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Publicada

en su primera versión (1939), con el título de El lugar de un


hombre, por la editorial Quetzal, fundada por Sender al llegar a México, la
obra debía haber sido terminada poco antes de su exilio, aunque el autor
había recogido materiales para ella desde hacía varios años. La novela se
basa en un hecho histórico: la vuelta en 1926 a su pueblo de un hombre por
cuyo asesinato se condenó a dos inocentes, que habían terminado por
reconocer el inexistente crimen debido a las brutales torturas infligidas por la
guardia civil consentidas por la maquinaria judicial, y que, desde 1910, fecha
de su detención, habían pasado largos años en el penal. Desde entonces
este asunto, que causó honda conmoción en el país y sobre el que Sender
había publicado una serie de reportajes para el El Sol en marzo de 1926, se
conoció como «El crimen de Cuenca».

ebookelo.com - Página 2
Ramón J. Sender

El lugar de un hombre
ePub r1.0
Titivillus 18.05.16

ebookelo.com - Página 3
Ramón J. Sender, 1939

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

ebookelo.com - Página 4
Capítulo I
LA CASUALIDAD DORMIDA. EL «SASO»

En los campos comenzaba la primavera y se veían, en las eras, sobre la escarcha de


algunos amaneceres helados, las «cucutes», pájaros de pecho tornasolado, alas
blancas y negras. Su belleza los hacía codiciables para los muchachos, pero los
cazadores los desdeñaban porque olían mal. Esos pájaros solían llegar hacia el mes de
abril y venían diciendo:

«cu-cut», «cu-cut»,
el dos de mayo Santa Cruz.

En esa fecha eran las fiestas. Mi pueblo tenía cinco mil habitantes. En el centro,
donde vivíamos nosotros, había edificios de dos y hasta de tres plantas. A medida que
se alejaban hacia las afueras iban siendo más pobres y al final se convertían en
simples chozas: cuatro muros con un agujero en el techo para el humo.
El pueblo estaba dominado por una montaña cortada a cuchillo que se alzaba
junto a las últimas casas. Era una rompiente natural de doscientos metros de altura en
cuya cima, presidiéndolo todo, había una plataforma de granito sosteniendo una gran
cruz de hierro. Esa cruz se recortaba sobre el cielo claro y protegía la aldea, según
decían, contra el rayo y el pedrisco. La rompiente venía a ser un escalón socavado sin
duda por la corriente del Orna, río de gran caudal, que bajaba de la montaña
trompicando y produciendo una espuma azul. Ese enorme escalón seguía a lo largo
de más de quince kilómetros paralelo al río hasta verle desembocar en otro río mayor.
Entre las «ripas» —era el nombre que se daba a la rompiente— y el río estaba la
carretera real, que pasaba por el centro del pueblo, y entre ella y el río se extendían, a
lo ancho de unos dos kilómetros, todos los campos de «regadío» —huertos, sotos,
cercados— donde se producían frutas que tienen fama no sólo en la región sino en
toda España. Su abundancia nos permitía, de chicos, hacer batallas campales con
manzanas y peras, de las que caían de los árboles, malbaratando millares de ellas sin
que los campesinos se sintieran perjudicados. A veces, para evitar que se pudrieran,
las recogían después y las daban a comer a los cerdos.
En la rompiente, que venía a ser como una cortina de roca arenisca, hacían sus
nidos las águilas y los esparveres. Sus gañidos llegaban al atardecer al balcón de mi
cuarto repetidos por el eco que les daba una extraña profundidad. En ese eco sentía
yo la inmensidad de la noche que se acercaba. Cuando era niño (lo recordaba con
emoción) en mis soledades hablaba con las «ripas», con los esparveres y con aquellas
oquedades negras en donde localizaba todo lo irreal de mi infancia.
En aquella ocasión había tenido que permanecer encerrado en casa más de un
mes, porque me había roto el brazo y con objeto de facilitar la sutura del hueso tuve

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que guardar cama. Hacía poco que había vuelto al pueblo después de una escapada
que me llevó a Zaragoza, a Madrid y a otras hermosas ciudades dispuesto a probar la
fuerza de mis alas. Tenía quince años cuando me fui y dieciséis cuando regresé. No
volví al pueblo por amor a mi casa campesina, sino reclamado por mi familia y
conducido por la policía del rey. Una vez en mi aldea había que tratar de convertir el
destierro en un placer y como lo que más me interesaba era mi abuelo (a mi padre le
había considerado siempre un enemigo, en ese sentimiento me correspondía él, en los
dos era completamente inconsciente y estaba entreverado de luchas feroces y de
armisticios gustosos) me acerqué al abuelo y vivía con él como si no existiera nadie
más. También él tenía su habitación en el segundo piso, dando el balcón a la parte
trasera, cara a las ripas. Mi abuelo sentía por mí un gran cariño (todos decían que me
parecía mucho a él) y yo le correspondía con ese sencillo respeto que los viejos
estiman tanto y que a través del recuerdo no ha hecho sino crecer en mi vida.
Yo quería ir al huerto con él, regar, podar las vides en el monte (llamaban
«monte» a toda la tierra que no tenía riego regular). Me pasaba los días, antes de
romperme el brazo, ayudándole en el campo en faenas ligeras que atendía él
personalmente y en recompensa me iba encomendando trabajos que poco a poco iba
haciendo yo solo.
Un día, poco después de mi regreso, me dijo:
—¿Te has encontrado en la calle o en el camino de los huertos a Ana Launer?
—No, ¿por qué?
—Si la encuentras —me advirtió con misterio— dale la razón en todo. Dile a todo
que sí.
—¿Está loca?
Mi abuelo no se atrevía a juzgar.
—En el pueblo dicen que es bruja. Yo no creo en esas tonterías, pero… —se
encogió de hombros—. Ve tú a saber.
—¿Cree usted que puede hacer daño?
—Nuestro vecino Antón —explicó mi abuelo con un aire intrigado— se quiso
burlar de Ana Launer un día, y poco después se le murieron dos vacas.
—Una casualidad —dije yo.
Mi abuelo se encogió de hombros otra vez.
—Ya te digo que no creo en eso, pero más vale decir amén a todo. No hay
necesidad de provocar a la casualidad. Es bueno que duerma.
Después de un silencio, añadió:
—Ana Launer habla con todos, va y viene. Aparece por la noche en el campo a
los jornaleros y a los propietarios y les dice las cosas más raras. Uno de sus caprichos
—dijo tan regocijado que la risa le impedía seguir hablando— es bailar por la noche
en el campo con las personas más serias.
Yo solté a reír.
—Sí; ríe todo lo que quieras, pero si la encuentras no le lleves la contraria.

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Yo, que había leído en Madrid algo sobre histerismo y sexualidad (las cosas de
Freud, que estaban de moda), trataba de identificarla y preguntaba a mi abuelo
incansablemente.
—No sé qué clase de persona es —me contestaba—. Siempre se ríe. Se burla de
sí misma. Por la noche dicen que la oyen reír al lado de las chimeneas. Yo creo que
son los gatos en celo. El viejo de casa de Gonzalvo ha echado un bolero la otra noche
con ella al lado del río.
Otra vez solté la carcajada. Mi abuelo se puso muy serio. Se veía que lo grotesco
de aquel bolero a la orilla del río lo escalofriaba.
—Si la encuentras —insistió— obedécele. No cuesta ningún trabajo. Ella debe
saber que tú has vuelto al pueblo y te tendrá entre ojos.
Yo encontré días después a Ana Launer en la calle. Iba vestida de negro.
Aparentaba cincuenta años. No me dijo nada, pero me miró con tanta impertinencia
que tuve que sonreír y saludarla con un gesto de cabeza. Luego la oí decir a mis
espaldas:
—Garcés rematado. En un año le ha salido la hombría. Tiene las mismas hechuras
de su abuelo y de su padre.
Pasaron dos semanas sin ver a Ana Launer y la olvidé.
Una noche había que regar el soto. Nos daban el agua a las once y como una hora
de riego costaba mucho dinero había que estar allí con toda exactitud para no
desperdiciarla. El Sindicato de Riegos tenía bien organizado aquello y los afiliados
regaban sus tierras por turno religiosamente. Propuse a mi abuelo ir yo. Le pareció
bien y a las diez y media salía para el soto, que estaba hacia el río. Llevaba conmigo
una azada y había puesto en mi cinto un puñal, porque en las noches de riego había a
veces incidentes por cinco minutos más o menos de agua. Mi abuelo tanteó mis
ropas, sacó el puñal, se lo guardó y me dijo:
—El hombre que necesita emplear esto, ya no es hombre.
Luego me indicó que todo se evitaría yendo a ver al guarda que vigilaba las
compuertas (cerradas con candado y llave) y poniendo mi reloj con el suyo. Así no
habría malentendidos.
Salí para el soto. El pueblo dormía. Del tejado de la iglesia caían rítmicamente los
silbidos de una lechuza. Pasé por el lado del molino viejo, salí al camino de los
huertos y pocos minutos después estaba en el soto. El brazal por donde habría de
venir el agua cuando abrieran la compuerta medio kilómetro más arriba, estaba en la
linde del campo cuyos cuadros de lozanas legumbres se dibujaban bajo la luna. Al
otro lado del brazal se alzaba un viejo muro en ruinas, pero entre el muro y el brazal
—que estaba seco esperando el agua— había un espacio de un metro, bastante para
sentarme y fumar un cigarrillo.
El silencio era menos profundo ahora, porque la lechuza de la iglesia se había
callado. Lejos intentaba a veces croar una rana, pero no se decidía. Yo comenzaba a
sentirme impresionado y me puse a cantar. Pero me callé en seguida, porque al fondo

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del campo apareció una forma blanca que avanzaba entre los cuadros de mis
legumbres, con movimientos mecánicos y rígidos. Era una mujer. Su falda, su
chambra y sus medias eran blancas. Bajo la luna, toda aquella blancura tenía destellos
azules. Venía de puntillas y por eso parecía que iba sobre ruedas. Al mismo tiempo
tuve la sospecha de Ana Launer y la certidumbre. Llevaba los codos pegados al talle
y las manos en alto y se balanceaba estúpidamente a un lado y otro. Vestida de blanco
parecía mucho más grande, más alta, más joven. Mucho antes de llegar a mí había
levantado los codos también, y con las manos abiertas, moviendo los dedos a la altura
de sus hombros, hacía grotescos movimientos. Su rostro tenía una gravedad casi
religiosa. Aquello era idiota, pero había tal seguridad en los movimientos, tal
despreocupación de sí misma, que comenzaba a ser alucinante. Se detuvo delante de
mí. Yo me levanté y traté de sonreír. Ella me miraba fijamente:
—Garcés rematado —repitió.
—El que a los suyos parece, honra merece —dije recordando el proverbio.
Ana Launer parecía no haber oído:
—¿Quieres echar un baile conmigo? —me preguntó.
—¿Yo? —dudaba—. Sin música no se puede bailar.
Me volvió la espalda y comenzó a marcharse como había venido, con los mismos
gestos, la misma despreocupación de mí y de sí misma, como una muñeca mecánica.
El borde de su falda rozaba las hojas de las lechugas y las hacía crujir. Ya lejos se
volvió y gritó:
—Heredero de Garcés, antes de las doce, bailarás sin música.
La lógica se rompe y nos reímos o nos indignamos. En aquella ocasión yo me
reía. Pero cuando el orden natural se invierte del todo no basta con la risa ni la
indignación.
Llegaba el agua. De espaldas al muro, abrí los conductos para hacerla entrar en
mis campos. La tierra la recibía con voluptuosidad formando burbujas y bebiéndola
con un ligero rumor bajo las anchas hojas de las calabazas y los melones.
Conteniendo la respiración se oía a las plantas suspirar de gozo. Me senté. Estuve
esperando una hora justa. No podía apartar de mi imaginación a Ana Launer, pero
mis propias preocupaciones me indignaban. «La bruja sabe su oficio —me decía—.
Consigue turbar a la gente con su saya blanca y sus bailecitos». Cinco minutos antes
de la media noche me dispuse a cerrar el brazal, esperando oír la señal de la trompeta
del guarda. Cuando la oí, cerré y volví a sentarme al pie del muro. «Es ya
medianoche —me dije— y la bruja no reaparece ni yo tengo las menores ganas de
bailar. También las brujas se equivocan».
Sobre mi cabeza oí un largo suspiro. Era un suspiro humano, pero mucho más
fuerte. Un aire caliente envolvió mi cabeza. Sentí en la nuca ese hormigueo frío del
terror. Miré hacia arriba y no vi nada. A mi espalda estaba el muro. A los dos lados
tampoco había nadie. Y sin embargo, yo tenía la evidencia de que detrás de mí había
alguien. La noche adquirió una gran pesadez. Me costaba trabajo moverme. Con

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esfuerzo me volví y encontré en la sombra del muro —la luna se apoyaba justamente
sobre él— una cabeza de mulo, negra, de grandes ojos inmóviles. Sus narices estaban
separadas de las mías por un pequeño espacio. Aquella cabeza asomaba por una
ancha grieta del muro con cierta simple obstinación y me miraba con una serenidad
total desmentida apenas por las orejas que estaban casi juntas y echadas atrás, con el
gesto de los animales que «sienten sus propios nervios». Otra vez lo grotesco.
La casualidad estaba despertando, por lo visto. Fui a dar la vuelta al muro, para
salir del campo. Traté de cantar a media voz. Al otro lado encontré al mulo que me
contemplaba con la misma rara curiosidad. (La luna, que se había descolgado del
muro en ruinas, aparecía en el fondo de un charco). Sería un animal abandonado.
Quizá había salido de la cuadra porque se olvidaron de atarlo o de cerrar las puertas.
Le di una palmada cariñosa en el cuello. El animal volvió a envolverme con su
aliento cálido, pero sus ojos me miraban sin parpadear. Yo recobré mi aplomo y me
dije que si montaba en el mulo, al sentirme encima el animal marcharía dócilmente a
su casa. Lo aproximé al paredón y poniendo el pie en un saliente monté sobre él.
Como esperaba, echó a andar inmediatamente con un rumbo cierto. Yo estaba ya
tranquilo. Pensaba llamar a la puerta ante la cual se detuviera y devolverlo a su
dueño.
Pero el mulo comenzó a trotar y dando la vuelta alrededor de la iglesia salió de
nuevo al camino viejo y dejó el pueblo a nuestra espalda. Campo adelante, yo no
podía contenerlo. Cada vez iba haciendo el trote más largo y vivo hasta el galope
tendido. El mulo enderezaba sus pasos hacia el cementerio, pero no por la puerta
principal, que daba al camino, sino por la parte trasera donde el muro estaba derruido
en parte. Para eso cruzó al galope dos o tres sembrados. Cuando ya estaba delante del
muro y se disponía a saltar adentro, yo me dejé caer. Mi brazo derecho dio en el
ángulo de una piedra y se fracturó. Sin mirar atrás, eché a andar hacia el camino y
volví a casa sosteniendo mi brazo como pude. Creí ver una sombra blanca, a veces,
pero con el dolor de mi fractura se había desvanecido el miedo a lo irreal.
Cuando volví a casa y conté lo sucedido al abuelo, éste movía la cabeza y decía:
—¿Por qué no bailaste? Hay que hacer las cosas sin sentido que nos piden,
porque si no, despertamos la casualidad y cuando la casualidad se despierta es para
hacer daño al hombre.
Aquella tarde, ante las ripas, en mi cuarto grande y desmantelado como un
desván, con viejos cuadros religiosos cuyos lienzos casi negros se desprendían del
marco, recordaba ese incidente que me había obligado a un mes de reclusión y abría y
cerraba con violencia mi mano derecha (era un ejercicio que me había recomendado
el médico), alegre porque no notaba la menor molestia. Tampoco mi brazo había
quedado más corto que el otro. Todo iba bien y la promesa de ir al día siguiente de
caza con mi padre (estábamos en un período de armisticio, gracias al accidente del
brazo) me ilusionaba.
Miraba las ripas con codicia. De niño había tratado de descifrar sus misterios,

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escalando lugares casi inaccesibles y me había asomado a veces a los nidos de las
águilas. Esto tenía por objeto obtener perdices y conejos de los que cazaban las
águilas y llevaban allí para dar de comer a sus crías. Con ellos, luego (anunciándolos
como premio), organizábamos carreras pedestres en las que corrían todos los chicos
del pueblo, desde los de las casas ricas hasta los más pobres. Mis amigos y yo
(teníamos no más de nueve años) nos dábamos una importancia enorme actuando
como jurado. Aquello de que las águilas fueran a cazar para mí, hacía que mi padre
no me riñera demasiado cuando volvía con el traje destrozado y erosiones en las
piernas y los brazos.
Mi padre era hombre frío y de pocas palabras. No recuerdo haberle besado sino
dos o tres veces en mi vida, con la rigidez protocolaria con que el soldado saluda al
jefe. De tarde en tarde me llevaba, como un amigo, a cazar. En la cacería que se
preparaba para el día siguiente iba a ser «consagrado» como adulto, como verdadero
cazador. Mi padre me había llevado al desván donde había tres escopetas. La suya la
tenía desarmada y doblada en un lindo estuche de cuero. Delante de ellas me dijo, con
cierta solemnidad, que las tres eran de «fuego central», con «doble cerrojo», apto
incluso para «pólvora blanca», y que eligiera una. Cuando la hube elegido me dijo
que al día siguiente debía estar limpia y engrasada y que bajara a verle cargar
cartuchos para aprender.
Igual que en mi infancia, deduje por la clase de los cartuchos el lugar a donde
íbamos. Si cargaba mostacilla y perdigón «del 6» íbamos a la ribera, junto al río,
donde cazábamos becadas y otras aves pescadoras. La excursión era fácil, nada
fatigante. Cuadros de hortelanía, arroyos, cañaverales. Si por el contrario cargaba
posta lobera, bala y perdigón «del 5», íbamos al saso, en lo alto de las ripas, donde
había zorros, liebres y no eran raro, en invierno, encontrar lobos. El saso era un
inmenso desierto gris que comenzaba justamente en las ripas, en la cima donde
habían puesto la cruz. El hecho de que la cruz presidiera su entrada le daba un
aspecto más desolado aún. Ir al saso era siempre una aventura.
En aquel desierto gris oscuro raramente se encontraban cultivos de cebada o de
trigo raquíticos. El verde plomizo de la maleza (matas ralas) estaba cubierto de polvo
una parte del día y de escarcha la otra. Así tomaba las tonalidades más raras. El
viento que venía de Cataluña o de los Pirineos la helaba o la abrasaba a menudo. El
saso se perdía en el horizonte sin dejar sospechar su fin. Decían que no terminaba en
nuestra provincia, sino que ligaba con otra. Terminar «en otra provincia» era como si
terminara en otro planeta. La llanura ofrecía ondulaciones grises de vez en cuando.
No había sino caminos pedregosos de cabras. Cada tres o cuatro horas de camino se
podía encontrar quizás una choza de piedra circundada por un espacioso corral: una
paridera. Se las llama así porque los pastores solían llevar allí a las ovejas o cabras en
trance de parir. En alguna de esas parideras había vivienda, pero estaban siempre
deshabitadas. Los propietarios eran casi tan miserables como los pastores, pero el
cuarto y la cama de las parideras no lo ocupaban nunca éstos, que dormían en la

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cuadra, sobre la paja.
Para subir a las ripas había que hacer media hora de ejercicio violento. Un
sendero tortuoso, entre altas y peladas rocas. A mí me gustaba comprobar desde
arriba que la cruz era mucho más grande de lo que parecía desde la plaza del pueblo,
y que entre sus brazos había lindos herrajes que desde la aldea no se veían.
En el saso nunca pasaba nada. Mi abuelo contaba la única historia que tenía aquel
desierto. En la primera guerra carlista hubo varios encuentros entre cristinos —tropas
de la reina Cristina— y facciosos. Después de la batalla, por la noche, las mujeres de
la aldea —madres, esposas, de tiernos sentimientos familiares— subían al saso en
larga procesión silenciosa, para despojar a los muertos de sus ropas. Mientras los
desnudaban, rezaban a coro por sus almas. La más vieja llevaba la dirección de las
oraciones. Volvían con el botín a sus casas, y entre los campesinos aparecían
pantalones o chaquetas militares, reformados torpemente por las abuelas que los
recosían en las veladas al lado del fuego. Del saso solían sacar los hombres la leña
para el invierno. Los muertos, cuando los había, les ofrecían también sus ropas, para
ir resistiendo las crudezas del clima. La leña la traían los hombres. Las ropas, las
mujeres. Todo lo que sabían los aldeanos de los problemas de la sucesión del trono
era que los muertos cristinos iban mejor vestidos y eran más aprovechables que los
carlistas.
Yo recordaba que un día, yendo con mi padre por el saso encontramos a flor de
tierra, asomando entre dos arbustos raquíticos, un cráneo humano. Mi padre lo acabó
de cubrir de tierra, nos quitamos el sombrero y rezamos un «padrenuestro».

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Capítulo II
LA CACERÍA. DON RICARDO. EL MONSTRUO

No íbamos mi padre y yo solos. Con nosotros venían cinco cazadores más, entre ellos
el primer contribuyente —el propietario más rico— del pueblo: don Ricardo. Como
vivíamos en el sitio más próximo al camino de Santa Cruz se habían citado todos en
nuestra casa. Mi padre estaba un poco taciturno. Le debía resultar insufrible que
entrara en nuestra casa el viejo Morel, otro de los invitados. Eran enemigos —ahora
pienso que debía ser cuestión de faldas—, pero como ninguno quería declinar el
honor de una invitación de don Ricardo, estaban resueltos a pasar una jornada juntos.
A mí me coaccionaba don Ricardo, cuya barbita teñida me producía una impresión un
poco cómica. Mi padre sentía por él un gran respeto. Tenía parientes ministros y sus
once hijos estudiaban carreras de lujo en la capital. La impresión cómica se debía al
hecho de que don Ricardo era el único hombre de la aldea que me trataba con
ternuras delicadas, como si siguiera siendo un niño. Los demás amigos de mi padre
me ponían la mano en el hombro, comprobaban su solidez y decían:
—¿Qué cuenta el cadillo?
Cadillo es el nombre que los campesinos dan a los perros de caza cuando son
demasiado jóvenes y tienen un aire desproporcionado, ágil y torpe a un tiempo. Al
lado de esta cordial brutalidad, don Ricardo me resultaba empalagoso. Pero en
aquella delicadeza de sus manos había una superstición de poder. Sabía hablar a los
obispos y a los generales con un natural desembarazo. Era el más rico y no se
relacionaba con los tres propietarios que le seguían en importancia. Ninguno de esos
cuatro señores se trataban entre sí, porque la idea de sentirse recíprocamente
disminuidos les resultaba intolerable. Trataban con las gentes en las que sabían que
podían hallar una sumisión segura, que eran todos los vecinos de la aldea, pero en sus
relaciones con los aldeanos cada uno de los cuatro tenía sus caminos diferentes y
cuidaban mucho de no meterse uno en el radio de acción de otro.
Tenían sus criados que «afirmaban» (se contrataban) en San Miguel, cada año.
Trataban de infiltrarles a ellos los odios de familia contra los otros propietarios, pero
los criados no se dejaban influir y transmitían esa influencia a los perros de «cabaña».
Una cabaña era el conjunto del ganado de cada uno. Esos perros eran más grandes
que leones y quizá tan feroces. La saña envenenada de los mastines de don Ricardo
contra los de don Manuel y viceversa, era como la expresión de los odios de las dos
familias. Para hacer más feroces a los animales los alimentaban con carne cruda y
evitaban darles huesos de ave porque les embotaban o quebraban los colmillos.
Viendo a mi padre cargar los últimos cartuchos, mi hermanito le hacía preguntas
en relación con la cacería.
—¿Es verdaderamente caza mayor? —le preguntaba, queriendo darle a la
aventura el mayor relieve.

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Mi padre tardaba en contestar. Pero al fin, dijo:
—¡Qué cosas tienes!
Algunos habían visto la pieza que íbamos a cazar. Yo recordaba, de cuanto había
oído decir, estos detalles: «las uñas largas como un tigre y el hocico y la cabeza
cubiertos de pelo». Pero algo obsesionaba a mi hermano pequeño:
—¿No le atacó al mayordomo de don Ricardo?
Mi padre contestaba distraído. Llenó el último cartucho y dijo:
—Hasta ahora nadie dice que haya sido atacado. Cuando ve un cazador se escapa.
Eso decepcionaba a mi hermano.
—¿No se come las ovejas?
Todos habíamos oído decir que desde hacía muchos años no se había registrado
un solo robo en las cabañas. En los desiertos del saso, donde no había sino romero,
aliagas y saltamontes, no sabían de qué se podía alimentar si no atacaba los ganados.
Aquello de que pudiera vivir tantos años en unos parajes donde nadie iba nunca sino
«con balas de caza mayor» y donde corría un viento que nunca bajaba a la aldea,
llenaba a todos de asombro. Mi hermanito se obstinaba en repetir la pregunta:
—¿Esto de hoy es una cacería contra fieras?
Mi padre contestó por fin:
—No se puede hablar así.
—¿Por qué?
—Porque lo que vamos a buscar no es un oso, sino un hombre.
Ya lo sabía, pero para mi pequeño hermano un hombre monstruoso, un ogro por
ejemplo, se podía cazar sin grandes escrúpulos, e incluso asarlo y comerlo. Mi padre
parecía un poco indeciso. Le vi vacilar cuando metió en el cinturón los cartuchos
cargados con bala. Entre ellos había uno señalado a lápiz con una cruz negra.
Don Ricardo llegó acompañado del mayordomo, que atraillaba cinco perros.
Tiraban de las cadenas y ladraban de tal modo que hubo que sacarlos fuera. Toda la
personalidad de don Ricardo se fundaba en su riqueza. El carácter lo había modelado
sobre una preocupación: hacerse digno de la veneración de la aldea, una veneración
que heredaba de sus abuelos. Creía que para esto debía tener mucho cuidado con la
limpieza de sus zapatos, la línea de su barba y la pulcritud de su expresión. Con eso y
evitando embriagarse, mantenía el respeto. Era tan rico que no necesitaba ser
inteligente en un ambiente aldeano, astuto y complejo. Las desventajas de los otros
propietarios eran que no bastándoles la riqueza para tener a raya la gente, el uno, don
Manuel, se había hecho una terrible fama de malvado, el otro, de avaro, y la tercera
—era una viuda— de pobre mujer indefensa.
El quinto de los terratenientes —en orden de riqueza— era un hombre que no
pudiendo crear un clan por sí mismo, se incorporaba de grado a la plebe. Sus perros
no peleaban nunca. Trataba a los otros cuatro familiarmente, pero a veces no le
invitaban a pasar al interior de la casa, porque llevaba las botas llenas de estiércol e
iba impregnado del olor del corral. Él se reía sin sarcasmo y olvidaba los desaires de

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don Ricardo, asando medio cordero en su casa, a cualquier hora del día y
comiéndoselo. Su mujer era una señorita de la capital que sufría con su tosquedad y
había renunciado ya a educarlo, porque cuando le hacía una observación él le
contestaba con un eructo lo más sonoro posible. Las mujeres de lo que podía
considerarse clase media en la aldea, la tenían por una mártir. Al marido, aunque era
muy corpulento, lo llamaban todos por el diminutivo: Tomaser. Su casa era la casa de
Tomaser.
Tomaser llegó detrás de don Ricardo. Por eso el gran señor, que primero se había
dirigido a mi madre y le había dicho, inclinando la cabeza: «A los pies de usted,
señora», para contarle después a mi padre sus datos nuevos sobre el monstruo, volvió
a comenzar para que se enterara Tomaser. El mayordomo decía muy serio que el
«monstruo» tenía dos cabezas. Tomaser, que había saludado a mi madre con su ancha
risa, frunció las cejas, un poco incrédulo.
—¿Y rabo? ¿Tiene rabo?
Como tardaban en contestar, Tomaser sugirió:
—Porque lo que yo creo es que se trata de un orangután.
Don Ricardo recordó que el orangután sólo vive en el centro de África.
Cuando llegaron los otros dos, mi padre, que no quería esperar al viejo Morel,
propuso ir saliendo. Tomaser preguntó por él, y alguien dijo que les esperaba en el
cruce del camino de las ripas. Mi padre se alegró —yo lo noté, porque comenzó a
hablar desembarazadamente—. Antes de salir les hizo tomar un vaso de vino viejo.
La botella que trajeron de la bodega tenía telarañas. Paladearon el vino sin dejar de
hablar «del monstruo». Don Ricardo se obstinaba en que era un hombre corriente y
normal, y tomando un aire muy solemne, a través de cuya falsedad se veía que la idea
de ir a «cazar» un hombre le inquietaba, decía:
—Cualquiera que sea la opinión de ustedes, para mí es un deber de conciencia
reintegrar a la sociedad humana a ese pobre hombre. Incluso…
—De Ontiñena. Debe ser de Ontiñena —dijo Tomaser, y después de un corto
silencio añadió—: Lo que hay que hacer, si tiene dos cabezas, es nombrarlo alcalde
del pueblo.
Uno de los que venían era cuñado del alcalde y se creyó en el caso de guardar
silencio en medio de las risas. Don Ricardo también. Tomaser abrió la faja de lana
negra que rodeaba su ancha cintura y mostrando a medias una cabeza de cordero
asado, ofreció a los presentes. Todos rehusaron. Tomaser arrancó de un pellizco un
ojo y parte de la oreja y se llevó todo aquello a la boca. La mandíbula desnuda del
cordero, con su doble fila de dientes amarillos, quedó mordiéndole la camisa.
Después se sirvió otro vaso.
Don Ricardo hizo un largo discurso sobre los deberes de humanidad, heredados
de sus antepasados, y recordó a su padre, que a pesar de sus ochenta años y de sus
riquezas, no tenía inconveniente en pertenecer como un campesino cualquiera a la
Cofradía del Rosario, y cuando le correspondía el turno, recorría el pueblo avisando

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con la gran campana de mano a los fieles —era un ejercicio de humildad— para que
fueran al templo. No se sabía qué relación podía tener todo aquello con el espíritu de
humanidad, pero nadie se creyó en el caso de preguntarlo.
Hechos los cálculos de nuestra fuerza y sintiéndonos poderosos y seguros, en el
momento en que íbamos a salir mi padre recordó que tenía un dato inédito sobre el
«monstruo». Para darle mayor interés, no quiso ser él quien lo dijera, sino la propia
fuente de donde venía. Llamó a un criado que estaba partiendo leña en el corral. El
criado miró con cierta extrañeza el aparato guerrero de los cazadores y dijo:
—He estado con los pastores de la paridera del «tozal del Moro», y me han dicho
que desde hace cinco años, en el mes de noviembre les roban dos mantas del cuarto
del amo.
Don Ricardo ladeó la cabeza:
—¡Me lo temía!
El hecho de que fuera un ladrón le autorizaba a llevar balas blindadas. El ladrón
no podía ser otro que el «monstruo», porque en aquellos desiertos transcurrían años
enteros sin que los pastores vieran un ser humano.
Mi padre reclamó silencio y ordenó con un gesto al criado que siguiera hablando.
—Pero todos los años también, en el mes de abril, cuando ha pasado el frío, los
pastores encuentran las dos mantas otra vez en su sitio. Quienquiera que se las lleva,
las devuelve cuando no le hacen falta.
Don Ricardo, con cierta decepción, preguntó:
—¿Desde cuándo sucede eso?
Mi padre dijo que desde hacía cinco años. El criado corrigió:
—No, señor. A mí me han dicho que eso ha pasado todos los años desde que
Fauqued se afirmó de pastor en la casa y lleva ya doce años. Es decir —corrigió otra
vez— para San Miguel hará trece.
Don Ricardo rompió filas. Le siguieron los demás. Los perros ladraban y daban
fuertes tirones de las cadenas. En la plaza se convocaban los chicos. Unos decían:
—Van a matar al hombre-oso.
—¡Qué oso! —corrigió otro—. Es como tú y como yo, pero tiene dos cabezas.
Subíamos ya la cuesta de las ripas. El viejo Morel nos recibió tocándose la visera
de una gorra nueva. Eso no lo hubiera hecho si no viniera con nosotros don Ricardo.
Ya arriba, fatigados, se sentaron. Don Ricardo echó una ojeada por el horizonte.
Se encontraba satisfecho de su propio equipo de cazador y de su fusil Winchester:
—No olvide nadie que se trata de un hombre.
Mi padre afirmó con cierta melancolía. Se ponía triste al sentir delante el saso
inmenso y gris. Después solía superar esa tristeza con la pasión de la caza.
Cuando yo lo veía triste me acordaba del día que encontramos el cráneo humano
asomando entre la arena fría. Ahora volvía a acordarme, porque veía asomar por la
cintura de Tomaser el cráneo del cordero, casi pelado ya.
Todos callaron. Por fin don Ricardo se levantó, metió seis balas en su fusil y lo

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cerró con un chasquido. Los demás le imitaron con fruición.
Tomaser, queriendo quizá ser grato a don Ricardo, repitió:
—Aunque llevo balas loberas, yo tengo presente que no se trata sino de salvar a
un semejante. Así es que no dispararé sino en último extremo.
Desplegamos. Me quedé al final de la línea. Buscando al «monstruo» era posible
que saltara alguna pieza aprovechable. Incluso tal vez algún jabalí.

