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FICCIÓN Y REALIDAD
EN EL CARACAZO
periodismo, literatura y violencia
EARLE HERRERA
FICCIÓN Y REALIDAD
EN EL CARACAZO
periodismo, literatura y violencia
1.a edición, en Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2011
2.a edición, en Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2020
Ficción y realidad en el Caracazo
© Earle Herrera
diseño de portada
Javier Véliz
fotografía de portada
Francisco Solórzano «Frasso»
DISEÑO, DIAGRAMACIÓN Y CONCEPTO GRÁFICO
Reinaldo Acosta V.
© MONTE ÁVILA EDITORES LATINOAMERICANA C.A., 2020
Centro Simón Bolívar, Torre Norte, piso 22, Urb. El Silencio,
Municipio Libertador, Caracas 1010, Venezuela.
Teléfono: (58-212) 485.04.44
www.monteavila.gob.ve
HECHO EL DEPÓSITO DE LEY
Depósito Legal No DC2020001024
ISBN 978-980-01-2118-4
A las víctimas del 27-F de 1989,
niños, mujeres y hombres del pueblo venezolano que
cayeron bajo el fuego de un sistema represor y excluyente
INTRODUCCIÓN
El conflicto suele ser más noticioso que el consenso. Los
acuerdos de paz ocupan las primeras páginas de la prensa
el día que se firman y los subsiguientes; luego se olvidan,
periodísticamente hablando. De la guerra se sigue decla-
rando y opinando muchos años después. Esta tiene aniver-
sarios. La paz, muy pocas veces. Podríamos ver esto como
positivo, en el sentido de que la guerra es lo excepcional,
lo fuera de lo normal, y la paz lo cotidiano.
De cierto, así deseamos que sea, pero la realidad en
muchas partes del globo se empeña en demostrarnos lo
contrario. Si no la guerra en su acepción más literal, la vio-
lencia ha copado la cotidianidad en demasiados países del
planeta. En América Latina ha sido, en sus distintas ma-
nifestaciones, un fenómeno político y social presente a lo
largo de su historia. Y dentro de la región, Venezuela pre-
senta estadísticas que empezaron a hacerse preocupantes
cuando las mismas dejaron de asombrar a sus habitantes.
Los tratadistas clásicos del periodismo, sobre todo los
estadounidenses, entre los factores que hacían de un su-
ceso un hecho noticioso, incluían el conflicto. Otros serían
la proximidad, la inmediatez, la prominencia e, incluso, la
rareza. Sabemos que llevado al extremo, el conflicto busca
resolverse por la vía de la violencia. Los medios de comu-
nicación le siguen dando la razón, hoy día, a aquellos tra-
tadistas. La violencia vende. Y no son pocos los medios
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ficción y realidad en el caracazo
que se guían por la vieja fórmula del periodismo amari-
llista, conforme a la cual: sexo + crimen + deporte = venta.
Todavía la explotan.
Durante la década de los setenta del siglo XX, los países
del tercer mundo lucharon y abogaron por la consecución
de un nuevo orden informativo internacional, distinguido
luego con una denominación más amplia: Nuevo Orden
Mundial de la Información y la Comunicación (Nomic).
El movimiento de los No Alineados, el Diálogo Norte-
Sur, la Unesco, sirvieron de foro y escenario para sus plan-
teamientos. Los gobiernos de estas naciones presionaban
en la misma dirección de los gremios de periodistas y de las
escuelas y facultades de Comunicación Social.
Los países llamados «en desarrollo» se quejaban del
desequilibrio informativo internacional, con un flujo noti-
cioso generalmente en una sola dirección, del Norte hacia
el Sur, con pocas posibilidades de que se diera a la inversa
en la misma proporción. Este era un aspecto cuantitativo y
abrumador. Pero por supuesto, tenía su haz y su envés cua-
litativos, tanto o más preocupantes que el número de in-
formaciones que evidenciaban ese desequilibrio. Se trataba
del contenido de los mensajes transmitidos por las agencias
internacionales de noticias y del tratamiento periodístico
que a los mismos se les daba.
Numerosos estudios e investigaciones de organizaciones
periodísticas y escuelas y facultades de Comunicación Social
del tercer mundo, demostraban que para los grandes medios
y agencias de los países industrializados, las naciones po-
bres solo eran noticia cuando en las mismas había revolu-
ciones, golpes de Estado o grandes catástrofes. Del resto,
no existían sino como lejanas referencias geográficas.
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Siendo verificables estos planteamientos, los investi-
gadores de la comunicación del llamado tercer mundo no
dejaban de observar y cuestionar que los medios de sus
propios países daban primacía a la violencia a la hora de
jerarquizar las informaciones. Son muchos los estudios que
desde distintas disciplinas se han realizado al respecto, fun-
damentalmente dirigidos a investigar las consecuencias en
la sociedad de esta práctica informativa y comunicacional.
No es nuestro propósito participar en la inagotable po-
lémica sobre los efectos de los mensajes de los medios, antes
bien, siendo la violencia un fenómeno social que forma
parte de nuestra realidad, independientemente de nuestros
deseos, buscamos indagar no solo en su incidencia en el pú-
blico receptor de los mensajes de los medios, sino también
en los emisores, en este caso, los periodistas. Específica-
mente en las distintas formas o géneros que estos usan para
tratar y enviar los mensajes con este tipo de contenidos, así
como los recursos periodísticos o lingüísticos que emplean.
¿Por qué se opta, por ejemplo, a la hora de dar a conocer
un suceso determinado, por el reportaje y no por la cró-
nica? ¿Por qué se narra el hecho en primera y no en tercera
persona? ¿Por qué a veces tomamos recursos del cuento o el
teatro y no nos limitamos a la escueta información piramidal
y «objetiva»?
Si los comunicadores sociales recurren en momentos
determinados de la vida en sociedad a los recursos de la li-
teratura para enriquecer o dar mayor eficacia a sus men-
sajes, del mismo modo los literatos, en circunstancias
específicas, fungen de cronistas de los días y nutren sus
creaciones de las fuentes inmediatas de la realidad. Sin
que el comunicador se convierta en literato en el sentido
estricto de la palabra, ni este último se vuelva reportero
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ficción y realidad en el caracazo
profesional, los roles se intercambian frente a fenómenos
que los impelen o motivan a tomar recursos y técnicas
prestadas de la otra disciplina. ¿Por qué? ¿Para qué?
Son estas interrogantes las que animan y justifican
la presente investigación y la búsqueda de su respuesta (o
respuestas) nos conduce a un viejo tema y una vieja polé-
mica: la relación entre periodismo y literatura. Necesa-
riamente penetraremos en ese largo y siempre renovado
debate en la elaboración de nuestro marco teórico. Ello es
imperativo en el contexto de un trabajo que se propone es-
tudiar el enfoque de un cruento fenómeno social —el Ca-
racazo, 1989— desde la perspectiva y con los recursos de
ambas disciplinas.
El fenómeno social antes citado recibió en su momento
distintas denominaciones: estallido popular, Sacudón, el
Caracazo. Se trató de algo más que de una protesta del
pueblo venezolano a raíz de la aplicación, en 1989, de las pri-
meras medidas de ajuste económico conforme a las pautas
dictadas por el Fondo Monetario Internacional y bajo los
cánones de las tesis neoliberales entonces en boga en todo
el planeta. Ya otros países de América Latina habían reac-
cionado con protestas populares frente a las medidas fon-
domonetaristas, como es el caso de México y, con saldo
de muertos y heridos más lamentables, República Domi-
nicana. Pero es en Venezuela donde el paquete económico
impuesto por el gobierno de Carlos Andrés Pérez, electo
presidente por segunda vez en 1988, generará dimensiones
de violencia desde y contra el pueblo que llamaron la aten-
ción del mundo e hicieron temer, en algún momento, por
un estado de anarquía general.
Aquel estallido popular fue bautizado por las agencias
internacionales de noticias como el Caracazo; sin embargo,
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el mismo no estuvo limitado únicamente a la capital del
país, sino que sacudió a varias ciudades del interior. Fue el
día, ese 27 de febrero de 1989, en que bajaron los cerros. Los
marginados de la Venezuela petrolera salieron de sus ran-
chos de cartón y hojalata a tomarse por sus propias manos
la parte de una riqueza nacional que siempre les había sido
negada. Los proletarios de las periferias y los desempleados
se sumaron a la ola de saqueos que hicieron de las zonas
comerciales tierras de nadie. A los medios de comunica-
ción les llamó la atención la pasividad con que los cuerpos
policiales observaron los inicios de la protesta. Es al día
siguiente cuando deciden intervenir con toda la fuerza de
su aparataje represivo. Su conducta inicial resultaba inexpli-
cable, y hasta desconcertante, en unos organismos de segu-
ridad altamente cuestionados por sus reiteradas violaciones
de los derechos humanos. Obviamente, obedecían órdenes
superiores. Al cambiar estas la señal, la represión fue im-
placable y desproporcionada: varios centenares de muertos
y heridos serían recogidos de las calles. Venezuela se vestiría
de dolor y luto. Durante varios años, grupos de familiares
buscarían a sus desaparecidos, nunca encontrados en las
fosas comunes.
Desbordadas las fuerzas policiales, el Ejército tomó el
control de las principales ciudades. El Gobierno decidió
suspender las garantías constitucionales. Impuso el toque
de queda. Los venezolanos, a través de la televisión, veían
las imágenes de una capital arrasada y solitaria, como si
terminara de salir de una guerra. Los políticos, desapa-
recidos durante la revuelta, empezaron a aparecer por los
medios de comunicación social. Intentaban dar explica-
ciones sociológicas de lo que había ocurrido. Los analistas
desfilaban por las pantallas teorizando sobre lo que nunca
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ficción y realidad en el caracazo
llegaron a prever. La brasa de los acontecimientos todavía
quemaba como para ponerse a conceptualizarla.
Varios factores concurren para darle a este fenómeno
social unas características singulares, especiales, que mo-
tivan la atención no solo de los periodistas —al fin y al
cabo, los hechos noticiosos son su materia de trabajo—,
sino de intelectuales e investigadores de distintas disciplinas.
Estos factores son:
I. El estallido social se produce a catorce días de
la toma de posesión del presidente electo (por
segunda vez) Carlos Andrés Pérez, cuya alta
votación e indiscutible popularidad hacía insospe-
chable una rebelión popular como la que se dio.
II. Venezuela, para el mundo, gozaba de una demo-
cracia estable y, en el contexto latinoamericano,
una de las de más vieja data, ininterrumpida
desde 1958, cuando fue derrocada la dictadura
del general Marcos Pérez Jiménez. Desde en-
tonces, por períodos de cinco años, se habían ele-
gido ocho presidentes (incluyendo las dos veces
de Carlos Andrés Pérez).
III. Nada hacía temer un estallido de estas dimen-
siones, como se puede comprobar en una revisión
de la prensa de los días previos al Sacudón. La clase
política fue evidentemente sorprendida.
IV. La conversión de la protesta en revuelta popular
por el alza de los pasajes del transporte público,
producto a la vez del aumento del precio de la
gasolina, mostró la cara de un país que, hasta ese
27 de febrero, todos los sectores se habían negado
a ver y a aceptar.
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V. El desbordamiento de la fuerza policial, la ne-
cesidad de sacar el Ejército a las calles, el toque
de queda y la suspensión de las garantías consti-
tucionales, conformaron un cuadro que se creía
superado desde hacía muchos años.
VI. La ferocidad de la represión, el número de muertos,
heridos y desaparecidos, en el marco de una de-
mocracia hasta entonces considerada estable y en
un país con ingresos petroleros milmillonarios, di-
bujaron una situación compleja, llena de interro-
gantes, para las que en ese entonces no se tenían
respuestas.
Para el enfoque de esa situación, los esquemas del pe-
riodismo puramente informativo resultaban insuficientes.
El análisis y la interpretación se abren paso, en la bús-
queda de explicación, entre los postulados de la «objeti-
vidad». Los reporteros, víctimas también de la represión
y de la suspensión de garantías —con la libertad de expre-
sión y de información como primera baja—, se convierten
de testigos en actores. La literatura es un recurso eficaz
para burlar las restricciones. Y el «así lo vi yo» sustituye,
en muchos casos, al «ocurrió así».
En medio de esta situación, también los literatos sal-
taron a la arena y pluma en ristre, que es su arma, sa-
lieron al encuentro de la confusión general, de los lectores
desconcertados, de unas circunstancias que no dejaron a
nadie indiferente. La necesidad de expresión del escritor
buscó cauce y salida en la prensa cotidiana.
El intercambio de roles, ese cruce de camino de lite-
ratos y periodistas, de periodismo y literatura ante una si-
tuación histórica de violencia —el Caracazo— es lo que
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ficción y realidad en el caracazo
estudiaremos en esta investigación. A este objetivo de
carácter general, se agregan otros más específicos:
I. Precisar el intercambio de recursos técnicos y ex
presivos de dos disciplinas —periodismo y litera-
tura— en el enfoque, tratamiento y reconstrucción,
en el plano del lenguaje, de un mismo fenómeno
social;
II. determinar los aportes para la creación literaria y
la función periodística y comunicativa que ofrece
ese intercambio de roles y recursos;
III. conocer las causas y motivos que llevan a pro-
fesionales de cada disciplina a incursionar en el
campo de la otra.
A los efectos de alcanzar estos objetivos, se combinan
procedimientos metodológicos que permitieron aplicar
técnicas del análisis literario a textos periodísticos y, a la
inversa, estudiar géneros de la literatura a la luz de la teoría
periodística. Con este propósito se tomó una muestra, me-
diante la lectura selectiva, de un universo compuesto por
tres diarios de circulación nacional —El Universal, El Na-
cional y El Diario de Caracas—, en un lapso de treinta días,
esto es, el período comprendido entre el 27 de febrero de
1989 —día del estallido popular— hasta el 30 de marzo.
A esta muestra periodística se agregan las obras literarias
—novelas, cuentos, poemas— publicadas sobre el Cara-
cazo o con este acontecimiento como referente. El análisis
literario y periodístico de la muestra es complementado
con las entrevistas en profundidad realizadas a los autores
de los textos seleccionados.
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Los resultados de la investigación, así como sus so-
portes teóricos, son expuestos a lo largo de nueve capítulos
y un cuerpo de conclusiones, distribuidos en las tres partes
en que se divide el trabajo. La Parte I contiene el marco his-
tórico de la violencia en Venezuela (cap. I); la situación eco-
nómica y social del país y el modelo político, factores en los
que subyacen las causas estructurales del Caracazo (cap. II).
Los capítulos III y IV enfocan, respectivamente, los días
previos a la revuelta popular y el estallido y desarrollo del
acontecimiento propiamente dicho.
La Parte II del estudio la conforma el marco teórico
de la misma. En el capítulo V, se estudia lo que en Ve-
nezuela se conoció, durante la década de los años sesenta
del siglo XX (período de guerra de guerrillas), como «li-
teratura de la violencia». Ello con el fin de comparar esta
corriente literaria —y buscar antecedentes en la misma—
con la que se generó en otro contexto de violencia, es decir,
en el marco y a partir del Caracazo.
El capítulo VI abre con la aproximación conceptual
a los géneros literarios y periodísticos empleados en la
muestra analizada, y su aplicación en el tratamiento de un
fenómeno violento de actualidad. En los capítulos VII y
VIII, respectivamente, se procede al análisis de los trabajos
periodísticos y literarios publicados con el Caracazo como
marco de referencia y seleccionados en la muestra antes ci-
tada. Este análisis permite evidenciar el intercambio de re-
cursos expresivos y creativos entre ambas disciplinas. Para
conocer las causas y motivos profesionales, técnicos, crea-
tivos y personales que llevaron a periodistas y literatos a
intercambiar roles y a auxiliarse con recursos de la otra dis-
ciplina, realizamos entrevistas a los autores cuyas opiniones
y puntos de vista son incluidos en el capítulo IX.
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ficción y realidad en el caracazo
El trabajo cierra con el cuerpo de conclusiones, la bi-
bliografía general y la específica. Lo completan los anexos,
en los que se incluyen los trabajos periodísticos y literarios
analizados, y las entrevistas, in extenso, realizadas a los
autores de los mismos.
La investigación y análisis de la prensa de aquellos días,
así como de los géneros literarios que se ocuparon del Ca-
racazo, comprueba que acontecimientos históricos como
el señalado motivan y estrechan la relación entre perio-
dismo y literatura, en función no solo de la comunicación
de los sucesos, sino también de la expresión del drama hu-
mano que los rodea. Asimismo, la aplicación de técnicas
de análisis de una disciplina en los géneros de la otra es
una experiencia interesante en el medio investigativo de la
comunicación en Venezuela, cuya viabilidad y pertinencia
ha quedado demostrada y abre importantes posibilidades
a los estudios futuros de esta naturaleza.
Sin duda, hubiese sido interesante la aplicación en los
análisis de los aportes de la lingüística y de la teoría del dis-
curso; empero, sin falsa modestia académica, estos campos
del conocimiento, aunque los ha visitado con frecuencia,
escapan a los dominios del autor. Quede ese reto para los
expertos en estas ciencias. De igual modo, los estudios sis-
temáticos sobre el Caracazo son casi inexistentes y la bi-
bliografía acerca del tema hubo que rastrearla en revistas
científicas especializadas. Ni aquello ni esto excusa al autor
de las deficiencias en las que pudo haber incurrido.
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PARTE I
CAPÍTULO I
LARGA HISTORIA DE LA VIOLENCIA
La historia de Venezuela ha estado signada por la vio-
lencia. Esta verdad resulta paradójica para un país pa-
cífico, amplio y hospitalario que no ha tenido conflictos
bélicos con sus vecinos. Las diferencias fronterizas con las
naciones limítrofes —algunas todavía pendientes— han
sido discutidas en las mesas de negociaciones conforme a
las vías que establece el derecho internacional; nunca en
el campo de batalla. A la dirigencia venezolana le gusta
repetir que las veces que el Ejército nacional traspasó las
fronteras, fue para unirse a la lucha libertaria de otros
pueblos, como ocurrió en el siglo XIX, bajo el mando del
Libertador Simón Bolívar, durante la guerra independen-
tista de Suramérica.
Sin embargo, internamente, la violencia ha sido factor
siempre presente en el devenir histórico del país. Violenta
fue la conquista que, a sangre y fuego, sometió a las ague-
rridas tribus aborígenes y, mucho más, lo fue la guerra de
Independencia que durante más de una década asoló a la re-
pública que pugnaba por nacer y consolidarse. Desde 1810,
todo el siglo XIX venezolano es una centuria, con breves
intervalos de paz, de muerte, destrucción y desolación1.
En Los días de la ira, Antonio Arráiz [Vadell Hermanos, Ca-
1
racas, 1991, pp. 20-31] registra una estadística desoladora: «Del
1.º de enero de 1830 al 31 de diciembre de 1903, es decir, durante
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ficción y realidad en el caracazo
La lucha por la Independencia aumenta su intensidad
con el Decreto de Guerra a Muerte, emitido por Bolívar
en 1813, y alcanzará magnitudes sin parangón en Hispa-
noamérica. Los ejércitos enfrentados arrasarán todo a su
paso, hasta que los mismos jefes patriotas y realistas en-
tienden la necesidad de regularizar y normar la cruenta y
encarnizada lucha armada. Ello es lo que se busca en el cé-
lebre encuentro de Simón Bolívar y el general español Pablo
Morillo en Santa Ana, Trujillo. Se trataba de «humanizar
la guerra», en la apreciación de algunos historiadores.
Fueron once años de cruentas batallas, con triunfos y
derrotas de lado y lado. Los campos ardían, la población
joven era diezmada, las ciudades saqueadas y la economía
arruinada. Las ejecuciones sumarias y las enfermedades
hacían el resto.
La forma en que se desarrolló en Venezuela la guerra
de Independencia significó la destrucción completa del
orden colonial que el imperio español había ido cons-
truyendo paulatinamente durante tres siglos. Era aquella
una estructura social y política de castas y privilegios, en
la que los criollos de clase alta no podían aspirar a una
representación política mayor que la que lograron ejercer
en los cabildos. Las leyes, la maquinaria del Estado, los
setenta y cuatro años, Venezuela tuvo treinta y nueve revoluciones
(…). Pero además, en esos setenta y cuatro años hubo otros ciento
veintisiete alzamientos, cuartelazos, asonadas, invasiones y
motines diversos». Esta realidad histórica lleva a Domingo A.
Rangel a escribir que «el siglo XIX (…) fue una época sombría
para Venezuela» (Venezuela en tres siglos, Catalá-Centauro,
Caracas, 1998, p. 32), es decir, según sus palabras, la crónica de
una carnicería que no concluye jamás.
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earle herrera
sistemas de gobierno, las instancias y hasta los mismos
funcionarios superiores venían de España. Un orden se-
mejante no tenía otro soporte real que la costumbre en
una tradición tricentenaria de acatamientos2.
La anterior aseveración pertenece al escritor Arturo
Uslar Pietri. El enfrentamiento de los blancos criollos con
los peninsulares pronto involucraría a todo el crisol de razas
del mestizaje criollo. Pescadores de la costa, llaneros de
oriente, centro y occidente; campesinos montaraces de los
Andes se unirían a los jefes militares de uno u otro bando,
por las buenas o por las malas, a veces luchando de un lado
y luego del otro, porque después de arrasadas las tierras,
solo la guerra garantizaba una montura y un sustento.
Si el Decreto de Guerra a Muerte bolivariano descar-
taba toda misericordia con el enemigo, el jefe realista José
Tomás Boves, al frente de legiones de llaneros, llevó la cruel
dad como bandera y escarmiento a niveles que la historia re-
gistra con horror. La guerra se colocaría por encima de toda
norma, de todo acuerdo y de todo derecho positivo o na-
tural. Es ese estado de cosas lo que lleva al citado encuentro
de Bolívar y Morillo, cuyo fin era «humanizar la guerra».
Con la batalla de Carabobo, en 1821, queda sellada
la Independencia de Venezuela, pero no la paz. Los en-
frentamientos armados entre caudillos locales no darán
tiempo a restañar las heridas abiertas por once años de
guerra independentista. El siglo XIX venezolano será una
centuria de luchas y combates fratricidas que llevarán al
país casi al extremo de la disolución.
2
Arturo Uslar Pietri, Golpe y Estado en Venezuela, Norma, Bogotá,
1992, p. 34.
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ficción y realidad en el caracazo
Cayó el edificio colonial, pero no existía una estruc-
tura republicana sobre la cual levantar un nuevo orden
institucional. La cohesión de los primeros años de vida
independiente se mantenía gracias al liderazgo y pres-
tigio de los próceres de la Independencia, no sin altibajos.
Consciente de esta realidad, las últimas palabras de Simón
Bolívar, en su lecho de enfermo, son porque «cesen los
partidos y se consolide la unión». Ni lo uno ni lo otro.
Ningún orden se puede mantener sobre el puro liderazgo
y prestigio de los próceres. Más cuando cada general de la
independencia se creía con derechos sobre su región, ese
pedazo de llano o de montaña que defendió o liberó con
su espada y sus lanceros.
Así, entre conspiraciones y desencuentros de los anti-
guos camaradas de armas, las escaramuzas y montoneras
locales van a desembocar, por 1859, en la guerra Federal,
llamada también la guerra Larga: una guerra civil que du-
rará cinco años, sembrando la destrucción donde los ejér-
citos libertadores quisieron sembrar la esperanza. Los
generales se hacen latifundistas y dueños de la vida y la ha-
cienda de todos los venezolanos. Lo que no se puede robar
se incendia y la única salvación de la guerra es la guerra:
meterse en ella. Es lo que le queda al campesino sin arado
y sin conuco, sin choza y sin montura. La guerra, o refu-
giarse en el monte donde lo espera otro general no menos
implacable: el general paludismo.
Tampoco el fin de la guerra Federal va a significar el
advenimiento de la paz. El país está infestado de caudi-
llos locales que se niegan a someterse al poder central. Por
esos Llanos sin ley, la única ley es la que ellos imponen
con sus balas, lanzas y machetes. Los alzamientos y mon-
toneras son el pan de cada día. La violencia armada dará al
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earle herrera
traste con todo proyecto de país. A esta se suman la fiebre
amarilla, el paludismo, la tuberculosis y la desnutrición.
Son tragedias que se retroalimentan entre sí y forman un
círculo vicioso. Sus únicos usufructuarios son los cau-
dillos, quienes imponen su cacicazgo a troche y moche.
Mantener las condiciones de miseria y atraso es vital para
ese caudillismo cuyo soporte es, precisamente, el atraso
y la miseria.
Será uno de esos caudillos —¿podía ser de otra ma-
nera?— el que le pondrá fin al caudillismo, en las pos-
trimerías del siglo XIX. El general Cipriano Castro, en
1898, invadirá al país desde Colombia y con sus huestes
andinas no se detendrá hasta la conquista del poder de
la devastada república. Los derrotados no aceptarán sin
combatir la entronización de un jefe único y si antes com-
batieron entre sí, ahora se unen contra Castro. Los últimos
caudillos, dispersos por el país, organizan una revolución
que bautizan con el nombre de La Libertadora, la cual los
condujo a la cárcel o al destierro. Aplastada en 1902 en
la batalla de La Victoria, esa revolución sería el epitafio
del caudillismo en Venezuela. Cipriano Castro habría de
enfrentar a enemigos más poderosos. En 1903 varias
potencias europeas —Alemania, Holanda, Italia— blo-
quean las costas venezolanas para obligar al país a pagar
la deuda con esas naciones.
Mediante el Protocolo de Washington se le impone
al Gobierno nacional un sistema de pagos que compro-
mete el 30 % de sus ingresos a lo largo de muchos años.
En 1908, Castro viaja a Europa por motivos de salud y su
ministro de Defensa y hombre de confianza, Juan Vicente
Gómez, asume el poder. A este le sucedería su también mi-
nistro de la Defensa, el general Eleazar López Contreras.
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ficción y realidad en el caracazo
Y del mismo modo, López entregaría el mando a su mi-
nistro de Guerra, el general Isaías Medina Angarita, quien
iniciaría la apertura democrática en el país, con el derecho
al voto, respeto a la libertad de expresión, libertad de los
presos polílicos y legalización de los partidos.
Juan Vicente Gómez instauraría en el país una dic-
tadura que duraría veintisiete años. Solo la muerte, en
1935, pondría fin a su régimen tiránico y autoritario. Esa
larga noche de dictadura hace decir al ensayista Mariano
Picón Salas que Venezuela entró al siglo XX en 1935, con
la muerte de Juan Vicente Gómez. Sus enemigos, adver-
sarios, opositores o simples sospechosos fueron a dar con
sus huesos a las cárceles, con pesados grillos en los pies.
A prisión también fueron a parar los jóvenes estudiantes
que en 1928 convirtieron las fiestas de Carnaval en una
protesta política. Entre aquellos universitarios estarían Jó-
vito Villalba y Rómulo Betancourt, quien sería dos veces
presidente de la República. La primera, por un golpe cí-
vico-militar (1945) y la segunda, por la vía electoral (1958).
López Contreras, sucesor de Gómez, intentaría hacer
un gobierno más tolerante y, si se quiere, de transición
hacia la democracia. Esta orientación la profundizaría el
general Isaías Medina Angarita —con hechos más que
con palabras—; pero el 18 de octubre de 1945, un golpe
cívico-militar, encabezado por el joven oficial Marcos
Pérez Jiménez y líderes del partido Acción Democrática,
da al traste con su experiencia. Se instala una Junta de
Gobierno a cuyo frente estará Rómulo Betancourt. Tres
años después, la Junta llama a elecciones y resulta electo
presidente el novelista Rómulo Gallegos, autor de Doña
Bárbara, una de las obras literarias emblemáticas de la
narrativa iberoamericana.
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earle herrera
Don Rómulo Gallegos duraría pocos meses en el po
der. Marcos Pérez Jiménez, excompañero de Betancourt
en el golpe contra Medina Angarita, se alzaría contra el es-
critor de Acción Democrática y lo derrocaría. Betancourt
sale al exilio y se instala un régimen militar que se man-
tendría en el poder por diez años (1948-1958).
El régimen dictatorial de Pérez Jiménez conculcaría
las garantías ciudadanas y desataría la persecución policial
contra sus adversarios. Los presos políticos conocerán la
incomunicación y la tortura aplicada por la Seguridad Na-
cional, policía política del Gobierno. De sus atrocidades
escribiría el novelista venezolano José Vicente Abreu, en
su obra Se llamaba SN (1964). Acción Democrática (AD)
y el Partido Comunista de Venezuela (PCV) iniciarían la
lucha de resistencia contra el régimen desde la clandesti-
nidad. El 23 de enero de 1958 una rebelión cívico-militar
derroca a Marcos Pérez Jiménez, quien huye esa madru-
gada del país. Empieza en Venezuela la etapa democrática
representativa que, con sus altibajos, duró cuarenta años
como sistema de gobierno por la vía del voto.
DEMOCRACIA Y VIOLENCIA
A la caída de Pérez Jiménez se instala una Junta de Go-
bierno presidida por el contralmirante Wolfgang La-
rrazábal. Esta Junta convoca a elecciones libres y resulta
vencedor Rómulo Betancourt, quien había regresado del
exilio. Fundador del partido socialdemócrata Acción De-
mocrática, se impone al democristiano Rafael Caldera y al
mismo Larrazábal. Venezuela entraba en la era democrática
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ficción y realidad en el caracazo
representativa que perdurará por cuatro décadas, aunque
no siempre en un clima de paz.
En 1961 se aprueba una nueva Constitución nacional
acorde con el sistema político instaurado en el país. Esta
constitución restituía en su texto las garantías ciudadanas
conculcadas durante los diez años de dictadura, esto es,
libertad de expresión, de libre tráfico, de asociación, así
como derechos concernientes a la libertad individual y a
la inviolabilidad del hogar. Paradójicamente, casi simultá-
neamente con la promulgación de la Constitución, fueron
suspendidas las garantías en ella consagradas.
Democracia y paz, en América Latina, no son sinó-
nimos. El incipiente gobierno de Rómulo Betancourt ha-
bría de enfrentar alzamientos militares de distintos signos.
Su propio partido se dividiría y daría origen al Movi-
miento de Izquierda Revolucionaria (MIR), el cual, junto
con el Partido Comunista de Venezuela, una vez que sus
parlamentarios son hechos presos por el Gobierno, desa-
tarían en Venezuela la guerra de guerrillas. La de los años
que corren de 1960 a 1970 será conocida como la década
violenta. Serán diez años de enfrentamiento armado, aten-
tados, presos políticos, desaparecidos y secuestros, entre
estos, uno de los más resonantes a escala internacional fue
el del exastro del fútbol Alfredo Di Stéfano.
Con este frente interno, Rómulo Betancourt abriría
otro externo. Crearía la extinta doctrina que lleva su
nombre, conforme a la cual su gobierno rompería relaciones
diplomáticas con todos aquellos regímenes dictatoriales ins-
talados o que se instauraran en Latinoamérica. Al poco
tiempo sería blanco de un atentado contra su vida, auspi-
ciado y financiado, según el Gobierno venezolano, por el
dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, conocido
28
earle herrera
como Chapita. La doctrina Betancourt cayó por el peso de
la realidad, cuando Iberoamérica se vio sembrada de es-
padas, con regímenes militares en el centro y sur del sub-
continente, durante la década 1970-1980. Venezuela no
podía aislarse de sus vecinos.
Tumultuosos fueron los años betancuristas. Dos insu-
rrecciones militares en 1962, conocidas como el Campa-
nazo (4 de mayo) y el Porteñazo (2 de junio), echan más leña
al fuego de un año que se inició con una gran huelga del
transporte. Las organizaciones de izquierda consideraron
maduras las condiciones para la creación de las Fuerzas
Armadas de Liberación Nacional (FALN). Legiones de
jóvenes universitarios abandonan las aulas y se van a las
montañas de Venezuela a instalar frentes guerrilleros.
Es la hora de los sueños y de «tomar el cielo por asalto».
La utopía se construía bastante cerca, en una isla del Ca-
ribe, el mismo mar que baña las costas venezolanas. El
ejemplo de la Revolución cubana, la figura legendaria de
los barbudos que bajaron de la Sierra Maestra a instaurar el
socialismo, prendía en el ánimo de las juventudes políticas
de toda Latinoamérica. La canción protesta lanzaba sus
mensajes a los cuatro vientos. El intrépido desafío de Fidel
Castro, Camilo Cienfuegos y Ernesto «Che» Guevara al
imperialismo yanqui —reedición en América Latina y en
el siglo XX de la lucha de David contra Goliat— exalta los
espíritus y sentencia todo escepticismo. No comprometerse
es una forma de compromiso, se sentencia.
El arte asume posición. La literatura comprometida
circula de mano en mano. Los intelectuales deben definir
su papel en esta hora de confrontación. Cuando el «gue-
rrillero heroico» Ernesto «Che» Guevara escribe «otra
vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante», los
29
ficción y realidad en el caracazo
jóvenes de América hallan su Quijote y suben a las mon-
tañas siguiendo las huellas de sus sueños. Pasarán varios
años para que muchos recuerden con Calderón de la Barca
que «los sueños, sueños son» y desanden sus pasos. Otros
no retornarán jamás y dejarán sus huesos sembrados en las
sierras o caerán en las calles de las guerrillas urbanas. Pero
los mártires, desde siempre, han alimentado las llamas.
De allende los océanos, como decir, del otro lado del
mundo, sopla el viento del este, la Revolución Cultural
china y los pensamientos condensados en el Libro rojo de
Mao. La lucha es planetaria y el Lejano Oriente es una
cercanía cotidiana. También allá, en el sudeste asiático,
David enfrenta a Goliat, en los arrozales de Vietnam. La
imagen del Tío Ho (Hồ Chí Minh) observa desde las pa-
redes de Caracas o Buenos Aires. Además de estratega mi-
litar es un delicado poeta, y sus versos se leen con reverencia
en las universidades.
Dentro de las entrañas del monstruo donde habitara
José Martí, como él mismo lo escribiera —EE. UU.—,
se alzan voces de protesta contra la guerra de Vietnam y
surgen movimientos radicales como el del Black Power
y las Panteras Negras. Y en el seno de los países del tercer
mundo, las condiciones objetivas traducidas en miseria,
hambre, desempleo, explotación, desnutrición y muerte no
dejan duda de que a ese orden hay que cambiarlo. Buena
parte de la Iglesia así lo entiende y pronto el mundo oirá
hablar de la teología de la liberación. La juventud vene-
zolana de la década 1960-1970 apostará fuerte a la revo-
lución. Como apuestan los jóvenes, se jugarán la vida por
sus sueños libertarios.
Un quinquenio agitado es el de Rómulo Betancourt
y no menos el de su sucesor, Raúl Leoni. Durante este
30
earle herrera
gobierno que va de 1963-1968, la represión policial hará
pagar a justos por pecadores. La tortura se instala en el
sistema con aberrante cotidianidad. El Gobierno instauró
los llamados teatros de operaciones, popularmente cono-
cidos como TO, en varias regiones del país. En rigor, son
centros militares de detención arbitraria, incomunicación
y tortura. Allí van a parar no solo guerrilleros, sino tam-
bién simples sospechosos. Uno de estos casos es el de un
modesto vendedor de libros, Efraín Labana Cordero, co-
nocido por los horrores que relató en el libro TO3. Campo
antiguerrillero (1969), en el que cuenta su sobrecogedora
experiencia a los periodistas José Vicente Rangel (quien
luego sería ministro de Relaciones Exteriores y vicepre-
sidente del gobierno de Hugo Chávez) y Freddy Balzán
(exjefe de la Oficina Central de Información del mismo).
Pero antes, José Vicente Rangel había dado a conocer
un libro titulado Expediente negro (1967). El mismo revela
en sus páginas el asesinato del profesor Alberto Lovera,
miembro del Partido Comunista de Venezuela, quien
luego de prolongadas torturas fue lanzado al mar con un
pico atado al cuello con cadenas. Para contrariedad de sus
verdugos, el mar devolvió su cadáver a las playas de Le-
cherías, situadas en el oriente del país, específicamente en
el estado Anzoátegui.
Como los señalados, serán muchos los casos denun-
ciados de tortura, desaparecidos y muertos a manos de
los cuerpos de seguridad. Esta situación genera más vio-
lencia y mientras la guerrilla responde con las armas, los
estudiantes liceístas y universitarios hacen de las protestas
callejeras y manifestaciones parte de sus programas de es-
tudio. Incluso a las marchas pacíficas la policía respon-
derá violentamente y muchos jóvenes inocentes perderán
31
ficción y realidad en el caracazo
la vida inútilmente, en una confrontación desigual de pie-
dras o consignas contra armas de fuego. A veces, muchas
veces, la realidad toma ribetes de teatro del absurdo, pero
sin ser teatro, sino la más cruda aunque absurda realidad.
En 1968 gana las elecciones Rafael Caldera, fundador
del partido socialcristiano Copei (estas siglas significan
Comité Organizado Popular Electoral Independiente,
pero pocos lo saben). Caldera se declara el presidente de la
pacificación e inicia una serie de contactos con los líderes
del PCV y del MIR. Se debe reconocer que el gobierno
de Leoni tuvo iniciativas en ese sentido en las postrime-
rías de su administración. Así como que el Partido Co-
munista, antes abstencionista, participó en las elecciones
de 1968 con el nombre de Unión para Avanzar (UPA),
lo cual era una señal de su intención de incorporarse a la
lucha legal.
Los dirigentes subversivos que decidieron acogerse
a la política de pacificación nunca aceptaron la expresión
de «derrota militar» y hablaban de «repliegue táctico»,
aunque en la mayoría de los casos resultó definitivo. El
MIR y el PCV habían perdido el respaldo popular que tu-
vieron a principios de los años sesenta. En un país donde
el fracaso rotundo de la reforma agraria empujó al campe-
sinado hacia los cinturones de miseria de las grandes ciu-
dades, poco tenían que hacer los insurgentes internados en
las montañas venezolanas. La guerrilla rural se quedaba sola
ante la migración de la población rural, en otras condiciones,
su base de apoyo.
La política de pacificación provocó fracturas en el
movimiento guerrillero. El Movimiento de Izquierda
Revolucionario se escindió en dos agrupaciones: Ban-
dera Roja y la Organización de Revolucionarios (OR),
32
earle herrera
las cuales, irreductibles, decidieron continuar la guerra de
guerrillas. Ya del Partido Comunista se había separado las
Fuerzas Armadas de Liberación Nacional, lideradas por
el excomandante guerrillero Douglas Bravo. Pero las ac-
tividades de estas organizaciones se iban haciendo cada
vez más esporádicas. Mientras tanto, el socialcristiano
Rafael Caldera aplicaba la máxima de «a Dios rogando
y con el mazo dando». La represión no bajaba la guardia
y los abusos policial-militares estaban a la orden del día.
Bajo el gobierno de Caldera las manifestaciones estudian-
tiles fueron brutalmente reprimidas, con un alto saldo de
estudiantes muertos. A pesar de que el doctor Caldera fue
durante años profesor de la facultad de Ciencias Jurídicas
y Políticas de la Universidad Central de Venezuela, se
comportó particularmente represivo con la máxima casa
de estudios del país. El año 1968 se inició, en esta institu-
ción, un movimiento estudiantil-profesoral de renovación
académica. Los analistas del Gobierno vieron en el mismo
la influencia del Mayo francés de 1968, y en el ámbito la-
tinoamericano, de la Reforma Universitaria de Córdoba,
Argentina, de 1918. Consideraron subversivo el proceso
renovador y temieron que su ejemplo se extendiera a otras
universidades del país. El presidente Caldera ordenó el
allanamiento militar de la Universidad Central de Vene-
zuela y su clausura durante un año. Se procedió a la des-
titución del rector (dos veces electo) Jesús María Bianco
y a la reforma de la Ley de Universidades vigente, con el
fin de limitar la autonomía universitaria.
La respuesta estudiantil, tanto de educación media
como superior, no se hizo esperar y las manifestaciones se
extendieron por todo el país. La represión respondió vio-
lentamente, con saldo muchas veces trágico. La paz inicial
33
ficción y realidad en el caracazo
estaba bien lejos de alcanzarse con la política de pacifica-
ción guerrillera. El escenario de las luchas se trasladaba
de las montañas a las calles, institutos educativos y fá-
bricas. De principio a fin, el gobierno de Caldera fue de
permanente agitación social y de represión sin cortapisas.
En 1973, Carlos Andrés Pérez gana las elecciones pre-
sidenciales con una aplastante mayoría, que se reflejaría
también en el control por su partido, Acción Democrá-
tica, del Congreso Nacional. Al amplio respaldo popular,
el control del Poder Legislativo (que a su vez nombra
a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, al fiscal
general de la República, al contralor general de la nación
y aprueba o desaprueba los ascensos militares) se vino a
sumar un aumento inusitado de los precios del petróleo
debido a la guerra del Yom Kippur en el Medio Oriente.
Venezuela es un país cuya economía depende del petróleo
y es uno de los más grandes exportadores mundiales de
ese rubro. De modo que el alza espectacular de los precios
del crudo fue una inyección de dólares para la cual no es-
taba preparado el aparato económico-financiero nacional.
Dos destacados expertos petroleros venezolanos, Juan
Pablo Pérez Alfonso (llamado el padre de la Organización
de Países Exportadores de Petróleo —OPEP— por ser su
fundador) y Domingo Alberto Rangel, advirtieron sobre
los peligros que entrañaba el manejo alegre de esa masa
de dinero, y por ello se ganaron el apelativo de «profetas
del desastre» y de «casandras». En todo caso, el presidente
Pérez asumía el poder con un total control político y con
una bonanza económica jamás conocida en el país.
Sobre el aspecto económico y la forma en que se esfumó
esa masa de dinero hablaremos más adelante. Por ahora, nos
centraremos en las relaciones políticas y la violencia. Carlos
34
earle herrera
Andrés Pérez inició su gobierno decretando un aumento
general de salarios. Sin embargo, después de la luna de
miel del primer año, los conflictos sociales y laborales em-
pezaron a manifestarse. Los beneficios del petróleo no
llegaban a las amplias capas pobres y marginales y la des-
igualdad social aumentó su brecha. Los disturbios estu-
diantiles siguieron su curso y la represión no varió con
respecto a gobiernos anteriores. A raíz del secuestro de
un industrial estadounidense, William Niehous, fue dete-
nido el exlíder estudiantil Jorge Rodríguez, quien murió a
causa de las torturas a que fue sometido por la policía po-
lítica del régimen, Disip (siglas que significan Dirección
de Servicios y Prevención). Las protestas se extenderían
por todo el país, pese a que el Gobierno reconoció el delito
e hizo presos a sus autores. Los estudiantes dudaban que se
hiciera realmente justicia. Con todo, Pérez buscó el acerca-
miento con exjefes guerrilleros y algunos formaron parte de
su gobierno. Pero las causas de la violencia social y política
estaban más allá de esos acuerdos entre las élites dirigentes.
A Pérez lo sucedió el socialcristiano Luis Herrera
Campins, un abogado y periodista que llegó al pueblo
con un lenguaje campechano, saturado de refranes, y con
una indumentaria que igualmente buscaba su identifica-
ción con las clases populares: hizo su campaña vistiendo
siempre de safari y con un sombrero pelo ‛e guama. Du-
rante su gobierno los precios del petróleo se triplicarían,
alcanzando los treinta y seis dólares por barril. Esos cau-
dales de dinero, sin embargo, no detenían el crecimiento
de la pobreza ni las desigualdades sociales, así como las
máculas que identifican a un país del tercer mundo: pé-
simos servicios públicos, desnutrición, enfermedades, epi-
demias, analfabetismo, carencia de viviendas y un largo
35
ficción y realidad en el caracazo
etcétera que es el caldo de cultivo de la delincuencia y la
violencia en sus distintas expresiones.
Herrera se propuso eliminar los bolsones de guerri-
llas que todavía actuaban en el país, y la fórmula era la re-
presión indiscriminada. Dos masacres escandalizarían y
conmoverían al país durante su gobierno: la de Yumare
y la de Cantaura, donde fueron ejecutadas decenas de per-
sonas después de rendirse. Estos casos todavía son proce-
sados en organismos de derechos humanos. Herrera llegó
al poder en 1978 y antes de entregar el mando, debido a
la quiebra de la economía a pesar de los altos ingresos
por concepto de petróleo, decretó la devaluación de la
moneda en 1983, en lo que se conoció como el Viernes
Negro. A partir de ese momento, la inflación en Venezuela
empezaría a crecer en forma indetenible.
En 1983 asume la presidencia el médico Jaime Lu
sinchi, un hombre de apariencia popular y bonachona. Su
campaña, como la de sus sucesores —excepción hecha por
Rafael Caldera—, se basó en la identificación con el pueblo
y los desposeídos, resumida en la consigna «Jaime es como
tú». Detrás de su sonrisa, se ocultaba un hombre duro e
implacable. Durante su gestión se popularizaron las gra-
baciones telefónicas de sus adversarios. Mediante la en-
trega de divisas para importaciones, a través de la Oficina
del Régimen de Cambio Diferencial (Recadi), silenció
a empresarios y dueños de medios de comunicación. Va-
rios periodistas fueron intimidados por la policía política
Disip y algunos de ellos golpeados en la calle, como fue el
caso de Alfredo Tarre Murzi, exministro del Trabajo de
Caldera, exembajador ante la Unesco y ácido columnista
con el seudónimo de Sanín.
36
earle herrera
La violencia durante su gobierno, más que guerrillera
fue de tipo social, laboral y estudiantil. Su presidencia se
desacreditaría a los ojos del país cuando instaló en el Pa-
lacio de Miraflores a una amante, con el subterfugio de
nombrarla secretaria privada, quien para el pueblo era el
poder detrás del trono. Su esposa misma sería vetada por
los medios de comunicación debido a las presiones ejer-
cidas desde el alto gobierno. La corrupción alcanzaría di-
mensiones de cinismo y al salir de la jefatura del Estado, el
mismo presidente, su ministro del Interior y su secretaria
privada (con quien luego se casaría) hubieron de huir al
exterior para burlar los autos de detención que les dictaran
los tribunales de salvaguarda del patrimonio público y el
proceso abierto por la misma Corte Suprema de Justicia.
En 1988 sería electo presidente, por segunda vez,
Carlos Andrés Pérez. Se posesionó en febrero de 1989 y,
veinte días después, estallaría Caracazo, reacción popular
a su programa de ajustes económicos dictado por el Fondo
Monetario Internacional. Este levantamiento de los ba-
rrios y la desproporcionada respuesta de los cuerpos de
seguridad del Estado serían el primer aldabonazo de una
serie de hechos que, en 1993, sacarían del Palacio de Mi-
raflores al presidente Carlos Andrés Pérez. El estallido
popular de 1989 develaría la cruda realidad de un país rico
en recursos con un pueblo sumido en la pobreza. El si-
guiente capítulo está dedicado a analizar las causas y con-
secuencias de esta paradoja. De una contradicción que no
ha podido resolverse democrática ni violentamente.
37
CAPÍTULO II
UN PAÍS RICO, UN PUEBLO POBRE
Durante la época colonial, Venezuela sustentaba su eco-
nomía en la agricultura, basada en dos productos funda-
mentales: el café y el cacao. Sin la plata del Perú ni el oro
de México, pasarán 279 años desde su descubrimiento para
que la corona española le diera rango de Capitanía General,
en 1777. La guerra de Independencia, y la Federal, arra-
sarán con sus campos de cultivo y, superada esta última,
entrará al siglo XX dependiendo de los mismos productos.
De modo que la suya será por mucho tiempo una economía
frágil y socialmente injusta. Las relaciones de producción
estarán basadas en el latifundio y en la explotación casi
a niveles esclavistas de la mano de obra campesina.
De las entrañas de la tierra brotaría el producto que
trastocaría la economía tradicional del país: el petróleo.
Con la perforación del primer pozo de crudo, en 1911,
aquella república agrícola se convertiría en un país minero.
Quienes perforaron el Zumaque I, nombre del citado pozo,
no podían imaginar que los taladros y balancines, unas
décadas después, serían comunes y corrientes en el occi-
dente y oriente de la nación. Las transnacionales del pe-
tróleo olfatearon a miles de millas de distancia el olor de lo
que algunos autores llamaron «el excremento del diablo».
39
ficción y realidad en el caracazo
Del cultivo de la tierra, Venezuela pasaría a vivir y a
depender de la extracción de un rubro del subsuelo.
Era lo que necesitaba el dictador Juan Vicente Gómez
para perpetuarse en el poder. Junto con Cipriano Castro,
había barrido con los caudillos que infestaban la geografía
nacional. Ahora tendría recursos para cumplir el papel que
muchos le asignan: el de partero de la Venezuela moderna.
Por un tiempo, petróleo y agricultura compartieron el esce-
nario de la economía, pero pronto los hidrocarburos se hi-
cieron omnipresentes en todo el ámbito de la vida nacional.
Los salarios de hambre del campo y la fiebre del llamado
oro negro empujaron a los campesinos hacia los campos
petroleros que nacían por todas partes. Las transnacionales
fabricaban casas con todos sus servicios para sus obreros
calificados y empleados de confianza; pueblos divididos y
separados por alambradas en campo norte (donde vivían
los estadounidenses y demás extranjeros) y campo sur (há-
bitat de los empleados criollos de confianza). Alrededor,
o cerca de estos campamentos, se formaban anárquicamente
caseríos de campesinos, desempleados y obreros rasos que
luego se convertirían en pueblos y, posteriormente, en me-
dianas ciudades. El petróleo cambió la economía, las rela-
ciones de producción, la distribución poblacional e, incluso,
la cultura del venezolano.
Las carreteras que abrió Juan Vicente Gómez con la
mano de obra carcelaria no eran suficientes para las exi-
gencias planteadas por la exploración, explotación y trans-
porte del petróleo. Las cintas de asfalto empezarían a
cruzar el país en todas las direcciones y, sin duda, a acercar
pueblos y ciudades. Este hecho favorecía el transporte de
los productos agrícolas, pero paradójicamente, más favo-
recía la migración del campo a las ciudades. Lentamente
40
earle herrera
al principio y con afiebrada rapidez luego, el país rural se
iba convirtiendo en un país urbano. Pero el petróleo, en
lugar de aminorar, acentuó las desigualdades sociales. La
distribución de la nueva riqueza nunca conoció la equidad
ni la justicia.
Hacia finales de la década de los cincuenta, las prin-
cipales ciudades empezaron a verse cercadas por los cintu-
rones de miseria. El campesino que abandonó su arado y su
conuco (pequeñas parcelas cultivadas) por una mejor forma
de vida en la ciudad, terminó viviendo en ranchos de lata y
cartón en las periferias urbanas. O en los cerros, colgando
de pendientes y quebradas, en ciudades como Caracas.
Toda la riqueza petrolera, todo el empeño urbanístico de la
dictadura de Marcos Pérez Jiménez, ni todas las promesas
de los gobiernos democráticos, lograrían acabar con el fe-
nómeno del rancho, albergue de un lumpemproletariado
que crecía cada vez más en los barrios marginales.
En su relación con la nación, las compañías petro-
leras imponían su propia ley. Juan Vicente Gómez los dejó
hacer y el país recibía un tributo injusto por la explotación
y exportación de su principal fuente de ingresos. Tal si-
tuación no varió con los sucesores de Gómez, los gene-
rales Eleazar López Contreras (1936-1941) y el general
Isaías Medina Angarita (1941-1945). Derrocado este en
octubre de 1945, la junta cívico-militar encabezada por
Rómulo Betancourt impondría la política conocida como
fifty-fifty, es decir, que las ganancias petroleras se repar-
tirían por igual entre las empresas extranjeras y el Estado
venezolano. Esa equidad tampoco existió.
La década de 1950-1960 tiene el sello de la dictadura
militar de Marcos Pérez Jiménez, quien es derrocado el 23
de enero de 1958. Años de la Guerra Fría, los gobiernos
41
ficción y realidad en el caracazo
de facto en América Latina cuentan con el visto bueno de
Estados Unidos. Venezuela tiene un interés particular
para el imperio del norte. Ya ocupa el tercer lugar entre los
países productores de petróleo y la gigantesca maquinaria
industrial, bélica y automotora estadounidense es cada vez
más un voraz consumidor de hidrocarburos. Los ojos del
coloso están pendientes de todo lo que pase en el pequeño
país suramericano. En rigor, ningún dictador sobreviviría
sin su apoyo y sin su venia.
Para Marcos Pérez Jiménez el progreso estaba íntima-
mente vinculado a la industria de la construcción. Si un
presidente del siglo XIX, el afrancesado Antonio Guzmán
Blanco, quien se hizo llamar el Ilustre Americano, se em-
peñó en convertir a Caracas en una réplica de París, Pérez
Jiménez quiso hacerle un calco de Nueva York y ordenó
construir torres y altos edificios, largas autopistas, túneles
y descomunales centros comerciales como el bautizado
con el nombre de El Helicoide, al que le faltaba poco para
su conclusión cuando sobrevino el derrocamiento del dic-
tador. La democracia lo dejó abandonado por años como
emblema del despilfarro del gobierno militar. Una decisión
simbólica pero costosa e inútil, si no estúpida.
Pérez Jiménez, nativo de los Andes venezolanos, abrió
las puertas a la inmigración europea, en su mayor parte in-
tegrada por españoles, italianos y portugueses. La industria
de la construcción necesitaba esa mano de obra calificada.
Estas colonias se enraizaron en el país y enriquecieron
su diversidad cultural. Se dedicaron también al comercio
y, en menor medida, a la agricultura. Lamentablemente,
Pérez Jiménez reivindica su política migratoria con un ar-
gumento tonto y racista. Ya viejo, en España, solía jactarse
de que él lo hizo para mejorar «el componente étnico del
42
earle herrera
venezolano» y que a ello se debe el éxito de las mujeres
criollas en los concursos internacionales de belleza.
Años atrás, el ensayista y novelista Arturo Uslar
Pietri había acuñado una frase muy repetida y poco apli-
cada: «Sembrar el petróleo». Para el escritor, la renta pro-
veniente de un recurso no renovable no bastaba para salir
del subdesarrollo. Esta debía invertirse en el campo y en la
modernización agroindustrial, así como en empresas ma-
nufactureras. El general Pérez Jiménez decidió «sembrar
el petróleo» en el cemento a través de la industria de la
construcción. El otro rubro de exportación era el hierro.
Durante la dictadura se echaron las bases para la indus-
tria siderúrgica y la petroquímica, ambas en manos del
Estado. El sector privado venezolano, al igual que el resto
del país, también dependía de la renta petrolera. Se dedi-
caba al comercio y al ensamblaje de vehículos y artefactos
importados por partes.
El 23 de enero de 1958, un movimiento cívico-militar
derroca a la dictadura. Con las elecciones de diciembre de
ese año, ganadas por Rómulo Betancourt, se inicia la era
democrática representativa del país. El nuevo presidente
asume el poder con la promesa de una reforma agraria que
devolviera las tierras a quienes las trabajan. Entregar las
tierras a los campesinos sin brindarles a la vez apoyo eco-
nómico y técnico no podía conducir sino al fracaso. No
estaban en capacidad de desarrollar una agricultura com-
petitiva, que además debía enfrentar a los importadores,
quienes con préstamo del mismo Estado traían productos
agrícolas del exterior. En lo interno, sus productos eran
comprados a precios míseros por auténticas roscas que
se apoderaron del transporte y mercadeo y encarecían el
precio final que debía pagar el consumidor. Estos factores
43
ficción y realidad en el caracazo
se conjugaron para que floreciera lo que se denomina
«agricultura de puerto», en un país que alguna vez llegó
a producir casi todo lo que consumía.
El nuevo gobierno decidió profundizar la sustitución
de importaciones —ya iniciada en la década de los cin-
cuenta— como vía hacia una política de industrialización.
Con el eslogan «Compre venezolano» se buscaba esti-
mular la industria nacional. La meta, nunca alcanzada,
era romper la dependencia del petróleo y la condición de
país monoproductor. El fracaso de la política de sustitu-
ción de importaciones, lo resume el economista Orlando
Araujo en los siguientes términos:
Este proceso tiene un lineamiento histórico conocido
por la experiencia de otras naciones que atravesaron pe-
ríodos similares. Se trata de un desarrollo que parte de
la sustitución por producción interna de ciertos bienes
de consumo importados y para los cuales el país consu-
midor considera que tiene posibilidades económicas y téc-
nicas. La primera fase de este proceso se cumple cuando
se ha llegado a un óptimo cuantitativo de sustituciones;
para ello, sin embargo, ha venido importando equipo,
maquinarias, repuestos, bienes intermedios y materias
primas: la segunda fase comienza cuando se emprende,
también, la sustitución de estas importacieines1.
Esta segunda fase, mucho más compleja, exige de ca-
pitales e inversiones que impulsen las industrias básicas, las
intermedias y la transformación agropecuaria. La misma
1
Orlando Araujo, Situación industrial en Venezuela, Ed. Biblioteca
de la UCV, Caracas, 1969, p. 26.
44
earle herrera
no se cumplió y se perdieron «en el vacío las ondas trans-
mitidas por la primera fase de la política sustitutiva»2. Los
gobiernos de Betancourt (1958-1963), Leoni 1(963-1968)
y Caldera (1968-1973) logran la instalación y expansión de
las industrias básicas del país: petroquímica, siderúrgica y la
construcción del complejo hidroeléctrico de Guri, con ca-
pacidad de generar electricidad para todo el país e, incluso,
exportarla a Brasil y Colombia.
Las empresas básicas ubicadas en la región de Gua-
yana, merced a la mala gerencia, el clientelismo partidista
y la corrupción, se convertirán en una carga para el Es-
tado por las pérdidas que arrojan. Con ellas se repetirá el
espejismo del auge petrolero: los campesinos abandonan
el campo para buscar un puesto en las enormes plantas de
acero o aluminio, en el complejo hidroeléctrico de Guri.
Al no poder ser absorbida toda esa mano de obra, los ba-
rrios marginales empiezan a crecer alrededor de San Félix,
situada frente a Puerto Ordaz. Se repite la paradoja de
que, junto con el progreso, llega también el desempleo,
con todas sus características y efectos.
LA GRAN VENEZUELA: COSTOS
DE UNA ILUSIÓN
En 1973 estalla la guerra de Yom Kippur entre Israel y los
países árabes. A principios de 1974 asume la Presidencia
de Venezuela (en lo que sería su primer mandato) Carlos
Andrés Pérez, dirigente del partido Acción Democrática.
2
Ibid., p. 28.
45
ficción y realidad en el caracazo
Pérez era un líder carismático, de una oratoria inagotable.
Se le tenía por hombre duro debido a sus actuaciones como
ministro del Interior durante el gobierno de su compañero
de partido. Raúl Leoni, en pleno auge de la lucha guerri-
llera. Para sorpresa de no pocos, algunos de los subver-
sivos que enfrentó en el pasado fueron incorporados a su
gobierno. Los tiempos habían cambiado y la lucha política
también. Calificado de megalómano por sus críticos, sus
sueños de grandeza hallarían un asidero material, concreto,
en un conflicto bélico que ocurría a miles de kilómetros
de Venezuela: la ya citada guerra entre árabes e israelíes.
En efecto, la crisis del Medio Oriente multiplicaría
los precios del petróleo en el mercado internacional. El
crudo venezolano experimentaría un alza jamás cono-
cida en la historia de la explotación petrolera en el país.
Su precio pasaría de dos dólares a doce dólares el barril.
La enorme masa de divisas que ingresó a las arcas nacio-
nales era suficiente para hacer realidad cualquier sueño.
Pérez incorporó a sus discursos la expresión «la Gran Ve-
nezuela», hacia cuya construcción se orientaría la política
económica de su gobierno. Su ministro de Planificación,
Gumersindo Rodríguez, uno de los fundadores del movi-
miento subversivo en la década pasada, diseñó la estrategia
que haría posible esa Venezuela grande y próspera. Se le
conoció como el V Plan de la Nación.
En 1975, Carlos Andrés Pérez nacionaliza las indus-
trias del petróleo y del hierro. Estas pasaban a manos del
Estado, luego de más de medio siglo bajo el control de
empresas transnacionales. En sus discursos con motivo
de estas medidas, el presidente evoca la memoria de los li-
bertadores, llama a los venezolanos los «hijos de Bolívar»
y se erige en conductor de lo que se denominó «la segunda
46
earle herrera
Independencia». Esta sería de carácter económico, con la
ruptura de los lazos de dependencia y la superación del
subdesarrollo. Parafraseando a Hemingway, podría de-
cirse que Venezuela, por aquellos días, era una fiesta. Y al
final de la fiesta, esperaba la resaca.
El aparato económico y financiero del país no estaba
en capacidad de asimilar aquella masa de dinero. El Go-
bierno, consciente de esta realidad, creó el Fondo de Inver-
siones de Venezuela y el Fondo de Inversiones Agrícolas.
Aunque no se reconociera expresamente, estos organismos
se asentaban en la vieja tesis del escritor Arturo Uslar Pietri
de «sembrar el petróleo», esto es, invertir los recursos pro-
venientes del mismo en la industrialización del país y en el
desarrollo agropecuario, con el fin, justamente, de romper
la dependencia del petróleo.
El Gobierno inyectó ingentes cantidades de dinero a las
empresas básicas del Estado (aluminio, acero, electricidad,
petroquímica), sin tomar en cuenta las condiciones del mer-
cado internacional. Asimismo, abrió de par en par las puertas
del crédito público a empresarios privados de la industria
y del campo. Si las empresas del Estado se convirtieron en
grandes elefantes que terminaron arrojando pérdidas y recu-
rriendo al endeudamiento externo, el sector privado bene-
ficiado con préstamos del Estado orientó esos recursos a la
especulación inmobiliaria, financiera y al comercio de bienes
importados, generalmente suntuarios. El petróleo, pues, se
sembró en tierra estéril, donde no germinan ni las semillas
de las buenas intenciones.
En el plano social, Pérez se propuso alcanzar el pleno
empleo, no por la vía del crecimiento y la productividad
de la economía, sino por decreto. Cada establecimiento
comercial estaba obligado a contratar, por lo menos, a una
47
ficción y realidad en el caracazo
persona para la limpieza del local y a otra para cuidar el
baño destinado a los clientes. Así mismo, todo ascensor
público debía contar con sus ascensoristas, quienes se tur-
narían en el servicio. Se crearon subsidios al transporte
público y a los alimentos y productos de primera nece-
sidad, al tiempo que se controlaban, también por decreto,
los precios. Era una forma de contener la inflación que la
masa de dinero circulante presionaba sin que el dique de
los decretos pudiera mantener a raya. El país entraría en
una espiral inflacionaria de niveles históricos y Venezuela
empezaría a consumirse en su propia salsa petrolera.
El Gobierno parecía no darse cuenta de la situación
y menos el sector de la población que se beneficiaba de la
súbita riqueza provocada por una guerra en el otro lado
del mundo, el Medio Oriente. Los venezolanos de clase
media alta iban a hacer sus compras a Miami y los comer-
ciantes de esta ciudad los llamaban «Ta barato», pues era
la expresión que soltaban al oír el precio de los productos:
«Ta barato, dame dos». El cineasta venezolano Carlos Az-
purua, realizó un galardonado documental titulado Miami
nuestro, en el que retrata con ironía y crudeza la mayamiza-
ción de sus paisanos, sus cambios de patrones culturales, su
consumismo, e incluso, sus distorsiones idiomáticas, cabal
expresión de un delirio de grandeza resumido en la frase
«la Gran Venezuela».
Al final del gobierno de Pérez sobrevino la resaca. La
inflación que encontró en 1,13 %, se había duplicado para
1978, según el Banco Central de Venezuela. Ese mismo
año, las reservas internacionales cayeron de 9129 mi-
llones de dólares a 7599 millones. La deuda externa, que
Pérez encontró al comienzo de su administración en 1200
millones de dólares, se elevó a 11 000 millones para 1978.
48
earle herrera
El doctor José Toro Hardy, con cifras de la Comisión
Económica para América Latina (Cepal), ubica el monto
de la deuda externa, para 1978, en 16 100 millones de dó-
lares (40 % del Producto Nacional Bruto), endeudamiento
al que se recurrió para detener la caída de las reservas
internacionales3.
Las cifras, tanto de organismos internos como interna-
cionales, ponían fin a un sueño y a una ilusión de grandeza.
EL PAÍS HIPOTECADO
«Administraremos la abundancia con criterio de escasez»,
fue una frase que acuñara Carlos Andrés Pérez ante la
masa de recursos que ingresó al país durante su gobierno.
El juego de palabras, mediante el recurso de la paradoja,
fue revertido por sus adversarios al señalar, a la luz de los
resultados, que «la abundancia fue administrada con es-
casez de criterios». En el mismo plano del discurso po-
lítico, que puede ser espejo o máscara de la realidad, al
recibir de mano de Pérez la banda presidencial, en 1979,
Luis Herrera Campins lanzó una frase en su toma de po-
sesión que lo resumía todo: «Recibo un país hipotecado».
A la hipoteca de una inmensa deuda externa se agre-
gaban el déficit fiscal, la caída de las reservas internacionales
y una inflación en ascenso. El nuevo gobernante decidió en-
tonces «enfriar» la economía e imponer la austeridad en la
administración pública. Los planes gigantescos de inver-
siones de Pérez había que detenerlos. Debía ejercerse un
3
José Toro Hardy, Venezuela: 55 años de política económica (1936-
1991). Una utopía keynesiana, Panapo, Caracas, 1992, p. 94.
49
ficción y realidad en el caracazo
control riguroso sobre el gasto público. El país se arroparía
hasta donde le alcanzara la cobija, dicho en los términos re-
franeros que caracterizaban la oratoria de Herrera Campins.
Sin embargo, como otras veces, desde el Medio
Oriente al país lo alumbraría la lámpara maravillosa, no
de Aladino sino del petróleo, que además de real es más
potente. Estalla la revolución islámica que derroca al sah
de Irán, Mohamed Reza Pahleví, y se instaura el gobierno
fundamentalista del ayatolá Khomeini. El planeta se estre-
mece con un nuevo shock petrolero que, entre 1977 y 1981,
disparará los precios del barril del crudo a treinta y ocho
dólares. Con un incremento del precio de exportación del
petróleo venezolano por el orden del 280 %, el Gobierno
vio que, como por arte de magia, se corregía el desequili-
brio de la balanza de pagos y el déficit fiscal se hacía mane-
jable. El discurso de la austeridad administrativa cayó en el
pozo de los recuerdos. Pero no solo eso: al país se le volvían
a abrir las puertas del crédito internacional, al que se recu-
rriría con voracidad e insensatez. La paradoja se repetía:
mientras más ingresos obtenía el país, más se endeudaba.
Con las reservas petroleras más grandes del planeta,
si se excluyen las de los países árabes, las políticas econó-
micas se conciben y se cambian de acuerdo con los alti-
bajos de este producto en el mercado internacional. Estos
cambios de políticas y de reglas de juego ahuyentan a los
inversionistas y solo atraen «capitales golondrina», espe-
culativos, que vuelan del país apenas cambian los signos
favorables, con sus correspondientes efectos devastadores
en la economía nacional.
El gobierno de Herrera, con la suficiencia que dan
los altos precios del petróleo, aseguraba que esto no ocu-
rriría en Venezuela. Pero ocurrió. Los precios comenzaron
50
earle herrera
a declinar, las puertas del crédito internacional se cerraron
y quienes tenían dólares, decidieron sacarlos del país. Ya
la inversión había sido desestimulada por las altas tasas
pasivas de los bancos. El endeudamiento del país alcanzó
la astronómica cifra de 27 000 millones de dólares, cuyo
servicio comprometía la tercera parte de los ingresos.
El Gobierno decidió entonces aplicar un remedio
drástico que, a la larga, resultó peor que la enfermedad.
Decretó un control de cambio el 18 de febrero de 1983,
día conocido como el Viernes Negro. Creó una oficina
de Régimen de Cambio Diferencial encargada de imple-
mentar dos tipos de cambios fijos: dólares a 4,30 y a 6,00
bolívares. Los primeros para la importación de insumos
industriales. Los segundos, para las demás personas natu-
rales o jurídicas. La brecha entre el dólar preferencial y el
de cambio libre desató la corrupción más grande conocida
en el país hasta entonces. Provocó también la mayor fuga
de divisas en la historia nacional.
La devaluación del bolívar, de cuya solidez se jactaban
los venezolanos, no solo fue un golpe económico sino tam-
bién psicológico. En la población creció una sensación de
engaño. Los amigos del Gobierno, empresarios, políticos y
gente de la clase media, recibieron información antes de la
devaluación. Por ello tuvieron tiempo de comprar dólares
y sacarlos del país. Fue un tremendo negocio. El resto de
la población debía pagar los platos rotos de la crisis. Con
el Viernes Negro, el modelo económico había colapsado.
No daba más. Sin embargo, la clase política no lo
asumía de esta manera. Los partidos Acción Democrática
y Copei, que se venían turnando en el poder desde 1958,
no fueron capaces de ver los nubarrones en el horizonte ni
mucho menos de emprender las reformas que reclamaban
51
ficción y realidad en el caracazo
los nuevos tiempos. La otrora fuerte clase media que era
su piso político se desmoronaba y aquellos no se daban
cuenta. O no querían hacerlo.
PACTO SOCIAL: PARTO DE LOS MONTES
En 1981, el socialcristiano Herrera Campins entrega el
poder al socialdemócrata Jaime Lusinchi, quien ganó las
elecciones presidenciales con más del 50 % de los votos.
Médico pediatra de extracción humilde, con el eslogan
«Jaime es como tú» el pueblo vio en Lusinchi al dirigente
que lo reivindicaría. De larga trayectoria en la lucha polí-
tica, llegaba a la Presidencia de la República sin ninguna
experiencia administrativa o gerencial de gobierno. Los
medios destacaban en el nuevo jefe del Estado, su bon-
homía y simpatía. Frente al país en crisis que recibía, con
80 % de la población en situación de pobreza, una elevada
deuda externa, devaluación progresiva de la moneda, de-
presión económica y desempleo, decidió implementar un
pacto social que involucrara al sector privado, a través de la
Federación de Cámaras de Comercio y Producción (Fede-
cámaras), a los trabajadores, por intermedio de la Confe-
deración de Trabajadores de Venezuela (CTV) y al Estado.
El problema es que dicho pacto, precisamente en lo
social, chocaba con las exigencias del Fondo Monetario
Internacional para acceder a la renegociación de la deuda
externa del país. Las clases populares y los trabajadores de-
bían cargar con la congelación de los salarios y, a la vez, con
la liberación de los precios. Los sacrificios que aceptó hacer
el país no se tradujeron, sin embargo, en una renegociación
de la deuda que resultara ventajosa. Por el contrario, a la
52
earle herrera
luz de acuerdos de otros países de América Latina, vemos
que Argentina, Brasil y México lograron reestructurar sus
respectivas deudas con períodos de pago de veinte años, con
siete años de gracia. Venezuela, en cambio, debía pagar el
monto reestructurado en catorce años, sin ningún período
de gracia. Al final de su mandato, Lusinchi lanzó una
confesión que de ninguna manera consoló a las mayorías:
«La banca nos engañó».
«Nos engañó» porque, a cambio del sacrificio que im-
plicaban las medidas dictada por el FMI, el país no recibió
dinero fresco de la banca internacional, como se había pro-
metido. Los números de las empresas públicas estaban en
rojo y las reservas internacionales en franca caída. Pero es
un engaño culpar de todos los males del país al engaño de
la banca internacional. El presidente Lusinchi y su equipo
de gobierno demostraron una total ineptitud en el manejo de
los asuntos económicos. A la ineficiencia administrativa,
hay que agregar dos factores crónicos en la vida del país
que dan el traste con cualquier gerencia: el despilfarro y la
corrupción. En efecto, a través de Recadi (la oficina gu-
bernamental que otorgaba o negaba los dólares preferen-
ciales) se propició la fuga de divisas y se dio origen a un
enorme mecanismo de corrupción.
Esta oficina, además, se convirtió en un poderoso
aparato de intervención del Estado y de control político.
Todos los sectores productivos del país debían pasar por
su sede a solicitar las divisas para la importación de los
insumos industriales y bienes que se traían de afuera, que
es como decir casi todo, desde productos agropecuarios
de la cesta alimentaria hasta el papel para la prensa. Esto
último permitió el mayor control que se hubiera ejercido
sobre los medios de comunicación en la historia nacional.
53
ficción y realidad en el caracazo
La libertad de expresión pasaba por la discrecionalidad de
Recadi a la hora de otorgar las divisas para papel, insumos
y repuestos que requerían la prensa, la radio y la televisión.
El visto bueno provenía siempre del Palacio de Miraflores,
donde la entonces secretaria privada del presidente (luego
su esposa) tenía la última palabra.
La Oficina de Régimen de Cambio Diferencial, creada
durante el gobierno de Herrera y mantenida por Lusinchi
todo su quinquenio, era un auténtico laberinto organiza-
cional. Quizás, un laberinto preconcebido perfectamente
calculado. Esta oficina reflejaba y repetía toda la estruc-
tura administrativa y burocrática del Estado. Al respecto,
el exministro de Planificación de Carlos Andrés Pérez, el
economista Gumersindo Rodríguez, en su libro ¿Era posible
la Gran Venezuela?, escribió con suficiente conocimiento
de causa:
El exhaustivo aparataje de controles montados terminaba
quedando sometido a la discrecionalidad de algunos
funcionarios públicos, quienes directa o indirectamente
eran capaces de conducir exitosamente cualquier inicia-
tiva a través del laberinto de regulaciones existentes; sur-
gieron multitud de oportunidades de corrupción y, en
consecuencia, infinidad de corruptos y corruptores. De
esta forma muchos de aquellos funcionarios que tenían
potestad de conceder permisos, fijar precios, conceder li-
cencias, otorgar créditos, a inferir exoneraciones, asignar
dólares preferenciales, reconocer deudas privadas, adju-
dicar contratos y, en términos generales, dispensar cual-
quier tipo de privilegios o ventajas especiales, adquirían
más poder en la medida en que fuese más intrincada
54
earle herrera
y difícil de desmadejar la gestión sometida a su decisión
discrecional4.
La hipertrofia del Estado, su engorrosa, lenta y pesada
estructura administrativa no era ignorada por ningún go-
bierno. Todos la denunciaban, se quejaban de la misma y
la culpaban de la ineficiencia de los funcionarios. El ex-
presidente Jaime Lusinchi decidió ponerle el cascabel al
gato y creó la Comisión Presidencial para la Reforma del
Estado (Copre), con rango de ministerio sin cartera. Este
organismo adelantó muchos estudios, realizó foros, hizo
diagnósticos, publicó libros pero, en el fondo, no había
voluntad política para cambiar nada. Reformar un Estado
paternalista y clientelar significaba cortar la fuente de re-
cursos y empleos de los partidos que habían gobernado a
la nación desde 1958. Era algo parecido a hacerse un ha-
rakiri para lo que no estaban dispuestas las maquinarias
partidistas. De modo que la Copre terminó convertida en
una comisión académica y su creación aumentó lo que se
proponía reducir: la estructura burocrática del Estado.
La agudización de la crisis económica dio al traste con
el pacto social de Jaime Lusinchi. La reestructuración de
la deuda externa que devoraba los ingresos del país resultó
un engaño, como él mismo lo reconoció. La contención
de los salarios y la liberación de los precios funcionaron
como pinzas que atenazaban a los trabajadores de Vene-
zuela. La central sindical, CTV, controlada por militantes
del partido de gobierno (Acción Democrática), se vio obli-
gada, por la presión de los asalariados, a realizar algunas
4
Gumersindo Rodríguez, ¿Era posible la Gran Venezuela?, Ateneo
de Caracas, Caracas, 1986, p. 18.
55
ficción y realidad en el caracazo
acciones de protesta. El Poder Ejecutivo recurrió a las en-
cuestas que se inscribían en el férreo control que sobre los
medios ejercía el Gobierno, a través de la oficina que otor-
gaba o negaba los dólares preferenciales para la importación
de insumos.
En 1988, año electoral, ocurrió una masacre de cam-
pesinos en la población de El Amparo, en el occidente
del país, zona fronteriza con Colombia. El Gobierno y las
Fuerzas Armadas informaron que se trató de un enfren-
tamiento con guerrilleros. Declararon que en el supuesto
combate cayeron dieciséis subversivos y se les incautó
planos de la zona, panfletos y folletos del grupo izquier-
dista ELN de Colombia, cartuchos de TNT, veinticuatro
detonadores eléctricos, varios paquetes de composiciones
químicas, mechas, carretes de nylon, folletos escritos técni-
camente, cinco fusiles Fal, cinco ametralladoras, cinco pis
tolas, dos subametralladoras, tres revólveres, armas blancas,
unas quince granadas de mano, cacerinas y centenares
de municiones5.
Las investigaciones parlamentarias y periodísticas re-
velaron que todo eso fue inventado y que se trataba de
pescadores desarmados. Los pobladores de El Amparo
dieron testimonio de ello, y lo peor para la versión oficial
fue que no hubo como se informó dieciséis muertos, sino
once. Dos pescadores lograron escapar lanzándose al río
y luego buscaron protección en la embajada de la Santa
Sede, en Caracas. El presidente Jaime Lusinchi, quien
había declarado que
5
Earle Herrera, A 19 pulgadas de la eternidad, Planeta, Caracas,
1993, pp. 170-171.
