Las prosas y poesías de este tomo se cuentan entra las más hermosas de Hermann
Hesse. Fueron escritas en 1918, tras un largo período de abstinencia literaria durante el cual
Hesse se dedicó a asistir a los prisioneros de guerra, y documentan una de las fases más
importantes de su evolución: el distanciamiento de los rituales de la existencia y la
seguridad burguesas, el paso de la vida activa a la vida contemplativa. Son el preludio de
las obras posteriores de Hesse, aparecidas en rápida sucesión: El último verano de Klingsor,
Siddhartha, En el balneario y el Lobo estepario.
Este ejemplar contiene ilustraciones hechas en acuarela por el propio autor.
Hermann Hesse
El caminante
Título original: Wanderung
Hermann Hesse, 1918
Traducción: Pilar Giralt
Casa de labor
JUNTO a esta casa, me despido. Pasará mucho tiempo antes de que vuelva a ver
una casa semejante. Porque me estoy acercando al paso de los Alpes, y aquí se termina la
arquitectura septentrional alemana, así como la lengua alemana y el paisaje alemán.
¡Qué hermoso es cruzar tales fronteras! El caminante es en muchos aspectos un
hombre primitivo, del mismo modo que el nómada es más primitivo que el campesino. Pero
vencer el sedentarismo y despreciar las fronteras convierte a la gente de mi clase en postes
indicadores del futuro. Si hubiera más personas que sintieran mi profundo desprecio por las
fronteras, no habría más guerras ni bloqueos. No existe nada más odioso que las fronteras,
nada más estúpido. Son como cañones, como generales: mientras reina el buen sentido, la
humanidad y la paz, no nos percatamos de su existencia y sonreímos ante ellas, pero en
cuanto estallan la guerra y la demencia, se convierten en importantes y sagradas. ¡Hasta qué
punto significan durante los años de guerra tortura y prisión para nosotros los caminantes!
¡Qué el diablo se las lleve!
Dibujo la casa en mi libreta de apuntes, y mis ojos se despiden del tejado alemán, de
las viguerías y frontones alemanes, de muchas cosas íntimas y familiares. Una vez más
siento un amor intensificado por todo lo patrio, porque se trata de una despedida. Mañana
amaré otros tejados, otras cabañas. No dejaré aquí mi corazón, como se dice en las cartas de
amor. Oh, no, el corazón lo llevaré conmigo, también lo necesito en las montañas, y a todas
horas. Porque soy nómada, no campesino. Soy un amante de la infidelidad, del cambio, de
la fantasía. No me seduce encadenar mi amor a una franja de tierra. Todo cuanto amamos
sigue siendo sólo un símil para mí. Cuando nuestro amor se detiene y se convierte en
fidelidad y virtud, me resulta sospechoso.
¡Dichoso el campesino! ¡Dichoso el propietario, el virtuoso, el sedentario, el fiel!
Puedo amarle, puedo respetarle, puedo envidiarle. Pero he perdido la mitad de la vida
intentando imitar su virtud. Quería ser lo que no era. Cierto que quería ser poeta pero, al
mismo tiempo, un ciudadano. Quería ser artista y un hombre de imaginación, pero también
tener virtud y disfrutar de la patria. Tardé mucho tiempo en saber que no se puede ser y
tener las dos cosas a la vez, que soy nómada y no campesino, perquisidor y no guardián.
Durante mucho tiempo me he mortificado ante dioses y leyes que para mí eran solamente
ídolos. Este fue mi error, mi tormento, mi complicidad en la desgracia del mundo.
Incrementé la culpa y el tormento del mundo empleando la violencia contra mí mismo, no
atreviéndome a seguir el camino de la redención. El camino de la redención no me lleva ni
a derecha ni a izquierda, me lleva al propio corazón, y sólo allí está Dios, y sólo allí está la
paz.
Desde las montañas sopla una húmeda ráfaga; al otro lado, azules y celestes islas
contemplan nuestras tierras. Bajo aquellos cielos seré feliz a menudo, y también a menudo
sentiré la nostalgia del hogar. El perfecto representante de mi especie, el vagabundo puro,
no debería conocer esta nostalgia. Yo la conozco, no soy perfecto, y tampoco pretendo
serlo. Quiero saborear mi nostalgia como saboreo a mis amigos.
Este viento hacia el que trepo tiene una maravillosa fragancia de lejanía y de otro
mundo, de aguas divisorias y fronteras lingüísticas, de sur y de montañas. Está lleno de
promesas.
¡Adiós, pequeña casa de labor y paisaje de la patria! Me despido de vosotros como
un adolescente de su madre: sabe que ya le ha llegado la hora de separarse de ella, y sabe
también que nunca podrá abandonarla del todo, aunque tal fuera su deseo.
Cementerio rural
Sobre cruces torcidas, hiedras en manto,
sol amable, fragancia, de abejas el canto.
Los que aquí yacéis, sed bienaventurados,
en el seno de la buena tierra abrigados.
¡Dichosos, volvéis al dulce hogar,
al anónimo regazo materno, para descansar!
¡Mas, oíd, las abejas, zumbido y vuelo,
me cantan sed de vida y un existencial anhelo!
Del hondo sueño de las raíces mana
una urgencia de luz en la mañana,
ansias de vida, desde la oscuridad,
se transforman, pidiendo actualidad,
y la Madre Tierra, con regios alientos,
se estremece en imperiosos nacimientos.
Con sus tumbas, el camposanto entero
no es más que un sueño, nocturno y ligero.
El humo no es más que el sueño de la muerte,
y, como un leño, el fuego de la vida crepita fuerte.
Paso de montaña
EL viento sopla sobre el valiente sendero. Árboles y arbustos han quedado atrás,
aquí sólo hay piedra y crece el musgo. Nadie tiene nada que buscar aquí, nadie posee nada,
los campesinos no tienen heno ni madera en estas alturas. Pero la lejanía atrae, el anhelo
consume, y ellos son quienes han construido, a través de rocas, pantanos y nieve, este buen
sendero que conduce a otros valles, otras casas, otras lenguas y otros hombres.
Me detengo en el punto más alto del paso. El camino desciende por ambos lados,
hacia ambos lados fluye el agua, y lo que aquí se encuentra próximo y va de la mano halla
su derrotero hacia dos mundos. El pequeño charco que rozo con el zapato fluye hacia el
norte, sus aguas llegarán hasta mares lejanos y fríos. En cambio, el minúsculo resto de
nieve que hay a su lado gotea hacia el sur, sus aguas alcanzarán las costas ligures o
adriáticas e irán a parar al mar, cuya frontera es África. Pero todas las aguas del mundo
vuelven a encontrarse, y mares helados y el Nilo se mezclarán en el húmedo vuelo de las
nubes. La antigua y hermosa parábola santifica mi hora. También para nosotros los
caminantes todos los caminos conducen a casa.
Mi mirada aún puede elegir, le pertenecen todavía el norte y el sur. Cincuenta pasos
más, y ante mí sólo se abrirá el sur. ¡Cómo respira misteriosamente desde los valles
azulados! ¡Cómo va a su encuentro el latido de mi corazón! Sopla desde él un presagio de
lagos y jardines, un perfume de vino y almendra, sagas antiguas y sagradas de anhelo y
peregrinación romana.
Mis recuerdos de juventud tañen como campanadas de valles remotos: ¡el vértigo
viajero de mi primera visita al sur, la ebria respiración del aire de exuberantes jardines junto
al mar azul, la escucha vespertina de la patria lejana a través de pálidas montañas nevadas!
¡La primera oración ante las sacras columnas de la antigüedad! ¡La primera mirada
abstraída hacia el mar espumoso tras rocas de color pardo!
