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Retiro Adviento FH Patricia Hevia

Este documento ofrece pistas para orar durante el Adviento a través de la metáfora de la tierra. Explica que la tierra se prepara en otoño para recibir semillas y frutos, al igual que debemos prepararnos para recibir a Dios. Luego explora varios nombres bíblicos para la tierra, incluyendo el desierto como lugar de prueba pero también de encuentro con Dios, y el monte como lugar de transfiguración donde nos transformamos para servir a los demás. Finalmente, sugiere que la ciudad puede representar nuest
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Retiro Adviento FH Patricia Hevia

Este documento ofrece pistas para orar durante el Adviento a través de la metáfora de la tierra. Explica que la tierra se prepara en otoño para recibir semillas y frutos, al igual que debemos prepararnos para recibir a Dios. Luego explora varios nombres bíblicos para la tierra, incluyendo el desierto como lugar de prueba pero también de encuentro con Dios, y el monte como lugar de transfiguración donde nos transformamos para servir a los demás. Finalmente, sugiere que la ciudad puede representar nuest
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“¡ÁBRETE TIERRA!” (Is 45, 8)


PISTAS PARA ORAR EN ADVIENTO

PATRICIA HEVIA COLOMAR, RSCJ


1. ADENTRARNOS EN EL ADVIENTO
“¡Ábrete tierra!”. Con este grito suplicante el profeta Isaías nos invita a disponer nuestra
existencia para acoger el don de Dios. El otoño que, en estas latitudes, camina con el
Adviento puede inspirar o sugerirnos una clave desde la que vivir este tiempo de espera. En
otoño la tierra se prepara como matriz que acoge generosamente los frutos y las semillas
que los árboles, en el proceso de despojarse y soltar, regalan al suelo. Estas semillas tendrán
que atravesar el camino de la oscuridad, dejarse acariciar o zarandear por la lluvia y entrar
en un proceso de muerte para estallar, más delante, de vida y de frutos. Este tiempo nos
invita a poner la mirada en la tierra y en esa infinidad de procesos y transformaciones que
recorren el camino del despojo a la abundancia.
El grito de los profetas es un clamor ligado a la tierra. Su lamento se alza cuando esta es
devastada y saqueada, o cuando los pobres, las viudas y los huérfanos son privados de sus
frutos. Pero también ellos nos transmiten el canto enamorado de Dios por su heredad y su
amor incondicional tanto en tiempo de aridez como de fecundidad.

1
STANKOVA, Julia. (2005). Trozo de tierra. Recuperado de http://www.juliastankova.com/galleries/2005.html

1
Las lecturas de este tiempo nos hablan una y otra vez de esta tierra que llora su esterilidad,
pero que en la espera es fecundada por el don de Dios. Ellas nos van a adentrar en el
proceso que a lo largo de estas semanas vamos a hacer desde esta clave de la tierra. Pero
antes es preciso descalzarse como Moisés y aceptar ser conducidos hacia horizontes
desconocidos como Abrahán, sabiendo bien que lo único que nosotros podemos hacer es
acoger y dejar fluir el don, pero que la dirección y el horizonte lo marcan Otro.
Con los profetas haremos la travesía: desde la tierra estéril y sedienta que anhela a Dios,
hasta la tierra colmada con el fruto maduro que es Jesucristo, renuevo de Jesé.

