La Novela Española del Siglo XVIII
La Novela Española del Siglo XVIII
ISBN: 84-96479-54-4
Thesaurus:
novela, relato, cuento, imitación, prosa, costumbre, costumbrismo, novela del XVII; la
novela del XIX; el cuento
Artículos relacionados:
La novela del XVII; la novela del XIX; el cuento; el costumbrismo
Resumen:
Se traza un panorama sobre el género literario novelesco en el siglo XVIII, durante
mucho tiempo olvidado en las historias literarias. Se plantean algunos problemas de
carácter estético: valor de la novela, su ausencia de preceptiva, y otros de carácter
ideológico que caracterizan al relato de ficción en la época. También se relacionan
algunas de las novelas y de los novelistas más importantes del momento.
1. Introducción
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anteriores dejaban de tener vigencia en el XVIII: así, por ejemplo, la épica, determinadas
formas de la lírica y del teatro ya no servían a los escritores, ni al público, y dejaron paso
a otros nuevos, más actuales y cercanos a los problemas del momento. Estos nuevos
géneros se sirvieron principalmente de la prosa. Algunos de ellos, como el ensayo, la
novela, el drama burgués respondían a las nuevas circunstancias sociales y a la
necesidad cada vez mayor del público de verse convertido en imagen y objeto estético.
Al escritor se le pidió que convirtiese a la realidad en materia literaria, que sus modelos
fueran los del entorno, no los de obras o moldes literarios, ni modelos del pasado, y para
ello dejó de lado la imitación universal en beneficio de la particular. Y, como había que
producir un efecto de verdad sobre el lector y puesto que le hablaba de algo que conocía,
se vio obligado a escribir en prosa, dejando a un lado los artificios de la métrica. Este
objetivo moral de la literatura se percibe en casi todos los géneros, pero seguramente
sea en la novela donde mejor se capta. Y conviene adelantar que al hablar de “moral” se
está aludiendo tanto al componente ético, como a lo que tiene que ver con las
costumbres, que serán el objeto fundamental de los novelistas.
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España, gracias a un grupo de pensadores y científicos conocidos como “novatores”
(Pérez Magallón, 2002).
       Por el contrario, la Iglesia y aquellos poderes contrarios a los “libros de
entretenimiento” favorecieron la lectura de novenarios, vidas de santos y misales, como
forma de frenar el proceso de secularización de la cultura que se estaba dando en toda
Europa. Todavía en el siglo XVIII, y aun después, la lectura se hacía en grupo, lo cual
permitía afianzar la fe católica, si se leían libros religiosos, puesto que la doctrina era
incuestionable, pero si la lectura en grupo era de novelas o de libros de entretenimiento
en general, esa lectura se convertía en debate de las conductas, ideas, modelos y
argumentos que proponía el relato, con lo que las novedades podían calar más en la
población, incluso si las rechazaba (Álvarez Barrientos, 1991).
       A pesar de ese esfuerzo a la contra, la novela volverá a escribirse, si bien en las
primeras décadas del siglo XVIII abundan más bien textos de carácter narrativo, más que
novelas. Lo que sí se van a encontrar durante toda la centuria serán reediciones de
novelas de siglos anteriores: del Lazarillo, de las obras de Cervantes, de las picarescas y
cortesanas. Hay que esperar a 1758, cuando el padre Isla (1703- 1781) publica el primer
tomo de la Historia de Fray Gerundio de Campazas, para encontrar una obra que se
puede calificar de novela, a pesar de los defectos técnicos y del excesivo lastre didáctico.
Isla toma como modelo narrativo al Quijote, incluso pensó titular su obra “Quijote de los
predicadores” y así la llama a veces. Por otro lado, como el mismo Cervantes en sus
Novelas ejemplares, se enorgullece de ser el primero que ha novelado en su época. Se
sirve Isla de un joven con deseos de saber y ganar su vida con la palabra para hacer
burla de las órdenes de predicadores, pero sobre todo critica la educación que reciben
los jóvenes. Este es en realidad el asunto que más le preocupa, aunque también centre
su sátira en la incomprensible y teatral oratoria religiosa. La novela fue pronto denunciada
a la Inquisición y prohibida por ésta, quedando el segundo tomo inédito, aunque se
distribuyó en copias manuscritas y clandestinas que llegaban a España desde el sur de
Francia a lomos de mulas y en cestos de arrieros y buhoneros.
