El Lugar de Un Hombre PDF
El Lugar de Un Hombre PDF
                              ebookelo.com	-	Página	2
      Ramón	J.	Sender
El	lugar	de	un	hombre
            ePub	r1.0
          Titivillus	18.05.16
     ebookelo.com	-	Página	3
Ramón	J.	Sender,	1939
                             ebookelo.com	-	Página	4
                                         Capítulo	I
                        LA	CASUALIDAD	DORMIDA.	EL	«SASO»
                                      «cu-cut»,	«cu-cut»,
                                  el	dos	de	mayo	Santa	Cruz.
     En	esa	fecha	eran	las	fiestas.	Mi	pueblo	tenía	cinco	mil	habitantes.	En	el	centro,
donde	vivíamos	nosotros,	había	edificios	de	dos	y	hasta	de	tres	plantas.	A	medida	que
se	 alejaban	 hacia	 las	 afueras	 iban	 siendo	 más	 pobres	 y	 al	 final	 se	 convertían	 en
simples	chozas:	cuatro	muros	con	un	agujero	en	el	techo	para	el	humo.
     El	 pueblo	 estaba	 dominado	 por	 una	 montaña	 cortada	 a	 cuchillo	 que	 se	 alzaba
junto	a	las	últimas	casas.	Era	una	rompiente	natural	de	doscientos	metros	de	altura	en
cuya	cima,	presidiéndolo	todo,	había	una	plataforma	de	granito	sosteniendo	una	gran
cruz	 de	 hierro.	 Esa	 cruz	 se	 recortaba	 sobre	 el	 cielo	 claro	 y	 protegía	 la	 aldea,	 según
decían,	contra	el	rayo	y	el	pedrisco.	La	rompiente	venía	a	ser	un	escalón	socavado	sin
duda	 por	 la	 corriente	 del	 Orna,	 río	 de	 gran	 caudal,	 que	 bajaba	 de	 la	 montaña
trompicando	y	produciendo	una	espuma	azul.	Ese	enorme	escalón	seguía	a	lo	largo
de	más	de	quince	kilómetros	paralelo	al	río	hasta	verle	desembocar	en	otro	río	mayor.
Entre	 las	 «ripas»	 —era	 el	 nombre	 que	 se	 daba	 a	 la	 rompiente—	 y	 el	 río	 estaba	 la
carretera	real,	que	pasaba	por	el	centro	del	pueblo,	y	entre	ella	y	el	río	se	extendían,	a
lo	 ancho	 de	 unos	 dos	 kilómetros,	 todos	 los	 campos	 de	 «regadío»	 —huertos,	 sotos,
cercados—	 donde	 se	 producían	 frutas	 que	 tienen	 fama	 no	 sólo	 en	 la	 región	 sino	 en
toda	 España.	 Su	 abundancia	 nos	 permitía,	 de	 chicos,	 hacer	 batallas	 campales	 con
manzanas	y	peras,	de	las	que	caían	de	los	árboles,	malbaratando	millares	de	ellas	sin
que	los	campesinos	se	sintieran	perjudicados.	A	veces,	para	evitar	que	se	pudrieran,
las	recogían	después	y	las	daban	a	comer	a	los	cerdos.
     En	 la	 rompiente,	 que	 venía	 a	 ser	 como	 una	 cortina	 de	 roca	 arenisca,	 hacían	 sus
nidos	las	águilas	y	los	esparveres.	Sus	gañidos	llegaban	al	atardecer	al	balcón	de	mi
cuarto	repetidos	por	el	eco	que	les	daba	una	extraña	profundidad.	En	ese	eco	sentía
yo	 la	 inmensidad	 de	 la	 noche	 que	 se	 acercaba.	 Cuando	 era	 niño	 (lo	 recordaba	 con
emoción)	en	mis	soledades	hablaba	con	las	«ripas»,	con	los	esparveres	y	con	aquellas
oquedades	negras	en	donde	localizaba	todo	lo	irreal	de	mi	infancia.
     En	 aquella	 ocasión	 había	 tenido	 que	 permanecer	 encerrado	 en	 casa	 más	 de	 un
mes,	porque	me	había	roto	el	brazo	y	con	objeto	de	facilitar	la	sutura	del	hueso	tuve
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que	guardar	cama.	Hacía	poco	que	había	vuelto	al	pueblo	después	de	una	escapada
que	me	llevó	a	Zaragoza,	a	Madrid	y	a	otras	hermosas	ciudades	dispuesto	a	probar	la
fuerza	de	mis	alas.	Tenía	quince	años	cuando	me	fui	y	dieciséis	cuando	regresé.	No
volví	 al	 pueblo	 por	 amor	 a	 mi	 casa	 campesina,	 sino	 reclamado	 por	 mi	 familia	 y
conducido	por	la	policía	del	rey.	Una	vez	en	mi	aldea	había	que	tratar	de	convertir	el
destierro	en	un	placer	y	como	lo	que	más	me	interesaba	era	mi	abuelo	(a	mi	padre	le
había	considerado	siempre	un	enemigo,	en	ese	sentimiento	me	correspondía	él,	en	los
dos	 era	 completamente	 inconsciente	 y	 estaba	 entreverado	 de	 luchas	 feroces	 y	 de
armisticios	gustosos)	me	acerqué	al	abuelo	y	vivía	con	él	como	si	no	existiera	nadie
más.	 También	 él	 tenía	 su	 habitación	 en	 el	 segundo	 piso,	 dando	 el	 balcón	 a	 la	 parte
trasera,	cara	a	las	ripas.	Mi	abuelo	sentía	por	mí	un	gran	cariño	(todos	decían	que	me
parecía	 mucho	 a	 él)	 y	 yo	 le	 correspondía	 con	 ese	 sencillo	 respeto	 que	 los	 viejos
estiman	tanto	y	que	a	través	del	recuerdo	no	ha	hecho	sino	crecer	en	mi	vida.
    Yo	 quería	 ir	 al	 huerto	 con	 él,	 regar,	 podar	 las	 vides	 en	 el	 monte	 (llamaban
«monte»	 a	 toda	 la	 tierra	 que	 no	 tenía	 riego	 regular).	 Me	 pasaba	 los	 días,	 antes	 de
romperme	 el	 brazo,	 ayudándole	 en	 el	 campo	 en	 faenas	 ligeras	 que	 atendía	 él
personalmente	y	en	recompensa	me	iba	encomendando	trabajos	que	poco	a	poco	iba
haciendo	yo	solo.
    Un	día,	poco	después	de	mi	regreso,	me	dijo:
    —¿Te	has	encontrado	en	la	calle	o	en	el	camino	de	los	huertos	a	Ana	Launer?
    —No,	¿por	qué?
    —Si	la	encuentras	—me	advirtió	con	misterio—	dale	la	razón	en	todo.	Dile	a	todo
que	sí.
    —¿Está	loca?
    Mi	abuelo	no	se	atrevía	a	juzgar.
    —En	 el	 pueblo	 dicen	 que	 es	 bruja.	 Yo	 no	 creo	 en	 esas	 tonterías,	 pero…	 —se
encogió	de	hombros—.	Ve	tú	a	saber.
    —¿Cree	usted	que	puede	hacer	daño?
    —Nuestro	 vecino	 Antón	 —explicó	 mi	 abuelo	 con	 un	 aire	 intrigado—	 se	 quiso
burlar	de	Ana	Launer	un	día,	y	poco	después	se	le	murieron	dos	vacas.
    —Una	casualidad	—dije	yo.
    Mi	abuelo	se	encogió	de	hombros	otra	vez.
    —Ya	 te	 digo	 que	 no	 creo	 en	 eso,	 pero	 más	 vale	 decir	 amén	 a	 todo.	 No	 hay
necesidad	de	provocar	a	la	casualidad.	Es	bueno	que	duerma.
    Después	de	un	silencio,	añadió:
    —Ana	Launer	habla	con	todos,	va	y	viene.	Aparece	por	la	noche	en	el	campo	a
los	jornaleros	y	a	los	propietarios	y	les	dice	las	cosas	más	raras.	Uno	de	sus	caprichos
—dijo	tan	regocijado	que	la	risa	le	impedía	seguir	hablando—	es	bailar	por	la	noche
en	el	campo	con	las	personas	más	serias.
    Yo	solté	a	reír.
    —Sí;	ríe	todo	lo	que	quieras,	pero	si	la	encuentras	no	le	lleves	la	contraria.
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    Yo,	 que	 había	 leído	 en	 Madrid	 algo	 sobre	 histerismo	 y	 sexualidad	 (las	 cosas	 de
Freud,	 que	 estaban	 de	 moda),	 trataba	 de	 identificarla	 y	 preguntaba	 a	 mi	 abuelo
incansablemente.
    —No	sé	qué	clase	de	persona	es	—me	contestaba—.	Siempre	se	ríe.	Se	burla	de
sí	misma.	Por	la	noche	dicen	que	la	oyen	reír	al	lado	de	las	chimeneas.	Yo	creo	que
son	los	gatos	en	celo.	El	viejo	de	casa	de	Gonzalvo	ha	echado	un	bolero	la	otra	noche
con	ella	al	lado	del	río.
    Otra	vez	solté	la	carcajada.	Mi	abuelo	se	puso	muy	serio.	Se	veía	que	lo	grotesco
de	aquel	bolero	a	la	orilla	del	río	lo	escalofriaba.
    —Si	 la	 encuentras	 —insistió—	 obedécele.	 No	 cuesta	 ningún	 trabajo.	 Ella	 debe
saber	que	tú	has	vuelto	al	pueblo	y	te	tendrá	entre	ojos.
    Yo	 encontré	 días	 después	 a	 Ana	 Launer	 en	 la	 calle.	 Iba	 vestida	 de	 negro.
Aparentaba	cincuenta	años.	No	me	dijo	nada,	pero	me	miró	con	tanta	impertinencia
que	 tuve	 que	 sonreír	 y	 saludarla	 con	 un	 gesto	 de	 cabeza.	 Luego	 la	 oí	 decir	 a	 mis
espaldas:
    —Garcés	rematado.	En	un	año	le	ha	salido	la	hombría.	Tiene	las	mismas	hechuras
de	su	abuelo	y	de	su	padre.
    Pasaron	dos	semanas	sin	ver	a	Ana	Launer	y	la	olvidé.
    Una	noche	había	que	regar	el	soto.	Nos	daban	el	agua	a	las	once	y	como	una	hora
de	 riego	 costaba	 mucho	 dinero	 había	 que	 estar	 allí	 con	 toda	 exactitud	 para	 no
desperdiciarla.	 El	 Sindicato	 de	 Riegos	 tenía	 bien	 organizado	 aquello	 y	 los	 afiliados
regaban	 sus	 tierras	 por	 turno	 religiosamente.	 Propuse	 a	 mi	 abuelo	 ir	 yo.	 Le	 pareció
bien	y	a	las	diez	y	media	salía	para	el	soto,	que	estaba	hacia	el	río.	Llevaba	conmigo
una	azada	y	había	puesto	en	mi	cinto	un	puñal,	porque	en	las	noches	de	riego	había	a
veces	 incidentes	 por	 cinco	 minutos	 más	 o	 menos	 de	 agua.	 Mi	 abuelo	 tanteó	 mis
ropas,	sacó	el	puñal,	se	lo	guardó	y	me	dijo:
    —El	hombre	que	necesita	emplear	esto,	ya	no	es	hombre.
    Luego	 me	 indicó	 que	 todo	 se	 evitaría	 yendo	 a	 ver	 al	 guarda	 que	 vigilaba	 las
compuertas	(cerradas	con	candado	y	llave)	y	poniendo	mi	reloj	con	el	suyo.	Así	no
habría	malentendidos.
    Salí	para	el	soto.	El	pueblo	dormía.	Del	tejado	de	la	iglesia	caían	rítmicamente	los
silbidos	 de	 una	 lechuza.	 Pasé	 por	 el	 lado	 del	 molino	 viejo,	 salí	 al	 camino	 de	 los
huertos	 y	 pocos	 minutos	 después	 estaba	 en	 el	 soto.	 El	 brazal	 por	 donde	 habría	 de
venir	el	agua	cuando	abrieran	la	compuerta	medio	kilómetro	más	arriba,	estaba	en	la
linde	 del	 campo	 cuyos	 cuadros	 de	 lozanas	 legumbres	 se	 dibujaban	 bajo	 la	 luna.	 Al
otro	lado	del	brazal	se	alzaba	un	viejo	muro	en	ruinas,	pero	entre	el	muro	y	el	brazal
—que	estaba	seco	esperando	el	agua—	había	un	espacio	de	un	metro,	bastante	para
sentarme	y	fumar	un	cigarrillo.
    El	 silencio	 era	 menos	 profundo	 ahora,	 porque	 la	 lechuza	 de	 la	 iglesia	 se	 había
callado.	Lejos	intentaba	a	veces	croar	una	rana,	pero	no	se	decidía.	Yo	comenzaba	a
sentirme	impresionado	y	me	puse	a	cantar.	Pero	me	callé	en	seguida,	porque	al	fondo
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del	 campo	 apareció	 una	 forma	 blanca	 que	 avanzaba	 entre	 los	 cuadros	 de	 mis
legumbres,	 con	 movimientos	 mecánicos	 y	 rígidos.	 Era	 una	 mujer.	 Su	 falda,	 su
chambra	y	sus	medias	eran	blancas.	Bajo	la	luna,	toda	aquella	blancura	tenía	destellos
azules.	Venía	de	puntillas	y	por	eso	parecía	que	iba	sobre	ruedas.	Al	mismo	tiempo
tuve	la	sospecha	de	Ana	Launer	y	la	certidumbre.	Llevaba	los	codos	pegados	al	talle
y	las	manos	en	alto	y	se	balanceaba	estúpidamente	a	un	lado	y	otro.	Vestida	de	blanco
parecía	 mucho	 más	 grande,	 más	 alta,	 más	 joven.	 Mucho	 antes	 de	 llegar	 a	 mí	 había
levantado	los	codos	también,	y	con	las	manos	abiertas,	moviendo	los	dedos	a	la	altura
de	 sus	 hombros,	 hacía	 grotescos	 movimientos.	 Su	 rostro	 tenía	 una	 gravedad	 casi
religiosa.	 Aquello	 era	 idiota,	 pero	 había	 tal	 seguridad	 en	 los	 movimientos,	 tal
despreocupación	de	sí	misma,	que	comenzaba	a	ser	alucinante.	Se	detuvo	delante	de
mí.	Yo	me	levanté	y	traté	de	sonreír.	Ella	me	miraba	fijamente:
     —Garcés	rematado	—repitió.
     —El	que	a	los	suyos	parece,	honra	merece	—dije	recordando	el	proverbio.
     Ana	Launer	parecía	no	haber	oído:
     —¿Quieres	echar	un	baile	conmigo?	—me	preguntó.
     —¿Yo?	—dudaba—.	Sin	música	no	se	puede	bailar.
     Me	volvió	la	espalda	y	comenzó	a	marcharse	como	había	venido,	con	los	mismos
gestos,	la	misma	despreocupación	de	mí	y	de	sí	misma,	como	una	muñeca	mecánica.
El	 borde	 de	 su	 falda	 rozaba	 las	 hojas	 de	 las	 lechugas	 y	 las	 hacía	 crujir.	 Ya	 lejos	 se
volvió	y	gritó:
     —Heredero	de	Garcés,	antes	de	las	doce,	bailarás	sin	música.
     La	 lógica	 se	 rompe	 y	 nos	 reímos	 o	 nos	 indignamos.	 En	 aquella	 ocasión	 yo	 me
reía.	 Pero	 cuando	 el	 orden	 natural	 se	 invierte	 del	 todo	 no	 basta	 con	 la	 risa	 ni	 la
indignación.
     Llegaba	el	agua.	De	espaldas	al	muro,	abrí	los	conductos	para	hacerla	entrar	en
mis	campos.	La	tierra	la	recibía	con	voluptuosidad	formando	burbujas	y	bebiéndola
con	 un	 ligero	 rumor	 bajo	 las	 anchas	 hojas	 de	 las	 calabazas	 y	 los	 melones.
Conteniendo	 la	 respiración	 se	 oía	 a	 las	 plantas	 suspirar	 de	 gozo.	 Me	 senté.	 Estuve
esperando	 una	 hora	 justa.	 No	 podía	 apartar	 de	 mi	 imaginación	 a	 Ana	 Launer,	 pero
mis	propias	preocupaciones	me	indignaban.	«La	bruja	sabe	su	oficio	—me	decía—.
Consigue	turbar	a	la	gente	con	su	saya	blanca	y	sus	bailecitos».	Cinco	minutos	antes
de	la	media	noche	me	dispuse	a	cerrar	el	brazal,	esperando	oír	la	señal	de	la	trompeta
del	 guarda.	 Cuando	 la	 oí,	 cerré	 y	 volví	 a	 sentarme	 al	 pie	 del	 muro.	 «Es	 ya
medianoche	 —me	 dije—	 y	 la	 bruja	 no	 reaparece	 ni	 yo	 tengo	 las	 menores	 ganas	 de
bailar.	También	las	brujas	se	equivocan».
     Sobre	 mi	 cabeza	 oí	 un	 largo	 suspiro.	 Era	 un	 suspiro	 humano,	 pero	 mucho	 más
fuerte.	Un	aire	caliente	envolvió	mi	cabeza.	Sentí	en	la	nuca	ese	hormigueo	frío	del
terror.	Miré	hacia	arriba	y	no	vi	nada.	A	mi	espalda	estaba	el	muro.	A	los	dos	lados
tampoco	había	nadie.	Y	sin	embargo,	yo	tenía	la	evidencia	de	que	detrás	de	mí	había
alguien.	 La	 noche	 adquirió	 una	 gran	 pesadez.	 Me	 costaba	 trabajo	 moverme.	 Con
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esfuerzo	me	volví	y	encontré	en	la	sombra	del	muro	—la	luna	se	apoyaba	justamente
sobre	él—	una	cabeza	de	mulo,	negra,	de	grandes	ojos	inmóviles.	Sus	narices	estaban
separadas	 de	 las	 mías	 por	 un	 pequeño	 espacio.	 Aquella	 cabeza	 asomaba	 por	 una
ancha	grieta	del	muro	con	cierta	simple	obstinación	y	me	miraba	con	una	serenidad
total	desmentida	apenas	por	las	orejas	que	estaban	casi	juntas	y	echadas	atrás,	con	el
gesto	de	los	animales	que	«sienten	sus	propios	nervios».	Otra	vez	lo	grotesco.
    La	casualidad	estaba	despertando,	por	lo	visto.	Fui	a	dar	la	vuelta	al	muro,	para
salir	del	campo.	Traté	de	cantar	a	media	voz.	Al	otro	lado	encontré	al	mulo	que	me
contemplaba	 con	 la	 misma	 rara	 curiosidad.	 (La	 luna,	 que	 se	 había	 descolgado	 del
muro	 en	 ruinas,	 aparecía	 en	 el	 fondo	 de	 un	 charco).	 Sería	 un	 animal	 abandonado.
Quizá	había	salido	de	la	cuadra	porque	se	olvidaron	de	atarlo	o	de	cerrar	las	puertas.
Le	 di	 una	 palmada	 cariñosa	 en	 el	 cuello.	 El	 animal	 volvió	 a	 envolverme	 con	 su
aliento	cálido,	pero	sus	ojos	me	miraban	sin	parpadear.	Yo	recobré	mi	aplomo	y	me
dije	que	si	montaba	en	el	mulo,	al	sentirme	encima	el	animal	marcharía	dócilmente	a
su	 casa.	 Lo	 aproximé	 al	 paredón	 y	 poniendo	 el	 pie	 en	 un	 saliente	 monté	 sobre	 él.
Como	 esperaba,	 echó	 a	 andar	 inmediatamente	 con	 un	 rumbo	 cierto.	 Yo	 estaba	 ya
tranquilo.	 Pensaba	 llamar	 a	 la	 puerta	 ante	 la	 cual	 se	 detuviera	 y	 devolverlo	 a	 su
dueño.
    Pero	el	mulo	comenzó	a	trotar	y	dando	la	vuelta	alrededor	de	la	iglesia	salió	de
nuevo	 al	 camino	 viejo	 y	 dejó	 el	 pueblo	 a	 nuestra	 espalda.	 Campo	 adelante,	 yo	 no
podía	 contenerlo.	 Cada	 vez	 iba	 haciendo	 el	 trote	 más	 largo	 y	 vivo	 hasta	 el	 galope
tendido.	 El	 mulo	 enderezaba	 sus	 pasos	 hacia	 el	 cementerio,	 pero	 no	 por	 la	 puerta
principal,	que	daba	al	camino,	sino	por	la	parte	trasera	donde	el	muro	estaba	derruido
en	parte.	Para	eso	cruzó	al	galope	dos	o	tres	sembrados.	Cuando	ya	estaba	delante	del
muro	 y	 se	 disponía	 a	 saltar	 adentro,	 yo	 me	 dejé	 caer.	 Mi	 brazo	 derecho	 dio	 en	 el
ángulo	de	una	piedra	y	se	fracturó.	Sin	mirar	atrás,	eché	a	andar	hacia	el	camino	y
volví	a	casa	sosteniendo	mi	brazo	como	pude.	Creí	ver	una	sombra	blanca,	a	veces,
pero	con	el	dolor	de	mi	fractura	se	había	desvanecido	el	miedo	a	lo	irreal.
    Cuando	volví	a	casa	y	conté	lo	sucedido	al	abuelo,	éste	movía	la	cabeza	y	decía:
    —¿Por	 qué	 no	 bailaste?	 Hay	 que	 hacer	 las	 cosas	 sin	 sentido	 que	 nos	 piden,
porque	si	no,	despertamos	la	casualidad	y	cuando	la	casualidad	se	despierta	es	para
hacer	daño	al	hombre.
    Aquella	 tarde,	 ante	 las	 ripas,	 en	 mi	 cuarto	 grande	 y	 desmantelado	 como	 un
desván,	 con	 viejos	 cuadros	 religiosos	 cuyos	 lienzos	 casi	 negros	 se	 desprendían	 del
marco,	recordaba	ese	incidente	que	me	había	obligado	a	un	mes	de	reclusión	y	abría	y
cerraba	con	violencia	mi	mano	derecha	(era	un	ejercicio	que	me	había	recomendado
el	 médico),	 alegre	 porque	 no	 notaba	 la	 menor	 molestia.	 Tampoco	 mi	 brazo	 había
quedado	más	corto	que	el	otro.	Todo	iba	bien	y	la	promesa	de	ir	al	día	siguiente	de
caza	 con	 mi	 padre	 (estábamos	 en	 un	 período	 de	 armisticio,	 gracias	 al	 accidente	 del
brazo)	me	ilusionaba.
    Miraba	 las	 ripas	 con	 codicia.	 De	 niño	 había	 tratado	 de	 descifrar	 sus	 misterios,
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escalando	 lugares	 casi	 inaccesibles	 y	 me	 había	 asomado	 a	 veces	 a	 los	 nidos	 de	 las
águilas.	 Esto	 tenía	 por	 objeto	 obtener	 perdices	 y	 conejos	 de	 los	 que	 cazaban	 las
águilas	y	llevaban	allí	para	dar	de	comer	a	sus	crías.	Con	ellos,	luego	(anunciándolos
como	premio),	organizábamos	carreras	pedestres	en	las	que	corrían	todos	los	chicos
del	 pueblo,	 desde	 los	 de	 las	 casas	 ricas	 hasta	 los	 más	 pobres.	 Mis	 amigos	 y	 yo
(teníamos	 no	 más	 de	 nueve	 años)	 nos	 dábamos	 una	 importancia	 enorme	 actuando
como	jurado.	Aquello	de	que	las	águilas	fueran	a	cazar	para	mí,	hacía	que	mi	padre
no	 me	 riñera	 demasiado	 cuando	 volvía	 con	 el	 traje	 destrozado	 y	 erosiones	 en	 las
piernas	y	los	brazos.
    Mi	padre	era	hombre	frío	y	de	pocas	palabras.	No	recuerdo	haberle	besado	sino
dos	o	tres	veces	en	mi	vida,	con	la	rigidez	protocolaria	con	que	el	soldado	saluda	al
jefe.	 De	 tarde	 en	 tarde	 me	 llevaba,	 como	 un	 amigo,	 a	 cazar.	 En	 la	 cacería	 que	 se
preparaba	para	el	día	siguiente	iba	a	ser	«consagrado»	como	adulto,	como	verdadero
cazador.	Mi	padre	me	había	llevado	al	desván	donde	había	tres	escopetas.	La	suya	la
tenía	desarmada	y	doblada	en	un	lindo	estuche	de	cuero.	Delante	de	ellas	me	dijo,	con
cierta	 solemnidad,	 que	 las	 tres	 eran	 de	 «fuego	 central»,	 con	 «doble	 cerrojo»,	 apto
incluso	 para	 «pólvora	 blanca»,	 y	 que	 eligiera	 una.	 Cuando	 la	 hube	 elegido	 me	 dijo
que	 al	 día	 siguiente	 debía	 estar	 limpia	 y	 engrasada	 y	 que	 bajara	 a	 verle	 cargar
cartuchos	para	aprender.
    Igual	 que	 en	 mi	 infancia,	 deduje	 por	 la	 clase	 de	 los	 cartuchos	 el	 lugar	 a	 donde
íbamos.	 Si	 cargaba	 mostacilla	 y	 perdigón	 «del	 6»	 íbamos	 a	 la	 ribera,	 junto	 al	 río,
donde	 cazábamos	 becadas	 y	 otras	 aves	 pescadoras.	 La	 excursión	 era	 fácil,	 nada
fatigante.	 Cuadros	 de	 hortelanía,	 arroyos,	 cañaverales.	 Si	 por	 el	 contrario	 cargaba
posta	lobera,	bala	y	perdigón	«del	5»,	íbamos	al	saso,	en	lo	alto	de	las	ripas,	donde
había	 zorros,	 liebres	 y	 no	 eran	 raro,	 en	 invierno,	 encontrar	 lobos.	 El	 saso	 era	 un
inmenso	 desierto	 gris	 que	 comenzaba	 justamente	 en	 las	 ripas,	 en	 la	 cima	 donde
habían	 puesto	 la	 cruz.	 El	 hecho	 de	 que	 la	 cruz	 presidiera	 su	 entrada	 le	 daba	 un
aspecto	más	desolado	aún.	Ir	al	saso	era	siempre	una	aventura.
    En	 aquel	 desierto	 gris	 oscuro	 raramente	 se	 encontraban	 cultivos	 de	 cebada	 o	 de
trigo	raquíticos.	El	verde	plomizo	de	la	maleza	(matas	ralas)	estaba	cubierto	de	polvo
una	 parte	 del	 día	 y	 de	 escarcha	 la	 otra.	 Así	 tomaba	 las	 tonalidades	 más	 raras.	 El
viento	que	venía	de	Cataluña	o	de	los	Pirineos	la	helaba	o	la	abrasaba	a	menudo.	El
saso	se	perdía	en	el	horizonte	sin	dejar	sospechar	su	fin.	Decían	que	no	terminaba	en
nuestra	provincia,	sino	que	ligaba	con	otra.	Terminar	«en	otra	provincia»	era	como	si
terminara	 en	 otro	 planeta.	 La	 llanura	 ofrecía	 ondulaciones	 grises	 de	 vez	 en	 cuando.
No	había	sino	caminos	pedregosos	de	cabras.	Cada	tres	o	cuatro	horas	de	camino	se
podía	encontrar	quizás	una	choza	de	piedra	circundada	por	un	espacioso	corral:	una
paridera.	Se	las	llama	así	porque	los	pastores	solían	llevar	allí	a	las	ovejas	o	cabras	en
trance	 de	 parir.	 En	 alguna	 de	 esas	 parideras	 había	 vivienda,	 pero	 estaban	 siempre
deshabitadas.	 Los	 propietarios	 eran	 casi	 tan	 miserables	 como	 los	 pastores,	 pero	 el
cuarto	 y	 la	 cama	 de	 las	 parideras	 no	 lo	 ocupaban	 nunca	 éstos,	 que	 dormían	 en	 la
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cuadra,	sobre	la	paja.
     Para	 subir	 a	 las	 ripas	 había	 que	 hacer	 media	 hora	 de	 ejercicio	 violento.	 Un
sendero	 tortuoso,	 entre	 altas	 y	 peladas	 rocas.	 A	 mí	 me	 gustaba	 comprobar	 desde
arriba	que	la	cruz	era	mucho	más	grande	de	lo	que	parecía	desde	la	plaza	del	pueblo,
y	que	entre	sus	brazos	había	lindos	herrajes	que	desde	la	aldea	no	se	veían.
     En	el	saso	nunca	pasaba	nada.	Mi	abuelo	contaba	la	única	historia	que	tenía	aquel
desierto.	En	la	primera	guerra	carlista	hubo	varios	encuentros	entre	cristinos	—tropas
de	la	reina	Cristina—	y	facciosos.	Después	de	la	batalla,	por	la	noche,	las	mujeres	de
la	 aldea	 —madres,	 esposas,	 de	 tiernos	 sentimientos	 familiares—	 subían	 al	 saso	 en
larga	 procesión	 silenciosa,	 para	 despojar	 a	 los	 muertos	 de	 sus	 ropas.	 Mientras	 los
desnudaban,	rezaban	a	coro	por	sus	almas.	La	más	vieja	llevaba	la	dirección	de	las
oraciones.	 Volvían	 con	 el	 botín	 a	 sus	 casas,	 y	 entre	 los	 campesinos	 aparecían
pantalones	 o	 chaquetas	 militares,	 reformados	 torpemente	 por	 las	 abuelas	 que	 los
recosían	en	las	veladas	al	lado	del	fuego.	Del	saso	solían	sacar	los	hombres	la	leña
para	el	invierno.	Los	muertos,	cuando	los	había,	les	ofrecían	también	sus	ropas,	para
ir	 resistiendo	 las	 crudezas	 del	 clima.	 La	 leña	 la	 traían	 los	 hombres.	 Las	 ropas,	 las
mujeres.	Todo	lo	que	sabían	los	aldeanos	de	los	problemas	de	la	sucesión	del	trono
era	que	los	muertos	cristinos	iban	mejor	vestidos	y	eran	más	aprovechables	que	los
carlistas.
     Yo	recordaba	que	un	día,	yendo	con	mi	padre	por	el	saso	encontramos	a	flor	de
tierra,	asomando	entre	dos	arbustos	raquíticos,	un	cráneo	humano.	Mi	padre	lo	acabó
de	cubrir	de	tierra,	nos	quitamos	el	sombrero	y	rezamos	un	«padrenuestro».
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                                     Capítulo	II
                   LA	CACERÍA.	DON	RICARDO.	EL	MONSTRUO
No	íbamos	mi	padre	y	yo	solos.	Con	nosotros	venían	cinco	cazadores	más,	entre	ellos
el	primer	contribuyente	—el	propietario	más	rico—	del	pueblo:	don	Ricardo.	Como
vivíamos	en	el	sitio	más	próximo	al	camino	de	Santa	Cruz	se	habían	citado	todos	en
nuestra	 casa.	 Mi	 padre	 estaba	 un	 poco	 taciturno.	 Le	 debía	 resultar	 insufrible	 que
entrara	en	nuestra	casa	el	viejo	Morel,	otro	de	los	invitados.	Eran	enemigos	—ahora
pienso	 que	 debía	 ser	 cuestión	 de	 faldas—,	 pero	 como	 ninguno	 quería	 declinar	 el
honor	de	una	invitación	de	don	Ricardo,	estaban	resueltos	a	pasar	una	jornada	juntos.
A	mí	me	coaccionaba	don	Ricardo,	cuya	barbita	teñida	me	producía	una	impresión	un
poco	cómica.	Mi	padre	sentía	por	él	un	gran	respeto.	Tenía	parientes	ministros	y	sus
once	hijos	estudiaban	carreras	de	lujo	en	la	capital.	La	impresión	cómica	se	debía	al
hecho	 de	 que	 don	 Ricardo	 era	 el	 único	 hombre	 de	 la	 aldea	 que	 me	 trataba	 con
ternuras	delicadas,	como	si	siguiera	siendo	un	niño.	Los	demás	amigos	de	mi	padre
me	ponían	la	mano	en	el	hombro,	comprobaban	su	solidez	y	decían:
    —¿Qué	cuenta	el	cadillo?
    Cadillo	 es	 el	 nombre	 que	 los	 campesinos	 dan	 a	 los	 perros	 de	 caza	 cuando	 son
demasiado	 jóvenes	 y	 tienen	 un	 aire	 desproporcionado,	 ágil	 y	 torpe	 a	 un	 tiempo.	 Al
lado	 de	 esta	 cordial	 brutalidad,	 don	 Ricardo	 me	 resultaba	 empalagoso.	 Pero	 en
aquella	delicadeza	de	sus	manos	había	una	superstición	de	poder.	Sabía	hablar	a	los
obispos	 y	 a	 los	 generales	 con	 un	 natural	 desembarazo.	 Era	 el	 más	 rico	 y	 no	 se
relacionaba	con	los	tres	propietarios	que	le	seguían	en	importancia.	Ninguno	de	esos
cuatro	 señores	 se	 trataban	 entre	 sí,	 porque	 la	 idea	 de	 sentirse	 recíprocamente
disminuidos	les	resultaba	intolerable.	Trataban	con	las	gentes	en	las	que	sabían	que
podían	hallar	una	sumisión	segura,	que	eran	todos	los	vecinos	de	la	aldea,	pero	en	sus
relaciones	 con	 los	 aldeanos	 cada	 uno	 de	 los	 cuatro	 tenía	 sus	 caminos	 diferentes	 y
cuidaban	mucho	de	no	meterse	uno	en	el	radio	de	acción	de	otro.
    Tenían	 sus	 criados	 que	 «afirmaban»	 (se	 contrataban)	 en	 San	 Miguel,	 cada	 año.
Trataban	de	infiltrarles	a	ellos	los	odios	de	familia	contra	los	otros	propietarios,	pero
los	criados	no	se	dejaban	influir	y	transmitían	esa	influencia	a	los	perros	de	«cabaña».
Una	 cabaña	 era	 el	 conjunto	 del	 ganado	 de	 cada	 uno.	 Esos	 perros	 eran	 más	 grandes
que	leones	y	quizá	tan	feroces.	La	saña	envenenada	de	los	mastines	de	don	Ricardo
contra	los	de	don	Manuel	y	viceversa,	era	como	la	expresión	de	los	odios	de	las	dos
familias.	 Para	 hacer	 más	 feroces	 a	 los	 animales	 los	 alimentaban	 con	 carne	 cruda	 y
evitaban	darles	huesos	de	ave	porque	les	embotaban	o	quebraban	los	colmillos.
    Viendo	a	mi	padre	cargar	los	últimos	cartuchos,	mi	hermanito	le	hacía	preguntas
en	relación	con	la	cacería.
    —¿Es	 verdaderamente	 caza	 mayor?	 —le	 preguntaba,	 queriendo	 darle	 a	 la
aventura	el	mayor	relieve.
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    Mi	padre	tardaba	en	contestar.	Pero	al	fin,	dijo:
    —¡Qué	cosas	tienes!
    Algunos	habían	visto	la	pieza	que	íbamos	a	cazar.	Yo	recordaba,	de	cuanto	había
oído	 decir,	 estos	 detalles:	 «las	 uñas	 largas	 como	 un	 tigre	 y	 el	 hocico	 y	 la	 cabeza
cubiertos	de	pelo».	Pero	algo	obsesionaba	a	mi	hermano	pequeño:
    —¿No	le	atacó	al	mayordomo	de	don	Ricardo?
    Mi	padre	contestaba	distraído.	Llenó	el	último	cartucho	y	dijo:
    —Hasta	ahora	nadie	dice	que	haya	sido	atacado.	Cuando	ve	un	cazador	se	escapa.
    Eso	decepcionaba	a	mi	hermano.
    —¿No	se	come	las	ovejas?
    Todos	habíamos	oído	decir	que	desde	hacía	muchos	años	no	se	había	registrado
un	solo	robo	en	las	cabañas.	En	los	desiertos	del	saso,	donde	no	había	sino	romero,
aliagas	y	saltamontes,	no	sabían	de	qué	se	podía	alimentar	si	no	atacaba	los	ganados.
Aquello	de	que	pudiera	vivir	tantos	años	en	unos	parajes	donde	nadie	iba	nunca	sino
«con	 balas	 de	 caza	 mayor»	 y	 donde	 corría	 un	 viento	 que	 nunca	 bajaba	 a	 la	 aldea,
llenaba	a	todos	de	asombro.	Mi	hermanito	se	obstinaba	en	repetir	la	pregunta:
    —¿Esto	de	hoy	es	una	cacería	contra	fieras?
    Mi	padre	contestó	por	fin:
    —No	se	puede	hablar	así.
    —¿Por	qué?
    —Porque	lo	que	vamos	a	buscar	no	es	un	oso,	sino	un	hombre.
    Ya	lo	sabía,	pero	para	mi	pequeño	hermano	un	hombre	monstruoso,	un	ogro	por
ejemplo,	se	podía	cazar	sin	grandes	escrúpulos,	e	incluso	asarlo	y	comerlo.	Mi	padre
parecía	 un	 poco	 indeciso.	 Le	 vi	 vacilar	 cuando	 metió	 en	 el	 cinturón	 los	 cartuchos
cargados	con	bala.	Entre	ellos	había	uno	señalado	a	lápiz	con	una	cruz	negra.
    Don	 Ricardo	 llegó	 acompañado	 del	 mayordomo,	 que	 atraillaba	 cinco	 perros.
Tiraban	de	las	cadenas	y	ladraban	de	tal	modo	que	hubo	que	sacarlos	fuera.	Toda	la
personalidad	de	don	Ricardo	se	fundaba	en	su	riqueza.	El	carácter	lo	había	modelado
sobre	una	preocupación:	hacerse	digno	de	la	veneración	de	la	aldea,	una	veneración
que	heredaba	de	sus	abuelos.	Creía	que	para	esto	debía	tener	mucho	cuidado	con	la
limpieza	de	sus	zapatos,	la	línea	de	su	barba	y	la	pulcritud	de	su	expresión.	Con	eso	y
evitando	 embriagarse,	 mantenía	 el	 respeto.	 Era	 tan	 rico	 que	 no	 necesitaba	 ser
inteligente	en	un	ambiente	aldeano,	astuto	y	complejo.	Las	desventajas	de	los	otros
propietarios	eran	que	no	bastándoles	la	riqueza	para	tener	a	raya	la	gente,	el	uno,	don
Manuel,	se	había	hecho	una	terrible	fama	de	malvado,	el	otro,	de	avaro,	y	la	tercera
—era	una	viuda—	de	pobre	mujer	indefensa.
    El	 quinto	 de	 los	 terratenientes	 —en	 orden	 de	 riqueza—	 era	 un	 hombre	 que	 no
pudiendo	crear	un	clan	por	sí	mismo,	se	incorporaba	de	grado	a	la	plebe.	Sus	perros
no	 peleaban	 nunca.	 Trataba	 a	 los	 otros	 cuatro	 familiarmente,	 pero	 a	 veces	 no	 le
invitaban	a	pasar	al	interior	de	la	casa,	porque	llevaba	las	botas	llenas	de	estiércol	e
iba	impregnado	del	olor	del	corral.	Él	se	reía	sin	sarcasmo	y	olvidaba	los	desaires	de
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don	 Ricardo,	 asando	 medio	 cordero	 en	 su	 casa,	 a	 cualquier	 hora	 del	 día	 y
comiéndoselo.	Su	mujer	era	una	señorita	de	la	capital	que	sufría	con	su	tosquedad	y
había	 renunciado	 ya	 a	 educarlo,	 porque	 cuando	 le	 hacía	 una	 observación	 él	 le
contestaba	 con	 un	 eructo	 lo	 más	 sonoro	 posible.	 Las	 mujeres	 de	 lo	 que	 podía
considerarse	clase	media	en	la	aldea,	la	tenían	por	una	mártir.	Al	marido,	aunque	era
muy	corpulento,	lo	llamaban	todos	por	el	diminutivo:	Tomaser.	Su	casa	era	la	casa	de
Tomaser.
    Tomaser	llegó	detrás	de	don	Ricardo.	Por	eso	el	gran	señor,	que	primero	se	había
dirigido	 a	 mi	 madre	 y	 le	 había	 dicho,	 inclinando	 la	 cabeza:	 «A	 los	 pies	 de	 usted,
señora»,	para	contarle	después	a	mi	padre	sus	datos	nuevos	sobre	el	monstruo,	volvió
a	 comenzar	 para	 que	 se	 enterara	 Tomaser.	 El	 mayordomo	 decía	 muy	 serio	 que	 el
«monstruo»	tenía	dos	cabezas.	Tomaser,	que	había	saludado	a	mi	madre	con	su	ancha
risa,	frunció	las	cejas,	un	poco	incrédulo.
    —¿Y	rabo?	¿Tiene	rabo?
    Como	tardaban	en	contestar,	Tomaser	sugirió:
    —Porque	lo	que	yo	creo	es	que	se	trata	de	un	orangután.
    Don	Ricardo	recordó	que	el	orangután	sólo	vive	en	el	centro	de	África.
    Cuando	 llegaron	 los	 otros	 dos,	 mi	 padre,	 que	 no	 quería	 esperar	 al	 viejo	 Morel,
propuso	 ir	 saliendo.	 Tomaser	 preguntó	 por	 él,	 y	 alguien	 dijo	 que	 les	 esperaba	 en	 el
cruce	 del	 camino	 de	 las	 ripas.	 Mi	 padre	 se	 alegró	 —yo	 lo	 noté,	 porque	 comenzó	 a
hablar	desembarazadamente—.	Antes	de	salir	les	hizo	tomar	un	vaso	de	vino	viejo.
La	botella	que	trajeron	de	la	bodega	tenía	telarañas.	Paladearon	el	vino	sin	dejar	de
hablar	«del	monstruo».	Don	Ricardo	se	obstinaba	en	que	era	un	hombre	corriente	y
normal,	y	tomando	un	aire	muy	solemne,	a	través	de	cuya	falsedad	se	veía	que	la	idea
de	ir	a	«cazar»	un	hombre	le	inquietaba,	decía:
    —Cualquiera	 que	 sea	 la	 opinión	 de	 ustedes,	 para	 mí	 es	 un	 deber	 de	 conciencia
reintegrar	a	la	sociedad	humana	a	ese	pobre	hombre.	Incluso…
    —De	 Ontiñena.	 Debe	 ser	 de	 Ontiñena	 —dijo	 Tomaser,	 y	 después	 de	 un	 corto
silencio	añadió—:	Lo	que	hay	que	hacer,	si	tiene	dos	cabezas,	es	nombrarlo	alcalde
del	pueblo.
    Uno	 de	 los	 que	 venían	 era	 cuñado	 del	 alcalde	 y	 se	 creyó	 en	 el	 caso	 de	 guardar
silencio	 en	 medio	 de	 las	 risas.	 Don	 Ricardo	 también.	 Tomaser	 abrió	 la	 faja	 de	 lana
negra	 que	 rodeaba	 su	 ancha	 cintura	 y	 mostrando	 a	 medias	 una	 cabeza	 de	 cordero
asado,	 ofreció	 a	 los	 presentes.	 Todos	 rehusaron.	 Tomaser	 arrancó	 de	 un	 pellizco	 un
ojo	y	parte	de	la	oreja	y	se	llevó	todo	aquello	a	la	boca.	La	mandíbula	desnuda	del
cordero,	 con	 su	 doble	 fila	 de	 dientes	 amarillos,	 quedó	 mordiéndole	 la	 camisa.
Después	se	sirvió	otro	vaso.
    Don	Ricardo	hizo	un	largo	discurso	sobre	los	deberes	de	humanidad,	heredados
de	sus	antepasados,	y	recordó	a	su	padre,	que	a	pesar	de	sus	ochenta	años	y	de	sus
riquezas,	 no	 tenía	 inconveniente	 en	 pertenecer	 como	 un	 campesino	 cualquiera	 a	 la
Cofradía	del	Rosario,	y	cuando	le	correspondía	el	turno,	recorría	el	pueblo	avisando
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con	la	gran	campana	de	mano	a	los	fieles	—era	un	ejercicio	de	humildad—	para	que
fueran	al	templo.	No	se	sabía	qué	relación	podía	tener	todo	aquello	con	el	espíritu	de
humanidad,	pero	nadie	se	creyó	en	el	caso	de	preguntarlo.
    Hechos	los	cálculos	de	nuestra	fuerza	y	sintiéndonos	poderosos	y	seguros,	en	el
momento	en	que	íbamos	a	salir	mi	padre	recordó	que	tenía	un	dato	inédito	sobre	el
«monstruo».	Para	darle	mayor	interés,	no	quiso	ser	él	quien	lo	dijera,	sino	la	propia
fuente	de	donde	venía.	Llamó	a	un	criado	que	estaba	partiendo	leña	en	el	corral.	El
criado	miró	con	cierta	extrañeza	el	aparato	guerrero	de	los	cazadores	y	dijo:
    —He	estado	con	los	pastores	de	la	paridera	del	«tozal	del	Moro»,	y	me	han	dicho
que	desde	hace	cinco	años,	en	el	mes	de	noviembre	les	roban	dos	mantas	del	cuarto
del	amo.
    Don	Ricardo	ladeó	la	cabeza:
    —¡Me	lo	temía!
    El	hecho	de	que	fuera	un	ladrón	le	autorizaba	a	llevar	balas	blindadas.	El	ladrón
no	podía	ser	otro	que	el	«monstruo»,	porque	en	aquellos	desiertos	transcurrían	años
enteros	sin	que	los	pastores	vieran	un	ser	humano.
    Mi	padre	reclamó	silencio	y	ordenó	con	un	gesto	al	criado	que	siguiera	hablando.
    —Pero	todos	los	años	también,	en	el	mes	de	abril,	cuando	ha	pasado	el	frío,	los
pastores	encuentran	las	dos	mantas	otra	vez	en	su	sitio.	Quienquiera	que	se	las	lleva,
las	devuelve	cuando	no	le	hacen	falta.
    Don	Ricardo,	con	cierta	decepción,	preguntó:
    —¿Desde	cuándo	sucede	eso?
