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Caridad y Discernimiento en San Ignacio

La caridad discreta en San Ignacio de Loyola se refiere a unir la caridad y el discernimiento sin fundirlos, de modo que cada uno ilumine al otro. El discernimiento cualifica a la caridad y la guía para que se ejerza plenamente sin desorientarse. San Ignacio propuso el examen espiritual de conciencia como medio para desarrollar un discernimiento permanente, a través del cual reconocer los signos de la voluntad de Dios.

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Caridad y Discernimiento en San Ignacio

La caridad discreta en San Ignacio de Loyola se refiere a unir la caridad y el discernimiento sin fundirlos, de modo que cada uno ilumine al otro. El discernimiento cualifica a la caridad y la guía para que se ejerza plenamente sin desorientarse. San Ignacio propuso el examen espiritual de conciencia como medio para desarrollar un discernimiento permanente, a través del cual reconocer los signos de la voluntad de Dios.

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La caridad discreta (“discreta caritas”) en San Ignacio de Loyola

En el argot cristiano se nos hace muy familiar y significativa la palabra «caridad» como actitud
fundamental de la propia experiencia cristiana. De ahí que se convierta en el culmen de la
misma. Pero san Ignacio, fiel a sí mismo, y terco en cuanto a los objetivos que se propone y los
medios para conseguirlos, añade, junto al objetivo indudable de la «Caritas» la herramienta
imprescindible del adjetivo «indiscreta», no vaya a ser que por fijarnos sólo en el objetivo
perdamos de vista el modo de llevarlo a cabo en plenitud, o bien por exceso -caridad
indiscreta- o bien por defecto -abandonando el reto de las cosas bien hechas.

La expresión “discreta caritas” no se formula explícitamente en los Ejercicios, sin embargo es


fundamental en las Constituciones y otros escritos de Ignacio (Cartas, Diario espiritual…). Lo
más sugerente de esta expresión es que pretende unir -sin fundir- dos polos o dos cabos que
con frecuencia suelen andar sueltos, cada uno por su lado. Pero dado el modo como san
Ignacio suele enfocar las cosas, su pericia está en unificar ambos, permitiendo que cada
miembro ilumine plenamente al otro y así se pueda decir con toda verdad que no hay caridad
sin discreción ni discreción sin caridad.

Los dos presupuestos quedan bien reflejados en la siguiente frase de las Constituciones de la
Compañía de Jesús: “La caridad y discreción del Espíritu Santo mostrará el modo que se debe
tener” (219), bien a la hora de tomar una decisión personal, o bien en el momento en que el
superior o gobernante tenga que formular alguna orden. De ahí que la discreción no equivalga
fundamentalmente a “moderación”, sino a aquello que cualifica a la caridad como iluminación.
Si las cosas las iluminamos sólo desde nosotros mismos, se suele apagar la luz, pero si las
ponemos a la luz de Dios se nos aparecerá la iluminación del camino o de la opción que
queramos tomar, conscientes de que es el mejor modo de reconocer y hacer su voluntad.

La “discreta caritas” es, mucho más, una experiencia mística iluminadora de toda realidad que
una especie de acertijo a través del cual me propongo descubrir lo que Dios quiere de mí. Es la
mejor manera de formular la docilidad plena a la voluntad de Dios que toda persona que se
considere maduramente cristiana tiene que encarnar en su vida, no solo en momentos
puntuales sino siempre.

La dimensión espiritual no escapa a la necesidad de aunar bien el corazón y la inteligencia, la


caridad y el discernimiento. La caridad representa el aspecto afectivo, el elemento dinámico de
la vida espiritual. El discernimiento, por su parte, designa el aspecto cognitivo o el elemento
intelectual y su papel es ordenar, orientar las fuerzas de la caridad, para que sean plenas. Para
que no se dispersen y no se derrochen, para que no cometan torpezas e irracionalidades. No
hay peores ineptitudes que las religiosas, pues implican a Dios y se hacen en nombre de Dios.
se adornan con su autoridad. Cuando nos enteramos de las extravagancias religiosas que san
Ignacio de Loyola conoció en Manresa, aunque “animado por grandes deseos, seguía estando
ciego”[1], se comprende fácilmente su insistencia para que la caridad vaya siempre
acompañada del discernimiento.

La expresión caritas discreta (caridad acompañada de discernimiento) aparece en él como un


verdadero lema, por así decir, como una marca característica de su espiritualidad. No quiere
que separemos impulsos del corazón e inteligencia espiritual. Cuanto más fuerte es la caridad,
más se impone el discernimiento, no para contradecirla y disminuirla, sino para canalizarla. El
papel del discernimiento no es encender la pasión, sino, muy al contrario, favorecerla y servirla
permitiendo que se ejercite plenamente sin desorientarse ni perderse. El discernimiento,
desde ese momento, actúa en cierto modo como un “termostato”, como un regulador de
calor.

Cuando, en una habitación, el calor es demasiado intenso, no estamos a gusto y corremos el


riesgo de deshidratarnos. Por el contrario, cuando hace demasiado frio, la situación no es
mejor: hay peligro de constiparse y de que salgan sabañones. Lo importante es, por tanto,
calibrar bien, equilibrar la temperatura.

Así ocurre con el fuego de la caridad. Podemos perjudicar haciendo el bien con una caridad
excesiva, indiscreta e intempestiva. Para no ejercer nuestra caridad equivocada y defectuosa-
mente, conviene juzgar bien las situaciones y estar siempre alerta y vigilantes.

Lo que caracteriza propiamente a la persona religiosa es precisamente esta cualidad de


vigilancia y de atención paciente que encontramos en el que vela[2] . La persona religiosa es
esencialmente, según la expresión de los Padres de la iglesia[3], un «néptico» (nepsis,
despertar), “una persona que elige vivir su vida despierta, con los ojos bien abiertos”. El
nombre de Buda, al parecer, significa «el despierto».

EL DISCERNIMIENTO PERMANENTE

Esta actitud de inteligencia espiritual siempre despierta se refiere menos a acciones puntuales


de discernimiento y más a un estilo de vida, a estar dispuesto en todo momento. La perma-
nencia del discernimiento, eso es lo que importa: es ella la que garantizara la capacidad de
discernir en las situaciones particulares.

En efecto, alguien que no es normalmente inteligente, no lo será más cuando tenga graves
problemas que resolver. De la misma forma, quien no esté habituado al discernimiento, no
sabrá apenas discernir cuando tenga que tomar decisiones importantes.

Una vida espiritual equilibrada requiere siempre que nos ajustemos a la buena voluntad de
Dios, “que decidamos según su voluntad, prestando una atención continua, renovada, a los
signos que nos muestra a través de los acontecimientos, de los encuentros y, sobre todo, como
veremos, a través de lo que vivimos en nuestro interior”.

Y ¿cómo actuar, para desarrollar esta actitud habitual de atención, esta disposición, en todo
momento, de reconocer los signos que me ofrece Dios y que me permiten dirigir correcta-
mente las energías de mi caridad? ¿Cómo desarraigarme de la inconsciencia y del sonambulis-
mo cotidiano, como salir del flujo, de la ola, evitar la amnesia, el Alzheimer espiritual?

¿Como adquirir lo que los maestros llaman el sentido o el tacto espiritual, esta sensibilidad y
esas antenas espirituales que me permitirán mantenerme siempre conscientemente en el
amor?

El verdadero discernimiento, según Jean Lafrance, «no es la práctica de la fría razón, sino la


puesta en práctica de una sensibilidad espiritual (cf Flp 1 ,9), de un instinto que nos hace des-
cubrir las huellas de la acción de Dios en nuestra vida. Es la unción de la que habla san Juan y
que nos enseña todo»[4].

En resumen, ¿cómo lograr que mi corazón discierna?

EL EXAMEN ESPIRITUAL DE CONCIENCIA

El discernimiento es uno de los dones del Espíritu (Is 11,2) que debo pedir encarecidamen-te,
como hizo Salomón (I Re 3,9), pero es un don que puedo, disponerme a recibir y a aprender a
desarrollar en mí. Y para adquirir un corazón que discierna, existe un medio reconocido,
probado, utilizado en todas las tradiciones religiosas, bajo una u otra forma, y que tiene
precisa-mente como función asegurar el desarrollo del discernimiento permanente:  el examen
espiritual de conciencia.

Esta práctica es ahora algo común a todas las religiones y tradiciones espirituales[5], la persona
religiosa reconoce fácilmente en sí su fidelidad pone al examinarse, en la calidad de la atención
que presta al leer sus vivencias.

El examen de conciencia, en su forma tradicional, consiste en ¨reservarse, a lo largo del día,


uno o dos momentos de pausa, de unos quince minutos, para ver de nuevo y revisar[6] lo que
hemos vivido¨, desde la última pausa. Al obtener un beneficio de esta revisión, tendremos la
posibilidad de ordenar mejor nuestra vida para el tiempo futuro.

Francisco de Sales habla de este alto, de esta pausa-salud, como de un «mini retrato cotidia-
no»[7]. El objetivo de un retrato, como su palabra indica, consiste en tomar distancia frente a
lo vivido para leerlo y evaluarlo[8] mejor y, así, conseguir vivir mejor en el futuro.

Como el comerciante que todas las tardes hace la caja para comprobar si ha ganado o perdido
dinero. Tomar regularmente el pulso de nuestra experiencia espiritual. Si estuviéramos progra-
mados como lo están los animales, no tendríamos que hacer ejercicios de inteligencia. Las
orientaciones de nuestra vida serian ordenadas por nuestros instintos y obedeceríamos a ellos
ciegamente.

El ser humano está hecho de tal forma que (y ahí están su grandeza y su miseria) debe escapar,
hasta cierto punto, a las influencias de su entorno, y determinar por sí mismo como ac-tuar a
partir de las luces que constituyen su discernimiento. Esto vale para todos los ámbitos de
nuestra vida, pero más aún para el dominio de nuestra vida espiritual.

En este nivel, lo que intentamos comprender cuando examinamos nuestra vida son fundamen-
talmente los signos de la voluntad del Señor que El nos da para que podamos orientar bien
nuestra acción. No se trata pues de una introspección psicológica o moralizante, sino de una
verdadera búsqueda, en el Espíritu, de las intenciones que tiene Dios sobre nosotros.

Lo importante sigue siendo, no lo que yo he hecho por el Señor. sino lo que el Señor quiere
hacer en mi o a través de mi.

IGNACIO DE LOYOLA, en el numero 43 de sus Ejercicios espirituales, propone una prác-tica


clave para guiar nuestra forma de hacer el examen[9]. Cinco etapas, que recorrer gradualmen-
te, marcan el camino de la experiencia. Esas etapas constituyen un conjunto y un entorno que
proporcionan a la marcha su carácter propiamente espiritual.

El padre George Aschenbrenner, en su famoso artículo “El examen espiritual del cons-
ciente”[10], ofrece una excelente presentación, inteligente, renovada y muy bien actualizada,
de la forma de hacer el examen propuesto por san Ignacio. Este texto es de obligada lectura.

[1] IGNACIO DE LOYOLA, Autobiografía 14 (cf El peregrino:


autobiografía de Ignacio de Loyola, Mensajero, Bilbao 1991).
[2] H. NEWMAN, Parochial and plain sermons IV, sermón XXII: Watching; Sermons on various
occasions, sermón III: Waiting for Christ. Pueden encontrarse íntegramente estos sermones
en www.newmanreader.org.

[3] Cf. J. LAFRANCE, Día y noche, San Pablo, Madrid 19993. Sobre los népticos, cf también O.


CLÉMENT, Dialo-gues avec le patriarche Athénagoras, Fayard, París 1969, 27,202,211.

[4] J. LAFRANCE, A l'école de saint Ignace, Cahiers de spiritualité ignatienne 22 (1982) 3l.

[5] «El examen de conciencia tiene una larga historia que se remonta hasta la antigüedad
pagana. Los estoicos en particular lo utilizaban de forma muy regular… Encontramos también
formas de examen de conciencia en la antigua India y en el Islam.

Fue, sin embargo, principalmente a partir de los estoicos, via los Padres de la Iglesia, se


introdujo en el cristia-nismo el examen de conciencia. Y en él, después de la época de las
persecuciones, es decir, después de la Paz de Constantino, comenzó a tener un importante
papel, haciéndose cada vez más relevante.

Durante la Edad media la tradición se extendió, especialmente entre los cistercienses, en las


órdenes mendican-tes, y más tarde en la Devotio moderna. A través de
la Devotio moderna fue como el examen de conciencia se implan-tó entre los laicos» (Examen
de conscience, en Dictionnaire de spiritualité IV /2, París 1961; cf Examen de conciencia, en E.
ANCILLI, Diccionario de Espiritualidad II, Herder, Barcelona 1983, 68-73; cf también S.
ROBERT, Aux sources de la relecture: l'examen de conscience, Christus 194 [1997) 231-232).

[6] Sobre el examen como «revisión» de la vida, segunda mirada, «re-espec-tar», doble visión
(por oposición a cor-ta visión), cfr. M. QUOIST, Réussir, Éditions ouvriéres, París 1961, 199-
202,221-228 (trad. esp.: Triunfo, Herder, Barcelona 19986).

[7] Según Divarkar, san Ignacio consideraba el examen de conciencia como una fórmula de


sustitución de los Ejercicios espirituales para aquellos que no pudieran completar con éxito su
retrato: P. DIVARKAR, Le chemin de la connaissance intérieure, Médiaspaul-Éditions Paulines,
París-Montréal 1993, 53 (trad. esp.: La senda del conocimiento interno, Sal Terrae, Santander
1984).

[8] El término «examen» se refiere al cursor de una balanza romana, a la evaluación, al peso
obtenido en medio de un equilibrio: G. FESSARD, La dialectique des Exercices spirituels de saint
Ignace de Loyola 1, Aubier, París 1956, 79; A. MANARANCHE, Un chemin de liberté, Seuil, París
1971,99 (trad. esp.: Un camino de libertad, Stvdivm, Madrid 1973).

[9] Encontraremos la práctica del examen, en los Ejercicios espirituales, no sólo en el número


43, sino también en los números 77 (examen de oración), 333-336 (examen de consolaciones),
342 (examen de afectos). Sobre las relacio-nes entre el examen, el Principio y fundamento y
la contemplación para conseguir el amor, cf. J. A. TETLOW, The most postodern
prayer. American Jesuit Identity and the examen of conscience, Studies in the Spirituality of
Jesuits, 26/1 (enero de 1994) 45, 47-48.

[10] G. A. ASCHENBRENNER, L´examen de conscience spirituel, Cahiers de spiritualité


ignatienne 9 (1979) 30-42; Consciousness Examen, Review for Religious 31 (1972) 14-21

DISCERNIR EL AMOR

La discreta caridad de la que insiste San Ignacio es el ejercicio del amor inteligente.
an Ignacio, maestro espiritual, aconsejaba a sus compañeros a «discernir el impulso del amor».
Por eso, no hablaba de la caridad a secas, sino que se refería a la «discreta caridad». Caridad y
discernimiento como dos amigos inseparables. Ignacio, hombre místico, que se adentró en las
honduras del conocimiento interior, supo captar que el enemigo es capaz de disfrazarse bajo la
figura de Ángel de luz y corromper nuestros impulsos más nobles, por eso, dice el dicho, «de
buenas intenciones está empedrado el camino del infierno».

La discreta caridad de la que insiste San Ignacio es el ejercicio del amor inteligente. En esta
emergencia humanitaria que vivimos en Venezuela, el impulso desordenado del amor, nos
puede llevar a un activismo desmesurado y a una conciencia de héroes, que nos puede quemar
en el intento o, en palabras de Ignacio, corromper el subjecto.

El amor discernido va acompañado de una espiritualidad del cuidado personal. La conciencia


de héroes, de «salvarlo todo», nos puede llevar a unos niveles de frustración y culpabilidad
inhumanos. El bien, debemos hacerlo bien, y para ello, es justo y necesario, discernir el
impulso del amor para administrar concienzudamente nuestras energías y no quemarnos en el
intento.

“Con quienes propagan herejías contra la religión católica, hay que ser fuertes y no permitir
que se les apoye ni se les alabe porque el mal que pueden hacer es muy grande.

Caridad es gritar que viene el lobo, para que no logre matar a las ovejas” (San Francisco de
Sales)

˂˂La discreta caridad˃˃

˂˂Discreta caridad˃˃ no significa en Ignacio un amor que tema a la luz pública. La expresión
quiere decir que el amor es ˂˂un amor que discierne˃˃ (discreta charitas), que pregunta
siempre por lo que es realmente bueno para una relación o para una actividad. Lo que veo
ante mi como posibilidad de encuentro y de actuación ¿corresponde al magis en la dirección
de la fe, la esperanza y el amor, o tiene más del gusto de la desconfianza, resignación y el
egoísmo?