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Capítulo III
EL PERRO DE DON RICARDO Y EL POBRE MONSTRUO

Los que llevaban escopetas de dos cañones habían puesto perdigón en el uno y bala
en el otro. Don Ricardo no podía cargar su rifle con perdigón y se abstuvo de tirar a
las piezas que fueron saliendo por el camino: una bandada de perdices y dos liebres.
Los otros tiraron, por cumplir el rito de cazadores, pero nadie ponía atención en la
caza, porque iban obsesionados con la idea de «atrapar al monstruo».
Mi padre se había acercado ocasionalmente al viejo Morel y sacó de la
cartuchera, con un gesto distraído, el cartucho que iba marcado con una cruz. Morel
lo vio e hizo lo mismo con otro que llevaba marcado también, pero con la uña. Luego
dijo:
—Todos podemos hacer la misma muestra.
Los dos cartuchos llevaban tacos transparentes y a través de ellos se veían, en
cada uno, tres balas de plomo redondas como las que se usan para los jabalíes y los
ciervos.
No pasó nada en toda la mañana. Yo iba pensando en mi abuelo, con el que había
hablado los últimos días sobre el caso de Ana Launer y también sobre la
conveniencia de ir o no a buscar a aquel «salvaje». Mi abuelo decía que era
imprudente lo que íbamos a hacer y que puesto que nadie prohibía a un hombre vivir
como mejor le parecía, si aquel desgraciado no quería bajar al pueblo, había que
dejarle en paz.
—¿Y si ha cometido algún delito?
Mi abuelo movía la cabeza:
—No hay cárcel ni horca peores que estar años y años en el monte, sin ver a
nadie, sin hablar con nadie.
Para mí aquello no era un suplicio, sino una rareza. A veces casi un lujo
caprichoso. Podía hablar con las rocas, con las nubes, con los animales salvajes.
Hacia el mediodía pasaron volando alto unos buitres. Antes de verlos, los oímos,
porque iban sonando unos cencerros que llevaban colgados al cuello. Era una
invención mía, de chico, que continuaban los niños de la generación siguiente. Mi
padre me había dado alguna paliza, al volver a casa con el traje destrozado por las
uñas de los buitres y la cara llena de equimosis producidas por sus fuertes aletazos.
Aquel juego que tuvo mucho éxito entre los chicos de los pueblos de alrededor, era la
tragedia de los campesinos modestos, porque habiendo agotado nuestros propios
cinturones de cuero, robábamos las correas con hebilla de los atalajes de mulos y
caballos y las esquilas del ganado iban desapareciendo de una en una
misteriosamente. Nos hacían falta para ir colocando a las grandes aves su esquila y
oírlas después pasar por el cielo, sobre el pueblo, con el signo de la esclavitud. Para
atrapar los buitres íbamos al muladar, una pequeña hondonada cerca de las ripas

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donde abandonaban a los animales muertos. Había enormes esqueletos de mulos y
caballos, algunos recubiertos con la piel, hinchados y momificados. Olía muy mal
porque siempre había por lo menos tres o cuatro animales en descomposición.
Nosotros (nunca más de tres cada vez) nos escondíamos detrás de una de aquellas
momias cuyos dientes asomaban siempre fuera de los belfos. Quizás en el hueco de
los costillares que estaban secos y cuyas paredes sonaban a viejo tambor. Finalmente,
como íbamos perfeccionando nuestro sistema, hacíamos una pequeña zanja y
metiéndonos dentro la cubríamos con ramaje. Pero había que cambiar a menudo de
escondite porque teníamos que situarnos a menos de diez pasos de algún cadáver
reciente. Era notable el mal olor que había que resistir en la espera. Cuando llegaban
los buitres y se acercaban lo suficiente salíamos y nos lanzábamos sobre ellos. Los
buitres no pueden echar a volar inmediatamente; necesitan correr un trecho, con las
alas desplegadas, como los aviones. En ese trecho siempre conseguíamos atrapar uno
por lo menos. Aquél era el momento más difícil. Se defendían a aletazos y más de
una vez sus uñas nos destrozaban el pantalón o la camisa. Pero uno de nosotros se
ocupaba de colgarle la esquila apretando el tirante de cuero (cuyos agujeros iban ya
hechos) lo bastante para que no pudiera quitárselo ya mientras viviera. Luego
soltábamos al animal, que huía sonando el cencerro por los aires.
Los cazadores, al oír la esquila en lo alto, miraron a mi padre. Mi padre me miró a
mí. En todos había como un secreto humorístico, que se guardaban y con el que
querían darme broma. Yo me hacía el desentendido. Mi padre me preguntó, por fin:
—¿Todavía?
—No —dije yo, molesto por la idea de que me creyeran capaz de aquellas
niñerías con mis dieciséis años—. Ahora son los chicos que han aprendido y siguen
haciéndolo.
Los buitres iban sonando cencerros por la comarca, y los campesinos de otros
pueblos, cuando los veían pasar, se acordaban de nosotros con una especie de
admiración cómica. En la vida de la comarca las únicas bromas que se podían intentar
eran como aquélla, ligadas a la naturaleza. En el fondo, quizá les halagara porque
representaba una forma siquiera simple del dominio del hombre.
Al mediodía, después de haber recorrido la primera parte del saso, con el viento
fresco de la mañana, el sol se hacía sentir. Llegamos a una paridera a cuyo propietario
trataban de identificar sin ponerse de acuerdo. El mayordomo de don Ricardo creía
que era de la familia Carmona, la mujer del maestro. En todo caso estaba fuera de
duda que no pertenecía a ninguno de los terratenientes enemigos de don Ricardo, y
tomando la llave que estaba colgada fuera, al lado de la puerta, abrieron y entraron.
El viejo Morel vio un lagarto que corrió delante de nosotros y se metió en un agujero,
entre las piedras del muro. Con la baqueta de la escopeta estuvo hurgando un rato
hasta que lo sacó, ensartado. El animal, vivo aún, volvía su cabeza sobre el hierro y lo
mordía.
Hubo un incidente cómico en el que yo tomé parte principal. Poco antes de llegar

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a la paridera matamos dos perdices. Una de las dos liebres que salieron antes, cayó,
también. La maté yo cuando ya parecía perdida. A un tiro de la paridera el
mayordomo cogió un conejo vivo. Los perros se habían quedado inmóviles, «de
muestra», alrededor de una mata de romero. Los cazadores sabían muy bien, por la
actitud de los perros, que se trataba de un conejo. El mayordomo avanzó de prisa,
mientras nosotros nos deteníamos a la expectativa. Saltó sobre la mata y bajo sus pies
se oyó chillar al animal. El mayordomo lo sacó, con aire de triunfo. Ya en la paridera
encendieron fuego y como había toda clase de útiles de cocina pensaron añadir algo a
la comida que el mayordomo llevaba, con gran alegría de Tomaser. Iban a asar el
conejo y las perdices. El mayordomo, con el conejo vivo colgando de las patas
traseras, tomó un grueso palo de pastor (un «tocho») que había detrás de la puerta, me
llamó y salimos fuera. Levantó la mano, en la que llevaba el conejo, me dio el palo y
me dijo que golpeara al animalito, de arriba abajo, detrás de las orejas de modo que le
rompiera la espina dorsal. Yo alcé el tocho, pero me impresionaba la debilidad inerme
del conejo, con su lindo pecho blanco, me desvié un centímetro y le di en los nudillos
al mayordomo, que ahogó un grito y soltó al animal. Fue una «desviación»
involuntaria. El conejo echó a correr alegremente. Entonces le disparé un tiro y le
maté. El mayordomo, con la mano entre las piernas, giraba lentamente sobre su pie
izquierdo sin atreverse a exclamaciones inconvenientes.
—¿Lo has matado siquiera? —me dijo.
—Sí, allá está.
No hacían falta las disculpas, porque ya se veía que yo estaba pesaroso. Salieron
los demás al oír el disparo, y como vieron que el mayordomo no se quejaba
celebraban lo ocurrido y le gastaban bromas. Yo no estaba verdaderamente
arrepentido porque el mayordomo me era antipático con su servilismo por don
Ricardo ante quien resultaba como un perro de circo, orgulloso de su sumisa destreza.
Quitó los intestinos al conejo y lo puso a asar sin despellejarlo, pero volvió a
sacarlo diciendo que no había «calivo» bastante. Llamaban «calivo» a la ceniza y
carbón caliente que iba soltando la leña. Comimos. El conejo, al que le quitaron la
piel después de asado, tenía la carne blanca y apetitosa. Olía a romero y aliaga. Lo
habían frotado un poco con aceite, vinagre y ajo crudo. Cuando terminábamos de
comer, don Ricardo sacó un pequeño gráfico que había hecho del lugar probable
donde estaría el monstruo. El viejo Morel, que era demasiado ignorante para leer
planos, se quedaba aparte. No quería, además, rozarse con mi padre, que discutía con
don Ricardo, ante el mapa, los caminos y sendas. Nunca se cruzaban la mirada el
viejo Morel y mi padre. Los dos se odiaban, pero los dos eran demasiado fuertes para
no afrontarse y demasiado hábiles para no saber disimular.
Mi padre estaba orgulloso de que yo hubiera matado la primera liebre, cuando se
les había escapado a todos, y los elogios de los demás le producían reacciones de
falsa indiferencia, detrás de las cuales había un sentimiento de soberbia. El viejo
Morel extremaba su simpatía conmigo, quizá para molestar a mi padre. Yo le

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correspondía sin demasiadas efusiones. Sentía una cierta admiración porque no
dejaba de tener algo de admirable un hombre que infundía miedo a mi padre. El
hecho de que aquel miedo fuera recíproco no le quitaba mérito a mi juicio.
Cuando terminábamos de comer, el viejo Morel se puso a asar el lagarto en la
misma baqueta donde iba ensartado. Luego ofreció a todos, pero no aceptó sino
Tomaser. Lo rociaron también con vinagre y ajo. Don Ricardo decía que era un
manjar exquisito, pero no tenía hambre. A mí me pareció muy sabroso, entre pescado
y carne.
Se dispusieron a salir de nuevo, puestos ya de acuerdo sobre el lugar donde había
que buscar al monstruo. Yo había salido fuera porque me estaba prohibido todavía
fumar delante de mi padre y tumbado en el suelo pensaba en mi abuelo, que había
insistido el día anterior en que debíamos dejar al «monstruo» en paz. Volvió con su
estribillo de la casualidad. No había que despertarla.
—Se la puede despertar —dije yo— y dominarla.
Mi abuelo se me quedó mirando y dijo: «El hombre no sabe nunca con qué pelear
contra la casualidad». Aquello me intrigaba.
Marchamos hacia el «roquedal de Aineto», lugar aislado, escabroso. Ni parideras,
ni campos de cebada, ni siquiera arbustos. Un paisaje lunar, con varias cortinas de
roca superpuestas, que desde lejos podían dar a veces la impresión de un poblado
bastante grande, casi de una ciudad. Don Ricardo consultaba el plano a menudo y mi
padre hacía comentarios. El viejo Morel caminaba filosóficamente y había matado
una lechuza con gran contento de los perros, que la despedazaban al darse cuenta de
que los amos no querían conservarla.
Sobre las cinco dieron vista al roquedal. Entonces se extendió mucho más el ala
de los cazadores. A mí me señalaron otra vez un extremo, porque como más joven
podía correr y maniobrar fácilmente. Al separarnos, mi padre me dijo:
—Cuidado con los perros.
Quería decir que antes había disparado temerariamente sobre la liebre estando
demasiado cerca de ella uno de los mejores perros de don Ricardo y podía haberlo
herido, lo que hubiera representado una broma demasiado pesada. Todos íbamos ya
con la ansiedad de atrapar al «monstruo». Habíamos llegado a su terreno. Los perros
también parecían animarse. Uno de ellos se alejaba demasiado y el mayordomo le
tiraba piedras y lo llamaba. Don Ricardo le dijo con cierta sequedad que aquel perro
no servía para la perdiz y el conejo porque los levantaba demasiado lejos. El
mayordomo parecía abrumado y acabó atrapando al perro y atraillándolo en una
cadena que llevaba atada al cinto.
Seguimos hasta cercar en una tercera parte el roquedal. Allí no había sino lajas y
polvo. Una cabra no hubiera encontrado nada que comer. Nos detuvimos para
inspeccionar el terreno. Don Ricardo desenfundó los gemelos y fue mirando
atentamente. De pronto los pasó a mi padre. Desde lejos yo no oía lo que hablaban,
pero mi padre después de mirar hizo signos afirmativos con la cabeza y por señas

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transmitieron a todos la orden de seguir avanzando, entrando en el roquedal a menos
distancia unos de otros. Los perros habían «cogido el viento» y seguían pistas ciertas.
Yo estaba impresionado con la idea de la proximidad del «monstruo» aunque,
naturalmente, rechazaba la idea de que tuviera dos cabezas o de que fuera «mitad oso
y mitad hombre». Lo único que aceptaba era que estuviera loco o que hubiera hecho
alguna grande fechoría y temiera la «justicia del rey».
Anduvimos todavía una hora, acercándonos más los unos a los otros, porque los
accidentes del terreno, las rocas a veces monolíticas, a veces extendidas guarneciendo
colinas bastante altas, nos separaban demasiado. Los perros estaban de acuerdo en la
pista. Don Ricardo decía al viejo Morel que faltaba media hora aún para llegar al
lugar donde creían haber visto con los gemelos una forma humana que se movía en lo
alto de una roca. Morel decía, incrédulo:
—¿No será un pastor?
Pero allí era imposible que hubiera pastores. Los perros se detuvieron al volver un
roquedo sobre una pequeña explanada y comenzaron a ladrar furiosamente. Mi padre,
Tomaser y yo corrimos. Había allí algo, entre gris y amarillo, cubierto de pelos, que
nos miraba espantado, a una distancia de cien metros. Tomaser alzó una mano en el
aire y gritó:
—Estése quieto. Somos gente de paz.
Al oírlo hablar, el «monstruo» volvió la espalda y apoyándose en sus manos trepó
rápidamente por el roquedo hasta alcanzar una especie de escalón a lo largo del cual
corrió. Al ponerse de pie vimos que era de estatura mediana y que iba casi desnudo.
Su piel, quemada y ennegrecida por el sol y el aire, le hacía parecer más flaco. Había
algo infantil o ridículo que a mí me decepcionaba enormemente y a Tomaser le
llenaba de gozo. Don Ricardo llegaba con el viejo Morel y el mayordomo y gritó,
viendo al «monstruo» desaparecer entre las lajas:
—¡Lo hemos perdido!
Yo eché a correr en la misma dirección. Los perros, al ver al «salvaje» levantarse
y huir, salieron detrás de él. Yo, detrás de los perros, llamándolos, porque temía que
cayeran sobre el infeliz. Detrás de mí, corriendo también, todos los demás cazadores.
Don Ricardo me gritaba:
—Si lo vuelves a ver, amedréntalo, para que se detenga.
Como no se podía avanzar muy de prisa (los mismos perros vacilaban escogiendo
el lugar donde poner sus pies) volvimos a reunirnos todos. Y seguimos avanzando
detrás de la jauría, que nos adelantaba no más de treinta metros. El «monstruo»
volvió a aparecer. Iba corriendo, trepando con facilidad. Los perros se lanzaron de
nuevo al asalto y uno de ellos, de gran corpulencia, dejó atrás a los demás y parecía ir
a alcanzarlo. Llamaron al perro, en vano:
—¡León! ¡León!
Y el eco de los ladridos y de las voces rodaba por el roquedal. El perro se lanzaba
sobre él. Para evitar que el pobre hombre fuera hecho pedazos disparé sobre León. Le

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alcanzó la mitad de la perdigonada. El animal cayó rodando y aullando hasta llegar al
pie de la colina. Allí se volvió a levantar, con el pelo ensangrentado, aullando y
tratando de lamerse el lomo. Yo pensé que no habría sido gran cosa. A aquella
distancia los perdigones le habrían atravesado apenas la piel, pues era «mostacilla»,
carga para pájaros. El «monstruo» avanzó unos metros más y desapareció como si se
hubiera arrojado en una sima.
Don Ricardo comenzó a dar voces, sin saber a quién dirigirse. Por la mirada que
el mayordomo me lanzaba, comprendí que todo aquello iba contra mí. A don Ricardo
se le hinchaba una vena en la garganta y otra en la sien y seguía agitándose, sacudido
de una ira que parecía salir de él y volver sobre él constantemente. Sólo le faltaba
darse a sí mismo de cachetes. Mi padre vino y me dijo con aire amenazador:
—Luego veremos eso, en casa.
Pero en su expresión había como una reserva amistosa. Yo lo conocía, a mi padre.
Se preciaba de «viejo cristiano» y en los trances críticos se conducía humanamente.
«Aquello» no podía verlo mal. Don Ricardo fue cediendo en su ira y a medida que se
apaciguaba, iba comprendiéndose mejor lo que decía:
—¡Cien pesetas me costó ese perro en la exposición de Barcelona!
El mayordomo me dijo de modo que lo oyera su amo:
—Mocé. Más quería que me hubieras dao el tiro a mí que a León. Es el predilecto
del señor.
En aquella expresión, «el predilecto del señor», había un eco religioso. El señor
iba atreviéndose a la injuria, al ver que mi padre repetía aquello de «en casa veremos
esto». Decía que «el que con niños se acuesta se levanta sucio», etc. Yo tenía ganas
de contestarle bravamente, pero me limité a decir con cierta despreocupación:
—Con un brochazo de yodo se curará.
Al oírme, don Ricardo se encaró conmigo:
—¿Y quién es usted para disparar sobre el perro? ¿Acaso el perro es de usted?
Ya no pensaba nadie en el «monstruo». El mayordomo atendía al perro. Tomaser,
para terminar el incidente, dijo que creía haber visto hacer señas al «monstruo».
Seguimos y llegamos ante la grieta oscura donde se había metido. Parecía bastante
profunda. Se podía entrar de pie, pero para penetrar más hondo había que ponerse a
cuatro manos. Nadie se atrevía a aventurarse dentro. Quedaron allí mi padre y don
Ricardo y los restantes fuimos a ver si la caverna tenía, como suelen tener, otras
salidas a la parte opuesta de la colina. A mitad de camino el mayordomo vaciló un
momento y volvió al lado de su amo. No quería abandonarlo en la adversidad.
El viejo Morel, Tomaser y yo encontramos otra salida a la caverna. Miramos la
tierra, a la entrada, para ver si había huellas de que hubiera salido y al no hallar nada
nos aseguramos de que seguía dentro. Gritábamos en la boca de la caverna, haciendo
bocina con las manos: «Salga usted, que no le pasará nada. Somos gente de paz». O
bien: «Buen hombre, queremos ayudarle. Diga si necesita algo». Pero contestaba el
silencio más completo.

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Comenzaba a caer el sol y allí no podíamos esperar la noche. Tampoco podíamos
abandonar la presa. Tomaser hizo un haz de leña verde (las raras matas que crecían
aquí y allá), venteó el aire, a ver por dónde venía la brisa, fue depositando la ramilla,
con raíces húmedas, en la boca de la caverna y les prendió fuego. Al comprobar que
el humo entraba, se mostró satisfecho: «antes de diez minutos ha salido de ahí si no
quiere morir».
Y salió. Pero hubo que entrar a recogerlo, porque llegaba medio asfixiado y cayó
a la entrada, sin conocimiento. Yo fui a buscar a los otros. Mi padre recibió con cierta
decepción la noticia, porque había sido el viejo Morel el primero en aspearle los
brazos al monstruo y verterle vino entre los labios. Y el «monstruo» volvió
rápidamente en sí.
Don Ricardo se ocupaba más del perro herido que del «monstruo». De vez en
cuando, sin dejar de acariciar a León preguntaba a mi padre desde lejos:
—¿Qué clase de sujeto es?
Nadie le contestaba. Tomaser, por fin, le dijo a voces:
—Es un pobre hombre. Es todo mansedumbre. Lo que hay que hacer es darle de
comer.
Entonces don Ricardo se acercó. Luego miró al mayordomo, tratando de ver si lo
identificaba, pero el mayordomo no lo conocía. En realidad parecía conocer a los
campesinos de toda la comarca, pero sólo sabía de ellos —eso con toda certeza— si
votaban para don Ricardo (conservadores) o para don Manuel (liberales). Ante el
«monstruo» se planteaba por primera vez una duda.
El «monstruo» miraba a su alrededor y sintiéndose preso gruñía lastimeramente.

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Capítulo IV
EL MONSTRUO NO ES UN MONSTRUO, SINO EL FANTASMA DE
SABINO

No había manera de hacer hablar al «monstruo», que miraba a todas partes con
recelo, y rehuía los ojos de los cazadores. Tampoco quería marchar con nosotros.
Cuando alguien le tomaba del brazo para hacerle andar chillaba y se desasía con
espanto. Yo propuse que nos sentáramos con él y le diéramos de comer y beber.
Todos aprobaron, menos don Ricardo, que tenía prisa por llegar a la paridera y curar
al perro. Sin embargo, aquélla era la única manera de inspirar alguna confianza al
«monstruo», que por dos veces había intentado meterse de nuevo en la cueva y si
seguía a nuestro lado (aunque aparte y fuera del alcance de nuestros brazos) era por
miedo a los perros. Tomaser lo miraba con una mezcla de espanto y de compasión y
le preguntaba, dando grandes voces, como si fuera sordo, cómo se llamaba y de qué
pueblo era. El «monstruo» no le contestaba y cada vez que alguien se dirigía a él,
aunque no diera tantas voces como Tomaser, se sobresaltaba y se ponía en guardia.
Parecía mudo, pero sus gritos, sus gruñidos, eran articulados y además oía
perfectamente. De un modo u otro, con su sola presencia, aquel hombre nos mostraba
a todos nuestra propia miseria. Llevaba el pelo tan largo y tan enredado sobre la
espalda y los hombros, donde se unía con la barba, que su cara desaparecía casi por
completo. Las aletas de su nariz tenían escamas brillantes, mineralizadas. Sus ojos
(que apenas habíamos visto, porque no nos miraba de frente) se hundían bajo unas
cejas abultadas y había en todo él algo polvoriento y reseco que le daba un aire más
ausente todavía. Las uñas de las manos y los pies, alargadas, se doblaban hacia abajo
y se acanalaban a los lados formando un pico en el centro. Otras estaban rotas y
mostraban la dermis descubierta, seca también pero rojiza, como llagada. La piel, a
trechos quemada, se desprendía. En la espalda y los brazos estaba curtida y
denegrida, como el cuero de una petaca. Era flaco y parecía débil, pero sus músculos,
sus tendones y hasta sus venas hacían relieves en la piel al menor movimiento y su
esqueleto parecía ancho, fuerte y ágil. Llevaba las piernas desnudas. El pecho y la
espalda, también. Conservaba en la cintura algo que parecía piel de lobo y de conejo
cosida con fibras vegetales y completado, a trechos, con trozos de saco o de una tela
tosca muy gastada. Se cubría así las nalgas y en parte el sexo, pero esto último no le
preocupaba y llevaba aquellas pieles como defensa para arrastrarse sentado por las
rocas. En sus rodillas había durezas mineralizadas y sus manos estaban agrietadas y
secas y tenían también callosidades con brillos metálicos. Los dedos pulgares estaban
mucho más separados de los otros cuatro que en nosotros y habían quedado en una
posición que recordaba la de los plantígrados. En cuanto a sus pies, eran unos pies de
piedra por los que parecía no circular la sangre.
Don Ricardo lo miraba con desdén:

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—Yo soy —le decía— don Ricardo de Paula y Hornachuelos, y vengo en persona
a buscarte y a «reintegrarte» a la sociedad.
Al «monstruo» parecían tenerle sin cuidado aquellos nombres que llevaban unida,
en toda la comarca, una superstición de poderío. Don Ricardo se sentía ofendido y
movía la cabeza con un presentimiento:
—Éste ha debido cometer algún crimen.
El «monstruo» lo miró, con indiferencia. Siguió mirándolo, en silencio, sin
pestañear. Don Ricardo acabó por sentirse razonable:
—Si has cometido algún delito no debes olvidar que la justicia no es cruel. Y
todos te ayudaremos si verdaderamente estás arrepentido.
Don Ricardo se admiraba y se conmovía a sí mismo con la generosidad de sus
propios sentimientos. Pero el «monstruo» dejó de mirarlo, sin acusar la menor
emoción, y puso su mirada en los perros. Mi padre repetía la pregunta de Tomaser.
—¿Cómo te llamas?
No conseguían hacerle hablar. Se levantaron, dispuestos a marchar. Yo insinué de
nuevo que le dieran de comer y don Ricardo repitió que era tarde y que había que ir
en seguida a la paridera. Para saber si el «monstruo» nos comprendía o no, mi padre
le dijo:
—¿Has matado a alguien?
El «monstruo» negó con la cabeza. Mi padre volvió a preguntarle por qué se
escondía, si no había cometido ningún crimen. El otro calló. Miraba a mi padre con
un poco más de atención, como si quisiera recordar algo. Por fin, lo señaló con el
dedo y articuló un sonido extraño. Pusieron atención todos. El «monstruo» repitió
aquello. Había dicho el nombre de mi padre: «Don José». Desde el momento en que
lo conocía debía ser del pueblo. De nuestro pueblo. Todos trataban de demostrarle
que eran sus amigos, pero el «monstruo» seguía con su seriedad indiferente. Yo
pensaba: la risa es la flor de lo que llaman la civilización, pero el hombre civilizado
ríe mucho, para parecerlo más, y eso es una forma estúpida de civilidad. El
«monstruo» no encontraba en todo aquello el menor estímulo de risa y no reía. Don
Ricardo se había sumido en sus reflexiones y comenzando a andar dijo que hubiera
preferido que el «monstruo» fuera de Ontiñena, porque hacía caer sobre el pueblo una
verdadera vergüenza. El viejo Morel desplegó los labios por primera vez desde hacía
más de una hora:
—Así hubiera hablado su padre, que en gloria esté.
El «monstruo» se negaba a andar con nosotros. Lo rodearon, lo pusieron en el
centro y al verse envuelto dio un salto y se separó del grupo, con ánimo de huir.
Como parecía tener alguna confianza en mi padre, acordaron marchar todos y
dejarnos detrás a nosotros con él. Aquello dio resultado. El «monstruo» se encontraba
mejor, quizá porque veía menos personas a su alrededor. Yo me puse a un lado y mi
padre al otro, pero el «monstruo» nos miró a los dos con angustia y se hizo atrás.
Entonces yo pasé al lado de mi padre. Al «monstruo» le espantaba llevar un hombre a

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cada lado. Andaba con pasos cortos y tan ligeros, que a veces teníamos que forzar la
marcha para seguirle. Mi padre fue hablándole de cosas simples y generales: «Aquí
hace mucho frío y no hay comida. En el pueblo hay fuego encendido y pan y carne».
Yo le di un trozo de pan con buena parte de la tortilla de patatas que mi madre me
había puesto en el morral. El «monstruo» la tomó con las dos manos y la devoró en
un instante. Luego le di a beber de la bota que llevaba colgada del cinturón, un vino
excelente. Después de haber bebido me la devolvió, hizo una mueca muy rara y dijo:
—Vino.
Mi padre estaba satisfecho de aquellos progresos. Yo veía que había olvidado mi
disparo sobre el perro de don Ricardo o que no le había dado importancia y eso me
enternecía un poco. Yo quería a mi padre y mi padre también a mí, pero aunque
parezca extraño nos tratábamos siempre como enemigos.
El sol se ponía a nuestra izquierda y el cielo en sangre tenía estrías malvas largas
y afiladas como inmensos cuchillos. Mi padre miraba aquello emocionado, pero
nunca confesaba sus emociones. El «monstruo», que parecía familiarizado con
nosotros, se detuvo, miró la raya del horizonte, se puso las dos manos en torno a la
boca formando bocina y lanzó un aullido fino y agudo. Luego escuchó un momento y
repitió el aullido tres o cuatro veces. Lejanos, contestaron otros semejantes. Mi padre
dijo:
—Son raposas.
Yo pensé que el «monstruo» sería un buen reclamo para cazarlas. Mi padre debía
haber pensado lo mismo. Pero por encima de esa reflexión de cazadores, había una
cierta angustia de ecos profundos. Aquel hombre que sabía el nombre de mi padre era
como un animal.
El «monstruo» seguía andando, ahora con menos ligereza. Se detuvo antes de
llegar a la paridera —a donde llegamos ya de noche cerrada— otras dos veces, a
aullar. La última vez contestaron también los perros de la jauría con ladridos
inquietos. Estaba yo satisfecho de rescatar al «monstruo», aunque sentía que no sería
fácil incorporarlo a la vida del pueblo. Podría hacer mucho en ese sentido don
Ricardo, pero le tenía antipatía porque no le había reconocido a él y sí a mi padre. Yo
a veces sentía una cierta lástima por el «monstruo» rescatado, a quien alejábamos de
aquel roquedal que venía a ser como una aldea encantada.
Ya cerca de la paridera vimos que habían encendido dos fuegos. Salía humo por
la chimenea y en el campo, frente a la puerta, comenzaba a chisporrotear una
hoguera. El «monstruo» seguía con su paso desigual, completamente despreocupado
de nosotros. En aquel andar dispar, incapaz de adaptarse al nuestro, se veían los
largos años de soledad.
El mayordomo iba con unas hilarzas de lana y un frasco, tratando de curar al
perro, al que sujetaba don Ricardo. En aquel momento se oyeron pasos fuera,
apareció un pastor que contempló la hoguera, y se quedó mirando, embobado, al
«monstruo». Era el pastor un hombre que podría tener treinta años o cincuenta.

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Llevaba barba rala, iba calzado de abarcas, la piel curtida por el sol, la lluvia y el frío.
—He visto fuego —dijo con las manos apoyadas en la vuelta del alto cayado y la
barba sobre ellas— y he dicho: vamos a ver qué pasa en la paridera.
Conocía a mi padre y a Tomaser. Le ofrecieron comida y aceptó. Comía despacio,
con sosiego, pero con la conciencia de hacer algo importante. Dijo que tenía la
«dula» de Castelnovo y que llevaba ya tres meses allá con cuatrocientas cabezas. La
«dula» era la suma de los pequeños rebaños particulares de campesinos pobres que no
podían tener un pastor. Era en Castelnovo una especie de servicio municipal. El
pastor dijo que cuando había tronada o caía helada iba a dormir a aquella paridera
porque llevaba también animales del propietario.
El «monstruo» se había sentado en tierra, al lado del fuego, del que no quitaba los
ojos. El pastor volvía a mirarle y exclamaba:
—¡Lo que es la vida!
Preguntó dónde lo habíamos hallado y le dijimos que en el roquedal de Aineto. El
pastor se asombraba.
Tomaser le preguntó si habían hecho daño las últimas tormentas y dijo que por
allí no había más «labor» que unos cuadros de cebada de don Manuel y dos
rastrojeras «pa las perdices». Pero cayeron más de cincuenta rayos. Y añadió,
tranquilamente, señalando el patio de la paridera:
—Ahí los tengo.
Cuando había tormentas recias se fijaba en donde caían los rayos y después iba a
buscarlos y los llevaba a la paridera. «Apagados, naturalmente» —aclaró.
Le pidieron que los enseñara y fue por ellos. Volvió con una docena de puntas de
flechas de metal en las palmas de las manos. Don Ricardo las miraba con una sonrisa
buida bajo la barbita. Con aquella sonrisa quería decir que el pastor era un pobre
ignorante.
—No crean que es fácil encontrarlos —añadió el pastor— porque se meten dentro
de la tierra.
Seguía contemplándolos y dijo aún:
—Parece mentira que esto haga tanto ruido y tanto mal.
Mi padre le dijo que eran flechas. Don Ricardo apoyó aquella afirmación con su
autoridad. El pastor les dio la razón con un gesto de cabeza, pero no por ser flechas
dejaban de ser rayos. Nadie le hubiera sacado de aquella certidumbre. Hablaba
mirando constantemente al «monstruo» con una especie de impaciencia.
Luego dijo que en el saso empezaba el buen tiempo y se estaba bien. No tanto
como abajo, en el valle, porque en el valle «la verdor llamaba a la frescor y la frescor
llamaba al aire» y en verano no hacía verdadero calor. Se informó sobre la marcha de
las cosechas con mucho detalle, se mostró satisfecho de la buena cara de los trigales y
como no tenía propiedad ninguna se creyó en el caso de explicar su interés ante aquel
grupo de ricos:
—A uno le gusta saber que la tierra cumple.