    Mi	padre	dijo	que	desde	hacía	cinco	años.	El	criado	corrigió:
    —No,	 señor.	 A	 mí	 me	 han	 dicho	 que	 eso	 ha	 pasado	 todos	 los	 años	 desde	 que
Fauqued	se	afirmó	de	pastor	en	la	casa	y	lleva	ya	doce	años.	Es	decir	—corrigió	otra
vez—	para	San	Miguel	hará	trece.
    Don	Ricardo	rompió	filas.	Le	siguieron	los	demás.	Los	perros	ladraban	y	daban
fuertes	tirones	de	las	cadenas.	En	la	plaza	se	convocaban	los	chicos.	Unos	decían:
    —Van	a	matar	al	hombre-oso.
    —¡Qué	oso!	—corrigió	otro—.	Es	como	tú	y	como	yo,	pero	tiene	dos	cabezas.
    Subíamos	ya	la	cuesta	de	las	ripas.	El	viejo	Morel	nos	recibió	tocándose	la	visera
de	una	gorra	nueva.	Eso	no	lo	hubiera	hecho	si	no	viniera	con	nosotros	don	Ricardo.
    Ya	arriba,	fatigados,	se	sentaron.	Don	Ricardo	echó	una	ojeada	por	el	horizonte.
Se	encontraba	satisfecho	de	su	propio	equipo	de	cazador	y	de	su	fusil	Winchester:
    —No	olvide	nadie	que	se	trata	de	un	hombre.
    Mi	 padre	 afirmó	 con	 cierta	 melancolía.	 Se	 ponía	 triste	 al	 sentir	 delante	 el	 saso
inmenso	y	gris.	Después	solía	superar	esa	tristeza	con	la	pasión	de	la	caza.
    Cuando	yo	lo	veía	triste	me	acordaba	del	día	que	encontramos	el	cráneo	humano
asomando	entre	la	arena	fría.	Ahora	volvía	a	acordarme,	porque	veía	asomar	por	la
cintura	de	Tomaser	el	cráneo	del	cordero,	casi	pelado	ya.
    Todos	callaron.	Por	fin	don	Ricardo	se	levantó,	metió	seis	balas	en	su	fusil	y	lo
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cerró	con	un	chasquido.	Los	demás	le	imitaron	con	fruición.
    Tomaser,	queriendo	quizá	ser	grato	a	don	Ricardo,	repitió:
    —Aunque	llevo	balas	loberas,	yo	tengo	presente	que	no	se	trata	sino	de	salvar	a
un	semejante.	Así	es	que	no	dispararé	sino	en	último	extremo.
    Desplegamos.	Me	quedé	al	final	de	la	línea.	Buscando	al	«monstruo»	era	posible
que	saltara	alguna	pieza	aprovechable.	Incluso	tal	vez	algún	jabalí.
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                                      Capítulo	III
              EL	PERRO	DE	DON	RICARDO	Y	EL	POBRE	MONSTRUO
Los	que	llevaban	escopetas	de	dos	cañones	habían	puesto	perdigón	en	el	uno	y	bala
en	el	otro.	Don	Ricardo	no	podía	cargar	su	rifle	con	perdigón	y	se	abstuvo	de	tirar	a
las	piezas	que	fueron	saliendo	por	el	camino:	una	bandada	de	perdices	y	dos	liebres.
Los	 otros	 tiraron,	 por	 cumplir	 el	 rito	 de	 cazadores,	 pero	 nadie	 ponía	 atención	 en	 la
caza,	porque	iban	obsesionados	con	la	idea	de	«atrapar	al	monstruo».
    Mi	 padre	 se	 había	 acercado	 ocasionalmente	 al	 viejo	 Morel	 y	 sacó	 de	 la
cartuchera,	con	un	gesto	distraído,	el	cartucho	que	iba	marcado	con	una	cruz.	Morel
lo	vio	e	hizo	lo	mismo	con	otro	que	llevaba	marcado	también,	pero	con	la	uña.	Luego
dijo:
    —Todos	podemos	hacer	la	misma	muestra.
    Los	 dos	 cartuchos	 llevaban	 tacos	 transparentes	 y	 a	 través	 de	 ellos	 se	 veían,	 en
cada	uno,	tres	balas	de	plomo	redondas	como	las	que	se	usan	para	los	jabalíes	y	los
ciervos.
    No	pasó	nada	en	toda	la	mañana.	Yo	iba	pensando	en	mi	abuelo,	con	el	que	había
hablado	 los	 últimos	 días	 sobre	 el	 caso	 de	 Ana	 Launer	 y	 también	 sobre	 la
conveniencia	 de	 ir	 o	 no	 a	 buscar	 a	 aquel	 «salvaje».	 Mi	 abuelo	 decía	 que	 era
imprudente	lo	que	íbamos	a	hacer	y	que	puesto	que	nadie	prohibía	a	un	hombre	vivir
como	 mejor	 le	 parecía,	 si	 aquel	 desgraciado	 no	 quería	 bajar	 al	 pueblo,	 había	 que
dejarle	en	paz.
    —¿Y	si	ha	cometido	algún	delito?
    Mi	abuelo	movía	la	cabeza:
    —No	 hay	 cárcel	 ni	 horca	 peores	 que	 estar	 años	 y	 años	 en	 el	 monte,	 sin	 ver	 a
nadie,	sin	hablar	con	nadie.
    Para	 mí	 aquello	 no	 era	 un	 suplicio,	 sino	 una	 rareza.	 A	 veces	 casi	 un	 lujo
caprichoso.	Podía	hablar	con	las	rocas,	con	las	nubes,	con	los	animales	salvajes.
    Hacia	el	mediodía	pasaron	volando	alto	unos	buitres.	Antes	de	verlos,	los	oímos,
porque	 iban	 sonando	 unos	 cencerros	 que	 llevaban	 colgados	 al	 cuello.	 Era	 una
invención	 mía,	 de	 chico,	 que	 continuaban	 los	 niños	 de	 la	 generación	 siguiente.	 Mi
padre	 me	 había	 dado	 alguna	 paliza,	 al	 volver	 a	 casa	 con	 el	 traje	 destrozado	 por	 las
uñas	de	los	buitres	y	la	cara	llena	de	equimosis	producidas	por	sus	fuertes	aletazos.
Aquel	juego	que	tuvo	mucho	éxito	entre	los	chicos	de	los	pueblos	de	alrededor,	era	la
tragedia	 de	 los	 campesinos	 modestos,	 porque	 habiendo	 agotado	 nuestros	 propios
cinturones	 de	 cuero,	 robábamos	 las	 correas	 con	 hebilla	 de	 los	 atalajes	 de	 mulos	 y
caballos	 y	 las	 esquilas	 del	 ganado	 iban	 desapareciendo	 de	 una	 en	 una
misteriosamente.	Nos	hacían	falta	para	ir	colocando	a	las	grandes	aves	su	esquila	y
oírlas	después	pasar	por	el	cielo,	sobre	el	pueblo,	con	el	signo	de	la	esclavitud.	Para
atrapar	 los	 buitres	 íbamos	 al	 muladar,	 una	 pequeña	 hondonada	 cerca	 de	 las	 ripas
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donde	 abandonaban	 a	 los	 animales	 muertos.	 Había	 enormes	 esqueletos	 de	 mulos	 y
caballos,	 algunos	 recubiertos	 con	 la	 piel,	 hinchados	 y	 momificados.	 Olía	 muy	 mal
porque	 siempre	 había	 por	 lo	 menos	 tres	 o	 cuatro	 animales	 en	 descomposición.
Nosotros	 (nunca	 más	 de	 tres	 cada	 vez)	 nos	 escondíamos	 detrás	 de	 una	 de	 aquellas
momias	cuyos	dientes	asomaban	siempre	fuera	de	los	belfos.	Quizás	en	el	hueco	de
los	costillares	que	estaban	secos	y	cuyas	paredes	sonaban	a	viejo	tambor.	Finalmente,
como	 íbamos	 perfeccionando	 nuestro	 sistema,	 hacíamos	 una	 pequeña	 zanja	 y
metiéndonos	dentro	la	cubríamos	con	ramaje.	Pero	había	que	cambiar	a	menudo	de
escondite	 porque	 teníamos	 que	 situarnos	 a	 menos	 de	 diez	 pasos	 de	 algún	 cadáver
reciente.	Era	notable	el	mal	olor	que	había	que	resistir	en	la	espera.	Cuando	llegaban
los	 buitres	 y	 se	 acercaban	 lo	 suficiente	 salíamos	 y	 nos	 lanzábamos	 sobre	 ellos.	 Los
buitres	no	pueden	echar	a	volar	inmediatamente;	necesitan	correr	un	trecho,	con	las
alas	desplegadas,	como	los	aviones.	En	ese	trecho	siempre	conseguíamos	atrapar	uno
por	 lo	 menos.	 Aquél	 era	 el	 momento	 más	 difícil.	 Se	 defendían	 a	 aletazos	 y	 más	 de
una	 vez	 sus	 uñas	 nos	 destrozaban	 el	 pantalón	 o	 la	 camisa.	 Pero	 uno	 de	 nosotros	 se
ocupaba	de	colgarle	la	esquila	apretando	el	tirante	de	cuero	(cuyos	agujeros	iban	ya
hechos)	 lo	 bastante	 para	 que	 no	 pudiera	 quitárselo	 ya	 mientras	 viviera.	 Luego
soltábamos	al	animal,	que	huía	sonando	el	cencerro	por	los	aires.
     Los	cazadores,	al	oír	la	esquila	en	lo	alto,	miraron	a	mi	padre.	Mi	padre	me	miró	a
mí.	 En	 todos	 había	 como	 un	 secreto	 humorístico,	 que	 se	 guardaban	 y	 con	 el	 que
querían	darme	broma.	Yo	me	hacía	el	desentendido.	Mi	padre	me	preguntó,	por	fin:
     —¿Todavía?
     —No	 —dije	 yo,	 molesto	 por	 la	 idea	 de	 que	 me	 creyeran	 capaz	 de	 aquellas
niñerías	con	mis	dieciséis	años—.	Ahora	son	los	chicos	que	han	aprendido	y	siguen
haciéndolo.
     Los	 buitres	 iban	 sonando	 cencerros	 por	 la	 comarca,	 y	 los	 campesinos	 de	 otros
pueblos,	 cuando	 los	 veían	 pasar,	 se	 acordaban	 de	 nosotros	 con	 una	 especie	 de
admiración	cómica.	En	la	vida	de	la	comarca	las	únicas	bromas	que	se	podían	intentar
eran	 como	 aquélla,	 ligadas	 a	 la	 naturaleza.	 En	 el	 fondo,	 quizá	 les	 halagara	 porque
representaba	una	forma	siquiera	simple	del	dominio	del	hombre.
     Al	mediodía,	después	de	haber	recorrido	la	primera	parte	del	saso,	con	el	viento
fresco	de	la	mañana,	el	sol	se	hacía	sentir.	Llegamos	a	una	paridera	a	cuyo	propietario
trataban	de	identificar	sin	ponerse	de	acuerdo.	El	mayordomo	de	don	Ricardo	creía
que	 era	 de	 la	 familia	 Carmona,	 la	 mujer	 del	 maestro.	 En	 todo	 caso	 estaba	 fuera	 de
duda	que	no	pertenecía	a	ninguno	de	los	terratenientes	enemigos	de	don	Ricardo,	y
tomando	la	llave	que	estaba	colgada	fuera,	al	lado	de	la	puerta,	abrieron	y	entraron.
El	viejo	Morel	vio	un	lagarto	que	corrió	delante	de	nosotros	y	se	metió	en	un	agujero,
entre	 las	 piedras	 del	 muro.	 Con	 la	 baqueta	 de	 la	 escopeta	 estuvo	 hurgando	 un	 rato
hasta	que	lo	sacó,	ensartado.	El	animal,	vivo	aún,	volvía	su	cabeza	sobre	el	hierro	y	lo
mordía.
     Hubo	un	incidente	cómico	en	el	que	yo	tomé	parte	principal.	Poco	antes	de	llegar
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a	la	paridera	matamos	dos	perdices.	Una	de	las	dos	liebres	que	salieron	antes,	cayó,
también.	 La	 maté	 yo	 cuando	 ya	 parecía	 perdida.	 A	 un	 tiro	 de	 la	 paridera	 el
mayordomo	 cogió	 un	 conejo	 vivo.	 Los	 perros	 se	 habían	 quedado	 inmóviles,	 «de
muestra»,	alrededor	de	una	mata	de	romero.	Los	cazadores	sabían	muy	bien,	por	la
actitud	 de	 los	 perros,	 que	 se	 trataba	 de	 un	 conejo.	 El	 mayordomo	 avanzó	 de	 prisa,
mientras	nosotros	nos	deteníamos	a	la	expectativa.	Saltó	sobre	la	mata	y	bajo	sus	pies
se	oyó	chillar	al	animal.	El	mayordomo	lo	sacó,	con	aire	de	triunfo.	Ya	en	la	paridera
encendieron	fuego	y	como	había	toda	clase	de	útiles	de	cocina	pensaron	añadir	algo	a
la	 comida	 que	 el	 mayordomo	 llevaba,	 con	 gran	 alegría	 de	 Tomaser.	 Iban	 a	 asar	 el
conejo	 y	 las	 perdices.	 El	 mayordomo,	 con	 el	 conejo	 vivo	 colgando	 de	 las	 patas
traseras,	tomó	un	grueso	palo	de	pastor	(un	«tocho»)	que	había	detrás	de	la	puerta,	me
llamó	y	salimos	fuera.	Levantó	la	mano,	en	la	que	llevaba	el	conejo,	me	dio	el	palo	y
me	dijo	que	golpeara	al	animalito,	de	arriba	abajo,	detrás	de	las	orejas	de	modo	que	le
rompiera	la	espina	dorsal.	Yo	alcé	el	tocho,	pero	me	impresionaba	la	debilidad	inerme
del	conejo,	con	su	lindo	pecho	blanco,	me	desvié	un	centímetro	y	le	di	en	los	nudillos
al	 mayordomo,	 que	 ahogó	 un	 grito	 y	 soltó	 al	 animal.	 Fue	 una	 «desviación»
involuntaria.	 El	 conejo	 echó	 a	 correr	 alegremente.	 Entonces	 le	 disparé	 un	 tiro	 y	 le
maté.	El	mayordomo,	con	la	mano	entre	las	piernas,	giraba	lentamente	sobre	su	pie
izquierdo	sin	atreverse	a	exclamaciones	inconvenientes.
     —¿Lo	has	matado	siquiera?	—me	dijo.
     —Sí,	allá	está.
     No	hacían	falta	las	disculpas,	porque	ya	se	veía	que	yo	estaba	pesaroso.	Salieron
los	 demás	 al	 oír	 el	 disparo,	 y	 como	 vieron	 que	 el	 mayordomo	 no	 se	 quejaba
celebraban	 lo	 ocurrido	 y	 le	 gastaban	 bromas.	 Yo	 no	 estaba	 verdaderamente
arrepentido	 porque	 el	 mayordomo	 me	 era	 antipático	 con	 su	 servilismo	 por	 don
Ricardo	ante	quien	resultaba	como	un	perro	de	circo,	orgulloso	de	su	sumisa	destreza.
     Quitó	 los	 intestinos	 al	 conejo	 y	 lo	 puso	 a	 asar	 sin	 despellejarlo,	 pero	 volvió	 a
sacarlo	 diciendo	 que	 no	 había	 «calivo»	 bastante.	 Llamaban	 «calivo»	 a	 la	 ceniza	 y
carbón	 caliente	 que	 iba	 soltando	 la	 leña.	 Comimos.	 El	 conejo,	 al	 que	 le	 quitaron	 la
piel	después	de	asado,	tenía	la	carne	blanca	y	apetitosa.	Olía	a	romero	y	aliaga.	Lo
habían	 frotado	 un	 poco	 con	 aceite,	 vinagre	 y	 ajo	 crudo.	 Cuando	 terminábamos	 de
comer,	 don	 Ricardo	 sacó	 un	 pequeño	 gráfico	 que	 había	 hecho	 del	 lugar	 probable
donde	 estaría	 el	 monstruo.	 El	 viejo	 Morel,	 que	 era	 demasiado	 ignorante	 para	 leer
planos,	se	quedaba	aparte.	No	quería,	además,	rozarse	con	mi	padre,	que	discutía	con
don	 Ricardo,	 ante	 el	 mapa,	 los	 caminos	 y	 sendas.	 Nunca	 se	 cruzaban	 la	 mirada	 el
viejo	Morel	y	mi	padre.	Los	dos	se	odiaban,	pero	los	dos	eran	demasiado	fuertes	para
no	afrontarse	y	demasiado	hábiles	para	no	saber	disimular.
     Mi	padre	estaba	orgulloso	de	que	yo	hubiera	matado	la	primera	liebre,	cuando	se
les	 había	 escapado	 a	 todos,	 y	 los	 elogios	 de	 los	 demás	 le	 producían	 reacciones	 de
falsa	 indiferencia,	 detrás	 de	 las	 cuales	 había	 un	 sentimiento	 de	 soberbia.	 El	 viejo
Morel	 extremaba	 su	 simpatía	 conmigo,	 quizá	 para	 molestar	 a	 mi	 padre.	 Yo	 le
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correspondía	 sin	 demasiadas	 efusiones.	 Sentía	 una	 cierta	 admiración	 porque	 no
dejaba	 de	 tener	 algo	 de	 admirable	 un	 hombre	 que	 infundía	 miedo	 a	 mi	 padre.	 El
hecho	de	que	aquel	miedo	fuera	recíproco	no	le	quitaba	mérito	a	mi	juicio.
     Cuando	 terminábamos	 de	 comer,	 el	 viejo	 Morel	 se	 puso	 a	 asar	 el	 lagarto	 en	 la
misma	 baqueta	 donde	 iba	 ensartado.	 Luego	 ofreció	 a	 todos,	 pero	 no	 aceptó	 sino
Tomaser.	 Lo	 rociaron	 también	 con	 vinagre	 y	 ajo.	 Don	 Ricardo	 decía	 que	 era	 un
manjar	exquisito,	pero	no	tenía	hambre.	A	mí	me	pareció	muy	sabroso,	entre	pescado
y	carne.
     Se	dispusieron	a	salir	de	nuevo,	puestos	ya	de	acuerdo	sobre	el	lugar	donde	había
que	 buscar	 al	 monstruo.	 Yo	 había	 salido	 fuera	 porque	 me	 estaba	 prohibido	 todavía
fumar	 delante	 de	 mi	 padre	 y	 tumbado	 en	 el	 suelo	 pensaba	 en	 mi	 abuelo,	 que	 había
insistido	el	día	anterior	en	que	debíamos	dejar	al	«monstruo»	en	paz.	Volvió	con	su
estribillo	de	la	casualidad.	No	había	que	despertarla.
     —Se	la	puede	despertar	—dije	yo—	y	dominarla.
     Mi	abuelo	se	me	quedó	mirando	y	dijo:	«El	hombre	no	sabe	nunca	con	qué	pelear
contra	la	casualidad».	Aquello	me	intrigaba.
     Marchamos	hacia	el	«roquedal	de	Aineto»,	lugar	aislado,	escabroso.	Ni	parideras,
ni	 campos	 de	 cebada,	 ni	 siquiera	 arbustos.	 Un	 paisaje	 lunar,	 con	 varias	 cortinas	 de
roca	 superpuestas,	 que	 desde	 lejos	 podían	 dar	 a	 veces	 la	 impresión	 de	 un	 poblado
bastante	grande,	casi	de	una	ciudad.	Don	Ricardo	consultaba	el	plano	a	menudo	y	mi
padre	 hacía	 comentarios.	 El	 viejo	 Morel	 caminaba	 filosóficamente	 y	 había	 matado
una	lechuza	con	gran	contento	de	los	perros,	que	la	despedazaban	al	darse	cuenta	de
que	los	amos	no	querían	conservarla.
     Sobre	las	cinco	dieron	vista	al	roquedal.	Entonces	se	extendió	mucho	más	el	ala
de	 los	 cazadores.	 A	 mí	 me	 señalaron	 otra	 vez	 un	 extremo,	 porque	 como	 más	 joven
podía	correr	y	maniobrar	fácilmente.	Al	separarnos,	mi	padre	me	dijo:
     —Cuidado	con	los	perros.
     Quería	 decir	 que	 antes	 había	 disparado	 temerariamente	 sobre	 la	 liebre	 estando
demasiado	 cerca	 de	 ella	 uno	 de	 los	 mejores	 perros	 de	 don	 Ricardo	 y	 podía	 haberlo
herido,	lo	que	hubiera	representado	una	broma	demasiado	pesada.	Todos	íbamos	ya
con	la	ansiedad	de	atrapar	al	«monstruo».	Habíamos	llegado	a	su	terreno.	Los	perros
también	 parecían	 animarse.	 Uno	 de	 ellos	 se	 alejaba	 demasiado	 y	 el	 mayordomo	 le
tiraba	piedras	y	lo	llamaba.	Don	Ricardo	le	dijo	con	cierta	sequedad	que	aquel	perro
no	 servía	 para	 la	 perdiz	 y	 el	 conejo	 porque	 los	 levantaba	 demasiado	 lejos.	 El
mayordomo	 parecía	 abrumado	 y	 acabó	 atrapando	 al	 perro	 y	 atraillándolo	 en	 una
cadena	que	llevaba	atada	al	cinto.
     Seguimos	hasta	cercar	en	una	tercera	parte	el	roquedal.	Allí	no	había	sino	lajas	y
polvo.	 Una	 cabra	 no	 hubiera	 encontrado	 nada	 que	 comer.	 Nos	 detuvimos	 para
inspeccionar	 el	 terreno.	 Don	 Ricardo	 desenfundó	 los	 gemelos	 y	 fue	 mirando
atentamente.	De	pronto	los	pasó	a	mi	padre.	Desde	lejos	yo	no	oía	lo	que	hablaban,
pero	 mi	 padre	 después	 de	 mirar	 hizo	 signos	 afirmativos	 con	 la	 cabeza	 y	 por	 señas
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transmitieron	a	todos	la	orden	de	seguir	avanzando,	entrando	en	el	roquedal	a	menos
distancia	unos	de	otros.	Los	perros	habían	«cogido	el	viento»	y	seguían	pistas	ciertas.
Yo	 estaba	 impresionado	 con	 la	 idea	 de	 la	 proximidad	 del	 «monstruo»	 aunque,
naturalmente,	rechazaba	la	idea	de	que	tuviera	dos	cabezas	o	de	que	fuera	«mitad	oso
y	mitad	hombre».	Lo	único	que	aceptaba	era	que	estuviera	loco	o	que	hubiera	hecho
alguna	grande	fechoría	y	temiera	la	«justicia	del	rey».
     Anduvimos	todavía	una	hora,	acercándonos	más	los	unos	a	los	otros,	porque	los
accidentes	del	terreno,	las	rocas	a	veces	monolíticas,	a	veces	extendidas	guarneciendo
colinas	bastante	altas,	nos	separaban	demasiado.	Los	perros	estaban	de	acuerdo	en	la
pista.	 Don	 Ricardo	 decía	 al	 viejo	 Morel	 que	 faltaba	 media	 hora	 aún	 para	 llegar	 al
lugar	donde	creían	haber	visto	con	los	gemelos	una	forma	humana	que	se	movía	en	lo
alto	de	una	roca.	Morel	decía,	incrédulo:
     —¿No	será	un	pastor?
     Pero	allí	era	imposible	que	hubiera	pastores.	Los	perros	se	detuvieron	al	volver	un
roquedo	sobre	una	pequeña	explanada	y	comenzaron	a	ladrar	furiosamente.	Mi	padre,
Tomaser	y	yo	corrimos.	Había	allí	algo,	entre	gris	y	amarillo,	cubierto	de	pelos,	que
nos	miraba	espantado,	a	una	distancia	de	cien	metros.	Tomaser	alzó	una	mano	en	el
aire	y	gritó:
     —Estése	quieto.	Somos	gente	de	paz.
     Al	oírlo	hablar,	el	«monstruo»	volvió	la	espalda	y	apoyándose	en	sus	manos	trepó
rápidamente	por	el	roquedo	hasta	alcanzar	una	especie	de	escalón	a	lo	largo	del	cual
corrió.	Al	ponerse	de	pie	vimos	que	era	de	estatura	mediana	y	que	iba	casi	desnudo.
Su	piel,	quemada	y	ennegrecida	por	el	sol	y	el	aire,	le	hacía	parecer	más	flaco.	Había
algo	 infantil	 o	 ridículo	 que	 a	 mí	 me	 decepcionaba	 enormemente	 y	 a	 Tomaser	 le
llenaba	 de	 gozo.	 Don	 Ricardo	 llegaba	 con	 el	 viejo	 Morel	 y	 el	 mayordomo	 y	 gritó,
viendo	al	«monstruo»	desaparecer	entre	las	lajas:
     —¡Lo	hemos	perdido!
     Yo	eché	a	correr	en	la	misma	dirección.	Los	perros,	al	ver	al	«salvaje»	levantarse
y	huir,	salieron	detrás	de	él.	Yo,	detrás	de	los	perros,	llamándolos,	porque	temía	que
cayeran	sobre	el	infeliz.	Detrás	de	mí,	corriendo	también,	todos	los	demás	cazadores.
Don	Ricardo	me	gritaba:
     —Si	lo	vuelves	a	ver,	amedréntalo,	para	que	se	detenga.
     Como	no	se	podía	avanzar	muy	de	prisa	(los	mismos	perros	vacilaban	escogiendo
el	 lugar	 donde	 poner	 sus	 pies)	 volvimos	 a	 reunirnos	 todos.	 Y	 seguimos	 avanzando
detrás	 de	 la	 jauría,	 que	 nos	 adelantaba	 no	 más	 de	 treinta	 metros.	 El	 «monstruo»
volvió	 a	 aparecer.	 Iba	 corriendo,	 trepando	 con	 facilidad.	 Los	 perros	 se	 lanzaron	 de
nuevo	al	asalto	y	uno	de	ellos,	de	gran	corpulencia,	dejó	atrás	a	los	demás	y	parecía	ir
a	alcanzarlo.	Llamaron	al	perro,	en	vano:
     —¡León!	¡León!
     Y	el	eco	de	los	ladridos	y	de	las	voces	rodaba	por	el	roquedal.	El	perro	se	lanzaba
sobre	él.	Para	evitar	que	el	pobre	hombre	fuera	hecho	pedazos	disparé	sobre	León.	Le
                                 ebookelo.com	-	Página	21
alcanzó	la	mitad	de	la	perdigonada.	El	animal	cayó	rodando	y	aullando	hasta	llegar	al
pie	 de	 la	 colina.	 Allí	 se	 volvió	 a	 levantar,	 con	 el	 pelo	 ensangrentado,	 aullando	 y
tratando	 de	 lamerse	 el	 lomo.	 Yo	 pensé	 que	 no	 habría	 sido	 gran	 cosa.	 A	 aquella
distancia	los	perdigones	le	habrían	atravesado	apenas	la	piel,	pues	era	«mostacilla»,
carga	para	pájaros.	El	«monstruo»	avanzó	unos	metros	más	y	desapareció	como	si	se
hubiera	arrojado	en	una	sima.
     Don	Ricardo	comenzó	a	dar	voces,	sin	saber	a	quién	dirigirse.	Por	la	mirada	que
el	mayordomo	me	lanzaba,	comprendí	que	todo	aquello	iba	contra	mí.	A	don	Ricardo
se	le	hinchaba	una	vena	en	la	garganta	y	otra	en	la	sien	y	seguía	agitándose,	sacudido
de	 una	 ira	 que	 parecía	 salir	 de	 él	 y	 volver	 sobre	 él	 constantemente.	 Sólo	 le	 faltaba
darse	a	sí	mismo	de	cachetes.	Mi	padre	vino	y	me	dijo	con	aire	amenazador:
     —Luego	veremos	eso,	en	casa.
     Pero	en	su	expresión	había	como	una	reserva	amistosa.	Yo	lo	conocía,	a	mi	padre.
Se	preciaba	de	«viejo	cristiano»	y	en	los	trances	críticos	se	conducía	humanamente.
«Aquello»	no	podía	verlo	mal.	Don	Ricardo	fue	cediendo	en	su	ira	y	a	medida	que	se
apaciguaba,	iba	comprendiéndose	mejor	lo	que	decía:
     —¡Cien	pesetas	me	costó	ese	perro	en	la	exposición	de	Barcelona!
     El	mayordomo	me	dijo	de	modo	que	lo	oyera	su	amo:
     —Mocé.	Más	quería	que	me	hubieras	dao	el	tiro	a	mí	que	a	León.	Es	el	predilecto
del	señor.
     En	aquella	expresión,	«el	predilecto	del	señor»,	había	un	eco	religioso.	El	señor
iba	atreviéndose	a	la	injuria,	al	ver	que	mi	padre	repetía	aquello	de	«en	casa	veremos
esto».	Decía	que	«el	que	con	niños	se	acuesta	se	levanta	sucio»,	etc.	Yo	tenía	ganas
de	contestarle	bravamente,	pero	me	limité	a	decir	con	cierta	despreocupación:
     —Con	un	brochazo	de	yodo	se	curará.
     Al	oírme,	don	Ricardo	se	encaró	conmigo:
     —¿Y	quién	es	usted	para	disparar	sobre	el	perro?	¿Acaso	el	perro	es	de	usted?
     Ya	no	pensaba	nadie	en	el	«monstruo».	El	mayordomo	atendía	al	perro.	Tomaser,
para	 terminar	 el	 incidente,	 dijo	 que	 creía	 haber	 visto	 hacer	 señas	 al	 «monstruo».
Seguimos	 y	 llegamos	 ante	 la	 grieta	 oscura	 donde	 se	 había	 metido.	 Parecía	 bastante
profunda.	Se	podía	entrar	de	pie,	pero	para	penetrar	más	hondo	había	que	ponerse	a
cuatro	 manos.	 Nadie	 se	 atrevía	 a	 aventurarse	 dentro.	 Quedaron	 allí	 mi	 padre	 y	 don
Ricardo	 y	 los	 restantes	 fuimos	 a	 ver	 si	 la	 caverna	 tenía,	 como	 suelen	 tener,	 otras
salidas	a	la	parte	opuesta	de	la	colina.	A	mitad	de	camino	el	mayordomo	vaciló	un
momento	y	volvió	al	lado	de	su	amo.	No	quería	abandonarlo	en	la	adversidad.
     El	viejo	Morel,	Tomaser	y	yo	encontramos	otra	salida	a	la	caverna.	Miramos	la
tierra,	a	la	entrada,	para	ver	si	había	huellas	de	que	hubiera	salido	y	al	no	hallar	nada
nos	aseguramos	de	que	seguía	dentro.	Gritábamos	en	la	boca	de	la	caverna,	haciendo
bocina	con	las	manos:	«Salga	usted,	que	no	le	pasará	nada.	Somos	gente	de	paz».	O
bien:	«Buen	hombre,	queremos	ayudarle.	Diga	si	necesita	algo».	Pero	contestaba	el
silencio	más	completo.
                                  ebookelo.com	-	Página	22
    Comenzaba	a	caer	el	sol	y	allí	no	podíamos	esperar	la	noche.	Tampoco	podíamos
abandonar	la	presa.	Tomaser	hizo	un	haz	de	leña	verde	(las	raras	matas	que	crecían
aquí	y	allá),	venteó	el	aire,	a	ver	por	dónde	venía	la	brisa,	fue	depositando	la	ramilla,
con	raíces	húmedas,	en	la	boca	de	la	caverna	y	les	prendió	fuego.	Al	comprobar	que
el	humo	entraba,	se	mostró	satisfecho:	«antes	de	diez	minutos	ha	salido	de	ahí	si	no
quiere	morir».
    Y	salió.	Pero	hubo	que	entrar	a	recogerlo,	porque	llegaba	medio	asfixiado	y	cayó
a	la	entrada,	sin	conocimiento.	Yo	fui	a	buscar	a	los	otros.	Mi	padre	recibió	con	cierta
decepción	 la	 noticia,	 porque	 había	 sido	 el	 viejo	 Morel	 el	 primero	 en	 aspearle	 los
brazos	 al	 monstruo	 y	 verterle	 vino	 entre	 los	 labios.	 Y	 el	 «monstruo»	 volvió
rápidamente	en	sí.
    Don	 Ricardo	 se	 ocupaba	 más	 del	 perro	 herido	 que	 del	 «monstruo».	 De	 vez	 en
cuando,	sin	dejar	de	acariciar	a	León	preguntaba	a	mi	padre	desde	lejos:
    —¿Qué	clase	de	sujeto	es?
    Nadie	le	contestaba.	Tomaser,	por	fin,	le	dijo	a	voces:
    —Es	un	pobre	hombre.	Es	todo	mansedumbre.	Lo	que	hay	que	hacer	es	darle	de
comer.
    Entonces	don	Ricardo	se	acercó.	Luego	miró	al	mayordomo,	tratando	de	ver	si	lo
identificaba,	 pero	 el	 mayordomo	 no	 lo	 conocía.	 En	 realidad	 parecía	 conocer	 a	 los
campesinos	de	toda	la	comarca,	pero	sólo	sabía	de	ellos	—eso	con	toda	certeza—	si
votaban	 para	 don	 Ricardo	 (conservadores)	 o	 para	 don	 Manuel	 (liberales).	 Ante	 el
«monstruo»	se	planteaba	por	primera	vez	una	duda.
    El	«monstruo»	miraba	a	su	alrededor	y	sintiéndose	preso	gruñía	lastimeramente.
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                                      Capítulo	IV
         EL	MONSTRUO	NO	ES	UN	MONSTRUO,	SINO	EL	FANTASMA	DE
                               SABINO
No	 había	 manera	 de	 hacer	 hablar	 al	 «monstruo»,	 que	 miraba	 a	 todas	 partes	 con
recelo,	 y	 rehuía	 los	 ojos	 de	 los	 cazadores.	 Tampoco	 quería	 marchar	 con	 nosotros.
Cuando	 alguien	 le	 tomaba	 del	 brazo	 para	 hacerle	 andar	 chillaba	 y	 se	 desasía	 con
espanto.	 Yo	 propuse	 que	 nos	 sentáramos	 con	 él	 y	 le	 diéramos	 de	 comer	 y	 beber.
Todos	aprobaron,	menos	don	Ricardo,	que	tenía	prisa	por	llegar	a	la	paridera	y	curar
al	 perro.	 Sin	 embargo,	 aquélla	 era	 la	 única	 manera	 de	 inspirar	 alguna	 confianza	 al
«monstruo»,	 que	 por	 dos	 veces	 había	 intentado	 meterse	 de	 nuevo	 en	 la	 cueva	 y	 si
seguía	a	nuestro	lado	(aunque	aparte	y	fuera	del	alcance	de	nuestros	brazos)	era	por
miedo	a	los	perros.	Tomaser	lo	miraba	con	una	mezcla	de	espanto	y	de	compasión	y
le	preguntaba,	dando	grandes	voces,	como	si	fuera	sordo,	cómo	se	llamaba	y	de	qué
pueblo	 era.	 El	 «monstruo»	 no	 le	 contestaba	 y	 cada	 vez	 que	 alguien	 se	 dirigía	 a	 él,
aunque	no	diera	tantas	voces	como	Tomaser,	se	sobresaltaba	y	se	ponía	en	guardia.
     Parecía	 mudo,	 pero	 sus	 gritos,	 sus	 gruñidos,	 eran	 articulados	 y	 además	 oía
perfectamente.	De	un	modo	u	otro,	con	su	sola	presencia,	aquel	hombre	nos	mostraba
a	 todos	 nuestra	 propia	 miseria.	 Llevaba	 el	 pelo	 tan	 largo	 y	 tan	 enredado	 sobre	 la
espalda	y	los	hombros,	donde	se	unía	con	la	barba,	que	su	cara	desaparecía	casi	por
completo.	 Las	 aletas	 de	 su	 nariz	 tenían	 escamas	 brillantes,	 mineralizadas.	 Sus	 ojos
(que	 apenas	 habíamos	 visto,	 porque	 no	 nos	 miraba	 de	 frente)	 se	 hundían	 bajo	 unas
cejas	abultadas	y	había	en	todo	él	algo	polvoriento	y	reseco	que	le	daba	un	aire	más
ausente	todavía.	Las	uñas	de	las	manos	y	los	pies,	alargadas,	se	doblaban	hacia	abajo
y	 se	 acanalaban	 a	 los	 lados	 formando	 un	 pico	 en	 el	 centro.	 Otras	 estaban	 rotas	 y
mostraban	la	dermis	descubierta,	seca	también	pero	rojiza,	como	llagada.	La	piel,	a
trechos	 quemada,	 se	 desprendía.	 En	 la	 espalda	 y	 los	 brazos	 estaba	 curtida	 y
denegrida,	como	el	cuero	de	una	petaca.	Era	flaco	y	parecía	débil,	pero	sus	músculos,
sus	tendones	y	hasta	sus	venas	hacían	relieves	en	la	piel	al	menor	movimiento	y	su
esqueleto	 parecía	 ancho,	 fuerte	 y	 ágil.	 Llevaba	 las	 piernas	 desnudas.	 El	 pecho	 y	 la
espalda,	también.	Conservaba	en	la	cintura	algo	que	parecía	piel	de	lobo	y	de	conejo
cosida	con	fibras	vegetales	y	completado,	a	trechos,	con	trozos	de	saco	o	de	una	tela
tosca	muy	gastada.	Se	cubría	así	las	nalgas	y	en	parte	el	sexo,	pero	esto	último	no	le
preocupaba	 y	 llevaba	 aquellas	 pieles	 como	 defensa	 para	 arrastrarse	 sentado	 por	 las
rocas.	En	sus	rodillas	había	durezas	mineralizadas	y	sus	manos	estaban	agrietadas	y
secas	y	tenían	también	callosidades	con	brillos	metálicos.	Los	dedos	pulgares	estaban
mucho	más	separados	de	los	otros	cuatro	que	en	nosotros	y	habían	quedado	en	una
posición	que	recordaba	la	de	los	plantígrados.	En	cuanto	a	sus	pies,	eran	unos	pies	de
piedra	por	los	que	parecía	no	circular	la	sangre.
     Don	Ricardo	lo	miraba	con	desdén:
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     —Yo	soy	—le	decía—	don	Ricardo	de	Paula	y	Hornachuelos,	y	vengo	en	persona
a	buscarte	y	a	«reintegrarte»	a	la	sociedad.
     Al	«monstruo»	parecían	tenerle	sin	cuidado	aquellos	nombres	que	llevaban	unida,
en	 toda	 la	 comarca,	 una	 superstición	 de	 poderío.	 Don	 Ricardo	 se	 sentía	 ofendido	 y
movía	la	cabeza	con	un	presentimiento:
     —Éste	ha	debido	cometer	algún	crimen.
     El	 «monstruo»	 lo	 miró,	 con	 indiferencia.	 Siguió	 mirándolo,	 en	 silencio,	 sin
pestañear.	Don	Ricardo	acabó	por	sentirse	razonable:
     —Si	 has	 cometido	 algún	 delito	 no	 debes	 olvidar	 que	 la	 justicia	 no	 es	 cruel.	 Y
todos	te	ayudaremos	si	verdaderamente	estás	arrepentido.
     Don	 Ricardo	 se	 admiraba	 y	 se	 conmovía	 a	 sí	 mismo	 con	 la	 generosidad	 de	 sus
propios	 sentimientos.	 Pero	 el	 «monstruo»	 dejó	 de	 mirarlo,	 sin	 acusar	 la	 menor
emoción,	y	puso	su	mirada	en	los	perros.	Mi	padre	repetía	la	pregunta	de	Tomaser.
     —¿Cómo	te	llamas?
     No	conseguían	hacerle	hablar.	Se	levantaron,	dispuestos	a	marchar.	Yo	insinué	de
nuevo	que	le	dieran	de	comer	y	don	Ricardo	repitió	que	era	tarde	y	que	había	que	ir
en	seguida	a	la	paridera.	Para	saber	si	el	«monstruo»	nos	comprendía	o	no,	mi	padre
le	dijo:
     —¿Has	matado	a	alguien?
     El	 «monstruo»	 negó	 con	 la	 cabeza.	 Mi	 padre	 volvió	 a	 preguntarle	 por	 qué	 se
escondía,	si	no	había	cometido	ningún	crimen.	El	otro	calló.	Miraba	a	mi	padre	con
un	 poco	 más	 de	 atención,	 como	 si	 quisiera	 recordar	 algo.	 Por	 fin,	 lo	 señaló	 con	 el
dedo	 y	 articuló	 un	 sonido	 extraño.	 Pusieron	 atención	 todos.	 El	 «monstruo»	 repitió
aquello.	Había	dicho	el	nombre	de	mi	padre:	«Don	José».	Desde	el	momento	en	que
lo	 conocía	 debía	 ser	 del	 pueblo.	 De	 nuestro	 pueblo.	 Todos	 trataban	 de	 demostrarle
que	 eran	 sus	 amigos,	 pero	 el	 «monstruo»	 seguía	 con	 su	 seriedad	 indiferente.	 Yo
pensaba:	la	risa	es	la	flor	de	lo	que	llaman	la	civilización,	pero	el	hombre	civilizado
ríe	 mucho,	 para	 parecerlo	 más,	 y	 eso	 es	 una	 forma	 estúpida	 de	 civilidad.	 El
«monstruo»	no	encontraba	en	todo	aquello	el	menor	estímulo	de	risa	y	no	reía.	Don
Ricardo	se	había	sumido	en	sus	reflexiones	y	comenzando	a	andar	dijo	que	hubiera
preferido	que	el	«monstruo»	fuera	de	Ontiñena,	porque	hacía	caer	sobre	el	pueblo	una
verdadera	vergüenza.	El	viejo	Morel	desplegó	los	labios	por	primera	vez	desde	hacía
más	de	una	hora:
     —Así	hubiera	hablado	su	padre,	que	en	gloria	esté.
     El	 «monstruo»	 se	 negaba	 a	 andar	 con	 nosotros.	 Lo	 rodearon,	 lo	 pusieron	 en	 el
centro	 y	 al	 verse	 envuelto	 dio	 un	 salto	 y	 se	 separó	 del	 grupo,	 con	 ánimo	 de	 huir.
Como	 parecía	 tener	 alguna	 confianza	 en	 mi	 padre,	 acordaron	 marchar	 todos	 y
dejarnos	detrás	a	nosotros	con	él.	Aquello	dio	resultado.	El	«monstruo»	se	encontraba
mejor,	quizá	porque	veía	menos	personas	a	su	alrededor.	Yo	me	puse	a	un	lado	y	mi
padre	 al	 otro,	 pero	 el	 «monstruo»	 nos	 miró	 a	 los	 dos	 con	 angustia	 y	 se	 hizo	 atrás.
Entonces	yo	pasé	al	lado	de	mi	padre.	Al	«monstruo»	le	espantaba	llevar	un	hombre	a
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cada	lado.	Andaba	con	pasos	cortos	y	tan	ligeros,	que	a	veces	teníamos	que	forzar	la
marcha	para	seguirle.	Mi	padre	fue	hablándole	de	cosas	simples	y	generales:	«Aquí
hace	mucho	frío	y	no	hay	comida.	En	el	pueblo	hay	fuego	encendido	y	pan	y	carne».
Yo	le	di	un	trozo	de	pan	con	buena	parte	de	la	tortilla	de	patatas	que	mi	madre	me
había	puesto	en	el	morral.	El	«monstruo»	la	tomó	con	las	dos	manos	y	la	devoró	en
un	instante.	Luego	le	di	a	beber	de	la	bota	que	llevaba	colgada	del	cinturón,	un	vino
excelente.	Después	de	haber	bebido	me	la	devolvió,	hizo	una	mueca	muy	rara	y	dijo:
     —Vino.
     Mi	padre	estaba	satisfecho	de	aquellos	progresos.	Yo	veía	que	había	olvidado	mi
disparo	sobre	el	perro	de	don	Ricardo	o	que	no	le	había	dado	importancia	y	eso	me
enternecía	 un	 poco.	 Yo	 quería	 a	 mi	 padre	 y	 mi	 padre	 también	 a	 mí,	 pero	 aunque
parezca	extraño	nos	tratábamos	siempre	como	enemigos.
     El	sol	se	ponía	a	nuestra	izquierda	y	el	cielo	en	sangre	tenía	estrías	malvas	largas
y	 afiladas	 como	 inmensos	 cuchillos.	 Mi	 padre	 miraba	 aquello	 emocionado,	 pero
nunca	 confesaba	 sus	 emociones.	 El	 «monstruo»,	 que	 parecía	 familiarizado	 con
nosotros,	se	detuvo,	miró	la	raya	del	horizonte,	se	puso	las	dos	manos	en	torno	a	la
boca	formando	bocina	y	lanzó	un	aullido	fino	y	agudo.	Luego	escuchó	un	momento	y
repitió	el	aullido	tres	o	cuatro	veces.	Lejanos,	contestaron	otros	semejantes.	Mi	padre
dijo:
     —Son	raposas.
     Yo	pensé	que	el	«monstruo»	sería	un	buen	reclamo	para	cazarlas.	Mi	padre	debía
haber	pensado	lo	mismo.	Pero	por	encima	de	esa	reflexión	de	cazadores,	había	una
cierta	angustia	de	ecos	profundos.	Aquel	hombre	que	sabía	el	nombre	de	mi	padre	era
como	un	animal.
     El	 «monstruo»	 seguía	 andando,	 ahora	 con	 menos	 ligereza.	 Se	 detuvo	 antes	 de
llegar	 a	 la	 paridera	 —a	 donde	 llegamos	 ya	 de	 noche	 cerrada—	 otras	 dos	 veces,	 a
aullar.	 La	 última	 vez	 contestaron	 también	 los	 perros	 de	 la	 jauría	 con	 ladridos
inquietos.	Estaba	yo	satisfecho	de	rescatar	al	«monstruo»,	aunque	sentía	que	no	sería
fácil	 incorporarlo	 a	 la	 vida	 del	 pueblo.	 Podría	 hacer	 mucho	 en	 ese	 sentido	 don
Ricardo,	pero	le	tenía	antipatía	porque	no	le	había	reconocido	a	él	y	sí	a	mi	padre.	Yo
a	veces	sentía	una	cierta	lástima	por	el	«monstruo»	rescatado,	a	quien	alejábamos	de
aquel	roquedal	que	venía	a	ser	como	una	aldea	encantada.
