. Quiere decir que el trastorno tiene un origen psicológico y no físico.
También se conoce como amnesia disociativa.
¿Amnesia disociativa? Repito las palabras una y otra vez en mi cabeza, pero no
significan nada para mí. Creía que recibir por fin un diagnóstico me tranquilizaría,
pero lo único que siento es pánico.
—¿Amnesia? Pero si no me golpeé la cabeza. Oh, Dios, es… —Un pensamiento
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me viene a la cabeza—, ¿son los primeros síntomas del alzhéimer?
Sonia niega con la cabeza.
—No, no tiene nada que ver con el alzhéimer. Se trata de un trastorno psicológico
que suele producirse como resultado de un acontecimiento traumático: una guerra,
abusos o una situación extremadamente estresante.
—¿Puedo evitar que vuelva a pasar? ¿Hay algún medicamento?
—No, medicamentos no. Aunque tengo la esperanza de poder evitar que tengas
más episodios tratando la causa original. La fuente del trauma —añade.
—Amnesia disociativa. —Repito sus palabras, pero siguen resultando extrañas y
ajenas—. Nunca había oído hablar de ella.
—Eso es porque solo afecta a una parte muy pequeña de la población. Aunque
una famosa la padecía: se cree que Agatha Christie desarrolló amnesia psicógena
como resultado de la muerte de su madre y la infidelidad de su marido. Viajó a un
hotel balneario en Harrogate y se registró con un nombre distinto. Dijo que era una
madre afligida de Sudáfrica llamada Teresa Neele.
—¿Qué le pasó?
—Varios clientes del balneario la reconocieron, así que la policía llevó a su
marido a Yorkshire para que la identificara. Ella regresó a casa y no volvió a hablar
del tema.
—Dios. ¿Durante cuánto tiempo desapareció?
—Once días.
Once días.
Sonia percibe el miedo en mi cara y levanta una mano.
—No pasa nada, no tengas miedo. Estos períodos de amnesia temporal, o fugas,
como se los denomina a menudo, pueden durar desde horas hasta días o meses. A
veces la gente se construye una vida completamente nueva, igual que Agatha. Y no
tienen ni idea de quiénes eran antes. Por eso te sientes tan desorientado al salir de una
fuga: tu sentido de la identidad cambia por completo.
Aferro la bola mojada a la que he reducido el pañuelo de papel que tengo en la
mano.
—Fue como despertarse en medio de una pesadilla. No sabía si estaba despierta o
dormida. Estaba aterrorizada.
—Claro, es normal. Por lo general, alguien que padece una fuga se siente
angustiado y desorientado, y desarrolla sentimientos de vergüenza, culpa, depresión e
ira cuando termina. Has comentado por encima que hablaste con el recepcionista del
motel al salir del primer episodio. ¿Qué clase de emociones experimentaste en ese
momento?
No tengo que esforzarme mucho para evocar el bigote pelirrojo, la camisa a punto
de explotar y la tablilla sujetapapeles que mantenía fuera de mi alcance.
—No pasa nada, Claire. —Sonia me mira la mano, con la piel tensa sobre los
nudillos—. Sé que es duro revivir todos esos recuerdos, pero no hay nada que no
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puedas compartir conmigo.
—Estaba enfadada —digo—. Agresiva. Quería arrebatarle la tablilla y golpearle
la cabeza con ella por ir tan lento. Me daba la sensación de que lo hacía adrede para
impedir que yo buscara a Billy. —Hago una pausa—. ¿Ves? Sabía que te
escandalizarías.
Los pendientes de Sonia se balancean de un lado a otro mientras ella niega con la
cabeza.
—No estoy escandalizada en absoluto, Claire. ¿Te has sentido agresiva hacia
alguien desde entonces?
La miro directamente a los ojos.
—Sí.
—¿Y has materializado ese sentimiento?
—Le di una patada a un ciclista después de golpearlo al abrir la puerta del coche.
Creía que iba a pegarme.
No hace ningún comentario; en su lugar, me indica que continúe con un gesto de
la cabeza.
—¿Puedo…? —Hago una pausa, sin saber muy bien si tengo fuerzas para hacer
la pregunta que me acosa desde mi segundo episodio.
—¿Qué ocurre, Claire?
—Cuando…, cuando volví en mí la segunda vez, tuve una visión de Billy tendido
en el capó de mi coche. Estaba muerto. Pensé que lo había atropellado, pero es
imposible. El parabrisas no estaba roto, el coche no había sufrido ningún daño y no
había… —Trago saliva—, no había sangre.
—¿Y te preocupa la posibilidad de haber tenido algo que ver con la desaparición
de Billy? ¿Crees que podrías haber hecho algo que no puedes recordar?
Me clavo las uñas en la palma para dejar de llorar y asiento con un gesto brusco.
—Claire —dice Sonia en tono suave—. Estabas en casa de tus padres cuando
Billy desapareció.
—Pero ¿y si tuve un episodio de estos y no lo recuerdo? ¿Y si conduje de vuelta a
casa e hice huir a Billy?
—¿Por qué ibas a hacer eso?
—No lo haría. —Niego con la cabeza—. Nunca le haría daño. Jamás.
—¿Tenía tu coche algún daño el día después de que él desapareciera? ¿Tuviste
que llevarlo a un garaje para que te arreglaran el parabrisas?
—No, fui…, fui con el coche a trabajar y volví a casa al acabar el día.
—Creo —Sonia junta las palmas de las manos— que la visión que tuviste
mientras estabas saliendo de tu fuga se parece más a una pesadilla inducida por los
sentimientos de culpa.
—¿Por haber ido a casa de mis padres la noche que Billy desapareció?
Ella asiente.
—Creo que el sueño también manifiesta tu peor miedo.
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—¿Que Billy esté muerto? No. Sigue con vida, estoy segura.
—De acuerdo. —Me mira, pensativa, y luego se reclina en la silla por primera
vez desde que he empezado a hablar—. Dentro de un minuto haremos unos cuantos
ejercicios para ayudarte a manejar tu ansiedad, pero antes tengo que asegurarte que lo
que has experimentado, lo que has sentido y sigues sintiendo como resultado de tus
fugas, es completamente normal. Y que los pensamientos agresivos que has tenido
también son normales.
Normales.
El alivio que experimento es tan repentino, tan intenso, que me echo a llorar.
—¿Estás bien para continuar? —pregunta Sonia mientras mi llanto se calma y yo
me apoyo en el respaldo del sofá, exhausta.
Asiento con la cabeza. Tengo que reunir hasta el último gramo de energía que me
queda para hacerlo.
—¿Qué es lo que te ha hecho llorar justo ahora?
—El alivio por no haberme convertido en una especie de psicópata.
Una sonrisa comprensiva asoma a su rostro.
—No eres una psicópata, Claire. Estoy segura al noventa y nueve por ciento.
Cierro los ojos y respiro hondo para sosegarme. Mientras lo hago me viene a la
cabeza una imagen de Billy tumbado en su cama con los auriculares cubriéndole las
orejas y el portátil en la cama, a su lado. Alza la vista, como si de repente se hubiera
dado cuenta de que estoy en la puerta, y luego me guiña un ojo. «¿Solo al noventa y
nueve por ciento, mamá? Eso significa que todavía hay un uno por ciento de
posibilidades de que seas una psicópata».
Mi sonrisa debe de haberse materializado en mi cara, porque cuando abro los ojos
de nuevo Sonia me está mirando con curiosidad.
—¿En qué estabas pensando, Claire? Justo cuando has cerrado los ojos.
—En Billy. Me imaginaba lo que diría si… —Mi voz se apaga.
En estos momentos de pensamientos felices que rompen la tristeza constante
siento la necesidad de estrecharlos contra mi pecho y abrazarlos. Compartir la imagen
de Billy con Sonia solo serviría para diluirla.
—No pasa nada. —Esboza una sonrisa tranquilizadora—. No tienes que
compartir lo que piensas si no quieres. Ahora —cruza las piernas y se echa hacia
atrás en la silla— me gustaría dejar el tema de la amnesia si tienes fuerzas y hablar
contigo de las novedades que el detective Forbes compartió con vosotros el otro día.
—¿Quieres que hable sobre lo que ha dicho Jason Davies?
—Sí.
Respiro hondo y cierro los ojos. Solo que esta vez Billy no aparece por ninguna
parte.
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Sábado 8 de noviembre de 2014
Jackdaw44: ¿Está mal que quiera que vuelvas a besarme?
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Capítulo 31
No tengo ni idea de si mi sesión con Sonia ha sido efectiva o no. No he sufrido otro
ataque de amnesia desde que la vi hace seis días, pero sigo teniendo sueños
espantosos. Sueño que conduzco por Bristol buscando a Billy y entonces lo veo: está
al final de la calle, con una gorra de béisbol calada en la cabeza y los hombros
echados hacia delante frente al potente viento y la lluvia torrencial. Hay una
furgoneta cuatro coches por delante de mí, y va lenta, tan lenta que maldigo al
conductor para que pise el pedal del gas para poder alcanzar a mi hijo antes de que
desaparezca. Entonces la furgoneta se detiene. La puerta del acompañante se abre y
Billy sube. Yo grito y tiro de mi puerta, pero está atascada y no consigo salir. La
furgoneta se aleja y yo no puedo dejar de gritar.
La falta de sueño ha borrado mis recuerdos de los últimos seis días. Ha venido
gente y luego se ha ido. Mamá, papá, Liz. Ha habido abrazos, muchos abrazos. E
incontables tazas de té. Los días se han sucedido mientras todos tratamos de aceptar
lo que el detective Forbes nos contó sobre Jason Davies. En un par de ocasiones he
cogido las llaves del coche con la intención de salir a buscar a Billy, solo para
dejarlas en su sitio unos segundos después, incapaz de respirar.
Mark regresó al trabajo al día siguiente de mi sesión con Sonia.
—Me quedo —dijo después de estirar el brazo para apagar la alarma del
despertador—. Claire, si quieres me quedo contigo.
Yo negué con la cabeza. Se había pasado todo el día anterior dando vueltas por la
casa como un animal enjaulado: se acomodaba unos minutos enfrente de la tele y se
volvía a levantar para ir a la cocina a buscar una taza de té; luego al garaje y luego de
nuevo a la casa. Se pasó mucho rato de pie junto a la ventana, mirando el parque que
hay frente a nuestra casa. Me recordó a uno de los tigres del zoo de Bristol, que
recorren arriba y abajo el mismo pedazo de hierba desgastada y miran a los visitantes
que hay al otro lado de la pared de cristal. Pueden ver cómo es la libertad, pero no
tienen forma de escapar.
—No —le dije—. Tienes que ir a trabajar. Estaré bien. Jake me hará compañía.
—Si estás segura… —Percibí el conflicto en su voz al tiempo que estiraba los
brazos y me atraía hacia él. Apreté la cara contra su pecho sin pelo e inspiré su cálido
y soñoliento olor a almizcle—. ¿Entonces Jake va a tomarse otro día libre?
—Sí. Ayer por la noche me dijo que era incapaz de ir a trabajar.
—Estoy preocupado por él. Ayer se pasó todo el día en su cuarto.
—Saldremos a dar un paseo.
Mark me apartó el pelo de la cara y me besó en la frente.
—Creo que a los dos os vendrá bien tomar el aire.
Nunca llegamos a dar ese paseo. Cuando llamé a la puerta de Jake, me dijo que le
dolía la cabeza y que igual podíamos ir más tarde. Llamé a mamá y fuimos con el
coche a Chew Magna y dimos un paseo alrededor del lago. Ella no hizo alusión a la
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página web, el llamamiento o las fotos. Lo que hicimos fue cogernos de la mano y
hablar de papá y sus partidas de bridge y el tiempo y la mujer de la tienda de la
esquina a cuyo marido le habían diagnosticado un cáncer de próstata. Luego mamá
me dijo que estaba muy preocupada por mí.
Le conté que había empezado a ir a una terapeuta otra vez, pero no mencioné la
amnesia. Ella me apretó la mano y me di cuenta, no por primera vez, de lo duro que
debe de ser todo esto para papá y ella. Soy su hija, Billy es su nieto. Deben de
sentirse tan impotentes como yo. Por eso mamá se vuelca tanto en la web: es su
manera de ayudar, de demostrar su preocupación.
Cuando regresé a casa, justo después de las once, Jake seguía en su cuarto. A las
doce llamé a su puerta por si quería comer. Me dijo que no tenía hambre. A la hora
del té me preguntó si Kira y él podían comer en su cuarto. Mark y yo nos comimos
nuestro bistec con patatas y guisantes frente al televisor. Ni siquiera recuerdo si
estaba encendido.
Al día siguiente recibí una llamada de Ian, el jefe de Jake, para preguntar si este
se había recuperado ya de la gastroenteritis. Yo vacilé antes de contestar, no muy
segura de si debía mentir y decir que seguía enfermo o explicarle que habíamos
recibido malas noticias. Ian sabe lo de Billy; Jake llevaba solo unos meses trabajando
allí cuando desapareció, pero yo no podía contarle la verdadera razón por la que Jake
no había ido a trabajar. No estábamos autorizados a contar lo de Jason Davies a nadie
aparte de la familia. Ian no hizo preguntas cuando le dije que Jake estaba pasando un
mal momento, pero lo dejó faltar al trabajo unos días más. Me sentí agradecida
cuando se despidió.
Esta mañana ha vuelto a llamar. Que si podía decirle si Jake iba a volver al trabajo
esta semana, pues tenían planificado un trabajo grande y necesitaba saber si debía
contratar a alguien más o no. Le he pedido que esperara un momento y he llamado a
la puerta de Jake. La ha abierto en cuestión de segundos, con los mismos calzoncillos
largos que lleva puestos desde hace días, los ojos vidriosos y la mandíbula sin afeitar.
Tras él, al otro lado del cuarto, las cortinas seguían corridas; la única luz era el brillo
azulado de la pantalla de su portátil, que tenía la tapa medio cerrada.
—Ian quiere saber cuándo volverás al trabajo.
—¿Eh?
—Ian. Tu jefe. Tienen un encargo importante y quiere saber cuándo vas a volver o
tendrá que contratar a alguien.
Jake se encoge de hombros.
—Pues vale.
—Perderás el trabajo si no vuelves pronto, Jake.
—¿A quién le importa?
—A ti. Te encanta tu trabajo.
—Toda esa mierda ya no importa para nada.
—¡Jake!
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—Mamá —se ha pasado una mano por la cara—, ahora mismo no puedo
ocuparme de esto. ¿Puedes decirle que ya lo llamaré?
Ha cerrado la puerta antes de que me diera tiempo a contestar. Me he quedado
mirando la madera nudosa, con manchas grises semicirculares —restos de las
pegatinas que ponía en su puerta de niño—, y he levantado la mano para volver a
llamar, pero entonces me he acordado de que había dejado a Ian colgado al teléfono y
he corrido escaleras abajo.
—Hola, Ian. ¿Te parece bien que Jake te llame esta noche?
Ha suspirado.
—Jake me cae bien. Y sé que tiene que enfrentarse a una situación familiar difícil,
pero yo necesito un equipo en el que pueda confiar. Si no me llama en las próximas
dos horas, voy a tener que contratar a alguien. Lo siento, Claire. El negocio es el
negocio.
No puedo ayudar a encontrar a Billy, pero todavía puedo cuidar a uno de mis
hijos. Todavía puedo ayudar a Jake.
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Capítulo 32
Resulta casi imposible encontrar un sitio para aparcar cerca de la Escuela de Arte de
Bristol, así que dejo el coche en el aparcamiento de Trenchard Street y voy andando
desde allí. A lo mejor Kira no es la persona adecuada para hablar de Jake. Quizá
debería hablar con un médico. En enero vi cómo Liz se hundía en una depresión tras
la marcha de Lloyd, y percibo los mismos síntomas en Jake. Está irritable, no tiene
energía, no muestra ningún interés por las cosas con las que antes disfrutaba y se pasa
todo el tiempo metido en su cuarto. Pero los antidepresivos no hacen efecto hasta al
cabo de unas semanas y, si también pierde el trabajo, se pondrá peor. Estaba tan
orgulloso cuando le ofrecieron su contrato de aprendizaje, tenía tantos sueños de
poner en marcha su propio negocio y conseguir un sitio para vivir con Kira… Ella lo
conoce mejor que cualquiera de nosotros. Si alguien puede convencerlo de que llame
a su jefe, es ella.
Al acercarme a la gran puerta de entrada marrón de la Escuela de Arte de Bristol
miro mi reloj: las 13:03. Es lunes, el día preferido de Kira porque solo tiene clase
hasta el mediodía.
Riadas de estudiantes salen del edificio. Ninguno me presta la más mínima
atención a mí, una mujer de cuarenta y pocos con unos vaqueros de pitillo y una
camisa blanca. A medida que la multitud se dispersa, se reducen mis esperanzas de
encontrar a Kira. ¿Y si ha decidido quedarse a trabajar en su proyecto?
Doy un salto atrás cuando un camión baja atronando por la calle, levantando toda
el agua del chaparrón de ayer por la noche con sus enormes ruedas, y por el rabillo
del ojo veo un destello rosa.
—¡Kira! —Corro hacia ella, que se apresura calle abajo hacia el Triangle—. Kira,
espera un momento. Tengo que hablar contigo.
Se detiene en seco y se vuelve lentamente, lastrada por el peso de la bolsa para la
cámara que lleva colgada al hombro y la gran carpeta negra que le cuelga de la mano
derecha.
—¿Claire? —Está sorprendida—. ¿Qué haces aquí?
—Tengo que hablar contigo de Jake. ¿Podemos ir a tomar un café?
Kira vierte agua caliente en la tetera de acero inoxidable, y luego mete una cucharita
y remueve. Se pone roja al darse cuenta de que la miro.
—Me encantan las cosas antiguas como esta. Me habría encantado vivir en los
cuarenta o los cincuenta. La vida entonces era tan glamurosa… —Cierra la tapa de la
tetera—. ¿Le pasa algo a Jake?
Doy un sorbo a mi café. Está ardiendo y me quemo los labios.
—¿Te ha comentado algo sobre lo que nos contó el detective Forbes?
—La verdad es que no. Pero sé que está enfadado. Y también se siente culpable.
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—¿Culpable? ¿Por qué?
—Cree que debería haber protegido a Billy. Cree que ha muerto por su culpa.
—¿Piensa que Billy está muerto?
—Ya le he dicho una y otra vez que no. Está vivo. Necesito creerlo casi tanto
como tú.
Se le crispan los dedos sobre la mesa al tiempo que dirige la mirada hacia la
ventana y la animada calle fuera de la cafetería. Está pensando en su padre. Murió
hace un par de años. De cáncer, creo que dijo Jake.
—Lo siento, Kira. Sé que esto también es duro para ti.
—Mmm. —Aprieta los labios con fuerza.
Abro la cremallera de mi bolso y le tiendo un pañuelo de papel por encima de la
mesa.
—Toma.
—Gracias. —Se lo pasa por debajo de los ojos y luego respira hondo—. Es solo
que… ojalá nada de esto hubiera pasado. Sois una familia maravillosa y tú has sido
tan buena conmigo que me destroza veros tan infelices. Ha sido horrible ver a Jake
hecho polvo tras la desaparición de Billy. Hace poco me dio la sensación de que se
estaba recuperando: disfrutaba en el trabajo y volvía a salir con sus amigos, pero
entonces el llamamiento le hizo revivirlo todo y…
—Y luego apareció el detective Forbes.
—Sí. Me sabe muy mal por él, pero nada de lo que diga o haga sirve… —
Lágrimas nuevas ocupan el lugar de las que se han secado en sus mejillas—. ¿Alguna
vez desearías poder huir, Claire?
Pienso en mi conversación con Sonia, cuando me dijo que mi primera fuga era mi
subconsciente intentando huir de todo el estrés de mi vida. Es posible que Kira tenga
diecinueve años, pero le han pasado ya tantas cosas: un padre muerto, una madre
alcohólica y ahora esto. Está cargando con el dolor de Jake y yo he estado tan
agobiada con mi propia pena que no me he parado a pensar que ella también podía
estar sufriendo.
—Igual lo que necesitáis Jake y tú es pasar un fin de semana fuera. Alquilar una
habitación de hotel, ir a Bath o a Weston…
Ella niega con la cabeza.
—Vale, tal vez no. Demasiado cerca de casa. —Me obligo a sonreír—. ¿Y Gales
del Sur? Mi padre conoce a alguien que tiene una casita allí. Seguro que hace precios
especiales para los amigos. Le diré a Jake que esta semana no hace falta que me
pague el alquiler; podemos apañárnoslas. ¿Qué te parece? Los dos necesitáis daros un
respiro.
—No estoy segura de que Jake quiera ir. Ni siquiera puedo sacarlo de la cama por
las mañanas.
—Eso es porque no hay nada que lo motive, pero Jake haría cualquier cosa por ti,
Kira. Eres todo su mundo. Lo sabes, ¿verdad?
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Ella asiente sin hablar, las lágrimas aún brillando en sus ojos.
—Quiero que vosotros dos seáis felices. Quiero que tengáis vuestro pisito y algo
de independencia. Por eso he venido a buscarte. Hace un rato ha llamado el jefe de
Jake: si no le devuelve la llamada esta tarde, perderá el trabajo. Si conseguimos
convencer a Jake de que vaya tan solo un par de días, luego podrá irse contigo. Así
tendrá algo que lo motive. ¿Qué te parece?
Ella coge la tetera y abre la tapa. Luego vuelve a cerrarla, atrapando la voluta de
vapor que intentaba escapar.
—No lo sé.
—No tienes por qué decidirlo ahora. Piénsatelo mientras vuelves a casa.
—Vale. —Vuelve a mirarme—. Si crees que puede ayudarlo, le preguntaré.
Una oleada de alivio me recorre.
—Sí lo creo. ¿Vas a beberte eso? —Señalo el té—. ¿O nos vamos ya?
—Vamos. —Asiente con la cabeza en un gesto decidido—. Antes de que me eche
atrás.
Casi hemos salido por la puerta de la cafetería cuando un grupo de adolescentes
aparece en la acera y nos obliga a retroceder.
—Perdón, perdón. —Una rubia con cara de agobio me lanza una mirada de
disculpa y luego se fija mejor—. Es usted, ¿verdad? La señora Wilkinson, la madre
de Billy.
Tardo un par de segundos en ubicar su cara.
—¿Señorita Cristian?
—Sí. —Al tenderme la mano, media docena de brazaletes de plata bailan en su
muñeca—. Vi el llamamiento televisado hace unas semanas. ¿Hay alguna novedad?
—No —contesto antes de que Kira pueda intervenir—. Por desgracia no.
—¡Rosie! —La señorita Christian me suelta las manos y hace un gesto en
dirección a una mujer que está un poco más arriba—. Luego os alcanzo, ¿vale?
No reconozco a Rosie, pero, por la forma en que los adolescentes se reúnen a su
alrededor, está claro que es una profesora. No recuerdo haberla visto en ninguna de
las reuniones de padres de Billy. Debe de ser nueva.
—Los llevamos al día de puertas abierta de la Escuela de Arte —explica Edie,
como si me hubiera leído el pensamiento—. Estoy convencida de que la mitad de los
chicos no tiene el menor interés, pero son unas horas fuera de la escuela y… —Se
encoge de hombros.
Estudio las caras de los alumnos que rodean a Rosie, pero no reconozco a
ninguno. Un chico le susurra algo al oído a otro y se ve recompensado con una risa y
un puñetazo en el hombro. Eso es lo que debería estar haciendo Billy: pasar el rato
con sus amigos, contar chistes y picarse con ellos. ¿Dónde está?, susurra una voz en
mi cabeza. ¿Dónde está?
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—Billy tenía mucho talento artístico —dice Edie Christian con voz ahogada.
«Tiene», siento ganas de decir. Billy tiene mucho talento. Pero es como si alguien
me hubiera colocado una banda alrededor del pecho que no me deja hablar.
Edie dirige su mirada hacia Kira.
—¡Kira Simmons! Dios mío, no te veía desde…
—Acabé la escuela hace tres años —dice Kira—. Estudio Fotografía aquí. —
Señala la facultad con un gesto.
—Claro, claro. Tu proyecto de graduación iba sobre el deporte, ¿verdad? ¿Chicos
que montan en BMX y skaters?
—Más o menos. El tema era la perseverancia.
—Eso es. Montones de imágenes de rodillas con rasguños y puños al aire en
gesto de alegría, si no recuerdo mal.
Kira desliza su mano por dentro de mi brazo doblado y me aparta levemente de
Edie Christian. Al mismo tiempo, los dos chicos a los que estaba mirando
desaparecen en medio de un grupo de gente que cruzaba la calle, y la presión de la
banda alrededor de mi pecho se reduce.
—No sabía que os conocíais —dice Edie, mirando sin disimulo la mano de Kira
en mi brazo.
—Kira vive con nosotros. Es la novia de mi hijo Jake.
—Recuerdo a Jake. Se esforzaba mucho. Vaya. —Se da la vuelta para mirar el
grupo de estudiantes que está al otro lado de la calle—. Será mejor que me marche.
Me alegro de haberla visto, señora Wilkinson. Supongo que está en contacto con el
señor Edwards, pero, si hay algo que pueda hacer para ayudar, hágamelo saber.
—¡Señorita Christian! —La llamo mientras ella empieza a subir la calle.
—¿Sí? —Se da la vuelta.
—Usted se encontró con mi marido Mark cerca de Gloucester Road.
—¿Ah, sí? —Su expresión cambia. Es la misma expresión de preocupación que
vi en la foto—. Sí, delante del médico. Me acuerdo.
—¿Cómo lo vio?
—Vaya. —Parece desconcertada—. Parecía estar bien. Lo lamento mucho, señora
Wilkinson, de verdad que debo irme. Rosie no está legalmente autorizada que hacerse
cargo ella sola de tantos chicos y… —Levanta la mano para despedirse y luego sale
disparada para cruzar la calle mientras el semáforo pasa del verde al rojo.
—¿A qué ha venido todo esto? —pregunta Kira.
—No lo sé —contesto—. ¿Cómo era? De profesora, quiero decir.
Me interrumpe el sonido apagado de mi móvil, que suena dentro del bolso. El
detective Forbes dijo que podían pasarse semanas avanzando en la nueva línea de
investigación. Si la llamada es de él, solo pueden ser malas noticias.
Un nombre aparece en la pantalla. Cuelgo sin contestar.
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Martes 25 de noviembre de 2014
ICE9: Tenemos que ir con cuidado. La otra noche me pareció ver a tu madre en la
ventana.
Jackdaw44: Seguro que se preguntaba dónde estaba mi padre.
ICE9: ¿Y dónde está?
Jackdaw44: En una conferencia. Eso si «conferencia» es una nueva palabra para
decir que se está follando a otra.
ICE9: ¿De verdad crees que engaña a tu madre?
Jackdaw44: ¡¿Hola?!
ICE9: Sí, lo sé, pero a lo mejor lo que viste fue algo aislado.
Jackdaw44: Y tú dices que el ingenuo soy yo.
ICE9: Nunca he dicho eso.
Jackdaw44: Crees que soy demasiado joven para ti.
ICE9: ¿He dicho yo eso?
Jackdaw44: No, pero sé que lo piensas.
ICE9: ¿Así que ahora lees el pensamiento?
Jackdaw44: Ayer por la noche parecías un poco nerviosa.
ICE9: a) Me estaba congelando. b) ¡Estábamos en el parque de enfrente de tu
casa!
Jackdaw44: Me gusta correr riesgos.
ICE9: No te andas con chiquitas.
Jackdaw44: Pero fue emocionante, ¿no? Sé que te excitó, el riesgo de que nos
pillaran.
ICE9: No fue eso lo que me excitó.
Jackdaw44:
ICE9: ¡Retiro el comentario de que no eres inmaduro!
Jackdaw44: Pero soy bueno, ¿no? En la cama.
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Jacdaw44: (toses).
Jackdaw44: (toses más fuertes).
ICE9: Sí, lo eres. Capullo engreído.
Jackdaw44: Vayamos a Weston mañana. Reservaremos una habitación.
ICE9: Tengo que trabajar y tú has de ir a la escuela.
Jackdaw44: ¡Escaquéate!
ICE9: Vives en un mundo de fantasía.
Jackdaw44: Y tú necesitas divertirte más.
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Capítulo 33
Me paso todo el camino de regreso a casa esperando que el teléfono vuelva a sonar,
pero permanece silencioso en mi regazo durante todo el trayecto. Debería haberme
imaginado que Stephen acabaría por tratar de llamarme al no recibir respuesta a su
mensaje de texto. Si lo que busca es empezar de nuevo, tendré que contarle a Mark lo
que dijo cuando fui a Wilkinson & Son.
No me sorprende ver que la furgoneta de Jake sigue aparcada en la calle, pero sí
el coche de Mark. Cuando vuelve pronto, por lo general significa una cosa: va a ir a
una conferencia o a un curso de formación, y ha venido a casa para ducharse,
cambiarse y preparar una bolsa para pasar la noche.
En efecto, cuando entro en la cocina con Kira, Mark está sentado a la mesa con
una montaña de papeles del trabajo apilados en una de las sillas, a su lado. Se pone de
pie al verme y me da un fuerte abrazo antes de apartarse un poco sin dejar de
abrazarme, para mirarme. Resulta tan tierno, tan cariñoso, se parece tanto al hombre
del que me enamoré, que toda mi preocupación por Edie Christian y él se desvanece.
—¿Has tenido un buen día? —me pregunta.
—Interesante. —Bajo la voz mientras Kira pasa junto a nosotros para irse por el
pasillo—. Fui a recogerla a la universidad para poder hablarle de Jake. Ian llamó esta
mañana. Si Jake no vuelve pronto al trabajo, va a tener que contratar a otra persona.
—Oh, por el amor de Dios. —Pone los ojos en blanco y luego suspira—. No te
preocupes, no voy a explotar de primeras. Tan solo desearía…
—Lo sé. —Le pongo la mano en un lado de la cara—. Superaremos esto, igual
que lo hemos superado todo.
Su mirada se suaviza.
—Eres una buena mujer, Claire. Lo sabes, ¿verdad?
—¿Y eso a qué viene?
—Hoy pensaba en ti mientras volvía a casa, en lo fuerte que eres. Lo siento. —De
repente se lo ve avergonzado—. No se me dan muy bien las cursiladas, pero quería
que supieras lo mucho que te valoro, lo mucho que te quiero.
—No es una cursilada. Necesitaba oírlo.
—Entonces debería decirlo más a menudo, ¿no crees?
Me besa dulcemente en los labios y una de sus manos se desliza alrededor de mi
cintura. Me atrae hacia él mientras el beso se vuelve más intenso y yo le rodeo el
cuello con los brazos y se lo devuelvo. Cierro los ojos al tiempo que meses de miedo,
frustración y agotamiento se esfuman, y me pierdo en el abrazo. Sus manos se
desplazan de mi cintura a los lados de mis pechos y luego bajan a mi culo. Echo la
cabeza hacia atrás mientras su boca viaja de mi boca a mi cuello y un gemido sordo
se ahoga en el fondo de su garganta.
Un grito procedente del piso de arriba hace que nos separemos de un salto.
—¿Qué coño?
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Mark sale primero de la habitación, corre por el pasillo y sube las escaleras de dos
en dos, mientras yo me coloco bien el tirante del sujetador y lo sigo.
—¿Una escapada de fin de semana? —chilla Jake—. ¿Quieres que me vaya de
vacaciones cuando un pervertido asqueroso le ha hecho Dios sabe qué a mi hermano?
¿Estás pirada o qué? ¿Cómo se te ocurre proponérmelo?
—¡Jake! —grito—. No ha sido idea de Kira, sino mía. Yo… ¡Kira! —Alargo el
brazo cuando ella pasa por mi lado escaleras abajo—. Kira, ¡espera!
Corro tras ella y la cojo por la cintura al mismo tiempo que ella agarra el pomo de
la puerta.
—¡Déjame en paz! —Se aparta de mí con los ojos enrojecidos. Churretones de
maquillaje negro le bajan hasta la barbilla—. Por favor, Claire. Por favor. Déjame ir.
—¿Adónde vas?
—No lo sé. —Tira de la maneta de la puerta—. Todo está jodido. Estoy pirada.
Jake tiene razón.
—No. Tú no has hecho nada malo. Eres una chica atenta y considerada. Una
buena chica.
—No, no lo soy. —Suelta la maneta de la puerta, pero sigue dándome la espalda
—. Mi padre me decía que era una buena chica. Me decía cada día lo orgulloso que
estaba de mí y cuánto me quería. Aunque eso no le impidió suicidarse, ¿verdad?
Se me ponen de punta todos los pelos de los brazos.
—Oh, Dios mío, Kira. No tenía ni idea.
—Me voy a casa de Amy —dice en tono monótono.
Tardo media hora en convencer a Jake de que salga de la leonera que es su cuarto y
baje a la salita, donde Mark está sentado en el sofá sujetándose la cabeza entre las
manos.
—¿Dónde está Kira? —pregunta Jake mirando hacia la cocina—. Tengo que
hablar con ella.
—Se ha ido a casa de una amiga. —Le indico con un gesto que se siente en el
sillón—. Y tú vas a tener que disculparte en serio si quieres que vuelva.
—No tiene otro sitio adonde ir —replica él en tono inexpresivo mientras se deja
caer en el sillón.
—Dale un toque después de llamar a Ian. —Le tiendo el teléfono inalámbrico—.
Dile que esta misma semana volverás al trabajo.
—¿Y si no quiero?
—¿Y si no quieres? —Mark salta del sofá con las manos cerradas en un puño a
ambos costados—. ¿Te crees que a mí me gusta levantarme al amanecer para
meterme en un atasco una hora cada día? ¿Crees que me gusta que una recepcionista
amargada me diga que los médicos no pueden acudir a la reunión que programé hace
tres semanas y para la cual he tenido que cruzar media ciudad? ¿De verdad te crees
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que prefiero ir a trabajar cuando podría quedarme aquí y cuidar de tu madre? Alguien
tiene que traer dinero a casa. Alguien tiene que alimentar a esta familia y conservar
un techo sobre nuestras cabezas.
Jake junta las manos y le dedica una lenta y sarcástica ronda de aplausos.
—Bueno, pues felicidades. El premio al padre del año es para Mark Wilkinson.
—Jake, ¡basta! —digo.
—¿Basta de qué? ¡Menuda gilipollez! Toda esa mierda de mantener a la
familia… No lo hace por nosotros, lo hace por él. Y si no seguimos las normas, nos la
llevamos caliente. No es un padre, es un puto dictador, y no estará contento hasta
verme a mí también muerto y enterrado.
Le pongo las manos en los hombros y le grito a la cara: «¡BASTA!».
Él me mira con tal expresión de sobresalto, con un pavor tan desconcertado, que
es lo único que puedo hacer para no echarme a llorar.
—Llama a Ian. —Me tiembla la mano al señalar el teléfono—. ¡Llama a tu jefe!
—El corazón me late con tanta fuerza en el pecho que lo oigo en mis oídos—. Siento
haberte gritado, pero sabes que tú vales más que esto. Que eres más fuerte. Y no voy
a quedarme parada mirando cómo te destruyes a ti y a todo lo que has querido. Ya he
perdido a un hijo y no voy a perderte a ti también. ¿Jake? —digo mientras Mark sale
silenciosamente de la habitación—. Tienes que llamar a Ian y decirle que esta semana
volverás al trabajo. Y luego quiero que llames a Kira y te disculpes por haberle
gritado. ¿De acuerdo?
—Vale. —Su voz es apenas un susurro.
Mark está en el dormitorio, sentado al borde de la cama con la maleta para pasar la
noche fuera preparada y cerrada a sus pies.
—Pídeme que me quede —dice mientras yo ajusto la puerta con cuidado a mi
espalda—. Solo tienes que pedírmelo y me quedaré.
La cama chirría bajo mi peso al sentarme a su lado.
—No. Deberías ir. Y no te sientas culpable.
—Pues así es. —Son solo tres palabras, pero están tan cargadas de dolor y pena
que Mark parece doblarse bajo su peso.
—Tienes que ir a trabajar. Tenemos que mantener esta casa.
—Tú eres más importante que esta casa. Jake es más importante que esta casa. —
Su voz se rompe al pronunciar el nombre de su hijo y yo lo rodeo con mis brazos.
—Me siento fatal —digo al tiempo que aprieto la cara contra el hueco de su
cuello—. Le grité como una desquiciada.
—Me estabas defendiendo. Nunca antes habías hecho algo así.
Me revuelvo entre sus brazos para poder verle la cara.
—¿No?
Él niega con la cabeza. Hay tanta tristeza en sus ojos que soy incapaz de
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soportarla.
—Lo siento mucho.
—Antepones a los chicos, y así es como debe ser.
—No. —Meneo la cabeza—. No es cierto. Deberíamos haber sido un equipo.
Debería haberte apoyado.
—No importa. —Me aparta un mechón de pelo de los ojos—. Al menos hemos
vuelto a hablar. A hablar de verdad, quiero decir.
—Mark. —Me aparto un milímetro de él—. Tengo que hablar contigo de
Stephen.
Se pone tenso.
—¿Qué pasa con él?
—No voy a volver más a Wilkinson & Son. Aún no se lo he dicho, al menos de
manera oficial.
Mark se inclina hacia delante y tira de la cremallera de su bolsa de viaje, aunque
ya está cerrada.
—Vale.
—¿No quieres saber por qué?
—La verdad es que no. —Me dedica una mirada larga e inquisitiva y yo me
ruborizo. Sabe que le estoy ocultando algo, pero, al igual que yo, no quiere más
discusiones. Estamos más unidos de lo que hemos estado desde hace meses, y
ninguno de los dos quiere hacer añicos nuestra frágil tregua—. ¿Y qué tienes pensado
hacer ahora? ¿Buscar otro trabajo o esperar a que el detective Forbes vuelva a
ponerse en contacto con nosotros para…?
Unos golpes en la puerta del dormitorio lo interrumpen.
—¿Sí?
La puerta se abre poco a poco y Jake aparece en el umbral con el teléfono fijo en
la mano. Se pasa el peso de un pie a otro.
—He llamado a Ian —dice mirándome directamente a mí—. Volveré esta semana,
dentro de unos días. También he llamado a Kira. Esta noche duerme en el piso de
Amy. Le he dicho que la recogería por la mañana.
Se lo ve tan destrozado, tan contrito, tan profundamente avergonzado, que se me
hace un nudo en el corazón. Uno de mis hijos ha desaparecido y el otro se está
derrumbando ante mis ojos. Nunca en mi vida me había sentido tan impotente.
—Espera… —Levanta una mano con la palma hacia fuera al ver que voy a
levantarme para abrazarlo—. Tengo que decir algo más. Papá. Yo…, esto…, solo
quería decirte que lo siento. Estaba… —Baja la vista al suelo y traga saliva—. Estaba
fuera de mí. Lo siento. Solo…, solo estaba enfadado y…
—No pasa nada, hijo. —Mark pasa por encima de la maleta y cruza la habitación
—. Lo entiendo.
«Abrázalo —le insto en silencio—. Por favor, solo abrázalo». Pero Mark se limita
a tender uno de sus brazos hacia su hijo.
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—Cuida de tu madre —le dice al tiempo que le da un apretón en la parte superior
del brazo—. Tengo que irme. —Se vuelve hacia mí—. Volveré el domingo por la
noche. Llámame si pasa algo. Estoy aquí al lado, en Gloucester.
—Claro —contesto—. Estaremos bien, ¿verdad, Jake?
Pero nuestro hijo ya se ha escabullido entre las sombras.
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Capítulo 34
—Entonces, ¿qué? ¿Estamos preparados para ver a unos cuantos vampiros en acción?
—anuncia Liz al tiempo que entra en la sala, con un DVD bajo la axila derecha, una
botella de prosseco en cada mano y dos copas cogidas con los dedos. Una de las
botellas ya está abierta y el vino chorrea por el cuello y le moja la mano mientras ella
se deja caer en el sofá. Son las 18:30.
—Has empezado pronto.
—Ya, ya lo sé. —Hace una mueca—. He cambiado un turno y estoy hecha polvo.
¡Oh, pizza! —Señala la caja abierta sobre la alfombra, frente al televisor—. ¿Puedo
comer una porción?
—Claro. Jake se está comiendo la suya en su cuarto y yo no tengo hambre.
—Ah, ¿no va a bajar con nosotras?
—No. Creo que está mirando algo en su ordenador.
—¿Y Kira? —Da un bocado a una porción de pizza y se mete un trozo extraviado
de pepperoni entre los labios antes de que caiga al suelo.
—Está fuera. —No le he explicado lo que ha pasado antes.
—Qué pena. Aunque seguramente ya la ha visto.
—¿Cómo está Caleb?
—Ha salido con su novio. —Sonríe al tiempo que vuelve a acomodarse en el sofá
—. ¡Dios, qué falta me hace esto! —Me tiende las copas y luego vierte el vino tan
rápido que las burbujas suben hasta el borde y se derraman por los lados—. ¡Perdón!
Voy a por un paño.
—No pasa nada, no te preocupes.
Ha pasado bastante tiempo desde la última vez que vi a Liz así de excitada. Solo
puede significar una cosa: Lloyd se ha puesto en contacto con ella.
—¿Estás bien, Liz?
—Genial. —Deja una copa sobre la mesa que hay junto al sofá y luego trata de
introducir el deuvedé en el reproductor.
—¿Con qué te ha venido ahora Lloyd?
—Ay, Dios. —Suelta un profundo suspiro y se balancea hacia atrás sobre sus
talones, sujetándose al televisor para mantener el equilibrio—. No hace falta que
aguantes mis rollos.
