Escrito en El Destino - Terri Osburn
Escrito en El Destino - Terri Osburn
ISBN: 9781542045407
www.apub.com
SOBRE LA AUTORA
Autora de la serie de novelas Anchor Island, éxito de ventas en Amazon y Wall Street Journal, Terri
Osburn empezó a escribir en 2007. Cinco años más tarde, en 2012, fue finalista en el concurso Golden Heart
de la asociación Romance Writers of America para manuscritos no publicados. Poco después, en 2013,
publicó su primera novela en Montlake Romance. Terri vive en la Costa Este con su hija adolescente, tres
felinos juguetones y un yorkiepoo hiperactivo. Más información sobre Terri en su sitio web:
www.terriosburn.com.
Para Isabelle: siempre serás mi mayor logro
ÍNDICE
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPÍTULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 26
CAPÍTULO 27
AGRADECIMIENTOS
CAPÍTULO 1
¿Por qué tenía que estar aquella isla dejada de la mano de Dios en medio del maldito océano?
Con el pensamiento resonándole en el cerebro, Beth Chandler reconocía que era del todo irracional,
pero, atrapada como estaba en un miedo sobrecogedor, no cabía racionalidad alguna. Tampoco contemplaba
en ese momento la posibilidad de soltar el volante. Juraba que su cerebro le daba esa orden a las manos, pero
sus nudillos seguían blancos, estrangulando el inútil círculo de ese plástico duro del que están hechos los
volantes.
Quizá fuera de esos plásticos que flotan. Cuando ella y su automóvil se sumergieran en una tumba
marina, podría usar el volante como flotador. Había abierto la puerta del automóvil antes de pararse
completamente sobre el ferri. Por si acaso. (La idea de ahogarse dentro del automóvil la aterrorizaba más que
la de ahogarse fuera de él.) Un golpe de suerte hizo que fuera a parar a la fila más interior, con una barandilla
y una especie de cabina a su izquierda.
Si hubiera sucedido lo peor y se hubiera visto forzada a estacionar cerca del borde… No era el
momento de imaginar aquel escenario. La única mirada que se atrevió a dar a lo lejos no le desveló otra cosa
que agua hasta donde le alcanzaba la vista. Un hecho que solo intensificaba su pánico.
—No voy a morir. Sabía que iba a suceder. Puedo hacerlo.
Las afirmaciones que había aprendido en el libro Cómo vencer sus miedos debían ayudarla a pasar
por este trago. Había sacado el libro de la biblioteca tan pronto como su prometido, Lucas, mencionó que ir a
ver a sus padres implicaría montarse en un ferri para llegar a una diminuta isla remota.
Lo primero que había hecho fue entrar en pánico y vomitar. Dos veces. Pero luego se fue directa a la
biblioteca. Ahora, mecida por el mar, rodeada de automóviles apiñados como sardinas gigantes de cuatro
ruedas, daba igual que el libro hubiera explicado cómo hacer el perfecto suflé.
¿No tenían estos ferris un límite de peso? ¿Y si dejaban pasar un automóvil más de lo permitido?
—No hay nada que temer aquí. Nada me puede hacer daño.
Beth se preguntaba si no debería haber sacado otro libro. Uno sobre cómo hacer que tu cerebro deje
de discutir con tus afirmaciones. Porque la respuesta de su cerebro (¡Flotar en una barcaza gigantesca
cubierta de automóviles que podría hundirse en cualquier momento es para tener miedo!) era de todo
menos relajante.
—No me voy a morir. No me voy a morir. Señor, no dejes que me muera.
Todo era culpa de Lucas. Había insistido en que ella trajera su propio automóvil por si lo necesitaban
esos días del despacho y resultó que lo necesitaron allí antes incluso de haber salido. Después de asegurarle
que se pondría en marcha en una hora, máximo dos, le había programado el GPS y la había convencido de que
se fuera sin él. Y por ese motivo no estaba allí para distraerla ahora.
En su descargo, ella tampoco le había contado nada de sus miedos, así que quizá aquella situación
tampoco fuese solo culpa de él. Y había prometido compensárselo. Conociendo a Lucas, esas palabras
significaban joyas. Y habría estado encantada con el detalle… si alguna vez la dejara elegir a ella el regalo.
El ferri dio una sacudida, arrastrando a Beth de regreso a la situación que la tenía tan ocupada. Con
los ojos cerrados, respiró hondo unas cuantas veces. Otra recomendación del libro de la biblioteca. Inhalaba
por la nariz y dejaba salir el aire por la boca. Justo entonces, notó el pálpito de un aliento cálido por encima
del brazo izquierdo y un olor desagradable le llenó las fosas nasales.
Aquello no podía ser su respiración.
Un fuerte jadeo invadió el silencio del automóvil y Beth abrió un ojo para averiguar su origen. Unos
grandes ojos marrones rodeados de un pelaje de color óxido le devolvieron la mirada. Dejó caer una oreja
hacia delante mientras la lengua negra colgaba a un lado. El animal inclinó la cabeza y levantó una gran pata,
que apoyó en su muslo.
Se habría encogido si no hubiera estado paralizada por el miedo.
—¿Qué has encontrado, Dozer? —preguntó una voz desde algún lugar por detrás del intruso.
Al mirar más allá del perro, vio aparecer a un hombre. Unos ojos azul intenso y una barba de tres días
fue lo único que registró su mente antes de volver a centrarse en sus manos. Para defenderse de un loco en una
barcaza necesitaría las manos.
—¿Qué hay? —dijo él, acariciando la cabeza del perro. Luego masculló, «buen chico»,
supuestamente dirigido al perro.
La voz del desconocido, grave y sensual, recorrió con una vibración su columna vertebral. Sus manos
se relajaron lo suficiente para que la sangre volviera a los nudillos. En el libro no aparecía ningún tipo sexi
capaz de calmarla con sus palabras. Debió haber buscado un poco más hasta dar con alguno escrito por una
mujer.
—Hola —dijo, pero su cerebro ahora colaboraba tan poco como sus manos. Se aventuró a mirar de
nuevo hacia el propietario del perro y todo su cuerpo suspiró.
El hombre estaba, como su abuela diría, hecho para el pecado. Labios carnosos, mandíbula fuerte y un
profundo hoyuelo remataban un rostro dotado de los ojos más azules que había visto en la vida. Sus hombros
eran tan anchos que se marcaban bajo una camiseta color azul marino que se estrechaba en una cintura
estrecha y vaqueros de cintura baja. No le veía los pies detrás del perro, pero apostaría su mejor traje formal
que llevaba botas de trabajo.
Eso sí que eran plegarias atendidas. Aquel era un salvavidas con el que no le importaría hundirse.
Se le escapó un sonido que solo podría definirse con un pitido de censura. Se suponía que las mujeres
prometidas no debían tener pensamientos lujuriosos con hombres que no fueran su prometido. Estar prometida
desde hacía solo un par de semanas no era excusa.
—¿Estás bien? —preguntó él, que reconocía claramente la locura en cuanto la veía.
—Estoy bien —gritó, con una voz que el pánico había elevado varios decibelios. Aunque no estaba
segura de si el pánico era aún debido a la muerte inminente o a sus hormonas disparadas—. No hay problema.
Adelante, por favor.
El perro apoyó la otra pata sobre su pierna y casi se le subió en la falda, con la cabeza levantada
entre sus brazos.
—¿Qué hace? —le preguntó.
El hombre soltó una risita y Beth se estremeció.
—Te está saludando.
Una lengua oscura se balanceaba peligrosamente ante su nariz.
—¿Le das regaliz o algo?
Toda la lengua del perro era negra.
—Es su parte chow. También por eso tiene la cabeza grande. Deberías oír cómo ladra.
Como si lo hubiera entendido, el perro ladró, y le dejó los oídos zumbando. Si no hubiera estado
mirando al perro a la cara, Beth habría jurado que lo que se había subido al automóvil era un oso.
—Necesitas un caramelito de menta. Mucho.
—Ya la has asustado lo suficiente, Dozer. Deja tranquila ya a esta preciosidad. —Mientras el perro
salía del auto, Beth intentó ignorar el cumplido, pero sintió que se le sonrojaban las mejillas—. Esta travesía
dura un ratito —dijo él—. Podrías salir y dar un paseo. Es lo que hace la mayoría de gente.
—¿La gente está paseando? —Por un momento el asombro venció al miedo, Beth se volvió al
desconocido todo lo que le dejaban el cinturón de seguridad y la manera en que tenía agarrado el volante—.
¿Cómo puede la gente pasear tan tranquila como si no fuéramos a morir todos en el mar?
—Supongo que es cuestión de confianza. —El hombre sonrió al tiempo que daba un paso atrás. La
libido de ella intentaba dar un paso adelante. Los cinturones de seguridad eran realmente unos dispositivos
que te salvaban la vida—. No te entusiasma el viaje en ferri, ¿eh?
Ella negó con la cabeza, acogiéndose a su derecho a permanecer callada.
—Si te sirve de ayuda, he hecho este viaje miles de veces sin problema alguno.
—Estoy segura de que sí. Me siento mejor ahora —mintió. El hombre tenía que irse. Ella necesitaba
que se fuera.
—Bien. Te dejamos tranquila entonces. —Se volvió para irse y Beth sintió que se le estaba escapando
un salvavidas.
—¡Espera!
Los ojos de un vivo azul la volvieron a mirar.
—Aún estoy aquí. —Agachándose, apoyó un brazo en la parte superior del automóvil—. No estás
bien, ¿verdad?
Beth inspiró con fuerza, cerró muy fuerte los ojos y asintió una vez.
—Esto va a sonar realmente extraño, pero ¿podrías sentarte conmigo? Solo hasta que lleguemos al
otro lado.
Con el corazón a cien, vio cómo el desconocido fruncía los labios antes de mirar a un lado y otro del
ferri. Su mirada saltó al asiento trasero.
—Si quieres que me siente en tu coche, Dozer tendrá que sentarse detrás.
Puesto que la idea era distraerla de la muerte inminente que se balanceaba bajo sus pies, añadir un
perro a la escena sonaba perfecto.
—De acuerdo.
Segundos más tarde, un perro musculoso del color de las hojas de otoño ocupó todo el asiento trasero,
echándole aire caliente por todo el cuello. La lengua negra colgaba sobre su mandíbula inferior, pero no
babeaba. No mucho. Era bonito, todo lo bonito que puede ser un perro. Le iría bien un caramelito de menta y
un baño, pero era bonito.
Su dueño ocupaba también todo el asiento del copiloto. La palabra «Evinrude» se extendía por su
pecho, fuerte como una pared de ladrillo. Ajustó el asiento para acomodar la longitud de sus piernas, firmes y
bien musculadas bajo el tejido vaquero gastado.
Había acertado, calzaba botas de trabajo, que tenían manchas oscuras de grasa. Aquel tranquilizante
humano podría haber salido de un calendario de obreros musculosos, aunque probablemente se ofendería si
lo llamaras «cachas».
Se acomodó en el asiento, con la rodilla cerca de la suya. A Beth se le hacía la boca agua.
«Estás aquí para conocer a tus futuros suegros. Ir a cenar con una cita no es una buena idea.»
En el automóvil se hizo un silencio incómodo, roto solo por los graznidos de las gaviotas y el ritmo
regular del jadeo canino.
—Supongo…
—Entonces…
Hablaron a la vez.
—Perdona. Tú primero —dijo ella, en el papel de anfitriona, como si se tratara de una cena.
—No, es tu automóvil. Adelante.
—Cierto. —Beth se aclaró la garganta, para ganar tiempo.— Ya te has dado cuenta de que tengo un
problemilla con el agua. Y con los barcos.
—Lo he captado. Aunque esto es un ferri, no un barco —dijo él con una sonrisa de oreja a oreja. Bajo
la sombra del vello, se veía su rostro bronceado. Unos pequeños surcos parecían haber sido grabados en los
extremos de los ojos. Sin duda, aquel hombre estaba acostumbrado al sol.
—Si me pudieras distraer para no pensar en dónde estamos ni en sobre lo que estoy flotando. —Su
voz subió de tono en las dos últimas palabras—. Sé que así podría sobrevivir hasta que lleguemos al otro
lado.
—¿Quieres que te distraiga? —Su voz mostraba un poco más de entusiasmo del que había mostrado
cuando se subió al vehículo. El cuerpo de Beth la delató, emocionada ante tal entusiasmo.
—Habla —dijo con voz rota—. Habla para distraerme.
—Ya —dijo, esta vez con mucho menos entusiasmo—. Las charlas contra el miedo no son mi
especialidad.
—Saldremos del paso. —Mejor eso que decirle que su cuerpazo hacía que la conversación brillante
fuese innecesaria, pero ese mismo pensamiento hacía que una ola de calor le subiera hasta las mejillas—. Lo
siento. Normalmente no soy así.
—¿Y cómo eres normalmente? —preguntó, apoyándose contra la puerta. Su voz parecía tranquila.
Relajante. Aquello se le daba mejor de lo que él creía.
¿Cómo era ella normalmente? Tuvo que pensárselo.
—Más cuerda. Normalmente. Racional. Práctica.
—Ya veo —dijo él—. Entonces, debe de ser tu lado práctico el que está aferrado a ese volante. Como
no hay necesidad de manejarlo ahora mismo, podrías soltarlo. Recuéstate contra el respaldo. Disfruta del
paseo.
—Es verdad. Claro. —Por algún extraño milagro, sus manos colaboraron. Las habilidades del obrero
no eran nada desdeñables. Sería excelente en las negociaciones de divorcios. Bajando las ventanas, hizo un
gesto señalando al perro—. No saltará, ¿verdad?
—Dozer no irá a ninguna parte.
—¿Qué significa Dozer?
—Solo es un nombre de perro. —Ella levantó una ceja—. Cuando lo adopté, estaba siempre
escarbando en la tierra o durmiendo, así que le llamé Dozer. —El desconocido se encogió de hombros,
también así era sexi—. Le quedaba bien.
Echó otro vistazo al perro y Beth comprendió lo que quería decir. Era del tamaño de un pequeño
bulldozer, la bola de pelo que cubría el asiento trasero parecía estar a punto de ponerse a roncar.
—Sí, tiene sentido. —Y, volviéndose a su propietario, le preguntó—: ¿Has dicho que has subido en
este ferri miles de veces?
—Sí, vivo en Anchor.
Quizá podía ayudarle a completar algunas dudas sobre la isla que no había podido encontrar en
internet.
—He oído que no hay muchos lugareños que vivan aquí todo el año.
—Nos las arreglamos.
Una respuesta vaga. Un interrogatorio complicado…
—¿Es la isla tan pequeña como parece por lo que se lee en la red?
—Depende de lo que consideres pequeño. Los primeros dieciséis kilómetros son una pista de
aterrizaje, pero el pueblo no está mal. Unos tres kilómetros a lo ancho.
—¿Pista de aterrizaje? —Tragó saliva—. ¿Una pista de aterrizaje ancha?
—Lo suficiente. ¿Te dan miedo todas las embarcaciones? —El ferri se balanceó y ella se volvió a
agarrar al volante—. Supongo que sí.
—No me dan miedo los barcos exactamente. No es que vea una fotografía y me entre el sudor frío. —
Se metió un bucle díscolo detrás del oído, aunque los esfuerzos para controlar los rizos rebeldes eran inútiles
contra la brisa fuerte y salada. ¿Quién iba a imaginarse que haría tanto viento en las islas Outer Banks?— Es
estar en el barco lo que me molesta. Por un incidente ocurrido en una casa flotante cuando era niña.
—¿Un incidente en una casa flotante? —Se rio entre dientes y luego se puso serio cuando ella lo miró
—. Lo siento. ¿Qué ocurrió?
—No creo que quieras oírlo. —¿Por qué había tenido que mencionarlo? Había aprendido a no
contarle a nadie el incidente de la casa flotante.
—¿Por qué no? —preguntó él—. Debe de ser importante si estás tan asustada.
—Porque vas a decirme que soy idiota por dejar que algo tan insignificante alimente mis miedos
después de todos estos años —resopló ella.
Se hizo un silencio. Incluso Dozer parecía haber dejado de respirar. Beth no quitaba los ojos del
volante.
El señor Evinrude se aclaró la garganta.
—No soy psicólogo, pero supongo que se han burlado de tu miedo.
—Quizá. —Estaba toqueteando el volante con la uña—. No estoy loca. Sé que es irracional. —Se
volvió hacia él y gesticuló con las manos—. Y normalmente soy una persona muy racional.
—Sí, ya me lo has dicho. —Volviendo su cuerpo hacia ella, alargó un brazo por los asientos y dejó su
mano a centímetros de su hombro. Beth resistió la inercia de recostarse sobre el asiento—. Cuéntamelo.
—¿El qué? —La proximidad de aquella mano le provocaba un cortocircuito cerebral.
—¿Qué pasó en la casa flotante?
La había hecho buena. Como había sido idea suya, no podía negarse a hablar. Después de todo, él
solo hacía lo que le había pedido. Lo hacía por ella, por una desconocida. Si se reía, siempre podía echarlo
de allí.
—Era joven —empezó a contar, evocando los recuerdos dolorosos—. Los mejores amigos de mis
abuelos tenían una casa flotante en el lago Tappan. En verano solíamos visitarlos, yo siempre esperaba con
ilusión aquellos viajes.
La risa de los niños le llenó los oídos. Un chapoteo seguido de un grito de regocijo.
—Un fin de semana, estábamos bastante alejados de la playa y la zona de baño. —Miró los otros
automóviles. «Quédate en el presente, Beth.»—. Una lancha pasó acelerada demasiado cerca y la estela hizo
que la casa flotante escorara hacia un lado. Mi mejor amiga, Lily, y yo estábamos jugando en la parte trasera.
—Beth se quedó mirando el volante y soltó de repente—: Lily logró agarrarse, pero yo no.
—¿Te caíste?
—Sí. Lily intentó alcanzarme, pero seguía hundiéndome. —Empezaba a sentir un dolor en los
pulmones y Beth se frotó el pecho—. No sé cuántas veces me hundí y volví a salir, pero en algún momento
mis piernas no podían más. No podía seguir moviéndolas.
Beth no se había dado cuenta de que había estado aguantando la respiración hasta que sonó la sirena
del ferri. Miró al hombre que tenía a la derecha como si acabara de aparecer de la nada.
—Tranquila. Estás bien. —Su voz no tenía el tono de burla que ella esperaba.— ¿Quién te sacó? —
preguntó, frunciendo el ceño.
—Mi abuelo. Oyó los gritos de Lily y vino a ver qué pasaba. Tiró del cuello de mi camisa como si
fuera un cachorro descerebrado que hubiera saltado sin saber el peligro que corría. —Espiró y dejó caer los
hombros, se sintió más ligera—. Después de eso, no quise volver a subir a un barco. Jamás. Me gritaron, me
empujaron y me dijeron que no podía dejar que un miedo estúpido me impidiera hacer cosas. —Con los ojos
fijos en la letra H del centro del volante, dijo—: No podía hacerlo, pero nunca lo entendieron. Nadie lo
entiende.
Beth se quedó en silencio, esperando que él comenzara con el discurso sobre que la vida está llena de
riesgos y que no debemos dejar que el miedo nos venza.
—Que se vayan a paseo —dijo él.
—¿Qué? —Beth agitó la cabeza, confundida—. ¿Quién?
—Quien sea que te lo haga pasar mal. No importa lo que piensen los demás.
No debía de haberlo oído bien. ¿Que no importa lo que piensen los demás? Vaya tontería.
—Por supuesto que importa.
—No, señorita. —Dozer metió su cabeza entre los asientos como si notara que había una discusión.
Su propietario lo rascó tras la oreja, sin apartar sus ojos de los de Beth.
El cerebro de Beth no era capaz de procesar la posibilidad de ignorar lo que piensan los demás, así
que desvío la conversación.
—Bueno. Si pudiera parar los ataques de pánico, lo haría, pero en lugar de eso, evito los barcos.
—Hasta ahora. —Esbozó una amplia sonrisa que una sombra de hoyuelo convertía en juguetona.
—¿Hasta ahora qué? —Aquel hoyuelo podía hacer caer a mujeres más fuertes que ella.
—Estás en un barco ahora. —Negó con la cabeza—. Ya lo llamo barco por tu culpa. Estás en un ferri.
Debe de haber algo importante esperando en Anchor Island.
—Muy importante —No sabía cuánto contar. ¿Y si conocía a la familia Dempsey? ¿Y si les decía que
la había conocido en el ferri y que era una loca de atar? Se mordió el labio inferior y lo miró. Sus labios
carnosos hicieron un mohín y ella mordió más fuerte. Era mejor saber más cosas sobre él antes de confiarle
nada más.
—Has dicho que vivías en la isla. ¿Tu familia también?
—Mis padres, sí.
—¿Y tus hermanos?
—No. Mi hermano vive en Richmond. —El radar de Beth se puso en marcha—. Pero estará aquí este
fin de semana. Va a presentar su nueva pieza de colección a la familia.
—¿Perdona?
—Su prometida. Va a traer a su prometida a conocer a mis padres. —Puso una cara como si hubiera
olido una mofeta—. Era a quien buscaba cuando Dozer te encontró.
—¿Estabas buscando a tu hermano?
—No, a su prometida.
Menuda sorpresa.
—¿Se supone que va en este ferri?
Él se encogió de hombros, mirando por la ventana.
—Ni siquiera lo sé, pero me imagino que, si veo a una muñeca rubia impecable, de costoso
mantenimiento y con un automóvil lujoso, será ella.
Beth se irguió.
—¿Entonces no la conoces aún?
—No. Pero si conozco a Lucas, la descripción no andará muy equivocada.
—¿Lucas? —Aquello no podía estar pasando.
—Sí, mi hermano pequeño.
¡No fastidies!
CAPÍTULO 2
Beth repasó la situación con la esperanza de formar algún tipo de plan. Tenía a su futuro cuñado, un
hombre que le había provocado pensamientos lujuriosos durante varios minutos, en el asiento del copiloto
lanzando opiniones bastante negativas sobre la prometida de su hermano. Una mujer a quien aún no había
conocido pero que, sin que él tuviera ni idea, tenía sentada a apenas un metro de distancia.
Por muchas vueltas que le diera a la situación, solo una cosa estaba clara. No podría salir nada
positivo de desvelar el misterio en aquel momento. Un vistazo por el parabrisas reveló lo que supuso sería el
muelle del ferri.
—Parece que llegamos al otro lado —dijo, haciendo como si divisar tierra no fuera el mayor alivio
que hubiera sentido jamás—. Supongo que tendrás que volver a tu automóvil.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó, convertido de nuevo en el ciudadano bondadoso y preocupado.
—Sí, gracias. Creo que me las puedo arreglar ya. —Se le aceleró el corazón un tanto al pensar en
bajarse del ferri sola. Luego se imaginó revelando su identidad y el ataque de pánico no parecía ni la mitad
de horripilante.
—No me has llegado a decir qué es eso tan importante que hay en Anchor Island para que te montes
en el ferri. —El hoyuelo volvió a aparecer y a ella se le llenó el estómago de mariposas. Si usaran aquel
hoyuelo en los anuncios para turistas, miles de mujeres harían aquella travesía a diario—. Solo una visita —
dijo. Consciente de que no sabía mentir, evitó mirarlo a los ojos.
—Te podría hacer de guía… —se ofreció él.
—Gracias, pero no estaré sola. —No era mentira, pero sentía que la culpa iba en aumento. Quizá
podía hacer un poco de campaña a su favor—. Así que no crees que te gustará su prometida. No me parece
justo, si no la conoces aún.
—Puede que no esté tan mal —admitió—. Se trata de una abogada del despacho de Lucas, así que lo
de muñeca puede que no sea lo más acertado. —Se frotó la frente con un dedo—. Es solo que conozco a mi
hermano. Para él la vida es un juego.
—¿Un juego?
—Sí. Yo lo llamo «Quien muera con más posesiones gana».
A Beth le vinieron a la mente los flamantes palos de golf que Lucas había comprado el fin de semana
anterior. Los que ahora estaban guardados entre el atuendo de buceo nunca utilizado y una caja de teléfonos
viejos, ninguno de los cuales había usado más que unos meses.
La descripción tenía mérito, pero Beth prefería pensar en Lucas como activo y tecnológico, no como
superficial y materialista.
—¿Tú no ves la vida de esa manera? —preguntó Beth.
—No necesito más que mi isla, mi bote y mi perro.
Sus palabras desprendían una simplicidad que ella admiraba. Que anhelaba, incluso.
—Parece una vida agradable.
Los ojos azules se abrieron más.
—No mucha gente coincidiría conmigo.
—Como tú dices, que se vayan a paseo. —Su reacción a aquella afirmación rayaba lo cómico. Se oyó
una sirena por encima de ellos y Beth se tapó los oídos—. ¿Qué diablos es eso? —preguntó.
—Significa «tierra a la vista». Estamos llegando a Anchor. —El hermano de Lucas salió del vehículo,
luego se asomó por la ventana—. Soy Joe, por cierto. Dempsey. La oferta de hacerte de guía por la isla sigue
en pie. Trae a tu acompañante, también.
—Yo no…
—Piénsatelo —la interrumpió—. Si cambias de opinión, pregunta por ahí. Sabrán dónde encontrarme.
La sirena volvió a sonar.
—Gracias por quedarte conmigo —dijo, esperando que si lo dejaba pensando que era amigable y
agradecida se enfadaría menos cuando se conocieran oficialmente. Otra vez.
—Un placer —dijo él, mostrando sus blancos dientes, más blancos gracias al intenso bronceado.
Beth se preguntaba cómo podían ser tan distintos dos hermanos. Luego recordó que no eran hermanos
carnales. La madre de Lucas se había casado con el padre de Joe cuando los eran niños.
—De acuerdo entonces. —Beth arrancó el motor y Dozer dio un salto en el asiento trasero.—
Encantada de conocerte, Dozer.
El perro jadeó en su oído unos segundos antes de lamerle la mejilla derecha.
—Ya está bien, Dozer —dijo Joe, abriéndole la puerta al perro—. Puede que no lo parezca, pero eso
es un cumplido. No hay mucha gente que le guste tanto.
Secándose las babas con la manga, Beth intentó sonreír, pero sabía que no conseguiría ni un gesto.
—Estupendo. No me gustaría ver lo que le hace a la gente que no le gusta.
—Si no le gustan, no llegan a acercarse para averiguarlo. —Joe cerró la puerta en cuanto el perro
salió. Beth sacó un pañuelo de papel del bolso para limpiarse la baba que tenía hasta dentro de la oreja—.
No me has dicho cómo te llamas.
Ella se preguntaba si debía mentir. Seguro que sabía el nombre de la prometida de su hermano.
—Beth —dijo, optando por una versión abreviada de la verdad. Quizá no lo relacionara.
—Beth. Te queda bien. —El hoyuelo estaba en todo su esplendor, y la dejó sin aliento—. Seguro que
nos volvemos a ver pronto. —¡Ah, no tenía idea de lo pronto que se verían! Se largó después de despedirse
con un gesto y la cola anaranjada de la mascota lo siguió.
Al verlo desvanecerse entre el montón de vehículos, Beth no pudo evitar comparar a los hermanos.
Lucas era más delgado pero musculado con cuerpo de corredor, mientras que Joe se parecía más a los
boxeadores que se entrenaban en el gimnasio que había cerca de su apartamento.
La ropa de Joe estaba gastada, con los bajos de los vaqueros hechos jirones. Lucas agotaría el saldo
de su tarjeta de crédito antes de ponerse algo que se aproximara remotamente a «gastado».
—Causar una buena impresión está descartado. —Suspiró y decidió ser positiva—. Quizá después
nos riamos de todo esto. —Algo le decía que el sol se pondría por el Este antes de que Joe Dempsey se riera
al enterarse de que había hecho el bobo.
Tendría que esforzarse el doble para ganárselo. Pasara lo que pasara, antes de irse de Anchor Island,
Joe Dempsey tendría muchísima mejor opinión sobre la prometida de su hermano.
Tres horas después de bajarse del ferri, los rizos salvajes y los ojos verde jade continuaban
hechizando la mente de Joe. Mientras repasaba los automóviles por si veía a la muñeca de Lucas, jamás
habría advertido a la chica castaña del Civic azul si Dozer no se hubiera metido en el automóvil. Cuando
invitó a Joe a entrar, había calculado bien altas sus posibilidades.
Y luego resultó que quería hablar. Algo que no era su fuerte.
Si de verdad hubiera querido una distracción, a Joe se le ocurrían una docena de actividades más
divertidas. No habría intentado ninguna de ellas en el ferri mismo. Ni con una completa desconocida. Pero
esperaba que la chica del ferri no fuera una desconocida mucho tiempo.
Debió haberle preguntado su apellido. El nombre Beth no era tan original. Pero eso era lo bueno
sobre el tamaño de Anchor Island. No sería difícil que se encontraran en cualquier momento.
Si no se hubiera lanzado a hablar tanto de su familia, el encuentro habría sido algo más definitivo.
¿Qué le ocurría?
La respuesta era fácil. Su hermano menor era el problema. Desde que Patty anunció que su hermano y
su prometida tenían previsto hacerles una visita, él había temido aquel momento. Joe no estaba siempre de
acuerdo con su hermano (de hecho, nunca lo estaba), pero aun así quería que Lucas fuera feliz.
Si Lucas elegía a su prometida como elegía todo lo demás, habría apuntado hacia algo caro, elegante
y de costoso mantenimiento. El tipo de mujer que lo exprimiría bien y luego se largaría con la mitad de todo.
En el mejor de los casos.
El rugido de su estómago le recordó a Joe que llegaba tarde a la cena. Patty no se lo perdonaría, ya
que las grandes presentaciones eran aquella noche. Los momentos en que llegaba tarde a alguna parte eran los
únicos en que Joe deseaba que los teléfonos móviles funcionaran en la isla.
Al estacionar su camioneta en el tramo de grava que había entre la casa de sus padres y la suya, Joe
decidió dejar a Dozer en el Jeep mientras corría a decirle a Patty que ya estaba allí antes de ir a casa para
darse una ducha rápida. Sid y él habían ajustado el juego de válvulas y estaban cubiertos de grasa del
esfuerzo. El olor a gasóleo de la ropa era tan fuerte que ni siquiera él podía soportarlo.
Subió las escaleras de dos en dos y siguió por el porche hasta la cocina.
—Sé que llego tarde —dijo, al abrir la puerta—, pero necesito ducharme y vuelvo enseguida.
La última palabra se le quedó colgada de los labios, la boca abierta con total asombro. Pero ¿qué…?
—Ya creo que necesitas una ducha. —Su madrastra agitó un paño de cocina delante de la nariz—.
¿Has trabajado en el barco o te has revolcado en un charco de gasóleo?
Ojos verdes, piel pálida y rizos de color caramelo eran lo único que Joe alcanzaba a ver. La chica del
ferri estaba allí detrás, en el borde de la isla de la cocina, con el cuchillo de pelar en la mano y la tabla de
cortar delante. Y tenía la cara de parecer inocente.
«¡Qué metedura de pata!»
—No es forma de conocer a tu futura cuñada, pero supongo que ya es tarde para causar una buena
primera impresión. —Patty no tenía ni idea de lo tarde que era.— Joe, te presento a la prometida de Lucas,
Elizabeth Chandler. Elizabeth, te presento al hermano mayor de Lucas, Joe.
—¿Elizabeth? —¿Admitiría que ya se habían conocido?
Beth se acercó a él.
—Hola, Joe. Encantada de conocerte.
Bueno, si así lo quería… Tomó los dedos pálidos en su mano manchada de grasa.
—Encantado de conocerte.
En cuanto ella retiró la mano, Joe supo que estaba deseando limpiársela, pero sería una lástima
arruinar esa ropa tan elegante suya. ¿Cómo podía haber pasado por alto ese modelito de estirada de
universidad prestigiosa?
«Porque te la estabas imaginando sin ropa, no con ella puesta, bobo.»
—Lucas me ha hablado mucho de ti —dijo ella.
—Es curioso, a nosotros no nos ha contado mucho de ti. No sé por qué pensaba que serías más rubia.
—Muy bonito, Joe. Bonita manera de darle la bienvenida a la familia. —Patty se puso al lado de Beth
—. ¿Por qué no acabas de cortar los tomates? Los dejaremos en la nevera mientras hacemos las
hamburguesas.
Beth hizo lo que le ordenaban, tras despedirse de Joe con una sonrisa.
«Sigue sonriendo, querida. Esto no se ha acabado, no te creas.»
—Ve a ducharte y a ver si encuentras algo de encanto de paso. Y trae a Dozer. Más vale que le dé de
comer mientras te aseas.
—Bien, vuelvo en diez minutos. —Molesto, Joe cerró la puerta de la cocina un poco más fuerte de lo
que debía, lo que significaba que Patty tendría otra cosa que echarle en cara cuando estuvieran solos.
La prometida de Lucas era peor de lo que Joe esperaba. Prefería una muñeca antes que una mentirosa,
sin duda.
Si no hubiera sido por la fría bienvenida de Joe, Beth se habría sentido cómoda inmediatamente en la
casa de los Dempsey. El diseño diáfano, con el comedor y el cuarto de estar en la misma área, representaba
bien a los dos progenitores Dempsey. La pared trasera estaba cubierta de robustas estanterías de libros, altas
como el patriarca de la familia, Tom, pero la decoración era totalmente Patty: cálida y acogedora, llena de
color y un derroche de encanto.
Cuando se sentaron para cenar, Beth ocupó la silla dispuesta al lado de Lucas, lo que la colocaba
justo enfrente de Joe. Cuando el hermano de su prometido no hacía como si no existiera, la miraba como si le
quisiera marcar a hierro una letra escarlata en la frente.
—Lucas dice que trabajas en el bufete, Elizabeth —dijo Patty—. ¿Qué tipo de casos llevas?
—Yo no… —empezó a decir Beth, pero Lucas la cortó.
—Elizabeth trabaja en investigación y es buenísima en su trabajo. —Pasó un brazo por encima de sus
hombros, acercándola a él—. Pero estoy intentando convencerla para que salga y empiece a trabajar
directamente con los clientes.
—¿Y qué implica la investigación? —preguntó Tom—. ¿Tú haces todo el trabajo y los otros abogados
se atribuyen el mérito en la sala de juicios?
Lucas había descrito a su padre como un tipo grande, una descripción adecuada si se refería a que era
del tamaño de un autobús. Tom le sacaba a Beth al menos treinta centímetros, de manera que debía de medir
unos dos metros. Sus ojos eran de un azul más pálido que los de Joe, pero la fuerte mandíbula y el cabello
grueso y ondulado eran exactos. No le costaba entender por qué la madre de Lucas se había enamorado de
aquel gigante bonachón. Le guiñó un ojo y Beth asumió que significaba que estaba bromeando, pero respondió
igualmente.
—No me importa no atribuirme el mérito. Es todo por el bien de la empresa.
—Eso lo explicaría —dijo Joe, contribuyendo a la conversación por primera vez desde que se
sentaron—. Es eso de que los opuestos se atraen. —Seguía mirando al plato, como si le hablara al cuchillo y
al tenedor.
—Muy gracioso, Joe —repuso Lucas, pero nadie se reía—. Elizabeth y yo tenemos mucho en común.
Joe se recostó en el respaldo y acabó de masticar el bocado que había dado antes de volver a hablar.
Beth sentía que una nube de tensión se extendía entre la concurrencia.
—¿Como qué?
Nadie les había hecho esa pregunta jamás. Al menos, no que Beth supiera. Lucas la miró, movía la
boca pero no salía palabra alguna. Ella quería ayudarlo, pero no se le ocurría nada tampoco.
¿Cómo podía ser? Por supuesto que tenían cosas en común.
—La abogacía —respondió Lucas por fin—. Y el bufete. Y a Elizabeth le gusta la misma música que
a mí.
La verdad era que no, pero nunca había querido herir sus sentimientos admitiéndolo.
—Y ambos preferimos el vino blanco.
Beth prefería el tinto. Otro hecho que nunca había admitido tampoco. Lucas siempre le pedía las
bebidas en las raras ocasiones en las que salían. Trabajaban tantas horas que apenas tenían tiempo para citas.
Pero, en su descargo, Lucas nunca le había preguntado su preferencia en ninguno de los dos temas.
Simplemente lo supuso. Y ella lo dejó. Porque era lo que ella hacía. Dejar que creyera estas cosas le parecía
una manera inocua de hacerlo feliz.
—También nos gusta la ciudad —agregó él. Eso todavía estaba pendiente. Ella no quería volver a su
aburrido pueblo, pero Richmond era acelerado, ruidoso y anónimo. Aparte de Lucas y unos cuantos
compañeros de trabajo, no tenía muchos amigos. Y lo cierto era que se trataba más bien de conocidos. No
tenía facilidad para hacer amigas y siempre se sentía al margen, no había forma de entrar en el círculo.
—Y, lo mejor de todo, queremos lo mismo. —Lucas le lanzó a Beth la mirada encantadora que
siempre la hacía sentir tan especial. Por supuesto que querían las mismas cosas. Lucas quería ser un abogado
de éxito y ser socio del bufete y Beth quería que Lucas fuera feliz, así que ella quería esas cosas también.
—Ya veo —dijo Joe, volviendo a centrarse en la cena—. Estáis hechos el uno para el otro. —Nadie
pasó por alto el sarcasmo. Lucas parecía listo para discutir, pero Beth lo calmó poniendo una mano sobre su
brazo. La comida siguió en silencio, con la animadversión flotando en el aire como el olor de agua salada que
invadía la isla.
Lucas había comentado que Joe podía ser difícil y, aunque él lo había dicho de un modo menos
delicado, Beth creyó que exageraba. Los hermanos siempre son duros el uno con el otro, eso había oído: al
ser hija única, tampoco tenía experiencia personal por la que guiarse. Pero resultó que Lucas no exageraba
nada.
Joe era difícil. Nada que ver con el tipo amable que había conocido en el ferri. Beth le echó la culpa
a las feromonas y la libido traicionera de no haberse dado cuenta de algo tan obvio. Una lástima no haberse
presentado como la muñeca rubia y aprovechada y haberlo puesto en su lugar.