     Ya	cerca	de	la	paridera	vimos	que	habían	encendido	dos	fuegos.	Salía	humo	por
la	 chimenea	 y	 en	 el	 campo,	 frente	 a	 la	 puerta,	 comenzaba	 a	 chisporrotear	 una
hoguera.	El	«monstruo»	seguía	con	su	paso	desigual,	completamente	despreocupado
de	 nosotros.	 En	 aquel	 andar	 dispar,	 incapaz	 de	 adaptarse	 al	 nuestro,	 se	 veían	 los
largos	años	de	soledad.
     El	 mayordomo	 iba	 con	 unas	 hilarzas	 de	 lana	 y	 un	 frasco,	 tratando	 de	 curar	 al
perro,	 al	 que	 sujetaba	 don	 Ricardo.	 En	 aquel	 momento	 se	 oyeron	 pasos	 fuera,
apareció	 un	 pastor	 que	 contempló	 la	 hoguera,	 y	 se	 quedó	 mirando,	 embobado,	 al
«monstruo».	 Era	 el	 pastor	 un	 hombre	 que	 podría	 tener	 treinta	 años	 o	 cincuenta.
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Llevaba	barba	rala,	iba	calzado	de	abarcas,	la	piel	curtida	por	el	sol,	la	lluvia	y	el	frío.
     —He	visto	fuego	—dijo	con	las	manos	apoyadas	en	la	vuelta	del	alto	cayado	y	la
barba	sobre	ellas—	y	he	dicho:	vamos	a	ver	qué	pasa	en	la	paridera.
     Conocía	a	mi	padre	y	a	Tomaser.	Le	ofrecieron	comida	y	aceptó.	Comía	despacio,
con	 sosiego,	 pero	 con	 la	 conciencia	 de	 hacer	 algo	 importante.	 Dijo	 que	 tenía	 la
«dula»	de	Castelnovo	y	que	llevaba	ya	tres	meses	allá	con	cuatrocientas	cabezas.	La
«dula»	era	la	suma	de	los	pequeños	rebaños	particulares	de	campesinos	pobres	que	no
podían	 tener	 un	 pastor.	 Era	 en	 Castelnovo	 una	 especie	 de	 servicio	 municipal.	 El
pastor	 dijo	 que	 cuando	 había	 tronada	 o	 caía	 helada	 iba	 a	 dormir	 a	 aquella	 paridera
porque	llevaba	también	animales	del	propietario.
     El	«monstruo»	se	había	sentado	en	tierra,	al	lado	del	fuego,	del	que	no	quitaba	los
ojos.	El	pastor	volvía	a	mirarle	y	exclamaba:
     —¡Lo	que	es	la	vida!
     Preguntó	dónde	lo	habíamos	hallado	y	le	dijimos	que	en	el	roquedal	de	Aineto.	El
pastor	se	asombraba.
     Tomaser	 le	 preguntó	 si	 habían	 hecho	 daño	 las	 últimas	 tormentas	 y	 dijo	 que	 por
allí	 no	 había	 más	 «labor»	 que	 unos	 cuadros	 de	 cebada	 de	 don	 Manuel	 y	 dos
rastrojeras	 «pa	 las	 perdices».	 Pero	 cayeron	 más	 de	 cincuenta	 rayos.	 Y	 añadió,
tranquilamente,	señalando	el	patio	de	la	paridera:
     —Ahí	los	tengo.
     Cuando	había	tormentas	recias	se	fijaba	en	donde	caían	los	rayos	y	después	iba	a
buscarlos	y	los	llevaba	a	la	paridera.	«Apagados,	naturalmente»	—aclaró.
     Le	pidieron	que	los	enseñara	y	fue	por	ellos.	Volvió	con	una	docena	de	puntas	de
flechas	de	metal	en	las	palmas	de	las	manos.	Don	Ricardo	las	miraba	con	una	sonrisa
buida	 bajo	 la	 barbita.	 Con	 aquella	 sonrisa	 quería	 decir	 que	 el	 pastor	 era	 un	 pobre
ignorante.
     —No	crean	que	es	fácil	encontrarlos	—añadió	el	pastor—	porque	se	meten	dentro
de	la	tierra.
     Seguía	contemplándolos	y	dijo	aún:
     —Parece	mentira	que	esto	haga	tanto	ruido	y	tanto	mal.
     Mi	padre	le	dijo	que	eran	flechas.	Don	Ricardo	apoyó	aquella	afirmación	con	su
autoridad.	El	pastor	les	dio	la	razón	con	un	gesto	de	cabeza,	pero	no	por	ser	flechas
dejaban	 de	 ser	 rayos.	 Nadie	 le	 hubiera	 sacado	 de	 aquella	 certidumbre.	 Hablaba
mirando	constantemente	al	«monstruo»	con	una	especie	de	impaciencia.
     Luego	 dijo	 que	 en	 el	 saso	 empezaba	 el	 buen	 tiempo	 y	 se	 estaba	 bien.	 No	 tanto
como	abajo,	en	el	valle,	porque	en	el	valle	«la	verdor	llamaba	a	la	frescor	y	la	frescor
llamaba	al	aire»	y	en	verano	no	hacía	verdadero	calor.	Se	informó	sobre	la	marcha	de
las	cosechas	con	mucho	detalle,	se	mostró	satisfecho	de	la	buena	cara	de	los	trigales	y
como	no	tenía	propiedad	ninguna	se	creyó	en	el	caso	de	explicar	su	interés	ante	aquel
grupo	de	ricos:
     —A	uno	le	gusta	saber	que	la	tierra	cumple.
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    La	 tierra	 «cumplía»	 su	 deber.	 El	 «monstruo»	 seguía	 sentado	 al	 lado	 del	 fuego.
Tomaser	 trató	 de	 hablar	 con	 él.	 En	 cuanto	 al	 pastor,	 contemplaba	 en	 silencio	 al
«monstruo»	 y	 moviendo	 la	 cabeza	 sobre	 sus	 dos	 manos	 cruzadas	 en	 la	 vuelta	 del
cayado,	decía	una	vez	más	entre	dientes:
    —¡Lo	que	es	la	vida!
    Yo	 me	 quedé	 con	 el	 «monstruo»	 porque	 Tomaser	 y	 mi	 padre	 entraron	 en	 la
paridera.	 No	 debíamos	 dejarlo	 solo	 un	 instante.	 Lo	 más	 seguro	 era	 que	 intentara
escapar,	pero	una	guardia	permanente	no	se	podía	establecer,	porque	estábamos	todos
rendidos	de	cansancio.
    Me	acerqué	a	un	perro	que	acompañaba	al	pastor	y	que	no	hacía	sino	gruñir.	Era
un	 perro	 muy	 feo.	 Sin	 raza,	 de	 pelaje	 terroso,	 erizado,	 ya	 viejo.	 Miraba	 de	 medio
lado,	estaba	muy	flaco	y	un	poco	torcida	la	columna	vertebral.	Caminaba	inseguro	y
no	de	frente,	sino	un	poco	en	diagonal.	Sus	ojos	no	se	veían,	bajo	las	cuencas,	pero
debían	 estar	 inyectados	 de	 sangre.	 Olfateaba	 a	 los	 perros	 de	 la	 traílla	 que	 estaban
comiendo	en	el	corral	y	seguía	gruñendo.	Yo	iba	a	acariciarlo	y	el	pastor	me	dijo:
    —Tenga	usted	cuidado,	porque	tiene	muy	mala	leche.	Tres	veces	le	han	mordido
las	víboras	y	la	última	estuvo	a	la	muerte,	pero	se	curó.	Como	se	le	ha	quedao	dentro
el	veneno,	por	eso	tiene	mala	leche.	Pero	para	el	ganao,	no	hay	otro.
    Yo	 le	 pregunté	 qué	 comía	 él,	 cuánto	 ganaba.	 Me	 interesaba	 por	 la	 vida	 que
llevaba	 allí.	 Mi	 pregunta	 resultó	 extemporánea.	 El	 pastor	 estaba	 sorprendido	 de	 ver
un	«señorito»	que	se	ocupaba	de	su	vida.	Se	encogió	de	hombros	y	dijo:
    —Se	vive	como	se	puede.
    Volvió	a	hablar	del	perro,	para	quitar	violencia	a	aquello:
    —Es	muy	valiente	y	los	lobos	lo	conocen	ya.	Este	invierno	tuvimos	un	mal	paso,
pero	entre	Lucero	—era	el	nombre	del	perro—	y	éste	(y	mostraba	el	tocho,	que	estaba
rematado	por	una	zoqueta	endurecida	al	fuego)	salimos	con	bien.
    Le	ofrecieron	un	cigarrillo	y	lo	encendió	con	su	pedernal.
    Nos	 habíamos	 acostumbrado	 ya	 a	 la	 presencia	 muda	 del	 «monstruo».	 Su
vigilancia	 nos	 complicaba	 bastante	 las	 cosas.	 Lo	 mejor	 era	 —dijo	 don	 Ricardo—
buscar	un	cuarto	con	llave	y	meterlo	allí,	cuidando	que	no	hubiera	ventanas	bajas	ni
posibilidad	 de	 fuga.	 Nadie	 trataba	 de	 familiarizarse	 con	 él,	 pero	 todos	 querían
«reintegrarlo»	 a	 la	 sociedad.	 En	 lugar	 de	 convencerlo	 de	 su	 amistad,	 don	 Ricardo
trataba	de	hallar	un	expediente	para	ponerlo	seguro	bajo	llave.	Yo	encontraba	aquello
un	poco	anómalo,	pero	no	quería	decirlo.	Mi	padre	hubiera	creído	que	yo	trataba	de
molestar	a	don	Ricardo,	y	todos	callábamos.
    Lo	 encerraron	 en	 un	 cuarto	 de	 la	 falsa,	 sin	 ventanas,	 y	 como	 no	 había	 llave
atrancaron	la	puerta	con	un	madero.	Se	había	hablado	de	darle	de	comer	abajo,	en	la
cocina,	con	nosotros,	pero	había	varias	razones	para	no	hacerlo.	Primero,	la	antipatía
de	don	Ricardo	y	después	sus	maneras,	aquella	voracidad	febril	que	le	haría	comer	de
manera	 repugnante,	 eructando	 y	 haciendo	 otras	 groserías	 también	 digestivas.
Decidieron	 encerrarlo	 y	 lo	 encerraron.	 Después,	 ya	 tranquilos,	 sentáronse	 alrededor
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del	 fuego,	 en	 las	 «cadieras»	 (grandes	 bancos	 de	 alto	 respaldo	 pegados	 al	 muro	 y
cubiertos	de	pieles	de	cabra).	Al	fuego,	los	rostros	castigados	ya	por	la	jornada	de	sol
y	 de	 aire	 montañés,	 parecían	 de	 cobre.	 Unas	 discretas	 ojeras	 azules	 denotaban	 la
fatiga	en	el	rostro	de	don	Ricardo,	que	no	era	bronceado	sino	rosáceo.	Tomaser	había
dejado	en	la	falsa,	al	alcance	del	«monstruo»,	comida	y	vino	suficientes	y	descendió
diciendo	que	parecía	tranquilo.
    Aunque	 don	 Ricardo	 hablaba	 con	 un	 acento	 de	 piedad	 cristiana,	 seguía
preocupado	por	la	idea	de	la	delincuencia	de	aquel	hombre.
    —No	hay	duda	—dijo—	de	que	tiene	a	las	espaldas	algún	grave	delito.	Ha	debido
matar	a	alguien.
    El	 pastor,	 que	 estaba	 en	 la	 puerta,	 recostado	 en	 el	 quicio,	 pidió	 permiso	 para
hablar	y	advirtió	que	tal	vez	había	matado	a	alguien,	pero	ladrón	no	debía	ser	porque
había	podido	robar	ropa	en	las	parideras	y	sin	embargo	iba	en	cueros.	Don	Ricardo
hizo	un	gesto	de	suficiencia:
    —Lo	que	sea	lo	veremos.
    Tomaser,	 el	 viejo	 Morel	 y	 mi	 padre	 repasaban	 mentalmente	 las	 familias	 del
pueblo.	En	los	recuerdos	de	cada	uno	iban	apareciendo	las	familias	de	los	campesinos
pobres,	 pero	 todas	 estaban	 completas	 y	 desde	 hacía	 más	 de	 diez	 años	 no	 se	 había
cometido	 crimen	 ninguno.	 Entonces,	 ¿por	 qué	 había	 huido	 aquel	 hombre?	 Y	 sobre
todo,	habiendo	huido,	¿por	qué	ahora	se	obstinaba	en	no	declarar	quién	era?	El	pastor
habló	 otra	 vez	 advirtiendo	 que	 seguramente	 había	 perdido	 la	 memoria.	 Yo	 veía	 en
aquella	 defensa	 del	 pastor	 una	 especie	 de	 solidaridad	 con	 el	 «monstruo»	 en	 el
desierto,	en	aquel	«saso»	donde	no	había	sino	los	huesos	de	los	muertos	de	lejanas
batallas.
    Don	Ricardo,	sin	escuchar	al	pastor,	repetía	muy	preocupado,	que	el	hecho	de	que
no	hubiera	habido	crímenes	en	los	últimos	años	no	quería	decir	nada.	Nunca	existe	el
crimen	 hasta	 que	 se	 descubre.	 «¿Quién	 sabe	 si	 la	 víctima	 fue	 enterrada	 como	 si
hubiera	muerto	de	muerte	natural?».	Ah,	el	hombre	es	el	lobo	de	los	hombres,	y	dijo
esta	frase	otra	vez,	en	latín:	homo	homini	lupus.
    Aquello	lo	aceptaban	todos.	Yo	no	los	escuchaba.	Oía	el	viento	en	la	chimenea	y
me	 dormía	 al	 dulce	 calor	 del	 fuego.	 No	 sabía	 por	 qué,	 las	 hipótesis	 sobre	 el
«monstruo»	me	tenían	sin	cuidado.	Era	mucho	más	importante	el	hombre	aquel	que
todo	lo	que	hubiera	hecho.	Y	en	cuanto	a	los	crímenes	no	creía	en	ellos.	El	criminal
no	se	aísla	sino	que	busca	como	puede,	por	todos	los	medios,	confundirse	en	la	masa.
El	criminal	puede	ser	insociable	antes	del	crimen,	pero	de	ningún	modo	después.
    Don	Ricardo,	mientras	el	mayordomo	atendía	a	la	cena	con	auxilio	de	Morel	y	de
Tomaser,	daba	vueltas	a	sus	sospechas.	El	viento,	que	mugía	fuera,	parecía	empujarle
y	empujarnos	a	todos	a	lo	patético:
    —¿No	se	acuerdan	ustedes	de	la	desaparecida	familia	de	Junqueras?
    Todos	trataron	de	recordar.	Había	pasado	mucho	tiempo	de	aquello.	Don	Ricardo
puntualizaba:
                                 ebookelo.com	-	Página	29
     —Eran	un	viejo	matrimonio	y	un	hijo.	Los	dos	ancianos	murieron	en	menos	de
una	semana	y	el	hijo	cobró	la	hacienda	y	desapareció.
     Todos	 trataban	 de	 identificar	 el	 hijo	 en	 el	 «monstruo»,	 pero	 aquellas	 barbas,
aquella	cabellera	lo	dificultaban.	Además,	¿qué	hacía	con	la	herencia	en	el	roquedal
de	 Aineto?	 El	 viento,	 en	 la	 chimenea,	 seguía	 acusando.	 Y	 ya	 no	 había	 que
«restituirlo»,	sino	«entregarlo».	Los	cazadores	quedaban	convertidos	en	alguaciles,	lo
que	no	parecía	ser	muy	del	agrado	de	mi	padre.
     El	pastor	daba	consejos	a	los	que	guisaban	la	cena.	Los	pastores	saben	hacer	con
la	carne	maravillas.	Y	el	viento	en	la	chimenea	me	identificaba	a	mí	con	el	pastor	y
con	el	«monstruo»	a	través	del	saso	inmenso.
     Dormimos	 en	 la	 paridera	 y	 al	 día	 siguiente,	 temprano,	 iniciamos	 el	 regreso
después	de	haber	obligado	al	«monstruo»	a	vestirse	un	pantalón	de	pana	que	había	en
el	 cuarto	 del	 amo.	 El	 pastor	 se	 quedó	 en	 el	 saso	 pensando	 quizá	 que	 hacía	 falta
pasarse	diez	años	en	el	roquedal	de	Aineto	para	que	personas	tan	importantes	como
aquéllas	se	ocuparan	«de	uno».	Yo	creía	leer	eso	en	su	mirada.
     Al	llegar	a	Santa	Cruz	el	«monstruo»	la	miró	con	mucha	atención	y	se	santiguó
torpemente.	 Aquello	 hizo	 a	 todos	 gran	 impresión.	 Mi	 padre	 dijo,	 con	 un	 acento	 de
duda,	 que	 quizá	 se	 trataba	 de	 un	 caso	 de	 ascetismo	 religioso.	 Recordó	 que	 le	 había
oído	 hablar	 con	 las	 raposas	 y	 que	 en	 la	 antigüedad	 casos	 como	 aquél	 habían	 sido
objeto	de	veneración.	Miraban	al	«monstruo»,	y	a	pesar	de	sus	barbas	bíblicas,	de	su
largo	pelo	y	de	sus	ojos	de	una	dulzura	impresionante,	nadie	quería	aceptar	aquella
hipótesis.	Todos	se	acordaban	de	que	llevaba	el	sexo	descubierto	el	día	anterior	y	un
ser	en	aquellas	condiciones	no	podía	ser	venerable.
     Desde	lo	alto	de	las	ripas	se	veía	el	pueblo	a	vista	de	pájaro.	El	«monstruo»,	al
verlo,	retrocedió	y	quiso	huir.	Lo	sujetaron	entre	el	viejo	Morel	y	Tomaser	mientras
don	Ricardo	movía	la	cabeza	murmurando:
     —No	hay	duda.	Éste	ha	matado	a	alguien.
     En	 ese	 caso	 los	 cazadores	 podían	 hacerle	 fuerza	 para	 volver	 al	 pueblo.	 El	 viejo
Morel	le	apoyó	el	cañón	de	su	escopeta	en	el	costado.
     —Adelante	o	disparo.
     Entonces	 el	 «monstruo»	 fue	 andando.	 De	 vez	 en	 cuando	 miraba	 al	 pueblo,	 nos
miraba	a	nosotros	y	lanzaba	un	aullido	agudo	y	prolongado.	Los	perros	se	ponían	a
ladrar	con	gran	escándalo.	Don	Ricardo	se	inquietaba	pensando	que	iban	a	hacer	una
entrada	 bizarra	 en	 el	 pueblo	 y	 propuso	 adelantarse	 con	 su	 mayordomo.	 Los	 demás
hicieron	otra	proposición.	Quedarse	en	el	pajar	de	Arner	todo	el	día	para	entrar	en	el
pueblo	anochecido.	Pero	don	Ricardo	no	podía	esperar	todo	el	día.	Y	tampoco	podía
«esperar	en	un	pajar».	Mi	padre	advirtió	que	el	«monstruo»	parecía	más	tranquilo	y
podían	muy	bien	entrar	por	la	parte	trasera	del	pueblo	en	casa	de	Tomaser,	llamar	al
barbero	y	darle	al	pobre	hombre	un	aspecto	decente.	Les	pareció	esto	último	lo	mejor.
     Iban,	 pues,	 a	 casa	 de	 Tomaser.	 Pero	 ya	 en	 la	 puerta,	 el	 «monstruo»	 se	 negó	 a
entrar	y	señalaba	con	la	mano	otra	dirección	emitiendo	al	mismo	tiempo	un	gruñido
                                 ebookelo.com	-	Página	30
con	el	cual	parecía	querer	decirnos	algo.	Los	cazadores	se	miraban.	Yo	dije:
    —Quiere	ir	a	su	casa.
    Aquello	iba	a	identificar	al	«monstruo».	Echó	a	andar	y	nosotros	con	él.	Algunos
chiquillos	nos	daban	séquito	con	los	ojos	fuera	de	las	órbitas.
    Sería	mediodía	cuando	el	«monstruo»	se	detuvo	ante	una	casa	humilde	y	llamó:
    —¡Aea!
    Salió	una	mujer	enlutada,	que	miró	al	grupo	con	espanto.
    —Yo	soy	Adela	Carmona.	¿Qué	me	quieren?
    El	«monstruo»	sonreía	por	la	primera	vez.	Don	Ricardo,	pálido	de	emoción,	dijo
balbuceando:
    —Es	Sabino,	el	muerto.
    La	mujer	se	llevó	las	manos	a	la	cara	tratando	de	alejar	aquella	visión:
    —Es	su	fantasma.
    Y	se	metió	en	la	casa,	lívida.
    Todos	 se	 miraban	 espantados	 también.	 Tomaser,	 con	 la	 boca	 abierta.	 El
«monstruo»	seguía	riendo	y	señalando	con	la	mano	la	casa,	su	casa.	Mi	padre	decía:
    —No	es	posible.
    Don	Ricardo	elevaba	los	ojos	al	cielo	y	decía	con	desánimo:
    —Nadie	conoce	los	designios	del	Señor.
                             ebookelo.com	-	Página	31
                                       Capítulo	V
                DON	RICARDO	VUELCA	EL	TINTERO	(SIN	QUERER)
Después	 de	 afeitado,	 con	 el	 pelo	 cortado	 y	 una	 camisa	 limpia	 que	 Adela	 se	 negó	 a
darle	y	que	yo	fui	a	buscar	a	mi	casa,	Sabino	quedó	con	un	aspecto	bastante	normal,
pero	a	su	mujer	—que	ya	no	lo	era,	porque	se	había	vuelto	a	casar—	le	dio	un	ataque
de	 nervios	 y	 estando	 Sabino	 allí	 las	 vecinas	 no	 se	 atrevían	 a	 entrar	 a	 auxiliarla.
Tuvimos	 que	 llevárnoslo.	 Al	 principio	 había	 repetido	 el	 nombre	 de	 su	 mujer	 dos	 o
tres	 veces,	 la	 última	 correctamente.	 Había	 dicho	 «Adela».	 Después	 volvió	 a	 su
silencio	 y	 miraba,	 asustado,	 el	 gentío	 que	 se	 agolpaba	 en	 la	 calle.	 La	 noticia	 había
circulado	 y	 acudían	 todos	 hablando	 del	 fantasma	 de	 Sabino.	 Don	 Ricardo,	 que	 se
había	encerrado	en	un	silencio	lleno	de	amargas	reflexiones,	se	marchó	acompañado
del	mayordomo	y	los	perros.	Dándole	a	su	criado	el	rifle,	se	dirigió	al	Ayuntamiento.
Por	 la	 calle	 le	 preguntaban	 algunos	 por	 el	 fantasma	 de	 Sabino.	 Al	 principio,	 don
Ricardo	decía	enérgicamente:
    —¿Qué	fantasma?	Se	trata	de	Sabino	en	persona.
    Cuando	llegó	al	Ayuntamiento,	bajo	los	soportales	de	piedra,	tuvo	que	contestar	al
mayordomo	 de	 su	 rival	 don	 Manuel	 —aquella	 insolencia	 la	 llevaba	 clavada	 en	 el
alma—	 que	 en	 condiciones	 normales	 no	 se	 hubiera	 atrevido	 a	 dirigirse	 a	 él.	 Don
Ricardo,	le	dijo,	cuidando	mucho	su	frialdad	distante:
    —Es	verdad.	Lo	hemos	traído	del	roquedal	de	Aineto.
    Y	 añadió	 con	 un	 aire	 vacilante	 (¡cómo	 se	 hubiera	 alegrado	 de	 que	 fuera	 un
fantasma!):
    —Yo	creo	que	se	trata	del	mismo	Sabino	en	persona.
    Siguió	 su	 camino.	 Don	 Ricardo	 pensaba	 que	 había	 dado	 una	 gran	 noticia,	 un
arma,	 quizá,	 a	 su	 enemigo	 don	 Manuel,	 a	 quien	 temía	 porque	 era	 un	 hombre	 mal
hablado	 y	 violento	 para	 quien	 los	 modales	 dulces	 y	 civiles	 no	 representaban	 sino
pruebas	 de	 debilidad.	 Sabino,	 que	 iba	 adquiriendo	 un	 relieve	 fantasmal	 (de	 otro
modo,	 ¿cómo	 el	 hombre	 más	 pobre	 y	 menos	 notable	 del	 pueblo	 podía	 llegar	 a	 ser
para	él	un	motivo	de	preocupación?)	estaba	allí	y	todo	iba	alterándose	poco	a	poco.
Don	Ricardo	suspiró	entrando	en	la	secretaría	del	Ayuntamiento.	Mandó	convocar	a
los	concejales	y	al	alcalde.	El	secretario	envió	a	los	alguaciles	a	buscarlos.	«Si	están
en	el	campo	—advirtió—	que	dejen	las	faenas,	de	parte	de	don	Ricardo».	Convocaba
don	Ricardo	y	no	el	alcalde,	porque	«de	parte	del	señor	alcalde»	no	habría	ninguno
abandonado	 el	 trabajo.	 Don	 Ricardo	 se	 sentó	 en	 un	 sillón	 que	 el	 secretario	 fue	 a
buscar	 al	 salón	 de	 sesiones,	 y	 pidió	 el	 registro	 civil	 y	 cuantos	 datos	 hubiera	 en	 el
censo	sobre	Sabino.	El	censo	de	1910	decía	que	Sabino	García	Hieras,	hijo	de	Ramón
y	Antonia,	era	«pobre	de	solemnidad»	y	habitaba	en	el	callejón	de	las	Tres	Cruces.
Pobre	de	solemnidad,	ciertamente.	El	más	pobre	del	pueblo.	No	se	acordaban	de	él
sino	en	último	extremo,	cuando	los	propietarios	enviaban	un	criado	a	buscar	peones
                                  ebookelo.com	-	Página	32
para	las	faenas	de	la	siega.	En	el	registro	civil	estaba	anotado	su	fallecimiento	«por
muerte	violenta»	en	el	día	22	de	octubre	de	1910.	Don	Ricardo	dio	un	golpecito	con
la	 mano	 abierta	 en	 el	 brazo	 del	 sillón	 y	 exclamó	 (era	 su	 exclamación	 de	 los	 días
terribles):
     —¡Caramba!	¡La	vida	tiene	sorpresas!
     El	secretario	quería	tranquilizarlo:
     —Todavía	no	está	legalmente	identificado.	La	gente	dice	que	es	su	fantasma.
     Miraba	el	registro	civil	y	añadía	queriendo	halagarle:
     —Para	 la	 administración	 ese	 hombre	 carece	 de	 personalidad.	 No	 existe.
Legalmente	está	enterrado.
     Don	Ricardo	hizo	un	gesto	de	cansancio.
     —Pues	ahí	está.	Ahí,	en	casa	de	su	antigua	mujer	que,	al	parecer,	había	vuelto	a
casarse.	Es	decir,	ahora	debe	estar	en	casa	de	su	madre	porque	a	la	mujer	le	ha	dado
un	 soponcio.	 Es	 natural.	 Su	 situación	 le	 impedía	 permanecer	 con	 el	 antiguo	 marido
bajo	el	mismo	techo.	¡Vaya	un	conflicto!
     El	 secretario	 no	 sabía	 el	 nombre	 de	 la	 mujer	 ni	 lograba	 identificar	 al	 segundo
marido,	razones	por	las	cuales	se	veía	en	el	«lamentable	caso»	de	no	poder	informar
detalladamente	a	don	Ricardo.	Éste	le	dijo	que	convendría	tener	todos	aquellos	datos
listos	para	la	reunión	del	Concejo.	Nunca	se	había	dado	el	caso	de	que	un	vecino	del
barrio	de	las	Tres	Cruces	hubiera	dado	tanto	quehacer	allí.	Aquello	era	un	signo	de
los	tiempos.
     Don	 Ricardo,	 que	 jugaba	 nerviosamente	 con	 algunos	 objetos	 que	 había	 en	 la
mesa,	 hizo	 un	 movimiento	 con	 la	 mano	 mientras	 miraba	 de	 medio	 lado	 la	 hoja	 del
registro	correspondiente	a	Sabino.	El	tintero	resbaló	sobre	el	soporte	y	se	volcó.	La
tinta	invadió	la	mesa	y	al	querer	contenerla	se	manchó	don	Ricardo	las	rodillas	y	las
manos.	Se	levantó	y	se	acercó	al	balcón	mientras	el	secretario	se	disculpaba	tratando
de	impregnar	varios	papeles	secantes.
     Don	 Ricardo	 se	 puso	 a	 pasear,	 redoblando	 nerviosamente	 con	 los	 dedos	 en	 su
cinturón	de	cazador.
     Sabino	había	ido	a	casa	de	su	madre,	otra	choza	más	pobre	aún.	Cuatro	muros	de
cañizo	y	barro	con	un	agujero	en	lo	alto,	para	el	humo.	La	anciana,	al	oír	a	la	gente
que	se	acercaba,	se	echó	el	pañuelo	de	la	cabeza	atrás,	para	ver	mejor,	y	se	asomó	a	la
puerta.	Dijo	a	los	primeros	que	llegaban:
     —¿Sabino?	¿Mi	hijo?
     —Su	fantasma	—aseguró	una	vecina.
     La	vieja,	con	los	ojos	encendidos,	dijo	que	los	fantasmas	no	iban	a	las	doce	del
día	acompañados	del	pueblo	entero	y	que	aunque	fuera	un	fantasma	también	ella	lo
era	ya.	«¡Qué	regalo	de	Dios!»	—repetía.	Al	llegar	nosotros	con	Sabino,	la	vieja	lo
contempló	 a	 distancia,	 con	 una	 rara	 indiferencia.	 De	 sus	 ojos	 comenzaron	 a	 ir
resbalando	las	lágrimas,	en	silencio.	Y	así,	mirándolo	y	llorando	sin	un	gesto,	sin	una
palabra,	 sin	 mover	 un	 músculo	 del	 rostro,	 pasó	 un	 largo	 rato.	 Mi	 padre	 empujó	 a
                                 ebookelo.com	-	Página	33
Sabino	y	lo	hizo	entrar.	La	madre	tomó	una	de	sus	manos	entre	las	suyas.	Le	miraba
la	camisa	limpia,	de	la	que	Sabino	parecía	mostrarse	ufano.	La	madre	habló	por	fin:
    —¿Por	qué	te	marchaste,	hijo?
    Sabino	dijo	por	primera	vez	algo	congruente:
    —Un	barrunto	que	me	dio.
    —¿Y	dónde	has	estado?
    —En	el	monte.
    La	 vieja	 fue	 palpándole	 la	 cara,	 los	 hombros,	 con	 las	 manos,	 y	 comenzó	 a
informarle:
    —El	 nietecito	 se	 murió	 después	 de	 marcharte	 tú,	 y	 yo	 he	 ido	 viviendo	 de	 la
voluntad	de	los	vecinos.	La	Adela	ya	sabrás	que	se	casó	con	otro.
    Había	 más	 de	 cien	 personas	 en	 la	 calle,	 hablando	 a	 voces	 y	 acercándose	 a	 una
distancia	prudente.	El	viejo	Morel	había	desaparecido.	Tomaser	hizo	retroceder	a	los
grupos	más	próximos	y	les	dijo:
    —¡Qué	fantasma	ni	qué	tonterías!	Es	Sabino	en	persona.
    Antes	 de	 marcharnos	 nosotros	 mi	 padre	 pidió	 a	 Sabino	 que	 dijera	 algo	 a	 las
gentes.	Sabino,	que	parecía	ir	recobrando	sus	facultades,	le	dijo	a	mi	padre:
    —La	Adela	es	mía,	don	José.
    Algunas	mujeres	lo	oyeron	y	aquella	frase	fue	repetida	por	la	multitud:
    —Dice	que	la	Adela	es	suya.
    Mi	 padre	 le	 dijo	 que	 se	 la	 darían,	 pero	 que	 debía	 declarar	 en	 voz	 alta,	 gritando
para	que	le	oyeran,	que	él	era	Sabino	y	que	se	había	marchado	hacía	quince	años	del
pueblo	«a	otras	tierras»	y	ahora	volvía,	sano	y	sin	recibir	daño	de	nadie.
    Sabino	se	asomó	a	la	puerta	y	abrió	los	brazos:
    —Soy	 yo.	 No	 tengáis	 miedo.	 Yo	 soy	 Sabino,	 marido	 de	 la	 Adela.	 Me	 dio	 un
barrunto	y	me	fui	del	pueblo.	Ahora	vengo	y	nadie	me	ha	hecho	mal.
    Se	veía	en	todo	lo	que	hacía	como	una	vanidad	infantil.	La	atención	de	la	gente	le
gustaba.
    Mi	 padre	 dio	 a	 la	 madre	 de	 Sabino	 cinco	 pesetas.	 Tomaser	 otras	 cinco.	 Con
aquello	 podían	 vivir	 un	 mes.	 Luego	 nos	 fuimos,	 pero	 al	 advertir	 Sabino	 que	 lo
dejábamos,	vino	corriendo	detrás	de	nosotros.	La	multitud	huyó	despavorida.	Agarró
a	mi	padre	y	cuando	se	miraron	los	dos,	el	pobre	hombre	le	soltó	el	brazo	y	se	quedó
en	silencio.	Luego	dijo	con	gesto	suplicante:
    —La	Adela	es	mía.
    Otra	vez	la	gente	que	se	había	ido	acercando	recogió	la	frase.
    —La	Adela	es	suya.	Dice	que	la	Adela	es	suya.
    Mi	padre,	que	comenzaba	a	estar	molesto,	le	dijo	que	debía	entrar	en	la	casa	y	no
salir	de	ella	hasta	el	día	siguiente.	Por	la	tarde	irían	a	verle.	Aquello	de	que	mi	padre
prometiera	 visitarlo	 hizo	 impresión	 a	 la	 gente,	 que	 lo	 comentaba.	 Nos	 fuimos.
Tomaser	contestaba	alegremente	a	los	que	le	preguntaban	por	«el	fantasma»:
    —Ponerle	un	dedo	entre	los	dientes	y	veréis	si	es	persona	o	no.
                                  ebookelo.com	-	Página	34
    Pero	a	fuerza	de	oír	hablar	del	fantasma,	no	teniendo	a	Sabino	delante,	Tomaser
parecía	 comenzar	 a	 dudar.	 Iba	 diciendo	 que	 «si	 no	 se	 equivocaba»	 Sabino	 era	 de
carne	y	hueso.	Acabó,	en	la	puerta	de	mi	casa,	diciendo	a	la	gente,	indignado:
    —Si	 es	 fantasma	 o	 no,	 el	 señor	 cura,	 que	 tiene	 poder	 para	 eso,	 podrá	 decirlo.
Entretanto	déjenlo	al	pobre	en	paz.
    Y	 «el	 señor	 cura»	 estaba	 en	 nuestra	 casa,	 esperándonos.	 Era	 un	 anciano	 con	 la
sotana	raída,	los	zapatos	rotos,	de	maneras	violentas	y	de	una	virtud	un	poco	salvaje,
pero	los	campesinos	lo	querían.	Solía	repartir	entre	ellos	su	sueldo	y	las	legumbres	de
su	huerto,	acompañándolos	de	insultos:	«Tú	eres	un	vago.	Y	tú	también.	Os	conozco
hace	veinte	años	y	no	me	la	dais.	Ésta	es	la	última	vez	que	os	socorro,	porque	Dios
me	pedirá	a	mí	cuentas».
    Cuando	 confesaba	 ponía	 verdes	 a	 los	 pecadores	 y	 parecía	 que	 iba	 a	 salir	 del
confesonario	 y	 hacerles	 pagar	 la	 penitencia	 a	 golpes.	 Era	 fuerte	 y	 tosco,	 de	 nariz
roma,	 que	 llevaba	 enrojecida	 por	 abajo	 porque	 usaba	 rapé	 y	 andaba	 siempre
estornudando	 y	 sonándose.	 El	 fino	 instinto	 popular	 lo	 amaba	 como	 a	 un	 hombre
generoso	que	ni	esperaba	el	agradecimiento	ni	trataba	de	hacerse	pasar	por	un	santo.
    Estaba	 con	 mi	 madre	 y	 mi	 abuelo	 en	 el	 comedor,	 donde	 la	 mesa	 blanca	 de
manteles	y	cristales	nos	esperaba.	El	cura	se	levantó	y	vino	hacia	nosotros:
    —¿Es	verdad	eso,	don	José?
    Mi	padre	afirmó.	Siguió	un	largo	silencio.	El	cura	dijo:
    —Ese	pobre	Sabino	y	la	pécora	de	su	mujer	no	valen	nada	en	el	mundo,	pero	a
Dios	le	gusta	servirse	de	los	más	humildes	a	veces	para	darnos	lecciones.	¡Quién	iba
a	pensarlo!
    Mi	abuelo	no	perdía	un	gesto,	una	palabra.	Parecía	decirme	con	el	gesto:	«¿Estás
viendo?».	Nos	sentamos	a	la	mesa.	El	cura	bendijo,	en	latín,	y	después,	mientras	se
servía	 la	 sopa,	 mi	 padre	 fue	 contando	 lo	 sucedido	 sin	 omitir	 ningún	 detalle,	 ni
siquiera	 mi	 disparo	 contra	 el	 perro	 de	 don	 Ricardo,	 que	 regocijó	 a	 mi	 abuelo	 y
produjo	 al	 cura	 una	 especie	 de	 mudo	 asombro.	 Mi	 hermanillo	 quería	 a	 todo	 trance
que	Sabino	tuviera	dos	cabezas.	El	cura	decía:
    —No,	hijo	mío.	Una	sola	y	vacía.
    Hablaba	el	cura	de	los	vecinos	con	una	despreocupación	completa.	Decía	de	cada
uno	lo	que	pensaba,	pero	nadie	se	ofendía.	De	los	que	no	solía	hablar,	ni	bien	ni	mal
si	no	le	obligaban,	era	de	los	poderosos.
    Y	cuando	le	obligaban	hablaba	bien,	tratando,	sin	embargo,	de	evitar	la	adulación.
    —A	ese	Sabino	lo	bauticé	yo.	A	su	madre,	viuda,	la	ayudábamos	la	señora	de	don
Ricardo	y	yo.	Después	no	sé	qué	pasó	en	unas	elecciones	y	en	casa	de	don	Ricardo	no
le	hacían	caso,	aunque	de	vez	en	cuando	le	daban	algún	jornal.	Segar	y	escardar	era
todo	 lo	 que	 sabía	 hacer	 Sabino.	 Era	 un	 pobre	 de	 espíritu.	 Se	 marchó	 por	 eso,	 por
alelado.	De	chico	ya	iba	creciendo	así.	Los	demás	se	burlaban	de	él.	Mientras	otros
jugaban,	Sabino	se	estaba	en	un	rincón	mirando.
    Mi	abuelo	terció:
                                 ebookelo.com	-	Página	35
    —Y	hambre.	Esa	pobre	familia	ha	pasado	un	hambre	de	perros.	Le	venía	de	casta,
como	una	maldición.
    Sabino	era,	en	el	pueblo,	el	ser	con	quien	nadie	contaba.	Su	matrimonio	fue	un
poco	 en	 broma.	 Los	 campesinos	 les	 compraron	 a	 los	 novios	 un	 colchón	 y	 cuatro
sábanas,	una	silla	y	un	lavabo	y	los	casaron.	Tal	para	cual.	La	Adela	era	huérfana	y
andaba	desgreñada	y	descalza	recogiendo	basuras.	No	era	fea,	pero	eso	no	lo	advirtió
nadie	 hasta	 que	 se	 casó	 y	 dio	 en	 peinarse	 y	 lavarse.	 Tuvieron	 un	 hijo,	 pero	 poco
después	de	desaparecer	Sabino,	el	chico,	que	con	cuatro	años	iba	por	las	calles	con	un
capacho	recogiendo	boñigas	de	los	caballos,	se	hizo	una	herida	en	un	pie	pisando	un
cristal	y	en	ocho	días	se	murió.	Quedó	sola	la	Adela	y	la	pidió	en	matrimonio	otro
hombre,	tan	miserable	como	Sabino,	pero	más	ambicioso	y	que	sabía	trabajar.
    El	cura	movía	la	cabeza	otra	vez	pensando	en	Sabino,	pero	ahora	con	lástima.
    —Se	cansó	de	ser	un	cero	a	la	izquierda,	de	esperar	sin	esperanza.	Y	algo	más:
otras	 cosas,	 que	 para	 un	 hombre	 que	 ha	 puesto	 su	 fe	 en	 la	 compañía	 de	 su	 mujer
tienen	importancia.
    Pero	 de	 aquello	 nadie	 quiso	 hablar.	 Entre	 personas	 de	 buenas	 costumbres	 no	 se
habla	de	eso.	El	cura	seguía:
    —Pobre	 Sabino.	 Se	 fue	 porque	 tenía	 miedo.	 Por	 miedo	 a	 los	 hombres	 entre	 los
que	nunca	era	nadie,	se	fue	a	vivir	con	las	fieras.
    Mi	abuelo	evocaba	el	lugar	donde	Sabino	se	había	refugiado.
    —¡El	roquedal	de	Aineto!	¡Allí	no	pueden	vivir	ni	los	lobos!
    Cuando	terminó	la	comida	llegaron	con	un	recado	del	Ayuntamiento	para	que	mi
padre	y	el	cura	asistieran	a	la	reunión	que	iba	a	comenzar.	Les	enviaba	a	buscar	don
Ricardo,	que	parecía	haber	tomado	sobre	sí	todo	lo	que	se	refería	a	Sabino.
    Yo	me	quedé	con	mi	abuelo,	que	repetía:
    —Más	valía	que	se	hubiera	muerto	Sabino.
    Me	preguntaba	el	aspecto	que	tenía,	si	había	recobrado	el	habla	y	lo	que	decía	la
gente.	Y	repetía:
    —Debe	estar	loco.
    También	consideraba	una	vergüenza	para	el	pueblo	el	hecho	de	que	un	hombre,
aunque	fuera	tan	simple	y	tan	incapaz	de	valerse,	tuviera	que	huir	al	monte	sin	delito
ninguno.
                                 ebookelo.com	-	Página	36
                                     Capítulo	VI
                      «EN	MI	CASA	TODOS	TENEMOS	OFICIO»
Los	 hechos	 de	 la	 vida	 de	 Sabino	 que	 conocí	 fueron	 los	 siguientes:	 desde	 muy
pequeño	se	dedicaba,	como	después	había	de	dedicarse	su	hijo	cuando	no	tenía	aún
cuatro	años,	a	recoger	con	su	viejo	capacho	de	palma,	por	la	calle	y	por	los	caminos
del	soto,	las	boñigas	de	las	caballerías.	Iba	acumulándolas	y	sus	padres	las	vendían
como	fertilizante.	Los	niños	que	hacían	eso	en	el	pueblo	alternaban	el	trabajo	con	la
mendicidad.	Pero	Sabino	nunca	había	mendigado.	A	veces	le	ofrecían	un	trozo	de	pan
o	un	vaso	de	leche	y	los	tomaba,	pero	sin	pedirlos.	A	Sabino	no	le	gustaba	aquella
simpatía	y	se	quedaba	embobado	oyendo	a	las	«personas	decentes»	tratar	de	truhán	o
de	 pillo	 a	 algún	 otro	 mozuelo.	 Quizá	 Sabino	 hubiera	 querido	 ser	 un	 pillo	 también,
pero	no	podía.	Y	no	pudiendo,	por	timidez,	se	refugiaba	en	la	honorabilidad,	lo	que
hacía	reír	a	las	gentes,	porque	Sabino,	cuando	tenía	catorce	años,	solía	decir	sin	que
nadie	le	preguntara:
    —En	mi	casa,	todos	tenemos	oficio.	Mi	padre	es	dulero,	mi	madre	espigadora	y
yo	recogedor	de	boñigas.
    Dulero	—conductor	y	vigilante	de	la	dula—	se	nombraba	casi	siempre	al	que	no
servía	para	nada.	Un	vecino	le	daba	un	mulo	cojo,	el	otro	dos	cabras,	otro	su	cerdo
enfermo.	A	veces	se	reunía	un	rebaño	de	treinta	o	cuarenta	animales	y	el	dulero	los
llevaba	a	pasear	y	a	pacer.
    Su	madre	era	espigadora	porque	iba	a	los	campos	ya	segados	y	de	una	en	una	iba
recogiendo	las	espigas	olvidadas	para	hacer	con	ellas	un	pequeño	haz	y	volver	a	su
casa	 donde	 lo	 desgranaba,	 lo	 molía	 y	 hacía	 una	 sopa	 harinosa	 que	 comían.	 Pero
Sabino,	de	niño,	estaba	muy	satisfecho	de	ver	volver	a	su	padre	con	la	«dula»	aunque
otros	chicos	(a	quienes	Sabino	tenía	un	miedo	atroz)	le	cantaban	desde	las	esquinas:
                                      «Dulero,	dulero
                                   la	pata	en	puchero».
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     Los	mozos	del	pueblo	tenían	fama	de	bravos	y	fuertes	en	toda	la	ribera	del	Orna.
Sólo	había	otro	pueblo,	Zaidín,	donde	pudieran	compararse	con	ellos.	Los	mozos	de
Zaidín	 tenían	 prestigio,	 y	 sabiendo	 que	 había	 llegado	 un	 arriero	 de	 Zaidín,	 Sabino
planeó	una	riña	con	él.	Aquello	le	daría	cierta	importancia	con	los	mozos	del	pueblo.
Y	se	fue	en	busca	del	de	Zaidín	con	aire	decidido.
     Desde	la	puerta	de	la	taberna,	lo	llamó:
     —¿Eres	de	Zaidín?
     —Sí	—dijo	el	otro	con	aire	de	pocos	amigos.
     —Pues	yo	te	digo	que	los	de	Zaidín	sois	poco	hombres	para	mí.