El vértigo ya no existe, y tampoco la urgencia de mostrar a todos mis amores la
hermosa lejanía y mi propia felicidad. Ya no es primavera en mi corazón. Es verano. El
saludo de los desconocidos tiene otro acento para mí. El eco que despierta en mi pecho es
más tranquilo. No lanzo el sombrero al aire. No entono ninguna canción. Pero sonrío, y no
sólo con los labios. Sonrío con el alma, con los ojos, con toda la piel, y ofrezco al país que
me envía su perfume unos sentidos diferentes de los de entonces, más bellos, más serenos,
más agudos, más experimentados, y también más agradecidos. Hoy todo esto me pertenece
más que entonces, me habla con matices más ricos y centuplicados. Mi anhelo embriagado
ya no pinta con colores de ensueño la lejanía misteriosa, mis ojos se contentan con lo que
ven, porque han aprendido a ver. El mundo es más hermoso que entonces.
El mundo es más hermoso. Estoy solo, y la soledad no me hace sufrir. No deseo otra
cosa. Estoy dispuesto a dejarme cocer por el sol. Siento avaricia de madurar. Estoy
dispuesto a morir, dispuesto a nacer de nuevo.
El mundo es más hermoso.
Paseo al atardecer
Camino tarde por sederos polvorientos,
las sombras de los muros caen oblicuamente,
y puedo vislumbrar a través de los sarmientos
la luna sobre sendas y arroyos silentes.
Canciones que un día entonara en el pasado,
entono una vez más, con acento cansino
y las sombras infinitas de lo que he viajado
se cruzan e interponen en mi camino.
El viento, la nieve y el calor solar
de muchos años tras de mí resuenan,
noches de verano y azul relampaguear,
tormentas e incomodidades que apenan.
Con la piel tostada y del todo invadido
por el esplendor del universo entero,
siempre hacia delante me siento atraído,
hasta que las sombras cubren mi sendero.
Aldea
LA primera aldea de la vertiente meridional de las montañas. Aquí empieza de
verdad la vida de peregrino que yo amo, los paseos sin rumbo, los descansos soleados, el
libre vagabundeo. Tengo una gran tendencia a vivir de la mochila y llevar pantalones
deshilachados.
Mientras me hago traer una pinta de vino al aire libre, se me ocurre de improviso
pensar en Ferruccio Busoni. «Tiene usted un aspecto tan campesino», me dijo el buen
hombre con un dejo de ironía la última vez que nos vimos, no hace mucho tiempo, en
Zurich. Andrea había dirigido una sinfonía de Mahler, nos encontrábamos en el restaurante
de costumbre y yo volvía a alegrarme de ver el pálido rostro de fantasma de Busoni y sentir
el espíritu alegre del antifilisteo más destacado que tenemos hoy día. ¿De dónde sale este
recuerdo?
¡Ya lo sé! No es en Busoni en quien pienso, ni en Zurich, ni en Mahler. Estos son
los habituales engaños de la memoria, cuando tropieza con algo incómodo; entonces le
gusta colocar en primer plano imágenes inofensivas. ¡Ahora lo sé! En aquel restaurante se
hallaba también una mujer joven, muy rubia y de mejillas muy sonrosadas, con la que yo no
hablé una sola palabra. ¡Ángel mío! ¡Mirarla era goce y tormento, cuánto la amé durante
aquella hora! Volví a tener dieciocho años.
De repente todo es diáfano. ¡Rubia, hermosa y alegre mujer! Ya no sé cómo te
llamas. Te amé durante una hora y vuelvo a amarte hoy, durante otra hora, en la callejuela
soleada de un pueblo de montaña. Nunca te ha amado nadie como yo, nunca te ha
concedido nadie tanto poder como yo, tanto poder absoluto. Pero estoy condenado a la
infidelidad. Soy uno de esos casquivanos que no aman a una mujer, sino al amor.
Todos los vagabundos estamos hechos así. Nuestra ansia de errar y vagabundear es
en gran parte amor, erotismo. La mitad del romanticismo del viaje no es otra cosa que una
espera de la aventura. Pero la otra mitad es una necesidad inconsciente de transformar y
diluir lo erótico. Nosotros los caminantes estamos acostumbrados a albergar deseos
amorosos precisamente a causa de su carácter irrealizable, y aquel amor que debería
pertenecer a la mujer lo repartimos, jugando, entre pueblo y montaña, lago y garganta, los
niños del camino, los mendigos del puente, el buey de la pradera, el pájaro, la mariposa.
Separamos al amor del objeto, el amor en sí es suficiente para nosotros, del mismo modo
que no buscamos el destino en el peregrinaje, sino únicamente disfrutarlo, estar de camino.
Mujer joven de rostro lozano, no quiero saber tu nombre. No quiero albergar ni
cuidar mi amor por ti. No eres el objeto de mi amor, sino su impulso. Regalo este amor a
las flores del camino, al destello de sol en un vaso de vino, al bulbo rojo del campanario.
Tú haces que esté enamorado del mundo.
¡Ay, tonta palabrería! Esta noche, en la cabaña del monte, he soñado con la mujer
rubia. Estaba locamente enamorado de ella. Hubiese dado el resto de mi vida y todas las
alegrías del peregrinaje por tenerla a mi lado. Y pienso en ella todo el día de hoy. Por ella
bebo vino y como pan. Por ella dibujo en mi libreta la aldea y el campanario. Por ella doy
gracias a Dios, porque vive, y para que pueda verla. Para ella compondré una canción y me
embriagaré con este vino rojo.
Así pues, estaba dispuesto que mi primer descanso en el alegre sur perteneciera al
anhelo de una mujer rubia del otro lado de las montañas. ¡Qué hermosos eran sus frescos
labios! ¡Qué hermosa, qué tonta, qué hechicera es esta pobre vida!
Extravío
Vagabundo nocturno por bosque y quebrada,
un fantástico cerco arde a mi alrededor,
acosado o maldito, no me importa nada,
yo continúo fiel a mi impulso interior.
¡Cuán a menudo la realidad me ha llamado,
esa en que vivís vosotros, a su lado!
Despierto y temeroso en ella residí,
hasta que pronto, en cuanto pude, huí.
¡Oh, patria cálida, que quitarme queréis,
oh, sueño de amor, no me lo arrebatéis!
Hacia él por mil esclusas tiene que manar
mi ser, como las aguas fluyen al mar.
Fuentes secretas me guían con su cadencia,
aves de ensueño agitan su plumaje brillante;
suena de nuevo el canto de mi adolescencia
y entre zumbidos y trenzas de oro radiante
vuelvo, sollozando, a la materna presencia.
El puente
EL camino pasa junto a la cascada y cruza el arroyo de montaña a través de un
puente. Yo ya he pasado por este camino: con frecuencia, con mucha frecuencia, pero
especialmente una vez. Era durante la guerra y mi permiso había terminado, y tenía que
hacer el viaje de vuelta y apresurarme por carreteras y trenes para llegar a su debido tiempo
y reintegrarme a mi trabajo. Guerra y trabajo, permiso y llamamiento, fichas rojas y fichas
verdes, excelencias, ministros, generales, oficinas: un mundo fantasmal, inverosímil. Pero
existía, y tenía el poder de envenenar la tierra, y de sacarme de mi refugio a fuerza de
trompetas, a mí, el pequeño caminante y pintor de acuarelas. Allí estaban prados y viñedos,
y bajo el puente, aquel atardecer, el arroyo sollozaba en la oscuridad y se estremecían los
matorrales húmedos, y encima se extendía y pagaba un cielo vespertino, fríamente rolado;
pronto sería la hora de las luciérnagas. No había aquí ninguna piedra que yo no amara.
