María Magdalena es un arquetipo vivo en nuestra historia y
psique. Difamada durante siglos como prostituta por la Iglesia,
alabada finalmente como apóstol entre los apóstoles por el
papa Juan Pablo II, y reconocida por Jesús como mi esposa,
en un papiro del siglo II descubierto recientemente, ella ha
escrito su propia historia. Una historia que quiere ser contada.
Lo que la Iglesia me había transmitido acerca de María
Magdalena y de la índole del lazo entre ella y Jesús, nunca
concordó con lo que yo percibía cuando conectaba con su
energía. Experimenté una intensa sensación de cercanía a
María Magdalena cuando viajé, a los 18 años, por el Sur de
Francia. Sobre todo, sentí su presencia al entrar en la catedral
de Vézelay, donde un monje me explicó que la abadía era el
lugar donde se creía que María Magdalena estaba enterrada.
Ella es una mujer que me ha fascinado desde mi infancia.
Considero que no se le ha hecho justicia, ni por parte de la
Iglesia que la denigró durante tanto tiempo, ni por parte de
aquellos autores que la enaltecen ahora como esposa de
Jesucristo y madre de su descendencia. Es encasillar en un
extremo u otro de un paradigma antiguo y limitado, a una mujer
cuya experiencia, visión y misión fueron extraordinarias.
Empecé a interesarme por ella y lo Femenino Sagrado,
dedicando una parte de mi licenciatura a la poesía medieval de
los trovadores y su alabanza del amor cortés, y me quedé
impregnada por la deliciosa energía femenina
de Avalon cuando, años más tarde, visité por primera vez
Glastonbury, en el condado de Somerset en Inglaterra, donde
se respira la presencia de las Damas de Avalon, de María
Magdalena y de la Diosa.
A lo largo de los años, he leído multitud de libros tanto sobre
María Magdalena como sobre la historia de las religiones, el
papel de la mujer, filosofía, psicología y metafísica, a la vez que
me formé en distintas técnicas para la salud holística, entre
ellas la terapia regresiva que facilita el acceso a los archivos
akáshicos. En ellos se registran todas nuestras vidas, como si
fuese una inmensa biblioteca, sólo que ésta no existe de forma
tangible y física, sino en un plano vibracional al que se accede
sintonizando nuestras ondas cerebrales adecuadamente, de la
misma forma que conectamos con una determinada emisora
de radio al sintonizar la frecuencia en cuestión.
Acceder a los registros akáshicos, ha sido para mi un valioso
instrumento de auto conocimiento y evolución. A lo largo de
una década, he recordado medio centenar de experiencias
vitales, percatándome en un determinado momento de que
todo mi aprendizaje giraba en torno a la energía femenina, su
bagaje, potencial y represión. Comprendí que mi tarea
pendiente era el restablecimiento de la energía femenina en
mí, y de comunicar desde ahí el significado trascendental de lo
Femenino Divino para la evolución de la humanidad.
Nació la intención de escribir El Código de la Diosa, un
proyecto que me ha tenido ocupada durante tres años, guiada
y acompañada en todo momento por la energía de María
Magdalena, que entró en contacto conmigo a través de los
registros akáshicos. He podido liberar mi energía, paralizada
durante milenios, y recuperar mi esencia, al mismo tiempo que,
casi sin darme cuenta, empecé a dar voz a la Diosa, cuya
cálida energía me envolvía, y a canalizar a María Magdalena
que comparte a través mía una visión distinta, más completa y
auténtica de su vida y misión.
Las Memorias de María Magdalena son un auto retrato. En
forma de diario y de manera íntima y personal, nos hace
partícipe de su vida y de su propio camino evolutivo. Narrando
sus años de infancia y posterior formación en el templo de Isis,
su encuentro y matrimonio con Jesús, y su travesía a Francia,
con su hija Sarah en brazos, ella nos teletransporta en el
tiempo. La escuchamos predicar, reflexionar y sumergirse, en
sus últimos años en Avalon, en estados de consciencia
alteradas, cuyas comprensiones nos comparte con la misma
generosidad con la que, finalmente, consagra su energía en el
Tor y en la Tierra, para que la memoria y el anhelo de lo
Femenino Divino se mantengan vivos en la memoria de la
humanidad, a la cual insta, ya desde otros planos de realidad,
a descubrir e integrar La importancia de lo Femenino Interno.
El Código de la Diosa narra la importante misión de Maryam la
Magdalena, una extraordinaria mujer, cuya vida estaba
intrínsecamente relacionada con el evangelio de Jesús, y
profundamente comprometida con el restablecimiento y
florecimiento de lo Divino Femenino que, una vez lo Masculino
Divino ha asentado los cimentos de una sociedad, puede y
debe florecer. Maryam y la Diosa nos envuelven con su
deliciosa energía femenina y amorosa, para hacernos
comprender que sin la visión holística de la energía femenina,
sin su sensibilidad, percepción, receptividad e intuición, sin su
amor, ternura y compasión, sin la belleza que confiere a la vida,
nuestra evolución más allá de un cierto punto no es posible. Es
lo Femenino Interno que nos permite evolucionar hacia
estados de consciencia más elevados y realidades más
refinada, más coherentes y más de corazón.
