La Isla Del Tesoro Z - Alejandro DeBernardi
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Alejandro De-Bernardi
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Título original: La Isla del Tesoro Z
Alejandro De-Bernardi, 2012
Corrección: Rocío Orroca
Diseño de cubierta y contracubierta: Alejandro Colucci
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A Sara, ya que sin ella yo no estaría ni aquí ni escribiendo dedicatorias en
libros.
Y, por supuesto, a Carmen y Alicia, para que puedan leerlo algún día y, tal
vez, soñar con las mismas aventuras con las que soñó su padre.
A Miguel Cane, cuya voz aún resuena en mi cocina diciéndome: «¡Sí, tío,
escríbelo! ¡Escribe!», como si fuera la voz del viejo capitán Flint gritando
«¡piezas de a ocho, piezas de a ocho!».
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John Flint, Billy Bones, 'Long John' Silver,
Pew, Ben Gunn, Israel Hands, George Merry,
Tom Morgan, O’Brien, Ismael, Perro Negro,
Dirk, Johnny, Arrow, Job Anderson.
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I
Así fue como comencé mi relato, el que todo el mundo conoce ya de sobras, pues
tantas veces ha sido leído y releído por mucha gente en muchos lugares, no solo en
mi cercana y querida Bristol. Pero, he de confesar, o realmente, me atrevo a confesar
hoy, que no fui sincero al escribirlo. Que, al igual que oculté celosamente la situación
de la isla, oculté también una serie de hechos espeluznantes que convirtieron aquella
aventura en una de las más aterradoras que haya vivido joven alguno, como yo era
entonces.
Y es que lo que para todo el mundo comienza con la llegada a la posada de Billy
Bones, a quien nosotros llamábamos «Capitán» y que en realidad era el segundo de a
bordo de Flint, y la aparición del mapa de una isla donde se ocultaba un fabuloso
tesoro, en realidad se convirtió en una aventura que rozó muchas veces los límites de
las pesadillas. Ahora casi hasta sonrío acordándome de los malos sueños que tuve a
cuenta del navegante de una sola pierna —Billy Bones me daba una moneda de plata
de cuatro peniques el primero de cada mes, «solo por tener el ojo listo y darme aviso
tan pronto como veas aparecer un navegante que no tiene más que una sola
pierna»—, puesto que demostraron ser bastante más inocentes que los sueños reales
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que me tocó vivir, junto a mis esforzados compañeros, en aquella extraordinaria
singladura en la que nos embarcamos.
Me gustaría poner en antecedentes a quienes tengan olvidada la historia o, aun
siendo los menos, a quienes la desconozcan por completo. Y empezaré, como debiera
haber hecho desde un principio, por decir mi nombre para aquellos que se acerquen
por primera vez a escuchar este relato, que no es otro que el de Jim Hawkins. Que
cuando todo empezó era apenas un jovenzuelo que vivía en la posada que regentaban
sus padres, donde fue a echar el ancla un viejo marino.
Bebía mucho, apenas cuidaba su aspecto y era hosco y soez en el trato; además,
Billy Bones dejó a deber una gran cuenta que mi madre, asustada por su imponente
presencia y debilitada por la trágica muerte de mi padre, se negó siempre a reclamarle
en vida. De hecho, el poco tiempo que traté a Bones, o al Capitán, como le
llamábamos, solo vi a alguien capaz de hacerle frente, ya que el buen doctor Livesey
le paró los pies en una ocasión, sin importarle que Bones tuviese su navaja en la
mano.
Después de aquello, Billy Bones sufrió un ataque provocado por la bebida y más
tarde, apenas repuesto de él, recibió una visita que desencadenó todo cuanto sucedió:
lo que ya conté en mi anterior relato y que es lo que todo el mundo conoce, y los
extraordinarios hechos que narraré, ahora sí, en este nuevo viaje a la Isla del Tesoro.
Unos hechos que, por su despiadada naturaleza, no quise incluir en un primer
momento, inventándome yo mismo lo sucedido o alterando y ocultando algunas
partes para no contar al mundo el horror que vimos y, bastantes de nosotros,
padecimos. Un horror que aún hoy me persigue en mis noches más agitadas, cuando
el viento aúlla y choca contra las ventanas, y que me hace estremecer.
Entonces juzgué conveniente ocultar celosamente cuanto se relacionaba con los
zombis y nuestros espeluznantes choques contra ellos, ya que consideré que nadie
creería mi relato y que su sola mención me traería más problemas que otra cosa.
Además, no estaba en mi ánimo horrorizar a las buenas gentes de Inglaterra, posibles
lectores de mi historia, con largas páginas llenas de terror en su estado más puro, ese
que emblanquece los cabellos en un instante y hace saltar los corazones; de seres ni
vivos ni muertos devorando a piratas sin escrúpulos; de apariciones y demás. Preferí
entonces, como digo, ocultarlo, pero ahora, cuando la edad y las enfermedades
acercan de manera cierta mi fin, me parece que debo algo a quienes leyeron mi relato
y fabularon, tal vez, con vivir algo parecido. Lo más honesto es, quizá, que fabulen
sabiendo lo que realmente sucedió y, si tienen coraje para enfrentarse a monstruos
sedientos de sangre, que lo hagan. Allá cada cual.
Pero me estoy desviando, estoy divagando por otros mares y adelantando
acontecimientos, y no es así como debe contarse esta historia. Me situaba, pues, en la
vieja posada del «Almirante Benbow», cuando sus antiguos compañeros de correrías
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buscaban a Billy Bones y este, machete en mano, esperaba en una esquina de la
posada, frente a un vaso de ron. Haciendo caso omiso a los consejos del doctor
Livesey, quien le había advertido que una sola copa de más podía enviarle a la tumba,
Billy Bones bebía y esperaba, entonces no sabíamos muy bien qué. Hasta que
apareció un anciano ciego, quien, haciéndose primero el desvalido, consiguió que me
acercase a él lo suficiente como para agarrarme del brazo y ordenarme que le llevara
hasta Billy Bones si no quería que me lo rompiera.
Obedecí, claro, puesto que en aquel momento temía más la ira del ciego que me
tenía apresado por el brazo que la de Billy Bones. Y en cuanto ambos estuvieron uno
cerca del otro, el viejo le entregó un papel a Bones, un papel manchado de negro por
un lado y con una frase —«Tienes hasta las diez de la noche»— por el otro. Era la
famosa mancha negra, un trocito de papel manchado de tinta que era en realidad una
sentencia de muerte para quien lo recibía.
Los acontecimientos, como ya sabrá todo el mundo, se sucedieron a continuación,
justo cuando el viejo ciego hubo huido. Billy Bones sufrió de repente un ataque de
apoplejía y murió allí mismo, en nuestra posada. Mi madre y yo nos fuimos al caserío
vecino en busca de ayuda, pero en cuanto empezamos a contar lo sucedido nadie nos
tendió la mano. Hasta tal punto fue la cobardía de aquellas gentes que, cuando mi
madre se armó de valor y dijo que ella regresaría a la posada para recuperar el dinero
que le debían y que pertenecía a su pobre hijo, huérfano de padre, nadie dio un paso
adelante. Lo más que conseguimos fue que enviasen a un chico a buscar al
magistrado y a gente armada que pudiera acudir en nuestro socorro, y que nos dejaran
una pistola cargada por si nos atacaban. ¡Una pistola para una mujer sola y su hijo,
contra siete u ocho hombres, tal vez más, armados hasta los dientes y con sed de
venganza! Pero así se escribió aquella parte de la historia, en eso no mentí ni oculté
nada entonces ni lo hago ahora.
De modo que, reuniendo todo nuestro valor, mi madre y yo regresamos a la
posada y, tras vencer no pocos escrúpulos, registramos el cuerpo de Billy Bones, que
aún yacía en el suelo, y abrimos su cofre, encontrando en él un saco de monedas de
varios países y de valores diferentes —guineas, piezas de a ocho, luises y doblones de
oro— y un legajo de papeles envuelto en hule…
Creo que empezaré desde este punto, pues es uno tan bueno como cualquier otro
y, además, en él se da el primero de los hechos terribles que vi entonces y que oculté
la primera vez que narré estos acontecimientos. Igualmente, colijo que todo el mundo
estará ya puesto en situación y sabrá dónde incorporarse al relato del modo que mejor
le acomode.
Como recordará quien sepa de lo que le hablo, estábamos en el cuarto de Bones,
con mi madre tratando de hacer la cuenta exacta de lo que se le debía, cuando
alcanzamos a oír el angustioso «tap, tap, tap» que hacía en el suelo el palo del que se
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servía el ciego a modo de bastón, aquel viejo al que llamaban Pew. ¡El ciego! Si él
estaba fuera, sus compinches no estarían muy lejos. Los golpes del palo en el suelo y
el ruido de la puerta al abrirse fueron demasiado para nuestros nervios, de modo que
miré a mi madre y tomándola de las manos le dije:
—Madre, coge todo el saco y vámonos.
Salimos justo a tiempo, ni más pronto ni más tarde, puesto que mientras
echábamos a correr en veloz huida, vimos la luz de una linterna agitarse a nuestra
espalda y oímos ruidos de gente llegando a la posada. El estruendo de los antiguos
camaradas de Billy Bones pronto nos envolvió, justo en el momento en que mi madre
estaba a punto de desmayarse. Afortunadamente, habíamos llegado ya al puentecito,
poco antes de la cuesta del final del camino, así que la arrastré como pude hasta
ocultarla debajo y permanecí agazapado junto a ella, tratando de ocultarnos lo más
posible, aunque sabía que bastarían un par de miradas concienzudas para
encontrarnos.
Era, sin duda, nuestro fin.
Desde lejos oía las voces de los camaradas de Bones, y a Pew aullando y dando
órdenes.
—¡Abajo la puerta!
—¡Bill está muerto!
—¡Registradlo! ¡Y los demás, arriba, a su cofre!
—Le han dado ya un recorrido, no tiene nada —decía uno.
—¡Ha sido la gente de la posada! —aulló el viejo ciego—. ¡El chico! ¡Condenado
chico, ojalá le hubiera sacado los ojos! ¡Vamos, encontradlos, no pueden estar lejos!
Cuando los hombres empezaban a dispersarse, dejando al viejo Pew junto a la
puerta, sonó de pronto un agudo silbido, una señal sin duda, que llegaba de la cuesta
del lado del caserío. Uno de ellos se detuvo al oírla, gritando:
—¡Es Dirk, muchachos! ¡Hay que menearse!
—¡Menéate tú! —gritó Pew—. Dirk siempre fue un cobarde. ¡Seguid buscando,
no pueden estar lejos!
—¡Que se vayan al diablo, Pew! —gruñó otro—. Tenemos los doblones de Billy.
¡Vámonos!
Aquellas palabras alteraron a Pew de tal manera que se puso a dar golpes en todas
direcciones, mientras gritaba que estaban locos y que si se iban a conformar con un
puñado de monedas pudiendo tener millones. Aquella trifulca entre rufianes fue
nuestra salvación, puesto que al poco sonaron de nuevo dos silbidos y aquel grupo de
hombres se desentendió por completo del ciego, emprendiendo la huida por donde
más cerca les dictaba su instinto, dispersándose en apenas medio minuto y dejando
solo a su camarada en mitad del camino.
—¡Eh! —llamó Pew, pero esta vez, además de ira, en su voz se distinguía un
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asomo de temor—. ¡Eh, compañeros! ¡Perro Negro! ¡Johnny! ¿Dirk? —Movía los
brazos, como si palpase el terreno frente a él en un vano intento de encontrar a sus
compañeros huidos—. Vamos, no vais a abandonar al viejo Pew, ¿verdad,
muchachos? ¡Johnny!
Casi al mismo tiempo, el resplandor y la detonación de un pistoletazo surgieron
del borde del camino. Un grupo de cuatro o cinco jinetes coronó la cuesta y, a la luz
de la luna, emprendió el descenso hacia la posada en busca de los malhechores, pero
en ese momento, el viejo Pew, completamente desorientado, echó a correr tropezando
y trastabillando, justo en la dirección equivocada.
El primer jinete trató de salvarle, pero en vano, ya que el caballo arremetió contra
el ciego arrojándolo al suelo y pateándolo con sus cascos. Pew quedó inmóvil, justo
antes de que el último de los jinetes pasara también por encima de él, revoleándolo y
dejándole varios metros más allá de donde había caído.
Gracias a la luz de la luna identifiqué al grupo de jinetes, cinco aduaneros al
mando del superintendente Dance, a quienes habían avisado nuestros vecinos del
caserío próximo. Salí de nuestro escondite, llamando su atención, y pronto me
ayudaron a recoger a mi madre. Tras un breve conciliábulo, Dance decidió que
fuéramos todos al caserío para poder atender a mi madre y poner en orden los
acontecimientos de aquella noche.
—¿Y qué hacemos con él? —preguntó uno de los aduaneros, señalando el cuerpo
inerte de Pew.
—De momento lo dejaremos ahí, es más importante atender a esta mujer —
contestó el superintendente Dance—. Luego enviaremos a recogerlo.
De modo que un jinete cargó con el cuerpo de mi madre mientras yo subía a la
grupa tras otro. Y fue entonces, al girar mi cabeza para echar un último vistazo a la
posada y al cadáver de Pew, que yacía de costado en el camino, cuando vi algo que
me llenó de horror; tanto, que me fue imposible revelarlo durante mucho tiempo y
solo acerté a hacerlo cuando mi vida estaba en juego, mucho más que en aquella
noche.
Una sombra se inclinaba sobre Pew. Aunque no lo conocía, supuse que se trataba
de Dirk, que era el único de ellos que no se había llegado hasta la posada y que, por
lo tanto, no había huido en dirección al mar como los demás. Y cuando iba a dar la
señal a los aduaneros de que aún había allí uno de aquellos desalmados, mi corazón
se paralizó por completo al ver cómo Dirk se inclinaba sobre el cadáver de Pew, le
mordía salvajemente el cuello y arrancaba violentamente un trozo de su carne muerta.
Levantándose, Dirk se ayudó de las manos para tragársela allí mismo, bajo la luz de
la luna. Pero lo peor fue que, tras comerse aquel trozo de carne, y justo cuando el
jinete que me llevaba picaba espuelas y seguía el mismo camino que los demás, ajeno
a la horrorosa escena que acababa de producirse, Dirk levantó la cabeza y me vio.
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Ahogué un grito de horror porque estaba convencido de que, si abría la boca, mi
corazón se escaparía por ella. Dirk levantó una de sus ensangrentadas manos y me
señaló con un dedo, apuntándome malignamente, como si me indicara que yo sería el
siguiente.
El jinete coronó la cuesta y emprendió el descenso por el otro lado, perdiendo de
vista el «Almirante Benbow» y el cadáver, ya mutilado y casi devorado, del ciego
Pew.
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II
De que así es como sucedió todo da fe mi anterior relato, calcado aquí punto por
punto a excepción del incidente de Dirk y su mirada maléfica hacia mí. Y aunque
tuve pesadillas y me costaba cerrar los ojos por la visión terrible de su dedo
ensangrentado apuntándome en la oscuridad de la noche, lo cierto es que mi espíritu
joven y la emocionante aventura en la que íbamos a embarcarnos contribuyó a dejar
caer en el olvido su feroz ataque al cadáver de Pew.
Y es que el legajo de papeles envuelto en hule que me había llevado del cofre de
Bones había resultado ser, como descubrimos cuando el caballero Trelawney, el
doctor Livesey y yo mismo lo abrimos en casa del primero, un mapa. El mapa de una
isla, con latitud y longitud, sondajes, nombres de colinas, bahías y calas, y todos los
detalles precisos para llevar a una nave a seguro fondeadero en sus costas. Tenía unas
nueve millas de larga por cinco de ancha y la configuración, pudiera decirse, de un
dragón rampante y obeso; y había en ella dos puertos bien abrigados, y en la parte
central un monte denominado «El Catalejo». Se veían varias adiciones hechas en
fecha posterior; pero, sobre todo, tres cruces en tinta roja: dos en el norte de la isla y
una en el suroeste, y junto a esta última, escritas con la misma tinta y con fina letra,
muy distinta de los torpes garabatos del Capitán, estas palabras: «Grueso del tesoro,
aquí».
En el dorso, y con la misma letra, aparecían estos otros datos:
Era sin duda, como enseguida reconoció con grandes voces el caballero
Trelawney, el mapa de un tesoro, pero de un tesoro excepcional, puesto que sin duda
pertenecía al capitán Flint, un nombre que a mí poco o nada me decía pero que a
aquellos más avezados en viajes de ultramar provocaba hasta escalofríos. Pues se
decía que solo su fortuna era mayor que su crueldad.
No perdió tiempo Trelawney en organizar todo lo necesario para emprender el
viaje rumbo a aquella isla, dispuesto y entusiasmado como nadie para poder hacerse
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con el tesoro de Flint.
—Livesey —dijo—, vas a abandonar inmediatamente esa mezquina medicina
tuya. Mañana salgo para Bristol. En tres semanas…, dos semanas…, diez días,
tendremos el mejor barco, sí, señor, y la primera tripulación de Inglaterra. Hawkins
irá como ayuda de cámara, y ¡valiente paje que vas a hacer, Hawkins! Tú, Livesey,
médico de a bordo; yo, almirante. Llevaremos con nosotros a Tom, a Redruth, a
Joyce y a Hunter. Tendremos vientos propicios, travesía rápida y ninguna dificultad
para encontrar el sitio, y después, dinero para comerlo…, para revolearnos en él…,
para jugar con él a las tabas, por siempre jamás.
Livesey sonrió alegremente, aunque con menos vehemencia, también se mostró
partícipe y, para gran regocijo mío, me incluyó en su empresa. De modo que me
hallaba en puertas de una gran aventura que ni siquiera el fugaz recuerdo de la mano
de Dirk señalándome, que se me pasó por la cabeza en un instante como no podía ser
menos, pudo reprimir mi alegría.
Cierto es que pasó mucho tiempo desde que todos planeamos aquella
emocionante aventura hasta que pudimos dar sus primeros pasos. El doctor se
desplazó a Londres en busca de un sustituto que pudiera hacerse cargo de sus
enfermos, mientras que Trelawney se quedó en Bristol más tiempo del que hubiera
deseado preparando todo lo necesario para el viaje. Hasta que por fin nos llegó una
carta suya en la que nos informaba que ya estaba todo listo y que debíamos acudir
con presteza a Bristol.
Al parecer, Trelawney había conseguido una goleta de doscientas toneladas, La
Hispaniola, muy marinera y bien pertrechada, aunque le había costado más trabajo
hallar una tripulación adecuada. Sin embargo, según su carta, haberse topado con un
tabernero llamado John Silver, a quien llamaban «Long John» —John «el Largo»—,
que había navegado bajo las órdenes del almirante Hawke, había cambiado por
completo su fortuna. Ese tal John Silver no solo estaba deseando embarcarse de
nuevo como cocinero, sino que además conocía a gente de mar que deambulaba por
los muelles de Bristol en busca de una oportunidad de echarse a la vela de nuevo, de
manera que Trelawney pudo reunir a una veintena de marinos avezados y capaces de
enfrentarse al mar y a los hombres.
Claro que, como no podía ser de otro modo, nada en esta aventura fue como debía
ser. Porque si alguien arma un barco, reúne una tripulación y se prepara para zarpar,
zarpa normalmente, menos nosotros en este caso. Y esto es así, o mejor dicho fue,
porque la víspera de nuestra partida todos mis temores provocados por el amenazador
y ensangrentado dedo de Dirk volvieron a manifestarse en toda su crudeza.
Hallábamonos en la posada cercana al puerto donde el caballero Trelawney había
tomado aposentos para todos, rematando los mayores unos tragos de ron que, en mi
caso, se habían sustituido por una copa de vino suave. Tras una amena conversación
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entre el caballero, el doctor Livesey, John Silver y yo mismo, los dos primeros
decidieron retirarse prudentemente a sus habitaciones, no sin antes recomendarme a
mí hacer lo mismo, habida cuenta de lo que nos esperaba en los siguientes días.
—Pierdan cuidado, caballeros —contestó en mi lugar Silver—, que yo me
ocuparé de que nuestro grumete descanse como es debido. Solo un párrafo más y nos
iremos como ustedes ahora.
—Confío en ello. Buenas noches —contestó el doctor.
Retiráronse, pues, ambos a la parte de arriba, y mientras yo apagaba velas y luces
hasta dejar la sala casi en penumbra, Silver sirvió dos nuevos vasos de ron,
aclarándome que si yo era parte de la tripulación, como tal debía portarme en el barco
y también en la mesa.
—Y, dígame, señor Hawkins… ¿o quizá Jim? ¿Puedo llamarle Jim, señor
Hawkins?
—Naturalmente —respondí, aunque halagado por la deferencia mostrada por
Silver.
—Pues Jim, entonces. Dime, Jim, ¿es cierto lo que se rumorea por ahí acerca de
nuestro rumbo? —y a continuación me dio parte de la ruta que tan celosamente
creíamos haber guardado.
Traté de disimular mi sorpresa al oírlo, pero en vano. De hecho, Silver quiso
quitarle importancia al momento, diciendo como con desgana:
—Vamos, Jim, no son necesarios los secretos conmigo… Bien ves, por cierto, que
ya lo sabía y que nada he dicho a nadie… salvo a ti, naturalmente, que es como no
decirlo, pues sé que no tienes lengua larga.
—¿Y qué si lo fuera? —respondí evasivamente—. A nosotros nos basta seguir el
rumbo que nos marquen, ¿no?
—Nos basta, cierto, nos basta. Y nada más debería importarnos, pero me da en la
nariz, y es una nariz vieja que ha olfateado todos los mares, Jim, que el viaje puede
complicarse más de lo que todos creemos si nuestro destino está allí.
—¿Por qué?
—Malas aguas, Jim, malas aguas… —Silver suspiró y miró rápidamente en todas
direcciones, como si temiera algo. Luego se inclinó hacia mí y repitió—: Malas
aguas.
—¿Pues qué? —respondí aparentando un valor que no tenía y que se hizo visible
en el temblor de mi mano al sujetar el vaso de ron—. El mar está lleno de peligros…
—Pero no como estos, Jim. Los españoles, que ya sabes que son quienes más y
mejor han navegado siempre, hablan de unas islas pobladas por extraños seres… una
especie de demonios ni vivos ni muertos a los que llaman… zombis.
Me estremecí de arriba abajo, lo confieso, quién no lo hubiera hecho en una
posada en penumbra con el recuerdo de un dedo ensangrentado apuntándole
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directamente al corazón. Silver apuró su ron y me dijo en voz más alta, como si
pretendiera quitarle importancia a lo que él mismo me había dicho:
—Pero también sabes que los españoles beben mucho, ¿verdad? —sonrió y hasta
lanzó una carcajada un tanto forzada pero bastante pasable—. ¡Quién no lo sabe!
Están todo el día cantando y bebiendo, y en cada región de su país tienen una bebida
distinta… Además, siempre volvieron de sus viajes contando extrañas historias
encaminadas a que nadie siguiera sus pasos… ¿Recuerdas los monstruos marinos de
los mares de hielo? ¡Ellos los inventaron para que nadie siguiera esa ruta! Y los
indios feroces, las tormentas, las grandes calmas… Todo, todo lo inventan para dejar
a los demás tierra adentro, lejos de sus riquezas. ¡De ley es reconocerles que eso es
hasta divertido!
Estalló en una risotada que, de puro contagiosa, me hizo hasta reír a mí también,
transformando un momento de terror en un trago compartido con un camarada.
—Ya ves, una travesía placentera se riega con buen vino español, la imaginación
de veinte marineros y ¡ea, en todas las islas hay zombis!
Reímos estrepitosamente de nuevo y Silver bebió otro trago, esta vez
directamente de la botella y, sonriendo, me dijo:
—Pero es tarde ya. Aunque me duela, porque pocos compañeros de charla he
tenido como tú, será mejor que vayas a descansar cuanto antes, que mañana y los
siguientes serán días duros. Tiempo tendremos a bordo de repetir estos vasos de ron,
¿no? Cuando acabe la guardia, en la tranquilidad de mi cocina.
—Sí, será lo mejor, se ha hecho tarde —respondí, deseando en realidad
abandonar aquella sala y de paso poder liberarme de fantásticos temores—. ¿Y vos?
—No, Jim, me quedaré un rato más. Tiene que venir esta noche un viejo
camarada, otro buen marino para La Hispaniola, si el capitán y el caballero tienen a
bien. Llega con retraso y estoy por mandarle al diablo, pero le esperaré un poco más.
El tiempo de una pipa le doy. Una pipa y cerraré yo mismo la puerta en sus narices.
Descansad, señor Hawkins, que John Silver hará la primera guardia.
—De acuerdo entonces. Buenas noches, señor Silver.
—Long John, muchacho —me sonrió—. Mis amigos me llaman Long John.
Así que me levanté y me despedí de Silver con el ánimo dándome vueltas entre el
miedo al dedo de Dirk y la confianza que parecía depositar en mí el viejo marino, a lo
que tenía que sumar los nervios por la emocionante aventura que se presentaba ante
mí.
Dejé solo, pues, a Silver y, aunque yo entonces no pude verlo, sí supe
exactamente lo que pasó, como lo supimos todos bastante tiempo después de haber
vuelto de nuestro extraordinario viaje. Si lo cuento ahora es porque, en el hilo de la
historia, es ahora cuando se produce, y servirá para que quien esto lea sepa a qué y a
quiénes nos enfrentábamos ya desde antes incluso de zarpar. Decía, pues, que lo que
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pasó fue que el viejo marino, quizá para despejar los vapores del ron o simplemente
para tomar aire fresco además de alcohol, salió de la posada, quedándose en el
umbral con la pipa encendida mientras esperaba por su compañero.
No sé cuánto tiempo estuvo allí realmente, pero no debió de ser mucho, puesto
que no terminó su pipa. Más allá de la posada, como a media calle, el marinero que
debía ir a su encuentro caminaba con paso lento, el saco al hombro y la mirada
recelosa de quien espera un mal encuentro o que, al menos, sabe que lo puede tener
en aquellas calles a aquellas horas. Y hacía bien en temerlo, aunque mal en no mirar
hacia atrás.
Apoyado en el umbral de la puerta, John Silver lo vio venir. Pero cuando se
apartó del quicio para saludarle y guiarlo, se detuvo de inmediato, ya que vio algo
más. Vio una monstruosa figura, que en otro tiempo sin duda había sido humana, dar
silenciosos saltos de una pared a otra, ocultándose entre las sombras. Silver se pegó
de nuevo al muro, y desde allí vio cómo la criatura daba un último salto, más grande
que los anteriores, y se abalanzaba sobre el marino.
El desdichado apenas supo lo que le pasaba. Aplastado por el peso y la sorpresa
del ataque, cayó de bruces en el suelo y, antes de poder reaccionar, impedido además
por su propio saco, el zombi se abalanzó sobre su nuca, mordiéndole con fiereza.
Un alarido inhumano cruzó las calles de Bristol. Un alarido que todos oímos y
que, cobardemente, a la vez no quisimos oír. Acostumbrados a reyertas o pensando
que las cuitas no iban con nosotros, ninguno de los que estábamos en la posada
acudió a socorrer al infeliz, o al menos a ver qué estaba pasando. Ni yo, entonces,
poco más que un niño, ni ninguno de los hombres de armas que dormía en la posada,
que los había. Tampoco Silver, que era quien estaba más cerca y quien realmente
habría tenido alguna oportunidad de ayudarle.
