TEXTOS
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(Cuento)
Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del colchón y escuchó, con el oído pegado a la madera, los
pasos que se iban alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron perdido definitivamente, se abalanzó hacia
la cocina de kerosene y hurgó en una de las hornillas malogradas. ¿Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero,
contó una por una las monedas –había aprendido a contar jugando las bolitas- y comprobó, asombrado que había
cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y guardó el resto en su lugar. No en vano, por la noche, había simulado
dormir para espiar a su mamá. Ahora tenía lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no faltaría
una excusa. En estos callejones de Santa Cruz las puertas siempre están entreabiertas y los vecinos tienen caras
de sospechosos.
Ene. Camino fue pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues –
blancos, puros, vaporosos- lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la vidriera
hasta sentir una salivación amarga en la garganta? Hacía ya varios meses que concurría ala pastelería de la
esquina y sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo veía entrar, lo consentía un
momento para darle luego un coscorrón y decirle:
Y los clientes, que eran hombres gordos con tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y
desmantelaban bulliciosamente al tienda.
Él recordaba, sin embargo, algunas escenas amables. Un señor, al darse cuenta un día de la ansiedad de su
mirada, le preguntó su nombre, su edad, si estaba en el colegio, si tenía papá y por último le obsequió una
rosquita. Él hubiera preferido un merengue, pero intuía que en los favores estaba prohibido elegir. También, un día
la hija del pastelero le regaló un pan de yema que estaba un poco duro.
-¡Empara! –dijo- aventándolo por encima del mostrador. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual
cayó el pan al suelo y,. al recogerlo, se acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba carnes masticadas,
divirtiéndose cuando de un salto las empara sus colmillos. Pero no era pan de yema, ni los alfajores, ni los
piononos lo que lo atraían: él sólo amaba los merengues. A pesar de haberlos probado nunca, conservaba viva la
imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los
corbatines. Desde aquel día los merengues constituían su obsesión.
Cuando llegó a la pastelería había muchos clientes ocupando el mostrador. Esperó que se despejara un poco
el escenario, pero no pudiendo resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna y el dinero que
empuñaba o revestía de cierta autoridad y le daba derecho a codearse con los hombres de tirantes. Después de
mucho esfuerzo, su cabeza apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.
Perico, lejos de obedecer, se irguió y con una expresión de triunfo reclamó: ¡Veinte soles de merengues! Su
voz estridente dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos lo miraban intrigados,
pues era hasta cierto punto ver a un rapaz de esa calaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña
proporción. El dependiente no le hizo caso y pronto le barullo se reinició. Perico quedó algo desconcertado, pero
estimulado por un sentimiento de poder, repitió en tono imperativo:
El dependiente lo observó esta vez con cierta perplejidad, pero continuó despachando a los otros
parroquianos.
-¿No has oído? –insistió Perico excitándose- ¿Quiero veinte soles de merengues!
Sin poder disimular su orgullo. Echó sobre el mostrador el puñado de monedas. El dependiente contó el
dinero.
-Sí –replicó Perico con una convicción que despertó la risa de algunos circunstantes.
Perico se volvió. Al notar que era observado con cierta benevolencia un poco lastimosa, se sintió
abochornado. Como el pastelero lo olvidaba, repitió:
-Déme los merengues- pero esta vez, su voz había perdido vitalidad y Perico comprendió que, por razones que
no alcanzaba explicarse, estaba pidiendo casi un favor.
-Despácheme antes.
-Mi mamá
Extendió la mano hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver lo merengues a través de la vitrina,
renació su deseo, y ya no exigió, sino que rogó con una voz quejumbrosa:
-Al ver que el dependiente se acercaba airado pronto a expulsarlo, repitió conmovedoramente:
El empleado, entonces, se inclinó por encima del mostrado y le dio el cocacho acostumbrado, pero a Perico le
pareció que esta vez llevaba una fuerza definitiva.
Perico salió furioso de la pastelería. Con el dinero apretado entre los dedos y los ojos húmedos, vagabundeó
por los alrededores.
Pronto llegó a los barrancones. Sentándose en lo alto del acantilado, contempló la playa. Le pareció en ese
momento difícil restituir el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a una,
haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas monedas nada valían en sus manos, y
ese día cercano en que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres gordos, de todos los
mucamos de la pastelería y hasta de los pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor.
¿Estaba impreso o escrito a mano? ¿Estaba hecho de papel o de cualquier otra materia? Si existe todavía,
¿en qué biblioteca se le podría encontrar?
Se dice que hubo una vez un hombre tan cándido que quiso buscar en todas las bibliotecas del mundo este
primer libro. Pasaba días enteros hurgando entre montones y montones de libros carcomidos y amarillentos por
los años. Sus ropas y sus zapatos estaban cubiertos por una espesa capa de polvo, como si acabase de realizar un
largo viaje sobre una carretera polvorienta. Al fin, encontró la muerte al caerse de una de esas grandes escaleras
que se apoyan contra los estantes de una biblioteca.
Pero aún cuando hubiera vivido cien años más sus búsquedas no hubieran conducido a nada. El primer libro
estaba ya podrido en la tierra, muchos millones de años antes que el hubiese nacido.
Este primer libro no se parecía en nada a los de nuestros días. Tenía manos y pies, y no descansaba sobre un
estante: sabía hablar y hasta cantar. En fin era un libro vivo: era el hombre.
En aquellos tiempos, cuando los hombres no sabían leer ni escribir, cuando no había libro, ni papel, ni tinta, ni
pluma, las tradiciones de los antepasados, las leyes y las creencias no se conservaban sobre los estantes sino en
la memoria d los hombres.
Estos morían, pero las tradiciones le sobrevivían, y se transmitían de padres a hijos. Al pasar de un oído a
otro, las historias cambiaban un poco: se añadían y se olvidaba. El tiempo las pulía como el agua de un río las
piedras. La leyenda de un bravo guerrero se convertía en la historia de un gigante, que no temía ni a los venablos
ni a las flechas, que recorría los bosques como un lobo y volaba sobre la tierra como un águila.
En los más alejados rincones del mundo hay todavía viejos y viejas que cuentan historias de las cuales no
encontraréis jamás la huella de que hayan sido escritas; estas historias se llaman cuentos de hadas y leyendas.
Hace mucho tiempo, en Grecia, se tenía la costumbre de cantar La Iliada y La Odisea, que eran las historias
de la guerra entre los griegos y los troyanos. Y transcurrieron siglos antes de que se escribiera lo que se cantaba.
Un cantante, o rapsoda como los griegos le llamaban, era siempre bienvenido a una fiesta.
