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Eraide La Cancion de La Princesa Oscura

Escucha los ecos del pasado.
Derechos de autor
© © All Rights Reserved
Nos tomamos en serio los derechos de los contenidos. Si sospechas que se trata de tu contenido, reclámalo aquí.
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Eraide La Cancion de La Princesa Oscura

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El compromiso de Ediciones Babylon

con las publicaciones electrónicas

Ediciones Babylon apuesta fervientemente por el libro electrónico como


formato de lectura. Lejos de concebirlo como un complemento del tradicional
de papel, lo considera un poderoso vehículo de comunicación y difusión.
Para ello, ofrece libros electrónicos en varios formatos, como Kindle, ePub o
PDF, todos sin protección DRM, , puesto que, en nuestra opinión, la mejor
manera de llegar al lector es por medio de libros electrónicos de calidad,
fáciles de usar y a bajo coste, sin impedimentos adicionales.

Sin embargo, esto no tiene sentido si el comprador no se involucra de


forma recíproca. El pirateo indiscriminado de libros electrónicos puede
beneficiar inicialmente al usuario que los descarga, puesto que obtiene un
producto de forma gratuita, pero la editorial, el equipo humano que hay
detrás del libro electrónico en cuestión, ha realizado un trabajo que se
refleja, en el umbral mínimo posible, en su precio. Si no se apoya la apuesta
de la editorial adquiriendo reglamentariamente los libros electrónicos, a
la editorial le resultará inviable lanzar nuevos títulos. Por tanto, el mayor
perjudicado por la piratería de libros electrónicos, es el propio lector.

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y mejores libros electrónicos manteniéndonos firmes en nuestra política de
precios reducidos y archivos no cifrados.

Gracias por tu confianza y apoyo.


El contenido de esta obra es ficción. Aunque contenga referencias a hechos
históricos y lugares existentes, los nombres, personajes, y situaciones son
ficticios. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, empresas
existentes, eventos o locales, es coincidencia y fruto de la imaginación del
autor.

©2015, Eraide. La canción de la princesa oscura (libro 1)


©2015, Javier Bolado
©2015, Ilustraciones: Javier Bolado

Colección Andarta, nº 3
Ediciones Babylon
Calle Martínez Valls, 56
46870 Ontinyent (Valencia-España)
e-mail: publicaciones@edicionesbabylon.es
http://www.EdicionesBabylon.es/

ISBN: 978-84-16318-22-3

Todos los derechos reservados.


No está permitida la reproducción total o parcial de cualquier parte de
la obra, ni su transmisión de ninguna forma o medio, ya sea electrónico,
mecánico, fotocopia u otro medio, sin el permiso de los titulares de los
derechos.
Dedicado a la memoria de mi padre,
quien me enseñó con su ejemplo que hay
que luchar en la vida hasta el final
PARTE 1
La Canción de la Princesa Oscura

Anoche tuve un sueño.

Vi tinieblas y ceniza cerniéndose sobre un bello campo


de lanzas y flores.
En medio había una niña triste y sola, que lloraba cubierta por un
manto de escamas.
Desconsolada, llamaba una y otra vez por sus nombres a personas
que no conocía, pero que a la vez añoraba.
Un caballero de reluciente armadura pasaba por el campo montado
en un alazán.
Conmovido por la escena, le ofreció la mano y llevarla con él.
La muchacha dejó de llorar y le asió la mano, tiró de ella.
El caballero no lograba zafarse.
Forcejeó con la mano de la niña hasta quedar exhausto.
Entonces cayó al suelo y su caballo se alejó.
La niña le soltó la mano y le dijo que se fuera, mas el noble caballero
no se marchó.
Ella le imploró que se alejara, que no quería que de hambre muriera.
—He perdido mi caballo —respondió—, ya no tengo a dónde ir.
Tal vez muera, pero hasta entonces no tendrás que llamar a nadie
para que te acompañe en el llanto,
pues me quedaré a tu lado.

Desperté entonces en sudores.


Apenada, una lágrima me resbaló por la cara al pensar en aquella
triste historia…
y supe entonces que aquella niña era yo,
y aquellos eran mis recuerdos.

Diario personal de Lady Eraide Sen Ukain


(Circa - 17 Era Común)
Capítulo 1
-Los días en los que el destino se durmió-

//Año 499 E.C. (Era Común)

El oráculo de Nara. Una enorme y ancestral maquinaria sobre la que se


construyó hace siglos el templo de mismo nombre, enclavado entre altas
cumbres. Recubierta por una bóveda la gran estancia circular parecía pe-
queña, pese a los diez metros de altura de sus gruesas paredes de piedra, en
comparación con el complejo mecanismo de poleas, ruedas y aros metálicos
unidos por raíles que giraban lenta y pesadamente provocando chirridos y
crujidos que resonaban en la cámara. Una llama se enroscaba en el aire en
el centro de los engranajes, ardiendo en tonos azulados en espiral formando
una esfera casi perfecta; era el corazón de aquel artilugio cuyo origen se per-
día a través del tiempo. Los enormes aros metálicos de color dorado tenían
escritas complejas runas que brillaban al paso de los distintos indicadores.
El resto del lugar, en contraste, era de lo más austero. La piedra gris,
que conformaba las paredes y el techo, mostraba vestigios de haber tenido
en el pasado algún relieve o fresco, que habían terminado devorados por
la humedad y el paso del tiempo. Tan solo rompían la rutina de la piedra
doce pequeños tragaluces que iluminaban según la hora del día uno de los
signos zodiacales representados en el suelo y que aún se podían distinguir
con claridad.
Debido a la monotonía de controlar día tras día aquel monumental ar-
tilugio, la shaman vigilaba ante sí las secuencias rúnicas de uno de los tres
atriles que, a modo de puesto de control, registraba el más ligero cambio en
la posición de cada uno de los elementos de la máquina. Su piel blanquecina
cual porcelana, cabellos lacios y oscuros, así como rasgos delicados, eviden-
ciaban su pertenencia a la etnia doalfar. Llevaba remangada su amplia tú-
nica blanca con bordados florales en plata, dejando al descubierto parte de
sus brazos, donde llevaba inscritas diversas runas que reaccionaban con la
maquinaria.

Ni siquiera miraba a sus otras dos compañeras, que hacían la misma fun-
ción en sus correspondientes puestos. El oráculo interpretaba cada una de
las alteraciones del mundo, ininteligibles para cualquiera que no hubiera
estudiado durante años su funcionamiento. Un conocimiento fuera del al-
cance de cualquier mortal.
Sentía cada pequeña variación, oscilaciones en aquella armonía que pro-
venía de las runas, las cuales parecían seguir una partitura escrita por la
mismísima diosa creadora, Alma. Sin una sola pausa desde hacía cinco si-
glos, aquella melodía inundaba el espíritu de quien se acercaba al oráculo...
Silencio.
Abrió los ojos asustada ante el súbito vacío que sintió en su alma para
comprobar que las runas de su atril se habían quedado congeladas, solo mo-
vidas por alguna distorsión, como si algo estuviera interfiriendo en ellas.
El miedo atenazó su corazón al ver cómo la enorme estructura se había de-
tenido y la llama de su interior se desvanecía. Una a una cada runa se fue
desvaneciendo, dejando tras de sí un silencio siniestro. Ella fue consciente
de la gravedad del asunto y, al igual que sus compañeras, miró con temor
e incredulidad aquella maquinaria que se había detenido, engranaje tras
engranaje, como un moribundo exhalando sus últimos alientos. La luz del
mundo que daba calor y confianza a quienes lo habitaban se había apagado.
No acertó a decir nada. De sus labios no surgía palabra alguna, solo un
temblor en su cuerpo que apenas le permitió coordinar sus piernas con tal
de no tropezar mientras subía las escaleras para anunciar tan terrible acon-
tecimiento.
Alma había callado su voz.

En su monótono traqueteo, la locomotora silbó anunciando su paso a


unas cabezas de ganado que pastaban cerca de la vía. El agudo pitido la sacó
de sus ensoñaciones tras incontables horas tratando de leer uno de los libros
que portaba para amenizar el viaje. Hacía tiempo que Eliel no se sentía ca-
paz de concentrarse en la lectura y se limitaba a ir mirando las páginas que,
a buen seguro, tendría que volver a leer con tranquilidad, lejos de aquella
incesante oscilación y desagradable ruido que producía el vagón al deslizar
sus ruedas sobre los carriles de metal.
Su vestido caía sobre su cuerpo esbelto y de suaves curvas, que le otor-
gaban una belleza delicada cual elaborada figura de porcelana. Sus manos,
finas y suaves, propias de alguien dedicado al estudio, ignoraban cualquier
esfuerzo físico. En contraste con su pelo castaño de reflejos dorados, unos
intensos ojos azules parecían imitar el cielo que observaban a través de la
ventanilla.
Cerró el libro y lo dejó junto a su escueto equipaje, que reposaba sobre el
asiento de enfrente en la cabina de primera clase. Aquel lugar era extraño,
demasiado extraño. Acostumbrada a la vida en la tranquilidad de las monta-
ñas o en los valles de la marca de Hannadiel de su lejana infancia, donde el
tiempo se contaba por los colores de las hojas de los árboles, estar embutida
en aquella pequeña cabina de madera y metal, decorada con un austero y
dudoso gusto, le hacía sentirse incómoda. El único detalle que sobresalía
era el escudo imperial en marquetería en cada una de las paredes, un grifo
rampante en armas y corona, además de la leyenda «Compañía de Carriles
y Correos del Este».
Tras desistir de la lectura, lo único que podía hacer era asomarse a la
ventana y observar cómo aquel tren atravesaba las llanuras, salpicadas de
campos de trigo y cebada recién segados en su mayoría ante el inminente
otoño, que se extendían hasta el horizonte, donde unas esponjosas nubes
anunciaban una noche lluviosa. Tan solo alguna pequeña casa rompía mo-
mentáneamente aquel monótono paisaje antes de perderse de nuevo ante la
limitada perspectiva que ofrecía la ventana.
Aquel era uno de los ingenios de los comunes, unos enormes carros de
lata tirados por una monstruosa máquina que escupía vapor y humo de sus
entrañas, cual wyverna furiosa que arrastraba su panza sobre unos carriles
de metal que atravesaban la tierra. Era imposible serenarse en el vientre de
aquel monstruo pese a que llevaba casi un día entero allí encerrada.
Tanto tiempo ahí sentada había arrugado el vestido que inútilmente tra-
tase de alisar con la mano. No recordaba ya cuándo se había quitado los
zapatos para tratar de estar más cómoda. La ventana había comenzado a
empañarse con la caída de la tarde, pero el radiador de aceite del comparti-
miento mantenía una temperatura agradable.
Con sumo cuidado, pasó la manga por la ventanilla para retirar el vaho, y
se percató por la brusca oscilación del tren de que había comenzado a girar
tras cruzar un imponente puente de tirantes de metal que salvaba el cauda-
loso río Tir, para después seguir bordeando aquel imponente mar de agua
dulce que atravesaba el continente. Su anchura era impresionante, hasta el
punto de no ver la otra orilla en diversas ocasiones. Mientras el sol iba des-
cribiendo poco a poco sus últimas horas de recorrido, el caudal se fue ensan-
chando y ramificando en varios canales. Algunas casas se divisaban en las
islas que formaban, agrupadas en pequeños pueblos alrededor de las fértiles
tierras que regalaba el río o que le eran arrebatadas a la fuerza mediante
diques. Eran los primeros signos de la proximidad a la capital de aquel or-
gulloso imperio de los que acostumbraban a llamar «comunes» en su tierra.
Los humanos.
Enfrente de ella, el guardaespaldas que le había asignado la escuela de
Coril se mantenía en silencio, con los brazos cruzados sobre una gabardina
parda. El doalfar, de nombre Ohras, tenía un aspecto curtido y no destacaba
por su impecable presencia, pero era un tipo serio y de confianza que había
ayudado a muchos sacerdotes shaman en viajes a zonas peligrosas. Tal vez
la capital imperial no fuera territorio tan hostil como otros en los que habría
estado, pero ella agradecía mucho que le hubieran puesto a su servicio pese
a ser una simple novicia.
Tras una incesante sucesión de puentes sobre canales y casas de ladrillo,
cada vez más apretadas entre sí dejando ya poco espacio a los campos, Eliel
tuvo que agarrarse al marco de la ventanilla para no perder el equilibrio
cuando el trazado por el que circulaba el tren se encontró con diversos cam-
bios de agujas donde se agregaban otras líneas provenientes de distintos
lugares del imperio. Aún asustada por la brusca oscilación del vagón, otra de
aquellas wyvernas de metal pasó en dirección contraria a escasos centíme-
tros. Su corazón latía apresurado por aquel concierto desafinado de metal
chirriante y humo cuando, tras una nueva curva, enfiló por una vía que dis-
curría en paralelo al canal principal del Tir, donde su anchura aumentaba
hasta convertir los barcos mercantes que por allí navegaban en pequeñas
cáscaras de nuez en medio de un océano de agua dulce.
Eliel recuperó la compostura y arrimó la cara al cristal para ver mejor,
dejando que su aliento se empañara más. Varias torres grises y sucias por el
humo se erigían sobre aquel mar dulce, entre las cuales emergían gigantes-
cos muros de metal que delimitaban aquel enorme canal. Detrás no se veía
nada más, como si aquellas puertas señalaran el mismo fin de la tierra. Ape-
nas tuvo tiempo de contemplar aquella visión que le turbaba. Nunca había
visto nada similar, pero el exterior se tornó oscuro al meterse el tren por un
túnel, dejando que los dos quinqués del habitáculo iluminaran el compar-
timiento. Transcurrió un largo minuto mientras trataba de asimilar aquel
extraño paisaje, tratando de retenerlo en su memoria cual extraño sueño al
despertarse, pero cuando volvió la luz se había esfumado, eclipsado por la
visión de aquella ciudad que era el destino final de su viaje: Tiria.
Volvió a arrimarse más a la ventanilla, hasta el punto de tocar el frío cris-
tal con la punta de su nariz, tratando de discernir si aquel espectáculo era
real. Los muros de metal habían quedado rápidamente atrás, convertidos
en una sucesión de varias compuertas escalonadas que además de controlar
el caudal del río, permitían a los pequeños mercantes remontarlo desde un
gran lago abrazado por muelles y grúas donde los barcos fondeaban para
gestionar su carga.
Las llanuras se habían roto en un fuerte desnivel sobre las laderas de las
colinas que habían sido convertidas en gigantescas terrazas conectadas por
puentes, túneles y canales, creando una malla de calles, avenidas y vías de
ferrocarril en torno a dos núcleos claramente diferenciados; el citado puerto
al sur de la ciudad y el distrito gubernamental, que aún conservaba vestigios
de las antiguas murallas y que se erigía sobre la ciudad con sus imponentes
edificios de piedra, los cuales sobresalían sobre el tapiz de pequeñas casa y
angostos edificios de ladrillo y teja que conformaban un mosaico rojo, ocre y
gris que se extendía más allá del humo espeso de las chimeneas.
—¿Cuánta gente puede vivir allí? —le preguntó a Ohras, incapaz de ha-
cerse la más mínima idea. No distinguía más que calles adoquinadas ates-
tadas de personas que pasaban fugaces al paso del tren. Vivir allí le parecía
sencillamente una locura.
—Se dice que más de cuatro millones —afirmó mirando también por la
ventanilla—. Da igual cuántas veces haya venido a esta ciudad, siempre so-
brecoge. La primera vez que la ves siempre te parece claustrofóbica, es nor-
mal —le dijo con condescendencia.
—Qué barbaridad... —sentenció saturada ante aquella visión—. ¿Cuántas
veces has tenido que venir a Tiria?
—Sirviendo a tu orden, esta es la quinta —sonrió mostrando algo de sen-
tido del humor—. Espero que sea la última.
Los edificios cada vez eran más altos, con seis, siete, ocho pisos…; resul-
taba difícil contarlos. Aquella ciudad parecía una bestia convulsa que poco a
poco la iba engullendo.
Eliel volvió a sentarse y guardó el libro en su bolsa de viaje. Parecía que
por fin había llegado a su destino, y en vez de sentirse aliviada por el fin
de tantos días de travesía, estaba ansiosa y abrumada. Bajó la cortina de la
ventanilla para no seguir viendo aquella urbe cuando unos suaves golpes
en la puerta del compartimiento llamaron su atención. Se levantó irritada
para deslizar la cortinilla que cubría el cristal de la puerta. No era el mejor
momento para que vinieran a molestarla.
Un común que vestía el uniforme de la compañía del ferrocarril, consis-
tente en pantalones y chaqueta negros con bordes en azul y una gorra de
plato que portaba bajo el brazo, se pronunció:
—Señores, apenas quedan diez minutos para llegar a Tiria Términi. Va-
yan preparándose para apearse, por favor. —El joven de pelo oscuro y es-
calonado le sonreía con aire de falsa cortesía. Esto la irritó aún más, pues a
Eliel dicha sonrisa le parecía propia de alguien que estaba recordando algún
chiste obsceno.
—Muchas gracias… —dijo en tono cortés, sin saber qué más añadir.
—Permítanme ayudarlos con su equipaje. —El empleado entró en el com-
partimiento sin esperar a que ella le cediera el paso, por lo que tuvo que
retroceder para evitar que se le acercara sin disimular su cara de sorpresa.
Esos modales eran del todo grotescos.
—No hace falta. Como usted ha dicho, aún quedan diez minutos. —Eliel
retrocedió un poco más. Quería evitar cualquier contacto físico con los co-
munes, aunque iba a ser una tarea imposible en una ciudad repleta de ellos.
Ohras, al ver que el empleado no tenía la menor intención de abandonar
la estancia, se levantó y le agarró por el hombro.
—Lo señorita no permite entrar, común —dijo en un tírico pésimo, muy
alejado del hablado por Eliel, quien, salvo algún pequeño error fonético, lo
dominaba casi a la perfección.
—Tranquilo, sólo quiero ayudar a la señorita a bajar del tren. —La mirada
del chico se ancló en la mano que le apretaba el hombro, pero parecía no
importarle.
—Fuera —ordenó el doalfar tensando el agarre sobre el muchacho—. Diez
minutos —acertó a decir.
—Sí, eso es para Tiria Términi. —Su mirada se tornó maliciosa y dibujó
una amplia sonrisa hasta mostrar los dientes, que Eliel percibió aserrados,
claramente inhumanos—. Pero ella se baja ya.
Sin mediar palabra, giró sobre sí mismo y le agarró del dedo meñique re-
torciéndoselo de forma antinatural hasta romperlo, acompañado de un des-
agradable crujido. Antes siquiera de que le diera tiempo al doalfar de sentir
el dolor, un puñetazo en la garganta hundió su nuez, haciéndole tambalearse
hasta desplomarse contra uno de los asientos. Sin aliento pero sin dejarse
amilanar, sacó un machete de debajo de su gabardina que llevaba envainado
adherido al pantalón. Empuñándolo, embistió al muchacho aprovechando
su mayor corpulencia a través del compartimiento hasta empotrarlo con-
tra la ventanilla con un fuerte golpe que hizo temblar el cubículo y tiró va-
rias bolsas de las baldas portaequipajes. Eliel, hecha un ovillo contra el otro
asiento, apenas tuvo tiempo de ver qué había sucedido, pero la certera puña-
lada del guardaespaldas se había vuelto contra él. Su enemigo sonreía soste-
niendo el arma contra el vientre del doalfar, que gemía agonizante, mientras
la sangre de su torso resbalaba entre sus dedos.
Pese a todo, Ohras abrazó al común para retenerlo con su propio cuerpo
herido de muerte y espetó a la novicia:
—¡Vete! ¡Rápido!

Cuál iba a ser el desenlace final de su guardaespaldas, era algo que el te-
rror que recorría el cuerpo de Eliel no estaba dispuesto a permitirle ver, por
lo que, aprovechando que el común estaba inmovilizado, emprendió una
huida desesperada siguiendo la orden que le habían dado.
Mientras corría por el pasillo y se arremangaba, la voz del muchacho re-
sonó por el pasillo:
—Oh, vamos, muñeca —dijo acompañado de una risa desquiciada—. Hoy
no puedo jugar contigo. —Pero cuando torció por el pasillo se encontró con
un destello de luz que le cegó momentáneamente.
Eliel portaba en la mano una singular tiza plateada con la que había di-
bujado runas mágicas, tal y como le habían enseñado en la escuela de los
shaman, sobre su antebrazo. Eran pocas y hechas con prisas, pero suficien-
tes para que apareciera una pequeña criatura de pelaje blanco y regordeta,
de ojos rasgados y orejas como las de un zorro, que flotaba en el aire y se
abalanzó por sorpresa hacia la cara del común. Nada más tocó su piel, un
intenso frío le congeló parte de la faz, consiguiendo que profiriera un grito
de dolor.
Ella sabía que su modesta criatura no le entretendría mucho tiempo,
pero sería suficiente para alejarse lo más posible camino del siguiente va-
gón. Avanzó dejando tras de sí el resto de cabinas de primera clase, pero
todas habían sido cerradas por dentro. Ninguno de aquellos comunes que
viajaban en ellas estaban conscientes. De entre las sombras le pareció ver
pequeños seres de oscuridad que con ojos de un azul intenso la observaban.
Profirió un grito al ver como todos aquellos ojos se clavaban en ella. Nadie
podía ayudarla y estaba rodeada.
Avanzó asustada, sin aliento, hasta la puerta que daba paso al siguiente
vagón, movió la manecilla repetidas veces, nerviosa, pero estaba también
atrancada. Al girarse, vio cómo el común se arrancaba la criatura y con sus
propias manos la apretaba hasta hacerla estallar dejando tras de sí tan solo
briznas de luz. El enlace con su espíritu, que había creado para materializar
aquel pequeño ser, se quebró y sintió una dolorosa punzada en el pecho que
la hizo apoyar la espalda contra la puerta para no caer al suelo.
El común tenía la cara abrasada por el intenso frío, pero comenzaba a
regenerarse a una velocidad del todo innatural.
—¡Eso ha dolido, zorra!
Su corazón latía violentamente y le costaba respirar debido al miedo. Dio
repetidos empujones a la puerta para forzarla, tratando de pedir ayuda a
gritos a quienquiera que pudiese escucharla. Fue inútil, y tuvo que desistir
cuando en uno de los empujones, el golpe que dio con el hombro casi se lo
desencaja. Se volvió dispuesta a regresar sobre sus pasos, pero no era una
opción, ya que su perseguidor avanzaba lentamente mientras las sombras
emergían a su alrededor, engullendo la luz del pasillo.
De todo lugar donde hubiese proyectada una sombra comenzaron a sur-
gir unas runas azules, que fueron dándoles forma hasta convertirlas en unas
criaturas encorvadas de aspecto reptiliano y amenazante, que emergían del
suelo hasta alcanzar el metro y medio de altura. Las sinuosas líneas azules
que surcaban sus cuerpos eran la única referencia de sus formas, además de
unas garras y dientes serrados, terriblemente afilados, en unas fauces que
siseaban.
—Lo siento, muñeca. Soy el único que tiene la llave para salir de aquí, así
que sé buena y ven conmigo. Tú decides en cuántos trozos quieres venir —la
siniestra sonrisa volvió a aflorar sus dientes serrados de entre sus labios.
Estaba acorralada. A tan corta distancia las ensangrentadas manos del
muchacho podían llegar a agarrarla, pero no tenía opción. Sujetó la tiza con
la otra mano y trazó tan rápido como pudo las runas, dando varios pasos ha-
cia atrás cuando se dispuso a atraparla. Su espalda chocó con la otra puerta
que daba acceso al exterior, con una placa metálica de alarmante tipografía
roja que avisaba de que no se abriera a no ser que el tren estuviera detenido.
A través de la ventana se podía ver cómo discurría veloz el paisaje.
Se echó hacia un lado viendo que no era capaz de terminar las runas para
invocar a otra criatura, pero trastabilló y se apoyó en la palanca, que cedió
soltando los seguros de la puerta.
Los latidos de su corazón eran tan fuertes que ni tan siquiera percibió el
silbar del aire cuando se coló por la rendija de la puerta, ahora mal asegu-
rada.
Vio que el revisor la agarraba de la manga e instintivamente se apartó ha-
cia atrás de golpe y liberando del todo la puerta, que se abrió súbitamente. El
aire comenzó a impactarle en la cara cuando se quedó totalmente desequi-
librada hacia fuera, sujeta solamente por el común. Ya no tenía escapatoria.
Un fuerte golpe, producido por un raíl mal nivelado en la junta entre el
balasto y el suelo de vigas trenzadas al entrar en un puente, los desequilibró,
y al común se le escurrió su manga de entre los dedos. Cayó hacia atrás pese
a que aquel siniestro individuo intentó sujetarla de nuevo. Solo pudo con-
templar cómo se alejaba del tren sabiendo que iba a morir en aquella caída.
Por suerte, ninguna de las vigas del puente la golpeó. Todo seguía fluyendo a
cámara lenta y le pareció ver la mueca de decepción del común.

Dos semanas antes

En el sencillo pasillo de madera, Eliel esperaba junto a la puerta del des-


pacho de la directora. Nerviosa, se frotaba la amplia manga de color blanco
salpicada de sopa con la esperanza de disimular las manchas tras el susto
que se había llevado cuando un profesor la llamó en el comedor.
Contrariada, no tenía más remedio que esperar hasta que la puerta se
abriera. Teudenis, el profesor de alto grado que daba clases sobre planos
astrales y que la había conducido hasta allí, le pidió con suma amabilidad
que entrara.
Aunque le hubiera encantado objetar y salir corriendo, entró en aquel
despacho que solo había visitado una vez, cuando ingresó en la escuela; aun-
que no hacía tanto, le parecía un recuerdo muy borroso. El despacho le pare-
ció extraño y desconocido. ¿Acaso fue en otro en el que la recibieron para su
matrícula? Alrededor de la estancia, a excepción de los enormes ventanales
tras la gran mesa de la estancia, se alzaban librerías de tal altura que permi-
tía una balconada con un segundo piso al que se accedía por una escalerilla.
El único lugar que permanecía despejado mostraba un tapiz enmarcado que
reproducía Las alas de Söra, un antiguo bajorrelieve que representaba me-
diante símbolos y esquemas el plano astral con la diosa Alma en el centro,
rodeada de los elementos, los zodíacos y un complejo trazado de nombres
y líneas en un idioma desconocido. Varias plantas adornaban las esquinas
de la estancia, luciendo magníficas flores en tonos rosas, violetas, azules y
blancas. Orquídeas, alegrías, begoñas, crisantemos… Algunas especies no se
daban en esa latitud, pero estaban exuberantes y hermosas.
La mujer, ataviada con una rica túnica azul de elaborados bordados en
blanco de hojas y flores, digna de su posición, hizo un ademán con la mano
para que la novicia se acercara. Tímidamente fue adentrándose en esa sala
que olía a flores y pergamino añejo hasta la gran mesa del despacho.
—Adelante —insistió la mujer que la esperaba ante el escritorio.
Eliel, al llegar a su altura, hizo una profunda reverencia y besó el anillo
de la mano izquierda que su superiora le tendió, como mandaba la tradición
ante una shaman que tenía el rango de erudita. Tras ello, sonrió conforme y
bordeó la mesa para tomar asiento en su sillón, invitando a su vez a la novi-
cia a hacer lo mismo.
—Por favor, querida, sentaos —dijo en tono cordial pero autoritario.
El asiento era una sencilla silla de madera que contrastaba con el elabo-
rado sillón de cuero de su superiora. En aquel ambiente era imposible no
sentirse humilde y abrumada.
—¿Qué deseáis, mi señora? —preguntó con la voz apagada, atenazada por
cierta vergüenza al cruzar su mirada con la de ella. La mujer al otro lado de
la mesa poseía una mirada clara y cristalina. Cuando uno se sentía observa-
do por aquellos ojos grises, daba la sensación de que pudiera ver a través del
alma.
—No me andaré por las ramas, ya que esta situación es un poco incómoda
para ti, lo cual es comprensible. —Aguardó unos momentos hasta que asin-
tió—. Has de hacer un viaje para recoger unos libros que necesito.
Eliel se quedó un poco perpleja. Ella solo era una novicia, y hacer algo en
nombre de la directora de la escuela era una enorme responsabilidad. Se le
hizo un nudo en el estómago y por un momento sintió angustia; la sopa que
acababa de ingerir luchaba por volver a ver la luz.
—P-Por supuesto que sí, sería un grandísimo honor para mí. Pero no en-
tiendo, si me permite la pregunta, por qué he de ser yo. No soy quien para ir
en nombre de vos, mi señora —dijo mientras un sudor frío perlaba su frente.
—Es debido a tu padre.
—¿Mi padre? No os entiendo.
—Según tenemos en tu hoja de ingreso, tu padre es un intermediario en
la ruta de la seda en su paso por Hannadiel, por lo que está acostumbrado al
trato con comunes. Así pues, por lo que aquí figura, conoces su idioma. Te
será fácil desenvolverte en un país tan extraño como el Imperio Eidénico.
—Yo… Si me permitís la interrupción, realmente nunca he tratado con
ningún común, salvo alguno de mis sirvientes y en muy contadas ocasiones.
—No sabía adónde quería llegar. Apenas tenía recuerdos de su padre, ya que
sus constantes viajes le llevaban a vivir durante mucho tiempo en los puer-
tos fronterizos, por lo que, obviamente, cuando podía pasar unos días con su
familia no le apetecía hablar del trabajo. Así que sobre los comunes Eliel no
sabía nada, salvo su idioma, y porque la habían obligado.
—Lo siento, querida, mi decisión es inamovible. —Eliel vio como sus ob-
jeciones no eran recogidas con agradado por la directora, así que optó por
guardar silencio pese a que no comprendía por qué no enviaba en su lugar a
un verdadero shaman—. Irás a Tiria, la capital imperial, para recoger unos
libros de un prior de la Santa Orden. Es de vital importancia.
—La Santa Orden… —musitó. Los religiosos del Imperio no solían cola-
borar con los shaman, por lo que sabía. Aquel asunto cada vez la desconcer-
taba más.
—En efecto, Van Desta, no tienes de qué preocuparte, pues sabrá de tu
llegada y tendrá a bien colaborar. Enviaré a dos guardias para que te es-
colten y velen por tu seguridad. Deberás pasar lo más desapercibida posi-
ble, así que no vestirás con la túnica de shaman. Partirás de inmediato sin
despedirte de nadie. Ya aclararé el tema con el profesorado y excusaré tu
ausencia. No quiero levantar rumores infundados. —La directora le dirigió
una mirada amable—. Por favor, sé que es pedirte mucho, pero también sé
que lo harás bien.
Eliel asintió.
—Como deseéis, mi señora.
—Muy bien, puedes retirarte.
Tras una pronunciada reverencia abandonó el despacho. Teudenis se dis-
ponía a acompañarla de vuelta, pero de reojo vio cómo la directora le hacía
señas para que se quedara, por lo que se cerró la puerta tras ella.
Se quedó a solas en el pasillo, en silencio, y dio un largo suspiro. No se
había dado cuenta, pero había estado casi todo el tiempo aguantando la res-
piración hasta el punto de casi faltarle el aire mientras algunas lágrimas em-
pañaban sus ojos.

Fue abriendo los párpados con lentitud, completamente desorienta-


da. Una fina lluvia empapaba su cara y la obligó a posar la mano sobre los
ojos para poder ver. Se giró torpemente tratando de levantarse sin resbalar
con los adoquines. Las modestas casas de aquel barrio de la parte baja de
la ciudad, cuyo ladrillo y yeso clamaban por una limpieza y reparación, se
agolpaban casi unas encima de otras con una altura de entre cuatro y siete
plantas. Más arriba, muros de piedra, apoyados en vigas y contrafuertes,
alzaban otras terrazas donde más edificios de mejor aspecto pero igual de
amontonados privaban casi por completo al viandante de la visión del cielo,
que vertía sus lágrimas sobre la polucionada ciudad. Las farolas de aceite de
las calles creaban en aquella fría noche un mapa de falsas estrellas sobre la
tierra, mientras las chimeneas de los tejados ocultaban las del cielo.
A un lado, sobre las oscuras y lentas aguas de un canal, la lluvia iba distor-
sionando aquel perfecto espejo de la urbe. Su cuerpo yacía exhausto, helado
y empapado en la rampa de piedra que daba acceso a un muelle de madera
donde las pequeñas embarcaciones que surcaban los canales amarraban por
la noche.
—Cof, cof... Eh, Froenlind E, Gesunch va sunts? Cof, cof... Mhortya
sunts?
Eliel, que se estaba levantando lentamente, se giró alarmada ante la voz
que había escuchado a su espalda. Un común desaliñado estaba acercándose
hacia ella, tratando de tocarla con una mano sucia y enfundada en un mitón
deshilachado a juego con su raído abrigo. Tenía la cara arrugada y unos ojos
pequeños, que brillaban con un destello azulado producido por la bebida.
Una rizada y blanca barba, que se tornaba amarillenta alrededor de su boca,
le ocultaba casi todo el rostro. Aquel viejo común era asqueroso y notó que
se le revolvía el estómago. Para colmo, tosía de forma espasmódica sobre
ella. Por un momento creyó que iba a vomitar.
Aún tambaleándose, caminó para alejarse de aquel sujeto que la repug-
naba tan rápido como pudo. Estaba viva, seguramente porque cayó al canal,
pero su júbilo por su supervivencia quedó ahogado en aquel lugar extraño.
—¿Qué demonios está pasando? ¿Qué lugar es este? —A su alrededor las
casas que colindaban al canal estaban plagadas de pequeñas tiendas que
ofrecían entre mundanal ruido un fuerte aroma a cerveza y pescado frito que
hacía más denso el aire—. Que Alma me proteja.
Pese a la noche, la calle estaba muy concurrida. Cientos de personas, de
toda clase y raza, avanzaban con paso lento, apartándose lo justo para no
pisar a la accidentada y dedicarle una mirada de extrañeza en algunos casos
al fijarse en sus ropajes, que nada tenían que ver con las prendas propias de
los telares industrializados de tonos apagados por allí abundantes. Proba-
blemente ni reparaban en que era una doalfar.
En ese momento un agudo dolor le recorrió el pie. No se había dado cuen-
ta, pero iba descalza y sin querer había pisado un cristal roto de alguna bo-
tella que le había hecho un corte bastante profundo. Cayó al suelo de nuevo
sobre un charco que la salpicó de barro. El dolor se volvió más intenso y se
apretó el pie con la mano para calmarlo y detener la hemorragia. Rompió
un jirón del gran pañuelo que envolvía su cintura e improvisó un vendaje
mientras el frío de la noche le calaba en los huesos.
Estaba completamente atemorizada. Sus piernas ya no le respondían y
notaba como poco a poco le abandonaban las fuerzas. Su cuerpo se entume-
cía y empezó a tiritar, no sabía si de miedo, de frío o de cansancio. Poco im-
portaba. Puede que la caída no la hubiera matado, pero quizás lo hiciera allí
abandonada, bajo un cielo que ni siquiera podía ver, rodeada de extraños, en
una sucia callejuela. No tenía fuerzas ni para llorar.
Se estremeció, pero no fue capaz ni de chillar cuando alguien que se le
había acercado sin que se percatase la sujetó de la muñeca. Era un hom-
bre vestido con un uniforme de color azul grisáceo, parecía de algún tipo de
cuerpo de guardia o militar.
—De baest Günt?
Apenas podía distinguirlo, solo una sonrisa afable y una mirada cálida
que la tranquilizó lo justo para concentrarse en entender el idioma de los
tirenses.
—¿Puedo ayudarla…? Señorita, ¿qué le ha pasado? —Ella no era capaz de
articular palabra—. Soy de la guardia urbana, no se preocupe.
Eliel movió la cabeza en gesto afirmativo justo antes de que sus párpados
cayeran sobre sus agotados ojos. No supo qué más dijo aquel común, puesto
que su mente al fin alcanzó la anhelada inconsciencia.
Capítulo 2
-La danza de las sombras-

Adriem era incapaz de sentarse, estaba demasiado intranquilo como para


quedarse quieto. Se limitaba a dar vueltas enfrente de la mesa. La chaqueta
del uniforme se secaba al calor de la lumbre y había optado por dejarse los
tirantes caídos y quedarse en camiseta. No sabía si sudaba por el calor de la
cocina o por los nervios por haberse saltado el código de la guardia.
Centró de nuevo su atención en la muchacha que le hablaba acomodada
en la mesa, indudablemente más serena que él.
—Me hubiera parecido muy bien que te trajeras un ligue, tal vez un ami-
go, o alguna vieja conocida, pero... ¿subir a tu habitación a una extraña?
Deberías haberla llevado al cuartel, y que allí se encargaran de ella.
—No... Lo siento, estaba muy asustada. No quería llevarla directamente
para que la acribillasen a preguntas. Es una doalfar, probablemente de la
Confederación de Kresaar, y ya sabes cómo los tratan; en su estado sería
muy traumático. Es mejor dejar que se recupere y luego ya haré lo que tenga
que hacer. —Se sentó al fin en la silla, afligido—. Lo siento, Dythjui, no es mi
intención traerte problemas.
Sabía que la dueña de la posada no gustaba de imprevistos en su negocio,
como era habitual, pero no sabía a quién más recurrir.
Ella se recostó sobre la silla y suspiró.
—Tienes que ser más egoísta, Adriem. Este tipo de cosas te van a traer
algún día muchos problemas —dijo a modo de sentencia.
Dythjui nunca le había confesado su edad, pero la chica era más joven
que Adriem. Tenía el pelo negro con algunas mechas verdosas, recogido en
una sencilla coleta alta. Vestía una camiseta de cuello alto bastante gruesa
de color beige, combinada con unos pantalones granates y zapatos de cuero
marrón. Rara vez la había visto arreglada, siempre llevaba ropa cómoda y
funcional. Sus ojos grises y una complexión delgada, tal vez en exceso, re-
mataban la curiosa estampa de la propietaria de El Puente de Álsomon. Pese
a que sus palabras solían estar cargadas de una madurez impropia de su ju-
ventud, según algunos era demasiada responsabilidad para ella el regentar
aquella pequeña posada de apenas tres pisos, contando con la buhardilla,
situada a la sombra del gran puente de piedra y metal del que tomaba nom-
bre, la cual unía los distritos tres y nueve.
Le había pedido que se reunieran con discreción, por lo que se habían
sentado en una de las mesas, justo al lado de la despensa. La cocina era
grande y el salón donde se servirían en poco tiempo las comidas quedaba
al otro lado, lejos de oídos indiscretos. Algunos clientes ya habían llegado
y el guardia escuchaba de fondo cómo se entretenían con las anécdotas del
día regadas por buenas cervezas, a la espera de la cena. Por ello supo que no
tardaría en llegar Agnes, la cocinera, para empezar a preparar el sustento a
los parroquianos y huéspedes como él.
La cocina poco tenía que destacar. Los fogones y la carbonera oscurecida
por el uso ayudaban a que hiciera siempre calor en esa estancia, y los fre-
gaderos, así como las dos amplias mesas para preparar los platos, perma-
necían aún limpios. Al lado de la puerta de servicio y bajo una ventana en
la que arreciaba la fina lluvia, perlado el cristal, se amontonaban cajas con
verduras, patatas y todo lo necesario para el menú de aquella noche. Él bien
sabía que Agnes era una maniática de la limpieza, y los azulejos blancos,
inmaculados, así lo atestiguaban bajo las vigas de madera oscura que soste-
nían el techo.
—Bien, aquí tienes: cincuenta escudos, eso cubrirá su estancia y las mo-
lestias que te pueda ocasionar hoy —dijo Adriem deslizando unas cuantas
monedas sobre la mesa—. Creo que será más que suficiente por esta noche.
—Adoro tu generosidad, pero no hace falta. Eres cliente desde hace mu-
cho, me conformo con que sigas siendo puntual en el pago de la habitación.
—Empujó las monedas de vuelta hacia Adriem.
—De acuerdo, de acuerdo. —Sonrió agradecido, y se levantó de la silla. Su
sueldo de guardia no le permitía hacer muchos desembolsos ni permitirse
lujos, así que pese a no ser cortés, no insistió—. Tengo que irme, Makien
me está cubriendo el puesto y ya le debo un favor. Más vale que vuelva a
patrullar.
—De acuerdo, pero ¿qué haré si despierta?
—Mmmm, ¿sabes hablar doalí?
—¿Acaso tú sabes?
Adriem se giró y le dedicó una sonrisa para luego salir de la estancia.
Casi tropezó con Agnes, que entraba en ese momento. Le dirigió una breve
disculpa y siguió su camino.
—Si todo tiene que estar atado a un plan, ¿qué significa esto? —se cues-
tionó Dythjui sin percatarse de la presencia de la cocinera.
—¿Qué significa el qué? —preguntó la recién llegada mientras sacudía el
paraguas. Agnes era una mujer de unos cincuenta años, aunque ella nunca
había dicho su edad. Tenía el pelo cobrizo, ondulado y no muy largo. Unos
ojillos oscuros, enmarcados por las arrugas propias de una persona acos-
tumbrada a sonreír, miraban tras unas pequeñas gafas redondas de montu-
ra dorada.
—Nada, Agnes —dijo mientras se levantaba de la silla—. Como siempre,
Adriem y su manía de dejar las frases a mitad.
—Ese muchacho siempre va con prisas. Aún me acuerdo de cuando tuvo
que volver corriendo del trabajo porque le sentó mal el guiso que preparé.
¡Y no fue porque estuviera malo! —afirmó con orgullo—, sino porque se lo
comió en apenas cinco minutos.
Dythjui no pudo evitar reírse al recordar el aspecto tan pálido que tenía
Adriem aquella vez. No pudo ingerir nada en dos días. Lo tuvo a base de
sopas.
—Tienes razón. Tuve que cuidarle porque no quería ir a ver al doctor. Es
como un niño.
—Lo que pasa es que trabaja demasiado. Debería dedicarse un poco de
tiempo. —Agnes se enfundó el delantal que tenía guardado detrás de la ba-
rra—. Esta noche creo que voy a preparar unas buenas tortillas.
—Eso suena de fábula.
Sobre una de las colinas que había entre los canales del río Tir a su paso
por la ciudad, se encontraba la Torre del Reloj, uno de los edificios más altos
de la capital. Construida hacía doscientos años, se había edificado en con-
memoración de la conquista de las provincias occidentales de Nilia y Kriss
y, mucho antes, el lugar donde se firmó la paz tras la Gran Guerra que acon-
teció quinientos años atrás. Era un edificio de base octogonal de más de se-
tenta y cinco metros de altura, dividido en quince plantas y culminado en un
tejado puntiagudo. Bajo este, cuatro enormes relojes, uno mirando a cada
punto cardinal, señalaban con extraordinaria precisión la hora, flanqueados
por elaboradas gárgolas retorcidas sobre la grisácea piedra. El antiguo sec-
tor dos, donde se hallaba dicha construcción, pertenecía a una de las terra-
zas superiores, de estrechas callejuelas y casas muy antiguas.
Desde el campanario, situado sobre los relojes, se podía observar de for-
ma privilegiada la capacidad de los hombres para dominar el terreno. La
ciudad, majestuosa e intrincada, se ocultaba entre el humo y la lluvia. Sen-
tado sobre el balaustre de uno de los ventanales, un doalfar de pelo castaño,
largo hasta los hombros, refugiado en aquel lugar que nadie visitaba, con-
templaba la ciudad dejando pasar las horas. Vestía una gabardina oscura,
algo raída, sobre una camisa abotonada hasta el cuello y pantalones de cuero
sobre los que enfundaba unas botas altas. El vaho de su respiración salía de
su boca condensado por el frío de la noche. Pero su mirada estaba yendo
más allá de la ciudad, hacia algo que sólo él sabía.
Se giró poco a poco ante la silenciosa visita. Había acabado acostumbrán-
dose, pero nunca dejaba de molestarle que alguien irrumpiera en su soledad
sin llamar a la puerta.
—Supongo que no traes buenas noticias. —Se giró para ver a su visitante
mientras encendía un pequeño farolillo con el que alumbrarse.
El muchacho con el uniforme del ferrocarril avanzaba entre la inmensa
maquinaria de los relojes, hasta acercarse al ventanal, emergiendo de las
sombras hacia la débil luz del farolillo. Su gesto era el de siempre, como si se
estuviera riendo de un chiste muy personal. Avanzó en completo silencio y
sin emitir vaho al respirar. Daba la sensación de que no estuviera allí.
—Digamos que la suerte ha jugado en nuestra contra, Zir-Idaraan —co-
mentó, sacando una baraja de cartas de Mahoc de la manga—. No hemos
tenido buena mano. —Las giró, mostrando una jugada pésima: dos más cua-
tro, uno más uno y ninguna base.
El doalfar chasqueó la lengua. Odiaba la teatralidad con la que siempre
se comportaba.
—Deja de hacer trucos de tahúr. Tenemos que encontrarla, no tendremos
otra oportunidad así.
Hizo desaparecer la baraja, a la vez que su aspecto se fue retorciendo has-
ta convertirse en una joven de intensos ojos azules vestida de bufón, pero, en
vez de vivos colores, su ropa era arlequinada, en rombos blancos y negros.
Tenía el cabello extremadamente claro, casi albino, y era de baja estatura.
Dos llamativos pendientes que imitaban la forma de un cascabel colgaban
de sus orejas, en los que estaba grabada una siniestra cara con una sonrisa.
—Eres un aburrido —dijo con una exagerada expresión de desagrado.
—Por lo menos sabrás dónde está. —La situación era demasiado delicada
como para andarse atendiendo tonterías de payaso.
—No, la verdad es que no. ¿Ningún mensaje de nuestro contacto? —pre-
guntó con una enorme sonrisa que mostró unos característicos caninos muy
afilados.
—Lo último que supe fue el tren en el que venía, no ha llegado ninguna
paloma más. Así que, si la has perdido, no sé qué haces aquí en vez de estar
buscándola, estúpida. Al menos nadie te habrá visto, ¿verdad?
—No, Zir-Idaraan, no tienes por qué preocuparte por eso, nadie puede
decir que me ha visto. —En ese momento, como si formaran parte de las
mismísimas sombras, varios pares de ojos azules brillaron—. No tendrás
que esperar mucho más. Ninguna ciudad tiene secretos para mí.

Eliel abrió los ojos lentamente. Pensó que empezaba a ser una molestia
no saber dónde iba a despertar. La habitación se hallaba en sombras. Las si-
luetas de una cómoda y un pequeño escritorio se perfilaban contra la pared,
iluminados débilmente por la tenue luz de la luna llena, que se abría paso
fugazmente entre las nubes. Estaba vestida con un camisón que no era suyo,
pues le venía un poco estrecho a la altura del pecho y de las caderas, y su pie
herido estaba vendado.
¿Qué había pasado? Aquel hombre la había ayudado. Era de la guardia de
aquella extraña ciudad.
Se levantó cojeando poco a poco y miró por la ventana. Enfrente de esta
se podía distinguir una acacia y una enorme cisterna de agua. Más allá bri-
llaban las luces de las casas. Los adoquines reflejaban, debido a la reciente
lluvia, la luz de las farolas. Un transeúnte, encogido como para protegerse
del frío, caminaba a paso rápido.
En ese momento, a su espalda, se abrió la puerta.
—Vaya..., espero no haberte despertado.
Dythjui se hallaba en el marco, iluminado por la luz que venía del pasi-
llo. Vestía una camisola que le llegaba hasta las rodillas y unos pantalones
grises.
—Yo... N-No, acabo de despertarme —respondió Eliel, esforzándose por
hablar un buen tírico pese a la modorra.
—Vaya, sabes hablar mi idioma... Menos mal, si no, no sabría cómo de-
cirte las cosas. Me quitas un gran peso de encima. —Dicho esto, entró en la
habitación con unas toallas limpias—. Disculpa, con las prisas de antes no te
dejé ropa de baño. —Se fijó en su pie bien vendado—. ¿Qué tal te encuentras?
¿Cómo tienes el pie? Si quieres comer algo, dímelo, que hoy invita la casa.
Eliel se encontraba desconcertada por la arrolladora presencia de aque-
lla común. ¿Qué clase de confianzas se estaba tomando? No sabía por qué,
pero, pese a todo, veía algo extrañamente familiar en ella, aunque no sabía
exactamente el qué.
—¿D-Dónde estoy? —cuestionó intentando dejar a un lado sus prejuicios.
A fin de cuentas, esa muchacha parecía amable.
—¿Que dónde estás? Cariño, estás en la famosísima posada El Puente de
Álsomon. La más conocida y respetada del sector cinco —replicó hinchando
el pecho con orgullo.
—¿E-En serio? —Por supuesto, nunca había oído hablar de tal posada.
—Qué va, pero como publicidad no está mal, ¿eh? —dijo guiñándole un
ojo.

Apenas sabía cómo tomarse a esa chiquilla común. ¿Le estaba tomando
el pelo o solo pretendía ser simpática? No estaba acostumbrada a ese com-
portamiento tan extrovertido y distendido, lejos de cualquier formalidad.
—Tienes suerte de que te encontrara Adriem —prosiguió la común—. Si
no, a estas alturas estarías rellenando papeles en la comisaría y respondien-
do a muchas preguntas. Aquí si no eres ciudadana te ponen las cosas muy
difíciles, y el trato… no es de lo mejor.
—¿Se llama Adriem el hombre que me ayudó? —Así que ese era el nom-
bre de aquel guardia, se dijo.
—Sí. Adriem Karid, sargento de la Guardia Urbana de la ciudad de Tiria.
Originario de Puerto Victoria, veintitrés años y soltero. Un gran partido se-
gún muchas mujeres, pero es una lástima que sea tan tímido. E inquilino de
esta posada desde hace tres años. ¿Deseas saber algo más?
Había recitado toda la información de seguido y casi sin respirar. No sa-
bía ni por dónde empezar, ni dónde estaba Puerto Victoria, ni… ¡No tenía ni
idea! Con saber que se llamaba Adriem, le bastaba.
—N-No, no. —Eliel se ruborizó apabullada ante el desenfado con el que la
trataba aquella desconocida.
Dythjui se acercó a la cama y encendió el quinqué de la mesita, el cual
proyectó una luz tenue que poco a poco iba aclarando más la habitación.
—Pero he sido muy descortés, no me he presentado. Mi nombre es
Dythjui Lezard —dijo tendiendo la mano.
—Yo soy Eliel Van Desta, de la Marca de Hannadiel. —Dudó unos instan-
tes, no sabía qué hacer, pero al final accedió a darle la mano tímidamente.
Pese a que fuera una común, era su anfitriona.
—Je, je... Qué nombre más largo —mostró una sonrisa amplia y satisfe-
cha ante el apretón de manos—. ¿Te importa si te llamo Eliel?
—No... No me importa. —«Total, una concesión más…», volvió a pensar
para sus adentros.
—¿Y Eli?
—Sí, eso sí me importa. —Una cosa era que la tuteara, pero tampoco iba a
darle tanta familiaridad como para permitirle usar un diminutivo.
En ese momento el estómago de Eliel decidió hablar por ella, demandan-
do atención. Dythjui soltó una risa poco disimulada para mayor vergüenza
de la inquilina.
—Anda, vístete y baja. Te daré de cenar, creo que aún sobra algo.
Eliel agachó la cabeza en muda afirmación. No podía negar que estaba
hambrienta por muy educada que pretendiera ser. A fin de cuentas, la casera
se lo había tomado con mucha naturalidad. Ellos eran así de... simples.
—¡Mi zeñora Melizze, zeñora Melizze! —Una chiquilla mawler avanzaba
de forma atolondrada por los pasillos encerados de la Catedral de las Luces.
Las columnas se perdían en las lejanas bóvedas, y las elaboradas vidrieras
hacían honor al nombre del templo. Estatuas de antiguos y famosos sacer-
dotes y sacerdotisas observaban a los visitantes desde una posición privile-
giada.
La mawler apenas tenía trece años. Vestía las ropas holgadas en blanco y
azul propias de los novicios, adornadas con un estampado de la cruz aspada,
signo de la Santa Orden. Tenía una sedosa cola y orejas puntiagudas, así
como los ojos rasgados, rasgos felinos muy propios de su especie. Su pelo
ondulado y oscuro brincaba al compás de su frenético trote.
—Lani, te he dicho mil veces que no levantes la voz dentro de este sagrado
lugar —respondió Melisse en severa reprimenda al ver acercarse a su pupila
de tal guisa.
—No seas así con la chiquilla, tú también fuiste novicia una vez. —El
hombre que la reprendió tenía el pelo largo y moreno, recogido en una coleta
larga. Aparentaba más de cuarenta años. Al igual que Melisse, vestía una tú-
nica blanca y marrón, pero también llevaba una diadema de la cual colgaba
un largo paño, con la cruz aspada bordada que, por detrás de su cabeza, le
colgaba hasta casi la cintura, signo de su posición.
Melisse era más joven pese a ostentar el mismo rango. Tenía el pelo ru-
bio, recogido en un elaborado moño, y unos bellos ojos oscuros que refleja-
ban una mirada despierta e inteligente. Ambos se quedaron mirando a su
bullicioso visitante.
—Perdonad, mi zeñora. Mi piod Dognar —dijo haciendo una rápida re-
verencia.
—Prior Rognard —la corrigió amablemente, ante lo que Melisse suspi-
ró, sabiendo de la infinita paciencia que tenía él siempre con la joven. Los
mawler no estaban hechos para la vida en la ciudad, y su carácter difícilmen-
te se amoldaba a los estrictos principios de la Santa Orden. Pero su padre era
rico… y no solo de Alma se vivía. Los burgueses siempre tenían el mundanal
y necesario capital para colocar a sus infantes. Incluidos los mawler.
—Dizculpadme.
—¿Qué quieres, Lani?
—Me ha enviado Zadiane para que te informe de que ha habido una azci-
dente tedible en el tden en el que viajaba la vizita que ezperabas.
—¿Te refieres a la novicia de los shaman? —se sobresaltó el prior.
—Zí, lamento decirle que hazta ahoda no han encontrado zupedvivientes
—anunció cabizbaja la pequeña mawler.
—¡Por Alma, eso es terrible! —añadió afligida Melisse.

—Sí, y grave. —Rognard se dio la vuelta mesándose la barbilla, tal y como


acostumbraba a hacer siempre que algo le preocupaba—. Lani, gracias. Re-
tírate, por favor.
Obedeciendo la orden, la muchacha hizo otra breve reverencia y se alejó,
más sosegada, por el pasillo. Melisse, mientras, observaba al prior sabiendo
que esperaba a que se quedaran a solas para hablar. Poco sabía del asunto
de la shaman, a excepción de que venía solo por dos días, pero dedujo por
aquel silencio que la cosa era más seria que dos simples asesinatos y una
desaparición.
—¿Qué sucede, Rognard? —en aquel momento el protocolo poco impor-
taba y se limitó a hablar con franqueza.
—No lo sé. —Tenía la mirada perdida, pensativa—. No tengo ni idea. Nos
habían enviado a esa doalfar para recoger sencillamente unos libros para el
monasterio Coril. No se me avisó de nada más y, de repente, un accidente...
Puede ser una mera casualidad, pero no me huele bien.
—¿Ahora usan a sus novicias como mensajeras? No sabía que estaba en-
tre sus funciones. —Dio unos pasos hasta plantarse ante él y sacarlo de su
ensimismamiento—. ¿Qué libros?
El prior agitó la mano, restándole importancia.
—No es el motivo de nuestra preocupación, centrémonos en averiguar
si ha sido un accidente. Tenemos que dar una explicación convincente a los
shaman. —Se encogió de hombros—. No sé hasta dónde puede alcanzar la
gravedad del asunto.
—¿Es hija de algún noble importante, tal vez? Si es así, sería más un pro-
blema diplomático que nuestro.
—No. Van Desta... Su apellido no pertenece a ninguna casa importante
kresáica. Es más, nunca antes lo había escuchado.
—¿Un sobrenombre, quizás?
—Es probable —reforzó la tesis del prior. A fin de cuentas, pocas cosas
movían más el mundo que el dinero, y si la chica era importante, resultaba
lógico que utilizase un sobrenombre. Lo extraño seguía siendo que la envia-
ran a ella a Tiria, pues en el monasterio de Coril a bien seguro conocerían su
verdadera identidad.
—Sólo yo, Salianne y tú sabéis de esto, el asunto de la novicia. Asegúrate
de que la joven Lani mantenga silencio y tratemos el tema con la máxima
discreción —posó la mano sobre el hombro de ella en señal de confianza.
—También por parte de los shaman. Ellos tienen más información si cabe.
—Sí, pero ahí no puedo hacer nada. Enviaré a Salianne a que esté en con-
tacto con la Guardia Urbana y la Milicia a la espera de cualquier novedad. Tú
encárgate de rastrear la zona donde pudo desaparecer.
Recuperó el protocolo para hacerle una reverencia.
—Así lo haré, prior —proclamó, y abandonó la sala con paso rápido.
Mientras, Rognard se quedó en silencio, mirando cómo se iba la que has-
ta hacía poco había sido su aprendiza. Había llegado muy lejos, ya tenía su
mismo estatus, pero pese a todo aún le quedaba mucho por aprender de ese
mundo. Siempre había estado muy orgulloso de su determinación, y si en
alguien debía confiar, era en ella.
Ya completamente a solas, su gesto se convirtió en una mueca de preocu-
pación. Esperaba que todo aquel asunto no estuviera relacionado con los
libros que había venido a buscar la misteriosa novicia.

Las primeras luces violáceas del alba comenzaban a entrar tímidamente


por la ventana de la cocina. Dythjui ahogó un bostezo mientras acababa de
recoger los platos que ya habían escurrido y se acercó a la mesa de la cocina,
donde comía a solas una meditabunda Eliel, cuando sonaron la cerradura
de la entrada y las pisadas de unas botas que la casera ya conocía de sobra.
Adriem entró en la cocina aflojando el cinturón para dejar sus pertrechos
sobre una de las sillas: el cinturón, una porra y un sable corto.
—Vaya, te has despertado —dijo a la doalfar con una sonrisa pese a su
gesto de cansancio tras una noche entera de guardia—. Soy Adriem, aunque
supongo que mi casera ya te lo habrá dicho —apuntó lanzando una mirada
de complicidad a la susodicha—. ¿Qué tal te encuentras, Eliel?
La novicia levantó la cabeza y, por primera vez, pudo reparar en su resca-
tador. Empezaba a notársele la sombra de la barba en un rostro de facciones
suaves pero bien definidas y tez morena. Cada dos por tres tenía que apar-
tarse el cabello de la cara, el cual empezaba a necesitar un buen corte. Tenía
un atractivo que no llamaba demasiado la atención, pero cuando sus ojos se
cruzaron, rápidamente bajó la mirada para volver a concentrarse en el plato.
Aun así, se quedaron grabados en su memoria. Aunque hubiera sido durante
un instante, notó que aquellos iris intensos y oscuros estaban llenos de una
melancolía infinita.
—Casi no has tomado nada, y eso que parecía que tuvieras hambre —dijo
la casera sentándose en la mesa—. ¿No está bueno?
—No es eso, lo siento, es que estoy preocupada. Le agradezco mucho su
ayuda, guardia, pero me deben de estar buscando… Aquel hombre... —Eliel
se encogió, aún veía la sonrisa del asaltante del tren cuando cerraba los ojos.
El miedo a sentirse acorralada, sola, perdida, la caída del puente... Todo se
había quedado grabado a fuego en su memoria.
—¿Qué hombre? —preguntó Adriem acercándose a ella con gesto de
preocupación.
—Sí... Yo... Esto... —Se quedó callada. Pero ¿qué estaba? ¿Por qué tanta
confianza con esos comunes que apenas conocía? —Verás... —las palabras se
le atragantaban por los recuerdos—, yo venía aquí para recoger unos libros...
Necesitaba quitarse aquella presión en el pecho, y para ello se dejó de
formalidades y contó su historia. Si sus amigos la hubieran visto confesando
sus miedos a alguien así, se habrían reído de ella. Pero necesitaba que la
escuchara alguien y esas dos personas la habían tratado muy bien pese a
ser una extranjera. Sin duda, mejor de lo que ella habría hecho de haberse
producido la situación al revés, y no podía evitar sentirse culpable por ello.
Capítulo 3
-Soñando por un mañana mejor-

Los restos del tren estaban diseminados a lo largo de más de un kilóme-


tro de vías cuyos carriles habían quedado retorcidos. La fría mañana había
revelado con más claridad el caos de madera y hierros que, según las prime-
ras investigaciones, había sido ocasionado por la rotura en uno de los bogie.
La circulación había sido cortada y un par de grúas ayudaban a levantar los
esqueletos desfigurados de los vagones que ya habían sido examinados mi-
nuciosamente lejos de cualquier mirada curiosa. Varios guardias rastreaban
cada centímetro del vagón de primera clase, en el que parecía que se había
originado el fallo mecánico para disgusto de los representantes de la com-
pañía del ferrocarril, quienes demandaban airadamente a dos oficiales de
alto rango que la puesta en marcha de la línea se realizase lo antes posible.
Pero sus quejas caían en oídos sordos, principalmente por el hecho de que
en el vagón sobre el que se estaban centrando las inspecciones, algunos de
los muertos presentaban extrañas heridas y cortes que no eran propias de
los hierros retorcidos por el impacto al volcar. Aparte de un doalfar kresáico
que no venía listado en el acta de pasajeros.
Melisse, acompañada de un capitán de la Guardia Urbana, accedió al va-
gón con sumo cuidado de no entorpecer la labor de los agentes ni tropezar.
Caminar por el pasillo inclinado era sumamente difícil. Al llegar al lugar
donde yacían varios cadáveres no pudo evitar taparse la boca y la nariz con
una de las mangas de su hábito, para evitar el penetrante olor que provenía
de los cuerpos que se hallaban sobre sendos charcos de sangre. Un nudo se
le hizo en el estómago al ver los múltiples cortes y desgarros que presenta-
ban, en la mayoría de los casos dejando sus tripas al aire.
—Comprenderá que esto es muy inusual, priora —le comentó el capi-
tán—. Procure no tocar nada, se lo ruego.
—Solo me tomará un momento. —Se apoyó la mano en el pecho—. La
diosa Alma los acoja.
—No quiero disgustarla con detalles, pero parece que quien fuera que
hizo esto se ensañó con ellos cuando aún no se había producido el accidente.
Lo extraño es que salvo el doalfar, ninguna de las víctimas presenta heri-
das de autodefensa. Es como si estuvieran inconscientes o drogados cuando
los asesinaron. —A diferencia del resto, el capitán lucía un bordado con las
iniciales G.U. en plateado y un par de líneas negras en su hombro derecho,
que le correspondía por rango. Era un hombre de mediana edad, con unas
pronunciadas entradas y canas en los aladares. Un bigote corto perfilaba sus
finos labios, enmarcados en un rostro anguloso y algo severo.
—¿Ya tienen alguna pista? —quiso saber Melisse. No podía dejar de mirar
aquellos cuerpos desfigurados—. ¿Nadie ha visto nada?
—Me temo que sabemos poco por ahora. Los supervivientes de los otros
vagones que han podido testificar no oyeron nada antes del accidente —se
rascó la cabeza, pensativo—. La única pista que tenemos fuera del tren es
que localizaron al revisor al que le correspondía este trayecto muerto en los
baños de personal de la estación oeste del sector tres.
Para alivio de la priora, entre las víctimas no estaba la novicia kresáica,
por lo que podría haber sobrevivido, pero no quería preguntárselo directa-
mente al oficial. No tardaría en presentarse por allí el Servicio Secreto Impe-
rial a meter las narices y prefería que no supieran aún de la joven.
—Haré cuanto esté en mi mano por ayudaros. Es solo cuestión de tiempo
que aparezca aquí algún delegado del gobierno cuestionando la capacidad
de la guardia del sector o algo peor...
—Tengo a todos mis hombres trabajando en ello y ya me he ocupado de
que los burócratas no metan las narices por el momento, pero... ¿qué puede
hacer al respecto?
Melisse sacó de un bolsillo de su hábito una pequeña caja de madera que
contenía dos tizas.
—Le pediría que sus hombres me dejaran un poco de espacio, capitán.
Este se quedó observando aquellas tizas, que tenían un peculiar color
plateado. Melisse sabía que el argentano, una mezcla basada en plata usada
para trazar runas, era un material poco familiar para aquel que no hubiera
dedicado su vida a la magia.
—Insisto, Henry. Necesito concentración, aunque puede quedarse usted.
Solo será un momento —dijo tomando una de aquellas tizas de argentano
con suma delicadeza, pues eran extremadamente caras.
Esta vez, y para su satisfacción, el capitán ordenó a sus hombres que
abandonaran el vagón; pese a la presencia del capitán, pudo concentrarse en
trazar las runas por el suelo justo en mitad del pasillo pero sin aproximarse
a los cadáveres.
—No hace falta que me acerque, con saber por dónde pudo pasar el ase-
sino me bastará —le fue comentando para que no se preocupara—. Es un
conjuro bastante sencillo, nos dirá qué tipo de presencias anduvieron por
este vagón. Todos dejamos una impronta, una huella. —Fue realizando los
trazos con una precisión milimétrica—. Por eso he de escribirlas. Es el lugar
quien nos lo ha de revelar.
—Por aquí ha pasado mucha gente, dudo que sea de utilidad... Aunque no
seré yo quien la cuestione en temas rúnicos.
—Tiene mucha razón, pero vamos a intentarlo. —Guardó de nuevo la tiza
en su caja y contempló el entramado de runas que se mezclaban unas con
otras. Para cualquier inexperto, un galimatías sin sentido.
Apoyó una mano sobre los símbolos y se concentró, dejando que su éter
fluyera a través de los trazos que, uno a uno, se fueron iluminando con un
fulgor azul. Daba igual cuál fuera la superficie, cada línea se grababa con to-
tal claridad. Ante los dos se fueron proyectando fantasmas azulados con una
forma vagamente humana que caminaban de un lugar para otro. El ambien-
te estaba muy deteriorado y apenas se podría entrever la marca que habían
dejado los sucesos de aquel vagón.
Gente que parecía salir, que charlaba, los propios guardias inspeccionan-
do el tren... Todas las imágenes se amontonaban con mayor o menor clari-
dad hasta que ante los ojos de Melisse dos fugaces espectros corrieron hacia
ella, atravesándola, en dirección al fondo del vagón. El primero era extraño,
muy débil, incompleto, con un color algo rojizo que nunca antes había visto;
pero el segundo espectro fue lo que le llamó poderosamente la atención: os-
curo, frío, vacío y cuya forma recordaba más a la de una bestia con fauces y
garras que caminaba encorvada y que difícilmente hubiera cabido por aquel
estrecho pasillo.
Trató de agarrar a la primera figura pero esta cayó. Tras unos segundos
golpeó con violencia una de las paredes y le pareció escuchar cómo rugía
pese a que no había sonido alguno. A su llamada otras bestias más pequeñas
surgieron de cada recoveco o esquina y comenzaron a atacar a los espectros
de la gente que estaba en los compartimientos. No pudo seguir adelante, y
notó, pese a que solo veía haces de luz, cómo se le revolvía el estómago y tuvo
que romper el hechizo. Las runas se consumieron dejando un leve rastro de
luz que se desvanecería por completo poco a poco.
Se giró asustada y pálida. El capitán apenas habría distinguido algunos
brillos, pero al verle la cara preguntó:
—¿Q-Qué sucede...?
—Aún estaban conscientes… cuando…
Lo que ella acababa de ver tenía una presencia mayor que ninguna cria-
tura que hubiese contemplado en su vida... y la violencia con la que había
descuartizado aquellos cuerpos que tenía ante sí le obligó a salir del vagón
corriendo si no quería acabar vomitando.
—¡He de irme! —dijo aguantando las náuseas. Tenía que encontrarlo,
aquel ser no podía andar suelto por la ciudad—. ¡Gracias, Henry!
El capitán no tuvo tiempo ni de despedirse de ella y vio cómo apresurada
subía a la calesa que le había traído hasta allí. Se rascó de nuevo la cabeza
y salió del vagón, donde sus hombres aún miraban cómo se alejaba aquel
carruaje a bastante velocidad, botando entre los adoquines de la calzada que
salvaba las vías. Se bajó del vagón y dio unas palmadas para llamarles la
atención.
—¡Venga, que no os pagan por estar aquí parados! ¡Hay mucho que ha-
cer! —vociferó devolviendo a cada uno a su puesto. Hablaría más tarde con
la hija de su buen amigo, pero mientras el tiempo corría y no tardaría en
tener de nuevo allí a los agentes de la compañía, a los técnicos de la estación,
los burócratas y, Alma no lo quisiera, a los molestos agentes del SSI.

La vieja comisaría necesitaba reparaciones urgentemente. Para los em-


pleados que trabajaban allí, las goteras y las paredes desconchadas se habían
convertido en un compañero más. Hacía años que la junta había prometido
una rehabilitación del edificio, pero los guardias del sector seis daban por
supuesto que esas obras no se realizarían hasta que no se les cayera el techo
encima.
Oficiales, detenidos, abogados... Ese espacio era un hervidero de gente.
Adriem, cuando llegó por primera vez al barrio de Tiria, se asustó mucho,
pero poco a poco se fue acostumbrando. ¿Por qué se había hecho guardia?
Nunca pensó que fuera por vocación, pero era un trabajo bien pagado, su
título de esgrima le daba una plaza segura y, qué demonios, le gustaba sen-
tirse útil.

Fue avanzando por ese familiar ambiente saludando a sus compañeros.


Era un lugar de locos, pero había acabado apreciándolo en la rutina del día
a día.
Entró en un despacho que había al fondo, donde se rezaba la palabra
«CAPITÁN». Estaba poco iluminado y una pequeña planta intentaba dar un
toque de vida a todo aquel follón de papeles y archivadores. Sentado había
un hombre de unos cuarenta años. Tenía una cuidada barba y, pese a su
edad, lucía el pelo corto sin una sola cana. El capitán Lobretti era bastante
estricto, pero sus hombres le guardaban mucho respeto, y se contaban nu-
merosas leyendas sobre sus primeros años de servicio.
—Pase, sargento —dijo y aspiró un poco de su pipa.
—Buenas tardes, capitán. ¿Me había llamado?
—Sí. Sé que era su día libre, pero necesito hablar con todos para reajustar
las rondas de las próximas jornadas. He tenido que destinar parte de los
agentes al sector cinco para que refuercen la zona, están como locos tras el
accidente.
—Esta mañana he oído lo que se rumorea. ¿Tan grave ha sido?
—Bastante —contestó recostándose sobre el respaldo—. Más de cincuen-
ta víctimas. Era el expreso que venía de Zirna y habían varios extranjeros.
Está siendo un infierno diplomático, había hasta un par de kresáicos, aun-
que a uno lo siguen sin localizar.
—E-El expreso de Zirna… —musitó.
Ese era el tren en el que viajaba la doalfar. Si era ella quien les faltaba,
era su deber comunicar que la había encontrado, pero entonces tendría que
reconocer que no la llevó directamente a comisaría. Aun así...
Interrumpiéndolo en sus cavilaciones, el capitán le extendió una hoja con
un calendario y prosiguió:
—Pero no le he traído aquí para hablar del accidente, ya se están encar-
gando en el sector cinco de ello. Por la pérdida de personal me temo que en
dos días deberá hacer una nueva ronda nocturna con Makien.
—P-Pero, señor... —tartamudeó Adriem. Sabía que no tenía derecho a
réplica, pero el tener que levantarse temprano tras la guardia de la anterior
noche no mejoraba su ánimo ante la perspectiva de otra madrugada en vela.
—No hay peros que valgan. A cambio, a parte de hoy tendrá mañana de
permiso para que descanse. Tenemos que hacer un esfuerzo entre todos
para suplir la falta de personal. Así que mañana al atardecer le quiero aquí
con los ánimos bien altos, ¿entendido?
—Sí, señor. —No había más opción que resignarse, así que cogió la hoja
con el nuevo calendario para las dos próximas semanas, donde le aguarda-
ban largas caminatas y tener que lidiar con borrachos y vagabundos.
Adriem recordó que tenía su propio motivo de visita.
—Capitán, ¿se sabe ya algo de la promoción a teniente? Sé que no es un
buen momento, pero quisiera saber si ya se ha decidido.
El hombre suspiró de una forma que enseguida interpretó como malas
noticias.
—No creo que su promoción vaya a ser tenida en cuenta pese a que he
redactado una carta muy favorable sobre sus servicios estos dos años... Me
temo que van a optar por Loras. Lo siento.
—Creo que entiendo los motivos. —Un nudo se formó en su garganta.
Llevaba mucho tiempo trabajando sin tomarse ni un solo permiso para sacar
puntos para la promoción... Una mezcla de decepción y rabia le hizo apretar
los puños.
—No se puede hacer nada, el mando siempre va a valorar mucho el hecho
de la ciudadanía, y usted…
Adriem no dijo nada, tan sólo se limitó a tragar saliva reprimiendo sus
emociones.
—Mire, hijo, si de verdad quiere un ascenso de rango, debería plantearse
hacer el servicio militar. Sin la ciudadanía no podrá ascender más allá de
sargento y son tres años tras los que luego podrá recuperar su puesto en la
guardia, aparte de optar al rango que allí haya conseguido. ¿Tiene familia en
la ciudad o muchas amistades? Sé que es duro…
—No, señor, pero vine aquí con la intención de quedarme. Con hacer bien
mi trabajo debería bastar.
—Por desgracia este mundo no funciona así, son las leyes que tenemos
—dijo, volviendo a mirar los papeles que tenía encima de la mesa—. Aunque
no me gustaría tener que prescindir de usted, ahora hay buenas oportunida-
des en el ejército. Recapacite y háblelo con sus conocidos. Si toma cualquier
decisión, sepa que tendrá una carta de recomendación por mi parte.
—Capitán, yo... Lo pensaré —respondió abatido. No era mucho lo que le
ligaba a aquel lugar, pero sabía que a aquellos que optaban a la ciudadanía
los enviaban a las fronteras a los puestos más duros. Fuera como fuese, an-
tes tenía que encargarse de Eliel, y luego… puede que hiciera de nuevo la
maleta.
—De acuerdo. Ahora, retírese.
—Sí, señor. —Dicho esto, saludó militarmente a la espera del saludo del
capitán y abandonó el despacho cuando este repitió el gesto.

En el centro del sector nueve se hallaba una enorme plaza redonda, con
una fuente de mármol de tres pisos decorada con sirenas y motivos marinos,
rodeada por modestas y antiguas casas de ladrillo, de dos o tres alturas y
tejados muy inclinados. Allí, todos los martes y jueves se montaba el gran
mercado que tomaba el nombre de la plaza, Albast. Era una zona en la que
vivían principalmente mawlers. Pese a que la ciudad pretendía ser un ejem-
plo de la coexistencia de todas las culturas y razas, era inevitable la forma-
ción de guetos. Todos vivían cerca de sus semejantes, formándose núcleos
diferenciados por raza, clase social o el oficio al que pertenecían sus gentes.
Si alguien buscaba silencio y tranquilidad, el mercado de Albast no re-
sultaba el lugar más indicado. Era uno de los más famosos de Tiria, gente
de casi todos los sectores iba a comprar y buscar oportunidades que en los
comercios de su barrio no podían encontrar. El tumulto hacía muy difícil
andar. A veces Dythjui tenía la sensación de que aquella marea de gente la
iba a arrastrar. En esos momentos odiaba ser tan bajita.
Con una mano sujetando su bolso para evitar que nadie tuviese la tenta-
ción de quitárselo, y con la otra agarrando la falda, que en algún momento
se había querido enganchar a saber dónde, buscaba un puesto de embutidos.
Pensó que hubiera sido mejor ponerse pantalones.
—¡Pescado de Puerto Roana! ¡Pescado fresco de ayer mismo! —gritaba
una mujer entrada en carnes y sudorosa, vestida con un delantal manchado.
—¡Dulces, dulces! ¡Frutas caramelizadas! —anunciaba un hombre delga-
do y de avanzada edad.
—¡Señorita! ¡Acérquese, compruebe la calidad de mis telas! —una joven
de rasgos sureños, probablemente de la ciudad de Hazmín, la invitaba a to-
car algunos de los paños que tenía en el tenderete.
Los anuncios de los mercaderes creaban un caos a veces insoportable.
Los olores de los puestos de comida se mezclaban con las especias y el pro-
pio olor de la gente. Dythjui solo quería comprar cecina. Luego iría a por
queso y algunos retales para unos remiendos. Y daba igual lo que pasase
alrededor. Haría eso y no se entretendría. Ese mercado ofrecía muy buenos
precios, pero tener que moverse a codazos era agotador.
Pero además de aquel incómodo tumulto, había algo más que molesta-
ba a Dythjui: hacía rato que se sentía observada. Algo le alertaba de que la
seguían. Era imposible saberlo con certeza entre tanta gente, pero ella lo
sabía.
Procuró centrarse en las compras e ignorar aquella desagradable sensa-
ción. Adquirió la cecina, el queso y encontró unos retales a muy buen precio.
Se fue abriendo paso entre la multitud y se dirigió hacia la estación de ferro-
carril del sector. Ir andando desde allí hasta el sector nueve implicaba una
caminata de más de una hora, por lo que era conveniente usar el transporte
público.
Andaba a un ritmo tranquilo y sin fijarse en nada en particular, pero a la
vez lo observaba todo. A veces algo se movía en el rabillo del ojo, centraba
la vista y ya no estaba allí. «Persiguen a esa doalfar. No es descabellado que
nos estén vigilando». Nada podía hacer salvo aparentar normalidad.
Ya en la estación, se dirigió al andén tras comprar el billete. «Un escudo
con veinticinco dinares», pensó con un suspiro de resignación; cada día era
más caro. Seguro que en la compañía de transportes lo achacaban a la in-
flación, el aumento de costes del carbón o más de cien excusas ingeniosas.
Cómo se notaba que para moverse por Tiria no había otra opción que el
ferrocarril si no tenías dinero para una calesa...
Vio a unas lindas jovencitas, muy acicaladas, probablemente hijas de al-
gún burgués, que movían sus caderas con ritmo y mostraban orgullosas su
busto y su cuidado cabello. Dythjui las observó alejarse con aquel movimien-
to que casi hipnotizaba.
Absorta en el contoneo de las dos bellas muchachas, la casera se olvidó
de aquella desagradable sensación. A no mucha distancia, desde dentro de
los canalones de desagüe, dos pequeños ojos azulados la observaban. Olis-
queando el ambiente, la pequeña criatura de oscuridad avanzó guareciéndo-
se de la luz directa y de cualquier mirada con increíble agilidad hasta pararse
a escasos centímetros de la casera, pero en el momento en que la tocó, la
criatura se esfumó sin dejar rastro.
Dythjui se giró sorprendida, pues había notado algo en la pierna, pero no
vio nada, ante lo que se encogió de hombros, resignada a esperar al ferro-
carril.
Tener que estar allí, escondido para servir como enlace para Idmíliris, lo
aburría. Zir-Idaraan llevaba ya una semana en Tiria, días antes de la venida
del tren, metido en aquel antiguo reloj, saliendo sólo a la calle a primeras
horas de la mañana para comprar algo de comida, sirviéndose de una capu-
cha para taparse y no llamar la atención de nadie. Esperar... Esperar y con-
trolar a aquella insensible criatura capaz de sacarte los intestinos mientras
hacía un chiste sobre ello. Aquella noche se estaba retrasando. A lo mejor la
búsqueda de alguna pista sobre la doalfar no había sido tan fructífera como
ella auguraba. Tiria era una ciudad grande, llena de recovecos. Encontrar a
alguien allí no era una tarea ni rápida ni fácil.
Se puso tenso al advertir una presencia a su espalda, que no podía ser
otra que la de la arlequín. Apareció sin hacer ruido, como siempre.
—Te has retrasado treinta y cinco minutos —dijo observando las agujas
del reloj que se transparentaban a través del cristal de su esfera.
Ella sonrió, contoneándose hasta él con paso grácil.
—Es fácil saberlo, viviendo en un reloj. Debe de ser aburrido —bostezó
sonoramente.
Zir-ldaraan intentó disimular el enfado que le produjo el comentario,
pero supo que este no pasó inadvertido cuando ella ensanchó su sonrisa por
lo hiriente de su chiste.
—Ve al grano. —Que su única conversación se derivase de los comenta-
rios irreverentes de aquel ser no ayudaba a mejorar su estado de ánimo. Casi
prefería estar solo.
—Únicamente puedo usar a mis sombras más pequeñitas para no llamar
la atención de los sacerdotes de la Santa Orden. —Algunos ojos brillaron en
la oscuridad y el doalfar acertó a ver una de esas escurridizas criaturas que
parecían tener la forma de un renacuajo, aunque del tamaño de un gato—.
No hay muchas novedades por el momento, pero antes o después daré con
el rastro de su esencia, es inconfundible —indicó, contrariada—. Como ves,
estoy siendo sutil.
—Si a lo del tren lo llamas sutileza, creo que no tienes muy clara la pala-
bra. Sigue así y no tardaremos en tener a las autoridades de la ciudad tras
nosotros, así que afánate, porque si volvemos con las manos vacías más vale
que tengas un buen truco. —El tiempo apremiaba y cuanto más tardaran, las
posibilidades de que se les escapara de la ciudad eran mayores.
—Hay una cosa —dijo tras reflexionar unos momentos—: una de mis ni-
ñas parecía haber encontrado un débil rastro, pero he perdido el contacto
con ella. Creo que se desconvocó, pero no sé quién podría haber hecho tal
cosa.
Zir comenzó a deslizar el dedo por el pomo de su sable, que representaba
la cabeza de un lobo.
—¿Runas sacras de la Santa Orden? Es lo único que se me ocurre.
—No tengo ni idea —replicó mientras se frotaba la nariz con orgullo—.
Ya sabes que la magia para mí es algo natural, no necesito escribir tediosas
runas como hacéis vosotros. —Hizo unos gestos parodiando la escritura con
cara de aburrimiento—. Sois como niños jugando con una cerilla.
—Ya tienes un punto por el que seguir, así que mueve el culo de aquí.
—Como ordenéis, Zir-Idaraan —acató la instrucción haciendo una pro-
funda reverencia, de la que Zir reconoció la mofa en su poco disimulada
sonrisa.
Sabía que ella odiaba estar a sus órdenes tanto como Zir estar encerrado
en ese reloj.
—Ahora necesito pensar en cuál será la mejor forma de sacarle de aquí
sin levantar sospechas.
Zir se sentó al lado de la gran ventana desde la que se veía la ciudad y
abrió su bolsa para sacar algo de comida.
—Eso es cosa tuya, lo mío es la caza —añadió la arlequín.
Se volvió a quedar solo en la oscuridad, con un trozo de pan duro
y algo de jamón como sus compañeros sobre esa urbe llena de gente.
Tanto aburrimiento le hacía pensar demasiado y esos pensamientos siempre
le llevaban a ella.

Sophia.

Dythjui estaba barriendo la entrada de la posada cuando vio llegar a


Adriem a lo lejos. Venía con la cabeza gacha e inmerso en sus pensamientos.
El estilo inconfundible de andar del sargento de la guardia, pensó. Siguió
con su quehacer esperando a que llegara a su altura.
—No ha sido una buena tarde —comentó este haciendo hincapié en algo
obvio para la casera.
—Te hace falta divertirte. ¿Cuándo fue la última vez que saliste de fiesta?
—Tuvo la precaución de poner el palo de la escoba entre él y la puerta para
evitar que se escabullera dentro de la posada eludiendo la conversación,
como solía hacer.
—Hace diez meses..., creo —respondió Adriem con cara de no importarle
la charla, observando el palo que, cual alabarda, le bloqueaba el camino.
—Ummm... Cierto, ya me acuerdo. Esa fiesta en la que te pasaste casi
toda la noche en un rincón, mientras yo ligaba más que tú, cosa nada difícil,
por cierto, porque con lo calladito que eres... —dijo dándole unos golpecitos
con el palo de la escoba en el hombro.
—Ya —sonrió, ligeramente incómodo—. Nunca se me ha dado bien.
—Lo que tienes que hacer es buscarte una novia. Alguien que te cuide
un poco y que te apoye, que yo solo soy tu casera, y no tengo por qué estar
viendo tus caras largas todos los días.

//Año 492 E.C.

Un beso bajo un árbol en la pradera de atrás del colegio. Una sensa-


ción que recorrió su cuerpo. Un abrazo tan eterno como breve, lleno de un
aroma indescriptible. Labio con labio. Y luego apoyada sobre su pecho,
acariciando su pelo. La contempló como si fuera la primera vez que la veía
y sintió que, si apartaba la mirada, la echaría de menos.


—Yo sé qué me conviene y qué no —respondió a la defensiva mientras
apartaba el palo de la escoba con la mano.
—Tranquilo. No he dicho nada, no te enfades. —Parecía que no estaba
para bromas y que le había dado en un punto doloroso.
Se quedó unos momentos contemplando a Dythjui, visiblemente enfa-
dado. Pero se dio cuenta de que no era con ella con quien se sentía molesto,
sino consigo mismo. Relajó la mirada a sabiendas de su error, y se disculpó:
—Lo siento, Dyth, estoy un poco cansado, eso es todo. No quería respon-
derte de ese modo… —musitó mientras se dirigía hacia la puerta.
—Ah, esta noche jugaremos a Mahoc después de cenar. Podrías quedarte
un rato, estaremos «todos» —le dijo restando importancia a su brusca reac-
ción y haciendo una referencia velada a la doalfar. A ver si así lo animaba.
El guardia no se giró, sino que continuó como si no hubiera escuchado
nada, o tal vez como si no hubiese querido escuchar.
—¿Por qué sigo teniendo tan poco don de gentes después de tanto tiem-
po? Da igual cuántos años pasen —murmuró Dythjui para sí. Miró al cielo,
estaba encapotado pero no daba la sensación de que fuera a llover. Suspiró
y siguió barriendo la entrada.

//Año 496 E.C.

—¡¿Cómo que te vas a Tiria?! —exclamó Esmail dando un paso hacia


atrás, sorprendida ante la afirmación de Adriem.
—Lo siento mucho, Esmail, pero no quiero quedarme más tiempo aquí.
Me gustaría que vinieras conmigo —propuso tragando saliva y reuniendo
valor para enfrentarse a la joven mawler.
—¿A qué viene eso? —Su cara reflejaba a la perfección que no conseguía
entender el porqué de aquella decisión tan repentina.
—Desde que mi padre murió no he encontrado ningún trabajo en esta
ciudad. Los ganaderos no quieren gente, porque está siendo un año muy
malo, y no quiero ser pescador. La gente me ha dado la espalda desde hace
tres años y esta situación me está asfixiando. Necesito alejarme y empezar
de cero.
—¿Por qué no haces el trabajo de tu padre? Tienes que darte tiempo y
coger una rutina. Verás que con el tiempo te van aceptando de nuevo. Tu
problema es que te has aislado —alegó la mawler.
—No quiero ser bibliotecario. —El salón de la vieja casa de madera y
piedra estaba repleto de libros cubiertos de polvo. Ya nadie los leía y solo
eran para el joven una pesada carga que le recordaba a la muerte de su
padre—. Además, en Tiria las cosas son mejores, hay muchos trabajos y
oportunidades. Allí podré hacer mi propia vida, sin prejuicios. No he de so-
ñar con un mañana, he de hacerlo realidad. —La agarró por los hombros
con gentileza para reforzar su discurso—. Casi toda la gente de nuestra
edad se ha ido allí a trabajar y les ha ido bien. Con el tiempo haré fortuna
y podré volver, para entonces todos ya me habrán olvidado.
—¿Y yo qué? Adriem, vende la casa de tu padre y compremos una para
los dos. Podemos formar una familia, construir un futuro. No tienes por
qué irte a la capital para eso. Me tienes a mí —dijo dolida. Sus ojos se em-
pañaron en lágrimas—. Ese siempre ha sido mi sueño.
—¿Y si no es el mío aún, Esmail? No quiero formar ahora una familia,
no quiero quedarme aquí. Ven conmigo y con el tiempo ya vendrá.
—No puedo abandonar ahora a mis padres. Me necesitan en la panade-
ría, y lo sabes. Adriem, por favor, no me hagas elegir, quédate y constru-
yamos algo juntos.
Pese a que sabía la respuesta de antemano no pudo evitar enfadarse.
—Sabes que siempre quise hacer fortuna fuera de estos valles, conocer
mundo, que eran mis ilusiones, y ahora me estás pidiendo que renuncie a
ellas. Dijiste que me apoyarías, que me querías tal y como soy. Mis sueños
también son parte de mí, pero ahora me pides que los abandone. ¿Era todo
mentira? No soy feliz aquí y necesito serlo para poder ser digno de ti… —Se
dio cuenta de que la estaba agarrando con demasiada fuerza y que ella
apartaba la cara, asustada. Nada había sido lo mismo desde lo de Clau-
de...—. Ya veo… —La soltó de los hombros y desvió la mirada. Ese dolor se
había vuelto contra él—. No es ahora, hace tiempo que estoy solo.
—No, no es eso, Adriem. Estás huyendo… Te niegas a tener una vida
como los demás —le reprochó clavándole la mirada—. Eres tú el que tiene
miedo, sigues siendo aquel niño de antaño y te aterra madurar y tomar de-
cisiones. La gente no te ha dejado solo, eso lo has hecho tú mismo encerra-
do en esa biblioteca. ¿Crees que en Tiria serás más feliz? ¡Hazlo! Pero no
me digas que es por nuestro bien, has sido tú el que ha tomado la decisión.
—Así no tendrás nada que echarme en cara. Es suficiente... —No se atre-
vía a mirarla.
El silencio invadió la estancia. La chimenea dejó de calentar y el am-
biente se hizo opresivo.
—Adiós, Esmail.


El tragaluz de la buhardilla que era la habitación de Adriem dejaba en-
trar el resplandor de la luna, que ya estaba en cuarto menguante. Él estaba
tumbado sobre la cama. Ni tan siquiera se molestó en quitarse la ropa. Sólo
se había descalzado y tirado la cazadora al suelo. Con la mirada perdida,
contemplaba el techo, o tal vez más allá. Sus labios, casi con un susurro,
dibujaron unas palabras:
—¿Acaso no soñamos con un mañana? Yo quería ser alguien importante,
hacer algo grande con mi vida. Ser un héroe, como en las novelas que leía en
la biblioteca de mi padre, alguien capaz de dejar un legado, una impronta en
la historia. Quise dejar todo atrás y olvidar mi infancia...
Se agarró la cabeza y apretó los dientes. Se odiaba a sí mismo por sus
propias decisiones.
—Entonces, ¿por qué me sigue doliendo el pasado?
Capítulo 4
-Un mundo no tan distinto-

—Aquí tienes, cocido de la llanura —dijo Dythjui mientras le servía en


un plato de barro a la hambrienta Eliel en la mesa de la cocina, ya que no
podía dejar que los otros clientes la vieran—. Es la especialidad de Agnes, la
cocinera.
La doalfar se quedó mirando las alubias con verduras y pedazos de carne
que nadaban en una espesa salsa. Se alejaba mucho de las ensaladas, sopas
y pescados que comía en la escuela o en su casa, y ese cocido ya se le estaba
haciendo pesado antes incluso de comerlo.
—No pongas esa cara, es lo más típico de los alrededores. No has estado
en una ciudad si no has probado su gastronomía.
—Es que, no sé... Parece muy... denso —describió sin encontrar un adje-
tivo mejor.
—¡Eso es energía! —respondió la casera mientras oscilaba un dedo en
señal de riña, guiñándole un ojo—. ¡Aún estás en edad de crecer!
—Ya tengo veintiocho años, no he de crecer más —dijo Eliel algo indigna-
da. Esa común no tenía derecho a tratarla como a una cría cuando aparenta-
ba tener poco más de la mitad de su edad.
—¡¿Veintiocho?! ¡Válgame Alma, si creí que tendría diecisiete! —oyó a
Agnes, que estaba escuchando desde la despensa.
—Los doalfar son como los delven, viven muchos años, así que crecen
más lentamente —explicó Dythjui aleccionando a su cocinera, que ya se ha-
bía asomado por la puerta.
—¡No me compares con un delven! —dijo Eliel muy enojada.
Adriem entró en la cocina vestido con ropa calle y portando unas bolsas,
algo que a la doalfar le resultó extraño, pero la camisa y los pantalones le
sentaban mucho mejor que el uniforme.
—Buenos días. Espero no llegar tarde, me he dormido. —Adriem miró
a su alrededor y comprobó lo cargado que estaba el ambiente—. ¿Se puede
saber qué pasa?
—La señorita doalfar, que siente su orgullo herido —dijo Dythjui con des-
dén.
—Tú me has comparado con una delven. Por ese mismo hecho, en Kresa-
ar se puede encarcelar a un común. —Eliel se cruzó de brazos levantando la
barbilla en una postura muy digna.
Adriem dio un suspiro. La joven doalfar no podía negar su alta cuna,
pero daba igual el estatus que pudiera tener: en el Imperio se habían abolido
hacía más de doscientos años cualquier tipo de título nobiliario, así que el
hecho de ser noble, marqués o duque no era más que una preposición en el
nombre si esto no iba acompañado de una gruesa cartera repleta de escudos.
A fin de cuentas, en Tiria tu posición social dependía de cuánto dinero tenías
en el banco. La pobre no sabía cómo era vivir en esa ciudad.
—Pues vas a tener que acostumbrarte —indicó Adriem mientras se servía
un plato de cocido y se sentaba a la mesa—, aquí vas a encontrarte con mu-
chos. La provincia de Ilnoa está bien comunicada, así que es muy frecuente
verlos por la ciudad para hacer negocios.
—Son traidores. Su reyezuelo decidió aliarse con los comunes en aquella
desgraciada guerra civil. ¿Y todo para qué? —increpó Eliel—. ¿Para que su
reino fuera independiente de Kresaar? ¿Para no tener nunca más señores?
Fíjate ahora, solo han conseguido ser vasallos de los humanos. Una «pro-
vincia», como decís los imperiales. Diría que a los doalfar nos ha ido mejor
siendo fieles a los dragones.
—Esa «provincia» —hizo hincapié Adriem en dicha palabra— se formó
por un pacto con Tiria hace muchos años y les otorga un autogobierno, leyes
propias, y es el único territorio del Imperio donde aún existen las antiguas
castas nobles. Además, sus armeros equipan en exclusiva a todo el ejército
imperial. Aquel pacto se firmó por unión de sangre entre las familias reales,
así que en ningún momento Ilnoa ha perdido su identidad, sino que ha sabi-
do encontrar su lugar dentro de este país.
—Tú no lo entiendes —insistió apasionadamente—. Eran nuestros her-
manos, gozaban de los mismos privilegios que nosotros y los dragones los
tenían en alta estima. Hubo un alzamiento en el asedio de Sazel durante la
guerra y fueron castigados por no mantener aquella posición, pero en vez de
aceptarlo, que hubiera sido lo honorable, todo su pueblo decidió recurrir a
las armas. Si aquello no hubiese ocurrido, la Guerra de las Lágrimas nunca
habría empezado, hubiese sido una simple revuelta de los comunes como
cualquier otra y millones no hubieran perecido en vano.
Adriem suspiró. Había sido un día demasiado duro como para que esa
chiquilla viniera a amargarle la comida con soflamas políticas.
—Entre estas paredes puedes opinar lo que quieras, Eliel, pero en la calle
no encontrarás gente tan comprensiva y puede que les moleste que conside-
res banal la guerra por la que sus antepasados derramaron sangre, así que
mejor será que te guardes semejantes opiniones —le aconsejó—. Se dice que
Tiria es una ciudad abierta, pero sigue sin ser La Ciudad de la Tolerancia.
Además, que yo recuerde, aquello ocurrió hace casi quinientos años. ¿No
crees que es suficiente tiempo para que una doalfar haga la vista gorda du-
rante unos días? Solo os diferenciáis en el color de la piel, cosa que nos va a
venir muy bien.
—¡¿A qué te refieres con eso?! —La pregunta tuvo una pronta respuesta
cuando Adriem sacó el contenido de las bolsas—: ¡¿Quieres que me disfra-
ce?! —exclamó Eliel al ver las ropas que había dentro del paquete: un vesti-
do en tonos verdosos con detalles geométricos en amarillo y un corsé, muy
propios de la moda imperial.
—Agradecería que no chillases, el salón está aquí al lado. El tren en el
que viniste tuvo un accidente después de que te cayeras y tengo la impresión
de que no fue una casualidad, así que he de sacarte de la ciudad y con esas
ropas del este va a ser más complicado de lo que ya es —se explicó Adriem—.
Yo no he dado parte en la comisaría, y a estas alturas si lo hiciera, primero,
te confinarían, y segundo, yo estaría en un buen aprieto por acogerte sin
comunicarlo.
—No, me niego —replicó Eliel desviando la mirada, muy contrariada—.
Tendrás que pensar algo mejor.
—¿Qué dices? Si con un poco de maquillaje parecerías una... —no le dio
tiempo a terminar la frase.
—Una delven —dijo, apretando los dientes para no alzar la voz mientras
levantaba los brazos, escandalizada—. ¡Vamos, lo que faltaba! ¿Acaso no te
entró en tu dura cabezota lo que te acabo de decir?
—Pues no nos queda otra. —Adriem se levantó, agarró por el brazo a la
muchacha sin mucha compasión y la llevó escaleras arriba. Ella se resistía y
pataleaba, pero era imposible deshacerse de aquel recio brazo que la sujeta-
ba. La empujó dentro de su habitación y cerró la puerta. Oyó cómo arrimaba
una silla con un golpe seco.
Se acercó corriendo y tiró para intentar abrirla, pero sus sospechas se
vieron confirmadas: la puerta estaba atrancada por fuera bloqueando el pi-
caporte, probablemente con la silla.
—Me niego a que te puedan ver, es por tu propia seguridad —sentenció
mientras se alejaba por el pasillo.
—¡Abre, maldito seas! ¡No puedes encerrarme como a una prisionera!
—No se oyó ninguna respuesta—. ¡Te exijo que me abras! —gritó golpeando
la puerta—. ¡Adriem!
Dythjui se quedó mirándole cuando bajaba la escalera haciendo oídos
sordos a las exigencias de la doalfar.
—Suerte que la zona privada está separada del resto, porque esa mucha-
cha tiene buena voz. Sería una gran cantante —dijo el guardia con una risa
socarrona.
—Creo que te has pasado. Mira que arrastrarla de esa forma... —La casera
estaba a punto de argüir que era una invitada y no la podían tratar así, pero
interrumpió su discurso.
—Hazme caso, en un rato estará dispuesta a ponerse el disfraz. Es como
una niña pequeña —dijo él dedicándole una mirada de complicidad.
—A veces pienso que detrás de esa apariencia tuya de buen chaval se es-
conde algo de maldad.
—Exageras. —Extendió las prendas sobre la mesa y se quedó observándo-
las—. Creo que he acertado con la talla.
—¿La compraste tú? Vaya, tienes buen gusto para la ropa pese a que eres
un hombre. Creo que le quedará bien si decide ponérselo —observó Dythjui,
tomando una de las prendas para probársela por encima.
—Lo hará.

Adriem llegó a su habitación y se sentó en la cama. De fondo aún podía


escuchar los golpes de la habitación contigua. Sin duda, Eliel tenía una ener-
gía inaudita para lo delicada que parecía. La luz gris entraba en la habitación
y esta se reflejó en el arma cuando la desenvainó. Se quedó observándola:
una espada de mano con una hoja curva bastante ancha y guarda en cruz.
Las fabricaban en serie y el acabado era bastante pobre. La volvió a envainar
y la dejó apoyada contra la pared.
Se acercó a un baúl que tenía cerca de la ventana. Lo abrió y sacó algu-
nas herramientas, un par de mantas y una larga caja de madera un poco
apolillada. Extrajo de ella un sable que compró al poco de llegar a Tiria a un
comerciante delven.
Era un sable de un metro y veinticinco centímetros, seguido de una sen-
cilla guarda partida en dos partes que pinzaba la hoja, una sencilla empuña-
dura con cinta entrelazada que se ensanchaba al final en un pomo. Carente
de cualquier adorno, su belleza se hallaba en la perfecta geometría del arma.
Los delven sabían forjar espadas prácticas, aunque no hermosas. Se dejó su
primer jornal en comprarla y nunca la había vuelto a sacar de la caja.
Tal vez era hora de seguir adelante e ingresar en el ejército, pues poco
más iba a poder hacer en la guardia, y no había emprendido aquel viaje para
quedarse como un simple sargento. Tenía que demostrarles que se equivo-
caban, que era algo más que un tipo que tuvo que abandonar su pueblo natal
por el miedo.

//Año 492 E.C.

«Lo suficientemente fuerte para no llorar nunca más.»


Las palabras que le dijo a Esmail el día en que su madre murió, hacía
cinco años, resonaban en su cabeza, mientras Adriem caía al suelo.
—Vaya, Karid, ¿te has hecho daño? —se burló uno de los chavales que
lo habían golpeado.
—¡¡Claude, dejadme en paz!! —gritó al que comandaba la pandilla.
—Pobrecito, espera a que te ayude... —Una fuerte patada fue a parar a
sus costillas.
Aquellos malditos gamberros habían estado haciéndole la vida imposi-
ble desde que entró en el club de esgrima del colegio. Su padre usó algunos
contactos para que, pese a que no fue capaz de pasar las pruebas de acceso,
entrara de todas maneras. Evidentemente, este hecho no sentó bien a sus
nuevos compañeros.
—Mirad, parece que el hijo del bibliotecario se enfada.
Adriem se abalanzó contra uno de ellos y lo derribó, pero inmediata-
mente los otros lo cogieron por los brazos y lo inmovilizaron. En ese mo-
mento se levantó el que había tirado al suelo y se dispuso a golpearlo.
—Esto te va a doler, Karid.
—¡Eh! ¡Vosotros! ¡Claude y los demás, si no lo dejáis, avisaré al señor
Bolman! —Esmail acababa de aparecer en el patio de tierra que había de-
trás de la escuela. Era ya una jovencita de quince años.
—Maldita sea... —dijo el chico que respondía al nombre de Claude, al
que Karid había derribado. Mirando amenazadoramente a los ojos del
muchacho indefenso, escupió al suelo y se alejó, seguido de sus compañe-
ros—. ¡Esto no ha acabado, Karid, ya nos veremos…!
—Deberías dejar este club. —Esmail le curaba una de las heridas del
brazo.
—Ya lo sé —respondió más dolido en el orgullo que por la paliza—. Aho-
ra mismo me lo acaban de recordar.
Adriem y Esmail estaban tumbados en un verde prado que había cerca
del colegio, un edificio gris de tres plantas con el tejado de pizarra y gran-
des ventanales. Ambos veían cómo pasaban las nubes de la primavera so-
bre un cielo azul intenso, mientras los pocos árboles que había por la zona
se mecían al son del viento.
—Además, la esgrima no se te da muy bien. Siento decírtelo.
—Pero quiero ser fuerte, así nunca más me podrán pegar. Nunca he
tenido ninguna virtud, ni he destacado en nada. —La mirada de Adriem
se perdía en el cielo, mientras que Esmail lo contemplaba sin que se diera
cuenta.
—¿Acaso el ser tan testarudo no es una virtud? —se mofó—. Adriem, no
lo necesitas. Por lo menos, a mí no me hace falta.
—¿Cómo? —Adriem volvió la cabeza para ver cómo ella apartaba la
mirada y se ruborizaba.
—Te quiero tal como eres... —dijo todavía con el rubor en las mejillas,
desviando su mirada para que sus ojos no se encontrasen con los de él.
Una ráfaga de viento se alzó, deshojando las flores primaverales y lle-
vándose la última frase con él.
Eliel, cansada de forcejear con la puerta que Adriem había atrancado,
estaba tumbada en la cama. No acostumbraba a hacer tales esfuerzos, por lo
que sus finos brazos le dolían. Aún tenía las marcas de los dedos de Adriem.
Se sintió molesta por la brusquedad de aquel humano.
—¡Será posible! ¿Cómo se atreve a dejarme encerrada en esta habitación
como si fuera una vulgar prisionera? ¡Soy una invitada de la Santa Orden!
¡Él no puede retenerme así! ¡Adriem, eres idiota! —exclamó la doalfar en su
monólogo. Pero se calló de repente, tapándose la boca con las manos. ¿Qué
había dicho? ¿Lo había llamado por su nombre con tanta familiaridad? Por
Alma...
Se levantó de la cama, alarmada. Aquella situación la estaba cambiando.
No podía permitirse esas confianzas. ¿Se estaba convirtiendo en una común
como ellos? No entendía cómo su padre los podía tratar sin sentirse violen-
tado... ¡Era culpa de ese guardia, seguro! No podía dejar que se saliera con la
suya. Una doalfar a merced de un común, ¿dónde se había visto?
Estaba cansada de que las circunstancias la superasen constantemente.
Desde que había llegado a Tiria todos habían decidido por ella.
Pero eso iba a cambiar. Le demostraría a ese guardia que era capaz de
salir de allí por sí misma. Quería ver su cara cuando la viera entrar por la
cocina como si nada. Él pensaba que no era más que una niñata consentida,
pero pronto descubriría que estaba muy equivocado.
Sin más, abrió la ventana. Se asomó y vio el pequeño patio trasero, donde
se tendía la ropa. El suelo de cemento estaba lleno de verdín. Una tapia de
piedra de no más de dos metros y un viejo sauce completaban la estampa.
Examinó la pared y al final optó por agarrarse al canalón. El tubo estaba
frío, húmedo y resbaladizo al contacto, y Eliel no pudo reprimir un escalo-
frío y una sensación de asco al tocar a saber qué sustancias; pero no desistió
y trepó al alféizar para luego extender una de sus esbeltas piernas hacia el
canalón. Apoyó primero un pie, luego el otro, pero no calculó que la vieja
tubería no fuese capaz de soportar su liviano peso. Se oyó un gemido prove-
niente de los tornillos que sujetaban la tubería a la pared, como si el mismo
metal protestase por ver su sueño interrumpido. Eliel, asustada, se asió con
ambas manos con más fuerza a la tubería, apretando las rodillas contra ella
para afianzarse y rezando a Alma para no caerse. Pero todo fue en vano: con
un último crujido, la tubería se soltó de los enganches. Profiriendo un grito,
Eliel se precipitó hacia el suelo, arrastrando en su caída restos de moho y
trozos de piedra de la pared. Se estampó contra un montón de ropa de uno
de los cestos que contenía la colada de esa mañana.

—¿A quién se le ocurre descolgarse de esa forma? Podrías haberte hecho


mucho daño. —Adriem, arrodillado ante Eliel, le curaba con un algodón y
alcohol unos rasponazos que se había hecho en una pierna.
La doalfar, sentada en una de las banquetas de la cocina, se negaba a ha-
blar. Estaba de lo más enfadada, no solo porque su escapada había sido un
auténtico fracaso, sino porque también tenía que soportar la vergüenza de
su torpeza ante Adriem. El alcohol escocía mucho, pero se mordía los labios
para no mostrar debilidad.
—Lo malo es que se ha echado a perder la colada —dijo algo molesta
Dythjui. En una de las pilas lavaba la ropa de los cestos que se había ensu-
ciado con el accidentado aterrizaje de Eliel.
Al final, la doalfar se decidió a hablar tras todas las acusaciones vertidas
hacia ella:
—Todo ha sido por tu culpa. Me encerraste en esa habitación porque no
quería disfrazarme —protestó contrariada.
—Y por eso decidiste iniciar una aventura, ¿no? —contestó Adriem sin el
menor síntoma de sentirse culpable. A fin de cuentas, él no la había empu-
jado por la ventana.
Aún arrodillado, alzó la cabeza y la miró a los ojos. Eliel se sintió algo
incómoda y perdió parte de su porte altivo.
—No iba a permitir que me vistierais como una delven.
—Si ese es el problema, ¿por qué no de humana? —dijo el joven sacerdote
sin perder de vista el exterior mientras la casera seguía frotando la ropa con
algo de jabón y agua.
—De humana podría pasar. —Aunque no del todo convencida, dio su bra-
zo a torcer para satisfacción de Adriem—. Sé que es una situación extrema,
así que puedo tolerar el hacerme pasar por uno de los vuestros.
La sonrisa que trataba de ocultar el guardia no pasó inadvertida a la ofen-
dida doalfar.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Solo ha costado un par de horas. No había salido como esperaba, el
riesgo fue innecesario, pero funcionó.
—¿A qué te refieres?
—Si te hubiera dicho de buenas a primeras que te disfrazaras de humana,
nunca hubieras aceptado, aunque no te consideré tan intrépida como para
salir por la ventana. —Cerró el bote de alcohol.
—¡Maldito seas! —Desde su asiento estiró la pierna que no estaba suje-
tando el guardia con intención de darle una patada en el pecho. Este no se
molestó en esquivarla, pues apenas tenía fuerza, con lo cual vio cómo ella se
enojaba más si cabe. Se levantó y le dedicó una sonrisa.
—Lo siento, no te lo tomes a mal…, pero la próxima vez no te dejes ver,
aunque solo sea en el patio trasero. —Y se fue de la cocina, dejando a la doal-
far con la palabra en la boca.
—¡Le odio! ¡Ha jugado conmigo!
—Pues pese a todo, parece que está mejor de ánimo gracias a ti —dijo
Dythjui secándose las manos.
—¿Mejor? ¿Es que le pasaba algo?
Dythjui se acercó hasta la joven.
—A ver, son cosas de Adriem y no te las debería de contar…, más bien, a
él no le gusta que las cuenten. Pero está teniendo problemas en el trabajo,
quería un ascenso y se lo han denegado por tercera vez en favor de otro tipo
que llevaba mucho menos tiempo que él en el cuerpo. Comprende que no
está de humor, así que verle sonreír un poco es agradable.
—No lo entiendo, si lleva más tiempo debería ser él. ¿Ha tenido algún
problema con alguien? —los ojos de la doalfar se abrieron como platos sin
comprender cuál era el motivo.
—Hay cosas que no solo se basan en el mérito, y no únicamente en tu tie-
rra hay clases. Adriem no es ciudadano imperial, siempre va a tener menos
derechos que otro que sí lo sea.
—En Kresaar tu vida cambia mucho si eres noble o no, pero tenía enten-
dido que en el Imperio no habían clases...
—No como tú las conoces. No es una cuestión de estatus, si eres ciudada-
no de pleno derecho o sencillamente un habitante: los privilegios y derechos
que tienes son diferentes, aunque claro, las obligaciones tributarias, las mis-
mas —puntualizó Dythjui con sorna.
—Creía que Adriem era imperial… ¿No me dijiste que nació en una pro-
vincia del norte?
—Eso… creo que no te lo debería de contar yo. Es un tema muy personal.
—Suspiró—. Lo siento. —Miró por la ventana que daba a la calle y volvió a
suspirar—. Siempre he creído que, por mucho que se empeñe, esta ciudad
no es su lugar.
—Más cuatro, más un comodín, con lo que derribo tu última mano,
Adriem. —Dythjui se apresuró a quitarle las dos cartas de Mahoc que le que-
daban.
—¡Maldita sea! Ya sé por qué no me gusta jugar contigo.
—Sí, pero siempre te olvidas cuando te pido otra partida —dijo riéndose.
Los dos, junto a Eliel, estaban sentados en una mesa con una baraja.
Mientras Adriem se frustraba por su nueva derrota y Dythjui se regodeaba,
Eliel miraba con atención las cartas. En algunas mesas contiguas se aprecia-
ban aún los restos de las cenas de los últimos parroquianos que ya se habían
marchado, pero de ello hacía más de una hora y el comedor permanecía
cerrado.
—No consigo entender este juego —se rascó la cabeza Eliel, abrumada
por las reglas.
—No te preocupes, Eli, yo te enseño a jugar esta noche. Tú y yo, a solas
—se ofreció la posadera mientras le arrimaba el hombro con una sonrisa.
—¡¿Cómo?! Oye, Dyth, no creo que... —interrumpió sonrojado el guardia.
No sabía ni cómo explicarlo, pero la aludida no quiso darle el placer de ter-
minar la frase fuera de su imaginación.
—Has perdido... Te toca sacar la basura —le replicó con una amplísima
sonrisa.
—P-Pero...
Dythjui se le quedó mirando mientras Adriem exhalaba un suspiro de
desánimo. Se levantó y se dirigió a la cocina de mala gana.
—¿Qué le pasa? —la doalfar no terminaba de entender el porqué de tanto
desaire.
—No le gusta perder —replicó Dythjui sin dejar de sonreír.

La noche había caído sobre la ciudad hacía rato. En la habitación de Eliel


estaban ella y la casera, sentadas en la alfombra, frente a varias cartas de
Mahoc. La doalfar ya llevaba el camisón prestado que usaba, y Dythjui vestía
una camiseta larga sobre la ropa interior.
—¿Lo entiendes ahora? Si tienes suficientes bases y un bono lo suficiente-
mente alto, puedes hacer una jugada que deje al contrincante sin cartas —le
explicaba Dythjui mientras ponía un grupo de cartas sobre la alfombra.
—Yo... Lo siento. Sigo sin entenderlo bien. —Eliel se rascaba la cabeza
mientras intentaba comprender el juego del todo. Nunca había jugado a las
cartas y, por alguna extraña razón, le estaba costando un montón entender
cómo funcionaba.
Dythjui exhaló un suspiro.
—Qué le vamos a hacer. Mañana lo seguiremos intentando. —Dicho esto,
comenzó a recoger.
—¿Aún no ha vuelto Adriem? —preguntó Eliel.
—No, iba a dar una vuelta. Quería hablar con un par de conocidos en las
casas de contratas de mercenarios, a ver si localiza algún transporte discreto
que salga de Tiria. —Acabó de recoger las cartas y miró a la doalfar con cara
pícara—. Veo que te interesas mucho por él... Si no fuera por la aversión que
soléis tener por los que no son de vuestra raza, diría que te gusta.
—Eso no es verdad, solo estaba preocupada porque es tarde —dijo Eliel
ruborizándose.
—Descuida, lo entiendo. Siempre me he dicho que si mis preferencias
fueran otras, también él me gustaría. Y en cierta manera, me gusta.
—¿Cómo? No entiendo qué quieres decir con eso.
Dythjui se acercó a la doalfar y le dio un cálido y suave beso entre la co-
misura del labio y su carrillo.
—Eres muy inocente. —Dythjui se levantó dejando a Eliel perpleja y ru-
borizada—. Y eso también me gusta.
La doalfar se quedó sola, sin saber qué era exactamente lo que había pa-
sado.
Capítulo 5
-Estamos bajo el mismo cielo-



El sol de las primeras horas de la mañana se filtraba a través de los ár-
boles, dibujando sombras sobre el suelo como si de un mosaico se tratara.
El sonido de las campanas anunciaba el final de la ceremonia. Del pequeño
templo de piedra, construido antes de que los edificios lo rodearan, empezó
a salir la gente. Se notaba que era un día de fiesta, ya que todos iban arregla-
dos con ropas elegantes.
Adriem aguardaba sentado en la vieja escalinata que daba paso a los bo-
nitos jardines donde se hallaba el templo. Era un remanso de paz entre el
febril mundo de ahí fuera.
El joven permanecía con la mirada perdida en los árboles, oyendo el can-
to de los pájaros que allí anidaban, evocando estampas de su ciudad natal.
Al oír las campanas se levantó y se sacudió los pantalones. Ya no llevaba el
uniforme, ahora vestía unos pantalones de color verde grisáceo, con botas
de cuero marrón y camiseta blanca. Recogió una cazadora de cuero negro
que había dejado sobre el pedestal de la estatua de una bella mujer. La había
elegido para protegerse del frescor de la mañana, pero ahora solo le servía
para colgársela del hombro.
Avanzó en sentido contrario al resto de la gente que descendía hacia el
mundanal ruido, procedentes de orar a Alma, y se internó en el modesto
templo de piedra y ladrillo de más de dos siglos de antigüedad. Dentro, en la
superficie de la cúpula sobre la cruz de las naves del templo, aún sobrevivía
algún fresco en la pared, pero la humedad los había ido consumiendo. Tra-
tando de adivinar qué representaba cada uno, dejó pasar el tiempo hasta que
no quedó nadie y la puerta principal se cerró.
Al oír las bisagras y el encaje de las puertas se giró para ver al anciano y
regordete párroco de avanzada edad, como denotaban las canas que pobla-
ban lo poco que quedaba de su cabello en contraste con sus cejas densamen-
te pobladas.
Le saludó con una breve reverencia.
—Padre Augusto, buenos días.
El hombre le sonrió y le dio unas palmadas en la espalda con confianza.
—Ven, hijo, vamos a la sacristía, ahí podremos conversar con tranquili-
dad.
—Claro, como desee. —Sin nada que objetar, le acompañó tras el altar y
entraron en la habitación cerrando la puerta. El hombre se aseguró de que
no se oía nada e invitó a Adriem a sentarse.
—Se me hace raro verte por aquí fuera de horas de servicio, y dudo que
hayas venido a confesarte. —Se giró hacia un pequeño lavamanos—. Tengo
té, por si quieres tomar algo.
—No se preocupe, estoy bien así, gracias. —Ya había tomado uno en la
mañana, por lo que era mejor rechazarlo con amabilidad. Trató de acomo-
darse en la silla de madera y caña, pero era harto difícil.
El párroco abrió con una llave que llevaba bajo la manga un pequeño
armario del que sacó una tetera y un pequeño hornillo.
—Si me disculpas, yo sí que me haré uno.
—Discúlpeme, padre... Sé que le estoy interrumpiendo en su descanso,
pero necesito hacerle unas preguntas.
—Ya que vas sin uniforme, supongo que no es nada oficial —le comentó
acertadamente mientras abría una pequeña caja con la infusión.
—Nadie como usted conoce los entresijos de este sector.
—Porque la gente confía en mí y sabe de mi juramento de silencio a Alma,
así que si es una pregunta sobre alguien, sabes de sobra que no voy a poder
satisfacer tu curiosidad, sea cual sea. Aunque resulte extraoficial.
—Lo sé, padre. Su reputación le precede antes incluso de su vocación tar-
día a la Santa Orden. Precisamente por eso le pregunto a usted, sé que esta
conversación no saldrá de estas paredes —dijo reclinándose sobre la silla—.
Quiero saber de alguien que goce de su confianza para sacar a una doalfar
de la ciudad.
El sacerdote dejó de remover el té mientras se calentaba y le miró con
extrañeza.
—¿Una doalfar?
—Quiero sacarla de aquí. Está en apuros y la persiguen, es buena perso-
na, por eso necesito a alguien que pueda sacarla de la ciudad y que sea de
fiar. Pagaré lo necesario.
El sacerdote se quedó pensativo y volvió a remover el té durante unos se-
gundo, cavilando. Adriem sabía que era disparar al aire y que revelar que él
conocía el paradero de una doalfar tras el accidente del tren y todo el revuelo
surgido a su alrededor podría ponerlos en peligro. Pero en sus años en Tiria,
aquel hombre había dado muestras de sobra de ser de fiar.
—Hay un capitán de un pequeño dirigible mercante. No es trigo limpio,
pero siempre cumple sus contratos y sabe esquivar bien las aduanas —dijo
al fin el párroco.
—Un contrabandista, supongo.
—Supones bien.
Adriem tragó saliva y escuchó con atención los detalles sobre el dirigible,
su lugar de amarre y a través de quién debía contactar. Mientras escuchaba,
el sol de la mañana fue ocultándose tras las nubes y el claustro se tornó más
frío y sombrío.
—Hay algo más, joven —añadió el párroco—. Me has dicho que es una
doalfar…

Andaba con paso decidido entre las callejas del sector sin tomar la ruta
más directa a la posada mientras observaba por el rabillo del ojo cualquier
movimiento extraño. Aunque los libros no parecían el objetivo de los asal-
tantes, no se fiaba de que pudiera seguirle alguna de las sombras y ahora ni
siquiera iba armado, salvo por un pequeño cuchillo en el bolsillo.
Por el camino cruzó un puente bastante largo que unía las dos orillas
de un canal. Desde allí, podía contemplarse gran parte de la ciudad: casas
apelotonadas, fábricas, bloques de ladrillo y acero que sujetaban los super-
poblados sectores, y las altas torres que coronaban la urbe. Una densa niebla
emborronaba algunas zonas donde el sol aún no llegaba. Los puentes y los
túneles se entrecruzaban y un silbido anunció que un tren iba a pasar por
debajo.
Se cubrió los labios con un pañuelo cuando la bocanada de humo invadió
el puente, depositando más hollín sobre él. Se sacudió un poco, al igual que
las personas que estaban a su lado, y contempló cómo se alejaba el tren por
la vía, camino del siguiente sector.
Ya acostumbrado al caos de esa ciudad, se dejó embriagar por la comple-
jidad y rara majestuosidad que emanaba aquel paisaje. La marca inequívo-
ca del progreso que había engullido por completo las colinas y los lagos de
aquella estribación del gran Tir.
De entre los casi cuatro millones de personas que vivían allí ¿por qué
tuvo que ser precisamente él quien se encontrase con ella? Azar, casualidad,
la voluntad de Alma... No era muy creyente, así que el destino poco importa-
ba para él. Pero durante unos días su vida se había truncado y, en contra de
lo que siempre deseó, sintió miedo al cambio.
Mas ese cambio pronto desaparecería, ella regresaría a su hogar y él vol-
vería a sus problemas. Pensando sobre ello, el miedo se convirtió en tristeza.
—Es una pena, pero las circunstancias no lo podían demorar más —se
dijo mientras reemprendía la marcha.
Aquella ciudad, aquella vida, no se parecían en nada al sueño que había
tenido de pequeño.
Según abrió la puerta trasera de la cocina, cuando ya había pasado más
de la mitad de la tarde y antes tan siquiera de saludar, vio a Eliel, quien
bajaba las escaleras de servicio. Sabía que la doalfar había estado ayudando
a hacer las camas, pues dijo que quería aprender, aunque no debía haber
servido de mucho, a juzgar por la cara de Dythjui.
Estaba casi irreconocible. Llevaba el pelo recogido en una coleta que so-
bresalía bajo una tela que, a modo de capucha, tapaba parte de su cabeza y
las orejas; le hacía parecer una humana realmente hermosa y delicada. Por
desgracia, estaba demasiado preocupado como para embelesarse.
—¡Adriem! Buenos días —saludó efusivamente, pero se detuvo en seco
cuando este le apoyó la mano en el hombro y se le acercó.
—Algo va mal —le dijo al oído.
Eliel le miró sorprendida mientras, tal y como suponía Adriem, Dythjui,
que le conocía mejor, ya se había sentado a la mesa sin decir nada, proba-
blemente intuyendo las malas noticias. La sincera y bella sonrisa de Eliel se
había borrado de su rostro, y eso le dolió mucho más de lo que esperaba.
—Mañana deberás partir. Yo te acompañaré en todo momento hasta el
puerto, en el que hay un dirigible que te sacará de la ciudad. Nadie hará
preguntas.
—Dirigible...
—Sí, a día de hoy aquí solo se usan como mercantes. Son más baratos
de mantener que las aeronaves del tipo aesir que no necesitan globos, usan
generadores de éter para flotar y... —se dio cuenta de que se había puesto
nervioso y se había desviado del tema.
—Sí, he oído hablar de ellos. No me refiero a eso, sino que me sorprende
que sea así de repentino. No me malinterpretes, tengo ganas de volver a Kre-
saar, pero pensaba que aún tardaría unos días más —se excusó claramente
la doalfar.
—Te han puesto precio.
En la cocina se hizo el silencio. Dythjui seguía sin emitir sonido alguno,
mientras que Adriem se masajeaba las sienes. Eliel lo observaba sentada
frente a él.