El zombi estaba a horcajadas sobre el cuerpo del marinero, arrancándole trozos
del cuerpo a mordiscos y zarpazos dados con sus manos transformadas casi en garras,
como si en vez de hombre fuese un lobo furioso, devorándolo todavía vivo; si no
había más gritos era porque, de puro terror, el marino se había desmayado. Oculto en
el quicio de la puerta, Silver contemplaba la escena hipnotizado por su crueldad, o
quizá, como supimos más tarde, deleitándose con ella.
Cuando al cabo de unos minutos eternos el zombi se levantó y se limpió la boca
con los jirones de la manga de su camisa, Silver asomó levemente la cabeza para,
sobre todo, ver qué hacía. El zombi estaba de pie, con las piernas separadas y el
cadáver parcialmente devorado entre ellas, como si dudara sobre lo que tenía que
hacer, pero finalmente escupió algo en el suelo y, tras asegurarse de que nadie le veía,
se dio la vuelta y desapareció por donde había venido.
Silver lo vio alejarse y, vaciando su pipa en el suelo, meneó la cabeza, casi con
lástima.
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—Ay, Dirk, muchacho, en qué te has convertido… Mira para qué te sirvió el oro
de Flint, para vagar por Bristol mordiendo cabezas…
Tras asegurarse de que no había nadie en la calle, y sin volver a mirar al que decía
que era compañero suyo y que yacía en un mar de sangre y huesos rotos, Silver entró
en la posada, aseguró la puerta, apagó las velas y subió las escaleras camino de su
habitación, como si nada hubiese pasado.
Entonces no le di importancia, o no lo recordé, o me dio igual, ya que Billy Bones
llevaba muerto varias semanas, pero… Long John tenía una sola pierna.
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III
En mi calidad de paje o ayuda de cámara, o hasta de grumete, pues los tres cargos
ostentaba por más que no dejasen de ser en el fondo uno solo y a todas luces el
mismo, pronto ocupé un valioso espacio en aquella singladura, teniendo mis oídos
puestos en todas partes a un tiempo y enterándome y sabiendo cosas que quizá no
debieran haber sido escuchadas por alguien tan joven y tan, al menos aparentemente,
poco valioso en el viaje.
Ya a pocas horas de zarpar presencié la primera de unas cuantas discusiones entre
el señor Trelawney, almirante de La Hispaniola y de nuestro viaje, y el capitán
Smollet, encargado de guiarnos a todos bajo su mando, quien la víspera se reunió con
el caballero y el doctor Livesey, supongo que sin reparar en mi presencia, con el
objeto de tratar algunos asuntos que le inquietaban. Lo cual he de decir que hizo sin
perder apenas el tiempo, puesto que en cuanto se hubo servido el vino, el capitán
Smollet se irguió en toda su estatura, que era mucha, y manifestó sin ambages y con
tono firme:
—No me gusta este viaje. No me gusta esta tripulación ni me gusta mi segundo.
Y no tengo nada más que decir.
Sus palabras, como era de esperar, causaron una profunda conmoción en el doctor
Livesey, sorprendido e inquieto por aquel disgusto, y un incipiente ataque de ira en el
caballero Trelawney, quien, visiblemente molesto, masculló a modo de respuesta:
—¿Y, por ventura, hay algo que le guste? ¿No le gusta a usted su barco?
—Eso no lo puedo decir, puesto que aún no lo he probado en la mar. Parece un
barco muy marinero, pero nada más.
—¿Y probablemente tampoco le gusta a usted su dueño? —gritó Trelawney.
Aquí fue donde, afortunadamente para todos, terció el doctor Livesey, que preveía
una carga de profundidad mayor en las duras y descarnadas palabras del capitán
Smollet.
—¡Alto ahí! —exclamó antes de que el capitán pudiera contestar—. Tales
preguntas y sus posibles respuestas solo nos llevarán al enfado. El capitán ha dicho
mucho, o poco, aún no lo tengo claro, por lo que le ruego que sea tan amable de
aclararnos sus palabras. Dice que no le gusta el viaje —añadió, mirando fijamente al
capitán—. Sepamos, pues, por qué. Por favor.
Smollet suspiró y contestó con el mismo tono firme de antes, aunque un poco más
suavizado.
—Yo he sido contratado, señor mío, con lo que se suele llamar «órdenes
selladas», para conducir este buque adonde este caballero tenga a bien decirme que lo
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lleve. Hasta ahí todo va bien. Pero ahora me encuentro con que hasta el último
marinero sabe más de lo que yo sé. Y a eso no lo llamo yo correcto, por no decir otras
palabras mucho más groseras e impropias de caballeros, pero que mi temperamento
me empujará a decir de un momento a otro; sépanlo ustedes.
—No, no lo llamaría correcto yo tampoco —concedió el doctor Livesey.
—Además —añadió el capitán—, he sabido que vamos en busca de un tesoro…
¡y lo he sabido por mis propios marineros! No me gustan los viajes en busca de
tesoros, y menos cuando se supone que son secretos y en realidad se ha contado el
secreto hasta al loro.
—No será tan secreto a voces —protestó el caballero Trelawney—. Sabéis tan
bien como yo que los marineros exageran cuando hablan, ya sea de abordajes, de
mujeres o de riquezas…
—No es exageración, señor… Caballero… Almirante —terminó, con una pizca
de sorna que la seriedad de su rostro solo hizo visible para el doctor Livesey, avezado
en este tipo de recursos en las conversaciones—. Les diré a ustedes lo que yo mismo
he oído: que tienen un mapa de una isla, que hay cruces en el mapa para señalar
dónde está el tesoro, y que la isla está… —e indicó la latitud y la longitud precisas.
Por un momento, todos nos quedamos casi con la boca abierta, sorprendidos de
que tal secreto, que ni siquiera he contado ni en este, ni en el anterior ni en ninguno
de cuantos relatos pude hacer de esta aventura, fuera cosa tan sabida por la
tripulación como dónde estaban la proa o la popa. ¡Y eso que ni siquiera habíamos
zarpado! Pronto tendríamos encima a todos los bribones de Bristol pretendiendo subir
a bordo si tal secreto, como parecía, corría ya como la pólvora o el ron barato por los
muelles.
—¡Nunca le he dicho eso a nadie! —protestó airadamente el caballero Trelawney,
a quien veladamente acusábamos de lenguaraz con nuestras frías miradas—. ¡Has
debido de ser tú, Livesey, o Hawkins, quien lo ha dicho!
—Ahora ya no importa quién fuera. El caso es que los marineros lo saben, y
quién nos dice que no lo sepan también los que están en tierra —respondió el doctor.
Luego, dirigiéndose a Smollet, dijo—: Bueno, pues ahora, y en resumidas cuentas,
díganos usted lo que quiere, capitán.
El capitán Smollet se sentó en un sillón frente al caballero Trelawney y el doctor
Livesey, mirándoles con el ceño ligeramente fruncido.
—Bien, ya que me han escuchado hasta aquí, y confieso que no daba un penique
por ello, aprovecharé para que escuchen unas cuantas cosas más. No me gusta la
tripulación, ya lo he dicho, y creo que se debería haberme dejado que los escogiera
yo, pero no vamos a eso. He visto que están colocando la pólvora y las armas en la
bodega de proa, pero… hay sitio de sobra bajo la cámara; pónganlas allí. También he
visto que vienen con su gente cuatro hombres, y que algunos dormirán en el castillo
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de proa, con los demás… ¿por qué no alojarlos en los camarotes de popa?
—Ya lo veo —dijo entonces Livesey—. Quiere usted hacer una especie de fuerte
en la popa del barco, con todas las armas y los servidores de mi amigo custodiándolo.
O sea, teme usted una rebelión.
El capitán Smollet se irguió de pronto como si le hubiera pinchado, y
tajantemente contestó:
—Señor mío, no ponga en mi boca palabras que yo no he dicho, se lo ruego.
Ningún capitán que se precie saldría a la mar si creyera eso, y yo me precio de ser un
buen capitán. No, señor, tampoco tiene nada que ver con el hecho de que no me guste
mi tripulación. Tiene que ver con lo que nos ocurrirá cuando arribemos a la isla y
encontremos el tesoro. Si lo encontramos.
—¿A qué se refiere usted? —inquirió el caballero Trelawney, quien, a pesar de su
enfado con el capitán, no pudo evitar la curiosidad provocada por tan enigmáticas
palabras—. ¿Acaso teme una rebelión una vez encontremos el tesoro?
—Dale otra vez. No he hablado de rebeliones, señor mío —respondió secamente
el capitán—. Aunque sean la cosa más común cuando el barco viaja con las
cuadernas forradas de oro. Yo hablo de otra cosa, de un extraño peligro que ronda las
aguas a las que nos dirigimos.
—No hay constancia de monstruos marinos que… —empezó el doctor.
—Ni yo tengo constancia de ellos tampoco —interrumpió el capitán—, ni en esas
ni en otras aguas, más allá de los océanos de ron de quienes inventan esas terribles
historias de ballenas que hunden barcos y de monstruos asesinos del tamaño de una
fragata. No, señor mío, yo hablo de lo que narraron oficiales de la Marina y el
Ejército que, una vez en esas latitudes, pisaron tierra y hallaron terror y muerte.
Confieso que al oír esas palabras vino a mi mente, de nuevo, la imagen del pirata
Dirk devorando los restos de Pew y mirándome y señalándome con su dedo. Pero el
caballero Trelawney fue más rápido y más vehemente que yo cuando exclamó:
—¡Buen Dios, capitán, ¿queréis hablar claro de una vez?! Que estáis diciendo sin
decir y así poco sacaremos en claro de vuestros temores…
—Hablo así, señor mío, porque tampoco se sabe a ciencia cierta qué o quiénes
habitan aquellas islas. Sí se sabe, pues así consta incluso en algunos informes que la
Marina trata celosamente de ocultar, que algunas tripulaciones fueron atacadas por
extraños seres de siniestro aspecto a quienes las balas no podían matar y que
devoraban los cadáveres de los desdichados que caían en sus manos.
Pensé de nuevo en el pirata Dirk y en cuanto había visto —cómo pensar en otra
cosa al oír aquello—, pero en lugar de apoyar las palabras del capitán, seguí
escuchando su firme voz, que decía:
—Hablan de una numerosa tropa, de casi una tripulación entera capaz de devorar
a un regimiento, que se alimenta de la sangre de sus víctimas y a la que no se puede
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matar… porque dicen que ya están muertos. Los esclavos y los nativos los llaman
zombis, y dicen que son almas en pena, muertos que no encuentran el camino hacia el
cielo o el infierno.
—Me sorprende que un hombre como vos crea esas supersticiones de marino
regado en grog —contestó el doctor Livesey—. Os hacía menos…
—Hacedme lo que queráis, doctor —repuso Smollet, molesto—. Yo digo lo que
he leído en un escrito de un oficial de la Marina inglesa, no lo que he oído en una
taberna una noche de invierno.
Se levantó, como si diera por finalizada aquella reunión, pero aún antes de irse
añadió:
—Caballeros, he venido aquí a expresar mi opinión sobre el viaje, la tripulación y
los peligros que afrontaremos, y ya lo he hecho. En este punto, nadie podrá decirme
que no he cumplido con mi deber. El resto del viaje responde, como ya se ha dicho, a
las órdenes selladas. Y por lo que a mí respecta, mis motivos tengo para anunciaros lo
siguiente: Dicho todo esto, llevaré el barco hasta donde se me diga, encontraré el
tesoro que haya que encontrar, mataré a quien haya que matar, sea o no de este
mundo, y estaré de regreso en Bristol antes del invierno.
Nos miró uno por uno, como si esperase una respuesta, pero yo no era el más
indicado para darla, obsesionado con la imagen del dedo ensangrentado de Dirk
señalándome, y el caballero Trelawney estaba demasiado asombrado para decir nada.
Fue, finalmente, el doctor Livesey quien contestó con su acostumbrada calma:
—Gracias, capitán Smollet. Apuesto mi peluca a que será como usted dice.
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IV
Huelga decir que las palabras del capitán Smollet sobre aquellos fantásticos seres
llamados zombis nos llenaron a todos de una gran consternación, sobre todo a mí,
puesto que ya no tenía ninguna duda de que lo que había visto en la cuesta del camino
del «Almirante Benbow» había sido el ataque de uno de aquellos seres. Cómo el
pirata Dirk se había convertido de repente en un zombi mientras el resto de sus
compañeros seguía siendo simplemente —y nada menos— un puñado de piratas era
algo que se me escapaba, pero estaba convencido de que así era; hasta tal punto que
hubiera apostado mi peluca si la hubiera tenido. Por no mencionar cómo había ido a
parar un engendro semejante a las puertas de mi posada, o qué había sido de él desde
la muerte de Pew hasta ahora, dos cuestiones para las que era harto improbable que
encontrase una respuesta, por más extraña o disparatada que fuese.
Pero lo cierto era que, más allá de mis temores, por más bien fundados que
estuviesen, que lo estaban, la travesía seguía su curso, de modo que seguiré mi relato
donde lo dejé; es decir, tras la discusión en el camarote del capitán acerca de si le
gustaba o no el viaje. Estábamos en esas, de manera que los marineros rezongaron y
protestaron, algunos además con buenas dosis de vehemencia, al tener que trabajar
transportando de nuevo la pólvora y las armas en cumplimiento de las órdenes del
capitán Smollet, cosa que hicieron hasta bien tarde aun a riesgo de perder la marea, y
todos, en definitiva, pasamos la noche en un gran barullo, estibando cuanto nos era
necesario para nuestro viaje y atendiendo a quienes venían en botes a despedirse del
caballero Trelawney y del doctor Livesey.
Así que, finalmente, con las primeras luces del alba, los cabrestantes chirriaron,
las velas se alzaron orgullosamente contra el cielo aún oscuro y las voces de la
tripulación entonaron de nuevo esa canción que yo mismo, inconscientemente, he
convertido en una de las que más utilizo en mis momentos de ocio o incluso
trabajando, cuando canturreo entre dientes solo para mí:
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No voy a relatar todos los acontecimientos de aquella travesía, ya que no lo hice
cuando escribí mi anterior relato y tampoco creo que deba extenderme en este punto,
precisamente cuando es ahora cuando más cosas tengo que contar. Fue, en conjunto,
feliz; lo fue siempre, en mi primera historia y ahora que estoy dispuesto a relatar, esta
vez sí, todo cuanto sucedió en la isla. La goleta demostró ser un buen barco; los
tripulantes, marineros competentes; el capitán, muy versado en su oficio… Todo,
pues, parecía ir encaminado a lo que había pensado y anunciado el caballero
Trelawney: una sencilla travesía, un par de días de excavaciones y un plácido viaje de
vuelta.
Claro que, al igual que expliqué antes, sí merece la pena narrar algunos detalles
que sucedieron durante nuestro viaje. El primero de ellos —el primero en suceder—
tuvo que ver con una parte de las que no le gustaban al capitán Smollet y que, cuando
detallé la conversación mantenida en la cámara de popa, dejamos de lado. En aquel
entonces, el capitán incluyó a su segundo, el señor Arrow, entre las cosas que no le
gustaban. Si en su momento no le dimos más importancia no fue por el detalle en sí,
claro está, sino porque la presencia de seres muertos, o muertos a medias, o a punto
de morir o como quiera que estuvieran, en la isla que íbamos a visitar nos pareció
más relevante, pero el señor Arrow también cumplió sobradamente con los peores
presagios.
Poco tiempo, hay que decir a favor del desdichado. Y es que a su incompetencia,
rápidamente demostrada, se unió enseguida una cierta… llamémosla inclinación,
hacia la bebida. Cómo la conseguía, a decir verdad que ni siquiera hoy, tanto tiempo
después, soy capaz de saberlo, pero que el señor Arrow a veces se caía, causándose
heridas; otras se pasaba todo el día tumbado en su litera, en un rincón de la caseta, y
en raras ocasiones, y durante uno o dos días, estaba casi despabilado y atendía tal cual
a sus obligaciones, es más cierto que todo cuanto sucedió. Por mi honor. Nunca
supimos cómo lograba beber, y por más que se encerraba bajo llave cualquier bebida
alcohólica o espirituosa que se hallase a bordo, el señor Arrow aparecía en la cubierta
tambaleándose y hediendo a ron, a ginebra o a cualquier otra cosa que se pudiese
beber y fuese capaz de tumbar a un hombre. Hasta que un día no apareció, tras caerse
por la borda una noche oscura con el mar de proa.
Nadie se apenó, pero tampoco se sorprendió. Y, además, demostré poca picardía
—una vez más, pero esa falta la llevaba aparejada a mi corta edad— al no llamar la
atención de nadie sobre unas extrañas marcas dejadas en la borda, a proa, cerca del
bauprés y las redes de la delfinera, por donde pudo haberse caído el desdichado.
Quizá temí que se me tomase por tonto, o que nadie me creyese o, directamente, que
nadie me hiciese caso, lo que me habría dejado en mal lugar ante la tripulación, algo
que no quería que sucediese.
Pero el caso es que yo vi, y por cierto que tan bien como veo la pluma con la que
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esto escribo, unas marcas como de arañazos, que además comprobé colocando mi
mano y mis dedos sobre ellas, acompañadas de unas gotas de sangre en la
balaustrada. Las seguí con la mirada hasta las redes, donde me pareció ver más
manchas rojas, pero ya quedaban lejos de mi vista y además el capitán Smollet estaba
llamándome con grandes voces, diciendo algo acerca del destino de los inútiles y de
si yo quería saberlo de primera mano. Así que corrí a popa y el incipiente
descubrimiento de que tal vez el señor Arrow no se hubiese caído sin más, sino que
hubiese luchado con alguien de un modo terrible y desesperado, tanto que dejó las
marcas de sus uñas sobre la gruesa madera de a bordo antes de caer al agua… se
perdió con él.
Pero nos habíamos quedado sin piloto, y era, por supuesto, necesario ascender a
uno de los tripulantes. El contramaestre, Job Anderson, era el más indicado de los de
a bordo, y, aunque conservando ese título, sirvió en cierto modo como segundo.
Mister Trelawney había navegado mucho, y sus conocimientos fueron de gran
utilidad, pues muy a menudo se encargaba de una guardia en tiempo tranquilo. Y el
timonel, Israel Hands, era un marino veterano, cuidadoso, agudo y de mucha
experiencia y en quien se podía confiar en cualquier dificultad.
El viaje seguía, pues, su curso. En los momentos en los que no estaba
especialmente ocupado, o que lograba escaparme de la, a veces, tiránica mirada del
capitán Smollet, para mí era muy grato acudir a la cocina para poder charlar con John
Silver, a quien sus camaradas llamaban «Barbecue», un apodo seguramente
conseguido en sus anteriores años en el mar.
Tampoco me extenderé mucho en la figura de Silver, y espero que quien lea esto
por segunda o tercera vez sepa disculparme. Y es que, para enmascarar cuanto
sucedió en aquella horrible isla llena de zombis, en mi primer relato le di a Silver un
protagonismo que nunca tuvo, disfrazando de ese modo la verdad. Sí es cierto que
disfrutaba de la compañía de Long John, que me trataba casi como a un igual y que
me contaba cosas de sus viajes, de los barcos y de los piratas, pero ya he dicho y
repetido cientos de veces en apenas cuarenta páginas que esta vez iba a contar la
verdad.
Y la verdad es que John Silver tuvo un papel mucho más pequeño del que todos
piensan. Quien se acerque a esta historia por primera vez no notará la diferencia, pero
quien haya leído la otra podrá echarle de menos. Bien, lo hecho, hecho está, como
decía él mismo, y si entonces le utilicé para adornar mi relato, bien es cierto que antes
me había utilizado él a mí para ganarse la confianza de los oficiales. Mano por mano,
pues, y ya es hora de dejar a ese rufián en su cocina y con sus compañeros muertos.
Pero, explicado este punto y volviendo a la travesía que nos ocupa, debo admitir
que le buscaba y que hablábamos a menudo.
—Ven por aquí, Hawkins —me decía cada vez que me veía—; ven a echar un
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párrafo con John. A nadie veo aquí con más gusto que a ti, hijo. Siéntate y oye las
novedades.
Me gustaba estar con Long John, sí, tal vez porque me trataba con esa extraña
mezcla de un padre y un camarada de armas, aconsejándome en unas ocasiones y
compartiendo confidencias en otras, como si unas veces yo fuera el pequeño Jim y
otras el piloto Hawkins… Además, la enorme influencia que Silver tenía en la
tripulación hacía que, al pasar tanto tiempo con él, los curtidos marineros me viesen
como algo más que un simple grumete. De hecho, todos le obedecían a él, todos le
escuchaban y le respetaban, y en ocasiones era cuestión de plantearse si, pese a la
eficaz y dignísima labor de Job Anderson, no hubiese sido más lógico ascender a
segundo de a bordo al propio cocinero.
Sufrimos algunos temporales fuertes, que no hicieron sino poner a prueba las
buenas partes de La Hispaniola. Todos a bordo parecían muy contentos y a fe que
debieran haber sido muy difíciles de contentar para no estar satisfechos, pues creo
que nunca hubo una dotación de barco tan mimada desde que Noé navegó los mares.
Había ronda general de grog por el más nimio pretexto; se repartía pudin todos los
días en que se celebraba algo, como, por ejemplo, si el caballero oía que era el santo
de alguno, y siempre había un barril de manzanas destapado en mitad del combés
para que las cogiera quien tuviese ganas.
Y es, precisamente, en ese barril de manzanas donde comenzó a cocinarse la
segunda parte de esta historia, como aquellos que ya la conocen sin duda recordarán.
Puesto que estaba tan a mano y al alcance de todos, el barril pronto comenzó a
quedarse sin manzanas, de manera que, aquella noche, la que parecía que iba a ser
por fin la última de nuestra singladura, cuando decidí comer una antes de acostarme,
no me quedó más remedio que estirarme hasta casi el infinito, colgado del borde del
barril, para tratar de alcanzar las apenas cuatro o cinco que quedaban en el fondo. Y,
como es lógico y todo el mundo ya sabe, caí dentro del barril con menos estrépito del
que debiera haber hecho un chico de mi edad y corpulencia.
Pero caí. Y el que sí hizo estrépito al sentarse fue alguien que se colocó instantes
más tarde apoyando su espalda en el barril, que no fue otro que el propio John Silver,
que decía:
—No, yo no. Flint era el capitán; yo era cabo de mar a causa de mi pata de palo.
La misma andanada que me dejó sin pierna le apagó al buen Pew los faroles. Fue un
maestro cirujano el que me la cortó, de colegio y todo, con el latín a calderadas y
mucho saber; pero lo ahorcaron como a un perro, y lo dejaron secándose al sol, como
a todos los demás, en Corso Castle. Era la gente de Roberts, ya sabes…
—¡Ah! —exclamó otra voz, la del marinero más joven de a bordo—. Ese era la
flor del rebaño: nadie como Flint…
—Oh, el viejo Walrus, el barco de Flint… —evocó Silver—. Gran barco, sí señor,
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al que he visto yo todo empapado en sangre roja y a punto de hundirse con el peso del
oro. Pero… ¿y su gente? Ah, su gente… qué triste historia tantas veces repetida. Con
todo el oro que logramos… Pues aquí están a bordo la mayor parte, y contentos de
que les llenen la tripa, pues andaban hasta ahora pidiendo limosna muchos de ellos.
Pew, el que había perdido la vista, se gastó sin pizca de vergüenza mil doscientas
libras en un año. ¿Y qué ha sido de él? Bien, ya está muerto y bajo las escotillas, pero
en los dos últimos años el hombre andaba muriéndose de hambre. Pedía limosna, y
robaba, y cortaba pescuezos, y se moría de hambre con todo.
—Bueno, pues entonces no sirve de mucho, después de todo —dijo el marinero.
—No sirve de mucho a los tontos, tenlo por seguro, ni eso ni nada —exclamó
Silver—. Pero óyeme: eres joven, es verdad, pero listo como el aire. Lo vi en cuanto
te eché la vista encima, y voy a hablarte como a un hombre.
Fácil es imaginar lo que sentí al oír a aquel abominable y empedernido bribón
dirigir a otro las mismas frases de adulación que había empleado conmigo y con las
que me había ganado abiertamente, pero también es fácil saber el escalofrío que me
recorrió de arriba a abajo al escuchar que la tripulación de Flint era, ahora, la de La
Hispaniola.
Lo que escuché a continuación fueron las lisonjeras palabras de Silver con las que
logró dibujarle al marinero un mapa nuevo, un mapa lleno de aventuras, riquezas y
felices camaradas, hasta que con un último gesto, contestó a las palabras de Long
John con un sincero «pues ahí va mi mano y estoy en ello». Lo que quería decir que,
si a la tripulación de Flint le faltaba algún miembro —el ciego Pew, o el señor Arrow
tal vez—, ya lo habían reemplazado.
Entonces llegó un tercer hombre, sentándose con ellos, a quien Silver anunció
alegremente:
—Dick ya está asegurado.
—Ya sabía yo que estaba asegurado —la voz del timonel Israel Hands me llegó
limpia y clara como mi propia respiración—, pues se ve que es chico listo, eso lo
supe en cuanto levamos el ancla.
—Pues ahora, atentos y a mi señal —ordenó Silver—. Ni una gota de ron, ni una
voz más alta que otra, ni una mala mirada. Todos corderos y buenos tripulantes hasta
que yo dé la señal.
—¿Y cuándo será eso? —gruñó Hands—. Porque no aguanto más al capitán
Smollet, todo el día encima diciéndome esto y lo otro, y durmiendo en su cámara
llena de riquezas…
—Cuando yo lo diga. ¡Prisa! ¿Para qué quieres prisa? Tenemos un buen barco y
un buen capitán… Tendremos las bodegas llenas de oro, el barco bien abastecido y
hasta un doctor para curarte la tripa, si es necesario. Esperaremos a que yo diga, y
porque no me fío de vosotros, que si no, haría la mitad del viaje de vuelta con ellos…
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—Pero, ¿acaso no somos todos marineros a bordo? —se extrañó Dick—. ¿Acaso
no sabemos…?
—No, no sabemos —cortó Silver tajantemente—. Sabemos seguir una derrota,
pero no sabemos marcarla. Sabemos que hay un tesoro, pero no sabemos dónde está
porque el mapa de Billy Bones lo tienen ellos. Sabemos que hay una isla con seres
extraños, pero no sabemos qué son ni dónde están… ¿O tú sí lo sabes? Pues
esperaremos. Llenaremos las bodegas con el tesoro y daremos la vuelta como quieren
los estirados caballeros.
—Pues no veo qué mal hay en un poco de diversión —insistió Hands—. Que
todos han trabajado duro y se lo merecen.
—Israel, tu cabeza no es que valga para mucho, nunca ha valido, pero al menos
tienes orejas y sabes escuchar. Pues hazlo. —Silver lanzó un suspiro, quizá de
cansancio—. No es momento de fiestas. Sí, todos son alegres y se lo merecen, pero
también lo era Pew, ¿recuerdas? Sus fiestas y las mujeres que nos traía eran
fabulosas, pero… ¿dónde está ahora? Atropellado en un camino de mala muerte junto
a una posada perdida junto al mar. ¿Y Flint? Yo le he visto irse a la cama con cuatro
chicas a la vez, borracho, y acostarse con ellas sin quitarse las pistolas de la cintura,
pero… ¿le ves tú ahora? No sabéis estar contentos si no estáis borrachos, y sois
capaces de desperdiciar una oportunidad como esta por cuatro tragos mal bebidos.