Ninguna gota de la cascada a la que no estuviera agradecido, que no procediera
directamente de las cámaras de Dios. Pero todo esto no era nada, y mi amor por las matas
inclinadas y húmedas era sentimental, y la realidad era muy diferente y se llamaba guerra, y
trompeteaba por la boca de un general o un sargento mayor, y yo tenía que correr, y otros
miles tenían que correr por todos los valles del mundo, y se había iniciado una gran época.
Y nosotros, pobres y buenos animalitos, corríamos veloces, y la época era cada vez más
grande. Pero durante todo el viaje cantó en mi interior el agua que sollozaba bajo el puente,
y resonó el dulce cansancio del frío cielo vespertino, y todo era por doquier locura y
confusión.
Ahora todos hemos vuelto, cada uno a su arroyo y por su camino, y vemos el mundo
antiguo, matorrales y laderas, con ojos más tranquilos y cansados. Pensamos en los amigos
que están enterrados, y sólo sabemos que así tenía que ser, y lo sobrellevamos con tristeza.
Pero las hermosas aguas siguen bajando, blancas y azules, por la montaña parda, y
cantan la vieja canción, y el viejo arbusto está lleno de mirlos. Ninguna trompeta resuena
desde la lejanía, y la gran época consiste de nuevo en días y noches llenos de encanto, y en
mañanas y tardes, mediodías y crepúsculos, y el paciente corazón del mundo continúa
latiendo. Cuando nos tendemos sobre el prado, con el oído pegado a la tierra, o nos
asomamos al agua desde el puente, o contemplamos largamente el cielo claro, podemos oír
este corazón grande y tranquilo, que es el corazón de la madre, cuyos hijos somos nosotros.
Al pensar hoy en aquel atardecer en que me despedí de este camino, la angustia
suena ya desde una lejanía cuyo azul y cuya fragancia no sabe nada de batallas y gritos.
Y un día no quedará nada de todo aquello que ha destrozado y atormentado mi vida
y henchido mi ser de tan honda congoja. Un día llegará la paz con el último agotamiento, y
la maternal tierra me acogerá en sus brazos. No será el fin, sino Un renacimiento, será el
baño y el sueño en que desaparece lo viejo y marchito y empieza a respirar lo joven y
nuevo. Quiero volver a recorrer entonces, con otros pensamientos, todos estos caminos, y
escuchar una y otra vez los arroyos y contemplar una y otra vez el cielo vespertino.
Espléndido mundo
Ya sea joven o viejo, siempre siento igual:
un monte en la noche, una mujer callada en el balcón,
un camino blanco, el reflejo lunar
me llenan de nostalgia y anhelo el corazón.
Oh, mundo ardiente; oh, mujer blanca en el balcón;
un perro ladra en el valle, pasa un tren lejano;
¡cómo mentís, cuán amarga es vuestra decepción!
Y aun así seguís siendo mi sueño dulce y vano.
La espantosa «realidad» con frecuencia he buscado,
donde reinan asesores, ley, moda y dinero,
pero siempre he huido, libre y desengañado,
hacia la dulce locura y el sueño hechicero.
¡Aire nocturno y cálido, gitana morena,
mundo de loco anhelo y poética llama!
Espléndido mundo, mi sempiterna escena,
¡tu rayo me estremece, tu voz me reclama!
La rectoría
PASAR por delante de esta hermosa casa inspira un ansia y una nostalgia, ansia de
quietud, tranquilidad y burguesía, y nostalgia de buenas camas, un banco en el jardín y
olores de una buena cocina, además de un estudio, tabaco y libros viejos. ¡Y cuánto
desprecié y me burlé de la teología en mi juventud! Se trata, como ahora sé, de una
erudición llena de gracia y encanto; no tiene nada que ver con tonterías como metros y
quintales, ni con vilezas de la historia del mundo, como constantes tiroteos, insultos y
traiciones, sino que se ocupa, fina y tiernamente, de cosas amadas, íntimas y santas, de la
gracia y la redención, de ángeles y sacramentos.
Sería maravilloso para un hombre como yo ser párroco y vivir aquí. ¡Precisamente
para un hombre como yo! ¿No sería el hombre adecuado para pasearme por aquí con una
sotana negra, amar con ternura, pero sólo espiritualmente, los perales del jardín, consolar a
los moribundos de la aldea, leer viejos libros latinos, dar órdenes suaves a la cocinera y el
domingo, con un buen sermón en la cabeza, caminar a paso lento hacia la iglesia por el
embaldosado de piedra?
Los días de mal tiempo calentaría mucho las estufas y me apoyaría en una de las
chimeneas de azulejos verdes o azules, y de vez en cuando me detendría junto a la ventana
y menearía la cabeza ante semejante tiempo.
En cambio, los días de sol estaría mucho en el jardín, podaría y ataría en los
espaldares o me colocaría ante la ventana abierta y contemplaría cómo las montañas,
después de ser grises y negras, vuelven a ser rosadas y luminosas. Ay, miraría con profunda
comprensión a todos los caminantes que pasaran ante mi tranquila casa, les seguiría con
pensamientos tiernos y bondadosos, y también con añoranza, pues ellos habrían elegido la
mejor parte al ser reales y verdaderos huéspedes y peregrinos sobre la tierra, en lugar de
representar el papel de amos y sedentarios, como yo.
Quizá yo sería un párroco semejante. Pero quizá fuese otro, uno que pasa las noches
en su estudio con un generoso borgoña, peleando con mil demonios, o despertando
sobresaltado por las pesadillas, acosado por el temor de cometer pecados secretos con sus
penitentas. O mantendría cerrada la verja del jardín y dejaría que las campanas tocasen a
misa, y sin preocuparme de mi oficio, mi aldea o el mundo, me tendería sobre el ancho
canapé, fumaría y holgazanearía insensatamente. Demasiado perezoso para desnudarme por
la noche, demasiado perezoso para levantarme por la mañana.
En resumen, en esta casa no sería ningún párroco, sino el mismo vagabundo voluble
e inofensivo de ahora; jamás sería párroco, sino más bien un teólogo fantástico, ya sibarita,
ya gandul y borracho, ya obsesionado por las muchachas jóvenes, ya poeta y actor, ya con
el pobre corazón enfermo de dolor y miedo.
Por esto es igual que contemple la puerta verde y los árboles del espaldar, el bonito
jardín y la hermosa rectoría desde dentro o desde fuera; es igual que sienta en la calle
nostalgia por ser como el sereno sacerdote, o que experimente desde la ventana añoranza y
envidia de la vida del caminante. Es completamente igual que sea párroco aquí o
vagabundo en la calle. Todo es completamente igual, a excepción de una sola
insignificancia que, no obstante, tengo muy arraigada en mí. Que en mí sienta palpitar la
vida, ya sea en la lengua o en las plantas de los pies, ya sea en el bienestar o en el tormento;
que mi alma tenga libertad de movimientos y pueda introducirse con cien juegos de la
fantasía en otras tantas formas, en párrocos y caminantes, en cocineras y asesinos, en niños
y animales, incluso en pájaros y también en árboles; esto es lo esencial, esto es lo que
quiero y necesito de la vida, y si algún día no pudiera ser así y me fuera asignada una vida
en la llamada «realidad», preferiría morirme.
Apoyado en el pozo he dibujado la rectoría, con su puerta verde, que de hecho es lo
que más me gusta, y con el campanario a sus espaldas. Es posible que haya pintado la
puerta más verde de lo que es, y haya exagerado un poco la altura del campanario. Lo
principal es que durante un cuarto de hora he tenido una patria en esta casa. Algún día esta
rectoría, que sólo vi por fuera y donde no conozco a nadie, me producirá la misma nostalgia
que siento de la verdadera patria y de los lugares donde fui un niño feliz. Porque también
aquí, durante un cuarto de hora, fui niño y feliz.