—¿Crees que pueden sospechar que está aquí? Me sorprendería que los
clanes mercenarios de Tiria ya estén sobre la pista de mi invitada —dijo por
fin la casera.
—No lo sé con certeza, pero nunca hay que menospreciarlos. Si hay algo
que no es capaz de encontrar la Guardia Urbana, estos tipos lo localizan.
—Se giró hacia Eliel—. Tu billete ya está comprado, así que, Dythjui, me ten-
drás que retrasar un poco el pago de este mes, si es posible —dijo rascándose
la cabeza.
—Por eso no te preocupes.
—¿Son muy peligrosos esos clanes? —preguntó la doalfar.
Él la miró y respondió con gravedad:
—En el imperio es habitual contratar a mercenarios para llevar a cabo
trabajos poco decorosos que el ejército imperial o la guardia no están dis-
puestos a hacer. Normalmente se dedican a cazar recompensas, pese a que
también suelen aceptar algunos trabajos no tan limpios. No son del todo
legales, pero el gobierno los tolera, ya que todas sus transacciones se hacen
en los llamados «hogares» y de ellos se cobra un impuesto. Es toda una ins-
titución, y son muy competitivos entre ellos.
—Vale, vale. ¿Y eso qué tiene que ver?
—Alguien está dispuesto a pagar veinte mil escudos por ti. Viva. Lo que
te convierte en una presa de clase B. Todo un trofeo para el clan que consiga
hacerse contigo. No solo les proporcionaría dinero, sino también prestigio
entre sus colegas. A menos que hagamos algo pronto, conseguirán dar con-
tigo y tendremos a la mitad de los clanes de Tiria encima.
—Pero aquí escondida no me han encontrado hasta ahora, tranquilo. Ma-
ñana de madrugada me iré y no tendrán tiempo de dar conmigo.
—Ya te he dicho que no hay que confiarse. Pueden ponernos en serios
apuros. Conozco a algunos y suelen tener hechiceros entre sus filas. Algo con
lo que no puedo lidiar.
—¡¿Hechiceros?! Por favor... —espetó—. Los comunes no sois más que
niños jugando con fuego en lo que a magia se refiere. Aún tenéis mucho
que aprender, pero, claro, tenéis vuestras máquinas y fábricas, así que no lo
conseguiréis nunca.
—Esas orgullosas soflamas de la superioridad de Kresaar no evitarán que
te encuentren —dijo Adriem con acritud.
—¿Tú qué sabrás de Kresaar? No tienes ni idea. Siempre metido en esta
ruidosa ciudad donde ni siquiera se ve un árbol... No entiendes nada.
Dythjui notó que apretaba los nudillos y que su mandíbula se tensaba.
Sabía que, sin querer, Eliel había dado en un punto muy sensible.
—Eliel, yo creo que...
—Déjala, que siga hablando. ¿De qué crees que no tengo ni idea, hija de
Kresaar?
Eliel miró con recelo a Adriem. Ese común la estaba desafiando.
—De mí. De mi tierra, de mis costumbres. Sólo sabes criticarnos. Me
mandas callar como si mis ideas no tuvieran ningún valor. Tú no sabes nada
porque sólo conoces esto. Eres un común, hijo de comunes, y tanto tú como
cualquier humano que supiese runas, como esos mercenarios, no serían más
que siervos. Aprende cuál es tu sitio, estúpido común.
Eliel calló de repente. Todo aquello que le habían enseñado en la escuela,
lo que había aprendido con sus amigas, con sus vecinos, había salido. Se dio
cuenta de que esas no eran sus palabras, sino las que se había aprendido de
memoria, y ahora que se paraba a pensarlas estaban vacías de significado.
No eran comunes, ni siquiera humanos, eran Dythjui y Adriem, y acababa
de insultarlos. Pero era tarde. Adriem dio un fuerte golpe en la mesa con el
puño.
—Gracias por darnos tu opinión, noble doalfar —masculló entre dientes,
con rabia—. ¿Qué tal si te marchas a tu maravillosa habitación y nos dejas a
los comunes en la cocina trabajando para ti?
Eliel estaba cabizbaja, no se atrevía a mirarlo.
—Yo... Yo no creo que… Chicos —Dythjui solo acertaba a tartamudear—.
Vamos, vamos. La presión nos está afectando —dijo la casera para quitar
hierro a la situación.
Adriem se levantó de la mesa.
—Creo que he sido claro. Márchate.
La doalfar no pudo aguantar la mirada que él le dirigió y subió corriendo
la escalera entre sollozos. ¿Qué había hecho? Había conseguido demostrarle
a Adriem que era una remilgada doalfar a la que le daban asco los comunes.
Pero no era cierto, no era cierto. No sabía por qué, pero le dolía que él pen-
sara de esa forma. Le dolía y las lágrimas brotaban sin parar de sus ojos.
—¡Maldita criaja! —farfulló volviéndose a sentar en la silla.
—Debes comprenderla. Está bajo mucha presión, y en esos momentos
siempre herimos a las personas que tenemos más cerca.
—Eso no es excusa, Dythjui.
—Sí que lo es —replicó encarándose a su inquilino—. ¿Acaso nunca has
dañado a alguien a quien apreciabas porque estabas enfadado, asustado o
deprimido? ¡Yo lo he hecho cientos..., miles de veces! Dudo que tú seas una
excepción.
Se quedó mirándola. La jovial cara de Dythjui ahora era seria, casi se-
vera. Sentía que aquellos ojos grises eran capaces de atravesarlo, aquellas
palabras estaban cargadas de una razón y una madurez algo inusuales en su
casera.
Le sostenía la mirada sin saber qué decir en su defensa. Él mismo había
hecho daño a una mujer que quería. La había abandonado porque no estaba
contento consigo mismo, y en vez de ponerle remedio, huyó cargando la cul-
pa sobre ella porque no quiso acompañarlo en su huida.
Al final se levantó dirigiéndose hacia la puerta que daba a la escalera de
la zona privada.
—Tienes razón. No sé cómo, pero siempre tienes razón.
—Es que tengo muchos años de experiencia.
—Lo dudo, eres más joven que yo.
Dythjui le sonrió, volviendo a su expresión jovial.
—Eso nunca me lo has preguntado.
Adriem se detuvo ante la puerta de la habitación de Eliel. Abajo se oía
aún algo del bullicio del comedor. Se tomó unos instantes, y con los nudillos
dio unos suaves golpes. Pasaron los segundos y nadie respondió.
Se acercó con cautela. Tras la puerta distinguió el sonido de lo que pare-
cían sollozos. Apartó la cara, tomó aire y, decidido, abrió la puerta sin más
preámbulos.
La habitación estaba casi a oscuras, pues las cortinas tapaban las ven-
tanas. La doalfar se sentó rápidamente en la cama, de espaldas a la puerta,
asustada por la irrupción.
—No te he dado permiso para entrar —dijo frotándose los ojos.
Adriem no sabía qué hacer. Nunca se le había dado bien tratar con las
personas, y mucho menos cuando lloraban.
—Ni elea kotto tain eima1 —dijo al final.
—Einomase so ikai2 —Y la doalfar se estremeció al darse cuenta de que
aquel humano le había hablado en doalí. Se giró de golpe para confirmar que
era aquel guardia de Tiria el que había pronunciado aquellas palabras en su
idioma.
Adriem prosiguió en tírico. Llevaba demasiado tiempo sin practicar y le
costaba mucho expresarse.
—¿Tanto te sorprende?
—¿Cómo es que alguien como tú...?
—¿Te refieres a cómo un vulgar guardia de ciudad sabe tu idioma? Es
sencillo, mi madre era kresaica. —Adriem llegó hasta las ventanas y miró a
través de ellas—. Me enseñó cuando era pequeño.
—Por eso no eres ciudadano imperial —le miró con los ojos abiertos por
la sorpresa, pero aún empañados en lágrimas.
Él se limitó a sonreír comprendiendo por qué lo sabía la novicia doalfar.
—Dythjui… —suspiró el nombre de la acusada.
—¿Cómo es que tu madre acabó en el imperio? —dijo la doalfar, intere-
sada.
El guardia se apoyó contra el marco de la ventana y finalmente se volvió
hacia Eliel.
—Era sirvienta de una familia doalfar, como debe de ser la tuya. No vivía
mal. Sus padres, así como sus abuelos, trabajaron para aquellos nobles ga-
nándose honradamente el pan. Pero un día, un estudiante que venía de Kri-
meis, una provincia del norte del imperio, que buscaba aprender cosas sobre
las casas nobiliares doalfar, se enamoró de ella. —Tragó saliva y prosiguió
con el relato—: Mantuvieron su relación en secreto tanto tiempo como pu-
1 Sólo te pido que me escuches un momento
2 No quiero oírte, vete
dieron, pero al final se descubrió y, pese a que aquel estudiante humano era
respetado por los doalfar, supuso un escándalo para la familia para la que
trabajaba mi madre. Entendían que los comunes se relacionaran entre ellos,
por supuesto, pero aquel hombre era un imperial y, por lo tanto, se sintieron
traicionados. Al final, mi madre tuvo que huir con mi padre a Krimeis.
—Y allí naciste tú, ¿verdad?
No pudo evitar sonreír.
—Yo fui la causa de que no pudieran ocultar durante más tiempo su re-
lación.
Tras un pequeño silencio en el que ella no supo qué decir, Adriem se fue
hacia las cortinas y abrió una de golpe, dejando que los rayos de sol pene-
traran en la habitación. La doalfar se sintió cegada por aquella repentina
luminosidad a la que sus ojos se habían desacostumbrado.
—Será mejor que dejes que entre la luz. De lo contrario, nunca se te se-
carán las lágrimas. En unas horas deberás partir y has de descansar cuanto
puedas. Si vas con esa cara pensarán que te he tratado mal.
Ella sonrió y agachó la cabeza entre sus rodillas, acurrucándose en la
cama.
—No, Adriem, no me has tratado mal. —Sus ojos claros se posaron sobre
él—. ¿Puedo pedirte un favor?
—Claro. El que quieras.
—No tengo sueño. Quédate conmigo un rato más.
Él sonrió y asintió.
—Solo una hora, esta noche tengo guardia.
—Gracias.
«Esa sonrisa», pensó. Solo por verla sonreír merecía la pena todo aque-
llo. La iba a echar de menos.

De por sí las patrullas solían ser aburridas por aquella vieja zona del ca-
nal. A esas horas de la inminente madrugada, hasta los rateros se habían ido
a dormir. Para colmo, su compañero había tenido que irse, lo que aunque no
era reglamentario, pues siempre iban por parejas, tampoco era la primera
vez que ocurría, ya que optaban por cubrirse el uno al otro en alguna urgen-
cia.
Bostezó abiertamente y miró el reloj de cadena que portaba en el bolsillo
del pantalón. Su compañero se retrasaba y había tenido que empezar solo.
Se pasó la mano por el pelo corto y rubio y se dio unos golpecitos en su rostro
de facciones bien marcadas, como la de todos los hombres provenientes del
noroeste.
—¡Maldito Adriem, deja de escaquearte! —espetó sabiendo que salvo las
aguas del canal nadie le iba a oír. Pero vio que se equivocaba, pues unos me-
tros más adelante, una figura olisqueaba el aire como si tratara de percibir
algún aroma.
—Eh, chiquilla, ¿te has perdido? —su aspecto era realmente peculiar. Tal
vez se tratara de alguna excéntrica o, quién sabía, puede que se vistiera así
para satisfacer algún fetiche—. Es tarde, no es seguro que andes sola por las
calles. —Aquella jovencita engalanada de bufón se le quedó mirando con
unos ojos intensos, enfatizados por el maquillaje. No sabía qué pensar, era
muy extraña, y al acercarse notó una desagradable sensación que empezó
a recorrerle el cuerpo, y no pudo evitar ralentizar su paso y acercarse con
cautela.
—He perdido a alguien, pero seguro que tú me puedes ayudar —abrió los
ojos exageradamente con la expresión propia de una psicópata, ante lo que
Makien detuvo sus pasos, intimidado por aquella joven que no le llegaría ni
al hombro.
—Bueno..., ese es mi trabajo. —Notó cómo su voz se entrecortaba, ate-
nazada por una tensión que le recorría el cuerpo. Su mano se posó sobre la
porra, dispuesto a desenfundarla.
La chiquilla vestida de arlequín se acercó a él dando pequeñas zancadas
de puntillas. Quiso reaccionar poniéndose a la defensiva, pero notó que su
cuerpo se había paralizado por completo y no pudo hacer nada cuando ella
posó sus manos sobre sus sienes y le miró directamente a los ojos mientras
la presión iba aumentando, hasta el punto de que parecía que iba a taladrar-
le la cabeza.
—¿Dónde está? Todo este lugar huele a ella —se relamía ante el dolor—.
Dímelo. Tú sabes dónde está esa muñeca inútil. Si hace falta, te lo sacaré de
la cabeza a la fuerza.
Su vista se iba nublando por el dolor. «¿De quién habla? Puede que sea
la chica que encontró Adriem…», se cuestionó. Escuchó una risa de satisfac-
ción de la bufona justo en ese mismo instante, para después sentir un fuerte
crujido que lo sumió en la oscuridad.

Adriem había llegado al barrio del canal bajo donde debía comenzar la
guardia, pero no dio con Makien. Se había quedado más de la cuenta con
Eliel y tenía que encontrar a su compañero, pero llevaba una hora dando
vueltas por las calles de la zona oeste y no había ni rastro.
—Te estaba buscando. —La voz tras de sí, donde hacía un momento no
había nadie, le hizo pegar un salto, asustado y con la mano sobre la porra. Se
giró presto y se topó con su compañero.
—Makien, al fin te encuentro. ¿Dónde te habías metido? Te he buscado
por todo el sector —dijo recuperando la compostura—. Ya está todo arregla-
do, la chica está bien. Muchas gracias por cubrirme, te debo otra.
—De eso mismo te quería hablar: han denunciado la desaparición de la
doalfar, así que sería mejor ir a por ella y llevarla a comisaría.
Adriem se quedó perplejo por que se supiera de ella tan pronto.
—Comprendo... Vaya, ha de ser importante si ya han denunciado su des-
aparición. ¿Crees que se habrá escapado de casa? —se rio mientras camina-
ba. Menuda carrera se había tenido que dar para llegar hasta allí.
—Vamos a buscarla y la dejamos a la vez que fichamos. —La tez de su
compañero estaba inusualmente pálida.
—Sí, claro. ¿Tan dura ha sido la patrulla sin mí? Tienes mala cara.
—Estoy mejor que nunca —asintió con una sonrisa que no acabó de pa-
recer natural.
Adriem se dirigió con paso decidido a través de las callejuelas de aquel
sector casi abandonado. Hacía algún tiempo, el sector seis fue muy próspero
y daba trabajo a cientos de familias, pero la apertura de los nuevos sectores
industriales más allá de las antiguas murallas, el once y el catorce, habían
sumido la zona en el declive, palpable por la cantidad de edificios en ruinas
y vagabundos.
Bajaban por un callejón solitario cuando Adriem formuló una pregunta
que hacía rato le rondaba la cabeza:
—Tengo una duda, Makien: ¿quién te ha dicho que era una doalfar? Ni
siquiera la viste y yo no te mencioné su raza cuando te pedí el favor.
—Eh... ¿No? Vaya... ¿Estás seguro? —dijo deteniendo sus pasos, extra-
ñado.
—Bastante. ¿Estás seguro de que es la misma chica?
No se había dado cuenta, pero le había dado la espalda a su compañero
cuando un zumbido hizo que Adriem diera un instintivo paso al frente, lo
que le permitió esquivar la porra de su compañero por escasos centímetros.
Se giró asustado, echando mano de su propia arma reglamentaria.
—Es una lástima, Adriem, te convendría ser más confiado —sonrió Ma-
kien lanzando un segundo golpe.
Adriem encajó la guarda de la porra sobre la de su compañero y la hizo
resbalar, apartando el arma hacia un lado para dar un par de largos pasos
hacia atrás con seguridad.
—¡¿A qué viene esto, Makien?! ¡¿Qué te crees que estás haciendo?! —la
adrenalina recorría su cuerpo y notaba cómo le temblaba el pulso.
—¡Dime dónde está la doalfar y puede que salves tu miserable vida!
—No... No te lo voy a decir. —Entornó la mirada y se fijó en los gestos
del que creía su compañero. Algo no le cuadraba. La forma de moverse, su
mirada... Algo no estaba bien.
—¿Quién eres? Te pareces mucho a Makien, pero no eres él.
Su cara se deformó en una desquiciada sonrisa.
—Vaya, eres un buen observador —se burló acercándose poco a poco,
mientras Adriem daba pequeños pasos hacia atrás manteniendo la distancia
sin bajar la guardia, apuntando con su arma a la garganta de su adversario.
En ese momento la figura de Makien empezó a deformarse como si de
un espejismo se tratara, adquiriendo la forma de una arlequín que le miró
fijamente con sus intensos ojos azules.
—¿Q-Qué demonios...?
—No andas desencaminado, humano —dijo con una amplia sonrisa—. Id-
míliris es mi nombre, no necesitas saber nada más, salvo que has de correr.
—¡¿Qué has hecho con Makien?! —Algo no iba bien. Sentía el peligro pero
también cómo sus músculos se tensaban involuntariamente, presos por algo
más. Su cuerpo empezaba a percibir un peligro que su mente se negaba a
creer.
De todo lugar donde hubiese proyectada una sombra, comenzaron a sur-
gir unas runas azules que fueron dándoles forma hasta convertirlas en unas
criaturas encorvadas de aspecto reptiliano y amenazante que emergían del
suelo hasta alcanzar el metro y medio. Su cuerpo surcado por sinuosas lí-
neas azules era la única referencia de su forma, además de unas garras y
dientes serrados, terriblemente afilados, en unas fauces que siseaban.

Vio sin poder moverse cómo se acercaban lentamente. Hasta entonces


nunca había visto una invocadora, sólo había escuchado historias de sha-
man de las tierras del este, mas nunca había imaginado que fueran algo así.
Los humanos hacía tiempo que habían abandonado aquellos rituales en pos
de la ciencia pero, en aquel momento, la única ciencia que Adriem tenía a
su disposición era una simple porra de madera lacada y un sable de guardia.
—Creo que no me has oído bien… ¡Corre! —Las sombras se movían ner-
viosas, esperando las órdenes de su ama, que se relamía excitada por el mie-
do de su presa—. Muy bien, mis niñas... ¡Vamos a jugar!
Capítulo 6
-Más allá de un sentimiento-

Una de aquellas bestias de oscuridad le propinó un zarpazo a Adriem en


el brazo izquierdo, justo antes de que este, con un fuerte revés, la golpeara
con la porra con todas sus fuerzas. El impacto fue suficiente para apartarla,
pero no para herirla, si es que eso era posible.
En su desesperada carrera había entrado en una de las naves abandona-
das del sector. La chatarra se amontonaba entre aquellos muros de ladrillo
derruidos, y las goteras del destartalado techo creaban enormes charcos en
el suelo de adoquines, entre los que crecía algo de maleza.
Aún no se había recuperado del ataque cuando otras dos criaturas más le
cerraron el camino. Su siseo recordaba a las hienas del desierto, moviéndose
sinuosamente de un lado a otro. Jadeaba exhausto debido a la larga carrera
sin cuartel. Su garganta estaba reseca, el sudor le bañaba el cuerpo y brillaba
bajo la tenue luz de la luna, que penetraba a través de las cristaleras rotas de
aquella antigua nave industrial. En su desesperada huida había perdido la
orientación. No sabía cuántas sombras le habían atacado y de cuántas había
conseguido zafarse in extremis. ¿Cinco, tal vez siete? ¿Y qué más daba? Ha-
bía desenvainado el sable que portaba en la diestra y en la izquierda sujetaba
la porra invertida para protegerse el antebrazo. Tomó aire y se preparó para
un nuevo ataque de dos por cada uno de sus flancos. Pestañeó para aclarar
su mente, nublada por el esfuerzo, justo a tiempo para ver que ambas cria-
turas se le echaban encima.
En un rápido movimiento retrocedió y extendió el brazo, estocando con
el sable en lo que parecía el pecho de una de las sombras, interrumpien-
do violentamente su carga. Cambió de posición y dio un giro con el cuerpo
trazando un arco. El sable se dobló por la presión y su hoja se partió por la
mitad, al ser interceptada por un potente zarpazo de la otra sombra que le
había buscado el flanco. Consiguió dar dos zancadas hacia atrás evitando la
dentellada que le lanzó después, mientras los trozos del sable caían sobre el
suelo tintineando por los adoquines a varios metros.
Su cuerpo ya estaba sin energías y ese último esfuerzo lo debilitó aún
más. La herida no sangraba, pero se notó extrañamente aturdido. Empezaba
a costarle pensar con claridad. Los oídos se le estaban taponando y sus ojos
no conseguían enfocar bien, mientras un involuntario temblor en una de las
piernas amenazaba con derribarlo al suelo. ¿Por qué tenía que pasar por esa
angustia?
Escuchó como alguien aplaudía acercándose hacia él.
—Bravo, bravo, ¡bravo! Has sido una presa divertidísima, Adriem Karid.
No eres muy bueno, pero le pones pasión, lo que hace más sabrosa tu car-
ne. —La aguda voz de la arlequín resonaba en aquel vacío almacén—. Cada
herida que sufras va drenando el éter de tu cuerpo y adormeciéndote poco a
poco hasta que... ¿Lo adivinas? —Él sabía que esperaba falsamente su res-
puesta—. ¡Exacto! Te conviertes en una cáscara vacía y muerta.
Adriem levantó lentamente la cabeza, percatándose de que aquella chi-
quilla, o lo que fuera, estaba casi enfrente de él, rodeada de tres criaturas
más.
—¡Maldita seas! ¡¿Te crees muy valiente usando esos bichos?! —Un dolor
muy fuerte le punzó la sien y cayó de rodillas, incapaz de mantenerse ya en
pie. La sensación de entumecimiento se seguía extendiendo por su cuerpo.
La arlequín caminó hasta él, desconvocando a sus criaturas con un sen-
cillo chasquido de dedos, y le agarró del flequillo para evitar que se cayera.
Pudo contemplar de cerca aquellos ojos brillantes y su sonrisa desencajada.
—Yo no creo en el honor ni en chorradas por el estilo. Si tienes una ven-
taja y no la usas, eres un estúpido. —Apoyó la frente contra la suya—. Ellas
te han dejado como un muñeco de trapo que voy a destripar si no hablas.
Apretó los dientes, desesperado. ¿Estaba completamente a su merced y
no podía hacer nada? Estaba asustado, muy asustado, y enfadado por su
impotencia. Un calambre recorrió cada parte de su ser y, en un movimiento
involuntario, su brazo derecho y parte de su cuerpo se liberó dándole un
fortísimo golpe en la cara que la pilló por sorpresa y la derribó hacia un lado.
No sabía exactamente qué había sucedido ni cómo, pero esa sensación de
rabia y miedo que liberó su cuerpo se desvaneció tal como vino. Sólo podía
contemplar la cara desencajada de Idmíliris, que, incrédula, se levantaba
para darle una fortísima patada en el pecho, con la que lo tiró violentamente
contra el suelo. El fuerte dolor apenas le dejaba respirar. Ella se sentó a hor-
cajadas sobre él mientras le agarraba por la sien.
—Dolor... —Se pasó la lengua por la comisura del labio, magullada por el
golpe—. ¡Dime dónde está esa estúpida muñeca! —Sus pulgares comenzaron
a presionar su sien—. Voy a disfrutar mucho con esto.
¿Ya está? ¿Así se acababa su historia? Era tan triste morir en aquel al-
macén abandonado... Para cuando lo encontraran, las ratas se lo habrían
comido. Una vida gris, carente de esperanza, iba a acabar de forma más pa-
tética si cabía.
Adriem se quedó solo en la penumbra. En silencio. Su cuerpo no respon-
día, su mente tampoco. El eco de las goteras del destartalado techo se fue
alejando al igual que el dolor. Sus ojos se nublaron, mientras la luna llena
se difuminaba ante él producto de la inconsciencia. Luego sólo hubo oscuri-
dad. Sus pensamientos se quedaron en blanco. Y una voz le susurró al oído
una canción:
La dama busca.
El caballero se desata.

Él busca en los brazos de la princesa el consuelo.


El destino los traiciona.
La época de decidir se acerca.

La dama busca.
El caballero se desata.
El elegido para rebelarse contra el destino duda.
Él puede destruir lo que conocemos,
pero puede salvar nuestro sueño.

//Año 487 E.C.

Los prados se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Los árboles


empezaban a mostrar los primeros brotes con la llegada de la primavera,
que aquel año se había adelantado. Un sacerdote de la Santa Orden, ves-
tido con una blanca túnica ceremonial con complejos bordados en negro,
cerraba un libro, dando por finalizado el entierro. Dio el pésame a los pre-
sentes, en especial a un hombre y a su hijo.
El hombre era alto y delgado, y había mostrado una entereza envidiable
en aquellos aciagos momentos. Gastaba un cuidado bigote cano y el pelo
largo, peinado hacia atrás, hasta los hombros. El niño, de pelo moreno y
revuelto, apenas tendría once años. Aceptó el pésame del sacerdote para
momentos después salir corriendo, lejos del cementerio.
—Discúlpele, padre. Hágase cargo, esto es muy duro para él.
—No tiene de qué disculparse. Todos estamos pasando malos momen-
tos, era muy querida por el barrio y ha sido un final triste. Pero tenemos
que aceptar lo que Alma nos da. Y de la misma forma, lo que dolorosamen-
te nos quita.
—Pero no es fácil, padre. No es fácil aceptarlo después de lo que he visto
en mi vida —dijo el hombre con los ojos empañados en lágrimas, conte-
niendo el llanto.
—Nunca lo es —respondió el sacerdote asumiendo las palabras como
una expresión de dolor más que el significado que estas contenían.
El chico se sentó en una piedra del camino, no muy lejos del cementerio,
del cual aún se podían divisar los muros de piedra en la distancia. Tenía la
mirada triste, clavada en la tierra, donde las hojas de hierba eran mecidas
por la suave brisa. Alguien se acercó lentamente. Era una niña mawler,
algo más pequeña que él, que se sentó a su lado en completo silencio.
Así paso un largo rato en el que lo único que se oyó fue el rumor del vien-
to al mecer los campos de hierba, hasta que el chico abrió la boca, reseca,
y dijo:
—Esmail, yo algún día seré...

Idmíliris se desilusionó al ver que su víctima había caído inconsciente,


privándola del placer de que sintiera el dolor. Era un chico guapo y aquella
nobleza era difícil de encontrar en los tiempos que corrían, y eso la ponía
realmente enferma.
«Los humanos son frágiles y patéticos», afirmó para sus adentros. Se re-
lamió los labios disfrutando del momento, se puso en pie y lanzó un tacona-
zo hacia el cuerpo yacente de Adriem. Pero no fue capaz de rematar el golpe;
unas cadenas de luz de color azul brillaron y aprisionaron su cuerpo, y al
instante un indescriptible dolor la recorrió, haciéndole hincar las rodillas en
el suelo con un angustioso alarido.
ldmíliris advirtió con horror que un conjuro la envolvía. Alguien estaba
intentando purificar ese lugar y su cuerpo reaccionaba violentamente. Se
volvió en dirección a las dos presencias que estaban a la entrada de la nave,
probablemente responsables de su sufrimiento. Agudizó la vista y pudo dis-
tinguir con claridad los hábitos blancos de dos miembros de la Santa Orden.
—¡Alto! —bramó la mujer sobre la que aún flotaban algunos símbolos
alrededor, evidenciando que había sido ella quien lanzase el conjuro.
Esa mujer era muy fuerte. Podía sentirlo. No tanto como ella, pero sí lo
suficiente como para entretenerla el tiempo necesario para que vinieran más
sacerdotes a ayudarla. Si se enzarzaba en combate tenía las de perder, y ya
había consumido mucho de su éter de forma despreocupada, jugando con el
escurridizo guardia.
No tenía opción. Lanzó una mirada de odio a los dos que habían inte-
rrumpido su fiesta, gruñendo y enseñándoles los colmillos como si fuera un
gato, y con un movimiento brusco del cuerpo destruyó las runas que la apri-
sionaban.
El joven sacerdote intentó seguir a aquel ser que se alejaba escabullén-
dose entre las ruinas, amparado por las sombras, pero su maestra se lo pro-
hibió. Melisse sabía que era más urgente y sensato ayudar a aquel guardia
malherido. Un enfrentamiento directo con aquella criatura desconocida no
era prudente, pues fuera lo que fuese, había sido capaz de salir con vida
de un conjuro de purificación extremadamente potente. Y ya había visto su
verdadera forma.
—Parece que está recuperando el conocimiento.
Adriem empezó a percibir que había alguien cerca de él. Poco a poco fue
abriendo los ojos, y ante él vio a los dos sacerdotes de la Santa Orden. Uno
debía de ser un iniciado, a juzgar por sus ropas blancas y verdes, un hombre
de aproximadamente su misma edad. La otra, de mayor rango por sus hábi-
tos más elaborados, estaba ya de rodillas a su lado, con las manos sobre su
frente trazando unas runas que se iluminaban y mitigaban la parálisis de su
cuerpo. Era esta última la que había hablado.
—Renald, ven, ayúdame a levantarlo. No se preocupe, señor, sentirá al-
gún mareo, pero ya está bien.
Efectivamente, al levantarse Adriem vio que todo le daba vueltas. Pero
poco a poco, las náuseas y el mareo empezaron a remitir.
—Está un poco pálido, priora.
—Es normal. Su éter estaba envenenado y el conjuro que le he aplicado
ha consumido parte de sus fuerzas. Nuestras runas siempre piden algo a
cambio, no lo olvides.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Adriem con voz apagada.
—Será mejor que nos lo diga usted. Acudimos aquí después de detectar
una gran distorsión mágica. ¿Con qué se ha encontrado? Y lo más importan-
te, ¿por qué intentaba matarle?

La lumbre de la cocina empezaba a flaquear desatendida por Dythjui, que


conversaba con Eliel sobre algunas trivialidades al calor de una infusión de
tila y manzanilla para combatir el insomnio.
—No te preocupes, el viaje irá bien y de nuevo estarás en casa —dijo la
casera tratando de calmarla.
—No lo sé… No creo que sea el viaje, pero no consigo conciliar el sueño.
—Antes de que amanezca Adriem volverá de la guardia y te llevaremos
hasta el puerto, así que iremos todos con las mismas ojeras —sonrió tomán-
dose con humor una nueva noche en vela.
—Ya os he causado bastantes problemas a los dos. Siempre os estaré
agradecida…
En esos instantes, sin poder terminar la frase, la puerta del local se abrió,
provocando un buen sobresalto en las dos mujeres. Adriem, no sin esfuerzo,
pues aún le fallaban las energías, entró en la estancia apoyado en Melisse. El
joven sacerdote se quedó en la puerta, vigilante.
—Alma nos guarde y nos proteja. Que nuestros lazos nos guíen a ella —
dijo la sacerdotisa en un perfecto doalí, alzando los brazos y mirando a Eliel.
Ésta se levantó inmediatamente de la silla e imitó el gesto.
—Que la sabiduría una a nuestras gentes en nuestro camino hacia Madre
—respondió en tírico.
—Novicia de Coril, Eliel Van Desta, me alegro de encontraros sana y sal-
va. Soy la priora Melisse Enerdel, de la Catedral de las Luces.
—¿Es con vos con quien me debía encontrar hace dos días? —Una amplia
sonrisa de alivio se dibujó en la cara de Eliel.
—Tiene una bonita sonrisa, ¿no crees? —dijo en voz baja Dythjui a
Adriem, al cual se había acercado para servirle de apoyo—. ¿Qué te ha pasa-
do para que tengas este aspecto tan horrible? —advirtió algunas contusiones
y su ropa estaba sucia de barro.
—Creo que encontré al interventor del tren de Eliel. —Se dejó caer en una
silla y lanzó un suspiro de alivio.

El reloj de péndulo que había en el comedor daba las cinco de la mañana.


El novicio acababa de volver con un paquete, que dio a su superiora, y se
había sentado a tomar un chocolate caliente que Dythjui le había preparado
para recuperarse del frío y la lluvia que caía en el exterior. Mientras, Melisse
seguía hablando con una seria Eliel, la cual había recuperado todo su porte
de noble kresaica.
El joven guardia tenía problemas para mantenerse despierto, cuando
Dythjui se sentó a su lado y le despertó.
—Deberías ir a dormir a tu habitación aunque sea un ratito, ya no tienes
que preocuparte por ella, los sacerdotes se harán cargo. Una pena lo del bi-
llete del dirigible, pero a bien seguro es lo mejor —dijo guiñándole el ojo con
complicidad—. Te haré un resumen.
—No creo que sea lo correcto. Ya saben quién soy, por lo que hay que es-
tar alerta —dijo mientras se frotaba el cuello. Aún sentía las garras de aque-
lla mujer, que le habían dejado arañazos. El golpe en el pecho le dolía. Por
suerte, ninguna costilla se había roto.
—Pero por lo menos descansarías algo, no te encuentras bien —le susurró
con una sonrisa—. Si esa sacerdotisa se encargó de la maníaca esa, creo que
estamos seguros por el momento, ¿no te parece?
Adriem le dirigió una mirada de desacuerdo. Sabía que poco podría ha-
cer, pero se negaba a dejar sola a la doalfar, pues probablemente se la lleva-
rían en cualquier momento a algún refugio de la Santa Orden y no tendría
tan siquiera ocasión de despedirse.
Melisse acercó el paquete a Eliel.
—Estos son los libros que debías recoger. Es increíble como algo tan sen-
cillo ha podido complicarse tanto, pero tenemos que cumplir lo prometido.
El guardia miró aquel paquete de tela sujeto por una sencilla cuerda de
bala. No parecían tan siquiera pesados o voluminosos, incluso se diría que
insignificantes, pero su padre ya le enseñó que en las palabras podían escon-
derse verdades muy incómodas…, aunque dudaba que aquel fuera el origen
de semejante situación. La arlequín no preguntaba por los libros.
Notó que de vez en cuando Eliel le lanzaba alguna mirada furtiva mien-
tras la priora le indicaba los detalles de cómo pensaban garantizar su segu-
ridad.
—Señor Karid —dijo la sacerdotisa—, confío en que estará de acuerdo.
La priora se volvió hacia él. Había perdido por completo el hilo de la con-
versación y no acertó a responder, sorprendido por la pregunta:
—Y-Yo… —tartamudeó nervioso. Eliel y Dythjui sonrieron, mientras él
notaba que se sonrojaba.
—Que mantendremos su falta en el código de la guardia en secreto por
los servicios que nos ha prestado refugiando a nuestra invitada. Créame que
le estoy muy agradecida por la discreción con la que ha llevado este asunto.
Probablemente pueda hacerle alguna carta de recomendación aparte —repi-
tió con una sonrisa.
—Se agradece —contestó recuperando la compostura.
—La señorita Van Desta quedará ahora bajo nuestra protección, por lo
que debería recoger sus pertenencias.
—Claro, lo comprendo. —Tampoco podía objetar nada. De todas formas
miró a Eliel para saber si estaba de acuerdo, mas no consiguió descifrar la
mirada de la doalfar—. Pero la acompañaré a recoger sus cosas —añadió. Era
seguramente la última vez que podría estar con ella a solas.
—Sí, por supuesto —aceptó la priora—. Por favor, señorita Van Desta,
creo que deberíamos apresurarnos. Cuanta menos gente sepa de este asun-
to, mejor. —Su gesto se volvió severo—. Espero contar con total confidencia-
lidad como hasta ahora —indicó dirigiéndose a la casera.
Eliel se levantó e hizo una leve reverencia a Melisse, agarrando los libros.
—Enseguida estaré con usted y podremos partir —dijo con un tono que a
Adriem se le hizo extraño. Pero optó por no preguntar y se levantó también
para acompañarla al piso de arriba.
Dythjui, testigo silente de aquella conversación, permaneció junto a la
priora dedicándole una sonrisa de cortesía.
—Siéntase en su casa, priora, siempre que quiera —escuchó Adriem antes
de doblar la escalera camino de las habitaciones siguiendo a Eliel, que per-
manecía en silencio.
El ambiente se había vuelto extrañamente tenso. Acababa de vivir una
experiencia bastante traumática, pero esa sensación tan fría parecía tener
otro origen, aunque no conseguía discernir el porqué.

Asomados a la barandilla del Puente de Álsomon, un hombre encapu-


chado observaba los tejados del sector que descansaba a sus pies, teñidos
en tonos anaranjados por el lento ocaso del otoño. En particular, los de una
pequeña posada que tomaba el nombre de aquel puente. Mientras observa-
ba con paciencia, Renald se acercó caminando hasta apoyarse, también en
la barandilla, a su lado.
—¿Está todo listo? —dijo Zir-Idaraan
—Sí, está todo preparado para sacarla de allí.
—Bien, esa priora va a ser una verdadera molestia, pero sin su novicio
partimos con algo más de ventaja. —Se mesó la barbilla analizando cada rin-
cón del edificio—. Si la esconden los sacerdotes sí que no la encontraremos,
sobre todo si consiguen averiguar qué es en realidad, por lo que tenemos que
actuar ya.
—La posada está llena de runas de protección, pero no parece que las
haya puesto la sacerdotisa, llevan ahí bastante tiempo. Tendrás que encar-
garte de ellas si quieres que mis niñas hagan algo.
—Me encargaré de ello. —Miró a la arlequín, que poco a poco iba recupe-
rando su aspecto habitual—. No quiero saber qué has hecho con el cuerpo,
Idmíliris. Tus métodos...
—¿... te repugnan? —terminó su frase—. Pero son efectivos, no lo dudes.
Ni siquiera se ha dado cuenta la sacerdotisa y he estado ante sus narices
mientras le daba el paquete con los libros que le quité a su aprendiz de sus
frías manos.
El doalfar echó a caminar por el puente, asegurándose de que su capucha
le cubriera bien al cara.
—Vamos, tenemos que atar una marioneta a sus hilos.
—Eso me ha dolido —dijo siguiéndole con su eterna sonrisa la arlequín.

//Año ??? aE.C.

Los frondosos bosques de abetos se mecían al son del viento que descen-
día de las altas cumbres de la nevada cordillera. Los campos aún conser-
vaban neveros donde todavía no daba el sol. Una bonita mansión de tres
pisos de paredes blancas y tejas de pizarra dominaba, con bellos jardines,
el pequeño pueblo.
Observaba el lago que estaba dentro de sus propiedades. Un hombre,
bastante más alto que ella, bien parecido y de mediana edad, estaba su
lado.
—Es una pena que el lago se haya deshelado ya. Aún me apetecía pati-
nar sobre él —se lamentó la joven.
—No te preocupes, el año que viene todavía estará ahí.
—Ya, pero entonces yo no estaré. Me habré ido a... —el recuerdo se trun-
có y pese a que ella misma movió los labios, no salió sonido alguno.
—Yo me encargaré de que el lago siga estando aquí al año siguiente, y
al siguiente... Tranquila, no se irá. Lo ataré bien —afirmó con una amplia
sonrisa.
—Qué tonto eres... —dijo en tono de falsa reprimenda.
—Aprovecha este tiempo para aprender, ya sabes que a la vuelta ten-
drás que...
—Lo que siempre he deseado hacer —lo interrumpió. —Pero va a ser
duro este tiempo alejada de ti.
—Para mí también. —Hizo una pequeña pausa y miró hacia las monta-
ñas del norte—. Ahora volvamos, que empieza a refrescar, y no me gusta-
ría que te constiparas. Vamos, ven conmigo —dijo alejándose.
—Sí, amor mío…

—... Ven conmigo.


Eliel despertó de aquel sueño abriendo poco a poco los ojos, intentando
situarse y saber la procedencia de aquella voz. No recordaba en qué momen-
to se había dormido y por qué yacía en el suelo. Alguien estaba sobre ella su-
jetándole los hombros con ambas manos cada vez con más fuerza. Aquellos
ojos en medio de la oscuridad le trajeron un recuerdo desagradable.
—¡Tú...! —dijo con voz ronca. Pero aunque le reconoció, su cuerpo era
diferente, el de una joven arlequín. Eran esos mismos ojos, no había duda.
—Tenía que suponer que contigo no iba a funcionar, no eres tan diferente
a mí. Pero vas a despertar al resto, cariño. Ahora sé buena chica o acabaré
con él.
Miró hacia un lado y vio cómo Adriem, que yacía también en el suelo dor-
mido en el sofá, estaba rodeado por dos criaturas de sombras.
—Si lo deseas, no despertará nunca —sonrió mirando hacia el guarda.
—D-De acuerdo, vale… Tú ganas… Es a mí a quien quieres. Déjale en paz,
por favor —suplicó con la voz entrecortada, más paralizada por el miedo que
por la presa de aquella extravagante muchacha. Sus manos temblaban pero
por suerte la secuestradora no se había percatado de que había metido la
mano en el bolsillo en busca de algo que siempre llevaba encima.
La levantó agarrándola solamente de una muñeca, sin mucha delicadeza.
—Chica lista...
No había terminado de ponerla en pie cuando se oyó un crujido y con la
mano libre le lanzó a la cara los restos de argentano que se habían despren-
dido al romper parte de su tiza para dibujar runas, el cual se le metió en los
ojos. Canalizó su éter a través de ella sin conjuro alguno, y el polvo que tocó
la piel de Idmíliris comenzó a brillar en azul y esta se tapó la cara, de la que
salía humo, como si se estuviera abrasando. No esperaba que funcionase tan
bien, pero al metérsele en los ojos el daño que le producía, a juzgar por los
alaridos, era terrible.
—¡¡Te mataré!! —espetó mientras se tambaleaba por el dolor, completa-
mente ciega.
Las sombras miraron a su dueña advertidas por sus alaridos, que a su vez
despertaron a Adriem cuando la doalfar se acercó hasta él ignorando a las
sombras.
—¡Vamos, Adriem, despierta! Tenemos que salir de aquí —le decía mien-
tras este poco a poco recobraba el conocimiento, libre del hechizo.

—¿Q-Qué ha pasado? —acertó a decir justo a tiempo para, aún adorme-


cido, agarrar a Eliel por el hombro y apartarla del ataque de una de las som-
bras, cuyas garras se hundieron en el suelo y trabaron el tiempo justo para
levantarse y empujar a la doalfar con tal de salir de la habitación mientras la
otra sombra los perseguía.
—Me han encontrado...
Se dirigían hacia las escaleras apresuradamente, pero el guarda la agarró
por la muñeca y cambió su dirección hacia el piso superior justo en el instan-
te en que otra sombra los iba a interceptar por el pasillo.
—¿Qué? Pero la salida...
—Por abajo me temo que tampoco. —Giró escaleras arriba hacia una de
las puertas del último piso y abrió rápidamente la de su habitación.
Ella estaba desconcertada. El guardia había cogido una caja que abrió
sin miramientos y de la que sacó un sable a la vez que se asomaba por la
ventana.
—¡Estamos en el tercer piso!
—Sí, es mejor que... —Miró hacia fuera y la ayudó a salir; justo en el
momento en el que la puerta de la habitación se convertía en astillas, una
sombra entraba por el hueco abierto—. ¡Vamos! —le apremió, y la sujetó por
el brazo antes de que casi se resbalara al pisar las tejas mojadas por la fina
lluvia. Tras la sombra que atravesaba la habitación con un brinco, Eliel, tra-
tando de no caerse, vio la figura entrecortada de la arlequín, que destronaba
lo que quedaba de puerta.
—Creo que puedo hacerles frente —dijo sujetando la tiza con las manos
temblorosas. Ella solo era capaz de invocar una criatura a la vez, pero podría
ganar algo de tiempo.
—No, no hay tiempo. —La tomó por la muñeca y le hizo aproximarse a
una de las esquinas del tejado que daba a parar a la acacia y al depósito de
agua.
—¿Estás loco? Yo no llego hasta allí.
La escalerilla estaba a una distancia considerable, no iba a llegar. Pero
no tuvo tiempo de pensar nada más; sin mayores miramientos la empujó
cuando una de las sombras en dos zancadas llegó hasta ellos.
—¡Sí, sí que estás loco! —le gritó agarrada a la barandilla mientras el co-
razón trataba de salir de su pecho. Aunque Adriem ya no la estaba escuchan-
do, estaba resistiendo la acometida de la sombra mientras sus hermanas
acudían a ayudarla. Se defendía a duras penas haciendo uso del sable hasta
que falló en interponer el arma cuando una de sus enemigas le tomó el flan-
co. Pero aquellas criaturas no estaban jugando y el zarpazo le abrió una fea
herida en el antebrazo izquierdo, cuando se cubrió en un acto reflejo deses-
perado.
Presta a ayudarle, Eliel, que bajaba por la escalerilla, trazó las runas so-
bre una de las vigas del depósito e invocó su pequeña criatura de frío, que,
a su orden, se interpuso entre Adriem y las sombras. El dolor fue casi inme-
diato al sucumbir la pequeña criatura a sus enemigas, pero mereció la pena
el sufrimiento, puesto que le dio tiempo al guardia a saltar hacia la baran-
dilla. Bajó por la escalerilla deslizándose hasta llegar a ella, que casi había
tocado el suelo.
—¿Estás bien? —le preguntó preocupada, tratando de recuperar el alien-
to por el esfuerzo de invocar. Al ver cómo la manga rasgada de su chaqueta
se iba manchando de sangre, le tomó por el brazo, pero él se zafó.
—No es grave. Tranquila, estoy bien —dijo cubriéndoselo.
Las sombras e Idmíliris dieron un brinco desde lo alto del tejado hasta
el suelo, rodeándoles. Un seco gesto hizo que aparecieran más sombras a
su lado. Se volvió con cara de morbosa satisfacción, cincelada por las som-
bras de la noche. Su cara abrasada mostraba bajo la piel una singular forma,
como si fueran las de una siniestra muñeca de madera que poco a poco se iba
regenerando, hasta parecer de nuevo humana, mientras volvía a sumrgirse
en las sombras.
No tuvo tiempo de decir nada, pues en ese instante se abrió la puerta
trasera de la posada en la que, aún tambaleante, estaba Melisse ayudándose
del marco de la puerta para no caerse.
—¡¿Qué?! ¡Tendrías que estar muerta! —exclamó sorprendida la arle-
quín—. Mis sombras...
—Son criaturas de oscuridad —dijo aún con dificultad para hablar—. Esto
debería bastar, demonio.
Esta vez fue Eliel quien agarró a Adriem para correr en dirección contra-
ria mientras la sacerdotisa escribía una sencilla runa sobre el marco de la
puerta.
Idmíliris apenas tuvo tiempo de cubrirse cuando un fogonazo de luz ilu-
minó todo el patio dejándola cegada. Sus sombras se escondían donde po-
dían, asustadas. Para cuando la arlequín recobró la vista, ambos solo tenía
ante sí a la sacerdotisa, que estaba completando una nueva estructura de
runas aprovechando el tiempo ganado.
—No te lo voy a poner fácil, criatura —dijo Melisse sonriente aunque vi-
siblemente agotada.

Eliel corría tras Adriem tan rápido como podía por las callejas cuando
una explosión se oyó desde la dirección de la posada. ¿Por qué a ella? ¿Cuán-
ta gente tenía que seguir sacrificándose? No entendía nada, solo podía se-
guir corriendo, siguiendo a ese común. Era lo único en aquel mundo que le
daba seguridad.
Capítulo 7
-Ináh-

A medida que corrían, la respiración de Adriem se iba haciendo más pe-


sada y su ritmo aminoraba. Detalle que a ella no le pasó inadvertido y le hizo
detenerse con cara de preocupación.
Se encontraban junto a una pequeña estación de ferrocarril aún cerrada a
esas horas de la madrugada, iluminada débilmente por un par de maltrechas
farolas de gas que alguien debió de olvidar apagar. Más allá un muro se pre-
cipitaba hacia el sector inferior mientras las vías discurrían por un puente
metálico, salvando la gran brecha bajo la que descendían por uno de tantos
canales flanqueados por casas. El andén estaba desierto, no había ningún
signo de vida, excepto algún gato callejero. El viento comenzaba a soplar,
arrastrando en los cielos pequeñas nubes que, a intervalos, ocultaban la luna
menguante.
Adriem se giró, sobresaltado por aquel brusco frenazo.
—¿Qué ocurre? ¿Estás bien, Eliel? —jadeó mientras se agarraba para ha-
cer disminuir el dolor.
—Eso debería preguntártelo a ti. —La doalfar se le acercó y posó su mano
sobre el codo de su brazo herido. Los músculos de él se tensaron, y Adriem
profirió un quejido ahogado entre dientes.
—¿Ha sido en el tejado? —preguntó al tiempo que remangaba el brazo
herido para descubrir los tres arañazos en el antebrazo del humano. La he-
morragia ya había cesado prácticamente, pero la herida era bastante fea.
—Fue una de las sombras. No es nada, saldré de esta. —Miró a su alre-
dedor, pero aquel camino ya no tenía salida—. Lo importante es encontrar
dónde refugiarnos.
—Aún estás sangrando un poco. —Tomó un pañuelo del bolsillo y lo posó
sobre la herida para limpiarla ante la queja muda de Adriem—. Tenemos que
curarte pronto o se infectará.
Él vio los arañazos que habían provocado las ramas sobre los brazos de
ella y diversos rasgones en el vestido. Subió la mirada hasta reparar en una
pequeña herida en su barbilla.
—Lo siento —dijo afligido mientras la miraba a los ojos—. Tú también
estás herida. Debí hacerte caso.
—No seas así. —Se acabó de anudar el pañuelo al antebrazo—. Esta es la
tercera vez que me proteges.
La nube que había tapado la luna siguió su camino y su luz volvió a bañar
el andén. Se oyeron unos pasos y una persona apareció doblando la esquina
a escasos metros. Un tipo de pelo castaño, vestido con gabardina, se detuvo
ante ellos intercediendo en la conversación de la pareja.
—Y no debería haberlo hecho. Mirad cómo estáis..., princesa.
Adriem se fue hacia él cubriendo a la doalfar tras su espalda.
—Quédate detrás de mí —le indicó en voz baja.
—¿Quién eres? —Se fijó en sus orejas puntiagudas; un doalfar.
—La pregunta correcta es, ¿por qué no te estás apartando a un lado? —Al
guardia no le costó darse cuenta de que jugueteaba con el pomo del sable
con los dedos. No tardaría en desenvainar.
—¡¿Qué queréis de mí?! —exclamó Eliel cubriendo los libros a su espalda
para evitar que reparase en ellos.
Su voz se tornó más amenazante:
—El problema es que no puedes recordarlo. Ven y lo sabrás, no tengo
ningún interés en matar al común.

A esa altura, el frío viento azotaba a placer. Algunas de las gigantescas


torres, que antaño pertenecían a las murallas de Tilia, habían sido reforma-
das y servían también como puerto para las aeronaves. Se habían construido
hacía más de cien años para defenderse de un eventual ataque de Kresaar
como última línea de defensa. Ahora, diversas plataformas de metal, sujetas
por cables, vigas y tensores, servían de muelles de atraque. En uno de ellos,
un pequeño dirigible carguero con el nombre de Raudo ultimaba la carga de
la mercancía que debía transportar. El capitán, un hombre de unos cuarenta
años, moreno y de piel curtida, como si de un lobo de mar se tratase, hablaba
a la luz de uno de los focos del muelle con una mujer.
—Esto no era lo que acordé con aquel tipo, era sólo un pasajero —dijo
sopesando un pequeño saco bastante abultado.
—Lo sé, pero precisamente por eso me interesa. Te estoy pagando el equi-
valente a seis y solo te pido que te lleves a una persona más.
—¿Lo persiguen las autoridades? Porque si es así, no estoy dispuesto a
jugármela en la aduana teniendo en cuenta la carga que llevo.
—No, te prometo que no tienen tratos sucios con nadie ni deudas pen-
dientes, ni hace falta que mientas cuando vengan a preguntarte dónde los
dejaste. Sólo omite que te he pagado yo, por favor. —Se cruzó de brazos,
ofendida—. ¿Desde hace cuánto que me conoces? Además, el chico perte-
nece a la guardia, ¿no es suficiente garantía? —alegó la mujer como aval—.
Descuida, lo que menos les importa es tu carga.
—¡Maldita sea! No has cambiado nada en estos años... Ni un ápice, y eso
es lo que más me hace desconfiar de ti —dijo señalándola entornando la
mirada—. Pero confío en tus escudos. —El capitán colgó la bolsa de su cintu-
rón, incómodo pero satisfecho por lo lucrativo del trato.
—Ambos son encantadores y unos buenos amigos. Trátalos bien, ¿vale?
—pidió Dythjui con aquella amplia sonrisa tan característica en ella, obvian-
do el último comentario—. Ahora será mejor que vaya a esperarlos. Si mis
cálculos son correctos, ten la nave lista para zarpar en setenta y cinco minu-
tos.

Adriem dio un traspiés tras recibir un duro golpe al desviar la hoja del sa-
ble enemigo con el suyo propio. Acto seguido, Zir le ganó el flanco y le dio un
tremendo golpe de revés en el costado con la guarda del sable, que le obligó a
dar un par de pasos hacia atrás, reafirmando su posición. Mantenía el brazo
izquierdo a la espalda para evitar que el rival se aprovechara, pero el dolor
de la herida era punzante y notaba como se había reabierto.
No conseguía ver de dónde venían sus golpes, era una danza de precisos
movimientos que apenas le dejaba margen de reacción.
Zir miró de reojo a Eliel sin perder de vista a su contrincante.
—¡Déjalo en paz! —le gritó ella.
—Entonces... —Alzó el sable dispuesto a lanzar una estocada que el hu-
mano difícilmente podría esquivar tras abrirle la guarida, pero el doalfar se
quedó por un momento quieto, observando los nerviosos movimientos de
la novicia shaman. Creía que trataba de esconder los libros, pero no, estaba
haciendo algo más, y el polvo de argentano que caía con débiles briznas de
luz la delataba.
—¡Te he dicho que lo dejes en paz! —lágrimas de furia manaban de sus
ojos.
—Maldita seas —blasfemó Zir por haber presupuesto que le daría tiempo
a derrotar al común antes de que la chica pudiera invocar, pero el guardia
había aguantado la acometida. Aprovechando su posición de ventaja, gol-
peó, pero había dudado. Su enemigo encajó el golpe cubriéndose del filo,
aunque cayó al suelo aturdido por el impacto de la guarda contra la cara.
Se acercó corriendo hacia ella con la intención de detenerla, mas la mano
de Eliel se alzó y mostró sus brazos recorridos por runas trazadas sobre su
piel que, al apretar los dientes para ahogar un grito por el esfuerzo, se ilumi-
naron con un fulgor azul que lo cegó momentáneamente.
Zir retrocedió unos pasos cubriéndose los ojos. Poco a poco fue abrién-
dolos con dolor. Sobre las manos de Eliel, que jadeaba visiblemente agotada,
se habían quedado dibujados los signos rúnicos en un tono más claro, y, si-
tuada entre ellos dos, una criatura surgida de la nada lo observaba con ojos
rabiosos.
—Te he dicho que lo dejes —le miró con determinación, dispuesta a aca-
bar de una vez por todas con esa interminable huida—, porque tu oponente
soy yo.
Un zorro de pelaje blanquecino y del tamaño de un lobo exhalaba aire
helado por la boca. Bajo sus patas, una compleja estructura rúnica palpitaba
con un fulgor acorde al de las manos de su invocadora. El zorro miró de sos-
layo a su dueña, a la espera de la orden.
—¡Vamos, Ulimi! —alzó el brazo y señaló al doalfar, que se había puesto
en guardia y seguía maldiciéndose por su haberse confiado.
Adriem, tendido en el suelo, trataba de levantarse ligeramente aturdido
por los golpes. Notaba cómo el pañuelo se teñía de rojo carmesí mientras,
enturbiado por el dolor, observaba a aquella criatura propia de una fábula.
El zorro lanzó una bocanada de aire helado que Zir esquivó con un rápi-
do movimiento, dejando tras de sí un montón de adoquines congelados. Se
dispuso a encarar a la invocadora, pero en su trayectoria se interpuso inme-
diatamente su criatura abalanzándose sobre él. Pese a cubrirse con el brazo,
recibió un mordisco en el hombro que penetró su chaqueta hasta herirle. Al
instante la zona quedó adormecida y cubierta de una fina capa de hielo. Gol-
peó al enorme Ulimi en el vientre y se separó de él antes de que le venciera
el peso y lo dejara a su merced.
—¡Maldita bestia! —gritó con furia mientras agitaba el brazo adormecido
para recuperar la movilidad. La chaqueta le había protegido de un mal ma-
yor, pero ahora tenía dificultades para manejar el sable.
Ante la amenaza, el zorro agachó la cabeza y gruñó.
La criatura empezó a caminar hacia uno de los lados y se lanzó contra el
doalfar buscándole el flanco. Adriem, aún tambaleante, vio como el doalfar
esquivaba al zorro en una sucesión de movimientos y, pese a que le ponía en
algún apuro, al final acertó a la invocación de Eliel con un preciso tajo del
sable en uno de los costados del animal, haciendo que emitiese un quejido.
A su vez, su invocadora se agarró con fuerza las ropas a la altura del corazón,
presa del dolor.
Zir sonrió sabiendo que volvía a tener la ventaja, mientras Eliel trataba
de recobrar la compostura, con mirada claramente furiosa.
El zorro volvió a atacar aunque esta vez Zir ya había visto cómo embestía
el animal, por lo que fue capaz de actuar a tiempo y de un preciso golpe le
acertó en el vientre, produciéndole una herida mortal.
La invocadora shaman se encogió repentinamente agarrándose la cabe-
za, presa de un terrible dolor, mientras su invocación se deshacía en briznas
de luz junto a las runas de sus brazos. Este momento de confusión fue apro-
vechado por Zir-Idaraan, que se dirigió hacia ella para apresarla.
Un traqueteo inundó el andén acompañado de un silbido. El primer tren
de la madrugada, desprovisto aún de pasajeros, hacía entrada en el andén
opuesto, volviendo la escena más confusa.
El doalfar levantó el sable encarándose el pomo para golpearla, aprove-
chando que estaba indefensa. Cuando Adriem, ignorando el dolor de sus
heridas, se lanzó en una carrera desesperada blandiendo su arma, gritó más
por aliviar el dolor que por llamar la atención de su enemigo, que se giró a
tiempo de defenderse ante aquella desesperada carga.
—Otro animal que se inmiscuye —se burló mirándole directamente a los
ojos—. ¡Qué molesto!
—¡Soy algo más que una molestia! —replicó apretando los dientes con
rabia, no dejando que aquellos ojos azules que se le clavaban le intimidasen.
Sabía que no tenía ni la más mínima oportunidad frente al doalfar, ¿qué
le empujaba a defenderla? Su instinto le decía que corriera, que se alejara de
allí tan rápido como pudiera, pero algo dentro de él se lo impedía. Era algo
más que un sentimiento.
Veía su derrota más que segura, así que, decidido, intentó apartar la hoja
de la suya para al menos tomar la iniciativa. Sin embargo, este desvió su
acero alzando la espada por su lado izquierdo. Estaba ahora a una distan-
cia corta, abrió por completo su guardia en un movimiento desesperado y
aprovechó para golpear a su adversario con un puñetazo tan fuerte que notó
cómo las heridas se le abrieron. El doalfar hincó la rodilla en el suelo, me-
dio sorprendido, medio aturdido, por aquel ataque fuera de lógica, pero su
reacción no se hizo de esperar y se impulsó para saltar usando uno de sus
brazos para apoyarse. Se encontró el sable enemigo dispuesto a rematarlo y
el choque de ambas espadas sonó con un agudo timbre. La hoja del doalfar
oscilaba a escasos milímetros del pecho de Adriem, que la había bloqueado
in extremis.
Un agudo silbido proveniente de la locomotora anunció la inminente sali-
da del tren. El maquinista, haciendo caso al jefe de estación que permanecía
ajeno a lo que estaba aconteciendo al fondo del andén opuesto, se disponía
a arrancar aquella mole de metal.
Aún enzarzado en el combate con el doalfar, Adriem vio cómo Eliel se
levantaba y comenzaba a correr camino del tren pasando al lado de los con-
tendientes, aprovechando la confusión. Saltó a las vías tras los vagones que
comenzaban a moverse. Zir trató de apartarle para dar caza a la novicia,
pero Adriem le agarró con el brazo herido. El doalfar no dudó en retorcerle
el brazo apoyando el pomo de su espada bloqueada sobre la herida. Pese al
dolor, no soltó el agarre.
—¡¿Qué te empuja a protegerla?! —le gritó el doalfar mientras, con el
brazo libre, le golpeaba en el pecho dejándole de rodillas y sin aliento, pero
su contrario no dejó de sujetarle. La punta de la hoja del sable de Zir recorrió
la distancia hasta su pecho.
«¿Por qué sentía que debía protegerla? ¿Era... algo más...?». El tiempo
prácticamente se detuvo en aquella estación y pudo escuchar, entre los gri-
tos de Eliel, que veía su fin, el tic-tac de un reloj que se iba deteniendo.
—¡¡Adriem!! —ella se giró cuando estaba a punto de subirse a uno de los
vagones que lentamente iniciaban su marcha. Extendió los brazos, deses-
perada, aunque sus manos no podrían alcanzar el sable que lo iba a matar.
La hoja del sable osciló y ondeó como si una fuerza la comprimiera, sal-
tando hacia atrás con tal violencia que lo arrancó de las manos del doalfar,
cayendo a varios metros. Este trató de ponerse en pie inmediatamente, pero
su hombro herido ahora estaba dislocado. Rodó e hincó las rodillas para,
con la ayuda de un solo brazo, ponerse en pie mientras el otro colgaba com-
pletamente fuera de sitio, en el momento en que un segundo impacto invi-
sible lo lanzó varios metros hacia atrás hasta golpear con la espalda en uno
de los pilares que sujetaba la marquesina del andén, dejándolo totalmente
noqueado. Sin saber exactamente qué había pasado, Adriem se levantó y
corrió como pudo, arrastrando los pies y tambaleándose hasta el tren, donde
la novicia shaman le ayudó a subir justo en el momento en que las ruedas de
la locomotora patinaron, iniciando la marcha a través del puente camino del
siguiente sector.

Zir recobró el conocimiento cuando el tren ya solo era una columna de


humo que se iba ocultando entre los edificios en la lejanía. Se levantó que-
jumbroso y aún aturdido, y recogió su sable con la hoja completamente do-
blada. A medida que su mente se iba aclarando de nuevo, se tocó la cabeza
y vio como su mano volvía manchada de sangre. Entre furioso y dolorido,
gritó al cielo.
—Vaya, al señor Gebrah no le va a gustar que se te hayan escapado, Zir —
dijo maliciosamente Idmíliris sin su habitual sonrisa y con la ropa bastante
maltrecha. Aparecida de quién sabe dónde y, como siempre, rodeada de sus
sombras, observaba al rabioso doalfar, que se volvió con una mirada de odio.
—¡Has llegado tarde!
—Lo siento, pero tuve un contratiempo con una sacerdotisa… Aún no sé
muy bien qué ha pasado —dijo torciendo los labios, que mostraron sus dien-
tes serrados—. No pude oler el conjuro que me lanzó. Pero a ti te ha vencido
un guardia y una invocadora novata. Es más patético si cabe.
Cansado de escuchar sus comentarios, que solo recalcaban que habían
fracasado, la agarró por la gargantilla de la que pendía un candado a modo
de colgante, atrayéndola hacia sí.
—¡No sé tú, pero yo no esperaba que ella pudiera conjurar a esa veloci-
dad! Así que movamos el culo, a por ellos —dijo perdiendo la compostura.
La arlequín entornó la mirada y le propinó una patada que lo lanzó varios
metros hacia atrás contra el suelo.
—¡No vuelvas a tocarme! —bramó enfurecida, sacudiéndose como si la
hubiera manchado.
Zir se apoyó en el sable maltrecho para levantarse mientras Idmíliris ol-
fateaba el aire.
—Es como en la posada: huele a runas, pero también hay algo más. ¿Se-
guro que fue un conjuro? —preguntó con desdén al doalfar.
—No lo sé —respondió tosiendo con serias dificultades para respirar tras
el golpe—. Recuerda que Gebrah te puso a mi cargo; esto se lo haré saber,
pelele.
La mirada que le lanzó fue fulminante, pero Zir sabía que no le iba a ma-
tar. Si lo hacía, las consecuencias serían terribles.
—He podido colar una de mis sombras pequeñas en el tren. —Miró el
sable retorcido—. Será mejor que busques un buen armero, si es que eso
tiene arreglo.
—Antes necesito un médico y borrar nuestro rastro. La posada ha de
apestar a tus criaturas. —No iba a poder aguantar mucho en ese estado—.
Así que, por tu bien, no los pierdas y hazte con ella. —La miró con gesto
sombrío—. Resolveremos nuestras diferencias después.
—Estamos salvando al mundo, y los buenos siempre ganan. ¿No es así?
—dijo, volviendo a sonreír.
—Estás perdiendo el tiempo —le reprochó.
—Vale, déjalo en mis manos. Iré a su encuentro. —Comenzó a correr y
la perdió de vista, mientras el jefe de la estación se le acercaba con algo de
temor. Era cuestión de tiempo que la Guardia Urbana se presentara, así que
decidió, al igual que Idmíliris, salir de aquel lugar.

Escondido en la balda del portaequipajes, dos pequeños ojos en las som-


bras observaban cómo el vaivén del vagón se estaba convirtiendo en una
tortura para Adriem. El más leve movimiento le producía un dolor muy agu-
do por todo el cuerpo, pero en especial en el brazo. Eliel, usando la tela que
llevaba a modo de cinturón, improvisó un vendaje más prieto que el pañuelo
para que detuviera de nuevo la hemorragia. Gotas de sudor perlaban la fren-
te de la doalfar y se le notaba que le costaba mantener la concentración tras
el esfuerzo de invocar a su criatura.
—No tenías por qué haberte arriesgado tanto. Desde que estoy contigo, lo
único que consigo es que te hieran.
—No te preocupes. —Soltó un quejido cuando Eliel anudó el vendaje—.
Esta vez tengo que ser yo quien te ha de dar las gracias. Me salvaste en el
último momento...
—¿Yo? Adriem, yo no hice nada, estaba muy lejos. ¿Cómo lo hiciste para
defenderte así? Fue increíble. —No había visto cómo fue capaz de golpear
con tanta fuerza.
—Bueno, yo... no... —Un extraño temblor le recorrió el cuerpo. De repen-
te su mente recordó el peligro que acababa de superar y lo cerca que había
estado de morir a manos de ese doalfar. Un sudor frío le recorrió la cara,
pero el porqué de su salvación le aterraba más que el filo de la muerte—.
Como buen guardia, debo proteger a la gente —proclamó con la voz ligera-
mente temblorosa, tratando de alejar aquellos pensamientos.
Eliel se abrazó a él.
—Lo siento mucho —sollozó.
La altiva doalfar vio en Adriem una expresión de terror ante lo que había
sucedido. Empezaba a estar muy asustada, tal vez más que ese humano que
se había empeñado en ser su protector.
—Disculpen, sus billetes —les dijo una voz que venía de atrás.
—Lo siento mucho, señor interventor, pero no hemos podido... —dijo
Adriem mientras Eliel se separaba de él, colorada por haber perdido la com-
postura—. ¡¿Dythjui?! —Adriem exclamó al ver a la joven casera delante de
él—. ¿Cómo? Pero ¿qué? ¿Cuándo...?
—Siento no haber sido de mucha ayuda. Os seguí, pero no me atreví a
hacer nada, no sabía cómo actuar... —se lamentó viendo el estado de ambos.
—No, no pasa nada, me alegra mucho verte —dijo Eliel desde su asiento.
Aunque sus heridas no tenían ninguna comparación con las de Adriem, al-
guna pequeña astilla debía de tener clavada en la pantorrilla a juzgar por el
punzante dolor.
—Por lo menos puedo ayudaros a salir de la ciudad, aunque sea acompa-
ñándoos en el tren. —Se rascó la nuca, nerviosa—. Adriem, creo que deberías
ir con ella.
—¿Yo? Pero ¿y mi trabajo? Yo…
Dythjui lo interrumpió:
—Sería mejor que la acompañases hasta su tierra, seguro que en la San-
ta Orden saben mover los hilos para darte un permiso o… yo misma diré
que estás enfermo… ¿Qué más da? Reconoce que no te quedarías tranquilo
dejándola viajar sola, con esas sabandijas pisándole los talones. —Adriem
otorgó en silencio—. Ellos ya saben quién eres y tú compraste su billete, ni
siquiera yo sé a dónde va y podrían sonsacártelo. Así nadie sabrá dónde está
ella.
—Pero no tienes por qué hacerlo, todo esto es por mí… —le dijo Eliel al
guardia, que permanecía callado.
—Y bien, ¿Adriem? —interrumpió la casera a la doalfar a la espera de una
respuesta que ya sabía de antemano.
—Siempre te sales con la tuya —le recriminó como afirmación a su pre-
gunta. No encontraba ninguna razón para rebatir sus argumentos y, en el
fondo, tampoco quería hacerlo.
—Perfecto —celebró la casera—. Aquí tenéis: quinientos escudos. No es
mucho, pero para una semana es más que suficiente.
—No sé si podré devolvértelos… —el guardia miró las monedas, dubitati-
vo. Era la tercera parte de su paga.
Eliel le cortó alzando la mano:
—Pero yo sí te lo devolveré en cuanto llegue a mi hogar. Confía en mí.
Dythjui sonrió. En el fondo sabía, sin maldad, que no lo haría, pero una
brusca frenada al llegar a otra estación la obligó a agarrarse. Algunas perso-
nas madrugadoras, seguramente por su trabajo, empezaron a sentarse en el
vagón. Algo llamó la atención de Eliel.
Pese a que Adriem estaba allí, herido, y ambos con las ropas sucias, nadie
se inmutó. Seguramente en la otra gran ciudad del continente, Estash, capi-
tal de Kresaar, se los hubieran quedado mirando, incluso los hubieran echa-
do del tren o les habrían prestado ayuda. Nunca entendería a los comunes.
Una lluvia fina empezó a salpicar los cristales del vagón. Tras cambiar
de tren para ir en dirección al puerto aéreo, ninguno se atrevía a hablar. En
sus caras se reflejaba la preocupación. Incluso en la de Dythjui, algo que
desconcertaba a Adriem, acostumbrado a la sonrisa de la casera. Casi todo
el mundo había abandonado el tren. Se notaba que se aproximaban al final
del trayecto.
Hicieron un último cambio para coger un pequeño funicular de cremalle-
ra, que subía perezosamente la última rampa hasta lo alto de la torre donde
estaban las bahías de atraque. Las casas, las fábricas, la catedral e incluso
el Palacio Imperial se podían divisar bajo la bruma creada por aquella fina
lluvia. Las siluetas de la ciudad en tonos grises le daban al ambiente una sen-
sación de tristeza, pensó Eliel. Ella nunca podría vivir en un lugar como ese.
Un silbido, seguido por un largo frenazo, detuvo el funicular. Dythjui se
levantó y le ofreció su poncho a Eliel.
—Hemos llegado. Será mejor que te pongas esto, con esas ropas cogerás
un resfriado.
—Gracias —aceptó, colocándoselo sobre los hombros, y luego ayudó a
Adriem a levantarse.
—Es el muelle de carga ocho. Será mejor que nos demos prisa, el dirigible
os está esperando —dijo consultando un reloj de bolsillo.
Avanzaron intentando resguardarse de la lluvia. Varios mozos se afana-
ban en bajar la carga de los vagones posteriores del tren en el que habían ve-
nido. Tras cruzar varias pasarelas y coger un montacargas, ya calados hasta
los huesos, llegaron al muelle ocho. Allí, el Raudo, un pequeño dirigible de
carga de aspecto un poco destartalado, se preparaba para zarpar. Los hom-
bres se afanaban en aflojar los cabos y dar unas últimas revisiones al casco.
No tendría más de diez tripulantes, calculó Adriem, y muy probablemente
se dedicaban al contrabando, además del transporte de mercancías legales.
Mientras cavilaba sobre el tema, una duda le surgió de repente, cortando sus
pensamientos de raíz.
—¡Un momento, Dythjui, no llevamos los pasaportes encima! No pode-
mos subir.
—Creo que en estos momentos es el menor de tus problemas, ¿no te pa-
rece? —sonrió confiada—. Seguro que se te ocurre algo cuando lleguéis al
destino que sea. No parece que vayáis a pasar por muchas aduanas.
—No, más bien no —dijo Adriem. Alzó la mano y llamó la atención del
capitán. Este, desde la zona de carga, les hizo un gesto para que se acercaran.
—Bien, seguidme.
Pisaban charco tras charco en su carrera. Las gotas de lluvia salpicaban
sus caras. Adriem iba cojeando ligeramente. Pese a que era el más veloz, su
cuerpo no estaba para mucho trote. Un sonido seco, como si se rasgara el
aire, le hizo cambiar el paso y agacharse para esquivar un zarpazo con cierto
esfuerzo.

Una sombra había aparecido a su derecha, y si no hubiera sido por sus


reflejos, lo habría cortado en dos. Se giró desenvainando el sable a la par y
profiriendo un grito para así acallar el dolor, y hendirlo en el cuello de la
criatura con un corte limpio. A través de la herida abierta se fue deshacien-
do en cenizas mientras vio que el capitán de la nave ordenaba el despegue
inmediato, no quería meterse en problemas. De entre las cajas del almacén
comenzaron a surgir algunos ojos.
—¡La nave se va sin nosotros! —gritó Eliel llegando ya a la rampa de car-
ga.
—¡Vamos! —Dythjui tomó a la doalfar por la muñeca para ayudarla en la
carrera hasta el dirigible.
La nave comenzó a arrancar motores. Las hélices zumbaban ahogando
el sonido de la lluvia, mientras unos focos intermitentes anunciaban, desde
el borde del muelle, que la aeronave despegaba. Dythjui se detuvo y soltó la
mano de Eliel justo en el momento en que Adriem las alcanzaba.
—¡¿No subes?! —exclamó la doalfar.
—No hay billete para mí en este viaje —le recordó con una sonrisa—. Mi
sitio está aquí.
—P-Pero, hay sombras, la bufona puede estar cerca...
—Recuerda que te buscan a ti. Perderán el interés en mí una vez hayáis
partido.
La nave se separó del muelle un poco, bruscamente. Adriem agarró a
Eliel, que estaba a punto de caer, mientras con el otro brazo agarraba la
manilla de la puerta.
—¡Vete! ¡No dejes que te pillen! ¡Cuídate, Dythjui! —gritó Adriem.
—¡Nos vemos en unos días, Adriem! ¡Buena suerte, Eliel! ¡Adiós!
Eliel sonrió a aquella chica que en tan solo unos días se había convertido
en su amiga.
—Los kresaicos decimos Ináh —se despidió la doalfar.
—¡Ináh, Eliel! —gritó la casera.
—¡Ináh! —respondió mientras el dirigible descendió suavemente en el
aire para maniobrar.
—Pobre Dythjui, no hemos debido dejarla allí —se lamentó entrando
poco a poco en la bodega del carguero. Un par de marineros se acercaron
hacia ellos para acompañarlos dentro.
—Estará a salvo, confío en ella. —Pero Adriem no podía dejar de preocu-
parse por su amiga aunque tratara de aparentar lo contrario. En siete días
estaría de vuelta y, como siempre, su casera estaría esperándolo con su sin-
cera sonrisa, en la posada.
A través de la escotilla fue entrando poco a poco la luz anaranjada del
amanecer. La nave había superado aquellas nubes bajas, y el sol, radiante,
aparecía majestuoso ante el morro de la nave.

Las sombras comenzaron a aparecer por todos los recodos del muelle.
Desde allí arriba se podía ver cómo el dirigible enfilaba rumbo al Este. Las
sombras se quedaron desconcertadas, no sabían qué hacer. Dythjui aprove-
chó su confusión para irse disimuladamente hasta que una voz la interpeló:
—Tú eres la casera, ¿verdad? Quiero que me digas adónde se dirigen. —
Idmíliris se hallaba sobre un montón de grandes cajas. Estaba encorvada y
claramente débil, ni siquiera había la mitad de sombras que le viese invocar.
—Vaya, ya decía yo que se me había olvidado algo... No les he preguntado
su destino —respondió con una amplísima sonrisa burlona. Por lo visto se
había equivocado. Sí que la conocían.
—¡¿Crees que me lo voy a tragar?! ¡Me lo dirás por las buenas o por las
malas! —amenazó la otra, apretando los dientes y enseñando sus brillantes
caninos—. ¡Tu cadáver me dará las respuestas, caserucha!
—Bueno, eso quiere decir que te toca atraparme —le dedicó una última
sonrisa pícara y echó a correr.
—¡A por ella! —ordenó Idmíliris a sus sombras con la voz quebrada.

Los bomberos se afanaban en apagar el incendio como podían. Sus man-


gueras eran insuficientes, y ya casi no les quedaba agua en los depósitos de
los vehículos. Las llamas se tragaban la posada de tres plantas que había a la
sombra del Puente de Álsomon. La gente se había acercado a ver el suceso,
que probablemente saldría en el periódico al día siguiente. Dythjui miraba
apesadumbrada cómo su negocio se hacía cenizas. Tanto esfuerzo de años
destruido en apenas una hora. Cuando había llegado, agotada, los bomberos
ya le habían dicho que nada se podía hacer.
—La señorita Lezard, ¿verdad? —dijo una voz potente a su espalda.
—Soy yo. —Al darse la vuelta vio al hombre que acababa de hablar, otro
sacerdote.
—Mi nombre es Rognard. Lamento mucho lo sucedido a su negocio —se
compadeció.
—¿Y la priora Melisse?
—Está siendo atendida por los nuestros. Tiene algunas quemaduras, pero
nada grave, es un milagro de Alma que haya salido casi ilesa. Por desgracia,
no puedo decir lo mismo de Renald, uno de nuestros aprendices —dijo con
voz inmutable.
—Supongo que era usted quien estaba al cargo. Mi posada se puede sus-
tituir, las personas no. Siento muchísimo lo de ese chico. —Dythjui sabía
que nada dura para siempre. Que antes o después su casa no estaría allí.
Pero no podía evitar que alguna lágrima asomara a sus ojos. Nunca se había
acostumbrado, después de tanto tiempo, a resignarse a perder todo lo que
quería. Antes o después pasaba.
—Me temo que quienes fueran no querrían dejar pruebas. Sé que no es el
momento adecuado pero, permítame preguntarle, ¿qué ha sido de nuestra
invitada? ¿Le ha pasado algo? Espero que esté a salvo.
—No se preocupe, se la llevó uno de mis queridos inquilinos a lugar se-
guro —suspiró viendo cómo los bomberos iban extinguiendo lo que quedaba
del fuego.
—¿Y dónde ha ido? —preguntó inquieto ante esta revelación.
—Mmmm... No lo sé. Creo que su dirigible partía antes, pero no tengo ni
idea de adónde se dirigía. No me extraña que tuvieran prisa por salir de la
ciudad.
—¡¿Zarpó en dirigible sin nuestro permiso?! —exclamó el prior—. ¡De-
berían habérnoslo comunicado. La Santa Orden lo estaba organizando para
sacarla de la ciudad...
—A mí no me pregunte, solo soy su excasera.
Capítulo 8
-El bastión de los justos-

La amplia sala, decorada con bellos tapices y cuadros que representa-


ban batallas acontecidas en épocas remotas, estaba alumbraba por la luz de
unas tenues lámparas y el resplandor de una gran chimenea encendida. En
el centro, había una enorme mesa cuadrada rodeada de ocho sillones. Un
elaborado trono de madera tallada la presidía. En los sillones se hallaban
sentados cuatro individuos. Por un lado estaba ldmíliris, que vestía un fino
vestido de color negro con mangas hasta el codo; unas medias de rejilla y un
elaborado moño remataban su estampa. «Demasiado veraniego para el frío
que hace», pensó Zir, que estaba sentado a su lado. Con su típica expresión
meditabunda, se ajustaba el pañuelo que llevaba sobre el cuello de la camisa
blanca, disimulando así el nerviosismo que le provocaba aquella inespera-
da audiencia. Enfrente de él, una humana de unos veinticinco años lo ob-
servaba. Tenía el pelo rubio y ondulado en una melena que le llegaba a los
hombros. Llevaba un bonito vestido azul y blanco de falda larga y con bellos
encajes, que gracias al generoso escote dejaba ver el canalillo de sus senos,
realzados por un corpiño. Al lado de tan bella mujer, otro humano miraba
con cierta ansiedad un gran portalón que daba a la estancia. Estudió a los
demás a través de sus gafas. Tenía el pelo castaño y los ojos verdes. Vestía
chaqueta de pana marrón, camisa y chalina.
La gran puerta de doble hoja que observaba estaba ricamente tallada con
bajorrelieves y, a ambos lados, había dos magníficas esculturas de mármol
blanco que representaban a dos bellas mujeres con el torso desnudo, que
miraban con ternura a los reunidos. Las hojas se abrieron, dejando entrar
la intensa luz del pasillo. Una figura se dibujó en el arco de las puertas. Un
hombre alto y bastante corpulento, pese a los sesenta años que aparentaba,
entró en la estancia.
Ante el recién llegado, los asistentes se pusieron en pie. Una larga melena
rubia platino y unos ojos azules extremadamente vivos contrastaban con las
arrugas de su cara. A través de su piel se veían como unas ligerísimas trazas
brillantes que recordaban a las complejas estructuras rúnicas de los magos.
Se sentó en el trono que presidía la mesa y se desabrochó el botón del cue-
llo de la elegante camisa blanca que vestía. Su cuerpo era extremadamente
recio y musculoso; irradiaba una sensación de poder, acrecentada por su
inteligente mirada. Todos los demás se sentaron.
Carraspeó y dijo en tono grave:
—Me alegra ver que estáis bien, Zir-Idaraan e Idmíliris, aunque no puedo
decir lo mismo por el éxito de vuestra misión. —Su potente voz atronó en la
sala, estremeciendo a quienes la oían.
Zir tomó la palabra:
—Ha habido serias complicaciones, mi señor Gebrah, como habrá podido
comprobar en el informe que le entregué.
—Cierto. Veo que la Santa Orden se ha metido de por medio, y eso no es
bueno para nuestros planes. Pese a ello, no es excusa. Te consideré el más
capacitado para coordinar esta operación y supuse que sabrías controlar a
Idmíliris, pero tal vez te sobrevaloré.
Entonces, la arlequín interrumpió:
—Mi señor, han ocurrido cosas que no sabría explicar, algún factor no he-
mos tenido en cuenta. Creo que hay algo o alguien que la está protegiendo.
Perdí a varias de mis sombras tanto en la posada como cuando las envié a
seguir a la casera. Debe de...
—¡Silencio! —cortó Gebrah, helando la sangre de los presentes—. No te
he dado permiso para hablar. He tenido en cuenta todas las posibilidades.
¿No te referirás a ese guardia, ese...?
—Adriem Karid —apuntó Zir.
—... ese insignificante común —acabó la frase pese a la puntualización
del doalfar.
—Por supuesto que no, mi señor —dijo Idmíliris agachando la cabeza—.
Yo me refería a otra cosa, a...
—Si no tienes pruebas, no digas nada. Aquí nos movemos por hechos, no
por suposiciones infundadas.
—Por supuesto —murmuró Idmíliris.
—Bien, ¿han afectado mucho estos acontecimientos a Tiria, Miguel?
—No. No ha trascendido ningún dato, salvo el incendio en la posada, que
salió en los periódicos. La Santa Orden también ha procurado tapar todo lo
posible por su relación con los shaman —concretó el hombre de las gafas—.
El dirigible es de un contrabandista y va a Detchler. Aún no he conseguido la
carta de embarque, pero la tendré en breve con todos los detalles. Las auto-
ridades portuarias son muy celosas para estas cosas.
—Está bien, mañana decidiré cuál es vuestro destino, Zir-Idaraan e Idmí-
liris. Sophia, tú estarás al cargo de la próxima misión.
—De acuerdo, mi señor —replicó la muchacha asintiendo.
Gebrah se levantó y se dirigió de nuevo hacia la puerta. Justo antes de
salir, dijo dándoles la espalda:
—No toleraré un nuevo fracaso, porque si ella despierta, seguramente
será el último.
A la luz del día, el Bastión llamado «de los Justos» se recortaba en el cie-
lo. Era una enorme construcción defensiva en mitad de las montañas y los
espesos bosques. Un bello lago reflejaba su imagen como si de un espejo se
tratara. Piedra sobre piedra, una elevada torre coronaba el complejo edifi-
cado durante la Guerra de las Lágrimas, hacía más de quinientos años. Los
cambios de guardia se hacían con la máxima precisión siguiendo el inmenso
reloj que coronaba una de las fachadas y que marcaba la hora con increíble
exactitud.
Tras aquellas murallas reinaba la paz en un bello jardín lleno de árboles
y flores que, con el otoño, se teñían de los más bellos tonos ocres. En un pre-
cioso cenador de madera pintada de blanco que había en el centro del jardín
se encontraba una joven mawler de ojos rasgados y facciones redondeadas,
propias de las tierras más orientales, que solía acompañar a Gebrah. Esta,
rodeada de gorriones, les lanzaba migas de pan.
Zir daba su habitual paseo matutino. Según él, era mejor que cualquier
café para despertarse por las mañanas.
Pasó al lado del cenador y, sin girarse, saludó a la mawler:
—Buenos días, Sayako. —Y siguió con su paseo, sin ni siquiera molestarse
en esperar una respuesta, dándola por obvia.
—Usted nunca me lo ha preguntado —dijo con su característico acento
oriental, que tendía a suavizar las erres.
Zir se paró al no recibir la respuesta que esperaba y se dio la vuelta. Se
quedó frente a la mawler. Era una muchacha muy joven; aunque nunca se
lo había preguntado, no le pondría más de veinte años, dieciocho segura-
mente. Pese a que solía llevar el pelo recogido en un moño, ese día lo llevaba
suelto, algo que, Zir tenía que reconocer, la favorecía, a pesar de que a él no
le gustaban las mujeres tan jóvenes. Un kimono de color granate, cubierto
por una larga chaqueta blanca y unas sandalias, tapaba aquel cuerpo tan
menudo que lo estaba mirando desafiante con unos oscuros ojos rasgados.
—No sé a qué te refieres.
—No me ha preguntado si me he acostado con Gebrah.
A Zir le llamaba la atención que Sayako nunca se refiriera a Gebrah como
su señor, como hacían todos. Era más, lo trataba con familiaridad.

—¿Acaso debería hacerlo? No me gusta preguntar cosas de las cuales no
me interesa la respuesta.
—Pues todos lo han hecho de una u otra forma, menos usted.
—¿Y les has respondido? —le cuestionó desviando la mirada con desdén.
—No, nunca.
—Entonces no sé por qué te interesa que te pregunte... —Y Zir siguió con
su paseo.
—No me he acostado con él en los tres años que hace que lo acompaño.
Nunca se ha interesado por mí.
El doalfar se detuvo y añadió, sin darse la vuelta:
—Ya te he dicho que no me interesa la respuesta. ¿Por qué me la das, si
no te he preguntado?
—Precisamente porque no le interesa.
—Es absurdo.
—Y porque sé que no se lo dirá a nadie, porque para usted, excepto la
Princesa Oscura no existe nada que merezca su atención. Así que no le ten-
dré que pedir que guarde el secreto.
—Tienes razón, lo único que me importa es acabar con esa Destructora de
Sueños —dijo con tono apagado, casi nostálgico, y siguió andando.

La enorme biblioteca del bastión empequeñecía al más altivo de los es-


tudiosos que allí entraban. Sophia estaba sentada ante la mesa que Gebrah
usaba a modo de despacho al final de aquellas estanterías atiborradas de
libros recopilados durante siglos. Un ordenado caos de volúmenes se amon-
tonaba encima de la mesa de roble. Gebrah llevaba el pelo recogido en una
coleta y revisaba unos documentos, para posteriormente extender el brazo
y tendérselos.
—¿Cómo van las runas de retardo? ¿Ya las dominas?
—Sí, mi señor Gebrah. Gracias a los consejos que me ha dado, ya no tengo
problemas con ellas —respondió Sophia.
—Muy bien. Seguiremos pues con las lecciones. ¿Alguna pregunta antes
de empezar?
Sophia se quedó callada, dudando si preguntar o no.
—Sé que tienes algo en mente que te turba. Puedes preguntarme con li-
bertad, una pupila mía no ha de tener preguntas secretas.
—Lo siento, mi señor, sé que con vos no se pueden tener secretos.
—Paró un momento para tomar aire y, sin mirarlo a los ojos, le cuestio-
nó—: ¿Por qué no me enseñáis también el arte de la invocación? A Sayako la
habéis entrenado en tales menesteres.
Gebrah miró a Sophia esbozando una sonrisa, como si tuviera la respues-
ta pensada.
—Querida Sophia, tienes mucho potencial y no me gustaría desperdiciar-
lo. Pese a que ambas artes se rigen por el dominio de las runas, ahí acaban
las coincidencias. Los rituales de la invocación consiguen condensar cria-
turas de los planos astrales, pero pese a su poder, son lentos y toscos. Sin
embargo, la magia proporciona efectos casi inmediatos y es el hechicero
quien domina. Controla plenamente los elementos para que le sirvan. Du-
rante milenios este arte ha equilibrado la balanza entre las naciones. Sólo la
mecánica, esa burda profanación de la naturaleza creada por los humanos,
ha desestabilizado esa perfecta armonía. —Gebrah se levantó de la mesa y se
acercó a Sophia. La cogió suavemente por los hombros—. Si te enseño las ru-
nas de invocación, perderás un tiempo que podrías dedicar a la canalización
de magia. Quiero convertirte en la mejor maga que tu especie ha conocido.
Quiero que seas el ejemplo vivo de que tus hermanos se equivocan.
—Mi señor, me siento halagada... —musitó Sophia, ruborizada.
—Los humanos han tomado la magia como una herramienta, pero es algo
más grande, recuérdalo siempre.
—Nunca olvido vuestras enseñanzas. Vos me acogisteis cuando era una
niña huérfana, os debo algo más que la vida.
Gebrah sonrió orgulloso ante las palabras de Sophia. Retiró las manos de
sus hombros y se apoyó en la mesa.
—Ahora, repasemos las runas de contención.
—Sí, mi señor.

Poco a poco el atardecer teñía de naranja la gran biblioteca. Sophia aca-


baba de cerrar una runa que desapareció y se transformó en una llama de
color azulado que se consumió a los pocos instantes.
—Muy bien. Veo que las runas de ilusión siguen siendo tu fuerte —dijo
Gebrah cogiendo unos papeles de la mesa—. La clase ha terminado por hoy.
—Gracias, mi señor.
—Aquí tienes tus papeles. Está todo en regla.
—De acuerdo.
—Miguel ha partido esta mañana. Cuando recibamos el mensaje con los
datos de embarque del dirigible, te los haré llegar.
—¿Y una vez allí?
—Localizarás a la Princesa Oscura, pero no actuarás. La precipitación y
la confianza nos hicieron fracasar antes. Deberás seguirlos e informarme lo
antes posible, así podremos adoptar las mejores medidas para neutralizarla.
—Pero, mi señor Gebrah, ¿qué hay de lo que comentó Idmíliris? ¿Creéis
que hay algún dato que se nos haya escapado?
—Precisamente eso es lo que quiero averiguar. Deberás atender a los pe-
queños detalles, ha habido un factor que se nos ha pasado por alto —expuso
frotándose la barbilla.
—Yo… —dijo con cierta inseguridad
—Habla, ¿tienes alguna idea cuál es el factor?
—Mi señor, no tengo nada que apoye mi idea, pero vos me enseñasteis
que la Princesa Oscura es capaz de alterar el mismo curso de los aconteci-
mientos, como ya hizo aquí, en Neferdgita. Aunque su poder esté dormido,
puede que sí esté modificando levemente el destino y que ese sea el origen de
todas las casualidades y circunstancias que nos están impidiendo acercarnos
a ella.
—Es solo una pequeña parte de ella, pero no es descabellado que ya se
esté manifestando y que algo haya provocado que esté despertando de su
sueño. Un catalizador.
—Y… ¿si no es algo? —dijo aclarando la voz—. Puede ser alguien, mi se-
ñor. Aunque solo es una suposición, como le he dicho.
—Yo mismo te he enseñado todo lo que sabes. Encuentra ese catalizador,
si estás en lo cierto, y neutralízalo. —Y se quedó esperando a que ella se des-
pidiera, pero no lo hizo—. ¿Alguna cosa más, Sophia?
—Esto... Sí, mi señor... —dijo titubeante.
—¿Y bien?
—¿Pensáis castigar a Zir y a Idmíliris?
Gebrah se quedó unos segundos pensativo, construyendo la respuesta
más adecuada:
—Todavía no lo he decidido.
—Comprendo. —Y se levantó para dirigirse hacia la salida.
—Acepta un consejo, Sophia: él no te conviene —sentenció Gebrah, le-
yendo el pensamiento de la muchacha.
Las puertas se cerraron tras ella, dejando a Gebrah en la querida soledad
de su despacho.
—Es lo malo de los comunes: no saben separar los sentimientos de la ra-
zón. —Se quedó mirando un gran cuadro muy antiguo en el que aparecía un
retrato de sí mismo con unos cuantos años menos y un joven muchacho—.
Aunque no es un defecto que solo los aflija a ellos.
Capítulo 9
-El sueño de un caballero-

El dirigible surcaba los cielos acompañado del ronroneo de los motores.


Abajo, entre las nubes, se divisaba el Mar de Loto como una especie de cielo
invertido. Desde uno de los ojos de buey, Eliel admiraba aquella extraña
perspectiva del mundo. Las montañas parecían sencillas arrugas en un man-
tel, el mar cambiaba de tonos entre azules y verdes, las ciudades suponían
apenas cambios de color sobre el ajedrezado de los campos de cultivo y los
bosques. Las nubes, que siempre había visto como algo lejano, ahora las po-
dría rozar con los dedos si aquel cristal no se lo impidiera. Mientras, Adriem
descansaba como podía en uno de los dos camastros del camarote, ya que
no era la primera vez que volaba; los continuos aspavientos y comentarios
de la doalfar le resultaban algo molestos, aunque le producía cierta envidia
el verla disfrutar.
El viaje había sido tranquilo y, pese a que no les dejaban salir de allí por
precaución, la comida y el trato por parte de la tripulación habían sido bas-
tante buenos.
Pasados ya tres días, las heridas habían empezado a cicatrizar bien y el
dolor comenzaba a mitigarse.
—No sé por qué nos tienen encerrados aquí —farfulló ella algo molesta
mientras miraba las vistas—. Me gustaría ver el cielo desde un lugar mejor.
—Supongo que el capitán no quiere que una bonita doalfar se pasee por
una nave llena de rudos marineros que pasan semanas sin ver una mujer —
respondió Adriem sin molestarse en abrir los ojos.
—Gracias, Adriem.
Él se extrañó al oír aquel inesperado agradecimiento. Se incorporó, tra-
tando de no apoyarse en el brazo herido.
—¿Gracias? ¿A qué viene eso?
La doalfar se dio la vuelta y no pudo evitar fijarse en sus ojos: azules como
aquel mismo firmamento.
—Por lo de bonita —le dedicó un gesto sonriente, ante el que Adriem se
ruborizó un poco.
—Yo no he dicho eso.
—Sí lo has dicho. Has dicho «bonita doalfar» y creo que no hay otra por
aquí —concretó mientras se acercaba al camastro. Se sentó a su lado y lo
miró con expresión divertida—. No pareces el tipo de persona que suele de-
cir piropos a la ligera, así que me siento muy halagada.
Adriem desvió la mirada y se puso en pie con esfuerzo, incómodo ante
sus comentarios.
—¿Y tú qué sabrás? —dijo casi para sí mismo.
—Lo siento, señor guardia —contestó Eliel sonriendo.
Ella se quedó mirándolo. Le divertía la timidez de aquel humano y en el
fondo sentía una punzada de culpabilidad, pero estar allí tantas horas con
alguien que casi no hablaba se hacía muy aburrido. Sin duda era atractivo,
pero del todo ignorante en lo referente a la etiqueta y las relaciones socia-
les... Su tutora del templo ya lo habría suspendido varias veces.
—Ven, deberías ver esto —dijo el humano mirando hacia fuera.
Eliel se acercó a él. A través del ojo de buey se veía que, entre las nubes, el
mar acababa en un cabo, sobre el que se extendía una ciudad de tejados de
pizarra y calles desordenadas. En la parte más alta del cabo, desafiando a las
olas que chocaban contra los acantilados, una fortaleza de piedra oscurecida
por el paso del tiempo proyectaba su sombra sobre las calles adoquinadas.
Sus múltiples torres se erguían coronadas por cañones, y se podían divisar
algunas torres más de defensa. Los lienzos de la muralla dejaban entrever
que, aunque antiguas, se conservaban todas las defensas de la pequeña ciu-
dad.
A lo lejos, en el horizonte y hacia el Norte, bajo el cielo raso una cordille-
ra enmarcaba las llanuras y praderas, donde se podían distinguir pequeños
pueblos.
—Eso parece Dulack —afirmó Adriem, pues, pese a que nunca había es-
tado allí, le habían hablado muchas veces de aquella ciudad que tenía un
castillo sobre el mar, famosa por su puerto franco, donde los marineros y los
dirigibles no tenían que pagar impuestos por las mercancías.
—El templo donde estudio está tras aquellas montañas, y más allá se en-
cuentra mi hogar —dijo Eliel, claramente excitada ante la cercanía de aque-
llos lugares tan familiares.
—Sólo espero que no nos pongan muchos problemas en la aduana para
entrar en la ciudad. Si fuéramos mercancía sería más fácil.
—No te entiendo.
—Nada. Tú reza a Alma para que nos facilite el papeleo.
Un pequeño golpe, debido a alguna turbulencia, sacudió el paquete con
los libros que estaban en un estante. Eliel, asustada por si alguno se había
dañado, corrió a recogerlos cuando tras el impacto contra el suelo se deshizo
el nudo de la cuerda.
—Está deshecho. Es sorprendente que haya aguantado tanto el paquete
—observó, contrariada—. Habrá que arreglarlo cuando estemos en tierra.
—Todos los libros son muy viejos y gruesos. Habrá que tener cuidado o se
deslomarán —comentó Adriem admirando el formidable tamaño de los tres
tomos que Eliel recogía con cuidado del suelo—. Bueno, excepto este peque-
ño rojo. —Lo tomó del suelo y se lo ofreció. No pudo evitar la curiosidad de
leer el título cuando ella lo tomó agradecida y lo colocó junto a los demás.
—Diario de lady Eraide. Vaya, parece bastante antiguo... —opinó con
gesto crítico.
—¡Esto es secreto, no deberías verlo! —Lo tapó rápidamente con la tela
para ocultarlos de su mirada.
—Vale, vale —dijo sonriendo—. Tampoco me interesa tanto.
La doalfar remendó como pudo el paquete y lo volvió a anudar.
—Ni yo sé de qué tratan estos libros. Me prohibieron que los viera nadie.
Lo siento —suavizó su tono algo arrepentida, al parecer, por haber sido un
tanto brusca.
—Demasiado secreto para un simple diario, ¿no? —dijo el humano res-
tándole importancia.
—Tal vez —replicó ella y se quedó mirando los libros, esos que habían
dado un vuelco a su vida.
El guardia se asomó al ojo de buey y la puso en sobreaviso:
—Estamos descendiendo. No tardaremos en aterrizar.

En el despacho se amontonaban cientos de documentos que esperaban


ser estudiados y aprobados. Una vieja estufa de leña intentaba inútilmente
caldear la pequeña estancia, y el oficial que la ocupaba se ajustó el cinturón
mientras leía detenidamente unos papeles a través de sus gafas de cristales
gruesos que destacaban bajo su reluciente calvicie.
—Puede que en el imperio puedan alegar tranquilamente la pérdida de
unos pasaportes, pero muchacho, siento decírselo, esto es Detchler. ¿Cómo
voy a saber que son quienes afirman ser? Además, su aspecto... —su ob-
servación hizo clara alusión la manga de la chaqueta rota y el vendaje que
asomaba.
—Ya se lo he dicho —trato de explicarse Adriem, de pie frente a la mesa
del oficial—. Tuve un accidente y perdimos la documentación. No estaremos
más de una noche en la ciudad, le ruego que nos conceda solo ese tiempo y
saldremos del país.
—Ajá, pero me surge otra duda... —dijo mirando a Eliel, que estaba sen-
tada al lado de Adriem en una vieja silla, acurrucada, intentando quitarse
el frío del cuerpo—. ¿Qué hace un ciudadano imperial viajando junto a una
doalfar kresaica?
—La estoy llevando a su casa.
—¿A una doalfar? Vamos, ¿por qué no se inventa algo mejor? Un doal-
far nunca se dejaría ver por ahí con un humano, y mucho menos imperial.
¿Cómo nos llaman...? ¡Ah, sí! Comunes.
—P-Pero la Santa Orden... —musitó Eliel amilanada ante los gritos del
oficial.
—¡Esto no tiene que ver con la religión, estúpida niñata! —le respondió.
—¡Soy una novicia shaman y marquesa de las tierras de Hannadiel! ¡Exi-
jo un respeto! —saltó la doalfar, harta de las maneras del funcionario.
—¡Aquí no hay respeto para los doalfar de mierda como vosotros! ¡Y me-
nos para una furcia con aires de grandeza como tú, zorra! —blasfemó el cor-
pulento hombre con la cara hinchada y roja.
Eliel hizo ademán de levantarse por el insulto que había recibido, pero
para cuando quiso ponerse en pie, Adriem ya estaba enviando contra el sue-
lo de un puñetazo en la cara al arrogante oficial.
—¡Maldito cerdo! ¡Ni se te ocurra volver a insultarla! —exclamó Adriem,
encendido por la cólera—. Nadie te ha faltado al respeto, ¡así que discúlpate!
—exigió mientras lo mantenía agarrado por el cuello.
El oficial, lejos de disculparse, asustado acertó a gritar:
—¡¡Guardias!!

La ciudad de Dulack, capital de Detchler, estaba construida al resguardo


de una pequeña bahía y bajo la sombra de su imponente castillo, edificado
sobre un peñón.
Antiguo nido de piratas y contrabandistas, su puerto franco le daba una
importancia comercial y política envidiable. La bruma matutina que envol-
vía las calles en otoño empañando los cristales de las casas, llenaba de mis-
terio cada una de las plazas de aquella ciudad de piedra y teja oscura.
Cerca de las escaleras que conectaban la ciudad con el castillo, se amon-
tonaban los edificios administrativos. Eran los únicos que alcanzaban los
tres pisos de altura en toda la urbe.
Aquella mañana Meikoss aguardaba en la plaza delimitada por estos edi-
ficios, sentado en el borde de una enorme fuente en cuyo centro unos pre-
ciosos delfines esculpidos en mármol arrojaban chorros de agua cristalina.
Era un tipo bastante atractivo, y lo sabía. De pelo liso y castaño, lo lleva-
ba con raya en medio y largo hasta los hombros. Sus profundos ojos azules
habían hecho ya las delicias de más de una cortesana, y tanto su físico, cur-
tido con el entrenamiento que seguía como aspirante a caballero, así como
su envidiable posición social, traían de cabeza a las bellas damas, y no tan
bellas, de la ciudad.
Lanzó un largo suspiro. La mañana había sido muy pesada. No sólo había
tenido que madrugar, algo que cualquier adorador de la vida nocturna odia-
ba, sino que además había sido para asistir al cónclave de los clanes que se
celebraba cada seis meses.
Se frotó los ojos y ni se molestó en disimular su cara de aburrimiento.
Vestía una camisa beige con un pañuelo negro al cuello y pantalones ma-
rrones. En cuanto pudo se quitó la chaqueta y la dejó a cargo de uno de los
sirvientes. Si la cosa seguía así, en un rato se quitaría el pañuelo.
Las reuniones de los siete clanes de Detchler siempre eran serias y nunca
servían nada de comer o beber, excepto agua. Cinco hombres, entre ellos su
padre, y dos mujeres. Todos rondaban los cuarenta años y representaban
a cada una de las comarcas del país. Antaño eran independientes, pero un
antiguo duque doblegó en sucesivas batallas a todos los clanes de la región
tras la gran Guerra de las Lágrimas. En los dos siglos que habían venido a
continuación, el país había conseguido superar su pasado mercenario y pira-
ta, y convertirse en una nación próspera gracias al comercio. Eso sí, siempre
quedaban los juegos, que se celebraban cada tres años, con combates, prue-
bas y demás competiciones para recordar su pasado bélico.
Pero era el pasado. Lo que Meikoss tenía ahora delante era una tediosa
reunión en la que se debatía el estado del país y los clanes. A los antiguos
generales les habían seguido sus hijos burócratas y burgueses. Dentro de
no mucho, Meikoss heredaría las responsabilidades de su padre y por ello
estaba obligado a asistir.
El duque siempre presidía las reuniones, pero su débil estado de salud le
había impedido asistir. Y precisamente sobre eso versaba el acta del día. La
sucesión en el más alto cargo del país. No era hereditaria, sino que se elegía a
un hombre entre varios candidatos de cada clan. Se los sometía a las pruebas
más exigentes y el ganador se convertía en el dirigente del ducado. Pero para
ello aún había que esperar un poco.
Hablar, discutir y volver a hablar. Meikoss hacía tiempo que había dejado
que su mente volara desentendiéndose de la discusión. Se concentró en una
bella muchacha con la que se había acostado hacía un par de días. Y la reu-
nión acabó mucho más rápido de esa forma.
Ahora estaba esperando a su padre, pero como siempre se retrasaba. Aún
tendría algo que discutir por los pasillos, pero una cosa le llamó la atención:
en uno de los edificios empezó a oírse jaleo. Sin dudarlo un momento, se
dirigió con paso decidido hacia allí.
—¡Maldita sea, prendedlo! —gritó el oficial mientras un tipo, con aspecto
de imperial por sus ropas, se defendía a puñetazos de los guardias que lo
intentaban apresar evitando usar su brazo izquierdo. Un par yacían en el
suelo abatidos por el extranjero que, a ojos de Meikoss, demostraba un me-
jor entrenamiento que los funcionarios de aduanas. No obstante, contra los
tres que acaban de entrar, solo por número ya lo iba a tener más complicado.
Un intento fallido de pegar un puñetazo por parte de uno de los guardias
acabó con un rodillazo en las costillas que lo tumbó en el suelo. De inmedia-
to otro le golpeó con la porra, y su compañero, un tipo bastante fornido, lo
agarró por detrás, quedando inmovilizado y presa del dolor al tener su heri-
da apretada. Una vez así fue recibiendo una dolorosa sucesión de puñetazos
en el estómago.
La doalfar a la que en apariencia acompañaba, algo extraño sin duda, no
soportó la escena y sacó una tiza de argentano que reconoció al instante, con
la que parecía dispuesta a dibujar runas. Pero no había empezado a entonar-
las cuando una mano le asió la muñeca interrumpiendo la invocación:
—Espere, por favor, no querrá asustar a estos hombres, ¿verdad? —dijo
con una sonrisa de complicidad—. Su amigo parece bastante resuelto.
Volvió a mirar al extranjero, para ver que se había zafado de la presa
dando un feo taconazo al pie de su captor, y un codazo, al agacharse este, en
las partes íntimas. Más guardias acudieron, pero se detuvieron ante la voz
autoritaria de Meikoss:
—¡Ya basta, caballeros! —sonrió satisfecho de haber mostrado su poder
de mando delante de la señorita doalfar—. Esto empieza a ser un espectáculo
bochornoso.
Pero el alborotador, presa de la rabia, aprovechó la situación para pro-
pinarle una nueva patada en el estómago al guardia que lo había sostenido,
cosa que provocó que este intentara devolver el golpe según se recuperó,
mas Meikoss volvió a interrumpir:
—¡¡He dicho que ya basta!! Capitán, ¿se puede saber qué demonios pasa
con este hombre?
—Él me agredió. Creo que está loco —alegó el corpulento oficial de adua-
nas.
—¡Eso es mentira! ¡Tú la insultaste! —dijo defendiéndose.
—¿Quién eres? —preguntó Meikoss cuando el capitán estaba a punto de
replicar.
—Me llamo Adriem. ¿Eres el superior de estos... maleducados? —se notó
que aquella pausa ocultaba un adjetivo bastante malsonante.
—No exactamente. Mi nombre es Meikoss Sherald, hijo del consejero
personal del duque de Detchler y aspirante a caballero.
—Encantado..., supongo —dudó Adriem, desconcertado.
—Estupendo, ahora que ya nos conocemos, podemos chocar nuestros
aceros. ¡Que alguien le dé una espada!
—Pero señor Sherald... —dijo el capitán.
—Hay que detener a este hombre, ¿no? Déjemelo a mí. —Se giró hacia la
doalfar con una sonrisa que demostraba su confianza en sí mismo—. Descui-
de, seré gentil con él.
—Supongo que no tengo alternativa —dijo Adriem, aceptando con resig-
nación la espada que le ofrecían. Un sable de una mano, por suerte.

Bastante gente se había reunido en la plaza. Por lo visto debía de ser co-
nocido en la ciudad ese tal Meikoss, pensó Adriem. Notó las miradas que le
dedicaba la gente a Eliel. Se notaba el desprecio, pero el combate les intere-
saba más que sus puntiagudas orejas. Meikoss daba cortes al aire, probando
el sable que le habían facilitado. En el otro lado, él era el contrapunto. Sin
poder usar bien el brazo izquierdo para equilibrarse, empuñaba el arma con
ciertas dificultades.
—No debes dejar que tiemble el extremo de la hoja. Pareces demasiado
nervioso y tenso —dijo el aspirante a caballero, criticando la inexperta forma
de coger la espada de su contrincante—. Además de algo magullado.
—¡No necesito tus consejos! —bramó, aunque tenía razón. Los golpes re-
cibidos en el estómago en la reyerta le dolían al respirar.
No había acabado la frase y ya tenía a Meikoss encima. El manejo de la
espada de este obligaba a Adriem a retroceder constantemente. El choque
de las hojas rebotaba en la plaza, produciendo un eco acrecentado por el
mutismo de la gente que contemplaba el combate.
La sangre le martilleaba la cabeza. No podía soportar ese ritmo. No se
veía en condiciones y, a diferencia del de la estación, su enemigo esta vez
tenía un nivel de la esgrima muy superior al suyo, hasta el punto de verle
sonreír mientras dirigía el combate a su antojo. El sudor empañaba su cara,
y cuanto más avanzaba la pelea, más vacilantes eran sus movimientos.

«Esmail, yo algún día seré…»

Las palabras que le dijo a Esmail resonaron en su cabeza. Pero su volun-


tad no bastaba, ya que había un abismo entre ambos y él se empequeñecía
por momentos.
Un par de golpes con el pomo del sable de Meikoss le hicieron recular.
Estaba jugando con él, respetando constantemente su flanco izquierdo para
no aprovecharse de su brazo herido. Eso le humillaba todavía más.
«Además, la esgrima no se te da muy bien. Siento decírtelo.»
Tras deshacerse de Meikoss, ambas hojas se entrecruzaron y este, con un
movimiento rápido y preciso, se hizo con ambas armas para golpear después
con todo su peso a Adriem, que cayó de espaldas. Cuando se quiso levantar,
Meikoss le apuntó con su sable a la garganta.
—La verdad, te veía más resuelto antes. Me has decepcionado —suspi-
ró con vehemencia—. Tu estilo es bastante vulgar. —Se giró hacia el oficial,
quien había observado el breve combate—. ¡Todo suyo, capitán!
Adriem miró a su alrededor. La gente se iba, defraudada por lo poco que
había durado el espectáculo, lamentándose de que el oponente de Meikoss
hubiera sido tan fácil de derrotar. Rehuía sus miradas de compasión, pero
de pronto se encontró con la de Eliel. Sus ojos lo miraban con ternura pero
sentía que lo juzgaban, compadeciéndose de él, y no era capaz de superar el
examen. Allí estaba, en el suelo, cubierto de polvo. ¿La había ayudado hasta
ahora? No había ganado ningún combate. Realmente nunca la había prote-
gido. Lo único que habían hecho era escapar.
—No te quedes así de callado, y no pongas esa cara, es normal que hayas
sido derrotado. Estudié con los mejores maestros y no he perdido un duelo
desde hace años. —Meikoss se acercó hasta que le tapó la luz, cubriéndole
con su sombra—. Aunque es una lástima no haberte lucido ante ella, ¿no?
—¿Y tú qué sabrás? —Se fue levantando poco a poco. No soportaba que
además de la humillación tuviera que escuchar el currículum de aquel tipo.
Ya era bastante sentir la compasión de la gente, de Eliel..., pero no necesi-
taba la de su contrincante. Ese maldito niño rico no sabía cuánto esfuerzo
había hecho él en la Guardia Urbana. Pese a no ser un aspirante a caballero
o el hijo de algún hombre rico, no merecía ese trato.
Tan sólo quería ser algo más que el hijo de un bibliotecario. Pero allí, en
aquella plaza, la realidad le recordaba quién era y las palabras de Esmail
seguían sonando lejanas...

«Te quiero tal como eres…»


Tal recuerdo se clavó en la mente de Adriem como un cuchillo, quien se
abalanzó contra el hijo del consejero propinándole un fuerte golpe en el bra-
zo que le hizo soltar el arma. La reacción de su oponente no se hizo esperar,
y un puñetazo fue a parar a su pecho, dejándole sin aliento, seguido de una
fortísima patada en el costado. Pero lo bloqueó con el brazo herido en un
rápido movimiento de cadera, sin inmutarse ni sentir ningún dolor. El aire
comenzó a volverse turbio a su alrededor.

«—Yo, algún día, seré caballero.


Así seré muy fuerte y no perderé a nadie nunca más.
—¿Y me defenderás?
—Pues claro que sí.»

Recordó una fría luz que viera mucho tiempo atrás y que había intentado
olvidar. Una presión en su pecho le oprimió el corazón con tal fuerza que
parecía que se lo fueran a arrancar, y algo dentro de él se rompió en mil
pedazos.
—¡Adriem, Adriem! Despierta.
Últimamente sentía que tenía la mala costumbre de despertarse sin saber
dónde estaba, ni qué había pasado. Eliel estaba mirándole con preocupa-
ción, y tras ella distinguió un techo gris y una litera… Ese tipo de estancias
ya las conocía, aunque habitualmente las contemplaba desde el otro lado de
los barrotes: estaba en la celda de una comisaría.
—¿Qué ha pasado? Eliel, ¿dónde estamos? —preguntó Adriem aún atur-
dido.
—En la enfermería de los calabozos del castillo. Llevas inconsciente más
de tres horas. Me tenías muy preocupada.
—¿Tres horas? —dijo mientras se reincorporaba lentamente. El cuerpo
lo tenía entumecido y le tardaba en responder. Las ideas se le apelmazaban
en la cabeza y un intenso dolor en las sienes no le dejaba abrir demasiado
los ojos.
—No te muevas, aún no pareces recuperado, estás muy pálido. —Eliel se
levantó de la silla en la que había estado todo aquel tiempo, sin separase de
él—. Será mejor que llame al médico para que te vea.
Pero, justo antes de que empezara a andar, Adriem musitó:
—Lo siento.
Eliel se giró, extrañada.
—¿Sientes el qué? No te entiendo.