Tampoco había puesto a nadie en su lugar en su vida, pero Joe hacía que le entraran ganas.
Durante el resto de la comida, Patty y Tom dirigieron sus preguntas a Lucas, ignorando a Joe y
tratando de no poner a Beth de nuevo en la línea de fuego, cosa que ella agradecía, pero aun así el señor
Quejicas le lanzó alguna que otra mirada reprobatoria de vez en cuando.
Había pensado que quizá podrían reírse sobre todo el fiasco del ferri algún día, pero, a juzgar por el
poco tiempo que había pasado con él, Beth concluyó que Joe Dempsey no podría reírse nunca de nada.
—No dejes que Joe te afecte —dijo Patty poco después mientras fregaba platos con Beth.
—¿Perdón?
Patty enjuagó otro plato.
—Al final recapacitará.
Patty Dempsey era similar a Beth en altura, pero eso no parecía importar a la hora de gobernar a los
hombres de la familia. Con pelo corto caoba y ojos color café, igual te cantaba las cuarenta que te ofrecía un
abrazo. Este último se lo había ofrecido a Beth a su llegada; luego, dos horas más tarde, saludó a Lucas con
una palmada en el cogote por dejar que su prometida viniera sola todo el viaje.
—Él y Lucas son tan… diferentes. —Beth añadió el plato seco a la pila del armario y agarró el
siguiente.— Cuesta creer que sean hermanos.
—Lucas te ha contado la historia de esta familia, ¿no?
Beth se sonrojó.
—Sí. Lo siento. No quería…
—No es necesario que te disculpes. Solo quería asegurarme de que mi chico no te estaba ocultando
nada. —Patty apoyó una cadera en la encimera.— Lucas tenía tres años cuando su padre murió en combate.
Cinco cuando me casé con Tom. El niño se acostumbró a una nueva familia sin problema alguno.
Lucas tenía habilidad para adaptarse al entorno, ya fuera mezclarse con los ricos y poderosos o
entretener a los paisanos en el bar de la esquina. No le sorprendía que hubiera nacido con tanta confianza.
—Lucas habla mucho de Tom. Sé que lo quiere.
—Tuve mucha suerte al conocerlo. —Patty miró por la ventana, por encima del fregadero.— Pensé
que estaba loca por salir con otro marinero después de perder a Steven, pero al final de aquella primera cita
supe que me casaría con Tom Dempsey. —Sonrió de una forma que revelaba un parecido con su hijo—. En
cuestión de un mes, me propuso matrimonio.
—¿Así de rápido?
—Cuando es la persona adecuada, lo sabes.
—¿Y Tom tenía a Joe?
Patty suspiró.
—Joe tenía diez años, aún estaba pasando el duelo por su madre y recelaba de todo aquel que
intentara acercase a ellos. Ni que decir tiene que no le alegró tener madrastra.
Beth sintió pena por el niño que perdió a su madre. Sabía lo que se sentía.
—Pero se le pasó. —La mujer volvió a lavar platos—. Puede que no tengan la misma sangre, pero los
chicos estaban tan unidos como verdaderos hermanos.
—¿Qué pasó? Quiero decir, Lucas no habla mucho de Joe… y parece que el sentimiento es mutuo. —
Aunque la mayor parte del desdén de Joe iba dirigido a ella aquella noche—. Si me estoy entrometiendo, por
favor, dime que me ocupe de mis asuntos.
—Vas a formar parte de la familia. Puedes preguntar lo que quieras. —Patty le pasó otro plato
húmedo—. Los chicos eligieron caminos distintos. A veces es difícil comprender cómo algo tan importante
para ti no lo es para otra persona. ¿Sabes lo que quiero decir?
Beth siempre había hecho lo que era importante para los demás, así que la idea de decidir lo que
quería le resultaba totalmente extraña, pero sí podía imaginar lo dolidos que se habrían sentido sus abuelos si
ella no hubiera perseguido los sueños que tenían para ella.
—Creo que lo entiendo. —Deslizando el último plato en el armario, Beth miró a su alrededor por si
había algo más que hacer—. ¿Tienes un cubo de basura afuera? Puedo sacar esta bolsa.
—Claro, gracias. Está fuera del porche, por un lateral de la casa. Un cubo negro grande.
—De acuerdo, vuelvo enseguida. —Beth cerró la puerta de la cocina y dejó que los ojos se ajustaran
a la oscuridad para ver el camino por el porche sin caerse de bruces. Ya había creado bastante alboroto hasta
el momento, lo último que necesitaba era una visita a urgencias. ¿Tendrían siquiera hospital en la isla?
—Hola, Elizabeth —dijo una voz que salía de la oscuridad. Beth se tensó. Era la hora de la verdad.
CAPÍTULO 3
No sabía cómo se las apañaba Joe para que su nombre sonara como un insulto, no le gustaba nada.
Siguiendo el sonido de su voz, lo encontró a su izquierda, arrellanado en una silla Adirondack con las piernas
estiradas, los tobillos cruzados y una cerveza en la mano. Dozer ocupaba la silla de al lado y parecía más
contento de verla que su dueño.
—Hola, Joe. —«Sé amable, Beth. Pronto será familia tuya»—. No me vas a dejar que te explique lo
de esta tarde, ¿verdad?
—¿Quieres decir que te deje explicar por qué me hiciste quedar como un tonto? ¿O por qué me
mentiste sobre quién eres?
—No te mentí —argumentó Beth antes de contar hasta diez. Discutir no iba a llevarla a ningún lado.
Necesitaba que viera su punto de vista—. Solo que no te dije que era la muñeca rubia que estabas esperando.
Avergonzarte la primera vez que nos veíamos no parecía la mejor forma de empezar.
Joe resopló:
—Desde luego. Entonces, ¿quién eres, Beth o Elizabeth? ¿Eres la fiel prometida de mi hermano o una
mujer que invita a desconocidos a entrar en su automóvil?
«¿Cómo se atrevía?»
—Era Beth cuando era más joven, pero me llaman Elizabeth desde la universidad. Voy a fingir que no
he oído la otra pregunta. —Pasó por encima de los pies de Joe y bajó las escaleras en busca del cubo de
basura. Lástima que no podía tirar a Joe en el cubo también.
Había vuelto a cruzar el porche y ya había llegado a la puerta cuando Joe habló de nuevo.
—¿Cuál te gusta más?
—¿Disculpa?
Joe se inclinó hacia delante, dejando los codos sobre las rodillas.
—¿Qué nombre te gusta más? ¿Beth o Elizabeth?
Se pensó la respuesta. El nombre de Beth le traía a la mente imágenes de una chica joven y descalza
con cabellera salvaje y sueños sencillos. Una chica que apenas reconocía pero que de repente echaba de
menos.
—Beth. Me gusta más Beth.
—Y a mí también. Te hace menos estricta.
La cuerda de la que pendía su compostura se estaba rompiendo.
—¿Tengo que tomármelo como un cumplido?
—Tómatelo como quieras. —Movió la botella de cerveza en su dirección—. ¿Dónde está el anillo?
Beth miró el dedo desnudo.
—Lo están ajustando. Era demasiado grande.
—Qué casualidad.
Ya era suficiente.
—Pensé que Lucas exageraba cuando me hablaba de ti. Pero tenía razón. Eres un desgraciado.
Con esa delicada despedida, Beth entró en la casa hecha una furia, segura de que no había nadie que
le disgustara ni la mitad de lo que le disgustaba Joe Dempsey.
Joe tenía que darle la razón a Lucas. Por fin habían encontrado algo en lo que estaban de acuerdo. Y
ese algo era Beth Chandler. Podría haber sido la buscona rubia y materialista que Joe esperaba. Y no la gatita
sexi con curvas que quitaban el sentido que acababa de llamarle desgraciado.
Ninguna mujer lo había llamado desgraciado… en los últimos dos años. No pudo evitar sonreír. No
tenía ganas de volver a intentar una relación, pero si lo hiciera…
Joder.
Aquella noche necesitaría varias cervezas más, Joe prefería bebérselas solo. Se despediría de Patty y
le susurraría una disculpa por ser tan idiota y cruzaría por el jardín hacia su casa.
—¿De verdad tienes que irte? —Joe oyó que Beth decía cuando salía por la puerta principal.
—El fiscal del distrito ha presentado nuevas pruebas y el juez ha adelantado la vista una semana —
decía Lucas—. Sabes que no quiero, pero tengo que hacerlo. —Lucas agarró a Beth contra su cuerpo.— Por
eso trajimos dos automóviles, ¿recuerdas? Sabíamos que podía pasar.
—Pero acabamos de llegar y…
—Estarás bien. Mis padres ya te adoran como sabía que sucedería. Tómatelo como unas vacaciones
en la playa y volveré tan pronto como pueda. Te lo prometo.
Beth dio un paso hacia atrás.
—Pero son nuestras vacaciones, no solo las mías. Nuestra oportunidad de pasar tiempo juntos. No has
parado de trabajar desde que nos prometimos.
Todos argumentos válidos, pensó Joe. ¿Qué tipo de hombre dejaba a su prometida por su trabajo?
Lucas atrajo a Beth hacia sí, rodeándole con los brazos la cintura.
—Tendremos mucho tiempo para nosotros cuando acabe este caso. Te lo compensaré. Iremos a aquel
restaurante que te encanta. Haré las reservas en cuanto llegue a casa.
¿Una comida de lujo para compensar unas vacaciones? Eso es lo que él llamaba salir perdiendo.
—Venga, enséñame esa sonrisa. —Lucas la intentaba convencer—. No hagas que me sienta culpable.
Beth sonrió, pero incluso desde donde Joe estaba, se veía que no lo hacía sinceramente. Y no la
culpaba. Estaba claro que Lucas no había establecido bien sus prioridades y tenía suerte de que su prometida
no pataleara y exigiera como lo harían algunas mujeres.
Joe sabía que aún no lo habían visto y no quería sentirse como un mirón escondido, así que tosió
cuando Lucas se acercaba para besar a Beth.
—¿Qué pasa?
Los dos se volvieron.
—Me han llamado de la empresa —dijo Lucas—. Resulta que han intentado contactar conmigo y han
tenido que pedirle el número de mamá a mi secretaria. No puedo creer que aún no haya servicio de telefonía
móvil en esta isla. ¿No se dice nada de instalar una torre?
—No —respondió Joe. A Lucas nunca le gustó la idea de estar desconectado del resto del mundo. No
fuera que se perdiera algo.
Lucas suspiró.
—Un caso en el que he trabajado está a punto de reventar, así que me voy a primera hora de la
mañana. —Se acercó a Joe—. Elizabeth se va a quedar aquí. Y se lo va a pasar de maravilla, ¿verdad?
Todo un reto para el hermano pequeño. Joe se encogió de hombros.
—Estará bien. Patty cuidará de ella.
—Está aquí para conocer a toda la familia, no solo a Patty. Me gustaría que aún quisiera casarse
conmigo cuando todo esto acabe, ¿comprendes?
Joe bajó la voz.
—Si cambia de opinión sobre casarse contigo, no será por mi culpa. —Con esas palabras de
despedida, se dirigió a la cocina.
Patty y su padre estaban cerca del fregadero y Joe sabía que habrían oído la conversación de la sala.
Todo menos sus últimas palabras. Dejaron de hablar cuando entró.
—Me voy a casa. Las hamburguesas estaban geniales, papá, como siempre.
—No se puede decir lo mismo de la compañía.
Joe sintió la tensión en los hombros.
—Ya he tenido suficiente con las miradas de Patty, no necesito que tú me fustigues también. He sido
un estúpido. Os pido disculpas. —Joe dejó caer la botella en el recipiente del reciclaje. Cuando levantó la
mirada, vio que las dos personas más importantes de su vida lo miraban como si le hubiera crecido un tercer
ojo en la frente.
—¿Qué?
—¿Quién eres y qué has hecho con Joe? —preguntó su madrastra. Se habría puesto hecho una furia si
no lo hubiera dicho con una sonrisa.
—Muy graciosa.
—Patty —dijo su padre—. Creo que nuestro chico se está haciendo mayor.
—Bueno, pareja, ya está bien de teatrillos —dijo Joe antes de cerrar la puerta de la cocina al salir.
La mañana siguiente, Beth siguió a Lucas al automóvil, fingiendo que su inminente partida no le
molestaba.
—Es una pena que tengas que volver justo después de llegar.
—A mí tampoco me hace ninguna gracia, pero sabes que no tengo elección —repuso Lucas,
acercándola hacia él. Quizá no tuviera elección. Estos casos eran importantes para su carrera—. Haré lo que
pueda para regresar, pero si las pruebas son tan concluyentes como parece, podría llevarme una semana
arreglarlo.
—¿Estás seguro de que nadie más del equipo se puede encargar? ¿Miller? ¿O Bainbridge? Hace más
tiempo que están en la empresa que tú.
Lucas la besó en la cabeza.
—Soy la estrella del equipo y esta vista va a necesitar todo mi esfuerzo. —Le levantó la barbilla
delicadamente con un dedo hasta que se miraron a los ojos de nuevo—. Si quiero ser socio, tengo que ganar
estos casos importantes. Ya hablamos del sacrificio que eso supondría, ¿no?
Habían hablado. Y Beth había asentido ante todos los argumentos válidos de Lucas. Ser socio del
despacho era su sueño y ella necesitaba apoyarlo. Al menos podía verlo todos los días en la oficina. No
moriría por cenar sola unas cuantas noches entre semana.
—Lo siento. No debería ponértelo difícil. —No era que él estuviera eligiendo su trabajo por encima
de ella. Estaría bien.— Ten cuidado y llámame cuando llegues para que sepa que estás bien.
—Me encanta cuando te pones maternal. —La miró con una sonrisa y Beth pensó que era una lástima
que Lucas no tuviera el hoyuelo de Joe.
«¿De dónde salía aquel pensamiento?»
—Tengo que irme. —Lucas le dio un beso rápido en los labios antes de meterse en el vehículo—.
Encontraré tráfico antes de Williamsburg, pero aún puedo llegar a la oficina antes de las dos. No dejes que
Joe te espante. Se portará como una bestia un tiempo, pero sé que te lo ganarás. Si aún está haciendo el burro
dentro de unos días, dímelo y le diré a mi madre que le cante las cuarenta.
Como si estas palabras fueran mágicas, Patty apareció a la derecha de Beth.
—No te preocupes por Elizabeth, la cuidaremos bien. Ten cuidado y llámanos cuando llegues.
Lucas miró a Beth con una sonrisa que decía «¿Ves? Las madres son así». Ella retrocedió con Patty,
para que él pudiera cerrar la puerta y, un momento después, su BMW se esfumó en la distancia. Estaba sola,
con su futura familia política en una pequeña isla rodeada de agua y barcos. El único elemento que faltaba de
sus pesadillas infantiles era el hombre del saco.
—Ahí estáis —dijo Joe, que se acercaba hacia ellas.
Bien pensado, todos los elementos de las pesadillas infantiles estaban ahora bien presentes.
—He quedado con Sid para probar el barco y no sé cuándo volveré. ¿Puede Dozer quedarse contigo
hoy?
Patty fingió irritación con el perro, apoyado en su costado, pero el vínculo entre el perro y la mujer
era obvio.
—Me gustaría ayudarte, pero necesito estar en el restaurante para los preparativos del almuerzo.
Empieza a venir más gente y Daisy se ha ido a Norfolk para ver a su abuela.
—No pasa nada.
—Yo me puedo quedar con él —dijo Beth. Puede que no le gustara Joe, pero debía ganárselo.
Ganarse al perro podría ser una buena forma de empezar. Desde hacía más de diez años no había tenido perro
y ninguno de los que había tenido era del tamaño del pequeño caballo que ahora estaba apoyado contra Patty.
Pero no podía ser muy difícil.
—¿Te encargas de Dozer?
Beth se encogió de hombros.
—Dijiste que le gusto.
Patty miró hacia ellos, sorprendida.
—¿Le gustas a Dozer? ¿Cuándo ha sido eso?
Joe inclinó un poco la cabeza, para que ella saliera del lío en que se acababa de meter. Mierda. No
podía mentirle a su futura suegra, ¿verdad?
—Eee… anoche cuando saqué la basura. Joe y Dozer estaban aquí en el porche y tuvimos la
oportunidad de conocernos un poco.
Patty miró a Joe como si buscara una confirmación. Joe cambió de tema.
—Tengo que irme, Sid me espera. —Y, volviéndose a Beth, dijo—: Ya le he dado de comer, así que
está listo hasta la cena. ¿Tenías pensado llevarlo a alguna parte?
Ahora era Beth la que parecía sorprendida.
—¿Dónde iba a ir? No conozco nada por aquí.
—Tengo un mapa —dijo Patty—. Tenemos mapas en casa para los turistas. El pueblo solo ocupa tres
kilómetros de arena. Es difícil perderse en un sitio tan pequeño. —Luego miró a Joe—. Con Lucas fuera, y
con más gente en el restaurante, le tendrás que dar un paseo a Elizabeth. No debería estar sola todo el tiempo
que pase aquí.
—Sabes que también tengo un negocio.
Beth se sentía como la chica nueva en el barrio, que intenta que el vecinito salga a jugar con ella.
Bueno, tampoco ella quería jugar con él.
—No pasa nada, de verdad. No me importa pasear yo sola.
—Quizá la puedas sacar en el barco —dijo Patty, como si ninguno de ellos hubiera hablado.
—¡No! —La palabra salió mucho más alto de lo que Beth pretendía—. Quiero decir, no quiero que
nadie cambie sus planes. Y, esto, no me gustan los barcos. No me gustan… mucho.
—El barco de Joe no es pequeño, si es lo que te preocupa. —Aquella conversación tenía que acabar.
Especialmente en vista de la cara que había puesto Joe con ese comentario.
—Propongo tomarlo con calma. Seguro que Lucas regresa antes de que nos demos cuenta y, entonces,
ya me mostrará él la isla. —Beth se dirigió a la puerta.
—Ejem —carraspeó Joe—. ¿No te olvidas de algo?
Beth se volvió y miró a su alrededor.
—Creo que no.
Joe lanzó una mirada a Dozer.
—Ay, sí —gritó por encima del hombro—. Vamos, Dozer. Vamos en busca de ese mapa y
planificamos el día.
Beth se pasó una hora estudiando el mapa de la isla y algunos folletos sobre puntos de interés
turístico. Para ser un diminuto grano de arena, Anchor ofrecía una variedad de tiendas y locales que explorar.
Estaban los sospechosos habituales que vendían camisetas y recuerdos, que incluían los sujetadores de bikini
hechos de cáscaras de coco y un sinfín de flotadores con temas playeros, pero la cantidad de tiendas
singulares era sorprendente.
—¿Qué me recomiendas, Dozer? —Al oír su nombre, el perro se volvió y derramó sus babas encima
del primer folleto—. De acuerdo, pasaremos del museo de Barbanegra por ahora. —Tiró el folleto mojado a
la basura—. Ya los miraré en la encimera, donde no puedes babearlos.
El tercer folleto le llamó la atención. Una pequeña cabina de un azul vivo entre árboles bajos
destacaba en la página. Flores rosa pálido y fucsia rodeaban un acogedor porche y macetas de flores de
varios tamaños se alineaban sobre la barandilla del porche como si fueran pájaros posados sobre un cable de
la luz. El letrero decía «Artesanía Island».
—He encontrado nuestro primer destino.
Por suerte, Patty había rodeado con un círculo la ubicación de la casa de los Dempsey en el mapa, así
que, según los cálculos de Beth, una a la izquierda y dos a la derecha y estaría en la tienda de artesanía.
Según la escala, la distancia no llegaría a kilómetro y medio. No sabía si llevar la bicicleta que Patty le había
ofrecido, pero optó por caminar con Dozer. Su futura suegra le había asegurado que el can no necesitaba
correa. Cruzó los dedos para que el perro no la hiciera quedar como una mentirosa y terminara rumbo a
lugares desconocidos.
Solo le faltaba perder el perro de Joe esa misma mañana. Terminaría entonces echándola de la isla. O
se la daría de comer a los tiburones. Después de todo, tenía un barco de pesca. Seguro que sabía dónde había
tiburones.
Con unas sandalias nuevas, el perro a su lado y mapa en mano, Beth salió en busca de British
Cemetery Road. Se había atado una chaqueta ligera sobre los pantalones cortos, pero la brisa fresca hizo que
se la pusiera antes de haber recorrido una manzana. Si este era un día típico de finales de primavera, ya tenía
ganas de ver cómo eran las dos semanas siguientes.
Beth estaba acostumbrada a luchar con otros peatones diariamente, así que caminar por una calle
estrecha con solo un perro por compañía era algo poco familiar. La ausencia de vehículos dejaba el eco del
sonido de los pájaros saltando entre las copas de los árboles, con silbidos que conformaban su lenguaje
secreto. Dozer metió el hocico en un arbusto, obligando así a tres pájaros a refugiarse más arriba. Beth
comprendía su miedo. A ella tampoco le gustaría ver su mundo invadido de ese modo.
Pero este lugar no se parecía nada a su mundo. Incluso los cedros tenían aspecto informal y relajado,
con las ramas dobladas muy hacia abajo, como si su manto de agujas de un verde luminoso fuera más de lo
que podían soportar. Un hombre con botas hasta las caderas y un sombrero de tela cubierto de anzuelos usó la
caña de pescar que llevaba en la mano para saludarla. Una pareja joven, una madre que empujaba un carrito
de bebé mientras el padre intentaba equilibrar a un niño más mayor sobre la bicicleta, la saludaron en voz
alta al pasar.
Quizá algo en el agua hacía que todos fueran agradables en la isla.
Todos los pequeños locales por los que pasaba, desde la cafetería, apropiadamente llamada Hava
Java, hasta la cabina de troncos con un porche cubierto de todos los tipos de campanillas de viento
imaginables, tenían pinta acogedora y familiar. Definitivamente, había algo en el agua. Y en el aire. El
trayecto hasta el trabajo, rodeada de humo de tubos de escape, ahora parecía estar a un millón de kilómetros
de distancia.
Eso sí que era vida.
Siguió caminando, con Dozer a su lado, disfrutando de la serenidad y el encanto de Anchor Island
hasta que el día tomó un cariz molesto cerca de la librería.
Una ampolla.
—Malditas sandalias —dijo sin hablarle a nadie—. Eso me pasa por comprar calzado y no
ablandarlo antes de salir a caminar.
Determinada a llegar a su destino, Beth ignoró la ampolla y siguió caminando. Cuando divisó la casita
azul, ya estaba cojeando lo suficiente como para que se le hiciera una ampolla similar en el otro pie.
Como no podía dar un paso más, Beth se dejó caer en el muro de piedra que había delante de la
tienda. Flores de color rosa, amarillo, rojo y blanco de varias alturas y anchuras se aglomeraban a su
alrededor como niños de preescolar luchando por un sitio cerca de la nueva maestra. El olor de los capullos
le recordaba al perfume que su abuela se ponía para ir a la iglesia. Cerró los ojos y respiró hondo y pudo
imaginar a su abuela dándose el perfume detrás de la oreja con el tapón y asegurándole a Beth que un día ella
también podría llevar aquel agradable aroma.
—Estás muy lejos de casa, Dozer. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
La voz devolvió a Beth a la realidad. Se puso en pie de golpe y sus pies protestaron inmediatamente,
haciendo que se volviera a sentar en el muro.
—No me había dado cuenta de que estabas entre mis flores, querida. ¿Está Dozer contigo?
Una isla tenía que ser verdaderamente pequeña si incluso las mascotas conocían a todo el mundo.
—Sí, señora, está conmigo.
Una señora negra y delgada bajaba como flotando por los escalones del porche, sus manos nudosas
acariciaban la barandilla, su falda cubierta de magnolias danzaba en el aire. Beth casi esperaba que a la
mujer le salieran alas y esparciera purpurina por el aire.
—Eres la pobre que he visto por la ventana. Cojeas una barbaridad. ¿Te has hecho daño? —Las
arrugas alrededor de los ojos de la anciana se hicieron más profundas y Beth se apresuró a aliviar su
preocupación.
—Oh, no, estoy bien. No quería sentarme en su muro de esta forma. —Beth se puso en pie pero el
dolor la volvió a sentar. —¡Virgen santísima, cómo duele esto!
—Pero, niña, ¿qué le has hecho a ese pie?
Beth miró hacia abajo y vio la sangre goteando por el lado de la sandalia.
—Jolines.
—Cielo, es sangre. Necesitas una expresión como «joder» o algo más fuerte que «jolines».
Se le escapó una risita al oír la obscenidad de aquella señora. Quienquiera que fuera aquella persona,
a Beth ya le gustaba muchísimo.
—Es culpa mía. Compré estas sandalias nuevas justo antes de venir. Estarían bien en la ciudad, pero
no tanto para caminar por la isla… que es más grande de lo que parece en el mapa —dijo, agitando el papel
en el aire.
Cuando Beth levantó el pie para examinar el daño, la amable señora le agarró suavemente el tobillo.
—Lo primero es quitarte este calzado. —Apretó los labios carnosos y la miró como pidiendo permiso
a Beth—. ¿Estás lista? Creo que te dolerá.
Beth respiró hondo, espiró y asintió. La sandalia se deslizó rápidamente pero no sin enviarle un dolor
insoportable hasta la rodilla.
—¡Mierda, duele!
—Eso está mejor. ¿Qué tal el otro pie?
Una ojeada al pie izquierdo reveló que la ampolla no era tan grave.
—Casi mejor quitarme la otra también. Podemos quemarlas —dijo Beth.
—Me parece un buen plan. —De un tirón rápido, la sandalia izquierda fue a parar a la arena que se
acumulaba a la derecha—. Entra conmigo y te curaremos en un momento. El ungüento de la tía Claudine te
quitará el dolor inmediatamente, pero vas a necesitar calzado nuevo. —Se dio un par de golpecitos en la
barbilla y luego sus ojos marrones se iluminaron—. Ya sé. Debes probarte estas zapatillas Caídas del Cielo
que me acaban de llegar en el correo. Pensarás que caminas sobre una nube.
—No quiero molestarla —dijo Beth, levantándose, con menos dolor que antes. La arena le resbalaba
entre los dedos—. Ya me siento mejor.
—No seas boba, niña. Si has venido con ese perro, estás demasiado lejos de casa como para volver
descalza. —Dozer eligió aquel instante para abalanzarse sobre las sandalias para destrozarlas—. Parece que
va a rematar las sandalias antes de que podamos pegarles fuego.
—Todas suyas. Probablemente olerían a mil diablos si las quemáramos. —Las dos mujeres se rieron
juntas mientras Beth se acercaba renqueando hacia su nueva amiga—. Me llamo Beth, por cierto. Espero no
haberla distraído de nada importante.
La mujer indicó que no tenía importancia con un gesto de su pequeña mano.
—A principios de temporada esto está muy solitario. Me encanta tener compañía.
—¿Es suya la tienda?
—Sí. —Con una reverencia desde el escalón más alto, la mujer hizo las presentaciones. —Miss Lola
LeBlanc a su servicio. Llevo esta pequeña explosión de color todo el año. No somos muchos los que vivimos
aquí todo el año, así que me gusta pensar que soy una excepción.
—Señora LeBlanc, me da la sensación que sería excepcional viviera donde viviera.
Con un guiño travieso, Lola dijo:
—Creo que tienes razón. Entra y buscaremos esas zapatillas.
—¿Y qué hago con Dozer? —preguntó Beth. No había pensado hasta ese momento qué hacer con él
cuando llegaran a un destino u otro.
—Vamos a calzarte primero, después le traeré un cuenco con agua y un buen hueso de jamón que
guardo para estas ocasiones.
Como si entendiera las palabras «hueso de jamón», Dozer se sentó al lado de la puerta y se relamió.
—Parece que Dozer aprueba el plan.
Lola soltó una risa.
—De eso estoy segura. No he conocido aún a un macho que no se comporte debidamente si le
prometes un premio sabroso.
Mientras entraba en la tienda cojeando, Beth se sonrojó por la insinuación implícita en las palabras
de su nueva amiga y sonrió al ver lo que tenía ante sus ojos.
—Funciona como la seda —dijo Sid, claramente orgullosa de haber averiguado cuál era el problema
antes que Joe.
—Ya he admitido tres veces que tenías razón. No creas que lo vas a oír una vez más. —Joe le echó
una cuerda con fuerza suficiente para que a Sid se le fuera la cara de satisfacción—. Y deja de sonreír de ese
modo. Me das miedo.
Joe se volvió para lanzar la segunda cuerda de amarre, pero notó que Sid ya no lo estaba mirando.
Tampoco sonreía. Siguió su mirada y vio qué era lo que la había hecho pasar de satisfecha a irritada.
—Maldita sea —murmuró, saltando al otro lado y atando la cuerda él solo. Por desgracia, fingir que
la rubia de piernas largas no estaba allí no la haría desaparecer.
—¿No vas a saludar, Joe? —dijo suavemente una voz familiar—. Sé que me has visto llegar por el
muelle.
Un hombre tenía que estar muerto para no percatarse del contoneo de las caderas de Cassie. Y Joe,
definitivamente, no estaba muerto. Aunque aquella mujer una vez le hizo desear estarlo.
Preparándose para el golpe, la mandíbula de Joe se tensó al volverse. Las curvas estilizadas y la cara
perfecta no invocaron la lujuria de antaño. Eso era un alivio. Pero verla de nuevo removía el recuerdo de lo
tonto que había sido y encendía la ira que nunca había sido capaz de superar.
Pero mostrar enfado sería revelarle a Cassie una debilidad. Y eso no lo iba a permitir.
—Hola, Cassie, ¿qué haces por aquí?
—Vaya saludo amistoso. Al menos podrías preguntarme cómo estoy, para empezar. Hace mucho
tiempo que no nos vemos.
Para Joe, dos años y medio no se podían calificar de «mucho tiempo», pero no iba a discutir.
—¿Cómo estás, Cassie? —Sin esperar respuesta, añadió—: Recuerdas a Sid, ¿verdad?
Su mecánica se puso a su lado.
—Nadie me dijo que la zorra estaba de vuelta.
Cassie entrecerró los ojos.
—Ya veo que algunas nunca cambian. Las mecánicas siempre serán mecánicas.
Sid atacó, pero Joe la agarró antes de que pudiera pegar el primer puñetazo. Cassie tenía suficientes
luces como para retroceder.
—¿Qué es lo que quieres, Cassie? Dudo que pasaras por aquí —dijo Joe.
Su ex siguió con la mirada fija en Sid un segundo más antes de responder. Luego se volvió hacia Joe y
le regaló una sonrisa de un millón de dólares.
—Digamos que estoy en unas vacaciones de trabajo. Estaba cenando cuando te vi atracar.
—¿Vacaciones de trabajo? —Joe sujetaba a Sid con firmeza. Debería saber cómo evitar que Cassie la
enfadara.
—Quizá podríamos tomar algo mientras estoy aquí. Para hablar de los viejos tiempos. —La mujer
tuvo la cara de aletear las pestañas—. Por los buenos recuerdos.
No había suficiente licor en el mundo que le pudiera animar a hacer nada de aquello.
—Creo que pasaré.
Los ojos de cervatillo se volvieron duros de nuevo.
—Estaré aquí una semana más o dos. Piénsatelo y, cuando cambies de idea, me llamas. —Deslizó una
tarjeta de visita en el bolsillo de la camisa de Joe y se marchó balanceando el trasero muelle arriba.
—¿Por qué no me has dejado pegarle? —preguntó Sid—. Un buen puñetazo, por los viejos tiempos.
Joe exhaló.
—No vale la pena, Sid. Ella no lo vale.
Una tarde con Lola LeBlanc y Beth estaba convencida que aquella mujer era una enviada del cielo.
Las zapatillas eran mejor que caminar sobre las nubes. Era como caminar en el aire, si el aire realmente se
amoldara a tus pies, te levantara del suelo y te hiciera levitar todo el día. Aunque se había ofrecido a
pagárselos, Lola insistió en que considerase las zapatillas un regalo de bienvenida a la isla.
Artesanía Island superaba las expectativas de Beth. La tienda era mucho más profunda de lo que se
veía desde la parte delantera, con espacio de sobra para obras de artesanía de todo tipo. Las paredes estaban
cubiertas de litografías, óleos, acuarelas y esbozos que reflejaban el espíritu de la isla. Atardeceres sobre las
dunas. Encantadoras cabañas en tonos azules, verdes y amarillos. Barcos de todas las formas y tamaños
flotando en un muelle que parecía tan real que Beth casi podía ver las olas chocando contra los cascos.
Y allí había de todo, desde pequeñas esculturas hasta letreros para porches hechos a mano, también
creaciones en delicado vidrio. Tras una breve negociación, Lola dejó que Beth pagara un jarrón de color
púrpura intenso que parecía estar dentro de un remolino de vidrio y luz, pero se negó a aceptar el pago de las
zapatillas.
Antes de que Lola acabara de envolver el jarrón, las campanillas que colgaban de la puerta de entrada
indicaron la llegada de un nuevo cliente.
—Parece que tenemos cliente de postín. —Lola le dio un golpecito a Beth en la rodilla—. Adelante,
sírvete té. Puede tardar un rato si busca algo para una enamorada.
Beth asintió, pero mantuvo la atención puesta en el nuevo desconocido. Él sonrió, pero de esa forma
que parece que te quiera vender algo. La mitad de abogados de su empresa usaban esa sonrisa.
—¿Le puedo ayudar, caballero? —preguntó Lola.
La sonrisa falsa se hizo más amplia, sus dientes eran de un blanco cegador.
—Busco a la señora LeBlanc. ¿Se encuentra hoy aquí?
La sonrisa de Lola perdió intensidad.
—Yo soy Lola LeBlanc. ¿Le envía alguien a verme?
—Efectivamente, me han enviado. —El hombre sacó una tarjeta del bolsillo de la chaqueta—. Soy
Derek Paige. Trabajo para Tad Wheeler de Wheeler Development. Creo que ya nos hemos puesto en contacto
con usted anteriormente.
La sonrisa de Lola desapareció.
—No me interesa lo que el señor Wheeler me ofrece. Siento que haya perdido el tiempo viniendo
hasta aquí en persona, señor Paige, pero ¿quizá le interesaría comprar algo para recordar su viaje?
Aunque estaba siendo extremadamente cortés, a nadie se le escapaba la burla que destilaba la voz de
Lola.
Beth no pudo evitar preguntarse qué querría Wheeler Development de la propietaria de una tienda de
arte de una pequeña isla. Resultaba que la empresa de promociones inmobiliarias de Tad Wheeler era cliente
de su bufete y, aunque no trabajaba en esa cuenta, sabía que Wheeler solía buscar presas mayores.
—El señor Wheeler está dispuesto a negociar las condiciones del trato. Le aseguro, señora LeBlanc,
que valdría la pena detenerse un rato, sentarse y hablar del tema en mayor detalle. Nos interesa muchísimo.
Aunque metió las manos en los bolsillos del pantalón, no había nada en la persona del señor Paige
que pareciera relajado. Beth se imaginó que su jefe no estaría contento si su representante fallaba en esta
misión. Fuera la misión que fuera aquella.
Como si cambiara de personalidad, Lola se echó una mano a la cadera y agitó la otra en las narices
del visitante no bienvenido.
—Se lo dije a su gente por teléfono y se lo vuelvo a decir a usted aquí. No voy a vender mi tienda. El
gran promotor inmobiliario tendrá que buscarse otra isla en la que plantar su pretenciosa caja de arena.
¿Vender? ¿Wheeler quería comprar la tienda de arte?
El señor Paige mantuvo su sonrisa de cartón ante la explosión de genio de Lola.
—Vamos, señora LeBlanc, no tome decisiones precipitadas. Sus vecinos han recibido ofertas
similares. Seguro que no quiere arruinar esta oportunidad a todos los demás.
La mujer de aspecto frágil salió del mostrador a una velocidad impresionante.
—Nadie de esta isla va a aceptar la oferta del señor Wheeler. No me importa los ceros que ponga tras
el número. —Ya había llevado al hombre hasta la puerta sin tocarlo, pero Beth esperaba que le diera un
empujón en el pecho. Se merecía un empujón por esa sonrisa deshonesta.
—Y, ahora, si no quiere comprar ningún recuerdo, salga de mi tienda.
El hombre tuvo el juicio suficiente como para hacer lo que le mandaba, pero soltó un dardo
envenenado antes de salir.
—En algún momento, señora LeBlanc, no va a tener la opción de negociar. Cuanto antes se suba al
carro, mejores serán sus condiciones. Si espera demasiado, las condiciones serán mucho menos ventajosas
que ahora.
La abogada que Beth llevaba dentro se despertó. Y se puso en pie.
—Obviamente, la señora LeBlanc ya le ha dado una respuesta al señor Wheeler. Cualquier otro
contacto será considerado acoso y, para poder acabar con esto de forma sensata, ignoraremos esa última
amenaza. Por ahora.
Lola se volvió a mirarla con ojos sorprendidos, pero Beth seguía mirando fijamente a Derek Paige.
Puede que no entrara en los juzgados, pero sabía cómo practicar la abogacía cuando era necesario. Y sentía
que defender a Lola era necesario.
El señor Paige asintió.
—Gracias por su tiempo, señora LeBlanc. Siento haberla molestado.
Cuando el sonido de las campanillas dejó paso al silencio, Beth se volvió a arrellanar en el sillón y
Lola se sentó a su lado.
—Niña, no sé si besarte o pedirte las credenciales. Eso ha sido impresionante.
Beth exhaló.
—Mis credenciales no la llevarían muy lejos, pero no podía dejar que la amenazara de esa forma.
¿Qué quiere Tad Wheeler de esta isla?
—Ese demonio ha intentado comprarnos durante meses. Quiere convertir Anchor en un parque de
atracciones para ricos. ¿Lo conoces?
—No personalmente, pero sí de oídas. —Beth tenía el estómago revuelto—. Es cliente del bufete
donde trabajo.
Lola parecía aún más impresionada.
—Pues debe de ser un bufete de postín, a juzgar por lo que sé del señor Tad Wheeler. Que no es
mucho, pero en el membrete se nota que no es un contratista de barrio.
—No, no lo es. Y, por los rumores que corren en la empresa, está acostumbrado a salirse con la suya.