     El	pobre	Sabino	recibió	una	paliza	regular	y	se	fue	con	ella	a	su	casa.	Los	mozos
del	pueblo	tuvieron	que	restaurar	el	prestigio	local	pegándole	al	de	Zaidín,	a	su	vez,
desnudándolo	y	tirándolo	al	río.	El	de	Zaidín,	recogió	sus	ropas,	el	carro	y	se	fue	a	su
pueblo	 a	 esperar	 que	 un	 día	 cayera	 en	 él	 algún	 mozo	 del	 nuestro.	 Pero	 a	 partir	 de
entonces	 la	 vida	 de	 Sabino	 era	 más	 vil	 aún.	 Pasaba	 por	 los	 lugares	 como	 un	 perro
extraviado.	 Las	 mujeres	 se	 burlaban	 de	 él,	 también.	 Eso	 era	 al	 principio.	 Poco
después	ni	siquiera	se	burlaban,	lo	desconocían.	Sabino	no	existía.	Por	si	faltaba	algo,
llegaron	 los	 días	 de	 la	 recluta.	 Todos	 los	 mozos	 llevaban	 en	 la	 oreja	 su	 pequeño
ramillete	de	flores,	hecho	por	la	novia,	con	filigranas	de	oralina.	Antes	de	marchar	del
pueblo	iban	a	la	ermita	de	la	Virgen	y	le	ofrecían	aquellos	ramos	en	una	fiesta	en	la
que	 se	 bebía	 y	 se	 bailaba	 todo	 el	 día.	 Sabino	 no	 tenía	 ramillete	 ninguno	 y	 en	 el
reconocimiento	 médico	 fue	 declarado	 inútil	 por	 «estrecho	 de	 pecho».	 Era	 la
consagración	de	su	insignificancia	y	no	le	molestó	porque	ya	estaba	acostumbrado.
     Se	 aficionó	 a	 una	 muchacha	 tan	 ruin	 como	 él	 mismo.	 Era	 fea	 y	 sucia,	 pero
hicieron	amistad	y	los	vecinos,	tan	pobres	como	ellos,	los	empujaron	a	la	boda	y	los
casaron.	 Sabino	 una	 vez	 casado	 se	 encontró	 con	 que	 la	 vida	 le	 ofrecía	 algo.	 Adela
tenía	dieciocho	reales	ahorrados,	con	los	que	se	compró	un	peine	y	dos	camisas.	El
cura	le	regaló	a	Sabino	una	azada.	Ya	podía	ir	«al	jornal»,	si	llegaba	el	caso,	porque
tenía	herramienta.	Pero,	sobre	todo,	dentro	de	su	casa	había	una	mujer	que	lo	besaba
y	 se	 preocupaba	 de	 sus	 pies	 cuando	 se	 los	 hería	 y	 de	 quitarle	 la	 camisa,	 lavarla	 y,
ponerla	al	sol.	Sabino	se	sentía	a	gusto	en	la	vida	y	Adela,	peinándose	a	menudo	y
entregándose	con	frenesí	a	las	cálidas	noches	del	amor,	se	iba	poniendo	casi	hermosa.
Cuando	 quedó	 embarazada	 era	 como	 una	 mata	 de	 guisantes	 entre	 la	 flor	 y	 el	 fruto.
Sabino	 trabajaba	 a	 menudo,	 aunque	 en	 tareas	 secundarias:	 escardar	 y	 cuando	 más,
entrecavar	patatas.	En	verano	iba	a	la	siega.	Entraban	en	la	choza	algunas	monedas,
de	tarde	en	tarde,	incluso	monedas	de	plata	que	no	habían	nunca	tenido	en	la	mano.
Pero	Sabino	seguía	siendo	el	de	siempre.	Todavía	le	recordaba	alguna	comadre	con
esa	crueldad	de	las	aldeas:
     —Sabinico.	¿En	tu	casa	todos	tenéis	oficio?
     Sabino	se	ponía	colorado	y	aunque	Adela	empujaba	a	Sabino	a	la	violencia,	él	no
quería	darse	a	entender.	«Se	burlan,	pero	yo	tengo	a	la	Adela».	Y	acostado	con	ella
creía	vengarse	de	todos.
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     Después	de	parir,	la	Adela	se	puso	más	guapa	aún.
     Y	 a	 Sabino	 le	 ofrecían	 trabajo	 con	 mucha	 frecuencia.	 Pero	 Adela	 se	 volvía
ambiciosa,	 quería	 gustar	 y	 presumir.	 Les	 había	 unido	 la	 miseria,	 pero	 de	 la	 miseria
compartida	había	sacado	fuerzas	y	quería	ir	«subiendo».
     Sabino,	cuando	tenía	trabajo,	faltaba	del	pueblo	todo	el	día	y	la	Adela	correteaba
por	el	barrio	dejándole	el	crío	a	la	abuela.	Murmuraban	algunas	vecinas	sin	darle	gran
importancia,	 como	 si	 aquello	 entrara	 en	 lo	 natural.	 Sabino	 lo	 suponía	 por	 alusiones
divertidas	de	otros	peones,	pero	no	decía	nada.	Hubo	un	incidente	pintoresco	que	dio
que	hablar	unos	días	en	el	barrio	y	que	molestó	mucho	a	la	Adela,	porque	le	daba	la
impresión	 de	 haber	 vuelto	 de	 pronto	 a	 los	 viejos	 tiempos	 en	 que	 nadie	 reparaba	 en
ellos	 sino	 para	 burlarse.	 Llegaron	 al	 pueblo	 las	 «comedias	 del	 cojo	 Marín»,	 un
pequeño	circo	ambulante.	Los	chicos	del	barrio	andaban	alborozados	diciendo	que	en
la	plaza	mayor	el	cojo	Marín	había	señalado	ya	el	círculo	en	donde	había	que	levantar
el	 circo,	 arrastrando	 su	 pata	 de	 palo	 que	 tenía	 una	 contera	 de	 metal.	 Aquel	 año	 el
círculo	era	más	grande	que	los	anteriores.	Al	día	siguiente	una	comparsa	de	payasos
con	la	cara	enfarinada	recorrieron	el	pueblo	anunciando	a	golpe	de	tambor	la	función
de	la	noche.	La	Adela	quería	ir,	pero	Sabino,	que	había	trabajado	todo	el	día,	prefería
acostarse.	Ella	estuvo	porfiando	y	por	fin	pareció	resignarse.	Se	acostaron	y	cuando
Sabino	dormía,	ella	se	levantó,	vistióse	y	para	evitar	que	Sabino	fuera	a	buscarla	se
llevó	 sus	 pantalones,	 los	 únicos	 que	 tenía,	 arrollados	 bajo	 el	 brazo,	 cerciorándose
antes	de	que	en	los	bolsillos	había	diez	céntimos	para	pagar	el	puesto.	Y	Sabino,	que
se	despertó	y	vio	que	la	Adela	no	estaba,	se	levantó	y	no	queriendo	resignarse	salió
en	calzoncillos	y	en	calzoncillos	llegó	a	la	plaza.	Encontró	a	su	mujer,	le	arrancó	los
pantalones,	se	los	puso	delante	de	la	gente	que	celebraba	el	hecho	como	merecía	y	la
obligó	a	marchar	con	él	a	su	casa.	Algunos	mozos	hablaban	de	«leña»	y	de	«música»
aludiendo	 a	 que	 la	 Adela	 iba	 a	 ser	 golpeada	 por	 el	 marido.	 Ella	 iba	 sofocada	 de
vergüenza.	En	los	últimos	tiempos	había	ido	afinando	sus	nociones	y	se	daba	cuenta
de	 que	 en	 una	 mujer	 de	 sus	 costumbres	 todo	 era	 tolerable,	 todo	 se	 podía	 superar
menos	el	ridículo.	Guardaba	contra	Sabino	un	rencor	sordo.
     Como	era	de	esperar,	el	incidente	corrió	por	todo	el	pueblo	y	algunos	jornaleros	y
pequeños	campesinos	se	fijaron	más	en	el	caso	de	Sabino.	Viéndolo	salir	al	campo	las
mujeres	decían:
     —Sabino	va	al	campo	y	su	mujer	se	queda	en	casa	ganando	el	jornal.
     Sabino	comenzó	a	darse	cuenta	de	que	le	daban	trabajo	para	alejarlo	de	su	mujer.
Una	noche	la	Adela	llegó	a	casa	dos	horas	después	de	volver	Sabino	del	tajo	y	todas
las	razones	fueron	insuficientes	para	justificarlo.	Sabino	callaba	mirando	al	niño,	que
se	le	parecía	mucho.	Se	acostaron:
     —Adela…
     Ella	dormía,	fatigada	y	no	de	trabajar.	Sabino	volvió	a	llamarla:
     —Adela…
     Quería	decirle	que	tuviera	cuidado	con	lo	que	hacía	aunque	sólo	fuera	por	el	buen
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nombre	 del	 hijo,	 pero	 no	 le	 dijo	 nada,	 porque	 ella	 roncaba	 ruidosamente.	 Sabino
suspiró,	se	puso	de	lado	y	trató	en	vano	de	dormir.
     Ya	no	iba	nunca	al	centro	del	pueblo.	Poco	después	dejó	también	de	ir	a	casa	de
sus	vecinos.
     Le	salió	trabajo	para	un	mes	en	Los	Pinos,	una	finca	de	don	Ricardo	que	estaba	en
el	 término	 municipal	 de	 Castelnovo.	 Sabino	 iba	 al	 salir	 el	 sol	 y	 volvía	 anochecido.
Antes	 de	 llegar	 al	 tajo	 tenía	 hora	 y	 media	 de	 camino.	 Le	 gustaba	 trabajar	 tan	 lejos,
pero	 sobre	 todo	 le	 gustaba	 no	 ir	 «en	 cuadrilla»	 sino	 ir	 solo	 y	 volver	 solo.	 Le	 había
entrado	una	depresión	tan	grande	que	no	podía	tolerar	sino	con	esfuerzo	la	presencia
de	nadie.	Los	viejos	por	su	compasión,	los	jóvenes	por	su	desvergüenza	agresiva.	Las
mujeres	porque	se	reían,	los	chicos	porque	seguían	cantando	la	canción	que	cantaban
a	su	padre:
«Dulero, dulero…».
    El	día	que	cobró	su	trabajo	en	Los	Pinos,	no	volvió	a	casa.	Desapareció	sin	dejar
rastro.	Se	fue	al	roquedal	de	Aineto	y	allí	pasó	dieciséis	años,	tres	meses	y	once	días.
    —Una	vergüenza	para	el	pueblo	—seguía	diciendo	mi	abuelo.
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                                       Capítulo	VII
                         UNA	CIGÜEÑA	EN	EL	AYUNTAMIENTO
Los	concejales	fueron	acudiendo	sin	gran	prisa.	Había	muchas	cosas	que	hacer	en	el
campo	aquella	primavera	y	habían	dejado	las	faenas	con	desgana.	El	salón	municipal
tenía,	al	fondo,	un	dosel	rojo	y	un	pequeño	estrado	con	una	barandilla	de	madera	que
lo	separaba	del	resto	del	local,	grande	y	desnudo.
     El	alcalde	se	había	puesto	la	chaqueta	para	presidir.	Don	Ricardo	se	instalaba	a	un
lado	del	estrado	y	aunque	le	insistieron	para	que	ocupara	un	sillón	al	lado	del	alcalde,
se	 negó	 discretamente.	 En	 el	 rincón	 opuesto	 se	 oyó	 un	 apresurado	 batir	 de	 alas.	 El
alcalde	dijo	sonriendo:
     —Es	joven	y	no	puede	volar.
     El	secretario,	que	llevaba	una	carpeta	bajo	el	brazo,	explicó	gravemente:
     —Ese	asunto	se	ha	incluido,	a	petición	del	señor	alcalde,	en	el	orden	del	día.
     Todos	 volvieron	 a	 mirar	 a	 aquella	 ave.	 En	 la	 media	 sombra	 el	 cigüeñato	 les
devolvía	su	mirada,	indiferente.	Su	pico	y	sus	patas	eran	rosáceos.	La	pluma,	blanca
en	 el	 pecho	 y	 en	 el	 largo	 cuello,	 negra	 en	 las	 alas	 remeras,	 tenía	 el	 brillo	 del	 raso
nuevo.	Miraba	con	una	especie	de	curiosidad	lejana	el	salón,	los	doseles.
     Los	campesinos	habían	comido	ya	y	no	tenían	prisa.	Don	Ricardo,	que	no	había
ido	aún	a	su	casa,	estaba	impaciente.	En	aquella	impaciencia	de	don	Ricardo,	que	no
solía	 preocuparse	 de	 los	 problemas	 municipales,	 veían	 algo	 grave	 y	 apremiante.
También	don	Ricardo	miró	al	cigüeñato.	Le	explicaron	que	cuando	éste	ensayaba	a
volar	 agitando	 sus	 alas	 y	 levantándose	 sobre	 el	 nido,	 en	 lo	 alto	 de	 la	 torre	 de	 la
iglesia,	 una	 fuerte	 ráfaga	 lo	 arrebató	 y	 el	 ave	 bajo	 planeando	 hasta	 la	 plaza.	 Allí
quedó	inmóvil,	agitando	a	veces	las	alas,	pero	sin	pretender	alzarse	sobre	el	suelo	ni
huir	a	pesar	de	que	los	campesinos	acudieron	y	formaron	corro	alrededor.	No	parecía
muy	cohibido	en	el	salón	de	sesiones.	Seguía	mirando	con	una	expresión	indiferente.
Por	los	balcones	abiertos	se	veían	pasar	y	volver	a	pasar	las	sombras	que	proyectaban
las	 dos	 cigüeñas	 —los	 padres	 del	 cigüeñato—	 impacientes	 y	 angustiadas.	 Pero	 la
impaciencia	y	la	angustia	tenían	esa	serenidad	que	hay	en	los	movimientos	y	en	las
líneas	de	las	grandes	aves.
     El	alcalde	repitió	que	aquel	asunto	estaba	en	el	orden	del	día.	Apremiado	por	don
Ricardo	que	tenía	mucha	prisa,	agitó	la	campanilla	y	dijo	que	teniendo	en	cuenta	la
situación	 que	 creaba	 en	 la	 vida	 del	 pueblo	 la	 reaparición	 de	 Sabino,	 a	 quien	 se
consideraba	 muerto	 hacía	 quince	 años	 de	 muerte	 violenta	 (de	 la	 cual	 habían	 sido
acusados	 dos	 vecinos	 del	 inmediato	 pueblo	 de	 Castelnovo),	 don	 Ricardo	 y	 otros
vecinos	 habían	 señalado	 la	 conveniencia	 de	 que	 el	 Ayuntamiento	 se	 apresurara	 a
hacer	una	declaración	de	inculpabilidad	para	los	acusados	de	Castelnovo.
     —Nada	tengo	que	ver	en	este	asunto	—dijo	don	Ricardo—,	que	no	me	roza	ni	de
cerca	ni	de	lejos	(pero	tenía	un	cierto	aire	de	acusado	que	se	exculpa)	y	siento	en	el
                                   ebookelo.com	-	Página	41
fondo	de	mi	conciencia	la	satisfacción	de	haber	sido	yo	el	que	ha	encontrado	a	Sabino
y	lo	ha	sacado	de	su	miserable	situación	(sentía	todo	lo	contrario;	lo	hubiera	dejado	a
gusto	 en	 el	 roquedal	 o	 lo	 habría	 visto	 morir	 bajo	 los	 dientes	 de	 la	 jauría	 si	 hubiera
sabido	 quién	 era).	 En	 eso	 no	 hago	 sino	 seguir	 el	 ejemplo	 de	 mi	 padre	 que	 en	 paz
descanse.	Pero	fiel	a	la	memoria	de	mis	antepasados,	que	se	han	preocupado	siempre
del	 buen	 nombre	 del	 pueblo,	 quiero	 ser	 yo	 también	 el	 primero	 en	 proponer	 que	 se
publique	 un	 bando	 exculpando	 a	 los	 supuestos	 asesinos	 y	 que	 este	 honorable
municipio	 se	 dirija	 al	 pueblo	 vecino	 enviándole	 copia	 del	 acta	 de	 esta	 sesión	 para
tranquilidad	y	descargo	nuestro	y	para	honra	y	justicia	de	los	acusados.
    Uno	 de	 los	 concejales	 dijo	 con	 un	 acento	 natural	 que	 hacía	 destacar	 casi
grotescamente	la	afectación	de	don	Ricardo:
    —¿Y	 cómo	 vamos	 a	 quitar	 a	 esos	 desgraciados	 los	 quince	 años	 pasados	 en	 el
penal?
    Don	Ricardo	volvía	a	hablar:
    —La	rehabilitación	es	un	honor	que	compensa	las	tristezas	de	la	injusticia.	Yo	no
diría	injusticia	—rectificó,	pensando	en	que	no	podía	poner	en	entredicho	a	todo	un
juez	de	instrucción	y	una	Audiencia	territorial	por	pobres	diablos	como	los	acusados
—	sino	error.	Es	humano	el	error	y	nadie	sino	Dios	está	libre	de	él.	Por	otra	parte,	el
error	reconocido	y	subsanado	honra	a	quien	lo	cometió.
    Otro	concejal	comentó:
    —Dos	 hombres	 perdidos	 por	 un	 embuste.	 Tanto	 Juan	 como	 Vicente	 de
Castelnovo	eran	jóvenes	cuando	entraron	en	el	penal	y	han	salido	viejos.
    Don	 Ricardo	 veía	 que	 nadie	 rozaba	 el	 aspecto	 político	 del	 problema.	 El	 alcalde
hizo	la	pregunta	de	ritual:
    —¿Conformes	en	hacer	esa	declaración?
    Dijeron	 todos	 que	 sí	 menos	 uno,	 que	 preguntó	 si	 era	 seguro	 que	 se	 trataba	 de
Sabino	 y	 si	 no	 sería	 una	 suplantación	 o	 un	 error.	 Extrañó	 en	 la	 sala	 que	 alguien	 se
atreviera	a	dudar	de	lo	que	había	dicho	don	Ricardo.	Bien	se	veía	que	era	un	concejal
joven,	sin	experiencia.	Pero	un	viejo	se	sumó	a	las	dudas:
    —¿No	será	su	fantasma?
    Don	Ricardo	se	permitió	una	ironía:
    —Se	 ve	 que	 el	 Concejo	 es	 un	 fiel	 representante	 de	 la	 opinión	 popular,	 porque
todo	el	pueblo	habla	por	ahí	del	fantasma	de	Sabino.
    Se	 burlaba,	 bajo	 su	 fina	 barbita	 en	 punta,	 de	 la	 opinión	 popular	 y	 del	 Concejo.
Sentía	necesidad	de	burlarse	porque	encontraba	en	aquellos	dos	concejales	una	cierta
resistencia	irritante.	La	cigüeña	volvía	a	agitar	las	alas,	en	el	rincón.	Seguía	fiel	a	su
naturaleza	soñando	con	los	lejanos	horizontes	y	las	altas	nubes.	Por	el	balcón	central
pasaba	la	sombra	de	las	alas	de	sus	padres.
    Pero	cuando	hablaban	del	fantasma	aparecieron	en	la	puerta	el	cura	y	mi	padre.
Los	 dos	 apoyaban	 a	 don	 Ricardo	 y	 la	 opinión	 del	 cura	 sobre	 la	 posibilidad	 de	 que
Sabino	fuera	o	no	un	fantasma	se	escuchó	con	respeto.
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     Entonces	 se	 tomó	 el	 acuerdo	 por	 unanimidad.	 Don	 Ricardo	 se	 despidió	 del
alcalde,	hizo	un	saludo	general	a	los	otros,	besó	la	mano	del	cura,	estrechó	la	de	mi
padre	y	se	fue.	Siempre	que	encontraba	al	cura	en	público	le	besaba	la	mano.	A	solas
nunca	lo	hacía.	En	el	fondo,	no	tenía	don	Ricardo	creencias	muy	arraigadas.	El	cura
encontraba	cómoda	aquella	devoción	falsa	porque	le	daba	autoridad.
     Cuando	 se	 hubo	 marchado	 don	 Ricardo,	 mi	 padre	 hizo	 un	 relato	 de	 las
circunstancias	en	que	encontraran	a	Sabino.	Escuchaban	los	otros	con	gran	atención.
El	 cura,	 dirigiéndose	 al	 secretario,	 le	 dijo	 que	 había	 que	 anular	 el	 matrimonio
segundo	de	Adela.
     Se	 estuvo	 discutiendo	 si	 procedía	 o	 no	 hacer	 la	 declaración	 propuesta	 por	 don
Ricardo	antes	de	que	el	juzgado	de	instrucción	reconociera	la	personalidad	de	Sabino.
El	alcalde	dijo	que	no	hacían	falta	las	diligencias	judiciales	para	declarar	que	Sabino
estaba	 sano	 y	 salvo.	 «El	 Ayuntamiento	 —concluyó—	 no	 tuvo	 parte	 alguna	 en	 el
proceso».	El	cura	creía	lo	mismo	y	mi	padre,	que	se	preocupaba	ante	todo	de	la	vida
de	Sabino,	de	evitarle	la	relación	humillada	con	los	demás,	propuso	que	lo	nombraran
alguacil	suplente,	o	auxiliar	del	guarda	de	la	acequia	(el	que	controlaba	los	riegos)	o
guardamonte	jurado	o,	en	último	extremo,	barrendero;	algo	que	le	asegurara	el	pan	y
le	demostrara	el	buen	deseo	y	la	amistad	del	pueblo.	A	todos	les	pareció	bien,	pero	se
inclinaban	más	a	nombrarlo	barrendero	porque	para	alguacil	o	auxiliar	del	guarda	de
la	acequia	hacía	falta	cierto	valor	personal.
     En	 todos	 había	 un	 sentimiento	 de	 incomprensión	 y	 a	 veces	 de	 espanto	 ante	 los
quince	años	pasados	en	el	roquedal.	Pero	ese	sentimiento	estaba	rodeado	de	matices
pintorescos	 o	 grotescos:	 el	 hecho	 de	 que	 hablara	 con	 las	 raposas,	 que	 anduviera	 en
cueros,	que	su	mujer	entretanto	durmiera	con	otro.	En	cuanto	a	los	supuestos	asesinos
de	Castelnovo,	como	pertenecían	a	otro	pueblo,	veían	sólo	en	la	enorme	injusticia	que
habían	padecido	una	casualidad	contraria	e	infausta.
     Los	 concejales	 trataron	 también	 el	 caso	 de	 la	 «cigüeña»	 minuciosamente.
Acordaron	 que	 el	 alguacil	 se	 ocupara	 de	 su	 sustento	 comprando	 a	 los	 chicos	 «con
fondos	municipales	para	lo	cual	se	abría	un	crédito	de	quince	céntimos	diarios,	todas
las	ranas	y	sabandijas	que	le	llevaran»,	mientras	se	construía	un	andamio	que	desde	el
campanario	permitiera	subir	al	«repalmar	de	las	cigüeñas»	y	devolver	el	cigüeñato	a
su	nido.	Se	calculaba	que	aquello	representaría	nada	más	que	el	pago	de	tres	jornales
al	 carpintero.	 Llamaron	 al	 alguacil	 y	 éste	 dijo	 que	 un	 gran	 número	 de	 chiquillos
esperaban	a	la	puerta	con	ranas	vivas	y	culebras	y	que	no	era	necesario	pagarles	por
aquello.	Se	suprimió	la	subvención.
     Mi	padre	y	el	cura	salieron	a	la	plaza,	donde	yo	los	esperaba.	Pasó	Ana	Launer
con	su	aire	de	arpía,	llena	de	polvo	y	sudor.	El	cura	la	detuvo:
     —¿Vienes	de	Castelnovo,	Ana?
     —Allí	me	llevó	la	mano	del	Señor.	He	ido	a	decirles	que	aquí	está	Sabino,	sano	y
salvo	y	que	como	Juan	y	Vicente	de	Castelnovo	han	pagado	un	crimen	en	el	penal,
ahora	pueden	matar	a	quien	quieran	sin	pena	ninguna.
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     El	cura	movió	la	cabeza	con	disgusto	—se	arrepentía	de	haberle	hablado—	y	echó
a	 andar,	 con	 mi	 padre.	 Ana	 Launer	 siguió	 también	 su	 camino,	 pero	 con	 la	 cabeza
vuelta	y	murmurando:
     —Es	su	justicia.	Es	la	justicia	de	Dios.
     Y	luego,	hablando	ya	para	sí	misma,	creyendo	que	nadie	la	oía:
     —Pero	en	Castelnovo	no	lo	creen.	No	me	han	creído	una	palabra.
     Ana	Launer	fue	a	vigilar	la	choza	de	Adela.	Iba	repitiendo	por	la	calle,	a	media
voz:
     —Todas	las	putas	tienen	suerte.
     Se	refería	a	Adela,	que	se	encontraba	de	pronto	con	dos	maridos,	mientras	ella	no
tenía	 ninguno.	 Ana	 Launer	 era	 honestísima.	 Quizá	 los	 hombres	 temían	 a	 aquella
mujer,	a	quien	no	se	le	habían	conocido	nunca	noviazgos	ni	martelos.	De	joven	no	era
todavía	 «la	 bruja».	 Era	 nada	 más	 que	 curandera.	 No	 podía	 congeniar	 con	 hombre
ninguno.	 Era	 viril,	 pero	 no	 hasta	 poder	 dominar	 a	 un	 hombre,	 ni	 era	 bastante
femenina	para	dejarse	dominar.	Es	decir,	que	no	había	estado	nunca	en	condiciones
de	 poder	 triunfar	 «por	 el	 sometimiento	 femenino».	 La	 compleja	 astucia	 de	 los
campesinos	lo	comprendía	muy	bien.	Poco	a	poco	había	ido	convirtiéndose	Ana	en
una	mujer	estrafalaria	cuya	fuerte	naturaleza	la	hacía	temible.
     Sabino	 envió	 recado	 a	 mi	 padre,	 que	 acudió	 muchas	 horas	 después,	 al	 caer	 la
tarde.	Encontró	a	la	señora	Antonia,	madre	de	Sabino,	llorando,	con	aquel	llanto	suyo
frío,	tranquilo	y	persistente.	Sabino	no	estaba.	La	madre	repetía	entre	lágrimas:
     —No	 quiere	 más	 que	 a	 la	 Adela.	 Y	 la	 Adela	 es	 una	 mala	 hembra.	 ¿Usted	 cree,
don	 José,	 que	 Sabino	 ha	 venido	 por	 mí?	 Su	 pobre	 madre	 vieja	 y	 desvalida	 no	 le
importa.	Lo	único	que	le	importa	es	la	Adela.
     No	 pensaba	 en	 los	 sufrimientos	 de	 Sabino	 a	 lo	 largo	 de	 aquellos	 quince	 años
haciendo	la	vida	de	las	fieras	ni	en	las	razones	que	Sabino	pudo	tener	para	marcharse.
     —¿Qué	le	hice	yo	para	que	me	dejara	así,	a	la	voluntad	de	los	vecinos?
     Mostraba	los	pies:	«Estas	botas	me	las	dio	la	mujer	de	Joaquín	el	de	la	Paca».	Y
sin	 dejar	 de	 llorar	 dijo	 que	 Sabino	 había	 ido	 a	 casa	 de	 Adela	 y	 que	 entre	 él	 y	 el
segundo	 marido	 podía	 pasar	 algún	 percance.	 Mi	 padre	 estaba	 indignado	 porque
Sabino	le	había	desobedecido	y	le	dijo	a	la	señora	Antonia	que	el	Ayuntamiento	iba	a
darle	 un	 pequeño	 puesto	 a	 su	 hijo,	 con	 el	 que	 no	 le	 faltaría	 ya	 el	 pan.	 Luego	 se
marchó.	Mi	padre	se	propuso	no	volver	a	mezclarse	en	aquello.	Las	últimas	palabras
de	la	vieja	eran:
     —No	será	para	mí	ya,	lo	que	den	a	Sabino.	La	Adela	se	lo	comerá	y	se	lo	vestirá.
No	será	para	mí,	don	José.
     Sabino	volvió	poco	después	a	su	casa.	La	madre	lo	recibió	diciéndole	que	iban	a
darle	 un	 jornal	 fijo	 y	 seguro.	 Sabino	 se	 quedó	 deslumbrado.	 Sin	 hablar	 de	 aquello,
pero	con	la	idea	fija	de	su	nueva	situación	social	(se	consideraba	ya	desempeñando	el
cargo	con	su	gran	correa	de	guarda	terciada	y	la	chapa	de	cobre	en	el	pecho)	tomó	a
su	madre	por	el	brazo.
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    —Vaya	a	decírselo	a	ella	—le	rogó—.	Vaya	ahora	mismo.
    La	madre	no	se	movía	de	su	asiento.	Sabino	tenía	una	expresión	muy	rara.	Su	cara
parecía	de	madera	y	en	los	lugares	donde	había	tenido	la	barba,	la	piel	estaba	blanca	y
fina.	 El	 resto	 del	 rostro	 aparecía	 obscuro,	 plomizo,	 curtido	 por	 el	 sol	 y	 el	 viento.
Sabino	comenzó	a	pasear	por	el	cuarto.
    La	viejecita	lo	miraba	extrañada.
    —A	ti	te	han	cambiao,	Sabino.	Tú	no	eres	el	que	eras.
    Después	 volvió	 a	 su	 llanto	 frío	 y	 a	 rezar	 entre	 dientes	 al	 Santo	 Cristo	 de	 los
Milagros,	vieja	imagen	que	era	el	orgullo	de	la	iglesia	de	nuestro	pueblo.
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                                      Capítulo	VIII
                                    LA	«PAREJA»	EN	1910
                                   ebookelo.com	-	Página	46
votaba	siempre	contra	don	Ricardo.	Y	don	Ricardo	era	el	mejor	protector	que	tenía	la
guardia	civil	en	la	comarca.
     El	sargento	de	la	guardia	civil	era	un	hombre	de	gran	talla	(había	sido	soldado	de
caballería	en	el	ejército)	y	de	una	estupidez	llena	de	natural	reposo.	Veía	delincuentes
por	todas	partes,	sobre	todo	entre	los	pobres,	de	quienes	se	mantenía	prudentemente
separado.	En	el	pueblo	le	temían.
     Ese	sargento	era	en	1910	—quince	años	antes—	un	hombre	más	firme	todavía	en
sus	botas	de	anca	de	potro	y	apegado	a	unas	ordenanzas	que	sabía	de	memoria.
     Esas	ordenanzas	llevaban	en	sí	la	fiebre	impaciente	de	cumplirse.	A	vueltas	entre
los	 remolinos	 del	 viento	 de	 octubre,	 cayó	 la	 guardia	 civil	 sobre	 Juan	 y	 Vicente	 sin
otro	motivo	que	el	de	saber	que	los	dos	habían	trabajado	en	una	finca	inmediata	a	Los
Pinos	 y	 que	 los	 vieron	 salir	 con	 Sabino	 de	 la	 Venta	 del	 Fraile.	 Otro	 hecho	 tenía
también	 cierta	 elocuencia.	 La	 Venta	 del	 Fraile	 estaba	 en	 un	 cruce	 de	 caminos	 y	 la
costumbre	 demostraba	 que	 era	 en	 los	 cruces	 de	 caminos	 donde	 se	 cometían	 los
crímenes.
     Vicente	acababa	de	casarse	y	era	un	jornalero	fuerte	y	prudente.	Lo	estimaban	en
el	 pueblo,	 a	 pesar	 de	 sus	 ideas	 republicanas	 y	 de	 su	 ateísmo.	 Juan	 se	 había	 casado
hacía	 un	 año	 y	 era	 más	 delicado	 y	 flojo.	 El	 médico	 decía	 que	 tenía	 una	 lesión
pulmonar	 y	 cuando	 fue	 la	 guardia	 civil	 a	 buscarlo,	 estaba	 en	 un	 período	 de	 «mala
gana»	como	él	decía.	Su	mujer	quiso	impedir	que	se	lo	llevaran,	se	interpuso	con	el
crío	 en	 los	 brazos,	 pero	 el	 sargento	 la	 amenazó	 con	 llevársela	 a	 ella	 y	 a	 su	 hijo,
también.	Luego	fueron	al	soto,	al	lugar	donde	trabajaba	Vicente.	Enterada	la	esposa
fue	 con	 ligereza,	 dando	 un	 rodeo,	 a	 advertir	 a	 su	 marido,	 pero	 Vicente	 no	 quiso
escapar.	«¿Para	qué?	—decía—.	¿Qué	he	hecho	para	tener	que	huir	de	los	guardias?».
Los	esperó	allí.	Mucho	antes	de	llegar,	desde	el	camino,	el	sargento	gritó:
     —En	nombre	de	la	ley,	dese	preso.
     Vicente	dejó	el	trabajo	y	se	acercó.	Su	mujer	veía	todo	aquello	con	asombro.	Aun
no	 hacía	 dos	 meses	 que	 se	 habían	 casado.	 El	 guardia	 ató	 las	 manos	 de	 Vicente,	 las
ligó	con	las	de	Juan,	dejándoles	a	los	dos	cierta	libertad	de	movimientos	y	enlazó	la
cuerda	medianera	a	la	montura	del	sargento.	Echaron	a	andar	hacia	Ontiñena	sin	decir
palabra.	La	mujer	de	Vicente	seguía	detrás	insultando	a	los	guardias.
     Fueron	 los	 dos	 llevados	 a	 Ontiñena	 en	 «conducción	 ordinaria»,	 a	 pie.	 Tardaron
cinco	 horas	 en	 hacer	 treinta	 kilómetros.	 Al	 oscurecer	 entraron	 en	 el	 pueblo
despertando	una	curiosidad	agresiva	entre	la	gente.
     —Son	los	criminales	de	Castelnovo	—decían.
     Como	Castelnovo	estaba	en	la	ribera	del	Orna	y	esa	ribera	tenía	fama	de	producir
hombres	violentos,	nadie	dudaba	de	que	aquellos	presos	habían	asesinado	a	alguien.
     El	juez	era	un	hombre	joven	que	en	sus	ratos	de	ocio	escribía	odas	pindáricas.	El
sargento	depositó	el	atestado	y	dijo:
     —Señor	juez,	aquí	están	los	criminales.
     El	 juez	 le	 advirtió	 que	 si	 eran	 o	 no	 criminales	 sólo	 él	 lo	 podía	 decir	 y	 que	 un
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sargento	de	la	guardia	civil	carecía	de	autoridad	para	calificar	a	los	detenidos.	Quedó
a	solas	con	ellos	después	de	hacer	que	les	quitaran	las	esposas.
     —¿Estarán	ustedes	fatigados?	—les	preguntó.
     Ellos	dijeron	que	sí	y	Vicente	añadió	que	su	compañero	estaba	enfermo.	El	juez
preguntó	si	tenía	certificado	médico	y	al	saber	que	no,	añadió:
     —El	forense	lo	verá	y	dará	su	dictamen.
     Parecía	no	preocuparle	gran	cosa	la	enfermedad	de	Juan.	Esto	los	decepcionó	un
poco.	 El	 juez	 les	 ofreció	 un	 cigarrillo	 —volvieron	 a	 ilusionarse—	 y	 les	 dijo	 que	 la
justicia	 era	 más	 benigna	 con	 los	 delincuentes	 que	 reconocían	 su	 delito	 que	 con	 los
obstinados	en	negar.	Tocó	un	timbre	y	acudió	un	empleado,	que	se	sentó	y	comenzó	a
escribir	el	encabezamiento	de	la	declaración.	Aquel	empleado	tenía	una	mirada	cínica
y	evasiva.	Los	dos	campesinos	miraban	la	máquina	de	escribir,	los	muebles	finos	del
despacho,	el	gracioso	reloj	de	sobremesa,	como	un	ratón	los	alambres	de	la	ratonera.
     —Vamos	a	ver	—dijo	el	juez	arqueando	las	cejas	y	adoptando	un	aire	distante—.
¿Ustedes	han	dado	muerte	al	vecino	del	pueblo	inmediato	al	suyo	a	quien	se	conoce
con	el	nombre	de	Sabino?
     Vicente	contestó	diciendo	que	confiaban	en	que	las	«claras	luces»	del	juez	verían
la	 verdad	 del	 asunto.	 Juan	 comenzó	 a	 explicar	 que	 a	 los	 dos	 los	 conocía	 el	 pueblo
entero	y	que	habían	sido	siempre	hombres	de	bien.	El	juez	los	atajó	arqueando	otra
vez	las	cejas	con	una	especie	de	coquetería:
     —Tengo	 ya	 informes	 sobre	 ustedes	 dos	 —y	 buscó	 entre	 los	 papeles	 uno	 con	 el
membrete	de	la	parroquia	y	una	cruz	encima—,	por	lo	tanto	no	tienen	que	molestarse
en	decirme	quiénes	son.
     Juan	llevaba	envuelta	en	su	pañuelo	de	bolsillo	la	mano	izquierda	y	al	preguntarle
el	 juez	 qué	 le	 sucedía	 mostró	 los	 dedos	 inflamados,	 sangrando	 entre	 las	 uñas,	 y	 el
antebrazo	 con	 grandes	 equimosis	 producidas	 por	 la	 presión	 de	 las	 cuerdas	 de	 la
guardia	 civil.	 El	 juez,	 dándose	 cuenta	 del	 origen	 de	 aquellas	 lesiones,	 no	 quiso
preguntar.	En	su	mirada	se	veía	que	la	presencia	de	aquella	sangre,	de	las	muñecas
inflamadas	y	tumefactas,	le	separaba	de	los	detenidos	y	le	afirmaba	en	sus	sospechas.
Vicente	 todavía	 pensaba	 que	 se	 podía	 esperar	 algo	 cuando	 oía	 al	 juez	 hablar
humanamente:
     —Piensen	que	no	soy	el	juez,	sino	un	amigo.	Díganme	francamente	la	verdad	y
prometo	a	ustedes	que	dentro	de	lo	que	la	ley	permita	yo	les	ayudaré,	porque	prefiero
inclinarme	 por	 la	 piedad	 allí	 donde	 la	 forzosa	 rigidez	 de	 nuestra	 misión	 lo	 hace
posible.	Díganme:	¿Ustedes	mataron	a	Sabino	el	día	10	de	octubre	último?
     —No,	señor	—contestó	secamente	Vicente.
     —¿Y	usted?	¿Qué	dice	usted?	—preguntó	a	Juan.
     —Lo	mismo,	señor	juez.	Yo	soy	un	hombre	honrado	incapaz	de	hacer	daño	a	un
semejante.
     El	juez	se	impacientaba.
     —¿También	 usted	 es	 incapaz	 de	 hacer	 daño	 a	 un	 semejante?	 —preguntó	 con
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cierta	ironía	a	Vicente,	quien	afirmó	con	la	cabeza,	seguro	de	que	todo	iba	a	ser	inútil.
    El	 juez	 volvió	 a	 buscar	 entre	 los	 papeles	 de	 su	 mesa	 y	 consultándolos	 con	 la
mirada	fue	hablando:
    —Serán	incapaces	de	hacer	daño	a	un	semejante,	pero	usted	en	el	año	de	1908,
durante	 las	 elecciones,	 proclamó	 en	 la	 calle	 que	 había	 que	 cortar	 la	 cabeza	 a	 los
agentes	electorales	de	don	Ricardo.
    —Es	 una	 manera	 de	 hablar	 —dijo	 Vicente	 tratando	 incluso	 de	 reír—.	 En	 las
elecciones	todo	el	mundo	se	acalora	un	poco.
    Pero	 el	 juez	 no	 reía.	 «Digo	 a	 ustedes	 —insistió—	 que	 los	 conozco	 y	 que	 no
necesitamos	la	opinión	que	cada	uno	de	ustedes	tiene	de	sí	mismo.	Lo	que	queremos
es	que	contesten	concretamente:	¿fue	el	día	10	cuando	mataron	a	Sabino?».
    —A	Sabino	no	lo	hemos	matado	nosotros,	señor	juez.	Algún	día	encontrarán	al
culpable	y	se	sabrá	la	verdad.
    El	 juez	 hizo	 llevarse	 a	 Juan.	 A	 solas	 con	 Vicente	 le	 dijo	 que	 si	 delataba	 a	 su
compañero	se	descargaría	en	cierto	modo	de	responsabilidad	y	que	pensara	que	sobre
ellos	pesaban	acusaciones	muy	graves.	Vicente,	dudaba,	llegando	a	pensar	que	quizá
su	 amigo	 habría	 verdaderamente	 asesinado	 a	 Sabino,	 pero	 como	 él	 no	 sabía	 nada,
seguía	negando.	Después	se	llevaron	a	Vicente	y	volvió	a	entrar	Juan:
    —Su	 compañero	 ha	 confesado	 el	 crimen	 —le	 dijo	 el	 juez—	 y	 ha	 hablado	 de	 la
participación	que	ha	tenido	usted.
    Juan	abría	los	ojos	asombrado.	El	juez	añadía:
    —Dice	 que	 fue	 usted	 quien	 atacó	 a	 Sabino	 con	 un	 puñal	 y	 ocultó	 después	 el
cadáver.	 Vicente,	 no	 hizo	 al	 parecer	 más	 que	 guardarle	 el	 secreto	 a	 usted.	 Esa
declaración	es	gravísima.	Le	conviene	hablar	francamente	y	decir	si	Vicente	tiene,	o
no,	razón.
    —¿Eso	 ha	 dicho	 Vicente?	 —preguntaba	 Juan,	 aterrado—.	 ¿Y	 por	 qué	 mi
compañero	 de	 toda	 la	 vida	 quiere	 perderme	 de	 esa	 manera?	 Yo	 no	 he	 hecho	 nada,
señor	juez.
    El	juez	hizo	un	gesto	de	impaciencia	y	cambió	con	el	secretario	una	mirada	con	la
que	querían	decir	que	estaban	los	dos	delincuentes	de	acuerdo	y	que	iba	a	ser	difícil
sacarles	una	palabra.	Se	llevaron	a	Juan	y	volvió	a	entrar	Vicente.	Al	cruzarse	en	la
puerta,	Juan	miró	con	rencor	a	Vicente,	pero	éste	no	entendió	la	mirada.	El	juez	dijo	a
Vicente	 que	 su	 compañero	 había	 confesado	 y	 que	 le	 echaba	 la	 culpa	 de	 todo	 a	 él.
Vicente	se	quedó	de	una	pieza	y	creyó	comprender	la	mirada	de	rencor	de	Juan.	No
sabiendo	 qué	 hacer,	 miraba	 a	 través	 de	 la	 ventana	 un	 árbol	 sacudido	 por	 el	 viento.
Comprendió	la	extraña	impresión	que	al	cruzarse	le	había	hecho	Juan.	Se	le	ocurría
todo,	menos	que	el	juez	pudiera	mentir.
    El	 juez	 y	 el	 secretario	 le	 insistieron	 sobre	 la	 conveniencia	 de	 que	 se	 defendiera
diciendo	cuanto	supiera	para	deshacer	el	mal	efecto	de	la	declaración	de	su	amigo	y
Vicente	 exclamó	 con	 un	 acento	 abrumado,	 mirando	 otra	 vez	 al	 árbol	 a	 través	 de	 la
ventana:
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     —Al	que	es	inocente	y	no	lo	creen,	Dios	lo	ampare.
     Recordando	la	alusión	del	juez	a	las	elecciones,	creía	sentir	en	el	aire	la	sombra
poderosa	de	don	Ricardo	con	su	barbita	recortada	y	su	sonrisa	dulce.	El	juez	—que
hablando	hacía	gestos	tan	finos	como	don	Ricardo—	dijo	arrastrando	las	sílabas:
     —Ustedes	lo	han	querido.
     Tocó	el	timbre,	llamó	al	sargento	y	le	dijo	que	se	llevara	a	Vicente	y	volviera.	Al
volver	 el	 sargento	 el	 juez	 le	 indicó	 que	 debía	 poner	 a	 los	 dos	 delincuentes	 en	 la
misma	celda	y	escuchar	lo	que	hablaran.	El	sargento	preguntó	si	habían	confesado	y
al	decir	el	juez	que	no,	exclamó:
     —Tanto	el	uno	como	el	otro	saben	muy	bien	que	se	juegan	la	cabeza.	Si	el	señor
juez	deja	el	asunto	en	mis	manos	los	dos	cantarán	antes	de	cuarenta	y	ocho	horas.
     El	juez	sonrió	y	alzó	la	mano	con	el	gesto	de	contenerle.	Dijo	que	por	el	momento
bastaba	 con	 que	 escuchara	 lo	 que	 los	 dos	 hablaran	 en	 el	 calabozo,	 procurando	 que
ellos	no	se	dieran	cuenta.	El	sargento	opinó,	entre	adulón	y	humilde:
     —El	señor	juez	es	demasiado	bueno	y	con	esta	canalla	no	valen	razones.
     El	juez	no	le	contestó,	celando	su	dignidad,	y	el	sargento	se	fue.
     Encerraron	a	Juan	y	Vicente	en	el	mismo	calabozo,	que	tenía	sobre	el	techo	una
falsa	guardilla.	El	cuarto	era	muy	pequeño	y	sin	luz.	Olía	a	amoníaco,	a	viejos	orines.
A	la	falsa	subió	el	sargento	por	una	escalera	exterior,	se	tumbó	en	tierra	y	aplicó	el
oído.	Se	oía	perfectamente	todo,	hasta	la	respiración	asmática	de	Juan.	Vicente	dijo	a
su	compañero:
     —¿Por	qué	mataste	a	Sabino?	¿Qué	ramo	de	locura	te	dio?
     Juan,	desesperado,	se	mantuvo	en	silencio	un	rato,	pero	estalló	de	pronto:
     —¿Quieres	burlarte	de	mí	después	de	haberme	acusado	ante	el	juez?	¿Por	qué	me
echas	la	culpa	a	mí,	si	al	parecer	lo	mataste	tú?
     El	 sargento,	 que	 estaba	 de	 mal	 humor	 porque	 le	 habían	 obligado	 a	 dejar	 su
cuartel,	fue	a	ver	al	comandante	de	Ontiñena	para	pedirle	que	activara	las	diligencias
y	«se	entregara»	a	los	criminales.	Le	dijo	cuanto	había	oído,	fue	otra	vez	en	busca	del
juez,	le	repitió	sus	averiguaciones	y	le	pidió	permiso	para	volver	al	pueblo.	El	juez
prefería	tenerle	como	auxiliar	por	lo	menos	los	primeros	días,	puesto	que	conocía	el
ambiente	social	de	los	presos	y	le	dijo:
     —Si	obtiene	usted	la	declaración,	redáctela	y	hágaseles	firmar,	para	incorporarla
al	 atestado.	 Luego	 no	 harán	 conmigo	 sino	 confirmarla.	 Y	 entonces	 podrán	 ustedes
marcharse	al	pueblo.