56
earle herrera
los dieciséis guerrilleros muertos en Guafitas estaban
planeando volar oleoductos y secuestrar venezolanos en
la frontera, sería desmentido por el candidato presiden-
cial de su partido, Carlos Andrés Pérez, al reconocer
este que los trabajadores muertos por error eran en su
mayoría militantes de AD (el partido de gobierno) y no
guerrilleros como se dijo inicialmente6.
Tampoco se trató de un «error», como lo revelaron las
investigaciones parlamentarias. Lo cierto es que la ma-
sacre conmocionó al país y las manifestaciones estudian-
tiles estallaron en las principales ciudades. La aguda crisis
económica, pues, se vio exacerbada por escándalos de co-
rrupción, masacre militar y engaños, en una explosiva
mezcla que heredaría el nuevo gobierno de Carlos Andrés
Pérez y que sería la antesala del Caracazo, el sangriento
levantamiento popular del 27 de febrero de 1989.
6
Ibid., p. 169.
57
CAPÍTULO III
ANTESALA DEL ESTALLIDO
La herencia, en términos de la situación económica y so-
cial del país, que recibió Carlos Andrés Pérez (electo presi-
dente por segunda vez en diciembre de 1988), es su propia
herencia, es decir, fruto de su primer gobierno (1973-1978),
con el agregado de las ejecutorias desde el poder de los ex-
presidentes Luis Herrera Campins y Jaime Lusinchi. Los
nuevos mandatarios venezolanos tienen por costumbre
echar la culpa de sus fallas o fracasos al gobierno anterior.
Es un ritornello que se mantuvo durante cuarenta años. Sin
embargo, el «gobierno anterior» ha sido el de sus partidos
(Acción Democrática y Copei). El país que recibió Pérez
en 1989 se empezó a perfilar —en cuanto a la profundiza-
ción de la crisis— durante su primer gobierno, cuando se
dio la paradoja de que a la par de un inusitado aumento del
precio del petróleo, la deuda externa de la nación se elevó en
proporción también inusitada. En efecto, el barril de crudo
pasó de dos dólares a doce, impulsado por la guerra de Yom
Kippur entre Israel y los países árabes (1973). La bonanza no
impidió que la deuda externa se elevara de 1200 millones de
dólares, en 1973, a 16 100 millones en 1978, según cifras
de la Comisión Económica para América Latina (Cepal)1.
1
J. Toro Hardy, ob. cit., p. 94.
59
ficción y realidad en el caracazo
El endeudamiento externo e interno continuará su curva
ascendente con los gobiernos de Herrera y Lusinchi. Así
se construyó la herencia que recibió Pérez en 1989. ¿Cuáles
eran los signos y características de esa herencia?
En lo económico, el agobiante peso de la deuda pú-
blica externa comprometía 50 % de los ingresos del país.
El «mejor financiamiento del mundo», como llamó Lu
sinchi a la renegociación de la deuda alcanzada por su Go-
bierno, resultó un «engaño», según sus propias palabras.
Venezuela no recibió «dinero fresco» de la banca inter-
nacional con el fin de equilibrar sus cuentas, enfrentar el
déficit fiscal y detener la caída de las reservas internacio-
nales, las cuales descendieron en 1988, con respecto al año
anterior, en 3000 millones de dólares.
Los precios del petróleo, el «ábrete sésamo» de la eco-
nomía venezolana, declinaron notablemente a pesar de la
guerra entre Irán e Irak y la constante amenaza de cerrar
el estrecho de Ormuz, en el golfo Pérsico. La caída de los
precios petroleros, ya lo hemos dicho, arrastra consigo a
todo el aparato productivo del país: construcción, servi-
cios, industria, turismo, agricultura. Los planes de gastos
e inversión del Gobierno también se van abajo porque el
presupuesto nacional es calculado sobre la base de ingresos
petroleros. Y las estimaciones de esos ingresos siempre re-
sultan demasiado optimistas, cuando no ilusas. De modo
que, a mitad de cada año, el Gobierno se da cuenta de que
el presupuesto es deficitario. Entonces recurre a lo que se
convirtió en un círculo vicioso: el endeudamiento.
Nadie mejor que Carlos Andrés Pérez para describir
la situación económica que encontró al asumir la Presi-
dencia en 1989. En su mensaje al Congreso Nacional, en
marzo de 1990, fue tajante y directo:
60
earle herrera
Nos encontramos en febrero de 1989 asediados por una
deuda externa de 27 000 millones de dólares, que re-
quieren para su servicio más de la mitad de nuestros
ingresos de exportación. La crisis acumulada de años
anteriores desembocó en un régimen de control de cam-
bios que permitió una importación desenfrenada de
pequeñas y grandes corruptelas, que contribuyeron a
drenar nuestras reservas internacionales hasta límites in-
compatibles con nuestras necesidades. La política finan-
ciera carecía de flexibilidad y autonomía suficiente para
responder a los requerimientos de la economía, y tasas
de interés bajas en relación a la inflación estimularon el
drenaje de recursos y el despilfarro del crédito bancario.
La política de regulación de precios, las políticas aran-
celarias, los recurrentes subsidios y exoneraciones habían
favorecido la inflación y un déficit fiscal del orden del 8 %
del producto2.
Allí estaba, grosso modo, el país de 1989. Todavía, para
terminar de dibujar el cuadro, el entonces presidente Pérez
puntualizó otros rasgos de la situación y de la política eco-
nómica: I) economía ineficiente, subsidiada, sobreprote-
gida, sin estímulos para la competitividad, sin capacidad
exportadora; II) deterioro regional; III) debilitamiento del
Poder Judicial; IV) intervencionismo creciente sin objetivos
claros; y V) crecimiento de la burocracia y el gasto público3.
En lo social, la política de subsidios (bono alimen-
tario, becas escolares, leche popular, bonos de transporte)
2
Carlos A. Pérez, «La violencia fue una acción de pobres contra
ricos», en: El Nacional, Caracas, 4 de marzo de 1989, p. D-1.
3
Ibid., pp. D-1, IV y V.
61
ficción y realidad en el caracazo
alivia pero no resuelve el problema de las clases populares.
Las cifras oficiales ubican el desempleo en un 9,7 %, pero
no revelan que en el sector informal de la economía se
desempeña el 50 % de la población activa. La espiral in-
flacionaria que se desata en Venezuela a partir de 1983,
con la crisis del Viernes Negro como detonante, reduce
drásticamente el poder adquisitivo de los trabajadores y
de la clase media. La pobreza alcanza alarmantes propor-
ciones y, para 1989, arropa al 62 % de la población en si-
tuación de pobreza extrema, una clasificación, esta última,
para ubicar a quienes no tienen nada, ni siquiera acceso
a la cesta básica alimentaria, para no hablar de servicios de
salud, agua potable, educación, etcétera.
La deserción escolar, la desnutrición y la mortalidad
infantil son indicadores que, para el año que nos ocupa,
revelan una situación intolerable y explosiva.
Las enfermedades infecto-contagiosas, las anemias y las
parasitosis representan la causa principal de la morbilidad
registrada en las consultas externas. Todas estas patolo-
gías y las muertes que en numerosos casos se producen,
están ligadas a las deficiencias nutricionales y sanitarias
que predominan en las colectividades pobres de la nación.
Aquí hay que destacar la escasa dotación de servicios sani-
tarios, la carencia de agua potable y la degradación general
del ambiente debido a la insalubridad y al abandono4.
El petróleo, pues, la riqueza salida del subsuelo, no llegó
a las zonas rurales: por el contrario, provocó la migración
4
Trino Márquez, «Estrategias de reducción de la pobreza y po-
lítica social en Venezuela», en: Revista Venezolana de Economía
y Ciencias Sociales, Faces-UCV, Caracas, 1996, p. 117.
62
earle herrera
del campo a la ciudad; tampoco subió a los cerros donde
trepan los ranchos de cartón y hojalata que conforman el
cinturón de miseria que rodea a Caracas. La ayuda social
del Estado, ya lo apuntamos, alivia pero no impide el cre-
cimiento de la pobreza. Pero si los pobres saben vivir (o
sobrevivir) en y con las carencias, no es el caso de la clase
media. La devaluación de la moneda a partir de 1983, la as-
cendente inflación que entre este año y 1989 se triplica, y el
alza de las tasas activas de interés causan estragos en este
sector de la población. Sus expectativas se desmoronan y el
cierto grado de confort que había logrado gracias a la bo-
nanza de los precios del petróleo (vivienda y autos propios,
acceso de sus hijos a la universidad dentro o fuera del país,
atención privada de salud, viajes, turismo y recreación, et-
cétera) se resiente o se viene abajo. De modo, pues, que la
crisis, excepción hecha de una privilegiada minoría, azota
a todos los estratos de la sociedad.
En lo político, el bipartidismo, que desde 1958 con-
trola el poder y domina la vida pública del país, evidencia
un desgaste que solo no perciben las dos organizaciones
que lo sostienen: Acción Democrática y Copei, el primero
socialdemócrata y el segundo socialcristiano. Luego de la
caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, estos dos par-
tidos, junto con el desaparecido Unión Republicana Demo-
crática (URD), firmaron un pacto institucional conocido
como Pacto de Punto Fijo, por haberse suscrito en la quinta
Punto Fijo, residencia del líder democratacristiano Rafael
Caldera. El objetivo fundamental de este acuerdo era forta-
lecer las instituciones y, así, dar un piso sólido a la naciente
democracia. Este objetivo lo cumplieron.
Sin embargo, una vez fortalecidas las instituciones, se
pasó a coparlas y a tener total control de estas por parte
63
ficción y realidad en el caracazo
de AD y Copei, las dos organizaciones del famoso pacto
institucional. En nombre de la defensa de la democracia se
construyó un enorme aparato antidemocrático que contro-
laba el Poder Ejecutivo, el Congreso Nacional, la Corte
Suprema y los tribunales de Justicia, la Fiscalía y la Con-
traloría de la Nación, los poderes regionales y municipales,
la Confederación de Trabajadores de Venezuela, los orga-
nismos de la cultura, los ascensos militares; en fin, las cú-
pulas de aquellos dos partidos ejercían una total hegemonía
sobre la vida pública y política del país.
Los obreros, los profesionales, la sociedad en general,
vieron cerrados todos los canales de participación en el
acontecer nacional. Aquellos partidos políticos hegemó-
nicos le fueron dando la espalda a las masas y solo vol-
vían a estas cada cinco años, cuando requerían de sus cotos
para alternarse en el poder.
El ciudadano no encontraba organismo de mediación
entre él y el poder. Si acudía al sindicato o al gremio, se to-
paba con un dirigente del partido de gobierno. Esta hege-
monía desvirtuó la democracia como sistema. El escritor
venezolano Arturo Uslar Pietri, Premio de Literatura
Príncipe de Asturias, dio la voz de alerta frente a lo que
denominó «la falsificación del juego democrático»:
Ese pacto, que en su momento aseguró la sobrevivencia
del régimen democrático, se ha convertido, desde hace
mucho tiempo, en una de las causas mayores de la inefi-
cacia y el funcionamiento deficiente del régimen.
En efecto, el pacto ha provocado la creación de hecho de
una situación política que cada día corresponde menos
a los supuestos básicos de un sistema democrático.
64
earle herrera
Hay libertad de expresión, elecciones, debate político,
pero el acuerdo fundamental entre los grandes actores
políticos ha tenido por resultado desnaturalizar el juego
democrático5.
Con los canales de participación cerrados y los instru-
mentos de mediación desnaturalizados, la sociedad vene-
zolana asistía impotente a un proceso de corrupción que
fue carcomiendo su credibilidad y confianza en el sistema.
En el país, un escándalo de peculado o robo de los dineros
públicos sucedía al otro, sin que nunca se castigara a los
culpables. Célebre se hizo la frase de que Venezuela era
un país de «delitos sin delincuentes». El desprestigio del
Poder Judicial era clamoroso. Quizás en pocas naciones se
hayan escrito tantos libros sobre y contra la corrupción. La
Universidad Central de Venezuela creó una cátedra libre
para estudiar y combatir el flagelo. Rafael Caldera, en su
segunda presidencia, nombró a un Comisionado Presiden-
cial contra la Corrupción, a quien a los pocos meses de
nombrado se le acusó de usufructuar indebidamente de los
aviones de la poderosa industria petrolera del Estado, Pdvsa
(Petróleos de Venezuela). Los casos han sido tantos, que se
publicó un Diccionario de la corrupción en Venezuela (1990),
cuyo autor se vio obligado a dividirlo en tres tomos. Cuando
en Colombia o España marchaban contra la violencia, en
Caracas lo hacían contra el robo de los dineros públicos,
en una manifestación que llevó el nombre de «Marcha de
los pendejos». Así la denominaron porque en declaraciones
a la televisión, el doctor Uslar Pietri dijo que así llamaban
en el país a los que eran honestos. El enriquecimiento ilícito
5
A. Uslar Pietri, ob. cit., pp. 121-122.
65
ficción y realidad en el caracazo
actuó como un corrosivo en la confianza y credibilidad de
la sociedad en el estamento político. Pero la clase dirigente
parecía no darse cuenta.
El secuestro de la democracia por los partidos políticos,
la falta de canales de participación de los ciudadanos, la in-
controlada corrupción administrativa, la ineficiencia del
Estado para garantizar el funcionamiento de los servicios
públicos elementales, crearon el cuadro político que sirvió
de antesala y de combustible al estallido popular de 1989.
66
CAPÍTULO IV
DE LA CORONACIÓN AL CARACAZO
El acto de toma de posesión del presidente electo en di-
ciembre de 1988, señor Carlos Andrés Pérez, no se llevó
a cabo en el Congreso Nacional, como es tradicional, sino
en el moderno Teatro Teresa Carreño, especialmente pre-
parado para ese fin. Esto se debió al número de jefes de
Estado y personalidades de todo el mundo invitados a la
ceremonia, fijada para el 2 de febrero de 1989. Pérez ga-
naba las elecciones por segunda vez, a pesar de que en
su primer gobierno (1973-1978) se salvó por un voto en
el Congreso Nacional de ser llevado a juicio por un so-
nado caso de corrupción. Carismático, durante la cam-
paña electoral sus seguidores lo aclamaban con la consigna
«Carlos Andrés, lo queremos como es». Pérez retornaba
a la Presidencia bañado en popularidad.
Durante su primer mandato se granjeó la fama de
líder del tercer mundo. Impulsó el diálogo Norte-Sur, de-
nunció a las grandes potencias, abogó por la justicia inter-
nacional, prestó ayuda económica y petrolera a los países
de Centroamérica, auspició la creación de una agencia de
noticias latinoamericana, le regaló un barco a Bolivia,
un país que no tiene mar; apoyó a los sandinistas en su
lucha y luego a la presidenta de Nicaragua, Violeta Cha-
morro; consolidó la presencia de Venezuela en el Caribe;
ofreció al país como mediador ante cualquier conflicto en
67
ficción y realidad en el caracazo
América Latina; en fin, con palabras y hechos, se hizo un
perfil de líder internacional de los países del hemisferio
sur. Trotamundos y dirigente de la Internacional Socia-
lista, sus amistades en naciones pobres o ricas estaban en
todo el planeta. Elegido presidente por segunda vez, quiso
entonces que todas esas amistades lo acompañaran en su
toma de posesión, una ceremonia fastuosa que la prensa
bautizó con el nombre de «la coronación».
Allí estaban los jefes de Estado de América Latina, in-
cluido Fidel Castro; el presidente del gobierno español, Felipe
González; el vicepresidente de Estados Unidos, Dan Quayle;
los premios Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, y
de la Paz, Oscar Arias; el expresidente de EE. UU., Jimmy
Carter; el ex primer ministro alemán, Willy Brandt; «(…)
miles de periodistas, africanos, alemanes, norteamericanos,
caribeños. Dignatarios de túnicas multicolores. Soviéticos
que se sofocan. Norteamericanos y europeos1». No fue una
hipérbole el calificativo de coronación que la prensa dio
al acontecimiento. La megalomanía que sus adversarios le
atribuían a Pérez, parecía no haber sufrido mella en los
diez años alejado del poder. Adentro, en el teatro, lo acom-
pañaban dignatarios de todo el mundo. Afuera, su pueblo,
el que lo reeligió con más de 50 % de los votos, como en el
Titanic, nadie sospechaba la tormenta que sobrevendría
veinticinco días después.
Tanto Pérez como el pueblo que de nuevo lo llevó al
poder estaban errados en su mutua apreciación. Ni el líder
ni los electores tomaron en cuenta que, en diez años, uno
y otros habían cambiado. Ante la crisis que derrumbó la
1
Roberto Giusti, «El día en que bajaron los cerros», VV. AA.,
El día en que bajaron los cerros, Ateneo de Caracas, Caracas, 1989,
p. 17.
68
earle herrera
economía durante los gobiernos de Herrera y Lusinchi,
las masas vieron en Pérez el retorno del mesías, del sal-
vador que podía sacarlas de su precaria situación. La clase
media, por su parte, pensaba que con Pérez retornarían
los días de la «Gran Venezuela», del país Saudita ahíto
de petrodólares, del puente aéreo permanente Maiquetía-
Miami. La gente, más que apostar al futuro, votó por un
pasado dorado. Por un retorno imposible.
Carlos Andrés Pérez sobrestimó su carisma, arrastre po-
pular y poder de convocatoria. Creyó que ese apoyo popular
le era incondicional e inquebrantable. Él, sin duda, sí había
cambiado, si no en su arrolladora personalidad política, sí en
su pensamiento económico. Aquel Pérez de 1973-1978 que
creía y condujo un Estado paternalista, interventor y popu-
lista; el hombre que nacionalizó el hierro y el petróleo, ahora
traía concepciones económicas opuestas, dentro de las tesis
neoliberales, de libre mercado y de apertura a la globaliza-
ción. Por supuesto, se cuidó de expresarlo durante la cam-
paña electoral, cuando muy por el contrario, denunció a los
organismos multilaterales (Fondo Monetario Internacional,
Banco Mundial y Banco Interamericano de Desarrollo), al
capitalismo salvaje y el peso de la deuda externa.
El presidente Pérez no tuvo sentido de las propor-
ciones, tal vez obnubilado por su triunfo electoral y por
ocupar dos veces la Presidencia de la República, en comi-
cios universales y directos. Algunos columnistas le adju-
dicaron el haber dicho que un «paquete económico» de tal
naturaleza solo podrían aplicarlo Pinochet en Chile por la
vía de la fuerza dictatorial, y él en Venezuela, por el gran
respaldo popular con que contaba 2.
Pedro y Mercedes Chacín, El paquete de la violencia, tesis de grado,
2
Escuela de Comunicación Social, UCV, Caracas, 1994, p. 105.
69
ficción y realidad en el caracazo
Craso error. El pueblo se equivocó con respecto a
Pérez y este se equivocó con relación a aquel. Su gran
popularidad no sería suficiente para aplicar un paquete
económico de shock, un ajuste que, siguiendo la receta dic-
tada a otros países de América Latina por el FMI, a las
primeras de cambio elevaría el costo de la vida, donde ya
el poder adquisitivo de las mayorías se había venido de-
teriorando desde 1983. Sin embargo, Pérez pensó que su
liderazgo haría comprender al pueblo las bondades de di-
chas medidas en el mediano plazo. Con esta convicción, el
16 de febrero de 1989 se dirigió a la nación para anunciar
las medidas económicas y dar inicio a lo que denominó «el
gran viraje».
Estas medidas contemplaban: la unificación cam-
biaría con flotación del bolívar con respecto al dólar; flexi-
bilización de las tasas de interés; eliminación de subsidios;
liberación de precios y tarifas de los servicios públicos; in-
centivos a la exportación; renegociación de la deuda pú-
blica externa; y el aumento del precio de la gasolina. Estos
ajustes de tipo económico serían acompañados de «polí-
ticas de compensación y solidaridad social»3 que tenían
que ver con un aumento del salario mínimo y becas y bonos
en el campo de la alimentación, la salud y la educación para
los sectores más desposeídos.
Carlos Andrés Pérez había conformado un gabinete en
el que los tecnócratas desplazaron a los políticos. Aquellos
tenían el diagnóstico de la crisis económica del país y la re-
ceta para enfrentarla, pero no tuvieron en cuenta el factor
político ni el social. Su objetivo era superar los desequi-
librios macroeconómicos y, centrados en ello, aplicaron
3
Carlos A. Pérez, ob. cit.
70
earle herrera
el programa de ajustes conocido popularmente como «El
paquete». No hubo la menor preocupación por informar
y concienciar a la población de la necesidad de los cambios
y de los beneficios a futuro de las medidas. Asimismo, las
políticas económicas de shock se aplicaron de inmediato,
dejando para un futuro sin fecha las de compensación social,
entre estas el aumento del salario mínimo. Dicho en jerga
coloquial, fue una operación sin anestesia.
El solo anuncio de las medidas provocó despidos in-
justificados, especulación con los precios de artículos de
primera necesidad, acaparamiento y otras prácticas en la
industria y el comercio que hicieron más intolerables los
efectos del paquete económico en la población. La gota
que rebasó el vaso de la paciencia popular fue la decisión
que tomaron los gremios del transporte público de elevar
las tarifas en un 100 %, cuando el Gobierno solo había
autorizado un alza de 30 %. Esta decisión de los trans-
portistas de Caracas y ciudades-dormitorios aledañas fue
la chispa, nunca la causa fundamental del estallido. Las
recetas dictadas por el Fondo Monetario Internacional
aplicadas por Pérez a pocos días de su investidura presi-
dencial, fueron creando en la población un sentimiento
de ira y frustración que redujeron a cero sus expectativas.
Cuando la mañana del 27 de febrero de 1989, al ir a tomar
el transporte para dirigirse a su trabajo y encontrarse con
un aumento del 100 %, el estallido de las protestas fue
inmediato. Su propagación por toda la ciudad y el resto
del país era cuestión de horas. Caracas había estallado. La
institucionalidad se tambaleaba. De los cerros y barrios
pobres de la capital bajaban los marginados del petróleo
hacia la ciudad de la opulencia y los rascacielos. En el fre-
nesí de la anarquía, fueron víctimas de sí mismos. No se
71
ficción y realidad en el caracazo
distinguía entre la tienda de lujo y el abasto de la esquina
del vecino. La contradicción cada vez más chocante entre
la miseria y la opulencia, entre un país rico en petróleo,
hierro y minerales y un pueblo con 80 % de su población
sumida en la pobreza, buscaba resolverse otra vez en la
historia nacional por la vía de la violencia.
Con respecto al Caracazo, dos décadas atrás, en 1968,
el economista y ensayista Orlando Araujo había escrito
con visión casi profética:
Entonces emigra (la población rural) a los centros ur-
banos, viene en demanda de trabajo y de una vida mejor.
Alrededor de esos centros se va formando el conocido cin-
turón de miseria. Allí se va a encontrar con una industria
que no emplea y con unos servicios sobrecargados de ocu-
pación, y como se trata de una población joven, natural-
mente ansiosa de una vida menos infeliz, la frustración se
va convirtiendo en el caldo de cultivo de un estallido que
ni Caracas ni Maracaibo ni Valencia han sentido en su
violenta plenitud todavía, pero cuyos anuncios tienen ya
sobresaltadas a aquellas minorías ociosas acostumbradas
a disfrutar en paz sus privilegios4.
El estallido, como lo previo Araujo, ocurrió veintiún
años después, en 1989, con «violenta plenitud».
4
Orlando Araujo, Venezuela violenta, Espérides, Caracas, 1968,
p. 59.
72
earle herrera
EL CARACAZO: ESTALLIDO POPULAR
El 27 de febrero de 1989 fue una fecha que ingresó, vio-
lentamente, en la tabla de efemérides de Venezuela. La
democracia formalmente más estable de Suramérica, que
un mes atrás, el 23 de enero, había celebrado sus treinta
y un años de existencia y de acordada alternabilidad del
poder, se vio sacudida por una explosión popular que se
inició en Guarenas y Caracas y, horas después, se extendió
por las principales ciudades del país. Al día siguiente, la
situación se hizo incontrolable para las fuerzas policiales,
desbordadas por las masas humanas que se lanzaron a las
calles. A las plantas de televisión les faltaron cámaras y
equipos para cubrir aquellos inesperados acontecimientos.
Las imágenes de saqueos y desatada furia popular se su-
cedían sin orden ni concierto, tal como ocurrían los he-
chos en la realidad. Las transmisiones en vivo hacían de
los espectadores partícipes de lo que estaban viendo, como
actores o víctimas. La ausencia en los medios, tanto del
Gobierno como de las clases dirigentes, provocaba una
sensación a la vez de vacío y de permisividad: cada quien
podía hacer lo que se le antojara.
Lo que empezó como una protesta popular contra el
alza del pasaje del transporte público, focalizada en Gua-
renas, mediana ciudad cercana a Caracas, y en el terminal
de pasajeros de la capital —Nuevo Circo—, terminó por
convertirse en un estado de anarquía general. Aunque vo-
ceros del Gobierno luego acusarían a sectores subversivos
y de izquierda, lo cierto es que se trató de un estallido po-
pular espontáneo y sin dirección alguna. Tan es así que
los mismos izquierdistas ironizaban después, que el au-
tobús de la revolución pasó y ellos no estaban en la parada.
73
ficción y realidad en el caracazo
En verdad, nadie estaba en la parada. Ni la izquierda, ni la
derecha, ni el Gobierno, ni la oposición.
En efecto, la noche del 27 de febrero el país parecía
sin gobierno. Masas humanas bajaban de los cerros y arra-
saban con todo lo que de valor hallaban a su paso. Las
casas comerciales fueron las que en mayor grado sintieron
la furia de la protesta y los saqueos, desde los pequeños
negocios hasta las grandes tiendas y almacenes. Indistin-
tamente, se arremetía contra expendios de comestibles,
empresas de electrodomésticos y de artículos de lujo. Las
calles eran un ir y venir a la carrera de gentes con televi-
sores al hombro, piernas de res, cocinas, cajas de licores,
ropas, zapatos, neveras, llantas, sacos de arroz o harina.
Cualquier cosa metálica servía de palanca para romper
candados o derribar las santamaría (rejas de hierro).
Los revoltosos actuaban con premura, seguros de que
pronto aparecería la policía, pero esta brillaba por su au-
sencia, para extrañeza de los mismos saqueadores y de la
colectividad en general. Toda la noche del 27 de febrero,
y buena parte del día siguiente, fue un estado de anarquía
general. La situación se extendió a todo el país. Cuando el
Gobierno reacciona y ordena lanzar las fuerzas policiales a
las calles, las mismas resultan rebasadas por la dimensión
de los acontecimientos. Entonces se decidió echar mano de
los militares y el Ejército toma las riendas de la situación.
La represión fue indiscriminada, a sangre y fuego, como
si de una guerra se tratara. A la algarabía de la revuelta
le siguió el traqueteo de las ametralladoras y el retumbar
de pistolas y fusiles.
Poco a poco y cuadra a cuadra, las fuerzas del orden van
tomando el control de la situación, pero algunos grupos se
hacen fuertes en los barrios y aparecen los francotiradores.
74
earle herrera
Ya no se trata de saquear, sino de responder a la represión,
más por rabia que por motivaciones políticas. El Gobierno
suspende las garantías constitucionales y declara el toque de
queda. Después de las seis de la tarde, todo el mundo debía
estar en su casa. Los pequeños grupos y los individuos que
desobedecieron la orden, provocaron una respuesta militar
y policial en la que pagaron justos por pecadores. Barrios
enteros fueron «peinados» por los cuerpos de seguridad, en
busca de saqueadores y francotiradores que actuaron como
Fuenteovejuna. Por eso la represión fue a palo de ciego y, en
su mayoría, los que caían eran inocentes o desprevenidos.
El que se hizo de un televisor a color, al ver la foto de un
niño atravesado por una bala de fusil con la mano tendida
hacia una lata de mantequilla, se dijo que el riesgo, la «re-
compensa», el botín no habían valido la pena, pero ya era
tarde para los lamentos, aunque era lo único que quedaba.
Organizaciones no gubernamentales denunciaron que
los excesos policiales y militares dejaron un saldo de 3000
personas muertas. El Gobierno situó la cifra de difuntos
en poco menos de 300 y 1009 heridos. Amnistía Interna-
cional reportó unos 1000 fallecidos. Nunca se supo el nú-
mero exacto de muertos, heridos y desaparecidos. Sobre
todo porque muchos fueron enterrados en fosas comunes,
sin haber sido identificados. Todavía, a más de diez años
de los sucesos, hay un comité de familiares que busca a sus
seres queridos.
En el afán militar y policial de someter y castigar a
Fuenteovejuna, como ya lo dijimos, pagaron justos por pe-
cadores. Algunos agentes aprovecharon la confusión para
saldar cuentas y ajusticiar a individuos en sus casas. Los
testimonios de madres, esposas y hermanos han sido reco-
gidos por organizaciones de derechos humanos. Muchos
75
ficción y realidad en el caracazo
venezolanos fueron sacados de su vivienda y no regre-
saron más. No aparecieron ni detenidos ni muertos. Otros
fueron identificados en las morgues. Bajo las balas, cayeron
madres de familia y niños dentro de sus apartamentos
o casas. Al no saber quién diablos es Fuenteovejuna, se
disparó a mansalva, principalmente en las zonas margi-
nales y proletarias. ¿Cómo empezó todo esto? ¿Por qué?
Las protestas se iniciaron por una medida administra-
tiva y, en Venezuela, rutinaria del Gobierno: el aumento
del pasaje de transporte público. El Ejecutivo hace esto
con cierta regularidad y, así mismo, siempre el pueblo lo
protesta, sobre todo los estudiantes, quienes recurren a la
quema de cauchos y a otras acciones radicales. De modo
que el aumento del pasaje público no explica la dimensión
de los hechos. Sin embargo, esa medida fue la mecha y el
detonante que hizo aflorar una rabia popular acumulada
y un descontento general hasta entonces represado.
El gobierno del presidente Pérez se había posesionado
el 14 de febrero y, entre la serie de medidas de ajustes eco-
nómicos, se contemplaba el aumento del precio de la ga-
solina, algo muy sensible en un país que está entre los
primeros productores de petróleo del mundo. Para com-
pensar a los choferes del transporte colectivo, se les autorizó
un aumento de los pasajes de 30 %. Pero los conductores,
inconformes, decidieron por su cuenta llevar ese aumento a
100 %. La mañana del 27 de febrero de 1989, los habitantes
de Guarenas, ciudad mediana ubicada a unos cuarenta ki-
lómetros de Caracas, se encontraron con esta desagradable
sorpresa. Ese recorrido lo hacen diariamente miles de per-
sonas que trabajan en la capital, por lo que cualquier au-
mento del pasaje afecta sensiblemente su salario. Allí, en
Guarenas, se iniciaron las protestas. Lo mismo ocurría
76
earle herrera
en el terminal de pasajeros de Caracas, el Nuevo Circo, desde
donde salen trabajadores y empleados para las ciudades
y poblaciones cercanas.
En ningún momento el Gobierno intervino para
aplacar los ánimos. Dejó correr la protesta, solo que esta,
en horas de la tarde, se había convertido en una revuelta
popular. Ya el pasaje había sido olvidado y las acciones
eran contra el paquete económico del Ejecutivo. Lo que
empezó en la mañana en Guarenas y en el Nuevo Circo de
Caracas, por la noche se había propagado a las principales
ciudades del país: Maracaibo, Valencia, Maracay, Barqui-
simeto, La Guaira, Mérida, Ciudad Guayana, entre otras.
La clase política desapareció del escenario. Los dipu-
tados y senadores se apresuraron a quitar las placas ofi-
ciales a sus vehículos, por temor a la reacción de las masas.
También brillaron por su ausencia los directivos de la Con-
federación de Trabajadores de Venezuela, una central sin-
dical involucrada en el pasado cercano en sonados casos de
corrupción. Más que alguna voz orientadora, los canales
de televisión transmitían las acciones de los saqueadores.
Toda la noche del 27 de febrero, comercios y tiendas sin-
tieron la furia popular. El 28 continuó la anarquía y, ante
la magnitud de los acontecimientos, el Gobierno decidió
suspender las garantías constitucionales. Del interior del
país fueron traídos unos diez mil soldados para poder con-
trolar la situación. Era el turno de la represión, el castigo
y el escarmiento.
El 28 de febrero el presidente Pérez se dirige a la nación.
Vuelve a recordar la situación crítica en que encontró al país.
Se declara adversario del Fondo Monetario Internacional y
de sus políticas, pero confiesa que ir a ese organismo «no es
77
ficción y realidad en el caracazo
una opción, es la única opción que tiene un país que agotó
sus reservas internacionales»5.
Culpa a sectores subversivos de aprovecharse de la
situación. Anuncia la suspensión de las garantías para
poder restaurar y mantener el orden público. El 3 de
marzo, da unas declaraciones que molestan a los em-
presarios: «La violencia fue una acción de pobres contra
ricos», afirma Pérez 6. Los empresarios, a través de su
gremio, Fedecámaras, responden que rico es el Estado.
El entonces rector de la Universidad Central de Vene-
zuela, Luis Fuenmayor Toro, tercia en el debate para
afirmar que se trató de una lucha de «pobres contra po-
bres», pues estos pusieron los muertos y sufrieron las
consecuencias del Caracazo (desabastecimiento, hambre,
falta de transporte, inasistencia hospitalaria).
LA VITRINA ROTA
Pasado el Sacudón del 27 y 28 de febrero, el 1.o de marzo
comenzaron a aparecer las fuerzas vivas de la sociedad.
Congreso Nacional, gremios, sindicatos, partidos polí-
ticos, universidades y empresarios iniciaron un debate ante
una ciudad que no se había repuesto del estallido popular.
Análisis, reflexión, mea culpa, acusaciones y advertencias
iban y venían. Todavía se contabilizaban los muertos. Las
casas comerciales estaban destruidas. Las morgues, satu-
radas de cadáveres que nadie reclamaba. La gente de los
cerros, de donde bajó la protesta, fue la primera víctima
5
Carlos A. Pérez, ob. cit.
6
Idem.
78
earle herrera
del bandidaje, por un lado, y de la represión, por el otro.
Ahora estaba arriba, arrinconada en su terror. Las voces con
más ascendencia hasta entonces en la sociedad, se hicieron
oír. El expresidente de la República, doctor Rafael Caldera,
pidió un derecho de palabra en el Congreso Nacional para
referirse a los hechos. Era el 1.o de marzo de 1989.
Venezuela ha sido una especie de país piloto. En este mo-
mento es lo que los norteamericanos llaman show window,
«el escaparte de la democracia en América Latina». Ese
escaparate lo rompieron a puñetazos, a pedradas y a palos,
los hambrientos de los barrios de Caracas a quienes se
quiere someter a los moldes férreos que impone el Fondo
Monetario Internacional, directa o indirectamente7.
El expresidente Caldera, en su alocución, cuestionó
el hecho de que la solución a la crisis económica del país
se planteara con criterios puramente técnicos, obviando
los aspectos sociales. Criticó que el paquete de medidas
se haya aplicado dejando para luego las políticas de com-
pensación a los sectores más necesitados. Calificó de
«error grave pretender dejar para más tarde que la gente
coma, que la gente viva mejor, que la gente tenga mejores
condiciones de existencia, para hacer una especie de en-
sayo sobre el que algunos dicen: si no resulta, nos vamos
todos»8. Denunció la corrupción y el despilfarro de la ri-
queza petrolera. Finalmente, pidió a las organizaciones
políticas compenetración con el pueblo para que este vol-
viera a creer en ellas, en los partidos. Era la voz de uno de
7
Rafael Caldera, «Alocución en el Senado», Cuadernos del Cendes,
Centro de Estudios del Desarrollo-UCV, Caracas, 1989, p. 153.
8
Ibid., p. 151.
79
ficción y realidad en el caracazo
los fundadores de la democracia venezolana, transida por la
amenaza, cierta o posible, de que esa democracia se perdiera.
El sistema democrático no caería, pero el modelo bi-
partidista que lo sustentaba estaba seriamente golpeado;
sin exagerar, se podría decir que herido de muerte, aunque
sus cúpulas dirigentes, con el control de los poderes pú-
blicos, no lo creyeran así. Los partidos Acción Democrá-
tica y Copei seguían siendo eficaces maquinarias con las
riendas del aparato del Estado en sus manos y funciona-
rios en todo el país, pero ya sin la legitimación del res-
paldo popular. Tendrían que saborear los reveses de las
elecciones de 1993 y 1998 para que terminaran de aceptar
la realidad. Cuando el expresidente Caldera, en su dis-
curso del 1.o de marzo de 1989, dijo con angustia que la vi-
trina de la democracia venezolana había sido rota, le faltó
precisar que la llamada show mindow por los norteame-
ricanos se venía astillando desde hacía tiempo. El Cara-
cazo se encargó de hacer volar los vidrios. Pero la imagen
internacional del país la habían dañado la corrupción, el
despilfarro y la ineficiencia. No podía estar intacta una
ventana por la que habían entrado y se habían gastado,
entre 1973 y 1984, más de 200 000 millones de dólares.
El escritor Arturo Uslar Pietri, para hacer más gráfica esta
fabulosa suma de dinero producto de la explotación pe-
trolera, la compara con la ayuda que recibió Europa para
su reconstrucción después de la Segunda Guerra Mun-
dial. «Es el equivalente —ha dicho— de veinte planes
Marshall»9. Esta misma imagen ya la había empleado, en
1971, el escritor uruguayo Eduardo Galeano en su leída
obra Las venas abiertas de América Latina:
9
A. Uslar Pietri, ob. cit., p. 13.
80
earle herrera
Los taladros han extraído, en medio siglo, una renta pe-
trolera tan fabulosa que duplica los recursos del Plan
Marshall para la reconstrucción de Europa; desde que el
primer pozo petrolero reventó a torrentes, la población
se ha multiplicado por tres y el presupuesto nacional por
cien, pero buena parte de la población, que disputa las so-
bras de la minoría dominante, no se alimenta mejor que
en la época en que el país dependía del cacao y el café10.
El símil de Galeano y Uslar es una imagen que rompe
cualquier imagen, por ejemplo, la de la «vitrina rota» el 27
de febrero de 1989. Las masas lanzaron las piedras sobre
un escaparate resquebrajado. El expresidente Caldera, sin
embargo, no se refería en su discurso ya citado al manejo
de los dineros públicos, sino al ejercicio democrático que el
país practicaba desde 1958, en una América Latina sem-
brada de espadas y dictaduras. El Caracazo vino a recordar
que la democracia, además del derecho al voto, debe sus-
tentarse en la justicia social, la honestidad administrativa
y la eficiencia en el ejercicio del gobierno. Quizás la clase
dirigente pensaba que, desde el mundo, solo observaban
la fachada democrática de Venezuela; sin embargo, a raíz
del Caracazo, las opiniones que llegaron del exterior evi-
denciaron que estaban al tanto de lo que ocurría puertas
adentro de la vitrina de Latinoamérica. Transcribamos
algunas citas del libro A 19 pulgadas de la eternidad:
Irwin Seltzer, en The Sunday Times: «De alguna manera,
los nuevos recursos terminan forrando los bolsillos de los
10
Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, Siglo
XXI, México D. F., 1980, p. 271.
81
ficción y realidad en el caracazo
burócratas latinoamericanos y sus aliados en el sector pri-
vado. Y el capital sigue huyendo a puertos más seguros en
Suiza y Estados Unidos, contrapesando cualquier entrada
de nuevo efectivo».
Senadora Loyola de Palacios, en la Corte o Parlamento
español: «Venezuela es un país que ha tenido que recurrir
a la represión combinada de sus fuerzas de seguridad para
contener una explosión popular que surge como resul-
tado de una interrupción de su nivel de vida, interrupción
que tiene mucho que ver con su nivel de corrupción. La
mitad de eso [se refiere a la ayuda de España], terminará
en cuentas privadas de Suiza».
Partido Popular Español: «Los miles de millones que
han llegado a Venezuela del FMI, según datos del mismo
Fondo, han sido reexportados a cuentas privadas de los
gobernantes y sus amigos en Suiza y Estados Unidos».
Tyler Bridges, de The Times Picayune (Nueva Orleans):
«Mientras el gobierno de los Estados Unidos y otros
gobiernos determinan cómo salvar las economías lati-
noamericanas, deben darse cuenta de que gran parte del
dinero prestado, fue dilapidado y robado»11.
La vitrina de la democracia latinoamericana, Vene-
zuela, estaba pues empañada antes de la explosión popular
de 1989. No era la tacita de plata que la clase política creía.
Tampoco fueron los hambrientos de los barrios de Ca-
racas quienes la rompieron a pedradas. Se venía astillando,
11
E. Herrera, ob. cit., pp. 201-202.
82
earle herrera
resquebrajando, desde hacía algún tiempo, sin que quienes
la instalaron en 1958 se percataran o quisieran percatarse
de ello. Todavía el 2 de marzo de 1989, el presidente del par-
tido de gobierno, Acción Democrática, el senador Gonzalo
Barrios, culpó a los medios de comunicación de Estados
Unidos y Europa por la imagen que estaban proyectando
del país, en los que «selectivamente» se resaltaban «el ho-
rror, lo primitivo, lo incontrolable, desde un punto de vista
civilizado, de los saqueos que se produjeron en Caracas»12.
En su alocución en el Congreso Nacional, el doctor
Barrios coincidió con el expresidente Caldera en cuanto al
resentimiento que en muchos causa la ostentación de pocos.
Al referirse a los nuevos ricos, dijo que «alguna de esa gente
no sabe o comete la imprudencia de usar sus riquezas en
una forma que para ser piadosos podríamos llamar “indis-
creta”». Antes, en declaraciones a la prensa, el senador Ba-
rrios había contrapuesto a la imagen de la «vitrina rota», la
de: «Venezuela sintió el beso mortal del FMI»13. El vete-
rano líder rechazó la alusión de Caldera de que su partido,
Acción Democrática, se hallara contra la pared.
EL ACONTECIMIENTO Y LOS MEDIOS
El doctor Barrios y su partido, Acción Democrática, miraron
hacia fuera pero no al interior de la propia organización.
Lo mismo hizo Copei que, con AD, controlaba el poder
desde 1958. Es cierto —y muchos estudios lo comprueban—
que los países del tercer mundo solo son noticia en las naciones
12
Gonzalo Barrios, «Venezuela sintió el beso mortal del FMI»,
en: El Nacional, Caracas, 2 de marzo de 1989, p. A-1.
13
Idem.
83
ficción y realidad en el caracazo
desarrolladas cuando son víctimas de catástrofes naturales,
golpes de Estado o revoluciones. Sin embargo, el Caracazo
no fue una invención mediática. Cuando el doctor Barrios
hablaba en el Congreso Nacional, todavía traqueteaban las
ametralladoras en los cerros de la ciudad. Los medios de co-
municación extranjeros y las agencias internacionales de no-
ticias no imaginaron el Sacudón popular. El mismo Barrios
reconoció que nosotros «hemos suministrado el material para
la propaganda». ¿Y de dónde salió ese material? Pues, de las
anarquizadas calles de Caracas. Sí habría que preguntarse
el papel que cumplieron los medios de comunicación del país
en la rápida propagación de la revuelta popular. Millones de
personas en Caracas y el resto del país vivieron el 27-F (sigla
con que se resume dicha fecha) a través de la pantalla de la te-
levisión. Las imágenes las complementaban con la lectura de
la prensa del día siguiente. Esto se acentuó con la suspensión
de las garantías y el toque de queda a partir del 28 de febrero.
De modo que la realidad de los hechos, para estas personas,
era la realidad que le ofrecían los medios. «Los medios infor-
mativos —ha escrito Eliseo Verón— son el lugar en donde
las sociedades industriales producen nuestra realidad»14.
Los medios, contrariamente a lo señalado por algunos
políticos, no causaron el 27 de febrero. Las causas irrebati-
bles, ya analizadas páginas atrás, estuvieron en la realidad
económica y social del país, el agotamiento de las expec
tativas de las mayorías, el cierre o la falta de canales de
participación de la sociedad, la omnipresencia de los par-
tidos políticos en todos los ámbitos de la vida ciudadana,
entre otras. Sin embargo, no hay duda de que las transmi-
14
Eliseo Verón, Construir el acontecimiento, Gedisa, Barcelona
(Esp.), 1995, p. II.
84
earle herrera
siones de los medios —sobre todo la televisión y la radio—
de lo que ocurría en Caracas y Guarenas en horas de la
mañana, coadyuvaron a la expansión de la protesta por
toda la ciudad, primero, y a buena parte del resto del país,
después. Esa expansión, ese contagio de la revuelta, em-
pero, tuvo otro catalizador: la impunidad con que la gente
de los cerros y zonas marginales del país vio que actuaban
los protagonistas de los saqueos. Las fuerzas públicas bri-
llaban por su ausencia y, en muchos casos, se captaba la
imagen de policías que dejaban a los alzados hacer de las
suyas, cuando no los ayudaban a derribar una reja. ¿Cuál
era entonces la razón —se preguntarían— para no salir
a buscar gratis lo que nunca habían tenido?
Otro hecho grave fue la total ausencia de voz ofi-
cial durante las primeras horas del estallido popular. Ni
el presidente de la República ni sus ministros aparecían
por ningún lado. Se llegó a especular después que esta fue
una actitud preconcebida, con el fin de presionar luego al
FMI para que flexibilizara sus imposiciones económicas y
abriera al país las posibilidades de crédito. Solo que hubo
un error de cálculo: no imaginaron las proporciones que
adquiriría la revuelta. Por supuesto, el Gobierno negaría
lo que calificó de conseja criminal. Lo cierto es que la voz
oficial estuvo ausente, como también los partidos polí-
ticos que no cumplieron su papel de mediación social. De
manera que la única relación de la población con la rea-
lidad, la tenían a través de los medios de comunicación
social. Quizás estos, concentrados en su labor informa-
tiva, no se percataron de que, en esos momentos de vacío
político y de poder, ellos tenían el poder. Se limitaron a
informar y, mediante sus mensajes e imágenes, a construir
la realidad que llegaba a los hogares.
85
ficción y realidad en el caracazo
«Construir el acontecimiento» no significa ni implica
una decisión predeterminada. En rigor, los medios pro-
fesan su apego a la objetividad. Sin embargo, la elabora-
ción de los mensajes, las técnicas empleadas, el uso de las
gráficas, la jerarquización de las informaciones, la selec-
ción previa, construyen un discurso que, al final, es la re-
presentación de la realidad. Es ese discurso lo que le llega
al lector, al radioyente, al televidente. La representación
de lo real en forma de lenguaje. El discurso que recibieron
los venezolanos el 27 de febrero de 1989, fue el de un país
sin autoridad, el de la impunidad, el del vacío de poder, el
de la hora de los descamisados y los marginales, el de la
posibilidad de acceder al lujo y al confort negado por
la otra realidad, la cotidiana.
El tratamiento que los medios dieron a los aconteci-
mientos ofrece múltiples lecturas, cada una de las cuales,
para su estudio, exige y amerita una investigación especial.
Las podemos desglosar en las siguientes áreas:
• Tratamiento que dieron a los hechos los corres-
ponsales extranjeros y las agencias internacionales
de noticias.
• Tratamiento periodístico que dieron a los sucesos
los medios de comunicación venezolanos.
• Papel que jugaron los medios nacionales en el
desarrollo de los acontecimientos.
El doctor Gonzalo Barrios, desde su posición de má
ximo dirigente del partido de gobierno, Acción Demo
crática, cuestionó y se quejó del tratamiento que los
86
earle herrera
corresponsales, enviados especiales extranjeros y agencias
internacionales dieron a los sucesos. La suya es una opinión
política. No conocemos que en el país se haya realizado
algún trabajo académico o científico sobre este aspecto del
problema. Lo único que podemos afirmar, a la luz de la
teoría periodística, es que el Caracazo fue un aconteci-
miento que reunió todos los atributos y factores de un hecho
noticioso de excepcional importancia, esto es: actualidad,
novedad, interés público y significación social; a los mismos
se agregan factores como el conflicto y la relevancia. Los
medios internacionales de información no iban a perma-
necer ajenos a lo que, sin duda, era una noticia de primera
importancia. Dos factores, además de los intrínsecos de
unos sucesos que arrojaron un alto número de muertes y
heridos, concurrían para darle mayor relevancia a los he-
chos como noticias: I) Venezuela gozaba, para la fecha del
estallido popular, de una de las más antiguas y estables de-
mocracias formales de América Latina; II) Venezuela es
uno de los principales productores mundiales de petróleo,
en consecuencia, cualquier conflicto en este país puede in-
cidir en los precios de los hidrocarburos y, por lo tanto, en
la economía mundial.
De modo que el Caracazo mereció de inmediato la
atención de los medios de comunicación y de las agencias de
noticias internacionales. No podía ser de otra manera. En
cuanto a la imagen que ofrecieron del país a través de sus
despachos, noticias y reportajes, sería cuestión de una inves-
tigación aparte y de un riguroso análisis de su contenido y
presentación. Hasta ahora, eso no se ha hecho. La opinión
al respecto de la dirigencia nacional, respetable como toda
opinión, queda en el terreno de la apreciación política.
87
ficción y realidad en el caracazo
En cuanto al tratamiento que a los sucesos dieron los
medios nacionales, sobre el particular se realizaron al-
gunos trabajos de investigación y todavía, quedan muchos
aspectos inexplorados. El Centro de Estudios del Desa-
rrollo de la Universidad Central de Venezuela dedicó un
número especial de la revista Cuadernos del Cendes (1989)
a los acontecimientos del 27 y 28 de febrero de 1989. Se
trata de análisis teóricos de especialistas de distintas cien-
cias sociales: sociólogos, psicólogos, historiadores, politó-
logos, quienes, desde su perspectiva, hurgan en las causas,
desarrollo y efectos de la revuelta popular. De la misma
naturaleza multidisciplinaria es el libro El estallido de fe-
brero (1989), el cual lleva el antetítulo «Un país más cierto
y más dramático», y el sumario: «Secuencia escrita y grá-
fica de sucesos que cambiaron la historia de Venezuela en
1989». El mismo es una coedición de la Escuela de Co-
municación Social de la UCV y Ediciones Centauro, bajo
la coordinación del profesor Marcelino Bisbal, para la
fecha director de la citada escuela.
La revista Comunicación (1990) dedica su número 70
al tema «Periodismo en tiempo de crisis». Publicación es-
pecializada, incluye investigaciones específicas sobre el tra-
tamiento de los medios a los sucesos del Caracazo. Entre
estas podemos citar: «Versiones políticas del Sacudón
en los diarios capitalinos», del politólogo Ángel Álvarez
(1990); «El 27 de febrero en la prensa nacional», de Caro-
line Bosc de Oteiza (1990); y «Encuesta de opinión sobre el
papel de los medios de comunicación en el estallido de fe-
brero de 1989», trabajo coordinado por el sacerdote jesuita
Jesús María Aguirre (1990), profesor de la Universidad
Católica Andrés Bello y jefe de la Cátedra de Sociología
de la Comunicación de la misma universidad. El psicólogo
88
earle herrera
José María Cadenas (1995), exdecano de la Facultad de Hu-
manidades y Educación de la Universidad Central de Vene-
zuela, realizó una investigación que tocó un aspecto hasta
entonces inexplorado del problema. Su solo título ya lo se-
ñala: El 27 de febrero contado por niños y adolescentes. Además
de estos trabajos, existen otros inéditos presentados en las
universidades como tesis de grados o trabajos de ascenso.
El asunto, pues, no es tan sencillo como para despa-
charlo con la acusación de intencionalidad mediática de
dañar la imagen del país o de favorecer o culpar al go-
bierno de turno por la revuelta popular. Lo que sí es indu-
dable es que los organismos comunicacionales del Estado
fallaron durante los días previos a la aplicación del pa-
quete económico y, también, durante el mismo. Nunca se
le informó a la población en qué consistían las medidas
de ajuste, de su necesidad y posibles beneficios al lograr
equilibrarse la economía del país. Durante los sucesos, no
hubo política de comunicación oficial. En este contexto,
los medios privados de información quedaron como los
únicos canales entre los ciudadanos y los acontecimientos.
Las imágenes televisivas y las noticias radiales, en una alo-
cada secuencia como los hechos mismos, llegaban a los
barrios y cerros y de estos, como única respuesta, bajaban
las masas a incorporarse a los saqueos y a las protestas.
Aguirre cita trabajos de la empresa de opinión pública
Datanálisis y un informe de Amnistía Internacional en
los que destacan las fallas de la estrategia comunicacional
del Gobierno15. En la misma investigación coordinada por
15
Jesús M. Aguirre, «Encuesta de opinión sobre el papel de los
medios de comunicación en el estallido de febrero de 1989»,
en: Revista Comunicación, n.º 70, 2.º trimestre, Centro Gumilla,
Caracas, 1990, pp. 28-29.
89
ficción y realidad en el caracazo
Aguirre, en el área metropolitana, al preguntarse sobre los
medios como promotores del saqueo, 36,49 % de la muestra,
con respecto a la prensa, respondió Sí frente a 52,61 % que
respondió No. La radio obtuvo un 27,49 % afirmativo frente
a 50,94 % negativo. La relación de la TV fue de 43,84 %
afirmativo y 49,76 % negativo16. Este sondeo se efectuó con
«una muestra probabilística de 422 individuos adultos, ma-
yores de 18 años, representativa del universo de hogares en
la zona». La recolección de información se realizó a partir
del 27 de abril y primeros días de mayo, mediante entre-
vistas personales, aplicadas en veintidós zonas parroquiales
de acuerdo con las cuotas de estratificación17.
En todo caso, el estudio muestra la apreciación de los en-
cuestados con respecto al papel de los medios. Si existe con-
senso entre investigadores de distintas disciplinas en cuanto
al carácter espontáneo del estallido popular, difícilmente se
pueda hablar de promotores de saqueos. Sin embargo, en la
expansión de los mismos y en el fenómeno del contagio entre
los habitantes de los cerros, los medios de difusión pudieron
jugar un papel importante por la forma en que transmitieron
los sucesos, pero falta el estudio riguroso que sustente y
demuestre lo que algunos analistas asomaron como opinión.
El jefe de operaciones de la Policía Metropolitana, co-
misario Henry Vivas, cuyas fuerzas fueron desbordadas
por las masas, es de los que creen que la televisión animó
a la gente a participar en los saqueos:
Los medios de comunicación le dieron mucha cober-
tura a ese problema. Veíamos a través de la televisión
Ibid., p. 36.
16
Ibid., p. 29.
17
90
earle herrera
que estaban saqueando en esa población, que estaban
quemando vehículos (…). Eso, agregado a que la policía
no podía actuar, fue influenciado en la psiquis de al-
gunas personas, porque creo que no había la idea de que
la gente bajara de los cerros. Las imágenes de televisión
animaron a saquear18.
En rigor, los medios mostraron la «vitrina rota» y los
sucesos en vivo cuando las masas apedreaban «el escapa-
rate de la democracia latinoamericana». Esa era su función
y responsabilidad. El efecto que sus transmisiones produ-
jeron en los habitantes de los barrios y en la población en
general, más allá de las apreciaciones de cada quien, ame-
rita una investigación seria y rigurosa que todavía no se ha
realizado y que desborda los objetivos y alcances de nuestro
trabajo. De lo que sí no queda duda es en cuanto a que, para
la mayoría de los cinco millones de habitantes del área me-
tropolitana, la realidad del Caracazo fue la ofrecida por los
medios, la que recibieron a través de la televisión. Para usar
la imagen del expresidente Caldera, en la pequeña pantalla
los venezolanos vieron la ruptura de su vitrina.
LOS DÍAS DESPUÉS
El Ejército aplastó a sangre y fuego la revuelta popular.
La suspensión de las garantías constitucionales hizo de
Caracas, para la primera semana de marzo, una ciudad
desierta, fantasmagórica. Era el turno de las furgonetas
Henry Vivas, «Falló la labor de inteligencia el 27-F», en: El Nacional,
18
Caracas, 27 de febrero de 1989, p. D-4.
91
ficción y realidad en el caracazo
de la morgue. Durante el día, largas colas se formaban
para adquirir alimentos en aquellos negocios que se ha-
bían salvado de los saqueos. El desabastecimiento se hizo
presente. Por las noches se escuchaban disparos aislados,
producto de escaramuzas entre las fuerzas públicas y al-
gunos francotiradores atrincherados en los cerros. La
calma que imponen las armas fue restituyendo el orden.
Empezó el peregrinaje de personas en busca de sus
seres queridos desaparecidos. Primero iban a la morgue,
luego a los hospitales y finalmente, a los cuerpos policiales.
Iban y venían. Habían escuchado una expresión desespe-
ranzadora, luego corroborada por el doctor Pedro Nikken,
juez venezolano en la Corte Interamericana de Derechos
Humanos (CIDH): «Esa expresión no podía existir sin una
voz superior, no sé aún a qué nivel de la pirámide policial, y
era que bajo suspensión de garantías no se paga muerto»19.
La concreción en la realidad de que «bajo suspensión de
garantías no se paga muerto», quedó reflejada en las tres-
cientas noventa y seis personas fallecidas durante el Cara-
cazo, frente a seis funcionarios estatales asesinados, lo que
llevó a las organizaciones de derechos humanos a descartar
que las víctimas hayan caído en enfrentamientos con las
fuerzas públicas, como lo señalaban los organismos oficiales.
El vía crucis de las personas para dar con sus familiares
desaparecidos o muertos, los motivó a fundar el Comité de
Familiares de las Víctimas del 27-F (Cofavic), cuyas quejas,
búsqueda y reclamos se han prolongado hasta nuestros días
y elevado ante la Organización de Estados Americanos en
procura de justicia. En un lugar del Cementerio General del
Pedro Nikken, «Chávez deberá cargar con las culpas de Pérez»,
19
en: El Universal, Suplemento especial, «27-F El principio del
fin», Caracas, 27 de febrero de 1989, p. D-2.
92
earle herrera
Sur denominado «La Peste», en una fosa común, lograron
dar con más de sesenta cadáveres que se convirtieron en
testimonio de la represión indiscriminada.
Los cuerpos traían la verdad. Allí descubrimos la protu-
berante prueba de las ejecuciones: muchos cráneos pare-
cían mostrar lo que según el extraño eufemismo se conoce
como disparos de gracia. Allí encontramos signos, inclu-
sive, de insólitas mutilaciones: por poner solo un ejemplo,
en una bolsa plástica dos botas con dos pies adentro. Allí
comprobamos que muchos cuerpos fueron recogidos de la
calle y echados allí sin mediar protocolo de autopsia ni in-
vestigación alguna: muchos cadáveres fueron encontrados
completamente vestidos, lo que a nuestro juicio tipificaba
el clarísimo delito de ocultamiento de hecho punible20.
Caracas buscaba a sus muertos después del Caracazo.
Luego, iniciaría el largo y engorroso camino para que se
hiciera justicia y se castigara a los culpables. Una década
después de aquellos cruentos días, en 1999, los tribunales
venezolanos mantenían los casos denunciados en la etapa
de secreto sumarial.
Los familiares de las víctimas decidieron entonces
acudir a instancias internacionales, entre estas la Corte
Interamericana de Derechos Humanos, por intermedio
de la comisión respectiva de la Organización de Estados
Americanos. Todavía esperan que se haga justicia.
El Caracazo, a un precio demasiado alto en vidas
humanas, llevaría al Gobierno a volver la vista hacia las
20
Enrique Ochoa Antich, Los golpes de febrero, Fuentes Editores,
Caracas, 1992, p. 50.
93
ficción y realidad en el caracazo
mayorías pobres del país. Sin políticas de contenido so-
cial que mitigaran la precaria situación de esos sectores,
difícilmente las medidas de ajuste económico podrían
aplicarse. Los mismos patronos lo comprendieron así y
el aumento salarial al que estaban reacios días antes, lo
aprobaron al calor del Sacudón. Sin embargo, el espíritu
protestatario había llegado para quedarse. Su freno se-
rían los recuerdos de la desproporcionada represión. Pero,
¿hasta cuándo duraría el miedo? Esta era la pregunta que
mortificaba a la dirigencia nacional.
Algo o mucho había cambiado en el país. El ciuda-
dano tenía más conciencia de sus derechos y no vacilaba
en reclamarlos. Los especuladores y acaparadores de pro-
ductos de la cesta básica sabían que sus prácticas fueron
factor fundamental entre las causas del estallido popular.
La palabra saqueo se llenó de connotaciones y funcio-
naba como recordatorio y advertencia, con su ingrediente
de mal recuerdo. En la sociedad en general hubo un des-
pertar a la participación, como un cuerpo que descubre
sus fuerzas. La politización, no en el sentido partidista,
impregnó todas las capas sociales. Incluso los niños y ado-
lescentes fueron afectados, en su visión del entorno, por el
dramatismo de los hechos:
Mis niños de preescolar viven cotidianamente un país
que nosotros ni siquiera imaginamos. Los sucesos del
27 de febrero los colocaron en posición de protagonistas,
pasaron de víctimas a victimarios por escasas horas.
A diferencia de nuestros juegos infantiles a policías y la-
drones, en los de ellos de pronto hay nombres propios
y caras de vecinos, de un hermano, o simplemente el
94
earle herrera
rostro del padre o de la madre que sube hasta la casa con
un televisor o una res sobre su espalda 21.
La anterior relación sirve de epígrafe al libro El 27 de
febrero contado por niños y adolescentes, del psicólogo y pro-
fesor universitario José María Cadenas. Ese testimonio
asoma lo que Cadenas comprobará en su investigación, en
cuanto a la forma en que influyeron los hechos del Cara-
cazo en el sector más joven de la población. Lo que lo lleva
a concluir:
Las experiencias políticas inusuales pueden constituir mo-
mentos cruciales de socialización política, momentos en
los cuales la atmósfera que crean los hechos políticos lo in-
vade todo, derriba resistencias, sacude indiferencias y, po-
dríamos decir, lleva inquietudes y conocimientos nuevos
a donde no los había antes22.
Así fue. Esta realidad, afectaría profundamente al mo-
delo político bipartidista venezolano. AD y Copei, que go-
bernaban alternativamente desde 1958, serían derrotados
en las siguientes elecciones (las de 1993) por una coalición
de pequeños partidos liderada por Rafael Caldera (fun-
dador de Copei, quien abandonó sus filas). Luego, en 1998,
los dos viejos partidos se unirían con otras organizaciones y,
aun así, resultaron derrotados por el teniente coronel Hugo
Chávez Frías, líder de una rebelión de jóvenes oficiales que
al igual que la que estallaría ocho meses después, en no-
viembre de 1992, tuvo como detonador aquellos hechos
21
José M. Cadenas, El 27 de febrero contado por niños y adolescentes,
Trópikos, Caracas, 1995, p. 7.
22
Ibid., p. 23.
95
ficción y realidad en el caracazo
del 27 de febrero de 1989. El Caracazo deslegitimó al go-
bierno de Carlos Andrés Pérez y lo dejó sin piso popular.
Lo mismo le ocurrió a los partidos tradicionales que servían
de soporte al sistema instaurado en 1958. De modo que los
oficiales dirigidos por Hugo Chávez Frías vieron favorables
las condiciones populares para insurgir contra el estableci-
miento político. Fracasaron militarmente, pero obtuvieron
un rotundo triunfo político que, seis años después, cristali-
zaría en las mesas electorales.
Al Caracazo se le denominó también «el Sacudón». Sus
efectos políticos lo parangonan mejor con un terremoto.
Lamentablemente para ellas, las clases políticas dirigentes
no fueron capaces de percibir esos efectos y los cambios que
preanunciaban. Por eso su conducta frente a las masas po-
pulares siguió siendo la misma. Tenían el control de las ins-
tituciones, pero no comprendieron que esas instituciones
estaban fracturadas en sus bases. Las maquinarias parti-
distas, tan eficaces para ganar elecciones, eran un «cascarón
vacío». La expresión pertenece al expresidente Carlos An-
drés Pérez, quien la pronunció cuando ya estaba derrocado.
El 27 de febrero de 1989, Venezuela cambió. El Ca-
racazo no concluyó con el parte de guerra que informaba
el número de bajas. Sus ondas expansivas todavía hacen
sentir sus efectos en el país. Por aquellos días, la objeti-
vidad no pudo impedir que las plumas de los periodistas
fueran conmovidas por los hechos. Tampoco que los lite-
ratos eludieran la actualidad y la inmediatez en su trabajo
creativo. La realidad y la ficción, el periodismo y la lite-
ratura, se mezclaron en textos que, desde distintas pers-
pectivas, reconstruyen y arrojan luz sobre aquellos días
violentos. En la segunda parte de esta investigación, en-
traremos en el campo de las letras que el Caracazo motivó.
96
PARTE II
CAPÍTULO V
LITERATURA DE LA VIOLENCIA
La violencia es uno de los temas recurrentes de la litera-
tura de todos los tiempos, desde la Ilíada hasta las treinta
y dos revoluciones que hizo y perdió el coronel Aure-
liano Buendía en Cien años de soledad, sin olvidar, por su-
puesto, las batallas imaginarias del Caballero de la triste
figura ni las fantásticas hazañas de Las mil y una noches.
El discurso cervantino de las armas y las letras fue ganado
por las armas, pero irónica y paradójicamente en una ba-
talla literaria, lo que confirma el triunfo de las letras. En
la realidad, la victoria de las armas, tanta veces cruenta,
alcanzará en muchas ocasiones a los hombres de letras,
pero nunca a las letras. En todo caso, armas y letras, en
el campo de la literatura, siempre se reencontrarán. Pero
las armas son apenas una forma de violencia. Esta tiene
mil caras —doméstica, subversiva, académica, pasional,
de Estado, económica— y todas son objeto y motivo de la
creación literaria, desde la poesía hasta el teatro y desde el
cuento hasta la novela.
En este trabajo, al hablar de «literatura de la vio-
lencia» nos vamos a referir al nombre que se le dio en
América Latina, y en particular en Venezuela, a un tipo
de literatura que tuvo un contexto histórico específico:
el decenio 1960-1970, denominado por historiadores y
99
periodistas «La década violenta». En efecto, al comienzo
de la misma estalla en Venezuela la guerra de guerrillas
contra el gobierno de Rómulo Betancourt, electo en di-
ciembre de 1958, luego de la caída de la dictadura del ge-
neral Marcos Pérez Jiménez el 23 de enero de ese mismo
año. Ya en el capítulo I, dedicado a la violencia en Ve-
nezuela, abordamos los aspectos políticos y militares del
período de la lucha armada (1960-1970). Ahora nos ocu-
paremos de la literatura que generó esa etapa y que la
expresó o, en todo caso, pretendió hacerlo.
La lucha guerrillera en América Latina, con el ejemplo
de la Revolución cubana como la chispa que se extendió
por toda la pradera, inspiró una gran cantidad de libros en
los distintos campos del quehacer literario: ensayos, tes-
timonios, dramas, biografías, poesía, cuentos, novelas,
entrevistas y reportajes. Fueron diez años que marcaron
indeleblemente a todo el subcontinente. El mundo de las
letras no iba a permanecer al margen de ese turbulento
proceso y, paralelamente a las obras de creación, se generó
un intenso debate acerca del papel de los intelectuales y en
torno a la denominada literatura comprometida.
La violencia revolucionaria contra la violencia del sis-
tema, o viceversa, era la dicotomía que ofrecía el insumo
para que de la guerrilla con las armas se pasara a la guerra
de guerrillas de las letras, en expresión del ensayista y
poeta Alfredo Chacón. Fue la de 1960-1970 una década
violenta, pero también una época de sueños. El mundo
todo estaba convulsionado, mas América Latina tenía su
propia convulsión. Para la juventud liceísta, universitaria
y política de entonces, los barbudos guerrilleros que ba-
jaron de la Sierra Maestra alcanzaron dimensiones míticas.
No era para menos. Desde una pequeña isla del Caribe,
a noventa millas de la primera potencia militar del pla-
neta y del centro del capitalismo mundial, habían llevado
a cabo una revolución triunfante. La utopía era posible
y el sueño de «tomar el cielo por asalto» prendió en el es-
píritu de los jóvenes. Fidel Castro, Camilo Cienfuegos y
Ernesto «Che» Guevara, entre otros combatientes, encar-
naban el ejemplo a seguir. Las causas objetivas estaban allí:
la represión, la tortura, la miseria, la explotación, los desa
parecidos y la muerte. Y las subjetivas, en las ansias de li-
beración de los pueblos y de alcanzar un mejor nivel de
vida. En estas condiciones reales encajaron perfectamente
los sueños, el idealismo, la rebeldía, el altruismo y el ro-
manticismo de millares de muchachos dispuestos a seguir
los pasos del guerrillero heroico, el Che Guevara. El arte
en general se estremeció con los sueños que andaban por las
calles y subían a las montañas para, un día no lejano, bajar
de allá envueltos en banderas libertarias. Era, todo esto,
demasiada tentación para la poesía, el cuento, la novela, el
teatro y el cine.
En este contexto sociopolítico se dio un fenómeno
literario conocido como el boom de la narrativa latinoame-
ricana. Los nombres y las obras de Gabriel García Már-
quez, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes,
Guillermo Cabrera Infante, entre otros no menos rele-
vantes, trascendieron las fronteras del subcontinente y se
proyectaron universalmente. Sus máximos exponentes no
quedarían ausentes de y se involucraron en la controversia
política e intelectual que sacudía a la América Hispana.
Si su obra literaria influyó en la generación subsiguiente,
sus opiniones políticas tuvieron en igual grado un peso
fundamental. El acto de creación marchaba paralelo con
la participación activa o crítica en el acontecer político de
101
ficción y realidad en el caracazo
la región. Fue una época rica en el debate, en un con-
junto de países que buscaban su identidad y su lugar en
un mundo convulsionado y complejo. América Latina,
además de leer a Europa como siempre lo hizo desde la
Colonia, ahora se leía a sí misma. Se buscaba en sus letras.
Y más allá de estas, en el pensamiento de sus narradores,
poetas y fabuladores.
Venezuela, como cada país del subcontinente, tenía
y tiene sus propias especificidades. Es, para la época que
estudiamos, el tercer productor de petróleo del planeta.
Estrena una joven democracia representativa que se ins-
tauró en 1958. Pronto contará con un fuerte movimiento
guerrillero de inspiración marxista. Es obvio que Estados
Unidos no permitiría el surgimiento y consolidación de
otra Cuba en la región considerada su «patio trasero».
Mucho menos en un país como Venezuela que, a su im-
portancia geopolítica —puerta de entrada a Suramérica y
ventana abierta hacia el Caribe y Centroamérica— une su
interés estratégico por su carácter de productor petrolero.
El presidente Rómulo Betancourt no solo enfrentará drás-
ticamente la subversión interna sino que, a escala latino
americana, asumirá la bandera de la lucha anticomunista
y propugnará la expulsión de Cuba de la Organización
de Estados Americanos (OEA). También combatirá la
subversión de derecha, encarnada por los militares, y en
este sentido lanzará la propuesta conocida como Doctrina
Betancourt, cuyo fundamento básico era la ruptura de
relaciones diplomáticas con aquellos gobiernos latinoame-
ricanos surgidos de golpes de Estado.
El movimiento guerrillero, por su lado, se va a nutrir
fundamentalmente de la juventud liceísta y universitaria. De
hecho, gran parte de sus comandantes salen de la dirigencia
102
earle herrera
estudiantil. De modo que, desde sus inicios, habrá una es-
trecha relación de la guerrilla y el mundo intelectual. Esto,
por supuesto, se va a ver reflejado en la producción literaria
de la época, en la llamada «literatura de la violencia». Se
trata, sin duda, de un convencionalismo académico para el
estudio y análisis de la creación literaria de un período espe-
cifico de la historia de Venezuela, cuyo marco espacio-tem-
poral es la década de los sesenta. La aclaratoria es pertinente
porque violencia y literatura, en Venezuela, vienen transi-
tando juntas un largo camino, vale decir, desde el despuntar
del siglo XX, signado este por largas dictaduras.
Ya el ensayista venezolano Mariano Picón Salas (1976)
había acuñado la frase de que Venezuela entró al siglo XX
en 1935, con la muerte de Juan Vicente Gómez, un ge-
neral que se mantuvo dictatorialmente en el poder durante
veintisiete largos años. Luego lo sucedieron los generales
López Contreras y Medina Angarita, derrocado este úl-
timo por una junta cívico-militar que llamó a elecciones
en 1948. Fue un breve intervalo democrático, pues el ga-
nador de la Presidencia, el novelista Rómulo Gallegos,
sería derrocado en noviembre de ese mismo año. Desde
entonces hasta 1958 transcurrieron diez años de dictadura
militar, con el general Marcos Pérez Jiménez a la cabeza.
En este contexto histórico que abarca seis décadas del siglo
XX, con sus secuelas de alzamientos militares, persecu-
ciones políticas, destierro de los disidentes, estado de sitio,
toques de queda, censura a la prensa y a las letras, presos
de conciencia, tortura y muerte, el insumo de la literatura
fue también la violencia. Antes de analizar la década de los
sesenta, hemos de echar un vistazo a estos antecedentes.
Luego de la narrativa nativista, heredera del costum-
brismo que signó las letras del siglo XIX, de la novelística
103
ficción y realidad en el caracazo
«de la tierra» —cuyo ciclo, ya entrada la centuria del XX, lo
cerrará Doña Bárbara (1929), obra cumbre de don Rómulo
Gallegos—, comenzará a asomar en el escenario de las le-
tras venezolanas una literatura acicateada por la realidad
política del país. De un lado, los escritores quieren quitarse
la ya estrecha camisa del criollismo y, en consecuencia,
buscarán nuevas estructuras narrativas y prestarán aten-
ción a otros temas, entre estos el del petróleo, cuya ex-
plotación transformará para siempre la vida de aquel país
agrícola y rural. Del otro, la lucha y la rebelión contra la
dictadura gomecista, tema de ensayistas e historiadores,
toca la sensibilidad de los literatos y, en no pocos casos, no
solo la sensibilidad espiritual sino también corporal, víc-
timas como fueron muchos de ellos de la persecución y la
cárcel. El ensayista Orlando Araujo escribe al respecto:
La narrativa contemporánea de Venezuela ha venido in-
corporando los contextos de la nueva violencia, de esa que
arranca —si buscamos a partir de un acontecimiento po-
pular— de la gesta de los estudiantes del 28, de los su-
cesos del año 29 y del cambio político del año 36; y abarca,
en su proceso, el golpe cívico-militar contra Medina An-
garita (o Revolución de octubre, 1945), el golpe militar
contra Rómulo Gallegos: la dictadura posterior y su caída
el 23 de enero de 1958; así como la lucha guerrillera de
la década violenta 1960-19701.
El citado autor ubica entre estas obras a las novelas
Puros hombres (1938) de Antonio Arráiz; Fiebre (1939)
Orlando Araujo, Narrativa venezolana contemporánea, Monte Ávila,
1
Caracas, 1988, p. 249.
104
earle herrera
y La muerte de Honorio (1963) de Miguel Otero Silva; La
galera de Tiberio (1938) de Enrique Bernardo Núñez; Ca-
sandra (1957) de Ramón Díaz Sánchez, así como pasajes
de El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952) y La misa de
Arlequín (1962) de Guillermo Meneses. Es importante
destacar que, además de la novela, también el cuento, el
testimonio y el ensayo fueron géneros que recogieron y
expresaron la violenta realidad política y social del país.
Entre los ensayos destaca Memorias de un venezolano de la
decadencia (1936) de José Rafael Pocaterra, en el que los
géneros se cruzan, como si uno solo de ellos no le bastara
a este combativo escritor para expresar todo lo que repre-
sentó para el país la dictadura de Juan Vicente Gómez.
Este dictador, muchos de cuyos rasgos se adivinan en
El otoño del patriarca de García Márquez, moriría tran-
quilo en su cama, en pleno ejercicio del poder. Su muerte
física no significó su muerte literaria: muy por el contrario,
la producción bibliográfica sobre el déspota y su largo go-
bierno se incrementaría y se mantiene hasta nuestros días.
La literatura escrita por actores, testigos y víctimas de este
proceso es desigual y solo pocas obras de ficción perduran
por sus valores intrínsecos. El peso del documento, de
la información y de los hechos mismos se imponen casi
siempre al de la creación literaria como construcción del
lenguaje. Se privilegian la anécdota y el dato por encima
de la forma. En aras de la verdad histórica, se falsea la
verdad literaria. Las ficciones devienen entonces en repor-
tajes informativos que se pretenden objetivos. El cuento,
en crónica lineal sin mayor audacia literaria. La novela se
resiente cuando al narrador se le sobrepone el ensayista que
en lugar de narrar, se extravía en largas interpretaciones
de la historia. Pero, asimismo, perduran las creaciones
105
ficción y realidad en el caracazo
literarias de un Guillermo Meneses, un Antonio Arráiz,
un Enrique Bernardo Núñez que, independientemente
de los hechos narrados, siempre tuvieron conciencia del
lenguaje y de la literatura como arte.
