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Constitucionalismo Vs

1) El documento discute el conflicto entre el constitucionalismo y la democracia, donde los principios de la constitución imponen límites que pueden contradecir la voluntad de la mayoría. 2) Los defensores del constitucionalismo argumentan que la constitución refleja la voluntad democrática original o ha ganado legitimidad a través del tiempo, pero estos argumentos tienen falencias. 3) Resolver completamente la tensión entre estos principios es difícil ya que el ideal de autogobierno democrático es fundamental e imbatible.
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Constitucionalismo Vs

1) El documento discute el conflicto entre el constitucionalismo y la democracia, donde los principios de la constitución imponen límites que pueden contradecir la voluntad de la mayoría. 2) Los defensores del constitucionalismo argumentan que la constitución refleja la voluntad democrática original o ha ganado legitimidad a través del tiempo, pero estos argumentos tienen falencias. 3) Resolver completamente la tensión entre estos principios es difícil ya que el ideal de autogobierno democrático es fundamental e imbatible.
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Constitucionalismo vs. Democracia.

Por Roberto Gargarella*

Detrás de muchas de las discusiones que hoy se escuchan en países como el nuestro, se
esconde una disputa a la cual apenas prestamos atención, y es la que enfrenta a las ideas de
Constitución y democracia. En realidad, puede parecer extraño que exista un conflicto entre
ambas ideas cuando es tan usual que hablemos de “democracias constitucionales,” o cuando
es tan común que uno se proclame, al mismo tiempo, y por ejemplo, demócrata y defensor de
los derechos humanos. Pero lo cierto es que tales ideas se llevan mal, y que dicho desacuerdo
repercute finalmente en nuestras discusiones públicas.

El conflicto entre ambas ideas surge, ante todo, del hecho de que ellas apelan a principios
opuestos. Nuestros compromisos democráticos apelan a un principio que a primera vista no
reconoce límites, y según el cual no hay ninguna autoridad superior a la nuestra, actuando
colectivamente. Mientras tanto, y por otro lado, ideas tales como las de Constitución o
derechos humanos nos llevan a pensar, justamente, en límites infranqueables, capaces de
resistir la presión de cualquier grupo y aún, y especialmente, las presiones de un grupo
mayoritario.

En nuestras discusiones cotidianas, la tensión referida emerge de un modo especialmente


gravoso. Ocurre que, por un lado, queremos y necesitamos aferrarnos al derecho: queremos
estar sujetos a reglas impersonales, antes que a la voluntad discrecional de algún personaje
todopoderoso. Sin embargo, y por otro lado, vemos que explotan nuestros ímpetus
democráticos que, muchas veces, encontramos encorsetados, prisioneros, dentro del derecho.
La mala noticia es que dicha tensión no es ficticia ni tiene una obvia resolución, pero lo
interesante es que reconociendo este problema quedamos forzados a plantearnos cuestiones
de enorme importancia.

Los orígenes de dicha tensión pueden encontrarse, por caso, en algunos celebres escritos anti-
conservadores de Thomas Paine, proclamando el “derecho de los que están vivos” por encima
de “la autoridad de los muertos,” en su idea de que “cada generación tiene los mismos
derechos que las generaciones que la precedieron, del mismo modo en que cada individuo
tiene los mismos derechos que cualquiera de sus contemporáneos” (Paine xx1989: 56). A
través de esta afirmación, Paine se oponía a la idea conservadora –típicamente, defendida por
Edmund Burke- que venia a rebelarse frente al valor del autogobierno, y en particular, frente al
ideario revolucionario que los franceses habían puesto de moda. Para Burke, las tradiciones de
la comunidad guardaban mayor valor que las ambiciones de cualquier generación particular.
Paine, mientras tanto, y como mucho de sus contemporáneos, pensaba lo contrario.

Un viejo conocido de Paine, Thomas Jefferson, supo retomar aquellos reclamos para
incorporarlos a la historia norteamericana. Como Paine, Jefferson también sostuvo que nada
era mas importante que el autogobierno colectivo. De allí, por ejemplo, que en sus “Notas
para el Estado de Virginia” se manifestara en contra de la idea de dictar una Constitución
permanente. La misma debía ser, en todo caso, “flexible”: cada generación debía tener el
derecho de rehacer el texto fundacional propio (de hecho, y calculando que las generaciones
se recambiaban, mas o menos, cada 20 anos, Jefferson propuso la adopción de reformas
constitucionales, al menos, con esa periodicidad). De este modo, pioneramente, tanto Paine
como Jefferson mostraban la hostilidad que despertaban en los demócratas las ambiciones de
los constitucionalistas.

I. ¿Puede resolverse el conflicto entre el constitucionalismo y la democracia?

¿Es cierto, tal como lo sugiriéramos en las líneas anteriores, que no es posible resolver este
dilema entre el constitucionalismo y la democracia? Por que es que no podemos afirmar, como
lo hace una mayoría de juristas, la superioridad de la Constitución? ¿Por qué no podemos
decir, simplemente, que la Constitución está “por encima de todo” y que, por tanto, ella se
impone no sólo sobre quienes la comunidad que la diseñó, sino también sobre las
generaciones que la sucedieron? Los problemas en juego aparecen, según entiendo, por la
“terquedad” del ideal del autogobierno. En efecto, a la hora de justificar cualquier solución que
termine afirmando la primacía de la Constitución, el argumento del autogobierno reaparece
firme, imbatible: que puede haber por encima de tal derecho?

La fortaleza de este ideal es tal que, aquellos interesados en defender la primacía de la


Constitución han comenzado a dejar de lado su inclinación inicial –orientada a desplazar sin
mas el ideal democrático- para optar en cambio por una estrategia sustantivamente diferente,
destinada a integrar al mismo o, al menos, a mostrar la compatibilidad de su propuesta con la
afirmación del principio del autogobierno.