—Sí la hace. ¿Qué quería?
—Los papeles de la hipoteca. Y sus extractos del banco y las cosas de la pensión.
Creo que va a pedir el divorcio. Es un gilipollas. ¿Qué puedo decir? En fin. —Hace
un gesto despectivo con la mano—. No voy a dejar que también me arruine esta
noche. Tenemos vino para beber y una peli que ver, y no voy a pensar más en él. ¿Y
tú qué, cómo estás?
Le doy un sorbo al vino.
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—Digamos que tengo muchas ganas de ver la película.
—Genial. —Me dedica una sonrisa radiante—. Sabía que me caías bien por
alguna razón.
Durante treinta minutos no hacemos nada más que beber vino y contemplar en la
pantalla cómo una chica se cae repetidamente y un tipo de aspecto macilento y su
familia igualmente macilenta se comportan de forma distante y misteriosa a la menor
oportunidad. Después de acabarnos la primera botella, Liz pone el DVD en pausa para
que yo pueda ir a la cocina a coger la otra de la nevera.
—Está para mojar pan —dice ella mientras yo vuelvo a llenarle la copa.
—¿Quién?
—Robert Pattinson. —Hace un gesto hacia la pantalla, donde la imagen
congelada ha capturado al actor en actitud melancólica y torturada.
—Pero ¡si debe de tener doce años!
—De hecho, tenía veintidós cuando rodó esta película.
—Pero en la película va al colegio, así que se supone que tiene ¿cuántos?
¿Dieciséis?
—Ahora en serio, Claire. —Pone la pausa y luego hurga en el bolso buscando su
móvil. Pulsa algunas teclas y gira la pantalla hacia mí—. Mira esto.
—¿Es el Tinder? ¡Así que te lo has instalado!
—Sí. Quiero demostrarte algo. Mira… —Le da un golpecito a la pantalla—, aquí
están todos los hombres de por aquí que tienen más o menos la misma edad que yo.
Pega un grito si ves alguno que crees que valga la pena.
Va pasando una foto tras otra, todas ellas de hombres de mediana edad. Algunos
son calvos, otros tienen una buena mata de pelo, algunos están gordos, otros
delgados, algunos van mal vestidos, otros con traje y otros apenas llevan nada. Con la
salvedad del hombre medio desnudo que flexiona el bíceps frente al espejo del lavabo
y frunce el ceño a la cámara, me sorprende lo normales que parecen todos. Es la clase
de hombres que verías en el pub, en el súper o en el trabajo.
—Sigo esperando que des un grito cuando veas uno apropiado —dice Liz, y
continúa pasando las fotos de una enciclopedia de hombres.
—Ese —digo.
—Vale.
Mira al hombre que he elegido. Está sentado sobre una manta de pícnic con un
vaso de cerveza en una mano y la cabeza echada hacia atrás en una carcajada. Tiene
el pelo entrecano por encima de las orejas, pero largo y espeso por arriba. Una
mandíbula fuerte, nariz romana y buena piel. Por encima de cualquier otra cosa,
parece alguien con quien te echarías unas risas.
—Vale, te concedo este. —Desliza el dedo por la pantalla hacia la derecha y se ríe
—. O mejor me lo concedo a mí. A ver, ahora cambiaré las edades y pondré de
dieciocho a treinta. Grita si ves alguno que esté bueno.
Aparece una foto de un tipo bronceado de pie junto a una piscina y Liz me arquea
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una ceja.
—¿Está bueno o no?
—Bueno, sí, pero…
Desliza el dedo hacia la derecha.
—¿Y este?
—Sí, pero…
—¿Y este?
—Vale, vale. —Levanto una mano—. Lo pillo. Crees que los tipos jóvenes están
más buenos, y quizá lo estén, pero tienes cuarenta y tres años, Liz. ¿De qué vas a
hablar con un chaval de dieciocho?
Ella suelta una risita.
—¿Quién ha dicho nada de hablar? Claire, he estado con Lloyd veintidós años.
Creo que me merezco un poco de diversión.
—Y así es, pero sigo pensando que el chico Crepúsculo es demasiado joven.
—Igual para ti. —Se ríe al ver la expresión de mi cara y coge el mando a
distancia—. Venga. Vamos a ver la peli.
Liz cruza la calle haciendo eses y sube por el camino que lleva a su casa. Se detiene
para saludarme al llegar a su puerta, y luego se le cae la llave al suelo y maldice
elevando el tono. Tras cuatro intentos, logra introducir la llave en la cerradura. Miro
el reloj mientras ella cierra la puerta a su espalda: las 21:15. Se ha quedado dormida
durante el último cuarto de hora de la película, con la copa de vino todavía en la
mano y el teléfono iluminándose en su regazo cada vez que recibía una notificación
de Tinder. He tardado una eternidad en despertarla. Repetir su nombre no funcionaba,
así que la he sacudido con delicadeza por el hombro, lo cual le ha hecho murmurar:
«Déjame en paz, estoy demasiado cansada para el sexo». Mis risas la han despertado.
Meto nuestras copas de vino en el lavavajillas y las botellas vacías en el cubo de
reciclaje. Pese a la cantidad de vino que he bebido, me siento extrañamente lúcida
mientras paso la bayeta por las superficies de la cocina y recojo todo. Al terminar,
vuelvo a la sala de estar. Hace varias horas que no sé nada de Mark, y tengo que
comprobar si está bien.
Mi móvil no se encuentra donde creía haberlo dejado, sobre la mesita auxiliar al
lado del sofá, así que me pongo a gatas y miro debajo, por si acaso lo he hecho caer al
levantarme y sentarme varias veces para ir a buscar más vino.
Me pongo de nuevo de pie. No hay nada debajo del sofá aparte de una gruesa
capa de polvo y pelo en la moqueta, y varios pasadores de Kira. Y el móvil tampoco
está en mi bolsillo. ¿Quizá debajo de un cojín?
El parqué cruje encima de mí cuando Jake va de su cuarto al baño. Mis uñas se
llenan de migas al meter la mano por el borde del sofá, pero tampoco hay rastro del
móvil. Eso quiere decir que, o bien está entre el cojín y el brazo del sillón, o bien en
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mi bolso, en la cocina. Me dirijo a la butaca y quito el cojín de un tirón.
Un teléfono sale volando y cae a los pies del sillón. Es un iPhone, pero no es el
mío, sino un modelo nuevo. Pulso la tecla redonda de la parte de abajo y la pantalla
cobra vida revelando la vista previa de un mensaje nuevo. Aunque el teléfono está
bloqueado, puedo leer el corto texto palabra por palabra:
«Sé guardar un secreto si tú también sabes».
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Capítulo 35
¿Dónde estoy?
¿DÓNDE ESTOY?
Está oscuro. Como la boca del lobo. No veo nada.
—¡Jake! —grito su nombre—. ¡Mark!
No viene nadie.
—¡Por favor, que alguien me ayude! —grito otra vez.
El sonido reverbera a mi alrededor.
—¿Hola? —La palabra se me queda atascada en la garganta—. ¿Alguien me oye?
Me tiemblan las manos al levantarlas del regazo y extender los brazos, vacilante.
Avanzo a tientas en la oscuridad, dando manotazos en el aire. No hay nada, nada, y
entonces los dedos de mi mano izquierda rozan algo frío y sólido, y me las llevo con
brusquedad al pecho. Al mismo tiempo, algo afilado me pincha la barriga. ¡Está en
mi regazo! Le doy un manotazo y me alejo de un salto. Mi espalda golpea contra una
pared y los tacones me resbalan sobre el suelo.
Se oye un ruido fuerte, como si algo metálico hubiera golpeado las baldosas, y me
quedo petrificada.
Quiero gritar para pedir ayuda, pero no puedo. No puedo hablar. Apenas puedo
respirar.
Noto el trasero frío y mojado, como si un líquido me hubiese empapado la parte
de atrás de los vaqueros hasta alcanzar mi piel. El aire está cargado de olor a orina y
hierro.
Tengo que tranquilizarme. Si no, me desmayaré.
Me concentro en respirar, e inspiro y me lleno los pulmones de aire antes de
espirarlo.
Dentro. Fuera. Dentro. Fuera.
Poco a poco, mi respiración se calma y mis uñas, aferradas a la pared a la que
estoy pegada, interrumpen su incesante tamborileo.
—¿Hola?
La palabra resuena contra las paredes. Estoy en una habitación, en una habitación
vacía. Toco con las yemas el suelo bajo mis pies. Las paredes y los suelos están
embaldosados.
Vale. Vale. Estoy en una habitación. Estoy sola. Tiene que haber una puerta o una
ventana, una forma de salir.
A medida que mi pulso se calma, la oscuridad que me rodea parece desvanecerse
y los objetos emergen de la penumbra. Hay dos pilas a mi derecha, dos cubículos a
mi izquierda y un urinario metálico en el otro extremo de la estancia. A su lado hay
una puerta por debajo de la cual se cuela una rendija de luz.
Me pongo de pie y me acerco a ella. Al hacerlo, le doy con el tacón a algo que
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hay en el suelo y que sale disparado por las baldosas hacia las pilas. Emite un sonido
grave y sordo al golpear la pared, y luego se queda quieto. Avanzo lentamente y miro
debajo de las pilas.
Un cuchillo.
No grito. No caigo de rodillas. Y no corro hacia la puerta que hay más allá de las
pilas.
Me pongo de pie.
Ahora sé dónde estoy. Sé lo que pasa.
Estoy soñando. Estoy dormida en el sofá de casa y busco a Billy. En cuanto lo
encuentre, el sueño se acabará y yo me despertaré. Doy un paso hacia los cubículos
con una mano extendida y empujo la puerta, con fuerza. El cerrojo golpea la pared
con un sonido metálico.
Vacío.
Por supuesto. Billy nunca está en el primer sitio donde lo busco. Siempre tengo
que insistir. Doy tres pasos hacia la derecha y empujo la segunda puerta.
Vacío.
—¿Mamá?
Me doy la vuelta, pero la persona con la piel pálida que me mira desde el espejo
que hay sobre la pila tiene mis ojos, no los de Billy. Me llevo una mano a la frente y
me aparto el pelo de la cara. En mi piel aparecen cuatro huellas dactilares
ensangrentadas. Un sueño culpable. Una pesadilla en la que descubro que yo fui la
responsable de la desaparición de Billy.
Me agacho y alargo la mano hacia el cuchillo que hay bajo la pila. Es uno de mis
cuchillos de cocina. El mango está manchado de sangre. No lo toco, sino que abro mi
bolso, colgado en bandolera, y saco un pañuelo de papel. Envuelvo el cuchillo con él,
lo meto cuidadosamente en mi bolso y luego me lavo las manos. La sangre da vueltas
en la pila antes de desaparecer por el desagüe.
Billy no está aquí. Tengo que seguir buscando.
En cuanto salgo por la puerta hacia la luz, dos figuras se acercan a mí a paso vivo.
Un hombre y una mujer, sus rostros tensos por la preocupación. La mujer lleva un
teléfono pegado a la oreja.
—Oh, Dios mío. —El hombre me alcanza antes y se para en seco—. ¿Qué ha
pasado?
La mujer se acerca resoplando, sin dejar de hablar por teléfono; su respiración
consiste en pequeñas y potentes exhalaciones.
—Ya la veo…, la tengo justo delante…, está de pie…, no parece que esté
herida…
—¿Está bien? —me pregunta el hombre.
Sus dedos me rozan el brazo y yo lo aparto con brusquedad, y me doy un golpe en
la mano con el marco de la puerta.
Siento un dolor intenso en la muñeca y me la llevo al pecho. Intento hablar, pero
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las palabras son un batiburrillo en mi boca y las rodillas me fallan.
—¿Qué ha dicho? —pregunta la mujer con el teléfono en la mano, mientras el
hombre me coge por los hombros y me hace descender poco a poco hasta dejarme
sobre el suelo.
—Algo de que es imposible sentir dolor en una pesadilla y «Oh, Dios, estoy
despierta».
—¿Para qué has llamado a una ambulancia?
—Porque ese hombre parecía muy preocupado por ella.
—¿Por qué no has esperado hasta que la encontráramos? Como si el Servicio
Nacional de Salud no tuviera bastantes problemas para que encima llamen al personal
de ambulancias sin ningún motivo. Parece encontrarse bien y no está herida.
—Malcolm, que se haya puesto de pie otra vez no quiere decir que no esté herida.
Solo ha dejado de temblar.
—Seguramente es una prostituta. ¿Por qué si no iba a estar en el lavabo de
hombres a las diez de la noche?
Mientras ellos continúan discutiendo en susurros, aunque no lo suficientemente
bajo como para que no los oiga, yo miro a mi alrededor. La pared es de un tono claro
y está mugrienta, y unas escaleras grises con los bordes pintados de amarillo se abren
hacia arriba y hacia abajo desde el pequeño cuadrado de cemento donde estamos los
tres. Una barandilla de metal negro bordea la escalera y, en la pared, hay un cartel
azul donde se lee: «¿Ha pagado y mostrado su tique?».
Estoy en un aparcamiento.
—¿Dónde estamos? —Toco a la mujer en el brazo.
—¡Oh! —Se aparta de mí dando un respingo y se agarra al brazo de su marido.
Él da un paso hacia mí al tiempo que esconde a su mujer a su espalda,
protegiéndola. De mí.
—En Bristol. Se encuentra en un parking de varias plantas en el centro.
—¿Quién parecía preocupado?
—¿Disculpe?
El hombre me dedica una sonrisa comprensiva, pero en sus ojos se refleja ahora
una emoción distinta. Cree que estoy drogada o borracha.
—Han dicho que alguien estaba preocupado. ¿Hablaban de mí?
—Hemos visto a un hombre —dice la mujer—. Ha pasado junto a nuestro coche
gritando que una mujer se había desmayado en el baño de hombres.
—¿Era joven? —Mi corazón se encoge con esperanza—. ¿Como de unos quince
años?
—No lo sé. —Mira a su marido.
—Llevaba ropa oscura, igual una sudadera con capucha, pero no le he visto la
cara.
—Tengo que llamar a mi familia —digo—. Tengo que decirles dónde estoy.
Al abrir la cremallera de mi bolso veo algo envuelto en mi pañuelo de papel y el
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suelo parece abrirse a mis pies. El cuchillo es real. Eso tampoco lo he soñado.
—Se ha puesto muy pálida —señala la mujer—. Creo que se va a desmayar.
—¿Quiere sentarse en el escalón? —El hombre me tiende una mano con gesto
vacilante—. Mi mujer ha llamado a una ambulancia. No debería tardar.
—Deje que le coja el bolso —se ofrece la mujer, pero yo lo aparto con rapidez
antes de que pueda tocarlo.
El movimiento brusco hace que mis piernas cedan. Me agarro a la barandilla, pero
el descenso es demasiado rápido y caigo a plomo, golpeándome la base de la columna
con el borde afilado del primer escalón.
—No se mueva —dice el hombre al tiempo que se agacha junto a mí—. Es
posible que esté herida.
—Me encuentro bien.
Me incorporo con cuidado hasta quedar sentada y me froto la parte baja de la
espalda, que se contrae por el dolor.
—Oiga… —El hombre hace una pausa—. Perdone, ¿cómo se llama? Yo soy
Malcolm y ella es Mandy.
Me mira expectante, esperando a que le diga mi nombre.
Yo intento ponerme de pie, pero las piernas me flojean demasiado como para
soportar mi peso.
—Lo único que necesito es ir a mi casa. Creo que mi coche podría estar por aquí,
en alguna parte.
Vuelvo la cabeza hacia la puerta que lleva al aparcamiento, pero no tengo ni idea
de dónde está mi coche, ni siquiera si está aquí o no. Es posible que haya venido
andando o haya cogido un taxi, o que alguien me haya traído. Tengo una laguna en la
cabeza.
—Tiene que esperar a la ambulancia —dice la mujer detrás de nosotros—. Es
posible que se haya golpeado la cabeza al caer en el lavabo, y una contusión puede
ser grave. Mi prima Sarah se cayó por las escaleras hace años y…
—¡Mandy! —Malcolm niega con la cabeza—. Ahora no.
—Pero le puede…
—Todavía no nos ha dicho cómo se llama. —El hombre vuelve la vista hacia mí.
Yo agarro el bolso que tengo pegado a mi pecho. Aunque el cuchillo esté envuelto
en varias capas de pañuelos de papel y escondido bajo un pliegue de cuero, para mí es
como si fuera un faro encendido. Si la policía aparece junto con la ambulancia, van a
empezar a hacer preguntas que no puedo responder. ¿De quién es la sangre del
cuchillo? ¿Quién ha sido apuñalado? ¿De dónde ha salido el cuchillo?
—Me llamo Kate —digo—. Kate Sawyer.
—Genial. —El hombre sonríe—. No creo que la ambulancia tarde mucho, Kate.
Nos quedaremos a esperar contigo hasta que llegue.
—No. Nada de ambulancias, por favor. Lo único que quiero es irme a casa.
Gracias por vuestra ayuda. —Me obligo a ponerme de pie y, agarrada a la barandilla,
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bajo los escalones de uno en uno.
—¡Espera! —me llama Malcolm—. Por lo menos déjanos llevarte. Mandy puede
cancelar la ambulancia.
—Cogeré un taxi.
—Pues déjanos acompañarte hasta la parada. Seguro que tu familia está
preocupada por ti; por favor, déjanos al menos hacer eso.
Estoy demasiado cansada para volver a decir que no.
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Capítulo 36
—¡Aquí estás! —Jake entra corriendo en la cocina al tiempo que yo cruzo la puerta
principal dando un traspié—. Dios mío, tienes muy mal aspecto. Vas coja. ¿Por qué
vas coja?
Tiene los ojos inyectados en sangre, como si hubiera llorado, la frente cubierta
por una película de sudor y el pelo sucio, peinado hacia atrás con grasa o con algún
producto capilar, no estoy segura. Lleva un jersey gastado, remangado por encima de
las manos. Tengo la sensación de no haberlo visto desde hace años, y una vez más me
sorprende lo desesperado que parece.
—¿Mamá? —dice otra vez, y su hermoso y fuerte rostro parece derrumbarse
sobre sí mismo—. Di algo, mamá.
—He tenido otro episodio de amnesia. —Es todo lo que consigo decir antes de
derrumbarme entre sus brazos.
Jake me atrae hacia él y yo pego mi rostro a su pecho, reconfortada por el familiar
olor a almizcle de su piel a través de la camiseta.
—Oh, Dios mío, ¿otra vez? —dice—. ¿Qué ha pasado? Cuéntame todo lo que
recuerdes.
—Y entonces me han acompañado a una parada de taxis y he venido a casa —
termino—. Y he entrado.
Estoy en el sofá y hay una taza de té en la mesita, a mi lado. El vapor ha dejado
de elevarse desde ella. No he dado más de dos o tres sorbos desde que nos hemos
sentado.
—¿Y ya está? —pregunta Jake—. ¿No recuerdas nada más? ¿Cómo llegaste a los
lavabos?
—Jake, yo…
Quiero explicarle lo horrorizada que estaba. Que creía que me había despertado
en un ataúd o que me habían encerrado en una caja. Pero no puedo contarle lo
desorientador, lo realmente aterrador que es no saber dónde estás ni quién eres,
porque no quiero asustarlo. No quiero que se preocupe por mí. Ya está hecho polvo
sin necesidad de eso.
—No —digo—. No recuerdo nada más.
Mi bolso está encajado entre el brazo del sofá y yo. No le he dicho a Jake nada
del cuchillo. ¿Cómo voy a hacerlo si no sé lo qué significa? Parece uno de los míos,
de los que usamos para la carne, pero debe de haber cientos o miles de personas que
tienen uno igual. Lo compré en el B&M del centro comercial Broadwalk, no en una
tienda cara.
Solo caben dos posibilidades: o bien alguien utilizó el cuchillo contra mí, o yo lo
usé contra alguien. Pero no he sangrado; tenía sangre en los dedos, pero no estoy
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herida. Mientras iba en el asiento trasero del taxi he comprobado disimuladamente si
tenía alguna herida.
Así que la sangre es de otra persona.
—¿Mamá? —dice Jake—. ¿No vas a contestar?
—¿Perdona?
—Tu teléfono. —Señala mi bolso—. Está sonando.
Inclino el bolso hacia mí ocultando su contenido a Jake, que está sentado en la
butaca al otro lado de la habitación, abro la cremallera y saco mi móvil con cuidado.
Es Mark.
—Hola, cariño. —Arrastra las palabras, como si estuviera cansado o hubiera
bebido—. Solo quería asegurarme de que estás bien y darte las buenas noches antes
de irme a la cama. He pensado en ti todo el camino de Bristol a Gloucester.
—Entonces ¿ya has llegado?
—Sí, claro. —Se ríe—. ¿Dónde creías que estaba?
—En ningún sitio. Me…, me alegro de oír tu voz.
—Y yo la tuya. —Vuelve a reírse. Definitivamente, está borracho. Antes siempre
se ponía sentimental cuando salíamos por la noche. Sentimental y cariñoso—. Ha
pasado bastante tiempo desde la última vez que te llamé para darte las buenas noches,
¿eh? ¿Te acuerdas de cuando salíamos y yo quedaba por la noche con mis amigos y
tú con tus amigas? Siempre te llamaba antes de irme a dormir. Bueno, más bien antes
de desmayarme y…
Sigue hablando y riéndose de sus recuerdos unilaterales, su voz un murmullo
grave en mis oídos. Jake mete la mano en el bolsillo de su chándal, saca su teléfono y
empieza a pulsar la pantalla con su pulgar.
Yo interrumpo a Mark, que sigue a lo suyo.
—Tengo que colgar. Mañana tienes un día muy ocupado.
—Sí. —Suspira—. Es verdad. Vale. Que duermas bien, Claire. Te quiero.
—Yo… —Hago una pausa. Hace tanto tiempo que no le digo a Mark que le
quiero que las palabras me resultan extrañas—. Yo también te quiero.
—¡Adiós!
La comunicación se corta y Jake alza la vista de su móvil.
—¿Era papá?
—Sí.
—No le has explicado lo que ha pasado.
—No. —Niego con la cabeza—. No quería preocuparlo y… —Una imagen me
viene a la cabeza y hace que me interrumpa. Una imagen de lo último que vi antes de
perder la conciencia.
—¿Mamá? —dice Jake—. ¿Qué pasa?
La habitación flota y el aire se vuelve espeso y cálido.
—¿Mamá? —Jake vuelve a meterse el teléfono en el bolsillo al tiempo que hace
ademán de levantarse—. No te está pasando otra vez, ¿no? ¿Quieres que llame a
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alguien?
—No.
—¿Qué quieres que haga?
—Contarme el secreto que me estás ocultando.
Jake se remueve en el sillón.
—¿Secreto? No sé de qué me hablas.
—Sí que lo sabes.
—No, yo…
—Entonces dame tu teléfono.
—¿Qué? —Se pone pálido—. No. Es…, es algo personal.
Me inclino hacia delante con la mente repentinamente lúcida.
—Leí uno de tus mensajes: «Sé guardar un secreto si tú también sabes». ¿Quién
te lo mandó?
—Em… —Se lleva la mano al bolsillo, como para comprobar que el teléfono
sigue allí—. Nadie.
—Lo leí. Dime quién te lo mandó, Jake. ¿Fue Billy? ¿Sabes dónde está?
—¿Billy? —Abre los ojos de par en par por la sorpresa—. Dios…, no…, no,
claro que no fue Billy. ¿Cómo podría…?
—Entonces, ¿quién? ¿Quién lo envió? Dímelo o llamaré a la policía.
Es un farol, pero Jake no lo sabe. No puedo llamar a la policía, no hasta que haya
comprobado si el cuchillo es uno de los míos.
Jake mira la foto de Billy que hay sobre la repisa de la chimenea.
—Es de una chica.
—¿Qué chica?
—Una chica que conozco.
—Hace días que no sales de casa. ¿Cómo puedes haber conocido a una chica?
—Bueno, yo… —Se frota las palmas contra los muslos—. Todavía no la he
conocido en persona, pero…, pero la conozco.
—¿Cómo?
—Por… —Se aclara la garganta—. Por Tinder.
—¿Tinder? ¿La aplicación para ligar?
—Sí.
—Pero ¿y Kira? Pensaba que la querías.
—Y la quiero, la quiero más que a nada en el mundo, pero no deja que me
acerque a ella. Hace meses que no tenemos relaciones. —Baja la vista a la moqueta al
tiempo que el rubor se le extiende por la base del cuello—. Solo quería divertirme un
poco, charlar un rato.
Tiendo una mano hacia él.
—Enséñame el teléfono.
—No.
—Enséñame el teléfono, Jake.
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—Mamá, los…, los mensajes son…, son bastante explícitos.
—Enséñame el teléfono.
—Vale. Pero no te va a gustar. —Tarda lo que parece una eternidad en cruzar la
salita y sentarse conmigo en el sofá. Inclina el teléfono para que yo no lo vea y lo
desbloquea, y luego me muestra la pantalla—. ¿Lo ves? Tinder.
Señala un icono blanco con una llama roja dentro. Es la misma aplicación que me
ha mostrado Liz.
—Enséñame los mensajes.
Jake se encoge y se aparta de mí, abochornado.
—Mamá, por favor.
—Ahora mismo, Jake.
—Vale.
Suspira al tiempo que pulsa el icono y en la pantalla aparece una lista con los
mensajes más recientes. El de arriba de todo dice: «Sé guardar un secreto si tú
también sabes».
Es el que he visto antes. Debajo hay otro que envió Jake: «No debería hacer esto.
Me pone muy nervioso que alguien lo descubra».
El anterior dice: «Me muero de ganas de verte. Ayer por la noche me dormí
pensando en tu polla en mi boca y tus dedos en mi pelo».
Debajo, otro mensaje de Jake: «Te deseo mucho. Sé que no debería, pero no
puedo pensar en nada que no seas tú. Me haces sentir cosas que no había sentido
antes. Quiero follarte sin parar y…».
—Vale. —Aparto el móvil—. Ya he leído bastante.
—Te lo he dicho. —Jake no se atreve a mirarme a los ojos—. Te he dicho que
estaba mal.
—¿Mal? —Siento una oleada de cólera al pensar en Kira llorando en la puerta de
atrás por lo mucho que lo quiere—. ¡Vete! —Señalo la puerta de la sala—. ¡Fuera de
mi vista antes de que haga algo de lo que me arrepienta!
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Capítulo 37
En cuanto oigo cerrarse de un portazo la puerta del cuarto de Jake, me dirijo a la
cocina y abro el cajón de los cubiertos. Revuelvo los distintos compartimentos y
cuento los cuchillos de carne.
Encuentro tres y los dejo sobre la mesa de la cocina, y luego abro el lavavajillas.
Está a mitad de lavado —Jake debe de haberlo puesto en marcha poco antes de que
yo llegara a casa— y una nube de vapor me da de lleno en la cara. Una vez que el
vapor se ha disipado, saco el cesto de los cubiertos y rebusco entre las cucharas,
tenedores y cuchillos.
Saco dos cuchillos de carne por el mango y los alineo con los otros sobre la mesa.
Cinco cuchillos.
Vuelvo a revisar el cajón de los cubiertos y levanto la bandeja metálica para
comprobar si alguno se ha metido debajo, pero no hay nada salvo un abridor de
botellas oxidado. Miro en el lavavajillas, esta vez en ambas bandejas, y luego saco la
de abajo y palpo el tambor de la máquina. Nada.
Lo siguiente son los botes con utensilios que hay junto al horno. El cuchillo
desaparecido no está entre las cucharas de madera y las espátulas, ni tampoco en el
bloque de los cuchillos. Hurgo en el cajón de los trastos debajo del microondas, pero
ahí tampoco hay cuchillo alguno. El único sitio donde me queda por buscar es el
cuarto de Jake.
Tengo que llamar tres veces antes de que mi hijo conteste.
Al abrir la puerta, lo veo tumbado sobre la cama con sus calzoncillos largos, sus
gruesos brazos cruzados sobre el pecho, las manos metidas en las axilas. Soy
consciente del recelo de su mirada. Cree que he venido a echarle otra bronca por
engañar a Kira.
—¿Qué pasa, mamá?
—Solo busco platos sucios.
Por lo general me encuentro platos sobre la moqueta, tazas en la cómoda y
cuencos de desayuno apilados en su mesita de noche, pero en su habitación no parece
haber ni rastro de vajilla ni de cubiertos.
—He puesto el lavavajillas hace un rato.
—Sí, lo he visto.
—No necesitas una excusa para venir a hablar conmigo, ¿sabes?
—Yo… no…
—Me lo merecía —dice en tono inexpresivo—. Que me gritaras. Se veía venir.
Me extraña que no me hayas pegado.
—Nunca lo haría.
—Lo sé, y siempre me ha parecido extraño. Cuando Billy y yo íbamos a primaria,
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a veces los demás chicos venían y le contaban a todo el mundo que la noche antes los
habían zurrado por haber robado algo o por haber contestado mal a sus padres. No era
solo un niño: a muchos niños de mi clase les pegaban sus padres, y yo no lo entendía.
Billy y yo os respondíamos a ti y a papá todo el rato. Nos portábamos mal. No os
obedecíamos. Una vez Billy incluso te cogió dinero del monedero y…
—¡Eso no lo sabía!
—Porque era muy hábil. —Sonríe—. Y yo también. Éramos dos mierdecillas,
como el resto de los chicos de la escuela a los que sus padres pegaban, pero vosotros
nunca nos pusisteis la mano encima.
—Eso es porque nuestros padres nos pegaban, y prometimos que no haríamos lo
mismo con nuestros hijos.
—Billy y yo… no éramos lo que se dice unos angelitos.
—Ya lo sé —digo en voz baja—, pero aun así os quiero. Es imposible que hagáis
algo que no pueda perdonaros.
—¿En serio? Entonces, si te dijera que Billy ha matado a alguien o que yo he
violado a alguien, ¿nos perdonarías?
Lo miro horrorizada.
—¿Qué intentas decirme?
—Nada que sea tan malo…, pero… —Agacha la cabeza hasta que la barbilla le
toca el pecho—. La noche que Billy huyó, dije e hice cosas espantosas.
Apoyo una mano en el marco de la puerta.
—¿Como qué?
—Después de que papá se fuera al pub y tú a casa de los abuelos, Billy empezó a
hacer el imbécil con el mechero; lo puso debajo de un cojín y dijo que iba a incendiar
la casa para vengarse de papá. Se me fue la olla. Le dije que todo lo que había dicho
papá era verdad. Que era un perdedor y una vergüenza para la familia.
—Eso no es peor que lo que le dijo tu padre.
—Luego sí. Billy me dijo que yo salía con la zorra de la ciudad, que todo el
mundo se la había tirado y se reía a mis espaldas. Perdí los nervios y le pegué. Le di
un puñetazo en la cara. Le partí el labio.
Intento disimular mi conmoción con la mano, pero soy demasiado lenta y Jake
oye mi grito ahogado.
—Kira lo escuchó todo. —Se vuelve para mirarme—. Estaba en lo alto de las
escaleras. Corrí hacia ella, pensando que me daría las gracias por haberla defendido,
pero ella…, ella se quedó como petrificada, así que le pregunté si era verdad. No dijo
nada. Simplemente se quedó allí de pie.
»Yo estaba tan enfadado que me fui a mi cuarto, abrí una botella de whisky y me
la pimplé. Lo siguiente que recuerdo es que era por la mañana y Kira estaba en la
cama a mi lado y yo tenía tal resaca que apenas podía abrir los ojos.
No puedo creer lo que estoy oyendo.
—¿Por qué no me lo habías dicho antes? ¿Lo sabe papá? ¿Se lo has contado a la
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policía?
—Creía que Billy volvería. Pensaba que lo había hecho para llamar la atención y
no estaba dispuesto a seguirle el juego. —Respira hondo—. Cuando nos dimos
cuenta de que no estaba haciendo el burro y la policía nos interrogó, les conté la
verdad. Me preguntaron si alguien podía corroborar mi declaración y les dije que
Kira. Nunca volvieron a hablar del tema conmigo. Debería habéroslo contado a papá
y a ti, pero los dos estabais tan hechos polvo que yo no…, no quería que me odiarais.
—Oh, Jake.
—No, mamá. No me abraces; no me lo merezco. Si no hubiera pegado a Billy, él
no se habría ido y Jason Davies no le habría echado el guante. Han asesinado a mi
hermano, y todo por mi culpa. ¡Por mi puta culpa!
Se mueve como un relámpago. Estaba sentado en la cama y de repente está
arrodillado, blande el brazo hacia atrás y estampa el puño derecho en la pared del
cuarto, para a continuación dar un puñetazo con la mano izquierda.
—¡Para, Jake, para! ¡No lo hagas!
Utilizo todo el peso de mi cuerpo para intentar apartarlo, pero es como luchar con
un toro que golpea la pared una y otra y otra vez, estampando los puños en ella,
manchándola de sangre.
—¡Por favor! ¡Para! ¡Por favor!
Se detiene con el puño echado hacia atrás y, con la misma rapidez con que se ha
desatado, su rabia se desvanece. Jake se tira sobre la cama y se encoge en posición
fetal, con los nudillos en carne viva y sangrando.
—Jake. —Me pego a la curva de su espalda y lo rodeo con mis brazos—. Jake, no
es culpa tuya. Escúchame, por favor. Nunca podría culparte por lo que ha pasado.
Nunca. Jamás.
Él suelta un gemido de angustia y luego rompe a llorar. Lo abrazo mientras llora y
su cuerpo se estremece entre mis brazos igual que cuando era un niño.
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Capítulo 38
Sonia me indica con un gesto que me siente y me dedica una sonrisa afectuosa. La
caja de pañuelos de papel que suele estar en el alféizar de la ventana, a su espalda, ha
sido reubicada en la mesita auxiliar que hay a mi lado. No sé si se debe a que su
último cliente era un llorón o a que espera que yo lo sea.
—Gracias por recibirme —digo—. Si no hubieras tenido una cancelación, no sé
qué habría hecho.
—Ningún problema. —Se coloca un mechón de pelo tras la oreja y se acomoda
en su asiento, cruzando un tobillo sobre el otro con habilidad—. Cuéntame qué es lo
que te pasa, Claire.
Escucha en silencio mientras le cuento lo ocurrido después de leer el mensaje en
el móvil de Jake. Casi todo. No digo nada sobre la sangre o el cuchillo.
—Luego, cuando Kira vino a casa, conseguí hablar un momento con ella antes de
que subiera al cuarto de Jake. Le dije que Jake estaba mal. Que se sentía culpable por
la desaparición de Billy, pero que eso no le daba derecho a hablarle a ella como lo
había hecho. Le dije que, si volvía a hablarle así, tenía que contármelo.
—¿Cómo reaccionó ella?
—Se sorprendió.
—¿Le preguntaste sobre la noche que Billy desapareció?
—Sí. Dijo que todo sucedió tal y como me lo había descrito Jake. Me explicó que
ella también se había enfadado con Jake por creer que ella le había engañado. Por eso
no le hablaba.
—¿Cómo te sientes, Claire? Ahora que sabes más cosas sobre esa noche.
—Confusa. —Me paso una mano por la cara. La ventana del otro lado de la
habitación está entreabierta, pero el aire resulta demasiado denso para respirar—. Si
Billy huyó, tenía muchas razones para hacerlo, no solo porque tuviera problemas con
la policía y con nosotros.
—¿Y cómo te sientes ahora por haber pasado esa noche en casa de tu madre?
—No lo sé. —Me late la cabeza, así que cierro los ojos.
—¿Qué pasa, Claire? ¿Qué ocurre?
—Es solo… que me pasan tantas cosas por la cabeza y ninguna tiene sentido…
Creía que las fugas se acabarían cuando empezara a verte, pero la última ha sido
espantosa.
—¿Por el sitio en el que estabas?
¿Se lo cuento? Cuando Mark volvió a casa, no le expliqué nada de mi episodio.
No sé por qué. Quizá porque hay una parte muy pequeña de mí a la que le preocupa
que me mintiera sobre el álbum de fotos. ¿Y si hay más pruebas que lo vinculan con
la desaparición de Billy? Pero ¿qué? Nada de todo esto tiene ningún sentido. Mark
quería a Billy. Le gritaba y le echaba unas buenas broncas, pero no es un hombre
cruel ni violento. Entonces, ¿por qué hay una parte de mí que sospecha de él? ¿Qué
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es lo que no sé?
—¿Claire? —dice Sonia—. ¿Qué ocurre?
La miro a través de mis dedos. Si le cuento lo del cuchillo, ¿informará a la
policía? ¿A mi médico de cabecera? ¿Podría hacer que me internaran si cree que soy
un peligro?
—Si… —Titubeo—. Si te digo que cabe la posibilidad de que haya cometido un
crimen, ¿se lo contarás a la policía?
—¿Cabe la posibilidad?
Me inclino hacia delante en la silla.
—¿Se lo contarás a la policía?
Por primera vez desde que me he sentado, Sonia parece alterada.
—No estoy legalmente obligada a denunciar los delitos que puedan confesar mis
clientes, pero me supondría un dilema ético.
—Entonces, ¿lo harías?
—No. —Recupera su compostura—. Yo no he dicho eso. Utilizaría mi criterio
profesional para decidir qué hacer, y qué aconsejarte a ti.
—¿Me dirías que fuera a la policía?
—Bueno, sí. Es más probable que te aconsejara que fueras a la policía que no que
fuera yo misma. Pero, si denunciara el crimen a la policía, no lo haría a tus espaldas.
Y antes lo discutiría con mi supervisor.
Sopeso mis opciones. Puedo mantener silencio y deshacerme del cuchillo. Podría
hablar con Liz al respecto. Sí, eso es lo que debería hacer. Debería contárselo a Liz.
Pero, si he cometido un crimen, eso la convertiría en cómplice. Y además, ¿qué
podría hacer ella aparte de decirme que fuera a la policía, se lo explicase a Mark o
guardara silencio, todas las posibilidades que ya he valorado por mí misma?
Si se lo explico a Sonia, tendré el punto de vista de un psicólogo acerca de lo que
pasó. Y si no puede ayudarme, ¿tal vez debería ir a la policía? La única manera de
saber a quién pertenece la sangre del cuchillo es que ellos la analicen para determinar
el ADN y le pidan a la empresa del parking los vídeos de las cámaras de seguridad.
Pero ¿y si eso demuestra que he apuñalado a alguien? Al salir de mi segunda fuga le
di una patada a un ciclista. ¿Y si soy capaz de hacer algo peor? Si he matado a
alguien, me meterán en la cárcel por asesinato.
—Claire. —Sonia aleja de mí la caja de pañuelos—. Claire, no pasa nada.
Hay un montón de pañuelos usados en el suelo, frente a mí. No recuerdo haber
tocado la caja. ¿Cómo es posible que haya destrozado tantos sin darme cuenta?
—No sé qué ha pasado. —Sonia se pone en cuclillas a mi lado, con una mirada
dulce y sin prejuicios—. Pero está claro que te ha alterado mucho. ¿Has hablado con
alguien de ello? ¿Un miembro de tu familia, una amiga?
Niego con la cabeza.
—Has dicho que es posible que hayas cometido un crimen, no que lo hayas hecho
—dice en voz baja—. Hay una diferencia. Cuéntame qué pasó.
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—No puedo. —Meneo la cabeza—. No me acuerdo.
—Entonces, ¿qué te hace pensar que cabe esa posibilidad?
—Había un cuchillo —la palabra se me atraganta— en el suelo, junto a mí, en el
lavabo del parking. Estaba cubierto de sangre.
Ella asiente, instándome con delicadeza a que continúe.
—Era uno de mis cuchillos de carne. Comprobé el cajón cuando llegué a casa.
Tendría que haber seis, pero ha desaparecido uno.
—Ya veo. —Su rostro permanece impasible—. ¿Y cuándo fue la última vez que
contaste los cuchillos? ¿Cuándo comprobaste por última vez que había seis?
—Creo que nunca. Los compré hace años y los metí en el cajón. Nunca me he
preocupado de contarlos porque nunca necesitamos más de cinco.
—¿Eres la única persona de tu familia con acceso a los cuchillos?
—No, claro que no.
—Claire —dice en voz baja, al tiempo que apoya la mano sobre la mesa—, ¿y si
no fuiste tú quien cometió un crimen? ¿Y si otra persona cogió ese cuchillo?
—Pero no puede haber sido nadie —replico—. Jake estaba en casa; Kira, en casa
de una amiga, y Mark, de viaje.
—No me refiero a eso. —Las rodillas de Sonia chasquean al incorporarse y
volver a la silla—. Puede ser que el cuchillo desapareciera del cajón hace meses y tú
no te hubieras dado cuenta.
—¿Crees…? —El corazón me da un vuelco en el pecho—. ¿Crees que Billy pudo
cogerlo?
—Creo que podría haberlo cogido cualquiera. Pero lo que más me interesa es por
qué has llegado a la conclusión de que fuiste tú quien utilizó el cuchillo para cometer
un crimen.
—Porque estaba justo a mi lado y yo estaba sola. ¡Espera! —Doy un respingo en
mi silla—. La pareja que me encontró vio a un hombre corriendo por el parking que
les dijo que me había desmayado. Yo creí que era Billy.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—Pero ¿podría haber sido otra persona?
—Sí.
—Lo que significa que existe la posibilidad de que presenciaras un crimen.
Claire, voy a ser totalmente sincera contigo. Creo que deberías ir a la policía y
contarles lo que pasó. ¿Sigues teniendo el cuchillo?
Ayer, antes de que Mark viniera a casa, envolví el cuchillo con una bolsa de
plástico y lo escondí en una bolsa grande de tela al fondo de mi armario.
