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El Terror de La Autenticidad. Han Byung-Chul .

El documento analiza el fenómeno de la autenticidad en la sociedad neoliberal y sus efectos negativos. Sostiene que el imperativo de la autenticidad genera una obligación narcisista de producirse a sí mismo como mercancía y elimina la alteridad a favor de diferencias comercializables. Esto conduce a la desaparición del otro, la sensación de vacío, la depresión y la conducta autolesiva como forma de llenar ese vacío sin enfrentar los conflictos subyacentes.
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El Terror de La Autenticidad. Han Byung-Chul .

El documento analiza el fenómeno de la autenticidad en la sociedad neoliberal y sus efectos negativos. Sostiene que el imperativo de la autenticidad genera una obligación narcisista de producirse a sí mismo como mercancía y elimina la alteridad a favor de diferencias comercializables. Esto conduce a la desaparición del otro, la sensación de vacío, la depresión y la conducta autolesiva como forma de llenar ese vacío sin enfrentar los conflictos subyacentes.
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EL TERROR DE LA AUTENTICIDAD

BYUNG-CHUL HAN

"Ser auténtico significa haberse liberado de pautas de expresión y de


conducta preconfiguradas e impuestas desde fuera".

Hoy se habla mucho de autenticidad. Como toda publicidad del


neoliberalismo, se presenta con un atavío emancipador. Ser auténtico
significa haberse liberado de pautas de expresión y de conducta
preconfiguradas e impuestas desde fuera. De ella viene el imperativo
de ser igual solo a sí mismo, de definirse únicamente por sí mismo,
es más, de ser autor y creador de sí mismo.
El imperativo de autenticidad desarrolla una obligación para
consigo mismo, una coerción a cuestionarse permanentemente a sí
mismo, a vigilarse a sí mismo, a estar al acecho de sí mismo, a
asediarse a sí mismo. Con ello intensifica la referencia narcisista.
El imperativo de autenticidad fuerza al yo a producirse a sí
mismo. En último término, la autenticidad es la forma neoliberal de
producción del yo. Convierte a cada uno en productor de sí mismo. El
yo como empresario de sí mismo se produce, se representa y se
ofrece como mercancía. La autenticidad es un argumento de venta.
El esfuerzo por ser auténtico y por no asemejarse a nadie más
que a sí mismo desencadena una comparación permanente con los
demás. La lógica de comparar igualando provoca que la alteridad se
trueque en igualdad. Así es como la autenticidad de la alteridad
consolida la conformidad social. Solo consiente aquellas diferencias
que son conformes al sistema, es decir, la diversidad. Como término
neoliberal, la diversidad es un recurso que se puede explotar. De esta
manera se opone a la alteridad, que es reacia a todo
aprovechamiento económico.
Hoy todo el mundo quiere ser distinto a los demás. Pero en esta
voluntad de ser distinto prosigue lo igual. Aquí nos hallamos ante una
conformidad potenciada. La igualdad se afirma por medio de la
alteridad. La autenticidad de la alteridad impone la conformidad
incluso de manera más eficiente que la homologación represiva. Esta
es mucho más frágil que aquella.
Sócrates sus discípulos que lo aman lo llaman atopos. El otro a
quien deseo está desubicado. No tolera ninguna comparación. En
Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes escribe sobre la
atopía del otro: «Atópico, el otro hace temblar el lenguaje: no se
puede hablar de él, sobre él; todo atributo es falso, doloroso, torpe,
mortificante ». Como objeto de deseo, Sócrates es incomparable y
singular. La singularidad es algo totalmente distinto que la
autenticidad. La autenticidad presupone la comparabilidad. Quien es
auténtico, es distinto a los demás. Pero Sócrates es atopos,
incomparable. No solo es distinto a los demás, es distinto de todo lo
que es distinto a los demás.
La cultura de la constante comparación igualatoria no consiente
ninguna negatividad del atopos. Todo lo vuelve comparable, es decir,
igual. Con ello resulta imposible la experiencia del otro atópico. La
sociedad del consumo aspira a eliminar la alteridad atópica en favor
de las diferencias consumibles, heterotópicas. Frente a la alteridad
atópica, la diferencia es una positividad. El terror de la autenticidad
como forma neoliberal de producción y de consumo elimina la
alteridad atópica. La negatividad de lo completamente distinto cede a
la positividad de lo igual, de lo otro que es igual.
Como estrategia neoliberal de producción, la autenticidad
genera diferencias comercializables. Con ello multiplica la pluralidad
de las mercancías con las que se materializa la autenticidad. Los
individuos expresan su autenticidad sobre todo mediante el consumo.
El imperativo de la autenticidad no conduce a la formación de
un individuo autónomo y soberano. Lo que sucede es, más bien, que
el comercio lo acapara por completo. El imperativo de la autenticidad
engendra una coerción narcisista. No es lo mismo el narcisismo que el