Había que verlo sentado, apoyado contra una alta columna, con la lira colgada debajo de su cabeza. El festín
se acerca a su fin, los grandes platos de carne están vacíos, e igualmente vacíos los canastillos del pan. Se
acaban de llevar las copas de oro de dos asas, los invitados están hartos y esperarán ahora la música.
El cantor toma su lira, toca la cuerda y comienza la larga historia de Ulises, el astuto, y de Aquiles, el valiente
en el combate.
Las canciones del cantor eran hermosas, pero nuestros libros son mucho más agradables, ya que por algunos
soles se puede comprar una edición de La Iliada, que se lleva fácilmente en el bolsillo. Y este pequeño volumen no
pide nada, ni comida, ni bebida, y jamás cae enfermo ni se muere.
M. ILLIN
UNA HERENCIA DIFÍCIL DE REPARTIR
Hacía pocas horas que viajábamos sin detenernos cuando, cerca de un viejo albergue de caravanas medio
abandonado, vimos tres hombres que discutían acaloradamente junto a un hato de camellos.
-Somos hermanos, explicó el más viejo, y recibimos como herencia esos 35 camellos. Según la voluntad
expresa de mi padre, me corresponde la mitad, a mi hermano Hamed Namur una tercera parte y a Harim, el más
joven, sólo la novena parte. No sabemos, sin embargo, cómo efectuar la partición y a cada reparto propuesto por
uno de nosotros sigue la negativa de los otros dos. Ninguna de las particiones ensayadas hasta el momento nos
ha ofrecido un resultado aceptable. Sui la mitad de 35 es 17 y medio, si la tercera parte y también la novena de
dicha cantidad tampoco son exactas, ¿cómo proceder a tal partición?
-Muy sencillo, dijo el “Hombre que calculaba”. Yo me comprometo a hacer con justicia ese reparto, mas antes,
permítanme que una a esos 35 camellos de la herencia, este espléndido animal que nos trajo aquí en buena hora.
-¿Cómo voy a permitir semejante locura? ¿Cómo vamos a seguir el viaje si nos quedamos sin camello?
-No te preocupes, bagdalí, me dijo en voz baja Beremiz. Sé muy bien lo que estoy haciendo. Cédeme tu
camello y verás a qué conclusión llegamos.
-Amigos míos, dijo, voy a hacer la división justa y exacta de los camellos que como ven ahora son 36.
-Tendrías que recibir, amigo mío, la mitad de 35, esto es 17 y medio. Pues bien, recibirás la mitad de 36, por
tanto, 18. Nada tienes que reclamar puesto que sales ganando con esta división.
-Y tú, Hamed, tendrías que recibir un tercio de 35, es decir 11 y un poco más. Recibirás un tercio de 36, esto
es 12. No podrás protestar, pues tú también sales ganando en la división.
-Y tú, joven Harim, según la última voluntad de tu padre, tendrías que recibir una novena parte de 35, o sea 3
camellos y parte del otro. Sin embargo, te daré la novena parte de 36, o sea 4. tu ganancia será también notable y
bien podrías agradecerme el resultado.
-Por esta ventajosa división que a todos ha favorecido, corresponden 18 camellos al primero, , 12 al segundo
y 4 al tercero, lo que da u resultado: 18 + 12 + 4 = 34 camellos. De los 36 camellos sobran por tanto dos, uno
como saben, pertenece al bagdalí, mi amigo y compañero, otro es justo que me corresponda, por haber resuelto a
satisfacción de todos el complicado problema de la herencia.
-Eres inteligente, extranjero, exclamó el más viejo de los tres hermanos, y aceptamos tu división con la
seguridad de que fue hecha con justicia y equidad.
Y el astuto Beremiz –el “Hombre que calculaba”- tomó posesión de uno de los más bellos jamales del hato, y
me dijo entregándome por la rienda el animal que me pertenecía.
-Ahora podrás, querido amigo, continuar el viaje en tu camello, manso y seguro. Tengo otro para mi especial
servicio.
EXTRANJERITIS
Extranjeritis viene de extranjero. La terminación itis denota enfermedad de carácter infeccioso y/o
inflamatorio. Extranjeritis es una enfermedad endémica en el Perú.
Si de telas se trata, procuremos dejar establecido que, por lo menos, es de hilado inglés; las
manzanas tienen que ser de California; las peras, de Chile; las pasas de Grecia; los plátanos de
Guayaquil y las tunas de Bolivia. El vino es de uva Italia; el ron, tipo Jamaica y el anís, español. Lo único
peruano es el borracho. Hasta los turrones de Doña Pepa los hacen los italianos; y el más popular es el
pan francés.
El que menos se jamonea de tener algún apellido extranjero, aunque sea de la Guayana; y muchos se
sienten felices porque su abuelo vino de las Galápagos (parece que ésta ha sido la inmigración más
fuerte). Las chicas se derriten cuando les dicen que su nariz es griega, que su mirada es sueca, que
tienen busto de italiana o pantorrillas de francesa. De inmediato sacan a relucir a su tatarabuelo
europeo. Somos peruanos sólo de paso, por mala suerte. Rajar y acompañar a rajar de todo lo peruano,
constituye un distintivo de buen tono.
Nadie está conforme con su condición. Las zambitas se estiran las “pasas”; las chinitas, se pintan el
pelo, y las cholitas se hacen la permanente. Todos se miran ene el espejo de su imaginación y se creen
no solamente bellos; sino, además, inteligentes, honrados y buenos, en relación con los demás, no con
la verdadera inteligencia, la bondad o la honradez.
Y esto no lo compone nadie. Habrá que esperar el cambio de una generación, y a los nuevos, irlos
educando en la escuelita del “espejo”. Mira en otro tus propios defectos. “Si fulanito está muy mal”.
¡Cómo se me verá a mí…! “Si menganito es un burro…” ¡Qué dirán de mí! Porque los demás no son más
que el espejo de nuestras propias equivocaciones y defectos. Antes de corregir, ¡corrígete!
Capítulo XXI.
Si no me engaño, hacia nosotros viene uno que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mambrino, sobre que yo
hice el juramento que sabes.
—Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace —dijo Sancho—; que no querría que fuesen otros
batanes que nos acabasen de abatanar y aporrear el sentido.
—¡Válate el diablo por hombre —replicó don Quijote—. ¿Qué va de yelmo a batanes?
—No sé nada —respondió Sancho—; mas a fe que si yo pudiera hablar tanto como solía, que quizá diera tales
razones, que vuestra merced viera que se engañaba en lo que dice.
—¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? —dijo don Quijote—. Dime, ¿no ves aquel
caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?
—Lo que yo veo y columbro —respondió Sancho— no es sino un hombre sobre un asno, pardo como el mío,
que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.
—Pues ése es el yelmo de Mambrino —dijo don Quijote—. Apártate a una parte y déjame con él a solas; verás
cuán sin hablar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura, y queda por mío el yelmo que tanto he
deseado.