—Vamos, John, no he hablado mal para que te enfades —Hands pareció
enfadarse también—. Pues si vamos a empezar así, mal acabaremos.
—Guárdate tus gallerías de gallito, Israel —replicó Silver torvamente—. Todos
sabemos que me gusta ir suave, a lo caballero, pero que estoy dispuesto a todo, y más
por una montaña de oro. Recuerda que algunos temían a Pew, otros a Billy Bones y
otros te temían a ti, pero que todos temíais a Flint… y que Flint me tenía miedo a mí.
Ándate con guardia si en tu barco está Long John —advirtió.
—Bueno, ¿pues qué vamos a hacer con ellos? —intervino entonces Dick.
—Esperar. Y en cuanto llegue el momento y yo dé la señal, muerte. Solo pido una
cosa —y al hacerlo, aunque yo no podía verlo, creo que estaba sonriendo—: que me
den al caballero. Le arrancaré la cabeza del cuerpo con estas manos…
Los tres se rieron silenciosamente, pero entonces Dick volvió a preguntar, esta
vez más comedido o, quizá, más temeroso:
—Y… ¿y qué vamos a hacer con esos demonios que viven en la isla? Esos…
zombis o como se llamen.
—No conozco demonio alguno, ni zombi ni muerto viviente —repuso Silver
rápidamente, atajando de paso la posible respuesta de Hands—. Si no sabemos qué
son, se lo preguntaremos a alguien que lo sepa, pero ten presente esto, joven Dick:
caminan, como los hombres, y se mueven y matan, como los hombres, así es que
pueden dejar de moverse y pueden morir… como los hombres. Si muerden en vez de
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usar el sable, pues habrá que sacarles los dientes, pero morirán si se cruzan en nuestro
camino. ¿Demonios? ¡Quia! Los demonios somos nosotros, muchacho…
De nuevo el trío de rufianes estalló en una alegre carcajada, disipando sus
temores al soplo de la brisa, hasta que, con la última risotada, Silver añadió:
—Anda, Dick, y ahora sé bueno y tráeme una manzana, que parece que me gruñe
la bodega de mis tripas…
Dick se levantó, presto a cumplir la orden; mi corazón estuvo a punto de pararse
al ver que iba a ser descubierto y, entonces, quizá enviada por el Señor, una voz gritó
desde lo alto de la cofa:
—¡Tierra!
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V
CONSEJO DE GUERRA
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—Muchachos —dijo el capitán—, tengo que deciros unas palabras. La tierra que
está a la vista es el punto de nuestro destino. Mister Trelawney, que es un caballero
muy liberal, como todos sabemos, acaba de hacerme unas preguntas y he podido
contestarle que todos a bordo han cumplido con su deber, del primero al último, y
como yo no hubiera podido desear mejor. Pues bien, él, el doctor y yo vamos a bajar
a la cámara para brindar por vuestra salud y suerte, y van a serviros a vosotros grog
para que bebáis a la nuestra.
La tripulación estalló en un más que sentido «¡hurra!», de manera que pronto el
grog corrió sobre las tablas mientras los caballeros se retiraban a la cámara y, al cabo,
mandaban llamar a Jim Hawkins.
Los encontré sentados en torno a la mesa; tenían ante ellos una botella de vino
español y pasas, y el doctor fumaba de prisa con la peluca sobre las rodillas, señal en
él de agitación. La ventana de popa estaba abierta, pues era una noche calurosa, y se
veía cabrillear la luna en la estela que dejaba el barco.
—Vamos, Hawkins —dijo el caballero Trelawney—, tú tienes algo que decir.
Habla.
Hice lo que se me pedía, y en tan pocas palabras como pude relaté toda la
conversación de Silver. Nadie me interrumpió hasta que acabé; los tres
permanecieron inmóviles y tuvieron los ojos fijos en mí desde el principio hasta el
fin.
—Jim —dijo el doctor Livesey—, siéntate.
Titubeé, pero era el momento de contar las cosas, de manera que suspiré cuando
dije:
—Es que… es que aún no he terminado, señor. Esto tiene que ver con lo que dijo
el capitán Smollet acerca de los seres extraños que pueblan estas aguas. Con esos…
zombis.
Todos me miraron con asombro y, con un mudo gesto de su pipa, el doctor me
animó a continuar. Así que les conté lo sucedido en el «Almirante Benbow» —¡qué
lejos estaba ya!— y la imagen espeluznante de Dirk comiéndose el cadáver del viejo
Pew. Y los terribles aullidos que escuché en la posada la noche antes de embarcarnos.
Y también las marcas que me pareció ver en la proa al día siguiente de que el señor
Arrow se cayese al mar, o más bien, así lo creía yo y así lo hice saber entonces, lo
hubiesen tirado. Y al acabar me sentí como si me hubieran quitado todas las toneladas
que pesaba La Hispaniola de encima.
Me hicieron sentar a la mesa junto a ellos; me escanciaron un vaso de vino y me
llenaron las manos de pasas; y uno tras otro, y cada uno haciéndome una reverencia,
bebieron a mi salud y me mostraron su agradecimiento por mi suerte y por mi
valentía.
—Y ahora, capitán —dijo Trelawney—, usted tenía razón y yo estaba
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equivocado. Y me temo que hasta en lo de esas criaturas extrañas que usted llamó
zombis. Confieso que soy un asno, y espero sus órdenes.
—No más asno que yo, señor mío —contestó el capitán—. Pero de nada sirve
hablar puesto que necesitamos mucho más que palabras, si tan apurados estamos.
Veo, pues, un par de cosas que me gustaría explicar.
—Pues no pierda tiempo, amigo —animó el caballero Trelawney—. Que a partir
de ahora estamos en sus manos.
—Primer punto: tenemos que seguir adelante, porque no podemos volver grupas.
Si diese la orden de volvernos, se rebelarían en el acto. Segundo punto: tenemos
tiempo por delante; al menos, hasta que se encuentre ese tesoro. Tercer punto: hay
marineros fieles. Ahora bien, más pronto o más tarde tendremos que venir a las
manos, y lo que yo propongo es coger la ocasión por los pelos, como suele decirse, y
empezar a golpes un buen día, cuando ellos menos se lo esperen. ¿Podemos contar,
por supuesto, con sus servidores, «mister Trelawney?
—Como conmigo mismo.
—Cuatro —dijo el capitán, echando cuentas—, que con nosotros hacen ocho,
contando aquí a Hawkins.
—¿Y qué hay de los marineros fieles?
—Probablemente los que buscó el propio Trelawney —dijo el doctor—, los que
contrató antes de dar con Silver.
—No —contestó el caballero con disgusto—, Hands fue uno de los míos.
—Lástima, es un buen hombre de armas al que preferiría ver a mi lado que frente
a mi mosquete. Visto lo visto y siendo los que somos, me temo que tenemos que
mantenernos a la capa y estar con atención. Ya sé que es cosa difícil de aguantar, que
para todos sería más agradable romper el fuego nada más terminar esta copa de vino,
pero no hay otro remedio hasta que sepamos con quiénes podemos contar. A la capa,
y a esperar el viento: esa es mi opinión.
—¿Y qué hay de las criaturas de las que nos habló? —quiso saber el doctor
Livesey—. Según el relato de Jim, no solo existen los zombis sino que uno de ellos
era de la pandilla de estos bribones, lo que me hace suponer, como a ustedes, que más
de uno lo será, en realidad.
—Cada cosa a su tiempo —respondió el capitán Smollet—. Ahora mismo me
preocupa más el sable de un pirata, que sí sé lo que es y cómo luchar contra él, que un
misterioso zombi surgido de sabe Dios dónde al que no sé cómo matar. Si es que
sigue vivo.
—No se puede matar a un enemigo que ya ha muerto.
—No, caballero Trelawney —respondió Smollet fríamente—. Pero sí se le puede
impedir que nos mate a nosotros. Pero, al igual que con los rufianes de ahí fuera, cada
cosa a su tiempo, y de esa tormenta nos ocuparemos cuando llegue el viento.
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—Aquí, Jim —dijo el doctor—, puede ayudarnos más que nadie. Los marineros
no desconfían de él y Jim es un muchacho observador.
Aquellas palabras del doctor, que pretendían ser un halago y el sumarme a un
reducido grupo de hombres de armas, en realidad comenzaron a abrumarme, puesto
que apenas me veía yo capaz de hacer gran cosa salvo escuchar y contar luego lo que
había oído.
Y mientras tanto, fuera yo de utilidad o no, solo había ocho entre todos los
veintiséis en los que sabíamos que se podía confiar; de esos ocho uno era un
mozalbete, de modo que los hombres talludos de nuestro partido eran siete contra los
diecinueve del contrario.
Eso sin contar con que, llegado el caso de que los siete pudieran contra los
diecinueve, en tierra esperaba una horda feroz de la que aún no sabíamos nada, nada
salvo que eran capaces de comerse a los hombres, vivos o muertos. Y que al menos
uno, Dirk, era de su bando.
Bueno, y que nada podía detenerles.
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VI
LA LLEGADA A LA ISLA
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Fondeamos precisamente donde estaba el áncora en el mapa, a un tercio de milla
de las dos costas, teniendo a un lado la isla grande y a otro la Isla del Esqueleto. El
fondo era de arena limpia. El chapuzón del ancla hizo levantarse nubes de pájaros que
giraban chillando sobre los bosques; pero en menos de un minuto volvieron a
posarse, y todo quedó otra vez en silencio.
El fondeadero estaba rodeado de tierra por todos lados, en medio de bosques; los
árboles llegaban hasta la marca de las mareas altas; las costas eran llanas por la
mayor parte, y las cumbres de los montes se alzaban alrededor, a cierta distancia, en
una especie de anfiteatro: una aquí y otra allá. Dos riachuelos, o mejor dicho, dos
pantanos, desembocaban en aquel lago, pues así podía llamársele, y el follaje en
aquella parte de la costa tenía como una especie de ponzoñoso lustre. Desde el barco
no podíamos ver nada de la casa o de la estacada, porque estaban enterradas entre los
árboles, y a no ser por el mapa que estaba en la cámara, pudiera creerse que éramos
los primeros que habían anclado allí desde que la isla surgió de los mares.
No se movía una bocanada de aire, y solo rompía el silencio el tronar de las
rompientes, a media milla de distancia, a lo largo de las playas y contra las rocas en el
exterior. Un olor raro, como de aguas estancadas, se cernía sobre el fondeadero: olor
de hojas en remojo y de troncos podridos. Vi que el doctor no hacía sino aspirar por
la nariz, como quien prueba un huevo que no está fresco.
—No sé si habrá por aquí tesoros —dijo—, pero apuesto la peluca a que hay
fiebre.
Pero si la conducta de los marineros había sido alarmante en los botes, cuando
volvieron a bordo se hizo francamente amenazadora. Se tendieron por cubierta en
grupos que charlaban y gruñían. La más ligera orden era recibida con miradas aviesas
y ejecutada rezongando y de mala gana. Hasta los marineros honrados se habían
contagiado, pues no había ninguno a bordo que pudiera servir de modelo a los otros.
Pese a los intentos de John Silver de suavizar las cosas, estaba claro que cualquier
motivo, por fútil o intrascendente que pudiera parecer, podría encender una chispa
que hiciese explotar la nave.
El propio capitán Smollet lo reconoció cuando, poco después, nos reunimos todos
en la cámara.
—Si me arriesgo a dar otra orden, se nos va a venir encima todo el barco. Ahora
mismo, señores, las cosas están así: Me dan una mala contestación; pues bien, si se la
devuelvo, los puños van a andar por el aire enseguida; si me callo, Silver va a ver que
hay gato encerrado, y el juego está descubierto.
—¿Y qué podemos hacer?
—Dejarles en paz. Quiero decir, demos a los marineros una tarde de asueto en
tierra. Si se van todos, nos apoderamos del barco y lo defenderemos. Si ninguno se
va… bueno, pues entonces nos fortificamos en la cámara y que Dios ayude a los
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buenos. Y si se van solo algunos, acuérdense de lo que les digo: Silver los traerá a
bordo tan mansos como corderos. No le interesa armar jaleo antes de tiempo y,
aunque no sé qué tiempo es ese, si hemos llegado hasta aquí, es que aún nos quiere
para algo. Echémoslos a tierra y entre medias busquemos cualquier cosa que dispare.
Nos miró fijamente y luego añadió, mirando al caballero Trelawney y con una
pizca de ironía:
—Esta es mi opinión, naturalmente. Solo mi opinión.
La pulla sobraba, estaba claro, puesto que todos estábamos ya en manos del
capitán y de su buen juicio. Así que explicamos la terrible situación a Tom, Joyce,
Redruth y Hunter y les dijimos que recogieran todas las armas que pudieran y se
atrincheraran con nosotros en la popa. Luego el capitán «premió» a los marineros con
una agradable tarde en tierra.
Todos estallaron en gritos de júbilo, como si tal vez creyeran que bajar a tierra
significaba ya ponerse a recoger puñados de oro y joyas, pero lo cierto es que, una
vez organizada la peculiar expedición en dos botes, solo seis de los marineros se
quedaron a bordo.
¿Que por qué me lancé sobre la proa de uno de ellos y me encontré de pronto
navegando hacia tierra en un bote lleno de piratas? Bueno, el impulso que tuve en ese
momento no supe explicarlo nunca, ni en el anterior relato que hice de este viaje ni
tampoco las veces que lo he narrado a mis conocidos o a mis propios hijos. Quizá
porque seis marineros contra seis de los nuestros me pareció un número igualado y
que me permitiría alejarme, puesto que en nada se me necesitaba entonces si había
lucha. O porque a lo mejor pensé que no podíamos dejar solos a los piratas y no saber
qué tramaban…
No lo sé. Hoy sigo sin saberlo, pero lo hice. Así que, después de una espectacular
regata entre los dos botes en la que tuve la suerte de estar en el que salió con cierta
ventaja, me encontré con que de pronto tocábamos tierra y con que yo saltaba como
un loco por la playa mientras oía detrás de mí la voz de Silver llamándome:
—¡Jim, Jim! ¡Vuelve, Jim!
Corriendo como un gamo me interné en la selva, justo cuando Silver me llamaba
de nuevo con unas palabras que ya no acerté a oír:
—¡Vuelve, Jim! ¡Vas derecho al pantano de los zombis!
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VII
MI AVENTURA EN TIERRA
Así que, mientras me gritaban cosas que apenas alcanzaba a escuchar, yo corría entre
la floresta, apartando helechos del tamaño de mi cuerpo y esquivando macizos
troncos de árboles. Corría un poco a lo loco, lo confieso, pero al mismo tiempo
tratando de poner la mayor distancia posible de por medio con el grupo de piratas.
Ante mí la selva iba poco a poco despejándose, cruzando una zona de suaves
ondulaciones enmarcada por extraños árboles retorcidos, semejantes a nuestros robles
pero con un follaje más pálido. Habiendo dejado atrás a los piratas y estando en una
senda fácil en una isla aún por explorar, viendo al fondo uno de los montes con su
cúspide alumbrada por el sol, mi joven corazón me empujó a seguir adelante,
alejándome de los oscuros pensamientos de peligros y zombis.
Mi camino me llevó a atravesar poco después una zona más pantanosa, rodeada
por sauces de gran tamaño, rodeados a su vez por una exuberante vegetación, cuyos
helechos me llegaban en ocasiones a la altura de los hombros pero que no me
impedían mi fogoso caminar, de modo que continué deseando alcanzar aquel monte
cada vez más cercano y poder echar un vistazo desde lo alto.
Y de pronto, con un vuelco en mi corazón, al girar la cabeza para ver el camino
que llevaba andado, me encontré ante un espectáculo dantesco, una escena que jamás
pensé que nadie pudiese ver y que, pese a comenzar de manera casi hasta inocente,
me provocó tal horror que fue lo que hizo que el relato de este viaje que todo el
mundo conoce se limitase a hablar de tesoros, piratas, barcos y cañonazos. Entonces
no podía contar aquello; no después de ver lo que vi en ese momento en la isla. Y a fe
que he tardado en poder hacerlo.
Un poco más abajo, y perfectamente visible por vestir de blanco y llevar un
pañuelo de tono morado anudado en la cabeza, venía uno de los marineros de La
Hispaniola llamándome a grandes voces. Al parecer, los gritos de Silver
reclamándome habían hecho que el grupo que había llegado a tierra se pusiera a
buscarme, por más que yo prefiriese que no me encontrasen, por aquello de no estar
seguro de quién era amigo y quién no.
No pude reconocerle al hallarse a relativa distancia y además medio oculto por la
floresta, pero el caso es que, sospechando que la mayoría de los que estaban en los
botes eran de la calaña de Long John, mi instinto me hizo agacharme y observar qué
dirección tomaba para irme yo por la opuesta. Y por eso mismo, por estar mirando,
fue por lo que vi la atrocidad que vino a continuación.
Fueron dos, salidos como por ensalmo a ambos lados del marinero. Altos,
delgados, con los miembros a punto de romperse, la piel hecha jirones, pero capaces
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de saltar y con las fauces —pues fauces y no boca tenían— abiertas. Se abalanzaron
sobre el marinero quien, sorprendido, apenas pudo protegerse la cara y caer derribado
por el que le atacaba por su izquierda, más cerca.
Al caer al suelo, el otro zombi, que estaba más lejos y por tanto había dado un
salto mayor, pasó por encima de ambos, ya que no encontró cuerpo alguno con el que
tropezar y, por lo tanto, aterrizó un par de metros más allá. Se revolvió justo cuando
el marinero, que sería pirata y rufián, pero al menos tenía agallas y ganas de
conservar su vida, forcejeaba con su atacante y lograba separarse de él lo justo para,
en un rápido gesto, sacar el cuchillo que llevaba en su faja y clavárselo.
El zombi aulló, pero se limitó a mirar el cuchillo que tenía atravesándole las
tripas, mientras el otro era el que se abalanzaba sobre el desdichado marinero. Este se
intentó proteger como pudo, pero mientras luchaba con uno el otro le rodeó y, desde
atrás, saltó sobre su cuello.
Un alarido espantoso, mucho más espeluznante que los que yo había oído hasta
entonces, atravesó la atmósfera y me llegó como si los tuviera a mi lado. Aterrado, vi
cómo los dos zombis mordían y destrozaban aquel cuerpo con sus manos convertidas
en garras, cómo en apenas un instante el que fuera un marinero de La Hispaniola se
había convertido en un informe montón de carne sanguinolenta a la que estaban
arrancando trozos salvajemente, a puro mordisco.
Horrorizado, con la funesta sensación de ser el siguiente, giré sobre mis talones y
eché a correr todo lo rápido que la selva me lo permitía. No me importaba nada, no
miraba hacia ningún sitio, solo corría sin dirección, lo más rápido que podía para
alejar a aquellos seres monstruosos de mí. Corrí, corrí todo lo que pude, y cuando mi
atribulado cerebro comenzó a pensar en algo más que en dos zombis devorando a un
ser humano, incluso lo hice trazando varios caminos, procurando no romper ramas o
aplastar hierbas que delatasen mi presencia.
Corrí hasta que el corazón, que había estado a punto de salírseme del pecho tres o
cuatro veces, me pidió que parase. Porque fue él, y mi falta de respiración, lo que me
hizo parar, ya que mis piernas querían seguir corriendo hasta llegar al mar o quizá,
incluso, a la misma Inglaterra.
El caso es que me detuve, apoyándome en el tronco de un árbol el tiempo
necesario para que mi respiración volviese a ser normal y mis jadeos entrecortados no
atronasen la isla entera. Una vez logrado eso, que me llevó una larga serie de
minutos, he de admitir, me aparté del árbol y miré a mi alrededor, tratando de
reconocer el lugar en el que estaba y, de paso, mi posible nuevo enemigo.
Porque lo había. De eso me di cuenta enseguida, no solo porque lo viese, sino
porque, como dicen los grandes soldados, lo olía. Y yo los olí, olí su muerte, su
repugnancia, su maldad, todo cuanto de malo queráis adjudicarles, pues lo tienen todo
y quizá, incluso, más de lo que habéis visto u os podéis imaginar.
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Ante mí había una pequeña charca, rodeada de árboles y helechos, pero tanto el
agua como la propia vegetación que la rodeaba aparecían turbias, sucias,
ennegrecidas por alguna extraña suerte de viento que solo soplase en aquel entorno.
El hedor era casi insoportable, ya os digo, pero la visión de dos extraños seres me
hizo quedarme allí, inmóvil tras el tronco de un árbol, mirando sin creer lo que mis
ojos me mostraban. Y es que nunca los había visto tan de cerca sin estar, al mismo
tiempo, luchando por mi vida, ni tampoco con tanta luz. Es más, creo ser de los pocos
—por no pecar de presunción no digo el único— que ha podido ver a uno de esos
zombis con tanto detalle y detenimiento sin perder la vida escasos segundos después,
y esto es, pues, lo que vi:
Junto a la charca había un hombre. O tal vez lo que en su día había sido un
hombre. Tenía su forma, sí, y dos piernas y dos brazos y una cabeza, y llevaba puesta
ropa de marinero, destrozada y sucia pero ropa al fin y al cabo. Pero sus manos… sus
manos eran apenas un puñado de sarmentosos gusanos que le servían de dedos, cinco
trocitos de hueso unidos por una escasa tira de piel ajada y desgarrada que parecía no
bastar para sujetarlos. Y aquellas manos entraron en el agua turbia y salieron poco
después con un alargado pez que aquella criatura, pues aún hoy me niego a llamarla
hombre, se llevó a la boca inmediatamente, comiéndolo mientras el desdichado
animal aún daba saltos intentando volver al agua.
Y a su lado, de pie, había otra criatura parecida, otro ser de apariencia también
humana, en cuyo rostro destacaban cruelmente los ojos hundidos y ensangrentados,
llenando unas cuencas exageradamente grandes y atrayendo toda la atención de quien
quiera que le mirase hacia aquella cara que más parecía una calavera colocada sobre
los hombros de un muerto.
Estaba horrorizado, lo admito, desconcertado y al mismo tiempo paralizado por el
terror. Aunque la noche que huimos del «Almirante Benbow» había sido una noche
oscura, las continuas y repetidas veces que había visto el dedo de Dirk apuntándome
malignamente habían grabado su rostro en mi mente, un rostro que estaba viendo
ahora mismo ante mí, comiendo pescado vivo. Si no era Dirk, que tal vez no lo fuese,
pues cómo habría podido llegar hasta allí, era sin duda alguien de su misma especie,
alguien que en modo alguno podía llamarse humano.
Así que ante mí tenía dos de aquellos zombis, que de criaturas de las tinieblas
habían pasado a ser criaturas sin más, pues eran capaces de salir y actuar a plena luz
del día, y detrás de mí al menos otros dos, pues vista su ferocidad, claro estaba que ya
habrían acabado de comerse al desgraciado marinero de La Hispaniola. Y
perdonadme la crudeza, pero tales fueron los hechos y, aunque no guste leerlo, no
solo lo mataron, sino que se lo comieron mientras yo corría.
Fue entonces cuando, abstraído como estaba, una mano, esta sí de hombre, me
tapó la boca y otra me agarró de tal forma que me volteó sin apenas dejar que me
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diese cuenta hasta arrojarme al suelo. Y cuando apenas me estaba preguntando qué
había podido pasar para que yo cambiase mi observatorio tras un árbol por una dura
roca del suelo, un rostro barbudo y sucio se acercó a mí, diciéndome:
—¡Shssss! ¡Silencio! ¡Silencio o somos hombres muertos! Traté de resistirme,
pero mi forcejeo fue cortado de raíz por la mayor fuerza de aquel hombre, que
insistía:
—¡No, no, no! ¡Silencio, silencio, joven amigo, o nos matarán! ¡No soy uno de
ellos! ¡Soy un hombre! ¡Soy uno de los tuyos! ¡Soy un hombre!
Tuvo que repetirlo varias veces, y yo mismo tuve que dejar de luchar para
comprender que, efectivamente, era un hombre lo que tenía ante mí. Un hombre
barbudo, delgado, vestido con un extraño y burdo traje hecho con piel de cabra y que
calzaba unos aun más extraños mocasines hechos del mismo material.
—¡Silencio, joven caballero!
Era más una petición que una orden. Era, en realidad, una advertencia, no otra
cosa. Así que me relajé, le di a entender como pude por señas que estaba de acuerdo
con él y que no gritaría, y entonces él, lentamente, retiró su mano de mi boca.
Lo agradecí como pocas veces, porque aquel hombre olía a cabra y a suciedad;
tanto, que ya tenía mis dudas de si el hedor de la charca provenía de las extrañas
criaturas o más bien de mi no menos extraño amigo. Pero, mirándole con un poco
más de detalle, no vi en él expresión alguna de fiereza o de deseos de matar. Cosa que
podría haber hecho mucho antes y con toda comodidad, dicho sea de paso.
De manera que, lentamente, se apartó de mí, insistiendo una vez más:
—Silencio, joven. Silencio, pues nos va la vida en ello.
—¿Quién sois? ¿Y qué son esas extrañas criaturas?
—¿Quién soy? —el extraño personaje ladeó la cabeza varias veces, como si le
costara recordarlo—. Soy… no sé quién soy. En otro tiempo fui marino, un buen
marino que hizo cosas malas llamado Ben Gunn. Sí, ese fui yo, luego ese puede que
siga siendo.
Aquel nombre me resultó levemente familiar, como si lo hubiese oído en alguna
otra parte, aunque no pude recordar dónde, evidentemente.
—Yo soy Jim Hawkins —contesté.
—Hawkins… Jim Hawkins —repitió Ben Gunn, como si por hacerlo fuese capaz
de retener mi nombre—. El joven marinero Jim Hawkins, pues supongo que marinero
sois y que habéis venido en ese barco…
—Sí, estáis en lo cierto…
Intenté levantarme, pero entonces Ben Gunn apoyó una de sus manos en mi
pecho y dijo:
—¡No! No os levantéis, joven marinero Hawkins, no aún. Agachados y en
silencio, así hemos de estar para salvar nuestras vidas… Seguidme, joven Hawkins,
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seguidme hasta lugar seguro…
Y al momento, sin preocuparse de si yo le seguía o no, Ben Gunn comenzó a
gatear por la selva, arrastrándose a veces entre la hierba, alejándose de la charca.
Lógicamente le seguí, pues ninguna intención tenía de permanecer al lado de
criaturas semejantes, y mi mayor agilidad me hizo alcanzarle enseguida, de manera
que pronto reptábamos los dos cómicamente, si no fuera porque la situación poco
tenía de cómica y más bien todo de terrible tragedia.
Al cabo de un buen trecho, cuando ya mis rodillas y mis codos habían dejado de
gruñir por el esfuerzo y se habían puesto a protestar abiertamente, mi extraño guía se
detuvo, se puso en pie de un brinco y hasta pareció olfatear el aire como un sabueso
que busca una pieza.
—Ya está, ya nos hemos librado de ellos —dijo—. Podéis levantaros, joven
amigo Hawkins.
—¿Estáis seguro? —pregunté incorporándome.