El primer argumento con el que nos encontramos, el mas simple de todos, es el que nos dice
que la comunidad debe sentirse sujeta a –limitada por- la Constitución porque esta ultima es el
resultado de un acuerdo democrático. Aun asumiendo que siempre lo es –lo que no siempre es
claro- el argumento no nos lleva demasiado lejos. Ello, en particular, cuando estamos
hablando, como en este caso, del valor de una Constitución –un documento que, como tal,
tiene la pretensión de perdurar con el correr de los anos, y con el paso de las generaciones.
Por que es entonces que la comunidad que sucede a la nuestra debe sentirse limitada a partir
de un acuerdo del que no ha tomado parte? Esta critica es poderosa, y muestra el grado de
conflicto que existe entre el valor del principio democrático y el valor de la Constitución. Sin
embargo, los defensores del constitucionalismo tienen todavía varias replicas a mano, que
vamos a estudiar a continuación.

Ante todo, y por ejemplo, alguien podría sostener que las ambiciones del constitucionalismo –
sobre todo, la de permanecer a lo largo del tiempo, generación tras generación- se justifican a
partir de las circunstancias “peculiarmente democráticas” que rodearon a su nacimiento,
léase, por caso, la participación en su dictado de mayorías abrumadoras (o la existencia de un
consenso extraordinario al momento de su escritura), un grado inalcanzado de reflexión en su
diseño, el puro ánimo público de quienes la redactaron. Este tipo de argumentos son muy
habituales dentro del ámbito jurídico. Sin embargo, en una mayoría de casos, dicho relato
enfrenta el serio inconveniente de basarse en dogmas o mitos que se disuelven apenas se los
examina con un poco mas de cuidado. Ocurre que la mayoría de los procesos constituyentes
que conocemos tienen poco parecido con aquellas descripciones heroicas que suelen hacerse
acerca de los momentos fundacionales de cualquier nación (Ref: i.e., Beard, C., An Economic
Interpretation of the Constitution of the United States, New York: Macmillan. 1913.). Aquellos
tiempos fundacionales –típicamente, a fines del siglo xviii o principios del xix- tenían poco que
ver con las referidas imágenes de consenso unánime y reflexiones desinteresadas. Más bien,
ellos nos hablan de discriminaciones (hacia la mujer, hacia los pobres, hacia los esclavos), de
presupuestos abiertamente elitistas (conforme a los cuales la mayor parte de la ciudadanía era
vista como formando parte de una masa irreflexiva, más que como individuos con iguales
capacidades que los constituyentes) y de decisiones con un claro componente de autointerés
(lo que explica el status especial conferido a la propiedad privada, en todos los casos,
incluyendo en muchos –como el norteamericano- el resguardo a la propiedad de los esclavos).

Admitido este hecho, esto es, el carácter originalmente poco democrático de una mayoría de
Constituciones, los abogados del constitucionalismo podrían apelar a una estrategia
complementaria. Ellos podrían decir, por ejemplo, que la Constitución merece un respeto
especial ya no a partir de la situación especial en la que tuvo origen, sino a partir del respaldo
que fue obteniendo con el transcurrir del tiempo. Esto es, según esta postura, la Constitución –
una mayoría de las Constituciones que conocemos?- puede haber tenido un origen “dudoso”
pero aun así haberse “purificado” con el paso del tiempo, ganando legitimidad democrática a
través de los anos. Esta idea, asociada a la noción lockeana de consenso tácito, también resulta
muy popular entre los defensores del constitucionalismo. Ella nos viene a decir, entre otras
cosas, que aquellos eventuales vicios de origen han sido limpiados a partir del extraordinario
consenso que el texto constitucional pudo conseguir en su avance. Este consenso aparecería
reflejado en la implícita adhesión que uno acostumbra a detectar en la comunidad, hacia la
Constitución original y sus “padres fundadores” (léase, Madison, Sieyes, Alberdi, etc.), tanto
como en la permanencia o no reforma de los rasgos esenciales de aquel texto. Sin embargo,
como es bien sabido, los argumentos en favor del consenso tácito tienen poca fuerza. Y es que
nunca podemos saber si lo que algunos llaman consenso tácito no debiera ser llamado, en
verdad, mera resignación, o tal vez una aceptación basada simplemente en el
acostumbramiento, en la certeza acerca de lo difícil de cambiar radicalmente dicho texto, en la
perplejidad o ignorancia acerca de lo que es posible. Tampoco podemos saber si la falta de una
reforma de la Constitución, en sus rasgos esenciales, se debe al consenso generado por la
misma o, más bien, a las propias dificultades impuestas por sus creadores para modificarla
(i.e., en la exigencia habitual de una mayoría calificada en ambas Cámaras para obtener la
autorización para la convocatoria a una convención reformadora).

Una alternativa estrechamente vinculada con la anterior, pero igualmente fallida, seria la de
sostener que la Constitución se encuentra ya enraizada en las tradiciones mas profundas de
nuestra comunidad. El argumento, en este caso, retomaría el ideal democrático afirmando que
los principios constitucionales ya se han “decantado” hasta el punto de formar parte, en la
actualidad, de aquel “núcleo duro” que hace que nuestra comunidad sea lo que es, que
configura su identidad. En un punto, el argumento es mas ambicioso que el anterior, ya que el
mismo trasciende la idea del consenso –que, en ultima instancia, podría cambiar de un
momento a otro- para decir que nuestra comunidad no puede abandonar aquel cumulo de
ideas sin dejar de ser lo que es. Sin embargo, claramente, dicho argumento es mas vulnerable
que el recién examinado. Y es que, por un lado, uno puede tomar algunas iniciativas
destinadas a desentrañar la persistencia o no de aquel “consenso dormido” pero, que hacer en
cambio frente a la apelación de las tradiciones? Como demostrar lo que parece
definitivamente indemostrable? Lo que es peor, aun en el hipotético caso en que pudiéramos
demostrar el profundo arraigo de las ideas que distinguen a nuestra vida constitucional: que
razones tendríamos para defender la perdurabilidad de aquellos rasgos? Claramente, podría
darse la situación de que nuestra comunidad, por ejemplo, insista en resolver sus conflictos de
modo sangriento, y que dicha forma de acción represente ya una “marca de identidad” de
nuestro ámbito. Pero, resulta claro, dicho hecho no nos proporciona ninguna razón para darle
algún status especial a aquella indeseable practica. Necesitamos criterios, claramente
independientes del mero hecho de que una practica habitual sea una practica habitual, para
definir si merece apoyarse o, por el contrario, disolverse, combatirse, aquella repetida forma
de acción.