También la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (1948-
1958) motivó la pluma de los escritores y la de sus víctimas
políticas. Como en el caso de Gómez, los diez años que
transcurren desde el golpe militar contra el presidente y
novelista Rómulo Gallegos en 1948, hasta la caída de la
dictadura en 1958, serán llevados a las letras tanto por los
luchadores contra el gobierno de facto como por escritores
de oficio y vocación. No es fácil para ningún escritor sus-
traerse de su entorno, mucho menos si este es un con-
texto de violencia que, quiera que no, siempre terminará
por afectarlo. Si la violencia no lo toca directamente a él,
a sus familiares o amigos, el régimen totalitario acabará
por herirlo en lo que le es más consustancial y profundo
(por no decir sagrado): su libertad de pensamiento y crea-
ción. Conocerá y padecerá la censura como forma más per-
versa de represión. Y si se trata de un escritor auténtico, por
y mediante la palabra buscará romper el cerco espiritual
que le tiende el poder. Burlarlo, derribarlo.
Las tiranías, los totalitarismos, las dictaduras dis-
paran más los resortes de la literatura que los gobiernos
que se suceden en el marco de la paz democrática. No es
una cuestión de morbosidad, sino del interés que generan
las tensiones, los conflictos humanos, la resistencia, la en-
trega, la lucha, el altruismo, las personalidades fuertes,
a veces psicopáticas, el heroísmo, «los gritos del silencio»,
la búsqueda de la libertad, el sueño y la esperanza. En
América Latina, después de la Independencia, la historia
del subcontinente es la historia de sus dictaduras. Todavía,
106
earle herrera
en pleno siglo XXI, se le está pidiendo cuentas a uno de
los últimos representantes de esta estirpe de gobernantes:
Augusto Pinochet.
No es por ello casual que casi simultáneamente, tres
grandes exponentes de la literatura latinoamericana hayan
publicado sendas novelas en torno a la figura del dictador.
Ellos fueron Alejo Carpentier, Augusto Roa Bastos y Ga-
briel García Márquez, con sus obras El recurso del método
(1975), Yo el Supremo (1977) y El otoño del patriarca (1975).
Ilustres antecedentes de estas novelas son Tirano Banderas
de don Ramón de Valle Inclán y El señor presidente del
Premio Nobel de literatura, Miguel Ángel Asturias. Por
supuesto, en cada país la bibliografía sobre sus dictadores
—solo en el terreno de la creación literaria— es abundante
y variada en cuanto a géneros. La historia registra la realidad.
La ficción la reconstruye. La palabra preserva y proyecta
la memoria colectiva.
El general venezolano Marcos Pérez Jiménez no es,
ni de lejos, el déspota ilustrado de Carpentier o de Roa
Bastos, pero tampoco el dictador primitivo, casi anal-
fabeto, de García Márquez. Pertenece a una pléyade de
dictadores latinoamericanos formados en las academias
militares, con cursos de Estado Mayor en la Escuela de
las Américas, con sede en Panamá, bajo la rectoría mi-
litar de Estados Unidos. O en la Academia Militar de
West Point, centro de formación estadounidense de los
famosos «boinas verdes». Su gobierno fue tan represivo
como rocambolesco. Al impulso que le dio a la industria
de la construcción, en su afán de hacer de Caracas una ré-
plica tropical de Nueva York, como el general Guzmán
Blanco, en el siglo XIX, la quiso convertir en una pe-
queña París, la fachada de su gobierno buscaba dar una
107
ficción y realidad en el caracazo
imagen de progreso y de permanente fiesta nacional. Los
carnavales de su época todavía son recordados por su es-
plendor y grandes desfiles, en los que él, con traje militar
de gala, bailaba con las reinas de belleza y las artistas de
la farándula más renombradas. Aparecía manejando una
motoneta en la isla La Orchila, con bellas damas de parri-
lleras. Creaba así su propia leyenda. Era la máscara de un
régimen que persiguió implacablemente a sus opositores,
los aventó al exilio o los encarceló. Esa mezcla de represión
y fiesta, de tortura y progreso, de sonrisa y mueca, de rea-
lidad y máscara, no podía ser indiferente para la literatura,
que la abordó desde las bellas letras hasta la telenovela, pues
la realidad misma tenía tanto de tragedia como de comedia.
A la par de los ensayos y textos interpretativos de los
diez años de dictadura, dos géneros literarios —la novela y
el testimonio— intentarán reconstruir y denunciar la rea-
lidad de aquel régimen. Varias de estas obras fueron es-
critas en la cárcel o la clandestinidad; otras, después de ser
derrocado el dictador. Por lo general, los autores fueron
también actores en los hechos narrados. Esto, que es una
ventaja desde el punto de vista de la información, en no
pocos casos se vuelve desventaja al imponerse el alegato, el
grito y la consigna a la construcción verbal, a la creación
literaria. Hubo, sin embargo, narradores que supieron
salvar este escollo, este riesgo siempre presente cuando se
escribe sobre hechos inmediatos, y dieron a la luz obras de
indiscutible valor literario, novelas que valen tanto por lo
que relatan, como por la forma y estructura del relato. Por
el qué y el cómo se dice.
La muerte de Honorio de Miguel Otero Silva; La misa
de Arlequín, en la parte titulada el «Ballet de los Coro-
neles», de Guillermo Meneses; Se llamaba SN (1964)
108
earle herrera
y Guasina, donde el río perdió las 7 estrellas (1969), de José
Vicente Abreu, son novelas a las que hay que agregar un
alto número de cuentos que narran los hechos y el tiempo
de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. De estas obras,
la que causó mayor impactó fue Se llamaba SN. Su autor,
José Vicente Abreu, escritor y profesor de literatura, sufrió
cárcel y tortura y vertió en la ficción novelada su dramá-
tica experiencia y la de sus compañeros de infortunio. Su
escritura se levantó como un muro contra el olvido de los
procedimientos de la policía política de Pérez Jiménez, la
Seguridad Nacional (SN). Así se llamaba: SN, dos siglas
que marcaron una década de persecuciones y torturas. No
es propósito ni objetivo de este libro hacer el registro de
todas las obras publicadas sobre las dictaduras venezolanas.
Tampoco el análisis literario de las mismas. La referencia
a estas obras se inscribe en la necesidad de fijar los ante-
cedentes de un tipo de literatura que, como el periodismo,
se nutre y es motivada por la realidad, por los hechos que
signan una época. En este sentido, el periodismo está en su
elemento, y mediante sus distintos géneros, ofrece una ver-
sión de la realidad. La literatura, en cambio, busca hacer
una representación de esa realidad mediante la ficción.
Aquí está el riesgo y el reto de quienes se propongan tal
empresa: la verdad histórica debe encajar en la verdad li-
teraria. Si esta última no se logra, por muy fidedignos que
sean los hechos relatados, el intento resultará fallido.
La novela que lleva implícita una propuesta política
—ha escrito Mario Benedetti—, debe cumplir primero
con las leyes novelísticas. Debe existir primero como no-
vela, a fin de que ese nivel cualitativo sirva de trampolín
109
ficción y realidad en el caracazo
para el salto ideológico. De lo contrario, la propuesta
política se volverá frustración o salto en el vacío2.
No basta, pues, para plasmar literariamente una rea-
lidad política y violenta, tener conciencia política. Es im-
prescindible tener conciencia del lenguaje. Al fin y al cabo,
toda obra literaria, llámese novela, cuento o drama, es un
hecho de lenguaje. Si esto se pierde de vista o se desconoce,
lo escrito no pasará de un cuadro ingenuo o sentimental,
por no decir malo, que ni siquiera beneficiará a la divul-
gación de la verdad histórica. Pero estas exigencias no son
solo de la ficción. El reportaje, el testimonio, los diarios,
las memorias, tienen sus propias exigencias lingüísticas
y estructurales, de acuerdo con sus objetivos de comunicar,
divulgar y dar a conocer. Se trata, en todos los casos, de
construir una realidad con las palabras, con la escritura,
con el lenguaje. Es, con mayor o menor fortuna, lo que in-
tentaron quienes llevaron a la literatura los hechos y des-
manes de las largas dictaduras del siglo XX venezolano.
Fue también el propósito de los que, en el decenio 1960-
1970, produjeron las obras que, en su conjunto, recibieron
el nombre de «literatura de la violencia». Veamos.
EN LETRA ROJA
Hasta 1960, la lucha política en Venezuela tenía por ob-
jeto el derrocamiento de la dictadura de turno y la instau-
ración de un régimen de libertades, con la participación
2
Mario Benedetti, El recurso del supremo patriarca, Nueva Imagen,
México D. F., 1979, p. 25.
110
earle herrera
ciudadana a través del sufragio. A partir de ese año, el en-
frentamiento a las clases gobernantes persigue la erradi-
cación de un sistema —el capitalismo— y su sustitución
por otro: el socialismo. Al enemigo interno, el Gobierno
nacional, se le considera un títere del verdadero enemigo:
el imperialismo yanqui. Esto no es fruto de un sueño tras-
nochado ni efecto de la Guerra Fría que envolvía a todo
el planeta. La explotación del principal producto nacional
—el petróleo— estaba en manos de compañías transna-
cionales, desde la fase de exploración hasta su comerciali-
zación en el mundo. El otro rubro de exportación del país
—el hierro— también estaba bajo el control de las trans-
nacionales. Eran empresas estadounidenses las que regían
la economía del país. De modo que para la izquierda ve-
nezolana la lucha contra el gobierno de turno significaba
una fase en la lucha por devolverle a la nación el control de
sus riquezas y de su destino.
El sentimiento contra la explotación imperialista ya
tenía sus antecedentes en la literatura y en el periodismo.
Publicaciones humorísticas como Fantoches, Pitorreos y El
Morrocoy Azul satirizaron y denunciaron al «musiú» explo-
tador del obrero petrolero. En el campo de las letras, novelas
como Mene (1936) de Ramón Díaz Sánchez; Casas muertas
(1955) y Oficina n.º 1 (1961) de Miguel Otero Silva, entre
otras, llevaron a hablar de «la novela del petróleo». Tema
que también sería tratado por cuentistas, poetas y drama-
turgos. Nos referimos, obviamente, a obras de creación li-
teraria. Más abundantes son los textos que tratan el asunto
del petróleo en la vida venezolana desde una perspectiva
histórica, sociológica, antropológica, política y cultural.
De modo que la lucha armada que estalla a comienzos
de la década de 1960-1970, en cuanto a su carácter anti-
111
ficción y realidad en el caracazo
imperialista, se venía macerando en el periodismo y en las
letras, así como en las actividades del núcleo de dirigentes
del Partido Comunista de Venezuela. A estos antece-
dentes se agregan la confrontación ideológica de la Guerra
Fría y el triunfo de la Revolución cubana en el continente.
El signo ideológico de la lucha política en Latinoamérica
va a cambiar radicalmente. Se mira más allá de la salida
del poder del caudillo decimonónico o del dictador del
siglo XX. Incluso, la democracia formal, con su carga de
fraudes electorales, corrupción y promesas incumplidas,
basada en el populismo, tampoco es el camino que condu-
cirá a la liberación. La praxis política que se manifiesta en
la lucha armada, va acompañada de un profundo debate
intelectual a través del cual América Latina se piensa, se
lee y se analiza desde su propia perspectiva. Estudiosos
y pensadores del subcontinente echan las bases para una
teoría del subdesarrollo y de la dependencia, sus causas es-
tructurales y sus posibles salidas y superación. Los artistas
en general, y los literatos en particular, no serían ajenos a
la agitada búsqueda intelectual e ideopolítica que recorre
a la América Hispana.
La exploración de la realidad latinoamericana desde los
nuevos parámetros teóricos —escribe Luis Navarrete—,
el manejo de esos conceptos y de ideas renovadoras en
todos los ámbitos, que constituía el clima intelectual
que hemos venido reseñando, incidió directamente en
la conciencia social de casi todos los escritores jóvenes
del momento. Este cambio de perspectiva se manifiesta
especialmente en la concepción que hasta entonces se
venía manejando del realismo. De allí que entren en
crisis el realismo regionalista, el realismo mundonovista,
112
earle herrera
el llamado realismo social (expresión literaria del rea-
lismo socialista, que es rechazado rotundamente por esta
generación) y otras formas de realismo, que tenían su
mejor expresión en la novela inmediatamente anterior3.
Sin embargo, llegará el momento en que los literatos
habrán de escribir su tiempo, la época en que les tocó vivir.
Los años de la década 1960-1970 son demasiado ricos en
conflictos humanos, individuales y colectivos, años con-
vulsos y violentos, como para que la literatura los ignore.
Ello no es posible y ficción y realidad vuelven a entrecru-
zarse, a veces, a confundirse. Otros personajes asaltan el
papel de imprenta: el guerrillero, el perseguido, el mártir,
el verdugo, el torturador, el delator, el desaparecido, el
tránsfuga, el converso, el materialista y el soñador. Atrás
quedan los Llanos sin ley de Rómulo Gallegos y la dico-
tomía de civilización contra barbarie; los calurosos campos
petroleros de Ramón Díaz Sánchez y Miguel Otero Silva;
los cuentos rurales de Armas Alfonzo y Márquez Salas.
Atrás, digamos, desde un punto de vista temático. La gue
rra de guerrillas impone su contexto. Y en sus piras, más
de una buena intención literaria se inmolará.
La literatura de la violencia, como se le definió en Ve-
nezuela, se expresó fundamentalmente a través de la no-
vela, el testimonio, la entrevista, el cuento y la poesía. En
algunos casos, y en más de una ocasión, dos géneros se
fundieron y así se habló de novela-testimonio o de memo-
rias noveladas. En otros, los géneros venían de disciplinas
distintas —el periodismo y la literatura—, y una forma de
3
Luis Navarrete, Literatura e ideas en la historia latinoamericana,
Cuadernos Lagoven, Caracas, 1992, p. 157.
113
ficción y realidad en el caracazo
expresión periodística como la entrevista es objeto de aná-
lisis por sus valores narrativos. A la convulsión de la época
no iban a escapar las fronteras que separan y diferencian
a los géneros.
Literatos en todo el sentido de la palabra tomaron
el tema de la violencia —o este los tomó a ellos, no im-
porta— para la elaboración de sus escritos. Adriano
González León entregó su celebrada novela País portátil
(1968), con la que obtiene el Premio Biblioteca Breve (Es-
paña). Miguel Otero Silva, narrador de vieja data, publica
Cuando quiero llorar no lloro (1970), una novela que escu-
driña la violencia a través de las vidas paralelas de tres
jóvenes de tres estratos sociales diferentes: el marginal,
representado por el malandro; el clase media, por un
joven revolucionario; y el clase alta, por el joven patotero,
el rebelde sin causa. Luis Britto García marcaría un hito
en la narrativa venezolana con su obra Rajatabla (1970).
Carlos Noguera nos contaría sus Historias de la calle Lin-
coln (1971). Entre los cuentistas destacan Héctor Mujica,
Héctor Malavé Mata, Enrique Izaguirre, Gustavo Luis
Carrera, Jesús Alberto León.
Domingo Alberto Rangel y Simón Sáez Mérida son
dos dirigentes políticos que, provenientes del partido
Acción Democrática, abandonan a esa organización, la
dividen y fundan el Movimiento de Izquierda Revolucio-
naria, que jugará papel protagónico en la lucha armada.
Ellos son autores de las novelas Domingo de resurrección
(1969) y Las grietas del tiempo (1969), del primero, y Los
siglos semanales (1969), del segundo. Otros activistas gue-
rrilleros dejarán su testimonio en la narrativa; Héctor de
Lima, con sus Cuentos al sur de la prisión (1971); Eduardo
Liendo, con Los topos (1975). El ya citado José Vicente
114
earle herrera
Abreu con Las 4 letras (1969), título que remite a las siglas
de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN).
De las montañas baja una mujer guerrillera, Ángela
Zago, y al mirar el país que encuentra escribe su novela-
testimonio Aquí no ha pasado nada (1972), con gran éxito
editorial y repercusión política. El viaje inverso lo hace
Argenis Rodríguez, un polémico escritor que sube a las
montañas y escribe su experiencia y su visión de las gue-
rrillas y de la lucha armada en general, en sus libros Entre
las breñas (1964) y Donde los ríos se bifurcan (1965). Con
respecto a la narrativa sobre la violencia de Rodríguez, el
crítico cubano-venezolano Julio Miranda acota:
En lo que respecta a la plasmación de la lucha guerri-
llera, en ninguna otra obra de la narrativa de la violencia
se le ha dedicado la atención, el trabajo de lenguaje y es-
tructura, y los desarrollos anecdóticos, ricos y variados,
de Entre las breñas y Donde los ríos se bifurcan4.
En este capítulo sobre la literatura de la violencia me-
recen mención aparte dos libros que, en sus respectivas
presentaciones, subrayan su total ausencia de pretensión
literaria y, no obstante, los estudiosos de las letras de esta
etapa de la vida venezolana siempre los incluyen. Se trata
de Expediente negro (1967), de José Vicente Rangel, y TO3.
Campo antiguerrillero (1969) de Efraín Labana Cordero.
Empecemos con el primero.
Expediente negro es un libro testimonial y periodístico,
producto de la investigación parlamentaria y artículos de
4
Julio Miranda, Proceso a la narrativa venezolana, Ed. Biblioteca
de la UCV, Caracas, 1975, p. 248.
115
ficción y realidad en el caracazo
prensa de José Vicente Rangel, un aguerrido diputado de-
fensor de los derechos humanos. Lleva como subtítulo El
caso Lovera pues, en efecto, trata de la desaparición, tor-
tura y muerte del profesor Alberto Lovera, dirigente del
Partido Comunista de Venezuela. Este fue detenido por
la policía política del régimen —Digepol— el 18 de oc-
tubre de 1965, cuando conducía su vehículo por la plaza
Las Tres Gracias, cerca de la Universidad Central de Ve-
nezuela. Murió a causa de las torturas y su cadáver fue
lanzado al mar, en el oriente del país, con una cadena y un
pico atados al cuello para que no flotara. El mar, sin em-
bargo, arrojó el cadáver a la playa y fue encontrado por un
pescador el 27 de octubre de ese año. Luego vino el engo-
rroso y, para su viuda, doloroso proceso de identificación
del cadáver y las negativas de la policía, tanto de la detención
como de la muerte del dirigente. Fue un caso escandaloso
para un gobierno que transitaba la vía democrática.
Rangel investigó a fondo este crimen político, lo de-
nunció con pruebas inapelables en el Congreso Nacional
y, como periodista, lo fue dando a conocer a la opinión pú-
blica. Luego, todo ese proceso lo plasmó en el libro Ex-
pediente negro que, sin ser narrativa ni tener pretensiones
literarias, no se puede dejar de lado a la hora de estudiar la
literatura de la violencia en Venezuela. La realidad, valga
el lugar común, dejó pálida a la ficción en este texto que se
lee como una obra de suspenso. Allí hay dolor, miseria,
heroísmo, martirologio, entereza, trama policial, pesquisa
periodística, oscuridad y luz. El crítico y ensayista venezo-
lano Orlando Araujo, en el capítulo que dedica a la literatura
de la violencia en su Narrativa venezolana contemporánea,
expresa de este libro:
116
earle herrera
La secuencia aterradora de las torturas y del asesinato
de Alberto Lovera, de la desaparición del cadáver y de
su posterior hallazgo con una cadena al cuello, pero flo-
tando acusadoramente en una playa del Oriente, relata
uno de los episodios más espeluznantes de la violencia
imperialista (…)5.
TO3. Campo antiguerrillero, de Efraín Labana Cor-
dero, es otro libro testimonial cuyas cualidades narrativas
ha destacado la crítica. Relata el drama que hubo de vivir
un joven buhonero luego de ser detenido, enviado a un
campo antiguerrillero y sometido durante meses a terri-
bles torturas y a un terror sistemático. Para la elaboración
del libro se empleó una técnica periodística: la de la entre-
vista. Frente a un grabador, Labana contó su sórdida his-
toria a dos acuciosos periodistas venezolanos: José Vicente
Rangel y Freddy Balzán. Rangel interviene al principio
y luego es Balzán quien lleva el pulso de la entrevista. Se
limita a preguntar en forma breve y directa, sin rodeos y
sin emitir opiniones, es decir, casi se hace impersonal, una
voz que pregunta solo para que la narración no pierda su
hilo. Esto le da al relato un tenso tono de monólogo.
Labana, la víctima, narra con naturalidad, casi sin
pasión, a veces como distante de su propio drama. Apro-
vechando un congreso de intelectuales latinoamericanos
que se celebró en Caracas, José Vicente Rangel le puso la
grabación, en su residencia, a los escritores Mario Vargas
Llosa, Gabriel García Márquez, José Miguel Oviedo,
Alberto Zalamea, Ángel Rama y a varios literatos vene-
zolanos presentes.
Orlando Araujo, ob. cit., p. 264.
5
117
ficción y realidad en el caracazo
Un silencio tenso —relata Rangel—, de recogida emo-
tividad, fue el homenaje que rindieron los mejores na-
rradores latinoamericanos presentes a aquel narrador
elemental, que contaba su propio drama eliminando
todo elemento fabulador, poniendo de relieve las in-
mensas posibilidades del ser humano implicado en una
realidad histórica concreta.
Recuerdo que en el momento de despedirnos, García
Márquez comentó: ¡Es terrible y monstruoso lo que ha
sucedido a este hombre! ¡Qué despreciable es todo esto!6.
Aquella grabación fue transcrita con total fidelidad y
respeto a la sintaxis del narrador, con su sencillez, voceos
y giros idiomáticos de hombre de pueblo. Fue esto lo que
le dio su riqueza y atractivo narrativo al texto, como si se
tratara del rescate de la vieja tradición de echar cuentos,
solo que no se trataba de cuentos sino de hechos reales,
terribles e increíbles. La sencillez de la narración con lo
sórdido de las torturas narradas, creaba una mezcla de
atracción y rechazo al mismo tiempo que cualquier es-
critor profesional envidiaría. A ello se sumaba la certeza
de la verdad de los hechos, de que todo aquello había su-
cedido, en un país específico, bajo un gobierno que pre-
sumía de su carácter democrático. Literariamente, hemos
de señalar que se trata de un testimonio logrado a través de
una técnica periodística —la entrevista—, narrado como
un cuento. Y así se lee. Ni los periodistas ni el narrador
víctima de las torturas se propusieron elaborar un texto lite-
rario, pero este se impuso como producto final. Al respecto,
6
Efraín Labana Cordero, TO3. Campo antiguerrillero, Bárbara,
Caracas, 1969, s. d.
118
earle herrera
en su Proceso a la narrativa venezolana, el crítico Julio
Miranda destaca:
La eficacia de este libro no se debe tanto a lo que pasa
sino a cómo lo cuenta su autor: trazo de personajes y
escenas con un extraordinario ahorro narrativo, plas-
mación del ritmo de unas acciones, concentración en lo
esencial del hecho sin descripciones secundarias y dis-
persivas, reiteración de palabras y frases, cortes del re-
lato y finales de las escenas clavados frecuentemente en
una sola palabra contundente, libertad sintáctica, seña-
lamiento de un detalle obsesivo que centra la anécdota,
etcétera. Creo que todas son posibilidades —reali
zaciones— literarias, aptas para cualquier narrador, y la
narrativa de la violencia tendrá que contar con las que
ha ignorado hasta ahora7.
El libro de Labana, más allá de su contenido, logró
un sitial en la literatura de la violencia cuando textos de
escritores de oficio, por excesos literarios, digamos retó-
ricos, resultaron obras prescindibles. Lo mismo les ocurrió
a políticos y exguerrilleros que, contando con experien-
cias e informaciones tan dramáticas como las de Labana,
sucumbieron en su intento literario, unas veces por inge-
nuidad creativa y falta de conciencia del lenguaje, otras
por la imposición del político al literato. Sus textos, en-
tonces, no pasaron del discurso militante, de la consigna y
del llamado a la lucha. Por supuesto, al escoger el género
equivocado para sus mensajes, estos también se pierden.
Así lo observa Orlando Araujo:
7
Julio Miranda, ob. cit., p. 252.
119
ficción y realidad en el caracazo
testimonio directo, o identidad creadora por intuición y
por compenetración conmovida con el dolor del hombre,
la verdad o falsedad literarias son más un resultado de la
expresión, es decir, del lenguaje, que un privilegio o pro-
piedad privada de una experiencia dolorosa y terrible8.
Los años de la década violenta que estudiamos fueron
fértiles en acciones heroicas, experiencias terribles, perse-
cuciones implacables, conflictos humanos y compromiso
político e intelectual. Las letras, desde el periodismo y la li-
teratura, registraron y plasmaron esa realidad, en una per-
manente confrontación dialéctica entre lo que es la verdad
histórica y la verdad literaria. En todo caso, para los efectos
de nuestro trabajo, la realidad nutrió a la literatura. Y esta, a
través de sus géneros, dejó plasmada la reconstrucción lite-
raria y la representación mediante el lenguaje de esa realidad.
DE LAS LETRAS DE LAS GUERRILLAS
AL CARACAZO DE LAS LETRAS
Los libros que recogieron y plasmaron la realidad y los he-
chos de la década violenta, vieron la luz al final de esta y
durante todo el decenio de 1970. Luego bajó la marea
roja literaria, como ya venía descendiendo en el campo de
la lucha política. El triunfo de Rafael Caldera en las elec-
ciones de 1968 abrió las puertas a la política de pacificación,
a la que se acogieron connotados dirigentes revoluciona-
rios. Los que no aceptaban la derrota militar y política o el
no haber logrado hacer prender sus consignas y propuestas
8
Orlando Araujo, ob. cit., p. 263.
120
earle herrera
en el alma popular, preferían hablar de «repliegue táctico».
Algunos persisten en la lucha armada, pero con escasos
focos dispersos en el país, que se fueron extinguiendo con
el tiempo. No se pudo, por entonces, tomar el cielo por
asalto. La utopía seguía siendo eso: utopía.
La década de los ochenta, llamada la «década perdida»
para Latinoamérica, encuentra a una juventud desmoti-
vada y a sus mayores, de retorno de un sueño frustrado.
En Venezuela sigue gobernando el bipartidismo, con-
formado por los partidos Acción Democrática y Copei,
pero incluso estos empiezan a dar signos de decadencia y
son más maquinarias electorales que organizaciones com
penetradas con las masas populares. En 1983, la moneda
venezolana se va a pique con respecto al dólar y se desata
una incontenible fuga de divisas. El mito de la Gran Ve-
nezuela, alimentado bajo el gobierno de Carlos Andrés
Pérez al calor de los altos precios del petróleo, se des-
morona en lo que se conoció como el Viernes Negro. El
Estado paternalista ya no tiene recursos para seguir ejer-
ciendo ese rol, ni los partidos tradicionales para mantener
unas militancias más clientelares que ideológicas o doctri-
narias. La incertidumbre y el desencanto se apoderan de
las conciencias.
En el mundo, las tesis neoliberales traspasan las fron-
teras. Su puesta en práctica en América Latina, me-
diante políticas económicas de shock, resultan traumáticas
y cruentas. Venezuela no será la excepción. A los sen-
timientos de solidaridad se anteponen los del indivi-
dualismo. Los escritores parecen ausentes de todo este
proceso. Las tesis del fin de la historia y de la muerte de
las ideologías alimentan lo que llega a denominarse «es-
cepticismo postmoderno». La juventud, otrora altamente
121
ficción y realidad en el caracazo
politizada, muestra una indiferencia y una pasividad que
solo le permiten mirarse a sí misma. El entonces rector
de la Universidad Central de Venezuela, doctor Edmundo
Chirinos, la calificó —a la de la década de los ochenta—
de «generación boba». La dura frase y la alta investidura de
quien la lanzó alborotaron el avispero, pero más entre in-
telectuales, psicólogos y sociólogos que en el ensimismado
mundo de los supuestos afectados. También el arte en ge-
neral, y la literatura en particular, se habían vuelto hacia
sí mismos.
En los años sesenta adviene un nuevo sujeto literario
radical: el revolucionario en lucha contra el imperia-
lismo. Pero en la era del vacío parece difícil encontrar
otro sujeto, tanto en la realidad sociopolítica como en
la literaria. A menos que se considere tal el protagonista
recurrente de la narrativa del período: el desubicado, el
perplejo, el ser a la deriva y en declinación9.
El anterior juicio pertenece a Luis Britto García, en-
sayista y narrador venezolano, dos veces Premio Casa de
las Américas, hombre que vivió y escribió intensamente la
década violenta. Britto capta y analiza el tiempo que se
vive y los cambios que se dan, tanto en la realidad socio-
política como en el quehacer artístico. La literatura, sin
asidero en el presente porque este es el vacío y el escep-
ticismo, vuelve la vista hacia el pasado, busca sus perso-
najes en la historia. La utopía es sustituida por la nostalgia
y el guerrillero heroico por el ídolo popular, llámese este
9
Luis Britto García, «La vitrina rota: narrativa y crisis en la Vene-
zuela contemporánea», Escritos, Escuela de Artes-UCV, Caracas,
1999, p. 78.
122
earle herrera
Pedro Infante, Celia Cruz o Daniel Santos. El escritor
procura despojarse de la carga retórica de los años vio-
lentos y su literatura deviene espejo de su tiempo. Más que
reflejo, expresión y representación de la época que se vive.
De esta escritura creativa, dice Britto García:
disuadida de la esperanza de ejercer alguna influencia en
el perfeccionamiento social, se ocupa del perfecciona-
miento propio. De allí el extremo formalismo, el virtuo-
sismo, los juegos estilísticos, las mímesis distanciadas y
distanciantes. Aun sin proponérselo, expresan el tiempo
que se vive10.
Es así porque la literatura, aun cuando se edifique con
ladrillos individuales, es un hecho social. Y los creadores,
por su rebelión o sumisión, e incluso por su indiferencia,
expresan una época y un contexto. Por algo, en un mo-
mento determinado, la literatura latinoamericana volvió
su vista hacia la figura del dictador (García Márquez,
Carpentier, Roa Bastos). Antes fue la novela de la tierra y
de la lucha de civilización contra barbarie (Gallegos, Ale-
gría, Rivera). La década violenta de los años sesenta fue
la de la literatura comprometida, escrita para violentarlo
todo, incluso el lenguaje. Luego, con la derrota, sobrevino
la escritura que se mira a sí misma y que, al querer evadir
su contexto de individualismo y escepticismo, termina por
representarlos cabalmente.
La realidad latinoamericana, sin embargo, no permite
mirarse el ombligo por mucho tiempo. La aplicación de
las recetas económica neoliberales en Venezuela, terminó
10
Ibid., p. 95.
123
ficción y realidad en el caracazo
con la apatía que signó la llamada «década perdida». El
pregonado «escepticismo posmoderno» se vio de pronto
rodeado de un estallido popular. Con el Sacudón que el
mundo conoció como el Caracazo, en 1989, concluía una
etapa de la vida nacional que en su aparente paz social y
política llevaba la procesión por dentro. Si el levantamiento
popular sorprendió a la clase gobernante; si la izquierda
no estaba en la parada cuando pasó el autobús de la revo-
lución, también esta vez la realidad fue a buscar a la litera-
tura a su aposento y a sacarla de allí. Algo estaba pasando
allá afuera y los escritores son curiosos por naturaleza, si
no entrometidos. Los periodistas ya estaban en el campo
de batalla. Las letras empezaron a plasmar la realidad.
¿O fue al revés?
No pretendemos, en lo absoluto, establecer compara-
ción alguna entre la literatura de la década violenta y la
que se generó a raíz del Caracazo. Aquella cubrió un de-
cenio y algo más, toda una etapa de la historia reciente del
país. Una generación dejó su juventud en ese proceso. Sus
efectos y consecuencias, además de políticos, marcaron y
afectaron a sus protagonistas, familiares y amigos. El Ca-
racazo, en cambio, duró una semana, aunque sus efectos
se hayan prolongado en el tiempo. Fue, como se le deno-
minó, un estallido, un Sacudón. Y a la literatura que lo
expresó bien se le puede calificar de letras de emergencia,
signadas por la conmoción y la inmediatez. Pero estas le-
tras tienen, en lo que se escribió entre 1960 y 1970, un
antecedente no solo temporal sino también temático. Ese
antecedente temático, otra vez en la historia de Venezuela,
es la violencia. Aquella, la del decenio de la guerra de gue-
rrillas, fue una violencia organizada, orientada en lo po-
lítico y sustentada en lo ideología. La del Caracazo fue
124
earle herrera
espontánea, desorganizada, sin dirección ni objetivos y,
durante los primeros días, casi sumió al país en un estado
de anomia nacional.
Aquella, la literatura que surgió al calor de la lucha
armada contra el sistema, tuvo un sujeto literario en el
guerrillero revolucionario, para decirlo con Britto García.
Esta literatura de emergencia del Caracazo no tuvo ni
podía tener un sujeto literario identificable e individua-
lizado. El sujeto eran las masas, por algunos llamada «la
chusma», especie de Fuenteovejuna en el que todos eran
protagonistas y nadie lo era. Si este fenómeno social ge-
neró una literatura fue porque, pese a su corta duración,
estremeció y resquebrajó todo el edificio institucional del
país. Fue tal su intensidad que tres años después, en 1992,
dos rebeliones militares buscarían poner fin a la demo-
cracia representativa que se instauró en el país cuatro dé-
cadas atrás. La naturaleza atípica de la revuelta popular
—sin dirigentes y sin objetivo— provocó un gran impacto
en la conciencia de los intelectuales y, en particular, de los
escritores. A esto hay que sumar la tardía pero cruenta res-
puesta gubernamental, con flagrante violación de los dere-
chos humanos y un saldo de muertos y desaparecidos cuyo
número todavía se ignora11.
Esta revuelta popular tuvo otra característica total-
mente ausente en alzamientos de masa del pasado: su
transmisión directa y en vivo por la televisión. Desde los
11
Los familiares de las víctimas del Caracazo, ente instancias na-
cionales e internacionales, todavía peregrinan en busca de que se
haga justicia, se castigue a los culpables y les sean resarcidos los
daños. En el año 2011, el fiscal general de la República se com-
prometió a atender sus demandas y a que los delitos no quedaran
impunes. Antes, el Estado no había asumido este compromiso.
125
ficción y realidad en el caracazo
conatos de protesta en la ciudad de Guarenas y en el ter-
minal de pasajeros del Nuevo Circo de Caracas, la radio
y la televisión estuvieron presentes. Las cámaras siguieron
la chispa del levantamiento popular desde el mediodía del
27 de febrero. Ya en la tarde, todo se movía en las panta-
llas como en cámara rápida, en un incesante torbellino de
imágenes. De todos los cerros que rodean a la ciudad ba-
jaban masas humanas a incorporarse a los saqueos. Quien
una hora antes miraba los acontecimientos en su televisor,
ahora aparecía en la pantalla, corriendo con una cocina al
hombro o intentando derribar la reja de alguna casa co-
mercial. Parecía haberse metido en su aparato de televisión
para involucrarse en los acontecimientos. Así se cruzaban
la realidad y las imágenes. El televidente pasaba al rol de
saqueador y viceversa. Asomarse a la ventana del aparta-
mento o de la casa daba un pedazo de visión de lo que ocu-
rría en la calle; en cambio, la pantalla chica entregaba lo
que estaba pasando en toda la ciudad y, pronto, en todo el
país, a través de corresponsales y enviados especiales a las
principales ciudades del interior.
Las imágenes de saqueos, carreras, empellones, ac-
ción policial, detenidos, muertos y heridos, más que su-
cederse, se yuxtaponían y entrecruzaban en una suerte de
inusitado collage. Los periodistas corrían detrás de todo
esto. Los escritores, en sus casas, estaban abrumados. En-
cima les caía una lluvia de historias y hechos que no tenían
por dónde asirla. La televisión no solo reflejaba la realidad,
también la construía con su descarga de imágenes inco-
nexas. El sentido de la realidad estaba en un limbo, si no
se había perdido. Por eso, cuando retornó la calma —la
tensa calma de los días siguientes—, todos nos sentíamos
culpables de algo. Quienes no se movieron de sus casas
126
earle herrera
tenían otra sensación, la de haber sido partícipes de los acon-
tecimientos. La televisión, en este sentido, jugó un papel
de primer orden que estudios distintos a este intentaron
analizar y explicar.
Más acá de la realidad audiovisual, de los aconteci-
mientos mediáticamente construidos, la «realidad real»
rozaba los límites que la separan de la ficción, cuando no
los traspasaba. Después de sus funerales y su entierro, una
joven se presentó en su casa. No había muerto en los su-
cesos, pero a sus familiares les entregaron un cadáver, con
lo que les ocasionaron dolor y gastos. Ahora se hacía nece-
sario desenterrarlo para identificarlo. La joven viva, ya con
partida de defunción, confrontaría el problema de estar le-
galmente muerta. Asimismo, decenas de víctimas caídas
durante los sucesos fueron enterradas en fosas comunes,
en un lugar del saturado Cementerio General del Sur co-
nocido como La Peste. Un largo y doloroso proceso de ex-
humaciones y nuevos entierros esperaba a los familiares.
Una vez decretado el toque de queda a partir de la seis
de la tarde, Caracas fue militarmente reforzada con jóvenes
soldados traídos del interior del país, quienes no conocían
la ciudad capital. Su nerviosismo era evidente. La orden era
disparar a lo que se moviera. Es curioso que la noche del 28
de febrero, más de cien indigentes y enfermos mentales «es-
caparan» de un albergue situado en la avenida San Martín,
una de las más devastadas por los saqueos. Nadie dio razón
de la suerte de aquel centenar de desgraciados que hallaron
las puertas abiertas para internarse en la noche bajo toque
de queda.
Sucesos de esta naturaleza tienen siempre su ingre-
diente tragicómico. A la confusión general de los primeros
momentos se sumó la frustrada y frustrante aparición en
127
ficción y realidad en el caracazo
televisión del señor ministro del Interior, Alejandro Iza-
guirre. En cadena nacional, se dirigiría al país para informar
sobre el control de la situación por parte del Gobierno. De
pronto el hombre, de unos 70 años para entonces, tarta-
mudeó y se le fueron las palabras. Con el rostro desen-
cajado y a punto de sufrir un desmayo, dio una imagen
patética a los millones de televidentes que esperaban oírlo.
Fue ayudado a salir del foco de las cámaras. No hubo men-
saje del alto cargo del Gobierno. Esto aumentó la incerti-
dumbre y, al día siguiente, solo se hablaba del «patatús»
que le dio al ministro.
Los diputados y senadores pusieron su parte en la tra-
gicomedia. Los fotógrafos los captaron cambiando, apre-
surados, las placas oficiales de sus automóviles por las de
ciudadanos comunes y corrientes. Los representantes del
pueblo temían a la furia de ese pueblo. Los dirigentes em-
presariales y sindicales se reunieron de emergencia para
aprobar un aumento de sueldo a los trabajadores casi sin
discutir. La lucha por ese aumento llevaba meses de nego-
ciaciones y reclamos sin resultados. En el aspecto trágico,
la situación sirvió de marco de impunidad para venganzas
personales o el ajusticiamiento de personas por parte de
los cuerpos policiales.
Las clases en el poder buscaban culpables, en un in-
tento de racionalizar la situación. Algunos explotaron
sentimientos de xenofobia culpando de los saqueos a in-
documentados procedentes de países vecinos o cercanos
(principalmente a colombianos, ecuatorianos, haitianos y
dominicanos). Altos dirigentes del partido de gobierno,
Acción Democrática, denunciaron una subversión de iz-
quierda dirigida por los ya sexagenarios exguerrilleros de
la década de los sesenta. Como siempre, detrás de toda
128
earle herrera
aquella anarquía estaría la figura de Fidel Castro, según
algunos columnistas. Pocos aceptaban la realidad de un
pueblo que estalló cansado de promesas, con los canales de
participación cerrados, sin organismos de mediación ante
los poderes constituidos y con la convicción de que los
verdaderos saqueadores del país eran los políticos.
Todos estos elementos, piezas deformadas de un rom-
pecabezas en el que no encajaban, todo este drama hu-
mano, colectivo e individual, generaron lo que hemos
llamado letras de emergencia. No las del periodismo in-
formativo, objetivo, sino las de aquel que hubo de recurrir
a la literatura para poder plasmar, en toda su dimensión,
las distintas caras de una realidad confusa y compleja.
Y desde la otra acera, la de los literatos que saltaron de
sus mesas para indagar en la calle como reporteros de su
tiempo. Así se cruzaron los roles entre periodistas y lite-
ratos, porque así lo exigía la representación que, mediante
el lenguaje escrito, buscaron hacer de la realidad. Pronto
las páginas del periódico se convirtieron en las hojas del
libro. Las primeras obras que aparecieron sobre el Cara-
cazo se conformaron con textos que habían visto la luz en
la prensa diaria. Pero no cualquier texto, sino aquellos que
por su forma y contenido perdurarían en el tiempo. Los
géneros periodísticos que permiten, más allá de su conte-
nido informativo y documental, trascender la actualidad,
inmediatez y proximidad, son —y en este caso fueron—
el reportaje, la entrevista y la crónica. También, ya en el
campo de la opinión, el articulo y el ensayo breve12.
El escritor y periodista Armando José Sequera se dedicó a recabar
12
los relatos de la gente sobre el Caracazo. Publicó algunos como
crónicas en El Diario de Caracas (14 de marzo de 1989, p. 8), bajo
el título de «Relatos del despelote». Luego, los mismos pasarían
129
ficción y realidad en el caracazo
Del campo periodístico salió El día que bajaron los
cerros (1989), un libro con trabajos de los reporteros del
diario El Nacional, en el que se sigue la secuencia de los
hechos desde el 2 de febrero, día de la toma de posesión
de Carlos Andrés Pérez, hasta el 8 de marzo, esto es, una
semana después de la explosión popular del 27 de febrero
de 1989. El éxito de este libro llevó a sus editores a lanzar
el volumen titulado Cuando la muerte tomó las calles (1990),
escrito también por periodistas pero concebido, ya no
para el periódico, sino directamente como libro, aunque
mediante el uso de géneros periodísticos.
El veterano periodista Francisco Camacho publicó Los
febreros del presidente (1992), un largo reportaje minucio-
samente documentado en el que mezcla la historia me-
nuda de aquellos días con la alta política, y el análisis de las
causas socioeconómicas que provocaron tanto el estallido
popular de 1989 como el intento de golpe de Estado de
1992. Ambos hechos ocurrieron en febrero del año respec-
tivo, de allí el título de la obra. A lo largo de esta, el autor
intercala artículos y crónicas de distintos columnistas con
el fin, según sus palabras, de «enriquecer esta narración pe-
riodística». Se trata, pues, de un reportaje, concebido para
ser editado como libro.
En el campo del ensayo político, el exdirigente del
Movimiento al Socialismo, Enrique Ochoa Antich, en-
trega al público lector Los golpes de febrero (1992), cuyo
contenido está expresado en el subtítulo de la obra: De la
rebelión de los pobres al alzamiento de los militares. Ochoa
a las páginas de su novela La comedia urbana, con el que obtuvo el
Premio Bienal de Literatura Mariano Picón Salas del año 2001.
La realidad nutriría a la ficción y las crónicas periodísticas se
convertían en capítulos de novela.
130
earle herrera
Antich, aparte de su cargo político, ha sido un activo de-
fensor de los derechos humanos. En este libro analiza las
causas profundas que condujeron al estallido popular y,
tres años después, a la rebelión militar que, aunque derro-
tada, lograría el triunfo político de sacar a Carlos Andrés
Pérez del poder.
El profesor de Comunicación Social con estudios
doctorales en Ciencias Sociales, Marcelino Bisbal, com-
piló ensayos y artículos de docentes e investigadores de
la Universidad Central de Venezuela para, desde distintas
ópticas del saber, analizar el Sacudón popular de 1989.
Así armó el libro El estallido de febrero (1989), completado
este con entrevistas a los reporteros gráficos que cubrieron
los sucesos. La leyenda que acompaña el título de la obra
no resultó errada: «Secuencia escrita y gráfica de sucesos
que cambiaron la historia de Venezuela en 1989». Cier-
tamente, a partir del Caracazo la historia contemporánea
del país tomó otro curso.
En el campo de la investigación, los trabajos sobre el
estallido popular de 1989 se sucedían uno tras otro. Solo
que vieron su publicación en revistas especializadas de ins-
tituciones académicas y universidades. O en tesis de grado
todavía inéditas. Merece, sin embargo, mención especial
una investigación que fue publicada como libro. La rea-
lizó el psicólogo y exdecano de la Facultad de Humani-
dades de la Universidad Central de Venezuela, profesor
José María Cadenas. Su título lo dice todo: El 27 de febrero
contado por niños y adolescentes (1995). El impacto que aque-
llos días de saqueos, rebelión popular y represión dejó en el
sector infantil de la población está allí registrado en forma
dramática y conmovedora, incluso en los apartes en que el
lenguaje escrito es sustituido por el estadístico de gráficas
131
ficción y realidad en el caracazo
y cuadros. Revela también el trabajo de Cadenas que ese
27 de febrero, estremeció y motivó la escritura de muchos
profesionales de las distintas disciplinas y ciencias sociales.
A esa motivación no iba a permanecer ajena la litera-
tura, mucho menos en un país de América Latina donde
las letras y la realidad se nutren y se relatan entre sí desde
los tiempos fundacionales de las crónicas de Indias. Así si-
guió siendo en los escritos costumbristas, en la novela de la
tierra, en las expresiones del realismo mágico y, cómo no,
de lo real maravilloso americano de las que ya nos hablara
Alejo Carpentier en El reino de este mundo (1966). Literatura
y realidad se volvieron a nutrir y a condicionarse —o si se
quiere, a influirse— durante los violentos años de la década
1960-1970. Y luego de un período de ensimismamiento li-
terario, el estallido popular de 1989 —el Caracazo— sacó
a los escritores de sus búsquedas formales, estremeció sus
conciencias y reclamó su atención. La historia de estos días,
más allá de las noticias, había que plasmarla y contarla. El
Papel Literario del diario El Nacional (7 de marzo de 1989)
invitó a un grupo de literatos a escribir sobre el suceso en
caliente, interesante experiencia común y corriente en otros
países (sobre todo en Estados Unidos), pero inusual en Ve-
nezuela. Los escritores, a diferencia del periodista, se toman
su tiempo para llevar al lenguaje o a la ficción narrativa los
hechos inmediatos de los que forman parte. Prefieren dis-
tanciarse un tanto de ellos, dejarlos decantarse, para luego
reconstruirlos verbalmente. Sin embargo, en esta opor-
tunidad, la intensidad y lo sorpresivo de aquel fenómeno
social y la forma en que se expandió por todo el país, los im-
pulsó a aceptar la invitación del diario. Lo asumieron como
una responsabilidad social y ofrecieron, literariamente, su
versión (o su visión) de los acontecimientos.
132
earle herrera
Bajo el título común Todavía hay gente que sueña, a
nueve días del Sacudón social, con las garantías suspen-
didas, aparecieron los escritos del novelista Carlos Noguera,
el poeta William Osuna, el cuentista Ángel Gustavo In-
fante, el ensayista Alfredo Chacón, los narradores Marcos
Tarre y Víctor Fuenmayor, y el también poeta Alfredo Silva
Estrada. Los géneros: cuentos breves, poemas, reflexiones,
en fin, literatura de alta factura en un momento en que la
lluvia de noticias e información saturaba el discernimiento.
A través de estos textos, el lector se asomaba a los hechos
por otra ventana. Y quizás, en ellos, captaba la dimensión
humana y el drama menudo de los acontecimientos13.
Otros literatos escribieron sobre aquellos días, pero más
como columnistas que en función de la creación literaria.
Sin embargo, un narrador polémico, controversial, ator-
mentado, andaba por las calles observando lo que ocurría
y anotando en su cuaderno. Era el escritor Argenis Rodrí-
guez. Él nos entregaría la primera —y hasta ahora única—
novela del Caracazo, con el lacónico título de Febrero (1990).
Entre los libros publicados sobre la violencia antes, durante y
13
después del Caracazo, incluimos dos de nuestra autoría: Caracas
9 mm. Valle de balas (1990) y A 19 pulgadas de la eternidad (1990).
Este último toma el título de una crónica nuestra publicada en el
diario El Nacional, en la que se relata un hecho real con recursos
de la ficción (el cuento).
133
CAPÍTULO VI
LITERATURA EN EL PERIODISMO,
PERIODISMO EN LA LITERATURA
Los cruentos sucesos del 27 de febrero de 1989 recibieron
distintos tratamientos en los medios impresos de comu-
nicación. En la mayoría prevaleció lo informativo, el dar
a conocer de acuerdo con los cánones de la «objetividad»
periodística.
La noticia, el reportaje y la entrevista, despojados de
elementos opináticos y sin más pretensiones lingüísticas que
las que manda el buen decir y escribir, fueron los géneros
empleados por los periodistas para informar de los acon-
tecimientos. Sin embargo, la dimensión de los hechos, su
dramatismo, interés humano y, en algunos casos, inverosi-
militud, no solo impactaron la sensibilidad de los profesio-
nales de la prensa sino que hicieron estrechos los esquemas,
normas y estructuras expresivas del periodismo objetivista.
El informe escueto de lo que ocurría parecía decirles que
estaban escamoteando la realidad a los lectores. La repre-
sentación de esta exigía mirar más allá de las fronteras del
periodismo informativo. Si la realidad, en muchos casos,
rozaba o superaba la ficción, aquella solo podía expresarse
con los recursos de esta, vale decir, de la literatura.
No se trataba de inventar nuevos géneros periodís-
ticos, sino de enriquecer los existentes con los aportes de la
135
ficción y realidad en el caracazo
literatura, en función de una representación más fiel de la
realidad y de la comunicación del drama humano más allá
de lo factual. La necesidad de expresión del periodista, en
aquellos momentos, trascendía lo puramente informativo.
La pirámide invertida, con su lead, cuerpo y cola, resultaba
insuficiente como esquema y estructura. Los contenidos
vertidos en esta se resolvían en un mensaje plano sobre una
realidad compleja. La literatura y el periodismo, como en
otros espacios en tiempos de crisis, volvían a encontrarse.
Periodistas y literatos buscaban, en una u otra disciplina,
los recursos que les permitieran expresarse y comunicarse.
En épocas difíciles y confusas, los hitos fronterizos no de-
tienen a nadie. Ya la preceptiva, pasados los días críticos,
se encargará de restaurar los linderos.
En la acera de enfrente —que no enfrentados— es-
taban los literatos; novelistas, cuentistas y poetas que no
escriben para la edición de mañana ni con la premura y
presión del tiempo a sus espaldas. Sus lectores no los es-
peran al día siguiente y trascender con sus palabras lo
temporal es la aspiración de todo creador. La poste-
ridad, reservada a pocos elegidos, es el límite. En todo
caso, el escritor busca distanciarse cuando su motivación
nace de hechos reales o históricos. Ya los vio de cerca —o
los vivió— y quiere ampliar su perspectiva, escrutar su
interior, descubrir sus zonas ocultas, ver el bosque pero
también el árbol. Su objetivo —y su afán— no es dar la
noticia de algo, sino crear ese algo, en menor caso, re-
crearlo, en el sentido de volverlo a crear, en una dimen-
sión que no es otra que la del arte. Si en el periodismo la
realidad dicta los textos, en la literatura la imaginación y
el talento creador hacen la realidad. Una realidad posible
que trasciende a la real.
136
Si la conmoción social del Caracazo llevó a los pe-
riodistas a buscar en la literatura recursos para expresarla,
asimismo su impacto en la conciencia y el espíritu de los
literatos despertó en estos la necesidad de aprehender esa
realidad y plasmarla —¿dominarla, trascenderla?— de la
mejor y más auténtica manera en que saben hacerlo: la es-
critura, la representación literaria. Un acontecimiento
inmediato, actual, acicateaba el espíritu creador por su di-
mensión histórica y social, su dramatismo, sus efectos en la
psiquis colectiva e individual. Los literatos, como los perio-
distas pero a su manera, sintieron la necesidad de «cubrir
los acontecimientos». En este sentido, luego de la obser-
vación, había que investigar los hechos, informarse sobre
ellos, seguirles la pista, un rol eminentemente reporteril.
Luego, al narrarlos, se tenía que comunicar el referente, en
este caso, lo que sucedió; en una palabra, informar. El li-
terato, así, entró en aguas periodísticas, no importa que las
haya recogido en molde de novela, cuento o poesía.
De la lectura de los trabajos publicados entre el 27 de
febrero y el 30 de marzo de 1989, en tres importantes dia-
rios nacionales —El Nacional, El Universal y El Diario de
Caracas— seleccionamos seis textos periodísticos sobre la
explosión popular que recibió el nombre del Caracazo.
Agregamos la crónica del columnista y dramaturgo José
Ignacio Cabrujas, incluida en el libro El día que bajaron
los cerros. La muestra obedece a una lectura selectiva que
nos permitió detectar y precisar rasgos y elementos lite-
rarios que enriquecieron la expresión y comunicación pe-
riodísticas como representación de la realidad. El lapso
establecido para la selección —treinta y dos días— obe-
deció al criterio de analizar la aplicación de recursos li-
terarios en la difusión de acontecimientos de actualidad,
137
ficción y realidad en el caracazo
que estaban ocurriendo cuando se escribía sobre ellos, del
que los periodistas eran actores y testigos. Es más común,
obviamente, que la literatura se haga presente en el tra-
bajo periodístico cuando los hechos sobre los que trata
se han distanciado en el tiempo. Entonces se hace más
fácil, y hasta necesario, el cuidado y ornato de la forma y
la búsqueda estructural que le insufle interés a los relatos.
Cuando esto ocurre en el tratamiento de sucesos inme-
diatos, es porque los mismos han conmovido al periodista
y el lenguaje objetivista que le exige su profesión y oficio
no le basta para expresarse y comunicar todo lo que desea.
Un acontecimiento de esta naturaleza fue el Caracazo y en
la prensa diaria hallamos varios textos que seleccionamos
para su análisis.
Los trabajos periodísticos seleccionados son los si-
guientes:
título autor género
Vivir entre balas Elizabeth Araujo Reportaje
Yo, saqueador Fabricio Ojeda Reportaje
Noche de terror en el 23
de Enero Régulo Párraga Crónica
Calma tensa Armando J. Sequera Crónica
Testamento de Judas Jesús Rosas Marcano Crónica/
Sátira
Fin de mundo José Ignacio Cabrujas Crónica
138
earle herrera
En el análisis de cada uno de los textos citados que
haremos en el capítulo siguiente, desarrollamos los plan-
teamientos teóricos que les dan soporte. Sin embargo, es
necesario adelantar algunas precisiones conceptuales sobre
los géneros periodísticos objeto de nuestro estudio. Esto
es así porque la bibliografía es amplia y las definiciones
disímiles. Entre autores de distintos países y, a veces, de
un mismo país, solemos encontrar concepciones y criterios
diferentes con respecto a una misma categoría periodís-
tica. Como en la selección trabajaremos con el reportaje y
la crónica, se hace obligatoria la aproximación conceptual
con respecto a estos géneros.
EL REPORTAJE
A ningún género periodístico le han nacido, surgido, co-
locado o impuesto tantos apellidos —calificativos o clasi-
ficaciones— como al reportaje. Este hecho no desdice del
mismo, antes bien, lo enaltece. Desde su consolidación en
la industrialización de la prensa y a lo largo de su evolución,
el reportaje no solo se renueva para responder a los nuevos
tiempos, a la necesidad de información integral de la so-
ciedad y a las exigencias de los nuevos lectores, sino que
invade áreas —en el sentido positivo de la expresión— de
otras disciplinas; la forma y estructura del género atraen a
cultores de otros campos del saber y del quehacer cientí-
fico y humanístico, por la flexibilidad y prontitud con que
permite la comunicación con los lectores del mundo mo-
derno. El manual, el tratado o la monografía resultan más
enjundiosos pero más lentos y, también, dirigidos a un
público más reducido y especializado.
139
ficción y realidad en el caracazo
De acuerdo con los fines y características que en él
prevalezcan, hoy se habla de reportaje-ensayo, reportaje-
novela, reportaje histórico, reportaje interpretativo, repor
taje investigativo y, obviamente, punto de partida, reportaje
informativo. Esta variedad del género, manifestación de
eficacia como forma y procedimiento comunicativo, es tam-
bién causa de las múltiples definiciones que sobre el mismo
se dan y existen. Ya varios autores se han encargado de
hacer el inventario de las diversas definiciones, encontradas
u opuestas, de esta categoría periodística, entre otros el ve-
nezolano Eleazar Díaz Rangel (1978) y el cubano José Be-
nítez (1971). Esto nos releva de tener que volver sobre las
mismas. En un viejo libro de nuestra autoría apuntábamos:
Concebimos a este género periodístico como la relación
integral de un hecho o acontecimiento, luego de ser in-
vestigado, analizado e interpretado rigurosa y exhaus-
tivamente, ubicándolo en una perspectiva que permita
comprender el todo y las partes y su interrelación, así
como sus causas y consecuencias1.
Entonces nos referíamos al reportaje interpretativo, en
el que la contextualización histórico-social de los hechos
relatados es requisito imprescindible. Hay un aspecto del
género que tiene que ver con el periodista mismo, desde
que investiga los hechos hasta que se sienta a redactar con
el propósito de comunicar y, por ello, de ser leído. En este
sentido —con el doctor Núñez— consideramos apropiada,
1
Earle Herrera, El reportaje, el ensayo, El Dorado, Caracas, 1991,
p. 40.
140
earle herrera
a los fines de este trabajo, la exposición de Lorenzo Gomis
en cuanto al trabajo, en todas sus partes, del periodista:
El reportero se acerca al lugar de los hechos, a sus au-
tores, a sus testigos, pregunta, acopia datos, los rela-
ciona, y después todo esto lo acerca al lector u oyente,
con los recursos de la literatura y la libertad de un texto
firmado, para que el público vea, sienta y entienda lo que
ocurrió, lo que piensan y sienten los protagonistas, tes-
tigos o víctimas, y se haga cargo de lo que fue el hecho
en su ambiente2.
El reportero busca, por virtud del lenguaje, que el
lector viva y sienta el hecho que se le narra. No se trata
solo de informarlo —de lo que se ocupa la noticia— sino
de transportarlo, literariamente hablando, al lugar de los
hechos, a su ambiente, a su atmósfera. Para ello, expresa
Gomis, ha de recurrir y valerse de los recursos de la lite-
ratura. Esta es la concepción del reportaje que anima a los
periodistas cuyos textos analizamos en este trabajo. Bajo
estas premisas fueron seleccionados. Hemos de anotar que
no buscamos lo que algunos autores denominan reportaje
literario, aquel «en que los literatos comunicaban literaria-
mente a sus lectores lo que sucedía en el mundo», según
Daniel Samper Pizano3, quien ironiza las «ínfulas litera-
rias» y la «redacción engolada» que movía a estos autores.
Nada de eso. Los reportajes aquí seleccionados fueron es-
critos por reporteros, periodistas profesionales a quienes
2
Lorenzo Gomis, El medio media: la función política de la prensa,
Seminario y Ediciones, Madrid, 1974, p. 51.
3
Daniel Samper Pizano, Antología de grandes reportajes colombianos,
Aguilar, Bogotá, 2001, p. 13.
141
ficción y realidad en el caracazo
tocó cubrir un acontecimiento histórico y cruento, y escri-
bieron sobre la marcha. Solo que al hacerlo desde el ojo del
huracán, conmovidos y víctimas también de los sucesos,
hubieron de recurrir a la literatura para transmitir no solo
la información, sino también sus vivencias. Como lo se-
ñala Lorenzo Gemis, querían que el lector viviera y sin-
tiera lo que le narraban, respirara su atmósfera, mirara a
los ojos de las víctimas por arte del lenguaje. Las normas
de la objetividad periodística les quedarían estrechas y,
entonces, se armaron con los recursos de la literatura. Así,
por vía y virtud del reportaje, reconstruyeron el Caracazo,
recrearon la realidad de aquellos días violentos.
LA CRÓNICA
La crónica hunde sus raíces en los tiempos inmemoriales
de la tradición oral, cuando el hombre se reunía en torno
al fuego a escuchar historias y leyendas que contaban los
más viejos y sabios. Así nacieron los mitos. Siglos después,
desde las más remotas formas de escritura, fue la primera
manera de historiar, de contar los sucesos y plasmar el pa-
sado. Eran las incipientes expresiones de dos disciplinas
que con el tiempo se denominarían historia y periodismo.
Una tercera, la literatura, también nutriría las aguas de la
crónica, al enriquecer su forma para no solo contar, sino
también cantar los hechos y acontecimientos, el transcurrir
de la vida.
A la América Latina, la crónica llega con las carabelas
de Cristóbal Colón y los argonautas que lo sucedieron.
Siempre se registra que los conquistadores arribaron con
la cruz y la espada y poco se menciona la pluma. Sin esta,
142
earle herrera
poco supiéramos de las otras armas y de la prodigiosa aven-
tura de aquellos hombres. Cierto, los primeros europeos
que se lanzaron tras los pasos de Colón en busca de El Do-
rado, no lo hicieron con el fin de escribir nada. Pero se hi-
cieron escritores a la fuerza, fueran soldados, misioneros
o ambas cosas a la vez. El impacto que en ellos causó lo
desconocido, un mundo sin nombre, una naturaleza in-
dómita, una fauna y flora esplendorosas e imponentes, en
fin, todo eso que Alejo Carpentier (1966) denominó lo
real-maravilloso americano, los deslumbró y conmovió y,
al afán de conquista se unió la profunda necesidad de re-
gistrar y contar todo lo que sus ojos, heridos por una nueva
realidad, veían. Así nacieron las primeras crónicas de In-
dias, en una escritura tosca si se quiere —repito, eran sol-
dados los que escribían, no literatos—, pero que tuvieron
la virtud de nombrar lo nuevo, de bautizar lo desconocido.
De inaugurar en América, para decirlo con Neruda4, el
número, el nombre, la línea y la estructura.
Una vez asentados en América los capitanes de la
Conquista, la Corona española necesitaba tener infor-
mación fidedigna de la extensión de sus dominios y de lo
que aquí hacían sus súbditos. Información es poder, se ha
dicho. Esto es válido hoy en el siglo XXI, como también lo
fue ayer. De allí que, en 1571, Felipe II creara el cargo de
cronista mayor de las Indias. Al respecto, el historiador
y escritor venezolano Guillermo Morón escribe:
El objeto político era de meridiana claridad: conocer
bien los pueblos que se gobiernan. El cronista servía al
4
Pablo Neruda, Canto general, Biblioteca Ayacucho, Caracas,
1976, p. 57.
143
ficción y realidad en el caracazo
Estado de la mejor manera posible: sin el conocimiento
de los hechos históricos «con la mayor precisión y verdad
que se pueda», ni el Consejo de Indias, ni el rey, po-
dían gobernar adecuadamente. El cronista mayor debía
ser hombre de cultura, buen escritor, de vida honrada
en público y en privado, porque se trata de responsabi-
lidad alta y noble. Ordenó el rey a sus ministros entregar
los documentos al cronista, para que pudiera ejercer su
oficio. Y para darle capacidad de acción, dotó el cargo
con cien mil maravedíes. Y también ordenó: averiguar
«lo que en aquellas partes oviere acaecido», «hacer y
compilar la historia general, moral y particular de los
hechos o cosas memorables», escribir «bien y fielmente»,
«de modo que salga muy cierta» esa historia5.
Esta cita in extenso revela que el cronista oficial de In-
dias tenía la responsabilidad de averiguar lo que hubiera
sucedido en América, compilar la historia general y la par-
ticular de «los hechos y cosas memorables», y escribirlas
«bien y fielmente». Por ello, los americanos tenemos en el
cronista de Indias a nuestro primer historiador y a nuestro
primer periodista. Y también, en lengua distinta a las abo-
rígenes, a nuestro primer fabulador. Tres siglos de vida
colonial traerían otras formas de escritura. Llegarían los
periódicos, los libros y, con la guerra de Independencia,
un periodismo combativo y doctrinario. Las nuevas repú-
blicas albergarían un género, también herencia española,
que sería el punto de partida de la literatura nativista, de
la tierra: la crónica costumbrista.
Guillermo Morón, «Sobre el cronista y su oficio», en: El Nacional,
5
Caracas, 2 de diciembre de 1984, p. A-4.
144
earle herrera
Hemos dado este breve paseo histórico para poder en-
tender la naturaleza diversa de la crónica; género híbrido
la han llamado algunos autores, con raíces que desde anti-
guos tiempos se expanden por la historia, la literatura y el
periodismo. La huella de esa herencia la sigue signando.
Hoy día nos permite relatar hechos de actualidad, recrear
la realidad, pero desde la perspectiva del autor: el sello de
su personalidad literaria siempre estará allí6, en esa forma
de decir las cosas que llamamos estilo. Y el estilo —repi-
tamos con Buffon— es el hombre.
«Historia en que se observa el orden de los tiempos», es
la definición que nos entrega el Diccionario de la Real Aca-
demia. Ese orden de los tiempos viene de la etimología de
la palabra crónica, que procede del latín chronica, y esta del
griego kronos, tiempo. Y así fueron las primeras crónicas,
narraciones y relatos lineales en los que todo empezaba por
el principio. La evolución del género cambió, invirtió, sub-
virtió ese precepto. La influencia de la literatura y su yux-
taposición de los planos temporales; del cine y sus técnicas
de montaje, afectaron la concepción del género y su elabo-
ración; su forma y estructura. Todo en función no solo de
contar, sino de cómo se cuenta. El cronista busca recrear
la realidad, hacer la representación, la puesta en escena de
los acontecimientos, colocar al lector frente a lo que él vio
y vivió, hacerlo sentirse en el lugar y ambiente donde ocu-
rrieron las cosas. Contar no basta. Es necesario hacerlo con
gracia y encantamiento y aquí, entra en acción la literatura.
Carlos Monsiváis, ensayista y cronista mexicano de
obra imprescindible, considera al cronista «maestro del
J. L. Martínez Alberto, Redacción periodística: los estilos y los géneros
6
en la prensa escrita, A. T. E., Barcelona (Esp.), 1974, p. 123.
145
ficción y realidad en el caracazo
arte de recrear literariamente la actualidad»7. La recreación
estética de los hechos actuales exige el concurso de la litera-
tura y el periodismo, y entre estas dos disciplinas se mueve
la crónica. Por su parte, González de la Mora, citado por
Cuenca, distingue que «si la jurisdicción del artículo es la
abstracción, la de la crónica es lo sensible y concreto. El
cronista pinta, describe: su mundo no es un sistema, sino
un paisaje: no una doctrina, sino una historia»8.
Esta concepción de la crónica como pintura del paisaje
social y relato de los hechos que en él acontecen, expuesta
por González de la Mora, así como la recreación literaria
de la actualidad que Monsiváis destaca en el oficio del cro-
nista, son las coordenadas teóricas y conceptuales bajo las
cuales hemos seleccionado y analizado las crónicas sobre
el Caracazo incluidas en este trabajo.
LOS GÉNEROS LITERARIOS FRENTE
AL CARACAZO
En el capítulo XI de esta investigación, se hace el análisis
de los textos literarios que sobre el Caracazo escribieron
varios autores venezolanos. Es la visión de creadores y ofi-
ciantes de la ficción —novelistas, cuentistas, poetas— de
un acontecimiento real, concreto, histórico, del que fueron
actores y testigos. Ese día, todos los venezolanos fuimos
protagonistas, activos o pasivos. La literatura, entonces,
entró en las aguas del periodismo para indagar, plasmar
7
Carlos Monsiváis, A ustedes les consta, Era, México D. F., 1987,
p. 39.
8
Humberto Cuenca, Imagen literaria del periodismo, Ed. Cultura
Venezolana, Caracas, 1980, p. 40.
146
earle herrera
y comunicar unos sucesos de actualidad. Otra vez la vio-
lencia motivaba la vena creadora de los literatos. La anar-
quía general, el drama colectivo o individual, la represión
desatada y, en ese contexto, el sueño de muchos excluidos
de tener algo por unos minutos u horas, la vida y la muerte
en juego por un televisor o un par de zapatos, confor-
maban un teatro del absurdo que no pasaría desapercibido
para la literatura ni dejaría indiferente la sensibilidad crea-
tiva de los escritores. Analizar los textos que salieron de
esos días violentos e insólitos es nuestro propósito.
De la literatura, seleccionamos los siguientes trabajos:
autor título género
Carlos Noguera «27-F: Su gran debut» Relato
Ángel Gustavo Infante s/t Relato
Marcos Tarre Briceño s/t Relato
Argenis Rodríguez Febrero Novela
William Osuna «De donde se avisa Poema
que las cosas están
muy malas»
Los tres primeros son relatos breves o microcuentos,
publicados en el Papel Literario de El Nacional, a una se-
mana del Caracazo, cuando todavía no habían cesado las
escaramuzas. Aparecieron bajo el título genérico de «To-
davía hay gente que sueña», y cada escritor entregó su fic-
ción sobre la realidad. O su realidad posible sobre lo que
hubiera deseado fuese ficción. A lo largo de cada análisis
147
ficción y realidad en el caracazo
exponemos los fundamentos teóricos del género denomi-
nado microcuento, lo que nos releva de hacerlo aquí. Ar-
genis Rodríguez escribió la única novela con el Caracazo
como referente, bajo el título de Febrero, mes en el que
ocurrió el estallido popular. Por su parte, William Osuna,
quien ha construido toda una poética urbana en torno a su
ciudad, Caracas, escribió el poema «De donde se avisa que
las cosas están muy malas», publicado primero en el Papel
Literario de El Nacional y luego incluido en su libro Anto-
logía de la mala calle.
En los trabajos periodísticos señalados al principio,
empleamos técnicas del análisis literario con el fin de de-
tectar los recursos de que se valieron los periodistas para in-
suflarle vida a sus crónicas y reportajes en la reconstrucción
de los acontecimientos. Por vía contraria, frente a la novela,
los relatos breves y la poesía que escribieron los literatos
con el Caracazo como motivación y referente, acudimos
a la teoría periodística en la búsqueda de las técnicas a las
que recurrieron los escritores para abordar literariamente
unos hechos de inmediata actualidad. Es lo que vamos
a hacer en los capítulos siguientes de esta parte del trabajo.
Cerraremos con la opinión de los autores —periodistas y
escritores— sobre sus motivaciones a la hora de escribir
acerca de aquellos días cruentos. La entrevista en profun-
didad nos permitió conocer este aspecto de la creación y la
escritura que el análisis de los géneros no nos revela.
148
CAPÍTULO VII
EL CARACAZO DESDE EL PERIODISMO
ANÁLISIS DE LOS TEXTOS PUBLICADOS
A continuación, revisaremos —con ojo crítico y analítico—
los trabajos periodísticos seleccionados sobre el 27 de febrero de
1989. En estos textos, columnistas y reporteros toman recursos
de la literatura para plasmar su visión de aquellos aconteci-
mientos violentos. El periodismo, en este sentido, se enriquece en
su forma, sin de ninguna manera alterar la versión realista de
los hechos. Penetremos en ese mundo en el que la literatura y el
quehacer periodístico se entrelazan para contarnos la realidad.
149
VIVIR ENTRE BALAS
(Reportaje)
elizabeth araujo
La periodista Elizabeth Araujo, una semana después de
los cruentos hechos que sacudieron a Caracas y otras ciu-
dades venezolanas, se metió en la populosa parroquia 23
de Enero, situada al oeste de la capital. Quería que los
propios habitantes reconstruyeran sus vivencias y visiones
del Caracazo. Luego, los testimonios orales recogidos en
su grabador los llevaría al lenguaje escrito y sería el repor-
taje el género que le permitiría plasmar la versión primera
de los protagonistas y víctimas, antes de que el tiempo
y los intereses de cada quien (políticos, instituciones,
gobierno) desvirtuaran lo que realmente ocurrió.
El miedo todavía permanecía en los rostros. El olor de
la muerte y la pólvora impregnaba la atmósfera. Las paredes
perforadas como coladeros por las descargas de fusilería ha-
blaban por sí solas. La parroquia hacía esfuerzos por retornar
a la normalidad, a su día a día, a la rutina de un conglome-
rado de proletarios, trabajadores informales y desempleados.
En ese ambiente tenso, la periodista fue a registrar
el Caracazo desde la óptica y el sobresalto de quienes
lo vivieron y sufrieron intensamente. No había habido
tiempo para que nadie se inventara historias, anécdotas
y hazañas. Las condiciones imponían la sinceridad en las
declaraciones. Después, mucho después, llegaría la tele-
visión para montar sus talk shows y hacer de la realidad un
151
ficción y realidad en el caracazo
espectáculo. Consciente de que así sería, Araujo se adelantó
para que sus reportajes quedaran como un registro sin
maquillaje de los hechos.
La parroquia 23 de Enero, motivo del reportaje y, po-
líticamente, la más emblemática de Caracas, está confor-
mada por enormes edificios multifamiliares que reciben
el nombre de superbloques. Erigidos en la década del cin-
cuenta, fueron la solución que la dictadura del general
Marcos Pérez Jiménez encontró y ofreció al déficit habi-
tacional en la capital y al proceso de «ranchificación» de la
ciudad. El gobierno militar se propuso eso, acabar con los
ranchos, y para ello inició la construcción de superbloques
destinados a las familias proletarias y de menores recursos.
La urbanización objeto del reportaje de Araujo fue
bautizada con el nombre 2 de Diciembre, día en que la in-
auguró la dictadura. El papel de sus habitantes en el movi-
miento cívico-militar que derrocaría al gobierno de facto, el
23 de enero de 1958, llevó a su cambio de nombre. Ubicada
a pocas cuadras del palacio presidencial de Miraflores, el
papel de su gente fue protagónico en las jornadas que pro-
vocaron la caída y huida del país de Marcos Pérez Jiménez,
último dictador del siglo XX venezolano. Desde entonces,
esta parroquia altamente politizada ha sido viva expresión
no solo de las luchas políticas del país, sino también de los
problemas sociales que aquejan a la ciudad capital.
Durante los violentos años sesenta, década de guerra de
guerrillas, el 23 de Enero sería una de las parroquias más
combativas y, por ello, blanco permanente de la represión,
donde pagarían justos por pecadores. A la situación se su-
marían los problemas sociales, agravados por el colapso
de los servicios públicos en una urbanización populosa
conformada por grandes superbloques. La delincuencia
152
earle herrera
común también hallaría en ella el sitio ideal para burlar y
enfrentar a las fuerzas policiales. La parroquia 23 de Enero
sería estigmatizada como sinónimo de violencia, aunque en
ella se desarrollaba uno de los más pujantes movimientos
de la cultura popular en la capital. A toda esta complejidad,
las fuerzas del orden público no han sabido responder sino
con represión. Los grupos culturales entran en las largas
listas de los sospechosos. Cuando estalló el Caracazo, el
23 de Enero pagaría bien cara su fama. En verdad, no es
una parroquia ni más ni menos violenta que otros sectores
populares de la capital.
El título del reportaje, «Vivir entre balas», resume lo
que ocurrió en la parroquia durante los días siguientes al
Caracazo, el cerco militar al que estuvo sometida, las ba-
laceras a cualquier hora del día y de la noche. Pero tam-
bién en tiempos normales, ese título hubiera encajado
a cualquier trabajo periodístico sobre este sector popular u
otras zonas de Caracas donde la violencia ha sentado sus
reales. Violencia tanto de la delincuencia común como de
las fuerzas represivas del Estado.
Con el Caracazo, esta realidad cotidiana se intensificó,
alcanzó niveles de alarma en una población a la que no la
alarmaban las balaceras y sumió a la urbanización en una
suerte de estado de guerra. En ello incidió, sin duda, la inter-
vención del Ejército, con armas de guerra, tanques y tropas
no preparadas para enfrentar problemas de orden público.
EL MIEDO, EL HUMOR
Más que el registro de bajas y daños materiales, propio de
lo partes de guerra, Araujo fue a conocer cómo vivieron los
153
ficción y realidad en el caracazo
parroquianos aquellos días cruentos. Encabeza su repor-
taje destacando el instinto de sobrevivencia que han desa-
rrollado los niños de los superbloques, su capacidad para
reaccionar de inmediato al tronar de los fusiles y buscar
un lugar seguro —algún rincón en la oscuridad— donde
guarecerse mientras duran las ráfagas. Será al día siguiente
cuando se darán cuenta de que durmieron en el suelo. La
infancia de estos pequeños es distinta a la de otros niños
de sectores más prósperos porque los habitantes del 23 de
Enero «están condenados a soportar como una maldición
la batalla de la pobreza»1.
La imagen que construye la periodista nos revela que el
Caracazo fue particularmente violento en esta zona, con el
ensañamiento de la fuerza pública, producto del temor po-
licial a la peligrosidad de la parroquia, del resentimiento por
la combatividad de sus habitantes y, también, a la fama del
23 de Enero, en parte bien fundada y en parte creada por
los medios. Pero sobre todo, devela el fondo del problema,
la verdadera lucha que se libra allí día a día, que no es otra
que «la batalla de la pobreza». Causa y raíz de la conflicti-
vidad social y pólvora del estallido popular que sacudió los
cimientos de cuarenta años de democracia representativa.