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La tierra «cumplía» su deber. El «monstruo» seguía sentado al lado del fuego.
Tomaser trató de hablar con él. En cuanto al pastor, contemplaba en silencio al
«monstruo» y moviendo la cabeza sobre sus dos manos cruzadas en la vuelta del
cayado, decía una vez más entre dientes:
—¡Lo que es la vida!
Yo me quedé con el «monstruo» porque Tomaser y mi padre entraron en la
paridera. No debíamos dejarlo solo un instante. Lo más seguro era que intentara
escapar, pero una guardia permanente no se podía establecer, porque estábamos todos
rendidos de cansancio.
Me acerqué a un perro que acompañaba al pastor y que no hacía sino gruñir. Era
un perro muy feo. Sin raza, de pelaje terroso, erizado, ya viejo. Miraba de medio
lado, estaba muy flaco y un poco torcida la columna vertebral. Caminaba inseguro y
no de frente, sino un poco en diagonal. Sus ojos no se veían, bajo las cuencas, pero
debían estar inyectados de sangre. Olfateaba a los perros de la traílla que estaban
comiendo en el corral y seguía gruñendo. Yo iba a acariciarlo y el pastor me dijo:
—Tenga usted cuidado, porque tiene muy mala leche. Tres veces le han mordido
las víboras y la última estuvo a la muerte, pero se curó. Como se le ha quedao dentro
el veneno, por eso tiene mala leche. Pero para el ganao, no hay otro.
Yo le pregunté qué comía él, cuánto ganaba. Me interesaba por la vida que
llevaba allí. Mi pregunta resultó extemporánea. El pastor estaba sorprendido de ver
un «señorito» que se ocupaba de su vida. Se encogió de hombros y dijo:
—Se vive como se puede.
Volvió a hablar del perro, para quitar violencia a aquello:
—Es muy valiente y los lobos lo conocen ya. Este invierno tuvimos un mal paso,
pero entre Lucero —era el nombre del perro— y éste (y mostraba el tocho, que estaba
rematado por una zoqueta endurecida al fuego) salimos con bien.
Le ofrecieron un cigarrillo y lo encendió con su pedernal.
Nos habíamos acostumbrado ya a la presencia muda del «monstruo». Su
vigilancia nos complicaba bastante las cosas. Lo mejor era —dijo don Ricardo—
buscar un cuarto con llave y meterlo allí, cuidando que no hubiera ventanas bajas ni
posibilidad de fuga. Nadie trataba de familiarizarse con él, pero todos querían
«reintegrarlo» a la sociedad. En lugar de convencerlo de su amistad, don Ricardo
trataba de hallar un expediente para ponerlo seguro bajo llave. Yo encontraba aquello
un poco anómalo, pero no quería decirlo. Mi padre hubiera creído que yo trataba de
molestar a don Ricardo, y todos callábamos.
Lo encerraron en un cuarto de la falsa, sin ventanas, y como no había llave
atrancaron la puerta con un madero. Se había hablado de darle de comer abajo, en la
cocina, con nosotros, pero había varias razones para no hacerlo. Primero, la antipatía
de don Ricardo y después sus maneras, aquella voracidad febril que le haría comer de
manera repugnante, eructando y haciendo otras groserías también digestivas.
Decidieron encerrarlo y lo encerraron. Después, ya tranquilos, sentáronse alrededor

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del fuego, en las «cadieras» (grandes bancos de alto respaldo pegados al muro y
cubiertos de pieles de cabra). Al fuego, los rostros castigados ya por la jornada de sol
y de aire montañés, parecían de cobre. Unas discretas ojeras azules denotaban la
fatiga en el rostro de don Ricardo, que no era bronceado sino rosáceo. Tomaser había
dejado en la falsa, al alcance del «monstruo», comida y vino suficientes y descendió
diciendo que parecía tranquilo.
Aunque don Ricardo hablaba con un acento de piedad cristiana, seguía
preocupado por la idea de la delincuencia de aquel hombre.
—No hay duda —dijo— de que tiene a las espaldas algún grave delito. Ha debido
matar a alguien.
El pastor, que estaba en la puerta, recostado en el quicio, pidió permiso para
hablar y advirtió que tal vez había matado a alguien, pero ladrón no debía ser porque
había podido robar ropa en las parideras y sin embargo iba en cueros. Don Ricardo
hizo un gesto de suficiencia:
—Lo que sea lo veremos.
Tomaser, el viejo Morel y mi padre repasaban mentalmente las familias del
pueblo. En los recuerdos de cada uno iban apareciendo las familias de los campesinos
pobres, pero todas estaban completas y desde hacía más de diez años no se había
cometido crimen ninguno. Entonces, ¿por qué había huido aquel hombre? Y sobre
todo, habiendo huido, ¿por qué ahora se obstinaba en no declarar quién era? El pastor
habló otra vez advirtiendo que seguramente había perdido la memoria. Yo veía en
aquella defensa del pastor una especie de solidaridad con el «monstruo» en el
desierto, en aquel «saso» donde no había sino los huesos de los muertos de lejanas
batallas.
Don Ricardo, sin escuchar al pastor, repetía muy preocupado, que el hecho de que
no hubiera habido crímenes en los últimos años no quería decir nada. Nunca existe el
crimen hasta que se descubre. «¿Quién sabe si la víctima fue enterrada como si
hubiera muerto de muerte natural?». Ah, el hombre es el lobo de los hombres, y dijo
esta frase otra vez, en latín: homo homini lupus.
Aquello lo aceptaban todos. Yo no los escuchaba. Oía el viento en la chimenea y
me dormía al dulce calor del fuego. No sabía por qué, las hipótesis sobre el
«monstruo» me tenían sin cuidado. Era mucho más importante el hombre aquel que
todo lo que hubiera hecho. Y en cuanto a los crímenes no creía en ellos. El criminal
no se aísla sino que busca como puede, por todos los medios, confundirse en la masa.
El criminal puede ser insociable antes del crimen, pero de ningún modo después.
Don Ricardo, mientras el mayordomo atendía a la cena con auxilio de Morel y de
Tomaser, daba vueltas a sus sospechas. El viento, que mugía fuera, parecía empujarle
y empujarnos a todos a lo patético:
—¿No se acuerdan ustedes de la desaparecida familia de Junqueras?
Todos trataron de recordar. Había pasado mucho tiempo de aquello. Don Ricardo
puntualizaba:

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—Eran un viejo matrimonio y un hijo. Los dos ancianos murieron en menos de
una semana y el hijo cobró la hacienda y desapareció.
Todos trataban de identificar el hijo en el «monstruo», pero aquellas barbas,
aquella cabellera lo dificultaban. Además, ¿qué hacía con la herencia en el roquedal
de Aineto? El viento, en la chimenea, seguía acusando. Y ya no había que
«restituirlo», sino «entregarlo». Los cazadores quedaban convertidos en alguaciles, lo
que no parecía ser muy del agrado de mi padre.
El pastor daba consejos a los que guisaban la cena. Los pastores saben hacer con
la carne maravillas. Y el viento en la chimenea me identificaba a mí con el pastor y
con el «monstruo» a través del saso inmenso.
Dormimos en la paridera y al día siguiente, temprano, iniciamos el regreso
después de haber obligado al «monstruo» a vestirse un pantalón de pana que había en
el cuarto del amo. El pastor se quedó en el saso pensando quizá que hacía falta
pasarse diez años en el roquedal de Aineto para que personas tan importantes como
aquéllas se ocuparan «de uno». Yo creía leer eso en su mirada.
Al llegar a Santa Cruz el «monstruo» la miró con mucha atención y se santiguó
torpemente. Aquello hizo a todos gran impresión. Mi padre dijo, con un acento de
duda, que quizá se trataba de un caso de ascetismo religioso. Recordó que le había
oído hablar con las raposas y que en la antigüedad casos como aquél habían sido
objeto de veneración. Miraban al «monstruo», y a pesar de sus barbas bíblicas, de su
largo pelo y de sus ojos de una dulzura impresionante, nadie quería aceptar aquella
hipótesis. Todos se acordaban de que llevaba el sexo descubierto el día anterior y un
ser en aquellas condiciones no podía ser venerable.
Desde lo alto de las ripas se veía el pueblo a vista de pájaro. El «monstruo», al
verlo, retrocedió y quiso huir. Lo sujetaron entre el viejo Morel y Tomaser mientras
don Ricardo movía la cabeza murmurando:
—No hay duda. Éste ha matado a alguien.
En ese caso los cazadores podían hacerle fuerza para volver al pueblo. El viejo
Morel le apoyó el cañón de su escopeta en el costado.
—Adelante o disparo.
Entonces el «monstruo» fue andando. De vez en cuando miraba al pueblo, nos
miraba a nosotros y lanzaba un aullido agudo y prolongado. Los perros se ponían a
ladrar con gran escándalo. Don Ricardo se inquietaba pensando que iban a hacer una
entrada bizarra en el pueblo y propuso adelantarse con su mayordomo. Los demás
hicieron otra proposición. Quedarse en el pajar de Arner todo el día para entrar en el
pueblo anochecido. Pero don Ricardo no podía esperar todo el día. Y tampoco podía
«esperar en un pajar». Mi padre advirtió que el «monstruo» parecía más tranquilo y
podían muy bien entrar por la parte trasera del pueblo en casa de Tomaser, llamar al
barbero y darle al pobre hombre un aspecto decente. Les pareció esto último lo mejor.
Iban, pues, a casa de Tomaser. Pero ya en la puerta, el «monstruo» se negó a
entrar y señalaba con la mano otra dirección emitiendo al mismo tiempo un gruñido

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con el cual parecía querer decirnos algo. Los cazadores se miraban. Yo dije:
—Quiere ir a su casa.
Aquello iba a identificar al «monstruo». Echó a andar y nosotros con él. Algunos
chiquillos nos daban séquito con los ojos fuera de las órbitas.
Sería mediodía cuando el «monstruo» se detuvo ante una casa humilde y llamó:
—¡Aea!
Salió una mujer enlutada, que miró al grupo con espanto.
—Yo soy Adela Carmona. ¿Qué me quieren?
El «monstruo» sonreía por la primera vez. Don Ricardo, pálido de emoción, dijo
balbuceando:
—Es Sabino, el muerto.
La mujer se llevó las manos a la cara tratando de alejar aquella visión:
—Es su fantasma.
Y se metió en la casa, lívida.
Todos se miraban espantados también. Tomaser, con la boca abierta. El
«monstruo» seguía riendo y señalando con la mano la casa, su casa. Mi padre decía:
—No es posible.
Don Ricardo elevaba los ojos al cielo y decía con desánimo:
—Nadie conoce los designios del Señor.

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Capítulo V
DON RICARDO VUELCA EL TINTERO (SIN QUERER)

Después de afeitado, con el pelo cortado y una camisa limpia que Adela se negó a
darle y que yo fui a buscar a mi casa, Sabino quedó con un aspecto bastante normal,
pero a su mujer —que ya no lo era, porque se había vuelto a casar— le dio un ataque
de nervios y estando Sabino allí las vecinas no se atrevían a entrar a auxiliarla.
Tuvimos que llevárnoslo. Al principio había repetido el nombre de su mujer dos o
tres veces, la última correctamente. Había dicho «Adela». Después volvió a su
silencio y miraba, asustado, el gentío que se agolpaba en la calle. La noticia había
circulado y acudían todos hablando del fantasma de Sabino. Don Ricardo, que se
había encerrado en un silencio lleno de amargas reflexiones, se marchó acompañado
del mayordomo y los perros. Dándole a su criado el rifle, se dirigió al Ayuntamiento.
Por la calle le preguntaban algunos por el fantasma de Sabino. Al principio, don
Ricardo decía enérgicamente:
—¿Qué fantasma? Se trata de Sabino en persona.
Cuando llegó al Ayuntamiento, bajo los soportales de piedra, tuvo que contestar al
mayordomo de su rival don Manuel —aquella insolencia la llevaba clavada en el
alma— que en condiciones normales no se hubiera atrevido a dirigirse a él. Don
Ricardo, le dijo, cuidando mucho su frialdad distante:
—Es verdad. Lo hemos traído del roquedal de Aineto.
Y añadió con un aire vacilante (¡cómo se hubiera alegrado de que fuera un
fantasma!):
—Yo creo que se trata del mismo Sabino en persona.
Siguió su camino. Don Ricardo pensaba que había dado una gran noticia, un
arma, quizá, a su enemigo don Manuel, a quien temía porque era un hombre mal
hablado y violento para quien los modales dulces y civiles no representaban sino
pruebas de debilidad. Sabino, que iba adquiriendo un relieve fantasmal (de otro
modo, ¿cómo el hombre más pobre y menos notable del pueblo podía llegar a ser
para él un motivo de preocupación?) estaba allí y todo iba alterándose poco a poco.
Don Ricardo suspiró entrando en la secretaría del Ayuntamiento. Mandó convocar a
los concejales y al alcalde. El secretario envió a los alguaciles a buscarlos. «Si están
en el campo —advirtió— que dejen las faenas, de parte de don Ricardo». Convocaba
don Ricardo y no el alcalde, porque «de parte del señor alcalde» no habría ninguno
abandonado el trabajo. Don Ricardo se sentó en un sillón que el secretario fue a
buscar al salón de sesiones, y pidió el registro civil y cuantos datos hubiera en el
censo sobre Sabino. El censo de 1910 decía que Sabino García Hieras, hijo de Ramón
y Antonia, era «pobre de solemnidad» y habitaba en el callejón de las Tres Cruces.
Pobre de solemnidad, ciertamente. El más pobre del pueblo. No se acordaban de él
sino en último extremo, cuando los propietarios enviaban un criado a buscar peones

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para las faenas de la siega. En el registro civil estaba anotado su fallecimiento «por
muerte violenta» en el día 22 de octubre de 1910. Don Ricardo dio un golpecito con
la mano abierta en el brazo del sillón y exclamó (era su exclamación de los días
terribles):
—¡Caramba! ¡La vida tiene sorpresas!
El secretario quería tranquilizarlo:
—Todavía no está legalmente identificado. La gente dice que es su fantasma.
Miraba el registro civil y añadía queriendo halagarle:
—Para la administración ese hombre carece de personalidad. No existe.
Legalmente está enterrado.
Don Ricardo hizo un gesto de cansancio.
—Pues ahí está. Ahí, en casa de su antigua mujer que, al parecer, había vuelto a
casarse. Es decir, ahora debe estar en casa de su madre porque a la mujer le ha dado
un soponcio. Es natural. Su situación le impedía permanecer con el antiguo marido
bajo el mismo techo. ¡Vaya un conflicto!
El secretario no sabía el nombre de la mujer ni lograba identificar al segundo
marido, razones por las cuales se veía en el «lamentable caso» de no poder informar
detalladamente a don Ricardo. Éste le dijo que convendría tener todos aquellos datos
listos para la reunión del Concejo. Nunca se había dado el caso de que un vecino del
barrio de las Tres Cruces hubiera dado tanto quehacer allí. Aquello era un signo de
los tiempos.
Don Ricardo, que jugaba nerviosamente con algunos objetos que había en la
mesa, hizo un movimiento con la mano mientras miraba de medio lado la hoja del
registro correspondiente a Sabino. El tintero resbaló sobre el soporte y se volcó. La
tinta invadió la mesa y al querer contenerla se manchó don Ricardo las rodillas y las
manos. Se levantó y se acercó al balcón mientras el secretario se disculpaba tratando
de impregnar varios papeles secantes.
Don Ricardo se puso a pasear, redoblando nerviosamente con los dedos en su
cinturón de cazador.
Sabino había ido a casa de su madre, otra choza más pobre aún. Cuatro muros de
cañizo y barro con un agujero en lo alto, para el humo. La anciana, al oír a la gente
que se acercaba, se echó el pañuelo de la cabeza atrás, para ver mejor, y se asomó a la
puerta. Dijo a los primeros que llegaban:
—¿Sabino? ¿Mi hijo?
—Su fantasma —aseguró una vecina.
La vieja, con los ojos encendidos, dijo que los fantasmas no iban a las doce del
día acompañados del pueblo entero y que aunque fuera un fantasma también ella lo
era ya. «¡Qué regalo de Dios!» —repetía. Al llegar nosotros con Sabino, la vieja lo
contempló a distancia, con una rara indiferencia. De sus ojos comenzaron a ir
resbalando las lágrimas, en silencio. Y así, mirándolo y llorando sin un gesto, sin una
palabra, sin mover un músculo del rostro, pasó un largo rato. Mi padre empujó a

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Sabino y lo hizo entrar. La madre tomó una de sus manos entre las suyas. Le miraba
la camisa limpia, de la que Sabino parecía mostrarse ufano. La madre habló por fin:
—¿Por qué te marchaste, hijo?
Sabino dijo por primera vez algo congruente:
—Un barrunto que me dio.
—¿Y dónde has estado?
—En el monte.
La vieja fue palpándole la cara, los hombros, con las manos, y comenzó a
informarle:
—El nietecito se murió después de marcharte tú, y yo he ido viviendo de la
voluntad de los vecinos. La Adela ya sabrás que se casó con otro.
Había más de cien personas en la calle, hablando a voces y acercándose a una
distancia prudente. El viejo Morel había desaparecido. Tomaser hizo retroceder a los
grupos más próximos y les dijo:
—¡Qué fantasma ni qué tonterías! Es Sabino en persona.
Antes de marcharnos nosotros mi padre pidió a Sabino que dijera algo a las
gentes. Sabino, que parecía ir recobrando sus facultades, le dijo a mi padre:
—La Adela es mía, don José.
Algunas mujeres lo oyeron y aquella frase fue repetida por la multitud:
—Dice que la Adela es suya.
Mi padre le dijo que se la darían, pero que debía declarar en voz alta, gritando
para que le oyeran, que él era Sabino y que se había marchado hacía quince años del
pueblo «a otras tierras» y ahora volvía, sano y sin recibir daño de nadie.
Sabino se asomó a la puerta y abrió los brazos:
—Soy yo. No tengáis miedo. Yo soy Sabino, marido de la Adela. Me dio un
barrunto y me fui del pueblo. Ahora vengo y nadie me ha hecho mal.
Se veía en todo lo que hacía como una vanidad infantil. La atención de la gente le
gustaba.
Mi padre dio a la madre de Sabino cinco pesetas. Tomaser otras cinco. Con
aquello podían vivir un mes. Luego nos fuimos, pero al advertir Sabino que lo
dejábamos, vino corriendo detrás de nosotros. La multitud huyó despavorida. Agarró
a mi padre y cuando se miraron los dos, el pobre hombre le soltó el brazo y se quedó
en silencio. Luego dijo con gesto suplicante:
—La Adela es mía.
Otra vez la gente que se había ido acercando recogió la frase.
—La Adela es suya. Dice que la Adela es suya.
Mi padre, que comenzaba a estar molesto, le dijo que debía entrar en la casa y no
salir de ella hasta el día siguiente. Por la tarde irían a verle. Aquello de que mi padre
prometiera visitarlo hizo impresión a la gente, que lo comentaba. Nos fuimos.
Tomaser contestaba alegremente a los que le preguntaban por «el fantasma»:
—Ponerle un dedo entre los dientes y veréis si es persona o no.

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Pero a fuerza de oír hablar del fantasma, no teniendo a Sabino delante, Tomaser
parecía comenzar a dudar. Iba diciendo que «si no se equivocaba» Sabino era de
carne y hueso. Acabó, en la puerta de mi casa, diciendo a la gente, indignado:
—Si es fantasma o no, el señor cura, que tiene poder para eso, podrá decirlo.
Entretanto déjenlo al pobre en paz.
Y «el señor cura» estaba en nuestra casa, esperándonos. Era un anciano con la
sotana raída, los zapatos rotos, de maneras violentas y de una virtud un poco salvaje,
pero los campesinos lo querían. Solía repartir entre ellos su sueldo y las legumbres de
su huerto, acompañándolos de insultos: «Tú eres un vago. Y tú también. Os conozco
hace veinte años y no me la dais. Ésta es la última vez que os socorro, porque Dios
me pedirá a mí cuentas».
Cuando confesaba ponía verdes a los pecadores y parecía que iba a salir del
confesonario y hacerles pagar la penitencia a golpes. Era fuerte y tosco, de nariz
roma, que llevaba enrojecida por abajo porque usaba rapé y andaba siempre
estornudando y sonándose. El fino instinto popular lo amaba como a un hombre
generoso que ni esperaba el agradecimiento ni trataba de hacerse pasar por un santo.
Estaba con mi madre y mi abuelo en el comedor, donde la mesa blanca de
manteles y cristales nos esperaba. El cura se levantó y vino hacia nosotros:
—¿Es verdad eso, don José?
Mi padre afirmó. Siguió un largo silencio. El cura dijo:
—Ese pobre Sabino y la pécora de su mujer no valen nada en el mundo, pero a
Dios le gusta servirse de los más humildes a veces para darnos lecciones. ¡Quién iba
a pensarlo!
Mi abuelo no perdía un gesto, una palabra. Parecía decirme con el gesto: «¿Estás
viendo?». Nos sentamos a la mesa. El cura bendijo, en latín, y después, mientras se
servía la sopa, mi padre fue contando lo sucedido sin omitir ningún detalle, ni
siquiera mi disparo contra el perro de don Ricardo, que regocijó a mi abuelo y
produjo al cura una especie de mudo asombro. Mi hermanillo quería a todo trance
que Sabino tuviera dos cabezas. El cura decía:
—No, hijo mío. Una sola y vacía.
Hablaba el cura de los vecinos con una despreocupación completa. Decía de cada
uno lo que pensaba, pero nadie se ofendía. De los que no solía hablar, ni bien ni mal
si no le obligaban, era de los poderosos.
Y cuando le obligaban hablaba bien, tratando, sin embargo, de evitar la adulación.
—A ese Sabino lo bauticé yo. A su madre, viuda, la ayudábamos la señora de don
Ricardo y yo. Después no sé qué pasó en unas elecciones y en casa de don Ricardo no
le hacían caso, aunque de vez en cuando le daban algún jornal. Segar y escardar era
todo lo que sabía hacer Sabino. Era un pobre de espíritu. Se marchó por eso, por
alelado. De chico ya iba creciendo así. Los demás se burlaban de él. Mientras otros
jugaban, Sabino se estaba en un rincón mirando.
Mi abuelo terció:

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—Y hambre. Esa pobre familia ha pasado un hambre de perros. Le venía de casta,
como una maldición.
Sabino era, en el pueblo, el ser con quien nadie contaba. Su matrimonio fue un
poco en broma. Los campesinos les compraron a los novios un colchón y cuatro
sábanas, una silla y un lavabo y los casaron. Tal para cual. La Adela era huérfana y
andaba desgreñada y descalza recogiendo basuras. No era fea, pero eso no lo advirtió
nadie hasta que se casó y dio en peinarse y lavarse. Tuvieron un hijo, pero poco
después de desaparecer Sabino, el chico, que con cuatro años iba por las calles con un
capacho recogiendo boñigas de los caballos, se hizo una herida en un pie pisando un
cristal y en ocho días se murió. Quedó sola la Adela y la pidió en matrimonio otro
hombre, tan miserable como Sabino, pero más ambicioso y que sabía trabajar.
El cura movía la cabeza otra vez pensando en Sabino, pero ahora con lástima.
—Se cansó de ser un cero a la izquierda, de esperar sin esperanza. Y algo más:
otras cosas, que para un hombre que ha puesto su fe en la compañía de su mujer
tienen importancia.
Pero de aquello nadie quiso hablar. Entre personas de buenas costumbres no se
habla de eso. El cura seguía:
—Pobre Sabino. Se fue porque tenía miedo. Por miedo a los hombres entre los
que nunca era nadie, se fue a vivir con las fieras.
Mi abuelo evocaba el lugar donde Sabino se había refugiado.
—¡El roquedal de Aineto! ¡Allí no pueden vivir ni los lobos!
Cuando terminó la comida llegaron con un recado del Ayuntamiento para que mi
padre y el cura asistieran a la reunión que iba a comenzar. Les enviaba a buscar don
Ricardo, que parecía haber tomado sobre sí todo lo que se refería a Sabino.
Yo me quedé con mi abuelo, que repetía:
—Más valía que se hubiera muerto Sabino.
Me preguntaba el aspecto que tenía, si había recobrado el habla y lo que decía la
gente. Y repetía:
—Debe estar loco.
También consideraba una vergüenza para el pueblo el hecho de que un hombre,
aunque fuera tan simple y tan incapaz de valerse, tuviera que huir al monte sin delito
ninguno.

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Capítulo VI
«EN MI CASA TODOS TENEMOS OFICIO»

Los hechos de la vida de Sabino que conocí fueron los siguientes: desde muy
pequeño se dedicaba, como después había de dedicarse su hijo cuando no tenía aún
cuatro años, a recoger con su viejo capacho de palma, por la calle y por los caminos
del soto, las boñigas de las caballerías. Iba acumulándolas y sus padres las vendían
como fertilizante. Los niños que hacían eso en el pueblo alternaban el trabajo con la
mendicidad. Pero Sabino nunca había mendigado. A veces le ofrecían un trozo de pan
o un vaso de leche y los tomaba, pero sin pedirlos. A Sabino no le gustaba aquella
simpatía y se quedaba embobado oyendo a las «personas decentes» tratar de truhán o
de pillo a algún otro mozuelo. Quizá Sabino hubiera querido ser un pillo también,
pero no podía. Y no pudiendo, por timidez, se refugiaba en la honorabilidad, lo que
hacía reír a las gentes, porque Sabino, cuando tenía catorce años, solía decir sin que
nadie le preguntara:
—En mi casa, todos tenemos oficio. Mi padre es dulero, mi madre espigadora y
yo recogedor de boñigas.
Dulero —conductor y vigilante de la dula— se nombraba casi siempre al que no
servía para nada. Un vecino le daba un mulo cojo, el otro dos cabras, otro su cerdo
enfermo. A veces se reunía un rebaño de treinta o cuarenta animales y el dulero los
llevaba a pasear y a pacer.
Su madre era espigadora porque iba a los campos ya segados y de una en una iba
recogiendo las espigas olvidadas para hacer con ellas un pequeño haz y volver a su
casa donde lo desgranaba, lo molía y hacía una sopa harinosa que comían. Pero
Sabino, de niño, estaba muy satisfecho de ver volver a su padre con la «dula» aunque
otros chicos (a quienes Sabino tenía un miedo atroz) le cantaban desde las esquinas:

«Dulero, dulero
la pata en puchero».

Nadie se ofendía, porque el sentimiento de ofensa de un dulero hubiera sido


divertido. Sabino iba creciendo muy convencido de que su familia era respetable. La
canción burlesca de los chicos contra su padre era envidia. Pero el niño fue dejando
de serlo y se dio cuenta un día de la triste verdad de las cosas.
Cuando Sabino cumplió dieciocho años y pasó a contar entre los mozos —los
solteros— para las fiestas que éstos hacían regularmente cada año, vio que su
situación no mejoraba. Como no tenía dinero, ni podía sacar de su casa vino en los
días señalados para las fiestas de los mozos (porque en su casa no había nunca vino),
los otros le dieron de lado. Además, Sabino había recogido boñigas hasta hacía pocas
semanas y eso no lo hacían sino los que mendigaban.

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Los mozos del pueblo tenían fama de bravos y fuertes en toda la ribera del Orna.
Sólo había otro pueblo, Zaidín, donde pudieran compararse con ellos. Los mozos de
Zaidín tenían prestigio, y sabiendo que había llegado un arriero de Zaidín, Sabino
planeó una riña con él. Aquello le daría cierta importancia con los mozos del pueblo.
Y se fue en busca del de Zaidín con aire decidido.
Desde la puerta de la taberna, lo llamó:
—¿Eres de Zaidín?
—Sí —dijo el otro con aire de pocos amigos.
—Pues yo te digo que los de Zaidín sois poco hombres para mí.
El pobre Sabino recibió una paliza regular y se fue con ella a su casa. Los mozos
del pueblo tuvieron que restaurar el prestigio local pegándole al de Zaidín, a su vez,
desnudándolo y tirándolo al río. El de Zaidín, recogió sus ropas, el carro y se fue a su
pueblo a esperar que un día cayera en él algún mozo del nuestro. Pero a partir de
entonces la vida de Sabino era más vil aún. Pasaba por los lugares como un perro
extraviado. Las mujeres se burlaban de él, también. Eso era al principio. Poco
después ni siquiera se burlaban, lo desconocían. Sabino no existía. Por si faltaba algo,
llegaron los días de la recluta. Todos los mozos llevaban en la oreja su pequeño
ramillete de flores, hecho por la novia, con filigranas de oralina. Antes de marchar del
pueblo iban a la ermita de la Virgen y le ofrecían aquellos ramos en una fiesta en la
que se bebía y se bailaba todo el día. Sabino no tenía ramillete ninguno y en el
reconocimiento médico fue declarado inútil por «estrecho de pecho». Era la
consagración de su insignificancia y no le molestó porque ya estaba acostumbrado.
Se aficionó a una muchacha tan ruin como él mismo. Era fea y sucia, pero
hicieron amistad y los vecinos, tan pobres como ellos, los empujaron a la boda y los
casaron. Sabino una vez casado se encontró con que la vida le ofrecía algo. Adela
tenía dieciocho reales ahorrados, con los que se compró un peine y dos camisas. El
cura le regaló a Sabino una azada. Ya podía ir «al jornal», si llegaba el caso, porque
tenía herramienta. Pero, sobre todo, dentro de su casa había una mujer que lo besaba
y se preocupaba de sus pies cuando se los hería y de quitarle la camisa, lavarla y,
ponerla al sol. Sabino se sentía a gusto en la vida y Adela, peinándose a menudo y
entregándose con frenesí a las cálidas noches del amor, se iba poniendo casi hermosa.
Cuando quedó embarazada era como una mata de guisantes entre la flor y el fruto.
Sabino trabajaba a menudo, aunque en tareas secundarias: escardar y cuando más,
entrecavar patatas. En verano iba a la siega. Entraban en la choza algunas monedas,
de tarde en tarde, incluso monedas de plata que no habían nunca tenido en la mano.
Pero Sabino seguía siendo el de siempre. Todavía le recordaba alguna comadre con
esa crueldad de las aldeas:
—Sabinico. ¿En tu casa todos tenéis oficio?
Sabino se ponía colorado y aunque Adela empujaba a Sabino a la violencia, él no
quería darse a entender. «Se burlan, pero yo tengo a la Adela». Y acostado con ella
creía vengarse de todos.

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Después de parir, la Adela se puso más guapa aún.
Y a Sabino le ofrecían trabajo con mucha frecuencia. Pero Adela se volvía
ambiciosa, quería gustar y presumir. Les había unido la miseria, pero de la miseria
compartida había sacado fuerzas y quería ir «subiendo».
Sabino, cuando tenía trabajo, faltaba del pueblo todo el día y la Adela correteaba
por el barrio dejándole el crío a la abuela. Murmuraban algunas vecinas sin darle gran
importancia, como si aquello entrara en lo natural. Sabino lo suponía por alusiones
divertidas de otros peones, pero no decía nada. Hubo un incidente pintoresco que dio
que hablar unos días en el barrio y que molestó mucho a la Adela, porque le daba la
impresión de haber vuelto de pronto a los viejos tiempos en que nadie reparaba en
ellos sino para burlarse. Llegaron al pueblo las «comedias del cojo Marín», un
pequeño circo ambulante. Los chicos del barrio andaban alborozados diciendo que en
la plaza mayor el cojo Marín había señalado ya el círculo en donde había que levantar
el circo, arrastrando su pata de palo que tenía una contera de metal. Aquel año el
círculo era más grande que los anteriores. Al día siguiente una comparsa de payasos
con la cara enfarinada recorrieron el pueblo anunciando a golpe de tambor la función
de la noche. La Adela quería ir, pero Sabino, que había trabajado todo el día, prefería
acostarse. Ella estuvo porfiando y por fin pareció resignarse. Se acostaron y cuando
Sabino dormía, ella se levantó, vistióse y para evitar que Sabino fuera a buscarla se
llevó sus pantalones, los únicos que tenía, arrollados bajo el brazo, cerciorándose
antes de que en los bolsillos había diez céntimos para pagar el puesto. Y Sabino, que
se despertó y vio que la Adela no estaba, se levantó y no queriendo resignarse salió
en calzoncillos y en calzoncillos llegó a la plaza. Encontró a su mujer, le arrancó los
pantalones, se los puso delante de la gente que celebraba el hecho como merecía y la
obligó a marchar con él a su casa. Algunos mozos hablaban de «leña» y de «música»
aludiendo a que la Adela iba a ser golpeada por el marido. Ella iba sofocada de
vergüenza. En los últimos tiempos había ido afinando sus nociones y se daba cuenta
de que en una mujer de sus costumbres todo era tolerable, todo se podía superar
menos el ridículo. Guardaba contra Sabino un rencor sordo.
Como era de esperar, el incidente corrió por todo el pueblo y algunos jornaleros y
pequeños campesinos se fijaron más en el caso de Sabino. Viéndolo salir al campo las
mujeres decían:
—Sabino va al campo y su mujer se queda en casa ganando el jornal.
Sabino comenzó a darse cuenta de que le daban trabajo para alejarlo de su mujer.
Una noche la Adela llegó a casa dos horas después de volver Sabino del tajo y todas
las razones fueron insuficientes para justificarlo. Sabino callaba mirando al niño, que
se le parecía mucho. Se acostaron:
—Adela…
Ella dormía, fatigada y no de trabajar. Sabino volvió a llamarla:
—Adela…
Quería decirle que tuviera cuidado con lo que hacía aunque sólo fuera por el buen

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nombre del hijo, pero no le dijo nada, porque ella roncaba ruidosamente. Sabino
suspiró, se puso de lado y trató en vano de dormir.
Ya no iba nunca al centro del pueblo. Poco después dejó también de ir a casa de
sus vecinos.
Le salió trabajo para un mes en Los Pinos, una finca de don Ricardo que estaba en
el término municipal de Castelnovo. Sabino iba al salir el sol y volvía anochecido.
Antes de llegar al tajo tenía hora y media de camino. Le gustaba trabajar tan lejos,
pero sobre todo le gustaba no ir «en cuadrilla» sino ir solo y volver solo. Le había
entrado una depresión tan grande que no podía tolerar sino con esfuerzo la presencia
de nadie. Los viejos por su compasión, los jóvenes por su desvergüenza agresiva. Las
mujeres porque se reían, los chicos porque seguían cantando la canción que cantaban
a su padre:

«Dulero, dulero…».

El día que cobró su trabajo en Los Pinos, no volvió a casa. Desapareció sin dejar
rastro. Se fue al roquedal de Aineto y allí pasó dieciséis años, tres meses y once días.
—Una vergüenza para el pueblo —seguía diciendo mi abuelo.

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Capítulo VII
UNA CIGÜEÑA EN EL AYUNTAMIENTO

Los concejales fueron acudiendo sin gran prisa. Había muchas cosas que hacer en el
campo aquella primavera y habían dejado las faenas con desgana. El salón municipal
tenía, al fondo, un dosel rojo y un pequeño estrado con una barandilla de madera que
lo separaba del resto del local, grande y desnudo.
El alcalde se había puesto la chaqueta para presidir. Don Ricardo se instalaba a un
lado del estrado y aunque le insistieron para que ocupara un sillón al lado del alcalde,
se negó discretamente. En el rincón opuesto se oyó un apresurado batir de alas. El
alcalde dijo sonriendo:
—Es joven y no puede volar.
El secretario, que llevaba una carpeta bajo el brazo, explicó gravemente:
—Ese asunto se ha incluido, a petición del señor alcalde, en el orden del día.
Todos volvieron a mirar a aquella ave. En la media sombra el cigüeñato les
devolvía su mirada, indiferente. Su pico y sus patas eran rosáceos. La pluma, blanca
en el pecho y en el largo cuello, negra en las alas remeras, tenía el brillo del raso
nuevo. Miraba con una especie de curiosidad lejana el salón, los doseles.
Los campesinos habían comido ya y no tenían prisa. Don Ricardo, que no había
ido aún a su casa, estaba impaciente. En aquella impaciencia de don Ricardo, que no
solía preocuparse de los problemas municipales, veían algo grave y apremiante.
También don Ricardo miró al cigüeñato. Le explicaron que cuando éste ensayaba a
volar agitando sus alas y levantándose sobre el nido, en lo alto de la torre de la
iglesia, una fuerte ráfaga lo arrebató y el ave bajo planeando hasta la plaza. Allí
quedó inmóvil, agitando a veces las alas, pero sin pretender alzarse sobre el suelo ni
huir a pesar de que los campesinos acudieron y formaron corro alrededor. No parecía
muy cohibido en el salón de sesiones. Seguía mirando con una expresión indiferente.
Por los balcones abiertos se veían pasar y volver a pasar las sombras que proyectaban
las dos cigüeñas —los padres del cigüeñato— impacientes y angustiadas. Pero la
impaciencia y la angustia tenían esa serenidad que hay en los movimientos y en las
líneas de las grandes aves.
El alcalde repitió que aquel asunto estaba en el orden del día. Apremiado por don
Ricardo que tenía mucha prisa, agitó la campanilla y dijo que teniendo en cuenta la
situación que creaba en la vida del pueblo la reaparición de Sabino, a quien se
consideraba muerto hacía quince años de muerte violenta (de la cual habían sido
acusados dos vecinos del inmediato pueblo de Castelnovo), don Ricardo y otros
vecinos habían señalado la conveniencia de que el Ayuntamiento se apresurara a
hacer una declaración de inculpabilidad para los acusados de Castelnovo.
—Nada tengo que ver en este asunto —dijo don Ricardo—, que no me roza ni de
cerca ni de lejos (pero tenía un cierto aire de acusado que se exculpa) y siento en el

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fondo de mi conciencia la satisfacción de haber sido yo el que ha encontrado a Sabino
y lo ha sacado de su miserable situación (sentía todo lo contrario; lo hubiera dejado a
gusto en el roquedal o lo habría visto morir bajo los dientes de la jauría si hubiera
sabido quién era). En eso no hago sino seguir el ejemplo de mi padre que en paz
descanse. Pero fiel a la memoria de mis antepasados, que se han preocupado siempre
del buen nombre del pueblo, quiero ser yo también el primero en proponer que se
publique un bando exculpando a los supuestos asesinos y que este honorable
municipio se dirija al pueblo vecino enviándole copia del acta de esta sesión para
tranquilidad y descargo nuestro y para honra y justicia de los acusados.
Uno de los concejales dijo con un acento natural que hacía destacar casi
grotescamente la afectación de don Ricardo:
—¿Y cómo vamos a quitar a esos desgraciados los quince años pasados en el
penal?
Don Ricardo volvía a hablar:
—La rehabilitación es un honor que compensa las tristezas de la injusticia. Yo no
diría injusticia —rectificó, pensando en que no podía poner en entredicho a todo un
juez de instrucción y una Audiencia territorial por pobres diablos como los acusados
— sino error. Es humano el error y nadie sino Dios está libre de él. Por otra parte, el
error reconocido y subsanado honra a quien lo cometió.
Otro concejal comentó:
—Dos hombres perdidos por un embuste. Tanto Juan como Vicente de
Castelnovo eran jóvenes cuando entraron en el penal y han salido viejos.
Don Ricardo veía que nadie rozaba el aspecto político del problema. El alcalde
hizo la pregunta de ritual:
—¿Conformes en hacer esa declaración?
Dijeron todos que sí menos uno, que preguntó si era seguro que se trataba de
Sabino y si no sería una suplantación o un error. Extrañó en la sala que alguien se
atreviera a dudar de lo que había dicho don Ricardo. Bien se veía que era un concejal
joven, sin experiencia. Pero un viejo se sumó a las dudas:
—¿No será su fantasma?
Don Ricardo se permitió una ironía:
—Se ve que el Concejo es un fiel representante de la opinión popular, porque
todo el pueblo habla por ahí del fantasma de Sabino.
Se burlaba, bajo su fina barbita en punta, de la opinión popular y del Concejo.
Sentía necesidad de burlarse porque encontraba en aquellos dos concejales una cierta
resistencia irritante. La cigüeña volvía a agitar las alas, en el rincón. Seguía fiel a su
naturaleza soñando con los lejanos horizontes y las altas nubes. Por el balcón central
pasaba la sombra de las alas de sus padres.
Pero cuando hablaban del fantasma aparecieron en la puerta el cura y mi padre.
Los dos apoyaban a don Ricardo y la opinión del cura sobre la posibilidad de que
Sabino fuera o no un fantasma se escuchó con respeto.