Independientemente de los obstáculos que encuentre en el camino.
—Pues esta isla no la va a conseguir, ya te lo garantizo yo. —Lola se levantó para servir dos vasos de
té helado.
—Tienes razón, Lola —dijo Beth. Luego pensó… «Pero no estés tan segura».
CAPÍTULO 5
Cuando Joe entró con Sid al restaurante ya había perdido el apetito. La parte de «trabajo» de las
vacaciones de Cassie solo podía ser hacer el trabajo sucio para su padre. Tad Wheeler había perseguido a
varios propietarios de negocios durante meses para que vendieran sus propiedades. Si cerraban los
establecimientos, el turismo moriría y los propietarios de las cabañas tendrían que vender.
Vender barato, además.
No era difícil ver lo que el hombre pretendía y, en la última reunión de los comerciantes, habían
acordado ir todos a una. Esperaba que Wheeler perdiera el interés, pero sus experiencias pasadas le habían
enseñado a no infravalorar a aquel hombre.
—Ya era hora de que llegaras —gritó el padre de Joe desde detrás de la barra—. Busca un delantal y
empieza a despejar mesas.
Joe observó el comedor repleto de gente. Familias, universitarios y pescadores de mediana edad
ocupaban las mesas y los reservados.
—¿De dónde han salido? —preguntó, bajando un delantal de un gancho de la cocina.
—No tengo ni idea, pero han estado llegando como las olas durante dos horas.
—¿Necesitas que agarre una bandeja, Tom? —preguntó Sid.
Una jarra de cerveza resbaló por la barra y Tom ya tenía otro vaso en la mano.
—No. De momento, vamos bien. Georgette se ocupa de casi todo el comedor y Elizabeth ha sido una
salvación. En mi opinión, la licenciatura en Derecho es un desperdicio. Valdría la pena contratarla
indefinidamente.
—¿Dónde está Annie? —preguntó Joe, sin apartar la vista de Beth. No sabía de dónde había sacado
los vaqueros recortados, pero seguro que alcanzaría un récord de propinas al final de la noche.
—Tiene al niño con infección de oído. —Tom deslizó dos jarras más y un margarita por la barra y
Beth llegó a punto para recogerlos.
—Tres Bud Light en botella en la cuenta de la doce y dos tés helados para las ancianas del rincón.
También necesito cobrar la mesa nueve. Vengo por las cuentas cuando sirva esto.
Sin siquiera mirar a Joe, Beth volvió a pasar por entre las mesas, atrayendo la atención de todos los
ojos masculinos de la sala.
—¿Esa es Elizabeth? ¿La prometida de Lucas? —preguntó Sid—. Pensaba que era abogada.
—Y lo es —dijo Tom por encima del timbre de la registradora—. Resulta que se pagó la universidad
trabajando de camarera.
Sid le dio un codazo a Joe.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó, frotándose el brazo.
—Por haberla descrito como una chica corriente esta mañana. Ahora ya veo lo que escondías.
—Estás loca. Apenas he dicho nada sobre ella esta mañana. —Y si Sid lo volvía a golpear la iba a
ahogar con las tiras del delantal.
—Y ahora sé por qué. —Sid se volvió hacia Tom—. Bud Light, cuando puedas. Estaré en la sala de
billar.
—Alvie Franklin está allí y no quiero que lo incites a jugar al billar otra vez —dijo Tom—. Está
demasiado borracho para saber lo que haces y, si rompe otro palo, lo pagas tú.
Sid levantó las manos en señal de inocencia mientras caminaba hacia el sonido de bolas de billar
chocando unas con otras. No había muchas posibilidades de que siguiera las órdenes de su padre. Con un
barreño de recoger mesas, Joe se dirigió a la sala. Había despejado tres mesas antes de cruzarse con Beth.
—Oh —exclamó ella cuando casi chocaron—. No sabía que estabas aquí.
Joe ignoró el peso del barreño lleno.
—No sabía que trabajabas de camarera. Se te da muy bien.
Beth inclinó la cabeza.
—¿Me estás haciendo un cumplido o preparándome para uno de tus comentarios de sabelotodo?
Eso le pasaba por intentar ser amable.
—Olvida que he dicho nada. Maldita sea. —Intentó pasar por su lado, pero ella lo detuvo con una
mano en el brazo. Le quemó instantáneamente y ella se echó hacia atrás como si también lo hubiera notado.
—Lo siento, no debí haber dicho eso.
Joe se encogió de hombros, fingiendo que estar tan cerca no le afectaba.
—¿Dónde está Dozer?
—En tu patio trasero. Patty me dijo que la comida estaba junto a la puerta trasera. Le he llenado el
cuenco y me he asegurado de que había agua antes de irme. —Se mordió el labio inferior—. Espero que no te
importe.
—Está bien. Gracias por echarle un ojo. —Alguien de unas mesas atrás la llamó y Joe dijo—: Será
mejor que volvamos a la tarea.
—Cierto —dijo ella, mirándolo directamente con aquellos grandes ojos verdes—. De vuelta al
trabajo.
Beth intentó olvidar su roce con Joe antes de llegar a la barra. Un recuerdo muy antiguo le vino a la
mente. Cinco chicas ingenuas en una residencia universitaria hablando sobre lo que llamaban el «factor
chispa». La idea romántica de que cuando llega el hombre adecuado, debería haber fuegos artificiales y
letreros de neón parpadeantes.
En el breve momento en que sus cuerpos se encontraron y se tocaron, hubo montones de fuegos
artificiales y no precisamente de los menos brillantes. Era como una energía, una chispa y una emoción
indescriptibles. Una alarma hacía eco en su cerebro. Tocar a Lucas nunca había provocado un espectáculo de
luz y de color en su torrente sanguíneo. Ni cohetes. Ni cañas voladoras. Ni siquiera un petardo.
Aplastó sus pensamientos desleales, centrándose en los rasgos positivos de su prometido. Lucas la
hacía sonreír. Era dulce y generoso y cuidaba de ella. Nunca tenía que preocuparse ni resolver ningún
problema porque Lucas se ocupaba de todo. Lo mismo que habían hecho sus abuelos por ella casi toda la
vida. No había duda sobre dónde ir. Sobre quién ser.
Aquello era lo que quería. Así se sentía segura.
Joe no hacía que se sintiera segura. Joe la ponía nerviosa. La hacía sentir… desanclada. Irónico,
considerando que estaban en Anchor Island. Esa chispa era la prueba clara de que Beth necesitaba un ancla.
O algo igual de pesado que le diera un buen golpe en toda la cabeza.
—Esta cerveza es para Sid, en la sala de billar —dijo Tom, deslizando una botella hacia Beth.
—¿Quién es Sid? —El nombre le era vagamente familiar. Quizá Patty lo había mencionado.
—Trabaja con Joe. Grita su nombre cuando entres.
—De acuerdo —dijo Beth, dejando la bandeja vacía colgar y con la botella en la mano libre. Sid
parecía nombre de hombre grande. No sería difícil encontrarlo.
Cuando Beth entró en la sala de billar, buscaba a aquel hombretón pero no vio ninguno.
—¡Tengo una cerveza para Sid! —gritó sobre la canción de Buffett que sonaba en la máquina de
discos.
—Aquí estoy —dijo una voz femenina a la derecha de Beth. Se volvió y encontró los ojos marrones
de la mujer más hermosa que había visto jamás.
El cuerpo era digno de la página central de una revista sexi, pero la ropa parecía más bien de una
cooperativa agrícola del pueblo rural donde Beth había crecido.
No llevaba ni una pizca de maquillaje, pero tampoco lo necesitaba. Tenía una piel pálida y perfecta,
largas pestañas sin la ayuda de máscara y labios que Beth imaginó que harían que los hombres se arrodillaran
a sus pies.
Beth notó una sensación instantánea de estar fuera de lugar.
—¿Tú eres Sid? —Estaba claro que imaginarse a una persona por el nombre no valía para nada.
—Exactamente, princesa. —Entrecerró los ojos marrones y una oscura cola de caballo se balanceó a
un lado mientras la mujer sacaba la cadera e inclinaba la cabeza—. ¿Me vas a dar la cerveza o tendré que
pelearme contigo?
Aquello no era necesario. ¿Qué le había hecho Beth a esta mujer? Definitivamente, no la conocía,
aunque su nombre le sonara de algo. Ninguna mujer olvidaría a aquella belleza que la hacía sentir como si la
denominación «chica» le quedara grande.
—¿Has dicho pelear? —preguntó Beth. Aunque Sid apenas llegaba a la nariz de Beth, sus mangas
remangadas revelaban unos brazos musculados. Al menos para una mujer. Tampoco era que Beth quisiera
pelearse con ella por nada. No había participado en una pelea de gatas en la vida y no pretendía cambiar ese
dato a estas alturas.
—Para ser abogada, eres un poco corta de entendederas. —La mujer invadió el espacio personal de
Beth y dio un fuerte golpe con el taco de billar a unos centímetros de los dedos de los pies llenos de ampollas
de Beth.
Los apósitos junto con el ungüento mágico de la tía Claudine habían funcionado hasta el momento,
pero dudaba que la protegieran contra un palo de sólida madera.
—Alguien debería soplarte en la oreja y ponerte un recambio.
Mientras Beth procesaba el insulto, apareció una figura a su izquierda.
—Aparta, Sid. —Joe se acercó más hasta que su cuerpo estuvo entre Beth y su agresora—. Solo te ha
traído una cerveza. Vuelve al billar.
Sid soltó el aire, mirando a Joe a los ojos con dureza. Luego movió la cabeza y dijo:
—Cuadrad las bolas, chicos, y sacad las billeteras.
El punto muerto duró unos segundos más con el sonido de las bolas reuniéndose sobre la mesa.
Cuando Sid se dio la vuelta, Beth vio que los hombros de Joe se relajaban. No le habría pegado a una mujer.
—¿Estás bien? —preguntó, tomando la botella que ella olvidaba estar sujetando.
—Estoy bien. ¿Qué le pasa?
—Ella es Sid.
—Ya. Hasta ahí llego. ¿Quién es Sid y por qué sabe que soy abogada? Y, ya que estamos, ¿por qué me
odia?
—No te odia. Es solo que es… —Joe parecía estar buscando la palabra adecuada.
—¿Una amargada?
—Lo acepto.
Beth miró por encima del hombro de Joe. Había cuatro hombres, todos vestidos con vaqueros y
camisas de franela (estaba claro que era el uniforme oficial de la isla) alrededor de la mesa mientras Sid se
inclinaba para sacar. Ninguno prestaba la más mínima atención al cuerpo de ella.
—¿Por qué la tratan así esos tipos?
—¿Cómo la tratan? —Joe se volvió hacia los hombres en cuestión.
—Como si fuera uno más.
—Es que lo es. —Si la cara de Joe no hubiera estado completamente inexpresiva, Beth habría jurado
que le estaba tomando el pelo.
—¡Anda ya! Si es una preciosidad. Los hombres en Richmond ya estarían babeando.
Joe levantó las cejas y se volvió como esperando ver algo nuevo.
—¿Sid?
—Tendrías que ser un eunuco para no verlo. —Joe parecía ofendido por aquella insinuación.— Ya
sabes lo que quiero decir. ¿Pero quién es?
—Es mi mecánica náutica. Un incordio, pero arregla cualquier cosa que le pongas delante.
Beth fue incapaz de responder. Para hablar primero tendría que poder cerrar la boca.
—¿Qué? —preguntó Joe, perplejo de nuevo.
—¿Esa mujer es tu mecánica? ¿Trabajas con una mujer por la cual Hugh Hefner pagaría un millón de
pavos, pero dices que no has notado que sea atractiva? —Beth se llevó la bandeja al pecho, que ahora sentía
pequeño, y la rodeó con sus brazos—. ¿Por eso estás tan malhumorado siempre?
Joe cerró la boca por completo y entrecerró los ojos.
—¿Te has vuelto loca? Sid no es… —Dejó de hablar cuando volvió a mirar a la mujer en cuestión y
vio la imagen de un trasero perfecto.
—Estás pirada —dijo, saliendo de la sala hecho una furia.
Antes de que Beth saliera también de allí, se volvió a asomar para gritar:
—¡Y no estoy malhumorado!
«¿Malhumorado yo?», pensó Joe. Era un tipo feliz. Quizá no en plan ponerse a bailar y sonreír y
repartir alegría por el mundo, pero ¿qué idiota ridículo iba a querer hacer eso? No tenía que aguantar todo
aquello. Si estaba malhumorado era por su culpa. Nadie más lo irritaba con tanta facilidad.
—¡Eh, Joe! —gritó una voz detrás de él.
—¿Qué? —respondió de un grito al tiempo que se daba la vuelta tan rápido que por poco no le dio a
un cliente con el barreño.
—Hombre, ¿qué te sucede? —preguntó Phil Mohler. Otro operador de barcos chárter de la isla. Phil
era el competidor favorito de Joe. Habían estudiado juntos en la secundaria y ni siquiera entonces se habían
llevado bien.
—Nada. ¿Qué quieres? —Si pensaba que Joe iba a correr a rellenarle la bebida, Mohler tendría que
esperar toda la noche.
—¿Quién es la nueva? ¿Y qué tal si me la presentas?
—¿Qué nueva? —preguntó Joe, buscando alguna turista hermosa.
—La que estaba hablando contigo en los billares. No he visto un balanceo como ese desde hace años.
—Phil le dio un codazo a Buddy Wilson, que estaba sentado a su lado, y la risa corrió por la mesa.
El malhumor se volvió enfado candente.
—Esa mujer está vedada, Mohler. Y, a no ser que quieras que te eche de aquí a patadas, te dejarás de
miraditas y comentarios sobre ella.
—Ey, hombre —replicó Phil, levantando las manos—, no sabía que ya te la estabas trabajando. Avisa
la próxima vez.
Joe dejó el barreño en la mesa y tumbó así tres botellas. Los hombres se apartaron para evitar los ríos
de cerveza.
—Es la prometida de Lucas y he dicho que te guardes los comentarios. —Tenía la mandíbula tan
apretada que Joe notaba que le rechinaban los dientes. Preferiría machacarle la cara a Mohler.
—¿Qué pasa aquí, chicos? —preguntó el padre de Joe, que llegó a la mesa con tres botellas nuevas y
una trapo—. Parece que ha habido un accidente.
—Deberías enseñarle modales a tu hijo, Dempsey. Solo he preguntado una cosita y se ha puesto hecho
una fiera. —Mohler no dejó de mirar a Joe mientras hablaba con Tom.
Joe agarró el barreño con más fuerza. Levantar a Mohler de la silla para echarlo en medio de un
comedor lleno de gente no era buena idea, pero le apetecía muchísimo.
Tom dejó el paño sobre la mesa y se agachó para mirar a Phil directamente a la cara.
—¿Sabes cuál es una de las ventajas de ser el dueño de este local, Mohler? Que puedo negarme a
atender a quien quiera. Te he sustituido las cervezas que habías pagado. Si tienes pensado tomar más esta
noche, tendrás que pedirlas en otra parte.
Se hizo un silencio en las mesas de alrededor, mientras Joe esperaba la reacción de Mohler. La cara
se le puso roja, pero no tenía el valor suficiente como para desafiar a Tom Dempsey. Su sola presencia
explicaba que el local no contara con un guardia de seguridad.
No lo necesitaban.
—Vamos, chicos. Aquí empieza a oler mal.
Tom retrocedió lo suficiente como para dejar que los hombres se levantaran y se dirigieran a la
puerta. Tan pronto como los perdió de vista, miró a Joe.
—A la cocina. Ya.
Mierda.
¿Podía ir aún peor aquella noche?
—¿Qué es lo qué haces ahí afuera? Tengo un comedor lleno y ¿tú andas buscando pelea?
Joe cruzó hasta el lavavajillas y descargó su barreño.
—No soy idiota. No iba a pegarle.
—Pues parecía que tenías muchas ganas —gruñó Tom.
—Y tanto que sí. He tenido ganas durante años. —Aunque siempre había sido capaz de ignorar las
maneras del indeseable de Mohler—. Pero no lo he hecho, así que tranquilízate.
—Sabes que es un imbécil. No sé por qué dejas que te afecte de ese modo.
—Dijo algo que no estaba bien, eso es todo. —Joe metió dos platos en el escurridor y desportilló el
que tenía en la mano derecha—. ¡Mierda!
—Ya he perdido clientes, no necesito perder los platos también —dijo Tom, quitándole el barreño—.
¿Qué ha dicho?
—Dijo que Beth tiene un buen trasero, eso dijo. Ya que él no se puede molestar en estar aquí para
hacerlo, yo estaba defendiendo el honor de la prometida de Lucas. —Joe agarró el barreño y sacó dos platos
más, haciendo un esfuerzo por no romperlos—. ¿Algo más que quieras saber?
Al ver que su padre no decía nada, Joe se volvió para verle la cara. La mirada decía todo lo que Tom
no iba a decir en voz alta. Joe dejó el resto de cubiertos en el agua de remojo y se dirigió a la sala.
CAPÍTULO 6
Beth dio un gran suspiro de alivio al sentarse por fin en una silla. Un baño caliente habría estado
mejor, pero, para cuando la noche hubiera acabado, solo tendría energía suficiente para meterse en la cama y
nada más. Por el momento, se conformaba con sentarse en el banco de afuera del restaurante.
Las ampollas que le habían salido por la caminata de la mañana no agradecían que hubiera acabado
sirviendo mesas. Resultó que los efectos del ungüento de la tía Claudine no eran tan duraderos. Había podido
volver con las zapatillas, en realidad, se trataba de chanclas de tela de toalla, hasta casa de los Dempsey,
donde había seguido las órdenes de Lola y se había remojado los pies en agua salada.
Pero las zapatillas no eran apropiadas para el restaurante, así que se había puesto sus Keds porque
pensaba que el tejido blando era su mejor opción. Se había equivocado.
Con la primera zapatilla medio quitada, la presión se alivió, pero quitársela del todo supondría frotar
la apertura contra las ampollas. Respiró hondo unas cuantas veces para darse valor y, aguantando una de las
respiraciones, se sacó el resto de la zapatilla de un tirón.
—¡Jolines!
—¿Y tú maldices así? —oyó decir a una voz familiar a su derecha. Cuando miró vio aquellos ojos
fijos en su pie—. ¿Qué demonios has hecho? —Joe llegó al banco en dos zancadas y le agarró el tobillo con
la mano—. ¿Eso es de esta noche?
—No —dijo Beth, rebufando, mientras Joe examinaba los centímetros de herida sangrienta que tenía
bajo el dedo meñique—. Es de esta mañana. Me puse unas sandalias nuevas para caminar por la isla. No fue
buena idea.
Joe se sentó, bajó el pie hacia su regazo. Beth intentó apartarlo.
—¿Qué es lo que…?
—No te muevas, puñeta. ¿Por qué has trabajado con estas ampollas?
—Me puse apósitos. Supongo que están aún en la zapatilla. —Cuanto más pasaba Joe las manos por
su pie y por su tobillo, más se retorcía Beth. Sentía como si le hubiera subido la fiebre de repente, con
algunos tramos de su piel más calientes que otros—. Estoy bien, de verdad. He salido aquí a ponerme
apósitos nuevos y luego me limpiaré mejor las heridas cuando llegue a casa de tus padres.
Joe le levantó el pie, se levantó y, sin pensarlo, lo dejó donde él se había sentado. Volvió a la entrada,
abrió un poco la puerta y gritó:
—¡Padre! ¡El botiquín!
Beth se dio con la mano en la frente. Estupendo. Ahora todo el mundo saldría para ver qué había
pasado.
—¿Acaso era necesario?
—¿El qué? —preguntó, levantándole el pie y volviéndose a sentar. Beth apretó la mandíbula e intentó
dejar el pie flotando un par de centímetros por encima de su muslo.
—Ahora todos van a salir para ver cuál es la emergencia. ¿No podías entrar y traerlo tú mismo? —
Antes de dejarlo contestar dijo—: Me pondré estos apósitos y estaré bien.
—De eso nada —contestó él—. Trae aquí el otro pie.
—¿Por qué? —respondió ella, lista para sentir un relámpago por el cuerpo—. El otro pie está bien.
—Él inclinó la cabeza y levantó una ceja. ¿No podría mentir un poco mejor? —Eres insufrible, ¿lo sabes?
—El pie —dijo, con esa ceja aún muy cerca del nacimiento del pelo.
Le dio el pie y lo insultó, de pensamiento.
Mientras Joe desataba los cordones de la zapatilla derecha, Beth ignoró la vibración de su muslo
derecho por aguantar aquel pie sin tocar el regazo de Joe. Si dejaba caer la pierna, su tobillo estaría
demasiado cerca de una parte crucial de su anatomía. Una parte en la que no debería pensar, pero que, cuanto
más intentaba evitarlo, más calor le subía hasta la punta de las orejas.
—¿Tanto duele? —preguntó él.
—¿Por qué lo dices?
—Porque estás aguantando la respiración.
Beth exhaló y dejó caer el pie izquierdo, pero lo mantuvo en la parte más baja del muslo que le era
posible.
—Ya te lo he dicho, no es para tanto.
Joe le sacó la zapatilla derecha.
—¡Mecachis en la mar! —gritó.
—Bueno, ya vas mejorando. —Dejó el pie de ella suavemente sobre su pierna y la miró a la cara—.
Lo siento.
Beth sacó las uñas de la madera del banco y trató de respirar como una yogui, pero aun así tardó casi
un minuto en volver a hablar.
—No es culpa tuya. —Otra respiración y el fuego que le subía por la pantorrilla empezaba a
disminuir.— Supongo que están peor de lo que pensaba.
—Sí que están mal. —Mientras Joe se inclinaba para mirar mejor, Tom llegó al porche.
—¿Qué ha pasado? —preguntó su padre. Al ver la sangre, se aproximó y se arrodilló ante el banco—.
¿Te has hecho eso esta noche?
Beth negó con la cabeza.
—Esta mañana, pero supongo que lo he empeorado por servir las mesas. —Tanta atención la
incomodaba e intentó poner los pies en el suelo—. De verdad que estoy bien. Un par de apósitos y estaré lista
para bailar claqué.
Con una mano firme alrededor de su pantorrilla derecha, Joe impidió que Beth se moviera. Ignorando
su protesta, se dirigió a Tom.
—¿Tienes agua oxigenada?
—Debería. —Tom rebuscó en el botiquín y sacó una pequeña botella marrón—. Déjame buscar
algodón.
—Esa compresa funcionará —dijo Joe, señalando al interior de la caja de plástico.
Beth no se podía creer el modo en que la ignoraban, como si el pie en cuestión perteneciera a un
maniquí inerte.
—Eh, aún estoy aquí. ¿Por qué nadie me escucha?
—Deja de decir tonterías y te escucharemos. —Joe miró a Tom—. Lo mejor sería echar el agua
oxigenada a chorro. ¿Tienes un paño?
—Voy por uno limpio de la cocina. Vuelvo enseguida.
Mientras estaban solos en silencio, solo roto por el sonido de los grillos y algún que otro coche, Joe
limpió la sangre de alrededor de las ampollas con un bastoncillo con alcohol mientras Beth fingía que no le
picaba. Cerró los ojos y mandó su cerebro a alguna otra parte intentando centrarse en el canto de los grillos.
El chirrido del letrero de Dempsey’s columpiándose en la brisa nocturna. El olor de sal y hombre en
el aire.
Abrió los ojos de repente y encontró que Joe la estaba mirando.
—Pensé que te habías dormido.
Como si pudiera dormirse teniéndolo a él tan cerca, causando destrozos en sus terminaciones
nerviosas.
—Bien —dijo él, compartiendo una media sonrisa que la revolucionó.
—He traído dos —dijo Tom al regresar—. Tíralos cuando acabes.
Beth levantó una mano.
—No quiero echar a perder sus paños buenos.
Joe y Tom se rieron al unísono.
—No importa, querida. Los paños de bar cuestan diez céntimos la docena. Literalmente.
Tom volvió a agacharse a sus pies y luego miró a Joe.
—Puedo decirle a una de las camareras que salga a hacer esto.
Parecía haber una pregunta en las palabras de Tom, pero Beth no estaba segura de ello. Ser atendida
por Joe era extraño, sí. Casi íntimo.
—Ya casi estoy —dijo Joe, con una firmeza en la voz que acabó con la cuestión.
Tom suspiró mientras se ponía de pie. Sonriendo a Beth de forma tranquilizadora, asintió.
—Entonces, os dejo.
Joe deslizó una de las toallas encima de su regazo bajo los pies de ella y alcanzó el agua oxigenada.
—Esto puede escocer. Cuento hasta tres y lo echo. ¿Lista?
Beth asintió y se agarró al banco.
—Uno, dos… —Sin decir tres, inclinó la botella. El escozor le hizo saltar las lágrimas.
—No has dicho tres —le reprochó entre dientes—. Serías un médico horrible. —Se negó a llorar por
unas estúpidas ampollas, pero, cuanto más cerraba los ojos, más amenazaban las lágrimas.
—Mis últimas prácticas de primeros auxilios fueron con una tortuga. Y no la oí quejarse.
La risa le salió a borbotones sin que pudiera evitarlo. Sus hombros se relajaron y el dolor se
convirtió en unas punzadas tolerables.
—Ten cuidado, no empiece el rumor de que tienes sentido del humor.
—No amenaces al médico mientras trabaja.
Joe secó el agua oxigenada que se había derramado por el pie, muy delicadamente para no hacerle
más daño de lo necesario.
—Gracias —susurró ella.
—No hay de qué.
—Digo por lo de antes.
Sus manos se detuvieron un instante y luego volvieron a su tarea.
—Esos tipos son unos imbéciles. Debí ignorarlos.
—¿Qué tipos?
Joe dio una sacudida, convirtiendo las suaves pasadas en un toque brusco.
—¡Ay!
—Lo siento.
—Quizá no deba hablar contigo mientras haces esto.
—Como quieras. —Levantó la vista, la miró a los ojos, y luego apartó la mirada—. No volverá a
pasar.
Consideró preguntarle sobre aquellos tipos, pero decidió, por sus propios pies, dejarlo pasar.
—Quería decir lo de Sid. Me has salvado la vida.
Joe dijo soltando unas risas:
—Sid no es tan horrible.
—Me ha amenazado con un palo de billar. Aunque no estoy segura de si quería darme una paliza o
metérmelo por la garganta.
—No te ha amenazado.
—Conozco una amenaza en cuanto la veo. Y eso era una amenaza. —«Que me soplaran en el oído.»
Menuda cara—. Esa chica necesita un guarda.
—Esa chica es amiga mía. No deberías ir por ahí juzgando a las personas que no conoces.
El impacto de sus palabras le dejó el cerebro fuera de combate unos segundos. Después vino la ira.
—Eres impresionante. Hasta ayer, creías que era una muñeca rubia y materialista, la última
adquisición del objetivo vital de tu hermano que es coleccionar más… posesiones. Yo diría que eso es juzgar
a alguien que no conoces.
Joe echó agua oxigenada encima del otro pie.
—Virgen Santa, ¿por qué no me matas ya?
—No seas tan dramática —replicó él, dejando la botella en el porche y secando el pie con golpecitos
del paño—. Y yo conozco a mi hermano.
—¿Qué dices? —preguntó Beth. Abandonó la respiración yóguica y empezó a jadear.
Sacando una venda del botiquín, puso un poco de gel amarillo de un tubo sobre un cuadrado de gasa.
—No te muevas mientras fijo esto.
Entre el gel frío y la presión de la gasa, quedarse quieta era difícil.
—¿Te han entrenado en métodos de tortura o solo practicas estas técnicas conmigo para divertirte?
—Aquella tortuga era mejor paciente que tú. Al menos no se movía.
—Probablemente sí se movía —dijo Beth, mordiéndose el labio—, demasiado despacio para que lo
notaras.
Por fin había captado su atención.
—Puede que sea el chiste más malo que jamás he oído. —Pero sonrió. La miró directamente a los
labios, con el inferior entre los dientes. El corazón de Beth empezó a latir con un ritmo incómodo—. Si te
muerdes más fuerte, tendré que curarte ese labio después.
Beth se lamió los labios y cerró la boca. No podía apartar sus ojos de él, incluso cuando volvió a
centrarse en lo que tenía entre manos. O entre pies, digamos. Por mucho que ella lo provocara, las manos
seguían siendo cuidadosas.
—Tienes razón —dijo él.
—¿Sí?
—No debí suponer aquellas cosas sobre ti. —De nuevo la miró a los ojos—. Pero tenía mis motivos.
Ella apoyó la cabeza en el respaldo del banco
—¿Qué motivos?
Él ignoró la pregunta y le hizo una.
—¿Por qué no me lo dijiste entonces?
—Ya te lo dije. No quería ponerte en evidencia.
—¿Por qué no?
Ella se irguió y se recolocó en el banco.
—La razón de venir a esta isla era conocer a la familia de Lucas. Procurar gustaros a todos. Si te
avergonzaba antes de que nos presentaran, quizá nunca te llegara a gustar.
Él frunció el ceño y entrecerró los ojos.
—¿Crees que Lucas cambiaría de opinión si no nos gustaras?
—No, pero no lo hago por Lucas. Tengo mis motivos.
Joe aplicó un último trozo de esparadrapo y le dejó el pie en el suelo.
—Yo no me volvería a poner esos zapatos. Mi padre se irá pronto. Que te lleve a casa.
Joe echó los paños húmedos y manchados de sangre en el cubo de basura, bajó con energía y se
perdió en la noche.
Beth no se movió. El sonido de las revoluciones de un motor viajó por la brisa, luego el de los
neumáticos sobre la grava seguido de unas luces traseras que se perdían en la distancia. Algo acababa de
pasar. Algo que no entendía. Mientras parte de su cerebro, la parte racional, el lado práctico, le decía que no
se adentrase por esos senderos, el lado puramente femenino se relajó y suspiró.
Joe Dempsey tenía más capas de las que nadie se atrevía a ver. Y se las había arreglado para quitarle
un par de capas a ella también. «Cuidado, querida. Te estás metiendo en terreno peligroso.»
CAPÍTULO 7
Beth vio a Joe un instante la mañana siguiente y, en los pocos segundos en que compartieron el mismo
espacio, él evitó el contacto visual. Ni siquiera al darle los buenos días de aquel modo suyo gruñón y rudo, le
dirigió la mirada.
Lucas había dejado un mensaje en casa de los Dempsey mientras Beth estaba en el restaurante.
Exhausto y nervioso tras conducir tanto para continuar con reuniones hasta la noche, Lucas había explicado
que las evidencias eran peores de lo que esperaba, cosa que inclinaba las posibilidades de ganar en favor de
la acusación.
Aunque sabía que su reacción era egoísta, Beth no pudo evitar sentirse más preocupada por lo que las
nuevas evidencias significaban para sus vacaciones. Se había estado convenciendo todo el día de que Lucas
volvería. Recapacitaría, dejaría que el resto del equipo se ocupara del caso y regresaría a Anchor la noche
siguiente, pero con un breve mensaje se había cargado toda esperanza de un retorno rápido.
Patty había anunciado aquella mañana que iba a ir a Hatteras para su expedición de compras del
domingo y le preguntó a Beth si quería acompañarla. Puesto que el viaje exigía ir en ferri, Beth hizo lo que
pudo para rehusar la oferta tan educadamente como le era posible: le entró un sudor frío y gritó «¡No!», un
grito que ya estaba convirtiendo en costumbre en aquel viaje.
Tom rechazó su ayuda para el turno del almuerzo, así que Beth se quedó otra vez abandonada a su
propia suerte. Aunque había montones de tiendas y vistas que explorar, el lugar en que realmente le apetecía
estar era con Lola. Por eso estaba ahora sentada en la tienda de artesanía, haciendo joyas y con la esperanza
de que nadie intentara comprar nada antes de que Lola volviese.
Lola necesitaba hacer unas gestiones y, tras darle a Beth una lección básica sobre la anticuada
máquina registradora, le aseguró que regresaría en un abrir y cerrar de ojos. Desde luego, aquella Lola era
una mujer confiada. Hasta el momento, en estas vacaciones, Beth había hecho de camarera y ahora tenía un
pequeño empleo en la venta al detalle. Estaría irritada si no se lo estuviera pasando bien en el fondo.
Las propinas en Dempsey’s fueron buenas y Tom la había obligado a quedárselas. Decidida a
devolver aquel dinero a la economía local, Beth miró por la tienda de Lola para elegir artículos que le
dijeran algo. El primero había sido un jarrón con motivos en blanco y negro, más grande que el jarrón de
color púrpura que había comprado el día anterior. El blanco y negro sería perfecto para su salón y el púrpura
quedaría bien en la cocina. Según Lola, ambos jarrones eran de vidrio soplado a mano por un artista de Nags
Head. La obra era exquisita.
El segundo tesoro era un boceto a lápiz del faro de Anchor. Beth aún no había visitado el lugar, pero
la imagen del boceto tenía tanta luz que casi podía oír las gaviotas graznar sobre las olas en la distancia.
Tenía que ser suyo.
Una vez hubo envuelto y puesto a buen recaudo tras el mostrador su botín de la isla, como lo llamaba
Lola, Beth dirigió su atención a una gran selección de gemas y cuentas expuestas en el rincón más lejano del
establecimiento. Las mesas de trabajo salpicaban el espacio, para que los turistas pudieran apartar las piezas
que elegían y elaborar con ellas sus propias creaciones únicas.
Beth había hecho incursiones en el arte de hacer joyas en la escuela secundaria, pero su abuela
reprobaba cualquier cosa que le quitara tiempo de los estudios. Se las había arreglado para llevar a
escondidas sus provisiones de arte a su habitación de la residencia universitaria, pero los trabajos sin fin y la
presión para mantener una nota media alta le robaban todo su tiempo. En la Facultad de Derecho no había
sitio para distraídas, o eso le había advertido su abuela con suficiente frecuencia. Nunca había vuelto a hacer
ninguna otra pieza.
Los turistas se paseaban entre las obras de artesanía mientras Beth ocupaba una pequeña mesa de
trabajo dispuesta de tal manera en el rincón del fondo que le daba una visión total de la tienda. Había elegido
hacer una pulsera con varias formas y tamaños de cuentas. Los tonos de azul se iban agrupando, interrumpidos
por una perla color plata aquí y allá. Mientras montaba el cierre, se dio cuenta de que una de la piedras era
exactamente del mismo azul intenso que los ojos de Joe.
El recuerdo de su sonrisa le llenó la mente, seguido de cerca por la dosis continua de chispas que su
tacto encendía en ella. ¿Habría elegido ese azul a propósito de forma subconsciente?
Las notas de las campanillas de la puerta la salvaron de pensar más en el tema. Una rubia cubierta por
un vestido blanco y negro de aspecto caro, alpargatas y grandes gafas de sol estilo Jackie O entró en la tienda.
Llevaba el pelo corto con mucho estilo, las uñas con una perfecta manicura francesa y Beth sabía que el bolso
de mano que llevaba la clienta bajo el brazo derecho costaba más que un plazo del automóvil de Beth.
Notó una ligera sensación de familiaridad, como si la hubiera visto antes en algún lugar.
—¿Puedo ayudarla? —dijo, cuando la mujer se detuvo a la entrada misma.
—Busco a Lola LeBlanc. —La voz aguda contenía la cadencia del dinero con la típica falta de
generosidad. Beth conocía bien a esas mujeres. Solían estar casadas con un socio de un buen bufete de
abogados.
—Lola ha tenido que salir, pero volverá enseguida. ¿Hay algo que pueda hacer por usted o preferiría
esperar?
Beth pasó tras el mostrador, haciendo lo que podía para fingir ser una dependienta dispuesta a ayudar.
La rubia se miró el reloj y Beth se percató de los diamantes que rodeaban el delgadísimo cristal de la esfera.
Le vino a la cabeza la expresión «costoso mantenimiento».
—¿Cuándo regresará? Tengo una cita en veinte minutos.
Había reservado veinte minutos para Lola. Debía de ser importante. Quizá su próxima cita era para
secuestrar perritos.
—¿Está aquí para recoger algún artículo? Si me da su nombre. puedo ver si hay algo en la trastienda
para usted.
—Me llamo Cassandra Wheeler y necesito hablar con la señora LeBlanc.
Wheeler. Wheeler Development. En un instante Beth recordó dónde había visto a aquella mujer antes.
En el bufete. Saliendo del despacho de Lucas.
—Yo…
—Aquí tiene mi tarjeta. Dígale a la señora LeBlanc que me llame al número del hotel que está escrito
detrás. Asegúrele que la llamada merecerá la pena.
Antes de que Beth pudiera decir media palabra, Cruella salió del establecimiento, en el que solo
quedó el sutil son de unas campanillas y un toque de Chanel.
Beth frunció los labios. ¿Qué negocios podía tener Lucas con Cassandra Wheeler? Las dos veces que
recordaba haberla visto salir de su oficina, había supuesto que la mujer era solo una clienta más, pero Lucas
no trabajaba en la cuenta de Wheeler.
La única conexión entre los dos era Anchor, pero Lucas no ayudaría a Wheeler a hacerse con la isla.
¿O sí?
A Beth no le gustaban los pensamientos desleales que le pasaban por la mente. Le preguntaría a Lucas
sobre sus reuniones con la señorita Wheeler la próxima vez que hablaran. Seguro que había una explicación
muy sencilla. O eso esperaba.
Una mañana en el agua solía poner a Joe de buen humor. Un clima perfecto, montones de peces y
turistas satisfechos, todo antes de mediodía. El grupo de esta mañana quedó tan satisfecho que reservaron otro
viaje para el martes, pero, en lugar de disfrutar del trabajo bien hecho y la perspectiva de más ingresos, Joe
no podía dejar de pensar en Beth y la maldita chispa que había provocado en su sistema la noche anterior.
Las futuras reuniones familiares iban a ser realmente incómodas si no era capaz de dejar de pensar en
la mujer de su hermano pequeño en clave lujuriosa, pero… aquello había sido algo más que lujuria. No se lo
podía creer, pero le empezaba a gustar. Sus agallas, su risa, su fuerza callada. Incuso su determinación de
ganarse a su familia, aunque no entendía por qué su aprobación significaba tanto para ella.