—Siento mucho haber perdido antes contra aquel tipo. Si hubiera man-
tenido la sangre fría con el oficial, tal vez nos hubieran acabado dejando
pasar...
—Pero... ¿qué dices, Adriem? Si fue él el que perdió —afirmó sorprendida
ante las palabras del humano.
—¡¿Cómo?! —No podía salir de su asombro. Era imposible, él estaba en
el suelo y...
—No sabía que eras capaz de usar magia... —Torció la cara, algo extraña-
da—. Y mucho menos de esa forma tan peculiar. ¿Dónde aprendiste a hacer-
lo? Fue... algo raro. No vi las runas.
La cara de Adriem se ensombreció. Sólo recordaba estar en el suelo y que
no había sido capaz defenderse de sus ataques... Luego, él.... Sólo recordaba
aquella luz fría y ese dolor. No era la primera vez que había sentido algo así,
pero ya hacía mucho tiempo de aquello... Fue cuando... No conseguía recor-
darlo. ¡¿Por qué?!
Se llevó las manos a la cabeza, aquejado de un fortísimo dolor casi inso-
portable. Parecía que le taladraba el cráneo. Al verlo, la doalfar salió inme-
diatamente llamando a voces al doctor.
—Esto debería calmarle el dolor de cabeza unas horas —dijo el viejo mé-
dico, quien vestía una bata que tiempo atrás fue blanca, mientras miraba por
encima de sus gafas a una preocupada Eliel e inyectaba algo en el brazo del
paciente, que no dejaba de murmurar aquejado por la jaqueca—. Con lo que
tengo aquí poco más puedo hacer, jovencita.
—¿Es muy grave, doctor? —preguntó ella cruzando las manos, ansiosa.
—Sinceramente, no lo sé, señorita. Físicamente, aparte de unas magulla-
duras y heridas, no tiene ningún daño serio. —Revisó el vendaje del brazo
herido que había desinfectado y sustituido por uno nuevo—. Es más, diría
que goza de muy buena salud, pero los síntomas me desconciertan. —Se ras-
có la cabeza, pensativo, mientras recogía en su maletín un par de frasquitos
que había sacado para tratar al paciente. El doctor se colocó bien las gafas—.
A juzgar por lo que veo, parece más un daño anímico que físico, y lo mejor
sería que lo visitara un experto en la materia pero, sinceramente, por esta
ciudad dudo que encuentre alguno.
—Puede que en mi tierra lo puedan ayudar... —murmuró, pensativa. No
iba a ser nada fácil que en los monasterios shaman quisieran tratar a un hu-
mano, pero si no había otra opción tendría que intentarlo.
—Apenas sé de este tipo de enfermedades, pero creo que las llaman Eco.
—Se levantó—. Pero si quiere llevarlo a Kresaar, antes tendrá que ver cómo
lo saca de aquí.
—Con permiso. —Meikoss dio unos golpecitos en la puerta y entró inte-
rrumpiendo la conversación—. Quería ver a mi último oponente y a su bella
acompañante.
Con una ligera cojera se acercó hasta el doctor.
—Señor Sherald, creo que su padre lo estaba buscando —comentó el mé-
dico.
—Podrá esperar un poco. ¿Cómo está el hombre que ha conseguido rom-
per mi imbatibilidad de cinco años?
—Ahora duerme, el doctor le ha suministrado un calmante —dijo Eliel—.
Gracias por preocuparse.
—No me las dé, señorita. Tengo ganas de que se recupere y pueda ex-
plicarme cómo fue capaz de lanzarme aquel golpe invisible con semejante
fuerza. ¿Era magia? No vi que hiciera runas ni nada por el estilo.
—No lo sé con exactitud —concretó Eliel—, pero no creo que pueda res-
ponderle si no lo llevamos a que lo vea un especialista. No parece que me-
jore.
—Creo que eso es bastante difícil... Él está bajo arresto por desorden pú-
blico, tendrá que permanecer entre rejas un par de semanas. Pero ya sabe
que usted no ha de pasar más noches en estas frías habitaciones —indicó
señalando la sobria celda de la comisaría—. Ya me han dicho que es una no-
ble de Kresaar y debería disfrutar de las comodidades dignas de su posición.
—Hizo una ligera inclinación.
—No, agradezco la hospitalidad de la ciudad de Dulack, pero prefie-
ro quedarme junto a mi... —Una duda asaltó a Eliel. ¿Quién era Adriem?
¿Guardaespaldas, protector, guardián...?
—¿Amigo? —acabó la frase Meikoss.
—Sí, mi amigo —dijo, rápida de reflejos, ante lo que él sonrió satisfecho.
—Señores, con su permiso tengo a otros pacientes que visitar —se des-
pidió el médico haciendo un breve saludo y saliendo por la puerta de la cel-
da—, pero, si es posible, llévelo a un experto en cuanto pueda salir de aquí.
Meikoss miró al médico y la cara de preocupación de la doalfar. Se quedó
unos instantes pensativo y al final añadió:
—Muy bien, señorita Van Desta, acompáñeme. Sólo la separaré de su
amigo un par de horas.
—¿Adónde vamos?
—A hablar con mi padre.
Capítulo 10
-El dolor de la derrota-

La débil luz del crepúsculo entraba, con tonos grises y anaranjados, a


través de las ventanas de la sala. En el centro, observando cómo el sol se
iba ocultando entre las nubes y el mar, un hombre de cabello cano y corto
degustaba un buen vino. Se atusaba su cuidada barba mientras sus cansados
ojos azules no dejaban de mirar el ocaso del astro rey desde su sillón. Espe-
raba sin esperar nada. Sencillamente se deleitaba con la puesta y el sonido
del péndulo del enorme reloj que, en su elaborada caja de madera de mar-
quetería, marcaba impasible las horas.
La jornada había sido dura, y ese remanso de paz era el bálsamo que cu-
raba las heridas diarias. Tal vez debiera seguir leyendo aquel libro. Llevaba
ya cinco años haciéndolo. Acarició la cubierta del tomo, que estaba en la me-
sita, donde también se hallaba la botella de vino. La destructora de sueños.
Hechos y fundamentos de Neferdgita. Pasó los dedos por el título y suspiró.
Los libros de historia le gustaban, pero aquel se le resistía.
Un escalofrío le recorrió la espalda. El reloj se detuvo. ¿Tocaba darle
cuerda ya? Lo había hecho el día anterior, puede que se hubiera estropea-
do... o tal vez fuera un signo de mal agüero. Interrumpiendo sus cavilacio-
nes, alguien llamó a la puerta.
—¿Quién es? Le dije a Harald que no me molestaran —protestó con des-
gana.
—Soy yo, padre.
Su apatía desapareció al oír aquella voz. Si algo podía privarlo de su rato
a solas, sin duda era la visita de su hijo.
—Adelante, adelante. Pasa. —Y se ajustó el sobrio batín de invierno para
levantarse.
Se abrió la puerta y Meikoss entró. Pero detrás de él, medio en sombras,
estaba una mujer que se había quedado esperando en el umbral, y que no
pasó inadvertida a sus ojos.
—Buenas tardes, hijo mío, me alegra ver que vienes a hacerle una visita
a tu viejo padre.
—Buenas tardes, padre. Siempre tengo un rato para que me cuentes cómo
te ha ido el día. Aunque lamento que esta vez sea una visita interesada.
—Por lo que veo, vienes acompañado. Dile a tu amiga que pase —dijo
guiñándole un ojo a su hijo.
—No es lo que piensas. Nos acabamos de conocer en la plaza —respondió
con rapidez a la insinuación de su progenitor.
La mujer entró por la puerta.
—Con permiso.
Se sorprendió al ver que se trataba de una doalfar. Si por él fuera, nunca
le hubiese permitido entrar, pero si la había traído su hijo consigo, confiaba
en que fuera por un buen motivo. Esos altivos habitantes del norte, con los
que históricamente habían tenido más de una disputa territorial, no eran
bienvenidos.
—Ella es Eliel van Desta, hija del marqués de las tierras de Hannadiel,
en Kresaar. —Hizo una pequeña pausa en la que Jeffel asintió con la cabeza,
mostrando su aprobación más que su respeto—. Señorita Van Desta, él es
mi padre, lord Jeffel Sherald, consejero del duque Hendmund —concretó
lanzando una mirada de duda a su padre.
Jeffel se quedó durante un momento meditabundo. La Marca de Hanna-
diel… Había leído algo sobre esas tierras, pero no recordaba muy bien el qué.
Se dio cuenta de que el silencio que se formó mientras observaba a la doalfar
se estaba tornando incómodo, y reaccionó para solventar la situación apar-
tando aquellos pensamientos:
—Sed bienvenida, señorita Van Desta. Espero disculpe mi vestuario, pero
no esperaba visitas —dijo tratando de encontrar las palabras en doalí.
—No tiene que disculparse, Lord Sherald. Soy yo quien lamenta tener que
visitarle a horas tan intempestivas. —Para su sorpresa hablaba un tírico casi
perfecto, sin acento.
—Bien, pues. —Les ofreció asiento—. Cuénteme qué quiere de mí.
—Le seré breve: durante mi viaje de vuelta a mis tierras por razones co-
merciales, tuve ciertos problemas con la documentación. Nuestro equipaje
se extravió y con él mi pasaporte, por lo que tuvimos algunas dificultades en
la aduana de su ciudad. Algo totalmente comprensible. —Jeffel, haciendo
caso parcialmente al relato, estudió los movimientos de la doalfar. Llevaba
demasiados años en política y sabía perfectamente que le estaba contando
una verdad a medias—. Mi... guardaespaldas sufrió un percance por tal mo-
tivo, defendiendo mi honor, y está ahora en prisión.
—Es la ley, señorita, aplicable a todos. Incluido a un doalfar. —Pese a que
trataba de contenerse, no pudo evitar cierto sarcasmo en su tono.
—Disculpe que le corrija, lord, pero mi guardaespaldas no es doalfar, es
un... humano, como usted.
Aquella aburrida conversación adquirió un matiz más interesante tras
aquella revelación. ¿Una noble doalfar custodiada por un humano? En sus
años de vida nunca había visto o escuchado algo similar. Tal vez la historia
de la hija del marqués no fuera una pérdida de tiempo, tal y como había pre-
supuesto hasta el momento.
—Aun ello, es la ley. Si originó disturbios con las autoridades, deberá pa-
sar unos días en la cárcel y abonar una multa. Sólo le retrasará ligeramente
su viaje, mientras usted, a bien seguro, encontrará acomodo en esta, nuestra
ciudad.
—Ese no es el problema, padre... —alegó Meikoss.
—Deja que continúe la señorita, hijo, quiero escuchar la historia con sus
propias palabras —le interrumpió alzando la mano, para pedirle paciencia.
—Mi guardaespaldas... —prosiguió ella.
—¿Su nombre? —preguntó rápidamente, sabiendo que pillaba por sor-
presa a la doalfar tras el comentario hacia su hijo.
—Adriem Karid. —La pronta respuesta agradó al consejero. Quería decir
que aquella doalfar tenía cierta familiaridad con su guardaespaldas. Cual-
quier otro habría tenido que pensárselo o habría dicho sólo su nombre de
pila, pensó mientras ella seguía hablando—. Es urgente que lo lleve a un
templo shaman donde puedan estudiar su enfermedad. El más cercano a
aquí se encuentra en Nara.
—¿Es allí donde piensa llevarlo? —cuestionó Jeffel.
—En efecto, Lord Sherald. Quiero desviar mi camino y atravesar por Sa-
lania en vez de ir directamente a Kresaar. Desde hace siglos mi orden se
ha dedicado al estudio de las artes rúnicas, sé que allí encontraré un espe-
cialista que pueda ayudarlo. Viendo lo que ha pasado hoy, sin duda es un
efecto metafísico. Por desgracia, soy una sencilla novicia, carezco de los co-
nocimientos necesarios para tratarlo, pero alguno de mis superiores podrá y
Nara es el templo más próximo.
—Puede que tenga razón, padre —añadió Meikoss—, apenas son tres o
cuatro días de camino desde aquí, a lo sumo.
—Le seré franco, señorita: como bien sabrá, en estas tierras no profesa-
mos mucha simpatía por los suyos, pero ha venido aquí traída por mi hijo,
por lo que si le avala él, tiene mi voto de confianza y creeré lo que me ha
contado sobre sus intenciones. No creo que tenga muchos problemas para
solicitar un indulto por una falta menor. —Hizo una pausa, pensativo—. A
cambio, Meikoss, me deberás responder a una pregunta.
—¿Cuál, padre? —dijo este, inquieto.
—Entiendo las razones de ella para pedirme tal favor, a fin de cuentas se
ha expuesto ante mí por alguien que a bien seguro aprecia, cuando lo más
sensato hubiera sido continuar camino a la frontera hacia tierras más ami-
gas. Pero lo que no tengo tan claro es, ¿cuáles son las tuyas, hijo?
—Yo sólo... —Jeffel supo de antemano que no tenía una respuesta para
esa pregunta, pero una mirada de su hijo hacia la doalfar le hizo presuponer
la excusa que venía a continuación—: Padre, creo que deberíamos ayudar a
una noble kresáica. Son tiempos difíciles y siempre hemos mantenido una
relación de enemistad con nuestros vecinos de los valles del norte, por lo
que su presencia en la ciudad no tardará en ser conocida por todos, la vieron
en la plaza y ella no se va a ir sin su guardaespaldas. Arriesgarnos a tenerla
aquí varios días podría traernos problemas, y si algo le sucediera, los nobles
vecinos no dudarían en tomar represalias. El equilibrio es débil, no quisiera
que fuéramos nosotros los que encendiéramos la mecha cuando podemos
llevarlo con discreción.
Había sido un buen argumento. Con el duque tan frágil de salud, lo que
menos interesaba era tener problemas innecesarios por una hija de noble
doalfar y un enfermo. Enarcó las cejas, satisfecho.
—Es una razón de peso. Bien pensado. —Se dirigió hacia la doalfar—. No
tengo ninguna garantía de que sea quien dice ser, pero no gano nada rete-
niéndola en la ciudad. Tendrá el indulto a condición de que salgan mañana
a primera hora sin ningún tipo de demora.
—Por supuesto, lord. Estoy en deuda con vos —dijo solemnemente reali-
zando una ligera reverencia.
Jeffel se giró hacia la ventana dando la espalda a ambos, para observar
las vistas de aquel vasto mar que rodeaba el vetusto castillo. De esta forma
podía ocultar la sonrisa que se dibujaba en sus labios.
—Hijo, irás en mi representación velando por la seguridad de la dama.
—Padre...
—Aún no he acabado —lo interrumpió Jeffel—. Tú has avalado a esta se-
ñorita, como bien he dicho, así que a ti te corresponde que abandone nues-
tras fronteras sin incidentes. Me encargaré de esgrimirlo como una razón de
peso para promocionar tu candidatura a caballero del ducado. Sé que estás
a la altura y satisfarás mi confianza.
—Lord, eso es completamente innecesario, no hace falta que moleste a su
hijo —intervino Eliel.
—No es una molestia, señorita Van Desta. Meikoss lo hará de buen grado,
¿cierto?
Meikoss se quedó callado, meditando las palabras de su padre. Al final,
rompió su silencio:
—No se preocupe, marquesa, seré su escolta hasta Nara, tal y como ha
sugerido mi padre.
—Mañana por la mañana tendrá el indulto. Ahora le pido que descanse
en las habitaciones del castillo, no desearía que deambulara por la ciudad
y menos a estas horas de la noche. Me encargaré de que su amigo esté bien
atendido por el doctor.
—Gracias, lord, se lo agradezco —replicó realizando una profunda reve-
rencia que, sin duda, agradó a Jeffel. No todos los días un altivo doalfar
inclinaba la cabeza ante él. Más bien era la primera vez.
—Bien, ha sido un placer conocerla —se despidió girándose de nuevo con
expresión afable—. Si me lo permitís, ahora he de hablar con mi hijo en pri-
vado.
Tras una nueva reverencia, la doalfar abandonó la estancia dejando a so-
las a los dos. Pese a lo resolutivo que solía ser Meikoss, sabía que no había
entendido el porqué de su requerimiento de que la escoltara. Podía notarlo
en su cara cuando se giró hacia él.

—Gracias, padre, no sé cómo agradecéroslo. Pensé que...


—¿Que me negaría y tendrías que esforzarte en convencerme? —Negó
con la cabeza, aunque disfrutando del momento—. Tu razonamiento ha sido
bueno, pero no creas que te he enviado sencillamente para que hagas ami-
gos. —Se acercó hacia la mesita y se sirvió un trago de una de las botellas con
distintos licores que la adornaban—. Quiero que compruebes de primera
mano que ella es quien dice ser —dio un sorbo—, y si es así, la acompañarás
a la marca, gentilmente, como un buen caballero, y a la vuelta me dirás si te
gustan sus tierras.
—¿Cómo...? Padre, ¿os estáis refiriendo a...? —en la cabeza del joven se
dibujó una palabra que siempre odió.
—¿Matrimonio? —se rio y dio un largo trago—. No, no... Nunca dejarían
que un humano se casara con una noble doalfar, aunque tu cuna sea más
elevada que la de ella. Pero si al final hay guerra, necesitaremos aliados.
Detchler ha de mantenerse neutral todo lo que pueda. Si Kresaar tiene las
de ganar, se reforzará tu posición para el consejo pactando alianzas con los
valles del norte. Si tiene las de perder, algo muy probable... —dio un nuevo
trago—, es posible que saqueemos esas tierras antes de que el Imperio llegue
a controlarlas cuando las tribus confederadas se disgreguen si cae el gobier-
no central.
—Eso es... Lo que decís es terrible, padre. Me niego a utilizarla de esa
manera —protestó claramente ofendido y con la cara roja—. ¡Es miserable
—Es política, hijo. Ya aprenderás. —Sabía que no iba a compartir sus ob-
jetivos, pero poco a poco le haría entrar en razón, sobre todo si la guerra
estallaba—. Aprovecha que tendrás el indulto, me he fijado en cómo la mi-
ras, así que saca provecho de la situación. Es guapa, muy guapa. Nunca has
tenido problema con eso, tan sólo sé gentil.
Meikoss se quedó mirando a su padre pero no dijo nada más, salvo una
despedida. Esa conversación no iba a tener otro final, daba igual lo que aña-
diera.
—Buenas noches, padre.
—Buen viaje, hijo. Hablaremos a tu vuelta. —No le dio tiempo a decir
más, pues este cerró la puerta tras de sí visiblemente molesto. Había pasado
demasiado tiempo guarecido tras los muros de aquella ciudad y ya era hora
de que empezara a descubrir qué aguardaba más allá de la vida placentera.
Si había guerra, debía prepararlo, y la situación era idónea. Puede que el
viaje le diera la perspectiva necesaria para volver a tener esa conversación
a la vuelta.
Le conocía lo suficiente bien como padre y, tras un buen par de nalgadas,
podía enviarlo al confín del mundo. Por ahora, con Kresaar era suficiente.

El pequeño comedor estaba sobriamente decorado con algunos jarrones


procedentes de la región oriental de Estlar, que destacaban por sus tonos
dorados y rojizos, en los que se entremezclaban figuras geométricas en una
bella armonía de líneas sencillas. En las paredes destacaban unos bonitos
tapices con bordados de animales y flores, y la puerta acristalada daba a un
mirador de piedra con vistas al mar, que aquella noche permanecía en calma
mientras Meikoss y Eliel charlaban a la luz de los quinqués alrededor de una
pequeña mesa con los restos de una exquisita cena.
El anfitrión le había ofrecido a Eliel ropa nueva. Así que, tras mucho re-
buscar entre los armarios de las dependencias, encontró un lindo vestido
con faldón de color verde y oro, con motivos de hojas. Dejaba los hombros al
aire y lo ceñían tres cinturones finos. Los zapatos que había escogido tenían
un poco de tacón, y unos guantes altos le cubrían hasta la mitad del brazo.
Alrededor del cuello portaba un collar de cuero con un pequeño rubí en el
centro. Un diseño kresaico, sin duda. Eliel estaba contenta de poder quitarse
las grises ropas del imperio y vestir otra vez ropa colorida y vistosa.
—Así pues, ¿no quieres ser shaman? —preguntó él satisfaciendo su cu-
riosidad.
—No es mi vocación, solo quiero acabar mis estudios sobre las criaturas
astrales. Después de volver a Hannadiel.
—Supongo que la vida de una noble kresáica no debe de ser muy diverti-
da. Aquí en Detchler no nos aburrimos nunca —expresó con mucha ironía.
—Apenas recuerdo cómo era antes de que fuera a estudiar, tan solo que
los días transcurrían lentos. Parece que haya pasado una vida desde aquello.
—Vaya, entonces este viaje es lo más parecido a un poco de libertad que
has tenido en mucho tiempo... —observó Meikoss imitando con las manos
las alas de un pájaro.
Eliel rio con cierta discreción.
—Más o menos, aunque es complicado de explicar. No son mis vacacio-
nes soñadas.
Ahora que se fijaba en él, pudo comprobar que era muy apuesto. Tenía
una mirada sincera y un carácter encantador. Había conseguido amenizar
aquella velada, pese a que estaba preocupada por Adriem.
—Algún día tendré que asumir mis responsabilidades con mi familia y
tú algún día serás caballero, ¿no? —Ya no recordaba en qué momento de la
noche había empezado a tutearlo. Tal vez fue después del vino.
—Exacto. Aunque todo el mundo me da ya por aprobado, mi padre está
haciendo todo lo posible para que mi promoción sea rápida. A veces siento
que me resta algo de mérito, por lo que trato de esforzarme lo más posible.
Siento que tengo que compensar su respaldo.
—Aunque no soy demasiado entendida, pareces muy bueno con la espa-
da.
—Siempre he estado en las mejores escuelas de esgrima; supongo que eso
servirá. Aunque el mundo ha dado la espalda a este arte, ahora las guerras
las definen los fusiles. —Meikoss miró la hora—. Se hace tarde, será mejor
que pospongamos la charla para mañana, pese a lo agradable que resulta.
—Tal vez tengas razón —asintió mirando también el reloj.
Meikoss se levantó y dio la vuelta a la mesa para retirar la silla de Eliel
mientras ella se levantaba. Pero la doalfar había bebido demasiado y un im-
previsto mareo la sorprendió cuando se puso en pie, tambaleándose. Se hu-
biera caído de no haber sido por Meikoss, que la asió con rapidez.
Eliel sintió un fortísimo rubor, mezcla del buen vino y de verse sujetada
por los robustos brazos de Meikoss. Sus rostros estaban a poca distancia. Él
cerró los ojos y acercó aun más el suyo al de la joven, quien se dejó llevar por
la agradable sensación y la fragancia de aquel futuro caballero.
—Supongo que habrá muchos hombres en Hannadiel esperando a una
mujer tan bella —susurró Meikoss justo antes de buscar sus labios. Pero
nunca los encontró.
Cuando quiso darse cuenta, Eliel había escapado de su placentera prisión
y, sin mirarlo a los ojos, le dijo:
—Me lo he pasado muy bien, pero estoy cansada. Quiero irme a dormir.
Meikoss, sin saber qué decir, se dirigió hacia la puerta. Cuando estaba a
punto de salir, intentó disculparse:
—Eliel, yo... —trató de explicarse, abrumado.
—Gracias. Buenas noches, Meikoss —le cortó con una sonrisa de cortesía.
—Buenas noches, Eliel. —Abandonó la estancia, y una sirvienta entró a
recoger la cena.
El pasillo estaba solitario y en penumbra. Meikoss paseaba sin prisa, des-
velado y meditabundo. No era tan buena persona como pretendía ser, pero,
si bien odiaba las razones que había esgrimido su padre, nadie le disuadiría
de acompañar a la bella doalfar a su destino.

A diferencia de lo que era habitual en el otoño en Dulack, aquella mañana


había amanecido soleada, sin la persistente bruma característica de la épo-
ca. Las calles de la ciudad parecían bastante animadas a la luz de aquel sol
que, por desgracia, no calentaba mucho.
Meikoss hablaba, enfundado en su abrigo marrón, con un par de merca-
deres en una taberna cercana al puerto.
—Lo siento —dijo uno de ellos—. Vamos hacia Kramemberg y no pensa-
mos salirnos de la ruta. Además, no tardarán en caer las primeras nevadas
fuertes en las montañas, por lo que dudo mucho que ninguna caravana suba
por lo menos hasta dentro de un mes. Es una mala época, muchacho.
—Pero yo necesito ir allí esta semana, y he de dar con alguien que conozca
ese camino.
—Ese no es nuestro problema —contestó el otro mercader mientras se
levantaban de la mesa.
Meikoss se quedó apenado. Eran los quintos que rechazaban la propues-
ta, y no parecía que fuera a tener mejor suerte con los demás. Dio un buen
trago a la cerveza y se dispuso a marcharse, pero alguien lo detuvo sentán-
dose en la mesa, a su lado:
—Puede que yo esté loca o que este sea su día de suerte. Quizá me interese
la oferta si está bien pagada.
Una mujer de pelo rubio ondulado, recogido en una coleta, lo miraba con
una sonrisa. Tenía los ojos azules, cristalinos, y vestía como una comercian-
te bastante adinerada. Probablemente de telas, a juzgar por su aspecto.
—Puede que sea coincidencia.
—Sea como fuere, yo tengo un carro y conozco la zona. He de ir a Zirna
para atender unos negocios y Nara me viene de paso. Por lo que tengo enten-
dido, estaría dispuesto a pagar por unos pasajeros.
—Ha entendido bien, señorita...
—Rulia. Rulia Amodo —dijo acercándose a él.
—Encantado. Si acepta a tres pasajeros, le diré mi nombre.
—Pues ya puede ir diciéndome primero cuánto paga y, después, cómo se
llama. —Le guiñó un ojo—. El negocio va primero.
Meikoss sonrió y bendijo a la Madre Alma por haber tenido tan buena
fortuna cuando ya lo daba todo por perdido.

Tendido en la plaza, Adriem yacía frente a Meikoss. Había perdido y la


rabia se mezclaba con la impotencia de saber que poco más podía hacer.
¿Por qué debía esforzarse? Estaba claro que su oponente era de ese tipo de
personas que lo habían tenido todo. Veía la admiración en los rostros que
los rodeaban y las miradas juguetonas de las mujeres. Guapo, con buena
posición... Se miraba a sí mismo y sólo encontraba a un tipo triste que había
aspirado toda su vida a ser algo y no había conseguido nada. Le envidiaba y
odiaba ciegamente. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, y una sensación simi-
lar a una descarga eléctrica le atravesó desde los pies hasta el último pelo de
la cabeza. Esa sensación ya la había tenido antes. Fue cuando...
La desesperación y el dolor se fundieron en uno solo, y un grito de furia
surgió desde lo más profundo de sus entrañas. No podía soportarlo más, era
el reflejo de su vida hasta ahora, postrado y derrotado, escuchando la risa de
los demás, pero no iba a seguir siendo así. Esta vez no.
La luz por momentos se atenuó en la plaza mientras pequeñas descargas
eléctricas surgieron del suelo a su alrededor, ante la sorpresa de la gente y
de su propio oponente. El aire se distorsionó y todo pareció quedarse sin
color, a excepción de su adversario, y, sin saber cómo, al igual que en la
estación, supo qué hacer. Los adoquines del suelo se desnivelaron y varios
se resquebrajaron cuando alzó la mano y, dejando fluir esa sensación que le
recorría el cuerpo, un fortísimo golpe levantó a Meikoss del suelo, proyec-
tándolo varios metros hacia atrás. El agua de la fuente que había detrás saltó
por los aires, producto del impacto, creando una lluvia artificial que mojaba
a los espectadores, incrédulos ante lo que habían visto. Todos sintieron en
su propio cuerpo la onda expansiva de aquel golpe que había tumbado de un
solo movimiento al aspirante a caballero.
Adriem jadeaba y el sudor le corría por el rostro mientras un desagra-
dable vértigo lo envolvió, como si cayera a un abismo. Sus oídos se habían
taponado, mas podía percibir el silencio de las gentes que observaban la
escena. Poco a poco su vista se nubló, pero en vez de dar paso a la oscuridad,
empezó a ver que las casas y los edificios se difuminaban hasta desaparecer.
Tan solo quedaban manchas azuladas que, como si de espectros se tratasen,
flotaban en el aire. Pese a todo, una persona permanecía en aquella extraña
bruma: Eliel lo miraba con cara de preocupación.
Él fue andando poco a poco hacia ella, y ella lo miraba apenada, como si
algo la reconcomiese. Oyó su voz sin que sus labios se movieran.
—No te me acerques… ¡Vete!
Pero las palabras se perdieron en un susurro.
Hizo caso omiso. Se sentía solo y desorientado en aquel mundo de fan-
tasmas desencajados, y ella era lo único real que veía. No había nada más a
lo que se pudiera agarrar para no perder la cordura. Eliel extendió los brazos
para sostenerlo, pero aquella voz volvió a sonar.
—Huye y sigue con tu vida. —Una vez más, no hizo caso—. No quiero
hacerte daño… No quiero que me hagan sufrir más. ¡Ya es suficiente dolor!
En ese mismo instante, cuando se dejó caer en los brazos de la doalfar,
Adriem volvió a sentir un intenso vértigo. Se recuperó justo a tiempo para
ver que Eliel y toda la gente había desaparecido. Una enorme presión le
oprimía el pecho. Cadenas se enroscaban a su alrededor apretando todo su
cuerpo con fuerza, y una poderosa voz surgió de la nada en la que se halla-
ban sumergidos.
—¿Quieres liberarte de esas cadenas que te aferran a este sueño? Puede
que seas tú. Puedes ser tú quien lo consiga esta vez.
Se quedó paralizado ante el poder de las palabras, y cayó mientras trata-
ba de zafarse de las ataduras en aquel abismo en el que, en la lejanía, vislum-
bró una débil luz blanca que ya había visto antes. Pero no recordaba cuándo.
Capítulo 11
-Los reflejos del corazón-

Rognard observaba las últimas inscripciones de la duodécima Sacra


Squela, una enorme piedra de tres metros de altura que, junto con sus once
hermanas, relataba la historia del mundo. Según se decía, podían rivalizar
en importancia con el mismísimo oráculo de Nara. Dispuestas en círculo en
la enorme sala de mármol, los estudiosos intentaban descifrar las misterio-
sas inscripciones pese a las altas horas de la madrugada.
Unos pasos acelerados y marciales sacaron a Rognard de su ensimisma-
miento. Una pareja de soldados, con uniformes con bordados granates que
lucían el escudo imperial, formaron a ambos lados de la entrada mientras
una delven, ataviada con la misma indumentaria, entraba con sus vivos ojos
claros clavados en él.
—¡Prior Rognard! ¡Estoy muy disgustada con su actitud, y sepa que el
Emperador también!
—Comandante Alexa, siéntase como en su casa. No hace falta que llame
a la puerta —respondió con educada ironía y una pronunciada reverencia.
—Ha llegado a mis oídos por la Guardia Urbana de la ciudad que ha habi-
do problemas con una noble kresaica en la ciudad.
—Cierto es. —Rognard la miró con indiferencia, sabiendo que, pese al
temperamento de ella, como miembro de la Santa Orden era ajeno a su au-
toridad. Alexa era una mujer muy bella, de aspecto fiero y cuerpo atlético,
piel oscura y pelo rubio recortado por detrás, lo que dejaba al aire su nuca.
Costaba creer que siendo tan joven, con apenas treinta y dos años, y mujer,
hubiera alcanzado uno de los rangos militares más altos del imperio: Co-
mandante de la Guardia Imperial.
—¿Y por qué no se informó ni a nuestro ilustre Emperador ni al Senado?
—Querida comandante, no queríamos intranquilizar por algo que era
nuestra responsabilidad, puesto que la noble era invitada de la Santa Orden.
Se informó al Sumo Pontífice, por supuesto.
—Pero ¿es consciente del delicado momento que atraviesan las relacio-
nes con Kresaar? Creo que no se ha hecho una idea de la problemática que
podría haber provocado... —Entornó la mirada—. ¿O tal vez sí?
—A veces —dijo Rognard, girándose de nuevo hacia la Squela y fijándose
en las líneas que estaba estudiando— es mejor que no se sepan las cosas de
las que aún no conocemos sus consecuencias.
—¡Deje los juegos de palabras, prior, el hecho es que no informó a las
autoridades! —Alexa dio un paso al frente, visiblemente airada—. ¡Quiero
respuestas! —su voz retumbó por la sala—. Recuerde que aunque este suelo
sea sagrado, pertenece al Imperio, y tiene obligaciones para con él.
—No hay respuestas porque carezco de ellas. Tenga la amabilidad de
abandonar esta sala, está molestando a la gente que aquí realiza el noble
arte del estudio o el descanso. —La miró con desdén—. Sólo me debo a Alma,
señorita Alexa. Adiós.
—Escúdese en su posición si quiere, pero por mucho que pretenda ig-
norarme, o despreciarme, le prometo que volveremos a vernos las caras,
prior. Estoy cansada de usted, no es la primera vez que se salta las leyes, y
no me quiere como enemiga, se lo aseguro —afirmó apretando los dientes
para contener el tono de su voz. Se giró en redondo y abandonó la estancia
acompañada de sus hombres, mientras Rognard añadió un último apunte a
sus notas:
—¿Acaso no lo somos ya, mi querida comandante? —murmuró, conscien-
te de que la delven había oído sus palabras mientras se alejaba, y volviendo
de nuevo a su estudio de la Squela.

Un carro de dos ejes y con cubierta de madera avanzaba tirado por dos
caballos sobre el gran puente que salvaba el río. No muy lejos se veía una
peña sobre la que se perfilaba un enorme torreón, y a sus pies un pueblo.
Apenas habían salido y el traqueteo por los adoquines desnivelados de
la antigua calzada, que encaraba hacia el norte por el paso de las montañas
hacia el vecino reino de Salania, ponía a prueba la espalda de Eliel, quien era
incapaz de encontrar una postura cómoda mientras el carromato oscilaba de
un lado a otro. Nunca lo hubiese creído posible, pero añoraba el traqueteo
del ferrocarril sobre el que tantas maldiciones vertiera mientras viajaba a
Tiria.
En tan solo una semana su perspectiva del mundo había variado mucho.
El viaje era apasionante, estaba aprendiendo muchas cosas..., pero cómo
añoraba la cama de su habitación en la escuela de Coril.
Sin embargo, entre aquellas telas, tumbado ante ella, estaba aquel común
que la había ayudado sin pedir nada a cambio. No mejoraba y las pesadillas
parecían no cesar, pero no podía hacer nada más que estar a su lado y velar
por él.
El sol ya había comenzado su escalada hacia su punto más alto en el hori-
zonte cuando Rulia anunció que iban a hacer una parada para descansar, ya
que el tiempo acompañaba y no tendrían problemas en llegar a su primera
escala antes del anochecer.
Eliel bajó y cuando tocó el suelo notó cómo varias de sus articulaciones
crujían al estirarse. Meikoss se acercó a ella mientras Rulia estudiaba las
provisiones para decidir cuál iba a ser el menú de la comida, pese a que no
permitía muchas opciones.
—¿No es un paisaje bello? —le dijo el aspirante a caballero mientras se
ponía a su altura.
Desde aquella loma, una de las primeras estribaciones del terreno, se
contemplaban perfectamente los llanos y la línea de la costa con el cabo
donde, ya como una diminuta mancha, estaba Dulack. Las pequeñas nubes
que atravesaban el firmamento proyectaban sus sombras sobre los campos,
muchos de ellos arados, y diversos bosques, conjugando distintos tonos de
ocres, amarillos y verdes. El sol, pese a que brillaba con fuerza, no calentaba
lo suficiente como para combatir el suave viento que bajaba de las escarpa-
das cumbres nevadas del norte.
—Es precioso —afirmó frotándose los brazos para entrar en calor.
—Siempre he oído que en tu tierra los bosques parecen infinitos, no sé
si se podrá comparar. —Dio dos pasos y Eliel notó cómo la chaqueta de
Meikoss se posaba sobre sus hombros—. Será mejor que te abrigues, no se-
ría bueno que enfermaras.
—Gracias. —Tomó la prenda y la cerró sobre su cuerpo, aceptando tan
gentil gesto—. Si algo he aprendido estos días, es que cada lugar tiene su
propia belleza.
—Y sin duda a Kresaar tenemos que devolverle la suya, aunque quisiera
ser quien se la robara —dijo Meikoss mirándola fíjamente con una sonrisa
de complicidad que la ruborizó al instante, dejándola sin encontrar palabras
para responder a aquel cumplido.
—Yo... No, no creo... —notaba que le ardían las mejillas y la cercanía no
ayudaba.
Meikoss le posó la mano sobre el hombro; parecía que iba a añadir algo
más, pero miró de reojo hacia el carro.
—Creo que es hora de comer.
En la dirección de su mirada venía Rulia con un paquete con algo de em-
butido y una gran hogaza de pan. Eliel suspiró aliviada por el finl de aquella
situación embarazosa mientras él se acercaba a la comerciante para ayudar-
la, aunque, por otra parte, deseaba haber escuchado el siguiente cumplido
que a bien seguro el apuesto común iba a susurrarle.

—Torre Odón —anunció la comerciante. Iba sentada sujetando las rien-


das.
A su lado, Meikoss observaba el panorama. Las enormes praderas de los
todavía amplios valles, que se mecían al viento, poco a poco iban cambiando
su color hacia uno más pardo y enfermizo. Los árboles en su mayoría no
tenían hojas y se retorcían alineados a lo largo de un río de aguas turbias.
La peña de Torre Odón, sobre la que quedaban los restos de una antigua
fortaleza sobre un pueblo sombrío, rompía el horizonte. Justo detrás, prác-
ticamente oculta por las nubes, se divisaba la primera gran pared caliza de la
cordillera Krimeica, cuyas cumbres nevadas hacían en contraste más som-
brío el valle.
—¿Pararemos allí? —preguntó Meikoss extrañado.
—Sí. Es un antiguo cruce de caminos, la última parada de postas antes de
ascender. No te dejes engañar por su aspecto: la tierra es yerma, pero son
buenas gentes.
—Está claro que del cultivo o la ganadería no viven.
—Se dice que hace más de una década habían frondosos bosques, pero
poco a poco fueron muriendo. Algunos cuentan que algún pecado cometie-
ron contra Alma y esta les castigó, otros que envenenaron las tierras las ins-
talaciones militares que construyeron río arriba... —Le miró enarcando una
ceja—. ¿Tú qué crees? En la capital seguro que se habrá hablado de esto.
Meikoss se quedó mirando aquel paisaje que poco a poco iba siendo más
árido durante unos momentos en silencio. Sí, algo había escuchado.
—No, es la primera vez que escucho hablar de este lugar —mintió sin
querer entrar en el tema—. Pero seguro que nuestras monedas serán bien
recibidas para cenar decentemente y dormir en una cama limpia.
—Por supuesto —sonrió la comerciante, complacida.
El aspirante a caballero abrió la cortina que tenía a su espalda y que daba
al habitáculo del carro.
—Vamos a parar en un pueblo. Llegaremos enseguida. ¿Cómo está nues-
tro paciente?
—Le ha subido la fiebre y sigue teniendo pesadillas —dijo Eliel.
Adriem, apenas consciente de lo que sucedía a su alrededor, se removía,
empapado en sudor. Ella escurrió una toalla en un caldero que tenía al lado,
y que no paraba de agitarse con el traqueteo del carro, y se la colocó en la
frente.
—Me da miedo que no aguante hasta Nara —confesó.
—Seguro que sí, lo conseguirá. —No tenía ni idea de si así sería, pero ne-
cesitaba calmarla—. Pararemos solo lo imprescindible.
—No lo entiendo, ¿por qué cada vez está peor? —se lamentó ignorando
su comentario.
La comerciante suspiró sin saber qué decir. Volvió a sentarse de frente
al carro para ver cómo se iban acercando lentamente a aquella parada de
postas. Necesitaban un descanso y tal vez allí, con más calma... Sacudió la
cabeza para alejar esos pensamientos. Sentía que atraía a la doalfar, pero
tenía que tomárselo con calma, y su guardaespaldas le estaba dando más
batalla inconsciente que en el duelo de la plaza.

Una parte de él no deseaba que despertara.

//Año 495 E.C.

La princesa acompaña la muerte,


la resurrección el olvido.
Se apoya en su amor y desafía las tinieblas.
Pero su corazón la traiciona.

—Es una canción preciosa. Nunca me canso de oírla, me trae muy bue-
nos recuerdos —dijo Adriem sentado sobre las rocas mientras observaba
el frío mar del Norte.
Las olas golpeaban contra los escollos y saltaban, mojándolos a él y a
Esmail, con pequeñas gotas de lluvia salada. Era verano y los dos adoles-
centes descansaban del baño en la playa. Ella se le abrazaba con fuerza y
ternura, murmurando aún el final de la canción.
—Nos la solía cantar tu madre cuando éramos pequeños, ¿te acuerdas?
—rememoró ella.
—Sí. Decía que era la historia de una princesa que vivió hace muchos
años, y que la había aprendido de su abuela.
Se volvió hacia él.
—¿Crees que la historia es verdad? Quiero decir, ¿crees que la princesa
existió?
Él comenzó a reírse.
—¿Acaso importa, Esmail? Solo es una bella canción. ¿Qué más da si fue
verdad o no? Lo importante es que es bonita.
—¿Y ella sería bonita también? —dijo con una sonrisa mirando hacia el
mar.
—Déjalo, ya te estás yendo por las ramas, soñadora.
Volvió a abrazarse a él.
—Siempre estoy soñando, porque mi sueño eres tú. —Acercó sus labios
a los de él.

—Esmail... —murmuró Adriem, que se encontraba un poco mejor gracias


al calmante que el doctor le había dado a Eliel. Ella constató cómo su sueño
se iba tranquilizando.
La doalfar se levantó y se dirigió hacia la puerta de la habitación de la
posada donde estaban. En el último instante se volvió hacia la cama del con-
valeciente.
—¿Quién es Esmail? —Esperó unos segundos una respuesta que sabía
que no iba a recibir y se dirigió cabizbaja hacia el comedor para cenar con
sus compañeros de viaje. Apenas había dormido y notaba como sus fuerzas
flaqueaban.
Bajó la escalera hasta el inmenso salón, donde gentes de todo tipo cena-
ban, brindaban y contaban hazañas de sus viajes más recientes. Casi todo el
mundo estaba de paso, y parecía la única alegría que había en aquel pueblo:
las historias y las monedas de los viajeros. Varios doalfar, situados en una
esquina, la saludaron al verla pasar cerca de su mesa. Sentía que hacía mu-
chísimo tiempo que no veía a gentes de su raza, y al hacerlo les devolvió el
saludo con un sentimiento de alegría en su corazón, mas su preocupación
por Adriem lo empañaba.
Al final llegó a la mesa de sus compañeros de viaje y se sentó.
—¿Qué quieres que le pida a la camarera? Te recomiendo el revuelto —
dijo Meikoss señalando su plato—, está muy bueno.
—No, gracias. La verdad es que no me apetece cenar nada. —Sentía el
estómago revuelto por el agotamiento.
—Pues eso no está bien, querida —intervino Rulia—. Tienes unas ojeras
terribles, muy mala cara. Nos quedan aún cuatro días de camino. Si no coges
fuerzas, enfermarás con el frío, y sinceramente, con un enfermo tenemos
bastante.
—Ya..., pero es que no tengo ganas —volvió a declinar la oferta—. Gracias.
—No me seas niña malcriada. Si te pones mala, ¿quién cuidará de tu ami-
go? —le recriminó la comerciante.
Eliel sonrió con tristeza.
—Tienes razón. Tomaré una sopa de fideos, Meikoss. —Tampoco iba a
ganar nada no cenando, y una sopa sería más fácil de digerir.
Él asintió y fue hasta la camarera, la abordó soltándole un piropo y le
pidió la sopa. Ella le dijo que esperara y él se quedó en la barra, haciéndole
compañía mientras la preparaban, probablemente entreteniéndola con al-
guna conversación banal.
La comerciante observó la escena y le comentó:
—Me parece que va a tardar un poco y dudo que tu amigo tenga prisa.
Miró hacia la escena, con la camarera riéndose y coqueteando con
Meikoss, y no pudo evitar sentir cierta envidia. El común era atractivo, y sus
ropas, aunque vestía de manera sencilla, dejaban entrever que era adinera-
do, por lo que resultaba muy normal que aquella mujer quisiera llamar su
atención. Lo hacía con total naturalidad, ojalá ella fuera igual de extroverti-
da... Además, él parecía acostumbrado a ello y se notaba que entraba en el
juego del coqueteo.
Rulia le llamó para que volviera a la conversación que había abandonado
por centrarse en aquella estampa:
—Querida, por más que le mires, no va a venir antes —bromeó.
—No, no... Es solo que... —agitó la cabeza—. Da igual, déjalo. —Ni tan
siquiera se sentía con ganas de dar una explicación coherente.
—Diría que tienes hambre de pronto, pero no soy quien para meterme
en tus asuntos. Apenas hemos hablado desde que nos han presentado esta
mañana, pero no te culpo, sé que estás preocupada por tu amigo enfermo. Y
eso que es un común.
—Es mi amigo, no me importa que sea doalfar, mawler o humano —alegó
algo molesta ante la insinuación de la comerciante—. Aunque sé que no es
lo habitual.
—No, no lo es, querida. Fíjate en los tuyos —dijo señalando a los doalfar
que estaban en una mesa aparte y que, de vez en cuando, les lanzaban una
mirada—. Están a un lado procurando no mezclarse y, muy probablemente,
preguntándose qué haces tú aquí, sentada conmigo a la mesa.
—No lo supongas, lo están haciendo —afirmó Eliel cabizbaja.
—No te culpo —insistió sonriendo—. Nosotros tampoco es que os tra-
temos demasiado bien. Has tenido que salir escondida en un carro de la
ciudad. No parece la mejor despedida, pero por suerte ya estamos lo sufi-
cientemente cerca de tus tierras como para que puedas relajarte.
—Yo antes era como ellos, es como nos educan. Pero si no conoces qué
hay fuera, es normal que le tengas miedo y prejuicios. Parece mentira que
el año que viene vaya a hacer cinco siglos del final de la Gran Guerra y aún
existan estos rencores... —Dio un largo suspiro, apenada.
—No somos tan diferentes, querida. Si tuvieras poder para cambiar el
mundo, ¿lo harías? —apoyó su barbilla sobre las manos. Parecía encantada
con la conversación, pero a Eliel la pregunta le resultó extraña.
—¿Cómo iba a poder cambiar el mundo? Es imposible —respondió inca-
paz de hacerse a la idea.
—Usa tu imaginación, supongamos que puedes... ¿Qué cambiarías?
Torció los labios y pensó en todo lo que había vivido aquellos días. ¿Qué
cambiar? Ni siquiera sabría por dónde empezar y, el mayor problema, dónde
acabar. Todo era muy diferente, era imposible que una sola persona supiera
qué era mejor para el mundo. Así que su respuesta fue un sencillo:
—Nada. Si ni siquiera sé decidir sobre mí..., ¿cómo voy a decidir sobre
los demás? Creo que el mundo va cambiando por sí mismo. No necesitaría a
nadie que lo hiciera.
Rulia se quedó mirándola, sorprendida. Parecía que no esperaba esa res-
puesta y, tras asentir, respondió:
—Muy bien. Nunca olvides eso que me acabas de decir.
Eliel no pudo evitar reírse.
—Descuida... Por ahora me conformo con saber qué voy a hacer.
—¿Sobre a dónde vas a viajar...? ¿Con quién? —dijo mirando a Meikos,
que seguía distraído de cháchara con la camarera.
—¿Qué? —se echó hacia atrás. La sonrisa con segundas de la comerciante
le molestó, se estaba metiendo en temas muy personales.
—No sé de qué me estás hablando.
—A ver... El caballero detchliano... Perdón, aspirante a caballero, es muy
mono, y no te quita los ojos de encima. No tienes por qué preocuparte por
esa camarera.
—Nos está acompañando, nada más —dijo pretendiendo estar ofendi-
da, pese a que le gustaba no ser indiferente a Meikoss—. Cuida de mí y de
Adriem.
—Ah, sí, el chico enfermo... Te preocupas mucho por él, se nota que le
tienes afecto. Pero deberías descansar un poco, puedo cuidarle yo esta noche
y así podrás dormir.
—¿En serio? No sé… Eres muy amable, pero no creo que pudiera dormir
tranquila. —Le hacía falta descansar, pero después de todo lo vivido no le
apetecía separase de él.
—No, insisto. Duerme tú media noche, luego ya si quieres me relevas. Lo
haré encantada, estoy acostumbrada a dormir poco y se nota que hace mu-
cho que tú no lo haces. —Bajó un poco la voz para que quedara entre ellas—:
Si quieres conquistar a Meikoss, las ojeras no son tu mejor aliado —añadió
guiñando un ojo.
—No, Rulia, yo… Lo siento, se lo debo. No dormiría bien sin saber cómo
está —se disculpó rechazando tanta amabilidad. Pero era demasiado para
una recién conocida y le costaba fiarse después de lo pasado en Tiria.
—Como quieras —se encogió de hombros dándose por vencida—. Pero
seguro que en Nara sabrán cuidar de él, por lo que me dijo Meikoss. Luego
seguirás hacia Kresaar, a tu pueblo… Hannadiel, ¿no? ¿O te vas a quedar
más tiempo hasta que se recupere? Querida, antes o después os tendréis que
separar.
La pregunta tenía su lógica. ¿Qué iba a hacer tras Nara? En Tiria ya se
había hecho a la idea de despedirse de Adriem, pero ahora le costaba más
pensar en ello. De alguna forma estaba aplazando algo inevitable y, pese a
su preocupación por él, no le importaba pasar las horas cuidándole si podía
estar a su lado.
—Perdona, querida, me estoy metiendo donde no me llaman. Solo quería
que nos conociéramos mejor y hacer este viaje más ameno. No te enfades si
te he molestado —se encogió de hombros—. Para mí es muy agradable no
viajar sola. Sobre todo siendo una mujer, no sabes quién puede asaltarte por
el camino.
Eliel se dio cuenta de que la comerciante había roto un silencio prolonga-
do en el que ella no había sabido qué responder.
—No, no me has molestado, es solo... que estoy muy preocupada por él.
Nada más —se excusó.
—¿Crees que en Nara sabrán cómo curar la enfermedad de tu amigo? Si
es Eco..., he oído que no tiene cura.
—N-No lo sé con seguridad. Espero que el doctor se equivocara y no fuera
Eco. —Se calló al darse cuenta de que dos mesas de las que las rodeaban se
habían quedado en silencio y las observaban. Rulia también se había perca-
tado y miraba a ambos lados, hasta que uno de los individuos se levantó y se
acercó a ellas
—Disculpen —dijo un fornido hombre con camisa de franela e impresio-
nante estatura para tratarse de un humano, mientras el resto de sus com-
pañeros observaban la escena—. No he podido evitar escucharlas... ¿Han
traído a un enfermo de Eco a este pueblo?
No le pasó por alto a la doalfar que ante tal mención, un par de comunes
salieron por la puerta a toda velocidad. Por alguna razón que no alcanzaba a
comprender, aquella noticia había creado una gran conmoción en la posada.
—Son asuntos nuestros, no tengo por qué responderle —replicó sin dig-
narse a mirarle, tratando de guardar la compostura.
La mano del hombre golpeó la mesa, dándole un susto que hizo que casi
se cayera de la silla.
—¡Sí me incumbe, doalfar! ¡Incumbe a todo el pueblo si tenéis a un en-
fermo de Eco!
Antes de que pudiera volver a colocarse en la silla y responder, Meikoss
estaba a su lado sujetándola por los hombros para que se reincorporara,
mirando amenazante a quien la había asustado.
—Ella no tiene por qué darle ninguna explicación —dijo el aspirante a
caballero acercándose hasta él. La diferencia de altura era patente, pero no
parecía intimidado por este hecho—. Por favor, relájese y podremos tener
una conversación civilizada. Ninguno queremos que nadie salga herido, ¿no
cree?
—¿Qué problema tienes? —le respondió agachando la cabeza para acer-
carle la cara—. ¿Tanto te gusta la chusma del norte que la defiendes?
—Esto es una misión diplomática, soy hijo del consejero del duque, así
que siéntate si no quieres que avise a las autoridades —pronunció con con-
vicción, sacando a relucir su estatus.
Eliel creía que el alegar su posición dentro de aquel país le valdría a
Meikoss para poner a aquel bruto en su sitio, pero sin embargo ocurrió todo
lo contrario: las gentes de las mesas se levantaron airadas y la cara de aquel
hombre se puso roja por la rabia.
—¡¡Perro del gobierno!! ¿Cómo te atreves a poner un pie aquí y pavonear-
te ante nosotros?
Meikoss lanzó una mirada a Rulia, que permanecía sentada sin hacer
nada, tratando de pasar desapercibida.
—Me habían dicho que aquí había buena gente. —Volvió a mirar a su
amenazante adversario—. No sé qué clase de problema podéis tener, pero
no tenemos nad...
No pudo terminar la frase al tener que esquivar un puñetazo que le vino
por el flanco, pero los hombres que se habían levantado de la mesa no se
lo iban a poner fácil. Así que Eliel se incorporó cuando otro individuo de la
mesa de al lado la sujetó por el brazo.
—Quieta —le ordenó mientras Meikoss se veía superado en número en
la pelea.
Los doalfar se levantaron y se dirigieron hacia ella para liberarla de su
captor. Sin duda, aquella situación tenía muy mal aspecto, y pese a que guar-
daba la tiza de argentano en el bolsillo, si invocaba a su criatura no sabía si
iba a poder controlarla con aquel caos.
Aun así, algo le llamó la atención: indiferente a aquel gentío que animaba
la pelea en la que Meikoss ya había recibido un par de buenos puñetazos,
una mujer permanecía a escasos metros, ajena a todo sin inmutarse hasta
que terminó de apurar el trago de su chupito de licor, el cual dejó caer sobre
la barra. Se giró con mala cara y ciertos síntomas de ligera embriaguez.
La humana vestía una blusa desabrochada hasta el canalillo y una falda
marrón bastante gruesa. Era toda una mujer, de generosas curvas y melena
corta, que tomó su chaqueta de la barra y un maletín de cuero y sin prisas se
dirigió directamente a donde tenía lugar la trifulca.
Meikoss estaba ya de rodillas en el suelo sujeto por varias personas mien-
tras su oponente le daba varias patadas en el pecho sin compasión alguna.
—¡Así es como tratamos a los perros del gobierno! ¡No nos habéis traído
más que desgracia! —Se paró un momento a mirarlo.
Meikoss escupió algo de sangre, pero manteniendo la compostura le sos-
tuvo la mirada:
—No sé a que viene esto. Si tienes algún problema, ve a Dulack y allí...
—¡¿Para que nos vuelvan a mentir?! —Alzó el puño y se dispuso a gol-
pearle en la cara, pero la mujer que había visto Eliel levantarse sin prisa
había llegado hasta su altura, y aun a riesgo de recibir el golpe, se puso en
medio mirando al grandullón. El puño se detuvo a pocos centímetros de su
cara. Toda la gente de la posada enmudeció.
—Si tratas así a los viajeros, no pararán más, y tú me dirás de qué vais a
vivir. —Posó la mano sobre el puño del hombre. Se tambaleaba ligeramen-
te—. Tengo unos calmantes muy buenos..., aunque creo que sería mejor un
buen trago. ¿Te receto un whisky? —esbozó una sonrisa socarrona.
—¡Calla, Danae! No te metas en esto —bramó el hombre—. No es de tu
incumbencia.
—Desde que hay un enfermo es asunto de la médico del pueblo y no de un
leñador, ¿no crees? Deja a ese chaval y ve a tomarte ese trago, te invito yo.
—¡Han traído a un enfermo de Eco, aquí! ¡Tenemos que echarlos a pata-
das si hace falta! Ya sufrimos bastante con lo que tenemos.
—No me voy a apartar, ese chico también necesita mi atención. —Le miró
y a Eliel le sorprendió ver cómo la mirada perdida y nublada por el alcohol
se tornó seria, clara y penetrante—. Sentí mucho lo de tu hermana, pero no
pude hacer nada... Al menos déjame ayudar a los que a aún se les puede
salvar.
El hombre abatió los brazos y su rostro se ensombreció.
—¿También los ayudarás a morir? Porque no hay nada más que puedas
hacer, ¿verdad?
—Cada enfermo es distinto, y tu hermana...
De un rápido movimiento la agarró por el cuello.
—Antes de que trataras de curarla solo tenía lapsos, pero después de tu
cura... ¡Cuándo murió mi hermana ni siquiera me recordaba, bruja! —bra-
mó, fuera de sí.
Eliel no tuvo muy claro qué pasó en aquel preciso instante, pero en ape-
nas un parpadeo la mujer había cogido a su estrangulador por un dedo y
había retorcido aquel musculoso brazo de una forma imposible que le hizo
girar sobre sí mismo y clavar las rodillas en el suelo con un alarido de dolor.
Ella paseó la mirada por los demás, que dieron un paso atrás, intimi-
dados. ¿Qué clase de médico era esa? El silencio invadió la estancia de la
posada, exceptuando los gritos del hombre, y cuando comprobó que nadie
se movía, apoyó el pie y, con un fuerte tirón y un crujido, le colocó el brazo
en su sitio.
—Esto es gratis, pero para el siguiente ya sabéis cuál es el precio por arre-
glar un luxación.
Todos se volvieron a sentar; aquella mujer de apenas cuarenta años los
tenía acobardados tras ver cómo se había deshecho de un adversario que la
duplicaba en tamaño y fuerza; sin embargo, a Eliel no le pareció extraño.
Ella y Rulia se acercaron a Meikoss y le ayudaron a levantarse.
—¿Estás bien? —le preguntó la comerciante.
—Sí... Un poco magullado, pero nada más —respondió el aspirante a ca-
ballero recuperando la compostura y tocándose el labio que sangraba.
—Disculpadlos —dijo la supuesta médico acercándose a ellos—. Este pue-
blo ha pasado tiempos muy duros y aún quedan peores por venir. —Recogió
su maletín del suelo—. He oído que tenéis un enfermo de Eco. Quisiera exa-
minarlo.
—¿Quién eres? —preguntó Eliel, desconfiada.
—Me llamo Danae y... —miró a su alrededor, comprobando que todos
aparentaban seguir en sus asuntos mientras se llevaban al herido, que pro-
fería insultos hacia su persona—... como habrás podido adivinar tú solita,
doalfar, soy la médico de este lugar. Así que llevadme ante el paciente.

Meikoss, Rulia y Eliel miraban detenidamente cómo la boticaria estudia-


ba a Adriem. Mientras lo examinaba en la habitación de la posada, compro-
bando su respiración, pulso, falta de reflejos en el iris y demás protocolos,
iba conversando con los presentes.
—Extraño ver viajar a una doalfar con unos comunes —observó sin mo-
lestarse en ser políticamente correcta.
—No me llames doalfar, tengo un nombre —replicó Eliel.
—Yo soy Danae Al Serim, pero eso no evita que los doalfar os refiráis a
nosotros como comunes. —La miró de reojo enarcando las cejas, sabiendo
que argumentaba una obviedad—. ¿No sería más acertado pues que te llame
doalfar? Yo preferiría que me llamarais humana, al menos
Eliel apretó los puños, enfadada por aquella muestra de sarcasmo injus-
tificado. Iba a replicar, pero Meikoss le posó la mano sobre el hombro para
calmarla.
—Creo que no estamos aquí para hablar sobre las costumbres de cada
uno —dijo conciliador—. ¿Crees que lo puedes curar, doctora?
—¿Curar? —se puso en pie y se quedó observando a Adriem—. Suerte es
lo que necesitáis, yo solo puedo ayudar a que aumenten sus posibilidades.
Es un caso de Eco, pero es un estado muy inicial y no es muy grave... aún.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó la novicia shaman—. No pareces
más que...
—Dilo, sin miedo —le sonrió con algo de malicia—: una boticaria de pue-
blo. Tienes toda la razón, pero en esta aldea cuando llegué había diez casos
de Eco. Personas que ya ni siquiera sabían quiénes eran, y a la fuerza tuve
que aprender mucho sobre la enfermedad. Así que no es la primera vez que
me enfrento a ella.
Rulia habló desde atrás. No había dicho nada desde que llegó aquella
mujer:
—¿Pudiste salvarlos?
La mujer dejó de sonreír.
—Los ayudé a que al menos supieran quiénes eran sus hijos por un mo-
mento en su lecho de muerte. Salvo la hermana de Benjamín... Ya le habéis
conocido antes.
Un nudo se hizo en el estómago de Eliel. ¿Ese era el final que aguardaba a
Adriem? Sabía poco acerca de esa enfermedad, solo que la gente se olvidaba
de su propia vida. Algo terrible.
—No quiero decir que ese vaya a ser su destino —prosiguió Danae sa-
biendo leer en el gesto de la doalfar—, lo mejor será que lo vea alguien más
cualificado que yo, pero al menos puedo hacer que despierte y calmar un
poco sus síntomas.
—¿No se puede curar? —preguntó la novicia.
—Acércate —pidió haciendo un gesto con la mano.
Eliel se acercó poco a poco a la boticaria. Esta le señaló unos tonos rojizos
que había en el iris de Adriem.
—¿Ves esas trazas? Son los síntomas del Eco. Poco a poco el iris se irá
tornando completamente rojo, pero puede que no pase nunca. —Se levantó
y se dirigió hacia su maletín para rebuscar en él—. Es completamente impre-
decible. Ha habido muchos casos en los que no ha ido a más, así que siendo
un estadio tan temprano quiero ser optimista. ¿Sabéis cuál fue su primer
síntoma?
Ninguno sabía qué decir, a fin de cuentas apenas le conocían. Ante tal
silencio, la boticaria les pidió que abandonaran la habitación y dejaran al
paciente descansar. La noche había sido larga y, tras administrarle un cal-
mante, poco más podría hacer hasta que volviera a su laboratorio.
Eliel se negó y acomodó una silla junto a la cama. Los demás cerraron la
puerta de la alcoba, dejando a Adriem en un profundo sueño velado por la
doalfar a la débil luz de un quinqué.
—¿Dónde estoy? —La voz de Adriem resonaba con un extraño eco que lo
envolvía todo. Estaba de pie, en medio de una inmensidad blanca donde era
imposible distinguir el horizonte.
No hubo ninguna respuesta a su pregunta, tan solo el eco que traía de
nuevo sus palabras.
—¡¿Hay alguien?! —gritó una y otra vez hasta quebrarse la voz. Pero el
resultado era siempre el mismo.
Comenzó a andar desorientado, pero en ese mundo tenía la impresión de
que no avanzaba. Nada podía darle referencias de la distancia que recorría.
—¿Qué hago ahora? ¿Cómo salgo de aquí?
Sus mismas palabras volvían con el eco. «¿Cómo he llegado aquí? Estaba
con Eliel, tumbado en aquella camilla, y luego...». Luego recordó qué pasó.
La gente, los ojos de Eliel, aquella serpiente que le estrangulaba y miraba,
aquella voz...
Adriem se dejó caer, quedándose tumbado en aquel lugar carente de tem-
peratura y olores. Ni siquiera la textura del suelo era dura ni blanda. ¿Se
estaba volviendo loco? Si por lo menos hubiera alguien para ayudarlo... Pero
¿quién iba a venir a socorrerle en aquel yermo?
En los últimos años se había encerrado en sí mismo. Desde que aban-
donó su tierra natal para irse a vivir a Tiria no había dejado que nadie se
acercara a él. Su vida se convirtió en algo rígido y rutinario. ¿Qué fue de su
sueño de ser caballero? Se perdió, como tantas otras de sus aspiraciones,
engullidas en un mar de horarios y quehaceres, donde soñar era un lujo que
sólo se podía disfrutar por las noches, si no se desvelaba.
¿A quién llamar? En su día a día se había centrado sólo en su trabajo,
ascendió hasta sargento..., pero en aquellos momentos no significaba nada.
Ni tan siquiera se había planteado volver a su tierra. ¿Por qué? ¿Tal vez por
miedo de volver a ver a Esmail? Ella ya habría rehecho su vida...
Vida... Esa última frase se le atragantó por una razón que no conseguía
descifrar. Una sensación de ansiedad le recorrió el cuerpo. No podía volver
con ella, era la única frase que le golpeaba la mente.
¿Entonces, quién le quedaba...? No tenía amigos, tan solo...
—Una casera. ¿No es así, querido inquilino?
Adriem se levantó sobresaltado ante la respuesta a una pregunta que no
había formulado con palabras. A su lado estaba sentada Dythjui, con su ha-
bitual atuendo de trabajo en la posada.

La débil luz de la mañana comenzó a filtrarse entre las contraventanas


mientras los pájaros más madrugadores entonaban su canto, despertando
de los pequeños bosques que rodeaban la localidad. Eliel apenas había dor-
mido en toda la noche y dejaba pasar las horas leyendo uno de los libros que
debía entregar en Nara. Era un volumen de teorías sobre las vías de energía
que vertebraban la tierra y sus paralelismos entre el cuerpo y el alma. No era
una lectura muy agradable, pero la mantenía despierta.
Alguien llamó a la puerta con unos golpecitos ligeros, ante lo que cerró el
libro e invitó a pasar:
—Adelante.
Danae entró cargando su maletín, como parecía ser su costumbre, con
cara bastante amargada probablemente por no dormir, a juzgar por sus oje-
ras. Aunque, pensó, podía ser que esa fuera su expresión habitual.
—¿Cómo está el niño? —preguntó acercándose a la cama y posando el
maletín con cuidado en el suelo.
—El calmante parece que le fue bien. Ha dormido tranquilo toda la no-
che —indicó sin dejar de mirar la expresión relajada de Adriem. En el poco
tiempo que lo conocía, nunca le había visto así de calmado.
—Al menos ha repuesto energías. Las heridas que tenía están casi cura-
das, por lo que veo. —Se acercó a examinar los vendajes del brazo y pasó a
retirarlos lentamente, dejando al aire las cicatrices de las garras—. Fue una
herida fea, puede que le queden marcas.
—¿Podrás hacer algo por él? —Aquellas cicatrices eran el recuerdo de que
Adriem le había salvado la vida en la posada. Necesitaba ayudarle, pero esta
vez el enemigo se escondía dentro de su propio cuerpo, devorando su me-
moria.
—Según el Profesor Hockenheimer, «si el alma se ha desalineado del
cuerpo por un esfuerzo» —recitó—, «su éter fluye de forma irregular, matan-
do los recuerdos y, poco a poco, marchitando el cuerpo...» Aunque siempre
me ha parecido una explicación muy vana, este hombre y la doctora Han
son los que más se acercaron a darle una explicación plausible a la enferme-
dad. Pero las teorías... —Cuando se giró hacia Eliel, esta la miraba fijamente.
Aquellas palabras la doalfar ya las había escuchado.
—¿Es el mismo profesor que editó los tratados sobre la composición de
los sueños? Tuve que leerlo en el seminario... —Era una lectura muy espe-
cializada, impropia de una médico de pueblo. Empezó a sentir desconfianza
hacia aquella mujer.
Danae sonrió, probablemente había notado que la miraba con extrañeza.
—Creo que me he dejado llevar por el caso. Ya te he dicho que tuve que
enfrentarme a muchos enfermos en este pueblo. Cualquiera podrá confir-
mártelo.
—Seguro que sí, no lo dudo —le posó la mano sobre el hombro y la escu-
driñó—, pero aunque sea una engreída doalfar, sé distinguir por la forma de
hablar a alguien que se ha criado en un pueblo, y tú, «humana», no pertene-
ces a este lugar. —La sujetó mientras con la otra mano sacaba poco a poco
la tiza del bolsillo, hecho que no pasó desapercibido a la boticaria, quien
comenzó a reírse por lo bajo.
—Si estás tratando de amenazarme, lo tienes muy difícil, pero satisfaré
tu curiosidad. —Posó su mano sobre la de la doalfar, invitándola a dejar
de sujetarle el hombro—. Nací al este, en el país vecino de Fraiss. Estudié
medicina en la universidad bajo la tutela de la doctora Han, hasta que fue
exiliada tras el golpe de estado de hace diez años, al igual que todos los que
simpatizábamos con ella. Tras mucho deambular, los casos de Eco que se
concentraron en esta comarca llamaron mi atención y por eso vine aquí, a
estudiarlos, hace cinco años. Quienquiera que os haya atacado, no estoy con
ellos, no tienes nada que temer.
—¿Cómo puedo fiarme de ti? —dijo sin soltar la tiza.
—No puedes. Pero, de querer acabar con vosotros, en vez de un somnífe-
ro anoche le hubiera dado veneno a tu amigo. —Su gesto era grave y Eliel se
tomó completamente en serio sus argumentos.
—De acuerdo —claudicó la novicia shaman soltándola, pero quedándose
con la tiza en la mano—. Digamos que te creo. ¿Podrás ayudarle o no?
La boticaria suspiró y se mordió el labio, pensativa.
—Quizás esta vez pueda hacer algo que no pude con los otros pacientes.
—Sacó de su maletín un frasquito con un líquido que emitía un pequeño
fulgor violeta apenas perceptible—. Esto es enetista, está destilado de una
rara planta de las tierras del este. Conseguí algunos progresos calculando
bien la cantidad.
—¿Progresos? —Eliel se acercó para ver de cerca cómo le levantaba el
párpado al paciente para, con cuidado, aplicarle la dosis exacta con la ayuda
de un cuentagotas.
Cerró el frasquito con delicadeza.
—Apenas me queda y es difícil de conseguir. Vine aquí para estudiar los
casos y, a modo de investigación, probar varias posibles curas. La comuni-
dad médica siempre ha sido muy conservadora y hacía falta cierto arrojo. No
buscaba curarlos, sino entender mejor la enfermedad para que, mientras se
consumían, su muerte sirviera para salvar en el futuro muchas vidas.
—Hablas de ellos como si fueran parte de un experimento —torció el ges-
to desagradada por la explicación fría de la curandera.
—Lo era —la miró con intensidad, con pleno convencimiento de los datos
que le comentaba—. Retrasé la muerte de dos sujetos hasta cinco días, en
otro caso ralenticé el avance de los delirios hasta duplicar su expectativa
de vida... ocho días. Y mi mayor éxito: un paciente recordó quién era en su
lecho de muerte.
—Hubiera sido mejor que muriera en la ignorancia. Pobre hombre... —se
lamentó.
—No lo entiendes. Pero no te pido que comprendas mis métodos. —Se
apartó el pelo y volvió a mirar a Adriem—. Piensa que todo lo que apren-
dí sobre la enfermedad permitirá que tu querido amigo pueda vivir largo
tiempo si su alma no se ha visto muy afectada. Existen muchos casos que
se quedan en un estado primario durante años sin desarrollarse, aunque no
quiero darte demasiadas esperanzas. —La señaló con el dedo hasta apretar
el índice contra su frente—. Perspectiva. Esa es la diferencia. —Dibujó una
sonrisa algo perturbadora—. Además, estamos de suerte, tengo una herra-
mienta muy útil de la que carecí en los casos anteriores.
—¿Qué? ¿A qué te refieres?
—Magia, mi querida doalfar. Tu magia me ayudará a fijar su alma.

Había trazado las runas necesarias copiándolas en gran parte de uno de


los libros que le facilitó Danae. No estaba muy segura de lo que hacía, ya
que ese tipo de hechizo era tan complejo que superaba con creces su cono-
cimiento. La falta de sueño y el cansancio tampoco ayudaban, pero no iba
a rendirse. «Un puente», lo hacía llamar la boticaria, que había inyectado
algunas sustancias en el cuerpo de Adriem para facilitar la empresa.
—Esto es como regar con aceite sosteniendo una cerilla —dijo Eliel
preocupada mientras se secaba el sudor de la frente y pestañeaba para acla-
rar su vista cansada—. ¿De dónde demonios has sacado este libro?
—Fue un préstamo —replicó comprobando el pulso de Adriem—. Estaba
olvidado en la antigua catedral de Eria, así que me lo llevé temporalmente.
—Lo robaste —le corrigió.
—Si nadie lo usaba, no lo considero un robo —argumentó—. Además, la
biblioteca ni tan siquiera existe a día de hoy. La quemaron.
Atentos a lo que allí estaba aconteciendo, Meikoss y Rulia observaban
aquella extraña mezcla de medicina y magia. La segunda interrumpió a no-
vicia y boticaria:
—Siento repetirme, pero no creo que sea prudente. Eliel, sigamos el via-
je y llévalo a Nara, es lo más sensato. No creo que tú estés preparada para
esto...
La doalfar se limpiaba las manos. Casi había consumido toda la tiza, de-
jando el cuerpo de Adriem lleno de trazos que recorrían su pecho, frente,
brazos y vientre. Se había sentido un poco turbada al principio por dibujar
sobre su piel desnuda, pero la complejidad de las runas pronto le había sa-
cado esas ideas de la cabeza.
—No creo que lo vayan a ayudar en Nara —dijo cabizbaja—. Los shaman
de Nara no asistirán a un común enfermo de Eco. Dudo que le dejen tan
siquiera cruzar las puertas.
Meikoss torció la cabeza, arrugando el cejo ante aquella revelación.
—¿Cuándo pensabas decírmelo? Eso ya lo sabías cuando me pediste ayu-
da para sacarlo de la cárcel, ¿cierto?
—Lo siento, Meikoss, tenía que sacarlo de allí. —Era cierto, no había di-
cho toda la verdad—. Esperaba sencillamente que se me ocurriera algo por
el camino. No fue una mentira en realidad, quería llevarlo a Nara, pero han
pasado los días y no sé cómo excusarme ante los míos.
El humano se cruzó de brazos, molesto, pero asintió.
—Está bien, puedo entenderlo, pero creo que podrías haber confiado un
poco más en mí. —Tal vez su padre no estaba tan equivocado.
—No podía..., perdóname. Pero ahora he de intentar salvarle la vida, se
la debo.
—Eso no es suficiente como para que hagas esto... Te estás fiando de ella
y puede que en vez de salvarle lo empeores —respondió el aspirante a caba-
llero, preocupado.
—Dudo que sea sensato —advirtió la comerciante, que apenas había di-
cho nada desde que estaba allí.
Eliel negó con la cabeza y se giró de nuevo hacia las runas.
—Lo salvaré, sé que puedo hacerlo. —Posó las manos sobre el pecho de
Adriem y miró a la boticaria con determinación mientras una lágrima caía
por su mejilla—. Dime qué tengo que hacer.
Danae sonrió y miró a los dos acompañantes.
—Me gusta esta chica. —Se acercó a Eliel—. Mi trabajo ya está hecho,
ahora es cosa tuya.
El éter comenzó a fluir por sus manos y la primera de las runas se fue
iluminando poco a poco...

—¡Dythjui! ¡Por el amor de Alma! ¿Desde cuándo estás aquí? —Adriem


se reincorporó asombrado ante la presencia de la chica en aquel extraño
yermo.
La casera torció un poco el gesto al oír tal expresión.
—Desde que tu corazón me ha llamado —dijo dándole unos golpecitos a
la altura del pecho, recuperando su habitual sonrisa.
—¿Cómo has llegado aquí? Ni siquiera sé cómo lo he hecho yo.
—Ah, eso... Pues porque realmente siempre he estado aquí.
—¿Aquí? Lo siento, pero creo que no lo entiendo.
—Es más sencillo de lo que crees: yo no soy Dythjui, tonto, tan solo la
imagen que tu corazón tiene de ella. Desde que la conoces siempre he estado
aquí —enfatizó extendiendo los brazos tratando de abarcar aquel paraje.
—¿Aquí? Estamos en medio de la nada. —No lograba entender a qué se
refería con una imagen de su corazón.
—Veo que quieres comprenderlo... No estamos en ningún lugar, aunque,
por otra parte, te debería de ser familiar. —Se le acercó—. Estamos dentro de
ti —concretó volviendo a señalarle el pecho.
—¿Esto… soy yo? —Sonaba del todo irreal.
—¡Exacto!, veo que lo has pillado —lo felicitó guiñándole un ojo—. ¿Y qué
te parece? Espacioso, ¿verdad?
—Un lugar muy... solitario. Es como si el aire fuera denso.
—¿Denso como aquel salón que abandonaste hace años, dejando a una
mujer atrás? —La mirada de la casera se clavó en la suya como un puñal.
—Esmail. —Un nudo atenazó su garganta y le faltaba aire para pronun-
ciar su nombre.
—Desde entonces este lugar no ha conocido el calor, se ha quedado atra-
pado en aquel momento.
—No quiero recordar —dijo dándole la espalda a Dythjui, herido por lo
que había dicho.
—¿De qué te sirve no recordarlo? ¿Piensas que así serás más fuerte, olvi-
dando lo que has hecho en tu vida?
Ella se fue acercando poco a poco y puso su mano sobre su hombro.
—Adriem, eres un caballero inútil.
—No saques ahora sueños de mi niñez —sonrió dolido
—Sí, es un sueño, porque ni siquiera lo has intentado. Un caballero asu-
me sus decisiones y todo aquello que ha hecho, incluso lo más terrible. Sé
tú el caballero de aquella canción que te cantaba tu madre, él tomó una de-
cisión hasta el día de su muerte y nunca se arrepintió. Pero para eso tienes
que recordar...
No la dejó terminar:
—No recuerdo a ningún caballero en aquella canción —se lamentó
Adriem con el gesto compungido por las duras palabras de aquel reflejo de
la posadera.
—Eso es porque te has olvidado de la mitad de la canción, por eso tienes
que recordar lo que pasó en aquel salón...
Se levantó una suave brisa y entre el viento le pareció escuchar una voz
que le llamaba.
—¿Eliel?
Dythjui también pareció sentirla y se giró:
—No, espera, Adriem, ella no tendría que estar aquí...
—¿Por qué dices eso? —le cuestionó Adriem. La voz sonó esta vez con
más claridad.
—Recuerda la canción, sólo tú lo sabes. ¡Tienes que recordarla!
Unas runas empezaron a aparecer en torno a su cuerpo y se extendieron
hasta el suelo, dibujando algo parecido a eslabones que se unían en unas
cadenas. Adriem forcejeó, pero tiraban con fuerza de él hacia abajo mientras
el suelo empezaba a quebrarse.
—¿Qué importa ahora la canción? —dijo asustado viendo cómo empeza-
ban a ceder las grietas bajo sus pies.
—¡No, todavía no! —trató ella de agarrarle, pero fue demasiado tarde y
el suelo estalló como si fuera cristal. Él sólo podía ver cómo caía mientras
Dythjui le gritaba desde el borde—: ¡Recuerda la canción, Adriem! Si no...
Engulléndolo todo, las cadenas se entremezclaron creando una única
masa de oscuridad. En mitad de aquellas tinieblas sintió que unos ojos lo
observaban, pero no podía saber desde dónde. Lo único que podía hacer era
seguir cayendo mientras el sonido de una maquinaria empezó a escucharse
desde todos los ángulos. Como si estuviera en el interior de un gigantesco
reloj.

Todas las runas se habían activado y recorrían el cuerpo del paciente.


Rulia y Meikoss miraban nerviosos la escena, más preocupados por la cara
de excitación de Danae que por el conjuro con el que estaba lidiando Eliel.
El cuerpo de la doalfar se estaba adormeciendo y tenía serias dificultades
para mantener la concentración. En su desesperación por salvarle no había
medido bien su capacidad, y sabía de antemano que esta iba a ser sobrepa-
sada, pero no de una forma tan violenta. Pero si fracasaba ahora el resultado
podría dejarlo aún en peor estado. No podía permitirse el lujo de quedarse
sin fuerzas, pero comenzaba a ser un hecho.
Las runas empezaban a emanar un fulgor irregular y Danae se acercó con
prudencia, preocupada por el estado del experimento más que de la doalfar.
—¿Aguantarás?
No podía responder, solo mintió asintiendo con la cabeza. Apenas le que-
daba éter en su cuerpo...
Las runas comenzaron a bajar de intensidad y Adriem empezó a remo-
verse en la cama. Su energía se había agotado y la estructura empezaba a
descomponerse. Pero dentro de sí, cuando creía que iba a caer inconsciente,
escuchó una voz que... le llamaba. Era su propia voz que resonaba en su
cabeza. Una sensación muy extraña brotó de su interior, ya que empezó a
notar un cosquilleo en las manos y, poco a poco, las runas comenzaron a
dibujarse de nuevo, pero el tono pasó a ser más claro, hasta volverse com-
pletamente blancas. Los enlaces en los que se había consumido el argentano
se restituyeron y la voz se hizo cada vez más fuerte.
Los objetos de la habitación empezaron a temblar y se asustó mucho,
pero su cuerpo ya no le respondía, no podía despegar las manos ni anular el
conjuro. Veía de reojo cómo los demás miraban la escena, incluso Danae, sin
atreverse a acercarse.
Sintió que algo, no muy lejos de allí, respondía a la vibración que sacudía
la habitación, a la vez que la voz que resonaba dentro de su cabeza se vol-
vía más fuerte. Le llamaba con insistencia, hasta el punto de que, sin darse
cuenta, salió de ella misma, articulada por sus labios:
—¡¡Adriem!!
Las runas se rompieron y cientos de briznas de luz roja saltaron por los
aires, iluminando la habitación. Todo se quedó en silencio mientras la estan-
cia se iba quedando de nuevo en penumbra con el cuerpo yacente de Adriem.
—Increíble... —acertó a decir Rulia, estupefacta—. ¿Qué ha sido eso?
La boticaria se acercó a Eliel, que estaba en silencio con los ojos cerrados.
—N-No estoy segura... ¿Estás bien, pequeña? —tocó con cuidado el hom-
bro de la novicia shaman que, de pronto, abrió los ojos.
—¡Se está moviendo! —exclamó asustando a Danae.
Adriem empezaba a moverse y murmurar lentamente, ante lo que todos
se acercaron de inmediato. Danae comprobó con satisfacción cómo las vetas
rojas habían desaparecido.
—No sé cómo lo has hecho, pero enhorabuena, Eliel —la felicitó—. No
creo que se haya curado, pero los síntomas se han revertido casi por com-
pleto. Luego me contarás qué ha pasado exactamente, ahora será mejor que
descanses.
—No, si me encuentro perfectamente... —Demasiado bien, se dijo, pues
no debería quedarle ni un ápice de fuerzas. Sin embargo, se sentía pletórica.
Era extraño, porque la magia siempre conllevaba un gran esfuerzo mental,
pero parecía que esta vez había hecho todo lo contrario.
Mas esas preocupaciones habrían de esperar, difuminadas en la alegría
por ver que Adriem se reincorporaba desorientado.
—Creo que me he perdido algo... —murmuró con voz ronca. Aquello que
había soñado comenzaba a desdibujarse en su mente mientras trataba de
situarse. Ni siquiera parecía estar en Dulack a juzgar por que ya no estaba
en una celda.
Eliel se sentó en la cama y le señaló el paisaje.
—Estamos al norte de Detchler, camino de Nara. Has dormido muchos
días —le explicó aliviada tras tantas jornadas de preocupación que apenas la
habían dejado dormir.
—¿Q-Qué es esa luz?
—¿Luz? —dijo Meikoss acercándose a la ventana—. Es cierto, ¿qué es eso
que brilla? No parece...
Eliel miró en dirección hacia donde señalaba, aún con dificultad para le-
vantar el brazo, y sus ojos se abrieron como platos.
—¡Tenemos que huir de aquí!
Justo en esos instantes una luz comenzó a invadir la habitación prove-
niente de la ventana. Como si de una ola fantasmagórica se tratase, un res-
plandor azulado iluminaba el pueblo. Venía desde el horizonte. Imparable.
—Por Alma... ¿Qué es eso? —balbuceó Meikoss mirando por la ventana.
Danae solo acertó a decir:
—Creo que una disrupción astral.
Meikoss se dirigió hacia Eliel justo en el momento en el que esta se abrazó
a Adriem para cubrirle con su cuerpo antes de que la ola impactara de lleno
contra la posada. Sabía que venía exactamente de donde resonó su conjuro.
Capítulo 12
-Mentiras amargas-

Dythjui se encontraba absorta en sus pensamientos. Estaba recogiendo


con una fregona los charcos de agua que producían los cientos de goteras
que se filtraban a través del ruinoso tejado. La planta baja ya era habita-
ble, pero los malditos techadores estaban todo el día dándole largas, como
era habitual. Los pocos ahorros que tenía se los había dejado pagando las
primeras obras de la reconstrucción de la posada, pero aún estaba lejos de
poder volver a abrir la zona de dormitorios, que era la más lucrativa. Y si
no lo hacía, no sabía de dónde iba a sacar lo que le faltaba, pues el comedor
no dejaba suficientes ingresos. Por suerte solo hubo algunos heridos y no se
lamentaron daños personales, lo que hubiera conllevado el cierre definitivo.
Pero los pagos y las facturas se acumulaban en la mesa de la cocina, y esa
maldita lluvia de invierno ponía a prueba su paciencia.
El tosco sonido de la desencajada puerta de la entrada la sacó de sus en-
soñaciones.
—Pase, pase. Enseguida salgo —dijo alzando la voz desde la cocina.
—¿Señorita Lezard? Soy yo, sor Melisse. —La sacerdotisa avanzó siguien-
do la voz de la casera—. Con permiso.
—Lo siento, esto no está muy presentable —se disculpó mientras se lim-
piaba las manos en un trapo tras escurrir la fregona—. No esperaba ninguna
visita, pero si viene a cenar, a partir de las siete estará aquí la cocinera.
—Sabe que no estoy aquí por eso. —Se giró hacia la mesa de la cocina y
tomó una silla—. ¿Puedo?
—Claro, siéntese. Esta es su casa —respondió acercándose para tomar
también asiento—. Bueno, lo que queda de ella.
—No me voy a andar con rodeos: usted es la última persona que vio a Van
Desta y necesito que me explique qué demonios pasó aquella noche, sobre
todo tras el ataque
—Ya se lo expliqué: solo recuerdo vagamente a aquellas criaturas que
surgieron de la nada cuando iba a la despensa a por una infusión para us-
ted. Me avergüenza reconocerlo, pero salí corriendo como pude. También
recuerdo que me dieron caza fuera... Después de eso, nada más. —Se masa-
jeó la sien, cansada de repetir la historia por enésima vez—. ¿Qué es lo que
necesita saber?
—El dirigible en el que parece que escaparon tiene un capitán bastante
interesante... Se ha alojado varias veces en esta posada, me cuesta creer que
sea una simple casualidad. ¿Le conocía?
—Permítame recordarle que por aquí pasa... —Se corrigió con tristeza—:
Pasaba mucha gente. No esperará que conozca personalmente a todos los
inquilinos. Pero si está insinuando si tuve algo que ver, la respuesta es no.
La sacerdotisa se cruzó de brazos y Dythjui notó que no acababa de disi-
par su desconfianza.
—Sabe que la Santa Orden no tendría problema alguno en financiar las
obras de reconstrucción de la posada, señorita Lezard... El interés sería muy
bajo..., tan solo un poco de sinceridad.
La casera se apoyó sobre la mesa y encaró a Melisse sin alzar la voz pero
con un leve tono de amenaza.
—Si lo que sugiere es que puede comprarme, lamento decirle que se equi-
voca. Ayudé y di cobijo a su novicia shaman, por lo creo que más que un
interrogatorio, me deben un favor, ¿no le parece?
La sacerdotisa se quedó en silencio mirándola a los ojos. Sabía que no
tenía pruebas para incriminarla y con presionarla un poco la dejaría en paz
por una temporada.
Dythjui se sobresaltó al escuchar el sonido de varias botas entrando en
el comedor. Salió sin dudarlo un momento y se encontró a cuatro soldados
de la guardia imperial. Ataviados con sus uniformes de chaqueta granate y
negro combinada con pantalón blanco, bajo capas negras en las que se dis-
tinguía perfectamente el escudo imperial del grifo rampante, los soldados de
élite del imperio observaban con detenimiento la estancia mientras accedían
al local sin molestarse en llamar. A Dythjui no se le escapó que la priora se
sentía incómoda por su presencia.
—Eminencia, se la requiere para una audiencia urgente. Por favor, acom-
páñenos —dijo el que ostentaba mayor rango en su uniforme con educación,
pero con cierto matiz de arrogancia que le confería su estatus.
—Con tan galantes modales no puedo rechazar su oferta, teniente —dijo
irónicamente la sacerdotisa, que se levantó de la silla—. ¿Puedo saber quién
me requiere?
—El prior Rognard.
—¿Y envía a la guardia imperial? Eso es mucho honor —contestó con algo
de desconfianza.
—Sí —respondió sin más explicaciones.
Melisse suspiró y la casera supo que, por suerte, su poco amigable con-
versación con ella había finalizado. Así que no dudó en despedirse:
—Veo que tiene otros menesteres que atender y yo una cocina que lim-
piar. Ha sido un placer hablar con usted. —Su sonrisa no escondía cierto
sarcasmo.
—Hablaremos en otro momento, señorita Lezard. —Se giró con semblan-
te serio hacia los guardias imperiales—. Adelante caballeros.
—La próxima vez avisa y prepararé café —dijo mientras tomaba de nue-
vo la fregona. Prefería lidiar con aquellas goteras antes que con otra charla
recriminatoria.

Pese a la intensa lluvia, el Palacio Imperial se veía con absoluta claridad.


Edificado en la parte antigua de la ciudad, tras varias ampliaciones a lo largo
de los años se había convertido en el edificio más grande e impresionante de
Tiria. Las líneas rectas, enormes columnas que soportaban altísimos techos
y multitud de bellas estatuas rodeadas de vidrieras definían aquel edificio.
Así mismo, la piedra gris y el mármol rojo y blanco jugaban creando bellos
dibujos geométricos. Elevadas torres apuntaban al cielo con osadía, rivali-
zando sin complejos con las construcciones más modernas de la ciudad. El
viandante no podía menos que sentirse embriagado por aquella muestra de
poder arquitectónico y, como reflejo de tal, político y militar.
Como contrapunto a aquella imponente majestuosidad, una sencilla es-
tatua de piedra blanca representaba a una mujer desnuda con las manos en
posición de ofrenda y dos hermosas alas extendidas. Había sido colocada allí
el día de la fundación del imperio, hacía más de trescientos años. A sus pies
rezaba la frase: «Sagrada y grande es nuestra misión en aras de la libertad
de un nuevo mundo. Emperador Julio I El Fundador. 14 de abril del 239, Era
Común». Solitaria y paradójicamente diminuta en la enorme plaza circular
llena de fuentes y canales, y rodeada por soportales, la estatua miraba hacia
el Palacio Imperial como un recuerdo lejano de lo que fue en sus inicios.
—Es curioso cómo la libertad se empequeñece ante la glorificación del
hombre —dijo Melisse a uno de los guardias que la acompañaba, mientras
observaba la estatua y la enorme columnata que servía de entrada al palacio
tras bajar del carruaje. El guardia imperial, como presuponía, no respondió;
en vez de ello se aprestó a cubrirla con un paraguas mientras ella se abro-
chaba su capa y se echaba la capucha sobre la cabeza para guarecer su túnica
de la lluvia.

La sacerdotisa ocultó su gesto bajo la capucha, aunque cualquiera sabría


por cómo se mordía el labio que estaba bastante preocupada. Aquello no era
una audiencia, iba a ser un interrogatorio y los habían pillado de imprevisto
para evitar que acordaran una «verdad oficial».
Como quien entra en las fauces abiertas de un lobo, la sacerdotisa caminó
bajo la enorme columnata que enmarcaba los portones de aquel gigantesco
edificio.
Las puertas de metal adornadas con motivos geométricos fueron abiertas
mientras caminaba escoltada por dos guardias imperiales y salió a un corre-
dor de proporciones colosales que, como todo en aquel edificio, se perdía
en la distancia. Grandes tragaluces lo iluminaban todo con una luz grisá-
cea propia de aquel día lluvioso. Fue avanzando por el interminable pasillo
hasta que, por fin, llegó ante dos enormes puertas metálicas con cientos de
runas labradas que aseguraban lo inexpugnable de su constitución. Cuatro
guardias custodiaban aquella entrada, flanqueada por dos enormes estatuas
que representaban a dos antiguos emperadores, Pedro II el Alto, que pro-
clamó a la Santa Orden como única y verdadera fe del imperio, y Vargas III
el Libertador, que suprimió la esclavitud pese a la oposición de los grandes
terratenientes, padre del actual emperador.
A su encuentro acudió otra sacerdotisa.
—Mi señora —se anunció haciendo una profunda reverencia—, urge que
me acompañe. El prior Rognard se está enfrentando a las acusaciones de
varios ministros.
—No os preocupéis, Salara, terminaremos pronto. —Dicho esto, indicó a
los guardias quién era y les pidió que anunciaran su llegada, como mandaba
el protocolo. No había tiempo que perder.
La puerta se abrió lentamente. En el interior, donde hacía un momento
se oía el sonido de varias conversaciones cruzándose, se hizo el silencio. Un
enorme hemiciclo con la mayoría de los palcos vacíos daba una sensación
más intimidatoria si cabía. Estaba presidido por un pequeño estrado, donde
se encontraba el presidente de la Cámara, un anciano de unos setenta y cin-
co años, de larga barba y que lucía una toga más adornada y violeta, como
signo de su cargo, a diferencia de las blancas de los apenas siete senadores
que estaban al tanto de los sucedido, y tres ministros de togas grises. Detrás,
y elevado sobre el resto, había un trono de madera ricamente labrado sobre
el que observaba el emperador. En el centro geométrico de aquella estancia
se encontraba Rognard, que recibió con un gesto de alivio la presencia de su
más querida alumna y la testigo que necesitaba.
—Sor Melisse Enerdel, sea bienvenida al Senado. Su excelentísima y al-
tísima autoridad, el emperador Alejandro I de las casas de Tiria e Ilnoa, así
como sus señorías, le presentan sus respetos. Por favor, tenga la amabilidad
de avanzar hasta el centro de la Cámara.
El emperador, con aire aburrido, hizo un ademán en señal de aprobación.
Alejandro I era un hombre bien plantado, de pelo negro, corto, y mirada
triste de ojos oscuros. Había heredado el título de emperador con apenas
diecisiete años tras la muerte de su padre, y había desempeñado esa función
sin problemas durante quince. Allí sentado, con su uniforme militar del más
alto grado ribeteado en oro, tenía un aspecto más que impresionante.
A su lado, una delven, vestida con el uniforme negro y granate de la guar-
dia imperial, engalanado con varias enseñas evidenciando su alto rango,
custodiaba el trono. Alexa, la comandante y mano derecha del emperador,
miraba con frialdad a los presentes.
—Le pondré al día sobre los temas que aquí discutimos, eminencia —dijo
el presidente de la Cámara—. Se debate sobre los hechos ocurridos la sema-
na pasada en relación con una novicia shaman y que han llegado a los oídos
de algunos senadores. Tenga en cuenta que es una información al parecer
ocultada deliberadamente y que podría resultar en un conflicto internacio-
nal, teniendo en cuenta nuestras delicadas relaciones con la Confederación
Kresaica.
Uno de los senadores se puso en pie.
—¿Por qué, una vez localizada, no se avisó a la Guardia Urbana? —incre-
pó—. Puesto que hubo dos asesinatos, tendría que haber sido puesta bajo su
seguridad.
—Era un asunto de la Santa Orden, tratamos de llevarlo discretamente
a petición de los mismos shamans kresaicos —explicó Rognard con gesto
de desagrado—. Se ocultó para sacarla de la ciudad sin levantar sospechas,
aunque visto el resultado, tal vez no fue la mejor opción.
—No se lo he preguntado a usted, prior, sino a la sor Melisse —se indignó
el senador.
—Como bien le ha respondido el prior, se nos había pedido expresamente
que la presencia de la noble en la ciudad fuera secreta. El resultado también
es delicado para nuestros acuerdos con los shamans, senador.
—¡Eso es completamente inapropiado! ¡Algo de semejante calibre ha de
estar siempre en nuestro conocimiento! —exclamó una senadora sin levan-
tarse—. ¿A qué se debía tanto secretismo por la sencilla visita de una noble
doalfar? ¿Pertenecía a alguna familia de alta cuna? Explíquese.

—Su apellido no correspondía con ningún linaje importante del país ve-
cino, pero, con todos mis respetos, el Senado no tiene por qué interferir en
asuntos de la Santa Orden. Era una novicia que trataron de secuestrar y pro-
cedimos a llevarla de vuelta a su hogar. No ha de tener más trascendencia,
señorías.
Tras esto los senadores empezaron a alzar la voz y a tratar de tomar la
palabra sin pedir permiso. Después de unos momentos de confusión, el pre-
sidente de la Cámara consiguió poner orden dando unos golpes con su pe-
queña maza de madera sobre el atril.
Melisse retomó su discurso:
—Se está elaborando un detallado informe para la Orden que remitire-
mos a las autoridades civiles. Tan solo les pido unos días y este asunto que-
dará zanjado, sin que hayan de perder el sueño por ello. La novicia ya está
fuera de nuestras tierras.
—Pero ha llegado a mis oídos que no como ustedes dispusieron, ¿me
equivoco? —preguntó uno de los senadores.
—Nuestros planes se adelantaron ligeramente, pero lo importante es que
su vida ya no peligra en esta ciudad —añadió Melisse.
—Escoge las palabras con muy buen criterio... —prosiguió el senador—.
«En esta ciudad.» ¿Y fuera de ella? ¿Qué cree usted que debemos responder
al gobierno de Kresaar si nos pregunta dónde está esa respetable novicia?
—Con su permiso, presidente de la Cámara, y con el beneplácito de vos,
mi señor —dijo la comandante—, me gustaría añadir algo
El presidente de la Cámara la miró y le respondió:
—Su presencia aquí es solo formal, no tiene derecho a hablar sobre temas
civiles, comandante Alexa, si no se le pregunta directamente. Esto no es una
institución militar.
—Pero si yo le otorgo ese derecho a intervenir, puede —afirmó el empe-
rador con rotundidad. Pese a no levantar demasiado la voz, tenía un tono
grave y autoritario que acalló cualquier comentario.
—Por supuesto, su excelentísimo —dijo el presidente algo desconcertado,
como si fuera un niño al que le hubiera regañado su padre—. Si el emperador
así lo concede, diga lo que tenga que decir, comandante.
—Creo que el prior Rognard nos oculta información, señorías. Lo visité
hace unos días con ánimo de esclarecer este caso sin que tuviera que llegar a
esta Cámara, pero en vez de colaborar, se dedicó a entorpecer mi investiga-
ción con evasivas escudándose en los privilegios de la orden. Por favor, prior
Rognard, tal vez ahora, ante los presentes, podría iluminarnos con su sabi-
duría. —No disimuló cierto toque burlón en su petición, sabiendo al prior
acorralado.
El silencio se hizo una vez más en la Cámara. Todas las miradas apunta-
ban hacia Rognard, pero él, firme y decidido, negó con un movimiento.
—No tengo certeza de nada. Creo que la comandante estima en demasía
mi inteligencia y siento profundamente decepcionarla.
Alexa apretó los puños. Melisse sabía que se había tomado aquella res-
puesta como un nuevo insulto. La práctica de la magia por parte de los sa-
cerdotes nunca había sido bien vista por el pragmatismo del ejército y eso se
evidenciaba en la tensa relación entre el prior y la comandante. Una eterna
desconfianza.
—¿Acaso no tendrá que ver con los rumores sobre el Oráculo de Nara?
—inquirió uno de los senadores, el más joven—. Cuentan que el Oráculo que
controlan los shaman en la frontera de Salania y Kresaar se ha detenido.
Rognard se quedó petrificado en el sitio. Melisse no daba crédito a lo
que había oído, aquella información había sido celosamente mantenida en
secreto.
—Es solo un rumor que he oído, pero, por disparatado que sea, creí con-
veniente ponerlo en conocimiento de nuestro emperador y el Senado. Apro-
vechando que el prior está aquí y teniendo en cuenta sus múltiples colabo-
raciones con los shaman, a bien nos podría aclarar este asunto —prosiguió
el joven senador.
—¿Y qué importancia tiene ese mero rumor? —replicó una senadora de
mediana edad—. Los problemas que puedan tener los oráculos, los shamans
o sus templos poco o nada tienen que ver con los intereses del Imperio.
—Son tiempos difíciles —prosiguió el joven tras oír la queja, pero sin atri-
buirle importancia—, y las gentes de las fronteras son asustadizas y supers-
ticiosas, por lo que también debería preocuparnos.
—¿Y qué temen? ¿No poder peregrinar con sus recién nacidos a Nara la
próxima primavera? —replicó unos de los ministros jocosamente—. Esta-
mos hablando de política internacional.
—No debería subestimar las leyendas que cuentan las gentes de provin-
cia, señor ministro. Antes de la gran Guerra de las Lágrimas se dice que el
oráculo también se detuvo. —Se encogió de hombros—. Yo no le doy ningún
crédito, pero si la gente lo cree, por estúpido que sea deberíamos tenerlo en
cuenta. Nuestras fronteras del norte siempre han sido bastante inestables y
con estos rumores... a saber qué puede pasar.
—¡Eso no es más que un mito inventado por las tropas de Kresaar tras
la derrota de Neferdgita! ¡Nunca aceptaron el resultado de la batalla ante
nosotros! Es como lo de su princesa muerta y maldita; excusas de malos
perdedores para esconder su vergüenza. —El hemiciclo volvió a estallar en
discusiones. El presidente era incapaz de poner orden, pero la mano alzada
del emperador consiguió acallar todos los comentarios.
—Señores, hace tiempo que nos hemos desviado del tema. —Miró a los
dos sacerdotes—. Confío en que tendrán a bien entregarme una copia de ese
informe que estaré encantado de discutir con el sumo pontífice, eminencias.
Alexa estuvo a punto de añadir algo, pero la mano alzada del emperador
la detuvo y le hizo aguardar la respuesta que no se hizo esperar por parte de
Rognard.
—Por supuesto, su ilustrísima —dijo acompañado de una profunda reve-
rencia.
—Entonces, se levanta la sesión. Tienen mucho trabajo que hacer. —El
emperador no atendió a las quejas de los senadores, a quienes acalló con una
sencilla pero incisiva mirada. Aquella comparecencia había durado dema-
siado y esperaba contar con el informe, así como lo que tuviera que contarle
su comandante. Entonces podría hacer las preguntas adecuadas, si es que el
caso merecía alguna atención adicional. En aquellos momentos, lo dudaba
profundamente.
Los senadores caminaban por los pasillos y tres de ellos se detuvieron
para comentar aquella peculiar reunión extraordinaria. A lo lejos se podía
ver cómo, custodiados por unos guardias, los dos sacerdotes se alejaban ca-
mino al exterior del palacio.
—¿No crees que es un poco osado salir con esa clase de rumores? —dijo
un senador delven algo entrado en años.
—Es cierto. Menos mal que el emperador se ha tomado con humor el
asunto. Podrías haber quedado en ridículo —reprendió una joven senadora
humana.
—No os preocupéis. A fin de cuentas, ¿no nos ha animado un poco esta
tediosa sesión? Los sacerdotes no iban a soltar prenda.
—Tienes razón, Miguel. Esperaremos al informe.
—Recordad que este asunto sigue siendo confidencial —dijo ajustándose
las gafas—, por el momento.
—Odio el otoño de esta ciudad. Nunca para de llover —comentó Melisse
a Rognard.
—Míralo de esta forma: luego no llueve una gota el resto del año.
Ambos priores caminaban por los jardines de la Catedral de las Luces.
Pese a lo que se pudiera deducir por el nombre, no era un solo edificio, sino
un enorme complejo cerrado. Se estaban dirigiendo hacia el gran pórtico del
templo principal. La lluvia había dado una pequeña tregua pero, a lo lejos,
las nubes volvían a amenazar. Rognard se hizo a un lado e invitó a la priora
a pasar.
Una vez dentro, caminaron entre las enormes estatuas de las doce dei-
dades zodiacales de más de ocho metros de altura. Se dirigían hacia el im-
presionante altar, tras el cual la imagen de una mujer de gesto conciliador y
bondadoso, envuelta en finos paños y con un sol en la mano derecha y una
luna en la izquierda, daba la bienvenida a los visitantes. Pintada sobre un
recargado retablo con imágenes de la creación del mundo, la figura medía
unos diez metros. Y para culminar la estampa, colgada sobre el altar y bajo
la impresionante cúpula adornada con frescos, pendía una gran cruz aspada,
símbolo de la Santa Orden.
Rognard y Melisse seguían con su conversación:
—Aquel senador me da mala espina. ¿Cómo demonios ha podido enterar-
se? —preguntó el prior.
—Lo único que sé de él es que se llama Miguel, y es uno de los tres sena-
dores por la provincia de Sireni. Es bastante dado a la polémica.
—Pero eso no justifica que haya tenido acceso a esa información. —La
sacerdotisa se percató de que Rognar no paraba de mover los dedos con
nerviosismo—. Miguel... Sé que he oído ese nombre en alguna parte, pero no
lo recuerdo bien.
—Claro, nunca sales de tus estudios, ¿cómo te vas a acordar de los nom-
bres? Y mucho menos de los senadores. Si te interesaras un poco por la vida
política, lo sabrías —dijo con ironía Melisse.
—Me preocupa más la comandante Alexa. No pensé que tomaría la pala-
bra en la audiencia, es peligrosa —admitió el prior.
Melisse adoptó una expresión grave.
—Tú sospechas algo, ¿verdad?
—No sé a qué te refieres.
—Por favor, te conozco desde que era una niña... Te han ofrecido cientos
de veces ascender de rango y lo has rechazado porque lo veías como un im-
pedimento para tus estudios. Alguien como tú siempre sospecha algo, siem-
pre está pensando en algo, siempre tiene alguna teoría o certeza.
—Hoy es el día en el que la gente tiende a sobrevalorarme —suspiró Rog-
nard—. Si no digo nada, es porque no tengo donde apoyarme. Todavía.
—No me lo digas como prior de la Santa Orden, sino como amigo.
Rognard supo en ese momento que no iba a poder esconder sus opinio-
nes mucho más tiempo a Melisse.
—Está bien. —Tragó saliva, se sentó en uno de los bancos, alejado de
cualquier oído indiscreto, y dijo—: Mi teoría es aún infundada y carente de
todo apoyo científico, no deja de ser intuitiva.
Melisse miró con curiosidad al que fue su antiguo mentor.
—Ese senador, Miguel se llamaba... Creo que está en lo cierto. Existen
señales, no de ahora, sino desde hace un tiempo, que apuntan a que su-
cederá un gran evento: las sequías prolongadas del sur, la posición de las
constelaciones y, para colmo, el oráculo. Y por lo que he sabido, el oráculo
de Gawi también se ha detenido... Ambos lo hicieron durante la Guerra de
las Lágrimas y eso sé que no es una leyenda.
—Pero ¿qué estás diciendo? La Santa Orden nunca...
Rognard suspiró.
—La Santa Orden no existía por aquel entonces, se fundó cincuenta años
más tarde de la Gran Guerra, pero algunos libros shaman a los que tuve ac-
ceso sí que lo relatan. Además..., están las Sacras Squelas.
—Sabía que tenían algo que ver... Esos monolitos te van a volver loco —le
reprochó Melisse. Desde hacía años estaba obsesionado con unas singulares
piedras que contenían textos en una lengua antigua y que fueron halladas
durante la primera ampliación de la catedral.
—No, escucha —ni siquiera la miraba, parecía que estaba de vuelta en
aquella sala donde se guardaban las Squelas—. Una de ellas dice:

Un nuevo dragón errará por la tierra fruto del cielo.


El mundo llorará sus almas devoradas por los cuervos.
El sueño de la princesa romperá su corazón de hielo.
Ni para los muertos flores ni para los vivos recuerdos.
—Me cuesta entender a qué se refiere. Esos textos, además de crípticos,
están en una lengua que aún nos cuesta descifrar. —Poco servía que tratara
de darle explicación, pues cualquiera que fuera, el prior la corregiría.
—No te quedes con las palabras, sino con el contenido. Es difícil de inter-
pretar, pero la segunda frase estoy seguro de que hace mención a la Guerra
de las Lágrimas.
—Eso sucedió hace quinientos años, Rognard. Entonces debió de cum-
plirse esa profecía. — No llegaba a comprender el porqué de tanta preocu-
pación.
—¿Quién te dice que ha de cumplirse en una fecha determinada? Llevo
tiempo estudiándola y estoy convencido de que no ha culminado. A fin de
cuentas, quinientos años dentro de la historia que abarcan las Squelas es
una gota de agua en el mar —afirmó con gravedad—. Sólo soy consciente de
que se ha cumplido una línea de tres, y creo que el que los oráculos se hayan
detenido como pasó antes de la guerra ha de preocuparnos.
—Hiciste bien en no decir nada en la cámara, pero, ¿cuál de las frases
piensas que se va a cumplir? —Nunca había creído mucho en esas piedras,
pero sí que tenía muy en cuenta las preocupaciones del prior.
—No lo sé. Por eso no quería aventurar nada, pero a Alma pido que solo
una de ellas, puesto que si son las tres... —Se quedó en silencio, cavilando.
—¿Qué sucedería? —reclamó su atención la sacerdotisa, sabiendo que de
nuevo se había perdido en sus pensamientos.
—Forma parte del último párrafo de la duodécima Squela..., la última. Si
se cumple, puede que sea el fin de esta era tal y como la conocemos.
Se quedó mirando cómo el prior avanzaba cabizbajo, meditabundo, hacia
las escaleras que descendían a la cripta donde se hallaban las Sacras Sque-
las. No supo qué más decirle, pero no pudo evitar sentirse contagiada por el
mal augurio de su superior, y encaminó sus pasos hacia el altar para orar a
la Madre Alma.

Alexa vestía el uniforme de ceremonia del ejército: unos pantalones ne-


gros ceñidos, botas altas y una chaqueta de cuello cerrado, abotonada, tam-
bién de color negro, con unas franjas blancas en las mangas que formaban
una cruz con otra franja que recorría el cierre, la bandera del imperio. En las
caderas, un trozo de tela granate le daba un poco de color al severo unifor-
me. Caminó con paso marcial por los pasillos del ala este del palacio hasta
detenerse ante la puerta de una de las salas de reuniones.
Tras llamar con suavidad, aprovechando un silencio en la conversación
que se oía dentro, casi de inmediato la voz del emperador la invitó a pasar.
Entró en la sala y se dirigió con la cabeza gacha hacia una larga mesa don-
de, en el otro extremo, este se hallaba sentado, con un hombre de avanzada
edad a su izquierda. Hizo una profunda reverencia hacia el jefe de Estado
mirando por el rabillo del ojo a aquel individuo.
Alexa lo conocía, era lord Jelwis de Dremingar, el ministro de Asuntos
Exteriores. Un hombre influyente, sin duda, y su presencia allí solo signifi-
caba una cosa: problemas.
—Bien, esta reunión ha acabado. De momento no moveremos pieza y
esperaremos los acontecimientos. Puede retirarse. —Cerró una carpeta con
documentos y se recostó contra el respaldo del sillón.
—Como ordenéis, su Majestad Imperial. —Lord Jelwis se levantó, hizo la
reverencia de rigor, cogió unos papeles de encima de la mesa y se marchó,
mirando de reojo y con cara de disgusto a la comandante. Ella nunca le ha-
bía caído en gracia, pero el sentimiento era mutuo. Por suerte, Alexa sabía
disimular las náuseas que le producía aquel estúpido político demasiado
acostumbrado al mullido sillón de su despacho. Un burócrata más de los
que estaba a rebosar aquel edificio.
El emperador sacó a Alexa de sus pensamientos cuando la invitó a sen-
tarse a su lado una vez cerrada la puerta.
—Ven, acércate.
—Sí, mi señor.
El ilustre gobernante se desabrochó el cuello de su camisa gris y adoptó
una posición más cómoda en el sillón. Suspiró y sonrió con amabilidad. Era
una sonrisa hermosa y sincera, pensó Alexa, que revelaba a la persona que
se escondía tras el cargo.
—Deja las formalidades, Alexa. Siéntate, por favor
—Lo siento. —A veces era demasiado complicado saber cómo tratarle.
—No te preocupes. Ven a mi lado.
Alexa se sentó y vio que sobre la mesa había varios planos de la frontera
Kresaar, en la provincia de Sireni.
—¿Para qué me ha llamado? —preguntó aun sabiendo la respuesta de
antemano.
—Supongo que necesito a alguien que me dé una visión más realista de
los problemas que hay en la frontera.
Alexa se sintió incómoda. Sabía que las reuniones en palacio no eran de
placer, pero en el fondo nunca perdía la esperanza de que, pese a la informa-
lidad, no fueran exclusivamente por trabajo.
El emperador siguió hablando:
—Pese a lo divertido de la sesión de hoy en la Cámara, en algo tenían ra-
zón: he recibido varios informes de la frontera. Han vuelto los saqueos por
parte de tribus del norte que no han dudado en internarse en nuestro terri-
torio, el cual reclaman como suyo —le comunicó señalando la zona nordeste
del imperio, donde la gran cordillera Krimeica se cerraba con el paso al mar
y definía una frontera natural que era la región de Kinara, una de las tribus
que conformaban la conferderacion de Kresaar—. En la zona donde la cor-
dillera llega al mar los montes son bajos y les es fácil aventurarse por fuera
de los caminos. Hostigan a los colonos y saquean las cosechas y el ganado.
Han vuelto a coger confianza tras las campañas de castigo en la frontera
hace más de diez años y que casi nos cuesta una guerra. —Apoyó la cabeza
sobre sus manos entrelazadas y suspiró—. Sin duda, cualquier rumor puede
desestabilizar más la zona...
El peso de las decisiones, pensó Alexa, el peso de la vida de millones de
personas. Sin duda era una responsabilidad que habría acabado con más de
uno.
—Esperaremos... Por el momento solo enviaría algunos aesir e inten-
sificaría las patrullas sobre las poblaciones —comentó la comandante se-
ñalando varias zonas mientras el emperador se masajeaba las sienes—. No
disponemos de suficientes unidades en el norte como para cubrir todos los
asientos mineros pero, mientras, enviamos refuerzos; hará sentir más segu-
ros a los colonos.
—Hablaré con el ministro, a ver qué unidades podemos destinar a esa
zona. —La miró con ojos cansados—. Si con eso conseguimos ganar tiempo,
bastará. Sólo espero que la situación no se vuelva a descontrolar como hace
diez años.
Alexa deseaba poder decirle mas cosas, consolarle, animarle..., pero tan
solo podía esperar junto a él. En la distancia, en silencio.

La lluvia golpeaba incesante las maltrechas tejas de la posada mientras


dentro las goteras conformaban una extraña melodía que casi podía presu-
mir de ritmo. La noche había engullido con su oscuridad todas las estancias,
a excepción de la cocina, donde un quinqué iluminaba débilmente una mesa
en la que estaba sentada Dythjui. Con la mirada perdida, jugueteaba con un
cuchillo tarareando una melodía que habría escuchado en alguna parte con
cara triste.
No podría olvidar la charla con Melisse. Aunque lo negara, ella sabía que
había intervenido en el devenir de los hechos. Eliel tendría que haber par-
tido sola a la mañana siguiente o haber sido capturada. Sin embargo, había
truncado esa posibilidad y la había hecho huir junto a Adriem.
Detuvo el tarareo y miró el cuchillo. Se había prometido a sí misma no
volver a implicarse pero, a lo visto, había quedado en un autoengaño. Siem-
pre resultaba bueno pensar que era por un bien mayor, pero solo era un
consuelo para necios. Sería su castigo y debería vivir con esa pena toda la
eternidad.
Miró su reflejo en la pared de la cocina. No se reconocía. Apoyó la mano
en el frío azulejo para cerciorarse de que era real. Odiaba ese cuerpo.
Agarró el mango del cuchillo y lo apuntó contra su mano izquierda. Em-
pezó a gimotear con la respiración entrecortada.
—Te odio. —Entre lágrimas asestó una puñalada a su palma, atravesán-
dola.
El desgarrador alarido fue engullido por el rumor del viento y la lluvia.
Capítulo 13
-Disrupción astral-

El ruido era ensordecedor y tras una oleada que sacudió cada milímetro
de su cuerpo, Eliel fue abriendo lentamente los ojos, desorientada. Tras di-
cho estruendo había sobrevenido un silencio sepulcral, tan absoluto que le
pitaban los oídos. Sabía que no se había quedado sorda porque podía escu-
char su respiración acelerada, acompasándose a cada latido frenético de su
corazón, que luchaba por salir de su pecho por la ansiedad. A su alrededor
la habitación se sumía en una luz mortecina. Todos habían desaparecido.
—¿Adriem? —dijo con voz nerviosa tratando de controlar el temblor que
estremecía su cuerpo. Pero nadie respondió—. ¿Meikoss, Rulia...? —Seguía
sin escucharse nada salvo su propia voz mientras un sudor frío comenzaba
a perlar su frente.
Todo cuanto le rodeaba bajo aquella luz tenía un aspecto irreal. Se asomó
por la ventana y vio cómo todo el pueblo estaba sumido en aquel absoluto
silencio bajo un cielo plomizo. Nada... Ni un alma, excepto... Algo llamó su
atención: a lo lejos detectó un resplandor en el horizonte, como si de un dé-
bil crepúsculo se tratara.
Observando aquel firmamento, por el rabillo del ojo notó cómo algo se
movía por la calle. Apenas una sombra que se escabullía corriendo, como la
de un niño envuelto en un abrigo con capucha que le cubría por completo, y
que doblaba la esquina entre dos casas. ¿Alguien más estaba allí atrapado?
Tal vez supiera cómo salir de aquel extraño lugar.
Abrió la ventana rápidamente, pero la figura ya no estaba. Se maldijo y
giró sobre sí misma para bajar a la calle cuando se encontró la puerta de la
habitación abierta y a alguien al otro lado. Era imposible que hubiera re-
corrido aquella distancia, pero no había lugar a dudas de que era la misma
persona. Allá donde realmente estuviera parecía no atender a la razón. Aho-
ra podía ver que lo que creía un abrigo, era una vieja capa raída que parecía
confeccionada por pequeñas escamas, que envolvía hasta cubrirle parte de
la cara ensombrecida. Apenas podía distinguir sus rasgos, solo unos labios
que sonreían y que le produjeron un déjà vù tan potente que le revolvió el
estómago. Sentía que ya la conocía, desde hacía mucho...
—Sígueme, tienes que salir de aquí. —Era aquella misma voz que llamó
a Adriem cuando trataba de despertarlo. La suya propia—. Tienes que darte
prisa —prosiguió—, o si no, nunca recordarás.
Adriem sintió el fuerte golpe que, con su cuerpo aún entumecido, lo de-
rribó sobre la cama. No supo discernir cuánto tiempo había pasado cuan-
do la voz de Eliel, que le llamaba, le hizo recobrar el conocimiento. Se fue
reincorporando con lentitud, completamente dolorido, para comprobar que
la doalfar ya no estaba junto a él. El resto, sin embargo, yacían en el suelo
dormidos.
La atmósfera estaba enrarecida, impregnada por un fuerte olor similar al
de la tierra mojada, y tan denso que costaba respirar. Un desagradable hor-
migueo le recorría cada centímetro de su piel. Sentía náuseas, y al ponerse
en pie un vértigo le hizo tambalearse, por lo que se apoyó en la pared más
cercana. A sus pies, en el suelo, estaba la mujer de la bata blanca con una
respiración tan lenta que llegó a dudar por momentos que siguiera con vida.
Todos estaban en el mismo profundo sueño, y al agacharse notó cómo
una débil luz brotaba de sus pechos, que poco a poco formaba hilos entre-
lazados como si tratara de imitar a una planta que se enraizaba en sus cora-
zones.
Asustado, trató de sacar a la boticaria de su inconsciencia.
—Eh, ¡despierta! Vamos. —No parecía reaccionar—. ¡¿Qué está pasan-
do?! ¡¡Vamos!! —No entendía nada, y lo que más le asustaba era que no
veía a Eliel por ninguna parte. Tenía que encontrarla como fuera, pero antes
necesitaba saber tan siquiera dónde estaba.
La ansiedad comenzó a clavársele como un puñal en la espalda y a opri-
mirle el pecho. Sólo veía aquella extraña luz que venía por la ventana, azula-
da..., esa misma luz que había visto otras veces. La presión se hizo insufrible
y estuvo a punto de soltar a la mujer y cesar en su empeño cuando notó cómo
una luz fluía por sus brazos; ligeras descargas eléctricas pulsaban a través de
ellos hasta sus manos, para después extenderse por el cuerpo de ella.
Para su sorpresa, la mujer se despertó ligeramente y empezó a murmu-
rar. Antes de que pudiera sentir el menor alivio por despertarla, un fortísimo
dolor en el pecho, como si se le clavase un puñal, le hizo soltarla de golpe
para agarrarse el pecho con ambas manos, retorciéndose hasta tocar con la
frente el suelo entre sudores fríos.
Tratando de calmar su respiración y dominar aquel dolor, vio cómo Da-
nae terminaba de despertarse. Miraba a un lado y al otro desorientada, ob-
servando aquella extraña luz sin comprender, seguramente al igual que él,
qué había pasado. Fijó su mirada en Adriem, que trataba inútilmente de ar-
ticular alguna palabra, ante lo que se acercó con rapidez y agarró su maletín.
—Por Alma, ¿qué ha pasado? Eh, chico, respira, dime dónde te duele. —
Le agarró del rostro y le encaró a la fuerza para observarle. Aún quedaban
algunas reminiscencias de aquellas trazas de luz recorriendo su cuerpo y, sin
dudarlo, le abrió un párpado para observarle con cara de profunda preocu-
pación.
Le soltó y se giró hacia su maletín. Le estaba hablando, diciendo lago so-
bre síntomas o color en su iris, pero el dolor le nublaba la mente y sólo acertó
a entender la última frase:
—Vuelves a presentar síntomas de Eco. —Sacó el frasco, en el que le que-
daba un poco de enetista—. Solo me queda una dosis, pero tal vez...
Adriem desconocía si estaba remitiendo el dolor o si había llegado un
punto en el que no era capaz de percibir más. Consiguió reincorporarse un
poco, lentamente, mientras un sudor frío le recorría todo el cuerpo, para
mirar a la mujer, quien, por alguna razón, se había callado de repente.
Ella estaba contemplando, con el rostro completamente pálido, un pe-
queño frasco con un líquido que estaba emitiendo un brillo rojizo intenso.
—Estamos... Está reaccionado a... la disrupción... ¿Cómo? —Cogió un
pequeño espejo redondo de auscultación y se miró los ojos. Le miró con el
gesto desencajado y solo acertó a decir con la voz temblorosa—: Eco... Yo
también estoy contaminada.

Tras salir por la puerta de la posada comprobó que era todavía más estre-
mecedor aquel silencio desde la calle. La niña encapuchada caminaba delan-
te de ella mientras del cielo caía ceniza que empezó a depositarse lentamen-
te sobre el suelo, tiñendo aún más de gris aquella monocromática estampa.
De entre la ceniza brotaban hilos de luz, que se entrelazaban hasta dar forma
a unas extrañas flores cuyos pétalos se asemejaban a plumas.
No debía seguir a aquella niña, tenía que volver a la posada y buscar a
Adriem y a los demás, pero cuando fue a dar un paso hacia detrás notó que
su pierna no respondía. Como si la encapuchada se hubiera dado cuenta, se
giró y le sonrió oscilando la cabeza en gesto de desaprobación.
—Lo siento, pequeña, pero en este mundo soy yo la que maneja los hilos
de tu cuerpo. —Se retiró la capucha lentamente y comprobó lo que ya sospe-
chaba: era idéntica a ella, pero como si apenas contara con doce años—. En
este reino Alma no tiene poder, soy libre de sus ataduras.
Estaba cada vez más asustada. Solo quería salir de aquel lugar a cualquier
precio, pero su mente no era capaz de controlar su cuerpo y, como si fuese
una sonámbula, un sueño vivido, se acercaba a la única luz que brillaba en el
horizonte siguiendo a aquella niña. ¿Quién era en realidad? ¿Todo aquello
era real...? Sus pensamientos poco a poco se desvanecían en aquel mundo
de cenizas y flores.