Ignacio ofrece desde su propia experiencia, sobre todo en los Ejercicios, una cantidad de
ayudas y reglas de experiencia para examinar de dónde proceden las motivaciones interiores,
los fines que se persiguen y las mociones. En este discernimiento intervienen todos los planos
de la persona: conocimiento profundo más íntimo, meditación y consideración racional, y
especialmente también la sensibilidad para las mociones interiores. En este contexto se habla
a menudo de ˂˂consolación˃˃ y ˂˂desolación˃˃.

En la formulación ˂˂discreta caridad˃˃ o ˂˂caridad ordenda˃˃ se expresa tanto la unión


fundamental con el Evangelio de Jesús, cuyo centro es el amor, como la acentuación especifica
de la espiritualidad ignaciana.

Espíritu Santo

 
˂˂el medio para gustar con el afecto y ejecutar con suavidad lo que   la razón dicta que es
mayor servicio y gloria divina, el Espíritu Santo les enseñará mejor que otro ninguno; aunque
es verdad que, para seguir las cosas mejores y más perfectas, suficiente moción es la de razón;
y la otra de la voluntad, aunque no preceda la determinación y la ejecución podría fácilmente
seguirla, remunerando Dios nuestro Señor la confianza que en su providencia se tiene, y la
resignación de si mismo entera y abnegación de sus propias consolaciones, con mucho
contentamiento y gusto y tanto mayor abundancia de espiritual consolación, cuanto menos se
pretiende y más puramente  se busca su gloria y beneplácito˃˃ (Carta 6327; MI Epp. 11, 184-
185 [p. 1086]).

Cristo como consolador    

˂˂Mirar el oficio de consolar que Cristo nuestro Señor trae, y comparando cómo unos amigos
suelen consolar a otros˃˃ (EE 224)

De las reglas de discernimiento de las mociones interiores para la primera semana de Ejercicios

Estrategias contrarias del buen espíritu y del malo (primera regla)

˂˂En las personas que van de pecado mortal en pecado mortal, acostumbra comúnmente el
enemigo proponerles placeres aparentes, haciendo imaginar delectaciones y placeres
sensuales, por más los conservar y aumentar en sus vicios y pecados. En las cuales las personas
el buen espíritu usa contrario modo, punzándoles y remordiéndoles las conciencias por el
sindérese de la razón˃˃ (EE314).

Lo que significa de la consolación (tercera regla)  

˂˂Finalmente, llamo consolación a todo aumento de esperanza, fe y caridad, y toda leticia


interna que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salud de su ánima quietándola y
pacificándola en su Criador y Señor ˃˃ (EE 316)

Desolación (cuarta Regla)

˂˂Llamo desolación a todo lo contrario [...], así como oscuridad del ánima, turbación en ella,
moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, movimiento
a infidencias, sin esperanza, sin amor hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada
de su Criador y Señor ˃˃ (EE317)

 
˂˂En tiempo de desolación nunca hacer mudanza ˃˃ (quinta regla)

˂˂En tiempo de desolación nunca hacer mudanza, mas estar firme y constante en los
propósitos y determinación en el que estaba el día antecedente a la tal desolación, o    en la
derterminacion que la estaba en la antecedente consolación. Porque, así como en la
consolación nos guía y aconseja más el buen espíritu, así en la desolación el malo, con cuyos
consejos no podemos tomar camino para acertar ˃˃ (EE318)

Medidas contra la desolación (sexta regla)

˂˂Mucho aprovecha el intenso mudarse contra la misma desolación, así como es en instar más
en la oración, meditación, en mucho examinar, y en alargarnos en algún modo conveniente de
hacer penitencia˃˃ (EE319)

Gracia en la desolación (séptima regla)

˂˂El que está en desolación considere como el Señor lo ha dejado en prueba, en sus potencias
naturales, para que resista a las varias agitaciones y tentaciones del enemigo; pues puede con
el auxilio divino, el cual siempre le queda, aunque claramente no lo sienta; porque el Señor le
ha abstraído su mucho hervor, crecido amor y gracia intensa, quedándole tomen gracia
suficiente para la salud eterna˃˃ (EE320)

Tomar fuerza de la consolación (décima regla)

˂˂El que está en consolación piense cómo se habrá en la desolación que después vendrá,
tomando nuevas fuerzas para entonces˃˃ (EE323) 

˂˂Poner mucho rostro contra las tentaciones˃˃ (décimosegunda regla)

 ˂˂[...] de la misma manera es propio del enemigo enflaquecerse y perder ánimo, dando huida
a sus tentaciones, cuando la persona que se ejercita  en las cosas espirituales pone mucho
rostro contra las tentaciones del enemigo, haciendo el opósito  per diametrum [lo
diametralmente opuesto]˃˃ (EE325)

Desenmascarar al enemigo que se esconde (decimotercera regla)

 
˂˂Asimismo se hace [el enemigo] como vano enamorado en querer ser secreto y no
descubierto. [...] De la misma manera, cuando el enemigo de natura humana, trae sus astucias
y suasiones a la ánima justa, quiere y desea que sean recibidas y tenidas en secreto. Mas
cuando las descubre a su buen confesor, o a otra persona espiritual que le conozca sus
engaños y malicias, mucho le pesa; porque colige que no podrá salir con su malicia comenzada,
en ser descubiertos sus engaños manifiestos˃˃ (EE326)

Atender a los propios puntos débiles (decimocuarta regla)

˂˂Asimismo se ha como un caudillo, para vencer y robar lo que desea. Porque así como un
capitán y caudillo del campo, asentando su redal, y mirando las fuerzas  o disposición de un
castillo, le combate por la parte más flaca, de la misma manera el enemigo de natura humana,
rodeando mira en torno todas nuestras virtudes teologales, cardinales y morales, y por donde
nos halla mas flacos y mas necesitados para nuestra salud eterna, por allí nos bate y procura
tomarnos˃˃ (EE327)

De las reglas para el discernimiento para la segunda semana de Ejercicios

Tentación al mal bajo la apariencia de bien (cuarta regla)

˂˂Propio es del ángel malo, que se forma sub angelo lucis [se disfraza de ángel de luz], entrar
con la ánima devota y salir consigo. Es a saber, traer pensamientos buenos y santos, conforme
a la tal ánima justa, y después, poco a poco, procura salirse, trayendo a la ánima a sus engaños
cubiertos y perversas intenciones˃˃ (EE332)

Examinar el principio, medio y fin de las mociones interiores (quinta regla)

˂˂Debemos mucho advertir el discurso de los pensamientos; y si el principio, medio y fin es


todo bueno, inclinando a todo bien, señal es de buen ángel. Mas si en el discurso de los
pensamientos que trae, acaba en alguna cosa mala, o distrativa, o menos buena que la que el
ánima antes tenía propuesta de hacer, o la enflaquece, o inquieta, o conturba a la ánima,
quitándola su paz tranquilidad y quietud, que antes tenía, clara señal es proceder del mal
espíritu, enemigo de vuestro provecho y salud eterna˃˃ (EE333)

Estrategia espiritual contraria

˂˂La ánima que desea aprovecharse en la vida espiritual, siempre debe proceder contrario
modo que el enemigo procede. Es a saber, si el enemigo quiere engrosar la ánima, procure de
adelgazarse; asimismo, si el enemigo procura de atenuarla, para traerla al extremo, la ánima
procure solidarse en el medio, para en todo quietarse˃˃(EE350).

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - “… La Compañía se debería mostrar no menos útil en
reconciliar a aquellos que se han alejado, que en asistir y servir devotamente a aquellos que se
encuentran en la cárcel o en hospital, y en el desarrollar otras obras de misericordia… “ (Regla
del Instituto 1540). Desde los primeros tiempos, la Compañía de Jesús se ha dirigido a los
pobres, los desheredados y los marginados. San Ignacio de Loyola (1491-1556) desarrolló
frecuentemente su ministerio entre los enfermos incurables en varios hospitales. En Roma
abrió una casa para ex-prostitutas, otra para jóvenes sometidas a explotación y un orfanato.
También importante, como Superior General de la recién nacida Compañía de Jesús, fue su
insistencia en que todos los novicios debían hacer algún tipo de experiencia en un ministerio
que se desarrollase entre enfermos y pobres. Sus ejercicios espirituales han abierto los ojos de
muchos hombres y mujeres sobre el papel de Dios en sus vidas, y han inflamado su corazón
para que pudieran dedicar su vida a las obras de caridad. A continuación, la posterior decisión
apostólica de instituir colegios abrió nuevas perspectivas: a través de sociedades y
hermandades, los estudiantes y los ex-alumnos de los colegios jesuitas han testimoniado con la
propia vida los más altos ideales cristianos que habían inspirado sus estudios escolares.
San Luis Gonzaga (1568-1591), primogénito del marqués de Castiglione, dejó sus cortes
ducales por la Compañía de Jesús. Como estudiante del Colegio Romano, pedía limosna para
los pobres y cuidaba de los apestados. Él mismo transportaba, lavaba y consolaba a los
moribundos. Temiendo por la salud de Luis, su superior le prohibió continuar el trabajo con las
víctimas de la peste. Trabajó entonces en diversos hospitales donde tales víctimas
normalmente no eran aceptadas. A pesar de ellos, algunos meses después murió de
agotamiento a causa de este ministerio.
San Pedro Claver (1584-1654) fue enviado al Nuevo Mundo cuando era todavía estudiante de
filosofía. Tras su ordenación sacerdotal en Cartagena (Colombia), comenzó la que sería la obra
de su vida, desarrollando su ministerio con los esclavos africanos que llegaban al puerto. A su
llegada les ofrecía alimento espiritual y físico. Recurriendo a los interpretes, les explicaba el
amor que Cristo les tenía, y a través de su comportamiento, daba testimonio de su fe. Su
compasión no conocía límites. Se hizo cargo de los esclavos y esclavas sobre los que se habían
cometido abusos y de las víctimas de la peste, hasta cuando la edad avanzada y la mala salud
se lo impidieron. Más recientemente, el beato Jan Beyzym (1850-1912) desarrolló su
ministerio con los leprosos en Madagascar. San José María Rubio (1864-1929), comúnmente
conocido como el apóstol de Madrid, visitaba regularmente las zonas más pobres de la ciudad
para asistir a los abandonados y sin techo.
San Alberto Hurtado (1901-1952) fundó el “Hogar de Cristo”, un movimiento que se ocupaba
de construir casas y escuelas técnicas para los pobres en todo Chile. El Siervo de Dios Jacinto
Alegre Pujals abrió hospitales y hospicios para enfermos incurables, primero en Barcelona,
después en toda España. El mismo amor empujó a los misioneros jesuitas a dedicarse a la
promulgación del Evangelio literalmente en las cuatro puntas del mundo, en particular San
Francisco Javier (1506-1552); en Europa, se puede recordar, por ejemplo, a San Pedro Canisio
(1521-1597) y al Beato Pedro Fabro (1506-1546), o para las misiones populares, por ejemplo
San Bernardino Realino (1530-1616) y Jean François Régis (1597-1640).
Otros Jesuitas fueron “llamados a dar el supremo testimonio del amor” (Lumen Gentium 4) en
el martirio: entre ellos el Beato Rodolfo Acquaviva (1150-1583); San Edmund Campion (1540-
1581); San Pablo Miki (1564-1597); San Isaac Jogues (1607-1646) y el Beato Miguel Pro (1891-
1927). De los 50 Santos de la Compañía de Jesús, 33 son mártires (diez ingleses, tres japoneses,
un escocés, dos polacos, un húngaro, un paraguayo, dos españoles, doce franceses y un
portugués). Probablemente la demostración contemporánea más visible del continuo
compromiso de la Compañía en las obras de caridad es el constituido por el “Servicio Jesuita
para los Refugiados”, fundado por el Padre General Pedro Arrupe en el 1980. (Padre Thomas
McCoog SJ, del Instituto Histórico de la Compañía de Jesús y Archivista de la Provincia
Británica).
Nota biográfica - Ignacio nace en Azpeitia, en el País Vasco, en el 1491. Estaba adiestrado para
la vida de caballero cuando, durante una enfermedad, leyendo libros de aspiración cristiana,
maduró su conversión. Hizo su confesión general en la Abadía de Monserrat, se despojó de sus
ropas caballerescas e hizo voto de castidad. Durante más de un año vivió una vida de oración y
penitencia, durante la que decidió fundar una Compañía de consagrados. La actividad de los
futuros Jesuitas se difundió pronto por todo el mundo. El Papa Pablo III aprobó la Compañía de
Jesús en el 1540. Ignacio de Loyola murió el 31 de julio de 1556 y fue proclamado santo por
Gregorio XV en 1622. Actualmente los Jesuitas son casi 19.500 esparcidos por el mundo.
Trabajan en 133 países en varios campos de apostolado: centros de espiritualidad Ignaciana;
colegios, universidades, escuelas populares y elementales; Jesuit Refugee Service; centros
sociales; parroquias; medios de comunicación; Apostolado de la Oración. (3/6/2006 Agencia
Fides Líneas: 61, Palabras: 882)

“SPIRITU-CORDE-PRACTICE” (Mon.Nat. V, 226-231), es el tríptico con el cual Jerónimo Nadal, SJ


(1507-1580), recoge la síntesis integradora que veía en la persona de Ignacio: dejarse conducir
por la acción del Espíritu, colaborar con Él desde el fondo del corazón, y poner por obra la
gracia recibida. En efecto, describe a Ignacio como aquel que seguía al Espíritu (Spiritu), sin
adelantarse, con la docilidad de quien lo encuentra en todas las cosas, con el afecto de quien
lo encontró en el latido íntimo de su corazón (Corde), y con la caridad puesta en obras
(Practice) de ayuda para los prójimos.
En definitiva, el trinomio Spiritu-Corde-Practice es expresión de una integración dinámica: ser
conducido-determinarse-actuar. El dinamismo viene generado por el amor que se recibe de
Dios, se acoge y se versa en el prójimo.
El Centro Loyola se inspira en esta frase de Nadal para integrar sus dimensiones de
Espiritualidad, Educación y Cultura.  Al decir “Spiritu» buscamos promover actividades que
junten el Creador con su creatura, varón y mujer, dejándose conducir por Él a través de la
espiritualidad ignaciana, especialmente los Ejercicios Espirituales. “Educación”, educere, que
etimológicamente significa “sacar fuera”, nos expresa en aquellas acciones que buscan
desarrollar las potencialidades psíquicas, cognitivas y afectivas de la persona. Para que haya
«Corde» educamos el latido íntimo del corazón, aprendiendo a sacar fuera los tesoros de la
interioridad. “Cultura”, entendida como ethos(*) de un pueblo, expresa nuestros esfuerzos por
promover una sociedad más justa y solidaria, especialmente desde nuestra ubicación en el
conurbano bonaerense, abriendo espacios de capacitación para agentes de promoción
humana. Y aquí nos inspiramos en Practice, la tercera fase de la dinámica de Nadal.

Cuida tus pensamientos, ellos se convierten en palabras.


Cuida tus palabras, ellas se convierten en acciones.

Cuida tus acciones, ellas se convierten en hábitos.

Cuida tus hábitos, ellos se convierten en carácter.

Cuida tu carácter, él se convierte en tu destino».

Fr. Manuel Ángel Martínez de Juan O.P.

Santo Tomás de Aquino es más conocido como gran intelectual que como místico[1]. Es cierto
que el acercamiento a sus obras desanima a gran parte de los lectores porque descubren en
ellas un exceso de intelectualismo. En sus escritos es raro encontrar confidencias de su propia
experiencia espiritual[2]. Su lenguaje es sobrio y, con frecuencia, demasiado especulativo,
ajeno al lenguaje tan afectivo de la mayoría de los místicos. Sin embargo, esto no impide que
podamos seguir hablando de él como gran maestro de vida espiritual, tanto por el ejemplo de
su vida como por la doctrina que enseña. Así lo entendieron en la historia los grandes místicos
que se inspiraron en él: Juan de Ruysbroeck, el autor anónimo de La nube del no saber, san
Juan de la Cruz, Edith Stein y Manuel García Morente entre otros. Las enseñanzas del Doctor
Angélico no quedaron encerradas en las aulas, sino que, de la pluma de algunos de sus
discípulos –como Francisco de Vitoria y Bartolomé de Las Casas– generaron un dinamismo
capaz de rescatar la dignidad pisoteada de los indígenas del continente americano.

            En estas breves páginas nos vamos a limitar a evocar algunas vivencias y reflexiones del
maestro Tomás en las que se transparenta su experiencia del misterio.

[1] Cf. Jean-Pierre Torrell, Saint Thomas d’Aquin, maìtre spirituelle. Initiation 2, Fribourg-París
1996, p. V; William Johnston, Teología mística. La ciencia del amor, Barcelona 1997, p. 59.