—Claro. ¿No lo veis? Apenas huele, ya no hay rastro de su hedor… ¿Acaso no lo
notáis?
—Lo único que noto es un olor a cabra. Un intenso olor a cabra, como si
estuviese rodeado por ellas.
—No, no, no, no… Solo estáis rodeado por mí, joven marino —sonrió Ben Gunn,
si es que a la mueca que me dedicó con su manchada y deteriorada boca se le podía
llamar una sonrisa—. La única cabra que veis soy yo, puesto que de ellas visto. Visto
ropa de cabra, bebo leche de cabra y como carne de cabra desde que me abandonaron
en esta isla maldita.
—¿Que os abandonaron? Pero… ¿quién pudo cometer tal atrocidad?
—Oh, no fue una atrocidad… No, no, señor, en su sucio corazón no fue una
atrocidad, creedme que fue un gesto de generosidad por mis buenos servicios en los
buenos tiempos… —Ben Gunn se inclinó un poco sobre mí cuando añadió—: El
capitán Flint creyó más generoso dejarme aquí en lugar de matarme.
Sentí un escalofrío al oír de nuevo aquel nombre. Y yo estaba otra vez ante uno
de sus hombres, aunque hay que decir en defensa de Ben Gunn que en modo alguno
parecía un terrible pirata y que no había mostrado intención de hacerme daño. Aun
así me quedé paralizado, cosa de la que se debió dar cuenta, porque enseguida me
dijo:
—¡Oh, no, joven Hawkins, no temáis! ¡No, no, no, no! Ya no soy uno de ellos. Lo
fui hace tiempo, sí, he de reconocerlo puesto que fueron muchas las maldades que
hice, pero ya no, ¡ya no! Esta isla llena de maldad ha tenido en mí el efecto contrario,
me ha hecho virar de bordo y ser… ser… una buena persona. Os lo juro…
Me miraba, suplicante, como si temiera que fuese yo quien le fuera a hacer daño.
Y cierto era que no parecía en modo alguno peligroso, ni poseedor de malas
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intenciones.
—Creedme, joven marinero Hawkins, que mis días de abordajes han quedado
atrás, tan atrás como los años que llevo aquí purgando mis culpas… Solo,
abandonado de todos y sin un mal trozo de queso que llevarme a la boca… —De
pronto me miró fijamente y me agarró de las solapas, diciéndome—: ¿No tendréis un
trozo de queso, joven amigo Hawkins? ¿Un pequeño, simple y delicado trozo de
queso que poder llevarme a la boca después de tantos años? ¡Unas migajas! ¿Unas
migajas, tal vez, en el forro de vuestra casaca? Una migaja de queso para el pobre
desgraciado de Ben Gunn en alguno de vuestros bolsillos…
Me costó liberarme, y más aun me costó convencerle de que ni en el más remoto
de mis bolsillos había una triste migaja de queso, pero finalmente pude soltarme de
nuevo.
—Ahora mismo no, pero si me ayudáis a volver con mis amigos, seguro que el
doctor Livesey os dará un buen trozo de queso, tenéis mi palabra.
—Ah, joven Hawkins, ¡gracias! ¡Gracias! Oh, perdonadme, perdonad a este viejo
Ben Gunn, llevo solo tanto tiempo que ni siquiera sé cómo dar las gracias por esto…
—Bien hecho está, descuidad —a mi pesar, creo que hasta sonreí y todo—. Y
ahora acompañadme y ayudadme a encontrar a mis amigos.
—Sí, sí, eso haremos… Estarán a bordo de vuestra nave, ¿verdad? Nobles
marineros como vos…
En ese punto me detuve y Ben Gunn me miró fijamente. Comprendiendo la
situación, apoyé una mano en su hombro y le conté con pesar que a bordo,
precisamente a bordo, sí se encontraban mis amigos, pero sitiados por sus antiguos
compañeros de armas, la tripulación de Flint a la que habíamos traído sin saberlo.
Ben Gunn se derrumbó en el suelo, sentándose de igual modo que como se arroja
un fardo y cubriéndose el rostro con las manos. Mientras yo le contaba la suerte de
engaños en la que habíamos caído, viajando sin saberlo con un grupo de rufianes,
Gunn apenas se movió y creo que incluso sollozaba de puro miedo, aunque no podría
jurarlo puesto que apenas hacía unos extraños movimientos y a veces más que llorar
parecía que reía. Sin embargo, cuando terminé de exponerle la situación, el antiguo
pirata se levantó y sacudió la cabeza para tratar de librarse de la tristeza que se había
apoderado de él.
—Vayamos, vayamos, joven marino Hawkins, en busca de vuestros amigos
honrados, si es que alguno de ellos es tal cosa y si es que siguen vivos. Pues debéis
saber que, además de los piratas, en esta isla hay que tener cuidado con las criaturas
que la habitan…
¡Las criaturas! Las había olvidado, fascinado por el encuentro con Ben Gunn.
—¡Las criaturas! ¿Qué son esos seres? Porque parecen hombres, pero al mismo
tiempo no lo parecen…
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Ben Gunn se detuvo y me agarró febrilmente del brazo.
—¡No lo son! No son hombres, señor Hawkins. No, no, vive Dios que no… No
son hombres, a decir verdad. Hubo un tiempo en que lo fueron, sí, cierto es, mas no
ahora.
—Pero… ¿qué son? —insistí—. ¿Son esos zombis?
—Los españoles los llaman zombis, sí, decís bien —me susurró—. Los
descubrieron cuando llegaron al Nuevo Mundo, y contra ellos libraron cruentas
batallas por todas las islas. Pero ni siquiera los españoles, escuchadme bien, joven
marinero Hawkins, que son quienes han podido vencerles, saben lo que son. Criaturas
que murieron pero que se quedaron en el mundo de los vivos… Hombres que están
muertos, que no hablan, no sienten ni respiran como vos o como yo, pero que
caminan… y matan. Seres que se alimentan de carne humana, que matan y se comen
a uno, y a la vez muerden y transforman a otro en lo que son, para asegurarse de que
siempre habrá zombis… Son hijos del demonio, joven Hawkins, criaturas de Satanás
que caminan por la tierra para llevar la muerte y la desolación allá donde van.
Me quedé petrificado, con el corazón encogido de miedo, pero en ese momento
un atronador cañonazo recorrió la límpida atmósfera trayendo hasta nosotros su
estampido.
—¡Cañones! —gritó Ben Gunn—. ¡Cañones! ¡Guerra! ¡Muerte!
Comenzó a gritar, dando saltos, pero yo me desasí de su brazo y eché a correr en
dirección al cañonazo, atravesando la selva. Ben Gunn, en cuanto se vio solo,
emprendió la marcha detrás de mí, llamándome, pero su voz apenas me llegó
distorsionada por un nuevo estampido tan poderoso como el anterior.
Coroné una pequeña cumbre y de pronto me detuve, asombrado. Ben Gunn me
alcanzó y también se detuvo, quedándose aun más asombrado que yo y con la boca,
literalmente, abierta.
Porque ante nosotros, orgullosa y desafiante, lejana pero perfectamente visible, se
alzaba la bandera de Inglaterra.
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VIII
EL ABANDONO DE LA HISPANIOLA
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expuestos a los asaltantes. Los que estuvieran en la casa de troncos tendrían a
aquellos a su merced; podían estar tranquilos y seguros a cubierto y cazar a los otros
como perdices. No necesitaban sino estar alerta y tener provisiones, pues, a menos
que los sorprendieran, podían defender el fortín contra un regimiento.
Además de ser fuerte, contaba con un manantial propio que aseguraba el
suministro de agua. Desde luego, si Flint había levantado aquello, lo había hecho
bien. Pero sus reflexiones se vieron interrumpidas por un grito agudo, un grito que él,
antiguo médico militar pero también soldado combatiente en la batalla de Fontenoy,
reconoció en el acto como el grito de alguien que se muere en medio de atroces
sufrimientos.
Regresó el doctor con Hunter a bordo, sin perder el tiempo en averiguar qué había
sucedido, pues su instinto le decía que mejor era correr ahora y preguntar después que
no quedarse a saber y encontrarse con algo que a nadie le gustaría. O, por mejor
decir, más que remar, voló con toda la velocidad que pudo sacar de sus brazos,
exponiendo al capitán cuanto había visto una vez puso el pie en la goleta.
Smollet asintió, conviniendo con todos en que estarían mejor en el fortín que en la
cámara de La Hispaniola, y luego, en voz baja, señaló con la cabeza al castillo de
proa, diciendo:
—Mejor será que alguien vigile a esos canallas mientras recogemos nuestras
velas. Y mejor, ya puestos, recogemos a toda prisa.
Convinieron pues, y aprovechando que el grupo de piratas estaba descansando,
colocar a Tom y a Redruth en la crujía, parapetados tras una tosca barricada pero
armados con cuatro mosquetes, mientras el capitán Smollet cerraba la escotilla de
cubierta, dejando a los amotinados encerrados. El éxito de tales precauciones pudo
comprobarse en cuanto oyeron al capitán, ya que los más rápidos trataron de ganar la
cámara, pero un disparo de Redruth les hizo volverse por donde habían venido,
mascullando entre maldiciones su particular encarcelamiento.
Tal y como dijera el capitán, se cargó de nuevo el chinchorro con pólvora, víveres
y mantas, embarcaron en él Joyce y el doctor, y partieron al fortín para avituallarlo.
El doctor observó entonces que, en el lugar donde antes estaban los botes de los
piratas, uno de ellos estaba inclinado sobre una de las canoas y del otro no había ni
rastro; por tanto, no los vieron pasar.
Confiados en aquel detalle de buena suerte, trasladaron los pertrechos al fortín,
quedándose Joyce en él mientras el doctor regresaba a La Hispaniola. Al hacerlo por
el mismo sitio, volvió a darse de bruces con los botes de los amotinados, y volvió de
nuevo a ver al pirata inclinado sobre uno de ellos. Intrigado, el doctor dejó de remar,
observando para tratar de averiguar qué era tan importante para estar con la cabeza
fija dentro del bote durante tanto tiempo.
Y todavía pasó un poco más hasta que, por fin, el pirata se levantó. Y lo hizo
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dejando ver, pese a la distancia, una cara ensangrentada que, además, sujetaba aún
entre los dientes un trozo de carne que comía con deleite mientras se ayudaba de una
larga y afilada mano. Porque la otra la tenía baja, sujetando por los cabellos como si
fuese una simple malla de pescados la cabeza arrancada del pirata de La Hispaniola.
Pese a su experiencia militar y su temple y fortaleza habitual, al doctor la sangre
se le heló en las venas ante semejante horror. Tomando los remos, se dirigió como
una flecha a La Hispaniola, no deteniéndose hasta que saltó a cubierta y se encontró
rodeado de sus compañeros. Para entonces, con todo, ya había logrado recuperar su
presencia de ánimo, de modo que se apartó de los demás y llevó al capitán Smollet
por un brazo hasta el lugar más alejado de la cámara.
—¿Habéis topado con esos canallas? —preguntó el capitán, inquieto—. Porque
algo os ha sucedido y os ha alterado de un modo que no es normal en vos…
—Decidme, capitán… —apremió el doctor Livesey en un susurro—. Quienes os
hablaron de los zombis, ¿qué os dijeron exactamente?
El capitán dirigió una rápida mirada a su alrededor, y viendo que ambos estaban
más o menos solos mientras los demás se afanaban en cargar el chinchorro, bajó
también la voz cuando contestó:
—Pues que son seres ni vivos ni muertos; antaño fueron hombres que murieron y
vagan por este mundo matando gente y convirtiendo a otros en zombis.
—¿Qué más? Recordad cuanto podáis, capitán —insistió el doctor.
Smollet hizo un gesto de impaciencia, quizá consigo mismo. Luego añadió:
—Bien, se dice que son muy feroces y fuertes; un hombre robusto apenas puede
ofrecer resistencia en uno de sus ataques. Salen de noche y a veces atacan en grupo…
El doctor Livesey detuvo al capitán con un gesto.
—Salen de noche, decís… Pues no serán estos. —Miró al capitán con seriedad y
añadió en voz aun más baja—: He visto a uno comiéndose, y cuando os digo
comiéndose es que comía como si fuera un filete, a uno de los piratas que habían
quedado custodiando las canoas en las que bajaron a tierra.
—¿¡Cómo!? —Smollet se estremeció y no pudo evitar la exclamación, aunque
luego volvió a bajar la voz cuando añadió—: ¿Estáis seguro, doctor?
—Tan seguro como estoy de que vos y yo estamos hablando ahora mismo. Esos
seres son capaces de salir a plena luz del día; son feroces, doy cuanta fe sea necesaria
porque os repito que he visto a uno de ellos comerse la cabeza de un pirata, y lo que
más me preocupa es que para defender nuestro fuerte ahora mismo solo está el bueno
de Joyce en tierra.
—Aperitivo o postre para los zombis, depende de qué hayan comido antes —
gruñó el capitán—. Bien, doctor, no tenemos tiempo que perder. Id pues raudo al
fuerte y aguantad hasta que lleguemos los demás.
—Dos en vez de uno tampoco arreglaremos mucho las cosas —reconoció el
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doctor Livesey—. Tal vez sea mejor que embarquemos todos.
—Tenéis razón, doctor. Y mejor antes que después. ¡Vamos!
Se cargó de nuevo la lancha, se preparó a toda la gente con cuantas armas se
pudo, aunque sin decir nada del zombi visto por el doctor, y ya con todos listos y a
bordo, incluido el bueno de Redruth, el capitán Smollet se dirigió al castillo de proa
con una pistola en la mano.
—¡Eh, los de abajo! —llamó—. ¿Me oís?
Nada le respondió, pero el capitán estaba seguro de ser escuchado, de modo que
insistió mientras abría la escotilla:
—Es a ti, Abraham Gray, a quien hablo. Voy a dejar este barco y te mando que
sigas a tu capitán. Sé que eres un buen hombre, así que sé inteligente además de
bueno y abandona a esa chusma. Tengo el reloj en la mano y te doy treinta segundos
para venirte conmigo.
Por un momento no sucedió nada, pero luego se escucharon voces, golpes y
gritos, y por fin el bueno de Gray salió disparado, recomponiéndose las ropas y sin
hacer caso a la sangre que brotaba levemente de su labio, señal de que había
abandonado a sus compañeros repartiendo y recibiendo algunos puñetazos.
—Estoy con usted, capitán.
De modo que cerraron de nuevo la escotilla y embarcaron en el bote, alejándose
todos ellos de la goleta.
Así pues, cargados hasta los bordes, con el agua entrando cada poco en el
chinchorro, realizaban mis compañeros su último viaje deseando estar lo antes
posible en el fortín. El pequeño bote se movía a tirones, y pronto pasó frente a las
canoas usadas por los piratas, momento en que tanto Livesey como Smollet
contuvieron la respiración; más incluso el primero que el segundo. Pero donde antes
hubiese una infame y sangrienta escena, ahora ya no había nadie: el zombi, una vez
alimentado, se había ido para gran alivio del doctor y el capitán.
En esos pensamientos estaban ambos cuando unos ruidos que procedían de La
Hispaniola les llamaron la atención y, al girarse para ver el barco que abandonaban,
vieron con cierto temor a un puñado de marineros corriendo de proa a popa.
—Los rufianes se han escapado —apuntó innecesariamente el caballero
Trelawney.
—Eso ya es lo de menos —repuso el doctor Livesey—. Lo de más es ver qué
canallada preparan ahora…
Como respondiendo a sus palabras, vieron con horror que los piratas arrastraban
uno de los cañones de cubierta para emplazarlo en la popa, en dirección al
chinchorro.
—Israel Hands era el artillero de Flint —dijo Gray con voz sorda.
Lógicamente, todos miraron a la popa de La Hispaniola buscando a Hands. Y,
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lógicamente, lo encontraron de pie, mirándoles fijamente mientras dirigía las
maniobras con el cañón.
—¿Quién es el mejor tirador de los que estamos aquí? —preguntó el capitán
Smollet.
—El caballero Trelawney, de largo —respondió el doctor.
—Caballero —dijo entonces el capitán, aparentemente sin perder la calma—. Os
rogaría pues que hicierais honor a vuestra fama y tuvierais la bondad de quitarme de
en medio a alguno de esos bellacos. A Hands, si puede ser, ya puestos.
El caballero Trelawney asintió y, tras acomodarse en su banco, se echó el
mosquete a la cara. A un gesto suyo, se levantaron los remos para mover el
chinchorro lo menos posible y permitirle hacer puntería, pero cuando el caballero
disparó y se vio caer a uno de ellos, la alegría no fue la esperada, ya que Hands se
había agachado para comprobar la mecha y el caído era uno de sus compañeros.
—Buen disparo, caballero.
—Sí, pero Hands se ha escapado…
La respuesta fue un violento cañonazo que pareció reventar las aguas del mar
cuando se hundió a pocos pasos del bote, haciéndolo tambalearse y llenándolo de
agua. Empapados y —por qué no confesarlo a estas alturas, cuando no se nos ha de
restar un ápice de valor por reconocer uno de los muchos momentos de terror vividos
en la isla— muertos de miedo por lo cerca que habían estado de morir destrozados
por una bala de cañón, unos comenzaron a achicar el agua mientras otros remaban
con más brío si cabe.
—Están cargando otra vez —advirtió Gray, que desde su banco veía de frente a
los piratas—. Y me da que Israel no falla dos veces…
Con el corazón encogido, el caballero Trelawney disparó de nuevo, pero esta vez
su bala se estrelló contra el mamparo de popa. La tripulación del chinchorro intentó
remar más deprisa, si es que aquello era aún posible, pero las cartas ya estaban todas
sobre la mesa y el cañón retumbó de nuevo. Y, como Gray se había temido, Israel
Hands tenía la fama de buen artillero que tenía porque raro era que fallase dos veces
en el mismo blanco.
El chinchorro saltó por los aires empujando hombres, armas y pertrechos junto a
los pedazos de madera de su estructura reventada de un solo golpe. El humo se disipó
poco a poco sobre las cálidas aguas y solo entonces se acertó a ver alguna cabeza
flotando sobre el mar, al menos que flotase aún unida a su cuerpo vivo. El doctor y el
caballero habían caído juntos y ambos aferraban los dos extremos de un barril, con
las ropas destrozadas y algunos cortes y heridas. Gray estaba un poco más allá,
expulsando agua de mar y sangre por la nariz, la boca y hasta los oídos, pero Tom no
había tenido tanta suerte, puesto que flotaba boca abajo con el pecho desgarrado y la
muerte llevándoselo a otro lugar mejor. Los restos del chinchorro rodeaban al
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asustado círculo de hombres heridos.
De La Hispaniola llegaron gritos y voces de alegría. Hands lanzó un último
vistazo y, viendo apenas cuerpos flotando, maderas reventadas y el rojo de la sangre
en el agua, escupió despectivamente y ordenó a sus hombres mientras daba un suave
puntapié al cañón:
—Cinco menos, y ya era hora. Poned esto en su sitio; puede que nos haga falta
luego.
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IX
De modo que tales fueron los cañonazos que oí, y que la bandera inglesa que se
alzaba orgullosa era la que el capitán Smollet había ordenado llevar a tierra en el
primer envío para tomar posesión, oficialmente, de aquella plaza en nombre de la
Corona. Que al buen rey le importase un ardite aquel trozo de tierra no era óbice para
que sus marinos cumpliesen con su deber, después de todo.
Así que, tras calmar como buenamente pude al asustado Ben Gunn y
prometiéndole un posterior encuentro ya con el ansiado queso en mis bolsillos, corrí
hacia el fortín —en realidad, con el paso de los años, me he dado cuenta de que
apenas hice otra cosa que correr en todas direcciones y en todos los lugares desde que
comenzara aquella aventura en la vieja posada del «Almirante Benbow»—, apartando
cuantos helechos, lianas y maleza me impedían el paso.
Cuando llegué junto a la empalizada, jadeante, traté de encontrar la puerta, pero
en realidad, mis propios compañeros, empapados por el baño forzado por el cañonazo
de Hands, fueron quienes me encontraron a mí, de modo que entramos todos juntos
poniéndonos a salvo.
Al calor de un buen fuego y ropa seca, nos pusimos al día de nuestros asuntos,
despachados respectivamente desde que nos habíamos separado a bordo de La
Hispaniola, y mientras yo daba detalle de Ben Gunn, de su pasión por el queso y de
las dos extrañas criaturas vistas en la charca, el doctor Livesey me informó punto por
punto del abandono del barco, de los cañonazos y de cuál era nuestra situación,
sitiados en un pequeño fuerte y rodeados de enemigos por tierra y mar. Quién sabe si
también por aire, si es que la tripulación de Flint había aprendido a volar.
Convinimos, pues, en reponer fuerzas, descansar, reflexionar y preparar algo que
hacer, pero ya al día siguiente, teniendo en cuenta que se acercaba la noche y que más
allá de la empalizada no había otra cosa sino enemigos. Y si unos —los piratas—
eran reconocidos por su ferocidad y crueldad en la lucha, los otros —los zombis—
hacían de los primeros poco más que un grupo de chicuelos a la salida de la iglesia.
Cenamos frugalmente algo de tocino y carne seca, regado con vino y alguna
galleta de postre. El capitán consideró conveniente repartir una ración extra de ron
para tratar de animarnos un poco ante la que, inevitablemente, se nos vendría encima,
y hasta yo tuve mi vaso.
Luego, sables en la cintura y mosquetes listos, puesto que empezaba una de las
noches más largas de nuestra vida, por más que el sol aún estuviese en el cielo.
Supongo que quien conozca la historia recordará, y quien no al menos imaginará,
el ataque de los piratas al fortín. Pero si en su día lo narré lo mejor que pude, se me
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permitirá ahora que lo que escriba sea, esta vez sí, TODO cuanto sucedió en el asalto.
No en el primero, el que todo el mundo conoce y en el que rechazamos su brioso pero
torpe ataque, sino en el segundo, en el que hicieron apenas unos cuantos pero cuya
ferocidad y determinación terminó por abrir una brecha en nuestras defensas y dejar
un saldo horrible de muertos y destrozos en nuestras menguadas fuerzas.
Si esperábamos un pequeño respiro tras nuestra primera victoria, efímera y fugaz
a todas luces como comprobamos después, nos equivocamos al no saber contra quién
o contra qué estábamos luchando realmente. Aún hoy, cuando la edad me tiene
postrado de sillón en sillón y de cama en cama, me estremezco y tiemblo al recordar
aquellos dos hombres saltando el muro exterior, y a aquel otro arrojando al suelo el
cadáver del bueno de Joyce antes de lanzarme, con el hacha de abordaje
ensangrentada en la mano, una mirada tal que hizo que el infame dedo de Dirk que
me apuntó en el «Almirante Benbow» fuese desde entonces apenas un saludo.
Sí, he de confesarlo. A punto estuvimos de morir de puro miedo, del terror más
animal y primitivo. Todos nosotros, incluso quienes más nervio tenían. Bien pensé
que antes caeríamos víctimas del pánico que de los sables, de ese pánico que brota
del interior de uno, recorriéndolo como un reguero de pólvora y terminando por
hacerle explotar, sin dejar el más mínimo resquicio ni para respirar. Y lo que me
parece más increíble de todo es, precisamente, que no hubiese sucedido.
Juro que cuento la verdad. Lo juro por Dios, por los santos, por la Virgen y por
cuanto haga falta. Lo juro con lágrimas en los ojos y con el corazón encogido todavía
hoy, cuando escribo esto estremeciéndome con cada soplo de la brisa como si de
nuevo estuviese frente a aquellos seres que nosotros creíamos piratas. Juro por cuanto
queráis, en el modo que queráis, e incluso en la fe o creencia religiosa que profeséis
todos y cada uno de vosotros, que aconteció todo como os lo cuento a continuación,
sin ahorrarme detalle alguno. Y a aquellos que consideren que mi relato abusa de la
sangre y del miedo, les diré que imaginen entonces cómo nos sentimos nosotros, que
realmente nos hallamos frente a ellos en una noche de pólvora y sangre… después de
creer que ya habíamos luchado y vencido.
Atardecía cuando, fuera de la empalizada, una calma demasiado extraña se
adueñó del bosque. Una calma opresora, nada habitual, un silencio pesado que no
auguraba nada bueno. Tan poco bueno auguraba que el capitán, curtido en combates
en mar y tierra, ordenó cargar las armas y distribuir mosquetes y pólvora entre todos
nosotros, yo incluido, por más ridículo que resultase armado con un pesado mosquete
casi tan alto como yo.
Y así estábamos cuando retumbó el primer disparo, y luego el segundo y luego un
tercero antes de que una descarga cerrada se estrellase contra la empalizada.
Encogidos, aguantamos el fuego enemigo y comenzamos a mirar por las ranuras entre
los troncos y las aspilleras, descubriendo un grupo de unos diez o doce piratas,
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mandados por el contramaestre Job Anderson, que cargaban casi a pecho descubierto.
Coláronse los mosquetes por las aspilleras, amartillamos y disparamos como Dios
nos dio a entender, unos con mejor puntería que otros, pero varios cuerpos se
quedaron en el camino, muertos o heridos los más. La eficacia de nuestra descarga
hizo vacilar su empuje, ya que los abordajes y las cargas casi suicidas de los piratas
se sustentan, las más de las veces, en el número de bellacos que ataca, y esta vez era
más bien escaso. Con todo, los que habían cargado sus pistolas las utilizaron de
nuevo, obligándonos a apartarnos de la empalizada si no queríamos tener algo más
que un disgusto. Empujados hacia atrás, apenas nos dio tiempo a ver cómo tres de
ellos ganaban la empalizada y, agachándose junto a uno de los troncos, abrían brecha
con una carga de pólvora.
El estampido de su pequeña bomba nos cogió por sorpresa y levantó tres troncos,
espacio suficiente para que los más audaces y los más rápidos de ellos entrasen por la
brecha armados con sus sables. El capitán Smollet, el doctor y Hunter acudieron
presta y resueltamente a cubrir el hueco, mientras Gray y el caballero Trelawney
mantenían a los demás a raya con sus disparos.
En cuanto descargué mi mosquete, por lo que pude ver sin acierto, lo dejé en mi
puesto en la empalizada y me lancé al grupo donde el capitán Smollet luchaba contra
uno de ellos espada en mano. Viendo que se las arreglaba perfectamente sin mi
ayuda, acudí junto a Hunter y entre los dos rechazamos a uno de los piratas, que huyó
cobardemente sangrando por un brazo y una pierna. En cuanto le pusimos en fuga nos
dimos la vuelta, pero ya vimos que tanto Smollet como Livesey rechazaban a su vez a
sus pares y que el ataque se perdía tan rápidamente como había comenzado.
—¡Se van! —exclamó triunfalmente el caballero Trelawney.
—Sí… y se llevan a sus muertos —gruñó el capitán Smollet, observando con
precaución desde una aspillera.
—¿Importa eso, acaso?
—Sin cuerpos derribados no sabemos a cuántos hemos matado o herido realmente
y, por lo tanto, no sabemos en qué estado están sus fuerzas ahora mismo —respondió
el capitán sin quitar ojo de los movimientos de los piratas—. Y me gustaría saberlo,
la verdad, aunque apostaría que al menos tres o cuatro no se levantarán más.
Esas palabras hicieron que todos nos pegásemos al muro para tratar de ver lo que
hacían nuestros rivales.