—Yo me tengo en cuidado el apartarme —replicó Sancho—; mas quiera Dios —tornó a decir— que orégano sea,
y no batanes.
—Ya os he dicho, hermano, que no me mentéis, ni por pienso, más eso de los batanes —dijo don Quijote—; que
voto..., y no digo más, que os batanee el alma.
Calló Sancho, con temor que su amo no cumpliese el voto que le había echado, redondo como una bola.
Es, pues, el caso que el yelmo, y el caballo y caballero que don Quijote veía, era esto: que en aquel contorno
había dos lugares, el uno tan pequeño, que ni tenía botica ni barbero, y el otro, que estaba junto, sí; y así, el
barbero del mayor servía al menor, en el cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse, y otro de hacerse la barba,
para lo cual venía el barbero, y traía una bacía de azófar; y quiso la suerte que, al tiempo que venía, comenzó a
llover, y porque no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza; y, como
estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y ésta fue la ocasión
que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado, y caballero, y yelmo de oro; que todas las cosas que veía con
mucha facilidad las acomodaba a sus desvariadas caballerías y malandantes pensamientos. Y cuando él vio que
el pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse con él en razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el lanzón
bajo, llevando intención de pasarle de parte a parte; mas cuando a él llegaba, sin detener la furia de su carrera, le
dijo:
El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo, vio venir aquella fantasma sobre sí no tuvo otro remedio para
poder guardarse del goipe de la lanza si no fue el dejarse caer del asno abajo; y no hubo tocado el suelo, cuando
se levantó más ligero que un gamo, y comenzó a correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento. Dejóse la
bacía en el suelo, con la cual se contentó don Quijote, y dijo que el pagano había andado discreto, y que había
imitado al castor, el cual, viéndose acosado de los cazadores, se taraza y arpa con los dientes aquello por lo que
él, por distinto natural, sabe que es perseguido. Mandó a Sancho que alzase el yelmo, el cual, tomándola en las
manos, dijo:
—Por Dios que la bacía es buena, y que vale un real de a ocho como un maravedí.
Y dándosela a su amo, se la puso luego en la cabeza, rodeándola a una parte y a otra, buscándole el encaje; y
como no se le hallaba, dijo:
—Sin duda que el pagano a cuya medida se forjó primero esta famosa celada, debía tener grandísima cabeza;
y lo peor dello es que le falta la mitad.
Cuando Sancho oyó llamar a la bacía celada, no pudo tener la risa; mas vínosele a las mientes la cólera de su
amo, y calló en la mitad della.
—¿De qué te ríes, Sancho? —dijo don Quijote. —Ríome —respondió él— de considerar la gran cabeza que tenía
el pagano dueño deste almete que no semeja sino una bacía de barbero pintiparada.
—¿Sabes qué imagino, Sancho? Que esta famosa pieza deste encantado yelmo, por algún extraño accidente
debió de venir a manos de quien no supo conocer ni estimar su valor, y, sin saber lo que hacía, viéndola de oro
purísimo, debió de fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de la otra mitad hizo ésta, que parece bacía
de barbero, como tú dices. Pero, sea lo que fuere; que para mí que la conozco no hace al caso su transmutación;
que yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero, y de suerte que no le haga ventaja, ni aun le llegue, la
que hizo y forjó el dios de las herrerías para el dios de las batallas, y en este entretanto, la traeré como pudiere,
que más vale algo que no nada; cuanto más que bien será bastante para defenderme de alguna pedrada.
—Eso será —dijo Sancho— si no se tira con honda, como se tiraron en la pelea de los dos ejércitos, cuando le
santiguaron a vuestra merced las muelas y le rompieron el alcuza donde venía aquel benditísimo brebaje que me
hizo vomitar las asaduras.
—No me da mucha pena el haberle perdido; que ya sabes tú, Sancho —dijo don Quijote—, que yo tengo la
receta en la memoria.
BUENOS AIRES (Agencias).- El presidente argentino, Néstor Kirchner, llamó ayer a conmemorar “con
memoria, justicia y verdad, sin odios ni venganzas” el 30 aniversario del golpe de Estado de 1976, que instauró
una cruel dictadura (1976-1983).
“Espero que los argentinos tengamos un día de recogimiento y recordemos el significado de lo que fue el
golpe”, subrayó Kirchner al hablar en un acto en una escuela de la localidad de San Isidro (periferia norte).
Esto no fue motivo para que la calle estuviera tranquila ayer. Así, dos bombas estallaron frente a
concesionarios de autos sin causar víctimas, aunque sí daños materiales. En el lugar se hallaron panfletos del
hasta ahora desconocido “Comando Rodolfo Walsh”, según reportó la policía.
EL GOLPE. La noche del 23 de marzo de 1976, una junta militar desalojó de la Casa Rosada a Isabel Martínez de
Perón (1974-1976), quien había sido elegida vicepresidente en 1973 y quien tomara la jefatura de Estado al morir
su esposo,. Juan Perón.
Desde entonces, torturas, secuestros de bebés, unas 30 mil desapariciones y terrorismo de Estado
caracterizaron a Argentina, que vivió bajo el militar por siete años.
Una orgía de especulación financiera se había desatado en 1976 bajo la conducción del ministro de
Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, considerado le poder detrás del trono. Argentina no volvió a ser lo que
era antes de la aventura de los comandantes Jorge Videla (terrestre), Emilio Massera (marina) y Orlando Agosti
(aviación).
La tentación autoritaria se propagaba como un virus entre los jerarcas dictatoriales, cuyas mentes
imaginaron que el Mundial de Fútbol Argentina 1978 era una oportunidad de disfrazar la realidad y ocultar el
genocidio a los ojos del mundo.
Intentaron, en vano, que triunfo futbolero –vencieron en la final a Holanda 3 a 1- mejorara la imagen del
régimen frente a la marea de denuncias que se expandía por Europa, Estados Unidos y Latinoamérica por las
graves violaciones a los derechos humanos.
Los dictadores interpretaron que la pasión deportiva podía convertirse en furia patriótica de respaldo a una
guerra contra Chile para zanjar la disputa territorial en el Canal de Beagle, en el extremo austral. La soberbia d los
dictadores Videla y Augusto Pinochet (1973-1990) se convirtió en una locura belicista, y sólo una intervención del
papa Juan Pablo II pudo frenar el choque a horas de que las columnas de blindados se lanzaran hacia la frontera.
Leopoldo Galtieri –que siguió en el mando a Roberto Viola, quien, a su vez, sucediera a Videla- jugó la carta
de la recuperación de las Islas Malvinas, ocupadas por Gran Bretaña en 1833. La expedición terminó en
humillación para los argentinos. El capitán de la Marina de Guerra Alfredo Astiz, “El Ángel Rubio de la Muerte”, se
había rendido en las vecinas Islas Georgias sin disparar un solo tiro.