—Pero ¿y si te equivocas? ¿Y si…, no sé…, y si el hombre que corría era un
testigo y yo apuñalé a alguien?
—¿Por qué iba a huir un testigo? ¿Y por qué iba a pedir a unos completos
desconocidos que te ayudasen?
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—No lo sé.
Durante unos minutos ninguna de las dos dice nada.
Si informo a la policía es posible que les entregue a alguien a quien quiero, sin
saber lo que ha hecho o por qué. Ayer mismo Jake me preguntó si los seguiría
queriendo, a Billy y a él, aunque hicieron algo malo. ¿Y si fue él? ¿Y si lo pillé
apuñalando a alguien? Pero él no habría huido dejándome en tal estado de confusión.
¿O sí? No, no pienso ir por ahí. No puedo.
—Claire —dice Sonia—. Me gustaría proponerte algo. En nuestra última sesión
tratamos de establecer la causa de tus fugas para poder centrarnos en evitar que se
repitan. Por desgracia, parece que no ha surtido demasiado efecto, así que tengo otra
propuesta.
La miro con recelo.
—¿Qué clase de propuesta?
—¿Accederías a que te hipnotizara?
Tomo la decisión en una milésima de segundo.
—Sí, sin duda.
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Capítulo 39
Mi mente se ha cerrado en sí misma. Por lo general mis pensamientos están en la
parte frontal de mi cerebro y zumban y dan vueltas unos alrededor de otros, pero
ahora estos pensamientos se encuentran muy lejos. Este lugar dentro de mi cabeza al
que he llegado está oscuro. Es como si estuviera en las profundidades de un túnel.
Los laterales son grises y nubosos, pero hacen que me sienta protegida, no asustada.
La voz de Sonia me rodea, me dice que me relaje, que me sumerja un poco más
con cada respiración. Hago lo que me pide y mi cuerpo se vuelve blando y pesado, y
el corazón deja de martillearme en el pecho. Mientras Sonia continúa hablando,
pensamientos fortuitos acuden a mi mente; pensamientos que me dicen que debería
estar preocupada, que tengo que mantener el control. Tomo nota de ellos y, como me
indica Sonia, los dejo pasar.
—Voy a hacer que vuelvas a los momentos previos a tus fugas —dice—. Estabas
en casa de Liz y fuiste al baño. Recuérdalo ahora, recuerda cómo es su baño. Mira a
tu alrededor y dime cómo te sientes.
Estoy tan relajada que tengo que esforzarme para que las palabras se formen en
mi garganta, pero la necesidad de contestar su pregunta es más intensa que mi deseo
de permanecer callada.
—Liz acaba de sugerir que es posible que Billy nunca vuelva a casa y yo tengo
náuseas.
—Deja pasar esa sensación —dice Sonia—. Déjala pasar. Ya no tienes náuseas.
Has abierto el grifo. Experimenta la sensación del agua sobre tu cara.
Me oigo suspirar.
—¿Qué ocurre ahora, Claire?
—Veo…, veo un periódico que asoma de la papelera. El nombre de Billy está en
la portada.
—¿Qué más dice?
—Hay una declaración de alguien, un vecino. Dice…, dice…
—Tranquila, Claire. Aquí estás segura. Puedes contarme qué dice.
—«Quizás alguien de esa familia sabe más de lo que aparenta sobre la
desaparición de Billy».
—¿Cómo te sientes ahora, Claire?
El pánico me atenaza el pecho y me corta la respiración.
—Relájate. Relájate y sumérgete más. Esos recuerdos ya no pueden hacerte daño.
Escucha mi voz y sumérgete más, Claire. Deja que todo tu cuerpo se relaje. Estás a
salvo.
—No, no lo estoy. Ellos lo saben.
—¿Quiénes? ¿Qué es lo que saben?
—Todos. Saben qué es lo que temo.
—¿Qué temes, Claire?
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Oigo un gemido grave. Debe de provenir de mí.
—Que alguien a quien conozco haya hecho daño a Billy.
—¿Y por qué temes eso, Claire?
—No lo sé.
—Creo que sí lo sabes. Sigue ahondando, Claire. Mientras escuchas mi voz,
permítete sumergirte más. Deja que tu cuerpo y tu mente se relajen. Estás a salvo. No
tienes nada que temer.
Las paredes grises se cierran sobre mí y me dejo llevar hacia atrás,
sumergiéndome en mí misma. Está oscuro pero es seguro. Estoy a salvo. Quiero
quedarme aquí.
—¿Por qué crees que alguien de tu familia le hizo daño a Billy?
—Instinto. Un presentimiento.
—¿Es por algo que alguien ha dicho o ha hecho?
No quiero hablar más. Estoy cansada. Quiero irme a dormir.
—¿Claire? ¿Es por algo que alguien ha dicho o ha hecho?
—No lo sé.
Hay una pausa, silencio, y me dejo llevar por él hasta que la voz de Sonia me
vuelve a llamar.
—Muy bien, de acuerdo. Vamos a la siguiente fuga. Encontraste un álbum de
fotos con las imágenes de Mark tachadas e insultos garabateados en las hojas. Fuiste
a buscar a Mark, ¿verdad?
Intento rebuscar en mi memoria, contestar su pregunta, complacerla, pero no
encuentro nada.
—No lo sé.
—¿Qué sentiste al ver esas fotos?
—Miedo. Sorpresa.
—¿Y se te pasó por la cabeza que tal vez Mark le hubiera hecho daño a Billy?
¿Que tenía algo que ver con su desaparición?
—Mmm.
—¿Eso es un sí?
—Sí.
—Y la siguiente fuga, cuando viste el mensaje en el móvil de Jake. ¿Qué
pensaste?
—Un secreto. Relacionado con Billy.
—¿Pensaste que Jake y alguien más sabían lo que le había pasado a Billy?
—Sí.
—¿Y quién pensaste que fue el que le mandó el mensaje a Jake?
—No lo sé.
—¿Quién pudo ser, Claire?
A través de la oscuridad veo pasar varias caras. Kira. Mark. Liz. Caleb. Stephen.
Lloyd. Edie Christian. Caroline. Ian.
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—¿Alguien a quien conoces? —pregunta Sonia, y no sé si he dicho todos esos
nombres en voz alta o si puede leerme el pensamiento—. Crees que tu familia y tus
amigos te ocultan secretos, ¿verdad, Claire?
—Sí.
—Dentro de un minuto voy a sacarte del trance, Claire, pero antes me gustaría
hacerte una pregunta más. Es difícil, pero quiero que me des la primera respuesta que
te venga a la cabeza. ¿Puedes hacer eso por mí?
Trato de asentir con la cabeza, que noto pesada y rígida.
—Sí.
—Claire, ¿crees que Billy está vivo o muerto?
No quiero hablar. No quiero decir ni una palabra, pero la necesidad de contestarle
es demasiado intensa. Mis labios se separan y mi lengua roza el paladar.
—Muerto.
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Capítulo 40
Atravesamos Bristol en silencio y subimos por Wells Road. Las calles pasan volando
a nuestro lado. Hay madres dobladas por la cintura que empujan jadeantes sus
cochecitos cuesta arriba, mientras los alumnos pasan zumbando junto a ellas con sus
patinetes. Viejos sentados en la parada del autobús que contemplan el horizonte con
la mirada perdida, mientras sus mujeres parlotean a su lado sin que nadie las escuche.
Hay compradores agotados que salen en tropel de la cooperativa, cargados con
pesadas bolsas que se les clavan en las palmas, y hombres que abandonan el barbero
toqueteándose el pelo. Allí donde miro hay vida, pero la mía ha terminado.
—Ya hemos llegado, cariño —dice mamá al tiempo que apaga el motor, y
descubro con sorpresa que estoy frente a su casa adosada de dos dormitorios en las
afueras de Knowle—. Será mejor que entremos.
Extiende la mano y me desabrocha el cinturón de seguridad, luego sale del coche
y desaparece de la vista. Un segundo después está a mi lado y una ráfaga de aire frío
me da en la cara mientras ella me coge la mano.
—Vamos, cielo. Entremos en casa.
Me lleva hasta la puerta y yo la sigo dando traspiés, como un niño que acaba de
aprender a dar sus primeros pasos. Hace girar la llave en la cerradura y me hace pasar
a la sala con delicadeza. Me inclina hacia el sofá y yo me dejo caer al tiempo que mis
pies desaparecen debajo de mí.
—Té —dice mi madre por lo bajo, y desaparece de nuevo por la puerta de la sala.
Me llegan sonidos de la cocina: un grifo abierto, una tetera con agua hirviendo,
tazas que repiquetean y mi madre hablando en voz baja.
—He llamado a Mark y a Jake —dice al reaparecer a mi lado, con dos copas
humeantes de té en las manos—. Les he dicho que te quedarías conmigo un tiempo.
Los dos se han preocupado mucho, por supuesto. Quieren venir a verte, pero les he
dicho que necesitas descansar, al menos por unos días.
»He puesto azúcar en el tuyo —añade al tiempo que encaja la taza entre mis
manos—. Va bien para los sobresaltos.
No sé qué le ha contado Sonia. Cuando ha venido a buscarme, se la ha llevado a
otra habitación. Al volver, mi madre tenía los ojos rojos y brillantes. Sonia me había
prometido que cualquier cosa que le contara era estrictamente confidencial, pero, en
ese momento, no me importaba que se lo explicara todo a mamá. Lo único que quería
era que me sacara de esa habitación.
Me bebo el té y apuro hasta la última gota mientras mi madre se sienta a mi lado
sin apartar los ojos de mi cara. Cuando acabo me coge la taza vacía y la deja en el
suelo, delante del sofá.
—¿Quieres hablar? —pregunta—. ¿Crees que te irá bien?
Estoy tan cansada que solo soy capaz de articular una sola palabra:
—Dormir.
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—Claro. He preparado la habitación de invitados.
Me coge de la mano y me ayuda a ponerme de pie.
Subimos juntas las escaleras, mamá delante y yo tras ella, acariciando con la
mano la misma barandilla por la que me deslizaba cuando era pequeña.
Mi madre retira la colcha de la cama de matrimonio que ocupa casi todo mi
cuarto de niña. Pilas de cajas de cartón llenas de ropas, juguetes y adornos ocupan el
resto del espacio. Para subirme a la cama tengo que sentarme en el borde y
arrastrarme hasta la almohada.
—Vamos a sacarte las sandalias —dice mamá, que toquetea las tiras y a
continuación me las quita.
Se queda a los pies de la cama mientras yo me llevo las rodillas al pecho y me
tapo hasta los hombros con la colcha.
—Duerme —dice al tiempo que yo cierro los ojos—, duerme, cariño, duerme
tanto como te haga falta.
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Jueves 27 de noviembre de 2014
Jackdaw44: MIERDA.
ICE9: ¿Qué?
Jackdaw44: Pillada.
ICE9: ¡¡¡¿Qué?!!!
Jackdaw44: Mi madre encontró un puñado de vales de las máquinas del muelle de
Weston. Registró los bolsillos de los vaqueros antes de hacer la colada. Sabe
que no estaba en la ciudad con mis amigos cuando me salté las clases la
semana pasada.
ICE9: ¡Dios! Pensaba que querías decir que nos habían pillado a nosotros. Casi
me da un ataque.
Jackdaw44: Te estás haciendo mayor.
ICE9: Eres un imbécil.
Jackdaw44: Y tú haces unas mamadas increíbles. No puedo dejar de pensar en la
semana pasada. Eres una jodida profesional.
ICE9: Encantador.
Jackdaw44: No lo digo en ese sentido. Estuviste increíble que te cagas. Y no fue
raro.
ICE9: ¿Creías que sería raro que te la chupara?
Jackdaw44: Bueno, sí. Aunque tú también parecías pasártelo muy bien.
ICE9: No me puedo creer que estemos teniendo esta conversación.
Jackdaw44: Eso quiere decir que es verdad.
ICE9: Creo que ya sabes la respuesta.
Jackdaw44:
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Capítulo 41
Cuando me despierto todo está oscuro; la única luz es un débil resplandor que se
cuela por debajo de la puerta del dormitorio. Durante un segundo aterrador, tengo la
convicción de que he sufrido otra fuga, pero entonces distingo las formas de las cajas
que hay junto a la cama y el fardo de ropa colgado del marco de metal de la puerta, y
caigo en la cuenta de dónde estoy. Al mismo tiempo, el recuerdo de lo que ha pasado
antes en el despacho de Sonia me inunda la cabeza. Me froto el pecho con el puño,
pero el dolor no se disipa. No se puede mitigar como un chichón en el codo o un
morado en la rodilla de un niño. Es implacable.
Muerto.
Billy está muerto. Lo sé con la misma certeza que sé que me llamo Claire
Wilkinson.
Mi hijo menor se ha ido y no va a volver nunca. Nunca volveré a abrazar su
cuerpo anguloso entre mis brazos, ni a aspirar su olor ni a oír su voz. Nunca veré
cómo se enamora. Nunca contemplaré la expresión de adoración y terror en su rostro
cuando su futura esposa avance por el pasillo. Nunca podré ver cómo su cara se
ilumina de amor y miedo al sostener en sus brazos a su primer hijo. Mi niño. Mi hijo.
Mi hermoso hijo. Estuve a su lado cada vez que se hacía un rasguño en la rodilla,
cada vez que se peleaba en el parque, cada vez que veía un monstruo en la oscuridad,
cada vez que tenía una pesadilla, pero no cuando más me necesitó.
Una vez vi un documental sobre un surfista al que un tiburón le arrancó un brazo.
No sintió ningún dolor hasta que los socorristas lo arrastraron fuera del agua. El
médico que lo atendió explicó que el dolor era un mecanismo de supervivencia, y que
no debería sorprendernos que, allí donde el dolor haga la supervivencia aún más
difícil, este no aparezca. ¿Es por eso por lo que ahora es tan insoportable? ¿Porque
Sonia ha sacado a la luz mis verdaderos sentimientos, que mantenía en el
subconsciente, de la misma forma que los socorristas sacaron al surfista de entre las
olas? Pero mi calvario no ha terminado. Ni de lejos.
—Hola, cariño. —Papá me dedica una sonrisa mientras guarda en el armario una taza
y un vaso para cerveza—. Mamá me ha dicho que has tenido un día complicado.
—Sí, ha sido duro.
Mamá deja de remover la olla con un mejunje marrón que tiene al fuego y
también me dedica una sonrisa.
—¿Una taza de té?
—He bebido suficiente té como para no volver a probarlo en lo que me queda de
vida. Tomaré un poco de agua.
—Yo te la pongo.
Los dos se vuelven al instante, pero papá llega antes al fregadero y llena un vaso
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cervecero. Ambos me observan mientras bebo. Papá coge el vaso vacío antes de que
me dé tiempo a dejarlo en el fregadero.
—¿Por qué no vas a ponerte cómoda y miras un rato la tele?
—Igual dentro de un rato. Antes hay algo que tengo que hablar con vosotros.
Intercambian una mirada y percibo el miedo en los ojos de mamá.
—No hay novedades —añado enseguida—. El detective Forbes no se ha puesto
en contacto con nosotros. Es sobre mí. Tengo que contaros algo.
—¿Por qué demonios no nos lo explicaste? —dice mamá.
—Chis, Maggie. —Papá levanta una mano.
—No quería preocuparos. —Coloco bien la silla, acercándome más a la mesa de
la cocina, y apoyo las plantas de los pies sobre las baldosas. El frío resulta balsámico
—. Sabía lo disgustados que estabais los dos porque el llamamiento televisivo salió
mal.
—Eso es verdad, lo estábamos —dice papá, y esta vez es mamá la que lo hace
callar con un «chis».
—Creía que la fuga en la que acabé en Weston era algo aislado, y lo mismo
pensaban mi médico de cabecera y mi terapeuta. Nadie creía que volvería a pasar.
—Pero ya ha pasado tres veces —dice mamá—. ¿Cuántas más vas a tener?
Seguro que te pueden dar algo para remediarlo. Un medicamento o algo.
Mi madre, la adicta a las pastillas. Cuando yo era pequeña, bastaba con que me
sorbiera los mocos para que le pidiera antibióticos al médico.
—¿Qué lo provoca? —pregunta papá—. ¿Y por qué has ido a sitios tan extraños?
Aunque les he explicado a mis padres cómo me he despertado en Weston,
Gloucester Road y un parking en el centro de la ciudad, no he mencionado las fotos
que le saqué a Mark ni el cuchillo que encontré. No estoy preparada para contárselo
todo.
El cuchillo.
En algún momento tendré que ir a casa a buscarlo. Tengo que llevárselo a la
policía, aunque todavía no. El día de hoy me ha chupado toda mi energía, y sería
incapaz de enfrentarme a las consecuencias.
—¿Claire? —dice papá—. ¿Sabes qué te provoca esta especie de desmayos?
—Sí, perdona. Sonia cree que la causa es el estrés. Según ella, he estado
reprimiendo mis sentimientos.
—De niña siempre lo hacías —dice mamá, que mira a papá en busca de un gesto
de asentimiento—. Te lo guardabas todo dentro. No teníamos ni la más remota idea
de que en la escuela te acosaban hasta que fuimos a una reunión de padres. ¿Verdad,
Derek?
Mi padre menea la cabeza.
—Sabes que puedes hablar con nosotros siempre que quieras, Claire. —Mamá me
coge la mano y me la sujeta entre las suyas—. No hay nada que no puedas
explicarnos a tu padre y a mí. Siempre estaremos a tu lado. ¿Verdad, Derek?
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—Cualquier cosa que necesites, cariño, cualquier cosa.
—Me llevé un buen susto cuando Sonia me llamó con tu móvil —explica mamá
—. Dijo que estabas demasiado alterada para hablar y que si podía ir a recogerte.
¿Qué es lo que ocurre, cielo?
Me dedica una mirada escrutadora, pero no estoy segura de poder responderle.
Son mis padres. Quieren a Billy tanto como yo. No quiero hacerlos sufrir.
—Vamos, cielo —dice papá.
—Recuerda lo que dijo tu terapeuta: no debes quedarte las cosas dentro, Claire, o
acabarás por ponerte enferma. Dinos qué es lo que hizo que te alteraras tanto.
Bajo la vista hacia mi mano, que empieza a palpitar bajo la fuerza de su apretón.
—Le dije que creía que Billy está muerto.
—¡Oh! —Mamá se lleva las manos a la cara.
—Ah, no, no, no. —Papá niega con la cabeza—. No debes decir esa clase de
cosas, cariño. Tienes que ser positiva. Seguimos albergando esperanzas, ¿verdad,
Maggie?
Mamá no le contesta. Sigue mirándome a mí, con los dedos temblorosos sobre
sus labios.
Papá rodea la mesa y me pone una mano en el hombro.
—Sé que pasaste un mal trago cuando a ese mal bicho se le ocurrió decir… lo que
dijo… Pero, si la policía aún no lo ha confirmado, entonces… —Se interrumpe; él
mismo duda de sus palabras a medida que salen de su boca.
Los miro a los dos, a mis fuertes, luchadores y decididos padres, y me embarga
una oleada de tristeza. No deberían pasar por esto. Deberían estar disfrutando de su
jubilación, ganando la liga del club de bridge y chismorreando sobre quién tiene una
aventura con quién y sobre el hecho de que vuelven a hacer obras en Wells Road.
Intento descifrar la mirada de mi madre para averiguar si su consternación se debe
a que no está de acuerdo con lo que acabo de decir o a que sí lo está, pero no veo
nada más allá de la capa de lágrimas.
—Mamá. Por favor, no…
Me interrumpe el sonido del teléfono fijo, que suena en la salita. Papá desaparece
por el pasillo y vuelve al cabo de unos segundos con él en la mano.
—Es para ti —dice—. Es Mark.
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Capítulo 42
—¿Qué ha pasado? —grita Mark.
Oigo el rugido del tráfico de fondo. Debe de estar aparcado en alguna parte.
—Tu madre me ha llamado —me explica—. Dice que has tenido una especie de
crisis nerviosa en casa de tu terapeuta. Le he dicho que venía a buscarte, pero se ha
negado. ¿Está ahí?
—Sí, en la cocina. Con papá.
—Bien. Eso está bien. Bueno, ¿qué ha pasado?
Empujo la puerta de la sala hasta cerrarla, consciente de que mis padres se han
quedado súbitamente callados en la cocina, a solo unos metros.
—He tenido una sesión difícil, eso es todo. Sonia me ha hipnotizado. Quería
averiguar la causa de mis desmayos.
—¿Ha funcionado? ¿Qué has dicho?
Que no confío en nadie más que en mis padres.
—Según Sonia, tengo muchos miedos a los que no me he enfrentado.
—¿Qué tipo de miedos?
—Miedos respecto a lo que le ha pasado a Billy.
Hay una pausa, lo bastante larga para que me pregunte si la llamada se ha cortado.
—Mark, ¿sigues ahí? ¿Me oyes?
—Sí, te oigo. Solo estaba… —Oigo el chasquido de un mechero y el sonido de
mi marido al inhalar profundamente el humo de un cigarrillo—. Lo siento. Sé que no
soportas que fume, pero…
—Tranquilo, no pasa nada.
—Así pues —vuelve a aspirar su cigarrillo—, ¿de qué clase de miedos se trata?
Porque el otro día estuvimos hablando de esto. No puedes dar nada por hecho hasta
que el detective Forbes vuelva a comunicarse con nosotros, cielo. Y si resulta que es
lo peor, tendremos que enfrentarnos a ello. Lo superaremos.
—Sí.
—¿Te has disgustado por eso?
Ahora me toca a mí hacer una pausa.
—¿Claire? ¿Estás ahí?
—Sí.
Me siento en el sofá, cojo un cojín, me lo acerco y hundo la cara en él. La suave
tela se escurre entre mis labios y me tapa los agujeros de la nariz, pero aún puedo
respirar. Aprieto más fuerte. Espero a que el pánico se desate en mi pecho, a sentir la
urgencia de apartarlo de mi cara, pero no sucede ninguna de las dos cosas.
—¿Claire? ¿Qué pasa? ¿Hay algún problema?
Me aparto el cojín.
—¿Crees que Billy está vivo o muerto?
—¿Perdón?
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—Billy. ¿Crees que está muerto?
No hay una inspiración seca al otro extremo de la línea. Ni un grito de horror
ahogado. Tan solo un largo y pausado suspiro.
—¿Mark?
—Creo que deberíamos mantener esta conversación en persona. Cara a cara.
—Quiero tenerla ahora.
—Claire, ¿tu madre está ahí? ¿Puedes pasarle el teléfono?
—¿Por qué?
—Estoy preocupado por ti.
—Estoy bien.
—No, no lo estás. Voy a venir.
—¡No! —Pronuncio la palabra con brusquedad—. Necesito pensar. Necesito estar
aquí. Sola.
Otra pausa. Otro suspiro.
—No lo entiendo. ¿He hecho algo mal? ¿O Jake? Lo he llamado al trabajo y me
ha dicho que el otro día os peleasteis. ¿Por qué no me lo contaste? ¿Qué te dijo?
¿Algo que te disgustara?
—No tiene nada que ver contigo ni con Jake. Es solo que… Mark, por favor, por
favor, contéstame esta pregunta: ¿crees que Billy está muerto?
Cuento los segundos.
Uno.
Dos.
Tres.
—Sí —dice en voz baja—. Sí, Claire. Creo que lo más seguro es que Billy esté
muerto.
—¿Por qué? ¿Por qué lo crees?
—Lleva mucho tiempo desaparecido. El llamamiento ha salido en las noticias, en
los periódicos. No hay mucha gente que no haya oído su nombre o visto su foto. Si
hubiera estado en casa de alguien, habrían ido a la policía. Si estuviera herido,
alguien lo habría encontrado. Lo siento, cielo. Sé que no es lo que quieres oír, y no
me puedo creer que estemos teniendo esta conversación por teléfono. Por favor,
déjame ir a verte. Deja que te lleve a casa. Te necesito. Necesito verte.
No hay palabras. Mi cabeza está vacía y llena al mismo tiempo.
—¿Claire? Por favor, habla conmigo. Estoy muy preocupado por ti.
—Estaré bien. —Susurro las palabras—. Y pronto volveré a casa, te lo prometo.
Solo necesito unos días.
—¿Puedo llamarte? No has contestado cuando te he llamado al móvil.
—Lo tengo en el bolso. No lo he oído.
—¿Estás segura de que todo esto no es por algo que he hecho? ¿O que he dicho?
—Seguro.
No soporto mentirle así. En nuestra relación ha habido mentiras antes, por
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supuesto, pero eran mentirijillas: con cuántos hombres me había acostado antes de
conocerlo, lo bien que se portaban los chicos cuando él se iba de viaje a una
conferencia, cuántas botellas de vino me bebía con Liz cuando salíamos por la noche,
pero nada parecido a esto. Nada tan colosal.
—Te quiero —susurra Mark—. Lo sabes, ¿verdad? Nunca he dejado de quererte,
no importa lo que nos haya pasado; nunca, ni por un segundo.
—Lo sé —digo.
—¿Tú todavía me quieres? —Sus palabras están cargadas de miedo.
Cierro los ojos y busco dentro de mí la respuesta a su pregunta a través del miedo
y las dudas y las noches pasadas tumbados en silencio en la cama espalda contra
espalda.
—Sí —digo—. Te quiero.
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Capítulo 43
Llevo una sudadera tan larga que las mangas me cubren las manos, y unos pantalones
de chándal enrollados en la cintura y remangados por encima de los tobillos. Después
de pasar dos días vestida con la misma ropa, me he visto obligada a saquear el
armario de mi padre. Mamá usa una talla varias veces más pequeña que la mía, y es
imposible que me ponga su ropa de la 38 sin desgarrarla. Ha sido extraño pasar tanto
tiempo con mis padres, con todas sus idiosincrasias al descubierto: papá mirando un
concurso televisivo tras otro cada tarde, cambiando de canal en cuanto suena la
sintonía que indica el final, mientras mamá se acomoda en una silla de la cocina y
llama a un número aparentemente interminable de amigas para «ponerse al día».
Durante las primeras veinticuatro horas andaban de puntillas a mi alrededor, me
preguntaban si estaba bien o si podían traerme algo, pero ahora me dejan a mi aire.
Aunque no hay mucho que hacer aparte de mirar la tele. Me he pasado casi todo el
tiempo en la habitación de invitados, repasando los acontecimientos de las últimas
semanas, intentando, sin conseguirlo, darles un sentido. Sonia me diría que debería
permitirme llorar mi duelo por Billy, pero no puedo. Todavía no.
Al levantarme esta mañana, el primer pensamiento que me ha venido a la cabeza
ha sido: «Hoy voy a la policía». El segundo ha sido: «Antes tengo que llamar a Jake y
a Mark».
Estos dos últimos días he llamado a Jake en varias ocasiones. La primera vez que
llamé me preocupaba que se estuviera desmoronando sin mí allí pendiente de él, pero
parecía más centrado de lo que ha estado en mucho tiempo. Su principal
preocupación era la razón por la que me he marchado de casa. Él creía que era porque
me había confesado que había pegado a Billy, y se sintió muy aliviado cuando le dije
que no era por eso. Me explicó que había vuelto a trabajar y que había arreglado las
cosas con Kira. No mencionó específicamente a su «amiga» de Tinder, pero me
aseguró que no iba a repetir sus errores y que no tenía que preocuparme por él.
Mark también parecía estar bien. Me explicó lo extraño que le resultaba
despertarse y encontrar un espacio vacío allí donde debería estar yo, y que echaba de
menos ver mi cara al llegar a casa del trabajo. Le pregunté si comía bien y él bromeó
con el hecho de que, dado que Jake y Kira ni siquiera sabían cómo encender el horno,
ahora él era el responsable de alimentar a todos, y que si por favor podía volver a
casa antes de que quemara el fondo de todas nuestras sartenes. Me contó que Jake y
él estaban bien; que comían juntos y que Kira y Jake se habían sentado a ver una
película con él una noche.
—Hasta hemos mantenido un par de conversaciones —dijo—. Y no han
degenerado en una discusión ni en insultos. Jake no es mal chico. Para la edad que
tiene, ha tenido que enfrentarse a muchas cosas. Y aunque fuera mayor…
Percibí la ternura en su voz al pronunciar el nombre de su hijo, y eso me
tranquilizó. Me pase lo que me pase a mí, ellos estarán bien. Mark y Jake tirarán
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adelante juntos y se cuidarán mutuamente. Lo que queda de mi familia permanecerá
intacto.
Mark contesta al primer timbre.
—Hola, cariño, ¿cómo estás?
—Bien. Solo quería darte los buenos días antes de que te fueras a trabajar.
—¡Buenos días a ti también! —Puedo notar la sonrisa que hay tras sus palabras.
Y el alivio, también—. Bueno, ¿y qué vas a hacer hoy?
Respiro hondo. Esta será la última mentira que le cuente. Una vez que hable con
la policía, no habrá más secretos.
—Había pensado en ir a la ciudad, de compras o a tomarme un café en el paseo
marítimo.
—¿Vas a salir? —Parece sorprendido—. Qué gran noticia. Yo tengo varias
reuniones en Cheltenham esta tarde. Me imagino que no llegaré a casa hasta las ocho.
¿Estarás…? —No acaba la frase, pero sé lo que quiere preguntarme.
—No tengo claro cuándo volveré a casa. Espero que pronto.
—¿Quieres hablar con Jake? Creo que se ha levantado. Al menos, en el baño hay
alguien.
—No te preocupes. Lo llamaré al móvil.
—Perfecto, cielo. Disfruta de las compras y del café, y ya nos veremos cuando
sea. Cuídate. Te quiero.
—Lo haré. Adiós, Mark.
La llamada se corta antes de que pueda decirle que yo también lo quiero.
A continuación llamo a Jake. A diferencia del teléfono de Mark, el móvil de Jake
suena y suena hasta que salta el buzón de voz. Vuelvo a intentarlo y al final me
contesta.
—Mamá —dice; está sin resuello—. Lo siento, estaba en la ducha. Kira no se ha
molestado en decirme que me estaba sonando el teléfono.
Percibo la irritación en su voz, y me pregunto con preocupación en quién podrá
confiar si yo acabo en la cárcel. No soy la única de nuestra familia que reprime cosas.
—¿Qué pasa?
—Me ha dicho que no puedo ir a su exposición de fotos la semana que viene. Que
es demasiado personal.
—A lo mejor tiene que ver con su padre.
Él suspira.
—Igual. ¿Quién sabe?
—Sea cuál sea el tema de su exposición, está claro que la hace sentir vulnerable,
y tienes que respetarlo.
—Pero me da la sensación de que me oculta un secreto.
—¿Y tú no le ocultas ninguno?
—Tienes razón.
Los dos nos quedamos callados.
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Entonces él dice:
—Vas a volver a casa, ¿verdad, mamá?
Trato de no pensar en el cuchillo de mi armario y en lo que pasará cuando se lo
entregue a la policía.
—Sí, hijo. Voy a volver.
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Viernes 19 de diciembre de 2014
Jackdaw44: No paro de pensar en ti.
ICE9: Yo tampoco.
ICE9: Pero me siento muy culpable. No deberíamos estar haciendo esto.
Jackdaw44: Entonces no lo hagas.
ICE9: ¿En serio?
Jackdaw44: Sí. Si quieres que lo dejemos, lo dejamos.
ICE9: Creía que me lo pondrías más difícil.
Jackdaw44: No si no eres feliz.
ICE9: Pero es que lo soy. Ese es el problema.
Jackdaw44: No creo que quieras acabar esto de verdad, ¿a que no?
ICE9: Sé que debería…
Jackdaw44: Pero…
ICE9: Me gusta cómo me siento cuando estoy contigo.
Jackdaw44: ¿Y cómo te sientes?
ICE9: Feliz. Y libre.
Jackdaw44: Yo también. ¡Muak!
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Capítulo 44
Paso tres veces por delante de la casa antes de aparcar enfrente. Hay un sitio en la
calle donde Jake suele dejar su furgoneta, y el coche de Mark no se encuentra en el
camino de entrada. El camino que lleva a casa de Liz también está vacío. No hay
luces encendidas en nuestra casa, pero de todos modos observo durante unos minutos
la puerta delantera y la de atrás, por si Kira aparece de repente con el pelo sin cepillar
y la camiseta resbalándole por el hombro bajo el peso de su equipo fotográfico,
cansada y con retraso.
Como nadie sale de la casa, miro mi reloj: las 10:17 de la mañana, y luego abro la
puerta del conductor.
Al regresar a casa esperaba encontrarme una torre de platos en el fregadero, el cubo
de basura rebosante y un montón de cajas de pizza apiladas en la mesa, pero el
lavavajillas está lleno, hay una colada limpia y doblada en la cesta, y comida en la
nevera. La salita también está ordenada; han pasado el aspirador por la moqueta, la
manta que hay sobre el respaldo del sofá está recta y bien doblada, y no hay tazas ni
platos en las mesitas auxiliares.
Me imaginaba que mi casa se vendría abajo sin mí, pero de algún modo se las han
apañado bien. Parece que ha pasado una eternidad desde que interrogué a Jake en el
garaje acerca de su relación con Kira y él me dijo que era una obsesa del control.
Durante toda mi vida he tenido que controlar: a mi familia, el trabajo en la oficina, mi
mente. Durante los últimos meses he perdido el control de todo. Ya solo tengo el
control sobre una última decisión: hablarle o no a la policía del cuchillo.
La bolsa de tela está justo donde la dejé, enterrada en un rincón del armario, debajo
de una pila de jerséis de invierno. Miro dentro para comprobar que el cuchillo sigue
ahí, y luego agarro la bolsa y bajo apresuradamente las escaleras. Al llegar a la cocina
me suena el móvil, pero no me detengo a contestar.
Deja de sonar mientras salgo a toda prisa por la puerta de atrás y cruzo la calle a
la carrera hasta mi coche. Y se pone a sonar de nuevo al abrir el bolso para coger las
llaves, así que lo abro, convencida de que en la pantalla veré «Mamá», «Jake» o
«Mark». En su lugar lo que aparece es: «Número oculto». Seguramente será alguien
que quiere comprobar si he reclamado un PPI[5] o si alguna vez he resultado herida en
un accidente de tráfico. Desplazo los dedos hacia la tecla de colgar, pero entonces
cambio de opinión. Podría ser el detective Forbes.
—¿Sí?
—Claire, soy Stephen. Por favor, no cuelgues. ¡Por favor! Es urgente.
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La irritación me embarga. Ha ocultado su número porque sabe que no habría
contestado una llamada suya.
—Lo siento. No es un buen momento.
—Caroline me ha dejado.
—¿Qué?
—Acabo de llegar a casa y todas sus cosas han desaparecido.
—¿Has llegado a casa desde dónde?
—Yo… salí ayer por la noche. He dormido en el sofá de un amigo. Por favor,
Claire, necesito que me ayudes.
Miro por la ventana el tráfico que pasa junto a mi coche y a la vecina de tres
puertas más abajo, que intenta arrastrar el cubo de basura de la calle a su casa.
Siempre he sabido que el matrimonio de Stephen y Caroline era inestable, con el
estrés añadido de la fecundación asistida y demás, pero daba por hecho que habían
conseguido superarlo cuando decidieron dejar de buscar un hijo.
—Por favor, Claire, a Caroline le caes bien. ¿Podrías llamarla? ¿Convencerla de
que me llame?
—No estoy segura de ser la persona adecuada.
—No puedo pedírselo a nadie más. Estoy…, no puedo… —Se le rompe la voz y
se echa a llorar.
Mientras solloza por el teléfono, miro la bolsa de tela que hay en el asiento del
acompañante, a mi lado. Lo siento por Stephen, de verdad, pero no puedo posponer
mi visita a la policía. Ya la he retrasado demasiado.
—Y… hablé… Billy… —Los sollozos apenas me dejan entender qué dice
Stephen—. Fue culpa mía.
—¿Perdona? ¿Qué has dicho?
—Billy me contó que se había enamorado de alguien, pero yo pensé que solo era
un capricho tonto. Le dije que se comportara como un hombre y siguiera con su vida.
—¿Billy estaba enamorado de alguien? ¿De quién?
—No lo sé —moquea—. De alguien con quien no podía estar, eso fue todo lo que
dijo, y yo cambié de tema. Y no debería haberlo hecho, porque entonces desapareció
y ese puto pederasta de Jason Davies lo pilló por la calle y lo mató.
—¿Sabes lo de Jason Davies?
—John me lo contó. No puedo…, no puedo creer que no vaya a volver a ver a
Billy nunca más.
Sus palabras se acumulan mientras habla y de repente me doy cuenta. Está
borracho. A las once y cinco de la mañana.
—¡Stephen! ¡Stephen, escucha! —Levanto una mano, aunque él no puede verla
—. Cálmate. Primero, no sabemos con seguridad si Jason Davies tiene algo que ver
con la desaparición de Billy. Y segundo, ¿por qué es culpa tuya que Billy
desapareciera?
—Te lo acabo de decir. —Se sorbe los mocos ruidosamente—. El día antes me
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contó que estaba enamorado de alguien y yo le dije que se comportara como un
hombre, en lugar de hablar con él.
—¿Y crees que huyó por eso? ¿Para estar con la persona a la que quería? ¿O por
qué no podía estar con ella?
—No lo sé. ¿Por qué otra razón iba a desaparecer en plena noche? Debería haber
hablado con él. Debería haberle aconsejado en lugar de decirle que…
—Se comportara como un hombre, sí, lo has dicho. —Mi corazón se acelera
mientras proceso lo que acaba de explicarme. Esto es nuevo. Que Billy estuviera
enamorado de alguien. Podría proporcionarnos respuestas—. Stephen, piensa. ¿Billy
te dio alguna pista de quién podía ser esa persona? ¿Mencionó un nombre? ¿Te dijo
cómo la había conocido?
—No. Nada. —Se suena la nariz—. Y yo no dejo de pensar en ese día… cuando
comimos en el Lodekka. Fue culpa mía que Billy se llevara un puñetazo. Le dije que
le contara a Jake lo de Mark.
—¿Contarle a Jake lo de Mark? ¿De qué estás hablando, Stephen?
—Estoy en el pub Ostrich. Reúnete conmigo y llama a Caroline, y entonces te lo
explicaré.
La llamada se corta y yo me quedo mirando el teléfono, esperando a que vuelva a
sonar. Los minutos pasan, pero el móvil permanece en silencio sobre mi palma. Al
llamarlo yo, me salta directamente el buzón de voz. Lo intento de nuevo. El mismo
resultado. Vuelvo a mirar la bolsa del asiento del acompañante. Si la llevo a la policía
y me detienen, nunca averiguaré lo que sabe Stephen. Pero ¿y si no tiene nada que
ver con la desaparición de Billy? ¿Y si tan solo está borracho y
autocompadeciéndose, y utiliza el recuerdo de Billy para manipularme y que llame a
Caroline por él? Tengo que ir a la comisaría. Ahora, mientras todavía me queda
coraje.
Miro por el retrovisor y veo a Jane Hargreaves, la vecina de tres puertas más
abajo, saludarme con la mano, y tomo una decisión.
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Capítulo 45
Stephen ni siquiera hace el gesto de levantarse cuando me ve cruzar el pub hacia él.
No sonríe, ni me saluda ni habla. Se limita a coger su cerveza, rodear el vaso de
cristal con sus gruesos dedos y bajársela entera en cuatro o cinco tragos
desordenados.
—Te preguntaría si quieres otra —digo mientras él deja el vaso vacío sobre la
mesa—, pero creo que probablemente ya has bebido suficiente.
—Sí, ¡claro! —Se pasa una mano por la reluciente frente y luego se la seca en la
sudadera azul, dejando una mancha de sudor. Tiene bolsas oscuras bajo los ojos, y la
piel manchada y con las arrugas marcadas—. Adelante; te has ofrecido tú.
Ignoro su petición.
—Así qué, ¿hoy no trabajas?
Mira por encima de mi hombro hacia la barra, señala su vaso de cerveza vacío y
sonríe al ver que el camarero le dedica un gesto cansado de asentimiento.
—Me lo tomaré como un no.
Él se encoge de hombros.
—¿Vas a explicarme por qué te ha dejado Caroline?
—Ni puta idea. —Empuja su móvil por encima de la mesa hacia mí, deslizándolo
sobre un charco de cerveza—. Pregúntale a ella.
Cojo el teléfono y lo seco con el dobladillo de mi rebeca.
—Antes necesito que me cuentes qué sucedió el verano pasado.
—¿Eh? —Parece desconcertado.
—Cuando Jake y Billy se pelearon en la terraza del Lodekka, el día de mi
cumpleaños. Has dicho que le pediste a Billy que le contara a Jake algo sobre Mark.
—No. Antes llama a Caroline.
Cruza los brazos sobre el pecho. Tal vez esté bebido, pero no lo suficiente para
olvidar la conversación que hemos tenido hace quince minutos.
—Stephen, ahora mismo tendría que estar en otro sitio.
—Llama a Caroline.
—Muy bien. —Empujo el teléfono hacia él—. Pero si ha ignorado tus llamadas,
será mejor que use mi móvil.
Contesta al tercer timbre.
—Hola, desconocida. Hace una eternidad que no sé nada de ti.
—Estoy con Stephen. Me ha pedido que te llame.
Deja escapar un suspiro de exasperación.
—No me lo digas, ¿estáis en el pub?
«Pregúntaselo», articula con los labios Stephen, al tiempo que se echa adelante
dando un bandazo. Le indico con un gesto que me deje.
—Por lo visto está disgustado por una discusión que habéis tenido hace poco.
Dice que te has ido de casa.