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Entonces se tomó el acuerdo por unanimidad. Don Ricardo se despidió del
alcalde, hizo un saludo general a los otros, besó la mano del cura, estrechó la de mi
padre y se fue. Siempre que encontraba al cura en público le besaba la mano. A solas
nunca lo hacía. En el fondo, no tenía don Ricardo creencias muy arraigadas. El cura
encontraba cómoda aquella devoción falsa porque le daba autoridad.
Cuando se hubo marchado don Ricardo, mi padre hizo un relato de las
circunstancias en que encontraran a Sabino. Escuchaban los otros con gran atención.
El cura, dirigiéndose al secretario, le dijo que había que anular el matrimonio
segundo de Adela.
Se estuvo discutiendo si procedía o no hacer la declaración propuesta por don
Ricardo antes de que el juzgado de instrucción reconociera la personalidad de Sabino.
El alcalde dijo que no hacían falta las diligencias judiciales para declarar que Sabino
estaba sano y salvo. «El Ayuntamiento —concluyó— no tuvo parte alguna en el
proceso». El cura creía lo mismo y mi padre, que se preocupaba ante todo de la vida
de Sabino, de evitarle la relación humillada con los demás, propuso que lo nombraran
alguacil suplente, o auxiliar del guarda de la acequia (el que controlaba los riegos) o
guardamonte jurado o, en último extremo, barrendero; algo que le asegurara el pan y
le demostrara el buen deseo y la amistad del pueblo. A todos les pareció bien, pero se
inclinaban más a nombrarlo barrendero porque para alguacil o auxiliar del guarda de
la acequia hacía falta cierto valor personal.
En todos había un sentimiento de incomprensión y a veces de espanto ante los
quince años pasados en el roquedal. Pero ese sentimiento estaba rodeado de matices
pintorescos o grotescos: el hecho de que hablara con las raposas, que anduviera en
cueros, que su mujer entretanto durmiera con otro. En cuanto a los supuestos asesinos
de Castelnovo, como pertenecían a otro pueblo, veían sólo en la enorme injusticia que
habían padecido una casualidad contraria e infausta.
Los concejales trataron también el caso de la «cigüeña» minuciosamente.
Acordaron que el alguacil se ocupara de su sustento comprando a los chicos «con
fondos municipales para lo cual se abría un crédito de quince céntimos diarios, todas
las ranas y sabandijas que le llevaran», mientras se construía un andamio que desde el
campanario permitiera subir al «repalmar de las cigüeñas» y devolver el cigüeñato a
su nido. Se calculaba que aquello representaría nada más que el pago de tres jornales
al carpintero. Llamaron al alguacil y éste dijo que un gran número de chiquillos
esperaban a la puerta con ranas vivas y culebras y que no era necesario pagarles por
aquello. Se suprimió la subvención.
Mi padre y el cura salieron a la plaza, donde yo los esperaba. Pasó Ana Launer
con su aire de arpía, llena de polvo y sudor. El cura la detuvo:
—¿Vienes de Castelnovo, Ana?
—Allí me llevó la mano del Señor. He ido a decirles que aquí está Sabino, sano y
salvo y que como Juan y Vicente de Castelnovo han pagado un crimen en el penal,
ahora pueden matar a quien quieran sin pena ninguna.

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El cura movió la cabeza con disgusto —se arrepentía de haberle hablado— y echó
a andar, con mi padre. Ana Launer siguió también su camino, pero con la cabeza
vuelta y murmurando:
—Es su justicia. Es la justicia de Dios.
Y luego, hablando ya para sí misma, creyendo que nadie la oía:
—Pero en Castelnovo no lo creen. No me han creído una palabra.
Ana Launer fue a vigilar la choza de Adela. Iba repitiendo por la calle, a media
voz:
—Todas las putas tienen suerte.
Se refería a Adela, que se encontraba de pronto con dos maridos, mientras ella no
tenía ninguno. Ana Launer era honestísima. Quizá los hombres temían a aquella
mujer, a quien no se le habían conocido nunca noviazgos ni martelos. De joven no era
todavía «la bruja». Era nada más que curandera. No podía congeniar con hombre
ninguno. Era viril, pero no hasta poder dominar a un hombre, ni era bastante
femenina para dejarse dominar. Es decir, que no había estado nunca en condiciones
de poder triunfar «por el sometimiento femenino». La compleja astucia de los
campesinos lo comprendía muy bien. Poco a poco había ido convirtiéndose Ana en
una mujer estrafalaria cuya fuerte naturaleza la hacía temible.
Sabino envió recado a mi padre, que acudió muchas horas después, al caer la
tarde. Encontró a la señora Antonia, madre de Sabino, llorando, con aquel llanto suyo
frío, tranquilo y persistente. Sabino no estaba. La madre repetía entre lágrimas:
—No quiere más que a la Adela. Y la Adela es una mala hembra. ¿Usted cree,
don José, que Sabino ha venido por mí? Su pobre madre vieja y desvalida no le
importa. Lo único que le importa es la Adela.
No pensaba en los sufrimientos de Sabino a lo largo de aquellos quince años
haciendo la vida de las fieras ni en las razones que Sabino pudo tener para marcharse.
—¿Qué le hice yo para que me dejara así, a la voluntad de los vecinos?
Mostraba los pies: «Estas botas me las dio la mujer de Joaquín el de la Paca». Y
sin dejar de llorar dijo que Sabino había ido a casa de Adela y que entre él y el
segundo marido podía pasar algún percance. Mi padre estaba indignado porque
Sabino le había desobedecido y le dijo a la señora Antonia que el Ayuntamiento iba a
darle un pequeño puesto a su hijo, con el que no le faltaría ya el pan. Luego se
marchó. Mi padre se propuso no volver a mezclarse en aquello. Las últimas palabras
de la vieja eran:
—No será para mí ya, lo que den a Sabino. La Adela se lo comerá y se lo vestirá.
No será para mí, don José.
Sabino volvió poco después a su casa. La madre lo recibió diciéndole que iban a
darle un jornal fijo y seguro. Sabino se quedó deslumbrado. Sin hablar de aquello,
pero con la idea fija de su nueva situación social (se consideraba ya desempeñando el
cargo con su gran correa de guarda terciada y la chapa de cobre en el pecho) tomó a
su madre por el brazo.

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—Vaya a decírselo a ella —le rogó—. Vaya ahora mismo.
La madre no se movía de su asiento. Sabino tenía una expresión muy rara. Su cara
parecía de madera y en los lugares donde había tenido la barba, la piel estaba blanca y
fina. El resto del rostro aparecía obscuro, plomizo, curtido por el sol y el viento.
Sabino comenzó a pasear por el cuarto.
La viejecita lo miraba extrañada.
—A ti te han cambiao, Sabino. Tú no eres el que eras.
Después volvió a su llanto frío y a rezar entre dientes al Santo Cristo de los
Milagros, vieja imagen que era el orgullo de la iglesia de nuestro pueblo.

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Capítulo VIII
LA «PAREJA» EN 1910

En el otoño de 1910 trabajaban al lado de Los Pinos, no lejos de Sabino, dos


campesinos de Castelnovo: Vicente y Juan. El otoño era en la ribera del Orna una
época desolada. Bajaban de los Pirineos los primeros vientos fríos, haciendo temblar
las hojas últimas de los chopos, en esplendores verde y plata. Algunos pájaros
emigraban hasta la primavera próxima y las caras y los brazos de las campesinas
perdían su fragancia. El camino hasta Castelnovo, flanqueado por las ripas, era más
triste cada día y los graznidos de las diferentes aves de presa se oían a veces en el
paisaje enfermo.
El campo de Castelnovo era triste y ceniciento. Allí la huerta no estaba separada
del monte, de la tierra áspera, donde sólo se producía la ontina y la aliaga, sino que se
mezclaba con él. Apenas si los pinos de don Ricardo ponían una mancha oscura en el
gris ceniciento. Entre el pueblo y el cementerio, que se alzaba en una colina próxima,
había un barranco donde los días de lluvia bajaba un agua rojiza. El cementerio
mostraba sus flores podridas y sus cruces desniveladas. Eso deprimía a los
campesinos que iban a gastarse un real en vino un poco más abajo, en la Venta del
Fraile. Al otro lado de la carretera había una masía, una casa de labor y entre la casa
de labor y el cementerio —los separaba más de un kilómetro— discurría un río casi
sin agua, que tenía una linda chopera al lado. Por allí pasaba dos veces cada día «la
pareja». Con los fusiles, el tricornio negro, de charol, y el correaje amarillo, la
guardia civil iba dejando en el camino las huellas de sus zapatos como si con cada
tacón sellara el camino con un sello judicial.
Aquella tarde —22 de octubre de 1910, la fecha sería recordada en pilas de folios
— Sabino terminó su trabajo al caer el sol y se reunió con Vicente y Juan. Bajaron
juntos al camino y como habían cobrado el jornal se fueron a la Venta del Fraile.
Salieron juntos también, ya de noche, y a Sabino no se le volvió a ver. Era ya
noviembre. El viento barría y arremolinaba las hojas muertas en la chopera.
Sabino había sentido «el barrunto» de marcharse. Al día siguiente la Adela
comenzó a preguntar, extrañada de que no hubiera ido a dormir a casa, y dos días
después se dirigió al Ayuntamiento e hizo denuncia formal. Al fin y al cabo Sabino
era su marido. El secretario dio conocimiento a la guardia civil y el sargento
comandante del puesto comenzó las primeras diligencias. Como para la guardia civil
tiene que haber siempre un delito no tardaron en declarar que Sabino había sido
asesinado y el juez de instrucción comenzó a ordenar pesquisas y detenciones. Había
tres circunstancias sospechosas: Sabino desapareció el día mismo que había cobrado
su jornal de dos semanas. La desaparición se cumplió en un pueblo como Castelnovo
donde abundaba el «elemento de izquierda». Y finalmente el viento del otoño gemía
en la chopera y predisponía a todos a «lo terrible». Castelnovo era un pueblo que

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votaba siempre contra don Ricardo. Y don Ricardo era el mejor protector que tenía la
guardia civil en la comarca.
El sargento de la guardia civil era un hombre de gran talla (había sido soldado de
caballería en el ejército) y de una estupidez llena de natural reposo. Veía delincuentes
por todas partes, sobre todo entre los pobres, de quienes se mantenía prudentemente
separado. En el pueblo le temían.
Ese sargento era en 1910 —quince años antes— un hombre más firme todavía en
sus botas de anca de potro y apegado a unas ordenanzas que sabía de memoria.
Esas ordenanzas llevaban en sí la fiebre impaciente de cumplirse. A vueltas entre
los remolinos del viento de octubre, cayó la guardia civil sobre Juan y Vicente sin
otro motivo que el de saber que los dos habían trabajado en una finca inmediata a Los
Pinos y que los vieron salir con Sabino de la Venta del Fraile. Otro hecho tenía
también cierta elocuencia. La Venta del Fraile estaba en un cruce de caminos y la
costumbre demostraba que era en los cruces de caminos donde se cometían los
crímenes.
Vicente acababa de casarse y era un jornalero fuerte y prudente. Lo estimaban en
el pueblo, a pesar de sus ideas republicanas y de su ateísmo. Juan se había casado
hacía un año y era más delicado y flojo. El médico decía que tenía una lesión
pulmonar y cuando fue la guardia civil a buscarlo, estaba en un período de «mala
gana» como él decía. Su mujer quiso impedir que se lo llevaran, se interpuso con el
crío en los brazos, pero el sargento la amenazó con llevársela a ella y a su hijo,
también. Luego fueron al soto, al lugar donde trabajaba Vicente. Enterada la esposa
fue con ligereza, dando un rodeo, a advertir a su marido, pero Vicente no quiso
escapar. «¿Para qué? —decía—. ¿Qué he hecho para tener que huir de los guardias?».
Los esperó allí. Mucho antes de llegar, desde el camino, el sargento gritó:
—En nombre de la ley, dese preso.
Vicente dejó el trabajo y se acercó. Su mujer veía todo aquello con asombro. Aun
no hacía dos meses que se habían casado. El guardia ató las manos de Vicente, las
ligó con las de Juan, dejándoles a los dos cierta libertad de movimientos y enlazó la
cuerda medianera a la montura del sargento. Echaron a andar hacia Ontiñena sin decir
palabra. La mujer de Vicente seguía detrás insultando a los guardias.
Fueron los dos llevados a Ontiñena en «conducción ordinaria», a pie. Tardaron
cinco horas en hacer treinta kilómetros. Al oscurecer entraron en el pueblo
despertando una curiosidad agresiva entre la gente.
—Son los criminales de Castelnovo —decían.
Como Castelnovo estaba en la ribera del Orna y esa ribera tenía fama de producir
hombres violentos, nadie dudaba de que aquellos presos habían asesinado a alguien.
El juez era un hombre joven que en sus ratos de ocio escribía odas pindáricas. El
sargento depositó el atestado y dijo:
—Señor juez, aquí están los criminales.
El juez le advirtió que si eran o no criminales sólo él lo podía decir y que un

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sargento de la guardia civil carecía de autoridad para calificar a los detenidos. Quedó
a solas con ellos después de hacer que les quitaran las esposas.
—¿Estarán ustedes fatigados? —les preguntó.
Ellos dijeron que sí y Vicente añadió que su compañero estaba enfermo. El juez
preguntó si tenía certificado médico y al saber que no, añadió:
—El forense lo verá y dará su dictamen.
Parecía no preocuparle gran cosa la enfermedad de Juan. Esto los decepcionó un
poco. El juez les ofreció un cigarrillo —volvieron a ilusionarse— y les dijo que la
justicia era más benigna con los delincuentes que reconocían su delito que con los
obstinados en negar. Tocó un timbre y acudió un empleado, que se sentó y comenzó a
escribir el encabezamiento de la declaración. Aquel empleado tenía una mirada cínica
y evasiva. Los dos campesinos miraban la máquina de escribir, los muebles finos del
despacho, el gracioso reloj de sobremesa, como un ratón los alambres de la ratonera.
—Vamos a ver —dijo el juez arqueando las cejas y adoptando un aire distante—.
¿Ustedes han dado muerte al vecino del pueblo inmediato al suyo a quien se conoce
con el nombre de Sabino?
Vicente contestó diciendo que confiaban en que las «claras luces» del juez verían
la verdad del asunto. Juan comenzó a explicar que a los dos los conocía el pueblo
entero y que habían sido siempre hombres de bien. El juez los atajó arqueando otra
vez las cejas con una especie de coquetería:
—Tengo ya informes sobre ustedes dos —y buscó entre los papeles uno con el
membrete de la parroquia y una cruz encima—, por lo tanto no tienen que molestarse
en decirme quiénes son.
Juan llevaba envuelta en su pañuelo de bolsillo la mano izquierda y al preguntarle
el juez qué le sucedía mostró los dedos inflamados, sangrando entre las uñas, y el
antebrazo con grandes equimosis producidas por la presión de las cuerdas de la
guardia civil. El juez, dándose cuenta del origen de aquellas lesiones, no quiso
preguntar. En su mirada se veía que la presencia de aquella sangre, de las muñecas
inflamadas y tumefactas, le separaba de los detenidos y le afirmaba en sus sospechas.
Vicente todavía pensaba que se podía esperar algo cuando oía al juez hablar
humanamente:
—Piensen que no soy el juez, sino un amigo. Díganme francamente la verdad y
prometo a ustedes que dentro de lo que la ley permita yo les ayudaré, porque prefiero
inclinarme por la piedad allí donde la forzosa rigidez de nuestra misión lo hace
posible. Díganme: ¿Ustedes mataron a Sabino el día 10 de octubre último?
—No, señor —contestó secamente Vicente.
—¿Y usted? ¿Qué dice usted? —preguntó a Juan.
—Lo mismo, señor juez. Yo soy un hombre honrado incapaz de hacer daño a un
semejante.
El juez se impacientaba.
—¿También usted es incapaz de hacer daño a un semejante? —preguntó con

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cierta ironía a Vicente, quien afirmó con la cabeza, seguro de que todo iba a ser inútil.
El juez volvió a buscar entre los papeles de su mesa y consultándolos con la
mirada fue hablando:
—Serán incapaces de hacer daño a un semejante, pero usted en el año de 1908,
durante las elecciones, proclamó en la calle que había que cortar la cabeza a los
agentes electorales de don Ricardo.
—Es una manera de hablar —dijo Vicente tratando incluso de reír—. En las
elecciones todo el mundo se acalora un poco.
Pero el juez no reía. «Digo a ustedes —insistió— que los conozco y que no
necesitamos la opinión que cada uno de ustedes tiene de sí mismo. Lo que queremos
es que contesten concretamente: ¿fue el día 10 cuando mataron a Sabino?».
—A Sabino no lo hemos matado nosotros, señor juez. Algún día encontrarán al
culpable y se sabrá la verdad.
El juez hizo llevarse a Juan. A solas con Vicente le dijo que si delataba a su
compañero se descargaría en cierto modo de responsabilidad y que pensara que sobre
ellos pesaban acusaciones muy graves. Vicente, dudaba, llegando a pensar que quizá
su amigo habría verdaderamente asesinado a Sabino, pero como él no sabía nada,
seguía negando. Después se llevaron a Vicente y volvió a entrar Juan:
—Su compañero ha confesado el crimen —le dijo el juez— y ha hablado de la
participación que ha tenido usted.
Juan abría los ojos asombrado. El juez añadía:
—Dice que fue usted quien atacó a Sabino con un puñal y ocultó después el
cadáver. Vicente, no hizo al parecer más que guardarle el secreto a usted. Esa
declaración es gravísima. Le conviene hablar francamente y decir si Vicente tiene, o
no, razón.
—¿Eso ha dicho Vicente? —preguntaba Juan, aterrado—. ¿Y por qué mi
compañero de toda la vida quiere perderme de esa manera? Yo no he hecho nada,
señor juez.
El juez hizo un gesto de impaciencia y cambió con el secretario una mirada con la
que querían decir que estaban los dos delincuentes de acuerdo y que iba a ser difícil
sacarles una palabra. Se llevaron a Juan y volvió a entrar Vicente. Al cruzarse en la
puerta, Juan miró con rencor a Vicente, pero éste no entendió la mirada. El juez dijo a
Vicente que su compañero había confesado y que le echaba la culpa de todo a él.
Vicente se quedó de una pieza y creyó comprender la mirada de rencor de Juan. No
sabiendo qué hacer, miraba a través de la ventana un árbol sacudido por el viento.
Comprendió la extraña impresión que al cruzarse le había hecho Juan. Se le ocurría
todo, menos que el juez pudiera mentir.
El juez y el secretario le insistieron sobre la conveniencia de que se defendiera
diciendo cuanto supiera para deshacer el mal efecto de la declaración de su amigo y
Vicente exclamó con un acento abrumado, mirando otra vez al árbol a través de la
ventana:

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—Al que es inocente y no lo creen, Dios lo ampare.
Recordando la alusión del juez a las elecciones, creía sentir en el aire la sombra
poderosa de don Ricardo con su barbita recortada y su sonrisa dulce. El juez —que
hablando hacía gestos tan finos como don Ricardo— dijo arrastrando las sílabas:
—Ustedes lo han querido.
Tocó el timbre, llamó al sargento y le dijo que se llevara a Vicente y volviera. Al
volver el sargento el juez le indicó que debía poner a los dos delincuentes en la
misma celda y escuchar lo que hablaran. El sargento preguntó si habían confesado y
al decir el juez que no, exclamó:
—Tanto el uno como el otro saben muy bien que se juegan la cabeza. Si el señor
juez deja el asunto en mis manos los dos cantarán antes de cuarenta y ocho horas.
El juez sonrió y alzó la mano con el gesto de contenerle. Dijo que por el momento
bastaba con que escuchara lo que los dos hablaran en el calabozo, procurando que
ellos no se dieran cuenta. El sargento opinó, entre adulón y humilde:
—El señor juez es demasiado bueno y con esta canalla no valen razones.
El juez no le contestó, celando su dignidad, y el sargento se fue.
Encerraron a Juan y Vicente en el mismo calabozo, que tenía sobre el techo una
falsa guardilla. El cuarto era muy pequeño y sin luz. Olía a amoníaco, a viejos orines.
A la falsa subió el sargento por una escalera exterior, se tumbó en tierra y aplicó el
oído. Se oía perfectamente todo, hasta la respiración asmática de Juan. Vicente dijo a
su compañero:
—¿Por qué mataste a Sabino? ¿Qué ramo de locura te dio?
Juan, desesperado, se mantuvo en silencio un rato, pero estalló de pronto:
—¿Quieres burlarte de mí después de haberme acusado ante el juez? ¿Por qué me
echas la culpa a mí, si al parecer lo mataste tú?
El sargento, que estaba de mal humor porque le habían obligado a dejar su
cuartel, fue a ver al comandante de Ontiñena para pedirle que activara las diligencias
y «se entregara» a los criminales. Le dijo cuanto había oído, fue otra vez en busca del
juez, le repitió sus averiguaciones y le pidió permiso para volver al pueblo. El juez
prefería tenerle como auxiliar por lo menos los primeros días, puesto que conocía el
ambiente social de los presos y le dijo:
—Si obtiene usted la declaración, redáctela y hágaseles firmar, para incorporarla
al atestado. Luego no harán conmigo sino confirmarla. Y entonces podrán ustedes
marcharse al pueblo.
En el calabozo cada uno veía en el otro al criminal. Sería ya media tarde cuando
Vicente comenzó a aporrear la puerta y al acudir un guardia le pidió de comer. El
guardia le dio un puñetazo en el pecho y Vicente retrocedió de espaldas, tropezó con
Juan y cayó. Ahogó una blasfemia. El guardia soltó a reír y dijo:
—Comeréis cuando hayáis cantao.
Luego cerró la puerta y quedaron otra vez a oscuras. Juan, con la fatiga del viaje
apenas tenía hambre. Tosía constantemente. Vicente pensaba con rabia que su mujer

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estaría ayudando probablemente a la de Juan, ignorando que Juan estaba buscando la
ruina de su hogar.
—Si mataste a Sabino dilo de una vez —le decía.
Y se quedaban los dos callados largas horas.
Entretanto en la aldea la señora Antonia, madre de Sabino, rezaba no para que
Dios castigara a los «asesinos» sino para que apareciera su hijo. No creía en el
asesinato.

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Capítulo IX
«HÁBILMENTE INTERROGADOS, DECLARARON…»

Cuando se supo en el pueblo que los detenidos llevaban tres días en el calabozo, sin
comer, las mujeres de Vicente y Juan pusieron víveres en un cesto y tomaron el
camino de Ontiñena. La mujer de Juan llevaba consigo el crío.
El primer día les habían dado agua a los presos. El segundo y el tercero éstos la
pidieron en vano a grandes voces, que debían oírse desde la calle porque el sargento
entró con una verga y los hizo callar a golpes. En la oscuridad no veía el sargento
dónde golpeaba y cuando salieron los presos a declarar estaban con el rostro cubierto
de sangre. Les dieron un trapo mojado para que se limpiaran, pero como en lugar de
limpiarse lo chupaban, se lo quitaron.
—Primero es cantar —les decía el sargento—. Luego beberéis.
Juan se tenía difícilmente de pie. Uno de los suplicios que habían usado más a
menudo en los dos primeros días era clavarle entre las uñas de los pies esquirlas de
caña que afilaba lentamente uno de los guardias con un cuchillo. Tenía los pies
inflamados y sangrantes. A Vicente le hacían lo mismo en las manos.
Los sacaban a declarar atándoles los brazos a la espalda. Cuando estaban ante los
guardias tenían los dos un gran miedo animal.
La última vez el sargento, sentado en una silla, les había hecho atar unas cuerdas
gruesas como su dedo índice a sus «partes nobles», las retorció y con un palo metido
entre las vueltas y sujeto en la mano les preguntaba:
—¿Quién mató a Sabino?
Si tardaban en contestar o contestaban negativamente (lo que habían hecho hasta
entonces) el sargento iba haciendo girar la mano y del pecho convulso de los presos
salían lentos mugidos animales. El sargento aflojaba o apretaba con una indiferencia
absoluta.
—¿Quién mató a Sabino?
Juan había perdido el conocimiento y caído a tierra dos veces y para hacerlo
volver en sí le iban arrancando los pelos de la barba con unos alicates. Presentaba
pequeños claros en su espesa barba de campesino. Vicente le decía entre dos
mugidos:
—Confiesa, Juan. Confiésalo, que me estás matando.
Pero Juan apenas se daba cuenta de nada. A los cuatro días Juan creyó oír llorar a
un niño. Aquel llanto le recordaba a su hijo. Debía estar en la falsa, encima del
calabozo. Cuando oyó gemir a una mujer que trataba de consolar al niño, Juan se
puso de pie.
—Es mi mujer. ¿Oyes, Vicente? Es ella.
El niño seguía llorando en la oscuridad.
Al llegar las mujeres a Ontiñena y presentarse en la cárcel, los guardias se habían

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incautado de los víveres y del vino diciendo que les agradecían aquella atención y
que iban a cenar el sargento y sus subordinados muy bien, «aunque los víveres los
habían comprado, quizá, con el dinero robado a Sabino». Ordenaron a la mujer de
Vicente que volviera inmediatamente al pueblo y a la otra, que seguía con el niño en
brazos, la detuvieron. Ella quería comprar leche para el niño, pero no se lo
permitieron. «Los hijos de los lobos son lobos también», le decía el sargento.
La encerraron en el desván, sobre el calabozo. Horas después el niño lloraba de
hambre y Juan creía sufrir una pesadilla no pudiendo convencerse de que aquello
fuera verdad.
—¿Tú lo oyes también? —le preguntaba a Vicente.
Vicente no le contestaba, extrañado de que aquel «criminal» le hablara. Pasaron
días enteros sin cambiar una palabra. Cada uno creía que el otro era el asesino (no
podían imaginar que todo aquello se hiciera con unos hombres inocentes). Habían
sido amigos desde la infancia y para cada cual era una sorpresa la crueldad del otro.
La noche anterior Juan había insultado a Vicente, pero éste se calló porque vio en
su compañero un acento de delirio o de locura. Ahora, Juan se acercó a Vicente otra
vez y le sacudió por el hombro.
—Contesta —le dijo—. ¿Oyes tú también llorar a un niño?
Vicente dijo que sí. Y aquella voz era la de su mujer. Juan gritó:
—Confiesa el crimen, de una vez. Salva a mi hijo.
Vicente sintió la necesidad de pegarle a su compañero y se contuvo haciéndose la
siguiente reflexión: «Si le pego nos separarán, nos pondrán en calabozos diferentes».
Y era bueno tener a alguien allí, a alguien que sufriera, como él. «Soy inocente, Juan.
Tú me conoces. Soy inocente. Confiesa tú, si es que en verdad lo has matado».
—¿Yo? ¿Por qué iba yo a matar a Sabino? —respondía el otro alucinado.
Un carcelero abrió la puerta. Fuera había luz natural. «Es de día», pensaron los
dos. El carcelero, que no les pegaba, aparecía rara vez, y, aunque no decía sino
monosílabos, lo recibían con esperanzas Era hombre sin uniforme, sin verga, sin
fusil. Había hombres como ellos en el mundo, aunque se negaran a contestarles si les
hablaban. Dejó algo en el suelo. Se trataba de un poco de pan y dos grandes trozos de
bacalao seco. Juan comió vorazmente. Vicente, que no podía cerrar las mandíbulas, y
tenía las encías inflamadas y dos dientes rotos, no intentó siquiera comer. Juan,
cuando hubo comido sentía abrasársele las entrañas. Volvió a dar voces pidiendo
agua, pero no acudía nadie y se dejó caer en tierra. Arriba volvía a llorar el niño.
Cada vez que comenzaba de nuevo a llorar, se oían los sollozos de la madre. Por la
noche, tanto Vicente como Juan sentían que los dos podían ser inocentes, pero no se
atrevían a decirlo en voz alta porque cada vez que lo decían les pegaban.
—El desgraciado que haya matado a Sabino no sabrá nunca todo el mal que está
haciendo —repetía Vicente.
Los llamaron de nuevo a declarar. Fueron otras tres horas de lentos suplicios,
insultos, golpes. «Tu mujer y tu hijo se están muriendo de hambre encima del

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calabozo, pero tú eres una hiena y prefieres dejarlos morir a poner en peligro tu
gaznate».
Esta vez no volvían en sí, después de haber perdido el conocimiento. Con los
pelos de la barba salía sangre, pero ellos seguían sin sentido. La naturaleza tenía
aquel último recurso, los envolvía en la insensibilidad cuando el dolor se hacía
insufrible. Les tiraron cubos de agua por la cabeza y al dar las primeras señales de
vida les desataron los pies para que pudieran levantarse.
Vicente quedó encogido. Como era difícil mirar a los guardias, solía lanzar la
mirada por la ventana. Había un patio interior, un cubo, dos escobas en un rincón y
una pelota que probablemente se le había caído a un niño desde una ventana. Por la
mañana solía haber una gran mancha amarilla de sol. Ahora no había sol, pero un
gato pasaba lentamente. El gato tenía movimientos seguros, fáciles. No debían
golpearle y su cuerpo estaba sano y entero. Vicente lo veía detenerse y sentarse, con
el rabo doblado en semicírculo sobre los pies delanteros. Y limpiarse los bigotes
tenazmente haciendo movimientos de afirmación con la cabeza.
No podía Vicente mirar a los guardias y ni siquiera los muebles de la habitación.
Había algo que podía huir, la mirada, y huía por la ventana en busca de la paz de las
cosas y de los animales.
Los llevaron otra vez al calabozo, donde pasaron más de dos horas en silencio.
Arriba gemían la madre y su hijo. Volvió a abrirse la puerta y el carcelero dejó una
vasija en tierra, que tendría medio litro de agua. Juan se abalanzó sobre ella, andando
a cuatro manos. Cuando iba a beber, separó la vasija de los labios y se la ofreció a
Vicente, que bebió dos pequeños sorbos. Juan bebió el resto y los dos se sintieron
mejor. Tenían los labios inflamados por la sed.
Una voz gemía desde arriba:
—Juan, el hijo se nos muere.
Hablaba con la boca pegada al suelo, llamando con las dos manos en él,
desesperadamente.
Juan quería responder, pero era imposible que le oyeran desde arriba porque casi
no le oía Vicente. Y a veces se callaba a mitad de la frase. Y luego decía casi
sollozando:
—Ya no seremos hombres en nuestra vida.
Así transcurrió un día más. Arriba también se extinguían las voces. «Declarad que
lo habéis matado, a Sabino», repetía la madre con un soniquete mecánico, sabiendo
ya que no le hacían caso o quizá que no la oían, pero llamando desesperadamente a la
piedad por la vida de su hijo. Vicente no reaccionaba a las palabras de Juan sino con
estertores y gemidos de dolor.
Al día siguiente los dos podían ponerse de pie, aunque encogidos como dos
viejos. Vicente seguía sin poder hablar.
Y cuando los sacaron a declarar, Juan pidió que le dejaran sentarse y dijo que iba
a hablar, a «contarlo todo».

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Antes de hacer concesión alguna, el sargento le preguntó:
—¿Quién mató a Sabino?
Juan llevaba en los oídos el llanto del niño. Miró el suelo de baldosa roja, el
uniforme del sargento, que tenía los botones brillantes, de metal. Volviendo a mirar al
suelo, dijo lentamente:
—Lo maté yo.
Entonces le permitieron sentarse y le pusieron una hoja escrita delante. Juan sintió
que le ponían en la mano también una pluma. Leía maquinalmente unas palabras
donde decía que «espontáneamente y sin violencia ni coacción, confesaba haber dado
muerte en el día de…», etc. Juan firmó. Le dijo el sargento que luego iría a firmar
también ante el juez. Le dieron agua y le prometieron poner en libertad a su mujer y a
su hijo. El sargento añadió, dirigiéndose al carcelero:
—Que le den de comer a la mujer y en cuanto haya comido que salga del pueblo
sin hablar con nadie. A la noche puede estar en Castelnovo.
Juan se sentía aliviado. Todavía oyó al sargento decir al carcelero:
—A éste se le trata ahora con el régimen reglamentario.
Aquello quería decir que comería cada día y que se habían acabado los suplicios.
El sargento quería saber más:
—¿Qué papel tuvo este canalla?
Se refería a Vicente. Descargó sobre él un golpe de verga por aprovechar de algún
modo el hecho de haber ido al rincón a tomarla y se dirigió a Juan:
—Habla tú. ¿Qué papel tuvo éste?
—Nada. Sólo hizo el disimulado conmigo y me guardó el secreto.
El sargento miraba al otro con los ojos entornados:
—Mentira —dijo—. Un hombre solo no puede hacer desaparecer a un muerto.
¿Qué papel ha tenido éste?
Juan dijo que había arrastrado el cadáver con él, hasta el lugar donde lo
enterraron. El sargento miró con suficiencia al guardia y éste le devolvió la mirada
con admiración. Juan preguntaba si su mujer estaba ya en libertad y le dijeron que sí
y que antes de que se marchara podría despedirse de ella. «Somos —decía el sargento
un poco arrepentido de esta concesión— más humanitarios de lo que merecéis».
El otro guardia escribía lo referente a Vicente haciendo caligrafía con rasgos y
subrayados. El sargento no estaba conforme aún.
—Éste hizo algo más, porque tú eres muy flojo para acabar con un hombre. Éste
se mojó también.
Quería decir que se había mojado los dedos en sangre. Juan se calló, porque no
quería irritar al sargento y por otra parte tampoco quería acusar a Vicente. Dijo por
fin:
—No dirá nada. Ya se ve que no puede hablar.
El sargento aseguraba que si no podía hablar podía mover la cabeza diciendo sí o
no. Y repetía la pregunta:

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—¿Tú te mojaste también, eh?
Vicente negó con la cabeza. El sargento, reprimiendo su cólera, se dirigió al
guardia y le dijo que interrumpiera la escritura, porque aquel pájaro tenía demasiadas
cosas en el estómago para irse con una inculpación de encubridor. «Éste va también a
la horca», repetía, y con un gesto ordenó al carcelero que los llevara de nuevo al
calabozo.
El carcelero preguntó si Vicente disfrutaría también del régimen reglamentario y
el sargento se encogió de hombros y respondió con una risa que le sacudía el vientre:
—En la situación en que está le pueden dar un pavo trufado, si quieren.
Quería decir que no pudiendo comer era indiferente llevarle o no la comida.
Los llevaron a otra celda en la que había luz natural.
Vicente miraba a Juan sin parpadear, sin hablar, con aquella indiferencia de su
rostro inflamado y sin expresión. Juan comprendía que a pesar de todo había en
aquellos ojos un reproche.
—Yo me hubiera dejado matar —le dijo— antes de confesar un crimen que no he
cometido. Pero tú no sabes lo que es un hijo, Vicente. Lo que es saber que se está
muriendo de hambre y que tienes su salvación en tu palabra.
Vicente seguía con la misma expresión de reproche. Había en los ojos estriados
de sangre de Vicente unas sombras que acusaban. Quiso toser y con el esfuerzo para
contenerse sintió más agudo aún el dolor en el bajo vientre.