Así el régimen se derrumbó como un castillo de naipes y el llamado a elecciones para octubre de 1983
aceleró las revelaciones sobre los métodos terroristas de Estado.
JUSTICIA. Durante su gobierno, Kirchner dio impulso a los reclamos por los derechos humanos. En ese marco,
autorizó, el pasado miércoles, el acceso irrestricto a los archivos de las Fuerzas Armadas con el fin de agilizar las
investigaciones por la represión durante la dictadura
El jefe de Estado quedó envuelto en una polémica en los últimos días al declarar el 24 de Marzo como feriado
nacional, ante la oposición de algunas entidades humanitarias que la consideran una fecha muy importante para
el ocio.
En su discurso de ayer, el mandatario sostuvo que “la etapa que se viene en Argentina, es la etapa de la
ciudadanía. Esto significa acceder a los derechos mínimos e inalienables. Pensemos como pensemos, ese debe
ser nuestro objetivo central”.
Santos y buenos días –dijo la muerte, y ninguno de los presentes la pudo reconocer. ¡Claro!, venía la parca
con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla al bolsillo.
-Pues mire –le respondieron, y asomándose a la puerta, señaló un hombre con su dedo rudo de labrador:
-Allá por las cañas bravas que bate el viento, ¿ve? Hay un camino que sube la colina. Arriba hallará la casa.
“Cumplida está”, pensó la muerte, y dando las gracias echó a andar por el camino aquella mañana que,
precisamente, había pocas nubes en le cielo y todo el azul resplandecía de luz.
Andando pues miró la muerte la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la una y cuarto, pasado el
meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora Francisca.
“Menos mal, poco trabajo; un solo caso”, se dijo satisfecha de no fatigarse la muerte y siguió su paso,
metiéndose ahora por el camino apretado de romerillo y rocío.
Efectivamente, era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre ni brote que se
quedara bajo tierra sin salir al sol, los retoños de las ceibas eran pura caoba transparente. El tronco del guayabo.
El tronco del guayabo soltaba, a espacios, la corteza, dejando ver la carne limpia de la madera. Verde era todo,
desde el suelo al aire, y un olor a vida subiendo de las flores.
Natural que la muerte se tapara la nariz, lógico también que ni siquiera mirara tanta rama llena de nido, ni
tanta abeja con su flor. Pero, ¿qué hacerse?, estaba la muerte de paso por aquí, sin ser su reino.
Así, pues, echó y echó la muerte por los caminos hasta llegar a casa de Francisca.
-Abuelita salió temprano –contestó una nieta de oro, un poco temerosa, aunque la parca seguía con su trenza
bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
-¡Quien lo sabe! –dijo la madre de la niña-. Depende de los quehaceres. Por el campo anda, trabajando.
Y la muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda por tanto mundo bonito y ajeno.
-Aquí quien viene tiene su casa. Pero puede que ella no regrese hasta el anochecer o la noche misma.
“¡Contra!”, pensó la muerte, “se me irá el tren de las cinco. No, mejor voy a buscarla”. Y levantando su voz dijo
la muerte:
-¿Dónde, al fijo, pudiera encontrarla ahora?
Pero miró todo el extenso campo arado y no había un alma en él. Sólo garzas. Soltase la trenza la muerte y
rabió.
“¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!” Escupió y continuó su sendero sin tino.
Una hora después de tener la trenza bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba nueva, la
muerte se topó con un caminante.
-Señor, ¿pudiera usted decirme dónde está Francisca por estos campos?
-Tiene suerte –dijo el caminante, media hora lleva en casa de los Noriegas. Está el niño enfermo y ella fue a
sobarle el vientre.
Duro y fatigoso era el camino. Además, ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin trillo, y ya
se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre un suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la
mitad del esfuerzo. Así por tanto, llegó la muerte hecha una lástima a casa de los Noriegas:
-Ya se marchó.
-¿Por qué tan de pronto? –Le respondieron-. Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿A qué viene a
extrañarse?
-¿Bueno…, verá –dijo la muerte turbada, es que siempre una hace su sobremesa en todo, digo yo.
-¿Digamos qué?
-Filosa.
-¿Eso es todo?
-Bien; nublados…, sí, nublados han de ser…, abrumados por los años.
-No, no la conoce –dijo la mujer-. Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la mirada.
Esa, quien usted busca no es Francisca.
Y salió la muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada, sin preocuparse mucho por la mano y la trenza que
medio se le asomaba bajo el ala del sombrero.
Anduvo y anduvo. En casa de los Gonzáles le dijeron que estaba Francisca a un tiro de ojo de allí, cortando
pangola para la vaca de los nietos. Mas sólo vio la muerte la pangola recién cortada y nada de Francisca, ni
siquiera la huella menuda de su paso.
Entonces la muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y la camisa negra,
más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:
Mientras, a dos kilómetros de allí, escardaba de malas hierbas Francisca el jardincito de la escuela. Un viejo
conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le tiró a su manera el saludo cariñoso:
Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre.
En la antigua Grecia, hace ya muchos siglos, vivió un sabio llamado Demócrito, a quien se le ocurrió hacer
una prueba: cortó un pedazo de papel en dos partes, luego una de ellas la volvió a partir en dos, y así
sucesivamente hasta que le quedó un trozo muy pequeñito. Entonces se preguntó: ¿Cuál será la parte más
chiquita de la materia que no se puede partir más? Él mismo se contestó: “Es el átomo”, que es la porción más
pequeña de la materia e indivisible.
Pasaron los siglos y los científicos comprobaron que, efectivamente, la materia está hecha de átomos.
Actualmente, han logrado dividirlos obteniéndose una liberación inmensa de energía, que puede ser dañina como
es el caso de la bomba atómica o de gran utilidad como cuando se usa en la lucha contra el cáncer y en el
movimiento del submarino atómico.
Durante mucho tiempo, la ciencia trató de encontrar una sustancia que fuera común a todas las cosas
materiales existentes. Poco a poco, mediante una serie de experimentaciones, se fue dividiendo a la materia en
sus elementos básicos. Así se descubrieron el hierro, la plata, el oro, el oxígeno y otros elementos más.
Pero se seguía investigando si existía algo común a todos estos elementos descubiertos. La respuesta la
encontraron en los antiguos libros griegos que referían el pensamiento de Demócrito: toda materia está
constituida por átomos.
Al comienzo no se quería creer en los átomos porque nadie los había visto. Y es difícil verlos, porque son muy
pequeñitos. Si quieres concebir la pequeñez del mundo atómico, basta que imagines qué cambios sobrevendrían
si todos los objetos familiares se agrandaran en la misma relación, hasta que los átomos se hicieran visibles.