Danae se frotaba el brazo tratando de quitarse de encima aquel extraño


picor mientras sacaba una pieza de cuero que desenrolló. En ella se hallaban
varios utensilios quirúrgicos, de los cuales eligió una jeringuilla. Empezaba
a comprender qué podría haber pasado y la situación era de todo menos
halagüeña.
—No se sabe qué sucede durante una disrupción astral —dijo la boticaria
controlando sus nervios para introducir la aguja en el frasco y extraer la úni-
ca dosis de enetista—. Según he podido leer, son tan raras y sus causas tan
desconocidas que no soy capaz de explicar ni siquiera por qué la gente está
dormida. Pero lo que más me preocupa es que tú y yo estemos despiertos.
—¿Qué es eso? —señaló Adriem la jeringuilla. El dolor iba menguando
aunque seguía teniendo dificultad para controlar la respiración.
—Enetista. Lo utilicé en combinación con la magia de la doalfar para tra-
tar de recuperarte. —Le dio unos ligeros golpes al cristal y empujó el émbolo
para extraerle el aire—. Es capaz de menguar los efectos del Eco. No estoy
muy segura, pero puede ser la razón de que no te durmieras como hicimos
los demás. Lo que más me preocupa es saber qué ha sido de ella.
—No lo sé, estaba junto a mí y luego... Sencillamente, desapareció. Luego
sólo te llamé y vino el dolor. —Seguía mirando de un lado a otro—. Haz lo
que tengas que hacer y vamos a buscarla.
La boticaria vio en los ojos del muchacho que estaba más pendiente del
paradero de la doalfar que de su propio estado, así que creyó conveniente
recalcar cuál era la situación:
—Adriem... Te llamabas así, ¿verdad? Antes tenemos que resolver nues-
tro problema. —Le mostró la jeringuilla—. Brilla porque el ambiente está te-
rriblemente cargado de ether. Deberíamos estar dormidos y probablemente
acabará pasando, y si no hacemos nada y seguimos expuestos a estos niveles
mucho más tiempo no tengo ni idea de qué pasará, pero te puedo asegurar
que nada bueno. Quizás con esto podamos aguantar un poco más de tiempo
despiertos.
—¿Ahí hay suficiente para los dos? —preguntó poniéndose en pie al fin.
Aún se sentía mareado y notó que sus manos estaban pálidas, pero se estaba
recuperando del ataque.
—No, pero nos dará algo más de tiempo. —Se quedó mirando la aguja.
Los ojos se Adriem se clavaron sobre ella, adivinando sus dudas. La en-
fermedad de él estaba avanzada y si se daba prisa podría huir y no tener
mayores secuelas, pero condenaría a la enfermedad al resto del pueblo. Sin
embargo, quedarse y averiguar qué pasaba podría ser fútil y condenarlos a
todos a morir..., incluida Eliel, si aún seguía allí.

Desconocía cuánto tiempo había estado caminando. Sus piernas no mos-


traban agotamiento ni le faltaba la respiración, era tan irreal como la ceniza
que se levantaba bajo sus pisadas cuando se detuvo ante una vieja verja de
metal oxidado, con varias señales carcomidas por la herrumbre que pare-
cían indicar algún tipo de peligro, a las afueras del pueblo.
La cadena que cerraba las puertas yacía junto al candado destrozado, por
lo que solo con empujar la puerta, esta se abrió, chirriante, dando vía libre
por el camino cubierto de aquel manto gris. Cada vez más flores brotaban y
brillaban mecidas por un viento imaginario.
Se giró antes de avanzar y comprobó cómo la noche había engullido casi
por completo los alrededores, quedando ante ella un viejo edificio de hormi-
gón resquebrajado y sin ventanas del que emanaba aquella intensa luz que
se divisaba desde el pueblo. Un singular zumbido, idéntico al que notó mien-
tras hacía el conjuro, resonaba en lo más profundo de su ser, proveniente
de la gruesa puerta de metal entreabierta donde, recortada a contraluz, la
silueta de la niña le esperaba.
Lentamente, sintiendo que iba recuperando la noción del tiempo y el
control de su cuerpo, fue avanzando mirando de un lado a otro. Sabía que
no podía huir, un poderosos deseo desde su corazón le hacía necesitar saber
qué había allí dentro. Aunque pareciera una locura, en aquel mundo sin sen-
saciones notó el color que recordaba en los bosques que rodeaban su hogar.
Eliel fue internándose a través del camino hasta alcanzarla. Su sonrisa,
en apariencia inocente, le provocó un escalofrío que le recorrió el cuerpo.
La niña le tomó de la mano.
—Tranquila, voy a cuidar de ti. Ya casi estamos en casa.
Sacudió el brazo y se soltó.
—¿Quién eres? ¿Qué lugar es este? —preguntó haciendo acopio de tem-
planza.
—¿Qué te ha hecho? ¿No te acuerdas de mí? —Su cara reflejaba una sin-
cera preocupación—. Ven, no pasa nada, yo te ayudaré a recordar —la calmó
tomándola de nuevo de la mano.

Apretó los puños con fuerza y, sin pensarlo, Adriem se levantó para to-
mar su chaqueta y su espada, que se hallaban junto al equipaje.
—Ya estoy enfermo, ¿no es así? —dijo ajustándose bien los pantalones y
ciñendo el cinturón—. Tú aún tienes la posibilidad de salir sana de todo esto,
vete de aquí.
La boticaria se quedó mirándolo atónita, sin saber qué decir.
—No creo que sea capaz de hacer lo mismo por ellos dos —indicó en re-
ferencia a Meikoss y Rulia—, y si cargas con ellos seguro que no te dará
tiempo, así que trataré de averiguar qué sucede y encontrar a Eliel. Puede
que ella haya despertado también y esté en peligro. —Comprobó que el sable
estaba bien y lo volvió a envainar—. Sólo te pido un favor a cambio... Si la
encuentras y yo no puedo salir, encárgate tú de ella.
Estaba mirando la puerta esperando a que la boticaria estuviera lista. No
quería que viera su expresión de auténtico terror, tenía que parecer fuerte
en su decisión para que ella no se opusiera y, debido a ello, le pilló despre-
venido cuando le agarró y le clavó la aguja en el antebrazo con una precisión
certera.
—Llevo años tratando de salvar a la gente de Eco, ¿crees que voy a huir
ahora? —Empujó el émbolo hasta la mitad y le soltó el brazo—. Mitad y mi-
tad —dijo clavándole la aguja—. Yo sabré poco sobre las disrupciones, pero
aun así tienes más posibilidades si voy contigo. No te hagas el héroe.
Adriem se apretó el brazo por donde estaba saliendo un poco de sangre y
la miró desconcertado.
—No trataba de hacer ninguna heroicidad, solamente...
—¡Calla! —le interrumpió mientras metía las cosas en el maletín, visible-
mente molesta—. Está hecho, así que no quiero escuchar tus excusas. —Se
puso en pie y le encaró—. Esos dos estarán bien si nos apresuramos, así que
vamos a arreglar esto cuanto antes.
—¿Alguna idea? —claudicó Adriem sin ganas de ponerse a discutir con la
ofendida boticaria.
—Esa luz —dijo señalando la ventana—. En esa dirección están las insta-
laciones del gobierno.
—¿Qué instalaciones? —No entendía a qué se refería exactamente.
Danae suspiró mientras abría la puerta.
—Creo que como tus amigos te trajeron durmiendo no te explicaron las
bondades turísticas de este lugar... —dijo con evidente ironía.
—No son mis amigos. Ni siquiera estoy seguro de dónde estoy en rea-
lidad. Esos dos van a tener que explicarme algunas cosas si conseguimos
que se despierten. —Echó una última mirada a Meikoss y a la mujer, que
dormían en el suelo. Esperaba poder saber qué hacían ese tipo y esa mujer
ahí. Aunque preguntarle a la malhumorada boticaria no parecía prudente.
—Pues si no son amigos tuyos, ya puedes buscar a la doalfar para darle las
gracias —observó desde el final de las escaleras, apremiándolo a que bajara.
—¿Entonces crees que esto está relacionado? —Salieron a la calle y el
completo silencio sobrecogió a ambos.
—No lo sé —reconoció un poco abrumada por la escena.
Avanzaron hasta doblar la esquina y enfilaron hacia la columna de luz
que se divisaba en el horizonte. Adriem apretó el paso, apremiando esta vez
él a la boticaria:
—Más nos vale que lo averigüemos.
—¿Por qué? —dijo Eliel mientras la niña tiraba de ella a través de la pa-
sarela.
—¿Qué no entiendes? —Se tuvo que detener cuando se volvió a soltar.
Ambas se habían quedado paradas en mitad de una pasarela de metal
que salvaba un gran foso inundado de agua, el cual rodeaba a su vez una
gran estructura central que parecía ser el núcleo de aquel complejo.
—¿Qué es esto? —El zumbido rítmico la obligaba a levantar la voz para
hacerse oír.
—Los humanos trataron de domar el ether y utilizarlo como arma. Iba
a ser la mayor hazaña bélica del último milenio. —Sonrió—. Qué tontos y
arrogantes. Alma les hizo pagar por su pecado.
—No, lo que quería decir es ¿por qué estoy aquí? ¿Qué significa todo esto?
—Poco le importaban ahora las lecciones de historia de aquella chiquilla.
—¡Precisamente por eso! Los planos de la realidad son muy finos aquí y,
pese al remiendo que hizo Alma, se pueden atravesar. —Extendió los brazos
tratando de abarcar toda aquella enorme sala bajo cuya cúpula se hallaba el
generador—. ¡Es una puerta a casa!
—¿A casa...? ¿Qué casa?
La pequeña negó con la cabeza y chasqueó la lengua algo desilusionada.
—Es verdad, me has olvidado... Pero si vienes por aquí podremos ir jun-
tas a nuestra verdadera casa. Créeme.
Eliel dio unos pasos hacia atrás.
—No. —Ese no era el camino que quería coger. Era todo demasiado
irreal—. Esto no está pasando… Es un sueño.
—¡Claro que es un sueño! —Se encogió de hombros—. Es obvio, pero,
¿qué importa eso? En los sueños es donde Alma no nos puede alcanzar, so-
mos libres. ¡Ven conmigo! —Trató de cogerla de la mano, pero Eliel dio un
nuevo paso atrás y se apartó.
—Te he dicho que no. No quiero ir contigo, he de buscar a Adriem. —Fue
retrocediendo y echó mano al bolsillo, pero su tiza de argentano estaba com-
pletamente consumida tras el último hechizo.
—De todas formas, no te iba a servir —dijo sabiendo lo que pretendía—.
La magia aquí funciona de forma muy diferente. —Las runas se empezaron
a dibujar en torno a la niña—. No dejaré que vuelvas con ese humano. —Su
voz se fue quebrando por una súbita rabia que le empañó los ojos—. ¡Él no
te merece!

Se deslizó dentro de la habitación de la posada a través de la ventana. En


el suelo estaban tendidos los dos humanos, el aspirante a caballero y la co-
merciante de pelo ondulado. Dirigió sus pasos acompañado del tintineo de
los cascabeles, que pendían de sus orejas oscilando hipnóticamente, hasta la
mujer, y se agachó para comprobar su estado.
Torció los labios. Eso no lo esperaba, una disrupción, y para colmo había
perdido a su presa. Tenía órdenes de vigilar, pero a diferencia de los huma-
nos a ella no le afectaba aquel ambiente, así que no le quedaba otra alternati-
va que desobedecer. Sonrió enseñando sus caninos y miró por la ventana en
la dirección por la que habían salido corriendo la boticaria y Adriem.
Se relamió y echó una última mirada con desdén hacia los dos humanos
inconscientes. Estaba claro que no podías encargar a un humano el trabajo
de una marioneta.

Danae trataba por todos los medios de seguir el ritmo de Adriem, que, a
la carrera, avanzaba por el camino que salía del pueblo. Entre los prados se
podía ver tras una loma las instalaciones: un par de naves cercadas en torno
a un gran edificio de base circular construido en hormigón, de cuyo interior
surgía la luz que habían visto desde el pueblo.
—El complejo de… De… —dudó Danae. Le costaba recordar el nombre—.
¡De Torre Odón! —¿Ya empezaba a tener lapsus?—. La inauguraron hace
quince años y siempre ha estado controlada por el ejército del ducado. Nun-
ca me había acercado tanto, pero sin duda es nuestro destino.
—Sí, puedo hasta sentirlo. Es como un desagradable zumbido. —Desen-
vainó la espada—. No deberíamos confiarnos.
—Hubiera preferido que llevaras algo más moderno, como una pistola.
Él sonrió.
—¿Sabes lo caras que son? Bastante fue que me permitiera este sable.
—Llegaron a la verja mientras hablaban y ambos vieron a dos soldados, ves-
tidos con uniforme azul y gris, tendidos en el suelo. Probablemente estaban
haciendo su patrulla cuando les sorprendió la disrupción. Adriem se encogió
de hombros—. Con un poco de suerte será innecesario.
Danae se agachó donde uno de ellos y le tomó la pistola del cinto.
—Di lo que quieras, pero yo prefiero cubrirme la espalda. —Abrió la recá-
mara y comprobó que estaba cargada.
—¿Sabes disparar? —preguntó viendo cómo la mujer revisaba el arma
con destreza—. Nunca lo diría de una boticaria.
—No sabes nada de mí. La vida a veces es peligrosa —sonrió un poco
desanimada—. Cuando esto haya acabado, si aún me acuerdo, tal vez te lo
cuente.
Adriem correspondió a su sonrisa apenada y enfiló el camino hacia el
portón de entrada del edificio central.

Caminaban sobre la pasarela que sorteaba el enorme sumidero por el que


caía el agua hasta entrar en la bóveda del edificio central. Varias palancas y
válvulas jalonaban los paneles que sorteaban las tuberías que serpenteaban
por los pasillos. Varias señales advertían del peligro de contaminación si se
entraba en el reactor, del cual estaba surgiendo una columna de luz cuya
intensidad no dejaba ver el interior.
—¿Qué se supone que fabrican aquí? —dijo Adriem extrañado mirando
de un lado a otro—. No se parece a nada que haya visto hasta ahora.
—No fabrican nada, experimentan con ether —la boticaria torció el ges-
to—, y si lo hace el ejército creo que el objetivo está claro.
—¿Algún tipo de arma? ¡Maldita sea, nos estamos volviendo locos! —se
indignó mientras se internaban en la gran sala circular que era el corazón
del complejo. En el centro, una estructura de cables y tuberías tan compleja
que era incapaz de darle tan siquiera sentido, se entrelazaba con runas. En
el interior, un contenedor esférico de más de cuatro metros de altura del que
surgía aquella misteriosa luz.
—Es la desesperación —dijo Danae clavando la mirada en aquella es-
fera de metal remachado—. Si el Imperio y Kresaar entran en guerra, los
pequeños reinos como Detchler no tienen ejército para hacer frente a una
invasión, así que han estado trabajando en algo que los intimide.
—¿Cómo sabes en qué estaban trabajando…? —Adriem se quedó inmóvil.
Una familiar sensación de peligro le recorrió el cuerpo, poniéndole los pelos
de punta. No la veía, pero podía sentirla en aquel lugar, un olor a hollín que
le evocaba oscuridad, hasta el punto de que casi podía paladearlo—. No pue-
de ser... —musitó con la voz ahogada.
—¿Adriem? —preguntó la boticaria volviéndose hacia él.
—Creo que a los dos se nos ha perdido algo ahí dentro... —se pronunció
una voz desde otro acceso a la sala.
Danae se giró asustada ante aquella inesperada presencia mientras él le
ponía nombre:
—Idmíliris...
Si algo estaba originando esa disrupción, sin duda se encontraba allí,
pero en esos momentos ante él, andando tranquilamente, se interponía el
ser que menos esperaba encontrarse en aquel lugar. Avanzó lentamente has-
ta encararse con aquella joven vestida de bufón, dejando a Danae a cubierto
tras su espalda.
—¿Quién es? ¿Cómo puede estar aquí esa niña? —preguntó Danae en voz
baja para que no les oyera.
—No te dejes engañar por su aspecto. —Se giró hacia la arlequín—. ¡¿Has
hecho tú esto?!
Comenzó a reírse casi hasta la histeria, como si la acusación hubiera sido
el mejor chiste que había escuchado. Se enjugó las lágrimas y aún con una
sonrisa le respondió:
—¡Claro que no, estúpido! Una disrupción astral es demasiado incluso
para mí. —Miró hacia Danae y le dedicó una reverencia—. Mi nombre es
Idmíliris. Adriem y yo somos viejos conocidos, ¿verdad? —Alzó los brazos
y las sombras emergieron de los rincones, pero en esta ocasión eran más
grandes, la grupa casi tenía la altura de un humano y de sus brazos colgaban
grilletes rotos.
—No... No son iguales que la última vez... —Se apretó el brazo al recordar
la herida recientemente cicatrizada de su último encuentro.
La arlequín se mordió el labio, complacida.
—Las reglas son diferentes.
—No sé qué haces aquí, pero hemos de detener la disrupción. Ella no está
—dijo Adriem desenvainando el sable mientras de entre las sombras surgía
una más grande, cuya silueta recordaba a la de un ogro de enormes fauces.
—¿Seguro? —Idmíliris miró hacia la gran esfera de metal por un instante
y volvió a encarar desafiante al humano—. Qué ingenuo eres.
—Son invocaciones. —Danae las miró fijamente—. No sé cómo piensas
hacerlo, pero si huimos y no detenemos esto, nos consumirá el Eco. Tene-
mos que llegar al centro.
—¿Sobrepasar todas esas sombras? Ya me he enfrentado dos veces a ellas
en Tiria y… —No completó la frase. Hubo algo en común durante todas las
veces que las había visto y, tras mirar al techo de la bóveda, siguió con los
ojos los tubos que salían de la zona central y que convergían, muchos de
ellos, bajo una garita a un lado. Danae le observaba, esperando a que termi-
nara la frase.
—¿Y? ¿Qué pasa? —le preguntó nerviosa al ver cómo las criaturas les cla-
vaban la mirada, amenazantes.
—Necesitamos luz… ¿Qué hay allí, lo sabes? —dijo señalando la garita.
—Supongo que la zona de control. Esas tuberías deben de transportar la
energía que se genera en la zona central, pero solo es una suposición.
—¡No tenemos opción! —afianzó la guardia y la miró de reojo sin perder
de vista las sombras que se dirigían hacia ellos.
Danae quitó el seguro de la pistola y comenzó a correr hacia la escalerilla
que daba acceso a la garita mientras Adriem cortaba el paso a las invocacio-
nes para que no la siguieran. Tenía que ganar tiempo.

Las runas se transformaron en cadenas que, dotadas de vida propia, apri-


sionaron a Eliel, derribándola. Apenas podía respirar tendida en el suelo,
pues la fuerza con la que se enrollaban la estrangulaba sin que se pudiera
mover lo más mínimo para evitarlo. La niña se había acercado y la miraba
de pie junto a ella.
—¿Es que no lo entiendes? Tu corazón me pertenece y me niego a que se
lo entregues a él. —Apretó los labios con rabia—. No cometerás mi mismo
error. ¡Él es como Arhius!
—¡Yo no te pertenezco! ¿Quién es ese Arhius? ¡¿Quién eres en realidad?!
—le espetó con dificultad tratando de no perder el aliento—. ¿Por qué te
pareces a mí? —La última frase quedó ahogada y notó cómo su cuerpo se
ponía rígido. Trataba de moverse, pero se estaba sofocando e iba a perder el
conocimiento.
La niña la miró con desdén.
—¿Tienes miedo? Es normal, la verdad asusta. —Agarró una de las ca-
denas que quedaban sueltas y, sorprendentemente sin esfuerzo, comenzó a
arrastrarla hacia la esfera de metal—. Volverás conmigo, quieras o no.
Las sombras le atacaban sin cuartel haciéndole retroceder hasta arrinco-
narlo. Esa marea de oscuridad estaba jugando con él, pero cuando el ogro
empezó a abrirse camino hacia él, apartando sin piedad a sus compañeras,
notó que la estancia se volvía más pequeña.
¿Cuántas eran? ¿Diez? ¿Quince? ¿Y el ogro? No importaba. Tenía que
aguantar hasta que Danae llegase a la garita atrayendo cuantas pudiera ha-
cia él. Pero cada pequeño fallo era un golpe que recibía, e ignoraba si ya
alguno era grave, solo tenían en mente resistir.
Aún rodeado por aquella oscuridad que estaba dispuesta a no darle tre-
gua, vio cómo la arlequín ya no estaba tras las sombras. La había perdido de
vista.
Danae corría, perseguida por tres sombras, buscando resguardo en la
sala de mandos. Descargó varios tiros del tambor de la pistola. Ya no podía
ver a Adriem, no podía mirar atrás, y cuando alcanzó la garita justo ante ella,
se encontró con la arlequín, que la miraba sonriente. La apuntó casi a boca-
jarro; un primer disparo le impactó en la frente, pero ella apenas se inmutó,
y el chasquido del martillo anunció que se había quedado sin munición.
Trató de cargarla de nuevo, pero las balas se resbalaron entre sus dedos tem-
blorosos. Aunque trató de agacharse, Idmíliris la agarró del cuello y, pese a
ser de menor estatura que la boticaria, la levantó del suelo.
—No me gusta dejar cabos sueltos —dijo con su habitual sonrisa amena-
zante que mostraba sus dientes serrados.
Danae trataba de librarse de aquella mano que la estaba estrangulando.
De reojo pudo ver cómo su compañero de batalla no corría mejor fortuna,
golpeado por el ogro y lanzado contra tres sombras que se le echaron enci-
ma mientras trataba de cubrirse. No pudo ver qué fue de su suerte, pues la
arlequín la lanzó contra las sombras que la habían perseguido y, sin dilación,
recibió el primer mordisco en una pierna. Gritó de dolor y miedo.

La niña arribó hasta el centro, donde estaba el núcleo, mientras arras-


traba a Eliel. Sin la menor delicadeza agarró la puerta que daba acceso y la
arrancó de sus bisagras sin el menor esfuerzo, como si fueran de papel en vez
de metal. Las cadenas cada vez apretaban más, se iban clavando en su piel
provocándole un dolor insufrible. Con la garganta casi estrangulada, a punto
de caer inconsciente, en un hilo de voz casi inaudible le llamó:
—Adriem...
—¡Eliel!
Adriem trataba de cubrirse en el suelo de las criaturas que le golpeaban y
las fauces que se hincaban en su hombro y su costado, cuando escuchó con
claridad la voz de la doalfar extraviada. Apretó los dientes y notó cómo se
tensaban todos los músculos de su cuerpo. Volvió a escuchar aquel tic-tac de
reloj, pero esta vez parecía que componía una melodía bajo su ritmo, cuando
un fortísimo dolor en el pecho hizo palidecer al resto de sus heridas. Sólo po-
día pensar en ella... Esta vez tenía que rescatarla. No podía volver a perderla.
La voz de Dythjui sonó en su cabeza con una pregunta que le hirió en lo
más profundo de su corazón sin saber por qué.
«¿De quién hablas?»
—¡Maldita sea, apartaos de mi camino! —gritó Adriem con la voz quebra-
da por la desesperación.
Las sombras que atacaban a Danae se detuvieron y miraron en dirección
a donde estaba el humano. La boticaria, libre de la presa, se echó hacia atrás
a rastras tratando de llegar a la cabina y vio el motivo de que dejaran de
atacarla: varias descargas eléctricas recorrían la sala y confluían en la zona
donde parecía estar Adriem.
—Eso es...
Las sombras se quedaron paralizadas, presas de una misteriosa fuerza
que las retenía con hilos invisibles. Pasó un segundo eterno en el que las
descargas se atenuaron para después volver con una onda expansiva que
golpeó a las sombras hasta lanzarlas en todas direcciones, destruyendo a la
mayoría en su impacto contra las paredes y vigas.
Adriem se había quedado quieto, con la respiración acelerada, mientras
varias líneas de luz surcaban su cuerpo. Se fue levantando poco a poco, ajeno
al dolor de las heridas que teñían su ropa de rojo, ante el ogro, el único que
había resistido el impacto. La gran masa de oscuridad se revolvía conmocio-
nada por el golpe mientras su ama, Idmíliris, se había girado, ignorando a la
boticaria, sorprendida por el fuerte estruendo.
Notó cómo la arlequín tenía una mirada de estupor muy impropia de ella.
El único dolor que padecía era la presión en el pecho, pero mucho más fuerte
que otras veces, y le hizo hincar la rodilla en el suelo mientras el ogro se iba
acercando dubitativo hasta llegar a su altura. Sólo podía ver cómo las fauces
se abrían; su tamaño era capaz de envolverle medio cuerpo.
Lo miró con los ojos entornados por el dolor cuando el zumbido arran-
có por las tuberías que, acto seguido, comenzaron a brillar, conduciendo la
energía e iluminando la sala con una luz que dejó a la enorme sombra ate-
morizada. Adriem no lo dudó ni un momento y hendió el sable a través de
la boca del ser, que emitió un alarido y comenzó a desaparecer convertido
en cenizas.
—¡Adriem! —gritó Danae desde la cabina. No la podía ver, pero había
conseguido cargar la sala de energía y la luz atemorizaba a las sombras, que
buscaban donde esconderse. Él trataba de mantenerse en pie, pero su cuer-
po cedía al dolor mientras Idmíliris se acercaba a él.
—No te levantes, por favor. —La luz era muy intensa y su sombra se pro-
yectaba sobre él; se agarró la frente, donde había recibido el disparo, que se
había resquebrajado como si fuera porcelana—. Ahora tendrán que arreglar-
me esto, ¿sabes? —Al quitarse la mano, algunos pequeños trozos se descon-
charon y cayeron al suelo. La luz parecía quemarla por debajo y su eterna
sonrisa ahora estaba invertida en un mueca de rabia—. Y has asustado a mis
niñas. Esto me ha hecho enfadar de verdad.

La chiquilla, cansada de arrancar las piezas del reactor con las manos,
creó nuevas runas en el aire que se transformaron en una corriente de aire
frío que congeló todo lo que había ante ella, para luego estallar en esquirlas
de hielo. Abrió los ojos satisfecha al comprobar que, flotando en el aire ro-
deado de amasijos de hierros retorcidos, un cristal brillaba con fuerza. Pa-
recía ser la fuente de aquel caos. Se giró hacia la encadenada, que se seguía
retorciendo en el suelo.
—Ahí está nuestra puerta a casa, un cristal de esencia. Los humanos lo
usan como mero combustible, pero es algo más... Nos puede llevar a donde
queramos. —Aflojó ligeramente las cadenas al ver que estaba comenzando a
quedarse inmóvil—. Lo siento, tal vez te he atado demasiado fuerte.
Notó que Eliel movía ligeramente los labios con la mirada perdida. Se
agachó para escuchar lo que decía.
—Adriem...
Al oír de nuevo ese nombre la agarró por las solapas y la alzó hasta sen-
tarla.
—¡Deja de llamarle! ¡Él no va a venir a ayudarte, estúpida! ¿Acaso tú...
Tú... le...? —no acabó la frase y comenzó a reírse—. ¿Sabes? Poco importa,
pronto va a morir y dejará de ser un estorbo para nosotras.
Esa risa se clavó en los oídos de Eliel. Fue abriendo los ojos lentamente
y apretando los puños mientras la niña se divertía ante la situación. No iba
a permitirlo.
La cría no fue capaz de advertir la bofetada que le giró la cara hasta ha-
cerle perder el equilibrio. Confusa, vio cómo las cadenas se soltaban y caían
inertes en el suelo a la vez que la novicia shaman se levantaba mirándola
con odio.
—No —dijo con voz ronca—. Él no vendrá a buscarme. —Como si fuera
una expresión de su voluntad, las cadenas cobraron de nuevo vida y ataron
a la niña.
—¡No! ¡No! ¡No es justo! —La pequeña se revolvía llorando de rabia
mientras la doalfar avanzaba hacia el cristal—. ¿Crees que podrás huir de
mí? ¿A dónde crees que vas?
Eliel la miró antes de agarrar el cristal y proclamar:
—A buscarle.
Toda la sala comenzó a vibrar y la columna de luz se hizo mucho más in-
tensa. Un sonido similar al tañir de una campana reverberó por toda la sala
con una fuerza ensordecedora.
Poco a poco fue aminorando y la luz se consumió lentamente mientras
algunas piezas de la estructura se iban desprendiendo debido a la fuerte pre-
sión que habían sufrido.
A diferencia de los humanos, a medida que desaparecía la vibración el
cuerpo de Idmíliris iba desapareciendo. Consciente de ello, trató de agarrar
al humano pero se esfumó antes de que los alcanzara, como si de un fantas-
ma se tratase, mientras le miraba con odio.
—¿Dónde está? —dijo Adriem sin comprender qué había pasado.
—Hemos salido de la disrupción, creo —respondió Danae, aún sin acabar
de creérselo, mientras bajaba apoyándose en la barandilla con dificultad—.
¿Por qué?
Varias piezas de la estructura central comenzaron a colapsar y caer unas
sobre otras, incluida la puerta de acceso, de la que emergió una figura tam-
baleándose que ambos reconocieron enseguida.
—¡Eliel! —Adriem trató de correr hacia ella, pero a los dos pasos se des-
plomó en el suelo. Su cuerpo ya no podía seguir soportando aquel dolor y al
disiparse la tensión se desmoronó.
Danae se acercó a él y le dio la vuelta mientras la doalfar, al ver la escena,
corrió a su encuentro.
—¡Ayúdame! —le apremió la boticaria mientras trataba de reincorporar-
lo—. Tenemos que llevarlo de vuelta.
—¡Estás sangrando mucho tú también! —dijo asustada.
—No te preocupes por mí. Él está mucho peor, hay que llevarle a mi boti-
ca cuanto antes. Tú… ¿cómo… has salido de allí? —balbuceó incapaz de arti-
cular frases con coherencia. No entendía cómo había sobrevivido—. ¿Hiciste
tú esto?
—No sé qué ha pasado… Solo recuerdo que estábamos en la habitación
y… No consigo recordar nada. Estoy en blanco —dijo asustada.
—No importa. Si los militares nos encuentran aquí, vamos a tener mu-
chos problemas. Agárralo y salgamos. —Lanzó un quejido cuando se apoyó
en su pierna herida mientras Eliel tomaba a Adriem por el otro hombro para
ayudarla a cargar con él.
Mientras salían del lugar, Danae vio cómo Eliel iba en silencio, con la tez
pálida y la mirada perdida. Parecía que decía la verdad, que no recordaba
nada, y estaba tan o más asustada que ella.
Meikoss se rascaba la cabeza sin llegar a comprender del todo lo sucedi-
do. Sin embargo, Rulia no había perdido detalle mientras ayudaba a Danae
a ajustarse bien la venda de la pierna en la trastienda de la botica.
—Sueños, luces, sombras que os atacaban... Nadie recuerda nada y diría
que te lo has inventado, pero habría que ser muy creativo —dijo el aspirante
a caballero—. Aunque lo importante es que estéis bien.
—¿Y Adriem, cómo se encuentra? —preguntó la comerciante.
La boticaria se puso en pie con la ayuda de un bastón para no cargar mu-
cho peso en la pierna herida.
—Durmiendo. Tiene diversas heridas, la más fea en el hombro, pero nin-
gún hueso roto, por suerte. Está sorprendentemente bien para los ataques
que recibió… —Hizo un silencio para medir sus palabras. No había incluido
en su relato cómo se habían desecho de gran parte de las sombras que les
atacaban—. Sigue teniendo un principio de Eco, pero si Alma se lo permite
no avanzará más la enfermedad. Lamento no haberle podido ayudar más.
—Hiciste lo que pudiste —dijo Rulia—, todos te estamos agradecidos.
Meikoss se acercó a la boticaria y sacó unas cuantas monedas.
—Por cierto, tal y como dije, te pagaré la consulta y soy hombre de pala-
bra. ¿Qué te debo?
Danae le apartó la mano.
—No he podido curarle, guárdate tu dinero.
—Insisto —dijo algo ofendido ante la negativa.
—Estás en mi pueblo, así que esconde tu dinero antes de que te arrepien-
tas —lo amenazó con el bastón.
Se echó hacia atrás ante la amenaza mientras su compañera de viaje se
reía.
—Para ser alguien que cura a la gente, eres muy violenta —se mofó Rulia.

Hacía un buen rato que se había despertado. A su lado sentada estaba


Danae, que, como le había parecido oír mientras dormía, había estado tur-
nándose con Eliel. Podía escuchar en el piso de abajo a los parroquianos de
la posada, que se afanaban en relatar y discutir el súbito derrumbe de un
trozo de aquellas naves a las afueras del pueblo. Le miró con una expresión
de afabilidad muy impropia de ella.
—¿Qué tal te encuentras?
Tenía una extraña sensación en el cuerpo pero cada movimiento era una
punzada de dolor en donde había un vendaje.
—Sediento y dolorido. ¿Y tú? —se interesó observando el bastón y las
vendas que cubrían uno de sus brazos.
—Nada que no se cure en unas semanas, tranquilo —respondió acercán-
dole un vaso de agua mientras él se reincorporaba.
—No sé muy bien qué pasó. —Tomó un sorbo de agua.
—Sea lo que fuere, aquello que hiciste con las sombras es lo que te está
enfermando —dijo con gesto serio—. Si no quieres que tengan que recordar-
te quién es Eliel, será mejor que lo evites.
—Yo... no sé cómo lo hice. —Se quedó mirando la superficie del agua tra-
tando de recordar.
Danae se levantó y dio un largo suspiro.
—Pues averigua cómo lo hiciste para no usarlo nunca. —Hizo especial
hincapié en la última palabra. Estaba molesta, pero Adriem no entendía
exactamente por qué.
Una vez dicho esto, la boticaria se levantó y añadió, antes de abandonar
la estancia:
—No le he contado nada de esto a los demás, ni siquiera a la doalfar,
quien por cierto está en la habitación nueve. Supongo que querrá verte.
Transcurrieron unos minutos desde que oyó los pasos de Danae alejarse.
Hizo acopio de fuerzas y se levantó de la cama para avanzar por el pasillo
hasta el dormitorio que le indicó la boticaria.
Tras dar unos golpecitos en la puerta para anunciar su entrada y no oír
respuesta, entró con cautela. Al otro lado de la estancia, en el balcón que
daba a la parte trasera de la posada, Eliel, vestida con un chaquetón que cu-
bría el camisón con el que se iba a dormir, observaba las estrellas. La helada
caía lentamente.
Avanzó hasta el arco de la puerta de la balconada con paso lento y algo
inseguro.
—Si sigues ahí fuera, cogerás frío —dijo aclarándose la voz.
La doalfar se cerró un poco el chaquetón y se giró hacia él sorprendida.
—¡Adriem! ¿Qué tal te encuentras?
—Perfectamente —mintió ante la evidencia con una amplia sonrisa—. ¿Y
tú cómo estás?
—No muy bien. —No tenía buena cara—. Apenas recuerdo nada, fue
como un sueño… del que apenas conservo escenas incoherentes. Había una
niña, una luz y… creo que una casa. —Agachó un poco la cabeza y su cara se
ensombreció, haciendo más evidentes las ojeras—. Creo que algo no salió
bien en el conjuro que hice y provoqué todo esto... Lo siento mucho. ¡P-Pero
no consigo saber el qué! Fue culpa mía y podría… Podría… La gente... —ex-
clamó desesperada con voz temblorosa—. Estoy asustada, Adriem.
Era la primera vez que ella le manifestaba sus sentimientos con tanta
claridad y se quedó perplejo por unos instantes. Sonrió y le apoyó la mano
en el hombro, con delicadeza pero firmeza a la vez.
—¿Qué estás diciendo? Lo único que hiciste fue ayudarme. Algo salió
mal, de acuerdo, pero no te martirices así. Tú nunca harías daño a nadie —la
reprendió restándole importancia al asunto como acostumbraba a hacer.
Ella se enjugó las lágrima que empañaban sus ojos y sonrió nerviosa,
pero parecía algo reconfortada.
—Gracias, creo que necesitaba escucharlo.
Adriem se percató de que el fino camisón rosado que llevaba bajo el cha-
quetón realzaba su figura. Delgada y de cintura estrecha, la doalfar se había
trenzado el pelo, dejando sueltos los mechones de su flequillo, que se entre-
lazaban entre ellos, rebeldes. Adriem se quedó prendado de aquella belleza
sobria y delicada que, como una pluma, acariciaba la vista y el corazón.
Ruborizado ante aquella visión, al final consiguió pronunciar palabra:
—Yo... En realidad soy yo el que debería disculparse. Dije que te llevaría a
casa y he de reconocer que no he sido muy buen escolta hasta ahora.
—No, no pasa nada. Me alegra mucho que estés mejor y que viajemos
juntos de nuevo. Alégrate, dentro de unos días llegaremos a Nara, y de ahí a
Hannadiel apenas son un par de días. Podrás volver a tu casa —dijo Eliel con
una sonrisa que desprendía algo de tristeza.
—Sí... Ya queda poco. —Adriem se sintió abatido por un dolor mayor que
el de sus heridas.
La rutina lo esperaba de nuevo: Tiria, la guardia, las rondas... y Dythjui.
Eso era lo único que echaba de menos, la amistad con su casera. La única
persona que habitaba en su corazón, un lugar con mucho sitio libre. Tal vez
tanto espacio podría llenarse con alguien más. Se quedó mirando fijamente
a la doalfar, la cual le correspondió con sus ojos azules como el cielo. Cuando
quiso darse cuenta, los estaba mirando sin pestañear, en un silencioso diálo-
go que endulzaba el aire. Aquellos ojos...
—Ya es tarde, deberías dormir —dijo Adriem dándose la vuelta y rom-
piendo la magia de aquel momento.
—Sí, tienes razón. —Entró de nuevo en la habitación—. Tú también de-
berías descansar.
—¿Yo? Llevo demasiado tiempo durmiendo. Creo que iré a hablar con ese
detchliano, Meikoss. Seguro que en la taberna tiene a bien explicarme por
qué viaja con nosotros.
—Te lo puedo contar yo si quieres.
—No, tú descansa. Antes o después tendré que hacer las paces con él, le
debo una disculpa por lo de Dulack. —No supo por qué, pero Eliel mostró
cierta decepción ante aquella respuesta. Aun así, necesitaba aclararse las
ideas, y en presencia de la doalfar le era más complicado.
Ya estaba cerrando la puerta de la habitación cuando se giró hacia ella y
dijo:
—Gracias por cuidarme estos días.
La puerta se cerró, dejándola a solas. Eliel se quitó el chaquetón y se dejó
caer en la cama con un largo suspiro. Los recuerdos turbios de aquella niña
del reactor no dejaban de darle vueltas en la cabeza.
Sacó la mano y apagó el quinqué de la mesita. Allí se quedó, sin ganas de
cerrar los ojos, pero agotada por el día, acurrucada en el mundo personal
que se acababa de construir bajo sábanas y mantas. Sus pensamientos se
alejaron de aquel cristal y volvieron a los ojos de Adriem. Sonrío levemente.
—Su mirada vuelve a ser cálida —le dijo a su sueño.
Las estrellas brillaban en el firmamento. Bajo aquel cielo, los restos de lo
que en su día fue una casa de campo permanecían en silencio bañados por
la tenue luz de la noche a excepción del sonido de una tiza que rascaba sobre
las piedras que conformaron su antiguo suelo.
Una estructura rúnica ordenada por círculos que interaccionaban con
trozos de pergamino, en los que figuraban más runas, descansaba a los pies
de Rulia. La noche era muy fría y su aliento se dejaba ver nada más salir
por su boca, sofocada por el enorme esfuerzo de construir aquel complicado
ritual.
Tomó aire para controlar su respiración y se agachó para tocar con el ín-
dice derecho una de las runas, que comenzó a brillar para después provocar
una reacción en cadena que iluminó el lugar. La realidad intentó distorsio-
narse ante la mirada fría y calculadora de la hechicera, que contemplaba
cómo en el centro de toda la estructura empezaba a dibujarse una figura que
fue tomando consistencia poco a poco hasta volverse real, momento en el
que las runas se rompieron y el silencio y la oscuridad se cernieron de nuevo
sobre el lugar, quedando de las runas una pequeña bruma brillante que poco
a poco se iba disipando.
Acurrucada en el suelo, jadeando, estaba Idmíliris. Trató de incorporar-
se, pero su brazo se agrietó en el momento en que se apoyó sobre él.
—No deberías esforzarte mucho, ha sido un viaje duro y podrías romper-
te —le dijo la hechicera mientras se acercaba.
—¡Podrías ayudarme al menos! —Seguía tratando de levantarse, pero le
era imposible, su cuerpo aún no le respondía y se retorcía en el suelo, impo-
tente.
—Ya te he ayudado bastante. —La miró con desprecio—. ¿Te ha enviado
para asegurarse? ¿No confía en que os pueda llevar a la princesa? —La arle-
quín solo la miró y obtuvo su respuesta—. Muy bien, gracias.
—¿Cómo me has traído?
—Es simple, aunque me ha costado mucho dar contigo: te he invocado.
—La respuesta era un duro ataque al orgullo de la arlequín y se sintió sa-
tisfecha de devolverle el golpe moral—: Deberías estarme agradecida de no
seguir flotando en ese mar de sueños.
Idmíliris apretó los dientes y le dedicó una sonrisa envenenada.
—Has sido muy gentil..
Unos pasos se oyeron tras ellas y la hechicera se maldijo. Estaba segura
de que nadie le había seguido, pero ver a Meikoss plantado ante ellas con la
mano sobre el sable con semblante serio le probaba su error.
—Creo que deberíamos volver a presentarnos..., Sophia.
Capítulo 14
-Buscando el cielo-

Meikoss cargaba el equipaje en el carro mientras Adriem hacía lo que


podía para ayudarle colocando bien los enseres, evitando hacer muchos es-
fuerzos y disponiéndolo todo para la partida. Mientras, Eliel, Rulia y Danae
charlaban a un lado. La mañana se iba abriendo paso y la helada de la noche
comenzaba a levantar con los primeros rayos de sol.
—Es una verdadera pena que tengáis que partir con tanta prisa. Podríais
haberos quedado unos días más —dijo Danae.
—Lo siento de verdad, pero tengo que llegar cuanto antes —Eliel dijo esto
haciendo una ligera reverencia a modo de disculpa, una costumbre muy kre-
saica.
—Tenemos que aprovechar que el paso a Nara aún está abierto —comen-
tó Rulia—. Gracias por todo.
—Espero que tengáis buen viaje, ha sido... interesante —apuntó la boti-
caria.
—¡Nos vamos! ¡Esto ya está! —anunció Adriem asegurando la lona del
carro con el brazo que no tenía herido.
—Os deseo lo mejor a los cuatro —dijo Danae. Esbozó una sonrisa y se
despidió con la mano mientras subían al carro.

El carro ya se había perdido de vista tras las casas en dirección norte y


Danae caminaba de vuelta a sus quehaceres diarios. Iba por la calle princi-
pal, que ya empezaba a tener actividad, cuando se detuvo.
—No es solo Eco..., es un sephirae… —pensó en voz alta con la mirada
perdida—. Algo que no esperaba volver a encontrarme. Pero lo de esa doal-
far es todavía más extraño… —Se mordió el dedo índice nerviosa, hablando
para sí misma. Una manía muy habitual en ella—. Lo extraño es que parece
no saberlo, es algo instintivo...
No había otro remedio, tendría que contárselo al pelirrojo con una de las
palomas que todavía guardaba, aun a riesgo de que volviera a encontrarla.

Comenzó a andar con una sonrisa forzada saludando a algunos de sus


vecinos, la mayoría desconocedores de que la pasada noche podrían haber
muerto.

Zir se entretenía en uno de los claustros del bastión entrenándose en el


manejo del sable. Movimientos continuos se encadenaban uno detrás de
otro en un bello baile que podía traer la muerte a quien se pusiera por de-
lante. Cuando era pequeño le habían enseñado los pasos de la escuela de es-
grima del sable kresaico. Ese estilo era famoso por asemejarse a una especie
de danza, donde el movimiento de pies era la clave para conseguir la mayor
potencia posible en los golpes.
La hoja silbaba mientras cruzaba el aire cuando una voz interrumpió su
entrenamiento:
—Lord Gebrah lo llama a su presencia, señor Zir-Idaraan —anunció una
sirvienta doalfar vestida con el traje blanco y granate que llevaban los que se
encargaban de mantener en orden aquel palacio.
El doalfar envainó ceremoniosamente el sable y la miró.
—Decidme dónde he de ir.
—Le espera en el salón este.
—¿Se puede saber a qué viene la llamada?
—La señorita Idmíliris ha vuelto de su misión —replicó la sirvienta con
un tono carente de emoción alguna.
—¿Tan pronto? Entonces, eso quiere decir malas noticias.
En el centro de aquella lúgubre sala Gebrah esperaba sentado en un gran
sillón, frente a una mesa de madera tallada con relieves de criaturas que los
ojos de Zir nunca habían visto. El doalfar estaba de pie, firme, a un lado de
la mesa. Al otro, una indiferente Sayako miraba con desdén hacia la puerta
que se acababa de abrir.
Idmíliris avanzó lentamente con paso inseguro hasta estar a unos cinco
metros de ellos.
—Mi señor Gebrah, no sé cómo excusarme. —El aspecto de la arlequín
era lamentable, su tez estaba más pálida de lo normal, desaliñada y con sín-
tomas de encontrarse agotada por sus movimientos lentos y torpes. Parte
de su rostro estaba agrietado y quemado, pero lo que más le impresionó fue
verla por primera vez asustada.
—Mi paciencia se va agotando. Solo tenías que vigilar a Sophia y asistirla
si lo necesitaba. Una misión demasiado fácil para ti. ¿Tanto cuesta seguir
mis órdenes?
—Mi señor, intenté deshacerme del humano tirense, pero...
—¿¡Pero qué!? —exclamó Gebrah, asestando un fuerte golpe con el puño
en el escritorio—. Tendrías que haber despertado a Sophia en vez de actuar
por tu cuenta. Está claro que hemos infravalorado a ese común ahora que sé
que es un sephirae.
—La princesa... iba a despertar… El humano no estaba aún y…
—¿Y tú ibas a conseguir evitarlo? Deberías saber mejor que nadie que con
ese cuerpo no puede recuperar su alma —dijo mientras se remangaba uno
de los brazos, dejando al descubierto una serie de runas que tenía inscritas
sobre él—. Te arreglaré, pero recuerda que no me vas a volver a decepcionar.
—Mi señor, no creo que sea recomendable para ella… —advirtió Sayako
con voz dubitativa.
Este hizo caso omiso y con la mano izquierda trazó unas runas que hicie-
ron vibrar las que tenía en el brazo. Los ojos de ldmíliris se abrieron como
platos. Acto seguido, hincó las rodillas en el suelo y empezó a gemir de dolor.
Sentía que la vida se le escapaba. Sus músculos se tensaron y notó cómo le
crujían los tendones, mientras violentos calambres le recorrían la espalda.
—No voy a cambiarte de cuerpo. Te va a doler, pero así recordarás qué
pasa cuando fallas.
La arlequín empezó a implorar clemencia, pero su amo no se detuvo.
—¡Perdonadme...! ¡Detened este dolor! —El cuerpo de la bufona se retor-
cía y su cara se desencajaba mientras las lágrimas le surcaban las mejillas.
Las partes quebradas de su piel se iban uniendo de nuevo, cauterizadas por
un fuego invisible que la quemaba por dentro.
Gebrah se dispuso a inscribir otra runa en su brazo, pero Idmíliris apretó
los dientes, alzó la mano y aparecieron varias runas. De ellas se materializó
una de sus sombras, que corrió dispuesta a atacar a quien atormentaba a su
invocadora.
Sayako y Zir trataron de interceptarla, pero fue más rápida que ellos y
saltó sobre Gebrah. El movimiento fue tan veloz que apenas pudieron apre-
ciarlo; en cuestión de un segundo la sombra era agarrada y golpeada contra
el suelo por el señor del bastión, con tal fuerza que se desintegró, quedando
tan solo cenizas. Avanzó manteniendo el conjuro, claramente contrariado, y
se acercó hasta la arlequín, que lo miraba iracunda e impotente.
—No toleraré que me amenaces con tu miserable magia. No eres nada,
y la nada no puede dañarme. —La cogió por la cara y la levantó del suelo—.
Ahora, discúlpate.
Pero Idmíliris no lo hizo. Siguió forcejeando para soltarse. La terrible
fuerza de aquel ser le estaba destrozando y notaba cómo empezaba a res-
quebrajarse. Su amo la miró fijamente a los ojos. Carente de rabia o furia, la
observaba, maquinando algo que se escapaba a la impotente bufona.
—Siempre me ha gustado tu perseverancia. —La soltó y, como si fuera un
saco lleno de tierra, cayó medio inconsciente. Sus ojos se nublaban debido
al dolor. Incapaz de tragar saliva, esta le caía por la barbilla y las lágrimas le
corrían el maquillaje de los ojos.
—No me odies a mí. Es ese maldito común el que está interfiriendo en
nuestros planes. Pero no te preocupes, yo te ayudaré a derrotarlo. Acaba con
él y ábreme las puertas hacia esa traidora.
Idmíliris no pudo decir nada. Ya no era capaz de sentir. Su cuerpo no
respondía y la niebla de la inconsciencia planeaba sobre su cerebro. Solo una
idea se aferraba a su mente: «Todo es culpa de Adriem».

Desde aquel alto se veían todos los valles que rodeaban, como estrías, el
paisaje montañoso. Los prados verdes desaparecían poco a poco para dar
paso a los bosques de abetos, y más arriba, la roca desnuda y las nieves eter-
nas. El viento gélido que provenía del Oeste arreciaba cargado con la hume-
dad de la meseta, donde, a miles de kilómetros, se encontraba Tiria. Hacía
ya horas que no se veían las llanuras de Detchler.
Habían dejado atrás la frontera gracias a los salvoconductos que les ha-
bía conseguido Meikoss, y estaban en territorio de Salania, el único país de
Eidem que carecía de mar.
Se habían parado para almorzar. Un poco de cecina y algo de queso que
habían comprado en un pueblo calmarían sus hambrientos estómagos,
mientras los caballos pastaban al borde del camino. Adriem se había distan-
ciado un poco del grupo para observar las montañas desde un privilegiado
mirador. Meikoss se levantó de las rocas donde estaba comiendo y se acercó
masticando el último trozo de cecina.
—Es un paisaje precioso, ¿no crees? —dijo poniéndose a su lado.
—Sí, me trae muchos recuerdos. —Adriem se peleaba con los rebeldes
mechones de su cabello para que no le taparan la vista, pero el viento se lo
ponía difícil. Empezaba a necesitar un corte de pelo, pensó.
—¿No eres de Tiria? Que yo sepa allí no hay muchas montañas.
—Te equivocas, nací al norte, en Krimeís. Se parece mucho a esto.
Meikoss se dejó cautivar por aquel paraje e inspiró la fragancia que traía
el viento y que le helaba la nariz. Al igual que Adriem, se había cerrado la
cazadora hasta el cuello.
—¿Dónde estabas anoche? Quería preguntarte algo y no te encontré —
dijo Adriem interrumpiendo aquel placentero silencio.
—Salí a dar una vuelta, necesitaba tomar el aire. ¿Qué querías preguntar-
me? —respondió con rapidez.
—A todos nos hacía falta... Eliel me ha contado que nos ayudaste a salir
de Dulack, ¿puedo saber por qué? Me vas a disculpar, pero la gente de tu
estatus no suele preocuparse por unos extranjeros perdidos. Lo he visto mu-
chas veces como guardia en Tiria y en Dulack dudo que sea diferente.
Meikoss se rascó la nuca y esbozó una sonrisa nerviosa tratando de dar
con las palabras más adecuadas.
—Estaba intrigado por saber cómo lograste darme aquel golpe que me
derrotó. Sé que suena algo infantil, pero tenía curiosidad. Además, mi padre
se empeñó en que os acompañara.
—¿Sólo por eso? —le miró con cierta extrañeza—. Me siento honrado,
por un momento pensé que venías con nosotros únicamente por ella —dijo
mirando a Eliel, que estaba rechazando el queso que le ofrecía Rulia por su
fuerte olor.
El aspirante a caballero se quedó mirándola también unos instantes y
notó cómo la última frase de Adriem era como un dardo envenenado.
—Bueno, supongo que estaba aburrido de vivir en Dulack. —Se giró hacia
él con aire de falsa modestia—. Que todo el mundo te conozca, te respete y
te adule por ser hijo de quien eres, pese a que pueda parecer bonito en prin-
cipio, llega a ser monótono. ¿Y tú? ¿Por qué la acompañas? Es más bien la
pregunta que debería hacerte.
Adriem clavó la vista en el cielo. Las nubes se agarraban a las montañas
y se desgajaban arrastradas por las frías corrientes. El sol intentaba calentar
aquellas tierras sin éxito.
—Supongo que necesitaba salir de Tiria…, había cosas que olvidé allí. —
Su semblante se tornó serio y por un momento quiso decir algo más, pero
optó por quedarse en silencio.
—Comprendo —respondió a la postre Meikoss—. ¿Pasa algo?
—Va a caer la niebla dentro de unas horas.
—¿Estás seguro?
—Me he criado en una tierra montañosa, y si algo sé, es que esas nubes
no van a levantar. Así que deberíamos buscar un lugar donde pasar la noche.
—De acuerdo. —Se encaminó hacia el carro para anunciar a las dos muje-
res que el descanso había acabado.

En una de las terrazas del bastión estaban Gebrah y Zir. El señor de aquel
palacio degustaba un té sentado en una silla de mimbre, mientras su subor-
dinado se mantenía de pie, firme, a su lado. Aquel día era realmente bueno
para ser casi invierno. A través del cielo azul, pequeñas nubes flotaban como
un rebaño hacia el horizonte. Abajo, un precioso lago reflejaba con exacti-
tud aquel paisaje en sus aguas cristalinas y calmas. Más allá, una inmensa
llanura rodeada de montañas cubierta por una perenne niebla. Era bello y
siniestro.
—¿En qué piensas, Zir-Idaraan?
—Creo que su castigo ha sido desmedido —se aventuró a pronunciarse el
doalfar armándose de valor.
—¿Te refieres a Idmíliris? ¿Acaso temes sufrir lo mismo?
—Por supuesto que no —contestó, apartándose con la mano los mecho-
nes que le caían sobre los ojos por culpa de aquella brisa.
—Interesante... —dijo el señor del bastión. Dejó la taza sobre el platito e
hizo un gesto con la mano para que la sirvienta fuera a recogerlo inmediata-
mente—. ¿Y qué te hace pensar eso?
—Yo no fallaré.
—Mucho aplomo tienes. Recuerda que ya has fallado una vez. —La sir-
vienta, una muchacha realmente bella que llamó la atención de Zir durante
un segundo, se alejó tras hacer una reverencia, llevándose la taza consigo—.
Idmíliris es solo una criatura sin alma, una marioneta, no merece la menor
compasión ni empatía. Si permitiera que no cumpliera mis órdenes, correría
el peligro de que se rebelara y eso sería muy complejo —añadió observando
las runas de su brazo—. Tal vez demasiado.
—Pero usted la trajo aquí, ya conocía ese riesgo. ¿Por qué la creó?
Gebrah no respondió. Sencillamente, se quedó mirando el horizonte.
—Luego acabaremos esta conversación —dijo al poco—. Tengo una visita
que atender.
Zir miró a ambos lados, pero no había ningún sirviente que le hubiera
anunciado a Gebrah ninguna llegada. Era inútil preguntar. Se dirigía con
paso calmado hacia la salida de la terraza cuando alguien abrió la puerta.
Era un joven de corta melena rubia, recortada por detrás, que tenía una mi-
rada afable. Era bastante atractivo y vestía una elegante casaca, pantalones
blancos y botas altas. Pero si algo llamó la atención de Zir fueron las extra-
ñas marcas, casi imperceptibles, que surcaban su piel, idénticas a las de su
señor Gebrah. Se cruzaron sin mediar ningún saludo y aquel invitado esperó
a que el señor del lugar hiciera el gesto de que se acercase.
—Te veo bien, viejo amigo —dijo dirigiéndose a Gebrah.
—Sigues teniendo la mala costumbre de venir a visitarme sin avisar an-
tes, Kai.
—Sencillamente pasaba por aquí —replicó quitándole importancia mien-
tras se acercaba un silla para sentarse enfrente del anfitrión.
—¿Sabes por qué compré estas tierras? —le cuestionó mirándolo con una
ligera mueca que podría tomarse como irónica.
—¿Por el paisaje? —contestó observando la increíble extensión de aquel
valle vacío.
—No. Porque no viene nadie de paso.
Kai comenzó a reírse.
—Muy propio de ti. No has cambiado.
—Igual que tú. Nunca visitas a nadie porque te apetece. —Y endureciendo
la expresión, preguntó—: ¿Qué quieres?
El invitado se quedó observándolo. Su jovialidad había desaparecido,
siendo esta sustituida por un expresión grave.
—¿La has encontrado?
Gebrah se quedó mirándolo a los ojos durante unos segundos que pare-
cieron eternos. Al final apartó la cabeza y, observando el horizonte, dijo:
—¿Tú, que la trajiste, vienes a preguntármelo? La vida es una ironía.
—No sé nada de ella desde hace una semana y he de suponer que tiene
algo que ver contigo. ¿Me equivoco?
—Puede. —Se volvió de nuevo para enfrentarse a la mirada de Kai, que no
había dejado de estudiarlo en ningún momento—. Aunque sepa su paradero,
no te lo voy a revelar. Hace años preparaste todo esto en secreto y me enga-
ñaste, no te mereces mi ayuda.
—Nunca te ayudaría a matarla. —Se puso en pie dispuesto a abandonar
la terraza.
—¡Es un problema que hay que subsanar! —bramó Gebrah, enfurecido.
Kai se detuvo.
—Ambos sabemos que ese problema existe. —Giró la cabeza para dedi-
carle un último vistazo—. Pero nuestra forma de afrontarlo es diferente. Tú
eres capaz de quemar la tierra con tal de salvar tu alma, yo prefiero salvar la
tierra a costa de la mía propia.
—¿Con lo que te hizo y aún sigues queriéndola? ¿Has olvidado lo de Ar-
shius?
Kai avanzó hacia la salida.
—Eso me pregunto todos los días, pero te mentiría si te dijese que no la
odio por aquello.
—Pareces un vulgar común.
—Tal vez ellos estén más cerca del cielo que nosotros.
Dicho esto, salió de la terraza apresuradamente dejando solo a Gebrah,
que observaba el paso de las nubes.
—Arrasaré también el cielo si hace falta.

El carro se balanceaba de un lado a otro por culpa del mal estado de los
adoquines de la calzada que, entre frondosos bosques de abetos y hayas,
atravesaba los oscuros y profundos valles de la cordillera. Furtivamente, al-
gún claro entre las altas y tupidas copas de los árboles dejaba ver el cielo en-
capotado. Los dos caballos empezaban a mostrar signos de cansancio debido
al largo trayecto que habían recorrido sin encontrar ningún lugar, aldea o
casa donde hacer una pausa para el descanso.
Meikoss llevaba las riendas mientras, a su lado y en silencio, Eliel con-
templaba el paisaje. Ambos se protegían del frío gracias a unas gruesas man-
tas. La doalfar se arrebujaba en la suya para que el aire helado no penetrara
en su fino cuerpo. El vaho de sus respiraciones junto al de los caballos acre-
centaba la sensación de frío. Y cubriéndolo todo, un fina capa de hielo en las
zonas más oscuras del bosque emitía pequeños brillos, dotando al paisaje de
una especie de aura sobrenatural.
Dentro del carro, Adriem dormitaba pese al incesante movimiento mien-
tras Rulia lo observaba. Tras un rato, abrió un ojo.
—¿Qué pasa? —preguntó claramente incómodo.
—Me gustaría saber cómo eres capaz de dormir con este frío y sin que
esto pare de moverse. Yo estoy cansada de intentarlo —le respondió algo
mosqueada.
Adriem se incorporó hasta quedarse sentado.
—He pasado noches en sitios peores, nada más.
Ella se movió; se le estaban durmiendo las piernas de tenerlas todo el
rato en la misma posición. Al hacerlo, Adriem no pudo dejar de fijarse en
que la caída de la blusa mostraba parte del escote de la bella muchacha. Iba
a desviar los ojos para que Rulia no se diera cuenta cuando se percató de que
tenía algo tatuado, un pequeño símbolo justo en la intersección de las claví-
culas que parecía representar una gota, pero no lo veía bien.
Rulia, un poco más recostada, se quedó mirándolo mientras se arreglaba
la blusa, dándose cuenta de la vista tan generosa que le había ofrecido. Me-
dio enfadada, creyendo que aquel hombre estaría pensando alguna obsceni-
dad, se dispuso a expresar su indignación. Pero su discurso sobre la intimi-
dad y la moralidad quedó truncado por un comentario de Adriem:
—Nunca creí que una mujer de tu clase fuera a tener un tatuaje.
—¿Qué? Eso... no es nada. Cosas de cuando era una chiquilla. —Cogió
una de las mantas y con la excusa de abrigarse mejor se tapó para asegurarse
de que no lo mostraba de nuevo por accidente.
—Todos hemos hecho alguna locura en nuestra juventud. Solo me había
llamado la atención, disculpa. —Adriem tomó aire y aprovechó para analizar
la cara de nerviosismo de la comerciante—. No es mi intención ser indiscre-
to, pero, ¿pensabas hacer esta ruta al norte igual? Yendo tú sola, sin turnos
para llevar el carro, mucho beneficio esperas sacar en Zirna para que te com-
pense… ¿Con qué comerciabas?
Se notaba que el tirense trabajaba como guardia, era muy perspicaz. En
otra ocasión sería digno de elogio, pero en su situación resultaba peligroso.
—No tenía intención de ir por aquí, pero tu amigo el apuesto caballero
tenía cara de pagar bien. Cubre de sobra el camino, así que lo que saque
comprando pieles —hizo hincapié en la última palabra— será beneficio neto.
—Se recostó como pudo dando un largo suspiro, fingiendo no darle impor-
tancia—. Agradece que te estás recuperado y disfruta del viaje hasta Nara.
Deja de preocuparte por todo.
Él suspiró y asintió.
—Tal vez tengas razón. Aunque no sé qué esperar de ese templo... Desde
ahí, Eliel casi estará en casa.
—Aprovecha para ver el templo, es de los pocos territorios de Kresaar
abierto a los peregrinos. Tiene mucha historia.
—No tengo ningún interés en Nara. Sólo quiero que ella llegue a su hogar.
Ambos se quedaron en silencio con sus pensamientos. Adriem acabó por
cerrar los ojos de nuevo pese a que no se volvió a dormir, mientras Rulia, con
algo más de disimulo, le observaba. No le pasaron inadvertidas las miradas
que de vez en cuando le lanzaba Meikoss desde la parte de delante de la
carreta. El tirense era peligroso pero pronto dejaría de ser un estorbo, solo
tenía que aguardar un poco más y el aspirante a caballero estaría de su lado.
Tenía que sacar al sephirae de la ecuación sin que la princesa se diera cuenta
y eso llegaría de forma natural pronto.

Al caer la noche, una posada en una aldea que había en un pequeño cruce
de caminos se convirtió en el lugar ideal para descansar de toda la jornada.
Eran cuatro casas, pero ninguno estaba dispuesto a seguir ni un día de viaje
más.
Era pequeña y se hallaba frecuentada por cazadores y algún que otro via-
jero que se había aventurado por los pasos de montaña. Un lugar destarta-
lado en esencia, pero con una buena lumbre que alejaba a los fantasmas del
frío. Este detalle ya hacía suficientemente cómodo el establecimiento.
Ante las advertencias de los lugareños fueron dos noches las que tuvieron
que pasar allí, ya que les habían comentado que el tiempo no era bueno de
momento en los valles del Norte. Un par de días aburridos, ya que, salvo
jugar a los dados y beber en la taberna de la posada, poco o nada se podía
hacer en aquel lugar.
El dueño de la posada se acercó a Eliel, Rulia y Meikoss, que pasaban el
rato a la luz de un candil sobre la mesa mientras fuera caía la noche y sonaba
la fuerte lluvia contra las ventanas.
—Tienen suerte. Thom, el guardabosques, me ha dicho que mañana le-
vantará —dijo tratando de animar las caras de aburrimiento de los tres.
Rulia se le quedó mirando, incrédula.
—Me lo creería si no fuera por la tormenta que se escucha fuera.
—Hagan caso. Si alguien sabe de esto, es Thom, pero ya me creerán por
la mañana. —Se limpió las manos en el delantal—. Si les interesa, la cena
ya está lista —apuntó el veterano hombre de frondoso bigote y entrado en
carnes.
—Gracias. Nos falta Adriem —apuntó Eliel—. Iré a llamarle, está en su
habitación.
—Si quieres voy yo, no te molestes —se ofreció Meikoss, pero la doalfar
ya se había levantado sin percatarse de ello. Frustrado, miró a la supuesta
comerciante, que le observaba con una sonrisa dibujada en sus labios que
entendió a la perfección.

Subió la escalera dejando tras de sí el salón hasta el piso de arriba, don-


de se hallaban las habitaciones. Los listones de madera que conformaban
el suelo crujían a su paso hasta que se detuvo ante la puerta de Adriem.
Llamó varias veces, pero no hubo respuesta, por lo que giró el picaporte y
entró asomando primero la cabeza para ver si se encontraba allí. Estaba en
penumbra, pero vio claramente la silueta del muchacho, que se había que-
dado dormido en la cama, y se acercó para despertarlo con cierta timidez.
Él estaba tendido y ni se había molestado en quitarse algo de ropa. No era
como cuando estaba enfermo. Pese a las heridas, descansaba plácidamente
y sintió pena por tener que sacarlo de su sueño.
—Adriem, despierta... —le susurró. Tanta delicadeza no hizo la menor
mella en el placentero sueño.
Optó por aproximarse un poco más para volver a llamarlo y sintió su
aliento. Notó que se ruborizaba por el calor en sus mejillas y su pecho. Se
había quedado inmóvil, hipnotizada por sus labios.
«¡Es una locura!», pensó. «Cuando esto acabe, terminaré mis estudios y
volveré a casa. Nunca más le volveré a ver. No, no y no». Esa excitación que
sentía su cuerpo atendía a razones, por lo que respiró hondo y se tranquili-
zó... Vació su mente de aquellos pensamientos, impropios de una dama.
Y sus labios tocaron los de él.
No estaba bien.
No era lo correcto, pero cuanto más lo pensaba, más le costaba separar
sus labios, hasta que el beso fue correspondido.
Notó que los brazos de él la rodeaban y la atraían con fuerza. Su volun-
tad se quebró por completo y su cuerpo se dejó llevar por los impulsos de
su corazón. Paladeó sus labios, suavemente al principio, con ansia después,
con pasión al final. Todo se entremezclaba y la confundía. Las manos de él
la tocaban y acariciaban.
El calor de su cuerpo aumentaba y, poco a poco, Eliel comenzó, sin ape-
nas darse cuenta, a gemir... hasta que el crujir del suelo la sacó de esa nube,
al ver la silueta de Meikoss recortada bajo el alfeizar de la puerta que había
dejado abierta. No podía ver su cara escondida por las sombras.
La escena se detuvo. El calor desapareció en pos del frío que entraba por
la puerta cuando el aspirante a caballero se dio la vuelta y se alejó con paso
acelerado.
Percibió que Adriem quería decirle algo, pero nunca supo qué, porque
salió de la habitación sin ni siquiera mirarlo, totalmente avergonzada.

No sabía cuánto tiempo había pasado tumbado en la cama. Aún intenta-


ba discernir si aquel arrebato de pasión había sido un sueño o no. Adriem
se refrescó con el agua de la palangana que había cogido para afeitarse. Se
había quedado dormido y no se había rasurado. El agua estaba realmente
helada, tendría que volver a calentarla, pero le vendría bien para bajar sus
ánimos.
Se sentó en la cama y constató que no había sido un sueño. El dulce olor
de Eliel aún estaba en las sábanas. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Una
sonrisa estúpida, pensó, pero era incapaz de borrarla.
Aspiró aquel aroma y se dejó embriagar por él. De repente, sin saber por
qué, la imagen del pequeño diario que iba con los libros de la Santa Orden
vino a su memoria. Algo en él le había llamado la atención y, por alguna ex-
traña causa, le evocaba.
Eraide... ¿Dónde había visto ese nombre?
Para desgracia de Adriem, cuando quiso bajar a cenar apenas quedaba
nada de provecho y todos sus compañeros de viaje estaban en sus habitacio-
nes. Así pues, cenó en silencio, acompañado sencillamente de su estúpida
sonrisa.
El dueño del local acertó en su predicción y el carro avanzaba de nuevo
por los caminos. Eliel trataba de no tiritar sentada al lado de Meikoss, que
portaba las riendas con cara seria. Echaba de menos un buen hogar o por
lo menos algo caliente. Se acordó de la posada, pero bloqueó rápidamente
los recuerdos que le sugerían. Hacía rato que tenía los pies entumecidos y
temía coger un resfriado. Ya aburrida de tanto bosque, solo se centraba en
dejar pasar el tiempo. Pero algo cambió esa rutina, ya que una mota blanca
se deslizó en la oscuridad. Al momento, otras tantas cayeron. Eliel miró al
cielo para ver cómo, desde aquel fondo gris, los copos iban bajando como si
fueran minúsculas plumas.
—¡Meikoss, Meikoss! Está nevando.
—Ya lo veo, pero, por favor, no te muevas tanto —dijo el muchacho, so-
bresaltado y algo malhumorado por el ímpetu de la doalfar.
—Hacía años que no veía nevar, ¿sabes? En mi tierra siempre nieva en
invierno.
—¿En serio? —trató de ponerle la mejor cara aunque tenía pocas ganas de
hablar—. En Dulack es extremadamente raro.
Eliel, olvidándose del frío por completo, se quedó ensimismada, contem-
plando cómo los copos iban cayendo y cubriendo lo que tocaban con una
finísima capa blanca.
—Creo que estamos llegando —indicó Meikoss.
Y ante ellos, el camino se fue abriendo poco a poco a un valle bastante
amplio en comparación con los angostos pasos que habían cruzado. La cal-
zada descendía entre los árboles y se perdía hasta que, a unos tres kilóme-
tros, volvía a aparecer, cuando los abetos daban paso a una extensa pradera
salpicada de neveros.
Más allá, sobre un macizo de piedra caliza, se elevaba el templo compues-
to por varios edificios. Por detrás de él varias montañas daban paso a una
estrecha garganta, Kresaar. Un gran edificio de cuatro pisos de piedra y teja
roja, salpicado de pequeñas ventanas, parecía la residencia, y a su izquierda
y un poco más elevado, otro de planta rectangular, rodeado de enormes co-
lumnas, debía de ser el templo.
A pie del macizo, en el lado del valle que pertenecía aún a Salania, había
un pueblo de pequeñas casas. Sus chimeneas escupían humo, formando cu-
riosos trazos en el aire.
—Es el fin de nuestro viaje —anunció el aspirante a caballero.
Capítulo 15
-El precio de la palabra dada-

Tras tomar la bifurcación se desviaron hacia el templo. Dejaron a un lado


la pequeña población y treparon por aquella senda retorcida situada en la
escarpada colina sobre la que se erigía. Los caballos tiraban con fuerza del
carro con algún que otro resbalón debido a los viejos adoquines que tapiza-
ban la ruta desde tiempos inmemoriales.
—No sé si antes deberíamos descansar en el pueblo —comentó Eliel hacia
Meikoss—. A fin de cuentas, por un día más que tarde en llegar no va a haber
diferencia alguna. Adriem ya está bien.
—Será mejor que no tengas a los shamans preocupados más tiempo. Re-
cuerda que luego te acompañaremos hasta Hannadiel. —No quiso mirarla
mientras respondía. Seguía concentrado en el camino, recordando la con-
versación que tuvo tres días atrás en la noche de Torre Odón.

Acariciaba inconscientemente con la mano el pomo del sable, dispuesto


a atacar si hiciera falta a aquella extraña criatura y a la hechicera antes de
que pudieran reaccionar. Caminó lentamente, a sabiendas del peligro de
su situación, siendo dos enemigos en potencia para él solo, pero tenía que
averiguar cuáles eran sus intenciones y el porqué del engaño.
—Sophia, ¿no es así? —torció los labios en una mueca socarrona que
enmascaraba sus nervios—. ¿Y quién es tu amiga?
—¿A qué esperas? Deshazte de él —apremió la arlequín sin tener aún
fuerzas para levantarse del suelo.
—¡Calla! —le ordenó la hechicera. Su gesto se relajó y con una sonrisa
afable se dirigió a Meikoss—. Lo siento, no sabe tener la boca cerrada. En
efecto, mi verdadero nombre es Sophia, y ella —le lanzó una mirada de
desprecio a su compañera— es Idmíliris.
—¿A qué viene todo este teatro? ¿Qué queréis en realidad? ¿Tal vez el
viejo negocio de secuestrar al noble? Lo siento, pero pese a su posición mi
padre no ostenta una gran fortuna.
Sophia comenzó a reírse, cosa que le molestó sobremanera, pues no sa-
bía dónde estaba el chiste.
—No, Meikoss, tú no tienes nada que ver en todo esto, sólo eres un es-
pectador ocasional. —Esta afirmación lo contrarió aún más—. Pero po-
dríamos hablar de tu papel en esta función, ¿no crees? ¿Qué hace el hijo del
consejero de Detchler viajando en un triste carromato camino del norte?
¿Qué esperas encontrar en Hannadiel?
—No me respondas con otra pregunta —resopló airado—. Limítate a
hablar si no quieres...
—Vamos, acaba la amenaza —le retó la hechicera—. Te considero un
tipo listo, así que no me atacarás sin saber que tienes la victoria en el bol-
sillo. Es como cuando retaste a ese imperial en la plaza de Dulack, lástima
que no pudiste advertir de antemano que tenía ese poder... Así que, sin sa-
ber de qué soy capaz, no osarás retarme si no te ves obligado. —Se la veía
confiada en sí misma—. Te responderé claramente: vamos tras Eliel.
—¡Sophia! —la mirada de la arlequín desaprobaba claramente la res-
puesta.
Pero la hechicera no se dio por aludida y siguió hablando:
—Es una disputa muy antigua entre la nobleza kresaica. No tengo inten-
ción de que lleguemos hasta Hannadiel, solo quiero que Adriem se separe
de ella para tener la oportunidad de llevarla ante mi señor. No va a sufrir
ningún daño, pero el imperial se ha interpuesto cada vez que nos hemos
acercado de una forma u otra, y eso, querido Meikoss, debería preocuparte
a ti también.
—¿A mí? ¿Por qué?
—Vamos, Meikoss, te repito la pregunta: ¿qué esperas encontrar en
Hannadiel? —Ella le sonrió con una pizca de malicia y supo a qué se estaba
refiriendo, por lo que bajó un poco la vista para evitar que le mirara tan
directamente a los ojos.
—Te gusta —dijo con absoluta certeza Sophia—, pero no la puedes tener.
Adriem siempre va a estar en medio.
—No, no tiene por qué ser así. ¿Qué va a hacer un simple guardia de
Tiria frente a mí? Yo soy... mejor que él. Ella...
—Ella no te va a elegir a ti, lo siento —su expresión mostraba cierta
compasión que le irritaba aún más.
—¿Y tú qué sabrás? —no entendía cómo osaba compararle.
—Es fácil: porque he visto cómo le mira y ella le ama, eso es más fuerte
que todos los títulos y destreza que puedas mostrar. —Caminó hacia él len-
tamente, mostrándole las palmas en un gesto de no agresión—. Volverás de
Hannadiel sin haber rozado sus labios y sin nada que ofrecerle a tu padre.
—Miró de reojo a Idmíliris—. Alguien me ha dicho que busca tierras con las
que estrechar lazos de cara a la guerra, de una forma u otra. ¿Tendrás que
darle la razón en sus planes?
Cómo demonios podía saber de lo que hablaron él y su padre era algo
que no conseguía comprender, pero, absorto en esa duda, la hechicera lle-
gó hasta él y posó su mano sobre la suya, que acariciaba el pomo del sable.
—Mi señor es un poderoso noble kresáico, puede ofrecerle a tu padre lo
que ansía si nos ayudas, lo único que has de hacer es quedarte a un lado.
No te interpongas y nos encargaremos de llevárnosla con nosotras en
cuanto sea el momento oportuno. No tienes que hacer nada y sólo ganas,
¿no crees?
—Ya me has engañado una vez, no voy a confiar en ti ni en tus promesas
—replicó él.
—No puedes, pero debes. Cuando lleguemos a Nara la decisión estará
en tu mano —le apretó la mano—. Si decides olvidarte de ella, llévala al
templo, nada más. Es allí a donde tiene que ir y todo se resolverá pláci-
damente. Lo último que quiero es entrar en disputa con Adriem y menos
con Eliel. Aunque no seas consciente de ello, el que esa niña haga magia
es muy peligroso, sobre todo si se desespera. —Le clavó la mirada—. Pero
también podrás delatarme, huir con ella o lo que te plazca, pero recuerda
que Adriem irá con vosotros y esta cuestión será menos amistosa. Ya has
visto cómo han quedado tu compañero de viaje y Danae solo enfrentándo-
se a Idmíliris… ¿Crees que tendrás alguna oportunidad frente a las dos?
Me caes bien aunque no te lo creas, Meikoss, y en un combate tú eres el que
sucumbirá primero —le señaló la espada—. Sólo con eso tienes muy pocas
opciones. Así que no me decepciones y sé un chico listo.
Dio un paso atrás y se apartó de ella tratando de ocultar su temor ante
la amenaza.
—Si tu señor es alguien importante, por ahora aceptaré tu palabra y no
te delataré hasta Nara. Tómalo como un gesto de buena voluntad por mi
padre, pero no voy a quitarte el ojo de encima. Ni a ti ni a tu amiga.
—Por ella no te preocupes. —Se giró hacia Idmíliris, que con dificultad
ya estaba en pie—. Estaremos en calma hasta Nara.
—Hasta Nara —puntualizó de nuevo Meikoss mientras invitaba a la
hechicera a caminar delante de él de vuelta al pueblo, dejando atrás a la
arlequín con cara de preocupación.

El carro se detuvo ante dos enormes columnas, únicos restos de lo que


tuvo que ser una gran puerta de entrada al complejo. La piedra se había
alisado por la lluvia, quedando apenas algún relieve de los ornamentos la-
brados que las jalonaban, únicos testigos de un tiempo ya olvidado. Cerca
reposaban algunas piezas de lo que en su día debió de ser un friso, pero que
ahora languidecían pasto del matorral que crecía alrededor del camino.
Custodiando aquel lugar se hallaban dos doalfar, ataviadas con una li-
gera coraza de un metal que reflejaban la tenue luz con preciosos brillos en
su pulida superficie, sobre una camisa acuchillada en tonos blanco y azul,
a juego con unos pantalones bombachos. Llamaban la atención los fusiles
que, al igual que la coraza, estaban adornados con grabados florales en tonos
dorados y ocres de una artesanía excepcional. Eran un poco antiguos, pero
parecían en perfecto estado y funcionales.
Eliel, con un gesto de la mano, recomendó a Meikoss que frenara los ca-
ballos.
—No os dejarán pasar, a partir de aquí tendré que ir yo sola.
—Un momento, ¿estás segura? —dijo Adriem. No se sentía muy conven-
cido de dejar ir a la doalfar tras todo lo ocurrido.
—Meikoss tiene razón. Llevo desaparecida muchos días, será mejor que
informe de que estoy bien, además, este templo pertenece a mi orden, no
hay lugar más seguro para mí. —La doalfar saltó al suelo para dirigirse hacia
una de las guardianas—. Hablaré con el consejo de Nara para que avisen en
Coril de lo que ha pasado, y podremos seguir con el viaje. Con un poco de
suerte, ellos me llevarán hasta casa y no tendréis que pasar por Kresaar —
añadió con una sonrisa que no engañó a Adriem.
—No hace falta ni que nos despidamos. Estaremos alojados en la posada
del pueblo, así que no te preocupes por ella, Adriem —comentó el aspirante
a caballero con tono seco.
La doalfar asintió y avanzó hacia las guardianas. Veía cómo se alejaba, sin
mirar hacia atrás, y notó una punzada en el pecho. Aquella imagen le dolía.
—¡Eliel! Espera.
La joven novicia detuvo sus pasos y se giró hacia él.
—¿Sí? —Su sonrisa era distinta y fue como un bálsamo para su dolor.
Se quedó en silencio; había sido un acto reflejo llamarla, y ahora que pen-
saba sobre ello, no sabía qué añadir.
—Pues... —dudó, para después decir un sencillo—: Hasta luego. —Sintió
que la angustia volvía a oprimirle el pecho.
—Gracias. —Ella vaciló un poco y se acercó. Se quedó mirándole a los
ojos ensimismada en un momento que le pareció eterno y fugaz al mismo
tiempo—. Nos veremos enseguida, Adriem. —Se acercó y sus labios rozaron
los suyos, en un beso breve y suave como el caer de una pluma que le trans-
portó a aquella noche, mas cuando quiso volver en sí ella ya estaba ante las
guardianas.
Le dedicó una última sonrisa y sacó un colgante plateado con una flor de
cuatro pétalos grabada en plata.
—Soy la novicia Eliel Van Desta, de la escuela de Coril. Por favor, deseo
hablar con el superior del templo.
La guardiana contempló el colgante y, tras examinarlo unos segundos, se
echó el arcabuz al hombro y la acompañó, dejando a su compañera al cargo,
que no dejaba de mirar con atención aquella caravana de comunes que había
dado la vuelta de regreso al pueblo.
Se quedó mirando cómo Eliel se iba alejando por el camino hasta que
desapareció de su vista al llegar al primer edificio en pie.
—Deberíamos irnos —dijo la comerciante, que había estado contemplan-
do la escena con silente satisfacción—. Aunque no sea época de peregrinos,
tenemos que asegurarnos habitación en la posada.
La miró en silencio y subió al carro. No pasaba nada, se repetía una y otra
vez mientras descendían por el camino y dejaban tras de sí aquel imponente
templo encaramado entre las montañas.

Habían pasado tres días sin saber nada de la novicia shaman y Adriem
dedicaba las mañanas a pasear por los alrededores del pueblo, con la cha-
queta abotonada por completo y las manos en los bolsillos, protegiéndose
del frío que, pese al sol, descendía de las cumbres. Era molesto, pero le per-
mitía mantenerse entretenido en vez de pasar las horas en la posada como
hacían Meikoss y Rulia, los cuales apenas le daban conversación. Echaba de
menos a Eliel.
Llegó hasta la orilla del río que, con aguas turbulentas, bajaba entre las
rocas atravesando el valle. Se detuvo y observó las edificaciones exteriores
del templo que se veían desde allí. Los muros y los edificios que asomaban
por la cima de la colina eran muy antiguos, varios siglos habían torneado
aquellas paredes de piedra que se fundían con la montaña. Se quedó mirán-
dolo, como si de un momento a otro fuera a ver a la doalfar, pero desde allí
era imposible. Negó con la cabeza y se maldijo por tener tan vana esperanza,
pero en la tranquilidad de aquel pueblo, que en esa época del año casi pare-
cía fantasma, nada podía atenuar el lento discurrir del tiempo.
Habían tardado mucho más de lo que había calculado Dythjui en llegar
hasta allí y no le iba a dar tiempo a volver antes de que se agotara su permiso
de vacaciones. Tendría que haber descansado aquellos días; sin embargo,
estaba a varios cientos de kilómetros, en mitad de la montaña y completa-
mente agotado.
Seguramente tendría que trabajar muy duro para recuperar el tiempo
perdido, además de tener que soportar una interminable bronca a lo largo
de varios días. El incidente de Makien y su ausencia sin justificación le iban
a pasar factura y el comité disciplinario sería inflexible. Debería olvidarse de
cualquier ascenso en bastante tiempo, pero en aquel lugar, sus aspiraciones
a ocupar un cargo más importante en la guardia urbana parecían lejanas.
Distaba mucho de ser aquel muchacho que abandonó Puerto Victoria, pero
tampoco tenía la sensación de haber llegado a ningún sitio.
Suspiró y un halo de vaho salió de entre el cuello de su chaqueta y lo
arrastró el viento.
—Esto no es lo que soñaba, Esmail.
La única respuesta fue el mismo viento de las montañas que bajaba desde
el norte. Tenía que pensar qué iba a hacer cuando llegaran a Hannadiel...
Se sentó en una roca que sobresalía entre la maleza al borde del río. Pasó
la mano por su cara para tratar de despejarse y centrar de nuevo sus pensa-
mientos, pues no era capaz de llegar a ninguna conclusión. Llegar hasta Ti-
ria había sido muy duro y, de repente, notar que no había dejado nada atrás
en aquella ciudad pese a todos sus sacrificios le hacía sentirse desorientado.
Tal vez fuera el momento de parar en esa carrera y volver a casa para
empezar de nuevo. Aunque tenía miedo de saber qué se iba a encontrar tras
tanto tiempo desde que la dejó… ¿Había merecido la pena? Hacerse tan sólo
esa pregunta, aún sin respuesta, ya era de por sí bastante doloroso.
Cerró los ojos y escuchó de nuevo el viento de las montañas y el agua que
discurría por entre las rocas, para darse cuenta de que arrastraba una melo-
día familiar que poco a poco se fue haciendo más clara en sus recuerdos con
la voz de su antiguo amor.

La dama busca.
El caballero se desata.
Él busca en los brazos de la princesa el consuelo.
El destino los traiciona.
La época de decidir se acerca.
La dama busca.
El caballero se desata.
El elegido para rebelarse contra el destino duda.
Él puede destruir lo que conocemos.
Pero puede salvar nuestro sueño.
Dejó de percibir cuanto había a su alrededor y aquel susurro se convirtió
en una canción que, con voz cristalina, le acariciaba el oído.

El caballero por su amor redimió lo que nos quitó.


Solo su amada lo sostiene.
Solo su amor lo aguanta.
La justicia será su ley.
Su vida ya no es suya.
Su determinación, la roca.
Su amor, la arena.
La verdad es mentira.
La mentira, verdad.
La oscuridad lo avisa.
El amor lo pierde
Por su amada, por su amada.
Pobre de él, pues lo ha perdido todo.
Su vida, destruir el destino.
Su recompensa... nada.
La princesa, en su inocencia, nuestros sueños nos robó.
Su llegada dará la vida,
y para algunos será olvido.
Vida y muerte en tierra y cielo.
Y será semilla
que florecerá en su alma de niña, triste y sola,
con la flor de oscuros pétalos.

La princesa acompaña la muerte, la resurrección el olvido.


Desafía las tinieblas.
El regalo del caballero la debilita.
El regalo del caballero la fortalece.
Se apoya en su amor;
pero su corazón la traiciona.
¿Encontrará el caballero a la princesa traicionada?
¿Quién cuidará de nosotros en tan aciago destino?
¿Quién dará cobijo a las almas desamparadas?
¿Quién nos protegerá del olvido?
¿Quién será ella?
¿Amará o rasgará corazones?
La muerte aguarda la resurrección.

Acabada la canción, prosiguió un silencio. Parecía como si el tiempo se


hubiera detenido, pero Adriem sintió por alguna razón que era lo contrario,
había vuelto a avanzar después de muchos años. Esbozó una sonrisa melan-
cólica…
—¿Por qué la había olvidado? —dijo para sí. Se levantó lentamente y se
quedó mirando el templo mientras recuerdos de su niñez se le amontonaban
en la cabeza. Sus ojos se empañaban por un dolor intenso que surgía desde
lo más profundo de su ser.
Se mordió los labios al recordar el beso de la doalfar. Si quería seguir ade-
lante debía volver a empezar, tenía que enfrentar los fantasmas de su pasado
para poder tener un futuro, tal vez junto a ella...

Eliel se cepillaba el pelo con la calma habitual de los doalfar en la peque-


ña habitación que le habían facilitado. Delante de aquel espejo comprendió
hasta qué punto había echado de menos aquella tranquilidad. El ritmo de las
últimas semanas la había dejado exhausta.
Nada más llegar le ofrecieron ropas más acordes con su condición de no-
vicia, para que se deshiciera de aquellos «harapos propios de comunes», tal
y como le sugirieron. Seguramente antes los habrían tirado sin pensar, pero
era la ropa que le había comprado Adriem, por lo que allí estaba, fregándola
en el baño mientras la elegante túnica de novicia seguía doblada sobre la
cama.
Tras descansar durante toda la noche y parte del siguiente día, se sentía
como nueva. Era como si entre los suyos se hubiera vuelto a encontrar a sí
misma. Aquel día la iban a recibir dos shamans para que les contara qué le
había pasado y, a decir verdad, estaba un poco nerviosa. Unos golpes secos
en la puerta la sacaron de su trance.
—Sí, ¿quién es? —respondió saliendo de su ensimismamiento ante el es-
pejo.
—Novicia Van Desta, la están esperando —anunció una voz masculina
tras la puerta.
—De acuerdo, gracias.
Se echó la capa por encima, que había terminado de secarse sobre la es-
tufa, para resguardarse del frío y salió.
—... hasta que llegué aquí. Quería pedir permiso para ir a mi hogar y ver
a mi familia antes de volver a Coril. Necesito descansar unos días y seguro
que mis padres podrán pagarme el viaje hasta la escuela, pero antes de llegar
a casa, debía informar de lo ocurrido. Por lo que pido humildemente que
entregue este paquete a mi superiora, ya que sus mensajeros lo llevarán más
rápido a su destino —concluyó la novicia sin haber levantado la mirada ni
una sola vez ante su superior, el gran maestre del templo.
Sobre el escritorio estaba el paquete con los libros que había recogido en
Tiria. La sala se encontraba en el corazón del gran edificio donde estaban
las habitaciones, el comedor, los despachos y un gran claustro. En la sala
había una mesa lo suficientemente grande como para acomodar a más de
diez comensales, pero ahora solo dos estaban sentados a ella, lo que le daba
un aspecto desangelado y frío a aquel encuentro.
—Sin duda has obrado bien, novicia —dijo el anciano doalfar, que como
mandaba la tradición llevaba una fina y larga barba, símbolo de su alto car-
go—. Celebramos todos que estés sana y salva. La noticia alegrará a nuestros
hermanos de Coril. —Hizo una pequeña pausa y se atusó la barba, pensati-
vo—. ¿No tienes la menor intuición de qué buscaban tus perseguidores?
—No, en absoluto —mintió Eliel. Si decía que iban tras ella, la guarece-
rían allí hasta averiguar por qué y no podría continuar el viaje a Hannadiel.
No quería fiarse de nadie más que de Adriem para llevarla a casa.
—¿Así que estos son los libros que te encargó tu superiora? Tal vez sea
eso lo que buscaban. —El maestre se aceró el paquete y lo examinó—. Si es
así, puede que tenga relación con el problema del Oráculo. Nos movemos a
ciegas, no sabemos quién puede ser nuestro enemigo, tenemos que averi-
guar sus intenciones para ir un paso por delante.
—¿Qué le ocurre al Oráculo? Si me permite el atrevimiento —preguntó
Eliel con voz temblorosa, debido a que su curiosidad podría costarle una
reprimenda.
Se quedó en silencio desviando su mirada del paquete hacia la novicia,
que temía haber hecho una pregunta inapropiada. Sin abandonar su gesto
de seriedad, le respondió:
—Tras todo lo sucedido será una necedad fingir que nada. Si tu directora
te encargó esta misión y confió en ti, haré yo lo mismo, novicia. Huelga decir
que nada de esto podrá salir de estas paredes.
Eliel asintió, nerviosa.
—Por supuesto, gran maestre. Su confianza me honra a mí y a mi apelli-
do.
—Desde hace sesenta y cuatro días, el Oráculo de Nara se ha detenido.
Eliel abrió los ojos con una expresión de absoluto asombro.
—¿C-Cómo es eso posible? —no podía creérselo.

—La herramienta que nos permitía ver los hilos del destino no funciona,
y si antes caminábamos a tientas, ahora estamos ciegos ante el futuro. Acon-
tecimientos aciagos nos esperan —sentenció el anciano.

Meikoss sorbía los restos del caldo de pollo que le había servido la cama-
rera con un inusitado silencio. Mientras, Rulia miraba cómo el frío empa-
ñaba los cristales del comedor de la posada y Adriem removía lentamente la
infusión de hierbas relajantes que le habían recomendado.
—¿Un oráculo? —dijo mientras sacaba el canastillo de la infusión, reto-
mando la conversación.
—Sí. No me digas que nunca has oído hablar de ellos —respondió Meikoss,
sorprendido, mientras apartaba a un lado el tazón.
—No, creo que no. —Se recostó sobre el respaldo de la silla y le dio el
primer sorbo. Estaba algo amarga, así que frunció los labios y optó por acer-
carse el azucarero para ponerle remedio.
—Increíble, los imperiales deberíais saber más de estas cosas. —El aspi-
rante a caballero se acomodó en la silla—. Existen tres Oráculos conocidos
en el continente, uno muy al norte, en Noraik Ard, otro en las islas del oes-
te…, Gawi, creo que se llamaba, y el más famoso, el de Nara. Hasta aquí vie-
ne la gente en peregrinación para saber cosas sobre su vida o a pedir consejo
sobre su futuro.
—¿Acaso una máquina va a decirte los hijos que vas a tener? Suena muy
poco convincente...
—No exactamente, lo que obtienes suelen ser una serie de palabras que
bien interpretadas pueden predecir la vida que vas a tener. Por lo que me
han contado, se compone de una enorme máquina construida por los anti-
guos hace miles de años que sirve para comunicarse con Alma, y es ella en
persona quien habla al sacerdote shaman que se encarga de manejarla.
Adriem hizo una mueca de escepticismo mientras sorbía la infusión.
—¿Algo capaz de hablar con Alma? ¿Y cómo saben que es con ella con
quien hablan? —ironizó.
—No deberías ser tan incrédulo. ¿Qué sabrá un guardia tirense sobre orá-
culos? —dijo Rulia, que había permanecido en silencio hasta entonces.
—Si tú lo crees, lo respeto. Pero no cambiarán mi opinión los conoci-
mientos de tecnología arcana de una comerciante —le replicó.
—¿Qué más da que sea verdadero o no? La gente cree en ello y les da es-
peranza. Así pues, fraude o realidad, el Oráculo hace bien su función —sen-
tenció el aspirante a caballero.
—No te quito razón —dijo con indiferencia Adriem y le dio un largo trago
a la infusión—. Vaya, con azúcar está mucho mejor.
—Es costumbre en Kresaar llevar a los recién nacidos al Oráculo para
saber si su vida será próspera. En esa ceremonia se les da la piedra zodiacal,
que deberán llevar siempre en un collar, para que el signo bajo el que han
nacido los proteja. Con respecto a eso, los kresaicos son muy... —La comer-
ciante calló de repente. Meikoss y Adriem se quedaron observándola para
ver cómo acababa la frase, pero ella se levantó de improviso—. Lo siento,
excusadme. —Y se dirigió hacia la salida que daba al patio trasero.
—¿Adónde va? —preguntó Adriem.
—Seguramente al baño, está en el patio.
—Vaya, pues es de muy mala educación dejarnos a media frase —dijo
riéndose, pero la expresión seria de Meikoss le cortó la broma.
—Si me disculpas, tengo que ir un momento a la habitación. —Dejó la
cuchara sobre el cuenco de sopa sin terminar.
A solas de nuevo, Adriem depositó la infusión sobre la mesa y se que-
dó mirando cómo se enfriaba la sopa de su compañero de viaje. Había algo
extraño ahí desde hacía unos días, pero no sabía discernir el qué y eso le
preocupaba.
La mawler vestía un abrigo largo de color granate con puños y cuello de
armiño. Sentada sobre una piedra que coronaba una de las pequeñas eleva-
ciones del terreno del extenso valle donde se asentaba Nara, observaba la
población que, a no mucha distancia, elevaba el humo de sus chimeneas al
cielo grisáceo. Algunas gotas de aguanieve escarchaban su oscuro pelo, que
llevaba recogido en un moño alto, aunque se le escapaban algunos mecho-
nes.
Sayako se levantó dando un pequeño brinco y se desperezó. Tras echar
una ojeada al templo que dominaba el valle, metió la mano en el bolsillo y
sacó un reloj de cadena. Lo abrió.
—Las tres y media... Creo que es la hora. —Se sacudió un poco el abrigo
para quitarse el barro y algo de nieve que se había quedado adherida y co-
menzó a bajar lentamente por el empinado prado hacia el templo. Ahora
solo era cuestión de que cada uno hiciera bien su trabajo.
—Bienvenida al Oráculo de Nara, novicia Van Desta —dijo el anciano
shaman, que había presidido la entrevista hacía unos minutos, mientras ba-
jaba la escalera con ayuda de un bastón.
Ante ellos dos, la mole de anillos metálicos se mostraban imponentes.
Dos sacerdotisas se encargaban de velar aquel gran aparato iluminado por
decenas de velas, cuya luz proyectaba sombras oscilantes sobre las paredes
perfectamente pulidas hasta la altísima cúpula adornada con doce tragalu-
ces
Las sombras danzantes le producían desagradables escalofríos a la novi-
cia, ya que no podía evitar el recuerdo de las criaturas que la atacaron en la
posada de Tiria.
—Es impresionante —dijo Eliel, empequeñecida por el tamaño de aquel
artilugio.
—Hemos tenido que decir que estamos arreglando la sala para impedir
la visita de peregrinos. Por suerte no es la época de más afluencia, pero el
problema vendrá en primavera, ya que es tradicional que acudan visitantes
y creyentes de todas partes. Desde nobles doalfar hasta simples comunes.
El calificativo de «simple» que dio el anciano a los comunes le molestó.
Antes le hubiera parecido muy adecuado, pero ahora le sonaba ofensivo.
Pero estos pensamientos se vieron interrumpidos por un mensajero que
bajó la escalera apresuradamente hasta llegar a su altura.
El recién llegado rindió una corta reverencia.
—Con mis respetos, maestre Lorastal, ha llegado la visita que esperaba.
He venido a avisarle inmediatamente como me pidió.
—Comprendo —dijo sin apenas inmutarse por la ansiedad del mensajero.
—Le espera en la sala de reuniones este.
—Entonces el asunto del otro lado del valle está controlado... —Se mesó
la barba—. Ordene a la guardia que cierren la frontera, no quiero visitas in-
oportunas. —Echó una mirada a la novicia. —Gracias. —Le apremió con la
mano al joven—. Retírate.
—Sí, eminencia.
El anciano se volvió hacia Eliel.
—Tengo que atender esa visita, son asuntos de arriba —dijo con una afa-
ble sonrisa—. Continuaremos en otro momento, joven Van Desta. Ahora ve a
tu habitación, te asignaré a un guardia para que vele por tu seguridad.
—Pero maestre, he de proseguir mi viaje a Hannadiel…
—No admitiré queja alguna. Aguardarás un par de días hasta que tenga
más datos. Sé paciente, joven, pronto estarás en casa. —Sin dar tiempo a
responder de nuevo a la doalfar, dio instrucciones al guardia que estaba ya
esperando en la entrada de la sala para que la escoltarse y se asegurara de
velar por ella.
Desde su habitación, Meikoss había visto cómo Sophia desenganchaba
uno de los caballos del carro para salir al galope. Tras ello, solo la oscilación
del péndulo del reloj que había sobre la cómoda le había acompañado por
más de media hora. En silencio, pensativo y asustado, no sabía bien qué
hacer.
Siempre había tenido una buena imagen de sí mismo, transmitiendo con-
fianza a los demás, pensando que, cuando llegase el momento, siempre haría
lo correcto con valor y sin duda. Por ello no podía estar más decepcionado,
pues cuando había tenido la oportunidad de demostrar esa bravura de la
que hacía gala, sencillamente no hizo nada. ¿Qué podía hacer él contra una
maga? Aun con una pistola, entre ella y aquella especie de criatura que casi
despedaza a Adriem, no podría haber hecho nada. A fin de cuentas querían
a Eliel sin hacer un derramamiento de sangre… Había hecho lo correcto. Lo
más inteligente y seguro para todos.
Siguió el silencio acompañado por el reloj marcando los minutos y sus
cavilaciones.
Además, ya era demasiado tarde para cambiar de opinión. Había acep-
tado el trato y llevaría a su padre lo que quería, un contacto político con el
norte. Sobre su mesita había un sobre con un salvoconducto de Kresaar que
así lo atestiguaba. Cuando quisiera podría hacer uso de él.
Sin duda había hecho bien, el valor había que demostrarlo en los casos
en que tuvieras oportunidad de ganar algo, pese a que había roto su palabra.
Era lo correcto.
Capítulo 16
-Las puertas del olvido-

El sol, que tímidamente se asomaba entre las nubes, iluminaba el patio


principal del enorme templo, en cuyo centro geométrico se hallaba el orácu-
lo. El anciano salió, tan rápido como le permitía el bastón. A su encuentro se
acercó su consejero, alarmado.
—Eminencia, no debería correr —le sugirió—. ¿Y la joven novicia?
—La he enviado a sus aposentos, no quiero que nadie se acerque a su ha-
bitación ni la moleste. Un guardia se encargará de su seguridad.
—Tal vez sea innecesario usar a un hombre de la guardia para protegerla,
este templo es seguro. Si lo desea, yo mismo me puedo quedar con ella —se
ofreció.
—¡Es totalmente innecesario! Tienes asuntos que tratar y para eso están
ellos, para salvaguardar a las gentes de este templo —dijo molesto su supe-
rior—. Ahora deja de importunarme, tengo un asunto urgente que tratar.
El consejero dudó por unos instantes, tratando de encontrar una excusa
para replicarle, pero al final hizo una reverencia aceptando la orden.
—Como desee, eminencia. Si se dirige a atender la visita de esa mawler,
le espera en…
—Sé dónde me espera, gracias —contestó ablandando su tono—. Aunque
no lo parezca, es una visita muy importante. No pretendía alzarte la voz.
—No se preocupe, maestre. Faltaría más que yo le tuviera que perdonar
nada.
El anciano le dio unos golpecitos en el hombro con gesto de aprobación y
prosiguió su camino, volviendo a mostrar un gesto serio que no le pasó del
todo inadvertido al consejero.

Eliel caminaba detrás del guardia que la conducía de vuelta a su habita-


ción. Estaba muy preocupada por sus compañeros de viaje, que la aguar-
daban en el pueblo. No parecía que en el templo la fueran a dejar salir tan
pronto como ella quería, y ni tan siquiera podía contactar con ellos por el
momento.
Por un instante, entre sus pensamientos le pareció escuchar una voz que
le resultaba familiar pero no pudo reparar en ella, pues el guardia se detuvo.
A su encuentro, un shaman caminaba acompañado de un humano y otro
guardia.
Se quedó perpleja al ver allí a Meikoss, quien le sonreía algo nervioso.

Adriem, cansado de esperar a que alguno de los dos comensales volviera,


optó por subir en busca del aspirante a caballero. Fue a tocar en la puerta,
pero comprobó que estaba tan solo entornada. Dentro no había nadie.
Echó una ojeada a su alrededor. Distinguió la bolsa de su ropa, algo re-
vuelta, un sobre abierto sobre la cama y, lo más extraño, su sable en su sitio.
¿Dónde se había metido? Por la ventana se veía el templo pero allí, sin
autorización, era inútil tratar de entrar. Tomó lo que quedaba de la carta y
la puso a trasluz. El papel era áspero y grueso, parecía bastante artesanal, y
tenía los restos de un sello lacrado roto con un símbolo que ya había visto
antes. Se sentó en la cama, pensativo, y se lo guardó doblándolo con cuidado
en el bolsillo. No tardó mucho en recordar el escote de Sophia y aquel pe-
queño tatuaje. ¿Qué había entre esos dos? Algo seguía sin encajar bien y no
le gustaba esa sensación de paranoia.
Giró de nuevo la vista hacia la ventana, no sin que su hombro le recorda-
ra la profunda herida que aún tardaría en cicatrizar. Allí estaba el templo,
observándole, imponente e infranqueable sobre los riscos de la montaña…

El guarda que escoltaba a Eliel saludó marcialmente a los recién llegados.


—El común Sherald quiere ver a la novicia Van Desta —dijo el shaman.
—Mi señor, he de llevar a la novicia a su estancia. Órdenes directas del
maestre —alegó el guarda.
—Entiendo, pero viene con un salvoconducto de Lord Gebrah.
—Lord… Gebrah… —balbuceó sorprendido el guardia—. Entiendo, mi se-
ñor —y se echó dos pasos a un lado.
Eliel miró interrogativa a Meikoss, que se acercó a ella sin perder de vista
a los guardias.
—Mi querida Van Desta, qué alegría poder verte —le tendió la mano y la
doafar se la estrechó con cortesía—. Ha sido una suerte saber de ti. Tu fami-
lia gozará de alegría cuando sepa que estás sana y salva.
Aprovechó para acercarse un poco más y apartarla a un lado. Lo suficien-
te para hablar con discreción bajo la atenta mirada de los dos guardias y el
shaman.
—¿C-Cómo has conseguido un salvoconducto de… un dragón? —dijo per-
pleja.
—Eso ahora no importa. —No dejaba de sonreír aunque su tono fuera
grave—. Estás en una trampa y tienes que salir del templo.
—¿Qué? —bajó inmediatamente la voz cuando los otros doalfar la mira-
ron—. ¿Estás loco? Esto es un templo shaman, aquí estoy segura.
—No lo estás.
—¿Cómo lo sabes? —ella entornó la mirada. No tenía sentido.
Meikoss tragó saliva.
—Porque yo he sido cómplice de esa trampa… Lo siento, nunca te tendría
que haber traído al templo.
Ella le miró estupefacta. ¿Él también? No podía creérselo, no era posible.
Pero la expresión del aspirante a caballero, con la mirada baja, confirmaba
lo dicho.
—El tiempo se ha acabado, común —dijo el shaman, y los dos guardias se
acercaron a él.
—Perdóname, Eliel —le sonrió—. Él estará en el pueblo, no sabe que he
venido. Así que ahora… ¡corre!
Cuando uno de los guardias le puso la mano en el hombro para apartarle
recibió un fuerte codazo en la cara que lo hizo retroceder, momento en el que
Meikoss se giró para embestirle. Poco duraría esa injusta pelea, en la que
los dos guardias, por sencilla mayoría, consiguieron reducirle, no sin antes
darle unos cuantos golpes.
Aprovechando la confusión, asustada, Eliel se escabulló por entre las co-
lumnas de la porticada que había a escasos metros de ellos. Comenzó a co-
rrer, sin saber aún en qué dirección, cuando el shaman se percató y le orde-
nó detenerse. No estaba dispuesta a quedarse para saber si era una trampa
o no. Quería salir de aquel lugar y estar junto a la única persona que la hacía
sentirse segura.
Se internó por el edificio para tratar de darles esquinazo. Cambió varias
veces de dirección, empujó a otros novicios, atravesó una de las cocinas y
salió por una de las puertas de abastecimiento, hasta resbalar por las esca-
leras de piedras húmedas por la nieve y aterrizar sobre el suelo helado. Con
el vestido manchado de barro y el culo dolorido, se parapetó detrás de unas
cajas vacías, apiladas en aquel patio trasero que daba a una de las caras es-
carpadas de las montañas.
No había nadie y pudo distinguir perfectamente los pasos de uno de sus
dos guardaespaldas, que se asomaba al patio y echaba un vistazo. Contuvo
la respiración, acelerada por la carrera y el miedo, cubriéndose la boca con
las manos y acurrucándose para evitar que el vaho de su aliento la delatara.
Pasaron unos segundos interminables en los que su perseguidor acabó por
darse la vuelta y volver corriendo dentro del edificio.
Se levantó poco a poco asegurándose y, casi a gatas, se acercó a la pared
escarpada. Ante ella había un muro de piedra de unos cuatro metros. Sin
mejor garantía que su accidentada caída cuando trató de huir de la habita-
ción en la que le había encerrado Adriem, no pudo evitar sonreír al poner
las manos sobre la roca fría y resbaladiza y darse cuenta de los paralelismos
entre ambas situaciones.
Aunque esta vez fue con mayor fortuna cuando, para su tranquilidad,
consiguió agarrarse a unos matojos que crecían en el borde superior y arras-
trarse hasta lo alto. Miró hacia abajo con sus ropas completamente sucias y
una mezcla de alivio, vértigo y orgullo le sacudió el cuerpo. No podía creer
que hubiese sido capaz de escalar aquella pared.
Tras echar un vistazo a su alrededor se percató de que era una terraza
abandonada a su suerte en la parte más profunda del complejo. Desde allí no
se veía nada, pues estaba tapiado desde hacía bastante tiempo a juzgar por
la vegetación que cubría los pocos adoquines. Se hallaba en el lado contrario
al que quería ir, no podía bajar de vuelta, y si escalaba por el otro muro para
bajar podrían verla con facilidad, por lo que la única salida se encontraba
por otro lado del patio, sin contar con el acantilado que daba al exterior, un
viejo edificio excavado en la roca del cual solo emergían las columnas de su
fachada principal. Era sencillo, carente de cualquier adorno o decoración,
cuya piedra, a causa del frío y la humedad que bajaban por la pared de la
montaña, había perdido el lustre y el acabado que debió de tener hacía si-
glos. Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando una bocanada de aire gélido
surgió de su entrada, como si fuera exhalación de un gigante dormido.
Se acercó con paso cauteloso. Tal vez aquel edificio tuviese salida a otro
lado del templo y por allí pudiera buscar una nueva salida. Probablemente
no era la mejor idea que había tenido, pero no se le ocurría ninguna mejor.
Llegó a los diez escalones que bajaban a lo que quedaba de la puerta,
algunos trozos de madera podrida que estuvieron decorados con tallas flo-
rales. Asomó la cabeza y se internó en la oscuridad palpando con la mano la
pared para guiarse.
Cuando sus ojos se acostumbraron, la débil luz grisácea que entraba por
la puerta le permitió ver las sombras de dos hileras de finas columnas a lo
largo de la nave central, que desembocaba en una bóveda bajo la que había
un altar de piedra. Complejas estructuras rúnicas a modo de adornos reco-
rrían las baldosas.
—¿Runas de protección? —dijo para sí en voz baja. Pero estaban muy
maltrechas y hacía mucho que nadie les había imbuido energía, por lo que
eran inofensivas.
Echó mano de lo que le quedaba de la tiza de argentano. Estaba mojada
y muy gastada, debía usarla con mucho cuidado. Trazó una sencilla runa
en la palma de su mano, se concentró y creó una pequeña esfera de luz que
alumbró a duras penas aquel lugar.
Sus pasos resonaban en la nave, cuyo techo estaba vertebrado por nervios
de piedra que, a diferencia del exterior, sí estaban decorados con relieves.
En las paredes, frescos que representaban a antiguos nobles y caballeros.
Tras llegar al altar, observó que había otra escalera que descendía aún
más. Al acercarse, notó que una suave brisa fresca surgía de abajo, tal vez
una salida, por lo que se armó de valor y bajó por la enrevesada escalera
hasta lo que parecía la cripta de aquel templo abandonado.
Al llegar al último escalón, ante ella se abrió una sala en cuyas paredes se
veían los huecos de varios nichos, en los que reposaban ataúdes de piedra.
Al fondo, una enorme puerta, de unos tres metros de altura y doble hoja,
recubierta con un extraño mineral blanquecino sobre el que habían tallado
el relieve de una hermosa dama de largos cabellos. Esta sostenía entre sus
manos, a la altura del vientre, una llama enroscada en forma de esfera que,
según la tradición, representaba a Alma. A su alrededor, los signos zodiaca-
les trazaban un círculo perfecto. También había una inscripción en rúnico,
antiguo idioma que usaban los dragones y que los shamans aprendían, la
cual rezaba:
«Tanto puede cegarte la luz, como ciego puedes estar en la oscuridad.»
Remataban tal obra de arte, a modo de guardianas, dos esculturas de dos
metros de alto ataviadas con las túnicas de los shamans y los ojos vendados,
una con gesto suplicante, elevando sus manos al cielo, y la otra con gesto
iracundo, cerrando el puño con ademán amenazante.
Casi había llegado al pórtico cuando unas pisadas que bajaban por la es-
calera la sobresaltaron. Su eco era lento pero constante y la luz tenue de una
lámpara emergía hasta la sala, recortando la silueta de un doalfar que le era,
por desgracia, conocido.
—Las Puertas de Nara, princesa. Deberían resultarle familiares —dijo Zir
mientras apoyaba el quinqué para manejar mejor su sable.
Ella retrocedió al ver cómo desenvainaba el sable, hasta dar con la espal-
da contra las puertas.
—¿Por qué? Yo no he estado aquí antes. —Eliel sostenía en la mano la tiza
y notó como, pese al frío, comenzaban a sudar.
—No, es aquí donde está en realidad —le señaló las puertas con el sable—.
¡Esa es su tumba, Eraide! —apretó los dientes y la ira impregnó sus pala-
bras—. Princesa Oscura.
—¿Qué dices? —un nudo se hizo en su garganta—. ¡Yo no soy... ella! —
Aquella risa impertinente volvió a susurrarle al oído—. ¿Cómo has entrado
en el templo?
—Este templo está bajo la protección de mi señor, tú misma has venido
hasta nosotros. No hay escapatoria, así que sé buena y ven conmigo, no su-
frirás daño alguno. —Pese a sus amables palabras, su expresión era severa—.
Hubiera sido más fácil si hubieses entrado en la habitación, pero aún estás a
tiempo de hacer las cosas bien. Apártate de esa puerta.
Apretó la espalda contra la pared y se preparó para realizar una invoca-
ción lo más rápido posible, pero sus manos temblaban y la tiza estaba moja-
da, por lo que cayó rompiéndose contra el suelo.
—No... —miró cómo se quebraba en pequeños trozos inservibles mien-
tras Zir se acercaba a ella, sonriente ante aquel golpe de suerte.
—Nadie va a ayudarte —aquella sonrisa le detuvo el corazón—. Ríndete.
—No... ¡No! —Apretó los dientes. Las lágrimas de rabia empañaban sus
ojos—. ¡Dejadme en paz de una vez!
—Sin argentano y sin ese común…, ¿qué vas a hacer?
Sin dejarle acabar se lanzó contra él tratando de golpearle, algo que Zir
solucionó con un rápido movimiento que la derribó sin piedad contra el sue-
lo.
—Inútil, no eres más que una burda copia. —Envainó el sable consciente
de que no lo iba a necesitar.
Eliel, tosiendo, se fue levantando. Las lágrimas resbalaban por su mejilla
hasta caer en el suelo, mezcla de odio e impotencia. Gritó por el dolor que le
oprimía el pecho, quebrado por el llanto.
—¡Cobardes!
Ignorando su acusación, trató de agarrarla, pero unas runas aparecie-
ron de la nada entre los dos y, a una velocidad pasmosa, se conformó una
estructura completa que supo reconocer cuando el zorro azul, su propia in-
vocación, se manifestó.
—¿Otra vez ese molesto bicho? ¿Cómo demonios lo has hecho? —dijo Zir
desenvainando.

El zorro comenzó a gruñir y a mirar a Zir con odio. Pero, de repente, una
especie de tañido, como el de una campana, atronó desde detrás de las puer-
tas, haciendo vibrar toda la sala y el alma de Eliel, lo que la obligó a apoyarse
con las manos en el suelo. Las runas dibujadas se quebraron, cambiando por
completo su estructura. El zorro comenzó a gemir y revolverse por el suelo,
con los ojos en blanco.
Zir, ligeramente desconcertado, dio unos pasos atrás. La modesta invo-
cación de la novicia se estaba transformando. Su cuerpo se hinchaba y de-
formaba para, al final, enroscarse alrededor de la sala, abarcando a los dos
doalfar con la forma de una especie de dragón blanco. Su apariencia era
majestuosa, con unos fulgurantes ojos azules que clavaban su mirada en él
mientras abría la boca, mostrando sus afiladas fauces. Un sobrenatural gru-
ñido heló la sangre de ambos, no solo por el miedo, sino porque parte de la
sala se había cubierto de escarcha.
Asustada, no podía dejar de mirar a la criatura en la que se había conver-
tido su invocación.
—Ulimi… —dijo con voz temblorosa.
Al mismo tiempo, en la oscuridad de la sala donde estaba alojado, el Orá-
culo de Nara comenzó a chirriar y alguno de sus engranajes se movió torpe-
mente, mientras una débil luz volvió a brillar en su interior.
Zir retrocedía poco a poco ante aquel imponente ser que tenía ante sí
mientras Eliel buscaba refugio tras la criatura, aún dolorida por el golpe.
El doalfar se avanzó tratando de buscar un flanco por donde no le pu-
diera atacar con facilidad, pero aquella especie de dragón, semejante a los
que se ilustraban en los cuentos orientales, se retorció rápidamente y lanzó
una dentellada que, si bien no llegó a morderle por escasos centímetros, le
golpeó lanzándolo contra una de las paredes.
La criatura se giró y abrazó al doalfar en una dolorosa presa con la cola,
que lo envolvía casi por completo. Zir notó cómo empezaban a crujir sus
articulaciones y el sabor de la sangre le inundó la garganta.
Gritó de dolor con voz ahogada por la presión. No pudo sostener el sable
entre las manos y este cayó al suelo, provocando un tintineo que resonó en
las puertas metálicas.
—¡¡Nunca os perdonaré!! —exclamó exasperada Eliel. Las lágrimas re-
corrían su rostro mientras apretaba los puños en una confusa mezcla de
miedo, odio y desesperación que devoraba todos sus sentidos. Ella no había
invocado esa criatura..., no sabía hacer que las runas aparecieran sin más...
Pero ahora no tenía importancia. Estaba cansada.
La invocación respondió a sus pensamientos y recrudeció la presa sobre
su enemigo, que gritaba por el intenso dolor.
—Vuelve a casa —dijo el viento al oído de la asustada novicia—. Tienes
miedo y necesitas de mí para sobrevivir. —La voz le heló la sangre a Eliel.
Aquella niña que vio en la Torre Odón le hablaba desde detrás de las puer-
tas—. En casa estarás a salvo. Ven conmigo y nadie podrá herirte. —Se rio
con la falsa inocencia que le otorgaba su cálida voz infantil—. Ni siquiera él.

Adriem caminaba tan rápido como le permitía su dolorido cuerpo, cru-


zando el puente sobre el río donde se bifurcaba el sendero. Se detuvo un mo-
mento para recuperar el aliento y se ajustó el cinto del que colgaba el sable.
No le había costado mucho averiguar en el pueblo por dónde se habían
ido, primero Rulia y luego Meikoss. Si le habían dejado atrás sin avisarle,
nada bueno podía estar pasando.
Apretó los dientes y tomó el camino que ascendía al templo con paso
veloz. Estaba débil y herido, no sabía qué iba a encontrarse ni tan siquiera
cómo entraría. Notaba que se le hacía un nudo en el estómago. Fuera lo que
fuese, a Alma rogaba llegar a tiempo.