       Isla organiza su materia narrativa a base de pequeños grupos argumentales
distribuidos en varios capítulos: en el primero reflexiona sobre un asunto y en los
siguientes ejemplifica o dramatiza el concepto sobre el que pensó, lo que, desde el punto
de vista de la estructura, acerca a veces su novela a los exempla medievales y, desde
luego, pone de manifiesto su intención educativa. Esta estructura narrativa es a menudo
más una rémora que otra cosa a la hora de acercarse al largo relato que hoy conocemos.
Evidenciando el gusto moderno por la narración, pronto se vio que su extensión y sus
digresiones dificultaban su recepción y se pensó en hacer versiones reducidas.
Conocemos el caso de Leandro Fernández de Moratín que realizó una de ellas, de la que
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solo queda el prólogo que debía anteponer al relato. Muchas veces, sin embargo, se
harían después ediciones expurgadas de la obra de Isla, como, por otra parte, de la de
Cervantes.
       El ejemplo pionero del jesuita está lastrado por el excesivo didacticismo, pero
como elemento positivo tiene la perspectiva satírica, dialógica e intelectual, frecuente en
la narrativa europea de la primera mitad del siglo XVIII. Por ejemplo, en Tom Jones,
publicada en 1750, novela con la que tiene más de un significativo punto en común,
como es el empleo de la sátira y la ironía, pero sobre todo valerse de la técnica del
contraste para orientar la lectura e interpretación de su público, una técnica que el
escritor inglés teorizó en uno de sus capítulos. Por otro lado, tanto Henry Fielding como
Isla, como Cervantes, señalaron que eran los primeros que novelaban en su siglo
(aunque cada uno lo dijera para su país). Ese método irónico y su estilo pusieron a Isla
en relación con otros autores ingleses, como el mismo Lawrence Sterne, como quedó
demostrado al ser traducido al inglés en 1772. El modelo cervantino de Fray Gerundio
fue seguido por otros escritores españoles en los años sesenta, aunque lo característico
de la producción dieciochesca en la segunda mitad del siglo sea ya el relato sentimental.
Un relato de exaltación de la emotividad controlada por la razón.
       Ahora bien, hasta que llegue a posesionarse del mercado este tipo de narración
emocional, la novela satírica o, más bien, el uso de la novela para hacer sátira de las
costumbres será un recurso habitual. Esto fue así porque durante mucho tiempo a lo
largo del siglo, y por muchos, se entendió que la novela o los relatos de ficción habían de
servir para burlar aspectos de la sociedad, como Cervantes había hecho con su Quijote.
En la consideración de no pocos la novela cervantina era sólo una sátira, a pesar de que
fuera de España, sobre todo en Inglaterra, se había abierto camino la interpretación de la
misma como la primera novela moderna.
       La aceptación del Quijote como sátira de los libros de caballerías sirvió para que
se pensara que cualquier cosa podía ser satirizada utilizando al viejo y asendereado
caballero. De ese modo, se publicaron abundantes relatos que contaban con su nombre
en el título y que eran unas veces más sátira y otras más relato, pero siempre burlando
algún aspecto de la realidad. Esto en España como en Europa, donde la novela
cervantina conoció extraordinaria fama, en traducciones, imitaciones y continuaciones.
Para el caso español, es posible encontrar la Vida y empresas literarias del ingeniosísimo
caballero don Quijote de la Manchuela, de 1764, cuyo autor fue Cristóbal de Arenzana, el
Quijote de la Cantabria, de Bernardo Alonso Ribero y Larrea, tres tomos entre 1792 y
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1800, y numerosas continuaciones de la novela, casi todas centradas en la figura de
Sancho Panza, como es lógico, que en la recepción europea se disputa con don Quijote
el protagonismo. Son las más interesantes las Adiciones a la Historia del ingenioso
hidalgo don Quijote de la Mancha en que se prosiguen los sucesos ocurridos a su
escudero el famoso Sancho Panza, de 1786 y de Jacinto Mª Delgado. Pedro Gatell
produjo la Primera salida de don Quijote el Escolástico (1786), La moral de don Quijote
(1789) y La moral del más famoso escudero Sancho Panza (1793), que no son novelas,
pero que muestran su interés por la obra cervantina. Sólo ese año se atrevió a publicar el
primer tomo de su Historia del más famoso escudero Sancho Panza, desde la gloriosa
muerte de don Quijote de la Mancha hasta el último día y postrera hora de su vida, en
dos tomos (1793 y 1798). Ya se ve que la afición a la novela fue mucha y que la
fascinación por dar cuenta de la vida de los personajes también. Se tiene la impresión de
que los autores entienden que una novela ha de contar una vida y que el intento queda
fallido si no se llega hasta el desenlace final de los implicados, de ahí que Sancho sea el
protagonista de estas continuaciones, todo lo cual llevó a los diferentes autores a entrar
en polémicas sobre si la suya era mejor y más autorizada (verdadera o verosímil)
continuación que la de otro. Por otro lado, estas narraciones, además de continuar la vida
de los personajes, sirven para ofrecer análisis del momento y de la sociedad en que se
escriben.