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—Sí, así es. No sé lo que te ha contado, Claire, pero ya estoy harta. No pasa un
solo día sin beber. Y la cosa va a peor. La otra noche se meó en el armario al volver
del pub, y estoy casi segura de que bebe en el trabajo.
Miro a Stephen, con sus mejillas sonrojadas, su cara hinchada y su prominente
barriga, y todo encaja: la razón por la que le temblaban las manos al preparar el café,
por que se lo veía tan nervioso cuando entré en la oficina. Tenía delirium tremens.
Solo Dios sabe si lo que había en la botella que tenía sobre la mesa era agua o vodka.
—No lo sabía, Caroline.
—Ya, bueno, ¿cómo ibas a saberlo? Tú no tienes que vivir con él.
«Por favor», articula Stephen.
—Por favor.
Bajo la vista, pero sigo notando su mirada taladrándome la coronilla.
—¿Y si accediera a ir a Alcohólicos Anónimos? ¿O a hacer terapia de pareja?
—No lo sé, Claire.
Hay algo en su forma de suspirar que me recuerda a mí misma. Está agotada. Ya
no aguanta más.
—No sé si es porque no podemos tener hijos o por el trabajo. O por la
desaparición de Billy —añade tras una pausa—. Pero tiene que solucionar sus
problemas. No puedo seguir viviendo así, sin saber dónde está o qué hace. Estoy
harta de despertarme cuando entra tropezándose en la habitación a cualquier hora de
la noche. ¿Por qué no puede parecerse un poco a Mark? Él no se derrumba, ¿a que
no?
Todos nos estamos derrumbando, pienso, pero ninguno lo demuestra.
El camarero deja un vaso de cerveza lager en la mesa y yo me doy la vuelta en la
silla, de modo que Stephen no me pueda ver los labios, y bajo la voz.
—¿Aún lo quieres?
Caroline vacila.
—No lo sé. No es el mismo hombre con el que me casé. Ha cambiado, y no para
mejor. Creo que sería más feliz sola.
—No es demasiado tarde. Puede cambiar. —Vuelvo la vista hacia Stephen, que
asiente con la cabeza—. Todavía te quiere.
No sé por qué estoy comportándome como una consejera matrimonial para un
hombre que ha insultado a mi marido, criticado a la novia de mi hijo y admitido haber
incitado a uno de mis hijos para que pegara a su hermano. Esto no tiene que ver con
darle respuestas a Stephen. A lo mejor estoy cansada de vivir rodeada de infelicidad.
A lo mejor veo sombras de mí misma en Caroline. O a lo mejor me identifico con su
situación. Perdieron a un niño. Aún no han superado el luto.
Caroline vuelve a suspirar.
—Lo siento, Claire. Sé que intentas ayudar, pero no estoy exagerando después de
un par de noches de borrachera. Hace tiempo que las cosas van mal. Lo que pasó ayer
por la noche fue la gota que colmó el vaso. Creo que se ha acabado.
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El corazón me da un vuelco, y no solo porque sepa que esa no es la respuesta que
espera Stephen.
—¿Estás bien? —me pregunta Caroline—. Stephen me contó lo de Jason Davies
y lo que dijo. ¿Hay alguna novedad? Por lo que sé, hace un tiempo que no vas a
trabajar. ¿Ha dicho la policía…?
—No. No hay novedades. —Miro hacia la puerta, por donde dos hombres entran
en el pub riendo y haciendo aspavientos con las manos. Mi coche está aparcado en
una calle sórdida de sentido único cerca de aquí, con la bolsa de tela metida debajo
del asiento del acompañante. Creo que la he escondido suficientemente bien como
para que si alguien pasa caminando no la vea, y diría que los ladrones de coches no
trabajan tan pronto, pero no puedo arriesgarme—. Lo siento mucho. Tengo que
colgar, Caroline.
—¡Oh! —Parece ofendida—. Vale, pues.
—Te llamaré pronto. Para hablar como Dios manda.
—No te preocupes. Cuídate, Claire. Adiós.
Stephen coge su cerveza y se bebe la mitad de un trago.
—¿Y? —pregunta mientras yo vuelvo a meter mi móvil en el bolso—. ¿Qué ha
dicho?
—Aún está enfadada. Vas a tener que currártelo para convencerla.
—Pero ¿me dará una oportunidad?
Deseo mentir. Deseo decirle que ella lo quiere y que solo está un poco cabreada,
pero no puedo hacer eso, a ninguno de los dos.
—No lo sé.
—Oh, ¡por el amor de Dios! No me has servido de mucho, la verdad.
—Stephen, lo he intentado.
—Gilipolleces. —Apura la cerveza y le hace una seña al camarero—. Otra
cerveza y un chupito de whisky.
Luego se sube las mangas de la sudadera y deja al descubierto sus antebrazos
tatuados.
—No sé a santo de qué hablas con ese tono de superioridad —dice.
—¿Yo?
—Sí. Tú y Pelotas de Oro. Compadéceme todo lo que quieras, Claire, pero no
tienes ni la más remota idea de quién es el hombre con el que te casaste. Eres tú quien
merece compasión, no yo.
—No pienso escuchar esto. —Echo mi silla hacia atrás y me pongo de pie—. He
intentado ayudarte y ahora te dedicas a insultar a mi marido porque sientes lástima de
ti mismo. Quédate aquí y ahoga tus penas, Stephen. Yo tengo cosas más importantes
que hacer.
Cojo mi bolso y empiezo a alejarme, pero no he dado más de tres pasos cuando
me coge de la muñeca.
—¡Espera! —Se cierne sobre mí apestando a pedos, sudor y cerveza—. Tienes
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que oír esto.
—No. —Retuerzo el brazo para soltarme—. La verdad es que no.
—Hay algo que no sabes sobre Mark.
Me doy la vuelta. El camarero, los dos hombres de la esquina del local y un chico
que juega a la máquina del millón se vuelven a mirar.
—Tienes que oír esto, Claire.
Me acerco a él con paso airado y lo empujo hacia abajo, sobre su asiento.
—No subas la voz, joder.
—Mark besó a la profesora de Billy.
—¿Qué? —Me hundo en una silla.
—Ya me has oído. Por eso los chicos la emprendieron a puñetazos en el patio del
Lodekka el verano pasado. Mientras Liz y tú estabais en el baño, Mark recibió una
llamada de su jefe. Al alejarse para contestar, Billy dijo que esperaba que no
volvieran a echarle la bronca a su padre, porque la señorita Christian no estaba ahí
para darle un beso de consuelo. Lo dijo en voz baja, así que solo lo oí yo, y me eché a
reír. Jake quiso saber qué era tan divertido, así que le pedí a Billy que se lo contara.
Stephen se queda callado mientras el camarero se acerca a nuestra mesa y deja
una cerveza y un vaso de whisky frente a él, pero la sonrisita de satisfacción que
curva sus labios no desaparece. Quiero decirle que está borracho y que no suelta más
que gilipolleces, pero no puedo.
—¿Por qué iba Billy a decir eso sobre la señorita Christian?
Stephen menea la cabeza.
—Ya he hablado bastante.
Lo miro con repugnancia.
—No, ni hablar. Cuéntame qué quería decir Billy.
—No. He cambiado de idea.
Al tiempo que él alarga la mano para coger su cerveza, una oleada de ira me
embarga y la barro de encima de la mesa. El vaso cae al suelo y explota, y una lluvia
de cerveza y cristales me cae sobre la pantorrilla.
—Dímelo. Ahora. O luego llamaré a Caroline y la convenceré de que no te deje
volver nunca.
Stephen se mantiene erguido en la silla, negándose a que lo intimide, pero cuando
aparta su mirada de la mía sé que he ganado.
—Te lo diré —accede—, pero no te gustará.
El camarero se acerca con un cepillo y un recogedor en las manos, y una
expresión de hartazgo en la cara. Yo vuelvo a sentarme.
Stephen espera a que el camarero haya recogido el estropicio y entonces se echa
adelante en su silla, con los codos apoyados en la mesa.
—Yo quería a Billy —dice—. Lo quería de verdad. Pero no siempre estuvimos
unidos, ya lo sabes. Él adoraba a Mark como si fuera un héroe, pero me di cuenta de
que eso cambió cuando Billy entró en la adolescencia. Ya había visto cómo a Jake le
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pasaba lo mismo. Es lo que ocurre con los chicos cuando se vuelven más grandes y
más fuertes. Se sienten hombres, no niños, y cuestionan la autoridad de su padre.
Mark lo hizo con su padre. Yo también lo habría hecho con el mío, si no la hubiera
cagado. —Suelta una risa irónica—. Pero me cabreé algunas veces con John, aunque
solo era mi padrastro. Fui el primer sorprendido cuando al final acabé trabajando yo
en la empresa en lugar de Mark.
Su mirada triste se pierde en el horizonte y yo me aclaro la garganta.
—Sí, ya. —Coge su whisky y se lo bebe de un trago—. Así que no me sorprendió
que un domingo Billy se pasara por mi casa y me dijera que su padre era un capullo.
Me explicó que Mark le había echado una buena bronca porque le iba mal en la
escuela. Pero luego siguió hablando, que si Mark era débil y que no lo respetaba. —
Se rasca la nuca—. Dijo que lo avergonzaba.
—¿Que lo avergonzaba? ¿Por qué?
Coge su vaso vacío de whisky y se lo lleva a los labios. Una gota solitaria cae en
su boca.
—Por lo que había visto.
No me gusta el derrotero que está tomando esta conversación. Quiero marcharme.
Quiero salir del pub antes de que Stephen diga otra palabra, pero me obligo a
permanecer sentada.
—Continúa.
—Billy fue al pub una noche, el verano pasado. Había quedado con un amigo que
pensaba sacar un par de botellas de extranjis para poder emborracharse en el parque.
Billy vio a Mark y a algunos de sus profesores en el pub, y se escondió detrás de un
contenedor para que no lo descubrieran.
—¿Mark estaba con los profesores de Billy?
—No. Estaba solo. El caso es que salió para contestar una llamada. Billy dijo que
era de su jefe. Mark parecía muy borracho y trataba de mantener un tono
desenfadado, pero entonces empezó a suplicar.
—¿A suplicar qué?
—Que no lo echaran del trabajo. Dijo que John había tenido un ataque al corazón
y que creía que iba a morir, y que por eso no había cumplido sus objetivos, y que lo
sentía. Le imploró a su jefe que no lo despidiera. Dijo que tenía una mujer y dos hijos
que mantener, y una hipoteca que pagar.
Lo contemplo horrorizada. ¿El jefe de Mark casi lo despidió y él no me lo ha
contado?
—Eso no es lo peor —continúa Stephen, malinterpretando la expresión de mi cara
—. Mark se puso a llorar. En serio, lloriqueaba al teléfono, supuestamente con su
jefe. Billy me explicó que nunca en su vida se había sentido tan avergonzado como
ese día al oír a su padre sollozar por teléfono. Dijo que su padre era un hipócrita por
la forma en que le había atacado por los problemas que tenía en la escuela. Mark se
comportaba como si fuera alguien, como si fuera un pilar fuerte y responsable de la
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comunidad al que sus hijos podían admirar, cuando en realidad era un ser débil y sin
carácter. Un llorica de mierda, dijo Billy. Me explicó que no podía respetar a un
hombre así, un hombre que prefería suplicar que enviar a su jefe a la mierda. Según
Billy, Mark seguía llorando cuando entró de nuevo en el pub. Fue entonces cuando se
le acercó una de sus profesoras y él la besó.
—¿Mark besó a Edie Christian?
Stephen aparta la mirada.
—Sí. Billy no se lo tomó muy bien. Primero las súplicas y los llantos, y luego su
padre se morrea con su profesora. Lanzó un ladrillo contra la ventana del coche de
Mark.
—¿Fue Billy? Mark me dijo que había sido un gamberro.
—Mark no sabía quién lo había hecho. No lo vio. Billy dijo que al volver a casa
más tarde estaba tan enfadado que quería romper más cosas de Mark, pero tú estabas
en la cama, así que destrozó el álbum de fotos o algo así.
—Tachó todas las fotos de Mark. Lo he visto.
—Ah, vale. Bueno, hay otra cosa que también deberías saber.
Aprieto los dientes.
—¿Qué?
—La verdadera razón por la que Mark no entró en la policía.
—¿A los diecinueve años? ¿A santo de qué sacas eso ahora?
—Porque tienes que saber la verdad.
—Sé la verdad. No entró porque un par de tíos suyos tenían contacto con
delincuentes. Mark me lo explicó.
Stephen arquea las cejas.
—Mintió. Pensaste que yo era un gilipollas por decirte que te anduvieses con ojo
con Mark y Kira, con el hecho de que vivan en la misma casa. Creíste que estaba
metiendo mierda, pero no soy yo quien tiene antecedentes por haber mantenido
relaciones con una menor. —Se remueve en el asiento y yo suelto un grito ahogado y
me cubro la boca con las manos—. Vaya… Creía que me sentiría bien al sacarme este
peso de encima, pero me siento como el culo. —Se echa hacia delante, con la cabeza
entre las manos, y deja escapar un gemido grave—. Con razón me ha dejado
Caroline. Soy un capullo integral.
Yo no digo nada. No hay ni una pizca de compasión en mi corazón hacia el
hombre que está sentado frente a mí. ¿Cómo podría haberla cuando acaba de hacerlo
pedazos?
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Viernes 2 de enero de 2015
Jackdaw44: Ayer por la noche te vi discutir.
ICE9: ¿Dónde?
Jackdaw44: Delante del pub Southside.
ICE9: ¿Me estás acosando?
Jackdaw44: Había quedado con Archie. Te vi desde el otro lado de la calle.
ICE9: Tenemos que acabar con esto. Me encanta estar contigo, pero no soporto los
engaños. Me paso todo el tiempo mintiendo y no puedo hacerlo más. Me
siento como si tiraran de mí en dos direcciones. Esto me está destrozando.
Jackdaw44: Pues elige.
ICE9: Ya lo he hecho.
Jackdaw44: ¿Y?
ICE9: Lo siento.
Jackdaw44: ¿Me estás dejando?
ICE9: No es para tanto. Solo era una diversión. No ha sido algo real.
Jackdaw44: Pues a mí me ha parecido real de la hostia.
ICE9: Lo siento muchísimo. No quiero hacerte daño.
Jackdaw44: Bueno, pues me lo has hecho, ¿vale?
ICE9: Dijiste que podíamos acabar con esto en cualquier momento. Que yo podía
ponerle fin si no era feliz.
Jackdaw44: Eso fue antes de que dijeras que era solo una diversión. Creía que
sentías algo por mí.
ICE9: Y lo sentía. Lo siento. Pero no funcionaría. Eres demasiado joven y somos
demasiado distintos.
Jackdaw44: A la mierda lo de JOVEN. No te quejabas de lo joven que era cuando
tenías mi polla en el culo.
Jacdaw44: TE QUIERO, joder.
Jackdaw44: ¿Ya está? ¿¿¿Te digo que te quiero y tú me ignoras???
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ICE9: No te estoy ignorando. Es solo que no sé qué decir.
Jackdaw44: Podrías empezar por decirme que tú también me quieres.
ICE9: Sabes que no puedo hacer eso.
Jackdaw44: ¿Por qué? ¿Por qué quieres a otro? ¡La gente que está enamorada no
engaña a su pareja!
ICE9: Estás enfadado y tienes razones para estarlo, y de verdad lo siento.
Jackdaw44: Queda conmigo en el parque hoy a las ocho.
ICE9: No puedo.
Jackdaw44: Por favor. Me lo debes. Solo quiero volver a verte. Necesito
despedirme como Dios manda.
ICE9: No sé…
Jackdaw44: Te quiero. Solo déjame despedirme.
ICE9: Vale, esta noche. Pero no podré quedarme mucho rato.
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Capítulo 46
¿Un agresor sexual? ¿Mi marido es un agresor sexual y además me ha engañado?
¿Cuántas más cosas ignoro sobre él?
Estoy sentada en la cocina, contemplando la puerta trasera. Han pasado seis horas
desde que salí del Ostrich y dejé a Stephen con la cabeza entre las manos.
Lo primero que he hecho al llegar a casa ha sido registrar los bolsillos de todas las
chaquetas y abrigos de Mark. Luego he revisado su cómoda. No tenía ni idea de qué
buscaba: un informe policial, una nota de amor de Edie Christian, una factura de
hotel, una entrada de cine, un recibo de la gasolinera, algo, cualquier cosa que
explicara lo que Stephen me ha contado. No he encontrado nada incriminatorio. He
llamado a la escuela de Billy, pero he colgado en cuanto la recepcionista ha
contestado. He hecho lo mismo con el número del detective Forbes.
Tengo que hablar con mi marido, con nadie más. Necesito preguntarle cara a cara
si lo que me ha contado Stephen es cierto. Si me miente, lo sabré. Por lo general lo
delata la media sonrisa que sobrevuela las comisuras de sus labios.
Después de que Lloyd la dejara, Liz se informó sobre las señales que indican que
alguien miente. Por lo visto, todo ese rollo de mirar hacia arriba y a la izquierda es
mentira. No es posible saber si alguien miente rellenando una hoja con preguntas
sobre expresiones faciales; hay que buscar diferencias respecto al modo en que se
comporta normalmente esa persona. Por eso creí a Mark cuando dijo que no sabía por
qué Billy lo había tachado en las fotos y…
No. No fue eso lo que pasó. Cuando le pregunté si se le ocurría una razón por la
que Billy pudiera haberlo hecho, no contestó realmente la pregunta. Dijo algo de que
los padres y los hijos chocaban, y me recordó que él tampoco se llevaba bien con su
padre. Luego me preguntó si lo estaba acusando de hacerle algo a Billy. Desvió mi
atención. Dos veces. Le pregunté dos veces y él cambió de tema en ambas ocasiones.
En realidad, no mintió.
Me viene a la cabeza otro pensamiento. Billy estaba haciendo un trabajo de arte
para la escuela. Por eso lo pidió prestado. ¿Cuándo fue? Abro el cajón de los
cachivaches y escarbo en el fondo, donde guardo los calendarios familiares. Nunca he
sabido qué contestar cuando los niños me preguntaban qué quería por Navidad, así
que siempre les decía que un calendario, porque eran baratos y útiles, y porque así no
tenía que meter a escondidas bombas de baño carísimas que me provocaban urticaria
en la bolsa de caridad el Boxing Day[6].
Mark siempre me tomaba el pelo por guardar los calendarios viejos.
—Te estás convirtiendo en una acaparadora como tu madre —bromeaba mientras
yo guardaba otro en el cajón el 1 de enero, después de haber copiado el cumpleaños y
los aniversarios de todo el mundo en el nuevo.
Yo no le hacía caso. Me gustaba mirarlos y recordar todo lo que habíamos hecho
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cada año: las clases de natación de los niños, las fiestas de cumpleaños a las que
habían ido, las vacaciones que habíamos hecho. Estaba todo registrado con mi letra
pequeña y pulcra. Billy y Jake no soportaban que los persiguiera para sacarles
información sobre las fechas de los exámenes y de las entregas de trabajos.
—Mamá, deja de controlarlo todo —me recriminaban a coro.
Otra vez la misma acusación.
Saco un fajo de calendarios. El del año pasado está encima de todo. Voy pasando
las hojas, no encuentro nada y empiezo de nuevo, leyendo cada entrada con atención.
5 de enero – Cumpleaños de mamá.
16 de enero – Reunión de padres (Billy).
21 de enero – Dentista para Jake y Billy.
30 de enero – ITV del coche (mío).
Paso la hoja.
4 de febrero – Cumpleaños de Caleb.
17 de febrero – Médico (Mark).
24 de febrero – Fecha de entrega del trabajo de arte de Billy
para el certificado de secundaria.
¡Ahí! ¡Ahí está! A finales de febrero. Y fuimos al pub a celebrar mi cumpleaños
el…
Paso las hojas y clavo el dedo en el día en cuestión. Domingo 31 de agosto. En
algún momento entre el 24 de febrero y el domingo 31 de agosto, Mark fue al pub,
casi perdió su trabajo y besó a la profesora de Billy. Stephen ha dicho que fue el
verano pasado, pero no ha dicho cuándo. Paso la hoja.
5/6 de julio – Viaje de Mark a Londres para la junta general
anual.
2/3 de agosto – Mark – Conferencia.
13/14 de septiembre – Fin de semana de formación de Mark.
25 de noviembre – Reunión del equipo de ventas de Mark.
¿Cuántas de estas citas eran reales? ¿Acaso estaba Mark revolcándose en un hotel
con Edie Christian, después de haber encerrado en una caja el hecho de estar casado y
con dos hijos, antes de cerrarla con llave y archivarla?
Me tiemblan las manos al dejar el calendario y el álbum de fotos sobre la mesa.
Son casi las cinco en punto. El cuchillo sigue metido en la bolsa, debajo del
asiento del acompañante de mi coche. No puedo acudir a la policía hasta que no haya
averiguado la verdad. Dios sabe a qué hora llegará Mark a casa del trabajo, pero no
voy a ir a ningún lado hasta que venga.
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Capítulo 47
—¡Aló! ¡Soy yo! Claire, ¿estás en casa? ¿Qué haces aquí sentada a oscuras?
Liz alarga la mano por detrás de la puerta y acciona el interruptor. Yo parpadeo
mientras la habitación se llena de luz fluorescente.
—¿Claire? —Cruza la cocina y aparta la silla que hay frente a mí—. ¿Estás bien?
He visto tu coche en el camino de entrada. No me habías dicho que volvías hoy.
Le mandé un mensaje a Liz desde casa de mis padres el día después de mi sesión
con Sonia. Le dije que en casa había mucha tensión y que necesitaba unos días de paz
y tranquilidad. Me contestó enseguida, preguntándome si necesitaba hablar. Le dije
que no, pero que la llamaría al cabo de un par de días.
—Yo tampoco sabía que volvería hoy —digo.
Quiero contárselo todo. Quiero expulsar hasta el último miedo y preocupación,
pero no tengo energía. Debo guardar la poca que me queda para mi conversación con
Mark.
—Liz —digo en cambio—, ¿Caleb te mencionó alguna vez algo de que Billy
estaba enamorado de alguien? A lo mejor Jake se lo contó y…
Me interrumpe el sonido de la puerta de atrás al abrirse.
—¡Claire! —dice Kira—. Has vuelto.
—Por ahora. —Mantengo la sonrisa inalterada en mi cara—. ¿Cómo van las
clases? Tu exposición debe de ser pronto.
—Sí. —Deja en el suelo la carpeta de dibujo que lleva y mueve los dedos de la
mano izquierda, que se le han quedado dormidos.
—¿Podemos ir a verla? —pregunta Liz—. ¿Hay algún desnudo? No recuerdo la
última vez que vi a un hombre desnudo.
El rubor se extiende por el cuello de Kira y Liz se ríe con ganas.
—No, la verdad es que no —dice Kira.
—Entonces, ¿de qué va?
Kira mueve la lengua adelante y atrás dentro de la boca y hace repiquetear el
piercing contra los dientes.
—Tatuajes.
¿Tatuajes? Jake me dijo que Kira no le dejaba ir a su exposición porque era
demasiado personal. ¿Qué tienen de personal unas fotos de tatuajes?
—¡Mira, Kira! —Liz se levanta la camiseta y enseña su barriga—. Podrías
haberle hecho una foto a mi delfín. Aunque ahora que estoy como un tonel parece
una ballena.
—¿Te arrepientes? —le pregunta Kira mientras lo mira.
—Mira la niña, qué impertinente…
—No, no. Ese es el tema de mi proyecto: tatuajes y arrepentimiento. He tomado
fotos de tatuajes a personas que se arrepentían de habérselos hecho, y luego las he
entrevistado. El proyecto es una mezcla de fotos y palabras. Todo es anónimo. No
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hay ni caras ni nombres.
—Entonces deberías haber llamado a Lloyd. Tiene una burrada de tatuajes, la
mayoría espantosos. Menos el de mi nombre. Por supuesto, ese es precioso, ¡aunque
estoy segura de que ahora se arrepiente que te cagas! Ah, Claire, eso me recuerda
algo. ¿Sabes quién me envió un mensaje ayer?
—¿Lloyd?
—Ajá. Este fin de semana viene a Bristol.
—¿A tu casa? —pregunta Kira, que parece tan horrorizada como Liz.
—Bueno… —Liz asiente—. Le he dicho de quedar en el Charlie’s Bar, pero no
quiere. Insiste en venir a casa.
—¿Por qué?
—Igual quiere volver contigo… —dice Kira.
—Ni hablar. No lo dejaría volver ni aunque me lo suplicara. No, yo creo que lo
que quiere es que quedemos en casa para no arriesgarse a tener una trifulca en
público. O lágrimas —añade con rapidez—. Creo que me va a pedir el divorcio.
—¿Y por qué no te lo dice por teléfono?
—¿Porque es un sádico?
—¿Se pasará por aquí? —pregunta Kira. Teniendo en cuenta que por lo general
aprovecha la primera oportunidad para huir de la cocina y subir a su cuarto, se la ve
extrañamente interesada en esta conversación.
—Sí. —Liz se ríe—. Había pensado en celebrar una fiesta de bienvenida en su
honor y salir a pasearlo en procesión por las calles. ¡El regreso del hijo pródigo!
¿Para qué coño iba a pasarse por aquí?
Kira se encoge de hombros.
—¿Para ver a Mark?
—Sí, claro, como son tan amigos… Creo que solo se toleraban porque Claire y yo
somos muy buenas amigas. —Me mira—. ¿Verdad, Claire?
—Sí.
Es mentira, pero lo digo para no herir sus sentimientos. A nuestros maridos les
costó un tiempo empezar a caerse bien, pero al final congeniaron y, para cuando el
matrimonio de Lloyd y Liz estaba ya en las últimas, sin duda eran amigos. Aunque
Mark no ha sabido mucho de Lloyd desde que se marchó de casa de Liz; un par de
respuestas a sus mensajes, pero nunca nada más allá de un sucinto «Estoy bien,
colega» o «Estoy viviendo hacia el norte».
—Kira, ¿te encuentras bien? Estás un poco pálida, cielo. —Liz aparta una silla—.
Siéntate.
—Estoy un poco mareada. —Se lleva una mano a la sien—. Creo que voy arriba a
tumbarme un rato.
Hace un movimiento en dirección al pasillo, pero yo me levanto para
interceptarla.
—Kira, antes de que te vayas, ¿podría hablar contigo de una cosa?
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—Bueno… —Vuelve a tocarse la sien—. De verdad que no me encuentro muy…
—Sé lo que pasó en el Lodekka el año pasado. Sé por qué Jake pegó a Billy.
Ella no dice nada, pero su mirada va de derecha a izquierda, como si mirara cada
uno de mis ojos alternativamente. Intenta averiguar cómo me siento.
—Fue por Mark, ¿verdad? —digo—. Porque había besado a la tutora de Billy.
Oigo a Liz inspirar bruscamente a mi espalda, pero no me doy la vuelta.
Kira baja la vista hacia sus pies.
—Sí —dice con un hilillo de voz.
—¿Jake te lo contó?
—Bueno…, sí. Me dijo que era una sandez y que Billy estaba removiendo la
mierda porque no tenía nada mejor que hacer. Que quería destrozar la vida a todo el
mundo porque no soportaba que nadie fuera feliz.
—¿Jake le preguntó a Mark si era verdad?
Se mordisquea un lado del labio y no dice nada.
—¿Kira? ¿Jake le preguntó a Mark si era verdad?
Asiente con la vista todavía baja.
—¿Y? ¿Mark lo reconoció?
Levanta la vista y su mirada se cruza con la mía.
—Sí —susurra—. Sí, lo reconoció, pero…
—Una pregunta más —añado rápidamente antes de que pueda marcharse—.
¿Billy te dijo alguna vez que estuviera enamorado de alguien?
Su mirada se desvía hacia Liz, que sigue sentada a la mesa de la cocina con una
expresión de perplejidad en la cara, y luego vuelve a fijarse en mí.
—Una vez oí a Caleb y Jake hablando sobre una chica que le gustaba a Billy.
Creo que se llamaba Jess. ¿Te refieres a eso?
—¿Billy la quería?
Se encoge de hombros.
—No lo sé.
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Capítulo 48
—¿Cómo te encuentras? —me pregunta Liz por la que parece la enésima vez.
Físicamente estoy bien. Sentada en una silla de madera frente a mi amiga, con la
mesa entre las dos y los brazos cruzados sobre el pecho. Emocionalmente estoy
aturdida. No soy capaz de procesar lo que me ha contado Stephen. Billy se había
enamorado de alguien con quien no podía estar y a Mark lo han juzgado por acostarse
con una menor. Y me ha engañado con otra. Más secretos. Más malditos secretos.
Mark y yo llevamos juntos casi veinte años, y siempre ha estado ahí: ese miedo a
que en algún momento de nuestra relación pudiera haberse descarriado, pero nunca
creí seriamente que fuera capaz de un engaño de tal calibre.
—Los hombres son unos capullos —dice Liz—. Te lo juro. Voy a desinstalarme
el Tinder y me haré célibe. ¿Crees que habrá alguna aplicación que te enseñe cómo
ser monja, cómo diseñar tu hábito, cómo conseguir ese aspecto de cara lavada? Ya
sabes, esa clase de cosas. —Aparta la silla de la mesa y suspira—. El problema no es
el folleteo en sí, ¿verdad? Son más las mentiras y los cuentos. Sé que mienten a sus
amantes y les dicen que en casa no tienen nada de sexo, pero Lloyd y yo seguimos
haciéndolo hasta el mes antes de que…
—Nosotros estuvimos nueve meses sin hacerlo.
—¿Perdona? —Arrastra la silla para acercarla a la mesa.
—El verano pasado Mark y yo llegamos a cumplir nueve meses sin hacerlo.
Recuerdo que en ese momento pensé que era la temporada más larga que había
pasado sin sexo desde que era una adolescente.
—¿Te estás echando la culpa? Porque si es así, nos las vamos a tener. Es
completamente normal que las parejas tengan épocas de sequía cuando llevan tanto
tiempo casadas como vosotros dos. Hay parejas que dejan de follar del todo. Eso no
es excusa para tener una aventura.
—Lo sé. Y Mark no me presionó para mantener relaciones. Tampoco parecía muy
preocupado, si te soy sincera. Él estaba cansado, yo estaba cansada, y de repente
habían pasado nueve meses.
—Bueno, a veces pasa, ¿no? —Se encoge de hombros—. Lo siento. Eso no te
ayuda mucho, ¿verdad?
Me obligo a sonreír.
—Hablar contigo me ayuda, pero no tiene sentido analizarlo hasta la saciedad.
Miro el reloj de la cocina.
—Mierda. —Liz también mira el reloj—. La moto de Caleb está en el taller, y le
he dicho que lo recogería en el trabajo y lo llevaría al mecánico. ¿Estarás bien? —
Asiento y ella dice—: Pase lo que pase, siempre me tendrás a mí. Puedes quedarte en
mi casa si quieres. La habitación pequeña está patas arriba, pero si no te apetece el
sofá y quieres compartir mi cama, yo encantada. Te prometo que no te acosaré en
plena noche con mi polla empalmada.
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—Gracias. —Le cojo la mano y la aprieto—. No sé lo que haría sin ti.
—Bueno, seguramente beberías menos —dice, y se ríe—. En serio, Claire, si hay
algo que…
La interrumpe el sonido de un coche que se acerca por la calle. El familiar sonido
de un tema de drum and bass de los noventa entra por la ventana y luego se
interrumpe.
Intercambiamos una mirada.
—Es Mark —digo.
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Capítulo 49
Si a mi marido le sorprende encontrarme a la mesa de la cocina tras pasar dos noches
en casa de mi madre, no dice nada. Me saluda con un gesto de la cabeza al entrar en
la habitación. Viste un traje azul oscuro con una camisa blanca y una corbata a rayas
grises y blancas. Sus zapatos negros están lustrosos. Lleva el pelo bien cepillado
hacia atrás, con la cara despejada. Lo único que está fuera de lugar es la posición de
la bolsa de su portátil. Por lo general la lleva colgada informalmente de un hombro,
pero hoy la sujeta pegada al pecho.
Liz entorna los ojos al verlo entrar en la cocina.
—¿Todo bien, Mark? —pregunta en tono tenso.
Él la ignora.
—Claire, ¿puedo hablar contigo? A solas.
Liz me mira y arquea una ceja. Hay tantas emociones reflejadas en esa mirada —
irritación, enfado, preocupación— que una sola palabra inapropiada de mi marido
bastará para que estalle.
La cojo de la mano.
—Vendré a verte más tarde, ¿vale?
Ella asiente con los labios apretados y se pone de pie.
Sale de la cocina rodeando expresamente a Mark desde lejos. Él apenas repara en
su marcha. Mantiene la mirada clavada en mí mientras se sienta con rigidez a la
mesa, con el portátil abrazado al pecho.
—¿Está en casa?
—¿Jake? No, pero Kira está arriba.
—Vale. —Desvía la mirada del pasillo a la ventana de la cocina—. No podemos
hablar aquí. Vamos al garaje.
Estoy tan atónita, tan descolocada por la expresión de su rostro, que hago lo que
me dice y lo sigo fuera de la casa, al garaje. Él enciende la luz y luego se sienta en el
banco de pesas de Jake. Da unos golpecitos justo a su lado y espera a que yo me
siente. Parece sorprenderse cuando niego con la cabeza.
—Claire. —Coloca el ordenador sobre sus rodillas y hace presión sobre él con las
palmas de las manos—. No sé cómo decirte esto.
—Tienes una aventura.
Las palabras resultan ridículas al salir de mi boca. Me siento como si estuviera
interpretando el papel de la esposa engañada en un culebrón.
—¿Qué?
—Con Edie Christian.
—Edie Chr… —Echa la cabeza hacia atrás y se pone a reír.
La irritación me hierve por dentro.
—Mark, lo sé. Stephen me lo ha contado. Billy te vio besándola en un pub el año
pasado.
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La risa de Mark se corta tan rápido como había empezado.
—¿Qué?
—Billy estaba ahí. Fuera, esperando a Alfie. Te vio, escuchó tu conversación
telefónica con tu jefe delante del bar, vio el beso.
—Pe…
—Estaba escondido detrás de un contenedor. Lo oyó y lo vio todo. Por eso te
tachó en todas las fotos del álbum. He comprobado las fechas con el calendario. Fue
el verano pasado.
Mark no dice una palabra. Me mira en silencio, el labio inferior húmedo de saliva.
Parpadea varias veces y luego baja la vista hacia el portátil que descansa en su
regazo.
—¿Mark?
La nuez de su cuello sube y baja al tragar.
—No…, no entiendo nada. He venido a casa para hablar contigo de otra cosa. No
me esperaba esto.
—¿Cuándo empezó la aventura?
—¿Aventura? —Frunce el ceño—. No he tenido ninguna aventura.
—No tiene sentido que lo niegues. Le preguntaré a ella.
—¿Preguntarle a quién?
—A Edie Christian.
—Oh, Dios mío. —Se pasa una mano por el pelo—. Claire, no tengo una
aventura con Edie Christian, ni con nadie más, ya puestos.
—Entonces, ¿niegas que la besaras? Estás diciendo que Billy mintió.
—No, no mentía. Pero no vio lo que creyó ver.
—Bueno, entonces cuéntame qué pasó.
—Dios, Claire, no fue…, no fue algo tan chungo como parece.
—Besaste a otra mujer.
—Lo intenté.
—¿Y se supone que eso va a hacerme sentir mejor?
—No… —Deja el portátil sobre el banco, a su lado, y se pone de pie para quedar
frente a mí—. Hacía un tiempo que no estábamos bien y…
—Ah, entonces es culpa mía, ¿no?
—¡No! ¡Por Dios, no! Fue cosa mía, mía y solo mía. Estaba estresado. Papá me
había estado llamando lamentándose de que no podía confiar en Stephen, y cuando
llamé a Stephen él empezó a atacarme. Dijo que estaban sobrepasados de trabajo y no
tenían suficiente personal, y que, si me importaba algo papá, tenía que hacer lo
correcto: entrar en la empresa. Y luego a papá le dio el ataque al corazón y me asusté
mucho. Creí que se iba a morir y que era culpa mía por ser ambicioso y pensar que
valía más que para vender suministros para la construcción. Además estaba el trabajo,
mi trabajo, y la presión a la que me veía sometido para cumplir los objetivos. En casa
los chicos se peleaban. Tú y yo no estábamos bien. Y yo no era capaz de enfrentarme
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a todo, Claire. No tenía a nadie con quien hablar.
—Tienes amigos.
—Lo sé. Pero nadie quiere ser el capullo aburrido que agua la fiesta cuando
salimos por la noche quejándose de lo estresado que está.
—Podrías haber hablado conmigo.
—¿Tú crees? Día sí y día no nos lanzábamos a la yugular del otro.
—¿Y pensaste que besar a otra mujer serviría de algo?
—¡No! —Extiende el brazo hacia mí, pero me aparto antes de que pueda tocarme
—. Me emborraché. Estuve bebiendo solo y entonces me llamó Phil Jones. Dijo que
no estaba cumpliendo, que mis cifras eran una porquería y que tendría que dejarme
marchar. Le supliqué. Le supliqué que no me echara y se lo conté todo, todas las
razones de mis dificultades, y me dijo que me daría una última oportunidad. Un aviso
por escrito, y si la cagaba una sola vez ya podía irme. Al entrar otra vez en el pub
estaba hecho polvo. Edie Christian había ido también al bar con unas amigas y se
acercó a la barra para ver si todo iba bien. Fue tan amable conmigo y yo estaba tan
borracho y tan estúpidamente agradecido de que alguien se preocupara por mí que…,
que…
—Que intentaste besarla.
—Sí. —Cierra los ojos un momento—. Ella me apartó. Se quedó alucinada. Y
muy cohibida. Yo intenté suavizar las cosas, pero echó a correr hacia sus amigas y
entonces alguien que estaba junto a la ventana se puso de pie y preguntó si alguien
tenía un Ford Focus, porque acababan de lanzarle una piedra a la ventana.
—Fue Billy.
—¿Qué?
—Stephen me lo ha contado.
—¿Stephen sabía todo esto y no me dijo nada?
—Trataba de proteger a Billy. Billy confiaba en él. Tú más que nadie deberías
entenderlo.
Mark sacude la cabeza con las mejillas rojas por la ira.
—¿Y por qué?
—Porque, por lo visto, tú tampoco tenías a nadie con quien hablar.
—Claire. —Me coge la mano—. Por favor, no llores. Por favor. No puedo
soportarlo.
—No lloro porque esté disgustada. Estoy enfadada. Estoy enfadada de la hostia
y…
—En realidad ni siquiera fue un beso.
—¡No es eso! —Me suelto de su mano y se la aparto—. Eres tú. Tú y Billy y
Stephen y Jake. Las cosas se tuercen en vuestras vidas y, en lugar de hablar de ello,
las destrozáis y bebéis y engañáis y mentís. ¿Qué os pasa? ¿Qué coño os pasa a
todos? —Mark se mira los pies mientras yo grito, frustrada—: ¿Por qué ninguno vino
a hablar conmigo? Podría haberos ayudado.
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—¿De verdad lo crees? —pregunta Mark en voz baja.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Hay cosas que no puedes controlar, Claire, cosas que no puedes arreglar. Tal
vez no tenga sentido para ti la forma en que manejamos nuestras miserias, pero es así
como las superamos.
—Entonces Billy hizo bien lanzándote una piedra al coche, ¿no? ¿Llenar su
escuela de grafitis fue algo bueno? ¿E hincharle las pelotas a su hermano e insultarte
a ti?
—No lo sé. —Vuelve a dejarse caer en el banco de pesas y apoya la cabeza en las
manos—. Ya no sé nada. Sabía que esta noche íbamos a tener una conversación
difícil, pero no pensaba que fuéramos a hablar de esto.
—¿De qué querías hablar?
—De esto. —Toca la bolsa del portátil que está en el banco, a su lado.
—¿De qué hablas?
—He encontrado unas fotos dentro —murmura a través de los dedos—. Fotos de
niños. Desnudos.
Un escalofrío me recorre el cuerpo.
—¿De quién es ese portátil, Mark?
Él alza la vista hacia mí.
—Es de Jake.
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Capítulo 50
Ninguno de los dos habla mientras miramos hacia el exterior del garaje. El portátil,
que descansa encima de la bolsa, está en el suelo frente a nosotros. Ninguno de los
dos quiere tocarlo.
Mark me ha explicado que lo cogió de la habitación de Jake esta mañana, después
de que el suyo no se encendiera tras instalar una actualización. Jake ya se había ido a
trabajar y Kira seguía dormida en la cama. Cuando Mark llamó a la puerta, ella se
revolvió y luego le indicó la mesa con un gesto de la mano para responder a la
pregunta de Mark de si podía coger prestado el portátil de Jake.
Mark no ha introducido la contraseña hasta llegar a una estación de servicio en
la M4, de camino a Chippenham. Compramos los portátiles de los dos chicos para las
Navidades de hace dos años. Mark los configuró: creó sus cuentas y les dio a ambos
la misma contraseña: BRISTOLCITY123. Jake no se había molestado en cambiar la suya,
así que Mark ha entrado sin problemas y se ha descargado de OneDrive unas
imágenes de PowerPoint que necesitaba. Ha sido entonces cuando ha descubierto las
fotos en la carpeta de Descargas de Jake.
Niños. Montones y montones de imágenes de niños preadolescentes. Algunos de
pie en una pose despreocupada frente a la cámara, con los brazos cruzados sobre el
pecho y mostrando con orgullo su polla erecta. Otros adoptando diversas posturas,
inclinados hacia delante, a gatas o chupando vibradores o los penes erectos de un
hombre o de un chico que queda fuera de plano.