La cola del dragón aferró todavía más la presa sobre Zir mientras este
seguía gritando de dolor ante una Eliel atónita por la voz que le susurraba al
oído desde las puertas. Sabía que el doalfar no tardaría en sucumbir y que su
vida estaba en sus manos.
—¿Por qué dudas? Nos ha estado persiguiendo y debe morir —le decía la
niña—. ¿Acaso ya has olvidado el dolor?
La imagen de Adriem vino a sus pensamientos. Su voz, su sonrisa dis-
traída, su gentileza e incluso sus impertinencias hacia ella. Cada momento
que había estado con él era un frágil pero preciado tesoro que se escurría
de entre sus dedos y se rompía contra el suelo, provocándole un dolor que
le desgarraba el corazón. Quería volverlo a ver, pero mientras la estuvieran
persiguiendo, acabarían matándole. Ya poco importaba quién era ella en
realidad o el qué...; él no podía estar junto a su lado.
Extendió las manos y sintió el enlace con la criatura. Fue cerrando los
dedos lentamente y notó el cuerpo, frágil y a su merced, de aquel hombre
que no había cejado en su empeño en perseguirla. Como si de un fantasma
fuera, la imagen de la niña apareció ante ella y con suavidad posó sus manos
sobre las suyas invitándola a cerrarlas aún más.
—¿Puedes sentirlo? Esto es lo que tanto temen de ti, puedes saltarte las
reglas de este mundo sin consecuencias y por eso te odian y te envidian. —
Comenzó a apretar sus manos con más intensidad, hasta el punto de clavar
sus dedos—. No son nada más que títeres de Alma.
—Yo... —notaba la presencia de cada ser que había a su alrededor y cómo
poco a poco la vida de su enemigo se iba extinguiendo. Tan solo con mover
ligeramente los dedos se rompería y esa sensación le hizo sonreír con un
placer que no había conocido hasta entonces. Aquel poder... Emergía desde
lo más profundo de su ser y la extasiaba hasta el punto de devorar el dolor
de su corazón.
«—Tú nunca harías daño a nadie.»
—¡No! —Eliel abrió las manos, sorprendida, al recordar esas palabras de
Adriem en el balcón de Torre Odón.
Al unísono, la criatura draconiana desapareció, dejando a su presa caer
de bruces contra el suelo mientras la niña se desvanecía ante ella, mirándola
con rencor.
La tensión del momento se transformó rápidamente en agotamiento, y
las piernas de Eliel fallaron y se dejó caer de rodillas. Gotas de sudor res-
balaban por su cuerpo, y su corazón, que palpitaba como loco, le obligaba a
respirar aceleradamente y con dificultad.
Zir trataba de incorporarse pero su cuerpo no se lo permitía, por lo que
Eliel cruzó la sala dejando tras de sí aquellas puertas. Justo antes de tomar
la salida, con algo de aliento recuperado, le miró de nuevo para cerciorarse
de que no la iba a seguir.
—Si no te detenemos... volverá a pasar otra vez —dijo Zir arrastrándose
hacia ella tosiendo sangre.
Con paso inseguro, Eliel acabó de subir la escalera que daba a la nave
principal del templo. Todavía estaba nerviosa debido a lo que acababa de
vivir, y la vista se le nublaba. Al fondo, vio que las puertas estaban abiertas y
un par de figuras familiares avanzaban por la nave central hacia ella.
Las figuras, pese a estar recortadas por el contraluz, eran inconfundibles.
Rulia, acompañada del maestre Lorastal, venía hacia ella. Se alegró sobre-
manera de encontrarlos, tal vez habían venido a ayudarla.
Corrió hacia ella ignorando el protocolo hacia su superior.
—Rulia, cómo me alegro de verte. —Calló unos instantes para coger aire,
mientras sus ojos se empañaban—. Dime, ¿cómo está Adriem? ¿Y Meikoss?
¿Estás...? —dijo de forma incoherente, pero enmudeció al ver la cara casi
inexpresiva de Rulia. Esta la miraba a los ojos una forma diferente, fría, y
parecía no escuchar lo que ella le contaba—. ¿Qué sucede?
El maestre la rodeó y se puso a su espalda. El golpe de su bastón contra el
suelo hizo eco en la gran nave.
—He cumplido mi parte.
—No como habíamos acordado, pero mi señor Gebrah sabrá recompen-
sar tus inestimables servicios.
—Sophia, debemos irnos —dijo Sayako con impaciencia mientras entra-
ba en la cámara.
—¿Sophia? —repitió Eliel mientras se apartaba de ella—. Rulia…, ¿tú es-
tás con ellos…? —la sensación de alivio desapareció al ser consciente de la
trampa.
—Se acabó, no lo hagas más difícil de lo que es. —Se acercó y la asió por
la muñeca.
La doalfar recordó cómo la había agarrado la niña. Todos querían atra-
parla y llevársela contra su voluntad. Sacudió el brazo y la empujó para co-
rrer hacia la salida, dispuesta a pasar por encima de aquella mawler que
acababa de entrar si hacía falta. Pero cuando la sobrepasó, sin saber cómo,
notó que algo la agarraba del cuello para derribarla.
Eliel, conmocionada, se quedó sin aliento por el violento golpe contra el
suelo, gracias a un rápido movimiento de la mawler. Se levantó, mirando
desafiante a su oponente. Ya no le quedaba argentano, con lo que no tenía
muchas opciones, salvo una. Dispuesta a jugarse el todo por el todo, apoyó
las manos en una de las runas del suelo para proporcionarle energía. Des-
conocía por completo cuál sería el resultado, mas no le quedaban más alter-
nativas. Pero fue inútil, pues antes de que pudiera canalizar una brizna de
energía, una fuerte patada impactó en la boca de su estómago.
Hecha un ovillo en el suelo, intentaba coger aire como si fuese un pez
fuera del agua, ya que el impacto le había cortado la respiración. La mawler
la agarró por la cara para fijar la mirada en ella.
—Ya has hecho suficiente, princesa —dijo con su fuerte acento oriental.
Trató de removerse, con lo que recibió un fuerte cachete que le viró la
cara con tanta fuerza que se quedó noqueada.
En el frío suelo veía las figuras borrosas que la rodeaban y poco a poco sus
oídos se taponaron. Acertaba a escuchar cómo preguntaban por Zir, cómo
el maestre los iba a sacar a los caminos kresáicos sin que los vieran..., y el
silencio que la sumergió en el sueño propio de la inconsciencia.

Adriem se detuvo ante las dos guardianas que le cerraron el paso. Trata-
ba con amabilidad de convencerlas de que le dejaran pasar, pero como si de
repente hubiera se olvidado de hablar doalí, le ignoraron completamente.
Solo silencio y los fusiles prestos. No iban a dejar pasar a un común como él
por las buenas sin un motivo de peso. Acarició el pomo del sable y suspiró.
Si usaba cualquier tipo de poder, se arriesgaba a perder sus recuerdos. Por
desgracia, su otro argumento era el sable y no iba a ser muy convincente
contra dos armas de fuego.
Pero no podía quedarse de brazos cruzados sin saber qué había pasado.
Tragó saliva, tomó aire… y desenvainó.
Capítulo 17
-El silencio de los recuerdos-

Las puertas estaban abiertas ante él. Sobre ellas rezaba la frase: «Tanto
puede cegarte la luz, como ciego puedes estar en la oscuridad.» Adriem per-
cibía los latidos de su corazón como único sonido reinante en aquella oscura
y ancestral sala que nunca antes había visto. Apenas era capaz de distinguir
qué custodiaban aquellas dos grandes hojas mientras, con paso hipnótico,
avanzaba hacia ellas. Estaba preso del miedo, mas su cuerpo se movía solo. 
Una voz atronó en sus oídos...
—¿Cuántas veces vendrás a mí? ¿Tal vez tu respuesta sea distinta hoy?
—La voz provenía de todas partes, y a la vez de ninguna.
Medio cegado, vio que unas cadenas negras como la noche se arrastraban
por el suelo y que, como si de serpientes se tratasen, se deslizaban buscando
retorcerse por su cuerpo. Asustado, Adriem dio media vuelta para salir de
allí.
No había dado medio paso cuando se tropezó con alguien. Eliel. 
—¡Tenemos que salir de aquí! —Hizo ademán de agarrarla para empezar
a correr, pero ella se apartó y se quedó mirándolo detenidamente.
Cuando se fijó en sus ojos, los percibió fríos, distantes, carentes de nin-
gún sentimiento; se dio cuenta de que detrás no estaba la joven que conocía
pese a que era idéntica en todos los aspectos.
—¡¿Quién eres tú?! —dijo, retrocediendo poco a poco. La presencia de
aquella mujer le encogía el corazón y engullía incluso el miedo que había
sentido hacia aquello que hubiera tras las puertas.
—No tengas miedo, no quiere hacerte ningún daño... —respondió ella con
voz suave— por ahora. —Empezó a caminar hacia él sin prisa.
Adriem fue retrocediendo hasta tocar la pared con la espalda. Acorra-
lado, no era capaz de apartar la mirada de aquella siniestra doalfar que se
parecía tanto a Eliel. Su instinto le gritaba que huyera, pero la presencia de
aquella extraña parecía que ocupaba toda la sala.
Ella se acercó hasta apoyar su cuerpo contra el suyo y le abrazó con fuer-
za. Un fortísimo escalofrío le recorrió todo el cuerpo al notar el helado con-
tacto de su piel.

—Quédate aquí, olvídate de esa muñeca que quiere parecerse a mí —le


susurró sensualmente al oído—. Ella acabará encerrada en estas puertas y
nunca más la recordarás. No tienes por qué sufrir.
Al saber que se refería a Eliel, se impuso a su propio miedo y la empujó
con fuerza, tirándola al suelo. Ignorándola, miró las enormes hojas que poco
a poco se iban cerrando.
—¡No, espera! —Corrió hacia las puertas, pero unas cadenas le asieron
de una pierna, haciéndole tropezar y darse de bruces contra el suelo—. ¡No!
—Las cadenas empezaron a recorrer su cuerpo, apretándole en un abrazo de
frío metal. 
La doalfar se puso ante él, pero ahora su aspecto era mucho más joven.
Él trataba de avanzar, estirando el brazo en un vano intento de alcanzar las
puertas, hasta que el pie de la niña, con una fuerza inusitada para alguien
tan pequeño, le pisó y aplastó los dedos contra el suelo. Un grito de dolor
escapó desde lo más profundo de sus entrañas al notar cómo se rompían los
huesos de la mano.
—Eres incapaz de entenderlo. Eres cómo Arshius. —Levanto el pie y vol-
vió a pisotearle la mano. Apretó los dientes y ahogó el grito de dolor—. ¡Te
pareces tanto que me das asco! ¡Muérete de una vez! ¡Desaparece! —Le em-
pezó a golpear sin compasión.
Los ojos de Adriem, aún abrumados por los golpes, vieron algo detrás de
ella, en el centro de las puertas, justo antes de cerrarse… La bota de la niña
le golpeó en la cara y algo crujió antes de volverse todo oscuro, silencioso y
sin dolor.

 Con un alarido de terror Adriem se incorporó del catre. Aquel sueño


lo había dejado empapado en sudor. Levantó la mano y vio que temblaba.
Nunca había tenido una pesadilla semejante, tan terrible, tan real... Los re-
cuerdos comenzaban a diluirse poco a poco, a la vez que iba siendo más
consciente de dónde estaba.
Parecía una celda. Aquel profundo hueco no tenía ninguna ventana por
donde entrara la luz, por lo que ni siquiera sabía si era de día o de noche.
Solo se atisbaba una puerta metálica con una pequeña mirilla por la que
entraba un débil destello del exterior. 
Se palpó y notó que varias vendas se habían aflojado. A juzgar por el do-
lor que surgía de alguna de las heridas, estas habían vuelto a abrirse. Por
suerte ni siquiera les hizo falta dispararle, debido a su lamentable estado,
para reducirle. Gruñó al tratar de ajustarse una de las vendas y cesó en el
empeño. En aquel viaje ya era la segunda vez que pisaba una celda y ello
empezaba a tornarse en una mala costumbre. Se incorporó lentamente y fue
descubriendo nuevas zonas de dolor por todo el cuerpo.
Tenía mal sabor de boca, mezcla del mal sueño y de llevar probablemente
más de un día sin comer. Pasaron minutos o tal vez fueron horas. No impor-
taba, él estaba allí, en ese mundo sin luz y sin tiempo, sin saber si Eliel esta-
ba bien. ¿Qué precio tenía la pobre doalfar? Había algo en ella, no le cabía
duda, pero qué podía ser para llegar a ese extremo se le escapaba. Su mente
era un hervidero de ideas pero ninguna le parecía válida. No le extrañaba
que le asaltasen las pesadillas.
Unos débiles pasos se fueron haciendo más fuertes a medida que se acer-
caban. Varias voces hablaban en doalí, pero pese a que Adriem conocía bas-
tante bien el idioma, no conseguía descifrar sus comentarios, distorsionados
por el eco de aquella galería.
La luz comenzó a filtrarse por debajo de la puerta, y el sonido seco de la
cerradura al abrirse dio paso al chirriar de las bisagras. Casi cegado por la
luz del quinqué que portaba en la mano el recién llegado, Adriem se mantu-
vo de pie, apoyado en la pared a duras penas.
Con cara cansada y ojerosa miró a su visita. Un doalfar, de pelo corto y
cara de no querer estar allí junto a un común. Lo miro de arriba abajo con
un cuaderno bajo el brazo.
—Siéntese —le dijo sin la más mínima cortesía. 
Se sentó en el catre, cabizbajo.
—Muy bien... —Miró sus notas—. Adriem Karid. Me gustaría que me con-
tara qué le ha traído desde las lejanas tierras occidentales hasta aquí y, por
supuesto, tratar de entrar sin autorización, y por la fuerza, en un templo
shaman.
—Lamento el altercado con sus guardias. Pero antes que nada, por favor,
dígame si la novicia Eliel está bien —pidió rascándose la barba—, sólo le pido
eso. 
—No voy a revelar a un prisionero ningún dato sobre nuestros shamans.
Limítese a responder a mis preguntas y haremos todo esto mucho más rá-
pido. 
—No hay mucho que le pueda contar. Venía escoltando a su novicia e
insistí en querer verla. A partir de ahí, ya conoce la historia. —Le miró desde
detrás de los mechones de su flequillo. La trémula luz del quinqué daba a la
celda un aire sombrío y peligroso—. ¿Está bien Eliel Van Desta?
—No estoy autorizado a darle esa información. 
—¿Por qué no? La intentaron secuestrar en Tiria, ¿le ha pasado algo? —
comentó impaciente.
Su interrogador se quedó observándole en silencio esperando una res-
puesta. No parecía tener la menor intención de atender la petición de Adriem
y este hecho le hizo intuir lo que más temía. 
—No saben dónde está. —La voz de Adriem era casi inaudible. Un gran
pesar cayó sobre sus hombros. 
—Saque las conclusiones que quiera, pero esto trata de su incidente en
la entrada del templo. Si no tiene nada más que alegar en su defensa, me
temo que se quedará unos días y luego será expulsado del país. Por suerte la
frontera está cerca —ironizó
Los ojos se Adriem se fijaron en el doalfar. Una rabia incontenible co-
menzó a fluir por sus venas y el dolor que atenazaba su cuerpo fue desapare-
ciendo. El doalfar retrocedió unos pasos, pero no le dio tiempo a esquivar el
movimiento del común, quien, levantándose rápidamente, cogió al shaman
por el cuello y lo empotró contra la pared. Los ojos de Adriem se clavaron a
escasos centímetros en los de su visitante.
—¡Mientras tú y yo estamos teniendo esta cordial conversación, Eliel
puede estar en peligro! —Perdigones de saliva salpicaron la cara del doalfar.
La puerta se abrió de golpe y el vigilante entró encañonándole con un fu-
sil, y con cara de dispararle sin contemplación al más mínimo movimiento.
Adriem se calmó tras unos segundos de tensa espera mientras el inte-
rrogador se apartaba poco a poco hacia la puerta, agarrándose la garganta
dolorida. 
—Si por mi fuera, haría que te dispararan aquí mismo, asqueroso común.
—Hizo una señal al guardia para que lo dejase y le acompañara fuera de la
celda—. Deberías preocuparte más por tu vida. 
La puerta se cerró y la oscuridad volvió a reinar. Los pasos de aquel hom-
bre se alejaban, acompañados por los del vigilante mientras, recostado en
el catre, atenazado de nuevo por el dolor, Adriem yacía gimiendo de impo-
tencia.

Meikoss, sentado sobre la cama de la habitación que le habían proporcio-


nado tras su amistosa «charla» en el patio, tenía la vista fija en la reja que
cerraba la ventana, la cual daba a uno de los acantilados donde descansaba
el edificio. Ningún elemento más componía el mobiliario de aquella habita-
ción, estucada en cal hacía ya demasiado tiempo a juzgar por los desconcho-
nes que había provocado la humedad. Según le había parecido entender, era
una de las celdas en las que los shamans se encerraban para orar y meditar,
pero a diferencia de ellos, no estaba ahí por su propia voluntad.
Aburrido, se entretenía mirando las privilegiadas vistas de las montañas
que le ofrecía la pequeña ventana.
Tanto tiempo allí lo llevó a plantearse si se habrían olvidado de él. Sólo
confiaba en que se siguieran acordando por el momento de darle de comer,
como hacían puntualmente dos guardias, bromeó para sí mismo.
El ruido de la puerta al abrirse lo sacó de sus pensamientos. Intentó bo-
rrar su sonrisa; los doalfar solían ser muy serios.
El mismo shaman que lo había llevado allí estaba en el umbral. Sin más
ceremonia se acercó hasta él tras cerrar la puerta.
—Mi nombre es Arlen Van Teral, mano derecha del sumo maestre de
Nara.
—Soy Meikoss Sherald, hijo del consejero personal del canciller de Det-
chler. —Dudaba de si el hecho de ser invitado por tan alto cargo era un honor
o un problema, y más siendo un doalfar.
Este se cruzó de brazos y entornó la mirada.
—¿Y qué hace un noble detchliano acompañando a una de los nuestros?
Los comunes soléis profesarnos la misma simpatía que nosotros os damos,
por lo que me extraña verte tan al norte de tus tierras. ¿Tiene algo de espe-
cial nuestra novicia?
—¿Especial? No... No, por supuesto que no. Tan sólo la acompañaba
como muestra de buena voluntad, nada más.
—Entiendo. —Se mesó la barbilla y se quedó pensando.
Meikoss se sintió incómodo ante aquel largo silencio. Si aquello era un
interrogatorio, era el más extraño al que había asistido.
—Que tuviera un salvoconducto de Lord Gebrah no le da derecho a inter-
ferir en los asuntos del templo. Su actitud ha sido… poco amable, pero tenga
en cuenta que, como muestra de nuestra gratitud, no está en un calabozo
—dijo al fin pero sin demasiado entusiasmo—. Será nuestro invitado y pro-
curaré que su estancia sea lo más cómoda posible. —Acto seguido le abrió la
puerta, ignorando la petición del humano.
Meikoss sabía que querían retenerlo aislado más tiempo para darles ven-
taja. ¿Habría escapado Eliel? Confiaba en que sí, pero por ahora él ya no
podía hacer nada más. De hecho, debía dar gracias por haber salido bien
parado de aquella locura. Con todo, era el mejor trato que podía esperar.
—Aceptaré su hospitalidad encantado —dijo haciendo una ligera reve-
rencia.
—Volveré más tarde, señor Sherald, otros asuntos reclaman mi atención.
Entonces le pediré que me cuente su encuentro con la invocación que atacó
el pueblo —dijo cerrando la puerta tras de sí.
El débil sonido de una gotera acompañaba el sueño de Adriem. Estaba
agotado y pese a que el dolor de sus heridas había menguado considerable-
mente, no tenía fuerzas para levantarse del catre. Casi no había comido y la
desesperación le roía la mente y el cuerpo entre ensoñaciones. Pero la última
fue diferente. 
//Año 494 E.C.

Algunos cascotes cayeron tras la gran explosión mientras el joven caía


al suelo, de rodillas, con el gesto desencajado y sangrando por los oídos,
boca y los lacrimales. 
Adriem, con apenas quince años, observaba atónito cómo aquel compa-
ñero de escuela que había estado acosándolo durante tanto tiempo estaba
tumbado en el suelo ante él. No recordaba qué había pasado momentos
antes, todo se limitaba a un amasijo entremezclado de recuerdos confu-
sos. Unos golpes, insultos, la carrera hasta allí, perseguido, más golpes, la
rabia que crecía en su interior y después... solo un estruendo, una luz y un
violento dolor de cabeza...
Era incapaz de discernir la realidad... Él no había hecho nada..., él no...
Y cayó, inconsciente. El último sonido fue el de su cuerpo al impactar con-
tra el suelo.

 
Ese dolor de cabeza seguía presente cuando se despertó. Estaba total-
mente desorientado, no conseguir recordar qué había pasado. Poco a poco
fue abriendo los ojos. El cielo estaba encapotado, y una luz grisácea inun-
daba la estancia, mientras la lluvia arreciaba contra los cristales, dándole
un aspecto fantasmal. Junto a la cama donde se hallaba, una esbelta figura
lo miraba con ternura y preocupación.

Esmail.

—Lo he visto —dijo con una voz casi inaudible, como si temiera que él la
oyese. Adriem se mantuvo en silencio—. No te preocupes —prosiguió, ner-
viosa—, nadie tiene por qué saberlo. Será nuestro secreto.
Ella se volvió despacio y lo miró. Los ojos de Adriem apuntaban a sus
manos, pero realmente lo que observaba estaba mucho más allá. Trataba
de recordar aquella luz que había visto, pero era un recuerdo turbio que
no conseguía concretar. La mawler siguió mirándolo, esperando a que él
reaccionara. Pero nada pasó, tan solo el tiempo.

Se abalanzó sobre él y lo abrazó, apretando su cuerpo contra el suyo,


como si quisiera que su espíritu penetrara dentro de él, aunque Adriem no
sentía nada. Había un frío vacío en su interior. 
—Adriem, puedes llorar si quieres...
Él siguió en silencio, impasible. No hubo respuesta.
—Por favor, dime algo... ¿Qué ha pasado? Tengo miedo, lo que le hiciste
a Claude fue... —sus manos temblaban 
—No lo sé. —Quería sentirse mal por lo ocurrido, pero no lo conseguía—.
No te preocupes, Esmail, estoy bien.
—No, Claude es el que no está bien. El médico no sabe si se recuperará
y tengo miedo, podría haber muerto. ¡No me digas que no me preocupe!
Llora, al menos, hazlo por mí. —Las lágrimas de ella empezaron a desbor-
darse—. Yo necesito hacerlo. Lo más seguro es que no vuelva a andar, tú...,
tú lo has...
—¿Para qué? Mis lágrimas no le harán andar de nuevo. No pienso rom-
per la promesa que te hice —dijo con voz cansada y carente de emoción—.
No volveré a llorar.
 — ¿Y desde entonces no has llorado? Eso es mucho tiempo. —La escena
se había congelado y daba la sensación de que se desarrollaba en blanco
y negro, excepto por Adriem y Dythjui, que estaban de pie junto a la cama
observándolos.
—¿Qué haces aquí? ¿Por qué estás en mis recuerdos?
—Con gusto me iría, pero no puedo —dijo apenada—. Hace mucho frío,
este lugar está helado, ¿no crees? —añadió mientras se frotaba los bra-
zos—. ¿Cuánto hace que no vienes aquí? No ha pasado tanto tiempo de esto,
apenas seis años, pero parece una eternidad. 
—No es un lugar al que quiera volver, pero desde que recordé la can-
ción... Ahora me doy cuenta de que ni tan siquiera le volví a escribir —dijo
cabizbajo. 
—¿Y para qué ibas a escribirle? Ella no iba a leer tu carta —respondió
encogiéndose de hombros. 
—¡Eso no lo sabes! 
—Claro que no, recuerda: lo sabes tú. —Suspiró abatida—. Es todo por
esa estúpida promesa que le hiciste. Ni siquiera el Eco tiene tanto poder
como para borrar un recuerdo así. 
—¿Promesa? —inquirió Adriem molesto.
—Recuerda: todas las lágrimas que no vertemos se nos pudren en el
alma.
—¡Cualquiera puede llorar! Hay que ser fuerte para no hacerlo —dijo
exasperado. 

—Creo que te equivocas: el verdadero valor está en ser lo suficientemen-


te fuerte como para poder llorar. —Suspiró con vehemencia—. ¿Tú crees en
lo que acabas de decir? Deja de mentirte, Adriem Karid. 
Adriem se quedó pensativo, en silencio, dejando que dichos recuerdos
le helaran la piel. Hacía mucho de aquello, pero le parecía que la escena
había sucedido el día anterior. Cada cuadro, cada rincón de aquella ha-
bitación, se había grabado a fuego en su corazón. La muchacha que tanto
había querido se había quedado sentada al lado de él, quieta, como una be-
llísima estatua policromada. Con ojos cálidos le observaba. Probablemente
era lo único cálido en aquella estancia. Incluso él emitía helor, pero ella
quería derretir aquel hielo con su ternura... y él nunca la dejó. 
Se volvió hacia Dythjui, pero se había desvanecido, dejándole a solas de
nuevo en aquel recuerdo. 
El tiempo transcurrió, interminable. Contemplaba a aquella mawler y
un sentimiento de nostalgia, como una lágrima ahogada que surge desde
lo más profundo del corazón, le hizo temblar. Se había negado a sí mismo
muchas veces pensar sobre su partida a Tiria. Nunca trató de volver ni de
enviarle una carta y no sabía el porqué, después de la marca que aquella
mujer dejó en su corazón. El dolor que causó lo había herido de muerte. Sus
labios articularon unas palabras que surgían desde el recodo más profun-
do de su ser mientras la abrazaba:
—Lo siento mucho, perdóname. 
Ella se movió ligeramente y le correspondió.

Los pasos de un pequeño grupo de personas resonaron por las viejas ca-
tacumbas. Arlen odiaba bajar hasta aquellas grutas húmedas en las que se
hallaban los cimientos de parte del complejo y que conformaban túneles que
vertebraban todo bajo tierra. Algunas de las galerías fueron usadas durante
la gran guerra, ya que ni los templos sagrados se libraron de la militariza-
ción, y aquel enclave fue una prisión idónea pese a la oposición de los sha-
mans. Siglos después, aquel lugar había vuelto a albergar a un preso.
A su lado, el doalfar que había estado interrogando al prisionero reco-
mendaba una y otra vez que su magnánima eminencia no se mezclara con
comunes.
—Mi señor, reconsidérelo. Yo mismo averiguaré lo que deseéis, no tenéis
por qué bajar y mancharos las manos.
—Precisamente, es el motivo de mi visita. Desconozco por qué el maestre
no deja que lo echemos del templo y pienso averiguarlo. —Le lanzó una mi-
rada inquisitiva—. Así que dejad de insistir, mi decisión es firme y tú serás
muy, muy discreto.
Se detuvieron al lado de la puerta de la celda y dio un par de pasos hacia
atrás dejándole camino a su superior.
—Como ordenéis.
Tras un par de giros de la llave por parte de uno de los dos guardias, la
puerta crujió y se abrió, dejando que la débil luz de los candiles penetrara
en el interior.
—Adriem Karid —dijo dirigiéndose hacia la sombra que, acurrucada so-
bre el camastro, parecía dormida—. Despierta, común, tenemos asuntos
pendientes que tratar.
Ni siquiera tenía los ojos cerrados, sino que estaba con la mirada perdida,
medio oculta por sus desaliñados cabellos, agarrándose la cabeza en posi-
ción fetal. Entre dientes susurraba con la voz ronca:
—Esmail, Esmail...
El abrazo de ella era muy intenso. Adriem se sintió sobresaltado, ya que
aquellos recuerdos parecían cobrar vida. Ella le respondió:
—Claro que te perdono, amor mío, tú no tienes la culpa. Te sentías des-
orientado, sé que nunca quisiste hacerme daño.
—No, te equivocas, Esm...
Ella no le dejó seguir hablando y lo besó con ternura en los labios. Se se-
paró poco a poco de él y le acarició la cara. Adriem pudo percibir durante
unos instantes un ligero tono rojizo en los ojos de ella...
—Me hubiera gustado tanto que hubieses vuelto junto a mí... Que hu-
biésemos envejecido en la ciudad de nuestra niñez y que nuestros hijos hu-
biesen jugado en los prados en los que tú y yo compartimos tan bellos mo-
mentos... —Calló un momento y dio un apenado suspiro—. Pero me temo
que no va a poder ser. 
—Claro que puede ser. Regresaré a casa y por lo menos podré pedirte
perdón... 
—Pero si eso ya lo hiciste —dijo apenada, como quien va a destrozar la
ilusión de un niño—. ¿También lo has olvidado?
—No digas tonterías, nunca volví de Tiria. —Un nudo se hizo en su gar-
ganta—. Te abandoné y me equivoqué, y nunca tuve el valor de volver —
afirmó Adriem con los ojos empañados.
Ella le acarició la mejilla con ternura.
—Tus recuerdos están tan rotos... Pero has de rememorarlo, aunque te
duela. 
La miró directamente a los ojos y se vio reflejado, pero sus ropas eran
otras. Era su yo de hacía un par de años...

//Año 497 E.C.

Nervioso, avanzaba por las calles del pueblo que había abandonado sin
mirar atrás. Era el primer permiso que había obtenido desde que se alistó
en la guardia urbana y, pese a que hubiera preferido quedarse descan-
sando en Tiria, tenía que volver a verla. Se sentía culpable por las últimas
palabras que le dijo cuando se despidieron. Fue muy duro con ella y debía,
al menos, disculparse.
Bajó la calle que daba a la panadería, directamente desde la estación.
Ya habría tiempo de ir a su casa, pero antes que nada tenía que superar
ese mal trago. Iba a ser muy duro, pero había reunido todo su valor con la
esperanza de al menos poder volver a empezar como amigos. 
Giró la esquina y, tratando de aguantar el desayuno en su estómago re-
vuelto por los nervios, entró en la pequeña panadería. Era tarde, aunque le
sorprendió ver la zona del mostrador sin nadie para atender a los clientes. 
Tosió en un intento de llamar la atención de alguien, hasta que una voz
de hombre desde la trastienda, la zona del horno, respondió:
—Ya voy, un momento, por favor. 
Se extrañó; la voz le era familiar, pero no era la del padre de Esmail. En
el fondo le aliviaba, prefería no ver a su familia. 
—Hola, ¿qué desea...? —el hombre, más o menos de su edad, que cami-
naba ayudándose de un bastón, se quedó sin habla al verle. Su tez palidecía
por momentos. 
—Claude, ¿qué haces aquí? —probablemente su cara también había
perdido su color. 
—Trabajo aquí ayudando al señor Catsins, pero lo mismo podría decir-
te... —Su expresión enrojeció—. ¡Vete de aquí! ¡Desaparece, no eres bien-
venido! Nadie te quiere en este pueblo, sobre todo después de saber lo que
hacías. Esa... magia —dijo golpeando el bastón contra el suelo. 
—No, espera —replicó comprendiendo su enfado—. Me iré de aquí, pero
dime, ¿dónde está Esmail?
—¿No lo sabes, monstruo? —aquel apelativo sin duda le dolió, pero no
iba a empezar ahora una discusión.
—Tan solo dímelo, quiero hablar con ella y me iré. 
Se quedó mirándole, meditando la respuesta, y al final habló, pero con
una sonrisa que le estremeció: 

—Muy bien, te lo diré: la encontrarás en la colina de los acantilados, al


este, creo que sabes cuál es. 
—Sí, por el camino viejo. Gracias, de verdad, y...
—Ahórrate lo que tengas que decir. Tienes tu respuesta, cumple pues tu
palabra y vete de aquí. 
Era inútil seguir aquella conversación. Así pues, asintió y abandonó la
panadería sin decir nada más, para tomar el antiguo camino de la cos-
ta hasta aquel lugar donde tantas veces se había reunido con Esmail. Sin
duda era extraño que estuviera allí concretamente, pero su mente estaba
más ocupada en qué iba a decirle cuando al fin se encontraran cara a cara. 
Aquellos recuerdos se tornaron borrosos, como un cuadro cuya pintura
se deshacía presa de un fuerte calor. Adriem se veía en la colina, con la cara
desencajada mientras la voz de Esmail le hablaba con voz acongojada: 
—Me sentí tan mal por no poder acompañarte... Tenías razón, me ate-
rraba ese poder, como a todos los del pueblo, pero a la vez te quería y no
pude sobreponer ese amor a mis propios temores y te perdí. Supe, cuando
cerraste aquella puerta, que no ibas a volver. Y pese a todo, me volví a
equivocar. 
—Esmail... —decía mientras proseguía aquel recuerdo que Adriem veía
en tercera persona, como un espectro que se limitaba a ver un pasado que
había olvidado. Nada podía hacer, salvo volver a sentir aquel dolor que
había encerrado en lo más profundo de su ser. 
—Adriem... Me suicidé tres meses más tarde de que partieras. 
Todo se tornó en una espiral sin sentido. Junto al árbol bajo el que se
besaron por primera vez estaba una lápida ante la que Adriem había caí-
do de rodillas con todas sus esperanzas e ilusiones destrozadas. El viento
arreció y se llevó la imagen de él mismo como si fuera arena mientas el
cielo se oscurecía, completamente encapotado por densas y negras nubes,
y arrojaba una lluvia intensa sobre la frondosa hierba; bajo una de las
gruesas ramas, el cuerpo de Esmail se balanceaba colgado de una soga,
totalmente empapado. Las gotas resbalaban por sus mejillas.
Allí estaba de nuevo él, ante el cuerpo sin vida de aquella mujer que una
vez amó. 
Una gran presión ahogaba su pecho. Quería llorar, pero no podía; ha-
bía olvidado cómo derramar lágrimas; quería destruir esa escena, que
dejara de existir, pero ella lo miraba desde la soga. Nada importaba ya...
Nada.
—¡No! ¡No, por favor! —gritó apretando los puños contra el suelo que
parecía querer tragarle. El dolor era insoportable. Apretaba los dientes
debido al remordimiento, hasta el punto de que le costaba respirar—. Yo
quería pedirte perdón y ver tu cara de nuevo, pero no así... Fue mi culpa.
Te... olvidé. 
—Escúchame. No te atormentes por ello porque ni Alma nos devolve-
rá el tiempo que estuvimos juntos por mucho que te maldigas. Pero aún
puedes volver a verla. A quien ocupa tu corazón ahora —dijo la voz de la
mawler susurrada por el viento—. Has de ser feliz, Adriem. Por los dos. 
—La he perdido como a ti. Me la han arrebatado y no... Esta vez no lo
permitiré... Sé dónde encontrarla —murmuró mirando a los ojos sin vida
del cuerpo ahorcado. Sintió que una herida se abría en lo más profundo de
su corazón y destrozaba sus entrañas irremediablemente. Algo se rompió
dentro de él y después ya no hubo dolor, rabia, odio... Nunca escribió car-
tas porque ya sabía que no las iba a responder, nunca volvió porque ya
estuvo allí, nunca la pudo olvidar porque sabía que ella ya no existía para
recordarle. 

La desesperación lo devoró todo hasta dejar su consciencia engullida por


una oscuridad fría y absoluta. Apenas podía escuchar de nuevo los engrana-
jes de aquel reloj en un eco que se desvanecía junto a la voz de Esmail, que
le suplicaba que le escuchase.
Cuando volvió a oír su nombre, reaccionó. Fue girando poco a poco la
cabeza hasta que su mirada se encontró con la del shaman. Los ojos de él
brillaban con un fulgor rojo en sus iris que intimidó al doalfar, quien, invo-
luntariamente, retrocedió unos pasos.
—¿Q-Qué significa esto? —Una oleada invisible atravesó la estancia. El
aire se volvió turbio, y todo a su alrededor se deformó como si la roca de las
paredes fuera arena.
—No puedo perderla... Otra vez no... —Las palabras del común parecían
carecer de sentido. Ni siquiera le estaba mirando a la cara—. ¡No la perderé
otra vez! —gritó con un alarido desesperado a la vez que la piedra de alre-
dedor se agrietó por una presión invisible—. ¡No lo permitiré! —Centró su
mirada al darse cuenta al fin de la presencia del doalfar y le atravesó con ella.
—¡¿Q-Qué poder es este?! —Apenas tuvo tiempo de decir más cuando los
dos guardias irrumpieron en la celda con los fusiles prestos.

Ante los ojos de Arlen, la escena apenas duró un parpadeo. Con una rapi-
dez inusitada agarró el arcabuz del primer guardia y lo volteó para golpearle
con su propia culata en la cara, derribándolo al suelo con la nariz rota y
noqueado.
Cuando el segundo se disponía a disparar desde la puerta, el común ya
estaba ante él apartando el cañón con el arcabuz del que se había apropia-
do, mediante un golpe seco, y antes de que tan siquiera pudiera apretar el
gatillo, un fuerte codazo en la cara y un rodillazo en la boca del estómago lo
dejaron fuera de combate.
Aquel común había noqueado en un momento a los dos guardias, pero no
iría mucho más lejos. El consejero del maestre echó mano de su cinto y sacó
un pergamino con un conjuro de fuego que, por precaución, acostumbraba
a llevar siempre encima.
Las runas se iluminaron y su objetivo, a tan corta distancia, no tardaría
en ser un montón de huesos carbonizados. Aún tenía al otro común para
averiguar lo que necesitaba saber.
La mano de Adriem se extendió hacia el pergamino en un acto reflejo y
cerró el puño. Al instante, y ante el estupor del doalfar, las runas se quebra-
ron y apagaron sin provocar ningún efecto. Ante él se habían quedado un
montón de garabatos inconexos.
—Esto… no es magia… Es… —Pese a todo su poder, ahora no era más que
un pelele a merced de quien hasta hacía un momento era su prisionero—.
Por eso venciste a la invocación…
Adriem parecía no escucharle. Se limitó a arrancarle el pergamino de las
manos y asirle de la muñeca alzándolo contra la pared mientras le luxaba el
brazo. Trató de revolverse para librarse de la presa, pero el común le empujó
contra la pared, demostrando mucha más fuerza y pericia en el combate
cuerpo a cuerpo que el poderoso doalfar, quien, sin poder usar más conju-
ros, apenas lograba musitar algo con la cara apoyada contra la fría roca.
—¡Dime dónde está! —le gritó Adriem al oído.
—¿Quién? —respondió con dificultad mientras oía cómo el shaman que
los había acompañado y que se había mantenido fuera corría a avisar al resto
de la guardia.
—¡¡Eliel!! ¡¿Dónde está?! —su voz se quebraba por la desesperación.
—No… No lo sé… Desapareció… hace tres días —respondió con dificultad.
—No. Ella está aquí, puedo sentirla. —Aflojó ligeramente la presa—. Ya sé
dónde: esas puertas están aquí.
—¿Qué dices? —Cómo había sabido de la existencia de las puertas, lo des-
conocía—. ¡Te equivocas! —le advirtió—. ¡Esa no es Eliel!
No pudo decir nada más, pues Adriem le golpeó con fuerza contra la pa-
red, nublando su conocimiento. Su cuerpo cayó al suelo mientras las pisadas
se alejaban corriendo por los pasadizos. Cualquiera se perdería entre aquel
laberinto de catacumbas, pero si ese común encontraba las puertas…, no
podría abrirlas.
Aún era demasiado pronto.
Capítulo 18
-Una mañana por tu ayer-

Meikoss apoyó el oído en la puerta. Había revuelo por el pasillo y escu-


chaba varias pisadas que corrían en alguna dirección. Inútilmente trató de
forzar la cerradura, pero estaba bien cerrada y era de buena madera, así que,
tras forcejear un rato más, al fin se recostó en la pared, exhausto. Fuera lo
que fuese lo que pasaba, no iba a averiguarlo por ahora.
Si bien, algo le llamó la atención: desde su posición podía ver cómo el
cielo se oscurecía y las nubes comenzaban a arremolinarse, conformando
una tormenta que cubría el valle. No sabía discernir por qué, pero se sintió
inquieto al observarla. No parecía natural.

Había avanzado corriendo por los túneles siguiendo aquella intuición.


Sabía dónde tenía que ir y, cuanto más se acercaba, más fuerte era el sonido
de los engranajes de aquel reloj invisible. Todo parecía irreal, como si lo
viera a través de un sueño, y, sin saber cómo, se encontró en la cámara en la
que le esperaban en silencio las dos enormes puertas.
Poco importaba por qué sabía que ella estaba allí, se dijo Adriem, no la
volvería a perder como a Esmail. No volvería a huir.
Restos de sangre reciente salpicaban una de las columnas, agrietada por
algún tipo de impacto que casi la había derribado. Había un olor extraño en
el ambiente que se acrecentaba a medida que se acercaba a aquellas puertas
que parecían desafiarlo. Algo tras ellas lo estaba llamando.
—Sácame de aquí —escuchó la voz suplicante de la doalfar.
—¡Eliel! —corrió hasta la puerta y comprobó que no había picaporte al-
guno.
Sintió que la frustración y la ira comenzaban a brotar de su corazón. Apo-
yó ambas manos en los portones y, sin reparar en el peso que debían de
tener, comenzó a empujarlas.
—¡Aguanta! ¡Te llevaré a casa! —Algo de polvo y pequeñas piedras ca-
yeron acompañadas de un crujido pero no parecían inmutarse. Necesitaba
más fuerza, más…, mucha más.
Unas descargas recorrieron su cuerpo y sintió cómo las puertas se ali-
geraban y, de forma casi imperceptible, comenzaban a moverse. Apretó los
dientes para contener el fuerte dolor que le oprimía el pecho, como empeza-
ba a ser habitual.
Un disparo impactó cerca de su cabeza contra una de las hojas de la puer-
ta, que no sufrió daño alguno. Cuando se giró, más de veinte shamans le
rodeaban, algunos de ellos armados y apuntándole. No se había percatado
de su presencia.
—Apártate de esa puerta, común —dijo una voz anciana pero cargada de
autoridad.
Se giró lentamente y vio al viejo doalfar que se abría paso entre los sha-
man hasta quedarse al frente.
—¿Quién eres tú para darme órdenes? —Estaba demasiado cerca de ella.
—Soy el maestre de este templo y esas puertas están bajo mi protección,
así que te ordeno que te apartes —replicó con aparente tranquilidad.
Todos aquellos doalfar le miraban con una mezcla de asco y miedo. Ya
había visto esa mirada de desprecio hacía años entre sus propios vecinos…,
y en Esmail…
Comenzó a sonreír. Estaba cansado, muy cansado de aquel mundo al que
había intentado agradar en vano.
—Si son tu puertas, ¡ábrelas! —ordenó Adriem.
—Eso es imposible —dijo entornando la mirada. Varios fusiles fueron
amartillados.
—¿No me has oído? No era una petición, doalfar.
—Las Puertas de Nara no se pueden abrir. Fueron selladas y nadie tiene
la llave. Amenaza cuanto quieras, pero no conseguirás nada.
—No. No lo entiendes… Ella está ahí encerrada.
La voz femenina volvió a susurrarle al oído, pero nadie más parecía es-
cucharla:
—Libérame de esta prisión...
Durante años había dado la espalda a ese extraño poder que latía en su
interior y solo le había traído desgracias, pero esta vez lo necesitaba, aun a
riesgo de perder sus recuerdos de nuevo. Entrecerró los ojos y tensó la man-
díbula. Más... Si lo poseyera, si lo dominara… Ser capaz, para controlarlo
todo, para no perder nunca a nadie más... La imagen de Esmail colgada de
un árbol golpeó su mente como una maza.
El anciano levantó la mano y a su orden los arcabuceros dispararon pero
ninguno le acertó, siendo desviados los proyectiles contra las paredes por
una barrera invisible.
Sentía que se ahogaba, le faltaba el aire y respiraba con dificultad. Aque-
llas fuerzas que emanaban de su interior le asfixiaban, pero lo podía contro-
lar por primera vez. Miró a quienes le rodeaban y con un rápido gesto de su
brazo que barrió la estancia las empujó contra las paredes con una violencia
increíble. El choque de sus cuerpos provocó una sinfonía de ensordecedores
golpes.
Algunas descargas eléctricas de color rojizo aún le correteaban por el
brazo cuando las runas que estaban grabadas se iluminaron por todos los
rincones de la cripta.
El maestre era el único que había permanecido en pie, y a través de su
bastón estaba infundiendo energía a toda la estructura.
—Eres más peligroso de lo que podía imaginar, sephirae.
—¿«Sephirae»? —Esa palabra ya la había escuchado hacía mucho tiem-
po, pero no recordaba quién la había dicho ni tan siquiera qué significaba.
Otro recuerdo vago.
—Esta estancia será tu tumba. Estas runas fueron dispuestas por los dra-
gones para destruir a cualquiera que tratara de abrir las puertas. —Sonrió
entre su poblada barba, seguro de su victoria, mientras gotas de sudor le
resbalaban—. El conjuro necesita de todo el edificio, así que ni siquiera tu
poder apócrifo es rival.
Un zumbido empezó a sonar, y todos notaron cómo vibraba el suelo bajo
sus pies. El sello se hacía más luminoso alrededor de Adriem y supo en ese
instante que el anciano doalfar no le estaba engañando.
El maestre acabó de activar todas las runas.
—Te liberaré de la pesada carga que es para el mundo ese poder.
—¿Liberarme? ¡¡No eres capaz de entenderlo!! Ella me está pidiendo au-
xilio —le gritó exasperado—. ¡He de llevarla a casa
—¿A quién? Ahí no hay nadie
—A… A… —Una punzada le atravesó la cabeza y le obligó a hincar la rodi-
lla ya sin aliento—. He de llevar a… E.. Er… —Estaba en blanco. No lograba
decir su nombre, solo había un zumbido que le dolía cada vez que trataba
de recordar—. Es… Es… —Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos.
¡¿Cómo se llamaba?!
Las runas se fundieron en una fuerte luz blanca que lo cegó. Varios re-
cuerdos confusos de la joven shaman que había acompañado hasta allí se
desdibujaron. Una explosión que hizo temblar todo el edificio, resonando
por el valle y derribando las dos columnas más cercanas a la puerta.

Un infinito cielo se confundía en el horizonte con el mar que lo reflejaba.


Desde aquella colina se divisaban las montañas, donde la brisa iba derri-
tiendo los últimos neveros. Era tal como recordaba Adriem su tierra natal.
Sentado, apoyado en el tronco del árbol de su primer beso, miraba con nos-
talgia aquel bello paraje imbuido por una paz que rozaba lo sobrenatural.
Oyó que unos pasos se acercaban y Esmail se sentó junto a él. Sin me-
diar palabra, ella apoyó la cabeza sobre su hombro y dejó que la escena
se volviera eterna. Ni una palabra, ni un movimiento... Solo el paso del
tiempo. Pero él, sin poder evitarlo, dejó que una lágrima se escapara por
su mejilla y volvió la cabeza para disimularla, pero una tierna caricia le
obligó a mirarla. Esmail le sonrió y lo abrazó con ternura.
—Por fin has roto tu promesa, amor mío.
—Lo... Lo siento —dijo correspondiendo a su abrazo.
—No, Adriem, soy yo quien lo siente. Te amaba tanto, y sin embargo no
era capaz de comprenderte. Tus caricias, tus abrazos, tu sonrisa, tus mie-
dos... Te quería tal como eras, pero nunca conseguí que rompieras aquella
promesa que nunca te pedí. Perdóname, no fui capaz de aceptarte. Me em-
bargó la desesperación y no tuve fe en ti, y ahora sé que fui una estúpida.
Debería haberme ido contigo, pero me equivoqué.
Él intentó añadir algo más, pero ella no le dejó:
—Pero ya soy feliz. Sé que no me la merezco, pero has derramado una
lágrima por mí.
—Esmail, yo nunca quise esto...
—La vida es así. El mundo nos va trazando la vida, y cada paso que da-
mos, cada suspiro, cada sentimiento, palabra o lágrima son determinantes
en ella. Por eso, cariño mío, no hace falta que derrames una sola lágrima
más por mí, porque ahora soy feliz. Guárdalas para ella, que seguro que la
harán tan feliz como a mí.
—Ella... —Sin saber cómo, un rostro se perfiló en su mente con clari-
dad—. A ella también la he perdido —dijo cabizbajo—. No pude protegerla
y he vuelto a quedarme solo. Siempre pierdo aquello que más quiero. Tal
vez sea mejor así.
—¿Y volverás a huir, como siempre? —le preguntó Esmail tras unos se-
gundos.
—¿Huir?
Ella hablaba sin mirarlo, solo observaba el mar.
—Cuando tu madre murió, me hiciste una promesa que sabías que nun-
ca cumplirías. Era una excusa para escapar de la realidad y correr hacia
adelante sin mirar atrás. Luego tu padre también desapareció, y volviste
a hacerlo, pero esta vez más lejos, a Tiria. Y, sin querer, cada vez que te
acercabas a tu sueño, volvías a salir corriendo. Me abandonaste porque
no te veías capaz de protegerme, siempre te has sentido un inútil, pero no
es cierto que lo seas. —Calló unos instantes para aclarar sus ideas y prosi-
guió—: Ahora que habías encontrado a alguien, la dejas escapar. En vez de
sentirte culpable por no haberla retenido en la entrada del templo, por no
haberla acompañado, sal a buscarla.
—Pero no sé adónde se la han llevado —musitó Adriem con voz apaga-
da.
—Cariño..., eres un experto en perseguir sueños. ¿En qué es diferente
este? ¿Volverás a Tiria siendo consciente de que la has abandonado? ¿O
vivirás sabiendo que estás haciendo lo que tienes que hacer? Siempre qui-
siste ser un caballero, como en la canción que tanto te gustaba, seguro que
la encontrarás. Persigue tu sueño, puesto que Alma no nos da segundas
oportunidades. Aunque contigo ha hecho una excepción.
—¿Excepción? —Él no entendía a qué se refería—. Dudo que le importe
a Alma. Hace tiempo que le di la espalda. No creo en ella.
—No lo recuerdas, pero tú ya la has visto. Y no podemos evitar creer en
lo que hemos visto.
—No te entiendo.
—No hace falta que entiendas nada, sólo vete de aquí y ve a buscarla.
Recorre los caminos y ten siempre fe en cada paso, sentimiento o palabra,
ellos serán el camino. Porque ella te estará esperando. No tengas prisa.
—Ellos... No querían matarla... Si no, ya lo habrían hecho, pues yo no
era rival para ninguno de ellos. Solo querían capturarla —dijo Adriem mi-
rando el horizonte—. ¿Te refieres a eso?
—Claro. ¿Ves? Siempre encuentras el camino. —Ella no pudo evitar que
la expresión de su cara se entristeciera—. Nuestro tiempo ya se acabó, ca-
riño, el ciclo debe seguir y Alma me reclama. Ojala pudiera ser junto a ti.
¿Sabes? Ese fue mi deseo antes de morir, solo espero que se cumpla. Ahora,
antes de partir, prométeme una cosa.
—Lo que quieras.
—Que vendrás a visitarme.
—Siempre que pueda, al finalizar la primavera.
—Como nuestro primer beso...
—Sí —afirmó sonriendo. Y era una sonrisa sincera, carente de su ha-
bitual melancolía. La asió por los hombros y la besó por última vez en los
labios. Dejando que su perfume penetrara en él, que sus cabellos le rozasen
la cara. Se separaron lentamente, y él le pidió un último favor—: Cántame
de nuevo aquella canción mientras aún nos quede tiempo.
Ella miró el mar mientras él contemplaba su esbelto cuerpo respirar
pausadamente para entonar con su deliciosa voz las sílabas de aquella me-
lodía...
¿Quién cuidará de nosotros en tan aciago destino?
¿Quién dará cobijo a las almas desamparadas?
¿Quién nos protegerá del olvido?

—Eliel.
Junto a la última estrofa, su nombre había vuelto de nuevo a su mente.
Poco a poco fue abriendo los ojos, desorientado. Estaba tirado en el sue-
lo, rodeado de hierba quemada, al borde de un camino que atravesaba una
llanura de verdes pastos. El cielo estaba encapotado, pero no amenazaba llu-
via. Le dolía todo el cuerpo y le costaba trabajo moverse, pero bajo las ven-
das medio deshechas las heridas habían comenzado a cicatrizar de nuevo.
Las colinas que veía al fondo le resultaban familiares. Estaba en la pro-
vincia de Krimeís, a pocos kilómetros de su ciudad natal, que se perfilaba en
la costa a varios kilómetros. Apenas recordaba nada después de la luz, solo
la promesa que le hizo a Esmail en aquel extraño sueño. Era una sensación
muy desagradable, como si hubieran arrancado de su memoria lo que había
pasado, y hubieran dejado un vacío como la dolorosa presión que aún sentía
en el pecho y que le hacía respirar con dificultad.
¿Acaso era el Eco? Danae le advirtió de su enfermedad, pero no se ha-
bía parado a pensar sobre ello hasta entonces. Había olvidado a Esmail, el
nombre de Eliel y, aunque había conseguido recordarlo, sentía que otros
recuerdos habían desaparecido.
Se incorporó y contempló el paisaje. Al menos aquellos caminos no los
había olvidado, aunque en su condición le iba a costar varias horas llegar
hasta la ciudad.

Zir caminaba por los largos pasillos del Bastión de los Justos hasta que se
detuvo ante una de las puertas y llamó con los nudillos.
—Entra, está abierto —se oyó desde el interior.
Abrió la puerta y entró en la habitación de Sophia, la cual estaba asomada
a la ventana mirando cómo el sol se escondía tras los confines del inmenso
mar de nubes que quedaban atrapadas entre las montañas.
—Nunca se ve el valle, es una pena —dijo cuando se giró para acercarse
al doalfar.
—Es mejor así. Ahí abajo no hay más que tristeza.
—¿Ya es la hora?
—Sí, debemos ir al mausoleo. Como ese valle, pronto esta pesadilla que-
dará oculta. —Sonrió satisfecho—. Hemos ganado al fin.
—¿Ganado? —suspiró—. Mi amado Zir, ojalá sea tan sencillo. No hemos
hecho más que tapar una brecha del problema. En quinientos años ni si-
quiera los dragones han podido averiguar cómo deshacerse de ella, y si para
colmo uno de ellos está en nuestra contra, es cuestión de tiempo que algo
vuelva a fallar.
—Kai... Ese malnacido ha sido quien nos ha obligado a actuar. —Apretó
los puños—. Deberían hacerle frente.
—Sabes que no pueden. Quedan demasiados pocos como para irse ma-
tando entre ellos.
—De todas formas, hemos atrapado a su muñeca, y mientras la retenga-
mos la Princesa no despertará. Es una pena que no podamos deshacernos
de ella. —Zir se quedó mirando a la hechicera, que por un momento parecía
ajena a la conversación—. ¿Sophia?
—Perdona —dijo volviendo en sí—. Es increíble lo que ha conseguido Kai,
no deja de fascinarme. En el tiempo que la pude observar no daba crédito a
lo que veía… Era tan… real.
Zir hizo una mueca de desagrado ante aquella muestra de admiración
para con su enemigo.
—Eso nos debe recordar lo peligroso que puede llegar a ser.
—¡Tú no puedes entenderlo! ¡Siempre observas y manejas datos! —La
voz se le entrecortó, molesta por la incomprensión del doalfar—. Zir, ¿algu-
na vez te has preguntado qué los llevó a hacer esta locura? Ese dragón dejó
caer su propio reino… Tal vez deberíamos comprenderlo mejor para comba-
tirle. A fin de cuentas, esto aún no ha terminado.
El doalfar la asió por los hombros.
—Sophia, hemos dado nuestra vida a nuestro señor Gebrah. Él le conoce
mejor que ninguno de nosotros, así que deja que sea él quien decida los pa-
sos a seguir. —La miró a los ojos con intensidad—. Nunca permitirá que la
Princesa Oscura regrese, aunque le cueste la vida.
—Y la nuestra.
—Precisamente —dijo con voz suave.
Se quedaron callados durante unos instantes. Al final Sophia se apartó de
Zir y, cabizbaja, se dirigió al mausoleo.
—A Alma le pido que no se equivoque nuestro señor, pues nosotros sere-
mos los primeros en caer. Y hemos sacrificado muchas vidas solo para llegar
aquí.

Unos golpes secos sonaron en la puerta. Dythjui, que comentaba con


Agnes los menús de la semana y qué hacía falta comprar, se asomó desde
la cocina apartando algunos trastos de los albañiles, que aún estaban arre-
glando la posada. Por suerte, la primera planta ya había sido restaurada por
completo y los primeros clientes empezaban a llenarla.
En la puerta principal se hallaba Melisse. Vestida sin su atuendo habitual
de sacerdotisa no parecía más que una joven bastante hermosa, aunque algo
en su forma de moverse señalaba su alto estatus.
—Con permiso, señorita Lezard.
—Vaya, vaya, qué agradable sorpresa... Pasa. Y ahórrate lo de señorita
Lezard, con Dythjui me basta.
Melisse se acercó a la dueña de la posada sorteando un par de calderos
con algunos escombros que habían dejado los albañiles.
—¿Qué te trae por aquí? Pensaba que después de nuestra última charla
tardarías más en venir a verme —dijo limpiándose y tendiéndole una mano
que la sacerdotisa estrechó cordialmente.
—Solo quería ver qué tal iban las obras. He estado muy ocupada estos
días, ha habido mucho movimiento. Además, quería disculparme, debido a
los nervios no fui demasiado cortés contigo. Pero no es excusa.
—No tienes de qué preocuparte, lo entiendo. No hace falta que te discul-
pes por nada. La ayuda económica ha sido muy generosa. Más bien soy yo
quien os da las gracias.
Melisse se percató de que Dythjui llevaba una mano vendada.
—¿Qué te ha pasado?
—Nada. Un accidente de cocina, nada más. Se curará, soy una chica fuer-
te —afirmó, quitándole importancia al asunto.
—¿Sabes algo de ellos? —preguntó Melisse, cambiando de conversación.
—No podías evitar preguntar, ¿verdad? —Suponía que esa cuestión iba a
llegar—. Me temo que nada. Adriem hace días que tendría que estar de vuel-
ta…, pero estoy segura de que se encuentra bien. —La tomó por el hombro y
la invitó a pasar hacia el comedor—. Venga, ya que has venido, ¿por qué no
te quedas a almorzar?
—No, no, gracias —se excusó deshaciéndose cortésmente de la invita-
ción—. Tengo aún algunos asuntos que resolver.
—Tú te lo pierdes. Las crêpes de Agnes son divinas —replicó con cierta
desilusión.
—Tal vez otro día.
—Está bien, otro día. Cuídate, Melisse.
Y con un ademán de cabeza se fue por la puerta con paso acelerado.
Dythjui se quedó unos instantes en silencio y echó mano a su bolsillo, sacan-
do una carta. La abrió. Estaba arrugada y parecía que había sido leída mil
veces desde que le llegó, hacía apenas dos días.
—Por fin has abierto tu corazón, Adriem —sonrió con cierta nostalgia—.
Por fin empiezas a ser tú mismo, y a partir de ahora deberás encontrar tu
propio camino hasta ella.
—¿Decías algo, Dythjui? —comentó Agnes desde el otro lado de la cocina.
—¡Ah! —guardó la carta de nuevo en el bolsillo—. Hablaba para mí, per-
dona. ¿Por dónde íbamos con el menú?

Melisse subió al carruaje que estaba parado enfrente de la posada. Den-


tro, Rognard aguardaba meditabundo y cruzado de brazos.
—¿Ha habido suerte? —preguntó cuando entró ella.
—No. No parece saber nada. Pero no pienso perderla de vista.
—Ten cuidado. No creo que se la pueda engañar fácilmente. —Dio la or-
den al cochero de que arrancase y prosiguió hablando—: Por alguna razón,
todo se ha calmado. El Oráculo de Nara vuelve a funcionar y me han comu-
nicado que la explosión en el templo no ha causado ningún daño irrepara-
ble. Interesante, eso sí, lo de esas puertas. Desconocía por completo su exis-
tencia. —Se mesó la barbilla como de costumbre—. No debemos relajarnos
ahora, hay que seguir trabajando para atajar el problema. Los dragones pa-
recen tener una disputa y ese tal Karid ha demostrado algunas habilidades
que se nos escaparon por completo.
—No creo que eso importe, está muerto. —Melisse miró por la ventana
las calles de la ciudad—. Es una verdadera lástima, pero es mejor así. No
quiero ni imaginar qué hubiera pasado si los del Servicio Secreto se hubie-
ran hecho con él.
—¿Estás segura? No encontraron restos en el foco de la explosión. Pudo
haberse volatilizado, pero tampoco descartaría que siguiese vivo. —Rognard
suspiró—. Vivo o muerto, creo que ha sido una pieza clave en este juego. Aún
hay cosas que debo averiguar.
—¿Te reunirás con ellos?
—Sí. Hace más de diez años desde la última vez. Por desgracia no creí que
fuese necesario convocar de nuevo a la Encrucijada.
Capítulo 19
-El sueño de la princesa-

Paso tras paso, el viajero enfiló el antiguo camino real. La calzada de ado-
quines describía varias curvas por la colina hasta llegar a la ancha bahía en
la que estaba Puerto Victoria. Apenas habían pasado unos años, pero para
Adriem había sido una eternidad. Las piernas le dolían tras el duro viaje. La
noche al raso y la fría mañana habían castigado su cuerpo más que los kiló-
metros que pesaban bajo sus pies.
El camino seguía atravesando la población dejando de lado el viejo puer-
to, donde se aglutinaba la mayor parte de la vida de aquella ciudad, hasta
el castillo que, majestuoso, se erigió antes de la invasión del Imperio, hacía
trescientos años.
Tomó un pequeño desvío que llevaba hacia las afueras. Su barrio, que
estaba a unos siete kilómetros ladera arriba por los arrabales, no contaba
con más de diez casas, y al fondo, al final de una de las callejas, estaba la
abandonada vivienda del bibliotecario.
Notaba cómo sus antiguos vecinos lo miraban. Un par de hombres que
volvían con el carro lleno de hierba lo saludaron y le preguntaron cómo le
iba. Él mintió diciendo que no había nada que reseñar.
Sabía que más de una mujer lo espiaba detrás de las ventanas de sus
cocinas y luego, seguramente, murmuraría con sus vecinas sobre él. Puede
que lo compadeciesen o que echaran culebras, o tal vez ambas cosas. Poco
le importaba.
Consiguió a duras penas abrir la atascada puerta de la modesta casa de
piedra y madera de solo dos alturas. En el pequeño jardín ahora crecían
hierbajos que llegaban a la cintura. Nadie se había molestado en recoger la
correspondencia. Poco valor tendrían ya esas cartas.
Mientras caminaba, el suelo de madera crujía bajo sus botas. Observó
las mantas y sábanas que cubrían cada mueble de la casa. Todo seguía en
su sitio, exactamente como lo dejó. Habría debido sentir nostalgia pero, por
alguna razón, era incapaz. Fue hacia su antigua habitación y abrió, con cier-
to esfuerzo, la contraventana para que se ventilase. Quitó las sábanas que
cubrían su cama, provocando una nube de polvo que le hizo toser, se dejó
caer sobre el colchón y durmió. Su cuerpo lo necesitaba.
No sabía cuánto tiempo se había pasado durmiendo, pero, a juzgar por
el agujero que sentía en el estómago, había sido bastante. Al fin el dolor en
el pecho había desaparecido y se encontraba bastante mejor. La cegadora
luz del sol que entraba por la ventana le hacía deducir que era por la ma-
ñana, igual casi el mediodía. Se levantó y caminó hasta el espejo. Estaba
resquebrajado por un lado, pero aun así podía ver claramente su aspecto:
sin afeitarse durante días, la barba le oscurecía la cara y sus cabellos largos y
mal peinados, así como unas persistentes ojeras, le demostraban que estaba
lejos de estar recuperado. No pudo evitar sonreír con una mueca irónica.
«Doy pena», pensó.
Atravesó el piso superior y abrió, acompañado del chirrido de las bisa-
gras, la puerta que daba al antiguo despacho de su padre. Había muchos
libros en aquella estancia, pero si la memoria no le fallaba, algo bastante
posible tras lo acontecido, solo había uno que le interesara. Rebuscó y, tras
un buen rato, al fin lo encontró. Un libro de bolsillo con la cubierta muy des-
gastada y alguna hoja suelta. Lo limpió y leyó el título: Eraide. Aquel libro
había sido de un bisabuelo, una copia bastante controvertida, pues fue uno
de los libros prohibidos tras la gran guerra. Sólo había dejado a la familia
dos cosas: aquel viejo libro y una espada.
Fue hasta el escritorio y lo empujó. Examinó los tablones del suelo y, ayu-
dado por un pisapapeles, desencajó un par que se aflojaron con facilidad, de-
jando al descubierto una caja con signos de haber estado forrada, pero ahora
no quedaba más que la madera ennegrecida. La abrió con cuidado y de ella
sacó la espada que en su interior reposaba desde hacía años. Era un mando-
ble que no se usaba desde hacía más de tres siglos. El cuero y las cachas de la
empuñadura estaban roídas por el tiempo, pero la hoja se encontraba prác-
ticamente intacta. No tenía muy clara su procedencia, pero era fascinante la
ligereza del arma. El brillo blanquecino de la hoja lo hipnotizaba...
Cuando se fue de la casa no quiso llevársela y prefirió mantenerla oculta.
Su padre siempre había tratado de discernir por qué nunca perdía su filo y le
dijo que debía permanecer escondida. Pero ya no estaba para prohibírselo y,
a fin de cuentas, no tenía intención de volver a aquel lugar.
La envolvió en una de las telas que cubrían los muebles y la dejó junto
a su escaso equipaje. Siempre la había admirado cuando era pequeño, so-
ñando con las historias de caballeros que leía, y era una pena dejarla allí a
merced de la herrumbre.
Un fuerte dolor de estómago le recordó que llevaba casi un día sin comer,
así que bajó a la pequeña taberna que había en el barrio. Sabía que tendría
que soportar alguna charla banal sobre lo acontecido durante su ausencia,
pero a cambio podría lavarse un poco y desayunar algo.
—¡Adriem Karid! Benditos sean los ojos, hijo —dijo el posadero. Era un
hombre robusto y, sin lugar a dudas, buen comedor. Fue muy buen amigo de
su padre y casi como de la familia para él.
—Tío Fern, me alegro mucho de verte. —Dicho esto, el posadero se acercó
hasta él y le dio un fuerte abrazo. Las vértebras de Adriem se resintieron.
—Estás hecho un hombre... Me dijeron que viniste hace un par de años
pero no viniste a verme —resopló con indignación.
—Tenía pensado venir a verte pero… me enteré de lo de Esmail —agachó
la cabeza—. Lo siento, tuve que irme.
Fernald calló. En la posada se hizo el silencio. Durante unos momentos el
tabernero se quedó mirando a Adriem.
—A mamá se la llevó aquella enfermedad. Papá… quiero pensar que se
fue. A Esmail... A Esmail... Ella decidió irse.
—No te aflijas, no pudiste hacer nada.
—No, el problema fue que no hice nada. —Adriem tomó aire y espiró
pausadamente, tranquilizándose—. Pero no he venido para lamentarme. El
pasado es el pasado, y nada lo puede cambiar ya. Sólo estoy aquí para des-
pedirme.
—Cuando te fuiste a Tiria siempre supe que acabarías volviendo. Que era
una idea loca de joven y que al final regresarías a donde están tus raíces.
Aaaaah, cómo pasa el tiempo y cuánto me pude equivocar —se lamentó atu-
sándose su cano y poblado bigote.
—Para ti no, estás igual. Tal vez algún pelo menos. —Pese al cansancio y
las pocas ganas de hablar que tenía, no podía evitar corresponder con gusto
a la conversación de aquel hombre. En verdad, se alegraba de volver a verlo.
—Siéntate, siéntate —dijo apartando unas sillas—. Seguro que no has de-
sayunado. Venga, que no se diga que soy mal anfitrión.
—Gracias.
Como siempre, los desayunos de Fernald daban energías para todo el día
y parte del siguiente. Hacía tiempo que no comía tan bien, y, aunque casi no
se podía mover del atracón, su cuerpo le estaba agradecido.
En vista de que aún quedaba un buen rato hasta que llegaran los prime-
ros parroquianos a comer, el posadero se había sentado a la mesa y habían
hablado sobre aquellos años, la vida en Tiria, lo poco que había cambiado el
barrio.
Adriem apoyó la mano en el hombro del que había sido su tío adoptivo.
—Tengo que cumplir una promesa, así que, siempre que pueda, vendré
a que me des de desayunar y me cuentes las escasas nuevas de este lugar.
Fernald sonrió y le dio un par de palmadas en la espalda.
— Sé que lo harás, hijo.
Por la ventana de al lado de la puerta se podía ver perfectamente la casa
de Adriem.
—Respecto a la casa... Me gustaría venderla, de nada sirve que esté ahí
dando cobijo al polvo y a las termitas.
—Puedo encargarme, si no planeas estar muchos días por aquí.
—Si me hicieras ese favor...
—Claro, hay que ponerle un buen precio. Está en una buena zona. Pero...
¿lo tienes claro?
—No tengo intenciones de volver a vivir aquí y necesito el dinero. Ade-
más..., quería pedirte otro favor —dijo cabizbajo.
—Pide lo que quieras.
—¿Podrías prestarme algo? De dinero, quiero decir.
El posadero se quedó callado, fingiendo que se lo pensaba.
—Cuando vendas la casa saca de ahí lo que te haga falta.
Su tío al final se rio sonoramente.
—¡Pues claro! ¿Cómo no te lo iba a prestar?
—Gracias.
—No, gracias a ti por acordarte de este viejo. Además, así no tendrás más
remedio que venir a verme. Tus visitas serán mis intereses.
—Descuida, vendré a verte. Te lo prometo.

Andaba monte arriba, en dirección al cementerio. Había descansado un


par de días en casa de su tío, llevaba ropa limpia, se había afeitado y cortado
el pelo. Con el préstamo había buscado un buen caballo y provisiones para
empezar su viaje. Todo estaba en orden..., salvo una cosa.
Mientras subía, vio a lo lejos un árbol sobre una loma que, majestuoso,
desafiaba el mar que a lo lejos golpeaba los acantilados. Decidió cambiar de
rumbo y se dirigió hacia él. Llegó bajo su sombra y se sentó. Qué lugar más
perfecto.
—Te dije que vendría, Esmail —dijo al poco—. Ya tengo preparadas mis
cosas para el viaje. Venía decidido a pedirte perdón una vez más, pero ahora
que estoy aquí, quiero decirte: «Gracias». —Echó mano al cinto y desenvai-
nó la espada con su empuñadura restaurada—. Me ha salido un poco caro,
pero creo que es un trabajo magnífico, pese a que el curtidor no sabía en un
principio cómo tratar un arma tan antigua. Pero, ¿sabes…? Tal vez sea la
primera vez que me siento más cerca de mi sueño —añadió mirado su reflejo
borroso en la hoja.

Estuvo sentado un poco más y al final se levantó. Sacudió sus pantalones


para quitarse la hierba y miró de nuevo al árbol. Era un imponente fresno.
—Adiós, Esmail. —Se alejó bajando por la colina.
La brisa del mar sopló y le pareció escuchar su voz:
—Adiós, Adriem.
Sonrió y siguió caminando sin mirar atrás.
La parpadeante luz del quinqué alumbraba la mesita de Dythjui, creando
luces y sombras que danzaban por toda la habitación. Se estaba preparando
para ir a la cama cuando miró la carta que estaba encima de la mesa.
Ya la había leído muchas veces, pero no pudo evitar sentarse una vez más
en el escritorio.
Era el relato de su viaje, sus dudas, el camino que había escogido y cómo
se habían separado. Adriem jamás había escrito una carta y le hacía muy
feliz que se hubiese acordado de ella.
Sabía que lo que había pasado era muy duro y lamentaba no poder estar
a su lado. Pero si algo le gustaba, era el final. Esos pensamientos que Adriem
nunca dejaba aflorar, y que ella sentía, estaban en esas palabras. En esa su-
cesión de letras cargadas de unos sentimientos que no dejaban indiferente
a nadie.

Mi querida Dythjui:

Ahora que camino solo por estos parajes pienso que todos tenemos un
sueño. Siempre hay un anhelo que llena nuestra vida, y si perdemos la fe
en él, nuestra alma se hiela y todo deja de tener sentido. La búsqueda de
la felicidad, ese concepto inalcanzable que el ser humano busca sin cesar...
Ese sueño es el que nos hace tal como somos, ya que cada uno, a nuestra
manera, perseguimos esa meta imposible. Pero muchas veces, sin darnos
cuenta, damos con pequeños retazos de ese deseo en cada persona, en cada
encuentro, en cada árbol, montaña o bosque, en cada momento en el que
nuestro corazón da un vuelco y nos sentimos vivos.
La felicidad siempre es generosa y uno puede acercarse a ella buscando
la de los demás. Luchar por ese alguien a quien amamos es un derecho que
tiene el hombre y nadie podrá arrebatárselo nunca.

La vida de un hombre puede cambiar por este sencillo hecho. El amar a


una persona puede dar un vuelco a nuestros valores y lo que antes creía-
mos importante, una ola de sentimientos se lo lleva para siempre. Porque
esa persona es capaz de hacer que nos veamos tal como somos en realidad,
podemos ver nuestro reflejo en sus ojos, y aceptarnos tal como esa persona
nos ve. Y así, paso a paso, disfrutaremos del bello camino de la vida.
Pero hasta poder ser dignos de cuidar y proteger a esa persona, aún
queda un largo recorrido, y necesitamos tener fe en nuestros pasos. Pero
tal vez, esa sea otra historia.
No sé si nos volveremos a ver, pues desconozco adónde me lleva este
camino. Pero, si de algo estoy seguro, es que siempre tendrás un lugar en
mis pensamientos. Gracias por haber estado a mi lado estos dos últimos
años. Ahora he de emprender un nuevo camino y algo tengo claro, algo que
olvidé durante demasiado tiempo…
Lo único prohibido, es no soñar.
Un abrazo muy fuerte, tu amigo
ADRIEM KARID

Tras una semana bien atendido, pero terriblemente aburrido, la monoto-


nía de Meikoss se rompió cuando alguien llamó a la puerta.
—Adelante —dijo casi acompañado de una risa que tuvo que aplacar. Te-
niendo en cuenta que estaba ahí confinado, el que pidieran permiso le pare-
cía irónico.
Arlen entró y se hizo a un lado para dejar pasar a quien le seguía. Lanzó
una mirada severa al común para que se levantara de la cama, y Meikoss
obedeció al ver al doalfar realizar una reverencia tan acusada que casi pare-
cía que quisiera tocar con la frente el suelo cuando entró el maestre Lorastal.
El aspirante a caballero miró al anciano doalfar que portaba el salvocon-
ducto que le sirvió para entrar en el templo.
—Es curioso que te faciliten este salvoconducto por traer sana a nuestra
novicia y tú mismo lo uses para tratar de arrebatárnosla.
—Sí, la vida es así de impredecible —dijo con ironía.
—Bien, entonces ya has hecho uso de tus privilegios. —Rompió el docu-
mento en varios trozos—. Puedes salir de estas tierras con la única condición
de que no vuelvas jamás, hijo del consejero de Detchler. Tus acciones no
constarán como un agravio a la orden por parte ni de tu apellido ni de tu
canciller.

—P-Pero, con el debido respeto… —tragó saliva tratando de mantener la


compostura.
—No se te permite. Acepta mi invitación a abandonar este templo antes
de que me arrepienta —le interrumpió con voz autoritaria.
Meikoss no sabía qué decir. ¿Cómo iba a volver así ante su padre? En
vez de conseguir una alianza le habían prohibido la entrada al país y, para
colmo, ni tan siquiera había llevado a Eliel a su hogar.
—¿Y Eliel? Al menos díganme como se encuentra —imploró cabizbajo.
—Se llama Eraide, no Eliel. —Se giró y ordenó con un gesto a Arlen que
le entregara sus pertrechos—. Y está donde debe estar, donde sus garras no
alcancen nuestro mundo.
—E… Eraide…
Ese nombre, no podía ser... Los dos daolfars salieron de la estancia y
dejaron la puerta abierta, donde un guardia le esperaba. Se había quedado
petrificado, era imposible… ¿Acaso aquella joven doalfar era la Princesa Os-
cura?
Ante Gebrah, atada por runas que conformaban cadenas y dotaban a la
lúgubre celda de un tono azulado, permanecía atada Idmíliris, inconsciente.
No había rincón donde no hubiese una runa, que daban a la estancia un
constante color azulado. Gotas de sudor perlaban su cuerpo desnudo, sobre
el que se veían unas pequeñas marcas. De forma casi rítmica, se retorcía con
algún pequeño espasmo. La observaba y de vez en cuando retocaba algún
detalle de aquella enorme estructura mágica. Ella pensaba que era su casti-
go, pero aún tenía planes para la arlequín.
Unos pasos hicieron a Gebrah salir de su concentración y se giró viendo
a la siempre servicial Sayako.
—Todo está listo, mi señor. Está preparada.
—¿Y Miguel?
—Hemos recibido una carta. Aún tardará unas semanas en llegar. Ha te-
nido que acudir con urgencia a Sireni. Por lo visto el imperio necesita allí a
sus senadores.
—Está bien. —Gebrah se quedó callado. Dentro de poco iba a poner fin
a una pesadilla que había tratado de volver tras cinco siglos—. No vamos a
esperar más. Cada día que pasa es un riesgo.
—Como deseéis, mi señor.

La cama era cómoda. Estaba adornada con un bello trabajo de marquete-


ría y, salvo la extraña forma, semejante a un hermoso ataúd, sellado por una
tapa de fino cristal, era el mueble más bonito que jamás había visto. Estaba
muy asustada, pero nada podía hacer, salvo dejarse llevar. Sophia, con una
cara que reflejaba una infinita tristeza, arreglaba los pliegues de su vestido
mientras ella se recostaba. Blanco como la nieve, bordado con motivos flo-
rales en plata, parecía un traje de boda. Zir y Sayako custodiaban la única
puerta. Gebrah entonaba unas complejas runas, vestido con una túnica de
ceremonias de aspecto antiquísimo.
Ni una palabra se decía en aquella habitación de mármol blanco en cuyo
techo, en forma de cúpula, estaba representado un bello cielo... azul, con
blancas nubes de algodón..., como el cielo de su casa..., como el cielo de la
posada de Dythjui, donde él la consoló.
Tenía la sensación de que iba a morir allí, en ese bello mausoleo, y solo
una idea ocupaba su mente: Adriem.
Ahora, solo ahora, lo veía. No podía dejar de pensar en su sonrisa, siem-
pre triste, en su aroma, sus palabras, sus ojos llenos de melancolía. Y se le
formó un nudo en la garganta. ¿No iba a volverlo a ver? ¿Qué había hecho
ese humano en ella? ¿Por qué él, entre todas las personas que había conoci-
do en su vida, era quien ocupaba sus últimos pensamientos?
Se lamentaba amargamente de no haber dicho nada en aquella posada,
en Torre Odón, ni tras aquel arrebato de pasión. Tendría que haberle ha-
blado, haberle abierto su corazón, porque ahora se daba cuenta... No ansia-
ba devolverle el favor por su ayuda, no deseaba que luchara por ella... Solo
anhelaba un sencillo deseo... Desde lo más profundo de su alma, no había
querido llegar a casa nunca, solo quedarse con él para siempre.
Tenía que haber escuchado a su corazón.
Él le habría dicho que lo amaba.
De repente todo fue una tranquila soledad. Un frío vacío en el que se des-
vaneció su mente, su cuerpo dejó de existir…
…y soñó con él.
PARTE 2

Capítulo 20
-Los hijos de las estrellas-

Entre brumas de ensoñación puedo ver a un tímido pájaro que intenta


volar por primera vez. Es delicado y hermoso, cubierto de bellas pero aún
pequeñas plumas rojizas. Salta una y otra vez, pero no consigue alzarse,
tropezando repetidas veces a cada vano intento.
Da vueltas en círculo, buscando a alguien más, pero está solo entre las
flores.
Le veo, pero no le alcanzo. Quiero abrazarle y consolarle, pero por más
que extiendo las manos, mis dedos no llegan a  tocarle.
Tímidamente comienza a correr con torpeza entre las altas flores. Es
demasiado pequeño y apenas ve que se dirige hacia una zanja. Tropezará
y se hará daño, pienso.
Intento advertirle, pero ningún sonido escapa de mí. Mis labios se mue-
ven, pero la voz no sale. El pajarito aletea y corre cada vez más. Trago con
fuerza, y haciendo un esfuerzo terrible un débil susurro brota de mí con
voz ronca:
—Salta. 
 
//Año 500 E.C.

Estando en mitad del camino se podían divisar perfectamente a ambos


lados cómo discurría, entre extensas praderas, una vía en una línea casi rec-
ta bordeando pequeños bosques, hacia el horizonte, donde unas suaves coli-
nas quedaban engullidas por la bruma que producía el intenso calor del sol
del mediodía. Solo el puente donde estaban situados daba un pequeño matiz
a aquel monótono paisaje.
Anna se desperezó, haciendo ver a los demás el aburrimiento que sopor-
taba. Su bostezo rompió la armonía de aquel lugar, donde lo único que se
podía oír era el susurro del viento al mecer la hierba. 
—¡Llevamos dos horas aquí! Ya sé por qué a este sitio lo llaman las Lla-
nuras de la Soledad. ¡Menudo rollo! —dijo la muchacha separándose de la
barandilla de piedra del puente donde había estado apoyada—. Los ferroca-
rriles del Sudeste nunca cumplen sus horarios. No sé por qué hemos tenido
que venir tan pronto, sobre todo con el calor que hace —añadió, visiblemen-
te enfadada.
—Deberías tomártelo con un poco de tranquilidad. Tenemos que asegu-
rarnos de que no perdemos el tren, y la mejor forma es estar antes de la hora.
—Fearghus se encontraba sentado en el suelo, aprovechando la poca sombra
que le proporcionaba la barandilla. El delven, como atestiguaba su piel mo-
rena, sus orejas puntiagudas y su pelo plateado, la miró con desgana—. No
era obligatorio que vinieses. Cuando se entere Uriel se va a enfadar contigo.
—Tras sus ojos verdes apagados se escondía una mirada triste.
—Tú no sabrías tratarla, seguro que se te rompería. En este caso necesi-
tabas a una experta. —dijo ella dejándose caer a su lado.
Fearghus la miró de reojo y volvió a bajar los párpados. Al lado del ro-
busto y veterano delven se sentía pequeña por la diferencia de estatura. Ade-
más, la de edad no ayudaba, pues con apenas dieciséis años su constitución
fina y de escasas curvas prácticamente ni llenaba el pantalón con peto que
acostumbraba vestir. Había dejado caer los tirantes a ambos lados de las
caderas en un vano intento de mitigar el calor que sentía. Se echó el flequillo
de su pelo azulado hacia atrás y, tras ajustarse de nuevo la horquilla para
que no le molestara, resopló dejando caer los hombros.
—Si solo querías asegurarte de que el paquete llegaba sin daños a su des-
tino, no tendrías por qué haber traído eso —dijo el delven rompiendo de
nuevo el silencio, sin tan siquiera abrir los ojos, pero señalando a la cadera
de la chica, donde colgaba de un cinto una pistola. 
—Je. —Sonrió de forma pícara—. Sé que estando tú cerca no me va a ha-
cer falta usarla, pero nunc… 
Fearghus alzó la mano y le pidió silencio con el gesto. Ella calló y espero
unos instantes, tras los cuales en la lejanía comenzó a oírse el silbido de un
tren. Pese a que ella, como buena mawler, tenía un oído muy fino, el delven
había sido capaz de escucharlo antes, lo que le sorprendió. Pero había algo
que le molestaba más: había estado más atento a la vía que a ella. Aunque
eso no era nada nuevo...
Se levantó, se acudió los maltrechos pantalones de corte militar y ajustó
el cinturón del que colgaban dos sables, y puso un pie sobre la barandilla
para poder ver mejor. En el horizonte una nube de carbón y vapor rompió la
uniformidad del paisaje. Anna se hizo sombra con la mano para ver mejor. 
—Espero que Uriel esté en lo cierto —musitó la mawler un poco preocu-
pada.
—Descuida —replico él ajustando el sable al cinto para que no cayese en
el salto—. Él nunca se equivoca en estas cosas. 
 
A diferencia de los vagones de primera clase, los de segunda no tenían
departamentos separados. Los asientos de madera, capaces de hacer sufrir
lo indecible a la más recia de las espaldas, flanqueaban el vagón, sobre los
que se sentaban individuos de lo más variado. Gente de campo, de ciudad,
hombres, mujeres, niños. Algunos cargaban abultados equipajes, otros sim-
plemente bolsas de mano. La única distracción era el transcurrir del paisaje
por detrás de las ventanas, aderezado por el traqueteo del vagón que se ra-
lentizó al atravesar un cambio de agujas justo antes de pasar bajo un puente.
Anna abrió la puerta y dejó pasar a Fearghus, que con paso firme avanzó
mientras se quedaba atrás cubriendo la retaguardia. Desde allí podía ob-
servar a los asustados pasajeros ante aquel delven armado. Una madre hizo
volver a su pequeño, que estaba jugando en el pasillo; no llegó a su altura,
sino que se detuvo unos asientos antes.
—Disculpe, caballero, ¿sería tan amable de entregarme su maleta? —El
pasajero al que se dirigía era un hombre de unos cuarenta años, de pelo cano
y vestido con ropas bastante vulgares, que se aferraba con fuerza a una bolsa
de viaje. Él, sorprendido, acertó a negar con la cabeza. 
—Comprendo —dijo el delven. Cerró los ojos justo cuando dos de los pa-
sajeros, ambos bastante jóvenes y fornidos, se alzaron por detrás dispuestos
a atacarle por la espalda. 
Anna ni siquiera se molestó en avisar a su compañero, sabía que él ya los
había visto apenas entró en el vagón. Así que se limitó a sonreír. 
La escena fue fugaz. Apenas unos cinco segundos le bastaron para gi-
rarse sobre sí mismo, sujetar la mano del atacante de su derecha y golpear,
desenvainando ligeramente, a la boca del estómago con la empuñadura del
sable. Se apartó para evitar el segundo ataque y aprovechó la esquiva para
propinar una fuerte patada en la cara de su enemigo. Un par de golpes más
y ambos estaban en el suelo.
La gente guardaba silencio ante aquel violento espectáculo. Nadie se
atrevía a intervenir para satisfacción de la mawler. Fearghus desenvainó el
sable y apoyó la punta sobre el hombro del pasajero con la maleta.
—Trabajando para quien trabajas, deberías usar hombres más prepara-
dos si quieres proteger la mercancía, ¿no crees?
El hombre, resignado, le acercó con pulso tembloroso la pesada bolsa, no
sin antes advertirle:
—No sabéis con quién estáis tratando...
El delven inclinó un poco la cabeza y con un suave gesto de ironía en su
cara, espetó:
—Lo sé perfectamente y por eso le estoy robando. Gracias.
Anna sonreía desde la puerta. Sabía que su ayuda era innecesaria para
Fearghus, pero estaba encantada de poder ver un poco de acción. Estando
absorta en la escena, se sobresaltó un poco cuando el pasajero que estaba
sentado al lado de ella le comentó:
—Ignoro quiénes sois, pero deberías decirle a tu amigo que deje la maleta.
Anna le miró por encima del hombro, sin acabar de girarse, apoyando la
mano sobre la pistola.
—¿Y por qué debería obedecerte? —No podía verle la cara. El hombre que
le había hablado vestía una levita de cuero polvorienta y llevaba la capucha
echada para cubrirse del sol que entraba por la ventana, seguramente en un
vago intento de conciliar el sueño. Un tipo bastante normal..., de no ser por
la espada de hoja recta que yacía envainada a su lado. 
Con voz que parecía cansada, este respondió por lo bajo:
—Porque ya no encontraré a quién iba dirigida.
—¿Qué? ¿Buscas a…? —Poco más le dio tiempo a decir a la mawler, pues
aprovechando la sorpresa aquel hombre se levantó y la empujó contra los
asientos contrarios, derribándola. Cuando se quiso levantar maldiciendo y
avisando al delven, el tipo ya se dirigía en una carrera veloz, saltando sobre
las maletas que había en el pasillo, hacia Fearghus.
Este se giró hacia su nuevo adversario, el cual se detuvo a escasos pa-
sos de él midiendo la distancia. Pero cuando Anna, ya en pie, desenfundó
y apuntó hacia donde estaban, ambos ya se habían enzarzado, haciéndole
perder cualquier posibilidad de un tiro limpio.
Pese a todo, amartilló el arma, cosa que no pasó desapercibida para el
delven. Justo en ese momento de distracción su contrincante, en vez de ata-
carle como esperaba, le embistió, sobrepasándole y arrebatándole la bolsa.
—¡Mierda! —maldijo Fearghus mientras veía cómo el humano se alejaba
por la puerta contraria—. ¡Vamos, Anna! —gritó iniciando la carrera mien-
tras ella volvía a asegurar el arma.
No tuvieron que correr mucho, pues el individuo había subido la escale-
rilla que daba al tejado del vagón, donde le alcanzaron. 
—Grave error, chico —dijo sin apenas alterarse Fearghus mientras desen-
vainaba el sable—. Ahora hay suficiente espacio para usar las espadas. 
A duras penas, manteniendo el equilibrio debido a las sacudidas del va-
gón, él también desenvainó su arma. Una nueva sacudida casi hizo que Anna
tuviera que ponerse a cuatro patas para no caer del techo del vagón. Cuan-
do volvió a mirar al frente, el delven, con una pasmosa agilidad, corría con
el sable presto para un corte lateral que fue desviado con cierta solvencia
pese a tener una mano ocupada por la bolsa. Aunque ella no sabía mucho de
esgrima, parecía bastante bueno, pues pocas personas conocía capaces de
detener un ataque de Fearghus.
El sable del delven volvió en un elástico revés que acertó de nuevo a blo-
quear, aunque con más dificultad, haciendo chocar los filos y consiguiendo
que se apartase acompañando el movimiento. El mandoble penetró en la
hoja del sable haciendo saltar varias esquirlas de metal incandescente, las
cuales se llevó el viento.
Fearghus dio una ágil zancada apartándose del cuerpo a cuerpo y observó
la espada. Una profunda mella de más de un centímetro hería la hoja del
sable, por lo que, con gesto de desagrado, la envainó resignado.
—¡No te muevas! —gritó Anna para que se la oyera por encima del en-
sordecedor viento, mientras le apuntaba con la pistola—. Vamos, suelta la
bolsa. 
—Anna, baja el arma. Ya me encargo yo de esto —indicó Fearghus levan-
tando un poco la voz. 
—¿Sin el sable? Lo mío es más efectivo —insistió amartillando la pistola
mientras el viento la golpeaba en la cara. Apuntar en esas condiciones era
complicado.
Fearghus se encogió de hombros y sonrió, despreocupado.
—El problema es que no quería matarle. Tú déjame a mí y baja el arma.
Aprovechando la discusión, su adversario intentó escapar, pero Anna,
sorprendida ante la reacción, deslizó su dedo por el gatillo y el martillo se
precipitó sobre la recámara del arma.
Como un acto reflejo, el objetivo del disparo extendió el brazo derecho,
en el que empuñaba la espada, y creó una onda de choque. Parecía magia,
pero Anna no veía rastro alguno de runas; era imposible, pero el proyectil
deceleraba hasta pararse, envuelto en unas descargas eléctricas que pare-
cían producidas por el impacto con un muro invisible.
—¡¿Cómo?! —exclamó incrédula al ver lo que había pasado. Desconocía
qué tipo de mago era, pero al ver cómo se tambaleaba, al parecer exhausto
por el esfuerzo, se dispuso a volver a disparar. 
—¡No lo hagas! —gritó Fearghus—. ¡Es lo mismo que Shara! 
Aquel hombre se giró hacia el delven al escuchar sus palabras y envainó
la espada. Alzó la mano en lo que parecía una rendición, por lo que, sin de-
jar de apuntarle, Anna se adelantó hacia él. Cuando casi había llegado a su
altura, dispuesta a agarra la bolsa, la voz de Fearghus le advirtió del peligro:
—¡Anna, agárrate!
Se giró asustada sin saber qué pasaba cuando el tren, a gran velocidad,
cruzó el desvío produciendo una fuerte sacudida que la desequilibró. 
Chilló y se resbaló por la vertiente del tejado del vagón mientras el en-
capuchado saltaba hacia ella deslizándose por el vagón, que no dejaba de
balancearse. Extendió la mano hasta que la cogió por la muñeca pese a que
ambos se iban a caer; él consiguió asirse al borde del tejado mientras ambos
colgaban.
—¡Por Alma, no me sueltes! —gritó la mawler, asustada.
Por detrás apareció Fearghus, que lo asió por el brazo.
—¡Sujétala bien! —gritó él mientras con un gran esfuerzo tiraba de am-
bos, pero cuando Anna miró hacia delante supo que el tiempo se les agotaba.
La cabeza del tren se internaba bajo un puente.
—Que Alma nos ayude —musitó paralizada. El arco del puente los aplas-
taría.
—¡Salta! 
 

Meikoss fue abriendo poco a poco los ojos. Aún estaba un poco desorien-
tado, así que se quedó observando el techo de la habitación intentando re-
cordar qué había pasado la noche anterior. No recordaba cómo había llegado
hasta ella, solo una botella de buen vino casi vacía y alguna grata compañía
en una de las tascas de los arrabales. Se giró lentmente hacia la ventana; la
brisa marina entraba refrescando la estancia, algo que se agradecía en aquel
caluroso verano, y las cortinas ondeaban al mismo ritmo con el que abajo el
mar chocaba contra los acantilados. 
Apartó las sábanas y apoyó los pies en el suelo. Aún se sentía marea-
do cuando el reloj de péndulo, cuyas campanadas se clavaron en su cabeza
como un taladro, marcó el mediodía. Había dormido toda la mañana. Se
levantó luchando como pudo con la resaca y caminó torpemente hasta el
baño, donde pudo contemplar, con cara ojerosa, como ni tan siquiera se ha-
bía desvestido para dormir.
Unos golpes en la puerta llamaron dolorosamente su atención.
—Señor Sherald —dijo uno de los criados—, su padre le espera para co-
mer.
—Sí… Sí, lo sé. Gracias. Dile que en media hora estoy allí —pidió con cier-
ta dificultad. Su estómago no estaba en condiciones de comer nada todavía
y, ni mucho menos, su mente de escuchar las recriminaciones de su padre.
 

Habían pasado apenas veinte minutos cuando bajó al pequeño comedor


privado. Una estancia pegada a las cocinas, donde apenas cabía una mesa
y un pequeño armario con los cubiertos, al lado de la ventana desde la que
se podía ver el patio de armas del castillo. A su padre le gustaba comer allí,
lejos de las miradas de los demás. El consejero del canciller gozaba de una
gran reputación en la ciudad, y en ese lugar, por un rato, podía gozar de la
privacidad de la que carecía el resto del día. 
Jeffel había cogido unas hogazas de pan y algo de embutido, probable-
mente para ir haciendo la espera hasta que le sirvieran la comida algo más
llevadera.
—Perdón por el retraso —dijo con las ideas algo más claras tras lavarse
con agua muy fría.
—No, has venido. Después de cómo te vieron volver a casa, creo que de-
bería estar agradecido —ironizó dejando el pan a un lado—. Anda, siéntate
—ordenó señalando la silla que había a su lado.
Se acercó a la mesa y tomó asiento.
—Yo… Anoche… —dijo Meikoss algo avergonzado.
—No es la primera vez que se te va una fiesta de las manos, pero desde
que volviste te pasa con demasiada frecuencia. —Se cruzó de brazos y suspi-
ró—. Bastante me está costando tapar tu incidente en Nara, así que me haces
un flaco favor comportándote de esa manera.
—No te he pedido que me cubras. —Se sintió molesto por la reprimenda
y el dolor de cabeza no ayudaba—. Hice lo que creí correcto… Al menos déja-
me divertirme un poco, ya que he de estar aquí encerrado.
—¿Te envío a que estreches lazos con las tierras del norte y una expulsión
de los shamans es lo «correcto»? —Meikoss notaba cómo su padre hacía
esfuerzos por moderar su tono—. Creo que tenemos una visión muy distinta.
—¿Qué querías que hiciese? Esa chica…
—Doalfar —le corrigió.
—Esa «doalfar» a la que tenía que escoltar iba a ser secuestrada y tuve
que intervenir. —El dolor de cabeza iba en aumento y empezaba a lamentar
el instante en el que se había levantado de la cama.
—Pero ni conseguiste evitarlo, sólo malgastar un salvoconducto y una
deuda con uno de los señores del norte, ni más ni menos que Gebrah —negó
con la cabeza—, un dragón.
Él, exasperado ante los reproches de Jeffel, afirmó:
—No voy a seguir discutiendo esto, padre.
—Tienes razón. —Cogió una campanilla y llamó al servicio para que les
sirvieran la comida—. El tema está zanjado y tú, a partir de ahora, empe-
zarás a comportarte como un verdadero caballero. En dos años tienes que
hacer méritos e irte de borrachera no es uno de ellos.
Meikoss apretó los puños; era injusto que le tratara con toda aquella con-
descendencia. Iba a añadir una frase cargada de indignación, pero la coci-
nera entró en el comedor trayendo el almuerzo y cortando la conversación.
Luego ya no tuvo ganas de volver a sacar el asunto.
La comida transcurrió sin que ninguno de los dos hablara. Ya habían pa-
sado ocho meses desde que había vuelto y no se había quitado de la cabeza
lo sucedido. Su padre parecía que estaba esperando algo, una disculpa que
nunca llegaría.
Pero lo que más le frustraba de aquella situación, era que en todo ese
tiempo no había podido salir de la ciudad, y encontrar alguna pista que le
ayudase a dar con Eliel se le antojaba imposible. No tenía por dónde empe-
zar y se estaba desesperando.
—Deja de martirizarte con esa doalfar y céntrate en tu vida —dijo su pa-
dre adivinando sus pensamientos.
Meikoss se levantó dando un golpe con la palma de la mano en la mesa,
haciendo que los platos temblaran.
—¡Yo no soy como tú! ¡No puedo estar viendo pasar los días preocupado
sólo por mi carrera política! ¿Quién era en realidad esa chica? He oído que
hay alguien que sabe bastante sobre esa historia. ¿Y Torre Odón? ¿Qué de-
monios estáis tratando de hacer? ¡Armas! ¿Has visto lo que le ha pasado a la
gente de allí? ¡Es… atroz!
Jeffel le miró fijamente, sin inmutarse ante los gritos de Meikoss.
—Mientras tú dedicas los días a dar vueltas como un perro pensando en
acostarse, yo miro por nuestro bienestar, que es más que lo que tú haces.
Torre Odón es un pequeño precio por la supervivencia del ducado. —Suspiró
cansado—. Con el tiempo entenderás…, pero hasta entonces te quedarás en
la ciudad y te centrarás en escalar puestos en el gobierno. La situación no
está bien ahí fuera y dado el momento en que demostrar tu valía, será vital,
sin que yo esté protegiéndote.
Meikoss agachó la cabeza.
—Siempre hablas sobre el mañana, de grandes empresas, de poder…,
pero nunca del ahora. No me extraña que madre se cansara de todo esto…
—Ella nunca entendió qué significa el peso que nuestra familia porta y
su responsabilidad con Detchler. Puedes aceptarlo o no, pero eso no va a
cambiar nada, lo siento.
—Entre estas paredes nada cambia…, eso ya lo sé.
Se levantó y recogió sus cubiertos, mientras el tictac del reloj marcaba los
segundos. Cuando se giró, vio que su padre ni tan siquiera le miraba. Seguía
comiendo en silencio haciendo caso omiso a sus palabras, como siempre.
En efecto, nada cambiaba.

Notó cómo el sol abrasaba sus párpados. Con dificultad, Fearghus abrió
los ojos cubriéndolos con la mano mientras se incorporaba lentamente. Va-
rias punzadas de dolor en su espalda, producto de algunos rasponazos, le hi-
cieron recordar rápidamente qué había pasado. Comprobó que su camiseta
se había rasgado por la caída, pero no había ninguna herida importante. Con
cuidado, se estiró y miró hacia su alrededor. 
Estaba encima de un grupo de grandes balas de paja cubiertas por telas
que esperaban ser recogidas a pie de vía tras la siega y ser separadas del
grano de trigo. A escasos metros, Anna y el humano comenzaban a moverse,
aún aturdidos por la caída.
—¿Estás bien? —dijo el delven mientras se acercaba con dificultad, debi-
do a que sus pies se hundían entre la paja.
—Sí, sí, estoy bien —respondió Anna levantándose. Se quejó un poco al
mover el brazo y ver que tenía una herida en un hombro que sangraba un
poco. Se fue quitando la paja del pelo y le extendió la mano al humano—. ¿Y
tú? ¿Estás herido? 
Este aceptó el gesto, pero al intentar levantarse sus rodillas cedieron y se
volvió a sentar.
—Mis piernas… Apenas puedo moverlas —se quejó él, masajeándose las
pantorrillas para intentar despertarlas—. Es normal, necesito un poco de
tiempo hasta que me recupere.
—Eso facilitará las cosas —dijo el delven acercándose a él. Sin más cere-
monias le asestó un puñetazo en la cara que lo tumbó de nuevo—. ¡No ten-
drías que haberte metido en nuestros asuntos, humano! —El sudor empezó
a perlar su frente y notó cómo, debido al cabreo, le costaba respirar.
—¡Fearghus! ¡Déjalo! —la mawler le sujetó el brazo, pese a que no tenía
fuerzas para retenerlo.
—Le voy a enseñar a comportarse como los del resto de su raza —dijo
apartando a Anna—. Quédate a un lado y no molestes.
—Déjalo —insistió interponiéndose—. Tu pecho… Estás sangrando —le
susurró para que no le oyera el humano.
Fearghus se miró y comprobó que algunas pequeñas manchas de sangre
estaban apareciendo en la camiseta. Respiró hondo, se pasó la mano por la
cara y se calmó con un largo suspiro.
—Lo siento —le dijo a la mawler, que le miraba preocupada.
—Sabes que no tienes que alterarte tanto. Lo del tren ha sido demasiado
esfuerzo.
—No te preocupes. —Sentía algunas molestias en aquella vieja herida—.
Deberíamos irnos ahora que no puede seguirnos.
—¿Piensas dejarle aquí, en mitad de la nada? —replicó la mawler—. Me
ha salvado la vida, deberíamos acercarle por lo menos al primer pueblo. 
—Me parece muy bien que te haya ayudado, y por ese motivo le dejare-
mos tranquilo. Es lo más parecido a gratitud que voy a tener con él. Vámo-
nos —dijo en un tono más imperativo.
Anna le cogió de la manga arrastrándole hasta donde el humano no pu-
diera escucharlos.
—Fearghus, piensa un poco. Tal vez deberíamos llevarle —susurró.
—No comprendo por qué tenemos que cargar con este improvisado jus-
ticiero. Ha tenido suerte de que seamos nosotros, tal vez otros lo hubieran
matado sin más.
—A veces me sorprende lo simple que llegas a ser... No lo ha hecho por
algún tipo de ridícula justicia, estaba siguiendo a los hombres para que le
llevaran a Miguel. Además, hace lo mismo que Shara —dijo enfatizando cada
palabra como si Fearghus fuera un niño en vez de alguien que casi le sacaba
treinta años—. Seguro que a Uriel le parece interesante.
—Esto solo nos va a traer problemas. Además, va con esa espada cente-
naria… Si además va solo en busca de Miguel, no hay duda de que está loco.
—Vamos, por favor... —insistió en tono meloso—, no me hagas suplicar.
Es la única forma de que Uriel no me riña —y miró al delven ensayando su
mejor cara de lástima, ante la que Fearghus no parecía conmoverse ni un
ápice.
Tras mucho hacerse de rogar, dejando que Anna explorase hasta qué lí-
mite era capaz de dar pena, Fearghus respondió:
—¡Está bien! ¿Por qué te empeñas en complicarlo todo?
Anna de repente levantó las orejas y empezó a mirar nerviosa de un lado
hacia otro.
—Mierda, la bolsa... La bolsa. —Nerviosa y con la cola un poco erizada,
comenzó a remover entre la paja mientras el delven y el humano, resignado
a no poder levantarse, la observaban. 
El delven se acercó de nuevo, pero esta vez le tendió la mano delante para
presentarse.
—Fearghus Nox Alêan —se presentó con desgana—. Eres un tipo afortu-
nado… o no. 
—Adriem Karid. —Y le estrechó la mano con una medio sonrisa—. Buena
pegada de derechas —ironizó masajeándose aún la mandíbula.

—No esperes que me disculpe.


—No lo pretendía —le respondió presto.
—¡La encontré! —exclamó la mawler interrumpiendo la escena mientras
enarbolaba la bolsa. 
—Ella es Anna Han. Mi protegida —añadió Fearghus—, la cual está dema-
siado ocupada como para presentarse. —Se sentó frente a Adriem y señaló el
cómodo lecho de hierba seca—. No sé cómo te dio tiempo a ver estas balas de
paja, pero calculaste bien. Nos podríamos haber hecho mucho daño, aunque
si no hubieras intervenido…
—Suerte, nada más —dijo rascándose la nuca mientras la joven se acerca-
ba y depositaba la bolsa ante ellos dos.
—¡Qué emoción, qué emoción! —repetía una y otra vez presa de un exa-
cerbado entusiasmo. Abrió las correas de la bolsa y extrajo una caja metálica
de apenas treinta centímetros de largo. Era pesada y poseía un complejo
cierre en la parte superior con varias ruedas dentadas con letras. Parecía
que hubiese una combinación para poder abrirla. Anna cruzó las piernas y
se puso la caja sobre el regazo, para posteriormente sacar de un bolsillo, que
colgaba de la correa de su pistola, un par de destornilladores y un juego de
ganzúas.
—No creo que sea ni el momento ni el lugar para hacer eso —comentó el
delven mirando de reojo al humano.
—Nuestro entrometido amigo —dijo mirando a Adriem con sus vivos ojos
felinos de color dorado— ha dicho que aún no es capaz de caminar, así que
es el momento. Y en cuanto al lugar… aquí seguro que nadie nos ve —agregó
ignorando la advertencia.
—¿Qué hay dentro de esa caja? —preguntó Adriem visiblemente preso de
la curiosidad. 
La mawler, ya manos a la obra, respondió:
—Una de las mayores maravillas de este mundo. 
No iba a decir nada más, Fearghus sabía que mientras estuviera concen-
trada en el mecanismo y el tal Adriem no se pudiera mover, lo mejor que
podía hacer era tumbarse plácidamente. El cielo era azul y profundo, hacía
tiempo que no lo veía así. 
 
Era el mismo cielo que miraba Meikoss mientras atravesaba a caballo las
puertas de la ciudad en dirección al norte. Tenía que averiguar la verdad,
pese a que supusiera desobedecer a su padre.
Un quejido de la maquinaria y un estridente chasquido precedieron a la
apertura de los cierres de la caja. Por ambos lados, los pestillos saltaron y se
oyó cómo el aire penetraba en aquel compartimiento estanco.
—No hay máquina que se resista a mis encantos —afirmó con una amplia
sonrisa la mawler mientras acariciaba la tapa. 
Adriem se fijó en cómo Fearghus ni se inmutaba y seguía dormitando.
Pero a él le picaba la curiosidad; ya que había perdido una de sus pistas para
encontrar a Eliel, quería saber por qué había sido, así que se reincorporó. Ya
era capaz de mover las piernas, aunque aún con un pequeño esfuerzo. 
Un destello de luz le cegó cuando algo desde el interior reflejó el sol. Anna
metió la mano y con suma delicadeza extrajo un trozo de cristal de unos
quince centímetros de forma irregular, aunque perfectamente pulido. Un
ligero resplandor lo hacía brillar de forma sobrenatural, compitiendo con la
luz del sol. Unas ligeras trazas de luz azul lo recorrían de arriba hacia abajo,
dando la sensación de que estaba vivo. Adriem podía sentir cómo despren-
día energía.
—Una esencia pura o, como también se la conoce, una lágrima de la prin-
cesa. Es algo que tus ojos no verán muy a menudo —dijo claramente emo-
cionada. 
—Se parece a las fuentes de energía de los motores de los aesir —musitó
fascinado Adriem.
—Pero en absoluto es igual —lo corrigió con aire de intelectual—, las que
se usan para los motores son artificiales. Se fabrican y duran un tiempo limi-
tado, pero sin embargo —añadió mirándola con los ojos muy abiertos— esta
está creada por la naturaleza. No se sabe cómo, pero su energía es increíble-
mente superior e ilimitada. Es imposible calcular su valor. 
Adriem poco a poco se reincorporó, comprobando que era capaz de an-
dar.
—¿Para qué la quería el Servicio Secreto Imperial? Más bien…, ¿para qué
la queréis vosotros?
—Yo también te podría preguntar qué hacías tras unos agentes del SSI
—inquirió Fearghus—. ¿Dónde has oído el nombre de Miguel?
Adriem empezó a otear el horizonte decidiendo qué dirección iba a to-
mar, y si era cierto lo que su intuición decía, mejor que se quedaran con ese
cristal. A él sólo le interesaba aquel senador. Respondió a la pregunta:
—Es difícil no conocer su nombre si has pertenecido a la guardia urbana
de Tiria. —Se disponía a caminar cuando notó el frío de un acero apoyarse
en su hombro. Fearghus estaba a su espalda.
—Creo que cuando me he presentado no lo he hecho por cortesía, sino
porque te vienes con nosotros.
—No tengo tiempo para esto, he de encontrar a ese tipo —dijo Adriem
mirándole de reojo.
—Ya lo has perdido, créeme. Si es tu enemigo, entonces te conviene acom-
pañarnos gentilmente, pues nosotros tampoco tenemos una buena relación
con él. Podemos ayudarte si colaboras. —El humano soltó la correa de sus
armas y se las ofreció a Anna. No tenía sentido pelear en esas condiciones,
mucho menos cuando apenas movía bien las piernas—. Eres un tipo listo.
Hay un camino muy largo hasta el punto de encuentro más cercano y nos
convendría llegar antes del anochecer, si ya eres capaz de andar —apuntó,
envainando el sable.
—Eh… Sí, sí que puedo —afirmó Adriem. 
Anna volvió a cerrar la caja, reajustando la combinación.
—Dime una palabra bonita. 
Adriem sonrió pese a su complicada situación y comenzó a andar tras
responder:
—Eliel. 
La mawler hizo girar los engranajes y se oyó cómo se cerraba. Se echó la
bolsa al hombro y corrió hasta ponerse a la altura de los otros dos.
—Es un nombre muy bonito —dijo, más bien para sus adentros.
Capítulo 21
-Una belleza dedicada a la muerte-

Solo una ciudad en todo el continente osaba rivalizar con Tiria en cuanto
a desarrollo y población, y esa era la capital de la Nación Libre de Fraiss,
Eria. Construida sobre una antigua explotación minera, tenía planta circu-
lar, en cuyo centro se hallaba una gran mole de altas murallas en la que se
concentraba el gobierno del país. La alta mineralización del suelo teñía la
tierra de color rojizo e impedía que floreciera apenas nada, pero la industria
era floreciente, y donde una vez hubieron bosques ahora se erigían las altas
chimeneas de los hornos.
La población había abandonado los pueblos atraída por el trabajo fácil
de la ciudad. Estrechas callejas y casas baratas, construidas por centenares,
se amontonaban alrededor de las enormes fábricas que escupían incesan-
temente humo de sus chimeneas al cielo. Las calles se teñían de gris y era
difícil ver el sol. Tal vez ese fuera el precio más caro del progreso.
Comunicando la ciudad con el puerto, una línea amurallada de ferroca-
rril vertebraba la salida al mar de las mercancías. Allí, un par de enormes
torres donde se ubicaban los astilleros servían de punto de anclaje para las
naves, y entre ellas, en la zona de sus cimientos y protegido de los golpes del
mar, se situaba el puerto marítimo. 
Desde el pequeño despacho prefabricado de uno de los astilleros en lo
alto de las torres, un hombre observaba el paisaje de la enferma ciudad ate-
nazada por la polución. Vestía austero, pantalones grises bajo unas botas
altas de cuero, y sobre el torso una levita negra de cuello alto. Su pelo cobrizo
caía sobre los hombros, cuyo flequillo se empeñaba en ocultar su mirada es-
quiva. No era de extrañar que le conocieran con el sobrenombre de «zorro»,
pensó Angus cuando entró en su destartalado despacho.
El mawler ya era demasiado mayor para esos juegos de espías, como
atestiguaban sus canas, pero tenía una deuda con el humano. Se limpió las
manos con un trapo lleno de grasa que volvió a colgar de uno de los bolsillos
de su mono desteñido de trabajo.
—Tendrá que darme un mes más, nos está llevando más tiempo del que
pensaba —dijo Angus mientras se sentaba a la mesa. Cogió un desgastado
puro que estaba a medias y lo encendió con una cerilla dándole varias ca-
ladas. No le pasó por alto la cara de desagrado del pelirrojo ante el olor del
puro, por lo que se mantuvo pegado a la ventana.
—La necesito cuanto antes. No sé cuánto tiempo más voy a poder estar
sin moverla y no quiero darle más problemas
—Nunca le he preguntado de dónde ha sacado semejante trasto, pero
poco tiene que ver con los dirigibles o las aesir que reparamos aquí. Solo
entender cómo funcionaban los motores nos ha costado un gran esfuerzo. 
—Por eso le entregué toda la información técnica que tenía sobre ella.
Debería bastar.
—Apenas puedo contar con toda mi plantilla, sólo he encargado la re-
paración a las personas de mi confianza. Además, casi todas las piezas las
hemos tenido que fabricar a mano. —El mawler dio una larga calada—. No
le va a salir barato.
—Yo determinaré qué es caro y qué no. El dinero no será un problema, lo
sabe de sobra —dijo el humano acercándose a la gran ventana que había al
lado de la puerta y que daba al hangar. Abrió con los dedos el estor y se fijó
en el gran cuerpo, tapado con inmensas sábanas ignífugas, que descansaba
sobre uno de los diques. Una forma muy estilizada y de contornos suaves
podía adivinarse. 
El mawler empezó a apuntar algunas notas en las facturas desviando su
atención de su invitado. Pasado un momento, y tras pensarlo mucho, el me-
cánico comentó:
—¿Cómo está mi nieta? 
El humano ni siquiera se giró, pero sabía que le miraba a través del reflejo
del cristal.
—Segura, Angus. Está estudiando y esforzándose mucho. 
Metió la mano en el bolsillo y sacó un papel. Lo dejó encima de la mesa
y añadió:
—Esto es otro anticipo, espero que el mes que viene pueda levantar el
vuelo. 
El mecánico lo recogió y lo guardó en un cajón sin mirarlo. Con gesto
agrio, le advirtió:
—Nunca he estado de acuerdo con vuestros objetivos ni en que Anna vaya
con vosotros, pero es lo mínimo que puedo hacer por ella. Te la he confiado,
Uriel, no me decepciones. 
Este último sonrió y se encogió de hombros.
—No tienes de qué preocuparte, yo cuido de los míos —se despidió con la
mano, y recogiendo su vieja capa del perchero salió por la puerta sin añadir
nada más.
 

 
Adriem se reincorporó poco a poco abriendo los párpados y dejando que
el tenue sol del amanecer penetrara en sus ojos. Notó cómo su espalda acu-
saba el haber dormido sobre el suelo, sin una manta que le salvara de las
piedrecitas. Estaba seguro de que podía saber dónde estaba sin ni siquiera
darse la vuelta para mirar. 
Observó el lugar, ya que de noche apenas distinguió dónde habían acam-
pado. Estaban al resguardo de los restos de una antigua abadía, de la cual
apenas quedaban dos paredes en pie de la nave central. El sol se proyectaba
a través de las maltrechas cristaleras, evidenciando el polvo que flotaba en
el aire. A escasos centímetros de él Anna aún dormía, envuelta en la única
manta que tenían, con el pelo suelto y cara de estar teniendo un plácido sue-
ño. Se quedó mirándola unos instantes y, tal vez porque era una mawler, por
un momento le recordó a Esmail. Sintió un poco de nostalgia, un pequeño
nudo que le apretaba el corazón, así que decidió arroparla algo más y levan-
tarse. Fearghus debía de estar fuera. 
Efectivamente, en la antigua plaza del pueblo, que no estaba en mejores
condiciones que la abadía, se encontraba el delven. Estaba sentado sobre la
piedra del antiguo pozo, tallando un palo de madera con su machete y cali-
brándolo de forma crítica.
—Buenos días —saludó Adriem acercándose. 
Fearghus le miró y asintió con la cabeza en forma de saludo, con su ha-
bitual dejadez.
—Por la noche este lugar no parecía tan destartalado —comentó de nuevo
el humano observando los restos de las casas del pueblo.
—Hubo un tiempo en que esto estuvo lleno de vida —respondió el otro
mientras seguía tallando el palo—, pero la desamortización que sufrió la
Santa Orden tras la revuelta de hace veinte años, y que la privó de todos sus
terrenos y posesiones, acabó con la economía de algunos pueblos. Casi todo
el mundo trabajaba las tierras de los monasterios y abadías, pero el nuevo
gobierno se apropió de todo y se desentendió de sus gentes. Solo les quedó
emigrar a la floreciente capital a trabajar en las fábricas. Hay cientos de pue-
blos como este en Fraiss.
—¿Pero no fue una revuelta popular? —se extrañó Adriem.
—No te engañes, es solo un nombre bonito. A fin de cuentas, la guerra ya
no es lo que era, ya no se habla de patria o ideales, la guerra solamente es
dinero y política —dijo disgustado—, poco importan los soldados y el bien-
estar de la gente.
—Fuiste un soldado, ¿verdad?
Fearghus le miró y Adriem por un momento sintió que debería haberse
callado. Pero el delven comenzó a reírse:
—Eres muy perspicaz, Adriem. —Le lanzó el palo que había estado traba-
jando—. Toma, vas a recibir un premio por tu deducción. Vamos a estar aquí
tres días y me aburro, así que habrá que aprovechar el tiempo. 
Adriem agarró el palo al vuelo y notó enseguida que estaba bastante bien
tallado. Tenía la medida de una espada, aproximadamente. 
El delven cogió otro casi igual que estaba en el suelo.
—Se nota que en más de una lucha has estado involucrado. Tu técnica es
muy pobre, pero tienes instinto. Te han debido de dar algunas clases muy
elementales, lo suficiente como para no cortarte con tu propia espada.
—Lo que me enseñaron en la guardia, pero creo que he tenido más suerte
que otra cosa. Sólo he sobrevivido.
—¿Y te quejas? —dijo Fearghus con una sonrisa—. La mitad de un comba-
te es la suerte. —Dio un par de cortes al aire probando aquella improvisada
espada de madera—. En Tiria te enseñaron cómo defenderte de pandilleros
y camorristas que poco o nada sabrían de la lucha, así que sólo hay que pulir
la otra mitad.
—¿Por qué quieres enseñarme?
—Lo he estado pensando estos días, y teniendo en cuenta que salvaste la
vida de mi protegida, es algo que me deja en deuda contigo. No haría honor
a mi raza si la dejara sin pagar…, pero lo más importante es que conseguiste
hacerme frente, así que vas a entretenerme.
Adriem había oído más de una vez que los delven solían mantener sus
deudas de honor como un hecho ineludible, pero Fearghus no se parecía a
los otros de su raza que había conocido.
Se había quedado un poco absorto cuando el delven le sacó de sus pen-
samientos:
—Muy poca gente sabe ya cómo usar una espada como la que tú llevas.
Siempre has manejado sables modernos y se nota. Sin embargo, un man-
doble es otra cosa, y si va a depender tu vida de él, mejor que aprendas a
usarlo. —Dicho esto se colocó en posición frente a Adriem, que afianzaba su
guardia.
Por primera vez en los meses que llevaba de viaje, se preguntó realmente
por qué no había vendido esa espada y se había comprado una pistola o un
sable.

Adriem estaba sentado justo al borde de una pequeña cisterna en la que


aún se almacenaba agua. El parque de vías de la antigua estación había sido
devorado por la maleza y había que andar con ojo de no tropezar con algún
raíl. Como un trozo de maleza más, las palancas de agujas sobresalían, com-
pletamente oxidadas, mientras un par de vagones descansaban al fondo, en
el ramal que se había convertido en su cementerio. La vieja estación, con
el techo ya hundido, aguardaba silenciosa el regreso de algún tren desde la
capital que nunca más llegaría. Por lo menos mientras ella estuviera en pie.
Se había quitado la camisa, completamente empapada. Pero el calor que
hacía en aquel paraje con el sol en lo alto era insoportable.
Se estaba lavando un poco, quitándose el sudor de aquella intensa ma-
ñana en la que Fearghus no le había dejado descansar. Tenía por el cuerpo
algunos moratones y estaba destrozado. Sin embargo, el delven apenas se
había agotado y eso era más frustrante todavía. 
Tanto esfuerzo y lo único que había sacado en claro era que su contrin-
cante tendría que enseñarle todo desde el principio. Algo que no le hacía
sentirse muy útil, la verdad. 
Mientras miraba su propio reflejo en la superficie del estanque y com-
probaba lo que le había crecido el pelo, algo se movió y llamó su atención
detrás de él. Se giró rápidamente y pudo ver un pequeño ser, de no más
de treinta centímetros, que con gráciles movimientos revoloteaba. Se quedó
mirándolo fijamente sin atreverse a mover un músculo. Nunca había visto
nada igual. Parecía una pequeña mujer, pero sus ojos eran completamente
oscuros y algo almendrados. Sus pies eran unas garras, y de sus largos an-
tebrazos salían unas plumas traslúcidas y oscuras a modo de alas. Su larga
melena era roja como el fuego y ondeaba al son de sus revoloteos. Unas lar-
gas plumas hacían de cola. 
¿Qué era ese ser? No parecía un animal ni nada parecido que hubiese
visto antes. Era etérea, casi como un fantasma.
Comenzó a alejarse hasta apoyarse en el contrapeso de un cambio de
agujas. Detrás, los restos de uno de los antiguos almacenes en los que pe-
netraban las vías eran devorados por las enredaderas, entre las que entraba
el sol del mediodía proyectando irregulares cañones de luz. Era un cuadro
misterioso, casi siniestro… Aquel ser le miró fijamente, parecía sorprendida
por que él la estuviera mirando.
—¡Adriem, estás aquí! —Él se asustó cuando Anna le llamó acercándose
por detrás, cogiéndole desprevenido—. La comida está casi lista… Bueno,
en realidad solo es más pan y embutido, pero es la hora de comer. ¿Te pasa
algo? Parece que hayas visto un fantasma...
—Más o menos —dijo aún algo sorprendido y con un tono inseguro en la
voz. Se giró para mostrarle a ese ser, pero ya no estaba.
—Aquí el único fantasma que hay es Fearghus —dijo riéndose la mawler—.
No te preocupes. 
Se rio tímidamente ante la ocurrencia de la mawler y la siguió. No sabía
si le creería, así que lo mejor era dejarlo correr. Se rascó la cabeza, pensati-
vo, mientras seguía a la joven que iba delante de él, contoneando la cola de
pelaje azulado y tarareando algo. No debería de haber ido muy lejos, en esos
tres días seguro que la volvía a encontrar. 
—¡Ah, por cierto! —recordó girándose sobre sus talones—. No te he dado
las gracias por salvarme. Llevamos tres días juntos y no te he dicho nada.
—No pasa nada —respondió Adriem quitándole importancia—. Cualquie-
ra hubiese hecho lo mismo. 
—¿Sueles salvar a muchachas tan a menudo como para quitarle impor-
tancia? Vaya, eres todo un caballero andante... —dijo con una amplia sonrisa
que entornaba sus almendrados ojos—. Uriel y tú haríais muy buenas migas. 
Desvió la mirada, triste al recordar cómo había faltado a su promesa con
Eliel.
—Tranquila, mi cuenta está en blanco. Soy de todo menos un caballero… 
Anna le miró un poco extrañada ante la respuesta tan grave que había te-
nido su comentario. No podía saber que había tocado, sin querer, un punto
sensible del que prefería no hablar. Pero por suerte no indagó más sobre ello
y emprendió la marcha espantando las penas con más tarareos y apremián-
dole para ir a comer.