—Tal vez sean cinco, si ese que arrastran ahí está como parece… —apuntó Gray.
—Me temo que no —negó el doctor Livesey—. Parece que solo sangra de una
pierna y eso no suele matar a nadie.
—¡En fin! —el capitán se apartó del muro con una exclamación en cuanto el
último pirata se hubo perdido en la espesura—. Sea como sea, nosotros les hemos
hecho daño y ellos han roto tres troncos. Buen resultado, a fe mía. Pero arreglemos
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esto antes de que termine por anochecer y nos vaya a crear más problemas.
Recogimos las armas, encomendando a Joyce que las cargase de nuevo, y Gray y
yo fuimos a buscar herramientas adecuadas para recomponer el muro. Y mientras
entrábamos en la cabaña en busca de algo que pudiera sernos útil, escuchamos el
grito de terror más horrible que hubiésemos oído nunca, un alarido animal que no
podía haber brotado de ninguna garganta humana.
Salimos a todo correr de la cabaña y yo entonces no reparé en que Gray, quizá
movido por la experiencia, lo hacía cazando al vuelo un sable, de modo que salió ya
armado y listo para lo que fuese. Claro que, en verdad os digo que nadie, nunca, está
preparado para lo que vimos. Ni lo estuvimos entonces ni, os lo juro, lo estaría hoy de
nuevo pese a haber luchado con ellos y haberles incluso vencido en alguna ocasión.
Ante nosotros se dibujaba un cuadro sencillamente atroz. Cuatro criaturas, porque
tal cosa eran y no hombres pese a su apariencia, acababan de reventar la brecha
abierta por los piratas y entraban en nuestro fortín gritando y rugiendo. Y cuando
digo rugiendo, digo rugiendo de verdad, como bestias feroces de la selva. Si mis
compañeros se quedaron petrificados ante aquella aparición, yo lo hice aun más,
puesto que reconocí entre ellos a los que había visto junto a la charca aquella misma
mañana en compañía de Ben Gunn.
El primero de los zombis se lanzó sobre Joyce, arrojándolo al suelo y
destrozándolo casi con sus propias manos. La caída de nuestro compañero tuvo el
efecto de hacer que nos moviéramos, al darnos cuenta de que nuestras vidas, ahora
más que nunca, estaban en juego y que encima teníamos todas las de perder.
La noche se llenó de gritos, imprecaciones y choque de armas. Los zombis
cargaron con una fuerza casi irresistible, armándose con cuanto encontraron, de
forma que pronto sus manos muertas nos atacaron con espadas y hachas, haciéndonos
retroceder y buscar auxilio unos en otros. Algo me golpeó violentamente la cabeza,
derribándome en medio de un charco de sangre que manaba de la brecha de mi frente,
y si no me devoraron a continuación, fue porque algún compañero, nunca supe ni
sabré quién, atacó al zombi y le distrajo lo suficiente para salvar mi vida.
Derrotados, asustados, enloquecidos por un enemigo surgido, este sí, desde el
mismísimo infierno, nuestro grupo se deshacía como esos modernos azucarillos que
se vierten en el té. Solo Gray parecía saber cómo enfrentarse a ellos realmente, o al
menos tenía la buena fortuna de poder rechazarlos. Con un sable de ancha hoja en la
diestra y un hacha en la siniestra, nuestro valiente marinero había clavado sus pies en
la tierra, justo delante del manantial, y no cedía un milímetro pese al feroz ataque que
estaba soportando, ya que dos zombis armados con espadas trataban de herirle
primero y de lanzarse contra su cuello después, o tal vez todo al mismo tiempo.
Como yo seguía en tierra, y he de confesar que con poco ánimo y menos fuerzas
para levantarme, pude ver cómo Gray daba estocadas sin cuento con las que mantenía
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lejos de sí a los zombis. En una de estas, su sable trabó la espada de uno de ellos y,
haciendo gala de la misma ferocidad con la que era atacado, Gray lanzó su hacha
cercenando el brazo armado del zombi.
La criatura retrocedió unos pasos, aullando, mientras Gray se revolvía contra el
otro, que le acosaba sin inmutarse por la horrible suerte de su compañero. Lo cual era
normal, porque el zombi manco se limitó a recoger la espada con su brazo útil y
volver al ataque. Gray no se amilanó, qué arrojo el suyo, y continuó bregando con
ellos hasta dar un tremendo sablazo en la cabeza al que tenía los dos brazos. Un golpe
semejante hubiera derribado, con la cabeza abierta, al más feroz de los guerreros,
pero el zombi solo cayó al suelo con un rugido sordo para levantarse de nuevo.
Traté de arrastrarme hasta allí, quise hacerlo para ayudarle, pero me fallaron las
fuerzas justo cuando me volvía la presencia de ánimo. Afortunadamente para Gray, el
capitán Smollet apartó de sí a uno de los zombis de un vigoroso golpe con la culata
de un mosquete y se lanzó al manantial, justo cuando todas las criaturas, y cuando
digo todas es que eran todas, se echaban encima de Gray. Habían descubierto quién
era, de todos nosotros, quien realmente podía hacerles daño.
Gray, ahora sí, retrocedió en busca de una pared donde apoyarse y evitar que le
rodeasen, lanzando maldiciones mientras blandía sable y hacha y juraba a los cuatro
vientos que devolvería a aquellos engendros al infierno antes de que lo sacaran de allí
con los pies por delante. Los zombis —ya no sé si tres, cuatro, cinco o seis—
parecían ni sentir la hoja de su sable, que los hería y cortaba con fiereza, hasta que, de
repente, uno de ellos aulló aun más, gritando como un animal, y salió corriendo.
Las llamas envolvían su cuerpo. El doctor Livesey, que llegaba sin aliento desde
la parte de atrás, gritó algo al capitán Smollet, que blandía una antorcha, y, a su vez,
cogió el mango de un hacha y, tras regarlo con la pólvora de una pistola caída, le
prendió fuego, corriendo resueltamente al encuentro con los zombis.
Dos de ellos habían logrado, por fin, arrojar a Gray al suelo, pero aun así, el bravo
marino se defendía desesperadamente, sin dejar que le mordiesen. Los demás, heridos
y quizá asustados por el fuego, empezaron a retroceder, dejando solos a los atacantes
de Gray, quienes, al ver cómo estaba ahora la situación y empujados por el hacha que
este aún lograba manejar con una mano y con la que lanzaba golpes sin denuedo, se
levantaron y, tras emitir varios rugidos, huyeron también, escapando del fortín por la
brecha que ellos mismos habían abierto.
—¡Agrupaos! —rugió Smollet—. ¡Todos conmigo!
Gray se levantó con dificultad, mientras Livesey me ayudaba a arrastrarme hasta
el manantial. El caballero Trelawney se acercó tambaleándose, sangrando por una
herida del brazo, mientras los demás mirábamos en derredor en busca de más
compañeros.
Los encontramos, vaya si los encontramos. El bueno de Joyce yacía de bruces en
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el suelo, destrozado por dos violentos hachazos dados a traición y casi devorado por
uno de aquellos horribles seres. Hunter estaba clavado en la pared de la cabaña, con
la hoja de una espada rota sujetándole y la cabeza casi separada de su cuerpo debido a
los feroces mordiscos con los que dos zombis casi le habían cercenado el cuello. En
cuanto al viejo Redruth, estaba junto a la empalizada, cerca de la brecha abierta por
las criaturas, tendido en el suelo en un charco de sangre que más parecía un océano
que un charco.
—Santo Dios… —murmuró el caballero Trelawney—. ¿Qué eran esos seres?
—Zombis, señor mío —respondió el capitán Smollet, iluminando el terreno con
la luz de su antorcha—. Zombis. Ahora ya puede unir el testimonio de su pelea contra
ellos a los de los borrachos de Bristol que me hablaron de ellos.
Nadie, salvo quizá él mismo, se dio cuenta de la pulla que, nuevamente de un
modo innecesario, le acababa de dedicar. Porque, a la luz de la antorcha que el
capitán movía, descubrimos con horror un macabro círculo de brazos, dedos, una
mano, piernas… miembros humanos, o casi humanos, que Gray había cortado en su
desesperada lucha por proteger el manantial y a sí mismo.
—Amigo mío —dijo Smollet con profunda y sincera admiración—, si salimos de
esta y en un futuro me veo envuelto en cualquier otra aventura de armas, no quiero
estar con nadie a mi lado que no sea usted. Se lo juro. En mi vida he visto luchar de
un modo semejante, ni a nobles, ni a piratas, ni a los más avezados guerreros.
—Gracias, capitán —jadeó Gray, que aún respiraba afanosamente, tratando de
recuperarse del tremendo esfuerzo.
—Vive Dios que el capitán tiene razón —corroboró el doctor Livesey—. Lógico
es que los zombis le atacaran a usted, puesto que salta a la vista que es el único de
nosotros que ha sido capaz de hacerles frente con éxito. Y de qué manera.
—Gracias, doctor.
—Cortar miembros y fuego. He aquí la fórmula —murmuró el capitán Smollet.
Luego, mirando los cadáveres de nuestros compañeros, añadió en voz baja—:
Lástima el precio que hemos pagado por tal enseñanza.
Por un momento nadie más supo qué decir, pero de nuevo el pragmatismo del
doctor Livesey se impuso al dolor de nuestras heridas y de la pérdida de nuestros
compañeros.
—Aún no ha acabado. Quememos estos miembros, cerremos la brecha y
encendamos la hoguera más grande que se haya visto en esta tierra. Y hagámoslo
rápido.
Mientras los hombres se recuperaban del tremendo esfuerzo, el propio doctor,
más versado que nadie en tratar con miembros amputados, preparó la hoguera y la
encendió, arrojando en ella cuanta mano, brazo, pie o dedo encontró, ayudado por
Gray en un macabro rastreo por todo el fortín. El capitán Smollet colocó de nuevo los
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troncos mientras el caballero Trelawney cargaba cuanta arma de fuego útil nos
quedaba, ayudado torpemente por mí.
Más tarde, el doctor Livesey atendió y curó nuestras heridas, terminando
conmigo, al juzgar la brecha de mi frente como la menos grave de todas. Enterramos
a nuestros muertos y echamos arena y tierra sobre la sangre por recomendación del
doctor, para así evitar enfermedades que nos diezmasen aun más de lo que ya
estábamos, habida cuenta que ninguno de nosotros estaba ileso y alguno necesitaba
un reposo que estaba claro que no iba a tener.
Sentados junto al fuego, bebiendo ron y comiendo alguna galleta salada, ninguno
de nosotros hablaba. Solo Gray de vez en cuando levantaba la vista más allá de las
llamas, paseándola por el fortín hasta detenerla en las tumbas de nuestros compañeros
caídos.
Y, a la luz de la hoguera, juro que a día de hoy no puedo saber si entonces
lloraba… o sonreía.
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X
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verte tan gallo de pelea ahí fuera frente a esas cosas. Y ya que no fue así, puesto que
todos corrimos, os digo que no pienso correr más, que no se me da bien porque solo
tengo una pierna, y que terminaré lo que he empezado caminando sobre ella, por
mucho que me digan que aquí hay monstruos.
—Pero hemos visto…
Silver se volvió hacia Ismael, que era quien había hablado tímidamente, y le
fulminó con la mirada.
—O se está vivo o se está muerto —repitió, mirándole duramente—. Créeme,
chico, lo sé, puesto que he vivido y matado mucho. Antes de que tú estuvieras
chupando de la teta de tu madre, Flint y yo estábamos repartiendo sablazos y
pistoletazos… Y de vivir, matar y morir sé unas cuantas cosas que tú no sabes. Y os
aseguro que, cuando se habla de oro, nunca he dudado en quitar de en medio a quien
fuese, esté vivo, muerto o caminando por ahí buscando su alma si es que la ha
perdido. Porque, muchachos, llevamos muchos días hablando de oro, ¿recordáis?
Tanto que estamos aquí para recoger el oro de Flint… ¿o ya lo habéis olvidado?
Las caras de los hombres se animaron un poco al oír la mención del oro y del
fabuloso tesoro de Flint, que muchos de ellos habían contribuido a conseguir a sangre
y fuego. Silver los miró de nuevo, complacido al ver en ellos la reacción que
esperaba.
—Tenemos La Hispaniola, tenemos las armas y sabemos dónde encontrar el
tesoro porque sabemos quién tiene el mapa de Billy Bones. Pues yo os pregunto,
muchachos, ¿qué queréis hacer ahora? —Se movió lentamente, apoyándose en su
muleta para pasearse frente a sus hombres—. ¿Queréis subir a bordo como corderitos
a las órdenes de Smollet y dejar que sean él y el chupatintas de Trelawney los que se
lleven el oro? ¿Queréis quedaros llorando como mujerzuelas porque hay cuatro
zombis en la isla o queréis luchar por lo que es vuestro? —Levantó la voz, abarcando
a todo el grupo con su vozarrón—: Decidme, os pregunto, ¿queréis asaltar el fuerte,
coger el tesoro y largarnos en La Hispaniola?
—¡Sí, pero no con esos zombis de por medio!
—Te olvidas una cosa, George Merry —respondió Silver—. Hay zombis, sí, los
hemos visto, pero ¿a quién han atacado? ¿A ellos o a nosotros?
Miró a George Merry y después, lentamente, al resto de sus compañeros, y como
viera expresiones de duda ante sus palabras, que no habían hecho otra cosa que decir
la verdad puesto que los zombis nos habían elegido a nosotros como presa, volvió a
preguntar:
—¿Queréis asaltar el fuerte, coger el tesoro y largarnos en La Hispaniola? ¿Sí o
no? ¿Entrar en una casa de madera defendida por cuatro hombres heridos y haceros
ricos, o quedaros en una roca bebiendo ron?
La oferta era demasiado tentadora, así que algunos, los más entusiastas,
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exclamaron:
—¡El oro, el oro!
—¿Qué decís, muchachos? —insistió Silver—. ¿Me seguís?
—¡Sí! ¡Queremos el oro!
—Entonces… ¿a quién vais a seguir?
—¡A ti!
—¿Quién es vuestro capitán? —exclamó, abriendo teatralmente los brazos.
—¡Yo, bastardo!
El grito fue aun mayor que los que lanzaban los entusiasmados piratas, y mayor
que el que lanzó el propio Silver. Pero lo que realmente puso los pelos de punta a
todos fue ver la ancha hoja de un sable saliendo del pecho de Long John. Un brazo,
surgido de la nada, le retenía por el cuello mientras la hoja del sable le atravesaba,
entrando por la espalda y saliendo varias pulgadas por su pecho, llena de sangre.
Silver puso los ojos en blanco, bajó la cabeza, como si quisiera ver bien el acero
que acababa de matarle, y finalmente consiguió balbucear:
—¿Q… qué…?
La hoja del sable salió del cuerpo con un agudo siseo, la mano dejó de sujetarle y
alguien empujó el cuerpo sin vida de Long John Silver, que cayó de bruces en el
suelo. Los piratas apenas se movieron, sin poder salir de su asombro, pero fue aun
peor cuando los más cercanos al fuego, y por tanto al cadáver de Long John, abrieron
la boca y los ojos desmesuradamente.
—¡Yo soy vuestro capitán! —dijo una voz recia con un extraño acento grave—.
¿Ya lo habéis olvidado, perros?
Alguien dio un paso al frente. Alguien cubierto con unas sucias ropas, unas botas
gastadas, un amplio sombrero de fieltro con algunas mordeduras en sus alas y un
grueso cinturón cruzándole el pecho. Pero lo peor, lo más aterrador de aquella figura,
no era su ropa, sino su aspecto. Su cara era una cara con apenas dos tiras de piel, en la
que casi se podían ver los huesos de la calavera; sus manos, delgadas pero firmes,
eran asombrosamente huesudas pero cubiertas por una fina capa de bronceada piel;
sus ojos, hundidos en unas huesudas cuencas, estaban muy abiertos, más abiertos que
nunca por encima de su grasienta barba y su fina nariz.
Miró uno por uno a los piratas y en todos ellos captó la misma reacción de terror,
de asombro, de incredulidad. Ninguno fue capaz de moverse, hipnotizados por
aquella visión, y solo los más audaces acertaron a mover levemente los labios,
murmurando:
—Flint… El capitán Flint…
El capitán Flint, o lo que quedaba de él, pues eso era la fantasmagórica aparición
que había surgido de la nada, envainó el sable y esbozó lo que en aquel momento
podría interpretarse como una sonrisa, si es que los fantasmas, los zombis, o lo que
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fuera en que se hubiera convertido el viejo capitán, pudieran sonreír.
—Veo que algunos tenéis buena memoria dentro de esas cabezotas… —Flint se
adelantó un paso, lo justo para poner un pie sobre el cadáver de Silver, y se inclinó
hacia delante para que todos pudieran ver bien su extraño rostro—. Así que supongo
que recordaréis quién es vuestro capitán…
El círculo de piratas permaneció inmóvil, hasta que uno de ellos, tocado con un
chaleco a rayas, se levantó con una pistola en la mano.
—Pero… pero ¡tú estás muerto!
—Bien ves que no. —Flint se inclinó un poco, como si iniciara una reverencia de
saludo, y le miró fijamente, ladeando la cabeza.
—¡Sí, estás muerto!
Alzó la pistola y disparó sin apenas pestañear, seguro de acertar en el blanco.
Flint se encogió y lanzó una ahogada exclamación de sorpresa, pero cuando el humo
del pistoletazo se disipó, el antiguo capitán permanecía en pie en el mismo sitio.
Sobre su pecho, un círculo rojizo se extendía en su camisa, señal inequívoca de que le
habían dado, pero Flint apenas puso una mano sobre la herida, la miró llena de sangre
y luego miró a quien le había disparado.
—Sigues teniendo buena puntería, maldito —dijo con un tono de voz helado
mientras sacaba su propia pistola—. Pero bien ves que aún así soy mejor que
vosotros…
El disparo retumbó bajo los árboles. El hombre del chaleco de rayas se encogió al
recibir el balazo y cayó primero de rodillas y, tras unos segundos de mudo asombro,
de bruces en el suelo. Flint miró a los demás, con la pistola aún humeante, y sonrió
cruelmente:
—Ahora ya veis que yo no estoy muerto. Ni antes lo estaba ni ahora lo estoy por
mucha bala que me disparen. ¿Alguien más quiere preguntármelo? ¿No?
Los marineros, aterrados, empezaron a moverse lentamente apiñándose unos
contra otros, temerosos por aquella aparición de quien creían muerto, pero Flint
sonreía alegremente, como si le divirtiera ver el terror en las caras de su antigua
tripulación.
—Bonita reunión, a fe mía… Aunque ya imagino que no habréis venido a beber
ron conmigo… y que habréis venido por el oro, ¿no? —preguntó el capitán,
mirándoles uno a uno como si analizara el temple que les quedaba tras su teatral
aparición—. Eso es, ¿verdad? Queréis el tesoro…
Ninguno contestó, preocupados solo de seguir la mirada penetrante de su antiguo
capitán que, por algún extraño motivo, acababa de surgir de repente de las sombras
de la nada. Flint se rio por lo bajo y continuó:
—Siempre seréis iguales… Presumís de hombres, de valor y de espadas, pero en
realidad sois una manada de ovejas indefensas. Sin ánimo para luchar por aquello que
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queréis… ¡Aquí está! Habéis venido a esta isla, habéis encontrado a vuestro
capitán… ¿y ahora no sabéis qué hacer?
Ahora sí estalló en una alegre carcajada que puso los pelos de punta a sus
hombres, hipnotizados por su figura. Flint terminó de reírse cuanto quiso y luego
volvió a mirarlos fijamente, asegurándose de que su mensaje se les quedaba bien
grabado.
—Pues bien… tendré que ponerme de nuevo al mando, ¿no? Al fin y al cabo,
tampoco sois tan distintos, porque, salvando a Pew, a Perro Negro y a un par de ellos
más, estáis todos…
Se rio de nuevo alegremente, disfrutando de aquel momento como si de un
abordaje a un barco lleno de riquezas se tratara. Los piratas permanecían agrupados,
silenciosos, sin atreverse a mirar a aquel espectro y, al mismo tiempo, sin poder
quitarle la vista de encima. Finalmente, Israel Hands, que era de los que más temple
tenía, apoyando una mano en la empuñadura de su sable, se atrevió a preguntar:
—Pero… ¿cómo habéis llegado aquí, capitán? Os dimos por muerto en la cubierta
del Walrus…
—Vaya… Israel, mi fiel artillero… Veo que sigues teniendo coraje, al menos para
hablar… —Caminó un par de pasos y sonrió con aquella expresión realmente
aterradora—: Pues sí, me disteis por muerto en la cubierta, y tan muerto parecía que
acabé en el fondo del mar. Pero ni los peces me quisieron, puesto que llegué a la
playa de esta misma isla. Curioso, ¿verdad? De aquí zarpé y aquí arribé de nuevo.
—¿Qué sucedió, capitán?
—Eso que te estoy contando, Israel. Que llegué a la playa, no sé cómo, pero vivo.
Que cuando me levanté tenía un sable y dos pistolas mojadas, pero me las apañé para
sobrevivir hasta que me encontré con que un barco se plantaba en la costa y en él
venía mi vieja y querida tripulación. ¿No es maravilloso?
Dio una alegre palmada, pero pronto interrumpieron su risa sus antiguos
camaradas.
—Pero, ¿y las criaturas?
—Las… criaturas —Flint miró de lado a George Merry, que era quien había
hablado, como si no supiera a qué se refería.
—Las criaturas, capitán. Las que hemos visto. Esos… zombis…
—Zombis, ¿eh? Así los llaman… —Flint se paseó junto a la hoguera y, con la
mirada perdida en las llamas, levantó una de sus manos hasta colocarla encima del
fuego—. Sí, también yo he oído hablar de ellos, pero también creo que más bien son
viejas historias inventadas por los españoles para que nadie navegase por sus aguas…
Pues la apariencia que dicen que tienen yo mismo la tuve después de ser herido,
nadar en el mar durante días y perderme en una selva.
—¿Vos?
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—¿Acaso no adelgazas si no comes? —Flint seguía moviendo la mano sobre el
fuego, sin notar aparentemente el calor que desprendía—. ¿Acaso no estás sucio si no
tienes una camisa limpia? ¿Ni lleno de sangre si no tienes con qué curarte? Esa es la
apariencia de los zombis, ¿no? Pero os digo que paséis una semana en la selva,
heridos, cansados, hambrientos y sucios, y todos vosotros seréis zombis.
Continuó moviendo su mano por encima de las llamas, que en ocasiones parecían
alcanzarle, sin notar el fuerte calor ni la quemazón del fuego. Por fin, al cabo de un
rato de estar con la mirada perdida en las llamas, Flint parpadeó y se volvió a su
tripulación.
—Pues bien, ¡recojámoslo! Carguemos el oro, vayámonos de esta isla y vivamos
borrachos el resto de nuestras vidas, pues, si es lo que queréis. Así que quiero veros
en pie, andando detrás de mí, como siempre… ¡Arriba, gandules! ¡Ya no tengo
tiempo que perder con vosotros!
En esas estaban, recogiendo armas y pertrechos, cuando oyéronse voces en el
lado sur y uno de los piratas anunció:
—¡Bandera blanca, capitán! ¡Bandera blanca!
Flint atravesó el grupo de sus hombres y salió del protector círculo de la hoguera,
preguntando:
—¿Quién va y qué busca?
—Soy el doctor Livesey. Y busco a Long John Silver.
—Tarde llega, doctor —rio Flint—, pues Silver está buscando su corazón en
algún lugar del infierno… —De pronto se quitó el sombrero y se inclinó
cómicamente, añadiendo—: Tendréis que conformaros con el capitán Flint…
El doctor, pues él era quien llegaba con una bandera blanca atada en lo alto de un
mosquete, se detuvo al ver ante sí la espectral figura de Flint, a quien, como todo el
mundo, creía muerto. Pero, siendo hombre de temple a toda prueba, se rehizo
enseguida y dijo con firmeza:
—Al capitán Flint, sea pues. A quien supongo al frente de esta chusma.
—Yo prefiero llamarla tripulación —sonrió Flint, condescendiente—. Me es más
grato, pero allá cada cual con sus querencias. ¿Y venís para decirme algo o para
entregar las armas?
—Para deciros algo, capitán. Y para proponeros un trato.
Flint ladeó la cabeza y esta vez su rostro se endureció, como si recelase del
doctor. Con una mirada helada, le invitó a acercarse al fuego, diciéndole en voz baja:
—Pasad, buen doctor. Las noches en esta isla no son buenas para ir de paseo;
podríais tener malos encuentros. Pero decidme, ¿qué clase de trato me proponéis?
El doctor Livesey apoyó el mosquete en el suelo y echó un rápido vistazo a su
alrededor, observando el temor en los ojos de los piratas y luego el increíble aspecto
de Flint, convertido en una extraña mezcolanza de hombre y monstruo. Tras una
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pausa en la que el doctor estudió cuidadosamente los rasgos del pirata, que hasta
entonces había tenido velados por la lejanía de la luz que brindaba el fuego, se encaró
finalmente con él y le dijo suavemente:
—El mejor que podéis tener en estos momentos. Y hacedme caso, capitán, yo no
miento nunca.
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XI
MI AVENTURA MARÍTIMA
Cercados por enemigos por mar y tierra, con muertos y heridos en nuestras
menguadas fuerzas, la verdad es que nuestra situación no era nada buena, y no hacía
otra cosa más que virar a peor. Quizá por ello, o por mi inconsciencia propia de un
chiquillo, o tal vez por poder hacer algo, fue por lo que se me ocurrió aquel loco plan.
De manera que me llené los bolsillos de galletas, me armé con dos pistolas y,
aprovechando un conciliábulo entre el capitán Smollet, el doctor Livesey y el
caballero Trelawney, y mientras Gray afilaba su sable mirando sin ver a la
empalizada, rodeé la casa y, por un pequeño hueco en el muro, insuficiente para que
pasara ninguno de los hombres —ni tampoco de los zombis— que estaban en la isla,
pero sí apto para un chiquillo de mi corpulencia y presencia física, me lancé fuera del
fortín camino de La Hispaniola o, en realidad, de no se sabía muy bien qué.
A medida que me internaba en la floresta, mi corazón se aceleraba cada vez que
mi cabeza me repetía que qué estaba haciendo, que cómo se me ocurría adentrarme
en una selva repleta de sanguinarios zombis sin más ayuda que dos pistolas con las
que apenas podría hacer nada contra ellos. Si solo Gray, mil veces más fornido que
yo, había podido contenerlos con una fiereza tal que a veces hasta uno de ellos
parecía, poco podría hacer un mocoso como yo ante tales monstruos.
Con todo, al poco tiempo me encontraba ya frente al fondeadero y, al aclararse la
selva y aparecer el mar, se aclararon también mis temores, puesto que era más difícil
que uno de los zombis me pillara desprevenido. Mas ahora llegaba el momento de
cuidarse de los vivos, ya que podría ser visto por los piratas y eso tampoco me sería
nada grato.
La brisa marina, como si se hubiera agotado por la fuerza con la que había
soplado toda la tarde, había cesado ya y en su lugar se habían levantado vientos
variables y suaves, que arrastraban grandes bancos de niebla. El fondeadero, al
amparo de la Isla del Esqueleto, permanecía tranquilo y aplomado, como cuando por
primera vez entramos en él, y la misma sensación que entonces tuve en ese momento,
ya que La Hispaniola se veía nítidamente con la bandera negra colgando del pico del
cangrejo y una de las chalupas a su costado.