Mark me ha mostrado el historial de búsquedas.
«Cómo conocer a niños».
«Chats donde se reúnen niños».
«Cómo ganarse la confianza de menores».
«Redes sociales para conocer niños».
La lista seguía y seguía.
—¿Podría ser de otra persona? —he preguntado—. A lo mejor Jake le dejó el
portátil a alguien del trabajo.
Pero, por las fechas y las horas, hemos deducido que Jake estaba en casa cuando
se realizaron las búsquedas. La mayoría de ellas son de cuando estaba de baja por el
estrés. Mientras estaba en su cuarto, y yo sentada en el piso de abajo sin tener ni idea
de en qué andaba metido.
—Claire —sisea Mark al ver una furgoneta blanca que se detiene en la calle y por
cuyas ventanillas abiertas retumba una canción de rap—. Ha vuelto.
Jake se ríe mientras sube por el camino de entrada hacia nosotros.
—¿Qué hacéis? ¿Un poco de ejercicio?
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—Jake —empieza Mark, pero yo lo interrumpo.
—¿Podemos hablar un momento?
Jake se detiene en seco frente al garaje.
—¿Ahí dentro?
—Kira está en casa —digo—. Y será mejor que mantengamos esta conversación
en privado.
—Bueno, pues entonces vamos al pub. —Señala su furgoneta con la cabeza—. A
menos que… ¿Tiene algo que ver con Billy? ¿Hay novedades?
—No —contesta Mark—. Es sobre ti. Cierra la puerta del garaje, por favor.
Jake hace lo que le ha pedido y luego se da la vuelta para mirarnos. Tiene los ojos
muy abiertos y en ellos se refleja el miedo.
—Papá ha cogido prestado tu portátil esta mañana. —Señalo el ordenador, que
está en el suelo entre nosotros—. Ha encontrado unas imágenes.
—Fotos —dice Mark—. De niños.
El color se desvanece de la cara de Jake. La puerta del garaje hace un sonido
metálico cuando él retrocede tambaleándose y choca con ella.
—No es lo que creéis.
—¿Qué es lo que creemos, Jake?
—Que soy un pedófilo. Y no lo soy. De verdad.
—Jake. —Me esfuerzo por evitar que la emoción se refleje en mi voz—. Esos
mensajes que me enseñaste en tu móvil, ¿eran mensajes entre un niño y tú? ¿Estabas
organizando un encuentro?
—¿Qué mensajes? —Mark me mira de refilón. Le pedí a Jake que no le contara
lo que pasó la noche de mi fuga que acabó en el parking. Y está claro que no lo ha
hecho.
—No. —Jake levanta una mano—. No lo entendiste bien. Iba a quedar con
alguien, pero no con un niño. Yo era el niño.
Mark y yo intercambiamos una mirada.
—Me estaba haciendo pasar por un niño. Joder. —Jake se da una bofetada en el
lado de la cabeza—. Mira, estaba enfadado, ¿vale? Me explicaste lo de ese cabrón
que está en la cárcel y lo que decía que le había hecho a Billy y no pude…, no pude
soportarlo. Me estaba jodiendo el cerebro. No podía dormir. No paraba de… Tenía
pensamientos horribles, sobre las cosas que le había hecho a mi hermano, y sentía
que era culpa mía. Si no le hubiera pegado a Billy, él no se habría escapado y el
pederasta no lo habría cogido…, no habría… —Se vuelve hacia un lado y da un
puñetazo a la puerta del garaje.
—Eso no tiene ningún sentido —dice Mark—. Jason Davies está en la cárcel, y
los presos no tienen acceso a los ordenadores. ¿Por qué ibas a hacerte pasar por un
niño?
—Para atrapar a uno. Sabía que no podía acceder a Davies, pero aun así quería
hacerle daño a alguien. Para vengarme por Billy.
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—Pero no sabemos si Jason Davies tuvo algo que ver con la desaparición de Billy
—digo—. La policía aún lo está investigando y…
—¡Llevan casi siete meses investigando y no han descubierto una mierda! —Jake
se frota el puño—. Tenía que hacer algo.
—¡No puedes tomarte la justicia por tu mano, hijo! —dice Mark, pero, si Jake lo
oye, no le presta atención.
—Creía que, si ponía una foto mía en Tinder de cuando tenía trece o catorce años,
todos los pederastas vendrían como moscas, pero no fue así. Algunas mujeres
mayores me enviaron mensajes diciéndome que debías tener dieciocho años para
estar en Tinder, y de repente suspendieron mi cuenta. Alguien debió de denunciarme.
»Así que investigué un poco por Internet. Y sé que resulta sospechoso —mira a
Mark—, pero ¿qué iba a hacer? No soy un pedófilo; no sé dónde quedan o cómo
hacen las mierdas retorcidas que hacen, pero tenía que informarme, ¿no? Para
saberlo, y así poder fingir que era un niño.
Se pasa una mano por la frente. En el garaje hace calor y falta el aire, y Jake no es
el único que suda.
—Me obsesioné con el tema. Seguí lanzando el anzuelo, esperando a ver quién
picaba, pero van con mucho cuidado. No acceden a quedar contigo solo porque digas
que tienes catorce años. Primero necesitan fotos, fotos en muchas posturas diferentes
para que demuestres que eres quien dices que eres.
—Pero esas fotos… Joder, hijo. —Mark menea la cabeza como si tratara de
apartar de su mente las imágenes del disco duro de Jake.
—Lo sé, lo sé. Yo tampoco podía mirarlas, pero tenía que hacerlo. Tenía que
atrapar a uno.
—Pero ¡eso es trabajo de la policía, Jake! ¡No tuyo! —Miro a mi marido en busca
de apoyo. Él se pasa las manos por la cara y me mira por encima de las puntas de los
dedos. Se lo ve tan perplejo, exasperado y exhausto como me siento yo.
—¿Ah, sí? Bueno, la policía hizo un trabajo de cojones con Jason Davies, ¿eh,
mamá? Dejaron que cogiera a Billy.
—¡Eso no lo sabemos! —exclama Mark—. No sabemos qué le ha pasado a Billy.
Nadie lo sabe.
—Pero ¿y si lo hizo él, papá? Dijo que había sido él. Ha abusado de otros niños,
por eso está en la cárcel. Busqué su nombre en Internet y leí sobre sus procesos
judiciales. No podía llegar hasta Davies, pero creí que, si destapaba a uno, a un
pederasta, si lo jodía lo bastante, se asustaría tanto que no volvería a intentarlo. Y
habría salvado a un niño. Habría salvado al hijo de alguien, al hermano de alguien,
pero entonces… —Se frota los ojos con una mano y respira hondo varias veces.
—¿Qué pasa, Jake?
—Que me seguiste.
—¿Qué? —Mark me mira.
—¿Al parking? —pregunto—. ¿Te seguí hasta el parking?
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—¿Claire? —dice Mark—. ¿De qué habláis? ¿Qué parking? ¿Qué ocurrió?
—Mamá me siguió. Yo fui a encontrarme con este tío, al que había pillado, en el
lavabo de hombres de un parking que hay en la ciudad, y de repente apareció mamá.
Se me ponen de punta todos los pelos del brazo. Estaba allí. Jake estaba allí. Y se
marchó corriendo y me dejó atrás.
—Oh, Dios, mamá. Lo siento, lo siento mucho.
Jake camina alterado de un lado a otro del garaje, respirando pesadamente por la
nariz y mirando el techo.
—¡Cuéntanos qué pasó! —Ruge Mark, y Jake deja de andar y me mira a los ojos.
—Al tipo ese, Graham, lo conocí en una sala de chat para adolescentes. Me puse
Jaime de nombre y dije que tenía catorce años. Al principio empezamos a hablar de
fútbol, pero no tardó mucho en preguntarme si tenía novia. Le dije que no, que no me
interesaban mucho las chicas y que estaba bastante deprimido porque mi familia no
me entendía y…
—Oh, Dios. —Mark se deja caer hacia delante y apoya la cabeza en las manos
otra vez.
—Continúa, Jake —le pido.
—Graham dijo que lo entendía. Que él tampoco se había llevado bien con sus
padres y que sabía lo que era sentirse como la oveja negra y bla, bla, bla. El caso fue
que intentó hacer que confiara en él. Me pidió fotos, así que le mandé algunas de un
chico que había encontrado en Internet. Me dijo que era muy guapo y que deseaba de
verdad poder darme un abrazo para que me sintiera mejor y… —Hace un
movimiento con la mano de un lado a otro—. Para resumir, que es una historia muy
larga, me preguntó si podía escribirme un mail, así que abrí una cuenta falsa. Y
entonces fue cuando las cosas empezaron a ponerse sexuales.
—¿Te pidió fotos tuyas desnudo?
—Sí. Así que tuve que buscar algunas.
Mark señala el portátil.
—Sabes que podrías ir a la cárcel por lo que tienes ahí, ¿verdad?
—Sí, pero las estaba usando para pillar a pederastas, no para hacerme pajas.
—¿Y crees que la policía se lo habría tragado?
—¡Basta! —Levanto una mano—. Cuéntanos que pasó después, Jake.
Mark suspira, pero no dice nada. A Jake se lo ve aliviado.
—Bueno, pues le mandé las fotos y él me pidió el número del móvil. Entonces
fue cuando propuso que quedáramos. Dijo que traería popper y vodka. El plan era
quedar en los lavabos de un parking y luego ir a los Downs con su coche y celebrar
una pequeña fiesta, nosotros dos solos. Cogí la furgoneta. No tenía ni idea de que me
seguías; cuando me marché de casa creí que estabas en el baño. Debías de estar
mirando por la ventana o algo así.
—¿Y qué pasó luego, cuando llegaste al parking?
—Entré en el baño de hombres, donde se suponía que debía encontrarme con él.
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Y ahí estaba el pequeño hijo de puta, enclenque y con el pelo gris y barriga. Llevaba
una bolsa de plástico, y vi que dentro había una botella de vodka. Cuando me acerqué
hizo ver que se lavaba las manos, pero entonces dije: «¿Graham?», y me miró. Y
entonces fui a por él.
La imagen del cuchillo ensangrentado deslizándose sobre las baldosas destella
ante mis ojos.
—¿Lo apuñalaste?
—Le pegué. El cuchillo estaba en mi bolsillo trasero; solo por si acaso era un
psicópata.
—Por Dios santo —dice Mark por lo bajo.
Jake mira con recelo a su padre y continúa:
—Oí gritar a alguien mientras le daba una paliza a Graham, y vi a mamá de pie
junto a la puerta, con el cuchillo en la mano. Debió de caérseme del bolsillo. Me
sorprendió tanto verla que me quedé como paralizado. Graham intentó escapar. Se
puso a chillar que iba a llamar a la policía, corrió hacia mamá y la apartó de un golpe
para poder salir por la puerta. Ella chocó contra uno de los cubículos y el cuchillo
cayó al suelo. Yo lo recogí y dije que iba a perseguirlo, pero mamá no me dejó. Dijo
que le daba miedo que apareciera la policía y que yo acabara en la cárcel. Me dijo
que me marchara a casa y que ella se reuniría aquí conmigo, así que dejé caer el
cuchillo y eché a correr.
—Eras tú. —Lo miro con incredulidad—. ¿Eras tú la persona a la que Malcolm y
Mandy vieron marcharse corriendo? ¿El hombre con una sudadera con capucha?
—No quería irme, te lo juro. Pero me gritaste que ya habías perdido un hijo y que
no tenías ninguna intención de perder otro. Parecías normal, mamá. Si hubiera sabido
que estabas teniendo uno de tus ataques, nunca te habría dejado sola. Nunca.
Es tan grande, tan increíblemente fornido y fuerte, pero en sus ojos veo destellos
del Jake niño. Jake, que lloraba en cuanto yo alzaba la voz, porque estaba
desesperado por no decepcionarme. Nunca lo había visto tan asustado.
—¿Por qué había sangre en el cuchillo, si se te acababa de caer del bolsillo? —
pregunto.
Jake evita mi mirada.
—Era suya —murmura—. Le di un buen repaso. Diría que le rompí la nariz y le
partí el labio. Tenía las manos cubiertas de sangre suya.
Lo miro horrorizada.
—¿Tienes idea de lo que me asusté al volver en mí? No sabía dónde estaba ni qué
había pasado. Al ver el cuchillo, creí que había apuñalado a alguien. Y tú lo sabías.
Sabías lo que había pasado, pero no me dijiste ni una palabra cuando volví a casa.
Fingiste que habías estado aquí todo el rato. ¡Incluso pusiste el lavavajillas!
—No sabía qué hacer. —Se pasa el dorso de la mano por los ojos—. Iba a
decírtelo, te lo prometo. Pero, al darme cuenta de que no te acordabas de nada, yo…
pensé que sería mejor quedarme callado. Lo siento mucho. Lo siento muchísimo.
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Mientras Jake solloza, yo miro a Mark. Su cuerpo se sacude por la ira.
—Mark —digo en voz baja—. Entra un momento en casa. Deja que me ocupe yo.
—No. —Niega con la cabeza—. Me quedo. Somos una familia. Basta de secretos,
Claire. Basta.
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Capítulo 51
La bombilla que cuelga encima de nosotros parpadea y emite un zumbido mientras
Mark, Jake y yo seguimos hablando. Fuera está oscuro, y hay una franja negra debajo
de la puerta, por donde antes se colaba la luz del sol.
—¿Dónde está el cuchillo? —pregunta Mark.
—En una bolsa de tela, debajo del asiento del acompañante de mi coche.
—¿Qué vas a hacer con él? —pregunta Jake.
Ninguno de los tres se ha movido desde hace como una hora y media. Mark y yo
seguimos sentados el uno al lado del otro sobre el banco de pesas. Jake está sentado
en el suelo. El portátil nos separa.
—Si quieres llevarlo a la policía, lo entenderé. Tienes que hacer lo que sea
correcto.
Jake parece totalmente deshinchado, como si le hubieran arrancado hasta la
última gota de enfado. Por su parte, Mark parece viejo. Cansado y viejo. No ha
alzado la voz ni una sola vez desde que Jake ha empezado a llorar sin consuelo.
Parece como si las lágrimas de su hijo lo hubieran desarmado por completo.
¿Y yo? Siento una calma que hace mucho que no sentía. Una calma y un vacío.
Tengo respuestas, pero no son las que esperaba. Creía que me llevarían hasta Billy,
pero sigue tan lejos como ha estado siempre.
—¿Qué quieres hacer? —pregunta Mark, y yo meneo la cabeza.
—No lo sé. Si ese tal Graham presenta cargos contra Jake, entonces tenemos que
guardar el cuchillo, el portátil y los mensajes del móvil de Jake. Los necesitará para
su defensa.
—Pero es probable que en el cuchillo también haya sangre mía —dice Jake—. Al
llegar a casa tenía las manos bastante destrozadas.
—Pero yo me habría dado cuenta si hubieras tenido alguna herida… —digo, y me
interrumpo.
Cuando llegué a casa él llevaba un jersey que le cubría las manos y luego se las
metió en las axilas al entrar en su cuarto. Y después dio un puñetazo a la pared. ¿Lo
hizo adrede para que no preguntara por sus nudillos desgarrados, o estaba de verdad
alterado por Billy?
—Lo siento, mamá —vuelve a decir—. Lo siento muchísimo.
Mark se frota la mandíbula con la mano. Su barba de dos días hace un sonido
raspante bajo su palma.
—Sigue siendo un arma. Podría parecer intento de asesinato.
—Lo más probable es que no presente cargos —continúa Mark—. Ya han pasado
varios días desde que ocurrió. Sabe que Jake tiene copias de los mails y los mensajes.
Sería demasiado arriesgado por su parte.
¿Qué hacemos? ¿Se lo contamos a la policía o lo ocultamos? Mark ha dicho que
basta de secretos, pero ¿a qué precio? Si el detective Forbes descubre lo que pasó,
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Jake podría ir a la cárcel, y todo por ser incapaz de enfrentarse a su propio
sentimiento de culpa por la desaparición de Billy. ¿Acaso es justo? El hombre al que
pegó había hecho daño a niños, o pretendía hacer daño a un niño. ¿Acaso es mi hijo
quien debe recibir un castigo por ello?
Se oyen unos golpes en la puerta y una voz bajita se cuela en el garaje.
—¿Hola? ¿Jake? ¿Estás ahí? ¿Puedo entrar?
Jake se pone de pie de un salto al tiempo que un par de manos aparecen por
debajo de la puerta y Kira la levanta por encima de su cabeza.
—¡Oh! —Mira sorprendida primero a su novio y luego a Mark y a mí—. No me
había dado cuenta…
—No pasa nada. —Jake le pasa un brazo por los hombros y la atrae hacia él—.
Solo estábamos…
—Charlando —digo—. Está bien, id adentro. Aquí fuera hace frío. Nosotros
iremos enseguida.
Mi hijo no parece muy seguro, pero le indico con un gesto que se vaya.
—Vendré a despedirme antes de irme a casa de los abuelos.
Jake separa los labios, pero no dice nada. En lugar de eso, se lleva a Kira hacia el
camino de entrada y de vuelta a la casa.
—¿Crees que se lo explicará? —pregunta Mark cuando ya no pueden oírnos.
—No; su relación no es tan estable como para procesar algo así.
—Kira es más fuerte de lo que crees.
—¿En qué sentido?
—Ha tenido una vida difícil. Su madre le pegaba. Su padre se suicidó.
—No sabía que sabías lo de su padre.
Se encoge de hombros.
—Me lo contó después del ataque al corazón de mi padre. Supuse que tú ya lo
sabías.
Parece tan distinto a la media luz del garaje. Su pelo se ve más fino; sus ojos, más
oscuros y pequeños, y unas líneas se extienden desde su nariz hasta los bordes de la
boca. Creía que después de veinte años conocía cada centímetro de mi marido, pero
hay tantas cosas de él que siguen siendo un misterio para mí…
—Mark —digo—, ¿cuántas mentiras más hay?
Él menea la cabeza.
—No te entiendo.
—¿Cuándo pensabas contarme la verdadera razón por la que no entraste en la
policía?
—¡Oh, Dios! —Se deja caer hacia delante—. ¿Quién te lo ha explicado?
—No importa quién me lo contara. ¿Es verdad? ¿Eres un agresor sexual?
—¡No! —Me busca la mirada y luego la aparta—. Técnicamente sí. Pero no
como tú piensas. No le hice daño ni forcé a nadie. Tenía dieciséis años y salía con una
chica del curso inferior; ella tenía quince. Su madre era una chalada religiosa y,
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cuando se enteró, me denunció a la policía. Y sí, recibí una amonestación policial. No
lo conté cuando pedí el ingreso en la policía y lo averiguaron. Coño, claro que lo
averiguaron. Se cargaron mi ingreso. No podía contártelo. Me habrías dejado.
—¿Sobre qué más has mentido, Mark?
—Nada, te lo juro.
Sentada a su lado en la penumbra, un centenar de pensamientos me cruzan la
cabeza, y me obligo a levantarme.
—Será mejor que vaya a ver a Jake para despedirme.
—Entonces, ¿te vuelves a casa de tu madre?
—Sí, creo que es mejor, ¿no te parece?
—¿Por Jake? —pregunta en voz baja—. ¿O por mí?
—Un poco de cada.
No dice una palabra mientras cruzo el garaje, pero siento sus ojos clavados en mi
espalda. El aire está demasiado cargado de tristeza para que pueda soportarlo.
Al darme la vuelta, Mark tiene la cabeza entre las manos.
—Tengo que hablar con ella —digo—. Con Edie Christian. Entiendes por qué,
¿verdad?
—Sí. —Asiente—. Sí, lo entiendo.
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Capítulo 52
«¿Estás segura de que es una buena idea?».
«Sí. Mark lo sabe; se lo he dicho».
«¿Le crees?».
Bajo la ventanilla del coche y vuelvo a leer el mensaje de Liz. ¿Me creo que no
pasó nada entre mi marido y Edie Christian?
«Mi corazón me dice que sí, mi cabeza me dice que necesito asegurarme».
«Normal. Estoy aquí si necesitas hablar luego. Lo sabes, ¿verdad?».
«Lo sé. Gracias, Liz. ¡Mua!».
—¡Señora Wilkinson! —Edie Christian levanta una mano y me saluda.
Lleva el pelo rubio recogido en una coleta, un vestido rojo de flores con leggins
negros y zapatos cómodos. Su tarjeta identificativa colgada de un cordel se balancea
de derecha a izquierda mientras cruza a saltitos la recepción hacia mí.
—Señorita Christian. —Le estrecho la mano que me ha tenido y fuerzo una
sonrisa, consciente de que la recepcionista nos mira.
—He reservado una sala de reuniones privada —dice Edie al tiempo que me guía
por un pasillo—. Muchos de los jefes de este año están hoy en las oficinas, y sé que
quería una conversación privada.
Conozco bien su despacho. Tengo la sensación de haberme pasado allí media vida
el año pasado, discutiendo los diversos «temas» relacionados con Billy. Me he
preparado mentalmente para mantener nuestra conversación allí, y su propuesta de
hablar en privado me deja desconcertada.
Abre la puerta de una pequeña estancia beis y hace un gesto hacia la mesa y las
seis sillas que hay en el centro. ¿Sabe lo que estoy a punto de preguntarle? ¿Por eso
no quiere que el resto del personal pueda oírnos?
—Siéntese. ¿Quiere un té o un café? ¿Agua?
Irradia una energía feliz y entusiasta, pero hay en su sonrisa cierta tensión que no
se ha borrado de su cara desde que me ha visto en recepción.
—Estoy bien, gracias. —Cojo la silla que queda más cerca de la puerta.
—¿Cómo va todo? —pregunta inclinándose hacia mí, toda entusiasmo y
curiosidad—. ¿Hay alguna noticia sobre Billy? ¿Cualquier cosa que podamos hacer
para ayudar, la escuela o yo?
Me remuevo en la silla, cruzo los tobillos y luego los vuelvo a descruzar. No
puedo creer que esté haciendo esto. Han pasado dos días desde mi conversación con
Mark. Cuarenta y ocho torturantes horas de darle vueltas a la cabeza pensando si esto
es una buena idea o no.
—Señorita Christian.
—Sí.
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—¿Ha tenido una aventura con mi marido?
Ella se echa hacia atrás y su silla cruje al reclinarse. Se lleva la mano derecha al
pecho.
—¿Disculpe?
—Mi marido. Mark Wilkinson. ¿Ha tenido una aventura con él?
—No. —Su mano pasa del pecho a la garganta—. Dios, no.
—Pero ¿se han besado?
—¿Qué? No. —Mira hacia la ventana que hay sobre la puerta cerrada de la sala
cuando pasa un estudiante—. No sé de dónde ha… ¡Ah! —Su expresión muta del
horror a la comprensión—. Esto es por lo que pasó el año pasado, ¿no?
Yo asiento.
—Mi cuñado me dijo que Billy los vio besándose. Le lanzó un ladrillo a la
ventana del coche de Mark.
—No lo sabía.
Vuelve a inclinarse hacia delante, recuperada ya su compostura de profesora.
—Señora Wilkinson, no estoy segura de lo que le ha contado su cuñado, pero creo
que es posible que malinterpretara la situación. Esa noche su marido estaba muy
alterado. Yo lo reconocí y me acerqué a la barra para comprobar si se encontraba
bien. Estaba… —Vuelve a mirar hacia la puerta y baja la voz—. Estaba muy
borracho. Muy alterado.
—¿Y él intentó besarla?
—Sí. Pero yo lo rechacé. En realidad no pasó nada. Me marché poco después.
—¿Dijo algo? ¿Después de intentar besarla?
Se remueve en la silla.
—No sé de qué serviría que yo…
—Por favor. ¿Qué dijo?
—Dijo que era usted el amor de su vida y que creía que iba a perderla. Dijo que
sabía que usted era infeliz, pero que no sabía cómo arreglar las cosas. Se echaba la
culpa a sí mismo. Dijo que había estado trabajando tanto que apenas se veían, y que
al final no había servido de nada. Yo le dije que hablara con usted, que le contara
cómo se sentía. —Me dedica una mirada larga y penetrante.
—No llegamos a tener esa conversación.
—Ya veo.
—Y cuando se encontró con él hace poco, delante del médico, ¿qué dijo
entonces?
Parece sorprenderse.
—Dijo que lo sentía mucho; estaba muy arrepentido. Yo le dije que no pasaba
nada, que ya lo había olvidado.
—¿Y ya está? ¿Ese es todo el contacto que han tenido desde que ocurrió?
—Sí. —Se pasa una mano por el pelo. Un diamante brilla en el dedo anular de su
mano izquierda—. Ese es todo el contacto que hemos tenido, aparte de cuando
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vinieron los dos por Billy.
—¿Lo vio? —pregunto.
—¿Disculpe?
—A Billy. Ha dicho que se marchó del pub después de que Mark…, tras el
incidente. ¿Vio a Billy cuando salió?
Mira hacia el techo mientras trata de recordar.
—No lo sé. No podría asegurarlo; estaba muy oscuro. Vi a un par de personas
junto a los contenedores. Me dieron un buen susto. Recuerdo que eché a andar más
deprisa, pero no podría decirle si uno de ellos era Billy.
—¿Eran hombres o mujeres?
Ella menea la cabeza.
—No lo sé. Como le he dicho, estaba oscuro. Lo siento. Si hay algo más que
pueda…
—No. —Me pongo de pie tan rápido que la silla se echa hacia atrás y tengo que
agarrarla con la mano para que no se caiga—. No, eso es todo. Muchas gracias por su
tiempo. No volveré a molestarla.
—Señora Wilkinson —dice al tiempo que yo tiendo la mano hacia el pomo—.
Una cosa más antes de que se vaya.
—¿Sí?
—Sé que no me corresponde a mí darle consejos, pero creo que podría serle útil si
usted y su marido tuvieran una convers…
—No creo que eso sea asunto suyo, ¿no le parece?
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Sábado 3 de enero de 2015
ICE9: ¡Nos vio! No me puedo creer que nos viera.
Jackdaw44: Estaba oscuro. Seguro que no nos vio la cara.
ICE9: Pero ¡se paró! Lo vi pararse justo al lado de la valla. Miró directamente
hacia mí.
Jackdaw44: Entonces es un pervertido al que le pone mirar a la gente que folla
entre los arbustos. ¿Qué problema hay?
ICE9: No lo pillas, ¿verdad? Si nos ha reconocido, ¡adiós a mi vida!
Jackdaw44: Se te está yendo la olla por una tontería.
ICE9: ¿Una tontería? Igual tú no tienes nada que perder, pero yo lo perdería todo:
mi casa, mi relación, todo. Sabía que era un error quedar contigo ayer por la
noche. Lo sabía.
Jackdaw44: Así que es culpa mía que folláramos, ¿no? ¿Te obligué a hacerlo?
ICE9: Me besaste.
Jackdaw44: Te di un beso de despedida y tú me lo devolviste.
ICE9: Debería haberme ido.
Jackdaw44: Pero no lo hiciste, ¿verdad? Sabía que seguías sintiendo algo por mí.
Lo sabía.
ICE9: Lo siento. No puedo continuar con esto. Se acabó. Esta vez de verdad.
Jackdaw44: Eso ya lo he oído antes.
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Capítulo 53
Conduzco directa a casa de Liz, sin pararme. Ella me mira la cara y me rodea con sus
brazos.
—Oh, cariño. Lo siento mucho. Es un jodido cabrón.
Dejo que me lleve a la cocina y me siento en la silla que me aparta. Me acerca
una caja de pañuelos de papel, pero yo niego con la cabeza. Me he pasado todo el
camino de la escuela a su casa llorando, pero ahora que estoy aquí se me han secado
las lágrimas.
—¿Cuánto hace que dura? —pregunta—. ¿Desde el año pasado?
Niego con la cabeza.
—No han tenido una aventura.
—¿Qué? Pero tú has estado llorando. Me he imaginado que…
—Él intentó besarla y ella lo apartó.
—¿Ah, sí? —Arquea una ceja.
—Yo le creo. Me ha contado que Mark estaba muy alterado. Le dijo que me
quería y que tenía miedo de perderme…
—Y luego la besó. ¡Gran método para recuperar tu relación, Mark! Joder, por el
amor de Dios.
—Pero él tenía razón. No estábamos pasando nuestro mejor momento y…
—No. —Liz cruza los brazos—. No voy a dejar que te culpes a ti misma de esto.
El tema aquí es Mark, no tú. Tú también estabas pasando un mal momento y no te
lanzaste a los brazos de uno de los profesores de los chicos. ¿A que no?
—No.
—No, joder, ni de coña. Sinceramente. —Abre la nevera y saca una botella de
vino—. Lo estrangularía. Los hombres y sus putas pollas.
»Lo siento. —Respira hondo—. Me lo estoy tomando como si me lo hubiera
hecho a mí. Lloyd viene mañana y estoy la hostia de nerviosa.
—¿Todavía no te ha explicado por qué quiere hablar contigo?
—No. —Saca dos copas del armario—. Supongo que en breve me enteraré.
Bueno, ¿y tú qué? ¿Qué vas a hacer?
—No lo sé.
—Podrías dejarle.
—¿Por un beso? ¿Por mentir sobre algo de lo que está avergonzado? Llevamos
veinte años casados.
—Esa no es razón para seguir juntos.
—Pero… —Las mismas imágenes se repiten una y otra vez en mi cabeza: Mark
examinándome con ternura después de mi primer episodio, los dos cogidos de la
mano durante la visita del detective Forbes, él llamándome para desearme buenas
noches medio borracho, nuestro beso en la cocina—. Últimamente las cosas han sido
distintas entre nosotros. Nos hemos acercado. Hemos hablado.
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—Bueno, es algo. —Deja una copa de rosado delante de mí y se sienta.
—¿Qué harías tú? —le pregunto—. Si fueras yo.
Ella bebe un sorbo de vino.
—Pero yo no soy tú, ¿verdad? Podría decirte que ahora que te ha mentido acerca
de algo tan importante es imposible que vuelvas a confiar en él, y que serás más feliz
sin él, pero eres tú quien debe tomar esa decisión.
—¿Tú eres más feliz sin Lloyd?
—Tengo el Tinder, ¿no? Y un vibrador de veintidós centímetros. —Su sonrisa
decae al levantar la vista de su copa—. Estoy bien. No diría que soy feliz, pero aún es
pronto. Echo de menos estar enamorada, echo de menos acurrucarme con alguien en
el sofá y echo de menos a alguien con quien hablar. Pero quizá que Lloyd se
marchara ha sido lo mejor. Ya no nos queríamos. —Suspira.
»Lo que digo es que es mejor estar sola que con alguien que no te quiere. No soy
la persona adecuada para pedirle consejo, Claire. Con lo que pienso en este momento
de los hombres, de lo que tengo ganas es de decirte que envíes a Mark a la mierda.
Pero, si sigues queriéndolo y él te quiere, y puedes dejar atrás lo que pasó, entonces
tal vez no sea demasiado tarde para que vosotros arregléis las cosas.
—Tal vez.
—No tomes ninguna decisión importante todavía. Date un poco de tiempo para…
La interrumpe el sonido de llamada de mi móvil.
—Lo siento. —Lo saco del bolso. Un número desconocido centellea en la
pantalla—. ¿Sí?
—Hola, señora Wilkinson. Soy el detective Forbes. Me preguntaba si sería
posible reunirme con Mark y con usted hoy, cuando les vaya bien. Ha habido un
avance en el caso.
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Capítulo 54
Nos sentamos igual que la última vez que vino a casa: el detective Forbes en la
butaca y Mark y yo en el sofá. Estamos cogidos de la mano, con las palmas húmedas
pegadas y los dedos entrelazados. Mark se ha lanzado hacia mí en cuanto he entrado
por la puerta de atrás y nos hemos abrazado. Al apartarme, él tenía lágrimas en los
ojos.
—Son malas noticias, ¿verdad? —he susurrado.
Mark ha meneado la cabeza.
—No lo sé.
—El detective Forbes ha dicho que había habido un avance. Esa palabra me da
miedo.
—A mí también.
—Ay, Dios, Mark. Creo que no puedo hacer esto.
Él me ha apartado un mechón de la mejilla con delicadeza. Su mano se ha
quedado ahí, y luego la ha retirado con un gesto incómodo. Estaba pensando en la
conversación que tuvimos hace dos días, la que terminó conmigo diciéndole que iba a
ir a ver a Edie Christian.
La imagen de mi marido juntando sus labios con los de ella me ha perseguido
durante días, pero, comparada con lo que estábamos a punto de afrontar, no era nada.
Una minucia insignificante.
—Podrían ser buenas noticias —ha dicho él—. Siempre existe esa posibilidad.
Yo no le he dicho que ya no creo en las buenas noticias. O que, para mí, la
cuestión ya no era si nos decían que Billy estaba muerto, sino cuándo nos lo dirían.
No quería que fuera ahora. No estaba preparada. Nunca estaré preparada.
—Señor y señora Wilkinson. —El detective Forbes nos dedica la misma mirada
que la vez anterior, profesional pero comprensiva—. Siento mucho haber tardado
tanto en ponerlos al día respecto a lo que reivindicó Jason Davies, pero la
investigación debía ser concienzuda, dada la naturaleza de esas reivindicaciones.
—¿Reivindicaciones? —digo yo.
—Confesó el secuestro o asesinato de muchos niños.
—Oh, Dios mío. —El horror que siento se refleja en el rostro de Mark.
—El proceso para investigar reivindicaciones de este tipo es exhaustivo. Tuvimos
que pedir la colaboración del alcaide de la cárcel para poder tomar declaración al
compañero de celda, y luego tuvimos que comparar las fechas con los movimientos
conocidos de…
—Díganoslo ya. —Mark me aprieta la mano con más fuerza—. Son malas
noticias, ¿verdad?
El detective Forbes se reclina en su asiento y apoya las palmas sobre sus muslos.
—Iré al grano. No hay pruebas que apoyen la reivindicación de que Jason Davies
fue el responsable de la desaparición de Billy. Las fechas no coinciden. Ni siquiera
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estaba cerca de Bristol el 5 de febrero. Se encontraba en Aberdeen la semana anterior
y la posterior a esa fecha. Disponemos de varias fuentes que han corroborado ese
dato.
—Oh, gracias a Dios. —La mano de Mark resbala de la mía al tirarse él hacia
delante—. Oh, gracias a Dios. —Se toma un minuto para recobrar la compostura y
entonces se vuelve hacia mí—. Son buenas noticias, Claire.
—Sí.
—¿Te encuentras bien?
Asiento con la cabeza, pero el movimiento no sirve para espantar la nube oscura
que de pronto me ha engullido. Debería sentirme tan aliviada como mi marido por el
hecho de que Jason Davies no sea el responsable de haber secuestrado a Billy, pero lo
cierto es que nunca creí que lo fuera. Entonces, ¿por qué me siento tan agarrotada y
decepcionada?
—¿Hay alguna otra pista? —pregunta Mark al detective Forbes.
Este niega con la cabeza.
—Por ahora no, aunque seguimos investigando las informaciones recibidas
después del llamamiento, de gente que tal vez lo haya visto.
Tal vez. Ya hemos pasado por esto. Gente que ha visto a chicos yendo a un
skatepark haciendo grafitis en un puente o durmiendo en la esquina de una calle.
Gente que ha visto a chicos que no se parecen en nada a mi hijo. Chicos que no son
mi hijo.
Y ahí está mi respuesta.
Por eso ha caído sobre mí una nube de desesperación. No estamos más cerca de
averiguar qué le ha pasado a mi Billy. El torturante limbo en el que llevamos
viviendo los últimos siete meses continúa. Ya no creo que mi hijo esté vivo, pero
cada día que pasa parece una semana. Cada semana, un mes. Cada mes, un año.
Quiero que me devuelvan a Billy. Vivo o muerto. Solo quiero que vuelva a casa.
—Hacemos todo lo que podemos —dice el detective Forbes.
Mark y yo asentimos con la cabeza, pero mi gesto es tan automático como el de
ese estúpido perro de los anuncios de una aseguradora.
—¿Tienen alguna otra pregunta? —añade el detective Forbes.
—Sí. —Mark se reclina en el sofá y cruza los brazos sobre el pecho—. ¿Por qué
iba a confesar ese hijo de puta que había secuestrado a nuestro hijo si no lo ha hecho?
Llevamos semanas desgarrados por dentro, ¿y para qué? ¿Para que un cabrón
retorcido se divierta a nuestra costa? Los hombres como él no merecen vivir. Si aún
tuviéramos la pena de muerte, sería el primero de la fila para ver cómo lo cuelgan.
El detective Forbes asiente levemente, no sé si para apaciguar a mi marido o
porque está de acuerdo con él.
—Comprendo su enfado, señor Wilkinson. Este individuo ha hecho algo más que
hacer perder el tiempo a la policía, y será castigado por ello. Irá a juicio, y lo más
probable es que le añadan tiempo adicional a su condena…
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—Pero ¿por qué? —dice Mark—. ¿Por qué confesar algo así si sabía que al final
lo pillarían y le caería más tiempo?
—Es posible que nunca lo sepamos. Quizá vio el llamamiento por televisión y le
entraron ganas de tener su cuota de protagonismo. A lo mejor pensó que así
impresionaría a su nuevo compañero de celda. Tal vez se tratara de una especie de
deseo retorcido hecho realidad. La verdad es que no puedo decirlo.
—Por Dios santo. ¿Y la gente aún se pregunta por qué los cazadores de pedófilos
los persiguen? —Mark aprieta los labios y me mira.
Han pasado dos días desde que Jake confesó lo que había hecho, y desde entonces
no hemos hablado de ello. Yo he llamado a Jake para ver cómo lo lleva, y en cada
ocasión se ha pasado casi toda la conversación disculpándose una y otra vez.
Tendremos que contarle este nuevo avance. Y a Kira también. Dios sabe qué
repercusiones tendrá.
—Debemos contárselo a Jake y Kira —digo—. Y a mamá y a papá, y a John y a
Stephen.
Mark frunce el ceño.
—¿Stephen?
—Tengo que hablar contigo de él —digo en voz baja—. Últimamente bebe
mucho. Caroline lo ha dejado.
Mark abre mucho los ojos.
—¿En serio? ¿Cuándo?
El detective Forbes se aclara la garganta.
—Si no hay nada más…
Hace el gesto de levantarse y, al ver que ninguno de los dos dice nada, se pone de
pie.
—Gracias. —Cruzo la sala con la mano tendida.
El detective Forbes me la estrecha con firmeza, y luego le tiende la suya a Mark.
—Sí —dice mi marido—. Gracias.
La tensión del rostro del detective se relaja mientras los dos hombres se dan la
mano. A veces se me olvida que debajo del traje y la expresión solemne hay un tipo
normal, probablemente con familia e hijos. ¿Cómo se sentía mientras subía el camino
hacia nuestra puerta? ¿Cansado? ¿Harto? ¿Se estaba preparando para un arrebato
emocional por parte de uno de nosotros, o de los dos? Me pregunto adónde irá tras
despedirse. ¿De vuelta a la comisaría o a ver a otra familia? Solo Dios sabe cómo es
capaz de hacer su trabajo día tras día.
—Me mantendré en contacto —dice.
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Viernes 16 de enero de 2015
Jackdaw44: Echo de menos lo nuestro.
Jackdaw44: Ni siquiera es por el sexo.
Jackdaw44: Lo que teníamos era especial. Lo sabes. Yo lo sé. Tomaste la decisión
equivocada. En el fondo lo sabes.
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Capítulo 55
Desde la ventana de la cocina miramos cómo el detective Forbes entra en su coche.
—Tienes que solucionar las cosas con Stephen —digo mientras el Volvo negro
desaparece calle abajo.
—¿Por qué iba a hacerlo? —Por el tono sé que está a la defensiva, pero también
percibo dolor en él.
Es una buena pregunta. Llevo días pensando en Stephen. Estaba muy muy
enfadada con él después de que quedáramos en el pub. Tenía la sensación de que
trataba deliberadamente de destruir lo poco que me quedaba dándole la espalda a
Mark. Solo que no era así, ¿no? No del todo. Me estaba contando cosas que todo el
mundo me había ocultado. Allí donde mire, desentierro otra mentira u otro secreto, y
Stephen es una de las pocas personas que ha sido clara conmigo… o tan claro como
puede serlo un borracho.
—Es tu hermano, Mark.
—Hermanastro.
—Antes estabais unidos.
—Eso fue hace mucho tiempo.
—Te necesita. Y tú lo necesitas a él.
Mark tira de la maneta del lavavajillas y extrae la bandeja superior. Hay una
sartén y una bandeja de horno metidas entre las tazas y los vasos, en lugar de estar en
la de abajo, donde el agua sale con más potencia.
—Stephen está mal —digo—. Bebe demasiado. Su matrimonio está en las últimas
y él está destrozado por lo de Billy.
Mark mete sus gruesos dedos en las asas de varias tazas y las deja en el colgador
que hay junto al hervidor.
—Creo que, si tiendes un puente, hablará contigo.
—¿Y por qué iba a querer hacerlo?
—Porque lo echas de menos. Porque los dos necesitáis a alguien con quien hablar.
Y porque vuestra discusión te carcome por dentro tanto como a él. ¿No crees que
Jake retrocedería y arreglaría las cosas con Billy si pudiera? Lo haría en menos que
canta un gallo. No pospongas tu conversación con Stephen hasta que ya sea
demasiado tarde, solo digo eso.
Mark coge la sartén y luego apoya su mano encima.
