Domingo Savio tuvo una vida muy sencilla, pero en poco tiempo recorrió
un largo camino de santidad, obra maestra del Espíritu Santo y fruto de la
pedagogía de san Juan Bosco.
Había nacido en San Giovanni di Riva (cerca de Chieri, provincia de Turín)
en una familia pobre de bienes materiales, pero rica de fe.
Su niñez quedó marcada por la primera comunión, hecha con fervor a los
siete años, y se distingue por el cumplimiento del deber.
A sus doce años tuvo lugar un acontecimiento decisivo: el encuentro con
San Juan Bosco, que lo acoge, como padre y guía, en Valdocco (Turín) para
cursar los estudios secundarios.
Al descubrir entonces los altos horizontes de su vida como hijo de Dios,
apoyándose en su amistad con Jesús y María se lanza a la aventura de la
santidad, entendida como entrega total a Dios por amor. Reza, pone
empeño en los estudios, es el compañero más amable.
Sensibilizado en el ideal del Da mihi ánimas de san Juan Bosco, quiere
salvar el alma de todos y funda la compañía de la Inmaculada, de la que
saldrán los mejores, de la que saldrán los mejores colaboradores del
fundador de los salesianos.
Habiendo enfermado de gravedad a los 15 años, regresa al hogar paterno
de Mondonio (provincia de Asti), donde muere serenamente el 9 de marzo
de 1857 con la alegría de ir al encuentro del Señor.
Pío XII lo proclamó santo el 12 de junio de 1954.
El adolescente santo del oratorio comprendió que ser santo es tener
siempre una mano tendida para ayudar con alegría.
Domingo Savio es ejemplo de santidad salesiana. “Hacer bien las cosas
que tenemos que hacer, siempre alegres” es lo que aprendió junto a Don
Bosco en el Oratorio de Valdocco. Puso todo su empeño para hacerse
santo. Y lo consiguió.
En estos tiempos, cuando la solidaridad y la entrega son más necesarias
que nunca, queremos recordar al joven Domingo como quien encarnó
estos valores.
Domingo cultivó también en el Oratorio el valor de la solidaridad. En
aquellos años duros, el joven Savio aprendió en la escuela de Don Bosco
a tener un corazón grande y las manos siempre abiertas.
En 1854 se declaró en la ciudad de Turín una epidemia de cólera que se
desarrolló en la ciudad con una virulencia inusitada. En los meses de julio y
agosto la mortal enfermedad se propagó con rapidez llevándose la vida de
muchas personas. La situación era insostenible.
En cuanto Don Bosco se enteró que la epidemia empezó a rondar por los
alrededores del Oratorio, se dispuso inmediatamente a asistir a las
víctimas. Pidió a algunos de sus muchachos que estuvieran disponibles y
catorce de ellos se prepararon para echar una mano a Don Bosco en un
momento verdaderamente difícil.
Domingo, llegado al Oratorio en octubre de ese mismo año, vivió –sin
duda- la generosidad de sus compañeros y del mismo Don Bosco en tantos
gestos de solidaridad y cercanía a aquellos más necesitados.
Esa fue su escuela, y en ella aprendió Domingo el valor de vivir con la
mano tendida dispuesto a dar lo mejor de sí a los que peor lo pasan.
Domingo, con una mirada compasiva, estuvo de parte de los más débiles,
no pasó de largo ante las necesidades de los demás, no dio rodeos.
Con las manos abiertas y disponibles, supo ofrecer cercanía y atención a
los más abandonados.
Su profunda experiencia de fe, su encuentro con el Señor, no le llevó a
encerrarse en sí mismo sino a vivir para los demás con una generosidad
extraordinaria.
Desde la página de la Zona
1. El primero que comentar el estado de la pagina
2. Seguir a la página de Vid Grift, de Diocesis, de Zona San Pablo
3. Compartir la transmisión
4. Enviar la captura de pantalla