El vagón dio una fuerte sacudida que despertó a Uriel. Se reincorporó un


poco en el asiento y se pasó los dedos por el pelo que se despeinaba sobre la
cara. Se volvió a acomodar y movió ligeramente el cuello hasta que crujió,
mientras el sol se movía por el compartimiento de primera clase a medida
que el tren tomaba una curva. 
Josef, sentado frente a él con los brazos cruzados, se limitaba a obser-
var el monótono paisaje mientras el coche cruzaba las llanuras, incapaz de
conciliar el sueño. A sus cincuenta años no le era tan fácil descansar con
tanta facilidad como al pelirrojo. Se atusó el bigote y se pasó la mano por
sus angulosas facciones, tratando de despejarse un poco. Durante todo el
viaje había acompañado a quien había sido su jefe desde que desertó como
ingeniero del ejército hacía cinco años. Si le añadía otros tres años más, se
podía decir que lo conocía bastante, y desde que tomaron el tren una idea no
dejaba de darle vueltas en la cabeza.
—Tú dejaste que se fuera con él —dijo con su voz profunda y absoluta
certeza—, preferiste mirar a un lado y hacer como si no supieras nada, para
así evitar que viniera a Eria.
Uriel le miró con cara de estar aún medio dormido.
—Salió del castillo por la noche tras Fearghus. Aunque no lo parezca, no
tengo ojos en todas partes. 
Josef sonrió, provocando que su espeso bigote se curvara.
—De cualquier otro me lo creería, pero no de un antiguo espía del SSI. 
—Sobrestimas al servicio, amigo mío. No es tan infalible como crees. 
—Por eso, a día de hoy, tú estás aquí. Tú y cualquiera de nosotros. —Hizo
una pausa esperando alguna contestación de Uriel, pero al no tenerla, pro-
siguió—: No querías que Anna viera a su abuelo porque temes que cambie
de idea y quiera quedarse con él. ¿Qué interés tienes en ella como para que
te asuste tanto? 
—No es más que una niña, pero es libre de elegir —afirmó recostándose
en el respaldo—. Nunca la obligué a venir con nosotros. 
Josef se rio.
—Y tú eres un manipulador ambicioso que consigue todo lo que quiere,
capaz de vender como esclava sexual en Hazmín a un chimpancé vestido de
payaso. No me vengas con la libertad de elegir, puede que ella lo haya de-
cidido, pero mientras te interese que esté con nosotros conseguirás que no
cambie de opinión. 
Uriel se mantuvo callado, con esa enigmática sonrisa de quien siempre
domina una situación. A Josef le hubiera gustado ser capaz de comprender
aquella mirada de Uriel durante todos los años que hacía que le conocía. In-
cluso, a veces, darle un puñetazo cuando le exasperaba. Ese gesto inocente
que acostumbraba a mostrar no le engañaba, y si de algo era consciente, era
de que estaba dando palos de ciego y el pelirrojo lo sabía. Sólo podía ser que
se estaba equivocando, pero había algo que no tuvo en cuenta. Pese a todo,
la experiencia de los años le daba ventaja. 
—¿O puede que no fuera su abuelo? —entornó la mirada—. Lo que no
quieres que vea es la nave. A fin de cuentas, es algo que solo sabemos noso-
tros. 
Algo casi imperceptible cambió en la sonrisa de Uriel, sin duda sabía que
le había dado en un punto sensible. Pero no pudo disfrutar de su victoria; el
tren comenzó a frenar y se oyó al interventor gritar:
—¡Próxima parada, Ápice! 
—La mía —indicó Uriel desviando completamente la charla para su frus-
tración—. Recogeré a esos dos y al invitado que traen. Ya sabremos si es de
fiar. —Se levantó y sacó su capa del portamaletas, donde la llevaba dobla-
da—. Cuida de que Shara se comporte un poco cuando lleguemos. 
—De acuerdo, te espero en un par de días —dijo dando por perdida su
batalla dialéctica. Otra vez sería. 
Uriel deslizó la puerta que daba al pasillo y antes de salir le dedicó una
última sonrisa a Josef, tras lo que cerró. 
Cuando se quedó solo, este comentó para sí con resignación:
—¡Eres un maldito zorro! 
 

El sol poco a poco iba buscando el crepúsculo, proyectándose a través de


los arcos del pasillo en los elaborados tapices que adornaban las paredes, ti-
ñéndolos de luces anaranjadas. Todo en el Bastión de los Justos estaba per-
fectamente ordenado y costaba encontrar esquina alguna donde no hubiese
un valioso jarrón, una escultura, un cuadro o un tapiz de incalculable valor
que Gebrah había ido atesorando durante décadas. Para cualquier entendi-
do en arte, era una colección que hubiese llevado varias vidas reunir. 
El ruido de las botas del Zir-Idaraan contrastaba en su tajante eco con los
tacones de Sophia, que tintineaban creando una rítmica melodía al son de
sus pasos. Ambos caminaban sin hablar en esa extraña relación que tenían,
hasta que desde el fondo del pasillo Miguel apareció y se cruzó con los dos
sin ni siquiera saludarlos. 
El senador del imperio llevaba sus características gafas que en parte ocul-
taban su mirada, algo que a Zir nunca le había gustado. Una vez entró por
una de las puertas, Sophia comentó:
—Es increíble, lleva siete meses sin aparecer por aquí ni dar explicacio-
nes a Gebrah, y ni siquiera se digna a saludar. ¿Quién se cree que es? Ser
senador imperial no quiere decir que esté por encima de nosotros. Además,
a él le ha dejado ir a verla y sin embargo nosotros tenemos prohibido entrar
a esa sala. Nunca me he fiado de él, sé que esconde algo —expresó de forma
airada.
—No se debe comentar cosas de los demás a sus espaldas, Sophia —dijo
el doalfar sin darle importancia—. Gebrah sabe lo que hace. Además, ese
humano es muy útil, un contacto vital en el Imperio.
—¿Y yo soy una humana útil? —inquirió Sophia con una sonrisa torcida. 
Se quedó sin palabras ante aquella pregunta trampa. Pasaban los segun-
dos y no supo encontrar una respuesta satisfactoria, mientras la humana le
seguía mirando inquisitivamente y él se ponía más nervioso por momentos.
Al final, siguió andando sin añadir nada, dando la espalda a la situación 
Sophia se encogió de hombros y le siguió con una sonrisa pícara. Era un
experto esgrimista e incluso un hábil historiador, pero en temas sentimenta-
les era un desastre y ella siempre le ponía contra las cuerdas.
 
Miguel llamó a la puerta y la abrió sin esperar contestación. Entró en
la enorme estancia en cuyo centro había un mueble que parecía un féretro
tallado, en el que descansaba una bella doalfar vestida con un traje blanco
largo. Si no fuera por su lenta respiración, Miguel podría decir que era el
cadáver más hermoso que el ojo pudiera contemplar. Todo era paz y tran-
quilidad en aquel lugar en el que ni un solo sonido, salvo sus propios pasos
acercándose, se podía escuchar. 
No supo cuánto tiempo estuvo contemplándola, maravillado. Era más
hermosa de lo que él nunca imaginase, una belleza delicada y contenida que
le embriagaba. ¿Cómo podía ser ella parte de algo tan terrible? 
Perdido en aquella imagen hipnótica, un suave susurro le despertó. Pa-
recía como si la doalfar hubiera dicho algo. Reparó unos instantes en sus
labios y por un momento dieron la sensación de que se movían, así que aga-
chó la cabeza acercando su oído a aquella lenta respiración que acariciaba su
rostro. Le parecía que escuchaba algo, pero el ruido de la puerta le sobresal-
tó, así que se giró inmediatamente para ver al nuevo visitante.
—S-Señor Gebrah —dijo sorprendido al ver la imponente figura del due-
ño de aquel bastión. 
—¿Satisfecha tu curiosidad, Miguel? —la voz de Gebrah invadió la sala
resonando en cada recoveco. 
—Sí, sólo deseaba ver cómo era la Princesa. —La miró de reojo y dudó en
preguntar. Al final, lo hizo—: Me ha parecido que hablaba. 
De forma tajante, Gebrah respondió:
—Está soñando.
—¿Es eso posible? Toda la estructura rúnica de esta sala debería mante-
nerla en la más absoluta inconsciencia. 
—No. La debería sacar hasta del mismo tiempo —increpó, claramente
disgustado ante este hecho.
—¿Entonces? —comentó impresionado el humano.
—Es imposible, pero lo está haciendo. Por alguna razón mi poder no bas-
ta, hay algo que la retiene en este mundo, pero ya averiguaré qué es —afirmó
entornando los ojos con gesto desafiante—. Pero no has venido para que
hablemos de los sueños de la princesa, ¿verdad? 
Miguel se ajustó con el índice las gafas y carraspeó. Con tono grave, dijo:
—La situación entre el Imperio y Kresaar por el norte de Kinara está em-
peorando. El Bastión está en una zona muy sensible entre los dos países, y
si al final estalla un conflicto este lugar no será seguro. Me atrevería a reco-
mendarle que cambiara su residencia.
—Sé cuál es la situación política. Pero sigo siendo un miembro importan-
te del gobierno de Kresaar. Aunque este lugar estalle como un polvorín, mi
integridad no correría peligro —decretó sin inmutarse—. Además, sé que tú
me informarás puntualmente de la situación.
—Pero... ¿y ella? —dijo haciendo referencia a la muda compañía de la
doalfar—. No es un lugar seguro.
—Correré ese riesgo. Sería más peligroso moverla que cualquier eventual
conflicto en la región. Además, tengo mis recursos, un grupo de imperiales
no será problema. —Hizo una pausa en la que se quedó mirando a Eliel,
probablemente sumido en algún pensamiento que acabó apartando, para
retomar la palabra—: A todas estas, te he pedido que vinieras por otra razón.
—Sí, tiene razón. —Sacó del bolsillo una pequeña libreta con varios pape-
les metidos de la que sobresalían anotaciones hechas a mano—. El informe
del Proyecto Cristal; como comprobará, todos los estudios de María nos es-
tán siendo de mucha ayuda. Fue una pena perderla a ella, pero la documen-
tación que recopiló sobre el trabajo de Kai es excelente.
Gebrah se acercó, los tomó y los guardó sin ni siquiera mirarlos.
—Supongo que piensa usarlos con ella —aventuró Miguel.
—Cualquier dato será interesante. Lástima que no haya habido ningún
éxito como el de Kai, pero él tardó casi cuatrocientos años, así que es cues-
tión de paciencia.
—En efecto. Antes o después obtendremos nuestros logros —dijo som-
brío el humano—. La paciencia es una virtud, aunque los humanos no dispo-
nemos del mismo tiempo para disfrutarla. Por eso buscamos atajos.
Le miró y luego contempló de nuevo a Eliel.
—Los atajos no conducen a nada. Es algo que ya has comprobado.
 

Gebrah observaba desde el gran ventanal que daba a la fachada princi-


pal de aquel bastión cómo Miguel subía al elegante carro de viaje de color
negro del que tiraban cuatro caballos. Sin mucha demora se oyó al coche-
ro exclamar arreando para tomar la salida del recinto, siguiendo el apenas
transitado camino que discurría entre las colinas hasta las montañas que se
entreveían en el horizonte. 
Detrás del señor de aquel lugar, como solía ser frecuente, Sayako espera-
ba cualquier deseo de él en completo silencio.
—Sayako —dijo Gebrah—. Quiero que hagas un viaje. Lo he estado me-
ditando mucho y me desagrada tener que llegar a estos extremos, pero la
situación de la princesa peligra si sigue aferrada a esos sueños. 
—Sólo decidme a dónde he de ir —replicó inclinándose ceremoniosamen-
te para así evitar la mirada de su señor cuando este se giró.
—Sígueme, te daré los detalles en mi despacho. —Y emprendió la marcha,
dejando que la mawler cerrara las puertas tras de sí.

El carruaje avanzaba con algún que otro traqueteo debido al mal estado
de la calzada, en la cual proliferaban los baches. Miguel se quejó ante tanto
balanceo, pero poco podía hacer y maldijo en silencio la situación de aquel
edificio, lejos de cualquier vestigio de civilización que le obligaba a hacer
esos incómodos viajes. Tras una larga travesía a través de las montañas, lle-
gó a un pequeño pueblecito que se encontraba entre la frontera de Kresaar
y el Imperio. El viaje hubiera sido mucho más rápido atravesando las llanu-
ras, pero nadie quería hacerlo. La gente tenía miedo a ese lugar. Así pues,
el Bastión estaba en el Imperio, pero su única comunicación era a través de
Kresaar.
Bajó del carruaje y encontró enfrente de él a una señorita de no más de
veinte años que le observaba en completo silencio, sin muestra de ninguna
expresión en la mirada. Destacaba por su vestido blanco y ligero con las gen-
tes de allí, principalmente doalfars y mawlers, ataviados con abrigos y pieles
de tonos oscuros y apagados para resguardarse del frío que comenzaba a
arreciar en aquellas montañas con el inminente otoño a las puertas. 
Su pelo era pelirrojo, muy claro, un tono que llamaba la atención, sobre
todo con los reflejos que producía cuando su larga y ondulada melena era
mecida por el viento de las montañas. Sus facciones eran muy finas y su piel
blanca, muy blanca. Parecía un bello fantasma de mirada azul muy intensa
que le observaba desde el más allá.
Miguel se frotó las manos enguantadas y se cerró bien el abrigo al salir
a la calle de aquella pequeña aldea de montaña, que no contaba con más de
diez casas y cuyos habitantes no podían dejar de mirar, curiosos, a la extraña
pareja de humanos.
—¿Cuánto tiempo llevas esperando aquí en la calle, Skaila? —preguntó
Miguel acercándose a la mujer.
—No lo sé. Desde que ha amanecido —contestó con una voz suave, casi
melódica—. Dijiste que vendrías hoy, pero desconocía en qué momento.
Miguel la observó unos instantes, suspiró y la cogió delicadamente del
brazo.
—Vamos, te acatarrarás aquí fuera.
—¿La has visto? —dijo la frágil mujer. Apenas había un ápice de curiosi-
dad en su voz.
—Sí… Es… Es preciosa. Lo más hermoso que he podido contemplar nun-
ca.
Skaila le miró sin mostrar ningún tipo de expresión. Por un momento pa-
reció que iba a comentar algo, pero al ver que ni siquiera Miguel la miraba,
volvió la vista al frente y continuó caminando cogida de su brazo. Para sí, en
un susurro, musitó:
—Sólo queda saber el papel del hijo de Frank en esta historia.

En silencio, Adriem estaba sentado al borde del antiguo andén de la


estación, observando la antigua espada con sus reflejos blanquecinos que
Fearghus había tenido a bien devolverle. Extendió los brazos y la observó en
toda su longitud. La hoja diamantada se iba estrechando hacia la fina punta,
dando una sensación todavía más exagerada por la perspectiva. 
¿Cómo algo diseñado para la muerte podía ser tan bello?, pensó. ¿Por
qué le fascinaba aquella obra del hombre? Era algo absurdo, no era capaz de
explicarlo, pero así había sido desde niño. 
Algo le llamó la atención en la hoja. El sol no reflejaba bien una zona de
la punta, así que se la acercó y la observó con detenimiento. Casi impercep-
tible, la zona cercana a la punta parecía sucia. El pulido era irregular y en
algunas zonas era mate. Tras ponerla a contraluz, vio lo que parecía una
mancha, como si la hubieran ensartado en alguien y la sangre se hubiera
impregnado en la hoja. Pero eso era del todo imposible, una mancha desapa-
recería con el paso del tiempo y, sin embargo, esta parecía una cicatriz en la
misma estructura del arma. 
Se sobresaltó al notar que alguien se acercaba caminando tranquilamen-
te por el andén. Un humano de pelo rojizo se aproximó hasta él y le extendió
la mano en gesto amistoso.
—¿Adriem Karid? —dijo con una sonrisa agradable—. Soy Uriel Von Ha-
míl, encantado de conocerte.
Capítulo 22
-La mirada de un retrato-
 

El castillo del León, una antigua fortificación en el norte de Fraiss que du-
rante cientos de años se encargó de custodiar la entrada de los pasos del nor-
te, y que en la actualidad estaban prácticamente abandonados. Las nuevas
calzadas y el ferrocarril habían dado una estocada mortal a aquellas viejas
fortificaciones que tenían marcado en sus murallas las cicatrices de antiguas
guerras por el control de aquellos valles. Pero todo eso era el pasado, y cual-
quier momento de gloria, con sus banderas y sus guarniciones prestas para
defender los caminos, no era más que un espejismo, un sueño de la noche
anterior que costaba recordar por la mañana.
En esos momentos, ante los ojos del caminante quedaban los restos de
una fortificación de ángulos rectos, una poderosa torre adosada a un castillo
con patio de armas, y lo que quedaba de las murallas alrededor junto a una
antigua casa de guardia. Sobre la torre, que parecía enferma por sus paredes
agrietadas y almenas desdentadas, la antigua bandera de Fraiss, un campo
rojo con un león rampante, ondeaba desgarrada pero orgullosa. 
Los restos del antiguo pueblo, que en su día configuraron los arrabales
el castillo, apenas dejaban entrever las antiguas calles engullidas por la ma-
leza, quedando como único testigo reconocible la torre del antiguo templo. 
Pero en contra de lo que se pudiera pensar, en aquel paraje inhóspito
aún quedaban personas habitándolo. En el patio de armas, lugar donde an-
tiguos caballeros lucían sus brillantes armaduras y los soldados formaban
para honrar a la bandera, ahora había algunos niños correteando junto a
un grupo de ovejas custodiadas por un perezoso perro, que soportaba como
podía el calor del verano. En el antiguo pozo algunas mujeres limpiaban la
ropa y un hombre miraba, con aire crítico, las herraduras de un viejo caballo
percherón. 
Adriem se encontraba nervioso. Custodiado por Uriel a un lado y Fearghus
y Anna al otro, tenía ante él las puertas arqueadas del fuerte, donde tres per-
sonas le escudriñaban. Parecía un examen más que una presentación. 
—Así que este es el nuevo invitado... —dijo una mujer de tez morena y
melena corta despuntada. De complexión atlética, no se podía dudar que es-
taba en forma y era bien parecida, pese a la cara de pocos amigos que tenía.
Vestía unos pantalones reforzados para montar con botas altas, camiseta
corta bastante ajustada y guantes. Sus ojos eran muy oscuros y algo en su
mirada producía temor. Giró sobre sí misma, y sin ganas de permanecer allí
ni un segundo más, se metió hacia dentro del edificio—. Vaya pérdida de
tiempo. Parece un inútil —sentenció. 
Adriem se quedó sin palabras ante tal juicio y notó cómo Uriel, a su lado,
suspiraba con resignación. Iba a decir algo, pero el hombre alto y fornido de
frondoso bigote se acercó a Adriem y le estrechó la mano con fuerza. Tanta
que le dolió pese a que intentó devolverle el apretón. 
—Soy Josef, encantado de conocerte —dijo con su voz profunda—. Dis-
culpa los modales de Shara, es una chica bastante especial, pero te acostum-
brarás a ella. —Le pasó la mano sobre el hombro, consiguiendo que Adriem
se sintirea pequeño—. Y ella es Laila —agregó refiriéndose a la doalfar que
estaba al otro lado del portón. Pese a tener una apariencia bastante nor-
mal, algo raro teniendo en cuenta la habitual hermosura de las gentes de su
raza, tenía el pelo negro recogido en dos coletas simétricas, la cara aniñada
enfatizada por las pecas que lucía sobre sus mejillas y unos vivos ojos azu-
les almendrados. Llamaba la atención su brazo izquierdo, cubierto por una
manga reforzada con cuero y metal que lo tapaba por completo, en contraste
con el resto de ropa, bastante ligera.
La doalfar se acercó a él y, sonriente, le extendió la mano.
—Encantada… Adriem, ¿no?
—Sí. El placer es mío —dijo agradecido por aquella muestra de simpatía.
Él le estrechó la mano y le llamó la atención el que, al contrario de Eliel, las
manos de Laila fueran fuertes, probablemente más acostumbradas a em-
puñar algún arma. Ella aprovechó su ensimismamiento para darle un beso
en la mejilla que le sacó rápidamente de sus pensamientos; raro era que un
doalfar se comportara con tanta naturalidad con un común. 
—En una hora servirán la comida, así que tienes tiempo de lavarte y des-
cansar del viaje. 
—Ya has oído a la señorita —añadió Uriel—. Que seas nuestro invitado no
quiere decir que puedas ir con todo ese polvo de los caminos encima. ¿Hace
cuánto que no duermes en algo parecido a una posada? 
Adriem se rascó la barba que empezaba a picar en su cara y sonrió, un
poco avergonzado por su aspecto.
—Creo que demasiado.
—Mientras estés aquí, considérate como en casa, Adriem —proclamó
el pelirrojo dándole una palmada amistosa en la chaqueta que levantó un
poco de polvo, lo que arrancó una carcajada a los presentes. A excepción
de Fearghus, que sólo sonrió un poco, ya que tanto Anna como él también
necesitaban cambiarse las ropas tras el viaje.
       
          
Shara avanzó con paso decidido entre las librerías saturadas de volúme-
nes y las mesas cubiertas por papeles y objetos, muchos de dudosa utilidad.
Aquel lugar parecía más un trastero que un despacho, pues había que es-
quivar desde antiguas máquinas hasta trozos de armaduras. Caminó hacia
el fondo, donde se hallaba la gran mesa en la que Uriel trabajaba iluminada
por las ventanas que daban al patio interno del castillo, en el que durante
mucho tiempo el pelirrojo había intentado plantar especies extrañas traídas
de muy lejos, la mayoría sin éxito. 
—Pasa, pasa…, no seas tímida —dijo irónicamente Uriel.
—¿Por qué lo has traído? —inquirió apoyándose sin mucho reparo en los
papeles que allí había—. No suelo poner en duda tus decisiones, pero traer
a un extraño teniendo en cuenta nuestra situación no creo que sea lo más
sensato.
—Creo que merece la pena el riesgo. No es ningún agente imperial o kre-
sáico, eso te lo puedo asegurar. Como bien dices, no acostumbras a dudar de
mí, así que extiende tu voto de confianza. Ese chico es un sephirae, como tú.
Nos podría ayudar a averiguar muchas cosas acerca de tu poder.
—Pese a todo, somos fugitivos, y aunque estemos en territorio de Fraiss
cualquier descuido nos pondría en manos del Imperio.
—Shara… —insistió Uriel acercándose a ella y sujetándola por los hom-
bros, con firmeza pero gentil—. No vamos a estar escondidos eternamen-
te, no tardaremos mucho en movernos y para eso necesitamos más cono-
cimiento, más datos. Y tengo la intuición de que ese chico puede ser una
valiosa ayuda.
—¿Vamos a movernos? —Su enfado se disipó rápidamente. Llevaba mu-
cho tiempo ansiando escuchar aquellas palabras.
—Sí —dijo triunfal el pelirrojo—. Lo estoy disponiendo todo para que en
unos meses abandonemos este castillo que ha sido nuestro hogar estos últi-
mos tres años. Lo echaré de menos.
—Pero, ¿a dónde vamos a ir? Tú mismo has dicho que nos faltan datos —
replicó al tiempo que se apartaba de sus manos, que aún le sostenían.
—La guerra se avecina y el tiempo se acaba. Miguel no va a tener una
oportunidad mejor para llevar a cabo sus planes y es cuando podremos ata-
carle, si no, todo esto habrá sido en balde. —La miró directamente a los ojos
con decisión—. Confía en mí.
 
Laila se apresuraba a poner los platos sobre la mesa de aquel comedor
demasiado grande para tan pocos comensales mientras Anna y Josef traían
la comida de la cocina. Por el contrario, Fearghus estaba sentado sin ayudar
en nada, con la cabeza apoyada sobre la mano, aparentemente dormitando.
—Fearghus, podrías levantar un poco el culo de la silla y ayudarnos —le
dijo acusadoramente Anna mientras portaba una ensalada entre las ma-
nos—. Hoy comemos solo nosotros con Adriem, y Uriel se ha empeñado en
que seamos los que preparemos la mesa. No sé por qué.
Laila acabó de colocar todos los cubiertos de forma exacta y prácticamen-
te geométrica; adoraba el orden de una forma casi compulsiva.
—Creo que su intención es darle a nuestra convivencia un aire más fami-
liar. Se está molestando mucho con el chaval que habéis traído.
—Es un sephirae, es normal que Uriel esté interesado en él. Ten en cuenta
que apenas sabemos nada sobre Shara, y Anna se empeñó en traerle —dijo el
delven sin molestarse en levantarse de la silla ni abrir los ojos—. Por cierto,
¿te ha dicho algo sobre tu escapadita?
—No… Aún no me ha reñido. Y me extraña —respondió la mawler sen-
tándose a la mesa, pues todo ya estaba servido—. Se lo ha tomado demasiado
bien.
—Parece que nuestro invitado lo ha distraído lo suficiente como para pa-
sar por alto ese tema —comentó Josef—. No se qué estará pensando hacer
con él, pero ya sabéis que es imposible sonsacarle nada al pelirrojo.
—Por lo que me ha dicho Anna —dijo Laila—, el humano te rompió uno
de tus sables, Fearghus.
—Lo ha mellado, no sé si podré recuperar la hoja. Ya se la he dado a Josef.
La antigualla que porta tiene un filo más duro de lo que parece, no fue una
cuestión de habilidad.
—Ya, ya... —le respondió Laila con tono burlón—. Pese a todo, debe de ser
una mella también en tu orgullo, señor exoficial. 
Fearghus abandonó su media siesta y se dispuso a replicar, algo molesto
por el comentario, pero Josef interrumpió:
—Creo que hay mejores temas de los que hablar.
Dicho esto, Adriem entró por la puerta y se quedó un poco parado al no-
tar el silencio que su presencia provocase en aquella animada conversación.
Limpio y afeitado, tenía un porte completamente diferente.
—Vaya, vaya... Así estás mucho mejor —lo alabó Laila, ante lo que Adriem
se ruborizó un poco.
—Si os he interrumpido, puedo irme, creía que ya era la hora de comer.
—¡¿Pero qué dices?! —exclamó Anna acercándose a él con una amplia
sonrisa y asiéndolo del brazo para llevarle hasta una de las sillas—. Ven, ya
verás qué manjares nos ha preparado Josef.
—¿Josef? —dijo estupefacto Adriem.
—Sí, una de sus cualidades: aparte de experto mecánico, es un buen coci-
nero —comentó el delven—. ¿A que nunca lo supondrías? 
Adriem esperó a que el propio Josef lo desmintiera o se enfadara ante
una supuesta broma pesada de sus compañeros, pero en contra de lo que
esperaba no dijo nada y se introdujo en la cocina al oírse el ruido de la olla
hirviendo.
—Ver para creer —se asombró.
—Descuida, es normal —añadió la doalfar—. Todos tenemos derecho a
nuestros pequeños pasatiempos. Solemos disfrutar —dijo con algo de iro-
nía— de largas estancias en este castillo.
—¿Puedo hacer una pregunta? —Adriem estaba dubitativo, pero conside-
ró que debía conocer a las personas con las que iba a compartir mesa—. ¿Por
qué vivís en este lugar apartado? Sobre todo gente tan dispar y, perdón por
la referencia, como un delven y una doalfar.
Todos se quedaron mirando y al final fue Josef quien respondió entrando
en la sala con una fuente de patatas asadas:
—¿No es evidente? Somos fugitivos.
—Excepto Anna —concretó el delven.
—Sí…. Excepto yo. Pero resulta que mi amigo Fearghus sí que lo es —dijo
algo contrariada por sentirse diferente al grupo—. Y como tiene que ir con-
migo, es como si lo fuera. 
Adriem los miró a cada uno. Fuera cual fuese el motivo, no parecían cri-
minales… Bueno, tal vez Fearghus no fuera muy amigable… Poco importaba,
él también había estado huyendo junto a Eliel, así que por ello no iba a pre-
juzgar a sus anfitriones.
—¿Y tú, Adriem? ¿A dónde viajabas? —preguntó Laila.
—A ningún sitio en especial. Estoy buscando a una persona, aunque —re-
conoció con algo de rubor— llevo medio año sin demasiado éxito. Y bueno,
para una vez que tenía una pista… —añadió dirigiéndole una mirada cargada
de resignación al delven y a la mawler.
—Pregúntale a Uriel —dijo Anna, sonriente como de costumbre—, si bus-
cas algo o a alguien, es la persona que mejor te puede ayudar.
—¿Tú  crees? —no estaba muy seguro de que le pudiese ayudar.
—Te lo garantizo.
—Aunque siempre te pedirá algo a cambio —añadió Fearghus con una
sonrisa casi siniestra en su cara que heló la sangre de Adriem—. Es más,
probablemente ya sepa el qué.
 Camino entre las flores de ese infinito paisaje engullido en la niebla. He
visto cómo el pajarito saltaba la zanja y se alejaba rápidamente de mí. Ya
no le veo, pero aún oigo su piar entre la espesa niebla que da a ese lugar un
aspecto desolador. 
¿Desde cuándo estoy aquí? No lo recuerdo, pero parece una eternidad.
Una corriente de viento helado me hace tiritar y despeja tímidamente el velo
de ese paisaje, manifestando ante mí una silueta entrecortada. 
Parece una tapia con una enorme puerta enrejada totalmente destarta-
lada y oxidada. Me acerco con paso inseguro hasta ella y leo el cartel medio
oculto por el musgo que hay a uno de los flancos de la puerta. «Van Desta». 
¿Dónde he oído ese nombre antes? Me esfuerzo por recordar, pero en mi
mente no hay nada. El piar me saca de mis inexistentes recuerdos y observo
lo que hay detrás. 
La silueta de una mansión se manifiesta ante mis ojos. Totalmente en
silencio, como si fuera un gigante dormido, aguarda con una muda petición
a que yo entre.

 
Tras un par de días en aquel lugar, Adriem había empezado a entrever la
rutina de aquellas personas. Le habían facilitado una pequeña alcoba en el
último piso, alejado de los demás. Era obvio que no se fiaban aún de él pero,
pese a todo, le trataban con mucha educación. Tal vez la única excepción
era Shara, que no se molestaba en dirigirle la palabra, pero por lo que había
visto, era una actitud que casi se reproducía con el resto.
Quien no daba señales de vida era Uriel. Encerrado en las dependen-
cias donde estaban sus aposentos y despacho, según le había dicho Josef,
no había bajado ni una sola vez a comer. Así, las dos personas con las que
más quería hablar eran prácticamente inaccesibles. Empezaba a sentir que
perdía el tiempo en aquel lugar y se estaba impacientando.
Para sentir que hacía algo de provecho, había ayudado a la gente del lugar
a reparar la puerta del establo. La mayoría de personas que vivían en aquel
viejo edificio eran refugiados de la guerra que asoló el país y que habían
apoyado al partido perdedor. Según le contaron, ya no tenían casa a la que
volver.
Pese a las penurias que habían sufrido, la gente le sonreía y había un
cierto ambiente de optimismo. Como le decían, estaban agradecidos a Alma
por haber encontrado aquel refugio bajo el amparo del pelirrojo. Un tipo
misterioso, pues por más que preguntaba sobre él, nadie sabía decirle nada,
salvo lo agradecidos que estaban.
Quería averiguar algo más sobre el actual dueño del castillo, pero parecía
una misión inútil. No dejaba de darle vueltas, hasta el punto de que clavando
una de las puntas de la nueva puerta, se arreó un martillazo en la mano que
le hizo exclamar de dolor.

Como si de un espectáculo se tratara, Shara, Laila y Josef le observaban


desde una de las balconadas. 
—Os lo dije, es un inútil —dijo Shara con una sonrisa torcida, satisfecha
de su propia afirmación—. Ese chaval no sirve ni de carpintero. ¿Qué espera
Uriel de él?
Uno de los hombres a los que estaba ayudando Adriem quiso llevarle al
abrevadero para que calmara el dolor con el agua fría, pero se negó con una
sonrisa, agradecido, y siguió trabajando bajo el fuerte sol de antes del me-
diodía.
Laila se giró hacia Shara:
—No seas cruel. Al menos intenta ayudar, nosotras estamos aquí criticán-
dolo... Es un poco injusto, ¿no crees? —Volvió a mirar hacia abajo para ver
cómo trabajaba—. Fuerza de voluntad tiene.
—Laila tiene razón —opinó Josef—, tal vez deberías ir a echarle una mano.
A fin de cuentas tenéis cosas en común.
—No digas tonterías, yo no tengo nada en común con ese tipo —dijo ofen-
dida y acercándose al corpulento hombre—. Que sea un sephirae no quiere
decir que tengamos que ser amigos.
—Tampoco te estaba sugiriendo que os fuerais a tomar unas cervezas.
Pero, ¿acaso no sientes curiosidad? —le apoyó la mano en el hombro—. Aun-
que sea un extraño, yo en tu lugar lo intentaría. No puede hacerte daño.
La sephirae se apartó, rechazando el apoyo de Josef.
—Tú no lo sabes —y se fue sin tan siquiera despedirse de los dos.
Josef sonrió, y dijo muy seguro de sí mismo:
—Hablará con él.
—No sé qué decir... A veces pienso que aún no confía en nosotros, tan
siquiera —suspiró la doalfar, apenada—. Aunque no me extraña.

Adriem se estaba limpiando la herida de la mano, producto de su acci-


dente con el martillo. Por suerte no se había hinchado y no parecía nada
grave, pero el contacto con el agua fría del abrevadero era un suplicio. No
tendría que haber esperado a terminar la puerta. Empapó el pañuelo que
había usado para limpiarse y se lo dejó caer sobre la frente. El calor era in-
soportable y eso le aliviaba.
Escuchó unos pasos que se acercaban hasta él, y cuando dirigió la mirada
vio a Fearghus, que se apoyaba en una de las columnas que sustentaban el
tejadillo sobre el abrevadero.
—Una mañana dura, por lo que veo... Aunque parece que se te da mejor
la espada que la carpintería.
—Pero tal vez me haga sentir mejor.
El delven le miró con semblante serio.
—Sé que no es de mi incumbencia, es más, ni siquiera me importa, pero
noté algo extraño cuando nos batimos en el tren. Miedo, temor e inseguri-
dad, pero a la vez cierta obsesión. No parece que luches por tu vida. Es una
sensación extraña. —Adriem le escuchaba, pero no sabía a qué se refería
exactamente—. ¿Qué es una espada?
—Un arma, ni más ni menos.
—Vaya tontería... También lo es una maza, una lanza, un arco, una pisto-
la, y sin embargo no las consideramos iguales. Damos una importancia ro-
mántica, casi mítica, a un trozo de metal pulido, creado para dejar un rastro
de huérfanos y viudas. —Se quedó observándole con aire crítico—. No sé qué
buscas conseguir con la que portas, pero has de saber que antes o después
tendrás que apartar a alguien de tu camino. Y cuando lo hagas, ¿estarás pre-
parado para hacerlo? No sé por qué luchas y ya te he dicho que ni me inte-
resa, pero asegúrate de que el motivo bien merezca la vida de una persona. 
Adriem miró de reojo al delven, meditando sus palabras.
—¿Y tú lo has tenido?
—Durante un tiempo lo perdí —dijo rascándose el pecho a la altura del
corazón—, y es un pozo del que cuesta salir.
—Tengo un motivo. Más importante que mi propia vida —le respondió.
Fearghus sonrió.
—Esa es la obsesión que sentí. Es una mujer, ¿verdad?
—Yo no he dicho eso —dijo Adriem molesto por las palabras del delven,
que habían dado en la diana.
—Sabe más el zorro viejo por viejo que por zorro. No soy adivino, pero
tu misma reacción me ha dado la razón. Sólo recuerda: el día que tengas un
duelo, recuerda lo que te he dicho y piénsatelo mucho antes de quitarle la
vida a alguien. ¿Acaso tu sentimiento vale más que una vida?
—En un combate es difícil pensar en todas esas razones filosóficas que
planteas, ¿no crees? —le cuestionó Adriem sonriendo.
—Claro que no puedes pensar en ello durante un combate..., pero lo pen-
sarás después de que acabe y más te vale estar preparado para cuando eso
ocurra. —Miró hacia al cielo, al parecer consciente de la hora que era—. De-
beríamos ir a comer. Lo siento, me mandaron a recogerte, no a filosofar.
Adriem se levantó, quejumbroso, ya que sus músculos se habían quedado
adormecidos. Ese tipo le había desconcertado con aquellos planteamientos
filosóficos tan inusuales. Sin duda, había algo más detrás de aquellas pala-
bras.

La noche ya había caído sobre las llanuras que se divisaban desde la ven-
tana de la habitación de Adriem. Sentado en la cama, no podía evitar las
muecas de dolor cada vez que Anna le presionaba la mano donde se había
golpeado por la mañana.
—Es normal que te haya empezado a doler cuando se te ha quedado frío.
Tienes el tendón inflamado, pero no es nada que no se te pase en unos días.
—Le untó con una crema en el golpe y lo cubrió con un pañuelo—. Procura
no moverla mucho. Los chicos del establo te echarán en falta.
—Gracias, Anna.
—N-No hay de qué —tartamudeó ligeramente—. Ya te dije en la comida
que te iba a doler.
—Tienes buen ojo —dijo contemplando su mano.
—Mi madre era médica, se me ha debido de pegar algo —concretó algo
avergonzada mientras se rascaba la nuca.
El detalle de que se había referido a su madre en pasado no le pasó inad-
vertido.
—Lo siento, sé lo que es perder a una madre siendo joven.
—No pasa nada. En realidad no la recuerdo, apenas era un bebé cuando
se fue, así que no es tan doloroso. —Sonreía, pero con una cierta melancolía
que Adriem conocía demasiado bien, por lo que no quiso que siguiera ha-
blando del tema.
—En realidad te daba las gracias por haberme acogido. Me habéis deja-
do quedarme con vosotros, aunque estoy esperando para poder hablar con
Uriel, sé que estas comodidades no son gratis. ¿Sabrá decirme dónde encon-
trar a Miguel?
—¿Por qué estás tan interesado en ese tipo? Es muy peligroso.
—Me arrebató a alguien muy importante para mí.
—Comprendo... Pero no hablarás con Uriel hasta que él quiera, aunque
me extraña que tarde tanto. —Se quedó mirándole unos segundos, pero
Adriem no iba a añadir nada más. Estaba impaciente por dialogar con el
pelirrojo—. ¿Por qué no vas a ver a Shara? Por lo que me dijiste no sabes
controlar tus poderes, pero ella sí... Aunque no recuerda mucho...
—¿Por el Eco?
—No lo sé, la verdad. Uriel y Laila la encontraron amnésica hace tres
años.
—Lo cierto es que resulta muy difícil acercarse a ella. Lo he intentado un
par de veces, pero no me ha devuelto el saludo.
—Sí…, ella es así —se rio—. No se lo tengas en cuenta, se hace la dura,
pero no lo es tanto. Has de ser más lanzado con ella.
—Empiezo a dudar sobre qué estás aconsejando... —La expresión le había
hecho mucha gracia, le recordaba a Dythjui cuando salían a tomar algo—.
Una niña no debería dar consejos a un adulto —se mofó.
La reacción no se hizo esperar y la joven mawler erizó la cola:
—¡Eh! No soy una niña... ¡Viejo!
Aquel endeble alegato solo consiguió que él se riera más. Carcajada que
acabó con ella sacándole la lengua y saliendo de la habitación airada, pese a
las disculpas que intentó darle.
Cuando se quedó solo se tumbó sobre la cama. Hacía mucho tiempo que
no se divertía y sintió como si le hubieran quitado un peso de encima. Na-
die le había acompañado en su viaje desde que perdió a Eliel, y estando allí
aquellos dos días había aliviado sus penas.
Su sonrisa se fue difuminando poco a poco recordando a la doalfar. Nada
podía hacer para volver atrás y evitar que subiera al templo, pese a que aquel
recuerdo le torturaba.
Se levantó y tomó el pequeño diario de su equipaje. Durante aquellos
meses no había sido capaz de abrirlo, pero tal vez había llegado el momento
de empezar a leerlo y comprender si aquel pequeño libro tenía algo que ver
con Eliel.

La luz mortecina que se filtra a través de la niebla penetra en los pasillos


de esa misteriosa casa. No hay sonido alguno, no hay nada, solo una quie-
tud de muerte que me hace estremecer mientras camino sin un rumbo fijo.
Siento que el lugar me es familiar, pero no lo logro recordar. Ni siquiera sé
quién soy. ¿Cuál es mi nombre? ¿Qué hago aquí? Solo siento que lo único
real es el ave al que sigo en su canto. No sé desde cuándo estoy allí. ¡Maldita
sea, ¿quién soy?!
Vuelvo a oír el débil piar y bajo las escaleras hasta un enorme salón don-
de está el pajarito sobre un cuadro.
—Tú sabes quién soy yo. Dímelo, por favor.
Él me mira sin expresión alguna, solo tuerce la cabeza y picotea el marco
del cuadro sobre el que está subido. Desvío mi mirada y veo el rostro de la
persona que hay retratada. Solo puedo ver sus ojos, que me miran de forma
intensa, como si estuvieran vivos.
Me veo a mí misma reflejada. ¿Es un retrato o es un espejo? 

La sensación de caerse en un pozo infinito hizo a Adriem despertarse.


Se había quedado dormido leyendo el viejo diario que yacía sobre la cama.
Hacía bastante frío y el vago recuerdo de lo que hubiera soñado se iba des-
vaneciendo rápidamente. Intentó dormirse de nuevo, pero estaba comple-
tamente desvelado, así que al final claudicó y se levantó, harto de dar vueltas
en la cama. Se enfundó la chaquetilla que solía llevar bajo el abrigo y se
estiró. Fuera aún era de noche, pero le llamó la atención el que hubiese luz
en una de las ventanas al otro lado del patio de armas. Si no recordaba mal,
era el despacho de Uriel.
Rememoró lo último que le dijo Anna, pero no estaba dispuesto a es-
perarle, dos días había sido suficiente cortesía. Era una conversación que
podía terminar con su estancia en aquel lugar pero antes o después tendría
que volver a partir, no merecía la pena retrasarlo si a cambio aquel hombre
sabía algo que le ayudara en su camino.
Se aproximó con paso cauteloso a aquella estancia alumbrada por quin-
qués, cuya luz oscilante se filtraba bajo la puerta. A medida que se acercaba,
pudo ir escuchando una melancólica melodía de guitarra que surgía de la
habitación de Uriel. Aguardó unos instantes, pues sin duda era una lástima
cortar aquella bella canción.
Una vez finalizados los últimos acordes, en los que Adriem se quedó en la
puerta con los nudillos en alto, llamó, si bien con cierta timidez.
—Adelante —se oyó la voz de Uriel desde dentro. 
—Con permiso. Siento molestar a estas horas —dijo Adriem internándose
en aquella habitación llena de libros y objetos extraños.
—No, no te preocupes. —Uriel apoyó la guitarra contra una librería, con-
sultó un viejo reloj de cadena y se sentó en su mesa, apartando unos papeles
que descansaban allí en un orden caótico—. Como puedes comprobar, aún
no me había ido a dormir, así que molestia no es. Esperaba tu visita —añadió
con una amplia sonrisa de satisfacción, como si hubiera ganado una peque-
ña batalla o alguna clase de apuesta.
Adriem se acercó a la mesa y se sentó frente al anfitrión.
—Miguel. Le estoy buscando —dijo Adriem sin preámbulos y con voz de-
cidida.
—Así me gusta. Directo al grano. Aunque te hacía un hombre más de con-
versación banal para calentar.
—Podríamos decir que han sido estos dos días, pese a que no hayamos
hablado —dijo Adriem con sinceridad—. Agradezco tu hospitalidad, pero
¿puedes o no ayudarme a encontrar al senador Miguel?
—Por supuesto que puedo, aunque antes necesitaría saber por qué buscas
a ese tipo. Si es tu enemigo, es un milagro que aún estés vivo.
—Lo es, pero creo que todavía no lo sabe. Tiene información sobre al-
guien a quien busco y poco me importa cuán peligroso sea.
—Eso puede explicar que sigas respirando. —Se apoyó en la mesa y se
mesó la barbilla con gesto grave. La mano le cubría parte de la boca y le daba
a su mirada un aire siniestro que estremeció a Adriem—. Bien, la pregunta
más importante: ¿qué gano a cambio si te ayudo?
—No sé qué puedo tener que pueda ser de interés.
Uriel se recostó en el asiento y ladeó la cabeza.
—No sé qué puedes ofrecerme, sephirae. —Escuchar esa palabra de los
labios del pelirrojo le produjo una sensación muy desagradable—. ¿Qué te
parece un adelanto?
—¿Adelanto?
—Cuéntame tu historia. ¿Cómo un tipo de la guardia urbana de Tiria ha
acabado en este refugio de proscritos? Confía en mí y yo te daré la informa-
ción que necesitas.
Se sintió desconcertado. Esperaba que le pidiese algo en relación a su
habilidades como sephirae..., ¿pero su historia?
Tras meditarlo unos momentos y con la sensación de que seguro que al-
guna trampa había, Adriem decidió poner una condición más:
—De acuerdo, es un trato, pero antes he de saber a quién se lo voy a con-
tar. No parece que sencillamente os estéis escondiendo... ¿Cuál es el fin de
todo esto?
Uriel soltó una carcajada en respuesta a la mirada decidida de Adriem.
—Muy bien, me parece justo. Mi fin, mi único fin… —Su mirada se volvió
sombría, casi tétrica— es desterrar esa mentira a la que llamamos Alma. 
Los segundos pasaron, en los que Adriem no pudo ocultar su cara de
asombro ante tan grave afirmación. Intentaba escrutar el rostro de Uriel
buscando indicios en su expresión de que se trataba de una broma pesada,
pero por más que lo intentó, no lo consiguió. Aquel hombre lo estaba dicien-
do en serio y no daba crédito a sus palabras. 
—¿P-Por qué? O, mejor dicho, ¿cómo piensas hacer eso?
—Nos conocemos desde hace poco, no intentemos desvelar las sorpresas
tan pronto. Además, es algo que no te debería preocupar, a fin de cuentas
estamos aquí para hablar de asuntos más terrenales, ¿no?
Tras hacer una pausa, Uriel retomó su alegato:
—Ahora que te he confesado mis motivos más ambiciosos, ¿por qué no
me cuentas tu historia? Estoy ansioso por oírla. 
Adriem tragó saliva, intentando asimilar el último tramo de la conversa-
ción, el cual le parecía propio de un demente, y mientras su anfitrión des-
corchaba una botella de vino que tenía en su escritorio para alguna ocasión
especial, comenzó a narrar la historia de Eliel. Habían pasado tantos meses
que a veces le costaba recordar ya su voz.
—... pude escapar de Nara con algo de ayuda, pero no he vuelto a saber de
ella —finalizó Adriem su relato.
Uriel apenas había pestañeado, dando sorbos de la copa de vino, el cual
poco a poco fue olvidando a medida que avanzaba en la narración. Algo le
había fascinado de todo aquello, pero no le interrumpió en ningún momen-
to. Sólo al final habló: 
—Magnífico, fascinante, es... increíble, pero a la vez tan lógico... La Prin-
cesa Oscura. 
—¿Qué sabes de ello? —se mostró Adriem desconcertado. 
—Hace años, cuando pertenecí al Servicio Secreto Imperial. —Adriem
abrió los ojos, sorprendido por que aquel hombre hubiese pertenecido a uno
de los organismos más oscuros del Imperio, aunque visto lo visto no dejaba
de tener cierta coherencia—. Cayó en mis manos un informe sobre una ex-
traña enfermedad que llevaba a la locura a las personas que la padecían. Un
buen día dejaban de reconocer a la gente que tenían alrededor y empezaban
a actuar de forma diferente, como si vivieran otra vida pero no fueran cons-
cientes de ello. Saludaban a personas por otros nombres que nunca antes
habían visto y, sin embargo, no reconocían a sus más allegados. Por aquel
entonces era muy rara, pero a día de hoy… Bueno, supongo que a estas altu-
ras habrás oído algo. 
Adriem, cabizbajo, respondió:
—Algo he oído, sí. 
Uriel apuró la copa de vino.
—Siempre he creído que el Eco es una forma en la que el mundo se reajus-
ta y trata de encontrar la mejor solución a una situación, repitiendo encuen-
tros y factores una y otra vez, hasta dar la mejor solución para la historia. Es,
de alguna forma, lo más parecido al destino de verdad. Ahora es cuando me
puedes llamar loco, pero no antes de lo que quiero mostrarte.
—No logro comprender a dónde quieres llegar con todo eso. —Se sentía
un poco abrumado por tan grandilocuente teoría.
Uriel avanzó con paso decidido hacia uno de los rincones del despacho.
—Sígueme. —Fue tras él hasta una especie de cuadro tapado con una
lona, de un tamaño considerable—. Tras la gran Guerra de las Lágrimas se
ordenó destruir todas las representaciones escultóricas y pictóricas de ella.
Creo que ya la conoces, pero te la volveré a presentar —dijo destapando el
cuadro. La lona se deslizó siguiendo las formas del marco hasta yacer por
completo en el suelo.
Adriem casi cayó de espaldas, anonadado ante lo que sus ojos podían
admirar. Eran los restos de un retablo muy desgastado por el tiempo, pero
sus figuras, descascarilladas y sin color, se podían ver con claridad. Parecían
fantasmas de otro tiempo inmortalizados en aquel gran lienzo de madera.
Un caballero arrodillado con cota de mallas y sobreveste azul, un rey coro-
nado en pie, fintado y rodeado por un aura dorada, y una dama en vestido
verde, sentada en un trono cuyo respaldo se proyectaba hasta el cielo estre-
llado que constituía el falso techo de la hipotética sala donde se hallaban.
El rey daba la bendición con el brazo en alto, mientras el caballero recibía
una espada de manos de la dama. Ella lo miraba complacida, inclinando la
cabeza ligeramente. En su cara se dibujaba una sonrisa dulce que, como un
martillo, golpeó en sus recuerdos.
—Eliel...
—Eraide Sen Ukain, la Princesa Oscura —le corrigió Uriel pasando a su
lado para colocarse a su espalda.
El tiempo se paró y por un momento Adriem sintió que los ojos de la
princesa le miraban a él en vez de al caballero. Asustado, tragó saliva con
dificultad… Había algo en ellos que ya había visto en sus sueños. Rememoró
unas cadenas que lo apresaban y un sudor frío empezó a perlar su frente…
—¿Te acuerdas de lo que te he contado del Eco hace un momento? —dijo
Uriel susurrándole, como si no quisiera que les escuchara el cuadro.
—No es posible. La… espada… —Era, sin duda, la que había guardado
su padre durante tanto tiempo. Era imposible que tuviera quinientos años,
pues en esos momentos sería un hierro oxidado.
—Estás persiguiendo a un fantasma, Adriem.

—¿Por qué invades mi hogar? —susurró una voz dulce de niña a mi


espalda mientras me miraba en aquel espejo. Vestía un bonito traje que
aparentaba ser bastante caro y me miró molesta, como si le hubiese estro-
peado un juego. Siento que ya la he visto antes, pero no logro recordarlo.
—No sé qué hago aquí. ¿Tú sabes quién soy? 
—Eso carece de importancia. Antes deberías preguntarte quién soy yo
—dijo la niña con cierta impertinencia. 
—Lo... Lo siento. Es tu casa, así que he sido descortés. ¿Quién eres?  
La niña sonrió con orgullo.
—Soy Eraide. ¿Sabes?, algún día seré reina. —Se dio la vuelta y me dijo,
con un brillo de malicia en su mirada—: ¿Quieres jugar conmigo?  
Capítulo 23
-Ecos de la historia-

—Mi teoría —dijo el pelirrojo sentado en su butaca tras una larga noche
en vela con Adriem— es que los sephiraes tienen la extraña capacidad de
salir de ese eco o resonancia. Desconozco de dónde nace esta habilidad, pero
por lo poco que descubrí gracias a una antigua amiga, el número de sephi-
raes es limitado y han aparecido siempre personas con este talento en mo-
mentos clave de la historia. —Se recostó un poco en el sillón ante la atenta
mirada de Adriem—. Sin ir más lejos, creo que la Princesa Oscura fue uno de
ellos y, en mi opinión, de los más poderosos que han existido.
—¿Quieres decir que este poder es capaz de doblegar el destino? —le
cuestionó Adriem con una mueca un tanto incrédula—. Nunca he creído en
él. Me niego a pensar que todo lo que ha pasado en mi vida ha sido porque
Alma lo deseara... Si así fuera, tendría motivos para odiarla.
—Tal vez no lo estás enfocando de la forma correcta: el destino no es un
libro escrito, es más bien un anhelo de Alma. Ella también puede soñar. —
Sonrió de la forma pícara habitual en él—. Y tú eres una de sus pesadillas,
por eso tu cuerpo se resiente y agota, nadas a contracorriente.
—Para ser alguien que quiere destruir a Alma, hablas mucho de ella —
ironizó.
—No puedes acabar con una idea si no crees en ella.
Adriem meditó las palabras de Uriel.
—Sólo quiero saber la verdad de lo que está pasando. Estoy cansado de
huir de un lado para otro desorientado.
—Puede que no te guste la verdad, Adriem Karid.
Cerró los ojos, y con gesto resignado afirmó:
—Pero será la verdad.

Un rápido tajo vino por su flanco. Al estar absorto en los recuerdos,


Adriem reaccionó tarde y encajó mal el golpe, quedándose con la guardia
abierta y la punta redondeada del sable de práctica ante la cara.
—Si no estás centrado en lo que haces, no nos divertiremos —dijo
Fearghus apartando la hoja.
—Lo siento. —Adriem dejó reposar su sable apoyando la punta en el sue-
lo. Hacía mucho calor pese a que el verano ya se estaba acabando, y el sol, en
su cúspide, castigaba el cuerpo de aquellos hombres que osaban permanecer
bajo él—. Siento haberme distraído.
—Me propusiste practicar un poco porque necesitabas despejarte, pero
me parece que no estás cumpliendo tu objetivo. Tu acero refleja esa inse-
guridad y aquí estamos jugando, pero cualquier oponente experimentado
sabrá verla. Y eso no va solo por la espada: si estás combatiendo con una
pistola o con tus manos desnudas, el resultado será el mismo. —Fearghus
miró al cielo y entornó los ojos—. Será mejor que lo dejemos de momento,
hace demasiado calor. Si te apetece otro asalto lo deberíamos dejar para el
atardecer.
Adriem asintió y entregó el sable sin filo al delven.
—Gracias, Fearghus. Lo creas o no, me ha venido bien. —Caminaba lenta-
mente hacia la salida del patio cuando por el rabillo del ojo vio cómo Shara
se dirigía hacia el establo—. Discúlpame, tengo una cosa que hacer, luego
hablamos —dijo al delven mientras iba tras ella, sin darle tiempo a respon-
der.
Era su oportunidad de hablar con la joven al fin. Había tratado de coin-
cidir aquellos días a solas pero resultó imposible.
—¡Eh! ¿Shara? Quiero hablar contigo —Entró en las caballerizas y las
atravesó mirando en cada redil, pero la chica no estaba. Las cruzó hasta el
pequeño patio trasero donde se almacenaban la paja y la leña. Justo al otro
lado, ella le esperaba de brazos cruzados mientras le miraba desafiante, con
un toque de cierta arrogancia.
—¿Qué quieres? —Tenía un saco a sus pies—. Estoy ocupada, Josef me ha
pedido que vaya a por patatas.
—Hola… Sólo te robaré un momento, pero creo que es importante que
hablemos.
—Opino que las patatas lo son más —respondió con desprecio.
—¿Perdona? —Estaba tratando de ser cortés con ella, pero su continua
actitud de desprecio hacia él empezaba a molestarle sobremanera. Tomó
aire y calmó su enfado—. Mira, no sé por qué la tienes tomada conmigo,
pero ambos somos sephiraes. Podríamos ayudarnos de alguna manera… Tú
también has olvidado cosas, ¿verdad? —aventuró.
—No es asunto tuyo. —Su voz adquirió un ligero temblor que no le pasó
inadvertido.
—Shara, estoy seguro de que hay alguna forma de arreglarlo. —No tenía
ni idea de cómo, pero sin duda la respuesta que le había dado era clara. Tal
vez tras aquella fachada de chica dura había algo de fragilidad—. Yo perdí
un recuerdo muy importante para mí, pero lo pude recuperar —afirmó con
tono conciliador. Si le daba algo de esperanza, tal vez podría acercarse a ella.
—No… No me hables como si me conocieras. —Apretó los puños con
fuerza—. ¡¿Qué te hace pensar que quiero recordar?!
Dicho esto, sin darle tiempo a Adriem a reaccionar, corrió hacia él con
una velocidad inusitada, y comenzó a atacarle sin cuartel hasta que una du-
rísima patada en el costado le hizo tambalearse.
Se agarró el costado recuperando con dificultad la respiración y sobrepo-
niéndose al dolor.
—¡¿Pero qué…?!
—¡Cállate y demuéstrame que no eres tan inútil como pareces! —le gritó
Shara apretando los puños—. Si no, juro por Alma que te mataré.
Fearghus, que los había escuchado tras las puertas de las caballerizas,
echó mano al sable y se dispuso a intervenir, pero justo cuando iba a avanzar
hacia los dos sephiraes, una mano le sujetó el hombro. Uriel, casi como un
fantasma, había surgido tras él, y con gesto serio le dijo—: No intervengas
en esto, amigo mío.
Algo molesto, bajó el arma y lo miró de reojo:
—Esto es cosa tuya, ¿verdad?
Como era costumbre, Uriel no respondió, sólo se limitó a mirar la pelea
con atención.

Rodeados por el jardín de setos y flores de bellas formas en el patio inter-


no del Bastión de los Justos, Gebrah y Kai se encontraban inmersos en una
compleja partida de ajedrez, absortos en el tablero.
Tras largos minutos meditándolo, Gebrah movió una ficha con decisión,
dejando la reina negra en una situación difícil.
—Creo que tu reina tiene problemas, Kai —dijo con voz tranquila, confia-
do de su victoria.
—No deja de ser paradójico, ¿verdad? —Kai se rascó la barbilla pensando
en el escenario de aquella partida—. Tienes suerte, Gebrah. Sin el pacto de
las hermandades esto sería mucho más rápido. Nada impediría que rescata-
ra mi «pieza» más preciada.
Gebrah sonrió.
—Pero no puedes intervenir ni atacarme frontalmente. Por desgracia no
podemos permitirnos el lujo de agredirnos o matarnos, nuestra especie no
puede quedar más mermada todavía. A fin de cuentas, nuestros sentimien-
tos no pueden interferir en su supervivencia.
—Nos convertimos en simples espectadores de la historia que solo se
pueden limitar a mover las fichas de un tablero de ajedrez. Al fin y al cabo,
eso son tus subordinados. —Kai hizo una mueca de desagrado—. No deja de
ser patético por nuestra parte.
—Lo que quedará de nosotros escrito en la historia es lo que hagamos,
aunque sea a través de otros.
—Puede que hayas sido hábil moviendo a tus peones, pero... —Miró de
nuevo el tablero y cogió la pieza del caballo y la movió ante la reina, en una
posición en la que era capaz de atacar al rey—. Yo también tengo las mías.
—Sonrió con un ápice de malicia, y proclamó—: Jaque al rey.
—Creo que la partida ha terminado por hoy —dijo Gebrah disgustado.
—No, viejo amigo y maestro, todavía no.

Adriem hacía frente como podía a Shara, e iba encadenando golpes con
una continuidad casi musical. Salvo un par de toques estaba siendo capaz de
retener su avance, pero poco a poco iba perdiendo terreno y era incapaz de
presionarla lo más mínimo.
Una cosa estaba clara: pese a sus palabras, no tenía la determinación de
acabar con él. No sabía si era miedo o frustración, pero se estaba descargan-
do con él… ¿Por qué?
De repente algo cambió en el patrón de ataque de Shara. Notó que se
enturbiaba en el ambiente y el aire se volvía más denso. Nunca lo había visto
desde fuera, pero supo al instante que su vida ahora sí estaba en serio peli-
gro. No quería recurrir a su poder, no quería olvidar…
Matrices rojas cubrieron el brazo y parte de la espalda de Shara cuando
él alzó el brazo para interceptar el golpe en un acto reflejo. La bloqueó colo-
cando su codo por debajo de su axila y aprovechó toda la fuerza con la que le
embestía para desviarla contra el suelo y derribarla. Una terrible presión lo
impactó contra el suelo, con tal fuerza que los propios adoquines se movie-
ron del sitio, dejando solo una polvareda tras el estruendo.
El delven sonrió satisfecho mientras Uriel observaba impasible.
—Ya te dije que sabía defenderse, aunque no era como esperabas.
—Interesante... —dijo con clara tranquilidad—. Tienes razón, esperaba
algo más de fuegos artificiales.
Una vez el polvo se fue depositando sobre el suelo de nuevo, se pudo ver
la escena con claridad. Shara le miraba estupefacta. Pese a toda la potencia
del golpe, que le habría destrozado de alcanzarle, la había derrotado con un
simple movimiento de defensa personal que aprendió en la guardia. Le ten-
dió la mano para ayudarla a levantarse.
—Lo siento —dijo aún con la respiración acelerada—. ¿Te has hecho
daño?
—¡N-No es posible! ¿Cómo con algo tan burdo me has…? —No dijo nada
más. Se encogió por lo que sabía Adriem que era una punzada de dolor y se
retorció en el suelo, jadeando.
—¡Shara! ¡Shara! —Pero para cuando se quiso arrodillar, ella ya había
caído inconsciente.
Meikoss cabalgaba agotado por el camino, o lo que quedara de él, atra-
vesando el bosque hasta lo alto de uno de los escarpados cerros que hacían
frontera entre el ducado y Fraiss. Las vistas que se iban divisando a medida
que ascendía eran cada vez más impresionantes.
Las chicharras cantaban al unísono bajo aquel sol que los árboles filtra-
ban, mientras su mirada se paseaba por aquellas inmensas llanuras que el
ojo no podía abarcar en toda su extensión. Algunos lagos salpicaban aquel
extenso paraje al cual, no en vano, se le llamaba «las llanuras del silencio».
Algunas nubes traviesas proyectaban sombras sobre los llanos y se paseaban
hacia el interior desde el lejano mar, acumulándose en las montañas poco a
poco.
Por lo que había averiguado, ya nadie visitaba a aquel anciano que en
su tiempo fue un reputado historiador en la universidad de Dulack. En la
ciudad sus familiares le confesaron que enloqueció, otros que se fue para
centrarse en sus estudios, pero el resultado era que se retiró a aquel lugar
apartado de todo.
—No tardará en haber alguna tormenta. Parece ser que el verano se está
acabando —pensó en voz alta mientras empezaba a divisar la vieja torre de
vigía donde se había instalado el viejo. Un ermitaño que disfrutaba de algo
tan aburrido como la soledad y que, como si le estuviera ya esperando, esta-
ba sentado en una piedra al borde del sendero.
—Buenas tardes —dijo sin desmontar—. Estoy buscando a Isaac. ¿Es us-
ted?
—Hola, joven. —Al sonreír se enfatizaron más las arrugas de su cara—. Es
un placer para este anciano recibir visita.
Meikoss bajó del caballo y le tendió la mano, la cual el ermitaño estrechó.
—Casi diría que me esperaba...
—No es muy difícil ver desde aquí a alguien que se aventura por este ca-
mino. Además, estoy entusiasmado con tu visita, hijo del consejero —afirmó
el anciano. Se mesó una descuidada barba que se encaramaba por las arru-
gas de su cara. Una nariz aguileña y unos ojos diminutos y profundos bajo
unas gafas muy gruesas completaban el conjunto del ermitaño, que vestía
una sencilla camisa raída y unos desgastados pantalones que le venían gran-
des, ceñidos con una cuerda de bala.
—¿Sabe quién soy? —En el brillo en la mirada de aquel anciano había de
todo menos locura—. ¿Pero cómo sabe que vengo por consejo?
—La respuesta es fácil a ambas... Te pareces mucho a tu madre, y cuando
alguien se toma las molestias de llegar hasta aquí, no suele ser por mis ex-
quisitas infusiones —dijo guiñándole un ojo mientras comenzaba a andar—.
Hablaremos dentro. —Apoyándole la mano en el hombro, encaminó sus pa-
sos hacia el torreón—. Seguro que tienes algo interesante que comentarme.
Entraron por el portón sorteando un pequeño huerto, con cuidado de no
pisar algunas flores. El interior había sido casi reconstruido por completo.
Gran parte se había vaciado para dejar lugar a un laboratorio lleno de ar-
tilugios, estanterías y libros. En el piso de arriba quedaba espacio para una
pequeña alcoba y, justo encima, la terraza de vigía, ahora llena de herra-
mientas y un telescopio.
—Espero que disculpes el desorden, muchacho —dijo Isaac mientras po-
nía una tetera al fuego—. ¿Un poco de te?
—No se preocupe. —Paseó la mirada por aquel cruce entre vivienda y
laboratorio—. Usted tiene una cátedra de historia en la universidad, pero
nadie me dijo que también estudiaba astronomía —afirmó alzando la vista
hacia el telescopio.
El viejo se acercó.
—Los astros son nuestra historia. Hace tiempo que comprendí que para
entender la tierra había que comprender el cielo. Durante siglos hemos
pensado en los astros como una superstición, una religión para entender
el mundo…, pero nunca nos hemos acercado a ellos con verdadero interés
científico. —Abrió los ojos como platos—. Nos conformamos con adorarlos
porque somos unos necios.
En aquel momento, Meikoss se replanteó su primer juicio acerca de la
cordura de su anfitrión.
—Suena interesante, pero quería ceñirme más a la historia de la gran gue-
rra.
Isaac le señaló un sillón para que tomara asiento e hizo lo propio en otro,
enfrentado.
—¿Acaso no te enseñaron la guerra en la escuela? Siendo de alta alcurnia,
dudo que hayas ido a un mal colegio.
—No, es más bien sobre un cuento que datan de entonces: la Canción de
la Princesa Oscura.
El anciano se quedó observándole entornando la mirada. Parecía meditar
una respuesta pero, de repente, enarcó una ceja y se le iluminó el rostro.
—¡Vaya! Un joven con inquietudes… Ya pensaba que a día de hoy solo os
interesa la guerra. —Se rascó la cabeza—. Es una pena que no conocieras a
un alumno mío. ¡Era brillante! Incluso podría decir que me superaba en to-
dos los sentidos. Era un imperial que vino recomendado por la universidad
de Arqueís… Inteligente y despierto, sin duda… Me recuerda un poco a ti.
Qué pena que no volviera a saber de él después de que viajara al norte.
—Disculpe… —le interrumpió Meikoss viendo que se había ido del tema—
. La Princesa Oscura.
—Claro, claro... Chico, no seas impaciente. No chocheo tanto aún —le
reprochó lanzándole una mirada de desaprobación—. Te lo decía porque
este antiguo alumno mío estaba investigando la leyenda de Eraide. Proba-
blemente te hubiera podido dar mejores datos… Cómo se llamaba… ¡Ah, sí!
¡Frank! —Se levantó cuando empezó a pitar la tetera, pero Meikoss le hizo
un ademán para que se volviera a sentar y tomó las tazas.
—Yo me ocuparé del té, usted cuénteme —pidió el joven.
—Muy bien, ¿qué quieres saber exactamente?
—Todo.
El anciano enarcó un ceja.
—Muchacho, no hay mucho que contar por desgracia. Ni siquiera es se-
guro que existiera realmente aparte de ser un cuento popular.
Meikoss le acercó la taza y sonrió.
—Últimamente me he vuelto muy crédulo.
El anciano suspiró y dio un sorbo al té con cuidado de no quemarse.
—Bien, ya que me has agraciado con una vista, qué más puedo que con-
tarte una historia. —Se quedó pensando, probablemente haciendo memoria,
y carraspeó para aclararse la voz—. Antes de que la gran guerra aconteciera,
todas estas tierras se gobernaban bajo la misma corona desde la ciudad de
Estahs. Los dragones, venidos desde las tierras de oriente, habían perpetua-
do una estirpe de gobernantes que, bajo sus consejos, había llevado prospe-
ridad y riquezas a costa de un sistema de castas. Ellos controlaban aquella
corona que habían dado a los albeen, los ancestros de los doalfar y delven,
mientras que humanos en el oeste y mawlers en el este los servían como
esclavos.
—Sí, nos llamaban comunes —apuntó Meikoss.
—Y lo siguen haciendo. Hay costumbres que son difíciles de erradicar,
pero depende de nosotros que nos lo tomemos como algo bueno o malo. —
Carraspeó de nuevo—. Pero volvamos a la historia. De entre todos ellos, Kai,
el más joven dragón, no estaba de acuerdo con ser el último de su estirpe y,
desoyendo al consejo, tomó por esposa a una albeen.
—Si los dragones no podían procrear, ¿por qué casarse?
—Porque se decía que podía obrar milagros —ensalzó estas palabras ex-
tendiendo los brazos—, era lo que se llamaba un «vástago del cielo».
—¿Vástago? —Meikoss torció el gesto—. Lo anterior sí que lo había escu-
chado, pero eso... en la vida. ¿Qué significa?
El anciano sonrió y se encogió de hombros.
—No tengo la más remota idea. Es un término que encontré en uno de
los pocos escritos que sobrevivieron de entonces. Sin embargo, el resto de la
historia ya es más bien conocida.
Meikoss hizo memoria de sus días en la escuela. La historia siempre le
había aburrido, pero esa parte, como bien apuntaba Isaac, sí que la recorda-
ba, pues entroncaba con la guerra.
—En efecto, ella se enamoró de uno de los comandantes de los rebeldes,
un antiguo caballero que se sublevó.
—Arshius. El único humano que llegó a ostentar el título de caballero
dragón, el mayor honor que se podía recibir. Así que, cuando traicionó a
los dragones y fundó la compañía de los comunes, no es de extrañar que,
con cierta ironía, le llamaran el dragón errante. —Dejó la taza de té sobre
la mesita que tenía a su lado, apartando algunos papeles con apuntes—. Se
dice que fue su relación con la princesa lo que le llevó a enfrentarse a Kai...
pero no son más que conjeturas. Lo único seguro es que ella enloqueció y
su esposo la encerró en el castillo, pero cómo escapó y llegó hasta el lugar
donde se enfrentaron los ejércitos rebeldes y los reales, es un misterio. A fin
de cuentas, podía obrar milagros.
—¿La última gran batalla? Eso fue en el norte... Nefergita. ¿Sabe qué pasó
allí? —preguntó intrigado.
—No, nadie lo sabe. —Se mesó la barba y el tono de su voz adquirió un
matiz sombrío—. En su cautiverio, la Princesa Oscura prometió en sus deli-
rios que acabaría con el reino, y en aquella batalla murieron tantos soldados
que no quedó ejército capaz de salvaguardar la integridad del país. Ella cum-
plió su promesa, sin duda, a cambio de llevarse por delante más de setenta
mil almas.
—¿No sobrevivió nadie? ¿Cómo sabemos que fue ella?
—Es por eso que nadie sabe qué pasó exactamente. Incluso ella murió
allí.
—Me cuesta imaginar un poder así...
—Muchos estudiosos han tratado de averiguarlo. Si alguien tuviera algo
semejante, sería el arma más terrible que hubiera existido. Acepta mi con-
sejo, muchacho: en mis años he aprendido que hay misterios que es mejor
que permanezcan en el olvido. —Le miró con severidad—. Si es tu padre o
gobierno quien te lo ha pedido, por favor, no indagues más en ello.
—No... No, se equivoca, es algo personal.
—Serías el primero. —No parecía acabar de creerle—. Incluso Frank es-
tuvo indagando por parte del Imperio, y me temo que no acabó demasiado
bien, pues le perdí la pista hace años.
—Habla de ella como un arma...
—¿Alguien capaz de arrasar un valle acaso no lo es? ¿Qué nación no que-
rría tener ese poder?
Las últimas palabras estaban cargadas de razón. Si esa leyenda tenía algo
de verdad, quien la poseyera podría amedrentar a cualquier enemigo. A fin
de cuentas, fue capaz de descomponer un reino tan poderoso como el de
los dragones y, con una posible guerra entre el Imperio y Kresaar, hasta los
pequeños reinos como el ducado.
Isaac se lo quedó mirando cuando abrió los ojos como platos. No había
reparado en ello hasta ese momento y todas las piezas parecían encajar...
—Claro... Por qué no me di cuenta... —Se levantó como si tuviera un re-
sorte—. Debería irme.
—Muchacho, esta noche va a haber tormenta. Te recomendaría que te
quedaras, cuentas con mi hospitalidad. —Le sonrió—. ¿Acaso el lugar a don-
de tienes que ir se va a mover del sitio?
Meikoss se mordió los labios.
—No..., pero... ¡He de irme! —Le dejó unas monedas sobre la mesita—. Le
agradezco mucho que me haya atendido. Esto es por las molestias.
El anciano enarcó una ceja.
—Aquí no hay mucho lugar donde gastar ese dinero..., pero sería estúpido
no aceptarlo —dijo tomándolo—. Solo por curiosidad, ¿a dónde te diriges?
—Usted mismo me lo ha aconsejado, es un tema delicado. —Le dedicó
una sonrisa cargada de ironía—. Sirva el dinero para su discreción —le dejó
unas monedas más— y esto para satisfacer su curiosidad.
El anciano se rio.
—Gracias por tu respuesta, pero, he de insistir, no recorras ese camino.
Este mundo no necesita un nuevo Nefergita.
Al fondo se escuchó un trueno, aún en la lejanía, pero preámbulo de la
tormenta que se acercaba. Meikoss se ató la gabardina y se enfundó sus ar-
mas, tanto la espada como la pistola que había tomado para su seguridad en
el viaje. Dio una palmada al pomo del arma de fuego asegurándose de que
estaba bien sujeta y antes de dirigirse a la puerta de salida, le dijo al anciano:
—Se lo debo a una amiga.
El sol comenzaba su descenso hacia el ocaso. Uriel, por el camino, había
recogido unas flores silvestres en un improvisado y escueto ramo mientras
descendía por la colina hasta una vieja ermita, de la cual sólo quedaban las
paredes del pórtico y parte de los contrafuertes completamente devorados
por la maleza y las enredaderas. A sus pies, en la parte de atrás, lápidas rotas
por el paso del tiempo salpicaban una pequeña planicie mientras algunas
nubes de tormenta en el horizonte ocultaban en parte el ocaso.
Se detuvo ante una de las lápidas, con un aspecto algo más reciente que
las demás, en la que aún podía leerse la inscripción. Bajo un grabado de un
caballero y su montura con una pata en alto, se leía:

Panova Von Hamil,


15 de septiembre de 452
24 de febrero de 476
Siempre en el recuerdo de su esposo e hijo, en el seno de Alma.
Poco más abajo, en una escritura más reciente, decía:

Por aquello que se ha perdido

El viento ondeaba su capa maltrecha por los años, y revolvía su pelo ta-
pando en parte la expresión de su cara. Hincó una rodilla en el suelo y depo-
sitó el improvisado ramo.
—Las nubes de tormenta se están acercando —dijo mientras observaba el
cielo. Sonrió con algo de amargura—. Espero, madre, que me perdones por
todo lo que voy a hacer. —Apretó los puños—. Solo ten un poco de paciencia.
—Se quedó mirando la tumba, como aguardando una respuesta.
Pensó en sus últimas palabras y se rio con sarcasmo.
—No existe tal cosa para los que se van, solo para los que nos quedamos
atrás.
Se giró e inició el camino de regreso. Viendo las nubes igual tendría que
apresurarse, pues la tormenta, que tronaba a lo lejos, traía consigo un fuerte
olor a ozono entre el viento.
—Adiós, madre. —Miró su reloj y con gesto decidido se despidió—. Hasta
siempre.
Capítulo 24
-El recuerdo de una lágrima-
 

Las gotas de lluvia resbalaban por la cara de Shara, deshaciendo la sangre


que se deslizaba desde sus labios. Quería toser, pero ni siquiera tenía fuerzas
para no dejar escapar su aliento. Su cuerpo, tendido en el suelo, estaba man-
chado de barro, envuelto en unas telas rasgadas que hasta no hacía mucho
eran una blusa y unos pantalones, de los cuales ya resultaba imposible adi-
vinar su color. El dolor era insoportable.
La noche era fría y el callejón de aquella ciudad en ruinas solo proyectaba
sombras fantasmales. Entre ellas una figura de ojos intensos, la única luz de
ese lugar, la miraba. Él era el responsable, él había destruido todo lo que ella
amaba. Gracias a él había conocido qué era la soledad. Le odiaba.  
Apretó los dientes e intentó levantarse, pero era inútil. Varios huesos es-
taban rotos y las articulaciones parecían oxidadas, como si de una vieja má-
quina sin engrasar se tratase. Había fracasado. 
Movió torpemente los dedos de su mano derecha para alcanzar la espada
que reposaba a su lado, pero un pie pisó su muñeca. Notó cómo crujían sus
huesos. Aquel hombre estaba junto a ella.
Seguía lloviendo.  
La cara de él reflejaba una pena muy profunda. Estaba triste.  
—Me duele mucho tener que hacer esto, eres como una de nosotros…—
Miró al cielo—. Pero no me dejas elección.
Quiso decir algo, pero solo consiguió toser. La rabia se había transforma-
do en tristeza. Todo lo que había querido, se había roto. No había sido capaz
de defender nada. Las lágrimas comenzaron a mezclarse con la lluvia. 
Él se agachó junto a ella, empapado. Sólo veía sus ojos.  
—No llores, pequeña. —Dio un largo suspiro—. No me guardes rencor por
ello. —Posó su mano sobre los ojos de ella, haciendo que los cerrara—. Lo
siento, niña, pero esto te va a doler.  
Un alarido atronó entre los muros de aquella ciudad en ruinas...  
... y seguía lloviendo. 

Abrió los párpados con dificultad. La luz la cegaba de una manera dolo-
rosa y apenas distinguía formas. Intentó reincorporarse pero fue inútil, su
cuerpo estaba terriblemente resentido. Era a lo que Uriel le gustaba llamar
«retribución», ya que era el pago que debía asumir el cuerpo por acceder a
tal cantidad bruta de esencia.
Desconocía el tiempo que había estado en cama, pero a diferencia de
otras veces tenía la sensación de que había sido bastante poco. Recuerdos
borrosos de un sueño desagradable y un mal sabor de boca era lo único que
con certeza sentía.
Una voz la sacó de esos primeros pensamientos aún algo confusos.
—¿Cómo te encuentras? —dijo la suave voz de Uriel, que, como de cos-
tumbre, guardaba su reloj de cadena tras consultarlo. Siempre era él quien
esperaba pacientemente a que despertara cada vez que había tenido que
usar sus poderes de sephirae. Normalmente era él quien se lo pedía, y siem-
pre dudaba si era un sentimiento de culpabilidad o que sencillamente se
preocupaba por ella.
—¿Dónde está Adriem? —fue lo primero que acertó a pronunciar.
—Está perfectamente, si es a lo que te refieres —replicó Uriel con una
sequedad que despejó los pensamientos de Shara.
—No sé qué me pasó… Perdí los nervios. —Se sentía muy decepcionada
consigo misma—. Pensé que podía ganarle sin problemas, pero me equivo-
qué. ¿Qué tiene él que no tenga yo?
Uriel miró por la ventana que daba al noroeste, viendo parcialmente los
valles del norte.
—Algo por lo que luchar.
—Yo… no lo tengo… ¿Ese es el problema? —Agarró sin darse cuenta las
sábanas con fuerza—. No recuerdo quién era, cuál era mi vida antes, ¿cómo
puedo saber por qué luchar, si ni siquiera quiero saber quién era?
El pelirrojo se levantó de la silla que estaba junto a la cama y posó su
mano sobre su cabeza, acariciándola con algo de ternura, gesto acompañado
de una cálida sonrisa que Shara nunca conseguía distinguir si era verdadera
o no, pero que siempre la aliviaba.
—Eso es secundario, lo que importa es quién quieres ser. Qué quieres
hacer para con este mundo, y yo te ayudaré a encontrarlo. Confía en mí. —Se
dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta—. Vístete cuando te encuentres bien
y baja a comer algo. Creo que le debes una disculpa a Adriem.
Acto seguido abandonó la estancia, dejando a Shara a solas. Encontraría
un futuro por el que luchar… y, si no, siempre tendría a Uriel.

Adriem estaba en su habitación, tratando de no pensar en nada mientras


el sol se filtraba a través de la ventana, con las cortinas meciéndose por el
viento que se había levantando aquella mañana. Sobre la mesita estaba el
viejo diario en cuyas páginas había una historia que deseaba leer, pero que a
la vez le aterraba tras la visita al despacho de Uriel.
A fin de cuentas, él sólo quería cumplir su promesa… ¿Importaba quién o
qué fuera ella en realidad? Pese a todo, tenía que saber a qué se enfrentaba,
con lo que sus pensamientos volvían al principio.
Alguien llamó a la puerta con unos golpes secos.
—Pasa —dijo sin más ceremonia. No estaba muy animado para recibir
visitas, pero de pronto vio entrar a Laila.
Se levantó, dando la espalda a la ventana y apoyándose en la mesa. Al
constatar que ella se quedaba por un momento parada bajo el umbral, asin-
tió con la cabeza, invitándola nuevamente a pasar.
Laila se acercó.
—Hola, Adriem. Espero no molestarte.
—No te preocupes, no estaba haciendo nada en especial. —Un poco de
charla tal vez le vendría bien para despejar aquellos pensamientos en círcu-
los—. ¿Te puedo ayudar en algo?
—Quería saber cómo estabas tras lo de Shara. —Se quedó mirándolo—.
Es sorprendente lo rápido que te has recuperado... Shara aún está bastante
exhausta. —Ella le miró con los ojos abiertos, entusiasmada, algo que ru-
borizó un poco a Adriem y le obligó a desviar los ojos de los de la joven—.
¿Cómo lo haces? Has conseguido batirla y eso es toda una proeza.
Adriem se quedó un momento pensativo... Sentía que en el sueño que ha-
bía tenido había aparecido ella, pero por más que se esforzaba no conseguía
recordar. Al final, respondió:
—Tuve suerte, nada más. Estoy bien porque no utilicé nada… raro. Vien-
do a Shara percibes el desgaste que tiene, así que sólo me aproveché de que
bajó la guardia cuando se confió. —Fue temerario, pues si hubiera reaccio-
nado un segundo tarde era consciente de que no estaría de pie allí, hablando
con la doalfar.
—Eso tiene más mérito todavía, aunque para Uriel seguro que ha sido
una desilusión. Está empeñado en estudiarte y aprender cosas de los sephi-
raes —dijo con una amplia sonrisa. Parecía que se alegrara de que los planes
del pelirrojo no le salieran bien—. Ni mi antiguo señor, pese a ser un dragón,
tenía tantos conocimientos e inquietudes como él. Quién me iba a decir a mí
hace años que acabaría sirviendo a un humano, pero ¡qué demonios! —Se
encogió de hombros—. De buen grado lo hago. 
Adriem la miró, extrañado.
—¿Servías a un dragón? Creía, por lo poco que sé, que no tomaban sier-
vos ni aprendices.
—Oh, sí, pero sólo tienen a uno —concretó sentándose en el borde de la
cama. Para ser una doalfar, siempre le había llamado la atención a Adriem
la extrema naturalidad con la que se comportaba—. Necesitan transmitir su
legado a alguien, pues pese a su longevidad casi disfrazada de inmortalidad,
sienten la imperiosa obligación de que sus conocimientos no se pierdan.
—Es una forma de perpetuarse como cualquier otra. —Se encogió de
hombros—. A fin de cuentas, ellos desarrollaron la magia.
—Así es precisamente como empezamos a utilizarla. Escogen a un privi-
legiado entre los mejores para ser su aprendiz durante el resto de su vida y
yo fui afortunada, o eso creía. —Empezó a juguetear con uno de los mecho-
nes de su cabello, al parecer abstraída en una época pasada—. Estudiaba
en la universidad de Estash, mis padres eran de buena casta y se lo podían
permitir, así que me apliqué hasta destacar en medicina y alquimia —dijo
con falsa modestia, esbozando una sonrisa de satisfacción al recordar los
logros de su vida pasada. Sus mejillas se sonrosaron; ahora que la miraba
con detenimiento, tenía cierto encanto, pensó Adriem.
—Es algo de lo que sentir orgullo y seguro que tu familia se alegró mucho
por ti —dijo en doalí, pillando desprevenida a Laila.
—Vaya, lo hablas muy bien.
—No mientas —se rio—, tengo un acento horrible.
—Lo pulirás con un poco de práctica. Si viajas a Kresaar seguro que en
poco tiempo lo hablas a la perfección.
—Siendo un común es bastante incómodo viajar por la Confederación —
dijo rascándose la cabeza—. Necesitaré un guía doalfar y eso es complicado.
—Me encantaría poder llevarte al norte, la zona de Bajo Solánica tiene
unos bosques preciosos... —El brillo en su mirada se fue apagando y su son-
risa se trasformó en melancolía—. Pero por desgracia es imposible. Mi vida
allí desapareció hace tiempo. La universidad, las opulentas comidas, los tí-
tulos y los libros en majestuosas bibliotecas..., todo ello pertenece a un pa-
sado que ya no volverá.
—¿Por qué estás aquí? Ya me resulta extraño ver a una chiquilla como
Anna en un lugar como éste. Me dijisteis que erais proscritos, pero no pare-
ces una criminal, no como… Como… —Dudaba si era conveniente ese arran-
que de sinceridad, pero Laila dijo la palabra que no se atrevía a pronunciar.
—Como Uriel, ¿verdad? Todos tenemos nuestro pasado, Adriem, y las
apariencias a veces engañan —afirmó mirando con atención su brazo iz-
quierdo, que siempre llevaba cubierto por aquella manga reforzada.
Ella dejó caer los codos sobre las rodillas acompañando el gesto de un
largo suspiro, dejando que los largos mechones de su cabello taparan su faz.
Adriem sintió la curiosidad de saber si estaba llorando e inconscientemente
inclinó la cabeza, pero cuando estaba a punto de ver su cara algo le llamó
poderosamente la atención y se reincorporó. En la nuca de Laila, ahora des-
pejada de su cabello, había tatuado un pequeño ruiseñor. Él se acercó hasta
ella para contemplarlo en detalle, pero cuando estuvo a su lado, la joven se
apartó.
—¿Qué confianzas son estas, Adriem Karid? —dijo algo sonrojada, pero
bromeando—. Al menos en Kresaar es de muy mala educación acercarse
tanto a una dama. No sé qué os enseñan a los imperiales. —Iba a reírse de la
situación, pero la cabeza de Adriem estaba en otro asunto lejos del malen-
tendido y cortó la sonrisa de Laila.
—Ese ruiseñor de tu nuca... ¿Qué es?
Laila se rascó pensativa, abandonando el tono jocoso que tenía por uno
más serio.
—Es mi marca como aprendiz de dragón. Cada uno usa una marca dis-
tinta.
Adriem se quedó mirándola, forzándose a recordar dónde había visto una
igual. Un carro, la nieve, él dormía, ella… Rulia. En su pecho tenía tatuada
una igual.
—¿Te acuerdas de quién usaba una especie de lágrima? 
—Lágrima… —musitó la doalfar mientras seguía rascándose la nuca con
delicadeza. No tardó en dar con la respuesta—: Gebrah. Uno de los dragones
más ancianos, yo llegué a verle una vez, era un hombre imponente. Aún re-
cuerdo el miedo que sentí cuando me miró el día que me presentaron.
El humano se limitó a repetir su nombre.
—Gebrah..., un dragón... —murmuró. Rulia desapareció después del in-
cidente, no le había dado importancia, pero ahora que sabía que era una
aprendiz de dragón la cosa cambiaba. Había que mirar el asunto desde otra
perspectiva y a cada día estaba más convencido de que las casualidades era
algo de los cuentos.
—Aquel dragón era de los llamados tradicionalistas, que abogaban por
seguir a la sombra como consejeros del gobierno y no interactuar directa-
mente en la política del reino. Era muy raro verle en la capital —dijo Laila si-
guiendo con sus recuerdos—. Sé que controlaba las tierras de Arán, al norte,
en el límite con Noraik-Ard y la frontera Imperial. —Hizo una nueva pausa y
de repente alzó el índice, haciendo muestra de que había rememorado algo
más—. Ahora que hablamos de política, si mal no recuerdo la hija de…
Pero no pudo acabar su relato sobre la sociedad kresáica, pues Adriem
cogió su chaqueta y se dirigió a la puerta.
—Gracias, es todo lo que debía saber. 
—¿Qué estás haciendo? 
—Creo que aún hay cosas que Uriel me tiene que aclarar, pero si lo que
has dicho es cierto, tendré que prepararme para un largo viaje. —Se vio re-
flejado en el espejo y un detalle le llamó la atención. Sonreía, ilusionado
al tener una pista nueva sobre Eliel, pero a la vez la mano le temblaba. Un
dragón. Sí, era cierto, no sabía qué iba a poder hacer él ante semejante ser.
—Si le quieres encontrar, lo más seguro es que esté en la habitación de
Shara cuidándola. Desde que la trajo siempre ha estado muy pendiente de
ella —indicó intentando mitigar su euforia—.  Seguro que te ayudará, pero...
¿qué pretendes de Gebrah?
—Él sabrá dónde está la persona que busco. Se lo preguntaré amable-
mente.
—Creo que era más seguro cuando tratabas de localizar al senador Miguel
—dijo torciendo el gesto—. Dragones, servicios secretos… ¿No te da miedo?
¿Tanto vale esa persona?
Se encogió de hombros.
—Estoy aterrado —suspiró—. Pero si no lo intento, me arrepentiré toda
mi vida.
Laila agitó la cabeza con un gesto de desaprobación.
—No sé quién será, pero no creo que le haga mucha gracia tu idea. Yo…
Si alguien me buscara y me importase de verdad, no le dejaría poner su vida
en peligro.
Adriem se ajustó la cremallera de la chaquetilla, se colocó bien la capucha
y ciñó el cinto. Miró a un lado y observó el viejo mandoble envainado.
—Ojalá ella estuviera aquí para detenerme.
La doalfar se encogió de hombros.
—Quién me iba a decir que sus conocimientos sobre la nobleza kresaica
iban a ser tan valiosos...

La mujer avanzaba por los pasillos de la abadía de Tesela. Se acercó a una


de las puertas y llamó sin dudar. Realmente ignoraba por qué lo hacía, ya
que sabía que nadie iba a responder. Esperó unos segundos y abrió la puer-
ta. Las habitaciones de los pacientes eran muy austeras. Apenas un pequeño
armario, una mesita y una cama. Se acercó a las cristaleras y abrió las con-
traventanas para que entrara el bello sol de verano.
La estancia se llenó de luz.
—Hace un día espléndido, ¿no crees? —otra costumbre sin sentido. Sabía
que no le iban a responder tampoco.
Se agachó y recogió las sábanas sucias y limpió un poco la habitación
mientras hablaba con la paciente.
—Las cosas no pintan bien ahí afuera. Pese a que los días son bellos, he
oído rumores de que los enfrentamientos con el Imperio están llevándonos
al borde de una guerra. —Acercó una bandeja en la que llevaba un poco de
puré y agua—. Pero claro, eso no debe importarte ahora. Solo tienes que
esforzarte en recuperarte. 
Metiendo el brazo por debajo de las sábanas, la incorporó y le acercó la
cuchara, forzándola a comer un poco, pero con cariño. Como quien da de
comer a una niña pequeña.
—Pero para eso debes coger fuerza, ¿vale? —Ella siempre le hablaba, pero
nunca había respuesta. Tenía la esperanza de que tal vez algún día reaccio-
naría, pero en ocho meses ni una palabra ni un gesto. Estaba viva..., pero
vacía. Sus ojos, sin ganas de vivir, miraban más allá del horizonte. Tal vez
buscando quién era... Ojalá supiera ella la respuesta para contársela.
La paciente vestía un camisón y aún tenía vendados los brazos. Su cuer-
po, que al parecer antes fue fuerte, ahora estaba débil y pálido. Diversas
heridas se habían cerrado dejando alguna cicatriz, y las fracturas con las que
la trajeron estaban tardando en sanar. Quien le hubiese hecho aquello, sin
duda había demostrado una crueldad inhumana.
El día que la trajo aquel hombre estaba marcado en su memoria. La por-
taba en brazos y estaba sucio, como si hubiera recorrido kilómetros hasta
llevarla a la abadía, pero no era capaz ni de recordar su aspecto ni su nom-
bre. Solo sus palabras…
«Por favor, salvadla.»
Recogió todo y dejó allí a la paciente, que quedó tumbada en la cama mi-
rando el techo... Tal vez mañana hubiese más suerte.
Y cerró la puerta tras de sí.

Unos golpes en la puerta despertaron a Shara. Desde el otro lado se escu-


chó la voz de Adriem.
—Shara, ¿puedo pasar? Sólo quería…
—¡Espera! —dijo cortándole y levantándose de la cama. Su cuerpo aún no
le respondía bien, pero se afanó en ponerse una chaqueta sobre el camisón.
Quería esperarle de pie, pero cuando trató de levantarse notó que sentía
náuseas, por lo que optó por quedarse sentada en la cama—. Pasa.
—Disculpa, sólo quería saber si estaba Uriel... No te quería molestar.
—¿Por qué lo buscas aquí? —le respondió ruborizada.
—Bueno… Laila me dijo que te estaba cuidando y como no le he encontra-
do en el despacho, fue el siguiente lugar donde se me ocurrió.
—Pues como ves, no está aquí. —Aún se sentía molesta por su derrota y
no lo podía ocultar en su tono de voz—. Lárgate.
Adriem suspiró y cerró la puerta tras de sí.
—Lo siento, pero ya que estoy aquí creo que deberíamos volver a inten-
tarlo.
Chasqueó la lengua y le dio la espalda.
—No estoy aún en condiciones de tomarme la revancha, tendrás que es-
perar.
—Me llamo Adriem. Es un placer, Shara.
Cuando se giró para mirarle de nuevo, estaba tendiéndole la mano con
una gran y estúpida sonrisa de amabilidad que la dejó desconcertada.
—Ahora es cuando me la estrechas sin rompérmela —le dijo Adriem con
cierta ironía.
Ella le tendió la mano, dudosa.
—¿Qué pretendes conseguir con este teatro?
—Sólo quiero saber qué tal te encuentras.
—Ya ves que no muy bien. Cada vez que uso este estúpido poder me deja
agotada, y lo peor de todo es que no sirvió para nada.
Él la miró sin cesar en aquella amable sonrisa.
—Si me hubieras llegado a golpear, podrías haberme matado. ¿Por qué lo
hiciste? ¿Qué te he hecho?
—¿Qué quieres que te cuente? Tal vez esté loca…, todo el mundo lo pien-
sa. Una enferma de Eco que ya no recuerda ni quién era. —Su amabilidad
empezaba a ser un auténtico suplicio—. Tú, sin embargo, estás aquí, tan
tranquilo, sin que apenas parezcas enfermo y con esa estúpida sonrisa. ¡Es
frustrante! —Se dio cuenta de que los ojos se le empañaban—. Eres más va-
lioso para Uriel que yo.
—No lo creo, Shara…
—¡Ni siquiera me llamo Shara! No recuerdo mi nombre.
Adriem se quedó en silencio mirándola con compasión. Había intentado
matarle y, pese a todo, estaba junto a ella preocupándose. Era un imbécil.
Ella fue modulando poco a poco su respiración para controlar sus emo-
ciones y calmarse. Cuando fue capaz de volver a hablar sin tartamudear, le
dijo:
—Ayúdame. Quiero salir de esta habitación, no soporto estar encerrada.
Necesito aire.
—Así que Gebrah... —dijo Uriel mientras ojeaba, sin parecer dar impor-
tancia a lo escuchado, una de las pocas barricas intactas de la despensa—.
Debería haberlo imaginado.
Laila, algo molesta por la pasividad del pelirrojo, se le acercó.
—Adriem está pensando en ir a buscarle. ¡Es un suicidio!
—Bueno, si seguía la pista de Miguel, un dragón es algo más seguro —re-
plicó Fearghus apoyado en la mesa donde se cortaba el embutido, y concre-
tó—: Una muerte más, seguro. —Tomó un trozo de jamón.
—De verdad que los dos me exasperáis... ¿No os importa? Sois el uno
para el otro.
Uriel se giró encarando a la doalfar.
—Claro que me importa —dijo con un tono severo, algo raro en él—. Pero
no como tú piensas. No podemos desviarnos del plan, así que no vamos a
ayudarle a enfrentarse a un dragón. ¿Qué voy a hacer? ¿Encerrarlo en una
mazmorra del castillo? Es algo que tendrá que lidiar él solo. —Entornó la
mirada—. Y me importa bien poco que no lo apruebes. Adriem nunca ha sido
uno de los nuestros, simplemente es un sujeto interesante.
—Eres todo calidez, como siempre —alegó el delven.
—¿Cómo puedes ser tan egoísta? Sólo te estoy pidiendo que lo persuadas
para que no lo haga. Podría ser una ayuda para nuestra causa.
—Lo dudo mucho —le cortó Uriel—. Ese chico ya está marcado por Alma,
si lo involucramos en nuestros planes será irremediablemente afectado. —
Se cruzó de brazos—. Además, no soy el único que piensa en sí mismo. ¿Aca-
so me vas a decir que tu repentino interés en el sephirae no tiene nada que
ver con los dragones?
Laila cerró los puños, pues había tocado un tema sensible.
—Yo… Yo solo quiero que tenga una posibilidad de sobrevivir.
—Claro —dijo Uriel con una mirada de desdén—. «Solo» eso.
—Di lo que quieras, pero siempre te he seguido sin poner en duda ningu-
na de tus decisiones. Hasta cuando recogimos a Shara y cambiaste de idea.
Como tú dices, me debes unos cuantos favores.
—Pondré a prueba al muchacho. Si de verdad está dispuesto a irse, no me
opondré, y si sigues sus pasos, lo harás sola. ¿Me he explicado bien?
La doalfar supo que no iba a poder sacar más del pelirrojo e, impotente,
se marchó de allí sin dirigirles la palabra a ninguno de los dos. Siempre supo
que para Uriel todos eran peones en su causa y nunca le había importado,
pero por primera vez sentía que se equivocaba.
No se encontraba muy a gusto siendo ayudada por Adriem, pero no tenía
más remedio que apoyarse en su hombro. Salieron por la puerta principal,
no sin atraer alguna mirada de los habitantes del ruinoso castillo, pero eso a
ella le daba igual. Ya fuera le pidió que la dejara sentarse a un lado del cami-
no, en uno de los prados donde se veía perfectamente la senda que subía por
la colina donde se asentaba el edificio.
—Uriel no me deja salir de la habitación cuando no me encuentro bien,
pero estar encerrada me agobia.
—¿Por qué? Precisamente lo que necesitas es descansar —dijo Adriem
sentándose a cierta distancia y tomando una brizna de hierba que se colocó
en la boca—. Lo hará por tu bien.
—Me recuerda a los días que pasaba en la abadía. No hace ni tres años,
pero son los primeros recuerdos que tengo. —Se agarró las rodillas y dejó
que el viento le acariciase la cara—. Siempre me visitaba una enfermera que
me daba de comer y me cuidaba. Era una buena chica. —Sonrió al recor-
darla—. Yo no era capaz de hacer nada, tan siquiera de hablar, pues, según
me contaba, había sufrido un accidente. Pero disfrutaba escuchándola, por-
que aunque no le respondiera siempre me contaba algo. Que quería estudiar
medicina, lo bien que la trataban los shaman pese a ser humana tras una
dura infancia de palizas y de un padre borracho. Había tenido una vida triste
pero, pese a todo, siempre me sonreía.
—¿Te dijo que sufriste un accidente? —dijo extrañado—. Pensé que tu
amnesia era por el Eco.
—Tal vez… Es irónico, ¿no? No lo recuerdo. —Hundió la cabeza entre los
brazos—. Pero nunca tuve oportunidad de preguntarle si fue verdad. Un día
gris y lluvioso no vino. —Notaba cómo se le hacía un nudo en la garganta.
Tragó saliva—. Olía a ceniza y la gente gritaba por los pasillos.
—¿Dónde estaba esa abadía?
—En Tesela, en la región de Kinara. Más tarde me contaron que ante la
posibilidad de una invasión imperial, el gobierno kresáico había llamado a
filas a todos los comunes, por lo que grupos de insurgentes habían decidido
saquear todo aquello que tenían a mano y hacerse con un buen botín con
idea de marcharse de aquellas tierras. Si iban al frente sabían que su destino
en el ejército era ser carne de cañón.
—Aún recuerdo las noticias. Fue tras las campañas de castigo del Impe-
rio, pero las revueltas fueron sofocadas rápidamente.
—Rápidamente fue una semana —apuntó—. ¿Qué crees que quedó de
algunos pueblos tras una semana? Ni los lugares sagrados ni los hospita-
les fueron una excepción. —Le miró indignada por su ignorancia—. Apenas
tengo un recuerdo vago de lo que pasó, tan solo que salí de allí como pude
y los encontré. Eran dos hombres bastante robustos que me impidieron el
paso. No era capaz de distinguir sus caras pero sí un desagradable olor a
sangre, sudor y alcohol mezclados con el de la ceniza y el humo. —Apretó
el puño con fuerza. Nunca había querido hablar de ello, pero las palabras
salían solas. En el fondo sabía que lo necesitaba—. También la encontré a
ella. Estaba en el suelo, inerte, con los ojos abiertos. De su cabeza manaba
un charco de sangre y tenía la ropa destrozada, dejando su cuerpo expuesto.
Su cálida sonrisa era una mueca de dolor y miedo. Fue lo último que sintió
antes de morir.
Él se quedó mirándola, en silencio. Sólo escuchaba.
—La única risa que oí fue la de aquellos hombres que me habían arre-
batado a la única persona que recordaba. Trataron de cogerme —apretó los
dientes con rabia— y entonces supe de qué era capaz, cuando hice que deja-
ran de reír para siempre. Los maté —sonrió—, y lo volvería a hacer mil veces.
Pero a la vez me asquea, no puedo controlarlo y por eso se me fue de las ma-
nos. Lo siento, si por mí fuera me arrancaría el alma con tal de ser… normal.
—Shara… —la cara de Adriem había palidecido ligeramente.
—No recuerdo cómo lo hice exactamente ni cuánto tiempo pasó. Senci-
llamente sé que la lluvia había amainado y que estaba en el suelo, mirando
el cielo entre el techo destruido del claustro chamuscado. La luz me dañaba
los ojos pero no me podía mover ni tan siquiera para cubrirme, hasta que la
sombra de un hombre me cubrió. Me preguntó si estaba bien y que fuera con
él, que ese lugar ya solo pertenecía a los muertos. Fue entonces cuando Uriel
me preguntó mi nombre.
—Pero tú no lo recordabas...
—Miré hacia donde yacía el cuerpo de la enfermera y entonces evoqué el
que es, a día de hoy, mi primer recuerdo.
«—... Buenos días —dijo la enfermera. Entró en la habitación—. Me han
dicho que eres nueva. Mi nombre es...»
—... Shara —musitó con un hilo de voz—. Así se llamaba.

A esas horas de la noche no quedaba nadie en el patio delantero del cas-


tillo. Sin el menor problema, Adriem había salido al patio de armas sin en-
contrarse con nadie. A lo lejos el rumor de la tormenta presagiaba lo que las
gruesas gotas de lluvia que comenzaban a empapar la tierra y los adoquines
del suelo confirmaban.
—¿Te vas así? ¿Sin despedirte? —dijo Uriel desde la puerta. Juraría que
antes no había nada allí—. Ahora que empezabas a congeniar con Shara... Es
una pena. Seguro que la podrías ayudar a desarrollar más sus habilidades.
—No necesitas a dos sephiraes —se encogió de hombros—. Parece que
Shara tiene aquí buenos recuerdos, así que, por favor, no la obligues a reme-
morar. Quiere ser una chica normal.
—¿Qué te hace suponer que quiero que recuerde? —Su gesto se camufla-
ba en las sombras y el tono de su voz resultaba indescifrable.
—Comprendo —dijo percatándose de la situación—. Tú ya sabes cuál es
su pasado… ¿La conociste antes?
—Lo siento, amigo, pero eso no te ayudará a dar con la Princesa Oscura.
Pensaba que estabas más interesado en encontrar a Miguel.
Sonrió. Sabía que el pelirrojo conocía la respuesta de antemano.
—He encontrado una pista mejor. De todas formas, gracias por tu hospi-
talidad y consejo.
—Estás en deuda conmigo, Adriem Karid. Si vas a por ese dragón… Lo
siento, pero los muertos no pueden devolver favores.
—¿A qué viene esa insistencia por quedarme? —preguntó intrigado—.
¿Solo por devolverte un favor?
—No es eso lo que temo. Sinceramente, prefiero que te marches y cum-
plas con lo que Alma ha dispuesto para ti, pero si lo haces voy a tener que
prescindir de alguien.
—Eso que dices no tiene mucho sentido, pero mi decisión está tomada.
¿Vas a impedírmelo? —Se dio la vuelta y comenzó a cruzar el patio de ar-
mas—. Gracias una vez más. Adiós.
Una vez cruzado el patio, se detuvo ante tres siluetas bajo el portón de
salida.
—Vaya —sonrió con desgana—, no esperaba que vinierais a despediros
también. —Parecía que lo decía en broma, pero el tono serio y la mirada
amenazante bajo el flequillo le quitaban cualquier vestigio de gracia. 
Laila se adelantó:
—Adriem, hazme caso. Es una locura que vayas tú solo. Quédate unos
días más.
—No tengo intención de esperar. No hay nada que pueda hacerme cam-
biar de opinión.
—Ese no es el problema, chaval —dijo Fearghus mirándole a los ojos con
una de las manos sobre el pomo de la espada—. No puedes abandonar este
castillo sin el beneplácito de su señor. Así pues, esperarás.
Adriem sonrió por lo bajo. La tercera persona era Anna, pero solo callaba
y desviaba la mirada. Parecía incómoda con la situación.
—No sabía que era un prisionero, Fearghus. 
—Un invitado —remarcó el delven—. Escoge bien tus palabras. 
—Poco importa cómo lo llames. Tengo una pista para encontrarla, así
que, por favor, no estorbéis mi camino. No me importa si me seguís o acom-
pañáis, pero no me entretengáis más. 
Fearghus comenzó a reírse; poco a poco fue subiendo en una carcajada,
ante lo que Laila le miraba sorprendida:
—¿De qué demonios te estás riendo? —dijo la doalfar. 
—El chico va creciendo. ¿Ves? Ahora tiene en la mirada esa chispa de la
que carecía para luchar. Esa mujer a la que buscas saca lo mejor de ti mis-
mo. —Desenvainó lentamente la espada—. Tal vez no sea el momento o el
lugar, pero quiero impartirte una clase maestra ahora que te veo dispuesto a
aprender. —El gesto normalmente apático de Fearghus se había tornado en
una expresión que rozaba la felicidad. 
Anna le puso la mano sobre el brazo.
—No, Fearghus, por favor... Solo tenemos que convencerle —casi suplicó
la mawler. 
La lluvia empezó a arreciar con fuerza empapando a los presentes.
Fearghus respondió a Anna soltándose de su mano y acabando de desenvai-
nar los dos sables:
—Es lo que voy a hacer. Si gana, podrá irse, pero si pierde, deberá que-
darse. 
Adriem, a quien el pelo empezaba a chorrearle por la cara, dio un movi-
miento brusco con el brazo para quitarse algo de agua de la manga y lenta-
mente fue desenvainando la espada, dejando que la hoja reflejara la luz de
los relámpagos.
—Me parece justo —aceptó observando cautelosamente al delven. 
Un trueno sonó y Fearghus saltó hacia el humano, que ya le esperaba en
guardia.
Dio dos pasos y previno la estocada de prueba del delven, girando en la
transversal hacia atrás buscando con su  hoja el flanco de Fearghus. Pero
el delven no se dejó sorprender por la treta y se agachó con un movimien-
to elástico, deslizando su sable y acompañándolo con un golpe seco que le
abrió la guardia, obligándole a retroceder.
Anna y Laila observaban el combate. La mawler apenas podía ver el enca-
denamiento de tajos y tretas en un combate bastante duro, pues temía por la
seguridad de ambos. Laila, sin embargo, no perdía detalle, completamente
anonadada.
—¿Ese es Adriem? —dijo tras ver cómo el sephirae esquivaba in extre-
mis uno de los sables de Fearghus—. ¿Desde cuándo sabe luchar así? En los
entrenamientos apenas aguantaba tres estocadas y sin embargo ahora se
defiende muy bien.
En ese momento vio que el sable izquierdo penetraba la defensa de
Adriem, quien tenía ocupada la espada bloqueando con los gavilanes el otro
sable del delven. El sephirae soltó la mano izquierda del pomo del mando-
ble, la cruzó y generó unas delgadas líneas azules sobre esta, manifestándose
en una pequeña barrera que detuvo el sable como si hubiera una pared. El
humano hizo una mueca algo resentido pero aprovechó el desconcierto de
Fearghus para salir de la treta con un violento golpe del arma. Laila prosi-
guió.
Anna miraba en silencio, casi escondida detrás de Laila; solo agachaba
las orejas, claramente asustada.
Fearghus dio dos tajos al aire con violencia para secar las hojas que res-
balaban con el agua.
—Es paradójico. Si ganas, vas hacia una muerte segura.
—Nada es seguro en esta vida, nada es imposible. —Afianzó de nuevo la
guardia—. ¡Si no lo intento, nunca lo sabré! —casi gritó de impotencia.
Anna salió de detrás de Laila, asustada.
—¡Detente, Fearghus! ¡No puedes seguir esforzándote así!
El delven hizo oídos sordos a la mawler y se lanzó hacia el humano con
una velocidad endiablada. Adriem se dispuso a recibir el ataque volteando el
arma por delante de él en una pose defensiva.
El sable izquierdo del delven trazó un arco ascendente desde el suelo,
ante lo que Adriem realizó una cómoda parada trabando el arma de él, pero
tuvo que cambiar el paso para interceptar el sable derecho que venía por el
flanco. Con un golpe seco muy violento consiguió dejar indefenso ese flan-
co del delven pero le dejó la guardia ligeramente abierta, lo cual Fearghus
aprovechó para atacar con el sable izquierdo. El sephirae cambió de nuevo
el paso, y soltando una de las dos manos para coger más velocidad, golpeó
dejando caer el sable para clavarlo en tierra.
Lejos de darse por vencido, el delven cambió el peso y soltó el sable para
coger distancia, aprovechando que el humano se había quedado en desven-
taja tras esta última acción con el arma inmovilizada. No la tenía en la tra-
yectoria correcta, el golpe era certero, pero en una exhalación y con un mo-
vimiento suicida empujó a Fearghus, colándose bajo la trayectoria del corte
y golpeando con toda su fuerza, derribándolo.
El delven apoyó las manos recuperándose del golpe y se levantó, pero
algunas runas dibujadas en su pecho se iluminaron a través de su camiseta
y empezó a respirar con dificultad. Se agarró el pecho e hincó las rodillas en
el suelo apretando los dientes.
Anna corrió hasta él bajo la intensa lluvia, lo sujetó por los hombros y
dejó caer su cabeza sobre su regazo. Miraba con preocupación al delven y
cómo una a una las runas se extendían por todo su torso.
Adriem se dirigió hacia ellos, pero Anna le hizo un gesto con la mano para
que se detuviera.
—Puedes irte, Adriem, has ganado este combate —dijo mientras con la
otra mano le quitaba los mechones de pelo mojado de la cara a Fearghus,
que permanecía inconsciente y con gesto de dolor.
—Yo... no le he golpeado tan fuerte —alegó Adriem sin saber qué había
pasado exactamente.
—Claro que no —dijo medio sonriente—, este hombre es capaz de aguan-
tar mucho más que un simple golpe. Te aseguro que puede llegar hasta rozar
la muerte y seguir en pie. Pero sin embargo su corazón no es tan robusto.
—Deslizó delicadamente sus dedos por el pecho del delven—. No debe for-
zarlo.
Adriem se quedó en silencio, contemplando cómo con delicadeza Anna
no dejaba de mirar a Fearghus. Sin duda, entre ellos dos había algo más pro-
fundo que una simple amistad.
—Vete, ve a buscarla. —Anna tragó saliva calmando sus sentimientos—.
¿Sabes? —Se giró y le miró con una amplia sonrisa que encerraba mucha
tristeza—. Estoy segura de que Fearghus te envidia. Haz lo que él nunca
pudo hacer.
En su cara empapada por la lluvia, Adriem no supo si había alguna lágri-
ma escondida.