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Capítulo X
LA ORACIÓN DE UNA VIRGEN

En Ontiñena el sargento había mostrado su satisfacción por las confesiones de los


presos hablando en el patio de la prisión con un guardia y sus palabras fueron oídas
por uno de los viejos campesinos que iban a tomar el sol contra el muro del Juzgado.
Ese campesino las repitió a sus vecinos y como la noticia llegó a la posada, la
recogieron allí los arrieros y el mismo día la divulgaron por Castelnovo. La noticia de
que habían confesado el crimen llegó antes de que se celebrara una reunión
convocada por los liberales para ayudar a los presos. Al saberla, más de la mitad de
los convocados prefirieron quedarse en sus casas. Los otros iban con el disgusto de ir
a ocuparse de ayudar a «dos asesinos».
En la reunión, los más decididos estuvieron tratando de atenuar los sufrimientos
de aquellos desdichados, pero no acordaban nada concreto. ¿Nombrar un abogado, ir
a declarar que Juan y Vicente habían sido dos de los mejores vecinos de la aldea,
acusar a los conservadores del pueblo próximo de parcialidad en aquello? Eso era
posible, pero a la menor insinuación todos se hacían atrás, con reservas. Era tanto
como salir a campo abierto dispuestos a batirse con los poderosos en defensa de dos
criminales.
Todos tenían más o menos miedo a llamar sobre sí la atención en aquel triste
asunto. En el fondo se avergonzaban de haber contado entre sus amigos a los presos e
incluso cuando se pensó en ayudar a sus familias, alguien se adelantó a advertir que
no hacía falta ningún plan colectivo, porque ya sabían la mujer de Juan y la de
Vicente que encontrarían abiertas las casas de los vecinos.
Así, pues, los liberales salieron de la reunión entre medrosos y evasivos.
El cura de Castelnovo era lo contrario de su colega de nuestro pueblo. Suaves
maneras, dulce, con un halo de guedejas blancas alrededor de su cabeza. Era virtuoso
(con una virtud humana, limpia y caliente) como el cura de nuestro pueblo, pero su
virtud iba envuelta en una especie de languidez monacal. Aquel crimen le ponía en el
caso, por primera vez en su vida, de buscar razones en lo político y social, y lo hacía
con una torpeza singular. Atribuían a él, a su falta de labor evangelizadora, el hecho
de que en las elecciones municipales triunfaran siempre las izquierdas. Don Ricardo
había ido a visitarle con su coche Hispano que asustaba a las gallinas y hacía meterse
precipitadamente en los portales a los campesinos en las calles estrechas. Iba a decir
al cura que si las familias de los dos acusados tenían dificultades, como era probable,
los socorriera él en su nombre. Ya le diría después los desembolsos que había hecho,
para reintegrárselos. Don Ricardo nunca decía «devolver» sino «reintegrar». Llegó a
insinuar que como la mujer de Vicente era hornera, quizá pudiera ofrecerle una plaza
en el homo que allí mismo, en Castelnovo, tenía para las peonadas del verano.
Durante la siega funcionaba día y noche.

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El cura no pudo menos de elogiar la generosidad de don Ricardo «con las familias
de dos hombres de izquierda».
—No venían nunca a la iglesia —decía— y habían perdido el temor de Dios.
Don Ricardo tenía que contenerse para no exultar de gozo. El crimen era como un
triunfo personal suyo que había que «saber llevar» modestamente.
El cura se sentía un poco turbado por la satisfacción y la alegría contenida de don
Ricardo y no hacía más que oírle e intercalar exclamaciones de aprobación.
Don Ricardo leía revistas religiosas en las que se hacía ocasionalmente teoría
política y repetía las ideas que en ellas encontraba. Decía que los liberales basaban su
política en el progreso material. Planes de obras de riegos, sobre todo. Pantanos,
canales. También las comunicaciones y la sanidad pública.
—Todo eso —decía don Ricardo dedicando la sonrisa irónica de su barbita a los
pobres liberales— sólo se puede hacer con tres elementos: dinero, dinero y dinero. Y
el dinero, por la voluntad de Dios, está en manos de los conservadores.
El cura aprobaba satisfecho de ver lo fáciles que se hacían en los labios de don
Ricardo aquellos problemas que él no podía esclarecer. Don Ricardo seguía:
—Digo por la voluntad de Dios porque la riqueza no es para mí un privilegio. Yo
no me considero un propietario que se sirve de su riqueza para vivir mejor que los
pobres. Yo me considero nada más que un simple instrumento de Dios para facilitar
la vida de los trabajadores. Porque, ¿qué sería de los pobres de la comarca sin mí?
¿Quién les daría trabajo en invierno? ¿Cuántas veces he inventado yo faenas de las
que no tenía ninguna necesidad —por ejemplo, limpiar los lagares o sulfatar las viñas
— sólo por dar un jornal a un desvalido?
Don Ricardo sabía que aquellas ideas las diseminaría el cura por el pueblo.
Finalmente dijo que la justicia haría un castigo ejemplar. «Yo trataré —añadió—
de que no caiga sobre Castelnovo, si es posible, la vergüenza de dos reos de muerte.
Quizá pueda conseguirlo por lo menos en uno de los dos. Creo que Juan ha sido una
víctima de las malas inclinaciones de Vicente y será más fácil salvarlo de la horca,
pero también haré lo que esté en mi mano para salvar al mismo Vicente».
Don Ricardo marchaba a su casa pensando que debía establecer contactos con el
juez de instrucción, contactos discretos, por tercera persona. Bastaría con que el juez
sintiera el peso de su amistad. La atmósfera de Castelnovo era tan favorable que
habiendo ido a pulsarla olvidó hacer preguntas al cura sobre esa cuestión, porque la
depresión de los liberales saltaba a la vista. En cuanto a los liberales de nuestro
pueblo, no había cuidado. Los otros propietarios eran también conservadores a
excepción de don Manuel, pero éste no tenía grandes intereses políticos. Se limitaba a
llevarle la contraria a don Ricardo. Y políticamente no contaba. Se había perdido ya
la memoria de la última vez que tuvo mayoría municipal.
En nuestro pueblo había habido una fiesta religiosa. La capilla del Cristo era un
ascua de oro. Además de las luces eléctricas, docenas de grandes cirios ardían en las
gradas.

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El Cristo tenía un origen milagroso. Databa de muchos siglos atrás. Un día
aparecieron en el pueblo dos caminantes. Pedían limosna de puerta en puerta y al
llegar a la del cura éste quiso saber si tenían algún oficio. Los caminantes hacían
imágenes y el cura les preguntó si querían hacer un Cristo para el templo. Ellos se
mostraron dispuestos y pidieron como única retribución la comida durante treinta
días.
Los caminantes necesitaban también útiles de trabajo, y un espacioso taller.
Debían dejarles completamente solos y la comida se les llevaría una vez al día y la
introducirían por la gatera de la puerta. El cura les ofreció como taller un amplio
desván que había en la misma iglesia iluminado por dos grandes ventanas enrejadas.
Fueron pasando los días. Nadie veía a los artífices, pero los oían cantar y sus
voces eran tan dulces que el sacristán que les llevaba la comida se quedaba oyéndolos
extasiado. Pasados treinta días el sacristán llamó a la puerta y no contestó nadie.
Siguió llevando la comida y ocho días después volvió a llamar sin obtener respuesta.
El cura estaba intrigado, pero dejaron pasar un mes más. Por fin y en vista de que
dentro no se oía ruido ninguno abrieron la puerta y entraron. En el centro del taller se
alzaba el Cristo clavado en su cruz, pero el taller estaba desierto. Las ventanas, con
sus fuertes rejas, no habían sido forzadas. La puerta, tampoco. En el suelo, acumulada
en un rincón, estaba la comida intacta de los dos meses. El cura cayó de rodillas y el
Cristo fue trasladado al altar en procesión.
La señora Antonia sabía esa leyenda como la sabían todos. La madre de Sabino
creía todo lo que del Cristo se decía. Lo que no creyó nunca fue que Sabino hubiera
sido asesinado. Lo imaginaba durmiendo al lado de los caminos, en las noches frías
del otoño, buscando los detritos en los basureros, pidiendo limosna, quizá, por las
lejanas aldeas.
—Devolvédmelo, Señor —repetía.
Pocos días después de la fiesta del Cristo, el cura de Castelnovo estuvo en casa de
don Ricardo a devolverle la visita. Iba en un modesto carricoche, con un caballo cojo.
Conducía el sacristán de la parroquia. Llevaba un pequeño paquete envuelto en un
periódico. Don Ricardo le besó humildemente la mano. Pasaron a un despacho donde
don Ricardo solía recibir a sus administradores y hacer las cuentas de sus jornaleros.
Aquel despachito no tenía ninguna suntuosidad: una estera de esparto en el suelo,
muebles de oficina, una lámpara que había sido de petróleo y reacomodada para
instalar luz eléctrica oscilaba a veces al entrar o salir alguien pisando recio en la
tarima. En un rincón había una caja de caudales de hierro y sobre ella y en una mesita
contigua, cartuchos de moneda muy bien empaquetados y clasificados: dinero para
los menudos gastos.
El cura fue exhibiendo ante don Ricardo algunos papeles, especialmente los
informes que le habían solicitado la guardia civil y el juez sobre los acusados y de los
cuales había guardado copia. Eran informes acusatorios en los que a vueltas con el
temor de Dios, la virtud cristiana y la piedad humana se recordaba que Vicente tenía

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fama de hombre violento y en cuanto a Juan, que su estado de salud (que le impedía
ir al trabajo todos los días) unido a las necesidades crecientes de su hogar, donde
había nacido un hijo, le hacían propenso a buscar recursos no lícitos. Terminaba
invocando la piedad dentro de la justicia. Don Ricardo pareció satisfecho.
—No es más que la pura verdad.
Luego tomaron chocolate acompañado de vino dulce y bizcochos. Don Ricardo
envió recado al cura del pueblo para decirle que estaba allí su colega y pocos minutos
después se oía su vozarrón por los pasillos.
—Ave María Purísima.
El cura de mi pueblo miraba con cierta escama aquella entrevista, pero hubiera
sido incapaz de la menor incorrección. Dijo amén a todo, aunque se guardó de
afirmar nada en relación con la culpabilidad de Juan y Vicente. Llegó incluso a
señalar la posibilidad de que el crimen (nadie dudaba de que el crimen existía)
hubiera sido obra de los arrieros de algún otro pueblo o de una tribu de gitanos que
días antes acampaba junto al puente del río. A don Ricardo aquellos juicios le
contrariaban, y, aunque parecía aceptarlos con gusto, dijo que desgraciadamente los
hechos estaban ya comprobados y que Vicente y Juan habían confesado. El cura
parecía más disgustado que sorprendido.
—Hay mucha miseria por ahí —dijo—, pero nunca hubiera creído capaces a dos
hombres de la ribera del Orna de matar por once pesetas. Ese era el dinero que Sabino
tenía en el bolsillo el día que «lo mataron». Once pesetas y treinta céntimos.
A aquella reunión fue también mi padre, pero sin otro interés que el de informarse
de lo que se iba diciendo por el pueblo y saber la verdad. En casa de don Ricardo
había siempre la «verdad convencional»: la única verdad que mi padre aceptaba en la
vida, aunque en los momentos críticos se decidía por los simples intereses de lo
humano y no tenía inconveniente en ayudar a un pobre hombre caído en delito si con
ello le evitaba una miseria mayor. La «verdad» era que Juan y Vicente,
desmoralizados por las teorías liberales, habían dado muerte a Sabino para robarle.
Mi padre se resistía a creerlo y trataba de hablar de los tormentos de la guardia civil,
pero los dos curas y don Ricardo se negaban a oírlo. Sin embargo, mi padre no
acababa de aceptar el crimen. Se resistía ante los hechos donde lo humano tomaba un
carácter abyecto.
Mi padre, que no conocía a los acusados, estuvo tratando de identificarlos, con la
ayuda de don Ricardo. Al final recordó que Juan había trabajado un verano en casa y
que Vicente había ido dos veces a llevarle comunicaciones del Ayuntamiento en
relación con el usufructo de la leña de un monte de mi padre. Aquel hecho de haberle
llevado una carta tenía ahora un gran relieve porque Vicente era el triste héroe de un
episodio que recordarían las generaciones. Mi padre tomaba una posición parecida a
la del cura que se lamentaba por el prestigio de la ribera del Orna.
Llegaron el maestro y un contratista de carreteras que pasaba por ingeniero y
llevaba lindas polainas y calzón de montar. Cantaba con una hermosa voz de barítono

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y esa circunstancia hacía que no le discutiera nadie su condición de ingeniero, aunque
no era cierta. Don Ricardo, uno de cuyos hijos estudiaba verdaderamente para
ingeniero de caminos, se permitía a veces alguna broma sobre eso.
El tema del asesinato de Sabino se agotó pronto aunque mi padre se obstinaba en
hablar de los tormentos de la guardia civil y como la merienda los había animado,
don Ricardo, con aire entre solemne y misterioso, se levantó y salió del despacho. Iba
a buscar a su madre que tenía fama de tocar bien el piano. Era muy vieja y estaba
llena de achaques. Una ruina humana, que se pasaba la vida en la capilla privada de la
familia, a donde iba el cura a decir misa para ella sola. Su pecho aparecía constelado
de medallas y amuletos religiosos de oro y plata, que tintineaban al andar. En su
cabello blanco había espacios calvos que encubría hábilmente.
La vieja se alegró de saber que el contratista de carreteras iba a cantar. Después
de dar su mano a besar a los presentes, les rogó, con un gesto, que pasaran a otro
salón donde haría música. Allí se sentó al piano, los hombres encendieron cigarros
puros menos el cura de nuestro pueblo que sacó la cajita del rape; el contratista quedó
de pie, esperando, y la vieja recorrió el teclado con sus dedos. Después inclinó la
cabeza a un costado y sin mirarle le preguntó si conocía «La oración de una Virgen».
Don Ricardo sonreía bajo su barbita, pensando en lo confortable que la vida
familiar resultaba cuando la providencia deparaba triunfos como el de Castelnovo.
—Es mi predilecta —contestó el barítono.
La anciana inició los primeros acordes y comenzó la canción, lánguida, de aire
italiano, arrastrando mucho las notas ascendentes. Apenas se comprendía la letra,
pero a veces llegaban versos completos a los que los curas prestaban atención. Don
Ricardo entornaba los ojos para dárselas de diletante y el maestro hacía constantes
gestos de afirmación para mostrar la gratitud a la pianista, al cantante y sobre todo a
don Ricardo. Éste anticipaba en voz baja algunos versos. Esos versos eran «madre
adorada, madre de Dios». El barítono decía que iba a morir, que tenía que morir un
día, y, en ese día, suplicaba: «haced que cierre mis ojos Dios».
Cuando terminó, sucedió un silencio emocionado. Don Ricardo comenzó a
aplaudir discretamente y siguieron los demás. El cura de Castelnovo dijo que no sabía
qué admirar más, si a la pianista o al cantante, y el otro lo contempló, sorprendido.
Allí no había nada que admirar sino la familia de don Ricardo. Éste, que parecía
abstraído, suspiró profundamente y dijo:
—Soy sentimental, señores. No lo puedo remediar.
Mi padre preguntó a don Ricardo si se sabían otras circunstancias del crimen. Y
de paso insistió en los suplicios, sosteniendo que eran ciertos. La vieja se volvió
estremecida:
—Por Dios, no hablen ustedes de eso. ¿Es que no hay, don José, otras cosas de las
que hablar?
Don Ricardo decía, conciliador, que por un lado mi padre tenía razón, ya que era
el tema del día, y por otro, la delicada sensibilidad de su madre merecía el mayor

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cuidado. Y añadió que en aquello de la sensibilidad él había salido a su madre.
El cura lanzó un estornudo. Don Ricardo se estremeció; de tal modo el estornudo
había sido oportuno. Pero al ver al cura con la cajita del rapé en los dedos, sonrió,
tranquilo.

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Capítulo XI
LA «DILIGENCIA DE EXHUMACIÓN»

El juez decretó «auto de procesamiento y prisión» y en los días que siguieron a la


confesión del crimen los detenidos durmieron y comieron. Las heridas iban
cicatrizando poco a poco y Vicente podía tomar ya cosas líquidas. Cedían los dolores
en el bajo vientre aunque la inflamación era monstruosa en Juan.
El juez los llamó a su despacho. Tardó en acostumbrarse a la presencia de
aquellos dos hombres, desfigurados por los martirios. En cambio el secretario, que
ofrecía un aspecto tranquilo y cínico, los contemplaba con una sombra de ironía.
Preparó folios sellados y se sentó a la máquina. El juez les hizo un pequeño exordio.
Habían confesado su culpa y esperaba que por el solo hecho de la confesión se
sentirían aliviados. La conciencia descansaba, cuando el delincuente reconocía su
delito. El juez, por su parte, haría lo posible para que la justicia fuera benigna.
Después de estas palabras se dirigió a Vicente, a quien todos consideraban como
principal responsable.
—Espero —le dijo conciliador— que va usted a decirme el lugar donde ocultaron
el cadáver.
Vicente callaba. El juez repitió la pregunta sin obtener respuesta. Hizo un gesto de
contrariedad y se dirigió a Juan, pero no tuvo más éxito. Juan miraba a Vicente y
callaba también. Como el juez insistiera en vano varias veces, se encogió de hombros
y llamó al sargento. Juan hizo un movimiento de impaciencia, miró de nuevo a
Vicente y éste pareció decir con un gesto: «lo mismo da: di lo que quieras».
Juan anunció que iba a declarar y el juez hizo retirarse al sargento.
—El muerto —dijo Juan con acento casual— lo enterramos en la chopera, al lado
del río.
El juez miró a Vicente y éste afirmó con la cabeza. El juez preguntó quién abrió la
fosa, con qué instrumento cavaron la tierra, quién arrastró el cadáver hasta arrojarlo
dentro, qué profundidad tenía el hoyo, etcétera. Los dos presos estaban sorprendidos
de lo minuciosa y escrupulosa que era la justicia. Todo aquello iba escribiéndolo el
secretario. Al final firmaron los dos.
Por la tarde los hicieron salir de nuevo y los condujeron a pie, maniatados entre
los caballos del sargento y de un cabo de la guardia civil, hacia Castelnovo.
Llegaron a medianoche. Debía estar calculado, para evitar el espectáculo a los
vecinos. Los guardias los arrojaron al fondo de un calabozo en el sótano de la casa
consistorial y poco después el alguacil les llevó medio pan y un jarro con agua. Al día
siguiente, temprano, volvieron a sacarlos y los llevaron a la chopera, al lado del río,
donde había tres o cuatro personas y un automóvil. Pronto reconocieron al juez y al
secretario, que estaban acompañados de un cabo de la guardia civil y dos vecinos del
pueblo.

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El juez se soplaba las manos diciendo que la mañanita estaba fresca. El sargento
le ofreció tabaco y el juez se lo agradeció rehusando.
—No fumo —dijo—. He sido un gran fumador, pero no fumo.
Como se había formado un grupo y el juez se sentía el centro de las atenciones, se
creyó en el caso de seguir explicando:
—He sido un gran fumador, pero conseguí dejarlo. Me costaba un sacrificio
enorme y quería engañarme con cigarrillos falsos, de menta o de brea, pero todo era
inútil. Por fin encontré un buen truco. Me compraba los guantes más caros que
encontraba y como el cigarrillo me los quemaba o ensuciaba demasiado, fui fumando
cada vez menos. El día que, a pesar de eso, vi que había estropeado un par de guantes
de gamuza, me dio tal coraje que tiré los cigarrillos y las cerillas y ya ven ustedes:
hasta ahora.
El sargento, viendo venir a un guardia con un pico y una pala, dijo:
—Señor juez, aquí están las herramientas.
Entonces el juez hizo aproximarse a los presos con un gesto.
—Digan ustedes el lugar donde enterraron a la víctima.
Vicente vio que los dos campesinos que iban como testigos eran viejos amigos
suyos. Uno de ellos preguntó:
—¿Qué locura os ha dao?
—No hay locura ninguna —contestó Vicente con sequedad.
—Pues peor —dijo el campesino con dulzura.
Los campesinos los consideraban perdidos. Les hablaron otra vez, pero el
sargento les rogó que se abstuvieran de diálogos inútiles.
El juez repitió la pregunta. ¿Dónde enterraron al muerto? Vicente callaba. Juan
miraba a su alrededor. Uno de los campesinos dijo que había llovido varias veces
desde el día del crimen y que las huellas de la tierra removida serían confusas. El
sargento reía siniestramente:
—Un criminal sabe siempre dónde ha puesto el «macabeo».
Aquella palabra de germanía, «el macabeo», refiriéndose al cadáver, suscitó en el
juez un movimiento de impaciencia. Juan señalaba vagamente con la mano:
—Por ahí.
El juez hizo que les desataran y les dio, él mismo, la pala:
—Señalen ustedes el lugar.
Juan veía por encima de los hombros del juez su casita blanca y humilde, en las
afueras del pueblo. Ahora salía por la chimenea un hilo de humo. Juan se dijo: «No
ha ido a casa de su madre. Quizá su madre ha ido a vivir con ella en nuestra casa y
ahora están haciéndole la sopita al niño». El sargento se le acercó:
—¿Eres sordo? ¿No has oído al señor juez?
Juan se dirigió torpemente a un lugar cualquiera y clavó la pala en la tierra con un
movimiento de labrador.
—Aquí.

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Uno de los campesinos dijo que allí no podía ser, porque la tierra estaba intacta.
Entonces preguntaron a Vicente, pero éste decía que no recordaba. El sargento, que
tomó aquello como una ofensa personal, se acercó, amenazador. Entonces Juan, que
había descubierto un espacio donde el césped había sido removido y aparecían claros
de tierra rojiza, dijo que lo habían enterrado allí. Se acercaron y uno de los
campesinos y un guardia comenzaron a excavar.
Cuando habían ahondado veinte o treinta centímetros, el juez declaró que
comenzaba a oler mal. Los demás le daban la razón y se retiraban del hoyo. Para
aquellos casos estaba bien un cigarrillo. Al decir esto el juez se quitaba el guante
izquierdo.
Pero el hoyo alcanzó un metro de profundidad sin que apareciera cadáver
ninguno. Cuando preguntaban a los presos en qué consistía aquello, Juan trataba de
excusarse mientras Vicente respondía con su indiferencia habitual:
—Tenemos la cabeza torpe y no nos acordamos.
El juez había perdido su jovialidad y miraba nervioso el coche y la carretera. Juan
tenía miedo a perder la presencia del juez, aquella presencia que les permitía ser
tratados si no como personas, con la indiferencia que se tiene por los animales. Pero
el juez miraba al sargento con un reproche.
—Vean si pueden localizar el cadáver y aplacemos la diligencia para mañana.
Se dirigía al coche, irritado. Juan le gritó con angustia:
—Señor juez.
Pensando que en el cementerio había muchos cadáveres y que sería fácil
encontrar uno reciente, aseguró que para evitar que lo descubrieran lo habían
transportado allí por la noche y enterrado en una fosa. Aquello tenía el aspecto de ser
cierto, y como el cementerio no estaba lejos, se encaminaron allí. Vicente iba con la
mirada y el pensamiento ausentes. Un gesto de fatalismo pesaba sobre sus cejas,
todavía sin cicatrizar.
Llegaron al cementerio y uno de los campesinos fue a buscar la llave después de
intentar abrir la puerta metiendo la mano entre los barrotes de hierro. El juez preguntó
cómo habían entrado.
—Yo me subí a la tapia —dijo Juan— y Vicente me alcanzó el muerto. Yo, desde
arriba, lo tiré adentro y entonces brincamos los dos y lo enterramos.
Mientras traían la llave hicieron subir a Juan y quedarse en la posición que tenía
para recibir el cadáver. Hubo que quitarle de nuevo las esposas y las cuerdas, lo que
el sargento hacía lenta y reflexivamente. Juan subió con dificultad y quedó a caballo
en el muro. Vio otra vez su casa medio oculta detrás de una pequeña loma y en las
afueras del pueblo advirtió un grupo de gente. La noticia había circulado. Salían a ver
a los criminales, pero no se atrevían a acercarse porque la guardia civil les
intimidaba.
Llegó la llave. El juez, el secretario y los testigos entraron y la guardia civil y los
presos quedaron fuera. Eso permitió al sargento cubrirlos de amenazas en voz baja.

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Después, dirigiéndose a Vicente le ordenó:
—Brinca ahí dentro.
Juan seguía en lo alto del muro, donde decía que el día del crimen se había
quedado «a la mira» para avisar si llegaba gente.
El juez preguntaba a Vicente dónde estaba el muerto y Vicente señaló una fosa
cualquiera, pero Juan rectificó desde arriba pensando que aquella fosa era demasiado
antigua y señaló otra que estaba junto a una zanja abierta y vacía, por creer que era la
última que había sido ocupada. Vicente, con un aire de sonámbulo, confirmó las
palabras de Juan y allí fueron todos.
Cavaron y encontraron un ataúd viejo. Miraron a Vicente con aire intrigado y
Juan se apresuró a declarar que habían hallado un ataúd en un nicho y quitando los
restos que había dentro habían metido allí el cuerpo de Sabino antes de enterrarlo.
Entonces sacaron fuera el ataúd y lo abrieron. Había un cuerpo de mujer ya vieja, a
medio momificar. Juan dijo que no era aquella tumba sino la inmediata.
Se excavó la fosa contigua y hallaron un ataúd podrido por la humedad. Dentro
no había más que huesos envueltos en sudarios. Aquel muerto databa de dos años lo
menos.
El juez, disgustado por haber perdido el tiempo y con los nervios irritados por el
espectáculo, salió dirigiéndose al automóvil. Antes de que llegara, oyó un alarido,
pero no se volvió a mirar.
Los testigos fueron marchándose en silencio. Quedaron los guardias y los presos.
Uno de los cadáveres seguía descubierto y obligaron a Vicente a cerrar el ataúd y
hacerlo descender a la fosa. Atados de nuevo, los presos fueron saliendo y tomaron el
camino de Castelnovo.
Después de doblar la colina apareció a su vista el pueblo. Toda la población
(mujeres y viejos, porque los jóvenes estaban en el campo) habían salido a las
afueras. El sargento hizo detenerse a los presos y sacando unas cadenas ató el pie
derecho de Vicente con el izquierdo de Juan. Era uno de sus «sistemas personales de
seguridad». Como avanzaban torpemente, se adelantó un guardia y haciendo un
movimiento a derecha e izquierda con su brazo obligó a abrir camino.
Pasaban Juan y Vicente entre sus convecinos sin sentir humillación alguna. Las
mujeres comentaban con piedad la situación de los presos que iban andando
torpemente.
—¿Qué locura os dio, Vicente?
—¿No tuviste reparo por la honra de tu hijo, Juan? —dijo otro.
Los dos seguían andando como podían, mientras los guardias obligaban a abrir
paso. La culata del fusil del sargento dio en una rodilla a alguien, con un ruido seco, y
se oyó a una vieja echar a llorar con un llanto de niño.
Volvieron a encerrarlos en el calabozo de la casa consistorial. Un calabozo en
donde no había entrado nadie desde hacía treinta años, decían muy orgullosos los
liberales.

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Capítulo XII
«LOS CERDOS SE COMIERON A SABINO»

Cuando la guardia civil los dejó de nuevo en el calabozo de Castelnovo, dijeron al


sargento que querían declarar otra vez ante el juez.
—Lo único que hay que decir es dónde está el muerto —contestó el sargento.
—Se lo diremos al juez.
—¡Decídmelo antes a mí!
Vicente miraba a Juan. No sentían sino el miedo animal a las vergas, a las
cuerdas. El sargento iba maniatándolos. Como Juan retrocediera espantado, el
sargento les dijo que iban a salir para ver al juez. ¿No era eso lo que querían?
Entonces se dejaron atar y cuando quedaron inmovilizados e indefensos, los guardias
comenzaron a golpearlos. Vicente, a quien se le habían abierto otra vez las heridas de
las cejas, sangraba copiosamente.
Luego los guardias los dejaron solos. Vicente gemía sordamente en un rincón, a
donde se había arrastrado a cuatro manos. Juan sangraba por la nariz y trataba de
hablar en vano.
Los dos imaginaban dónde podría estar el cadáver de Sabino. Hubiera sido una
gran felicidad poderlo decir. No creían que los procedimientos judiciales fueran tan
complicados y era una lástima que no bastara la confesión del crimen. Todavía
volvieron a desconfiar el uno del otro. Vicente le preguntó a Juan si sabía
verdaderamente dónde estaba el muerto. Juan quiso contestar pero tenía la cabeza
congestionada y le dolían los dientes. Juan tenía la esperanza de que Vicente pudiera
saber algo del cadáver de Sabino. Cuando comprendió que no sabía nada dio voces y
acudieron los guardias. Vicente los miraba a través de la cortina de sangre que le caía
de las cejas y que no acertaba a limpiar con la manga.
Juan dijo, mirando al suelo:
—El muerto no se puede encontrar porque lo despedazamos y lo dimos a comer a
los cerdos.
Los guardias se miraron entre sí asombrados.
—Vaya una ocurrencia criminal.
Los otros callaban.
—¿Cómo iban a declararlo, eso? —dijo el cabo—. Ésa es una agravante que les
vale a los dos la vida.
Ahora comprendían sus «embustes» en el campo y en el cementerio. El cabo les
anunció que antes de la noche iría a verlos un abogado.
Les llevaron una jofaina para que se lavaran. Vicente se lavó no sólo por quitarse
la sangre, sino porque desde que había visto el muerto en el cementerio sentía como
si le ardiera la piel. Los dos estaban tan débiles que el esfuerzo para lavarse y secarse
con la chaqueta los dejó extenuados.

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Comieron un poco y se sentaron en silencio, esperando que llegara el abogado, si
verdaderamente había de llegar, porque no tenían mucha fe. Les parecía irregular que
alguien se preocupara de ellos. Y el abogado llegó y se quedó a solas con los presos.
Estaba impaciente, deseando marcharse, porque el cuarto olía mal. Había una ventana
interior, cubierta de telarañas, que en tiempos daba a un corral y ahora, habiendo
construido un muro para destinar aquel rincón del corral a desagüe de los retretes,
recibía directamente las emanaciones del vertedero. A Juan le molestaba la idea de
que pensara el abogado que aquel olor provenía de ellos. El abogado les preguntó si
le aceptaban como defensor y les puso un papel en las manos y su pluma
estilográfica. Firmaron los dos. Antes de entrar en materia les preguntó si don Manuel
era hombre verdaderamente rico y si los liberales del pueblo tenían influencia en
Ontiñena. Pensaron los presos que aquel abogado trabajaba por cuenta de don
Manuel.
El abogado les dio las gracias por haber firmado el nombramiento y como el mal
olor crecía, llamó al sargento y le pidió que llevaran a los presos al cuarto que hacía
de cuerpo de guardia.
El sargento accedió. En el cuerpo de guardia pidió el abogado que desataran a los
presos, pero el sargento dijo que aquello era facultativo de la guardia civil porque
eran ellos los responsables de los delincuentes y si se fugaban le exigirían cuentas. El
abogado torció el gesto sin contestar y pidió que les dejaran solos. Los guardias se
fueron y quedaron custodiando las puertas.
El abogado, sacando un papel de la cartera, fue leyéndolo por encima.
—Han confesado ustedes el crimen, según parece —advirtió.
Vicente protestaba; bastaba con mirarle a la cara para comprender que aquella
declaración les había sido arrancada con tormentos y suplicios. Juan, que apenas
podía hablar, desnudó algunas partes de su cuerpo y mostró heridas y equimosis
sangrientas. El abogado no parecía impresionado. El argumento de los tormentos era
inútil, porque ponía en entredicho a una institución tan prestigiosa como la guardia
civil, cuyos jefes pertenecían a familias de influencia política. Aquel argumento no
podía usarlo sin debilitar las instituciones del Estado. El abogado tenía una actitud
aburrida y displicente y más que oír a los acusados se le veía preocupado por las
incomodidades de su visita al pueblo. Sin embargo, seguía interrogando:
—¿Parece que no han encontrado el cadáver?
—No, señor.
—¿En qué estado se encuentran las diligencias?
No sabían lo que quería decir. Aclaró el abogado que se trataba de saber lo que
había ocurrido por la mañana, de conocer las declaraciones últimas.
Le pusieron en pormenores. Al saber que el cadáver había sido despedazado y
dado a comer a los cerdos pareció consternado. Vicente explicó:
—Ya comprenderá usted que todo eso son embustes.
Creía que su inocencia era tan patente que cualquier persona que no fuera guardia

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civil ni juez había de verlo por sí misma. Pero el abogado parecía de pronto
desalentado:
—El hacer desaparecer el cadáver de esa manera, ha sido un mal paso.
Vicente se sobresaltó:
—Pero es mentira, señor abogado. Éste —y señalaba a Juan— lo ha dicho porque
algo tenía que inventar para que no lo martirizaran más.
Aquello de los martirios él no podía usarlo —insistía— como argumento sin
quebrantar las instituciones del Estado.
Se veía que el sargento tenía más fuerza y más autoridad que todos los abogados
del mundo y aquello espantaba a Vicente.
—Ha sido un mal paso —repetía el abogado.
Quedaron los tres en silencio. El abogado añadió:
—La defensa es más fácil si el cadáver no aparece, porque siempre se puede dejar
en el aire la sospecha de la inocencia y por lo menos la sentencia no es capital. Esa
declaración nos va a perturbar.
El abogado creía en la culpabilidad de los dos. De una manera un poco
desesperada, con el espanto de que todos, hasta el defensor, le creyeran culpable, se le
acercó Vicente y le tomó el brazo:
—Somos inocentes. No hemos matado a nadie. Soy un hombre honrado que
puede andar con la cara levantada por todo el mundo.
El abogado lo miró con cierto recelo y le rogó que se tranquilizara y se sentara.
Luego afirmó muy convencido:
—El caso no está perdido ni mucho menos. Otros he visto tan difíciles como éste
y hemos salido adelante.
Luego les dijo que don Ricardo se había ocupado de sus familias y que al saberlo
don Manuel se puso por medio y dio un empleo a la mujer de Vicente y dinero a la de
Juan, con lo cual don Ricardo tuvo que hacerse a un lado. Pero don Ricardo había
invitado a cazar al juez de Ontiñena y le había enviado su automóvil para las
diligencias de aquella mañana. Don Ricardo era un enemigo poderoso. Vicente y Juan
veían que las maquinaciones del abogado partían de la base del asesinato de Sabino,
incluso de la desaparición del cadáver entre los dientes de los cerdos. Es decir, que el
«delito» estaba fuera de discusión.
Precisamente las huellas de los suplicios les daban a los presos un aspecto
sospechoso para el abogado, quien veía en el hecho de que hubieran sido apaleados
un elemento de culpabilidad. Estando patente el «castigo» tenía que estar también
clara la culpa. No era razonable aquello, pero ninguna de las cosas decisivas del
hombre las resuelve la razón. El abogado miraba a Juan:
—¿Qué dice usted? —le preguntó.
Juan señalaba su boca herida y callaba, pero trató de hablar con un acento gutural
y nasal, haciendo de las «m», que no podía pronunciar, «b». Todo aquello, unido a la
inflamación de la parte inferior de la cara y a la hosca expresión de sus ojos (le dolían

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terriblemente los dientes), le daba un aspecto bárbaro y estúpido y el abogado veía el
asunto más difícil ahora, después de oír el timbre de aquella voz.
—Ya veremos. No hay que desesperar. De otras hemos salido.
Con el mismo aire indiferente fue instruyéndolos de lo que había que decir en las
nuevas declaraciones ante el juez para prepararles la defensa. Los dos le escuchaban
aceptando ya fatalmente «su culpabilidad» y buscando el mal menor.
Dijo el abogado a Juan que puesto que era él quien aparecía más «cargado» por su
propia confesión, tenía que aprovechar la circunstancia de que la esposa de la
víctima, la Adela, era una mujer de costumbres casquivanas y había que dar al crimen
el carácter de un hecho pasional. No mató a Sabino para robarle, sino que teniendo
Juan vida íntima con Adela (como tenían tantos otros) y sabiéndolo Sabino, se
encontraron en la carretera, de noche, riñeron y Juan mató a Sabino defendiéndose.
Juan protestaba:
—¿Qué dirá mi mujer? Yo no le he faltado nunca, a mi mujer.
—Es la única manera —decía el abogado terminantemente— de que el fiscal no
pida para usted la pena capital.
En cuanto a Vicente, ayudó a transportar el cadáver al lado de una casa aislada,
junto al río y quizá lo registró y se quedó con el dinero que llevaba. Los cerdos de la
casa de labor (si había alguna donde hubiera varios cerdos sueltos) devoraron el
cadáver y los restos que quedaron los arrojó Vicente al río. Así se atenuaba la
responsabilidad. El abogado dividía entre los dos la culpa de modo que en cada uno
el delito fuera menos grave.
Repitió esas instrucciones minuciosamente:
—Usted —le dijo a Vicente— no tuvo nada que ver en el asesinato y usted —a
Juan— no ha tocado una sola de las monedas de Sabino, ni intervenido en la
desaparición de su cadáver. Y sobre todo, no olvide que usted se acostaba con la
Adela y que antes de matar a Sabino riñeron.
Todavía volvió a repetir esas instrucciones. Añadió que probablemente al día
siguiente serían trasladados de nuevo a Ontiñena, ante el juez.
El abogado se marchó y los presos volvieron a su calabozo. Ninguno de los dos
creía en la culpabilidad del otro, después de haber visto los elementos de defensa que
preparaba el abogado y que no era sino una sarta de embustes hábiles. Si con una
serie de falsedades se les podía salvar de la muerte, también se les podía llevar a ella,
es decir, a la horca, con motivos falsos.
Vicente sentía una gran indiferencia y una gran fatiga. Los dos se encontraban, sin
embargo, un poco más tranquilos.