Consideremos primero un agrandamiento de 100 veces. Los hombres serían gigantes, de una altura igual a la
mitad de la torre de Eiffel y las avispas serían bestias terribles, como grandes toros.
Supongamos ahora que sufre un nuevo agrandamiento de veces más. Los hombres se convertirían en
montañas gigantescas de 15 a 20 km; la avispa tendría varios centenares de metros; un cabello tendría 1 m. de
espesor y los microbios serían 1 cm. de largo.
Aumentemos 100 veces más. El cabello tendría 100 m. de espesor, los microbios serían de 1 m., pero los
átomos, todavía minúsculos, no alcanzarían el décimo de milímetro.
Otra dilatación de 100 veces más. El átomo de hidrógeno se haría por fin fácilmente perceptible, pero al
mismo tiempo el grueso de un cabello alcanzaría a 10 km., los microbios serían monstruos de 100 m. de largo y
una bola de billar adquiriría el tamaño de la tierra.
Y sin embargo, el hombre ha sido capaz de medir el diámetro de un átomo y su masa; y no sólo eso: ¡ha sido
capaz de explorar su interior y ha descubierto allí todo un universo planetario, con un sol infinitamente más
pequeño que un átomo! Y más aún: ¡exploró al interior de ese sol central!
Ahora sabemos que ese “sol central” constituye el núcleo del átomo y en su interior se encuentran partículas,
todavía más pequeñas, llamadas protones (con carga positiva) y neutrones (sin carga eléctrica); rodeando al
núcleo están las órbitas atómicas donde giran los electrones (de carga negativa) como los planetas en le sistema
solar.
Las grandes iglesias barrocas dan siempre la impresión de que quienes las construyeron se divertían de los
lindo al hacerlos. Es como si los maestros lapidarios, enyesadotes, pintores y tallistas hubieran gritado: “¡Manos a
la obra!”, mientras se adentraban en un reino de belleza, color y buen ánimo.
Blasono de ser inteligente, pero, en algunos aspectos, nadie sabe cuán tonto suelo ser. Pude haber vivido mil
años sin que se me ocurriera diseñar el primer puente, o sin inventar siquiera la primera rueda, o sin pintar el
primer pájaro, o sin tocar la primera lira, o sin concebir la primera regla de geometría, sin embargo, las personas
que hicieron por primera vez todo eso acaso hayan tenido lamentables deficiencias en otros campos del saber;
por ejemplo, en lo filosófico, en lo social, en el mundo de las finanzas, o en cualquier otra actividad de que hoy nos
ufanemos. Si la raza humana sólo tuviera una clase de inteligencia –y, por tanto, una sola clase de aptitud- acaso
todavía estaríamos viviendo en cavernas.
Mucho es lo que debo a mis amigos; pero, en resumidas cuentas, salta a la vista que soy más deudor de mis
enemigos; porque la persona real surge a la vida más por los aguijones que por las caricias.
Antes de ser francos con otra persona conviene que nos preguntemos: ¿Para qué? ¿Para rebajar a esa
persona, o para sentirnos mejor a costa suya? La pregunta moral que debemos hacernos es esta: ¿Fomentará
nuestra franqueza descarnada las buenas relaciones? Siempre hay una forma de ser sincero, sin por ellos ser
brutal.
Sólo cuando llegué a ser madre comprendí cuánto se había sacrificado la mía por mí; sólo entonces supe
cuánto la herí con mi desobediencia, y cuán orgullosa se sintió por mis éxitos. Cuando me convertí en madre pude
advertir cuánto me ama.
Un zar quiso comprobar si era justa la fama de sabiduría de que gozaba el juez de una ciudad de su reino, y
fingiéndose mercader se encaminó a caballo a la referida ciudad.
Por el camino halló a un pobre jorobado, el cual le pidió limosna. El fingido mercader le dio unas monedas,
pero, al ir a seguir su camino, el lisiado le cogió de la ropa diciéndole:
El zar se compadeció y lo llevó hasta allí. Pero he aquí que al llegar a la plaza, el pobre no se apeó. Entonces
el falso mercader le dijo:
¿Por qué he de bajar, si este caballo es mío? Si no bajáis vos, os llevaré al juez.
El zar, al oír esto, creyó que era una buena ocasión para la veracidad de la buena fama del juez, y sin discutir
más se dejó llevar por el pordiosero.
En el tribunal vieron a mucha gente, pues estaba juzgando dos casos en litigio. Se quedaron esperando turno
mientras veían los casos anteriores. En aquellos momentos, el juez tomaba declaración a un sabio y a un
campesino, ambos en controversia por causa de una mujer que los dos decían ser suya.
Seguidamente se presentaron un carnicero y un tratante de aceite. Sujetaban una bolsa de dinero que
tendían fuertemente cogida, uno por cada lado. El carnicero decía que al ir a pagar al mercader de aceite, éste se
había apoderado de la bolsa, mientras que éste explicaba lo mismo, pero al revés.
-Dejadme la bolsa en casa y mañana venid a saber el resultado. Entonces se acercaron el jorobado y el
soberano disfrazado de mercader.
-Señor juez -contestó el falso mercader- Yo venía a la ciudad y este pobre quiso que lo llevara a la grupa de mi
caballo hasta la plaza Mayor. Al pretender que se apeara, ne dijo que el caballo era suyo.
-Claro que lo es –dijo el mendigo- es mi único sustento y este mercader quiere robármelo.
Primero entró el mercader, y en seguida señaló su caballo. Pero resultó que el pordiosero también supo
señalarlo sin vacilar. Mas el juez dijo:
El rey quedó impresionado y rogó al juez le dijese cómo había adivinado que él era el dueño del caballo, si el
jorobado también había sabido reconocerlo.
-Pues muy sencillo. Los dos conocisteis el caballo, pero el animal nada más te reconoció a ti, su verdadero
amo.
-Pues verás: a la mujer solicitada por el sabio y el campesino le pedí que llenara un tintero, y lo hizo con tal
maestría y seguridad como sólo lo puede hacer alguien que está acostumbrado a ello. Era natural, pues que su
esposo fuera el sabio y no el analfabeto campesino. En cuanto al dinero, cuya posesión discutían el carnicero y el
aceitero, lo puse en agua toda la noche y a la mañana siguiente, la vasija estaba llena de lunares del aceite, lo
que indicaba que aquel dinero pertenecía al mercader de aceite.
Al oír estas sabias deducciones, el zar se dio a conocer felicitando calurosamente al juez y diciéndole que
pidiera lo que quisiera por su talento y sentido de justicia. A lo que contestó el juez, haciendo una profunda
reverencia.