Me pareció ver a John Silver en el banco de popa hablando con dos hombres
reclinados sobre el antepecho de la toldilla de la goleta, uno de ellos con un gorro
rojo. Sin embargo, observando un poco mejor, ya no estaba tan seguro de que fuese
Silver quien estuviera en la canoa, ya que su figura siempre me fue reconocible y en
esta creía ver algo diferente. Aunque a esa distancia, más de una milla, el simple
cambio del sombrero podía hacerme confundir al mismísimo doctor y cambiarlo por
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Silver. Pero, fuese quien fuese, el caso es que, al cabo de unos minutos de animada
conversación, se destacó la canoa y bogó hacia la costa, y el hombre del gorro rojo y
su compañero se fueron abajo por la caseta de la cámara.
Entonces el sol se había ocultado ya detrás de El Catalejo, y como la niebla se iba
amontonando rápidamente, empezó a oscurecer a toda prisa. Si quería seguir adelante
con mi descabellado plan, debía moverme de inmediato, de manera que,
arrastrándome entre la maleza, llegué a las rocas más próximas a la costa, hasta que el
olor a mar me envolvió por completo. Busqué un hueco lo bastante ancho como para
poder colarme en él y, tras asegurarme de que no había nadie en los alrededores —
pirata, zombi o compañero de fatigas—, me acomodé lo mejor que pude a esperar
que fuera noche cerrada.
Mi plan era sencillo, o al menos eso me lo pareció cuando lo elaboré, pues no era
más que nadar hasta la goleta, trepar por los cabos de proa y, tras cortar sus amarras,
dejarla encallada donde tuviese a bien caer. Después de la derrota a nuestras manos,
era poco probable que los piratas quisieran permanecer en una isla llena de
sanguinarios zombis donde apenas podían esperar otra recompensa que la muerte, así
que supuse que su plan más inmediato consistiría en levar anclas. De manera que
impedírselo me pareció entonces buena idea.
Llegó por fin el momento que esperaba, así que salí de mi escondrijo y caminé un
buen trecho por la playa, descubierta en gran parte por el reflujo. Al cabo, mis pies se
metieron por fin en las aguas y, tras anudarme la faja en la cabeza y colocar en ella
las pistolas, como me había contado Silver que hacían los hombres de mar en
semejantes aventuras, me metí en el agua cuando esta me llegó al pecho.
Nadé con brío, aunque procurando al mismo tiempo no hundir la cabeza para no
mojar las pistolas y no levantar mucho ruido. La distancia que me separaba de la
goleta no era problema para mí, aunque sí el hecho de que luego tendría que trabajar
de firme para cortar el cable y quién sabe si además enfrentarme a dos curtidos
piratas. Pero, como decía el doctor, cada cosa a su tiempo, de manera que me
concentré de nuevo en salvar la distancia que me separaba del barco.
La corriente era fuerte y me empujaba hacia él, pero eso mismo me hizo darme
cuenta del error que había cometido. Y es que no podría volver de la misma forma, ya
que entonces tendría la corriente en contra y además estaría bastante más cansado.
Así que tal vez lo que me quedase por hacer fuese subir a bordo de La Hispaniola y
encallar con ella donde quiera que fuese para, desde allí, volver por tierra al fortín.
Estaba centrado en esos pensamientos cuando, de pronto, apareció ante mí un
espectral cuerpo negro de gran tamaño, la mole de nuestra goleta surgida de la niebla
como un fantasma. Apenas una pálida lucecita en la cámara podía distinguirse entre
las sombras, aunque debían de tener las ventanas abiertas, pues hasta mí llegó
nítidamente la inconfundible canción que tantas veces había oído:
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Quince hombres van en el cofre del muerto.
¡Ay, ay, ay, y una botella de ron!
La bebida y el diablo dieron con el resto.
¡Ay, ay, ay, y una botella de ron!
Y solo uno vivo, los demás han muerto,
de setenta que eran al zarpar del puerto.
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reparó en mi presencia, sobre todo porque abajo continuaban oyéndose pavorosos
gritos y golpes. Hands comenzó a cerrar la escotilla, pero en ese momento decidí salir
de mi escondite con una pistola en la mano y grité:
—¡No se mueva!
Israel se movió, claro, para ver quién le daba la orden, aunque es de ley reconocer
que solo movió la cabeza. Su rostro reflejó su sorpresa al verme de pronto en cubierta
y armado, pero apenas le duró un segundo.
—¡Jim! ¡Jim! Diablos… ¡No te quedes ahí parado! ¡Vamos, ayúdame a cerrarla!
—No se mueva, Hands —repetí, ignorándole—. ¡Hablo en serio!
—¡Muévete, deprisa! ¡Hay un zombi ahí abajo!
Sus palabras me dejaron por un momento helado, y el hecho de que Israel no
hiciese caso a la amenaza que significaba mi pistola quería decir, sin duda, que se
cernía sobre él —y sobre nosotros ahora— una aun mayor que una bala. Así que, sin
darme apenas cuenta, me encontré a su lado, trabajando codo con codo para cerrar la
escotilla justo cuando un rugido y el ruido de maderas rotas atronaron la cámara.
Notamos un extraño hedor y escuchamos unos pasos apresurados mientras
tratábamos de cerrar aquella portilla que, maldita fuese, en ese preciso momento
quería encallarse. Y entonces, cuando dimos un último y rabioso empujón con todas
nuestras fuerzas, vimos una espectral cabeza deforme, con las fauces abiertas y los
colmillos chorreando sangre, que se acercaba a pasos agigantados por la escalerilla.
Empujamos, oímos el brutal choque de las maderas contra un cráneo humano y luego
un grito en el que se mezclaba el dolor con, sobre todo, la rabia contenida.
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XII
EL ZOMBI EN LA BODEGA
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que le he dado. Así que a vuestras órdenes estoy, insisto.
—Insistid menos y haced algo más —gruñí por lo bajo, aferrando la pistola como
si esta pudiera darme alguna idea de cómo resolver aquello—. Pues yo tampoco
quiero viajar con un zombi. Y si la cuenta la tiene con vos, casi estoy por deciros que
bajéis a saldarla…
—A vuestras órdenes, capitán Hawkins —la sonrisa de Hands fue tan burlona que
casi hasta se le escapó una carcajada—. Pero me gustará ver qué hacéis si el que sube
al cabo es el zombi y no yo. Vive Dios que me gustará verlo desde el infierno…
Se incorporó con dificultad y, para mi horror, comenzó a retirar el cierre de la
escotilla, siempre mirándome y riéndose.
—¿Qué hacéis? —pregunté, furioso, encañonándole con la pistola—. ¡Quieto!
Hands continuó con su labor, pero esta vez no se rio, sino que comenzó a
explicarme su plan:
—Guardad el arma para el zombi, capitán Hawkins. Si conseguimos que salga de
ahí abajo tendremos una oportunidad de arrojarlo por la borda. Pero para eso
deberemos dejar nuestras peleas y luchar codo con codo. Y cuenta nos trae, capitán,
porque yo soy más grande y fuerte que vos, pero él es más grande y fuerte que yo.
¿Estáis conmigo o preferís volarme la cabeza y véroslas a solas con él?
Dicho esto, abrió la escotilla y un rugido nos llegó desde lo más profundo de La
Hispaniola. Al momento escuchamos nuevos golpes y voces, y tanto Israel como yo
nos vimos presos de un sudor frío.
—Vos allí —me ordenó Hands—. Uno a cada lado y lejos. Un pistoletazo en
cuanto salte a cubierta y le arrastramos hasta el costado para tirarlo por la borda.
¿Tenemos el rumbo?
—Lo tenemos —jadeé, presa de una extraña excitación—. ¿Pero cómo vamos a
moverlo?
Un nuevo rugido, esta vez más cercano, nos llegó desde abajo.
—¡Como sea! —se impacientó Israel—. A empujones, si es preciso, pero o lo
sacamos de La Hispaniola o nos convertimos en la cena de esa bestia. ¡Atentos!
Los golpes llegaron mucho más fuertes. Algún mamparo debió de saltar por los
aires y de pronto oímos una carrera y unos fuertes pasos en la escalera. Encogido
como me dijera Gray, aunque también de miedo —lo confieso, sí, pero quién no se
encoge de miedo ante un zombi—, me aparté dos pasos y amartillé la pistola,
mientras Hands se colocaba al otro lado de la escotilla. Escuchamos un nuevo rugido
que nos atronó los oídos, tan cerca estaba ya de nosotros, y al momento el zombi
subió la escalera de dos saltos y salió a cubierta.
Era un ejemplar gigantesco, si es que los zombis se miden como los humanos,
puesto que pasaba de largo los seis pies y medio; fuerte como un toro, con la cara
completamente desfigurada y las ropas hechas jirones. Estaba cubierto de sangre y
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rugió de nuevo en cuanto se vio en cubierta, moviendo la cabeza en todas direcciones
en busca de sus presas.
No sé cómo logré hacerlo, pero al momento disparé y, pese a que el humo del
disparo me envolvió por completo, vi cómo se movía acusando el balazo. Al
momento, Hands, haciendo gala de un valor a toda prueba, se abalanzó sobre él y
cargó con su hombro, empujando al zombi a babor con todas sus fuerzas. Herido,
aturdido y sobre todo sorprendido, el monstruo apenas hizo otra cosa que moverse a
impulsos del timonel de Flint, quien gritaba reclamando mi ayuda y empujaba como
un poseso. De pronto, el zombi comprendió las intenciones del pirata y trató de frenar
la enloquecida carrera, lográndolo justo cuando una de sus sarmentosas manos se
apoyaba en la borda. Rugiendo y gritando, comenzó un espeluznante forcejeo con
Israel, quien luchaba denodadamente por arrojarlo al mar.
—¡Jim! —aulló Hands—. ¡Jim, ayúdame, por el amor del cielo! ¡Que nos va la
vida en ello!
Miré a mi alrededor en busca de un arma con la que poder atacar al zombi,
recordando nuestro cruel encontronazo con ellos en el fortín —«cortar miembros y
fuego, he aquí la fórmula», había dicho el capitán Smollet—, y encontré un hacha
arrojada con descuido sobre un montón de cabos. La empuñé y me acerqué
resueltamente hacia donde estaba el zombi, pero con tan mala fortuna que lo hice
justo cuando lograba liberar uno de sus brazos y de un terrible puñetazo arrojaba a
Hands por los suelos.
Atontado y herido, el timonel se retorció en el suelo, gimiendo, mientras el zombi
se encaraba conmigo, gritando y mostrando unos colmillos aterradores. Una de sus
manos se lanzó hacia mi cuello, pero logré agacharme y soltar un hachazo que le
alcanzó en una pierna, casi cercenándola. El zombi aulló pero, todavía hoy no sé
cómo, logró saltar, cayendo sobre mí y clavando sus espeluznantes dientes en mi
hombro.
Grité como nunca he gritado, sintiendo un dolor que jamás ser humano alguno ha
experimentado. El hacha se cayó de mis manos y yo seguía gritando y aullando, con
los ojos cerrados para no ver el horror de lo que me estaba pasando. Pero mis aullidos
y los rugidos del zombi espolearon de alguna manera a Israel, quien, haciendo acopio
de no sé qué fuerzas, logró arrastrarse hasta el hacha caída, empuñarla y, con un grito
de furia, lanzar un violento tajo hacia el zombi.
El monstruo acusó el hachazo en mitad de su espalda, soltándome y echándose
hacia atrás mientras gritaba. Era todo lo que necesitaba Israel para lanzar el hacha de
nuevo, esta vez para cortarle el cuello de un tajo limpio. Sin embargo, las tremendas
heridas que sufría el piloto de Flint le jugaron una mala pasada, ya que habían
menguado demasiado sus fuerzas, y el hachazo, aunque le había abierto
prácticamente toda la garganta, no había logrado decapitar a aquella criatura.
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El zombi, herido de muerte, se tambaleó y, tras dar unos pasos sin sentido, se
acercó inconscientemente a la borda, como si aún tuviese energías para arreglar el
destrozo de su cuello y asegurar su cabeza sobre los hombros. Y entonces, desde mis
ojos nublados por las lágrimas, acerté a ver un nuevo acto de heroísmo en quien hasta
ahora había considerado poco más que un rufián: Hands, viendo que el zombi no caía
y que nuestra lucha tomaba camino de tornarse en vano, se arrojó de nuevo contra él,
empujándole por la borda. Pero de tal suerte que, herido y agotado como estaba,
apenas pudo liberarse del abrazo mortal del monstruo y ambos cayeron al agua con
un sonoro chapoteo.
Por un momento no supe qué había pasado, solo que el zombi aterrador que me
había herido ya no estaba a bordo y que mi hombro amenazaba con separarse del
resto de mi cuerpo. Pero luego, a medida que mis lágrimas se fueron despejando y
que la brisa marina volvía a recorrer la cubierta de La Hispaniola, me di cuenta de
que estaba solo en el barco. El zombi había muerto, sí. Pero Israel Hands también,
caído con el monstruo. Y el antiguo piloto de Flint lo había hecho además luchando y
salvándome, sin duda, la vida. Que lo hubiera hecho por puro interés, porque
salvándome a mí se salvaba también él, o porque realmente vio a un niño asustado
siendo devorado por una criatura feroz, para mí era lo mismo. Israel me había
salvado, y vive Dios que desde aquel día guardo un recuerdo bien diferente del viejo
piloto. Que haya contado sus acciones canallescas se debe a que las cometió, y
contando estoy cuanto ocurrió en aquel viaje, pero también puedo deciros que he
brindado en más de una ocasión por el alma de quien me salvó de la muerte aquella
noche en La Hispaniola.
Pero con Hands hundido en el mar y O’Brien muerto en la cámara, la goleta se
iba sola e ingobernable hacia su destino, encallar en cualquier roca. Y yo no quería
estar a bordo cuando eso sucediera. De manera que reuní mis escasas fuerzas y me
obligué a mí mismo a ponerme en pie y aprovechar que la línea de la costa estaba
cada vez más cerca para saltar y abandonar la nave.
Me levanté con suma dificultad, resoplando y notando cómo me ardía el hombro,
como si tuviera miles de brasas dentro haciendo fuego sobre un puñado de pólvora.
Tambaleándome, me aferré a los cabos más cercanos y pude incorporarme, justo a
tiempo para poder ver cómo una gran sombra se acercaba por el costado de estribor,
apareciendo fantasmagóricamente detrás del acantilado.
La sangre se heló en mis venas, incluso la sangre incendiada que manaba de mi
hombro. Ante mí tenía un navío surgido de la nada, un barco del tamaño de nuestra
goleta aunque con las bordas más altas, con el bauprés desafiando al mar y al viento,
y las velas raídas y ennegrecidas recogiendo la brisa que soplaba del noroeste.
Pasó rápido, fugaz, empujado sabe Dios por qué —puesto que el viento y la
corriente iban en su contra—, sin apenas hacer caso a La Hispaniola, como si en
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realidad estuviera saliendo del muelle de Bristol en lugar de dejando atrás una cala
solitaria de una isla perdida en el océano. Pero lo que de verdad me conmocionó, lo
que estuvo a punto de matarme de un ataque, fue distinguir, pese a la tiranía de las
sombras y la oscuridad que ya impedían ver nada más allá de la punta de los dedos,
su nombre. El nombre de aquel barco espectral, surgido quién sabe si de los abismos
del mar. Aquel barco se llamaba Walrus. Era el barco de Flint.
Desesperado, lo seguí con la mirada mientras pasaba junto a la popa de nuestro
navío y, aunque forcé la vista todo cuanto pude, no llegué a distinguir tripulante
alguno, como si el Walrus navegara solo y fuera, al igual que su capitán, un alma en
pena de los mares.
¡Dos barcos! Si el Walrus, por algún extraño designio del destino, el Hacedor o
quien hubiera tenido la ocurrencia de dejarlo sobre la tierra, seguía navegando, los
piratas disponían de otro barco… lo que hacía mi aventura a bordo de La Hispaniola
no solo inútil, sino rematadamente mala para nosotros, que tendríamos que cruzar una
selva infestada de enemigos para poder embarcar y alejarnos de aquella maldita isla.
Cuando desapareció de mi vista, el dolor de mi hombro regresó con un afilado
machetazo, recordándome lo precario de mi situación y que debía reunirme con mis
compañeros. Escudriñé la costa, calculando que estaba ya a pocos cables de distancia,
pero cada vez me encontraba peor y no podría en modo alguno nadar ese trecho. No
habiendo canoas a bordo, aunque tampoco podría haberla puesto a flote debido a mi
herida, mi única opción era esperar que La Hispaniola encallase en algún banco de
arena y de allí saltar a tierra.
Aferrado a las jarcias, luchando por no desmayarme, aquellos últimos metros de
La Hispaniola fueron para mí un eterno viaje a ninguna parte. Sin embargo, al cabo la
corriente acertó a llevar el barco contra la arena de la playa y detenerlo con un suave
balanceo.
Respiré hondo para reunir fuerzas y me deslicé por los cabos de proa con suma
dificultad, ya que cada vez que intentaba mover mi brazo izquierdo una espada de
dolor me atravesaba de parte a parte, como si en realidad me hubiesen herido cien
sables y no el mordisco de una criatura. Pero finalmente logré saltar y mis pies se
apoyaron en la arena mojada. Tambaleándome, logré alejarme del barco, pensando
que aún me quedaba un largo camino de regreso.
La única ventaja que tenía era que no necesitaba marcar la ruta, puesto que me
bastaría con seguir la línea de la playa en dirección contraria. Así que, reuniendo mis
escasas fuerzas, emprendí la penosa marcha.
A trompicones, con la ropa llena de la sangre del zombi, de Israel Hands y de la
mía propia, que seguía manando como una fuente de mi hombro —¿cuánta sangre
podía tener el cuerpo de un joven como yo? Temía quedarme seco de un momento a
otro—, recorrí la playa en dirección opuesta, buscando el fortín que había dejado
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atrás sin levantar la cabeza, observando mis vacilantes pasos que dejaban una clara
pista de huellas sobre la arena.
No sé cuánto tiempo estuve caminando, ni en qué condiciones pude hacerlo, pues
creo que incluso llegué a andar desmayado por el dolor, empujado por sabe Dios qué
extraña fuerza sobrehumana. Pero lo hice. Recorrí la distancia que me separaba de
mis compañeros sin más encuentros de ninguna clase, ni amigos ni enemigos,
cayéndome a veces, levantándome siempre, aturdido, con los ojos cerrados por el
dolor y sintiendo que no sería capaz de dar un paso más pero al mismo tiempo
dándolo.
De manera que caminé y caminé, sin apenas darme cuenta de lo que hacía, hasta
que mis tambaleantes pasos casi me arrojaron contra la empalizada. Apoyándome en
ella con una mano, y dejando así un reguero de sangre en todos los troncos, tanteé
hasta dar con la puerta y, reuniendo las pocas fuerzas que me quedaban, me lancé a su
interior en busca de la casa.
Cerré los ojos mientras llamaba temblorosamente. Quizá por eso apenas distinguí
el arco de luz de una antorcha cuando se abrió la puerta, ni tampoco la voz que decía:
—Vaya, vaya, bonito pescado tenemos aquí… Pues debe ser el joven Jim
Hawkins de quien tanto he oído hablar, supongo…
Apenas acerté a levantar la vista para ver un rostro barbudo que enmarcaba a
alguien a quien no conocía. «Bienvenido, joven Hawkins, creo que no nos han
presentado», escuché que decía socarronamente antes de desmayarme.
—Soy el capitán Flint.
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XIII
Desperté en un jergón tirado junto al fuego y notando casi al instante una tirantez en
mi hombro herido, provocada por la venda que alguien, con el tino que da la práctica
y no la ciencia médica, me había puesto. A mi alrededor solo se oía el rumor del
fuego y un par de voces que cuchicheaban buscando no ser oídas por nadie, de
manera que traté de incorporarme y ver qué estaba pasando.
Me encontraba, como ya he dicho, en el fortín, pero no en la compañía del capitán
Smollet ni de mis amigos. Por alguna extraña circunstancia, mientras yo vivía
aventuras a bordo de La Hispaniola, el fuerte había cambiado de manos, lo que hizo
que al instante comenzase a preocuparme por la suerte que hubieran corrido mis
compañeros. Ignoraba, además, el talante con el que me acogerían mis antiguos
camaradas, si es que más allá de Silver lo había sido alguno de aquellos rufianes, así
que, aun sin darme cuenta, enseguida empecé también a preocuparme por la suerte
que pudiese correr yo mismo.
Algún ruido debí de hacer, ya que de los dos piratas uno giró la cabeza hacia
donde yo me encontraba, mirándome a través de unos ojos vidriosos, no sé si por el
abuso del ron, el cansancio o el miedo, o tal vez por las tres cosas juntas. El caso es
que, aunque conocía de sobra aquel semblante, en ese momento fui incapaz de
ponerle nombre.
—Vaya, vaya… Nuestro pescado se ha despertado, Ismael.
El otro, a quien sí reconocí como uno de los tripulantes más jóvenes de la goleta,
se volvió hacia mí y me preguntó:
—¿Estás bien? Porque has aparecido en bastante mal estado…
Antes de que pudiera pensar una respuesta y mucho menos decirla, el otro pirata
contestó por mí, diciendo:
—¿Importa eso ahora? Lo que importa es que ha abierto los ojos, así que
levantémonos y andando, que nos están esperando.
Ismael me ayudó a levantarme, cosa que, pese a la brusquedad con la que lo hizo,
agradecí, ya que me encontraba muy débil y mareado. Me dio algo de beber —un
poco de agua con unas gotas de ron que, aunque me supo a rayos, me reconfortó
bastante— y al momento salimos de la casa.
El patio estaba bien distinto a como lo había visto por última vez. Además de no
haber miembros ni rastro alguno de los zombis, ya que nosotros mismos los habíamos
quemado, tampoco lo había de mis amigos ni del orden con el que habían dispuesto el
campamento, ya que aquí y allá había montones de ropas sucias y rotas, restos de
comida e incluso pequeñas hogueras, como si los piratas se hubiesen limitado a
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dejarse caer al suelo en cualquier parte y en todas al mismo tiempo. La brecha de la
empalizada la habían arreglado colocando varios maderos atravesados e
improvisando una barricada detrás que, la verdad, no me pareció demasiado sólida, y
aún estaba en pie el mástil, aunque sin la bandera que tan orgullosamente había
portado el capitán.
—¿Y los otros? —acerté a preguntar con la boca pastosa—. El capitán Smollet, y
el doctor…
—Por ahí, en la selva —gruñó Ismael—. Hace un par de días que nos cambiaron
el fortín por una barca. Cogieron sus armas y se fueron a la selva como si esta casa
fuera a caerse.
—Pero…
Ismael no dijo nada más, dejándome aun con más preguntas que antes. Pero le
seguí, ya que vi que caminaba hacia un hombre de anchas espaldas, vuelto hacia la
empalizada, con los brazos en jarras y una larga melena negra como el ala del cuervo
cayendo sobre sus hombros.
Y en el momento en que se dio la vuelta, mi corazón se detuvo al ver su
cadavérico rostro, la palidez de su piel y cómo los huesos se le notaban incluso a
través de su raída ropa. Y aunque en realidad no le había visto en mi vida, me daba la
sensación de que, fuera como fuera, sabía de sobra quién era aquel hombre y por qué
estaba allí.
—¡Vaya, vaya! —tronó—. ¡Así que este es el famoso Jim Hawkins! El grumete
que ha sido capaz de matar a todo un Israel Hands y de encallar un navío él sólito…
Tales palabras, que en otra persona hubieran sido una alabanza de la que
enorgullecerse, en aquel momento y pronunciadas por el capitán Flint sonaron más
bien a los cargos que se exponen contra un reo. Palidecí aun más de lo que ya estaba,
sobre todo cuando el capitán dio dos pasos hacia mí y se inclinó, no sé si
burlonamente, para decirme:
—Pardiez que si llegas a estar a bordo del Walrus en los buenos tiempos, hubieras
ganado un buen botín con tus hazañas…
Aquel elogio no hizo otra cosa que ponerme aun más nervioso, de manera que
sentí que mis piernas comenzaban a flaquear. Flint me miró de arriba a abajo y sonrió
con una extraña mueca.
—Ah, claro, imagino que no me recordáis, señor Hawkins… Nos vimos anoche,
pero llegasteis en tan mal estado que supongo que pensabais hallar al bueno del
doctor que os curase, o al menos al otro capitán, el estirado. Bien, me presentaré de
nuevo, pues, para que no haya dudas. Soy el capitán Flint, jovencito, y me han
hablado tanto de ti y de tus hazañas que estoy pensando en dejar aquí a toda mi
tripulación y llevarte conmigo. Que de ser cierto la mitad de lo que cuentan, me
bastaría y sobraría…
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Confieso que poco o nada de cuanto me dijo en ese momento escuché, aturdido
por mis heridas, de manera que apenas le contesté con lo único que me cruzaba por la
mente en ese momento, que no fue más que:
—Pero… Flint murió hace años… Long John me lo dijo… Flint está muerto…
—Oh, no, me temo que no. De hecho, me temo que el que está muerto de verdad
es el viejo Long John. —El pirata sonrió, si es que a aquella mueca se la pudo ver
alguna vez como una sonrisa, y luego se encogió de hombros—: De justicia, en
cualquier caso, puesto que debería haber muerto hace años, casi cuando perdió su
pierna, con aquella andanada que a poco nos manda a todos al infierno.
—Pero… no puede ser —insistí obstinadamente—. Silver dijo…
—Ah, joven Hawkins… Silver dijo, Silver dijo… —Flint me agarró por el
hombro en un gesto casi amistoso y comenzó a caminar y, por ende, a hacerme
caminar a mí también como si fuésemos dos camaradas de toda la vida—. La palabra
de Silver… Tenía muchas, el malnacido, porque no callaba ni luchando, pero de poco
valor. Sí, así era, mucha palabra que valía muy poco. Mentiras, cuentos, bonitas
historias todas ellas, pero con menos verdad que el beso de Judas. ¿Os dijo que había
muerto? —Flint se rio, como si le hiciera mucha gracia—. Ay, qué embustero, cuánto
bien he hecho sacándolo de este mundo. Porque ya se ve que estoy vivo, ¿no?
—Pero, entonces… ¿Silver está muerto? —Miré al capitán, ya que, engañado por
su charla casi burlona, por un momento creí estar hablando con un hombre de verdad,
no con aquella suerte de engendro, cosa que recordé con pavor en cuanto le eché la
vista encima.
—Sí, del todo. —Flint hizo un gesto definitivo con su mano—. Atravesado por
este sable de parte a parte, creedme, señor Hawkins. Pero imagino que no le echaréis
de menos; en realidad ya os digo que apenas era un bandido y de los peores. Yo soy
malo, sí, pero no engaño a nadie, todo el mundo lo sabe en cuanto me echa la vista
encima, ¿a que sí? —Se detuvo, colocándose ante mí y diciéndome ahora muy
seriamente—: Pues Silver no, Silver engañaba. A todos. Por eso está muerto, porque
quiso engañarme a mí también y apoderarse de mi tesoro.
Tragué saliva, tratando de no apartar la vista del espectral rostro del pirata, si es
que seguía siendo tal y no se había convertido ahora en otra cosa.