El propio James Madison –tal vez la cabeza mas notable en el desarrollo moderno del
constitucionalismo- se vio acorralado, en su momento, frente a un dilema semejante. A el
también le interesaba reafirmar el valor de la Constitución frente a quienes insistían en la
importancia del valor del autogobierno. Madison estaba interesado en mostrar que las voces
mas criticas del constitucionalismo –en especial, su amigo Thomas Jefferson- se equivocaban al
insistir con la idea del autogobierno colectivo. En su opinión, los propios demócratas debían
advertir que, en ocasiones, el argumento democrático no podía ser defendido en su extrema
radicalidad y ello, finalmente, en honor de una ultima preocupación por el valor de la
democracia. La disputa entre Madison y Jefferson apareció frente a la sugerencia del ultimo,
portavoz de los sectores mas democráticos de la comunidad, de resolver los problemas
constitucionales mas básicos –en especial, las situaciones de conflicto entre los diversos
poderes- haciendo uso de la regla mayoritaria. Madison, particularmente preocupado por
asegurar la estabilidad de un sistema político al que consideraba fundamentalmente frágil,
pareció indignarse frente a la sugerencia del autor de las “Notas para el Estado de Virginia.”
Contra este ultimo, y en lo que hoy se conoce como el escrito n. 49 de los papeles de “El
Federalista,” Madison presento tres argumentos principales –algunos de los cuales son
pertinentes para nuestra requisitoria

En primer lugar, Madison sostuvo que si los principales conflictos entre poderes tuvieran que
ser resueltos a partir de una convocatoria popular, los mismos iban a tener un final previsible.
En su opinión, dado que la Cámara legislativa era la rama del gobierno “mas popular,”
resultaba obvio que cualquier convocatoria al pueblo contaba ya con una respuesta fija de
antemano: el pueblo siempre tendería a inclinarse a favor de la rama que veía mas cercana a
sus intereses. Por lo tanto, sostenía Madison, la insistencia en el recurso al pueblo, para estos
casos, era irrazonable. En segundo lugar, Madison afirmaba que la obsesión con la
convocatoria al pueblo debía dejarse de lado si la misma podía poner en riesgo –como el
presumía- a la propia estabilidad del gobierno democrático. En su opinión, las convocatorias
frecuentes a la ciudadanía iban a socavar la legitimidad del gobierno –de cualquier gobierno.
Finalmente, el alegaba que un reclamo como el formulado por Jefferson era irrazonable
porque conlleva el riesgo de “encender las pasiones populares.” Nuevamente, el argumento
era que, en momentos de debilidad institucional como los que se vivían –y, podríamos agregar,
como los que todavía se viven en una multiplicidad de naciones- argumentos democráticos
como los referidos se tornaban inaceptables, porque favorecían el surgimiento de nuevos
conflictos, tensiones y divisiones dentro de la sociedad. Ello, cuando lo que mas se precisaba
era lo contrario, esto es, insistir con aquellas medidas capaces de amalgamar a la sociedad.

Como resulta habitual, las sugerencias de Madison guardan mucho del mejor sentido común, y
son –como lo fueron- capaces de ganar la adhesión de sectores importantes de la población.
Pero la pregunta es si las razones que daba en aquel momento son lo suficientemente
poderosas como para desplazar posibles argumentos en su contra. Y la respuesta no parece
nada clara. El atractivo de los argumentos de Madison resultan a partir de que se extreman los
de su contrario. Pero, por que pensar que una iniciativa como la de Jefferson, destinada a
reafirmar la autoridad soberana del pueblo, implica un desgastante proceso de convocatorias
populares? Por que esa desconfianza en las virtudes del debate publico y, finalmente, en las
capacidades reflexivas de la ciudadanía? Por que decantarse naturalmente por las decisiones
del gobierno, en caso de tensiones entre este último y la ciudadanía? En definitiva, la
estabilidad no es valiosa a cualquier precio, y aun si fuera cierto que alguna convocatoria
ciudadana estimula los conflictos sociales, por que no pensar –como sostuviera Jefferson- que
el estallido de determinados conflictos puede resultar valioso para la salud cívica de la
comunidad, y preferible a un estado de tensión latente?

Llegados hasta aquí, de todos modos, conviene explorar un ultimo y prometedor argumento a
favor de la prioridad del constitucionalismo. El argumento en cuestión es especialmente
interesante porque se orienta directamente a reafirmar lo que los críticos del
constitucionalismo mas valoran, esto es, el principio democrático. Lo que este argumento
señala, entonces, es que la misma preocupación por el valor de la democracia debe llevarnos
directamente a reconocer la primacía del constitucionalismo. Ello, fundamentalmente, en la
medida en que la Constitución establezca las condiciones que permitan que la democracia
funcione como tal.