Luego de esta introducción, Araujo divide su repor-
taje en tres partes, distinguidas con un intertítulo cada
una: «Morir en calma», «Donald el francotirador» y «Del
Zulia a la muerte». Es el cuerpo del reportaje, a lo largo
del cual recoge historias individuales o del colectivo con-
tadas por los vecinos, con los giros y gracejos de la jerga
popular. Este recurso permite al lector conocer cómo la gente
1
Elizabeth Araujo, «Vivir entre balas», en: El Nacional, Caracas,
15 de marzo de 1989, p. 81.
154
earle herrera
vivió aquellos días y, luego, cómo los recuerda y asume.
El miedo, el dolor, la muerte son vividos, enfrentados o
superados mediante el expediente del humor, a veces festivo,
en ocasión negro. La guasa y la burla frente a realidades
terribles salen a flote para retratar una forma de ser y de
asumir la vida del venezolano, rasgos que son comunes a
los pueblos latinoamericanos y caribeños. La vida no se
toma en serio porque es demasiado seria.
Llanto y risa, dolor y humor, en una mezcla de senti-
mientos y reacciones que la periodista capta y plasma en
su texto:
Un vaho de tristeza ronda tras la risa y comentarios li-
geros, en pasillos y escaleras de los bloques 1 y 2. Digá-
moslo, como Kundera, que si la risa es la forma, el dolor
es su contenido2.
Esta cita culta, de un autiir como Milan Kundera, no
es pedantería intelectual. Le da la razón a Van Dijk (1995),
al establecer la relación que en el análisis del discurso tienen
el texto y el contexto. En este sentido, cabe recordar que
Araujo escribe para El Nacional de Caracas, un periódico
cuyo público está conformado mayoritariamente por la
clase media profesional, intelectuales y académicos. Kun-
dera no les será extraño. Y permite, en pocas palabras, re-
sumir lo que la periodista quiere transmitir a sus lectores.
Luego, sus palabras redondean la cita:
Para soportar tantos infortunios, los más jóvenes erigen
barricadas de humor [subrayado nuestro]. Se burlan de sus
Ibid., p. 82.
2
155
ficción y realidad en el caracazo
franelas rotas y explican «es un tiro de Fal, chamo»; otros
reclaman con aparente decepción «noooo, ¿no te ma-
taron?» y así hasta que nos topamos de frente con el con-
tenido, el fondo del mismo donde mora la desgracia3.
«Barricadas de humor» es una imagen construida con
la figura retórica de la paradoja, mediante el enlace de dos
palabras de significados contrapuestos. Un término bélico
—barricadas— y otro festivo, celebratorio —humor— se
funden para dar origen, como imagen literaria, a la repre-
sentación de una realidad en que el humor deviene meca-
nismo de defensa, de sobrevivencia, en escudo de vida. Es
la risa que sucede al susto, al miedo, a la muerte esquivada.
La periodista logra mediante este recurso colocar al lector
frente a una realidad inquietante, en la que el humor de la
gente se desliza por un limbo en el que la risa siempre está
a punto de trocarse en mueca, en rictus.
La desproporción misma de algunos hechos, pasado el
susto, se recuerda como actos cómicos que ocurrieron en los
límites de la tragedia. Es el caso del poeta que al mostrar
a la policía un libro de poesía como su única arma recibe un
tiro en el pie. Los gendarmes pensaron que el muchacho se
quería burlar de ellos y al joven bardo, por poco, la poesía
le resulta fatal. Los días que se vivían no eran precisamente
líricos. Otro caso en la frontera del absurdo es el acribi-
llamiento de una piñata con forma de Pato Donald, a la
que los soldados tomaron por un francotirador y no cesaron
de disparar hasta que el personaje de la famosa comiquita
«cayera desangrándose de caramelos y juguetes»4.
3
Idem.
4
Id.
156
earle herrera
La reportera Elizabeth Araujo intercala estos hechos
tragicómicos en el testimonio de dolor y muerte de sus
entrevistados, con lo que nos brinda una imagen de la
confusión, lo absurdo y disparatado de aquellos días que
conmovieron a Caracas. El reportaje no es un reflejo de los
hechos sino su representación a través del lenguaje escrito,
si se quiere, su puesta en escena.
Aquí el texto periodístico, sin que la autora se trace
pretensiones antropológicas, plasma la forma de ser del
venezolano pobre, su valores culturales, la manera en que
asume la vida y enfrenta y convive con la violencia, no solo
la coyuntural del Caracazo sino la cotidiana, la urbana,
esa que marca su conducta del día a día y da origen a un
modo de convivencia y sobrevivencia que se expresa hasta
en el lenguaje y su jerga, su caló.
—Chama, esto es un cría fama y acuéstate a ver tele-
visión. Mira lo que pasó con Alirio, que lo mataron
malamente5.
—Porque han hecho de esta parroquia un campo de
batalla, uno aquí está anotado para morir…6.
Mediante el reportaje, género de géneros, el cara-
queño que vivió y sufrió el Caracazo lo vio también plas-
mado en las páginas de la prensa, convertido en material
hemerográfico, en fuente de la historia que se estaba ha-
ciendo y que se estudiará mañana. La intensidad de aque-
llos sucesos, su profundo dramatismo, solo podían ser
5
Id.
6
Ibid., p. 83.
157
ficción y realidad en el caracazo
expresados, en lenguaje escrito, gracias al manejo y uso de
recursos retóricos y literarios que permitieran captar y ex-
presar la vida y sus hechos, los sentimientos y el entorno
histórico-social en que se desplegaban. Es la virtud que
destaca en la avezada periodista que es Elizabeth Araujo.
Ella salió en busca de las víctimas, de sus familiares y fue
reconstruyendo, así, los acontecimientos. En la lectura
de lo que le pasó a los otros, el lector vio en su real dimen-
sión lo que le pasó personalmente a él. El reportaje am-
plió nuestro horizonte de unos hechos y nos aproximó a la
dimensión de un fenómeno de explosión social que desde
nuestra única e íngrima perspectiva no estábamos en
capacidad de captar en toda su extensión e intensidad.
Araujo escribió varios trabajos para el diario El Na-
cional. Hemos analizado uno de ellos porque los demás
se inscriben en la misma línea de investigación periodís-
tica. Mediante la narración, la descripción, el diálogo y la
reflexión interpretativa, la periodista lleva al lenguaje es-
crito una realidad fulgurante, vertiginosa, compleja, a la
que la oralidad solo alcanzaba a rozar y, sin duda, a distor-
sionar. Gracias a esta reportera entramos en contacto con
víctimas y protagonistas que «hablan, comentan, denun-
cian y luego rompen a reír como los niños. Porque reír es
necesario para seguir viviendo»7.
7
Idem.
158
YO, SAQUEADOR
(Reportaje)
fabricio ojeda
Fabricio Ojeda, para la fecha de los sucesos que nos
ocupan, era un joven pero ya curtido periodista que había
destacado por sus reportajes tanto políticos como de corte
popular. Trabajaba entonces para el diario El Nacional
y vivió intensamente, en lo profesional, los días del Cara-
cazo, entre el entusiasmo reporteril de una situación ex-
cepcional, las restricciones del toque de queda y los riesgos
que entrañaba aventurarse por las calles aquellos días de
saqueo y fuego cruzado. Muchos de sus trabajos —cró-
nicas, reportajes, entrevistas— respetaron los cánones del
periodismo convencional, pero también, en algunos casos,
hubo de recurrir a procedimientos menos ortodoxos, di-
gamos más literarios, para que sus historias resultaran tan
vivas como la realidad que narraban. Dicho de otra ma-
nera, comprendió que la distancia más corta para plasmar
esa realidad era la ficción.
Entiéndase: no hacer ficción, sino usar los recursos
de esta para expresar en palabras los acontecimientos.
Y todavía no sabemos si por aquellos cruentos días hubo
alguna ficción que no resultara pálida frente a los hechos.
«Yo, saqueador». Con este título, reminiscencia y pa-
ráfrasis del religioso «Yo, pecador», publicó un reportaje
en primera persona. Esta definición sería la más simple,
y por lo mismo, la más inexacta. Ojeda reconstruye los
159
ficción y realidad en el caracazo
sucesos del 27-F —un aspecto de estos— desde la voz de
uno de sus protagonistas populares. El periodista desapa-
rece de la escena. En literatura estaríamos refiriéndonos
al monólogo, de alguien que va hablando solo sin impor-
tarle si lo oyen o no, con sus sueños y miserias, esperanzas
y escepticismo. Cuenta lo que ocurre a su alrededor, pero
al mismo tiempo nos cuenta su vida cotidiana, que es la de
cualquier vecino del barrio. De allí su alcance revelador,
su conmovedora picardía, ingenua frente al dramatismo
de los hechos.
Quien narra es un «malandro», un holgazán del cerro
que entre rumbas y farras se pasa la vida pensando —y solo
pensando— en salir a buscar trabajo. Su madre lo mantiene
y vive peleándole su holgazanería. Este hombre joven la
tranquiliza con la promesa de supuestas e ilusorias ofertas
laborales. En realidad, con el portugués del abasto con-
sigue prestado el periódico del día y se le ve hurgando en
los avisos clasificados de los empleos. Aprovecha para leerse
el resto del diario por lo que, en el barrio, es un sujeto «in-
formado», un «pico de plata» que habla de cualquier cosa
sin saber de ninguna. No es delincuente, sino un desem-
pleado de oficio, «preocupado» por los problemas del país
y el mundo. Un personaje, pues. Un hablador inofensivo.
La técnica que emplea Ojeda no es nueva, pero tam-
poco común en el periodismo convencional, serio, que
hace de la objetividad un altar y de la pirámide invertida
un fetiche. Por eso mismo, encontrar un texto periodís-
tico de estas características en un diario como El Nacional,
resultaba sorprendente y agradable para los intelectuales,
curioso para los académicos y desconcertante para el lector
común del periódico, quien no quiere sorpresas ni enredos
literarios.
160
earle herrera
Pero no se trataba de irreverencia o experimento pe-
riodísticos, sino de un procedimiento para darle voz propia
a los protagonistas de un hecho excepcional; de ponerlos a
dialogar o a contar directamente su historia a los lectores.
También es el recurso que el periodista buscó para dis-
tinguir y resaltar su relato entre la avalancha informativa
sobre el mismo tema que por esos días —y por todos los
medios— caía sobre el público receptor de los mensajes en
forma abrumadora.
El periodista «ficcionaliza» su mediación, ese papel
de puente y heraldo entre la fuente y el lector; disimula
su presencia, la hace literaria. Por supuesto que esa in-
termediación existió, él buscó la información, la historia;
entrevistó al hombre que narra e hizo trabajo de campo,
reporteril, de su entorno y de los hechos que vivió. Luego,
al redactar, le cedió la palabra al saqueador. Pero vamos,
lo que hizo fue narrar por su boca, un recurso para que
el reportaje, como quería García Márquez, pareciera un
cuento. En verdad, la supuesta ausencia del periodista es
otra ficción.
La deuda con el nuevo periodismo estadounidense es
evidente. Tom Wolfe, pope de esta corriente como André
Breton lo fue del surrealismo —con la debida distancia que
se ha de guardar y que se impone por sí sola—, destaca
entre los aportes de su escuela al periodismo de los años se-
senta, el audaz uso del punto de vista y su desplazamiento
de la primera a la segunda o a la tercera persona; del re-
dactor a uno de los personajes o a varios de ellos. Leámoslo:
A veces utilicé el punto de vista, en el sentido jamesiano
con que lo entienden los novelistas, para entrar ense-
guida en la mente de un personaje, para vivir el mundo
161
ficción y realidad en el caracazo
a través de su sistema nervioso central a lo largo de una
escena determinada1.
Es el recurso al que apela Fabricio Ojeda: meterse en la
mente de un saqueador y mirar el Caracazo a través de sus
ojos. Esta visión no le había llegado al lector de la prensa, es
la confesión descarnada, a veces ingenua, para algunos cí-
nica, pero sin lugar a duda, auténtica. Era la voz del propio
saqueador relatando su acción, el repentino rol que los he-
chos le hicieron asumir, con desparpajo y naturalidad, sin
pretensiones de héroe, sino de quien fue actor y testigo de
algo grande. Él también, en muchos paisajes, es sacudido
por la perplejidad. Los hechos lo sobrepasan, lo arrastran
y lo hacen saqueador. Este estado anímico cambiante per-
mite captar la narración en primera persona. Y era eso lo
que quería Wolfe con y desde su nuevo periodismo:
con el fin de crear la ilusión de ver la acción a través de la
mirada de alguien que se halla realmente en el escenario
y forma parte de él, más que hablar como un narrador
beige. Empecé a considerar este procedimiento como la
voz de proscenio, como si los personajes que se hallan en
primer término del protagonista estuvieran hablando2.
Pero para lograr ese efecto no basta y —Ojeda lo
sabe— el desplazamiento del punto de vista o la simple na-
rración en primera persona. La eficacia y autenticidad del
monólogo depende del uso del lenguaje: el personaje debe
hablar en su propia y particular jerga. En este sentido, el
1
Tom Wolfe, El nuevo periodismo, Anagrama, Barcelona (Esp.),
1976, p. 33.
2
Ibid., p. 31.
162
earle herrera
periodista o narrador debe cuidar su lengua, mordérsela,
como se dice popularmente, evitar que se entrometa en un
léxico que no es el suyo y en una jerga que no le pertenece.
Precisamente por eso, debe investigar muy bien esa jerga
y ese léxico, única forma de registrarlos con fidelidad, de
modo que en ningún momento el monólogo se caiga, se
descubra y el artificio literario devenga en un mal truco.
Ojeda deja entonces hablar al saqueador en la jerga
del barrio, el calé que identifica a los marginales de los ce-
rros caraqueños y que los distingue de la población pro-
fesional o clase media. Abundan los registros del habla
popular, de alguien que en tono coloquial cuenta su ex-
periencia, de uno de los miles de pobres que, aquel 27 de
febrero de 1989, bajaron del cerro a tomarse por sus propias
manos lo que la Venezuela petrolera y ostentosa siempre
les negó. Sirvan de muestrario del habla marginal los
siguientes ejemplos:
—Siguió refunfuñando mientras me vestía, hablando
que si de la crisis, la peladera…*
[*Peladera, estar pelando, significa falta de dinero, andar
limpio].
—El domingo lo había pasado en la playa con la jeva*
y una bombona de anís*.
[*Jeva: novia. *Bombona de anís: botella de licor de anís].
—Ya me daba flojera bajar a buscar chamba*.
[*Chamba: trabajo, empleo].
—Ahí fue cuando unos chamos bajaron corriendo.
163
ficción y realidad en el caracazo
El vocablo «chamo» en principio estaba dirigido a los
niños y adolescentes (como decir: muchacho, chico), pero
luego se generalizó y es un tratamiento que se dan hasta
a los adultos. Su connotación, sin embargo, es la de joven
o niño.
Otras expresiones van más allá del barrio y están en el
habla de cualquier venezolano:
Me conseguí a un poco de gente del barrio que estaba
metida en la vaina.
«Vaina», en Venezuela, es un soporte o una muletilla
del habla coloquial que sirve para designar cualquier cosa
y está en toda conversación: «¡Ah, vaina!», «¡Qué vaina tan
buena!», «¡No me eches esa vaina!», «¡Ya me envainaste!»,
etcétera. La novela del escritor venezolano Adriano Gon-
zález León, País portátil (1971), abre con este epígrafe:
Este país es una vaina seria3.
El vocablo está presente en el habla cotidiana venezo-
lana tanto como «chévere», «arrecho» y, obviamente, así
lo registra Ojeda en el monólogo del saqueador. Procedi-
miento eficaz no solo desde un punto de vista literario sino
también comunicativo, pues nos acerca al saqueador, nos
pone a «dialogar» con él, sin interferencia.
Por otra parte, alguien asume su responsabilidad (el
saqueador) donde nadie lo hace, donde todo el mundo
actúa amparado en el anonimato de la turba. Esta entonces
3
Adriano González León, País portátil, Seix Barral, Barcelona
(Esp.), 1971.
164
earle herrera
—la turba— se individualiza en alguien. Fuenteovejuna
se identifica y se hace confeso; no diluye su culpa, la asume
en primera persona. Pero para nada. Al final, ese «yo » re-
sulta demasiado plural. Es un «yo» colectivo, todos somos
saqueadores. Ese «yo saqueador», igualmente, no está di-
ciendo: «Fuenteovejuna fue». «Yo soy todos ustedes». Me
singularizo porque nada me va a pasar. Hablo desde la
turba y en la turba es imposible identificar a un «yo».
Fuenteovejuna fue.
A la narración en primera persona y al registro del
habla del barrio marginal, Ojeda añade otra técnica que
también remite al nuevo periodismo: la construcción de
su reportaje escena por escena, esto es, «contando la his-
toria saltando de una escena a otra y recurriendo lo menos
posible a la mera narración histórica»4. Técnica que los
nuevos periodistas estadounidenses tomaron del cine y la
hicieron palabra, lenguaje escrito, con toda la dificultad
que ello implica. Por supuesto, la «mera narración histó-
rica», lineal, ya había sido superada en la literatura y no
solo por la llamada literatura experimental. Ojeda em-
plea el procedimiento sin pretensión de estar inventando
nada. El Caracazo, aquel 27 de febrero, fue un día verti-
ginoso, fragmentado, en el que ocurrían hechos especta-
culares en distintos puntos de la ciudad. Así los ofrecía la
televisión; los periódicos apenas intentaban ordenarlos en
sus páginas. La narración lineal, luego, resultaba casi im-
posible. Una persona que intentara contar todo lo que vio
y vivió ese día —una persona marginal de un barrio al-
zado— tenía que hacerlo saltando de un episodio a otro,
sin orden ni concierto, atropelladamente. El periodista
Tom Wolfe, ob. cit., p. 50.
4
165
ficción y realidad en el caracazo
Ojeda, para dar un poco de orden a la escritura y, sobre
todo, a la lectura, hubo de recurrir a la narración escena
por escena. Para ello utilizó en función del lector la nu-
meración y dividió su texto en siete partes. Los números
daban un orden a ese salto de una escena a otra, lo que
recuerda el procedimiento cinematográfico del montaje.
El saqueador inicia su monólogo hablando de su estado
anímico «ese lunes», la resaca por la farra de la víspera, los
reclamos de su madre y «un pana» (amigo) que pasa y le
dice que en Guarenas había disturbios y, para darle vera-
cidad a sus palabras, añade haberlo oído por la radio.
En la parte dos, el personaje sigue divagando sobre
la situación laboral, su flojera del día, el calor, la aparente
tranquilidad e introduce a otras personas que le corroboran
los disturbios de Guarenas y su propagación al Nuevo
Circo de Caracas. El Caracazo se estaba gestando sin que
los caraqueños siquiera lo imaginaran.
Ya en la parte tres, el protagonista habla de saqueos.
«Fue la primera vez en mi vida que vi un saqueo»5. Los
disturbios se han extendido, pero todavía nadie habla de
explosión popular ni de anarquía.
La escena cuatro resulta anecdótica y un tanto có-
mica. Unos turistas se detienen y bajan de su autobús para
tomarse fotos con los policías. Aquellos disturbios, a lo
mejor, les parecían parte del folclore o de la cotidianidad
de un país tropical. Por poco los linchan. Por primera vez,
el saqueador-narrador habla de «turbas». Uno de los pocos
descuidos del periodista, pues esa no es palabra del léxico
marginal. Los cerros empiezan a bajar.
5
Fabricio Ojeda, «Yo, saqueador», Cuando la muerte tomó las calles,
Ateneo de Caracas-El Nacional, Caracas, 1990, p. 30.
166
earle herrera
En la parte cinco, los marginales han perdido el temor.
Bajan en masa. La pérdida del miedo a toda autoridad los
lleva a aplaudir sus acciones. Las masas se han convertido
en poblada.
El narrador-saqueador, en la parte seis, ya ha bajado
del cerro y recorre el centro de la ciudad. Consigue dis-
turbios, saqueos y quemas por todos lados. Es cuando se
suma a los saqueos y regresa a su casa, por primera vez
en su vida, con comida y un televisor. Como él, miles de
pobres y marginales.
La escena siete cierra el monólogo. El narrador se dirige
a alguien en concreto, sin duda, al periodista:
Pon que me llamo Jesús y que vivo en La Charneca.
Eso nada más, porque tú sabes cómo actuó el Gobierno,
a punta de plomo con los barrios.
Ya no narra, dialoga con alguien —el periodista—
que en ningún momento se hace presente en el texto. En
su jerga, trata de explicar el alzamiento popular, la ira de
la gente, para cerrar con una justificación a su anonimato,
a su acción y una crítica, a su manera, al Gobierno y a la
corrupción:
no puedo dar la cara porque tú sabes, a uno, el que agarra
poco, se lo arrastran pa’ Los Flores [cárcel de alta pe
ligrosidad, hoy demolida]. Si me hubiera saqueado mi-
llones, andaría por ahí con mi cara bien lavada y hasta
me llamarían «doctor».
167
NOCHE DE TERROR
(Crónica)
régulo párraga
«Como descomunales martillazos», así oye y le llegan al pe-
riodista Régulo Párraga las ráfagas de ametralladora y fu-
siles contra la pared del edificio donde agazapa su miedo, se
oculta de las balas, del toque de queda y la noche sin fin. El
símil, más dirigido a los oídos que a los ojos del lector, cons-
truye una imagen acústica. Quien lee, de inmediato, es ubi-
cado en un campo de batalla. Es el segundo día del toque
de queda, medida de emergencia decretada por el Gobierno
cuando el Caracazo desbordó a las fuerzas policiales. Son
las 9:00 de la noche. El periódico donde labora Párraga,
El Nacional, no lo envió a cubrir los sucesos que sacudían a
la aguerrida parroquia 23 de Enero. Él vivía allí, regresaba
a la habitación que tenía alquilada en uno de los superblo-
ques de la zona y de pronto se encontró en medio del fuego
cruzado entre militares y francotiradores. La crónica que
escribió no estaba en la pauta que cada mañana recoge en
la sala de redacción. No podía estarlo.
Por los días de los sucesos, estos imponían o cam-
biaban la pauta. Los reporteros salían a cubrir una zona
determinada o a entrevistar a algún personaje del Go-
bierno y, en el camino, eran asaltados por otros hechos
noticiosos. Ningún periodista deja que una noticia poten-
cial pase indiferente por su lado. Mucho menos en un caso
como el de Párraga, quien de súbito se encontró en el ojo
169
ficción y realidad en el caracazo
del huracán del hecho noticioso, atrapado como muchos
ciudadanos en una balacera cerrada. Los géneros del pe-
riodismo objetivo no le servían para relatar un aconteci-
miento que le estremeció, del que formó parte. La crónica,
categoría que palpita en las fronteras del periodismo y la
literatura, era el género ideal no solo para reconstruir los
hechos sino, sobre todo, el pánico colectivo. Para narrar
desde el miedo.
Tituló su crónica «Noche de terror en el 23 de Enero»1.
El periodista narra cómo de regreso a su residencia se en-
contró atrapado en una balacera. El apartamento donde
vivía estaba cerrado y tuvo que pasar la noche atrincherado
en las escaleras, un punto de mira desde el que luchaban su
miedo e instinto de sobrevivencia con su vocación y curio-
sidad periodísticas. Antes, cuenta los avalares que hubo de
pasar para llegar hasta allí, a veces corriendo agachado entre
los carros; otras, a campo abierto. La crónica es un género
flexible a través del cual se pueden relatar hechos perfecta-
mente registrables en un espacio y tiempo históricos con-
cretos, específicos, como también el mundo intangible de
las emociones, sentimientos y estados de ánimo. Párraga re-
lata un acontecimiento del que fue protagonista y, al mismo
tiempo, hace una crónica del miedo. El lector sigue los altos
y bajos de este sentimiento. Entra en el mundo de senti-
mientos del reportero. Lo otro, el hecho, lo conoce, lo está
viviendo también en tanto ciudadano de una ciudad tomada
por la violencia. Acostumbrado a leer relatos noticiosos ob-
jetivos, en los que el ser humano que es el periodista no
se manifiesta por ningún lado, desaparece, se oculta en un
Régulo Párraga, «Noche de terror en el 23 de Enero», El Nacional,
1
Caracas, 3 de marzo de 1989, p. D-13.
170
earle herrera
lenguaje impersonal, la narración de sus propios temores
por parte de un reportero impactan positivamente a los lec-
tores y, porque ellos están pasando por lo mismo, a través de
la lectura se establece una relación solidaria. El periodista,
el que nos da las noticia, de pronto es parte de la noticia.
Es gente como uno. Virtud de la crónica.
Quien escribe desde el miedo, está más interesado en
contar que en cantar. La paradoja, esa figura retórica que
encierra una contradicción o une situaciones contrapuestas,
aparece más como realidad que como recurso estético
o elaboración lingüística. Los agitadores oponen a los es-
tallidos de las granadas y los disparos, la reminiscencia de
consignas de otros tiempos: «El pueblo… unido… jamás
será vencido», «Pueblo… escucha… únete a la lucha». Con-
signas apagadas por el estruendo de las armas de fuego.
Cuando las palabras pierden su capacidad de expresión,
las onomatopeyas rescatan la semántica, aquello que se
quiere significar sin encontrar cómo. Por eso la soldadesca
avanza disparando con su «zum… zuuuuuummmmm…
pun… ratatata». Se quiere que el lector oiga, mucho mejor,
que se sienta en el escenario, en el lugar de los hechos. El
recurso, ya empleado en la literatura, fue reivindicado por
el nuevo periodismo estadounidense como procedimiento
eficaz para llegar a los sentidos del lector: olfato, oído,
gusto. Tal el «Ba-ram-ba-ram-ba-ram-ba-ram» de Tom
Wolfe para comunicar el golpeteo de un bastón contra el
suelo en su reportaje «Maumando el parachoques»2. Pá-
rraga, por su parte, registra el sonido del avance de las
tropas disparando, no con palabras sino con signos que
expresan el sonido.
Tom Wolfe, ob. cit., p. 203.
2
171
ficción y realidad en el caracazo
Los efectivos militares encontraron resistencia en el
23 de Enero y el periodista quedó atrapado entre estos
y los francotiradores, algunos de ellos apertrechados en el
mismo edificio en el que él se hallaba. Una frase exclama-
tiva —«¡Qué peo!»— al principio y al final de su crónica,
expresa su comprometida situación. No es precisamente un
hallazgo literario, pero sí la forma más auténtica de exte-
riorizar su miedo e impotencia. Obviamente, este lenguaje
de interjecciones y onomatopeyas que expresan su estado
de ánimo, sentimientos y sensaciones, por eso mismo, por
exteriorizar lo más íntimo del reportero acorralado, no cabe
en el periodismo objetivo.
La crónica es un género que permite, a la vez que narra
los hechos, expresar los sentimientos y puntos de vista del
autor, valorar y juzgar la situación narrada. Un ilustre an-
tecedente lo tenemos en los textos periodísticos que como
enviado especial escribió Ernest Hemingway (1977) sobre
la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial.
Corresponsal de excepción, sus textos no son los tradicio-
nales despachos de guerra sino memorables crónicas que
no soslayan, antes bien destacan, el lado humano de aque-
llos trágicos acontecimientos y su impacto en el mismo
cronista. Guardando la distancia, si de algo careció la co-
bertura periodística del Caracazo fue de este tipo de tra-
tamiento. Prevaleció la noticia que se pretende objetiva, el
relato apegado estrictamente a los hechos, la nota de ne-
gocios y locales saqueados, las informaciones sobre el nú-
mero de muertos y desaparecidos, es decir, lo cuantitativo
sobre lo cualitativo, por no decir lo espiritual, aspecto este
tan afectado en acontecimientos de esta naturaleza.
Una investigación publicada en la revista Comuni-
cación destaca que la mayoría de los diarios (nacionales
172
earle herrera
como regionales) privilegió los géneros informativos en la
cobertura del Caracazo3. Esto no es criticable en un mo-
mento histórico, confuso y violento en el que los hechos
noticiosos se sucedían en tropel y sin pausa. Pero la gente
también buscaba orientación, explicación y la cara hu-
mana de todo aquello. Los acontecimientos y circunstan-
cias que envolvieron al propio Párraga lo llevaron a mirar
los hechos desde una perspectiva distinta, personal. Cual-
quier género puramente informativo le hubiera resultado
estrecho para escribir sobre la noche de terror.
Desde la llegada a Agua Salud me di cuenta de que
había dejado atrás la tensa pero tranquila Caracas y me
había adentrado, sin posibilidad de regreso, a un campo
de batalla feroz, aterradoramente real, con profusión de
disparos que «matan de verdad» y cadáveres tirados en
pasillos, aceras y estacionamientos4.
Narrar una experiencia de esta naturaleza no daba
tiempo para sacarle punta al lenguaje, darle vueltas a una
metáfora, extasiarse en el embellecimiento de la forma. El
miedo impone su ritmo al estilo y moldea la prosa. La ha-
bilidad y destreza del cronista están en plasmar en el len-
guaje escrito este sentimiento y transmitirlo a sus lectores.
La palabra miedo o sus expresiones más altas —pánico, te-
rror— recorren el texto, reiteradas, intermitentes, apenas
3
Carolina Bosc de Oteiza, «El 27-F en la prensa nacional», en:
Revista Comunicación, n.º 70, 2.º trimestre, Centro Gumilla,
Caracas, 1990, p. 17.
4
Régulo Párraga en VV. AA., El día que bajaron los cerros, Ateneo
de Caracas-El Nacional, 1989, p. 61.
173
ficción y realidad en el caracazo
interrumpidas por «el llanto de un niño»5, varios pisos
más abajo. Llanto en medio de la balacera que lo que hace
es dilatar el pánico. Los editores del libro El día que ba-
jaron los cerros, dicen del reportero Párraga y de su tensa
y forzosa aventura:
Y Régulo, víctima desprevenida cuyo regreso a casa es
tan azaroso como el de Ulises a Ítaca, diseña una geo-
grafía del terror en las escaleras de los bloques del 23
de Enero6.
Una hipérbole editorial, sin duda, acaso explicable por
su producción al calor y fuego de aquellos días. Quizás los
avatares del colega Párraga —y él ni lo asoma— no son
comparables con los de Ulises (Homero es uno y único),
pero el miedo propio siempre será mayor que el ajeno, sea
este real, mitológico o épico. Y ese miedo que en un mo-
mento Párraga llega a escribir con mayúsculas, le atenaza
durante las doce largas horas que los disparos con armas
de guerra entre militares y francotiradores hacen infinitas.
Por eso el periodista escribe en primera persona, antes de
salir a recorrer la ciudad bajo todos los fuegos para re-
dactar sobre el miedo general, el de los otros, que ya él
pudo conocer en carne y alma propias. Ahora le toca volver
al lenguaje que pauta el periodismo objetivo. El manual de
estilo le dirá cómo hacerlo.
5
Ibid., p. 63.
6
Ibid., p. 7.
174
CALMA TENSA
(Crónica)
armando josé sequera
Pasada la primera semana del Caracazo, el país inició su lenta
marcha hacia la normalidad. La ciudad capital entregaba a
los reporteros gráficos y a los camarógrafos de la televisión
nacional y extranjera sus imágenes desoladoras de «fin de
guerra»: la basura en las calles, estanterías vacías de casas
comerciales, cauchos a medio quemar, todavía humeantes;
poca gente en lugares otrora concurridos, las piedras de las
batallas, cilindros de bombas lacrimógenas, cartuchos de es-
copeta, perros realengos y asustados, vehículos policiales pa-
trullando la soledad. Hora de mea culpa, reflexión y análisis.
Sociólogos, psicólogos, antropólogos, psiquiatras e his
toriadores sustituyeron —por poco tiempo, por cierto—
a los conductores de talk shows en los estudios de televisión
para tratar de analizar y explicar lo que ocurrió, sus causas,
antecedentes históricos y posibles consecuencias. Todavía la
dirigencia política, desaparecida durante los días de la vio-
lencia, no había tomado el aire necesario para su reaparición
en escena. Los especialistas de las ciencias sociales recu-
rrieron al ensayo publicado en diarios y revistas para en-
tregar sus primeras apreciaciones sobre los acontecimientos.
El psicólogo y profesor universitario José María Cadenas,
exdecano de la facultad de Humanidades y Educación de
la la Universidad Central de Venezuela, realizó una inves-
tigación iniciada casi al terminar la revuelta popular. Fue el
175
ficción y realidad en el caracazo
primer trabajo orgánico sobre los efectos que en un sector
de la población provocaron aquellos hechos. Su título: El 27
de febrero contado por niños y adolescentes. De este libro repro-
ducimos, páginas atrás, el testimonio de una maestra, Bea-
triz Andrade Páez, en el que relata los cambios que en sus
alumnos de preescolar provocó el Caracazo1.
El sentido relato de esta educadora revela lo que no
aparece en las gráficas periodísticas ni en las cámaras de
televisión. El impacto psicológico que en los niños ve-
nezolanos dejaron la revuelta y los saqueos; los cambios
en la conducta y en las costumbres que generó. Por la vía
de la observación y de su sensibilidad artística, el perio-
dista, cuentista y novelista Armando José Sequera aborda
y plasma este aspecto del problema. Su columna en El
Diario de Caracas tenía un nombre que parecería, hoy, pre-
monitorio: «Crónicas de la desesperación urbana». Su en-
trega del 28 de marzo de 1989 la tituló «Calma tensa»2,
un lugar común que, por la atmósfera que se respiraba
aquellos días, superaba el desgaste de los lugares comunes.
Cuando el lenguaje perdía capacidad para expresar la rea-
lidad, las palabras más humildes recobraban su dignidad.
A vocablos y frases mermados por el uso y abuso, los he-
chos les insuflaron vida expresiva. Asistimos a una como
resurrección de las palabras muertas.
Sequera, cuya obra narrativa ha explorado los vericuetos
de la literatura fantástica, ponía sus ojos en la cotidianidad
y su mirada penetraba más allá de lo tangible, en la rea-
lidad espiritual de la ciudad, menos perceptible pero sin
duda más reveladora de los efectos del huracán social que
1
Véase supra, pp. 94 y 95.
2
Armando José Sequera, «Crónica de la desesperación urbana»,
en: El Diario de Caracas, 1989, p. 8.
176
earle herrera
acababa de pasar. El cronista «de la desesperación urbana»
—permítasenos la paráfrasis de su columna— pescó esos
efectos en el habla común del transeúnte, del ciudadano de
a pie, en sus gestos, sus saludos. En el cambio de pequeños
detalles y costumbres que nos identificaban como pueblo,
o en el envés de la moneda, como echones nuevos ricos,
dueños de una riqueza petrolera que el menor resfriado en
el mercado mundial esfumaba.
A finales de febrero pasado —nos dice— los venezo-
lanos rescindimos definitivamente el contrato que nos
presentaba ante el mundo y la comedia existencial como
nuevos ricos3.
Duro, sobre todo para una clase media engreída, que
se nos venga a decir que nuestro estatus era solo una «co-
media existencial». Quienes conocen el referente de esta
imagen, saben que la metáfora encaja perfectamente en
el contexto sociohistórico que lingüísticamente repre-
senta. Como el detective que busca, recoge y une pruebas
para armar el rompecabezas de su caso, Sequera recolecta
frases, gestos y saludos que van revelando la imagen y la
realidad del país que emerge de los violentos sucesos del
27 de febrero; frases «que han colmado nuestros labios»:
«Esto todavía está a precio viejo, me lo llevo», es una de
ellas y, por supuesto, el resabio del «‛ta barato, dame dos»
que nos hizo famosos en todo el orbe4.
Idem.
3
Id.
4
177
ficción y realidad en el caracazo
Si no en todo el orbe —la hipérbole aquí encierra una
ironía—, esa fama de compradores compulsivos sí la co-
noció Estados Unidos, especialmente Miami, adonde la
clase media venezolana viajaba cada quince días a com-
prar cuanto trapo y cachivache encontrara en su camino.
Con una bonanza económica fruto del alza de los precios
del petróleo a partir de 1973 (primer gobierno de Carlos
Andrés Pérez) y una moneda sobrevaluada (4,30 bolívares
por dólar), cuando al cliente venezolano le daban el precio
de alguna mercancía, exclamaba: «¡‛Ta barato, dame dos!».
Los comerciantes de Miami empezaron a llamarlos así
—«‛Ta barato»—, y a los nuevos ricos les encantaba el
apodo. Esta frase, con apóstrofo y todo, se convirtió en la
carta de identidad del venezolano en Miami. La imagen
de la clase social que tendió un puente aéreo semanal entre
Caracas y Florida, en Estados Unidos, fue llevada al cine
por el director y cineasta Carlos Azpurua en su docu-
mental Miami nuestro. La carta de identidad del nuevorri-
quismo se arrugó sensiblemente en 1983, con el estallido
de la crisis económica que se inició con lo que se conoció
como el Viernes Negro, cuando se anunció la devaluación
de la moneda y se desató una enorme fuga de divisas. El
Caracazo, seis años después, le puso el epitafio al ¡‛Ta
barato, dame dos! Sequera, en su crónica, revela la expre-
sión de humildad forzosa que lo sustituyó: «Esto todavía
está a precio viejo, me lo llevo». Humildad que no llegaba
a Miami porque el puente aéreo se vino abajo, sino que
era oída en las tiendas de Caracas o Margarita. Si la pobla-
ción obrera nunca fue al paraíso, la clase media venezolana
ya no iba a Disneyworld.
El humor popular que permite sobrellevar las cargas,
humor a veces festivo, ora cruel, cambió el saludo «¿Qué
178
earle herrera
andas haciendo?» por «¿Qué andas saqueando?». En el
fondo, más que cinismo colectivo, una forma de superar
el trauma y aliviar sentimientos de culpa. De alguna ma-
nera, todos nos sentíamos saqueadores y, una vez más, con
las palabras, se buscaba domesticar la realidad, exorcizar
sentimientos incómodos. Sequera hurga en la nueva forma
de contestar a los saludos: «Aquí estamos, vivos al menos», o
el amargamente irónico: «Aquí, sobreviviendo». Es el léxico
postsaqueos, un habla de humor pálido y de resignación, una
lengua de postguerra que expresaba la violencia que se ins-
taló para ya no marcharse del país y el sobresalto adherido
al espíritu como una luz roja rutinaria. En busca de la pa-
labra que exprese todo eso y nos exprese, «Calma tensa» es
una frase de dudosa tabla de salvación, pero no hay otra.
La descripción del ambiente caraqueño como una calma
tensa termina de mostrar nuestro recientemente adqui-
rido y, por lo tanto, desconcertante (¿post concertante?)
vocabulario de náufragos5.
Metáfora del miedo, el «vocabulario de náufragos»
está hecho de señales en la noche, monosílabos, SOS. En
el fondo de esos saludos, donde el humor intenta tamizar
la incertidumbre y la desconfianza, hay un metamensaje,
algo que no se dice pero que se simboliza, un diálogo de
claves que los habitantes del mismo miedo y la misma
ciudad captan y entienden.
Si antes imperaba la agresividad, pero era posible observar
unos pocos hombres relajados y una que otra mirada
Id.
5
179
ficción y realidad en el caracazo
pacífica en la calle, desde el 27 de febrero todo el mundo
anda a la espera de que ocurra otra vez un imprevisto y
se tiene la misma sensación de formar parte de un rebaño
de herbívoros, inquietos por la proximidad de los felinos6.
Allí está la ciudad que ve el cronista: rebaño de herbí-
voros rodeado de felinos. Un símil que revela, pero no agota
la imagen del miedo. En los saludos, en el léxico que el
Caracazo generó, en el lugar común —calma tensa— que
resume a la ciudad y la reduce, en el «vocabulario de náu-
fragos» que sustituyó a la cortesía y el buen talante cara-
queños, el periodista descubrió una repentina metamorfosis
del alma citadina. Y también que, más allá de las frases he-
chas, el verdadero lugar común que todos habitábamos
y nos hacía comunidad y comunión, era el miedo.
6
Id.
180
FIN DE MUNDO
(Crónica)
josé ignacio cabrujas
El título de esta crónica —«Fin de mundo»— no es la única
hipérbole que hallaremos a lo largo del texto de José Ig-
nacio Cabrujas. Esta figura retórica es frecuente en la es-
critura del dramaturgo, guionista de televisión y columnista
venezolano. Pero «fin de mundo» es también una expresión
que en el habla coloquial funciona como exclamación, ge-
neralmente irónica. Con esta connotación la emplea Ca-
brujas en su escrito sobre el Caracazo, con el que abre el
libro de trabajos periodísticos El día que bajaron los cerros.
Este texto fue escrito para un libro, pero el género esco-
gido es periodístico: la crónica. El camino inverso es más
frecuente: conjunto de piezas publicadas en diarios o re-
vistas que luego terminan conformando o dando vida a un
libro. La lista de autores, célebres o no, cuyas publicaciones
periódicas se han transformado en volúmenes editados,
es larga y variada.
Sin embargo, la crónica de Cabrujas, destinada a un
libro, fue escrita con los acontecimientos en pleno desa-
rrollo, como se dice en el argot de los medios. El día que
bajaron los cerros es un libro cuya última parte está ilus-
trada con impactantes fotografías del 27 y 28 de febrero
de 1989.
Hoy se escriben libros de entrevistas, reportaje o cró-
nica, no por la vía de la recopilación, sino al calor de los
181
ficción y realidad en el caracazo
hechos. A veces, el procedimiento es mixto y selecciones
de trabajos publicados en la prensa se complementan con
otros pedidos por encargo. Es una exigencia y una ne-
cesidad de la sociedad moderna. Los acontecimientos
trascendentes provocan esa necesidad de lectura y co-
nocimiento de la gente. Los géneros periodísticos res-
ponden con rapidez a ese requerimiento y la industria
editorial está presta a satisfacerlo. De distinta índole son
los factores que concurren para que el libro albergue al
periódico, o este, con la velocidad que pauta la sociedad
moderna, se transforme en aquel.
Los periodistas escriben de la mañana para la tarde
—ese es su oficio—, no así los literatos. Hay brillantes ex-
cepciones y en Venezuela, destaca el nombre de José Ig-
nacio Cabrujas, cuya reconocida obra como dramaturgo
no le impidió mantener espacios periodísticos en El Na-
cional y El Diario de Caracas, desde 1985. Su columna se-
manal se convirtió en una de las más leídas y comentadas
del país. Tratar temas de actualidad, inmediatos, con un
lenguaje en el que mezclaba lo culto con lo popular, lo li-
terario y lo periodístico, la crítica bien fundamentada y el
humor, le granjeó la admiración y la consecuencia de sus
numerosos lectores.
«Fin de mundo » es la crónica del Caracazo escrita
por un agudo observador político. Crónica que incomoda
porque mientras la mayoría de periodistas y columnistas
escriben desde el estupor y la sorpresa, Cabrujas nos viene
a decir que el día de los saqueos nos encontramos con el
país que somos, ese que no queremos o nos negamos a ver,
mucho menos a aceptar. ¿A qué tanto rubor y escándalo?
El Caracazo, para Cabrujas, develó las máscaras, borró las
apariencias, derritió el maquillaje del país del disimulo.
182
earle herrera
Ahora ese país estaba en cueros y no se atrevía a mirarse en
el espejo. El expresidente Rafael Caldera dijo por esos días
que Venezuela era la vitrina de América Latina y ahora
esa vitrina estaba rota. Cabrujas parece preguntarnos: ¿En
verdad fuimos alguna vez vitrina de algo? ¿Se lo creían
ustedes? Así se lee a Cabrujas, con la sonrisa que provoca
su fino humor y la incomodidad por las verdades que dice
o nos descubre. Su visión va a contracorriente de la vi-
sión general, esa que termina por institucionalizarse. El
título de su crónica concuerda con la apreciación y la ex-
clamación común: el Caracazo nos hizo exclamar ¡Fin de
mundo! Pero la ironía del escritor, desde la primera línea,
deshace su propio título y, en consecuencia, la apreciación
generalizada. Así comienza:
No fue el asalto al Palacio de Invierno. Nadie cantó La
Internacional ni las imágenes nos mostraron esa horda
famélica, en el trance de gritar quién sabe si ¡Pan! ¡Pan!,
o ¡Justicia!, o ¡Muera la Tiranía!1.
No estábamos, pues, frente a uno de los grandes acon-
tecimientos de la historia; no era fin de mundo; aquella
anarquía general no tenía dimensiones épicas. Las clases
dirigentes temieron por el asalto al poder por los de abajo.
Sectores de ultraizquierda pensaron que había llegado el
momento de la revolución. El columnista les advierte que
ni lo uno ni lo otro. Prueba de ello es que no se oía ni si-
quiera una consigna rítmica, como la de «el pueblo unido
jamás será vencido», sino «consignas aisladas, sumamente
José Ignacio Cabrujas en VV. AA., El día que bajaron los cerros,
1
ob. cit., p. 11.
183
ficción y realidad en el caracazo
pragmáticas, como por ejemplo, ¡En esa zapatería se aca-
baron los 41! ¡Más arribita hay de 21 pulgadas!»2. Es decir,
se trataba de saqueos, de un pueblo en busca de su pe-
dazo de renta petrolera, de hacer lo mismo que durante
treinta años vienen haciendo los altos funcionarios —sus
dirigentes—: saquear al país.
Después de todo, se trata de una parodia. El común imi-
tando los desmanes del poderoso. Leporello, tratando de
parecerse a Don Juán3.
La ilusión de un pueblo, «sueño de una noche de verano»4,
eso fue el Caracazo. Parodia a una clase política saqueadora.
Rabia. Desahogo. Nada organizado, ningún objetivo po-
lítico. Colocado el pueblo en su sitio, el columnista dirige
su atención al entonces presidente de la República, Carlos
Andrés Pérez, líder populista que entusiasmaba a las masas
como un mago y, al no cumplirles, provocó su incontrolable
reacción. En su primer gobierno, con unos ingresos petro-
leros altísimos, debido al alza de los precios del crudo por la
guerra entre árabes e israelíes en 1973, Pérez repartió dinero
a manos llenas y abiertas. Se empezó a hablar de la Vene-
zuela Saudita y de la Gran Venezuela. Sus sucesores —Luis
Herrera Campins y Jaime Lusinchi—, aunque también con
altos ingresos por la renta petrolera, frenaron la economía,
endeudaron al país, agotaron las reservas internacionales, de-
valuaron la moneda y dispararon la inflación. De modo que el
retorno de Pérez al poder despertó las ilusiones de un pueblo
agobiado por la crisis económica. En su campaña electoral,
2
Idem.
3
Id.
4
Id.
184
earle herrera
el expresidente alimentó esas ilusiones y atacó fuertemente al
Fondo Monetario Internacional y sus políticas económicas
de shock. Una vez electo por segunda vez, en 1988, procedió
a aplicar las recetas del FMI, con aumento de todos los
servicios públicos y congelación de los sueldos y salarios.
La reacción popular fue violenta. El mago que esperaban
los había decepcionado.
Pero apenas se había iniciado el festín iniciático, el opening
del gran espectáculo, cuando los redoblantes nos anun-
ciaban que el mago estaba a punto de deslumbrarnos con
su primer truco, resulta que del sombrero no sale nada…
El mago anuncia que el show ha sido cancelado y que hay
un alza en el precio de la gasolina, y que una barra de pan
va a triplicar su valor, como si tal cosa. Y para colmo
lo anuncia de ladito, un poquito avergonzado, como si
Rockefeller nos invitara a su casa y a mitad del convite
nos dijera: «Lamentablemente, se acabó el hielo»5.
Es por ello que Cabrujas ve la revuelta popular como
un homenaje al gran mago e ilusionista que es Carlos An-
drés Pérez. Es la reacción del expectante auditorio ante
el protagonista que los decepciona y la función que no le
cumplen. Y remata el cronista con ironía y sarcasmo:
como si todo el mundo le hubiese dicho: ¡Pérez! ¡No hay
problema! ¡Nosotros mismos nos cogemos la vaina sin
necesidad de que tú lo decretes…! ¿Pero, cómo va a co-
menzar un gobierno tuyo sin un buen saqueo, Pérez?
Entonces, ¿qué clase de gobierno va a ser este?6.
Ibid., p. 13.
5
Idem.
6
185
ficción y realidad en el caracazo
Sí, el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez estuvo
signado por los escándalos de corrupción: por un voto, el
Congreso Nacional no lo condena políticamente; el te-
soro nacional fue literalmente saqueado por sus colabo-
radores. De allí la pregunta del pueblo que, conociéndolo,
lo eligió: «¿Pero, cómo va a comenzar un gobierno tuyo
sin un buen saqueo?». Esa pregunta, guasona y cínica, la
hacen los electores que un mes atrás gritaban: ¡Carlos An-
drés, lo queremos como es! O sea, el pueblo que se rebeló
en febrero de 1989, era el mismo que reeligió a Pérez dos
meses atrás, en diciembre de 1988. De allí que la crítica de
Cabrujas no vaya solo al entonces presidente, sino también
a esa misma masa que se lanzó a las calles. ¿Cuál era la vi-
trina de América Latina? ¿Por qué y de qué se asombraban
los articulistas de prensa y las clases dirigentes con el país
que eligió a quien le prometía todo y, al no dárselo, de-
cidió tomarlo por sus propias manos? Para el columnista,
la vitrina no fue rota el 27 de febrero de 1989; lo estaba
desde hace mucho tiempo, o más propiamente, nunca fue
ni hubo tal vitrina. Vivíamos un engaño de país.
José Ignacio Cabrujas aborda, trata un tema de inme-
diata actualidad, un suceso que está ocurriendo. Su condi-
ción de dramaturgo le permite la reconstrucción, o mejor,
la puesta en escena de la realidad, mediante el uso diestro
que le da su arte. Este, el uso del lenguaje, los recursos re-
tóricos que maneja, hacen que la forma contenga la crítica.
El cómo resulta más eficaz que el qué. El hecho lo conocen,
lo han vivido los lectores; mirarlo desde la perspectiva pe-
riodística y literaria de Cabrujas les permite percibirlo y
captarlo hasta sus zonas ocultas, desde el dramatis personae
de sus protagonistas; llegar hasta esos detalles no visibles
o que están allí a la vista de todos pero que solo el ojo del
186
earle herrera
agudo observador o la sensibilidad del artista captan y, lo
que es más importante, es capaz de expresar, y hacerlo de
tal forma —el cómo— que conmueve y estremece.
Para Cabrujas, ya lo dijo, el 27-F, el Caracazo, fue
una parodia. Los excluidos, por un día, haciendo el papel
de los poderosos (saqueadores durante décadas del país).
«Leporello tratando de parecerse a Don Juan». El cronista
que observa cede su pluma al dramaturgo que es Cabrujas.
El artista pincela, retrata a sus personajes principales: el
presidente Pérez, mago, mesiánico, populista, ególatra y
vendedor de ilusiones; y el pueblo que, con el mismo entu-
siasmo que lo eligió ayer, hoy lo protesta, violento y desen-
gañado. Los personajes secundarios, actores de reparto del
gran Pérez, los políticos, escondidos, asustados, incapaces
en ese momento hasta de ejercitar la demagogia, su fuerte.
De telón de fondo, los sucesos del 27 de febrero de 1989:
tiendas saqueadas, gente buscando su número de calzado,
corriendo por las calles con media res colgada al hombro,
con una cocina en la espalda que lo aplasta, arrastrando el
televisor de 21 pulgadas en el que podrá verse, por primera
vez, como protagonista. Todos estamos en el escenario y
todos somos espectadores. Teatro interactivo, vivo. Es lo
que nos hace ver el columnista. Es lo que nos resulta ri-
dículo o cómico y nos hace reír. Es lo que nos incomoda.
El diálogo que imagina Cabrujas entre el presidente
y sus ministros resulta más auténtico que las ruedas de
prensa del jefe del Estado. Ese personaje ficticio que nos
presenta es el verdadero; no el que aparece por televisión
dirigiéndose a sus conciudadanos. En el contexto del Ca-
racazo, el presidente y la clase dirigente han perdido toda
credibilidad. La gente vuelve sus ojos hacia los personajes
de José Ignacio Cabrujas: la verdad está en los dramas que
187
ficción y realidad en el caracazo
nos ofrece desde sus crónicas. Ese Pérez del dramaturgo es
más veraz y verdadero que el de la vida real. La demagogia
ha sido descubierta y el cronista ha coadyuvado a ello; ha
develado las máscaras del poder, para usar la expresión de
otro novelista y dramaturgo, Luis Britto García7.
Los hechos históricos tienden a ser mitificados tan
pronto la sociedad empieza a reponerse de ellos. La ideo-
logía, como falsa conciencia, procura racionalizarlos para
ponerlos a su servicio. Las clases dirigentes buscan tranqui-
lizar su mala conciencia. Los políticos los enfocan desde
la perspectiva favorable a su causa. El cronista, más aún, el
artista, funge de gran desmitificador, en su contexto inme-
diato, de aguafiestas. La crónica de Cabrujas, por la vía
del humor y la ironía, viene a decirles a quienes pretendían
montar el Caracazo en la ola de su causa, que se bajen de
esa nube. Ya, por aquellos días, el columnista declaraba:
Lo importante es no mitificar los sucesos del 27 y 28 de
febrero. Cierta parle de la izquierda trasnochada quiere
hacer ver el suceso como el comienzo de lo que podría
ser una revolución. En absoluto. Lo que sucedió fue una
debacle. No empleo la palabra negativamente, tampoco
positivamente. Sacar de allí un espíritu revolucionario
es hacer el ridículo. La palabra revolución implica ac-
titud, conciencia y dirección hacia un objetivo. No fue
tampoco un descontento contra Pérez. Fue en definitiva
una desilusión que Pérez ha causado (…). La crisis de
un desencanto8.
7
Luis Britto García, Las máscaras del poder, Alfadil-Trópikos,
Caracas, 1988.
8
Claudia Furiati, «El país según Cabrujas», en: Últimas Noticias,
Suplemento D-8, Caracas, 21 de octubre de 2001, p. 5.
188
earle herrera
En la crónica que analizamos, Cabrujas despliega
sus conocimientos del arte literario, su agudeza como co-
lumnista del variopinto acontecer de la actualidad, los re-
cursos de su dramaturgia y su amplio bagaje cultural para,
en el breve espacio de un texto periodístico, desmitificar
un suceso que, como el Caracazo, conmovió a todo el país
y marcó un hito en la historia contemporánea de Vene-
zuela. El tono irónico recorrerá toda la crónica, desde la
primera línea: «No fue el asalto al Palacio de Invierno.
Nadie cantó la Internacional…», con este símil que encierra
una hipérbole, hasta la última: «¿Pero, cómo va a empezar
un gobierno tuyo sin un buen saqueo, Pérez?».
El lenguaje coloquial se hace presente —nos familia-
riza con el presidente Pérez, con el poder— como recurso
para acortar y hasta borrar la distancia entre el escritor
y sus lectores. Ese acercamiento cronista-lector no lo rompe
la amplia cultura del primero. Nunca asume en sus escritos
un tono magistral y, cuando recurre a citas que podríamos
llamar cultas, lo hace en función de la frase irónica, de pro-
vocar el humor y romper, fracturar lo solemne. Combina
entonces lo culto con lo popular, con lo cotidiano, logrando
un efecto ciertamente humorístico:
Aquí volvía Pérez y su costumbre. El telón iba a abrirse,
y el Mago al compás quién sabe si de la Octava Sinfonía
de Mahler con sus mil voces, iba a sacar del sombrero,
no digo un conejo, sino una granja completa…9.
La referencia a Mahler es irónica, retrata la especta-
cularidad y solemnidad que Pérez imprimía a todos sus
9
José Ignacio Cabrujas, ob. cit., p. 13.
189
ficción y realidad en el caracazo
actos. Antes fue el populacho el blanco de sus dardos;
la masa de marginales que quiso imitar a los poderosos,
«Leporello, tratando de parecerse a Don Juan». Es en este
marco irónico en el que asoma el Cabrujas dramaturgo, al
comparar las ilusiones del pueblo con el Sueño de una noche
de verano, la comedia shakeaspereana; al citar a Strindberg
con familiaridad: «si ha de creerle uno al amargado de
Strindberg»10, al emplear la terminología del teatro. Apa-
rece el guionista de cine, hablando de Queimada de Ponte-
corvo y la distribuidora de películas Warner Brothers. Se
perfila el joven de izquierda que fue Cabrujas al ironizar
con el asalto al Palacio de Invierno, la canción de la Inter-
nacional, el «Bella Ciao». Todo, para desmitificar el Ca-
racazo, una explosión popular en la que muchos vieron la
antesala de una revolución.
Para el dramaturgo, la muchedumbre nunca se planteó
la toma del cielo por asalto. Su impulso obedecía a motivos
más pragmáticos e inmediatos: una gavera de refrescos, un
par de zapatos de marca, una lavadora. Cabrujas, el cro-
nista, nos coloca frente al país real, a lo que somos. Y eso,
ciertamente, incomoda, aunque nos haga reír, precisamente
porque el columnista nos colocó un espejo enfrente.
Dramaturgo, guionista de cine y televisión, profesor
universitario, columnista, José Ignacio Cabrujas fue uno
de los intelectuales más brillantes del siglo XX venezo-
lano. Murió en 1995, a la edad de 58 años. Una selección
de sus crónicas fue recogida en el libro El país según Ca-
brujas (1992). Un país que vive en sus obras de teatro y que
palpitaba semanalmente en el registro de sus crónicas.
10
Ibid., p. 11.
190
TESTAMENTO DE JUDAS
(Sátira. Crónica en versos)
jesús rosas marcano
Contar los hechos en versos es una forma expresiva que
hunde sus raíces en la tradición oral, mucho antes de que
se conociera la escritura1. El dominio de esta, que llevó
a las letras la oralidad, permitió conservar en el libro tra-
diciones, historias y leyendas. Si la poesía épica es un an-
tecedente ilustre en el firmamento de las bellas letras, la
sátira —para algunos, género menor— es la expresión
humorística, irónica, sarcástica del devenir humano que
terminó por refugiarse en el periódico. El relato en verso
de los hechos históricos llegó a Hispanoamérica con los
primeros cronistas de Indias. Los nombres de Alonso de
Ercilla y Juan de Castellanos, con sus obras La araucana
y Elegías de varones ilustres de Indias, respectivamente, son
paradigmáticos.
La crónica de lo cotidiano mediante el verso y la sá-
tira, por lo general dirigida esta última a lo político y so-
cial, encontraron albergue en el periódico y, todavía hoy,
batallan por permanecer allí, como quien desde tiempos
lejanos le guiña el ojo de la sobrevivencia a la tecnología y
a un mundo que se presume posmoderno. En Venezuela,
la tradición versificadora viene de la época colonial, se
1
Andrés Bello, Obra literaria, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1979,
p. 339.
191
ficción y realidad en el caracazo
expandió y sobrevivió a la guerra de Independencia, se ex-
pandió y popularizó en la República y resistió las modas y
gustos del siglo XX. Las páginas de opinión le brindaron
asilo literario para que se asomara al siglo XXI como un
rimado de otros tiempos que se niega a apagarse.
Jesús Rosas Marcano, periodista y profesor universi-
tario, a su condición de cronista de primera línea une la de
poeta y humorista para mirar y expresar su tiempo a través
de la métrica y la rima. Durante muchos años mantuvo en
El Nacional su columna «Capilla ardiente», firmada con el
seudónimo Cirio. La noble forma del soneto, tomada en
préstamo para enfocar lemas de interés general, le sirvió de
molde a su columna, comentada por todos y de obligada
lectura en el mundo político. En otros medios impresos
publicó también sus versos atentos al diario acontecer, con
estructuras de coplas, décimas, octavillas y demás composi-
ciones métricas que se ajustaban a su necesidad de expresión
y al objetivo que se proponía.
El texto de Rosas Marcano, «Testamento de Judas»2,
fue incluido en este trabajo por su forma literaria y su con-
tenido periodístico. El Caracazo fue tratado, estudiado y
enfocado desde distintas perspectivas y formas expresivas.
En la lectura que hicimos de los periódicos a partir del
estallido popular y los treinta días subsiguientes, llamó
nuestra atención el hecho de que, al lado de los géneros
periodísticos convencionales, apareciera una composición
en verso sobre el mismo tema. No la incluimos como ra-
reza, sino como muestra de las múltiples manifestaciones
de expresión que un acontecimiento histórico, socialmente
Jesús Rosas Marcano, «Testamento de Judas», El Diario de Caracas,
2
26 de marzo de 1989, p. 3.
192
earle herrera
traumático, generó en el mundo intelectual y periodístico.
La trayectoria del autor como investigador de la comuni-
cación social, fundador del Instituto de Investigaciones de
Prensa de la Universidad Central de Venezuela y ganador
en tres oportunidades del Premio Nacional de Periodismo,
no hacía sino darle prestancia a un género —la sátira— te-
nido por menor, pero de alcance mayor en cuanto al nú-
mero de lectores y a su eficacia en el debate político y social.
Las primeras fiestas después del Caracazo fueron re-
ligiosas: la Semana Santa. Esta cayó, en 1989, entre el 20
y el 20 de marzo. Su cercanía temporal con los saqueos y la
consecuente represión de febrero —apenas veinte días—
la hizo recuperar la religiosidad perdida. En un país ma-
yoritariamente católico, todavía la gente lloraba a sus
muertos y buscaba a sus desaparecidos. Entre las manifes-
taciones populares de los días santos se mantiene la quema
de Judas, una tradición que se celebra el Domingo de Resu-
rrección. Un enorme muñeco de trapo, relleno con petardos
y cohetones, es incinerado en todos los pueblos y ciudades.
El Judas es bautizado con el nombre de aquellos per-
sonajes de la vida pública que la gente quiere satirizar y
denunciar. La música y el licor alegran la velada y se lee
un documento conocido como el «testamento de Judas».
Con este título, Jesús Rosas Marcano publicó su
texto, que es la crónica política del Caracazo, con sus víc-
timas y culpables. Dividido en cuatro partes, cada una de
dos estrofas, excepto la última que es una sola pieza. El
número de versos de las partes es variable y la unidad de
conjunto viene dada por el tema, el ritmo y la rima de la
composición. El propósito de la versificación es más co-
municacional que literario. Lo que importa es el mensaje
y los versos son un recurso gracioso y eficaz para hacerlo
193
ficción y realidad en el caracazo
llegar. En la sátira, el referente es de primera importancia
y su conocimiento resulta imprescindible. De lo contrario,
su lectura nada le dice a quienes desconozcan el contexto
y los personajes a los que alude.
En la parte 1, Judas se queja de cargar con todas las
culpas del mundo, incluso, con las causas del Caracazo:
Todas las penas del mundo
como las de este país
desde que Cristo padece,
me las facturan a mí.
Todo fue por culpa mía
—de boca adeca lo oí—
que la Banca Acreedora
engañara a Jaime así
y para que «cayetano»
picara cabos de aquí
a rebajarse en Miami
la barriga y el cuadril.
La responsabilidad del Caracazo se la pasaban de un
lado a otro el Gobierno, la oposición, los pobres y los ricos.
Nadie asumía su cuota de culpa en los sucesos. Acción
Democrática (AD) era entonces el partido de gobierno y
a sus militantes, por las siglas de la organización, se les
llama adecos. La crisis económica es reconocida por el
presidente que antecedió a Carlos Andrés Pérez, el señor
Jaime Lusinchi, cuando confesó que la banca acreedora
engañó al país, pues aunque pagó puntualmente sus com-
promisos de deuda externa, no recibió los préstamos en
dinero fresco prometidos a cambio. De allí que Pérez re-
cibiera un país con las reservas internacionales en un nivel
194
earle herrera
crítico. Los ricos, mientras la economía se hundía, se
iban a disfrutar a Miami. El mismo destino que seguiría,
«cayetano», es decir, a la calladita, Jaime Lusinchi.
El cronista satiriza una expresión del líder de Acción
Democrática, doctor Gonzalo Barrios, la cual mereció ti-
tulares de primera página y se popularizó casi como un
refrán. Al comentar el estallido del Caracazo, el doctor
Barrios declaró: «Venezuela sintió el beso mortal del
FMI»3. El periodista Rosas Marcano satirizó:
Que el beso, según Gonzalo,
que diera el FMI
al Gocho y que era igualito
al que yo a Cristo le di.
«Gochos» le dicen en Venezuela a los nacidos en los
Andes. Al presidente Pérez lo llamaban popularmente
así, e incluso, en su campaña electoral empleó el apelativo
como jingle propagandístico: «El Gocho para el 68». Se-
guidamente, Rosas Marcano detalla el testamento en que
Judas va dejando sus «bienes» a personas e instituciones.
Al pueblo le deja «La botija que Jaimito / sin un churupo
dejó». El expresidente Jaime Lusinchi había dicho que la
botija (las reservas del tesoro nacional) estaba llena. Luego
confesó que la banca extranjera lo engaño y entregó un
país con las reservas internacionales en 200 millones de
dólares. En esa botija el pueblo podría cocinar el mismo
hueso por tiempo indefinido, «hasta que el pobre hueso
/ se convierta en aluvión». Así fue, el hambre hizo bajar
a los cerros y estalló el aluvión del Caracazo.
3
Gonzalo Barrios, ob. cit.
195
ficción y realidad en el caracazo
El periodista Rosas Marcano alude a Recadi (Oficina
del Régimen de Cambio Diferencial), organismo encar-
gado del control de cambio y la entrega de dólares, quizás
el mayor ejemplo de corrupción pública y privada en la
historia de Venezuela. Al fiscal general le regala su lupa
de doble aumento porque este funcionario no encontró
ni acusó a un solo corrupto en el país, como tampoco
a ningún torturado ni desaparecido durante los cruentos
sucesos de febrero.
En su crónica en verso el autor nos pasea por la tra-
gedia del Caracazo, con sus causas y consecuencias. La
historia de aquellos días y sus antecedentes está resumida
en la brevedad de su texto. Temas duros como la crisis
económica, la deuda externa, el «milagro del campo» pro-
metido que resultó un fraude, las reservas internacionales,
están allí expuestos con amenidad y sencillez, lo que hace
más punzante la crítica. El profesor Rosas Marcano es-
cribió en prosa y en verso sobre el estallido popular del
27 de febrero de 1989, un acontecimiento que, en su hora,
trató de ser comprendido y expresado de todas las formas
posibles. La novela, el cuento, el teatro, la poesía, la sátira
y el periodismo en todos sus géneros, informativos y de
opinión, concurrieron para intentar expresar y explicar lo
que, para ese entonces, resultaba inexplicable.
196
LA LITERATURA EN EL PERIODISMO
En los trabajos periodísticos escritos con motivo del Cara-
cazo y analizados en este capítulo, hemos podido constatar
cómo sus autores se valieron de técnicas y recursos litera-
rios para colmar su necesidad de expresión, de un lado, y
lograr reconstruir los acontecimientos del 27 de febrero de
1989, del otro. La necesidad de expresión la despertaron
unos hechos en los que reporteros y cronistas estaban in-
mersos; fueron afectados por ellos como ciudadanos, ha-
bitantes de un país súbitamente sacudido por una ola de
violencia popular que alcanzó proporciones desconocidas
hasta entonces. La reconstrucción de los acontecimientos,
es decir, la recreación de la realidad mediante la escritura,
desborda los preceptos y limitaciones del lenguaje perio-
dístico convencional, objetivo. A satisfacer aquella nece-
sidad y a superar estas limitaciones vino, en auxilio del
periodismo, la literatura. En auxilio, en apoyo, no en sus-
titución. Los periodistas no escribieron cuentos ni no-
velas, sino géneros periodísticos propiamente dichos, solo
que enriquecidos literariamente. Este enriquecimiento lite-
rario obedeció, más que a motivos de ornamento, a razones
de expresión, a la búsqueda afanosa de recursos y formas
para expresar la realidad, de recrearla. Este propósito pa-
saba no solo por la reconstrucción de los hechos —informe
de daños materiales, número de muertos y heridos—, sino
también de sus múltiples y complejas manifestaciones
197
ficción y realidad en el caracazo
espirituales, humanas, es decir, de esa parte de la historia,
a veces intangible, que por lo general ignoran los ma-
nuales de historia. El dolor, la ira, el odio, la venganza,
el miedo, el pánico, fueron motor y efectos del Caracazo.
Había que contarlos, pero ¿cómo? El ambiente de aque-
llos días, la atmósfera que se respiraba, la tensión, ¿cómo
narrarlos? La literatura sabía cómo hacerlo y muchos pe-
riodistas no vacilaron a la hora de recurrir a ella, sin dejar
de hacer periodismo.
La narración para contar las acciones de saqueadores y
policías, o de personas atrapadas en la vorágine de la vio-
lencia; la descripción en tanto representación de una ciudad
devastada y asolada por los saqueos y enfrentamientos,
así como de personajes —víctimas o victimarios— cuyas
emociones y sentimientos quedaban plasmados por el di-
bujo escritural de sus rostros y gestos, fueron técnicas lite
rariamente empleadas por los reporteros. El monólogo fue
el recurso de que se valió Fabricio Ojeda para armar su
reportaje-testimonio en el que un saqueador deviene voz
de todos los saqueadores. El diálogo, no entre periodista
y entrevistado, que es común en el oficio, sino entre perso-
najes que hablan entre sí —el reportero deja la escena—,
lo cual le da autenticidad e insufla vida a las crónicas o
reportajes. El desplazamiento del punto de vista del na-
rrador, de la primera a la segunda o tercera persona, del
singular al plural, para pasar de una voz individual a una
colectiva, es un recurso de la literatura que algunos de los
autores de los textos analizados toman en préstamo, con
lo que le insuflan dinamismo, variedad y amenidad a la
relación. También en función de la autenticidad, de que los
lectores sientan cercanos a los protagonistas de los aconte-
cimientos e interlocutores de sus confesiones, encontramos
198
earle herrera
el registro fiel de la lengua coloquial, del habla del común,
e incluso, de la jerga o calé que identifica a los habitantes
del cerro, de los cinturones de miseria.
Aunque no es propósito de este trabajo analizar los
textos periodísticos aquí seleccionados desde las perspec-
tivas de la teoría del discurso, o de la lingüística y sus dis-
tintas escuelas, sí nos auxiliamos con herramientas de esas
disciplinas, en algunos casos, para su estudio y compre-
sión. La retórica es un campo del saber que resulta insosla-
yable para el análisis literario y, hoy día, el comunicacional.
Figuras retóricas vamos a encontrar en las crónicas y re-
portajes de nuestra selección. No podía ser de otra manera
si, como hemos dicho, reporteros y cronistas se apartaron
de los moldes estilísticos del periodismo objetivo; de lo
que se denomina lenguaje propiedad (o directo), ese que
llama al pan, pan y al vino, vino, es decir, aquel «en el
cual las palabras y demás elementos se utilizan en su sen-
tido real y exacto»1. De este lenguaje, repetimos, pasarán
al impropio (o indirecto), llamado también figurado, en el
que se usan las palabras en sentido distinto al que poseen,
o para decirlo con Carmelo Bonet, es el lenguaje que con-
siste «en designar las cosas o las acciones por medio de la
perífrasis, de eufemismos, de tropos2» y demás figuras re-
tóricas. Definamos e ilustremos con ejemplos algunas de
estas figuras empleadas por reporteros y cronistas como
recursos estéticos y expresivos.
1
Alexis Márquez Rodríguez, La comunicación impresa: teoría y
práctica del lenguaje periodístico, Centauro, Caracas, 1976, p. 226.
2
Carmelo Bonet, La técnica literaria y sus problemas, Nova, Buenos
Aires, 1968, p. 67.
199
ficción y realidad en el caracazo
METÁFORA
Figura por medio de la cual se transporta, por así decir,
el significado propio de una palabra a otro significado que
solamente le conviene en virtud de una comparación
que reside en la mente3.
En los textos analizados encontramos:
«Los gritos que alcancé a oír a través de la fina sensibi-
lidad de los micrófonos» (Cabrujas);
«Los más jóvenes erigen barricadas de humor» (Araujo);
«Nuestro vocabulario de náufragos» (Sequera);
«Hasta cuando el pobre hueso, se convierta en aluvión»
(Rosas Marcano).
Vemos, pues, cómo el significado de una palabra se tras-
lada al de otra por una asociación mental. Cabrujas le insufla
a los micrófonos propiedades humanas, al dotarlos de «fina
sensibilidad». El humor, al convertirse en barricada, es un
mecanismo de sobrevivencia, en la expresión de Elizabeth
Araujo. Por su parte, Sequera denomina al habla caraqueña
después de los saqueos «vocabulario de náufragos», forma
de comunicarse de los sobrevivientes de la ola de violencia.
Jesús Rosas Marcano denomina «pobre hueso» al hambre
del pueblo, la cual se convertirá en «aluvión», es decir, en
el Caracazo. Para los citados cronistas y reporteros, solo el
lenguaje metafórico podía plasmar y comunicar con fuerza
y eficacia los acontecimientos de aquello días.
3
Du Marsais citado por Michel Le Guern, La metáfora y la meto-
nimia, Cátedra, Madrid, 1990, p. 13.
200
earle herrera
METONIMIA
Designación de una entidad con el nombre de otra que
tiene con la primera una relación de causa a efecto o vi-
ceversa, o de dependencia recíproca (continente/conte-
nido; ocupante/lugar ocupado; propietario/cosa poseída;
productor/producto, etcétera)4.
Armando José Sequera nos habla de que «era posible
observar unos pocos hombros relajados»; aquí, «hombros»
sustituye a la palabra «personas», es decir, la parte por el
todo. Cabrujas ironiza: «El común imitando los desmanes
del poderoso»5. Aquí, «común» significa «pueblo» y po-
deroso, «ricos». Son ejemplos de metonimia o de una de
sus variantes, la sinécdoque, pues expresa
una noción mediante una palabra que, por sí misma, de-
signa otra noción cuya relación con la primera es cuan-
titativa (la parte por el todo o viceversa, el singular por
el plural, la materia con que está hecho un objeto por el
objeto mismo)6.
Ya en los análisis de cada trabajo en particular a lo
largo de este capítulo, dimos ejemplos de otros recursos
retóricos como la ironía, la antítesis, la hipérbole, la perí-
frasis, que reporteros y cronistas emplearon para plasmar
y recrear la realidad. Hemos de señalar, que en el caso
específico de las crónicas seleccionadas, este género pre-
senta distintas clasificaciones. Para no abundar en todas
4
Bice Montara, Manual de retórica, Cátedra, Madrid, 1991, p. 163.
5
José Ignacio Cabrujas, ob. cit.
6
Bice Montara, ob. cit., p. 163.
201
ficción y realidad en el caracazo
las conocidas, preferimos atenernos a la dada por el doctor
Núñez Ladeveze, quien distingue entre las informativas
y las interpretativas, de acuerdo con los elementos —no-
ticiosos u opináticos— que en ellas prevalezcan7. Sobre la
revuelta popular del Caracazo, encontramos la crónica es-
crita por el reportero que registra el día a día de los aconte-
cimientos, es decir, el profesional del diarismo. Y también
están presentes las crónicas del colaborador o columnista,
ese que no necesariamente va o está «en el lugar de los he-
chos», pero que los observa, recaba información sobre los
mismos y, luego, los reconstruye al tiempo que los enjuicia
y valora.
En el primer caso, el reportero sigue el curso de los
acontecimientos y, a la hora de escribir, a diferencia del
relato informativo o noticioso, se hace presente el sello de
su personalidad literaria, su estilo de hacer y expresar las
cosas y la vida. Pero nos cuenta una situación concreta, un
hecho que vivió y cubrió en su diario trajín de reportero.
Un ejemplo de este tipo de crónicas es la de Régulo Pá-
rraga —para entonces periodista de planta del diario El
Nacional—, «Noche de terror», quien salió de la redac-
ción rumbo a su casa cuando se encontró en el medio de la
explosión popular del Caracazo.
En cambio, las demás crónicas seleccionadas fueron
escritas por colaboradores, todos ellos periodistas (a ex-
cepción del dramaturgo y guionista José Ignacio Cabrujas)
pero, al mismo tiempo, novelistas, cuentista o poetas. Ellos
vivieron los sucesos, los observaron, recorrieron la ciudad
asolada por la violencia; empero, tuvieron tiempo para el
7
Luis Núñez Ladeveze, Introducción al periodismo escrito, Ariel,
Madrid, 1995, p. 83.
202
earle herrera
análisis, la interpretación e, incluso, para una mayor ela-
boración literaria. Las suyas son historias contadas desde
la perspectiva y los modos del hacedor de literatura. Unos
y otros, aquellos y estos, partieron de una realidad con-
creta. Ejemplos del segundo caso —las crónicas escritas
por literatos—, tenemos las de Armando José Sequera,
«Calma tensa»; Jesús Rosas Marcano, «Testamento de
Judas», y José Ignacio Cabrujas, «Fin de mundo».
El Caracazo, visto en la distancia y el tiempo, solo
puede ser analizado y comprendido si lo observamos desde
las distintas perspectivas en que fue abordado como fenó-
meno histórico y social. Su reconstrucción solo es posible
con la lectura de las informaciones que entregó el perio-
dismo objetivo, constatadas estas con la visión valorativa y
creativa de los cronistas, el enfoque integral de los autores
de reportajes y donde el drama humano cobra toda su di-
mensión, con la recreación y relación literarias de poetas,
cuentistas y novelistas. Estos últimos tienen la palabra en
el capítulo siguiente.