Al entrar por la puerta del Dempsey’s, Joe se tropezó con una escena que le distrajo de su futura
cuñada.
—He ignorado los intentos del señor Wheeler de ponerse en contacto conmigo porque no estoy
interesado en lo que me tenga que decir. —El padre de Joe, detrás de la barra, miraba fijamente a un chico
agraciado vestido de traje que tenía enfrente—. Si es necesario decirlo en persona, señor Paige, considere
esta mi respuesta oficial. No estoy interesado.
Joe agarró un vaso y se sirvió un refresco antes de apoyarse en la nevera. Su padre parecía estar
suficientemente enfadado como para convertir su respuesta verbal en una física y aquello sería un espectáculo
digno de ver.
—Creo que no ha considerado todas las posibilidades, señor Dempsey. Trabajar con Wheeler
Development le traería muchos más beneficios. El señor Wheeler está dispuesto a…
—¿Tiene problemas de oído, señor Paige? —Joe reconoció el peligro inminente cuando su padre
cruzó los brazos y empezó a trasladar su peso de un pie a otro. El hombre trajeado, obviamente, no lo veía.
—Si echa un vistazo a los planos que hemos diseñado para el proyecto, comprenderá su alcance, así
como el potencial de enriquecimiento de la isla.
Así que Cassandra no era la única representante de Wheeler en la isla.
Tom dio un puñetazo en la barra antes de que el esbirro de Wheeler extendiera los papeles que había
sacado del interior de su chaqueta. Gruñó en voz baja:
—Tome sus planos y su potencial enriquecimiento y salga de mi restaurante.
Joe sonrió. Tom Dempsey no sacaba su carácter a menudo, pero, cuando lo hacía, los resultados eran
legendarios. Quizá el niño bonito lo intentara un poco más. Si su padre mandara al indeseable afuera de una
patada, enviaría un mensaje claro a Wheeler Development.
Los papeles volvieron a desaparecer en el interior de la espléndida chaqueta del traje, al tiempo que
el hombre retrocedía. El niño bonito siguió intentando imponerse.
—Debería pensarlo, señor Dempsey. Cuando sus vecinos se unan al proyecto, el señor Wheeler ya no
será tan generoso con quienes se lo pongan difícil.
Una amenaza directa. «Te la guardas donde te quepa, niño bonito.» Joe fue hacia la barra mientras el
hombre trajeado salía.
—Supongo que no tengo que preguntar de qué iba eso.
—El hijo de su madre no se da por vencido —dijo Tom, aún en voz baja—. Hay un millón de islas
por las que podría interesarse y va y elige la nuestra.
Joe sospechaba que el repentino interés de Wheeler en Anchor tenía más que ver con venganza que
con negocios inmobiliarios. Venganza contra Joe. Le había puesto un anillo al dedo de Cassandra Wheeler y
luego se había echado atrás cuando ella lo forzó a elegir entre ella y la isla.
La elección había sido sencilla, pero eso no hacía que se sintiera menos estúpido.
A Cassie se le daba estupendamente bien manipular a su padre, aquel hombre haría cualquier cosa
para hacer feliz a su hija. Aunque no podía probarlo, Joe sospechaba desde hacía tiempo que Cassie estaba
detrás de la oferta de trabajo que su padre le había hecho después de que rompieran. Dinero, poder, despacho
con ventana. Intentó comprar a Joe del mismo modo que comprarías un coche o un barco nuevo, de manera
que ¿qué impedía comprar una isla a Tad «Millonetis» Wheeler? Especialmente cuando aquella isla podría
hacerle ganar una fortuna.
—¿No crees que nadie vaya a ceder? —dijo Joe.
—Se está echando un farol: si no, el precio ya habría bajado. —Tom siguió limpiando la barra—.
Pero debemos de estar molestándolo bastante si nos manda a su lacayo.
Antes de que Joe pudiera responder, Tom dejó el trapo y se dirigió a la puerta.
—Aquí está mi chica —dijo, rodeando los hombros de Beth con el brazo—. Siéntate en la barra. Esta
vez vas a comer, no a trabajar. —Le echó una mirada a Joe—. No te quedes pasmado, tráele una carta a la
chica.
«¿Qué puñetas?»
—Yo tampoco vengo a trabajar.
—Entonces trae dos cartas y sal de detrás de mi barra.
Joe agarró los menús y se unió a Beth, dejando un taburete vacío entre ambos. Sin mediar palabra le
pasó una carta y luego se puso a escudriñar la suya como si no estuviera familiarizado con la misma.
—¡Vaya, gracias! —dijo ella, dejando un teléfono en la barra, entre los dos.
—No se merecen.
La tira de tela vaquera que pasaba por falda mostraba más que suficiente cuando Beth estaba de pie.
Cuando se sentaba en el taburete de la barra, aquella prenda revelaba muslo suficiente como para poner en
peligro el bienestar físico del hombre.
Cambiando de postura, Joe mantuvo los ojos por encima del nivel de la barra.
—¿De verdad no hay ningún lugar en esta isla donde se pueda recibir señal?
Joe miró a Tom, que contestaba.
—Me temo que no.
—Quería llamar a Lucas, pero supongo que tendré que esperar.
—Puedes usar el teléfono de la cocina.
Beth hizo un mohín. Quizá hubiera cambiado de opinión sobre quedarse en Anchor sin Lucas.
—No, no importa. De todas formas, probablemente estará ocupado. Ya hablaré con él esta noche.
—¡Pedido listo! —dijo una voz desde la cocina.
—Vuelvo enseguida —dijo Tom, bajando los platos de la estantería de acero inoxidable—. Ahí está
el teléfono cuando quieras usarlo.
—Gracias —dijo, y se volvió hacia Joe—. ¿Qué recomiendas?
—¿Perdón? —preguntó Joe. ¿De verdad quería su opinión sobre si debía telefonear? O, lo que era
peor, ¿sobre quedarse en la isla?
—De la carta. ¿Qué me recomiendas? —dijo mirándolo con aquellos grandes ojos verdes. La mente
se le quedó en blanco.
—No sé. Pide lo que quieras. —Se volvió a esconder tras su carta, pensando en pedir la comida para
llevar.
—¿Tan horrible es tener que hablar conmigo? —El tono dolido de su voz lo hizo sentir como un
perfecto imbécil. ¿Por qué no podía enfadarse? Él debía saber cómo enfrentarse a eso.
Joe mantuvo sus ojos puestos en la carta y consideró su respuesta.
—Te lo dije una vez, no soy muy hablador. Si quieres saber algo, pregunta.
—Ya lo he hecho.
—¿Qué has hecho?
—Te acabo de preguntar.
—Bueno, no sé lo que te gusta. —Cuanto más se defendía, más sentía que estaba perdiendo una
batalla argumental que no había previsto—. ¿Cómo voy a decirte qué comer cuando no sé nada sobre ti?
—Pues sabrías algo sobre mí si dejaras de huir.
Típico de una mujer.
—¿Por qué estás tan disgustada? Y no me digas que es por no haberte recomendado que pidas la
hamburguesa.
—Efectivamente, no es por eso. Anoche estuvimos bastante amables el uno con el otro y hoy vuelves
a actuar como si… tuviera lepra.
—No exageres.
Beth levantó los ojos, desesperada.
—Dios mío, ya sabes lo que quiero decir. ¿Por qué no te gusto?
—Yo no he dicho que no me gustes. —Una cosa estaba clara, la vida sería mucho más segura si no le
gustara—. ¿Y por qué es importante para ti gustar a la gente?
Parecía que le hubiera preguntado cómo llegar desde Anchor a Marte en un bote de remos.
—Porque… simplemente lo es. ¿Tú no quieres gustar a la gente?
Mientras lo dejaran tranquilo, a Joe le importaba dos cominos a quién le gustaba o no.
—No.
—Mientes —dijo Beth, volviéndose hacia él.
—No. Si quisiera mentir, te diría lo que quieres oír para así gustarte. —No tenía ni idea de dónde
había sacado esa línea de defensa, pero estaba impresionado de que se le hubiera ocurrido.
Ella entronó los ojos verdes mientras daba golpecitos con un dedo en la carta que tenía delante.
—Veo que hablas en serio.
—Sí.
—Eso, bien mirado, explica muchas cosas. —Abrió la carta, como si intentara fingir que no le
importaba gustarle o no, pero él sabía por la voz que aún le importaba—. Solo esperaba que nos lleváramos
bien ya que vamos a ser familia. No importa.
Ahora ella creía que a él no le gustaba. Parte del cerebro de Joe decía que la dejara creerlo, pero la
otra parte, la que estaba loca, hacía que se sintiera como si acabara de darle una patada a un cachorro. Dos
veces.
—Bastante.
—¿Bastante qué? —preguntó Beth.
—Que me gustas bastante. —Admitirlo no era ni por asomo tan difícil como esperaba y «bastante»
era una subestimación, pero ella no necesitaba saberlo—. Tengo otro chárter esta tarde, pero estoy libre
mañana. ¿Quieres ver más partes de la isla?
Ya era oficial. Había perdido la cordura.
Ella parpadeó como si le hubieran echado arena en los ojos. Entonces, miró por encima del hombro
de él, inclinándose tanto que se tambaleó sobre el taburete.
—¿Qué haces? —preguntó él.
—Mirando para ver si alguien te está apuntando con una pistola.
—Muy graciosa, pero no estoy para bromas. Si no quieres, me lo dices. —Tampoco era que hacer de
guía fuera su pasatiempo favorito—. Pero luego no digas que no me he ofrecido.
—No, no. Tienes razón. Estás siendo amable y no debería tomármelo a broma. —Beth le dedicó una
sonrisa que le iluminó la cara y a él le hizo un efecto no deseado en el plexo solar—. Pero no es raro que me
asombre al ver al Joe más amable y gentil. No lo he visto mucho por aquí.
Aquella tenía que ser la forma más amable que jamás había ideado alguien para llamarlo desgraciado.
—Efectivamente, te salvé de Sid anoche. Y te vendé las ampollas cuando no estabas muy colaborativa
que digamos. —Ella abrió la boca, supuestamente para defenderse, pero él no se lo permitió.— Debe de ser
lo más amable que he hecho en al menos seis meses.
Beth se rio y Joe no pudo evitar carcajearse con ella. La sensación no era familiar, pero tampoco era
desagradable.
—Compré un dibujo del faro en la tienda de Lola hoy. Me gustaría ver la versión real. ¿Me podrías
llevar mañana? Prometo portarme muy, muy bien. —Se pasó rápidamente al taburete que había entre ambos,
rozó con su muslo el de él y lo retiró de golpe. La sonrisa desapareció.
Dichosas chispas.
—Te llevaré. ¿Te interesa también ver los caballos salvajes? Están muy lejos para ir andando, así que
podríamos aprovechar ya que vamos en automóvil. —Alguien tenía que examinarle la cabeza. O dormirle otra
parte de su anatomía. Antes del día siguiente.
—Sí que me gustaría. —Volvió la sonrisa, más tentadora que antes—. Gracias, Joe. Esperaba que
pudiéramos ser amigos.
—Sí, amigos. Podemos. —Siempre que ella no lo tocara. O hasta que se diera por vencido y se
arrojara desde el muelle.
CAPÍTULO 8
Entre la energía que sentía cada vez que se tocaban y aquel hoyuelo letal, ganarse a su futuro cuñado
empezaba a ser como trabajar en un caso de mafiosos. Peligroso para su integridad. Bueno, simplemente
sentía una atracción física. No se acababa el mundo por eso. No era que le gustase nada más de él. El hombre
era testarudo, quejicoso y duro.
Pero cuando se le suavizaba la cara y bajaba la guardia, ella parecía olvidar sus defectos. Pasar
tiempo con Joe era como caminar demasiado cerca del borde de un acantilado. Un paso en falso y se podía
caer. No. No podía pensar de ese modo. No había nada de malo en que le gustara su cuñado. En términos de
amistad. Iban a ser familia cuando se casara con Lucas. Debían ser amigos.
Tras un almuerzo amistoso aunque mayormente silencioso, Beth vio cómo Joe se marchaba para pasar
una tarde navegando. Con solo pensarlo ya se mareaba. Luego fue a casa con Patty, que ya había regresado de
hacer la compra.
—Ya tengo toda la carne envuelta y en el congelador —dijo Patty, reuniéndose con Beth en el porche.
—Tendrías que haberme dejado ayudarte.
—Ya has trabajado suficiente. Se supone que son tus vacaciones, no un empleo veraniego. —Patty
dejó un vaso alto de té helado en la mesa, al lado de Beth, y luego se dejó caer una silla Adirondack—.
¿Cómo ha ido la mañana?
—Bien. He vuelto a visitar a Lola y me he hecho esta pulsera. —Beth levantó la muñeca derecha.
—Es bonita —dijo Patty, dándole vueltas a la pieza—. Este azul de aquí es igualito que el de los ojos
de Joe.
Beth dejó caer el brazo.
—¿Tú crees? No me había dado cuenta. —Tomando su vaso de té helado, sacó el tema de Cruella—.
Entró una mujer en la tienda mientras Lola estaba fuera haciendo unas gestiones.
—Bueno, por el bien de Lola, espero que entrara más de una mujer.
—Por supuesto, pero no se trataba de la típica turista buscando un bonito recuerdo. Se llama
Cassandra Wheeler.
Patty casi se echa el té helado en el regazo.
—¿Cassie está en la isla?
—¿La conoces? —preguntó Beth.
—Oh, ya lo creo que conocemos a Cassie Wheeler. Aunque Joe la conoce mejor que nadie.
—¿Joe? —Como Cassandra se ajustaba a la descripción de la prometida que Joe esperaba que Lucas
trajera y le había dejado bien claro que la «muñeca rubia» no habría sido bienvenida, había supuesto que
Wheeler no podía ser amiga de Joe.
—Era su prometida.
Si Beth hubiera estado bebiendo en ese momento, le habría rociado toda la cara a Patty.
—¿Joe ha estado prometido con Cruella de Vil?
Patty se rio.
—Sí que tiene un aire «Cruella», ¿no? Se conocieron hace un par de años cuando Cassie pasó el
verano trabajando para el servicio de parques.
—¿Pero su padre no es Tad Wheeler? —No se imaginaba a la señorita Pretenciosa haciendo algún
trabajo no cualificado.
—Sí, pero ¿cómo lo sabes?
Beth pensó un poco la respuesta. Mentir a su futura suegra dos veces en dos días no estaba nada bien,
pero no podía mencionar las reuniones de Cassandra con Lucas. Primero debía hablar con él de dichas
reuniones.
—Su tarjeta de negocios decía «Wheeler Development» y até cabos.
—Entiendo. —Beth exhaló cuando Patty continuó—. Pero no siempre ha sido rico y decidió que su
hija necesitaba comprender lo que significaba trabajar de verdad. Por supuesto, pagó para que viviera en una
de las cabañas más bonitas de la isla y se aseguró de que tuviera todo el dinero que necesitara. —Patty se
cruzó de brazos—. Bueno, tampoco son unas circunstancias ideales para formar el carácter.
Aquello aún no le cuadraba del todo.
—¿Y qué hacía Joe con alguien así?
—Por una parte, es preciosa, seguro que lo has visto. Habrían tenido bebés preciosos. —Patty puso
una mirada perdida y Beth sintió náuseas—. Supongo que también es que Joe era el tipo de hombre que
sacaría de quicio a su padre. El hombre debe de querer que su hija se case con un médico o un abogado,
seguro que por eligió a Joe en lugar de a Lucas.
—¿También conoce a Lucas? —Aquella era una pregunta capciosa, porque Beth la había visto salir
del despacho de Lucas al menos dos veces el mes anterior.
—Coincidió con ella la única vez que él vino a casa ese verano. Lucas está casado con su trabajo, así
que no estaba mucho por casa. —Patty pareció darse cuenta de lo que acababa de decir—. Quiero decir…
—No pasa nada —dijo Beth—. Sé cuánto tiempo pasa Lucas en el trabajo. Está empeñado en ser el
socio más joven que haya tenido el bufete y eso supone sacrificios. —Le había hecho tantas veces el discurso
de los «sacrificios» que Beth era capaz de recitarlo al pie de la letra.
—Cuando os caséis, estoy segura que eso cambiará.
Beth no se hacía ilusiones en ese sentido, así que cambió de tema, volviendo al irónico de Joe.
—¿Y qué pasó con Joe y esta Wheeler? ¿Por qué no se casaron?
Patty se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. La fue a visitar a Richmond y, cuando volvió, solo dijo que no había funcionado.
Menos de una semana después le llegó el anillo por correo. —No le sorprendía que Cassandra Wheeler no
fuera lo que se dice sentimental—. Por lo que yo sé, Cassie no había vuelto a la isla desde entonces, por eso
me ha extrañado tanto cuando la has mencionado.
—Estoy bastante segura de que no está aquí de vacaciones. Esta tarde parecía preparada para entrar
como un huracán en una sala de juntas. Y luego robar una camada de cachorritos para hacerse un abrigo de
piel.
—Me pregunto si Joe sabrá que está aquí. No creo que lo veamos esta noche, porque me ha pedido
que dé de comer a Dozer. —Patty golpeteaba con un dedo el brazo de su silla—. Quizá debería dejarle una
nota.
—Me va a llevar a ver la isla mañana —dijo Beth, intentando parecer relajada—. Se lo diré a
primera hora.
—¿Te va a enseñar la isla? —Patty parecía tan sorprendida como Beth se había sentido cuando Joe le
hizo la propuesta—. ¿Se lo ha dicho Tom?
—No creo. Se ofreció hoy mientras almorzábamos. —Pensaba en cómo se había agarrado a la
oportunidad de conocer al misterioso hermano de Lucas y ganarse su aprobación. Ahora sentía ganas de
decirle dónde se podía meter su aprobación.
—Sorprendente. —Patty se recostó y volvió a cruzar los brazos—. Estos días está lleno de sorpresas.
—Y lleno de malas pulgas también —dijo Beth, aliviada cuando vio que la madre de su prometido
sonreía.
Joe estacionó el Jeep entre su casa y la de sus padres y vio que el indicador de gasolina rozaba el
vacío. Tendrían que pasar por la gasolinera por la mañana.
Tendrían. Mierda.
Había librado una guerra en su cerebro desde que dejó a Beth en Dempsey’s. Como si poner distancia
con el origen de las chispas fuera a permitir que su cerebro funcionara de nuevo.
«¿En qué demonios estaba pensando?»
Al bajar del Jeep, Joe oyó el tintineo de las placas de identificación de Dozer desde el porche. Debía
estar en el interior de la casa, no afuera.
—¿Dozer?
—Ya lo tengo —dijo la voz de Tom en la oscuridad.
—¿Padre?
—¿Quién si no?
—No sé —dijo Joe, subiendo por las escaleras—. Normalmente no tengo gente merodeando por mi
porche en la oscuridad. —Dozer se puso a dos patas, meneando la cola, y Joe le rascó las orejas—. Hola,
chico.
—Siéntate —dijo Tom—. Tenemos que hablar.
—Esa frase nunca anuncia nada bueno. —Joe se dejó caer en una de las grandes mecedoras blancas
que prefería a la colorida colección de Adirondack de Patty—. ¿Qué he hecho ahora?
—Nada. Aún. —Tom dudó como si estuviera ganando tiempo. Joe esperaba que la cosa no se
alargara. Necesitaba una ducha caliente y una Bud fría—. Patty dice que vas a llevar a Elizabeth a ver la isla
mañana.
—Me he ofrecido, sí. —La Bud pasó a ser un vasito de Jack—. ¿Y qué?
—La llamaste Beth anoche y he visto el modo en que la mirabas hoy. —Tom Dempsey no solía
andarse por las ramas.
Joe se pasó las manos por la cara.
—Me dijo la primera noche que prefería Beth. Así que es como la llamo. Pregúntale si no me crees.
—¿Y qué hay de hoy?
—¿Qué? Hemos almorzado. Estabas allí.
—Y he visto cómo la mirabas —repitió Tom—. Es una chica estupenda, lo sé. Pero es la prometida
de tu hermano.
—Confía en mí, lo sé. Lo que sea que piensas que viste, no es nada. —Quizá debía ahorrar a todos
tiempo y saltar por el muelle ya mismo—. Ya he tenido bastante hoy.
Joe se levantó y Tom hizo lo mismo.
—Solo te pido que tengas cuidado.
—Entendido. —Vio cómo su padre bajaba los escalones y lo detuvo al pie—. Eh, ¿le has contado esto
a Patty?
Tom levantó las manos.
—No hay nada que contar, ¿no?
—No. —Joe se pasó una mano por el pelo—. Solo quería saberlo. No quiero que diga nada. Ya
sabes.
—Sí. —Tom sonrió a la luz de la luna—. Lo sé. —Luego, con una palabra resumió la situación—.
Mujeres.
—Exacto —coincidió Joe.
A la mañana siguiente, Joe encontró a Beth esperando en el porche de sus padres. Dozer fue quien la
alcanzó primero y el animal recibió una caricia a modo de saludo. Una pata golpeó el suelo de madera con
alegría canina y Joe ignoró el pinchazo de celos.
—¿Lista para salir?
Se volvió y sonrió, aunque había algo en sus ojos… diferente. Como de una mujer que tiene un plan.
No era la mirada más tranquilizadora del mundo.
—Lista cuando tú lo estés. —Ella dio una última caricia a Dozer y se levantó de la silla.
Una falda blanca corta que parecía un tubo de tela elástica se ceñía a sus caderas. A Joe se le secó la
boca. La sencilla camiseta con cuello de pico era de un verde mar que resaltaba sus ojos.
—Dozer también viene, ¿verdad? —preguntó, con el perro tras ella como si estuviera en trance. Ahí
se acababa su lealtad. Maldito perro.
—Sí, se viene. —Joe abrió la puerta del Jeep.— Sube, Dozer.
El perro siguió sentado al lado de Beth, con la lengua colgando a un lado. Beth le volvió a sonreír.
—Creo que le gusto. —Ella abrió la puerta de su lado y el perro saltó sin tener que decírselo.
—Sigue así, amigo. Sigue así. —Joe se subió mientras Beth se estaba abrochando el cinturón de
seguridad—. Te voy a retirar el tarro de premios rápidamente.
Beth volvió a rascar al can bajo la barbilla.
—No te preocupes, Dozer. Yo te daré esos premios.
—Ni siquiera sabes dónde están.
Ella miró a la pequeña cabaña y levantó los hombros.
—No es una casa grande. No puede ser difícil encontrarlos.
—Déjame adivinar, además de hacer de camarera, ¿también te dedicaste al allanamiento de moradas
para pagarte la universidad?
Ella levantó una ceja.
—Hay una llave detrás de la puerta de la cocina de tus padres.
—Ni un verdadero criminal sería más preciso. —Joe puso el Jeep en marcha atrás y removió la grava
al retroceder hasta la calle—. Primera parada, gasolinera. Siguiente, el faro.
Y, después, los caballos y sus obligaciones se habrían acabado. Cuanto antes acabara con aquello,
mejor.
—Bueno, ayer conocí a alguien que conoces —dijo Beth.
Conocía a todo el mundo en la isla, así que tendría que ser un poco más específica.
—¿Quién?
—Una mujer —respondió.
—¿Podrías ser un poco más específica? Conozco a muchas mujeres.
—¿Muchas mujeres?
—¿Te ha encargado Patty que averigües cosas sobre mi vida amorosa o algo así?
Beth quitaba pelusa invisible de la falda, atrayendo su atención a más muslo expuesto de lo que él
necesitaba ver. El Jeep dio un bandazo, haciendo que Dozer perdiera el equilibrio.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella, volviéndose al asiento trasero para tranquilizar al perro.
—Una ardilla —Le pareció una buena respuesta—. ¿Y qué hay de todas esas preguntas?
—No tiene nada que ver con Patty, aunque es la que me informó sobre la… ¿Cómo podría
describirla? —Se dio unos golpecitos en la barbilla, fingiendo estar pensando profundamente—. Ya sé. Una
muñeca rubia y arrogante. Y, aunque no salí a mirar, apuesto que conducía un automóvil de lujo.
La madre que la…
—Seguro que sí. —La miró y vio que la sonrisa dulce había desaparecido—. ¿Dónde conociste a
Cassie?
Beth ignoró la pregunta.
—Estuviste prometido con exactamente el tipo de mujer que pensaste que yo sería aquel día en el
ferri. Me insultaste a mí y a tu hermano con el mismo estereotipo con el que tú casi te casas.
—Mujer, si lo ves de ese modo…
—Espera. —Se volvió todo lo que le permitía el cinturón—. No te sorprende saber que está en la
isla. Sabías que estaba aquí.
—Me hizo una visita en el muelle el sábado.
—Qué detalle. —Se volvió a colocar mirando al frente—. Estoy segura de que os lo pasasteis de
miedo poniéndoos al día. Espero que comentarais lo hipócrita que eres.
—Mira, lo siento. Tampoco es que tú dijeras «Hola, me llamo Elizabeth y soy la prometida de tu
hermano».
Ella volvió a mirarlo. A aquel paso tendría una rozadura por el cinturón de seguridad antes de llegar a
la gasolinera.
—Ni siquiera sabía quién eras. Y ya te lo dije, después de que me dieras la descripción tan
halagadora del aspecto que esperabas que tuviera, pensé que no sería buena idea presentarme como la
persona a la que acababas de insultar.
—Impresionante.
—¿Có… cómo?
—No tienes problema para regañarme ahora. Y no te importó lanzarme insultos mientras te curaba las
ampollas anoche, así que perdona si eso de «no quería avergonzarte» no me basta.
—Es así. Bien. Yo no hago esas cosas.
—No me digas —resopló él—. Pues nadie lo diría.
—No soy tan maleducada… como otras personas que conocemos.
Joe apartó el Jeep de la carretera y se detuvo.
—Yo no me he buscado esto. Me he disculpado por hacer suposiciones. Me disculparía por la mujer
con la cual casi me caso, pero no sé por qué te debería importar a ti eso. Y créeme cuando te digo que he
pagado más que suficiente por mi error.
La boca de Beth parecía la de un pez en busca de aire, mientras que Dozer gimoteaba en el asiento
trasero.
—No pasa nada, chico —dijo Joe—. ¿Vamos a seguir con el plan o te llevo de vuelta a casa?
—Ahora no te puedes echar atrás.
—Sí que puedo, si me vas a estar dando la lata todo el día, pero, ¿por qué estás tan enojada hoy?
—Es que ella… —Beth se cruzó de brazos—. Estuviste prometido con Cruella de Vil.
Él se había perdido ya.
—¿Qué yo qué?
—Trabajas en un barco de pesca. Te vistes… —Gesticuló con la mano indicando su atuendo—. Con
bermudas color caqui y camisa vieja de franela. Conduces un Jeep. —Señaló a Dozer—. Hasta tienes un
perro gigante. ¿Qué pinta un tipo como tú con una… eso, una muñeca rubia pretenciosa?
En dos años no había podido responder a esa pregunta.
—Ya me gustaría saberlo. —Se volvió hacia ella—. Eres lista, o eso parece. Sirves mesas como una
profesional, así que sabes lo que es trabajar. Te gusta mi perro, así que tienes buen gusto. ¿Qué estás haciendo
tú con un adicto al trabajo súper ambicioso y egocéntrico?
—¿Cómo puedes decir eso de tu propio hermano?
—Porque es verdad. —Joe miró al mar.— Quiero a mi hermano, pero eso no significa que lo
entienda. Él va persiguiendo algo y tú no pareces de las mujeres que van corriendo al lado de un hombre.
Pareces más de las que van a remolque.
—Lucas es dulce y generoso y me quiere. —Esperó hasta que él volvió a mirarla—. Y no hay nada de
malo en ser ambicioso.
—No hay nada de malo, en absoluto —dijo, ajustando el retrovisor—. Siempre que tengas claras tus
prioridades.
—¿Y qué te hace pensar que Lucas no tiene claras sus prioridades?
Se volvió a mirarla.
—Bueno, yo no lo veo por aquí, ¿verdad?
Beth cerró bien la boca y un músculo debajo de la oreja izquierda se le tensó. Apartó la mirada de sus
ojos, miró al frente y cruzó los brazos.
—No lo entiendes.
—Exacto. No lo entiendo.
Su expresión le decía que le había tocado un nervio. Posiblemente uno que ella había ignorado.
—¿Lista para hacer turismo?
Lo miró intensamente una vez más, dejó las manos en el regazo y dijo:
—Vayamos a ver un faro.
CAPÍTULO 9
Beth discutió con Joe mientras este llenaba el tanque del Jeep y continuó todo el rato hasta su destino.
Esa discusión se desarrolló dentro de su cabeza. Por fuera permaneció callada y calmada. Lo que significaba
que la discusión no era exactamente con Joe. Era consigo misma.
«¿Por qué no está aquí Lucas?»
«Sabes que tuvo que irse por aquel caso. Su trabajo es importante.»
«También lo soy yo. Yo soy importante. ¿Cuándo voy a ir yo antes que el trabajo?»
«Soy importante y Lucas me lo demuestra constantemente. Es dulce y generoso y me cuida muy bien.»
«¿Y acaso tengo cuatro años? No necesito que me cuiden. Necesito tener yo la prioridad. ¿A quién le
importa si es o no socio del bufete?»
«A Lucas le importa y eso significa que ahora me importa, demonios. No voy a pensar mal de Lucas
ahora que no está para defenderse.»
«Nunca está aquí y nunca me pregunta qué pienso, así que ¿qué más da?»
—Ya basta. —Beth no se dio cuenta de que eso lo había dicho en alto hasta que Joe pisó el freno,
haciendo que sufrieran una sacudida hacia delante.
—¿Qué basta?
«Cerebro estúpido. Mira lo que has hecho.»
—Nada. Lo siento. Estaba pensando en otra cosa. —Centrándose en la distancia, Beth se dio cuenta
de que se veía la punta del faro levantándose por encima de una tira de árboles—. ¿Ya llegamos?
Joe se desabrochó el cinturón.
—Ya estamos.
Beth se volvió para desabrochar el suyo y se encontró con el panorama de los pantalones de Joe
ceñidos a su trasero mientras salía del Jeep. Ningún hombre con esos atributos debería llevar pantalones
anchos.
«No miro el trasero de Joe.»
«¿Cómo que no? Pero si es espectacular.»
—¿Sales o qué?
Beth pegó un salto cuando Dozer le puso el hocico mojado contra la oreja.
—Ah sí. Claro —dijo, limpiándose la oreja en el hombro. Joe le abrió la puerta, dándole espacio más
que suficiente para que saliera sin que hubiera amenaza de contacto corporal. Al menos, en ese aspecto,
estaban de acuerdo.
Joe rodeó el vehículo y caminó hacia lo que parecía ser un muelle largo en tierra firme, con barandas.
Siguiéndolo de cerca y haciendo el esfuerzo de no centrarse en el trasero estelar de Joe, Beth se hizo la
imagen mental del trasero de Lucas en pantalones de vestir. Siempre le habían gustado los hombres con traje y
Lucas siempre tenía buen aspecto con los suyos. Cosa que tenía mucho sentido, puesto que se gastaba un
montón de dinero para asegurarse de que fueran perfectos.
¿Y qué si Lucas no estaba allí? ¿Y qué si Joe parecía saber dónde debía estar Lucas pero Lucas no lo
sabía?
No. Lucas necesitaba estar en Richmond y ella no lo iba a culpar por eso. Su dedicación y su
ambición eran dos cualidades que a ella le encantaban, pero no era lo único que tenía su prometido. Él la
protegía, tomando el mando de cualquier situación. No hacía falta estresarse sobre cómo gestionar las cosas o
qué decisiones tomar, porque Lucas se ocupaba de todo. No había preocupaciones. Ni preguntas. Ni dudas.
Nadie que la sacara de su zona de confort.
«Tu zona de confort es aburrida.»
«Cállate.»
Al subir la vista, Beth también observó que Joe tenía unos hombros anchos. Firmes. Amplios. Los
hombros de Lucas no eran tan anchos, pero, claro, también era más delgado que Joe. No era que los
comparara. Pero unos buenos hombros eran algo agradable donde agarrarse.
De acuerdo. Hora de enfocarse en otra cosa. Fue fácil, porque una torre blanca y majestuosa se
levantaba a menos de cincuenta metros ante sus ojos. El faro era ancho en la base y se iba estrechando hacia
arriba del todo, donde había una pequeña cabina acristalada. Una barandilla negra rodeaba esa parte alta,
creando lo que debía de ser una estupenda plataforma de observación.
Hecho de ladrillo encalado, roto solo por una pequeña ventana cerca de la base y otra a mitad de
camino, la estructura parecía más alta que el edificio de cinco pisos en el que ella trabajaba en Richmond.
Incluso desde la distancia, Beth tenía que inclinar la cabeza hacia atrás para ver la parte más alta.
—¿Podemos subir?
—No. No se puede.
—¿Por qué no? —preguntó ella.
Joe levantó las manos haciendo la señal internacional de inocencia.
—A mí no me mires. El servicio de parques lo declaró poco seguro hace años. En temporada alta se
puede visitar la base, pero para eso aún faltan dos semanas. Cuando abran para los turistas, tú ya te habrás
ido.
Beth volvió a inclinarse hacia atrás para observar a un par de gaviotas que realizaban una danza
alrededor de aquel punto. Beth nunca habría imaginado que envidiaría a un par de gaviotas, pero en aquel
momento así era, las envidiaba.
Joe siguió caminando y la dejó mirando como una turista boquiabierta. Ella se apresuró para
alcanzarlo.
—¿La luz aún funciona?
—Sí, pero no es esa luz que da vueltas que probablemente te estás imaginando. Esta suelta un haz fijo
que puedes ver a más de veinte kilómetros.
Cuanto más se acercaban, más difícil era mirar hacia arriba y mantener el equilibrio al mismo tiempo,
pero no podía apartar los ojos de la estructura de ladrillo. Aparte de un breve vistazo de lo que pensó que era
el faro de cabo Hatteras el día en que llegó conduciendo, nunca había visto un faro de verdad.
El artista responsable del boceto a lápiz que le había comprado a Lola había hecho un trabajo
precioso al captar los detalles del ladrillo y la piedra y de los pequeños anexos, pero un dibujo no se podía
comparar con el objeto real. Ver construcciones tan altas en una ciudad llena de rascacielos era natural. Una
estructura tan alta y sólida guardando una isla minúscula era una cosa que maravillaba. Como si Dios mismo
hubiera plantado la torre en aquel lugar.
—¿Cuándo lo construyeron? —le preguntó a Joe, rompiendo aún más la promesa de no comportarse
como una turista.
—El original no era más que un poste y estaba en otra parte. Eso fue alrededor de 1700. El
desplazamiento del canal no cesaba de dejar el faro obsoleto, así que los primeros pobladores se vieron
forzados a reubicarlo varias veces. —Joe le dio un ligero empujoncito hacia la derecha, para evitar que
tropezara con una rama que ella no veía—. A uno de aquellos postes le cayó un rayo, no recuerdo la fecha.
Este faro se levantó a principio de la década de 1820.
—Impresionante. No sé qué es más fascinante, si el faro mismo o su historia.
Beth se imaginó las generaciones de marineros, por no mencionar a los piratas, que debieron de usar
aquella guía para llegar a salvo a tierra. Por algún extraño motivo, pasearse por el mismo suelo que los
piratas le hacía sentir una emoción inesperada.
—¿Te gusta la historia? —preguntó Joe, que ahora no parecía tan aburrido.
—Me encanta —dijo ella—. Mis excursiones favoritas en la escuela eran nuestras caminatas anuales
a Jamestown y Williamsburg.
—¿Creciste en Richmond?
Beth no tenía intención de que la conversación se centrara en ella. Ni siquiera Lucas conocía los
detalles de su niñez. Más que nada porque nunca se los había preguntado, pero también era cierto que a ella
nunca se le ocurrió darle esa información. Se lo contaría a su prometido. Algún día. No tenía que contárselo a
su hermano.
—Cerca. ¿Usas tú esta luz para navegar?
Si había captado su manera de desviar el tema, Joe no comentó nada.
—No. Tenemos equipos de navegación modernos. Ya no necesitamos el faro.
—Oh. —Beth se dio cuenta de que Joe sonreía esforzándose por no reírse de su pregunta. Que era
bastante estúpida, ahora que lo pensaba. No pudo evitar devolverle la sonrisa.
Si Beth le dedicaba muchas más sonrisas de aquellas, Joe tendría que poner fin a la visita y marcharse
a casa para darse una ducha fría. Sí, aquella mujer podía adoptar una actitud dura y a veces parecer enfadada,
pero cuando sonreía de aquel modo, como si realmente él le gustara, su cara se suavizaba y sus ojos brillaban
como una luciérnaga bailando sobre el agua en una noche cálida de primavera.
Por el amor de Dios. Acababa de comparar sus ojos con luciérnagas. Solo le faltaba empezar a
escribir cartitas de amor y dibujar corazoncitos sobre las íes.
Mientras le dejaba a Beth espacio para explorar lo que para él era como su propio jardín, Joe apreció
la suerte de su hermano. La mujer continuaba destruyendo cada una de las suposiciones que había hecho sobre
el tipo de mujer que se casaría con Lucas. Tener interés en la historia solía significar que te interesaban más
las personas que las cosas.
Una mujer atraída por Lucas debía haber estado más interesada en ir de compras y escapar de la isla
lo antes posible. Por lo que sabía, a Beth no le atraían las tiendas, excepto la de Lola, y todavía no había
salido con ninguna excusa por la que tuviera que regresar a Richmond. Algo que podría haber hecho
fácilmente, habiéndose marchado Lucas.
Si no supiera lo suficiente, Joe habría dicho que a Beth le gustaba Anchor Island, pero como aquello
no tenía ningún sentido, se deshizo de aquella idea, pero lo que no podía ignorar era lo reacia que se
mostraba Beth cuando debía hablar de sí misma. Su pregunta sobre dónde había crecido parecía bastante
sencilla, pero había cambiado de tema más rápido que un atún se traga la carnaza fresca.
¿Qué era lo que escondía? ¿Y le estaba ocultando los mismos detalles a Lucas?