La princesa no mentía,
y así dijo la verdad:
“Fui a cortar la estrella mía
a la azul inmensidad:”
La princesita se entristece
por su dulce flor de luz,
cuando entonces aparece
sonriendo el buen Jesús.
Sala de la gran residencia que ocupan Luciano Obedot y su familia. Muebles antiguos. Una lámpara de muchas
luces cuelga del centro del cielorraso.
Personajes:
LA ACHIQUÉ
(Leyenda)
Y sucedió que vino un tiempo de gran hambruna y no había nada que comer. El valle se secó y sólo langostas
brillaban saltando sobre los trojales. Unos campesinos hallaron un poco de maíz y decidieron tostarlo. Tenían
dos hijos pequeños, mas como el maíz era poco, esperaron que al llegar la tarde se durmiesen para comerlo a
solas. Bien entrada la noche dijo la mujer en voz muy baja:
-¿Dónde está la callana para tostar el maíz?
-Yo sé donde está la callana.
-Y yo sé dónde está el palito para mover el grano, dijeron al mismo tiempo los dos niños.
Los padres se quedaron sorprendidos, mas azuzados por el hambre los metieron en una bolsa de paja y los
arrojaron al río.
El río los varó dulcemente y, ya salvos, comenzaron a subir el escarpe de la orilla. Caminando, caminando,
llegaron a casa de la Achiqué, vieja bruja del monte que los recibió con aparente bondad. Después de darles de
comer, dispuso que los hermanos durmiesen separados, uno en la colca y otro junto al fogón.
Al alba la niña sintió débiles quejidos y suponiendo que fuese su hermano preguntó a la bruja:
-¿Mamitay, qué haces con mi hermano?
-Lo estoy despiojando.
Al cabo de un rato tornó a lamentarse el niño y la bruja para tranquilizar a la muchacha dijo:
-Como le saco las liendres, se queja.
Inquieta la niña se levantó sin hacer ruido y bajó a la cocina y pudo ver cómo la bruja intentaba descuartizar a su
hermano con una hoja de cortadera. Amarrado y amordazado, apenas si se oían los quejidos de la pequeña
víctima.
Sin perder tiempo, cogió la chiquilla un puñado de ceniza y lo echó a los ojos de la bruja y mientras ésta corría a
lavarse al puquial, desató a su hermano y huyeron de prisa. Tras ellos salí aullando la bruja.
Cerro arriba corrían los niños jadeando como tarucas.
Como eran chicos, los quishuares los ocultaban y la bruja en vano clavaba los ojos sobre el camino como dos
espinas.
Al medio día encontraron a un cóndor que dormitaba sobre las peñas.
-Taita rucus, ocúltanos bajo tus alas, que nos alcanza la Achiqué.
Extendió sus alas el cóndor y bajo ellas desaparecieron los niños. Al cabo de un rato, llegó cojendo la bruja, miró
astuta por todos lados y como no viera nada le preguntó al cóndor:
-¿Auqui Mucus, has visto pasar por aquí dos niños que se me han escapado?
-Nada he visto Achiqué.
-Pues entonces déjame ver qué tienes bajo las alas.
El cóndor la dejó aproximarse y cuando la tuvo bien cerca le dio de aletazos e hizo caer rodando a la bruja hasta el
fondo del barranco.
De nuevo los niños se dieron a la fuga. Al atardecer, fatigados de tanto correr, llegaron a la madriguera de una
zorra. A la puerta de su cueva esperaba a su marido que debía traer pajaritos para las crías.
-Tía Atoj, dijo la niña, la achiqué nos persigue, te ruego que nos guarezcas en tu madriguera. La zorra miró piadosa
a los niños y los dejó pasar.
Al anochecer llegó la bruja. Bufando venía…
-Vieja Atoj, dijo, de seguro aquí están escondidos dos niños que se me han escapado.
-Aquí sólo están mis crías- dijo la zorra.
-Entonces déjame pasar, repuso la vieja.
-No puede ser, están durmiendo y las despertarías.
Tanto fastidió la bruja que la zorra la espantó a dentelladas.
A la mañana siguiente, los niños dieron las gracias a la zorra y emprendieron de nuevo su fuga.
Mas la Achiqué los esperaba en lo alto de un cerro; al verlos bajó dando brincos como un saltamontes, huyeron los
niños valle abajo. Como venaditos corrían. Al torcer un recodo, divisaron a una Añás que estaba haciendo un
hueco en el suelo.
-Don Añás, ocúltanos pronto que ya viene la bruja- imploraron los niños.
El Añás los metió en ele hueco y los tapó con hierbas.
-Añás pestífero-, dijo la bruja al llegar, -aquí tienen que estar los muchachos, ¿qué ocultas debajo de aquellas
hojas?
-Es mi cosecha de papas.
-Si es como dices, déjame ver.
El Añás no contestó nada. Movió su cola coposa y ¡chis! soltó un aroma penetrante que hizo huir lejos a la bruja.
Huían, huían los niños. Tras ellos, de nuevo seguía la bruja tirándoles piedras. Así llegaron a una llanura. La bruja
les daba ya alcance, cundo en medio del campo divisaron a un cordero que pacía tranquilamente, con una soga
al cuello.
-Cordero, corderito, dijo la niña, mira que la bruja nos alcanza, no dejes que nos llegue a tocar.
El cordero tomó la cuerda que tenía al cuello y la lanzó al aire y por allí subieron los niños. Las nubes como buche
de aves les acariciaban las mejillas.
La bruja llegó al sitio y al ver la soga colgando del cielo y los niños en lo alto comenzó a subir. El viento le
arremolinaba los faldelillines descubrieron sus piernas flacas. Ya muy arriba apareció entre la bruja y los niños
un pericote prendido de la cuerda.
-¿Qué haces allí, pericotito? preguntó la malvada.
-Estoy comiendo un pedazo de cemita morena que me dio mi madre.
En realidad, el pericote roía la soga. De pronto la cuerda se rompió y desde lo alto se vino abajo la bruja.
La Achiqué, al darse cuenta de que se iba a caer sobre una roca, lanzó una maldición: ¡”Que mi cuerpo se
desparrame, que mis huesos se incrusten en la tierra y mi sangre seque las plantas y hierbas!”.
Desde ese momento aparecieron los Andes. Dice la leyenda que los cerros son los huesos de la Achiqué que nos
remeda, que los interminables arenales de la costa y las áridas faldas de los cerros quedaron así al salpicarle la
sangre de la bruja.
Así cuentan la historia las abuelitas de esta tierra.
Esa mañana, a la hora del recreo, le entregué a Ántero el borrador de la carta para Salvinia.
–La leeré en mi cuarto, a solas –me dijo- y en la tarde la leeremos juntos. Yo esperaré a la una en la puerta
del colegio.