       Este interés por continuar el relato cervantino tuvo su paralelo en la preocupación
erudita por averiguar la vida y las circunstancias de Cervantes. Todo ello llevó a descubrir
su patria, a hacer ediciones y valoraciones de su teatro, a editar numerosas veces sus
otras novelas y a hacer por primera vez su biografía, que apareció en 1737 de la mano
de Gregorio Mayans. También en 1780 la Real Academia Española hizo su edición de la
novela con estampas y con el texto cuidado. Don Quijote se había convertido en un
personaje universal, representado en estampas, cuadros, tapices, naipes, porcelanas,
muebles, etc., y tanto servía a veces para caracterizar a los españoles, como se utilizaba
para dar cierta imagen de Europa. Cada país lo adoptó a su manera, ya mediante
traducciones, que empezaron pronto, ya mediante imitaciones, algunas tan famosas
como el Quijote de las mujeres de Charlotte Lennox Ramsay. Al mismo tiempo, desde los
años ochenta, Cervantes y su novela se convertían en figuras estelares de la cultura
española y se enfrentaban como valores seguros y de influencia universal a los que otras
naciones proponían (Petrarca, Molière, etc.). Habían entrado en las historias de la
literatura, del mismo modo que su influencia era tal que puede decirse que, desde el
Quijote, la ficción en prosa es una variante del mismo, es decir del enfrentamiento entre
apariencia y realidad, entre un mundo que desaparece y otro que surge, cuestión de
renovada importancia en el XVIII.
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4. Emotividad y razón
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novelas y obras teatrales habrá un trasvase frecuente, adaptándose al teatro aquellos
argumentos narrativos de éxito, relatos a menudo sentimentales.
       Por otro lado, el relato gótico se inscribe dentro de la narrativa moderna aplicando
a ella las ideas de Locke sobre la sensación. Este tipo de narrativa ahonda en el
conocimiento del individuo, incorporando a lo sentimental y racional lo irracional,
entendido como parte también de lo humano, para realzar la subjetividad del personaje.
Una subjetividad que considera también el lado negativo y malvado. De modo
complementario, la naturaleza se presenta desquiciada y enfrentada al hombre. A veces,
en esta naturaleza violenta y contraria al individuo se ha visto un rechazo del progreso y
cierta nostalgia del mundo ideal, estable, que se perdía con el avance de la civilización,
basada en el orden y en el dominio de esa naturaleza. Desde distintos puntos de vista,
pero teniendo en cuenta siempre el aspecto emocional, se iba concretando un punto de
vista de estudio del hombre, una antropología que tendía hacia la comprensión total del
individuo.