—Es que estoy tan cansado, Claire. Cansado de peleas y tensiones, y de no saber
de un día para otro qué mierda nos va a caer encima. Solo…, solo quiero echar atrás
el tiempo y volver a cuando las cosas iban bien, ¿entiendes?
—Sí, lo entiendo.
—¿Te acuerdas de esa época? —Me mira y sus ojos se iluminan—. ¿Cuando los
chicos eran pequeños y querían ir de camping, pero no nos lo podíamos permitir, así
que le pedimos prestada una tienda a papá y la plantamos en el jardín? Los chicos
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dijeron que iban a pasar toda la noche dentro, pero nosotros sabíamos que en el fondo
estaban asustados y que ninguno de los dos quería ser el primero en admitirlo y entrar
en casa.
—¡Les lanzamos canicas a la tienda por la ventana de nuestro cuarto!
—¡Y ellos salieron por patas!
—Eran buenos tiempos. —Su sonrisa desaparece y la tristeza se adueña de sus
ojos—. ¿Cuándo se torció todo?
—Se hicieron mayores. Y nosotros también. Cuando nacieron éramos tan
jóvenes, apenas unos críos también.
—Tú no has cambiado nada.
—¿No?
—Lo he dicho como un halago.
—Lo sé.
—Claire. —Mark da un paso hacia mí y sus dedos rozan la piel del dorso de mi
mano—. Nunca he querido hacerte daño. Ni entonces ni ahora. Lo único que he
querido siempre es que fueras feliz y lo que…
—¿Todo bien, mamá? Papá. —Jake entra en la cocina seguido de Kira, que
levanta la mano en un saludo tímido.
—Hola, cariño. —Me acerco a él y le doy un abrazo—. Kira. —También abro los
brazos hacia ella, pero Kira gira los hombros para apartarse, así que le planto un beso
en la mejilla.
—El detective Forbes acaba de marcharse —dice Mark, y en ese momento los
dos se ponen tensos—. Jason Davies no es el responsable de la desaparición de Billy.
Era todo una patraña. Se lo inventó para llamar la atención.
Jake lo mira.
—¿Qué?
—Es verdad —confirmo—. La policía lo ha investigado y no estaba por la zona
de Bristol el día que Billy se esfumó. Se encontraba en Aberdeen; estuvo allí dos
semanas.
—¿Lo saben seguro? A lo mejor bajó hasta aquí… Se oye muy a menudo:
asesinos que conducen hasta llegar a un sitio al azar, solo para asesinar a alguien y
luego…
—Jake. —Kira le tira del brazo—. Jake, por favor, no…
—¿Que no qué? ¿Que no me enfade? Dios mío. Podría haber… casi… —Me
mira y menea la cabeza—. Lo siento, mamá.
Vuelve a salir por la puerta de atrás sin decir nada más. Kira corre tras él.
—¿Crees que deberíamos ir a buscarlo? —pregunta Mark.
Yo niego con la cabeza.
—No. Deja que se vaya.
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Martes 27 de enero de 2015
Jackdaw44: No puedes ignorarme para siempre, lo sabes.
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Capítulo 56
Es la mañana después de la visita del detective Forbes. No me quedé mucho rato
después de que Jake se marchara. Me costó tomar la decisión de volver a casa de
mamá. Quería esperar a que Jake regresara para comprobar que estaba bien, pero eso
habría significado pasar más tiempo a solas con Mark y sabía que me haría preguntas
que todavía no estoy preparada para contestar. Preguntas sobre el futuro. Preguntas
sobre nosotros.
Hace siete meses habría resultado impensable que me marchara de mi casa
cuando mi familia me necesitaba. Mi sitio estaba en el corazón de la familia. Tenía
que saber dónde estaba todo el mundo, lo que hacían y por qué. No se me pasaba
nada.
Al menos eso era lo que creía.
Los chicos decían que era una controladora. Mark también, pero siempre en tono
de broma. Aunque no sea psicoterapeuta, no puedo evitar preguntarme si soy así
debido a mi infancia. La porquería de mamá estaba por todas partes, la vida era
caótica y yo vivía en un estado constante de inseguridad, sin saber muy bien cuándo
llegaría la próxima discusión y si al final todo aquello acabaría por superar a papá y
nos dejaría. Me prometí a mí misma que mis hijos nunca se sentirían así. Su padre y
su madre se quedarían con ellos pasase lo que pasease. Yo me quedaría con ellos,
pasase lo que pasase.
Mi primera fuga, cuando fui a Weston, fue la primera vez que iba a alguna parte
sola desde hacía mucho mucho tiempo. A veces, cuando los chicos se peleaban y se
gritaban, y Mark se escondía en el garaje, fantaseaba con huir. Iría a la estación de
tren y compraría un billete a Saint Ives o a Brighton o Weymouth, y alquilaría una
habitación en un motel con una cama de matrimonio solo para mí y pasaría el fin de
semana caminando por el paseo marítimo, bebiendo café en cafeterías pintorescas y
tumbada en la playa leyendo libros. Aspiraría el aire marino y soñaría despierta con
mi otra vida, aquella en la que en lugar de girar a la derecha giraba a la izquierda. Yo,
soltera y sin hijos, formándome como enfermera y luego yendo a trabajar para la
Cruz Roja o Médicos Sin Fronteras.
Nunca me subí a un tren hacia Saint Ives, pero sí me permití soñar despierta con
una vida distinta. Nunca le hablé a nadie de estas fantasías, ni siquiera a Liz, porque
no quería parecer desagradecida por la vida que tenía. Todos tenemos secretos.
Algunos son secretos culpables, unos pocos son despreciables y algunos son
demasiado preciados para compartirlos.
Me pita el teléfono, que me devuelve de golpe a mi habitación de niña, con
montones de cajas y bolsas apiladas junto a la cama y una colcha de flores que huele
a detergente de lavanda y que me tapa hasta la barbilla. Son las 8:05 y mamá y papá
deambulan por la cocina. Mamá canta sola al compás de una melodía enlatada que
suena por la radio.
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Dos mensajes. Uno de Stephen. Otro de Kira.
Stephen: «He recibido un mensaje de Mark pidiéndome que vaya con él esta
noche al pub. ¿Sabes qué quiere?».
Kira: «Hola, Claire. Espero que te encuentres bien. Solo que sepas que Jake está
bien. Ha ido a trabajar. El único problema es que Ian le ha pedido que participe en un
trabajo en Cheltenham, así que se ha llevado la furgoneta y me la iba a dejar mañana
para ayudar a una amiga que va a traer unas esculturas para la exposición, que se
inaugura el lunes. Supongo que no sabrás dónde podríamos alquilar una barata Besos.
K.».
Les contesto con sendos mensajes:
«Hola, Stephen. Creo que Mark quiere arreglar las cosas. Deberías llamarle. La
vida es demasiado corta. C.».
«Hola, Kira. Me alegro de saber que Jake está bien».
Dejo de escribir. ¿Le habrá contado Jake lo que pasó en el parking esa noche? No
puede ser. Ella no se habría quedado en casa si lo supiera, no siendo su propia madre
tan violenta. Jake debe de haber decidido no contárselo hasta después de la
exposición.
Más secretos. ¿No se acabarán nunca?
«Puedes coger mi coche —tecleo—. Hoy no tengo pensado ir a ninguna parte.
Pásate por casa de mi madre y te daré las llaves».
En cuanto le doy a «Enviar» me entra un mensaje de Stephen.
«¿Está enfadado? Porque no voy a quedar con él si está enfadado».
«No está enfadado —le escribo—. Quiere solucionar las cosas».
Otro mensaje de Kira.
«Eres muy amable, pero no sé durante cuánto tiempo me hará falta y no quiero
abusar. Besos. K.».
«No hay problema, de verdad. Está asegurado para otros conductores. Pásate».
«¿Tú vendrás? —Me escribe Stephen—. Preferiría que estuvieras».
—¡Claire! —me llama mamá desde el piso de abajo—. Papá está haciendo
bocadillos de beicon. ¿Quieres uno?
Estoy enfrascada en fregar una bandeja del horno reluciente de grasa de beicon
cuando llaman a la puerta.
—Ya voy yo.
Papá sale de la cocina arrastrando los pies embutidos en sus zapatillas. Al mismo
tiempo, mamá aparece desde la salita con el portátil en las manos. Se reúne conmigo
delante de la pila y lo levanta hasta que me queda al nivel de los ojos.
—Claire, sé que dijiste que no querías saber nada de más videntes, pero una
mujer llamada Athena Larkin se ha puesto en contacto conmigo. Dice que ha
ayudado a la policía en varios casos de importancia y…
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—¡Claire! Es Kira. Dice que ha venido a recoger el coche.
—¡Un segundo, papá!
Mamá me da un golpecito en el hombro.
—Por lo menos léete el mail que ha mandado. Dice que…
—¿Las llaves son estas? —Papá entra de nuevo en la cocina con paso cansado y
señala hacia la mesa, donde están las llaves de mi coche encima del bolso.
—Sí. Pero espera un momento, hay algo que tengo que… Mamá, ¿podrías
sacarme el ordenador de la cara? Se va a mojar y además ya te dije que no me
interesaban…
—Ya las tengo.
—Pero ahora hemos vuelto al punto de partida, ¿no? Y no parece que la policía
tenga nuevas pistas. Al menos por lo que dijiste ayer por la noche. Mira esta parte. —
Mamá retira una mano de la base y señala la pantalla.
—¡Cuidado! —Agarro el portátil, que se desliza hacia el fregadero, y la bandeja
del horno que sujetaba cae en el recipiente para lavar y me salpica de agua con jabón.
Soy vagamente consciente de que la puerta principal se cierra con un clic y del
sonido que hace papá al volver a la cocina, pero me distrae mi camiseta mojada, que
se me pega a la barriga.
—¡Claire! —Mamá aparta con brusquedad el ordenador—. ¡Casi lo tiras al agua!
—¡Estaba intentando evitar que lo tiraras tú!
—¿Qué demonios pasa aquí? —Papá se detiene en la puerta de la cocina—.
¡Claire, hay media piscina en el suelo de la cocina! Maldita sea, pequeña. Eso es lo
que pasa cuando te compras un lavavajillas: se te olvida cómo se lava a mano.
—Papá. —Miro primero a la mesa de la cocina y después las manos vacías de mi
padre.
—Sí, cariño.
—¿Acabas de darle a Kira las llaves de mi coche?
—Sí. Me ha dicho que le habías dado permiso para cogerlo. —Vuelve la vista
hacia la puerta de entrada—. ¡Claire! —grita mientras yo echo a correr por el pasillo
—. ¿Claire? ¿Qué problema hay?
Abro la puerta de un tirón y miro hacia la calle, pero mi Polo rojo ya no está
aparcado detrás del Peugeot azul de papá. Se ha ido. Y junto con Kira, se han ido
también la bolsa de tela metida debajo del asiento del acompañante, y el cuchillo.
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Martes 27 de enero de 2015
ICE9: No vuelvas a hacerlo NUNCA MÁS.
Jackdaw44: ¿Qué cosa?
ICE9: Sabes perfectamente qué cosa, joder.
Jackdaw44: Así que ahora soy un gilipollas, ¿no? Sí que has cambiado rápido de
rollo…
ICE9: Te pasaste de la raya y lo sabes perfectamente.
Jackdaw44: Me estabas ignorando. ¿Cómo querías que llamara tu atención?
ICE9: Alguien podría haberlo visto.
Jackdaw44: Pero nadie lo vio, ¿verdad? Me gusta tocarte cuando hay gente
alrededor. Me pone cachondo que no tengan idea de lo que estoy haciendo.
ICE9: Eres el único que se pone cachondo.
Jackdaw44: Mentirosa.
ICE9: No voy a hablar más del tema. Está claro que no crees que hayas hecho
nada malo.
Jackdaw44: ¿Así que vas a empezar a ignorarme otra vez?
ICE9: Tú dirás.
Jackdaw44: Veamos si te funciona.
ICE9: ¿Y eso qué quiere decir?
Jackdaw44:
ICE9: Será mejor que no estés hablando de lo que creo que estás hablando.
Jackdaw44:
ICE9: Mientes. Te revisé el móvil después de que dijeras que las habías borrado y
no estaban.
Jackdaw44: Pero no miraste en todas las carpetas, ¿a que no? No miraste en la
que pone Grafitis.
[cargando archivo…]
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ICE9: Eres un puto capullo. Borra esa foto AHORA MISMO.
Jackdaw44: Vale. Borrada. ¿Esta te gusta más?
[cargando archivo…]
Jackdaw44: ¿Sigues decidida a ignorarme?
ICE9: Joder, no sabes cuánto te odio.
Jackdaw44: No es verdad. Dime que me quieres.
ICE9: No.
Jackdaw44: Vaya, por lo visto tendré que darle a «Enviar»…
ICE9: Te quiero. Vale, ahí lo tienes. Ya lo he dicho. Ahora borra las fotos.
Jackdaw44: Qué mal mientes. Follas de lujo, pero mientes fatal.
ICE9: ¿Qué quieres?
Jackdaw44: Acuéstate conmigo. Hay algunas cosas que quiero probar.
ICE9: ¿Qué clase de cosas?
Jackdaw44: Cosas que he visto en vídeos de Internet. Rollo duro. Parece divertido.
ICE9: No.
Jackdaw44: Vale. Le daré a enviar.
ICE9: ¡Para!
Jackdaw44: ¿Has cambiado de opinión?
ICE9: Si hago lo que me dices, ¿cómo sé que borrarás las fotos? ¿Cómo sé que no
tienes una copia en un disco de memoria o lo que sea?
Jackdaw44: No puedes saberlo. Tendrás que confiar en mí.
ICE9: Claro, porque la última vez me fue muy bien.
Jackdaw44: Eso es porque quería guardar las fotos para mirarlas cuando no
estábamos juntos. Ahora ya no las necesito. Tengo Internet.
ICE9: No me fío de ti.
Jackdaw44: Las borraré delante de ti y te dejaré que me hagas una.
ICE9: ¿Desnudo?
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Jackdaw44: Sí. Guárdala en tu móvil. Considéralo una garantía.
ICE9: ¿Me dejarías?
Jackdaw44: Ya te lo dije. Quiero volver a verte. Quiero tocarte. Quiero follarte. Si
lo hacemos una vez más, te dejaré en paz. Te lo prometo.
ICE9: ¿Solo una vez? ¿Lo juras? ¿Y borrarás las fotos delante de mí y me dejarás
revisar tu móvil?
Jackdaw44: Sí.
ICE9: No pienso hacer nada que tenga que ver con cagar o mear.
Jackdaw44: ¿Qué clase de cabrón retorcido te crees que soy? Mejor no contestes.
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Capítulo 57
Llamo al número de Kira sin parar, pero todas las veces me salta el buzón de voz.
Le escribo un mensaje.
«Hola, Kira. Tengo que coger una cosa del coche. ¿Dónde estás?».
Luego borro lo que he escrito. Si le digo que en el coche hay algo que me hace
falta, puede que lo busque ella. La bolsa de tela está escondida debajo del asiento del
acompañante, donde no se ve, y lo más probable es que ni siquiera se dé cuenta de
que está ahí. Pero ¿y si lleva a alguien? ¿Y si echan el asiento hacia delante o hacia
detrás y la ven? No la abrirían. Kira supondría que es mía y le diría a quien fuera que
la dejase donde está. Pero ¿y si la dejan a la vista al salir del coche y un ladrón
oportunista pasa por el lado y la ve?
Dejo el teléfono sobre la colcha y respiro hondo. Le estoy dando demasiadas
vueltas y no hace falta. La bolsa estará bien. Lleva días debajo del asiento y no ha
pasado nada malo. Aunque nadie ha entrado en el coche aparte de mí. Oh, Dios, ¿por
qué no la dejé en mi armario? ¿Por qué no me deshice de ella cuando tuve ocasión?
Esperaré. Sí, eso es lo que haré. Esperaré aquí en casa de mamá y papá hasta que
Kira traiga el coche y entonces cogeré la bolsa y me iré con el coche a Chew Valley y
la lanzaré al lago.
Vale. Puedo hacerlo. Puedo quedarme esperando. No va a pasar nada malo.
—Jake —digo al móvil al tiempo que el taxi para frente a la Escuela de Arte de
Bristol—, he intentado dar con Kira, pero no coge el teléfono. ¿Has hablado con ella
esta mañana?
—Un segundo, mamá. Scott dice que tengo que… ¿Qué? —Su voz suena ahora
amortiguada—. Sí. Dile a Ian que lo llamo desntro de un momento. Ahora estoy al
teléfono. Hola, mamá. No puedo hablar mucho; Ian tiene que hablar conmigo. ¿Qué
pasa?
—Es Kira. Estoy intentando dar con ella, pero no contesta.
Jake suspira.
—Su móvil es una mierda. Hace tanto que lo tiene que la batería solo dura un par
de horas antes de acabarse. No dejo de decirle que le compraré uno nuevo, pero dice
que no lo quiere. Que prefiere esperar a tener el dinero y comprárselo ella.
—También te he estado llamando a ti toda la mañana. Estaba empezando a
preocuparme.
Cuatro horas. Ese es el tiempo que he conseguido quedarme en casa de papá y
mamá. Cuatro largas horas que han sido una tortura, mientras un centenar de
posibilidades distintas me pasaban por la cabeza, incluso una en la que Kira no
contestaba el teléfono porque estaba en comisaría, entregando el cuchillo. Ha sido
entonces cuando he llamado al taxi.
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—La cobertura aquí es una mierda —dice Jake—. Tengo como una barra. Por lo
visto, Ian se ha estado cagando en todo porque no podía contactar con ninguno de
nosotros. Mamá, ahora tengo que colgar. ¿Estás bien? Te noto agobiada. ¿Es por lo
que dijo el detective Forbes? Siento haberme puesto como un loco. Ahora…, ahora
no puedo hablar. Después del trabajo me pasaré por casa de los abuelos, ¿vale?
—No —contesto enseguida—. No, no lo hagas. El tío Stephen y papá van a ir al
pub esta noche para arreglar las cosas. Me gustaría que tú también fueras. Puedes
hacer de mediador.
—¿Yo? —Se echa a reír—. Estás de broma, ¿no? ¡Ese es tu trabajo!
—Ya no. Necesito que lo hagas, Jake; por tu padre, por nuestra familia. Es
importante.
Se queda callado un par de segundos y luego dice:
—Vale. Si eso es lo que quieres… Me pasaré, pero no te sorprendas si llegan a las
manos. ¡Es broma! —añade enseguida—. Todo irá bien, no te preocupes.
El taxista tose y dedica una mirada significativa al taxímetro.
—Tengo que colgar —digo—. Te quiero, Jake.
—Yo también te quiero, mamá. Nos vemos luego.
Había esperado que en la entrada me recibiera una recepcionista o un guarda de
seguridad, pero me resulta notablemente sencillo colarme en el edificio de la Escuela
de Arte y nadie me presta ninguna atención. No sé si es porque es sábado o si siempre
está todo tan tranquilo. Tras pasar cinco minutos en el vestíbulo, me acerco a una
chica asiática con un pañuelo en la cabeza que pasa a mi lado cargando telas en el
brazo.
—Busco a Kira Simmons. ¿Sabes dónde puedo encontrarla?
—¿Es del personal o estudiante?
—Estudiante. Hace fotografía.
La chica se encoge de hombros.
—Lo siento, no puedo ayudarla. Yo me dedico a los textiles.
—Está montando una exposición —añado al tiempo que ella se da la vuelta para
irse—. ¿Sabes dónde suelen hacerlas?
—Hay una galería por ahí. —Ladea la cabeza hacia la derecha—. Diría que la
están preparando para una exposición. Igual alguien sabe algo.
—Gracias. —Le dedico una sonrisa radiante—. Me has ayudado mucho.
—Si usted lo dice. —La chica se ríe mientras sube las escaleras y desaparece.
La galería es un hervidero de actividad lleno de alumnos que cuelgan sus obras de
arte en las paredes y colocan piezas de cerámica; inclinan la cabeza a un lado y a otro
para comprobar que los cuadros y las fotografías estén rectos, y cambian de posición
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unos centímetros las esculturas. Al atravesar la galería examinando las caras en busca
de Kira, un par de estudiantes se vuelven a mirarme, pero nadie me para para
preguntarme quién soy o qué hago aquí. Paso junto a varias exposiciones de fotos, y
me detengo frente a una de mujeres embarazadas vestidas con varios uniformes y
disfraces. Hay una policía embarazada, una pescadora embarazada, una payasa
embarazada. Sonrío ante la foto de la chef embarazada, con la bata abierta por la
barriga como si hubiera comido demasiados pasteles de los que hay amontonados a
su lado. Junto a ella hay una estríper embarazada. Eso me entristece.
Me apresuro. Kira le explicó a Liz que su exposición era sobre tatuajes y
arrepentimientos.
Casi he alcanzado el extremo más alejado de la estancia en forma de caverna
cuando por fin encuentro el pequeño espacio de pared que corresponde a Kira. Hay
clavos para un montón de lienzos, pero solo ha colgado seis. Cada uno es un primer
plano de un tatuaje con una pequeña tarjeta blanca enmarcada en madera debajo.
En el primer lienzo que miro hay un símbolo nazi sobre el antebrazo de un
hombre. En la tarjeta de debajo se lee:
Un colega me hizo este tatu con un compás y un poco de tinta cuando
teníamos quince años. Me pareció guay. En realidad ni siquiera sabía qué
significaba, solo que hacía que la gente mayor se cabreara. Ahora tengo
dieciséis años y estoy ahorrando para hacerme un cover. Llevo muchas
camisetas de manga larga.
En el segundo lienzo se ve el nombre «Nadia» tatuado debajo de una rosa. La
descripción de la tarjeta dice:
Nadia era mi primera mujer. Estuvimos veinte años juntos. Creía que no nos
separaríamos nunca, pero la engañé con otra y rompimos. Mi nueva novia lo
odia. No deja de decirme que me lo cubra y que ponga su nombre en su lugar,
pero no voy a cometer el mismo error dos veces.
En el tercer lienzo se ve un puño cerrado con un triángulo, un círculo, una cruz y
un cuadrado tatuados sobre los dedos.
Cuando me hice este tatuaje quería a mi PlayStation más que a nada en el
mundo. Ahora me siento un poco capullo.
Al acercarme al cuarto lienzo, noto que hay alguien a mi espalda y me doy la
vuelta. Es un tipo joven con un piercing en la nariz y el pelo oscuro cortado al estilo
de los roqueros de los años cincuenta.
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—¿Todo bien? —Me dedica un gesto brusco con la cabeza.
—Soy Claire. Kira vive con mi hijo Jake.
—Mason. —Me tiende una mano delgada—. Soy el tutor de Kira.
—Encantada de conocerte. Supongo que no sabes dónde está, ¿no?
—Un momento. —Rodea el tabique divisorio que separa la exposición de Kira de
la de al lado, y reaparece al cabo de un par de segundos—. Se ha ido a tomar un café.
—Sí. —Una chica joven con el pelo rosa recogido de cualquier manera en un
moño alto asoma la cabeza por el tabique—. Ha dicho que había quedado con
alguien, pero no con quién.
—¿Sabes a qué cafetería ha ido?
Ella niega con la cabeza.
—Lo siento, no. Seguramente a alguna de Queens Road. No creo que haya ido
muy lejos. Ha de terminar antes de que abramos el lunes.
Hace un gesto hacia la hilera de lienzos apoyados en la base de la pared. Yo los
miro por encima, y luego les echo un nuevo vistazo.
—¿Qué es esto? —Me agacho frente a uno que queda en el extremo más alejado
de la hilera.
—¡Cuidado! —dice Mason al ver que extiendo el brazo hacia él—. No deberías
tocar…
—Billy. —Señalo la imagen negra hecha con tinta que hay en el centro del lienzo.
La palabra casi pasa desapercibida en medio del diseño con trazos en punta, pero yo
sé qué dice. «DStroy»—. Esto lo dibujó Billy.
—¿Qué? —Mason ladea la cabeza—. No estoy seguro de que…
—Es uno de los diseños para grafitis de mi hijo. Estoy segura. Lo he visto antes,
en el bloc de dibujo que tenía junto a su cama. ¿Kira ha dicho de quién era el tatuaje?
Miro primero a Mason y luego a Pelo Rosa, que está de pie a mi lado con los
brazos abiertos de par en par como si estuviera preparándose para proteger la
exposición de Kira. Ambos niegan con la cabeza.
Me acerco rápidamente al otro extremo de la hilera, donde un montón de
descripciones en tarjetas están apiladas con pulcritud, y las reviso y las lanzo al suelo
a medida que las voy leyendo.
Mi mejor amigo y yo pensamos que sería divertido…
Era mi despedida de soltero y estaba borracho…
De pequeña me gustaba mucho el Pequeño Pony y…
—¡Eh! —Mason me agarra por la muñeca al tiempo que Pelo Rosa se agacha
para recoger las tarjetas descartadas—. No sé qué te crees que haces, pero estás
dañando una propiedad privada. Kira ha trabajado muy duro…
—No está aquí. —Me suelto de su garra con gesto brusco—. La tarjeta que
describe ese tatuaje no está aquí. ¿Dónde está?
Veo una carpeta de arte negra apoyada en el tabique divisorio, pero Pelo Rosa
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llega antes. La coge y la aleja de mi alcance.
—¿Podemos llamar a seguridad? —Mira a Mason, que asiente.
—No lo entendéis —digo—. Conozco a Kira; es la novia de mi hijo. Y este
tatuaje, este símbolo de DStroy… lo dibujó mi hijo. Mi hijo Billy. Lleva más de seis
meses desaparecido.
Pelo Rosa da un paso atrás, hacia el grupo de estudiantes que se ha congregado a
nuestro alrededor. Todos me miran como si fuera una de las exposiciones.
—¿Alguien…? —Examino sus caras—. ¿Alguien sabe algo de esta foto?
—Lo lamento. —Mason me coge del hombro y me ayuda a ponerme de pie—.
Pero creo que deberías irte.
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Miércoles 28 de enero de 2015
Jackdaw44: Pues ayer por la noche fue divertido.
ICE9: No sabes cuánto te odio. Nunca más voy a volver a hacerlo.
Jackdaw44: Sí que lo harás.
ICE9: Sabía que tenías copias de seguridad de las fotos. No soy imbécil.
Jackdaw44: También tengo capturas de nuestras conversaciones de Snapchat,
incluida esa en la que decías lo bien que te lo pasabas chupándome la polla.
ICE9: Y yo tengo una foto de tu polla empalmada.
Jackdaw44: ¿Y?
ICE9: En la foto sale tu cara.
Jackdaw44: ¿Y?
ICE9: Si vuelves a intentar chantajearme, se la enviaré a todos tus amigos y la
colgaré en tu página de Facebook.
Jackdaw44: Claro, porque tienes el número de mis colegas, ¿verdad? Y si la
cuelgas en mi Facebook, saldrá también tu nombre. Y no puedes colgar nada
en mi página a menos que seamos amigos.
ICE9: Encontraré la manera.
Jackdaw44: Guay.
ICE9: Vas de farol.
Jackdaw44: ¿Ah, sí? A lo mejor lo que pasa es que me importa una mierda que
cuelgues una foto de mí y de mi enorme polla. Eso demostraría que Liv es una
puta mentirosa.
ICE9: Si hiciera pública esa foto sería una humillación para ti.
Jackdaw44: ¿Eso crees? A los chicos de mi edad esas cosas nos importan una
mierda, sobre todo si estamos bien dotados. Mira a Dappy, y a Arg de TOWIE,
ese tío que sale en Made in Chelsea. No es para tanto. TUS fotos, en cambio…
Se liaría una buena, monumental.
ICE9: No voy a volver a hacer lo que hicimos ayer por la noche.
Jackdaw44: No quiero que vuelvas a hacerlo. Si te digo la verdad, fue un poco
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decepcionante.
ICE9: Entonces, ¿qué quieres?
Jackdaw44: Nada que no hayas hecho antes.
ICE9: Sexo.
Jackdaw44: Otra cosa.
ICE9: ¿Cómo qué?
Jackdaw44: ¡Ah, el suspense! Suplícame y te lo diré.
Jackdaw44: Sigo esperando que supliques.
ICE9: No sé a qué clase de juego retorcido estás jugando, pero se acabó, hasta
aquí.
Jackdaw44: Allá tú. Vaya, ¿eso que oigo es el sonido de las fotos saliendo de mi
móvil?
ICE9: Hazlo. Ya no me importa.
Jackdaw44: ¿Quién va de farol ahora?
ICE9: Hazlo.
Jackdaw44: Lo perderás todo.
ICE9: Hazlo.
Jackdaw44: Espero que te lo pases bien en la cárcel.
ICE9: ¿Qué?
Jackdaw44: Tengo quince años, ¿recuerdas?
ICE9: ¿Y?
Jackdaw44: Tú eres mayor de edad. Eso te convierte en una pederasta.
ICE9: No digas gilipolleces.
Jackdaw44: Te has acostado con un menor de dieciséis años. PEDERASTA.
ICE9: Tú empezaste con esto.
Jackdaw44: ¿Ah, sí? Fuiste tú la que me besó. Le diré a la policía que me
engatusaste.
ICE9: En la comisaría se reirán de ti.
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Jackdaw44: No si les digo que me violaste.
ICE9: No te creerán.
Jackdaw44: ¿Tú crees? Tengo fotos, recuerda. Te pasarás mucho mucho tiempo
encerrada. ¿Sabes lo que les hacen en la cárcel a las personas como tú?
ICE9: ¿Qué quieres?
Jackdaw44: Solo quiero que hagas una cosa más por mí y después te dejaré en
paz.
ICE9: No te creo.
Jackdaw44: Escribiré algo, una carta. Diré que mantuvimos relaciones sexuales
consentidas, que estaba enamorado de ti, que yo lo empecé todo.
ICE9: No te creo. Se te ocurrirá algo más.
Jackdaw44: Te lo juro. Solo una cosa más. Algo que siempre será nuestro pequeño
secreto. Y después se acabó. Te lo prometo. No tiene nada que ver con el sexo.
ICE9: ¿Qué es?
Jackdaw44: Es algo que ya has hecho antes. Y es posible que te duela.
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Capítulo 58
La calle está atestada de gente que hace sus compras de fin de semana: estudiantes,
madres, padres, hijos, compradores, curiosos y personas ociosas. Salen en riada de las
tiendas, se congregan frente a los escaparates y ocupan toda la acera obligándome a
bajar a la calzada para sobrepasarlos.
—Perdón, perdón, perdón.
Me apresuro Queens Road abajo, y paso junto a supermercados, bancos,
inmobiliarias y tiendas de discos. Pelo Rosa ha dicho que Kira había quedado con
alguien en una cafetería, pero ¿en cuál? Hay un montón.
Entro y salgo de todas las que encuentro mientras bajo por Queens Road hasta
llegar al museo de Bristol. Soy vagamente consciente de que una campanilla suena
sobre las puertas cuando entro, los empleados me preguntan si pueden ayudarme y
los clientes se vuelven a mirar, pero yo los ignoro mientras examino todas y cada una
de las caras buscando a Kira.
Estoy sin aliento, frenética y extrañamente eufórica. Estoy segura de que de
alguna forma el tatuaje contiene la solución a la desaparición de Billy.
Al llegar al museo de Bristol, cruzo la calle y desando el camino subiendo por
Queens Road, comprobando todas las cafeterías del otro lado. Reduzco el paso al
llegar a la mitad, y no solo porque me haya quedado sin resuello.
Solo es un tatuaje. No significa nada. No es una pista.
Me paro y apoyo la mano en el escaparate de una tienda mientras la adrenalina
que me ha hecho salir disparada de la Escuela de Arte y recorrer la calle es sustituida
por una aplastante sensación de agotamiento.
La respuesta es obvia. Billy se hizo un tatuaje y no me dijo nada: otro secreto que
me ocultó. Ni siquiera sé por qué me sorprendo. Se saltó las clases tantas veces que
fácilmente podría haberse hecho un tatuaje sin que nosotros nos enteráramos.
Siempre ha parecido mayor de lo que es. Seguro que, si el tatuador le hubiera
preguntado, lo habría convencido de que tenía dieciocho. Siempre sabía cómo
escabullirse de las situaciones complicadas. Y no solo conmigo.
Desde que la conocimos, Kira siempre ha estado por ahí sacando fotos. El año
pasado realizó un proyecto titulado «La cara del terror» para el que nos hizo mirar
películas de miedo mientras ella nos sacaba fotos. Incluso fue a casa de Liz y Lloyd
para hacer lo mismo. Billy debió de confiarle que se arrepentía de haberse hecho el
tatuaje y ella le tomó una foto como parte de su proyecto. Por eso le dijo a Jake que
no quería que fuera a su exposición: no quería que lo viera y se disgustara.
Fin del misterio. Fin de la historia. No hay nada más que buscar.
Sigo caminando derrengada, deprimida y agotada. Empieza a llover y me cubro la
cabeza con la capucha de la chaqueta al tiempo que sigo mirando a través de los
cristales de las cafeterías y los restaurantes, pero lo hago sin ganas. Toda sensación de
urgencia ha desaparecido. Aún tengo que recuperar las llaves de mi coche para poder
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coger la bolsa y deshacerme del cuchillo, pero…
Vuelvo sobre mis pasos y miro mejor a través de la ventana del Mama Valerie.
Kira está dentro, sentada a una mesa cerca de la puerta. Casi no la veo porque ahora
llueve con ganas y ella lleva el pelo recogido en un moño desarreglado en lo alto de
la cabeza. Casi siempre lo lleva suelto. Está sentada frente a un hombre, pero desde el
ángulo en que me encuentro no distingo su cara. Doy un paso más hacia abajo por la
calle en pendiente y veo un destello de pelo caoba, una perilla rojiza, una camiseta
negra de manga larga, unos pantalones hasta la rodilla color caqui y un tatuaje tribal
sobre una pantorrilla peluda.
—¿Lloyd? —Su nombre se me queda atragantado.
¿Qué hace el marido de Liz tomando un café con la novia de mi hijo?
Un grupo de adolescentes pasa junto a mí echándome a un lado, y me veo lanzada
hacia la puerta abierta del café. Aún puedo ver la cara de Lloyd y un trozo del perfil
de Kira. Él se inclina hacia delante en su silla y la mira intensamente mientras ella se
seca las lágrimas. ¿Qué le estará diciendo? Y ¿por qué llora?
Lloyd dice algo y luego tiende la mano por encima de la mesa, como si la invitara
a que se la cogiera. Al hacerlo, la manga de su camiseta se levanta y deja al
descubierto un destello de tinta negra en su antebrazo. Kira retira con brusquedad sus
manos de la mesa y niega con la cabeza. Se da aire en la cara moviendo ambas
manos, como si intentara parar de llorar. Al cabo de un par de segundos deja de
abanicarse y se pone a juguetear con el botón de su rebeca. Se aparta la tela gris de
los hombros y luego se inclina hacia Lloyd por encima de la mesa.
Él dice algo que no oigo, pero leo en sus labios la última palabra que pronuncia.
«Liz».
Un grupo de hombres jóvenes me rodea y me veo empujada al interior de la
cafetería. Dos de ellos me bloquean la visión de Kira, pero aun así consigo oír su
respuesta. Todas y cada una de las palabras.
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Capítulo 59
¿Dónde estoy?
¿DÓNDE ESTOY?
Oh, Dios, otra vez no. Por favor, Dios, otra vez no.
Mis dedos rozan algo frío y rugoso. La raíz de un árbol. Estoy al aire libre,
rodeada de arbustos y árboles. Bajo mis pies hay barro, alfombrado de hojas. El cielo
está gris, con franjas de un brillo anaranjado procedente de las farolas y la polución.
Me sobresalta el «pum, pum, pum» de unos pasos pesados sobre el hormigón y
me hago un ovillo para hacerme lo más pequeña posible. El sonido aumenta de
volumen y luego se desvanece. Cuando el silencio vuelve a ser total, me estiro, abro
un hueco con las manos en el arbusto que hay a mi lado y me incorporo hasta quedar
de rodillas. Una amplia extensión de césped. Árboles. Casas, montones de ellas,
apiñadas y con colinas ondulantes en la distancia. Los Downs. Estoy en Bristol. Sigo
en South Bristol. Oh, gracias a Dios. Separo las ramas del arbusto que me queda a la
izquierda. Una valla. Más allá una acera y una calle y luego… El corazón me da un
vuelco al mirar la casa que hay enfrente. Es mi casa. Estoy en el parque de delante de
mi casa. La furgoneta de Jake está aparcada fuera. El Ford Focus de Mark, el Mini de
Liz, el Zafira de Stephen, la moto de Caleb y el Alfa Romeo negro de Lloyd.
Veo dos siluetas en mi cocina, muy cerca la una de la otra y ambas con los brazos
cruzados sobre el pecho. Son Mark y Stephen. Jake aparece junto a ellos y levanta los
brazos al cielo, como si protestara, y Mark niega con la cabeza. Veo movimiento en el
piso de arriba cuando Kira pasa por delante de la ventana del descansillo. Debe de
haber oído la discusión que hay abajo y ha salido de su cuarto. De vuelta en la cocina,
Stephen ha desaparecido de mi vista. Ahora Mark y Jake están hablando. Espero a
que Kira entre, pero no aparece. Debe de estar en lo alto de las escaleras, escuchando.
Traslado el peso de mis rodillas a la parte delantera de mis pies para intentar
ponerme de pie, pero estoy tan mareada que pierdo el equilibrio y trastabillo hacia
atrás. Extiendo las manos para evitar la caída y mi mano derecha se golpea con algo.
Mi bolso está a mi lado, pero no es eso lo que he tocado. Es algo que está sobre el
bolso. Alargo la mano por debajo del arbusto y tanteo. Encuentro hojas, raíces de
árboles, una bolsa de patatas vacía y luego, al fin, algo sólido. Lo saco con cuidado.
Es un teléfono de los antiguos, grueso y sólido con teclas macizas.
La pantalla se ilumina en azul al pulsar el teclado. En lo alto hay un número de
teléfono. No tengo ni idea de quién es; no me sé de memoria el número de nadie.
Debajo hay un mensaje de texto sin enviar:
«Sé que te acostabas con Billy. Sé que eres responsable de su desaparición. Y la
policía también lo sabe».
Me quedo tan atónita que dejo caer el teléfono.
Lo recojo de nuevo y le doy la vuelta entre mis manos con cuidado de no pulsar
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sin querer la tecla de enviar. Quien sea que escribiera el mensaje no lo mandó. Sigue
abierto para continuar escribiendo. El móvil es un Samsung. Negro. Básico. No
conozco a nadie que tenga un teléfono como este.
¿De dónde ha salido? ¿Me lo ha dado alguien? ¿Lo he robado?
Vuelco el contenido de mi bolso sobre mi falda. Encuentro mi móvil y utilizo la
luz para revisar mis cosas. Encuentro como siempre las llaves de casa, el monedero,
pañuelos de papel, base de maquillaje y algo más, algo que no estaba en mi bolso
cuando he salido de casa de papá y mamá esta tarde. Una bolsa de la tienda Carphone
Warehouse arrugada. En una esquina de la bolsa hay una factura. Inclino el teléfono
para poder leer el texto desvaído.
«Móvil desbloqueado Samsung E1200 – 14,99 libras
Pack de tarjeta SIM Virgen – 1 libra».
Y debajo están las cuatro últimas cifras de mi cuenta bancaria.
El móvil lo he comprado yo.
Sonia me dijo que mis fugas me las provocaban cosas que despertaban mis
sospechas. ¿Qué fue lo último que vi? Las imágenes cruzan rápidamente mi cabeza:
Queens Road, el café Mama Valerie, Lloyd, Kira… Pero las imágenes son oscuras y
difusas, y cuanto más trato de enfocarlas, más borrosas se vuelven.
Lo que fuera que vi en Queens Road bastó para convencerme de comprar un
móvil de prepago y escribir un mensaje anónimo. Pero ¿a quién? Debo de haber
copiado el número de mi propio móvil. Pulso el botón de encendido que hay en el
lateral de mi iPhone, pero no sucede nada.
Vuelvo a pulsar.
Nada.
Aprieto con más fuerza y el teléfono me vibra en la mano al tiempo que una
espiral blanca aparece y luego desaparece.
La pantalla vuelve a quedarse en negro.
Al utilizar la luz he acabado lo que quedaba de batería.
Tengo que esforzarme mucho para no lanzarlo entre los arbustos. Hay siete
personas en las dos casas del otro lado de la calle: Mark, Jake, Stephen, Kira, Lloyd,
Liz y Caleb. Si hace un año me hubiesen preguntado el nombre de las personas en las
que confiaba más en el mundo, habría dicho los suyos junto con los de mamá y papá,
Caroline y Billy.
Al pararme delante del Mama Valerie estaba convencida de que Billy se había
hecho en secreto un tatuaje con su diseño en alguna parte del cuerpo, pero debo de
haber visto u oído algo que me ha hecho cambiar de opinión.
«Sé que te acostabas con Billy. Sé que eres responsable de su desaparición. Y la
policía también lo sabe».
Mark, Jake, Stephen, Kira, Lloyd, Liz y Caleb.
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¿De verdad creo que uno de ellos podría haberle hecho daño a mi hijo?
Paso el pulgar por las teclas gruesas y sólidas, y le doy a «Enviar».
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Capítulo 60
20:16.
20:17.
20:18.
En mi casa, Mark, Jake y Stephen siguen en la cocina. Entran y salen de mi
campo de visión. Mark y Stephen continúan con los brazos cruzados y sus rostros
tienen una expresión crispada. Mientras miro, Jake pasa por delante de la ventana del
descansillo hacia los dormitorios. Segundos después vuelve a pasar en sentido
contrario y reaparece en la cocina. La puerta principal de la casa de Liz permanece
cerrada.