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Capítulo XIII
EL SULTÁN Y EL CAPITÁN SE ENCUENTRAN EN LA PLAZA

En casa de don Manuel se habían reunido algunos de sus amigos. Don Manuel era un
hombre de pocas palabras. De apariencia tosca y violenta, en el fondo llevaba su
agudeza oculta, como un estilete, al revés que don Ricardo, cuya astucia iba envuelta
en dulzura.
Don Manuel vestía descuidadamente y estaba presente en muchas de las faenas,
como descargar el fertilizante o trillar en la era, cosa que nunca hacía don Ricardo.
Despreciaba las formas sociales y no esperaba obtener por ellas más autoridad. Su
astucia consistía en el recelo avisado del campesino y su arma principal en ocultar esa
astucia manteniendo una apariencia simple y un poco brutal que engañaba a los pocos
avisados.
Entre los reunidos figuraba el maestro, que era incondicional de don Manuel.
Estaban también los dos médicos del pueblo, uno de ellos forastero, el titular. Al
otro le había prohibido el Colegio provincial el ejercicio de la medicina y aquel veto
le incapacitaba para desempeñar la «titular» allí y en cualquier otra parte. Pero era un
ganadero rico y no le importaba.
El médico joven era muy entusiasta de su profesión. Don Manuel, que no creía en
la medicina, le trataba con una cordialidad un poco irónica. Había también un
concejal, el veterinario y dos almacenistas de cereales.
Todos eran liberales y enemigos de don Ricardo y veían en don Manuel su jefe
político.
La decisión de don Ricardo de ayudar a las familias de Juan y Vicente la recibió
don Manuel como una ofensa y en aquella reunión se apresuró a explicar a sus
amigos lo que había hecho. La mujer de Vicente tenía ya trabajo regular en el horno
del pueblo. A la de Juan le había enviado víveres y dinero y dado a entender que el
porvenir de su hijo «corría de su cuenta». El médico titular llevaba noticias frescas:
—¿Sabe usted lo que dice don Ricardo?
Don Manuel reía de medio lado, esperando lo que había dicho su enemigo
político.
—Dice que se adelantó a ofrecer ayuda a las familias porque era la única manera
de que nosotros, es decir, usted, les ayudara. Algo así como una provocación para que
los liberales cumplieran con su deber.
Don Manuel sonrió y movió la cabeza.
—Es muy puta, don Ricardo.
Era probable que sin aquel gesto de su rival don Manuel no hubiera pensado en
ayudar a las familias. En todo caso los dos lo hacían con estímulos políticos,
importándoles poco, en realidad, los hogares de Juan y Vicente.
Se comentaban las últimas declaraciones de los presos. Aquello de que hubieran

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dado a comer el cadáver a los cerdos escalofriaba a todo el mundo. La gente trataba
en vano de identificar qué cerdos serían los que lo habían devorado.
La esposa de don Manuel había preparado vino caliente y miel. Pastas fabricadas
por ella se amontonaban en una fuente al lado de pequeñas lonchas de jamón. Junto al
fuego, que producía en el ancho tubo de la chimenea un sordo rumor entre los
chasquidos secos de la savia, todos se sentían bien. El médico se obstinaba en que
don Manuel debía beber menos y guardarse también del jamón. Tenía en su floja
corpulencia anuncios de diabetes. Don Manuel se burlaba y decía que si se lo
limitaban todo, no tenía interés en vivir.
Se sentían los liberales en derrota, y comentaban las peripecias del proceso con
un aire culpable. Don Manuel se interesaba más que nunca por los hechos y las
palabras de don Ricardo y no veía por dónde atacarle en aquel desgraciado suceso
donde nada se podía hacer sino esperar.
Cuando llegó el abogado le preguntaron sus impresiones, que no eran ni mucho
menos optimistas. Don Manuel se encogía de hombros acostumbrado ya y repetía:
—Percances de esos los han tenido los conservadores mil veces.
El abogado iba dando, en público, la versión que convenía más a sus defendidos.
Juan se entendía hacía tiempo con la mujer de Sabino y el crimen fue motivado por
los celos.
—Ya decía yo. La muerte no fue por dinero.
Coincidía don Manuel con el cura y con todos los ribereños patriotas. Un hombre
del Orna no mataba para robar. Y menos para robar once pesetas.
A pesar de eso, el abogado no era optimista. Iba a ser difícil salir con bien de
aquel trance. Le preguntaron mil cosas, pero el abogado, que no estaba bastante
enterado y no quería confesarlo, se encerraba en el «secreto del sumario». Esto daba
una gran autoridad a lo que había dicho antes.
El pesimismo del abogado se les había contagiado a todos. Oscurecía y por las
dos ventanas que había al lado de la chimenea se veían las primeras luces que se
encendían en las esquinas lejanas como ampollas de oro líquido, mucho más claras
bajo la luz dudosa de la tarde. Estaban alrededor del fuego (el mes de noviembre era
frío) y seguían con su rito del vino caliente y el jamón. El abogado iba relatando la
situación miserable de los dos detenidos, las condiciones en que vivían, o mejor
dicho, iban muriendo. Las lamentaban, pero nadie se sorprendía.
Se oían las esquilas de los ganados, que iban entrando en sus apriscos por la parte
trasera de la casa. Al mismo tiempo llegó el mayordomo muy acalorado y pidió al
médico que marchara inmediatamente a la farmacia, donde había un herido. El
mayordomo estaba nervioso y trataba de decir demasiadas cosas al mismo tiempo.
Don Manuel lo miraba entornando los ojos, queriendo averiguarlo todo demasiado de
prisa también. Comenzó el mayordomo contando que los pastores de don Ricardo
estaban entrando en el pueblo con las reses para el matadero y que les acompañaba el
mastín mayor de la cabaña, Sultán. Un perro que había matado en riña tres mastines

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de las otras casas fuertes. Todos pusieron atención en el relato.
Al llegar los pastores a la plaza, apareció la cabaña menor de don Manuel. Iba con
ella el mastín predilecto del amo.
—¿El Capitán? —preguntó el médico.
Don Manuel afirmó, con la cabeza.
Durante más de media hora los dos perros se mordieron, rodaron por tierra, y
volvieron a atacarse entre rugidos espantosos. Los campesinos se retiraban y los
miraban desde lejos, temerosos de intervenir. El Sultán había recibido la primera
acometida sin prevenirse y en el embate perdió el collar que debía ir mal cerrado o
con las hebillas rotas (todos acentuaron su curiosidad y en los ojos de don Manuel
había una lucecita de gozo). Don Manuel preguntó:
—¿Llevaba el Capitán las carlancas de pelea?
El mayordomo dijo que sí. Don Manuel volvió a preguntar:
—¿Entonces habrá matado al perro de don Ricardo?
—No, señor, pero en dos meses no sale de casa el Sultán.
Todos lo celebraban. Al perder el collar, los pastores de don Ricardo quisieron
intervenir y se acercaron con los tochos en alto, pero el Capitán les amagó y se
apartaron prudentemente. El Capitán volvía sobre Sultán, que en vano buscaba el
cuello de su enemigo porque tropezaba con los pinchos de la carlanca y se hería en la
boca. El Sultán sangraba ya por los muñones de sus orejas (los mastines llevaban las
orejas cortadas al ras para no ofrecerlas como presa a sus enemigos) y tenía un ojo
casi fuera de la órbita. Capitán, que parecía darse cuenta de la ventaja, se alzaba sobre
sus patas traseras y rugía buscándole el cuello.
Y cuando el Sultán estaba ya vencido y se limitaba a defenderse, cubierto de
sangre, apareció el mayordomo de don Ricardo y comenzó a insultar a sus pastores
porque no intervenían. Al mismo tiempo cogió del suelo un pedrusco y lo arrojó
contra el Capitán (don Manuel arrugaba el entrecejo). No le acertó, y el pedrusco
rebotó en el suelo, fue trompicando y dio un golpe en la puerta de la iglesia, que
resonó sordamente. El mayordomo, que parecía enloquecido, quería acercarse a los
perros, pero no se atrevía. Tomo otra enorme piedra y la lanzó con más brío sobre
Capitán, pero el animal la esquivó y la piedra dio un gran rebote y fue a encontrar la
cabeza de Ignacio, el cuñado de Morel, que estaba con otros al lado de los porches de
la abadía. Le hizo una brecha y desmayado lo llevaron a la farmacia.
Los pastores de don Ricardo intervenían ya, y como el Sultán estaba medio
muerto, los pastores de don Manuel llamaron al Capitán y lograron tranquilizarlo y
llevárselo. Todo el pueblo comentaba la pelea y mientras unos se alegraban de la
derrota de Sultán, otros decían que el combate había sido desigual, porque el perro de
don Ricardo había perdido la carlanca. En todo caso constituía una victoria y don
Manuel recobraba su optimismo y su aire provocador. Pidió que le trajeran el Capitán
a su presencia.
El perro entraba lentamente en la amplia cocina dejando sobre las baldosas rojas

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las huellas de sus zarpas como las de un león. Tenía la cabeza, grande y maciza,
manchada de sangre, pero el pastor que lo acompañaba se apresuró a advertir que era
sangre de su enemigo y que el Capitán no tenía más que una pequeña dentellada en el
brazuelo, que le había sido curada ya con vino. El perro quedó en medio de la cocina
mirando a su alrededor con indiferencia. Sus ojos estaban tintos en sangre.
Don Manuel lo contemplaba con orgullo.
—¡Capitán! —llamó.
El perro era grande como un ternero de ocho meses. Don Manuel tomó jamón de
la fuente y se lo fue dando. El perro lo tragaba sin masticar. El pastor lo contemplaba
con un asomo de envidia porque el jamón no lo probaba durante años enteros. Don
Manuel acariciaba la cabeza del perro, revisaba las hebillas de la carlanca, y
reconocía los colmillos, que eran largos y afilados como los de un tigre.
Luego añadió que había que emparejarlo con la Diana, para asegurar la
descendencia y aumentar las defensas de la cabaña. El pastor advirtió que la Diana
estaba en el monte, con la cabaña grande, pero bajaría al pueblo antes de dos meses.
Don Manuel dijo al pastor que se marchara y dejara el perro allí. Capitán avanzó,
pasó rozando las rodillas del amo y fue a dejarse caer sobre una piel de carnero que
cubría un banco de madera adosado al muro del fondo, detrás del fuego. Puso su
pesada cabeza entre las dos zarpas y fue adormeciéndose. Don Manuel veía en aquel
animal descansar, por el momento, el prestigio de la familia.
El abogado volvía a aludir a la situación miserable de los presos y a las
dificultades que les esperaban, pero don Manuel, que había llamado de nuevo al
mayordomo, le preguntaba con cierta complacencia por la importancia de la lesión
recibida por el cuñado de Morel.
—No sé, don Manuel, pero parece que se lo llevaban sin conocimiento.
Aquello satisfacía a don Manuel. Habría responsabilidades para el mayordomo de
don Ricardo, lo que era decir que las tendría que afrontar el mismo don Ricardo.
Tuvo la idea de sugerir al médico que prolongara la curación, para llegar al plazo en
que las responsabilidades son ya de «juzgado de instrucción», es decir, a los cuarenta
y un días. Don Manuel no se atrevía, sin embargo, a hacerlo porque sentía un cierto
respeto por la independencia de aquellos seres que no vivían de las tierras ni de los
ganados, sino de unos conocimientos que llevaban dentro, pero pensó que en el caso
contrario don Ricardo lo hubiera hecho (indirectamente, como siempre) y con éxito.
«No soy bastante rico», pensaba. Y como tenía que sacar algún partido de aquella
debilidad, dijo en voz alta:
—Nosotros, los liberales, somos incapaces de maniobrar con la desgracia de otro.
Y añadió dirigiéndose al otro médico:
—Haga usted lo que pueda, doctor, para que las responsabilidades del
mayordomo de don Ricardo sean menores.
Todos sintieron la generosidad de aquellas palabras. Su mujer, que iba y venía sin
intervenir nunca en las conversaciones, se lo quedó mirando con ternura:

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—Demasiado bueno, eso es lo que eres tú.
El abogado volvía a hablar de los presos, pero don Manuel contemplaba el perro
dormido.
—¿Quién diría que tiene sólo tres años? —repetía.
Luego, por atender de algún modo al abogado, le dijo distraído:
—¿Con que Juan se entendía con la mujer de Sabino? ¡Valiente pillastre!

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Capítulo XIV
UN CLAVO EN LA PUERTA DEL PENAL

Los seis meses transcurridos sin que Sabino reapareciera no hicieron cambiar de
opinión a la señora Antonia. A Sabino su hijo no lo había matado nadie. No se trataba
de una opinión, sino de una evidencia oscura que llevaba «en las entrañas».
El juez seguía invitándola a declarar y ella seguía negándose. No quería intervenir
para nada en aquello. La ley no la obligaba y ella se aprovechaba de aquella
delicadeza de la ley.
En Ontiñena no se hicieron más diligencias. En ese intervalo tanto Vicente como
Juan habían ido restableciéndose de las lesiones y heridas. Sus barbas crecieron
demasiado y el barbero del pueblo intervino dos veces. En las mejillas y en el bigote
quedaban anchas calvas que recordaban los suplicios. Las cicatrices de las cejas eran
todavía rosáceas, y también las de las manos y el antebrazo.
Y la primavera invitaba al bienestar. Fue entonces, en la primavera, cuando el
juez acordó, antes de trasladar la causa a la Audiencia, la reconstrucción del crimen.
Los presos fueron trasladados una vez más a Castelnovo. El juez y el secretario iban
en el Hispano de don Ricardo, pero salieron ocho horas más tarde. Cuando llegaron
encontraron al pueblo agrupado en las afueras, esperándolos. Los presos estaban en el
calabozo y fueron sacados con ciertas precauciones. Después de aquel largo intervalo
los campesinos se habían acostumbrado a la idea del crimen. Juan y Vicente, eran dos
asesinos. Y Juan, además, habiéndose acostado con la Adela, tenía en su mujer ahora
un aliado lleno de amargas reservas.
Llegaron a la carretera y se detuvieron a un tiro de honda de la Venta del Fraile.
Un campesino hacía el papel de Sabino, la víctima. Hubo que repetir muchas veces la
escena y cada vez resultaba diferente. Se contradecían los dos acusados y aquello
llevaba trazas de no terminar nunca. En los autos constaba que Juan había trasladado
por sí solo el cuerpo hasta dejarlo junto a las tapias de la casa de labor por el lugar
opuesto a la carretera, de modo que no lo vieran los caminantes. En la reconstrucción
resultaba que Juan, solo, apenas podía mover el cuerpo del campesino, que tenía el
peso aproximado de Sabino. El secretario dijo que quizá la vida del calabozo le había
debilitado, pero el juez se obstinaba en que lo habían trasladado entre los dos y como
el sargento apoyaba al juez con gestos y miradas, convinieron los acusados en que
habían trasladado el cuerpo llevándolo uno por los pies y otro por los hombros.
En la reconstrucción faltaban los cerdos. El propietario de la casa de labor dijo
que en los días del crimen tenía cuatro que solían andar sueltos y a ellos se unían dos
más, de la Venta del Fraile. Los de la Venta del Fraile no figuraban en el sumario y
eran una novedad que facilitaba la comprensión de la desaparición del muerto. Seis
cerdos hambrientos podían muy bien hacer desaparecer el cuerpo de un hombre,
teniendo en cuenta que los cerdos tragaban incluso los huesos. Pero la cabeza no

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debieron comerla. Los acusados dieron explicaciones satisfactorias. Dijeron que la
habían machacado y arrojado al río.
El juez preguntó por los animales. El propietario dijo que se había arruinado
sacrificándolos y enterrándolos, porque desde que fueron conocidas las declaraciones
de los criminales su mujer los oía hablar con voz humana y una noche que salió al
corral vio a uno de los cerdos avanzar hacia ella de pie, como un hombre. Entonces
estuvo enferma y el marido también cayó en cama con fiebre. No se atrevía a
acercarse a los cerdos, ni a darles de comer ni a matarlos. Los campesinos de
Castelnovo al pasar frente a la casa de campo se santiguaban y si veían suelto un
cerdo por aquellos contornos, aunque no fuera de los que devoraron el cadáver, salían
huyendo. Tanto su mujer como él, tuvieron que curarse yendo a ver a Ana Launer, al
vecino pueblo. Entonces Ana Launer no era bruja todavía, sino nada más curandera.
El juez les preguntó cómo se curaron y el campesino contó que tuvieron que ir a
la fuente de las Tres Marías, un manantial que estaba al pie de las ripas, y esperar allí
dos días y dos noches hasta que llegó a beber también un macho cabrío. Al mismo
tiempo que el animal bebía bebieron ellos y después pusieron los dos el rostro frente
al hocico del animal para recibir en la frente el agua y la saliva que el macho cabrío
espurreaba al dar los resoplidos acostumbrados. Con aquello volvieron a casa ya
tranquilos y después comían y dormían en paz.
Juan y Vicente oían el relato muy convencidos de que los cerdos habían devorado
a Sabino. Si ellos no habían intervenido en el crimen alguien lo asesinó, sin duda, a
Sabino, y dejó allí el cadáver para que más tarde lo devoraran los cerdos. Con los
relatos del propietario de la casa de labor, aquel embuste tenía una realidad enorme.
De los otros dos cerdos el propietario dijo que no tenía noticias; creía que el dueño de
la Venta del Fraile los había vendido hacía dos o tres meses y de uno de los
compradores sabía el nombre: Ignacio, el cuñado de Morel.
Minutos después, este Ignacio se enteraba de lo ocurrido y caía a su vez en una
depresión sombría. Había comido carne de aquel cerdo maldito, es decir, una parte
del cuerpo de Sabino. Los campesinos lo compadecían y lo miraban en cierto modo
con recelo. Ignacio fue, él mismo, a cerciorarse con el juez y aunque éste trató de
tranquilizarlo el campesino se marchó repitiendo:
—He comido carne de una criatura humana.
Aquello se convirtió luego en una obsesión.
Terminada la reconstrucción del crimen todos volvieron a Ontiñena menos los
acusados y la guardia civil porque era demasiado trabajoso desandar el camino en el
mismo día. Juan y Vicente quedaron en el calabozo y hacia media tarde llegó allí el
cura a recomendarles resignación, insistiéndoles mucho en las miserias de este
mundo. Esto de las miserias del mundo lo aceptaban los dos, muy convencidos, pero
era duro y difícil resignarse.
—Cuando no se tiene culpa ninguna —dijo Vicente— no es fácil.
El cura se limitó a decir que podían ser inocentes a sus ojos los más grandes

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pecadores del mundo si su corazón era capaz de elevarse a Dios en el
arrepentimiento. Juan se agarraba a los hierros de la reja y suplicaba:
—Háblele a mi mujer. ¿Por qué no viene a verme mi mujer?
El cura se cuidó de advertir que don Ricardo había querido tomar a su cuidado los
dos hogares y que sólo después de saber esto intervino don Manuel. Vicente dijo que
de don Ricardo no había querido nunca un trozo de pan para él ni para los suyos y
entonces el cura aceleró la despedida y se fue, recordando la insolencia de Vicente
para contársela a don Ricardo. El cura volvió a su casa satisfecho, no sabía por qué.
Tenía la impresión de que Dios había permitido aquel crimen para castigar a los
liberales, que eran gente tibia en la devoción.
Dos meses después se vio la causa en Ontiñena. Fue muy agitada y acudieron
campesinos de los dos pueblos. El fiscal pedía la pena de muerte para los dos. El
defensor se apoyaba en el hecho de que el cadáver no había sido hallado y ni siquiera
la menor traza de él. Después de esta alegación esperaba que el fiscal atenuaría sus
conclusiones, pero no hubo tal. Los jurados (campesinos de los dos pueblos)
escuchaban impávidos al uno y al otro. La declaración de Adela «viuda» de Sabino,
fue pintoresca. Quería salir por su honra ultrajada jurando ante el crucifijo que no
había conocido a Juan. El fiscal la apoyaba calurosamente, porque rechazaba de
plano la idea de un crimen pasional, pero al defensor no le fue difícil llevar a Adela al
terreno del ridículo haciendo alusiones veladas a sus costumbres. Como el público las
acogía con regocijo y los jurados parecían convencidos de aquello, la Adela rompió a
llorar.
La señora Antonia no quiso ir a la vista de la causa. Se quedó en su choza en
lugar de ir a Ontiñena, mirando el muro de enfrente y llorando. A veces sus ojos iban
descendiendo lentamente por el muro y se posaban en sus manos que no tenían
sentido.
Al final los jurados de Ontiñena reconocieron una atenuante (el buen sentido
campesino les llevaba a conservar una última duda por el hecho de que no hubiera
aparecido la menor traza del muerto) y los dos fueron condenados a cadena perpetua
y enviados al penal de Lérida.
Para los conservadores fue un triunfo relativo (hubieran preferido la horca). Para
los liberales, una desgracia relativa también. Pero todos creían en la existencia del
crimen hasta el extremo de que Ignacio, que había comido cerdo de la Venta del
Fraile, estuvo muy enfermo y tuvieron que sangrarlo.
Cuando llegaron al penal de Lérida los dos presos perdieron de vista al sargento y
a los guardias civiles, que recogieron un recibo del alcalde y se despidieron de los
reos tratando de hacerles daño todavía:
—Habéis escapado de la muerte por un pelo, pero pagáis el crimen enterrados en
vida.
Cerradas las puertas, un «cabo de vara» los llevó a un cuarto de la planta baja y
les hizo desnudarse. Ya en cueros, tomó de un estante dos paquetes de ropa en cada

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uno de los cuales iba un equipo entero con el traje de presidiario. Luego, sin dejarles
vestirse, los empujó al pasillo y comenzó a golpearlos con un rebenque gritándoles al
mismo tiempo que fueran en busca de su cuadra. Corrieron perseguidos por el cabo,
que seguía golpeándolos. Como desconocían el edificio, vacilaban en los cruces de
los pasillos, ante las puertas. Cada vacilación representaba ser alcanzados de nuevo
por el rebenque. Vicente sintió correr la sangre por su espalda y estuvo a punto de
arrojar el paquete al suelo y volverse sobre el cabo, pero aniquilado por aquellos ocho
meses de torturas comenzaba a pensar que era culpable, si no del crimen, por lo
menos de su propia incapacidad para hacer ver la verdad. Volvió a correr. Un preso le
gritó desde un rincón:
—Ahora vas bien, sigue para adelante.
En medio de la indiferencia de aquellas palabras había una especie de amistoso
deseo de ayudarle. Llegaron al final de un nuevo pasillo. El cabo les dio dos
rebencazos a la izquierda. Uno resbaló por el hombro de Juan y fue a darle en la
oreja, que comenzó también a sangrar. Vaciló un momento sobre sus pies y acertó a
seguir a Vicente que se había desviado hacia la derecha. Se vieron ante una puerta
abierta. Dentro había varios camastros y sentados en ellos cosían otros presidiarios.
Les gritaron que entraran y lo hicieron. El cabo de vara se detuvo a la puerta,
sofocado por el esfuerzo. Vicente preguntó:
—¿Es aquí?
Le dijeron que no, pero que mientras estaban dentro de una cuadra el cabo de vara
no tenía derecho a pegar. Allí podían descansar y tener «un respiro». Aquello de
perseguir a golpes a los recién llegados hasta que se instalaban era uno de los
privilegios del cabo de vara, que no era un funcionario sino un preso «elevado» a
aquel cargo por haber alcanzado la confianza del alcaide.
Los presos les instruían sobre el lugar aproximado donde debía estar su cuadra. El
cabo les ordenó que salieran y se reanudó la persecución. Vicente, que había recibido
un rebencazo en la rodilla izquierda y se había golpeado un tobillo contra una
esquina, andaba lentamente, cojeando, lo que permitía a Juan avanzar y ponerse fuera
del alcance del cabo, que se entretenía en vapulear a su compañero.
Vicente cayó, por fin, sin sentido. Llegaron otros cabos de vara con dos cubos de
agua fría. Se los echaron por encima y Vicente se levantó. Su perseguidor, fatigado
ya, se retiraba, advirtiendo a los otros que lo llevaran al calabozo sin golpearle más,
porque de otro modo tendría que intervenir el médico.
Y Vicente encontró a su compañero en un cuarto de unos diez metros de fondo
por seis de ancho donde había dos filas de camastros de paja adosados a la pared. Allí
estaban ya los otros presos curando como podían a Juan. Con Vicente hicieron lo
mismo. Recordaba cada cual la fecha de entrada en el penal y contaban como les
había ido en el trance. Había quien se vanagloriaba de haber encontrado la celda sin
recibir más que dos golpes. Algunos mostraban cicatrices en la espalda.
Uno de los presos, ya entrado en años, les dijo:

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—¿No habéis visto un clavo en la puerta del penal?
—¿Eh? —preguntaba Juan sin comprender.
—Ese clavo que hay en la puerta es para colgar los testículos al entrar. Yo los dejé
allí, cuando vine.
Todos coincidían. Querían decir que no había la posibilidad de la menor reacción
viril, allí dentro.

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Capítulo XV
QUINCE AÑOS SE CUENTAN PRONTO

En el penal Juan y Vicente pasaban semanas enteras sin hablar con nadie, atentos a su
trabajo. Juan había aprendido el oficio de guarnicionero y Vicente el de zapatero, y a
ellos se dedicaban con afán. Lo excepcional de su conducta hizo que los alcanzaran
indultos y reducciones de pena. Los habían propuesto tres veces para cabos de vara,
pero acordándose de la misión de esos cabos lo rechazaron dando las gracias y sin
alegar el motivo. Allí donde todos los presos declaraban no ser verdad el delito por el
que les habían condenado, vanagloriándose al mismo tiempo de haber cometido otros
semejantes, Juan y Vicente no hablaron nunca de su inocencia. Por un lado lo creían
inútil y por otro tenían miedo.
Juan, por la noche, con la luz del cuarto apagada recordaba a su mujer. Pasados
algunos años sintió enfriarse aquel recuerdo y no vivía sino para su obra, en la que
iba perfeccionándose y aprendiendo todos los secretos. Grababa el cuero al fuego y
hacía lindas monturas al estilo cordobés. Las veía terminadas y no creía que fueran
suyas.
Vicente había aprendido el oficio de zapatero y sabiendo que un día saldría del
penal se las prometía felices. A veces se reunía con Juan y hablaban. El asesino de
Sabino podría aparecer un buen día o bien (decían cuando llevaban ya ocho años en
el penal) moriría de muerte natural y antes de morir confesaría quizá su crimen.
Hablaban de esto no sólo para confortarse con la esperanza, sino también para
sondear cada uno a su compañero en busca de la verdad, porque Juan seguía creyendo
que Vicente había matado a Sabino y Vicente sospechaba lo mismo de su compañero.
Es decir, había días —y aun horas del día— propicios a la confianza y otros al recelo.
Por las mañanas cada uno creía que el otro era inocente.
Cuando salieron tuvieron una cierta sensación de desamparo en la calle, en el
tren. Al llegar al pueblo la mujer de Vicente lo recibió en triunfo. Había trabajado
mucho durante aquellos quince años, y ahorrado cerca de doscientos duros. No estaba
vieja aún y tenía una alegría un poco viril, porque a fuerza de andar siempre con
mujeres (con las otras horneras) su carácter había ido haciéndose al dominio y era
fuerte y desenvuelta. Vicente se sentía protegido por ella, al principio, lo que no le
parecía mal, porque era una compensación contra el desdén que le hacía sentir el
pueblo entero. Aunque los informes que el penal envió al municipio eran
inmejorables, nadie le daba trabajo en la aldea y sus vecinos no cambiaban con él
más que las frases rituales al tropezado en la calle.
Su mujer seguía trabajando en el horno y así iban viviendo. Algunas noches, ya
acostados, ella le preguntaba en voz baja, deseando poseer con aquel secreto, lo más
grave y profundo de su vida:
—Dímelo a mí, Vicente. Yo no voy a quererte menos por eso, pero dímelo a mí.

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¿Mataste a Sabino, verdad?
Vicente decía que no y le quedaba dentro una amargura nueva, que nunca había
sentido. Su mujer veía que algo les separaba y no podía dormirse.
Después de aquellas noches, Vicente se levantaba con la misma sensación de
soledad del penal, se iba al campo y caminaba sin rumbo. A veces cogía un puñado
de tierra y la iba soltando entre los dedos.
Había pensado poner un pequeño taller de zapatería con el dinero de su mujer,
pero sospechaba que nadie le llevaría sus zapatos y no quería gastar dinero en vano.
En cuanto a Juan, su mujer lo recibió fríamente. Su hijo, que tenía ya dieciséis
años, lo miraba como a un extraño. Juan quiso reconquistar a su hijo, antes que a su
mujer, pero el hijo no quería ir con su padre por la calle. Tampoco al padre le daban
trabajo. Al hijo sí, y comenzaba a ganar sus jornales, sobre todo en el verano. Aquello
de que el hijo llegara del campo al atardecer y el padre fumara el tabaco comprado
con el dinero que él ganaba, creaba una atmósfera de falsedad y violencia.
La mujer aludió dos o tres veces al crimen también, pero no preguntando, como la
de Vicente, sino afirmando:
—Has hecho caer sobre nosotros una maldición —le decía.
Y Juan, que carecía de fuerzas para contestar, se callaba, se iba a su rincón y
doblaba la cabeza sobre el pecho, tosiendo. Tenían cuartos diferentes, él y su mujer.
Juan se retiraba a un desván, en uno de cuyos rincones había un montón de paja y una
manta.
Algunos días salía y se iba al campo con la esperanza de encontrar a Vicente, pero
cuando lo veía a lo lejos, lo esquivaba porque sentía que todo aquello (tan terrible o
más que la vida de la prisión) se lo debía probablemente a él. Vicente también lo
esquivaba por la misma causa. En aquellos días cada uno creía otra vez en la
culpabilidad del otro.
La mujer de Vicente afrontaba las insinuaciones de alguna comadre con valentía:
—Para mí, Vicente es tan honrao como otro cualquiera. Si hizo algo lo pagó y en
paz.
La de Juan se callaba y mordía un pico del pañuelo que llevaba anudado bajo la
barba. Como las comadres se sentían satisfechas con aquel silencio, se callaban. En
cambio a la hornera, que contestaba bravamente, trataban de herirla por otro lado,
diciéndole que ni Juan ni Vicente eran ya hombres. La mujer de Vicente replicaba que
de aquellas cosas no hablaban las personas decentes y que si su marido era hombre o
no ella lo sabía mejor que nadie.
Transcurrieron varios meses más cuando un día llegaron noticias de la aparición
de Sabino en la aldea próxima. Nadie lo creía. De tal modo estaba fuera de toda
lógica que ni Vicente ni Juan se tomaron la molestia de ir al pueblo vecino a
comprobarlo. El hecho de que la primera noticia la hubiera llevado Ana Launer y
todo el mundo hablara no de Sabino, sino de su fantasma, hacía que los «asesinos»
acogieran aquello con escepticismo.