     En	el	calabozo	cada	uno	veía	en	el	otro	al	criminal.	Sería	ya	media	tarde	cuando
Vicente	 comenzó	 a	 aporrear	 la	 puerta	 y	 al	 acudir	 un	 guardia	 le	 pidió	 de	 comer.	 El
guardia	le	dio	un	puñetazo	en	el	pecho	y	Vicente	retrocedió	de	espaldas,	tropezó	con
Juan	y	cayó.	Ahogó	una	blasfemia.	El	guardia	soltó	a	reír	y	dijo:
     —Comeréis	cuando	hayáis	cantao.
     Luego	cerró	la	puerta	y	quedaron	otra	vez	a	oscuras.	Juan,	con	la	fatiga	del	viaje
apenas	tenía	hambre.	Tosía	constantemente.	Vicente	pensaba	con	rabia	que	su	mujer
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estaría	ayudando	probablemente	a	la	de	Juan,	ignorando	que	Juan	estaba	buscando	la
ruina	de	su	hogar.
    —Si	mataste	a	Sabino	dilo	de	una	vez	—le	decía.
    Y	se	quedaban	los	dos	callados	largas	horas.
    Entretanto	 en	 la	 aldea	 la	 señora	 Antonia,	 madre	 de	 Sabino,	 rezaba	 no	 para	 que
Dios	 castigara	 a	 los	 «asesinos»	 sino	 para	 que	 apareciera	 su	 hijo.	 No	 creía	 en	 el
asesinato.
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                                       Capítulo	IX
                 «HÁBILMENTE	INTERROGADOS,	DECLARARON…»
Cuando	se	supo	en	el	pueblo	que	los	detenidos	llevaban	tres	días	en	el	calabozo,	sin
comer,	 las	 mujeres	 de	 Vicente	 y	 Juan	 pusieron	 víveres	 en	 un	 cesto	 y	 tomaron	 el
camino	de	Ontiñena.	La	mujer	de	Juan	llevaba	consigo	el	crío.
    El	primer	día	les	habían	dado	agua	a	los	presos.	El	segundo	y	el	tercero	éstos	la
pidieron	en	vano	a	grandes	voces,	que	debían	oírse	desde	la	calle	porque	el	sargento
entró	 con	 una	 verga	 y	 los	 hizo	 callar	 a	 golpes.	 En	 la	 oscuridad	 no	 veía	 el	 sargento
dónde	golpeaba	y	cuando	salieron	los	presos	a	declarar	estaban	con	el	rostro	cubierto
de	sangre.	Les	dieron	un	trapo	mojado	para	que	se	limpiaran,	pero	como	en	lugar	de
limpiarse	lo	chupaban,	se	lo	quitaron.
    —Primero	es	cantar	—les	decía	el	sargento—.	Luego	beberéis.
    Juan	 se	 tenía	 difícilmente	 de	 pie.	 Uno	 de	 los	 suplicios	 que	 habían	 usado	 más	 a
menudo	en	los	dos	primeros	días	era	clavarle	entre	las	uñas	de	los	pies	esquirlas	de
caña	 que	 afilaba	 lentamente	 uno	 de	 los	 guardias	 con	 un	 cuchillo.	 Tenía	 los	 pies
inflamados	y	sangrantes.	A	Vicente	le	hacían	lo	mismo	en	las	manos.
    Los	sacaban	a	declarar	atándoles	los	brazos	a	la	espalda.	Cuando	estaban	ante	los
guardias	tenían	los	dos	un	gran	miedo	animal.
    La	última	vez	el	sargento,	sentado	en	una	silla,	les	había	hecho	atar	unas	cuerdas
gruesas	como	su	dedo	índice	a	sus	«partes	nobles»,	las	retorció	y	con	un	palo	metido
entre	las	vueltas	y	sujeto	en	la	mano	les	preguntaba:
    —¿Quién	mató	a	Sabino?
    Si	tardaban	en	contestar	o	contestaban	negativamente	(lo	que	habían	hecho	hasta
entonces)	el	sargento	iba	haciendo	girar	la	mano	y	del	pecho	convulso	de	los	presos
salían	lentos	mugidos	animales.	El	sargento	aflojaba	o	apretaba	con	una	indiferencia
absoluta.
    —¿Quién	mató	a	Sabino?
    Juan	 había	 perdido	 el	 conocimiento	 y	 caído	 a	 tierra	 dos	 veces	 y	 para	 hacerlo
volver	 en	 sí	 le	 iban	 arrancando	 los	 pelos	 de	 la	 barba	 con	 unos	 alicates.	 Presentaba
pequeños	 claros	 en	 su	 espesa	 barba	 de	 campesino.	 Vicente	 le	 decía	 entre	 dos
mugidos:
    —Confiesa,	Juan.	Confiésalo,	que	me	estás	matando.
    Pero	Juan	apenas	se	daba	cuenta	de	nada.	A	los	cuatro	días	Juan	creyó	oír	llorar	a
un	 niño.	 Aquel	 llanto	 le	 recordaba	 a	 su	 hijo.	 Debía	 estar	 en	 la	 falsa,	 encima	 del
calabozo.	 Cuando	 oyó	 gemir	 a	 una	 mujer	 que	 trataba	 de	 consolar	 al	 niño,	 Juan	 se
puso	de	pie.
    —Es	mi	mujer.	¿Oyes,	Vicente?	Es	ella.
    El	niño	seguía	llorando	en	la	oscuridad.
    Al	llegar	las	mujeres	a	Ontiñena	y	presentarse	en	la	cárcel,	los	guardias	se	habían
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incautado	 de	 los	 víveres	 y	 del	 vino	 diciendo	 que	 les	 agradecían	 aquella	 atención	 y
que	 iban	 a	 cenar	 el	 sargento	 y	 sus	 subordinados	 muy	 bien,	 «aunque	 los	 víveres	 los
habían	 comprado,	 quizá,	 con	 el	 dinero	 robado	 a	 Sabino».	 Ordenaron	 a	 la	 mujer	 de
Vicente	que	volviera	inmediatamente	al	pueblo	y	a	la	otra,	que	seguía	con	el	niño	en
brazos,	 la	 detuvieron.	 Ella	 quería	 comprar	 leche	 para	 el	 niño,	 pero	 no	 se	 lo
permitieron.	«Los	hijos	de	los	lobos	son	lobos	también»,	le	decía	el	sargento.
    La	encerraron	en	el	desván,	sobre	el	calabozo.	Horas	después	el	niño	lloraba	de
hambre	 y	 Juan	 creía	 sufrir	 una	 pesadilla	 no	 pudiendo	 convencerse	 de	 que	 aquello
fuera	verdad.
    —¿Tú	lo	oyes	también?	—le	preguntaba	a	Vicente.
    Vicente	no	le	contestaba,	extrañado	de	que	aquel	«criminal»	le	hablara.	Pasaron
días	 enteros	 sin	 cambiar	 una	 palabra.	 Cada	 uno	 creía	 que	 el	 otro	 era	 el	 asesino	 (no
podían	 imaginar	 que	 todo	 aquello	 se	 hiciera	 con	 unos	 hombres	 inocentes).	 Habían
sido	amigos	desde	la	infancia	y	para	cada	cual	era	una	sorpresa	la	crueldad	del	otro.
    La	noche	anterior	Juan	había	insultado	a	Vicente,	pero	éste	se	calló	porque	vio	en
su	compañero	un	acento	de	delirio	o	de	locura.	Ahora,	Juan	se	acercó	a	Vicente	otra
vez	y	le	sacudió	por	el	hombro.
    —Contesta	—le	dijo—.	¿Oyes	tú	también	llorar	a	un	niño?
    Vicente	dijo	que	sí.	Y	aquella	voz	era	la	de	su	mujer.	Juan	gritó:
    —Confiesa	el	crimen,	de	una	vez.	Salva	a	mi	hijo.
    Vicente	sintió	la	necesidad	de	pegarle	a	su	compañero	y	se	contuvo	haciéndose	la
siguiente	reflexión:	«Si	le	pego	nos	separarán,	nos	pondrán	en	calabozos	diferentes».
Y	era	bueno	tener	a	alguien	allí,	a	alguien	que	sufriera,	como	él.	«Soy	inocente,	Juan.
Tú	me	conoces.	Soy	inocente.	Confiesa	tú,	si	es	que	en	verdad	lo	has	matado».
    —¿Yo?	¿Por	qué	iba	yo	a	matar	a	Sabino?	—respondía	el	otro	alucinado.
    Un	 carcelero	 abrió	 la	 puerta.	 Fuera	 había	 luz	 natural.	 «Es	 de	 día»,	 pensaron	 los
dos.	 El	 carcelero,	 que	 no	 les	 pegaba,	 aparecía	 rara	 vez,	 y,	 aunque	 no	 decía	 sino
monosílabos,	 lo	 recibían	 con	 esperanzas	 Era	 hombre	 sin	 uniforme,	 sin	 verga,	 sin
fusil.	Había	hombres	como	ellos	en	el	mundo,	aunque	se	negaran	a	contestarles	si	les
hablaban.	Dejó	algo	en	el	suelo.	Se	trataba	de	un	poco	de	pan	y	dos	grandes	trozos	de
bacalao	seco.	Juan	comió	vorazmente.	Vicente,	que	no	podía	cerrar	las	mandíbulas,	y
tenía	 las	 encías	 inflamadas	 y	 dos	 dientes	 rotos,	 no	 intentó	 siquiera	 comer.	 Juan,
cuando	 hubo	 comido	 sentía	 abrasársele	 las	 entrañas.	 Volvió	 a	 dar	 voces	 pidiendo
agua,	 pero	 no	 acudía	 nadie	 y	 se	 dejó	 caer	 en	 tierra.	 Arriba	 volvía	 a	 llorar	 el	 niño.
Cada	vez	que	comenzaba	de	nuevo	a	llorar,	se	oían	los	sollozos	de	la	madre.	Por	la
noche,	tanto	Vicente	como	Juan	sentían	que	los	dos	podían	ser	inocentes,	pero	no	se
atrevían	a	decirlo	en	voz	alta	porque	cada	vez	que	lo	decían	les	pegaban.
    —El	desgraciado	que	haya	matado	a	Sabino	no	sabrá	nunca	todo	el	mal	que	está
haciendo	—repetía	Vicente.
    Los	 llamaron	 de	 nuevo	 a	 declarar.	 Fueron	 otras	 tres	 horas	 de	 lentos	 suplicios,
insultos,	 golpes.	 «Tu	 mujer	 y	 tu	 hijo	 se	 están	 muriendo	 de	 hambre	 encima	 del
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calabozo,	 pero	 tú	 eres	 una	 hiena	 y	 prefieres	 dejarlos	 morir	 a	 poner	 en	 peligro	 tu
gaznate».
     Esta	 vez	 no	 volvían	 en	 sí,	 después	 de	 haber	 perdido	 el	 conocimiento.	 Con	 los
pelos	 de	 la	 barba	 salía	 sangre,	 pero	 ellos	 seguían	 sin	 sentido.	 La	 naturaleza	 tenía
aquel	 último	 recurso,	 los	 envolvía	 en	 la	 insensibilidad	 cuando	 el	 dolor	 se	 hacía
insufrible.	 Les	 tiraron	 cubos	 de	 agua	 por	 la	 cabeza	 y	 al	 dar	 las	 primeras	 señales	 de
vida	les	desataron	los	pies	para	que	pudieran	levantarse.
     Vicente	 quedó	 encogido.	 Como	 era	 difícil	 mirar	 a	 los	 guardias,	 solía	 lanzar	 la
mirada	por	la	ventana.	Había	un	patio	interior,	un	cubo,	dos	escobas	en	un	rincón	y
una	pelota	que	probablemente	se	le	había	caído	a	un	niño	desde	una	ventana.	Por	la
mañana	 solía	 haber	 una	 gran	 mancha	 amarilla	 de	 sol.	 Ahora	 no	 había	 sol,	 pero	 un
gato	 pasaba	 lentamente.	 El	 gato	 tenía	 movimientos	 seguros,	 fáciles.	 No	 debían
golpearle	y	su	cuerpo	estaba	sano	y	entero.	Vicente	lo	veía	detenerse	y	sentarse,	con
el	 rabo	 doblado	 en	 semicírculo	 sobre	 los	 pies	 delanteros.	 Y	 limpiarse	 los	 bigotes
tenazmente	haciendo	movimientos	de	afirmación	con	la	cabeza.
     No	podía	Vicente	mirar	a	los	guardias	y	ni	siquiera	los	muebles	de	la	habitación.
Había	algo	que	podía	huir,	la	mirada,	y	huía	por	la	ventana	en	busca	de	la	paz	de	las
cosas	y	de	los	animales.
     Los	 llevaron	 otra	 vez	 al	 calabozo,	 donde	 pasaron	 más	 de	 dos	 horas	 en	 silencio.
Arriba	gemían	la	madre	y	su	hijo.	Volvió	a	abrirse	la	puerta	y	el	carcelero	dejó	una
vasija	en	tierra,	que	tendría	medio	litro	de	agua.	Juan	se	abalanzó	sobre	ella,	andando
a	cuatro	manos.	Cuando	iba	a	beber,	separó	la	vasija	de	los	labios	y	se	la	ofreció	a
Vicente,	 que	 bebió	 dos	 pequeños	 sorbos.	 Juan	 bebió	 el	 resto	 y	 los	 dos	 se	 sintieron
mejor.	Tenían	los	labios	inflamados	por	la	sed.
     Una	voz	gemía	desde	arriba:
     —Juan,	el	hijo	se	nos	muere.
     Hablaba	 con	 la	 boca	 pegada	 al	 suelo,	 llamando	 con	 las	 dos	 manos	 en	 él,
desesperadamente.
     Juan	quería	responder,	pero	era	imposible	que	le	oyeran	desde	arriba	porque	casi
no	 le	 oía	 Vicente.	 Y	 a	 veces	 se	 callaba	 a	 mitad	 de	 la	 frase.	 Y	 luego	 decía	 casi
sollozando:
     —Ya	no	seremos	hombres	en	nuestra	vida.
     Así	transcurrió	un	día	más.	Arriba	también	se	extinguían	las	voces.	«Declarad	que
lo	habéis	matado,	a	Sabino»,	repetía	la	madre	con	un	soniquete	mecánico,	sabiendo
ya	que	no	le	hacían	caso	o	quizá	que	no	la	oían,	pero	llamando	desesperadamente	a	la
piedad	por	la	vida	de	su	hijo.	Vicente	no	reaccionaba	a	las	palabras	de	Juan	sino	con
estertores	y	gemidos	de	dolor.
     Al	 día	 siguiente	 los	 dos	 podían	 ponerse	 de	 pie,	 aunque	 encogidos	 como	 dos
viejos.	Vicente	seguía	sin	poder	hablar.
     Y	cuando	los	sacaron	a	declarar,	Juan	pidió	que	le	dejaran	sentarse	y	dijo	que	iba
a	hablar,	a	«contarlo	todo».
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     Antes	de	hacer	concesión	alguna,	el	sargento	le	preguntó:
     —¿Quién	mató	a	Sabino?
     Juan	 llevaba	 en	 los	 oídos	 el	 llanto	 del	 niño.	 Miró	 el	 suelo	 de	 baldosa	 roja,	 el
uniforme	del	sargento,	que	tenía	los	botones	brillantes,	de	metal.	Volviendo	a	mirar	al
suelo,	dijo	lentamente:
     —Lo	maté	yo.
     Entonces	le	permitieron	sentarse	y	le	pusieron	una	hoja	escrita	delante.	Juan	sintió
que	 le	 ponían	 en	 la	 mano	 también	 una	 pluma.	 Leía	 maquinalmente	 unas	 palabras
donde	decía	que	«espontáneamente	y	sin	violencia	ni	coacción,	confesaba	haber	dado
muerte	 en	 el	 día	 de…»,	 etc.	 Juan	 firmó.	 Le	 dijo	 el	 sargento	 que	 luego	 iría	 a	 firmar
también	ante	el	juez.	Le	dieron	agua	y	le	prometieron	poner	en	libertad	a	su	mujer	y	a
su	hijo.	El	sargento	añadió,	dirigiéndose	al	carcelero:
     —Que	le	den	de	comer	a	la	mujer	y	en	cuanto	haya	comido	que	salga	del	pueblo
sin	hablar	con	nadie.	A	la	noche	puede	estar	en	Castelnovo.
     Juan	se	sentía	aliviado.	Todavía	oyó	al	sargento	decir	al	carcelero:
     —A	éste	se	le	trata	ahora	con	el	régimen	reglamentario.
     Aquello	quería	decir	que	comería	cada	día	y	que	se	habían	acabado	los	suplicios.
El	sargento	quería	saber	más:
     —¿Qué	papel	tuvo	este	canalla?
     Se	refería	a	Vicente.	Descargó	sobre	él	un	golpe	de	verga	por	aprovechar	de	algún
modo	el	hecho	de	haber	ido	al	rincón	a	tomarla	y	se	dirigió	a	Juan:
     —Habla	tú.	¿Qué	papel	tuvo	éste?
     —Nada.	Sólo	hizo	el	disimulado	conmigo	y	me	guardó	el	secreto.
     El	sargento	miraba	al	otro	con	los	ojos	entornados:
     —Mentira	 —dijo—.	 Un	 hombre	 solo	 no	 puede	 hacer	 desaparecer	 a	 un	 muerto.
¿Qué	papel	ha	tenido	éste?
     Juan	 dijo	 que	 había	 arrastrado	 el	 cadáver	 con	 él,	 hasta	 el	 lugar	 donde	 lo
enterraron.	 El	 sargento	 miró	 con	 suficiencia	 al	 guardia	 y	 éste	 le	 devolvió	 la	 mirada
con	admiración.	Juan	preguntaba	si	su	mujer	estaba	ya	en	libertad	y	le	dijeron	que	sí
y	que	antes	de	que	se	marchara	podría	despedirse	de	ella.	«Somos	—decía	el	sargento
un	poco	arrepentido	de	esta	concesión—	más	humanitarios	de	lo	que	merecéis».
     El	 otro	 guardia	 escribía	 lo	 referente	 a	 Vicente	 haciendo	 caligrafía	 con	 rasgos	 y
subrayados.	El	sargento	no	estaba	conforme	aún.
     —Éste	hizo	algo	más,	porque	tú	eres	muy	flojo	para	acabar	con	un	hombre.	Éste
se	mojó	también.
     Quería	decir	que	se	había	mojado	los	dedos	en	sangre.	Juan	se	calló,	porque	no
quería	irritar	al	sargento	y	por	otra	parte	tampoco	quería	acusar	a	Vicente.	Dijo	por
fin:
     —No	dirá	nada.	Ya	se	ve	que	no	puede	hablar.
     El	sargento	aseguraba	que	si	no	podía	hablar	podía	mover	la	cabeza	diciendo	sí	o
no.	Y	repetía	la	pregunta:
                                  ebookelo.com	-	Página	55
     —¿Tú	te	mojaste	también,	eh?
     Vicente	 negó	 con	 la	 cabeza.	 El	 sargento,	 reprimiendo	 su	 cólera,	 se	 dirigió	 al
guardia	y	le	dijo	que	interrumpiera	la	escritura,	porque	aquel	pájaro	tenía	demasiadas
cosas	en	el	estómago	para	irse	con	una	inculpación	de	encubridor.	«Éste	va	también	a
la	 horca»,	 repetía,	 y	 con	 un	 gesto	 ordenó	 al	 carcelero	 que	 los	 llevara	 de	 nuevo	 al
calabozo.
     El	carcelero	preguntó	si	Vicente	disfrutaría	también	del	régimen	reglamentario	y
el	sargento	se	encogió	de	hombros	y	respondió	con	una	risa	que	le	sacudía	el	vientre:
     —En	la	situación	en	que	está	le	pueden	dar	un	pavo	trufado,	si	quieren.
     Quería	decir	que	no	pudiendo	comer	era	indiferente	llevarle	o	no	la	comida.
     Los	llevaron	a	otra	celda	en	la	que	había	luz	natural.
     Vicente	 miraba	 a	 Juan	 sin	 parpadear,	 sin	 hablar,	 con	 aquella	 indiferencia	 de	 su
rostro	 inflamado	 y	 sin	 expresión.	 Juan	 comprendía	 que	 a	 pesar	 de	 todo	 había	 en
aquellos	ojos	un	reproche.
     —Yo	me	hubiera	dejado	matar	—le	dijo—	antes	de	confesar	un	crimen	que	no	he
cometido.	 Pero	 tú	 no	 sabes	 lo	 que	 es	 un	 hijo,	 Vicente.	 Lo	 que	 es	 saber	 que	 se	 está
muriendo	de	hambre	y	que	tienes	su	salvación	en	tu	palabra.
     Vicente	seguía	con	la	misma	expresión	de	reproche.	Había	en	los	ojos	estriados
de	sangre	de	Vicente	unas	sombras	que	acusaban.	Quiso	toser	y	con	el	esfuerzo	para
contenerse	sintió	más	agudo	aún	el	dolor	en	el	bajo	vientre.
                                  ebookelo.com	-	Página	56
                                      Capítulo	X
                             LA	ORACIÓN	DE	UNA	VIRGEN
                                 ebookelo.com	-	Página	57
     El	cura	no	pudo	menos	de	elogiar	la	generosidad	de	don	Ricardo	«con	las	familias
de	dos	hombres	de	izquierda».
     —No	venían	nunca	a	la	iglesia	—decía—	y	habían	perdido	el	temor	de	Dios.
     Don	Ricardo	tenía	que	contenerse	para	no	exultar	de	gozo.	El	crimen	era	como	un
triunfo	personal	suyo	que	había	que	«saber	llevar»	modestamente.
     El	cura	se	sentía	un	poco	turbado	por	la	satisfacción	y	la	alegría	contenida	de	don
Ricardo	y	no	hacía	más	que	oírle	e	intercalar	exclamaciones	de	aprobación.
     Don	 Ricardo	 leía	 revistas	 religiosas	 en	 las	 que	 se	 hacía	 ocasionalmente	 teoría
política	y	repetía	las	ideas	que	en	ellas	encontraba.	Decía	que	los	liberales	basaban	su
política	 en	 el	 progreso	 material.	 Planes	 de	 obras	 de	 riegos,	 sobre	 todo.	 Pantanos,
canales.	También	las	comunicaciones	y	la	sanidad	pública.
     —Todo	eso	—decía	don	Ricardo	dedicando	la	sonrisa	irónica	de	su	barbita	a	los
pobres	liberales—	sólo	se	puede	hacer	con	tres	elementos:	dinero,	dinero	y	dinero.	Y
el	dinero,	por	la	voluntad	de	Dios,	está	en	manos	de	los	conservadores.
     El	cura	aprobaba	satisfecho	de	ver	lo	fáciles	que	se	hacían	en	los	labios	de	don
Ricardo	aquellos	problemas	que	él	no	podía	esclarecer.	Don	Ricardo	seguía:
     —Digo	por	la	voluntad	de	Dios	porque	la	riqueza	no	es	para	mí	un	privilegio.	Yo
no	 me	 considero	 un	 propietario	 que	 se	 sirve	 de	 su	 riqueza	 para	 vivir	 mejor	 que	 los
pobres.	Yo	me	considero	nada	más	que	un	simple	instrumento	de	Dios	para	facilitar
la	 vida	 de	 los	 trabajadores.	 Porque,	 ¿qué	 sería	 de	 los	 pobres	 de	 la	 comarca	 sin	 mí?
¿Quién	les	daría	trabajo	en	invierno?	¿Cuántas	veces	he	inventado	yo	faenas	de	las
que	no	tenía	ninguna	necesidad	—por	ejemplo,	limpiar	los	lagares	o	sulfatar	las	viñas
—	sólo	por	dar	un	jornal	a	un	desvalido?
     Don	Ricardo	sabía	que	aquellas	ideas	las	diseminaría	el	cura	por	el	pueblo.
     Finalmente	dijo	que	la	justicia	haría	un	castigo	ejemplar.	«Yo	trataré	—añadió—
de	que	no	caiga	sobre	Castelnovo,	si	es	posible,	la	vergüenza	de	dos	reos	de	muerte.
Quizá	pueda	conseguirlo	por	lo	menos	en	uno	de	los	dos.	Creo	que	Juan	ha	sido	una
víctima	 de	 las	 malas	 inclinaciones	 de	 Vicente	 y	 será	 más	 fácil	 salvarlo	 de	 la	 horca,
pero	también	haré	lo	que	esté	en	mi	mano	para	salvar	al	mismo	Vicente».
     Don	Ricardo	marchaba	a	su	casa	pensando	que	debía	establecer	contactos	con	el
juez	de	instrucción,	contactos	discretos,	por	tercera	persona.	Bastaría	con	que	el	juez
sintiera	 el	 peso	 de	 su	 amistad.	 La	 atmósfera	 de	 Castelnovo	 era	 tan	 favorable	 que
habiendo	ido	a	pulsarla	olvidó	hacer	preguntas	al	cura	sobre	esa	cuestión,	porque	la
depresión	 de	 los	 liberales	 saltaba	 a	 la	 vista.	 En	 cuanto	 a	 los	 liberales	 de	 nuestro
pueblo,	 no	 había	 cuidado.	 Los	 otros	 propietarios	 eran	 también	 conservadores	 a
excepción	de	don	Manuel,	pero	éste	no	tenía	grandes	intereses	políticos.	Se	limitaba	a
llevarle	la	contraria	a	don	Ricardo.	Y	políticamente	no	contaba.	Se	había	perdido	ya
la	memoria	de	la	última	vez	que	tuvo	mayoría	municipal.
     En	nuestro	pueblo	había	habido	una	fiesta	religiosa.	La	capilla	del	Cristo	era	un
ascua	de	oro.	Además	de	las	luces	eléctricas,	docenas	de	grandes	cirios	ardían	en	las
gradas.
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     El	 Cristo	 tenía	 un	 origen	 milagroso.	 Databa	 de	 muchos	 siglos	 atrás.	 Un	 día
aparecieron	 en	 el	 pueblo	 dos	 caminantes.	 Pedían	 limosna	 de	 puerta	 en	 puerta	 y	 al
llegar	 a	 la	 del	 cura	 éste	 quiso	 saber	 si	 tenían	 algún	 oficio.	 Los	 caminantes	 hacían
imágenes	 y	 el	 cura	 les	 preguntó	 si	 querían	 hacer	 un	 Cristo	 para	 el	 templo.	 Ellos	 se
mostraron	 dispuestos	 y	 pidieron	 como	 única	 retribución	 la	 comida	 durante	 treinta
días.
     Los	 caminantes	 necesitaban	 también	 útiles	 de	 trabajo,	 y	 un	 espacioso	 taller.
Debían	dejarles	completamente	solos	y	la	comida	se	les	llevaría	una	vez	al	día	y	la
introducirían	 por	 la	 gatera	 de	 la	 puerta.	 El	 cura	 les	 ofreció	 como	 taller	 un	 amplio
desván	que	había	en	la	misma	iglesia	iluminado	por	dos	grandes	ventanas	enrejadas.
     Fueron	 pasando	 los	 días.	 Nadie	 veía	 a	 los	 artífices,	 pero	 los	 oían	 cantar	 y	 sus
voces	eran	tan	dulces	que	el	sacristán	que	les	llevaba	la	comida	se	quedaba	oyéndolos
extasiado.	 Pasados	 treinta	 días	 el	 sacristán	 llamó	 a	 la	 puerta	 y	 no	 contestó	 nadie.
Siguió	llevando	la	comida	y	ocho	días	después	volvió	a	llamar	sin	obtener	respuesta.
El	 cura	 estaba	 intrigado,	 pero	 dejaron	 pasar	 un	 mes	 más.	 Por	 fin	 y	 en	 vista	 de	 que
dentro	no	se	oía	ruido	ninguno	abrieron	la	puerta	y	entraron.	En	el	centro	del	taller	se
alzaba	el	Cristo	clavado	en	su	cruz,	pero	el	taller	estaba	desierto.	Las	ventanas,	con
sus	fuertes	rejas,	no	habían	sido	forzadas.	La	puerta,	tampoco.	En	el	suelo,	acumulada
en	un	rincón,	estaba	la	comida	intacta	de	los	dos	meses.	El	cura	cayó	de	rodillas	y	el
Cristo	fue	trasladado	al	altar	en	procesión.
     La	señora	Antonia	sabía	esa	leyenda	como	la	sabían	todos.	La	madre	de	Sabino
creía	todo	lo	que	del	Cristo	se	decía.	Lo	que	no	creyó	nunca	fue	que	Sabino	hubiera
sido	asesinado.	Lo	imaginaba	durmiendo	al	lado	de	los	caminos,	en	las	noches	frías
del	 otoño,	 buscando	 los	 detritos	 en	 los	 basureros,	 pidiendo	 limosna,	 quizá,	 por	 las
lejanas	aldeas.
     —Devolvédmelo,	Señor	—repetía.
     Pocos	días	después	de	la	fiesta	del	Cristo,	el	cura	de	Castelnovo	estuvo	en	casa	de
don	Ricardo	a	devolverle	la	visita.	Iba	en	un	modesto	carricoche,	con	un	caballo	cojo.
Conducía	 el	 sacristán	 de	 la	 parroquia.	 Llevaba	 un	 pequeño	 paquete	 envuelto	 en	 un
periódico.	Don	Ricardo	le	besó	humildemente	la	mano.	Pasaron	a	un	despacho	donde
don	Ricardo	solía	recibir	a	sus	administradores	y	hacer	las	cuentas	de	sus	jornaleros.
Aquel	 despachito	 no	 tenía	 ninguna	 suntuosidad:	 una	 estera	 de	 esparto	 en	 el	 suelo,
muebles	 de	 oficina,	 una	 lámpara	 que	 había	 sido	 de	 petróleo	 y	 reacomodada	 para
instalar	 luz	 eléctrica	 oscilaba	 a	 veces	 al	 entrar	 o	 salir	 alguien	 pisando	 recio	 en	 la
tarima.	En	un	rincón	había	una	caja	de	caudales	de	hierro	y	sobre	ella	y	en	una	mesita
contigua,	 cartuchos	 de	 moneda	 muy	 bien	 empaquetados	 y	 clasificados:	 dinero	 para
los	menudos	gastos.
     El	 cura	 fue	 exhibiendo	 ante	 don	 Ricardo	 algunos	 papeles,	 especialmente	 los
informes	que	le	habían	solicitado	la	guardia	civil	y	el	juez	sobre	los	acusados	y	de	los
cuales	 había	 guardado	 copia.	 Eran	 informes	 acusatorios	 en	 los	 que	 a	 vueltas	 con	 el
temor	de	Dios,	la	virtud	cristiana	y	la	piedad	humana	se	recordaba	que	Vicente	tenía
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fama	de	hombre	violento	y	en	cuanto	a	Juan,	que	su	estado	de	salud	(que	le	impedía
ir	 al	 trabajo	 todos	 los	 días)	 unido	 a	 las	 necesidades	 crecientes	 de	 su	 hogar,	 donde
había	 nacido	 un	 hijo,	 le	 hacían	 propenso	 a	 buscar	 recursos	 no	 lícitos.	 Terminaba
invocando	la	piedad	dentro	de	la	justicia.	Don	Ricardo	pareció	satisfecho.
     —No	es	más	que	la	pura	verdad.
     Luego	 tomaron	 chocolate	 acompañado	 de	 vino	 dulce	 y	 bizcochos.	 Don	 Ricardo
envió	recado	al	cura	del	pueblo	para	decirle	que	estaba	allí	su	colega	y	pocos	minutos
después	se	oía	su	vozarrón	por	los	pasillos.
     —Ave	María	Purísima.
     El	 cura	 de	 mi	 pueblo	 miraba	 con	 cierta	 escama	 aquella	 entrevista,	 pero	 hubiera
sido	 incapaz	 de	 la	 menor	 incorrección.	 Dijo	 amén	 a	 todo,	 aunque	 se	 guardó	 de
afirmar	 nada	 en	 relación	 con	 la	 culpabilidad	 de	 Juan	 y	 Vicente.	 Llegó	 incluso	 a
señalar	 la	 posibilidad	 de	 que	 el	 crimen	 (nadie	 dudaba	 de	 que	 el	 crimen	 existía)
hubiera	sido	obra	de	los	arrieros	de	algún	otro	pueblo	o	de	una	tribu	de	gitanos	que
días	 antes	 acampaba	 junto	 al	 puente	 del	 río.	 A	 don	 Ricardo	 aquellos	 juicios	 le
contrariaban,	y,	aunque	parecía	aceptarlos	con	gusto,	dijo	que	desgraciadamente	los
hechos	 estaban	 ya	 comprobados	 y	 que	 Vicente	 y	 Juan	 habían	 confesado.	 El	 cura
parecía	más	disgustado	que	sorprendido.
     —Hay	mucha	miseria	por	ahí	—dijo—,	pero	nunca	hubiera	creído	capaces	a	dos
hombres	de	la	ribera	del	Orna	de	matar	por	once	pesetas.	Ese	era	el	dinero	que	Sabino
tenía	en	el	bolsillo	el	día	que	«lo	mataron».	Once	pesetas	y	treinta	céntimos.
     A	aquella	reunión	fue	también	mi	padre,	pero	sin	otro	interés	que	el	de	informarse
de	 lo	 que	 se	 iba	 diciendo	 por	 el	 pueblo	 y	 saber	 la	 verdad.	 En	 casa	 de	 don	 Ricardo
había	siempre	la	«verdad	convencional»:	la	única	verdad	que	mi	padre	aceptaba	en	la
vida,	 aunque	 en	 los	 momentos	 críticos	 se	 decidía	 por	 los	 simples	 intereses	 de	 lo
humano	y	no	tenía	inconveniente	en	ayudar	a	un	pobre	hombre	caído	en	delito	si	con
ello	 le	 evitaba	 una	 miseria	 mayor.	 La	 «verdad»	 era	 que	 Juan	 y	 Vicente,
desmoralizados	 por	 las	 teorías	 liberales,	 habían	 dado	 muerte	 a	 Sabino	 para	 robarle.
Mi	padre	se	resistía	a	creerlo	y	trataba	de	hablar	de	los	tormentos	de	la	guardia	civil,
pero	 los	 dos	 curas	 y	 don	 Ricardo	 se	 negaban	 a	 oírlo.	 Sin	 embargo,	 mi	 padre	 no
acababa	de	aceptar	el	crimen.	Se	resistía	ante	los	hechos	donde	lo	humano	tomaba	un
carácter	abyecto.
     Mi	padre,	que	no	conocía	a	los	acusados,	estuvo	tratando	de	identificarlos,	con	la
ayuda	de	don	Ricardo.	Al	final	recordó	que	Juan	había	trabajado	un	verano	en	casa	y
que	 Vicente	 había	 ido	 dos	 veces	 a	 llevarle	 comunicaciones	 del	 Ayuntamiento	 en
relación	con	el	usufructo	de	la	leña	de	un	monte	de	mi	padre.	Aquel	hecho	de	haberle
llevado	una	carta	tenía	ahora	un	gran	relieve	porque	Vicente	era	el	triste	héroe	de	un
episodio	que	recordarían	las	generaciones.	Mi	padre	tomaba	una	posición	parecida	a
la	del	cura	que	se	lamentaba	por	el	prestigio	de	la	ribera	del	Orna.
     Llegaron	 el	 maestro	 y	 un	 contratista	 de	 carreteras	 que	 pasaba	 por	 ingeniero	 y
llevaba	lindas	polainas	y	calzón	de	montar.	Cantaba	con	una	hermosa	voz	de	barítono
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y	esa	circunstancia	hacía	que	no	le	discutiera	nadie	su	condición	de	ingeniero,	aunque
no	 era	 cierta.	 Don	 Ricardo,	 uno	 de	 cuyos	 hijos	 estudiaba	 verdaderamente	 para
ingeniero	de	caminos,	se	permitía	a	veces	alguna	broma	sobre	eso.
     El	tema	del	asesinato	de	Sabino	se	agotó	pronto	aunque	mi	padre	se	obstinaba	en
hablar	 de	 los	 tormentos	 de	 la	 guardia	 civil	 y	 como	 la	 merienda	 los	 había	 animado,
don	Ricardo,	con	aire	entre	solemne	y	misterioso,	se	levantó	y	salió	del	despacho.	Iba
a	 buscar	 a	 su	 madre	 que	 tenía	 fama	 de	 tocar	 bien	 el	 piano.	 Era	 muy	 vieja	 y	 estaba
llena	de	achaques.	Una	ruina	humana,	que	se	pasaba	la	vida	en	la	capilla	privada	de	la
familia,	a	donde	iba	el	cura	a	decir	misa	para	ella	sola.	Su	pecho	aparecía	constelado
de	 medallas	 y	 amuletos	 religiosos	 de	 oro	 y	 plata,	 que	 tintineaban	 al	 andar.	 En	 su
cabello	blanco	había	espacios	calvos	que	encubría	hábilmente.
     La	vieja	se	alegró	de	saber	que	el	contratista	de	carreteras	iba	a	cantar.	Después
de	 dar	 su	 mano	 a	 besar	 a	 los	 presentes,	 les	 rogó,	 con	 un	 gesto,	 que	 pasaran	 a	 otro
salón	 donde	 haría	 música.	 Allí	 se	 sentó	 al	 piano,	 los	 hombres	 encendieron	 cigarros
puros	menos	el	cura	de	nuestro	pueblo	que	sacó	la	cajita	del	rape;	el	contratista	quedó
de	 pie,	 esperando,	 y	 la	 vieja	 recorrió	 el	 teclado	 con	 sus	 dedos.	 Después	 inclinó	 la
cabeza	a	un	costado	y	sin	mirarle	le	preguntó	si	conocía	«La	oración	de	una	Virgen».
     Don	 Ricardo	 sonreía	 bajo	 su	 barbita,	 pensando	 en	 lo	 confortable	 que	 la	 vida
familiar	resultaba	cuando	la	providencia	deparaba	triunfos	como	el	de	Castelnovo.
     —Es	mi	predilecta	—contestó	el	barítono.
     La	 anciana	 inició	 los	 primeros	 acordes	 y	 comenzó	 la	 canción,	 lánguida,	 de	 aire
italiano,	 arrastrando	 mucho	 las	 notas	 ascendentes.	 Apenas	 se	 comprendía	 la	 letra,
pero	a	veces	llegaban	versos	completos	a	los	que	los	curas	prestaban	atención.	Don
Ricardo	 entornaba	 los	 ojos	 para	 dárselas	 de	 diletante	 y	 el	 maestro	 hacía	 constantes
gestos	de	afirmación	para	mostrar	la	gratitud	a	la	pianista,	al	cantante	y	sobre	todo	a
don	 Ricardo.	 Éste	 anticipaba	 en	 voz	 baja	 algunos	 versos.	 Esos	 versos	 eran	 «madre
adorada,	madre	de	Dios».	El	barítono	decía	que	iba	a	morir,	que	tenía	que	morir	un
día,	y,	en	ese	día,	suplicaba:	«haced	que	cierre	mis	ojos	Dios».
     Cuando	 terminó,	 sucedió	 un	 silencio	 emocionado.	 Don	 Ricardo	 comenzó	 a
aplaudir	discretamente	y	siguieron	los	demás.	El	cura	de	Castelnovo	dijo	que	no	sabía
qué	admirar	más,	si	a	la	pianista	o	al	cantante,	y	el	otro	lo	contempló,	sorprendido.
Allí	 no	 había	 nada	 que	 admirar	 sino	 la	 familia	 de	 don	 Ricardo.	 Éste,	 que	 parecía
abstraído,	suspiró	profundamente	y	dijo:
     —Soy	sentimental,	señores.	No	lo	puedo	remediar.
     Mi	padre	preguntó	a	don	Ricardo	si	se	sabían	otras	circunstancias	del	crimen.	Y
de	 paso	 insistió	 en	 los	 suplicios,	 sosteniendo	 que	 eran	 ciertos.	 La	 vieja	 se	 volvió
estremecida:
     —Por	Dios,	no	hablen	ustedes	de	eso.	¿Es	que	no	hay,	don	José,	otras	cosas	de	las
que	hablar?
     Don	Ricardo	decía,	conciliador,	que	por	un	lado	mi	padre	tenía	razón,	ya	que	era
el	 tema	 del	 día,	 y	 por	 otro,	 la	 delicada	 sensibilidad	 de	 su	 madre	 merecía	 el	 mayor
                                  ebookelo.com	-	Página	61
cuidado.	Y	añadió	que	en	aquello	de	la	sensibilidad	él	había	salido	a	su	madre.
    El	cura	lanzó	un	estornudo.	Don	Ricardo	se	estremeció;	de	tal	modo	el	estornudo
había	 sido	 oportuno.	 Pero	 al	 ver	 al	 cura	 con	 la	 cajita	 del	 rapé	 en	 los	 dedos,	 sonrió,
tranquilo.
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                                      Capítulo	XI
                         LA	«DILIGENCIA	DE	EXHUMACIÓN»
                                 ebookelo.com	-	Página	63
    El	juez	se	soplaba	las	manos	diciendo	que	la	mañanita	estaba	fresca.	El	sargento
le	ofreció	tabaco	y	el	juez	se	lo	agradeció	rehusando.
    —No	fumo	—dijo—.	He	sido	un	gran	fumador,	pero	no	fumo.
    Como	se	había	formado	un	grupo	y	el	juez	se	sentía	el	centro	de	las	atenciones,	se
creyó	en	el	caso	de	seguir	explicando:
    —He	 sido	 un	 gran	 fumador,	 pero	 conseguí	 dejarlo.	 Me	 costaba	 un	 sacrificio
enorme	y	quería	engañarme	con	cigarrillos	falsos,	de	menta	o	de	brea,	pero	todo	era
inútil.	 Por	 fin	 encontré	 un	 buen	 truco.	 Me	 compraba	 los	 guantes	 más	 caros	 que
encontraba	y	como	el	cigarrillo	me	los	quemaba	o	ensuciaba	demasiado,	fui	fumando
cada	vez	menos.	El	día	que,	a	pesar	de	eso,	vi	que	había	estropeado	un	par	de	guantes
de	gamuza,	me	dio	tal	coraje	que	tiré	los	cigarrillos	y	las	cerillas	y	ya	ven	ustedes:
hasta	ahora.
    El	sargento,	viendo	venir	a	un	guardia	con	un	pico	y	una	pala,	dijo:
    —Señor	juez,	aquí	están	las	herramientas.
    Entonces	el	juez	hizo	aproximarse	a	los	presos	con	un	gesto.
    —Digan	ustedes	el	lugar	donde	enterraron	a	la	víctima.
    Vicente	 vio	 que	 los	 dos	 campesinos	 que	 iban	 como	 testigos	 eran	 viejos	 amigos
suyos.	Uno	de	ellos	preguntó:
    —¿Qué	locura	os	ha	dao?
    —No	hay	locura	ninguna	—contestó	Vicente	con	sequedad.
    —Pues	peor	—dijo	el	campesino	con	dulzura.
    Los	 campesinos	 los	 consideraban	 perdidos.	 Les	 hablaron	 otra	 vez,	 pero	 el
sargento	les	rogó	que	se	abstuvieran	de	diálogos	inútiles.
    El	 juez	 repitió	 la	 pregunta.	 ¿Dónde	 enterraron	 al	 muerto?	 Vicente	 callaba.	 Juan
miraba	 a	 su	 alrededor.	 Uno	 de	 los	 campesinos	 dijo	 que	 había	 llovido	 varias	 veces
desde	 el	 día	 del	 crimen	 y	 que	 las	 huellas	 de	 la	 tierra	 removida	 serían	 confusas.	 El
sargento	reía	siniestramente:
    —Un	criminal	sabe	siempre	dónde	ha	puesto	el	«macabeo».
    Aquella	palabra	de	germanía,	«el	macabeo»,	refiriéndose	al	cadáver,	suscitó	en	el
juez	un	movimiento	de	impaciencia.	Juan	señalaba	vagamente	con	la	mano:
    —Por	ahí.
    El	juez	hizo	que	les	desataran	y	les	dio,	él	mismo,	la	pala:
    —Señalen	ustedes	el	lugar.
    Juan	veía	por	encima	de	los	hombros	del	juez	su	casita	blanca	y	humilde,	en	las
afueras	del	pueblo.	Ahora	salía	por	la	chimenea	un	hilo	de	humo.	Juan	se	dijo:	«No
ha	ido	a	casa	de	su	madre.	Quizá	su	madre	ha	ido	a	vivir	con	ella	en	nuestra	casa	y
ahora	están	haciéndole	la	sopita	al	niño».	El	sargento	se	le	acercó:
    —¿Eres	sordo?	¿No	has	oído	al	señor	juez?
    Juan	se	dirigió	torpemente	a	un	lugar	cualquiera	y	clavó	la	pala	en	la	tierra	con	un
movimiento	de	labrador.
    —Aquí.
                                  ebookelo.com	-	Página	64
     Uno	de	los	campesinos	dijo	que	allí	no	podía	ser,	porque	la	tierra	estaba	intacta.
Entonces	preguntaron	a	Vicente,	pero	éste	decía	que	no	recordaba.	El	sargento,	que
tomó	aquello	como	una	ofensa	personal,	se	acercó,	amenazador.	Entonces	Juan,	que
había	descubierto	un	espacio	donde	el	césped	había	sido	removido	y	aparecían	claros
de	 tierra	 rojiza,	 dijo	 que	 lo	 habían	 enterrado	 allí.	 Se	 acercaron	 y	 uno	 de	 los
campesinos	y	un	guardia	comenzaron	a	excavar.
     Cuando	 habían	 ahondado	 veinte	 o	 treinta	 centímetros,	 el	 juez	 declaró	 que
comenzaba	 a	 oler	 mal.	 Los	 demás	 le	 daban	 la	 razón	 y	 se	 retiraban	 del	 hoyo.	 Para
aquellos	 casos	 estaba	 bien	 un	 cigarrillo.	 Al	 decir	 esto	 el	 juez	 se	 quitaba	 el	 guante
izquierdo.