       Pero quizá lo más visible en toda la narrativa del siglo XVIII sea el sentimiento,
empleado además para referir el descubrimiento del yo, algo que también se percibe en
la producción memorialística. Las novelas sentimentales presentan problemas de amor
que alcanzan tanto a la órbita privada de los personajes como a la pública, lo cual supone
consecuencias sociales. El amor se emplea, por tanto, como instrumento de análisis de
la sociedad, y así suele aprovecharse el conflicto amoroso para afianzar la idea de que la
atracción entre dos personas es un sentimiento natural con el que no hay que comerciar
y que debe estar al margen de pactos de familia. Como tal es un sentimiento valioso y
digno de ser respetado por la estructura social; como eso no se hace en la realidad, en
las novelas se aprovecha para cuestionar el papel de los padres en la elección del estado
de los hijos y de su esposos, así como para socavar las relaciones paternofiliales y
políticas que obligan a la obediencia de los jóvenes. La crítica a la concepción del amor
como algo ajeno a los sentimientos sirve para cuestionar el orden social y para hacer una
propuesta de nueva sociedad, desde la sinceridad de las emociones. Los protagonistas,
a menudo mujeres jóvenes, dan valor a lo que sienten frente a los criterios paternos, que
prefieren entender los matrimonios como salidas profesionales, similares a los
enclaustramientos de las hijas. Los jóvenes de estas novelas adoptan posturas que
pueden parecer ingenuas hoy pero que para la época podían considerarse
“revolucionarias”, pues estaban proponiendo un nuevo modo de vivir basado en los
sentimientos controlados, lo cual implicaba un cambio de valores. En estos
planteamientos no se olvida el compromiso social del amor y de los amantes, pero se
hace desde un planteamiento de responsabilidad que tiende a desmontar las ideas
establecidas.
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       Hay en estas ficciones, que hablan de la realidad circundante, un contenido
político, una moral burguesa de carácter utilitario (pues los jóvenes insisten en el valor de
los sentimientos y de la atracción como garantes de la estabilidad matrimonial y por tanto
social y moral, pues se supone que habrá infidelidades ni divorcios) y una propuesta de
libertad responsable que preocupó a las autoridades, hasta el punto de proceder a la
prohibición de publicar novelas en 1799. Los modelos que se proponían desde los relatos
agitaban a los jóvenes, podían llegar a ser inmorales (sin necesidad de ser pornográficos
o decididamente eróticos), servían para cuestionar el orden establecido y eran una vía
indiscutible de introducción de nuevas ideas, filosofías, modelos, imágenes, modales,
modas, conductas y formas de relación. La prohibición no tuvo excesivo seguimiento y
pronto se volvió a encontrar producción narrativa. Por un lado, se prohibía editar novelas
nuevas, pero no reeditar las que ya habían conseguido licencia; por otro, a menudo se
disimuló lo novelesco bajo otros formatos. La llegada de la Guerra de la Independencia
supuso un freno en la producción editorial, pero al acabar el conflicto, no sólo se volvieron
a editar novelas sino que además se amplió el espectro argumental y aparecieron relatos
sobre tema bélico y patriótico, en los que el amor siguió desempeñando aquel papel
ideológico ya señalado.
       La novela sentimental utilizó con gran frecuencia la carta como medio narrativo,
aunque el formato epistolar no se agotó sólo en ese argumento (Rueda, 2001; Baquero
Escudero, 2003). El considerable éxito que consiguió la fórmula epistolar --no sólo en la
novela, también en los ensayos y en los artículos periodísticos-- se debió a que producía
sobre el lector un rápido efecto de proximidad y de implicación en el problema. Permitía
acercarle asuntos cotidianos con un lenguaje fácil, mientras daba bastante libertad de
movimiento al escritor, ya que le permitía variar de registros con comodidad, interiorizar
sentimientos, analizar situaciones y describir escenas. La carta permitía también dosificar
la cantidad de lectura y producir efectos sobre el lector, tales como el suspense, la
implicación, etc. Quizá en el XVIII la novela sentimental más característica en formato
epistolar fuera La Serafina (1797) de José Mor de Fuentes (1762- 1848). Hubo otras
muchas novelas epistolares, pero esta que cuenta las dificultades de dos amantes en la
sociedad urbana y aburguesada de la Zaragoza finisecular cosechó bastante éxito y
alcanzó tres ediciones (aunque no se conserva la primera), siempre ampliadas. Mor usa
con acierto la libertad que le proporciona la carta para retratar tanto escenas
costumbristas de tertulias y salidas al campo, como para contar un sueño y dar así
entrada a un relato utópico, además de para expresar los sentimientos amorosos y las
dudas de turno. La carta era un recurso fácil para producir un efecto de verdad en un
lector que pedía a la literatura la reproducción de la realidad circundante. Por otro lado,
Mor de Fuentes emplea un lenguaje que nada tiene que ver con las formas recargadas o
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retóricas; sus personajes hablan de un modo directo y claro, muy cercano al que será el
lenguaje narrativo del XIX.