Adriem avanzaba por el encharcado camino apenas transitado, algo que


quedaba patente por las altas hierbas que lo tapizaban, dejando a sus espal-
das el viejo castillo y enfilando la antigua ruta hacia los valles del norte, tras
los que estaba Kresaar.
La fuerte tormenta había dejado tras de sí una humedad que calaba los
huesos y la mojada chaqueta hacía más bien un flaco favor al cuerpo.
Se detuvo y sin girarse dedicó unas palabras a la doalfar que a no muchos
pasos le seguía.
—¿Hasta dónde piensas acompañarme, Laila? Hace frío, sería mejor que
te quedaras en el castillo.
La doalfar suspiró, armándose de paciencia.
—Hasta donde quieras ir, Adriem. Tengo mis motivos y tú me necesitas
para atravesar los territorios que hay tras esos valles —dijo encogiéndose de
hombros.
Adriem sonrió con desgana y expresó en voz alta lo primero que pasó por
su mente:
—Dudo mucho que una fugitiva sea una compañía ideal. Seguro que allí
te están buscando. —Giró el cuello para afrontar la mirada de ella—. Por eso
insisto en que es mejor que te quedes.
Hizo una mueca irónica.
—Muy gentil por tu parte, pero créeme cuando te digo que sé moverme
por esas tierras mucho mejor que un humano con esas pintas de imperial
que te gastas con esa ropa. El odio y la desconfianza que emana de las gentes
en tiempo de preguerra como los de ahora no son muy sanos.
—Me las apañaré, no soy tan estúpido. Será un camino muy largo sin
poder acercarme a los pueblos.
—Déjalo. —Le dedicó una mirada medio burlona, medio desafiante—. No
puedes obligarme a darme la vuelta. No pareces de ese tipo de hombres que
atacarían a una mujer.
Él se giró, enfadado por la situación. Había dado en el clavo. Sin duda,
era una oponente más difícil que Fearghus.
Resignado, reemprendió la marcha seguido por la doalfar hacia las mon-
tañas donde aún se veían los relámpagos de la tormenta que se alejaba.
Capítulo 25
-Encrucijada-

Discusiones, quejas, voces más altas que otras… Toda una maraña de so-
nidos que hacían ecos en aquella gran sala donde una de las sociedades más
antiguas se daba cita en consejo para tratar temas que afectaban a Eidem.
Rognard permanecía en silencio, intentando evadirse de aquel bullicio que
apenas le dejaba escuchar sus propios pensamientos. Merisse, que se encon-
traba sentada a su lado, le interrumpió:
—Llevamos dos horas aquí y me da la sensación de que no vamos a nin-
guna parte —dijo frustrada casi al oído de Rognard.
—No sabía que la Encrucijada, en vez de ser un consejo de reunión para
tratar temas de vital importancia para estas tierras, se hubiera convertido
en un gallinero —afirmó claramente molesto torciendo el gesto con desagra-
do—. Ahí tienes al consejero en jefe de la cámara de Kramemberg, al director
del banco de Arqueís, al ilustre pensador Zemeiks… Filósofos, historiadores,
pensadores, gente poderosa…, todos discutiendo como colegialas. Nos reu-
nimos en secreto a espaldas de la Santa Orden para no sacar nada en claro.
Créeme que a mí también me enferma.
Aún no había acabado de soltar su discurso en voz baja sobre la futilidad
de aquella reunión cuando unos golpes secos sobre la mesa en torno a la que
estaban reunidos, le interrumpieron.
Presidiendo aquella gran mesa en mitad del suntuoso salón del palacete,
lejos de las miradas de los curiosos, una mujer los observaba con el cuchillo
responsable de aquellos golpes, ocultando su mirada tras una máscara.
Ataviada siempre con ropa holgada, cuando no llevaba puesta la capucha
se apreciaba en sus facciones de mujer de mediana edad las cicatrices que
cubrían las pocas zonas de su rostro que quedaban al descubierto. Sus cono-
cimientos sobre la magia eran muy extensos, mayores que los de cualquiera
de los allí reunidos, por lo que siempre se la escuchaba pese a llevar poco
tiempo en la hermandad. Se la conocía como Cruz, aunque Rognard sabía
muy bien su verdadero nombre.
El silencio que se hizo en la sala fue tan absoluto que si se prestaba la
suficiente atención se podía escuchar el aliento de los presentes. Parecía im-
posible que apenas unos segundos antes aquello fuera un hervidero de ideas,
palabras, protestas y alegaciones.
Cruz, con voz cálida pese a la distorsión que provocaba aquella máscara
de cerámica, rompió el silencio que ella misma había creado.
—Señores, adoro que cada uno tenga sus ideas y que las defienda, pero
si hablamos todos a la vez, no podremos escuchar nada. —Su tono y sus pa-
labras eran amables, pero cargadas de autoridad—. He accedido a celebrar
esta reunión por petición explícita del señor Rognard, como bien han sido
ustedes informados, con motivo de los acontecimientos acaecidos en Tiria y
que parecen tener relación con la Princesa Oscura. Sé que es un tema deli-
cado y que va a dar mucho de que hablar. —Señaló con un gesto de mano al
sacerdote y lo invitó a levantarse—. Por favor, aún no hemos podido escu-
char su exposición. Pero bien es seguro que todos los aquí presentes sabrán
guardar silencio y dedicarle la merecida atención.
Rognard se levantó de la silla y carraspeó para aclararse la voz. Todo el
mundo había clavado la mirada en él. A lo lejos, en la cabecera de la mesa,
durante un instante le pareció percibir los ojos de Cruz. Unos ojos dorados
que le observaban sin apenas interés. Seguramente ella ya sabría lo que iba
a relatar.
—El motivo de esta reunión, como bien ha señalado la señora Cruz —
dijo haciendo un gesto de asentimiento hacia ella— es una serie de señales
y acontecimientos que me han llevado a la conclusión de que la Princesa
Oscura ha vuelto. —Varios murmullos se escucharon, pero ninguno quiso
interrumpir a Rognard tal y como había pedido Cruz. El sacerdote prosi-
guió—: El análisis de los Ecos, las informaciones de Nara y algunas de las
inscripciones de las Sacras Squelas me hace suponer que la Princesa Oscura
vuelve a ser una realidad y que hace quinientos años Sir Arshius falló en el
cometido que Alma, a sus espaldas, le había encomendado.
Sin poder aguantar más, uno de los presentes, un hombre de avanzada
edad y suntuosas vestimentas, le interrumpió:
—¿Cómo puede afirmar algo tan grave? Hace falta una prueba más palpa-
ble que suposiciones y cálculos zodiacales.
Rognard dudó un poco, no estaba muy seguro de lanzar la siguiente afir-
mación, pero era necesario para que le creyeran:
—Porque me encontré con ella.
Ahora sí que fue inevitable y varias voces se alzaron a la vez, incrédulas,
escépticas. Preguntas agolpadas una detrás de otra sin sentido, hasta que
Cruz volvió a golpear la mesa. Parecía mentira que aquellas delicadas manos
enfundadas en finos guantes fueran capaces de darlos con tanta contunden-
cia. Una vez más, se impuso el silencio.
Cruz habló con su tono pausado habitual:
—Creo que todos los aquí presentes desean saber quién es la persona a
quien usted califica como la Princesa Oscura.
Rognard, al ver la reacción de los reunidos ahora que le observaban con
escepticismo, calló. Tal vez no fuera conveniente implicar a aquella pequeña
doalfar, pero estaba prácticamente seguro. Miró a su derecha, donde Me-
risse le miraba sabiendo la tormenta de ideas que se cruzaban en su cabeza.
Algo poco habitual en él, pero tenía muchas dudas.
Cruz insistió:
—Por favor, prior, todos estamos aquí para resolver los misterios que
acaecen sobre Eidem. Ha de confiar en nosotros.
La miró. Era difícil confiar en una persona que guardaba su rostro a los
demás, pero su voz ofrecía lo contrario.
Al final, agachó la cabeza.
—Eliel Van Desta —proclamó—. Una novicia doalfar originaria de Han-
nadiel.
De repente una voz sonó desde una de las esquinas de la mesa:
—Eso es imposible —dijo una doalfar. Rognard la miró y creyó recono-
cerla. Era la directora de la escuela de Coril, la doalfar que había solicitado
los libros a la biblioteca de la Santa Orden… La mujer que había enviado a la
novicia a Tiria—. Esa joven vino recomendada por su excelentísimo Kai en
persona. Nos fue dada en confianza por él.
Cruz preguntó:
—¿Se refiere a Kai, el dragón hijo de Daath, de la sangre real de Galdabia?
—Sí, el mismo. Además de ser un personaje respetado por algunas de las
facciones conservadoras de Kresaar, es un gran mecenas de la orden de los
Shaman. Ha financiado la construcción de muchos de los templos. Dudo
que esa pequeña personifique a la Princesa Oscura, prior Rognard —afirmó
la doalfar.
Rognard la miró y una idea empezó a formularse en su mente:
—¿Y no le parece un poco extraño que un dragón en persona avale el
ingreso de una muchacha heredera de una pequeña marca sin apenas im-
portancia? Hannadiel, por lo único que es tristemente famosa, es porque allí
se crió Eraide.
La shaman se puso colorada del enfado.
—¡¿Acaso está incriminando a lord Kai?! ¡Señor prior, creo que esa es
una acusación muy grave! ¡Mayor que la de alta traición! Así que cuide sus
palabras.
Con un gesto, Cruz pidió silencio a la doalfar e hizo un inciso:
—¿Qué tiene que decir a eso, Rognard?
—Cruz —replicó mirándola de nuevo con determinación—, las casualida-
des no existen, y Alma está volviendo a soñar. No es una suposición, es un
hecho.
Ante esta afirmación, las voces se hicieron incontrolables.
—¡Blasfemia! —gritaban algunos kresáicos.
—¡Cuentos de viejas! —espetaban otros imperiales.
Uno de ellos, un hombre de aspecto severo, se levantó y golpeó la mesa
enérgicamente:
—Hay una solución a todas nuestras dudas... ¡Matemos a la manceba y
asunto resuelto! —Miró de un lado a otro de la mesa—. Si es la Princesa Os-
cura, asunto resuelto, y si no... que Alma se apiade de ella.
—¡Eso es intolerable! —gritó la directora shaman—. No podemos vender
el alma de una niña por nuestros miedos.
—¿Miedos dices? —increpó una mujer mawler de avanzada edad—. Si es
verdad que ella ha vuelto, más nos vale asegurarnos de matarla. Traerá de
vuelta al Olvidado. ¡Su propia existencia es una ofensa a Alma!
Cruz alzó nuevamente la mano pidiendo calma.
—Todos conocemos las leyendas y los cuentos que hemos oído sobre
Eraide, pero ninguno estuvo allí, en Neferdgita. ¿No sería conveniente apro-
vechar esta segunda oportunidad que nos brinda la historia para saber qué
pasó realmente? Señores, estamos hablando de la vida eterna, de desafiar
las propias leyes de Alma. Es un poder que no está al alcance ni de los más
poderosos magos. Es... —bajo la máscara se notó cómo abría los ojos con
excitación—. Es una liberación.
Las palabras de Cruz no fueron bien recibidas y las voces que reclamaban
la cabeza de la pequeña doalfar se alzaron al unísono. Cruz intentaba hablar,
pero le era imposible entre toda esa jauría de voces excitadas y estridentes.
De repente, el hombre que estaba a su derecha y que siempre la acompaña-
ba, un humano de unos cuarenta años, tez oscura y barba cerrada, sujeto
poco hablador por lo general, espetó con potente voz:
—¡Silencio! —Y una vez más todos callaron.
—Gracias —dijo Cruz asintiendo con un movimiento de cabeza—. Muy
bien, caballeros, esta discusión no lleva a ninguna parte. Así pues, ¿quiénes
están a favor de dar muerte a la muchacha? ¿Creen que así se terminará con
nuestros problemas? Si quieren mi opinión, si no la consiguieron matar del
todo hace quinientos años, acabar con esa chica sin más planificación nos
aboca a un nuevo Neferdgita. ¿Quién quiere arriesgarse? ¿Un acto de valen-
tía? —Pasó un rato y ninguna mano se levantó—. Entonces creo que estamos
de acuerdo en que debemos ser cautelosos.
Miró a la doalfar shaman y los dos sacerdotes de la Santa Orden.
—Me alegro por ustedes. Las decisiones en esta sociedad se respetan. —
Se alzó lentamente y se dirigió hacia la salida del salón—. Enseguida podrán
brindar por ello, disculpen si no los acompaño, pues me gustaría hablar con
los sacerdotes y la shaman sobre asuntos de runas. No quiero aburrirlos.
La salita que colindaba con el gran salón no era tan suntuosa y solo esta-
ba amueblada con una cómoda y un par de sillones. Merisse no podía evitar
estar intranquila, pues nunca había confiado en aquella extraña mujer que
no dejaba ver su rostro. Rognard solía tranquilizarla diciéndole que aquella
sociedad les convenía, y que pese al misterio de dicha mujer, sabía demasia-
das cosas como para perder la oportunidad de conocer verdades que el mun-
do ocultaba. Pero, ¿realmente valía la pena? Era algo que no podía parar de
pensar y esa idea se acentuaba estando en esa sala frente a ella.
—Sinceramente, esta posibilidad ya entraba en mis planes —dijo Cruz
con un cierto tono de desánimo—. Supuse que el tema de la Princesa Oscura
significaría el fin de esta sociedad.
—¿A qué se refiere con el fin? —preguntó algo alterada la doalfar—.
¿Piensa disolver esta sociedad? La gente que hay en ese salón de aquí al lado
no lo va a permitir, aunque sea usted quien la creó. Hay muchas personas
influyentes.
—No hay de qué preocuparse. —Cruz se sentó en uno de los sillones—.
Como ustedes tres comparten mi idea, ya sea averiguar la verdad sobre Erai-
de o, sencillamente, salvaguardar la vida de esa pequeña muchacha, los haré
partícipes de mis planes.
—En verdad se lo agradezco —respondió la doalfar.
—No me agradezca nada, el valor de la vida de una simple muñeca me es
irrelevante. Pero lo que hay dentro de ella, su alma, sí que lo es. Acusaba al
prior Rognard de involucrar a Lord Kai en todo esto... Permítame corregirla
y decirle que tiene razón. Esa pequeña, Eliel, es su mayor éxito, y por ello el
oráculo no respondía ante ella.
La doalfar miraba con los ojos desencajados.
—¡¿C-Cómo sabe eso?!
—Yo sé muchas cosas, querida. A veces, demasiadas. —Se giró para mirar
a Rognard, que en silencio estaba tomando nota de todo aquello de lo que
allí se estaba hablando—. Pero hay un pequeño detalle que tiene que ver con
una escurridiza comadreja que se me escapa —añadió con algo de acritud—.
Reláteme en detalle lo acontecido en Tiria si es tan amable. Créame que
le recompensaré por esa información —dijo adoptando una mirada felina,
como la de un gato acechando a su presa.
Eliel se sobresaltó al escuchar el tintineo de un cascabel que hacía ecos
en los pasillos de aquella desangelada mansión.
—¿Qué ha sido eso?
La niña a la que estaba siguiendo, la pequeña Eraide, le respondió con
desdén:
—No te preocupes, solo es un estúpido gato que me ronda desde hace
tiempo. No le hagas caso, sólo quiere jugar.
El suelo de madera crujía bajo sus pies. Las sábanas cubrían los mue-
bles, y las cortinas ondeaban al viento creando una imagen de fantasmas
imaginarios. La niña salió al jardín trasero, donde no muy lejos, entre la
niebla, podía verse un pequeño lago helado pese a que allí no hacía frío.
La niña corrió por la colina mientras Eliel la seguía a paso más lento,
admirando aquel paisaje que le provocaba escalofríos. Todo parecía eté-
reo, inconsistente y... terriblemente vacío.
—¿Qué lugar es este? —le preguntó a la niña cuando llegó a su altura a
la orilla del lago—. Todo se parece a mi casa, pero no es igual.
La niña hizo oídos sordos a la pregunta y dijo:
—Aquí fue donde mi padre me dijo que estaba prometida. Apenas era
una niña... —Su cara reflejaba nostalgia, y sus ojos miraban ese horizonte
infinito que era el lago helado y la niebla—. Me encantaba patinar con él. Y
años más tarde fue aquí...
Eliel acabó la frase, sorprendida:
—... donde me despedí de él antes de irme a la escuela de shamans.
La niña se giró hacia ella con una sonrisa en los labios.
—Veo que sabes jugar.
—¿Cómo es posible que sepas tú eso? —contestó incrédula—. No te co-
nozco de nada.
La niña la miró a los ojos con un color rojizo en sus pupilas.
—Porque esa no es tu vida, es la mía. Tú nunca estuviste en Hannadiel,
tú nunca te prometiste con Kai, tú solo eres una muñeca que se parece a mí
y tienes algo que me pertenece —dijo con rabia contenida.
La niebla se oscureció y un frío intenso recorrió la espalda de Eliel ante
las palabras cargadas de odio de la niña, que concretó:
—Mi corazón.

Adriem se giró hacia Laila mientras ella se acercaba tras hacer una batida
por los alrededores.
—¿Qué dices?
—¿Yo? Si no he abierto la boca... —se extrañó ella.
El humano se encogió de hombros.
—Por un momento me pareció que me llamabas, lo siento. Habrán sido
imaginaciones mías.
La doalfar se acercó a él, tratando de no pisar ningún charco de aquel
camino embarrado.
—No hay nadie por los alrededores, pero Alma sabrá si hay vigilancia al
otro lado.
—Es un paisaje casi macabro.
—Una de las tantas ideas del hombre dejadas a medias... El ferrocarril
que hubiera unido Esthas, la capital de Kresaar, con Fraiss. Pero la revolu-
ción de Fraiss y los dragones más conservadores del consejo de Esthas hi-
cieron que se abandonara. Esta tierra hubiera sido una rica zona comercial,
ahora solo es un montón de piedras y hierro abandonados.
Ante ambos se hallaba la boca de un túnel que se sumergía en las pro-
fundidades de la montaña. Restos de un depósito de agua, alimentado por
una vieja presa que contenía una pequeña cascada, raíles abandonados y
traviesas cubiertas de maleza. Era como si, un día, los obreros se hubieran
desvanecido de repente.
El viento susurraba desde la boca de aquel túnel.
—Parecen las fauces de una bestia dormida —opinó Adriem esbozando
una sonrisa.
—Tal vez sea así. Este túnel cruza la frontera, y una vez salgamos estare-
mos en territorio de Kresaar, un lugar poco acogedor para ambos. Por suerte,
Hannadiel es una marca apartada y no nos costará mucho llegar hasta ella
si seguimos las viejas cañadas. Tardaremos un poco más, pero evitaremos
caminos y patrullas. Solo espero que las provisiones nos alcancen. —Laila
lanzó una pequeña carcajada—. Le he dejado la despensa pelada a Josef.
Adriem le correspondió con una sonrisa.
—Sigo sin entender por qué este empeño en acompañarme, Laila... A fin
de cuentas, encontrar a Eliel es un asunto mío y no creo que debas arriesgar-
te por ello. Además, seguro que Uriel no se lo habrá tomado bien.
Laila hizo un gesto con la mano, quitándole hierro al asunto.
—No te preocupes por el pelirrojo, se lo dejé muy claro. A excepción de
Fearghus, soy quien va con él desde hace más tiempo y me merecía unas
vacaciones.
—¿Vienes a plantar cara a un dragón? Tu concepto de las vacaciones es
muy diferente al mío —la miró desconfiado—. Dime la verdad.
—Tengo mis motivos, es algo personal que tenía pendiente en Kresar.
No te preocupes, te ayudaré en el viaje y no te molestaré. —Le miró de reojo
mientras se acercaba a la boca del túnel—. Pero... ¿y tú, Adriem? ¿Por qué
esa obsesión por buscarla?
El humano se quedó parado mirando la espalda de la doalfar, que avan-
zaba hacia la oscuridad llevando a su montura de las riendas. Sintió que
las palabras de ella estaban cargadas de una lógica aplastante, que no tenía
argumentos con los que rebatirlas. Miró el suelo y se vio reflejado en uno de
los charcos. Su cara... Estaba sonriendo.
A su alrededor el otoño comenzaba a teñir los árboles de ocre y rojo. Que-
daba poco para que hiciera un año desde que viajase a Nara y se notaba
cambiado.
Laila se echó por encima una de las mantas que portaba en las alforjas a
modo de abrigo. Aquel viento era fresco.
Ya no esperaba respuesta de Adriem cuando este la rebasó caminando
hacia el interior.
—Tengo que cumplir una promesa, nada más.
—¿Solo por una promesa? —dijo la doalfar sonriendo mientras comenza-
ba la marcha también—. Bien, a fin de cuentas somos compañeros de viaje,
nada más.
Se adentraron en la oscuridad en dirección a un camino que ambos sa-
bían que no iba a tener retorno alguno.

A apenas un par de jornadas de allí, en el viejo castillo, Anna no se sepa-


raba de Fearghus, que aún convalecía. No había fiebre, solo un dolor agudo
que de vez en cuando le atravesaba el corazón y le hacía retorcerse en el
lecho entre sudores y falto de aliento.
Si algo le había sorprendido a la joven mawler era que Shara, regular-
mente, pasaba para interesarse por la salud del delven. Pese a su acritud y
que no hablaba con nadie salvo con Uriel, la sephirae no parecía una mala
persona. Anna siempre había pensado que era una forma de protegerse de
los demás, no sabía nada de ella, pero su vida hasta entonces había tenido
que ser dura como para que se comportara así aunque ella misma no lo re-
cordara.
La puerta se abrió y la mawler pensó que sería de nuevo Shara, pero esta
vez erró. Uriel, que había estado encerrado en su estudio desde que Adriem
y Laila se fueron, estaba bajo el umbral con gesto serio y ojeras de haber
dormido poco o tal vez nada. Ni siquiera se molestó en saludar.
—¿Cómo está, Anna?
Nerviosa por ver a Uriel tan seco, respondió:
—La estructura rúnica que hizo mi madre sobre su herida es muy com-
pleja, soy incapaz de repararla —reconoció, derrotada—. Mis conocimientos
son muy limitados y se está muriendo. —Notaba cómo se le empañaban los
ojos en un sentimiento entre la rabia, la tristeza y la desesperación—. No
debió esforzarse tanto. Sin quererlo se acordó de ella, y eso...
Uriel, al posar una mano sobre su hombro, la sorprendió. La apretó con
firmeza y suavidad a la vez, mientras, esbozando una sonrisa cansada, le
decía:
—No te preocupes, no es culpa tuya. Él sabía perfectamente a qué se ex-
ponía. Encontraremos la forma de que se recupere.
Anna le miró con los ojos enrojecidos por las lágrimas. Sólo había una
posibilidad, una única alternativa, pero no lo creía conveniente. Pero aun-
que ella no dijo nada, él sabía perfectamente leer en sus ojos como si de un
libro se tratara.
—¿Cuál es la otra manera? —preguntó con voz calmada, tratando de no
presionarla.
—Yo… Yo… —Anna se puso muy nerviosa y automáticamente desvió la
mirada, sonrojada.
—Sabes que puedes contármelo, puedes confiar en mí. —La cogió suave-
mente de la barbilla con los dedos y con delicadeza volvió su cara, enfrentan-
do de nuevo su mirada—. Anna.
La mawler sabía que no había escapatoria y que él lo acabaría sabiendo,
así que se derrumbó y se lo contó:
—Hay alguien que puede arreglar las runas de Fearghus… —Tomó aire—.
Pero… no creo que quieras verla.
—La discípula de tu madre, Danae —suspiró.
—Tú sabes dónde está, ¿verdad? —Estaba cabizbaja.
—La paloma mensajera que recogí hace medio año era de ella. Por eso os
envié a por el cristal de esencia. —Uriel se disponía a girarse, pero la mano
de Fearghus le asió.
—¿Sólo por el cristal, viejo zorro? —dijo haciendo un esfuerzo terrible
para hablar.
Anna notó cómo el gesto de Uriel le delataba. El delven le conocía mejor
que nadie y fue entonces cuando ella encajó las piezas.
—Adriem… Ya sabías de su existencia. ¿Querías que los trajéramos? ¿Te-
nías un plan para él?
—No —dijo con gesto muy serio—. Sabía que existía, pero el que lo en-
contrarais fue una coincidencia. Así que sólo he aprovechado para darle un
empujón en la dirección correcta.
—Tú odias las coincidencias, Uriel —afirmó Fearghus.
Anna vio cómo torcía el gesto dándole la razón al delven, pero no añadió
nada más.
—¿Y qué va a pasar con Laila? —le preguntó Anna.
—Mentiría si os dijera que no lo lamento, pero entiendo que quiera resol-
ver sus asuntos personales.

El crepúsculo iba tiñendo de naranjas y amarillos el paisaje ocre de Tiria.


La posada del Puente de Alsomon volvía a tener la vida y actividad de anta-
ño, como se reflejaba en el comedor que ya a esas horas estaba repleto. El
negocio no marchaba mal y Agnes no daba abasto. Solo llamaba una cosa la
atención, y era que la joven dueña no estaba abajo trabajando como de cos-
tumbre. Había dicho que no se encontraba bien, algo muy raro, pues Agnes
no recordaba haberla visto nunca enferma, y se había subido a su habitación.
Dythjui miraba desde su ventana el atardecer de Tiria presa de una fuerte
nostalgia. Su intuición le decía que iba a pasar mucho tiempo antes de volver
a ver ese paisaje de la ciudad que, con la oscuridad, se iba durmiendo mien-
tras miles de farolas comenzaban a encenderse.
No era la primera vez que tenía aquel sentimiento y, por desgracia, nunca
traía nada bueno. Abrió el cajón de su escritorio y sacó la carta de Adriem.
Casi hacía un año que la había recibido y había perdido la cuenta de las ve-
ces en que la había leído. Se sabía cada palabra, cada coma, cada espacio, de
memoria.
—No te merecías esta carga, Adriem... De entre todas las personas que
habitan esta tierra, no entiendo por qué Alma te puso en mi camino, pero si
algo tengo claro es que tu corazón es demasiado noble y frágil para todo lo
que va a tener que soportar —dijo para sí.
Se apoyó en el respaldo de la silla y suspiró pesadamente.
—¿Cuánto tiempo pensaba que iba a poder permanecer ajena a todo? Du-
rante estos años a veces llegué a creer que me podría esconder eternamente,
pero siempre he sabido que iba a ser imposible.
Se hizo el silencio y cerró los ojos. Su expresión se tornó amarga y decaída
al recibir aquella sensación tan familiar.
—Ya está aquí.
Acercó la carta al quinqué y la prendió, para luego echarla a la papelera
y dejar que se consumiera, dejando un intenso olor a papel quemado en la
estancia. Mientras, sacó un sobre de otro cajón con el nombre de Agnes.
—Esta posada es tuya, Agnes. Siento que no me pueda despedir... —Y la
dejó junto a una carta que, por desgracia, apenas explicaría nada sobre su
súbita partida—. He de irme.
Dythjui caminaba por las callejuelas del sector evitando pisar algunos
de los charcos. La niebla provocaba cortinas etéreas por los oscuros y silen-
ciosos rincones de aquella ruidosa ciudad. De repente se detuvo ante uno y
miró su reflejo.
—Todo puede cambiar menos yo —dijo viendo su cara. Sus ojos grises no
estaban llenos de vida como de costumbre.
A su espalda unos pasos se acercaron, acompañando el tintineo de una
armadura que parecía bastante pesada. Sin girarse tan siquiera, Dythjui le
saludó tratando de esconder su nervios.
—Empezaba a pensar que no ibas a aparecer nunca, Alister —dijo con
falsa arrogancia.
Se giró y tras ella había un hombre de bastante corpulencia, el cual vestía
una armadura completa que más bien parecía una reliquia de otra época.
En su mano, un montante se arrastraba por el suelo. No dijo nada, solo se
detuvo a unos tres metros de ella.
—Siempre confié en que este momento nunca llegaría. —Dio un par de
pasos hacia atrás para coger distancia—. ¿Qué me dirías si te pido que le
cuentes que no me encontraste? —rogó juntando las manos a modo de sú-
plica—. Hace tiempo que me aparté de todo esto. Si me dejáis en paz no os
molestaré, te lo prometo.
Con una voz metálica filtrada por el casco, el hombre habló:
—Lo siento, pero no va a ser posible. Cruz no quiere dejar nada ni nadie
al azar. Tenemos que rectificar lo que hicimos.
—Somos sombras de la historia, herederos de un pasado que sólo trajo
desgracias a este mundo. Y como sombras deberíamos sumirnos en la oscu-
ridad para siempre y dejar que el propio tiempo nos devore. —Hizo un gesto
que abarcó su alrededor—. Mira lo que han construido, lo que han avanzado,
ellos ya no nos necesitan. Los zodiakel somos innecesarios en este nuevo
mundo.
—Tonterías. ¿No has aprendido nada en estos quinientos años? Pareces
tan necia como ellos. Ven, y por la amistad que nos une no opongas resis-
tencia, por favor.
Ella sonrió con sarcasmo.
—Alister, tú sabes mejor que nadie que eso no va a ser posible. —Y de su
mano comenzaron a aparecer unas briznas de luz que se fueron condensan-
do hasta solidificarse en un arco blanco exquisitamente decorado—. Espero
que en todo este tiempo no te hayas vuelto torpe. —Tensó una cuerda imagi-
naria y una flecha se formó entre sus dedos.
La gente que caminaba por unos de los puentes que conectaba dos secto-
res de la ciudad se sobresaltó al ver cómo una enorme explosión dejaba una
impresionante columna de humo en la zona posterior del sector seis, que
hizo temblar hasta los mismísimos cimientos de la construcción.
Capítulo 26
-Hannadiel-

Las cortinas ondeaban mecidas por una sutil brisa en aquella fantasmal
salita. En mitad de muebles tapados por sábanas, iluminado todo por una
luz gris y mortecina, Eliel estaba sentada en una mesita frente a la niña
mientras ésta le servía el té. Estaba calada, cabizbaja y ojerosa. No enten-
día nada, no conseguía comprender qué estaba pasando. Si aquello era un
sueño, éste le había llevado a un mundo que carecía de sentido para ella.
Esa misteriosa niña, que tanto se parecía a sí misma, pese a su apariencia
de inocencia tenía una simiente de amargura y resentimiento en su inte-
rior que, cuando se vislumbraba a través de sus ojos, le helaba la sangre.
El silencio era pesado, sólo interrumpido algunas veces por el tararear
de la niña, que cantaba una canción que a Eliel le sonaba haberla oído al-
guna vez, pero no recordaba cuándo.
La niña le sirvió el té.
—Hacía mucho tiempo que nadie venía a visitarme. No sabes cuán abu-
rrido es este lugar.
Eliel ni se molestó en contestar. Seguía cabizbaja, desorientada; apenas
hacía caso a las palabras de la chiquilla.
—Creo que deberías escuchar mi historia antes de juzgarme de esa ma-
nera. A fin de cuentas, tú eres yo, y si te he pedido su corazón verás que
tiene una razón. No puedes negar lo que eres, no puedes negarte a ti mis-
ma. —Se sentó a la mesa y dio un pequeño sorbo—. Aún no me sale muy
bien —dijo con una amplia sonrisa—. ¿Cuándo fue la última vez que tomé
un té? Ah, ya me acuerdo. Fue hace quinientos siete años… Vaya, sí que
hace tiempo.
—¿Por qué debería interesarme tu historia? —respondió la doalfar sin
mirarla.
—No, no, no —dijo regañándola con el índice—. Te interesa y mucho.
Así sabrás por qué te perseguía Gebrah, por qué ese triste dragón nos teme
tanto. —Hizo una pequeña pausa para comprobar que había captado la
atención de su invitada—. Yo le conocí hace mucho tiempo, era el mentor
de quien sería mi esposo, el futuro rey de Galdabia, Kai. Él siempre se opu-
so a nuestra boda, ya que yo no pertenecía a la estirpe de los dragones,
era una sencilla doalfar. —Dio un ligero sorbo al té—. ¿Sabes por qué una
doalfar iba a ser reina? Es muy sencillo: porque lo había dicho el Oráculo
de Nara. Esa máquina construida por aquellos necios, aquellos prepoten-
tes antiguos que aspiraban a controlar el destino. Je, ellos no sabían cómo
hacerlo, pero esa es otra historia. Deberíamos seguir con la nuestra.
Eliel miraba de reojo a la niña. Quería salir de aquel lugar extraño, se
sentía desorientada pero a la vez quería seguir escuchando aquella histo-
ria. Tenía la desagradable sensación de que no quería escuchar el final. La
anfitriona seguía hablando.
—Toda mi vida era como un cuento. La segunda hija de una familia
noble menor iba a ser reina. Eso, por supuesto, despertó las envidias y re-
celos de mucha gente, pero no me importaba. Además, Kai era una buena
persona, siempre se portaba bien conmigo, con paciencia y comprensión.
Todo iba a ser perfecto, mi boda fue algo por todo lo alto y un día de fiesta
nacional. —La niña se levantó de la silla y comenzó a dar vueltas como si
bailara. Estaba contenta, resplandeciente, evocando aquellos recuerdos.
Pero su mirada se ensombreció y se detuvo en seco—. Hasta que apareció
él.

Adriem cerró el viejo diario con cuidado. Aquella copia manuscrita esta-
ba muy ajada y corría el riesgo de deshojarse en cualquier momento. La jor-
nada había sido larga y le dolía todo el cuerpo de montar, así que decidió que
había leído suficiente y se dispuso a dormir al tibio calor de la hoguera que
había encendido Laila para combatir la terrible helada que estaba cayendo.
Tenían las ropas sucias y el cuerpo molido. Habían pasado ya una sema-
na sin acercarse a ningún pueblo ni aldea, comiendo caza y las escasas pro-
visiones que les quedaban. A decir verdad, pese a que Adriem nunca había
estado en Kresaar, tenía que decir que por lo menos sus bosques no eran
muy diferentes. Tal vez algún tipo de árbol que no conocía, pero dudaba
que la fauna o la flora de aquel lugar supiera sobre países, fronteras o ideas
políticas.
Aquella noche estaba siendo especialmente fría y la manta y la hoguera
poco podían hacer contra aquella helada humedad que daba al bosque un
aire misterioso.
No muy lejos de él, Laila se acurrucaba en su manta, pero no podía parar
de tiritar. Cansada de no poder conciliar el sueño, se levantó del duro suelo
y se acercó a Adriem envuelta en la manta y algo despeinada.
—Brrr... Con este frío no hay quien duerma —dijo alzando uno de los pies
y acercándolo un poco a las llamas en un poco sutil intento de calentarlo—.
¿Qué es lo que lees todas las noches? Siempre vas con ese libro ajado.
—Es una copia de un viejo diario que tenía mi padre en su biblioteca.
—La historia debe de ser interesante...
Adriem sonrió un poco y reconoció:
—Bueno, la verdad es que me está costando mucho leerlo, está en un doa-
lí bastante antiguo y el idioma no se me da bastante bien.
Ella se acercó donde él y se sentó a su lado.
—¿Me dejas verlo? Tal vez pueda ayudarte.
Le dio el libro y ella lo abrió con delicadeza. Miró la primera página.
—Alea nut somnia… Anoche tuve un sueño. —Sonrió— Vaya, qué forma
más bonita de empezar un diario. No me extraña que te cueste leerlo, este
dialecto de doalí no se habla desde hace siglos. Incluso a mí me cuesta un
poco.
Se acurrucó a su lado con el libro entre las manos.
—Hace demasiado frío para dormir.
—Sí. Pero así hace algo menos.
Adriem se fijó en que pese a que se había despojado de todos los pertre-
chos, seguía portando el guantelete armado que le llegaba hasta el hombro.
—¿No te quitas eso?
Ella se miró la mano enfundada.
—Es un recuerdo. —Él iba a preguntar, pero ella no le dejó, abriendo el li-
bro por la página que él tenía marcada y comenzando a leer—: Esta mañana
le han traído a la corte…
¿Cuánto hacía que no estaba así junto a una mujer? Notaba su aroma,
con lo que no pudo evitar ruborizarse. Intentó enfriar sus ánimos y atesorar
ese momento atendiendo a lo que relataba.
Relajó su cuerpo, descansó su espíritu y por un breve instante dejó de
buscar a Eliel y se durmió en ese mar de tranquilidad que ya no recordaba.

Eliel sintió una punzada en el pecho que le dejó una sensación de vacío
y desasosiego. No pudo evitar encogerse un poco ni disimular la cara de
dolor. La niña la miró de reojo, interrumpiendo su narración:
—Está empezando a olvidarte.
Eliel iba a comentar algo, pero la niña siguió contando su historia:
—Era un común notable, con una brillante carrera militar y política que
le había llevado de ser un humilde hijo ilegítimo del señor de una marca
occidental a conseguir el mayor honor que alguien que no fuera dragón
podía ostentar: caballero de la corona. Se había ganado la simpatía de los
comunes y a los consejeros del rey les pareció un buen efecto de imagen en
tiempos en los que reinaba el descontento, asignarle el honor de mi cus-
todia. Él lo estropeó todo. Mi resplandeciente futuro se convirtió en una
ciénaga oscura…
—¿Qué hizo él?
—Nada —dijo con gesto sombrío, para después apartar la mirada—. Sin
hacer nada me arrebató mi posesión más preciada… Mi corazón. —musitó
apretándose con la mano el pecho.
Había amargura en aquellas palabras. Estaban cargadas de nostalgia
y dolor. Bajo aquel despiadado comportamiento, solo había un corazón
roto. Y de nuevo una nueva punzada atravesó el pecho de Eliel.
Su gesto se tornaba cada vez más en dolor.
—No pude encontrar sosiego en mi corazón pese a que Kai me inundaba
de muestras de cariño y satisfacía todos mis caprichos, pero seguía siendo
terriblemente infeliz. No hacía más que orar a Alma por que me salvara de
mi desdicha, pero ¿sabes qué me respondió a mis plegarias?
Eliel no supo qué contestar. No tenía ni idea. Solo hubo silencio.
—Eso mismo —aseguró la niña—: silencio. Alma me daba la espalda y
yo, desesperada, entré en cólera. Renegué de ella con amargura desde lo
más profundo de mi corazón, y fue entonces cuando lo encontré.
—¿El qué? ¿Qué encontraste? —Algo en su interior le decía que no que-
ría averiguar la respuesta, pero no podía evitar preguntar.
La pequeña miró por la ventana a través de las cortinas dando la espal-
da a Eliel y dijo:
—Lo olvidado. Aquello que Alma nos ha arrebatado, enterrándolo en la
historia.
No tenía la más remota idea de sobre qué estaba hablando, pero a la vez
se le hacía familiar…
—Así fue como caí en el Eco —dijo girándose de nuevo hacia Eliel.
—La enfermedad del Eco... es mortal.
—No es una enfermedad, es una liberación. Mas no sois capaces de asu-
mirla y preferís la muerte. Pero mientras estaba enferma la guerra había
estallado y Arshius se había alejado de mí, liderando a los rebeldes. Él mis-
mo dijo, cuando nos despedimos años antes, que si era la corona lo que nos
separaba, él la destruiría. —Sonrió—. Maldito terco, ¿no se podía haber
rendido como hubiera hecho la mayoría? Supongo que debe de ser heredi-
tario, porque me recuerda mucho a tu Adriem.
Eliel negó con la cabeza.
—Él no sabe dónde estoy, antes o después se cansará.
La niña se rio y le indicó:
—No digas palabras que no crees. —Se sentó de nuevo a la mesa y la
miró a los ojos—. Él vendrá a ti, eso lo sabes, y yo le estaré esperando.
Neferdgita no fue una simple batalla que derivó el rumbo de la guerra, fue
más bien un sueño, algo único. Por desgracia, para algunos fue una pesa-
dilla, y ten por seguro que se volverá a repetir de las manos de quienes me
temen. —Su sonrisa sombría daba un miedo que heló la sangre de Eliel—.
Muy pronto.
Bajando desde Fuente Esien hacia el norte, a las tierras del Alto Solahad,
a una distancia de unas tres jornadas, cuatro a lo sumo si el jinete no era
muy diestro, se podía divisar desde lo alto de unas colinas la marca de Han-
nadiel a los pies de las cumbres septentrionales de la cordillera Kriméica. Un
pueblo que en el pasado tuvo una gran importancia comercial y estratégica,
pero que con el paso de los años había visto menguar su relevancia.
Pequeñas casas se arremolinaban en los arrabales en el exterior de las
murallas, donde se refugiaban las casas de nobles en torno al templo de los
shaman que presidía la población, ostentando su alta torre. El contraste era
palpable a simple vista y no chocaba mucho con los pueblos que había visto
Adriem hasta la fecha. Los comunes se encargaban de cuidar los campos y
el ganado de sus señores doalfar, en un sistema de castas y privilegios que
en el resto del continente había sido abolido hacía tiempo. A medida que se
alejaban de esa zona, las casas se iban desperdigando más entre los campos
de maíz y pequeñas explotaciones bovinas.
Bajaban ambos por una de las cañadas hacia uno de los caminos prin-
cipales para entrar en el pueblo. Exhaustos por tan largo viaje, no veían el
momento de poder conseguir alguna habitación y descansar tras comer algo
caliente, aunque fuera arriesgado.
Era cerca del mediodía, y a medida que se aproximaban a las primeras
casas de los arrabales, la gente con la que se cruzaban no dejaba de fijarse
en él. Habían conseguido de forma poco honrosa algunas ropas viejas de un
lavadero hacía unos días, pero trataba de no hablar para que su torpe acento
no le delatara. Algún doalfar camino de intramuros, así como mawlers y
humanos que vivían en aquellas casas de piedra y pizarra se cruzaban en
su camino. Pero si algo le llamó la atención fue la gran cantidad de niños,
mujeres y ancianos…, pero apenas ningún hombre joven entre los comunes
que no estuviera lisiado.
—Tengo la sensación de que todo el mundo me mira —dijo a la doalfar
en voz baja.
—¿Y te extrañas? No es porque se den cuenta de que eres imperial, sen-
cillamente los humanos forasteros no son tan bien acogidos aquí. Mucho
menos que los doalfar lo somos en el Imperio. Cuando descansemos un poco
deberíamos irnos de inmediato.
—No me gusta esta ropa. Es algo incómoda —dijo mirándose la túnica
kresáica que a juzgar por el desgaste había tenido ya una vida demasiado
longeva, mientras sus zapatos de cuero se hundían en el barro de la calle—.
Tendríamos que comprar nueva.
Ella le regañó:
—No seas crío. Además, seguro que el poco dinero que lleves serán escu-
dos. La moneda imperial no es que se acepte alegremente por aquí. Suerte
que he traído piezos... Espero que Uriel no se enfade porque le haya asaltado
la caja —musitó mostrando una pequeña saca que tintineaba.
Adriem no pudo responder... Ella tenía razón. Así que siguió andando
hacia lo que parecía la única taberna del pueblo.

El hostal sobre la taberna era viejo y no parecía que tuviera demasiados


visitantes, a diferencia de la taberna que tenía en su planta baja, donde va-
rios parroquianos de avanzada edad bebían vino y jugaban con unas fichas
sobre un tablero. Juego que Adriem no conocía pero del que no pudo des-
cubrir cómo se jugaba, pues dejaron lo que estaban haciendo y los humanos
que se encontraban en torno a la mesa pasaron a observar a los nuevos fo-
ráneos.
Laila se dirigió al que parecía el dueño del local, que se quejaba de dolor
de espalda mientras apilaba unas cajas con botellas. Era un mawler que co-
jeaba y de gesto malhumorado.
—Disculpe, señor, quisiéramos una habitación para pasar la noche.
A Adriem le seguía costando un poco entender el doalí hablado, pero sí
que distinguió que había pedido una sola habitación. Iba a comentarle algo,
pero el dueño del hostal le respondió y eso sí que lo pudo entender a la per-
fección, pues aquél le miraba fijamente:
—¡No tengo habitaciones!
Laila sonrió un poco incómoda.
—No querría acusarle de embustero, pero no hay ferias ni mercados,
dudo mucho que tenga todas las habitaciones ocupadas. Así que no insulte
a mi inteligencia. —Adriem, mientras Laila y el tabernero discutían, observó
cómo dos de los hombres de la mesa salían del local nerviosos. Algo iba mal,
sin duda.
El dueño prosiguió, acusador:
—Creo que encontrará habitaciones de su gusto dentro de las murallas,
con los suyos. Ya se han llevado a nuestros hijos al frente. —Sus palabras
denotaban una ira contenida que le hacía enrojecer el rostro—. Así que no
me exija también mis habitaciones, señora. Como le he dicho, están todas
ocupadas.
Laila iba a responder, pero Adriem se le adelantó haciendo un esfuerzo
para explicarse bien en el idioma de Kresaar:
—No le pedimos opinión, solo alojamiento —dijo bastante molesto, pues
ya tenía bastante con las manifestaciones racistas en el Imperio y le disgus-
taba mucho que allí pasara lo mismo. Aunque en este caso entendiera la
postura del mawler.
La discusión no duró más, pues tres soldados doalí entraron en la estan-
cia. Portaban el gambax con la flor bordada, calotas con gorguera y sable al
cinto. Por suerte, ninguno llevaba pistola ni fusil. Todos apoyaban la mano
sobre el pomo en gesto amenazante. Uno de ellos se dirigió a los visitantes:
—Señorita, su sirviente… ¿de dónde es? —dijo uno de los doalfar arma-
dos—. Espero que tenga sus papeles. —Entornó la mirada con desconfianza.
Adriem se giró y caminó hacia ellos con las manos en alto.
—Disculpadme, pero no llevo su documentación encima —alegó Laila—.
Tuvimos un percance por el camino y perdimos nuestros equipaje.
—Comprendo. Pero... ¿por qué porta su común un arma? ¡Está prohibi-
do!
Adriem sonrió nervioso. No era fácil ocultar un mandoble, pero pese a
todo, el detalle se les había pasado por alto. Laila se quedó en blanco, y el
soldado, sin más mediación, cerró el puño y se dispuso a estampárselo en
la cara. Pero Adriem dio un paso instintivo hacia atrás acompañando con
su mano el golpe de él y desestabilizándolo, derribándolo al suelo con un
pequeño movimiento de pierna. Aquel ataque le había parecido muy pobre,
pero decidió no seguir la pelea, pues los otros dos desenvainaron y oyó de
fondo cómo Laila le pedía que se detuviera. Así que alzó las manos y dejó que
el doalfar se levantara, claramente enojado, y recibió sin rechistar el segun-
do puñetazo que le partió el labio.
Cada vez que visitaba algún país nuevo siempre tenía problemas con la
autoridad. Vaya suerte, pensó irónicamente, mientras se apretaba la mejilla
para calmar el dolor.

Ambos fueron confinados en una habitación del pequeño cuartel. Adriem


agradeció que no fuera una celda, ya que de la última no tenía buenos re-
cuerdos. Laila parecía nerviosa y no dejaba las manos quietas. Estaban junto
a un hombre bastante orondo y de avanzada edad que, al contrario que Lai-
la, parecía muy tranquilo.
—No te preocupes, es solo un trámite administrativo. Como mucho te
pondrán una multa, por dejar a tu mascota ir armada —dijo con cierta iro-
nía— y nos podremos ir..., aunque lo más seguro es que sea con una escolta y
derechitos a la frontera de la marca. De todas formas, puedes desentenderte
de mí y seguir tu camino —añadió en voz baja para que su compañero de
estancia no oyera nada.
—Esa espada te trae más problemas que soluciones —afirmó, bastante
enfadada por la situación.
—¿Qué quieres que haga con ella? ¿Que la tire? Sé que es difícil de enten-
der, pero tiene valor sentimental —se excusó.
El hombre que estaba ante ellos los miró y entró en la conversación:
—Disculpad mi atrevimiento, pero eres un imperial, ¿verdad?
Adriem le miró con desconfianza.
—No hace falta que respondas, tu acento te delata —dijo en voz baja—. No
son buenos tiempos para que alguien como tú se pasee por aquí —concretó
el hombre con una sonrisa, como si el hecho le divirtiera.
—¿Además de lo obvio?
—Ha llegado a mis oídos que el Imperio ha invadido una franja de Kina-
ra, un terreno neutral entre nuestro país y ellos. Las cosas están muy tensas
y todo huele a guerra, así que un chaval como tú por estas tierras no va a ser
bien recibido. Mi consejo, joven, es que abandones este país antes de que
empiece, porque si no más vale que te escondas.
—No noto que a ti te moleste que sea imperial —dijo Adriem, desconfia-
do.
—A mí me da igual. Las ideologías son para las gentes que están vacías y
necesitan creer por fuerza en algo. No es que el gobierno los engañe..., más
bien ellos mismos se dejan engañar. Es cuando desaparece la crítica y se
manifiesta la turba. Eso se hace más patente en los tiempos bélicos.
Laila metió pie en la conversación:
—No hablas como un campesino... ¿Quién eres? Tus ropas, aunque des-
gastadas, son caras.
El hombre esbozó una amplia sonrisa.
—Disculpe, no me he presentado. Soy Reinald, hombre modesto. Sólo el
profesor de las escuelas de esta región. Hay muy pocos infantes y tengo que
repartir mi tiempo entre los siete pueblos de la comarca.
—¿Y qué hace aquí? —preguntó Adriem.
—Bueeeeno —dijo rascándose la cabeza—, algunas cosas que he explicado
en mis clases no han gustado a algunos de los regidores por considerarlas
ideas inapropiadas, así que estoy esperando la riña —concretó quitándole
importancia—. A nadie le gusta que se hable de ciertas leyendas de Kresaar,
sobre todo con la historia oscura de este pueblo, y a veces yo debería callár-
melas. Mas dudo que este sea el lugar para compartirlas —afirmó con una
sonada carcajada.
Adriem notó cómo la conversación con aquel hombre servía para relajar
un poco los nervios de Laila. Este era conocedor de muchas anécdotas y
algún que otro chiste que ayudó a que el paso de las horas se hiciera más
ameno.
Al final le llamaron, seguramente como el profesor afirmaba, para recibir
una reprimenda, y Adriem y Laila se quedaron solos en la estancia.

Tras un buen rato en el que ella se quejó varias veces, uno de los solda-
dos apareció por la puerta.
—Vosotros dos, acompañadme.
—Ya era hora —dijo Adriem en voz baja—. No parece que tengan tanto
trabajo como para que les haya llevado tanto tiempo. —Se levantó sabiendo
lo que tocaba ahora—. He sido varios años guardia de Tiria, así que conozco
el estúpido papeleo. En todas partes es igual… Cuanto antes empecemos,
mejor. Aunque lo voy a sentir por el dinero de Uriel.
Los llevaron a un despacho donde un oficial se dirigió, como era de espe-
rar, a Laila. Él se limitó a mantener la cabeza gacha, fingiendo docilidad.
—Lamento mucho la espera —dijo el soldado doalfar con un gesto muy
respetuoso en comparación con el trato que había recibido antes, algo que a
Laila y a Adriem los dejó un poco sorprendidos. Pero mayor fue su sorpresa
cuando el soldado añadió—: Quiere verlos el marqués de la provincia, así
que lávense un poco y los llevaremos ante él. —Miró al humano con desagra-
do—. Y cuide los modales de su común ante él.
Los acompañó a ambos hasta los baños que tenía el pequeño cuartel y
los cerraron dentro con algo de jabón mientras dos soldados hacían guardia
en la puerta.
Adriem, resignado, se quitó la chaqueta y cogió el jabón que les habían
tirado. Quitarse la mugre del viaje no era por el momento un gran castigo
por entrar en el país sin autorización, aunque que el marqués quisiera verlos
no le tranquilizaba demasiado. Esperaba que fuese un sencillo gesto de cu-
riosidad y nada más.
Se giró para hablar con Laila:
—No te preocupes, me daré la vuelta. Siéntete tranquila. —Esperaba al-
gún comentario mordaz por parte de la doalfar, mas no fue así. En contra de
lo que esperaba, vio a Laila encogida y muy pálida. Tenía muy mala cara—.
¿Te encuentras bien? —dijo acercándose a ella, claramente preocupado—.
¿Qué te ocurre? —Se dispuso a cogerla del brazo en un gesto tranquiliza-
dor, pero ella le apartó de un manotazo. Por suerte, con la otra mano que
no llevaba enfundada en un guantelete. Adriem dio unos pasos hacia atrás
desconcertado por la reacción.
—No me toques el brazo —dijo con la mirada perdida y muy asustada.
—Laila, mírame. ¿Qué demonios pasa?
—Na… Nada —musitó desviando aún más la mirada
—¡Laila! —gritó Adriem. Ella se asustó y le miró a los ojos, y Adriem pudo
distinguir en esas pupilas dilatadas, en esos ojos vidriosos, un poderoso sen-
timiento. Pánico—. ¿Qué demonios te asusta? Si tanto miedo tienes, ¿por
qué decidiste acompañarme? —De repente vio a una mujer diferente. Débil,
llorosa, sola…
Con manos temblorosas soltó la correa que enganchaba el brazal a su tor-
so y este se deslizó hasta caer al suelo en un sonoro estruendo. Adriem pudo
ver cómo en su interior había complejas estructuras rúnicas.
—Josef lo fabricó para mí. Usa mi propio ether para alimentar las runas
y así moverlo. —El humano fue subiendo la mirada desde el brazal del suelo
hasta el brazo de ella. Se quedó paralizado al observar ese delicado brazo,
hermoso sin duda en el pasado, recorrido por una fea cicatriz que se exten-
día desde su codo. Tenía un color poco saludable y se notaban las venas muy
oscuras. Era como una rama marchita que colgaba de su tronco sin vida
alguna.
Ella empezó a sollozar.
—Me destrozó el brazo. —Algunas lágrimas recorrían sus mejillas—. Que-
ría que fuera como ella… pero no le pude satisfacer. Uriel me encontró me-
dio muerta días más tarde. No sé cómo supo de mí, pero le debo la vida y,
aunque al lado de él he sido feliz, no lo seré del todo hasta que cierre las
heridas del pasado.
Adriem se volvió a acercar a ella lentamente, conmovido por su historia.
—¿Quién te hizo esto?
—Creía que estaba preparada, pero mi cuerpo no deja de temblar —mu-
sitó sin responder a la pregunta.
Él la abrazó con fuerza, sintiendo cómo ella no dejaba de tiritar.
—No te preocupes —dijo con tono tranquilizador—. Todo irá bien.
Ella siguió sollozando un rato más mientras él le acariciaba el pelo sin
decir nada. ¿Cuánto dolor había en este mundo?, pensó. ¿Cuánta soledad?
¿Cuánta tristeza? Sólo había visto su propia desdicha y no había reparado en
la de los demás. Pero por miserable que fuera, consolándola se sintió mejor
consigo mismo.
No había respuestas a esas preguntas. Solo silencio en su interior, ni una
palabra. Acertó a tararear una canción de su niñez que la primera persona a
la que amó siempre le cantaba.

Una nueva punzada en el pecho, un intenso dolor hizo a Eliel doblarse


hasta el punto de que tuvo que sujetarse para no caer al suelo. Tiró las ta-
zas y el té se extendió por la mesa, chorreando en gotas de color verdoso.
Le costaba respirar, el dolor era cada vez más intenso y resbaló hasta el
suelo quedándose de rodillas frente a la niña, que la miraba altiva y con
gesto muy serio.
Esta se puso en cuclillas frente a ella, que solo podía gemir atenazada
por el dolor. Le acarició la cara lentamente, recogiendo con la yema de sus
dedos las lágrimas de dolor que brotaban de los ojos de Eliel.
—Te olvida, y atrapada en este sueño no puedes hacer nada —le susurró
al oído—. Puedes odiarme si quieres, pero me necesitas para despertarte.
—Se levantó y se lamió los dedos sintiendo el salado de las lágrimas en
su paladar—. Es normal, pues estas lágrimas no son reales. Una muñe-
ca no puede llorar, ni siquiera debería tener derecho a amar. Pero no te
preocupes, tenemos un inesperado aliado que nos ayudará a que venga tu
caballero.
—¿Por qué? —dijo atragantada por el dolor—. ¡¿Por qué dices que soy
una muñeca?! —Elevó su tono hasta un alarido de desesperación—. ¡Si mis
recuerdos son los tuyos, ¿quién soy yo?!
La niña la miró de forma maliciosa y sonrió.
—¿Seguro que quieres saber la verdad?
Eliel la miró a los ojos en una muda afirmación.

Avanzaban escoltados por tres soldados subiendo el camino empedrado


que daba a la mansión en lo alto del pueblo. Desde allí se podía divisar una
panorámica espléndida del valle. Mientras subían, Adriem manifestó a Laila
sus dudas en voz baja.
—Hay algo que me escama —dijo preocupado—. Llevo un rato dándole
vueltas... Si Eliel era marquesa de Hannadiel, ¿entonces el hombre al que
vamos a ver no debería de ser su padre?
Laila negó con la cabeza.
—Desde hace quinientos años no hay ningún doalfar al frente de la marca
de Hannadiel. Fueron ajusticiados tras la Guerra de las Lágrimas. Desde
entonces, quien controla esta comarca, junto a otras, es un dragón. Pero hay
ciudades y más pueblos en sus dominios, no pensé que justo estaría aquí.
—¿Un dragón? —Ahogó la exclamación para que los soldados no le es-
cuchasen. Ahora entendía el miedo de Laila y, sin duda, se le acababa de
contagiar—. ¿Por qué fueron ajusticiados? —preguntó controlando el tono
de su voz para no parecer afectado.
—Fueron asesinados los padres, primos, tíos..., todo aquel que tuviera
una gota de sangre en común con Eraide. Toda la familia Sen Ukaín mu-
rió. Desde los ancianos hasta los niños. —Laila miró al frente divisando la
silueta de la mansión con la gran balconada central que tenía un escudo de
armas esculpido, el cual había sido destrozado hacía muchísimo tiempo a
juzgar por la erosión de la piedra—. Fue la venganza del pueblo por perder
la guerra.
—¿Qué culpa podrían tener ellos? —dijo indignado Adriem.
—No busques razones al odio. Se cree que un tío de ella escapó con vida,
pero poco más.
—Pero si como dices no hay ningún doalfar desde entonces..., ¿cómo en-
caja Eliel en esta historia?
—Eso… —Dudó unos instantes y un escalofrío de miedo recorrió la espal-
da de Adriem—. Eso puede que lo averigües ahora...
Se detuvieron ante la gran verja de entrada a aquella gran mansión de as-
pecto fantasmal. Un edificio rodeado de bosque que parecía sacado de algún
sueño. Uno de los guardias empujó la gran verja y las bisagras chirriaron.
—Nosotros no podemos entrar —dijo el hombre—. Solo los que están in-
vitados tienen permiso. Nuestro lord es muy reservado. Los esperaremos
aquí.
Adriem y Laila no quisieron añadir nada y empezaron a andar los metros
que había desde la verja a la gran escalinata, mientras la niebla de primera
hora de la tarde caía de aquel cielo plomizo.
Capítulo 27
-Vieja amiga-

Las hojas secas de los árboles caían sobre los adoquines del camino,
creando una alfombra irregular de tonos ocres. El aire frío bajaba de las
montañas, las cuales presentaban las primeras nieves en las cumbres más
altas, que empequeñecían la antigua torre del pueblo. Anunciaban que aquel
año el invierno se iba a adelantar. Ya las cigüeñas de la torre habían emigra-
do a parajes más templados, dejando su habitual nido desguarnecido hasta
la próxima primavera.
Danae paseaba tranquilamente de vuelta a su botica tras haber madruga-
do para ir a comprar especias. Apenas había podido hacerse con la mitad de
lo que se había propuesto, pues los precios estaban desorbitados y cambia-
ban de un día para otro. En especial cualquier producto que viniera de fuera
de la comarca. Las relaciones entre el Imperio y Kresaar se estaban tensando
cada vez más y la gente se afanaba en aprovisionarse tras las primeras le-
vas. Desde la partida de los primeros reservistas, el miedo había ido calando
poco a poco a la gente. ¿Qué iba a ser de un pequeño ducado como ese? Por
desgracia, por mucho que trataran de prepararse para sobrevivir a una in-
vasión y defender sus fronteras, Danae era consciente de que cualquiera de
las dos grandes potencias pasarían como un rodillo sobre aquellas tierras.
Tan sólo les quedaba huir a las montañas y nada garantizaba que allí
fueran a estar a salvo una vez empezara la contienda. Ya habían comenza-
do, pues los primeros pillajes y la milicia hacia lo posible para asegurar la
comarca, pero si un lugar era realmente seguro, ese eran las instalaciones
del gobierno, pues desde el incidente de la disrupcion habían blindado más
si cabe el perímetro con el ejército. Algo que, dado el sentir del pueblo, no
ayudaba mucho a despertar más simpatías por los dirigentes.

En las puertas que cercaban el perímetro del complejo gubernamen-


tal, ante tres militares que le miraban con cara de pocos amigos, se hayaba
Meikoss mostrando sus credenciales para tratar de hablar con algún respon-
sable del lugar.
—Señor Sherald —dijo el oficial que sostenía su pasaporte—, aunque sea
hijo del consejero no tiene ninguna autoridad para entrar en estas instala-
ciones. Si se presentara aquí su padre aún habría alguna posibilidad, pero es
un tema que atañe al ministerio de guerra.
—No le estoy pidiendo otra cosa que hablar con su superior. No hace falta
que me dé acceso, sencillamente llámele. Es un asunto bastante importante
que le he de comunicar —alegó Meikoss consciente de su situación.
—No voy a molestarle, señor.
—Dígale que tengo información particularmente sensible sobre el acci-
dente de hace medio año. —Era su única baza para ganarle la jugada—. Si se
enterase su oficial por terceros, creo que no le hará mucha gracia. ¿Haría,
pues, el favor... —se fijó en sus insignias—, teniente?
Cerró el pasaporte y le sostuvo la mirada para hacerle creer que no iba de
farol. Pasaron unos segundos incómodos, y cuando creía que no iba a acce-
der, el militar le tomó la documentación:
—De acuerdo. Sígame, señor Sherald.

Danae, tras saludar a unos campesinos que se afanaban en cargar el carro


con hierba fresca para el ganado y hacer algunas recomendaciones para la
lumbalgia de uno de ellos, llegó a su botica. Era una casa pequeña, pero le
había cogido cariño al que había sido su hogar los últimos años.
Entró por la puerta cuando unos acordes de guitarra sonaron desde la
trastienda; era una melodía que Danae ya había escuchado alguna vez. Ca-
minó con paso decidido hacia el interior.
La boticaria corrió la cortina que separaba la trastienda y pudo ver a sus
tres visitantes. No dudó en dirigirse al que estaba tocando:
—¡Uriel Von Hamil! —exclamó visiblemente molesta—. ¡¿Qué haces en
mi casa?!
El pelirrojo apoyó el instrumento con delicadeza:
—Veo que aún la conservas, aunque la he tenido que afinar de nuevo. —Se
levantó y la miró ignorando su enfado—. Seguro que no has practicado nada
estos años —dijo con una calmada sonrisa que la enervó más.
—¡Responde a mi pregunta! Creo que te dejé bien claro que no quería
volver a ver tu jeta nunca más.
—Lo sé, lo sé, perdóname, pero tu mensaje sabes lo que conllevaba... —
replicó en una falsa disculpa—. Además, eres la médico de este pueblo, ¿no?
Así que te he traído a un paciente. —Señaló con la mirada a Fearghus, el cual
estaba tumbado en una camilla respirando pesadamente—. Venir hasta aquí
ha sido un infierno para él, no le niegues tu ayuda.
Danae lo miró y vio el sudor que perlaba su frente. Al instante supo lo
que le estaba pasando y se acercó a él sin mediar palabra. Le desabrochó la
camisa y dejó su torso al descubierto, mostrando las runas que rodeaban su
cicatriz. Algunas de ellas casi habían desaparecido—. Por Alma, ¿qué has
hecho? —le miró con cara de preocupación, pero Fearghus sólo desvió la
mirada.
—Una imprudencia, lo siento.
—María te dejó muy claro que si querías seguir viviendo, no podías hacer
esfuerzos. —Volvió a mirar las runas y se resignó—. Muy bien, voy a intentar
arreglar este estropicio, aunque no prometo nada. —Miró de reojo y con vi-
sible odio a Uriel—. Pero después os iréis de aquí y no volveréis más. ¿Está
claro, Uriel?
—Como el agua. Pero... ¿estás segura de que quieres seguir aquí escon-
dida?
—Solo os ayudo por la amistad que tuvimos una vez. Así que hazme un
favor y deja de hablar. —Uriel sonrió ampliamente. Ella odiaba esa sonrisa
con toda su alma, pues algo estaba tramando. La mirada de él se desvió ha-
cia atrás y Danae reparó en la joven mawler—. ¿Y quién es ella?
Anna se encogió, claramente intimidada.
—¿No te es familiar? —inquirió Uriel.
Danae notó que los ojos de ella, su cara... Todo en ella tenía un tono fa-
miliar...
—Danae, te presento a Anna Han.
Los ojos de la boticaria se abrieron como platos y su gesto se desencajó.
—Es... Es...
—Sí, en efecto... La hija de María, tu mentora.

Fearghus permanecía sentado con el torso descubierto mientras Danae


examinaba las runas. Con unas agujas de plata, único material capaz de
transmitir la energía espiritual o esencias, realizaba pequeñas punciones
que iban corrigiendo los trazos de las runas. El delven tenía que permanecer
completamente inmóvil mientras la doctora manipulaba las runas, pues un
descuido podía poner en peligro su vida.
Danae dio una última punción y toda la compleja estructura rúnica se
iluminó en tonos azules para después quedarse marcada como un tatuaje en
el cuerpo del delven.
Suspiró con alivio.
—Apenas recordaba lo complejas que podían ser las runas de María, pero
creo que con este remiendo podrás ir tirando. Las he repasado con argenta-
no, nada más. Si empeoras, más vale que la encuentres, porque preferiría no
tener que volver a tocar runas. —Se giró y empezó a recoger las agujas y los
frascos con distintas soluciones de argentano que había estado utilizando—.
¿Qué tal te encuentras, Fearghus?
El delven se levantó lentamente y se examinó, comprobando que las ru-
nas volvían a estar en su sitio.
—Duele bastante —dijo con la voz ronca rascándome el pecho—, pero
ahora es soportable. Muchas gracias, Danae.
—No me las des. Tardarás en estar recuperado, pero al menos tu vida ya
no corre peligro. Por ahora tendrás que ir sobrellevando el dolor.
—Lo sé, ya estoy acostumbrado —replicó dejándose caer de nuevo sobre
la camilla.
—Tu corazón está muerto, así que no lo fuerces más.
—¿Lo que hizo María conmigo fue una maldición o una bendición?
Danae se encendió un cigarrillo.
—No lo sé, Fearghus. Ella te prestó un tiempo más de vida, el que sea
una cosa u otra solo depende de ti.
El delven desvió la mirada.
—Ya...
Danae miró por la ventana y vio como abajo se encontraban Uriel y
Anna, en el patio de atrás. Ella estaba angustiada a la espera de su diagnós-
tico, mientras Uriel trataba de entretenerla, seguramente contándole alguna
historia, mitad verdad mitad fantasía, a la mawler.
—Aunque perdió a su madre, parece que ha crecido bien. ¿Es una buena
chica, Fearghus? —le miró con cierta condescendencia—. Si es así, creo que
ya tienes la respuesta a tu pregunta.
El delven se giró de nuevo.
—Es la única razón que tiene esta vida prestada.
Danae expiró el humo y entornó la mirada.
—Si quieres que siga siendo feliz, aléjala de Uriel —le advirtió con tono
grave—. Nuestro camino solo tiene un final: pagar los pecados que cometi-
mos. No permitas que esa inocente niña los sufra sin tener culpa.
El delven no añadió nada, sólo escuchó hasta el final y dejó que se fuera
la boticaria cerrando la puerta tras de sí.

Anna se acercó corriendo a Fearghus cuando este salió al patio apoyán-


dose en un bastón que le había prestado Danae. La mawler se le abrazó al
cuello sin ningún tipo de compasión con él.
—¡Ya estás curado! —dijo con una sonrisa sincera que no pudo evitar co-
rresponder el delven.
—No del todo, pero estoy mejor —concretó, tratando de no perder el
equilibrio.
Su sonrisa se fue desdibujando al recordar las palabras de Danae. Cada
vez que esa pequeña sonreía de forma tan sincera, no podía evitar esbozar
ese mismo gesto, algo que le daba la sensación de no usar desde hacía siglos:
una sonrisa.
La apartó posando su mano sobre su cabeza.
—Aún no tengo ganas de irme, queda mucho trabajo por hacer.
Anna suspiró con alivio y se frotó los ojos para evitar que alguna lágrima
asomara.
Fearghus miró a Uriel, que asintió sin decir palabra y se dispuso a mar-
charse.
—Espera un momento.
El humano se giró.
—Creo que debería dejaros un rato tranquilo. Han sido demasiadas emo-
ciones por hoy —dijo señalándose el corazón en clara alusión al delven.
Apartó a Anna a un lado y abandonó ese gesto tierno que siempre tenía
con Anna por el otro, el que solía tener con el resto del mundo, aunque man-
tuvo la sonrisa.
—Gracias, amigo mío.
—No tienes nada que agradecer, tú hubieras hecho exactamente lo mis-
mo por mí. —Se encogió de hombros—. Pero esta ya es la segunda vez, así
que no te malacostumbres.
—Te equivocas —le corrigió y desvió la mirada hacia Anna—, es la terce-
ra. Pero me temo que nunca podré corresponderte el favor.
—No pienses en ello, estando a mi lado ya es suficiente pago para mí.
El delven se quedó mirando, en silencio, cómo Uriel abandonaba el patio
sin decir nada, hasta que Anna le asió de la mano.
—¿Pasa algo? Te has quedado muy serio.
—No… No es nada. —Se golpeó la pierna con el bastón—. Vamos a dar
una vuelta, necesito reactivar un poco los músculos. Me vendrá bien.

Tanto Uriel como Danae llevaban un buen rato sentados, frente a frente,
en aquella habitación que permanecía en sombras, partida por la luz que
entraba por la única ventana abierta. Hacía tiempo que Uriel había entrado,
habiendo recibido de Danae como aprobación un simple gesto de cabeza,
tras lo que tomó asiento y ambos quedaron en silencio.
Ella le miraba fijamente con gesto desconfiado, mientras él pasaba el rato
observando el ir y venir de las nubes por el cielo a través de la ventana.
Al final se giró hacia ella decidido a romper el silencio pero, nada más
abrió la boca, Danae le cortó en seco:
—No digas nada —le ordenó tajantemente—. No quiero oír una sola pala-
bra de esos sibilinos labios, Uriel.
Uriel se encogió de hombros con gesto incrédulo en el rostro.
—Pero si no sabes siquiera qué voy a decir... — se excusó.
—No me importa, no me interesa y no quiero oírlo, porque vas a buscar la
forma de convencerme para sacarme de aquí y te acompañe. Pero ya tienes
mi respuesta: no —dijo haciendo especial hincapié en la última palabra—. Ya
te ayudé, e incluso entré en el SSI porque no fuiste capaz de encontrar a mi
maestra, y mírame, por tu culpa soy hoy en día una fugitiva. Tengo que estar
escondida en este pueblo pensando todas las mañanas si será hoy el día en
el que tenga que salir corriendo porque me han encontrado.
Uriel no dijo nada más, atendiendo a la petición que le había hecho. Se
levantó de la silla y se acercó a ella con gesto serio. La boticaria no esperaba
esa reacción de él y se sintió inquieta.
El pelirrojo se agachó e hincó una rodilla frente a ella agachando la ca-
beza. De sus labios salieron unas palabras que nunca había oído del antiguo
espía, y que nunca había imaginado que escucharía.
—Lo siento, Danae, todo fue culpa mía, y por ello no espero que me per-
dones.
Danae no daba crédito a lo que oía. Se sentía confusa.
—¿Q-Qué has dicho? U-Uriel…, yo
Alzó la mirada para encontrar la de ella.
—No hace falta que digas nada, sólo quería decírtelo. No merezco perdón
por lo que hice, pero si he venido, no ha sido para arrastrarte de nuevo con-
migo, sino porque si has de decir algo a alguien, es a Anna, ¿no crees?
Danae abandonó su actitud siempre altiva y le miró. Suspiró y respondió:
—Tienes razón.
Uriel sonrió y se levantó. Volvió a mirar por la ventana, tras la que lucía
un día espléndido.
Ella se quedó mirándolo. Aquel hombre que tenía ante ella no era quien
conoció hace años.
—Te preocupas por ella… Has cambiado mucho, Uriel. —Sin quererlo,
una tímida sonrisa, acompañada de cierta melancolía, se había dibujado en
sus labios.
La miró de reojo y luego siguió observando a través de la ventana.
—Todos cambiamos, nada es inmutable. Lo único que perdura es el azul
del cielo. —Se giró para volver a mirar a Danae y se disculpó—. Perdona, creo
que estoy divagando.
Ella se levantó y se dispuso a irse, pero antes le dijo:
—Y en cuanto a ese sephirae… ¿Lo encontraste, verdad?
—Sí —contestó sin dejar de mirar por la ventana—, pero le dejé ir. Su
camino es peligroso y podía interferir en mis planes. Probablemente no tar-
dará en perecer, me temo.
—¿Así de fácil? Vaya, eso sí que me suena al antiguo Uriel. —Le miró,
pero seguía dándole la espalda—. Diría que me decepcionas…, pero por un
momento quiero creer en tus disculpas.
Antes de salir de la estancia vio el reflejo del rostro de Uriel en la ventana.
Sus ojos, siempre fríos y altivos, estaban apagados y melancólicos. Pudo ver
reflejado en ellos sus tribulaciones. Supo entonces que la disculpa era cierta,
y podía ser que aquella vez hiciese lo correcto.
La noche ya se había cernido sobre la casa y casi todo el mundo dormía en
los improvisados lechos que había podido preparar Danae. Como no podía
ser de otra manera, dedicó el incómodo sofá a Uriel, el cual no dejaba de dar
vueltas y quejarse del dolor de espalda mientras intentaba conciliar el sueño.
Anna no podía dormir. Se sentía intranquila pese a que Fearghus ya es-
taba mejor y lo placentera que era aquella noche. Cansada de revolverse en
la única cama que había, se levantó y bajó al salón donde las brasas de la
chimenea aún iluminaban tímidamente la estancia.
Encendió un quinqué y vio cómo los cristales de las ventanas chorreaban
por la escarcha, atestiguando el frío que hacía en la calle. Todo era silencio
salvo el crujir del parqué bajo los pies de la mawler.
Se acercó a la biblioteca que había en una de las paredes, llena de vie-
jos volúmenes con tratados sobre alquimia, botánica y demás ciencias. De
entre todos, le llamó la atención un maltratado libro en cuyo lomo rezaba:
La Cazadora de Sueños. Hechos y fundamentos de Neferdgita. Se puso de
puntillas y con la yema de los dedos consiguió atraerlo hacia ella y bajarlo,
mientras maldecía en susurros su baja estatura.
No era tan viejo como parecía, pero tenía el aspecto de haber sido con-
sultado millares de veces. La cubierta crujió un poco y en sus páginas pudo
ver complicadas ecuaciones, gráficos y largas explicaciones. En la zona cen-
tral había un diagrama que ocupaba las dos páginas con varias esferas y
líneas comunicantes en las que se inscribían anotaciones hechas a mano y
los signos zodiacales. En total, catorce esferas, dos de ellas en blanco. A pie
de página ponía: «Alas gemelas de Sorâ», haciendo alusión a la forma que
contorneaba el diagrama, pues formaba dos pares de alas.
Concentrada por completo en el libro, no advirtió la presencia de Danae,
que acaba de bajar las escaleras.
—A tu edad, tu madre ya había hecho una tesis sobre ese libro en la uni-
versidad.
Anna dio un brinco debido al susto y cerró el libro.
—Lo siento —prosiguió la humana—. Te he sobresaltado.
—Ya… No…, es que… —intentó articular la mawler.
—No te disculpes, no pasa nada. Quería hablar contigo, precisamente.
—Danae parecía seria y esto intimidó más a la joven mawler—. ¿Té o café?
—preguntó dirigiéndose a la cocina.
Anna acertó a responder mientras la seguía:
—Té, por favor.

Ya en la cocina, Danae encendió la lumbre y colocó sobre la plancha de


metal que hacía las veces de fogón una vieja tetera con agua. Anna se había
sentado a la mesa, a la luz de uno de los candiles. El olor a leña quemada con
alguna yerba aromática inundó la estancia. Hierbabuena, pensó Anna.
Mientras la tetera comenzaba a calentarse, Danae se sentó con varios ta-
rros en los que había varias hierbas molidas. Puso un pañuelo sobre la mesa
y empezó a seleccionarlas una a una, colocándolas sobre el paño.
Mientras hacía la mezcla casi sin mirar, solo oliendo a veces la yema de
los dedos para comprobar que el estado de la especia era bueno, comenzó a
hablar a la mawler, que no perdía detalle de lo que estaba haciendo:
—Antes que nada, siento que no nos hayan presentado como es debido,
aunque creo que sabes de sobra quién soy, ¿verdad?
Anna asintió con la cabeza, un poco coartada por la seguridad con la que
hablaba la boticaria.
—Supongo que tendrás alguna pregunta que hacerme.
La mawler se quedó pensativa. Se le ocurrían tantas y a la vez ninguna...
El problema era que no sabía por dónde empezar. Mas solo algo salió por sus
labios de entre todo el mar de preguntas que había en su cabeza:
—Mi madre. ¿Dónde está?
Danae detuvo por un momento su proceso de selección y la miró.
—Eso ni siquiera yo lo sé. Nadie sabe qué ha sido de ella desde hace años.
—Se esforzó por aclarar sus recuerdos—. Pero sería mejor que te contara la
historia desde el principio.
La tetera comenzó a silbar soltando un chorro de vapor por la válvula.
Danae se levantó rápido para evitar que el silbido despertara a alguien y,
agarrando un trapo para no quemarse, la retiró. Con sumo cuidado la acercó
a dos grandes tazas y, mientras vertía el líquido en ellas para después sumer-
gir las hierbas que había seleccionado, prosiguió con su historia:
—Conocí a tu madre en la Real Academia de Rúnica de Eria. Evidente-
mente fue antes del levantamiento popular, ya que hoy tiene otro nombre.
Estudiaba allí para ser una buena médica, y una de las profesoras era ella.
Hacía poco que había ocupado la plaza en la universidad tras sacar las me-
jores notas en su doctorado. —Danae sonrió—. Perdona, me estoy yendo del
tema. Siempre me pasa cuando hablo de mi época de estudiante. Eran días
fáciles y tranquilos. ¿Tú no estudias en ninguna academia? —preguntó a
Anna.
La mawler agachó la cabeza.
—No pude acceder a la Escuela Nacional de Ingeniería.
—¿Cómo es eso? ¿Malas notas? —comentó Danae, sorprendida.
—No, en absoluto. Hice un estudio sobre la posibilidad de que el uso de
los cristales de Esencia podrían desestabilizar la corriente etérea como pro-
yecto de acceso, pero me lo rechazaron por inviable. Pero yo me negué a
cambiarlo... —Anna subió el tono, molesta al recordar su impotencia ante el
claustro de profesores—. Todo porque eran unos cortos de miras —afirmó
algo alterada.
Danae se rio.
—Digna hija de tu madre. —La apuntó con la cucharilla oscilándola ante
ella—. Es exactamente por la misma causa por la que tu madre tuvo muchos
problemas con el claustro y por la que me fascinó su trabajo. Era igual de
terca con sus ideas. Si estaba convencida de algo, poco le importaba lo que
le dijeran los demás. —Le acercó la taza a Anna—. ¿Sabes cuál es la máxima
aspiración de aquel que se dedica a la medicina?
Anna cogió la taza con cuidado de no quemarse.
—¿Curar a la gente? —dijo dudosa, como si fuera una pregunta de exa-
men.
Danae osciló el dedo en gesto negativo.
—No, no, no, pequeña: no tener que curar a la gente.
—Pero si la gente no enfermara, ¿qué sentido tendría ser médico?
—Ninguno. Es una búsqueda sin razón, pero para tu madre se acabó con-
virtiendo en una obsesión cuando conoció a una joven. Una sephirae.
Anna dio un sorbo a la taza, y durante un momento perdió el hilo de la
conversación cuando el delicioso sabor penetró en su paladar. Nunca había
probado algo así.
Danae siguió recordando:
—Durante los días en los que estalló la revolución, tú apenas tenías un
año. Tu madre te envió con tu tía, su familia y tu abuelo a Puerto Roana,
fuera del país.
—Recuerdo la casa donde estuve cuando era pequeña. Lo primero que
recuerdo es cuando me contaron que mi padre había muerto. La verdad es
que no me acuerdo de él siquiera.
—Era capitán de la Real Marina. Su barco se hundió durante la guerra,
fue un golpe muy duro para tu madre. —Sorbió el té, y durante un momento
le pareció a Anna que la historia le traía recuerdos muy personales—. Por
aquella época fue precisamente cuando la conocimos. Las revueltas en la
universidad se volvieron muy duras, fueron días de caos en la ciudad cuan-
do el gobierno cayó tras la abdicación del rey. Tuvimos problemas con unos
alborotadores y fue entonces cuando ella nos ayudó. Aparentaba no ser
más que una joven muchacha, pero ella sola despachó a nuestros asaltantes
usando unas habilidades que poco tenían que ver con la magia. —Dio un
suspiro y sonrió—. Nos salvó la vida y huimos juntas de la ciudad.
La mawler apuró la taza y comentó:
—Era una sephirae.
—Era más que todo eso: era un despertado, o como se dice en enockia-
no, la lengua antigua, zodiakel. Tiempo más tarde tu madre descubrió que
cuando un sephirae llega a ese estado, el tiempo deja de afectarle. Aquella
joven tenía más de quinientos años. ¿Te imaginas? En el alma de esa joven
estaba encriptado el secreto de la vida eterna —dijo Danae sin ocultar su
fascinación—. Ni ella misma sabía por qué era una sephirae ni por qué Alma
le había otorgado el don de la vida eterna, así que se ofreció a colaborar con
nosotras. Estuvimos años en el exilio, viviendo de un lado para otro mien-
tras tu madre no hacía más que estudiar y teorizar sobre la composición de
la esencia de las personas. Pero a medida que iba indagando, cada día se vol-
vía más distante y me contaba menos cosas. Sé que en algún punto tuvo una
discusión bastante fuerte con la sephirae y esta, días más tarde, se marchó
solo despidiéndose de mí.
—¿No volviste a saber de ella?
—No. Seguramente seguirá viva, de aquello hace ya quince años, pero
para ella no habrá pasado el tiempo —musitó con voz apenada. Pareciera
que fuera a comentar algo más, pero rápidamente volvió al hilo de la conver-
sación—: Poco después, mientras viajábamos hacia el norte para investigar
el Oráculo de Senis, fue cuando nos encontramos a Uriel y a Fearghus herido
de muerte tras una de las campañas de represión en Kinara. Por aquella épo-
ca ambos pertenecían al ejército imperial, como bien sabrás. —Anna asintió
con la cabeza—. Tu madre le salvó la vida a Fearghus usando todos los co-
nocimientos sobre el alma que había descubierto, aunque como ya ves, solo
fue un arreglo temporal.
—Eso me lo contó Fearghus al poco de conocerle. Fue la única vez que
vieron a mi madre, menuda casualidad que se la encontraran...
Danae negó con la cabeza.
—Las casualidades no son tales, pequeña. Alma las dispone, no lo olvides
nunca.
—¿Te refieres al destino?
—No, es algo más complejo. Somos piezas de algo muy grande. Si no,
nunca nos hubiéramos encontrado a ese hombre.
—¿A quién?
—Meses más tarde nos visitó un dragón llamado Kai. Habló con tu ma-
dre, desconozco de qué. Era un tipo amable, pero sus ojos no me gustaron.
Parecía analizarlo todo. Lo único que sé es que tras su visita, dos días des-
pués tu madre desapareció sin dejar rastro. La estuve buscando durante me-
ses, pero fue inútil. Luego fue cuando aparecería Uriel preguntando por ella,
mas la única respuesta que le pude dar es la misma que te voy a dar a ti. —Y
dicho esto sacó una carta del bolsillo, arrugada y amarilleada por el tiempo.
Anna la cogió y sacó la hoja del sobre, nerviosa. La abrió y reconoció la
letra de su madre.


«Mi querida Danae:
Siento irme sin despedirme, pero hubieras tratado de retenerme. No
puedo explicarte mis motivos, pero pese a que has sido una buena aprendiz
y una gran amiga, el camino que he de emprender ahora he de hacerlo
sola. Creo que puedo encontrar eso a lo que hemos llamado Alma.
No te quepa la menor duda de que nos volveremos a ver.
Esta es otra de mis decisiones en la vida que lamentaré, pero si quiero
saber la verdad he de sacrificar una parte más de mí, y es la de no volver
a ver a mi hija, pero si lo hiciera, no querría volver a irme y todo lo que he
sacrificado hasta ahora no hubiera servido de nada.
Me conformaría con que supiera que lo siento y que me duele el corazón
cada día que me levanto por la mañana.
Lo mismo te digo a ti, Danae. Te echaré en falta.
María Han»

Las lágrimas comenzaron a desbordarse y no pudo contener el llanto.


Apretó la carta con fuerza hasta arrugarla y rompió a llorar en los brazos de
Danae.
—¿Por qué? —se preguntaba entre sollozos—. ¿Por qué esa verdad es
más importante? ¿Por qué?
Danae solo acertaba a acariciarle la cabeza y mecerla un poco intentado
que se calmara. Solo era capaz de decir entre susurros:
—No lo sé, pequeña, no lo sé. Lo siento.
En la habitación de arriba, acostado sobre un colchón que estaba en el
suelo, Fearghus escuchaba desvelado el llanto que venía de la cocina de aba-
jo. Una pequeña punzada de dolor le atravesó el corazón y se rascó las runas,
algo molesto por no poder controlar ese sentimiento. Sabía que no sería la
última vez que la oiría llorar.
Capítulo 28
-Marioneta-


Eliel y la niña que se hacía llamar Eraide permanecían en silencio. La niña,
en actitud altiva, la miraba por encima del hombro con una sonrisa de
malicia que contrastaba en sus suaves facciones. Eliel aún permanecía de
rodillas, aguardando la explicación que diera sentido a lo que había vivido
hasta entonces.
Pero ese silencio no fue interrumpido por las palabras de la niña, sino
por el sonido de una puerta que se abrió en la lejanía, pero cuyo chirriar
fue proyectado por el eco de aquella casa fantasmal.
Eliel tuvo un pálpito y no lo dudó ni siquiera por un momento:
—¡Adriem! —Su cara, constreñida por el dolor hasta hacía un momen-
to, se iluminó con una sonrisa y salió corriendo de la habitación escaleras
abajo, siguiendo el sonido de aquellas pisadas que entraban en la casa. La
niña se limitó a mirarla y a seguirla con paso calmado.
Casi tropezando escaleras abajo, su corazón no dejaba de latir con
fuerza mientras las lágrimas corrían por su mejilla. Podía sentirlo, era él.
Al final había venido a buscarla.
Trastabilló y dio un par de zancadas hacia adelante para evitar caer.
La luz que entraba por la casa le parecía ahora más brillante, más viva.
Y al fondo de aquel largo recibidor estaba Adriem, que con paso inseguro
entraba acompañado de otra mujer doalfar a la que no conocía.
No quiso darle importancia y corrió hacia él para abrazarle. Gritaba
su nombre mientras se acercaba, pero parecía que no la oía. Fue hacia él y,
cuando estaba a punto de tocarle, pasó de largo como si de un fantasma se
tratase al no encontrar resistencia.
Cayó al suelo.

Adriem se paró durante un momento y se giró desconcertado. Laila le


miró sorprendida.
—¿Qué sucede? ¿Has visto algo?
—No. Sólo me ha dado la sensación de que me llamaban. Parecía su
voz... —Escudriñó cada rincón de aquel gran recibidor que permanecía me-
dio a oscuras, pero no vio a nadie salvo a Laila y a él mismo—. Han debido
de ser imaginaciones mías, pero por un momento me ha parecido muy real.
Laila se encogió de hombros.
—Aquí no hay nadie. —Dudó un poco—. Deberíamos avanzar.
—¿Por qué no nos han requisado las armas?
—Las armas en estos momentos son meros adornos —dijo mientras se
frotaba los brazos.
Adriem, no ajeno al gesto, la agarró de la muñeca con suavidad pero con
firmeza. Él también estaba nervioso, no podía negar que tenía miedo.
—Hay que tener fe en cada paso que damos. Eso me dijo una persona
muy especial para mí.
—La fe no nos salvará si decide matarnos.
—El miedo tampoco. —Comenzó a andar—. Vamos.

Sin saber muy bien a dónde ir, caminaron por el piso bajo hacia el cen-
tro de la casa. No erraron en su deambular, pues encontraron un gran sa-
lón coronado por una enorme chimenea. Las paredes estaban cubiertas de
cuadros que conmemoraban batallas y mitos de los shaman, además de un
mapa completo de las constelaciones.
En el centro, una mesa ricamente tallada con unas pocas sillas, sobre la
que había un tablero de ajedrez, mas sólo un jugador a la mesa.
Kai parecía mirar, estudiar, escudriñar aquella jugada, pensando su si-
guiente movimiento frente a un jugador que hacía mucho tiempo que ya no
estaba, a juzgar por el polvo que tenía el tablero, el único objeto sin limpiar
de la sala. Alzó la mirada ante los dos visitantes y les hizo un gesto para que
se acercaran a la mesa.
—Por favor, pasad y sentaos —dijo con gesto afable—. Hacía mucho que
no nos veíamos, Laila.
Adriem notó que la doalfar apretaba la manga de su chaqueta. No sabía
si era rabia o miedo…, tal vez ambas, pero le sorprendió ver el gesto frío y
sereno que mostraba. Sabía el esfuerzo que le debía de estar costando man-
tener ese aplomo tras verla desmoronarse apenas hacía una hora.
Su anfitrión siguió hablando:
—Y Adriem Karid. Ansiaba conocerte.
Ambos se sentaron. Adriem fue el primero en hablar:
—¿De qué me conoce?
—He oído hablar bastante de ti y, por lo que sé, tenemos una amiga en
común. Así que por el momento nuestros caminos coinciden.
—¿Habla de Eliel? —se aventuró a decir.
—En efecto, pero aguarda un momento antes de preguntar nada más,
bien seguro que lo que te he de contar satisfará alguna de tus preguntas
antes de que las formules. A fin de cuentas, a eso has venido y por eso te
esperaba, ¿no? —se pronunció con la sonrisa placentera de aquel que tiene
la situación bajo sus manos.
Adriem se quedó sorprendido, ese tipo probablemente tenía las respues-
tas que tanto ansiaba. Decidió escuchar lo que tuviera que decir.
—Muy bien, habla.
—Me resulta cuanto menos curioso que ambos estéis aquí. —Miró hacia
Laila—. ¿Cómo está tu brazo?
—Bien. —Laila se rascó el brazo cubierto—. No hacen falta falsas gentile-
zas. No has de fingir para que esta conversación sea agradable —dijo aban-
donando la máscara de frialdad.
Mientras se cruzaban las palabras, un detalle le llamó la atención a
Adriem. En el broche del cuello, el dragón llevaba un curioso grabado de
lo que parecía un ave. Entonces empezó a comprender su relación y miró a
Laila consciente de su terror… Era un ruiseñor.
Kai no pudo evitar sonreír de forma condescendiente.
—Por favor, si hubiera querido matarte ahora no estarías aquí, sentada a
mi mesa, ¿no crees? —Ella sólo le lanzó una mirada desafiante—. Todo tiene
una explicación sencilla, mi querida Laila. —Se encogió de hombros—. He de
reconocer que me llevó tiempo encontrar un motivo para no matarte…, pero
supongo que aún te tengo cierto afecto. Pese a todo, siento lo de tu brazo, no
voy a justificarme. Aunque por lo que veo, quien haya construido eso para
ti —dijo señalando el brazal— es digno de elogio.
—¿Acaso crees que me vas a disuadir de que no busque vengarme? Te
serví durante años, sin objeciones a lo que estabas haciendo, y tú… —La voz
se le quebró—. ¡Trataste de usarme para tus experimentos!
—Fue cuando me di cuenta de que no servías. Agradece que pude recu-
perarte casi por completo, y me alegro de ello, pues ahora me eres realmente
útil. —La miró con desdén—. Que quieras vengarte, por otra lado, me da
igual, sabes que no tienes ninguna oportunidad si levantas la mano contra
mí. Así que vas a ser buena chica y no vamos a molestar a tu compañero,
pues puede que te ayude. —Le guiñó un ojo—. Te recomendaría que presta-
ras atención, pues nuestro adversario es común.
Adriem la miró. Mentiría si dijera que estaba sorprendido, era fácil sos-
pechar que el dragón Gebrah era su objetivo y por ello no se opuso a que le
acompañara. Aquella sensación de que los demás sabían más que él le irrita-
ba pero, en aquel momento, sólo podía estar ahí sentado.
—Parece que esta visita la tenía organizada —apuntó Adriem cruzándose
de brazos.
—Era de suponer que acabarías aquí, aunque no esperaba que en tan
buena compañía. De una forma u otra, Hannadiel estaría en tu viaje si no
habías abandonado la idea de encontrarla, así que tu presencia me dice que
no te has dado por vencido.
—No. ¿Acaso debería haberlo hecho? —preguntó, inquieto por las pala-
bras del dragón.
—¡En absoluto! Me alegra que estés aquí, porque no me voy a andar con
rodeos: necesito de tu ayuda.
—¿Y por qué debería prestársela? Voy a por uno de los suyos. —Tanta
familiaridad se le hacía molesta.
—Eso no te incumbe, tan sólo has de aceptar mi propuesta. No tienes
más remedio, pues si quieres recuperarla, soy el único que te ayudará. Pero
antes de decirte dónde está, creo que deberías saber la verdad de mis propias
palabras. Me desagradaría que llegara a tus oídos de una forma inadecuada.
—La verdad es la verdad, no hay diferencia —aseveró desafiante.
—Sí, pero a veces hay formas de mostrarla más o menos interesantes. Te
aseguro que lo que te voy a contar no te va a gustar —afirmó con un tono algo
más serio.
Adriem le miró directamente a los ojos.
—Como le he dicho, es la verdad, el que me guste o no, no va a cambiarla.
Dígame, ¿de qué la conoce?
Kai meditó un poco la respuesta:
—Quiero que estés preparado, pero es difícil de explicar... Digamos que
soy como un padre para ella. —Adriem se quedó perplejo ante esta afirma-
ción y no pudo ocultar su sorpresa—. Sé que a tu sencilla mente de común le
puede costar entenderlo, pero trataré de ponerlo en palabras sencillas. ¿Ves
este tablero? Hace casi quinientos años alguien me puso en jaque en esta
partida. Era un común como tú, incluso diría que os parecéis un poco. —Su
sonrisa era forzada—. Llevo todo este tiempo tratando de ganar esta partida,
pero no encuentro un movimiento que evite mi derrota. Aquel hombre no
sólo me ganó al ajedrez... —Se levantó de la mesa y clavó sus ojos en Laila
y le dedicó unas palabras—. Sé que te desagrada estar sentada en la misma
mesa que un dragón, no hace falta que disimules. Puedo oler esa mezcla de
odio y miedo que te quema, pero pronto llegará el momento de tu vengan-
za. —Laila ni siquiera se inmutó—. Seguidme los dos, tengo un cuento que
relataros que a bien creo que os va a gustar.
Ambos le obedecieron y le siguieron por aquella extraña mansión.
En el suelo permanecía Eliel, llorando por la desesperación de haber
creído por un momento que Adriem estaba junto a ella y que había venido
a sacarla de aquella pesadilla. ¿Por qué no podía tocarle? ¿Qué había pa-
sado?
Respondiendo a las preguntas de aquellos pensamientos, la niña, que
inadvertidamente había llegado a su lado, dijo:
—Porque él no está aquí. Nosotras estamos en el mundo de los sueños,
esto no es más que una copia de la realidad en la que se va descomponiendo
el universo que teje Alma. Para él, ahora no eres más que un recuerdo.
Eliel se levantó abatida. Le dolía el cuerpo y el corazón.
—¿Nunca podrá llegar hasta aquí? —su voz se entrecortaba.
—No —replicó tajante—. Nuestra conciencia se quedó atrapada, lejos
de la corriente del tiempo, hace quinientos años. Solo hemos podido vagar
y tú has sido lo más parecido a una nueva vida que he tenido. Eres la opor-
tunidad que tengo para volver al mundo.
—Pero si dices que no puede llegar hasta aquí...
—No, pero sus sentimientos pueden arrastrarte de vuelta. Por eso quie-
ro esa sensación que me arrebataron hace demasiado tiempo ya. Tú no
tienes derecho siquiera a rozar el amor con los dedos, porque tú eres…

Ante Kai, Adriem y Laila se encontraba una gran sala antiguamente des-
tinada a la recepción de invitados, bellamente decorada en mármol, con es-
tatuas y enormes ventanales. Una alfombra roja recorría la estancia hasta
una zona elevada, donde había un trono de madera en el que alguien perma-
necía sentado inmóvil.
Los ojos de Adriem se fueron acostumbrando a aquella penumbra, y dis-
tinguieron poco a poco las facciones de quien descansaba en aquel lugar de
honor en la sala. Parecía una mujer de largos cabellos que vestía un vestido
rojo bastante antiguo. Ese traje ya lo había visto antes…, en el retablo que le
enseñó Uriel en su despacho…, y fue entonces cuando acabó de apreciar las
facciones de ella y vio con claridad el rostro de Eliel. Tenía los ojos cerrados
y la piel muy pálida, parecía un fantasma.
La garganta se le hizo un nudo, por lo que su intento de llamarla acabó
en un quejido ahogado. Ignorando a sus dos acompañantes, corrió hacia
ella. La sala se le hizo interminable hasta llegar a su altura. Parecía dormida.
La asió de los hombros y la intentó despertar. Al principio con delicade-
za, luego con decisión, después… con desesperación. Ella no reaccionaba. Se
dio cuenta de que estaba muy fría y, con horror, de que no respiraba.
—No te esfuerces, no va a despertar porque no está viva. Pero no sufras,
no es ella.
Laila se acercó a Adriem sin dejar de mirar a Kai.
—¿A qué te refieres, Kai? —le preguntó la doalfar.
Adriem miró al dragón con el semblante desencajado, esperando la res-
puesta.
Este último comenzó a avanzar con gesto sombrío:
—Es sólo una muñeca. Una creación mía. Su tacto, su olor, su aspecto…
son exactamente iguales a Eraide, a la que muchos llamáis la Princesa Oscu-
ra, mi fallecida esposa.
—No es posible... —Adriem no dejaba de agarrar a aquella copia inerte
como si de la verdadera Eliel se tratara—. ¿Qué estás insinuando? —dijo
apretando los dientes con rabia.
—Por Alma, ¡cálmate, Adriem! —rechistó Laila por lo bajo.
—¿Acaso no es evidente? Adriem Karid, te consideraba más listo —la
sonrisa sádica de Kai demostraba que estaba disfrutando con la escena.
—¡Respóndeme! —la voz de Adriem resonó por toda la mansión.
—Lo acabo de hacer, pero te lo repetiré en términos más claros: buscas
a una muñeca exactamente igual a la que tienes entre tus brazos. Mi obra
maestra.
—¡No! —bramó en un grito desgarrador—. ¡Me niego! ¡Me niego a creer-
te! —Algunas trazas de luz surcaron el brazo de Adriem, que instintivamente
ya estaba en posición de agarrar la espada. Notaba cómo el ether fluía por su
cuerpo, pero no podía controlarlo. La ira le carcomía cada rincón de su ser.
Kai no parecía sentirse amenazado y le respondió con calma, haciendo
hincapié en cada sílaba.
—Eliel Van Desta nunca ha existido. Yo la creé con un solo motivo: que
fuera mía otra vez. Pero nunca llegó a ser igual que ella, tan solo un reflejo
incompleto. Adriem Karid, has estado persiguiendo a un mero objeto.
Aquellas palabras que parecían explicar algo completamente irreal esta-
ban cargadas de una dolorosa verdad. No podía ser lo que estaba diciendo,
no era posible, pero aquella muñeca que tenía entre sus brazos no dejaba de
ser una prueba palpable de que lo que decía era verdad.

—¡Nooooooo! —la voz de Eliel se quebró con un alarido. Con las manos
se tapaba los oídos, intentado que las palabras que le acaba de decir aquella
niña no fueran ciertas—. ¡No quiero oírte! ¡No! —se agachó y dio con la fren-
te en el suelo, rompiendo en un inconsolable llanto.
—Lo sospechabas desde que nos vimos por primera vez en aquella dis-
rupción... No eres más que un objeto al que le han dado una parte de mi con-
ciencia, por eso te reclamo lo que en realidad es mío. Hasta ese sentimiento
que tienes por ese humano me pertenece.
—Te odio —dijo en un casi inaudible quejido. No podía dejar de llorar.
Quería que todo aquello desapareciera. Si era verdad, sería mejor no volver a
despertar, porque ya no podría mirarle con los mismos ojos. Odiaba a aque-
lla niña, pero aun más se odiaba a sí misma por lo que era.

El ambiente era pesado. El tiempo avanzaba lento en aquella gran sala.


Delante de él, Kai, en pose altiva, dejaba palpable que disfrutaba con la esce-
na, descargando lo que parecía un rencor atesorado durante siglos. Adriem,
con pulso tembloroso, acariciaba el pomo de la espada invadido por una
oleada de sentimientos capaz de quebrar la mente más férrea.
Aunque fuera un sephirae sabía que no podía medirse con un dragón,
aquellas criaturas capaces de dominar una magia que cualquier historia o
leyenda calificaba de invencible.
—Vete —ordenó a la doalfar, tratando de controlarse.
—No, Adriem, tienes que calmarte —le suplicó Laila.
Pese a que la oía, Adriem no era capaz de encontrar sentido a aquellas
palabras cargadas de razón.
Desvió la mirada para encarar el rostro sin expresión de aquella muñe-
ca. Ver su semblante, aunque no fuera el de Eliel realmente, era algo que
llevaba anhelando por meses. Había llegado a perder la esperanza, pensaba
que nunca la encontraría, pero ahora estaba rozándola con la yema de los
dedos. Mas aquel cuerpo inerte era como ver su cadáver.
—No lo hagas. No entres en su juego o nunca podrás ver a la verdadera
—le insistió, exasperada—. Por favor, te lo suplico...
Suspiró largamente para coger aire, relajando sus músculos y haciendo
desaparecer las trazas de luz. Apartó su mano de la espada y volvió a enfren-
tar su mirada a la de Kai. Laila tenía razón, entre sus brazos no estaba ella.
—Tú mismo has dicho que no tengo en mis brazos a Eliel, Kai.
Éste se encogió de hombros.
—Claro que es solo una muñeca. Al igual que tu querida Eliel, solo lo
aparenta. ¿Me vas a decir que eso no te importa? Me decepcionas profunda-
mente.
Adriem negó con la cabeza de forma pausada.
—Doalfar, humana, mawler… Aunque sea una muñeca, a mis ojos no
hay diferencia. ¿Y si te dijera que Eraide era una muñeca y que no estaba
viva? Si eso condicionara tus sentimientos hacia ella, significaría que no la
amas.
La cara de Kai se contrajo en una mueca.
—Maldito común, ¿me estás dando lecciones de moral? ¿Cómo te atre-
ves a juzgarme? Arrogante sabandija, tu breve existencia es un parpadeo
de mi vida. —Sonrió, claramente nervioso—. No entiendes absolutamente
nada, pero eso carece de importancia. —Levantó la mano y empezó a trazar
runas en el aire. Adriem nunca había visto nada parecido, sin necesidad de
escribirlas con argentano—. ¡Yo te enseñaré la verdad!
Laila vio las runas y las reconoció al instante:
—¡Cuidado!
Corrió hacia él, pero apenas le dio tiempo a avanzar unos pasos, pues
las runas se iluminaron y una lengua de hielo avanzó helando el ambiente.
Adriem apenas pudo apartarse unos centímetros, lo justo para que le conge-
lara un trozo de la parte baja de la chaqueta que se quebró por el movimien-
to, soltándose algunas de las cintas de cuero que la reforzaban.
El aire se inundó de pequeños cristales de agua condensada. El sephirae
miró hacia un Kai sonriente. No había sido capaz de esquivar el ataque en
realidad, pues se dio cuenta, con horror, de que el cuerpo que tenía entre sus
brazos había recibido el impacto y empezaba a quebrarse en trozos cada vez
más pequeños hasta deshacerse en esquirlas al caer al suelo. Sabía que no
era ella, pero la imagen se quedó incrustada en lo más profundo de su men-
te.
—Igual que la creé, puedo destruirla. La magia, a diferencia de los se-
phiraes, no puede afectar a las cosas que poseen alma. Esa muñeca no es
diferente a tu chaqueta. ¿Y aún me dices que sientes algo por ella?
Adriem no pudo contenerse y desenvainó la espada:
—¿Qué pretendes con todo esto? ¡Era innecesario!
—Te equivocas. Necesito saber si estás preparado y para ello precisaba
saber cuán fuerte era tu mente. Irás a rescatarla, yo no puedo levantar la
mano contra Gebrah, pero me la traerás de vuelta.
—¡Eso no lo haré nunca!
—¿Crees que me refiero a su cuerpo? —se rio—. Ni siquiera la quiero con
vida. No eres más que una pieza en el tablero de una partida que empezó a
jugarse hace tiempo. Esa espada que llevas, el arma que Eraide le regaló a
Arshius... Que la tengas no es una casualidad, solo un eco más de lo que está
por venir. La sangre de ella aún oscurece la hoja.
Adriem reparó en las manchas de la hoja que percibió en la estación.
¿Esas manchas eran la sangre de la Princesa Oscura?
—¿Entonces, Arshius…? ¿Él…?
—Mató a Eraide —dijo torciendo el gesto manifestando un odio infinito.
—¿Por qué?
—¿Acaso es relevante? Yo la traeré de vuelta con su sacrificio.
—¡No mataré a Eliel! —el arma le temblaba en las manos. Eso que decía
era imposible—. Tú mismo la creaste. ¿Por qué la quieres muerta?
—Porque ahora siente. Cuando la creé apenas era una vaina hueca, pero
durante estos años aprendió a vivir, primero en el templo y después en Tiria.
—Alzó de nuevo las manos dispuesto a crear nuevas runas—. Y por mucho
que odie reconocerlo, gracias a ti aprendió a amar. Ahora que está completa,
podré traer de vuelta a mi querida esposa. Lo harás tú o lo hará otro, poco
importa, pues sólo eres una pieza prescindible.
Adriem miró la hoja de su arma. La recorrió hasta la punta y se encaró a
Kai.
—Nadie le pondrá una mano encima a Eliel. Tendrás que pasar por enci-
ma de mi cadáver.
—Je… Necio —le miró, despectivo—. Olvidas una cosa: para llegar tan
siquiera a morir a los pies de Gebrah, tendrás que salir de aquí. —Trazó de
nuevo las runas y realizó el mismo conjuro. Adriem se dispuso a esquivarlo,
pero en el último instante cambió de objetivo. Miró a Laila—. No te entrome-
tas.
Antes de que pudiera escuchar la respuesta de Laila, el conjuro impactó
contra él. En un acto reflejo se había cubierto con los brazos, pero el golpe lo
levantó varios metros hacia atrás, hasta caer al suelo.
Una fortísima punzada le atravesó la sien dejándole casi inconsciente.
Las mangas de su chaqueta estaba tiznadas de blanco, al igual que otras par-
tes de su ropa, por cristales de hielo. Se levantó lentamente y notó cómo por
sus brazos fluían trazas de ether. Sin darse cuenta había usado aquel poder
maldito.
Sus oídos estaban taponados y apenas pudo escuchar la advertencia de
Laila cuando un nuevo impacto le derribó al suelo. El mismo conjuro.
Volvió a levantarse, exhausto. Por alguna razón era capaz de defenderse
de su magia pero no tardaría en perder el conocimiento y entonces estaría
a merced del dragón. Con la vista nublada pudo apreciar que Kai volvía a
lanzar el conjuro, pero esta vez sucedía más despacio, pudiendo ver cómo
se componían todas las runas. La estancia empezó a parecer más luminosa,
pero a la vez indefinida. Briznas de luz y el sonido como un eco lejano. Por
el rabillo del ojo pudo ver una pequeña hada como la que vio en la estación
cuando le interrumpió Anna.
Y entre todo ese extraño mundo que a su alrededor se estaba formando
escuchó en la lejanía un llanto desconsolado, una voz conocida que le llama-
ba entre sollozos… La voz de… Eliel.
El conjuro volvió a impactarle, pero esta vez sí que sintió el frío en su
cuerpo. No le quedaban fuerzas.
Kai caminaba hacia él señalando con el dedo a Laila, que, paralizada, no
se atrevía a moverse. Se disponía a atacarle una vez más.
Eliel… Eliel… Podía sentirla. Estaba tan cerca de él...
De nuevo las mismas runas, pero esta vez había algo diferente. Podía
ver la magia, su composición, sus runas, enlazadas entre ellas formando una
malla. Entonces, pudo entenderla. Cerró el puño y con un violento golpe al
aire rompió ese tejido y destruyó el conjuro antes de que le rozara.
Pero su cuerpo no resistió más, dejando tras de sí un insoportable dolor
que le recorrió el cuerpo, y cayó abatido.
Laila se apresuró a recogerle. Oía su voz entre la bruma de la inconscien-
cia.
—¡Adriem! ¡Adriem!
Unos pasos se acercaron a ellos.
—Tardará en recuperarse —afirmó el dragón con cierta tranquilidad.
—¡¿Por qué?! ¡Maldito, ¿qué pretendes?! —dijo Laila desesperada e im-
potente.
—Mis soldados os llevarán al norte, al límite con Neferdigita. Al otro
lado, en las montañas septentrionales de la cordillera kriméica, está el Bas-
tión de los Justos, en territorio imperial. Esa es la morada de Gebrah. Pro-
cura que llegue vivo.
—¡No tengo por qué hacer lo que me pides!
—No eres imprescindible, Laila, así que no tientes a tu suerte. Puedo
terminar lo que empecé hace seis años.
Poco a poco las voces se alejaron de la mente de Adriem, que iba ahon-
dando en un profundo sueño sobre el regazo de la doalfar mientras notaba
cómo le temblaban las piernas.

Kai cerró la puerta de la biblioteca tras de sí. Caminó por la estancia


hasta una mesa donde reposaban algunos libros. Tratados médicos, alqui-
mia, física… Se quedó contemplando décadas de estudio y tomó uno de ellos.
Mundos, sueños y la melodía del ether. En un gesto de rabia lo arrojó contra
la pared, partiendo el lomo con estruendo. Las páginas caían una a una so-
bre el suelo mientras trataba de controlar el ataque de ansiedad. Le costaba
respirar. Aquel común, al que tendría que haber manejado como una mario-
neta, lo había sacado completamente de quicio.
Años de planificación minuciosa y ya había encadenado varios fracasos.
Había seguido al pie de la letra cada uno de aquellos libros, las enseñanzas
de Gebrah, las teorías de María Han, y su único resultado satisfactorio había
sido Eliel, la cual carecía de los recuerdos de su esposa. Pero la intervención
de aquel insignificante común había resultado un inesperado catalizador.
Una vez más le habían puesto en jaque, pero a diferencia de en otras oca-
siones, estaba preparado. Al final todo había salido bien y el común haría lo
conveniente.
Comenzó a reírse en una carcajada delirante y miró hacia un gran cua-
dro de Eraide que coronaba la estancia.
—Ya falta poco, mi amada. Ese idiota te traerá de vuelta. Sé que estás
despertando y… ¡pronto volveremos a estar juntos! Ese común… Ese co-
mún… —Se quedó, pensativo, reparando en un detalle—. Tenía esa misma
mirada… Vaya. —Se dirigió al cuadro, mirándolo a los ojos como si estuviera
vivo—. Es muy interesante, ¿no crees? Puede que esta sea mi más dulce ven-
ganza contra Arshius por arrebatarme lo que más he amado.
Capítulo 29
-Sol de brujas-


La luz empezó a penetrar al ritmo del amanecer en la habitación, atrave-
sando lentamente la estancia hasta hacer mella en los ojos aún cerrados de
Zir-Idaraan. Ese resquemor en la cara fue despertando poco a poco al doal-
far de lo que había sido una placentera noche.
Se desperezó y, rendido de luchar contra el sol de la mañana, abrió los
ojos sin prisa para encontrar a Sophia recostada sobre su pecho, aún dormi-
da.
Largo rato se quedó observándola como el que contempla la más bella
obra de arte en aquella dependencia en la que solo se respiraba silencio. Así
habían sido los últimos meses. Gebrah se había dedicado a estudiar cientos
de anotaciones que Miguel le había traído, seguramente sustraídas del S.S.I,
ayudado en todo momento por Sophia. Idmíliris seguía encerrada y Sayako
hacía tiempo que había partido bajo instrucciones de Gebrah, pero sin decir
nada más. Y allí estaba él, alguien acostumbrado a moverse de un lado para
otro, a buscar, indagar…, pero después de haber capturado a la joven doalfar
todo se había quedado en calma y sus tareas se habían limitado a hacer de
escolta de vez en cuando y calentar el lecho de Sophia. Lo primero le abu-
rría, y lo segundo… Prefería no pensar en el futuro, solo disfrutar de esos
momentos antes de que ella despertara.
Y como nada es para siempre, Sophia volvió del mundo de los sueños
buscando medio inconsciente un abrazo y un beso que no tardó en encon-
trar.
—Buenos días —dijo el doalfar—. ¿Has dormido bien?
Ella se desperezó.
—Sí, aunque me temo que demasiado. —Bostezó—. ¿Qué hora es?
—Creo que sobre las ocho y media de la mañana. Gebrah no te espera
hasta las diez.
—Entonces tenemos tiempo... —Volvió a abrazarle, pero esta vez con
fuerza.
Correspondiendo al abrazo, se fijó en el intenso sol que entraba por la
ventana.
—¿No crees que hace demasiado calor para ser ya el último mes del año?
En estas fechas debería de estar nevando ya.
—El tiempo anda un poco revuelto, algunos animales aún no han emi-
grado. Va a ser un comienzo de siglo raro, las mismas corrientes ethereas
están alteradas.
—El Imperio celebrará por todo lo alto el aniversario de la caída de Gal-
dabia. La batalla de Neferdgita, sin embargo, para los kresáicos es una fecha
muy triste.
Sophia, al ver que Zir se estaba desviando del tema que había insinuado
para ocupar lo que quedaba de mañana, le mordió en el cuello.
—No te pongas a hablar de ella, me voy a poner celosa. —El doalfar ni se
inmutó ante el mordisco—. Ya no va a volver, por eso tenemos a esa niña en
la cámara. Así que no hables más. —Relajó su abrazo—. No quiero pensar en
ello.
Zir la agarró con fuerza.
—Es necesario, no te preocupes. Gebrah sabe lo que hace.
—Lo necesario… Sí… —murmuró antes de volver a dejarse llevar.

Gebrah cerró el complejísimo círculo de runas donde se hallaba Idmí-


liris. Todas se iluminaron y comenzaron a latir con una incandescencia rít-
mica. El dragón estaba solo y sabía que la pequeña muñeca creada con los
apuntes de María Han no podía escucharle, pero aun así habló:
—Te he hecho el regalo más grande que podía hacerte. Serás la prueba
viva de que yo he existido. Siempre te he tratado como un objeto, pero pese a
todo te puse el nombre que me hubiera gustado ponerle a una hija si hubiera
tenido ese don. ¡Qué ironía, esta clase de sentimentalismos no son propios
de mí! —Sus ojos reflejaban una profunda tristeza. Se dio la vuelta y cerró la
puerta tras de sí—. Buenas noches, Idmíliris.

Sin prisa se fue acercando, atravesando el patio de armas ante la vista


atónita de los dos guardias que estaban allí, con intención de traspasar la
puerta que daba acceso al edificio central del castillo de Dulack. Evidente-
mente, ambos cruzaron sus alabardas cortando el paso al extranjero que con
total descaro los miraba.
—¡¿Quién va?! —le preguntó uno de ellos.
El visitante sonrió, irreverente.
—Vengo a ver al canciller, dejadme pasar.
Ambos guardias estallaron en una carcajada al unísono ante tan ridícula
petición.
—Y supongo que tendrás una audiencia, ¿verdad?
—No exactamente.
—Pues ya puedes ir yéndote por donde has venido. Nadie puede entrar
aquí, y menos un extranjero.
La sonrisa del aludido se amplió, haciendo visibles las marcas en la piel
que daban fe de que era un dragón.
—Solo decidle que está aquí Kai Galdabia, unos de los lores de Kresaar.
Seguro que estará encantado de recibirme.
Ambos guardias recularon al darse cuenta de lo que era. A la señal del
que parecía tener más rango, el otro salió hacia el interior a trompicones
para dar aviso.
—Bien..., veo que habéis entendido rápido mi requerimiento, pese a ser
unos mediocres comunes.