203
CAPÍTULO VIII
EL CARACAZO
DESDE LA LITERATURA
ANÁLISIS DE LOS TRABAJOS PUBLICADOS
Los acontecimientos violentos conocidos como el Sacudón, o con
la abreviatura 27-F, tocaron la sensibilidad social de los es-
critores venezolanos, quienes escribieron desde los géneros li-
terarios (cuento, novela y poesía) sobre unos hechos actuales,
inmediatos. Como tantas veces en la historia, los creadores
fungieron de cronistas de los días, de periodistas de su tiempo.
Hemos seleccionado algunos de esos textos en los que la litera-
tura y el periodismo se encuentran y se mezclan en torno a una
realidad inmediata.
205
27-F: SU GRAN DEBUT
carlos noguera
Carlos Noguera, galardonado novelista venezolano, abre
el Papel Literario de El Nacional del 7 de marzo de 1989,
a ocho días del Caracazo, con un relato breve, género este
con grandes cultores en América Latina y, en particular,
en Venezuela. Con pocas palabras, en una muestra de eco-
nomía del lenguaje, el narrador cuenta una anécdota que
resume una historia, o mejor, una vida. A través de esa vida
se mira un acontecimiento e intentamos comprenderlo,
quizás en vano.
No importa si la historia la imaginó el autor, la leyó
en la prensa o la presenció. Se trata no solo de algo vero-
símil, sino también real: una muchacha muerta de un dis-
paro frente a la vitrina de una tienda o boutique. Muchas
personas perdieron la vida, aquel 27 de febrero de 1989, en
las aceras de casas comerciales. La foto de un niño muerto,
con la mano tendida hacia una lata de mantequilla, a la
salida de un centro comercial, fue una de las imágenes
más impactantes y comentadas por aquellos días. El ca-
dáver de un hombre al lado del televisor del que se había
apropiado durante los saqueos, fue recogida en la crónica
«A 19 pulgadas de la eternidad», que dio origen al libro
del mismo título1. Noguera, desde la muerte de una mujer
1
Véase supra, nota 13, p. 133.
207
ficción y realidad en el caracazo
joven, construyó un relato a través del cual vemos lo que
ocurrió en Caracas el día del estallido popular y su oleada
de violencia.
Un cuento breve es una estructura verbal que se cons-
truye, se arma, con una serie de imágenes que se buscan
y encajan hasta hacer un todo; una pieza de lenguaje que
contiene una anécdota, una historia o muchas historias,
paradójicamente. Y esto es así porque cada una de las imá-
genes encierra una sugerencia que germinará en la mente
del lector. Será este, y no el autor, quien la complete. La
brevedad del relato le impone exigencias al lenguaje que
colocan a este en el primer plano y deja a la anécdota como
un pretexto para desplegar el arte de narrar, la capacidad
de decir mucho en poco espacio y con pocas palabras. No
se trata de un simple ejercicio literario, de un más o menos
logrado uso del lenguaje narrativo, sino de un cuento breve
que cuenta por su forma y contenido, por la armonía que
se logra entre ambas dimensiones del hecho narrativo.
Consciente de esta exigencia del relato breve, Noguera
abre su narración con una imagen en movimiento; de in-
mediato el lector se compenetra con lo que se le narra, con
la figura que dibuja en el aire el cuerpo de una muchacha
proyectada por un disparo. Pareciera que asistiéramos al
rodaje de un film en el que el director ya ordenó: ¡luces!,
¡cámara!, y nosotros entramos cuando él gritó: ¡acción!
Aquí está uno de los secretos del relato breve. El autor nos
ahorra lo que antecede a la acción porque la imaginamos;
el lector construye en su imaginación todo lo que precede
al punto inicial del relato.
El cuerpo, debido sin duda al doble impulso provocado
por la huida y el impacto del proyectil, había trazado una
208
earle herrera
larga elipse desde el escalón del vestíbulo hasta el límite
de la vidriera destinada a los modelos cocktail, ahora rota2.
Este primer párrafo encierra una paradoja entre el
cuerpo inerte y el movimiento que dibuja, producto de
una acción cortada —la huida— y el impacto de un pro-
yectil. Todo es muy rápido y se cierra con una imagen es-
tática: el cuerpo inerte como otro modelo cocktail, en el
límite de la vidriera, «ahora rota». La vidriera rota es una
metáfora del país, de lo que ocurrió ese 27 de febrero.
La democracia venezolana era la vitrina de América La-
tina, según la imagen de un político —Rafael Caldera—,
no de un literato. Esa imagen fue rota con el Caracazo. Las
desigualdades, la violencia, la pobreza que se disimulaban
tras los «modelos cocktail» salieron a relucir. Los grandes
líderes políticos venezolanos, si de algo se lamentaron, fue
de la ruptura de esa vitrina. Carlos Noguera, con ironía,
muestra esa metáfora del país. La vitrina, «ahora rota».
El narrador, con técnicas cinematográficas, nos ofrece
imágenes que luego borra o les superpone otras. Desde la
perspectiva del policía que disparó, miramos a una mu-
chacha sobre otra, como si estuvieran besándose. Pero al
cambiar de óptica y colocarnos en el ángulo del cama-
rógrafo extranjero veremos un maniquí y el cuerpo de la
muchacha que recibió el disparo. La joven se había puesto
un vestido de encaje, se sintió modelo; en medio del caos
y los saqueos, vio la oportunidad de cristalizar su sueño:
acceder al lujo, subir de estatus, alcanzar lo que la realidad
le negaba y prohibía. ¿Cuánto de eso fue el Caracazo?
2
Carlos Noguera, relato sin título publicado en «Todavía hay gente
que sueña», Papel Literario de El Nacional, Caracas, 7 de marzo
de 1989, p. 12.
209
ficción y realidad en el caracazo
El presidente de la República, Carlos Andrés Pérez, en
una de sus primeras declaraciones, dijo que era una lucha
de pobres contra ricos. El entonces rector de la Univer-
sidad Central de Venezuela, Luis Fuenmayor Toro, le res-
pondió que era una lucha de pobres contra pobres, pues los
muertos los puso esta clase social. En todo caso, la Vene-
zuela pobre buscó acceder, por unas pocas horas, a la Ve-
nezuela opulenta. La muchacha marginal del barrio logró
ponerse su vestido de encaje, pero una bala le dijo que eso
solo era posible convertida en maniquí.
En los tres párrafos siguientes, el narrador contextua-
liza esta historia. Desde la cámara del corresponsal ex-
tranjero panea las calles de la ciudad y el foco sigue cerro
arriba. Los saqueos, las piedras, la revuelta popular.
La cámara abandona el cuerpo exánime de la muchacha,
el seno descubierto por el vestido de encajes blancos
a medio calzar, y panea hacia la batalla que prosigue.
La secuencia, sin embargo, está tomada.
La secuencia de una muchacha que había prometido a
los de su barrio que sería modelo de televisión. La censura
impuesta en el país no permitiría pasar esa imagen, pero
nada impediría que lo hicieran el satélite y la parabólica y
que la vieran en los grandes centros de la moda mundial.
Así lo ironiza el narrador, ahora omnisciente.
Lástima —se lamenta— que con la carrera y los disparos
no le hubiera alcanzado tiempo para terminar de meter
el brazo en la manga derecha.
210
earle herrera
Esa imagen de un acto trunco cierra el relato. Y es la
metáfora de una frustración como país, de un pueblo que se
alzó para hacer realidad sus sueños y solo consiguió la re-
presión y la muerte. Muchos de esos sueños fueron cons-
truidos por la televisión y la publicidad: el lujo, el confort,
la opulencia, la fama estaban allí, al alcance de cualquiera.
Pero al lado del mundo fantástico, virtual, que presentaban
los medios, estaba la ostentación de los que más tienen, las
reseñas sociales de las llamadas «bodas del siglo», la «coro-
nación» de un presidente en un acto que muchos compa-
raron con un banquete de Las mil y una noches; la Caracas de
grandes edificios y mansiones y la otra, allí enfrente, la del
cinturón de miseria que el 27 de febrero bajó de los cerros
a tomarse por sus manos su parte de la riqueza petrolera.
Es la metáfora del país que, en pocas líneas, nos ofrece
el narrador Carlos Noguera. El periodista informó de
estos hechos. La ficción literaria los hizo objetos verbales,
constructos lingüísticos, imágenes de la vida que, en una
dimensión estética, se quedan en la memoria y el espíritu
como realidad que desafía al olvido y lo transitorio.
211
RELATO
ángel gustavo infante
En 1987, dos años antes del Caracazo, el escritor Ángel
Gustavo Infante publicaba su primer libro de cuentos, bajo
el sugerente título de Cerrícolas1. Con esta obra obtuvo el
Premio de Narrativa de la Fundación para las Artes (Fun-
darte) de la ciudad de Caracas. Como su título lo indica,
los personajes de estos relatos breves son los habitantes
de los cerros y el cerro mismo, esto es, un entorno socio
económico, una forma de vida, con sus múltiples expresiones
sociales y culturales. Es la otra Caracas, la de la periferia,
la de los barrios, la de los techos de cartón que rodean
a la ciudad de los modernos y altos edificios. Allá arriba, ex-
cluidos, marginados pero inesquivables, viven los cerrícolas.
A raíz del Caracazo, el narrador volvió a sus perso-
najes con un relato breve publicado en el Papel Literario
del diario El Nacional2. Aquel título de su primer libro,
Cerrícolas, le había resultado incómodo a una sociedad
que prefería, para identificar el cinturón de miseria que la
rodea y acecha, los nombres que provienen de la academia
y la sociología: barrios, pobres, marginales o excluidos.
Así, la realidad de la pobreza era reducida a objeto de
estudio, a preocupación académica. En cambio, la palabra
1
Ángel Gustavo Infante, Cerrícolas, Fundarte, Caracas, 1987.
2
Ángel Gustavo Infante, relato sin título publicado en «Todavía
hay gente que sueña», Papel Literario de El Nacional, Caracas,
7 de marzo de 1989, p. 2.
213
ficción y realidad en el caracazo
«cerrrícolas» inventada por el escritor le da una entidad
e identidad a los habitantes de los cerros; no eran unos ex-
traterrestres, estaban allí, arriba en el cerro, día y noche,
mirando hacia la gran ciudad que no quería verlos. Esos
cerrícolas, además, no se quedaban allá arriba en su con-
templación; bajaban del cerro y se confundían con los cara-
queños, andaban por calles y avenidas y, un día cualquiera,
podrían bajar en masa. «Cuando bajen los cerros» era un
decir hasta que, el 27 de febrero de 1989, se hizo realidad.
Ya antes lo habían hecho en la literatura, en la ficción.
Y Ángel Gustavo Infante los volvió a captar y a plasmar en el
lenguaje escrito el día del Caracazo. Para el narrador, que ya
los había frecuentado, los cerrícolas no resultaron una sor-
presa y volvió a dialogar con ellos a través de ellos mismos.
Sus personajes literarios —los cerrícolas— andaban por las
calles derribando rejas de seguridad, saqueando negocios,
enfrentando a las fuerzas del orden público y eran proyec-
tados al mundo por todos los medios de comunicación. Eran
personajes virtuales gracias a los medios; ficticios, merced a
la creación literaria, pero fundamentalmente, reales, vivos,
actuantes. La gran ciudad, que los prefería objeto de estu-
dios académicos, lo supo el 27 de febrero de 1989, debido
a la explosión social del Caracazo.
El relato de Infante, publicado en el Papel Literario
ya citado, cuenta una de las miles de historias que co-
rrieron por la ciudad después de la revuelta popular; la de
un joven pobre, muerto en el intento de resolver su situa-
ción económica y social en un solo día. Porque muchos,
millares de venezolanos, vieron en el caos y la anarquía
del Caracazo la oportunidad de superar sus privaciones
y de acceder al lujo y al confort que solo conocían a través
de la televisión y sus ofertas publicitarias. Ese mundo de
214
earle herrera
la pantalla chica, virtual e inaccesible, ahora estaba allí, al
alcance de sus manos.
Infante recurre al monólogo interior y al desplaza-
miento del narrador de la tercera a la segunda persona. El
procedimiento es el mismo aludido por Tom Wolfe en su
texto sobre el nuevo periodismo3 y ya conocido en la lite-
ratura desde Joyce hasta los narradores del boom de la li-
teratura latinoamericana. Este recurso le insufla agilidad
y movimiento a la narración, lleva al lector de una pers-
pectiva a otra y fragmenta el relato como se fragmentaba
la realidad aquel día violento, reducido a las siglas 27-F.
Infante emplea un lenguaje sencillo, directo, sin mayores
figuras retóricas, que es una de las características y de las
exigencias que el argentino Raúl Brasea distingue y destaca
en el relato breve, por el llamado microcuento.
El microcuento es un texto narrativo de extrema bre-
vedad que suele presentarse como condensación táctica,
sucesión de unos pocos hechos explícitos expresados de
modo que indican, presuponen o sugieren otros hechos
intermedios que necesariamente también han ocurrido,
pero cuyo desarrollo se deja librado a la imaginación del
lector (aunque el texto induzca con frecuencia en deter-
minado sentido). Estos cuentos brevísimos contienen,
por eso, más blanco que letra, la menor cantidad posible
de letra y, en consecuencia, resultan irreductibles4.
Allí, donde hay «más blanco que letra», las figuras
retóricas no abundan, no distraen y, cuando las hay, es
3
Véase Tom Wolfe, ob. cit.
4
Raúl Brasca, 2 veces bueno 2, Instituto Movilizador de Fondos
Cooperativos, Buenos Aires, 1997, pp. 7 y 8.
215
ficción y realidad en el caracazo
porque resumen una realidad que exigiría muchas pala-
bras para narrarla, es decir, están allí en función de la eco-
nomía del lenguaje literario. En el texto que nos ocupa,
Ángel Gustavo Infante, en pocas líneas y con el pretexto
de un muerto, nos relata un día —el del Caracazo— en un
cerro caraqueño. El narrador, amigo del muerto, «pana»,
«compinche», como se dice en el argot de los cerrícolas,
construye su relato dirigiéndose al difunto, de allí el uso
de la segunda persona que introduce al lector en el mo-
nólogo, lo aproxima a la víctima, lo familiariza con el
ambiente del cerro, como uno más, todo por arte de esa
conversación de tú a tú.
Con dominio de esta técnica narrativa, Infante cuenta
dos historias que transcurren paralelas a lo largo del mo-
nólogo: la de la muerte y el velorio del amigo, y la de lo
que ocurría en la gran cuidad aquel día de levantamiento
popular. En los velorios de los barrios no hay tristeza. Los
«panas», los brothers, los «compinches» del difunto en-
tran y salen exhibiendo su «importancia», su «liderazgo»
o su hoja de vida —¿un curriculum?— que se mide por
los balazos recibidos. «Perdigón entraba y salía mos-
trando, orgulloso, treinta y seis agujeros entre la espalda y
el cuello»5. Este «Perdigón» antes era Miguel a secas, pero
su hazaña, su capacidad de sobrevivencia, le había ganado
un alias, si se quiere, un nombre de guerra. Y él estaba
orgulloso de esos treinta y seis agujeros.
El humor del cerro, recurso popular con hondo con-
tenido de clase para sobrellevar la pobreza y burlarse de
los poderosos y de sus propias precariedades, discurre por
el relato desde la voz del narrador. Le habla a su amigo
5
Ángel Gustavo Infante, ob. cit., p. 2.
216
earle herrera
muerto de «disfrutar de su primer toque de queda», san-
grienta burla del estado policial y militar del que fue víc-
tima el difunto. De haber bajado a los saqueos cansado de
los «papeluchos que nos asigna Caracas», crítica mordaz
de la concepción que de los marginales tiene la gran
ciudad. Le cuenta del soldadito al que provocó con su sil-
bido, pero «como somos invisibles, se fue». Esta imagen
remite a dos lecturas: la invisibilidad del barrio porque
nunca la sociedad mira hacia allá (o se hace la que no ve
la miseria que la rodea), y la que han desarrollado los ex-
cluidos para que las fuerzas públicas nunca puedan dar
con ellos.
El Caracazo permitió a los marginales, por un día,
comer carne de primera y beber vino y escocés. El na-
rrador lo celebra, como también el que en los saqueos
cargó con un espejo «que me devuelve, al menos, un
rostro de yuppie». Es una imagen terrible y conmovedora.
En verdad, por ese día, los excluidos de la renta petrolera
tuvieron (o mejor, se vieron) otro rostro: de yuppies, de
ejecutivos, ¿de incluidos? La ciudad que los negaba era
suya… por un día. Es la gran metáfora de este relato. Fue
la ilusión hecha fugazmente realidad de los saqueadores. El
precio: unos tres mil muertos según las ONG; trescientos
en las cifras oficiales, más los que nunca aparecieron.
El relato se hace fugazmente académico, desde un
punto de vista narrativo, en el pasaje que dice: «Tú que-
daste en el intento por obtener lo que te hubiera costado
toda una vida de privaciones»6. De un lenguaje literario,
construido con imágenes sencillas, se pasa a uno discur-
sivo, argumentativo, opinático. Sin duda, el autor del texto
6
Ibid., p. 12.
217
ficción y realidad en el caracazo
se impuso al narrador marginal y penetra en su monólogo.
Sin embargo, de inmediato, retoma el hilo narrativo, su
tono, y cierra el cuento breve con el entierro del difunto,
con una metáfora que se capta en el marco referencial que
es la ciudad de Caracas: «Quedaste bajo una ceiba vieja,
en otro cerro». Así es, el Caracazo fue el día en que ba-
jaron los cerros, los pobres de solemnidad, los marginales.
Y sus víctimas fueron enterradas en la parte alta del Ce-
menterio General del Sur, en un lugar llamado La Peste,
en otro cerro. La ironía desplegada por el narrador a lo
largo del relato al final se transforma, se cierra en humor
negro. El cerro es el destino de los marginales, de la cuna
a la tumba.
Concluyamos con un detalle, obviamente extralite-
rario, pero definitivamente periodístico. Es uno de esos as-
pectos de la creación literaria que no se pueden conocer
a través del análisis de los textos. El Papel Literario de El
Nacional solicitó a Ángel Gustavo Infante un relato breve
sobre el Caracazo. Este lo escribió, pero no tenía forma de
hacerlo llegar al periódico. Entonces vivía en El Valle, uno
de los sectores de la ciudad donde los hechos resultaron más
violentos. Sin fax y con el toque de queda decretado, salir
a la calle era casi un suicidio. Decidió entonces dictarlo
(transmitirlo) por teléfono, como cualquier corresponsal en
tiempo de guerra. El narrador estuvo en el velorio (lo cu-
brió), lo hizo cuento breve y lo transmitió telefónicamente.
Este rol periodístico se lo impusieron las circunstancias.
Nos enteramos de esta parte anecdótica pero significativa
por la entrevista que le hicimos a Infante. El periodismo
y la literatura no intercambiaron sus recursos únicamente
en la elaboración de sus respectivos géneros. Se entrecru-
zaron en los textos y, también, en la calle.
218
RELATO
marcos tarre briceño
La mayoría de los textos, tanto periodísticos como literarios,
escritos a raíz del Caracazo, se ocupa de las víctimas civiles
y de sus familiares. Sin embargo, aunque muy contadas, las
fuerzas de seguridad y del orden público también tuvieron
sus bajas. La feroz represión desatada por igual contra justos
y pecadores y los allanamientos indiscriminados que le suce-
dieron, abonaron el olvido mediático o literario que cubrió
la muerte de los hombres de uniforme. Tampoco los cuerpos
policiales o militares, acusados de lo que muchos consi-
deraron una verdadera masacre, iban a sacar sus bajas para
oponerlas a las del pueblo. La desproporción era mayúscula
y, de hacerlo, mayor sería el despropósito.
Los muertos de los uniformados, pocos, pero muertos
al fin, fueron cubiertos por el silencio, entre el dolor de sus
familiares y el mutismo de sus superiores. Cayó un oficial
del Ejército, mayor Acosta Carlés, compañero de armas del
comandante Hugo Chávez Frías, quien siempre, como mi-
litar insurrecto primero y luego como residente de la Repú-
blica, ha cuestionado la versión oficial sobre la muerte de
su camarada. Pero las pocas bajas castrenses las constituían
soldados rasos; reclutas campesinos traídos de las guarni-
ciones del interior, quienes no conocían Caracas ni jamás
habían visto una multitud semejante, para colmo conver-
tida en piquetes desorganizados que aparecían por todos
lados. De la muerte de uno de esos soldados —resumen de
219
ficción y realidad en el caracazo
la muerte de los reclutas que cayeron— se ocupó el escritor
y columnista Marcos Tarre.
Experto en asuntos de seguridad ciudadana, Tarre era
entonces autor de una columna semanal en el diario El
Nacional, cuyo título sugería consejo y advertencia: «No
sea usted la próxima víctima». Por lo general, la escribía
en forma de crónica, género que le permite narrar casos
criminales de la vida real, en una especie de «puesta en es-
cena» sobre el papel que provoca en el lector la sensación
de haber estado ahí. El manejo de la descripción de per-
sonas y ambientes; el uso del diálogo como recurso que
insufla vivacidad y autenticidad al relato, redundan en la
amenidad de la lectura y en el acercamiento de los lec-
tores a los hechos y personajes. El autor, Tarre Briceño,
se aparta, se distancia, para que quien lea sea testigo y
oyente sin barreras de lo que ocurrió. Mediante este pro-
cedimiento, cada caso narrado, cada experiencia de la víc-
tima de turno se convertirá para el lector en su experiencia
como si la hubiese vivido. Llegado a este punto, recordará
el título de la columna: «No sea usted la próxima víctima».
Cada entrega era un compendio de los trucos y ha-
bilidades de los delincuentes, de lo que el argot policial
llama modus operandi y, también, de la falta de previsión,
descuido o irresponsabilidad de los afectados que los con-
vierte en víctimas propiciatorias. En este sentido, la co-
lumna cumplía una función de orientación ciudadana,
pero sin que su autor asumiera al escribir una posición o
tono magistral, de sesudo profesor y consejero. Sencilla-
mente, narra los hechos y el lector saca de allí la ense-
ñanza que considere conveniente o útil. Su experticia en la
materia, la forma de escribir y presentar su columna y un
entorno social en el que la seguridad ciudadana ocupa el
220
earle herrera
primer lugar en la preocupación de los caraqueños, según
los sondeos de opinión, garantizaban el éxito, en cuanto
a lectores, de su espacio periodístico.
Macos Tarre Briceño conoce bien el género policial,
como lector y autor. Esto, unido a su estudio y experticia
en materia de seguridad ciudadana, le permite no solo es-
cribir con conocimiento de causa, sino hacerlo de forma
tal que capta de inmediato la atención del lector, gracias a
las técnicas literarias que maneja. La novela negra o poli-
cial le presta sus recursos. Las páginas de sucesos o rojas
le ofrecen un material que, lamentablemente en socie-
dades como la nuestra, nunca escasea. A este columnista
y escritor, un acontecimiento violento y cruento como el
Caracazo no podía dejar de conmoverlo como persona
e impactarlo y motivarlo como escritor. De allí el relato de
su autoría publicado en el Papel Literario de El Nacional,
objeto de nuestra atención y análisis.
EL RELATO
Al principio, una imagen: la del cansancio del soldado
traído desde el interior del país a la capital para sofocar
los disturbios. Está recostado de lo que se convirtió en un
símbolo de los saqueos: una reja santamaría retorcida.
Las fotografías de estas estructuras de hierro o acero
derribadas, huella del paso de la multitud y los saqueos,
ilustraban las páginas de todos los medios impresos. De
allí que las dos primeras líneas del texto de Tarre Briceño
resulten tan gráficas. Obviamente, si la reja está retorcida
es porque los saqueadores llegaron al sitio primero que los
soldados, se les adelantaron. Por lo general, fue así en toda
221
ficción y realidad en el caracazo
la ciudad. El Gobierno reaccionó tarde, convencido de que
las escaramuzas por un aumento en el precio del trans-
porte público no pasarían de eso. Cuando la policía fue
desbordada y ya toda la ciudad estaba copada por la vio-
lencia de la multitud, se recurrió a las fuerzas militares.
Estas llegaron para restituir el orden, ya eran pocos los sa-
queos que podían evitar. En eso estaban, sin tener plena
conciencia de ello, Alberto Cazadilla y su compañero
y amigo, Pedroza, los personajes principales del relato.
El narrador utiliza el recurso de la reiteración para
plasmar el estado anímico de los dos reclutas. «Sudor.
Cansancio. Tensión. Miedo». La frase se repite a lo largo
del texto, como una respiración entrecortada. El punto se-
guido para separar cada palabra provoca esta sensación. Es
ese estado de ánimo que la frase reiterada logra plasmar y
expresar, el hilo conductor de la pieza narrativa. El autor
crea así una atmósfera de suspenso, en el doble sentido de
expectativa y tiempo detenido. El suspenso es un recurso
inseparable del género policial, ya sea en la novela negra
o en las buenas crónicas de sucesos. Tarre Briceño, con
la reiteración, logra este efecto. La frase funciona como
centro de gravedad en torno al cual giran y hacia el que se
comprimen la suerte de los soldados y lo que ocurre en su
entorno, los fragmentos de un momento histórico convulso
y violento.
El relato breve, microcuento o minificción, como
también se le ha denominado, es austero en cuanto a re-
cursos retóricos. La economía de lenguaje es uno de sus
atributos. De allí que se ahorra las explicaciones y opta por
la imagen que el lector completa. La sugerencia en el decir
es uno de sus atractivos y, a la vez, la garantía de su eficacia
narrativa. Ejemplo de ello es la imagen de la bala dorada
222
earle herrera
que cae al piso cuando el soldado Pedroza traquetea su
arma encasquillada. Pudieron dejarla allí, pero su compa-
ñero Calzadilla la recoge y se la entrega (gesto de amistad,
de camaradería, de «aquí estamos los dos juntos»). Acto de
prevención (nos puede hacer falta más tarde). Impulso
de superstición (es mal augurio que una bala se caiga, peor
es dejarla en el piso). En fin, una imagen polisémica que
estimulará lo que Pacheco y Barrera Linares denominan
«la memoria semántica del lector»1.
Los soldados no se mueven de su sitio: la ciudad vio-
lenta transcurre frente a ellos. Metáfora del miedo y el
desconcierto. No saben qué hacer, esperan órdenes que no
llegan. Su teniente no aparece. Apenas logran articular
frases cortas y entrecortadas: «Y ahora esto». «Qué buena
vaina». «Estoy chorreado». «Yo también». Los gestos dicen
más que las palabras: la bala dorada recogida del piso,
pegar hombro con hombro, la intención de hacer chistes,
el recuerdo de los seis meses en el Centro de Adiestra-
miento y Reemplazo. «Y ahora esto». «Esto», para ellos,
es el Caracazo. Pero decir Caracazo es una conceptuali-
zación que los desborda, en menor caso, que no les dice
nada. «Este» es, en su caso y situación, algo inesperado,
ajeno a sus limitadas expectativas cuando se alistaron o
fueron reclutados para el servicio militar. «Esto» es la «qué
buena vaina» de un estallido popular que no comprenden,
en una ciudad que no conocen y cuyas solas dimensiones
los apabullan. Mientras ellos están sobrecogidos por
la tensión y el miedo, la muchedumbre baja de los cerros
celebrando su violencia, gritando, saqueando, bailando.
Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares, Del cuento y sus alrededores,
1
Monte Ávila, 1997, p. 39.
223
ficción y realidad en el caracazo
El narrador, al plasmar este contraste, eleva el dramatismo
de la situación de los dos soldados.
Y otra imagen: el recluta Calzadilla voltea y no hay
nadie a su lado. Más allá, un casco. A su compañero le re-
ventaron el cráneo de un tiro. Ya no necesita órdenes para
actuar. Levantó su fusil y frenéticamente empezó a dis-
parar contra la multitud que bajaba del cerro. El cuadro
del soldado disparando indiscriminadamente se repitió
por toda la ciudad, eso fue lo que ocurrió en la realidad.
Al descargar Calzadilla su arma, el final del relato queda
como pendiendo de su frase-eje: «Sudor. Cansancio. Ten-
sión. Miedo. Odio». Pero ojo: una palabra se agregó a la
frase: «odio». Y la frase no se cerró con un punto y final,
sino que se prolongó en un punto suspensivo. El odio, la
ira frente a su compañero abatido, hizo que el soldado su-
perara su miedo, reaccionara y actuara. Lo trajeron para
que disparara y eso hizo; la orden que esperaba se la dio
la realidad. ¿Odio contra quién? Contra la muchedumbre
pero, una vez desaparecida esta, ¿contra quién? Al fin y al
cabo, el soldado Calzadilla pertenece a ese pueblo mar-
ginal y marginado que bajó de los cerros. Si no de los
campos olvidados, de allí salen los reclutas. Hubo una
reacción inmediata y, descargada el arma, consumada la
venganza y desahogada la ira, quedó allí, cerrando el re-
lato, una palabra —odio— y tres puntos suspensivos. Una
construcción polisémica, sin duda, que requiere conocer
el referente histórico del relato para que el lector pueda
aproximarse a lo que quedó anidado en el alma del sol-
dado Juan Alberto Calzadilla. Y también, en la de los po-
bres del cerro que vieron caer a los suyos bajo los disparos
de la fusilería.
224
earle herrera
La tensión de los personajes la plasma Tarre Briceño
en la forma, en el cómo de su relato, en una narración
de frases cortas, tensas, sugerentes. Su conocimiento de
las armas transmite un ambiente de guerra, absurda, desi
gual, de un ejército contra un pueblo armado con palos
y piedras, aunque la situación fue aprovechada por fran-
cotiradores que, al agredir a los militares, provocaron la
reacción de estos contra el pueblo inerme. El estado de
guerra queda plasmado en la descripción de las armas y
el léxico castrense: «Cinco kilos de Fal» (fusil automático
liviano). «Una tanqueta V-300 rueda lentamente». «¡Car-
guen!». «Pedroza encasquilla el arma. Una bala 7.62 queda
medio salida». «Batallón de Infantería Bolívar». «Centro
de Adiestramiento y Reemplazo». «Pasa el selector del
fusil de asalto a automático». «Se lleva el Fal al hombro».
«En dos segundos vacía el cargador de 20 tiros».
El autor, en ningún momento, dirige su relato o toma
posición a través del contenido, de lo que cuenta. Sin em-
bargo, los detalles sobre los armamentos, el léxico propio
del mundo militar, transportan al lector a un ambiente
bélico que recuerda los despachos y partes de guerra de
los campos de batalla. Y en efecto, en la realidad fue así:
una ciudad ocupada y tomada militarmente. Luego, el
balance de muertos y heridos mediante informaciones
contrapuestas, según las emitiera el Gobierno o las orga-
nizaciones no gubernamentales. En pocas líneas, en un
microcuento, Tarre Briceño nos da una visión del Cara-
cazo desde el cansancio, el miedo y la tensión de dos sol-
dados. Uno de ellos muerto. El otro, reaccionando por el
odio que la muerte provoca, para causar más muertes.
225
FEBRERO
(Novela)
argenis rodríguez
El Caracazo, como explosión social, generó un conjunto de
textos narrativos escritos «al calor de los hechos». La proxi-
midad e inmediatez de estos, moldearon, sin duda, la forma
y estructura de aquellos. Los relatos tenían como caracte-
rística común su brevedad y concisión, rasgos que exigen
e imponen un lenguaje directo, despojado de ornamentos
retóricos, desplegado en una estructura sencilla, de una sola
pieza, dictada por el impulso de contarlo todo de una vez.
En efecto, los textos analizados en el marco de este tra-
bajo aparecieron publicados en el Papel Literario de El
Nacional el 8 de marzo de 1989, esto es, una semana des-
pués del levantamiento popular, con la ciudad todavía sa-
cudida por escaramuzas aisladas, bajo el toque de queda,
las principales garantías constitucionales suspendidas, el
penoso conteo de muertos y heridos, y el peregrinaje por
cuarteles, jefaturas y hospitales de personas en busca de
sus familiares desaparecidos.
Los literatos que decidieron o sintieron la necesidad de
escribir sobre la situación que se vivía, lo hicieron bajo estas
circunstancias, algo común para los periodistas que siempre
escriben sobre la marcha, pero no para el quehacer literario.
Mientras los narradores pergeñaban sus cuentos con el eco
de los disparos metiéndose en sus casas o apartamentos, un
escritor venezolano andaba en un proyecto más ambicioso:
227
ficción y realidad en el caracazo
la escritura de una novela sobre aquellos violentos días que,
a la larga, cambiarían el cuadro político del país.
Un año después del Caracazo estaría en la calle, con el
título de Febrero, la novela de Argenis Rodríguez, un es-
critor polémico y controversial que, desde 1958, ha inten-
tado retratar, sin concesiones, la realidad venezolana y su
decurso político y social.
EL AUTOR
Aunque ningún hombre es una isla —ya lo dijo el poeta
místico John Donne—, Argenis Rodríguez procuró ais-
larse del mundo literario venezolano. Aislamiento solo
aparente, pues siempre estuvo pendiente de todo cuanto
ocurría en el campo de las letras, única manera de ejercer el
rol que se autoimpuso: el de implacable francotirador. Por
ello, más apropiado sería hablar de distanciamiento, como
para precisar mejor su blanco. No perteneció a peñas ni
grupos y, con orgullo de serlo, se convirtió en un solitario.
O siempre lo fue. Nativo de un pueblo llanero —Santa
María de Ipire— al que él consideraba un monte, «caserío
que lo único extraordinario que tiene es el nombre»1, se
vino a Caracas en busca de fortuna literaria: la económica
nunca le importó. Vivió en pensiones baratas y logró em-
pleo en una librería, lugar ideal para un lector voraz y para
alguien convencido de su destino literario.
Aquel joven llegaría a escribir treinta y cinco libros,
muchos de ellos recibidos por la crítica con escándalo o con
José Lobos, «Argenis, escritos de verbo sarcástico», en: El Nacional,
1
Caracas, 9 de julio de 200, p. B-5.
228
earle herrera
un silencio superior al escándalo. Esto, porque indepen-
dientemente de los valores literarios de su obra, Argenis
Rodríguez tomaba como temas hechos de actualidad, de
la realidad inmediata, y no se andaba con rodeos ni eufe-
mismos a la hora de citar a personas públicas con nombres
y apellidos. Sus libros testimoniales están cruzados por
situaciones ficticias, y los de ficción —cuentos, novelas—
a veces albergan personas vivas no precisamente exaltadas por
el novelista. A la crítica le molestaba lo que consideraba una
arbitrariedad del autor. Las personas aludidas en sus libros
se la tenían jurada al escritor. Rodríguez, si no disfrutaba
la situación que provocaba, parecía no darle importancia.
Un estudioso de la literatura venezolana así lo registró:
Y debo volver aquí al señalamiento de aquella caracte-
rística de incorporar personajes conocidos en nuestros
medios políticos y literarios, casi sin variar sus nombres
e insinuándolos, al mundo de la literario que el autor
construye, con lo cual se logra un resultado híbrido que
nos atrae unas veces por las virtudes legítimas del relato
y otras por el gusto malsano de identificar el blanco de
la maledicencia. Y así van las letras de Argenis, como
las de Aretino, como las de Peyrefitte, como las de Pío
Gil: aguas turbulentas con materias viscerales movidas
por una increíble armonía del odio, la envidia y el amor2.
Odio y amor, no hay ninguna duda. En cuanto a la en-
vida, este sentimiento no parecía afectar a quien no sufría
de complejo de inferioridad literaria: por el contrario, se
2
Orlando Araujo, Narrativa venezolana contemporánea, ob. cit.,
p. 347.
229
ficción y realidad en el caracazo
consideraba superior a los hombres de letras de su tiempo.
El mismo Orlando Araujo, autor de la cita anterior, coloca
como epígrafe de su nota crítica, la confesión de un perso-
naje de Rodríguez, que no es otro que el mismo Argenis
Rodríguez: «Me he convertido en un hombre indiferente
a cualquier cosa que no tenga que ver conmigo o con mis
ambiciones»3. En sus libros testimoniales y sobre todo en
sus artículos, Rodríguez deja constancia de ese ego lite-
rario que, en un mundo de ególatras como el de las letras,
es difícilmente superado.
Solitario, bohemio, atormentado, Argenis Rodríguez
escribe sobre su tiempo. Es implacable con la sociedad,
la alta y la pequeña burguesía; con el país político, sea de
izquierda o de derecha; con los intelectuales y artistas.
Con sus novelas, va construyendo su soledad, su aisla-
miento. Investiga, observa y vive lo que escribe. En los
años sesenta se va a las guerrillas, más que por razones
ideológicas, para escribir una novela sin que nadie le eche
cuentos. Se burla de aquellos escritores que publicaron
poemas, cuentos y novelas sobre la lucha armada desde
sus escritorios, sin arriesgar el pellejo. Como su vida, su
estilo es directo, mordaz, provocador. Difícil separar al
Argenis Rodríguez escritor, hombre de carne y hueso, del
Argenis Rodríguez de sus ficciones, convertido en perso-
naje de sí mismo. No lo hicieron literato las experiencias vi-
vidas —estas fueron su materia—, sino los libros y novelas
que desde joven literalmente devoró.
Siempre amenazó con su suicidio, en privado y en pú-
blico, a través de sus artículos. El cotarro literario terminó
resignándose a que ello nunca ocurriría. Pero pasados los
3
Ibid., p. 345.
230
earle herrera
sesenta años, en el 2000, Rodríguez cumplió lo prome-
tido. Dejó una obra profusa que ahora, sin la presencia de
su personalidad controversial, toca a la crítica juzgar con
el rigor que la misma reclama. Escritor del mundo que
lo rodeaba, de la realidad que le tocó vivir, de todas las
formas de la violencia, un acontecimiento como el Cara-
cazo no iba a resultar indiferente a su pluma de novelista,
a un auténtico militante de las letras, al escritor profun-
damente comprometido con su tiempo. Rodríguez vivió
el estallido popular de febrero de 1989, indagó, observó,
investigó y escribió. Con título de una sola palabra, Fe-
brero, en 1990 salió publicada su novela, la única escrita
hasta ahora sobre aquella violenta revuelta popular cuyas
víctimas, todavía hoy, claman justicia ante los tribunales
nacionales e internacionales.
LA NOVELA
Febrero es una obra fragmentaria. No un «modelo para
armar», como la propuesta narrativa de Cortázar; tam-
poco esa estructura obedece a experimentación literaria
alguna, tan en boga durante los años del boom de la no-
velística latinoamericana. En verdad, no es la innovación
estructural ni la búsqueda de nuevas formas expresivas
lo que mueve y motiva a Rodríguez, sino el afán y nece-
sidad de narrar unos hechos que conmovieron al país; de
plasmarlos en la palabra escrita, que es la forma en que
los escritores le dan cauce a sus angustias, sentimientos,
a los impactos que en su espíritu provocan el acontecer
del mundo que los rodea y del cual forman parte. En este
sentido, aquellos hechos le impusieron a Rodríguez una
231
ficción y realidad en el caracazo
estructura. La realidad, entonces, se presentaba fragmen-
tada, en pedazos, disgregada. Las cosas ocurrían vertigi-
nosamente. Y la radio y la televisión así las presentaban;
en menor medida, también los medios impresos. Estos te-
nían un poco más de tiempo para armar el rompecabezas,
pero esas pocas horas no bastaban para entregar una vi-
sión de conjunto de lo que estaba pasando. Al proponerse
novelar el Caracazo, dos días de caos y anarquía colectiva
—27 y 28 de febrero—, el autor hubo de comprender que
una narración lineal, ordenada, no le servía. La autenti-
cidad de una obra literaria, más que en el qué, está en el
cómo, en la estructura narrativa y en el lenguaje utilizado
que hace verbo la realidad.
Con el Caracazo ocurrió una situación dual e intere-
sante: la gente lo vivía al mismo tiempo que lo veía por te-
levisión. Se trataba de dos realidades distintas: una real y
otra virtual, si se quiere, construida. La real era espacial
y temporalmente limitada: la calle, la cuadra, el lugar
donde los acontecimientos sorprendieron a la persona y
hasta donde le alcanzara la vista. La virtual, ofrecida desde
una pequeña pantalla, permitía al ciudadano recorrer toda
la ciudad, pasar de la rueda de prensa del Ministerio del
Interior a la masacre, en las escaleras de Mesuca, de las
personas que huían hacia su barrio. El 27-F fue un hecho
histórico, cruento, pero también un fenómeno mediático.
Las imágenes que se grabaron los caraqueños fueron las
que les proporcionaron los medios, a través de la pantalla
de los televisores o en las dramáticas fotografías de los pe-
riódicos. Esas imágenes en tropel, superpuestas, caóticas,
afectaron también a los escritores, hombres del siglo XX
al fin y al cabo. Llevarlas a otro lenguaje, en su caso al es-
crito, era el reto que tenían. Hacer literatura con la misma
232
earle herrera
materia con que los medios habían hecho información
y noticia, espectáculo y sensacionalismo.
Para Rodríguez, escribir sobre la realidad inme-
diata no era experiencia nueva, al contrario, es uno de los
rasgos distintivos de su quehacer literario. En este aspecto,
además de novelista, que lo fue, se le puede considerar un
cronista de su época, con el añadido de que se involucraba
en los hechos que le interesaba narrar, como ocurrió con la
guerra de guerrillas de la década de los sesenta. De modo
que su obra Febrero se inscribe perfectamente en el afán
y la pasión de un escritor que se propuso narrar, contar y
llevar el registro de su tiempo, dentro de una corriente que
el crítico Julio Miranda denominó «realismo directo»:
La narrativa directa, de registro inmediato de la rea-
lidad, la encontramos en toda una serie de libros de
comienzo de los sesenta. Se trata aquí de una prosa su-
ficientemente flexible como para integrar pensamientos
de los protagonistas, diálogos, escenas del pasado, etcé-
tera, pero siempre moviéndose a un solo nivel de len-
guaje, acaso lo que se entiende usualmente cuando se
habla de realismo4.
Escenas del pasado y el presente, el diálogo como re-
curso recurrente, los pensamientos de los personajes, cons-
truidos con un lenguaje directo, son características de la
novela Febrero. Dividida en cuatro partes, el título de cada
una lo dicta su contenido. La primera, «Resolana», es narra-
tivamente la más orgánica. Su eje conductor es la vida de un
negro psicópata y violador en serie, sexualmente insaciable,
4
Julio Miranda, ob. cit., p. 88.
233
ficción y realidad en el caracazo
que no discrimina entre niñas, ancianas u hombres. La des-
cripción cruda y detallada de sus abominables actos llega
a resultar morbosa, sobre todo para el lector que conoce el
referente sociohistórico de la novela: un alzamiento popular.
Sin embargo, al avanzar en la trama se cae en cuenta de que
la vida de ese criminal es el telón de fondo de la vida en los
sectores marginales: inseguridad, incesto, hacinamiento,
miseria, frustraciones, sueños irrealizables, analfabetismo,
ilusiones y otra vez miseria como círculo del que no se puede
escapar. Resolana, reverberación, asfixia, espejismo, calor,
infierno. Que el psicópata haya conseguido un empleo de
policía en un pueblo cercano a Caracas, más que anécdota, es
historia sacada de las páginas de sucesos, hecho real. De allí
la narración de «agentes del orden» involucrados en dis-
tintos crímenes que ellos mismos se encargarán de «inves-
tigar». De allí que la gente de los cerros divida sus miedos
entre los delincuentes y los hombres de uniforme. Esa gente
marginada y marginal, excluida, en caso de revueltas popu-
lares, nada material tenía que perder, excepto la vida que,
cerro arriba y en tiempos normales, tampoco vale mucho.
Allá se mata por un par de zapatos.
A la segunda parte le da el título de un bar, el «Laguna
Azul». Allí se reunían funcionarios medios del Gobierno,
guardaespaldas, dirigentes del partido oficial, matones.
Hablaban tranquilamente de los robos de sus jefes. Asesi-
naban por nada, si no se sentían bien atendidos. Es la cró-
nica de los pequeños corruptos, «guapos y apoyados». De
un submundo de prostíbulos, proxenetas e infidelidades.
Menos erotismo que sexo barato. Rodríguez va dibujando
un país que nos negamos a mirar. Lo hace con minucio-
sidad, deteniéndose en la descripción de bajas pasiones y
de rostros grotescos. Apela no pocas veces al humor negro
234
earle herrera
para presentar personajes y ambientes frente a un espejo
que los deforma. El nombre de esta parte de la novela,
con su halo poético de «Laguna Azul», resulta una ácida
ironía. Así escribe Argenis Rodríguez.
La tercera parte, titulada «27 y 28 de febrero», entra
en el tema propiamente dicho del Caracazo. El autor narra
hora a hora los acontecimientos que durante dos días hun-
dieron al país en la anarquía y la muerte. Cada hora es una
escena, casi todas construidas con diálogos. El narrador
se soslaya. Los hechos los toma de la prensa, la televisión,
las conversaciones de la gente. Inventa poco, no es nece-
sario. Solo se ocupa de la puesta en escena de los aconteci-
mientos. Sus personajes —víctimas o victimarios— están
en la calle. La realidad dicta la novela. Los mass media la
enriquecen y dramatizan. El novelista recoge información
como un periodista que no se da abasto para las primi-
cias que le llueven. La escritura busca un orden, su propio
orden para narrar, y solo lo encuentra siguiendo las agujas
del reloj, haciéndolo escena por escena. Es un orden fic-
ticio. Las cosas ocurrieron desordenadamente, en una
misma hora se daban múltiples situaciones.
En el relato del caos, los diálogos son reveladores,
críticos:
—Presidente —dijo el ministro de la Defensa—, la
guerra nos ha costado dos hombres: el mayor Carlés, que
cayó en El Valle y un soldado de la Fuerza Aérea.
—¿Y qué opina usted, ministro?
—Que hemos aprendido mucho sobre el arte de la guerra.
—Lo felicito5.
Argenis Rodríguez, Febrero, Fuentes Editores, Caracas, 1990, p. 168.
5
235
ficción y realidad en el caracazo
La cuarta y última parte de la novela se titula «La ca-
terva». En el texto de la obra, esta palabra tiene la con-
notación de pandilla, banda. Son los que gobiernan al
país y los dueños de la economía. La clase dirigente. Los
grandes corruptos, del sector público y privado. Los que
se han apropiado de la renta petrolera. Argenis Rodríguez
traza el perfil de los nuevos y viejos ricos. De las amantes
de los presidentes que, de secretarias privadas con un mo-
desto sueldo, terminaron con mansiones en Miami y Eu-
ropa. Del miedo de los empresarios ante los sucesos, los
ataques a su sede (Fedecámaras) y la repentina decisión de
aumentar en dos mil bolívares los sueldos de los obreros,
algo a lo que se habían negado hasta la víspera del Ca-
racazo. Allí están como causa de una explosión popular
—el Sacudón del 27 y 28 de febrero— el desengaño de
un pueblo de sus dirigentes políticos; la corrupción desca-
rada y la ostentación; la injusta distribución de la riqueza
en un país petrolero; el enriquecimiento de unos pocos
y el empobrecimiento de las mayorías; las promesas incum-
plidas y el recurso de la fuerza para ahogar toda protesta,
en una democracia representativa que solo era ejercida por
el pueblo cada cinco años, cuando iba a votar para que los
partidos que gobernaban desde 1958 alternaran su turno
en el poder.
Una novela, pues, con mucho de periodismo, de cró-
nica de los días, inscrita en esa corriente literaria que el
crítico Julio Miranda, ya citado, denominó «realismo di-
recto». Argenis Rodríguez evita la abundancia retórica.
Llama «al pan, pan y al vino, vino». El diálogo es la téc-
nica más usada en esta obra, un recurso que le permite
distanciarse de los personajes y dejar que estos se desen-
vuelvan e interactúen. Mediante el sarcasmo, la ironía, el
236
earle herrera
humor negro y la caricaturización ofrece su visión del país,
la sociedad y sus clases altas y bajas. El erotismo grueso
recorre toda la obra, la sexualidad a veces desatada y casi
siempre reprimida. No fue oportunismo su decisión de es-
cribir sobre un hecho tan inmediato y doloroso como el
Caracazo. La realidad presente e inmediata, de la que
él formaba parte como testigo o protagonista, fue siempre
la inspiración y motivación de su obra literaria, desde la
dictadura de Marcos Pérez Jiménez, la guerra de gue-
rrillas, la corrupción del poder en tiempos de la demo-
cracia representativa, hasta el alzamiento popular de 1989.
«Polémico escritor, virulento, maldito, iconoclasta», se le
llama en la nota de presentación de Febrero, su última no-
vela. Y no hay, en estos adjetivos, ninguna exageración.
237
DONDE SE AVISA QUE LAS COSAS
ESTÁN MUY MALAS
(Poema)
william osuna
Entre los textos literarios que tuvieron como marco de re-
ferencia los sucesos del 27 de febrero de 1989 en Vene-
zuela, la poesía no estuvo ausente. En el espacio que el
Papel Literario de El Nacional dedicó a aquellos aconteci-
mientos, bajo el título de «Todavía hay gente que sueña»,
y con el antetítulo «La vida en la violencia», destacó la
presencia del escritor William Osuna con un poema que,
como los relatos incluidos, no llevaba título, pues a todos
los textos los unía el título de las dos páginas en que fueron
publicados1. Ese poema, un año después, formaría parte
del libro Antología de la mala calle2, del citado autor. En-
tonces sí lo titularía, de forma directa y elocuente: «De
donde se avisa que las cosas están muy malas»3.
Antes de ocuparnos del poema en sí, es necesario re-
ferirnos a la relación —tantas veces debatida— de poesía
y realidad, así como al autor, William Osuna, y su obra
1
William Osuna, poema sin título publicado en «Todavía hay
gente que sueña», Papel Literario de El Nacional, Caracas, 7 de
marzo de 1989, p. 2.
2
William Osuna, Antología de la mala calle, La liebre libre,
Caracas, 1994.
3
Ibid., p. 37.
239
ficción y realidad en el caracazo
anterior. Lo primero: ya don Andrés Bello nos decía que
la primera historia fue en verso. La métrica y la rima tam-
bién estuvieron presentes para contar y cantar el descu-
brimiento y la conquista de América, en muchas de las
crónicas de Indias. De modo que la poesía nunca ha es-
tado de espaldas a la realidad, todo lo contrario. Sería
siglos después cuando se encendería la polémica de la re-
lación del poeta con su entorno, su papel en la sociedad,
su compromiso o indiferencia ante los hechos históricos
y políticos que le toca vivir. La inagotable polémica tiene
que ver con la evolución misma de la poesía como arte
y género literario, el surgimiento de corrientes y escuelas
estéticas, los debates académicos, las transformaciones
políticas y sociales de la humanidad; y las grandes con-
frontaciones ideológicas, entre tantos otros factores.
Los caminos de la poesía son «anchos y ajenos», pa-
rafraseando a Ciro Alegría. Al amor y a la desesperación
le cantó Pablo Neruda, pero también al minero, al obrero, a
la cocina, al vino. Darío se dejó seducir por princesas tristes
y por el cuello del cisne que lo interrogaba, mas, un día, dejó
su torre de marfil para increpar a Roosevelt y al dominio de
Estados Unidos sobre la América mestiza que «tiene sangre
indígena, que aún reza a Jesucristo y aún habla en español»4.
Si la poesía se realiza como expresión y logro estético, su
motivación, desde las angustias existenciales hasta las luchas
del hombre, queda justificada. Y enaltecida por el verbo.
América Latina es tierra fértil para la poesía que se
nutre de su propia realidad, desde don Andrés Bello con
su Silva a la agricultura de la zona tórrida, hasta el poeta
Roque Dalton, quien fue a las guerrillas de El Salvador
4
Rubén Darío, Poesía, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1985, p. 255.
240
earle herrera
y murió fusilado por sus propios compañeros. En Vene-
zuela, la década de la lucha armada, los violentos años
sesenta, estuvo signada no solo por el traqueteo de las
ametralladoras, sino también por una producción lite-
raria en la que la poesía se hizo militante y tomó las ca-
lles, como reclamarían años después las consignas del
Mayo francés de 1968. Y al hacerse militante la poesía, los
poetas conocieron la represión, la cárcel y el exilio. Luego,
pasados los años de la violencia, los poetas no se olvidaron
de su entorno, solo que del canto a las armas, volvieron
la vista hacia la sociedad, la burguesía, el consumismo, la
burocracia y, sin lugar a duda, la ciudad. La poesía ur-
bana, para llamarla de alguna manera, enfrenta, ama y le
canta a una ciudad —Caracas— cuya identidad va siendo
desdibujada por el petróleo. En ella se manifiesta, como
en ningún otro ámbito de la vida nacional, la contradic-
ción de dos países —el pobre y el opulento—, fruto de la
desigual distribución de una súbita riqueza petrolera. Hay
una poesía de la nostalgia que añora a la ciudad de los te-
chos rojos y las tradiciones perdidas. Y otra que acepta su
ciudad tal como es, su evolución, sus cambios y, no obstante,
se pelea y confronta con ella. En esta última se inscribe la
poética urbana de William Osuna.
Caraqueño, Osuna nació en la populosa parroquia
Santa Rosalía, en 1948. Este año fue derrocado por un
grupo de militares el presidente constitucional de la Re-
pública, don Rómulo Gallegos, célebre autor, entre otras
novelas, de Doña Bárbara, una de las obras cumbre de la
literatura latinoamericana del siglo XX. Con la caída de
Gallegos se trunca un período democrático que se inició,
paradójicamente, con un golpe militar. Fue un paréntesis
(1945-1948) de libertades públicas, en un país que entró
241
ficción y realidad en el caracazo
a la centuria con una dictadura militar y que permane-
cería bajo el mando castrense hasta 1945. Frustrada la ex-
periencia democrática, los militares volverían a tomar las
riendas del poder por diez años más, hasta 1958.
La dictadura militar encabezada por el general Marcos
Pérez Jiménez a partir de 1952, cuando pretendió legiti-
marse con unas elecciones cuyos resultados desconoció y
se declaró vencedor, fue igualmente eficiente tanto en la
represión y la persecución política como en la construcción
de grandes obras de infraestructura que signan la Caracas
moderna. De modo que en esta ciudad que se transforma
y cambia constantemente transcurre la infancia de William
Osuna. Tiene diez años cuando la dictadura es derrocada
mediante un levantamiento cívico-militar. La adolescencia
y juventud del poeta se desarrollan en un país confuso, sacu-
dido por la violencia política, con una democracia incipiente
y un fuerte movimiento guerrillero. Ambas realidades: la de
su ciudad cambiante y la de una década violenta y dolorosa
en la que miles de jóvenes estudiantes apostaron a «tomar
el cielo por asalto» marcarán al futuro escritor. En la poesía
de Osuna, como presencia viva, estarán su ciudad y la época
violenta que le tocó vivir.
A los efectos de este trabajo, nos interesa la primera re-
lación. En los poemarios Estos 81 (1978), Premio de Poesía
en la IV Bienal José Antonio Ramos Sucre; Mas si yo fuera
un poeta, un buen poeta (1978) y Antología de la mala calle
(1994), se va tejiendo verso a verso lo que vamos a deno-
minar la poética urbana de William Osuna. En el último
de los libros citados, se le define como «poeta desterrado de
la ciudad que ama, de voz dolida y directa»5. Ciertamente,
5
William Osuna, ob. cit., p. 2.
242
earle herrera
en la poesía de Osuna percibimos una especie de extraña-
miento de su ciudad, de reclamo, de crítica y, a la vez, un
amor que le da derecho a confrontarla. Hay en sus versos
una ciudad que lo llama y otra que lo destierra y, al ser la
misma ciudad, el poeta se le acerca y se aleja, la toma y la re-
chaza, la ama y la cuestiona, pero nunca llegará, no puede,
a ignorarla. De allí su voz «dolida y directa»:
Voy a destapar todas las alcantarillas,
Después te retiraré los garfios
Y el viento quejumbroso de tu bancarrota.
Oh tú, casa fugitiva, loba de los suburbios;
Antes te haré asomar por mortecinos laberintos,
Donde mandan los escudos más distantes.
(Mi cruel y bendita ciudad
4 son las heridas de tu frente
y el mundo de abajo sostiene tu mano)6.
La ciudad es para el poeta su «casa fugitiva», esa Ca-
racas que se le niega y, sin embargo, es «mi cruel y ben-
dita ciudad». Osuna recorre con sus versos la urbe de las
altas y altivas torres, la de las grandes autopistas, millares
de automóviles amontonados, ejércitos de personas anó-
nimas que van y vienen, oficinas, ministerios, burocracia,
donde «nadie se exalta ni por lo bello ni por lo feo»7. De
esa ciudad cosmopolita, insensible, alienada y alienante,
vuelve la vista a la Caracas de la periferia, de los subur-
bios, el barrio, la plaza, la calle, la taberna; esa ciudad tan
suya, con y en la que creció, perdida en las brumas de otros
Ibid., p. 9.
6
Idem.
7
243
ficción y realidad en el caracazo
años, de otro tiempos, y que él rescata de la única manera
posible: por magia y arte de la poesía, del poema.
Pero la ciudad que el poeta rescata y hace verbo, la
ciudad real y cotidiana, un día se ve incendiada por los
cuatro costados. Debió ser, para William Osuna, una ex-
periencia indeleble. Hombre de izquierda que cantó a la
revolución, el aplauso al pueblo alzado se confundía con
la agresión a la ciudad de sus amores profundos. Los de
abajo —«y el mundo de abajo sostiene tu mano»—, esos
con los que anduvo y marchó, ya no sostenían la mano de su
ciudad. La saqueaban, la profanaban, se celebraban en
su caos y sin embargo brilla un canto de «vida y esperanza»:
Pueblo mío, en este sitio donde caemos vencidos
El poema de la vida no queda lejos.
La ciudad saqueada es la misma ciudad amotinada,
alzada, solo que nadie dio a los marginados y excluidos el
título de ciudadanos. Pero esa periferia, los grandes super-
bloques que parecen gigantescos palomares, los cerros que
bajaron, los ranchos de cartón que se agolpan cuesta arriba
y que le parecieron a un visitante extranjero «nacimientos
vivientes» (belenes), los obreros de las fábricas, los marginales
que subsisten en la economía informal (buhoneros), los de
sempleados que fatigan los bancos de las plazas y parques, los
niños de la calle de ojos brillantes como cuchillos y duchos
en todos los subterráneos, todo eso y todos ellos son Caracas.
Así la ve, la ama y asume el poeta, íntegra, indivisible:
Agua generosa y preciosísima
Fiel y verdadera
Manto de los humildes.
244
earle herrera
Hermosas mujeres. Amontonados automóviles
De otros asuntos luego diré,
Una multitud de nombre irrevelado descubre su
secreto y embiste8.
Esa multitud de nombre irrevelado es la Caracas anó-
nima, la de millones de marginales y obreros que subsisten
con el salario mínimo, la de ese enorme anillo que forma
y conforma lo que la sociología urbana denomina «cin-
turones de miseria»; la ciudad-tablitas que, con cáustica
ironía, se inventa su toponimia para burlarse de su ano-
nimato: «Los Sin Techo», «La vuelta del Casquillo», «La
Dolorita», «El Estanque». Ciudad económicamente dis-
tante y remota de la otra y espacialmente pegada a ella,
parte de la misma. Entre ambas, la vieja urbe, la del casco
central cuyas esquinas los viejos caraqueños bautizaron con
no menos ingenio y humor: «Misericordia», «Desampa-
rado», «Muerto», «Párate bueno», «Tablitas» o «Miseria».
La mirada del poeta es integral e integradora: le canta a
la ciudad de «hermosas mujeres» y «amontonados automó-
viles» y, al mismo tiempo, a la anónima y marginal, «manto
de los humildes», la que forma esa «multitud de nombre
irrevelado». Y toda la ciudad, la de arriba y la de abajo, es
para él «agua generosa y preciosísima / fiel y verdadera».
El poema antes citado, cierra con una premonición: «una
multitud de nombre irrevelado descubre su secreto y em-
biste». Así fue, así ocurrió y su embestida recibió el nombre
de Caracazo. El poeta recogió en verso lo que la gente decía
por las calles, en los autobuses, en los bares y peluquerías:
«ay, cuando bajen los cerros». Era un decir, y cuando el lobo
8
Ibid., p. 14.
245
ficción y realidad en el caracazo
llegó nadie lo estaba esperando. Entonces, unos días des-
pués, en el Papel Literario del diario El Nacional apareció
el poema de William Osuna y escuchamos la voz dolida
e indignada del poeta:
Para tranquilizarnos un hombre que muerde su mano
Desconectado de su hora.
Para tranquilizarnos el diestro animal de la complicidad,
La cabra y el cabrón enredados en el árbol de la esperanza,
Un cielo de ave dócil de perforadas monedas.
Y qué de este ojo suspendido
Y qué de este lugar magro
Y qué de ese exilio levantando polvos de maroma
Nada. Frente a un pan terrible
Un invierno y un mediodía pasando la llave del gas
Con su silbido sereno en el túnel del hastío9.
Poema motivado e inspirado en un hecho inmediato,
con las calles todavía humeantes, legiones de personas
buscando a sus familiares muertos o desaparecidos, ca-
miones cargados de ataúdes baratos rumbo a la morgue,
visiones que sacuden al poeta y marcan el tono de su lí-
rica. En medio de ese ambiente lúgubre, las clases diri-
gentes superan su miedo y perplejidad, retoman el control
y llaman a la calma y la tranquilidad. Nos quieren tran-
quilizar después de la masacre —dice el poeta— con «el
diestro animal de la complicidad» y nos ofrecen «un cielo
de ave dócil de perforadas monedas», sin valor alguno.
Ante esos ofrecimientos que él devela, Osuna pregunta
y se pregunta: «Y qué de este ojo suspendido». El «y qué»
9
Ibid., p. 37.
246
earle herrera
es reiterativo y las interrogantes encierran una respuesta
y una acusación, al preguntar por el «ojo suspendido», «este
lugar magro», el «exilio» de los ciudadanos en su ciudad.
La respuesta es «Nada. Frente a un pan terrible», el pan del
hambre, el pan que buscaron los saqueadores y por el que
centenas de personas perdieron la vida. Pan terrible, me-
táfora de la carencia, de la rebelión de los marginados y ex-
cluidos y su aplastamiento a sangre y fuego. Y luego, la
rutina, la mano pasando siempre la llave del gas en el «túnel
del hastío». Si se hace caso a las ofertas engañosas «para
tranquilizarnos», el destino es volver a la situación que mo-
tivó el estallido popular y los saqueos. El poeta advierte a los
de abajo, es descreído, pero no escéptico. No lo es su poesía.
El constructo «para tranquilizarnos», su reiteración al
inicio de cada estrofa, pauta el ritmo del poema. La forma
busca fijar el contenido, grabarlo en la memoria, para que
nadie olvide. Funciona también como ironía ante las ofertas
engañosas, el pan y circo con que se pretende calmar, como
tantas veces, al pueblo sublevado. Ironizar las promesas de
la clase política es despertar la conciencia de los margi-
nados y excluidos frente a la amenaza de un nuevo engaño
y nuevas frustraciones.
Poema de la realidad, hace verbo, plasma, expresa a un
país y sus clases dirigentes, a los privilegiados, a las mafias
sindicales, a los banqueros que se van o huyen al exterior
con los dineros de sus ahorristas. País, el otro, el que nos es
extraño, el saqueado no por los marginales sino por los po-
derosos y que ha sido reducido a «paisito», un diminutivo
que connota, en la voz del poeta, expoliación y bancarrota.
Y allí, otra vez la ciudad, Caracas subvertida y reprimida,
sumida y subsumida en «un hedor de vísceras recostado
en las esquinas; ciudad envuelta en el humo de amnesia»,
247
ficción y realidad en el caracazo
sumergida en la «sopa de formol» de las morgues; la ciudad
del Caracazo levantada con «cólera de plaza firme» frente al
«país infiel», en el que buscamos, buscan los familiares de
las víctimas, los «cuerpos y caras de los olvidados».
La crítica ubicó —¿clasificó?— a los escritores que
izan la bandera de los pueblos o escriben sobre sus vici-
situdes, en lo que se denominó literatura o poesía com-
prometida. Es una vieja discusión, pues toda poesía es un
compromiso, aunque es sabido que la academia se refiere
al compromiso social o ideopolítico. No es esta polémica
la preocupación de Osuna. Escribe desde su ser y su visión
del mundo; cree en una forma de hacer poesía, sin inge-
nuidad, con plena conciencia del lenguaje.
El poeta venezolano Alfredo Silva Estrada, Premio
Nacional de Literatura, a quien muchos críticos consideran
preciosista, reflexivo y contemplativo, prefiere hablar, en
lugar de la poesía o de la literatura de la violencia, de la
«violencia poética». Violencia presente en toda la poesía de
Osuna, violencia del verbo, del lenguaje que crea y em-
plea. Precisamente, en la misma página que El Nacional ti-
tuló «Todavía hay gente que sueña», el poeta Silva Estrada,
desde la humareda del Caracazo, escribió:
Cuando la violencia poética irrumpe es porque el poeta
siente en carne viva que, contra la pureza y la verdad de su
oficio, atenían la podredumbre y las falsedades que lo han
precedido. Necesita entonces reanudar y transmutar del pa-
sado las experiencias que él encuentra vivientes y, a la vez,
servirse de la agresión para que advengan formas nuevas10.
10
Alfredo Silva Estrada, «Todavía hay gente que sueña», Papel
Literario de El Nacional, Caracas, 7 de marzo de 1989, p. 3
248
earle herrera
Alfredo Silva Estrada se refiere, obviamente, a la vio-
lencia verbal, lingüística, y a la insurgencia del poeta contra
viejas estructuras poéticas; palabras, formas y estructuras
que no logran expresarlo. Ya hemos citado el verso de
Darío: «Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo».
Pero la violencia poética de la que habla Silva Estrada va
más allá de la lucha con las palabras y de la angustia por
la forma que se persigue, no se encuentra y siempre huye.
En la reflexión de Silva, el poeta insurge contra la po-
dredumbre y las falsedades que atenían contra su oficio.
Se trata de una toma de conciencia no solo estética, sino
también ética. Desde sus primeros libros, William Osuna
cuestiona la estructura poética e insurge contra las viejas
y exquisitas formas, y lo hace desde la forma que da a sus
poemas y las palabras que emplea, esos vocablos de la calle,
del mundo subterráneo, execrados de los salones y las aca-
demias. Al reivindicar un habla marginal, está cuestio-
nando una forma de hacer poesía. Si por lo que dice en
sus poemas, Osuna asume una posición ética y política;
por el cómo lo dice, esto es, la forma en que despliega sus
versos, remite a una concepción estética que cuestiona y se
cuestiona. Para la crítica no pasó desapercibido el entonces
joven escritor. Y también la crítica, años después, recibió
respuesta en el poema titulado «Biografías»:
Yo entré en la poesía con 500 más de mi generación
Y los críticos dijeron que si unidad de tono
Que si deliberadamente prosaico
Que algo sobra que algo falta
Que esperemos a ver el argumento de los franceses11.
11
William Osuna, ob. cit., p. 26.
249
ficción y realidad en el caracazo
Osuna construye imágenes con parachoques, piedras, al-
cantarillas, argot marginal, lugares comunes de la izquierda,
postes, vocablos del béisbol, voces de bares, esquinas y ca-
rreteras, y al enlazarlos con sentimientos profundos y altos
ideales provoca una ruptura del discurso, del pensamiento
lógico y cómodo, del lenguaje institucionalizado y, por ende,
socializado, logrando así un raro efecto de asombro, humor
y belleza en el que las palabras estallan y se sublevan. Osuna
es, poéticamente hablando, un subversivo. De su Antología
de la mala calle podemos extraer algunas de sus imágenes
o antiimágenes, como botones para una muestra:
Tengo una culebra* contigo, vieja piedra12
[*Culebra, en el habla caraqueña, sobre todo de los
barrios, es rollo, pleito, cuenta pendiente].
De altos hornos, hermosos y extensos
como la cola de un Packard viejo13
La ciudad que ama, su Caracas, la quiere ver hermosa
«como la cola de un Packard viejo», símil que la crítica lla-
maría prosaico, pero que despierta un extraño sentimiento
de nostalgia, de la ciudad que se nos niega, que se fue. Y así
por el estilo:
Me dieron este país de lata14
Potes de basura, mi cuerpo no es mi cuerpo15
12
Ibid., p. 27.
13
Ibid., p. 9.
14
Ibid., p. 15.
15
Ibid., p. 22.
250
earle herrera
Mi pensamiento una araña que teje su campo
[de béisbol16
Que venga el silencio, el martillo sereno
Que arrebató mis trapos17
Frases putrefactas que llevan a un solo fin18
El último verso citado remite a lo que, líneas arriba,
señala Silva Estrada sobre la violencia poética. Esta es-
talla cuando el poeta siente en carne viva la podredumbre
y las falsedades que corrompen su oficio. Entonces in-
surge contra las «frases putrefactas que llevan a un solo
fin». Pero hay otra corrupción, no solo la del lenguaje que
la enmascara, sino la que tiene desde el poder; la de un
contexto social e histórico del que el poeta forma parte,
incluso aquellos que se refugian en la torre de marfil. Silva
Estrada lo subraya:
Pero no solo la situación histórica del poeta con respecto
a las estructuras del pasado motiva su insurgencia. Es
también muy a menudo el terrible desajuste que él pa-
dece frente a la sociedad, a la hostil realidad exterior y
hasta a contracorriente de la cultura misma que, sin pro-
ponérselo, reprime con rigideces institucionalizadas el
impulso originario que nos hace vivir en y para la poesía.
Corresponde a cada poeta, inquieto morador de su par-
cela de desconocido, rescatar contra hostilidades y sor-
deras la vitalidad subterránea y a veces estallante de la
16
Ibid., p. 40.
17
Ibid., p. 43.
18
Ibid., p. 48.
251
ficción y realidad en el caracazo
palabra que constituye su auténtica manera y más alto
grado de existir19.
Poesía comprometida, sí, pero en primer lugar con la
poesía, con la palabra. De lo contrario, el escritor ha de
buscar otra forma, otro género, otro medio para expresar su
mundo, interno y externo. Osuna tiene presente este aserto.
Primero lidia con las palabras y, una vez que las transmuta
en poesía, las proyecta a la realidad exterior, al contexto
histórico y social que habita y que lo marca. Sabe que sin
conciencia poética se desemboca inevitablemente en el
panfleto, en la consigna, en el discurso que se esfuma y pasa
más rápido que la realidad que enuncia y denuncia. Caracas
habita en sus poemas, la ciudad cotidiana que lo destierra
y a la que siempre vuelve, la ciudad incendiada y alzada
con «cólera de plaza firme». La del Caracazo también es su
ciudad, donde «el poema de la vida no queda lejos»20.
Después del estallido popular, su poema apareció en
el periódico, bajo un título genérico que cobijaba textos
literarios de otros soñadores. En 1990, lo incluye en su
libro Antología de la mala calle. La segunda edición, con la
que trabajamos, fue publicada en 1994. El poema entonces
lleva el título «De donde se avisa que las cosas están muy
malas». Lo incluye en la parte del libro titulada: «Aquí
dejo aguas polvo de sucesos». Si nos detenemos en ambos
títulos, observamos que en el primero se habla de «avisar»
y en el segundo de «sucesos». Avisar es dar la noticia y los
sucesos son los hechos que la generan. La poesía entra en
territorio periodístico.
Alfredo Silva Estrada, ob. cit., p. 3.
19
William Osuna, ob. cit., p. 57.
20
252
EL PERIODISMO EN LA LITERATURA
Si la sola frase «literatura en el periodismo» enorgullecería
a no pocos periodistas, la relación inversa, «periodismo
en la literatura», podría provocar el efecto contrario en los
literatos; en el caso más benévolo, sería recibida con cierta
sorna. La polémica, ya se ha dicho, es tan vieja como in-
superable. Sin embargo, en el alba del tercer milenio y
a esta altura del debate, los contactos y cruces fronte-
rizos de las dos disciplinas están más que demostrados.
No pocos oficiantes de la literatura quisieran deslastrarse
de una vez de la constante relación y comparación con
el periodismo, pero desde este campo siguen fluyendo
elementos hacia la «república de las letras» que impiden
clausurar la polémica. No ahondaremos en esta: baste con
citar una suerte de inventario de esa relación esbozada
por José Luis Martínez Alberto:
Se cita, por ejemplo, a George Bernard Shaw, que afir-
maba: «El periodismo es hoy día la más alta forma de
literatura». Se trae a colación la lista de los últimos pre-
mios Nobel de literatura, entre los cuales aparece un
considerable número de escritores que empezaron siendo
periodistas, que aprendieron su quehacer literario en el
ejercicio de su actividad como periodistas: Hemingway,
Steinbeck, Camus, Bernard Shaw, Faulkner… Se re-
curre, entre nosotros, a poetas tan delicados y exquisitos
253
ficción y realidad en el caracazo
como Juan Ramón Jiménez para recordar su afirmación
según la cual quien escribe como se habla irá más lejos en
el porvenir que quien escribe como se escribe. O a José
María Valverde: «Al poeta solo le es lícito usar la palabra
que le nace viva en la boca»1.
En los textos literarios analizados en este trabajo,
guardando por supuesto respetable distancia con los cé-
lebres nombres citados por Martínez Alberto, hallamos
rasgos y elementos propios del quehacer periodístico. En
primer lugar, el tema o contenido de dichos escritos reúne
los atributos del hecho noticioso, esto es: actualidad, no-
vedad, interés público y significación social. También
están presentes, en los acontecimientos tratados, los fac-
tores noticiosos de inmediatez, conflicto, relevancia. No es
frecuente que los creadores literarios se ocupen de asuntos
tan inmediatos, es decir, cercanos en su tiempo y espacio.
Prefieren, por lo general, distanciarse del tiempo y «lugar
de los hechos» para, desde la perspectiva que ofrece ese
distanciamiento, captarlos y reconstruirlos literariamente.
El Caracazo, sin embargo, los motivó a escribir cuentos,
poemas o novelas, no tanto por lo actual o novedoso de
aquellos sucesos sino por su interés público, significación
social, relevancia y conflictividad. Se trató de un aconte-
cimiento histórico trascendente, cruento, que decretó la
quiebra de un modelo político y económico con cuarenta
años de vigencia. Los escritores, pues, se vieron y sin-
tieron conmovidos y estremecidos porque estaban, como
ciudadanos, en el ojo del huracán. De inmediato qui-
sieron atrapar aquella realidad endemoniada y exorcizarla
1
J. L. Martínez Alberto, ob. cit., p. 16
254
earle herrera
literariamente. No para evadirla, sino por el contrario,
para plasmarla en el lenguaje, de manera que nadie la ol-
vide. Pues «las cosas no son como las vemos sino como las
recordamos», escribió don Ramón María del Valle-Inclán,
citado por su colega del otro lado del Atlántico, Mario
Vargas Llosa 2.
Todos los textos literarios aquí analizados tienen pues
un referente de actualidad y, en consecuencia, sus autores
se vieron en la necesidad, aun siendo testigos de excep-
ción, de buscar más informaciones sobre los mismos, de
indagar aquí y allá como lo hacen a diario los reporteros.
Luego, a la hora de relatar los hechos o un aspecto de
estos, estaban obligados a dar el referente, única manera
de ubicar al lector. En este sentido, cumplían una función
informativa. Todos se refieren a los saqueos, a los cerros
que bajaron, a la feroz represión, a la ciudad desolada y a la
muerte. Esto es lo informativo dentro de lo literario, la rea-
lidad como marco de la ficción. A veces la relación del refe-
rente es metafórica, pero por lo general se hace en lenguaje
directo, periodístico, sin mayores ornamentos.
En los relatos breves de Noguera, Tarre Briceño e In-
fante, cada escritor narra una historia: Noguera, la de una
muchacha que muere abrazada al maniquí cuya fina ropa
le había quitado y se estaba midiendo; Tarre, la de dos sol-
dados paralizados por el miedo frente a la muchedumbre;
Infante, la de todo el ritual del velorio de un malandro en
el cerro, abatido por la policía y contada en forma de mo-
nólogo; y en cada uno de los relatos, entre el lenguaje im-
propio, metafórico, de la literatura, se cuela el directo del
2
Mario Vargas Llosa, La novedad de la mentira, Seix Barral,
Barcelona (Esp.), 1990, p. 13.
255
ficción y realidad en el caracazo
periodismo para ubicar al lector en el marco de referencia
de los relatos:
Detrás de la línea móvil que los hombres armados tienden
hacia la entrada del centro comercial, el camino quebrado
de cemento y barro trepa hacia el tanque de agua que re-
mata el cerro: televisores, envases de Camembert, latas
de leche, radiocasetes, paquetes de harina precocida, en-
voltorios de atún, teclado y unidades de diskette abando-
nados en la estampida, amurallan los bordes y cortan el
ascenso. La multitud ha dejado de correr y ahora apedrea
desde arriba3.