Granja
CUANDO vuelvo a ver esta bendita comarca del sur de los Alpes, tengo siempre la
sensación de regresar al hogar después de un destierro, como si por fin me encontrase en mi
ladera preferida de las montañas. Aquí el sol brilla de modo más entrañable, las montañas
son más rojas; aquí crecen castaños y viñas, almendras e higos, y la gente es buena, cortés y
amistosa, aunque sea pobre. Y todo cuanto hacen tiene un aspecto tan bueno, tan correcto y
amistoso como si hubiera sido obra de la naturaleza. Las casas, los muros, los peldaños de
los viñedos, los caminos, la vegetación, las terrazas, nada es nuevo ni viejo, todo es como si
no hubiera sido trabajado, cuidado, arrancado a la naturaleza, todo es como si hubiera
surgido del mismo modo que las rocas, los árboles y el musgo. Los muros de las viñas, las
casas y los tejados están hechos del mismo gneis pardo, todo armoniza fraternalmente.
Nada parece extraño, hostil y violento; todo es íntimo, alegre, entrañable.
Dondequiera que uno tome asiento, sobre un muro, una roca o una cepa, sobre la
hierba o la tierra, por doquier le rodea una imagen y una poesía; por doquier aparece el
mundo circundante hermoso y feliz.
Aquí hay una granja donde viven unos campesinos pobres. No tienen bueyes, sólo
cerdos, cabras y gallinas, plantan uvas, maíz, fruta y verduras. Toda la casa está hecha de
piedra, incluidos los suelos y las escaleras; un escalón tallado conduce al patio entre dos
columnas de piedra. Por doquier, entre la vegetación y la piedra, aparece el azul del mar.
Pensamientos y congojas parecen haberse quedado al otro lado de las montañas
cubiertas de nieve. ¡Se preocupa uno tanto entre los hombres atormentados y las cosas
desagradables! ¡Es tan difícil allí, tan desesperadamente importante, encontrar una
justificación de la existencia! ¿Cómo vivir, si no? Ante la infelicidad, el hombre se vuelve
melancólico. Pero aquí no hay ningún problema, la existencia no necesita ninguna
justificación, pensar se convierte en un juego. Se descubre que el mundo es hermoso y la
vida es corta. No todos los deseos se conforman: yo querría tener otros dos ojos, un pulmón
de más. Estiro las piernas sobre la hierba y deseo tenerlas más largas.
Querría ser un gigante; entonces tendría la cabeza cerca de la nieve, en los Alpes,
entre las cabras, y los dedos de los pies chapotearían en alta mar. De este modo jamás
necesitaría ponerme en pie; entre mis dedos crecerían las matas, entre mis cabellos, rosas
alpinas, mis rodillas serían estribaciones y en mi cuerpo habría viñedos, casas y capillas.
Así yacería durante diez mil años, pestañearía mirando el cielo, pestañearía mirando el mar.
Cuando estornudase, habría una tempestad. Cuando soplara, la nieve se derretiría y
danzarían mil cascadas. Cuando muriera, moriría el mundo entero. Entonces viajaría por los
océanos, buscando un nuevo sol.
¿Dónde dormiré esta noche? ¡Es lo mismo! ¿Qué hace el mundo? ¿Descubre nuevos
dioses, nuevas leyes, nuevas libertades? ¡Es lo mismo! Pero que aquí arriba florezca otra
primavera de pétalos aterciopelados, que el viento cante entre los álamos, dulce y apacible,
que entre mis ojos y el cielo flote y zumbe una abeja dorada, ¡esto sí que no es lo mismo!
Su zumbido entona la canción de la felicidad, tararea la canción de la eternidad. Su canción
es mi historia del mundo.
Lluvia
Lluvia veraniega, lluvia templada,
que susurra entre matas y arboleda,
¡qué bueno es, y qué bendito,
soñar de nuevo hasta sentirme ahíto!
Tras tanto tiempo en la intemperie clara,
esta oleada me es desconocida.
Al alma misma le resulta rara
cualquier tendencia por otros dirigida.
Nada ambiciono y a nada aspiro,
salvo a dulces canciones infantiles,
y, ya en el hogar, me admiro
de ver realizados mis sueños pueriles.
¡Corazón, con tu osadía acostumbrada,
eres feliz, agitándote al viento,
sin pensar, sin saber nada,
sólo respirando, sólo sintiendo!
Arboles
LOS árboles han sido siempre para mí los predicadores más eficaces. Los respeto
cuando viven entre pueblos y familias, en bosques y florestas. Y todavía los respeto más
cuando están aislados. Son los solitarios. No como ermitaños, que se han aislado a causa de
alguna debilidad, sino como hombres grandes en su soledad, como Beethoven y Nietzsche.
En sus copas susurra el mundo, sus raíces descansan en lo infinito; pero no se pierden en él,
sino que persiguen con toda la fuerza de su existencia una sola cosa: cumplir su propia ley,
que reside en ellos, desarrollar su propia forma, representarse a sí mismos. Nada hay más
ejemplar y más santo que un árbol hermoso y fuerte. Cuando se ha talado un árbol y éste
muestra al mundo su herida mortal, en la clara circunferencia de su cepa y monumento
puede leerse toda su historia: en los cercos y deformaciones están descritos con fidelidad
todo el sufrimiento, toda la lucha, todas las enfermedades, toda la dicha y prosperidad, los
años flacos y los años frondosos, los ataques superados y las tormentas sobrevividas. Y
cualquier campesino joven sabe que la madera más dura y noble tiene los cercos más
estrechos, que en lo alto de las montañas y en peligro constante crecen los troncos más
fuertes, ejemplares e indestructibles.
Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos, quien sabe escucharles,
aprende la verdad. No predican doctrinas y recetas, predican, indiferentes al detalle, la ley
primitiva de la vida.
Un árbol dice: en mí se oculta un núcleo, una chispa, un pensamiento, soy vida de la
vida eterna. Es única la tentativa y la creación que ha osado en mí la Madre eterna, única es
mi forma y únicas las vetas de mi piel, único el juego más insignificante de las hojas de mi
copa y la más pequeña cicatriz de mi corteza. Mi misión es dar forma y presentar lo eterno
en mis marcas singulares.
Un árbol dice: mi fuerza es la confianza. No sé nada de mis padres, no sé nada de
los miles de retoños que todos los años provienen de mí. Vivo, hasta el fin, el secreto de mi
semilla, no tengo otra preocupación. Confío en que Dios está en mí. Confío en que mi tarea
es sagrada. Y vivo de esta confianza.
Cuando estamos tristes y apenas podemos soportar la vida, un árbol puede
hablarnos así: ¡Estate quieto! ¡Estate quieto! ¡Contémplame! La vida no es fácil, la vida no
es difícil. Estos son pensamientos infantiles. Deja que Dios hable dentro de ti y en seguida
enmudecerán. Estás triste porque tu camino te aparta de la madre y de la patria. Pero cada
paso y cada día te acerca más a la madre. La patria no está aquí ni allí. La patria está en tu
interior, o en ninguna parte.
El ansia de vagabundear me acelera el corazón cuando oigo al atardecer el susurro
de los árboles. Si se escucha durante largo rato y con la quietud suficiente, se aprende
también la esencia y el sentido de esta necesidad del caminante. No es, como parece, una
huida del sufrimiento. Es nostalgia de la patria, del recuerdo de la madre, de nuevas
parábolas de la vida. Conduce al hogar. Todos los caminos conducen al hogar, cada paso es
un nacimiento, cada paso es una muerte, cada tumba es una madre.