20:19.
20:20.
20:21.
Se me hace un nudo en el estómago al ver abrirse la puerta de Liz y a Lloyd
saliendo hecho una furia, con las palmas apretadas contra las sienes. Una milésima de
segundo después Liz aparece tras él con Caleb a su lado.
—¿Un bebé? —grita Liz mientras Lloyd baja por el camino que cruza el jardín.
Caleb la coge del brazo e intenta hacerla entrar en la casa, pero ella se revuelve y
se suelta, y corre tras su marido.
—¿Quieres que venda la casa para poder tener un hijo con una fulana cualquiera
que has conocido en el trabajo? —le grita mientras Lloyd se dirige a su Alfa Romeo.
Los intermitentes parpadean cuando enfoca hacia ellos el mando del coche.
—Melissa —grita él—. Tiene nombre y es más señora de lo que tú serás nunca.
—¿Y él qué? —Liz se da la vuelta y señala hacia Caleb—. También es hijo tuyo.
¿O se te ha olvidado?
Se lanza sobre Lloyd haciendo aspavientos con los brazos. Una de sus manos
contacta con la sien de él, que se revuelve y se separa con un brazo levantado para
protegerse al tiempo que tira de la puerta del coche.
—¡Mamá, no lo hagas! No vale la pena. —Caleb aparece a su lado e intenta
apartarla, pero ella se lo quita de encima y vuelve a arremeter contra Lloyd.
—Escucha a Caleb —grita Lloyd al tiempo que su hijo rodea con sus brazos a su
enfadada y escurridiza madre, y la levanta hasta que sus pies no tocan el suelo—. Te
estás poniendo en evidencia.
Liz suelta un aullido de rabia, pero Caleb es demasiado fuerte y lo único que
puede hacer es mirar como Lloyd se desliza hasta el asiento del conductor, cierra de
un portazo y pone el motor en marcha. A medida que el coche se aleja, los aullidos de
Liz se transforman en sollozos. El corazón se me encoge al ver a Caleb dejándola de
nuevo en el suelo, para luego darle la vuelta hacia el camino y medio acompañarla
medio llevarla de vuelta a su casa.
La puerta del número 10 se cierra y yo vuelvo a mirar el teléfono.
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20:25. No hay respuesta al mensaje que he enviado.
20:26.
20:27.
La puerta de mi casa se abre y Stephen aparece en el escalón con su teléfono en la
mano. Se lo pone a la altura de los ojos. Un momento después se lo mete en el
bolsillo de la chaqueta y mira al exterior, hacia la luz que se va desvaneciendo. Por un
terrible segundo tengo la sensación de que me ha visto, pero entonces Mark aparece a
su espalda y le pone una mano en el hombro.
Stephen mira a su alrededor, asiente y luego da una paso hacia el camino. Mark lo
sigue, y después Jake. Mark dice algo que no puedo oír antes de que los tres hombres
bajen por el camino de entrada en fila india. Al llegar a la acera, Stephen se vuelve a
mirar a Mark, que le indica que debe ir a la derecha. Stephen asiente y vuelve a
ponerse en marcha, con Mark y Jake detrás de él. Mientras desaparecen calle abajo en
dirección al pub, Jake le dice algo a Mark, que ríe y le pasa el brazo por los hombros
a su hijo. Kira aparece por un momento en la cocina y luego desaparece de mi vista.
20:29.
Me arrebujo en el abrigo y me estremezco, pero no porque tenga frío. Estoy
cansada, confundida y avergonzada. No sé qué esperaba que pasase cuando he
mandado ese mensaje. ¿Una respuesta? ¿Una confesión? ¿Que el responsable de la
desaparición de Billy abandonara a la carrera una de las casas, se metiera en el coche
y saliera disparado?
¿Y si alguien ha pasado y me ha visto aquí, agachada entre los arbustos, espiando
a mi propia familia? Tengo que volver a ver a la doctora Evans y preguntarle si hay
alguna forma de que acelere la petición de que me hagan un TAC. O suplicarle que me
dé algún medicamento. Valium o algo así. Tiene que haber algo que pueda tomarme
para evitar que esto vuelva a pasar. No puedo seguir viviendo así. Esto tiene que
acabar.
Abro mi bolso y dejo caer dentro los dos móviles, compruebo que no hay moros
en la costa y luego salgo de entre los matorrales. El parque sigue vacío.
Me abro camino hacia la verja que hay a unos metros. Se supone que por las
noches el parque está cerrado, pero la puerta lleva meses rota. Mientras me dirijo
hacia mi casa, apunto mentalmente que tengo que llamar al Ayuntamiento por la
mañana. Al llegar al camino de acceso, me detengo y alzo la mirada hacia las
ventanas del primer piso. La luz del descansillo sigue abierta y Kira está de pie en lo
alto de las escaleras. Tiene algo en las manos. Algo largo y blanco, como un cinturón
de bata enrollado. Lo levanta en el aire y luego, casi a cámara lenta, lo baja hacia su
cabeza.
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Capítulo 61
Hago girar mi llave en la cerradura.
No sucede nada.
Vuelvo a hacerla girar, pero la puerta de atrás no se mueve. Está cerrada con
doble vuelta por dentro.
—¡Kira! —Golpeo la puerta con los dos puños, y luego rodeo corriendo la casa
hasta la puerta principal y miro hacia la ventana del descansillo. Kira se ha esfumado.
—¡Kira! —Vuelvo a correr hacia la puerta, hago girar la llave en la cerradura y
cargo contra la puerta con el hombro. No cede ni un centímetro, pero el panel de
vidrio de lo alto vibra.
Hay dos árboles pequeños en sendas macetas decoradas a ambos lados de la
puerta. Liz me los regaló por Navidad. Cojo el que es un poco más pequeño y lo
lanzo hacia el cristal; luego empujo con el bolso los trozos afilados de la parte de
abajo del panel y meto el brazo a través del hueco.
Forcejeo con el pestillo mientras busco a tientas el botón que abre la doble vuelta.
—Vamos, vamos, vamos.
Lo deslizo hacia un lado, hago girar la llave en la cerradura y empujo con el
hombro sobre la puerta. Esta se abre de golpe y yo caigo en el interior.
—¡Kira! —grito al tiempo que cruzo corriendo la cocina—. ¡Kira, no! ¡No lo
hagas! ¡No lo hagas!
Al llegar al pie de las escaleras el corazón se me sale por la boca.
—No sabes cuánto lo siento, Claire.
Kira se balancea torpemente en el lado equivocado de la barandilla del
descansillo. Tiene una soga alrededor del cuello hecha con el cinturón de mi albornoz
blanco. Se sujeta a la barandilla, pero los dedos de los pies cuelgan sobre el borde. Un
paso hacia delante y caerá por lo menos tres metros.
—Kira —digo mientras sus ojos se llenan de lágrimas—. No lo hagas. No
importa lo que hayas hecho o lo que haya pasado, podemos hablar de ello.
Ella cierra los ojos.
—Por favor, no lo hagas, Kira. Deja que llame a Jake y…
Ella se mueve para dar un paso hacia el vacío y yo grito.
El sonido la hace retroceder. La piel se le tensa en los nudillos al agarrarse con
más fuerza a la barandilla. No solo le tiemblan las piernas, le tiembla todo el cuerpo.
—Vale, vale. Nada de Jake. Ni de nadie. Solo tú y yo. Solo tú y yo, Kira.
Ella no se mueve ni abre los ojos. No habla ni muestra ninguna reacción, pero sé
que me escucha.
—Puedes hablar conmigo —digo—. Puedes hablar conmigo de lo que sea.
Quiero solucionar las cosas. Quiero ayudarte.
Un gemido grave se escapa de su garganta.
—Es verdad. —Apoyo un pie en el escalón inferior de las escaleras. Kira abre
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rápidamente los ojos al oírlo crujir bajo mi peso.
—Saltaré —dice—. Si subes las escaleras, te juro que saltaré.
—Vale, vale. —Levanto las manos en un gesto de rendición y doy un paso atrás
—. No voy a intentar nada. No voy a tocarte, te lo prometo. ¿De acuerdo?
Ella no contesta, sino que continúa mirándome mientras yo doy otro paso hacia
atrás. No se la ve asustada. Sus grandes ojos azules están completamente desprovistos
de emoción. Nunca en mi vida he tenido tanto miedo.
—Me quedaré aquí —digo—. Pero tienes que prometerme que no harás ninguna
tontería. Sea lo que sea lo que ha pasado, sea lo que sea lo que te preocupa, podemos
solucionarlo. Te quiero; todos te queremos. Lo sabes, ¿verdad?
No contesta, pero veo brillar algo en el fondo de sus ojos. ¿Alivio? ¿Es eso? Se
siente aliviada porque he dicho lo correcto. Oh, gracias a Dios. Gracias…
—¡No! —grito al tiempo que ella articula la palabra «perdón» y salta del saliente.
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Capítulo 62
—¡NO!
Me lanzo hacia delante y extiendo los brazos hacia la pierna de Kira mientras ella
cae por los aires. Consigo agarrar una de sus pantorrillas e intento desesperadamente
izarla, pero pesa demasiado y se balancea con violencia sobre mí, inclinándose de
derecha a izquierda mientras una mano extendida golpea la barandilla, la pared, la
barandilla. Araña la madera y luego la pintura con las uñas en un intento fallido de
agarrarse a ambas. Tiene la otra mano en el cuello y tira con ella del cinturón del
albornoz que se le clava en la piel. Un horrible sonido jadeante de asfixia llena el aire
mientras ella se esfuerza por respirar.
—¡Ayuda! —grito—. ¡Ayuda! ¡Que alguien me ayude!
Intento cambiar de posición, desplazar la palma de la mano de la suela del pie de
Kira para poder sujetarla mejor, pero al hacerlo ella empieza a patear y me alcanza en
un lado de la cabeza. Trato de mantener el equilibrio, de seguir sujetando su pierna en
el aire, pero se me tuerce el tobillo y caigo al suelo.
—¿Qué coño?
Caleb sube como una exhalación las escaleras y de repente Liz está a mi lado.
Agarra el pie de Kira que se me escurre de los dedos y lo sujeta en el aire. Extiende el
brazo hacia el otro pie y, al agarrarlo, la cabeza de Kira se golpea contra la esquina de
la barandilla. La mano le cae desde la garganta y cierra los ojos. Tiene en el rostro
una palidez mortal.
—¡Claire! —grita Liz al tiempo que las piernas de Kira cuelgan inertes entre sus
brazos, pero yo estoy ya junto a ella.
Alargo los brazos y cojo a Kira de las caderas y las elevo en el aire. Me tiemblan
los brazos. Pesa demasiado. Se me va a caer.
—Ya casi está —grita Caleb desde arriba, mientras con dedos torpes se pelea con
el cinturón blanco sujeto alrededor de la barandilla—. ¿La tenéis? En cuanto deshaga
esto va a caer.
Liz y yo cambiamos de postura de modo que, entre las dos, sujetamos el cuerpo
de Kira sobre nuestras cabezas en posición casi horizontal. La cabeza le cuelga del
cuello, con los ojos cerrados, y los brazos se balancean a ambos lados de su cuerpo.
«Por favor, que esté bien», repito una y otra vez en mi cabeza. «Por favor, Dios,
que esté bien».
—¡Ahí va! —grita Caleb, y el cinturón del albornoz cae de la barandilla sobre el
pecho de Kira.
—¡Llama a Emergencias! —grita Liz mientras bajamos el cuerpo inerte de Kira
hasta el suelo, pero Caleb ya tiene el teléfono pegado a la oreja.
—¡Ambulancia! —Ruge—. Whitehart Road número 11. Kira Simmons,
diecinueve años. Acaba de intentar ahorcarse. Creo que no respira.
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Capítulo 63
Jake tiene la cara blanca al entrar de nuevo en la sala de espera. Acabamos de volver
al hospital después de regresar a casa justo pasadas las once de ayer por la noche.
Ninguno ha dormido.
—Kira no quiere explicar por qué lo hizo —dice Jake con una voz cargada de
emoción al acercarse a las sillas de plástico donde estoy sentada junto a Mark—. No
ha dicho nada. Ni una sola palabra. Ni siquiera me ha mirado. No sé por qué podría
hacer algo así, mamá. No… —Mientras mira hacia el techo y se esfuerza por no
llorar, le late el músculo de la mandíbula.
—Oh, cariño. —Lo rodeo con mis brazos y lo acerco a mí. Hay más familias en la
sala de espera. Siento sus miradas sobre nosotros, pero no me importa.
—No lo entiendo. —Jake aparta con delicadeza mis manos de sus hombros y se
deja caer en una silla junto a Mark—. No lo entiendo, de verdad.
—Parecía estar bien. —Mi marido se echa hacia delante y apoya los antebrazos
en los muslos—. Hablé con ella ayer por la mañana y se la veía muy emocionada por
la exposición. Al volver de la universidad estaba muy callada, pero a menudo es… —
Se interrumpe.
Ayer por la noche, cuando llegué a Urgencias en la ambulancia con Kira, todo
sucedió muy rápido. Por el camino ella recobró el conocimiento, pero estaba aturdida
y confundida cuando el médico le preguntó su nombre y si sentía algún dolor. Estaba
tendida en una camilla, sobre un colchón hinchable y con una mascarilla de oxígeno
sobre el rostro. Una vez en Urgencias, la llevaron a un box y enseguida la visitó un
médico, que me hizo una serie de preguntas sobre lo que había visto: de cuántos
metros había sido la caída y cuánto tiempo había estado colgada de la barandilla antes
de que deshiciéramos el nudo. Mientras yo le contestaba, él comprobó su respiración
y la conectó a un monitor cardíaco. Kira perdió el conocimiento mientras la atendían
y el médico gritó algo de intubar y me pidió que saliera del box. Fue entonces cuando
llamé a Jake.
—¿Cómo está físicamente? —pregunta Mark.
Jake se encoge de hombros.
—El médico dice que está bien. Respira por sí misma y no cree que se hayan
producido daños en el cerebro, en el corazón ni en la columna, pero —se toca el
cuello— tiene una marca roja alrededor de todo el cuello. No he podido mirarla.
—Gracias a Dios que volviste a casa en ese momento —dice Mark, mirándome
—. Si te hubieras quedado en casa de tu madre como se suponía… —Menea la
cabeza—. No quiero ni imaginármelo.
—No, mejor que no.
—¿Vas a enviar otro mensaje a Liz para que sepa que Kira ya se ha despertado?
Yo asiento, pero al hacerlo las náuseas me retuercen el estómago. Aún no les he
contado todo lo que pasó ayer. Por la noche, cuando Jake llegó al hospital con Mark
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estaba en un estado lamentable: pedía a los doctores que le dejaran ver a Kira, les
suplicaba que no la dejaran morir. Verlo así me desgarró por dentro. Traté de
convencerme de que no era culpa mía que ella hubiera intentando colgarse, que
todavía no sabía seguro si era a ella a quien había mandado el mensaje. Seguí
repitiéndomelo una y otra vez, durante todo el camino a casa después de que una
enfermera nos dijera que habían estabilizado a Kira, pero que no podríamos verla
hasta las horas de visita de hoy.
En cuanto entré en casa, enchufé el cargador del móvil a la pared. Tardó una
eternidad en volver a la vida, y la mano me temblaba al bajar por mi lista de
contactos.
El número del teléfono nuevo coincidía con uno del mío.
Le había mandado el mensaje a Kira.
Antes de poder decidir qué hacer a continuación, apareció Liz para ver cómo
estábamos. Me explicó lo que había pasado después de que le gritara que llamase a
Mark y después me subiera a la parte de delante de la ambulancia con el conductor.
Liz lo había llamado enseguida y le había dicho que fuera al hospital con Jake. Al
cabo de un par de minutos llegó la policía. Hablaron extensamente con Liz y Caleb
sobre lo sucedido. Liz les contó que había oído el ruido de un cristal al romperse y
había venido a nuestra casa con Caleb para ver qué pasaba. Describió lo que había
visto y dijo que sin duda era un intento de suicidio. La policía parecía convencida y le
dijeron que llamarían al hospital para comprobar si Kira había sobrevivido, y que se
mantendrían en contacto por si tenían cualquier preocupación. Tras marcharse ellos,
Liz cerró la casa con la llave que tiene y Caleb clavó unos maderos sobre el panel
roto de la puerta.
—¿Cómo está Jake? —me preguntó mientras yo cogía disimuladamente el
teléfono de la encimera de la cocina y me lo deslizaba en el bolsillo.
—No muy bien. Mark está con él en la salita.
—Vino. —Era más una orden que una pregunta, así que le señalé hacia donde
había una botella de vino tinto y dos copas.
—Pobre chica —dijo al tiempo que me tendía una—. No tenía ni idea de que era
tan desgraciada. ¿Y tú? —Me miró como si esperara una respuesta y luego prosiguió
—: Me pregunto si ha sido cosa del estrés por la exposición. O quizá tiene que ver
con Jake. ¿Han estado discutiendo?
Niego con la cabeza.
—¿Su madre la llama alguna vez? Puta zorra. ¿Quién trata así a su propia hija?
Me dijiste que su padre se había suicidado, ¿verdad? —Apartó una silla y volvió a
llenarse la copa—. ¿Te he contado que Lloyd ha venido esta noche? El muy cabrón
ha dejado preñada a la mujer por la que me abandonó. Alguien del trabajo. Melissa,
ha dicho que se llamaba. Nunca había oído ese nombre. El caso es que quiere que nos
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divorciemos y vender la casa para comprar otra para ella y el bebé. Joder, ¿te lo
puedes creer? Sé que yo le importo una mierda y media, pero me imaginaba que no
querría echar a Caleb a la calle, ¿no te parece, Claire? ¿No crees que sería…?
»¡Ay, Dios! —Se puso en pie de un salto al tiempo que mi copa se hacía añicos
contra el suelo y se formaba una mancha rojo sangre a mis pies—. ¡Claire, tu vino!
¿Te encuentras bien? No te preocupes, yo lo friego.
—Claire. Claire, cariño. —Mark me da unos golpecitos en la rodilla—. Creo que
deberíamos entrar ya.
Tardo un par de segundos en darme cuenta de dónde estoy.
—¿Perdona?
—A ver a Kira —explica—. Jake dice que quiere llegar pronto a casa, pero
todavía no hemos visto a Kira. ¿Estás lista?
Niego con la cabeza. Sigo teniendo la sensación de que floto dos metros por
encima de mi cuerpo.
—Me gustaría estar un momento a solas con ella. —Las palabras suenan como si
las pronunciara otra persona—. ¿Te parece bien?
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Capítulo 64
Kira está de espaldas a mí. Su larga melena rubia está toda enmarañada, y la han
tapado con una manta blanca de hospital que la cubre hasta los hombros. Han corrido
la cortina que rodea su cama para que disfrute de un poco de intimidad, pero la sala
está animada con el sonido de otros pacientes, que tosen, se sorben la nariz y hablan
en voz baja.
—¿Kira? Kira, soy Claire.
Me siento en la silla que hay junto al cabecero de la cama. Hay una jarra de agua
y un vaso en la mesita, a mi lado. La espalda de Kira se eleva y desciende al ritmo de
su respiración silenciosa. De camino a la sala he hablado con su doctora, y me ha
dicho que, aparte de las marcas del cuello, que tardarán varias semanas en
desaparecer, Kira no tiene más heridas. Sus constantes cardíacas y cerebrales están
bien. Su columna no ha sufrido daños y, a pesar de la intubación en el momento de su
ingreso, no hay problemas con su respiración.
—Ha tenido mucha mucha suerte —ha dicho la doctora.
—Kira —vuelvo a decir—. Kira, ¿me oyes?
Ahora que estoy aquí y me doy cuenta de lo menuda, vulnerable y silenciosa que
está, ya no me siento aturdida y desconectada. Me siento sólida, fuerte y tranquila.
Una enfermera asoma la cabeza por la cortina.
—Perdone la interrupción, pero dentro de poco vendrá alguien del equipo de
evaluación psiquiátrica. Así que, si va rápido, mucho mejor.
—Por supuesto.
Espero a que desaparezca y luego rodeo la cama.
—Kira —digo al tiempo que me agacho a su lado—. No puedo ni imaginarme
cómo te sientes. Debes de haber estado viviendo en un sitio muy oscuro para hacer lo
que hiciste ayer.
Tiene las manos apretadas contra la cara, cubriéndola. No mueve ni un músculo
mientras yo hablo. No reacciona de ninguna manera, pero sé que no está dormida.
Escucha cada palabra que digo.
—Te vi en Queens Road —digo—. Estabas en el café Mama Valerie con Lloyd.
Oí vuestra conversación.
Sus dedos se crispan. Sabe exactamente lo que oí.
—Billy estaba enamorado de ti, ¿verdad?
Separa los dedos apenas un par de milímetros y vislumbro un iris azul cielo y una
pupila negra que se clava en mí.
—Estoy en lo cierto, ¿verdad?
Vuelve a bajar los párpados.
—Por favor —digo en voz baja—. Por favor, Kira. Solo dime dónde está.
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Capítulo 65
KIRA
Miércoles, 4 de febrero de 2015.
Billy no para de hablar del próximo sitio en el que quiere pintar su tag. Tiene pensado
ir a Avonmouth para hacer grafitis en el puente. Está de pie a mi espalda, apretándose
contra mí con tanta fuerza que el alféizar de la ventana se me clava en las piernas.
Noto su respiración cálida y húmeda en mi oído.
—Cuando acabe, no habrá ni un rincón de Bristol sin mi tag —dice—. A la
mierda lo que hice en la escuela: una gilipollez de aficionado. Quiero que la gente lo
señale y diga: «¿Quién coño es DStroy?». Quiero estar en todas partes, en todos los
edificios, en cada tren, en cada puente. La mitad de los chicos de mi curso quieren ser
famosos. Yo prefiero tener mala fama.
No digo nada. Estoy mirando la calle, esperando a que aparezca la furgoneta
blanca de Jake. He empezado a pasar cada vez más tiempo en la universidad para no
tener que estar a solas con Billy, pero hoy me ha pillado. Creía que vendrían los
demás, pero Mark no está, Jake me ha escrito un mensaje diciéndome que hoy trabaja
hasta tarde y Claire se ha ido a casa de Liz hace media hora. Estamos solamente Billy
y yo, solos en la casa.
—Déjame verlo otra vez.
Noto que me levanta el pelo.
—Vete a la mierda.
Intento apartarle la mano, pero él me agarra de la muñeca y me mira.
—No vuelvas a decirme nunca más que me vaya a la mierda. Puedo mirar el
tatuaje siempre que quiera. ¡Eh! —Me escuece la piel cuando me arranca el
esparadrapo de la nuca—. ¿Qué coño es esto?
—¿Tú qué crees?
—Ah, no. —Menea la cabeza lentamente de un lado a otro y entorna los ojos—.
Ah, no, no, no, no. Esto no formaba parte del trato, Kira. No puedes tapártelo. ¿O es
tu forma retorcida de decirme que has cambiado de opinión sobre lo de acabar con
algunas cosas? —Desliza una mano por debajo de mi axila y me aprieta la teta.
Yo le aparto la mano de un manotazo y me revuelvo para soltarme, pero él me
sujeta rápidamente.
—Kira —dice al tiempo que acaricia su cara contra la mía y me rasca en la
mejilla con su barba de dos días—, eres el mejor polvo que he echado nunca.
Quiero cerrar los ojos y dejarlo fuera, igual que he hecho cada vez que me ha
obligado a mantener relaciones con él, pero me da miedo que Jake aparque la
furgoneta y nos vea en la ventana.
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Creía que todo iba a saltar por los aires cuando Lloyd nos vio en el parque en
enero. Al día siguiente yo estaba en la cocina, buscando en Google cómo hacer
autoestop de Bristol a Edimburgo en mi teléfono, cuando Liz entró hecha una furia y
dijo que Lloyd la había abandonado. Se había marchado la noche antes después de
decirle que su matrimonio se había terminado. El día que se paró a mirarnos no iba al
pub, sino que se dirigía a su coche, al final de la calle. No creí a Liz cuando dijo que
se había ido definitivamente; pensaba que volvería. Cada vez que veo un coche negro
aparcar frente a la casa de Liz, siento náuseas. Pero no ha vuelto. Ni siquiera la ha
llamado por teléfono. Al menos, por las conversaciones que he oído entre Claire y
Liz. Pero ¿y si regresa? ¿Y si le cuenta lo que vio? Mi vida habrá terminado. No
puedo seguir viviendo así, no puedo despertarme cada mañana preguntándome si hoy
será el día en que Jake descubra lo que he hecho.
Fui una imbécil al acceder a hacerme el tatuaje. Sabía que eso no evitaría que
Billy siguiera molestándome, pero creía que así ganaría algo de tiempo. Estoy sin
blanca. El próximo pago de mi crédito estudiantil no llega hasta finales del próximo
trimestre, y Jake ha estado pagándolo todo. He intentado ahorrar las treinta libras que
me da cada semana para el autobús y comida, pero es imposible. El billete de tren
para ir a Edimburgo, a casa del abuelo, cuesta 168 libras. Mientras buscaba en
Google cómo hacer autoestop desde Bristol, leí un montón de historias espantosas
sobre mujeres a las que habían violado o matado, y no puedo arriesgarme. Voy a tener
que robar dinero. Claire siempre deja su bolso en cualquier parte y Jake siempre tira
la cartera al suelo cuando volvemos del pub. No quiero robarles a ellos, pero ¿qué
otra opción me queda?
Amy se ofreció a dejarme dormir en el suelo de su casa, pero vive con sus padres
y yo tengo que largarme de Bristol. Si Billy cuelga las fotos en Facebook, se harán
virales y la gente de por aquí pensará que soy una zorra, seguro. Eso si no me
detienen por acostarme con un menor de edad. No. Tengo que desaparecer.
Esfumarme en plena noche. Si me voy, Billy ya no podrá amenazarme. No podrá
hacerme chantaje.
Pero ¿y Jake? No puedo permitirme pensar en él. Dejarlo va a acabar conmigo. Y
con él también. Y nunca sabrá por qué.
¿Por qué me lie con Billy? ¿Por qué? Ojalá pudiera echar el tiempo atrás. Si
hubiera vuelto por otro camino de casa de Amy el agosto pasado, no me habría
encontrado a Billy delante del pub. Él no me habría confesado que su padre había
besado a Edie Christian. No habría empezado a mandarme mensajes todo el rato. No
habríamos ido a tomar algo. No lo habría besado. Nada de todo esto habría pasado si
en lugar de girar a la derecha hubiera girado a la izquierda.
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Capítulo 66
KIRA
Jueves, 5 de febrero de 2015.
Los oímos discutir en el piso de abajo; Claire y Mark le gritan a Billy porque la
policía lo ha trincado por robar pintura en espray en B&Q. Antes me ha mandado un
mensaje diciéndome que me preparara para su muerte inminente. Debe de haberlo
enviado desde el coche de Claire, después de que ella lo recogiera en la comisaría.
Sabía que su padre lo mataría cuando se enterase de lo que había hecho.
—¿Una cerveza?
Jake se da la vuelta en la cama y me tiende una lata de cerveza. Tiene los ojos
medio cerrados y una sonrisa de chalado. Hoy solo ha tenido que trabajar media
jornada, así que ha ido con varios compañeros al pub a la hora de comer. Se han
quedado ahí toda la tarde y cuando he vuelto de la universidad estaba tan borracho
que era incapaz de mantenerse erguido. Mark le ha cantado las cuarenta y le ha dicho
que se quedara en su cuarto hasta que se le pasara, así que yo he subido con él.
Ahora son las 7:10, y Jake apenas es capaz de mantener los ojos abiertos.
—No, gracias, cariño.
Jake se encoge de hombros mientras yo rechazo la lata. La abre, le da un trago
largo y profundo, y luego se dispone a dejarla en la mesita de noche, pero esta está
cubierta por un montón de libros míos de fotografía y otros trastos, y la lata se inclina
hacia un lado. La cerveza se desparrama por la moqueta haciendo espuma.
—¡Oh, joder! —Intento trepar por encima de él para limpiarlo, pero al pasar la
pierna por encima me agarra y me atrae hacia él.
—Vaya, vaya, ¡hola, Kira Simmons! —Me sonríe—. Un placer verte por aquí.
—Jake. —No puedo evitar sonreír ante su estúpida sonrisa de borracho, pero me
pongo tensa cuando desliza sus manos hacia arriba, hasta mis hombros, y trata de
sacarme la rebeca—. Jake, no.
—¡Kira! —Pronuncia mi nombre con ese tono juguetón y cantarín que emplea
cuando busca sexo—. Solo quiero un beso.
—Jake, tu madre va a ponerse como una loca si la espuma empapa…
—Oh, santo Dios. —Me suelta y yo me aparto de él y me deslizo hasta el suelo
—. Ya nunca tenemos sexo. Y no me digas que es porque te sientes rara por si papá y
mamá nos oyen, porque eso no te suponía ningún problema cuando te viniste a vivir
aquí.
Se me llenan los ojos de lágrimas, pero no quiero que él lo vea, así que me doy la
vuelta y cojo una toalla de la silla y luego froto la mancha de cerveza del suelo. El
teléfono me pita en el bolsillo mientras tiro la toalla a la cesta de la ropa sucia que
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hay a los pies de la cama. Me agacho, para que Jake no vea lo que hago, y me lo saco
del bolsillo. Mi primer pensamiento es que es de Billy, que me provoca con un
mensaje, pero entonces oigo su voz atronar en el piso de abajo diciéndole de todo a su
padre.
Mientras doy la vuelta al móvil en mi mano y leo el mensaje, la puerta de atrás se
cierra de un portazo, haciendo temblar las paredes del cuarto.
—Puta familia… —Jake se arrastra fuera de la cama y golpea la ventana con la
mano mientras mira hacia fuera—. Vaya, mira, papá se larga al pub. —La pared del
cuarto vuelve a temblar—. Ah, y mamá también se va. Joder, Billy es un capullo
integral. Enano gilipollas… No puede salirse con la suya.
—¡Jake! —Extiendo la mano para intentar evitar que salga de la habitación, pero
está demasiado borracho y enfadado para darse cuenta y sale lanzado hacia el
descansillo.
—¡Billy, gilipollas! —grita mientras los escalones crujen bajo su peso—. Eh, ¿a
qué coño juegas?
Me meto el móvil en el bolsillo de los vaqueros, salgo a gatas del cuarto y me
quedo en cuclillas junto a la barandilla. No veo ni a Jake ni a Billy, pero oigo hasta la
última palabra de lo que se dicen en el salón.
—¡Dame eso! —grita Jake—. ¿Ahora eres pirómano?
—Bueno, sería una buena lección para papá que la casa quedara reducida a
cenizas —le grita Billy a su vez—. Es un capullo y un fracasado.
—No, Billy, el fracasado eres tú. ¿Quieres saber por qué papá te las hace pasar
canutas? Porque le das vergüenza. Te crees muy duro con tus botes de espray y tus
estúpidos dibujitos, pero solo eres un niño. Cualquiera con medio cerebro se daría
cuenta de que lo que quieres es llamar la atención.
—¿Ah, sí, don perfecto? —Billy se ríe. Suena tan malvado que se me erizan los
pelos del brazo.
—Tienes que crecer de una puta vez, Billy, y dejar de ser un mocoso celoso.
Me pongo de pie y me acerco deprisa hacia lo alto de las escaleras. Tengo que
parar esto. Tengo que evitar que Billy diga una sola palabra más antes de que…
—¿Por qué iba a tener celos de ti, Jake? Sales con la zorra de la ciudad. Todo el
mundo se ríe de ti porque se acuesta con todos a tus espaldas, y tú eres demasiado
lerdo para darte cuenta. Se la han follado más veces que a una actriz porno.
Se oye un chasquido tremendo, luego el sonido de algo o alguien al caer al suelo,
y a continuación Jake sube como un torbellino las escaleras. Se detiene justo frente a
mí, esperando a que yo diga algo, pero tengo tanto miedo que me he quedado en
blanco. En cualquier momento, Billy va a gritarle que hemos follado varias veces y
ahí se acabará todo, fin de la partida.
—¿Y? —Jake se inclina tanto hacia mí que puedo oler la cerveza en su aliento—.
¿Es verdad? ¿Te acuestas con otros a mis espaldas?
Quiero decirle que no es verdad, que Billy es un mentiroso y que nunca nunca
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haría nada que pudiera hacerle daño. Pero es verdad. Es terrible y sucio y es verdad.
Y si lo admito, nunca volverá a mirarme de la misma manera. Me mirará como si
fuera despreciable y una zorra y una mentirosa. Me mirará como me mira mi madre,
y yo no…, no podré soportarlo. Antes preferiría morirme.
Jake me observa durante una eternidad, sin decir una palabra, luego menea la
cabeza, me rodea y cruza el descansillo hacia su cuarto. La puerta se cierra a su
espalda.
—¡Eh! —grita Billy al verme entrar en la sala y dirigirme a la cocina—. ¡Eh, Kira!
Yo lo ignoro y voy hasta el colgador para los abrigos que hay junto a la puerta de
atrás. La chaqueta de trabajo azul marino de Jake está colgada junto a mi abrigo de
imitación de piel y la pequeña mochila negra que lleva Billy a la escuela. Meto la
mano en uno de los bolsillos de Jake y saco sus llaves.
—¡Kira!
Billy me agarra la chaqueta desde atrás mientras yo me pongo los zapatos. Ni
siquiera me esfuerzo por soltarme; simplemente doy un paso adelante y dejo que la
chaqueta me resbale por los hombros, y salgo fuera. Está oscuro; la única luz es el
brillo anaranjado de la farola que hay al final del camino. En casa de Liz todas las
luces están apagadas. Debe de haber salido. O está durmiendo.
—¿Adónde vas? —Billy me agarra de la muñeca y me obliga a mirarlo. Tiene el
labio inferior partido y la barbilla pegajosa de sangre. Lleva la mochila colgada de un
hombro.
—A dar una vuelta con la furgoneta.
—Genial. Voy contigo.
Me sonríe como si esperase que protestara, y cuando le digo que vale arquea una
ceja.
No me suelta la muñeca mientras caminamos hacia la furgoneta de Jake, y luego
insiste en que entre por la puerta del acompañante para que no pueda irme sin él.
Me cuesta tres intentos meter las llaves en el contacto, y por fin nos vamos. La
furgoneta va dando tumbos y se sacude mientras me alejo de la casa en dirección a
Wells Road.
—¿Adónde vamos? —pregunta Billy al tiempo que yo cojo la A417.
No contesto. En lugar de eso, piso a fondo el acelerador, y eso hace que Billy se
eche hacia atrás en el asiento.
—Joder, qué mal conducís las mujeres —bromea, pero también detecto miedo en
su voz. Durante meses ha sido él quien estaba al mando, y ahora soy yo.
Reduzco la velocidad al acercarnos a la rotonda que hay al final de Callington
Road, y acelero al ver los carteles de la A4 hacia Bath. Mientras sigo conduciendo —
a través de las afueras de Bristol y más allá, por la zona industrial de Bath Road— el
decorado cambia. Las casas y los edificios de ladrillos de ceniza desaparecen
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gradualmente, sustituidos por campos ondulantes y árboles altos, arbustos y una
maleza densa y áspera que flanquea la carreta a ambos lados. Está más oscuro aquí,
en pleno campo, donde la única luz proviene de los faros de algún coche que pasa de
vez en cuando.
Seguimos avanzando por el campo en silencio durante diez, tal vez quince
minutos, antes de que Billy encienda la radio. Luego la apaga. Baja la ventanilla y
grita a la oscuridad:
—¡Jódete, mundo!
Me pone una mano en la rodilla y me la aprieta. Al ver que no obtiene una
reacción, hace lo mismo con mi teta.
—Jake tiene un gancho de derechas letal —dice, y me suelta para tocarse la
mandíbula—. Cabrón. —Me mira—. Supongo que eres consciente de que voy a tener
que contarle lo nuestro, ¿no?
—Vale.
—Vas de farol.
—Cuéntaselo. Ya no me importa.
—Vaya, vaya, vaya. —Mete la mano en su mochila y saca una fiambrera de
plástico. La abre y extrae su móvil—. Es por si se me cae la bolsa al río mientras
hago grafitis en los puentes —aclara al ver que estoy mirando—. Mi teléfono no está
asegurado, ¿sabes? ¡Mierda! —Le da toques al móvil con el índice—. La puta batería
se ha acabado. Ah, bueno… —Vuelve a meterlo en la fiambrera y cierra bien la tapa
—, por lo que parece tendré que contárselo a Jake cuando volvamos. Será más
divertido si tiene que mirarme a los ojos.
Los árboles se ciernen sobre nosotros al tiempo que la carretera se estrecha y los
campos se suceden, franjas descoloridas de gris bajo el cielo oscuro. No veo la luna:
está escondida detrás de unas nubes densas. Cae una llovizna que entra por la ventana
y me da en la cara y los brazos, pero no me la seco.
—Seguro que Jake se va de casa cuando se lo cuente. Podemos quedarnos su
cuarto; es más grande que el mío —dice Billy.
Yo no digo nada.
—¿Qué? —Se vuelve en su asiento—. ¿Tan mala idea es? ¿De verdad? Por lo
visto te has olvidado de lo bien que nos lo pasábamos, pero yo no. Sé que te gusto,
Kira. Y cuando Jake se haya ido, ya no tendrás que sentirte culpable.
En otra situación me habría reído de él, de lo ridículo de su propuesta, o, si no, me
habría enfadado. Pero sus palabras me resbalan. Ya no me importan. Nada me
importa.
Pongo los limpiaparabrisas porque el cristal se está mojando con la lluvia.
—Mi abuelo ha muerto —digo—. Mi madre me ha mandado un mensaje antes.
Cuando estaba en el cuarto con Jake. Cuando aún pensaba que tenía una vía de
escape.
«El abuelo se ha muerto», decía el mensaje. Nada de «¿cómo estás, Kira?». O «sé
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que lo querías». O «sé que la noticia es muy repentina».
Solo «El abuelo se ha muerto». Para eso, ya podría haber escrito: «Se acabó. Se
ha acabado todo, Kira».
—Oh. —Billy se encoge de hombros—. Lo siento.
—Sí.
Reduzco una marcha y pongo el intermitente derecho, y a continuación giro por
un pequeño camino rural. Hay un edificio y un pequeño pedazo de césped bien
cuidado ocultos en las profundidades del campo. Si no supieras lo que estás
buscando, lo pasarías por alto.
—¿Dónde coño estamos? —dice Billy mientras los neumáticos crujen sobre la
grava y yo aparco en el parking.
—En el club de petanca. —Apago el motor y me desabrocho el cinturón.
—¿En medio de la nada?
—Mi padre trabajaba aquí. Era el encargado del mantenimiento. Cortaba el
césped.
—¿Y?
Abro la puerta de la furgoneta y salgo. Aspiro con fuerza una bocanada de aire
frío y vigorizante, y luego echo a andar por el sendero que hay entre el césped y el
edificio del club. No hay casas cerca, ni farolas ni calles. Billy tiene razón: el sitio al
que nos ha llevado está en medio de la nada, acurrucado entre los campos y los
bosques.
—¿Quieres jugar a la petanca en plena noche? Yo te habría dejado jugar con mis
bolas si me lo hubieras pedido con amabilidad. —Billy se ríe mientras corre para
alcanzarme—. ¡Eh! ¿Adónde vas?
Llego al bosque —alto, denso e imponente— que separa el edificio del club de
los campos que lo rodean. Mide por lo menos un acre y pertenece al granjero
propietario de los campos. Mi padre decía que era una lástima que lo tuviera tan
descuidado. Era un esperpento, decía, comparado con el césped meticulosamente
cortado del club de petanca. Yo le decía que creía que dentro vivía una bruja, y que
por eso el granjero se mantenía alejado.
Hay una valla que rodea todo el bosque, una valla que han colocado después de
que papá se suicidara, y por un momento me asalta el temor de que no se pueda
acceder, pero luego encuentro un sitio donde se ha separado de la base del poste,
imperceptible a menos que mires con cuidado. La levanto. No hay espacio suficiente
para que pase Billy, pero yo soy más menuda.
—¿Qué coño es esto?
Noto que Billy me coge de la deportiva derecha mientras yo me escurro por el
hueco, pero tengo el zapato resbaladizo por la lluvia y su mano sale disparada cuando
le doy una patada.
Y ya estoy dentro.
Un tren retumba sobre las vías, un sonido grave y profundo en la distancia,
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mientras yo me abro paso a través del espeso bosque. Un pájaro pía mientras
abandona volando un arbusto y luego se queda callado al elevarse por los aires. Oigo
a Billy maldecir a gritos. Ha conseguido entrar. Acelero el paso, atravesando arbustos
y rodeando los árboles. A esta distancia de las farolas de la carretera, está negro como
la boca del lobo y apenas distingo mis manos mientras aparto ramas y hojas. El
bosque parece extenderse hasta el infinito, pero el miedo a que Billy me coja y me
detenga me da alas. Y entonces salgo de entre los árboles y mi pie izquierdo resbala
sobre el suelo en pendiente, y caigo dando una voltereta sobre una zanja cubierta de
helechos entre el bosque y las vías del tren. La maleza es tan alta que me llega hasta
el cuello y me araña las manos, los brazos y las piernas mientras subo a gatas la
pendiente y me meto entre los arbustos que separan la zanja de las vías del tren.
—¡Mierda! —grita Billy, y oigo el latigazo de las ramas y el crujido que hacen las
hojas mientras él sale del bosque—. Maldita bolsa, y maldito… Alguien tiene que
cortar esta porquería. Esto es una jungla.