Hasta hace poco, no me paré a pensar por qué María
Magdalena me eligió a mí para narrar su vida y transmitir este
mensaje. Creo que ha sido porque tanto ella como yo tenemos
un profundo compromiso tanto con la energía femenina como
con la evolución de la Tierra. Yo, desde luego, necesitaba la
ayuda de una hermana mayor, y me siento profundamente
honrada, agradecida de poder hacer llegar un mensaje con el
que me siento completamente identificada al gran público, y
agradecida de haberme encontrado por fin a mi misma,
pudiendo recuperar también el don de mi infancia de
comunicarme con energías sutiles.
Finalmente, me gustaría añadir que siempre he sido muy
psíquica, pero también de mente reflexiva e intelecto
escrupuloso. Puedo asegurar que nada de lo narrado se ha
concebido a la ligera. No es producto solamente de mi acceso
a los registros, mi intuición, inspiración e imaginación, sino
también de una concienzuda dedicación, investigación y
documentación, de la cual el primer capítulo, María Magdalena
en nuestra Historia, espera dar fe.- Yllara
El evangelio según Marción de Sinope
Víctor Andrés
Bajo la indolente mirada de los soldados, e ignorando casi por completo
las múltiples heridas sobre su cuerpo, el hombre de la cruz se aflige en
sus pensamientos. Piensa en todo lo que ha sido, en las pocas pero
significativas mujeres de su vida, en el trabajo con la madera, en la plata
y la traición, pero más aun, piensa en todo lo que deparará el futuro;
aquel futuro que, sin saberlo, se escribe desde el principio de los tiempos.
Se halla desnudo, cubierto sólo por la sangre que se confunde con polvo,
sudor y con lo que probablemente fueron lágrimas o saliva. Una corona
hecha con ramas de espino hiende la carne de su cabeza y la expone,
dado que así es como Roma se cobra de aquellos que osan contrariar sus
justas leyes.
A diferencia de los otros dos hombres que comparten su mismo
presente, mas no su mismo destino, parece aceptar la situación con
calma. La densidad del aire, el bullicio de los curiosos y la sed de quienes
claman venganza le resultan ajenas. Nadie podría aseverar que aquel
hombre de piel hendida y ultrajada por el cuero está al tanto de su
imperiosa muerte, ya que en su rostro se figura una expresión ausente.
Sin embargo, en lo profundo de su alma, un grito que desgarra la noche
lo colma por dentro.
Años atrás, cuando aún no se atrevía siquiera a concebir la labor que
habría de darle eternidad y muerte, pues eran otras sus ocupaciones,
más inmediatas y menos ingenuas, a pesar de la edad, no era entonces
muy diferente de los demás niños con los que solía jugar. Le
desagradaba, al igual que ellos, verse obligado a bañarse cada viernes al
caer el sol, la puntualidad, las limitaciones del sábado, el pan seco, que
para comerlo debía humedecerlo en aceite, pero como todo buen niño
no lo decía.
Aunque no era muy diferente, lo cierto es que tampoco era muy parecido
al resto de los niños. Ciertas veces, como prueba, llegaba a compartir con
ellos bienes materiales, como lo eran las túnicas y las sandalias. Cuestión
que su padre reprochaba y que su madre asentía en silencio.
Esta última, una mujer que en sus ojos proyectaba una mirada
romántica, habría de instruirlo en la Sagrada Escritura, convencida por
su afán de gracia. Durante los primeros dieciséis años de vida le relató
cada noche historias de dudosa veracidad, de leyendas pero no de mitos.
A causa de esto, perdía el sueño con relativa frecuencia: su nombre, tan
ajeno para él a los cuentos, sobresalía en ellos.
Como era costumbre, no sólo dentro de las casas y de los templos se
dictaba la Palabra Santa, sino también alrededor de los comercios, en
cualquier parte donde hubiese un par de oídos prestos a escuchar. Solía
pasarse horas enteras, fascinado no por lo que dijeran los oradores, que
hablaban tanto de castigos como de promesas vagas, sino por la forma
en que lo hacían, el poder de convicción que ejercían sobre las masas.
Mas lo que en verdad cautivó su curiosidad fue encontrar, semana tras
semana, a un anciano cuya oratoria consistía en la ausencia de la
palabra, y al cual, como era de preverse, nadie prestábale atención.
—Dime —interrumpió un día el anciano dirigiéndose claramente a él, el
único presente—, ¿por qué piensas que mi prédica recae en oídos sordos?
¿Acaso es menos importante que la fábula, esa vana espera por la cual
algunos mueren y otros matan? ¿O será también que en el silencio yace
algo temido por todo hombre?
No supo qué responder.