2. LA TIERRA QUE SOMOS


Olvidamos que somos tierra porque en lo cotidiano son múltiples los reclamos que nos
llevan a vivir extrañados de nosotros mismos, puesta la atención en lo transitorio al ritmo
veloz que los medios de comunicación o las nuevas tecnologías nos imponen. Lo olvidamos
también porque vivir “extrañados” nos anestesia y nos libra de reconocer nuestras grietas,
nuestras esterilidades, la pobreza y a la vez la inmensa riqueza que es un trozo de tierra.
El relato bíblico del Génesis nos devuelve a esa conexión profunda del ser humano con la
tierra, la adamah, que es modelada y trabajada por Dios, como un artesano se afana en la
obra que sus manos crean. Las bienaventuranzas nos dicen que sólo “los humildes poseerán
la tierra”, quizá porque aceptar que la tierra está en el núcleo de nuestra identidad
originaria, aquella que emergió bellamente de las Manos de Dios, es aceptar entrar en una
dinámica de “lentitud” y de apertura donde nada puede ser forzado porque es Otro el que
regala la lluvia, el rocío y el sol. En la medida en que conectemos con nuestro “humus” y lo
abracemos tal cual es se nos dará entrar en la tierra: primero en la de nuestro propio
corazón, la de nuestra propia historia, la de nuestra realidad concreta… para entrar
reconciliadamente en la tierra de los otros y hacer de la tierra compartida un lugar más
humano y habitable.
2.1. Los nombres de nuestra tierra
Muchos son los nombres que, a lo largo de este tiempo de Adviento, recibe la tierra donde
descansa la presencia de Dios, esa porción suya que somos cada uno de nosotros.
 El desierto
“El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa”. Is 35, 1
Cuarenta años caminó Israel por el desierto. Ese espacio fue lugar de prueba pero también
de experiencia profunda del Dios amante y fiel, no sólo en la fidelidad, sino sobre todo en la
prueba, en la tentación, en la fragilidad, en la noche. Cuando Israel hace memoria del
desierto hace también memoria de su identidad ligada al Dios gratuito y fiel; su ser bebe del
Dios compañero de camino, nube en las jornadas de camino, y fuego que guía en las noches.

2
En la tradición mística sufí el desierto es aquel lugar que nos enfrenta a lo desconocido y
donde a la vez se oculta el Amor. La Presencia de Dios, del Bienamado, lo es en modo de
ausencia, se muestra ocultándose, expresando de algún modo que a Dios no se le puede
apresar. Este ocultamiento despierta en el peregrino, en aquel que está dispuesto a ponerse
en camino, la nostalgia del Amigo/Amado, lo que nos lleva a un proceso de despojamiento
total.
También nuestra vida puede albergar desiertos: etapas donde una tiene la impresión de
permanecer a la intemperie, sin lugar donde guarecerse, o en un lugar despoblado donde
nada ni nadie puede colmar el vacío hondo que le habita. Puede haber momentos en los que
mirar nuestra propia vida con su historia nos puede producir el vértigo de la esterilidad y del
esfuerzo baldío, del fracaso. Estar dispuestas a recorrer nuestros desiertos o a permanecer
en ellos nos llevará a tocar nuestros desasosiegos, nuestras carencias que no son más que
una expresión del deseo que nos habita y que tantas veces no sabemos acoger o encauzar.
Porque desasosiego nos producen nuestras pérdidas, nuestros vacíos, pero el desierto nos
ofrece la posibilidad de transitar caminos no transitados antes y que nos abren a la novedad.
Los textos nos hablan de estos caminos por donde Dios se abre paso , caminos por donde el Señor
llega, abajados todos los obstáculos que entorpecen el sendero (Is 40, 1 ss.), y enseñándonos
a integrar lo torcido y escabroso que descubrimos en nosotras mismas y en los demás (Lc 3 ).
Esta soledad ya no estará más poblada de aullidos (Dt 32, 1 ss.) o del eco de nuestros
propios lamentos, lágrimas y quejas, sino que será lugar donde llegue la palabra del Señor
con la Buena noticia de la Salvación (Lc 3, 1 ss.).
Rumí dice: “El desierto es la verdadera casa del amante, que lo pierde todo por amor”. Y tal
vez el Adviento, de la mano de los textos bíblicos, nos invite a descubrir el desierto como
escenario del Amor, al que no se llega sino soltando, despojándose, aceptando la intemperie
y la pérdida, vaciándose... y todo para llenarnos de Vida.

 El monte del Señor


“No volverás a gloriarte sobre mi monte santo. Dejaré en medio de ti un pueblo pobre y
humilde que confiará en el Señor”. So 3, 12
En la tradición bíblica el monte o la montaña son lugares teofánicos, es decir, lugares de
Encuentro con el Misterio de Dios. Así lo experimentaron Moisés, Abrahán, Elías y el mismo
Jesús… En el monte fueron alcanzados de lleno por el Misterio de Dios, que siempre que
llega transfigura y nos deja radiantes. Nadie baja del monte de la misma manera de la que ha
subido. Paradójicamente subimos al monte para adentrarnos en un proceso de descenso y
de abajamiento que nos lleva a abrazar nuestra identidad de “pueblo pobre y humilde” (So
3, 9).