[2] Cf. Lope Cilleruelo, O.S.A., La literatura espiritual en la Edad Media, VV.AA., Historia de la
Espiritualidad I, Barcelona 1969, p.748.

La pasión por Dios

Dios fue siempre la gran pasión de Tomás. Ya desde niño, siendo oblato en la abadía de
Montecasino, les preguntaba a los monjes benedictinos: ¿Quién es Dios? Tomás descubrió con
el paso del tiempo que esa es una pregunta clave, pero difícil de contestar. Por eso consagró su
vida a responderla, siendo consciente de que toda respuesta humana es incompleta, aunque
no inútil, pues en ella se juega la salvación. Él sabía que podemos responder a esa pregunta de
dos formas bien distintas. La mejor respuesta viene de la vida, de la experiencia. Por eso nos
recuerda, convencido de su verdad, la frase magistral del Pseudo Dionisio Areopagita, padre de
la mística, quien hablando de su presunto maestro dice: Hieroteo es docto no sólo porque
sabe, sino también porque experimenta lo divino. Experimentar lo divino es antes que nada un
don de Dios que crea en el ser humano una cierta connaturalidad con él. Ese don de Dios, esa
gracia, no arrasa la libertad humana; al contrario, la aumenta, pues nuestras acciones son más
nuestras cuando las recibimos enteramente de Dios. Por este camino, cualquier viejecilla
cristiana supera con su fe el conocimiento de Dios alcanzado por los filósofos anteriores a la
encarnación de Cristo[1]. Es el conocimiento que brota del amor; cuanto más se ama a Dios
mejor se le conoce y mayor felicidad produce ese conocimiento. A Dios –nos dice Tomás– no
se accede por pasos corporales, porque él está en todas partes, sino por la mente y el corazón.
De este mismo modo nos alejamos de él[2].

Pero también reconoce que se puede responder a esa misma pregunta por otro camino más
costoso: el estudio. No es el estudio del ateo ni del agnóstico ni del indiferente; es el estudio
del creyente que busca y se preocupa por entender lo que cree. ¿Por qué indagar por el
camino del estudio? ¿No bastaría con conocer a Dios por la gracia, puesto que a través de ella
alcanzamos un conocimiento superior? Tomás responde a estas cuestiones diciendo que la
gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona[3]; la gracia, por tanto, no hace inútil
ningún esfuerzo humano. Éste es uno de los adagios más esenciales y quizás más citados de su
obra. La importancia de este principio es central, pues su olvido en la historia del cristianismo
ha sido fuente de todos los desequilibrios tanto en el pensamiento como en la acción[4].

            Cuando, mediante el estudio, analizamos atentamente la realidad y nos remontamos a


su origen, podemos descubrir que Dios existe, es decir, que él es la causa de todo (vía
afirmativa); cuando percibimos la diferencia que hay entre Dios y todo lo demás, descubrimos
que Dios no es nada de lo que ha sido creado (vía negativa); cuando afirmamos que él es la
causa de todo, descubrimos que está por encima de todo (vía de la preeminencia)[5]. Pero el
conocimiento de Dios que alcanzamos por la gracia es más profundo. No obstante, incluso por
la gracia seguimos sin saber qué es Dios; por eso nos unimos a él como a algo desconocido[6].
Dadas las limitaciones de nuestro conocimiento, Tomás no dudará en afirmar que a Dios es
mejor amarle que conocerle[7]. El amor mismo es ya conocimiento[8]. No hay contradicción
aquí con el famoso adagio que enseña que nada puede ser amado si no es previamente
conocido, pues una persona puede ser perfectamente amada sin ser perfectamente conocida;
y algo semejante ocurre cuando se ama a Dios[9].

[1] Cf. Santo Tomás de Aquino, “Exposición del símbolo de los Apóstoles”, Escritos de
catequesis, Madrid 1975, p. 31.

[2] Cf. Id., Suma de teología, I, q. 3, a. 1, ad 5 (en adelante citaremos esta obra indicando
solamente la parte mediante números romanos, omitiendo el título y el autor).

[3] Id., q. 1, a. 8, ad 2.

[4] Cf. Guy Bedouelle, A imagen de santo Domingo, Salamanca 1996, p. 54.

[5] Cf. I, q. 12, a. 12c.

[6] Id., a. 13c.

[7] Id., q. 82, a. 3c.

[8] Id., In Ioanem, cap. 15, lect. 3, nª 2018.

[9] Cf. I-II, q. 27, a. 2, ad 2.

 
La Caridad

       Tomás es consciente de que la vida espiritual consiste principalmente en la caridad; sin ella
no existe vida espiritual. De este modo identifica la vida espiritual con la perfección de la
caridad[1]. Pero, ¿en qué consiste la caridad? Siguiendo el desarrollo de su pensamiento
encontramos numerosas afirmaciones que van perfilando su concepción del amor.
Influenciado por Aristóteles, define el amor como desear el bien a alguien. Pero este amor no
se limita al mero deseo o al sentimiento, sino que empuja a esforzarse y trabajar para que ese
deseo se convierta en realidad. El amor es definido igualmente como fuerza de unión que une
a la persona que ama con la persona amada, hasta el punto de que esta última es tratada y
considerada como si fuera un segundo yo. Esto mismo se aplica al amor de Dios: su amor es
fuerza que une, respetando siempre la alteridad, es decir, sin destruir en absoluto a las
personas amadas[2]. La mística cristiana se distingue radicalmente de otras místicas porque en
ella la plenitud no se alcanza mediante la disolución del sujeto en un todo divino.

            Inspirado en el lenguaje místico del Pseudo Dionisio, Tomás define también el amor
como salida, como éxtasis o como éxodo; el amante sale de sí mismo para instalarse en la
persona amada, en el sentido de que busca el bien de la persona amada y se esfuerza por
procurárselo como si se tratara de sí mimo. Esto se aplica también a Dios: por su amante
bondad, sale fuera de sí para crear todos los seres, y permanece fuera cobijando la creación
entera con su providencia[3]. Desde la eternidad todas las criaturas están en Dios como
amadas, aunque el amor de amistad se reserva únicamente para los seres racionales.

            Tomás entiende igualmente el amor como la principal pasión y como la fuente de todas
las demás pasiones, incluso del odio. El amor brota únicamente de la atracción que provoca el
bien en los seres. Pero hay que distinguir dos clases de amor: el amor de concupiscencia o de
deseo y el amor de amistad. En ambos casos hay salida hacia fuera de uno mismo, pero la
finalidad de esta salida es muy diferente en un caso y en otro. En el primer caso es una salida
para volver de nuevo sobre sí. Se sale atraído por el bien que se encuentra en las personas y en
las cosas, y una vez que uno se ha apropiado de ese bien se retorna sobre sí. En cambio en el
amor de amistad se da una salida sin retorno, se sale no para apropiarse de los bienes ajenos
sino para compartir el propio bien y para buscar el bien del otro. El amor de concupiscencia es
ambivalente, aunque no siempre es malo desde el punto de vista ético. No es malo cuando,
por ejemplo, se dirige a las cosas que necesitamos para cubrir las necesidades más
elementales de la vida. Pero cuando se dirige a las personas, se convierte en una forma
restringida del amor, porque tiende a relacionarse con ellas en función del propio yo, de las
propias necesidades y deseos. Es un amor parcial, porque sólo tiene en cuenta una parte del
otro, y siempre en la medida en que beneficia al propio yo. Es un amor incompleto, porque
deja en la sombra una gran parte del otro. Es un amor funcional, y puede conducir al egoísmo,
a la posesión y a todas las demás formas de inmoralidad[4].

            En cambio, el amor de amistad se caracteriza por el olvido o el abandono de sí. Entre los
rasgos esenciales de un amor así, Tomás señala en primer lugar la benevolencia o el deseo de
hacer el bien a alguien por sí mismo, no por la utilidad o el placer que proporciona. Cuando
amamos a alguien de este modo buscamos su bien antes que el nuestro, nos alegramos de su
dicha antes que del bien que produce en nosotros su amistad. Un segundo rasgo es la
reciprocidad. La benevolencia por sí sola no abarca toda la amistad. Puede existir benevolencia
sin reciprocidad; podemos desear el bien a una persona sin ser correspondidos por ella o
incluso sin desear ser correspondidos. Pero el amor no queda satisfecho si no desemboca en la
reciprocidad, en la comunión de la amistad. El tercer rasgo consiste en la necesidad de que
exista una cierta semejanza o igualdad entre los amigos, que haga posible el intercambio
recíproco y la conversación familiar de la amistad, pues nuestro afecto hacia las otras personas
surge cuando descubrimos o simplemente presentimos una semejanza de pensamientos,
sentimientos, ideales,…

            Tomás define la caridad como una cierta amistad con Dios, como una unión afectiva y
recíproca que presenta todas las características de una verdadera amistad. Esta definición se
apoya en la autoridad del evangelio de san Juan, donde Jesús les dice a sus discípulos: ya no os
llamo siervos sino amigos (15, 15). La benevolencia con Dios se ejerce interesándose en primer
lugar por su propio bien personal, amando lo que él ama, queriendo lo que él quiere,
alegrándonos de la dicha de la que él goza, poniéndonos enteramente a su servicio. Dios, por
su parte, no puede dejar de corresponder a ese amor que él mismo ha suscitado, buscando
nuestro bien y ofreciéndonos su amistad. Nosotros nunca podremos corresponder al don de
Dios con una reciprocidad exacta. Aunque en realidad no es la reciprocidad exacta del don lo
que hace vivir a la amistad. Dios no espera recibir primero para amar ni para dar. Los amigos
no dan jamás para recibir, sino que dan porque aman. Dios ama por la alegría de amar; ama
más porque tiene más para dar[5]. Quien tiene caridad ama por amor; esa es la finalidad más
legítima de la caridad. De ahí deduce el Aquinate que la caridad consiste más en amar que en
querer ser amado. Respecto a la tercera condición, es decir, la semejanza, Tomás está
convencido de que la amistad reside en una cierta igualdad, porque es imposible que la
amistad pueda surgir entre dos seres muy diferentes. Por eso, para que la amistad entre Dios y
la humanidad fuera más íntima, Dios se hizo hombre, dado que la amistad es algo natural
entre los seres humanos. De este modo hemos conocido a Dios visiblemente, para
serconducidos al amor del Invisible[6]

            Tomás establece un orden en el amor. Dado que Dios es el fundamento de la caridad
misma, hay que amar a Dios más que a uno mismo. El amor a Dios abarca también al prójimo,
porque no amamos realmente a Dios si no amamos lo que él ama. Pero, inspirándose en el
libro del Levítico (19, 18) y en el evangelio según san Mateo (22, 39), defiende la concepción
aristotélica de que la amistad con nuestros semejantes no consiste en otra cosa que en
extender al amigo el amor que uno siente por sí mismo. De este modo la raíz de esta amistad y
lo que la dinamiza es el amor que sentimos por nosotros mismos. Este amor es el modelo y el
alimento de la amistad. Pero este “yo” que hay que amar más que al amigo se refiere al
“hombre espiritual” del que habla san Pablo en sus cartas; por eso, este amor de amistad no
renuncia a soportar cualquier sufrimiento o incluso a dar la vida, si es necesario, en beneficio
del amigo[7].

            Tomás repite con insistencia que la caridad desemboca en oración y contemplación, y a
su vez éstas acciones hacen crecer la misma caridad.

[1] Cf. Id., De perfectione vitae spiritualis, cap. 1.

[2] Cf. I, q. 20, a. 1, ad 3.

[3] Cf. Id., a. 2, ad 1.


[4] James McEvoy, “Amitié, attirance et amour chez S. Thomas d’Aquin”, Revue Philosophique
de Louvain 91 (1993) 391.

[5] Cf. H. D. Noble, L’amitié avec Dieu. Essai sur la vie spirituelle d’après saint Thomas d’Aquin,
Lille-Paris-Bruges 1927, pp. 12-13.

[6] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, Madrid 1953, cap. 54.

[7] Cf. II-II, q. 26, a. 4, ad 2.

Oración y contemplación

Todos sus biógrafos coinciden en presentar a Tomás como un hombre de profunda oración,
como un gran contemplativo que supo alternar el estudio y la oración, haciendo del estudio
oración y de la oración estudio[1]. Fray Reginaldo, su secretario y amigo íntimo, quien cuidó de
él como una nodriza, nos cuenta que “antes de ponerse a estudiar, sostener una discusión,
enseñar, escribir, o dictar, recurría a la oración en secreto, con frecuencia deshecho en
lágrimas. Si alguna duda se le ofrecía, interrumpía el trabajo mental para acudir nuevamente a
sus plegarias”. Por tal comportamiento, este mismo personaje llegó a afirmar que su sabiduría
no procedía ni de su ingenio ni de su estudio, sino que la suplicó a Dios por medio de la
oración.

            Hay una anécdota emotiva que nos permite penetrar en la sensibilidad religiosa de
Tomás; cuenta su biógrafo Guillermo de Tocco que en la oración de Completas, durante el
tiempo de Cuaresma, cuando se cantaba el responsorio Media vita[2], no podía contener el
llanto al llegar a las palabras: No nos rechaces en la vejez, cuando nos van faltando las fuerzas
no nos abandones, Señor. Estas palabras del responsorio están inspiradas en el Salmo 70, 9.
Tomás retoma estas mismas palabras al comentar la sexta petición del Padrenuestro que
dicen: no nos dejes caer en la tentación. Sus lágrimas parecen expresar el deseo ardiente de
llegar a la contemplación de Dios, deseo sobre el que tanto escribió, y el temor de verlo
debilitarse con la pérdida del vigor juvenil[3].

            Tomás fue un enamorado de la cruz y de la eucaristía. Cuando estaba escribiendo la


tercera parte de la Suma de Teología, que trata sobre la pasión y resurrección de Cristo y sobre
los sacramentos, pasaba largas horas de oración ante el crucifijo. Después de haber escrito
sobre un asunto difícil referente a la eucaristía se fue a la Iglesia, se arrodilló ante el crucifijo,
colocó su cuaderno ante su divino Maestro y comenzó a orar con los brazos en cruz. En cierta
ocasión, el sacristán de la iglesia de San Nicolás de Salerno, Fray Domingo de Caserta, lo
sorprendió en oración y oyó una voz procedente del crucifijo que le decía: “Tomás, has escrito
muy bien sobre mí; ¿qué recompensa quieres por tu trabajo?” Y Tomás respondió sin pensarlo
dos veces: “¡Sólo a ti, Señor!” (non nisi te, Domine!). Esta respuesta coincide plenamente con
su doctrina sobre la oración y sobre la esperanza, donde se expresan los anhelos más
profundos del corazón humano. El Aquinate enseña que en nuestra oración debemos pedir
principalmente nuestra unión con Dios, o a Dios mismo, pues no hay que esperar de Dios algo
que sea menor que Dios[4].

            Tomás fue un enamorado de Cristo, al que encontró a diario en la eucaristía. Todos los
días celebraba temprano la misa, ayudado por su secretario y amigo Fray Reginaldo, y
participaba en otra misa ayudando a éste. En sus escritos habla de la eucaristía como la
expresión más grande de la amistad de Cristo con los suyos, pues es propio de los amigos
convivir juntos. La eucaristía es para él igualmente el gesto más grande de la caridad de Cristo
y el alimento de nuestra esperanza, porque en ella se da una unión muy familiar entre Cristo y
nosotros[5]. Esta importancia de la eucaristía en su vida se refleja en la composición del oficio
litúrgico de la fiesta del Corpus, donde no habla simplemente de recibir el cuerpo y la sangre
de Cristo, sino de recibir al mismo Cristo e incluso a Dios[6]. Los himnos y las oraciones que
compuso son de un gran lirismo poético y manifiestan una gran ternura mística (Lauda Sion,
Pange lingua,…). Sin duda, su oración más bella a Cristo en la eucaristía es el Adoro Te[7],
compuesto en su lecho de muerte. Es un poema profundo, teológico, en el que Tomás se dirige
a Cristo para cantarle su amor; le implora y le suplica como el buen ladrón; le expresa su deseo
más profundo de vivir siempre con él y contemplarle cara a cara. Ese deseo se hizo todavía
más vivo cuando recibió su última comunión. Así lo expresan sus mismas palabras: “Te recibo,
precio de la redención de mi alma, viático de mi peregrinación; por amor a ti estudié, velé y
trabajé. Te prediqué, te enseñé y nunca dije nada contra ti, a no ser por ignorancia, pero no
me empeño en mi error; si he enseñado mal acerca de este sacramento o sobre cualquier otro,
lo someto al juicio de la santa Iglesia romana, en cuya obediencia salgo ahora de esta vida”.