El argumento es importante y vale la pena examinarlo con algún detalle. Lo que aquí se hace
es poner cabeza abajo una mayoría de las criticas democráticas examinadas hasta ahora. En
efecto, lo que nos ocurría hasta aquí es que, cada vez que invocábamos un argumento en favor
del constitucionalismo, nos encontrábamos frente a alguna variante del argumento
democrático que venia a decirnos: pero cual es la razón para quitarle libertad a la comunidad,
para impedirle que sea ella misma la que decida como quiere organizar su vida futura? Si usted
valora el autogobierno, se nos decía, no tiene alternativa a la de reconocer el carácter
subordinado, dependiente, de la Constitución. Lo que se nos dice ahora, en cambio, parece
realmente novedoso. Aquí se nos sugiere que, justamente porque nos interesa defender el
valor del autogobierno, es que tenemos razones para defender la primacía de la Constitución.
Mas precisamente, se afirma aquí que el constitucionalismo no debe verse –como lo veíamos
hasta aquí- como una forma de “atarle las manos” a la sociedad –una forma de quitarle
libertad, de ahogar el autogobierno. Mas bien, y por el contrario, se nos dice en este caso que
el constitucionalismo debe ser visto como una forma de ganar o potenciar nuestra libertad
como comunidad.
El argumento en cuestión reconoce una presentación elegante y muy sugerente a través de la
metáfora de “Ulises y las sirenas” (Ref: Ver Elster, J., Ulysses and the Sirens. Studies in
Rationality and Irrationality, Cambdirge: Cambridge University Press. 1979. Ver también
Holmes, S., “Precommitments and the Paradox of Democracy,” in J.Elster and R.Slagstad, ed.,
Constitutionalism and Democracy, Cambridge: Cambridge University Press. 1998). En el relato
tradicional, Ulises, como capitán de su navío, le exige a sus marineros que lo aten al mástil de
la embarcación, porque temía perder el control de la misma una vez enfrentado al canto de las
sirenas. Al dar aquella orden, Ulises sabia que iba a perder control sobre sus impulsos mas
inmediatos –esperablemente, el se vería tentado a desviar su embarcación, e incapacitado así
de llegar al destino que se había fijado inicialmente- pero ello no lo llevo a desdecirse. Ulises
tomo su decisión de modo consciente, convencido de que de ese modo –atado al mástil,
inmovilizado- podría conseguir el objetivo que se había propuesto en un principio. Por lo dicho,
cualquier descripción de tal situación que pretendiera presentar dicho acto como una “perdida
de libertad” por parte de Ulises, resultaría insensata. Ulises, podríamos decir, gano libertad en
lugar de perderla, cuando se ato al mástil: fue así, en definitiva, como consiguió llegar al
destino prefijado. La moraleja parece clara: contra lo que nos sugiere consistentemente el
sentido común –atarse las manos es sinónimo de perder libertad- lo que el ejemplo nos
demuestra es lo contrario: en ocasiones, ganamos en libertad cuando nos limitamos. O, para
decirlo de otro modo, hay limitaciones que liberan, ataduras que nos capacitan.

El traslado de esta metáfora al campo constitucional parece obvio: del mismo modo en que
Ulises pudo ganar libertad, en lugar de perderla, al incapacitarse para ciertas acciones, una
sociedad también puede expandir sus capacidades auto-imponiéndose determinados limites.
Este seria el rol de la Constitución –el poner limites “capacitadores” sobre las facultades de
autogobierno de la sociedad. Reconociendo los riesgos de caer en tentaciones inadmisibles
(oprimir a grupos minoritarios, censurar a la oposición) una comunidad actuaría tan
racionalmente como lo hiciera Ulises si decidiera fijar, de una vez, ciertos limites
irrenunciables, capaces de potenciar la propia libertad futura.

La propuesta es atractiva, al menos en un punto importante: ella nos ayuda a dejar de lado la
visión habitual conforme a la cual toda limitación, aun auto-impuesta, debe ser vista como una
afrenta al autogobierno. Se nos dice aquí, con razón, que cierto tipo de limitaciones pueden
ser compatibles con, y aun necesarios para, asegurar el autogobierno. Ahora bien, admitido
este punto, corresponde preguntarse: hasta donde es que este argumento permite afirmar la
victoria del bando de los constitucionalismo por sobre el bando de los demócratas? Lo cierto
es que, pese a la espectacularidad del ejemplo de Ulises, el mismo termina probando menos
de lo que pretendía.

En efecto, enfrentados a consideraciones semejantes, los defensores del autogobierno podrían


replicar que, en verdad, dicha metáfora sugiere bastante poco: en definitiva, los demócratas
no objetan la posibilidad de que una comunidad se auto-imponga determinados limites, tal
como lo hiciera Ulises. Lo que objetan es la posibilidad de que una comunidad exija que los
limites que se auto-impuso se preserven firmes frente a las generaciones futuras –algo tan
inaceptable como que Ulises le exija a su hijo que se ate al mástil como el lo ha hecho. Esto es
lo que rechazan los demócratas, y lo que el ejemplo de Ulises es incapaz de probar. Dicho
ejemplo, en todo caso, prueba lo obvio: la racionalidad del auto-paternalismo, pero no avanza
en lo que le mas les interesa a los constitucionalistas, esto es, la justificación de una
comunidad para imponer sus normas sobre otras comunidades diferentes.

La comparación entre la situación de Ulises y la que enfrenta una comunidad que quiere dictar
su Constitución también registra otro tipo de des-analogia notable. Las sociedades son cuerpos
numerosos –compuestos, muchas veces, por millones de personas- y, lo que es mas grave, no
es para nada esperable que todos ellos participen del dictado de su propia Constitución. De allí
que merece guardarse una mayor prudencia cuando se quiere comparar la situación de Ulises,
auto-imponiéndose normas, con la de la sociedad, queriendo hacer lo propio: en este ultimo
caso, lo esperable es que un (muy pequeño) sector de la sociedad determine cuales son las
normas que van a regir para todo el resto. De allí que, en este caso, ni siquiera tiene sentido
hablar de auto-paternalismo. En prácticamente todos los casos no es cierto que “la sociedad se
dicta su propia Constitución”: lo que allí llamamos “la sociedad” no son sus millones de
habitantes, actuando de modo conjunto, sino una pequeña elite, por mas representativa y
honesta que sea. Este hecho abre, entre otros, algunos riesgos notables, ausentes en el caso
de Ulises. Bien puede ocurrir, por ejemplo, que dicho sector encargado de dictar la
Constitución se incline por dictar normas mas favorables para si mismo que para todo el resto.
Esto es, para continuar con la metáfora ya empleada, puede ocurrir que los encargados de
dictar la Constitución aten las manos de toda la comunidad, dejando desatadas las propias –
una posibilidad inimaginable para el caso de Ulises, pero bastante habitual, de hecho, en la
historia del constitucionalismo moderno (Ref: Años después de haber escrito “Ulises y las
sirenas,” Elster advirtió la importancia y gravedad de esta posibilidad. Ver, por ejemplo, Elster,
J., Ulysses Unbound, Cambridge: Cambridge University Press 2000.).