     Pero	 el	 hoyo	 alcanzó	 un	 metro	 de	 profundidad	 sin	 que	 apareciera	 cadáver
ninguno.	Cuando	preguntaban	a	los	presos	en	qué	consistía	aquello,	Juan	trataba	de
excusarse	mientras	Vicente	respondía	con	su	indiferencia	habitual:
     —Tenemos	la	cabeza	torpe	y	no	nos	acordamos.
     El	juez	había	perdido	su	jovialidad	y	miraba	nervioso	el	coche	y	la	carretera.	Juan
tenía	 miedo	 a	 perder	 la	 presencia	 del	 juez,	 aquella	 presencia	 que	 les	 permitía	 ser
tratados	si	no	como	personas,	con	la	indiferencia	que	se	tiene	por	los	animales.	Pero
el	juez	miraba	al	sargento	con	un	reproche.
     —Vean	si	pueden	localizar	el	cadáver	y	aplacemos	la	diligencia	para	mañana.
     Se	dirigía	al	coche,	irritado.	Juan	le	gritó	con	angustia:
     —Señor	juez.
     Pensando	 que	 en	 el	 cementerio	 había	 muchos	 cadáveres	 y	 que	 sería	 fácil
encontrar	 uno	 reciente,	 aseguró	 que	 para	 evitar	 que	 lo	 descubrieran	 lo	 habían
transportado	allí	por	la	noche	y	enterrado	en	una	fosa.	Aquello	tenía	el	aspecto	de	ser
cierto,	y	como	el	cementerio	no	estaba	lejos,	se	encaminaron	allí.	Vicente	iba	con	la
mirada	 y	 el	 pensamiento	 ausentes.	 Un	 gesto	 de	 fatalismo	 pesaba	 sobre	 sus	 cejas,
todavía	sin	cicatrizar.
     Llegaron	al	cementerio	y	uno	de	los	campesinos	fue	a	buscar	la	llave	después	de
intentar	abrir	la	puerta	metiendo	la	mano	entre	los	barrotes	de	hierro.	El	juez	preguntó
cómo	habían	entrado.
     —Yo	me	subí	a	la	tapia	—dijo	Juan—	y	Vicente	me	alcanzó	el	muerto.	Yo,	desde
arriba,	lo	tiré	adentro	y	entonces	brincamos	los	dos	y	lo	enterramos.
     Mientras	traían	la	llave	hicieron	subir	a	Juan	y	quedarse	en	la	posición	que	tenía
para	recibir	el	cadáver.	Hubo	que	quitarle	de	nuevo	las	esposas	y	las	cuerdas,	lo	que
el	sargento	hacía	lenta	y	reflexivamente.	Juan	subió	con	dificultad	y	quedó	a	caballo
en	el	muro.	Vio	otra	vez	su	casa	medio	oculta	detrás	de	una	pequeña	loma	y	en	las
afueras	del	pueblo	advirtió	un	grupo	de	gente.	La	noticia	había	circulado.	Salían	a	ver
a	 los	 criminales,	 pero	 no	 se	 atrevían	 a	 acercarse	 porque	 la	 guardia	 civil	 les
intimidaba.
     Llegó	la	llave.	El	juez,	el	secretario	y	los	testigos	entraron	y	la	guardia	civil	y	los
presos	quedaron	fuera.	Eso	permitió	al	sargento	cubrirlos	de	amenazas	en	voz	baja.
                                  ebookelo.com	-	Página	65
Después,	dirigiéndose	a	Vicente	le	ordenó:
    —Brinca	ahí	dentro.
    Juan	 seguía	 en	 lo	 alto	 del	 muro,	 donde	 decía	 que	 el	 día	 del	 crimen	 se	 había
quedado	«a	la	mira»	para	avisar	si	llegaba	gente.
    El	 juez	 preguntaba	 a	 Vicente	 dónde	 estaba	 el	 muerto	 y	 Vicente	 señaló	 una	 fosa
cualquiera,	pero	Juan	rectificó	desde	arriba	pensando	que	aquella	fosa	era	demasiado
antigua	y	señaló	otra	que	estaba	junto	a	una	zanja	abierta	y	vacía,	por	creer	que	era	la
última	 que	 había	 sido	 ocupada.	 Vicente,	 con	 un	 aire	 de	 sonámbulo,	 confirmó	 las
palabras	de	Juan	y	allí	fueron	todos.
    Cavaron	 y	 encontraron	 un	 ataúd	 viejo.	 Miraron	 a	 Vicente	 con	 aire	 intrigado	 y
Juan	se	apresuró	a	declarar	que	habían	hallado	un	ataúd	en	un	nicho	y	quitando	los
restos	 que	 había	 dentro	 habían	 metido	 allí	 el	 cuerpo	 de	 Sabino	 antes	 de	 enterrarlo.
Entonces	sacaron	fuera	el	ataúd	y	lo	abrieron.	Había	un	cuerpo	de	mujer	ya	vieja,	a
medio	momificar.	Juan	dijo	que	no	era	aquella	tumba	sino	la	inmediata.
    Se	excavó	la	fosa	contigua	y	hallaron	un	ataúd	podrido	por	la	humedad.	Dentro
no	había	más	que	huesos	envueltos	en	sudarios.	Aquel	muerto	databa	de	dos	años	lo
menos.
    El	juez,	disgustado	por	haber	perdido	el	tiempo	y	con	los	nervios	irritados	por	el
espectáculo,	 salió	 dirigiéndose	 al	 automóvil.	 Antes	 de	 que	 llegara,	 oyó	 un	 alarido,
pero	no	se	volvió	a	mirar.
    Los	testigos	fueron	marchándose	en	silencio.	Quedaron	los	guardias	y	los	presos.
Uno	 de	 los	 cadáveres	 seguía	 descubierto	 y	 obligaron	 a	 Vicente	 a	 cerrar	 el	 ataúd	 y
hacerlo	descender	a	la	fosa.	Atados	de	nuevo,	los	presos	fueron	saliendo	y	tomaron	el
camino	de	Castelnovo.
    Después	 de	 doblar	 la	 colina	 apareció	 a	 su	 vista	 el	 pueblo.	 Toda	 la	 población
(mujeres	 y	 viejos,	 porque	 los	 jóvenes	 estaban	 en	 el	 campo)	 habían	 salido	 a	 las
afueras.	 El	 sargento	 hizo	 detenerse	 a	 los	 presos	 y	 sacando	 unas	 cadenas	 ató	 el	 pie
derecho	de	Vicente	con	el	izquierdo	de	Juan.	Era	uno	de	sus	«sistemas	personales	de
seguridad».	 Como	 avanzaban	 torpemente,	 se	 adelantó	 un	 guardia	 y	 haciendo	 un
movimiento	a	derecha	e	izquierda	con	su	brazo	obligó	a	abrir	camino.
    Pasaban	 Juan	 y	 Vicente	 entre	 sus	 convecinos	 sin	 sentir	 humillación	 alguna.	 Las
mujeres	 comentaban	 con	 piedad	 la	 situación	 de	 los	 presos	 que	 iban	 andando
torpemente.
    —¿Qué	locura	os	dio,	Vicente?
    —¿No	tuviste	reparo	por	la	honra	de	tu	hijo,	Juan?	—dijo	otro.
    Los	 dos	 seguían	 andando	 como	 podían,	 mientras	 los	 guardias	 obligaban	 a	 abrir
paso.	La	culata	del	fusil	del	sargento	dio	en	una	rodilla	a	alguien,	con	un	ruido	seco,	y
se	oyó	a	una	vieja	echar	a	llorar	con	un	llanto	de	niño.
    Volvieron	 a	 encerrarlos	 en	 el	 calabozo	 de	 la	 casa	 consistorial.	 Un	 calabozo	 en
donde	 no	 había	 entrado	 nadie	 desde	 hacía	 treinta	 años,	 decían	 muy	 orgullosos	 los
liberales.
                                 ebookelo.com	-	Página	66
                                     Capítulo	XII
                      «LOS	CERDOS	SE	COMIERON	A	SABINO»
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    Comieron	un	poco	y	se	sentaron	en	silencio,	esperando	que	llegara	el	abogado,	si
verdaderamente	había	de	llegar,	porque	no	tenían	mucha	fe.	Les	parecía	irregular	que
alguien	se	preocupara	de	ellos.	Y	el	abogado	llegó	y	se	quedó	a	solas	con	los	presos.
Estaba	impaciente,	deseando	marcharse,	porque	el	cuarto	olía	mal.	Había	una	ventana
interior,	 cubierta	 de	 telarañas,	 que	 en	 tiempos	 daba	 a	 un	 corral	 y	 ahora,	 habiendo
construido	 un	 muro	 para	 destinar	 aquel	 rincón	 del	 corral	 a	 desagüe	 de	 los	 retretes,
recibía	 directamente	 las	 emanaciones	 del	 vertedero.	 A	 Juan	 le	 molestaba	 la	 idea	 de
que	pensara	el	abogado	que	aquel	olor	provenía	de	ellos.	El	abogado	les	preguntó	si
le	 aceptaban	 como	 defensor	 y	 les	 puso	 un	 papel	 en	 las	 manos	 y	 su	 pluma
estilográfica.	Firmaron	los	dos.	Antes	de	entrar	en	materia	les	preguntó	si	don	Manuel
era	 hombre	 verdaderamente	 rico	 y	 si	 los	 liberales	 del	 pueblo	 tenían	 influencia	 en
Ontiñena.	 Pensaron	 los	 presos	 que	 aquel	 abogado	 trabajaba	 por	 cuenta	 de	 don
Manuel.
    El	abogado	les	dio	las	gracias	por	haber	firmado	el	nombramiento	y	como	el	mal
olor	crecía,	llamó	al	sargento	y	le	pidió	que	llevaran	a	los	presos	al	cuarto	que	hacía
de	cuerpo	de	guardia.
    El	sargento	accedió.	En	el	cuerpo	de	guardia	pidió	el	abogado	que	desataran	a	los
presos,	 pero	 el	 sargento	 dijo	 que	 aquello	 era	 facultativo	 de	 la	 guardia	 civil	 porque
eran	ellos	los	responsables	de	los	delincuentes	y	si	se	fugaban	le	exigirían	cuentas.	El
abogado	 torció	 el	 gesto	 sin	 contestar	 y	 pidió	 que	 les	 dejaran	 solos.	 Los	 guardias	 se
fueron	y	quedaron	custodiando	las	puertas.
    El	abogado,	sacando	un	papel	de	la	cartera,	fue	leyéndolo	por	encima.
    —Han	confesado	ustedes	el	crimen,	según	parece	—advirtió.
    Vicente	 protestaba;	 bastaba	 con	 mirarle	 a	 la	 cara	 para	 comprender	 que	 aquella
declaración	 les	 había	 sido	 arrancada	 con	 tormentos	 y	 suplicios.	 Juan,	 que	 apenas
podía	 hablar,	 desnudó	 algunas	 partes	 de	 su	 cuerpo	 y	 mostró	 heridas	 y	 equimosis
sangrientas.	El	abogado	no	parecía	impresionado.	El	argumento	de	los	tormentos	era
inútil,	 porque	 ponía	 en	 entredicho	 a	 una	 institución	 tan	 prestigiosa	 como	 la	 guardia
civil,	 cuyos	 jefes	 pertenecían	 a	 familias	 de	 influencia	 política.	 Aquel	 argumento	 no
podía	 usarlo	 sin	 debilitar	 las	 instituciones	 del	 Estado.	 El	 abogado	 tenía	 una	 actitud
aburrida	 y	 displicente	 y	 más	 que	 oír	 a	 los	 acusados	 se	 le	 veía	 preocupado	 por	 las
incomodidades	de	su	visita	al	pueblo.	Sin	embargo,	seguía	interrogando:
    —¿Parece	que	no	han	encontrado	el	cadáver?
    —No,	señor.
    —¿En	qué	estado	se	encuentran	las	diligencias?
    No	sabían	lo	que	quería	decir.	Aclaró	el	abogado	que	se	trataba	de	saber	lo	que
había	ocurrido	por	la	mañana,	de	conocer	las	declaraciones	últimas.
    Le	 pusieron	 en	 pormenores.	 Al	 saber	 que	 el	 cadáver	 había	 sido	 despedazado	 y
dado	a	comer	a	los	cerdos	pareció	consternado.	Vicente	explicó:
    —Ya	comprenderá	usted	que	todo	eso	son	embustes.
    Creía	que	su	inocencia	era	tan	patente	que	cualquier	persona	que	no	fuera	guardia
                                  ebookelo.com	-	Página	68
civil	 ni	 juez	 había	 de	 verlo	 por	 sí	 misma.	 Pero	 el	 abogado	 parecía	 de	 pronto
desalentado:
    —El	hacer	desaparecer	el	cadáver	de	esa	manera,	ha	sido	un	mal	paso.
    Vicente	se	sobresaltó:
    —Pero	es	mentira,	señor	abogado.	Éste	—y	señalaba	a	Juan—	lo	ha	dicho	porque
algo	tenía	que	inventar	para	que	no	lo	martirizaran	más.
    Aquello	 de	 los	 martirios	 él	 no	 podía	 usarlo	 —insistía—	 como	 argumento	 sin
quebrantar	las	instituciones	del	Estado.
    Se	veía	que	el	sargento	tenía	más	fuerza	y	más	autoridad	que	todos	los	abogados
del	mundo	y	aquello	espantaba	a	Vicente.
    —Ha	sido	un	mal	paso	—repetía	el	abogado.
    Quedaron	los	tres	en	silencio.	El	abogado	añadió:
    —La	defensa	es	más	fácil	si	el	cadáver	no	aparece,	porque	siempre	se	puede	dejar
en	el	aire	la	sospecha	de	la	inocencia	y	por	lo	menos	la	sentencia	no	es	capital.	Esa
declaración	nos	va	a	perturbar.
    El	 abogado	 creía	 en	 la	 culpabilidad	 de	 los	 dos.	 De	 una	 manera	 un	 poco
desesperada,	con	el	espanto	de	que	todos,	hasta	el	defensor,	le	creyeran	culpable,	se	le
acercó	Vicente	y	le	tomó	el	brazo:
    —Somos	 inocentes.	 No	 hemos	 matado	 a	 nadie.	 Soy	 un	 hombre	 honrado	 que
puede	andar	con	la	cara	levantada	por	todo	el	mundo.
    El	abogado	lo	miró	con	cierto	recelo	y	le	rogó	que	se	tranquilizara	y	se	sentara.
Luego	afirmó	muy	convencido:
    —El	caso	no	está	perdido	ni	mucho	menos.	Otros	he	visto	tan	difíciles	como	éste
y	hemos	salido	adelante.
    Luego	les	dijo	que	don	Ricardo	se	había	ocupado	de	sus	familias	y	que	al	saberlo
don	Manuel	se	puso	por	medio	y	dio	un	empleo	a	la	mujer	de	Vicente	y	dinero	a	la	de
Juan,	 con	 lo	 cual	 don	 Ricardo	 tuvo	 que	 hacerse	 a	 un	 lado.	 Pero	 don	 Ricardo	 había
invitado	 a	 cazar	 al	 juez	 de	 Ontiñena	 y	 le	 había	 enviado	 su	 automóvil	 para	 las
diligencias	de	aquella	mañana.	Don	Ricardo	era	un	enemigo	poderoso.	Vicente	y	Juan
veían	que	las	maquinaciones	del	abogado	partían	de	la	base	del	asesinato	de	Sabino,
incluso	de	la	desaparición	del	cadáver	entre	los	dientes	de	los	cerdos.	Es	decir,	que	el
«delito»	estaba	fuera	de	discusión.
    Precisamente	 las	 huellas	 de	 los	 suplicios	 les	 daban	 a	 los	 presos	 un	 aspecto
sospechoso	para	el	abogado,	quien	veía	en	el	hecho	de	que	hubieran	sido	apaleados
un	 elemento	 de	 culpabilidad.	 Estando	 patente	 el	 «castigo»	 tenía	 que	 estar	 también
clara	 la	 culpa.	 No	 era	 razonable	 aquello,	 pero	 ninguna	 de	 las	 cosas	 decisivas	 del
hombre	las	resuelve	la	razón.	El	abogado	miraba	a	Juan:
    —¿Qué	dice	usted?	—le	preguntó.
    Juan	señalaba	su	boca	herida	y	callaba,	pero	trató	de	hablar	con	un	acento	gutural
y	nasal,	haciendo	de	las	«m»,	que	no	podía	pronunciar,	«b».	Todo	aquello,	unido	a	la
inflamación	de	la	parte	inferior	de	la	cara	y	a	la	hosca	expresión	de	sus	ojos	(le	dolían
                                 ebookelo.com	-	Página	69
terriblemente	los	dientes),	le	daba	un	aspecto	bárbaro	y	estúpido	y	el	abogado	veía	el
asunto	más	difícil	ahora,	después	de	oír	el	timbre	de	aquella	voz.
    —Ya	veremos.	No	hay	que	desesperar.	De	otras	hemos	salido.
    Con	el	mismo	aire	indiferente	fue	instruyéndolos	de	lo	que	había	que	decir	en	las
nuevas	declaraciones	ante	el	juez	para	prepararles	la	defensa.	Los	dos	le	escuchaban
aceptando	ya	fatalmente	«su	culpabilidad»	y	buscando	el	mal	menor.
    Dijo	el	abogado	a	Juan	que	puesto	que	era	él	quien	aparecía	más	«cargado»	por	su
propia	 confesión,	 tenía	 que	 aprovechar	 la	 circunstancia	 de	 que	 la	 esposa	 de	 la
víctima,	la	Adela,	era	una	mujer	de	costumbres	casquivanas	y	había	que	dar	al	crimen
el	carácter	de	un	hecho	pasional.	No	mató	a	Sabino	para	robarle,	sino	que	teniendo
Juan	 vida	 íntima	 con	 Adela	 (como	 tenían	 tantos	 otros)	 y	 sabiéndolo	 Sabino,	 se
encontraron	en	la	carretera,	de	noche,	riñeron	y	Juan	mató	a	Sabino	defendiéndose.
Juan	protestaba:
    —¿Qué	dirá	mi	mujer?	Yo	no	le	he	faltado	nunca,	a	mi	mujer.
    —Es	la	única	manera	—decía	el	abogado	terminantemente—	de	que	el	fiscal	no
pida	para	usted	la	pena	capital.
    En	cuanto	a	Vicente,	ayudó	a	transportar	el	cadáver	al	lado	de	una	casa	aislada,
junto	al	río	y	quizá	lo	registró	y	se	quedó	con	el	dinero	que	llevaba.	Los	cerdos	de	la
casa	 de	 labor	 (si	 había	 alguna	 donde	 hubiera	 varios	 cerdos	 sueltos)	 devoraron	 el
cadáver	 y	 los	 restos	 que	 quedaron	 los	 arrojó	 Vicente	 al	 río.	 Así	 se	 atenuaba	 la
responsabilidad.	El	abogado	dividía	entre	los	dos	la	culpa	de	modo	que	en	cada	uno
el	delito	fuera	menos	grave.
    Repitió	esas	instrucciones	minuciosamente:
    —Usted	—le	dijo	a	Vicente—	no	tuvo	nada	que	ver	en	el	asesinato	y	usted	—a
Juan—	 no	 ha	 tocado	 una	 sola	 de	 las	 monedas	 de	 Sabino,	 ni	 intervenido	 en	 la
desaparición	 de	 su	 cadáver.	 Y	 sobre	 todo,	 no	 olvide	 que	 usted	 se	 acostaba	 con	 la
Adela	y	que	antes	de	matar	a	Sabino	riñeron.
    Todavía	 volvió	 a	 repetir	 esas	 instrucciones.	 Añadió	 que	 probablemente	 al	 día
siguiente	serían	trasladados	de	nuevo	a	Ontiñena,	ante	el	juez.
    El	abogado	se	marchó	y	los	presos	volvieron	a	su	calabozo.	Ninguno	de	los	dos
creía	en	la	culpabilidad	del	otro,	después	de	haber	visto	los	elementos	de	defensa	que
preparaba	 el	 abogado	 y	 que	 no	 era	 sino	 una	 sarta	 de	 embustes	 hábiles.	 Si	 con	 una
serie	de	falsedades	se	les	podía	salvar	de	la	muerte,	también	se	les	podía	llevar	a	ella,
es	decir,	a	la	horca,	con	motivos	falsos.
    Vicente	sentía	una	gran	indiferencia	y	una	gran	fatiga.	Los	dos	se	encontraban,	sin
embargo,	un	poco	más	tranquilos.
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                                   Capítulo	XIII
           EL	SULTÁN	Y	EL	CAPITÁN	SE	ENCUENTRAN	EN	LA	PLAZA
En	casa	de	don	Manuel	se	habían	reunido	algunos	de	sus	amigos.	Don	Manuel	era	un
hombre	 de	 pocas	 palabras.	 De	 apariencia	 tosca	 y	 violenta,	 en	 el	 fondo	 llevaba	 su
agudeza	oculta,	como	un	estilete,	al	revés	que	don	Ricardo,	cuya	astucia	iba	envuelta
en	dulzura.
    Don	Manuel	vestía	descuidadamente	y	estaba	presente	en	muchas	de	las	faenas,
como	descargar	el	fertilizante	o	trillar	en	la	era,	cosa	que	nunca	hacía	don	Ricardo.
Despreciaba	 las	 formas	 sociales	 y	 no	 esperaba	 obtener	 por	 ellas	 más	 autoridad.	 Su
astucia	consistía	en	el	recelo	avisado	del	campesino	y	su	arma	principal	en	ocultar	esa
astucia	manteniendo	una	apariencia	simple	y	un	poco	brutal	que	engañaba	a	los	pocos
avisados.
    Entre	los	reunidos	figuraba	el	maestro,	que	era	incondicional	de	don	Manuel.
    Estaban	también	los	dos	médicos	del	pueblo,	uno	de	ellos	forastero,	el	titular.	Al
otro	le	había	prohibido	el	Colegio	provincial	el	ejercicio	de	la	medicina	y	aquel	veto
le	incapacitaba	para	desempeñar	la	«titular»	allí	y	en	cualquier	otra	parte.	Pero	era	un
ganadero	rico	y	no	le	importaba.
    El	médico	joven	era	muy	entusiasta	de	su	profesión.	Don	Manuel,	que	no	creía	en
la	 medicina,	 le	 trataba	 con	 una	 cordialidad	 un	 poco	 irónica.	 Había	 también	 un
concejal,	el	veterinario	y	dos	almacenistas	de	cereales.
    Todos	eran	liberales	y	enemigos	de	don	Ricardo	y	veían	en	don	Manuel	su	jefe
político.
    La	decisión	de	don	Ricardo	de	ayudar	a	las	familias	de	Juan	y	Vicente	la	recibió
don	 Manuel	 como	 una	 ofensa	 y	 en	 aquella	 reunión	 se	 apresuró	 a	 explicar	 a	 sus
amigos	lo	que	había	hecho.	La	mujer	de	Vicente	tenía	ya	trabajo	regular	en	el	horno
del	pueblo.	A	la	de	Juan	le	había	enviado	víveres	y	dinero	y	dado	a	entender	que	el
porvenir	de	su	hijo	«corría	de	su	cuenta».	El	médico	titular	llevaba	noticias	frescas:
    —¿Sabe	usted	lo	que	dice	don	Ricardo?
    Don	 Manuel	 reía	 de	 medio	 lado,	 esperando	 lo	 que	 había	 dicho	 su	 enemigo
político.
    —Dice	que	se	adelantó	a	ofrecer	ayuda	a	las	familias	porque	era	la	única	manera
de	que	nosotros,	es	decir,	usted,	les	ayudara.	Algo	así	como	una	provocación	para	que
los	liberales	cumplieran	con	su	deber.
    Don	Manuel	sonrió	y	movió	la	cabeza.
    —Es	muy	puta,	don	Ricardo.
    Era	probable	que	sin	aquel	gesto	de	su	rival	don	Manuel	no	hubiera	pensado	en
ayudar	 a	 las	 familias.	 En	 todo	 caso	 los	 dos	 lo	 hacían	 con	 estímulos	 políticos,
importándoles	poco,	en	realidad,	los	hogares	de	Juan	y	Vicente.
    Se	comentaban	las	últimas	declaraciones	de	los	presos.	Aquello	de	que	hubieran
                                ebookelo.com	-	Página	71
dado	a	comer	el	cadáver	a	los	cerdos	escalofriaba	a	todo	el	mundo.	La	gente	trataba
en	vano	de	identificar	qué	cerdos	serían	los	que	lo	habían	devorado.
    La	esposa	de	don	Manuel	había	preparado	vino	caliente	y	miel.	Pastas	fabricadas
por	ella	se	amontonaban	en	una	fuente	al	lado	de	pequeñas	lonchas	de	jamón.	Junto	al
fuego,	 que	 producía	 en	 el	 ancho	 tubo	 de	 la	 chimenea	 un	 sordo	 rumor	 entre	 los
chasquidos	 secos	 de	 la	 savia,	 todos	 se	 sentían	 bien.	 El	 médico	 se	 obstinaba	 en	 que
don	 Manuel	 debía	 beber	 menos	 y	 guardarse	 también	 del	 jamón.	 Tenía	 en	 su	 floja
corpulencia	 anuncios	 de	 diabetes.	 Don	 Manuel	 se	 burlaba	 y	 decía	 que	 si	 se	 lo
limitaban	todo,	no	tenía	interés	en	vivir.
    Se	sentían	los	liberales	en	derrota,	y	comentaban	las	peripecias	del	proceso	con
un	 aire	 culpable.	 Don	 Manuel	 se	 interesaba	 más	 que	 nunca	 por	 los	 hechos	 y	 las
palabras	 de	 don	 Ricardo	 y	 no	 veía	 por	 dónde	 atacarle	 en	 aquel	 desgraciado	 suceso
donde	nada	se	podía	hacer	sino	esperar.
    Cuando	llegó	el	abogado	le	preguntaron	sus	impresiones,	que	no	eran	ni	mucho
menos	optimistas.	Don	Manuel	se	encogía	de	hombros	acostumbrado	ya	y	repetía:
    —Percances	de	esos	los	han	tenido	los	conservadores	mil	veces.
    El	abogado	iba	dando,	en	público,	la	versión	que	convenía	más	a	sus	defendidos.
Juan	se	entendía	hacía	tiempo	con	la	mujer	de	Sabino	y	el	crimen	fue	motivado	por
los	celos.
    —Ya	decía	yo.	La	muerte	no	fue	por	dinero.
    Coincidía	don	Manuel	con	el	cura	y	con	todos	los	ribereños	patriotas.	Un	hombre
del	Orna	no	mataba	para	robar.	Y	menos	para	robar	once	pesetas.
    A	 pesar	 de	 eso,	 el	 abogado	 no	 era	 optimista.	 Iba	 a	 ser	 difícil	 salir	 con	 bien	 de
aquel	 trance.	 Le	 preguntaron	 mil	 cosas,	 pero	 el	 abogado,	 que	 no	 estaba	 bastante
enterado	y	no	quería	confesarlo,	se	encerraba	en	el	«secreto	del	sumario».	Esto	daba
una	gran	autoridad	a	lo	que	había	dicho	antes.
    El	 pesimismo	 del	 abogado	 se	 les	 había	 contagiado	 a	 todos.	 Oscurecía	 y	 por	 las
dos	 ventanas	 que	 había	 al	 lado	 de	 la	 chimenea	 se	 veían	 las	 primeras	 luces	 que	 se
encendían	en	las	esquinas	lejanas	como	ampollas	de	oro	líquido,	mucho	más	claras
bajo	la	luz	dudosa	de	la	tarde.	Estaban	alrededor	del	fuego	(el	mes	de	noviembre	era
frío)	y	seguían	con	su	rito	del	vino	caliente	y	el	jamón.	El	abogado	iba	relatando	la
situación	 miserable	 de	 los	 dos	 detenidos,	 las	 condiciones	 en	 que	 vivían,	 o	 mejor
dicho,	iban	muriendo.	Las	lamentaban,	pero	nadie	se	sorprendía.
    Se	oían	las	esquilas	de	los	ganados,	que	iban	entrando	en	sus	apriscos	por	la	parte
trasera	 de	 la	 casa.	 Al	 mismo	 tiempo	 llegó	 el	 mayordomo	 muy	 acalorado	 y	 pidió	 al
médico	 que	 marchara	 inmediatamente	 a	 la	 farmacia,	 donde	 había	 un	 herido.	 El
mayordomo	 estaba	 nervioso	 y	 trataba	 de	 decir	 demasiadas	 cosas	 al	 mismo	 tiempo.
Don	Manuel	lo	miraba	entornando	los	ojos,	queriendo	averiguarlo	todo	demasiado	de
prisa	 también.	 Comenzó	 el	 mayordomo	 contando	 que	 los	 pastores	 de	 don	 Ricardo
estaban	entrando	en	el	pueblo	con	las	reses	para	el	matadero	y	que	les	acompañaba	el
mastín	mayor	de	la	cabaña,	Sultán.	Un	perro	que	había	matado	en	riña	tres	mastines
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de	las	otras	casas	fuertes.	Todos	pusieron	atención	en	el	relato.
    Al	llegar	los	pastores	a	la	plaza,	apareció	la	cabaña	menor	de	don	Manuel.	Iba	con
ella	el	mastín	predilecto	del	amo.
    —¿El	Capitán?	—preguntó	el	médico.
    Don	Manuel	afirmó,	con	la	cabeza.
    Durante	 más	 de	 media	 hora	 los	 dos	 perros	 se	 mordieron,	 rodaron	 por	 tierra,	 y
volvieron	 a	 atacarse	 entre	 rugidos	 espantosos.	 Los	 campesinos	 se	 retiraban	 y	 los
miraban	 desde	 lejos,	 temerosos	 de	 intervenir.	 El	 Sultán	 había	 recibido	 la	 primera
acometida	sin	prevenirse	y	en	el	embate	perdió	el	collar	que	debía	ir	mal	cerrado	o
con	 las	 hebillas	 rotas	 (todos	 acentuaron	 su	 curiosidad	 y	 en	 los	 ojos	 de	 don	 Manuel
había	una	lucecita	de	gozo).	Don	Manuel	preguntó:
    —¿Llevaba	el	Capitán	las	carlancas	de	pelea?
    El	mayordomo	dijo	que	sí.	Don	Manuel	volvió	a	preguntar:
    —¿Entonces	habrá	matado	al	perro	de	don	Ricardo?
    —No,	señor,	pero	en	dos	meses	no	sale	de	casa	el	Sultán.
    Todos	 lo	 celebraban.	 Al	 perder	 el	 collar,	 los	 pastores	 de	 don	 Ricardo	 quisieron
intervenir	 y	 se	 acercaron	 con	 los	 tochos	 en	 alto,	 pero	 el	 Capitán	 les	 amagó	 y	 se
apartaron	 prudentemente.	 El	 Capitán	 volvía	 sobre	 Sultán,	 que	 en	 vano	 buscaba	 el
cuello	de	su	enemigo	porque	tropezaba	con	los	pinchos	de	la	carlanca	y	se	hería	en	la
boca.	El	Sultán	sangraba	ya	por	los	muñones	de	sus	orejas	(los	mastines	llevaban	las
orejas	cortadas	al	ras	para	no	ofrecerlas	como	presa	a	sus	enemigos)	y	tenía	un	ojo
casi	fuera	de	la	órbita.	Capitán,	que	parecía	darse	cuenta	de	la	ventaja,	se	alzaba	sobre
sus	patas	traseras	y	rugía	buscándole	el	cuello.
    Y	 cuando	 el	 Sultán	 estaba	 ya	 vencido	 y	 se	 limitaba	 a	 defenderse,	 cubierto	 de
sangre,	apareció	el	mayordomo	de	don	Ricardo	y	comenzó	a	insultar	a	sus	pastores
porque	 no	 intervenían.	 Al	 mismo	 tiempo	 cogió	 del	 suelo	 un	 pedrusco	 y	 lo	 arrojó
contra	 el	 Capitán	 (don	 Manuel	 arrugaba	 el	 entrecejo).	 No	 le	 acertó,	 y	 el	 pedrusco
rebotó	 en	 el	 suelo,	 fue	 trompicando	 y	 dio	 un	 golpe	 en	 la	 puerta	 de	 la	 iglesia,	 que
resonó	 sordamente.	 El	 mayordomo,	 que	 parecía	 enloquecido,	 quería	 acercarse	 a	 los
perros,	 pero	 no	 se	 atrevía.	 Tomo	 otra	 enorme	 piedra	 y	 la	 lanzó	 con	 más	 brío	 sobre
Capitán,	pero	el	animal	la	esquivó	y	la	piedra	dio	un	gran	rebote	y	fue	a	encontrar	la
cabeza	de	Ignacio,	el	cuñado	de	Morel,	que	estaba	con	otros	al	lado	de	los	porches	de
la	abadía.	Le	hizo	una	brecha	y	desmayado	lo	llevaron	a	la	farmacia.
    Los	 pastores	 de	 don	 Ricardo	 intervenían	 ya,	 y	 como	 el	 Sultán	 estaba	 medio
muerto,	los	pastores	de	don	Manuel	llamaron	al	Capitán	y	lograron	tranquilizarlo	y
llevárselo.	 Todo	 el	 pueblo	 comentaba	 la	 pelea	 y	 mientras	 unos	 se	 alegraban	 de	 la
derrota	de	Sultán,	otros	decían	que	el	combate	había	sido	desigual,	porque	el	perro	de
don	 Ricardo	 había	 perdido	 la	 carlanca.	 En	 todo	 caso	 constituía	 una	 victoria	 y	 don
Manuel	recobraba	su	optimismo	y	su	aire	provocador.	Pidió	que	le	trajeran	el	Capitán
a	su	presencia.
    El	perro	entraba	lentamente	en	la	amplia	cocina	dejando	sobre	las	baldosas	rojas
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las	 huellas	 de	 sus	 zarpas	 como	 las	 de	 un	 león.	 Tenía	 la	 cabeza,	 grande	 y	 maciza,
manchada	de	sangre,	pero	el	pastor	que	lo	acompañaba	se	apresuró	a	advertir	que	era
sangre	de	su	enemigo	y	que	el	Capitán	no	tenía	más	que	una	pequeña	dentellada	en	el
brazuelo,	que	le	había	sido	curada	ya	con	vino.	El	perro	quedó	en	medio	de	la	cocina
mirando	a	su	alrededor	con	indiferencia.	Sus	ojos	estaban	tintos	en	sangre.
     Don	Manuel	lo	contemplaba	con	orgullo.
     —¡Capitán!	—llamó.
     El	perro	era	grande	como	un	ternero	de	ocho	meses.	Don	Manuel	tomó	jamón	de
la	fuente	y	se	lo	fue	dando.	El	perro	lo	tragaba	sin	masticar.	El	pastor	lo	contemplaba
con	un	asomo	de	envidia	porque	el	jamón	no	lo	probaba	durante	años	enteros.	Don
Manuel	 acariciaba	 la	 cabeza	 del	 perro,	 revisaba	 las	 hebillas	 de	 la	 carlanca,	 y
reconocía	los	colmillos,	que	eran	largos	y	afilados	como	los	de	un	tigre.
     Luego	 añadió	 que	 había	 que	 emparejarlo	 con	 la	 Diana,	 para	 asegurar	 la
descendencia	 y	 aumentar	 las	 defensas	 de	 la	 cabaña.	 El	 pastor	 advirtió	 que	 la	 Diana
estaba	en	el	monte,	con	la	cabaña	grande,	pero	bajaría	al	pueblo	antes	de	dos	meses.
Don	 Manuel	 dijo	 al	 pastor	 que	 se	 marchara	 y	 dejara	 el	 perro	 allí.	 Capitán	 avanzó,
pasó	rozando	las	rodillas	del	amo	y	fue	a	dejarse	caer	sobre	una	piel	de	carnero	que
cubría	 un	 banco	 de	 madera	 adosado	 al	 muro	 del	 fondo,	 detrás	 del	 fuego.	 Puso	 su
pesada	cabeza	entre	las	dos	zarpas	y	fue	adormeciéndose.	Don	Manuel	veía	en	aquel
animal	descansar,	por	el	momento,	el	prestigio	de	la	familia.
     El	 abogado	 volvía	 a	 aludir	 a	 la	 situación	 miserable	 de	 los	 presos	 y	 a	 las
dificultades	 que	 les	 esperaban,	 pero	 don	 Manuel,	 que	 había	 llamado	 de	 nuevo	 al
mayordomo,	 le	 preguntaba	 con	 cierta	 complacencia	 por	 la	 importancia	 de	 la	 lesión
recibida	por	el	cuñado	de	Morel.
     —No	sé,	don	Manuel,	pero	parece	que	se	lo	llevaban	sin	conocimiento.
     Aquello	satisfacía	a	don	Manuel.	Habría	responsabilidades	para	el	mayordomo	de
don	 Ricardo,	 lo	 que	 era	 decir	 que	 las	 tendría	 que	 afrontar	 el	 mismo	 don	 Ricardo.
Tuvo	la	idea	de	sugerir	al	médico	que	prolongara	la	curación,	para	llegar	al	plazo	en
que	las	responsabilidades	son	ya	de	«juzgado	de	instrucción»,	es	decir,	a	los	cuarenta
y	un	días.	Don	Manuel	no	se	atrevía,	sin	embargo,	a	hacerlo	porque	sentía	un	cierto
respeto	por	la	independencia	de	aquellos	seres	que	no	vivían	de	las	tierras	ni	de	los
ganados,	sino	de	unos	conocimientos	que	llevaban	dentro,	pero	pensó	que	en	el	caso
contrario	don	Ricardo	lo	hubiera	hecho	(indirectamente,	como	siempre)	y	con	éxito.
«No	 soy	 bastante	 rico»,	 pensaba.	 Y	 como	 tenía	 que	 sacar	 algún	 partido	 de	 aquella
debilidad,	dijo	en	voz	alta:
     —Nosotros,	los	liberales,	somos	incapaces	de	maniobrar	con	la	desgracia	de	otro.
     Y	añadió	dirigiéndose	al	otro	médico:
     —Haga	 usted	 lo	 que	 pueda,	 doctor,	 para	 que	 las	 responsabilidades	 del
mayordomo	de	don	Ricardo	sean	menores.
     Todos	sintieron	la	generosidad	de	aquellas	palabras.	Su	mujer,	que	iba	y	venía	sin
intervenir	nunca	en	las	conversaciones,	se	lo	quedó	mirando	con	ternura:
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   —Demasiado	bueno,	eso	es	lo	que	eres	tú.
   El	abogado	volvía	a	hablar	de	los	presos,	pero	don	Manuel	contemplaba	el	perro
dormido.
   —¿Quién	diría	que	tiene	sólo	tres	años?	—repetía.
   Luego,	por	atender	de	algún	modo	al	abogado,	le	dijo	distraído:
   —¿Con	que	Juan	se	entendía	con	la	mujer	de	Sabino?	¡Valiente	pillastre!
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                                     Capítulo	XIV
                         UN	CLAVO	EN	LA	PUERTA	DEL	PENAL
Los	 seis	 meses	 transcurridos	 sin	 que	 Sabino	 reapareciera	 no	 hicieron	 cambiar	 de
opinión	a	la	señora	Antonia.	A	Sabino	su	hijo	no	lo	había	matado	nadie.	No	se	trataba
de	una	opinión,	sino	de	una	evidencia	oscura	que	llevaba	«en	las	entrañas».
     El	juez	seguía	invitándola	a	declarar	y	ella	seguía	negándose.	No	quería	intervenir
para	 nada	 en	 aquello.	 La	 ley	 no	 la	 obligaba	 y	 ella	 se	 aprovechaba	 de	 aquella
delicadeza	de	la	ley.
     En	Ontiñena	no	se	hicieron	más	diligencias.	En	ese	intervalo	tanto	Vicente	como
Juan	 habían	 ido	 restableciéndose	 de	 las	 lesiones	 y	 heridas.	 Sus	 barbas	 crecieron
demasiado	y	el	barbero	del	pueblo	intervino	dos	veces.	En	las	mejillas	y	en	el	bigote
quedaban	anchas	calvas	que	recordaban	los	suplicios.	Las	cicatrices	de	las	cejas	eran
todavía	rosáceas,	y	también	las	de	las	manos	y	el	antebrazo.
     Y	 la	 primavera	 invitaba	 al	 bienestar.	 Fue	 entonces,	 en	 la	 primavera,	 cuando	 el
juez	acordó,	antes	de	trasladar	la	causa	a	la	Audiencia,	la	reconstrucción	del	crimen.
Los	presos	fueron	trasladados	una	vez	más	a	Castelnovo.	El	juez	y	el	secretario	iban
en	el	Hispano	de	don	Ricardo,	pero	salieron	ocho	horas	más	tarde.	Cuando	llegaron
encontraron	al	pueblo	agrupado	en	las	afueras,	esperándolos.	Los	presos	estaban	en	el
calabozo	y	fueron	sacados	con	ciertas	precauciones.	Después	de	aquel	largo	intervalo
los	campesinos	se	habían	acostumbrado	a	la	idea	del	crimen.	Juan	y	Vicente,	eran	dos
asesinos.	Y	Juan,	además,	habiéndose	acostado	con	la	Adela,	tenía	en	su	mujer	ahora
un	aliado	lleno	de	amargas	reservas.
     Llegaron	a	la	carretera	y	se	detuvieron	a	un	tiro	de	honda	de	la	Venta	del	Fraile.
Un	campesino	hacía	el	papel	de	Sabino,	la	víctima.	Hubo	que	repetir	muchas	veces	la
escena	 y	 cada	 vez	 resultaba	 diferente.	 Se	 contradecían	 los	 dos	 acusados	 y	 aquello
llevaba	trazas	de	no	terminar	nunca.	En	los	autos	constaba	que	Juan	había	trasladado
por	sí	solo	el	cuerpo	hasta	dejarlo	junto	a	las	tapias	de	la	casa	de	labor	por	el	lugar
opuesto	a	la	carretera,	de	modo	que	no	lo	vieran	los	caminantes.	En	la	reconstrucción
resultaba	que	Juan,	solo,	apenas	podía	mover	el	cuerpo	del	campesino,	que	tenía	el
peso	aproximado	de	Sabino.	El	secretario	dijo	que	quizá	la	vida	del	calabozo	le	había
debilitado,	pero	el	juez	se	obstinaba	en	que	lo	habían	trasladado	entre	los	dos	y	como
el	 sargento	 apoyaba	 al	 juez	 con	 gestos	 y	 miradas,	 convinieron	 los	 acusados	 en	 que
habían	trasladado	el	cuerpo	llevándolo	uno	por	los	pies	y	otro	por	los	hombros.
     En	 la	 reconstrucción	 faltaban	 los	 cerdos.	 El	 propietario	 de	 la	 casa	 de	 labor	 dijo
que	en	los	días	del	crimen	tenía	cuatro	que	solían	andar	sueltos	y	a	ellos	se	unían	dos
más,	de	la	Venta	del	Fraile.	Los	de	la	Venta	del	Fraile	no	figuraban	en	el	sumario	y
eran	una	novedad	que	facilitaba	la	comprensión	de	la	desaparición	del	muerto.	Seis
cerdos	 hambrientos	 podían	 muy	 bien	 hacer	 desaparecer	 el	 cuerpo	 de	 un	 hombre,
teniendo	 en	 cuenta	 que	 los	 cerdos	 tragaban	 incluso	 los	 huesos.	 Pero	 la	 cabeza	 no
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debieron	 comerla.	 Los	 acusados	 dieron	 explicaciones	 satisfactorias.	 Dijeron	 que	 la
habían	machacado	y	arrojado	al	río.
    El	 juez	 preguntó	 por	 los	 animales.	 El	 propietario	 dijo	 que	 se	 había	 arruinado
sacrificándolos	y	enterrándolos,	porque	desde	que	fueron	conocidas	las	declaraciones
de	los	criminales	su	mujer	los	oía	hablar	con	voz	humana	y	una	noche	que	salió	al
corral	vio	a	uno	de	los	cerdos	avanzar	hacia	ella	de	pie,	como	un	hombre.	Entonces
estuvo	 enferma	 y	 el	 marido	 también	 cayó	 en	 cama	 con	 fiebre.	 No	 se	 atrevía	 a
acercarse	 a	 los	 cerdos,	 ni	 a	 darles	 de	 comer	 ni	 a	 matarlos.	 Los	 campesinos	 de
Castelnovo	 al	 pasar	 frente	 a	 la	 casa	 de	 campo	 se	 santiguaban	 y	 si	 veían	 suelto	 un
cerdo	por	aquellos	contornos,	aunque	no	fuera	de	los	que	devoraron	el	cadáver,	salían
huyendo.	Tanto	su	mujer	como	él,	tuvieron	que	curarse	yendo	a	ver	a	Ana	Launer,	al
vecino	pueblo.	Entonces	Ana	Launer	no	era	bruja	todavía,	sino	nada	más	curandera.
    El	juez	les	preguntó	cómo	se	curaron	y	el	campesino	contó	que	tuvieron	que	ir	a
la	fuente	de	las	Tres	Marías,	un	manantial	que	estaba	al	pie	de	las	ripas,	y	esperar	allí
dos	días	y	dos	noches	hasta	que	llegó	a	beber	también	un	macho	cabrío.	Al	mismo
tiempo	que	el	animal	bebía	bebieron	ellos	y	después	pusieron	los	dos	el	rostro	frente
al	hocico	del	animal	para	recibir	en	la	frente	el	agua	y	la	saliva	que	el	macho	cabrío
espurreaba	 al	 dar	 los	 resoplidos	 acostumbrados.	 Con	 aquello	 volvieron	 a	 casa	 ya
tranquilos	y	después	comían	y	dormían	en	paz.
    Juan	y	Vicente	oían	el	relato	muy	convencidos	de	que	los	cerdos	habían	devorado
a	Sabino.	Si	ellos	no	habían	intervenido	en	el	crimen	alguien	lo	asesinó,	sin	duda,	a
Sabino,	 y	 dejó	 allí	 el	 cadáver	 para	 que	 más	 tarde	 lo	 devoraran	 los	 cerdos.	 Con	 los
relatos	del	propietario	de	la	casa	de	labor,	aquel	embuste	tenía	una	realidad	enorme.
De	los	otros	dos	cerdos	el	propietario	dijo	que	no	tenía	noticias;	creía	que	el	dueño	de
la	 Venta	 del	 Fraile	 los	 había	 vendido	 hacía	 dos	 o	 tres	 meses	 y	 de	 uno	 de	 los
compradores	sabía	el	nombre:	Ignacio,	el	cuñado	de	Morel.