            Toda la obra y la vida del Doctor Angélico fue un esfuerzo por buscar a Dios a través del
estudio y la contemplación y por comunicar a los demás el resultado de este esfuerzo,
convencido como estaba de que es más perfecto iluminar que lucir, comunicar lo contemplado
que contemplar solamente[8].

[1] Santiago Ramírez,  Introducción general, Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Madrid
1947, tm. I, p. 63.

[2] Reproducimos aquí el comienzo de este responsorio, tomándolo del Propio de la Orden de
Predicadores, p. 1377: En mitad de la vida estamos ya en la muerte, ¿en quién, Señor,
buscaremos ayuda, sino en ti, que justamente te aíras por nuestros pecados? *Santo Dios,
santo fuerte, santo y misericordioso Salvador, no nos dejes en manos de la amarga muerte.

[3] André Duval nos ofrece otra interpretación de estas lágrimas. Fray Tomás llora porque se
siente conmovido ante la indecible ternura de Dios hacia la humanidad. Sus lágrimas expresan
también una serie de sentimientos contradictorios que brotan de lo más profundo de su alma,
como la tristeza, la compasión y la alegría; tristeza ante el temor de la muerte; compasión ante
la dolorosa pasión de Jesús; alegría muy dulce porque a través del grito de angustia del
Salvador se hizo posible el encuentro de la humanidad con Dios nuestro Padre. Cf. “Les larmes
de frère Thomas”, La vie spirituelle 147 (1993) 721-725.

[4] Cf. II-II, q. 17, a. 2c.

[5] Cf. III, q. 75, a. 1c.

[6] Cf. Jean-Pierre Torrell, “Adoro Te la plus belle prière de saint Thomas”, Recherches
Thomasiennes. Études revues et augmentées, Paris 2000, p. 372.

[7] Transcribimos el texto del Propio de la Orden de Predicadores. Liturgia de las horas, Roma
1988, p. 1795, corrigiendo el primer verso según el texto establecido por R. Wielockx
(separamos los versos por una línea oblicua y las estrofas por dos): Te adoro con fervor,
Verdad oculta,/ que estás bajo estos signos escondida,/ a ti mi corazón se rinde entero/ y
desfallece todo si te mira.// Se engaña en ti la vista, el tacto, el gusto,/mas tu palabra
engendra fe rendida:/  cuanto el Hijo de Dios ha dicho, creo/ pues no hay verdad como la
verdad divina.// En la cruz la deidad estaba oculta,/ aquí la humanidad está escondida,/ y
ambas cosas creyendo y confesando,/ pido yo cuanto el buen ladrón pedía.// No veo, como vio
Tomás, tus llagas,/ mas por su Dios te aclama el alma mía:/ haz que siempre, Señor, en ti yo
crea,/ que espere en ti, que te ame sin medida.// Oh memorial de la muerte de Cristo,/ oh pan
vivo, que al hombre das la vida:/ concede que de ti viva mi alma,/ que guste de tu celestial
delicia.// Jesús mío, pelícano piadoso, con tu sangre mis impurezas limpia,/ que ya una gota de
tu sangre puede,/ salvar al mundo entero del pecado.// Jesús, a quien ahora miro oculto,/
cumple, Señor, cuanto mi alma ansía:/ mirar, feliz, tu rostro descubierto/ y en visión clara
siempre contemplarte. Amén.

[8] Cf. II-II, q. 188, a. 6c.

Discurso del Santo Padre

Cuando el padre Spadaro me dio los cinco volúmenes con los Escritos del maestro Fiorito —
como familiarmente lo llamábamos los jesuitas de Argentina y Uruguay— y habló de una
posible presentación de esta edición de La Civiltà Cattolica, preparada por el padre José Luis
Narvaja, me nació el deseo de hacerlo en persona. Así se lo expresé espontáneamente: «¿Y por
qué no pensar en que la presentación la haga uno de sus discípulos?». «¿Quién puede ser?»,
me preguntó. «Yo», le dije. ¡Y acá estamos!

En su introducción, José Luis profundiza en la figura del padre Fiorito como «maestro del
diálogo». Me gustó ese título porque describe bien al maestro con una paradoja, porque
Fiorito hablaba poco, poniendo de relieve su gran capacidad de escucha —una escucha
discernidora—, que es una de las columnas del diálogo.

Me remito, pues, a este estudio preliminar que trata todos los aspectos del diálogo tal como lo
practicaba y enseñaba el padre Fiorito: el diálogo entre maestro y discípulos en el espíritu
común de la escuela, el diálogo con los autores y los textos, el diálogo con la historia y con
Dios. Le tomo dos puntos que son los que me ayudaron a estructurar esta presentación,
extendiendo algunas de las reflexiones que hago en el prólogo, en el primer volumen.

Un punto es la expresión que usa Fiorito en su artículo sobre «La academia de Platón como
Escuela ideal»: magister dixerit («el maestro diría…»)[1].  Ante una nueva dificultad, no
prevista como tal en lo que «el maestro dijo», el buen discípulo, que se siente responsable del
valor de la doctrina recibida, sabe ingeniárselas para defenderla y afirma: «el maestro diría…».
[2]

Al releer artículos pensaba qué diría el maestro en una ocasión como esta. No tanto «qué
diría», sino «cómo» lo diría. Aquí me inspiró otra cosa que destaca Narvaja y es que a Fiorito le
gustaba considerarse un comentarista, en el sentido preciso de la palabra: uno que «comenta
co-pensando (com-mentum); es decir, pensando junto con el (otro) autor».[3]

Lo mío quiere ser hoy, por tanto, un comentario: un pensar con Fiorito, con Narvaja, algunas
cosas que me hicieron mucho bien y pueden ayudar a otro. Me muevo con libertad por los
textos, ya que esa es la gracia que nos regala el trabajo realizado de editarlos todos juntos y
con el aparato crítico adecuado.

¿Qué se preguntaría Fiorito acerca de una edición como esta de sus Escritos? Quizás en primer
lugar, si valdría la pena, ya que él no es un autor conocido, salvo quizás en un ámbito
restringido de estudiosos de san Ignacio. Pero sí creo que estaría de acuerdo en que sus
Escritos pueden interesar a los que acompañan espiritualmente y dan los Ejercicios, ya que se
trata de gente siempre deseosa de encontrar quién los pueda ayudar de manera práctica a
guiar a otros y dar los Ejercicios con más fruto.

Fiorito no hizo mucho por darse a conocer a sí mismo, pero como buen maestro, hizo conocer
muchos buenos autores a sus discípulos. Más aún: nos hacía gustar lo mejor de los mejores,
eligiendo textos selectos y comentándolos en el Boletín de Espiritualidad de la provincia
jesuítica en Argentina, que publicaba mensualmente. Era un hombre siempre a la pesca de los
signos de los tiempos, atento a lo que el Espíritu dice a la Iglesia para bien de los hombres, en
la voz de una gran variedad de autores, actuales y clásicos, y los textos que comentaba
respondían a las inquietudes —no solo las del momento, sino también las más hondas— y
despertaban propuestas nuevas, creativas. En este sentido, seguir dando a conocer a los que él
daba a conocer le parecería valioso.

Fue en un encuentro con los jesuitas de Myanmar y de Bangladés que mencioné su nombre,
creo que por primera vez. Uno de los jesuitas, un formador, me había preguntado qué modelo
proponía para un jesuita joven y me vinieron dos imágenes: una de uno, no muy positiva; la
otra, en cambio, sí, y era de Fiorito. «Era profesor de Filosofía, decano de la Facultad, pero
amaba la espiritualidad. Y nos enseñaba a nosotros, los estudiantes, la espiritualidad de san
Ignacio. Fue él quien nos enseñó el camino del discernimiento».[4] Recuerdo que dije que
deseaba mencionarlo allí en Myanmar, porque creía que nunca se hubiera imaginado que su
nombre pudiera ser citado en aquellas partes tan lejanas. ¡Menos que menos —imagínense—
en un acontecimiento como el de hoy!

Sin embargo, sí estará contento, estoy seguro, de que sus Escritos hayan sido editados por uno
de sus discípulos. Y de que sean presentados hoy por otro. El verdadero maestro en sentido
evangélico se alegra de que sus discípulos lleguen a ser también ellos maestros y él mismo
conserva siempre su condición de discípulo.

Como hace ver Narvaja, fue Fiorito quien nos transmitió ese «espíritu de escuela» en el que «la
propiedad intelectual tiene sentido comunitario», pues «ningún discípulo se siente tan dueño
de la herencia de su maestro, que quiera excluir de ella a los demás. Al contrario, la quiere
comunicar, multiplicando los poseedores felices del mismo tesoro espiritual. Más aún, quiere
comunicar la misma comunicabilidad». Citaba aquí Fiorito la luminosa expresión de Agustín al
respecto, en su De doctrina Christiana (I 1): «Todo objeto que no disminuye cuando se da,
mientras se tiene y no se da, no se tiene como debe ser tenido” (I, 1)».[5]

Presentar los Escritos en este recinto de la Curia General es para mí una manera de expresar el
agradecimiento que tengo por todo lo que la Compañía de Jesús me ha dado y ha hecho por
mí. En la persona del maestro Fiorito están incluidos tantos jesuitas que fueron mis
formadores, y aquí quiero hacer una mención especial a tantos hermanos coadjutores,
maestros con el ejemplo alegre de permanecer siendo simples servidores toda la vida.

Al mismo tiempo es un modo también de agradecer y de animar a tantos hombres y mujeres


que, fieles al carisma del acompañamiento espiritual, guían, sostienen y alientan a sus
hermanos en esta tarea que en la reciente Carta a los sacerdotes describí como el camino que
conlleva «hacer la experiencia de saberse discípulos».[6] No solo serlo —que ya es tanto— sino
también saberlo (reflexionando a menudo sobre esta gracia para sacar provecho, como dice
Ignacio en los Ejercicios), porque esta conciencia de que el Señor no enseña ni solo ni desde
una cátedra lejana, sino que hace «escuela» y enseña rodeado de discípulos que a su vez son
maestros de otros, vuelve fecunda su palabra y la multiplica.

Como digo en el prólogo: «La edición de los Escritos del padre Miguel Ángel Fiorito es motivo
de consolación para los que fuimos y somos sus discípulos y nos nutrimos de sus enseñanzas.
Son escritos que harán un gran bien a toda la Iglesia». Así lo creo.

Un poco de historia

Para los jesuitas argentinos, releer los textos de estos volúmenes es releer nuestra historia:
incluyen setenta años de nuestra vida de familia y el orden cronológico en el que aparecen nos
permite evocar su contexto. No solo el inmediato y particular, sino también el más amplio, el
de la Iglesia universal, que Fiorito, siguiendo a Hugo Rahner, llama «la metahistoria de una
espiritualidad».[7]  Esta es una palabra clave, en Fiorito: «la metahistoria».

«Existe una metahistoria, que no se descubre a veces directamente en documentos, pero que
se basa en la identidad de una inteligencia mística, y se debe a la acción continua de un mismo
Espíritu Santo, invisiblemente presente en su Iglesia visible, y que es la razón última, pero
trascendente, de esa homogeneidad espiritual» que se da entre cristianos diversos de distintas
épocas. Fiorito hace suya la perspectiva desde la cual un santo, a quien canonicé
recientemente, como John Henry Newman, contemplaba a la Iglesia: «Jamás pierde la Iglesia
católica lo que una vez poseyó […]. En lugar de pasar de una fase de la vida a la otra, ella lleva
consigo su juventud y su madurez en su misma vejez. No ha cambiado la Iglesia sus posesiones,
sino que las ha acumulado y, según la ocasión, extrae de su tesoro cosas nuevas o cosas
viejas».[8]

En esta dinámica extraigo aquí algunas fechas y publicaciones significativas a manera de


ejemplo.

Conocí a Fiorito en el año 1961, al regreso de mi juniorado en Chile. Era profesor de Metafísica
en el Colegio Máximo de San José, nuestra casa de formación en San Miguel, en la provincia de
Buenos Aires. Desde entonces comencé a confiarle mis cosas, a dirigirme con él. Se encontraba
en un proceso profundo que lo habría llevado a dejar de enseñar Filosofía para dedicarse
totalmente a escribir de espiritualidad y a dar ejercicios. El volumen II, de los años 1961 y
1962, incluye un solo artículo: «El cristocentrismo del Principio y Fundamento de San Ignacio».
[9] Uno solo, pero que para mí fue inspirador. Allí comencé a familiarizarme con algunos
autores que me acompañan desde entonces: Guardini, Hugo Rahner, con su libro sobre la
génesis histórica de la espiritualidad de san Ignacio,[10] Fessard y su Dialéctica de los
Ejercicios.

Fiorito hacía notar, en aquel entonces, «la coincidencia de la imagen del Señor, sobre todo en
san Pablo, tal cual la explica Guardini, y la imagen del Señor, tal cual creemos nosotros
encontrarla en los Ejercicios de san Ignacio».[11] Sostenía Fiorito que en el Principio y
Fundamento no se trataba solo de cristocentrismo sino de una verdadera «cristología en
germen». Y mostraba cómo cuando Ignacio usa la expresión «Dios nuestro Señor», está
hablando concretamente de Cristo, del Verbo hecho carne, Señor no solo de la historia, sino
también de nuestra vida práctica.
Quiero destacar también la figura de Hugo Rahner. No me resisto a transcribir algunos párrafos
en que el maestro, que era parco para hablar y doblemente parco para hablar de sí, cuenta su
conversión a la espiritualidad. Lo cuento porque marcó toda una etapa de la vida de nuestra
provincia y marca lo que en mi pontificado tiene que ver con el discernimiento y el
acompañamiento espiritual.

«Yo por mi parte —escribía Fiorito en 1956— confieso que hace tiempo vengo pensando en la
espiritualidad ignaciana. Por lo menos desde que hice mis primeros ejercicios espirituales en
serio sintiendo en mí un vaivén de espíritus contrarios, que poco a poco se iban
personalizando en dos términos de una opción personal. (…) [Venía pensando, dice…] Hasta
que la lectura de un libro, venido a mis manos de la manera más vulgar y prosaica —como libro
de lectura para aprender alemán— fue para mí, no digamos la revelación luminosa de una
posibilidad de expresión, sino la expresión acabada de aquel ideal hacía tiempo intuido».
Fiorito agrega que: «Lo que hubiera debido ser mi trabajo de muchos años, era la instantánea
aceptación de los resultados de un trabajo ajeno».

Hugo Rahner hizo cuajar en el alma del maestro —y él luego en la de muchos otros— tres
gracias: la del «magis ignaciano, que era la marca de la capacidad anímica de Ignacio y el
margen sin límites de sus aspiraciones; la del discernimiento de espíritus, que le permitía al
santo encauzar esa potencia, sin tanteos inútiles ni tropiezos. Y la de la charitas discreta, que
así afloraba en el alma de Ignacio como contribución personal en la lucha que se venía
trabando entre Cristo y Satanás; y cuya línea de combate no estaba fuera del santo, sino que
pasaba por el medio de su misma alma, dividida así en dos yos, que eran las dos únicas
alternativas posibles para su opción fundamental».[12] De aquí sacará Fiorito no solo el
contenido, sino el estilo de sus «comentarios», como decíamos al comienzo.

Otra fecha: 1983. Fue el año de la Congregación General XXXIII en la que escuchamos las
últimas homilías del padre Arrupe. Fiorito escribió sobre la «Paternidad y discreción
espiritual».[13] Tomo este artículo porque allí da una definición de lo que quiere significar
cuando utiliza el término «espiritual». He usado el término al hablar de su conversión a «la
espiritualidad» y me parece que retomar aquella definición ayuda, puesto que al sentir esta
palabra muchas veces en la actualidad se la interpreta de manera reductiva. Fiorito la tomaba
de Orígenes, para quien: «Hombre espiritual es aquel en que se juntan “teoría” y “práctica”;
cuidado del prójimo y carisma espiritual en bien del prójimo. Y entre estos carismas —hacía
ver Fiorito— Orígenes recalca sobre todo el carisma que llama diakrisis, o sea, el don de
discernir la variedad de espíritu(s)…».[14] Fiorito desarrolla en el artículo lo que es y lo que
requiere la paternidad y la maternidad espiritual. ¿Qué se necesita para serlo?, se pregunta:
«Tener dos carismas: el discernimiento de espíritus o discreción y el poder comunicarlo de
palabra en la conversación espiritual».[15] No basta el discernimiento, las ideas justas y
discretas hay que saberlas expresar; si no, no están al servicio de los demás». [16] Este es el
carisma de la «profecía», entendida no como el conocimiento del futuro sino como la
comunicación de una experiencia espiritual personal.