—¡Eso es! —Exclamó en un ademán eufórico—. Después del silencio no
emerge sino más que la Verdad. Nada de lo que yo pueda decir no ha sido
dicho ya antes; más aun, su eco resuena detrás de mi voz impura. Pero
con tanto ruido, con tanta sangre, ¿quién se detiene a escucharla? Es el
miedo, Jesús —y Jesús se sorprendió al oír su nombre—, lo que nos
impulsa a la locura y la locura al habla.
Sintió la repentina necesidad de contestar, pero calló. El anciano musitó
unas palabras apenas perceptibles: Dios, Dios, Dios...
—¿Qué hay con Dios? —preguntó Jesús de modo desafiante, como si de
pronto la sola alusión lo hubiese alterado.
El anciano así debió entenderlo, puesto que su voz se tornó cálida y
apacible.
—Nos está matando, Jesús. Nos condena la existencia al pecado y nos
acusa por ello. Se ha convertido víctima de su propia creación. Isaías
citaba que Su Palabra no volvía vacía. Mira a tu alrededor —Jesús no lo
hizo—. ¡Observa lo que ha traído!
No creyó conveniente señalar las miserias que los cercaban.
—Si no existiese la Palabra no habría Dios —agregó, mientras recuperaba
la compostura.
—¡Seríamos animales! —replicó Jesús, por primera vez fuera de sí—
¿Acaso no es menester difundir la Voz de aquél que hace temblar
desiertos? ¡No, no, no! ¡No más que animales! ¡Bestias salvajes!
—Y tan felices... —se limitó a responder el anciano, con un dejo de
tristeza.
Permanecieron en silencio, como si compartieran en secreto la decisión
de trasladar el diálogo al interior de sus almas, donde nadie, ni siquiera
los gritos de los demás oradores, los perturbaría. Sus miradas se
cruzaron en un par de ocasiones; en esas ocasiones se dijeron más de lo
que podrían haberse dicho en un día entero.
Comprendió Jesús entonces. Vio en los ojos del anciano el círculo vicioso
e interminable, las redes que se tejían y entretejían alrededor de los
hombres; el pasado, siempre tan presente; vio los rostros de la época,
que en nada diferían; creyó ver la sonrisa de su madre, pero tuvo que
imaginársela. Y finalmente, detrás de todo aquel silencio y caos,
agazapado como un niño temeroso, vio el nombre de Dios escrito con
sangre. La mente se le puso en blanco, sabía que había algo más allá,
pero no sabía qué. Escuchó un sonido parecido al de un pájaro, luego el
rugido de un océano, aunque desconocía cómo rugían los océanos, si es
que lo hacían; los tres primeros pasos los dio con temor, el cuarto con
firmeza; se acercó a un cúmulo de polvo y tomándolo entre sus manos,
sin la menor vacilación, creó una figura sin rostro, tan inocente como su
propio corazón.
Abrió los ojos lenta y fatigadamente, como si le doliera hacerlo. El
mundo no era el mismo, es decir, él ya no era el mismo. Su futuro, cuyo
destino era incierto, de palabras y de otros signos que no llevaban sino
al ofuscamiento, a la repetición de la historia, ahora era quizá más
incierto, pero también más decidido.
Posteriormente miró al viejo, pero no como haría un discípulo o un joven
apenas salido del vientre de su madre, y hablando como si le hablara a
todos los hombres del mundo, dijo:
—Puedo modificarla. Voy a modificarla —dejándose llevar por un
impulso casi místico—. Estas palabras que oyes salir de la boca de
oradores y profetas, anciano, no pueden ser erradicadas. Sólo
cambiadas. Y está en mí el hacerlo. Aunque mi identidad sea reducida a
la nada, aunque de mí no quede nada, algo quedará.
—Y por ese algo matarán —respondió el anciano—. No existirá sobre la
tierra persona más ingenua que tú, hijo del hombre. El mundo será igual
aquí que en mil años. Morirás.
En sus labios no hubo el menor titubeo.
—Que así sea, entonces —replicó Jesús, y ya no volvió a hablar.
La noche cae en un monte llamado Gólgota, donde un hombre, el tercero,
no puede hacer otra cosa sino más que morir. La duda que lo inquietaba
segundos atrás se va menguando como la llama a la intemperie. A los
presentes, tan impasibles ante el horror, esto les resulta poco
espectacular y en sus expresiones dejan entrever una leve desilusión;
cuatro de los centinelas se debaten el motín del trabajo. Ciertas voces
debaten sobre el momento exacto de su muerte, unos aclaman que ya
estaba muerto cuando la lanza perforó sus costillas, otros afirman, no
sin argumentos, que no se encontraba vivo cuando lo trajeron. En medio
de la confusión se oyen un par de llantos ahogados, de resignación.
Parece que ha estado lloviendo, dice uno de los soldados, acomodándose
el uniforme, mientras cubre el rostro de aquél que en otro tiempo, ya
lejano, siendo conocido como Jesús de Nazaret, fingió ser Jesús de
Nazaret.
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