—Sois listo, Hawkins, ¿a que sí? Eso dicen todos aquí: listo como un demonio,
me han dicho no sé cuántas veces. Pues entonces pensad, ¿iba a ser tan tonto de
enterrar un tesoro en esta isla y no volver a buscarlo? ¿Iba a dejárselo a Silver, o a
Pew? ¿O a ese traidor de Billy Bones, que creyó que con robarme el mapa iba a
lograr apoderarse de mi botín?
Se inclinó un poco, como si quisiera hacerme alguna suerte de confidencia, y
continuó en voz un poco más baja:
—No, yo creo que no… Y como sois listo, amigo mío, haréis muy bien en dejaros
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llevar por la corriente en esta parte de la aventura. Y creedme que, en esta parte, mi
corriente es la mejor de todas. ¿Lo entendéis?
Moví la cabeza… sin estar seguro del todo de lo que me había dicho y, sobre
todo, de lo que yo debía aprender de sus palabras. Pero dije que sí con la cabeza,
repito, fascinado por la presencia de un pirata al que su propia tripulación daba por
muerto y al que yo estaba viendo delante de mí, a apenas dos pulgadas de mis ojos.
Flint me miró fijamente, sonrió y se irguió en toda su estatura, que era bastante.
—¡Bueno! Pues si el señor Hawkins está listo, podemos emprender el camino.
Aunque no está lejos, el viaje de vuelta será más largo porque cuesta más hacerlo
cargado… ¡Nos vamos! —gritó de pronto a los demás—. ¡Andando!
Los piratas comenzaron a levantarse y a agruparse en torno a la empalizada,
recogiendo sus armas y preparándose para la marcha. Mientras miraba todo aquello
apenas me di cuenta de que Ismael me ataba las manos con un cabo y cogía el
extremo de este, llevándome así bien atado, supongo que para que no hiciera
nuevamente de las mías. Pero en ese momento, mi cansancio, mi aturdimiento y el
dolor de mis heridas pesaban lo bastante en mi ánimo como para que intentase
ninguna locura.
Porque locura sería, sin duda, intentar hacer otra cosa que obedecer. Puestos en
una columna, armados hasta los dientes y provistos igualmente de picos y palas, los
piratas comenzaron a marchar internándose en la floresta, dejándome tras Ismael pero
con otros dos detrás de mí, por lo que intentar escapar era poco menos que imposible,
estando como estaba con las manos atadas y las fuerzas muy justas.
Caminando lentamente a través de la vegetación fue cuando me di cuenta de que
apenas había seis piratas, además de Flint. Si nosotros habíamos derribado en nuestro
primer asalto a cuatro o cinco, era evidente que habían tenido algún nuevo choque
con mis compañeros o con los zombis del que no debían de haber salido bien
librados. De los seis, además, el que cerraba la marcha llevaba una aparatosa venda
en la cabeza y se movía con cierta dificultad.
—¿Qué ha pasado? —pregunté en voz baja—. ¿Y mis compañeros?
—No lo sé —gruñó Ismael—. Anoche vino el doctor con una bandera blanca,
habló con el capitán y todos se fueron al bosque dejándonos el fortín. Y eso que
«todos» es mucho decir, pues bien pocos quedaban ya, pero se fueron. Eso es lo que
importa.
—¿El doctor? ¿Tratando con Flint? Extraño me parece… —respondí, meneando
la cabeza.
—Que se te antoje lo que quieras, pero eso fue cuanto sucedió, como te lo estoy
diciendo. Que se fueron y nos quedamos con el fortín y lo suyo, y como estamos con
el capitán, es de suponer que también nos quedaremos con el tesoro, pues él sabe
dónde está.
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Seguimos caminando todos en fila india, internándonos en lo más profundo de la
selva, como si en realidad estuviésemos caminando por los jardines de la reina. Flint
abría la marcha y cuantos íbamos detrás de él no dejábamos de admirarnos por el
hecho de que estuviese aún vivo, aunque estaba claro que en mal estado, producto sin
duda de llevar tanto tiempo en aquella isla.
Mis pensamientos comenzaron a bailotear cuando me di cuenta de eso, hasta tal
punto que absorbieron todo cuanto mi cerebro podía razonar, incluso algo tan simple
como caminar, puesto que parado me quedé junto al tronco de un árbol y, por más
que Ismael tiró de mí, fui incapaz de moverme.
—¡Muévete, grumete! —me gritó quien iba detrás de mí, dándome un pescozón
—. Parece que hayas visto un fantasma en ese árbol…
—No… no… —respondí, mientras de nuevo emprendía el camino—. No en ese
árbol… y no he visto un fantasma… He visto algo peor…
Al parecer, quien venía detrás no llegó a escucharme, pero Ismael sí lo hizo, ya
que se dio la vuelta hacia mí y, visiblemente alterado, exclamó:
—¿Qué has dicho?
En ese momento me di cuenta de que era cierto. De que el horrible pensamiento
que me había cruzado por la cabeza hace apenas un segundo era tan cierto como que
yo estaba aún vivo y con las manos atadas a una cuerda. Y como que, probablemente,
ninguno de nosotros saldría con vida de allí. Así que, sabiendo que poco o nada tenía
ya que perder, levanté la cabeza y miré fijamente a Ismael, respondiéndole:
—Que he visto algo peor que un fantasma. Una bestia feroz, a la que apenas se
puede combatir, sedienta de sangre… Y que está delante de nosotros, a la cabeza de
la columna.
—Hablas del capitán Flint…
—No —respondí gravemente, con una voz que hasta a mí me pareció
desconocida—. Hablo del zombi Flint.
Yo entonces no me había dado cuenta, pero la mayoría de los piratas se había
reunido en torno a mí, y por sus expresiones, mis palabras habían logrado al menos
sorprenderles. Así que, ante sus mudas preguntas, alcé la cabeza y la voz
orgullosamente y comencé a hablar con firmeza:
—El capitán Flint, ese capitán Flint que os manda… ¡es un zombi! Billy Bones
me contó una vez que Flint desembarcó en esta isla con seis hombres y el tesoro, pero
que regresó solo a bordo… Y que luego murió, justo cuando su barco navegaba por
estas aguas…
—¿Y qué?
—Cállate, George Merry, deja al chico que hable…
—Y que Silver siempre presumió de no temer a Flint… —En ese momento me di
cuenta de que los dos que iban en cabeza, Tom Morgan y el propio Flint, se detenían
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al vernos a todos parados e incluso comenzaban a dar la vuelta, así que continué
explicándome—: Sabéis la clase de alimañas que habitan en esta isla, infestada de
zombis… ¿cómo podría sobrevivir un hombre entre todos ellos durante tanto tiempo?
En ese momento confieso que el habla se me cortó, ya que Flint acababa de unirse
al grupo y me miraba fijamente con sus cadavéricos ojos clavados en mi figura, como
animándome a seguir si era lo bastante valiente. Pero, comprendiendo que apenas
tenía más oportunidad de salir vivo de allí que el que se produjera un milagro, respiré
hondo y continué, decidido a, ya que no podría hacer otra cosa, meter el miedo en el
cuerpo a aquellos rufianes.
—Pues os lo diré: ¡convirtiéndose en uno de ellos! Miradle bien —le señalé con
mis manos atadas—. ¡Si apenas parece humano! He luchado con ellos en el fortín y
también en La Hispaniola, los he visto de cerca y creedme que son como él…
Algunos piratas volvieron la cabeza hacia su capitán, que podría decirse que casi
sonreía, y de pronto vieron la mancha de sangre de su camisa, la mancha provocada
por el disparo que, pese a haberle alcanzado en el corazón, no le había matado. Y sus
corazones entonces se encogieron aun más, apartándose lentamente y dejándome a mí
frente al capitán, o lo que quiera que fuese.
—Joven Hawkins —me dijo con su voz pastosa—, no sé muy bien qué deciros, la
verdad. Soy más bien hombre de sables, no de palabras. Ese era Silver, que estaba
todo el día hablando, ya os lo he dicho; hasta cuando violaba a una mujer tenía que
estar hablando, el maldito. Pero puedo deciros, para empezar, que los tenéis bien
puestos…
Se acercó un poco más hacia mí y luego me dijo en voz baja, inclinándose sobre
mi hombro herido hasta casi tocar mi cara:
—Pero recordad que soy hombre de sables. Y que si queréis conservarlos, esos
que tan bien puestos están y cualquier otra parte de vuestro menudo cuerpo, más os
vale cerrar la escotilla… ¿Me he explicado bien, pese a todo, mi joven amigo?
Tragué saliva con enorme dificultad, ya que se había convertido en una especie de
bola del tamaño de una chalupa en el fondo de mi garganta, y asentí mudamente,
temiendo que incluso la respuesta a su pregunta fuese a desembocar en mi muerte
fulminante… o en algo peor.
Flint me sonrió, entendiendo todo lo que puede sonreír un zombi, y me palmeó el
hombro sano, yo diría que hasta con afecto.
—Eso me parecía… Razón llevaban quienes decían que erais hombre listo…
¡Andando! —añadió, regresando a la cabeza de la columna—. ¡Tenemos un tesoro
que recoger!
La columna reanudó su marcha, y confieso que durante un buen rato yo lo hice
respirando afanosamente, tratando de calmarme tras la amenaza de Flint, que había
provocado una más que honda conmoción en mí, como es lógico. Pero finalmente,
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empujado de nuevo por Ismael, anduve presto al ritmo de los piratas… o los zombis,
o lo que fueran, que ni de su verdadera naturaleza estaba seguro ya.
Lentamente, avanzamos entre los árboles, aunque la sensación de que estábamos
cada vez más cerca de nuestra meta empujaba a los hombres, presos de una ansiedad
difícilmente controlable. Ismael tiraba de la cuerda de vez en cuando, dirigiéndome
miradas asesinas cada vez que me retrasaba o tropezaba con algo.
Al cabo dimos con el primero de tres árboles grandes, al final de los cuales debía
estar un pequeño claro donde yacía, desde hacia años, el fabuloso tesoro de Flint.
Sobrepasamos el primero y también el segundo, acercándonos al tercero, un
verdadero coloso de más de doscientos pies de altura, rodeado de lianas y de una
espesa malla de vegetación.
El grupo comenzó a acelerarse, caminando más deprisa y desplegándose. El
bosquecillo se abría con una suave pendiente, al final de la cual había una especie de
cueva y una explanada rodeada de árboles y rocas. Ismael soltó la cuerda y aceleró, al
igual que los demás, comenzando a descender la pendiente mientras contaba ya su
parte de la fabulosa riqueza, de manera que por un momento no supe qué hacer. Pero,
justo cuando iba a girar sobre mis talones y echar a correr, ocurrió algo que jamás
hubiera pensado que fuera a suceder.
Flint se acercó a mí, recogiendo la cuerda caída y apartándome de los demás.
Alcé la mirada, sorprendido y, lógicamente, aterrado, pero él me hizo un gesto y de
un solo tajo cortó mis ligaduras. Asombrado, iba a preguntar cuando me hizo callar
imperiosamente y, deslizando una pistola en mi cinturón, me susurró:
—Calla… Toma esto y atento, porque se va a armar.
—Pero…
—En cuanto aparezcan, sal corriendo por donde hemos venido —continuó Flint,
girándose hacia el lugar por donde habían desaparecido los demás y tapándome de
ellos con su cuerpo—. No mires atrás, oigas lo que oigas. Solo corre. Corre como
nunca en tu maldita vida, si es que quieres ver el sol mañana. Llégate a la playa y
luego ve a estribor para encontrar a tus amigos.
—¿Qué ocurre, capitán? ¿Por qué hace esto?
Flint se volvió un poco, lo justo para que pudiese ver su cadavérico rostro de
perfil, y pareció hasta ser un amigo cuando me respondió:
—Porque esto te viene grande, muchacho, muy grande; son asuntos de mayores y
monstruos, no de chiquillos. Porque ese tesoro tiene cuentas pendientes que ajustar y
tú no estás en ninguna… Y porque eres uno de los nuestros.
Y en ese momento escuché un disparo y un alarido cruzó la limpia atmósfera de
la isla.
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XIV
Tom Morgan, Merry, Ismael y los demás habían descendido la pendiente y ya giraban
para entrar en la cueva. Todos había visto el mapa y todos sabían que era allí donde
acababa el viaje. Así que se lanzaron hacia la gruta.
El primero de ellos surgió justo del final de la pendiente, entre unos arbustos y el
tronco de un grueso árbol. Con la ropa hecha jirones y el horrible aspecto de un
cadáver a medio descomponer, y rugiendo como una fiera herida, como hacen todos
ellos. Saltó como si fuese un gorila y se abalanzó sobre Dick, que era quien cerraba la
marcha, cayéndole encima de tal suerte que de un golpe le abrió parte de la cabeza y
lo arrojó al suelo como un saco.
Junto a ese zombi aparecieron en esa parte otros tres, formando un círculo con
otros tantos que salieron de la cueva aullando. Los piratas, sorprendidos y, sobre todo,
aterrorizados, apenas pudieron reaccionar, y si alguno disparó, lo hizo por costumbre
y por llevar el arma en la mano. Oí a Merry maldecir como nadie lo ha hecho jamás,
antes de que un crujido y el ruido de varios huesos al romperse lo ahogasen por
completo, y fue entonces cuando Flint, empuñando el sable, se alejó de mí,
gritándome:
—¡Corre, Jim! ¡Corre, vete!
El capitán Flint bajó la pendiente en dos saltos, y no tengo duda alguna de que lo
hacía para degollar a sus antiguos camaradas y luchar al lado de los zombis.
—¡Corre!
Pero yo apenas podía moverme, hipnotizado por el macabro espectáculo que tenía
lugar unos metros más abajo. Hasta mí llegaron los rugidos de los zombis y los
alaridos de la que fuera tripulación de Flint, devorada ante mis propios ojos, por más
que realmente yo no hubiese visto la carnicería. Pero sí vi una cabeza surgir de entre
la espesura, una cabeza cuya cara estaba llena de sangre, cuyos colmillos se
mostraban más amenazadores que nunca y cuyos ojos se clavaron en mí.
Y entonces corrí.
Corrí como nunca lo hice, con el corazón a punto de saltárseme del pecho,
olvidando mi debilidad y los atroces dolores de la herida de mi hombro, saltando,
arrojándome al suelo, esquivando lianas y ramas, tropezando y gritando sin saber
muy bien por qué ni a qué.
Dos de aquellas criaturas saltaron tras mi pista. Supongo que en algún arranque
de humanidad eso es lo que Flint había querido evitar, pues es bien sabido que un
zombi no sacia nunca su sed de sangre y los cuerpos de Morgan o Ismael no debían
de haber sido suficientes. A los que me perseguían se les unió un tercero, que pese a
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ir más rezagado, me resultó tan amenazador como los demás.
Así que corrí. Implorando al cielo no sé qué suerte de milagro, pero que enviase
algo o alguien a protegerme, pues estaba claro que siendo apenas un rapaz y con un
hombro destrozado no podría hacer frente a tres sanguinarios zombis. Y mientras
corría desesperado, en una especie de loca marcha hacia el lugar donde yacería
muerto, alguien, no sé si la Providencia o el diablo, o quizá ambos, puestos por una
vez de acuerdo, acudió en mi auxilio.
«Corre cuanto puedas, llégate a la playa y ve a estribor a buscar a tus
compañeros», me había dicho Flint. Aún no había llegado a la playa ni tampoco visto
a nadie, pero oí entonces un disparo de mosquete y un grito. Y vi después un machete
surgido de la nada cortar una pierna y hacer caer a un zombi, el que me acosaba por
mi derecha, y vi también una sombra abalanzarse sobre él y cortarle la cabeza de un
solo tajo.
—¡Corre! ¡Corre, Jim, corre!
Apreté los dientes, me sujeté el hombro como pude y seguí corriendo, sin ver a
Gray tras mis pasos, cortándole el camino al zombi que me perseguía por el otro lado.
Su machete ensangrentado no dejaba lugar a dudas de a quién habían enviado a
protegerme, quizá al más adecuado en aquellos momentos.
Mientras yo proseguía mi loca carrera hacia ninguna parte, Gray se abalanzó
sobre el zombi, un individuo delgado pero con una cabeza monstruosa, haciéndole
caer y rodando con él por la selva. De tal suerte que esta vez el valiente marino fue
quien quedó debajo, forcejeando para evitar los colmillos y garras que se abalanzaban
sobre él. Y de alguna manera pudo librarse, porque, girando la cabeza, pude ver cómo
el machete asomaba por la nuca del zombi, en medio de una brutal algarabía de gritos
y sangre.
Tropecé, naturalmente, con una raíz o una roca o algo que me hizo caer y
apoyarme involuntariamente en mi hombro herido. Retorciéndome entre alaridos,
apenas pude ver un instante más tarde el ensangrentado rostro de Gray junto al mío,
llamándome:
—¡Jim! ¡Jim! ¡Vamos, Jim, levántate!
Lo hizo él, alzándome casi en vilo y empujándome de nuevo.
—¡Corre!
El tercero de los zombis se había acercado pero, en lugar de abalanzarse sin más
sobre nosotros, pareció dudar un instante y, tras mirarnos largo y tendido, se encaró
con Gray pese a que estaba más lejos de él e iba armado, rugiendo y abriendo sus
manos, convertidas en fuertes garras. Por un momento, el marino reaccionó sin más,
alzando su machete, pero de pronto se volvió hacia mí, echándome un rápido vistazo,
y después se giró de nuevo hacia su adversario. Y entonces me dijo tristemente:
—Vete, Jim. O quienquiera que seas.
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En ese momento, justo cuando un indescriptible asombro me envolvió por
completo al oír aquellas extrañas palabras, el zombi se abalanzó sobre Gray y ambos
cayeron rodando en la espesura, gritando y peleándose desesperadamente. Así que
giré sobre mis talones y eché a correr de nuevo aferrando mi hombro herido.
A lo lejos empecé a escuchar voces, voces que me llamaban y me buscaban.
Reconocí, aunque alterada por la emoción, la del doctor Livesey, y también me
pareció escuchar la de Ben Gunn, que me llamaba «caballero Hawkins». Poco más
adelante, tras sobrepasar un par de árboles entrecruzados, apareció ante mí la figura
del capitán Smollet, armado con un mosquete, y junto a él la del doctor, que fue quien
detuvo mi carrera sujetándome con sus fuertes brazos.
—¡Aquí! ¡Con nosotros! Ya estás a salvo, Jim…
—¡A la playa, todos a la playa! —gritó el capitán Smollet.
Replegáronse ambos, llevándome a mí entre medias como a un valioso
cargamento, y poco después salieron de ambos lados el caballero Trelawney y Ben
Gunn, armados también hasta los dientes. De manera que, reunidos todos de nuevo
salvo Gray, emprendimos el regreso a la playa tan rápidamente como pudimos.
O al menos eso creo, ya que apenas di cuatro pasos entre el capitán y el doctor
antes de desmayarme.
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XV
Abrí los ojos no sé muy bien cuándo, pero en cualquier caso, el aire del mar me daba
ligeramente en la cara. Estaba tumbado, acostado en una hamaca, y noté una fuerte
venda sobre mi hombro. Me habían lavado, y pese a la debilidad que me invadía,
supe que me encontraba mucho mejor.
Miré a mi alrededor, y lo primero que acerté a ver fue el rostro del doctor Livesey,
que me escudriñaba con aire científico y trataba de averiguar si tenía fiebre. Le dejé
hacer, reuniendo de paso fuerzas para hablar, y por fin pregunté:
—¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?
—Cada cosa a su tiempo, joven Hawkins —respondió amablemente el doctor—.
Estás en la cueva de Ben Gunn… Bonito aliado has encontrado, por cierto. Y parece
que repuesto de esa fea herida que traías; supongo que el precio de tus locas
aventuras en solitario, ¿me equivoco?
—No, doctor —suspiré, en parte por resignación y en parte porque apenas me
quedaba aliento para mucho más—. Uno de esos zombis me mordió a bordo de La
Hispaniola.
—Un mordisco era, efectivamente —asintió el doctor, examinando ahora mi
vendaje—. Pero no conozco ningún ser humano capaz de hacerlo; sí fieras del bosque
y la selva, pero no hombres. Así que me figuro que te haya mordido algún otro
animal.
—Ojalá fuera cierto, doctor, pero os aseguro que… —protesté.
—No te alteres, Jim —me insistió—. Pues en cualquier caso la herida ya está
curada y en unas semanas estarás como nuevo. Y no teniendo síntomas de la rabia,
me da que quién lo haya hecho importa ahora mismo bien poco. De momento
descansa, y si tienes sed, tienes ahí una jarra con agua dulce; no creo que debas
mezclarla con nada, al menos de momento.
Dicho esto, el doctor se levantó, encomendándome a más adelante, cuando
tuviera nuevas fuerzas, para mantener la conversación que todos queríamos en la que
poder ponernos al día de nuestras extraordinarias aventuras, vividas por separado
pese a estar todos en el mismo bando.
Examiné, ya que no tenía interlocutor con quien charlar, el lugar donde me
encontraba: una cueva de suelo de arena, espaciosa y ventilada, con un minúsculo
manantial y una charca de agua cristalina cobijada bajo un dosel de helechos. A lo
lejos pude distinguir un par de figuras cargando pesados sacos, pero cuando iba a
incorporarme para ver quiénes eran, alguien se acercó a mí y no pude evitar una
exclamación de alegría.
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—¡Gray! ¡Gracias al cielo, estáis vivo!
El marino, vestido con ropa limpia, con varias vendas y alguna herida al aire en
su cuerpo, se sentó junto a mí y, clavando su machete en el suelo con un gesto seco,
me contestó un tanto cortante:
—No, joven Hawkins, el cielo no ha pintado nada en esta historia, más allá de
ponerme en las manos este machete. Y sí, estoy vivo, pero seguiste tan al pie de la
letra mi consejo de correr, que para cuando me libré del zombi ya estabas casi en La
Hispaniola…
—Me alegro de veros… Y gracias por salvarme la vida.
—No es nada… pero… —Por un momento bajó la cabeza y luego miró
fugazmente a su espalda, como temiendo que alguien pudiera oírnos—. Pero dime
una cosa, solo una cosa para que alguien tan inculto como yo pueda dormir tranquilo
esta noche…
—Decidme…
Gray volvió a mirar en derredor y luego, inclinándose sobre mí, me susurró
señalándome el hombro:
—¿Quién te hizo eso?
Confieso que me estremecí por su modo de interrogarme, pero me encontraba
rodeado de amigos y el mismo que me preguntaba me había salvado de una muerte
cierta poco antes, así que respondí igualmente en voz baja:
—Un zombi me mordió en La Hispaniola, poco antes de que encallase en los
bancos de arena de la cala. Pero el doctor dice que ya me estoy curando.
—Eso está bien… —Gray se separó de nuevo, con una expresión indescifrable en
el rostro—. Sí, esto está bien. Alguien de tu temple no debe quedarse bajo tierra en
esta isla, no señor, no sería justo. Me alegro por ti, joven Hawkins; seguro que para
cuando lleguemos a Inglaterra solo tendrás ya una cicatriz para lucir ante las mozas…
Me palmeó el muslo amistosamente y, sacando su machete de la arena, se alejó de
mi jergón, dejándome un poco confuso. Sobre todo porque entonces recordé sus
últimas palabras en la selva, cuando me dijo: «vete, Jim… o quien quiera que seas».
De todos modos, me encontraba demasiado débil como para pensar en esas cosas
en aquellos momentos, y de hecho el sueño me venció más de una vez a lo largo de
aquella tarde. En una de las ocasiones en que me desperté, mis compañeros estaban
ya en derredor, preparando la cena, que para mí consistió en un poco de carne, una
buena jarra de leche de cabra y algo de fruta fresca.
Terminada esta, establecidos los turnos de guardia, cargadas de nuevo las armas y
dormidos quienes no estaban velando por sus compañeros, el doctor Livesey se
acercó a mí para comprobar mi estado. Y mientras examinaba mi herida y me
cambiaba de nuevo el vendaje, aproveché para ponerle al día de mis aventuras, en
solitario primero y en manos de los piratas después.
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—Loco, temerario o irresponsable, Jim, lo que hay que decir en cualquier caso es
que no te faltó valor, precisamente. Que pocos se hubieran atrevido a tanto, y no
hablo de jóvenes, sino de hombres hechos y derechos.
—Pensé que así podría servir de alguna forma —contesté débilmente—. Ya que
en la lucha no era de gran ayuda, que al menos el ser pequeño sirviera para algo.
—Pequeño serás de tamaño, pero no de obras, Jim —me respondió el doctor
mientras terminaba de ajustarme el vendaje—. Y yo no suelo regalar los oídos a
nadie, ya lo sabrás.
—Bueno, doctor, yo ya le he contado lo mío, pero… ¿y ustedes? Porque cuando
regresé al fortín, eran Flint y sus hombres quienes estaban dentro. Le juro que les di
por muertos…
—Y así habría sido de haber seguido allí, créeme. Otro asalto de los zombis y
hubiésemos caído todos uno tras otro. Cuando te fuiste, nos dimos cuenta de lo
vulnerable que era nuestra posición, así que fui a parlamentar con John Silver.
Imagina mi sorpresa cuando al que me encontré fue al mismísimo John Flint.
—Puedo saberlo, a fe mía. Que aún me asusto solo de recordar su cara. Pero, ¿qué
clase de trato hizo, doctor?
—Flint será un zombi, o un pirata desalmado, o quizá las dos cosas, no lo sé. Pero
es inteligente, eso sí lo sé. Y, como muchos otros hombres como él, gusta de poner
todas las cartas boca arriba, llegado el caso, y no andarse con rodeos para encontrar
soluciones. Así que nos sentamos y explicamos nuestras intenciones: nosotros, el
tesoro y La Hispaniola; ellos, cuerpos y seres humanos a los que hincar el diente.
—Pero… no comprendo, doctor…
—Le expliqué a Flint que ellos no necesitaban el tesoro. Por dos motivos: uno,
porque si estaban en la isla, de nada les servía el oro y la plata… Y dos, porque si de
algún modo salían de ella, poco tardarían en sembrar el terror y tampoco entonces
necesitarían oro, puesto que podrían hacerse con cuanto quisieran sin pagar,
lógicamente, nada por ello. Flint me miró asombrado y me invitó a continuar, así que
le expliqué mi oferta: nosotros nos hacíamos con el tesoro y nuestro barco y nos
íbamos con viento fresco al amanecer, y él se quedaba con la tripulación que, al fin y
al cabo, había sido suya antes, para hacer con sus hombres aquello que mejor se le
antojase.
—¡Doctor Livesey!
El doctor encendió su pipa, le dio un par de largas chupadas y, sonriéndome, me
contestó:
—¿Pues qué? Eran once hombres contra cuatro, pues ya ves en qué poco se han
quedado nuestras fuerzas, así que él salía ganando. Además, en cuanto hubiéramos
regresado a Inglaterra, más de uno que supiera de nuestro viaje y nuestra fortuna
hubiera tenido la tentación de arribar a esta isla, a ver si habíamos dejado algo, lo que
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suponía más premio para él. Y, como comprenderás, la suerte de esos rufianes apenas
me importa lo que una hoja de tabaco mojada; tanto da que los ahorquen en Corso
Castle como que los maten aquí mismo sus antiguos camaradas… o lo que quede de
ellos.