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La liturgia de este tiempo nos convoca a menudo al monte del Señor (Is 2, 3 ss.). A él somos
invitadas a subir, pero no para situarnos en esa posición “privilegiada” que nos hace mirar la
realidad de una manera distante, y entrar en relación con las personas que en ella habitan,
nuestros hermanos y hermanas, desde arriba y por encima, sino para alzar la voz y anunciar
la llegada del Señor a toda persona, a toda realidad, a toda situación, pues nada escapa del
abrazo de Dios. Al subir al monte somos empujados por nuestro deseo, pero al llegar el
Misterio nos hace entrar en un nuevo modo de relación con Él mismo y con toda creatura
donde todo se nos es dado, donde somos transformados no por nuestras fuerzas o empeños
sino en la medida en que en nosotros hay apertura al don. Y es que situarnos en el monte
nos permite situarnos en el lugar sagrado de toda vida, de toda forma de vida.
A este monte subiremos para ser adiestrados en la escucha de la Palabra y para ser sanados
de nuestras violencias que se transformarán en energía para la bondad, el amor y el bien,
pues las lanzas se convertirán en podaderas, y los contrarios y ambigüedades que nos
habitan –nuestros lobos y corderos- se darán la mano y pacerán juntos, y serán
“domesticados” y pastoreados por la inocencia de ese Niño que nos nace (Is 11, 1 ss.).
La fraternidad será el distintivo de todos los que suban a él pues somos convocados a la
misma mesa donde el Señor se pone a servir compasivamente (Is 25, 6-10), y no a nuestra
manera que busca eficacia y resultados; multiplicando nuestros panes y peces, aquello poco
que nos parece tan insignificante para tantas demandas y para tanto por hacer (Mt 15, 29).
En esta mesa nuestras hambres, nuestros anhelos, nuestras frustraciones serán colmadas
pero no, tal vez, de la manera que esperamos al modo de la “varita mágica” que borra todo
sin dejar huella, sino al modo de los que esperan y confían en Dios, descubriendo en toda
huella, insatisfacción y herida Su Presencia, y confesando: “Aquí está el Señor” (Is 25, 19).
También los velos que nos velan la alegría y que no nos dejan mirar la realidad con la mirada
de Dios serán transformados y nuestras lágrimas enjugadas para poder devolver una mirada
transparente, amorosa, tierna, misericordiosa y enjugar así las lágrimas de otros (Is 25, 6-10).
 La ciudad
“El Señor sana los corazones destrozados, venda sus heridas”. Sl 146
Una ciudad devastada puede ser, en ocasiones, imagen de cómo nos sentimos
interiormente. Un cambio de etapa, una situación inesperada, la disminución física o una
realidad en la que empeñamos mucho pueden dejar en nosotras la sensación de palpar
nuestras ruinas, donde nada se tiene en pie, ni siquiera el suelo que nos sostiene.
Las ruinas hablan de pérdida: algo que éramos, algo que poseíamos, algo desde lo que nos
mostrábamos a los demás… ya no está. Lo que parecía sólido y nos daba solidez se ha
desmoronado. Algo de nosotros muere con nuestras pérdidas, pero también las pérdidas
abren en nosotros espacios de libertad.
La amenaza de la pérdida se transforma en confianza porque a este pueblo Dios lo protege
con sus murallas, no a nuestra manera, defendidas y protegidas tantas veces de la mirada de
los otros, con temor a que reconozcan las ruinas que albergamos. Las murallas que Dios

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levanta no nos protegen y defienden de los otros, al contrario, hacen de nuestro espacio un
lugar seguro para los demás donde los encuentros acontecen bajo el signo de la paz (Is 26,
1). Nuestras ruinas no serán ya obstáculo para ofrecer nuestro amor sin temor a perderlo,
para perdonar o para acoger a los otros en nuestra casa sin temor a ser heridos. Es por eso
que, liberados de temores, Dios ensanchará nuestro espacio desplegando más y más nuestra
capacidad para el amor en ese ejercicio de darnos y entregarnos (Is 54, 1).
No será una afrenta el haber pasado por la decepción, por el dolor, por el fracaso que serán
lugar teológico donde escucharemos estas palabras: “olvidarás tu vergüenza… como a mujer
abatida te vuelve a llamar el Señor… no retiraré de ti mi misericordia ni mi alianza de paz
vacilará” (Is 54, 1-10).