II. La igualdad como presupuesto común

Una manera de moderar los devastadores efectos de esta tensión entre constitucionalismo y
democracia puede ser la siguiente: explorar las notas que reúnen a ambas ideas, antes que
aquellas que las diferencian. En este sentido, creo que existe un camino atractivo que transitar,
a través del recorrido por lo que aparece como uno (sino el principal) de los presupuestos
comunes de ambas nociones, y que se vincula con la idea de igualdad. En efecto, no es difícil
llegar a la conclusión de que si nos interesa el constitucionalismo y si nos preocupa la
democracia ello se debe, ante todo, a que le asignamos un lugar importante a la idea de
igualdad. Ello, en el sentido de que asumimos que todas las personas poseen una misma
dignidad moral, y son iguales en cuanto a sus capacidades más básicas. Aprobamos el
compromiso con el sistema democrático, justamente, porque rechazamos la idea de que
existen clases de personas situadas –en sus conocimientos, en su intrínseca dignidad- por
encima de todas las demás. Contra dicha propuesta, afirmamos que cada individuo tiene un
igual derecho a intervenir en la resolución de los asuntos que afectan a su propia comunidad:
todos merecen participar de dicho proceso decisorio en un pie de igualdad. Nuestro
compromiso con el constitucionalismo, del mismo modo, se desprende de este tipo de
presupuestos igualitarios. En efecto, queremos preservar ciertos derechos fundamentales que
permitan a cada uno llevar adelante su vida conforme a sus propios ideales; y queremos
preservar una estructura de decisión democrática en donde la opinión de cada uno valga lo
mismo que la de los demás. La idea de igualdad, entonces, resultaría el fundamento último del
constitucionalismo y la democracia (Ref: Esta posición resulta obviamente tributaria de la
sostenida por Dworkin.ver. Dworkin, R., Taking Rights Seriously, Duckworth, Londres 1977;
Nagel, T., Mortal Questions. Cambridge: Cambridge University Press, 1979; o Kymlicka
(Kymlicka, W., Contemporary Political Philosophy, Oxford: Oxford University Press, 2001), en
cuanto a que todas las teorías políticas plausibles reconocen como valor último el valor de la
igualdad.). La apreciación, cabe aclararlo, no parece descabellada cuando leemos algunos de
los documentos esenciales en la materia, tales como la “Declaración de la Independencia”
norteamericana –que reconoce en su primera línea la afirmación de que “los hombres son
creados iguales”-; o la “Declaración de Derechos” francesa, que comienza haciendo una
referencia a la libertad e igualdad que une a las personas.

La noción de igualdad presentada en las líneas anteriores responde, sin dudas, una
interpretación de entre las muchas posibles, de la idea de igualdad. Por ello, es importante que
desde un comienzo especifique qué tipo de idea de igualdad es la que voy a tomar en cuenta
de aquí en adelante. Ante todo, la noción de igualdad que tomo en cuenta se distingue por
tener ciertos rasgos individualistas, en un sentido modesto del término: cada persona en sí
misma nos resulta importante, a cada una de ellas merece asignársele un valor idéntico. Por
otra parte, dicho compromiso con la suerte de cada persona implica, según entiendo, tratar a
cada persona como un igual, más que tratar a cada persona igual: lo que se pretende es
afirmar nuestra preocupación por la igual consideración y respeto que nos merece cada uno
(Ref: Dworkin, R Taking Rights Seriously op.cit.; Dworkin, R., A Matter of Principle, Harvard
University Press. Cambridge. 1985 y Dworkin, R., Sovereign Virtue, Harvard University Press.
Cambridge. 2000). Uno fallaría en su compromiso con la igualdad, en tal sentido, y por
ejemplo, si no proveyera un tratamiento especial a la mujer en el ámbito del trabajo, en
consideración de su embarazo; o no tomara medidas especiales para asegurar la protección de
los intereses de la comunidad negra, luego de siglos de una indebida postergación alentada y
mantenida por el Estado.

Aunque son, evidentemente, muchas las formas posibles en las que pensar la idea de igualdad,
en lo que sigue asumiré a la misma como vinculada con la perspectiva desarrollada en las
últimas décadas por la filosofía política liberal igualitaria. Conforme a una lectura posible de
dicha tradición, tratar a cada individuo como un igual conlleva una preocupación por asegurar
que la vida de cada individuo dependa de las elecciones que cada individuo realiza, y no de las
meras circunstancias en las que le toca nacer (Ref: Rawls, J. A Theory of Justice, Harvard
University Press, Cambridge 1971 y Dworkin, R., A Matter of Principle op.cit.). La vida de
alguien resulta inapropiadamente definida por las circunstancias en las que le toca nacer
cuando, por ejemplo, el sistema institucional permite que algunos reciban beneficios y otros
resulten perjudicados por hechos que son ajenos a su responsabilidad, i.e., por el hecho de
que hayan nacido en condiciones de pobreza o riqueza; por el hecho de que hayan nacido con
ventajas o desventajas intelectuales o físicas; por el hecho de que pertenezcan a tal o cual
género o grupo racial. Por ello, la debida preocupación por la igual dignidad de cada una –una
preocupación que debe ser constitutiva de todo sistema institucional equitativo- resulta
entonces violada cuando el Estado, por ejemplo, legitima o refuerza, en lugar de confrontar,
aquellas injusticias “naturales” –injusticias que son producto, como dice Rawls, del “azar de la
naturaleza.” El objeto final de la acción pública debe ser, entonces, el de asegurar que nadie
tenga acceso a un peor sistema educativo, a un peor servicio sanitario, o a un peor proceso
educacional, por razones que son ajenas a su control. El objetivo final, en definitiva, es que el
sistema institucional no distribuya “premios y castigos” en razón de factores arbitrarios desde
un punto de vista moral, sino en razón de las elecciones que cada uno realiza.