—¿Y qué contestó? —pregunté innecesariamente—. Quiero decir…
—Se sorprendió mucho, no te lo voy a negar. —El doctor expulsó una columna
de humo azul hacia el techo de la cueva, riéndose, y continuó—: Pero, como ya te he
dicho, al no ser hombre de palabras, gusta de que las cosas se digan derechas y, como
él decía, con la proa por delante. Se lo pensó un rato y luego me dijo que estaba de
acuerdo en lo del barco y en lo de los cuerpos, pero no en lo del tesoro. Que para eso
no había él saqueado y asesinado de balde, tales fueron sus palabras, y si había
matado a cuantos se habían acercado a su oro cuando estaba vivo, otro tanto haría
ahora que no lo estaba, aunque tampoco estuviese realmente muerto. Claro que no
contaba él con que nosotros tuviéramos a Ben Gunn.
—Ben Gunn…
Ocupado como estuve en mi aventura marítima, apenas había prestado atención al
desdichado antiguo pirata. El doctor me refirió cómo, casi a la vez que yo me
escabullía por un lado del fortín, Ben Gunn arribaba por el otro y, como yo mismo les
había narrado mi encuentro con él, fue admitido en el acto.
—Ben Gunn ha estado aquí abandonado tres largos años, así que tuvo tiempo de
sobra para encontrar el tesoro y llevárselo a escondidas, parte por parte y pieza por
pieza, por si algún día lograba salir de aquí. El resto del tiempo lo pasó huyendo de
los zombis, pero también sabiendo cómo esquivarlos y deshacerse de ellos; ya te digo
que nos ha sido de una gran ayuda.
»Como yo ya sabía esto, cuando Flint me negó el tesoro, acepté y, como muestra
de nuestra buena voluntad y de la rectitud de nuestras palabras, le entregué el mapa
de Billy Bones y le dije que a cambio nos garantizase que podríamos irnos en paz.
Flint se rio y dijo que él tampoco necesitaba el mapa, pues sabía a ojos cerrados
dónde había escondido su tesoro aunque no hubiese tenido necesidad de ir a buscarlo
desde entonces; pero le pareció un gesto de caballerosidad por nuestra parte, así lo
dijo el villano, Jim, así que, según sus cuentas, el caballero Trelawney, el capitán
Smollet, Gray y yo mismo podríamos irnos tranquilamente. Se lo agradecí y entonces
le hablé de ti, diciéndole que estarías en algún lugar de la isla pero que también
formabas parte del trato.
Me estremecí al saber que no había estado incluido en las negociaciones, pero
pronto me di cuenta de que mis compañeros podrían estar resentidos conmigo por mi
forma de actuar, sin encomendarme ni a Dios ni al diablo y yendo siempre a donde
me apetecía que me llevase el viento que soplara.
—A eso Flint se encogió de hombros —continuó el doctor— y me contestó que si
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estabas por ahí, cosa tuya sería: si nos encontrabas a nosotros, podrías volver a
Inglaterra tranquilamente, pero, y vuelvo a usar las mismas palabras que él usó, si
encontrabas otra cosa, allá tú con tus fuerzas para entendértelas con piratas, zombis o
lo que quisiera que te topases.
—Menos mal que al final, después del pirata y el zombi, los encontré a ustedes…
—logré decir débilmente, y no solo por mis heridas—. Y muy oportunamente, por
cierto.
—El capitán Smollet quiso darte una última oportunidad. —El doctor apuró su
pipa y luego se miró la puntera de las botas, absorto—. Después de que viéramos la
goleta encallada calculamos que no estarías a bordo, sino en la selva y cerca de los
piratas, así que les seguimos a distancia con infinitas precauciones. Gray, que iba por
delante, fue quien te vio y os siguió por si podía meter baza, y a él le debes estar aquí
tumbado hablando conmigo: en cuanto vio que huías del lado de Flint, corrió a
protegerte y llevarte con nosotros.
—Es un gran hombre —respondí. Y lo hice sinceramente, convencido de la valía
de Gray—. Le debo la vida.
—Todos se la debemos, en parte. De no haber sido por su manera de luchar, tan
salvaje y a la vez tan heroica, alguno más que tú no estaría hoy aquí.
Callamos un instante, pero enseguida el doctor volvió a tomar la palabra,
diciéndome:
—En fin, Jim, han sido muchas emociones en poco tiempo y debes descansar. Si
todo va según los cálculos del capitán, en un par de días podremos hacernos a la mar.
—Doctor —dije de pronto—, eso quiere decir que estaremos aún un par de días
más en esta isla, ¿verdad?
—Naturalmente. —El doctor me sonreía amistosamente, pero desconcertado—.
¿Acaso quieres viajar a otra?
—¿Y si…? Quiero decir… ¿quién nos asegura que los zombis cumplirán su
palabra…?
El doctor guardó su pipa y, mientras se arreglaba la ropa, me contestó:
—Eso mismo le pregunté yo, Jim, créeme. ¿Y sabes qué me dijo? Flint me
contestó que bajo aquel zombi se encontraba aún el capitán del Walrus y, usando sus
frases, que siempre se había distinguido por dos cosas: por usar los sables y por
respetar su palabra. Que ya que la usaba pocas veces, siempre la cumplía. Y que
como los dos éramos hombres de fiar, aunque él a su manera, y esto también lo dijo
él y no yo, hecho estaba el acuerdo y nada habría de romperlo.
Dicho esto, el doctor se alejó unos pasos, los suficientes para que su rostro
quedase lejos de la luz de la antorcha que había junto a mi lecho. Por tanto, no pude
ver bien su expresión cuando añadió:
—Ah, bueno, sí… y también dijo que porque él no atacaba a nadie de los suyos, y
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que aquí había al menos uno… Pero tú no sabes nada de eso, naturalmente…
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XVI
EL REGRESO A INGLATERRA
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Ben Gunn por la borda había sido Gray, poco agradecería que me hubiera salvado la
vida denunciándole. Y, en tercer lugar, bastantes pocos éramos ya como para que uno
se pasara el resto de la travesía encerrado en la sentina. Así que pasé la manga de mi
camisa por encima de las manchas, callé y continué mi camino hacia la popa.
Para acortar un poco más esta historia, que al ser en gran parte conocida amenaza
con prolongarse innecesariamente, diré que arribamos a un puerto de la América
española, donde contratamos un puñado de tripulantes. Convinimos, por el bien de
evitarnos demasiadas preguntas o que nos tachasen de locos, no mencionar en
absoluto a los zombis ni cuanto nos había sucedido con ellos, achacando nuestras
heridas y nuestra falta de hombres a un choque con los piratas. Que tampoco iba a ir
de más que los juzgasen los hombres por un par de muertes de más si ya los iba a
juzgar el Hacedor con justicia por todas cuantas hubiesen provocado realmente.
El resto sí es historia conocida, cierta y verdadera como la narré para concluir mi
relato, pues tuvimos una feliz travesía hasta regresar a Inglaterra, donde nos
repartimos el tesoro, y a todos nos tocó una abundante ración que cada uno usó con
mesura o desenfreno, según le dictó su naturaleza. Vivimos largos años felices y
prósperos, amparados por la enorme fortuna que atesorábamos cada uno de nosotros.
Regresé a Bristol, donde pasé una vida más que acomodada; casé bien con una joven
honrada y virtuosa que me dio tres hijos y una hija, y disfruté de cuantos placeres
puede disfrutar un hombre rico.
Me permití, incluso, comprar La Hispaniola y navegar y comerciar con ella por
puro placer, puesto que ninguna ganancia necesitaba ya. Me convertí así, por mis
riquezas y mis aventuras, en una suerte de caballero Trelawney, viviendo felizmente
el resto de mis días.
De modo que, esta vez sí, esto es cuanto sucedió en mi extraordinario viaje a
bordo de La Hispaniola. Todo cuanto sucedió, sin ahorrarme ni disfrazar ahora
compañeros muertos, atrocidades ni sangre, que fue mucha la que vi, derramé e hice
derramar en aquella isla. Los lingotes de plata y las armas aún están, que yo sepa,
donde Flint las enterró, si es que no decidió desenterrarlas y usarlas de nuevo a bordo
del Walrus, cosa que tampoco puedo afirmar puesto que nunca volví a saber de ellos,
ni tampoco de los atroces monstruos a los que la gente denomina zombis.
Así que, con el paso de los años, la edad comenzó a hacer estragos en mi cuerpo
cansado, pasto de no sé qué extraña enfermedad que me corroía y que los médicos
achacaban a alguno de mis viajes, sin poder determinar exactamente qué me pasaba.
Quizá por ello, en esta noche fría y lluviosa, decidí ponerme en paz con el mundo y
entregar el relato veraz de mis aventuras en lugar del otro disfrazado que escribí
tiempo atrás, pese a que mis dedos apenas pueden sostener la pluma…
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XVII
Supongo que es así como mi padre hubiera querido terminar su relato, pero tampoco
en esta ocasión lo hubiera hecho contando toda la verdad. Y si, a fin de cuentas, se
trata de poner en claro cuanto sucedió, sin ahorrarse ninguno de los detalles por
macabros que estos sean, que no se ha ahorrado hasta ahora, hagámoslo así hasta el
final. Tal vez de este modo mi padre pueda, por fin, descansar en paz.
Como bastantes licencias se ha tomado ya, me permitiréis a mí, su hija Sarah,
poner el punto final a tan trágica historia, pues no puede llamarse de otro modo por
más aventuras y tesoros que en ella se cuenten. Y trágica es, puesto que de los que
zarparon de Bristol, apenas un puñado regresó. ¿Cómo decía aquella canción? Solo
uno vivo de setenta que eran al zarpar del puerto… No lo sé, nunca me han
interesado esas viejas canciones, y tampoco estoy ahora en las mejores condiciones
para recordarla, ya que me encuentro aún con el vestido lleno de sangre, los labios
partidos y una brecha en la frente de la que, afortunadamente, ya ha dejado de manar
sangre.
Decía que, de ese puñado de hombres que regresó de aquella maldita isla, puede
decirse que dos tampoco regresaron, o al menos no lo hicieron como se habían ido.
Uno de ellos fue, como sin duda quien esté leyendo esto habrá adivinado ya, mi
padre.
Ya hay luz ahí fuera, puesto que empieza a amanecer, pero el epílogo de esta
historia se ha escrito hace apenas unas horas, esta misma noche. Y ya que cuanto ha
sucedido, ha sucedido aquí, frente a estas hojas que narran la verdadera historia de mi
padre y su fantástico viaje, he decidido terminarla contando, como él pretendía, toda
la verdad.
Para no confundir a quien esto lea, si es que alguien hay con estómago suficiente
para echarse a la vista tantas páginas repletas de sangre y atrocidades sin cuento y ha
llegado hasta aquí, debo decir que, como hija menor de mi padre, cuidaba y velaba
por él en nuestra casa solariega, atenta y solícita a cuantos cuidados requería el
extraño mal que le aquejaba: apenas comía; dormía poco y entre atroces sufrimientos
y gritos, presa de continuos delirios que ponían en fuga al más valiente de los
hombres; su piel se tornaba amarillenta, pálida y como ajada, cual si fuese una tela
vieja y gastada; sus ojos se hundían en su rostro, y su pelo, antaño rubio, hermoso y
noble, era ahora una masa de grasientos cabellos largos y descuidados.
Cada noche, temeroso de dormirse por sus propias pesadillas, mi padre se
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encerraba en su gabinete y, desde hacía unos meses, puntualmente escribía cuanto
había ocurrido en aquel fantástico viaje que todos conocían y que yo sospechaba
causante no solo de su riqueza, sino también de sus males. Prudentemente, yo me
había trasladado al dormitorio contiguo, ya que desde él tenía a apenas dos pasos
tanto el gabinete como los aposentos de mi padre, de manera que podría acudir en un
instante si me llamaba. Todas las noches dormía con mi puerta entreabierta y un
velón encendido en la mesilla.
Dicho todo esto, y situado —o al menos eso espero— el lector en las
circunstancias que envolvían mi casa en aquellos tristes días, vuelvo, pues, al punto
donde mi padre había dejado de escribir para poder contaros a vosotros cuanto
sucedió y que así tengáis en vuestras manos el verdadero final de este viaje que
comenzase en la posada del «Almirante Benbow», que yo no llegué a conocer,
cuando Billy Bones llegó con su torpe andadura y un marinero siguiéndole con una
carretilla donde llevaba su cofre.
Así, mi padre escribía «Quizá por ello, en esta noche fría y lluviosa, decidí
ponerme en paz con el mundo y entregar el relato veraz de mis aventuras en lugar
del otro disfrazado que escribí tiempo atrás, pese a que mis dedos apenas pueden
sostener la pluma…», cuando una voz a su espalda dijo de pronto:
—Cierto, tus dedos están muy débiles, joven Hawkins… La mano que sujetaba la
pluma se detuvo como por ensalmo, movida levemente por un extraño temblor, quién
sabe provocado por qué. Sentado en un sillón frente a una gran mesa de roble, Jim
Hawkins dejó de escribir y apenas levantó la cabeza hacia la pálida luz del
candelabro que, colocado en lo alto, iluminaba débilmente aquella parte de la
estancia.
Detrás del sillón, muy cerca de Hawkins, había una figura humana, un hombre
delgado, de pelo largo y blanco como la nieve, cubierto con un pesado abrigo de
marino y un sombrero. Su pecho lo cruzaba una bandolera en cuyo final se veía la
empuñadura de un sable, pero el desconocido que acababa de irrumpir en la estancia
no hizo gesto alguno para empuñarlo. Se limitaba a estar allí de pie, junto al sillón,
tratando de leer las palabras escritas con la menuda caligrafía.
—Hace mucho tiempo que dejé de ser joven —contestó Hawkins, sin volverse.
—Para mí siempre serás el joven Hawkins. ¿No era así como te llamábamos
todos?
Jim dejó la pluma sobre la mesa cuidadosamente y luego se apoltronó en el sillón,
moviéndose con cierta dificultad. Con un profundo suspiro, preguntó:
—¿A qué has venido, Gray? ¿A matarme?
—¡Matarte! Oh, no, qué va… Solo estoy de visita… Vamos, ¿matarte? ¿Pero
acaso no estábamos en el mismo bando? Bueno, al menos lo estábamos hasta que te
mordieron…
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Hawkins se giró lentamente en el sillón y la pálida luz de las velas iluminó su
rostro cadavérico, las enormes cuencas de sus ojos y los huesos asomando por los
escasos jirones de piel que aún le quedaban.
—Es increíble que hayas podido ocultarlo todos estos años… ¿Cuánto tiempo
llevas así? Desde que volvimos, ¿verdad?
Hawkins miró a su viejo compañero de aventuras casi desafiante, pero cuando
habló lo hizo con dificultad, ya que su boca estaba roída y tenía los labios rotos y
agrietados.
—Empecé hace muchos años… sí, desde que encallé La Hispaniola. El mismo
zombi que mató a Israel Hands me mordió a mí. Pero en los últimos meses se ha
agravado y ya no puedo ver a nadie… No quiero que nadie me vea así ni tampoco
quiero… —dudó al continuar, pero finalmente reunió el valor necesario para añadir
—: ni tampoco quiero comerme a quienes me visiten.
—Admirable, cierto es. Que la gente de Bristol crea que el honrado Hawkins
tiene una extraña enfermedad contraída en alguno de sus viajes y apenas haya
mostrado más sorpresa ni interés ante semejantes síntomas… Realmente admirable.
Y muy noble por tu parte encerrarte en casa para no hacer daño a nadie… Pero el
instinto es el instinto, ¿verdad? Y tienes hambre.
Gray se inclinó levemente hacia delante, como queriendo juzgar el efecto de sus
palabras en su anfitrión. Hawkins se encogió un instante y luego, sonriendo
tristemente, contestó:
—Sí, tengo hambre. Siempre tengo hambre. Dos veces me he comido a uno de
mis sirvientes, diciendo que se han ido repentinamente cuando me han preguntado
por ellos… pero… pero esto me corroe por dentro de una manera espantosa. Los
dolores cada vez que lucho contra ello son atroces y ya no puedo vencerlos… Y por
las noches es peor.
—Lo sé, Jim, lo sé. Pero… todo tiene un precio en esta vida, joven Hawkins. No
podías pretender arrebatarle el tesoro de Flint a una tripulación de zombis y no pagar
un justo precio por ello… Todo en esta vida tiene un valor, y hacerse con un
sombrero vale sus monedas y su oro… así que hacerse con un tesoro vale sus heridas
y su sangre.
—¿Lo sabes? ¿Qué es lo que sabes tú?
Hawkins se levantó pesadamente de su sillón, mirando con aire desafiante a su
visitante. Y entonces, al fijarse bien en él, se dio cuenta de que el paso del tiempo no
había sido el único que había dejado su huella en el rostro del marino. Gray se
adelantó, acercándose a la luz y murmurando salvajemente:
—Sé el precio que tuve que pagar por salvarte la vida, Jim Hawkins… El precio
de convertirme en un monstruo, en un ser que ni está vivo ni está muerto, en uno de
aquellos seres a los que matamos en la isla. Porque luché contra tres zombis mientras
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corrías en el bosque huyendo de Flint, ¡¿recuerdas?! Y el tercero de ellos nos vio a
los dos… y te miró y no te atacó, y eso que estabas herido y agotado; me atacó a mí,
pese a que yo era más peligroso en aquel momento, estaba armado y con ganas de
matar. Pero el zombi prefirió arriesgarse a atacar a alguien que podía matarle en lugar
de a quien ya reconocía como a uno de los suyos.
«Porque ese tesoro tiene cuentas pendientes que ajustar y tú no estás en
ninguna… Y porque eres uno de los nuestros», le había dicho Flint antes de que
huyera. «Porque eres uno de los nuestros».
—Y caíste entre la maleza. Pero luego te vi en la cueva de Ben Gunn…
—Y te pregunté que quién te había hecho la herida del hombro, ¿recuerdas? —
Gray caminó lentamente hasta acercarse a Jim y ambos pudieron verse las
cadavéricas caras a apenas un palmo de distancia—. Porque esa herida es la que te
transformó en lo que eres… Y mientras luchaba con el zombi por salvar tu pellejo,
también sufrí la mía, que oculté a todo el mundo, incluido el doctor, porque temía ser
descubierto y que el capitán decidiera practicar su experiencia en combate conmigo.
Por un momento, Jim no supo qué decir, recordando aquellos hechos. Hasta que,
por fin, acertó a preguntar:
—¿Y Ben Gunn?
—Me descubrió, evidentemente. Supo que estaba herido y también que había sido
en aquella pelea, así que, contando con que estábamos tú, yo y un puñado de zombis,
no le costó mucho imaginar quién me había hecho eso. No podía dejarle hablar, así
que lo tiré por la borda, y supongo que llevé desde entonces en el estómago de algún
tiburón.
Gray se separó de Jim, alejándose de nuevo de la luz y haciendo ademán de irse.
—Solo una cosa más, joven Hawkins; una sola que es, en realidad, la única por la
que he venido. Porque te aprecio, Hawkins. Siempre lo hice, incluso aunque hoy sea
lo que soy por luchar por ti… al fin y al cabo, nadie más que mi instinto me obligó a
hacerlo, y salvé tu pellejo dejando parte del mío a cambio. ¡Bien, volvería a hacerlo,
en serio! Entonces me pareció un trato justo y hoy me lo sigue pareciendo. Pero
entonces también era mejor que tú en cosa de armas y te ayudé. Por eso he venido,
para ayudarte una vez más.
»Dices que no puedes más, que cada vez te cuesta más luchar contra lo que te roe
por dentro. No podrás hacerlo. De hecho, es admirable que lo hayas conseguido hasta
ahora, vive Dios, y gran mérito tiene tu buen corazón, que no se rinde ante el
monstruo que trata de vencerle… Pero es una batalla perdida, Jim, estás tan acabado
como yo, tenlo por seguro. Ya no eres un muchacho, claro que no… pero tampoco
eres un hombre.
»Esto es lo que hay, Jim, y es lo que he venido a decirte. ¡Y dicho está! Así que
ya lo sabes. Puedes encontrarme cada noche en lo que fuera la posada de tus padres,
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los restos del «Almirante Benbow». Ya has llegado a un tiempo en el que tu…
llámala enfermedad, si quieres, como has hecho estos años, va a dominar tu mente y
tu cuerpo, y tendrás que ceder a ella y abandonar esta casa. Allí, pues, me
encontrarás.
—¿Y por qué habría de buscarte? Los dos somos lo que somos y lo sabemos, pero
también somos…
—Somos dos fieras salvajes, joven Hawkins —contestó Gray con aplomo,
mientras cogía el tirador de la puerta—. Afróntalo. Afróntalo con el valor con el que
te enfrentaste a Israel y a todos cuantos se cruzaron en nuestro camino en aquella isla,
porque ya eres un monstruo. Quizá no mañana, pero en apenas un par de semanas no
podrás controlarlo y devorarás al primero que se cruce en tu camino, sea quien sea:
un marinero desconocido, un vecino o tus propios hijos. Porque no distinguirás
persona alguna, solo matarás. Entonces tendrás que huir y esconderte para seguir
matando, y buscarás a los que son como tú. —Gray abrió la puerta y, desde lejos y
velado por las sombras, pareció sonreír con tristeza—. Búscame ese día.
La puerta se cerró casi con suavidad, dejando de nuevo la estancia en silencio.
Jim permaneció inmóvil durante unos segundos, luego se miró las manos, huesudas y
afiladas como garras, y regresó junto al escritorio.
Fácil es para cualquiera comprender el terror que me invadió durante toda aquella
conversación, que yo había escuchado desde su principio hasta su final; tanto y tan
cerca, que los faldones de la raída casaca de Gray pasaron rozándome el camisón
cuando se marchó. Y es que había permanecido detrás de la puerta, sin ser vista, ya
que me había acercado al cuarto de mi padre al oír el rumor de voces, pensando que
quizá necesitaría algo, y al ver que hablaba con alguien, me había detenido. Pero,
naturalmente, al darme cuenta de con quién estaba hablando, mi cuerpo y mi mente
se negaron a irse de allí y me buscaron acomodo y escondite junto al quicio de la
puerta, arrebujada junto a la pared.
Allí seguí largo rato después de que Gray abandonase nuestra casa. Estaba
aterrada ante lo que acababa de descubrir, sobre todo porque había oído contar viejas
historias de terror en las que se hablaba de aquellas extrañas criaturas, y ahora no era
capaz de meter en mi cabeza la idea de que mi padre, precisamente mi propio padre,
era uno de aquellos. Un zombi, un monstruo sin escrúpulos ni alma, incapaz de hacer
otra cosa que no fuese matar y comer.
Y que, cualquier día, dejaría de reconocerme como su hija y me atacaría con toda
la crueldad de quien solo ansia comer a su presa.
Pero me reconoceréis que no sería hija de quien soy si no tuviese, al tiempo que
temor y desesperanza, temple suficiente para al menos luchar por mi vida y
defenderme de lo que fuera. Fuera un hombre o fuera un monstruo. O fuera mi padre,
cuyo valor —pues demostrado queda en todas sus aventuras en la isla que lo tenía—
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heredé junto con el azul de sus pupilas. Así que, con dos lágrimas en los ojos, me
acerqué a la pared de la chimenea y, alzándome sobre las puntas de los pies, me estiré
para coger uno de los dos sables de abordaje que allí se colgaban, como recuerdo de
los viajes y aventuras del venerable Jim Hawkins.
Me oyó, naturalmente, pues hice ruido al sacar el arma, y además sus sentidos
estaban más agudizados que nunca al ser un demonio y no un ser humano. Pero no se
movió. Se quedó quieto junto al sillón, mirándome casi con ternura, si es que aún era
capaz de tenerla, esperando a ver qué hacía.
Yo me acerqué hacia donde estaba, con la respiración entrecortada y sin saber
cómo iba a reaccionar aquella bestia en la que se había convertido. Pero en cuanto
sentí su monstruosa mirada en mí, levanté el sable. Aunque era pesado, yo era fuerte
y lo tenía empuñado con las dos manos. Quien fuera mi padre asintió levemente al
verme y me dijo:
—Cortar miembros y fuego. He aquí la fórmula.
—Lo sé —respondí con firmeza—. Yo también he leído tu manuscrito.
—Yo no quería esto, hija mía —me dijo a continuación—. Vive Dios que no lo
quería, y tal vez por eso me lo he negado a mí mismo todos estos años, pese a tener la
certeza de cuál era el mal que me aquejaba. Pero Gray tiene razón —añadió con un
suspiro—: Todos tenemos que pagar nuestro precio, y lo hecho, hecho está. Así que
solo me queda…
Abrió los brazos en un mudo gesto, como si en realidad me estuviese pidiendo un
abrazo en lugar de una estocada.
—… rogar tu perdón.
Tardé un instante en contestar, notando cómo las lágrimas llenaban ya mis
mejillas, pero cuando lo hice, lo hice tan convencida y segura de mí misma como lo
había estado poco antes cuando me había estirado para empuñar el sable:
—A mi padre lo perdonaría, puesto que fue un buen hombre que me crio con
amor y cariño, y nada he de reprocharle. —Armé el brazo, colocándome en posición,
y añadí—: Pero al monstruo que tengo delante no tengo nada que decirle salvo que se
vaya al infierno con sus amigos.
Descargué el sable con todas mis fuerzas y la cabeza de quien había sido mi padre
saltó por los aires, cayendo varios metros más allá sobre el suelo de roble, con un
extraño rugido que no sé de dónde pudo haber brotado. El cuerpo decapitado se agitó,
moviéndose repentina y furiosamente en todas direcciones y golpeándome con tal
violencia que me partió los labios y me arrojó sobre la mesa, provocándome una
brecha en la cabeza. Pero al cabo, tras varios golpes y vueltas sin sentido, agotadas
sus fuerzas y sin cabeza que lo guiase, se desplomó de bruces.
Sintiendo que la espalda se me quebraba, logré arrastrarme y estirar el brazo hasta
donde había caído el sable ensangrentado y reculé de nuevo hasta apoyarme en la
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pared, aferrándolo jadeante y sin perder de vista el cadáver que yacía a mis pies.
Así pasé varios minutos en aquel lugar donde había caído, entre la mesa y la
ventana, contemplando el cuerpo sin vida del zombi, notando mi propia sangre
empapándome el rostro y llenándome la boca, pero apuntando al cadáver con el sable
firmemente asido con las dos manos, como si temiera que se fuera a levantar de un
momento a otro de nuevo. «Cortar miembros y fuego. He aquí la fórmula», decían.
Bien, yo había cortado el miembro más importante, su cabeza, y había dejado aquella
cosa desangrándose sobre la alfombra de pelo de oveja del gabinete.
Por fin me levanté, bastante rato después, pero aún jadeante y estremecida por lo
sucedido. Escupí en el suelo una bola de sangre, me limpié la boca con la manga del
camisón, clavé el sable en la mesa y tomé la pluma para completar la historia que mi
padre, Jim Hawkins, estaba escribiendo: la verdadera historia de la Isla del Tesoro,
una historia fabulosa que habían comenzado una madre y su hijo con la llegada de un
pirata a la posada del «Almirante Benbow».
Y que iba a terminar la hija de quien la vivió, en las ruinas de esa misma posada,
cuando diese muerte a Gray la noche siguiente.
FIN;
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