Ahora la lluvia cae con más fuerza y el pelo se me pega a las mejillas.
Aún recuerdo como si fuera ayer el día en que me enteré de que papá se había
suicidado. Yo estaba en clase de mates y la señorita Ramdas, del servicio de ayuda al
estudiante, llamó a la puerta y le preguntó al señor Price si podía hablar conmigo. Yo
estaba encantada —cualquier excusa era buena para saltarse álgebra—, pero me
asusté al ver su expresión. No era una expresión de «estás a punto de recibir un
rapapolvo». Era una mueca de «lo siento mucho por ti».
Al entrar en su despacho, mamá estaba de pie junto a la ventana con su mejor
amiga, Sharon. Se abrazaban y mamá estaba llorando. Abrió los ojos cuando yo entré
y soltó un grito ahogado y se puso a llorar aún con más fuerza. Fue entonces cuando
la señorita Ramdas me sentó y anunció que tenía malas noticias.
No dijo mucho, solo que mi padre había muerto. Cuando le pregunté cómo, miró
a mi madre, que asintió, y la señorita Ramdas dijo que se había suicidado lanzándose
delante de un tren. No fue hasta unos meses después, un día que mamá estaba
borracha, cuando me enteré de la historia completa. Papá iba sentado en su
cortacésped en el club de petanca. Desde el edificio, alguien lo vio pararse de golpe,
justo en medio de una calle con el césped a medio cortar, y bajar. Pensaron que se
había quedado sin gasolina o algo así, pero no volvió. Pasó media hora antes de que a
alguien se le ocurriera averiguar adónde había ido. Más o menos una hora después,
llegó la policía. Papá había atravesado el bosque y había recorrido varios kilómetros
por las vías y luego se había tumbado encima a medida que se acercaba el tren. Era
imposible que al maquinista le diera tiempo a parar.
—¿Kira? —Billy me agarra de la muñeca. Tiene el pelo pegado a la cara y un
arañazo en la mejilla—. Esto ya no me divierte. Volvamos.
—¿Adónde?
El retumbo del tren se oye ahora más alto, es más como un ruido apresurado,
acompañado del sonido agudo del pitido. La lluvia cae con fuerza y el viento me
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revuelve el pelo alrededor de la cara. Está tan oscuro que no veo nada a más de un
metro de mí, pero distingo la vía del tren: una franja oscura más allá de los arbustos, a
unos dos metros delante de mí.
—A casa.
—Esa no es mi casa.
—No seas idiota. Vamos.
Me tira del brazo, arrastrándome de vuelta hacia la zanja. El tren hace sonar de
nuevo la bocina, esta vez más alto, y yo golpeo a Billy a ciegas. No dejaré que me
lleve de vuelta a Bristol. Mis uñas contactan con su piel y le hago un arañazo en la
mejilla.
Él grita de dolor y me suelta la muñeca. El tren repiquetea sobre las vías, cada vez
más fuerte, ruge y silba, y a través de las ramas veo la locomotora acelerando hacia
nosotros.
Me abro camino con dificultad a través de los arbustos, alejándome del bosque en
dirección a las vías. El tren está tan cerca que puedo ver los limpiaparabrisas
moviéndose de izquierda a derecha. Las ruedas hacen «clang, clang, clang» sobre las
vías. Los haces de luz de los focos me ciegan por un momento y cierro los ojos, solo
durante un segundo. Tengo que hacerlo. Tengo que hacerlo ahora.
No puedo moverme.
Estoy paralizada.
El tren se acerca a toda velocidad. Un paso más. Un paso más y habré salido de
los arbustos y estaré frente al tren. Pero no puedo moverme. Me siento paralizada.
El motor ruge frente a mí. Las ruedas golpean las vías. El sonido es sobrecogedor.
Aún no es demasiado tarde. Doy un paso adelante. Puedo hacerlo. Todavía puedo…
—¡No! —Oigo un grito por encima del rugido del tren y luego noto un peso sobre
mi hombro que me derriba al suelo. Se oye un ruido sordo, una ráfaga de aire me
golpea el rostro y luego se escucha un chasquido, como si hubieran tirado algo al
bosque desde una gran altura. Y entonces todo se queda en silencio.
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Capítulo 67
CLAIRE
Domingo, 30 de agosto de 2015.
No me siento aliviada ni enfadada ni sorprendida. No me siento triste ni vengativa ni
asustada.
No siento nada.
Soy consciente de que debería reaccionar, de que debería llorar o gritar o chillar,
pero no siento ningunas ganas de hacerlo.
No siento nada.
Es como si alguien me hubiera arrancado el corazón y lo hubiese sustituido por
arena. No hay nada dentro de mí aparte de un extraño dolor sordo en el centro de mi
pecho.
La cara de Kira sigue oculta tras sus manos, pero la almohada de algodón de
debajo de su cabeza está mojada por las lágrimas. No creía que fuera a hablar
conmigo, pero en cuanto ha empezado no ha podido parar. Las palabras le han salido
a chorros; las palabras, el dolor, el miedo.
—Billy te salvó —digo—. Te apartó para salvarte la vida.
Kira no dice nada. Tan habladora y ahora tan callada.
—Y tú lo dejaste ahí, muerto o muriéndose en el bosque, y volviste a casa con la
furgoneta. Y luego te metiste en la cama con su hermano como si no hubiera pasado
nada.
Ella solloza, esta vez sonoramente, y se sube la manta por encima de la cabeza.
Yo la miro, miro la delgada silueta cubierta con la manta. Siete meses. A lo largo de
siete meses me ha visto perder mi trabajo, mi matrimonio, incluso mi cordura, y no
ha dicho ni mu. Se ha pasado todo este tiempo esperando tranquilamente mientras
Jake y Mark se rompían por dentro.
—Podrías habérmelo contado. Si me hubieras dicho que Billy te chantajeaba,
habría hecho algo. Lo habría parado.
La forma que hay bajo la manta se mueve negando con la cabeza.
—¿No me crees?
La sábana se mueve al apartársela ella de la cara, y me mira con los ojos
enrojecidos.
—Me habrías echado.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Porque tú creías que Billy era perfecto.
¿Lo creía? ¿Acaso no lo creen todos los padres? No era ciega a los defectos de
Billy. Sabía que existía una razón para que se portara mal en la escuela y se metiera
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en problemas por pintar grafitis. Algo lo hacía infeliz, pero no sabía qué porque él no
me lo confió. Podría haberme explicado lo que había visto desde delante del pub esa
noche, pero se lo guardó para él. ¿Lo hizo para protegerme? ¿O creía que yo pensaba
que Mark era perfecto? Hay en ello una ironía perversa a la que soy incapaz de
enfrentarme en este momento.
—¿Cómo pudiste hacerlo? —digo—. ¿Cómo pudiste seguir viviendo en nuestra
casa? Viste lo hundidos que estábamos. ¿Cómo fuiste capaz de verlo sabiendo lo que
sabías? Buscábamos a nuestro hijo, estábamos desesperados, y durante todo ese
tiempo tú sabías…, tú sabías dónde estaba Billy.
—No sabía si estaba muerto. —Aparta la mirada.
—No te creo.
—No lo sabía, lo juro. Lo oí golpear el lateral del tren cuando tropezó, pero al
ponerme de pie no lo vi. No estaba en las vías. Me asusté y volví corriendo a la
furgoneta. Creía que me perseguiría.
—Es imposible que estuvieras tan asustada. Volviste a nuestra casa y te metiste en
la cama con Jake.
Ella niega con la cabeza.
—No enseguida. Me quedé sentada en la cocina. Mi abuelo estaba muerto. No
podía ir a casa de mamá. Y me dije…, me convencí… de que había otra solución.
Decidí que si Billy volvía…, cuando Billy volviera…, le diría que seguiría
acostándome con él. Le habría dicho cualquier cosa para impedir que le contara a
Jake lo que habíamos hecho. Quiero a Jake. Lo quiero muchísimo.
—Quizá deberías haber pensado en eso antes de acostarte con su hermano.
—Lo sé. —Cierra los ojos con fuerza.
—Kira, ¡volviste a nuestra casa! Te sentaste en nuestra cocina como si no hubiera
pasado nada malo mientras Billy estaba tendido entre la maleza, muriéndose. Podrías
haber llamado a una ambulancia. ¡Podrías haberlo salvado!
—Tenía miedo. Creía que me haría daño.
—¿Hacerte daño?
—Tú no sabes lo que hizo, Claire. —Las lágrimas le brillan en los ojos—. Las
cosas que había visto en Internet… Las cosas que me obligó a hacer…
—No. —Levanto una mano—. Podrías haber acabado con eso, Kira. Tenías la
opción de hacerlo.
—¿Tú crees? —Me mira con ojos sin vida.
—Tuviste que ser consciente de que Billy estaba muerto cuando te levantaste a la
mañana siguiente y él no había vuelto.
—Yo… —Se pasa las manos por la cara—. Acepté lo que dijo Mark, que Billy
había huido por la discusión. Jake dijo que lo hacía para llamar la atención. Me
obligué a creerlo. Me convencí de que se había levantado después de que el tren lo
alcanzara, pero que no volvía para que todo el mundo se asustara, para que yo me
asustara. Y luego, cuando se involucró la policía, me inventé nuevas historias en mi
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cabeza: Billy estaba en casa de unos amigos, tenía amnesia y no sabía quién era, se
había ido a alguna parte haciendo autoestop…
—¡Tú nos viste, Kira! Viste lo desconsolados y asustados que estábamos.
—Lo sé. Y me rompía por dentro. No podía dormir. No podía comer. La única
forma de vivir con ello era decirme a mí misma que lo que había pasado era un
terrible accidente, pero que no era culpa mía. Yo no obligué a Billy a venir conmigo.
Yo no lo empujé delante del tren.
—Entonces, ¿por qué no se lo contaste a nadie? Si de verdad creías que no era
culpa tuya, ¿por qué no me lo contaste a mí?
—No podía hacerlo. No podía mirarte a los ojos y decirte que estaba muerto. No
cuando tú tenías tantas esperanzas. No cuando no parabas de decirle a todo el mundo
que lo encontraríais.
—Así que entonces sabías que estaba muerto.
—No lo sé. —Se hace un ovillo y se echa a llorar de nuevo—. No lo sé.
«No le digas a Liz que me estaba follando a Billy».
Eso es lo que oí a Kira decir a Lloyd cuando me empujaron al interior del café.
No lo recordé hasta que Liz se pasó por casa y me habló de Lloyd. Por eso dejé
caer mi copa de vino. Todo me vino de golpe: la conversación que había oído y el
tatuaje en la nuca de Kira cuando se había quitado la chaqueta. Lo había visto antes,
al interrumpir un momento íntimo entre Jake y ella en la cocina, pero lo había
confundido con un moratón. De repente todo cobró sentido: por qué Kira se había
puesto tan nerviosa cuando Jake le había bajado el cuello de la bata, por qué ya no se
acostaba con él, por qué siempre llevaba el pelo suelto.
—Kira, ¿cómo se enteró Lloyd de que te acostabas con Billy?
—Nos vio en el parque una noche. Pensamos que iba al pub y que se lo contaría a
Liz cuando volviera a casa, pero no lo hizo. Fue la noche que la dejó.
—Y cuando Liz comentó que iba a ir a verla…
—Me entró el pánico. Pensé que había visto el llamamiento por la tele y que
quería explicar lo que había visto. Tenía su número de cuando le había hecho las
fotos, así que le pedí que quedáramos. Siempre nos hemos llevado bien. Es un
hombre simpático. —Empieza a llorar otra vez.
—¡Soy yo otra vez! —La enfermera asoma la cabeza por la cortina haciéndome
dar un respingo—. El equipo psiquiátrico está aquí, así que, si pudiera despedirse ya,
por favor. —Me hace un leve gesto con la cabeza.
—Por favor. —Kira le dirige una mirada implorante—. Solo un minuto.
—Treinta segundos. —La enfermera vuelve a correr la cortina.
—Claire. —Los ojos de Kira están inundados de lágrimas cuando me mira de
nuevo—. Lo siento. Lo siento mucho. Me odio por lo que ha pasado. Ojalá no me
hubieras encontrado, así ahora estaría muerta.
Yo le dedico una larga mirada, pero no contesto. No me fío de lo que pueda decir.
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Capítulo 68
Sonia echa un vistazo a sus notas.
—¿Me equivoco si pienso que te dieron los resultados del TAC la semana pasada?
Asiento.
—Sí. Estaba todo bien.
—Eso debe de ser enormemente reconfortante.
—Sí, lo es.
Ocho meses atrás me habría aterrorizado que me metieran en un espacio reducido
y claustrofóbico. Ocho meses atrás yo era otra persona.
—¿Y mañana es el día de la ceremonia en recuerdo de Billy? —Cruza las piernas
y pone la mano sobre una pantorrilla.
—No es una ceremonia como tal. —Cojo el vaso de agua de la mesa de delante y
le doy un sorbo—. Será algo familiar. Solo Jake, Mark y yo. Iremos con el coche a las
vías del tren para dejar unas flores. El club de petanca nos ha dicho que no hay
problema.
—Bien. Creo que es importante. —Mira la caja de pañuelos que hay junto a la
jarra de agua; pañuelos que no he tocado desde que he entrado en su despacho hace
quince minutos—. ¿Y cómo te sientes, Claire, ahora que se ha cerrado la
investigación?
—Aliviada. Eso significa que podemos empezar a organizar el entierro.
—Claro. ¿Te encargarás tú misma o…?
—Lo vamos a hacer juntos —digo—. Jake ha hablado con los amigos de Billy
para saber qué tipo de canciones le gustaban y Mark leerá algo. Stephen nos pidió si
podía hacer el panegírico.
—¿Y a Mark qué le parece?
—Bien. —Asiento con la cabeza—. Últimamente pasan mucho tiempo juntos.
Aún hay cierta… tensión entre ellos, pero lo van superando. Stephen ha empezado a
ir a Alcohólicos Anónimos y Caroline ha vuelto a casa.
Mark y Stephen tuvieron varias charlas serias después de que descubriéramos lo
que le había pasado a Billy. Stephen admitió que tenía celos de Mark por forjarse su
propia carrera y tener una familia. Dijo que no podía soportar lo desagradecido que
parecía, a pesar de tener tantas cosas, y que quería bajarle los humos. Mark todavía
está enfadado, pero creo que acabará por perdonarlo. No es que él no haya dicho y
hecho cosas de las que también se arrepiente.
—¿Y Jake? —pregunta Sonia—. ¿Cómo está?
Me miro las manos.
—Muy callado. Se enfadó mucho cuando se descubrió todo, cuando se enteró de
lo que había pasado entre Kira y Billy. Tiró todas sus cosas. Quería quemarlo todo en
el jardín, pero Mark se lo impidió. Esa primera semana fue…, fue horrible.
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—Me lo imagino.
Hago girar mi alianza en el dedo de mi mano derecha.
—Jake la odia, pero hay una parte de él que la echa de menos. No lo admitirá,
pero es así.
—¿Dónde está Kira?
—Viviendo con un pariente lejano en las afueras de Bristol, según el detective
Forbes. Nos dijo que se están planteando llevarla a juicio por entorpecer la justicia.
—¿Y cómo te sientes?
—¿Con respecto a Kira o al veredicto?
—A ambas cosas.
—«Accidental». —Me quito el anillo de boda del dedo y luego vuelvo a
ponérmelo—. Que palabra más extraña para describir una muerte, ¿no? Suena como
algo divertido que acabó terriblemente mal. Aunque —echo una mirada a Sonia— a
lo mejor hay algo de verdad en ella. Ni Billy ni Kira sabían en realidad en qué se
estaban metiendo.
—¿Es así como lo ves, que ambos fueron mutuamente responsables de lo que
pasó?
Me encojo de hombros.
—He pensado mucho en ello. Al principio estaba demasiado enfadada con Kira
para pensar bien. No dejaba de recordar todas las veces que habíamos hablado a solas
desde la desaparición de Billy; todas las ocasiones que había tenido de confiar en mí
y contarme lo que había pasado, y todas las veces que había mentido. Quería irrumpir
en el hospital y zarandearla y gritarle en la cara que había destrozado nuestras
vidas…
—Pero…
—Entonces empecé a pensar en lo que había hecho Billy, los mensajes que le
había mandado. La policía encontró su móvil. ¿Te lo conté?
Ella niega con la cabeza.
—Estaba en un tupper dentro de su mochila, entre la maleza. Encontraron su…
—Respiro hondo— cuerpo en el bosque, junto al club de petanca. El terreno era
propiedad de un granjero, pero estaba descuidado. Dijo que nunca ponía el pie en el
bosque, que solo iba de vez en cuando al campo del otro lado para ocuparse de su
oveja. La policía nos contó que las zarzas y los helechos medían casi dos metros. El
cuerpo de Billy… acabó entre la maleza. Estaba completamente oculto.
—¿Y el conductor del tren no lo vio? ¿No —se interrumpe— notó un impacto?
Niego con la cabeza.
—Estaba oscuro y llovía a cántaros, y los dos iban vestidos de negro y estaban
escondidos entre los arbustos. Era un tren de mercancías, uno de esos tan enormes. El
conductor no notó nada.
—Oh, cielos.
—Es posible que hubieran encontrado a Billy si la compañía ferroviaria hubiera
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podado los arbustos y el seto vivo. Según el detective Forbes lo hacen cada seis
meses, pero había no sé qué disputa con la empresa que se encarga y se retrasó.
Podríamos haber encontrado a Billy hace meses.
—¿Y a nadie del club de petanca se le ocurrió investigar el agujero de la valla?
Niego con la cabeza.
—No había agujero. Cuando Kira la saltó al volver, volvió a doblarla para que
pareciera que nadie había pasado por allí nunca.
Sonia se lleva los dedos a los labios, momentáneamente asombrada.
—Cielos —dice en voz baja cuando recupera la voz.
—Lo sé.
Se hace un silencio entre nosotras y luego Sonia comenta:
—Has dicho algo de unos mensajes…
—Sí, en el teléfono de Billy. Como estaba sellado dentro del tupper, la policía
pudo recuperar algunos datos. Imágenes. Imágenes porno de Kira. Y algunas de sus
conversaciones por Snapchat. Había guardado capturas de pantalla.
—¿Las viste?
—No, pero el detective Forbes me habló de ellas. Eran bastante desagradables. Él
la chantajeaba. Empezó como un flirteo inofensivo, pero fue demasiado lejos y,
cuando ella lo terminó, él empezó a chantajearla. Le hizo hacer cosas que había visto
en vídeos de porno duro y la grabó en vídeo. —Me acabo lo que queda de agua antes
de coger la jarra y volver a llenar el vaso—. Ha sido duro tratar de reconciliar el
chico al que creía conocer con la persona que era Billy en realidad. Dijo e hizo todas
esas cosas tan horribles, pero luego murió intentando salvarle la vida. Eso tiene que
significar algo, ¿no?
—Yo diría que fue un gesto bastante noble.
«Noble». Le doy vueltas a la palabra en mi cabeza. Kira le contó a la policía que
pensaba que Billy había tropezado al intentar apartarla para que el tren no la arrollase.
Había intentado evitar que se suicidara, pero no era su intención morir en su lugar.
—Lo que no entiendo —digo— es por qué Kira hizo una foto del tatuaje. ¿Para
qué colgarla en una exposición y que todo el mundo la viera?
Sonia cambia de postura en el asiento.
—¿Un grito de socorro? ¿Culpa? Debe de haber soportado una carga bastante
pesada día tras día. Me imagino que era casi imposible de aguantar. Por eso la gente
confiesa crímenes en su lecho de muerte: la culpa es una jaula de la que quieren
liberarse.
—Entonces, ¿fue algo subconsciente, como mis fugas?
—Quizá. Tomó de manera consciente la decisión de imprimir ese tatuaje sobre un
lienzo. Si al final lo hubiera colgado o no… —Se encoge de hombros—, nunca lo
sabremos.
—No. —Muevo el vaso de un lado a otro y contemplo el agua levantándose por
el lado y volviendo a caer—. Supongo que no.
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Sonia mira el reloj de la pared.
—¿Hay alguna otra cosa de la que te gustaría hablar? Nos quedan diez minutos.
Niego con la cabeza, pero luego me viene un pensamiento y cambio de opinión.
—Sí. Quiero preguntarte sobre mis fugas.
—¿No has tenido ninguna más?
—No. Ni por asomo. Pero no entiendo por qué no seguí a alguien en la primera,
cuando fui a Weston. En todas las otras lo hice, pero ¿por qué no en esa? Todavía no
sé qué hice allí, o por qué fui.
—Vale. —Se frota las manos y contempla un punto justo por encima de mi
cabeza, como si estuviera considerando la pregunta—. Creo que la primera fuga se
produjo porque intentabas huir. Leíste en el periódico que se sospechaba de tu familia
y no querías enfrentarte a esa posibilidad. Admitir que alguien a quien querías podía
ser el responsable habría tenido consecuencias de largo alcance.
—¿Porque lo habrían detenido?
—Me refiero a consecuencias psicológicas. Para ti. Quieres a tu familia, ellos te
hacen sentir segura y son uno de los cimientos sobre los que construyes tu identidad.
Si hubieras reconocido que no confiabas en ellos, habría tenido un efecto psicológico
devastador. Así que suprimiste ese pensamiento y escapaste.
—Pero no pude porque Jake y Mark vinieron por mí.
—Exacto. Y entonces tu afección tomó otro camino. Empezaste a enfrentarte a
tus miedos en lugar de intentar escapar de ellos.
—Pero se han acabado para siempre, ¿no? ¿No tendré más?
—¿Por qué ibas a tenerlas? —dice, y el ceño se le frunce en un gesto compasivo
—. ¿Ahora que tu peor miedo se ha convertido en realidad?
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Capítulo 69
Mark me roza los dedos con los suyos, aunque no nos cogemos de la mano. Ya es
mucho que estemos el uno al lado del otro, que estemos hablando. La casa lleva tres
semanas en el mercado. No sé lo que haremos cuando se venda. Es posible que
compremos un sitio más pequeño juntos. También puede ser que decidamos vivir
separados. Puede que yo estudie Enfermería en la universidad. Y puede que no. La
desaparición de Billy puso al descubierto muchas cosas sobre la relación entre mi
marido y yo, buenas y malas, y tengo que decidir con qué puedo vivir y con qué no.
Estoy segura de que Mark decía la verdad cuando me aseguró que no sabía por qué lo
había tachado Billy del álbum de fotos y que no tenía fuerzas para otra discusión,
cuando había tantas cosas que lo estresaban. Pero sí mintió cuando le pregunté si
sabía dónde estaba el álbum. E intentó besar a otra mujer. Tengo que decidir si puedo
perdonarle por eso y si sería más feliz con o sin él. Pero no hay prisa para tomar una
decisión como esa. Hay algunas cosas que no se pueden forzar. Cosas que solo te
revela el tiempo.
—¿Crees que Jake estará bien? —pregunta Mark mientras pasamos junto a una
señal desvaída que ofrece un paseo en burro por tres libras, y dos por cinco.
—Un momento. —Me agacho para desabrocharme los zapatos. Al quitármelos
descubro que hay arena suficiente para hacer medio castillo en cada uno—. Jake
estará bien —digo mientras continuamos andando, Mark con sus deportivas y yo
descalza, a pesar del penetrante viento de noviembre—. Vivir con sus amigos le irá
bien. No dejarán que se hunda.
Es un nuevo comienzo para él. Borrón y cuenta nueva. El día después de ver a
Kira en el hospital, cogí el coche hasta Chew Valley y lancé la bolsa de tela y el
cuchillo al lago. Algunos días me pregunto si tomé la decisión correcta, si debería
haberle contado al detective Forbes lo del pedófilo con el que quedó Jake. Igual lo
habrían metido en la cárcel, lo habrían sacado de la calle para que no pudiera buscar a
más niños. O quizás habría sido Jake el que hubiera acabado entre rejas. Era un riesgo
que no podía correr. No después de todo lo que ha pasado Jake.
—Me refiero en un sentido práctico —dice Mark—. Nunca ha sido capaz ni de
hacerse un huevo duro. Tendrás que darle clases.
—Le encantaría —sonrío—, ¡su madre pasándose por su casa con el delantal!
Sinceramente, Mark, estará bien. Es duro como una piedra.
Me mira de reojo.
—Como tú.
En el entierro de Billy me sentí de todo menos dura. Conseguí mantener la
compostura durante toda la ceremonia, pero las rodillas me fallaron junto a la tumba,
y Jake y Mark tuvieron que sujetarme. No había manera de contener las lágrimas
mientras bajaban el ataúd de Billy a la fosa. Todos lloramos al darle el último adiós.
A nadie le importó que lo vieran, y menos que a nadie a mí.
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Los amigos de Billy nos preguntaron si podían pintar su ataúd con grafitis. Lo
hablamos largo y tendido. Mark enseguida dijo que no; quería que nuestro hijo
tuviera un entierro normal, que se tomaran su muerte en serio y que el lugar de su
reposo final no se echara a perder con tags y dibujos extraños y oscuros. En uno de
los mensajes de texto que la policía encontró en su teléfono, Billy le decía a Kira que
quería tener mala fama, que quería que el mundo viera sus tags y supiera que Billy
Wilkinson había existido. Pero el mundo ya sabe que Billy existió, al menos nuestra
pequeña parte de él. Evitamos deliberadamente leer los periódicos cuando la policía
anunció la noticia de su muerte. Cerramos la puerta a los periodistas y fotógrafos que
se plantaban en nuestra entrada. Nos escondimos del mundo, el mundo que sabía que
nuestro hijo menor estaba muerto, y lo lloramos en silencio. Billy quería llenar
edificios de tags, pero es en nuestros cerebros donde está grabado su nombre, son
nuestras vidas las que se han transformado por haberlo conocido, y nuestros
corazones los que han cambiado para siempre.
Al final dijimos que no al ataúd con grafitis. Queríamos que fuera nuevo,
inmaculado, que el mundo no lo hubiera tocado, igual que Billy cuando nació. Era un
bebé tan hermoso… En cuanto lo tuve entre mis brazos hundí la nariz en su pelo e
inspiré la suavidad de su cabeza y mi corazón se hinchó de amor. Mi hijo, mi segundo
hijo. Lo habíamos creado nosotros, Mark y yo. Habíamos fabricado otro niño
perfecto. Me sentía afortunada. Conocía a bastantes mujeres que habían sufrido
abortos espontáneos como para saber lo afortunada que era por haber concebido y
dado a luz a un bebé sano. No creo en Dios, pero hacerlo dos veces seguidas parecía
un milagro. Billy era un milagro. Y tenía toda su vida por delante. Una vida de dicha
y diversión, de amor y aventuras. Podría haber sido cualquier cosa, haber hecho
cualquier cosa, pero lo único que yo quise siempre para él fue que fuese feliz.
Intentamos ser unos buenos padres. Hicimos todo lo que pudimos por nuestros
hijos. Los vestimos, los alimentamos, jugamos con ellos y los quisimos, pero uno de
ellos se nos escurrió entre los dedos. Uno de ellos se soltó cuando le dijimos que se
agarrara.
¿Por qué sucedió? ¿En qué nos equivocamos?
Esa era la pregunta que nos hacíamos una y otra vez en los días posteriores al
funeral. Nos escondimos detrás de las cortinas echadas, uno al lado del otro en el
sofá, refugiándonos en la sala medio en penumbra mientras nos desgarrábamos por
dentro. ¿Habíamos sido demasiado duros con él? ¿Demasiado blandos? ¿Demasiado
críticos? ¿Demasiado indulgentes? Mark se culpaba a sí mismo. Era culpa suya,
decía. Culpa suya por fallarle a Billy, por dejarle ver un momento de debilidad en
lugar de ser un ejemplo para él. Si no hubiera llorado, no paraba de decir, si no
hubiera intentado besar a Edie Christian, Billy nunca habría hecho lo que hizo. No le
habría tirado una piedra al coche de Mark, peleado con su hermano y proyectado su
ira sobre Kira. No habría muerto.
Billy era un ser autónomo.
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Eso fue lo que le dije a Mark. Nuestro hijo ya había tomado varias malas
decisiones antes de oír la conversación en el aparcamiento, antes de ver el beso a
través de la ventana del pub. Ya se había rebelado contra nosotros y contra la escuela.
Y eso salió de la nada, o de las hormonas, o de hacerse mayor y darse cuenta de que
en realidad el mundo no sirve los sueños en bandeja. Tienes que trabajártelos e
incluso así a veces no se hacen realidad. Eso es algo difícil de comprender cuando
tienes quince años y de niño te han dicho que puedes ser, o hacer, lo que tú quieras en
la vida. Lo más importante que me ha enseñado la muerte de Billy es que la felicidad
no siempre se encuentra en el futuro y en cualquier éxito que esperes conseguir en el
camino. Está en el aquí y el ahora. Está en tus hijos lanzándote los brazos al cuello y
apretando sus labios mojados contra tu mejilla. Está en la risa de los amigos. En un
paseo o en correr o tan solo en inspirar y espirar. Está en las sorpresas, en las
pequeñas cosas del día a día, en una voz al teléfono, la calidez de un abrazo, la
mirada dulce de alguien que te quiere. Nunca sabes cuánto tienes, nunca te das cuenta
de lo mucho que tienes hasta que te lo quitan. Atesora cada momento. Atesora tu vida
y todos sus vaivenes. Atesora la vida de los que quieres. Solo estamos aquí durante
un tiempo corto, mucho más corto de lo que te imaginas.
—¿Jake sabe algo de Kira? —Mark se tensa casi imperceptiblemente al
pronunciar su nombre, no muy seguro de cómo voy a reaccionar.
Niego con la cabeza.
—No recientemente. Se intercambiaron algunos mensajes, pero a él lo alteraba
demasiado. Le pidió que no volviera a contactar con él.
—Bien. —Mark hunde las puntas de los zapatos en la arena al caminar, dejando
pequeñas crestas a su paso mientras nos dirigimos hacia el muelle—. ¿Tú sabes algo
de ella?
—No desde la tarjeta.
—¿En la que nos pedía que la perdonáramos?
—Sí.
—¿Puedes? Perdonarla, quiero decir.
Una nube cubre el sol y yo me rodeo el cuerpo con los brazos al notar el frío
cortante a través de la chaqueta.
—Ya lo he hecho. Y a Billy también.
Pasamos en silencio por debajo de los gruesos pilares de metal del muelle.
Cuando salimos por el otro lado, el sol ha reaparecido desde detrás de las nubes.
—¡Mira eso! —Mark señala hacia la distancia, donde dos niños, envueltos en
abrigos y gorros, corren por la playa hombro con hombro intentando, sin conseguirlo,
hacer volar sus cometas—. Me recuerdan a los nuestros.
—Me acuerdo de esas vacaciones. —Lo miro a los ojos y sonrío—. Les dijimos
una y otra vez que compraran solo una cometa y que se turnaran para correr con ella
y lanzarla al aire, pero insistieron en tener una cada uno.
—Y ninguno de los dos consiguió hacerla volar.
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—Hasta que decidimos ayudarlos.
Ahora miramos a los niños correr arriba y abajo por la arena, riendo y gritando y
tropezando con sus propios pies mientras sus padres señalan y sonríen y les sacan
fotos.
Un día esos niños serán adolescentes y ya no buscarán consuelo en sus padres.
Tomarán sus propias decisiones y elaborarán sus propias definiciones de lo que está
bien y lo que está mal. Me he culpado durante demasiado tiempo de la desaparición
de Billy. De no entender lo que le pasaba por la cabeza. De no saber en qué andaba
metido. De no estar a su lado cuando me necesitó. Pero es imposible proteger a tus
hijos para siempre. Tienes que dejar que elijan su propio camino y esperar que, si
eligen el equivocado, vuelvan a ti y te cojan de la mano.
Mientras miro a los niños que están en la arena con una mano a modo de visera
para protegerme del sol, es a Billy y a Jake a quienes veo corriendo por la playa y
lanzando sus cometas al viento. Juegan hasta que se aburren y entonces Jake señala
hacia el mar y Billy asiente emocionado. El mar está más lejos de lo que parece,
quizás a unos cuatrocientos metros de donde estamos nosotros. Los chicos tendrán
que vadear la arena mojada antes de alcanzarlo. Pero no les importa. Sueltan gritos de
alegría, con las caras vueltas hacia el sol mientras corren hacia el mar sin mirar atrás.
Podría llamarlos para que vuelvan. Podría decirles que el barro es peligroso. Podría
decirles que no lo conseguirán.
Dejo que se alejen corriendo.
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AGRADECIMIENTOS
Mi enorme agradecimiento a Caroline Kirkpatrick por su apoyo, su ayuda y su
perspicacia y habilidad como editora. Caz, tú me ayudaste a dar forma a
Desaparecido hasta convertirlo en un libro del que estoy verdaderamente orgullosa.
Muchísimas gracias al resto del equipo de Avon, HarperCollins, por su duro trabajo
entre bambalinas, sobre todo a los equipos de ventas y de marketing, y a
LightBrigade por su espectacular trabajo de relaciones públicas. Un enorme abrazo a
Maddy, Thérèse y Cara de la agencia Madeleine Milburn por vuestros consejos,
apoyo y experiencia. Estoy orgullosísima de trabajar con un grupo de mujeres tan
fabuloso.
Estoy en deuda con las personas que dedicaron tan gustosamente su tiempo a
ayudarme a documentarme. Para mí es importante que mis libros sean tan precisos y
realistas como sea posible, y no podría haber escrito Desaparecido sin vosotros.
Gracias a Stuart Gib por contestar mi inmensa lista de preguntas sobre los
procedimientos policiales, al doctor Jez Phillis por dedicarme tan amablemente su
tiempo para ayudarme a entender la amnesia disociativa, a DK Green por hablar
conmigo sobre la terapia y la ética, a Tori Collinge por contármelo todo sobre la vida
de los representantes farmacéuticos, a Andrew Parsons por sus consejos relacionados
con la farmacología, a Lee Stone por su experiencia en el mundo de los trenes, a la
doctora Charlotte McCredie por responder mis preguntas sobre los médicos de
cabecera, a Michael Jones por explicarme los procedimientos paramédicos y a Joanna
Purdue por ser una gurú de la telefonía móvil. Gracias a Ray Wingate por contestar
mis preguntas sobre los circuitos de videovigilancia; por desgracia esas escenas no
superaron la edición final, pero sigo estándole muy agradecida por dedicarme su
tiempo. También me gustaría dar las gracias a Susannah Thomson, que me llevó
arriba y abajo con su coche para poder documentar algunos de los escenarios de
Bristol que aparecen en mi libro. ¡La bolsa negra que vimos flotar en el río se coló en
la escena de Avonmouth!
Pierre L’Allier se ha ganado una mención en los agradecimientos como resultado
de su más que generosa puja en la subasta de Autores por Nepal. Gracias también a
Clare Christian, que fue igual de generosa al apoyar la subasta Clic Sargent. Espero
que tu hija disfrute con el libro, Clare.
Todo mi amor para mis padres Reg y Jenny Taylor, cuyo apoyo incondicional (¡y
su ayuda como canguros!) me permite escapar de mi escritorio para poder salir y
viajar y conocer a mis lectores y a otros autores. ¡Sois los mejores! Mi amor también
a mi hermana Bec y a mi hermano Dave por entretenerme por el Whatsapp y hacer
que mantenga los pies en la tierra. Un abrazo enorme a toda mi familia: Sophie, Rose,
Leah, Suz, LouBag, Ana, Angela, Guin, Steve, Nan, Ali, Margaret, Sam y todos mis
adorables tíos, tías y primos (somos muchos). Muchísimos besos a mis increíbles
amigas: Rowan, Julie, Kate, Miranda y Tamsyn, por estar siempre ahí. Os quiero,
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chicas. Hay muchas otras personas a las que me gustaría dar las gracias, pero me
estoy quedando sin espacio, así que gracias a las chicas CAN, a los Bristol SWANS, la
gente de Brighton (pasada y presente), las chicas Ellerslie, el Club (de vino) Knowle
Book y a todos mis encantadores amigos escritores.
Y por último… todo el amor del mundo para Chris y Seth. Mi corazón es vuestro.
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NOTA DE LA AUTORA
Tres cosas inspiraron Desaparecido: mi madre y mis abuelas; mi hijo, y mi
fascinación por los trastornos psicológicos. Mi difunta abuela Milbrough (Millie)
tuvo once hijos, un marido y un negocio de transportes en una zona rural de
Worcestershire. Mi otra abuela, también fallecida, Olivia, tuvo seis hijos y un marido,
y vivió en una comunidad minera de Northumbria. Eran matriarcas, las personas
alrededor de las cuales giraba la vida familiar, y eran amadas y respetadas en igual
medida. Solo ahora que yo misma tengo una pequeña familia propia me doy cuenta
de hasta qué punto eran mujeres increíbles. Lo fuertes que debían de ser para manejar
a tantos hijos, un hogar, un matrimonio y un negocio. Lo cansadas que debían de
sentirse cuando se metían cada noche en la cama. Cuánto estrés.
Mi madre continuó la tradición de mujeres fuertes de nuestra familia: una mujer
de armas tomar con tres hijos que abrió su propia floristería y que luego se formó a
los cuarenta para ser profesora. Pero no es la única. En este país, en el mundo, hay
millones de mujeres fuertes que hacen malabares con el hogar, la familia, los padres
enfermos y el trabajo. Como mujeres, a menudo ponemos las necesidades de los
demás por delante de las nuestras. Renunciamos a nuestro tiempo, a nuestros sueños
y a veces a nuestra comida para cubrir las necesidades de nuestros hijos. Queremos
que todo el mundo sea feliz y a menudo dejamos nuestra propia felicidad en último
lugar. Quería escribir una novela sobre una mujer que trataba desesperadamente de
mantener unida a su familia, que había escogido permanecer en un matrimonio herido
en lugar de romper su hogar, y que ya no conocía los pormenores de la vida de sus
hijos. Cuando este año mi hijo empezó a ir a preescolar, me sorprendió lo rápido que
pueden cambiar los hijos. Al cabo de unos meses utilizaba palabras y frases que antes
no usaba. Tenía amigos que yo no conocía. Pareció pasar de bebé a niño de la noche a
la mañana, y me resultó bastante desconcertante. Yo ya no tenía ningún control sobre
lo que él oía, veía o hacía. Me di cuenta de que mi influencia seguiría menguando a
medida que él creciera, sobre todo cuando llegase a la adolescencia.
Por eso hice que Billy tuviera quince años. Quería que fuera lo bastante joven
como para ser vulnerable, pero lo bastante mayor como para ser independiente.
Quería que tuviera sueños y ambiciones que no compartiera con sus padres, y
secretos que nunca la había contado a su madre. Quería explorar qué pasaría cuando
Claire, controladora por naturaleza, se diera cuenta de que ya no conocía al hijo al
que había criado durante tantos años. Quería ver cómo reaccionaría cuando su familia
empezara a desmoronarse.
Decidí que Claire tuviera amnesia disociativa porque siempre me han fascinado
los trastornos psicológicos, y porque creo que nuestro subconsciente puede tener una
poderosa influencia sobre nuestro cuerpo y mente. Una puede decir «No tengo
miedo», pero le seguirán temblando las manos y tendrá que ir corriendo al baño.
Podemos mentir, pero nuestros engaños se revelan en pequeñas microexpresiones.
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Claire no cree que su familia sea responsable de la desaparición de Billy, pero su
subconsciente no piensa lo mismo y, como resultado del estrés de la situación, sufre
fugas. Investigué a fondo la amnesia disociativa antes de empezar a escribir
Desaparecido, y el doctor Jez Phillips me fue de especial ayuda al contestar mis
preguntas. He intentado ser lo más fiel posible a la información que recibí, pero tuve
que tomarme algunas licencias para que la historia fuera más intensa y perturbadora.
En primer lugar, las personas que sufren amnesia disociativa suelen huir de una
situación que les resulta estresante. Hice que en su primera fuga Claire escapara a
Weston, pero, en lugar de hacerla huir de sus miedos, su subconsciente la obliga a
enfrentarse a ellos. Por eso después sigue a varios miembros de su familia. El
segundo aspecto del trastorno que modifiqué levemente es la frecuencia con la que se
producen las fugas. Por lo general tienen lugar una sola vez. En las raras ocasiones en
que alguien sufre más de una fuga, no sucede hasta al cabo de meses o incluso años.
Yo no quería que el ritmo de mi historia decayera, así que las fugas de Claire tienen
lugar más a menudo.
Espero que te lo hayas pasado bien leyendo Desaparecido. Si es así, me
encantaría saberlo. Puedes contactar conmigo por las redes sociales o mediante el
formulario de mi página web.
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Notas
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[1] A lo largo de libro se hace referencia a la hora del té, que en España
correspondería a una cena temprana. (N. de la T.). <<
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[2] Grafiti que consiste en una palabra o, más a menudo, el nombre artístico del autor.
(N. de la T.). <<
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[3] Juego de palabras. En inglés, fly es mosca. (N. de la T.). <<
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[4] Expresión de la cultura popular británica acuñada en el filme This Is Spinal Tap, en
la que el guitarrista Nigel Tufnel muestra un amplificador cuyo volumen va del cero
al once, no al diez como es habitual. (N. de la T.). <<
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[5] Payment Protection Insurance, producto bancario británico consistente en un
seguro que se cobra en caso de pérdida de ingresos por enfermedad o desempleo. (N.
de la T.). <<
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[6] Festividad celebrada el día 26 de diciembre en la que se promueven las donaciones
y regalos a los pobres. (N. de la T.). <<
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