Esta posición –conforme a la cual la vida de cada uno depende fundamentalmente de las
decisiones de cada uno- aparecerá en lo que sigue como “ideal regulativo,” o “punto de
reposo” de muchas de las consideraciones que presente. Dicho ideal, conforme iré dejando en
claro, será interpretado de un modo particular, asumiendo lo siguiente. En primer lugar, que
tal ideal puede resultar violado tanto por acciones como por omisiones del Estado o, en ciertos
casos, de otros particulares. En tal sentido, y por ejemplo, asumiré que el Estado no cumple
con sus deberes de asegurar a todos un igual trato cuando meramente se abstiene de actuar,
en una situación en donde algunos gozan de ventajas frente a los demás, y las mismas resultan
ya sea de su buena fortuna, ya sea de previas acciones indebidas del Estado (i.e., una indebida
concesión de derechos, como la que podría resultar de una asignación de tierras que se hiciera
sin consideración de los reclamos igualmente legítimos que otros individuos pudieron haber
tenido en ese momento; la concesión de licencias realizada sin atención a los intereses
fundamentales de los demás). En segundo lugar, la idea de “respetar las decisiones de cada
uno” la tomo como incompatible con la de asumir como “dadas” las pretensiones de cada uno.
Para decirlo de otro modo, considero aquí que es muy habitual que nuestras pretensiones
sean simplemente un reflejo de una estructura cultural conformada a partir de prejuicios,
abusos y privilegios injustificados, por lo que el respeto por las decisiones de cada uno
requiere, al menos, de un previo proceso de información y reflexión crítica sobre la propia
situación de cada uno, y sobre sus relaciones con los demás y con el Estado. En tercer lugar,
considero que el ideal de respetar a todos por igual, a pesar de su contenido individualista, no
implica negar la posibilidad de tomar acciones en favor de colectivos determinados.
Típicamente (y conforme a los mismos ejemplos arriba citados), en una sociedad en donde el
status de la mujer o de alguna minoría racial se encuentra perjudicado por previas acciones u
omisiones del Estado (i.e., quien impidió a través de las leyes que dictaba que aquellos
accedieran a estudios adecuados o a posiciones públicas de poder), el compromiso con el trato
igual requiere de la toma de decisiones orientadas a remediar la situación de los colectivos
indebidamente perjudicados. En tal sentido, el Estado no actuaría de un modo “debidamente
neutral” frente a todos, si permitiera que la suerte de determinados individuos empeorara en
razón de su pertenencia a determinados grupos previamente perjudicados por el activismo
estatal.

III. Igualitarismo y democracia

Una vez que reconocemos que el valor último de la idea de igualdad, nos encontramos en
mejores condiciones para proseguir nuestros estudios. En particular, y en lo que sigue, quisiera
dedicarme a aclarar algunas ideas vinculadas con el compromiso democrático. Al respecto, y
en primer lugar, me interesa afirmar que la superioridad moral de la democracia no significa
que debamos situar en el mismo plano a toda expresión de la voluntad ciudadana. En efecto,
para quienes asumimos que todos somos fundamentalmente iguales -y que nadie tiene, por
tanto, el derecho de arrogarse el poder de decidir en nombre de otro u otros- las expresiones
más directas de la voluntad ciudadana tiene más valor que aquellas otras que se encuentren
más mediadas institucionalmente. En tal sentido, y por ejemplo, tenemos razones para
adjudicar mayor legitimidad democrática a la decisión de una legislatura que a la decisión de
un juez; o a la decisión del Presidente que a otra tomada por un funcionario ministerial
nombrado por él (lo cual no niega, por supuesto, que coyunturalmente podamos estar “más de
acuerdo” con las últimas que con las primeras). Del mismo modo, las decisiones tomadas
directamente por la ciudadanía merecen ser jerarquizadas por encima de las que pueda
adoptar la misma legislatura que la represente (ello, contra lo que pudieron decir los propios
“padres fundadores” en la Argentina o en los Estados Unidos).

Por otra parte, cuando reconocemos que nuestra racionalidad es limitada, no podemos sino
asumir que todos y cualquiera de nosotros puede equivocarse en sus juicios y razonamientos,
y que habitualmente no alcanzamos a manejar toda la información que necesitaríamos para
decidir bien. De allí que no podamos considerar que todas las decisiones tomadas en respeto
de la regla mayoritaria sean idénticas.

Porque respetamos a todos por igual, y porque asumimos que nadie tiene el conocimiento
suficiente como para decidir en nuestro nombre (es decir, porque asumimos que todos
podemos equivocarnos), es que necesitamos escuchar a todos los demás, y corregir nuestros
juicios mutuamente. Cuanto menos oportunidades nos demos para llevar adelante este
proceso de mutua clarificación, más riesgos correremos de decidir mal, esto es, a partir de
errores, prejuicios, o falta de información. Esto parece explicar por qué los gobernantes más
autoritarios suelen ser los que más se entusiasman con las invocaciones a las mayorías; por
qué Pinochet en los 80, o Fujimori en los 90 convocaron alegremente a la celebración de
plebiscitos destinados a ratificar su presencia en la cúspide del poder (como lo hiciera,
también, el ex gobernador Eduardo Duhalde en la provincia de Buenos Aires). Ocurre que, si se
restringe la circulación de información y opiniones críticas, mientras se insiste con la
propaganda en favor de quien está en el poder (como hicieran cada uno de los nombrados); si
se prohibe la existencia de sindicatos o partidos políticos (como ocurriera durante el régimen
de Pinochet); o se permite que el debate público esté controlado por el poder y el dinero,
luego, las posibilidades de que el convocante obtenga una victoria en la compulsa electoral se
incrementan de un modo obvio. Así, quedamos sujetos a la peor situación posible: la autoridad
de turno puede mostrar al mundo su autoridad reluciente, y fortalecida a partir del áurea de la
legitimación popular. Por advertir lo anterior, es que quienes defienden un compromiso radical
con la democracia tienen la especial responsabilidad de tomarse en serio el diseño de las
reglas capaces de darle sentido al mismo.