Del cerro se oyen gritos. Una turba de hombres, mujeres
y niños amenazan con bajar desde el barrio. Muchachos
encapuchados tiran piedras, botellas y escombros. El sar-
gento se acerca corriendo4.
(…) el tiroteo avanzaba desde El Valle. Le silbé a un sol-
dadito que andaba muy asustado y enseguida se cuadró
para disparar… cada cinco minutos entraba un cortejo al
Cementerio General del Sur5.
En los textos anteriores se narra (informa) lo que ocu-
rría en algún sector de la ciudad: en un centro comercial,
en el cerro o el barrio, en el cementerio. Así también lo in-
formaron los periodistas. Los literatos no podían eludir el
marco referencial de sus cuentos; hicieron ficción, cierto,
pero a partir de hechos concretos, reales. Al novelista
3
Carlos Noguera, ob. cit., p. 2.
4
Marcos Tarre Briceño, ob. cit., p. 2.
5
Ángel Gustavo Infante, ob. cit., p. 2.
256
earle herrera
Argenis Rodríguez el lenguaje directo no se lo impusieron
los hechos, ese era su estilo, el rasgo distintivo de toda
su obra literaria. En su novela Febrero los personajes de
la vida pública aparecen con sus nombres y apellidos. Su
relación del Caracazo es cruda:
La multitud caminaba de un sitio a otro acorralada por los
disparos de los francotiradores y los soldados que, sin dete-
nerse, disparaban a discreción sobre todo el que se movía.
Una mujer con un niño en sus brazos, soltó el llanto.
Otra mujer con tacones altos, caminaba delante, aguan-
tándose. Varios hombres con televisores y cornetas de
radio la siguieron6.
Rodríguez, en su novela, no solo registra los más mí-
nimos detalles de su marco referencial sino que da las
pistas de sus fuentes, completa su narración con declara-
ciones de un gobierno en apuros, de empresarios asustados
por la ira de las masas, cita ruedas de prensa y transcribe
boletines de radio:
Mundial 12 radio 03:
—La policía debe ir hacia Los Rosales. Todas las quintas
han sido asaltadas y hay una familia que lleva dos días
resistiendo desde una azotea7.
El escritor, en su afán de darle autenticidad y realismo
a su relación, a su construcción de los acontecimientos,
6
Argenis Rodríguez, ob. cit., p. 132.
7
Ibid., p. 173.
257
ficción y realidad en el caracazo
transcribe las versiones de los medios de comunicación
o los parodia. Es, en este caso, un recurso eficaz porque
los medios jugaron un papel de primer orden en la proyec-
ción de estos sucesos; para algunos dirigentes políticos, en
su propagación. El Caracazo fue un hecho histórico, pero
también mediático. El novelista relata:
Carros a la deriva chocan contra peatones o mujeres llama-
tivas. El ladrón, metido a policía, mataba por gusto, celos,
unos zapatos deportivos o un camión lleno de dentífricos.
por la noche —titulaban los diarios— eran vigi-
lantes y por el día atracadores8.
(Las mayúsculas son de Rodríguez, pues se trata de
registrar un titular de la prensa). En su novela, sin duda,
el periodismo se metió en la literatura de lleno: con el len-
guaje de los medios, sean estos radiales, televisivos o im-
presos; con los diálogos de entrevistas periodísticas y de
ruedas de prensa; con las declaraciones leídas ante las cá-
maras por algún personaje; y también, con la imitación de
la tipografía. El novelista narra los ajetreos de los repor-
teros en busca de las noticias en una ciudad tomada por la
anarquía, con el Gobierno en un correcorre de órdenes y
contraórdenes y la dirigencia política desaparecida. Hasta
las fotos sirven de insumo a su reconstrucción literaria de
los acontecimientos:
La foto mostró al presidente cansado, arrastrando los
pies.
8
Ibid., p. 180.
258
earle herrera
La foto mostró al presidente agachando la cabeza para
entrar en el helicóptero.
La foto mostró al ministro de la Defensa indicando
algunas zonas de la ciudad. Sonreía9.
De los textos literarios analizados, el más distante del
lenguaje periodístico, como era de suponer, es el poema
de William Osuna. El poeta no es exquisito ni precio-
sista, pero tiene plena conciencia del lenguaje poético.
Desde esa perspectiva vio el Caracazo y trazó la metá-
fora de ese acontecimiento cruento y doloroso. Poesía re-
belde, sentida, honda, empero, su referente es un suceso
real, de actualidad. Y el poema fue publicado en un perió-
dico. Luego, cuando lo incorporó al libro Antología de la
mala calle, lo ubicó en la parte titulada «Aquí dejo aguas
polvo de sucesos», y el poema llevó como título «De donde
se avisa que las cosas están muy malas». Allá, nos habla
de sucesos; aquí, de un aviso acerca de la situación, o sea,
nos da noticias sobre los sucesos, todo lo cual pertenece al
campo del periodismo, visto desde la perspectiva y sensi-
bilidad de un poeta.
Si el narrador Argenis Rodríguez insertó en su no-
vela, textualmente y en su propio formato, boletines de
radio y titulares de prensa, y el cuentista Ángel Gustavo
Infante hubo de dictar (transmitir) su relato al periódico
vía telefónica, Carlos Noguera sitúa al narrador de un
cuento detrás de la cámara de un corresponsal extranjero
para seguir la secuencia de su historia. Desde esa pers-
pectiva, capta los acontecimientos. Luego, mediante el re-
lato, hace verbales, literarias, las imágenes audiovisuales
9
Ibid., p.157.
259
ficción y realidad en el caracazo
que se acercan, se alejan o se van disolviendo. El cuento
se nos vuelve un paneo de una parte del Caracazo. Allí
convergen sobre un mismo hecho, en imágenes literarias
o visuales, la realidad y la ficción, la crónica y el cuento, el
periodismo y la literatura.
260
CAPÍTULO IX
TESTIMONIO DE AUTORES
HABLAN LOS PERIODISTAS
El periodismo venezolano, después de la guerra de gue-
rrillas que signó la década de 1960-1970, se desenvolvió
en un ambiente de normalidad democrática. Ya no se iba
a la cárcel por entrevistar a un comandante guerrillero,
negarse a revelar una fuente informativa o hacerse desti-
natario del apelativo de «sospechoso». Ese riesgo se corría
por delitos tipificados como difamación e injuria, gene-
ralmente esgrimidos por burócratas acusados de corrup-
ción o por personeros del poder económico. También se
podía perder la libertad si alguna asociación, en nombre
de los valores, acusaba a un periodista de atentar contra «la
moral y las buenas costumbres». La delincuencia común y
el crimen aumentaban en las grandes ciudades, pero la
violencia política no formaba parte de la agenda cotidiana
de los comunicadores sociales.
El Caracazo vino a introducir cambios drásticos en la
pauta diaria del periodismo venezolano a partir de 1989.
La violencia política que una vanguardia sin masas asumió
en la década de la guerra de guerrillas, ahora retornaba a la
agenda agitada por unas masas sin vanguardia. Las mani-
festaciones populares ya no cesarían hasta el enjuiciamiento
261
ficción y realidad en el caracazo
y salida del poder del entonces presidente Carlos Andrés
Pérez, con dos rebeliones militares de por medio (las del 4
de febrero y 27 de noviembre de 1992). Otra generación de
periodistas se entrenaba en la cobertura de la violencia po-
lítica en el país. Conocería el toque de queda, la suspensión
de garantías y, en ese ambiente de riesgos y restricciones,
ejercería su oficio y profesión.
Estos profesionales de los medios, de súbito, se en-
contraron escribiendo sobre un acontecimiento —el Ca-
racazo— que los afectaba directamente como ciudadanos.
Con una formación universitaria, buscaron recursos ex-
presivos más allá de los manuales de estilo y de la precep-
tiva de la objetividad periodística. Hemos analizado sus
textos, pero ello no es suficiente para conocer las moti
vaciones profundas que los llevaron a buscar y emplear re-
cursos de la literatura con el fin de abrir y dar cauce a su
necesidad de expresión.
En este sentido, cabe recordar que los trabajos anali-
zados son obra de reporteros, de un lado, y de columnistas,
de otro; todos, periodistas profesionales. Aunque los se-
gundos se fijan sus propias pautas, consideramos impor-
tante incluirlos en esta investigación sobre el Caracazo.
Sin embargo, por razones metodológicas, vamos a separar
sus opiniones y puntos de vistas expuestos en las entrevistas
realizadas. En esta parte solo entregamos la síntesis inter-
pretativa que hacemos de las mismas. Estas, in extenso, son
incluidas en los anexos.
Los reporteros
Fueron ellos, los reporteros, quienes al primer conato de
disturbio, aquel mediodía del 27 de febrero de 1989, se
262
earle herrera
lanzaron a las calles de Guarenas y Guatire en busca de
la noticia. No imaginaban que pocas horas después, la ca-
pital de Venezuela se encontraría azotada por un huracán
de violencia, y ellos, en el ojo de la tormenta. Desde el epi-
centro de ese terremoto social que recibiría el nombre del
Caracazo, escribieron Elizabeth Araujo, Fabricio Ojeda y
Régulo Párraga. Todos se vieron obligados a trascender la
preceptiva de los géneros periodísticos convencionales y le
«robaron» recursos a la literatura. No lo hicieron porque
querían o pretendían escribir cuentos o novelas, sino por
necesidad expresiva. Deseaban, además de dar la informa-
ción de los sucesos, transmitir la atmósfera de los mismos
y el drama humano que provocaron. No pudieron, como
lo pauta la objetividad, hacerse «invisibles», impersonales,
en sus escritos. En algún momento, en algún párrafo, los
sentimientos y la visión conmovida del redactor se hi-
cieron presentes. Estos reporteros, durante la década de
los sesenta eran apenas adolescentes, en consecuencia, no
habían vivido una situación como el Caracazo.
Algunos reporteros confesaron no haber podido dormir
la noche del 28 de febrero de 1989. La periodista Elizabeth
Araujo, luego de cumplir su faena diaria, al llegar a su casa
estallaba en llanto. ¿Cómo pedirle que se ajustara a los
postulados de la objetividad periodística?
Yo caminaba en el diario El Nacional para ver los desas-
tres que estaban ocurriendo, quería descubrir la noche
antes de descubrir el día. Tú llegabas a los sitios y la
Guardia Nacional no te dejaba pasar. «El que quiera
pasar que suba por la escalera». Y yo me atrevía.
—¿Tenías en ese momento dimensión del peligro?
263
ficción y realidad en el caracazo
—No. Yo no sabía que me podía morir. Cuando llegué
a mi casa a las 12 de la noche, concienticé la situación,
supe que podía morir y me puse a llorar. Yo tenía que
denunciar esa situación, denunciar que estaban ma-
tando gente, mataban injustamente, tenía que cubrirlo
como reportera. El guardia me decía: «Si tú pasas,
estás muerta».
Elizabeth Araujo recuerda que, a la hora de sentarse
a redactar aquellos hechos de violencia y muerte, no podía
estar pensando en lead, cuerpo y cola, la clásica estructura
de la noticia. Su necesidad era la de relatar sucesos, pero
también hacer que la gente los sintiera y percibiera en toda
su dimensión. Recuerda que sus años de estudios de pos-
grado en La Sorbona la nutrieron de mucha literatura. De
allí le vienen los recursos que pudo manejar para recons-
truir los hechos y representar la realidad. Si cita a Borges,
a Kundera o a Cortázar —subraya— es porque sus lec-
turas le quedaron en el subconsciente y salen para decir, en
pocas palabras, lo que ameritaría de largas explicaciones.
Difícil ser objetivo cuando se tiene que narrar con el co-
razón en la mano. Así lo sentía, por aquellos días, Fabricio
Ojeda, reportero de la sección de política de El Nacional.
Su reportaje, redactado en forma de monólogo, colocando
en boca de un habitante del cerro no solo su testimonio de
los hechos sino también el de varias personas de la zona, lo
tituló «Yo, saqueador», un juego de palabras con reminis-
cencias cristianas del «Yo, pecador». Aquí es la confesión y
contrición. Allá, además de confesión, es alarde y reto. Pe-
riodísticamente, un recurso eficaz en un país mayoritaria-
mente católico. Ojeda reconoce su deuda con Tom Wolfe,
el pope del nuevo periodismo.
264
earle herrera
Escribió respetando la jerga del barrio porque «aca-
demizar el testimonio le restaría realismo al testimonio,
pues la gente de los sectores populares —en especial los
más jóvenes— no habla como catedráticos universitarios
o locutores de radio o televisión».
Fabricio Ojeda apeló a los recursos de la literatura por
varias razones: el impacto de los hechos imponía la forma
de darlos a conocer, de plasmarlos en el lenguaje escrito;
la radio y la televisión los transmitían en vivo, directo, y
el medio impreso debía competir con esa desventaja, sub-
sanada por la vía de la narración, la profundización e in-
terpretación de los sucesos y finalmente, la influencia del
nuevo periodismo en su generación.
Creo que las mismas circunstancias del estallido social
hicieron que fuera el género narrativo-descriptivo el que
se impusiera a la hora de reseñar los hechos en la prensa,
pues mucha gente se quedó en sus casas y teníamos la
competencia de las imágenes televisivas.
En mayor o menor medida, los géneros literarios siempre
han estado imbricados con el trabajo del periodismo es-
crito. Esta oportunidad no iba a ser la excepción, más
aún cuando la fuerza de lo acontecido demandaba que
esos hechos fueran narrados «con el corazón en la mano».
Régulo Párraga, para 1989 coordinador de la sección
de Provincia de El Nacional, llegó a Caracas desde Ma-
racaibo el día del Caracazo y, camino a su residencia, se
halló atrapado entre el fuego cruzado de militares y fran-
cotiradores. La crónica de la que fue protagonista obligado
la entregó con el título de «Noche de terror». Confiesa que
esa misma noche y en las escaleras del edificio de donde
265
ficción y realidad en el caracazo
no podía moverse, empezó a escribir sus notas como si
redactara un testamento. Sentía la muerte muy cerca y
pensaba que no saldría bien librado de aquella situación.
Considera, ya distanciado de los hechos, que durante el
Caracazo no había lugar para la objetividad; antes bien,
esta se convertía en un obstáculo para transmitir los acon-
tecimientos en toda su magnitud. En todo caso, en su
opinión, la polémica sobre la objetividad está superada.
Reivindica la ética y el profesionalismo a la hora de trans-
mitir las informaciones, no importa si estas son escritas en
primera o tercera persona. Quería que al leer su crónica, la
gente viera, sintiera y comprendiera el Caracazo, de allí el
uso que hizo de un estilo que califica de cinematográfico.
Periodismo y literatura siempre han ido de la mano. De
hecho, casi todos los grandes periodistas han sido lite-
ratos (vuelva a recordar a mis grandes «maestros» del
nuevo periodismo). Lamentablemente, y permíteme la
acotación, parece que hoy las escuelas de periodismo
están graduando más «ejecutivos» de la prensa que pe-
riodistas, con toda aquella hermosa carga de bohemia y
lirismo que estos tenían hace solo algunos años. ¡A los
periodistas de hoy ni siquiera les gusta leer! Por esto, me
parece lo más natural apelar a los recursos de la litera-
tura para hacer periodismo. Así me lo hicieron entender
mis profesores en la Universidad del Zulia (Sergio Anti-
llano, Ignacio de La Cruz, María Teresa Lara, etcétera),
quienes siempre me recordaban que una noticia bien
redactada (y bellamente escrita) es doblemente buena.
Bajo esta premisa formé mi estilo redaccional, el cual
yo defino como «redacción cinematográfica», puesto que
la idea es que el lector «vea» los acontecimientos en mi
266
earle herrera
narración. Para ello, obviamente, es necesario utilizar
todos los recursos que nos pueda facilitar la literatura.
Quienes escribimos sobre el Caracazo de esta manera, lo
hicimos buscando ese efecto, para lograr la mayor com-
prensión posible de lo que estaba ocurriendo.
Los columnistas
A diferencia del reportero, el columnista escoge sus temas,
se lija su pauta, pero por los días del estallido social de
1989, el Caracazo, impuso la pauta y el tema a periodistas
de planta, a colaboradores, e incluso, a muchos literatos
que sintieron la necesidad y el compromiso de escribir
sobre lo que estaba ocurriendo. Armando José Sequera,
periodista egresado de la Universidad Central de Vene-
zuela, guionista de radio, cuentista y novelista, mantenía
por ese entonces una columna en El Diario de Caracas, con
el nombre de «Crónicas de la desesperación urbana». El
Caracazo se metió en su obra narrativa y periodística. Pá-
ginas atrás analizamos su crónica titulada «Calma tensa».
Además de vivir como ciudadano la explosión popular,
la miró y expresó en su doble condición de periodista y es-
critor. Al entrevistarlo, nos enteramos que incorporó anéc-
dotas del Caracazo en su novela La comedia urbana. Con
esta obra, obtuvo el Premio Bienal Internacional Mariano
Picón Salas. Durante la revuelta, observó que ocurrían cosas
tan insólitas y absurdas que ningún escritor se hubiera atre-
vido a escribir para no caer en la inverosimilitud; sin em-
bargo, acota, la realidad no teme a ser inverosímil. De allí
que, como escritor, haya recogido historias escuchadas en
las calles y que luego incorporó a su novela. Con respecto
267
ficción y realidad en el caracazo
al desplazamiento de los periodistas hacia las aguas de la
literatura, expresa:
El Caracazo sobrepasó los límites de nuestra experiencia
vital. Creo que nadie se esperaba un hecho como ese en
su vida. Todos quedamos impactados, gente de todas las
edades. Siempre se decía «cuando baje la gente de los ce-
rros y tome la ciudad» y, en esos días, de repente, bajó la
gente de los cerros y tomó la ciudad. Fue una situación
que impactó mucho. La gente se sintió sobrepasada en su
capacidad nerviosa y de percepción de los acontecimientos
y de las circunstancias. Entonces, los propios periodistas
nos vimos inmersos y sobrepasados en nuestra capacidad
de asombro por los hechos que estaban sucediendo.
Para Sequera, los periodistas, golpeados en su sensibi-
lidad, dejaron aflorar al escritor que llevan latente. Y a la
inversa, los escritores dejaron salir al periodista que llevan
reprimido. El periodista ya no pudo tomar distancia. Los
hechos estaban involucrando a toda la colectividad donde
él vivía. No pudo hacer —ilustra con un ejemplo— como
el tipo, reportero él, que veía a alguien ahogándose y per-
manecía tomando fotos. Frente al Caracazo, o mejor,
dentro del mismo, el periodista ya no es el testigo que ve
las cosas, sino que participa de ellas. Sequera explica la
confluencia de roles periodísticos y literarios:
Hubo como una confluencia del presente histórico que
vendría a ser representado por los escritores, que po-
demos escribir en un presente permanente. Y vino a em-
parejarse, ese presente histórico, con el presente de la
actualidad y la inmediatez del periodismo. Creo que en
268
earle herrera
ese momento, en esos días, en ese mes y medio en que
estuvimos sumamente impactados (…) hizo que asistié-
ramos a la realidad en calidad de espectáculo, pero un
espectáculo que nos estaba involucrando, del cual está-
bamos siendo parte. Ya no era simplemente una película,
una noticia lejana, un hecho externo, ajeno; ya no era «se
murió el príncipe de yo no sé dónde» o que en China
hubo un terremoto y murieron doscientas mil personas,
sino cosas que estaban pasando demasiado cerca.
Con estas opiniones de reporteros y columnistas bus-
camos aproximarnos a las motivaciones que, al escribir,
llevaron a los periodistas a incursionar en el terreno de
la literatura y a hacer uso de sus recursos estéticos y ex-
presivos. La muerte del maestro de periodistas y poeta
Jesús Rosas Marcano, y la del dramaturgo y brillante co-
lumnista José Ignacio Cabrujas, frustraron las entrevistas
que teníamos pautado sostener con ellos. Frustración per-
sonal y académica y, ya lo dijimos, para esta investigación,
carencia insuperable.
HABLAN LOS ESCRITORES
Superada la década de los sesenta, aquellos años de guerra
de guerrillas, la denominada «literatura de la violencia»
también guardó sus armas en Venezuela, como en la Amé-
rica Latina en general. Solo en los recintos académicos y
en algunas irreductibles peñas literarias perduró por un
tiempo el debate en torno al arte comprometido y al papel
de los intelectuales con respecto a su entorno social y po-
lítico. La búsqueda estética y creativa se dirigió hacia la
269
ficción y realidad en el caracazo
angustia existencial, el «yo» de los artistas y, en no pocos
casos, hacia la exaltación del escepticismo, lo que parece,
esto último, de suyo paradójico.
La paz democrática, sin embargo, llevaba en Vene-
zuela la procesión por dentro. Las abismales desigualdades
sociales, la pobreza extrema y los cinturones de miseria al-
rededor de las grandes ciudades, incubaban y reproducían
un tipo de violencia que, el 27 de febrero de 1989, estalló
como una gigantesca olla de presión social. El escepti-
cismo saltó en pedazos y varios escritores se hicieron pre-
sentes con el arma que conocen y manejan: la palabra. La
creación literaria también fue sacudida y conmovida por el
Caracazo. La pluma se fijó en la noticia, siguió las secuen-
cias de las cámaras, se detuvo en las fotografías y encontró
sus temas en las barricadas, las vitrinas rotas y las manos
tendidas hacia un pote de mantequilla o un paquete de
harina. Concluía la vela de armas literaria.
El novelista Carlos Noguera, autor del relato breve
«27-F: Su gran debut», asumió el reto de escribir sobre un
hecho inmediato, próximo, de actualidad, sin caer en una
literatura panfletaria, programática, ideológica. De los
violentos años sesenta tenía la experiencia de haber escrito
su novela Historias de la calle Lincoln (1971), con la que
obtuvo el Premio Internacional de Narrativa de Monte
Ávila Editores. Pero el Caracazo, según sus palabras, fue
un acontecimiento imprevisto y sorpresivo. Para plasmarlo
literariamente, tomó a un personaje de la realidad —o el
personaje se le impuso—, la imagen de una muchacha que
muere en el intento de medirse un vestido de satén que
minutos antes había saqueado en una tienda. La ráfaga
de ametralladora frustró su ilusión de debut y pasarelas
y quedó allí, abrazada al maniquí despojado del traje.
270
earle herrera
Era un personaje tentador porque además estaba en las
crónicas periodísticas, en las fotos, en la televisión (…).
No sé si hubo exactamente una foto que me impresio-
nara, te mentiría si lo dijera. No es descartable del todo
que haya ocurrido eso, la foto en particular de alguien
que fue sorprendido con un disparo de la policía o el
Ejército mientras saqueaba.
A Carlos Noguera le solicitaron, del Papel Literario
de El Nacional, un texto de ficción sobre el Caracazo. Pri-
mero estuvo reacio, pero luego, una vez que escogió el
tema, apareció el escritor. En verdad, el tema lo escogió
a él, pues confiesa que de tanta información e imágenes
que vio y recibió, no sabe cuál de ellas seleccionó.
Yo partí de la realidad, naturalmente, de los elementos
que la realidad misma nos estaba dando. Vi fotos, traté
de recordar caras que vi en la televisión, leí reseñas
periodísticas.
El relato de Noguera con el Caracazo como motiva-
ción y tema, luego fue incluido en antologías de narrativa,
echó a andar por sus propios pies, como le agrada recordar
al autor. El impacto de los hechos y el reto de escribir li-
teratura por encargo, lo cual considera un estímulo, lo im-
pulsaron a escribir el relato, con la seguridad de que no
superaría las crónicas periodísticas porque la misma rea-
lidad se hacía ficción. Es un cliché, acepta, pero se nece-
sitaría ser un periodista de guerra, un Hemingway, por
ejemplo, para plasmar esa realidad con la maestría que él
lo hizo. Hoy, Noguera recuerda ese relato con aprecio, un
271
ficción y realidad en el caracazo
minicuento en el que se entrecruzan los caminos de la
literatura y el periodismo, de la realidad y la ficción.
Ángel Gustavo Infante, ensayista y cuentista, ha hur-
gado literariamente en la Caracas de los suburbios. Los
cerros de la ciudad tienen su expresión narrativa en su
libro de relatos Cerrícolas (1987). Pocos como Infante han
registrado con propiedad y fidelidad la jerga de los barrios,
de los sectores marginales. De manera que los hombres
y mujeres que bajaron a saquear la ciudad el 27 de febrero
de 1989, ya eran sus personajes en la ficción. Ahora estaban
allí, en la realidad, con su violencia cotidiana concentrada
y multiplicada, dándole salida a toda una vida de frustra-
ciones, engaños y privaciones. Es el impacto del Caracazo,
según Infante, lo que lleva a los literatos a escribir sobre
un acontecimiento inmediato, de actualidad, asumiendo
el rol que en circunstancias normales o extraordinarias
corresponde a los periodistas.
En ese caso, focalizado allí, en el Caracazo, estos textos
fueron una respuesta inmediata a una explosión social.
Luego el proceso es distinto, cada quien sigue en su línea
de trabajo, muy sensible, por supuesto, con la piel per-
meable al proceso social, pero no involucrado directa-
mente, siendo crítico pero continuando con lo principal,
que es la realización de un texto artístico.
Infante destaca que escribir sobre los personajes del
Caracazo era continuar la unidad ambiental que venía tra-
bajando desde su libro Cerrícolas, poner la realidad en el
papel. Al fin y al cabo, en esa mezcla de realidad y fic-
ción que provocó el estallido social, él mismo compartió
«boliche» y bebida con los saqueadores, allá en su barrio,
272
earle herrera
tomó vino en el velorio de uno de los caídos y participó en
esa especie de fiesta y tragedia a la vez, de muerte y cele-
bración. Todo ello forma parte de una ética de lo alterno,
de una cultura al margen que ha registrado y plasmado en
sus cuentos, tanto en el libro ya citado, como en su novela
Yo soy la rumba (1992). ¿Por qué hacer literatura sobre unos
sucesos tan inmediatos? Ángel Gustavo Infante responde:
Fue dar respuesta con el discurso que maneja cada quien,
incluso el de la estética verbal, bien sea en prosa o en
verso, a una situación muy difícil, muy dura y, bueno,
hay que expresarla con el instrumento que se tiene
a mano. Eso no entorpece, no imposibilita al autor para
observar al fenómeno desde otro ángulo y hacer un es-
tudio sociológico, si se quiere. Pero la respuesta inme-
diata es estética porque ser escritor, es más un modo de
vida que otra cosa.
Para el narrador que es Infante, esta actitud no tiene
que ver necesariamente con la llamada «literatura compro-
metida» que signó la creación de «la década violenta», los
años sesenta, cuando el escritor se planteó un compromiso
político y social que se reflejaba en el texto. El Caracazo
fue un estallido y así estalló en las letras. Luego cada quien
seguiría en su propia búsqueda estética. La gente de los ce-
rros se cansó de su situación —piensa— y realizó una ac-
ción desesperada, instintiva. A Infante no lo asombró la
reacción de las personas en la realidad, ya la conocía por
la de sus personajes de ficción. «Son los mismos», dice.
Pocos escritores podían situarse mejor que Infante en esa
confusa franja donde se cruzan la realidad y la ficción. Los
personajes que saqueaban la ciudad podían haber bajado
273
ficción y realidad en el caracazo
de los cerros o salido de sus cuentos. Eran los cerrícolas,
los que merced a su pluma habían alcanzado una entidad
por lo menos lingüística y literaria. Tuvieron que rebelarse
cruentamente en la realidad para alcanzar, también, el
mérito de las primeras planas y de los noticieros estelares.
Marcos Tarre Briceño se graduó de arquitecto, pero
prefirió especializarse en materia de seguridad ciuda-
dana y policial. Profesor de armamento y tiro, lector voraz
de literatura policial, conductor de programas de radio
sobre seguridad, su vocación la encontró en la escritura de
cuentos, novelas y columnas de prensa en torno al crimen
y su combate. Autor de varias novelas con éxito de ventas,
algunas de ella llevadas al cine en Venezuela, durante un
tiempo publicó en el diario El Globo sus «Crónicas de
guerra» y, para El Nacional, la columna «No sea usted la
próxima víctima». El Caracazo lo motivó a escribir un
cuento todavía inédito y otro publicado en el Papel Lite-
rario de El Nacional sin título, al que analizamos páginas
atrás. También en su opinión, la magnitud de los aconte-
cimientos y el impacto que causó en la sociedad, impulsó
a los escritores a llevar a la ficción lo que estaba ocurriendo
en la realidad inmediata.
Fue muy fuerte lo que se vivió, en mayor o menor grado
impactó a todo el mundo. Fue traumatizante. Recuerdo
el terremoto de 1967, cuando uno oía cualquier ruido y
se asustaba. La psicosis de 1989 fue más fuerte que la de
cualquier golpe, en relación al impacto en la sociedad
nuestra, o sea, Caracas. El estremecimiento que se dio,
esa frasecita que estaba latente por allí, «el día que la
gente baje de los cerros», la represión sin mayor contem-
plación, con lo que siempre se había amenazado, todo
274
earle herrera
eso impactó al escritor, al hombre de letras, para llevar
esto que estaba viviendo a la ficción.
Refiere Tarre Briceño que la situación de estrés y an-
gustia que se estaba viviendo, la lectura de crónicas perio-
dísticas y lo que veía en televisión, lo motivaron a escribir
el cuento breve publicado en El Nacional, en el que trata de
reflejar la tensión que se vivía en las calles. Sus personajes,
dice, no son ficticios ni reales sino verosímiles. Lo que
ocurría a los dos soldados de su cuento podía estar pasán-
dole a muchas personas en distintos lugares de la ciudad.
Lo real es la tensión, la angustia, la atmósfera en que se
debatía Caracas. El novelista recuerda que sus críticos des-
tacan el estilo cinematográfico de su narrativa. Coincide
con ellos, evita las largas descripciones y llama las cosas
por su nombre, en una construcción textual de escena por
escena. Así vio el Caracazo y así lo escribió.
Caraqueño y poeta, William Osuna metió al Cara-
cazo en su poesía, o al revés, el estallido social se metió
y conmovió sus letras, su sensibilidad creadora. Como en
el caso de Ángel Gustavo Infante en la narrativa, la mu-
chedumbre que bajó de los cerros y sacudió a la ciudad no
era extraña a la poética de Osuna. Los excluidos siempre
han estado incluidos en sus poemas. La gente de los barrios,
de los suburbios, de la periferia son personajes comunes y
corrientes en sus letras, como algún día, aspira el poeta,
lo serán en la realidad que los margina y excluye. Pero, un
sacudón social, cruento, ¿podía ser motivo poético? Osuna
no tiene ninguna duda al respecto.
La poesía no excluye ningún motivo; al igual que el
cuerpo de la amada, siempre está dispuesta a ser poseída.
275
ficción y realidad en el caracazo
No dice cómo, cuándo y de qué manera la debemos es-
cribir (amar). Con que ella quede justificada y libre, le da
lo mismo ser recordada mediante un sacudón o las cuitas
de un boy scout en su primera excursión al cerro La Bom-
billa. Por otra parte, no conozco ni conoceré un código
donde se diga cuáles son los motivos válidos y cuáles los
no admitidos y rechazados por la poesía.
El poeta recuerda que nació en Caracas, la ciudad
que se le hace evidente en el rechazo y el amor. Acerca
de la gente que bajaba de los cerros el 27 de febrero de
1989, lo que sintió fue solidaridad. Mientras las clases di-
rigentes vieron en la revuelta popular el resentimiento de
las masas, la venganza del pueblo excluido, Osuna com-
para el acontecimiento con una gesta histórica, con el co-
raje de la Caracas de 1810, la que lanzó su primer grito
de independencia. Si escribir poesía sobre hechos inme-
diatos, actuales, no es lo más frecuente en la creación li-
teraria, hacerlo responde también a la libérrima decisión
del escritor, «a la arbitrariedad que ejerce todo creador, llá-
mese poeta, pintor o narrador al utilizar los medios que le
permiten ofrecer su testimonio respecto a sucesos capaces
de conmoverlo».
De los sucesos capaces de conmover al poeta William
Osuna, el Caracazo es uno de esos que dejan marcas in-
delebles en la mente y el espíritu. Políticamente, Osuna
ha luchado con y por esa gente que bajó de los cerros.
En lo vital y existencial, viene de una parroquia —Santa
Rosalía— que desde el centro de la ciudad se extiende
a los suburbios y trepa a Los Sin Techo. En lo literario, ha
construido verso a verso una poética urbana en la que no
cabe la ciudad que habita golpe a golpe, valga la paráfrasis
276
earle herrera
con la venia de don Antonio Machado y Joan Manuel
Serrat, el poeta y el juglar.
Nací en esta ciudad que se me hace evidente en su amor
y su rechazo; aquí cultivé mi docena de amigos, vi morir
a mis padres, alenté mis sueños, supe de injusticias, con-
jugué los verbos del afecto, el Ávila me deslumbró, los
ventanales de Santa Rosalía, amé cuanto pude, grité
basta, escribí, disfruté mis cuatro generaciones, me
dieron y di, aprendí mi idioma y el calé fino de las putas
y los chulos.
Ya en el capítulo donde analizamos el poema que con
motivo del Caracazo escribiera Osuna, anotábamos que
en su mismo título, «Donde se avisa que las cosas están
muy malas», se hallan elementos periodísticos por lo que
el mismo tenía de anunciar, avisar, sobre una situación.
No es la función de la poesía —¿cuál será?— ni el poeta
se propuso ese rol, como no se lo ha propuesto en toda su
obra. Sin embargo, tampoco ha sido un escritor ajeno a su
entorno político y social, todo lo contrario. En él la crí-
tica reconoce la virtud de escribir sobre hechos históricos
o actuales, sin caer en lo panfletario. Su poesía se justi-
fica primero como poesía. Obviamente, la concepción de
actualidad e inmediatez que tiene un periodista no es la
misma que la de un poeta. Pero en el fondo, en la aldea
global de la que habló McLuhan, todo se ha hecho cer-
cano e inmediato. Los poetas lo habían entrevisto antes:
Una elegía, un soneto que no remite a amores contra-
riados, las aguas de un río, la fundación de un lugar, la
calle donde vivimos, la pertenencia a una tribu o familia,
277
ficción y realidad en el caracazo
nuestras galas y miserias son temas que están circuns
critos a un espacio y tiempo que padecimos y en su hora,
pasan del lápiz al cuaderno como hechos de actualidad,
inmediatos, sociales, sin que nadie los suponga distantes,
imprecisos y misteriosos como si fuesen casos para ser ar-
chivados en los Expedientes X de Mulder y Scully. Toda
la poesía escrita en este planeta, desde el Dante, Shakes-
peare, Francisco de Quevedo hasta Héctor Gil Linares,
muestra esta cercanía de gran vecindario.
Por supuesto, muchas de las situaciones antes seña-
ladas solo fueron novedosas o noticias cercanas e inme-
diatas para las personas que escribieron sobre las mismas.
Pero ello indica que lo cercano e inmediato no les es ex-
traño; en consecuencia, igual pueden dirigir su escritura
a hechos actuales, colectivos, sociales. De hecho, así fue
con respecto al Caracazo y así ha sido en otros momentos
y otros espacios desde hace mucho tiempo, vale decir, a lo
largo de la historia. La poesía ha pasado y palpitado, en
múltiples oportunidades, por las líneas del periódico, y la
noticia, que es el pálpito de los días en las páginas de
la prensa, ha motivado e inspirado a la poesía sin menoscabo
del hecho artístico, estético.
Con el testimonio de periodistas y literatos sobre el
Caracazo, y los medios y las formas en que ellos plas-
maron y expresaron ese fenómeno social, completamos los
análisis que hicimos de la producción, amplia y variada,
de los autores de una y otra disciplina. Aquellos análisis
y estos testimonios, enmarcados en la investigación histó-
rica de la revuelta popular ocurrida en Venezuela el 27 de
febrero de 1989, y precedidos por el estudio teórico tanto
de la literatura como del periodismo, nos permiten arribar
278
earle herrera
a un cuerpo de conclusiones. Las mismas, en lugar de cerrar
esta investigación, abren un espacio para profundizar en un
acontecimiento histórico que todavía espera ser analizado
desde otras perspectivas y disciplinas.
279
FICCIÓN Y REALIDAD DEL CARACAZO
UNO
1.1 El estallido social ocurrido en Venezuela el 27 de fe-
brero de 1989, bautizado por los medios de comunicación
como el Caracazo, fue una revuelta popular en tanto fe-
nómeno espontáneo, sin dirección política ni objetivos
precisos. Mucho menos con algún contenido ideológico.
Fue el estallido de la ira, de la frustración de un pueblo
frente a las promesas incumplidas de sus gobernantes, las
marcadas desigualdades en la distribución de la riqueza pe-
trolera, la ostentación de unos pocos y el estado de pobreza
de la inmensa mayoría de la población.
1.2 El paquete de medidas económicas tipo shock, im-
puesto por el Gobierno recién instalado de Carlos Andrés
Pérez, bajo las recetas para América Latina del Fondo
Monetario Internacional, fue la chispa que incendió la
pradera. El Gobierno decretó el aumento de los com-
bustibles y en consecuencia, de las tarifas del transporte
público, estas últimas en 30 %, pero los transportistas la
elevaron por su cuenta en 100 %. Esto generó protestas fo-
calizadas en los terminales de pasajeros, mas no un estallido
popular generalizado.
1.3 El Gobierno no sofocó los primeros conatos de
protesta e inexplicablemente, por el contrario, dejó que
estos se extendieran. La difusión de los acontecimientos
281
ficción y realidad en el caracazo
a través de los medios, principalmente de la radio y la te-
levisión, influyó en su propagación. Al atardecer del 27 de
febrero de 1989, Caracas estaba en llamas y los saqueos,
extendidos por toda la ciudad. El cinturón de miseria de
los cerros que rodean a la capital se había roto y desbor-
dado. Los cerros bajaban sin orden ni concierto, sin obje-
tivos precisos y sin dirección. Los saqueos se extendieron
a otras ciudades del país.
1.4 La actitud pasiva del Gobierno en los primeros mo-
mentos del estallido, todavía subyace en el mundo de las
conjeturas. Tres hipótesis que quedan como tales, se bara-
jaron entonces: I) Carlos Andrés Pérez acababa de asumir
por segunda vez la Presidencia —veinte días antes del Sa-
cudón— y no quería inaugurarse como un régimen repre-
sivo. II) El Gobierno hereda una difícil situación económica
y utilizaría las protestas para que el Fondo Monetario Inter-
nacional flexibilizara su recetario económico y la banca mul-
tilateral auxiliara al país. III) El Gobierno dejó a la gente
protestar para que se desahogara, luego vendría la aplicación
rigurosa del paquete de medidas económicas tipo shock. En
cualquiera de los tres casos, fallaron los cálculos, la protesta
escapó de sus manos, la policía fue desbordada y hubo que
recurrir al Ejército, al toque de queda y a la suspensión
de las garantías constitucionales, con un elevado costo en
vidas humanas y en infraestructura. Para ese entonces, el
presidente Pérez no podía imaginar que el Caracazo sería
el principio del fin de su segundo y accidentado gobierno.
1.5 El paquete de medidas económicas anunciado fue
la chispa que detonó las verdaderas causas de la protesta.
La pobreza afectaba a 80 % de la población; la economía
informal absorbía 50 % de la masa laboral; el desempleo
alcanzaba la cota de 13 %; la inflación se ubicaba en 40 %;
282
earle herrera
el poder adquisitivo se deterioraba desde que se inició
un proceso indetenible de devaluación de la moneda en
1983, cuando el dólar pasó de 1,30 bolívares a 7 y 14 bo-
lívares por unidad; los servicios públicos de salud, educa-
ción, agua potable, habían llegado a un estado crítico, en
algunos casos, de colapso.
1.6 A estas causas socioeconómicas, se unían las polí-
ticas. El modelo político instaurado en el país en 1958, con
la caída de la última dictadura, lucía agotado. La demo-
cracia representativa había devenido en un bipartidismo en
el que las dos grandes organizaciones —Acción Democrá-
tica y el partido socialcristiano Copei— se turnaban en el
poder cada cinco años. La participación de los ciudadanos
en la democracia representativa imperante se limitaba a la
consignación de su voto cada quinquenio. Los estados ele-
gían dos representantes a la Cámara del Senado, pero estos
eran seleccionados por las cúpulas partidistas en Caracas,
de modo que la mayoría de las veces no guardaban ninguna
relación con las entidades federales a las que, en teoría, re-
presentaban. El centralismo, en consecuencia, ahogaba
la voz y participación de la provincia en la toma de deci-
siones, incluso de aquellas que las afectaban directamente.
1.7 Los ciudadanos se encontraron sin canales reales
de participación y expresión. Las asociaciones de vecinos,
los sindicatos, las organizaciones populares y los gremios
profesionales estaban bajo el control de los grandes par-
tidos. Asimismo, los poderes públicos: Ejecutivo, Legis-
lativo y Judicial, la Fiscalía General, la Contraloría de la
Nación y el Consejo Supremo Electoral. Pocos respira-
deros tenía la sociedad. Es en este contexto sociopolítico
en el que se da el estallido popular de Caracas y las princi-
pales ciudades del país. Las organizaciones que pudieron
283
ficción y realidad en el caracazo
encauzar las protestas, estaban en manos de los partidos
contra cuyo estatus se protestaba.
DOS
2.1 Con 300 muertos según las cifras oficiales; unos 3000
de acuerdo con las denuncias de organizaciones no guber-
namentales, el Caracazo fue una explosión popular sin pre-
cedentes en Venezuela. Revueltas y saqueos, a la caída de
algún dictador, los había habido, pero por esa motivación
política y, en absoluto, con las proporciones alcanzadas el
27 de febrero de 1989. Se agregaba un nuevo elemento: la
televisión, que llevaba las imágenes, en vivo y en directo,
a los últimos rincones del país. Se vivía lo que se veía y se
veía lo que se vivía, una experiencia desconocida en otros
momentos difíciles de la vida nacional.
2.2 El impacto de aquellos sucesos dejó huellas inde-
lebles en los venezolanos, sin distinción de edad. Durante
varios meses se vivió en un permanente estado de ten-
sión. Los cambios en la conducta de los niños fueron mo-
tivo de estudios para especialistas1. Nuevas modalidades
en el habla del caraqueño, incluso en la forma de saludar,
fueron registradas por la aguda observación de los cro-
nistas2. Los periodistas que cubrieron los sucesos desde
el ojo del huracán y los escritores que los observaron y vi-
vieron desde su epicentro, dejaron de lado la correspon-
diente preceptiva de sus disciplinas para poder darle cauce
y salida a su necesidad de expresión.
1
Véase José María Cadenas, ob. cit.
2
Véase Armando José Sequera, «Crónica de la desesperación
urbana», ob. cit.
284
earle herrera
2.3 Más allá de la vieja e inagotable polémica en
torno al periodismo y la literatura, que abarca desde la
presumida primacía jerárquica de una disciplina sobre
la otra, hasta asuntos de orden jurisdiccional, cierto tipo
de acontecimientos históricos, sociales o políticos, por sus
dimensiones o trascendencia, establecen de hecho un ar-
misticio entre las partes. Más aún, las fronteras se abren
y se intercambian los recursos. El Caracazo, en el caso es-
pecífico de Venezuela, fue uno de estos hechos. La ira po-
pular, la represión indiscriminada por parte de la fuerza
pública, el número de muertos, heridos y desaparecidos,
provocaron una conmoción nacional que impactó por
igual a periodistas y literatos.
2.4 No se trató de que los periodistas quisieran hacer
literatura y los escritores, periodismo. En absoluto. Lo que
ocurre en contextos sociohistóricos sacudidos por la vio-
lencia, del que además forman parte como ciudadanos li-
teratos y periodistas, es que los acontecimientos vuelven
estrechas las respectivas preceptivas de los géneros a través
de los cuales normalmente se expresan y, unos y otros,
terminan por forzar y a veces romper los moldes, formas
y estructuras convencionales de las disciplinas en que se
mueven. Para satisfacer y dar salida a su necesidad de expre-
sión, toman recursos del campo vecino. Entonces se habla
de reportaje-novela o viceversa, de novela de no-ficción, y
se hace difícil precisar, en determinados casos, si estamos
frente a un cuento o una crónica.
2.5 Los géneros periodísticos crónica y reportaje fueron
los que más evidenciaron el despliegue de recursos lite
rarios en el tratamiento del Caracazo como aconteci-
miento. Ello se explica por los siguientes factores: I) Las
noticias y entrevistas sobre los sucesos estaban signadas
285
ficción y realidad en el caracazo
por la contingencia de los mismos; a través de estos
géneros se buscaba transmitir las informaciones de inme-
diato, con la velocidad en que las mismas se producían,
o recoger y comunicar las opiniones de las fuentes públicas
y privadas con respecto a lo que estaba sucediendo. II) El
reportaje y la crónica son categorías periodísticas más
flexibles en cuanto a sus formas y estructuras; en ellos,
más que en cualesquiera otros géneros, se hace presente
el sello personal de sus autores; luego, la necesidad de ex-
presión que los acontecimientos acicatearon, encontraba
muchas posibilidades para manifestarse. III) Los perio-
distas, además de informar sobre los hechos, querían, ne-
cesitaban reconstruirlos, recrear la realidad. Para ello,
requerían hacer uso de recursos y técnicas literarias —na-
rración, descripción, diálogo, monólogo, desplazamiento
del punto de vista, etcétera—, como también apelar al
empleo de figuras retóricas —metáforas, metonimia, si-
nécdoque— que permitieran alcanzar y plasmar aquellos
objetivos. La crónica y el reportaje permiten el despliegue
de los citados recursos, sin menoscabo de su naturaleza
periodística. Antes bien, con el enriquecimiento estético
y comunicativo de esta.
2.6 De los textos periodísticos seleccionados, cuatro
fueron escritos por reporteros y tres por columnistas. De
estos, con excepción del dramaturgo y guionista José Ig-
nacio Cabrujas, los demás, amén de narradores, tienen
título de periodista y han ejercido profesionalmente su
oficio. En los reportajes y crónicas de los reporteros preva-
lece el relate de los hechos, la reconstrucción de la realidad
con fines informativos, pero enriquecida con recursos li
terarios y retóricos. Estos profesionales del diarismo, so-
brecogidos por los acontecimientos, hubieron de romper
286
earle herrera
los moldes piramidales de la vieja teoría periodístico-infor-
mativa y las pautas de los manuales de estilo, única manera
de plasmar, en su complejidad y dramatismo, la realidad.
En las crónicas de los columnistas prevalecen los ele-
mentos valorativos e interpretativos, con los hechos del 27
de febrero como referentes; sin embargo, más que la ex-
posición directa de las opiniones, estas subyacen en textos
construidos con figuras retóricas, en formas literarias como
la versificación (Rosas Marcano), en el uso de la ironía y el
humor en los escritos de Cabrujas y Sequera, e incluso, en
el empleo de la ficción para desnudar la realidad. En fin,
es la literatura inserta en el periodismo, tanto en los textos
de los reporteros como de los columnistas citados.
TRES
3.1 Los textos literarios escritos con motivo del Caracazo
—tres cuentos breves o microcuentos, un poema y una no-
vela— demuestran la posibilidad de recrear un mismo
acontecimiento desde distintas perspectivas y mediante
diferentes géneros de la literatura. El relato breve capta y
plasma un fogonazo del Caracazo, un instante, una anéc-
dota. La novela permite una reconstrucción global, el todo,
el proceso, la historia. El poema es la expresión de una sen-
sibilidad frente a los hechos, no narra ni cuenta —aunque
pudiera hacerlo—, nos comunica sentimientos, emociones,
interrogantes y asombros. En conjunto, frente al mundo
real, la literatura ofrece un mundo posible. No es escamo-
teada la verdad, es otra forma de verla y expresarla.
3.2 En ninguno de los géneros citados hubo distancia-
miento de los autores con respecto a los acontecimientos
287
ficción y realidad en el caracazo
sobre los cuales escribían; pergeñaron sus cuentos, novelas
o poemas sobre la marcha, «al calor de los hechos». En
este sentido, el oficio literario tuvo un aspecto y una fase
propios del periodismo. Los relatos breves y el poema apa-
recieron publicados en El Nacional una semana después
del estallido popular del 27 de febrero de 1989. La no-
vela al año siguiente pero, es obvio, fue escrita durante los
meses inmediatos que sucedieron a la revuelta popular. La
noticia o los hechos noticiosos se hicieron cuento, poema
o novela. No desaparecieron con el periódico de ayer; tras-
cendieron el olvido por gracia y virtud de la literatura.
3.3 Al escribir sobre o a partir de hechos reales, his-
tóricos, los literatos no perdieron de vista la necesidad de
precisar su referente —el Caracazo— para ubicar a sus
lectores de entonces o de mañana, de Venezuela o de otro
país. En forma directa o metafórica, cumplían una exi-
gencia informativa. La novela histórica, la realista, el
nuevo periodismo, son ilustres precedentes en este sen-
tido, sin que ello afecte la calidad literaria de las obras.
Incluso la poesía, cuando la realidad o la historia son su
materia de inspiración, nos da información o pistas infor-
mativas de su marco referencial. Abundan los ejemplos,
pero basta citar uno: el Canto general, del Premio Nobel
Pablo Neruda.
3.4 Los autores de los textos literarios analizados per-
tenecen a distintas generaciones y no se inscriben en una
escuela, tendencia o corriente común. Argenis Rodríguez
es uno de los escritores representativos de lo que se deno-
minó «literatura de la violencia», la cual insurgió en la dé-
cada de los sesenta, signada por la guerra de guerrillas en
América Latina. Carlos Noguera, novelista, pone en su obra
un cuidado riguroso en la forma y estructura narrativas, así
288
earle herrera
como explora todas las posibilidades expresivas del lenguaje.
Ángel Gustavo Infante, cuentista, hurga en el mundo mar-
ginal, el de los cerrícolas —la expresión es suya — no solo
en sus vivencias sino en su habla, su jerga y sus rituales.
Marcos Tarre Briceño es un cultor del género policial y la
crónica negra. William Osuna, poeta, construye una poé-
tica urbana en la que el habla coloquial se mezcla con her-
mosas metáforas que rompen la linealidad del discurso y
crean una atmósfera de amor y rechazo, nostalgia y contem-
poraneidad. Todos, sin embargo, volvieron su vista hacia el
Caracazo y dirigieron sus letras hacia un fenómeno social
violento e inmediato, cruento y actual.
3.5 Las creaciones literarias con el Caracazo como
fondo o motivación, no inauguran una corriente, escuela
o tendencia, ni se inscriben en alguna de las precedentes.
Lo que se conoció como literatura comprometida o «de
la violencia» en América Latina, tuvo su ubicación tem-
poral específica: los años sesenta del siglo XX, una dé-
cada violenta de guerra de guerrillas. De manera que los
textos literarios cuyo referente es el Caracazo obedecieron
a motivaciones individuales, a la sensibilidad y necesidad
expresiva de cada escritor.
CUATRO
4.1 La relación entre periodismo y literatura ha sido es-
tudiada a la luz de una abundante bibliografía desde hace
tiempo, pero el análisis comparativo del tratamiento pe-
riodístico y literario de un mismo acontecimiento político
y social, al menos en Venezuela, es una experiencia nove-
dosa. Mediante la aplicación del análisis literario a textos
289
ficción y realidad en el caracazo
periodísticos, y de los postulados de la teoría periodística
para estudiar géneros literarios, se ha demostrado que ello
no solo es metodológicamente válido, sino que permite
comprobar los muchos puntos y elementos de relación,
así como el intercambio de recursos formales y expresivos
entre una y otra disciplina.
4.2 El uso de recursos literarios en el periodismo y vi-
ceversa, así como el intercambio de técnicas para indagar
e investigar la realidad, de ninguna manera desvirtúa el
perfil propio de los géneros a través de los cuales cada
disciplina reconstruye los hechos y los expresa o comu-
nica. Los textos analizados sobre el Caracazo son fácil-
mente identificables como literarios o periodísticos, solo
que en los primeros se encontrarán aspectos o elementos
informativos, periodísticos; y, en los segundos, el uso de
recursos literarios y retóricos que, a la par de colmar la ne-
cesidad expresiva de sus autores, permiten una recreación
menos impersonal y más humana y viva de la realidad que
se quiere plasmar y comunicar.
4.3 Un aspecto de este estudio que no podía ser ana-
lizado y conocido a la luz de las teorías periodísticas o li-
terarias, era el de las razones o motivaciones que llevaron
a escritores y periodistas a valerse de los recursos de otra
disciplina distinta a la suya para escribir sobre un aconte-
cimiento como el Caracazo. Para llegar al fondo de esas
motivaciones, las técnicas de la entrevista surgieron como
el procedimiento más adecuado. Algo tan personal, solo
podía ser revelado por los mismos autores.
4.4 Además del impacto de los hechos y las fatales
consecuencias del Caracazo, los periodistas de los medios
impresos tenían ante ellos la competencia de la radio y la
televisión que transmitían los acontecimientos en forma
290
earle herrera
instantánea, directo y en vivo. El periodismo interpre-
tativo y la creatividad narrativa, que ofrecían una visión
integral de lo que ocurría, el primero, y la dimensión hu-
mana de los sucesos, la segunda, permitían salvar la ven-
taja tecnológica de los medios radioeléctricos. Es decir,
fueron múltiples los factores que incidieron en la forma
de cubrir y escribir sobre el fenómeno histórico-social
del Caracazo.
4.5 De las repuestas de los entrevistados, más allá
de las diferencias y matices, se extrae un punto en el que
todos coinciden: la dimensión cruenta del Caracazo, el
impacto que tuvo en cada uno de ellos, el drama humano
(o los dramas) que significó, no los podía dejar indiferentes.
A los literatos los impulsó a escribir sobre unos hechos noti-
ciosos, de actualidad, apremiados por la necesidad de decir
su verdad y lo que sentían. A los periodistas los colocó en
la disyuntiva de que la rigurosidad del periodismo objetivo,
sus pautas escriturales y esquemas, ahogaban su necesidad
de expresión e impedían la reconstrucción de todo el drama
humano en sus distintas manifestaciones. De allí que bus-
caran recursos estéticos y retóricos en la literatura para apli-
carlos a la relación periodística de los acontecimientos. Los
creadores, por su parte, además de recurrir a técnicas de
indagación propias del periodismo y el reporterismo, em-
plearon o reprodujeron en sus obras los caracteres tipográ-
ficos de titulares de prensa, boletines informativos de radio,
la descripción de fotografías (fotoleyendas) y las preguntas
y respuestas de ruedas de prensa, ejemplos estos en los que
abunda el escritor Argenis Rodriguez, en su novela Fe-
brero. Asimismo, el narrador Carlos Noguera arma su relato
«27-F: Su gran debut», como quien sigue los movimientos
y la secuencia de la cámara de un corresponsal extranjero.
291
ficción y realidad en el caracazo
4.6 La realización de esta investigación nos ha per-
mitido comprobar la posibilidad y pertinencia de aplicar
técnicas del análisis literario y de la teoría periodística en
el estudio de géneros de dos disciplinas distintas aunque
no distantes, como son el periodismo y la literatura. De
igual modo, por tratarse de la relación periodística y/o li-
teraria de un fenómeno reciente y, por tanto, sobre el que
existía poca bibliografía, completamos la investigación
y los análisis con la entrevista en profundidad a los au-
tores estudiados. Las técnicas de este género permiten co-
nocer las motivaciones que los impulsaron, como literatos
o periodistas, a tomar recursos de la otra disciplina para
plasmar en sus textos la realidad y, a la vez, satisfacer su
necesidad de expresión.
4.7 Los acontecimientos, su velocidad, las nuevas tec-
nologías, obligan a escribir y transmitir rápido y pronto,
y la literatura no puede renunciar a las técnicas del pe-
riodismo, ni este a los múltiples y variados recursos que
aquella le ofrece. No importa que la vieja polémica entre
literatos y periodistas se mantenga y reavive cada cierto
tiempo. Será la realidad la que imponga los combates y
las treguas, los desencuentros y los armisticios. El perio-
dismo y la literatura seguirán siendo dos formas de recons-
truir y representar la realidad, de ver el mismo mundo,
cada vez menos ancho y menos ajeno desde la perspectiva
comunicacional; y siempre, desde la imaginación creadora
y como lo entrevió Ciro Alegría, más ancho pero tam-
bién más propio, más de todos, más colectivo, con la fic-
ción hurgando en la realidad y esta, más allá de todo lugar
común, superando a la ficción, sobre todo en los tiempos
convulsos de ruptura histórica.
292
ANEXOS
AUTORES DE TEXTOS ANALIZADOS
elizabeth araujo
Periodista venezolana. Licenciada en Comunicación So-
cial egresada de la Universidad Central de Venezuela
(1979). Posgrado en Comunicación en la Sorbona (París,
1980-1984). Coautora de los libros El día que bajaron los
cerros (1989) y Cuando la muerte tomó las calles (1990). Por
varios años fue reportera del diario El Nacional, donde cu-
brió las fuentes de Ciudad y Cultura. Fue coordinadora de
la sección de Política del vespertino El Mundo.
josé ignacio cabrujas
Dramaturgo venezolano, autor de una obra teatral recono-
cida nacional e internacionalmente. Columnista de El Na-
cional y El Diario de Caracas, se ubica entre los articulistas
y cronistas más leídos y comentados del país. Guionista de
cine y televisión, Premio Nacional de Teatro, fue un inte-
lectual polémico, respetado y admirado. Murió en 1995.
ángel gustavo infante
Escritor venezolano. Licenciado en Letras egresado de
la Universidad Central de Venezuela. Profesor en las es-
cuelas de Comunicación Social y Letras de la misma casa
de estudios, donde también se desempeña en el Instituto
de Investigaciones Literarias. Maestría en Literatura La-
tinoamericana en la Universidad Simón Bolívar. Novelista
295
ficción y realidad en el caracazo
y cuentista merecedor de varios premios, es autor de los li-
bros de narrativa Cerrícolas (1987) y Yo soy la rumba (1992).
carlos noguera
Escritor venezolano. Psicólogo. Profesor asociado jubi-
lado de la Universidad Central de Venezuela. Premio In-
ternacional de Novela Monte Ávila Editores, entre otros
reconocimientos literarios. Animador y coordinador de
talleres de literatura. Autor de las novelas Historias de la
calle Lincoln (1971), Inventando los días (1980) y Juegos bajo
la luna (1996).
fabricio ojeda
Periodista venezolano. Licenciado en Comunicación So-
cial egresado de la Universidad Católica Andrés Bello.
Fue profesor de periodismo informativo de esta casa de
estudios. Reportero del diario El Nacional, su trabajo
periodístico le ha hecho merecedor de varios premios y
reconocimientos. Coautor de los libros El día que bajaron
los cerros (1989) y Cuando la muerte tomó las calles (1990).
wiliam osuna
Poeta venezolano. Premio Municipal de Literatura y Pre
mio Consejo Nacional de la Cultura. Conferencista y coor-
dinador de talleres literarios. Colaborador permanente en
revistas y periódicos culturales. Es autor de los poemarios
Estos 81 (1978), con el que obtuvo el Premio de Poesía IV
Bienal José Antonio Ramos Sucre, Mas si yo fuera un poeta,
un buen poeta (1978) y Antología de la mala calle (1990).
296
earle herrera
régulo párraga
Periodista venezolano. Licenciado en Comunicación So-
cial egresado de la Universidad del Zulia (1984). Ha sido
desde corrector de pruebas hasta director de revistas, pa-
sando por los cargos de jefe de información y de redacción
de diarios regionales. Redactor del diario Panorama, de
Maracaibo, estado Zulia. Director de Prensa de la Gober-
nación del Estado Monagas. Reportero y coordinador de
provincia del diario El Nacional.
jesús rosas marcano
Poeta venezolano. En la docencia ejerció desde la edu-
cación primaria hasta la universitaria. Profesor asociado
de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad
Central de Venezuela. Especialista en periodismo para
niños y jóvenes. Columnista, ensayista, investigador de
la comunicación. Es autor de una prolífica y reconocida
obra en los campos del periodismo, la canción popular,
la poesía y la literatura en general. Maestro de varias
generaciones de periodistas, murió en 2001.
argenis rodríguez
Escritor venezolano. Polémico columnista, su obra perio-
dística es abundante y dispersa. Autor de más de veinte
libros, sus novelas nunca dejaron indiferente a la crítica,
a la que siempre cuestionó con desdén y sarcasmo. Sus
Memorias (en cuatro tomos) escandalizaron a la sociedad
de su tiempo. Allí, al igual que en su obra de ficción, per-
sonajes de la vida real son citados con nombres y apellidos.
Fue uno de los novelistas emblemáticos de la década de
los años sesenta, años de violencia y guerra de guerrillas.
Decidió morir en el 2000.
297
ficción y realidad en el caracazo
armando josé sequera
Escritor y periodista venezolano. Licenciado en Comu-
nicación Social por la Universidad Central de Venezuela.
Guionista de radio. Premio de Literatura para Niños y
jóvenes Casa de las Américas, de Cuba. Animador y co-
lumnista de publicaciones literarias. Muchos galardones
prestigian su obra narrativa. Su quehacer literario abarca
la novela, el cuento, pensamientos, aforismos, hasta libros
de autoayuda.
marcos tarre briceño
Escritor venezolano. Arquitecto egresado de la Univer-
sidad Central de Venezuela. Autor de varias novelas poli-
ciales, en este género es un autor casi solitario en el país.
Es especialista y asesor en materia de seguridad y arma-
mento. Columnista del diario El Nacional y de otras publi-
caciones, sus temas siempre tienen que ver con su pasión
por las cuestiones policiales y de seguridad ciudadana. Su
novela Colt Comando 5.56 (1983), un éxito de venta, fue
llevada al cine con igual éxito de taquilla.
298
TEXTOS PERIODÍSTICOS
Y LITERARIOS ANALIZADOS
VIVIR ENTRE BALAS
elizabeth araujo
Reportaje
No habrá tal vez niños en Venezuela que sepan defender
sus vidas como esos frágiles cuerpecitos del 23 de Enero
que, al tronar de los fusiles, abandonan, en fracciones de se-
gundo, su comida o la cama y se lanzan al piso en una envi-
diable afinación del instinto de sobrevivencia, palpando en
la oscuridad un rincón seguro, alejado del lugar de donde
suponen, proviene un ensañamiento que no terminan de en-
tender, dominando sus miedos, rezando y deseando quizás
mudarse a otra parte.
Después vendrá el sobresalto, el llanto, el consuelo de
la madre, un destello de humor de papá y finalmente, pedir
que el tiempo aplaque sus temores. Hasta el despuntar del
día, cuando descubrirán, sin muchas explicaciones, que
durmieron en el suelo.
Si alguna vez tal descripción en Venezuela nos pareció
el exagerado ejercicio de una febril imaginación, solamente
posible en Beirut, la zona ocupada de Gaza, los caseríos de
la frontera nica o las desérticas montañas de Afganistán,
era que, sencillamente, no habíamos visitado el conjunto de
apartamentos cuyos habitantes están condenados a soportar
como maldición la batalla de la pobreza.
Entrar al 23 de Enero luego de la trágica semana que
sacudió al país, recorrer los bloques y conversar con sus
301
ficción y realidad en el caracazo
moradores fue en cierto modo escuchar el relato de quien
viene de la guerra.
«No puede ser, mire lo que hicieron con nuestro apar-
tamento. Pasaron horas y horas disparando contra un
francotirador que no agarraron porque o era muy listo, o
simplemente no existía; pero sí lograron destruir ventanas,
televisores, cortinas, lámparas y las paredes», exclama con-
sumido por la desazón Aquiles Frías Virla, un técnico de la
Cantv y estudiante nocturno de la UCV, cuya vivienda en
el piso 13 del bloque 21 tendrá que ser de nuevo reparada.
«Tan bien que nos había quedado el apartamento en
diciembre, y mira ahora lo que hicieron», comenta alguien
desde la cocina, y Aquiles retoma su protagonismo.
—Abalearon todo el edificio durante más de cuatro
horas. Y no contentos con eso, subieron ocho guardias,
desordenaron gavetas, dispararon a los closets y me pre-
guntaron con insistencia dónde estaban las municiones.
Cuando se convencieron de que aquí no había nada, se
fueron a otros pisos, a molestar a otras gentes.
MORIR EN LA CAMA
Un vaho de tristeza ronda tras las risas y comentarios li-
geros, en pasillos y escaleras de los bloques 1 y 2. Digá-
moslo, como Kundera, que si la risa es la forma, el dolor
es su contenido. Para soportar tantos infortunios, los más
jóvenes erigen barricadas de humor. Se burlan de sus fra-
nelas rotas y explican «es un tiro de Fal, chamo», otros re-
claman con aparente decepción «nooo, ¿no te mataron?».
Y así hasta que nos topamos de frente con el contenido, el
fondo mismo donde mora la desgracia.
302
earle herrera
«Mi hijo estuvo aquí toda la mañana. Bajó a comprar
el pan, lo trajo y salió de nuevo a reparar el carro porque
pensaba salir al mercado. Y esto aquí estaba tranquilo, así
que no vi por qué no podía bajar…» señala, su rostro entre
las manos y la mirada estrellándose en el vacío, Carmen
de García, reacia a identificarse «por temor a represalias».
Pero, qué otra cosa puede temer esta venezolana, cuyo hijo
de 43 años ya no está.
—Estaba abajo, como le dije, reparando el carro, cuando
pasó una tanqueta y le metieron cinco balazos de Fal.
Carlos Cugar, el mecánico que se hizo popular en el
bloque por su combate contra las drogas; el combatiente
contra las guerrillas en los sesenta; él, incondicional a los
militares y hasta chofer por años de un general. Carlos,
en fin, amigo entrañable del teniente Serrano, que incluso
llamó a la familia para darle el pésame, murió sin comerse
lo que ahora llaman pan y cuesta ocho bolívares, ¿por qué?
—Porque han hecho de esta parroquia un campo de ba-
talla, uno aquí está anotado para morir, y eso no puede ser.
Fue el viernes. Ya todo había pasado y hasta la gente salió
a comprar ya que el mismo ministro de la Defensa dijo en
la televisión que el país estaba normalizado.
Pero no fue así, al menos para quien, desde una tan-
queta, disparó contra Carlos, hiriéndolo y este, al recibir
los disparos, dijo al amigo «me dieron» y con inusitada
fortaleza se dirigió al hospital de Los Magallanes, entregó
su cédula y murió.
«Yo no entiendo por qué el Ejército se ensañó de esta
manera, porque aquí siempre ha habido disturbios y agi-
tadores, y la Policía Metropolitana viene y toma los blo-
ques y los domina en una hora», protesta Trina Quevedo,
dirigente de AD y comadre de Carlos, «el buen vecino
303
ficción y realidad en el caracazo
que salía a comprar y regalaba a quien no tenía. Carlos,
el padre de un muchacho a quien tendrán que explicarle
ahora por qué lo mató un soldado. A él, reservista durante
cinco años en Panamá».
—Fue una muerte injusta, porque Carlos era bueno
y trabajador. Todos mis hijos me salieron buenos y Carlos
perseguía aquí a los malandros y drogómanos. La gente lo
quería…
Carmen García levanta su rostro. Confiesa haber atra-
vesado tres días interminables. No siente odio, «porque
aquí adentro no hay sino dolor». Y antes que su aparta-
mento se llene otra vez de lamentos se resigna en voz baja.
—Será que le llegó su hora…
DONALD, EL FRANCOTIRADOR
Son historias de humor y dolor las que se intercambian los
vecinos del 23 de Enero cada vez que van al abasto o se
montan en el ascensor. Resumen desde la planta baja al piso
trece la vida de la señora Luisa que le agujerearon el aparta-
mento a balazos y salió ilesa. Solo que una vez que regresó la
calma murió de un infarto. O el caso del poeta del 35 quien,
a la pregunta de un soldado, «qué llevas allí», abrió el morral
y dijo «mi única arma: un libro de poesía» y recibió un tiro
en el pie. O este relato, narrado aún con horror por la señora
Hernández, cuyas consecuencias pudieron ser peores:
«Yo estaba reposando en mi hamaca, cuando empezó
la plomazón del martes 28. Los tiros venían de una tan-
queta, y a los primeros disparos me lancé al suelo, agarré
a mis seis muchachos y gateando nos fuimos al aparta-
mento del vecino, luego de pasar varias horas en el baño»,
304
earle herrera
refiere esta vecina del bloque 25, cuyo apartamento está
literalmente inservible desde aquel aguacero de balas.
—Disparaban con intervalos de veinte minutos, du-
rante media hora. Dos horas más tarde venía la andanada
de disparos. Mira ahora cómo quedó la hamaca, destro-
zada de tantos disparos, al igual que las paredes, televisor,
radio, lámparas…
Prosigue la señora Hernández narrando su aventura.
Advierte que después debieron pasar en el baño casi dos
días. Cocinaban, comían, dormían allí, hasta que, en un
descanso, se fueron a casa de unos familiares.
—Ese martes nos fuimos para la casa de los vecinos
de enfrente, cuyo apartamento está resguardado. Los mili-
tares subieron y con tanta saña entraron disparando, que lo-
graron que una piñata con la figura del Pato Donald cayera
desangrándose de caramelos y jugueticos. Confundieron
al pato con un francotirador.
—Entonces se molestaron, y volvieron a mostrarme la
lista amenazándome y señalando hacia la ambulancia que
estaba abajo, diciéndome «¿Estás viendo eso, vieja?, allí
vamos a meter muertos… puros muertos, si nos ayudas».
De toda esta balacera, Noraima Hernández, su hija,
resultó herida y convalece en casa de unos familiares en La
Quebradita. La señora Hernández, más tranquila ahora,
mira con preocupación los caramelos, aún esparcidos en el
cuarto. Por fortuna, no se hizo la fiesta.
DEL ZULIA A LA MUERTE
No han sido escasas las muertes registradas en el 23 de
Enero luego de la ola de saqueos y posterior dominio militar
305
ficción y realidad en el caracazo
que ocupó los grandes titulares de la prensa nacional e in-
ternacional. Pero, si de algo ayuda vivir en este «Beirut tro-
pical» es que uno aprende a conversar con la muerte, como
afirma Cándida, una mulata del barrio que igual condena a
los francotiradores como a los efectivos que disparan indis-
criminadamente «Que Dios me diera un poder, mija, para
convertirlos en sal, a tantos locos sueltos y gatillos alegres».
«En este país te etiquetan según el sitio donde vivas»,
expone Aquiles Frías mientras una joven hermosa, blanco
de los piropos a la salida del ascensor, nos aconseja. «Mira
amiga, no pongas nada bueno de este infierno. Aquí lo
que hay es vagos con V mayúscula e intermitente… puros
malandros que lo único que hacen es molestar a los demás»,
mientras un adolescente, altísimo, refuta: «Aquí vive gente
trabajadora, profesionales, médicos, profesores, artistas…
y hasta un mayor que trabaja en Miradores y a él también
le agujerearon la casa».
—Chama, esto es un cría fama y acuéstate a ver la
televisión. Mira lo que pasó con Alirio, que lo mataron
malamente…
Ciertamente, la muerte de Alirio José Núñez Cañi-
zales, más inesperada que las otras, debería llamar la aten-
ción. Veinte años. Se vino del Zulia a Caracas en busca de
trabajo, luego cuando salía de la estación del Metro Agua
Salud, una bala acabó con las ilusiones de quien se ciñó
a triunfar en una ciudad que no tuvo tiempo de conocer.
«Cuando lo mataron, ya tenía cinco horas en el suelo.
No me dejaron llevarlo al hospital», refiere atribulado su
primo Sergio Cano.
—Era el mayor de siete hermanos y su madre todavía
está como loca, desconsolada. No hay razón…
306
earle herrera
«Extrañamente, nos dicen los dirigentes del Comité
de Desaparecidos, mucho nos ha ayudado en la locali-
zación de sitios y familias que sufrieron estos percances,
que una gran mayoría de estos muchachos cumplieron su
servicio militar».
«Una muerte injusta, más absurda aún, porque quienes
las perpetran son generalmente efectivos militares», nos
dice Consuelo, quien libreta en mano va a la caza de
muertos y heridos y desaparecidos en un vendaval llamado
27 de febrero y que, para muchos, no tuvo razón alguna
de ser. «Si antes hubieran sabido escuchar al pueblo que
ahora, insistentemente, quieren poner a reflexionar», re-
sume Consuelo Romero, mientras el resto de los vecinos
del 23 de Enero rompe el cerco de silencio que los man-
tuvo acobardados durante esas interminables noches de
truenos y muertes.
Hablan, comentan, denuncian y luego rompen a reír
como los niños. Porque reír es necesario para seguir viviendo.
307
YO, SAQUEADOR
fabricio ojeda
Testimonio
Ese lunes amanecí con tremendo dolor de cabeza y la vieja
andaba caliente conmigo, porque no había bajado a buscar
trabajo. «En la tarde voy», le dije, antes de meterme bajo
la regadera. Siguió refunfuñando mientras me vestía, ha-
blando que si de la crisis, la peladera y que si alguien quería
seguir viviendo en esa casa tenía que llevar real o comida.
Mi hermanita se fue pa’l liceo y dejó el radio prendido
a todo volumen. Entre ese chillón y la vieja, la cabeza
se me iba a reventar. Salí a dar una vuelta por el barrio
y caminé hacia la bodega.
El domingo lo había pasado en la playa con la jeva y
una bombona de anís. De ahí el dolor de cabeza y también
la escasez de dinero. Me conseguí al Chúo y al Chusmita
y nos pusimos a cotorrear. En eso pasó un pana que no sé
cómo se llama y nos dijo que en Guarenas había peo y que
estaban quemando cauchos.
—Lo dijeron por la radio —dijo—, y entonces me di
cuenta de que con el alboroto de la vieja y el dolor de coco,
no había escuchado la noticia.
309
ficción y realidad en el caracazo
El día parecía tranquilo. Estaba haciendo calor y ya me
daba flojera bajar a buscar chamba. Una vecina me prestó
el periódico y me puse a marcar las ofertas que me inte-
resaban. Quería algo como mensajero o chofer. Si todavía
tuviera la moto, no estaría pelando. Pero cogí suelo y la
perdí… bueno, la vendí regalada. Yo había hablado con
Magdalena y ella me prometió que iba a preguntarle a un
primo suyo que trabajaba en una línea de autobuses de
esos que viajan al interior, para ver si había un chance. Ese
era el trabajo que a mí me gustaba, porque lo mío es andar
en movimiento y no achantao en un solo sitio.
Pensaba en eso cuando pasó Fidelina con su chamo
para arriba. Me dijo que venía del Nuevo Circo y que allá
se iba a formar un zaperoco, porque la gente se atravesó en
la avenida Bolívar y no dejaba pasar los carros.
—Yo iba pa’ Guarenas, a visitar a una prima, pero los
choferes están cobrando lo que les da la gana y los pasajeros
se molestaron y comenzaron a protestar. Como a mí no me
gustan los líos y menos cuando ando con muchachos, mejor
me vine y voy pa’ Guarenas mañana —me dijo la Fide y a
mí me entraron ganas de ver lo que estaba pasando.
Entonces le dije a Chusmita que bajáramos y no quiso.
Chúo también me dijo que no. Le pregunté a un señor que
venía subiendo y me contestó que todo eso estaba trancado
y que la gente se estaba alzando. Fue cuando pasaron los
tanques de la Guardia Nacional por la autopista y ahí se
me aguó el guarapo. «La vaina como que está arrecha»,
pensé y le pedí prestado el radio al portugués pa’ escuchar
las noticias.
310
earle herrera
De lo que más hablaban era de Guarenas. Dijeron que
había saqueos y hasta muertos y que la Guardia había to-
mado las calles. Del cerro se veía parte de la Bolívar, sola.
Ahí fue cuando unos chamos bajaron corriendo por las es-
caleras, porque se había prendido el peo en Parque Cen-
tral. Yo no me atreví a bajar porque escuché unos tiros
y preferí quedarme sentado, viendo todo desde arriba.
Como a las doce y media un poco de gente se atra-
vesó en la autopista, frente a los bloques del Jardín Bo-
tánico. Al rato llegó la policía echando plomo pa’l aire y
todo el mundo salió corriendo hacia Parque Central. De
este lado, en la vía hacia el este, no había nada y los carros
pasaban tranquilos.
En la otra vía que va hacia Caricuao se quedaron
unos policías y varios fiscales de tránsito, de esos motori-
zados, dejando que pasaran los carros y apurándolos con
los brazos. Más arriba, en la calle que viene de Parque
Central para agarrar rumbo al oeste y La Guaira, la gente
seguía atravesada y ponía barricadas de piedras y cauchos
prendidos. A un tipo se le ocurrió intentar pasar con un
camioncito de esos pequeños, tipo cava. Entonces la gente
lo rodeó y lo obligaron a abrir las puertas de atrás. Fue la
primera vez en mi vida que vi un saqueo.
En el sitio donde la policía cuidaba la autopista para que
no regresara el gentío se accidentó una buseta de pasajeros.
Se bajaron todos, justo frente a los manifestantes. Por la
311
ficción y realidad en el caracazo
pinta parecían turistas. Comenzaron a tomarse fotos con
los policías y de fondo, las barricadas regadas sobre la au-
topista. También tomaron fotos de la gente protestando.