       Entre las novelas epistolares destaca por su éxito (dos ediciones) La filósofa por
amor (1799), que es una traducción de Francisco de Tójar (1995), de un original francés
de autor desconocido. Esta novela plantea bien mucho de lo expuesto más arriba con
respecto al papel que se adscribía al amor y a los jóvenes. La protagonista del relato es
una joven de buena familia llamada Adelaida que se enamora de un hombre más joven y
pobre que ella, pero lleno de virtudes, que es lo que le hace valioso, ante ella y ante la
sociedad, porque no es un vago. Sin embargo, los padres de ella se niegan al
matrimonio. Adelaida se enfrentará a diferentes situaciones, desde ser encerrada en su
casa a salvar a su enamorado de prisión (lo que da pie a varias escenas de carácter
gótico bien presentadas). Al mismo tiempo, Adelaida no excusa ni disimula sus
sensaciones físicas, de modo que explicita sus deseos amorosos de un modo a veces
sorprendente para ese tipo de relatos.
       Tójar publicó también una Colección de cuentos morales, conjunto de relatos y
novelas breves, presidido por “Zimeo”, una historia sobre la esclavitud, la igualdad de los
hombres y el valor de la amistad, que era obra de Saint- Lambert (2002). Se trata de
historias con fuerte peso moral, en marcos exóticos de América, a los que se añadieron
varios cuentos y anécdotas de ambiente oriental, tipo de narrativa que era nueva en
España por entonces.
       En la producción novelesca del momento destaca La Leandra, de Antonio
Valladares de Sotomayor, en nueve tomos y epistolar, que tiene por protagonista a una
actriz. Esta novela, “que contiene muchas”, es como una síntesis de todos los estilos y
maneras de la narrativa de entre siglos, a lo que contribuye el momento de su
publicación, entre 1797 y 1807. En ella hay narraciones sentimentales, de aventuras,
góticas, exóticas, y su protagonista defiende un papel nuevo para la mujer en la sociedad
naciente. Valladares, que fue además famoso hombre de teatro y periodista, empleó un
estilo sencillo y natural, como correspondía al tono conversacional de la carta, mientras
habilitaba el esquema de la novela dentro de la novela para construir su relato. Este
formato le permite tanto contar historias dentro de historias, como pasar sin problema del
relato costumbrista al de aventuras, sin perder de vista las disquisiciones amorosas,
sobre el valor de las mujeres en la sociedad y los conflictos que se planteaban en la
conflictiva realidad española de entre siglos.
       A esta novela hay que añadir otras importantes como El Valdemaro (1792) de
Vicente Martínez Colomer (1985), y El emprendedor, o aventuras de un español en el
Asia (1805) de Jerónimo Martín de Bernardo (1998), que son dos relatos de aventuras, el
primero con fuerte presencia de lo fantástico y el segundo en geografías orientales;
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ambos desarrollaron un estilo cervantino basado en el Persiles y Sigismunda. Son,
seguramente, dos de las mejores novelas del fin de siglo. El emprendedor dio pie a una
polémica en los periódicos sobre su verosimilitud y originalidad, ya que el autor
blasonaba de que era enteramente suya, mientras algunos lo ponían en duda. Por otro
lado, Martín de Bernardo puso al día el relato de viajes, con sus encuentros y
anagnórisis, convirtiéndolo en un ejemplo de tolerancia y convivencia.
       Junto a estas encontramos las del novelista más prolífico, Pedro Montengón
(1745- 1824), responsable de Eusebio (1786), Eudoxia, hija de Belisario (1793), Antenor
(1788), Rodrigo (1793) y El Mirtilo, o los pastores transhumantes (1795). Montengón
(1990; 1998) practicó la novela de viajes y de iniciación en Eusebio, que seguía con más
o menos independencia el ejemplo del Emilio de Rousseau. Con este relato de gran
fortuna en su momento sobre la tolerancia y la educación, Montengón tuvo problemas
con el Santo Oficio, de resultas de los cuales se vio obligado a rescribirlo dejando fuera
todo cuanto sonara a cuáquero y a cierta libertad de pensamiento. Como consecuencia
de esta reescritura tuvo también problemas con su editor Antonio Sancha y con los hijos
de éste, que, ante el éxito de la novela, quisieron quedarse con el libro pagándole menos
de lo debido. El Mirtilo es un peculiar relato pastoril, en el que se hace la crítica de la
sociedad urbana, que abandona valores más poéticos. El protagonista es un poeta que,
nostálgico del pasado, prefiere la vida del campo frente al rigor de la ciudad. En las otras
novelas, Montengón, jesuita expulso que vivía en Italia desde 1767, usa el molde del
romance, al relatar la vida de personajes históricos y situar la narración en el pasado.