 El vergel y el bosque
“¡Levántate, amada mía, hermosa mía, ven a mí! Porque ha pasado el invierno y ya brotan
flores en la vega, apuntan los frutos en la higuera y la viña en flor difunde su perfume” Ct 2
Si el desierto es el lugar de la Ausencia, el jardín es el lugar de la Presencia del Amado donde
se vive no tanto en la búsqueda como en el descanso en el Amor. Si el desierto es expresión
de carencia, el vergel lo es de abundancia.
Dios anuncia a la tierra yerma una nueva primavera, una alegría perenne que brotará de la
propia belleza de Dios, como por contagio (Is 35, 1-10). En este desierto brotarán torrentes,
esas aguas transparentes y límpidas que manan cuando dejamos fluir lo más verdadero de
nosotros mismos, aguas que ya no serán más retenidas ni estancadas sino ofrecidas.
Pero desiertos y vergeles no son dos realidades antitéticas, pues son las mismas tierras
yermas las que abrigan en lo oculto aguas subterráneas (Is 30, 23-26)… En la esterilidad hay
una primavera oculta, como hay un árbol frondoso en el interior de la semilla. Las heridas de
nuestra tierra, abiertas a Dios, pueden ser lugares donde la vida florece abundantemente.
De esta esterilidad saben bien tres mujeres que la liturgia pone ante nuestra mirada: una
mujer que no tiene nombre, madre de Sansón (Jc 13, 2 ss.); Ana, madre de Samuel (1 Sm 1,
24-28) e Isabel, prima de María (Lc 1, 5-25). Las tres pasan de la afrenta y la confusión a la
bendición y toman la palabra para bendecir a Dios por la primavera que estalla en sus senos.
Para transitar el camino de la carencia y esterilidad a la abundancia y fecundidad es preciso
contactar primero con nuestra radical indigencia. Vivimos tan saciados y tan colmados de
nosotros mismos, de nuestras pequeñeces, de nuestro horizonte limitado, que olvidamos
nuestra sed profunda que nos hace desear esos torrentes abundantes, esas aguas
subterráneas (Nm 24, 2-7)… Hay que tener cierta valentía para sostener ese vacío radical que
nos habita y que sólo puede ser colmado en Dios. La vida y la belleza no llegan sino después
de un lento proceso de transformación, y aceptar ser transformadas es aceptar ponerse en
camino hacia un lugar que desconocemos, hacia algo nuevo, hacia lo más verdadero de