Mientras tanto, el chofer y un fiscal estaban metidos de
cabeza en el motor, para ver si la bicha prendía.
Por la autopista, hacia el este, a cada rato pasaban pa-
trullas de la PM y carros de la Guardia, volando y con la
sirena puesta. En el barrio la gente bajaba y subía. Otros
se quedaron como yo, mirando desde arriba.
Hubo un momento cuando la turba comenzó a tirar
piedras para la autopista y los gringos tuvieron que me-
terse en el carro. Los policías cargaron sus escopetas, dis-
pararon al aire y la gente retrocedió. Al rato prendió la
camioneta y arrancaron cuando yo pensaba que a esos
turistas los iban a linchar.
Yo no sé de dónde salían, pero cada vez había más
gente en la calle. Del barrio bajaron bastantes. Yo creo
que nunca dejaron de bajar. Había mujeres, también
niños, revueltos con los hombres que cerraban la vía. Des-
pués de que se fue la buseta, los del tránsito y la policía se
quedaron. Eran como diez.
Entonces, como a las cuatro y media, la gente co-
menzó a caminar hacia ellos, con los brazos levantados y
las manos abiertas. Me pareció que saludaban como Carlos
Andrés y creo que hacían eso para que los tombos vieran
que no llevaban piedras. Y les salió bien, porque tomaron
otra vez la autopista sin que la policía echara un solo tiro.
Fue cuando nos comenzaron a llamar.
312
earle herrera
Los de abajo seguían insistiendo. Con señas, nos decían
que trancáramos el paso hacia la plaza Venezuela. Al prin-
cipio, la gente del cerro no hacía caso. Estaba como teme-
rosa. Pero luego vieron que de allá para acá ya no pasaban
carros y que los del otro lado empezaron a correr hacia el
distribuidor Jardín Botánico, comiéndose la flecha. Unos
iban despacio, otros desbocados y algunos en moto. Parece
que la policía había desviado el tránsito hacia la Bolívar
o el Teresa Carreño y por eso el otro lado de la autopista
se quedó solo. De todas formas, en el sitio de la toma se
quedó un montón de gente que nos gritaba para que ce-
rráramos la vía. Fue cuando varios del barrio se atrevieron
a bajar.
Primero tiraron un colchón viejo en la autopista y
los carros comenzaron a frenar. Después eso fue piedra
y palos, hasta que uno comenzó a prender cauchos que
otros echaban a rodar sobre la vía. Los carros frenaban
pero trataban de pasar, y uno de ellos se llevó por delante
un caucho prendido que soltó tremendo chispero. Entonces
los demás choferes empezaron a poner retroceso o a dar la
vuelta, mientras la gente del barrio tomaba la autopista. No
fue tan difícil y los del otro lado aplaudieron. El temor se
marchó y muchos decidieron bajar.
Los niños iban primero y detrás las mujeres, que corrían
hacia el Jardín Botánico solo para curiosear. Yo me quedé
arriba, todavía con algo de miedo. Lo que hacía era ver
313
ficción y realidad en el caracazo
y comentar. Hasta que pasó el primer muchacho con
un montón de «pepitos» y varias bolsas de pan para
perros calientes.
—¿Y eso de dónde lo sacaste, carajito? —le pregun-
taron unas mujeres— y él contestó que «de unos camiones
que abrieron allá abajo». Ahí se le quitó el miedo a todo el
mundo y hasta yo bajé corriendo cuando vi a ese montón
de gente subiendo toda clase de comida. Los chamos arras-
traban cajas de refrescos, de esos de dos litros. Traían pan,
espaguetis, chucherías, jugos y hasta pastillas de frenos.
Corrí duro, pero cuando llegué ya no quedaba nada, la
policía daba plan y los carros se estaban devolviendo. Me
metí las manos en el bolsillo y caminé como si nada. En-
tonces vi un poco de humo y un motorizado me dijo que
en la Bolívar le estaban metiendo candela a los autobuses.
Llegué hasta Parque Central por el Paseo Vargas y
vi los autobuses prendidos. Por el Nuevo Circo se escu-
chaban tiros y en la Lecuna todo el mundo corría. Me
conseguí a un poco de gente del barrio que estaba metida
en la vaina. En la calle todo era fácil y la gente se dedicaba
al saqueo. No volví a la casa hasta bien tarde en la noche,
cuando me acordé que en la mañana había amanecido con
dolor de cabeza.
Pensé que mi vieja se iba a contentar al ver lo que lle-
vaba; pero qué va, se puso peor y me formó un zaperoco:
—¡Eso sí que no! ¡Aquí no quiero ladrones! —gritó—
y me ordenó que sacara ese televisor de ahí, porque ella se
conformaba con el que tenía. «Ese», me dijo, «lo compró
tu papá con el sudor de su frente».
Pero después se calmó y con la comida no puso reparos.
Decía que Dios perdona al que roba por hambre, mientras
314
earle herrera
escondía los paquetes de pasta y las bolsas de harina pan.
Pero de todos modos, tuve que vender el televisor.
Pon que me llamo Jesús y que vivo en La Charneca. Eso
nada más, porque tú sabes cómo actuó el Gobierno, a punta
de plomo con los barrios. Quiero que digas que yo nunca,
jamás en mi vida, me había cogido algo que no fuera mío.
Quizás alguna travesura, cuando niño, pero después no. Lo
que pasó en ese momento es que el pueblo tenía una arre-
chera que tenía que expresar. Yo mismo estaba arrecho y vi
que quienes saqueaban eran hombres, mujeres y niños que
no eran ladrones. Era algo así como cuando alguien tira un
vaso contra el piso y se desahoga con eso. Y creo que todos
rompimos ese vaso… y hasta la vajilla entera.
No puedo dar la cara porque tú sabes, a uno, el que
agarra poco, se lo arrastran pa’ Los Flores. Si me hubiera
saqueado millones, andaría por ahí con mi cara bien lavada
y hasta me llamarían «doctor».
315
NOCHE DE TERROR
régulo párraga
Crónica
Como descomunales martillazos, decenas de proyectiles
de Fal y ametralladoras de alto poder estallaban contra las
paredes del edificio, a escasos metros del precario refugio
donde me encuentro.
Las unidades militares que están desde la noche ante-
rior, primera del toque de queda, en los alrededores de la
avenida Sucre y en las entradas a la estación Agua Salud
del Metro comienzan en este momento (9:00 p. m.) una
ofensiva general contra los numerosos francotiradores que
se han apostado en los bloques 22, 23 y 25. A lo lejos se es-
cucha un grupo de agitadores coreando consignas que re-
cuerdan los años sesenta: «El pueblo… unido… jamás será
vencido»… «Pueblo… escucha… únete a la lucha».
Las voces son acalladas por el paso de las bombas la-
crimógenas y granadas que disparan los soldados desde sus
posiciones de base para cubrir a sus compañeros de avan-
zada. «Zum… zuuuummm… pun… ratatata…».
DE LA SARTÉN AL FUEGO
En previsión a lo que ocurrió el martes, cuando tuve que
quedarme a dormir en el periódico por los problemas de
317
ficción y realidad en el caracazo
movilización provocados por el toque de queda, el miér-
coles apresuré el trabajo para poder estar temprano en el
23 de Enero, donde estoy hospedado.
Desde que entré a la estación de Capitolio del Metro,
pocos minutos antes de las cinco de la tarde, comencé
a considerar la posibilidad de regresar a El Nacional, en
virtud de los acontecimientos nada tranquilizadores que
escuché sobre la situación en el 23 de Enero.
Poco después se verían tristemente confirmados mis
temores.
Desde la llegada a Agua Salud me di cuenta de que
había dejado atrás la tensa pero tranquila Caracas y me había
adentrado, sin posibilidad de regreso, a un campo de batalla
feroz, aterradoramente real, con profusión de disparos que
«matan de verdad» y cadáveres tirados en pasillos, aceras
y estacionamientos.
Un funcionario de C. A. Metro condujo al grupo de
usuarios por una puerta de emergencia, advirtiéndonos
que nos mantuviéramos agachados y corriéramos porque
había francotiradores disparando desde los edificios del 23
de Enero (¡incluso desde donde yo vivo!) hacia la estación.
Al principio la orden se acató, pero al comenzar a sonar
los tiros el pánico se apoderó de todos y la masa de gente
se lanzó a la carrera en descampado. Una señora luchaba
por mantener controlado a un niño y sostener una bolsa
de víveres mientras corría. Tomé al niño en mis brazos y
atravesé velozmente la calle que sube a los edificios de la
urbanización mientras la mujer jadeaba tras de mí.
Ya parapeteado detrás de un kiosco de revistas, se abría
ante mí un panorama desolador: la única vía de acceso al
edificio era precisamente «la tierra de nadie» entre franco-
tiradores civiles y militares. Pasar por allí sería suicida. Por
318
earle herrera
otro lado, el toque de queda estaba a minutos de comenzar
y solo podría regresar al periódico caminando, lo que impli-
caba recorrer muchas cuadras de cerrada balacera.
Pregunté a varios compañeros de infortunio, tan
azarados como yo, sobre una ruta alterna para llegar al
edificio. La que me presentaron como más segura con-
templaba subir por una precaria caminería entre ranchos
destartalados hasta el fondo del sector y luego atravesar
toda el área de edificios. Precisamente el área tomada por
los francotiradores civiles.
CARRERA ENTRE BALAS
Hasta ese momento, puedo asegurarlo, nunca antes había
sentido verdaderamente el miedo. No temor lógico ante una
situación peligrosa. Ni desasosiego ante hechos que descon-
ciertan. miedo, con mayúsculas. Certeza plena de que la
vida pende de un hilo. Esa fue la primera vez que lo sentí.
Lamentablemente, pocas horas más tarde el miedo volvería
a apoderarse de mí, aun con más intensidad.
Una vez ubicada la ruta, solo me quedó echar a correr.
Lo hice con desesperación, sin sentir el mínimo cansancio
y mirando en todas direcciones, donde adivinaba el negro
cañón de un arma apuntándome a punto de disparar.
Buena parte del trayecto lo hice más o menos pro-
tegido por muros o arbustos, pero el último tramo (unos
cien metros aproximadamente) debía hacerlo a campo
abierto. Fue entonces cuando sentí las balas silbar casi en
mis oídos. A mi izquierda, en un estacionamiento cercano,
vi de reojo un cuerpo tendido. Luego me enteraría que era
319
ficción y realidad en el caracazo
el de una muchacha muerta en la mañana. Su cuerpo no
había podido ser rescatado debido a los francotiradores.
NOCHE DE TERROR EN EL 23 DE ENERO
Cuando por fin alcancé la planta baja del edificio, estaba
convencido de que mis azares habían terminado. El ruido
de los disparos no me impediría dormir en cálida cama
luego de un buen baño.
La realidad, lamentablemente, era muy diferente,
aterradora.
Cuando llegué al apartamento, en el piso catorce (úl-
timo), me encuentro que está cerrado y vacío. Eran las seis y
media, el toque de queda declarado y la balacera in crescendo.
Solo había una opción: quedarme allí, al final de la esca-
lera frente a la desesperante puerta cerrada del apartamento.
Hice acopio de toda la calma posible para prepararme
y enfrentar la noche de terror que me aguardaba, pero mis
exagerados cálculos se quedaron minimizados ante los
hechos de que fui testigo.
Con la certeza de que en cualquier momento subiría
por esa escalera un civil o un militar que, dadas las cir-
cunstancias, y hasta justificadamente, dispararía sobre mí
sin hacer preguntas, permanecí allí por espacio de doce
horas. Las más largas y angustiosas de mi vida.
UNA CRUENTA BATALLA
Son ahora las 9:30 p. m. La balacera es ensordecedora. En
la azotea, exactamente sobre mí, adivino un francotirador
320
earle herrera
con una ametralladora, mientras que otra similar y una
M-30 (antitanque) son disparadas sobre el bloque de en-
frente. Me pregunto de dónde sacaron estas armas y la gran
cantidad de municiones que están consumiendo.
Una ráfaga de balas de alto calibre que choca despia-
dadamente contra las paredes externas del edificio, pe-
netra al interior del apartamento que tengo a mi izquierda
y destroza cristales y artefactos con gran estruendo;
eso confirma mi suposición sobre el francotirador. Aun
cuando el fragor de la lucha amaina por momentos, es evi-
dente que los soldados hacen esfuerzos por tomar la zona
y eliminar, o por lo menos desplazar a los francotiradores.
Hace rato que no se escuchan las consignas llamando a la
insurrección popular.
Aterrorizado, pero presa de la curiosidad profesional
(y morbosa, lo admito), salgo un par de veces de mi re-
fugio para observar el panorama, pero solo alcanzo a ver
los repetidos fogonazos de las armas.
Por dos veces, los militares recrudecen su ataque y en
sendas ocasiones el bando contrario mantiene con firmeza
sus posiciones. A lo lejos, varios pisos abajo, se escucha el
llanto de un niño.
La tercera embestida, cerca de la medianoche, parece
ser la definitiva. El número de disparos llega a una cifra
indescriptible, zumban las bombas lacrimógenas y gra-
nadas en el aire. Una ambulancia, con increíble audacia,
es llevada hasta detrás del edificio del frente y sale de
inmediato, cubierta por una lluvia de balas.
Los disparos desde los bloques se hacen menos conti-
nuos. Es evidente que comienzan a escasear las municiones.
321
ficción y realidad en el caracazo
Por el lado de los militares también parece que se eco-
nomizan proyectiles, disparando a objetivos concretos con
ráfagas cortas.
El frío de la madrugada, o más probablemente el
miedo, hace temblar mi cuerpo de tal manera que apenas
puedo sostener lápiz y libreta mientras escribo.
A las cuatro de la mañana solo se escuchan esporádicos
disparos, lo que indica que lo peor de la batalla ha pasado
y la cercanía del día anuncia el fin de las hostilidades.
UN NUEVO DÍA
6:30 a. m., jueves 2. Salgo hacia El Nacional completa-
mente extenuado. Alguien comenta cerca de mí, en el as-
censor, que fueron tres los muertos durante la noche y que
antes, en el día, varios apartamentos fueron saqueados
(ello explica la ausencia de gente en el mío). Yo solo pienso
que afortunadamente sigo vivo, la ciudad muestra aún su
aspecto de campo de batalla. ¡Qué peo!, me digo, mientras
tomo el Metro hacia Capitolio.
322
Crónicas de la desesperación urbana
CALMA TENSA
armando josé sequera
Crónica
Entre las frases puestas de moda desde que a finales de
febrero pasado, los venezolanos rescindimos definitiva-
mente el contrato que nos presentaba ante el mundo y en
la comedia existencial como nuevos ricos, varias frases han
colmado nuestros labios: esto todavía está a precio viejo, me
lo llevo es una de ellas y es, por supuesto, el resabio del ‘ta
barato, dame dos que nos hizo famosos en todo el orbe.
¿Qué andas saqueando? sustituyó al ¿qué andas haciendo? de
antaño; aquí estamos, vivos al menos, o aquí, sobreviviendo
se conviertieron en las respuestas habituales al ¿qué tal,
cómo te fue? que, a su vez, se instauró en lugar del presente
¿qué tal, cómo te va? La descripción del ambiente cara-
queño como una calma tensa termina de mostrar nuestro
recientemente adquirido y, por lo tanto, aún desconcer-
tante (¿postconcertante?) vocabulario de náufragos.
Se habla de calma tensa porque en las últimas se-
manas y, sobre todo, después de la suspensión de garantías
ciudadanas, la máscara del mal humor o apatía que recu-
bría los rostros caraqueños de lunes a viernes y en horario
de oficina, ha mutado en una máscara donde el miedo y
la desconfianza se han hospedado. Si antes imperaba la
323
ficción y realidad en el caracazo
agresividad, pero era posible observar unos pocos hom-
bros relajados y una que otra mirada pacífica en la calle,
desde el 27 de febrero todo el mundo anda a la espera de
que ocurra otra vez un imprevisto y se tiene la misma sen-
sación de forma parte de un rebaño de herbívoros, inquietos
por la proximidad de los felinos. Antes, una pequeña ex-
plosión, el grito de una alarma de automóvil o de local co-
mercial rompía el bullicio cotidiano y todos seguían como
si nada, asumiendo la actitud eso no es conmigo. Ahora, un
frenazo, un ruido medio inclasificable o un epa, vale de
sesenta decibeles para arriba suscita prisas, ojos saltones,
carreras y hasta pechos a tierra.
En poco menos de un mes, los habitantes de Caracas
desarrollamos una psicosis de guerra, un segundo sistema
nervioso que como una especie de ropa íntima, recubre
nuestra piel. Desde que ocurrió lo que ocurrió, esto es,
cayó sobre la capital la bomba «solo mata espíritus», no
ha habido normalidad en ella y tal situación se ha ma-
nifestado en que casi no se han realizado bonches —los
que cumplimos años en estas fechas nos hemos confor-
mado con tortas semiclandestinas—, se ha amortiguado
la echonería metropolitana y, en su lugar, se ha establecido
un como estado de emergencia en el que casi nadie quiere
salir de noche, reunirse con las amistades o siquiera poner
el equipo de sonido a todo volumen. Es como si el virus
del sida hubiera decretado un toque de queda informal.
Alguien me comentó hace dos noches que esa atmós-
fera no es otra cosa sino el fruto de la concertación, lógica
después de los conciertos de plomo que oímos en el inmenso
Teresa Carreño que fue nuestra ciudad y, pensándolo bien,
como que hay que darle la razón.
324
Crónicas de la desesperación urbana
FIN DE MUNDO
josé ignacio cabrujas
Crónica
No fue el asalto al Palacio de Invierno. Nadie cantó la
Internacional, ni las imágenes nos mostraron esa horda
famélica, en trance de gritar quién sabe si ¡Pan! ¡Pan!,
o Justicia!, o ¡Muera la tiranía! Conservo siempre en la
memoria de mis sonrojos, una de las peores películas que
he visto en mi vida. Me refiero a Queimada, aquel engendro
de Pontecorvo donde a la mitad, el pueblo de Cartagena
representado por unos negrazos y unas viejas de pañoleta
gritaban: ¡Bread! ¡Bread!, tal como les gusta imaginar a los
comunistas italianos una insurrección tercermundista, dis-
tribuida por Warner Brothers. ¡Dénles su Holsum!, gritó
en las cercanías un saboteador de solemnidades y todo en
el cine fue familia.
Casi nunca las masas claman. Si acaso repiten las pa-
labras de algún abanderado, siempre y cuando se trate
de alguna proposición rítmica, como la del pueblo unido
jamás será vencido, tan de mala suerte y peor augurio
como cantar «Bella Ciao». Pero en este caso, los gritos
que alcancé a oír a través de la fina sensibilidad de los
micrófonos eran consignas aisladas, sumamente pragmá-
ticas, como por ejemplo, ¡En esa zapatería se acabaron los
325
ficción y realidad en el caracazo
41! ¡Más arribita hay de 21 pulgadas! ¡Allí no vale la pena
porque es todo nacional! En el fondo lo que hemos venido
oyendo en estos últimos quince años, solo que más alto y
más de prisa. Pero el estupor estuvo en esas primeras vein-
ticuatro horas. Nunca, que yo recuerde, en toda mi vida,
me he sentido tan real, tan habitante de una ciudad real,
tan alejado de ese país que siempre hemos debido ser y que
avanza paralelo al país que con franqueza somos. Creo
que allí está la explicación de eso que se ha convenido en
denominar una ausencia de liderazgo, en los sucesos que
describe este libro, ese no encontrar un político ni para
un remedio, precisamente el día donde eran oportunos,
donde podíamos entendernos por primera vez en muchos
años. No es cierto que el 27 de febrero es el comienzo de
un nuevo país. Muy por el contrario, creo que es una de las
escasísimas veces donde los venezolanos nos hemos atre-
vido a ser como somos y sería demasiado pedirle a un di-
rigente político ese lenguaje que reclamaba la hora y el
momento en una ciudad decidida al saqueo.
Simplemente, no estaban. En realidad, no había nadie
que encarnara un cierto espíritu consejero, nadie que di-
jera qué feo te ves, compatriota, con ese cuarto de res en
la espalda, como un colgajo vergonzante. Solo faltaba una
decidida mirada a la cámara y decir limpiamente: ¡estoy
robándome estos cincuenta kilos de carne! ¿Y qué me vas
a decir, bolsa?
Fue el sueño de una noche de verano, tal como esa
tradición europea del solsticio, es decir, la noche de las
apetencias, donde se suspende el buen juicio social y por
una cuantas horas los suecos se atreven a embochincharse,
si ha de creerle uno al amargado de Strindberg.
326
earle herrera
Justamente, dicen que el teatro nació de ese verano,
cuando las uvas estaban maduras y era tiempo de cosecha.
Entonces, unos cuantos siglos antes de Cristo, alguien se
disfrazaba de cabra y mostraba orondo los engreídos geni-
tales, como retando al asombro, como reclamando, ¿Y qué
me vas a decir, bolsa?
Después de todo, se trata de una parodia. El común
imitando los desmanes del poderoso.
Leporello, tratando de parecerse a Don Juan. El 27
de febrero es en el fondo un estallido de malcriadez, una
rabieta irresistible, como esas que embargan a los chicos
melenudos cuando el padre no satisface la petición. Pérez
ascendió al poder en la cuerda floja de las buenas noticias.
Si uno examina su campaña, encuentra que si bien el can-
didato en ningún momento propone un futuro como el
final de El mago de Oz, se hace lo que los venezolanos so-
lemos llamar «el pendejo» y acude a mostrar con reiterado
entusiasmo que durante su primer gobierno había pleno
empleo y maravillas como el Plan de Becas Gran Mariscal
de Ayacucho en unos testimoniales de esos que dicen: Yo
antes de Pérez no era nadie, pero resulta que durante su
gobierno, conseguí un préstamo y puse allí esa fabriquita
y miren qué bien me fue.
Era de nuevo el Mago, repitiendo su campaña. ¿Y
qué espera uno de un mago, sino un buen truco para cu-
brir el espectáculo? Herrera y Lusinchi, sus sucesores, no
fueron capaces de exhibirse ante el país con el pumpá y la
varita. Pérez es un presidente show. Sus continuadores ca-
recen de misterio. Por eso pasarían a la historia con fama
de haber protagonizado gobiernos corruptos a secas. Al
concluir el gobierno de Lusinchi, el Banco Central de Ve-
nezuela tiene apenas doscientos millones de dólares, justo
327
ficción y realidad en el caracazo
unos días antes de que el Gran Mago debutara en la re-
prisse de su nuevo espectáculo. En estos días he fantaseado
una escena, apócrifa, desde luego, donde Pérez se entera
por boca de Miguel Rodríguez y el doctor Tinoco, que
en el Banco Central hay doscientos millones de dólares,
como si del país se acabara de ir Somoza.
—Presidente Pérez, hay doscientos millones de dólares
(eso lo tuvo que haber dicho Tinoco.)
—¿Cómo que hay doscientos millones de dólares,
Tinoco?
—Eso, presidente. Hay doscientos millones de dólares.
—¿Para comprar clips, Tinoco?
—No, no, en general, presidente…
—Me imagino que se refiere usted a la caja chica,
doctor Tinoco.
—No, no, presidente. Me refiero a la caja general. Me
refiero a que eso es lo que tenemos. Que no hay más nada.
—Pero Jaime… no… no me dijo nada… ¡Figueredo,
llámame a Jaime!
—Jaime esta en Miami, señor presidente.
Fue allí cuando Miguel Rodríguez tuvo que haber in-
tervenido con estas palabras:
—¿Por qué no hablamos un poquito del FMI, señor
presidente?
Desde luego, había que dar la noticia. Algunas per-
sonas han dicho en la prensa que estos hechos sucedieron
por una falta de política comunicacional del Gobierno.
Como aquellas criadas de los tiempos coloniales que asu-
mían las conductas digestivas de sus patrones, cada vez que
el Poder Ejecutivo en Venezuela incurre en un dislate, los
organismos de comunicación asumen la responsabilidad
de haber informado mal.
328
earle herrera
Pero era como pedirle al Gran Houdini, que días antes
del debut de un nuevo espectáculo hubiese declarado
a la prensa:
—Este show que vamos a hacer es de tipo sencillo, pero
malito, y ni se puede comparar con el que les hice hace diez
años. Aquello sí fue show… esto, ni a obertura llega.
El país, sin embargo, contempló con cierto asombro las
primeras hazañas del bambino de Rubio. El viaje a los Emi-
ratos Árabes, la entrevista con Bush, el alza de los precios
del petróleo a razón de dieciocho contundentes por barril,
la intempestiva visita del FMI y luego los catorce estadistas
en la solemnidad del Teresa Carreño, encabezados nada
menos que por el Chico Portentoso del Caribe. Aquello so-
naba a cohete, a magnificación; aquello dejaba en sombras
diez años de melancolía rutinaria y tisanita de escaso clima.
Aquí volvía Pérez y su costumbre. El telón iba a abrirse y
el Mago, al compás quién sabe si de la Octava Sinfonía de
Mahler con sus mil voces, iba a sacar del sombrero, no digo
un conejo, sino una granja completa, un milagro de liebres
saltarinas, de decretos espectaculares, como aquellos de la
pasada temporada donde los cuidadores de sanitarios y los
ascensores a juro nos convirtieron en un país digno de fi-
gurar en el anuario Guinnes con el slogan de ¡Visite Ve-
nezuela y jamás sentirá una sensación de soledad en un
ascensor ni mucho menos en un sanitario público!
Pienso que ese era el tipo de cosas que esperábamos de
nuestro Houdini, un hombre que siempre nos dio buenas
noticias y grandes alegrías.
Pero apenas se había disipado el festín iniciático, el
opening del gran espectáculo, cuando los redoblantes nos
anunciaban que el Mago estaba a punto de deslumbrarnos
con su primer truco, resulta que del sombrero no sale
329
ficción y realidad en el caracazo
nada… no hay liebre, no hay telas multicolores, no hay
cartas dispuestas a la destreza, no hay nada… El Mago
anuncia que el show ha sido cancelado y que hay un alza
en el precio de la gasolina, y que una barra de pan va a tri-
plicar su valor, como si tal cosa. Y para colmo lo anuncia
de ladito, un poquito avergonzado, como si Rockefeller
nos invitara a su casa y a mitad del convite nos dijera: «La-
mentablemente, se acabó el hielo». Por eso creo, en lo más
íntimo de mi experiencia, que esta poblada que saqueaba
tiendas y modestos mercaditos y buhoneros y vendedores
de electrodomésticos, es en el fondo un gran homenaje
citadino al presidente Pérez, un gesto de amor hacia el
mejor de nuestros ilusionistas en lo que va de siglo.
Como si todo el mundo le hubiese dicho: ¡Pérez! ¡No
hay problema! ¡Nosotros mismos nos cogemos la vaina
sin necesidad de que tú lo decretes…! ¿Pero cómo va a
comenzar un gobierno tuyo sin un buen saqueo, Pérez?
Entonces, ¿qué clase de gobierno va a ser este?
330
Crónicas de la desesperación urbana
TESTAMENTO DE JUDAS
jesús rosas marcano
Sátira (Crónica en verso)
Todas las penas del mundo
como las de este país
desde que Cristo padece
me las facturan a mí.
Todo fue por culpa mía
—de boca adeca lo oí—
que la Banca Acreedora
engañara a Jaime así
y para que «cayetano»
picara cabos de aquí,
o rebajarse en Miami
la barriga y el cuadril.
Que el beso, según Gonzalo
que diera el FMI
al Gocho y que era igualito
al que yo a Cristo le di.
Que la chispa de Guarenas
fui yo que allí la prendí
y todo sin una prueba
que a mí me apague el candil.
331
ficción y realidad en el caracazo
Por eso hoy antes que vengan
a convertirme en carbón,
desde el ala del sombrero
al ruedo del pantalón,
leeré mi testamento
de lo que atesoré yo.
Aquí dejo al pueblo hambroso
como reliquia de peón
la botija que Jaimito
sin un churupo dejó.
Como se halla raspadita
y sin contaminación
podrán darle en cualquier barrio
mejor utilización
como paila sancochera
con un hueso de cazón,
con toda el agua que quieran
y medio plátano hartón.
Y tendrán las tres comidas
a plato por cucharón
hasta cuando el pobre hueso
se convierta en aluvión.
A la gente de Recadi
que no tuvo la ocasión
de dar una rapiñada, por descuido,
332
earle herrera
del montón
de millones que la brisa
de las arcas disipó,
en lo que espabila un mono…
les dejo mi comisión.
A los ministros que CAP
mantiene en la producción
les dejo un saco de pita,
una cesta y un cajón
para que almacenen juntos
con toda la previsión
ese milagro del campo
que hizo el gobierno anterior.
Y a mi lupa de estampillas,
de doble aumento estelar,
con la que conté los reales
que me acordaron pagar
cuando yo negocié a Cristo,
aquí la dejo al fiscal,
Serpa Arcas que se encuentra
muchísimo en el mirar,
y por más que se ha empeñado
por estos lados buscar
a algún desaparecido
o algún torturado tal
—de los que salen en prensa
en muy clara cantidad—
no ha podido encontrar ni uno…
333
ficción y realidad en el caracazo
Serpa Arcas, el fiscal.
Y dejo los treinta fuertes
que nunca pude gastar
para que compre un pañuelo
el que me quiera llorar.
334
Todavía hay gente que sueña
LA VIDA EN LA VIOLENCIA
carlos noguera
Relato
A William Osuna
El cuerpo, debido sin duda al doble impulso provocado
por la huida y el impacto del proyectil, había trazado
una larga elipse desde el escalón alfombrado del vestí-
bulo hasta el límite de la vidriera destinada a los modelos
cocktail, ahora rota.
Vistas desde el estacionamiento, a la distancia, por
ejemplo, del policía de civil que había hecho el disparo,
las dos siluetas femeninas revelan la memoria de dos mu-
chachas besándose, reposando una sobre la otra, bajo la
luz irreal de la luneta de neón, pero basta avanzar hasta
la altura de la marquesina, donde aún el aviso de la bou-
tique despide haces rielantes entre el polvo y el humo de los
gases, como ahora lo hace el camarógrafo extranjero, para
corregir la imagen: desde abajo, es un maniquí desmem-
brado, con falda de lino negro y cota gris, quien sonríe
contra la boa de plástico que se ovilla en el piso. Sobre
él, los negros ojos ahora inmóviles, la muchacha desnuda
a medias, a medias cubierta por el largo traje de encajes
blanco, parece mirar de lado el objetivo de la cámara que
se aproxima.
335
ficción y realidad en el caracazo
Detrás de la línea móvil que los hombres armados
tienden hacia la entrada del Centro Comercial, el ca-
mino quebrado de cemento y barro trepa hacia el tanque
de agua que remata el cerro: televisores, envases de Ca-
membert, latas de leche, radiocasetes, paquetes de harina
precocida, envoltorios de atún, teclados y unidades de dis-
kette abandonados en la estampida, amurallan los bordes
y cortan el ascenso.
La multitud ha dejado de correr y ahora apedrea desde
arriba.
La cámara abandona el cuerpo exánime de la mu-
chacha, el seno descubierto por el vestido de encajes blanco
a medio calzar, y panea hacia la batalla que prosigue.
La secuencia, sin embargo, está tomada.
En verdad que, por la censura, ni Perucho, ni Griselda
ni ninguna de las muchachas del barrio la verán jamás
modelando en televisión, como ella misma les había ju-
rado que un día ocurriría; pero, en compensación, el sa-
télite y la parabólica la promoverían en Manhattan, en
Kings Road, en Via Venetto, donde nadie le negaría la ca-
lidad de la audiencia. Lástima que con la carrera y los dis-
paros no le hubiera alcanzado el tiempo para terminar de
meter el brazo en la manga derecha.
336
Todavía hay gente que sueña
LA VIDA EN LA VIOLENCIA
ángel gustavo infante
Relato
Perdigón entraba y salía mostrando, orgulloso, treinta y
seis agujeros entre la espalda y el cuello. Firo dice que el
portugués dijo «Si lu llevaron tudu». Al fin, desde hace
mucho, volvimos a probar el escocés y la carne de primera.
En la morgue de Bello Monte nos atendieron rápido.
De regreso, Marlene comprobó que el policía que es-
cribía con dos dedos había alterado tu edad. (Cuando te
despacharon quizás ya aparentabas los veinte). Lo de Per-
digón fue después, en la avenida Guzmán Blanco: le dio el
ataque y, cuando despertó, la dueña de la tienda venía hacia
él acompañada de un casco blanco. Antes de eso era Miguel
a secas. Le salieron alas en los pies. Oyó el alboroto, claro.
De repente apareció en su casa con ardor en la espalda
y las manos vacías. Todos lamentamos la falta de choco-
late. En su lugar nos bebimos una caja de Lambrusco que
Amable consiguió mal parada. Esta mañana me detuve
donde caíste. Hay como una sombra de tu talla. Disculpa
por acompañarte ayer solo hasta las seis: debía disfrutar mi
primer toque de queda. Lo hubieras oído: el tiroteo avan-
zaba desde El Valle. Le silbé a un soldadito que andaba
muy asustado y enseguida se cuadró para disparar pero,
337
ficción y realidad en el caracazo
como somos invisibles, se fue. Yo también estaba cansado
de bajar para representar esos papeluchos que nos asigna
Caracas. Quise bajar para quedarme y cargué con un es-
pejo que me devuelve, al menos, un rostro de yuppie. Tú
quedaste en el intento por obtener lo que te hubiera cos-
tado toda una vida de privaciones. El entierro estuvo de lo
más concurrido. Cada cinco minutos entraba un cortejo al
Cementerio General del Sur. Entre el desconsuelo de tus
hermanas, Luisito roció la urna con ron. Quedaste bajo
una ceiba vieja, en otro cerro.
338
Todavía hay gente que sueña
LA VIDA EN LA VIOLENCIA
marcos tarre briceño
Relato
El soldado Juan Alberto Calzadilla se recuesta en la reja
santamaría retorcida. Los correajes marcan los hombros
a través del uniforme camuflajeado. El casco constante-
mente se le baja sobre la frente. Los cinco kilos de Fal le
pesan en las manos. Sudor. Cansancio. Tensión. Miedo.
A su lado, su compañero y amigo Pedroza, trata de hacer
chistes. Seis meses juntos en el Centro de Adiestramiento
y Reemplazo. Y ahora esto… En pareja, los hombres del
Batallón de Infantería Bolívar cubren zonas de los Jar-
dines del Valle. En la Intercomunal, llena de escombros,
piedras, vidrios, basura y cauchos ardiendo, una tanqueta
V-300 rueda lentamente. Disparos. Una ráfaga. Calzadilla
y Pedroza se pegan de la pared. Hombro contra hombro.
Buscan con los ojos al subteniente Arismendi, pero no lo
ven. Están solos en una esquina. Del cerro se oyen gritos.
Una turba de hombres, mujeres y niños amenaza con bajar
desde el barrio. Muchachos encapuchados tiran piedras,
botellas y escombros. El sargento se acerca corriendo. Pasa
al lado de ellos. ¡Carguen! ¡Tiro y tiro! Sigue su carrera.
Calzadilla y Pedroza se miran. Al unísono jalan la pa-
lanca de montar de los Fal. Nervioso, Pedroza encasquilla
339
ficción y realidad en el caracazo
el arma. Una bala dorada 7.62 queda medio salida. El sol-
dado traquetea el arma. La bala cae al piso. El Fal, queda
listo. Calzadilla recoge la bala y se la pasa a su amigo. Le
tiemblan las manos. Sudor. Cansancio. Tensión. Miedo.
En el cerro la muchedumbre baja gritando, riéndose, bai-
lando, insultando. Calzadilla, estoy chorreado. Yo también.
Qué buena vaina… ¿Qué hacemos? Nada, lo mismo, con-
tenerlos, yo qué sé… Esperar órdenes. Qué buena vaina…
Tiros de escopeta. Lanzadores de lacrimógenas. La mu-
chedumbre corre de nuevo hacia arriba, hacia el cerro.
Más tiros. Unos metropolitanos disparan sus revólveres.
Los soldados, reclutas de 18, 19 y 20 años, del Batallón
de Infantería Bolívar, esperan órdenes. Sudor. Cansancio.
Tensión. Miedo. El soldado Juan Alberto Calzadilla voltea.
Pedroza no está a su lado. Está en el piso. El casco rodó.
El soldado Pedroza está desparramado en la acera sucia.
Su cara de muchacho moreno destrozada de un tiro que le
abrió el pómulo, le explotó el cráneo. El soldado Juan Al-
berto Calzadilla hace un esfuerzo para no gritar, para no
vomitar, para no llorar, para no tirarse al piso al lado de su
compañero. Con rabia pasa el selector del fusil de asalto
a automático. Corre dando traspiés hacia el centro de la
calle. Se lleva el Fal al hombro. Apunta a la confusa masa
de gente que viene bajando de nuevo el cerro. Aprieta el
gatillo con fuerza. En dos segundos vacía el cargador de 20
tiros. Sudor. Cansancio. Tensión. Miedo. Odio…
340
Todavía hay gente que sueña
LA VIDA EN LA VIOLENCIA
william osuna
Poema
Para tranquilizarnos un hombre que muerde su mano
Desconectado de su hora.
Para tranquilizarnos el diestro animal de la complicidad.
La cabra y el cabrón enredados en el árbol de la esperanza.
Un cielo de ave dócil de perforadas monedas.
Y qué de este ojo suspendido
Y qué de este lugar magro
Y qué de ese exilio levantando polvos de maromas
Nada Frente a un pan terrible
Un invierno y un mediodía pasando la llave del gas
Con su silbido sereno en el túnel del hastío.
Para tranquilizarnos un circo de asnos acróbatas y feroces
[caballos
El trapecio de una aldea que vota en su contra
Caligüeva sentimental o rosa putrefacta en el tiempo del
[cero inútil
Tarimas vacías sindicatos de mafias cantando la zona
Hacia el trono de Miraflores
Arca de alianza entre lustro y lustro magia de banqueros
341
ficción y realidad en el caracazo
Para tranquilizarnos bajo un sombrero de copa cuervos
[destartalados
Un puño de semáforos un hedor de vísceras recostados
En las esquinas
Humo de amnesia ciudades de sed y cólera babeando luces
[fatuas
como viejos bailarines
Alcantarillas de perico sopa de formol
Revólveres de opio jeringas del diario acontecer
País Paisito que buscamos no esta serpiente sumisa
Ni este lecho de asfalto
Lo que buscamos las agujas y el corazón de espinas
El manicomio del verbo sobre tu aposento de amor
Cuerpos y caras de los olvidados
Tuercas del robo Funestas rockolas
Islas Mares Muros de Caracas País País infiel
Sobre el bongó de la mañana acepta este pacto y no
[hablaré
Piedras de ti
Cólera de plaza firme
Nudo de candela donde tu luz anciana se incrusta
Para tranquilizarnos Para tranquilizarnos
Costra por costra venimos de afuera.
342
ENTREVISTAS A LOS AUTORES
Elizabeth Araujo, periodista:
EL CARACAZO NO TENÍA LEAD,
CUERPO NI COLA
En su oficina del vespertino El Mundo, donde ejerce la
coordinación de la sección política, nos sentamos a con-
versar con Elizabeth Araujo sobre su experiencia personal
y periodística durante el Caracazo. Licenciada en Comu-
nicación Social por la Universidad Central de Venezuela,
cursó estudios de posgrado en la Sorbona. Al regresar de
París, se incorporó al equipo de periodistas del diario El
Nacional. Allí la sorprendió la revuelta popular del 27 de
febrero de 1989. Las calles y avenidas de la ciudad en que
nació y creció, eran ahora un campo de batalla. Otra vez
las recorría pero, esta vez, con la libreta de reportera en
lugar del cuaderno escolar, el asombro donde estuvo la
sonrisa. Caracas era un incendio.
—¿Cómo recuerdas aquellos días?
—Yo caminaba en el diario El Nacional para ver los
desastres que estaban ocurriendo; quería descubrir la
noche antes de descubrir el día. Tú llegabas a los sitios y la
Guardia Nacional no te dejaba pasar. «El que quiera pasar
que suba por esa escalera», y yo me atrevía.
—¿Tenías en ese momento dimensión del peligro?
—No, yo no sabía que me podía morir. Cuando llegué
a mi casa a las doce de la noche concienticé la situación,
345
ficción y realidad en el caracazo
supe que podía morir y me puse a llorar. Yo tenía que de-
nunciar esa situación, denunciar que estaban matando a la
gente, mataban injustamente, y tenía que cubrirlo como
reportera. El guardia me decía: «si tú pasas, estás muerta».
—Cuando llegabas a tu trabajo tenías que re-
dactar. ¿Cómo lo hacías, en forma de crónica, reportaje
o entrevista?
—Era en forma de crónica, existían todos los ele-
mentos, se cruzaban. Había de todo. Contabas la realidad
y esta no tenía cuerpo ni cola, no existían esquemas. Te-
nías que buscar recursos en la literatura porque la realidad
te golpeaba fuertemente. Una vez, al redactar, recuerdo
que luego fui a El Valle y vi donde mataron al esposo de
una señora en un ranchito de cartón; lo único que había
allí era una mesita y yo llego y la señora maullaba, cómo
gritaba esa señora. ¿Cómo la entrevistaba? Lo que más re-
cuerdo es el llanto de la mujer, la desesperación, el dolor
y, en medio de eso, ella me cuenta, me narra todo. ¿Qué
haces tú ante tanta realidad? Son realidades muy fuertes,
cosas que tú no sabes qué hacer con la palabra y de repente
te viene Borges, Cortázar, Benedetti.
—En estos trabajos que seleccioné, hablas de Milan
Kundera; tratas allí sobre el miedo, las angustias de los
habitantes del 23 de Enero. ¿Cómo salió Kundera del
23 de Enero, un sitio tan peligroso, en ese momento
tan sórdido?
—Es fuerte. Recuerdo que una vez Gabriel García
Márquez citó Vietnam; él decía que admiraba al pueblo
vietnamita porque a pesar de su desgracia, tenía la ca-
pacidad aún de contar las cosas y eso también lo conse-
guimos en el camino de esta desgracia. Mataban al papá,
al hermano, pero el único dolor que yo vi fue el que te
346
earle herrera
comenté, el de la señora de El Valle, era parte de su des-
gracia. ¿Y cómo describir todo eso? Se podía hacer de
una manera muy simple: bueno, le mataron a su papá,
hay una realidad allí que tú tienes que saber describir.
—Esa forma descriptiva que Vargas Llosa llama
lenguaje plano. Pero insisto, ¿cómo saltan de repente
un Kundera, un Cortázar, un Borges, en medio de tanto
plomo, angustias, de tantas cosas?
—Yo creo que están en el subconsciente, llegan, saltan;
cuando se lee a todos estos escritores, cuando lees a Borges
(además Borges es orillero, arrabalero, escribe de los ba-
rrios, de todas esas cosas) ellos llegan solos. Una frase de
ellos te puede ayudar a decir lo que tú no puedes decir, eso
es cierto.
—Es decir, tú consigues todo aquel ambiente lleno
de muerte, de plomo, de sobrevivencia en el 23 de Enero
y de pronto, una frase de ellos, de Kundera, aquella que
dice: «si la risa es la forma, el dolor es su contenido», te
llega en medio de todo esto, de los niños riéndose, las
mujeres haciendo chistes, como una que dijo «todo aquí
es televisión y échate a dormir». Cosas que te dice la
gente en medio del dolor y te dejan perplejo.
—Sí, en medio de tanta muerte, de tanta violencia,
pero la gente todavía no ha perdido la capacidad de reírse,
de echar chistes, como es siempre el venezolano, a pesar de
nuestros dolores, de nuestras muertes; es entonces cuando
los escritores salen solos, uno no los busca, salen solos.
A lo mejor eso, la frase que cité, la leí en la semana.
—Y a lo mejor esa forma de ser del venezolano, un
antropólogo la explique de otra manera.
—Quizás. Seguramente, la risa para ellos tiene otro
contenido. Pero era la realidad, eso no lo podías ocultar,
347
ficción y realidad en el caracazo
una realidad muy fuerte. Te confieso que cuando terminaba
los textos, yo me ponía a llorar. Era fuerte, revivía nueva-
mente aquellos momentos de las entrevistas, del contacto.
—¿Qué sentías una vez que eso estaba plasmado en
el texto, te decías: «cumplí con mi responsabilidad»?
—Tú sabes que uno tiene un compromiso social, uno
tiene que denunciar; además de reportera, para mí como
persona eso no se podía quedar así.
—Pero para denunciarlo no era necesario recurrir
a metáforas, imágenes y poetas.
—Pero es que no puede ser de otra manera, uno recurre
a lo que tiene a la mano, en el caso mío, eh… ¡Cómo ex-
presar uno toda esa rabia, esa violencia, esa ira, esa realidad!
—Es muy probable. En Francia hiciste un posgrado
en literatura.
—No, lo hice en Comunicación. Duré cuatro años
en la Sorbona, aprendí muchos mecanismos de la lite
ratura, teníamos seminarios de pura literatura, era muy
sabroso todo eso. Ese aprendizaje inmediato de relacionar
un acontecimiento, un hecho noticioso, con la escritura o
la palabra, eso se le quedó a uno sin darse cuenta. Eso fue
de 1980 al 84. Finalizó el posgrado. Egresé de la Univer-
sidad Central de Venezuela en el año 1979. En abril del
80 me fui a París.
—De regreso, entraste a El Nacional en la sección
de Ciudad.
—No, hice Cultura, después pasé a Feriado y de allí,
a trabajar como reportera. Empecé a hacer reportajes.
—Estuviste vinculada al mundo literario…
—Siempre.
—Recorriste toda la ciudad como reportera y luego
la viste tomada, en guerra.
348
earle herrera
—Sí. Completamente.
—Eres caraqueña.
—Sí. Nací en La Pastora.
—Siempre hay en el periodista y escritor que es de
Caracas como una experiencia doble frente a los hechos
del 27 de febrero.
—Quizás hasta los magnificamos, los volvimos o los
vimos más grandes de lo que eran, estábamos inmersos.
Veías por todas partes infiltrados destruyendo tu ciudad;
es tu ciudad, es el amor que sientes por ella. Pero sentías
que no era solo la ciudad sino también la gente, era lo que
más te dolía, cónchale, la estaban matando. ¿Y tú qué estás
haciendo? Era lo que te preguntabas constantemente, qué
haces tú, te están matando a tu gente. Entonces al escribir te
salía una especie de denuncia, con los recursos que tú tienes.
—Cuando tú cubrías Caracas para la sección Ciudad,
ya era una ciudad violenta.
—Siempre, pero nunca como esa violencia del Sacudón.
Violencia de estallido. Había una anarquía completa. Sabías
que no había control de nada, en lo absoluto. Los policías
ponían a hacer cola a la gente para que saquearan, eso
lo veías tú. No había Gobierno, no había sensibilidad, no
había nada, era una anarquía completa. Entonces te de-
cías: «Todo está desapareciendo, dónde está tu gente, qué
está pasando».
—Después de todo eso que tú recogías, llegabas
a la redacción y tenías que recurrir a descripciones, diá-
logos, poner a la gente a contar sus cosas, apartarte tú
como periodista y dejarlos a ellos contar en primera
persona. Una vez que lo hacías, ¿te sentías satisfecha
cuando lograbas plasmar en tus escritos todo lo que
viste y oíste?
349
ficción y realidad en el caracazo
—No, uno nunca queda satisfecho, puesto que son
muchas las cosas que tienes que contar. «Tan bello Juan-
cito que se me acercó, me brindó un café y me contó su
historia». El espacio te lo impedía: eso en el espacio cuan-
titativo, pero también estaba el aspecto de cómo lo dijiste,
si habías logrado transmitir lo que querías. La cuestión era
cómo transmitirle ese sentimiento que había en la calle al
lector. Sería que había mucho dolor y nunca tuve tiempo
de decirme «lo logré». ¿Tú comprendes, verdad? Hubo
mucho dolor, ¿qué vas a lograr?
—Ahora, ya como periodista, ¿cómo explicas el
caso de narradores que la misma semana en que estaban
ocurriendo los hechos escribieron géneros literarios,
cuentos, poemas?
—Yo creo que podemos retomar lo que le dije ante-
riormente. Con esa realidad golpeada y golpeante había
que hacerlo con tus armas. El escritor, el poeta, las uti-
lizó en ese momento. Como periodista, están tus lecturas
y vienen a la mente frente a realidades absurdas, inacepta-
bles. Salen solas y te ayudan a expresar lo que el lenguaje
objetivo no te permite.
—En la distancia, ¿cómo ves o recuerdas aquellos
hechos, están cerradas las heridas?
—Yo no creo que se puedan cerrar las heridas, hubo
muchos muertos, no hubo justicia, hubo más víctimas de
lo que se dice. El Gobierno reconoce trescientos… dí-
game. Después dijeron que fueron tres mil. ¿Y dónde están
los culpables, quién puede pagar todo ese dolor? Nadie lo
pagó. Todavía siguen por ahí las denuncias.
350
Fabricio Ojeda, periodista:
EL CARACAZO NOS IMPUSO NARRAR
CON EL CORAZÓN EN LA MANO
Premio Nacional de Periodismo, Fabricio Ojeda es el re-
portero que ama la calle. Ha ejercido la docencia en la Es-
cuela de Comunicación Social de la Universidad Católica
Andrés Bello, pero lo suyo es andar aquí y allá en la bús-
queda de la justicia. El 27 de febrero quería conocer cómo
era un toque de queda en la vida real y el Caracazo lo com-
plació duramente. Esa experiencia la plasmó en crónicas,
entrevistas y reportajes, algunos de los cuales pasaron del
periódico al libro. Trabajaba en el diario El Nacional cuando
el estallido de la violencia popular y la cruenta respuesta de
la violencia oficial le impusieron la pauta y la forma de es-
cribir. Aprendió mucho en una cátedra que nadie desearía.
—El Caracazo fue también un fenómeno mediático,
¿crees que la TV y la radio influyeron en su propagación?
—Los primeros enfrentamientos del lunes 27 de fe-
brero comenzaron desde muy temprano en el terminal de
pasajeros de las ciudades satélites de Guarenas y Guatire,
pues los conductores que cubrían la ruta hacia Caracas
aumentaron unilateralmente el precio de los pasajes, ar
gumentando pérdidas por los nuevos precios de la gasolina
decretados por el recién estrenado gobierno de Carlos An-
drés Pérez y que entraban en vigencia ese día. El Ejecutivo
351
ficción y realidad en el caracazo
había informado a través de la prensa que el alza en las ta-
rifas del transporte no estaba autorizada basta que culmi-
naran las negociaciones y sus resultados salieran publicados
en Gaceta Oficial, pero los miles de madrugadores que uti-
lizan a diario el servicio para trasladarse a sus puestos de
trabajo se encontraron con la sorpresa y eso los enfureció.
Algo parecido, pero en menor escala, sucedía en el ter-
minal del Nuevo Circo, en Caracas, donde los reclamos
de los pocos usuarios que viajaban a Guarenas y Guatire
a esa hora no pasaron de escaramuzas verbales con los cho-
feres de los microbuses. Entretanto, la noticia de que en
Guarenas la situación era más violenta era difundida prin-
cipalmente por la radio, mediante informes telefónicos de
reporteros que residen en esa zona. A esa hora de la ma-
ñana, la televisión todavía no había irrumpido en la escena
y mucho menos la prensa escrita, pues era muy temprano.
Las primeras informaciones sobre el descontento fluyeron
por dos vías de comunicación: la radio y los propios tra-
bajadores que muy a su pesar cancelaban el incremento
del pasaje y subían a Caracas como todos los días. Quizás
esa fue la razón por la cual el primer foco de protesta que
surgió en la capital fue en los alrededores del Nuevo Circo,
precisamente cerca de los andenes donde paraban las uni-
dades provenientes de Guarenas. Allí trancaron la avenida
Bolívar con barricadas y cientos de personas se atravesaron
en la vía para protestar contra el aumento de los precios del
pasaje entre Caracas y Guarenas, ciudad esta última donde
la violencia se desbordó del terminal y tomó las calles a
media mañana para protagonizar los saqueos que iniciaron
la sangrienta jornada que todavía pesa en la conciencia de
los venezolanos. La noticia se regó como el agua sobre todo
el país a través de las emisoras radiofónicas y las primeras
352
earle herrera
imágenes grabadas por los reporteros que los canales de te-
levisión enviaron a Guarenas a registrar los acontecimientos.
Es lógico pensar que si una situación como la vivida
el 27-F de 1989 hubiese ocurrido hace 200 o 300 años, las
informaciones no hubieran llegado a Caracas y el resto
del país tan rápido y por esa razón no era posible una
«reacción en cadena» como la que estalló entonces. Por su-
puesto que las imágenes y noticias de radio y TV sirvieron
como catalizadores de una reacción colectiva que tuvo ra-
zones sociales más profundas acumuladas durante años,
pero no puede afirmarse que los medios indujeron a la
violencia intencionalmente, pues solo cumplieron con su
función de informar.
—¿Cómo resolvías o enfrentabas el conflicto entre
el ciudadano que vivía el Sacudón y el reportero?
—No fue un conflicto. El 27 de febrero me estaba
reincorporando de unas buenas vacaciones y tenía mu-
chas ganas de trabajar. En el camino hacia la Fiscalía me
topé con las barricadas que los procedentes de Guarenas
y Guatire habían atravesado en la avenida Bolívar. Pedí
un fotógrafo por teléfono y me dediqué a escribir en una
libreta todo que veía y oía. Eso fue lo que hice toda la
semana. Recorrer una ciudad que estaba «patas arriba»,
anotarlo todo y luego volcarlo directamente en las com-
putadoras de los editores (para aligerar el proceso de pro-
ducción, eliminando la redacción en máquina de escribir
y el correspondiente «tipeo»). Salía de El Nacional a la una
o dos de la madrugada. Todo ocurría tan rápido que creo
que no me dio tiempo para plantearme conflictos existen-
ciales en esos días. La reflexión reposada vino después,
cuando volvió la calma al país.
353
ficción y realidad en el caracazo
—¿Ese estallido popular te remitió a otros tiempos
de violencia en Venezuela, de generaciones anteriores;
incluso, de familiares tuyos?
—Aunque no fui testigo porque nací un año después,
rememoré imágenes del 23 de enero del 58. También re-
cordé lo que viví en el Barcelonazo, pues residía en Bar
celona y aunque era muy niño quedé muy impresionado
por lo que observé cuando mi tío Ramón Díaz, que era
jefe del aeropuerto, nos llevó a su esposa y a mí a reco-
rrer la ciudad porque temía dejarnos solos en la casa. Vi
muertos, hombres armados y desorden en las calles. Du-
rante la semana del 27-F se me repitieron en la mente esas
imágenes, aunque lo que estaba viviendo en ese momento
era más fuerte que cualquier recuerdo.
—¿Por qué te inclinaste por el monólogo para
escribir el trabajo titulado «Yo, saqueador»?
—Por dos razones. Una fue la gran cantidad de tes-
timonios que tenía registrados en varios casetes y la limi-
tación del espacio que nos habían otorgado los editores.
Cuando escuchaba aquello me daba dolor tener que edi-
tarlo o convertirlo en un diálogo pregunta-respuesta. Pensé
que el recurso me serviría para ganar centímetros en fun-
ción de los testimonios que había reunido. La otra razón
fundamental fue que el trabajo del cual hablamos fue es-
crito para publicarlo en ese libro, no para el diario, y eso
nos daba a los periodistas que lo hicimos mayor libertad
para jugar con el estilo literario.
—¿Quién es el personaje del monólogo, cómo diste
con él?
—Era un joven que conocía porque a veces limpiaba
parabrisas en la bomba que está frente a Parque Central.
Para la época yo vivía en uno de esos edificios y era asiduo
354
earle herrera
a esa estación de servicio. Le volví a ver cuando todo se
normalizó y le pregunté dónde se había metido en esos
días. Me empezó a contar emocionado que había «estado
en los saqueos». Fue cuando se me ocurrió la idea de en-
trevistarlo. La única forma de convencerlo fue prometién-
dole que no pondría su nombre ni le tomaríamos fotos,
aunque aceptó que utilizara una grabadora. El muchacho
residía en el barrio La Charneca, pero la entrevista la hi-
cimos en una casa de San Agustín del Sur, donde se reu-
nieron un grupo de amigos que aportaron muchos de los
testimonios allí escritos. Es decir, en realidad no fue un
monólogo sino el testimonio de varias personas llevado a
monólogo. Ahora me pregunto si hubiese sido más honesto
haber aclarado eso en el libro.
—Registras en el reportaje el caso de unos turistas
que se detienen a tomar fotos con las barricadas detrás.
El hecho resulta humorístico, cómico, en medio de la
tragedia que se vivía. ¿Se daba lo tragicómico con fre-
cuencia en el Caracazo?
—Dentro de lo cruel que resultó todo, sí. Yo fui tes-
tigo de varias de estas situaciones, como la de una mujer
gorda y voluminosa que en Antímano cargaba al hombro
una pierna de cochino y cuando vio que se acercaban unos
policías comenzó a gritarles «¡El pueblo tiene hambre!».
Uno de los agentes, chiquito y esmirriado, le respondió
«¿Hambre tú? Hambre estoy pasando yo que se me ven
las costillas», mientras le daba un planazo por las nalgas
y la dejaba huir corriendo con su pernil cerro arriba, ante
las risotadas de sus compañeros. O cuando una joven que
saqueaba una fábrica de pastas en la misma zona se topó
de frente con el colega Roberto Giusti y soltando la mer-
cancía le preguntó: «¿Señor, usted es el dueño?». Ante la
355
ficción y realidad en el caracazo
respuesta negativa del periodista la muchacha exclamó
aliviada: «Ah, entonces no hay problema», agarró los pa-
quetes de macarrones que había arrojado al piso y salió
corriendo hacia la calle.
—¿Qué pasó por esos días con el lead, cuerpo y
cola? ¿Los periodistas, al redactar, parecieron olvidar la
famosa pirámide invertida?
—En realidad, desde hacía tiempo en El Nacional no
estaban exigiendo estrictamente esa fórmula para los re-
portajes o crónicas. Eso en situaciones normales. En el
caso del Caracazo, que era una situación inusual, explo-
siva, donde todos andábamos corriendo, tampoco fue una
norma de hierro a acatar.
—¿Los jefes de redacción no te recordaban el manual
de estilo?
—En ningún momento hubo presiones ni dogmas de
ese tipo en la relación que, en mi caso personal, tuve con
mis jefes en esos días.
—La cruenta y compleja realidad del 27-F, ¿podía
ser expresada a través de las pautas y patrones del perio-
dismo objetivo, convencional?
—Creo que las mismas circunstancias del estallido
social hicieron que fuera el género narrativo-descriptivo
el que se impusiera a la hora de reseñar los hechos en la
prensa, pues mucha gente se quedó en sus casas y teníamos
la competencia de las imágenes televisivas.
—¿A qué crees que literatos se dieron a escribir
cuentos, poemas y novelas sobre un hecho de actualidad,
cuando ellos prefieren distanciarse para mirar los acon-
tecimientos en perspectiva? En este caso, escribieron
«al calor de los hechos». ¿Por qué?
356
earle herrera
—Lo sucedido esa semana del 89 fue tan trágico, trau-
mático, novedoso y violento que tocó por igual a todos los
estratos de la sociedad. Durante mucho tiempo fue el tema
de conversación de los venezolanos de todas las clases so-
ciales. Los intelectuales no podían escapar a ese trauma,
pues la naturaleza de los hechos obligaba a reflexionar oral-
mente o por escrito sobre tan nefastos acontecimientos.
—De igual modo, ¿por qué los periodistas se sal-
taron los esquemas del periodismo objetivo y buscaron
recursos expresivos en la literatura?
—En mayor o menor medida, los géneros literarios
siempre han estado imbricados con el trabajo del perio-
dismo escrito. Esta oportunidad no iba a ser la excepción,
más aún cuando la fuerza de lo acontecido demandaba que
esos hechos fueran narrados «con el corazón en la mano».
—Lo que escriben los periodistas, fenece al día si-
guiente. Sin embargo, muchos de tus trabajos, como
los de varios colegas tuyos sobre el Caracazo, se convir-
tieron en libros y, así, permanecieron en el tiempo. Na-
cieron como géneros periodísticos y hoy son bibliografía
para quienes investigan sobre aquellos días. ¿Por qué
saltaron al libro y trascendieron lo efímero noticioso?
—Fue una decisión de El Nacional recopilar en un
libro los reportajes y crónicas que ellos consideraron más
representativos de los sucesos de febrero del 89. La selec-
ción la hizo el equipo editorial designado para esa tarea.
Se trataba de dejar constancia de unos hechos que pasa-
rían a la historia de Venezuela. De allí nació el libro El
día que bajaron los cerros. El otro texto, titulado Cuando
la muerte tomó las calles no es una recopilación de trabajos
publicados, sino una serie de escritos encargados a varios
periodistas específicamente para ese libro.
357
ficción y realidad en el caracazo
—¿Cómo podía competir el reportero de los me-
dios impresos con los de radio y TV los audiovisuales,
que llevaban los acontecimientos en vivo y directo a un
público que, además, los estaba viviendo y sufriendo?
Un público que veía las noticias al tiempo que las pro-
tagonizaba. ¿Cómo competir, pues, con los medios
radioeléctricos?
—Precisamente, apelando al género narrativo-des-
criptivo para contar todo aquello que no podían decir
las cámaras y tratando de profundizar sobre las causas
y consecuencias de ese estallido.
—Volviendo al texto de «Yo, saqueador», el monólogo
fue reivindicado por Tom Wolfe y el nuevo periodismo
estadounidense. ¿Te influyó esa corriente periodística
o te dio recursos útiles en tu carrera periodística?
—Definitivamente sí. En esa época —como ahora—
muchos periodistas queríamos hacer cosas novedosas
y el nuevo periodismo daba pautas para romper con los
esquemas tradicionales sin afectar la «objetividad» ni la
esencia de la información.
—¿Por qué ese título y en primera persona?
—Fue un juego de palabras por aquello del «Yo, pe-
cador». Lo hice en primera persona porque se trataba de
un monólogo y quería dejarlo claro desde el principio.
—¿Por qué registras con fidelidad la jerga del barrio,
esa forma propia del habla del cerro?
—Porque los entrevistados eran del cerro y hablaban
así. Sin embargo, tuve que «traducir» muchas expresiones
y palabras que serían incompresibles para el lector medio y
traté de dejar solo las más comunes, las más fáciles de en-
tender. También pensé que «academizar» el testimonio le
restaría realismo, pues la gente de los sectores populares
358
earle herrera
—en especial los más jóvenes— no hablan como catedrá-
ticos universitarios o locutores de radio o televisión.
—¿De qué medios o recursos te valías para burlar el
toque de queda y luego, al redactar, para evadir la cen-
sura impuesta?
—Los periodistas destacados por cada medio para cu-
brir los sucesos recibimos salvoconductos por parte de las
Fuerzas Armadas. Sin embargo, aunque eran muy útiles,
no garantizaban la seguridad, pues los soldados y policías
estaban muy agresivos y nerviosos. Por eso los bautizamos
como los «salgo-con-susto». Por mi parte, cometí la impru-
dencia de averiguar cómo era un toque de queda en la vida
real, pues la medianoche del 28 decidí hacer el recorrido
desde El Nacional hasta Parque Central manejando mi
Fiat sin acompañantes, con los vidrios abiertos, la luz inte-
rior encendida y «a paso de morrocoy» como lo exigían las
normas impuestas por el Gobierno. En ese trayecto, los mi-
litares me detuvieron en cinco oportunidades, e incluso en
una de ellas un oficial de la Guardia Nacional me pidió la
«cola» hasta la plaza Miranda. Tuve que devolverme desde
la avenida San Martín y luego de dejar al oficial «comerme
una flecha» dos cuadras por la avenida Lecuna, protegido
por efectivos de la GN, que hicieron un cordón por órdenes
superiores. En cuanto a la redacción, debo confesar que en
mi caso particular nunca tuve problemas con la censura
y mis trabajos fueron publicados tal como los escribí.
—Finalmente, Fabricio, ¿qué te dejó aquella terrible
experiencia como ciudadano y venezolano, y qué como
periodista específicamente, como reportero que cubrió
unos sucesos de semejante envergadura?
—Como venezolano, la certeza de no desear que se re-
pitan sucesos como esos en Venezuela, de que la violencia
359
ficción y realidad en el caracazo
no es la mejor manera de solucionar nuestros problemas
económicos, políticos y sociales. La violencia y la irracio-
nalidad siempre dejan dolor, heridas y retroceso. Como pe-
riodista, la vivencia de haber estado allí, en ese momento
trágico pero histórico, con la enorme responsabilidad de
llevar a la opinión pública a través de mis escritos, y el con-
vencimiento de que la vida es tan frágil como la tranqui-
lidad social, cuando gran parte de la sociedad está edificada
a partir de engaños e injusticias.
360
Régulo Párraga, periodista:
REDACTABA LAS NOTAS COMO
SI ESCRIBIERA MI TESTAMENTO
Régulo Párraga ruega que Dios tenga en la gloria a Tom
Wolfe y su pandilla. Tal su deuda, reconocida, con el nuevo
periodismo. Pero cuando quedó atrapado, en plena efer-
vescencia del Caracazo, en unas escaleras del 23 de Enero,
entre el fuego cruzado de francotiradores y el Ejército, para
nada recordó las irreverencias del excéntrico periodista y es-
critor estadounidense. Allí pasó la noche y redactaba, según
confiesa, como si escribiera su testamento. Pensaba que
serían sus últimas notas de reportero impenitente.
Había egresado, en 1984, de la Escuela de Comunica-
ción Social de la Universidad del Zulia. Anduvo por mu-
chos diarios, revistas, oficinas de prensa gubernamentales
y privadas, hasta que aterrizó con su morral de reportero
en El Nacional. Allí coordinaba las páginas de provincia
cuando el estallido popular del 27 de febrero de 1989 lo
hizo protagonista de su propia noticia. Después del susto,
la figura de Tom Wolfe volvió a su mente y escribió en
primera persona su «Noche de terror en el 23 de Enero».
—Según un colega tuyo de El Nacional, el Caracazo
fue para la generación de ustedes el bautismo de fuego
como periodistas. ¿Comparte esa apreciación?
361
ficción y realidad en el caracazo
—Fue el «bautismo de fuego» para toda nuestra gene-
ración: periodistas, militares, políticos, médicos, juristas,
intelectuales, historiadores, vecinos. Todos vimos una Ve-
nezuela que nos pasaba desapercibida, pero que latía cada
vez con mayor fuerza. Todos vivimos una experiencia que
solo conocíamos por el relato de nuestros mayores o por
los noticieros internacionales. Nadie, ni nuestra genera-
ción ni las otras, estaba preparado para lo que ocurrió.
La anécdota de un excompañero de bachillerato, que me
asiló por un par de meses luego del Caracazo, es muy ilus-
trativa de lo que te digo. Su apartamento está en Bello
Monte, zona donde virtualmente no había ocurrido nada.
Allí llegué el viernes por la noche. El sábado, después de
desayunar, mi amigo, que es adicto al 5 y 6, me invitó
para que lo acompañara a sellar un cuadro de caballos. Le
dije que estaban suspendidas las garantías y que dudaba
mucho que hubiera siquiera establecimientos comerciales
abiertos, menos que el hipódromo La Rinconada estuviera
funcionando. Él no me creía e insistió. Bajamos hasta una
solitaria Sabana Grande ¡un sábado por la mañana… y en
quincena! El hombre al fin se dio cuenta de la gravedad
del asunto… aunque para disipar todas sus dudas visitó
tres o cuatro ventas de formularios hípicos. «Si el hipó-
dromo no funciona, el país esta grave», creo que pensó.
Todo estaba calmado en el área, pero de regreso pude
ver colas «clase-media-alta» frente a panaderías que aten-
dían como farmacias en fin de semana: por una ventanita o
por debajo de la santamaría semiabierta. Me llamó la aten-
ción ver mucha gente con bolsas de comida para perros. No
creo el rumor que circuló después, según el cual la com-
praban para tener algo que comer, pero sí me impresionó
la preocupación por las mascotas en esa difícil situación.
362
earle herrera
Como periodistas, en esa semana nos enfrentamos
a varias cosas que conocíamos solo en la teoría: especial-
mente el miedo físico a ser víctima de la noticia. Además,
experimentamos situaciones que muchos creímos utó-
picas. Tal es el caso de la casi ilimitada libertad de prensa
que se vivió los primeros dos días de la revuelta popular,
gracias a la tardía reacción del Gobierno.
—Tú vivías para la fecha en la parroquia 23 de
Enero, donde la violencia es cotidiana. ¿Agregaba algo
la revuelta popular a esa cotidianidad?
—Ya te referí al principio lo que observé el lunes por
la noche al llegar al 23 de Enero: malandros y saqueadores
compartiendo su botín con la comunidad. Estoy conven-
cido de que muchos de esos «azotes de barrio» se dedicaron
a procurar la seguridad de sus familias, amigos y vecinos.
La preocupación era total. Sin embargo, y como lo rese-
ñaron algunos colegas, también hubo lugar para apro
vechar el caos y resolver alguna «cuentecita pendiente».
Así pudo ocurrir con uno de los vigilantes del estaciona-
miento del edificio donde yo vivía, quien fue encontrado el
martes por la mañana muerto a puñaladas. Un soldado, un
francotirador o un «subversivo» en muy raras ocasiones, y
especialmente en las circunstancias imperantes, se valdría
de tal arma. También hubo reportes de personas asesi-
nadas o heridas por proyectiles de calibres diferentes a los
de armas militares.
—Regresabas a tu residencia la noche del 27 o 28
de febrero y la noticia de un campo de batalla salió a tu
encuentro; es más, te convertiste en parte de esa no-
ticia, acorralado como quedaste entre francotiradores
y el Ejército. ¿Qué significó esa experiencia, cómo la
recuerdas?
363
ficción y realidad en el caracazo
—Siempre que recuerdo esa noche me viene a la mente
la sentencia de un viejo colega: «Un periodista muerto no
informa». En nuestro ejercicio profesional es necesario, y
muchas veces obligatorio, tomar riesgos. Solo el periodista
que se arriesga consigue la mejor noticia. Este riesgo puede
ser laboral, pues una noticia muy conflictiva o no ser con-
descendiente con una fuente, pueden significar el despido.
Ya lo he vivido en carne propia. Puede también ser social
o gremial, cuando debes denunciar o enfrentar situaciones
irregulares creadas por amigos, personas respetadas en la
comunidad o miembros de tu propio gremio. Finalmente,
está el riesgo físico, tanto de tu propia persona como de tus
familiares y amigos más cercanos. Nadie está realmente
dispuesto a enfrentar este riesgo. Quizás sea menos difícil
si solo está involucrada la integridad física de uno mismo,
pero cuando otros corren el riesgo de pagar inocentemente
por nuestro trabajo, la situación es altamente conflictiva
desde el punto de vista moral ¿Es más importante mi tra-
bajo y su efecto social que la tranquilidad, e incluso la vida,
de mis hijos o mis padres? La respuesta, generalmente, la
da el ser humano y no el periodista. Esta experiencia, por
tanto, me enseñó que mi trabajo es muy valioso, pero que
mi vida y la de los míos es mucho más importante. Sin em-
bargo, como periodista, siempre estaré dispuesto a tomar
riesgos, pero ahora quizás un poco mejor calculados.
—Atrapado toda la noche entre el fuego cruzado,
¿cómo resolviste el conflicto entre el miedo y la vocación
profesional?
—En ese momento era simplemente una persona
atrapada en una situación difícil, de la cual temía seria-
mente no salir bien parado. Te parecerá una exageración,
pero comencé a hacer mis notas esa noche casi como si
364
earle herrera
redactara un testamento. Solo pensaba en que quizás no
volvería a ver a mis hijos, a mi esposa, a mis padres y her-
manos. Fue después, cuando había garabateado un par de
páginas de la libreta, cuando comencé, casi por reflejo,
a reseñar lo que pasaba en mi alrededor. Incluso, anoté en
la portada de la libreta mi nombre completo, profesión,
cédula de identidad y, destacada con letras más grandes y
remarcadas, la frase: «Favor entregar al jefe de redacción
del diario El Nacional». No es una exageración lo que te
digo. Temía realmente que en cualquier momento subiera
alguien por la escalera, «del Gobierno o de la revolución»,
que me dispararía primero y averiguaría después.
Si tomar aquellas notas y registrar mentalmente los
acontecimientos fue el imperio de la vocación sobre el
miedo, no lo sé. Solo puedo decirte que lo único que
realmente he hecho medianamente bien en la vida es
informar. Ah, por cierto, aún conservo la libreta.
—¿Qué pasaba, por aquellos días, con los esquemas
del periodismo convencional, objetivo? ¿Eran sufi-
cientes para expresar y comunicar lo que acontecía?
—Creo que la polémica de la objetividad en el perio-
dismo fue superada hace ya muchos años, aunque no falte
por allí algún recalcitrante. No hay nada menos objetivo,
en el sentido lato de la palabra, que el periodismo. De
hecho, en el mismo momento cuando decidimos hacernos
periodistas estamos tomando partido por una forma de
ver el mundo, quizás un poco romántica y altruista,
pero «comprometida». Somos, se nos dice en la escuela,
agentes del cambio social, con mayúsculas. En todo
caso, ¿existe realmente la objetividad en alguna actua-
ción del ser humano? ¿Objetividad y neutralidad son di-
ferentes, similares o la misma cosa? Pienso que uno puede
365
ficción y realidad en el caracazo
ser «neutral» sin ser fríamente objetivo. Es decir, darle la
oportunidad a todas las partes para que difundan sus ideas
y opiniones, presentar todas las aristas de la noticia para
que el receptor haga sus propios juicios, pero mantener
una opinión bien clara y sólida desde el punto de vista pro-
fesional y personal. En una situación como la de aquella
semana, todos estábamos siendo afectados y nadie podía
ser ni lejanamente «objetivo».
Por ser un trabajo «intelectual», los periodistas mu-
chas veces nos olvidamos de que nuestra labor es también
una labor «técnica», con metodologías y recursos técnicos.
El principal de ellos, obviamente, es la palabra: instru-
mento, recurso y medio fundamental para ejercer nuestro
trabajo. A más de ello, están los esquemas metodológicos,
con las 5WH a la cabeza, que fueron aumentadas hace ya
tiempo a 7, al incluirse el «por qué» y el «para qué». Todos
tenemos que aprender a caminar antes de correr… y a co-
rrer antes de volar. De allí que el aprendizaje y uso de
estos recursos es inexcusable. Pero ellos son solo instru-
mentos. El fenómeno de la noticia no tiene, virtualmente,
reglas inviolables, como tampoco tiene un tiempo y lugar
determinados para su ocurrencia. La única regla estricta
es transmitir el hecho con la mayor cantidad de sus im-
plicaciones y perspectivas posible para que sea captado en
su más amplia dimensión por el receptor. La forma como
esto se haga será apropiada o no, solo dependiendo de si se
consigue el objetivo de establecer la sintonía deseada entre
emisor y receptor. De allí que podríamos afirmar que «en
este juego se vale todo», siempre dentro de los límites de la
ética y el profesionalismo, claro está.
Valga un ejemplo para ilustrar esta posición: trabajando
en el diario La Columna de Maracaibo me correspondió
366
earle herrera
cubrirla masacre de la cárcel de Sabaneta1, cuando el
reclusorio fue incendiado y murieron cerca de 200 reos (las
cifras oficiales quedaron, como siempre, muy por debajo;
creo que en «apenas» 52). Nosotros logramos conseguir,
en exclusiva, todas las fotografías posibles del interior del
penal (a donde se prohibió el acceso a los periodistas). En-
tiéndase bien: teníamos todas las fotos de la tragedia, incluidas
las más terribles, como cuerpos calcinados hasta el hueso
o desmembrados a machetazos. Este material fue enviado
en adelanto con un chofer mientras recabábamos (el re-
portero gráfico, Américo Torres, y yo) la información com-
plementaria. Cuando llegamos al periódico, casi una hora
después, nos encontramos con una apasionada polémica:
«¿Qué fotografías debíamos publicar?». Recuerda que te
estoy hablando del diario católico de Maracaibo. El ala, di-
gamos, «conservadora» de la redacción presionaba para que
extremáramos la discreción en el uso de ese material grá-
fico, puesto que corríamos el riesgo de ser tildados de «sen-
sacionalistas» y «amarillistas». Entre tanto, los más osados,
los que pensaban que «lo verdaderamente importante es
vender periódicos», pedían abundancia de cadáveres carbo-
nizados y mutilados, primerísimos primeros planos de los
rostros de las víctimas ¡Sangre!, como se decía en el perio-
dismo de hace veinte años, el cual, dicho al margen, lamen-
tablemente vemos renacer con mayor fuerza en estos días,
especialmente en provincia.
Como responsable del caso, me pidieron mi opinión,
la cual felizmente prevaleció al final. Esta fue simple-
mente como el viejo dicho popular: «Ni calvo ni con dos
pelucas». Le dije a mis colegas que lo que había ocurrido
1
Diario La Columna, Maracaibo, lunes 3 de enero de 1994.