       Son muchas más las novelas que se publicaron en el siglo, así como importante
fue el debate que alrededor del género se suscitó, tanto desde un punto de vista ético
como desde el ángulo estético. Todo ello puede verse en Álvarez Barrientos (1991). Que
muchas no conecten con nuestra sensibilidad, no es razón para despreciarlas, sobre todo
si se considera que algunas llegaron a ser best seller en su época y aun después. Por
otro lado, sirvieron para que la novela, tal y como entendemos al género hoy, pudiera
alcanzar las cotas que logró en el siglo XIX. Sin embargo, algunas deberían interesar a
un lector actual, por el asunto tratado y por el modo de acercarse a él. Es el caso de
Cornelia Bororquia (1801), otro relato epistolar obra de Luis Gutiérrez (1985), que narra el
deseo de un obispo por Cornelia, deseo que le lleva a secuestrarla y encarcelarla en las
mazmorras de la Inquisición. El lector encuentra aquí pasiones, críticas a la Iglesia y a los
poderes, cartas, dudas religiosas, tolerancia y respeto a las diferentes creencias. Un
relato que tuvo vida propia al margen de la novela en pliegos de cordel. Fue prohibido por
la Inquisición, pero se pasaba a España desde Bayona, como Fray Gerundio, y conoció
muchas ediciones, cada una con algún añadido, dando ejemplo de cómo el público se
había adueñado del relato y le hacía ajustarse a sus necesidades críticas. Se tradujo al
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francés, al portugués, al alemán y se empleó de forma política para desprestigiar a la
monarquía y a la Inquisición. Su éxito durante más de ochenta años muestra cómo el
relato tuvo diversas lecturas, todas satisfactorias para los diferentes públicos, que la
convirtieron en representante de la intransigencia, la intolerancia y el oscurantismo
españoles.
4. Traducciones
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5. Narrativa y moral
       Si la literatura en el XVIII debía ser útil y moral (moral también en el sentido de dar
cuenta de las costumbres, mores en latín), la novela había de serlo por partida doble, ya
que no entraba en la preceptiva literaria, por lo que era despreciada como género sin
pedigrí y como simple literatura de entretenimiento. El debate sobre la utilidad de la
literatura se recrudeció ante el éxito y el peligro ideológico de las novelas. Para justificar
la escritura de ficción se había apelado desde el principio a su condición didáctica y el
mismo Jovellanos había llegado a aceptarla desde esta perspectiva. Los autores en sus
prólogos y en sus defensas ante la censura señalaron constantemente que las novelas
enseñaban a amar el bien y a rechazar el mal. Sin embargo, los moralistas vieron pronto
que antes y mejor que de las virtudes, se hacía una pintura detallada, atractiva, de vicios
y defectos, con la excusa de que era necesario conocerlos bien para defenderse de ellos
y rechazarlos. Estos argumentos, sin embargo, no convencían a censores y moralistas,
que veían con preocupación cómo los lectores asumían conductas dudosas mientras
aceptaban los nuevos valores aportados por la civilización y la urbanidad que llegaban
desde las páginas de entretenimiento. En las novelas y en el debate que provoca su
recepción puede percibirse bien la crisis del Antiguo Régimen y de su bagaje de valores
de carácter teocrático y medieval. Los relatos que se publicaron en el siglo XVIII, por lo
general, dieron cuenta de la entrada en vigor de un nuevo modelo de hombre, cuyos
valores se basaban en criterios que no tardarán en denominarse burgueses.
       Desde este punto de vista, la producción novelesca del siglo XVIII es de marcado
carácter moral. A la sensibilidad y a la razón, elementos que integran el relato, hay que
añadir este otro componente que, no pocas veces, aparece como subtítulo del relato. Por
“novela moral” hay que entender un tipo de relato que describe la nueva ética secular del
siglo, vinculada a valores de utilidad, amistad y profesionalidad. Una novela que muestra
el entorno y considera la realidad, y por tanto las costumbres, como materia literaria,
como testimoniará un siglo después Benito Pérez Galdós.