La última vez que lo vi fue poco antes de su muerte, que ocurrió el 9 de agosto de 2005.
Recuerdo que era un domingo temprano y hacía poco que había sido su cumpleaños, que era
el día de santa María Magdalena, el 22 de julio. Estaba internado en el Hospital Alemán. Desde
hacía varios años que ya no hablaba. Había perdido la capacidad de hablar. Solo miraba.
Intensamente. Y lloraba. Con lágrimas mansas que comunicaban la intensidad con que vivía los
encuentros con cada uno. Fiorito tenía el don de lágrimas, que es expresión de consolación
espiritual.[17]
Hablando de la mirada del Señor en la primera semana de ejercicios Fiorito comentaba la
importancia que les daba san Benito a las lágrimas y decía que: «Las lágrimas son un signo
apenas perceptible de la dulzura de Dios que casi no se manifiesta en lo exterior, pero que no
cesa de impregnar el corazón en el recogimiento».[18]

Me viene al corazón algo que puse en Gaudete et exsultate: «La persona que ve las cosas como
son realmente, se deja traspasar por el dolor y llora en su corazón, es capaz de tocar las
profundidades de la vida y de ser auténticamente feliz. Esa persona es consolada, pero con el
consuelo de Jesús y no con el del mundo» (GE 76).

Tenía, además (esto como anécdota simpática), el don del bostezo. Cuando le estabas dando
cuenta de conciencia a veces el maestro comenzaba a bostezar. Lo hacía ostensiblemente, sin
ocultarlo. Y no era que se aburriera, sino que le venía y él decía que a veces «te sacaba el mal
espíritu». Expandiendo el alma contagiosamente, como hace el bostezo a nivel físico, tenía ese
efecto a nivel espiritual.

Maestro del diálogo

Comento libremente algunas cosas que me sugiere el título de «maestro del diálogo». En la
Compañía, el nombre de maestro es un nombre especial, lo reservamos al maestro de novicios
y al instructor de tercera probación. El padre general lo había nombrado instructor de tercera
probación, y lo fue por muchos años. Nunca fue maestro de novicios pero como provincial lo
destiné a vivir en el noviciado; era hombre de consejo para el maestro y un referente para los
novicios.

Ser maestro, ejercer el munus docendi, no consiste solo en transmitir el contenido de las
enseñanzas del Señor, en su pureza e integridad, sino en que estas enseñanzas, inculcadas con
el mismo Espíritu con que se reciben, «hagan discípulos», transformen a los que las escuchan
en seguidores de Jesús, en discípulos misioneros, libres, no prosélitos, apasionados por recibir,
practicar y salir a anunciar las enseñanzas del único Maestro como él nos mandó: a los
hombres y mujeres de todos los pueblos.

El verdadero maestro, en sentido evangélico, siempre es discípulo. Nunca deja de serlo. El


Señor en Lucas, hablando de los ciegos que quieren guiar a otros ciegos, como imagen de lo
que sería un «antimaestro», dice: «El discípulo no está por encima de su maestro, sino que
bien ejercitado, llegará a ser cómo su maestro» (Lc 6, 40).

Me gusta entender así este pasaje: no ponerse por encima del maestro no es solo no ponerse
por encima de Jesús —nuestro único Maestro—, sino tampoco ponernos por encima de
nuestros maestros humanos. Es de buen discípulo honrar a su maestro, incluso cuando como
discípulos nos toca llevar más adelante alguna enseñanza, o más bien, precisamente allí, ya
que el progreso en el conocimiento es posible porque el buen maestro sembró la semilla
haciendo hincapié, con su estilo propio, en que es semilla viva, que crece y se supera. Y cuando
discernimos bien lo que el Espíritu dice aplicando el evangelio en el momento y de la manera
oportuna para salvación de alguien, somos «como el maestro». El Señor aplica esta afirmación
a ese tipo de enseñanza que no consiste solo en palabras, sino en obras de misericordia. Fue
en su lavatorio de los pies que el Maestro dijo que si, sabiendo estas cosas, obramos como Él,
seremos como Él (cf. Jn 13,14-15).

A propósito de la misericordia: los escritos de Fiorito destilan misericordia espiritual —


enseñanzas para el que no sabe, buenos consejos para el que los ha menester, corrección para
el que yerra, consolación para el triste y ayudas para estar en paciencia en la desolación «sin
hacer mudanza», como dice san Ignacio—, gracias todas que conforman y se sintetizan en esa
gran obra de misericordia espiritual que es el discernimiento. El discernimiento nos sana de la
enfermedad más triste y digna de compasión: la ceguera espiritual, que nos impide reconocer
el tiempo de Dios, el tiempo de su visita.

Algunas características particulares del maestro Fiorito

Una característica que sobresale en Fiorito la describiría con esta expresión: en el


acompañamiento espiritual, cuando le contabas tus cosas, él «se tenía fuera». Te reflejaba lo
que te pasaba y luego te daba libertad, no exhortaba ni hacía juicios. Te respetaba. Creía en la
libertad.

Al decir que «se tenía fuera» no me refiero a que no se interesara o no se conmoviera con tus
cosas, sino que se mantenía fuera, en primer lugar, para poder escuchar bien. Fiorito era
maestro del diálogo antes que nada escuchando. El tenerse fuera del problema era su modo
de dar espacio a la escucha, para que uno pudiera decir todo lo que tenía adentro, sin
interrupciones, sin preguntas… Te dejaba hablar. Y no miraba el reloj.

Escuchaba poniendo el corazón a disposición, para que el otro pudiera sentir, en la paz que el
maestro tenía, lo que inquietaba al suyo. De manera tal que a uno le daban ganas de «ir a
conferir con Fiorito», como decíamos, de «ir a contarle», cada vez que uno sentía lucha
espiritual en su interior, movimientos encontrados de espíritus con respecto a alguna decisión
que debía afrontar. Sabíamos que le apasionaba escuchar de estas cosas, tanto o más de lo
que al común de la gente le apasiona escuchar las últimas noticias. Ir a conferir con Fiorito era
una frase habitual en el Máximo. La decíamos los superiores, nos la decíamos a nosotros
mismos y se lo recomendábamos a los que estaban en formación.

El «tenerse fuera», además de cuestión de escucha, era una actitud de señorío ante los
conflictos, un modo de poner distancia para no quedar envuelto en ellos, cosa que sucede a
menudo y hace que el que tendría que escuchar y ayudar, entre, en cambio, a formar parte del
problema, tomando posición o mezclando sus sentimientos y perdiendo objetividad.

En este sentido, sin pretensiones teóricas, sino de manera práctica, Fiorito fue el gran
«desideologizador» de la provincia en una época muy ideologizada. ¡Esto es muy importante!

Desideologizó despertando la pasión por dialogar bien, con uno mismo, con los otros y con el
Señor. Y a «no dialogar» con la tentación, a no dialogar con el mal espíritu, con el Maligno.
Esto me quedó muy grabado: con el diablo no se dialoga. Jesús nunca dialogó con el diablo. Le
respondió con tres versículos de la Biblia, y después lo expulsó lejos. ¡Nunca! Con el diablo no
se dialoga.

La ideología siempre es un monólogo con una sola idea y Fiorito ayudaba a distinguir las voces
del bien y del mal; de la propia voz y eso abría la mente porque abría el corazón a Dios y a los
demás.

En el diálogo con los demás, una habilidad que tenía era la de «pescar» —¡era un pescador!—
y hacer ver al otro la tentación del mal espíritu en una palabra o en un gesto de esos que se
cruzan en medio de un discurso muy razonable o aparentemente bien intencionado. Fiorito te
preguntaba por «esa expresión que habías usado» (que generalmente denotaba desprecio por
el otro…) y te decía: «¡Estás tentado!» y, mostrando la evidencia, se reía con franqueza y sin
escandalizarse. Encarecía la objetividad de la expresión que uno mismo había usado, sin
juzgarte.

Se puede decir que el maestro cuidaba el diálogo comunitario cuidándolo en su conversación


personal con cada uno. No era de intervenir mucho en público. En las reuniones comunitarias
en que participaba más bien tomaba notas, escuchando en silencio. Y luego «respondía» —
todos lo esperábamos— con el tema del siguiente Boletín de Espiritualidad o con alguna hojita
de «Estudio, oración y acción». De alguna manera esto se sabía y se transmitía y uno iba a leer
en el Boletín «lo que opinaba el maestro» de los temas que nos preocupaban o que estaban en
boga, leyendo «entre líneas». Era un maestro en el expresarse «entre líneas».

Eso sí, no siempre el Boletín estaba necesariamente ligado a la coyuntura. Hay escritos, como
el que analiza Narvaja a raíz del artículo de Fiorito sobe la Academia de Platón, que tienen
actualidad hoy y permiten «leer» toda una época nuestra en esta clave de la relación entre
maestro y discípulos en el espíritu de la misma escuela.

Fiorito cuidaba que hubiera buen espíritu en la provincia y en la comunidad. Si había buen
espíritu, entonces no solo «dejaba andar», sino que escribía sobre algo que «invitaba a más».
Abría horizontes.

En tercer lugar, este «tenerse fuera» se puede describir también mostrando cómo se logra:
«manteniéndose uno mismo en paz», para que sea el Señor mismo el que «mueva» al otro, lo
inquiete en el buen sentido, y también lo pacifique en el bien obrar.

Se trata de un mantenerse en paz activo, rechazando las propias tentaciones contra la paz para
ayudar al otro a pacificar las suyas: las de la culpa y el reproche por el pasado, la de la ansiedad
por el futuro (los futuribles. El no permitía más que se tomara una decisión en base a
«futuribles». Decía que «en los futuribles no está Dios. Nunca) y la de la inquietud y distracción
en el presente». Fiorito te pacificaba con su no apuro por lo coyuntural. Primero te pacificaba
con su silencio, con su no asustarse por nada, con su escucha de largo aliento, hasta que uno
decía lo que tenía en el fondo del alma y decidía lo que el buen espíritu le inspiraba. Entonces
el maestro te confirmaba, a veces con un simple «Está bien». ¡Te dejaba libre!

Ignacio aconseja al que da a otro los ejercicios que «no se decante ni se incline a una parte ni a
otra; mas estando en medio, como un peso, deje inmediate obrar al Criador con la criatura, y a
la criatura con su Criador y Señor» (EE 15). Aunque fuera de los ejercicios es lícito «mover al
otro», Fiorito privilegiaba la actitud de no inclinarse hacia una parte o a otra, para que «el
mismo Criador y Señor se comunique a la persona, abrazándola en su amor y alabanza y
disponiéndola por la vía que mejor podrá servirle adelante» (ibíd.). Gracias a este «mantenerse
fuera», era referente para todos sin sombra de parcialidad. Eso sí, en el momento oportuno,
cuando el que estaba haciendo ejercicios con él lo necesitaba —ya fuera porque estaba
bloqueado por alguna tentación o, por el contrario, porque estaba en buena disposición para
hacer su elección, el maestro intervenía con fuerza y decisión para decir lo suyo y luego, de
nuevo «se tenía fuera», dejando que Dios obrara con el ejercitante.

En este sentido puedo decir que sabía poner los acentos. Algunos los grabó a fuego y los
imprimió como un sello en la provincia. Por ejemplo: que la lucha espiritual, el movimiento de
espíritus, es buena señal; que proponer «algo más» mueve los espíritus cuando la cosa está
sospechosamente calma; que hay que buscar siempre la paz en el fondo del alma para poder
discernir estos movimientos de espíritus sin que «el agua está revuelta»… El «No dejarse
achicar por las cosas grandes y sin embargo dejarse contener en lo pequeño, eso es de Dios»,
[19] con que se caracteriza a Ignacio, siempre estaba presente en sus reflexiones.

Una segunda característica: no exhortaba. Te escuchaba en silencio y luego, en vez de hablar,


te daba una «hojita» que sacaba de su biblioteca. La biblioteca de Fiorito tenía esta
peculiaridad: además de la parte común —digamos—, con estantes y libros, tenía otra parte
que ocupaba toda una pared de casi seis metros por cuatro de alto, formada por pequeños
cajones, en cada uno de los cuales ponía —clasificadas— sus «hojitas», fichas de estudio,
oración y acción, cada una con un solo tema de los Ejercicios o de las Constituciones de la
Compañía, por ejemplo, que él se levantaba a buscar, subiendo a veces peligrosamente una
escalera, para entregar sin muchas palabras al ejercitante en respuesta a alguna inquietud que
este le había planteado o que él mismo había discernido al escucharlo hablar de sus cosas.

Había algo allí en esos cajones, cada uno con su papelito… Era como si el consejo que uno
necesitaba o el remedio para algún mal del alma ya estuviera previsto desde siempre… Tenía
algo de farmacia esa biblioteca. Y Fiorito algo de sabio farmacéutico del alma. Pero era más
que eso, porque Fiorito no era un confesor. Confesaba, ciertamente, pero tenía otro carisma
además de este común a todo sacerdote que es ser ministro de la misericordia del Señor. Es
ese carisma del hombre espiritual del que hablaba al comienzo, citando a Orígenes: el carisma
del discernimiento y de la profecía, en el sentido de comunicar bien las gracias del Señor que
uno experimenta en su propia vida. Porque de esos cajoncitos no solo salían remedios, sino
sobre todo cosas nuevas, cosas del Espíritu que estaban a la espera de la pregunta justa, del
deseo fervoroso de alguno, que allí encontraba el tesoro de una formulación discreta para
encauzarlo y ponerlo en práctica con fruto en el futuro.

Una tercera característica que recuerdo es que el maestro Fiorito no era celoso. No era un
hombre celoso: escribía y firmaba con otros, publicaba y destacaba el pensamiento de otros,
limitando el suyo muchas veces a simples notas que, en realidad, como se puede ver mejor
ahora gracias a esta edición de sus Escritos, eran de suma importancia, ya que hacían ver lo
esencial y lo actual de otro pensamiento.

El ejemplo más acabado de la fecundidad de este modo de trabajar intelectualmente en


escuela es, a mi juicio, la edición con notas y comentarios del Memorial de Fabro que Fiorito
hizo junto con Jaime Amadeo. Un verdadero clásico. Sin rasgos de ideología ni de esa erudición
que es solo para eruditos, sino una obra que nos pone en contacto con el alma de Fabro, con
su limpidez y dulzura, con su capacidad de diálogo con todos, fruto de su discreción espiritual y
su maestría en dar los ejercicios. El Maestro tenía mucho de la sensibilidad de Fabro, en
tensión polar con una mente más bien fría y objetiva, como ingeniero que era.

La cuarta característica que me parece necesario comentar, en este intento de hacer presentar
su figura, es que no hacía juicios. Solo a veces. Conmigo, dos veces, que yo recuerde. Y me
quedó grabado el modo. El juicio él lo hacía de esta manera: «Fíjese —te decía— que esto que
usted dice es igual a esto que dice la Biblia, a esta tentación que está en la Biblia». Y después
dejaba que uno lo rezara y sacara sus conclusiones.

Destaco aquí que Fiorito tenía un olfato especial para «oler» el mal espíritu; sabía detectar su
acción, reconocer sus tics, desenmascararlo por sus malos frutos, por el regusto de mal sabor y
el rastro de desolación que deja a su paso. En este sentido, se puede decir que fue hombre de
combate contra un solo enemigo: el mal espíritu, Satanás, el demonio, el tentador, el
acusador, el enemigo de nuestra naturaleza humana. Entre la bandera de Cristo y la de
Satanás, hizo su opción personal por nuestro Señor. En todo lo demás buscó discernir «el
tanto… cuanto» y con cada persona fue padre amable, maestro paciente y adversario firme —
cuando se dio el caso—, pero siempre respetuoso y leal. Nunca enemigo.

Por último, algo muy notable en él. Con los «cabeza dura» tenía mucha paciencia. Ante estos
casos, que impacientaban a otros, solía recordar que Ignacio había sido muy paciente con
Simón Rodríguez. Si uno era testarudo e insistía con lo propio te dejaba hacer tu proceso, te
daba tiempo. Era un maestro en esto de no apurar los tiempos, de esperar a que el otro se
diera cuenta solo de las cosas. Respetaba los procesos.