Preguntarle a Lucas lo que sabía sobre su prometida era impensable. Preguntarle a Patty lo que había
averiguado reforzaría las sospechas de su padre. Joe tendría que buscar las respuestas de otro modo.
—Creo que tengo todas las fotos que quería —dijo, metiéndose el teléfono en el bolsillo—. ¿Qué
viene ahora, los caballos?
—Los caballos. —Joe estuvo a punto de llevarla por la cintura cuando volvía hacia el
estacionamiento, pero se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se metió las manos en los bolsillos—. Ya te
aviso. Si Chuck no trabaja hoy, nos tendremos que quedar en la pequeña plataforma de observación como los
demás turistas.
—¿Quién es Chuck? —preguntó ella mientras subía tras Dozer.
—Chuck Brighteyes trabaja con los caballos. Sus antepasados son anteriores a los colonizadores que
llegaron a la isla de Roanoke.
—¿Es allí donde estaba la Colonia Perdida? Lo he visto en los folletos que me dio Patty.
—Lo llaman la Colonia Perdida, pero nunca estuvieron perdidos, simplemente se mudaron antes de
que otros regresaran por ellos. —Joe giró a la derecha, a la carretera doce—. El mito sigue atrayendo a los
turistas, pero, como la mayor parte de la historia, se tergiversa para fines de hoy día.
—Aun así me gustaría verla —dijo, Beth, suspirando como suspiraría una adolescente por su último
capricho amoroso—. No me imagino haciendo lo que hicieron aquellos colonos. Dejar sus hogares y todo los
que conocían para mudarse a un mundo primitivo y desconocido.
Sus palabras le trajeron el recuerdo del día en que Cassie le había dado un ultimátum. Con una risa
burlona, ella había confesado que prefería morir a vivir en su isla primitiva. Y, como él prefería morir antes
que vivir sin la isla, el fin del compromiso era el siguiente e inevitable paso.
—Tenían sus motivos. Además, primitivo solo significa sencillo. Por lo que a mí respecta, prefiero lo
sencillo. —Joe casi sentía cómo Beth lo miraba, pero siguió con los ojos clavados en la carretera.
—Yo no lo decía en sentido negativo. Solo digo que fueron muy valientes para hacerlo.
—Sí que lo fueron.
Se hizo el silencio en el Jeep durante el resto del corto viaje isla arriba. Joe volvió a pensar en cómo
hacer que Beth hablara sobre su pasado. Como cuando obligas a un animal a cooperar, necesitaría ganarse su
confianza, pero eso no debía significar pasar más tiempo juntos, un pensamiento en absoluto reconfortante.
Luego tuvo una idea mejor. Poner a Sid al ataque. Las conversaciones de chicas no eran el fuerte de
Sid y, puesto que ya no le gustaba Beth para empezar, convencerla para que fuera amigable con ella no sería
fácil, pero si entendía que lo haría por Lucas, se prestaría a ello.
Sid podría averiguar lo que Beth escondía y, entonces, si había algo que Lucas debía saber, Joe se lo
contaría. Un hombre merecía saber con quién se casaba antes de llegar al altar. Independientemente de cómo
se sintiera Joe por lo de Cassie, al menos ella había revelado su verdadera naturaleza impresentable antes de
que se viese encadenado de por vida. De eso siempre estaría agradecido.
Al estacionar en el camino de tierra que se extendía al lado de las caballerizas, Joe supo que la
ausencia de camionetas junto a los establos significaba que no se podía ir más allá de la verja.
—No vamos a tener los caballos cerca hoy. Al menos, esta mañana no.
—¿No está tu amigo? —preguntó Beth, intentando ver por encima de los muros de la caballeriza—.
¿Y podría ver los caballos igualmente?
—Seguro —dijo Joe, señalando un tramo más elevado a la derecha—. Puedes subirte ahí y tomar
todas las fotos que quieras. Solo deja que estacione al otro lado del camino, para no bloquear la verja.
Nada más apagar el motor, Beth ya tenía los pies en el suelo. Cuando estaba detrás del vehículo, se
volvió a Joe, aún detrás del volante.
—¿No vienes?
—Me quedaré aquí con Dozer. Adelante.
—Ah. Muy bien.
Joe se sentó en la puerta trasera del Jeep y apenas se dio cuenta de que Dozer le estaba jadeando al
oído. La falda blanca de Beth, una falda cortísima, se movía de un lado a otro, y se le ciñó al trasero al subir
a la plataforma. Se había equivocado al pensar que la distancia mantendría su cuerpo a raya.
—Puede que esconda algo, pero seguro que no es bajo esa falda.
Dozer ladró.
—De acuerdo. Ya dejo de mirar la falda. Ya lo he captado.
Beth tomó fotos con su teléfono mientras los caballos pastaban y rebufaban indiferentes a su
presencia. Casi sentía cómo Joe la miraba, lo que provocaba en su cuerpo unos cosquilleos en lugares no
adecuados. Se había vuelto una vez y, en lugar de fingir que no la estaba mirando, Joe la había saludado con
el brazo. Dozer levantó una pata y saludó también.
Podría acostumbrarse a tener a los dos en su vida.
Aunque ya no estarían en su vida en cuanto volviera a Richmond. Sintió una opresión en el pecho
cuando lo pensó, así que se centró más en los caballos. El término «salvajes» la había llevado a imaginar que
estarían corriendo por un campo amplio y abierto, con las melenas volando al viento, disfrutando de su
libertad.
Pero los pobres estaban en un cercado o lo que parecía una serie de caballerizas con poco espacio
para correr. ¿De qué les servía ser salvajes si no podían estar libres? Las preguntas tenían que ver con su
propia vida tanto como con la vida de los caballos. Incluso sin las cercas, cuando sus abuelos habían pasado
a mejor vida, Beth continuaba siendo lo que ellos habían esperado que fuera su nieta.
Beth apartó el resentimiento que la amenazaba y volvió hacia el Jeep. Sus abuelos habían
economizado y ahorrado para enviarla a la universidad y ella se sentía en deuda con ellos por aquellos
sacrificios. Aparte de dar gracias a Joe por enseñarle la isla, no dijo mucho en el camino de vuelta al pueblo.
Hasta que Joe estacionó delante del Dempsey’s.
—¿Qué hacemos aquí?
Joe se encogió de hombros.
—Patty me dijo que te dejara cuando acabáramos. Ella y mi padre trabajan hoy y no quería que te
quedaras sola en casa.
Beth se deshizo de la decepción que sintió al saber que Joe no se quedaría a almorzar. Había
prometido llevarla al faro y a los caballos, no se había comprometido a pasar todo el día con ella.
—Dozer necesita agua, me lo llevo atrás por la puerta de la cocina, pero tú pasa. —Al oír su nombre,
el perro se metió entre los asientos y babeó en el hombro de Beth.
—Sí, estoy hablando de ti —dijo Joe—, vamos, compañero.
Beth siguió a los dos hacia la plataforma que rodeaba el restaurante. Cuando Joe y Dozer llegaron al
último escalón, el perro se quedó parado, emitiendo un gruñido que hacía vibrar las tablas bajo los pies.
Encontrar la fuente de aquella agitación era fácil. Entre el escalón y la entrada se encontraba
Cassandra Wheeler, mirando a Dozer de un modo que decía que con él se abrigaría aquel invierno.
CAPÍTULO 10
—Tranquilo, Dozer —dijo Joe. El perro se calmó, pero su cuerpo estaba aún listo para el ataque.
Beth subió los dos últimos escalones para ponerse al otro lado de Dozer, pero, cuando lo hizo, el
perro se puso delante de ella, como si la quisiera proteger de la rubia peligrosa. Joe volvió a decir su nombre
y el perro se sentó, sin dejar de mirar a Cassie.
—Veo que sigues teniendo a las mismas bestias —se mofó Cassandra con tono de enojo—. Deberías
aprender a llevarlas atadas.
Beth no creía que Joe tuviera otras mascotas, así que no tenía idea de qué iba el comentario.
Luego Cassie la miró.
—Me suena tu cara. ¿Quién eres?
—Ella es… —empezó a decir Joe, pero Beth lo interrumpió.
—Estaba trabajando en la tienda de Lola cuando viniste a verla. Me dejaste tu tarjeta de visita.
—Cierto. Tampoco me ha llamado aún. —Cassie se puso un bolso de mano bajo un brazo y se llevó la
mano a la cadera—. ¿Le diste mi mensaje?
—Sí. —No era necesario confesar que Lola arrojó la tarjeta a la basura—. Ya veo que estabas
saliendo. No quisiéramos entretenerte. —Beth se apartó a la derecha, forzando a Dozer y a Joe a imitarla.
Cassandra entornó los ojos, consciente claramente de la despedida encubierta de Beth.
—Mi oferta sigue en pie, Joe. Llámame cuando estés listo para hablar.
Beth podría haber ganado un Oscar por su relajada respuesta a las palabras de Cassie. Cruella debió
de asumir que ella y Joe estaban juntos y por eso el disparo final fue para ella. Dozer continuó gruñendo
cuando Cassie pasó a su lado, poniendo tanta distancia entre ambos como le era posible. Durante un
momento, Beth imaginó a Dozer masticando uno de los caros zapatos de tacón de Cassie. Las babas también
dejarían bonita aquella falda de seda.
—Vamos, Dozer —dijo Joe mientras Beth observaba que Cassie se subía a un Mercedes—. ¿De qué
iba eso? —le preguntó.
Dudaba que Joe estuviera hablando con Dozer, así que se volvió.
—¿De qué iba el qué?
—No me has dejado presentarte como la prometida de Lucas. ¿Por qué?
Lo que Beth pretendía era que no mencionara dónde trabajaba. Lo último que necesitaba era que
Cassie supiera que un representante del bufete de su papi estaba en la isla. Una llamada y podían obligar a
Beth a convertirse en uno de los esbirros de Cassie.
También tenía pendiente aún preguntarle a Lucas por qué había estado Cassandra Wheeler en su
despacho. Hasta que no lo supiera con seguridad, no iba a decirles que había una conexión. Si Lucas estaba
ayudando a los Wheeler, los Dempsey se quedarían devastados.
—Solo intentaba decirle de qué le sonaba. No era mi intención interrumpirte. —Joe no parecía
convencido—. ¿No le ibas a dar agua a Dozer? Parece que la necesita. —Efectivamente, el perro se dejó caer
sobre el estómago, con la lengua fuera—. Te veo dentro.
Antes de que Joe pudiera responder, Beth abrió la puerta y se adentró en el barullo de la hora punta
del almuerzo.
—Pensaba que la clientela aumentaba después del Día de los Caídos —le dijo a Tom, al sentarse en
un taburete de la barra.
—Y así era —contestó él, alcanzando un vaso tras él—. Parece que la temporada empieza cada año
más temprano.
—¿Necesitas que te ayude?
—No. Daisy ha vuelto y Annie trabaja en la parte de atrás. Pueden con todo. —Dejó el vaso de
refresco delante de otros dos que ya esperaban en la barra—. ¿Dónde está Joe? Creí que estaba contigo.
—Le está dando de beber a Dozer. Nos hemos topado con Cassandra Wheeler al llegar.
Tom dudó y levantó los ojos mientras llenaba una caña.
—¿Y cómo ha ido?
—A Dozer no le hace mucha gracia, ¿verdad? Nunca lo había oído gruñir de ese modo.
Tom se rio.
—No, nunca le gustó Cassie. Y estoy seguro de que el sentimiento era mutuo. Eso demuestra que los
perros son mejores jueces del carácter que las personas.
—Coincido con Dozer.
—¿En qué coincides con Dozer? —preguntó Joe, tomando asiento dos taburetes más abajo.
—Dice que no tiene muy buena opinión sobre tu exprometida. —Tom se echó el viejo trapo blanco
sobre el hombro—. Creo que estaremos de acuerdo en que a Lucas le ha ido mucho mejor que a ti en ese
aspecto.
Los dos hombres intercambiaron una mirada que Beth no entendió, pero Joe no confirmó ni negó la
afirmación de Tom.
—¿Qué hacía aquí? ¿No te estaría molestando con esos asuntos de Wheeler de nuevo, no?
—No. Estaba almorzando con Phil Mohler. El tipo estaba babeando solo de tenerla enfrente. —Tom
le puso un vaso de té helado a Beth y le pasó un refresco a Joe. No sé qué se lleva entre manos con él. Aparte
de su casa, no tiene ninguna propiedad en la isla.
—Probablemente estará intentando reclutar a gente local. Mohler es lo suficientemente tonto para ser
el peón perfecto.
—¿Qué es lo que quiere hacer este promotor con la isla? —preguntó Beth, intentando imaginar por
qué Tad Wheeler, el hombre que prácticamente acuñó la frase «caballo grande ande o no ande», querría poner
sus garras en una isla tan pequeña y remota.
—La oferta inicial venía con un plan que mostraba la isla como un enorme resort —dijo Tom—. Casi
todas las casas y negocios se derribarían para dejar paso al punto de alojamiento principal, una piscina, un
spa y otros servicios diversos al estilo Las Vegas, todos ligados a la propiedad.
—¡Es espantoso! —exclamó ella. Que aquella isla hermosa y tranquila se convirtiera en un resort
superficial y sin carácter no le entraba en la cabeza. Y eso era exactamente lo que se esperaría de Tad
Wheeler—. ¿Pero qué quieres decir con «peón»? —preguntó Beth—. Si este Mohler no tiene un negocio con
terreno, ¿cómo puede ayudarla?
—La Asociación de Comerciantes —dijeron los hombres en estéreo.
—Alguien tiene que explicarme eso un poco más. —Beth tomó un sorbo de su té helado, intentando no
parecer demasiado interesada.
—No tenemos un gobierno importante ni formal en la isla —dijo Tom—, pero tenemos una
Asociación de Comerciantes para trabajar juntos en la promoción, el marketing, organizar festivales. Ese
tipo de cosas.
—Tengo dos pedidos aquí, Tom —gritó una preciosa pelirroja desde el otro extremo de la barra.
—Regreso enseguida.
Cuando su futuro suegro se fue, Beth se volvió a Joe.
—¿Qué tiene que ver Mohler con la Asociación de Comerciantes?
—¿Seguro que te interesa? —preguntó él—. Estos asuntos de pueblo deben de ser aburridos para una
abogada de la gran ciudad.
—Estoy lejos de ser una abogada de la gran ciudad —dijo Beth, dando golpecitos a la barra—.
Investigo para los abogados que llevan los casos. Y Richmond no es exactamente la ciudad de Nueva York.
—¿No te gusta aquello?
—Yo no he dicho eso, pero me gusta esta isla y no quiero que la perdáis.
Debió de decir las palabras mágicas, porque Joe se relajó visiblemente.
—Sabemos que Wheeler está intentando meterse en el bolsillo a los comerciantes de la isla. Hasta el
momento, todos hemos acordado resistirnos, pero sus ofertas siguen subiendo mientras nuestros ingresos van
bajando. La temporada empieza más temprano, pero no es el mismo tipo de gente.
—Aún no veo cómo Mohler la puede ayudar.
—Es un asno, pero es de aquí. Eso significa que otros lugareños lo escucharán. Si vende su mísera
propiedad y hace ver que es algo bueno, los que están dudando podrían aceptar el trato. —Joe se tragó la
mitad del refresco de golpe y luego se secó el labio superior—. Eso podría crear un efecto dominó. Es difícil
saberlo con seguridad.
—A ver si lo entiendo. Todo el mundo se ha resistido a Wheeler Development durante meses, pero
piensas que solo este hombre, que dices que es un asno, ¿podría persuadirlos para que cambien de opinión?
—No por sí solo, pero es muy hablador. Podría encontrar aliados para empezar a trabajar en los
demás.
Beth se tomó un momento para evaluar la situación. Si hablar bien para favorecer el plan de Tad
Wheeler para eliminar la isla podía funcionar, también podía funcionar mencionar sus desventajas.
—¿Esa asociación se reúne con regularidad? —preguntó.
—Sí.
—¿Cuál es la próxima reunión?
—El viernes, ¿por qué?
—Porque será entonces cuando lanzamos la Operación Salvemos Anchor. —Beth deseó tener
cuaderno y bolígrafo—. ¿Tenéis papel por aquí? —Se levantó sobre los travesaños del taburete para mirar
detrás de la barra.
—Un momento. ¿De qué hablas? —Joe sujetó el taburete, que se estaba inclinando hacia delante—.
Siéntate antes de que te rompas algo. Nadie va a lanzar nada.
Beth volvió a sentarse de golpe.
—Tenemos que hacerlo. ¿No lo ves?
—Lo que veo es una loca que no deja de hablar en circunloquios sobre algo que ni le va ni le viene.
—Eh. Pronto llevaré el apellido Dempsey. Esto significa que tengo mucho que ver en esto. —El plan
no iría a ningún lado si Joe no estaba de acuerdo—. Si algo le pasara a tus padres, ¿no sería este restaurante
para ti y para Lucas?
—Esa es una pregunta macabra.
—¿Sí o no?
—Claro.
—Entonces también es mi lucha. —Beth se volvió a levantar en busca de papel.
—Siéntate. Yo te traeré el maldito papel. —Joe dio la vuelta a la barra y sacó un cuaderno de notas y
un bolígrafo del cajón bajo la máquina registradora—. Toma —dijo, pasándosela.
Beth pasó la tapa hacia atrás.
—Necesitamos saber con quién podemos contar para que nos apoye. Sé que tenemos a Lola seguro.
Supongo que esa Sid tuya te apoyará. —La emoción hacía que el bolígrafo fuera por la página como el rayo.
Por primera vez desde que se subió al ferri, Beth se sentía como pez en el agua.
—No es «mi Sid», pero sí, puedes contar con ella. Y con su hermano.
La mano de Beth resbaló y dejó una línea de tinta negra por toda la página.
—¿Sid tiene un hermano?
—¿Por qué te sorprende tanto? Tienes que darle un poco de margen. Conocerla un poco. —Joe volvió
a su taburete—. Deberíais tener una de esas noches de chicas. O como lo llaméis.
—¿Quieres que salga con Sid en plan noche de chicas? —Lo que daría para ver por un agujerito
cuando él le sugiriera tal plan a la terrorífica mujer en cuestión—. Me pegaría con un taco de billar y me
arrojaría al océano. Que será probablemente su idea de pasarlo bien.
—No es tan mala como piensas. ¿Te da miedo sentarte a su lado a una barra? —Joe levantó una ceja
desafiante.
—Si quieres decir que si tengo miedo de un derechazo cruzado, pues sí. —Beth sintió y vio los ojos
de Joe desplazarse hasta sus pechos y se dio cuenta de que el miedo al daño físico no era a lo que él se
refería. Cruzó los brazos para bloquearle la vista y ocultar la reacción inesperada de su cuerpo.
A sus pechos parecía gustarles tanta atención.
—¿Insinúas que no soy tan atractiva como Sid? —Beth sabía que su cuerpo no tenía ni punto de
comparación con el de Sid, pero eso significaba que quisiera que un hombre le confirmara ese hecho.
—No. Diría que tú lo eres más.
Mierda.
Con aquellos ojos verdes bien abiertos, Beth se quedó mirando a Joe en silencio estupefacto mientras
un precioso tono rosado le subía por el cuello largo y fino.
—Yo… Eee…. Bueno… ¿De verdad crees que soy más atractiva? —preguntó.
¿Qué demonios podía hacer él ahora?
—No es que piense en que Sid es atractiva, para empezar, pero… —La expresión de ella le indicaba
que aquella no era la respuesta correcta—. Quiero decir que tú te vistes más como una chica y… —Ella
entrecerró los ojos. ¿Dónde estaban las palas cuando una las necesitaba?
—¿Qué hacéis, chicos? —preguntó Patty desde detrás de la barra.
—Nada —dijeron al unísono, volviéndose ambos hacia ella. Joe no apartó los ojos de su bebida,
resistiendo las ganas de ponerse el vaso frío contra la frente.
—¿Interrumpo algo? —preguntó Patty.
—No —dijo Beth, accionando el botón del bolígrafo una y otra vez como una ardilla hiperactiva con
un tic nervioso—. Quizá nos puedas ayudar.
Por todos los demonios, si le pedía a Patty que dilucidara la pregunta «¿Quién es más atractiva?», él
iba a salir a escape por la puerta.
—¿Ayudar en qué? —quiso saber Patty. Entonces señaló el bloc de notas—. ¿Vamos a hacer una lista
de invitados para la boda?
Nada como un sutil recordatorio del universo. Una rápida mirada a la derecha y vio a Beth
mordiéndose el labio inferior. ¿Tenía aquella cara una expresión de culpa?
—No, supongo que no he llegado aún a ese momento.
—Oh. —Patty bajó los hombros y con ellos bajó su entusiasmo instantáneo—. Entonces, ¿qué
necesitáis?
—Beth quiere organizar a los comerciantes para salvar la isla —dijo él, apuntándose al tema más
seguro.
—Sí. —Beth se sentó más recta, con lo que la fina camiseta le quedaba más ceñida al pecho. Joe
volvió a mirar a su refresco—. Hasta ahora tenemos a Lola y a Sid. Luego Joe mencionó que Sid tiene un
hermano.
—Randy Navarro —dijo Joe.
—¿Qu… eh…quién?
—El hermano de Sid. Es dueño de un negocio de deportes acuáticos en el puerto y del gimnasio de
Ocean Road. —La miró justo a tiempo para ver que una gotita de la condensación del vaso caía y desaparecía
entre sus pechos. Las palmas de las manos le empezaban a sudar.
«Ella es de Lucas, idiota».
Mientras anotaba el nombre de Randy, preguntó:
—¿Hay un gimnasio en la isla?
—Tenemos un montón de pequeños negocios que no te esperarías —respondió Patty—. Como el
jardín de infancia. Es de Helga Stepanovich. Su vida son los niños, no me puedo imaginar que quiera
venderlo.
—Bien. —Beth empezó a escribir, pero luego dudó.
Patty dio un toquecito sobre la página.
—Stepanovich. Tal como suena.
Beth sonrió.
—Gracias. ¿Quién más?
—Eddie Travers lleva la cafetería, y su mujer, Robin, el taller de cerámica —dijo Joe—. Buena gente
de toda la vida.
—¿Es la tienda de cerámica con el porche lleno de campanillas de viento de cerámica?
—Esa misma. ¿Has estado allí? —Aparte de donde la había llevado aquel día, Joe no tenía ni idea de
qué sitios había visitado Beth.
—Paso por allí cuando voy al de Lola. El eco de todas las campanillas a la vez me hace pensar en un
bosque de hadas.
—Tengo unas cuantas campanillas suyas en mi porche trasero —dijo Joe, casi ofendido—. No
vayamos a pasarnos con el término «hada». ¿Qué hay de Floyd Lewinski?
—Yo lo añadiría —Patty se llenó un vaso de té helado—. Su mujer está enterrada en esta isla. Se
pondría ante una excavadora antes que dejar que Wheeler se quedara con el lugar.
—¿Qué negocio tiene Floyd? —preguntó Beth.
—La Compañía Mercantil. Está en Back Road, no muy lejos de la tienda de Lola.
—La vi el primer día también. De acuerdo, parece que tenemos una buena lista con la que empezar.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Joe—. De hecho, ¿por qué hacemos una lista de los que
sabemos que resistirán en lugar de los que están en peligro de ceder?
—Es sencillo —dijo Beth—. Estamos reclutando.
—¿Reclutando?
—¿Reclutando qué? —preguntó Patty.
—Apoyos para la causa.
Joe miró a Patty, que parecía tan confusa como él se sentía.
Beth dio golpecitos con el bolígrafo en la barra.
—Wheeler ha enviado a Cruella y al tipo del traje para intentar ganar adeptos para su proyecto, ¿no
es cierto?
—Cierto —dijeron Joe y Patty a un tiempo.
—Son dos personas contra toda la isla. Nosotros ya tenemos siete. Y con vosotros tres ya son diez.
Los ganamos en cantidad y no hemos hecho más que empezar. —Beth estaba radiante, con el bloc abrazado
contra el pecho.
—Tenemos diez personas —dijo Joe—. Wheeler tiene millones de dólares. No lo sigo.
—¿No lo ves? Cruella y su lacayo no tienen ninguna oportunidad. Es como una barrera de fuerza de
voluntad.
—¿Una barrera de fuerza de voluntad? ¿Te lo acabas de inventar?
—Pues sí. Suena ridículo, supongo, pero tiene sentido.
—Reclutamos a los apuntados en esta lista para ayudar a difundir el mensaje y cerrar escotillas, por
así decirlo —dijo Patty, recuperado el entusiasmo— y Wheeler no tendrá otra opción que rendirse. Podría
funcionar.
—¿Qué podría funcionar? —preguntó Tom, que se colocó al lado de su esposa.
Patty se volvió y le dio un beso en la mejilla.
—Nuestra futura nuera ha diseñado un plan para deshacernos de Wheeler.
Tom le guiñó un ojo a Beth.
—Así que es tan lista como hermosa. ¿Cuál es el plan?
—Vosotros decidid qué queréis comer y yo le explico el plan a Tom en la cocina. —Patty les dejó dos
cartas en la barra—. Me alegro de ver que os lleváis bien. —Volviéndose a Beth, dijo—: Le sientas bien.
Nunca es amable durante tanto tiempo.
CAPÍTULO 11
Tom lanzó una mirada a Joe por encima de la cabeza de Patty, cosa que Joe fingió no notar. Cuando
Joe se había escondido tras la carta, Patty ya había metido a Tom en la cocina.
—Estupendo —dijo Beth, inclinándose de un lado a otro en el intento de bajarse la falda… que no
tenía ninguna necesidad de bajarse—. Puedo hablar con Lola esta tarde. Quizá sepa a quién necesitamos
convencer. —Se volvió a Joe y le preguntó—: ¿Me puedes llevar?
—Sí. Podemos dejar a Dozer en casa y voy contigo.
—¡No, no! —saltó Beth, como si le acabara de sugerir que se quitaran la ropa. Que no era una mala
idea si la situación no fuera tan delicada—. Quiero decir que tú deberías empezar con alguno de los otros. —
Miró al bloc de notas—. Puedes empezar con Floyd, ya que está cerca de Lola.
Si la vida de Beth alguna vez dependiera de que contara una mentira convincente, se vería en serios
apuros.
—¿Por qué no quieres que vaya contigo a ver a Lola?
—No es que no quiera que vengas conmigo —dijo, retorciendo las manos—. Solo que sé que Lola va
a querer sentarse y charlar y tomar té y no te veo charlando y tomando té.
Sabía que ella mentía, pero no dijo nada.
—Tienes razón, no lo soy. Hablaré con Floyd.
—¿Dijiste que la próxima reunión de la Asociación de Comerciantes es el viernes?
—Sí, ¿por qué?
—Eso no deja mucho tiempo para hablar con todos los de esta lista y reunirlos en la misma sala antes
de la reunión.
—¿Y por qué deben reunirse en una misma sala? —preguntó Joe—. Acabas de decir que hablaríamos
con todos por separado.
—Cierto, pero no podemos ir a la reunión pensando que tenemos un frente unido sin que nos sentemos
todos juntos a planear una estrategia. Un abogado nunca presentaría un caso sin saber que todos los miembros
del equipo están en el mismo punto.
Por primera vez desde que se conocieron, Beth hablaba como la abogada que era. Joe no pudo evitar
encontrar sexi su tono cuando tomaba el mando. ¿Qué le pasaba con las mujeres autoritarias? Aquella
debilidad era la que había metido a la isla en este lío…
—¿Así eres cuando presentas un caso? —Verla trabajar ante un tribunal podría ser digno de cometer
un delito.
Beth negó con la cabeza.
—No trabajo ante un tribunal. Ya te lo dije, yo investigo.
A él aquello le parecía un desperdicio del dinero que costaba la matrícula de la Facultad de Derecho.
—No sé mucho sobre ser abogado, pero pensaba que trabajar en los casos era el objetivo.
Ella estudió el menú como si no lo hubiera visto antes.
—Hago la investigación que respalda los casos que los abogados presentan. Soy mejor entre
bastidores. —La boca apretada y la mirada que vacilaba de las hamburguesas al marisco y a los
acompañamientos le decían que quería dejar el tema, pero algo lo hizo seguir insistiendo.
—No te creo.
—Cree lo que te dé la gana —dijo Beth, terminando la conversación al gritar hacia la cocina—. Nos
vamos, Patty. Si Lucas llama, dile que lo llamaré esta noche desde casa.
Antes de que llegaran a la puerta, Patty gritó por la ventana de servicio:
—¡Pero no habéis comido!
Sin dejar de dar ni un paso, Beth replicó;
—Ya comeremos más tarde.
Joe ignoró el gruñido de su estómago y la siguió al salir.
En el afortunadamente corto trayecto hasta Artesanía Island, Beth sostuvo la respiración para evitar
gritarle «cállate» a la voz de su cabeza. Esa voz no dejaba de repetir «Joe cree que soy atractiva, Joe cree
que soy atractiva, Joe cree que soy atractiva». Esperaba que salir como una bala del vehículo en marcha
pareciera fruto de sus ganas de ver a Lola y no la escapada aterrada de una mujer que intenta ganar a sus
hormonas traidoras.
—Cielos, mujer, ¿qué tienes que vienes a toda vela? —preguntó Lola mientras Beth se dejaba caer en
una silla tras el mostrador—. Nada más que un hombre puede poner una expresión así en la cara de una mujer.
—La precisión de la observación de Lola no ayudó a calmar los nervios de Beth—. ¿Tendrá algo que ver con
cómo has saltado del Jeep de Joe y entrado por esa puerta como si las jaurías del infierno te estuvieran
pisando los talones?
Estaba claro que Beth no podía hacer como si nada pasara.
—Estoy más cómoda hablando sobre el motivo real de mi visita.
—¿Quieres decir que algo, aparte de mi resplandeciente personalidad, te ha traído aquí? —La sonrisa
de Lola le aseguraba a Beth que solo era una broma.
Se rio, sintiéndose de nuevo en control. Casi.
—Tu resplandeciente personalidad es lo que más echaré de menos cuando terminen mis vacaciones.
—Bien —dijo Lola—. Eso significa que regresarás.
—Y eso nos lleva a por qué estoy aquí. Para asegurarnos de que haya una isla a la que regresar. —
Esperó a que Lola se sentara enfrente de ella. Como era la única persona que sabía que el bufete de Beth
representaba a los Wheeler, necesitaba asegurarse de que Lola no divulgara aquella información—. Antes de
ir al grano, necesito pedirte un favor.
—Lo que quieras, cielo.
Beth soltó as palabras antes de que la culpa la detuviese:
—Nadie puede saber que trabajo para el bufete que representa a Wheeler Development. ¿Puedes
guardar el secreto?
Lola levantó las cejas.
—Claro, pero ¿por qué es secreto?
—No es un secreto necesariamente. —La palabra secreto hacía que callar esa información pareciera
mucho peor—. Es solo que me temo que si la gente de la isla lo sabe no confíe en mí. Y si Cassandra Wheeler
averigua que estoy intentando bloquear su proyecto, no dudo que hará que me despidan con una simple
llamada.
—Eso te pone en una posición difícil. —La señora se tocó la barbilla y se inclinó hacia delante—.
¿Estás segura de que quieres hacerlo? ¿Poner en peligro tu carrera por gente que ni siquiera conoces?
—Te conozco a ti. Y a los Dempsey. Pero, aunque no os conociera, salvar esta isla es algo que vale la
pena. —Beth se levantó de la silla para pasear por aquel estrecho espacio—. Hace menos de una semana que
estoy en Anchor y ya veo por qué la gente deja su vida atrás para empezar una nueva vida aquí. —Aunque no
se había dado cuenta de forma consciente de lo que pasaba, aquellas palabras eran ciertas. La vida era
distinta en Anchor Island. Un mundo más pequeño, en el buen sentido.
—Este lugar atrapa a las personas, eso es cierto, lo reconozco. Yo vine aquí de vacaciones y no me
fui jamás. —La risa de Lola hacía juego con el sonido de las campanillas que llenaba el aire cuando la puerta
se abría.
Toda la tienda era un reflejo de la mujer vibrante y colorida que le daba vida.
No era extraño que a Beth le gustara tanto.
—Entonces entiendes lo que quiero decir. No podemos quedarnos de brazos cruzados mientras
Wheeler destruye la isla —dijo Beth, de vuelta a su misión—. Por eso se me ha ocurrido un plan.
—Un plan. Me gusta como suena. —Lola levantó un puño, preparada para la batalla—. ¿Por dónde
empezamos?
—Por la gente —dijo Beth—. No sé si has hablado con tus vecinos, pero, por lo que podemos
imaginar, Wheeler está aumentando su oferta a la mayoría de los comerciantes. Quizá a todos.
—No le he preguntado a nadie más, pero el señor Pez Gordo no mandaría a su hombre trajeado aquí
solo por mí. Seguro que ofrece más de lo que vale este terreno, del valor del catastro, me refiero, pero esta
tienda es más que un pedazo de terreno. Es mi vida.
Las palabras de Lola avivaron la determinación de Beth.
—Eso mismo sienten los Dempsey. Si dejamos claro que nada está a la venta, ofrezca lo que ofrezca,
Wheeler tendrá que rendirse.
—Bueno, querida, si estás aquí para reclutarme, dalo por hecho, pero el turismo ya no es lo que era.
Lo que llevamos de año no tiene mala pinta, pero, más avanzada la temporada, cuando empieza a hacer calor,
los niños quieren parques de atracciones y toboganes de agua. Se hace difícil competir. Conozco a varios
vecinos de la isla que lo están pasando mal. Y eso hace que sea difícil resistirse al dinero que ofrece
Wheeler.
Beth se movió al borde de la silla.
—Por eso empezamos con la Asociación de Comerciantes. Uno o dos negocios solamente no tienen
valor para Wheeler. Necesita tener la mayoría, además de las cabañas, para dejar espacio para el tipo de
resort que quiere construir. —Levantó el bloc de notas de su regazo.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó Lola, acercándose.
—Son los nombres que me dieron los Dempsey de comerciantes que están seguros de que se
mantendrían firmes ante Wheeler. El plan es empezar con estos y reunir más en el proceso. —Volviendo el
papel hacia Lola, Beth preguntó—: ¿Añadirías a alguien más? Alguien que sepas seguro que no quiere vender
por nada del mundo.
Lola pasó un dedo moreno por la página, leyendo los nombres. Se detuvo cuando llegó al nombre de
Floyd.
—Su mujer está enterrada aquí, así que sé que Floyd no se irá a ninguna parte. Especialmente si Helga
se mantiene firme también.
—¿Qué tiene que ver Helga con Floyd?
—Hace un año que la está cortejando, aunque ella finge que él solo está siendo amable. —Beth no
había conocido a estas personas, pero no podía resistirse a las historias de amor.
—Creía que Floyd era devoto de su mujer, que murió. Lo acabas de decir.
—Amaba a esa mujer como un marinero ama el mar, pero el viejo Floyd no es de esos hombres que
deciden dejar de vivir. Hace cinco años que Mabel se fue. Incluso los mayores nos sentimos solos y
necesitamos a alguien con quien pasar nuestros días. —Y con un guiño, Lola añadió—: Y nuestras noches.
Beth se apoyó en el respaldo, sorprendida.
—No conozco ni a Floyd ni a Helga, pero prefiero no pensar cómo pasan o no pasan las noches. Y no
pretendo meterme en tus asuntos, pero ese guiño ¿quiere decir que Floyd no es el único que busca compañía?
No podía asegurarlo, pero parecía que la mujer negra se estaba sonrojando.
—El hombre que yo quiero está a kilómetros de esta isla. Desgraciadamente.
—¿Dónde está? —preguntó Beth—. ¿Allá en Nueva Orleans?
—Oh, no querrás oír la historia de esta vieja —contestó, apretando la rodilla de Beth. La débil fuerza
de la mano le recordó a su abuela y cómo echaba de menos sus charlas en el viejo columpio del porche.
—Ahora quiero oírla. —El cuaderno cayó al suelo cuando Beth ofreció toda su atención a Lola—. No
me sorprendería saber que has dejado un montón de corazones rotos atrás.
Lola negó con la cabeza y sus ojos se suavizaron.
—Puede que hubiera hombres a quienes dejé un poco amoratados, pero, en el caso de Marcus, yo sola
me rompí el corazón.
—Oh —dijo Beth, lamentando de repente haber insistido—. No he debido meterme en tu vida
personal de esa forma.
—No seas tonta. Eso fue hace mucho tiempo y ya soy demasiado mayor como para estar
lamentándome como una colegiala. —Acomodándose de nuevo en el sillón, Lola cruzó las piernas, moviendo
un pie como al ritmo de una canción que solo ella oía—. Marcus Javier Granville era un gran hombre, pero
yo era joven y rebelde y pensé que estaba haciendo lo correcto. Verás, mi mejor amiga, Dorothy, había estado
enamorada de Marcus durante años. Bueno, todas estábamos un poco enamoradas de Marcus, pero Dorothy
creía que él era el mismo aire que respiraba.
Beth siguió callada, sin querer interrumpir la historia.
—Habría hecho cualquier cosa por Dorothy. Crecimos juntas y ella estuvo conmigo en los malos
momentos. Era más una hermana que una amiga. —Parecía que Lola hubiera viajado hacia el pasado. Donde
quiera que hubiera ido, el recuerdo no parecía ser feliz.
Beth le volvió a apretar la mano.
—No tienes que contarme el resto. —Aunque no saber qué pasó con Marcus Granville la volvería
loca, preferiría que Lola volviera a ser la persona dulce y tranquila que ella conocía antes que ver el dolor
que ahora reflejaban sus ojos.
—No, no —dijo Lola, recuperando la sonrisa—. Dorothy era como una hermana, así que cuando
Marcus declaró su amor por mí, hice algo terrible.
—¿Qué hiciste? —preguntó Beth, aguantando la respiración.
—Mentí. Le dije que no lo quería y que nunca lo haría. Hay que decir que Marcus y Dorothy nunca
fueron pareja. Él sabía que ella sentía algo por él y nunca abusó de sus atenciones, pero nunca fingió
corresponderla tampoco. —La sonrisa se apagó de nuevo—. Pero sabía que si seguía a mi corazón, rompería
el corazón de Dorothy. No podía hacerle eso, así que mentí y, poco después, dejé atrás a Nueva Orleans y a
Marcus.