Lo dicho, lleva implícito una reflexión de teoría de la democracia, orientada a distinguir entre
distintas formas en que es posible concebir a la misma. En particular, las consideraciones
recién avanzadas implican el rechazo a una idea que tiene mucho predicamento dentro de los
estudios de la democracia (vinculada con lo que se ha dado en llamar la concepción pluralista
de la democracia (Ref: Ver Dahl, R., A Preface to Democratic Theory. The University of Chicago
Press. Chicago 1956)), y que sostiene o simplemente asume que el sistema político debe
encargarse, fundamentalmente, de agregar las diferentes preferencias existentes dentro de la
sociedad, para poner en practica aquellas que cuentan con mayor respaldo. Contra dicha
vision, aquí se procura distinguir –como ya sugiriéramos- entre la agregación y la
transformacion de preferencias (Ref: Sunstein, C. “Preferences and Politics” 20 Philosophy and
Public Affairs 3. 1991). Lo que se afirma es que, justamente a partir de la señalada necesidad
de no tomar como dados los errores, prejuicios, o falta de información de cada uno, la
democracia debe ser concebida como un ámbito destinado primordialmente a facilitar la
reflexión crítica. Esta afirmación merece entenderse en un sentido fundamentalmente
modesto: lo que se quiere significar es que el status quo no merece un tratamiento
deferencial, por el hecho de serlo. Ello, en particular, cuando –tal como ocurre en una mayoría
de sociedades modernas- las condiciones iniciales en las que se desarrolla la política no
parecen especialmente justificadas.

La posición anterior, favorable a concebir la democracia como un proceso orientado a la


“transformación” de preferencias, se ve reforzada por una multitud de estudios psicológicos
que muestran de que modo las decisiones y acciones de las personas resultan moldeadas a
partir de las normas (jurídicas, sociales) que enmarcan la vida de cada uno (Ref: Ver por
ejemplo Sunstein, C., Free Markets and Social Justice, Oxford University Press. Oxford 1997. p.
38. Una buena colección de textos al respecto en Sunstein, C., (ed.), Behavioral Law and
Economics, Cambridge University Press. Cambridge 2000.). Sin necesidad de abrir juicios
acerca del grado de justicia e injusticia de las instituciones actuales resulta claro, al menos, que
las sociedades modernas se han edificado en base a múltiples e inaceptables injusticias, que
incluyeron medidas racistas, sexistas, xenófobas entre ellas. De allí que haya razones
adicionales para someter a un proceso de examen critico las posiciones iniciales de cada uno.
Ocurre que, por ejemplo, es dable esperar que luego de largas décadas o siglos de racismo,
muchas personas de color hayan desarrollado una visión muy degradada acerca de sus propias
capacidades. Del mismo modo, es esperable que luego de una larga época en que se les
privaba del voto o del mismo derecho a trabajar, muchas mujeres hayan comenzado a verse a
si mismas como incapaces de desarrollar tareas para las que están perfectamente calificadas.
Así también, en contextos como los citados, es dable esperar que muchos empleadores o
dirigentes políticos desarrollen visiones prejuiciadas acerca de aquellos grupos, y acerca de los
derechos y obligaciones que pueden corresponderles. En definitiva, en una mayoría de casos, y
muy especialmente frente a situaciones como las descriptas, caracterizadas por largos anos de
injusticia, tiene sentido poner en tela de juicio al status quo, y organizar conforme a dicho
criterio a las instituciones democráticas. En otros términos, en situaciones como las citadas la
democracia no merece ser pensada, meramente, como un instrumento orientado a la
agregación de preferencias –un instrumento encargado en convertir las injusticias históricas en
injusticias legitimas.

Del mismo modo, consideraciones como las anteriores, que asumen el igual valor de cada
individuo, tienden a reafirmar el presupuesto milleano conforme al cual cada individuo es
“soberano sobre si mismo, sobre su propio cuerpo y mente” (Ref: Mill, J.S., On Liberty, Bobbs-
Merrill Co., Indianápolis 1956 p.13). Con Mill, reconocen entonces que cada persona es el
mejor juez de sus propios intereses. Conviene aclarar que, al afirmar una idea como la citada,
uno no queda comprometido con ninguna de las dos ideas siguientes: un Sección tercera o,
que uno siempre esta en lo cierto, en lo que concierne a su propia vida (i.e., que uno siempre
escoge el mejor camino alternativo posible, cuando se encuentra en una encrucijada vital); y
dos, que los demás no pueden tener razón (y aun, ocasionalmente, mas razones que nosotros
mismos) al pronunciarse acerca de nuestras elecciones personales. Lo que se quiere afirmar,
mas bien, es que cada persona se encuentra excepcionalmente bien situada para reconocer
cuales son sus propios intereses, cuales sus deseos y temores, cual la intensidad con la que
abraza o rechaza ciertas opciones. Esa posición privilegiada convierte a cada uno en el “mejor
juez” de su propio destino, y hace presumir que, tendencialmente, nadie vaya a saber sopesar
mejor que uno los propios intereses.

Dicho presupuesto tiene implicaciones muy significativas en materia de filosofía política.