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Habían salido del penal en octubre y era ya la primavera. Los campos aparecían
con un aire nuevo. Las «cucutes» de pecho tornasolado se posaban en lo alto de los
almiares y daban su alegre canción. Ana Launer, que trabajaba en el horno de don
Manuel y se veía cada día con mujeres del pueblo vecino, estaba radiante.
—No es su fantasma, sino el mismo Sabino, de carne y hueso —le gritaba a su
marido.
Pero Vicente no lo creía. «Por mí puede vivir —decía— y tiene que estar vivo,
pero mientras no lo vea, no lo creeré».
Su mujer le propuso ir al pueblo inmediato, pero Vicente, que tenía miedo a los
desaires, se negó.
Juan, por el contrario, lo creía todo a pies juntillas y andaba por el pueblo como
un sonámbulo esperando que la atmósfera contra él estuviera ya disipada. Fue a ver a
Vicente y éste lo recibió con la misma falta de fe.
—¿También tú crees que resucitan los muertos? —le dijo.
Juan, al oírle hablar así del «muerto» que no podía resucitar, se dijo que sería
verdaderamente una habladuría y que Vicente había asesinado a Sabino.
Las que no creían a ninguno de los dos eran sus mujeres:
—Es Sabino —repetía la de Vicente—. Sabino en cuerpo y alma.
Intentaron los dos hombres salir juntos, asomarse al Ayuntamiento. El guardia
civil que estaba en la puerta de la casa-cuartel los vio pasar con desprecio.
Pero se atrevieron incluso a visitar al mismo secretario del municipio. Éste los
hizo sentarse deferente. Para él dos ciudadanos que habían purgado su delito estaban
en paz con la sociedad y eran tan dignos de consideración como otro cualquiera. Eso
les hizo bien a pesar de que la retórica del secretario no la tomaban en serio.
—Se corre por el pueblo que ha aparecido Sabino —dijo Vicente.
—También han llegado hasta aquí —afirmó el secretario— esos rumores y yo
desearía que fueran ciertos porque modificarían vuestra situación. Yo nunca he
afirmado ni he negado que vosotros fuerais culpables.
Juan tenía una esperanza más viva aún:
—Entonces, señor secretario, sería bueno decirlo al pueblo…
—Oh, no. El Ayuntamiento como corporación no puede deshacer una sentencia
de la Audiencia territorial confirmada por el Supremo. Pero en cuanto haya la menor
base yo intervendré y es seguro que tendréis el apoyo de todo el Concejo.
Aquello podía ser muy importante, siendo como era el concejo conservador,
porque desde el crimen todas las elecciones las perdieron los liberales. Salieron con
la misma impresión que habían llevado. Sin embargo, el solo rumor de que Sabino
había reaparecido reconciliaba a los «asesinos» entre sí.
Al mediodía hubo un gran revuelo en el pueblo, porque el mesonero de la Venta
del Fraile, que solía saberlo todo, llegó a Castelnovo jurando que la reaparición de
Sabino era cierta. Los propietarios de la casa de labor cuyos cerdos habían
«devorado» el cadáver acudían a indagar y tenían la vaga ilusión de que el Estado o

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el municipio les indemnizaran por los cuatro cerdos sacrificados. Aquel revuelo en el
pueblo daba a Juan una alegría tan fuerte que al caer la tarde tuvo fiebre y dolor de
cabeza.
En casa de Vicente, la mujer había comprado licores y quería hacer una gran
fiesta, invitando a los vecinos. Vicente la retenía:
—Vas demasiado de prisa. Espera. No hagamos hablar a la gente en balde.
Pero ella estaba ya convencida de la inocencia de su marido. Cuando Vicente la
atajaba ella tenía aún, quizá, la sospecha de que Sabino estaba muerto, pero ya no
aceptaba que hubiera sido su marido el asesino ni Juan, sino otros. El cura, que se
acercó a la casa (era otro, el anterior había muerto, con lo que se ahorró pesadumbres)
fue para decirles que las supersticiones sobre fantasmas y apariciones eran
anticristianas y no había que tomarlas en serio.
Vicente lo miraba escéptico y decía con una sombra de amargura:
—Buen daño nos hizo su antecesor, que en gloria esté.
En cuanto a los campesinos, seguían tan al margen y tan cuidadosos de evitar a
los «asesinos» como siempre. Aun después de haber oído al dueño de la Venta del
Fraile, todos seguían hablando del fantasma de Sabino. Había una torpe resistencia a
aceptar que la guardia civil del pueblo, el juez de instrucción, la Ilustre Audiencia
Territorial y el Tribunal Supremo se hubieran equivocado de aquella manera.
Al día siguiente el secretario envió un recado a Juan y otro a Vicente. El
secretario, a quien acompañaba el alcalde y dos concejales, les dio la mano, los invitó
a sentarse, les encendió un cigarrillo. Juan y Vicente no necesitaban saber más. Las
expresiones de simpatía, un poco asombrada, lo decían mejor que todas las palabras.
Juan tenía los ojos febriles y no podía hablar de emoción. El secretario tomó unos
papeles de la mesa y dijo antes de leerlos:
—Un oficio del pueblo vecino, firmado por el señor alcalde y el secretario:
Y comenzó a leer:
«Tengo el honor de comunicar a ese Ayuntamiento, para los efectos oportunos,
que en sesión municipal extraordinaria celebrada hoy bajo la presidencia del señor
alcalde, se tomó, entre otros acuerdos, el siguiente, debido a la iniciativa del primer
contribuyente de la villa el Sr. don Ricardo de Paula y Hornachuelos: Considerando
que el vecino de este municipio Sabino García de oficio jornalero, desaparecido en el
año de gracia de 1910, fue declarado muerto de muerte violenta y culpados de esa
muerte los vecinos de Castelnovo Vicente Rodríguez y Juan García, se ha tomado el
acuerdo de comunicar públicamente por medio de bandos que se pregonarán de viva
voz por toda la villa y se colocarán escritos en los lugares acostumbrados, la
reaparición de dicho Sabino García y la rehabilitación de sus supuestos asesinos cuya
honradez y honestidad brillará en lo sucesivo en la conciencia de los vecinos de esta
villa. Se acordó comunicar esta resolución al municipio de Castelnovo para honra y
desagravio de los referidos Juan y Vicente, lo que cumplimento.
Dios guarde a usted muchos años, etc., etc.».

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Juan, en cuanto había oído las primeras palabras confirmando la reaparición de
Sabino, se sintió desfallecer. Sudaba y la habitación le daba vueltas. Vicente seguía
mirando los muebles, los legajos de papeles atados con cinta roja, sin desplegar los
labios. Se levantó, se acercó a Juan y, poniéndole una mano en la espalda, dijo:
—Perdóname que haya pensado mal de ti.
Juan le estrechó la mano, sin hablar. No podía desplegar los labios sin que se
notara su emoción. Vicente tuvo serenidad para pedir que le sacaran una copia de
aquel papel y se la dieran. El secretario le dijo que les enviaría una comunicación
oficial a sus casas repitiendo lo que decía aquel papel y el alcalde añadió que en la
próxima sesión municipal tomarían acuerdos sobre el caso. Esos acuerdos les serían
trasmitidos también.
Juan se levantó y dijo que quería marcharse a su casa, pero con una declaración
de la alcaldía confirmando que Sabino había reaparecido.
El secretario escribió algo en un papel, puso el sello del municipio y se lo dio.
Juan se fue y todos quedaron impresionados ante la idea de que Juan necesitara
aquello para que le creyeran su mujer y su hijo.
Al llegar a su casa Juan encontró a la mujer llorando. El hijo no había ido al
trabajo y paseaba por la casa, inquieto. Recibió a su padre con una sonrisa franca.
Juan fue hacia él y lo abrazó. El hijo lo estrechaba también en sus brazos.
Después, Juan se quedó mirando a su mujer, que seguía llorando. A la noche, Juan
se iba a dormir al desván, como siempre, pero la mujer le tomó del brazo y,
empujándolo al cuarto conyugal, le dijo que la perdonara. Antes de acostarse, como
Juan seguía tosiendo, le preguntó si quería que pusiera fuego en la cama. Fue a buscar
unas botellas de agua caliente y se las puso a los pies.

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Capítulo XVI
CUCUT, CUCUT, EL DOS DE MAYO, SANTA CRUZ

Faltaban ocho días para comenzar las fiestas, en el año de 1925, pero ya se iba
notando una animación que no era la usual. Algunos comerciantes forasteros
reservaban en la plaza el lugar para sus tiendas de bisutería o sus tómbolas. También
había llegado el cojo Marín, ya cano, gordo y fláccido, con las avanzadas del circo.
Aquel domingo era el último de abril y en él se hacía la «bendición de los
campos», ceremonia a la que asistían casi todos los campesinos. El cura iba revestido
con su capa pluvial, que esplendía de oro y plata. Le acompañaba el Ayuntamiento.
El sacristán llevaba la cruz alzada y los monaguillos la cubeta y el hisopo. Las
campanas agitaban el azul. Los mozos habían sembrado de hojarasca el camino que
la comitiva había de seguir. Las calles, limpias, regadas y cubiertas de hoja de chopo,
tenían una fragancia y una frescura primaverales. Y el cura, rodeado de casi todo el
pueblo, iba lentamente hacia las afueras, cara a los sotos y al río.
Cara a los sotos y a las viñas, el cura leía sus rezos, en voz alta; reclamaba con
acento de pocos amigos la ayuda de Dios para los campesinos, increpaba al granizo y
a la sequía para alejarlos de aquellos campos y por fin reclamaba el hisopo y
aspergeaba los cuatro horizontes. Luego, con la misma lentitud y solemnidad, volvían
todos al templo mientras las campanas iban cediendo en su furia.
Los concejales llevaban las camisas limpias, casi azules de blancura almidonada,
la chaqueta colgada de un hombro. Al llegar a la plaza formaron grupos al pie del
Ayuntamiento y allí se quedaron, esperando otro acontecimiento también señalado
para aquel día. Desde el campanario se elevaba un andamio hacia la cúpula de la
torre, hecho con maderas nuevas, recién cortadas. La plaza iba poblándose. Los
grupos se formaban acercándose los hombres entre sí por simpatía o por vecindad,
pero apenas hablaban. Aquellos grupos de los domingos en la plaza eran como un rito
de la festividad, que se cumplía mecánicamente. Yo los veía reunidos, en silencio,
horas y horas. A veces uno decía:
—El aire trae agua.
Después de un largo espacio otro le daba la razón:
—Así parece, pero no hay que fiarse de la frescor.
Se lo tenían hablado todo y en cuanto a sus sentimientos no era necesario
exteriorizarlos a cada paso. Aquel domingo miraban de vez en cuando el andamiaje
de la torre. Tampoco necesitaban decirse que iban a devolver el cigüeñato al nido,
porque lo sabían todos. Cuando no miraban al andamio se miraban entre sí y hacían
comentarios sobre Sabino. En mi pueblo se hablaba de Sabino y en Castelnovo de los
presos. Al grupo de los concejales se acercó un campesino diciendo que Ana Launer
iba leyendo en voz alta, en las esquinas, las coplas que se compusieron años atrás
sobre el asesinato de Sabino. Recordaban que las coplas, impresas en unas hojillas de

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papel rojo, habían circulado por todas las ferias de la comarca. Los ciegos las
cantaban acompañados de la guitarra y las vendían luego por cinco céntimos. En
aquellas coplas, que llevaban también grabados en madera (un hombre que cae, con
un puñal en el pecho, el cadáver arrastrado entre dos, los cerdos que lo devoran y el
fantasma de Sabino que aparece al final pidiendo el castigo de los asesinos) se
narraba muy circunstanciadamente el crimen. Los campesinos se acercaban con
espanto, oían las coplas, las compraban y se iban a sus casas con la hojita impresa en
el bolsillo.
El que llevaba la noticia dijo que también él había encontrado en su casa las
lindas coplas. Los campesinos no destruyen nunca los papeles y una hoja impresa que
cae en sus manos pasa a las de sus biznietos. Ana Launer llegaba seguida de un grupo
de niños. Llevaba la hoja y se puso a leerla en voz alta, con acento grotescamente
trágico. Los concejales escuchaban risueños.

«Los dos asesinos iban


llegando a la carretera
amparados por las sombras
propicias de la chopera.

»No te detengas, Sabino,


Sabino, no te detengas,
dos Caínes te amenazan
con el puñal en la diestra,

»Juan y Vicente se llaman,


los dos en la sombra esperan,
quieren beberse tu sangre
igual que si fueran hienas».

Las advertencias del coplero a Sabino eran un poco tardías y los asesinos cayeron
sobre la víctima. Mientras uno le sujetaba los brazos con una mano y con la otra le
metía el pañuelo en la boca su compañero le hundía el puñal en el vientre. Salían los
intestinos; el herido, a pesar del pañuelo, invocaba a su pequeño hijo y a su esposa.
No habían escrito «su honesta esposa», porque parecía grotesco en la de Sabino. Los
versos seguían:

«Sabino entre sus verdugos


el último aliento exhala
los cerdos de la masía
ventean ya la carnaza
y los asesinos llevan

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el muerto a la empalizada
y abren la puerta a los cerdos
hambrientos de carne humana».

Después llegaban las coplas de los fantasmas. Los cerdos hablaban por la noche.
Se ponían de pie. Al grupo de los concejales fueron acercándose otros vecinos. Ana
Launer leía en voz alta:

«Desde el vientre de los cerdos


Sabino así se clamaba:
Los dos que a mí me han matado
Juan y Vicente se llaman.
La Venta del Fraile cerca
allí las voces llegaban,
dos caminantes que lo oyen
a los guardias avisaban».

Los campesinos encontraban una cierta fruición en renovar aquellas impresiones


de años atrás, sabiendo, como sabían ahora, que Sabino vivía. Ana Launer terminaba
el romance invocando a la justicia humana y divina. Grandes risas acogieron la
última estrofa. Un mozo que llevaba en la mano una bota llena de vino bebió un poco
y ofreció a otro:
—Bebe —dijo—, es sangre de Sabino.
El grupo era muy numeroso. En aquel momento don Ricardo apareció en la plaza,
acompañado del mayordomo. Desde que había vuelto Sabino, don Ricardo no salía
nunca solo. Miró con recelo disimulado aquel grupo y se metió precipitadamente en
la iglesia. El mayordomo se quedó fuera y fue acercándose a los campesinos, a ver lo
que se hablaba.
En el balcón del Ayuntamiento aparecieron los concejales. En aquel momento
salía de la casa consistorial el alguacil aprisionando en sus brazos cuidadosamente al
cigüeñato, que se dejaba llevar sin resistencia. Los campesinos se acercaron. Unos
acariciaban al pájaro sobre las alas; otros, los menos afortunados, le tocaban desde
lejos la pata o las plumas del rabo. Mi padre, mi madre, mi hermano pequeño y yo
salimos al balcón también. El cura se asomaba al de su abadía.
Las cigüeñas adultas, que estaban en el nido, se lanzaron al aire y comenzaron a
planear sobre la plaza. Los campesinos decían:
—Ya lo han visto. Ya han visto al hijo.
Debían saber que el cigüeñato estaba en la casa consistorial, porque desde hacía
cuatro días siempre quedaba en el nido una de las dos vigilando la plaza; no se iban
en pareja, como antes, al río. Las cigüeñas parecían querer descender, pero no se

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atrevían. Sus anchas sombras recorrían la plaza y trepaban por los muros. El alguacil
desapareció en el templo con el ave y minutos después apareció arriba, en el
campanario. Las cigüeñas se limitaban ahora a volar alrededor de la torre, lo que
demostraban que habían visto al hijo y no perdían detalle de cuanto con él se hacía.
El alguacil llegó fácilmente a lo alto del andamiaje y dejó al cigüeñato en el
saliente en el que estaba instalado el nido. El cigüeñato se estremeció, agitó las alas y
fue a reunirse con sus padres. Los campesinos, desde abajo, miraban en silencio. La
mañana esplendía en las camisas blancas.
El mayordomo de don Ricardo entró en la iglesia. Don Ricardo oía desde dentro
aquellos clamores y estaba sobresaltado. Creía que se trataba de un motín. El
mayordomo le dijo que no se trataba de Sabino sino de las cigüeñas, pero así y todo,
don Ricardo le ordenó que le enviara el coche, porque no quería salir a pie. Más que
al populacho, que en todo caso le respetaría, temía a un encuentro fortuito con don
Manuel, contra cuyas insolencias se sentía ahora inerme.
En cambio, don Manuel no se recataba. Iba a todas partes, comentaba el caso de
Sabino y encontraba en el hecho de que don Ricardo hubiera alentado la acusación
contra los «criminales» de Castelnovo un argumento espléndido. Había ido dos veces
al pueblo vecino y se veía que los liberales volvían a tomar fuerzas. Don Manuel
trataba de recobrar su antiguo poder en Castelnovo antes de trabajar a fondo la
opinión en su propio pueblo. Lo primero que tenía que hacer era eliminar el
«fantasma», porque a pesar de todas las declaraciones oficiales Sabino seguía siendo
en Castelnovo «el fantasma» para la mayor parte de los campesinos. Don Manuel
había anunciado que iba a llevarlo un día próximo y que todos podrían verlo y
hablarle.
Sabino había ido todas las noches, desde su regreso, a las cercanías de la casa de
la Adela. Dormía pocas horas. En el monte se había acostumbrado a dormir de día y a
andar despierto de noche, como las fieras, porque su cueva estaba menos fría y
porque para acercarse a las parideras necesitaba protegerse en las sombras. Pero
ahora, en el pueblo, dormía de día y en cuanto oscurecía salía y vigilaba la casa de
Adela para ver si el segundo marido iba a dormir allí o no. Por consejo de personas
discretas, la Adela no volvió a abrirle la puerta a su segundo marido y vivía sola.
Sabino quería comprobarlo. Su madre creía que Sabino dormía con la Adela y llevaba
como podía sus resentimientos de suegra.
Su hijo la miraba sin comprender.
—¿Qué le pasa, madre?
Ella veía sus ojos amorosos, los ojos de cuando era pequeño.
—Nada, Sabino.
Otras veces, mientras Sabino dormía, ella se acercaba y lo miraba en silencio.
Tenía que contenerse para no besarlo. Se retiraba, se sentaba en su silla baja de enea y
lo contemplaba mientras de sus ojos resbalaba de nuevo el llanto frío sin un gesto, sin
un sollozo…

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En Castelnovo, Juan veía que no podía recuperar a su mujer, a pesar de todo. Ella
lo trataba con una cálida piedad y se la veía más atenta a cuidarle su enfermedad que
a abandonarse a la pasión. Juan sentía entre los dos a otro hombre y no se atrevía a
hablar. Una noche le dijo:
—Tú no eres la misma. Tú y yo no nos entendemos como antes, como se entiende
Vicente con su mujer.
Ella no sabía qué decir, porque Juan tenía razón. Él seguía contestándose a sí
mismo:
—Es natural. Quince años no pasan de vacío. Yo me doy cuenta, pero ¿qué hacer?
¿Quién tiene la culpa? Tú, no; ya lo sé. Has pasado tu juventud con la idea de que el
padre de tu hijo era un criminal. Pero yo tampoco.
Juan no se acostumbraba a la idea de que aquella mujer no podía ser ya «su
mujer». Se sentía feliz y al mismo tiempo veía que su felicidad era falsa. A veces
tenía un rapto de ira contra no sabía qué, sus pulmones protestaban y se incorporaba
en la cama tosiendo. En la calle, la alegría de saberse inocente y de sentir que los
demás lo sabían, era incompleta también. Creía ver en las miradas, en los gestos de
las gentes cierta ironía y en aquella ironía estaba viva la presencia de otro hombre.
Un día Juan se levantó sin haber dormido en toda la noche y mientras se vestía iba
diciendo:
—Esto no puede ser.
Su mujer lo miraba con el rabillo del ojo. «Juan, Juan, no te empeñes en hacer
mayor nuestra desgracia».
—¿Qué desgracia? —preguntó él vivamente.
Quería saber si ella sentía aquella misma imposibilidad. Pero su mujer no le
contestaba y Juan se decía a sí mismo en voz alta:
—Un crimen que nadie había cometido ha traído otros crímenes verdaderos.
—No caviles, Juan, que te volverás loco.
No volvieron a hablar en todo el día y se trataban con un cuidado amable,
queriendo ser agradables el uno para el otro. En aquel cuidado de ella había una
buena voluntad que a Juan le desesperaba.
Aquella noche tuvieron a Ana Launer en la calle, frente a la puerta, con su risa de
gato en celo, repitiendo:
—Has pagado adelantado un crimen y tienes derecho a cobrártelo en la sangre de
un semejante.
Volvía a reír y añadía:
—Pero Juan siempre será Juan.
La mujer de Juan se mostró inquieta:
—Ana Launer. Es Ana Launer —dijo.
Tenía miedo, no sabía si a Ana Launer o a Juan, y él la tranquilizó:
—No hagas caso.
Ella sintió en la voz de Juan un acento protector y se le acercó, se empequeñeció

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entre sus brazos y volvió a llorar.
Ana Launer reía en la calle y ahora su risa era metálica, como el chirrido de una
comadreja:
—Tienes un crimen pagado, Juan. Refresca tu memoria y elige al que más te
cuadre, Juan. A ella o a él.
Juan sentía a su mujer entregársele sin condiciones, sabiéndose culpable. Tenía
ella el miedo de un pájaro al que se puede ahogar apretando un poco la mano. Juan
llegó a sentir que aquel derecho suyo a la venganza le daba una gran fuerza con su
esposa, pero se creyó en el caso de decirle:
—¿Qué temes, mujer? Yo soy el mismo de siempre para ti.
Al oírlo ella se deshizo en llanto.

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Capítulo XVII
«¿NO HA VENIDO LA ADELA, MADRE?»

Juan salió a la calle, donde se oían rumores de multitud, y encontró un grupo de más
de doscientas personas que seguían a Sabino, a don Manuel, a los dos médicos del
pueblo próximo y a uno de los propietarios de Castelnovo. Por puertas y ventanas
asomaban otros vecinos y miraban intrigados, sin decidirse a salir a la calle. Delante
iba el dueño de la Venta del Fraile, diciendo jovialmente a los vecinos:
—Aquí lo tenéis a Sabino; mirad, mirad si es bien de carne y hueso.
Y Sabino abría los brazos, en ademán de ofrecerse y repetía:
—Aquí me tenéis. Yo soy Sabino. Nadie me ha hecho ningún mal, de eso os
podéis convencer.
Las mujeres miraban por las ventanas, a veces sin atreverse a abrirlas del todo,
temerosas del fantasma. Pero Sabino era Sabino. Al pasar frente a casa de Juan, éste,
que se había quedado en la puerta, lo saludó con un gesto. Don Manuel empujaba
suavemente a Sabino hacia su «asesino», y al verse delante de él, Sabino le dio la
mano, que Juan estrechó maquinalmente. Se miraban sin hablar. Juan hubiera querido
que estuviera allí su hijo. La que salió fue su mujer:
—Ay, Sabino —dijo llorosa—; Dios te perdone el mal que nos has hecho.
Sabino volvió a abrir torpemente sus brazos:
—Quién iba a pensarlo, mujer —se disculpó.
Juan, sin soltarle la mano, afirmó, con voz segura para que lo oyeran todos:
—Yo no te guardo mala voluntad.
Juan les daba las gracias por llevar al pueblo a Sabino, ya que muchas personas
seguían acusándole del crimen en su «pensar interior». Después don Manuel invitó a
Juan a unirse a ellos, pero Juan, viendo que todo aquello tenía un aire de «carnaval»,
se excusó y se metió en casa. Fue a sentarse al lado del fuego, apoyó la cabeza entre
las manos y se estuvo mirando una llamita azul que aparecía y se extinguía casi
regularmente por el costado chamuscado de un leño. La visita de Sabino a la aldea
iba a hacerle mucho bien.
Al mediodía salió, por el gusto de ver la cara de las gentes. Volvió pronto a casa,
con una sensación de disgusto. Le dijeron que al ver a Sabino el cabo de la guardia
civil frunció las cejas, incrédulo, y como don Manuel le preguntara:
—¿Eh? ¿Qué dices? ¿Mataron a Sabino?
El cabo respondió muy convencido:
—Don Manuel, si no mataron a ése matarían a otro.
Al saberlo, Juan se sintió desconcertado. Si el cabo se obstinaba en repetir aquello
podrían volver a detenerlos y les harían confesar otro crimen, el que quisieran.
Además, aquella certidumbre del cabo mantenía en el aire una inculpación en la que
siempre habría alguno que creyera. Fue a ver a Vicente. Lo primero que la mujer de

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Vicente le dijo era que estaba muy flaco y que debía quedarse en la cama hasta
mejorar. Juan quiso reír y al decirle que estaba mejor que nunca, tuvo un golpe de tos
y luego otro. Se le congestionó el rostro, hasta ponerse de color malva. Tuvo que
dejarse caer en una silla. La mujer de Vicente le dio un vaso de leche y le dijo que
Vicente había ido a la ciudad a comprar las herramientas para trabajar como zapatero.
Tardaría tres días en volver. Juan sentía que Vicente había superado su situación,
vivía tranquilo y feliz, y se desentendía de todo. No quería saber de Sabino ni de los
problemas que suscitaba. Desde el momento en que el Ayuntamiento lo había
rehabilitado ya no se ocupó sino de reorganizar su vida. Juan le dijo que Sabino
estaba en el pueblo, pero ella lo había visto ya y le había dicho cuatro cosas. «Ese
poca substancia —repetía—, por irse a vivir entre los lagartos hizo la desgracia de
medio pueblo».
Le preguntó por su mujer y Juan contestó con evasivas. Ella lo miraba con
curiosidad:
—Repórtate, Juan. ¿No has aguantao como mi Vicente dieciséis años de miserias?
Aguanta un poco más y te volverá la paz.
Aquella idea de que fuera necesario contenerle a él, llamarle a la prudencia, le
hizo más patente su derecho a la venganza. Miró a su alrededor. Había una azada
reluciente colgada en un travesaño y se le iban allí los ojos.
—Tengo que darle una cazada a alguno.
Una «cazada» era el golpe clásico con el reverso de la azada, con el cazo. La frase
era habitual en el pueblo. Ella sentía que había en el fondo de aquellas palabras un
impulso verdadero.
—Juan, ¿estás loco? Anda a tu casa. ¿Vas a dar la razón a las malas gentes que
han querido perdernos?
Juan se dejó convencer fácilmente, le pidió que cuando volviera Vicente le
enviara aviso a su casa y se marchó; pero al salir a la calle tuvo otro ataque de tos. Se
apoyó en la pared, estuvo tosiendo largo rato y cuando parecía calmarse se dobló
sobre sí mismo y dejó caer en tierra una bocanada de sangre. Salió un vecino y Juan,
apoyándose en él, fue marchando lentamente.
—Tarde he tenido la idea —se lamentaba sin explicar a qué idea se refería. Por el
camino, antes de llegar a su casa, se cruzaron de nuevo con el grupo que acompañaba
a Sabino y que se dirigía a las afueras.
Juan, con voz débil, dijo:
—Cuánto mal nos has hecho, Sabino.
Sabino no contestaba. Don Manuel se lo llevó de allí.
Regresaron al pueblo en dos carruajes: el del médico y el de don Manuel. El
médico, que estaba esperándolos en las afueras, al saber lo que pasaba con Juan fue,
por encargo de don Manuel, a verle. Cuando volvió dijo que era un caso perdido y
que no comprendía cómo había podido vivir tanto tiempo. Sabino movió la cabeza y
dijo que llevaba en la cara la estampa de la muerte.

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Don Manuel puso un comentario estoico:
—Dios arregla las cosas a su manera.
Dejaron a Sabino a la entrada del pueblo, cerca de la casa de su madre, y los
demás siguieron hacia el centro. Pero Sabino, en lugar de quedarse en casa, fue
andando hacia la plaza. El centro del pueblo había cambiado de aspecto. El circo, las
«comedias del Cojo Marín», estaba ya levantado y al lado se amontonaban cajas con
cierres de hierro, fardos de forraje para los animales y grandes rollos de cuerda.
Aquella noche era la primera función. Sabino se sentía feliz allí, entre la gente. Se le
acercaban y no le preguntaban nada. Por el contrario le contaban novedades y hechos
del tiempo de su ausencia. Uno le dio el romance de «su crimen». Sabino iba
deletreándolo y cada vez que veía su nombre en letra impresa se sentía halagado. No
le hacía ninguna impresión lo que allí se decía. El relato del crimen le dejaba frío.
Sólo le interesaba el hecho de su nombre escrito en un papel que se vendía por dinero
en los corros de los ciegos.
Dos campesinos se le acercaron y le dijeron que don Manuel y don Ricardo
estaban en una situación más tirante y difícil que nunca. El liberal, porque quería
sacar todo el partido posible del regreso de Sabino y por esa razón lo había llevado a
Castelnovo. Don Ricardo, porque deseaba que la gente se olvidara de aquello.
Y el que hablaba añadió:
—El mayordomo de don Ricardo ha dicho que si don Manuel no se anda con
cuidado puede haber un día negro en el pueblo.
Sabino se quedaba indiferente ante aquellos resentimientos y se sumía en la
misma reflexión: «¿Cómo es posible todo esto por causa mía?».
En los porches del Ayuntamiento corría una fila de tenderetes que mostraban su
bisutería brillante de oralina y sedas. Algunos muchachos encendían buscapiés y los
lanzaban, entre el alborozo de los demás. Después de la explosión olía a pólvora y
aquel olor quince años después le recordaba a Sabino su propia infancia. Se le
unieron otros tres campesinos. Uno de ellos preguntó a Sabino si vivía con su mujer.
Era aquél un tema escabroso, pero Sabino lo miró a los ojos y respondió que el asunto
estaba en manos del juez y del cura. Se dieron los otros por satisfechos y no volvieron
al tema. Uno de los recién llegados recordó que había comido carne de uno de los
cerdos de la Venta del Fraile y estuvo dos años enfermo de aprensión. Sabino volvía a
sentir el mismo asombro.
En un rincón de la plaza se oía el zumbido sordo de un pandero y el rugido, a
veces, de un oso. Era un oso gris, grande y viejo, con la cadena atada a un anillo que
le perforaba la nariz. Se ponía en dos pies, alzaba una pata torpemente y después otra.
Los chicos formaban corro. Sabino miraba al animal, obsesionado. No sabía qué era
lo que le llamaba la atención, pero encontraba su aspecto grotesco, su danza grave
que hacía reír y su barbarie muerta, como viejas cosas conocidas. Estando bajo
aquella impresión, como le preguntara uno de los campesinos por qué se fue del
pueblo, Sabino dijo, sin mirarle:

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—Me marché para no enviar a alguno al cementerio.
Alguien le dijo que se estaba tratando en el Ayuntamiento de darle un cargo y
Sabino interrumpió al que lo decía, haciéndose el enterado. Poco después, se despidió
con un gesto, y se marchó calle abajo, hacia su casa.
Al llegar, su madre lo recibió con exclamaciones de angustia. Ya creía que no iba
a venir. Tenía miedo de que fuera a Castelnovo porque se hacía la idea de que en
aquel pueblo debían estar terriblemente resentidos contra él y temía que quisieran
matarlo de veras. Todas aquellas historias de la chopera, los cerdos, etc., seguían
vivas, y a veces parecía como si hubieran sucedido.
Sabino le preguntó si había estado allí la Adela.
—¿La Adela? ¿Para qué había de venir?
Sabino lo preguntaba a menudo, al regresar, porque tenía la esperanza de que ella
misma, la Adela, resolviera antes que el juez y el cura la cuestión volviendo a su lado.
Pero la Adela no iba. El mismo Sabino sabía que no iría, pero le gustaba hacerse
aquella idea.
La señora Antonia no lloró esa vez.