Y ya que mencioné a Simón Rodríguez, puede venir bien recordar el caso. Simón Rodriguez
siempre fue «desasosegado». No hizo el mes entero en soledad como los otros, tardó en hacer
la profesión. Estaba destinado a ir a la India pero al final se quedó en Portugal, donde hizo todo
lo posible por quedarse para siempre a pesar de que Ignacio, para bien suyo y de los jesuitas
de allá, lo quería trasladar. Fiorito cuenta que Ribadeneyra, en un manuscrito inédito
titulado Tratado de las persecuciones que ha sufrido la Compañía de Jesús, considera que «una
de las más terribles y más peligrosas tormentas que ha padecido la Compañía, después que se
fundó, viviendo aún nuestro bienaventurado padre Ignacio, fue una movida, no de los
enemigos, sino de los propios hijos de ella, no de los vientos de fuera, sino de la turbación
intrínseca del mismo mar, que fue de esta manera. […] Navegando, pues, la Compañía con tan
prósperos vientos, el enemigo de todo bien la desasosegó, tentando al mismo P. Simón y
desvaneciéndole con aquel fruto que Dios había obrado por él, y haciendo que quisiese para sí
lo que era de su bienaventurado padre Ignacio y de toda la Compañía, comenzó a mirar las
cosas de Portugal no como una obra de este cuerpo, sino hechura y obra suya y quererla él
gobernar sin la obediencia y dependencia de su cabeza, pareciéndole que él (tenía) en los
reyes de Portugal tanto favor que él podría fácilmente hacerlo sin otros recursos a Roma; y
como casi todos los religiosos de tal Compañía que vivían en aquel Reino eran hijos y súbditos
suyos y él los había recibido y criado, no conocían otro padre ni superior, sino al mtro. Simón, y
le amaban y respetaban como si él fuera el principal fundador de la Compañía; para lo cual
ayudaba también el ser él de su condición blando y amoroso y enemigo de apretar mucho a los
otros: que son cosas eficaces para ganar los ánimos y voluntades de los súbditos, que
conforme a la flaqueza humana, comúnmente desean que se condescienda con lo que ellos
quieren, y ser llevados por amor».[20]

Ignacio tenía mucha paciencia. Y Fiorito lo imitaba. Hasta en estos relatos era capaz de ver lo
bueno en Simón Rodríguez. Destacaba su franqueza para con Ignacio, cómo le decía las cosas
de frente. Lo cierto es que, a la larga, esta paciencia dio sus frutos, porque, de hecho, las
«rebeldías» de Simón Rodríguez quedaron como anécdotas, no se consolidaron ni tomaron
cuerpo más allá de él, y nos valieron cartas como la de san Ignacio a los de Coímbra. Esta gran
paciencia es la virtud fundamental del verdadero maestro, que apuesta a la acción del Espíritu
Santo en el tiempo y no a la propia.

Conclusión

Una pequeña anécdota. Como provincial, recibía la cuenta de conciencia anual del padre
Fiorito. ¡Era un novicio! Un novicio maduro. Cada vez que me viene el recuerdo de cómo
contaba sus cosas, siento que era el discípulo de un padre que era a su vez discípulo suyo. No
llego a entenderlo, pero sé que era testimonio de su grandeza de alma.

Como jesuita, al maestro Miguel Ángel Fiorito le cabe la imagen del salmo 1, la del árbol
plantado al borde de la acequia, que da fruto en su sazón. Como este árbol de la Escritura,
Fiorito supo dejarse contener en el mínimo espacio de su pieza del Colegio Máximo de San
José, en San Miguel, Argentina, y allí echó raíces y dio frutos, como bien lo expresa su nombre,
en los corazones de los que somos discípulos de la escuela de los Ejercicios. Espero que ahora,
gracias a esta bella edición de sus Escritos, que tienen la altura de un sueño grande, echará
raíces y dará flores y frutos en la vida de tantas personas que se nutren de la misma gracia que
él recibió y supo comunicar discretamente dando y comentando los Ejercicios Espirituales.

[1] M. A. Fiorito, Escritos I (1952-1959), Roma, La Civiltà Cattolica, 2019, p. 188 (citaré Escritos,


n. de volumen y n. de página).

[2] Cf. J. L. Narvaja, «Introducción», en Escritos I, 16.

[3] Ibíd., 20-21.

[4] Cf. Papa Francisco, «“Estar en las encrucijadas de la historia”. Conversaciones con jesuitas
de Myanmar y de Bangladés», en La Civiltà Cattolica Iberoamericana 2, 2017, p. 13.

[5] Escritos I, 18.

[6] Francisco, Carta a los sacerdotes en el 160º aniversario de la muerte del santo cura de Ars,
4 de agosto de 2019, disponible en
http://www.vatican.va/content/francesco/es/letters/2019/documents/papa-
francesco_20190804_lettera-presbiteri.html.

[7] Escritos I, 165-170.

[8] J. H. Newman, La mission de saint Benoît, París, Bloud & Cie., 1909, p. 10.

[9] Escritos II, 27-51.

[10] Escritos I, 164.

[11] Escritos I, 51, nota 88.

[12] Escritos I, 163-164.

[13] Escritos V, 176-189.

[14] Escritos V, 177.

[15] Escritos V, 179.

[16] Escritos V, 181.

[17] «Llamo consolación todo aumento de esperanza, fee y caridad y toda leticia interna que
llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salud de su ánima, quietándola y pacificándola
en su Criador y Señor. […] Assimismo quando lanza lágrimas motivas a amor de su Señor» (EE
316)

[18] M. A. Fiorito, Buscar y hallar la voluntad de Dios, Buenos Aires, Paulinas, 2000, p. 209.

[19] Non coerceri a maximo, contineri tamen a minimo, divinum est: epitafio en la tumba de


san Ignacio de Loyola (cf. Francisco, Exhortación apostólica «Gaudete et exsultate», 19 de
marzo de 2018, n. 169, nota 124, disponible en
http://www.vatican.va/content/francesco/es/apost_exhortations/documents/papa-
francesco_esortazione-ap_20180319_gaudete-et-exsultate.html).
[20] Escritos V, 157, nota 85.

***

P. Arturo Sosa

Querido Papa Francisco,

Son muchos los motivos para agradecer al Señor su presencia en esta Aula de la Curia General
de la Compañía de Jesús en esta tarde:

La visita de un hermano es siempre motivo de alegría y agradecimiento al Señor. Bienvenido


nuevamente a su casa.

Agradecimiento aún mayor porque nos visita el día de su 50º aniversario de ordenación
presbiteral en la Compañía de Jesús, inicio de un fecundo ministerio al servicio del Pueblo de
Dios.

La presentación de la obra del P. Miguel Angel Fiorito, S.I., motivo de este encuentro, sintetiza
el agradecimiento por tanto don recibido de parte de Dios misericordioso y bueno que en los
Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola nos abrió un pozo inextinguible de frescura
espiritual del cual podemos seguir bebiendo.

Los Escritos del P. Fiorito, que nos llegan de su mano Papa Francisco, nos abren la puerta al
conocimiento de la profundidad con la que él se acercó a los Ejercicios Espirituales y la
creatividad con la que los puso al alcance de tantas personas. De este modo, quienes no
estuvimos cerca del Maestro Fiorito tenemos ahora a mano un nuevo instrumento para afinar
nuestro buscar y hallar la voluntad de Dios para, sobre todo, ponerla en práctica en la
desafiante oportunidad que nos ofrece el cambio de época que queremos vivir como proceso
de renovación de nuestra fe y del coraje de anunciarla con la fidelidad creativa que exigen los
nuevos contextos en los que nos movemos.

Gracias, Papa Francisco, por poner a nuestro alcance una nueva fuente de luz para iluminar el
camino del discernimiento de la Iglesia en su complejo proceso de conformarse al deseo del
Concilio Vaticano II. De hacerse Pueblo de Dios en marcha, volcada a vivir la comunión en la fe
y testimoniarla en todas y cada una de las culturas humanas sedientas de reconciliación y
liberación en Cristo.

Sus cincuenta años de ministerio sacerdotal le han permitido adquirir el hábito de la escucha a
todos los estratos del Pueblo de Dios, de los cambiantes contextos en los que se desarrolla su
vida y percibir los signos de la acción del Espíritu Santo en la historia humana. Escucha atenta
que no permite quedarse con los brazos cruzados sino lleva a profundizar el conocimiento del
Señor Jesús en la contemplación y elegir seguirlo para contribuir en su misión de reconciliación
y justicia.

Su servicio lo ha llevado a acompañar al Pueblo de Dios también desde el Episcopado y ahora


al ejercicio del ministerio petrino desde el que nos anima incesantemente a iniciar y
acompañar procesos, a reflejar la diversidad poliédrica de la vida humana, en la que el mismo
Dios muestra su inmensa sabiduría y amor incondicional, para ser testigos de la Buena Notica
del Reino de Dios.
Gracias de corazón por el regalo de esta visita que nos consuela y por darnos la oportunidad de
unirnos a su acción de gracias al Señor por su ministerio presbiteral y episcopal que incluye el
de la Diócesis de Roma que conlleva la responsabilidad de confirmar a los hermanos en la fe.

Termino este saludo deseándole anticipadamente un muy feliz cumpleaños, ocasión para
agradecer el don de la vida y pedirle al Dios de la Vida la gracia de seguir contribuyendo con la
propia vida a que tantos la tengan en abundancia.

***

P. Antonio Spadaro

¡Santo Padre, felicitaciones también de parte de La Civiltà Cattolica!

Es bueno tener esta ocasión para darle nuestras felicitaciones y estar junto a usted en esta sala
tan central para la Compañía.

Y gracias por haber imaginado y deseado esta presentación.

Estamos felices de haber publicado los Escritos del P. Miguel Ángel Fiorito. Al menos por dos
motivos.

El primero estriba en que este jesuita —que poco a poco estoy aprendiendo a conocer—
representa un regalo para la Compañía de Jesús y para la Iglesia.

Sus escritos —hablamos de más de 2000 páginas— son una mina. En ellas descubrimos a un
verdadero maestro del discernimiento. Y en este, nuestro tiempo, usted nos está ayudando a
vivir tal discernimiento, pidiéndonos

que nos dejemos guiar por la consolación,

que discernamos los lenguajes,

que busquemos y encontremos la voluntad de Dios en el camino de la Iglesia.

Los Escritos del «maestro Fiorito» nos ayudarán a «“sentir y gustar” la huella del Señor en
nuestra alma» y en el desenvolvimiento de la vida de la Iglesia.

El segundo motivo por el cual estoy feliz de que La Civiltà Cattolica haya publicado estos
volúmenes es que el P. Fiorito fue su maestro.

No es fácil hoy encontrar maestros. Y hoy necesitamos desesperadamente maestros.

Y Fiorito es un maestro que, a través de usted, le está diciendo algo a la Iglesia universal. Esto
es lo que más me impresiona y fascina.

Su paternidad de maestro llega hoy a la Iglesia universal. Es como el abuelo que habla a los
hijos a través del padre. Aquí hay un paso del testigo que nace de una sintonía profunda.

Usted mismo ha dicho en su prefacio que estos escritos harán bien a toda la Iglesia y que
«tienen la altura de un sueño grande» que «dará flores y frutos en la vida de tantas personas
que se nutren de la misma gracia que él recibió». Y lo harán gracias a estos volúmenes.

Pero no solamente gracias a ellos: Fiorito creó una escuela y, tal como usted escribió en su
prefacio, «una característica de la escuela es que el pensamiento es compartido y los
discípulos pueden desarrollarlo siguiendo el espíritu del maestro —no solo la letra— con
libertad y creatividad».

¡Tenemos tanta necesidad hoy de libertad y creatividad!

Pero lo dirá mucho mejor que yo el P. José Luis Narvaja, que, con paciencia más de cartujo que
de jesuita, se ha hecho cargo de la edición responsable de estos cinco volúmenes.

Y lo ha hecho también él como discípulo del maestro, además de como sobrino del papa
Francisco. En realidad, la perspectiva de José Luis es compartida con el maestro Fiorito y con el
papa Francisco.

Viviendo junto a José Luis mientras llevaba adelante esta tarea, hemos percibido la pasión e
inteligencia que ha puesto en su realización. Ahora comprendo por qué por la mañana
necesitaba correr por largo rato entrenando así el físico para tener la mente dispuesta… Todos
te estamos muy agradecidos, José Luis. En verdad has hecho un trabajo increíble.

Gracias también a todos los presentes, de manera particular a los que han venido a propósito a
este evento desde Argentina, Alemania, Inglaterra y otros lugares…

Para dar la máxima accesibilidad a los volúmenes los hemos publicado en dos formas

en formato digital, en nuestro sitio de Internet www.laciviltacattolica.it

en formato impreso, en Amazon, sitio a través del cual pueden adquirirse en cualquier parte
del mundo.

Concluyo con dos anuncios.

El primero es que estamos trabajando en la publicación en lengua italiana del gran comentario
del P. Fiorito a los Ejercicios espirituales. Es un volumen de aproximadamente 1000 páginas
que será publicado por la casa editorial Àncora. Tenemos prevista su aparición en septiembre.

El segundo es que, con esta publicación, La Civiltà Cattolica inicia los festejos de su aniversario:
la revista cumple 170 años, una historia larga, compleja, que ha tenido una única constante en
la historia: el lazo profundo con el papa. Desde Pío IX hasta usted. Renovamos aquí nuestro
compromiso de siempre. Y, seguramente, se nos ocurrirán cosas con… libertad y creatividad…

Dejo la palabra a José Luis y, a usted, santo padre, le doy nuevamente nuestras felicitaciones y
las gracias de corazón.

***

P. José Luis Narvaja

Querido tío Jorge y papa Francisco,

Señoras y Señores, buenas tardes.

No puedo esconder que la aparición de estos cinco volúmenes de los Escritos de Fiorito sea un
motivo de alegría. Es el fruto de un año de trabajo intenso.

Pero tampoco puedo negar que el trabajo mismo ha sido motivo de gozo espiritual. Me ha
dado la posibilidad de volver a leer los estudios que acompañaron mi formación en la
Compañía.
Quisiera hoy compartir con ustedes tres experiencias personales en torno a esta publicación y
lo haré a partir de tres frases.

1. La primera, tomada de la carta a los hebreos, es el epígrafe que he elegido para el


estudio introductorio a estos Escritos. Dice: «Acuérdense de sus guías que les hablaron la
palabra de Dios, y considerando el resultado de su conducta, imiten su fe» (Hbr 13,7). Antes
que nada debo decir que es un versículo que muchas veces hemos escuchado de boca de Jorge
Bergoglio, cuando, como formador, nos daba puntos para la reflexión.

Nos invitaba a recordar la historia en la que nuestra vocación se insertaba, no como mera
reflexión intelectual, sino principalmente como ejercicio de contemplación de quienes habían
vivido según esa vocación y habían plasmado existencialmente aquel «¿a dónde voy y a qué?»
de los Ejercicios Espirituales y de toda la vida en la Compañía.

Este ejercicio de contemplación tenía un objeto concreto: la convivencia en nuestras casas de


formación de jesuitas jóvenes y ancianos con un doble beneficio: la edificación de los jóvenes y
el consuelo de los ancianos que podían ver la descendencia como las estrellas del cielo o las
arenas del mar.

En este contexto de formación, ya en el noviciado encontrábamos al P. Fiorito que al mismo


tiempo se convertía en compañero de comunidad, confesor de los novicios y referente
espiritual.

De pocas palabras, es cierto, pero de una profunda capacidad para percibir y conocer a las
personas y los procesos que se desarrollaban en su interior.

2. La segunda frase que quiero compartir me la dijo Jorge Bergoglio cuando fue mi rector. Era
una frase que él había escuchado de un padre anciano y que ahora la compartía conmigo en el
contexto de la cuenta de conciencia, la conversación del formador con el formando:  «Una vez
le escuché decir al P. Peralta —me dijo— “El que no cuida el dinero que ve, no cuidará del
alma de su hermano que no ve”».

Ciertamente esto va mucho más allá del uso del dinero.  Señala la tensión entre lo visible y lo
invisible, el celo apostólico y la vida concreta y cotidiana del jesuita. No lo he olvidado.

Y al mismo tiempo es nuevamente una llamada de atención para escuchar a esos hombres
sabios que han hecho tesoro de lo antiguo y de lo nuevo.

3. La tercera frase que hoy quiero compartir con ustedes es del escritor colombiano Gabriel
García Márquez. Con aguda y fina percepción, describe todo el ambiente afectivo de un
personaje con esta luminosa frase: «Era cariñoso como tío materno».

Cuando la leí me sentí particularmente comprendido en mi experiencia personal del cariño de


mis tíos maternos. Uno de ellos hoy presentará estos libros del maestro común, de él y mío y
de tantos jesuitas, sacerdotes y religiosos de la Argentina.

Hoy como hace cincuenta años celebramos una fiesta de la gracia para la familia —familia con
minúscula y con mayúscula—.  Hace cincuenta años desde la terraza del Colegio Máximo de
San Miguel, como niño travieso pero que se hace todo ojos para mirar una ceremonia
fascinante en el colorido de la liturgia; hoy en la Curia General, como jesuita, también me
siento invitado a mirar: mirar atrás para dar gracias por los beneficios recibidos y mirar hacia
adelante para pedir más gracia para que la promesa que consoló a quienes «nos han guiado»
sea motivo de consuelo para nosotros.
Muchas gracias

Discernimiento humano y espiritual


ignaciano

Como es sabido, San Ignacio de Loyola es uno de los maestros y testimonios


de la espiritualidad, con ese legado tan significativo que nos deja:
sus Ejercicios Espirituales (EE). En el que nos propone un profundo y
verdadero método (camino) de discernimiento. Tal como nos enseñan los
estudios e investigaciones actuales, la espiritualidad y cosmovisión ignaciana se
adelanta a su tiempo. Siendo pionera de lo que, más tarde, desarrollarán
las ciencias sociales o humanas con sus perspectivas críticas. Como,
por ejemplo, la psicología y sus corrientes como el psicoanálisis.