Esto susurra el árbol al atardecer, cuando tenemos miedo de nuestros propios
pensamientos infantiles. Los árboles tienen pensamientos dilatados, prolijos y serenos, así
como una vida más larga que la nuestra. Son más sabios que nosotros, mientras no les
escuchamos. Pero cuando aprendemos a escuchar a los árboles, la brevedad, rapidez y
apresuramiento infantil de nuestros pensamientos adquieren una alegría sin precedentes.
Quien ha aprendido a escuchar a los árboles, ya no desea ser un árbol. No desea ser más
que lo que es. Esto es la patria. Esto es la felicidad.
Gozos del pintor
El campo cuesta dinero y nos da trigo,
las alambradas delimitan el prado,
necesidad y codicia son nuestro castigo,
todo nos parece podrido y negado.
Pero aquí en mis ojos vive e influye
un orden de cosas muy diferente:
el púrpura reina y el violeta fluye,
y yo entono su canción inocente.
Gualda con gualda, gualda y rojo unidos,
frescos azules de rojos matices,
color y luz, en mil mundos fundidos,
se mecen y tiñen en oleadas felices.
Reina el espíritu que todo lo cura,
resuena el verde de una fresca fuente,
el mundo se reparte con nueva cordura
y en el corazón hay un gozo fulgente.
Tiempo lluvioso
QUIERE empezar a llover; el viento lánguido flota sobre el lago, gris y temeroso.
Yo paseo por la playa, en los alrededores de mi pensión.
El tiempo es lluvioso, que es un tiempo refrescante y sereno. Pero hoy, no. La
humedad baja y sube continuamente en el aire pegajoso, las nubes se descargan sin cesar, y
siempre llegan otras nuevas. En el cielo reinan la indecisión y el malhumor.
Tenía planes mucho más bonitos para esta tarde: cena y alojamiento en la taberna de
pescadores, paseo por la playa, baño en el lago y tal vez nadar a la luz de la luna.
En lugar de esto, un cielo desconfiado y sombrío deja caer, nervioso y destemplado,
una llovizna caprichosa, y yo, no menos nervioso y destemplado, vago por el paisaje
insólito. Quizá bebí demasiado vino anoche, o demasiado poco, o tal vez soñé cosas
inquietantes. Dios sabe a qué se debe. El ánimo es endiablado, el aire, lánguido y
desagradable, mis ideas, taciturnas, el mundo, sin brillo.
Esta noche me haré asar pescado y beberé mucho vino tinto del país. Devolveremos
al mundo un poco de brillo y encontraremos la vida más soportable. En la taberna
encendemos el fuego en la chimenea para no oír ni ver esta lluvia lánguida y antipática.
Fumo cigarros Brissago, buenos y largos, y acerco el vaso de vino al fuego hasta que lanza
destellos de sangre. Al final, lo conseguiremos. La velada pasará, podré conciliar el sueño,
mañana todo será distinto.
Sobre el agua poco profunda de la playa caen gotas de lluvia, un viento fresco y
húmedo sopla entre los árboles mojados, plomizos, que centellean como peces muertos. Un
demonio ha escupido en la sopa. Nada es como debe ser. Nada suena bien. Nada produce
alegría o calor. Todo es triste, aburrido, sombrío. Todas las cuerdas están desafinadas.
Todos los colores, falseados.
Sé por qué es así. No es el vino que bebí ayer, ni que haya dormido en una mala
cama, ni tampoco el tiempo lluvioso. Han aparecido unos demonios y han desafinado una
por una todas las cuerdas de mi ser. Ha vuelto el temor, el miedo de las pesadillas infantiles,
de los cuentos, del destino de los colegiales. El temor, el acoso de lo inalterable, la
melancolía, el tedio. ¡Qué insulso es el mundo! ¡Qué horrible tener que levantarse mañana,
volver a comer, volver a vivir! ¿Por qué hemos de vivir? ¿Por qué es el hombre tan tímido y
bonachón? ¿Por qué no yacemos desde hace tiempo en el mar?
Ni siquiera ha crecido la hierba. No se puede ser vagabundo y artista y al mismo
tiempo un burgués sano y cuerdo. Si quieres embriaguez, ¡acepta también la resaca! Si
quieres sol y bellas fantasías, ¡acepta también la suciedad y el hastío! Todo está dentro de ti,
el oro y el barro, el deleite y la pena, la risa infantil y la angustia mortal. ¡Acéptalo todo, no
te aflijas por nada, no intentes rehuir nada! No eres un burgués, tampoco eres un griego, no
eres armónico y dueño de ti mismo, eres un pájaro en plena tormenta. ¡Déjala rugir! ¡Déjate
llevar! ¡Cuánto has mentido! ¡Cuántos miles de veces, incluso en tus libros y poesías, has
fingido ser el armonioso y sabio, el feliz, el iluminado! ¡Lo mismo han fingido ser los
héroes al atacar en la guerra, mientras las entrañas temblaban! ¡Dios mío, qué simiesco y
fanfarrón es el hombre, sobre todo el artista, sobre todo el poeta, sobre todo yo!
Me haré asar unos pescados y beberé el Nostrano en un vaso de cristal grueso, y
consumiré largos cigarros y escupiré al fuego de la chimenea, pensaré en mi madre y trataré
de exprimir algunas gotas de dulzura de mi temor y mi tristeza. Después me acostaré en una
mala cama adosada a una pared delgada, escucharé el viento y la lluvia, lucharé contra los
latidos de corazón, desearé la muerte, temeré a la muerte, imploraré a Dios. Hasta que pase
todo, hasta que la desesperación se fatigue, hasta que consiga algo parecido a sueño y al
consuelo. Así era entonces, cuando tenía veinte años, así es hoy y así seguirá siendo, hasta
que llegue el fin. Una y otra vez tendré que pagar con estos días mi vida hermosa y amada.
Una y otra vez volverán estos días y noches, el miedo, el hastío, la desesperación. Y aun así
viviré, y aun así amaré la vida.
¡Qué sombrías y maliciosas son las nubes colgadas de las montañas! ¡Qué falso y
plomizo es el reflejo de la tenue luz en el lago! ¡Qué tonto y desconsolado es todo cuanto
me viene a la mente!
Capilla
LA capilla rosada, con su pequeño sobradillo, debe haber sido construida por
hombres buenos y delicados y, además, muy piadosos…
Se me ha dicho a menudo que hoy día ya no quedan hombres piadosos. Es lo mismo
que decir que ya no hay música ni cielos azules. Creo que hay mucha gente piadosa. Yo
mismo lo soy. Pero no lo he sido siempre.
El camino de la piedad puede ser diferente para cada uno. En mi caso pasó por
muchos errores y sufrimientos, por muchos tormentos interiores, por arrogantes tonterías,
por selvas de necedades. Era librepensador y sabía que la piedad es una enfermedad del
alma. Era asceta y me hundí muchos clavos en la carne. No sabía que ser piadoso significa
alegría y salud.
La piedad no es otra cosa que confianza. Tiene confianza la persona sencilla, sana,
inofensiva, el niño, el salvaje. A mí, que no era sencillo ni inofensivo, la confianza tuvo que
llegarme después de muchos rodeos. El principio es confianza en sí mismo. La fe no se
alcanza con cálculos, culpa y escrúpulos de conciencia, ni con mortificación y sacrificios.
Todos estos esfuerzos van dirigidos a dioses que habitan fuera de nosotros. El Dios en
quien debemos creer está en nuestro interior. Quien se niega a sí mismo, no puede aceptar a
Dios.