Aquellas últimas palabras de Lola, lo duro que debió ser marcharse, hicieron que Beth sintiera una
opresión en el pecho.
—Dijiste que no estaba tan lejos. ¿Significa eso que sabes dónde está Marcus ahora?
—Lo sé. —La Lola feliz, volvió, con una chispa en los ojos que hacían que pareciera mucho más
joven que los sesenta que tenía.
—¿Te puedes creer que me ha encontrado por internet?
—¡No! —dijo Beth—. ¿Dónde está? ¿Lo ves? ¿Está casado? Dime que no está casado.
Lola se rio.
—Vive en Eastern Shore y no, no está casado. Su mujer, que no era Dorothy, por cierto, murió hace
unos años. Ha hablado de venir a verme, pero no creo que sea una buena idea.
—¿Por qué no? —dijo Beth inclinándose hacia delante—. De todos los lugares en donde habría
podido acabar, solo está a unas horas de aquí. Eso es una señal.
—No he visto a ese hombre en cuarenta años. Un vistazo rápido al espejo, esa es la señal. —La mujer
se levantó del sillón y manoseó unos folletos del mostrador—. Es mejor dejar el pasado en el pasado, digo
yo.
Beth quería discutir, pero en su lugar pensó en lo que haría en la misma situación. El dolor de la
elección se plasmaba claramente en la cara de Lola. Había amado a aquel hombre hacía mucho tiempo.
—¿Se lo has dicho? —preguntó Beth, en voz baja.
Lola seguía de espaldas.
—Si le he dicho ¿el qué?
Beth se levantó y fue al mostrador junto a Lola.
—Que mentiste. ¿Sabe que lo querías?
No respondió, ni la miró a los ojos. A Beth le preocupaba haber cruzado un límite, pero la mujer se
volvió y le puso una mano en la mejilla.
—Algunas decisiones no se pueden revocar. Algunas heridas no se pueden curar. Decírselo ahora no
va a cambiar nada. —Y, entornando los ojos, añadió—: Que mi historia te sirva de lección. El amor real solo
llega una vez en la vida. Cuando lo encuentres, no lo dejes escapar.
A Beth le vino a la mente Lucas, pero su cara se fue transformando en otra con ojos azules y un
hoyuelo único. Beth parpadeó para hacer desaparecer la imagen.
—No lo haré. Lo prometo.
CAPÍTULO 12
Convencer a Floyd Lewinski para que se uniera al movimiento anti-Wheeler no costó mucho, como
Joe esperaba, pero su insistencia en implicar a Helga Stepanovich le sorprendió. Tras asegurarle que Helga
ya estaba en la lista, Floyd dijo que él se ocuparía de ponerla al tanto de todo y luego procedió a contarle a
Joe nada menos que tres historias sobre los «viejos tiempos». Historias que ya había oído…
A diferencia de la mayoría de hombres que Joe conocía, Floyd era hablador. Ya vivía en la isla desde
antes de que llegaran los Dempsey, hacía veinte años, y se consideraba un experto en los viejos tiempos.
Nadie se atrevía a recordarle a Floyd que en la isla poco había cambiado en cincuenta años. Joe
aprovechó que llegaba un nuevo cliente para despedirse. Minutos más tarde, pasó por la tienda de arte para
recoger a Beth que, aparte de decir que Lola estaba fichada, se mantuvo en silencio el corto trayecto hasta la
casa. Se preguntaba qué podían haber estado hablando ella y Lola para que se le hubiera puesto aquella
mirada tan distraída.
Más de una vez ella lo miró con una expresión pensativa pero confusa que él no podía interpretar. En
su mente había algo más profundo que intentar frustrar una operación inmobiliaria, pero Joe sabía que no
puedes preguntarle a una mujer qué está pensando.
El restaurante estaba bastante tranquilo las noches de los lunes para que Tom y Patty pudieran tomarse
una noche de descanso, lo que significaba cena familiar en casa. Beth estuvo tan callada durante la comida
como lo había estado en el Jeep. Su madrastra le lanzó a Joe una mirada acusatoria. Joe solo se encogió de
hombros por respuesta. Él no tenía nada que ver en aquel cambio de humor. Al menos, no se le ocurría un
motivo.
Tom intentó meter a Beth en la conversación cuando sacó el tema del plan contra Wheeler, pero ella
se quedó de nuevo en silencio cuando Joe tuvo que darles malas noticias. Llevar dos chárteres por día en los
tres días siguientes era bueno para el negocio, pero dejaba a Beth sola para tratar con los vecinos y tratar de
avanzar con el plan.
Considerando lo bien que se llevaban, debería haberse alegrado por quitárselo de encima, pero, justo
cuanto él pensaba que ya la conocía, Beth cambió las reglas y se volvió misteriosa. Patty se ofreció a ir con
ella, pero Beth aún parecía decepcionada y le estuvo lanzando miradas extrañas durante el postre. ¿Cómo iba
a disfrutar del pastel si lo hacía sentir culpable?
Aún seguía sintiéndose culpable cuando se subió al bote a la mañana siguiente.
—Parece que alguien te haya cortado el pito —le dijo Sid mientras se preparaban para la llegada del
primer grupo de turistas—. ¿Te ha vuelto a dar calabazas tu mano derecha?
—¿De dónde sacas todas esas barbaridades? —preguntó Joe, ignorando la pregunta.
Ahora que Beth le había dado una imagen más femenina de Sid, le costaba pensar en ella como otro
más de los chicos. Pasar un poco de tiempo con Beth podría ser bueno para Sid. Él conseguiría respuestas y
Sid podría acercarse a la chica que ella misma escondía bajo toda aquella grasa de motor y grosería.
—Olvídate de la pregunta. No quiero saberlo.
Mientras comprobaba que las cañas de pescar tuvieran el hilo adecuado, se adentró en el tema.
—Necesito que me hagas un favor.
Sid levantó la vista del anzuelo que estaba fijando, con la ceja levantada.
—¿Qué te hace pensar que me gustas tanto como para hacerte un favor?
—No es tanto por mí como por Lucas. —Estaba usando los sentimientos de Sid por su hermano
pequeño en su contra. Intentar descubrir los secretos de Beth era, en realidad, por el bien de Lucas.
La mecánica le prestó total atención.
—Si implica hacer que la abogadita desaparezca, cuenta conmigo. —Desde luego, su lado femenino
estaba escondido muy profundamente. Como a sesenta metros bajo la superficie.
—Le pregunté a Beth sobre su pasado. Algo simple como dónde creció. Esquivó la pregunta y cambió
de tema. —Joe miró a Sid para asegurarse de que prestaba atención. Había vuelto a atar el anzuelo, pero
estaba escuchando—. Quiero saber qué es lo que no nos está contando y descubrir si tampoco se lo cuenta a
Lucas.
Sid acabó con el anzuelo y recogió el sedal sobrante.
—¿Y qué tengo yo que ver en esto?
Joe se encogió de hombros.
—Cosas de chicas, ¿no?
—Estoy hablando contigo, ¿no? ¿Adónde quieres ir a parar?
Debería haber supuesto que la sutileza no funcionaría con Sid.
—Sal con ella. Dale suficiente alcohol para que se suelte y entonces empiezas a hacerle preguntas.
La caña que tenía en la mano pegó en el suelo.
—Tú no estás bien si piensas que voy a tener una noche de chicas con esa buenecita engreída. Para
empezar —dijo antes de contar con los dedos—, yo no hago eso de las noches de chicas y lo sabes. En
segundo lugar, ¿de qué íbamos a hablar? ¿De las últimas tendencias? O quizá podríamos pintarnos las uñas de
los pies la una a la otra. De rosa.
Joe se empezó a reír al imaginarse a Sid con las uñas de los pies pintadas, pero la expresión de la
mecánica le advirtió del peligro, así que convirtió la risa en tos.
—No digo que hagáis una fiesta de pijamas. Solo que toméis unas copas. Que le hagas algunas
preguntas. Nada más.
Al ver que Sid no parecía convencida, entró a matar.
—¿No crees que Lucas se merece saber con quién se casa antes de llegar al «hasta que la muerte os
separe»?
Ella quería discutir. Joe podía ver que dudaba porque igual apretaba la mandíbula que se mordía el
labio. Por lo que él sabía, Sid no tenía amigas. Si tenía que convencerla para que pasara un rato con Beth
para obtener las respuestas que quería y, de paso, suavizarla un poco, mejor que mejor.
—Si lo hago, tú pagas —dijo Sid, cruzando los brazos sobre la camiseta que decía «Muchacha serás
tú».
—¿Cómo qué? ¿Te tengo que lavar la camioneta o algo?
—Quiero decir que tú pagas las bebidas. Si quieres que lo haga sin interferencias, tengo que evitar el
Dempsey’s. —Y, lanzándole una mirada retadora, añadió—: Necesitaré efectivo por adelantado.
Tenía que haber sabido que propondría algo así.
—¿Cuánto quieres?
Sid dudó, claramente estaba calculando cuánto le podía sacar.
—Cien pavos.
Joe negó con la cabeza.
—He dicho que se suelte un poco, no que entre en coma etílico.
—Bueno —dijo, resoplando—. Cincuenta, pero esa es mi última oferta.
—Hecho. —Joe chocó la mano que ella le extendió, pero le puso una condición propia—. Pero tienes
que convencerla de que salga contigo. Si piensa que lo he preparado yo, sospechará.
Sid retiró la mano.
—No se creerá que tengo ganas de salir con ella. Hasta ahora no he sido precisamente amable que se
diga.
En eso tenía razón. ¿Cómo podía hacer que Beth pasara una velada con Sid y que no se preguntara qué
era lo que él pretendía? La respuesta era obvia. Ya había considerado la idea de que Beth ayudara a Sid a
encontrar su lado femenino.
—Le diré que estás interesada en un hombre y necesitas su ayuda para parecer más femenina.
—¡Eh! —gritó Sid, dándole un empujón en el pecho—. ¿Estás diciendo que no parezco una chica?
Joe levantó una ceja y la miró de arriba abajo. Los pantalones verdes de carpintero eran como dos
tallas más grandes y las botas de trabajo estaban cubiertas de grasa. No recordaba la última vez que la había
visto con el cabello suelto. Al volverla a mirar a los ojos, Joe puso su mejor cara de no estar impresionado.
Sid resopló.
—Eres un imbécil.
—¿Vas a hacerlo o no? Cincuenta pavos y un día de tu vida para asegurarte de que Lucas no arruinará
su vida.
—Si me presto a esta imbecilidad de historia de que quiero ser más femenina, el precio sube a setenta
y cinco. —Joe abrió la boca para rebatírselo pero ella lo cortó—. Querrá comprarme ropa. No tengo ninguna
chorrada de chica en el armario.
De eso estaba seguro.
—Setenta y cinco, pero no tienes el dinero hasta que Beth diga que sí. No soy tan tonto como para
dártelo antes.
Sid batió las pestañas, cosa que en ella parecía tan natural como una trucha haciendo esquí acuático.
—¿Acaso, Joe Dempsey, no te fías de mí? —Con el falso acento sureño parecía la mujer de Lo que el
viento se llevó pero con anabolizantes.
—Beth tiene difícil hacer de ti una chica.
Se oyeron voces que subían por el muelle, el primer grupo del día ya se acercaba. Sid volvió la
espalda a los turistas, mirando a Joe con determinación.
—Ahora ya me has enojado. Me prestaré a tu jueguecito y averiguaré lo que esconde esa tipa de la
gran ciudad, pero veinticinco dólares más significa que voy a ser la más explosiva del O’Hagan’s Pub el
sábado por la noche. —Antes de que Joe pudiera disculparse, Sid agarró el montón de cañas del piso del
barco—. Ahora ve a saludar a tus clientes antes de que te meta tus partes por la garganta.
Beth caminaba de un lado a otro por la cocina de los Dempsey a la espera de que Lucas contestara al
otro lado de la línea. Había intentado llamar tres veces la noche anterior, sin obtener respuesta. Conociendo a
Lucas, habría desactivado el volumen del teléfono durante una reunión de última hora y no lo habría vuelto a
activar. El hecho de que aún no le hubiera devuelto las llamadas significaba que todavía no había subido el
volumen. También significaba que no había pensado en llamarla.
Intentaba que no le molestara el hecho de que su prometido no hubiera hablado con ella durante días y
no mostrara señales de echarla de menos, pero intentar no estar molesta y no estar molesta eran dos cosas
distintas. En Richmond podría pasarse por su despacho si no le devolvía las llamadas. Ser ignorada desde
más de doscientos kilómetros de distancia dolía un poco más.
—¿Hola? —dijo Lucas, contestando por fin el teléfono del despacho.
—Hola, soy yo. —Beth hizo lo posible por parecer feliz en lugar de molesta.
—¿Va todo bien? —preguntó Lucas.
Beth no sabía que algo tenía que ir mal para que tuvieran que hablar.
—Pues eso mismo te iba a preguntar. No sé nada de ti desde hace unos días y no me contestaste
cuando llamé anoche.
Lucas suspiró. Podía imaginárselo pasándose una mano por el pelo.
—Sí. Lo siento. Este caso me está dejando muerto. Todos hemos trabajado todo el fin de semana.
Beth se recordó de nuevo lo importante que era aquel caso para la carrera de Lucas, pero su paciencia
tenía un límite. Las palabras de Lola pasaban en bucle por su mente, dándole un toque a su consciencia.
¿Sería Lucas de verdad aquel hombre? ¿El que solo aparece una vez en la vida? Su cerebro le daba una
respuesta y su corazón le daba otra.
—Sé que estás ocupado. Solo es que te echo de menos. —Se apoyó sobre la encimera, dándole
vueltas a un paño de cocina—. No te habrás olvidado de mí, ¿verdad?
—Por supuesto que no. ¿Por qué dices eso? —Al menos ahora había captado su atención.
—Ah, no sé. Quizá porque estoy a más de doscientos kilómetros pasando nuestras vacaciones sola.
—Pero no deberías estar sola.
—Lo sé. Tú deberías estar aquí.
Por el teléfono se oía el ruido de papeles en movimiento y Beth sintió una punzada de irritación por
no ser Lucas capaz de dejar de trabajar ni siquiera mientras hablaba con ella.
—No, quiero decir que mi familia está ahí contigo. No te habrán dejado sola, ¿verdad? ¿Te lo está
poniendo difícil Joe?
Beth se mordió el interior de la mejilla. No quería hablar de Joe con Lucas.
—No, no. Están siendo encantadores y me manejo bien por la isla. Como te he dicho —suspiró—, te
echo de menos.
—Yo también te echo de menos, pero sabes que estos…
—… casos son importantes para tu carrera. —Acabó la frase por él—. Sí, lo sé. —Volvió a oír
trasiego de papeles y sabía que pondría fin a la llamada pronto—. Hablando de tu carrera, ¿no estarás
trabajando en la cuenta de Wheeler?
En la línea se hizo un silencio instantáneo.
—¿Por qué lo preguntas?
No le hizo ninguna gracia que respondiera a una pregunta con otra, pero decidió no decir nada.
—He visto a Cassandra Wheeler salir de tu despacho un par de veces hace poco —dijo, dejando caer
las palabras como granadas en la conversación.
—No sabía que conocieras a Cassandra Wheeler. —Seguía sin contestar a la pregunta. Lucas era
buenísimo en los juicios.
—La conocí hace un par de días. Está aquí, en la isla.
Otro silencio. Casi podía oír como él cavilaba y sintió una opresión en el pecho.
—¿Te ha dicho alguien que Cassandra estuvo una vez prometida con mi hermano?
—Sí, claro.
—Si está ahí, será por Joe. Deberías quedarte al margen.
—¿Al margen de qué, Lucas? Aún no has respondido a mi pregunta. —Insistir en una respuesta no era
normal en Beth, pero quería saber qué era lo que Cassandra Wheeler quería de Joe.
—Ya te lo he dicho, Cassandra era la prometida de Joe. Solo pasó a saludar como amiga.
—Ah, entonces, ¿eres amigo de la exprometida de tu hermano? ¿Lo sabe Joe? —Beth hizo un nudo
con el paño de cocina.
—Bueno, tampoco la llamaría amiga y no hay nada que Joe tenga que saber. —Lucas aún no había
respondido a la pregunta y tenía la cara de hacerse el ofendido—. Mira, tengo otra reunión dentro de dos
minutos. Será mejor que evites a Cassandra y no te metas en los asuntos de Joe.
—¿Sabes que está intentando convencer a la gente para que venda las tierras a su padre?
—¿Qué dices? —Se oyó una voz amortiguada en el fondo, y Lucas dijo—: Estaré en un minuto,
Pamela. —Y de nuevo con Beth—: ¿Que están intentando hacerse con Anchor?
—¿No lo sabías? ¿Cassandra no lo mencionó en sus visitas como amiga? —Beth sintió que la ira iba
en aumento. Aquella era una sensación nueva y desconocida—. Tad Wheeler quiere esta isla y nosotros
intentamos impedírselo.
—¿Qué quieres decir con «nosotros»? Como empleada de este bufete, no puedes trabajar contra los
intereses de nuestros clientes. —Las palabras de Lucas salieron como un torrente, señal de que estaba
nervioso—. Deberías volver a casa.
Una voz en su interior exclamó «¡Estoy en casa!». Beth se frotó la sien, sin saber qué hacer con
aquella revelación.
—¿Estás diciendo que no te importan estas tierras ni su gente?
—Por supuesto que me importan —dijo Lucas con la voz llena de frustración—, pero esa gente hace
tres siglos que está en la isla, estoy seguro de que han pasado por retos mayores que… —Bajó la voz como si
temiera que lo escucharan—: Tad Wheeler. Maldita sea, Joe mismo se encargaría de lanzar torpedos antes de
dejar que nadie se hiciera con esa isla. Tienes que quedarte al margen.
A Beth le desagradó Lucas en aquel momento.
—Estoy ayudando a los vecinos a organizarse. Ahora mismo, Cassandra Wheeler no sabe quién soy ni
dónde trabajo. Mi objetivo es que eso se quede así. —No pudo aguantarse y preguntó—: ¿Sabes qué pasó
entre ella y Joe?
Se oyó un bufido bastante extraño.
—Ni idea. Lo único que Joe dijo fue que no podía darle a Cassie lo que quería. Nunca me dijo lo que
significaba eso y yo no insistí.
—¿La conoces? —Por motivos que Beth no podía explicar, aquella respuesta importaba mucho más
que las otras.
—No muy bien. Las dos veces que vino a verme el mes pasado fueron las únicas veces que la he visto
desde que rompieron. La primera dijo que estaba en el edificio y que había decidido pasar a verme. Creo que
hablamos del tiempo. Frivolidades. La segunda vez preguntó con qué frecuencia iba a casa, a Anchor.
Después de decirle que casi nunca, ella recordó que tenía una cita y se fue. —Beth oyó lo que parecía una
puerta abriéndose y Lucas dijo—: De verdad que me tengo que ir. Aléjate de Cassie, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Beth: evitar a Cruella de Vil era lo único en lo que estaban de acuerdo—.
Llámame cuando puedas. Y buena suerte con el caso.
—Gracias, quisiera ir allí, pero esto no tiene buena pinta.
Beth suspiró.
—Haz lo que puedas.
—Y, eh —volvió a bajar la voz—, intenta apartar a Joe de Cassie, también.
No se lo estaba contando todo, pero al menos a Lucas le importaba su hermano.
—Veré qué puedo hacer.
CAPÍTULO 13
Beth esperaba que el Power Center tuviera el mismo aspecto que todos los demás negocios de Anchor
que había encontrado hasta entonces. Pequeño, modesto, relajado. Una máquina o dos frente a un espejo y
quizá una pelota de hacer ejercicios para los más ambiciosos. Las mancuernas tendrían cocos en lugar de
pesas de verdad.
No debería haber hecho suposiciones.
Detrás de la enorme ventana que ocupaba la pared de suelo a techo, las cintas de correr y las elípticas
formaban filas como soldados preparados para el asedio. Metal cromado listo para enfrentar la mayor de las
batallas. Al cruzar el umbral, Beth oyó el repiqueteo de una campana sobre su cabeza. Quizá hubiera una
ordenanza municipal que obligara a poner campanas sobre las puertas.
—Bienvenida a Power Center —dijo una enérgica pelirroja desde detrás del mostrador. El turquesa
de su camisa hacía juego con la pintura que cubría todas las superficies que atisbaba.
—He venido a ver a Randy Navarro —anunció Beth—. Me está esperando.
—¿Su nombre?
—Elizabeth Chandler. —Se subió las gafas de sol a lo alto de la cabeza y añadió—: Llego un poco
temprano, puedo esperar. —Joe le había dicho que estuviese en el gimnasio a las once y media para reunirse
con Randy en su hora del almuerzo, pero en casa se había empezado a poner nerviosa y había salido con
demasiada antelación.
—Ya voy, Abby —dijo un hombre gigante que había salido por detrás de la pared situada a la espalda
de Abby. Llevaba una toalla blanca alrededor de un cuello que tenía el perímetro del muslo de Beth, mientras
que la anchura de su tórax y hombros hacía que una se preguntara cómo pasaba por las puertas. El pelo
húmedo, oscuro como la noche, se ondulaba sobre sus orejas y un rizo rebelde le caía sobre la frente.
Sus ojos marrones tenían un aspecto extrañamente dulce, y su sonrisa, una perfecta línea de blancos
dientes tras unos labios carnosos, suavizaba el efecto amenazante de su estatura abrumadora. Salvo por la
notable diferencia en altura, el parecido con Sid era obvio. Mientras Sid era cruda y agresiva, aquel oso de
hombre parecía entrañable y encantador.
Mirarlo fue como si hubiera pedido un extra de estrógenos en el café con leche. El hombre merecía
estar en la cubierta de una novela romántica.
—Debes de ser la Beth de quien Joe me ha hablado —dijo Randy, tendiéndole una mano. Ella le dio
la suya y se cuidó de no suspirar cuando él le dejó caer un beso sobre los nudillos—. No me extraña que Joe
me avisara de que eres terreno vedado.
—¿Sí? —preguntó Beth, como si una niebla de estrógenos le impidiera la función cerebral—. Ah, sí.
Que estoy prometida, por supuesto, terreno vedado.
—¿Prometida? —Randy frunció el ceño y Beth se obligó a retirarle la mano.
—Sí, de Lucas Dempsey, el hermano de Joe.
—¿Lucas? Vaya. Eso lo explica todo. —Beth estaba aún procesando aquella respuesta cuando Randy
dijo—: Podemos hablar en mi oficina. Por aquí.
Su paseo por el gimnasio reveló dos cosas: una, Anchor tenía más de un individuo del tamaño de Hulk
a juzgar por los dos hombres que levantaban pesas en el rincón del fondo. Parecía que cada uno de ellos
pudiera levantar un autobús sin siquiera sudar, y dos, sentirse como un insecto al que pueden aplastar en
cualquier momento era una sensación angustiosa. No era que temiera a Randy Navarro, pero su tamaño y su
altura, más de treinta centímetros que su metro sesenta resultaban intimidantes. Al preguntarse por un instante
qué tipo de mujer se sentiría atraída por un hombre así, tres palabras le vinieron a la mente.
«El tamaño importa.»
Beth detuvo aquel tren antes de que saliera de la estación.
—Gracias por reunirte conmigo. Sé que estás muy ocupado con los dos negocios que llevas aquí en la
isla.
Randy se detuvo ante una puerta abierta, dio un paso al lado y le hizo una señal para que entrara.
—Cuando Joe mencionó el apellido Wheeler, me hice un hueco en la agenda encantado. Tener esta
charla con una bella mujer en lugar de la cara de malas pulgas de Joe es un extra.
Beth admiró la espaciosa oficina antes de sentarse en la silla que Randy le indicó. Las paredes
estaban llenas de fotos de lo que parecía ser un hombre empeñado en acariciar la muerte. Cuando miró a una
de las instantáneas que tenía cerca, se dio cuenta de que aquel hombre era el mismo Randy.
Con un paracaídas marchito colgando tras él, montando una ola gigante en una tabla de surf o parado
en lo alto de una montaña nevada como si fuera el abominable hombre de las nieves, el denominador común
de todas aquellas imágenes era la alegría.
Randy Navarro no vivía simplemente, se enfrentaba a la vida con algo que estaba entre la pura alegría
y el deseo de morir. Lo que pedía a gritos preguntar: ¿qué hace un loco de la adrenalina en una pequeña isla
conocida más por su estilo de vida tranquilo que por las atracciones de infarto?
—¿Quieres tomar algo? Tenemos agua, agua vitaminada y una variedad de bebidas energéticas.
—No, gracias, estoy bien. —Beth recordó lo que Randy había dicho antes de que entraran en la
oficina.
—Al decir hace un momento «Eso lo explica todo», ¿qué quisiste decir?
—Eso explica por qué no le gustas a Sid —dijo, sacando una botella roja de un pequeño frigorífico
de detrás de su escritorio—. Eres la prometida de Lucas, así que eso explica todo.
—Sigo sin entenderlo. ¿Por qué le iba importar eso a Sid?
—Sid ha estado medio enamorada de Lucas desde la escuela secundaria. Joe debió decírtelo, para
que estuvieras preparada. Sé que mi hermana puede ser un poco… agresiva a veces.
¿Agresiva? Los gatos montaraces eran agresivos. Sid, la mecánica náutica, era directamente
mezquina. Y, además, sentía algo por Lucas. Ahora no le extrañaba que esa pequeña compañera pareciera
lista para matarla.
—Joe no me lo comentó. ¿Sabe Lucas lo que Sid siente por él?
—Lo dudo. Lucas siempre ha tenido una cosa muy clara: salir de esta isla tan pronto como fuera
posible. —Randy bebió y continuó—: Seguro que no hace falta que te diga lo ambicioso que es. La ambición
no le dejaba ver más que el plan que había trazado y Sidney Ann no pudo colocarse nunca en su campo de
visión.
—¿Has dicho Sidney Ann? —El segundo nombre femenino chocaba con la imagen de la mujer dura y
hombruna que Beth había conocido en la sala de billar.
—Así la llamamos en la familia. No hace falta decir que odia ese nombre. —Randy le lanzó una
sonrisa cómplice, que decía que como hermano mayor era un agitador.
—Entonces quizá sea bueno que Lucas haya vuelto a Richmond —dijo Beth, intentando imaginarse
cómo podía un hombre pasar por alto una mujer con las hechuras de Sid Navarro—, pero deberíamos hablar
del motivo por el que he venido. Supongo que Wheeler Development también se ha puesto en contacto contigo
para negociar una adquisición.
—Efectivamente… Y es irritante a más no poder. Le he dicho a ese hombre que no por escrito, por
teléfono y ahora en persona a ese tipo con traje que mandó. —Randy sacó un montón de sobres del cajón
superior—. La oferta crece en cada ocasión. Si está haciendo lo mismo con otros, no me sorprendería que
algunos terminen cediendo.
—Eso es lo que queremos evitar. —Beth se desplazó hacia el borde de la silla—. Si organizamos a
los comerciantes para resistir y negarse en bloque, nos aseguraremos de que Wheeler no consiga ni un solo
negocio. Si los más débiles ven un frente unido, se mantendrán firmes.
Randy se reclinó, golpeando con un dedo la botella de plástico.
—Me parece un enfoque sólido. Nuestra Asociación de Comerciantes es informal, por decirlo de
forma positiva, pero estoy seguro de que nadie quiere que la isla se convierta en un resort sacadineros.
—Vamos a tener una reunión en el restaurante Dempsey’s el jueves por la noche para decidir cómo
presentar la idea al resto de los comerciantes en la reunión del viernes. ¿Podrás venir?
—Allí estaré. ¿Con quién más habéis hablado?
Beth se sacó la lista de nombres del bolso.
—Lola LeBlanc y Floyd Lewinski. Floyd irá con Helga Stepanovich y yo hablaré con Eddie y Robin
Travers mañana para apuntarlos también.
Randy se inclinó hacia delante, dejó la bebida y agarró un bolígrafo.
—Sam Edwards tiene tres hotelitos en la isla. Algunos podríamos sobrevivir si Wheeler se sale con
la suya, pero Sam no tendría otra opción que empezar de cero en otra parte. —Escribió el nombre un número
de teléfono en una nota adhesiva amarilla—. Dame una hora o así y lo pongo en antecedentes, después lo
puedes llamar para preparar la reunión.
—Lo haré, gracias. —Beth tomó la nota, satisfecha por añadir otro aliado al equipo—. Empezaremos
a eso de las siete el jueves por la tarde.
Cuando se levantó para marcharse, Randy se levantó con ella.
—Por cierto, no tienes de que preocuparte por Sid. No es ni de cerca tan dura como le gusta que crea
la gente.
—Ya —dijo Beth, en absoluto convencida—. Intentaré recordarlo.
Tres días en el mar con los mejores viajes que había visto en muchos años pusieron a Joe de un
estupendo humor. Un humor suficientemente bueno como para ignorar las quejas infantiles de Sid todo el
camino hasta Dempsey’s.
—Esa urbanita nunca se lo va a tragar —dijo. De nuevo. Sid había estado repitiendo aquel mantra
más de una hora.
—Llegamos con tiempo para poder montarlo antes de que lleguen los demás.
—Es una pérdida de tiempo —dijo, deteniéndose al pie de las escaleras—. ¿Por qué no le preguntas
directamente lo que quieres saber?
Decidido a no perder la compostura, Joe contó hasta diez y volvió a bajar.
—Ya te lo he explicado. Lo único que tienes que hacer es pasar una noche pagando bebidas con mi
dinero y averiguar qué es lo que esconde… y luego eres libre de volver a las botas de trabajo y las camisetas
de hombre. —La agarró del brazo para llevarla hacia arriba con él.
Sid apartó el brazo de un tirón y pasó por delante hecha una furia.
—Tienes suerte de que lo haga por Lucas.
Cuando Joe entró en el restaurante, Sid ya estaba sentada en la barra, pidiéndole a su padre una
cerveza. ¿Qué le ocurría a Sid? Ni que le hubiera pedido que se pusiera bikini para ir en el bote o que se
frotase contra Phil Mohler o algo así. Solo tenía que portarse como una chica una maldita noche.
—Yo también tomaré una, papá —dijo, sentándose en el taburete al lado de ella.
—Él paga las dos —añadió Sid, volviéndole la espalda.
Quizá sacar la mujer que Sid llevaba dentro era más peligroso de lo que él había imaginado. Las
discusiones crudas estilo vestidores masculinos eran una cosa, pero que le diera la espalda y se enojara por
cuestiones que no tenían la menor importancia eran dos cosas que Sid no solía hacer.
—¿Habéis discutido o algo? —preguntó Tom, sonriendo hasta que Sid lo miró fríamente—. La
reunión empieza dentro de veinte minutos.
—¿Dónde está Beth? —preguntó Joe, que quería acabar con aquella situación cuanto antes.
Tom señaló la sala reservada del rincón de la derecha.
—Patty y ella están preparando la sala. Beth ha escrito una especie de circular para repartir con la
lista de socios de la asociación que compusimos. Según Patty, ha estado investigando un par de días.
—¿Investigando qué? —preguntó Sid—. Todos los vecinos de la isla estamos al tanto de la vida de
los demás. No necesitamos que ella venga a decirnos lo que ya sabemos.
Tom se encogió de hombros.
—No he visto lo que ha escrito, así que ya nos enteraremos.
Joe empujó a Sid para que bajara del taburete.
—Vamos a ver si necesitan ayuda. —Podía estar de morros toda la noche si quería, pero había
aceptado el trato e iba a hacerlo le gustara o no.
Las murmuraciones de Sid a su espalda le decían que lo estaba siguiendo, aunque fuera de mala gana,
así que Joe siguió caminando. En el interior del comedor, Beth estaba al lado de una mesa redonda con una
hoja de papel en el lugar para cada persona. Al examinar una de las copias, no pareció alegrarse de lo que
veía.
—¿Qué es eso? —Uniéndose a ella, levantó un paquete de la mesa—. ¿Ahora la Asociación de
Comerciantes tiene papel con membrete? En más de diez años, Joe nunca había visto nada tan oficial.
—No di con ninguno, así que he elaborado uno. ¿Qué te parece?
La pequeña imagen de una gaviota sobre una puesta de sol en un muelle desierto se anclaba al lado
superior izquierdo de la página blanca, mientras que a la derecha se ajustaba la frase «ASOCIACIÓN DE
COMERCIANTES DE ANCHOR ISLAND» junto con una dirección.
—Conozco esta isla como la palma de mi mano, pero no reconozco esta dirección. ¿Dónde está eso?
Ella arqueó una ceja.
—La biblioteca. Me dijeron que es allí donde hacéis las reuniones.
—Oh. —Bueno, no sabía la dirección de la biblioteca. En una isla del tamaño de Anchor, decir «te
veo en la biblioteca» bastaba para saber dónde ir—. ¿Y qué es el resto?
—La primera página es una lista de los miembros de la asociación y los negocios que poseen. La
segunda es todo lo que he podido encontrar sobre los planes de Wheeler para la isla, para que sepamos
quiénes serían los más afectados. —Volviendo las páginas que él tenía en sus manos, pasó a la última—. Y
esto es un gráfico que muestra las tendencias del turismo en los últimos cinco años y los indicadores de
predicción para los próximos cinco.
Joe se quedó sin palabras. ¿Dónde había encontrado aquella información? Quizá en aquella pequeña
biblioteca había más de lo que ellos pensaban.
—Es sorprendente.
Beth se sonrojó.
—Es mi trabajo. Investigar y reunir información que los demás puedan usar. Como os he comentado,
es solo algo que he preparado sobre la marcha.
Él no esperaba que pusiera tanto esfuerzo en algo en lo que no tenía ningún interés.
—¿Por qué haces todo esto en nombre de gente que ni siquiera conoces?
—No son gente que no conozco. Bueno, claro que no conozco a todos. Ni siquiera a la mayoría. Pero
conozco a Lola, a ti y a tus padres y, estos últimos días, he empezado a conocer a unos cuantos más. —Volvió
las páginas hasta llegar a la primera y señaló la lista de encima—. Randy Navarro me envió a ver a Sam
Edwards y Sam Edwards me mandó a ver a tu amigo Chuck Brighteyes. Hay posibilidades de que el efecto
que el proyecto de Wheeler tendría sobre los caballos pueda ir a nuestro favor.
—¿Y por qué?
—Los caballos aún se consideran salvajes y protegidos, incluso si no pueden correr en libertad.
Proteger a los caballos y los lugares históricos podría ser un motivo para declarar la isla zona vedada para
Wheeler.
—Dices «podría ser» —Joe se esforzaba por seguir la conversación con Beth apoyada contra su
brazo derecho—. ¿No es seguro?
—Pues, no —dijo, apartándose un poco de él. Joe resistió la inercia de seguirla—. No puedo
investigar los aspectos legales sin una biblioteca jurídica. Sé que Wheeler podría hacer una donación
generosa y aceptar no infringir los sitios históricos para eliminar obstáculos, pero la isla nunca volvería a ser
la misma.
—No. Desde luego que no. —Hacía menos de una semana que Beth estaba en la isla y ya entendía lo
que algunos lugareños aún no habían captado—. Si no supiera lo que sé de ti, diría que te gusta este lugar.
—Pues claro que me gusta —dijo ella, con más pasión de la que él esperaba—. La gente es amable y
hospitalaria y no merecen que se les trastoquen las vidas solo porque a un ricachón arrogante se le meta en la
cabeza quitarles sus casas.
Ver cómo sacaba el carácter ante algo que no fuera él le ofreció a Joe una visión de lo atractiva que
era cuando se enojaba. La línea recta que formaba su boca y los hombros rígidos hacían que quisiera besarla
hasta que no pudiera recordar por qué estaba tan enfadada.
Beth se quedó mirando el papel que tenía en la mano mientras Joe le miraba los labios hasta que Sid
apareció detrás de ellos y tosió fuerte de modo que él volvió a la realidad del sobresalto.
—¿Está bien? —preguntó Beth, mirando a Sid con recelo.
Él se volvió y vio que Sid dejaba cubiertos envueltos en servilletas sobre las mesas. Patty la habría
puesto a trabajar. Sintió una punzada de culpabilidad al recordar el plan que tenía con Sid. Beth estaba
ayudando a salvar la isla y él intentaba hurgar en su pasado en busca de algo que esgrimir contra ella.
Cuando lo único que deseaba que estuviera contra ella era su propio cuerpo.
Aquello lo hacía por Lucas. Tenía que repetírselo una y otra vez.
—Odio pedírtelo, viendo todo lo que has trabajado ya, pero necesito un favor. —Viendo la expresión
de sorpresa, añadió—: En realidad, Sid es quien necesita un favor.
Beth sospechó inmediatamente. Excepto para hacer de saco de boxeo o como carnaza viva, ¿qué iba a
querer Sid de ella?
—¿Qué tipo de favor?
Joe la agarró del hombro y la separó de la gente que empezaba a reunirse.
—Siente algo por algún chico, no sé quién es, pero él solo la ve como otro más de los chicos. Como
dijiste la noche que la conociste. —La sospecha creció, especialmente teniendo en cuenta lo que le había
contado el hermano de Sid sobre que ella sentía algo por Lucas—. He pensado que igual podrías hacer lo que
sea que hacéis las mujeres para que parezca más femenina.
Beth se quedó con la boca abierta.
—A menos que escondas una varita mágica, no sé qué quieres que haga yo.
—Dijiste que era bellísima. —Echó una mirada a Sid como si intentara encontrar algún atributo
positivo—. Haz que se ponga un vestido o algo así. Arréglale el pelo. ¿No estáis las chicas siempre
peinándoos las unas a las otras?
¿Cuáles eran las referencias de este hombre? ¿Los musicales de los años sesenta?
—Sid y yo somos un poco mayorcitas para fiestas de pijamas, ¿no crees? Y, como además no tengo
ningún deseo de morir, no tengo intención alguna de intentar cambiarle los pantalones militares por una falda
de seda en un futuro próximo.
Beth intentó irse pero Joe la detuvo.
—Sid dijo que no lo harías. Que eres demasiado estirada, pero le dije que se equivocaba. Supongo
que era yo el equivocado.