Desde su propia experiencia como nos relata en su Autobiografía (A), que luego


nos transmitirá en los EE con este método y discernimiento, San Ignacio es
un profundo conocedor de la persona. Y nos muestra los deseos, afectos,
pasiones y motivos o motivaciones que marcan a la persona, la búsqueda del
sentido de la vida y trascendencia del ser humano.

San Ignacio afirma: “presupongo ser tres pensamientos en mí, es a saber,


uno propio mío, el qual sale de mi mera libertad y  querer; y otros dos, que
vienen de fuera: el uno que viene del buen espíritu y el otro del malo” (EE
33). De esta forma, nos está manifestando que el ser humano está constituido y
afectado por unas realidades o dinamismos. Como son la libertad y voluntad
personal (cf. EE 2-3), que se realizan en el bien o en el mal, en la justicia o
injusticia, en la gracia o el pecado, en la vida o la muerte. Y estas realidades y
dinamismos que nos afectan o mueven, son las que debemos contemplar,
discernir y examinar o valorar para un desarrollo humano, psico-social e
integral.

Tal como se puede observar, San Ignacio nos comunica un camino pedagógico,
humano y espiritual para adiestrar la libertad. Y que nos lleva a un
discernimiento crítico para el bien, a una existencia de amor y liberadora del
mal e injusticia. Así nos lo expone en el Principio y Fundamento (cf. EE 23).

San Ignacio y el don de la vida


El don de la vida, que para la fe es Dios mismo, mueve al ser humano a
discernir y elegir todo aquello que lo libere de las idolatrías de las cosas, de
la riqueza-ser rico y el poder. La persona realiza pues todo un discernimiento,
para la promoción y liberación integral de estos ídolos que se ponen en lugar de
la realización humana y espiritual; que impiden ser libres para servir, amar y
estar en comunión fraterna con los otros, con la naturaleza-universo y con
Dios mismo.

San Ignacio nos llama a toda esta contemplación y discernimiento para ir


alcanzando el amor con su praxis (cf. EE 230-237). Dios es Amor y nos
regala su Gracia para esta comunión de vida, bienes y de servicio al bien más
universal. Como nos transmite San Ignacio en su experiencia vital en el
Cardoner (A 31), es contemplar y discernir todo lo real con una mirada
renovada, lúcida, razonable, crítica y trascedente.

Una realidad global, diversa, inter-relacionada, dinámica y abierta a la


trascendencia. Es ser honrados con lo real que, como Dios mismo en Jesús,
ejerce la mirada misericordiosa y compasiva que carga con la realidad.
Asumiendo solidariamente el sufrimiento, mal, muerte e injusticia que padece la
humanidad y el mundo. Desde esta espiritualidad de encarnación de la
misericordia y solidaridad, como nos revela Dios, se va efectuando la liberación
integral de todo este dolor, pecado, mal, muerte e injusticia.

Como nos mostraba T. Adorno, esta com-pasión con el dolor nos lleva a la


verdad. El pensamiento que no se decapita desemboca en la trascendencia,
y la luz del conocimiento es toda esta liberación integral (cf. Minima
Moralia, 250). El ir desarrollando todo este discernimiento y conciencia
crítica, moral y espiritual ante el mal e injusticia que nos afecta, nos
trasciende ante Jesús Crucificado (EE 53) y, como nos enseña I. Ellacuría,
a los crucificados de la tierra. Es el cargar con la realidad, en una
inteligencia ética, para bajar de la cruz a los pueblos crucificados.
A la luz de la fe en el Crucificado y de la razón, con sus mediaciones como son
las ciencias sociales, el signo permanente de los tiempos, que siempre hay
que discernir e historizar, son los pueblos crucificados por el mal e
injusticia. Lo cual supone encargarse de toda esta realidad, con
una inteligencia social e histórica en la praxis liberadora por la justicia
con los pobres de la tierra.

Esta contemplación en la acción del amor al servicio de la fe y la


justicia con los pobres, en comunidades humanas y eclesiales de
solidaridad, nos religa a la mística del encuentro y comunión con Jesús
Pobre y Crucificado (EE 116). Tal como, decisivamente, la experimenta San 
Ignacio en la Storta (AA 96). Por tanto, el discernimiento verdadero del buen
espíritu y del bien más universal, para una vida libre en la humildad y amor que
nos libera del mal e injusticia, se realiza en la opción por esta cruz y por
los pobres con una vida de pobreza solidaria (cf. Carta de San Ignacio
a la Comunidad de Padua).

Humanismo y bien común


Como aparece en la meditación de dos banderas (EE 136-142) y en
las maneras de humildad (EE 167-168), desde el seguimiento de Cristo
Pobre y Crucificado, es una vida humilde y pobre que nos va liberando de
los ídolos de la riqueza-ser, poder y privilegios. Lo que nos lleva a una existencia
de realización, felicidad y desarrollo integral, de vida humanizadora,
plena y eterna.

Desde su propio campo y especificidad, la misma psicología nos enseña este


camino de madurez humana y espiritual. Mediante un vida de amor y
de trabajo en libertad, al servicio del bien más universal, que transforma
toda la existencia y el mundo. El desarrollo psico-social y maduración (humana
y mística-cristiana) se va alcanzando en este amor y comunión con los otros,
con el corazón de la materia-cosmos (T. de Chardin) y con Dios que nos
llama a la existencia en solidaridad. Esto es, el compartir la vida, bienes y
compromiso solidario por la justicia liberadora con los pobres de la tierra.

En contra de todos estos ídolos de la riqueza-ser rico, poder y violencia. El ser


humano y espiritual equilibrado, adulto y maduro es el que une de forma
fecunda e inseparable la mística y la profecía. La comunión fraterna de
amor con Dios y con los otros nos trasciende al anuncio de la fe y la justicia,
a la denuncia del mal e injusticias y a las luchas liberadoras con las
causas de los pobres en oposición a toda dominación u opresión.

El buscar y hallar a Dios en todas las cosas que, como vive San Ignacio en
su madurez (A 99-100), trasluce una mística de la vida cotidiana y de la
alegría en el mundo (K. Rahner). Unida estrechamente a la caridad
política transformadora, para el bien público más extenso e intenso, y a la
esperanza.

Es un auténtico humanismo y espiritualidad que discierne el bien:


promoviendo todo aquello que da vida, dignidad y justicia con los pobres;
posibilitando que las personas, los pueblos y los pobres sean los sujetos
protagonistas de su desarrollo, promoción y liberación integral. Se trata de
buscar siempre el bien más universal y la mayor (magis) gloria de Dios en
la civilización del amor, del trabajo y la pobreza.

El bien común mundial, un trabajo digno para toda persona con derechos como
es un salario justo, una economía ética al servicio de las necesidades de la vida y
los pueblos. En un desarrollo humano, ecológico, liberador e integral con una
vida austera, sobria y sostenible. Frente a la civilización del capital y la
riqueza con los falsos dioses del lucro, beneficio, poseer, dinero-riqueza (ser
rico) y tener que alienan y esclavizan a todo este ser persona fraterna,
solidaria, feliz y libre. Por todo ello se comprende que, en la actualidad, el Papa
Francisco nos llame a todo este discernimiento humano, espiritual y
liberador en sintonía cordial con la espiritualidad ignaciana.
FALSA COMPASIÓN [2 de 20]
SIN DISCERNIMIENTO
LA CARIDAD SE CORROMPE"
San Ignacio de Loyola

"LA FALTA 
DE DISCERNIMIENTO ESPIRITUAL

ES EL PEOR ENEMIGO 
DE LA CARIDAD VERDADERA"
Ignacio de Loyola
Esta entrada continúa el tema de la falsa compasión o moderna falsificación de la caridad .
Señalada por Mons. Michel Schooyans.

El fenómeno era conocido ya por los Padres del 

desierto y se describe en escritos espirituales de los santos.


(Fragmento de la carta de san Ignacio de Loyola sobre la Perfección. Escrita desde Roma el 7 de
mayo de 1547 y dirigida a los Padres y Hermanos de Coimbra, Portugal. Actualizo algo el texto
escrito en castellano antiguo. El texto original completo puede verse en Obras Completas de
San Ignacio de Loyola, BAC Madrid, 1963, págs. 679-689, el fragmento en la segunda parte de
la carta, p. 685) 

Ilutración: el santo en la Cueva de Manresa.

"El demonio no tiene ningún arma tan eficaz

para quitar la verdadera caridad del corazón,

como hacer que se proceda en ella

incautamente, y no según razón espiritual"

[San Bernardo]

.            "Lo que hasta aquí he dicho para despertar a quien durmiese, - escribe San Ignacio a los
Padres y estudiantes jesuitas en Coimbra - y correr más a quien se detuviese y parase en la vía,
no ha de ser para que se tome ocasión de dar en el extremo contrario del indiscreto fervor.

Porque no solamente vienen las enfermedades espirituales de causas frías, como es la tibieza,
sino también de de calientes, como es el demasiado fervor. “Sea vuestra ofrenda razonable”,
dice san Pablo  [Romanos 12,1]. Porque sabía que es verdad lo que decía el salmista: “La
majestad del Rey ama el juicio” [Salmo 98,4]. Y lo que se prefiguraba en el Levítico diciendo:
“en toda ofrenda tuya ofrecerás sal” Lev. 2,13].

Y es así que, como dice Bernardo[1], no tiene arma de guerra ninguna el enemigo, tan eficaz
para quitar la verdadera caridad del corazón, cuanto el hacer que incautamente, y no según
razón espiritual, en ella se proceda.

“Nada en demasía” dicho del filósofo[2], se debe observar en todo, aún en la justicia misma,
como leéis en el Eclesiástico: “no quieras ser justo en demasía” [7,17].

Si no se tiene esta moderación, el bien se convierte en mal y la virtud en vicio, y se siguen


muchos inconvenientes contrarios a la intención del que así camina.

El primero, que no puede servir a Dios a la larga; como suele no acabar el camino el caballo
muy fatigado en las primeras jornadas, antes suele menester que otros se ocupen en servirle a
él.

            El segundo, que no suele conservarse lo que así se gana con demasiado apresuramiento,
porque como dice la escritura: “la ganancia rápida se pierde pronto” [Proverbios 13,17]. Y no
só1o se disminuye, sino que es causa de caer: “el que corre demasiado, tropezará” [Proverbios
19,2]; y si cae, tanto con más peligro, cuanto de más alto, no parando hasta el pie de la
escalera.

            El tercero, que no se cuidan de evitar el peligro de cargar mucho la barca: y es así que,
aunque es cosa peligrosa llevarla vacía, porque andará fluctuando con tentaciones, más lo es
cargarla tanto, que se hunda.
            Cuarto: acaece que, por crucificar el hombre viejo, se crucifica el nuevo, no pudiendo
por la enfermedad ejercitar las virtudes. Y, según dice Bernardo[3], cuatro cosas se quitan con
este exceso: 1) La salud al cuerpo, 2) el afecto al espíritu, 3) el buen ejemplo al prójimo y 4) a
Dios la gloria.

De lo que san Bernardo infiere, que es sacrílego y culpado en todo lo dicho quien así maltrata
el templo vivo de Dios. Dice Bernardo que quitan ejemplo al prójimo, porque la caída de uno,
después el escándalo etc.; dan escándalo a otros, según el mismo Bernardo y por esta causa
los llama “divisores de la unidad, enemigos de la paz”.

Y el ejemplo de la caída de uno espanta a muchos, y los entibia en el provecho espiritual; y


para sí mismos corren peligro de soberbia y vanagloria, prefiriendo su juicio al de los otros
todos, o a lo menos usurpando lo que no es suyo, haciéndose a sí mismos jueces últimos de
sus propios asuntos, en lugar de tomar por juez a aquél a quien le corresponde serlo por razón
de autoridad.

            Además de estos inconvenientes hay aún otros, como es cargarse tanto de armas, que
no puedan ayudarse de ellas, como David de las de Saúl; y proveer de espuelas y no de freno a
caballo de suyo impetuoso.

De manera que, en este asunto, es necesaria discreción, que modere los ejercicios virtuosos
entre los dos extremos.

Y como avisa bien Bernardo: “no es bueno que se dé crédito siempre a la buena voluntad, sino
que se ha de refrenar y gobernar, y mayormente el principiante, porque no sea malo para sí
quien quiere ser bueno para otros[4]; porque “el que es malo para sí, ¿para quién será
bueno?” [Eclesiástico 14,5].

            Y si os pareciere rara ave la discreción y difícil de obtener, a lo menos suplidla con


obediencia, cuyo consejo será cierto.

Quien, por el contrario, en vez de dejarse guiar por la obediencia, quisiese seguir más su
parecer, oiga lo que san Bernardo le dice: “Todo lo que sin el consentimiento y voluntad del
padre espiritual se hace, se pondrá a cuenta de la vana gloria, no para recibir un premio”.

Y recuerde que, según la Escritura, “es pecado de idolatría la indocilidad y como pecado de
adivinación el no obedecer” [1 Sam 15,23].

Así que para mantenerse en el medio entre el extremo de la tibieza y del fervor indiscreto,
conferid vuestras cosas con el superior, y ateneos a la obediencia.

            Y si tenéis mucho deseo de mortificación, empleadle, más bien, en quebrantar vuestras
voluntades y someter vuestros juicios debajo del yugo de la obediencia, que en debilitar los
cuerpos y afligirlos sin moderación debida, especialmente ahora en tiempo de estudio”.
[1] Ad Fratres de Monte Dei Lib. 1, c.11 n.32; PL 184, 327 [A los hermanos del Monte de Dios]

[2] Aristóteles citando a Xilón.

[3] Ad fratres de Monte Dei, 1,11; PL 184, 328

[4] Ad fratres de monte Dei, 1,9 PL 184, 324

Discernir el amor
San Ignacio, maestro espiritual, aconsejaba a sus compañeros a «discernir el
impulso del amor». Por eso, no hablaba de la caridad a secas, sino que se
refería a la «discreta caridad». Caridad y discernimiento como dos amigos
inseparables. Ignacio, hombre místico, que se adentró en las honduras del
conocimiento interior, supo captar que el enemigo es capaz de disfrazarse bajo
la figura de Ángel de luz y corromper nuestros impulsos más nobles, por eso,
dice el dicho, «de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno».

La discreta caridad de la que insiste San Ignacio es el ejercicio del amor


inteligente. En esta emergencia humanitaria que vivimos en Venezuela, el
impulso desordenado del amor, nos puede llevar a un activismo desmesurado y
a una conciencia de héroes, que nos puede quemar en el intento o, en palabras
de Ignacio, corromper el subjecto.
El amor discernido va acompañado de una espiritualidad del cuidado personal.
La conciencia de héroes, de «salvarlo todo», nos puede llevar a unos niveles
de frustración y culpabilidad inhumanos. El bien, debemos hacerlo bien, y para
ello, es justo y necesario, discernir el impulso del amor para administrar
concienzudamente nuestras energías y no quemarnos en el intento.

San Ignacio, maestro espiritual, aconsejaba a sus compañeros a «discernir el


impulso del amor». Por eso, no hablaba de la caridad a secas, sino que se
refería a la «discreta caridad». Caridad y discernimiento como dos amigos
inseparables. Ignacio, hombre místico, que se adentró en las honduras del
conocimiento interior, supo captar que el enemigo es capaz de disfrazarse bajo
la figura de Ángel de luz y corromper nuestros impulsos más nobles, por eso,
dice el dicho, «de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno».

La discreta caridad de la que insiste San Ignacio es el ejercicio del amor


inteligente. En esta emergencia humanitaria que vivimos en Venezuela, el
impulso desordenado del amor, nos puede llevar a un activismo desmesurado y
a una conciencia de héroes, que nos puede quemar en el intento o, en palabras
de Ignacio, corromper el subjecto.
El amor discernido va acompañado de una espiritualidad del cuidado personal.
La conciencia de héroes, de «salvarlo todo», nos puede llevar a unos niveles
de frustración y culpabilidad inhumanos. El bien, debemos hacerlo bien, y para
ello, es justo y necesario, discernir el impulso del amor para administrar
concienzudamente nuestras energías y no quemarnos en el intento.

San Ignacio, maestro espiritual, aconsejaba a sus compañeros a «discernir el


impulso del amor». Por eso, no hablaba de la caridad a secas, sino que se
refería a la «discreta caridad». Caridad y discernimiento como dos amigos
inseparables. Ignacio, hombre místico, que se adentró en las honduras del
conocimiento interior, supo captar que el enemigo es capaz de disfrazarse bajo
la figura de Ángel de luz y corromper nuestros impulsos más nobles, por eso,
dice el dicho, «de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno».