       Aunque la Guerra de la Independencia y el reinado de Fernando VII supusieron
un hiato en la producción novelesca --pero no su desaparición, pues con el comienzo del
siglo asistimos al surgimiento de la novela histórica y de costumbres contemporáneas--,
no se puede entender la narrativa decimonónica sin estas novelas que contribuyeron a
renovar el panorama de la ficción en prosa en España y que prepararon el camino de
posteriores novelistas.
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6. Costumbrismo y ficción
       En el panorama de la prosa del siglo, hay una serie de textos que hacen
referencia, de modo muy amplio y variado, a los cambios de las costumbres y que
emplean como vehículo de la sátira un marco de ficción. La mayoría son papeles críticos
que denuncian o defienden la introducción de nuevos modales y maneras en la sociedad
española. No siempre son folletos que ven esas nuevas costumbres como ataques a la
nacionalidad española y a sus esencias tradicionales. De nuevo, la prosa da cuenta de la
fractura que estaba sufriendo la sociedad del momento. Bastantes de estos relatos
aparecen en los periódicos, pero también en folletos como los que escribió Juan
Fernández Rojas (1756- 1819) sobre Crotalópolis, trasunto de Madrid.
       Por lo que se refiere a la propia actividad literaria, fueron muchos los textos que
se escribieron sobre los cambios que sufría en su sistema de producción, y el teatro no
fue aspecto de la vida que quedó fuera de esa revisión: Cándido Mª Trigueros (1736-
1798), por ejemplo, dejó inédito su Quijote de los teatros (2001), y son muchos los textos
que podrían citarse, que están a medio camino entre la narración y el relato de visos
costumbristas que emplean la ficción como cornice que encuadra el asunto. Ha de
tenerse en cuenta que tanto la novela como el relato costumbrista, del que harán gran
uso los periodistas, se centran en dar cuenta de las costumbres del momento. Cada
género asume la costumbre de un modo distinto, dando pie a un relato de ficción o a un
relato costumbrista. Para el primero, la costumbre es una excusa para narrar una historia;
mientras que para el segundo, el objeto del relato o del cuadro es la costumbre en sí
misma, todo lo cual lleva a contar de distinto modo, aunque puedan emplearse recursos
de una u otra manera, siempre en aras de dar más variedad y amenidad al objeto que se
presenta al lector.
       Es el caso de obras que se centran en el entorno y ofrecen al lector un
diagnóstico o una radiografía cercana de la sociedad, de sus costumbres y del modo
como están cambiando los individuos. Así por ejemplo hay que destacar textos como El
café (1792 y 1794) de “Alejandro Moya”, pseudónimo de Fernández Rojas, y los de José
Cadalso (1741- 1782), con las Cartas marruecas (1782) a la cabeza, Los eruditos a las
violeta (1772) y El buen militar a la violeta, prohibido y sólo publicado en el siglo XIX. Son
obras sobre el entorno, que hablan directamente de él y que pretenden dejar una
estampa sobre algún aspecto de la realidad española; en el caso de las Cartas
marruecas, sobre el momento de cambio en que se encontraba España, mediante el
formato epistolar, de éxito en la Europa del momento, como indica el autor.
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       En El café, su autor, escondido tras el pseudónimo, describe el ambiente
característico de esos locales, frecuentes en España desde mediados de siglo, que
daban lugar a espacios de sociabilidad, donde se podía hablar con más libertad que en
otras tertulias. Moya relata también la crisis de conciencia de muchos españoles, que son
conscientes de la necesidad de cambio que hay en el país, y de cómo el modelo antiguo
de español ya no sirve para enfrentarse a los nuevos tiempos. Es útil, además, esta obra
porque permite reconstruir el espacio, las maneras de relación, los asuntos que se
debatían, las fuentes (periodísticas o no) que se empleaban y las distintas corrientes de
opinión ante el nuevo rumbo de los tiempos. En ella su autor debate también sobre la
condición realista o no de las novelas, pues considera que proponen ejemplos de moral y
conducta, esencialmente referidos a las mujeres, que no tienen que ver con la realidad
cotidiana. De la conversación que mantienen varios contertulios se extrae la idea, ya
señalada, de que a las novelas se les pedía que se basaran, reflejaran y explicaran la
realidad.