¡Oh, querida e íntima capilla de esta región! Llevas los signos e inscripciones de un
Dios que no es el mío. Tus fieles rezan oraciones cuyas palabras no conozco. Sin embargo,
puedo rezar en tu interior tan bien como en el encinar o el valle. Floreces entre el verdor,
amarilla, blanca o rosada, como las canciones de primavera de la juventud. En tu interior
todas las oraciones son santas y están permitidas.
La oración es tan santa y tan redentora como el canto. La oración es confianza, es
confirmación. Quien verdaderamente reza, no suplica, sólo enumera sus circunstancias y
necesidades, canta su sufrimiento y gratitud, tal como cantan los niños. Así rezaron los
santos ermitaños que están pintados entre sus oasis y corzos en el cementerio de Pisa; es la
pintura más hermosa del mundo. Así rezan también los árboles, los animales. En los
cuadros de los buenos pintores, rezan cada árbol y cada montaña.
Quien procede de una devota familia protestante, ha de recorrer un largo camino
hasta llegar a esta oración. Conoce los infiernos de la conciencia, conoce la punzada mortal
de la división de sí mismo, ha sentido la escisión, el tormento, la desesperación de toda
índole. Hacia el final del camino descubre con asombro lo fácil, infantil y natural que es la
bienaventuranza que ha buscado por senderos tan espinosos. Pero los caminos de espinas
no han sido inútiles. El pródigo es diferente del que siempre ha permanecido en el hogar.
Ama con más efusión y está más libre de justicia e ilusiones. La justicia es la virtud del que
se ha quedado en casa, una virtud antigua, una virtud del hombre primitivo. Nuestra
generación no puede hacer uso de ella. Sólo conocemos una felicidad: el amor, y una única
virtud: la confianza.
Envidio a estas capillas por sus fieles, por sus comunidades. Cien fieles les exponen
sus sufrimientos, cien niños ponen coronas en sus puertas y les ofrecen sus velas. En
cambio, nuestra fe, la piedad de los pródigos, es solitaria. Los de la fe antigua no quieren
ser compañeros nuestros, y las corrientes del mundo pasan muy lejos de nuestras islas.
Arranco flores de la pradera contigua, primaveras, tréboles, ranúnculos, y las
deposito ante el altar de la capilla. Me siento en el pretil, bajo el sobradillo, y tarareo un
cántico piadoso en la quietud de la mañana. Mi sombrero está sobre el muro de color pardo,
y una mariposa azul se de-tiene en él. En el valle lejano silba, fina y suavemente, un tren.
En los arbustos aún centellea, aquí y allí, una gota de rocío.
Caducidad
Del árbol de mi vida
se desprende hoja tras hoja.
¡Oh, mundo de delirios,
cómo nos sacias,
cómo nos sacias y fatigas,
cómo nos embriagas!
Lo que hoy aún florece,
pronto se marchita,
pronto sonará el viento
sobre mi tumba parda,
sobre el niño pequeño
se inclina la madre.
Quiero ver sus ojos de nuevo,
su mirada es mi estrella,
todo lo demás puede dispersarse,
todo muere, todo muere gustoso.
Sólo permanece la Madre eterna
de quien procedemos,
sus dedos escriben juguetones
nuestro nombre en el aire efímero.
Hora de almorzar
EL cielo vuelve a reír, sobre todas las cosas danza una exuberancia de aire. El país
lejano y extraño vuelve a pertenecerme, lo extraño se ha convertido en patria. Hoy mi lugar
está bajo el árbol a orillas del lago; he dibujado una cabaña con ganado y algunas nubes. He
escrito una carta que no remito. Ahora saco el almuerzo de mi mochila: pan, salchichón,
nueces y chocolate.
Cerca hay un bosquecillo de abedules, y he visto muchas ramas secas en el suelo.
Me acomete el deseo de encender una pequeña hoguera, convertirla en mi camarada y
sentarme a su lado. Voy hacia allí, recojo un buen montón de leña, pongo papel debajo y le
prendo fuego. El humo delgado asciende alegre y ligero, la llama roja tiene un aspecto
singular al sol del mediodía.
El salchichón es bueno, mañana compraré más. ¡Ojalá tuviera un par de castañas,
para asarlas al fuego!
Después del almuerzo extiendo la chaqueta sobre la hierba, descanso en ella la
cabeza y contemplo cómo sube a las alturas mi pequeño humo sacrificial. Aquí falta música
y ambiente festivo. Recuerdo unas canciones de Eichendorff que me sé de memoria. No se
me ocurren muchas, en algunas me salto versos. Tarareo las canciones según las melodías
de Hugo Wolf y Othmar Schoeck. «Quien quiere vagar por el extranjero» y «Fiel y amado
laúd» son las más hermosas. Las canciones rebosan dulce melancolía, pero la melancolía es
sólo una nube de verano, detrás de ella hay sol y confianza. Así es Eichendorff. En esto
supera a Mórike y Lenau.
Si mi madre aún viviera, pensaría en ella y trataría de decirle y confesarle todo
aquello que debiera saber de mí.
En lugar de esto, se me acerca una niña de diez años y cabellera negra, que me mira,
mira después mi hoguera, coge una nuez y un trozo de chocolate, se sienta junto a mí sobre
la hierba y me habla de sus cabras y de su hermano mayor con la dignidad y la seriedad de
los niños. ¡Qué bufones somos los viejos! Entonces tiene que volver a casa, ha llevado la
comida a su padre. Saluda, formal y seria, y se va con sus zuecos y sus medias de lana roja.
Se llama Annunziata.
El fuego se ha apagado. El sol se ha movido imperceptiblemente. Hoy quiero
caminar todavía un largo trecho. Mientras guardo las cosas y cierro mi fardo, se me ocurren
otros versos de Eichendorff, y los canto de rodillas:
Pronto, ah, qué pronto, llegará el tiempo sereno,
y también yo descansaré, y encima de mí
susurrará la hermosa soledad del bosque
y tampoco aquí me conocerá nadie.
Siento por primera vez que en estos amados versos la melancolía es también la
sombra de una nube. Esta melancolía no es más que la música dulce de la caducidad, sin la
cual lo bello no nos emociona. Carece de dolor. Me pongo en marcha con ella y trepo,
contento, por el sendero de la montaña, el lago se queda muy abajo; paso junto al arroyo de
un molino, un grupo de castaños y una rueda dormida, y me adentro en el día azul y
silencioso.
El caminante a la muerte
También por mí vendrás en su momento,
no me olvidarás,
y al final habrá el tormento
y la cadena romperás.
Extraña y remota pareces todavía,
querida hermana Muerte,
permaneces como una estrella fría
sobre mi triste suerte.
Pero un día te acercarás a mí,
toda fuego, ese día.
¡Ven, tómame, estoy aquí,
soy tuyo, amada mía!
Lago, árbol, montaña
ERASE una vez un lago. Por encima del lago azul y del cielo azul se elevaba, verde
y amarillo, un árbol de primavera. Al otro lado el cielo descansaba serenamente sobre la
bóveda de las montañas.
Un caminante se hallaba sentado a los pies del árbol. Pétalos amarillos caían sobre
sus hombros. Estaba cansado y había cerrado los ojos. Un sueño cayó del árbol amarillento
y le envolvió.
El caminante se empequeñeció y se convirtió en un niño, que oía cantar a su madre
en el jardín de detrás de la casa. Vio volar una mariposa, amarilla y delicada, de un amarillo
alegre contra el azul del cielo. Corrió detrás de ella. Corrió por los prados, cruzó el arroyo,
cruzó el lago. Entonces la mariposa voló alto sobre el agua clara, y el niño echó a volar
detrás de ella, flotando alegre y ligero, volando feliz por el espacio azul. El sol brillaba
sobre sus alas. Voló en pos de la amarilla y voló sobre el lago y sobre las altas montañas, y
allí estaba Dios, cantando encima de una nube. Le rodeaban los ángeles, y uno de los
ángeles se parecía a la madre del niño y sostenía una regadera inclinada sobre un macizo de
tulipanes, para que pudieran beber. El niño voló hacia él, y se convirtió en otro ángel, y
abrazó a su madre.
