Oliverio
Girondo
Llorar a lágrima viva
Llorar a lágrima viva. Llorar a chorros. llorar la digestión. Llorar el
sueño. Llorar ante las puertas y los puertos. Llorar de amabilidad y de
amarillo.
Abrir las canillas, las compuertas del llanto. Empaparnos el alma, la
camiseta. Inundar las veredas y los paseos, y salvarnos, a nado, de nuestro
llanto.
Asistir a los cursos de antropología, llorando. Festejar los cumpleaños
familiares, llorando. Atravesar el África, llorando.
Llorar como un cacuy, como un cocodrilo... si es verdad que los cacuyes
y los cocodrilos no dejan nunca de llorar.
Llorarlo todo, pero llorarlo bien. Llorarlo con la nariz, con las
rodillas. Llorarlo por el ombligo, por la boca.
Llorar de amor, de hastío, de alegría. Llorar de frac, de flato, de
flacura. Llorar improvisando, de memoria. ¡Llorar todo el insomnio y todo el
día!.
No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o
como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una
importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento
afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de
soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de
zanahorias; ¡pero es sí! -y en esto soy irreducible- no les perdono, bajo ningún
pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que
pretendan seducirme!
.........
¡Todo era amor... amor! No había nada más que amor. En todas partes se
encontraba amor. No se podía hablar más que de amor.
Amor pasado por agua, a la vainilla, amor al portador, amor a plazos. Amor
analizable, analizado. Amor ultramarino. Amor ecuestre.
Amor de cartón piedra, amor con leche... lleno de prevenciones, de
preventivos; lleno de cortocircuitos, de cortapisas.
Amor con una gran M, con una M mayúscula, chorreado de merengue,
cubierto de flores blancas...
Amor espermatozoico, esperantista. Amor desinfectado, amor untuoso...
Amor con sus accesorios, con sus repuestos; con sus faltas de puntualidad, de
ortografía; con sus interrupciones cardíacas y telefónicas.
Amor que incendia el corazón de los orangutanes, de los bomberos. Amor que
exalta el canto de las ranas bajo las ramas, que arranca los botones de los
botines, que se alimenta de encelo y de ensalada.
Amor impostergable y amor impuesto. Amor incandescente y amor incauto.
Amor indeformable. Amor desnudo. Amor-amor que es, simplemente, amor.
Amor y amor... ¡y nada más que amor!
¿Dónde?
¿Me extravié en la fiebre?
¿Detrás de las sonrisas?
¿Entre los alfileres?
¿En la duda?
¿En el rezo?
¿En medio de la herrumbre?
¿Asomado a la angustia,
al engaño,
a lo verde?...
No estaba junto al llanto,
junto a lo despiadado,
por encima del asco,
adherido a la ausencia,
mezclado a la ceniza,
al horror,
al delirio.
No estaba con mi sombra,
no estaba con mis gestos,
más allá de las normas,
más allá del misterio,
en el fondo del sueño,
del eco,
del olvido.
No estaba.
¡Estoy seguro!
No estaba.
Me he perdido.
Invitación al vómito
Cúbrete el rostro
y llora.
Vomita.
¡Si!
Vomita,
largos trozos de vidrio,
amargos alfileres,
turbios gritos de espanto,
vocablos carcomidos;
sobre esta nauseabunda iniquidad sin cauce,
y esta castrada y fétida sumisión cultivada
en flatulentos caldos de terror y de ayuno.
Cúbrete el rostro
y llora...
pero no te contengas.
Vomita.
¡Si!
Vomita,
ante esta paranoica estupidez macabra,
sobre este delirante cretinismo estentóreo
y esta senil orgía de egoísmo prostático:
lacios coágulos de asco,
macerada impotencia,
rancios jugos de hastío,
trozos de amarga espera...
horas entrecortadas por relinchos de angustia.
Es la baba
Es la baba.
Su baba.
La efervescente baba.
La baba hedionda,
cáustica;
la negra baba rancia
que babea esta especie babosa de alimañas
por sus rumiantes labios carcomidos,
por sus pupilas de ostra putrefacta,
por sus turbias vejigas empedradas de cálculos,
por sus viejos ombligos de regatón gastado,
por sus jorobas llenas de intereses compuestos,
de acciones usurarias;
la pestilente baba,
la baba doctorada,
que avergüenza la felpa de las bancas con dieta
y otras muebles poltronas no me escupidas.
La baba tartamuda,
adhesiva,
viscosa,
que impregna las paredes tapizadas de corcho
y contempla el desastre a través del bolsillo.
La baba disolvente.
La agria baba oxidada.
La baba.
¡Si! Es su baba...
lo que herrumbra las horas,
lo que pervierte el aire,
el papel,
los metales;
lo que infecta el cansancio,
los ojos,
la inocencia,
con sus verme de asco,
con sus virus de hastío,
de idiotez,
de ceguera,
de mezquinad,
de muerte.
Cansancio
Cansado
¡Si!
Cansado
de usar un solo bazo,
dos labios,
veinte dedos,
no sé cuántas palabras,
no sé cuántos recuerdos,
grisáceos,
fragmentarios.
Cansado,
muy cansado
de este frío esqueleto,
tan púdico,
tan casto,
que cuando se desnude
no sabré si es el mismo
que usé mientras vivía.
Cansado.
¡Si!
Cansado
por carecer de antenas,
de un ojo en cada omóplato
y de una cola auténtica,
alegre,
desatada,
y no este rabo hipócrita,
degenerado,
enano.
Cansado,
sobre todo,
de estar siempre conmigo,
de hallarme cada día,
cuando termina el sueño,
allí, donde me encuentre,
con las mismas narices
y con las mismas piernas;
como si no deseara
esperar la rompiente con un cutis de playa,
ofrecer, al rocío, dos senos de magnolia,
acariciar la tierra con un vientre de oruga,
y vivir, unos meses, adentro de una piedra.
Se miran, se presienten
Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan, se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehuyen, se evaden y se entregan.
Que los ruidos...
Que los ruidos te perforen los dientes,
como una lima de dentista,
y la memoria se te llene de herrumbre,
de olores descompuestos y de palabras rotas.
Que te crezca,
en cada uno de los poros,
una pata de araña;
que sólo puedas alimentarte de barajas
usadas y que el sueño te reduzca,
como una aplanadora,
al espesor de tu retrato.
Que al salir a la calle,
hasta los faroles te corran a patadas;
que un fanatismo irresistible
te obligue a postergarte
ante los tachos de basura
y que todos los habitantes de la ciudad
te confundan con un meadero.
Que cuando quieras decir:
"Mi amor", digas: "Pescado frito";
que tus manos intenten
estrangularte a cada rato,
y que en vez de tirar el cigarrillo,
seas tú el que te arrojes en las salivaderas.
Que tu mujer te engañe
hasta con los buzones;
que al acostarse junto a ti,
se metamorfosee en sanguijuela,
y que después de parir un cuervo,
alumbre una llave inglesa.
Que tu familia se divierta
en deformarte el esqueleto,
para que los espejos,
al mirarte,
se suiciden de repugnancia;
que tu único entretenimiento
consista en instalarte
en la sala de espera de los dentistas,
disfrazado de cocodrilo,
y que te enamores,
tan locamente,
de una caja de hierro,
que no puedas dejar,
ni un solo instante,
de lamerle la cerradura.