sano amor a sí mismo, que no tiene nada de patológico. No excluye el
amor al otro. El narcisista, por el contrario, es ciego a la hora de ver
al otro. Al otro se lo retuerce hasta que el ego se reconoce en él. El
sujeto narcisista solo percibe el mundo en las matizaciones de sí
mismo. La consecuencia fatal de ello es que el otro desaparece. La
frontera entre el yo y el otro se difumina. Difundiéndose el yo, se
vuelve difuso. El yo se ahoga en sí mismo. Un yo estable, por el
contrario, solo surge en presencia del otro. La autorreferencia
excesiva y narcisista, por el contrario, genera una sensación de vacío.
Hoy, las energías libidinosas se invierten sobre todo en el yo. La
acumulación narcisista de libido hacia el yo conduce a una eliminación
de la libido dirigida al objeto, es decir, de la libido que contiene el
objeto. La libido hacia el objeto crea un vínculo con él que, como
contrapartida, da estabilidad al yo. La acumulación narcisista de libido
hacia el yo pone enfermo. Genera sentimientos negativos como el
miedo, la vergüenza, la culpa y el vacío:
“Pero muy diverso es el caso cuando un determinado proceso,
muy violento, es el que obliga a quitar la libido de los objetos. La
libido, convertida en narcisista, no puede entonces hallar el camino
de regreso hacia los objetos, y es este obstáculo a su movilidad lo
que pasa a ser patógeno. Parece que la acumulación de la libido
narcisista no se tolera más allá de cierta medida” .
El miedo surge cuando ya no quedan objetos a los que pueda
dirigirse la libido. A causa de ello el mundo se vuelve vacío y carente
de sentido. Como faltan vinculaciones con los objetos, el yo es
rechazado de vuelta hacia sí mismo. Se quebranta al topar consigo
mismo. La depresión se explica en función de una acumulación
narcisista de libido hacia sí mismo.
Freud aplica su teoría de la libido incluso a la biología. Las
células que solo se comportan de manera narcisista, a las cuales les
falta el eros, resultan peligrosas para la supervivencia del organismo.
Para la supervivencia de las células se necesitan también aquellas
otras que se comportan de manera altruista o que incluso se
sacrifican por otras:
“Quizá habría que declarar narcisistas, en este mismo sentido, a
las células de los neoplasmas malignos que destruyen el organismo;
en efecto, la patología está preparada para considerar congénitos sus
gérmenes y atribuirles propiedades embrionarias. De tal suerte, la
libido de nuestras pulsiones sexuales coincidiría con el eros de los
poetas y filósofos, el eros que cohesiona todo lo viviente “.
El eros es lo único que da vida al organismo. Eso se puede decir
también de la sociedad. El narcisismo exagerado la desestabiliza.
Esa falta de autoestima que es la causante de autolesiones, lo
que se da en llamar conducta autolesiva, apunta a una crisis general
de gratificación en nuestra sociedad. Yo no puedo producir por mí
mismo el sentimiento de autoestima. En efecto, el otro me resulta
imprescindible en cuanto instancia de gratificación que me ama, me
encomia, me reconoce y me aprecia. El aislamiento narcisista del
hombre, la instrumentalización del otro y la competencia total
destruyen el clima de gratificación. Desaparece la mirada que
confirma y reconoce. Para una autoestima estable me resulta
imprescindible la noción de que soy importante para otros, que hay
otros que me aman. Esa noción podrá ser difusa, pero es
indispensable para la sensación de ser importante. Precisamente esta
falta de sensación de ser es la causante de las autolesiones. La
conducta autolesiva no solo es un ritual de autocastigo por esas
insuficiencias propias que son tan típicas de la actual sociedad del
rendimiento y la optimización, también viene a ser un grito
demandando amor.
La sensación de vacío es un síntoma fundamental de la
depresión y del trastorno límite de la personalidad o borderline. A
menudo, quienes padecen trastorno límite de la personalidad no
están en condiciones de sentirse a sí mismos. En general, solo
cuando se autolesionan sienten algo. El sujeto que tras verse
obligado a aportar rendimientos se vuelve depresivo representa para
sí mismo una carga muy pesada. Está cansado de sí mismo.
Totalmente incapaz de liberarse de sí, se obsesiona consigo mismo, lo
cual conduce paradójicamente al vaciamiento y a la merma del yo.
Encapsulado y atrapado en sí mismo, pierde toda relación con lo
distinto. Yo me puedo tocar a mí mismo, pero solo me siento a mí
mismo gracias al contacto con el otro. El otro es constitutivo de la
formación de un yo estable.
De la sociedad actual es característica la eliminación de toda
negatividad. Todo se pulimenta y satina. Incluso la comunicación se
satina hasta convertirla en un intercambio de complacencias. A
sentimientos negativos como el duelo se les deniega todo lenguaje,
toda expresión. Se evita toda forma de vulneración a cargo de otros,
pero luego resurge como autolesión. También aquí se confirma esa
lógica universal de que la expulsión de la negatividad de lo distinto
acarrea un proceso de autodestrucción.