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nosotras mismas que coincide plenamente con esa identidad única que Dios nos regala y en
la que se goza y se complace, es amada y causa de su júbilo como en día de fiesta (So 3, 18).
Para el que busca a Dios la fecundidad no se mide con los mismos parámetros con los que
medimos éxitos o fracasos, centrada la mirada en nosotros mismos. La fecundidad viene
acompañada por una alegría desbordante -“tú te alegrarás con el Señor”- y por esa continua
invitación a no temer: “No temas… No te abandonaré” (Is 41, 13-20).
Reconocer que nuestra tierra puede tener el rostro de un desierto, o ser un monte, o
llamarse “Hija de Sión”, es reconocer que lo que hoy somos no camina al margen de Dios,
aunque nos “obligue” a vivir en esa tensión esperanzada entre lo que todavía no es, lo que
no está resuelto, las preguntas que nos acompañan, nuestras dudas y ansiedades, y lo que se
nos anuncia. En muchos de los textos bíblicos Dios llega con una palabra de futuro poniendo
ante nuestro horizonte nuevos paisajes que sólo atravesaremos si reconocemos que ya hoy
esa tierra es sagrada y es tierra de Encuentro. Esa aceptación paciente de todo lo que está
sin resolver nos llevará a aceptar también misericordiosamente todo lo que creemos
inacabado en los demás, todo lo que en nuestra realidad cotidiana ansía una transformación.
Y aceptar pacientemente y consentir a que eso sea así no significa pactar con una actitud de
derrota o de conformismo, sino situarnos de un modo más liberado y confiado, despojadas
de nuestras rebeldías y enfados ante la lentitud de los procesos, en la espera de la semilla
que en lo oscuro va deviniendo algo nuevo sin saber cómo ni lo que será.
El Adviento nos anuncia que inviernos, arideces, pérdidas, catástrofes no tienen la última
palabra sobre nuestras vidas, aunque mirando a nuestro alrededor experimentemos la
amenaza real de todo ello sobre la vida de tantas personas, especialmente sobre los últimos,
los más pequeños: desplazados, inmigrantes, gente sin hogar, mujeres prostituidas,
enfermos… El Evangelio nos lanza un grito: “levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra
liberación” (Lc 21, 28).
En la Biblia ser levantados por Dios y puestos en pie son signos de la victoria sobre la muerte,
y cuando alguien es tomado de la mano para ser levantado de su postración, la corriente
generadora de vida se expande inmediatamente en servicio y en donación.
María de Nazaret es un icono precioso de como la tierra de su vida, tocada por esta
corriente de amor, se abre al don sorprendente de Dios. En ella podemos leer también ese
recorrido desde el desierto, lugar de esperas, hasta la primavera, espacio donde todo se
hace don. Sus pies recorren los montes para llevar el abrazo de Dios a esa mujer que bien
sabe de esterilidad, su prima Isabel. El don de Dios no queda aprisionado en ella por la
incertidumbre o el no saber, sino que se multiplica llevando bendición y cantando su amor
por los pobres y pequeños.
Los nombres de Dios que nos acompañan a lo largo de este tiempo nos permiten entrar en
esa dinámica de amor con confianza pues Él es ensanchador de miradas (Is 40), rescatador
(Is 29), dador de lluvia (Is 30), enjugador de lágrimas (Is 25), sanador de heridas (Is 30, 26),
transformador de desiertos (Is 41, 9), alumbrador de ríos (Is 41, 18)…

6
La vida y la belleza no llegan sino después de un lento proceso de transformación. Dejemos
que sea el Señor mismo el que nos ayude a nombrar nuestro hoy, confiadas de que sea cual
sea nuestra tierra esta es abrazada y posibilitada con paciente amor.

TIEMPO PARA ORAR


 Con el eco del relato de la Creación traigo a mi oración la tierra que soy… Le pongo una
imagen que acompañe este momento de mi vida: una tierra fértil, un bosque frondoso,
una tierra árida y sedienta, un desierto… Dejo que ante esta imagen el Señor pronuncie
una palabra de Amor.
 Tras releer Is 11, 1-10, traigo ante el Señor todas esas realidades que necesitan darse la
mano en mí, realidades que pelean en mí y que siempre me habitarán, pero con la
oportunidad de hacerlo pacíficamente y reconciliadamente.
 Recorro con el corazón los últimos meses de mi vida… Rescato un hecho significativo que
haya podido vivir… ¿Qué rostro de Dios me ha traído? ¿Hacia dónde me ha invitado el
Señor a caminar? ¿Sobre qué escombros me llama el Señor a echar nuevos cimientos?
 Desde la mirada de Dios acojo mi propia manera de situarme en la realidad cotidiana,
con la gente que está cerca… ¿Qué murallas desearía transformar? ¿Qué defensas
percibo que el Señor me invita a que caigan?
 La sensación de fracaso y de esfuerzo baldío en ocasiones se nos vuelven compañeros de
camino… Como a Ana, la madre de Samuel, o esa mujer sin nombre, madre de Sansón, la
esterilidad nos pesa como una afrenta. Leo Is 35, 1-10 y recorro aquellas zonas de mi
tierra que creo estériles. Acojo la bendición de Dios sobre ellas…
 Una canción puede acompañar nuestro silencio orante: “Somos tierra” de Salomé
Arricibita. Gracias a que Salomé pone gratuitamente su precioso don al servicio de todos
podemos encontrar su música en este enlace: http://www.feadulta.com/es/indice-
multimedia/1931-somos-tierra.html

PATRICIA HEVIA COLOMAR, RSCJ

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