367
ficción y realidad en el caracazo
en la cárcel era dantesco… ¡y así teníamos que transmitír-
selo a nuestros lectores! De lo contrario, el hecho quedaría
sepultado por el silencio oficial y la sociedad no podría va-
lorar esta tragedia en su justo peso. Publicamos casi medio
periódico lleno de fotografías, pero te puedo asegurar que
en ninguna se abusó de las víctimas ni del dolor de sus fa-
miliares. Fue una muy difícil y laboriosa selección, pero allí
estaban los hechos en toda su crudeza. Los lectores po-
dían tener una idea suficientemente clara de lo que pasó y
de la desesperación y el dolor de aquellos desafortunados
reos. Eso es lo que yo entiendo por «objetividad» en el pe-
riodismo: tomar partido, porque eres humano y tienes,
además, un compromiso social, pero fundamentalmente
darle al lector todos los elementos para que haga sus propios
juicios y saque sus propias conclusiones.
En síntesis, y la historia del periodismo moderno así lo
ha demostrado, la «objetividad» aséptica no solamente es
insuficiente para comunicar la noticia, es definitivamente
contraria a esa comunicación. Obviamente, durante el Ca-
racazo no hubo lugar para esa «objetividad» cartesiana. Es
más, ella hubiera sido un grave obstáculo para transmitir
los acontecimientos en su verdadera magnitud.
—¿Dónde queda entonces el viejo aserto: «los hechos
son sagrados, la opinión es libre»?
—Es cierto que los «hechos son sagrados», pero esos
hechos no pueden deslastrarse ni mutilarse de sus conse-
cuencias e implicaciones. Analizar estas desde el punto de
vista periodístico no es opinar, es aplicar los recursos de la
interpretación, lo cual, por cierto, tiene muy poco de «obje-
tivo» si a ver vamos. El periodismo interpretativo es, por así
decirlo, la expresión máxima del compromiso y la «toma de
partido» del reportero. Por ello es uno de los géneros más
368
earle herrera
difíciles y apreciados. Por otra parte, la estructura formal
de la noticia: entrada, desarrollo y conclusión, es hoy solo
una guía para agilizar la redacción y cubrir los requisitos
básicos del periodismo estrictamente informativo. Aun así,
en el diarismo regular siempre está permitida, y debería
estimularse más, la creatividad. Como ya dijimos, «en esta
vaina no hay reglas sacrosantas», lo único importante es
«amarrar» al lector y que este capte la noticia. Los giros
idiomáticos, los recursos literarios, la alteración del orden
entrada-cuerpo-conclusión siempre serán válidos, solo se
debe tener la suficiente destreza redaccional para hacerlo
adecuadamente y de forma atractiva.
—Tu crónica, «Noche de terror», la escribiste en pri-
mera persona. ¿Crees que pudiste haberlo hecho colocán-
dote fuera de los hechos, en un estilo más impersonal,
como mandan los manuales?
—Esa no fue la primera vez, ni la última, que recurrí
a la narración en primera persona. Siempre me ha gustado
utilizar ese recurso y lo hago cada vez que las circunstan-
cias de la noticia me lo permiten. Más aún, en la crónica
es una fórmula muy utilizada. La ventaja que esto ofrece es
que el lector siente que el redactor está narrándole los he-
chos directamente, en confianza. Ello aporta un mayor
nivel de credibilidad a lo narrado y, por tanto, refuerza
su impacto e interés. El receptor siente que el hecho le es
dado a conocer de primera mano y el periodista se desdi-
buja en esa confianza para transformarse en una persona
que te refiere un hecho que ha presenciado. Si además de
ello, el periodista ha sido parte de la noticia (cosa que la-
mentablemente me ha tocado en más oportunidades de
las que hubiera querido), creo que la mejor forma de trans-
mitir el mensaje es en primera persona. En este sentido
369
ficción y realidad en el caracazo
me confieso (mea culpa) discípulo del hoy cuestionado
nuevo periodismo (Dios tenga en la Gloria a Tom Wolfe
y su pandilla), que preconiza la libertad total al momento
de escribir una noticia. Precisamente, Wolfe publicó una
crónica sobre lo que le ocurrió durante una manifestación
antibélica frente a la Casa Blanca. Él escribió en tercera
persona mencionándose a sí mismo como protagonista de
los hechos. Siempre he pensado que quizás habría logrado
un mayor impacto si escribe en primera persona, pero él
escogió ese recurso y lo manejó con su usual maestría.
En el caso particular de mi crónica, consideré que parte
de la noticia eran mis propias impresiones y sentimientos,
con los cuales seguramente se identificaría el lector, por
lo menos el de la convulsionada Caracas de aquellos mo-
mentos. Estoy convencido de que no tenía otra forma de
escribir esa crónica. De haberme colocado como narrador
impersonal, quizás pocos se habrían fijado en mi crónica
(si es que el periódico hubiera siquiera decidido publicarla).
—Muchos periodistas, tú entre ellos, recurrieron al
auxilio de la literatura a la hora de redactar y, a la inversa,
algunos literatos fungieron de periodistas en el trata-
miento de un acontecimiento inmediato, de actualidad.
¿Por qué crees que lo hicieron?
—Periodismo y literatura siempre han ido de la mano.
De hecho, casi todos los grandes periodistas han sido lite-
ratos (vuelvo a recordar a mis «grandes maestros» del nuevo
periodismo). Lamentablemente, y permíteme la acotación,
parece que hoy las escuelas de periodismo están graduando
más «ejecutivos» de la prensa que periodistas, con toda
aquella hermosa carga de bohemia y lirismo que estos te-
nían hasta hace solo algunos años. ¡A los periodistas de hoy
ni siquiera les gusta leer!
370
earle herrera
Por esto, me parece lo más natural apelar a los re-
cursos de la literatura para hacer periodismo. Así me lo hi-
cieron entender mis profesores en LUZ (Sergio Antillano,
Ignacio de la Cruz, María Teresa Lara, etcétera), quienes
siempre me recordaban que una noticia bien redactada y
bellamente escrita es doblemente buena. Bajo esta premisa
formé mi estilo redaccional, el cual yo defino como «redac-
ción cinematográfica», puesto que la idea es que el lector
«vea» los acontecimientos en mi narración. Para ello, ob-
viamente, es necesario utilizar todos los recursos que nos
pueda facilitar la literatura. Quienes escribimos sobre el
Caracazo de esta manera lo hicimos buscando ese efecto,
para tratar de lograr la mayor comprensión posible de lo
que estaba ocurriendo.
Los escritores, a su vez, recurrieron al periodismo (al
escribir sobre hechos literalmente en pleno desarrollo), aun
cuando su trabajo no fuera propiamente periodístico. Lo
hicieron porque, como todos nosotros, se sentían rebasados
por la realidad y necesitaban interpretarla de alguna ma-
nera y en ese preciso momento. Ya habría tiempo para el
análisis de fondo y en perspectiva.
—Si la gente estaba viendo los hechos por televi-
sión y además, los estaba viviendo y sufriendo, ¿cómo
podían competir los periodistas de los medios impresos
con los audiovisuales o radioeléctricos?
—Cuando salió al mercado la hoy omnipresente «caja
mágica», o «huésped alienante», como lo bautizó mi profe-
sora Marta Colomina durante sus ya olvidados tiempos de
«ñángara», se dijo que la televisión terminaría por acabar
con los periódicos, o por lo menos que los relegaría a un le-
jano segundo plano. Eso ni lejanamente ha ocurrido. Más
aún, los diarios y revistas se multiplican en nuestro país
371
ficción y realidad en el caracazo
como conejos y siempre hay un público expectante para
cada nueva publicación. La explicación de esto la han dado
profusamente los estudiosos de la comunicación: la prensa
escrita continúa teniendo la mayor credibilidad entre los
medios masivos de información. Los radioeléctricos (o au-
diovisuales) disfrutan de mayor inmediatez e impacto, pero
al momento de querernos enterar «a fondo» del asunto ape-
lamos al siempre seguro periódico, fundamentalmente los
diarios. De allí que no hay competencia verdadera: cada
medio, con sus ventajas y limitaciones, tiene su espacio ase-
gurado. Ahora bien, si admitimos que hay competencia,
a mi juicio los diarios siguen varios puntos a la delantera.
Por lo menos así lo indican unos estudios sobre el impacto
de los medios de comunicación en Latinoamérica reali-
zados hace uno o dos años. Es la «información de fondo»,
el suceso analizado más detenidamente y con mayor can-
tidad de datos, lo que le da ventaja, y mayor credibilidad,
a la prensa escrita. Si a ello le agregamos una buena carga
de recursos literarios (el cuento, la crónica, el monólogo y
el diálogo, la narración en primera persona), tenemos un
producto muy atractivo (y comerciable) que ofrecer.
—¿Qué enseñanza te dejó escribir en aquellas
circunstancias y con la espada de la censura encima?
—Escribir en aquellas circunstancia fue un severo
compromiso para los periodistas, puesto que estábamos
obligados a reseñarlo todo, interpretarlo todo, proyectarlo
todo en el tiempo, pero no podíamos hacer apología de la
violencia, por un lado, ni de pacatismo conservador, por el
otro. Es el escenario, in extremis, de lo que tenemos que
hacer todos los días. Allí comprobé que es posible hacerlo,
que yo podía hacerlo, y eso resulta muy satisfactorio para
quien se considera un buen periodista.
372
earle herrera
—¿Estaba la ficción en la realidad o la crearon los
periodistas con sus escritos?
—Siempre he dicho que la ficción es noventa por ciento
realidad y viceversa. Hay cosas increíbles, inconcebibles, que
nos sorprenden presentándosenos de una manera devasta-
doramente concreta o, por el contrario, cosas que creíamos
muy reales resultan falacias. No niego que algún colega, en
algún momento determinado, trastrueque la realidad por
conveniencia, pero en general los periodistas no creamos
ficción, no tenemos por qué hacerlo, ella está en la coti-
dianidad de nuestro trabajo. Pregúntale a los colegas espe
cializados en política o economía.
—El miedo, el terror, ¿nos vuelven literatos?, ¿nos
volvieron?, ¿o es que hacen estrechos los esquemas del
periodismo?
—Se es periodista o no. Se es literato o no. Pero tam-
bién se puede ser las dos cosas. De hecho, creo que todo
periodista de impresos que se precie de serlo es un escritor
en ciernes y, por supuesto, solo necesita de «un tiempito»
para escribir su gran novela. Más que el miedo, el terror, lo
que vuelve a veces literatos a los periodistas es la vocación
por la palabra y la necesidad de estar a la altura del hecho
noticioso que se transmite. Claro, siempre está aquello
de que «mi estilo es refinado» o «soy mejor redactor que
tú»… igualito a los escritores, ni más ni menos.
373
Armando José Sequera, periodista:
EL PERIODISMO BIEN HECHO
ES LITERATURA
Dieciocho años invirtió Armando José Sequera para re-
copilar historias y escribir su novela La comedia urbana,
con la que obtuvo el Premio Bienal Internacional Ma-
riano Picón Salas. Es la ciudad de Caracas, en cuerpo y
alma (física y espiritual, diría Aquiles Nazoa), contada,
descrita y dibujada por los caraqueños. La revuelta po-
pular del Caracazo, en anécdotas y testimonios, se metió
en algunas de las páginas de la novela. Como columnista
de El Diario de Caracas, también escribió sobre el estallido
social desde su condición de periodista. Comunicador so-
cial egresado de la Universidad Central de Venezuela y
narrador galardonado nacional e internacionalmente,
puede con propiedad hablar del Caracazo visto y plas-
mado desde la doble perspectiva periodística y literaria.
—¿Por qué crees que frente a la revuelta popular del
27 de febrero, los periodistas recurrieron para expresarse
a la literatura y, a la inversa, no pocos literatos se valieron
de técnicas periodísticas a la hora de hacer su trabajo?
—Yo creo que la del Caracazo fue una experiencia
que sobrepasó los límites, valga la redundancia, de nuestra
experiencia vital, creo que nadie se esperaba un hecho
como ese en su vida. Todos quedamos impactados, gente
375
ficción y realidad en el caracazo
de todas las edades: hubo un impacto muy fuerte porque
aquello que siempre se decía, de que «cuando baje la gente
de los cerros y tome la ciudad», había ocurrido, estaba ocu-
rriendo. Eso fue una situación que impactó mucho, sobre
todo el hecho de ver lo de los saqueos, como el que hubo
en San Bernardino, que no fue a un automercado, no fue
por algo de comida o de salud sino a un centro comercial,
a Supervolumen, un lugar en el que la gente saqueaba te-
levisores, equipos de sonido, etcétera. Siento que esas imá-
genes impactaron demasiado a la colectividad y la gente
se sintió sobrepasada en su capacidad nerviosa y percep-
tiva, de los acontecimientos y de las circunstancias. En-
tonces los propios periodistas y escritores que estábamos
viviendo esa situación, nos vimos inmersos y sobrepasados
en nuestra capacidad de asombro.
Los periodistas y los escritores nos sentimos saturados
por todo aquello, golpeados al máximo en nuestra sensibi-
lidad y los reporteros le dieron rienda suelta, como tú se-
ñalas, a una especie de vocación literaria que estaba por
allí sumergida, y dejaron salir al escritor reprimido que lle-
vaban dentro. Pero resulta ser que entonces los escritores lo
hicimos a la inversa, dejamos salir al periodista que llevá-
bamos reprimido. Hubo como una confluencia del presente
histórico, que vendría a ser representado por los escritores
que podemos escribir en un presente permanente, con el
presente de la actualidad y de la inmediatez del periodismo.
Y ya no era una noticia lejana, ya no era un hecho externo,
ajeno, ya no era «se murió un príncipe de yo no sé dónde, un
terremoto en China y murieron doscientos mil personas»;
eran cosas que estaban pasando demasiado cerca.
—Tú dices que hasta cierto punto el periodista dejó
salir, le dio rienda suelta al escritor latente que cada
376
earle herrera
quien lleva adentro, pero su responsabilidad de in-
formar podía cumplirla perfectamente, digamos, me-
diante la pirámide invertida, respondiendo las cinco
preguntas clásicas, con esos instrumentos él podía
cumplir su papel.
—El periodista fue golpeado en ese momento, en esos
primeros días, por lo menos los primeros diez días, en su
humanidad. Ya no pudo tomar distancia porque los he-
chos estaban involucrando a toda la colectividad donde él
vivía. Entonces no pudo hacer como el tipo —un perio-
dista— que veía a alguien ahogándose y él lo que estaba
era tomando fotos. Su propia familia, sus propios amigos,
la propia gente conocida y hasta él mismo estaban invo-
lucrados en la situación. Ya no puede tomar distancia. Se
destapó la sensibilidad. Ya no era el testigo que mira las
cosas, sino que participa de ellas.
—¿Por qué encontramos en muchos de los textos,
independientemente de que sean monólogos, testimo-
nios o relatos, recursos retóricos, estéticos, propios de
la literatura, es decir, por qué el adorno literario?
—Por la sensibilidad, fíjate, los hechos, como te decía,
rebasaron la capacidad de asombro. Tú no te podías es-
perar que pasara esto, o en teoría uno siempre se reía
de frases como «cuando los pobres bajen de los cerros y
tomen la ciudad», pero ver eso, participar de eso, vivir eso,
destapa tu sensibilidad y te convierte, no en el testigo que
ve las cosas, sino en el testigo al que le suceden las cosas,
y por supuesto, hace que salga la parte sensible de cada
quien, y de la parte sensible, lamentablemente, la mayoría
de la gente lo que deja salir es la sensiblería.
377
ficción y realidad en el caracazo
—¿No tendría eso que ver con que todo lo que al pe-
riodista le tocaba narrar en todo su dramatismo, ya lo
había hecho la televisión con imágenes, sonidos?
—Es posible que sí, pero a la par tienes que ver que el
periodista no es una máquina, es un ser humano que tam-
bién frente a los hechos puede tomar distancia como te
digo, si él llega después que sucedieron los hechos a recoger
testimonios. Pero cuando él es partícipe y vive los hechos,
es muy difícil. Fíjate, los grandes reportajes, muchos de
los grandes reportajes de la historia, cuando la persona ha
vivido los hechos, siempre tienden hacia la literatura.
—Claro.
—Es decir, la sensación de horror que esa persona per-
cibe apenas al llegar y ver la cantidad de cosas en el lugar,
la gente vaporizada convertida en una fotografía atómica,
vaporizada en una pared, hacen imposible que pueda, por
muy profesional que sea, dejar de lado su sensibilidad.
—Antes del 27 de febrero ya tú venías escribiendo
una columna con el nombre de «Crónicas de la deses-
peración urbana», que trataba sobre lo cotidiano de la
ciudad, pero el Caracazo que se metió en tu columna,
siendo desesperación, no era nada cotidiano.
—No, rebasó esa cotidianidad de la desesperación. Lo
que ocurre en mi caso particular, fue que mi sensibilidad
literaria puesta al servicio del periodismo me llevó a es-
cribir durante dos o tres años esa columna. Partiendo de
lo que el asombro me permitía, descubrí esa cotidianidad
de Caracas. Mi punto de partida para hacer esas crónicas
fue asumir una cosa que era ver Caracas con los ojos de un
turista, alguien que está viendo por primera vez la ciudad
y con el corazón de un habitante de la ciudad; es decir,
yo la veía a través de mis ojos y los ponía, y también mi
378
earle herrera
cerebro probablemente, como si fuera la primera vez que es-
taba viendo las cosas, y de hecho eso me llevó a escribir La
comedia urbana. Fue el truco técnico para encontrar todos
esos materiales y construir la novela y también las crónicas.
El asunto está en que yo veo la cotidianidad y siempre trato
de verla como si estuviera asistiendo por primera vez a eso
que estoy viendo, aunque sea algo que suceda con mucha
frecuencia en mi ciudad o en mi país. Pero la técnica de
ver con ojos de turista como yo la llamo, la complemento
con el trabajo literario o la puesta sobre papel, hecha con
el corazón, es decir, viviendo desde adentro. Entonces los
hechos cobran una doble significación, porque es la del tes-
tigo que participa y la del que lo ve desde afuera. O sea, se
hace coincidir la visión del turista con la del periodista, la
de quien ve desde afuera las cosas y se asombra y la del que
sobre ellas escribe profesionalmente.
—Me parece que el nombre de tu columna era como
premonitorio; tú venías escribiendo tu crónica sobre la
desesperación urbana y de repente la ciudad de Caracas
te dijo: «la desesperación no la has visto todavía».
—Exactamente.
—¿Crees que el periodismo puede convertirse en
novela, cuento, en literatura?
—Yo iría más allá, te diría que de hecho ya es literatura
cuando está bien hecho.
—En tu crónica sobre el Caracazo, «Calma tensa»,
cuando haces el registro de la forma en que la gente
empezó a expresarse, denominas esa forma de hablar
«vocabulario de náufragos». ¿Por qué de náufragos?
—Bueno, eso era un poco como una imagen. Siento que
el país ha venido avanzando, y para ese momento lo sentía,
hacia una decadencia no acelerada, nosotros parecemos más
379
ficción y realidad en el caracazo
bien un país en vías de extinción, en el que por más cosas
que se han tratado de hacer, y muchas buenas intenciones,
parecemos una nave que va a la deriva. De hecho, sobre eso
estoy trabajando: nosotros somos como un país a la deriva
que va directo hacia los escollos, entonces siento que en
buena medida el Caracazo y muchas otras circunstancias,
lo que han hecho de alguna manera es como mover hacia
ese naufragio que se ve, que se avizora, que viene.
—Como las fumarolas de un volcán.
—Como las fumarolas de un volcán, es como algo que
de alguna manera está anunciando el próximo naufragio.
—Todo eso, el Caracazo, fue como un pueblo bus-
cando una salida.
—Es un pueblo buscando una salida, pero el problema
es que no sabe dónde está la salida porque no tiene objetivo.
Fíjate, estoy trabajando ahorita sobre la base de la nece-
sidad que tiene Venezuela de un proyecto nacional: noso-
tros no sabemos a dónde vamos, qué país queremos ser, no
sabemos qué objetivos tenemos. No tenemos metas, sim-
plemente se está planteando una revolución, ¿qué es una re-
volución? Chávez planteó una revolución, ¿pero qué es una
revolución?: un cambio de estructura, ¿pero un cambio de
estructura para qué?
—Cuando escribías sobre el Caracazo, ¿querías
como escritor exorcizarlo, domesticarlo, conjurarlo?
—No, no me planteé nada de eso, simplemente me
planteé dar un testimonio.
—Lo entendemos en tu caso; cuando escribiste, lo
hiciste en un periódico pues en ese momento eras pe-
riodista, pero encontramos también textos de otros au-
tores, cuentos, poemas, novelas… ¿Por qué crees que
380
earle herrera
estos escritores se volcaron a escribir sobre un hecho
tan inmediato, tan actual?
—Para ficcionalizar los hechos. Todos terminaron
narrando o haciendo poesía o algo, pero necesitaron del
implemento o del elemento literario para poder dar rienda
suelta, vamos a decir, al asombro que su sensibilidad en
ese momento estaba manifestando.
—Y en el caso del periodista, ¿no sería porque
el lenguaje periodístico no resultaba suficiente para
su necesidad de expresión en ese momento y ante ese
acontecimiento?
—Sí, sí. Yo creo que sí. Estoy totalmente de acuerdo
con eso, y en cambio, fíjate, los escritores sintieron la ne-
cesidad en ese momento de abordar dos elementos del
periodismo, que son la actualidad y la inmediatez, porque
el problema fue tan inmediato, tan cercano a todos, que
nos golpeó la piel.
—¿Tendría algo que ver esa reacción y actitud con
lo que en los años sesenta se llamó «literatura compro-
metida»?
—Quizás, quizás. Ahí sí es verdad que habría que es-
tudiarlo, ¿no? Pero fíjate que siempre es el testimonio, la
presencia del testimonio, del testigo al que en la piel le están
reverberando los hechos. No es el testigo que llegó al rato,
después que pasaron las cosas, sino aquel sobre cuya piel
se están manifestando los sucesos que están aconteciendo
en ese momento.
—Haciendo de abogado del diablo de la academia
periodística, ¿cuál es el papel que debía cumplir el perio-
dista frente al Caracazo: informarle a la sociedad lo que
estaba ocurriendo o expresar sus angustias, sus vivencias,
sus temores?, ¿cuál era su papel?
381
ficción y realidad en el caracazo
—Yo creo que la dos cosas; creo que al principio in-
formar, luego le da rienda suelta a todo aquello de lo
que era partícipe. El periodista era partícipe de unos he-
chos en los que estaba involucrada la colectividad y, dentro
de esta, la familia de ese periodista, las amistades y el pe-
riodista mismo. Y él tenía que salir, cubrir algunas fuentes,
había toque de queda y debía salir con permiso especial.
—Claro, un salvoconducto.
—Un salvoconducto de alguna manera te involucra en
la situación que estás viviendo. El salvoconducto, a la hora
de sentarse a redactar, era apelar a los recursos literarios.
—¿Qué buscaba la gente en los libros y periódicos
si ya todo lo había vivido y lo había visto por televisión?
—Explicación, la gente buscaba explicación; no podía
entender cómo el país más rico de América Latina y apa-
rentemente en calma, de la noche a la mañana estaba a la
misma altura y al mismo nivel que el resto de los países
del continente. La gente no se podía explicar qué había
pasado, quería saber lo que estaba sucediendo. La tele-
visión y la radio son muy inmediatas, solamente le ha-
blan de lo que está sucediendo en el momento, fíjate que
había cantidad de programas de análisis, con gente allí
sentada, analistas políticos, económicos, todo el mundo, y
tenían una altísima sintonía que por lo general no tienen,
y sin embargo, la gente buscaba en los periódicos, precisa-
mente, las respuestas que en la televisión y en la radio no
le daban, porque de alguna manera, el problema era que
estábamos preparados, vamos a decir, para un temblor de
5 grados en la escala de Richter, bueno, vamos a poner la
metáfora mejor, solamente hay 10 grados en la escala de
Richter y no se ha dado nunca un terremoto de más de 10
grados, y de repente se dio uno de 12. Entonces, ¿cómo
382
earle herrera
explicar esos dos grados que no existían? Esos dos grados
nos llevaron a ponernos a la par del resto del continente, y
nosotros que nos creíamos superiores, económica y políti-
camente, una cantidad de cosas, de la noche a la mañana
vernos confrontados con nosotros mismos y ver que los
peruanos, los chilenos, los salvadoreños, los colombianos,
los guyaneses, todos son iguales a nosotros; mejor dicho,
nosotros somos iguales a ellos.
Eso de alguna manera impactó muchísimo, porque
siempre se veían los golpes de Estado, los saqueos, como
algo lejano que pasó por allá, por Manila, en El Salvador,
pero que estuviera pasando en tu propia ciudad, que de
repente un hijo tuyo, un hermano, tu papá, alguien, tu
mejor amigo, estuviera saqueando y de repente te dijera
«oye, estuve en un saqueo», o que se dieran cosas como
un policía en Caricuao que forma parte de la novela, que
debe estar en uno de los capítulos, un policía que no pudo
impedir un saqueo entonces, por un altoparlante de la ra-
diopatrulla se puso a dirigir el saqueo, «por favor, saqueen
con orden», decía el tipo, «dejen que entren primero las
damas, las mujeres embarazadas, los niños»; es decir, un
saqueo en el cual, a la inversa de un naufragio de un barco,
saquean primero los niños, las mujeres, orden en el sa-
queo; eso es el colmo de los colmos de los colmos, es el
absurdo llevado al límite, a ningún escritor se le ocurrirá
una cosa de esas porque piensa que escribir sobre eso, decir
algo de eso, es caer en lo inverosímil, pero a la realidad
no le importa si es inverosímil, y allí se vieron cientos,
miles de historias inverosímiles. Yo que me pasé varios
días recogiendo historias, logré recoger algunas que en
verdad me impactaron y me interesaron, y las convertí
en crónicas, y creo que salieron allí, en El Diario de Caracas,
383
ficción y realidad en el caracazo
deben estar allí, pero no como «Crónicas de la desespera-
ción urbana» sino como textos de otro tipo. De esos dos
meses vas a encontrar en algún periódico notas mías sobre
eso, yo saqué dos crónicas como pequeños relatos, y mu-
chas que no saqué, pero después incorporé algunos textos
a las novelas, que de alguna manera ya podían referirse a
esos días pero ya no como inmediatez nada más, sino que
se referían a esos días desde una perspectiva intemporal,
de algo que en líneas generales nos rebasó.
—Se siente como que el Caracazo quedó litera-
riamente inconcluso, desde el punto de vista de haber
conseguido el cuento, la novela que lo exprese.
—Probablemente hay que esperar a que se tome más
distancia. Yo creo que tú estás llamado a hacer esa novela.
—Gracias.
—A ti.
384
Carlos Noguera, novelista:
EL CARACAZO ME ENSEÑÓ
LA LITERATURA POR ENCARGO
Carlos Noguera pertenece a una generación de escritores
que hizo su aparición en el escenario de las letras venezo-
lanas en la década de los sesenta. Época difícil, de guerra
de guerrillas, la llamada literatura comprometida estaba
a la orden del día, en la acción y la teoría. Su primera no-
vela, Historias de la calle Lincoln (1971), aparece cuando el
movimiento subversivo viene en franco repliegue. Luego
otras tres obras, reconocidas por la crítica y galardonadas
en certámenes literarios, colocarían su nombre entre los
novelistas más destacados del país. A raíz del Caracazo
y con este acontecimiento como telón de fondo y esce-
nario, un relato suyo apareció en el Papel Literario de El
Nacional. En noviembre de 2000 encontramos a Carlos
Noguera en un café, frente a la librería Suma, y nos sen-
tamos a conversar sobre ese minicuento y de las letras que
originó el estallido popular de febrero de 1989.
—El escritor hasta cierto punto fungió de perio-
dista frente a una realidad inmediata, escribió impul-
sado por un hecho de actualidad y, al mismo tiempo,
muchos periodistas se apartaron de los esquemas, del
lenguaje y estilo periodísticos para narrar literaria-
mente lo que estaba ocurriendo a su alrededor. ¿A qué
crees que se debió este intercambio de roles y recursos?
385
ficción y realidad en el caracazo
—Bueno, sí. Lo del periodismo vamos a dejarlo para
más adelante. Te puedo responder lo del escritor porque
me tocó justamente participar en una especie de antología
de textos que El Nacional, convocó y publicó en esa opor-
tunidad. En el caso mío particular, no sé si en el de los
demás, es una respuesta personal a un hecho que, como tú
dices, fue de parte del escritor casi una actitud periodís-
tica. Yo diría que cuando un narrador enfrenta el reto de
contar un suceso histórico de importancia, normalmente
él mismo se traza una distancia, espera que los hechos
se decanten, que el país atravesado por esa circunstancia
histórica madure, y él mismo madurar con ella para poder
narrar desde cierta perspectiva más allá de lo que sería jus-
tamente la del testimonio directo de la crónica periodística.
Esto es lo que normalmente ocurre, salvo que tú seas un
reportero de guerra, como por ejemplo es el caso de He-
mingway. Cuando el testimonio es directo normalmente el
escritor, salvo esos casos especiales, toma distancia.
—Obviamente, no fue lo que ocurrió con el Cara-
cazo; tu relato apareció cuando todavía la candela y el
humo impregnaban las calles.
—En este caso particular ocurre una especie de fusión
de las dos cosas, es el caso que nos ocupa, ya que es una li-
teratura por encargo; sí, por encargo, fue la primera vez en
mi vida que me tocó asumir, sin dejar de ser un narrador,
un hecho histórico de una manera tan próxima, tan inme-
diata, escribir literatura la misma semana en que se produ-
jeron los hechos: una semana después salió el texto, el 7 de
marzo, y creo que lo entregué dos o tres días antes, todavía
estaba humeando la ciudad. Yo tenía que escribir sobre
algo que estaba ocurriendo, acababa de ocurrir, y además
sin darle un tono periodístico, sino desde el punto de vista
386
earle herrera
del narrador, con toda la «ficcionalización» que uno puede
imprimirle al hecho. Naturalmente manteniendo, como
yo siempre he mantenido, a pesar de que he narrado su-
cesos violentos como en Historias de la calle Lincoln, In-
ventando los días, el principio de no hacer una literatura
panfletaria, tampoco programática o ideológica.
—¿Cómo lo resolviste? Tú pudiste hacer un artí-
culo, un ensayo breve, pero hiciste un cuento, entraste
en la ficción.
—No, fíjate, eso era lo que solicitaba el coordinador
del Papel Literario: así como a William Osuna le pidió un
poema, a mí me pidió un cuento. La primera reacción mía,
tú puedes imaginártela, era la típica literatura por encargo;
por supuesto, me le replegué en un primer momento, había
una amistad y unas circunstancias, yo le había pedido antes
a él literatura por encargo, él había sido tallerista conmigo,
yo había sido coordinador del taller donde él había partici-
pado diez años antes de suceder esto. Conversamos un poco
de todo esto, incluso del taller, y entonces le dije, bueno, sí,
le voy a aceptar el reto; no te garantizo que me salga algo,
déjame veinticuatro horas. Si mañana a esta hora no se me
ha ocurrido nada —porque eso era urgente, porque ellos
querían sacarlo inmediatamente—, te llamo igual.
Bueno, pensé en el detalle del personaje de la muchacha
que muere, que por cierto te comenté que se parece mucho
a lo que tú, de manera independiente, estabas haciendo en
ese mismo momento, en aquel relato crónica titulado «A
19 pulgadas de la eternidad». Sí, hay cierta similitud. Yo en
ese momento, por supuesto, no conocía tu texto, pero no es
extraño porque las circunstancias las vivimos todas las per-
sonas tomadas por sorpresa, como toda la población. Era
un personaje tentador porque además estaba en las crónicas
387
ficción y realidad en el caracazo
periodísticas, en las fotos, en la televisión, salía siempre al-
guien con algo que desesperadamente había arrebatado
y que iba corriendo.
—Pero una vez que te ubicaste en el tema, de acuerdo
con la lectura que yo hago, te olvidaste del encargo.
— Sí.
—Apareció el escritor.
—Sí, apareció el escritor, exactamente.
—Porque aquí hay un texto muy bello, una mezcla
de la realidad de la muchacha y la ficción, donde están
los maniquíes de la vitrina y un camarógrafo exterior, es
decir, hay una serie de juegos que hacen de esto un texto
de ficción.
—Sí, para los que conocemos la realidad, captamos la
entremezcla de realidad y ficción en ese texto, sin duda. Yo
partí de la realidad, naturalmente, de los elementos que
la realidad misma nos estaba dando. Vi fotos, traté de re-
cordar caras que vi en la televisión, vi reseñas periodísticas.
—Hiciste periodismo reporteril.
—Un poco eso, me dije: vamos a ver qué se me ocurre,
sin tomar demasiado apunte. No sé si hubo exactamente
una foto que me impresionara realmente, le mentiría si lo
diría. No es descartable del todo que haya ocurrido eso,
que una foto en particular de alguien que fue sorprendido
con un disparo de la policía o del Ejército mientras sa-
queaba y tal y corría hacia un refugio en el cerro. Quizás
ocurrió así, pero, claro, de tanto material que uno recibió
en aquella época, se me dificulta precisar algún dato par-
ticular que yo recibiera y a partir del mismo tratara de ela-
borar algo; más bien pienso que pudo haber sido toda la
cuestión, y yo elegí una, la muchacha que le arrebató el
vestido al maniquí y en el momento que estaba tratando
388
earle herrera
de verse ella misma por primera vez en su vida con un traje
así, que es una vaina que estaba fuera de su alcance, de su
poder adquisitivo en circunstancias normales pues, en ese
momento es alcanzada por una ráfaga, muere y cae entre
los maniquíes. Lo que vi fue eso, claro, una muchacha
vistiéndose con algo que probablemente, para una chama
de un cerro, ve las vitrinas y se dice: «¿esa vaina cuándo
la compro yo?». Esa fue mi visión, mezclada con las otras
mujeres que eran maniquíes.
—El 27 de febrero, en el Caracazo, se dieron mu-
chos casos en que la realidad se hizo ficción, en la misma
realidad.
—Yo diría que la realidad superada. Esto es un cliché,
pero en este caso es perfectamente válido, pues cualquier
cosa, en el entendido de que el mejor relato que yo pueda
hacer va a ser superior a la realidad, sería pedirme una vaina
que te diría de antemano que no va a ser así, pues lo que
estaba ocurriendo, aún humeando la ciudad, era algo tan es-
candalosamente sorpresivo y fuera de lo que habitualmente
uno está acostumbrado a ver, que difícilmente yo pueda su-
perar esa circunstancia. Cualquier crónica periodística que
hagas tú mismo, cualquier periodista, va a superar cual-
quier cosa que yo pueda hacer como escritor, me repetía eso.
Justamente porque todo el mundo estaba haciendo crónica,
a pesar de que algunas veces la crónica misma era desbor-
dada por las circunstancias y se tenía la tentación de ir más
allá de la crónica porque las circunstancias lo permitían, y se
daba lo contrario: que el escritor, aun aquellos que sin estar
habituados a ese tipo de circunstancias veían esa realidad,
y pensaban que en un momento posterior de su vida po-
dían hacer de aquello un escenario o un elemento impor-
tante protagónico de alguna historia que ellos imaginaron.
389
ficción y realidad en el caracazo
Yo lo había tomado así en algún momento; como vivía
en Terrazas de Santa Mónica, tenía allí, de la ciudad
humeante, algo así como un punto de observación.
—Una vez que escribiste el texto de esa muchacha
acribillada en el momento en que se mide el traje del
maniquí, ¿la imagen dejó de perturbarte, de acosarte?
—Bueno mira, no, no; yo diría que esa imagen más
bien me ha acompañado de alguna manera, ese cuento me
lo han pedido como para tres antologías. Por ejemplo, una
antología de Barrera Linares: él me pidió que le mandara
tres o cuatro cuentos míos para la antología y que él iba
después a seleccionar uno, y seleccionó ese, y en una opor-
tunidad fuera del país también lo seleccionaron; y en el
interior del país para una cosa periodística fue el que esco-
gieron. El cuento ya tenía como vida propia, él ha andado
por la vida a su propio paso, se independiza de uno. Yo le
tengo un particular aprecio al cuento como cuento.
—¿Por qué?
—Por eso, porque me permitió encontrar en mí una
posibilidad que yo ignoraba, que era la de hacer literatura
por encargo, como te estoy diciendo, de hechos absoluta-
mente inmediatos.
—Estuve leyendo una vieja entrevista que te hizo el
poeta Argenis Daza y de la lectura de tu novela Historias
de la calle Lincoln, veo que parte de tu obra se nutre de
tu experiencia, tu vida, de la realidad, es decir, ¿andas
siempre observando y anotando?
—Bueno, sí y no. Una cosa es que hagas esta cosa de
manera natural porque estás actuando como escritor per-
manentemente, y otra que alguien te señale un tema y te
fije estas circunstancias: «yo quiero que tú me hagas un
relato para mañana».
390
earle herrera
—¿Qué te presionó más, que te haya llamado el jefe
del Papel Literario o los hechos mismos que estaban
ocurriendo, pues aún humeaba la cuidad, como dices tú?
—Las dos cosas, mejor dicho, las tres cosas: I) La im-
portancia que yo le atribuí a los hechos que estaban ocu-
rriendo. II) El reto que para mí significaba hacer literatura
por encargo, lo cual fue un estímulo. III) La circunstancia
de mi relación con la persona que me estaba pidiendo el
favor, quien formó parte de un taller literario del cual yo
fui coordinador. Yo he sido tallerista y de esa manera he
hecho literatura por encargo. Actualmente coordino ta-
lleres y a menudo un ejercicio que se plantea en el taller
es construir un acto corto a partir de una imagen con ciertas
coordenadas que se dan; eso también es literatura por en-
cargo, es como un ejercicio. Fíjate tú, esa literatura por
encargo que se da en un taller generalmente se queda en
ejercicio, en cambio, en este caso, nos conseguimos con
que el texto pasó a formar parte de una antología, te lo
han solicitado en otras partes. El texto realmente ha
adquirido vida propia.
—¿Cuál es el título del cuento?
—Ya ni me acuerdo, déjame ver, algo así como «27-F:
Su gran debut». Porque habla del debut en la pasarela ima-
ginaria de la muchacha. Con ese título creo que lo puedes
conseguir en una de las antologías de Barrera Linares.
—O sea que partió de un hecho inmediato y ya anda
por ahí en una antología.
—Sí, fíjate; claro, en ese momento yo estaba escri-
biendo Juegos bajo la luna, recuerdo, en el año 89; estaba re-
tomando la novela después de una etapa de sequía y ya la
había agarrado, había entonces la doble trampa, digamos, el
conflicto en mí, de suspender un día, un par, dos o tres días,
391
ficción y realidad en el caracazo
lo que estaba haciendo para escribir lo que me estaban pi-
diendo, es decir, tenía que abandonar algo que yo no quería
dejar, porque me había costado mucho retomarlo, estaba de
nuevo en la escritura y sin embargo, a pesar de eso, la im-
portancia de la circunstancia que yo le atribuí al hecho
mismo me decidió, eso fue lo que realmente me decidió.
392
Ángel Gustavo Infante, novelista:
LOS PROTAGONISTAS DEL CARACAZO
YA ESTABAN EN MIS CUENTOS
Para el novelista, cuentista y profesor universitario de li-
teratura Ángel Gustavo Infante, la violencia de los prota-
gonistas del Caracazo no fue una sorpresa. Esa reacción
era la misma de los personajes de sus cuentos; luego, ya
la conocía. Con su libro Cerrícolas (1987) le dio entidad
e identidad literaria a los habitantes de los cerros de Ca-
racas. La ciudad marginal del estallido popular de 1989
era la misma de sus ficciones. Ambas dimensiones, la real
y la imaginaria, se fundieron y manifestaron en el Cara-
cazo. De allí que para él, escribir sobre el acontecimiento
era sencillamente continuar en la misma línea creativa que
venía cultivando desde hacía algunos años. Compartió,
en la realidad, los frutos de los saqueos con los excluidos
de su zona. Estos entraban y salían de sus cuentos; salían
y entraban a sus ranchos, allá arriba, en el cerro. Con-
versar con Infante sobre estas personas y personajes era
hacerlo con alguien que dialogaba con ellos a diario, en la
literatura y en la vida; era hablar con un compinche, un
pana de la parroquia, del barrio.
—¿A qué se debió, en tu opinión, que los escritores,
frente al estallido popular de 1989, se volcaran a escribir
sobre un acontecimiento inmediato, de actualidad?
393
ficción y realidad en el caracazo
—Al impacto que causó en la sociedad el proceso que
desemboca en el Caracazo, a los enfrentamientos, básica-
mente a eso. Por ejemplo, mi texto se incorpora a lo que
venía haciendo en ese momento. De allí que se parezca
mucho a mis cuentos, a los cuentos de Cerrícolas, cuya se-
gunda edición se preparaba en ese momento. Es el mismo
contexto en el cual me estaba desenvolviendo, se me hacía
fácil, era sencillo abordarlo desde allí, pero en el caso
de otros escritores, necesariamente responde al impacto
social que causó la explosión.
—¿Y tú crees, como escritor, que ellos quisieron
transformar la realidad en ficción?
—Bueno, generalmente eso es lo que se hace desde
la vieja mímesis aristotélica, platónica, esa imitación de la
realidad. Claro, en este caso, más allá de la imitación, es
la respuesta con el discurso que maneja cada quien, ya sea la
estética verbal, ya sea en prosa o en verso, a una situación
muy difícil, muy dura; bueno, hay que expresarla con lo
que se tiene a mano, eso no entorpece o no imposibilita al
autor para mirar el fenómeno desde otro ángulo, desde un
estudio sociológico si se quiere, pero la respuesta inme-
diata es estética, porque ser escritor es más un modo de
vida que otra cosa, es estética.
—Y es ética.
—Bueno sí, siempre la estética tiene en su propuesta
inicial la ética.
—O sea, no tiene nada que ver con aquello que se
llamó literatura comprometida.
—No necesariamente. La literatura comprometida
que conocemos es la de la década violenta del sesenta,
cuando surgen textos que se incorporan a la llamada so-
cionovela o novela testimonial, esa novela que está entre
394
earle herrera
el testimonio y la literatura pero que tiene una base tes-
timonial muy concreta; una época en que se replanteó
en América Latina y en Venezuela específicamente, un
compromiso del escritor con la sociedad, y por supuesto,
reflejada en el texto. En este caso localizado allí, en el Ca-
racazo, fue una respuesta inmediata a una explosión: luego
el proceso es distinto, es como que cada quien sigue en su
línea de trabajo, muy sensible por supuesto y con la piel per-
meable al proceso social, pero no involucrado directamente,
sigue siendo crítico pero continuando con lo principal, que
es la realización de un texto artístico.
—Claro, no se trata de una literatura militante
como ocurrió en los años sesenta.
—Exactamente.
—Tú venías trabajando en esa línea de los Cerrí-
colas, pero de repente tus cerrícolas estaban abajo, en los
saqueos del Caracazo.
—Sí, ya estaban incorporados.
—Yo supongo que para ti, que venías trabajando en
esa línea, el Caracazo tuvo un significado muy especial,
como persona y como escritor.
—Sí, es un poco como estar entre ficción y realidad; en
estos casos se llega a un punto límite, de cambiar las cosas
con mano propia. Yo venía trabajando en ese libro, ya se
había publicado la primera parte, tenía otros textos que
venían a engrosar la segunda parte, en el año 91. Ese pro-
ceso entre los que construyen ficción está muy emparen-
tado, muy relacionado con un proceso real, social, aunque
no haya una propuesta política o sociologizante en el libro;
son cuentos de ficción, mi motivo especial fue ese. No hay
un interés de ver la realidad desde la ficción. Ocurre lo
del Caracazo y ya yo estaba escribiendo, narrando, y todo
395
ficción y realidad en el caracazo
era como poner la realidad en el papel, como continuar la
unidad que venía trabajando en el cuento, ya reflejando
más la realidad; eso, digamos, que en ningún momento
se contradijo.
—O sea, hubo una continuidad entre la ficción y lo
que estaba ocurriendo en la realidad.
—Cómo no, allí hay cosas que se vivieron en ese mo-
mento, revueltas que parecían ficción, realidad y ficción se
ligaron de tal modo que no se pueden distinguir algunas
cosas. Yo disfruté, como se dice en esas crónicas, de las be-
bidas que algunos vecinos saquearon, pasamos un fin de
semana tomando normalmente como si fuera una fiesta.
Parece extraño, era una revuelta no organizada ni dirigida
a un fin específico, sino una explosión. En los barrios se
vivió como una fiesta, yo en Coche, específicamente, lo
percibía así, tragedia y fiesta a la vez. Esto se basa en un
muchacho que estaba saqueando una mueblería a tres casas
de donde yo estaba viviendo en ese entonces, en la casa de
mis padres, y al lado del velorio y del llanto por la muerte
había un ambiente de fiesta increíble.
—¿De celebración? ¿Qué celebraban?
—Sí, de celebración. Celebraban la obtención de las
cosas. En gran parte de la población no había un interés
político, sino más bien como un día de justicia, de tomar
las cosas que es imposible obtener normalmente porque no
les alcanza el sueldo para eso. Ese nivel del saqueo simple
se vivió mucho aquí.
—Cabrujas lo llamó «sueño de una noche de verano»
y también «la revolución del Trinitron». Los televisores,
la gente poseía lo que nunca había tenido, por unas horas
nada más. Muerte y celebración. Ahora, en el caso tuyo
396
earle herrera
como escritor, eran tus personajes los que bajaron de los
cerros, los cerrícolas.
—Además, eso lo ratifica, eso que se vivió en esos días
lo ratifica; en Cerrícolas la tragedia iba pareja con la fiesta,
eso se ve por completo, allí hay una continuidad, es como si
los personajes que están allí, en los libros, pertenecientes al
mismo ambiente, a la misma región, al mismo registro cul-
tural, al mismo lenguaje, usos y costumbres, ya se hubiesen
cansado de una situación y realizan una acción desorien-
tada, una reacción que se podría decir desde cierto ángulo
que es instintiva, de sobrevivencia, que tiene que ver más
con el salvaje, el bárbaro que llaman, que con el hombre
civilizado, guardando la primera propuesta de esa disyun-
tiva de civilización-barbarie, mucho de eso. Y bueno, allí
hubo una primera reacción bien importante para lo que
vino después, cuando se encauzó la propuesta, pero nada
de asombro porque la misma reacción de las personas en la
realidad fue la de los personajes de la ficción; una reacción
cónsona con su modo de vida y con su desarrollo. Si trasla-
damos las personas a personajes, son la fiesta y la tragedia
juntas, ligadas como la realidad y la ficción.
—En el relato que publicaste del Caracazo hay un
personaje que narra que él provocaba a la policía, a los
soldados, los silbaba, y cuando le iban a disparar no lo
veían porque los del barrio «somos invisibles». ¿Esa invi-
sibilidad está en la ficción o en la realidad?
—En ambas, pero más en la realidad porque eso fue
así; hubo soldados que estaban no en los cerros sino en las
calles cercanas, y en los cerros, quizás en modo metafórico
o retórico, decir ser invisible es aludir a la misma geografía
y al mismo laberinto que supone el barrio, el cerro especí-
ficamente, que hace que la gente sea invisible.
397
ficción y realidad en el caracazo
—Sobre todo para la fuerza pública, porque los
cerrícolas se encuentran entre sí.
—Cómo no. Hay una serie de cosas físicas que hacen
y facilitan el ocultamiento. Una serie de elementos humanos
de solidaridad, la población hace que la gente sea invisible.
—Correcto. Tú hablas de la celebración que se dio
el 27 de febrero y estamos allí, reunidos en un velorio.
Pero ese ritual no es solo ese día, se da siempre en el ba-
rrio, cuando matan a un malandro, o a un pana, vamos
a decirlo así; inclusive, es una forma de rendirle hasta
honores a los muertos, depende de la jerarquía que
tengan en el barrio.
—Sí, cómo no, la caravana de motorizados, el chorro
de ron en la tumba en el último momento, los disparos al
aire, la canción de la vida eterna, todos esos temas hacen
un reconocimiento más allá de toda ética o de una ética de
lo alterno y de una cultura al margen, como es el caso de la
delincuencia. En los barrios se puede detectar también al
delincuente, pero si el delincuente es vecino se protege y,
más allá de sus actividades, la identificación con su sector
tiene un valor, y eso se aprecia en esos momentos finales.
—En Cerrícolas observamos dos cosas que están
presentes en este texto. Es un texto que se le adelantó
o estaba esperando a Cerrícolas en algún lado pero en esa
misma onda. Por un lado ese personaje del cerro, la vida
allí, las costumbres, los ritos, su imaginario y por el
otro, un registro de su habla, como si tú, en el habla del
cerro, nos estuvieras recordando, sin necesidad de las
anécdotas, lo que puede ocurrir allí. ¿Cómo has hecho
para aproximarte a esa jerga, si la podemos llamar así,
a ese léxico?
—Bueno, por la vecindad, allí en el barrio.
398
earle herrera
—¿Tú vives dónde?
—Ahorita vivo en El Paraíso.
—¿Pero viviste en El Valle?
—Mis primeros 24 años los viví en Coche.
—Este muerto de tu cuento y de la realidad fue en
El Valle, no en Coche, él lo dice. El tipo dice «tengo que
bajar para disfrutar mi primer toque de queda» en al-
guna parte del relato. Mientras que el toque de queda
para otros era pánico, miedo, él iba a bajar para ver qué
era eso, para celebrarlo.
—Sí, sí, a saborear el peligro que significaba eso. Que
un guardia apuntara y no pudiera disparar, se ponían de tal
modo que la Guardia no los veía, lo que escuchaba eran los
sonidos. Los guardias estaban atemorizados y ellos no, y el
narrador específicamente no. Además, disfrutar del primer
toque de queda —si el narrador es como el autor—, el autor
nunca vivió un toque de queda hasta ese momento, el autor
nació después de Pérez Jiménez; en los años sesenta hubo
toque de queda, con Betancourt, pero no lo vivió porque
era muy niño. Este era el primer toque de queda del autor
y lo refleja en el narrador.
—Una novedad, era algo novedoso.
—A mí todo esto, desde esos primeros libros, de Ce-
rrícolas y Yo soy la rumba, se me hace sencillo —el lenguaje,
el léxico, los giros dialectales, las jergas— por eso, por mis
primeros 24 años en un barrio caraqueño, que me gol-
pearon culturalmente y era una cuestión natural, por eso
es que no se siente impostado.
—Claro. Es un cerrícola hablando de los cerros, los
cerrícolas.
—Un cerrícola en ejercicio.
399
ficción y realidad en el caracazo
—Un cerrícola en ejercicio literario por una serie
de circunstancias. Hasta cierto punto escribir de esa ac-
tualidad, de ese hecho inmediato, fue un poco ser perio-
dista, una forma de dar una noticia, porque lo escribiste
y lo publicaste en el periódico.
—Fue por encargo y en cuestión de horas. Fue en tres
horas y dictado por teléfono
—Fuiste un corresponsal en el barrio.
—En el periódico sabían que yo estaba en el barrio
y dijeron «vamos a ver qué dice este de allá».
—Y entonces cubriste un velorio, porque ese velorio
existió.
—Sí, cómo no, lo que está allí, claro, dicho de un
modo que tiene que ver con mi estilo de narrar, pero todo
ocurrió tal cual.
—Tú estabas allí observando y registrando.
—Participé, tomé vino Lambrusco. Me tomé como
dos botellas con los amigos allí.
—Pasaron un fin de semana cubriendo una noticia,
una noticia roja, de páginas de sucesos.
—Y como uno no podía salir, veía lo que traía la gente,
yo no saqueé porque, por supuesto, estaba en contra de los
saqueos, pero la mayoría de la gente saqueó.
—¿Comiste carne de res y tomaste vino?
—Sí, cómo no, disfruté. Me incorporé a la fiesta y a la
tragedia también. Fuimos al entierro del muchacho.
—Hay una parte que me parece graciosa. ¿Qué es
eso de que te piden un relato, o cuento ficticio del perió-
dico y tú lo escribes y luego lo dictas? ¿Qué te pareció
esa experiencia?
—Tenía que hacerlo de inmediato, no estaba traba-
jando, no podía salir y no lo podía hacer, pues yo soy de
400
earle herrera
escritura muy lenta. Tenía más de diez años sin publicar
otro libro. Eso fue al principio un reto muy grande. No
escribo tan breve tampoco ni escribo de lo inmediato. Fue
triple la cosa: breve e inmediato y sobre lo que estaba ocu-
rriendo y, además, en tan pocas horas, porque al final de
la tarde tenía que dictarlo, para que pudiera salir en el fin
de semana.
—¿Tú habías dictado alguna otra vez un cuento
por teléfono?
—No, jamás. Primera y única hasta el momento.
—Eso fue imposición del Caracazo.
—Sí.
—Incorporar la literatura a un medio de transmisión
como el teléfono.
—Porque todavía no manejábamos el correo electró-
nico.
—Sí, en el 89 eso estaba muy incipiente. Ese fue
un cuento primero escrito y luego oral. Literatura oral,
con todo y lo que ello podía significar cuando llegara al
periódico y quien lo transcribiera allá.
—Además de la época, ¿dónde se ha visto un cerrícola
con computadora? A menos que la saqueara en ese mo-
mento. Y la obtuviera por saqueo.
401
Marcos Tarre Briceño, novelista:
EL CARACAZO:
UN IMPACTO HECHO FICCIÓN
Marcos Tarre Briceño es rara avis en el escenario literario
venezolano. Autor de varias novelas policiales, cultiva un
género con muchos lectores pero pocos cultores en el país.
Su éxito editorial lo ha hecho incursionar en el cine, con no
menos fortuna de taquilla. Arquitecto de profesión, se ha
dedicado por entero a cuestiones de inteligencia y seguridad
ciudadana. Sus conocimientos en la materia, en asuntos de
armamento y tiro, lo convirtieron en profesor y asesor
de institutos policiales, con grado de comisario. Ha escrito
siete libros y un acontecimiento como el Caracazo no pasó
desapercibido para su pluma de buscador de suspenso.
—¿Cómo concebiste el cuento que apareció publi-
cado una semana después del Caracazo?
—Si mal no recuerdo, el coordinador del Papel Lite-
rario de El Nacional, Sergio Dahbar, me pidió algo muy
breve sobre la conmoción general que nos afectó a todos
en esos días: en esa época aún era el coordinador. A mí se
me ocurrió, con base en la información periodística y en
lo que veía en televisión, el relato del que me hablas. La
información que yo podía recibir era igual a la de cual-
quier ciudadano, pero conocía un poco más algunos ele-
mentos de cómo es el manejo de una situación de estrés,
403
ficción y realidad en el caracazo
de orden público, cuando se le dice al Ejército que salga a
poner orden, lo que significa que caiga un compañero tuyo
al lado; entonces se me ocurrió ese minicuento en el que
trato de reflejar ese momento de tensión que se vivió en las
calles de Caracas.
—Hay dos situaciones que se dan: los periodistas,
dejando de lado el lenguaje objetivo del periodismo,
y los literatos, fungiendo de periodistas ante un hecho
inmediato; aparecieron poemas, cuentos y hasta la no-
vela de Argenis Rodríguez. ¿Por qué crees que se dio ese
intercambio de roles, ese cruce de caminos?
—Creo que fue muy fuerte lo que se vivió, que en
mayor o menor grado impactó a todo el mundo. Fue trau-
matizante. Yo recuerdo lo del terremoto de 1967, cuando
uno oía cualquier ruido y se asustaba, tú sabes. La psicosis
de 1989 fue más fuerte que la de cualquier golpe, en rela-
ción al impacto en la sociedad nuestra, o sea en Caracas.
El estremecimiento que se dio ahí, esa frasecita que estaba
latente por allí: «el día que la gente baje de los cerros»;
la represión sin mayor contemplación, con lo que siempre
se había amenazado, los patrullajes, todo eso impactó de
una manera al escritor, al hombre de letras, que lo impulsó
a llevar lo que estaba viviendo a la ficción.
—También la época de la guerrilla dejó una litera-
tura, la de la violencia.
—Sí, también el cine durante mucho tiempo estuvo
marcado por la guerrilla. Yo me metí en este asunto sin
tener ningún conocimiento del medio, sino solamente por
la cuestión de que me gustan las novelas policiacas, todos
los clásicos del género.
—¿Pasaste de la ficción a conocer el mundo policial
de la realidad o fue al revés?
404
earle herrera
—Aparte de ser un gran lector, me gustaba el tema
y tenía la idea de hacer un personaje serial, porque me
decía que si eso funcionaba en otros países, aquí también
podía funcionar. No conocía en ese momento el mundo
literario, ni el editorial, ahorita lo conozco mucho pero en
ese momento no. Soy arquitecto de profesión. El conoci-
miento literario yo lo he ido aprendiendo después. La pro-
ducción literaria nuestra es muy escasa. La realidad que
yo descubrí fue más amplia, aquí en Venezuela no hay no-
velas policiales ni de nada, la producción de novelas es
muy poca, hay más poetas que novelistas.
—Y cuentistas. Creo que fue Héctor Mujica quien
dijo que Venezuela es un país de cuentistas y cuenteros.
—Eso es totalmente cierto. Yo siento que aquí no se
ha escrito una buena novela sobre la dictadura de Pérez
Jiménez, ni sobre los sucesos de esta bendita Cuarta Re-
pública, sobre todos estos procesos, los cuarenta años de
democracia, la lucha armada.
—Bueno, sobre todo eso se escribió, hubo una ge-
neración de intelectuales de izquierda que de alguna
manera quiso retratar o divulgar ese proceso, como lo
hubo también en las artes plásticas, la música, fue un
movimiento, una década. Si hablamos del Caracazo,
nos referimos a uno o dos días, a una semana.
—Yo no siento que tengamos literatura moderna que
refleje lo que es la sociedad nuestra, lo que está pasando
ahora, eso se intenta más en televisión, en telenovelas que
impactaron, como Por estas calles.
—¿Tú crees que el Caracazo está esperando su
novelista, alguien que escriba sobre lo que fue esa
explosión popular?
405
ficción y realidad en el caracazo
—Yo no sé si es realidad para una novela; siento que
el cine y la televisión compiten muy fuertemente, no en
público, sino en quien escribe. Puede haber más interés y
posibilidad de que surjan más guionistas y cineastas que
novelistas. En otros países hay una relación más directa,
de que primero sale la novela y si es buena, es casi un paso
inmediato para que pase al cine. Lo único es que aquí hay
más cineastas que novelistas. Cuando salió Colt Comando
5.56, le vendí los derechos de autor a César Bolívar. Es
difícil hacer cine si no tienes una base literaria. Las pocas
novelas nuestras, buenas, se utilizaron en el principio en el
cine, País portátil, por ejemplo, y el cine era como muy in-
cipiente, había problemas de sonido que después se fueron
superando. Creo que hoy en día a alguien que tenga la vo-
cación de escribir, se le hace más fácil llegar a la televisión,
sobre todo porque es una industria que funciona. A nivel
de ficción no ha habido industria. El autor de ficción llega,
lleva sus originales a Monte Ávila Editores y pasa cinco
años en una cola para que salga.
—Este cuento que sale una semana después del
27 de febrero me llama la atención porque siempre se
contaban las historias de las víctimas civiles; aquí en
cambio es el caso de un soldado, la otra parte, la otra
víctima del mismo fenómeno.
—Ese caso no es ficción, simplemente no ocurrió,
pero está basado en un caso real, en algo que realmente
pudo haber ocurrido. Algo verosímil.
—Hay una frase que dice «Cansancio. Sudor. Miedo.
Tensión», reiterada a lo largo del relato y que se cierra
cuando al soldado le matan a su compañero, entonces se
le agrega la palabra «odio».
406
earle herrera
—Que es lo que siente el soldado cuando le matan al
compañero, allí entra a un nivel bien primario: mataron
a mi amigo, que estaba al lado mío, me pueden matar a
mí; se agrega ese elemento final, odio, y dispara y además
lo hace con rabia, no es solo el cansancio, la tensión ni el
miedo, es el elemento de querer vengar al amigo que le
mataron y queda implícito que eso le puede pasar a él.
Por eso descargó veinte tiros contra la turba que venía, vio
a esa turba como su enemigo. Una turba de gente igualita a
él, de gente pobre. Porque él era un recluta, quizás campe-
sino, lo habían traído de un centro de adiestramiento del
interior de la ciudad y lo soltaron allí.
—Tú utilizas un recurso allí, que es la descripción
muy detallada de las armas, de las balas. ¿A qué se debe
eso de las armas, de los proyectiles?
—Eso tú lo vas a conseguir a lo largo de mis narra-
ciones. Hay gente que dice que yo escribo de una manera
muy cinematográfica, que te permite visualizar las cosas
rápidamente, yo nunca he caído en descripciones muy
grandes, la nube, la orilla, no. Yo trato de dar con los ele-
mentos que te hagan entrar en ambiente. Eso te ayuda
de inmediato, te da como una identificación; yo trato de
llamar las cosas por su nombre.
—¿Eso te viene de tu formación policial o de tus
lecturas policiacas?
—Me viene por una parte desde pequeño, porque em-
pecé a tener afición por las armas, a gustarme el tema,
a saber de eso y a conseguirme con disparates que me
daban mucha rabia. Cosas que te consigues hoy día en la
prensa, tú lees las crónicas rojas y dicen: «delincuente des-
cargó los 15 tiros de su revólver, o al delincuente se le cayó
el cargador del revólver».
407
ficción y realidad en el caracazo
—¿Debería un cronista de sucesos hacer un curso
de armamento?
—Yo tengo un curso de armamento para cronistas de
sucesos, para que conozcan las armas. Creo que el tema
de seguridad ameritaría un poquito más de profundización
periodística por parte de los cronistas de sucesos.
—Cuando tú escribes, ¿estás pensando en que el
lector visualice?
—Sí, me imagino las escenas; no es que estoy pen-
sando que voy a hacer una película, pero sí como si tuviera
que hacer una escena.
—En el cuento hay una situación que me llamó la
atención. A uno de los soldados, al traquetear el arma se
le cae una bala al suelo, entonces el otro soldado la re-
coge y se la entrega. ¿Por qué lo hizo, por superstición,
porque le podía hacer falta?
—Hay ciertos controles de lo que le entregan a los
soldados. En algún momento de tensión hay muchas pér-
didas. Tienen que dar cuentas de lo que les entregan y de
lo que usan. Tú para descargar el arma, tienes que halar
el mecanismo hacia atrás. Ese muchacho, por los nervios,
tenía el arma montada y la volvió a accionar.
—¿Siempre tienes como referente la realidad, he-
chos reales?
—Sí, el soldado del cuento es un personaje ficticio,
pero ubicado dentro de situaciones que sucedieron en Ca-
racas. Yo no sabía que habían matado a ningún soldado,
era simplemente algo que podía pasar. Y pasó.
408
William Osuna, poeta:
EN ESTA CIUDAD
NADA ME PERTENECE
En Caracas, todos somos unos hijos de Pedro Páramo.
La metáfora, desoladora, es de William Osuna. Se ins-
cribe perfectamente en la poética urbana que ha ido cons-
truyendo verso a verso y golpe a golpe. Poética que se teje
de la periferia hacia el centro porque Osuna hurga en la
ciudad que otros se cuidan de mirar: la de los suburbios,
la de las masas proletarias, la de los excluidos. Su relación
con Caracas, donde nació por 1948, es de encuentros y
desencuentros, amor y rechazo, refugio y destierro. Los
protagonistas del Caracazo —no los llama saqueadores—
no se metieron en la poesía, se llevaron al poeta a las ca-
lles incendiadas. Desde allí nos habla, desde el fuego de su
palabra, solidaria y herida.
—Un poema por, sobre o con el Caracazo como
motivación, ¿por qué?
—Por la arbitrariedad que ejerce todo creador, llá-
mese poeta, pintor o narrador al utilizar los medios que
le permiten ofrecer su testimonio respecto a sucesos ca-
paces de conmoverlo: Kafka, dialogante y reflexivo, me-
diante ese insecto nos mostró la estrechez de su tiempo;
Homero desde sus ojos de ciego miró (rara paradoja) el
sitio de Troya, la fidelidad de un amor, el manto y el sueño
409
ficción y realidad en el caracazo
de aquel que amanece ebrio y perdido en islas de hermosa
hechicera y cíclope feroz; yo por mi parte, me conformé
y confirmé en el significado de nombrar a esa multitud
hambrienta en el momento de reclamar promesas incum-
plidas y espejismos de prosperidad. Digamos que esta es
una de las tantas formas donde habita la poesía, además de
contemplar la rosa de don Vicente Huidobro y la boquita
de fresa de la princesa que avizora el amigo Rubén desde
el balcón de su casa en París.
—¿Le es dado al poeta escribir sobre hechos de
actualidad, inmediatos, sociales?
—Por supuesto: una elegía, un soneto que no remite
a amores contrariados, las aguas de un río, la fundación
de un lugar, la calle donde vivimos, la pertenencia a una
tribu o familia, nuestras galas y miserias son temas que
están circunscritos a un espacio y un tiempo que pade-
cimos en su momento y en su hora, pasan del lápiz al cua-
derno como hechos de actualidad, inmediatos, sociales,
sin que nadie los suponga distantes, imprecisos y miste-
riosos como si fuesen casos para ser archivados en los Ex-
pedientes X de Mulder y Scully. Toda la poesía escrita en
este planeta, desde el Dante, Shakespeare, Francisco de
Quevedo hasta Héctor Gil Linares, muestra esta cercanía
de gran vecindario.
—¿Puede un sacudón popular tener algo de poético,
o mejor, ser percutor o motivo de la poesía?
—La poesía no excluye ningún motivo; al igual que el
cuerpo de la amada, siempre está dispuesta a ser poseída.
No dice cómo, cuándo y de qué manera le debemos escribir
(amar). Con que ella quede justificada y libre, le da lo mismo
ser recordada mediante un sacudón, o las cuitas de un boy
scout en su primera excursión al cerro de La Bombilla.
410
earle herrera
Por otra parte, no conozco ni conoceré un código donde
se diga cuáles son los motivos válidos y cuáles los no
admitidos y rechazados por la poesía.
—Caracas es una constante en tu obra, una pre-
sencia, en una relación de encuentros y desencuentros.
¿A qué se debe?
—Nací en esta ciudad que se me hace evidente en su
amor y su rechazo; aquí cultivé mi docena de amigos, vi
morir a mis padres, alenté mis sueños, supe de injusticias,
conjugué los verbos del afecto; el Ávila me deslumbró, los
ventanales de Santa Rosalía, amé cuanto pude, grité basta,
escribí, disfruté mis cuatro generaciones, me dieron y di,
aprendí mi idioma y el calé fino de las putas y los chulos.
—¿Trastornó el Caracazo la ciudad que puebla tu
poesía?
—Le revivió el coraje de 1810: la primera y la última
estrofas de nuestra canción nacional, el siglo XIX y las
ganas de fundar patria más allá de sus casas.
—¿Qué significó para ti, como poeta, el Caracazo?
¿Qué significó, cuál fue su impacto como caraqueño?
—La solidaridad con esa multitud que de forma es-
pontánea salió a la calle a rechazar todo un sistema de
corrupción e injusticia; ver y sentir cómo la dirigencia po-
lítica quedaba al desnudo, frente a un escenario que aún
hoy en día (diciembre de 2001) se resiste a abandonar
junto a su poder mediático, bandas sindicales, eminencias
de la economía… y dejémoslo de ese tamaño. Además,
presiento que mejor sería redactar un artículo periodís-
tico y no esta forma dialogante que asumo y suscribo con
la responsabilidad del caso desde mi condición de poeta
y caraqueño, como bien lo planteas en tu pregunta.
411
ficción y realidad en el caracazo
—Personajes que tú has mirado desde la poesía, que
se asoman o habitan en tus poemas, gente de los subur-
bios, los de abajo, de pronto se metieron a saqueadores,
saqueaban tu ciudad. ¿No deseaste, en esos momentos,
regresarlos a la poesía, someterlos con la palabra? ¿Qué
crees que hacía esta gente?
—En esta ciudad nada me pertenece, salvo los afectos
y lugares ya enumerados en una de tus preguntas. Aquí
todos somos hijos de Pedro Páramo. Vivimos bajo la sen-
sación de que alguien nos debe algo; cada día nos da el
pálpito, el tufillo de que lo que existe detrás de esas vi-
drieras es nuestro, que nos han robado: desaparecimos
como clase media desde hace tiempo, ingresamos al ejér-
cito de pobres. Los expertos de la economía nos dicen que
el Centro Sambil es nuestro. Si es así, no me extrañaría
que un día alguien se lo lleve a Petare. Dicen que Chávez
fomenta el odio y nos enfrentan; pero aquí el odio y el
enfrentamiento datan desde 1830; ya brotó, nos metieron
a saqueadores. El poeta no puede ni quiere ni desea re-
gresar a nadie a la poesía, ellos se llevaron al poeta a la
calle (sin que este lo advirtiera), ahora está entre la gente,
mira el candado de la santamaría.
—Escribir sobre el Caracazo, como lo hicieron varios
narradores, o tú mismo como poeta, ¿se inscribe en lo que
se conoce o conoció como literatura comprometida?
—A los franceses, específicamente a Sartre, le agra-
daba el término comprometido. En América Latina como
que no dice gran cosa; vivimos en un continente de pobres.
Por ello, cualquier referencia a nuestra localidad puede ser
signada con este rótulo: no tenemos escapatoria. Te pongo
un ejemplo: nuestro querido Julio Cortázar y el Gabo son
etiquetados de esta manera desde la ficción y maravilla de
412
earle herrera
sus obras, sin que en términos políticos estas reflejen, en
su contenido, arengas sociales. Escribir sobre el Caracazo
es una de las tantas opciones que presenta la literatura
casada, comprometida o soltera.
—Cuando escribes sobre hechos inmediatos y
cruentos, ¿cómo evitar caer en la consigna, en el discurso
moral o político?
—Por lo contrario, no lo evite. Dígale al poema, como
si lo viera por primera vez, bienvenido mi pana, siéntate,
saca tus alforjas. Trátelo de tú. Cuando el glorioso flo-
rentino (así lo definió aquel profeta) escribió la Divina
comedia, este situó a un papa retorciéndose en uno de los
anillos del infierno. Era la Italia de su tiempo, hechos
inmediatos de plaza y esquina. Sin embargo, el maestro
no evitó el discurso moral, político y sus consecuencias.
Me pregunto: ¿por qué un chico de este barrio va a venir
de salido a evitarlo?
—Tu poesía recoge imágenes de la calle, las ta-
bernas, los suburbios. ¿Es rebelión contra el lenguaje
institucional, culto, académico?
—No, es fidelidad con una ciudad donde vivo, gozo y
padezco. Me siento más agradado con las palabras y temas
de mi preferencia, y no con el pésimo gusto de una docena de
señores que consumen su vida en busca de una eternidad
que los mata antes de tiempo.
—Por lo anterior, tu poesía parece cuestionarse a sí
misma y, también, a una forma de hacer poesía
—Un amigo de nombre maracucho (Heráclito) me
dijo en su jerga filosofal que no me bañara en las aguas
del mismo río: es imposible —apuntaba—, nunca son las
mismas. Así que entendí. Y desde entonces me doy contra
la piedra de la poesía, desde distintos ángulos, a ver qué
413
ficción y realidad en el caracazo
sale de novedoso. Por lo que a veces saco vocablos del
desván de lo prosaico y lugares comunes y se los devuelvo
al poema.
—La crítica te califica —no sé si te clasifica— y tú lo
ironizas en un poema de Antología de la mala calle, de ser
deliberadamente prosaico. ¿Qué hay de cierto? ¿Cómo
asumes ese señalamiento?
—La crítica siempre está diciendo cosas. Vive de un
imaginario personal donde los poetas siempre estamos si-
tuados en un conflicto de alcohol, drogas y sueño a la in-
temperie o debajo de un puente. En el caso de tu pregunta,
lo recibo como un elogio de alguien que una vez conversó
conmigo, y me supuso superior a las palabras que aparecen
en mi poesía. Juan Liscano dixit.
—Apagadas las llamas del Caracazo, pasado el
tiempo, ¿has vuelto a escribir sobre aquel estallido
popular? ¿Cómo asume el poeta el olvido, olvido no
siempre inocente, a veces, alevoso y premeditado?
—Sí, te anexo una copia del poema. En cuanto al
olvido, no sabría decirte. Tengo una memoria a prueba
de libro Guinnes. No confundo la obra de Borges con los
chascarrillos que a este se le atribuyen. Sé que una cebra
no es tigre; que en esta nación los demócratas quemaron
pueblos, asesinaron campesinos, allanaron periódicos,
practicaron la tortura, se cogieron la plata. Siempre estoy
recordando cosas.
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN 9
PARTE I
CAPÍTULO I
LARGA HISTORIA DE LA VIOLENCIA 21
democracia y violencia 27
CAPÍTULO II
UN PAÍS RICO, UN PUEBLO POBRE 39
la gran venezuela: costos de una ilusión 45
el país hipotecado 49
pacto social: parto de los montes 52
CAPÍTULO III
ANTESALA DEL ESTALLIDO 59
CAPÍTULO IV
DE LA CORONACIÓN AL CARACAZO 67
el caracazo: estallido popular 73
la vitrina rota 78
el acontecimiento y los medios 83
los días después 91
429
ficción y realidad en el caracazo
PARTE II
CAPÍTULO V
LITERATURA DE LA VIOLENCIA 99
en letra roja 110
de las letras de las guerrillas al caracazo… 120
CAPÍTULO VI
LITERATURA EN EL PERIODISMO,
PERIODISMO EN LA LITERATURA 135
el reportaje 139
la crónica 142
los géneros literarios frente al caracazo 146
CAPÍTULO VII
EL CARACAZO DESDE EL PERIODISMO 149
análisis de textos publicados 149
VIVIR ENTRE BALAS (Reportaje) 151
el miedo, el humor 153
YO SAQUEADOR (Reportaje) 159
NOCHE DE TERROR (Crónica) 169
CALMA TENSA (Crónica) 175
FIN DE MUNDO (Crónica) 181
TESTAMENTO DE JUDAS (Sátira) 191
430
earle herrera
LITERATURA EN EL PERIODISMO 197
metáfora 200
metonimia 201
CAPÍTULO VIII
EL CARACAZO DESDE LA LITERATURA 205
análisis de trabajos publicados 205
27–F: SU GRAN DEBUT / Carlos Noguera 207
RELATO / Ángel Gustavo Infante 213
RELATO / Marcos Tarre Briceño 219
el relato 221
FEBRERO (Novela) / Argenis Rodríguez 227
el autor 228
la novela 231
DONDE SE AVISA QUE LAS COSAS
ESTÁN MUY MALAS (Poema) / William Osuna 239
EL PERIODISMO EN LA LITERATURA 253
CAPÍTULO IX
TESTIMONIO DE AUTORES 261
hablan los periodistas 261
Los reporteros 262
Los columnistas 267
hablan los escritores 269
431
ficción y realidad en el caracazo
FICCIÓN Y REALIDAD DEL CARACAZO 281
uno 281
dos 284
tres 287
cuatro 289
ANEXOS
AUTORES DE TEXTOS ANALIZADOS 295
TEXTOS PERIODÍSTICOS
Y LITERARIOS ANALIZADOS
VIVIR ENTRE BALAS (Reportaje) 301
morir en la cama 302
donald, el francotirador 304
del zulia a la muerte 305
YO, SAQUEADOR (Testimonio) 309
NOCHE DE TERROR (Crónica) 317
de la sartén al fuego 317
carrera entre balas 319
noche de terror en el 23 de enero 320
una cruenta batalla 320
un nuevo día 322
CALMA TENSA (Crónica) 323
FIN DE MUNDO (Crónica) 325
432
earle herrera
TESTAMENTO DE JUDAS (Sátira) 331
LA VIDA EN LA VIOLENCIA (Relato) 335
LA VIDA EN LA VIOLENCIA (Relato) 337
LA VIDA EN LA VIOLENCIA (Relato) 339
LA VIDA EN LA VIOLENCIA (Poema) 341
ENTREVISTAS A LOS AUTORES
EL CARACAZO NO TENÍA LEAD, CUERPO… 345
EL CARACAZO NOS IMPUSO NARRAR… 351
REDACTABA LAS NOTAS COMO SI… 361
EL PERIODISMO BIEN HECHO… 375
EL CARACAZO ME ENSEÑÓ… 385
LOS PROTAGONISTAS DEL CARACAZO… 393
EL CARACAZO: UN IMPACTO HECHO… 403
EN ESTA CIUDAD NADA ME PERTENECE 409
BIBLIOGRAFÍA 415
directa 415
general 416
433
ficción y realidad en el caracazo
HEMEROGRAFÍA 425
directa 425
general 426
434
Ficción y realidad en el Caracazo
Se imprimió en el mes de noviembre de 2020
en los talleres de la
Fundación Imprenta de la Cultura
Guarenas, Edo. Miranda, Venezuela.
Son 5000 ejemplares.