La sala del trono de Detchler no destacaba por ser muy suntuosa, iba a
juego con la austeridad del país. La formación del ducado había sido a costa
de diversos enfrentamientos entre las comarcas al sur de la cordillera, tras
desaparecer el yugo de Galdabia. Se forjó un país acostumbrado a las peque-
ñas guerras y alejado de los lujos propios del arte.
En el lado opuesto a la entrada, custodiado por seis guardias en cuyas
caras se podía observar el temor de estar tan cerca de un dragón, algo que
deleitaba a Kai, estaba el sillón del trono ricamente tallado en madera, orna-
mentado con águilas, predominantes en todos los escudos de Detchler.
Sobre el trono estaba el canciller Hendmund, un hombre ya muy ancia-
no de escasos cabellos cenicientos, pero aún provisto de una mirada con un
brillo de inteligencia que inspiraba respeto a todos. Kai aún lo recordaba
de cuando apenas era un joven idealista, pero ahora llevaba cincuenta años
subido a ese trono pese a varios intentos de golpes de estado y el tiempo
hacía mella en su salud. A su izquierda reconoció a su consejero, Lord Jeffel
Sherald, y más atrás al que parecía ser su hijo.
El anciano canciller, con voz ronca, le dio la bienvenida:
—Sentiros como en vuestra casa, Kai de Galdabia, me sorprende mucho
esta visita. No sois monarca, así que deberéis hablar desde ahí —dijo seña-
lando el límite de los escalones—, es la costumbre.
—No soy monarca por ahora. —Se detuvo al pie de los escalones tal y
como le había ordenado el canciller.
—Osadas palabras, ¿no creéis? ¿A qué se debe que estéis aquí?, pues
dudo que sea para ver a un anciano canciller.
—Sois hombre perspicaz, así que no os entretendré con vanas palabras...
Vengo a proponeros una alianza que puede convenir a ambos.
El anciano comenzó a reírse hasta que le entró algo de tos.
—¿Qué puede ofrecerle a este anciano un dragón que perdió todos sus
privilegios?
—Sin ánimo de ofender, vuestros días se acaban y no dejáis descenden-
cia alguna. Los clanes militares de cada región, una vez liberados de vuestro
férreo yugo, que los ha mantenido amansados durante medio siglo, empe-
zarán a pelear por controlar el gobierno. Eso es algo de lo que a bien seguro
vuestro consejero ya os habrá advertido —dijo mirando a Jeffel sin que este
se inmutara—. Esto sin duda será abrir la puerta a Kresaar o al Imperio, que
no dudarán en desestabilizar más el país con tal de tener un territorio saté-
lite en el único paso sur de la cordillera.
—¿Y las disputas internas qué tienen que ver con tus ambiciones?
—Tengo un pequeño ejército de tres mil hombres en la región de Alto
Solánica, en las tierras colindantes de Kresaar con Detchler. El gobierno
aún no se ha percatado de su existencia, pero voy a necesitar refugio para él
cuando la frágil paz en el norte se rompa. Su presencia en este país le servirá
como refuerzo para disuadir revueltas de los clanes y estoy dispuesto a ceder
su mando a algunos de sus caballeros de confianza.
—¿Y para qué quiere un dragón ceder a su ejército personal? —Notaba
cómo el canciller cada vez estaba más inquietado por el asunto.
—Es sencillo: la guerra entre el Imperio y Kresaar es algo en lo que no
me interesa involucrarme por ahora. Así pues, quiero pedir asilo mientras
dure.
El consejero interrumpió:
—Discúlpeme, Lord Kai, pero dudo que tres mil hombres sirvan tan si-
quiera para incomodar a los ejércitos imperiales y kresaicos.
—Tal vez, pero hay algo más... Puedo ayudaros a solucionar los proble-
mas de ese juguete que tenéis al norte. En Torre Odón.
Los presentes quedaron en un incómodo silencio, pero si algo le llamó la
atención, fue la cara del hijo del consejero, que se desencajó.
—Lord Kai —habló Jeffel—, no hay nada de interés para usted allí.
—N-No conviene que nos precipitemos... —dijo el canciller alzando la
mano para pedir silencio a su consejero—. Estudiaré su propuesta, Lord Kai.
No puedo prometerle nada, en la tesitura actual cualquier movimiento ha
de estudiarse con calma, sobre todo si afecta a las Tribus Confederadas de
Kresaar. Tenga por seguro que tendrá mi respuesta en breve.
Kai realizó una ligera reverencia, no demasiado pronunciada.
—Me place oírlo. Vendré dentro de un mes, con el año nuevo, para re-
cibir su respuesta. —Dicho esto, fue escoltado hacia el exterior por cuatro
guardias. Sabía que aceptarían y no podía sentirse más satisfecho por ello.
Meikoss tuvo que ausentarse a petición de su padre, pues los temas que
iban a discutir no le correspondía escucharlos. Probablemente no quería
aumentar sus conjeturas sobre Torre Odón, pero Jeffel desconocía que él
ya sabía de qué se trataba. No hacía ni una semana que había vuelto y, por
suerte, la noticia de su visita aún no había trascendido.
Corrió por el pasillo para dar alcance al dragón, el cual ya se encontraba
en el distribuidor que servía de antesala de la salida del edificio. Éste, al per-
catarse, se giró y dijo:
—Joven Sherald, ¿en qué puedo ayudarte?
—Disculpe, Lord Kai —replicó deteniendo el paso a pocos metros y pro-
curando que su respiración acelerada no entrecortase sus palabras—. No
quisiera entretenerle, pero respecto a lo que ha comentado antes, Torre
Odón...
—¿Quieres saber qué hay allí? —se adelantó a la pregunta—. Me extraña
que tu padre no te haya contado nada sobre ese lugar, pero supongo que él
debe gustar de mezclar los asuntos familiares con los de estado. Me temo
que no voy a serte de ayuda... —dijo encogiéndose de hombros.
—Tiene razón, mi padre siempre se ha negado a explicarme qué hay en
esas instalaciones. Incluso traté de acceder hace una semana, pero lo único
que recibí fue una invitación a marcharme.
—Es lo más razonable. —Se dio media vuelta dando la espalda a Meikoss
para proseguir su camino.
—Tal vez, pero yo estuve allí durante el accidente de hace un año y ne-
cesito saber qué pasó exactamente. —Si sabía algo, no podía dejarlo ir y
quedarse, una vez más, con las manos vacías—. Por favor, lo necesito para
encontrar a alguien.
Los pasos de Kai se detuvieron.
—¿Te refieres a la disrupción astral del año pasado? —preguntó sin tan
siquiera volverse.
—Sí.
Se giró lentamente hasta encararle de nuevo. Su expresión era indesci-
frable.
—¿Buscas a una doalfar camino de Hannadiel?
—Así es... —Con todo lo pasado, no le sorprendió la pregunta.
Se acercó lentamente y le tendió la mano.
—Entonces me equivocaba, joven común... Tenemos mucho de que ha-
blar.
Meikoss le estrechó la mano y recibió un fuerte apretón. No sabía muy
bien a qué atenerse, pero era en esos momentos la única pista para encon-
trar a Eliel... o Eraide. Quien quiera que fuera en realidad.
Cruz esperaba en el centro de un bello claustro ricamente decorado con
motivos vegetales, acompañada de aquel hombre que vestía como un monje.
Aunque trataba de aparentar tranquilidad, como siempre, el movimiento
incesante de sus dedos la traicionaba.
No había pasado mucho rato cuando una de las puertas se abrieron y
un hombre portando una pesada armadura entró, empujando a una joven
magullada hasta donde se encontraba Cruz. Cuando estuvo a su altura, el
hombre vestido de monje, con un rápido movimiento, le dio un golpe detrás
de las rodillas con una vara que llevaba a modo de bastón, haciendo que se
le doblaran y cayera ante la mujer enmascarada.
Los ojos de Cruz revelaban una profunda satisfacción que su voz no era
capaz de ocultar:
—Cuánto tiempo sin vernos, Judith... No sabes cómo me alegro de vol-
ver a verte.
La muchacha intentó reincorporarse, pero el pie del monje se apoyó en
su espalda con fuerza. Ella emitió un quejido.
—Diría lo mismo, pero no me gusta mentir. Además, ya no uso ese nom-
bre.
—Oh, sí, es verdad... Ahora te haces llamar Dythjui. Bonito juego de le-
tras, pero por mucho que cambies de nombre, no dejarás de ser lo que eres.
—Y por mucho que tú te pongas una máscara, tampoco —contestó en
tono burlón, ante lo que el monje, casi más molesto que la propia Cruz por
el comentario, le dio una patada en el costado.
—¡Muestra más respeto, sucia traidora! —exclamó exaltado con voz ron-
ca. Iba a propinarle otra cuando el hombre armado que la había traído le
apoyó la mano en el hombro y le detuvo con fuerza.
—Ya basta, Edgard —resonó su voz metálica.
El monje le miró, molesto, pero cuando iba a replicar, la misma Cruz
habló:
—Por favor, no incomodéis a nuestra invitada.
Dythjui se rio.
—Vaya, tanta amabilidad me turba... —y tosió un poco recuperándose
del dolor que sentía en el abdomen tras la patada.
—Dime, ¿cómo es él? ¿Cómo es el caballero del que se ha vuelto a ena-
morar nuestra princesa?
—Alguien mejor que tú y que yo, eso no lo dudes.
—No es muy diferente a nosotras, él también es una pieza en todo esto.
Incluso puede llegar a convertirse en uno de vosotros. —Cruz miró al intenso
sol—. Un calor de justicia en pleno diciembre, eso es que la tormenta que se
avecina no va a tener parangón. Las trazas del destino se están alineando
por momentos. —Se agachó y cogió a Dythjui de la barbilla para obligarla a
mirarle a los ojos—. ¿Sabes cómo llaman a este sol tan sofocante? A nosotras
nos han llamado más de una vez eso.
Dythjui sonrió desafiante.
—Sí, claro... Sol de Brujas.
—¿Y acaso no son las brujas personas con poderes que el resto no llega
a comprender? ¿No estamos un paso más cerca de Alma? —entornó la mira-
da—. Veremos qué hacen Adriem y Kai, pues de sus acciones un nuevo mun-
do nacerá con el nuevo siglo. Una cosa ten por seguro, querida amiga: en ese
futuro estará la encrucijada para velar por el porvenir que los hombres se
merecen.
—Lo alcanzarán sin nuestra ayuda. Deja de jugar como una niña como si
Alma fuera un juguete, crees que lo controlas todo, que sabes lo suficiente.
Eres débil y patética y todas tus decisiones en pos de un mundo mejor no
han sido más que sacrificios innecesarios, sobre todo lo de…
No pudo acabar. Adivinando el final de la frase, los ojos de Cruz mani-
festaron una furia muy poco habitual en ella y golpeó la cara de Dythjui con
fuerza.
—¡Cállate, tú empezaste todo esto!
—Sí, y vivir con ello es mi penitencia. —Escupió un poco de sangre. Le
había partido el labio.
—¡¡Lleváosla de mi presencia!! —ambos cogieron a Dythjui de los brazos
y la retiraron—. ¡El tiempo me dará la razón, Judith!
—El tiempo nos pone a cada uno en nuestro sitio —dijo girándose mien-
tras se la llevaban—. Solo somos vulgares brujas, no te creas nada más.
Capítulo 30
-Neferdgita-

Los caballos se detuvieron nerviosos ante una amenaza invisible que to-
dos podían intuir en aquel lugar maldito. Uno de los guardias, sin disimular
las prisas por permanecer en semejante enclave el mínimo tiempo posible,
bajó de su corcel y se acercó para soltar las ligaduras de las muñecas de
Adriem y de Laila, y posteriormente darles la orden de desmontar.
Con las prisas, Adriem, que aún estaba muy débil, cayó al suelo ante los
empujones del soldado. Soltaron las bolsas de equipaje y, sin siquiera mirar
si ambos estaban bien, arrearon a los caballos y se perdieron en la niebla.
—¡Adriem! ¡Adriem! ¿Estás bien? —Laila se acercó apresuradamente.
—Creo que sí... —Se incorporó con torpeza. Sus articulaciones todavía es-
taban presas de fuertes dolores. Era una sensación muy desagradable; podía
notar, acompañado de un molesto dolor de cabeza, lagunas en su memoria,
pero evidentemente le era imposible concretar qué había olvidado. Sintió
pánico durante unos instantes, pero al darse cuenta de que aún recordaba a
Eliel se calmó. Usar aquel poder sin control alguno tenía sus consecuencias
y debía prepararse para asumirlas, pero antes una pregunta necesitaba ser
respondida—: ¿Qué lugar es este?
—Neferdgita. Posiblemente el lugar con más leyenda negra que ha visto
la historia de Eidem. Es el antiguo campo de batalla donde terminó la gran
guerra.
—No… No se ve nada —dijo entornando la vista.
A su alrededor la niebla engullía el paisaje de flores blancas y lanzas
astilladas que el paso del tiempo debería haber hecho polvo. Era como si
todo allí estuviera detenido, atemporal. No alcanzaba a comprenderlo, pero
Adriem podría jurar que bajo ese manto frondoso de bellas flores estaba el
terreno fangoso por la sangre de los que allí murieron. No había ninguna
clase de sonido, salvo el de sus pisadas, pero cualquiera diría que aún se oían
los lamentos de dolor y que la brisa traía el olor de la muerte.
Todo era de un blanco aterrador que encogía el corazón.
—Según dijo Kai, el Bastión de los Justos está caminando hacia el norte
—indicó Laila consultando la brújula, que no dejaba de rotar erráticamen-
te—, pero eso va a ser difícil de averiguar. No nos queda mucha comida y
perderse aquí es muy fácil.
Adriem estaba haciendo oídos sordos a los comentarios de Laila. Avan-
zó inquieto por el ambiente, tratando de aislarse un poco de todo aquello.
Seguía oyendo esos susurros de muerte y, entre todos ellos, al igual que ocu-
rriera en la mansión de Hannadiel, escuchó un sollozo.
—Es por aquí —comenzó a andar, aún con alguna dificultad. Le pesaban
cada una de sus extremidades.
—¿Qué? Adriem, no sabemos ni dónde estamos… No…, ¡espera!
—Sé en qué dirección tenemos que ir. Vamos, no hay tiempo que per-
der. —Adriem cogió la espada que estaba tirada en el suelo con algunas de
sus pertenencias—. Demostremos que Kai se equivoca —afirmó mirando de
reojo a la doalfar. Si había llegado hasta allí, no iba a retroceder por las ame-
nazas del dragón, y menos estando tan cerca.
—¿Cómo puedes hablar con esa determinación? Ya has visto cómo has
salido malparado por enfrentarte a Kai. Gebrah es más fuerte todavía —in-
sistió mientras le seguía—, y no puedes usar el ether otra vez de esa forma,
terminarás muy mal.
—Empiezas a hablar como una boticaria que conocí. —Se paró unos ins-
tantes y se giró hacia la doalfar—. Claro que estoy asustado, no soy tan imbé-
cil como para pretender no estarlo. Pero si me doy la vuelta, si la abandono,
nunca me lo perdonaré. Cuando me despedí de ella sentí un fortísimo dolor
aquí —dijo señalando con la palma de la mano su pecho—. Pensaba que ha-
bía hecho cuanto pude, que con el tiempo ese dolor se atenuaría. Pese a que
la seguía buscando, durante un tiempo fue así, pero un día recordé algo: no
parecía tener nada que ver al principio, pero fui encajando las piezas y lo
entendí. Ya había visto a aquel hombre y, aunque no lo supe entonces, ya iba
tras ella.
—¿Te refieres a Miguel? ¿Cuándo un guardia urbano tuvo tratos con ese
tipo?
—Digamos que fue mucho tiempo antes, apenas era un niño. No es que
esté seguro de lo que oí, pero aquel sentimiento que creía perdido, afloró de
nuevo. —Golpeó con la palma de la mano su pecho—. Laila, quiero verla una
vez más, no me importa ni siquiera que me corresponda. He de cumplir la
promesa que le hice: llevarla a casa y así darle la oportunidad de ser feliz.
Laila le correspondió esa sonrisa.
—Tonto, tantas palabras para decirme sencillamente que la amas...
Adriem notó cómo se sonrojaba. Dio media vuelta, para evitar la mirada
de la doalfar, y comenzó a andar aún con torpeza.
—Vamos, el tiempo apremia y prefiero salir de este valle cuanto antes.
Caminaba posando la mano sobre el pomo de una espada manchada de
sangre antigua, un recordatorio de qué podía pasar, pero nada le iba a dete-
ner.
Las calles de Puerto Victoria, tras la lluvia caída, reflejaban el cielo
en los charcos que se habían formado mientras algunos niños jugaban a
pisarlos, algo que probablemente les causaría alguna regañina posterior
por parte de sus madres.
En casa del bibliotecario, Frank tomaba apuntes de algunos libros en un
pequeño cuadernillo mientras consultaba compulsivamente una reproduc-
ción de un diario bastante ajado. Intentaba concentrarse y reconstruir al-
gún rompecabezas histórico; mientras, a su lado estaba Adriem dibujando
sobre un trozo de papel. Éste no aspiraba a saber en qué estaba enfrascado
su padre, pero su madre dormía y era mejor dejarla descansar. Su padre
no solía hablar mucho y menos cuando se rodeaba de libros, pero, pese a
todo, le gustaba acompañarle.
La tranquilidad de la escena se interrumpió cuando alguien llamó a la
puerta. Molesto por el imprevisto, Frank se levantó malhumorado y se di-
rigió hacia el recibidor. Adriem se asomó al pasillo y vio cómo, con cierta
desgana, abrió la puerta.
Ante él, dos hombres que nunca olvidaría, uno de aproximadamente la
misma edad que su padre pero con el pelo más cano, y un joven con gafas,
ambos muy bien vestidos. Notó como su padre se quedó mudo y, aunque no
podía verle la cara, la tensión se palpaba en el ambiente.
—Hola, Frank, bonita casa... Es un buen lugar donde disfrutar de un
retiro anticipado —dijo con una falsa sonrisa el hombre de pelo cano.
—¿Qué demonios hacéis aquí? ¿Cómo me habéis encontrado? —replicó
con la voz entrecortada su padre. Adriem se echó hacia atrás y se escondió
lo que pudo tras el marco de la puerta del estudio, pero sin dejar de obser-
var la escena.
—Qué pregunta más tonta, Frank... —dijo con una sonrisa que solo
consiguió asustar más al chaval—. He venido para que vuelvas al S.S.I,
desapareciste en Kresaar y nos ha costado años encontrarte. Alégrate de
que haya venido yo en persona y no enviase a alguien menos agradable.
—Apoyó la mano sobre el hombro de quien le acompañaba—. Pero antes,
quiero presentarte a Miguel. Es un joven prometedor que ha continuado
tus investigaciones y me gustaría que contara con tu experiencia.
El joven le extendió la mano pero Frank ignoró el gesto.
—¿Nos vas a tener en la puerta o nos vas a dejar pasar? Aunque sea por
los viejos tiempos.
El hombre con gafas reparó en Adriem y le clavó la mirada, fría y cal-
culadora; parecía que lo examinaba de arriba abajo. Su cuerpo le gritaba
que se escondiera, pero se quedó petrificado por el temor que le despertó
ese hombre desde el fondo de sus entrañas; algo que sin duda no pasó in-
advertido a su padre.
Frank se giró hacia el interior.
—Hijo, por favor, sube a hacer compañía a tu madre. Voy a atender a
estos señores —pidió con amabilidad, pero su tez pálida le delataba.
Adriem salió al pasillo y subió las escaleras cabizbajo, tratando de no
cruzar su mirada con aquellos dos hombres trajeados.
—Considéralo mi gesto por haber venido en persona —escuchó de su
padre mientras caminaba hacia la habitación del piso de arriba—. Pero no
esperes más de mí.
—Gracias, Frank. Pese a que sea más miedo por tu familia que por
amistad.
Adriem no se quitaba de la cabeza la falsa amabilidad de las palabras
de aquel hombre que le estremecían el cuerpo. ¿Qué estaba pasando? ¿De
qué conocía a esos hombres su padre? Nunca había hablado de ellos…,
aunque tampoco solía contar muchas cosas de su juventud antes de que
conociera a su madre.
«¿Qué podía hacer él salvo obedecer a su padre?».
Mientras los tres hombres hablaban en el salón, entró poco a poco en
la habitación de su madre. La estancia estaba oscura y al parecer seguía
dormida. ¿Hoy le recordaría? ¿Sería ella misma o volvería a hablar de
personas a las que no conocía y cosas que no entendía? Era difícil de saber,
pero ahora que dormía plácidamente era como volver a ver a su madre
de nuevo, antes de que empezara a enfermar. Tranquila, serena, amable,
cariñosa… Era indescriptible la nostalgia que le aferraba el corazón al re-
cordar cómo era y cuánto la echaba de menos.
Abrió un poco los ojos y, con la mirada aún entornada, en un susurro
ronco le llamó:
—Ven… Acércate…
Obediente, se aproximó tímidamente a su madre con la esperanza de
que hoy dijera su nombre.
—Cómo me honra su visita... No todos los días a una modesta dama le
visita un caballero de tal importancia, señor —murmuró para desilusión
de su hijo, que pese a todo no dejó de acercarse.
—Mamá, soy yo, Adriem. No soy ningún caballero, sino tu hijo.
La mujer sonrió.
—No bromeéis conmigo. ¿Quién no os reconocería? El único caballero
de entre los comunes. Sois un orgullo para nosotros. —Le hizo un gesto
para que se acercara más y decirle algo al oído. Él obedeció—. Pero... ¿por
qué habéis hecho eso a la princesa? ¿Por qué? ¿Por qué? —Cada vez lo decía
más alto y sus manos se deslizaron por la cara del niño hasta bajar por la
barbilla…
Adriem no podía respirar. Las manos de su madre, que estaban frías,
agarraban su garganta con fuerza. Sus débiles esfuerzos poco podían ha-
cer. Sólo patalear poco a poco con menos fuerza, ya que iba perdiendo el
conocimiento mientras su madre, su propia madre, le estaba matando sin
parar de gritar:
—¡¿Por qué acabaste con ella?! ¡¿Por qué?! ¡Alma estaba equivocada!
¡Nos has condenado!
Oyó débilmente el abrir de la puerta y las pisadas de su padre, que,
asustado, corría hacia ellos. Notó cómo la presión de su garganta desapa-
reció, y en un acto reflejo empezó a toser compulsivamente, tratando con
desesperación que el aire volviera a entrar en sus pulmones. Se sujetaba el
cuello dolorido mientras su padre gritaba a su mujer:
—¡Maldita sea! ¡Ibas a matar a nuestro hijo! —la agarraba las manos
por las muñecas mientras forcejeaba.
—Déjame, ¡déjame! ¡Socorro! —Su madre por un momento liberó una
de sus manos y le abofeteó. Frank ni se inmutó, sólo la miró a los ojos y,
poco a poco, fue apareciendo en su mirada el brillo de la cordura. Adriem,
desde el suelo, vio cómo lágrimas empezaron a brotar de sus ojos al mirar-
le y rompió a llorar cubriéndose con las sábanas.
El dolor de su garganta palideció al escuchar el llanto desgarrador de
su madre, que se clavaba en lo más profundo de su ser mientras, de reojo,
veía a los dos hombres trajeados desde el umbral de la puerta, mudos ante
la escena.
Sin molestarse en mirarlos, Frank les dijo con la voz afectada:
—Idos, por favor. Dejadme en paz. Como bien has dicho, es un bonito
lugar para retirarme.
—Señor Karid —interrumpió el hombre de gafas—, hemos hecho nues-
tras indagaciones y respecto a la enfermedad que padece su esposa, esta-
mos haciendo importantes avances... Eraide precisamente es la clave, es…
—Su cara reflejaba cierta excitación, claramente indolente ante lo ocurri-
do.
—Miguel, es suficiente —le interrumpió con un gesto de desaprobación
su superior.
—Nos marchamos, Frank, considéralo mi último favor por la amistad
que tuvimos. Te dejaré cuidar de tu esposa, y luego..., no te prometo nada.
En aquel momento Adriem, entre su juventud y el trauma por lo que
acababa de suceder, no supo discernir si era un verdadero gesto de amis-
tad o una amenaza...
Tras un par de días sin querer salir de casa, ni cuando Esmail venía a
recogerle, el padre de Adriem le obligó a ir a la calle. Salió, obedeciendo a
regañadientes, pero se quedó sentado en los escalones de la puerta comple-
tamente abatido, masajeándose el cuello sin poder quitarse el recuerdo del
dolor. Esmail le vio y se acercó a él con cara de preocupación dejando a sus
amigas jugando a la comba.
—Adriem, ¿qué ha pasado?
El niño tenía la mirada perdida en el suelo, y parecía ajeno a la peque-
ña mawler.
—Un caballero no es así, un caballero no mata a la gente… Algún día
yo… Yo… —La voz ronca apenas le dejaba hablar y las lágrimas caían por
sus mejillas—. Yo seré un caballero y le demostraré a mamá que se equivo-
ca.
—¿Qué estás diciendo, Adriem? —preguntó preocupada.
—He visto algo... —Se agarró la cabeza—. No consigo recordarlo… —Lo
intentaba, pero le dolía mucho intentar acordarse. Sólo sabía que al perder
el conocimiento, había visto algo parecido a un destello azul.

Adriem abrió los ojos, desorientado tras aquel sueño que le había traí-
do a la memoria recuerdos desagradables. Aún con el corazón en un puño,
se incorporó observando el paisaje nocturno de aquel valle en el que no se
escuchaba ni un solo sonido, solo el mecer de las flores por una suave brisa.
Una luna completamente roja entonaba las flores blancas de tal forma que
parecían tener el color de la sangre. Un escalofrío le recorrió la espalda.
Se giró hacia Laila para ver si estaba bien y descubrió, para acrecentar su
inquietud, que la doalfar no estaba. Intentó ver alrededor de aquel infinito
de flores rojas, pero ni un alma había a su alrededor. La llamó a gritos, mas
su voz se perdía en la inmensidad del paraje.
Caminó completamente desorientado y a los pocos pasos un rumor vino
acompañado por una suave brisa. Adriem se giró y avanzó siguiendo aquel
débil sonido que poco a poco se fue incrementado, hasta que se transformó
en un estruendo ensordecedor. El olor a ceniza impregnó sus fosas nasales y
las flores comenzaron a marchitarse. De entre la niebla, pillándole despreve-
nido, una carga de caballería salió de la nada y casi le arrolló. Sobre montu-
ras pardas, caballeros vestidos con gambax, cota y placas, una indumentaria
muy antigua, avanzaban. Se desvanecieron engullidos por la oscuridad de la
noche.
Junto al crepitar de las llamas, el sonido del acero al chocar acompañado
de gritos golpeó en sus oídos, y sin previo aviso la niebla se levantó con un
fuerte viento. A su alrededor todo había cambiado, una batalla se hallaba en
sus últimos estertores. Doalfars, delvens, humanos, mawlers… Algunos pe-
leando, otros cargando, muchos alimentando las pilas de cadáveres. Podía
verse entre ellos algún dragón en su colosal forma reptiliana, alzándose su
testa siete metros sobre los soldados. Su visión era aterradora.
Si era un sueño, todo parecía demasiado real. Allí solo había muerte,
cenizas y lanzas rotas, muchas de ellas marcando dónde había un caído. Él
avanzaba pero nadie parecía verle, como si caminara un fantasma, cuando
al fondo, en un llano, pudo verla.
Eliel, portando un vestido roto que parecía de otra época, llevaba en sus
manos un báculo de metal en el que se enroscaban labradas dos serpientes
en torno a un cáliz. Arrodillada en el barro, mientras algunos soldados la cu-
brían, lloraba desconsolada abrazada al cuerpo inerte de un caballero cuyo
peto había sido destrozado. No sabía qué tipo de arma podría haber roto
aquel metal como si fuera un trozo de papel, pero a juzgar por el tamaño,
parecía que había sido un dragón quien le había asestado tan fatal herida. Le
gritaba, pero este no reaccionaba.
Tras ella, unos pasos más atrás y desarmado, vistiendo una armadura
ribeteada en oro y manchada de sangre ajena, había alguien que reconocía.
Kai, con el pelo más largo y cara amarga, contemplaba la escena. Trató de
acercarse, pero ella le gritó. No era capaz de entender lo que dijo, parecía
un doalí bastante antiguo, y el ruido de la batalla no ayudaba. Pese a todo,
a Adriem no le costó comprender quién era el responsable de aquella fatal
herida.
Ella miró con odio al dragón y el báculo comenzó a emitir extraños refle-
jos rojizos ante la sorpresa de este último, que parecía querer disculparse o
justificarse. Angustiado, lágrimas recorrían sus mejillas.
Adriem quería saber de qué estaban hablando, pero cuando quiso acer-
carse, parte de los cadáveres que había ante él se alzaron de golpe. Asustado,
dio unos pasos hacia atrás.
Una extraña sensación recorrió su cuerpo como una oleada. Briznas de
luz surgían de los cadáveres, y de sus corazones brotó una flor de luz que se
desprendió y cayó al suelo, floreciendo. Los que antes estaban muertos con-
templaban con horror sus heridas y amputaciones sin llegar a comprender
cómo podían estar con vida. Sus ojos reflejaban un dolor infinito tras haber
sido arrancados del placentero descanso en los brazos de Alma y haber sido
devueltos a unos cuerpos llenos de mortales heridas.
Entre los cuerpos, el caballero que estaba en brazos de Eliel se había le-
vantado ante la sorpresa de Kai. El báculo no dejaba de brillar. ¿Había resu-
citado a los muertos? Eso era completamente imposible, Adriem no alcanza-
ba a comprender qué clase de poder era capaz de realizar tal gesta.
El caballero, cuyas terribles heridas se iban cicatrizando, se miraba el
pecho con horror. Sus ojos parecían no dar crédito a lo que estaba pasando y
comenzó a gritar. Ella fue a abrazarle, pero este la apartó de su lado con un
fuerte empujón que la derribó contra el suelo embarrado.
Ella trató de levantarse, pero no pudo. Se palpó el costado y las sangre
manchó sus manos. El caballero tenía sujeta su espada por el último tercio
de la hoja y la había acuchillado con la punta. Era la misma espada que por-
taba Adriem.
La lluvia empezó a arreciar con fuerza cuando se levantó de entre el ba-
rro, donde comenzaban a brotar las flores, con el arma presta para darle
muerte. Pero Kai se interpuso sujetando la espada del caballero con la mano,
ignorando el dolor del corte. Unas líneas de luz empezaron a recorrer su
cuerpo, que se empezó a deformar, destrozando la armadura que portaba.
La piel se recubrió de escamas, alas brotaron de su espalda, mientras su
quijada se alargaba mostrando unos dientes afilados. Entre el caballero y la
doalfar, un enorme dragón de escamas negras extendió sus alas rugiendo
hacia el cielo enfurecido.
Aprovechando la confusión, pese a que era consciente de que nadie le
veía, Adriem se dirigió hacia la doalfar, que agonizaba en el suelo. Su sangre
se iba mezclando con la tierra y su mirada se perdía en el cielo. De su cuerpo
comenzó a brotar una flor de luz.
—¡Maldita sea! —Miró hacia el caballero y el dragón. Todos los resucita-
dos hacían frente a la criatura, que no tenía ningún reparo en devolverlos a
la muerte. Pero ninguno atendía a la muchacha, cegados por su odio, que se
moría en aquel lugar.
—Yo… solo le quería… —Un nudo se hizo en su estómago cuando aquella
mujer, idéntica a Eliel, le miró consciente de su presencia—. Sabía que no
debía, pero no podía soportar perderle… ¿Es así como me lo paga?
—¡Aguanta! —Miró a su alrededor y trató de llamar la atención de cual-
quiera de los soldados, pero ninguno le escuchaba.
—Es inútil, ni siquiera tú estás aquí... —le dijo mientras un hilo de san-
gre comenzó a brotar de sus labios— y ellos tampoco.
—No hables, por favor. No malgastes tus fuerzas, alguien…
No sabía si era lluvia o lágrimas, pero verla allí abandonada y no poder
hacer nada le estaba partiendo el corazón.
—Le quería… —Tosió, manchando más su cara de sangre—. ¿Es este mi
pago por amar? ¿Por qué me duele tanto?
Adriem negó con la cabeza. Sentía que hablaba con Eliel, no con la Prin-
cesa Oscura.
—Porque amar duele.
Ella agarró con la punta de los dedos el báculo y este comenzó a brillar.
—Entonces, no quiero sufrir… Solo quería un lugar mejor, pero ahora…
tan solo quiero volver a casa y descansar. —Sus ojos perdieron cualquier
brillo de vida y sus iris, azules como el cielo, se apagaron.
—Te llevaré a casa. Te lo prometí —le gritó desesperado.
La flor de su pecho se marchitó y una luz cegadora le envolvió. Los cuer-
pos de los soldados empezaron a consumirse en llamaradas y de la tierra
empezó a crecer la hierba, engullendo los esqueletos. Mas él no formaba
parte de esa historia cristalizada en aquel lugar hacía quinientos años, tan
sólo era un espectador.
Se giró sorprendido al ver otra figura que no se consumía. A su lado, una
pequeña niña que se parecía mucho a Eliel le miraba fijamente. Solo dijo
una cosa:
—¿Faltarás a tu palabra?

Adriem abrió los ojos, asustado. Diría que había sufrido una pesadilla,
pero sus ropas estaban empapadas y se encontraba de pie en mitad de aquel
extraño campo, sin rastro de donde habían pernoctado. Donde pisaban, las
flores formaban una espiral a su alrededor.
Se agachó y entre la hierba encontró los restos de un báculo cuya madera
se había podrido, y los adornos de metal eran restos rojizos corroídos por el
paso del tiempo. Lo trató de agarrar, pero según lo tocaba, se convertía en
polvo. Era el mismo lugar.
La voz de Laila vino de entre la niebla, y a los pocos segundos apareció
de entre esta.
—Adriem, ¿qué ha pasado? Me he despertado y no estabas. Me has asus-
tado —jadeó—. ¡Estás empapado!
Echó un último vistazo a aquel lugar y se acercó a la doalfar.
—Nada, me pareció oír algo y me acerqué a investigar y tropecé en un
charco. Ten cuidado donde pisas.
—Tienes que secarte o te resfriarás. Pero, por favor, no vuelvas a irte sin
avisar —le regañó aún con el susto en el cuerpo—, y menos en un lugar así.
—Lo siento. Ya que estamos despiertos, sigamos andando, se me hace
difícil dormir aquí... Esa luna hace parecer que sea de día —dijo señalando a
la gran luna roja que, al igual que en el sueño de Adriem, impregnaba todo
de un tono parecido a la sangre, incluida la niebla.
Miguel apuró el último trago de la copa. No sabía por qué, pero se sentía
embriagado por la nostalgia de tiempos pasados. Se recostó sobre el sillón
de su escritorio apoyando el vaso sobre la mesa. A su lado Skaila le observa-
ba mientras organizaba algunos papeles.
—Estás raro —dijo sin apenas expresión en su voz como de costumbre.
—Me estaba acordando de cuando fui con mi antiguo jefe a visitar a Frank
Karid.
—Es el padre del que ayudó a la falsa Eraide, ¿verdad?
—Sí... Quién iba a decir que su hijo acabaría metido en todo este asunto.
Me parece mentira que aquel niño fuera capaz, años más tarde, de poner en
jaque a Idmíliris.
Skaila dejó los papeles a un lado y le miró.
—Puede que sea cosa del Eco. Frank estudiaba lo que pasó en Neferdgita
con Eraide, así que puede ser una casualidad creada por Alma, una coinci-
dencia.
—No… No existen esas coincidencias. Lo único que se me ocurre… No
será… —se pasó la lengua por los labios, pensativo—. Puede que Frank en-
contrara a la estirpe de Arshius.
—¿A qué te refieres? Él abandonó el proyecto Cristal.
—Ya, pero nunca supimos por qué. Años más tarde, cuando pasé a tomar
parte del consejo del S.S.I tras el desgraciado accidente del antiguo director
—había algo de burla en esa frase—, volvimos a por Frank y se negó a expli-
car sus razones para no volver, aun a costa de su vida.
Ella matizó la frase:
—Un precio que pagó.
—¿Y si la encontró? ¿Y si se casó con ella? Eso explicaría por qué se negó
a que la ayudáramos con la enfermedad que padecía. Eso explicaría qué hace
Adriem Karid en esta historia.
Skaila abrió uno de los cajones y sacó una carpeta en la que había varias
fichas. Extrajo la de un guardia cesado de Tiria por no volver de su permiso.
—¿Quién diría que un simple guardia de ciudad iba a tener un papel tan
importante?
—La historia está compuesta de personas insignificantes que hacen actos
increíbles.
—Esa frase no es propia de ti.
—No, la decía un antiguo amigo. Lástima que a día de hoy sea un traidor,
hubiera disfrutado mucho con esto.
Capítulo 31
-Al filo de un sentimiento-

Las hojas otoñales cubrían los caminos que llevaban al templo de Nara,
señal inconfundible de que el invierno era inminente. Los últimos peregri-
nos ya habían partido, por lo que la calma volvía a reinar en el antiguo en-
clave entre las montañas. Cada cual a sus quehaceres habituales, orando,
trabajando, estudiando y, cómo no, observando el gran oráculo.
En la sala donde estaba este ubicado, las cuatro sacerdotisas que lo custo-
diaban trataban de concentrarse en su labor y no prestar atención al excelso
invitado que iba acompañado de la máxima autoridad del templo. Hablaban
en voz baja mientras no dejaban de admirar cómo giraban los anillos de la
enorme maquinaria.
—A mi señor Gebrah no le gustará esta vista, Lord Kai.
—Extraño sería que se alegrara de cualquiera de mis acciones, así que
hace tiempo que dejé de preocuparme por ello. Soy un dragón y tengo tan-
to derecho como él a visitar este sagrado lugar que lo originó todo. —Miró
cómo la llama azul oscilaba enroscada en el centro—. Además, tiene cosas
más importantes de que preocuparse mi antiguo maestro, como el bienestar
de esa muñeca que me pertenecía y que vos le entregasteis.
—Era una aberración. Una ofensa a Alma —dijo sin levantar la voz, pese
a que el dragón podía percibir perfectamente el halo de indignación que en-
volvía aquellas palabras.
—¿A estas alturas, después de todo lo que he hecho, creéis que ofender a
Alma me desvela? Poco me importa lo que hicierais con esa copia, sólo estoy
interesado en la princesa. Jugad con ella si queréis, encontraré otra manera
—amenazó—. Siempre la encuentro.
—Aquel caballero de los comunes, Arshius, nos hizo un gran favor muy
a su pesar. ¿También era parte de tu plan? —dijo sin disimular su sonrisa,
descarada e irrespetuosa, propia de alguien que, con los años, ya no tenía
nada que perder. Pese a que le molestara a Kai, no iba a acortar su vida, de
por sí ya escasa.
—En todos los caminos hay piedras —suspiró calmando su ánimo—, sólo
retrasó lo que había de pasar.
—No será mientras viva, lord Kai.
—Pese al poco tiempo del que dispones ya, anciano, creo que no te voy a
conceder esa satisfacción. —Le miró desafiante—. Ahora, llevadme ante las
puertas.
—No podrás acercarte a ellas y lo sabes. ¿Qué pretendes?
—Sencillamente quiero presentarle mis respetos y honrar su memoria
una vez más, como ya he hecho otras tantas veces. Soy el único que lo hace.
Se percató de cómo la mano del anciano sujetaba el bastón con fuerza,
claramente incómodo por su presencia.
El anciano giró sobre sí mismo y comenzó a caminar.
—Eres el único que desea guardar su memoria. ¿Por qué no la dejas ir,
como ya hicieron los antiguos?
No se molestó en responder, tan sólo le siguió por aquellos pasillos que
tan bien conocía.


Aún era noche cerrada y el cielo encapotado ocultaba cualquier rastro de
la luna. El Bastión de los Justos solo estaba iluminado por la temblorosa luz
de las antorchas y de los candiles que proyectaban sombras oscilantes, las
cuales, por momentos, parecían vivas.
Laila aprovechaba cualquier rincón de oscuridad para irse internando
con una increíble agilidad entre las murallas del viejo edificio. A su estela,
Adriem, que a diferencia de la doalfar no era tan ducho en el no tan noble
arte de entrar a hurtadillas en una casa ajena, seguía al pie de la letra las
indicaciones que le deba.
En torno al antiguo patio de armas reformado en jardín, con distintas
especies de árboles y plantas exóticos en su gran mayoría, se erigían tres
construcciones. La vieja casa de guardia que apenas levantaba tres alturas,
los aposentos del servicio, antiguamente residencia de los civiles, y el gran
edificio central. Adosado a una gran torre, de recias paredes de piedra, cuyos
cimientos pertenecían a la primera torre de vigilancia que allí se construyó
casi mil años antes.
Que su origen era militar resultaba innegable. Pequeñas ventanas, balco-
nadas que en un pasado sirvieron para la vigilancia, pero varias reformas le
habían dado un carácter más habitable, en especial en los pisos bajos en los
que se habían abierto algunos ventanales en los recios muros.
De la muralla más exterior apenas quedaba nada, salvo algunos peque-
ños tramos dispersos. Sí que persistía la exterior, pero estaba realmente
maltrecha y descuidada, ya que poca o ninguna utilidad tendría a día de hoy
con las máquinas de guerra modernas.
Adriem tenía la misma sensación que en aquella extraña visión en Ne-
ferdgita. Estaba en un pedazo de tierra que había quedado anclado en el
pasado.
Laila le sacó de sus pensamientos cuando le apoyó la mano en el pecho
para detenerle y lo empujó contra la pared, y colocando su dedo índice sobre
sus labios, le mandó callar.
Los pasos de una pareja de soldados doalfar, ataviados con gambesones
ligeros azules y casco en pico, paseaban con los fusiles colgados al hombro
en su ronda de guardia. Hablaban entre ellos, con un dialecto del doalí que
a Adriem se le hacía muy difícil comprender.
Pasaron a poca distancia sin verlos gracias a la rápida reacción de Laila,
la cual se apartaba contra él tras el contrafuerte que sostenía una de las grue-
sas paredes de la antigua casa de la guardia.
Cuando se alejaron suficiente, ella se fue apartando lentamente sin per-
der de vista a los guardias.
—Ha faltado poco —susurró.
A Adriem le costó reaccionar un poco, entre asustado por los guardias
y algo ruborizado al tener a Laila tan cerca. Se pasó la mano por la cara y
aclaró sus ideas. «No es momento para estar con distracciones», se dijo a sí
mismo.
Laila escudriñó la silueta del edificio desde la esquina, y señaló hacia una
zona de atrás en la que había un pequeño abrevadero. La doalfar comentó
en voz baja:
—Ahí hay un pequeño canal. Los bastiones de la época de la gran guerra
se construían casi con la misma estructura. Había que reforzar rápido los
pasos fronterizos y no se molestaban en ser demasiado imaginativos.
—¿Ya has estado aquí antes?
—No… Es la primera vez que estoy aquí, pero he conocido algunos simi-
lares, cuando era una mujer libre.
Adriem la miró, muy crítico.
—Es decir, que estamos hablando sobre teoría, no sobre práctica. —Se
encogió de hombros—. Pero ya sabes más que yo, así que tú dirás.
—Por esa zona debe de estar el depósito y esa parte de ahí es el desagüe
principal. En tiempos de guerra se cortaba para evitar que nadie entrara,
pero desde aquí se oye el rumor del agua. No es la opción más limpia. Solo
espero que sea el pluvial, no el de las letrinas —añadió torciendo el gesto.
—Se nota que no es un lugar muy frecuentado, la seguridad que tienen es
mínima. Apenas hay guardias para cubrir un edificio tan grande... —observó
Adriem fijándose en las tres patrullas. Una en la esquina opuesta al patio,
otra en una de las torres y la tercera la vio pasar en dirección al exterior.
Adriem se agachó para ser menos visible cuando le pareció que uno de los
soldados miraba en su dirección—. Pensé que sería mucho más complicado
entrar.
—Yo también. Pero con las montañas a un lado y Neferdgita al otro, yo
no gastaría demasiado en seguridad. Su mejor aval es que está en tierra de
nadie. —Miró por el callejón e invitó a Adriem a avanzar aprovechando el
momento en que nadie parecía mirar en esa dirección.
Se afanó en pasar al otro lado, pero cuando llegó a la otra esquina uno de
los gavilanes de la espada tocó ligeramente la pared, provocando un tintineo
metálico que llamó la atención de la patrulla que había pasado antes cerca
de ellos.
—¿Quién vive? —se escuchó.
Al no haber respuesta, el ruido de las botas atestiguó que aceleraban el
paso mientras Laila regañaba con gestos a Adriem, quien se maldecía por su
torpeza. Ambos se escondieron de nuevo tras los contrafuertes, pero esta vez
en uno distinto.
Laila echó mano a la espalda y sacó el cuchillo de caza, y Adriem agarró
suavemente la espada. Los soldados sobrepasaron la esquina y avanzaron
con cautela, mirando a un lado y a otro. Se acercaban irremediablemente y
si los descubrían tendrían a las otras patrullas encima en cuestión de segun-
dos. Tenían que ser muy rápidos.
El sudor comenzó a recorrer su cara, atenazado por el miedo. No sólo po-
día oír el sonido de sus botas, también podía sentirlos. Pasaba como cuando
se batió contra Meikoss y pudo ver a las personas como espectros, pero esta
vez era mucho más débil. Aguantó la respiración y trató de tranquilizarse,
pues cada vez que se sentía en peligro perdía el control y ello nunca traía
nada bueno. Sólo pedía a Alma que no se acercaran más.
Estaban a punto de sobrepasar el contrafuerte y miró directamente a los
ojos a Laila. Podía leer en ellos la determinación de acabar tan rápidamente
con la vida de aquellos soldados como fuera posible, pero no sabía si estaba
preparado.
Los pasos de los soldados se detuvieron.
—No parece que haya sido nada.
—¿Tú crees…? —En esos momentos se quedó paralizado al ver a Laila
entre la sombras.
Su compañero se giró de inmediato, pero ella ya había surgido como un
relámpago y, con una precisión increíble, se agachó para esquivar el culatazo
del fusil y con una potente estocada le cavó el cuchillo de caza entre la quija-
da, dándole muerte en el acto.
Adriem ni siquiera tuvo tiempo de pensar, pues antes de que el otro sol-
dado diera la voz de alarma, lo agarró aprovechando que lo tenía a la espal-
da, le tapó la boca y le ensartó la hoja de acero.
La sangre pronto empezó a bajar por los gavilanes y a empaparle el brazo,
mientras su víctima daba sus últimos estertores.
Ocultaron tras los contrafuertes los dos cadáveres, pero era cuestión de
tiempo que los descubrieran o, sencillamente, los echaran en falta.
Laila le miró mientras se limpiaba como podía la sangre que le había
salpicado la ropa e incluso parte de la cara y el pelo.
—Ahora debemos darnos más prisa. Esto es una bomba de relojería —
dijo señalando los soldados muertos—. ¿Me estás escuchando, Adriem?
Él se había quedado en blanco. Sólo podía recordar las palabras de
Fearghus: «¿Vale más la vida que un sentimiento?» Era la primera vez que
mataba a sangre fría y trataba de controlar como podía el vómito.
—Adriem, escúchame. —Ella le cogió por los brazos y le zarandeó—. Es-
tamos aquí por Eliel, ¿recuerdas?
Él asintió con la cabeza. «Un sentimiento», se repetía una y otra vez en
su cabeza.
—Pues si no nos movemos ya no podrás rescatarla, y la muerte de estos
hombres no habrá tenido sentido.
Adriem los miró y dio una bocanada de aire.
—Sí… Es que yo nunca...
—Tenemos que salvar a tu princesa. Sé que no es fácil, pero olvida todo
lo demás —le instó, al parecer consciente de lo que ocurría—. A todos nos ha
pasado, así que respira y concéntrate.
—Tienes razón —dijo, más sosegado. Laila estaba en lo cierto, poco más
podría hacer allí de pie. A fin de cuentas, era para lo que en el fondo trató de
prepararle Fearghus.
Ambos siguieron avanzando por los enormes jardines que daban al gran
edificio principal que, como una bestia dormida en la noche, esperaba a los
pequeños intrusos para devorarlos en sus entrañas.


Las runas de la habitación vibraron e incluso algunas se rompieron esta-
llando en briznas de luz y debilitando la cárcel que aprisionaba su cuerpo.
Cerró los puños y tensó los músculos, rasgando las runas dañadas que se-
guían resquebrajándose, y exhalando un quejido de dolor cayó de rodillas al
suelo entre jadeos.
Se levantó y tambaleó un poco, se sentía extraña y su cuerpo débil, pero
algo en su interior latía con fuerza. Desconocía cuánto tiempo llevaba ahí,
pero sabía qué la había despertado. Olfateó el aire, sintiendo el olor de un
alma que conocía muy bien, y con una sonrisa desencajada que mostraba sus
caninos, Idmíliris susurró:
—Todo este dolor… Por tu culpa me ha castigado mi señor. ¿Cómo po-
dría agradecértelo? —Su voz se tornaba más delirante de lo que ya en sí mis-
ma solía ser.
Caminó con dificultad hacia la puerta y tras ver que estaba cerrada apoyó
el dedo para congelar parte de la cerradura, pero, en contra de lo que espe-
raba, el conjuro heló toda la puerta y parte de la pared.
Miró su mano con incredulidad; aquella sensación, aquella fuerza que
latía en su interior… ¿Qué demonios le había hecho su amo? Había sido cas-
tigada, no conseguía comprender por qué se sentía tan bien.
Empujó ligeramente la pared congelada y esta se agrietó sin poner ape-
nas resistencia.


Sophia estaba escribiendo unas notas en su diario antes de irse a dormir
junto a Zir, que la esperaba sentado en la terraza mirando la gran luna llena
que dominaba el firmamento aquella noche. La maga escribía las últimas
líneas con su pluma, una de las pocas herencias que había recibido de su
familia, cuando un estruendo que resonó por cada rincón de la estancia pro-
vocó un borrón en la página.
Apenas le dio tiempo a girarse y avisar a Zir cuando este, sin mirarla,
afirmó:
—Sí, ha sido dentro del bastión.
—¿Nos atacan? —Ella dejó cuidadosamente la pluma en el tintero y se
levantó para salir al balcón en un vano intento de ver algo.
—No lo sé, pero viene de dentro. Parece que de los sótanos… Nadie pue-
de entrar por allí. Lo único que hay allí es… —dijo con un tono molesto.
Sophia cerró los ojos y calmó sus nervios para concentrarse. Escrutó el
ambiente, buscando cualquier alteración. Había un olor familiar en el ether,
muy similar al de la arlequín, pero no sabía concretarlo con exactitud.
—No… No estoy segura. Es una sensación muy intensa, demasiado para
Idmíliris. No tenía tanto poder.
Zir se levantó y echó una última ojeada a los jardines.
—Si es ella, quiere decir que se ha liberado del conjuro, y eso no tenía
que pasar hasta dentro de dos semanas. ¿Cómo se ha despertado? —Pasó al
lado de Sophia y le dio un breve beso para después avanzar hacia su sable y
colgárselo al cinto—. Esto puede hacerlo más interesante.
—¿Qué vas a hacer?
—¿No es obvio? —Se sentía aliviado, por fin tenía algo que hacer tras
meses de inactividad salvo entrenar en los jardines y leer—. Mi trabajo. —Se
dio cuenta de que aunque tuviera que enfrentarse a la arlequín, ello le pro-
vocaba una sonrisa en la cara que no podía disimular.
Sophia se acercó a él.
—Zir, por favor, espera... Iré contigo, tú solo no puedes con esa muñeca
psicópata. Puedo tratar de reparar las runas si se han roto.
—No, tú has de ir a avisar a Gebrah. Aunque es posible que se haya dado
cuenta, es el único que la puede volver a encerrar. Yo tomaré a algunos guar-
dias y trataremos de contenerla si hace falta. No creas que no tengo ganas de
darle una lección a esa cosa, pero no soy estúpido. Me limitaré a entretenerla
y velar por la seguridad del bastión mientras viene Lord Gebrah,
Sophia negó con la cabeza.
—Pese a todo, no te confíes. No sabemos de qué es capaz ahora.
La tomó por los hombros con determinación y le dedicó su mejor sonri-
sa.
—Nada me separará de ti. Ahora dime, ¿dónde está exactamente?
Sophia dudó por unos momentos, nerviosa ante el apremio de Zir. Algo
titubeante, respondió:
—En las escaleras de la sala oeste.
—De acuerdo. —Le dio un beso breve e intenso. Se giró y salió de la es-
tancia acabando de ceñir bien el sable escaleras abajo mientras la hechicera
salía corriendo hacia las estancias superiores, donde solía estar su señor.

Eliel se enjugaba las lágrimas y trataba de recobrar la compostura


mientras la pequeña Eraide la miraba altiva. En algún momento los pasi-
llos de la mansión habían cambiado y se encontraba viéndose a sí misma
durmiendo en una sala circular, cuyo techo estaba pintado tratando de
imitar el cielo. No se había dado cuenta del momento en el que el cambio
sucedió, pero en aquel mundo entre sueños era algo que carecía de impor-
tancia.
—¿Por qué me haces esto? ¿Qué te he hecho yo? —dijo aún con la voz
quebrada.
—Existir. Nada más. Kai te arrancó de mi alma y con él te llevaste mis
ilusiones, mis sueños, mis momentos dulces, y sólo me dejaste el dolor, la
angustia, el resentimiento. —La voz escapaba entre sus dientes apretados
por la rabia—. Ni siquiera me queda el recuerdo del amor que sentía por
Arshius, solo el odio por rechazarme. —Se agachó y la agarró del pelo sin
piedad alguna para encararla—. Sin embargo, tú puedes amar y ser ama-
da, cuando no eres más que un simple objeto.
Una sonrisa irónica se dibujó en los labios de Eliel mientras las lágri-
mas corrían por sus mejillas.
—¿Acaso también te dejó la envidia?
Sin pensárselo, abofeteó a Eliel con una fuerza que no podía creer que
tuviera una niña y la soltó de golpe.
—¿Cómo voy a envidiar a una muñeca rota como tú?
—Tienes razón, soy una simple muñeca y él no merece esto. Pero sé que
está aquí, sé que me busca. Y eso me hace feliz.
—Pues aférrate a esa felicidad, porque es lo único que te queda ya. Y me
encargaré de que también desaparezca.

El bastión por dentro estaba desierto. Largos pasillos revestidos de már-


mol, y al igual que los jardines todo estaba decorado con un gusto que mi-
maba cada pequeño rincón de aquel gran edificio. Era difícil no hacer ruido,
pues las pisadas de ambos hacían eco, en especial las botas de Adriem.
Ninguno de los dos sabía muy bien a dónde dirigirse, así que no tenían
más remedio que escudriñar con cuidado cada rincón sin que los vieran.
Cualquiera de los guardias les podría servir para sonsacarle la información,
pero era demasiado arriesgado. Mas el plan se esfumó cuando torcieron por
una de las esquinas y Laila desenvainó rápidamente el cuchillo ante una
presencia inesperada.
Se disponía a atacar sin piedad cuando Adriem, que venía detrás, le su-
jetó el brazo a escasos centímetros de cercenar la garganta de la mujer que,
con los ojos como platos, levantaba las manos paralizada. Él ya la conocía.
—Nos vale más viva —le dijo a la doalfar.
—No… No voy armada, no me hagas daño —se defendía la mujer.
—¿Quién es? —preguntó Laila mirándole de reojo sin perder de vista a la
humana.
—Alguien que nos traicionó, por lo que veo. —Soltó el brazo de Laila.
Por momentos se arrepentía de haber frenado a la doalfar, pero sus propias
palabras estaban cargadas de razón. Ella sabría dónde estaba Eliel—. Por
desgracia no me di cuenta en su momento, pero… verte aquí lo dice todo,
¿no? Al menos deberías presentarte a la señorita —dijo aludiendo a su com-
pañera.
—Sophia. Mi nombre es Sophia. —Poco a poco iba recuperando la com-
postura.
—Bien, Sophia..., la siguiente pregunta tiene premio —dijo Laila sin
apartar la hoja ni un milímetro del cuello de la humana—. Sabes a quién
buscamos. ¿Nos llevarás hasta ella?
Agachó la cabeza y miró detenidamente la hoja.
—¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Acaso tengo elección? Os llevaré hasta
ella, pero dudo que os sirva de nada.
—¿Y por qué debería creerte? Ya nos engañaste una vez —alegó Adriem.
—Créeme o no, poco importa. Ella está encerrada en un sueño mediante
el hechizo de un dragón. Por muy poderoso que te hayas vuelto, un sephirae
no puede hacer frente a este tipo de magia.
Adriem se quedó mirándola con aire crítico. Lo que decía parecía cierto,
pero estaba cansado de tener la sensación de que casi todo el mundo a su
alrededor trataba de manipularle. Se encontraba indeciso y no dejaba de
escrutar cada detalle de la maga, buscando cualquier gesto que la delatase.
Laila le miró.
—Adriem, sé muy bien de qué tipo de magia es capaz Gebrah, dice la ver-
dad. A cada rato que estamos aquí parados, más fácil es que nos descubran.
Torció el gesto, y no muy convencido tomó una opción:
—Está bien, llévanos —le ordenó a la hechicera, que miraba con cierta
incredulidad a la doalfar.
—¿Conoces a Lord Gebrah?
—Puede. —La hoja del cuchillo se acercó a la garganta de Sophia—. Pero
no hablemos de mí.
—Movámonos ya. Si estamos demasiado tiempo aquí parados… —inte-
rrumpió Adriem. Pero no pudo terminar la frase cuando un pálpito le asaltó
y sin apenas saber por qué, se giró y dobló la cadera, esquivando por escasos
centímetros una esquirla de hielo que golpeó en la pared, y que dejó en el
lugar una fina capa de hielo desde el suelo hasta el techo.
Laila se giró buscando al atacante, anteponiendo el cuerpo de Sophia a
modo de escudo.
—Podemos olvidarnos de nuestro sigilo —maldijo la doalfar.
—Esa sensación… Cuánto tiempo —Adriem enseguida reconoció la figu-
ra de la arlequín que, aplaudiendo, salía al pie de la escalera—. Esperaba no
tener que volver a sentirla.
—Vaya, Sophia, ¿de aprendiza de dragón a escudo humano? —Idmíliris
dedicó la mejor de las sonrisas a Adriem—. Tenías unas ganas terribles de
encontrarme de nuevo contigo, Adriem. Tenemos tanto de que «hablar»...
—No voy a perder el tiempo contigo. —Adriem desenvainó el arma, pre-
parándose para un ataque inminente. Miró de reojo a Laila—. Es muy peli-
grosa.
Veía cómo Sophia miraba a la arlequín con cierta desconfianza. Fuera lo
que fuese, pese a estar las dos en el mismo bando algo no iba bien.
—No querrás que a tu amiga le pase nada, ¿verdad? —le increpó Laila a
la siniestra muchacha de pelo casi albino.
—Por mí puedes rebanarle el cuello a esa furcia estirada. Créeme, me
daría mucho placer verla agonizando, ahogándose en su propia sangre. —Se
relamió—. Delicioso.
—¡Idmíliris! —le increpó la hechicera—. ¡¿Cómo te atreves?! ¡Lord Ge-
brah te volverá a encerrar, si no lo hago yo misma!
—Puede…, pero antes me encargaré de ese humano. Tú sigue jugando
con tu amiguita la doalfar.
Las sombras de su alrededor se acrecentaron y decenas de ojos comen-
zaron a brillar en la oscuridad, acompañados de murmullos que parecían
el reír de hienas. Estaban rodeados y la rehén de poco les iba a servir con
aquella psicópata.
Se preparó. En nada tendrían también a los soldados encima, así que
poco más podrían hacer salvo aguantar la embestida y huir. Ya había hecho
frente a aquella manada de criaturas, pero había algo diferente en ellas. Es-
taban cubiertas de runas... ¿O ya lo estaban antes y no las había podido ver
hasta ahora?
Apoyó la punta de la espada en el suelo y se concentró. Era como el ata-
que de Kai. Magia, runas…
—Prepárate para correr —le ordenó a Laila en voz baja.
La doalfar se le quedó mirando sin saber qué pretendía.
Cogió aire y dejó que el ether recorriera su cuerpo. Tenía que controlar-
lo, daba igual el precio, pues Eliel estaba demasiado cerca como para dejarse
vencer. Era el momento de jugar sus cartas.
La sombras no dudaron en echárseles encima pero, al igual que en el
anterior combate, una enorme fuerza las rechazó. Pero esta vez gran parte
de ellas consiguieron aguantar el impacto clavando sus garras en el suelo.
Habían aprendido.
Adriem miró a la arlequín, que sonreía satisfecha. Era previsible y esa
era su ventaja. Sin darle tiempo a saborear la victoria de ese asalto y antes
de que las sombras les volvieran a atacar, al igual que hizo con Meikoss,
concentró el impacto en Idmíliris, cogiéndola por sorpresa.
El golpe desplazó a la arlequín varios metros hasta impactar contra la
pared del pasillo, que se resquebrajó. Tal y como supuso, al estar debilitada
la invocadora, las sombras se desorientaron y ese fue el momento.
—¡Ahora! —le gritó a Laila mientras agarraba a Sophia por la muñeca y
comenzaba la carrera por el pasillo.
Idmíliris se levantó con cierta dificultad. Comenzó a toser y una sus-
tancia empezó a emanar por entre sus labios. Sangre. Se limpió y se quedó
mirando sus manos, desconcertada, cuando Adriem la miró una última vez
antes de subir por las escaleras tirando de la hechicera con poca delicadeza.
«¿Desde cuándo aquel ser podía sangrar?».
Era ese un misterio que en esos momento carecía de importancia.
—Ru… Sophia, ¿qué le habéis hecho a Eliel?
—No ha sufrido ningún daño. Como ya dije, todo este tiempo ha estado
en un sueño artificial.

Una figura emergió por una de las escaleras al gran pasillo, acompañado
de dos soldados, cortándoles el paso. Zir-Idaraan, con cara de muy pocos
amigos, los miraba a los tres. Laila paró en seco atrayendo a Sophia contra sí
con un fuerte tirón de brazo. Adriem se quedó en la vanguardia.
El doalfar, con el gesto torcido, desenvainó el sable.
—Soltadla. —Le miró directamente—. Adriem Karid..., es una visita ines-
perada, pero aquí acaba el viaje.
—Zir, por favor, déjanos pasar, no quiero que se derrame más sangre.
¿Tenéis que castigarla? Dejad que decida y viva. Yo la llevaré tan lejos de Kai
como pueda, pero hay algo que tengo claro: esa mujer no haría daño a nadie.
No es la Princesa Oscura.
—Ya sabemos que solo es una copia, pero... ¿con ello arriesgar el destino
de este mundo? No seas idiota. —Le apuntó con el sable, amenazante pese
a la distancia, mientras los soldados amartillaban sus fusiles—. Puedo hasta
comprender tus dudas, pero traicionar a Gebrah te aseguro que no es una
opción. Si sobrevives hasta que él llegue, te advierto que la clemencia no es
una de sus virtudes.
—Por lo pronto, Zir-Idaraan... —dijo amenazante— controla a tus chi-
cos, pues nosotros seguimos teniendo a tu amiga.
Laila no dudó en mostrar claramente la hoja del cuchillo. Sophia no ten-
dría tiempo de hacer magia sin salir herida.
—¡Apártate! —Su voz retumbó por todo el pasillo—. No estás en situa-
ción de negociar. Veo cómo la miras —afirmó señalando a Sophia—. Así que
ya sabes de qué soy capaz.
—Si le haces un solo rasguño, yo... ¡Juro por Alma que te mataré! —le
amenazó Zir abandonando su habitual templanza.
—No me gusta tener que recurrir a esto, pero no hay alternativa. —Afian-
zó la espada, sin bajar la guardia, y se dispuso a reemprender la marcha. Si
les daban alcance Idmíliris o más soldados, sería difícil mantener el control
de la situación. Procuraba ocultar el pequeño temblor en la mano, tratando
de que los nervios no le traicionaran y el doalfar viera un ápice de duda.
—Tú no eres el guardia de Tiria al que me enfrenté en la estación... —dijo
Zir cuando le sobrepasó lanzándole una mirada cargada de odio—. ¿Por qué
no volviste a Imperio? No vas a llegar mucho más lejos.
—Porque allí no me esperaba nadie. —Le lanzó una última mirada antes
de darle la espalda, mientras Laila le seguía sin soltar a Sophia.
Casi habían tomado las escaleras, sin dejar de vigilar a Zir y a los dos
soldados que les apuntaban, cuando las paredes del pasillo se agrietaron y el
suelo comenzó a temblar. Adriem notó una ola de energía que lo recorrió de
arriba abajo mientras trataba de no perder el equilibrio.
De cada una de las grietas comenzaron a emerger sombras mientras la
risa desquiciada de Idmíliris resonó por todo el pasillo. Cada una de las cria-
turas los rodearon tanto a ellos como a Zir y los soldados, sin distinción.
—¿Acaso creías que te ibas a librar de mí por un simple rasguño, Adriem?
Capítulo 32
-Viejos enemigos-

Una de las sombras emergió súbitamente dando un zarpazo a Laila sin


que le diera tiempo a esquivarla. La sola caricia le abrió una herida en el
costado, e impulsada por el dolor dio un certero revés que le abrió el pecho
a la criatura, la cual se retorció y desapareció dejando tras de sí unas briznas
de oscuridad.
Al verse libre de la amenaza de la doalfar, Sophia dio dos largas zancadas
que la alejaron de la refriega, apoyando el cuerpo contra la pared. Pasillo
abajo se oían los disparos de los soldados que, junto a Zir, se defendían de
las mismas criaturas.
Adriem jadeaba y las piernas comenzaban a temblarle, exhausto tras rea-
lizar varios impactos. Al focalizarlos aumentaba la presión hasta el punto de
destrozarlas, pero notaba cómo de vez en cuando se desorientaba y sentía
punzadas en la cabeza, señal de que el uso del poder le estaba afectando. No
podía seguir abusando, pero esas sombras no dejaban ni un hueco que le
permitiera avanzar.
—Oooh, cielo, ¿ya estás cansado? —se jactó Idmíliris. La arlequín le ob-
servaba, satisfecha, mientras avanzaba hacia ellos. Ignoraba en qué momen-
to había llegado allí.
Se centró en ella tras esquivar a una de las sombras y, haciendo caso
omiso de sus anteriores pensamientos, apretó los dientes y lanzó un impacto
contra ella. Pero dos sombras se interpusieron, sacrificándose para escudar
con sus cuerpos a su ama. Era difícil que cayera de nuevo con la misma tác-
tica.
Adriem hincó la rodilla en el suelo mientras veía cómo Sophia sacaba de
uno de sus bolsillos un objeto que le resultaba familiar: una tiza de argen-
tano.
—Voy a disfrutar con esto... —Comenzó a escribir una secuencia rúnica
en su brazo a una velocidad impresionante.
Dos sombras se le acercaron por la espalda, pero Laila las despachó con
certeras estocadas cubriendo a la que era su enemiga. Se le quedó mirando
y Adriem asintió, aprobando que la cubriese. Si tenían un enemigo común,
bien merecía la pena intentarlo. Las runas brillaron intensamente. Tres
sombras emergieron rodeándolas, pero al igual que hizo él, las ignoró y se
centró en la arlequín.
Idmíliris hizo emerger otras dos criaturas para escudarse, pero un arco
voltaico las atravesó sin perder potencia, alcanzando el hombro a Idmíliris y
perforándola de parte a parte. La herida, en vez de sanarse con celeridad, se
abrió más y comenzó a sangrar como hiciera poco atrás. Se agarró el hombro
haciendo presión para tratar de cortar la hemorragia. Algunas de las som-
bras desaparecieron y otras se quedaron de nuevo desorientadas.
¡Ese era el momento! Sin dudarlo, tomó a Laila por la muñeca y tiró de
ella hacia una de las puertas del pasillo. Cargó contra ella y, por suerte, ce-
dió, sacándolos de la encerrona que era el pasillo.
Algo en Idmíliris, no le cabía duda, parecía más frágil, pero a la vez su
mayor poder. Mas no era el momento de pensar sobre ello. Escapar de aquel
ser se estaba convirtiendo en una desagradable costumbre.
—¡Maldita ramera! ¿Cómo te atreves? —se escuchó la voz desquiciada de
Idmíliris—. Me voy a encargar de arrancarte las entrañas una a una.
A esa frase siguió otra explosión que volvió a hacer retumbar las paredes,
las cuales se cubrieron de escarcha y el grito agonizante del que parecía uno
de los soldados. Mientras, la suerte pareció sonreírles y un pasillo más es-
trecho, que parecía un distribuidor a distintos dormitorios, se extendía ante
ellos, culminando en otras escaleras que daban al piso superior.
Fue entonces cuando empezó a escuchar, en un débil susurro, la voz de
Eliel de nuevo.

 
 
Idmíliris chascó la legua, decepcionada al ver cómo su presa favorita se
escapaba, pero aún tenía a mano tanto al pedante de Zir como a la engreída
de Sophia. Si su señor los prefería a ellos, era tan sencillo como quitarlos de
en medio.
Se agarró el hombro para contener ese extraño dolor y se concentró en
dirigir de nuevo a las sombras, cuando una mano, enfundada en un guante-
lete, se apoyó en su hombro sujetándola con fuerza. Sólo había alguien capaz
de cogerla desprevenida y el miedo sacudió cada milímetro de su cuerpo.
—¿Qué significa todo esto? —la voz de Gebrah atronó desde su espalda—.
¿Es así como malgastas el regalo que te hice?
No tuvo tiempo de responder. La mano apretó con más fuerza su hombro
herido.
—Se llama dolor, Idmíliris. Te concedí el mismo regalo que Kai a esa mu-
ñeca, un trozo de alma, con lo que ahora sabrás el significado de la vida…
y la muerte. —Con un giro de su brazo la tiró al suelo sin piedad. El dolor
al que se refería su amo se extendió por todo su cuerpo y las sombras que
había invocado se desvanecieron ante los ojos atónitos de Zir y Sophia—.
¡Vosotros dos! Coged a la guardia y atrapad a las ratas que se han colado en
el bastión. —Apoyó el pie sobre la arlequín, comprimiéndole el pecho—. Esta
hija ingrata no volverá a molestar.
Ambos se miraron por unos instantes, y antes de que el dragón tuviera
que repetirles la orden, salieron corriendo por la puerta que había derribado
Adriem en su huida.
—¿P-Por qué? —dijo en un quejido Idmíliris—. ¿Por qué me habéis con-
denado con un alma?
—Quería saber hasta qué punto podía sentir una muñeca. —La liberó de
su bota y le dio la espalda—. Pero creo que me equivoqué. Nunca serás nada
parecido a ella… Qué decepción.
Pensó que le aliviaría no tener que sufrir un castigo por parte de su amo,
pero el sentir que le había decepcionado le provocó aun más dolor. Le cos-
taba respirar y ya no era por la bota de su señor aprisionando su pecho. Era
algo totalmente diferente… Nunca sería suficiente para él. Aunque eliminara
a todo el mundo, aunque le trajera la cabeza de la misma princesa, seguiría
sin ser suficiente. Y sin saber por qué, ni tan siquiera qué eran exactamente,
lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos.

Eliel dio un bofetón a la niña, con tal fuerza que la tiró al suelo, la cual
se agarraba la cara dolorida y furiosa.
—¡No te atreverás! Insúltame, despréciame, haz conmigo lo que quie-
ras, pero ni siquiera sueñes con ponerle un dedo encima a Adriem. ¡Nunca
te lo permitiré! —Apretaba los puños con fuerza, hasta el extremo de cla-
varse las uñas en la palma.
—La otra vez me cogiste por sorpresa, pero ahora no puedes hacer nada
—le replicó airada—. Tan solo eres una parte de mí, un pequeño trozo in-
significante. ¡No tienes poder! ¿Acaso piensas atacarme? Si me dañas, lo
sufrirás tu también.
—No me subestimes —espetó clavándole la mirada mientras la niña se
levantaba.

Apenas era un susurro, no era capaz de entender sus palabras, pero podía
jurar que era ella. Iban en la dirección correcta.
—Aunque la encontremos, ¿cómo vamos a salir de aquí? —preguntó Laila
mientras le seguía—. Se nos van a echar encima...
—No lo sé. Pero ya no podemos dar la vuelta, nos encontrarán igual.
—Podemos buscar una salida e intentarlo en otro momento. Al menos ya
sabemos dónde está y que no sufre —alegó.
—No. No tendremos una ocasión como esta. —La miró y se detuvo de-
lante de una gran puerta—. Es aquí. Yo voy a entrar, pero vete si quieres,
lo entiendo. No tienes por qué arriesgarte más. —Le puso la mano sobre el
hombro y sonrió, agradecido—. No lo hubiera conseguido sin ti, pero tu ob-
jetivo sigue siendo Kai. Vuelve con Uriel o busca tu camino.
—Abre esa puerta —respondió—. Me temo que ya es demasiado tarde.
A ambos lados del pasillo se oyeron varios pasos cerrándoles cualquier
escapatoria. Por uno, Zir Idaraan junto a un soldado, y por el otro, Sophia,
custodiada por dos más. Ni siquiera les dieron el alto ni hubieron amenazas,
ya se habían repetido demasiadas veces y todos conocían sus objetivos.
Tanteó con la mano el picaporte mientras miraba a uno y otro lado. El
sable fue desenfundado por el doalfar lentamente, los fusiles de los soldados
se amartillaron y la tiza de argentano de la hechicera comenzó a brillar entre
sus dedos. Adriem tragó saliva y aferró la manecilla...

Uriel miró, como era su costumbre, el reloj de cadena. Lo cerró y con cui-
dado lo volvió a meter en el bolsillo. Tomó aire y pareció contar los segundos
hasta que, tras un largo suspiro, dijo con autoridad:
—¡Ahora!
Cuando se decidió a abrir la puerta, se abalanzaron contra ellos. El doal-
far y la hechicera no llegarían a tiempo, pero sí las balas de los fusiles, mas
se escuchó una detonación y un silbido. No hubo tiempo para reaccionar
cuando una súbita explosión los empujó a Laila y a él contra la puerta, cuyas
bisagras cedieron, haciendo que se desplomase.
El polvo lo inundó todo y Adriem se levantó tosiendo pero al parecer ile-
so. ¿Qué demonios había sido eso? ¿Artillería?
Laila ya estaba de pie y se quitaba el polvo de la cara. Tenía varias astillas
clavadas en el hombro.
—Laila, estás herida...
—No es nada, tranquilo —contestó sin quitar la vista del frente—. Mira...
Desde el puesto de mando de la aeronave, Uriel observaba los destrozos
que el cañonazo había provocado en la fachada del edificio principal del bas-
tión. Varios cascotes aún caían mientras los soldados corrían por las alme-
nas hacia los cañones.
Anna le miraba sin poder ocultar su nerviosismo.
—Creo que deberíamos bajar.
—No, es toda la ayuda que necesitan —dijo Uriel sin perder de vista a los
artilleros del bastión—. Con la confusión les bastará.
La sala de mando se componía de un sillón central donde permanecía el
pelirrojo, sobre otros cuatro puestos ocupados por Fearghus y Anna en los
de artillería, y Joseph en el central de timonel. Shara, por el contrario, se
mantenía de pie detrás.
—Si no fuese por el brazal de Laila, no les hubiéramos podido seguir —
comentó Joseph—. Me alegra que al final hayas decidido ayudarlos, aunque
temo que podamos alcanzarlos a ellos también con el fuego de artillería.
Fearghus se giró hacia Uriel.
—¿Algo te hizo cambiar de opinión en cuanto a no salirnos de los planes?
—Una vieja amiga me insistió en lo valioso que puede ser ese sephirae.
No me tomes por un sentimental. —Observó cómo cargaban uno de los ca-
ñones—. Además, quería probar nuestro nuevo juguete. Carga el número
dos.
El delven sonrió.
—Es un poco injusto para esos soldados, cuando ellos no pueden vernos.

El polvo se fue despejando y Adriem observó la estancia semicircular con


el techo pintado como si fuera un hermoso cielo. En el centro la pudo ver,
dormida, hermosa, tal y como la recordaba, como si el último año no hubiera
pasado para ella. Su corazón dio un vuelco. Al fin, después de tanto tiempo
desde aquella despedida... Le pareció que fue hace una eternidad, pero a su
vez lo recordaba como si acabara de ocurrir. Se apresuró para intentar al-
canzarla, pero le fue imposible. Una descarga de luz se dirigió hacia su flanco
desde la puerta, tomándole desprevenido.
Justo cuando le iba a impactar, un rápido movimiento de Laila interpuso
su brazo derecho, deshaciéndola y dejando tras de sí briznas de luz. Sobre
la superficie del brazal armado se manifestaron unas runas, de las cuales
varias se deshicieron al igual que el conjuro.
Adriem reaccionó al comprender lo que había pasado y ambos corrieron
a cubrirse tras una de las columnas que sostenían la cúpula. En la puerta,
Sophia sostenía un trozo de papel que se estaba consumiendo por una espe-
cie de fuego fatuo.
—Llevaba un conjuro preparado encima —dijo Laila apretando su cuerpo
contra la columna mientras algunos disparos comenzaron a impactar por el
otro lado.
—¿Como el que llevas en el brazal?
—Sí. Pero ahora necesita más tiempo para escribir uno nuevo. No lo pue-
de volver a usar. —Se miró el brazal—. Al igual que el mío.
Adriem cogió un poco de ángulo cuando oyó que los soldados recarga-
ban los fusiles. Había escuchado tres disparos. Miró rápidamente y volvió a
apretarse contra la columna.
—Dos soldados. Zir-Idaraan, el que porta el sable, está disparando tam-
bién, probablemente el soldado que lo portaba cayó en la explosión, y So-
phia está escribiendo algo en el suelo. —Dicho esto, otro disparo sonó contra
la columna—. Son quince o veinte metros. Puedo intentar llegar mientras
recargan.
—No. Muévete hacia la próxima columna. —De uno de sus bolsillos había
sacado una maltrecha tiza de argentano casi gastada—. Yo me ocuparé del
conjuro, pero si no lo logro neutralizar, lo último que nos conviene es estar
en el mismo sitio.
Dos disparos más sonaron.
—Está bien, trataré de atraer su atención. Ya tengo práctica en esto. —Le
apoyó la mano en el hombro y sonrió—. Gracias, Laila. Si esto sale bien…
—Saldrá. —Le miró y asintió—. Sólo piensa en eso.
Las correderas de los fusiles sonaron casi al unísono y, como un resorte,
saltó hacia la siguiente columna, adelantándose por apenas un segundo al
disparo que impactó en la pared.
Tomó aire y templó sus nervios. Estaban acorralados y aunque llegara
hasta Eliel, aún a bastante distancia, ¿qué haría después? Tenían que neu-
tralizar antes a sus atacantes, pero los superaban en número. La única solu-
ción era focalizarse en uno de ellos.
Esta vez los disparos se escalonaron más. Saltó de nuevo y notó como una
de las balas impactaba a escasos centímetros de él. El truco puede que no le
sirviera otra vez y parecía estar lo suficientemente alejado de Laila. Podía
hacer otro golpe a distancia, pero tenía que exponerse al fuego enemigo para
ello.
A lo lejos, un nuevo impacto de artillería hizo retumbar el suelo. ¿Quién
los estaría atacando? El fuego cruzado se había intensificado.
Su compañera parecía haber terminado de escribir el conjuro en la co-
lumna. ¿Qué pretendía hacer exactamente? Fuera lo que fuese, Sophia de-
bería de estar también a punto de…
Pudo olfatear el ether en el ambiente. El olor era muy fuerte. La zona
empezó a brillar y el aire comenzó a calentarse a la vez que todo empezaba
a cubrirse de fuego.
Los disparos habían cesado mientras a ambos los envolvían las llamas, a
la espera de que abandonaran su cobertura. Calculó mal o ella era más fuerte
de lo que creía y no se había alejado los suficiente. El calor se tornaba inso-
portable y le costaba respirar. Ya no era tanto el dolor de las llamas que apa-
recían espontáneamente a su alrededor, aunque ninguna llegaba a alcanzar-
le, sino que apenas podía respirar. Querían hacerlos salir para rematarlos.
Asomó la cabeza y un disparo que impactó en la columna le dio la razón,
aunque pudo comprobar de nuevo la disposición. Un nuevo impacto en el
edificio, aunque a bastante distancia, le hizo replantearse la situación: se
estaban cubriendo tras los escombros de lo que quedaba de la puerta tras
la explosión del pasillo. Había pensado que debía reducir su número, pero
no había pensado en el terreno. Toda la parte superior de la pared sobre el
hueco estaba agrietada.
La estructura rúnica que había escrito Laila comenzó a brillar y una co-
rriente empezó a barrer las columnas apagando parte de las llamas. Su com-
pañera se estaba apoyando en la pared sin aliento por el esfuerzo, pero había
adivinado las intenciones de Sophia y había neutralizado en parte el conju-
ro. Pero a la defensiva no iban a durar mucho más.
Aprovechando que podía respirar con normalidad se concentró en escu-
char, ignorando los disparos, esperando el silbido lejano de un cañonazo. Y
lo encontró.
La sala volvió a vibrar por un impacto, esta vez algo más cercano. Apretó
los dientes y salió de la cobertura de la ya maltrecha columna, concentrando
todas sus energías en lanzar un potente impacto contra la pared que a duras
penas suportaba el arco de entrada.
El lienzo de piedra saltó por los aires, cayendo ladrillo, yeso y bloques de
roca sobre sus adversarios. Los cuatro fueron engullidos por el polvo y, des-
pués, un silencio repentino y absoluto, acompañado de oscuridad.

De espaldas a él, a una distancia inalcanzable, un foco de luz la reve-


laba de entre la oscuridad. Eliel entonaba una canción que había venido
de sus recuerdos, llenando aquel lugar de una melodía que rompía aquel
sepulcral silencio. Un manto la cubría en parte y a sus pies algunas flores,
como las de Neferdgita, brotaban con pétalos de luz.
Corrió hacia ella, pero no parecía moverse. Estiró la mano para inten-
tar alcanzarla en vano y trató de gritar su nombre, pero las palabras no
surgían. No era capaz de recordarlo.
La sangre empapaba su ropa. Zir había tratado de cubrir con su cuerpo a
Sophia, pero había sido en vano. Ni siquiera sentía dolor pese a que varias
esquirlas le habían alcanzado y no veía por su ojo izquierdo. La rabia, el
odio, la pena; todo ello se iba concentrando en el pecho de Zir con una pre-
sión que parecía que iba a reventarle por dentro. Con los dientes apretados
se irguió empujando los escombros que aprisionaban su cuerpo. Bajo él, ella
estaba tendida en un charco de sangre. Pese a que había recibido casi todo el
impacto, uno solo de los cascotes le había dado un golpe fatal a la hechicera
en la cabeza.
Cerca de él, de pie e impasible, se hallaba el dragón. Zir miró a su señor
con el gesto desencajado.
—¿Por qué, Gebrah, por qué? Era como una hija para ti, era mi... Mi...
—Siempre había mirado a los demás con frialdad, creando un vacío que le
aislaba de todo y de todos. Nada le había importado salvo su misión, acos-
tumbrado a que le despreciaran no había sentido la necesidad de ser queri-
do o apreciado. Así era él, un tipo frío y gris ajeno a los sentimientos de los
demás.
Era como su señor, pero algo acababa de romperse en su pecho y se ex-
tendía por cada rincón de su ser.
—Cuando viniste a mí me dijiste que estabas dispuesto a pagar cualquier
precio para acabar con la Princesa Oscura. Que acabarías con la que ensució
la sangre de tu familia y os obligó al exilio. —Hablaba sin mostrar emoción
alguna, mirando los cuerpos inertes de los soldados—. Lo siento, pero no
olvides que esto sigue siendo una guerra.
—Entonces yo era un necio. —Los ojos muertos de Sophia le miraban con
infinita tristeza, y en ellos podía ver reflejada su cara ensangrentada. La mu-
jer que poco a poco se había hecho con un trozo de su corazón, de su propia
vida, había muerto y se la había llevado consigo. Esos ojos reflejaban a un
tipo herido, medio muerto e insignificante que antes se creyó el centro de
todo, embriagado de su propia confianza, su pensamiento de hacer siempre
lo correcto. ¿Se había equivocado acaso?
Le había fallado y debía, al menos, vengarse. Y la consecuencia era su
cuerpo inerte ante su rostro. Con una fuerza que su cuerpo no debería tener,
movido por la más profunda ira, se levantó y recogió su sable.
Gebrah lo miró.
—Apenas puedes tenerte en pie...
Sabía que el dragón tenía razón, no tenía posibilidades, ninguna oportu-
nidad, pero su cuerpo no era capaz de retroceder, su mente no era capaz de
borrar esos ojos. Ya nada importaba. La Princesa Oscura, la misión, el pro-
pio sentido del combate, la vida o la muerte carecían de sentido sin Sophia a
su lado y nada de lo que hiciera se la iba a devolver, Alma se la había llevado.
—Tengo que entrar —le imploró mientras el dragón apoyaba las manos
en los restos de la pared que taponaba la entrada.
—Ya he perdido a suficiente gente por hoy. —Le miró—. Cógela y dale un
entierro digno. El bastión no aguantará y te quiero con vida para seguir con
la misión si todo falla. No me lo hagas repetir y obedece, como siempre has
hecho.
—Pero, mi señor…
Las runas se manifestaron a voluntad del dragón y el fulgor se hizo cada
vez más intenso.
—Luego, busca a Sayako. Es mi última orden.

Adriem sintió un súbito vértigo y vio que estaba ante el sarcófago junto
a Laila. Esta le hablaba, pero no era capaz de recordar de qué ni cuándo ha-
bían llegado hasta allí. ¿El Eco le había arrebatado aquellos recuerdos? Se
sentía desorientado, como quien despierta de un sueño. Pero ante él, al fin,
reposaba el cuerpo de Eliel con un precioso vestido blanco. Su semblante
respiraba tranquilidad y sosiego.
—… No puedo garantizarte nada —reparó en lo que le decía Laila.
La doalfar comenzó a trazar algunas runas sobre el borde del lecho, a lo
visto, para romper el conjuro que la mantenía dormida, pero se deshacían
según las terminaba de escribir.
—No funciona —observó Adriem—. Nos la llevaremos así y ya trataremos
de encontrar la solución.
Se fijó en la cara de ella y por un momento le pareció que estaba movien-
do los labios, como si murmurara o tarareara algo. Se acercó para tomarla en
brazos, pero una explosión despejó parte del derrumbe de la entrada.
Tras el estruendo reinó de nuevo el silencio, solo interrumpido por los
pesados pasos de Gebrah, que avanzaba por la cámara mientras desenvaina-
ba una espada de mano y media que parecía de la misma época que la suya.
—Adriem Karid, un tipo que surgió de la nada. Un simple común, con el
más común de los trabajos, un guardia de ciudad; que por un mero encuen-
tro y su propia terquedad ha sido capaz de poner en movimiento un tablero
de juego que debería de haber finalizado hace mucho tiempo. —Alzó una de
las manos señalando a su alrededor—. Este es el fruto de tus anhelos. Por
una mujer arriesgas no solo tu vida, sino la de aquellos que te rodean, inclu-
so la de tu compañera. Nada menos que la antigua discípula de Kai. ¿Tanto
vale el sueño de un hombre?
—Tal vez debería hacerte la misma pregunta. Tú has sido el responsable
de todo esto, ¿por qué lo has hecho? —Adriem no podía ocultar su enfado;
por muy poderoso que fuera, él le había hecho llegar hasta allí—. Si no hu-
bieras perseguido a Eliel, yo no estaría aquí.
—Tú lo has dicho: nunca te hubieras encontrado con ella. Tu vida no ha-
bría cambiado y no estarías aquí. Juré hace quinientos años que haría todo
lo que estuviera en mi mano, que sacrificaría lo que fuera, con tal de no
permitir que la Princesa Oscura volviera de su encierro. Que tú te cruzaras
en mi camino fue más que una mera casualidad. Pero cuando te vi, me di
cuenta de que todo ya estaba orquestado desde hace mucho tiempo. Esto ya
ha ocurrido otra vez, tu sangre, tu herencia es demasiado pesada como para
ser ignorada por Alma. ¿De quién es la culpa entonces? ¿Del destino?
—¡¿De qué herencia hablas?! ¡No creo en el destino! ¡Estoy aquí por mi
propia voluntad! —dijo Adriem muy molesto.
Gebrah comenzó a reírse a carcajadas ante el enfado del sephirae.
—¿Crees que estás aquí por propia voluntad? Pobre imbécil, tu camino ya
fue trazado hace mucho, Alma te puso en la vereda y Kai te dio el empujón
que necesitabas. ¿No entiendes nada y pese a todo aún quieres seguir ade-
lante? —Blandió el arma—. ¡Vamos, sólo tienes un obstáculo que batir! Pero
piensa muy bien en lo que vas a desencadenar, porque en esta función, en
esta partida, puede que sea el único momento en el que vas a poder decidir.
Luego caerá el telón.
Adriem apretó los dientes y formó la guardia empuñando la espada.
—La decisión la tomé hace mucho tiempo. —Miró a Laila—. Vete, no voy
a permitir que arriesgues más tu vida.
—¡P-Pero Adriem! —exclamó sobresaltada—. Ya viste de lo que es capaz
un dragón, tú sólo no…
—Lo sé, y por eso quiero que te marches.
Gebrah la miró.
—Si lo haces, podrá irse. Su vendetta con Kai me es más útil que su muer-
te.
Ella se quedó paralizada, dubitativa, pero Adriem no se lo iba a permitir
y le gritó:
—¡Laila, por favor, sal de aquí!
Cabizbaja, enfundó el arma.
—Sobrevive, por favor… Hazlo por ella —le imploró angustiada y a la ca-
rrera abandonó la estancia sin mirar atrás.
Adriem dejó que el ether fluyera por todo su cuerpo fortaleciendo sus
músculos, sintiéndose más resistente, ralentizándose todo a su alrededor.
Cogió una última bocanada de aire y lo expulsó con un alarido que hizo
temblar las paredes de la estancia al tiempo que se lanzaba a por Gebrah.
Solo existía un pensamiento, un solo anhelo en su corazón… Eliel.
Capítulo 33
-Más lejano que un adiós-

Aunque la cámara donde reposaba Eliel era tan grande que hasta aquel
falso cielo a veces parecía de verdad, a Adriem le resultó extremadamente
pequeña por estar enfrentándose a un enemigo que le parecía enorme, ti-
tánico, inalcanzable. Sabía que estaba luchando por encima de sus posibi-
lidades, que el uso que estaba haciendo de su ether le agravaría el Eco, que
aunque ganara aquel combate casi imposible, podría no aguantar su mente.
Cada vez que se encontraba con la hoja de su enemigo, toda su espalda se
resentía al recibir el golpe.
Gebrah no dudaba en cada ocasión en que tomaba distancia, haciendo
conjuros rápidos para atacarle lanzándole algún escombro o reventando al-
guna de las baldosas en las que pisaba, al ver que su oponente era capaz de
deshacer los conjuros directos. Adriem no le daba ni un segundo de respiro.
Le sorprendía que fuera capaz de aguantar el ritmo que estaba imprimiendo
al combate, pero sabía que era tiempo prestado por el abuso del ether que
recorría su cuerpo. El dragón dio un paso hacia atrás en un semicírculo,
librando a la hoja de su control y buscando un corte vertical en el que em-
pleó toda su fuerza. Cambió el paso y buscó la hoja enemiga haciendo que
resbalara hasta atraparla en uno de los gavilanes y así mantener intacta su
defensa. Pero algo falló, la fuerza era tremenda y aunque su cuerpo fue capaz
de aguantarlo aun a duras penas, el gavilán de acero, templado hacía ya de-
masiado tiempo, no aguantó el impacto y se quebró liberando la espada de
Gebrah, aunque por suerte lo suficiente como para poder evitarlo.
Apartó el cuerpo como pudo soltando una de las manos del arma, y echó
la cara hacia atrás evitando la punta, que le pasó rozándole, provocando un
corte en la mandíbula y otro en el pecho que rajó su ya de por sí maltrecha
chaqueta.
Adriem batió el arma del dragón en un giro muy forzado, imprimiéndole
toda la fuerza que le prestaban sus músculos y su energía, y se apartó del
combate para coger aliento y colocarse bien el jirón de la chaqueta, que poco
a poco estaba empapándose en sangre.
Comprobó aliviado que el corte no era profundo y reafirmó la guardia
tratando de que ni el dolor ni el cansancio afectaran a su concentración.
Mientras, en el exterior, seguían escuchándose los intercambios de fuego de
artillería. Por suerte eso distraería a los soldados, ya que sólo con su adver-
sario sus posibilidades eran mínimas.
—¿Ya te das por vencido? —El dragón alzó el brazo y varias runas se ma-
nifestaron—. Al fin podré destruir tu linaje.
Tenía razones para preguntárselo. Apenas podía decir nada, pues le cos-
taba mantener la respiración y notaba cómo se agarrotaban los músculos de
su espalda y hombros, probablemente por sobrecargarlos por el abuso de
ether. Sabía que eso le volvía más torpe por momentos y que Gebrah notaba
ese agotamiento a juzgar por su sonrisa
Sólo fue capaz de responder devolviéndole la sonrisa, consciente de
que era cierto. ¿Tanto ímpetu para perecer allí? ¿Por qué se había esfor-
zado tanto? ¿Por qué justo en ese instante, cuando notaba que su vista se
nublaba y su cuerpo pesaba, vinieron a su mente recuerdos olvidados, tal
vez borrados por el Eco o sencillamente porque nunca les dio importancia?

//Año 488 E.C.

El sol del verano bañaba la hierba del prado tras la casa del bibliote-
cario. Adriem leía un viejo libro ajado mientras su padre, Frank, revisaba
sentado en el porche varios documentos manuscritos, detrás de sus peque-
ñas gafas, con gesto grave.
—No logro comprenderlo —confesó en voz alta, claramente frustrado.
—Papá, ¿qué ocurre? —le preguntó sacando su mente de las trepidantes
andanzas que se relataban en el libro que leía.
—Nada, no te preocupes. Revisaba todas estas partidas de nacimiento
y actas buscando a los parientes de tu madre —dijo agitando algunos de
los papeles que tenía en la mano—. Pero no hay apenas nada. Al otro lado
de la frontera no es que tengan una burocracia ejemplar. La mayoría se
ha perdido.
—¿Qué tratas de buscar ahora? Me dijiste que los padres de mamá ya
habían muerto cuando la conociste...
—Es solo que sería interesante averiguar si tu madre tenía algún fami-
liar más. Primos, tíos… Yo apenas tengo familia, y si tienes algún pariente
en Kresaar me gustaría que lo conocieras. Nunca sabes cuándo los vas a
necesitar, y si yo falto algún día, no quisiera que estuvieses solo.
—No digas tonterías, papá. Lo de mamá no se pudo evitar, enfermó,
pero no creo que debas preocuparte —replicó tratando de quitarle impor-
tancia, pese a que se sintió inquieto solo de pensar en aquella posibilidad.
—Sí, tienes razón. —Dejó los papeles sobre la vieja mesa de madera cur-
tida por las inclemencias del tiempo—. Pero has de recordar siempre que,
aunque no fueran de alta cuna, tu madre provenía de una familia muy
importante en la época de la Gran Guerra. Por tus venas corre la sangre
de héroes más reales que aquellos de los libros que lees.
—¿En serio? —dijo abriendo los ojos como platos. Sus padres nunca
había hecho referencia a aquello y se sintió muy emocionado—. ¿Quiénes
eran? ¿Qué pasó?
Frank sonrió y se levantó.
—Hoy no, hijo, otro día te lo contaré en detalle. Antes me gustaría hacer
otro viaje a Kresaar y traerme más documentos. Es una pena, pues a tu
madre siempre le había hecho ilusión contártelo ella misma.
—Me hubiera gustado tanto... Pero aunque te falten detalles, ¿no po-
drías contarme algo?
—Mira, vamos a hacer un trato: tú esperarás a que vuelva de viaje la
semana que viene, y yo te enseñaré una espada que data de esa época. Me
costó mucho conseguirla, así que la tengo bien guardada en mi despacho
—propuso guiñándole un ojo.

Adriem notó cómo le fallaban las piernas tras haberse traspuesto. Gebrah
le observaba.
—Aún tienes una última oportunidad... Ella no sufrirá mal alguno y tu
final será rápido e indoloro. He derramado ya demasiada sangre como para
ser hipócrita. No saldrás con vida de aquí, el legado de Arshius terminará
contigo y así podré velar el sueño de la princesa. El mundo seguirá viviendo
bajo el amparo de Alma. —El conjuro se formó en el aire en varios círculos
concéntricos de runas que comenzaron a girar—. No tienes posibilidad de
elegir otro destino, común.
—Te equivocas. —Apretó los dientes con rabia. Su hoja dejó de temblar.
El dragón cerró los ojos, resignado.
—Crees en lo que haces, eso te honra. Pero no por ello deja de ser estú-
pido.
Las columnas de alrededor, a excepción de las cercanas a donde yacía
Eliel, se agrietaron reaccionando al conjuro, y atraídas por una fuerza colo-
sal, las arrancó convergiendo en Adriem. Parte del techo se desplomó mien-
tras, sacando fuerzas de flaqueza y con un grito desgarrador, este concen-
traba todo el ether que aún sentía por su cuerpo y lo canalizó repeliendo los
grandes bloques de piedra.
Su enemigo aprovechó y se lanzó contra él. Trató de levantar de nuevo la
guardia con la espada, pero no pudo aguantar el impacto y abrió la guardia
dejando ángulo para una estocada.
El tiempo se ralentizó. La hoja de Gebrah se dirigía hacia él con una es-
tocada certera sin que le diera tiempo a formar de nuevo su defensa. Tal
vez ese sí que fuera un buen día para morir, pero no se iría solo, por lo que
ignorando una de las principales reglas del combate, no se molestó en de-
fenderse, y tratando de minimizar el daño dejó que le impactara la estocada.
Notó cómo la hoja desgarraba su carne por debajo de la clavícula y la sangre
fluía, el dolor llegaría después. Pero antes de que eso ocurriera, agarró con
su mano izquierda el gavilán de la espada del dragón reteniéndola en su
cuerpo. Aprovechó el desconcierto y le ensartó su hoja en el pecho con todas
sus fuerzas. Su piel parecía acero y la hoja se resistía a entrar, con lo que re-
curriendo a sus últimas energías agotó cuanto ether sentía fluir por su cuer-
po y empujó el arma con tal fuerza que levantó hasta las baldosas y agrietó
la pared que estaba a más de cinco metros, hendiéndola cerca del corazón.
Ambos retrocedieron liberando el arma de su adversario. Gebrah se miró
el pecho, desconcertado, mientras su sangre fluía empapando sus ropajes. A
su vez, Adriem caía al suelo presa del dolor y el agotamiento, pero mirándole
con una sonrisa triunfal.
—Maldito común... —El dragón soltó el arma y tosió expulsando sangre.
Había estado cerca, pero no había conseguido matarle. Él, un sencillo guar-
dia de ciudad, aquel hombre que a primera vista parecía insignificante, casi
le había robado la vida a un dragón.
Pero dudaba que su hazaña fuera a trascender cuando los tatuajes del
cuerpo de Gebrah, antes casi imperceptibles, empezaron a iluminarse y a
quebrarse uno a uno. El cuerpo de Gebrah iba deformándose y creciendo
con un desagradable ruido a carne retorciéndose y crujir de huesos, hasta
tocar con su cabeza el techo.
Adriem intentaba erguirse, pero le era imposible. Su cuerpo ya no res-
pondía y el haber usado tanta energía le provocaba unos dolores terribles,
hasta el punto de no dejarle apenas respirar. Ante él, el verdadero aspecto
de un dragón, algo que muy pocos comunes había tenido la suerte o el infor-
tunio de ver. Las escamas brillaban, perlando la inmensa envergadura de su
cuerpo. Desde el extremo de su cola, pasando por su grupa, de la que sur-
gían dos enormes alas membranosas, y hasta su cabeza, había más de diez
metros. En su faz, chata y con dos prominentes cuernos que surgían de su
frente hacia la cerviz, destacaba una hilera de afilados dientes sobre una an-
cha mandíbula. Sus ojos, escondidos en unas profundas cuencas, revelaban
un brillo sobrenatural. Dejó caer sus brazos al suelo y estiró el cuello para
emitir un rugido que le heló la sangre. Entre las placas coráceas de su pecho
se podía ver la herida que le había infligido, la cual no dejaba de sangrar.
Dio un rápido giro de cabeza y dirigió sus fauces hacia Adriem, que, im-
potente, no podía hacer nada salvo aguardar su final.

La escena se detuvo, quedándose congelada en blanco y negro.


Adriem se protegía inútilmente con la mano, incapaz de hacer nada
más mientras unas fauces se abrían contra él dispuestas a devorarlo.
La niña observó a Eliel, que miraba la escena desesperada.
—Parece que tu caballero no va a ser capaz de derrotar a nuestro cap-
tor... Pobrecillo, lo ha hecho muy bien hasta ahora, pero supongo que la
voluntad no es suficiente para derrotar a un enemigo tan formidable.
—No... No, por favor... Adriem... —Eliel no podía contener las lágri-
mas—. Por Alma, que no muera...
La cara de la niña se tornó en una mueca.
—¿Alma? ¿Por qué rezas a eso? No es más que una herramienta y no-
sotras sabemos cómo usarla.
—¡Dime cómo!
La niña mostró una amplia sonrisa.
—Por fin empiezas a entender... Yo te diré qué tienes que hacer. —Y se
acercó a su oído para susurrarle.

Adriem notó cómo el viento que desplazaba aquella enorme criatura se


detuvo y apartó ligeramente la mano para observar que el dragón estaba
completamente quieto, con los ojos muy abiertos. Se encontraba paralizado,
mirando hacia donde yacía Eliel. Una inmensa estructura rúnica se manifes-
tó en el aire y reventó en pedazos cuando esta levantó el brazo.
La doalfar se levantó lentamente con el pelo cubriéndole parte del rostro.
Adriem pudo ver uno de sus ojos entre los mechones del flequillo.
—No es ella... —dijo asustado al reconocer a la mujer que vio en sus sue-
ños en los calabozos de Nara.
El dragón seguía paralizado ante la presencia de aquella criatura que le
señalaba acusadoramente.
—Gebrah, cuánto tiempo... Sigues igual que siempre, asustado y viejo,
incapaz de confiar en nadie, ni siquiera en los tuyos. —Miró con dulzura ha-
cia Adriem, que, agarrándose la herida bajo la clavícula e intentando que el
dolor no le dejara inconsciente, observaba aquella figura de Eliel como a una
extraña—. No me mires así, sigo siendo yo, Eliel. Pero ya no soy una niña
asustadiza, porque ahora sé la verdad.
—¿La… verdad? —Le costaba mantenerse consciente, pero el Eco no ha-
bía devorado los recuerdos de mujer que amaba.
Ella sonrió y miró de nuevo al dragón.
—Por ejemplo, por qué los dragones se están extinguiendo. Alma los re-
chaza porque ya no son útiles al mundo; por mucho que hayan intentado
renegar de su origen, son armas creadas para una guerra perdida hace si-
glos. —Siguió caminando hacia él hasta que pudo tocarlo con la mano—.
Deberíais ser más serviles y aceptar vuestro destino, pero los viejos huraños
como tú no son capaces de comprender los cambios. —Su mirada se tornó
cruel y despiadada—. Así que habría que deshacerse de los que no siguen la
evolución. Es una de las leyes de la propia Alma, ¿no?
En ese momento, sin razón aparente, como si de las mismas palabras de
aquella mujer hubiera salido un puñal, el dragón abrió los ojos hasta casi
salírseles de las órbitas, y expiró, cayendo al suelo en un gran estruendo.
—Y así, mi querido Adriem, es cómo se mata a un dragón —dijo con una
sonrisa maliciosa.

Idmíliris, deambulando como una sonámbula por los pasillos del bas-
tión mientras este era sacudido por las explosiones, sintió como algo en su
interior comenzó a palpitar. Un retumbar extraño que nunca antes había
sentido. Gebrah, su creador, había muerto, por lo que ella también iba a
desaparecer.
—No, no, no, no puede ser... No quiero. —Por primera vez sentía auténti-
co terror—. ¡No quiero morir!
Aquella pulsación rítmica dentro de ella se acentuó, y sus propias ropas,
esas que manifestaba a su antojo, se esfumaron, quedando desnuda en el
suelo.
Entre lágrimas, solo conseguía reírse, en una extraña mezcla con el llan-
to. Algo había cambiado, ya no era una criatura dependiente de su señor y
le invadió una sensación totalmente desconocida y más aterradora que la
propia muerte: el libre albedrío.
Por el piso de arriba, en lo alto de la escalera, apareció Zir sosteniendo
entre sus brazos el cuerpo de Sophia. Idmíliris pensó que era milagroso que
se tuviera en pie con todas aquellas heridas que empapaban su cuerpo en
sangre.
—Lo has notado, ¿verdad? —dijo el doalfar—. Todo ha terminado. El plan
de Gebrah ha fracasado, nos vamos de aquí. —Sus manos se aferraban con
dolor al cuerpo frío de la maga.
—¡No! Un miserable humano no ha podido matar a Gebrah —replicó des-
esperada.
—Pero lo ha hecho, así que ya nada nos ata a este lugar si queremos se-
guir con vida. —Con un gesto de cabeza, Zir señaló hacia los ventanales.
Una enorme luna de color rojo dominaba el cielo—. Tal y como describen
las crónicas de Neferdgita: la luna roja anuncia que la Princesa Oscura va a
despertar.
—Hay un pasadizo por las catacumbas hasta las montañas, huiremos por
allí —dijo cabizbaja mientras trataba de cubrir su cuerpo.
—Bien, de esa forma podremos sobrepasar las murallas huyendo del fue-
go enemigo. Nuestras defensas ya han caído. —Dio un paso y la rodilla le
venció, hincándola en el suelo—. No tenemos tiempo —indicó poniéndose
en pie de nuevo con dificultad.
Caminaron a paso rápido hacia la escalera que daba al subsuelo. Antes de
bajar, Idmíliris echó un último vistazo a lo que había sido su único hogar. A
lo lejos las murallas habían cedido y el edificio de la guardia estaba en lla-
mas. Como un sueño, ese lugar se desvanecía.

Laila corría hacia el exterior pero se detuvo porque ante ella una gran
brecha, producida por uno de los impactos de artillería, había derrumbado
el suelo y gran parte de la fachada. Podía distinguir claramente como no
quedaba ningún puesto defensivo y los soldados trataban de replegarse. El
bastión había caído bajo el fuego de un enemigo invisible, pero ella sabía
cómo verlo.
Los reflejos de aquella luna roja le insinuaron la silueta de un aesir que
había visto un par de veces en los astilleros del abuelo de Anna. El Nómada
fue cambiando de posición cada uno de los pequeños espejos hexagonales
que cubrían el fuselaje granate del aesir, que desde allí parecían las escamas.
Su forma estilizada y elegante, muy diferente a las eficientes naves imperia-
les o a las recias y longevas kresáicas, flotaba sobre el firmamento. Los timo-
nes sobre los que fluía la energía parecían las alas, y los motores despedían
un fulgor azulado.
Al final Uriel había faltado a su palabra y les había ayudado. Los saludó
con la mano sin saber si podrían verla desde esa distancia. Adriem tenía
razón, ahora era el momento de volver a su camino.

A duras penas Adriem se reincorporó ligeramente, pero era incapaz de


levantarse. Notaba cómo la vida se le escapaba de las entrañas y que cada
aliento le acercaba a la muerte. ¿Acaso todo había sido inútil? Tantas vidas
truncadas por un solo sentimiento, por una terca voluntad de salvar a Eliel
para luego no encontrarla. En su lugar, solo había una mujer cuya mirada
estaba imbuida en una amarga tristeza que parecía devorarla por dentro.
La mujer se desperezó.
—Ha sido un largo viaje, ¿no crees? —Y caminó hacia él—. Muchas gra-
cias por venir a salvarme, Adriem. —Le miró extrañada ante su gesto de
desconfianza—. ¿Qué pasa? ¿A qué viene esa cara? Soy yo.
—No, tú no eres Eliel. No te acerques a mí. —Ni tan siquiera podía apar-
tarse de ella—. ¿Quién eres?
Se acercó a él con los ojos muy abiertos, como si viera a través de él.
—No me tengas miedo, tienes una nueva oportunidad. Quédate conmigo.
—Se arrodilló ante él y lo abrazó, manchando el vestido con su sangre. No-
taba cómo el metálico líquido acariciaba el paladar y su respiración se volvía
pesada. La herida lo estaba ahogando por dentro—. ¿No lo entiendes? Estás
aquí porque desafiaste al sistema y ganaste. Quédate a mi lado y nadie podrá
dañarnos nunca más.
—¡No te me acerques! —Adriem reconoció las palabras—. ¡No quiero nin-
gún poder! ¡Sólo quiero que me devuelvas a Eliel!
La mujer suspiró, claramente decepcionada.
—Entonces tu vida se va a acabar como la de todos aquellos que rodean
este lugar. Es una verdadera lástima, me recordabas mucho a él. —Su mano
bajó por su cuello hasta encontrar la herida y apretó con fuerza, provocán-
dole un dolor insufrible. Poco a poco fue hurgando mientras Adriem se re-
torcía entre gritos, suplicando que parara.
—Voy a destruir este valle de nuevo y recordaré al mundo por qué han
de temerme. A diferencia de Gebrah, no voy a hacer que tu muerte sea tan
rápida. Estás fuera de Alma, así que me encargaré personalmente de que
te vayas de este mundo y te pierdas en la nada. Tu espíritu se quedará en
el olvido lejos de las reencarnaciones y nunca más serás un obstáculo. Si
no quieres venir conmigo, como hizo Arshius, tú sufrirás el dolor que sentí
cuando me clavó esa misma espada que tú llevas.
Sus propios sentidos se cegaron, quedando solo aquella angustia, aquella
soledad. Solo un susurro llegó a sus oídos, aquella canción y esa extraña luz
que ya vio una vez, cuando estuvo a punto de morir a manos de su madre.

La habitación era blanca, así como los muebles, las cortinas… Como
todo en aquel lugar. Solo el cielo, que se veía a través de las ventanas, era
azul. Un azul tan vivo e intenso que ridiculizaba a aquel que un artista
con toda su pasión plasmó en el techo de la cámara donde estaba hacía
un momento. De fondo, el mecanismo del reloj de péndulo que había en la
estancia llenaba el silencio con su armoniosa oscilación.
Sobre la cama estaba Eliel, sentada de espaldas a él agarrándose las
rodillas, observando aquel infinito azul. Adriem se acercó y la abrazó.
—Estamos bajo el mismo cielo —dijo ella con una sonrisa mientras las
lágrimas brotaban de sus ojos al sentir el abrazo de él.
Adriem no se sentía capaz de decir nada, sólo podía abrazarla con fuer-
za. Ella respiró hondo y se aferró a sus brazos.
—Yo no quiero ser así, no quiero hacer daño a nadie y menos a ti. Por
favor, no permitas que esto siga adelante.
—Me da igual el sufrimiento que tenga que soportar.
Ella se giró hacia él.
—Adriem, por favor..., no dejes que ella sea la última visión que tengas
de mí. Te está matando. —Empezó a llorar—. Y matará a todos aquellos
que te han ayudado. Nadie quedará vivo en ese lugar.
—No puedo, yo no puedo hacerte daño…, sólo estoy aquí por ti. —Ni si-
quiera recordaba cómo había llegado a aquel lugar, pero sólo le importaba
estar junto a ella.
Le miró directamente a los ojos y se echó contra sus brazos.
—¡Adriem, hazlo por mí! ¡Hazlo! ¡Mata a la princesa! —Y entonces bus-
có sus labios con los suyos.
Las caras de todos aquellos que le habían ayudado en su viaje volvieron
a su memoria: Merisse, Dythjui, Meikoss, Danae, Fearghus, Shara, Uriel,
Anna, Joseph… Laila.
Despegó con suavidad los labios de los suyos.
—Harás lo correcto, lo sé —susurró apoyando su frente contra la suya y
mirándole directamente a los ojos—. Te quiero.
El reloj de péndulo alineó sus agujas en las doce y comenzó a tocar las
campanadas.

La nave recibió una fuerte sacudida que obligó a Shara a agarrarse como
pudo al asiento de Uriel. Varias alarmas sonaban mientras Joseph trataba
de nivelar de nuevo el aesir.
—¡¿Qué demonios?! —exclamó el piloto—. Hemos perdido súbitamente
potencia. ¡Los niveles de energía del generador se han desplomado! —For-
cejeaba con las palancas de timón y los pedales de los estabilizadores mien-
tras toda la nave comenzaba a vibrar.
—¡Uriel! —Se giró Fearghus hacia el pelirrojo—. ¡¿Qué está pasando?!
¡Laila aún está ahí abajo!
Puede que Uriel aún no se hubiera percatado, pero Anna sabía perfecta-
mente qué estaba ocurriendo. Señaló temblorosa una columna de luz que
surgía del corazón del bastión y que se proyectaba hacia el cielo. Lo señaló
con los ojos abiertos como platos.
—Cr-Creo que es eso...
Shara se acercó, tratando de no caerse hasta apoyarse en el respaldo del
asiento de Anna.
—¿Qué es esa luz?
—Creo… Puede ser lo que absorbe el ether de toda la zona. Incluido nues-
tro generador. —La mawler tampoco era capaz de ser más concreta, era ape-
nas una intuición. Asomó la cabeza para ver el cuadro de instrumentos de
Joseph—. Si no salimos de aquí rápido, nos estrellaremos.
—¡Mira! —dijo Shara señalando una pequeña figura en la distancia, situa-
da entre una de las brechas del bastión, que agitaba los brazos—. ¡Es Laila!
Uriel se mesó la barbilla.
—No tenemos tiempo. Joseph, aléjanos cuanto puedas del bastión.
—¡¡No!! —replicó Anna indignada—. Tenemos que ir a recogerla.
—Imposible —dijo con gesto grave—. Tendrá que arreglárselas. Si nos
acercamos podríamos estrellarnos, y no voy a permitir arriesgar ni la nave
ni nuestras vidas.
—¿Vas a dejarla ahí tirada? ¿No habíamos venido a ayudarlos?
—Y lo hemos hecho. —Miró a Joseph, que asintió y, con el cejo fruncido,
movió la palanca del timón principal, haciendo escorar la nave súbitamente
para alejarse de aquella luz que cada vez era más intensa.
—Uriel… —La mawler sabía que era lo que dictaba la razón, pero eso no
calmaba su aflicción.
—Lo entenderá. —Shara le apoyó la mano en el hombro y le apretó sua-
vemente tratando de reconfortarla, para sorpresa de la mawler—. Además,
está con Adriem. Confiemos en ellos.

Volvió en sí, aún presa del dolor. Se había quedado inconsciente por un
momento, pero todo a su alrededor había cambiado. La bóveda había des-
aparecido casi por completo y se veía el verdadero cielo. Unas nubes de tor-
menta se arremolinaban alrededor, en un ciclón atravesado por relámpagos.
Pequeñas piedras y polvo se levantaban del suelo mientras notaba en cada
milímetro de su piel cómo el ether comenzaba a inundarlo todo. El aire mis-
mo estaba cargado de energía y reconoció aquella sensación. La misma que
vio en aquel extraño sueño que le mostró la batalla de Neferdgita. Estaba
volviendo a ocurrir.
Ella, sentada a horcajadas sobre él, había deslizado sus manos hacia su
cuello y comenzó a estrangularle.
—Era yo la elegida. Debía poner orden en este mundo de pena, muer-
te y sufrimiento —decía entre dientes—. ¿Es que no lo entiendes, Adriem?
Aún puedes huir del destino funesto que han deparado para ti los sueños
de Alma. Sabes cómo hacerlo. —Siguió oprimiéndole la garganta sin que él
tuviera fuerzas tan siquiera para defenderse. Su vista se iba nublando—. Ya
te liberaste una vez, ¿recuerdas?
Adriem la miró sin poder articular palabra, pero la despreciaba, y sabía
que ella podía leerlo en sus ojos.
Cerró las manos con determinación.
—¿Acaso no has sentido bastante dolor, tristeza, soledad, miedo? Acép-
tame y no serán más que viejos sueños del pasado. ¡¿Por qué haces como
Arshius?! ¿Por qué reniegas?
El cielo se oscureció todavía más y la doalfar entró en cólera. Gritó des-
esperada. Su vista se emborronaba y poco a poco la silueta de la doalfar fue
desapareciendo. En su lugar, a la altura de su corazón, vio una flor de luz que
se enraizaba en su cuerpo. Pero era extraña, pues solo brillaban sus pétalos
y el tallo, y las raíces se habían ennegrecido.
Trató de hablar y ella aflojó la presa. Con la voz ronca y esfuerzo, dijo:
—¿Sin conocer el dolor, cómo hubiera sabido que era felicidad lo que sen-
tía junto a ti? Sin una lágrima no puede existir una sonrisa.
Ella se le quedó mirando, inmóvil. Sus ojos estaban enturbiados por lá-
grimas de rabia y desesperación.
Alzó la mano torpemente hasta palpar su pecho. Apenas era capaz de ver,
pero la flor se dibujaba perfectamente entre sus manos. Sintió dolor, rabia,
ira, envidia y una infinita soledad. Unos sentimientos demasiado familiares.
—Ahora has de irte, pero te juro que te encontraré y nunca más tendrás
que estar sola.
Cerró la mano sobre la flor y la arrancó, liberando su alma de aquella
muñeca que había creado Kai.
Sus ojos cambiaron y por fin pudo ver de nuevo a aquella muchacha doal-
far que dejó en la puerta del templo de Nara. Eliel le sonrió y con dificultad
le dijo casi en un susurro:
—Gracias...
Y al igual que en su sueño, cayó sobre sus labios y le besó hasta que salió
de ella su último aliento.
Adriem sólo pudo sujetarla en un abrazo entre sollozos.
—Lo siento... —Notó cómo el cuerpo de ella se quedaba inerte al igual que
en Hannadiel. Pero no sería un adiós; ya apenas era capaz de mantener la
consciencia mientras la tormenta, lejos de menguar, se seguía arremolinan-
do cada vez con más virulencia.
De su mano comenzó a brotar una luz. La flor se deshizo y en su lugar
apareció un cristal que brillaba con luz propia, cada vez más intensa. Atrapó
una de las briznas de luz antes de que alcanzara un fulgor que lo cegó por
unos momentos, para luego desaparecer. Sin embargo, en su mano había
quedado atrapado un pequeño fragmento. Todo cuanto le quedaba de ella.
Tal vez ese era un buen momento para rendirse y dejar de luchar contra
el destino. ¿Su viaje acababa allí?
No, cumpliría su palabra.

Una oleada de energía proveniente del interior golpeó a Laila, que por
poco no se cayó varios pisos abajo por el derrumbe del edificio. Mientras,
el Nómada se alejaba con claras dificultades para mantener el vuelo bajo
aquella tormenta sobrenatural.
—¡Maldita sea! Creo que me las voy a tener que apañar sola. Adriem,
¿qué ha pasado? —Tan rápido como le permitían las piernas, corrió por los
pasillos volviendo sobre sus pasos.
Giró para entrar en una gran estancia que estaba semiderruida. Todo vi-
braba con una pulsación cada vez más frecuente. Laila se sintió desconcer-
tada ante la estampa.
Un enorme dragón anciano muerto ocupaba la mitad de la cámara, inun-
dada por una extraña luz. En el centro, Adriem, malherido, abrazaba el cuer-
po inerte de Eliel, meciéndola. Él pareció percatarse de que Laila estaba allí,
pero ni tan siquiera la miró.
Se acercó y se arrodilló ante él.
—Has de decirle Ináh, Adriem.
Él se negó.
—No, Laila —dijo con la voz quebrada. Aferró sin apenas fuerza, con las
manos temblorosas, el frágil cuerpo de Eliel—. Es algo más lejano que un
adiós.
Aquellos que había conseguido huir lo suficiente pudieron ver cómo el
Bastión de los Justos se hacía añicos como si estuviera hecho de arena. En-
gullido por aquel potente haz de luz que, como si fuera un cometa, salió
despedido hacia el cielo, partiendo las nubes a su paso en dirección a la luna,
acompañado de un estruendo más fuerte que el rugido de un trueno. La luna
recuperó su color normal y del bastión no quedó más que ruinas en silencio.
Capítulo 34
-El anhelo del destino-

La lluvia arreciaba contra las ventanas del pequeño castillo de la frontera


entre el Imperio y Kresaar, que seguía haciendo de puesto de vigilancia de
las caravanas durante los meses de buen tiempo. Se hallaba sobre el profun-
do cañón de uno de los rápidos ríos de montaña, tendiendo un puente entre
las dos orillas. En el más absoluto secretismo se habían reunido allí los jefes
de estado de ambos países, lejos de las miradas indiscretas, sólo acompaña-
dos por hombres y mujeres de la más estricta confianza.
La sala en la que se encontraban era austera y carente de adorno o detalle
que vistiera aquel frío espacio de paredes de piedra desnuda. Los soldados
de ambas comitivas rodeaban el lugar formando una férrea guardia mien-
tras se miraban con recelo. El emperador Alejandro trataba de no perder la
concentración. A su derecha, Alexa mantenía la mirada fija en los doalfar
kresáicos, a los que no despertaba especial simpatía.
Sentado a uno de los lados de la larga mesa, meditaba cada una de sus
palabras frente a la regente de Kresaar, Gabriel. Aquella mujer era la última
dragona que había nacido, y pese a sus más de setecientos años, apenas tenía
el aspecto de tener más de treinta. Vestía una túnica tradicional blanca, de
mangas anchas y varias capas, con flores bordadas en diferentes colores con
un detallismo propio de un cuadro. Tenía el pelo muy largo, rubio dorado,
suelto salvo algunas pequeñas trenzas que recogían los extremos del flequi-
llo y se enlazaban detrás con horquillas. Sus ojos almendrados eran grises y
vivos, y tras ellos se escondía una personalidad muy fuerte e inflexible que
el emperador ya conocía demasiado bien. Al igual que él, estaba flanqueada
por sus mejores hombres: dos caballeros dragón, tal y como evidenciaban
sus arcaicas armaduras de ricos grabados dorados. Aunque lo que más le lla-
maba la atención era la mawler, de aspecto bastante vulgar, que unos pasos
más atrás aguardaba entre los soldados con aparente tranquilidad.
La dragona hablaba con solemnidad en un doalí arcaico, aunque era fácil
adivinar la indignación implícita en sus palabras. Uno de los caballeros ha-
cía la labor de intérprete y dijo a continuación con un tono neutro:
—Nuestra excelentísima regente dice que la situación es de por sí delica-
da. Espera que satisfaga nuestras exigencias. El asesinato de un miembro de
los dragones es un crimen imperdonable contra Kresaar y nuestra delicada
paz.
El emperador no dejaba de acariciarse la barbilla, analizando cada una de
las palabras de la dragona.
—Dicho crimen sucedió en tierras imperiales pese a la cercanía de la
frontera y, según sus contactos, las sospechas recaen sobre un residente im-
perial. Por lo tanto, compete a la justicia de mi país dar el justo castigo al
responsable si el tribunal así lo considerara.
Tras unos momentos, el caballero hizo la traducción. Para Alejandro hu-
biera sido innecesaria, pues tenía conocimiento del idioma aunque hablarlo
en su vertiente más clásica se le antojaba demasiado complicado para una
reunión de tan alto nivel. Sabía, además, que la regente no desconocía el
tírico. Pero era una cuestión de formas y ninguno de los dos se humillaría
hablando el idioma de su enemigo. Al menos podía saber que el intérprete
estaba haciendo su trabajo de una forma impecable.
La regente levantó el tono y el emperador entendió de antemano lo que
tradujo el caballero:
—No estamos hablando de una cuestión de jurisprudencia, sino de un
atentado contra mi raza. Mi señora no se lo está pidiendo, se lo exige como
regente de Kresaar. Quiere al responsable de la muerte de un ciudadano
kresáico tan notable y que nos devuelvan su cadáver para oficiar un funeral
de estado.
—Ha de comprender que no me voy a comprometer hasta que no conclu-
yamos las investigaciones pertinentes. Nos llevará un tiempo examinar los
restos de un viejo bastión que debía estar abandonado, ahora diseminados
por varios kilómetros. Además, su «notable ciudadano» había tomado ese
edificio sin pedir permiso, por lo que es una agresión a nuestro territorio.
No crea que voy a pasar este hecho por alto. —Alejandro miró fijamente a
Gabriel—. No me ha dado ninguna explicación de cuál era la naturaleza de
los asuntos que se traía entre manos y por qué tengo en mi territorio un bas-
tión arrasado sin que nadie sepa por qué. —Se recostó con gesto triunfal—.
Deme esa información o los servicios de seguridad de mi país se encargarán
de ello. Ahórreme tiempo.
Sin que el intérprete le diera tiempo a traducir, la dragona negó con la
cabeza. Le miraba desafiante y él no iba a tolerar aquella actitud de menos-
precio.
—Llevamos siglos manteniendo una paz tensa. Podemos enterrar de una
vez el fantasma de la antigua Galdabia, pero ambos sabemos que eso no va
a ocurrir.
Ella miró a su traductor y éste atendió a sus palabras:
—Emperador Alejandro, nosotros nunca hemos enterrado Galdabia, es
nuestro pasado, no hubo nada malo en ello. Son ustedes quienes se empe-
ñan en añorar aquella guerra civil que partió el país. No esconda con la pa-
labra paz sus ansias de conquista.
El gesto del emperador se tornó sombrío.
—Ya tiene mi respuesta, señora regente. Dé mis más sinceros saludos a
los miembros del consejo de Esthas.
La dragona le miró con rabia contenida, tratando de no manifestar los
sentimientos de odio y frustración.
—Ináh nie Alma, emperador. —Y dando media vuelta, ordenó a los caba-
lleros y soldados que se retiraran.
Una vez abandonaron la estancia, hizo un gesto con la mano para que
Alexa se acercase. Ésta, rauda, se aproximó.
—Espero que los informes sobre la muerte del dragón Gebrah y lo que
me ha averiguado el SSI sobre la Princesa Oscura sean precisos, porque casi
acabamos de declarar la guerra a Kresaar.
—Las fuentes son fiables. No se preocupe, mi señor.
—Lo que me preocupa es desconocer cuáles de mis senadores pertenecen
al SSI. Puede que haya cambios en un futuro, pero mientras tanto quiero
hechos. Asegúrate de que todos nuestros hombres guarden silencio sobre
esta reunión.
—No os preocupéis. Son todos de mi confianza.
—Lo que más me preocupa es… ¿quién posee ahora a la Princesa Oscura?
—Confiemos en que no sea nuestro enemigo, mi señor.

En la pequeña salita apenas iluminada por la luz de la luna, Dythjui to-


maba un té frente a Cruz. La mujer se había quitado la máscara. No había
hablado en todo el tiempo que llevaban allí, lo único que hacía era observar
esa luna que hasta hacía un momento era roja.
Cruz rompió el silencio:
—La muchacha dejó de llorar y asió la mano, pero tiró de ella derribán-
dolo de su caballo.
—Se han cumplido las palabras de la propia Eraide. —Dio un sorbo a la
taza—. Un té exquisito… ¿Es para celebrar que todo ha acabado?
—Nada más lejos de la verdad, ahora es cuando todo empieza. —Apuró
la taza y le sirvió a Dythjui un poco más—. Seremos testigos del cambio del
mundo, ¿no es emocionante?
—Ya lo he visto cambiar demasiadas veces. Llegas a acostumbrarte —dijo
quitándole grandeza a las palabras de Cruz.
—Esta vez es diferente, ya no es un anhelo de Alma. La Princesa ha des-
pertado, la Diosa ha dejado de soñar, todo lo que ahora acontezca será el
capítulo más grande de la historia de esta tierra. Por fin nos hemos librado
del yugo del destino.
—Solo veo guerra en el futuro —afirmó Dythjui, molesta.
—Yo veo la paz.
—Esa paz, Cruz, es la paz de los muertos.
Cruz se levantó y le dedicó una sonrisa a Dythjui mientras se volvía a
poner la máscara.
—Precisamente, querida...

Con la ayuda de un quinqué, en la antesala de las puertas de Nara, Kai y


Lorastal observaban las dobles hojas. Unas pisadas rompieron el silencio y
la figura de un humano sofocado apareció ante los dos. Con una pronuncia-
da referencia en señal de respeto, habló emergiendo a la luz: —Eminencia
—dijo Meikoss refiriéndose a Lorastal. Kai detectó una leve mofa en su tono.
—¿Qué hace este común aquí? Se le prohibió la entrada a este templo —
alegó claramente indignado.
Kai sonrió satisfecho.
—Como le dije, había traído una visita. Quiero que vea con sus propios
ojos lo que está a punto de suceder. —Se giró de nuevo—. Se abrirán las
puertas. Lo noto en el ambiente, ha sido sacrificada.
—Lord Kai, es imposible... El mismísimo Gebrah las selló. —Un crujido le
enmudeció. Algo de polvo cayó cuando la estancia comenzó a temblar.
—Ella las abrirá por nosotros.
Comenzaron a abrirse las hojas lentamente. La cámara que apareció tras
ellas estaba inundada unos veinte centímetros. El agua que bajaba de la
montaña se filtraba hasta aquella gruta artificial.
—Espera aquí —ordenó a Meikoss, que estaba boquiabierto observando
la figura que había al fondo de aquella sala. El humano se limitó a asentir.
El dragón se internó a solas bajando los escalones y avanzando con difi-
cultad por la cámara. No necesitaba luz alguna, pues un cristal de unos tres
metros, suspendido en el aire por unas gruesas cadenas, iluminaba el entra-
mado de columnas con una luz roja que emanaba de su interior. A sus pies,
un modesto altar en el que había grabado un símbolo que con dos líneas
curvas representaba un cáliz. Sobre él, tumbado, el cuerpo de Lady Eraide,
incorrupto a pesar del paso de los siglos.
Se acercó lentamente, embriagado por cada paso que daba en ese mo-
mento que llevaba esperando quinientos años. Una luz roja, como un di-
minuto haz, penetró a través del techo reventando un pequeño trozo de la
bóveda hasta impactar en el cuerpo de la princesa fallecida, dando vida de
nuevo a su corazón.
Su cuerpo se arqueó buscando una bocanada de aire que no entraba en
sus pulmones desde hacía demasiado tiempo, acompañado de un alarido de
dolor. Aún con la respiración acelerada empezó a mirar a un lado y a otro
desorientada, hasta que encontró a los pies de ese altar a Kai arrodillado
ante ella, ofreciéndole la mano para descender.
—¿Dónde estoy? ¿Quién soy...? —musitó asustada.
—Eres Eraide Sen Ukain, y estás con tu esposo.
Ella miró sus ropas raídas por el tiempo y tomó su mano con delicadeza.
Él sonrió emocionado, fascinado por la belleza incorrupta de aquella mujer.
—Te he estado esperando, mi reina...

Final del libro 1


AGRADECIMIENTOS

Siempre es una labor complicada escribir unos agradecimientos, pues la


obra que tienes entre tus manos es el resultado de tan buenos y malos mo-
mentos, de personas que han estado a tu lado y de quienes han faltado. Cada
paso, acertado o no, en la vida te lleva hasta el punto de tener esta obra
escrita.

Pero sin duda, de entre todas las experiencias, siempre hay personas que
han destacado, y sería una tremenda injusticia no reconocerles el mérito de
este viaje.

Es por ello que, primero de todo, quisiera agradecer a mi madre, Ana, y mi


a hermana, Anabel, el haber estado siempre a mi lado. Incluso cuando miles
de kilómetros nos separaban nunca he dejado de sentir su cariño inconcio-
nal. Si a un lugar he de llamar hogar, es junto a ellas, que me han apoyado en
las buenas y malas decisiones. En cada viaje en el que he partido y cada vez
que he vuelto. No existen suficientes palabras para darles las gracias.

A los amigos, aquellos de verdad, pocos pero imprescindibles en mi vida,


que han sabido reír mis gracias y perdonar mis faltas. Que han escuchado
durante horas interminables mis historias, dudas, proyectos, sueños… siem-
pre al calor de un café. He de mencionar en especial a David Cuerdo, que ha
revisado con pluma de hierro y ojos meticulosos cada una de las escenas que
comprenden esta obra.

A todos aquellos que han depositado su fe en estas letras, siempre tendrán


mi gratitud. En especial a José López, por su apoyo en los primeros años de
esta obra, y a Nisa Arce, por su dedicación revisando cada detalle para que
esta edición fuera lo mejor posible. Han sido meses en los que he disfrutado
mucho trabajando codo con codo.

Por último, y no menos importante, a ti que tienes este libro en tus manos.
Mi eterna gratitud por leer esta letras.

Una canción sólo tiene sentido si alguien la escucha.

Javier Bolado
24 de febrero de 2015
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Lehanan Aida
Madeleine Rosca
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Xian Nu Studio
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