Según Alain Ehrenberg, el éxito de la depresión se basa en la


pérdida de la relación con el conflicto. La actual cultura del
rendimiento y la optimización no tolera que se invierta trabajo en un
conflicto, pues tal trabajo requiere mucho tiempo. El actual sujeto
que se ve obligado a aportar rendimientos solo conoce dos estados:
funcionar o fracasar. En ello se asemeja a las máquinas. Tampoco las
máquinas conocen ningún conflicto: o bien funcionan
impecablemente, o bien están estropeadas. Los conflictos no son
destructivos. Muestran un aspecto constructivo. Las relaciones e
identidades estables solo surgen de los conflictos. La persona crece y
madura trabajando en los conflictos. Lo seductor de la conducta
autolesiva es que elimina rápidamente tensiones destructivas
acumuladas sin invertir en el conflicto ese trabajo que tanto tiempo
requiere. La rápida descarga de tensión se atribuye a procesos
químicos. El propio organismo segrega drogas corporales. Su modo
de funcionamiento se asemeja al de los antidepresivos. También los
antidepresivos reprimen los estados conflictivos y hacen que aquel
sujeto que por verse obligado a aportar rendimientos había caído en
depresiones sea rápidamente capaz de funcionar de nuevo.
La adicción a los selfies no tiene mucho que ver con el sano
amor a sí mismo: no es otra cosa que la marcha en vacío de un yo
narcisista que se ha quedado solo. En vista del vacío interior uno
trata en vano de producirse a sí mismo. Pero lo único que se
reproduce es el vacío. Los selfies son el yo en formas vacías. La
adicción a los selfies intensifica la sensación de vacío. Lo que lleva a
tal adicción no es el sano amor a sí mismo, sino una autorreferencia
narcisista. Los selfies son bellas superficies lisas y satinadas de un yo
vaciado y que se siente inseguro. Para escapar del atormentante
vacío hoy se echa mano o bien de la cuchilla de afeitar o bien del
Smartphone. Los selfies son superficies lisas y satinadas que ocultan
por breve tiempo el yo vacío. Pero si se les da la vuelta, uno se topa
con reversos recubiertos de heridas y sangrantes. Las heridas son el
reverso de los selfies.
¿Podría ser que el atentado suicida fuera el perverso intento de
sentirse a sí mismo, de restablecer la autoestima destruida, de
eliminar el apesadumbrante vacío a base de bombas o de disparos?
¿Se podría comparar la psicología del terror con la del selfie y la de la
autolesión, que también arremeten contra el yo vacío? ¿Podría ser
que los terroristas compartieran el mismo cuadro psíquico de los
adolescentes que se autolesionan, es decir, que dirigen su agresión
contra sí mismos? Como es sabido, los adolescentes varones, a
diferencia de las adolescentes, dirigen su agresión hacia fuera, hacia
otros. El atentado suicida sería entonces una acción paradójica en la
que coincidirían la autoagresión y la agresión a otro, la
autoproducción y la autodestrucción, una agresión potenciada que,
sin embargo, se imagina al mismo tiempo como un selfie de última
generación. El pulsado del botón que hace que la bomba estalle se
asemeja al pulsado del disparador de la cámara de fotos. Los
terroristas habitan en lo imaginario, porque la realidad, que está
hecha de discriminación y desesperanza, ya no merece la pena ser
vivida. La realidad les rehúsa toda gratificación. Así, se acogen a Dios
como instancia imaginaria de gratificación, y además están por
completo seguros de que, inmediatamente después de su acto, su
foto circulará en masa por los medios como si fuera una especie de
selfie. El terrorista es un Narciso con un cinturón detonante que lo
hace particularmente auténtico. No deja de tener razón Karl-Heinz
Bohrer cuando, en su ensayo Autenticidad y terror, constata que el
terrorismo es un acto último de autenticidad.

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