       El caso de Cadalso es más complejo. Si, con cierta deficiencia, podemos calificar
El café de diálogo con cierto marco narrativo, la ubicación genérica de las Cartas
marruecas no está clara aún. Parte de la crítica la considera una novela, mientras que
otros la tienen por un ensayo que da cuenta de la cambiante situación en que se
encontraba la España del momento. Un ensayo epistolar, con un ligero entorno de ficción
como ocurre en otras obras, por ejemplo, en los Ocios en mi arresto, que es un tratado
epistolar de mitología para señoritas, escrito por Jerónimo Martín de Bernardo en 1803, y
que contiene un primer episodio novelesco.
       En todo caso, las Cartas marruecas son un hito en la producción en prosa del
siglo. Cadalso pasa revista a los diferentes ambientes sociales y territoriales, a las clases
populares y aristocráticas, a los problemas de la educación y a los modos de divertirse de
los españoles (y aquí podría relacionarse con otro excelente texto en prosa, la Memoria
sobre los espectáculos y diversiones públicas de Jovellanos, escrito en 1792), a las
relaciones de los españoles con los europeos, etc. Se ha señalado que Cadalso imitó con
esta obra las Lettres persanes de Montesquieu, pero Cadalso está muy lejos del francés,
aunque use el formato de la carta; es cierto que critica la imagen que se dio de los
españoles en las Lettres persanes, pero su trabajo se interesa más en ofrecer a sus
compatriotas una imagen crítica y constructiva del país y, para ello, para corregir la mala
imagen que se tiene de España fuera, utiliza varios puntos de vista: externos, como es el
de un marroquí, e internos. A diferencia de las Lettres, sus Cartas apenas tiene desarrollo
argumental, cosa mucho más presente en la obra de Montesquieu. Cadalso indica en el
prólogo a su obra que quiere escribir sobre las costumbres nacionales y cada carta es
como un pequeño ensayo, como el fragmento de una conversación mantenida en alguna
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tertulia. La carta le permitía variedad de temas y extensiones y libertad de enfoque, como
él mismo escribió: “El mayor suceso de esta especie de críticas debe atribuirse al método
epistolar, que hace su lectura más cómoda, su distribución más fácil, y su estilo más
ameno”.
       Palabras que bien podría haber suscrito Feijoo, padre del ensayo español, y que
en modo parecido escribió Nifo en sus periódicos. Lo importante, por otro lado, es que
pone de relieve el éxito de la forma epistolar, su aprovechamiento desde diferentes
puntos de vista, y la conciencia de Cadalso de su utilidad. A la vista de lo someramente
expuesto, se concluye que el panorama novelístico español en el siglo XVIII fue
complejo. Por un lado, se encuentran las reediciones de novelas de los siglos XVI y XVII;
por otro, las muchas traducciones de textos diversos, aunque abundaron sobre todo los
sentimentales. Junto a esto, una realidad que iba desde los pocos que escribieron en la
tradición picaresca y de la novela corta del Siglo de Oro, como Pablo de Olavide, a los
que intentaron acomodar los modelos nuevos a las formas y a las características
españolas, escribiendo relatos de viajeros, sentimentales, de aventuras, utópicos, etc. En
todo caso, el concepto de novela que se manejaba en el siglo XVIII incluía elementos
como la observación de la realidad, el compromiso con el lector, la idea de proponer un
relato moral que fuera de utilidad y entretenimiento al público. Todo ello hacía posible que
por primera vez se pudiera hablar de novela moderna, una novela que, frente al mundo
ideal y caballeresco de los romances o relatos de caballerías y fantásticos, se centraba,
siguiendo la estela del Quijote, en el entorno, que enfrentaba al individuo consigo mismo
y con sus circunstancias, oponiendo como había hecho Cervantes realidad y deseo. Una
novela que a lo largo de la centuria abandonó el concepto literario de imitación universal
de la naturaleza para centrarse en la sociedad y reproducirla artísticamente desde un
concepto más cercano al de imitación particular. Por otro lado, la novela, género sin
espacio en la preceptiva y por tanto necesitado de lograr reconocimiento y aceptación, se
reivindicó desde el lado de la moral, que la justificaba como vehículo educativo.
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