El caminante se frotó los ojos y volvió a cerrarlos. Arrancó un tulipán rojo y se lo
puso a su madre en el pecho. Arrancó un tulipán y se lo puso en los cabellos. Ángeles y
mariposas volaban, y todas las aves y animales y peces del mundo estaban allí, y cualquiera
de ellos a quien llamara por su nombre volaba hasta la mano del niño y le obedecía, se
dejaba acariciar, se dejaba interrogar y se iba cuando le dejaban.
El caminante se despertó y pensó en los ángeles. Oyó el susurro de las finas hojas
del árbol y oyó la vida sutil y silenciosa que recorría el árbol de abajo arriba en corrientes
doradas. La montaña le contemplaba, y Dios se apoyaba en ella con su manto marrón y
cantaba. Su canción se oía a través de la extensión transparente del lago. Era una canción
sencilla, que se mezclaba y sonaba al unísono con las tenues corrientes de energía del árbol,
y con las tenues corrientes de la sangre del corazón, y con las corrientes tenues y doradas
que fluían del sueño y recorrían su cuerpo.
Entonces también él empezó a cantar, lenta y suavemente. Su canción carecía de
arte, era como el aire y el vaivén de las olas, era sólo un murmullo y un zumbido de abejas.
La canción contestaba al Dios que cantaba en la lejanía, a la corriente que cantaba en el
árbol, a la canción que fluía en su sangre.
El caminante cantó durante mucho rato, como suena una campánula al viento de
primavera y como una langosta hace música entre la hierba. Cantó durante una hora, o
durante un año. Cantó de modo infantil y divino, cantó a la mariposa y a su madre, cantó al
tulipán y al lago, cantó a su sangre y a la sangre del árbol.
Cuando reanudó la marcha y se adentró corriendo, abstraído, en la cálida región, fue
recordando poco a poco su camino, su meta y su propio nombre, y que hoy era martes, y
que más allá pasaba el tren de Milán. En un lugar muy lejano todavía se oía un canto, en la
otra orilla del lago. Allí estaba Dios con su manto marrón, todavía cantando, pero el
caminante, poco a poco, dejó de percibir el tono.
Magia de los colores
Aliento divino en todos los temas,
arriba cielo, debajo otro cielo;
canta la luz millares de poemas,
Dios se hace mundo de cromático velo.
El blanco al negro, lo cálido al frescor
se siente siempre de nuevo atraído,
y eternamente, del caótico ardor,
surge el arco iris siempre repetido.
Así por nuestras almas se pasea,
en la pena o la dicha que sintamos,
la luz de Dios, que decide, que crea,
y que nosotros como sol ensalzamos.
Cielo nublado
ENTRE las peñas crecen hierbas enanas. Tendido, contemplo el cielo del atardecer,
que desde hace horas va cubriéndose lentamente de unas nubecillas estáticas y
desordenadas. Por allí arriba deben soplar vientos que aquí no se notan, y que tejen los
celajes de las nubes como si fueran hilos.
Del mismo modo que la evaporación y la caída de la lluvia sobre la tierra sigue un
determinado ritmo, del mismo modo que las estaciones y las mareas se suceden a intervalos
fijos, también en nuestro interior todo se desarrolla de acuerdo con las leyes y el ritmo.
Existe un tal profesor Fliess que ha calculado ciertas sucesiones numéricas para señalar el
retorno periódico de los fenómenos vitales. Suena a cábala, pero seguramente la cábala
también es una ciencia. El hecho de que los profesores alemanes se rían de ella, dice mucho
en su favor.
La oleada oscura que hay en mi vida, y que tanto temo, llega asimismo con cierta
regularidad. Desconozco los datos y las cifras, no he llevado nunca un diario cotidiano. No
sé, ni quiero saber, si el número 23 y el 27, o cualquier otro número, tienen algo que ver
con ello. Lo único que sé es: de vez en cuando, sin causas exteriores, en mi alma se levanta
la ola oscura. Proyecta una sombra sobre el mundo, como la sombra de una nube. La
alegría suena a falsa; la música, desafinada. La melancolía impera, morir es mejor que vivir.
Esta melancolía llega de vez en cuando como un ataque, ignoro con qué intervalos, y cubre
lentamente mi cielo de grandes nubarrones. Empieza con inquietud en el corazón, con una
sensación de miedo, probablemente con pesadillas nocturnas. Personas, casas, colores y
tonos que antes me gustaban se vuelven dudosos y adquiere un aspecto falso. La música da
dolor de cabeza. Todas las cartas parecen destempladas y contienen dardos ocultos. Verse
obligado a hablar con la gente durante estas horas es un tormento y acaba inevitablemente
en escenas. Estas son las horas a causa de las cuales no se poseen armas de fuego; y es
cuando más falta hacen. Se siente ira, dolor y queja contra todo, contra las personas, contra
los animales, contra el tiempo, contra Dios, contra el papel del libro que se está leyendo y
contra la tela del traje que se lleva puesto. Pero la ira, la impaciencia, la queja y el odio no
se refieren a las cosas, y todos se vuelven contra mí. Soy yo quien merece el odio. Soy yo
quien introduce en el mundo la fealdad y el tono falso.
Hoy descanso de un día semejante. Sé que ahora puedo esperar una temporada de
calma. Sé que el mundo es hermoso, que a veces es infinitamente más hermoso para mí que
para nadie, que los colores tienen más dulzura, el aire fluye con más facilidad, la luz flota
con más delicadeza. Y sé que debo pagarlo con los días en que la vida es insoportable.
Existen buenos remedios contra la melancolía: el canto, la piedad, el vino, la música, la
poesía, el vagabundeo. De estos remedios vivo, como el ermitaño de su breviario. Muchas
veces se me antoja que los platillos de la balanza se han desequilibrado, que mis horas
dulces son demasiado escasas y poco buenas para compensarme de las malas. A veces, por
el contrario, creo que he progresado, que las horas buenas han aumentado y las malas,
disminuido. Lo que jamás deseo, ni siquiera en los momentos peores, es un estado
intermedio entre lo bueno y lo malo, un término medio soportable, por así decirlo. No,
prefiero una exageración de las curvas; prefiero un tormento todavía peor, y, a cambio, ¡un
poco más de brillo para los momentos bienaventurados!
Gradualmente, el malhumor se va extinguiendo, la vida vuelve a ser bella, el cielo
vuelve a ser hermoso, el vagabundeo vuelve a tener sentido. En estos días del retorno siento
algo parecido a la convalecencia: cansancio sin ningún dolor, sumisión sin amargura,
gratitud sin desprecio de mí mismo. Con lentitud, las líneas vitales vuelven a subir. Vuelvo
a tararear el verso de una canción. Vuelvo a arrancar una flor. Vuelvo a jugar con el bastón.
Todavía vivo. Lo he superado. Lo superaré otras veces, quizá con frecuencia.
Me resultaría totalmente imposible decir si este cielo nublado, cuajado de hebras,
inmóvil en su movimiento, se refleja en mi alma o viceversa, si no hago más que reflejar en
este cielo la imagen de mi interior. ¡Muchas veces es algo tan incierto! Hay días en que
estoy convencido de que ningún habitante de la tierra puede observar con tanta exactitud y
fidelidad como yo, provisto de mi viejo y nervioso sentido de poeta y vagabundo, ciertos
cambios del aire y de las nubes, ciertos matices de colores, ciertas oscilaciones de fragancia
y humedad. Y luego, nuevamente, como hoy, me resulta dudoso que haya sido alguna vez
capaz de ver, oler y oír, y dudo de que todo cuanto he creído percibir no haya sido tan sólo
la imagen, proyectada hacia fuera, de mi propia vida interior.