Aquello fue un golpe bajo y Beth sabía que la estaba manipulando, pero no pudo contenerse. No dejó
que diera ni dos pasos cuando dijo:
—De acuerdo.
—¿Qué? —preguntó él, poniendo su mejor cara de inocencia inmaculada, que no la engañaba.
—Intentaré hacer de tu mecánica náutica una chica, pero con una condición. —Beth podía seguirle el
juego—. Tú pagas. —La cara de inocencia adquirió una coloración verdosa.
—¿Que voy a pagar qué?
—Un vestido y unos rulos no serán suficientes para transformar a nuestra cenicienta. Si yo ayudo, tú
ayudas. Con efectivo.
El verde se volvió blanco, mientras Joe se pasaba una mano por el pelo. No se había parado a
considerar si su cuenta bancaria estaba como para cubrir un cambio de imagen y una noche de borrachera,
pero después de darle otro rápido vistazo a Sid, cedió.
—Te daré cincuenta dólares para lo que necesites. Si queréis pasarlo bien bebiendo, eso es cosa tuya.
Pasarlo bien con Sid le parecía casi imposible, pero que la mujer sintiera algo por alguien de la isla
significaba que ya se había rendido con Lucas. Y no era que a Beth le preocupara perder a su prometido por
una mujer que estaba más cómoda entre motores que en cenas triviales. Aquello era ridículo.
Quizá la coraza exterior de Sid era más blanda de lo que parecía, pero observarla desde la distancia
mientras Joe le informaba de todo aquello no animó a Beth. Se hizo la nota mental de verificar si su seguro
médico cubría lesiones fuera del estado.
CAPÍTULO 14
Si los compañeros de trabajo de Beth fueran una décima parte de lo agradecidos que su pequeño
equipo «Derrotemos a Wheeler», disfrutaría de su trabajo de verdad. En lugar de ser la chica invisible de
investigación, Beth era la fabulosa futura Dempsey. No la habían llamado fabulosa desde que ganó el
concurso de deletrear en tercero de la escuela primaria y que la llamaran Dempsey significaba incluso más.
En Anchor, ser una Dempsey significaba que eras alguien. Beth nunca había sido nadie importante.
Salvo por una breve disputa con Joe, la reunión fue mejor de lo esperado. El señor Insistente se
empeñó en que ella explicara el material escrito a pesar de haberle ella dejado claro que no iba a hablar.
Beth se negó, él la llamó «gallina» (en un susurro, para que nadie más lo oyera, el muy puñetero) y ella cedió.
Si fuera honesta, admitiría que le gustó llevar la batuta por una vez, pero no lo reconocería ante Joe.
Hacia el final, habían recopilado una lista de contactos telefónicos en forma de esquema de árbol, que le
asignaba a cada uno un grupo de otros comerciantes con quienes contactar antes de la reunión ya programada
para la siguiente noche.
Hubo un momento incómodo cuando Sam Edwards puso voz a la pregunta que todos los demás tenían
en mente: ¿por qué había elegido Wheeler su isla? La temporada turística no duraba todo el año como en
otras ubicaciones de clima más tropical y cualquiera que fuera la temporada siempre se veía amenazada por
los huracanes.
Cuando la gente empezó a lanzar teorías, Joe se quedó en silencio. De hecho, parecía incómodo y
cambió de tema a la primera oportunidad.
¿La ruptura de Joe con Cassie había puesto a Anchor en el punto de mira?
Seguramente nadie compraría una isla para vengar el corazón roto de su hija. Todo lo que Beth sabía
sobre Tad Wheeler decía que el hombre era astuto, sin escrúpulos y metódico con sus inversiones. No el tipo
de hombre que tomaría una decisión financiera en función de las emociones.
Quizá el comportamiento de Joe se debiera a otra causa, pero Beth había observado a suficientes
criminales durante sus estudios jurídicos como para reconocer una conciencia culpable cuando la veía.
—Entonces, ¿vamos a hacerlo o qué? —preguntó Sid, llevando a Beth de regreso al presente.
Estaba mirando por la ventana y no había oído a Sid acercarse por detrás.
—Ah, claro. —Beth asintió al otro lado del reservado—. Siéntate. —Mejor averiguar lo que Sid
esperaba de aquel pequeño cambio de imagen.
—Bien. —Con un tono de adolescente rebelde que acaba de llegar al despacho del director, Sid se
dejó caer en el asiento y cruzó los brazos sobre la camiseta que decía «La vida es dura, pero yo más». Una
prenda que tendría que desaparecer.
—Joe dice que hay un hombre que te interesa.
—Pareces sorprendida. Deja que adivine. Pensabas que era lesbiana.
No, a Beth no se le había ocurrido aquello, pero no le extrañaba que la gente lo supusiera.
—No, la verdad es que no, pero necesitamos aclarar algo de una vez por todas.
—¿Qué? ¿Tú eres lesbiana?
Beth confiaba en que el hombre en quien Sid se había fijado tuviera una paciencia infinita. Y que le
gustaran las mujeres poco refinadas.
—Joe me ha pedido que te haga este favor y, no sé por qué motivo, he aceptado, pero no va a
funcionar si pierdes tu tiempo y el mío insultándome y actuando como una adolescente a quien le han
prohibido usar el teléfono.
Sid relajó la postura y dejó los brazos sobre la mesa.
—Puede que tenga un problema de actitud de vez en cuando. —Al ver la ceja levantada de Beth,
admitió—: De acuerdo, más que de vez en cuando. Lo intentaré arreglar.
Aquello era más de lo que Beth esperaba.
—Bien, entonces vamos bien.
—Pero quiero saber algo de ti.
Beth esperaba la pregunta pero no dijo nada más.
—¿Y qué es?
Sid se cruzó de brazos.
—¿Por qué has accedido a ayudarme?
No le venía una respuesta inmediata a la mente. Estaba el reto aparentemente imposible, pero dudaba
que a Sid le cayera bien la parte de «aparentemente imposible». Y tampoco reaccionaría bien Sid si se
enterara de que Beth sabía lo de sus sentimientos por Lucas.
—Aunque yo no te guste nada, no tengo motivos para que no me gustes. Si tienes coraje suficiente
para pedir ayuda, yo puedo tenerlo para prestártela. —Al percibir el escepticismo en la cara de Sid, le dio un
motivo más—. O quizá piense que eres un bellezón.
Los ojos de Sid se abrieron como naranjas y parecía lista para el ataque. Entonces, Beth sonrió y su
oponente entendió la broma.
—Muy bueno, Ricitos. No estás mal para ser una abogada de ciudad remilgada.
No era el mejor de los cumplidos, pero era un buen comienzo.
Joe caminaba nervioso delante de la biblioteca de Anchor Island, intentando centrarse en la reunión
que estaba a punto de celebrarse. Debería haber pensado sobre la charla que daría dentro de cinco minutos,
pero no podía quitarse de la cabeza la imagen de la expresión acalorada de Beth.
Si hubiera sabido que era ella la que había al otro lado de la puerta, Joe nunca habría abierto
llevando él solamente unos vaqueros y con el pelo mojado. Su propia atracción física ya era peor una mala
noticia, pero, cuando abrió la puerta y encontró a Beth que lo miraba con la boca abierta, como una mujer a
punto de meterse en un helado cubierto de salsa de chocolate caliente, todos sus sistemas se pusieron en
piloto automático. Esperaba a su padre, no a la prometida de su hermano, con una falda ceñida, zapatos de
tacón y una blusa con demasiados botones desabrochados.
Con aquella masa de rizos castaños sujeta en un sencillo recogido en la nuca, solo le faltaban unas
gafas con montura metálica para completar la imagen de la fantasía de la bibliotecaria sexi en busca de
diversión. Su cuerpo se moría por unos revolcones entre las estanterías, mientras que su cerebro le recordaba
por enésima vez que Beth pertenecía a Lucas. ¿Por qué demonios no podía estar allí Lucas para que se le
grabara ese dato de una vez?
—¿Te estás haciendo una paja o qué? —preguntó Sid, al salir también a la entrada de la biblioteca—.
Te están esperando para empezar.
Incluso si Beth le pusiera a Sid el disfraz de bibliotecaria sexi, nunca convertiría a aquella criatura en
una chica.
—¿No se supone que estás cultivando tu lado femenino?
—Me lo estoy guardando para el gran debut de mañana. —Sid miró al suelo y por primera vez Joe
notó que dudaba. Aquello no era por sacar información de Beth, Sid verdaderamente quería ser una chica.
La mirada que le echó cuando se dio cuenta de que la estaba observando decía «mujer enfadada»
mucho más que «chica dulce». Como sabía que Sid no había tenido una cita desde antes de que él conociera a
Cassie, podía imaginarse que sus armas de mujer estarían bastante oxidadas.
—No me vas a dejar ganar esos veinticinco pavos, ¿verdad? —preguntó Joe, sabiendo que Sid nunca
se echaba atrás de un reto.
—Asegúrate de pasar por el cajero mañana, imbécil. Espero el pago inmediatamente. —Sid volvió
hecha una furia a la biblioteca, recuperado el fuego en los ojos. Por primera vez Joe se preguntaba si lo de
hacerse la dura era solamente eso. Una actuación. Luego recordó el puñetazo que le había dado a Phil Mohler
el 4 de Julio anterior por tocarle el trasero después de haberse tomado seis vasitos de tequila.
No, Sid no estaba actuando.
Joe pasó por la puerta antes de que Sid pudiera cerrársela en las narices y la primera persona a la que
divisó entre la multitud fue a Beth. De pie en el rincón del fondo, con Lola a su lado, lo miró como si lo
hubiera estado buscando. Tras decirle unas breves palabras a la otra mujer, fue hacia él, caminando con
decisión. Los zapatos de tacón hacían cosas increíbles en sus caderas y Joe se preguntó cómo sería ver
aquella falda deslizarse hasta el suelo.
—Tenemos un problema —dijo, acercándose lo suficiente como para que notase el olor de
madreselva en su pelo. Él tenía un problema, eso estaba claro—. Lola dice que Derek Paige ha ido a verla
hoy otra vez. Han doblado la oferta.
—¿Qué? —Su cerebro se estaba ahogando en aquella niebla perfumada—. ¿Quién ha doblado el qué?
Beth parecía estar mordiendo con rabia cada palabra de su respuesta.
—Wheeler le ha ofrecido a Lola el doble de lo que puso sobre la mesa la semana pasada. Se dice que
ha aumentado la oferta a unos cuantos más.
Aquella afirmación hizo que su cerebro funcionara de nuevo y otra parte de la anatomía entrara en
punto muerto. Casi.
—Muy oportunos. Deben de saber algo de nuestra reunión de anoche.
—Debimos haberlo hecho en algún otro lugar. ¿Viste a Cassandra o a Derek en Dempsey’s?
—No —dijo Joe, negando con la cabeza. Le había pedido a Annie que vigilara por si aparecía el
enemigo y ella le aseguró que no habían entrado—. Alguien debe de habérselo dicho.
Beth miró a su alrededor.
—¿Quién sería capaz de hacer algo así? No hemos empezado a llamar hasta esta mañana.
Antes de que Joe respondiera, la puerta se abrió y Phil Mohler se topó con él.
—Dios, Dempsey, quítate de en medio.
Las manos de Joe formaron puños dentro de los bolsillos. Por supuesto.
—No has venido a ninguna reunión desde hace meses. ¿A qué se debe el repentino interés?
—Soy comerciante, igual que todos los demás. Puedo venir a estas reuniones cuando me dé la gana.
El canalla infló el pecho e intentó parecer más alto, pero aun así era mucho más bajo que Joe.
—Tienes razón, Mohler. Toma asiento.
La sospecha nubló los ojos de Mohler. Parecía que quería continuar con la discusión, pero luego se lo
pensó mejor y se retiró, llevándose una silla hacia un lado.
Demostrando ser muy avispada, Beth dijo:
—¿Crees que…?
—No lo creo. Lo sé. Eso explicaría su almuerzo con Cassie.
—Menuda alimaña. —Beth cruzó los brazos y le lanzó una mirada a Mohler que habría asustado a una
ballena.
—Es una alimaña, pero tampoco es la bombilla más luminosa del faro, ya me entiendes. Cassie es
buena a la hora de encontrar a los débiles. —Demasiado tarde se dio cuenta de lo que había dicho y leyó la
pregunta en la mirada de Beth—. Será mejor que vaya allá delante y empiece con esto.
Una hora más tarde, Beth estaba sentada en el mismo rincón del fondo de la sala cruzando y
descruzando las piernas, sin otro deseo que arrancarle los ojos a Phil Mohler con las uñas. El tipo había
intentado ganar apoyo para el trato de Wheeler, interrumpiendo a Joe en todas las oportunidades que se le
fueron presentando, pero sus argumentos no habían tenido efecto. Como Joe señaló, Phil tenía uno de los
pocos negocios que se beneficiarían de que Wheeler trajera una clientela de mayor alcurnia.
La réplica de que lo mismo pasaba con el negocio de Joe se quedó en nada cuando Joe le recordó a la
sala que él también estaba representando los intereses del restaurante Dempsey’s, que desaparecería para
hacer sitio para el resort de Wheeler.
Pero si la única voz discrepante hubiera sido la de Mohler, Beth aún habría confiado en que Wheeler
no tenía nada que hacer. Por desgracia, había al menos otros cinco que estaban considerando la oferta del
promotor inmobiliario. Tres eran dueños de propiedades en alquiler que luchaban por tener las cabañas en
plena ocupación. Cada semana o fin de semana que una propiedad quedaba vacante, los propietarios perdían
dinero.
Aunque los gráficos turísticos futuros de Beth mostraban un crecimiento en los próximos años, ese
crecimiento era lento y no estaba en ningún modo garantizado. La economía era de todo menos predecible y,
aunque Anchor era menos caro en relación con destinos vacacionales, su lejanía hacía que aún fuera
relativamente desconocido, un hecho que Beth reconocía, puesto que jamás había oído hablar de la isla antes
de conocer a Lucas.
—¿Estás segura de que deberías estar aquí? —preguntó Lola por cuarta vez desde que Beth llegó con
los Dempsey—. No me gusta la idea de que puedas perder tu trabajo por esto.
Beth apreciaba la preocupación de su nueva amiga.
—Nadie aparte del grupo inicial sabe que he elaborado ese documento. Y nadie más que tú sabe que
mi bufete representa los intereses de Wheeler. Mientras las cosas se queden como están, no perderé mi
trabajo.
—Pero podrías. —Lola apretó los labios, acentuando las arrugas que los rodeaban—. ¿Y si lo
pierdes?
La pregunta le golpeó como una gran sorpresa. ¿Y si perdía el trabajo? Se imaginó oyendo las
palabras «Vamos a tener que dejarte ir» y esperó que vinieran los sentimientos. La decepción. La pérdida. La
ira.
Pero no sintió nada. Cosa que le pareció extraña, ya que Beth había trabajado como una loca para
ganarse un puesto en una firma tan prestigiosa.
Como no estaba preparada o quizá no estuviera dispuesta a pensar en su futuro, se centró en disipar
los miedos de Lola.
—Yo no voy a perder mi trabajo y vosotros no vais a perder la isla. Todo va a salir como debe. Estoy
segura.
La mujer no parecía convencida, pero entonces su mirada se apartó de Beth y Lola sonrió.
—¿Qué pasa? —preguntó Beth, que se volvió y vio a Joe hablando con un grupo que incluía a Randy
Navarro y dos hombres que ella no conocía.
Lola tomó la mano de Beth y le dio unas palmaditas en el dorso, como si intentara calmar a una niña
perdida.
—Tienes razón. Todo va a salir como debe.
Beth volvió a mirar al grupo. Joe parecía inmerso en lo que fuera que Randy estuviera diciendo.
Volviéndose hacia Lola, le preguntó:
—¿Qué pasa en esa conversación que de repente estás convencida?
En lugar de responder, la mujer se excusó con otra palmadita en la mano de Beth y se fue a hablar con
Helga Stepanovich.
Qué mujer más desconcertante. Beth volvió a buscar a Joe, pensando que a lo mejor alguno de los dos
desconocidos con los que hablaba era alguien que podía ayudarlos a defenderse de Wheeler, pero no estaba
donde lo había visto por última vez, así que repasó la sala hasta encontrarlo. Recordó la conversación
anterior.
«Cassie es buena a la hora de encontrar a los débiles.»
El comentario improvisado revelaba más de lo que él probablemente pretendía.
Nunca lo habría adivinado, a juzgar por sus encuentros hasta el momento, pero Joe llevaba más carga
emocional encima que las cintas de equipaje del JFK. En las últimas veinticuatro horas había conocido dos
hechos sorprendentes sobre Joe Dempsey. Primero, se sentía culpable, lo que significaba que también se
sentía responsable por poner a Anchor Island en el punto de mira de Tad Wheeler. Segundo, se consideraba a
sí mismo débil por haberse enamorado de una hija de Wheeler.
Por supuesto, esto último le hacía cuestionar su gusto y quizá también su cordura, pero, por todo lo
demás que había observado, Joe podía ser cualquier cosa menos débil. Testarudo, obstinado y excesivamente
(para ella) sexi, pero no débil.
—Puedes dejar de buscar, querida. Aquí tengo lo que buscas. —Las palabras venían acompañadas de
olor a sudor y pescado, lo que forzó a Beth a cubrirse la nariz. Se volvió para ubicar el origen y lo encontró a
varios centímetros por debajo de su barbilla.
—¿Perdón?
Un hombrecillo le sonreía abiertamente con un hueco en los dientes a través del cual despedía ese
olor fétido. Una calva incipiente daba paso a un pelo grasiento, relamido y de un rubio sucio que
prácticamente anunciaba que el hombre no creía que una ducha fuera necesaria antes de ninguna reunión.
—Me llamo Buddy Wilson. ¿Qué tal si salimos de aquí y nos conocemos mejor tomando unas
cervezas? —El cretino le guiñó un ojo y a Beth se le revolvió el estómago.
—Gracias, pero tendré que pasar. —Desesperada por poner distancia entre ella y el hedor, Beth dio
un paso atrás. Una mano callosa la agarró por la muñeca.
—Vamos, cielo. Merecerá la pena.
Beth habría inhalado para fortalecer su paciencia, pero respirar hondo alrededor de aquel idiota no
era buena idea.
—Lo siento, señor Wilson, pero no me interesa su oferta. —Como no estaba dispuesta a montar una
escena delante de todo el pueblo, intentó mantener la calma en la voz—. Ahora si fuera tan amable de
soltarme el brazo.
—No hace falta que te vayas tan rápido —dijo, sin soltarla—. Ni siquiera me has dicho tu nombre.
Con la paciencia agotada, Beth abrió la boca para responder, pero una voz amenazante la cortó.
—Ha dicho que la sueltes, Wilson. Y te sugiero que lo hagas. Ya. —Aunque la amenaza no era
explícita, no había duda alguna de la misma.
El admirador abrió unos ojos como platos y rápidamente le soltó la muñeca.
—Solo estaba hablando con ella. Deberías ocuparte de tus propios asuntos, Dempsey.
—Ella es asunto mío. Ya te lo dije una vez, ni mirarla.
Sus palabras le recordaron lo primero que Randy Navarro le había dicho: que Joe le había advertido
de que ella era terreno vedado. Como si ella no fuera suficiente para dejar claro cuál era su estado.
Joe dio un paso adelante, lo que hizo que Wilson lo diera hacia atrás. ¿Cuándo se había convertido
ella en una damisela en apuros? Y, lo que era más importante, ¿cuándo se había convertido en algo excitante
ser rescatada por un caballero en camisa de franela con barba de dos días?
Los ojos del hombrecillo iban de Joe a Beth como pelotas de tenis, como un niño que intentara
resolver un rompecabezas. Beth comprendía la sensación, ya que ella estaba intentando resolver uno también.
—¿Esta es aquella camarera? —Los ojos inyectados en sangre la recorrieron de arriba abajo y Beth
sintió una necesidad imperiosa de darse una ducha. Luego aquellos ojos miraron a Joe. Con una sonrisa
burlona, Wilson dijo—: Ya veo. ¿La estás manteniendo calentita para tu hermanito?
Joe gruñó y dio otro paso adelante. Como seguía sin querer montar una escena, Beth se colocó entre
ambos.
—Esto ya ha llegado demasiado lejos. Por halagador que se suponga que es, no estoy dispuesta a ver
que nadie se pelee por mi honor. Además, los tres sabemos cómo acabaría y dudo que tú —le dijo al pequeño
Napoleón que tenía enfrente— quieras salir con unos cuantos huesos rotos.
El aliento cálido de Joe en el cuello y su cuerpo encogido y pegado contra su espalda hacían difícil
centrarse en su objetivo, que era enfriar la situación. Esperaba que su cara pareciera tan impasible e
imperturbable como intentaba.
Wilson por fin se marchó sin mucho más que un gruñido. Entonces Beth se dio cuenta de que estaba
aguantando la respiración.
—¿Estás bien? —preguntó Joe, dándole la vuelta para verle la cara. Sus ojos ardían con una
combinación de protección y posesión.
La temperatura de Beth subió rápidamente y se sintió un poco mareada.
—Sí —dijo—. Estoy bien.
—Pues no lo parece.
—Ha sido el olor —dijo, sin poder pensar otra excusa. Decirle la verdad no era una opción—. ¿Se
baña alguna vez ese tipo?
—Solo si se cae del barco. —Joe la tomó delicadamente del codo—. Vamos, salgamos de aquí.
La oferta era como la de Wilson, pero la reacción de Beth no podía ser más distinta. Como una
marioneta bajo el control de Joe, lo siguió por entre la multitud como si el mero contacto de su mano la
guiara. Debía de ser bueno con los barcos.
Encontraron a Patty y a Tom cerca de la pequeña cocina situada al fondo de la sala. Joe agarró una
botella de agua de la diminuta encimera y se la dio a Beth.
—La voy a llevar a casa. ¿Me necesitáis en el restaurante, cuando la deje?
No estaba segura de qué le molestaba más: la decepción de que la fuera a dejar en casa y marcharse o
el deseo de darle una razón para que se quedase.
Patty y Tom hablaron al mismo tiempo.
—No hace falta —dijo Patty.
—Sí, te necesitamos —dijo Tom.
Patty miró a Tom.
—No es verdad. Ya tenemos tres camareras y dos ayudantes y la gente de la cena ya está acabando
ahora. —Se volvió a Beth y Joe y dijo—: Adelante, chicos. Voy a ayudar a limpiar aquí y estaremos en casa
poco después de medianoche.
Tom le echó una mirada severa a Joe que Beth no habría podido interpretar, aunque su intelecto no se
hubiera tomado la noche libre de repente.
—Bien. Nos largamos.
De nuevo aquella mano que la guiaba, esta vez desde la parte baja de la espalda. Oyó a Tom toser, un
sonido que recordaba a un ladrido, y la mano de Joe se apartó.
—¿Pasa algo entre tu padre y tú? —preguntó, justo cuando Joe cruzaba el umbral.
—Nada que no pueda ignorar —dijo, cerrando la puerta y dejando el murmullo de la multitud a sus
espaldas.
CAPÍTULO 15
Joe se pasó todo el viaje hasta casa de sus padres intentando no arrancar el volante. Desde el
momento en que vio que Wilson agarraba a Beth, un instinto primario se apoderó de él. El instinto de
romperle el brazo a aquel baboso solo por tocarla.
Su reacción al comentario de «mantenerla calentita» rayaba en lo homicida.
La ira se dirigía a sí mismo porque la verdad era que Joe no quería otra cosa que mantener a Beth
calentita. Más que calentita. La quería ardiendo y gimiendo en su cama o donde fuera que la pudiera sacar de
aquella maldita falda. Su hermano podía irse al infierno.
Se le escapó un gruñido que habría deseado contener y así rompió el silencio del vehículo. Ninguno
de los dos había hablado desde que dejaron la biblioteca y, las pocas veces que le había echado un vistazo,
Beth parecía estar procesando sus propios pensamientos. Debía de estar tratando quitarse de la mente el
hedor de Buddy Wilson.
—¿Estás bien? —le preguntó ella cuando estacionó y apagó el motor.
No había estado bien desde el día en que la había encontrado muerta de miedo en aquel ferri, pero
nunca se lo diría.
—Estoy bien. —Resistiendo las ganas de tomarla del brazo y comprobarlo él mismo, dijo—: Soy yo
quien debería hacerte esa pregunta. ¿Te ha hecho daño?
Ella se frotaba la muñeca, con la mirada ausente. Como no respondía, la miró a la cara y vio que los
ojos verdes lo miraban a él con el mismo calor sexual que corría por sus venas en aquel momento.
Maldita sea.
—Será mejor que entres. —Salió del Jeep, desesperado por poner distancia entre los dos.
—No tengo llave. —Ella seguía en el Jeep, como si no pensara salir—. No pensé en pedírsela a Patty.
Si no tienes una, tendré que esperarles en tu casa.
Ni pensarlo.
—Tengo llave. Vamos. —Joe cruzó por delante del vehículo y se dirigió a los escalones del porche.
Cuando abrió la puerta, ya tenía a Beth tras él, con los brazos cruzados, ofreciéndole así un panorama de su
escote en la suave luz del porche.
Una ducha fría no iba a ser suficiente.
—Será mejor que entres. —«Antes de que te lleve adentro y averigüemos cuánto puede aguantar la
isla de la cocina»—. Gracias por venir a la reunión. —Mantuvo los ojos fijos en una polilla que revoloteaba
alrededor de la bombilla espiral—. Supongo que estas vacaciones no están saliendo como pensabas.
—No, la verdad —dijo ella, con una voz que era poco más que un susurro—. Nada parece ser lo que
pensaba.
Sus ojos miraron los ojos de ella y luego bajaron a su boca. Un dulce olor a vainilla llenó sus
sentidos y cada nervio de su cuerpo vibró de ansias. Ella se mojó el labio inferior con la lengua y él supo que
estaba perdido. Al inclinarse, Joe sintió que su respiración se mezclaba con la de ella. Tan cerca que casi
podía saborearla.
Pero antes de que recorriera el último centímetro que los separaba, un timbre estridente cortó el denso
aire de la noche.
Beth se apartó de sopetón, la puerta mosquitera forzó las bisagras cuando Joe retrocedió de un salto
en dirección opuesta. Con un dedo contra sus labios, Beth entró en la casa, miró el número en la pantalla del
teléfono y se volvió de espaldas para responder.
—Hola, Lucas.
Joe dejó que la puerta se cerrara tras él. Pensaba que el día en que el anillo de Cassie apareció en el
correo era lo más bajo que caería en su vida.
Ni por asomo.
Si el timbre del teléfono había sido como un jarro de agua fría, el portazo de la mosquitera fue un
puñetazo en el pecho. Un pinchazo de culpa. Aún recordaba la respiración de Joe sobre sus labios. Su cuerpo
aún vibraba con la expectativa. Por el hermano de su prometido. ¿Cómo había perdido tanto el control de la
situación?
—¿Beth? ¿Estás ahí?
—Sí —dijo, esforzándose para mantener el nivel de la voz—. Disculpa, ¿qué has dicho?
—Preguntaba que cómo te había ido la semana. No me había dado cuenta de qué día era hasta que ha
sonado el recordatorio de nuestra cena de los viernes en el calendario. —El hecho de que Lucas pusiera
recordatorios sobre ella en el calendario le había parecido entrañable en otros tiempos, pero aquella noche
no—. ¿Cómo va el tema Cassandra?
Beth se encogió de hombros y luego recordó que Lucas no podía verla.
—No la he visto desde hace unos días, pero sabemos que tiene ojos y oídos en todas partes.
De repente se oyó algo que parecía un evento deportivo, luego el sonido remitió.
—Perdón. Acabo de poner el televisor. ¿Qué quieres decir con «en todas partes»? Hablas como si
estuvieras en una misión secreta.
Sus palabras eran jocosas, pero Beth no estaba de humor para bromas.
—Tuvimos una pequeña reunión anoche para poner al tanto al grupo inicial y, de alguna forma,
Wheeler se enteró. Cuando los comerciantes se han reunido esta noche, ya había doblado la oferta a varios
propietarios.
—¿Que ha doblado las ofertas? ¿Quieres decir que de verdad está intentando comprar la isla?
Bueno saber que no la había creído la primera vez.
—Sí, Lucas. La amenaza es real. —«Y deberías estar aquí ayudando a tu familia».
—¿Y qué opina Joe? No puedo creer que haya podido dejar que esto pase.
—¿Qué esperas que haga, Lucas? ¿Ahuyentar a Cassandra? ¿Comprar la propiedad él mismo? Se ha
pasado una hora en la reunión de esta noche haciendo todo lo que ha podido para persuadir a los demás para
que no vendan. Me mata verlo tan preocupado.
Las palabras le salieron sin poder detenerlas. Oyó, y también notó, la tensión de Lucas viajar por la
línea.
—Parece que pasáis mucho tiempo juntos. —Beth aguantó la respiración, pensando en cómo habían
pasado los últimos momentos antes de que sonara el teléfono.— Debí de imaginar que, si alguien podía
cambiarle el humor, serías tú. Ni siquiera la actitud insoportable de Joe puede resistirse a mi dulce Elizabeth.
El arrullo sensual de su voz era como un palo incómodo que la pinchaba en la consciencia.
—¿Cómo va el caso? Si puedes regresar este fin de semana, aún tendríamos una semana. —Al decir
aquellas palabras, Beth no tenía idea de cómo iba a poder estar bajo el mismo techo con Lucas y Joe.
—El caso no tiene buena pinta. El fiscal ha encontrado a un testigo que sitúa a nuestro cliente en la
escena. Estaremos todo el fin de semana intentando ver cómo desacreditar su testimonio. —Una parte de ella
se sintió aliviada, lo que hizo subir un peldaño su nivel de culpabilidad.— Podría estar para los últimos días.
Haré todo cuanto pueda. Te lo prometo.
Beth suspiró.
—Lo sé.
La voz de la razón le decía que regresara a Richmond. Que hiciera las maletas y saliera a primera
hora de la mañana. Pero le había hecho una promesa a Sid. Y estaba el asunto Wheeler. De algún modo, la
gente de aquella isla le parecía más importante que ninguna otra cosa de su vida antes de llegar a Anchor.
—Buena suerte con el caso —dijo—. Llámame cuando puedas.
—Eh —dijo él—. Sigue así con Joe. Puede que lo conviertas en un ser humano decente antes de irte.
Toda la isla levantará una estatua en tu honor.
Después de lo que había estado casi a punto de suceder, estaba bastante segura de que ninguno de los
dos se sentía un ser humano decente en aquel momento.
—Haré todo lo que pueda —contestó, y puso fin a la llamada. Al mirar por la ventana, vio una luz
débil procedente de la casa de Joe.
Quizá debiera ir. Después de todo, eran adultos. Aquella atracción, o lo que fuera, no significaba
nada. Podían sacarlo a la luz, afrontarlo y pasar página. Eso era lo que había que hacer.
Retrocedió un paso desde la isla de la cocina cuando se despertó su consciencia.
«¿Por qué quieres ir realmente? ¿Y si lo que ha estado a punto de pasar sucede de nuevo y esta vez no
hay una interrupción oportuna? ¿Estás segura de que puedes tocar el fuego y no prenderte en llamas?»
Cerebro estúpido. No había ningún fuego entre ella y Joe. No lo podía haber. Lucas era su futuro
esposo y no lo traicionaría. Jamás.
Por eso Joe y ella necesitaban afrontar el tema. Beth se irguió y se dirigió a la puerta, ignorando el
aumento de su ritmo cardiaco. Llegó al último escalón del porche cuando vio que se apagaba la luz en casa de
Joe.
—Demonios.
Quizá aquel no fuera el momento. Quizá no hubiera nada de qué hablar, después de todo. Si a Joe no
le quitaba el sueño un encuentro que se había quedado en nada, a ella tampoco.
Su corazón se calmó.
Al volver a subir los escalones, su lado racional le aseguró a su lado irracional que no había nada por
lo que sentirse culpable.
Aun así, ambos lados seguían sintiéndose culpables.
Menos de una hora antes del chárter matutino de Joe, el cliente llamó para decir que había llegado
tarde y quería cambiar la cita. Quedarse por casa aumentaba las probabilidades de encontrarse con Beth y él
preferiría no andar por allí. De hecho, si la pudiera evitar totalmente el resto del tiempo que le quedaba en la
isla, mejor.
Así que se fue al gimnasio. El ejercicio físico le haría bien. Como mínimo, podría quemar la
frustración que lo había mantenido despierto casi toda la noche. Levantar pesas no era lo que su cuerpo le
pedía, pero lo que su cuerpo le pedía no lo podía tener. Jamás.
El saco de boxeo fue su primer reto. Cada vez que pensaba en Buddy Wilson poniéndole la mano
encima a Beth, quería dar un puñetazo a algo. Mejor sacar su ira sobre un saco que sobre la cara de Buddy,
pero la ira no se la provocaba solamente Buddy.
Después de lo que había pasado en el porche de sus padres, era él quien merecía una paliza. ¿Qué
clase de hombre intenta besar a la prometida de su hermano? Una semana antes hubiera dicho que solo un
desgraciado, pero hoy él era el desgraciado.
—Abby me ha dicho que estabas aquí —dijo Randy, al tiempo que ayudaba a Joe a vendarse la mano
derecha—. Casi la matas de miedo.
Joe le pasó la gasa y lo miró.
—Yo no le he hecho nada.
—Me imagino que sería el gruñido y la mirada de demonio que tienes. ¿Qué puñetas te pasa, hombre?
—Randy cortó el tejido y agarró la cinta del banco.
—Un cliente canceló a última hora, eso es todo. —Joe comprobó la tensión de la mano derecha
mientras Randy pasaba a la izquierda—. Dile que lo siento.
—Díselo tú cuando salgas. No soy tu mensajero. —Se hizo un silencio entre ellos mientras Randy
acababa de vendar la otra mano de Joe. Luego el hombretón dio un paso hacia atrás y se cruzó de brazos—.
Ahora hablemos de lo que realmente te pasa. Vi tu discusión con Wilson anoche.
Joe hizo puños con las manos, estirando la cinta recién colocada.
—Estaba haciendo el imbécil. Nada nuevo.
—Estaba haciendo el imbécil con tu futura cuñada. Debería haber sido un simple aviso para que se
apartara, pero parecías querer arrancarle la cabeza. Estás caminando sobre la cuerda floja, amigo.
Joe le volvió la espalda a Randy, no quería mentir a su amigo a la cara.
—No sé de qué estás hablando.
—Sí que lo sabes.
Joe se volvió, pensando que, si el hombre no fuera tan enorme, se olvidaría del saco y le empezaría a
dar puñetazos en ese mismo momento.
—No quiero hablar de eso.
—Eso ya lo veo. —Randy se relajó, tomando asiento en el banco. Estaba claro que la posibilidad de
recibir un puñetazo no le preocupaba—. La primera vez que me hablaste de la señorita Chandler, me avisaste
de que era terreno vedado. Yo entendí que era cosa tuya. Y yo creo que tú lo sabías.
Joe caminó por el vestuario.
—Yo nunca dije que fuera algo mío.
—Pero tampoco me dijiste que era la prometida de Lucas —suspiró Randy—. Esto es muy
complicado, colega.
«Complicado» era demasiado suave para describir el lío en el que se había metido. Y, si tuviera la
cabeza en su sitio, debería encontrar un modo de arreglarlo.
—He venido a entrenar. Y eso es lo que voy a hacer. Solo necesito descargar un poco de tensión. —
Tras agarrar una toalla de una estantería al final del vestuario, Joe se dirigió a la puerta.
Antes de que llegara a la salida, las palabras de Randy lo detuvieron.
—Puedes darle de golpes al saco hasta que lo deshagas. Puedes intentar darme una paliza a mí si no
arreglas lo que te está reconcomiendo. Pero ella seguirá ahí cuando acabes.
Randy había visto a Joe en sus momentos más bajos: Randy había sido quien recogió sus pedazos
cuando rompió con Cassie. Joe le debía una.
—No voy a intentar quitarle la chica a mi hermano. No podría hacerlo. —Intentó pasarse una mano
por el pelo, pero se acordó de la cinta—. Solo tengo que aguantar una semana más, ¿verdad? Luego se irá y
todo volverá a la normalidad.
Randy se detuvo con él ante la salida.
—No es el mejor plan que hayas tenido nunca, pero es un comienzo. ¿Te puedo dar un consejo?
—¿Te lo puedo impedir? —preguntó Joe.
—No te hagas el mártir.
—¿Qué significa eso?
—Exactamente lo que he dicho. Si la expresión de su cara anoche significaba algo, no eres tú el único
que se está tambaleando. —Randy agarró un cesto de toallas usadas y pasó por el umbral, casi rozando ambos
lados con los hombros—. Quizá no sea un terreno tan vedado como piensas.
Beth llegó a la entrada de la última casa de Tuttles Lane, esperando que fuera la casa correcta. Le
habría preguntado la dirección de Sid a Joe, pero él había desaparecido antes de que ella se hubiera servido
la primera taza de café, lo que probablemente era lo mejor, ya que no tenía idea de cómo comportarse ante él.
¿Debían hablar del casi beso? ¿Y si era su imaginación y no había habido ningún casi nada? Entonces
no solo se sentiría culpable por querer besar a Joe, se sentiría como una perfecta estúpida si resultaba que
Joe no había intentado besarla. Aunque su intención le había parecido bastante obvia en el porche, en la
oscuridad, sin nada más que grillos y polillas por compañía.
A la luz del día, la falta de sueño hacía que la situación le pareciera confusa y el sueño que la había
despertado del sobresalto elevaba la culpa a nuevos niveles. Avanzaba por el pasillo de la iglesia al paso de
la marcha nupcial y el velo desdibujaba todo a su alrededor. A ambos lados veía formas con las caras y los
detalles difusos.
Al llegar al final y volverse al hombre que había a su derecha, se levantó el velo. Unos ojos azules
bailaban delante de ella y una sonrisa sexi, que revelaba aquel hoyuelo inconfundible, le convirtió el cerebro
en mantequilla.