–¿No quieres leerla ahora? –Le pregunté–
–No. Ahora no, mejor a solas, recordándola. Si quisiera preguntarte algo no podría hacerlo aquí. Los
alumnos nos fastidiarían.
Luego le conté mi aventura con Rondinel.
–¡Pero si a ese flaco puedes matarlo! –exclamó–. Llora por cualquier cosa. ¡Pobrecito! Mejor será que no
pelees con él. A esta hora debe estar temblando, llorando como un pajarito. Es malogrado el pobre. Dicen que su
madre es medio loca y que cuando el Flaco era niño lo castigaba como a un condenado.
–¡De veras! Ya ni me mira, ni mira a nadie. Está como sepultado –dije–.
Entonces Ántero me pidió que lo esperara en la puerta de mi salón de clases, y fue a buscar a Rondinel.
–Lo calmaré –me dijo–. Me da lástima. Su madre es muy amiga de la madre de mi reina. Por ella lo hago.
Le diré que estás decidido a no reclamar el desafío.
Volvió al poco rato de brazo con el Flaco. Llegaron corriendo. Ántero lo guiaba, lo arrastraba casi.
–Aquí está –dijo–. Él también quiere amistar. Yo soy el juez. ¡Dense la mano!
Le tendí la mano, sonriéndole. En sus pequeños ojos hundidos tras de sus pestañas arqueadas y hermosas,
una mirada angustiosa pugnaba por no extinguirse. Comprendí que no seguía sonriéndole, que si no acercaba a él,
cerraría los ojos y se echaría a correr.
Lo abracé.
–¡Soy un perro, soy un perro! –decía–. Y empezó a llorar.
Lo llevamos a mi sala de clases. Todos los alumnos jugaban en el patio, y los internos no vieron nuestra
reconciliación. Eran los únicos que hubieran podido perturbarla.
El Flaco se sentó en una carpeta y apoyando la cabeza sobre los brazos de Ántero lloró unos instantes.
Después levantó el rostro para mirarme.
–¡No seas zonzo! –le dijo el “Markask’a”–
–Los otros son los peores –le dije yo–. El Lleras, el Valle, el “Añuco”. Nosotrops no, hermano.
–Dios lo castigará. ¡Algún día! –exclamó–
Se levantó y volvió a darme la mano.
–Tú eres un caballero. ¡Lo reconozco como hombre! Desde hoy te voy a querer.
Temblaba un poco.
–¡Jugaremos hermanitos! –gritó de repente–. ¡Jugaremos al zumbayllu! ¡Vamos!
Salimos corriendo. Él me llevaba de la mano.
En le callejón que une los patios nos topamos con Valle. Venía a paso lento, erguido como siempre. Un
gesto de gran sorpresa interrumpió, como un relámpago, su pesada solemnidad. Rondinel le sacó la lengua y le
dijo a gritos:
–¡Espera sentado a que peleemos! ¡Zonzo!
Y seguimos adelante. Ni rastros de forzada amabilidad hubo entre nosotros. Deseábamos halagarnos.
Hicimos cantar a nuestros “zumbayllus” con gran destreza. Los arrojábamos al mismo tiempo. Y una vez el del
Flaco derrotó en duración al de Ántero. ¡Qué felicidad fue para él! Saltaba; me miraba y miraba al “Markask’a”.
Daba vueltas sobre un pie. El sol alumbraba para él solo, esa mañana. El mundo redondo como un juguete
brillante, ardía en sus manos. ¡Era de él! Y nosotros participamos de la dicha de sentirlo dueño.
Hasta hace todavía unos lustros las misas eran celebradas en latín. Durante ellas, reiterativamente el
sacerdote pronunciaba una expresión: “¡Dominus vobiscum!”
Corría el año 1796 y ejercía el cargo de Obispo de Arequipa, Monseñor Chávez de la Rosa, quien tenía una
especial consideración por la superación de los estudios en el Seminario. Todas las semanas hacía una visita de
rigor, para verificar el estricto cumplimiento de las obligaciones docentes.
En una de esas ocasiones, encontró que el profesor de Latinidad no había concurrido, entonces él asumió
las funciones del docente e inició las tareas de interrogar a los alumnos sobre la lección.
En ese entonces cuando se ejercía la disciplina de que “la letra con sangre entra”, el alumno que no sabía
iba ¡Al rincón! ¡Quita calzón! En ese lugar, el bedel del aula se encargaba de dar 3, 6 ó 12 azotes en las posaderas
del estudiante desaplicado.
Preguntó al primero, no contestó, lo envió ¡Al rincón! ¡Quita calzón! Luego al segundo, igualmente, también
¡Al rincón! ¡Quita calzón! Así llegaron hasta seis.
Hasta que llamó a uno de los pequeños, a quién interrogó: “¿Quid est oratio?” El niño, como todos los
demás se quedó callado, alzó los ojos, suficiente para ir al rincón; pero se fue mascullando unas expresiones que
le intrigaron al dignatario, quien le preguntó qué había ido diciendo?
Él le contestó que si Su Señoría le permitiría hacer una preguntita, lo cual aceptó el prelado. Entonces el
niño preguntó: “Quisiera que me dijese cuántos Dominus vobiscum tiene la misa.
Al igual que los alumnos, el Monseñor se quedó callado, miró al techo y no contestó.
Esta actitud aguda del alumno fue del agrado de Chávez de la Rosa que amnistió del castigo a todos. Se
convirtió en padre y protector del niño, que era de una familia pobre, pero honorable y digna, otorgándole una
beca en el Seminario.
Posteriormente lo llevó a España. Con el correr de los años fue uno de los prohombres de la Independencia
del Perú. Orador de jerarquía. Político notable y vigésimo Arzobispo de Lima. Ese niño fue don Francisco Javier de
Luna Pizarro.
Desde que la Santa Misa es oficiada en castellano, esa expresión ¡Dominus vobiscum! corresponde a ¡Dios
esté con Vosotros!
La pregunta todavía es susceptible de hacerse.
EL SISTEMA ÓSEO
(Texto informativo)
El cuerpo humano es una compleja estructura formada por doscientas ocho huesos, un centenar de
articulaciones y más de seiscientos cincuenta músculos que actúen coordinadamente.
En le cuerpo humano, el sistema óseo tiene seis funciones: soporte, locomoción, protección de órganos,
almacén de componentes químicos, alimentación y transmisión del sonido.
La función de soporte es muy obvia en las piernas: los músculos se ligan a los huesos por tendones y
ligamentos y el sistema de huesos y músculos soporta el cuerpo humano.
Debido a que los huesos forman un soporte constituido por uniones de secciones rígidas, puede llevarse a
cabo la locomoción; si se tratara de una sola pieza rígida, no habría ni una sola posibilidad de movimiento. Es por
esto que las articulaciones entre los huesos desempeñan un papel muy importante.