Casa roja
CASA roja, desde cuyo pequeño jardín y viñedo me llega el perfume de todo el sur
de los Alpes. Muchas veces he pasado por delante de ti, y ya la primera vez mi afición de
caminante se acordó, estremecida, de su polo opuesto, y ahora juego nuevamente con la
vieja y tan conocida melodía: tener una patria, una casita en un jardín verde, quietud
alrededor y, algo más abajo, la aldea. En el cuarto que da a Oriente, mi cama, mi propia
cama, en el cuarto orientado hacia el sur, mi mesa, y también allí colgaría mi pequeña y
antigua Madonna que un día compré en Brescia, en anteriores épocas de viaje.
Como transcurre el día entre Oriente y Occidente, así transcurre mi vida entre el
impulso de viajar y el deseo de la patria. Tal vez un día habré llegado tan lejos que los
viajes y la lejanía formarán parte de mi alma, y sus imágenes estarán en mi interior, por lo
que ya no tendré necesidad de realizarlas. O tal vez llegaré al punto en que la patria estará
dentro de mí, y entonces ya no habrá flechazos con jardines y casitas rojas. ¡Llevar a la
patria dentro de sí!
¡Qué diferente sería entonces la vida! Tendría un centro, y del centro partirían todas
las fuerzas.
Pero mi vida carece de centro, y flota, temblorosa, entre muchas hileras de polos y
polos opuestos. Nostalgia del hogar aquí, nostalgia de peregrinar allí. Urgencia de soledad y
vida monacal aquí, ¡ansia de amor y solidaridad allí! He coleccionado libros y grabados y
los he regalado a alguien. He cultivado la voluptuosidad y el vicio, y los he abandonado
para practicar el ascetismo y la mortificación. He respetado con convicción la vida como
sustancia, y he llegado a no poder reconocerla y amarla más que como función.
Pero no es asunto mío hacerme diferente de lo que soy. Es asunto del milagro.
Quien busca el milagro, quien quiere atraerlo y ayudarlo, sólo consigue alejarse de él. Mi
misión es flotar entre muchas alternativas tensas y estar dispuesto cuando el milagro corre
hacia mí. Mi misión es estar insatisfecho y sufrir desasosiego.
¡Casa roja entre el verdor! Ya te he tenido una vez, no puedo pretenderte de nuevo.
Ya he tenido patria una vez, he construido una casa, he medido las paredes y el tejado, he
trazado sendas en el jardín y he colgado mis propios cuadros en las paredes. Todas las
personas se sienten impulsadas a ello, ¡feliz yo, que he podido realizarlo! Muchos de mis
deseos se han cumplido en mi vida. Quería ser poeta y he sido poeta. Quería tener una casa
y me construí una. Quería tener mujer e hijos y los he tenido. Quería hablar e influir sobre
las personas, y lo he hecho. Y cada cumplimiento se convirtió en una saciedad. La saciedad
era algo que yo no podía soportar. La poesía me resultó sospechosa. La casa se me antojó
estrecha. Ninguna meta alcanzada era una meta, cada camino era un rodeo, cada descanso
engendró nuevas nostalgias.
Recorreré todavía muchos atajos, muchas realizaciones me decepcionarán. Todo
acabará mostrándome su sentido. Allí donde terminan los contrastes, se encuentra el
nirvana. Pero todavía quedan por quemar muchas amadas estrellas de la nostalgia.
Atardecer
Al atardecer, los enamorados
cruzan lentamente el campo,
las mujeres sueltan sus cabellos,
los negociantes cuentan dinero,
los ciudadanos leen con angustia
las últimas noticias impresas,
los niños, con los puños cerrados,
duermen tranquilos y saciados.
Cada uno hace lo que debe,
cumpliendo el deber que tiene,
parejas, niños, ciudadanos…,
¿no he de hacerlo yo, acaso?
¡Claro! Al atardecer, mis actos,
de los que soy esclavo,
no pueden sustraerse al mundo,
tienen sentido profundo,
y por ello salgo, me paseo,
bailo para mis adentros,
entono canciones populares,
alabo a Dios y a mí mismo,
bebo vino y me imagino
que tal vez soy un pachá,
siento molestias de riñón,
sonrío y aún bebo más,
digo que sí al corazón
(no puedo por la mañana),
urdo, con penas pasadas,
jugando, una poesía;
estrellas y luna giran,
e, intuyendo su sentido,
siento que viajo con ellas:
adonde, no lo sé.
HERMANN HESSE. Nació el 2 de julio de 1877 en Calw, Alemania y murió en
Montagnola, Cantón del Tesino, Suiza, el 9 de agosto de 1962. Novelista y poeta alemán,
nacionalizado suizo. A su muerte, se convirtió en una figura de culto en el mundo
occidental, en general, por su celebración del misticismo oriental y la búsqueda del propio
yo.
Hijo de un antiguo misionero, ingresó en un seminario, pero pronto abandonó la
escuela; su rebeldía contra la educación formal la expresó en la novela Bajo las ruedas
(1906). En consecuencia, se educó él mismo a base de lecturas. De joven trabajó en una
librería y se dedicó al periodismo por libre, lo que le inspiró su primera novela, Peter
Camenzind (1904), la historia de un escritor bohemio que rechaza a la sociedad para acabar
llevando una existencia de vagabundo.
Durante la I Guerra Mundial, Hesse, que era pacifista, se trasladó a Montagnola,
Suiza; se hizo ciudadano suizo en 1923. La desesperanza y la desilusión que le produjeron
la guerra y una serie de tragedias domésticas, y sus intentos por encontrar soluciones, se
convirtieron en el asunto de su posterior obra novelística. Sus escritos se fueron enfocando
hacia la búsqueda espiritual de nuevos objetivos y valores que sustituyeran a los
tradicionales, que ya no eran válidos. Demian (1919), por ejemplo, estaba fuertemente
influenciada por la obra del psiquiatra suizo Carl Jung, al que Hesse descubrió en el curso
de su propio (breve) psicoanálisis. El tratamiento que el libro da a la dualidad simbólica
entre Demian, el personaje de sueño, y su homólogo en la vida real, Sinclair, despertó un
enorme interés entre los intelectuales europeos coetáneos (fue el primer libro de Hesse
traducido al español, y lo hizo Luis López Ballesteros en 1930). Las novelas de Hesse
desde entonces se fueron haciendo cada vez más simbólicas y acercándose más al
psicoanálisis. Por ejemplo, Viaje al Este (1932) examina en términos junguianos las
cualidades míticas de la experiencia humana. Siddharta (1922), por otra parte, refleja el
interés de Hesse por el misticismo oriental —el resultado de un viaje a la India—; es una
lírica novela corta de la relación entre un padre y un hijo, basada en la vida del joven Buda.
El lobo estepario (1927) es quizás la novela más innovadora de Hesse. La doble naturaleza
del artista-héroe —humana y licantrópica— le lleva a un laberinto de experiencias llenas de
pesadillas; así, la obra simboliza la escisión entre la individualidad rebelde y las
convenciones burguesas, al igual que su obra posterior Narciso y Goldmundo (1930). La
última novela de Hesse, El juego de abalorios (1943), situada en un futuro utópico, es de
hecho una resolución de las inquietudes del autor. También en 1952 se han publicado varios
volúmenes de su poesía nostálgica y lúgubre. Hesse, que ganó el Premio Nobel de
Literatura en 1946, murió el 9 de agosto de 1962 en Suiza.