La discreta caridad de la que insiste San Ignacio es el ejercicio del amor


inteligente. En esta emergencia humanitaria que vivimos en Venezuela, el
impulso desordenado del amor, nos puede llevar a un activismo desmesurado y
a una conciencia de héroes, que nos puede quemar en el intento o, en palabras
de Ignacio, corromper el subjecto.
El amor discernido va acompañado de una espiritualidad del cuidado personal.
La conciencia de héroes, de «salvarlo todo», nos puede llevar a unos niveles
de frustración y culpabilidad inhumanos. El bien, debemos hacerlo bien, y para
ello, es justo y necesario, discernir el impulso del amor para administrar
concienzudamente nuestras energías y no quemarnos en el intento.

AMOR HUMANO: Juan Manuel de Prada

En este hermoso y profundo texto del periodista español Juan Manuel de Prada, veo reflejados
los dos momentos del amor al que me he referido muchas veces: el amor como carisma y el
amor como ministerio. El enamoramiento es el momento del carisma, en el que Dios infunde la
gracia del amor y del reconocimiento mutuo. Pero ese carisma está llamado a realizarse en un
ministerio, en la donación mutua, y en el ministerio sacramental, en que Cristo hace de cada
cónyuge ministro de Su amor para amar a cada uno con el amor del otro.

Padre Horacio Bojorge

"Muchas son las expresiones del amor humano, de esa necesidad que las personas
tenemos de estar ligadas entre nosotras, de vivir unas por otras y para otras, de encontrar
esa comunión que restablece la armonía de lo creado; pues, en efecto, nada hay en el
mundo que exista de forma aislada o independiente. Y de entre todas esas expresiones
seguramente no haya ninguna que nos reconcilie tanto con nuestra naturaleza de
criaturas como el amor entre un hombre y una mujer. 
Lope de Vega, en un soneto célebre, acertó a describir ese cataclismo interior que se
produce en cada uno de nosotros cada vez que nos enamoramos: "Desmayarse,
atreverse, estar furioso... [...] ¡Esto es amor! Quien lo probó lo sabe".

Pero, y después de ese cataclismo, ¿qué ocurre? Porque la fuerza arrasadora de un


estado afectivo como el que nos describe Lope no garantiza, bien lo sabemos, su
duración. La mayor parte de las almas humanas son cementerios donde yacen las
cenizas de pasiones que parecían nacidas para la eternidad. Y es que el amor solo es
grande y duradero en la medida en que lo nutren las decepciones y los dolores
sembrados sobre su camino; desconocer lo que hay de positivo y fecundo en el dolor es
la tara principal de esta época delicuescente. 
Ese estado de excitación o embriaguez de los sentidos que describe Lope corre el riesgo
de desvanecerse como una ilusión cuando choca con las rutinas de la vida. La intimidad
cotidiana resta brillo a las cualidades del ser amado; y, al mismo tiempo, hace resaltar
sus imperfecciones y miserias. Entonces el amor corre el riesgo de hundirse en la aridez
y la insatisfacción. Solo el amante que aprende el realismo del amor puede sobrevivir al
desvanecimiento de esa ilusión primera: solo aquel que sabe salir de sí mismo para
entregarse al otro, para sentirse ligado al otro, vencido por el otro, invadido por su
destino, puede hallar la verdadera alegría del amor. 
El amor que vive de codiciar siempre nos deja, a la postre, hambrientos; el único amor
que nos deja saciados es el que vive para darse.

Pero vivir para darse, sacrificarse por otra persona, amarla a pesar de sus defectos,
incluso a causa de sus defectos, solo es posible cuando el amor humano se conjuga y
amalgama con el amor eterno.
“Y aunque tuviera el don de hablar de parte de Dios y conociera todos los misterios y toda
la ciencia; y aunque mi fe fuera tan grande como para mover montañas, si no tengo amor,
nada soy (…) Porque ahora conocemos de modo imperfecto, lo mismo que es imperfecta
nuestra capacidad de hablar de parte de Dios” (1 Cor. 13, 2 y 9-10).
 
Mirada de contexto sobre las tensiones asociadas al Sínodo Amazónico y
su Documento de Trabajo (Instrumentum Laboris -IL-)
 
Me parece natural, y hasta deseable, que haya voces diversas (incluso de disenso) en este
proceso Sinodal Amazónico. Esto refleja muy bien la riqueza amplia de nuestra Iglesia. En
un camino sinodal, si ha de ser fiel a su función esencial, deben ser bienvenidas todas las
voces, siempre y cuando tengan una recta intención y sean para el bien de la Iglesia y de
su misión. 
 
Este Sínodo Amazónico, que porta consigo varios rasgos de novedad, está en comunión
plena con la Constitución Apostólica “Episcopalis Communio” (EC) del Papa Francisco.
Quizás alguno de sus rasgos más definitorios, y que puede ser la razón de cierta inquietud
o incomprensión por parte de algunos sectores de la propia Iglesia y fuera de ella, es que
es un Sínodo que viene de la periferia al centro. 
 
La Amazonía, y la propia región Sudamericana con su rica y particular caminata eclesial,
representa a los márgenes que buscan contribuir con el centro para su purificación como
acontece en tantas ocasiones en el Evangelio de Jesús. Por ningún motivo es un proceso
en el que esta periferia pretenda tomar el lugar del centro; de hecho, esto sería totalmente
indeseable. Esta periferia trae consigo lo que tiene y lo que es, y con ello quizás podría
ofrecer algunas luces para el momento presente que pide cambios urgentes ante los
enormes desafíos tanto para la Iglesia, como para la sociedad global en su conjunto.
 
Sería muy positivo que todos y todas quienes hemos participado del proceso de
preparación hacia el Sínodo Amazónico, o quienes tengan un interés genuino en el mismo,
podamos leer y orar algunas pistas del Concilio Vaticano II como precondición para hacer
nuestras contribuciones. Todo ello bajo la premisa de ser una Iglesia de Cristo en la
diversidad, y donde existe un solo Colegio Apostólico que une al Sumo Pontífice y a los
Obispos:
 
“Ya la más antigua disciplina, según la cual los Obispos esparcidos por todo el orbe
comunicaban entre sí y con el Obispo de Roma en el vínculo de la UNIDAD, de la
CARIDAD y de la PAZ” (No. 22. Constitución sobre la Iglesia. Cap. 3. El episcopado.
Concilio Vaticano II -CVII-).
 
Al recibir cualquier posicionamiento con respecto al Sínodo Amazónico, y valorar su recta
intención, ayudará mucho identificar si proviene del deseo de promover estas tres
actitudes y condiciones imprescindibles: UNIDAD, CARIDAD y PAZ. No debemos
preocuparnos por las divergencias, insistimos en que ellas son de hecho potencialmente
buenas, pero algo que debe ser absolutamente claro es el preguntarnos si ellas se
plantean desde estos 3 elementos tan bellamente expresados en el CVII, y a veces poco
vivenciados.
 
Claves de un discernimiento sinodal para buscar la voluntad de Dios en
este Kairós
 
El Discernimiento de espíritus es un camino para hallar y seguir la voluntad de Dios, según
lo he aprendido y experimentado en mi propio servicio de acompañar en el sentido amplio
y desde la tradición de San Ignacio de Loyola. Se trata de distinguir lo que viene del buen
Espíritu que conduce a más plenitud, más sentido de vida, mayor paz interna y comunión;
y por el contrario, lo que viene del mal espíritu que es lo opuesto, lo que produce
confusión, pérdida de sentido y ruptura interior negativa. 
 
Partiendo de eso, vale la pena invitar a toda la Iglesia, sea de la Amazonía o no, a entrar
en una actitud genuina de discernimiento sinodal para buscar y hallar la voluntad de Dios.
Con esto se espera no caer en la trampa (treta) de entrar en controversias antes del
discernimiento de la Asamblea sinodal en donde podríamos ser distraídos por la
estridencia de ciertas posiciones que no enriquecen el proceso. Pedir para los padres
sinodales y todos los asistentes a la Asamblea: que sepamos identificar lo que es de Dios
y represente una “consolación espiritual” (Ejercicios Espirituales de San Ignacio -E.E.-, No.
316): aumento de esperanza, fe y caridad, y alegría interna que atrae las cosas de Dios; y
lo que por el contrario no es de Dios que exprese una “desolación espiritual” (E.E. No.
317): oscuridad en el alma, turbación (inquietud destructiva), lo que nos inclina a la
desconfianza y al sinsentido.
 
En la reflexión del Instrumentum Laboris (Documento de trabajo), y todos los contenidos
asociados al Sínodo Amazónico, estamos llamados a hacer una lectura seria y profunda.
Debemos discernir con valentía, ánimo y libertad interior aquello a lo que Dios nos llama
en este momento que reconocemos como un verdadero Kairós. Un tiempo especial y
propicio para reconocer la revelación de Dios para la Amazonía y para la misión del
seguimiento del Señor de toda la Iglesia.
 
Algunos peligros para el discernimiento sobre el Instrumentum Laboris -
IL- del Sínodo Amazónico
 
Descalificar el IL es despojar al proceso sinodal de su innegable valor de discernimiento y
su potencial fuente de novedad, más aún cuando éste todavía está en marcha. Ante una
porción amplia del Pueblo de Dios que ha participado con sus esperanzas y fragilidades en
la consulta sinodal, y de quienes está sin duda reflejado su sentido de fe en el creer
(sensus fidei in credendo) en el Instrumentum Laboris, la invitación es a sacarse las
sandalias y abrir oídos y corazón para ver qué podría estar diciendo Dios desde ellos para
el bien de toda la Iglesia. Es necesario quitar toda actitud de sospecha preexistente que
impida al Espíritu expresarse como brisa suave. 
 
1. Hay un peligro de pretender “atar” al Espíritu para que antes de que suceda el
Discernimiento Sinodal en la Asamblea de Octubre se le impongan límites, restricciones o
cadenas. Querer someter al Espíritu en función de voluntades particulares sería infructífero
y podría limitar la libertad en el camino sinodal. Es necesario comprender el proceso, sus
etapas, y ahí identificar que tanto el Documento Preparatorio (Lineamenta) y el Documento
de Trabajo (Instrumentum Laboris), son medios, no fines. Es decir, son como el grano de
trigo que de cierta forma debe morir para dar fruto. No son documentos finales, y son
reflexiones resultantes de un largo proceso con una amplísima participación, que han de
ser ayuda para el discernimiento “tanto, cuanto” nos permitan encontrar lo que Dios pide
del proceso. 
 
Es muy importante recordar también que el Sínodo es un instrumento para acompañar al
Papa en su servicio a la Iglesia. Un factor determinante para que este dé buenos frutos es
la genuina disposición para la comunión. En este sentido, es bueno retomar la siguiente
referencia del Concilio Vaticano II:
 
“El Colegio o Cuerpo de los Obispos, por su parte, no tiene autoridad, a no ser que se
considere en comunión con el Romano Pontífice, sucesor de Pedro (…)” (No. 22.
Constitución sobre la Iglesia. Cap. 3. El episcopado. Concilio Vaticano II -CVII-)
 
2. El Documento de Trabajo (Instrumentum Laboris) del Sínodo es el resultado de un
proceso intenso, serio, y muy orado, en clave de COLEGIALIDAD. Es un documento
elaborado luego de una extensa consulta (quizás sin precedentes en la historia reciente de
la Iglesia) como ya se ha expresado, y que ha sido reflexionado, debatido y aprobado por
un Consejo Presinodal instituido por el Papa Francisco para este fin. En él han participado
Obispos representantes de la Amazonía por el foco particular de este Sínodo; Obispos y
representantes de instancias especializadas que han acompañado la misión de la Iglesia
en este territorio; Obispos con especial sensibilidad sobre el tema o que aportan criterios
desde otras realidades fuera de la Amazonía; autoridades y altos representantes de
instancias del Vaticano por su relación con el tema; y el propio Papa Francisco que lo
preside. Asimismo, en apoyo a esto han participado también la Secretaría del Sínodo de
los Obispos como instancia organizadora, y expertos del territorio y de Roma. 
 
Es muy importante valorar esta expresión de colegialidad y reconocer su riqueza, ya que
los cuestionamientos que puedan venir deberían siempre tomar en cuenta el sentido
colegial del proceso que es inherente al modo de ser eclesial. En este mismo sentido
ayuda volver a las directrices del proceso Conciliar del Vaticano II, mismas que siguen
iluminando este y todo proceso sinodal en su preparación y al integrarse en Asamblea:
 
“Este Colegio, en cuanto compuesto de muchos, expresa la variedad y universalidad del
Pueblo de Dios; y en cuanto agrupado bajo una sola Cabeza, la unidad de la grey de
Cristo” (No. 22. Constitución sobre la Iglesia. Cap. 3. El episcopado. Concilio Vaticano II
-CVII-).
 
3. Más allá de contenidos específicos del documento que son considerados “polémicos” o
la posible apertura hacia algunas vías ministeriales que respondan más adecuadamente a
la situación tan urgente y particular de la Amazonía, lo que al parecer subyace muchas de
las preocupaciones acerca del IL del Sínodo es la tensión existente entre la revelación del
Espíritu y los cambios que ello puede traer a partir del sentido de la fe del propio Pueblo de
Dios, su “sensus fidei”, y algunos elementos de la Doctrina que, pensados para la
Amazonía, requerirán cambios reales a la luz de un sincero discernimiento sinodal. 
 
En el Concilio Vaticano II hay una afirmación que da claras directrices en este sentido, las
cuales nos pueden ayudar a superar los temores y las tensiones, y a entrar con una
genuina actitud de discernimiento a la luz del Magisterio:
 
“El Pueblo Santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo
su testimonio vivo (…) La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. I Io
2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la
manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando -desde los
Obispos hasta los últimos fieles laicos- presta su consentimiento universal en las cosas de
fe y costumbres” (No. 12. Constitución sobre la Iglesia. Cap. 2. El pueblo de Dios.
CVII). Este punto es retomado con claridad por el Papa Francisco en el No. 5 de la
Constitución Apostólica “Episcopalis Communio”.
 
Y, en ese mismo sentido, unas líneas más abajo en el mismo documento se afirma que el
Espíritu Santo no sólo santifica y dirige al Pueblo de Dios en sacramentos y ministerios,
sino que: 
 
“distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada
uno según quiere (1 Cor. 12,11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para
ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor
edificación de la Iglesia (…)”  (No. 12. Constitución sobre la Iglesia. Cap. 2. El pueblo de
Dios. CVII).
 
En el Sínodo Amazónico hay una tensión necesaria y natural entre el ineludible ámbito
pneumatológico (de la revelación de Dios en el sentido de fe -sensus fidei- a través del
Pueblo que es infalible cuando cree) y sus implicaciones sobre algunos lineamientos
Doctrinales. 
 
En un discernimiento bien llevado nunca se pretende que uno de los lados salga triunfante
sobre el otro, de hecho, no existen lados opositores porque se trata de buscar aquello que
más conduce al proyecto de Dios. Este es el gran peligro con las posiciones que se
quedan en los extremos o en descalificativos, las cuales no permiten el diálogo y no dan
espacio para la novedad.
 
De lo que se trata, y a lo que nos sentimos invitados, es de identificar lo propio de Dios en
este camino progresivo de revelación puesto en clave de fidelidad al Espíritu, y que sea,
por tanto, también un enriquecimiento para el permanente avance de la disciplina doctrinal
que debe ser como el sábado para el hombre, y no viceversa. Hemos de caminar sin temor
a lo nuevo, en respeto de nuestras fuentes y de nuestras raíces, para que crezca con más
fuerza la presencia de Dios en el mundo, en sus pueblos y en la Amazonía, y se fortalezca
la misión de la Iglesia por el Reino de Cristo en este territorio.

La idolatría del ser amado acaba conduciendo, tarde o temprano, a la indiferencia, el


hastío o la repulsión. El auténtico amor acoge al ser amado no como un dios, sino como
un don de Dios. No lo confunde nunca con Dios, pero no lo separa nunca de Dios.

Escribe Dante, al referirse a Beatriz: "Ella miraba a lo alto y yo la miraba a ella"; y Victor
Hugo definía así la experiencia del amor: "Sentir cómo el ser sagrado se estremece en el
ser querido". 
Solo así los esposos pueden conservar eternamente alma de novios. 
Y es que, para amar a un ser lleno de imperfecciones, como somos cada uno de
nosotros, es preciso amarlo más allá de sus propias imperfecciones, amarlo como
"mensajero" de una plenitud que le sobrepasa.
Juan Manuel de Prada | 3.XI.2011

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