    Minutos	después,	este	Ignacio	se	enteraba	de	lo	ocurrido	y	caía	a	su	vez	en	una
depresión	 sombría.	 Había	 comido	 carne	 de	 aquel	 cerdo	 maldito,	 es	 decir,	 una	 parte
del	cuerpo	de	Sabino.	Los	campesinos	lo	compadecían	y	lo	miraban	en	cierto	modo
con	 recelo.	 Ignacio	 fue,	 él	 mismo,	 a	 cerciorarse	 con	 el	 juez	 y	 aunque	 éste	 trató	 de
tranquilizarlo	el	campesino	se	marchó	repitiendo:
    —He	comido	carne	de	una	criatura	humana.
    Aquello	se	convirtió	luego	en	una	obsesión.
    Terminada	 la	 reconstrucción	 del	 crimen	 todos	 volvieron	 a	 Ontiñena	 menos	 los
acusados	y	la	guardia	civil	porque	era	demasiado	trabajoso	desandar	el	camino	en	el
mismo	día.	Juan	y	Vicente	quedaron	en	el	calabozo	y	hacia	media	tarde	llegó	allí	el
cura	 a	 recomendarles	 resignación,	 insistiéndoles	 mucho	 en	 las	 miserias	 de	 este
mundo.	Esto	de	las	miserias	del	mundo	lo	aceptaban	los	dos,	muy	convencidos,	pero
era	duro	y	difícil	resignarse.
    —Cuando	no	se	tiene	culpa	ninguna	—dijo	Vicente—	no	es	fácil.
    El	 cura	 se	 limitó	 a	 decir	 que	 podían	 ser	 inocentes	 a	 sus	 ojos	 los	 más	 grandes
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pecadores	 del	 mundo	 si	 su	 corazón	 era	 capaz	 de	 elevarse	 a	 Dios	 en	 el
arrepentimiento.	Juan	se	agarraba	a	los	hierros	de	la	reja	y	suplicaba:
     —Háblele	a	mi	mujer.	¿Por	qué	no	viene	a	verme	mi	mujer?
     El	cura	se	cuidó	de	advertir	que	don	Ricardo	había	querido	tomar	a	su	cuidado	los
dos	hogares	y	que	sólo	después	de	saber	esto	intervino	don	Manuel.	Vicente	dijo	que
de	don	Ricardo	no	había	querido	nunca	un	trozo	de	pan	para	él	ni	para	los	suyos	y
entonces	 el	 cura	 aceleró	 la	 despedida	 y	 se	 fue,	 recordando	 la	 insolencia	 de	 Vicente
para	contársela	a	don	Ricardo.	El	cura	volvió	a	su	casa	satisfecho,	no	sabía	por	qué.
Tenía	 la	 impresión	 de	 que	 Dios	 había	 permitido	 aquel	 crimen	 para	 castigar	 a	 los
liberales,	que	eran	gente	tibia	en	la	devoción.
     Dos	 meses	 después	 se	 vio	 la	 causa	 en	 Ontiñena.	 Fue	 muy	 agitada	 y	 acudieron
campesinos	 de	 los	 dos	 pueblos.	 El	 fiscal	 pedía	 la	 pena	 de	 muerte	 para	 los	 dos.	 El
defensor	se	apoyaba	en	el	hecho	de	que	el	cadáver	no	había	sido	hallado	y	ni	siquiera
la	menor	traza	de	él.	Después	de	esta	alegación	esperaba	que	el	fiscal	atenuaría	sus
conclusiones,	 pero	 no	 hubo	 tal.	 Los	 jurados	 (campesinos	 de	 los	 dos	 pueblos)
escuchaban	impávidos	al	uno	y	al	otro.	La	declaración	de	Adela	«viuda»	de	Sabino,
fue	 pintoresca.	 Quería	 salir	 por	 su	 honra	 ultrajada	 jurando	 ante	 el	 crucifijo	 que	 no
había	 conocido	 a	 Juan.	 El	 fiscal	 la	 apoyaba	 calurosamente,	 porque	 rechazaba	 de
plano	la	idea	de	un	crimen	pasional,	pero	al	defensor	no	le	fue	difícil	llevar	a	Adela	al
terreno	del	ridículo	haciendo	alusiones	veladas	a	sus	costumbres.	Como	el	público	las
acogía	con	regocijo	y	los	jurados	parecían	convencidos	de	aquello,	la	Adela	rompió	a
llorar.
     La	 señora	 Antonia	 no	 quiso	 ir	 a	 la	 vista	 de	 la	 causa.	 Se	 quedó	 en	 su	 choza	 en
lugar	de	ir	a	Ontiñena,	mirando	el	muro	de	enfrente	y	llorando.	A	veces	sus	ojos	iban
descendiendo	 lentamente	 por	 el	 muro	 y	 se	 posaban	 en	 sus	 manos	 que	 no	 tenían
sentido.
     Al	 final	 los	 jurados	 de	 Ontiñena	 reconocieron	 una	 atenuante	 (el	 buen	 sentido
campesino	 les	 llevaba	 a	 conservar	 una	 última	 duda	 por	 el	 hecho	 de	 que	 no	 hubiera
aparecido	la	menor	traza	del	muerto)	y	los	dos	fueron	condenados	a	cadena	perpetua
y	enviados	al	penal	de	Lérida.
     Para	los	conservadores	fue	un	triunfo	relativo	(hubieran	preferido	la	horca).	Para
los	 liberales,	 una	 desgracia	 relativa	 también.	 Pero	 todos	 creían	 en	 la	 existencia	 del
crimen	 hasta	 el	 extremo	 de	 que	 Ignacio,	 que	 había	 comido	 cerdo	 de	 la	 Venta	 del
Fraile,	estuvo	muy	enfermo	y	tuvieron	que	sangrarlo.
     Cuando	llegaron	al	penal	de	Lérida	los	dos	presos	perdieron	de	vista	al	sargento	y
a	 los	 guardias	 civiles,	 que	 recogieron	 un	 recibo	 del	 alcalde	 y	 se	 despidieron	 de	 los
reos	tratando	de	hacerles	daño	todavía:
     —Habéis	escapado	de	la	muerte	por	un	pelo,	pero	pagáis	el	crimen	enterrados	en
vida.
     Cerradas	las	puertas,	un	«cabo	de	vara»	los	llevó	a	un	cuarto	de	la	planta	baja	y
les	hizo	desnudarse.	Ya	en	cueros,	tomó	de	un	estante	dos	paquetes	de	ropa	en	cada
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uno	de	los	cuales	iba	un	equipo	entero	con	el	traje	de	presidiario.	Luego,	sin	dejarles
vestirse,	los	empujó	al	pasillo	y	comenzó	a	golpearlos	con	un	rebenque	gritándoles	al
mismo	tiempo	que	fueran	en	busca	de	su	cuadra.	Corrieron	perseguidos	por	el	cabo,
que	 seguía	 golpeándolos.	 Como	 desconocían	 el	 edificio,	 vacilaban	 en	 los	 cruces	 de
los	pasillos,	ante	las	puertas.	Cada	vacilación	representaba	ser	alcanzados	de	nuevo
por	 el	 rebenque.	 Vicente	 sintió	 correr	 la	 sangre	 por	 su	 espalda	 y	 estuvo	 a	 punto	 de
arrojar	el	paquete	al	suelo	y	volverse	sobre	el	cabo,	pero	aniquilado	por	aquellos	ocho
meses	 de	 torturas	 comenzaba	 a	 pensar	 que	 era	 culpable,	 si	 no	 del	 crimen,	 por	 lo
menos	de	su	propia	incapacidad	para	hacer	ver	la	verdad.	Volvió	a	correr.	Un	preso	le
gritó	desde	un	rincón:
    —Ahora	vas	bien,	sigue	para	adelante.
    En	 medio	 de	 la	 indiferencia	 de	 aquellas	 palabras	 había	 una	 especie	 de	 amistoso
deseo	 de	 ayudarle.	 Llegaron	 al	 final	 de	 un	 nuevo	 pasillo.	 El	 cabo	 les	 dio	 dos
rebencazos	 a	 la	 izquierda.	 Uno	 resbaló	 por	 el	 hombro	 de	 Juan	 y	 fue	 a	 darle	 en	 la
oreja,	que	comenzó	también	a	sangrar.	Vaciló	un	momento	sobre	sus	pies	y	acertó	a
seguir	 a	 Vicente	 que	 se	 había	 desviado	 hacia	 la	 derecha.	 Se	 vieron	 ante	 una	 puerta
abierta.	Dentro	había	varios	camastros	y	sentados	en	ellos	cosían	otros	presidiarios.
Les	 gritaron	 que	 entraran	 y	 lo	 hicieron.	 El	 cabo	 de	 vara	 se	 detuvo	 a	 la	 puerta,
sofocado	por	el	esfuerzo.	Vicente	preguntó:
    —¿Es	aquí?
    Le	dijeron	que	no,	pero	que	mientras	estaban	dentro	de	una	cuadra	el	cabo	de	vara
no	 tenía	 derecho	 a	 pegar.	 Allí	 podían	 descansar	 y	 tener	 «un	 respiro».	 Aquello	 de
perseguir	 a	 golpes	 a	 los	 recién	 llegados	 hasta	 que	 se	 instalaban	 era	 uno	 de	 los
privilegios	 del	 cabo	 de	 vara,	 que	 no	 era	 un	 funcionario	 sino	 un	 preso	 «elevado»	 a
aquel	cargo	por	haber	alcanzado	la	confianza	del	alcaide.
    Los	presos	les	instruían	sobre	el	lugar	aproximado	donde	debía	estar	su	cuadra.	El
cabo	les	ordenó	que	salieran	y	se	reanudó	la	persecución.	Vicente,	que	había	recibido
un	 rebencazo	 en	 la	 rodilla	 izquierda	 y	 se	 había	 golpeado	 un	 tobillo	 contra	 una
esquina,	andaba	lentamente,	cojeando,	lo	que	permitía	a	Juan	avanzar	y	ponerse	fuera
del	alcance	del	cabo,	que	se	entretenía	en	vapulear	a	su	compañero.
    Vicente	cayó,	por	fin,	sin	sentido.	Llegaron	otros	cabos	de	vara	con	dos	cubos	de
agua	fría.	Se	los	echaron	por	encima	y	Vicente	se	levantó.	Su	perseguidor,	fatigado
ya,	se	retiraba,	advirtiendo	a	los	otros	que	lo	llevaran	al	calabozo	sin	golpearle	más,
porque	de	otro	modo	tendría	que	intervenir	el	médico.
    Y	 Vicente	 encontró	 a	 su	 compañero	 en	 un	 cuarto	 de	 unos	 diez	 metros	 de	 fondo
por	seis	de	ancho	donde	había	dos	filas	de	camastros	de	paja	adosados	a	la	pared.	Allí
estaban	 ya	 los	 otros	 presos	 curando	 como	 podían	 a	 Juan.	 Con	 Vicente	 hicieron	 lo
mismo.	 Recordaba	 cada	 cual	 la	 fecha	 de	 entrada	 en	 el	 penal	 y	 contaban	 como	 les
había	ido	en	el	trance.	Había	quien	se	vanagloriaba	de	haber	encontrado	la	celda	sin
recibir	más	que	dos	golpes.	Algunos	mostraban	cicatrices	en	la	espalda.
    Uno	de	los	presos,	ya	entrado	en	años,	les	dijo:
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     —¿No	habéis	visto	un	clavo	en	la	puerta	del	penal?
     —¿Eh?	—preguntaba	Juan	sin	comprender.
     —Ese	clavo	que	hay	en	la	puerta	es	para	colgar	los	testículos	al	entrar.	Yo	los	dejé
allí,	cuando	vine.
     Todos	coincidían.	Querían	decir	que	no	había	la	posibilidad	de	la	menor	reacción
viril,	allí	dentro.
                              ebookelo.com	-	Página	80
                                      Capítulo	XV
                         QUINCE	AÑOS	SE	CUENTAN	PRONTO
En	el	penal	Juan	y	Vicente	pasaban	semanas	enteras	sin	hablar	con	nadie,	atentos	a	su
trabajo.	Juan	había	aprendido	el	oficio	de	guarnicionero	y	Vicente	el	de	zapatero,	y	a
ellos	se	dedicaban	con	afán.	Lo	excepcional	de	su	conducta	hizo	que	los	alcanzaran
indultos	y	reducciones	de	pena.	Los	habían	propuesto	tres	veces	para	cabos	de	vara,
pero	 acordándose	 de	 la	 misión	 de	 esos	 cabos	 lo	 rechazaron	 dando	 las	 gracias	 y	 sin
alegar	el	motivo.	Allí	donde	todos	los	presos	declaraban	no	ser	verdad	el	delito	por	el
que	les	habían	condenado,	vanagloriándose	al	mismo	tiempo	de	haber	cometido	otros
semejantes,	Juan	y	Vicente	no	hablaron	nunca	de	su	inocencia.	Por	un	lado	lo	creían
inútil	y	por	otro	tenían	miedo.
     Juan,	por	la	noche,	con	la	luz	del	cuarto	apagada	recordaba	a	su	mujer.	Pasados
algunos	años	sintió	enfriarse	aquel	recuerdo	y	no	vivía	sino	para	su	obra,	en	la	que
iba	perfeccionándose	y	aprendiendo	todos	los	secretos.	Grababa	el	cuero	al	fuego	y
hacía	lindas	monturas	al	estilo	cordobés.	Las	veía	terminadas	y	no	creía	que	fueran
suyas.
     Vicente	 había	 aprendido	 el	 oficio	 de	 zapatero	 y	 sabiendo	 que	 un	 día	 saldría	 del
penal	se	las	prometía	felices.	A	veces	se	reunía	con	Juan	y	hablaban.	El	asesino	de
Sabino	podría	aparecer	un	buen	día	o	bien	(decían	cuando	llevaban	ya	ocho	años	en
el	 penal)	 moriría	 de	 muerte	 natural	 y	 antes	 de	 morir	 confesaría	 quizá	 su	 crimen.
Hablaban	 de	 esto	 no	 sólo	 para	 confortarse	 con	 la	 esperanza,	 sino	 también	 para
sondear	cada	uno	a	su	compañero	en	busca	de	la	verdad,	porque	Juan	seguía	creyendo
que	Vicente	había	matado	a	Sabino	y	Vicente	sospechaba	lo	mismo	de	su	compañero.
Es	decir,	había	días	—y	aun	horas	del	día—	propicios	a	la	confianza	y	otros	al	recelo.
Por	las	mañanas	cada	uno	creía	que	el	otro	era	inocente.
     Cuando	 salieron	 tuvieron	 una	 cierta	 sensación	 de	 desamparo	 en	 la	 calle,	 en	 el
tren.	 Al	 llegar	 al	 pueblo	 la	 mujer	 de	 Vicente	 lo	 recibió	 en	 triunfo.	 Había	 trabajado
mucho	durante	aquellos	quince	años,	y	ahorrado	cerca	de	doscientos	duros.	No	estaba
vieja	 aún	 y	 tenía	 una	 alegría	 un	 poco	 viril,	 porque	 a	 fuerza	 de	 andar	 siempre	 con
mujeres	 (con	 las	 otras	 horneras)	 su	 carácter	 había	 ido	 haciéndose	 al	 dominio	 y	 era
fuerte	 y	 desenvuelta.	 Vicente	 se	 sentía	 protegido	 por	 ella,	 al	 principio,	 lo	 que	 no	 le
parecía	 mal,	 porque	 era	 una	 compensación	 contra	 el	 desdén	 que	 le	 hacía	 sentir	 el
pueblo	 entero.	 Aunque	 los	 informes	 que	 el	 penal	 envió	 al	 municipio	 eran
inmejorables,	 nadie	 le	 daba	 trabajo	 en	 la	 aldea	 y	 sus	 vecinos	 no	 cambiaban	 con	 él
más	que	las	frases	rituales	al	tropezado	en	la	calle.
     Su	mujer	seguía	trabajando	en	el	horno	y	así	iban	viviendo.	Algunas	noches,	ya
acostados,	ella	le	preguntaba	en	voz	baja,	deseando	poseer	con	aquel	secreto,	lo	más
grave	y	profundo	de	su	vida:
     —Dímelo	a	mí,	Vicente.	Yo	no	voy	a	quererte	menos	por	eso,	pero	dímelo	a	mí.
                                  ebookelo.com	-	Página	81
¿Mataste	a	Sabino,	verdad?
    Vicente	decía	que	no	y	le	quedaba	dentro	una	amargura	nueva,	que	nunca	había
sentido.	Su	mujer	veía	que	algo	les	separaba	y	no	podía	dormirse.
    Después	 de	 aquellas	 noches,	 Vicente	 se	 levantaba	 con	 la	 misma	 sensación	 de
soledad	del	penal,	se	iba	al	campo	y	caminaba	sin	rumbo.	A	veces	cogía	un	puñado
de	tierra	y	la	iba	soltando	entre	los	dedos.
    Había	 pensado	 poner	 un	 pequeño	 taller	 de	 zapatería	 con	 el	 dinero	 de	 su	 mujer,
pero	sospechaba	que	nadie	le	llevaría	sus	zapatos	y	no	quería	gastar	dinero	en	vano.
    En	 cuanto	 a	 Juan,	 su	 mujer	 lo	 recibió	 fríamente.	 Su	 hijo,	 que	 tenía	 ya	 dieciséis
años,	lo	miraba	como	a	un	extraño.	Juan	quiso	reconquistar	a	su	hijo,	antes	que	a	su
mujer,	pero	el	hijo	no	quería	ir	con	su	padre	por	la	calle.	Tampoco	al	padre	le	daban
trabajo.	Al	hijo	sí,	y	comenzaba	a	ganar	sus	jornales,	sobre	todo	en	el	verano.	Aquello
de	que	el	hijo	llegara	del	campo	al	atardecer	y	el	padre	fumara	el	tabaco	comprado
con	el	dinero	que	él	ganaba,	creaba	una	atmósfera	de	falsedad	y	violencia.
    La	mujer	aludió	dos	o	tres	veces	al	crimen	también,	pero	no	preguntando,	como	la
de	Vicente,	sino	afirmando:
    —Has	hecho	caer	sobre	nosotros	una	maldición	—le	decía.
    Y	 Juan,	 que	 carecía	 de	 fuerzas	 para	 contestar,	 se	 callaba,	 se	 iba	 a	 su	 rincón	 y
doblaba	la	cabeza	sobre	el	pecho,	tosiendo.	Tenían	cuartos	diferentes,	él	y	su	mujer.
Juan	se	retiraba	a	un	desván,	en	uno	de	cuyos	rincones	había	un	montón	de	paja	y	una
manta.
    Algunos	días	salía	y	se	iba	al	campo	con	la	esperanza	de	encontrar	a	Vicente,	pero
cuando	lo	veía	a	lo	lejos,	lo	esquivaba	porque	sentía	que	todo	aquello	(tan	terrible	o
más	 que	 la	 vida	 de	 la	 prisión)	 se	 lo	 debía	 probablemente	 a	 él.	 Vicente	 también	 lo
esquivaba	 por	 la	 misma	 causa.	 En	 aquellos	 días	 cada	 uno	 creía	 otra	 vez	 en	 la
culpabilidad	del	otro.
    La	mujer	de	Vicente	afrontaba	las	insinuaciones	de	alguna	comadre	con	valentía:
    —Para	mí,	Vicente	es	tan	honrao	como	otro	cualquiera.	Si	hizo	algo	lo	pagó	y	en
paz.
    La	de	Juan	se	callaba	y	mordía	un	pico	del	pañuelo	que	llevaba	anudado	bajo	la
barba.	Como	las	comadres	se	sentían	satisfechas	con	aquel	silencio,	se	callaban.	En
cambio	 a	 la	 hornera,	 que	 contestaba	 bravamente,	 trataban	 de	 herirla	 por	 otro	 lado,
diciéndole	que	ni	Juan	ni	Vicente	eran	ya	hombres.	La	mujer	de	Vicente	replicaba	que
de	aquellas	cosas	no	hablaban	las	personas	decentes	y	que	si	su	marido	era	hombre	o
no	ella	lo	sabía	mejor	que	nadie.
    Transcurrieron	varios	meses	más	cuando	un	día	llegaron	noticias	de	la	aparición
de	 Sabino	 en	 la	 aldea	 próxima.	 Nadie	 lo	 creía.	 De	 tal	 modo	 estaba	 fuera	 de	 toda
lógica	 que	 ni	 Vicente	 ni	 Juan	 se	 tomaron	 la	 molestia	 de	 ir	 al	 pueblo	 vecino	 a
comprobarlo.	 El	 hecho	 de	 que	 la	 primera	 noticia	 la	 hubiera	 llevado	 Ana	 Launer	 y
todo	el	mundo	hablara	no	de	Sabino,	sino	de	su	fantasma,	hacía	que	los	«asesinos»
acogieran	aquello	con	escepticismo.
                                  ebookelo.com	-	Página	82
     Habían	salido	del	penal	en	octubre	y	era	ya	la	primavera.	Los	campos	aparecían
con	un	aire	nuevo.	Las	«cucutes»	de	pecho	tornasolado	se	posaban	en	lo	alto	de	los
almiares	 y	 daban	 su	 alegre	 canción.	 Ana	 Launer,	 que	 trabajaba	 en	 el	 horno	 de	 don
Manuel	y	se	veía	cada	día	con	mujeres	del	pueblo	vecino,	estaba	radiante.
     —No	es	su	fantasma,	sino	el	mismo	Sabino,	de	carne	y	hueso	—le	gritaba	a	su
marido.
     Pero	Vicente	no	lo	creía.	«Por	mí	puede	vivir	—decía—	y	tiene	que	estar	vivo,
pero	mientras	no	lo	vea,	no	lo	creeré».
     Su	mujer	le	propuso	ir	al	pueblo	inmediato,	pero	Vicente,	que	tenía	miedo	a	los
desaires,	se	negó.
     Juan,	por	el	contrario,	lo	creía	todo	a	pies	juntillas	y	andaba	por	el	pueblo	como
un	sonámbulo	esperando	que	la	atmósfera	contra	él	estuviera	ya	disipada.	Fue	a	ver	a
Vicente	y	éste	lo	recibió	con	la	misma	falta	de	fe.
     —¿También	tú	crees	que	resucitan	los	muertos?	—le	dijo.
     Juan,	 al	 oírle	 hablar	 así	 del	 «muerto»	 que	 no	 podía	 resucitar,	 se	 dijo	 que	 sería
verdaderamente	una	habladuría	y	que	Vicente	había	asesinado	a	Sabino.
     Las	que	no	creían	a	ninguno	de	los	dos	eran	sus	mujeres:
     —Es	Sabino	—repetía	la	de	Vicente—.	Sabino	en	cuerpo	y	alma.
     Intentaron	 los	 dos	 hombres	 salir	 juntos,	 asomarse	 al	 Ayuntamiento.	 El	 guardia
civil	que	estaba	en	la	puerta	de	la	casa-cuartel	los	vio	pasar	con	desprecio.
     Pero	 se	 atrevieron	 incluso	 a	 visitar	 al	 mismo	 secretario	 del	 municipio.	 Éste	 los
hizo	sentarse	deferente.	Para	él	dos	ciudadanos	que	habían	purgado	su	delito	estaban
en	paz	con	la	sociedad	y	eran	tan	dignos	de	consideración	como	otro	cualquiera.	Eso
les	hizo	bien	a	pesar	de	que	la	retórica	del	secretario	no	la	tomaban	en	serio.
     —Se	corre	por	el	pueblo	que	ha	aparecido	Sabino	—dijo	Vicente.
     —También	 han	 llegado	 hasta	 aquí	 —afirmó	 el	 secretario—	 esos	 rumores	 y	 yo
desearía	 que	 fueran	 ciertos	 porque	 modificarían	 vuestra	 situación.	 Yo	 nunca	 he
afirmado	ni	he	negado	que	vosotros	fuerais	culpables.
     Juan	tenía	una	esperanza	más	viva	aún:
     —Entonces,	señor	secretario,	sería	bueno	decirlo	al	pueblo…
     —Oh,	 no.	 El	 Ayuntamiento	 como	 corporación	 no	 puede	 deshacer	 una	 sentencia
de	la	Audiencia	territorial	confirmada	por	el	Supremo.	Pero	en	cuanto	haya	la	menor
base	yo	intervendré	y	es	seguro	que	tendréis	el	apoyo	de	todo	el	Concejo.
     Aquello	 podía	 ser	 muy	 importante,	 siendo	 como	 era	 el	 concejo	 conservador,
porque	desde	el	crimen	todas	las	elecciones	las	perdieron	los	liberales.	Salieron	con
la	 misma	 impresión	 que	 habían	 llevado.	 Sin	 embargo,	 el	 solo	 rumor	 de	 que	 Sabino
había	reaparecido	reconciliaba	a	los	«asesinos»	entre	sí.
     Al	mediodía	hubo	un	gran	revuelo	en	el	pueblo,	porque	el	mesonero	de	la	Venta
del	 Fraile,	 que	 solía	 saberlo	 todo,	 llegó	 a	 Castelnovo	 jurando	 que	 la	 reaparición	 de
Sabino	 era	 cierta.	 Los	 propietarios	 de	 la	 casa	 de	 labor	 cuyos	 cerdos	 habían
«devorado»	el	cadáver	acudían	a	indagar	y	tenían	la	vaga	ilusión	de	que	el	Estado	o
                                  ebookelo.com	-	Página	83
el	municipio	les	indemnizaran	por	los	cuatro	cerdos	sacrificados.	Aquel	revuelo	en	el
pueblo	daba	a	Juan	una	alegría	tan	fuerte	que	al	caer	la	tarde	tuvo	fiebre	y	dolor	de
cabeza.
     En	 casa	 de	 Vicente,	 la	 mujer	 había	 comprado	 licores	 y	 quería	 hacer	 una	 gran
fiesta,	invitando	a	los	vecinos.	Vicente	la	retenía:
     —Vas	demasiado	de	prisa.	Espera.	No	hagamos	hablar	a	la	gente	en	balde.
     Pero	ella	estaba	ya	convencida	de	la	inocencia	de	su	marido.	Cuando	Vicente	la
atajaba	 ella	 tenía	 aún,	 quizá,	 la	 sospecha	 de	 que	 Sabino	 estaba	 muerto,	 pero	 ya	 no
aceptaba	 que	 hubiera	 sido	 su	 marido	 el	 asesino	 ni	 Juan,	 sino	 otros.	 El	 cura,	 que	 se
acercó	a	la	casa	(era	otro,	el	anterior	había	muerto,	con	lo	que	se	ahorró	pesadumbres)
fue	 para	 decirles	 que	 las	 supersticiones	 sobre	 fantasmas	 y	 apariciones	 eran
anticristianas	y	no	había	que	tomarlas	en	serio.
     Vicente	lo	miraba	escéptico	y	decía	con	una	sombra	de	amargura:
     —Buen	daño	nos	hizo	su	antecesor,	que	en	gloria	esté.
     En	cuanto	a	los	campesinos,	seguían	tan	al	margen	y	tan	cuidadosos	de	evitar	a
los	 «asesinos»	 como	 siempre.	 Aun	 después	 de	 haber	 oído	 al	 dueño	 de	 la	 Venta	 del
Fraile,	todos	seguían	hablando	del	fantasma	de	Sabino.	Había	una	torpe	resistencia	a
aceptar	 que	 la	 guardia	 civil	 del	 pueblo,	 el	 juez	 de	 instrucción,	 la	 Ilustre	 Audiencia
Territorial	y	el	Tribunal	Supremo	se	hubieran	equivocado	de	aquella	manera.
     Al	 día	 siguiente	 el	 secretario	 envió	 un	 recado	 a	 Juan	 y	 otro	 a	 Vicente.	 El
secretario,	a	quien	acompañaba	el	alcalde	y	dos	concejales,	les	dio	la	mano,	los	invitó
a	sentarse,	les	encendió	un	cigarrillo.	Juan	y	Vicente	no	necesitaban	saber	más.	Las
expresiones	de	simpatía,	un	poco	asombrada,	lo	decían	mejor	que	todas	las	palabras.
Juan	 tenía	 los	 ojos	 febriles	 y	 no	 podía	 hablar	 de	 emoción.	 El	 secretario	 tomó	 unos
papeles	de	la	mesa	y	dijo	antes	de	leerlos:
     —Un	oficio	del	pueblo	vecino,	firmado	por	el	señor	alcalde	y	el	secretario:
     Y	comenzó	a	leer:
     «Tengo	 el	 honor	 de	 comunicar	 a	 ese	 Ayuntamiento,	 para	 los	 efectos	 oportunos,
que	 en	 sesión	 municipal	 extraordinaria	 celebrada	 hoy	 bajo	 la	 presidencia	 del	 señor
alcalde,	se	tomó,	entre	otros	acuerdos,	el	siguiente,	debido	a	la	iniciativa	del	primer
contribuyente	de	la	villa	el	Sr.	don	Ricardo	de	Paula	y	Hornachuelos:	Considerando
que	el	vecino	de	este	municipio	Sabino	García	de	oficio	jornalero,	desaparecido	en	el
año	 de	 gracia	 de	 1910,	 fue	 declarado	 muerto	 de	 muerte	 violenta	 y	 culpados	 de	 esa
muerte	los	vecinos	de	Castelnovo	Vicente	Rodríguez	y	Juan	García,	se	ha	tomado	el
acuerdo	de	comunicar	públicamente	por	medio	de	bandos	que	se	pregonarán	de	viva
voz	 por	 toda	 la	 villa	 y	 se	 colocarán	 escritos	 en	 los	 lugares	 acostumbrados,	 la
reaparición	de	dicho	Sabino	García	y	la	rehabilitación	de	sus	supuestos	asesinos	cuya
honradez	y	honestidad	brillará	en	lo	sucesivo	en	la	conciencia	de	los	vecinos	de	esta
villa.	Se	acordó	comunicar	esta	resolución	al	municipio	de	Castelnovo	para	honra	y
desagravio	de	los	referidos	Juan	y	Vicente,	lo	que	cumplimento.
     Dios	guarde	a	usted	muchos	años,	etc.,	etc.».
                                  ebookelo.com	-	Página	84
    Juan,	 en	 cuanto	 había	 oído	 las	 primeras	 palabras	 confirmando	 la	 reaparición	 de
Sabino,	se	sintió	desfallecer.	Sudaba	y	la	habitación	le	daba	vueltas.	Vicente	seguía
mirando	los	muebles,	los	legajos	de	papeles	atados	con	cinta	roja,	sin	desplegar	los
labios.	Se	levantó,	se	acercó	a	Juan	y,	poniéndole	una	mano	en	la	espalda,	dijo:
    —Perdóname	que	haya	pensado	mal	de	ti.
    Juan	 le	 estrechó	 la	 mano,	 sin	 hablar.	 No	 podía	 desplegar	 los	 labios	 sin	 que	 se
notara	 su	 emoción.	 Vicente	 tuvo	 serenidad	 para	 pedir	 que	 le	 sacaran	 una	 copia	 de
aquel	 papel	 y	 se	 la	 dieran.	 El	 secretario	 le	 dijo	 que	 les	 enviaría	 una	 comunicación
oficial	a	sus	casas	repitiendo	lo	que	decía	aquel	papel	y	el	alcalde	añadió	que	en	la
próxima	sesión	municipal	tomarían	acuerdos	sobre	el	caso.	Esos	acuerdos	les	serían
trasmitidos	también.
    Juan	se	levantó	y	dijo	que	quería	marcharse	a	su	casa,	pero	con	una	declaración
de	la	alcaldía	confirmando	que	Sabino	había	reaparecido.
    El	 secretario	 escribió	 algo	 en	 un	 papel,	 puso	 el	 sello	 del	 municipio	 y	 se	 lo	 dio.
Juan	 se	 fue	 y	 todos	 quedaron	 impresionados	 ante	 la	 idea	 de	 que	 Juan	 necesitara
aquello	para	que	le	creyeran	su	mujer	y	su	hijo.
    Al	 llegar	 a	 su	 casa	 Juan	 encontró	 a	 la	 mujer	 llorando.	 El	 hijo	 no	 había	 ido	 al
trabajo	 y	 paseaba	 por	 la	 casa,	 inquieto.	 Recibió	 a	 su	 padre	 con	 una	 sonrisa	 franca.
Juan	fue	hacia	él	y	lo	abrazó.	El	hijo	lo	estrechaba	también	en	sus	brazos.
    Después,	Juan	se	quedó	mirando	a	su	mujer,	que	seguía	llorando.	A	la	noche,	Juan
se	 iba	 a	 dormir	 al	 desván,	 como	 siempre,	 pero	 la	 mujer	 le	 tomó	 del	 brazo	 y,
empujándolo	al	cuarto	conyugal,	le	dijo	que	la	perdonara.	Antes	de	acostarse,	como
Juan	seguía	tosiendo,	le	preguntó	si	quería	que	pusiera	fuego	en	la	cama.	Fue	a	buscar
unas	botellas	de	agua	caliente	y	se	las	puso	a	los	pies.
                                  ebookelo.com	-	Página	85
                                    Capítulo	XVI
                 CUCUT,	CUCUT,	EL	DOS	DE	MAYO,	SANTA	CRUZ
Faltaban	 ocho	 días	 para	 comenzar	 las	 fiestas,	 en	 el	 año	 de	 1925,	 pero	 ya	 se	 iba
notando	 una	 animación	 que	 no	 era	 la	 usual.	 Algunos	 comerciantes	 forasteros
reservaban	en	la	plaza	el	lugar	para	sus	tiendas	de	bisutería	o	sus	tómbolas.	También
había	llegado	el	cojo	Marín,	ya	cano,	gordo	y	fláccido,	con	las	avanzadas	del	circo.
     Aquel	 domingo	 era	 el	 último	 de	 abril	 y	 en	 él	 se	 hacía	 la	 «bendición	 de	 los
campos»,	ceremonia	a	la	que	asistían	casi	todos	los	campesinos.	El	cura	iba	revestido
con	su	capa	pluvial,	que	esplendía	de	oro	y	plata.	Le	acompañaba	el	Ayuntamiento.
El	 sacristán	 llevaba	 la	 cruz	 alzada	 y	 los	 monaguillos	 la	 cubeta	 y	 el	 hisopo.	 Las
campanas	agitaban	el	azul.	Los	mozos	habían	sembrado	de	hojarasca	el	camino	que
la	comitiva	había	de	seguir.	Las	calles,	limpias,	regadas	y	cubiertas	de	hoja	de	chopo,
tenían	una	fragancia	y	una	frescura	primaverales.	Y	el	cura,	rodeado	de	casi	todo	el
pueblo,	iba	lentamente	hacia	las	afueras,	cara	a	los	sotos	y	al	río.
     Cara	a	los	sotos	y	a	las	viñas,	el	cura	leía	sus	rezos,	en	voz	alta;	reclamaba	con
acento	de	pocos	amigos	la	ayuda	de	Dios	para	los	campesinos,	increpaba	al	granizo	y
a	 la	 sequía	 para	 alejarlos	 de	 aquellos	 campos	 y	 por	 fin	 reclamaba	 el	 hisopo	 y
aspergeaba	los	cuatro	horizontes.	Luego,	con	la	misma	lentitud	y	solemnidad,	volvían
todos	al	templo	mientras	las	campanas	iban	cediendo	en	su	furia.
     Los	concejales	llevaban	las	camisas	limpias,	casi	azules	de	blancura	almidonada,
la	 chaqueta	 colgada	 de	 un	 hombro.	 Al	 llegar	 a	 la	 plaza	 formaron	 grupos	 al	 pie	 del
Ayuntamiento	 y	 allí	 se	 quedaron,	 esperando	 otro	 acontecimiento	 también	 señalado
para	 aquel	 día.	 Desde	 el	 campanario	 se	 elevaba	 un	 andamio	 hacia	 la	 cúpula	 de	 la
torre,	 hecho	 con	 maderas	 nuevas,	 recién	 cortadas.	 La	 plaza	 iba	 poblándose.	 Los
grupos	 se	 formaban	 acercándose	 los	 hombres	 entre	 sí	 por	 simpatía	 o	 por	 vecindad,
pero	apenas	hablaban.	Aquellos	grupos	de	los	domingos	en	la	plaza	eran	como	un	rito
de	 la	 festividad,	 que	 se	 cumplía	 mecánicamente.	 Yo	 los	 veía	 reunidos,	 en	 silencio,
horas	y	horas.	A	veces	uno	decía:
     —El	aire	trae	agua.
     Después	de	un	largo	espacio	otro	le	daba	la	razón:
     —Así	parece,	pero	no	hay	que	fiarse	de	la	frescor.
     Se	 lo	 tenían	 hablado	 todo	 y	 en	 cuanto	 a	 sus	 sentimientos	 no	 era	 necesario
exteriorizarlos	a	cada	paso.	Aquel	domingo	miraban	de	vez	en	cuando	el	andamiaje
de	 la	 torre.	 Tampoco	 necesitaban	 decirse	 que	 iban	 a	 devolver	 el	 cigüeñato	 al	 nido,
porque	lo	sabían	todos.	Cuando	no	miraban	al	andamio	se	miraban	entre	sí	y	hacían
comentarios	sobre	Sabino.	En	mi	pueblo	se	hablaba	de	Sabino	y	en	Castelnovo	de	los
presos.	Al	grupo	de	los	concejales	se	acercó	un	campesino	diciendo	que	Ana	Launer
iba	 leyendo	 en	 voz	 alta,	 en	 las	 esquinas,	 las	 coplas	 que	 se	 compusieron	 años	 atrás
sobre	el	asesinato	de	Sabino.	Recordaban	que	las	coplas,	impresas	en	unas	hojillas	de
                                 ebookelo.com	-	Página	86
papel	 rojo,	 habían	 circulado	 por	 todas	 las	 ferias	 de	 la	 comarca.	 Los	 ciegos	 las
cantaban	 acompañados	 de	 la	 guitarra	 y	 las	 vendían	 luego	 por	 cinco	 céntimos.	 En
aquellas	coplas,	que	llevaban	también	grabados	en	madera	(un	hombre	que	cae,	con
un	puñal	en	el	pecho,	el	cadáver	arrastrado	entre	dos,	los	cerdos	que	lo	devoran	y	el
fantasma	 de	 Sabino	 que	 aparece	 al	 final	 pidiendo	 el	 castigo	 de	 los	 asesinos)	 se
narraba	 muy	 circunstanciadamente	 el	 crimen.	 Los	 campesinos	 se	 acercaban	 con
espanto,	oían	las	coplas,	las	compraban	y	se	iban	a	sus	casas	con	la	hojita	impresa	en
el	bolsillo.
    El	 que	 llevaba	 la	 noticia	 dijo	 que	 también	 él	 había	 encontrado	 en	 su	 casa	 las
lindas	coplas.	Los	campesinos	no	destruyen	nunca	los	papeles	y	una	hoja	impresa	que
cae	en	sus	manos	pasa	a	las	de	sus	biznietos.	Ana	Launer	llegaba	seguida	de	un	grupo
de	 niños.	 Llevaba	 la	 hoja	 y	 se	 puso	 a	 leerla	 en	 voz	 alta,	 con	 acento	 grotescamente
trágico.	Los	concejales	escuchaban	risueños.
    Las	advertencias	del	coplero	a	Sabino	eran	un	poco	tardías	y	los	asesinos	cayeron
sobre	la	víctima.	Mientras	uno	le	sujetaba	los	brazos	con	una	mano	y	con	la	otra	le
metía	el	pañuelo	en	la	boca	su	compañero	le	hundía	el	puñal	en	el	vientre.	Salían	los
intestinos;	el	herido,	a	pesar	del	pañuelo,	invocaba	a	su	pequeño	hijo	y	a	su	esposa.
No	habían	escrito	«su	honesta	esposa»,	porque	parecía	grotesco	en	la	de	Sabino.	Los
versos	seguían:
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    el	muerto	a	la	empalizada
    y	abren	la	puerta	a	los	cerdos
    hambrientos	de	carne	humana».
   Después	llegaban	las	coplas	de	los	fantasmas.	Los	cerdos	hablaban	por	la	noche.
Se	ponían	de	pie.	Al	grupo	de	los	concejales	fueron	acercándose	otros	vecinos.	Ana
Launer	leía	en	voz	alta:
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atrevían.	Sus	anchas	sombras	recorrían	la	plaza	y	trepaban	por	los	muros.	El	alguacil
desapareció	 en	 el	 templo	 con	 el	 ave	 y	 minutos	 después	 apareció	 arriba,	 en	 el
campanario.	 Las	 cigüeñas	 se	 limitaban	 ahora	 a	 volar	 alrededor	 de	 la	 torre,	 lo	 que
demostraban	que	habían	visto	al	hijo	y	no	perdían	detalle	de	cuanto	con	él	se	hacía.
     El	 alguacil	 llegó	 fácilmente	 a	 lo	 alto	 del	 andamiaje	 y	 dejó	 al	 cigüeñato	 en	 el
saliente	en	el	que	estaba	instalado	el	nido.	El	cigüeñato	se	estremeció,	agitó	las	alas	y
fue	a	reunirse	con	sus	padres.	Los	campesinos,	desde	abajo,	miraban	en	silencio.	La
mañana	esplendía	en	las	camisas	blancas.
     El	mayordomo	de	don	Ricardo	entró	en	la	iglesia.	Don	Ricardo	oía	desde	dentro
aquellos	 clamores	 y	 estaba	 sobresaltado.	 Creía	 que	 se	 trataba	 de	 un	 motín.	 El
mayordomo	le	dijo	que	no	se	trataba	de	Sabino	sino	de	las	cigüeñas,	pero	así	y	todo,
don	Ricardo	le	ordenó	que	le	enviara	el	coche,	porque	no	quería	salir	a	pie.	Más	que
al	populacho,	que	en	todo	caso	le	respetaría,	temía	a	un	encuentro	fortuito	con	don
Manuel,	contra	cuyas	insolencias	se	sentía	ahora	inerme.
     En	cambio,	don	Manuel	no	se	recataba.	Iba	a	todas	partes,	comentaba	el	caso	de
Sabino	y	encontraba	en	el	hecho	de	que	don	Ricardo	hubiera	alentado	la	acusación
contra	los	«criminales»	de	Castelnovo	un	argumento	espléndido.	Había	ido	dos	veces
al	 pueblo	 vecino	 y	 se	 veía	 que	 los	 liberales	 volvían	 a	 tomar	 fuerzas.	 Don	 Manuel
trataba	 de	 recobrar	 su	 antiguo	 poder	 en	 Castelnovo	 antes	 de	 trabajar	 a	 fondo	 la
opinión	 en	 su	 propio	 pueblo.	 Lo	 primero	 que	 tenía	 que	 hacer	 era	 eliminar	 el
«fantasma»,	porque	a	pesar	de	todas	las	declaraciones	oficiales	Sabino	seguía	siendo
en	 Castelnovo	 «el	 fantasma»	 para	 la	 mayor	 parte	 de	 los	 campesinos.	 Don	 Manuel
había	 anunciado	 que	 iba	 a	 llevarlo	 un	 día	 próximo	 y	 que	 todos	 podrían	 verlo	 y
hablarle.
     Sabino	había	ido	todas	las	noches,	desde	su	regreso,	a	las	cercanías	de	la	casa	de
la	Adela.	Dormía	pocas	horas.	En	el	monte	se	había	acostumbrado	a	dormir	de	día	y	a
andar	 despierto	 de	 noche,	 como	 las	 fieras,	 porque	 su	 cueva	 estaba	 menos	 fría	 y
porque	 para	 acercarse	 a	 las	 parideras	 necesitaba	 protegerse	 en	 las	 sombras.	 Pero
ahora,	en	el	pueblo,	dormía	de	día	y	en	cuanto	oscurecía	salía	y	vigilaba	la	casa	de
Adela	para	ver	si	el	segundo	marido	iba	a	dormir	allí	o	no.	Por	consejo	de	personas
discretas,	 la	 Adela	 no	 volvió	 a	 abrirle	 la	 puerta	 a	 su	 segundo	 marido	 y	 vivía	 sola.
Sabino	quería	comprobarlo.	Su	madre	creía	que	Sabino	dormía	con	la	Adela	y	llevaba
como	podía	sus	resentimientos	de	suegra.
     Su	hijo	la	miraba	sin	comprender.
     —¿Qué	le	pasa,	madre?
     Ella	veía	sus	ojos	amorosos,	los	ojos	de	cuando	era	pequeño.
     —Nada,	Sabino.
     Otras	 veces,	 mientras	 Sabino	 dormía,	 ella	 se	 acercaba	 y	 lo	 miraba	 en	 silencio.
Tenía	que	contenerse	para	no	besarlo.	Se	retiraba,	se	sentaba	en	su	silla	baja	de	enea	y
lo	contemplaba	mientras	de	sus	ojos	resbalaba	de	nuevo	el	llanto	frío	sin	un	gesto,	sin
un	sollozo…
                                  ebookelo.com	-	Página	89
     En	Castelnovo,	Juan	veía	que	no	podía	recuperar	a	su	mujer,	a	pesar	de	todo.	Ella
lo	trataba	con	una	cálida	piedad	y	se	la	veía	más	atenta	a	cuidarle	su	enfermedad	que
a	abandonarse	a	la	pasión.	Juan	sentía	entre	los	dos	a	otro	hombre	y	no	se	atrevía	a
hablar.	Una	noche	le	dijo:
     —Tú	no	eres	la	misma.	Tú	y	yo	no	nos	entendemos	como	antes,	como	se	entiende
Vicente	con	su	mujer.
     Ella	 no	 sabía	 qué	 decir,	 porque	 Juan	 tenía	 razón.	 Él	 seguía	 contestándose	 a	 sí
mismo:
     —Es	natural.	Quince	años	no	pasan	de	vacío.	Yo	me	doy	cuenta,	pero	¿qué	hacer?
¿Quién	tiene	la	culpa?	Tú,	no;	ya	lo	sé.	Has	pasado	tu	juventud	con	la	idea	de	que	el
padre	de	tu	hijo	era	un	criminal.	Pero	yo	tampoco.