Fundamentalmente, el mismo nos sugiere que los problemas colectivos deben ser discutidos
colectivamente, si lo que se pretende es adoptar decisiones que traten a todos
imparcialmente, esto es, según voy a asumir aquí, decisiones que sepan balancear
adecuadamente los intereses de todos. Afirmar esto implica rechazar, por ejemplo, una
postura muy habitual entre quienes se ocupan del estudio y diseño de sistemas institucionales,
conforme a la cual la mejor garantía para la adopción de decisiones imparciales esta dada por
la reflexión individual, aislada, de algunas personas bien instruidas (típicamente, los jueces).
Esta posición monológica –epistémicamente elitista, según el lenguaje de Carlos Nino (Ref:
Nino, C., The Ethics of Human Rights, Oxford University Press, Oxford 1991.) es desplazada
aquí en favor de una diferente, colectivista, que vincula la imparcialidad con procesos de
reflexión colectiva (Ref: Habermas , J., Between Facts and Norms: Contributions to a Discourse
Theory on Law and Democracy, MIT Press. Cambridge 1996.).

Esta posición es fundamentalmente inclusiva en cuanto sostiene que el mejor método para
garantizar que ningún punto de vista sea ignorado o supra o sub-valorado consiste en asegurar
la intervención –y en definitiva, la presencia (Ref: Phillips, A., The Politics of Presence,
Clarendon Press. Oxford 1995; y Williams, M., Voice, Trust and Memory, Princeton University
Press. Princeton 1999.) de todos los potencialmente afectados por la decisión en juego (Ref:
Habermas , J., Between Facts and Norms… op. cit.) en el proceso de toma de decisiones. Esto
es decir, se afirma aquí que en la medida en que el proceso de toma de decisiones tenga
menos que ver con un proceso inclusivo, del que toman parte todos aquellos interesados en la
decisión, y desde un lugar igual, menos razones va a haber para pensar que la decisión
finalmente adoptada sea una decisión imparcial.

Por supuesto, no se afirma aquí que nadie puede ni debe hacer el esfuerzo para situarse en el
lugar de los demás. Es claro que todos tenemos cierta capacidad para la empatía, y que es muy
valioso hacer ese esfuerzo por reconocer y entender el punto de vista de los demás. Lo que se
dice aquí es que una comunidad mejora las chances de adoptar una decisión imparcial en la
medida en que escucha efectivamente a aquellas personas o grupos que pueden ser afectados
por la decisión en juego (Ref: Phillips, A., The Politics of Presence op.cit.; Kymlicka, W.,
Multicultural Citizenship, Clarendon Press. Oxford 1995.). O, en otros términos, se dice aquí
que una comunidad reduce los riesgos de ignorar o pasar por alto la consideración de ciertos
intereses relevantes, dejando que los propios afectados tengan la oportunidad de hacer uso de
la palabra, y explicar a los demás por que sostienen la posición que sostienen.
Llegamos así, entonces, a otra consideración clave para caracterizar a la posición que aquí
tomaremos como punto de referencia. Y ésta es la importancia de la deliberación colectiva a la
hora de determinar de que modo deben tomarse las decisiones frente a problemas de índole
colectiva. La deliberación se defiende aquí, ante todo, en razón de que los procedimientos de
discusión resultan, en principio, adecuadamente respetuosos del principio según el cual todos
merecemos un igual respeto –el principio que nos dice que nadie tiene el derecho de arrogarse
el poder de tomar decisiones sobre todos los demás miembros de la sociedad. Pero concurren
varias otras razones en defensa de un procedimiento dialógico. Por una parte, dicho
procedimiento nos ayuda a conocer alternativas que de otro modo podríamos tener
dificultades en conocer; nos ayuda, así, a corregir nuestras propias posturas; nos permite
entender por que los demás están de acuerdo o no con nosotros; contribuye a que
conozcamos puntos de vista que podríamos haber ignorado simplemente en razón de
prejuicios; favorece la consolidación de una practica conforme a la cual las decisiones se toman
por consenso, y no como resultado de la imposición arbitraria de algún grupo. Finalmente, los
procedimientos de discusión nos fuerzan a dar razones acerca de por que defendemos una
posición u otra. Si no lo hacemos –si decimos simplemente “defiendo esta posición porque si,”
o “porque me conviene a mi,” seguramente tendremos dificultades en ver nuestra propuesta
aprobada. Por supuesto, la discusión no hace un llamado a la hipocresía –a que cada uno
indague, estratégicamente, de que modo puede agradar o persuadir a los demás- aunque
algunos vayan a hacer un uso meramente manipulativo de los argumentos. De lo que se trata
es de reducir ciertos riesgos finalmente presentes en cualquier procedimiento de toma de
decisiones, a la vez que proveer de mayores incentivos y posibilidades a alternativas que se
consideran valiosas.

Lo dicho no implica entonces una defensa dogmática ni incondicional de la discusión: un


debate del que algunos sectores se encuentren sistemáticamente excluidos; en donde la
distribución de la palabra depende del dinero o capacidad de influencia de cada uno; en donde
el uso de la palabra queda disociado de la toma final de decisiones, no es un debate que
merezca mayor atención. Del mismo modo, defender la deliberación no implica sostener que
la misma implica -o debe implicar, para tener sentido- el logro de un consenso unánime entre
los participantes; o creer que un previo proceso deliberativo garantiza la imparcialidad final de
la decisión en juego: lo que se mantiene, mas bien, es que la deliberación es un procedimiento
justificado, y capaz de favorecer una dinámica colectiva valiosa. Finalmente, la defensa de la
deliberación no implica sostener la idea de que la deliberación va a llevar al logro de acuerdos
armónicos, mas que a la revelación o estallido de conflictos (Ref: Przeworski, A., “Deliberation
and Ideological Domination,” en Elster, J. (ed.), Deliberative Democracy, Cambridge University
Press. Cambridge 1998.). La deliberación puede generar tanto como disolver conflictos, y su
sostenimiento se basa, en todo caso, en razones independientes, como las citadas más arriba.

Bibliografía

S.Holmes, “Precompromiso y la paradoja de la democracia,” en J. Elster y R.Slagstad,


Constitucionalismo y democracia (México: FCE, 2004). Descargar archivo

Gargarella, Roberto, “Constitucionalismo vs Democracia”, en “Teoría y Crítica de Derecho


Constitucional”, t. I., Gargarella R. (coordinador), 2008, Abeledo Perrot, ps. 23-40. Descargar
archivo

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