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Capítulo XVIII
DISPUESTOS A IR AL «TERRENO»

Después de contestar a su pregunta («¿ha estado aquí la Adela?») con aquella


respuesta siempre sorprendida: «¿A qué va a venir aquí la Adela?», la madre se le
acercaba y le ponía la mano en la cabeza, haciéndola resbalar sobre una sien. Los
campesinos españoles, poco expresivos en sus afectos, no están acostumbrados a esas
efusiones y Sabino se sentía un poco humillado por aquella caricia de niño. La madre
lo contemplaba sin pestañear. Sabino llegaba a sentirse molesto por aquella mirada
fija e impasible que de pronto comenzaba a reflejar una angustia ligera, superficial.
—Vamos, madre —decía Sabino—, hágase cargo de que todo está pasao. Otra
mujer en su caso estaría contenta.
Al día siguiente, muy temprano, llegó a casa un recado de don Ricardo, llamando
a mi padre. Le rogaba que fuera a verle en seguida y se disculpaba de no poder venir
él. Mi padre salió y por el camino se encontró al farmacéutico, que había sido
llamado también urgentemente. Llegaron juntos y don Ricardo los recibió midiendo a
largos pasos el vestíbulo.
—Gracias, amigos míos.
Pasaron al despachito de la caja de caudales. Mi padre estaba intrigado.
—Necesito —les dijo don Ricardo— una reparación de don Manuel y he pensado
en ustedes para que vayan a pedírsela en mi nombre.
Don Manuel, en las casas de Castelnovo donde estuvo, se había permitido bromas
sangrientas contra su enemigo político. Lo de menos era que hubiera hablado de si
tenía o no don Ricardo influencia en la capital de la provincia —aquí don Ricardo
hizo un gesto de desdén y recordó que no sólo la tenía en la provincia, sino en Madrid
—, pero había dicho cosas que ningún hombre de honor podía consentir. Se había
burlado de su madre, recordando su juventud y dando a entender que la virtuosísima
señora de Paula y Hornachuelos había tenido liberalidades con el padre de don
Manuel. Al decir esto, don Ricardo se ponía rojo de cólera. El farmacéutico, que
odiaba a los liberales, miraba a don Ricardo como si tratara de hipnotizarle y se
estremecía de indignación, sin el menor comentario. Mi padre lo escuchaba
sorprendido de la desenvoltura de don Manuel, pensando que los liberales iban
demasiado lejos si creían que el episodio de Sabino les iba a dar bastante fuerza para
arremeter contra las casas conservadoras del pueblo.
—Como no bastan las buenas maneras —decía el señor de Paula y Hornachuelos
— se impone una medida radical. Si dejo pasar en silencio estas ofensas, ¿a dónde
vamos a parar?
Las insolencias de don Manuel iban minando el terreno a la casa de don Ricardo.
Mi padre estaba extrañadísimo y el boticario asustado. A vueltas con todas aquellas
palabras se trataba de que mi padre y él actuaran de padrinos de duelo, si don Manuel

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no quería rectificar lo que había dicho. Por si había alguna duda, don Ricardo dijo:
—Estoy dispuesto a ir al terreno.
En lenguaje caballeresco, el «terreno» a secas era el «terreno del honor». Mi
padre encontraba natural aquella determinación. Conocía el código de los lances y
para llevar a cabo su misión inteligentemente y poder obligar a don Manuel a
rectificar, con lo cual se evitaría el duelo, pedía aclaraciones minuciosas a don
Ricardo. Éste explicaba que en primer lugar don Manuel trataba de ponerle en
ridículo diciendo que había rescatado a Sabino sin saber que era Sabino. Con estas
palabras le señalaba ante el pueblo como responsable de todo.
—Quiere echarme al pueblo encima —repetía, asustado.
No sabía que la gente estaba muy tranquila disponiéndose a pasar las fiestas lo
mejor posible. Ésa era una de las desventajas de don Ricardo, a quien su riqueza le
separaba del pueblo. Don Manuel estaba más cerca de los campesinos, se confundía a
veces con ellos y de ese hecho sacaba su fuerza. Mi padre insistía en preguntarle los
detalles de las ofensas de don Manuel.
—Hablando de mi madre se ha permitido groserías incalificables. Como es
necesario informarles de todo, tengo que hablar de cosas que repugnan a la
sensibilidad de cualquier hombre y más a la mía. Ése canalla ha dicho que en tiempos
su padre tuvo relaciones ilegítimas con mi madre, y al hablar de ella ha hecho…
Don Ricardo hizo un ruido nasal aspirando aire y produciendo un leve ronquido
voluptuoso. Mi padre preguntó con minuciosidad cruel.
—¿Se habrá referido, naturalmente, a los tiempos de soltería de su señora madre?
Don Ricardo afirmó, añadiendo que a nadie de la familia de don Manuel se le
había permitido nunca poner los pies en su casa. El farmacéutico preguntaba con
visible falta de tacto:
—Entonces, ¿se permitió hacer —repetía el leve ronquido nasal— al hablar de su
honorable madre?
—Como usted lo oye —afirmaba don Ricardo.
El farmacéutico se sentía desolado. Mi padre creía también que aquello era una
falta de respeto que por otra parte iba muy bien con las costumbres groseras de don
Manuel.
Don Ricardo seguía:
—Dice además que yo pagué de mi bolsillo la acusación privada contra Juan y
Vicente. Aceptemos que eso sea verdad. ¿No pagó él la defensa? Y si la supuesta
viuda de Sabino se encontraba abandonada y carecía de medios para encargar la
acusación por su cuenta, ¿qué de particular tenía que yo la hubiera ayudado? ¿No
quería yo ayudar también a las familias de los delincuentes? Pero lo que busca don
Manuel es echarme el pueblo encima.
Transigía con todo, en definitiva, menos con las faltas de respeto a su madre.
Aquello no lo toleraría en los días de su vida. Don Ricardo estaba dispuesto a todo,
pero recomendaba «el menor ruido posible». No quería que trascendiera, de

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momento. Si se obtenía un acta conciliatoria se haría pública en los tableros de
anuncios oficiales del Ayuntamiento. De otro modo irían «al terreno», pero el pueblo
no debía saber nada hasta después. Mi padre le preguntó si en caso de ir al terreno se
batirían a sable o a pistola. Don Ricardo se estremeció y dijo que a su hora se trataría
de aquello. Mi padre le recomendó la pistola, teniendo en cuenta que don Manuel era
de mayores fuerzas físicas que él.
Fueron a ver a don Manuel. Los nombres de mi padre y del farmacéutico debieron
hacerle gran impresión, porque salió él mismo, entre molesto y curioso. Los hizo
pasar a la sala donde se recibía a las visitas de gala. Allí, después de cambiar
vaguedades sobre el tiempo y los preparativos de las fiestas, mi padre abordó la
cuestión. Don Ricardo se sentía ofendido y les había comisionado para exigir una
rectificación. La palabra «exigir» revelaba de pronto a don Manuel que estaba ante
dos padrinos de duelo, lo que no dejó de impresionarle. Pensó que en la suavidad de
maneras de don Ricardo había un límite, y que aquel límite caballeresco había
llegado. Don Ricardo no replicaría a sus ofensas en la calle, a puñetazos, como quizás
hubiera hecho él, pero tenía recursos más peligrosos.
Don Manuel se encogió de hombros:
—Yo no he tratado de ofenderle.
Mi padre vio que aquello iba por buen camino, pero don Manuel añadió:
—Si he hablado de él, me he limitado a decir la verdad. Don Ricardo trabajó el
pueblo de Castelnovo contra nosotros apoyándose en aquel crimen, intrigó todo lo
que pudo para llevársenos las elecciones y lo consiguió. Ahora le ha llegado la hora
de perder y no tiene más remedio que resignarse.
Mi padre puntualizaba:
—Suponiendo que eso fuera cierto, don Ricardo no lo hace motivo principal de
ofensa. La política es la política. Pero usted ha ofendido su nombre y el de su madre.
El farmacéutico puntualizó:
—Usted ha afirmado que su madre tuvo relaciones ilegítimas con el padre de
usted y al hablar de su señora madre ha hecho…
El farmacéutico repitió el leve ronquido nasal y continuó:
—Usted trata de hacer reír a la gente con esas cosas que nuestro representado
considera legítimamente como groserías.
Don Manuel se impacientaba:
—Bueno, ¿qué quiere? ¿Qué quiere concretamente don Ricardo?
Mi padre le dijo, conciliador:
—Que usted se desdiga y que se levante un acta para hacerla pública.
La palabra «acta» tenía en el campo un prestigio notarial y jurídico. Don Manuel,
que se sentía más fuerte contra su enemigo desde la reaparición de Sabino, se negó en
redondo.
—Entonces —dijo mi padre— le rogamos, en nombre de nuestro representado,
que designe a dos personas para tratar con nosotros.

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Don Manuel se hizo el sorprendido y preguntó ingenuamente:
—¿Un duelo?
Mi padre afirmó con la cabeza. Don Manuel quiso reír, pero le costaba trabajo:
—Mire usted, eso son idioteces. Yo no me bato con don Ricardo.
Mi padre le advirtió que si se negaba se levantaría el acta en la que constara su
negativa y sería publicada añadiendo una declaración firmada por otras personas
notables del pueblo en la que se consideraría a don Manuel descalificado.
—¿Qué quiere decir eso? ¿Que me tacharían de cobarde?
Mi padre inclinó la cabeza, afirmando, y se disculpó:
—Es el protocolo.
Don Manuel se levantó:
—¿Cobarde yo? Díganle a ese títere que le voy a hacer un agujero en la tripa,
pero que para eso no hace falta testigos ni pamplinas. Cuando quiera y como quiera.
El farmacéutico y mi padre insistieron en que aquello se podía arreglar por las
buenas, pero don Manuel juraba que lo que decía lo sostenía en todas partes.
Entonces mi padre insistió en que enviara los padrinos a nuestra casa, donde estarían
esperándolos todo el día.
Tanto mi padre como el farmacéutico quedaron muy extrañados de la facilidad
con que don Ricardo aceptó los hechos. A veces tuvieron la impresión de que
renunciaría al duelo, al ver tan decidido a su enemigo. Pero don Ricardo se mostraba
con la decisión de «ir al terreno» ya hecha, más sereno y tranquilo. Veían en aquello
el fondo feudal que conservaba su familia.
Se tramitó rápidamente, porque los dos médicos, que representaban a don
Manuel, se mostraban especialmente agresivos. Don Ricardo se sentía indignado de
que hubiera nombrado padrinos a dos enemigos personales suyos. Aquello
envenenaba más el asunto. El duelo quedó concertado, a pistola y a «primera sangre»,
es decir, que una herida bastaba para darlo por terminado. Hasta que esa herida se
produjera dispararían por turno, sin avanzar. La distancia, quince pasos. Se discutió
mucho sobre el hecho de que pudiera o no disparar otra vez el que resultara herido, es
decir, que el último disparo lo hiciera el herido, si quería hacerlo. Se acordó
finalmente que el hecho de que hubiera sangre en uno de los dos resolvería el lance.
Se fijó el encuentro para el día siguiente a las seis de la mañana en una era apartada,
junto a las ripas. Quedó nombrado el juez de campo y como los padrinos de don
Manuel eran médicos, no había que designar uno. Don Ricardo rechazó aquello,
porque no quería caer en manos de ninguno de los dos, y envió el coche con el
mayordomo a Castelnovo a buscar el médico de allí. Los padrinos de don Manuel lo
aceptaron.
En el pueblo se sabía que estaba pasando algo grave, pero nadie podía concretar
nada. Los padrinos conservaban rigurosamente el secreto. Se hablaba de una gran
tirantez entre las dos familias, pero esperaban que se resolvería, como otras veces,
con una batalla en la plaza entre los mastines. Aquel mismo día llegó la noticia de

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que en Castelnovo habían ardido dos almiares de don Ricardo. Parecía que los
vecinos no habían hecho grandes esfuerzos por extinguir el fuego y aunque la riqueza
destruida no era mucha, se notaba una combatividad alarmante en los liberales. Don
Ricardo se sintió más ofendido aún y atribuyó aquello a la propaganda de don
Manuel. Sólo un duelo entre él y su enemigo apaciguaría a las gentes. Por otra parte,
la idea de matar a su enemigo le parecía muy confortable después de las burlas
procaces contra su madre. Fue al duelo con la sensación de cumplir un alto deber,
como iba a la iglesia en los grandes días. Antes había hecho testamento. En su casa
todos sentían la presencia de algo extraordinario, pero nadie podía decir de qué se
trataba. El secreto había sido riguroso por los dos bandos.
Sabino ya no vigilaba la puerta de la casa de Adela. Estaba seguro de que ella no
osaría recibir a su segundo marido. Supo Sabino que Juan había muerto en
Castelnovo y se creyó obligado a ir a dar el pésame a su viuda. Cuando llegó se
encontró con que los rumores eran falsos; pero Juan estaba tan grave que no podía
sobrevivirles muchas horas. Tendido en la cama, rodeado de toallas sanguinolentas,
conservaba su lucidez. El médico le inyectaba para contener la hemorragia, pero se
despidió dando a la familia la impresión de que no había nada que hacer. Entonces
llamaron al cura, que le dio la unción. Los grandes pies de Juan rebasaban la cama,
desnudos. El cura leía sus latines y le ponía los óleos con un poco de estopa
impregnada. Sabino estaba muy impresionado:
—Perdóname, Juan —le decía al enfermo, con voz suplicante.
Juan le tomó la mano y le dijo:
—¿Por qué te fuiste, Sabino?
Sabino se encogió de hombros. Juan añadió:
—Claro que te perdono.
Juan murió por la noche, repitiendo que era inocente. Al saber su muerte los
campesinos quemaron otro almiar de don Ricardo.
Sabino, al volver al pueblo, pasó por la chopera donde estaba todavía la huella de
la fosa que en la busca del cadáver, de su propio cadáver, habían abierto años antes.
Había ido cubriéndose de tierra arrastrada por las lluvias, pero todavía se podía ver,
tapizado de hierba, el desnivel cerca de la carretera.
A la entrada del pueblo vio al gitano con el oso. Aquel animal seguía
impresionándole. El primer animal salvaje que veía después de su regreso, era casi
una obsesión. Acompañaba al viejo un muchacho de once años andrajoso y sucio, que
tumbado en tierra apoyaba su cabeza sobre el lomo del animal. Sabino se detuvo:
—¿Es manso? —preguntó.
—No. Es feroz, pero a nosotros nos conoce.
Sabino siguió andando y se fue a su casa. Preguntó, como siempre, a su madre si
había estado allí la Adela y su madre le contestó como siempre también:
—¿A qué? ¿A qué va a venir la Adela a esta casa?
Durmió por la noche y se levantó temprano. Fue a la plaza, a ver cómo iban las

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ferias. Al pueblo llegaban muchos forasteros que compraban y vendían. Había
docenas de caballos y de mulas atados junto al muro de la iglesia, bien enjalmados de
colores vivos. Sabino hubiera querido tener un poco de dinero y comprar fruslerías.
También le habría gustado comprar unos peines muy relucientes que veía y una tela
de «basquiñas» para la Adela.
Su madre le suplicaba que no saliera tanto de casa, que se quedara allí, con ella.
«No te he visto aún desde que el Cristo te ha traído a mi lado», le decía.

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Capítulo XIX
DON RICARDO APUNTÓ MAL

Al amanecer estaba todo dispuesto. Los rivales parecían tranquilos y a los dos los
animaba un poderoso rencor. Mi padre estaba inquieto. Una vez en el campo sintió
que todo aquello era demasiado bárbaro y que las balas de plomo sin blindar podían
matar a un buey a cincuenta metros. Con la esperanza de que los dos decidieran
respetarse la vida, acordaron los padrinos, y así lo comunicaron por separado a cada
uno de los duelistas, que si después de cruzarse tres disparos ninguno había resultado
herido el duelo se consideraría celebrado y las dos partes satisfechas. Mi padre, lo
mismo que los demás, sentía que estaban viviendo un momento culminante de la
historia de la aldea.
Situaron en sus puestos a los dos, de espaldas. Mi padre daría tres palmadas y a la
tercera se volverían y harían fuego desde su sitio. Así se hizo. Los estampidos
resonaron por las ripas y envolvió a cada uno de los duelistas una nube de pólvora.
Habían disparado juntos. Los dos seguían de pie. Sin moverse de su sitio, ofrecieron
las pistolas vacías a sus padrinos. Éstos volvieron a cargarlas. Sonaron de nuevo las
tres palmadas y don Ricardo disparó apresuradamente. Don Manuel estuvo apuntando
unos segundos, disparó a su vez y don Ricardo cayó a tierra herido en el muslo
izquierdo. Acudió el médico de Castelnovo, rompió el pantalón y se dispuso a
curarle. Don Manuel entregaba, satisfecho, la pistola a sus padrinos y después de oír
sus recomendaciones se acercó a don Ricardo y le ofreció la mano abierta. Don
Ricardo le rozó los dedos (se veía que aquellos cumplimientos reglamentarios les
molestaban) y quiso sonreír dirigiéndose a mi padre, pero perdió el conocimiento.
Entonces dijo el médico que tenía la pierna fracturada y después de ponerle dos
inyecciones para contener la hemorragia trasladaron el herido al coche y el médico y
mi padre entraron con él.
Como era muy temprano, las casas del pueblo estaban cerradas en su mayor parte
y por hallarse en fiestas no había nadie en el campo. La emoción entre los que habían
intervenido en el duelo era enorme y veían el triunfo de don Manuel como una
fatalidad que se sumaba a la del regreso de Sabino. Decididamente, los liberales
tenían su buena estrella y había que ir pensando en resignarse. El médico parecía
preocupado, pero menos inquieto por la calidad de la herida. Tenía miedo a la
posibilidad de que uno de los dos hubiera sido herido en el vientre.
Para hacer subir a don Ricardo a su alcoba tuvieron que intervenir el mayordomo,
mi padre, el médico y dos criados, que lo llevaban en vilo. El médico y mi padre
recomendaron calma y comenzaron por advertir que había sido un accidente sin gran
importancia. Se le había disparado una pistola de arzón cuando apoyando el cañón en
el muslo trataba de levantar el gatillo. Como aquellas pistolas, que todos conocían,
tenían los muelles muy duros, nadie dudaba. La esposa de don Ricardo llegó, dando

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gritos. Al ver sonreír a su marido se calmó un poco. Luego rompió a llorar. Su madre
no se había levantado aún y don Ricardo rogaba que no le dijeran nada, porque él
mismo le hablaría más tarde. El médico atendía a la hemorragia y a la asepsia
mientras por su consejo telegrafiaban a un cirujano de Ontiñena para que acudiera.
Los dolores que sufría don Ricardo debían ser, a juzgar por el médico, espantosos.
Quiso ponerle calmantes, pero don Ricardo se negó y el mismo dolor le hizo perder el
conocimiento otra vez. En cuanto llegó el cirujano se habilitó una mesa cubierta de
sábanas, pusieron a cocer calderos de agua, el farmacéutico envió grandes paquetes
de gasa y algodón esterilizado y la operación se hizo. La bala fue extraída, pero el
hueso estaba astillado y no sería fácil conseguir la sutura. El cirujano encargó análisis
de sangre, de orina, dejó al herido, ya vuelto de la anestesia, en paz, y dijo después a
mi padre que probablemente perdería la pierna, pero que si se atendían sus
instrucciones (y para eso quedaba el médico de cabecera a su lado constantemente
durante los primeros días) no había nada que temer.
Don Ricardo se había portado valientemente. Llevaba su situación sin una
protesta. Dijo que había sido una lástima aquel acuerdo de no disparar ya en el
momento en que uno de los dos estuviera herido, porque esa medida le había
impedido matar a su enemigo. Estaba seguro de que en el último disparo hubiera
acabado con don Manuel. Lo decía, sin embargo, sonriendo y con su aire plácido de
siempre.
Por la tarde, cuando llegó mi padre, le preguntó qué se decía por el pueblo.
—No se sabe nada aún. Algunos hablan de que se ha caído usted por la escalera y
se ha roto una pierna, otros creen que estando de caza se le ha disparado la escopeta.
Don Ricardo era partidario de que poco a poco se fueran enterando de lo
sucedido. Mi padre se extrañó y estuvo después, toda la tarde, pensando en aquello.
Judicialmente no había nada que temer, porque de una manera tácita las autoridades
permitían el duelo. Mi padre se propuso comenzar a hablar de lo que en realidad
había pasado, aunque —se dijo— probablemente se me habrá adelantado ya don
Manuel, orgulloso del triunfo.
Mi padre se enteró al día siguiente de que el Ayuntamiento había nombrado a
Sabino guarda auxiliar de la acequia (para el control de los riegos) con un pequeño
sueldo del municipio y otro, una gratificación más bien, del Sindicato de Regantes.
Allí tenía aseguradas cuarenta pesetas mensuales, con las que podía vivir a cuerpo de
rey. Como había sido mi padre quien lo propuso, se apresuró a hacérselo saber a
Sabino por un criado, que le llevó una carta. Media hora después estaba Sabino en mi
casa y mi padre lo hacía pasar a su despacho. Mi padre comenzó contándole lo
sucedido entre don Ricardo y don Manuel. Daba la mayor gallardía al papel de don
Ricardo y no era difícil porque verdaderamente el señor de la fina barbita se había
portado valientemente. Sabino, a quien coaccionaban los muebles de la habitación y
la presencia de mi padre, estaba asombrado. No podía creer lo que oía. Mi padre le
había dicho:

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—En mala hora tuviste la idea de marcharte al «saso».
Sabino, mareado de dicha, metía el dedo pulgar en el cinturón y erguía el pecho.
—¡Quién iba a pensar, don José!
Hablaron luego de la muerte de Juan. Mi padre no estaba en antecedentes. Sabino
le dijo que había ido a verlo y que antes de morir Juan le había perdonado. Sabino
tenía una cierta sensibilidad moral de la que nunca le hubiera creído mi padre capaz,
y al ver que Sabino se ufanaba de aquel perdón, se alegró más de haber intervenido
en su favor.
Antes de marcharse, Sabino se despidió de mi madre y ella le hizo esperar y le dio
dos camisas y unos zapatos viejos. Con todo aquello en un paquete salió Sabino por
la puerta muy satisfecho. En la plaza había grupos de campesinos alrededor de los
tenderetes de la feria. Sabino se detuvo en uno de ellos (yo lo estaba viendo desde
detrás de los cristales) y dijo algo que los demás comentaban apasionadamente. Con
el pecho más erguido todavía siguió su camino. El oso bailaba en la plaza entre un
grupo de aldeanos y Sabino miró de medio lado, sin detenerse.
En su casa seguía su madre quejándose y la Adela sin ir. Sabino sentía necesidad
apremiante de su casa, de su hogar (no del de su madre) y sólo la sorpresa de tantos
acontecimientos le iba haciendo llevadero el desasosiego. Por la tarde, el mayordomo
de don Ricardo se presentó allí, en su misma casa. Sabino pensaba que iba a
proponerle trabajo y se regocijaba ya con la idea de rechazarlo porque no podría
atender su oficio de guarda y el de jornalero. Se encontró con que el mayordomo le
entregaba veinticinco pesetas «de parte de su señor» y se sentaba en una silla a fumar
tranquilamente un cigarrillo. La anciana seguía llorando en silencio y sus labios iban
dejando caer una letanía de elogios para don Ricardo, amparo de los pobres, gran
señor que sabía hacer gozar de su riqueza a los desvalidos. Sabino oía todo aquello
con impaciencia. El mayordomo iba recordando, como al azar, el día en que fueron a
buscarlo en el roquedal de Aineto. Sabino reía con el mayordomo cuando éste le
decía que no podían comprender cómo resistía allí el cierzo y la helada. Luego
añadió:
—¿Tú crees que no te conocimos? Don Ricardo dijo en cuanto te vio que eras
Sabino.
—Yo a quien conocí —decía él, ingenuamente— era a don José. Como a don
Ricardo no le había visto, quizá, nunca…
—¿Y sabes cuáles fueron las primeras palabras de don Ricardo?
La viejecita escuchaba muy atenta.
—Pues lo primero que dijo fue: hay que salvar a Sabino, llevarlo a Castelnovo y
enseñarlo a todo el mundo, para que la inocencia de Juan y de Vicente resplandezca.
La viejecita suspiraba:
—Alma de gran señor.
Sabino no comprendía a qué venía todo aquello. El mayordomo continuaba:
—El viejo Morel dijo que tu llegada iba a revolucionarlo todo, pero don Ricardo

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se empeñó en que bajaras al pueblo en seguida…
—Eso es verdad —concedía Sabino, recordando que todos tenían prisa por volver
al pueblo—. Pero el viejo Morel me puso el cañón de la escopeta sobre tal parte —y
señalaba con su dedo el costado del mayordomo, lo que a éste le parecía una libertad
excesiva.
—Claro, pero don Ricardo le reprendió después.
La viejecita escuchaba, dándose cuenta desde el fondo de sus setenta años de que
allí había un interés personal de don Ricardo.
Viendo el mayordomo que quedaban con aquella certidumbre, salió creyendo
haber cumplido un deber delicado. Sabino guardó el billete de cinco duros, y como
no se fiaba del dinero en papel, pensó que habría que cambiarlo por monedas de plata
en la tienda del barrio. Lo verían los tenderos, los que estuvieran allí comprando. Se
hablaría de aquello. Pero ya el hecho de que tuviera cinco duros carecía de
importancia al lado de su nombramiento, de la muerte de Juan, de los quince años de
presidio de Juan y Vicente, de las enfermedades del viejo Gonzalo y de Ignacio, de
las preocupaciones de don Manuel, de las habladurías y los motines de Castelnovo,
donde habían quemado tres almiares, y del duelo y de la pierna rota de don Ricardo.
—¿No ha venido la Adela? —preguntó una vez más a su madre.
La madre negó con la cabeza. Luego se levantó, anudó el pañuelo bajo la barba y
se dirigió a la casa de al lado a ver a la señora Mónica, a contarle lo del dinero y a
decirle cómo don Ricardo había reconocido en seguida a Sabino cuando subieron al
saso.
Sabino examinaba las camisas de mi padre y pensaba cuál sería la que se pondría
el día que fuera a ver a la Adela. Ya se había cerciorado de que el segundo marido no
iba. Le había llegado la voz de lo que él mismo decía: «No es honrao que habiendo
aparecido Sabino yo siga con la Adela, a menos que las autoridades dispongan que es
mi mujer». En el fondo había un respeto por la Adela, no como tal Adela, sino como
«mujer de Sabino», que a él le halagaba.
Yo hablaba con mi abuelo de todos aquellos acontecimientos. El duelo y la herida
de don Ricardo le tenían lleno de preocupaciones. A lo largo de sus setenta y cinco
años no había pasado en el pueblo nada tan importante.
Mi abuelo me decía:
—¿Te acuerdas de lo que hablamos el día que ibais al saso a buscar el
«monstruo»?
Yo me acordaba muy bien. Mi abuelo sonreía y con los ojos perdidos en el aire
repetía:
—Ya ves cómo es malo despertar la casualidad.
—¿Aunque sea para bien de los demás? —decía yo, acordándome de Juan y
Vicente.
Mi abuelo hacía un gesto de gran reserva:
—Ésa es otra cuestión. Yo lo que digo es que hay que dejar que la casualidad

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duerma. Por lo demás cada hombre, hasta el más miserable, ocupa un lugar en el
mundo y ahora se está viendo.
Mi abuelo me había dado dinero para las fiestas y se lo había dado también a mi
hermano menor. Era nuestro banquero. Aquella tarde había circo y yo fui con mi
hermano. Don Manuel ocupaba uno de los tres lugares de honor, en una especie de
palco encima de la salida de los artistas. Otro lo ocupaba el alcalde y el tercero estaba
vacío. Don Manuel se hacía visible en todas partes, sin aludir al duelo, pero sabiendo
que todo el mundo pensaba en él. Don Manuel fumaba un cigarro puro y se inclinaba
a veces a hablar con su mayordomo. Llevaba consigo un galgo de largo pelaje, que
atendía a la pista con una estupidez indiferente. El público, que llenaba por completo
el circo, vigilaba los gestos y los movimientos de don Manuel y sentía por él, como
agresor y vencedor de don Ricardo, una especie de gratitud primitiva y bárbara.
Entre los números cómicos había uno de fantasmas, cerdos que comían a las
personas y otras alusiones inocentes, cada una de las cuales era acogida con grandes
muestras de alborozo. Luego había un burro que se llamaba Bautista y daba vueltas
sobre sí mismo a las voces de mando de un payaso. Salió también un enano,
elegantemente vestido, que hablaba con palabras italianas rodeado de una gran
solemnidad y pretendía impresionar mucho a la gente, con su pecho erguido y su voz
(una voz adulta) temible. Le llamaban los payasos «signor Mussolini» y aquello
divertía a don Manuel, que se reía.

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Capítulo XX
LA SILLA ROTA

Cuando Sabino iba a salir de casa dos días después observó que muchos de sus
vecinos marchaban precipitadamente a las afueras en la misma dirección, dando
voces. Sabino preguntó a los más próximos, que le dijeron sin dejar de correr:
—Se ve un incendio en Castelnovo.
Sabino pensó que sería otro almiar, pero en el horizonte las llamas ponían una
línea de oro demasiado extensa. Un viejo aclaró que el incendio era en Los Pinos, la
finca de don Ricardo. En las sombras de la noche los campesinos, para quienes un
incendio en el campo es el hecho más temible que puede darse, iban y venían
alborotados. Poco después pasó el automóvil de don Ricardo lleno de guardias
civiles. El mayordomo iba al lado del chauffeur, muy taciturno. Todo el pueblo estaba
fuera de las casas. Mi padre también había ido a las afueras y miraba con unos
prismáticos.
—¡Qué barbaridad! —decía—. ¿Qué culpa tienen los árboles?
Mi padre sentía en sí mismo el dolor de un árbol que se desgajaba o se quemaba y
Los Pinos eran una linda finca con árboles milenarios. Los campesinos también
sentían aquello y hacían sus cálculos sobre los días que habían pasado sin llover y la
sequedad de los arbustos que facilitaría la propagación del incendio. Por un lado y
otro salían patrullas de campesinos que iban a Castelnovo a pie para ayudar en los
trabajos de extinción. Viendo salir a la guardia civil mi padre había dicho como para
sí mismo:
—Es inútil. No se sabrá nunca quién ha sido.
Si iba la guardia civil era para intervenir en los trabajos de extinción del fuego.
Algunos campesinos sin tierra, con una alegría satánica, gritaban:
—Bien tranquilo estoy yo. No se quemarán mis fincas.
Entre la gente estaba el viejo Morel. Mi padre lo vio y evitó encontrarlo. El viejo
Morel también lo había visto antes y se desvió para no tropezarse con él. En el fondo
negro de la noche, el horizonte engalanado de oro iba extendiéndose. A veces el
viento traía un olor de resina quemada. Sabino saludó a mi padre, al pasar, con acento
tímido, como haciéndose perdonar la parte que pudiera tener en aquel incendio. Mi
padre le dijo jovialmente que al día siguiente recibiría una comunicación del
Ayuntamiento notificándole que entraba en funciones en su nuevo cargo.
Pasó Tomaser montado en un mulo. Sus criados iban en otras caballerías, con
cubos vacíos colgados de las enjalmas. Tomaser llevaba la faja abultada por delante y
de ella iba sacando pellizcos de carne, como siempre. Se le veía preocupado por el
incendio, al que quería llegar a tiempo para ayudar a extinguirlo. Siempre que había
«una desgracia» como aquélla Tomaser era de los primeros en llegar, ya fuera liberal
o conservador el perjudicado. Se perdió con su séquito carretera adelante en medio

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del ruido de latas de los cubos que entrechocaban.
Sabino iba firme, seguro sobre sus pies. Recorrió algunas calles, estuvo vacilando
ante la puerta de la Adela y, por fin, se acercó y observó que estaba abierta. Dentro no
se oía hablar a nadie. Entró y dijo, alzando una voz tranquila y familiar:
—Ave, María. ¿Estás aquí, Adela?
Ella preguntó desde adentro.
—¿Quién va?
Sabino reconoció en aquella voz toda su intimidad. Recordaba con cierta flojedad
en las piernas que aquella mujer era la única que lo había besado, que lo había
estrechado en sus brazos.
Viendo los pobres muebles de la casa, entre los cuales había alguno nuevo y
desconocido, Sabino se sentía más sólido y más «centrado» aún. Voces apresuradas
llegaban de la calle. Los campesinos más tardos en enterarse corrían también a las
afueras. Sabino miraba aquella silla de enea, con anchos brazos, en la que solía
sentarse teniendo al hijo en las rodillas. Al pequeño hijo que murió.
Como tardaba la Adela, pensó que lo había reconocido por la voz y que estaba
arreglando, quizá, sus cabellos, retocando su blusa. Repitió:
—Adela, soy Sabino.
Había dejado pasar varios días para que se aclarara en cierto modo la situación de
ella con su segundo marido, pero sobre todo para que ella se acostumbrara a la idea
de que Sabino no era ningún fantasma sino el mismo hombre de carne y hueso que
quince años antes se acostaba con ella.
La Adela apareció en el umbral del cuarto de al lado. Su expresión era sombría,
pero había cierta fragancia en su cara ovalada. Lo miraba sin decir nada. Sabino
buscaba en vano detalles por los cuales pudiera deducir que ella se había acicalado
para él. No veía sino la misma expresión de dominio, de seguridad, que tenía antes;
pero aquella expresión no coaccionaba ahora a Sabino, cuya sangre ardía.
Conteniendo aquel fuego sentía que su misma cara debía ponerse pálida.
—Adela —dijo con un aplomo falso—, han pasado quince años y parece que era
ayer.
Ella tardó en contestar. Por fin dijo:
—Dieciséis años. Dieciséis y tres meses.
Sabino se alegró de que ella llevara la cuenta. Sabiéndose con todos los derechos,
dijo:
—No vamos a hablar del tiempo que ha pasado sino del que falta por pasar.
La Adela seguía mirándolo. Le encontraba más seguro de sí mismo. Sabino
señalaba la silla desfondada:
—Ése era mi puesto. Y es lo que yo digo. Aún hay calor en mi sangre.
Ella lloraba. Era todo lo que podía hacer. Antes de dejar su puesto —dieciséis
años atrás— pensaba Sabino que la Adela no lloraba nunca y a veces, con sus
lágrimas, Sabino se hubiera sentido un poco más seguro. Pero ella no lloraba nunca.

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Viéndola llorar se sentía victorioso. Sus ojos volvían a la silla de madera negra y
paja amarilla, desflecada por el asiento. Tenía una pata rota, astillada, y la habían
atado fuertemente con alambre. Luego debieron volver a pintarla, porque el alambre
estaba cubierto de pintura negra. En la ancha madera del respaldo, en el primer
travesaño de arriba, que se alzaba en el centro con una graciosa comba, había unas
raspaduras blancas, hechas con un objeto cualquiera.
Y le hacían pensar en su hijo cuando tenía tres años. El niño, de pie en las rodillas
de Sabino, se asomaba sobre el hombro de su padre, trazaba allí aquellas rayas
arbitrariamente y decía que eran «un caballo» o «una casa».
La Adela seguía llorando. Sabino sentía flaquear sus piernas de deseo. Pero una
fuerte voluntad le mantenía firme.
—No llores —le dijo.
Ella lloraba más. Sabino, para dar espacio a aquel llanto, se calló, se acercó a la
silla y se sentó lentamente. Ya sentado, se acomodó con aire soñador y suspiró.
«Parece —pensaba— que ahora, al sentarme yo aquí, ha de apagarse el incendio de
Los Pinos, se ha de curar don Ricardo y ha de resucitar Juan». Adela habló
disculpándose:
—La vida me ha engañao a mí contigo, Sabino.
Sabino no quería oír hablar de perdones. Perdonarla equivalía a aceptar todo lo
que pasó antes y Sabino lo rechazaba. Hablar de traiciones ahora era como aceptar
que a él, a Sabino, se le podía traicionar.
Ella insistía en sentirse culpable. Sabino soltó a reír:
—Eso son tonterías. Tú eres joven aún y yo no soy viejo. Podemos volver a
empezar.
La Adela se acercó y se sentó en el suelo. Frotaba su cabeza contra las rodillas
amorosamente. Sabino esplendía de soberbia. Ya no estaba pálida su cara, la sangre
había vuelto a esparcirse normalmente por todo su cuerpo. Sentía secos los labios y
eso era todo. Ella quiso besarle las manos, pero Sabino hizo ademán de levantarse,
protestando. Era demasiado. Aquello le parecía cosa de iglesia.
La Adela insistía, con los ojos encendidos:
—¡Quédate esta noche, Sabino!
Y Sabino se quedó. Por la ventana abierta se veía el horizonte iluminado por el
incendio:
—Eso es por mí —dijo, satisfecho.
También ella, Adela, ardió por él aquella noche. Al día siguiente Sabino fue a
primera hora al Ayuntamiento. Le dieron el fusil y la correa que había de llevar en
bandolera con la chapa de cobre donde se leía: «División rural. Sindicato de riegos».
El secretario le dijo que al día siguiente se pusiera a las órdenes del cabo de
vigilancia de la acequia y que su sueldo contaba desde aquel mismo mes. Sabino
volvió a casa de la Adela. Todo el día estuvo ella detrás de él, leyendo sus intenciones
en los ojos y adelantándose a sus deseos. Lo besaba y él la rechazaba cariñosamente

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diciendo que cada cosa quería su tiempo.
Por la noche, cuando se iban a dormir, Sabino dijo que a aquella silla había que
repararle el asiento y pintarla. Quería verla como si fuera nueva.
Al día siguiente fue al trabajo. Le dijeron que Los Pinos habían ardido por
completo.
El cabo recordaba las catástrofes de los últimos días, los otros contemplaban a
Sabino en silencio, rendidos de admiración. Llegaba en el aire, a favor del viento, el
olor lejano del bosque en cenizas humeantes.
Veían en Sabino al triste héroe de todo aquello.
—¿Qué hiciste, Sabino? —le preguntó el cabo.
—Lo menos que puede hacer un hombre. Marcharme. ¿Es que no tengo las
piernas para irme a donde quiera? Un día me dio el barrunto. Y me fui.

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RAMÓN J. SENDER (Chalamera, Huesca, 3 de febrero de 1901 - San Diego,
Estados Unidos, 16 de enero de 1982). Escritor español. Tomó parte en las guerras de
Marruecos en las décadas de 1910 y 1920. A su regreso se instaló en Madrid y trabajó
como periodista en El Sol hasta 1929, fecha en la que empezó a escribir para
periódicos más radicales. Participó en actividades anarquistas, que terminaron
decepcionándole, por lo que se hizo comunista, aunque más tarde, durante la Guerra
Civil española, renegó también de esta ideología y en 1938 se exilió a Francia y
posteriormente a México y Estados Unidos. Su obra, de carácter realista, analiza con
crudeza la realidad social desde una óptica revolucionaria. Es autor de Imán (1930),
una novela sobre la guerra de Marruecos; Mr. Witt en el cantón (1935), con la que
obtuvo el Premio Nacional de Literatura; Crónica del alba (1942), de carácter
autobiográfico; Requiem por un campesino español (1960; primera edición de 1953
con el título de Mosén Millán); El bandido adolescente (1965), sobre el pistolero
norteamericano Billy el Niño; y La aventura equinocial de Lope de Aguirre (1964),
entre otras muchas. Falleció en 1982 en San Diego.

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