     Juan	 no	 se	 acostumbraba	 a	 la	 idea	 de	 que	 aquella	 mujer	 no	 podía	 ser	 ya	 «su
mujer».	 Se	 sentía	 feliz	 y	 al	 mismo	 tiempo	 veía	 que	 su	 felicidad	 era	 falsa.	 A	 veces
tenía	un	rapto	de	ira	contra	no	sabía	qué,	sus	pulmones	protestaban	y	se	incorporaba
en	 la	 cama	 tosiendo.	 En	 la	 calle,	 la	 alegría	 de	 saberse	 inocente	 y	 de	 sentir	 que	 los
demás	lo	sabían,	era	incompleta	también.	Creía	ver	en	las	miradas,	en	los	gestos	de
las	 gentes	 cierta	 ironía	 y	 en	 aquella	 ironía	 estaba	 viva	 la	 presencia	 de	 otro	 hombre.
Un	día	Juan	se	levantó	sin	haber	dormido	en	toda	la	noche	y	mientras	se	vestía	iba
diciendo:
     —Esto	no	puede	ser.
     Su	 mujer	 lo	 miraba	 con	 el	 rabillo	 del	 ojo.	 «Juan,	 Juan,	 no	 te	 empeñes	 en	 hacer
mayor	nuestra	desgracia».
     —¿Qué	desgracia?	—preguntó	él	vivamente.
     Quería	 saber	 si	 ella	 sentía	 aquella	 misma	 imposibilidad.	 Pero	 su	 mujer	 no	 le
contestaba	y	Juan	se	decía	a	sí	mismo	en	voz	alta:
     —Un	crimen	que	nadie	había	cometido	ha	traído	otros	crímenes	verdaderos.
     —No	caviles,	Juan,	que	te	volverás	loco.
     No	 volvieron	 a	 hablar	 en	 todo	 el	 día	 y	 se	 trataban	 con	 un	 cuidado	 amable,
queriendo	 ser	 agradables	 el	 uno	 para	 el	 otro.	 En	 aquel	 cuidado	 de	 ella	 había	 una
buena	voluntad	que	a	Juan	le	desesperaba.
     Aquella	noche	tuvieron	a	Ana	Launer	en	la	calle,	frente	a	la	puerta,	con	su	risa	de
gato	en	celo,	repitiendo:
     —Has	pagado	adelantado	un	crimen	y	tienes	derecho	a	cobrártelo	en	la	sangre	de
un	semejante.
     Volvía	a	reír	y	añadía:
     —Pero	Juan	siempre	será	Juan.
     La	mujer	de	Juan	se	mostró	inquieta:
     —Ana	Launer.	Es	Ana	Launer	—dijo.
     Tenía	miedo,	no	sabía	si	a	Ana	Launer	o	a	Juan,	y	él	la	tranquilizó:
     —No	hagas	caso.
     Ella	sintió	en	la	voz	de	Juan	un	acento	protector	y	se	le	acercó,	se	empequeñeció
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entre	sus	brazos	y	volvió	a	llorar.
    Ana	Launer	reía	en	la	calle	y	ahora	su	risa	era	metálica,	como	el	chirrido	de	una
comadreja:
    —Tienes	 un	 crimen	 pagado,	 Juan.	 Refresca	 tu	 memoria	 y	 elige	 al	 que	 más	 te
cuadre,	Juan.	A	ella	o	a	él.
    Juan	 sentía	 a	 su	 mujer	 entregársele	 sin	 condiciones,	 sabiéndose	 culpable.	 Tenía
ella	el	miedo	de	un	pájaro	al	que	se	puede	ahogar	apretando	un	poco	la	mano.	Juan
llegó	a	sentir	que	aquel	derecho	suyo	a	la	venganza	le	daba	una	gran	fuerza	con	su
esposa,	pero	se	creyó	en	el	caso	de	decirle:
    —¿Qué	temes,	mujer?	Yo	soy	el	mismo	de	siempre	para	ti.
    Al	oírlo	ella	se	deshizo	en	llanto.
                                ebookelo.com	-	Página	91
                                    Capítulo	XVII
                       «¿NO	HA	VENIDO	LA	ADELA,	MADRE?»
Juan	salió	a	la	calle,	donde	se	oían	rumores	de	multitud,	y	encontró	un	grupo	de	más
de	 doscientas	 personas	 que	 seguían	 a	 Sabino,	 a	 don	 Manuel,	 a	 los	 dos	 médicos	 del
pueblo	 próximo	 y	 a	 uno	 de	 los	 propietarios	 de	 Castelnovo.	 Por	 puertas	 y	 ventanas
asomaban	otros	vecinos	y	miraban	intrigados,	sin	decidirse	a	salir	a	la	calle.	Delante
iba	el	dueño	de	la	Venta	del	Fraile,	diciendo	jovialmente	a	los	vecinos:
     —Aquí	lo	tenéis	a	Sabino;	mirad,	mirad	si	es	bien	de	carne	y	hueso.
     Y	Sabino	abría	los	brazos,	en	ademán	de	ofrecerse	y	repetía:
     —Aquí	 me	 tenéis.	 Yo	 soy	 Sabino.	 Nadie	 me	 ha	 hecho	 ningún	 mal,	 de	 eso	 os
podéis	convencer.
     Las	 mujeres	 miraban	 por	 las	 ventanas,	 a	 veces	 sin	 atreverse	 a	 abrirlas	 del	 todo,
temerosas	del	fantasma.	Pero	Sabino	era	Sabino.	Al	pasar	frente	a	casa	de	Juan,	éste,
que	 se	 había	 quedado	 en	 la	 puerta,	 lo	 saludó	 con	 un	 gesto.	 Don	 Manuel	 empujaba
suavemente	 a	 Sabino	 hacia	 su	 «asesino»,	 y	 al	 verse	 delante	 de	 él,	 Sabino	 le	 dio	 la
mano,	que	Juan	estrechó	maquinalmente.	Se	miraban	sin	hablar.	Juan	hubiera	querido
que	estuviera	allí	su	hijo.	La	que	salió	fue	su	mujer:
     —Ay,	Sabino	—dijo	llorosa—;	Dios	te	perdone	el	mal	que	nos	has	hecho.
     Sabino	volvió	a	abrir	torpemente	sus	brazos:
     —Quién	iba	a	pensarlo,	mujer	—se	disculpó.
     Juan,	sin	soltarle	la	mano,	afirmó,	con	voz	segura	para	que	lo	oyeran	todos:
     —Yo	no	te	guardo	mala	voluntad.
     Juan	les	daba	las	gracias	por	llevar	al	pueblo	a	Sabino,	ya	que	muchas	personas
seguían	acusándole	del	crimen	en	su	«pensar	interior».	Después	don	Manuel	invitó	a
Juan	a	unirse	a	ellos,	pero	Juan,	viendo	que	todo	aquello	tenía	un	aire	de	«carnaval»,
se	excusó	y	se	metió	en	casa.	Fue	a	sentarse	al	lado	del	fuego,	apoyó	la	cabeza	entre
las	 manos	 y	 se	 estuvo	 mirando	 una	 llamita	 azul	 que	 aparecía	 y	 se	 extinguía	 casi
regularmente	 por	 el	 costado	 chamuscado	 de	 un	 leño.	 La	 visita	 de	 Sabino	 a	 la	 aldea
iba	a	hacerle	mucho	bien.
     Al	mediodía	salió,	por	el	gusto	de	ver	la	cara	de	las	gentes.	Volvió	pronto	a	casa,
con	una	sensación	de	disgusto.	Le	dijeron	que	al	ver	a	Sabino	el	cabo	de	la	guardia
civil	frunció	las	cejas,	incrédulo,	y	como	don	Manuel	le	preguntara:
     —¿Eh?	¿Qué	dices?	¿Mataron	a	Sabino?
     El	cabo	respondió	muy	convencido:
     —Don	Manuel,	si	no	mataron	a	ése	matarían	a	otro.
     Al	saberlo,	Juan	se	sintió	desconcertado.	Si	el	cabo	se	obstinaba	en	repetir	aquello
podrían	 volver	 a	 detenerlos	 y	 les	 harían	 confesar	 otro	 crimen,	 el	 que	 quisieran.
Además,	aquella	certidumbre	del	cabo	mantenía	en	el	aire	una	inculpación	en	la	que
siempre	habría	alguno	que	creyera.	Fue	a	ver	a	Vicente.	Lo	primero	que	la	mujer	de
                                  ebookelo.com	-	Página	92
Vicente	 le	 dijo	 era	 que	 estaba	 muy	 flaco	 y	 que	 debía	 quedarse	 en	 la	 cama	 hasta
mejorar.	Juan	quiso	reír	y	al	decirle	que	estaba	mejor	que	nunca,	tuvo	un	golpe	de	tos
y	 luego	 otro.	 Se	 le	 congestionó	 el	 rostro,	 hasta	 ponerse	 de	 color	 malva.	 Tuvo	 que
dejarse	caer	en	una	silla.	La	mujer	de	Vicente	le	dio	un	vaso	de	leche	y	le	dijo	que
Vicente	había	ido	a	la	ciudad	a	comprar	las	herramientas	para	trabajar	como	zapatero.
Tardaría	 tres	 días	 en	 volver.	 Juan	 sentía	 que	 Vicente	 había	 superado	 su	 situación,
vivía	tranquilo	y	feliz,	y	se	desentendía	de	todo.	No	quería	saber	de	Sabino	ni	de	los
problemas	 que	 suscitaba.	 Desde	 el	 momento	 en	 que	 el	 Ayuntamiento	 lo	 había
rehabilitado	 ya	 no	 se	 ocupó	 sino	 de	 reorganizar	 su	 vida.	 Juan	 le	 dijo	 que	 Sabino
estaba	 en	 el	 pueblo,	 pero	 ella	 lo	 había	 visto	 ya	 y	 le	 había	 dicho	 cuatro	 cosas.	 «Ese
poca	 substancia	 —repetía—,	 por	 irse	 a	 vivir	 entre	 los	 lagartos	 hizo	 la	 desgracia	 de
medio	pueblo».
     Le	 preguntó	 por	 su	 mujer	 y	 Juan	 contestó	 con	 evasivas.	 Ella	 lo	 miraba	 con
curiosidad:
     —Repórtate,	Juan.	¿No	has	aguantao	como	mi	Vicente	dieciséis	años	de	miserias?
Aguanta	un	poco	más	y	te	volverá	la	paz.
     Aquella	 idea	 de	 que	 fuera	 necesario	 contenerle	 a	 él,	 llamarle	 a	 la	 prudencia,	 le
hizo	 más	 patente	 su	 derecho	 a	 la	 venganza.	 Miró	 a	 su	 alrededor.	 Había	 una	 azada
reluciente	colgada	en	un	travesaño	y	se	le	iban	allí	los	ojos.
     —Tengo	que	darle	una	cazada	a	alguno.
     Una	«cazada»	era	el	golpe	clásico	con	el	reverso	de	la	azada,	con	el	cazo.	La	frase
era	habitual	en	el	pueblo.	Ella	sentía	que	había	en	el	fondo	de	aquellas	palabras	un
impulso	verdadero.
     —Juan,	¿estás	loco?	Anda	a	tu	casa.	¿Vas	a	dar	la	razón	a	las	malas	gentes	que
han	querido	perdernos?
     Juan	 se	 dejó	 convencer	 fácilmente,	 le	 pidió	 que	 cuando	 volviera	 Vicente	 le
enviara	aviso	a	su	casa	y	se	marchó;	pero	al	salir	a	la	calle	tuvo	otro	ataque	de	tos.	Se
apoyó	 en	 la	 pared,	 estuvo	 tosiendo	 largo	 rato	 y	 cuando	 parecía	 calmarse	 se	 dobló
sobre	sí	mismo	y	dejó	caer	en	tierra	una	bocanada	de	sangre.	Salió	un	vecino	y	Juan,
apoyándose	en	él,	fue	marchando	lentamente.
     —Tarde	he	tenido	la	idea	—se	lamentaba	sin	explicar	a	qué	idea	se	refería.	Por	el
camino,	antes	de	llegar	a	su	casa,	se	cruzaron	de	nuevo	con	el	grupo	que	acompañaba
a	Sabino	y	que	se	dirigía	a	las	afueras.
     Juan,	con	voz	débil,	dijo:
     —Cuánto	mal	nos	has	hecho,	Sabino.
     Sabino	no	contestaba.	Don	Manuel	se	lo	llevó	de	allí.
     Regresaron	 al	 pueblo	 en	 dos	 carruajes:	 el	 del	 médico	 y	 el	 de	 don	 Manuel.	 El
médico,	que	estaba	esperándolos	en	las	afueras,	al	saber	lo	que	pasaba	con	Juan	fue,
por	encargo	de	don	Manuel,	a	verle.	Cuando	volvió	dijo	que	era	un	caso	perdido	y
que	no	comprendía	cómo	había	podido	vivir	tanto	tiempo.	Sabino	movió	la	cabeza	y
dijo	que	llevaba	en	la	cara	la	estampa	de	la	muerte.
                                  ebookelo.com	-	Página	93
     Don	Manuel	puso	un	comentario	estoico:
     —Dios	arregla	las	cosas	a	su	manera.
     Dejaron	 a	 Sabino	 a	 la	 entrada	 del	 pueblo,	 cerca	 de	 la	 casa	 de	 su	 madre,	 y	 los
demás	 siguieron	 hacia	 el	 centro.	 Pero	 Sabino,	 en	 lugar	 de	 quedarse	 en	 casa,	 fue
andando	hacia	la	plaza.	El	centro	del	pueblo	había	cambiado	de	aspecto.	El	circo,	las
«comedias	del	Cojo	Marín»,	estaba	ya	levantado	y	al	lado	se	amontonaban	cajas	con
cierres	 de	 hierro,	 fardos	 de	 forraje	 para	 los	 animales	 y	 grandes	 rollos	 de	 cuerda.
Aquella	noche	era	la	primera	función.	Sabino	se	sentía	feliz	allí,	entre	la	gente.	Se	le
acercaban	y	no	le	preguntaban	nada.	Por	el	contrario	le	contaban	novedades	y	hechos
del	 tiempo	 de	 su	 ausencia.	 Uno	 le	 dio	 el	 romance	 de	 «su	 crimen».	 Sabino	 iba
deletreándolo	y	cada	vez	que	veía	su	nombre	en	letra	impresa	se	sentía	halagado.	No
le	 hacía	 ninguna	 impresión	 lo	 que	 allí	 se	 decía.	 El	 relato	 del	 crimen	 le	 dejaba	 frío.
Sólo	le	interesaba	el	hecho	de	su	nombre	escrito	en	un	papel	que	se	vendía	por	dinero
en	los	corros	de	los	ciegos.
     Dos	 campesinos	 se	 le	 acercaron	 y	 le	 dijeron	 que	 don	 Manuel	 y	 don	 Ricardo
estaban	 en	 una	 situación	 más	 tirante	 y	 difícil	 que	 nunca.	 El	 liberal,	 porque	 quería
sacar	todo	el	partido	posible	del	regreso	de	Sabino	y	por	esa	razón	lo	había	llevado	a
Castelnovo.	Don	Ricardo,	porque	deseaba	que	la	gente	se	olvidara	de	aquello.
     Y	el	que	hablaba	añadió:
     —El	 mayordomo	 de	 don	 Ricardo	 ha	 dicho	 que	 si	 don	 Manuel	 no	 se	 anda	 con
cuidado	puede	haber	un	día	negro	en	el	pueblo.
     Sabino	 se	 quedaba	 indiferente	 ante	 aquellos	 resentimientos	 y	 se	 sumía	 en	 la
misma	reflexión:	«¿Cómo	es	posible	todo	esto	por	causa	mía?».
     En	los	porches	del	Ayuntamiento	corría	una	fila	de	tenderetes	que	mostraban	su
bisutería	brillante	de	oralina	y	sedas.	Algunos	muchachos	encendían	buscapiés	y	los
lanzaban,	 entre	 el	 alborozo	 de	 los	 demás.	 Después	 de	 la	 explosión	 olía	 a	 pólvora	 y
aquel	 olor	 quince	 años	 después	 le	 recordaba	 a	 Sabino	 su	 propia	 infancia.	 Se	 le
unieron	otros	tres	campesinos.	Uno	de	ellos	preguntó	a	Sabino	si	vivía	con	su	mujer.
Era	aquél	un	tema	escabroso,	pero	Sabino	lo	miró	a	los	ojos	y	respondió	que	el	asunto
estaba	en	manos	del	juez	y	del	cura.	Se	dieron	los	otros	por	satisfechos	y	no	volvieron
al	 tema.	 Uno	 de	 los	 recién	 llegados	 recordó	 que	 había	 comido	 carne	 de	 uno	 de	 los
cerdos	de	la	Venta	del	Fraile	y	estuvo	dos	años	enfermo	de	aprensión.	Sabino	volvía	a
sentir	el	mismo	asombro.
     En	 un	 rincón	 de	 la	 plaza	 se	 oía	 el	 zumbido	 sordo	 de	 un	 pandero	 y	 el	 rugido,	 a
veces,	de	un	oso.	Era	un	oso	gris,	grande	y	viejo,	con	la	cadena	atada	a	un	anillo	que
le	perforaba	la	nariz.	Se	ponía	en	dos	pies,	alzaba	una	pata	torpemente	y	después	otra.
Los	chicos	formaban	corro.	Sabino	miraba	al	animal,	obsesionado.	No	sabía	qué	era
lo	 que	 le	 llamaba	 la	 atención,	 pero	 encontraba	 su	 aspecto	 grotesco,	 su	 danza	 grave
que	 hacía	 reír	 y	 su	 barbarie	 muerta,	 como	 viejas	 cosas	 conocidas.	 Estando	 bajo
aquella	 impresión,	 como	 le	 preguntara	 uno	 de	 los	 campesinos	 por	 qué	 se	 fue	 del
pueblo,	Sabino	dijo,	sin	mirarle:
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    —Me	marché	para	no	enviar	a	alguno	al	cementerio.
    Alguien	 le	 dijo	 que	 se	 estaba	 tratando	 en	 el	 Ayuntamiento	 de	 darle	 un	 cargo	 y
Sabino	interrumpió	al	que	lo	decía,	haciéndose	el	enterado.	Poco	después,	se	despidió
con	un	gesto,	y	se	marchó	calle	abajo,	hacia	su	casa.
    Al	llegar,	su	madre	lo	recibió	con	exclamaciones	de	angustia.	Ya	creía	que	no	iba
a	 venir.	 Tenía	 miedo	 de	 que	 fuera	 a	 Castelnovo	 porque	 se	 hacía	 la	 idea	 de	 que	 en
aquel	 pueblo	 debían	 estar	 terriblemente	 resentidos	 contra	 él	 y	 temía	 que	 quisieran
matarlo	 de	 veras.	 Todas	 aquellas	 historias	 de	 la	 chopera,	 los	 cerdos,	 etc.,	 seguían
vivas,	y	a	veces	parecía	como	si	hubieran	sucedido.
    Sabino	le	preguntó	si	había	estado	allí	la	Adela.
    —¿La	Adela?	¿Para	qué	había	de	venir?
    Sabino	lo	preguntaba	a	menudo,	al	regresar,	porque	tenía	la	esperanza	de	que	ella
misma,	la	Adela,	resolviera	antes	que	el	juez	y	el	cura	la	cuestión	volviendo	a	su	lado.
Pero	 la	 Adela	 no	 iba.	 El	 mismo	 Sabino	 sabía	 que	 no	 iría,	 pero	 le	 gustaba	 hacerse
aquella	idea.
    La	señora	Antonia	no	lloró	esa	vez.
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                                  Capítulo	XVIII
                          DISPUESTOS	A	IR	AL	«TERRENO»
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no	quería	rectificar	lo	que	había	dicho.	Por	si	había	alguna	duda,	don	Ricardo	dijo:
    —Estoy	dispuesto	a	ir	al	terreno.
    En	 lenguaje	 caballeresco,	 el	 «terreno»	 a	 secas	 era	 el	 «terreno	 del	 honor».	 Mi
padre	 encontraba	 natural	 aquella	 determinación.	 Conocía	 el	 código	 de	 los	 lances	 y
para	 llevar	 a	 cabo	 su	 misión	 inteligentemente	 y	 poder	 obligar	 a	 don	 Manuel	 a
rectificar,	 con	 lo	 cual	 se	 evitaría	 el	 duelo,	 pedía	 aclaraciones	 minuciosas	 a	 don
Ricardo.	 Éste	 explicaba	 que	 en	 primer	 lugar	 don	 Manuel	 trataba	 de	 ponerle	 en
ridículo	 diciendo	 que	 había	 rescatado	 a	 Sabino	 sin	 saber	 que	 era	 Sabino.	 Con	 estas
palabras	le	señalaba	ante	el	pueblo	como	responsable	de	todo.
    —Quiere	echarme	al	pueblo	encima	—repetía,	asustado.
    No	 sabía	 que	 la	 gente	 estaba	 muy	 tranquila	 disponiéndose	 a	 pasar	 las	 fiestas	 lo
mejor	posible.	Ésa	era	una	de	las	desventajas	de	don	Ricardo,	a	quien	su	riqueza	le
separaba	del	pueblo.	Don	Manuel	estaba	más	cerca	de	los	campesinos,	se	confundía	a
veces	con	ellos	y	de	ese	hecho	sacaba	su	fuerza.	Mi	padre	insistía	en	preguntarle	los
detalles	de	las	ofensas	de	don	Manuel.
    —Hablando	 de	 mi	 madre	 se	 ha	 permitido	 groserías	 incalificables.	 Como	 es
necesario	 informarles	 de	 todo,	 tengo	 que	 hablar	 de	 cosas	 que	 repugnan	 a	 la
sensibilidad	de	cualquier	hombre	y	más	a	la	mía.	Ése	canalla	ha	dicho	que	en	tiempos
su	padre	tuvo	relaciones	ilegítimas	con	mi	madre,	y	al	hablar	de	ella	ha	hecho…
    Don	Ricardo	hizo	un	ruido	nasal	aspirando	aire	y	produciendo	un	leve	ronquido
voluptuoso.	Mi	padre	preguntó	con	minuciosidad	cruel.
    —¿Se	habrá	referido,	naturalmente,	a	los	tiempos	de	soltería	de	su	señora	madre?
    Don	 Ricardo	 afirmó,	 añadiendo	 que	 a	 nadie	 de	 la	 familia	 de	 don	 Manuel	 se	 le
había	 permitido	 nunca	 poner	 los	 pies	 en	 su	 casa.	 El	 farmacéutico	 preguntaba	 con
visible	falta	de	tacto:
    —Entonces,	¿se	permitió	hacer	—repetía	el	leve	ronquido	nasal—	al	hablar	de	su
honorable	madre?
    —Como	usted	lo	oye	—afirmaba	don	Ricardo.
    El	farmacéutico	se	sentía	desolado.	Mi	padre	creía	también	que	aquello	era	una
falta	de	respeto	que	por	otra	parte	iba	muy	bien	con	las	costumbres	groseras	de	don
Manuel.
    Don	Ricardo	seguía:
    —Dice	 además	 que	 yo	 pagué	 de	 mi	 bolsillo	 la	 acusación	 privada	 contra	 Juan	 y
Vicente.	 Aceptemos	 que	 eso	 sea	 verdad.	 ¿No	 pagó	 él	 la	 defensa?	 Y	 si	 la	 supuesta
viuda	 de	 Sabino	 se	 encontraba	 abandonada	 y	 carecía	 de	 medios	 para	 encargar	 la
acusación	 por	 su	 cuenta,	 ¿qué	 de	 particular	 tenía	 que	 yo	 la	 hubiera	 ayudado?	 ¿No
quería	yo	ayudar	también	a	las	familias	de	los	delincuentes?	Pero	lo	que	busca	don
Manuel	es	echarme	el	pueblo	encima.
    Transigía	 con	 todo,	 en	 definitiva,	 menos	 con	 las	 faltas	 de	 respeto	 a	 su	 madre.
Aquello	no	lo	toleraría	en	los	días	de	su	vida.	Don	Ricardo	estaba	dispuesto	a	todo,
pero	 recomendaba	 «el	 menor	 ruido	 posible».	 No	 quería	 que	 trascendiera,	 de
                                 ebookelo.com	-	Página	97
momento.	 Si	 se	 obtenía	 un	 acta	 conciliatoria	 se	 haría	 pública	 en	 los	 tableros	 de
anuncios	oficiales	del	Ayuntamiento.	De	otro	modo	irían	«al	terreno»,	pero	el	pueblo
no	debía	saber	nada	hasta	después.	Mi	padre	le	preguntó	si	en	caso	de	ir	al	terreno	se
batirían	a	sable	o	a	pistola.	Don	Ricardo	se	estremeció	y	dijo	que	a	su	hora	se	trataría
de	aquello.	Mi	padre	le	recomendó	la	pistola,	teniendo	en	cuenta	que	don	Manuel	era
de	mayores	fuerzas	físicas	que	él.
    Fueron	a	ver	a	don	Manuel.	Los	nombres	de	mi	padre	y	del	farmacéutico	debieron
hacerle	 gran	 impresión,	 porque	 salió	 él	 mismo,	 entre	 molesto	 y	 curioso.	 Los	 hizo
pasar	 a	 la	 sala	 donde	 se	 recibía	 a	 las	 visitas	 de	 gala.	 Allí,	 después	 de	 cambiar
vaguedades	 sobre	 el	 tiempo	 y	 los	 preparativos	 de	 las	 fiestas,	 mi	 padre	 abordó	 la
cuestión.	 Don	 Ricardo	 se	 sentía	 ofendido	 y	 les	 había	 comisionado	 para	 exigir	 una
rectificación.	 La	 palabra	 «exigir»	 revelaba	 de	 pronto	 a	 don	 Manuel	 que	 estaba	 ante
dos	padrinos	de	duelo,	lo	que	no	dejó	de	impresionarle.	Pensó	que	en	la	suavidad	de
maneras	 de	 don	 Ricardo	 había	 un	 límite,	 y	 que	 aquel	 límite	 caballeresco	 había
llegado.	Don	Ricardo	no	replicaría	a	sus	ofensas	en	la	calle,	a	puñetazos,	como	quizás
hubiera	hecho	él,	pero	tenía	recursos	más	peligrosos.
    Don	Manuel	se	encogió	de	hombros:
    —Yo	no	he	tratado	de	ofenderle.
    Mi	padre	vio	que	aquello	iba	por	buen	camino,	pero	don	Manuel	añadió:
    —Si	he	hablado	de	él,	me	he	limitado	a	decir	la	verdad.	Don	Ricardo	trabajó	el
pueblo	 de	 Castelnovo	 contra	 nosotros	 apoyándose	 en	 aquel	 crimen,	 intrigó	 todo	 lo
que	pudo	para	llevársenos	las	elecciones	y	lo	consiguió.	Ahora	le	ha	llegado	la	hora
de	perder	y	no	tiene	más	remedio	que	resignarse.
    Mi	padre	puntualizaba:
    —Suponiendo	que	eso	fuera	cierto,	don	Ricardo	no	lo	hace	motivo	principal	de
ofensa.	La	política	es	la	política.	Pero	usted	ha	ofendido	su	nombre	y	el	de	su	madre.
    El	farmacéutico	puntualizó:
    —Usted	 ha	 afirmado	 que	 su	 madre	 tuvo	 relaciones	 ilegítimas	 con	 el	 padre	 de
usted	y	al	hablar	de	su	señora	madre	ha	hecho…
    El	farmacéutico	repitió	el	leve	ronquido	nasal	y	continuó:
    —Usted	 trata	 de	 hacer	 reír	 a	 la	 gente	 con	 esas	 cosas	 que	 nuestro	 representado
considera	legítimamente	como	groserías.
    Don	Manuel	se	impacientaba:
    —Bueno,	¿qué	quiere?	¿Qué	quiere	concretamente	don	Ricardo?
    Mi	padre	le	dijo,	conciliador:
    —Que	usted	se	desdiga	y	que	se	levante	un	acta	para	hacerla	pública.
    La	palabra	«acta»	tenía	en	el	campo	un	prestigio	notarial	y	jurídico.	Don	Manuel,
que	se	sentía	más	fuerte	contra	su	enemigo	desde	la	reaparición	de	Sabino,	se	negó	en
redondo.
    —Entonces	 —dijo	 mi	 padre—	 le	 rogamos,	 en	 nombre	 de	 nuestro	 representado,
que	designe	a	dos	personas	para	tratar	con	nosotros.
                                 ebookelo.com	-	Página	98
     Don	Manuel	se	hizo	el	sorprendido	y	preguntó	ingenuamente:
     —¿Un	duelo?
     Mi	padre	afirmó	con	la	cabeza.	Don	Manuel	quiso	reír,	pero	le	costaba	trabajo:
     —Mire	usted,	eso	son	idioteces.	Yo	no	me	bato	con	don	Ricardo.
     Mi	padre	le	advirtió	que	si	se	negaba	se	levantaría	el	acta	en	la	que	constara	su
negativa	 y	 sería	 publicada	 añadiendo	 una	 declaración	 firmada	 por	 otras	 personas
notables	del	pueblo	en	la	que	se	consideraría	a	don	Manuel	descalificado.
     —¿Qué	quiere	decir	eso?	¿Que	me	tacharían	de	cobarde?
     Mi	padre	inclinó	la	cabeza,	afirmando,	y	se	disculpó:
     —Es	el	protocolo.
     Don	Manuel	se	levantó:
     —¿Cobarde	 yo?	 Díganle	 a	 ese	 títere	 que	 le	 voy	 a	 hacer	 un	 agujero	 en	 la	 tripa,
pero	que	para	eso	no	hace	falta	testigos	ni	pamplinas.	Cuando	quiera	y	como	quiera.
     El	 farmacéutico	 y	 mi	 padre	 insistieron	 en	 que	 aquello	 se	 podía	 arreglar	 por	 las
buenas,	 pero	 don	 Manuel	 juraba	 que	 lo	 que	 decía	 lo	 sostenía	 en	 todas	 partes.
Entonces	mi	padre	insistió	en	que	enviara	los	padrinos	a	nuestra	casa,	donde	estarían
esperándolos	todo	el	día.
     Tanto	 mi	 padre	 como	 el	 farmacéutico	 quedaron	 muy	 extrañados	 de	 la	 facilidad
con	 que	 don	 Ricardo	 aceptó	 los	 hechos.	 A	 veces	 tuvieron	 la	 impresión	 de	 que
renunciaría	al	duelo,	al	ver	tan	decidido	a	su	enemigo.	Pero	don	Ricardo	se	mostraba
con	la	decisión	de	«ir	al	terreno»	ya	hecha,	más	sereno	y	tranquilo.	Veían	en	aquello
el	fondo	feudal	que	conservaba	su	familia.
     Se	 tramitó	 rápidamente,	 porque	 los	 dos	 médicos,	 que	 representaban	 a	 don
Manuel,	se	mostraban	especialmente	agresivos.	Don	Ricardo	se	sentía	indignado	de
que	 hubiera	 nombrado	 padrinos	 a	 dos	 enemigos	 personales	 suyos.	 Aquello
envenenaba	más	el	asunto.	El	duelo	quedó	concertado,	a	pistola	y	a	«primera	sangre»,
es	 decir,	 que	 una	 herida	 bastaba	 para	 darlo	 por	 terminado.	 Hasta	 que	 esa	 herida	 se
produjera	dispararían	por	turno,	sin	avanzar.	La	distancia,	quince	pasos.	Se	discutió
mucho	sobre	el	hecho	de	que	pudiera	o	no	disparar	otra	vez	el	que	resultara	herido,	es
decir,	 que	 el	 último	 disparo	 lo	 hiciera	 el	 herido,	 si	 quería	 hacerlo.	 Se	 acordó
finalmente	que	el	hecho	de	que	hubiera	sangre	en	uno	de	los	dos	resolvería	el	lance.
Se	fijó	el	encuentro	para	el	día	siguiente	a	las	seis	de	la	mañana	en	una	era	apartada,
junto	 a	 las	 ripas.	 Quedó	 nombrado	 el	 juez	 de	 campo	 y	 como	 los	 padrinos	 de	 don
Manuel	 eran	 médicos,	 no	 había	 que	 designar	 uno.	 Don	 Ricardo	 rechazó	 aquello,
porque	 no	 quería	 caer	 en	 manos	 de	 ninguno	 de	 los	 dos,	 y	 envió	 el	 coche	 con	 el
mayordomo	a	Castelnovo	a	buscar	el	médico	de	allí.	Los	padrinos	de	don	Manuel	lo
aceptaron.
     En	el	pueblo	se	sabía	que	estaba	pasando	algo	grave,	pero	nadie	podía	concretar
nada.	 Los	 padrinos	 conservaban	 rigurosamente	 el	 secreto.	 Se	 hablaba	 de	 una	 gran
tirantez	 entre	 las	 dos	 familias,	 pero	 esperaban	 que	 se	 resolvería,	 como	 otras	 veces,
con	 una	 batalla	 en	 la	 plaza	 entre	 los	 mastines.	 Aquel	 mismo	 día	 llegó	 la	 noticia	 de
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que	 en	 Castelnovo	 habían	 ardido	 dos	 almiares	 de	 don	 Ricardo.	 Parecía	 que	 los
vecinos	no	habían	hecho	grandes	esfuerzos	por	extinguir	el	fuego	y	aunque	la	riqueza
destruida	no	era	mucha,	se	notaba	una	combatividad	alarmante	en	los	liberales.	Don
Ricardo	 se	 sintió	 más	 ofendido	 aún	 y	 atribuyó	 aquello	 a	 la	 propaganda	 de	 don
Manuel.	Sólo	un	duelo	entre	él	y	su	enemigo	apaciguaría	a	las	gentes.	Por	otra	parte,
la	 idea	 de	 matar	 a	 su	 enemigo	 le	 parecía	 muy	 confortable	 después	 de	 las	 burlas
procaces	 contra	 su	 madre.	 Fue	 al	 duelo	 con	 la	 sensación	 de	 cumplir	 un	 alto	 deber,
como	iba	a	la	iglesia	en	los	grandes	días.	Antes	había	hecho	testamento.	En	su	casa
todos	 sentían	 la	 presencia	 de	 algo	 extraordinario,	 pero	 nadie	 podía	 decir	 de	 qué	 se
trataba.	El	secreto	había	sido	riguroso	por	los	dos	bandos.
     Sabino	ya	no	vigilaba	la	puerta	de	la	casa	de	Adela.	Estaba	seguro	de	que	ella	no
osaría	 recibir	 a	 su	 segundo	 marido.	 Supo	 Sabino	 que	 Juan	 había	 muerto	 en
Castelnovo	 y	 se	 creyó	 obligado	 a	 ir	 a	 dar	 el	 pésame	 a	 su	 viuda.	 Cuando	 llegó	 se
encontró	 con	 que	 los	 rumores	 eran	 falsos;	 pero	 Juan	 estaba	 tan	 grave	 que	 no	 podía
sobrevivirles	muchas	horas.	Tendido	en	la	cama,	rodeado	de	toallas	sanguinolentas,
conservaba	su	lucidez.	El	médico	le	inyectaba	para	contener	la	hemorragia,	pero	se
despidió	dando	a	la	familia	la	impresión	de	que	no	había	nada	que	hacer.	Entonces
llamaron	al	cura,	que	le	dio	la	unción.	Los	grandes	pies	de	Juan	rebasaban	la	cama,
desnudos.	 El	 cura	 leía	 sus	 latines	 y	 le	 ponía	 los	 óleos	 con	 un	 poco	 de	 estopa
impregnada.	Sabino	estaba	muy	impresionado:
     —Perdóname,	Juan	—le	decía	al	enfermo,	con	voz	suplicante.
     Juan	le	tomó	la	mano	y	le	dijo:
     —¿Por	qué	te	fuiste,	Sabino?
     Sabino	se	encogió	de	hombros.	Juan	añadió:
     —Claro	que	te	perdono.
     Juan	 murió	 por	 la	 noche,	 repitiendo	 que	 era	 inocente.	 Al	 saber	 su	 muerte	 los
campesinos	quemaron	otro	almiar	de	don	Ricardo.
     Sabino,	al	volver	al	pueblo,	pasó	por	la	chopera	donde	estaba	todavía	la	huella	de
la	fosa	que	en	la	busca	del	cadáver,	de	su	propio	cadáver,	habían	abierto	años	antes.
Había	ido	cubriéndose	de	tierra	arrastrada	por	las	lluvias,	pero	todavía	se	podía	ver,
tapizado	de	hierba,	el	desnivel	cerca	de	la	carretera.
     A	 la	 entrada	 del	 pueblo	 vio	 al	 gitano	 con	 el	 oso.	 Aquel	 animal	 seguía
impresionándole.	 El	 primer	 animal	 salvaje	 que	 veía	 después	 de	 su	 regreso,	 era	 casi
una	obsesión.	Acompañaba	al	viejo	un	muchacho	de	once	años	andrajoso	y	sucio,	que
tumbado	en	tierra	apoyaba	su	cabeza	sobre	el	lomo	del	animal.	Sabino	se	detuvo:
     —¿Es	manso?	—preguntó.
     —No.	Es	feroz,	pero	a	nosotros	nos	conoce.
     Sabino	siguió	andando	y	se	fue	a	su	casa.	Preguntó,	como	siempre,	a	su	madre	si
había	estado	allí	la	Adela	y	su	madre	le	contestó	como	siempre	también:
     —¿A	qué?	¿A	qué	va	a	venir	la	Adela	a	esta	casa?
     Durmió	por	la	noche	y	se	levantó	temprano.	Fue	a	la	plaza,	a	ver	cómo	iban	las
Al	 amanecer	 estaba	 todo	 dispuesto.	 Los	 rivales	 parecían	 tranquilos	 y	 a	 los	 dos	 los
animaba	un	poderoso	rencor.	Mi	padre	estaba	inquieto.	Una	vez	en	el	campo	sintió
que	todo	aquello	era	demasiado	bárbaro	y	que	las	balas	de	plomo	sin	blindar	podían
matar	 a	 un	 buey	 a	 cincuenta	 metros.	 Con	 la	 esperanza	 de	 que	 los	 dos	 decidieran
respetarse	la	vida,	acordaron	los	padrinos,	y	así	lo	comunicaron	por	separado	a	cada
uno	de	los	duelistas,	que	si	después	de	cruzarse	tres	disparos	ninguno	había	resultado
herido	 el	 duelo	 se	 consideraría	 celebrado	 y	 las	 dos	 partes	 satisfechas.	 Mi	 padre,	 lo
mismo	 que	 los	 demás,	 sentía	 que	 estaban	 viviendo	 un	 momento	 culminante	 de	 la
historia	de	la	aldea.
     Situaron	en	sus	puestos	a	los	dos,	de	espaldas.	Mi	padre	daría	tres	palmadas	y	a	la
tercera	 se	 volverían	 y	 harían	 fuego	 desde	 su	 sitio.	 Así	 se	 hizo.	 Los	 estampidos
resonaron	por	las	ripas	y	envolvió	a	cada	uno	de	los	duelistas	una	nube	de	pólvora.
Habían	disparado	juntos.	Los	dos	seguían	de	pie.	Sin	moverse	de	su	sitio,	ofrecieron
las	pistolas	vacías	a	sus	padrinos.	Éstos	volvieron	a	cargarlas.	Sonaron	de	nuevo	las
tres	palmadas	y	don	Ricardo	disparó	apresuradamente.	Don	Manuel	estuvo	apuntando
unos	 segundos,	 disparó	 a	 su	 vez	 y	 don	 Ricardo	 cayó	 a	 tierra	 herido	 en	 el	 muslo
izquierdo.	 Acudió	 el	 médico	 de	 Castelnovo,	 rompió	 el	 pantalón	 y	 se	 dispuso	 a
curarle.	Don	Manuel	entregaba,	satisfecho,	la	pistola	a	sus	padrinos	y	después	de	oír
sus	 recomendaciones	 se	 acercó	 a	 don	 Ricardo	 y	 le	 ofreció	 la	 mano	 abierta.	 Don
Ricardo	 le	 rozó	 los	 dedos	 (se	 veía	 que	 aquellos	 cumplimientos	 reglamentarios	 les
molestaban)	 y	 quiso	 sonreír	 dirigiéndose	 a	 mi	 padre,	 pero	 perdió	 el	 conocimiento.
Entonces	 dijo	 el	 médico	 que	 tenía	 la	 pierna	 fracturada	 y	 después	 de	 ponerle	 dos
inyecciones	para	contener	la	hemorragia	trasladaron	el	herido	al	coche	y	el	médico	y
mi	padre	entraron	con	él.
     Como	era	muy	temprano,	las	casas	del	pueblo	estaban	cerradas	en	su	mayor	parte
y	por	hallarse	en	fiestas	no	había	nadie	en	el	campo.	La	emoción	entre	los	que	habían
intervenido	 en	 el	 duelo	 era	 enorme	 y	 veían	 el	 triunfo	 de	 don	 Manuel	 como	 una
fatalidad	 que	 se	 sumaba	 a	 la	 del	 regreso	 de	 Sabino.	 Decididamente,	 los	 liberales
tenían	 su	 buena	 estrella	 y	 había	 que	 ir	 pensando	 en	 resignarse.	 El	 médico	 parecía
preocupado,	 pero	 menos	 inquieto	 por	 la	 calidad	 de	 la	 herida.	 Tenía	 miedo	 a	 la
posibilidad	de	que	uno	de	los	dos	hubiera	sido	herido	en	el	vientre.
     Para	hacer	subir	a	don	Ricardo	a	su	alcoba	tuvieron	que	intervenir	el	mayordomo,
mi	 padre,	 el	 médico	 y	 dos	 criados,	 que	 lo	 llevaban	 en	 vilo.	 El	 médico	 y	 mi	 padre
recomendaron	calma	y	comenzaron	por	advertir	que	había	sido	un	accidente	sin	gran
importancia.	Se	le	había	disparado	una	pistola	de	arzón	cuando	apoyando	el	cañón	en
el	 muslo	 trataba	 de	 levantar	 el	 gatillo.	 Como	 aquellas	 pistolas,	 que	 todos	 conocían,
tenían	los	muelles	muy	duros,	nadie	dudaba.	La	esposa	de	don	Ricardo	llegó,	dando
Cuando	 Sabino	 iba	 a	 salir	 de	 casa	 dos	 días	 después	 observó	 que	 muchos	 de	 sus
vecinos	 marchaban	 precipitadamente	 a	 las	 afueras	 en	 la	 misma	 dirección,	 dando
voces.	Sabino	preguntó	a	los	más	próximos,	que	le	dijeron	sin	dejar	de	correr:
    —Se	ve	un	incendio	en	Castelnovo.
    Sabino	 pensó	 que	 sería	 otro	 almiar,	 pero	 en	 el	 horizonte	 las	 llamas	 ponían	 una
línea	de	oro	demasiado	extensa.	Un	viejo	aclaró	que	el	incendio	era	en	Los	Pinos,	la
finca	 de	 don	 Ricardo.	 En	 las	 sombras	 de	 la	 noche	 los	 campesinos,	 para	 quienes	 un
incendio	 en	 el	 campo	 es	 el	 hecho	 más	 temible	 que	 puede	 darse,	 iban	 y	 venían
alborotados.	 Poco	 después	 pasó	 el	 automóvil	 de	 don	 Ricardo	 lleno	 de	 guardias
civiles.	El	mayordomo	iba	al	lado	del	chauffeur,	muy	taciturno.	Todo	el	pueblo	estaba
fuera	 de	 las	 casas.	 Mi	 padre	 también	 había	 ido	 a	 las	 afueras	 y	 miraba	 con	 unos
prismáticos.
    —¡Qué	barbaridad!	—decía—.	¿Qué	culpa	tienen	los	árboles?
    Mi	padre	sentía	en	sí	mismo	el	dolor	de	un	árbol	que	se	desgajaba	o	se	quemaba	y
Los	 Pinos	 eran	 una	 linda	 finca	 con	 árboles	 milenarios.	 Los	 campesinos	 también
sentían	aquello	y	hacían	sus	cálculos	sobre	los	días	que	habían	pasado	sin	llover	y	la
sequedad	 de	 los	 arbustos	 que	 facilitaría	 la	 propagación	 del	 incendio.	 Por	 un	 lado	 y
otro	 salían	 patrullas	 de	 campesinos	 que	 iban	 a	 Castelnovo	 a	 pie	 para	 ayudar	 en	 los
trabajos	de	extinción.	Viendo	salir	a	la	guardia	civil	mi	padre	había	dicho	como	para
sí	mismo:
    —Es	inútil.	No	se	sabrá	nunca	quién	ha	sido.
    Si	iba	la	guardia	civil	era	para	intervenir	en	los	trabajos	de	extinción	del	fuego.
Algunos	campesinos	sin	tierra,	con	una	alegría	satánica,	gritaban:
    —Bien	tranquilo	estoy	yo.	No	se	quemarán	mis	fincas.
    Entre	la	gente	estaba	el	viejo	Morel.	Mi	padre	lo	vio	y	evitó	encontrarlo.	El	viejo
Morel	también	lo	había	visto	antes	y	se	desvió	para	no	tropezarse	con	él.	En	el	fondo
negro	 de	 la	 noche,	 el	 horizonte	 engalanado	 de	 oro	 iba	 extendiéndose.	 A	 veces	 el
viento	traía	un	olor	de	resina	quemada.	Sabino	saludó	a	mi	padre,	al	pasar,	con	acento
tímido,	como	haciéndose	perdonar	la	parte	que	pudiera	tener	en	aquel	incendio.	Mi
padre	 le	 dijo	 jovialmente	 que	 al	 día	 siguiente	 recibiría	 una	 comunicación	 del
Ayuntamiento	notificándole	que	entraba	en	funciones	en	su	nuevo	cargo.
    Pasó	 Tomaser	 montado	 en	 un	 mulo.	 Sus	 criados	 iban	 en	 otras	 caballerías,	 con
cubos	vacíos	colgados	de	las	enjalmas.	Tomaser	llevaba	la	faja	abultada	por	delante	y
de	ella	iba	sacando	pellizcos	de	carne,	como	siempre.	Se	le	veía	preocupado	por	el
incendio,	al	que	quería	llegar	a	tiempo	para	ayudar	a	extinguirlo.	Siempre	que	había
«una	desgracia»	como	aquélla	Tomaser	era	de	los	primeros	en	llegar,	ya	fuera	liberal
o	 conservador	 el	 perjudicado.	 Se	 perdió	 con	 su	 séquito	 carretera	 adelante	 en	 medio