Las partes delicadas del cuerpo, como el cerebro, la médula espinal, el corazón y los pulmones, están
protegidos de golpes que los pueden dañar; los huesos que constituyen el cráneo, la columna vertebral y las
costillas cumplen la función de protección.
Los huesos son el almacén para una gran cantidad de productos químicos necesarios en la alimentación
del cuerpo humano.
La función de alimentación se cumple por medio de los dientes, que son huesos especializados que
sirven para cortar (incisivo), rasgar (caninos) y moler (molares) los alimentos que ingerimos para suministrar al
cuerpo los elementos necesarios.
Los huesos más pequeños del cuerpo humano son los que forman el oído medio, conocidos como martillo,
yunque y estribo, y que transmiten el sonido convirtiéndose las vibraciones del aire en vibraciones del líquido de
la cóclea: estos son los únicos huesos del cuerpo que mantienen su tamaño desde el nacimiento.
Los huesos del cráneo son 8 y forman una caja resistente para proteger el cerebro. Los huesos de la cara
son 14. Entre ellos, los más importantes son los maxilares (superior e inferior) que se utilizan en la masticación.
Hay un hueso suelto a nivel de la base de la lengua, llamado hioides, en la que sustenta sus movimientos.
Los huesos del tronco están formados por la clavícula y el omóplato, que sirven para el apoyo de las
extremidades superiores. Las costillas que protegen a los pulmones, formando la caja torácica. El esternón, donde
se unen las costillas de ambos lados. Las vértebras forman la columna vertebral y protegen la médula espinal,
también articulan las costillas. La pelvis (ilión, isquión y pubis), en donde se apoyan las extremidades inferiores.
Los huesos de las extremidades superiores son: el húmero en el brazo; el cúbito y el radio en el antebrazo;
el carpo, formado por 8 huesecillos de la muñeca; los metacarpianos en la mano; las falanges en los dedos.
Los huesos de las extremidades inferiores son: el fémur en el muslo; la rótula en la rodilla; la tibia y el
peroné en la pierna; el tarso, formado por 7 huesecillos del talón; el metatarso en el pie; las falanges en los dedos.
EL HÉROE
(Cuento)
Figúrate tú, madre, que andamos de viaje y que estamos atravesando un peligroso país desconocido. Tu vas
sentada en tu palanquín y yo troto al lado tuyo en un caballo colorado. El sol se pone va anocheciendo. Ante
nosotros se tiende solitario y gris el desierto. Todo alrededor es desolado y seco. Tú piensas asustada: “Hijo, no sé
adónde hemos venido a parar”. Y yo te digo: “No tengas miedo, madre”.
El sendero es estrecho y retorcido, los abrojos desgarran los pies. Los ganados han vuelto ya de los anchos llanos
a sus establos de las ladeas. Cada vez son más oscuros y vagos la tierra y el cielo, y ya no vamos por donde
vamos. De pronto, tú me llamas y me dices bajito: “¿Qué luz será aquella que hay allí junto a la orilla, hijo”.
Un alarido horrible salta en lo oscuro y unas sombras arrolladoras se nos vienen encima. Tú te acurrucas en tu
palanquín y repites, rezando, los nombres de los dioses. Los esclavos que te llevan se esconden temblando de
terror tras los espinos. Yo te grito: “¡Madre, no tengas cuidado que yo estoy aquí!”.
Los asesinos están más cerca cada vez, hirsutos los cabellos, armados con largas lanzas. Yo les grito: “¡Alto ahí,
villanos! ¡Un paso más y sois muertos!”. Se oye otro terrible grito y los bandidos se abalanzan sobre nosotros. Tú,
convulsa, me coges la mano y me dices: “Hijo mío de mi vida, por amor de Dios, huye de aquí”. Yo le contesto:
“¡Madre, mírame tú! ¡Ya verás!”.
Entonces, meto espuelas a mi caballo que salta furioso. Chocan sonantes mi espada y mi escudo. El combate es
tan horroroso que si tú lo pudieras ver desde tu palanquín, te helarías de espanto, madre. Unos huyen, otros caen
hechos pedazos. Tú, mientras, ya lo sé yo, estarás pensando, sentada allí solita, que tu hijo ha muerto. En esto yo
vuelvo todo ensangrentado y te digo: “Madre, la lucha ha concluido”. Tú sales de tu palanquín y apretándome
contra tu pecho, dices mientras me besas: “¿Qué hubiera sido de mí si mi hijo no hubiese escoltado?”.
Todos los días pasan cosas como ésta. ¿Por qué no habría de suceder algo así una vez? Sería como un cuento de
los libros. Mi hermano diría: Pero, ¿es posible? ¡Yo que lo creía tan endeblito!”. Y los hombres del pueblo
repetirían, asombrados: “Verdaderamente fue una suerte que el niño estuviera con su madre”.
Wandi era una princesa de soberana belleza, hija del poderoso cacique que gobernaba en las alturas de Yungay.
Su hermosura era celebrada por sus numerosos vasallos y por cuanto forastero que llegaba a conocerla. De
cuerpo esbelto como la paja brava, de rostro delicado y risueño.
Y ocurrió que uno de los Incas pasó con sus aguerridas huestes por el aromado valle de Huaylas y entre sus
oficiales se encontraba un mozo gallardo, valiente, vigoroso, llamado Huáscar.
El oficial del Inca se enamoró ardientemente de la beldad, siendo aceptado por la doncella. Mas el padre, el
poderosos cacique de las alturas, celosos de que algún soldado del ejército imperial, al que odiaba con todas las
fuerzas de su alma, le robase su bella hija, se enfureció al conocer las relaciones de amor que existía entre
ambos jóvenes. Y le advirtió a Wandi para que dejara de amar al bravo oficial incásico. Wandi y Huáscar huyeron.
El padre, ciego de furor, los hizo perseguir por sus soldados más leales. Después de una incesante búsqueda,
fueron apresados los desdichados fugitivos. Y en castigo, mandó a que los atasen frente a frente a unas rocas que
se encontraban en unas cumbres elevadas donde el viento soplaba con violencia y hacia un frío atroz. Huáscar fue
amarrado a una aguja de piedra, al lado sur; y Wandi, en otra, al lado norte. Ambos sufrieron terriblemente y
lloraron amargamente sus desdichas. Y con le tiempo fueron convirtiéndose en unas altas montañas cubiertas de
nieve. El llanto que vertieron dio origen a la hermosas laguna de Llanganuco. Hasta hoy no cesan de llorar
copiosamente, porque de las cumbres del Huandoy y el Huascarán, siguen despeñándose numerosos riachos y
torrentes, espumosos y blanquísimos.