Beth se había despertado de golpe, cubierta de sudor. Una larga ducha bastó para el sudor, pero no le
pudo limpiar el recuerdo de lo bien que se había sentido en el sueño: un momento antes de que su cerebro la
devolviera a la realidad, había sentido una ola de felicidad que no había conocido en toda su vida.
—¿Vas a salir o qué? —La voz de Sid sacó a Beth del mundo de los sueños.
—Primera lección, si te ayudo a captar la atención de este tipo que te gusta, prométeme que no lo
saludarás así en la primera cita.
—Intentaré no revelar mi verdadero yo hasta la tercera o cuarta cita. —Al ponerse en marcha, Sid iba
murmurando algo que Beth no pudo oír. Afortunadamente, se dijo.
La siguió hasta un gran garaje que parecía más bien una tienda de herramientas en la que hubieran
entrado los ladrones. A lo ancho de tres paredes, había bancos de trabajo cubiertos de montones de trastos y
lo que Beth supuso que eran piezas de motores. Varios caminitos se abrían entre herramientas varias que ella
era incapaz de identificar. Su abuelo pasaba mucho tiempo en su cobertizo de trabajo cuando Beth era
pequeña, pero nunca la había invitado a su cueva, ni le había enseñado ninguna habilidad que exigiera el
manejo de herramientas eléctricas.
—¿Sabes usar todo esto? —preguntó. Cruzando hacia la parte más honda y oscura, parpadeó varias
veces, a la espera de que sus ojos se habituaran.
—¿Para qué lo iba a querer si no supiera usarlo?
Beth se encogió de hombros. La expresión beligerante de Sid se hizo más clara.
—No sé. Podías haberlo heredado de tu padre.
Sid se estaba limpiando las manos en un trapo grasiento que no parecía que pudiera limpiar nada. El
trapo pasó volando por la nariz de Beth y aterrizó en uno de los bancos abarrotados.
—Vamos a dejar algo claro. Esta es mi casa y mi garaje y mi porquería. Que sepa distinguir entre una
broca y una sierra circular no me hace menos mujer.
Había tocado la primera fibra. Beth inclinó la cabeza, debatiéndose sobre cómo enfocar el tema. Ser
clara le había funcionado la noche anterior y quedarse con lo que funcionaba siempre era la mejor opción.
—Está claro que has tratado con verdaderos desgraciados en tu vida y estoy segura de que todos
lamentan haberte ofendido. Algunos probablemente aún tengan heridas. Pero cualquier ser humano inteligente
puede mirarte ahora y saber que hay una mujer bajo toda esa grasa y… ¿es eso camuflaje?
Sid parecía lista para defender su elección en el terreno moda, pero Beth la detuvo con un gesto de la
mano.
—Olvida que te lo he preguntado. Hoy solo queremos un simple cambio de imagen en el que te
encontremos una… estética más femenina que deje brillar tu belleza natural.
Y la reacción inmediata de Sid sorprendió muchísimo a Beth. Sid sonrió. El cambio era como ver el
sol salir en medio de un nubarrón de tormenta. Beth habría jurado que los pajarillos piaban para celebrarlo
como si Cenicienta acabara de emerger de las cenizas con una escoba y un equipo de ratoncitos bailarines.
Aquel escenario ponía a Beth en el papel de hada madrina, cosa que podría haber sido apabullante,
especialmente con una tarea tan abominable como la que se le presentaba, pero a ella le pareció divertido.
Como si la sonrisa no fuera suficiente, la siguiente pregunta de Sid ya puso a Beth a buscar una
cámara oculta.
—¿Crees que soy bonita? —Al ver que Beth no respondía, porque eso hubiera requerido no haberse
quedado boquiabierta, Sid añadió—: ¿No estaremos otra vez con lo del lesbianismo, verdad?
—No —dijo Beth, negando con la cabeza, dos veces, para dejarlo más claro—. Pero ¿es que no
tienes espejo?
Sid se volvió a un frigorífico que tenía a la derecha y sacó dos botellas de cerveza.
—Por supuesto que tengo espejo, pero eso no quiere decir que tenga que pasarme todo el día delante
de él. No intento impresionar a nadie.
Como apenas era mediodía, Beth declinó la cerveza con un escueto «No, gracias».
—Como quieras. —Sid volvió a poner la cerveza en el frigo y Beth cayó en la cuenta de lo que había
dicho. La cosa del cambio de imagen era porque supuestamente Sid sí que quería impresionar a alguien.
—Estoy un poco confusa.
—¿Sobre qué? —Sid abrió el tapón de la botella y lo lanzó al otro lado de la sala, donde rebotó en
alguna lata de metal invisible.
—Acabas de decir que no intentas impresionar a alguien, pero ¿no he venido yo por eso? ¿Para
ayudarte a impresionar a alguien?
Sid tomó un buen trago de cereza. Si Beth no supiera que aquella mujer era infalible, habría dicho que
la minidinamo se estaba atascando.
—Quería decir hasta ahora. No intentaba impresionar a nadie hasta ahora.
—Ya. —La respuesta era poco creíble, pero a Beth tampoco se le ocurría otro motivo por el que Sid
quisiera pasar un día entero con ella. O para dejar que le pusieran algo que no fuera botas de trabajo y
camisetas manchadas de grasa—. ¿Por qué no empezamos con tu armario, entonces? Debes de tener algo…
Sid pasó de parecer nerviosa a dubitativa.
—Puedes echar un vistazo. Tengo algunas cosas de mi madre, pero no creo que me vayan bien, porque
ella era bastante más alta.
Beth la siguió a una puerta que llevaba a la casa, deteniéndose al ver el calendario que tenía al lado
del marco de la puerta. Un hombre con el pecho descubierto, con ojos de un azul luminoso y sonrisa de chico
malo la miraba. Tenía un rizo negro en la frente como si la retara a que levantara la mano y se lo apartara.
Si hubiera tenido los ojos color avellana y los hombros ligeramente más anchos, el parecido de
«míster mayo» con Lucas sería asombroso. Sin duda alguna, Sid tenía un tipo definido.
—¿No es este tipo un actor?
Sid siguió la mirada de Beth y compartió con ella una sonrisa menos inocente.
—Buen ojo. Británico. Todo un calendario lleno. —Con un movimiento de la muñeca reveló otros
cuantos hombres larguiruchos que les sonreían desde las páginas, ninguno de los cuales llevaba camisa.
—No te lo tomes mal, pero pensaba que te gustarían más los hombres con aspecto de trabajador rudo
—dijo Beth.
El ceño fruncido hizo de nuevo una breve aparición, pero luego Sid se volvió al garaje y asintió.
—Ya veo de dónde has sacado la idea, pero no. Me gustan los hombres delgados y encantadores, con
ese toque de intensidad y pasión. Los británicos se ajustan perfectamente a esa descripción. —Se encogió de
hombros—. Y el acento es un extra.
Al cruzar a la casa, Beth se sorprendió de nuevo. Habían pasado a una cocina inmaculadamente
limpia, que contrastaba enormemente con el caos del garaje.
—¿Esa descripción se ajusta al objeto de tu deseo? ¿Larguirucho y encantador?
La cara que puso Sid le decía a Beth que, definitivamente, había un hombre. Y no solo en el
calendario.
—Tal cual. —Dejó la cerveza en la encimera, se agachó para desatarse las botas y señaló a la puerta
—. El dormitorio es la segunda puerta a la derecha. Voy en cuanto me quite estas botas.
Ignorando el hecho de que «larguirucho y encantador» describía a Lucas, Beth siguió las indicaciones,
explorando el hogar de Sid de camino al dormitorio. Los paneles de madera pintados de blanco le daban a la
sala de estar el aspecto de la perfecta cabaña en la playa. Una gran alfombra gastada cubría el suelo de
madera y aportaba calidez al fresco interior. Marcos de varios tamaños ocupaban las pocas superficies
disponibles y algunos más colgaban de la pared tras el sofá.
No había duda de que aquella casita pertenecía a una mujer. Una mujer muy femenina. Sidney Ann
Navarro había resultado ser un enigma andante.
CAPÍTULO 16
Joe luchaba por olvidar las palabras de Randy mucho después de salir del gimnasio. Cuando esperaba
en el muelle para repostar, recordó la noche anterior. Beth había tenido un papel tan activo como él. Lo había
mirado con aquellos ojos verdes, profundos por el deseo. Aunque el olor del gasóleo lo rodeaba, el recuerdo
de su aroma, vainilla y azúcar y mujer tierna, le estremeció el cuerpo entero.
Ella lo deseaba a él tanto como él a ella.
Pero lo que ellos desearan no importaba. Cambiar a Beth de terreno vedado a disponible no cambiaba
los hechos. Beth estaba prometida a su hermano. Joe podía ser muchas cosas, pero no un hombre que le roba
la novia a su hermano.
—He oído que la cosa se puso interesante después de que me fuera de la reunión anoche.
Joe se puso tenso. No era día para que Mohler apareciera a tocarle las narices. Sin molestarse en
volverse, dijo:
—Helga sacó un pastel de queso delicioso, pero no pasó mucho más.
Phil resopló.
—Hablo de tu encontronazo con Buddy, lo sabes.
El día continuaba mejorando… Joe suspiró.
—No lo llamaría un encontronazo.
—Así lo llamó Buddy. Dijo que te portaste como si te hubiera quitado la mejor caña. O quizá es que
has estado metiendo la caña en aguas ilegales.
Mohler no tenía ni idea de la suerte que tenía de que Joe hubiera pasado la mañana golpeando el saco
de boxeo como un loco. Si no hubiera sido así, estaría sangrando ya mismo.
—Se puede decir mucho de un hombre mirando a sus amigos. —Tomándose su tiempo, Joe cerró bien
las tapas del combustible antes de darse la vuelta—. Pero también es verdad que serías un imbécil tanto
siendo amigo de Wilson como no siéndolo.
—Vete al infierno, Dempsey.
—No, gracias, no eres mi tipo. —Joe necesitaba golpear aquel saco con más frecuencia. No había
sido tan tolerante desde hacía semanas.— Voy a buscar a mis clientes.
—Dudo que esa arrogancia funcione cuando vuelva tu hermano y se encuentre que te entiendes con su
chica.
Joe paró con un pie en el barco. Podía aprovechar aquella oportunidad para mandar al agua a Mohler
de una patada, pero eso no cambiaría la fina línea de verdad de la acusación. Puesto que Mohler no conocía a
Lucas tanto como para llamarlo y hacerle un informe de los rumores, el objetivo del hombre debía de ser
provocar a Joe para que él diera el primer golpe.
Cuando Joe colocó ambos pies de nuevo en el muelle, Mohler retrocedió dos pasos. Una maravilla de
falta de agallas.
—Te podría dar una paliza, porque parece que es lo que estás pidiendo, pero no pienso hacerlo. Si
Wilson y tú queréis jugar a tomar el té y chismorrear como niñatas, adelante, pero si oigo a alguien repetir lo
que acabas de decir, iré a buscarte. Y no te va a gustar.
Mohler estaba visiblemente tenso, con el sudor condensado en la frente.
—No veo que lo niegues.
—Estás jugando con fuego, Mohler. Date por avisado. —Joe volvió al barco, arrancó los dos motores
y se recordó a sí mismo que no había hecho nada malo.
En cuestión de minutos estuvo claro que lo que había en el armario de Sid no serviría de nada en la
misión Cenicienta. Ni todo el polvo mágico del mundo podría convertir aquel armario en algo que captara la
atención de un hombre. A menos que el objetivo fuera darle ideas para su propio vestuario.
Para ir sobre seguro, Beth había usado la información que sacó de Patty para crear una lista de tiendas
donde conseguir de todo, desde vestidos a zapatos o ropa interior. Puesto que Sid había dicho la verdad y
tenía un cajón lleno de la lencería más sexi y delicada que Beth había visto fuera de un catálogo de Victoria’s
Secret, podía eliminar la última tienda de la lista inmediatamente.
—No me gusta —dijo Sid por enésima vez. Hasta el momento había encontrado un motivo para que
no le gustase ninguno de los vestidos que Beth elegía.
—¿Qué le pasa a este?
—Las mangas.
—¿Qué?
—Tienen vuelo.
Beth recitó mentalmente el mantra que se había preparado para evitar echar a Sid del automóvil antes
de que hubieran llegado a la primera tienda. Nunca había tenido un pasajero del asiento trasero o, en este
caso, del asiento del copiloto, más irritante.
—Se llama manga casquillo y acentuaría perfectamente tus preciosos brazos. —Aunque Beth era
delgada, nunca había levantado una pesa en la vida. No podía evitar envidiar la completa ausencia de grasa
en los brazos bien definidos de Sid.
—Pero tienen vuelo.
—De acuerdo. —Beth pasó a otras perchas de la tienda y divisó el vestido perfecto. Los remolinos
tipo mármol de lila, azul y rojo, con unas notas de blanco, verde y turquesa quedarían genial contra la piel
trigueña de Sid. Sin mangas, tenía unos tirantes amplios que se unían en una profunda V, un ancho cinturón
anudado atrás que acentuaría la diminuta cintura de Sid.
—Este te lo pruebas. —Sacó el vestido de la percha y se dirigió al probador sin dejar que Sid
replicara.
—¿Cuál? Primero lo tengo que ver.
—Te lo vas a poner te guste o no te guste. —Beth descorrió una cortina naranja, dejó la percha en un
gancho de la pared y le indicó a Sid que entrara en el probador—. Y esta vez quiero verlo. Nada de «no me
gusta» y quitártelo antes de que lo pueda ver.
—Mira que eres insistente, Ricitos. —Sid la había llamado «Ricitos» desde aquella noche en
Dempsey’s y, aunque odiaba el apodo en la época de la escuela, lo dejó pasar. Viniendo de Sid el apodo
sonaba cariñoso.
Y puesto que Beth la había puesto a Sid el mote «Mula terca», al menos en su mente, el intercambio
parecía justo.
Cuando Sid descorrió la cortina dos minutos más tarde, Beth sonrió satisfecha.
—Lo sabía. Perfecto.
Sid metió las manos en unos bolsillos que Beth no había visto antes y caminó hasta el espejo de tres
lunas.
—Creo que me gusta —dijo Sid, volviéndose a la derecha y a la izquierda. Sus ojos se encontraron en
el espejo y Beth supo que la búsqueda ya había acabado.
—Solo hay una cosa —dijo Beth, agarrando el coletero de la cabeza de Sid sin avisar. Los largos
rizos negros cayeron sobre los hombros de la mujercita, enmarcando su cara y mandando los ojos a la V
profunda del escote. Aunque los atributos de Sid no necesitaban ninguna ayuda. La chica tenía pechos de
estrella porno, pero sin cicatrices ni silicona.
—Quienquiera que sea tu objetivo, no tiene escapatoria. —Sid se sonrojó y dio otra vuelta ante el
espejo. Beth podría acostumbrarse a jugar al hada madrina—. Ahora podemos pasar a los zapatos.
—No, no podemos —dijo Sid, con pinta de obstinada. Beth sería capaz de atarla, pero ella sí estaba
decidida y se quedaría con aquel vestido—. Ahora te toca a ti —dijo Sid.
—¿A mí? —Beth no recordaba que el hada madrina tuviera que engalanarse también—. Yo no
necesito nada. Mi vestido amarillo de verano será suficiente para esta noche. Aquí la estrella eres tú.
Sid se llevó las manos a las caderas.
—Si yo me compro uno, tú también. —Miró la etiqueta.— Es la mitad de lo que me puedo gastar, así
que te pago yo el tuyo.
Ahora, ¿quién jugaba al hada madrina?
—No puedo dejar que hagas eso.
—Entonces no me llevo este. —Sid se dirigió de nuevo al probador, quitándose el cinturón por el
camino.
—Pero te lo tienes que quedar. Ese vestido está hecho para ti.
—Si yo me quedo uno, tú te quedas otro.
La hija del diablo podría incitar a un santo a la violencia.
—Bien —murmuró Beth—. Buscaré un vestido.
—Yo lo elijo.
No era buena idea.
—Tú cámbiate mientras me busco el mío.
Una mano dio una palmada en la pared del probador.
—No necesito caridad, Ricitos. Y tampoco soy totalmente nula para la moda. —Beth sintió que la
ceja derecha se le levantaba sin poder evitarlo—. Puede que no tenga idea de cómo vestirme, pero encontrar
algo para ti debería ser facilísimo. Tú siéntate un rato mientras me vuelvo a vestir de camuflaje.
Las palabras «vestir de camuflaje» ilustraban perfectamente por qué Sid era la última persona que
Beth quería que eligiera su ropa, pero se sentó como le había ordenado, más que nada porque la dependienta
no paraba de mirarlas con preocupación y quizá un poco de miedo en los ojos.
—Sé exactamente cuál, Ricitos. Déjamelo a mí —dijo Sid desde detrás de la cortina. Un segundo
después, un vestido con estampado veteado salió disparado por encima de la cortina seguido de su percha.
Beth atrapó el vestido en el regazo y la percha un segundo antes de que le diera en la frente.
Cinco horas, dos manicuras y pedicuras, un alisado de cabello (para Beth) y copiosas cantidades de
quejas (de Sid) más tarde, Beth se encontraba en el cuarto de invitados de los Dempsey delante de un espejo
de cuerpo entero mirando a una mujer que apenas reconocía.
—No debí dejar que me convencieras. —Se tiró del borde superior del vestido por tercera vez, pero
el tejido se negaba a colaborar. Su bañador cubría más que aquel vestido.
—Deja de toquetearte. Estás estupenda. —Sid apartó a Beth un poco de delante del espejo,
inclinándose hacia el cristal—. No tenía ni idea de que mis pechos pudieran tener este aspecto.
Aunque su pequeña Cenicienta tenía un montón de sujetadores con adornos, nunca se había puesto uno
con el vestido adecuado. Los pechos de Beth no solo estaban hoy más expuestos de lo habitual, sino que
además estaban adquiriendo un complejo de inferioridad al compartir la superficie reflectante con los de Sid.
—Yo me pongo la chaqueta —dijo Beth, agarrando su cárdigan blanco de tres cuartos de la cama,
donde Sid lo había arrojado. Se lo puso sobre los hombros y se volvió a mirar al espejo. Gracias a Dios,
ahora Sid estaba sentada al lado admirando sus nuevos zapatos. Se habían decidido por unos zapatos con
cuña tras descubrir que la transición de botas de trabajo a zapatos de tacón de aguja no podría darse en una
sola tarde.
Beth evaluó su aspecto. Le encantaba el vestido. No tan atrevido ni tan llamativo como el de Sid, lo
que le parecía perfecto. Unos tirantes finos aguantaban el escaso cuerpo del vestido, poco más que dos
triángulos de tela verde oscura. Una falda en forma de A salía del talle estilo imperio, moviéndose como una
ola cuando caminaba. El verde esmeralda se fundía en un dibujo de remolinos en una danza caótica. Líneas
color blanco y verde oscuro bailaban por toda la línea del dobladillo.
El color hacía maravillas por sus ojos y el cepillado de los rizos reveló que su cabello era más largo
de lo que pensaba. Los rizos descansaban normalmente sobre los hombros, pero, al estar alisados, las puntas
le tocaban varios centímetros más abajo, llevando la atención a la cantidad de piel pálida que el vestido no
cubría.
Cerrando más el cárdigan, decidió seguir con la noche y dejar de preocuparse de su aspecto. Su
misión era mostrar a los vecinos de Anchor o, al menos, a un ejemplar masculino del cual aún no conocía el
nombre, que una mujer de verdad se escondía bajo el vestuario normalmente mugroso de Sid.
A juzgar por el pedazo de mujer explosiva que tenía delante, aquello era ya misión cumplida.
Cuando Beth se estaba calzando un par de sandalias de piel blancas, Sid dijo:
—Tengo que pasar por casa de Joe antes de irnos.
—¿Para qué? —preguntó Beth, que procuraba evitar a su futuro cuñado desde el incidente a la luz del
porche.
—Digamos que tengo que cobrar una apuesta. —Sid agarró el espray de agua de colonia de Beth y se
roció tras las orejas y por el escote. Quizá el nuevo vestido fuera demasiado sexi. Sid había pasado de
Cenicienta a Barbarella—. No tardaré nada.
Beth adoptó la táctica del cobarde y se quedó en el porche mientras Sid zigzagueaba hasta el camino
de entrada y subía los escalones de casa de Joe.
Joe estaba decidido a evitar sus ventanas delanteras hasta estar seguro de que las chicas se hubieran
ido, lo que hacía que asomarse a ver si la camioneta de Sid había desaparecido fuera más difícil de lo que
debía. Una parte de él sentía curiosidad por ver a su amiga Sid, pero la otra parte, la que pensaba más por él
últimamente, solo quería ver a Beth.
Soltó la pizza cuando oyó el grito de Sid a través de la puerta principal.
—Sal, Dempsey.
—No te alteres, ya voy. —Dejó el plato en la mesilla de centro, bajó el volumen del partido y se
dirigió a la puerta. No reconocía a la mujer al otro lado de la mosquitera.
Una morena bajita con uno de los mejores escotes que había visto en la vida, de brazos cruzados y
dando golpecitos con un pie con calzado alto. Aquellos tacones le añadían unos centímetros al metro
cincuenta y poco de su estatura y el vestido corto hacía que sus piernas parecieran el doble de largas.
Beth obraba verdaderos milagros.
Sin resignarse a admitir una derrota inmediatamente, Joe preguntó:
—¿Qué demonios te ha pasado?
—Buen intento, Dempsey, pero hacerte el tonto no funciona si me estás mirando a los pechos en lugar
de a la cara. —Y no era que su cara no fuera también preciosa. Sin manchones de grasa, con unas pestañas
espesas y largas y una capa brillante sobre los labios, su pequeña mecánica había experimentado una
transformación realmente positiva.
—Paga lo que debes.
—Todavía no has entrado en el bar. —Joe miró por encima del hombro de Sid para asegurarse de que
Beth no podía oírlo. No la veía por ninguna parte y se imaginó que aún se estaba arreglando.
—La apuesta era que serías la más atractiva del bar. Tienes que estar allí antes de proclamar la
victoria.
—¿Crees que alguien en ese bar va a tener mejor pinta que yo? —En aquel momento, Joe divisó a
Beth de pie en el porche de sus padres y su corazón se detuvo. Luego sus miradas se cruzaron en la distancia
y su corazón empezó a latir a doble velocidad.
—Dempsey —dijo Sid, dándole un golpecito en la nariz a través de la tela metálica.
Respondió a la pregunta de Sid con una mentira.
—Quizá. Mantengamos las reglas de la apuesta.
Sid entrecerró los ojos y resopló.
—Bien, pero vengo a recoger mi dinero mañana. —Se volvió para irse, y un aroma quedó en el aire.
—Ey —dijo, deteniendo a Sid, antes de que alcanzara el primer escalón—. ¿Qué es lo que llevas
puesto?
—Un vestido, tonto. ¿A ti que te parece?
—No. Me refiero al perfume.
Sid se olió la muñeca.
—Algo que Beth tenía en su habitación. ¿Por qué?
Le quería decir que no se lo volviera a poner, pero no lo hizo.
—Por nada. Supongo que no estoy acostumbrado a que huelas a algo que no sea aceite de motor.
—Vuelve a tu paja, Dempsey. —Sid bajó los escalones con más agilidad de la que él esperaba por el
aspecto de los zapatos. Por encima del hombro pronunció una sentencia final—. Y deja de mirar a Beth de esa
forma o seré yo la que te dé una paliza.
CAPÍTULO 17
Joe pasó una hora imaginando a turistas cargaditos de alcohol babeando al mirar a Beth. La idea de
hombres de mediana edad sudorosos invitándola a bebidas, pasando sus nudillos velludos por su piel pálida
e invadiendo su espacio lo irritaba tanto que supo que tenía que hacer algo. Puesto que ir al bar y sacarla de
allí no era una opción, fue hasta Dempsey’s, allí podría ayudar recogiendo mesas o ganarle unos pavos a
Alvie al billar.
Había mucha gente cuando llegó, así que le tocó ayudar con las mesas. Un grupo de universitarios que
celebraba el inicio del verano ocupaba un rincón del fondo y eso lo mantuvo ocupado quitando botellas de
cerveza vacías y cestas de alitas. La tercera vez que vació la mesa, una joven con cabello oscuro y rizado lo
miró con unos ojos verdes incitantes.
Se imaginó a Beth sonriéndole a un camarero mientras este miraba su escote y Joe echó las botellas en
el barreño con más fuerza de la necesaria. La cerveza salpicó a la hermosa morena, borrando todo rastro de
incitación de su expresión. Joe encontró al otro camarero y le ofreció cambiarse las mesas. Cuando Mitch vio
a las universitarias, aceptó sin discusión.
Lo que Joe no sabía era que alguien peor que una versión más joven de Beth ocupaba el reservado de
su nueva sección.
—Me preguntaba cuándo vendrías hacia aquí. —Cassie le dedicó la sonrisa que en otra época lo
habría puesto a sus pies. Aquella noche el efecto fue una ligera tensión en la mandíbula.
—No te había visto. —Evitando mirarla a los ojos, le preguntó—: ¿Has acabado con esos platos?
Cassie se inclinó, apartándose de la mesa.
—Sí, te los puedes llevar. —Luego, cuando Joe fue a alcanzar la copa de vino vacía, ella lo agarró de
la muñeca—. ¿Por qué no llevas todo eso a la cocina y vienes a sentarte conmigo? Tenemos que hablar.
—No creo…
—Joe —dijo ella, frotando su pulgar por el dorso de la mano de él—, una conversación. Concédeme
eso al menos.
Palabras irónicas, ya que su relación siempre había sido sobre lo que él podía y no podía concederle.
O quizá lo que no quería concederle.
—Ya. Ahora vuelvo.
Para ganar tiempo, Joe vació dos mesas más de camino a la cocina. Lo único que tenían que hablar
era del trato de la urbanización. Quizá quisiera negociar. Él a cambio de la isla. Tan pronto como tuvo aquel
pensamiento, se reprendió por su propia arrogancia.
Cassie no lo quería hasta ese punto. Y, aunque lo hiciera, la respuesta seguiría siendo no.
Después de cargar los platos en el lavaplatos, Joe se quitó el delantal y lo colgó del gancho tras la
puerta.
—¿Dónde vas? —le preguntó Tom, saliendo de la despensa con una gran bolsa de galletas saladas.
—Cassie quiere hablar.
Tom levantó las cejas y luego parpadeó, como si Joe hubiera dicho «Voy a ser padre».
—¿Vas a hablar con ella? ¿Aquí?
Sentarse con el enemigo en público no era la mejor de las tácticas, pero quizá podía convencerla de
que abandonara aquella idea demencial. Explicarle la posición de los habitantes de la isla y que estaban
dispuestos a resistir. Podía reconocerse culpable de lo que fuera que había pasado entre ellos si con eso
conseguía que Cassie y su padre dejaran la isla en paz de una vez y para siempre.
Secándose las manos recién lavadas en los vaqueros, Joe fue entre las mesas, se sentó en el
reservado, delante de su antigua prometida. Estaba más hermosa, pero su sonrisa, sus labios carnosos y sus
ojos de un azul oscuro habían perdido el efecto que una vez tuvieron sobre él.
Seguía teniendo la cara perfecta de una modelo, pero ahora conocía a la verdadera mujer que había
detrás. Por primera vez en más de dos años, la culpa y el desprecio por sí mismo se vieron anulados por una
sensación de alivio. Había sido estúpido. Eso no cambiaría. Pero había esquivado una bala y por fin vio el
final de su relación como lo que era. Un golpe de suerte.
Sintiéndose más tranquilo de lo que se había sentido en mucho tiempo, Joe le preguntó:
—¿De qué quieres hablar?
Cassie apretó los labios.
—Pensaba que era obvio.
Como sabía que no se podía suponer nada en lo que tocaba a las mujeres, Joe seguía obtuso.
—Tendrás que ilustrarme.
—Hace más de una semana que estoy en esta isla patética y ambos sabemos que no estoy de
vacaciones.
Joe se recostó contra el respaldo y se cruzó de brazos, mostrando que no tenía interés en oír los
verdaderos sentimientos de Cassie sobre su hogar. Otra vez.
Reconociendo su error, ella lo volvió a intentar.
—El resort que hemos planeado podría poner esta isla en el mapa, Joe. Tienes que verlo.
—Desde mi punto de vista, tu padre y tú estáis intentando hacernos desaparecer del mapa. Hace
varios siglos que estamos aquí y, hasta el momento, la gente nos ha encontrado sin problema.
Cassie resopló.
—Un faro deslucido y una parcela con viejas lápidas ya no es suficiente. Puede que Anchor no esté
muerta aún, pero en menos de cinco años sobrevivirá con respiración asistida.
—Nosotros no pensamos así. —Si Cassie estaba a cargo del equipo de ventas de Wheeler, su táctica
los desgastaría mucho antes de que Anchor fuera a ninguna parte.— Si la isla está tan mal, ¿por qué estáis tan
interesados?
Cassie bajó la mirada y golpeteó la mesa con una uña. Quizá su instinto no fuera tan desencaminado,
después de todo.
—¿No será tu forma de vengarte, Cass? Esta gente no te ha hecho nada. Y, después de todo, tampoco
yo te hice nada. —Decir aquellas palabras le sentó bien—. Lo nuestro no tuvo sentido desde el principio.
Para ti, yo era solo una manera de enfadar a tu padre y tú eras un pájaro enjaulado buscando la forma de
escapar.
—Supongo que nuestros recuerdos sobre el tema difieren. Si lo único que quería era escapar de la
jaula, me podría haber decidido por muchos otros hombres que andaban tras de mí. —El orgullo le hacía
mantener la cabeza alta, pero la niña mimada no podía ocultar que estaba enfurruñada ni detrás del
maquillaje.
—Los chicos de las universidades más prestigiosas que iban detrás de tu nombre y tu dinero. Eso solo
habría significado cambiar de jaula. Y lo sabías. —Un trozo de tierra de menos de dos kilómetros al fondo de
un arrecife de coral debía parecer también una jaula.—Pasa página, Cass. Ambos necesitamos continuar con
nuestras vidas.
Ella se quedó con la mirada fija bastante rato y algo cambió en su cara. La niña que ponía morritos
fue desplazada por una mujer enojada.
—Tu ego necesita bajar al mundo real, Joe. No estoy aquí por ti. Todo lo personal entre nosotros
acabó cuando tú tomaste aquella decisión. —Cassandra buscó en el bolso, sacó dos billetes de veinte dólares
y los dejó sobre la mesa.— Yo estoy de viaje de negocios. Y mi intención es cerrar el trato.
—¿Te vas a beber ese vino o esperas que se evapore?
Beth dejó la copa en la barra.
—Me he bebido las primeras dos copas demasiado rápido. Ya siento que podría caerme de este
taburete. —Volviéndose al oír que llegaba alguien, preguntó por cuarta vez—: ¿Es él?
Las dos nuevas clientes del O’Hagan eran dos jóvenes que no parecían tener edad suficiente para
estar en un bar.
Sid resopló.
—Deja de vigilar la puerta y bébete el vino.
Sid todavía no había desvelado el nombre del hombre misterioso y para Beth era un misterio que
aquello tuviera que ser un misterio. Un pensamiento que la mareaba y que confirmaba que hacía lo correcto al
dejar aquella tercera copa.
El cambio de imagen de Sid había creado resultados aún mejores de lo que esperaba. Todos los
hombres del lugar se fijaron en ellas en cuanto las dos mujeres entraron. Una hora después, todavía no habían
pagado ni una copa.
Más pequeño que Dempsey’s, el O’Hagan’s Pub se enfocaba más a los vecinos y los universitarios.
Mientras que Dempsey’s tenía amplias ventanas a ambos lados, O’Hagan’s ofrecía un ambiente más estilo
cueva. La ausencia de ventanas dejaba unos candelabros y lámparas de mesa como la única iluminación,
aparte de los letreros de neón colgados de forma aleatoria.
Según la que atendía la barra, una mujer delgada llamada Will que llevaba pulseras y botas militares,
las tres primeras rondas fueron cortesía de dos grupos distintos de hombres. Era imposible obtener un buen
panorama de sus benefactores entre las sombras y el humo.
—¿Y de dónde eres?
—¿Yo? —preguntó Beth, sorprendida por la pregunta de Sid. Hasta ahora no había mostrado el menor
interés en ella.
—No, el duende verde de peluche que cuelga detrás de la barra. —El maquillaje y los zapatos de
tacón podían haber cambiado el aspecto de Sid, pero la boca siempre la delataría—. Sí, tú. ¿Te criaste en
Richmond?
—Justo a las afueras —dijo Beth—. En un pueblo pequeño.
Sid tomaba sorbitos de su ron con cola por una pajita fina, lo que a Beth no le parecía una buena idea.
—¿Y tiene nombre ese pueblo?
Dar el nombre no sería un problema.
—Louisa.
—¿Un pueblo que se llama Louisa?
Beth dio unas vueltas a la copa de vino.
—Te lo he dicho, es pequeño.
—Ya. —Sid dio una vuelta sobre el taburete, dando la espalda a la barra—. ¿Y tu familia sigue allí?
Aquella pregunta era más difícil.
—No tengo familia.
—Oh. —Sid volvió a rodar para mirarla—. Eso es duro.
Se hizo un silencio incómodo entre ambas, así que Beth lo llenó.
—¿Y tú? ¿Tienes familia aparte de tu hermano?
Sid la miró como sorprendida por la pregunta y luego se centró de nuevo en el vaso, mordiéndose el
labio inferior.
—Mi madre murió cuando tenía ocho años. Mi padre, cuando tenía catorce. Entonces Randy tenía
veinte y había estado viajando por el mundo un par de años de aventura en aventura.
—Eso explica las fotos que tiene en su oficina.
—Creo que estaba decidido a escalar o saltar de todos los precipicios con que se encontrara. —Una
sonrisa le suavizó la cara—. Estaba aquí en Anchor con unos amigos del surf y los médicos lo llamaron para
decirle que mi padre se estaba muriendo. Me trajo con él después de que papá muriera y estamos aquí desde
entonces.
El dolor de ser hija única salió a la superficie, como solía hacerlo cuando alguien hablaba de su
familia.
—Tienes suerte de tener un hermano así.
Sid arrugó la nariz, removiendo el hielo del vaso.
—A veces es un incordio, pero así son los hombres, ¿no?
«Un incordio» era una buena manera de describir a Joe. Definitivamente lo había sido en su cabeza
todo el día. Sabía que la había visto en el porche antes de que salieran. Lo mínimo que podría haber hecho
era ir y darle las gracias por el favor. No era que quisiera que él la viera con aquel vestido tan atrevido. No,
eso no era.
¡Qué mal se le daba mentir! Ni siquiera sabía mentirse a sí misma.
—Aquí tenéis otra de los dos tipos mayores del rincón —dijo Will, poniendo otro ron con cola
delante de Sid—. ¿Estás lista para otro más, cielo? —le preguntó a Beth.
—Aún no, gracias. —Will asintió y se dirigió a otro cliente—. ¿Estás segura de que el hombre
misterioso va a venir esta noche?
Sid lamió la pajita de la bebida que había terminado y se acercó la nueva.
—Estas bebidas entran bien hoy.
—¿No deberías parar un poco? Eres la conductora…
Después de dar un buen sorbo, Sid dijo:
—Las copas son un regalo. No puedo ser maleducada y no bebérmelas.
—Entonces, ¿quién nos va a llevar a casa?
Sid dio una palmada con las manos en la barra.
—Por el amor de Dios, mujer, ¿puedes relajarte un poco y tomarte otra copa?
—Creo que ya has tomado demasiadas para poder conducir. —Beth apartó su copa vacía—. Así que
mejor paro ya.
Sid volvió a acercar la copa.
—Es nuestra noche fuera. Vamos a beber y pasarlo bien y, si no podemos conducir, Randy vendrá y
nos recogerá. ¿Cuándo fue la última vez que te desataste y te divertiste?
Beth intentó recordar. Estaba aquella fiesta del segundo año de universidad.
—Hace mucho tiempo —dijo, evitando concretar nada—. Supongo que podría hacerlo un par de
veces más.
—¡Bien! —dijo Sid, haciendo un gesto a Will para que trajera otra copa de vino—. ¿Y cómo acabaste
en Richmond? Espera. —Las cejas oscuras se juntaron—. No creo que hubiera muchos abogados en Louisa.
—Howard Maplethorn.
—¿Howard qué?
—Maplethorn. Ha sido el único abogado de Louisa desde donde me alcanza la memoria. —Beth
acabó la copa en dos tragos—. Dios, debe de tener casi setenta ya. Gracias, Will —dijo, al ver aparecer otra
copa ante ella.
—Creo que necesitáis un poco de comida para acompañar el alcohol. —Will miró al reloj de Miller
Lite tras la barra—. La cocina está abierta una hora más. ¿Qué tal un aperitivo?
Beth volvió a oír el sonido de la puerta que se abría de nuevo. Al girar el taburete para ver, se mareó
y un pie le resbaló del reposapiés de la barra.
—¡Ey, cuidado! —Sid la sujetó, reprimiendo lo que parecía una risita—. Si te caes de ese taburete,
voy a fingir que no te conozco.
—Alitas de pollo y patatas fritas marchando. —Will se fue, suponían que para hacer el pedido.
—No has respondido a mi pregunta —dijo Sid.
—¿Qué pregunta?
—¿Cómo fue que fuiste a vivir a Richmond?
—Ah, esa pregunta. —Beth se encogió de hombros—. Mis abuelos me enviaron a la Facultad de
Derecho en la Universidad de Virginia. Querían que tuviera una vida mejor de la que Louisa ofrecía. Mi
abuelo murió antes de que me graduara y yo no quería estar lejos de la abuela, así que me trasladé a
Richmond.
Sid parpadeó, como si intentara centrarse.
—Entonces, ¿te criaron tus abuelos?
—Sí. —Ya había hablado más de lo que debía—. ¿Cuándo va a aparecer tu hombre misterioso? No
me gustaría haber hecho todo esto para nada.
—Quizá más tarde. ¿Cómo conociste a Lucas?
Beth no había pensado en Lucas en todo el día. Había estado demasiado ocupada pensando en Joe y el
presunto casi beso.
—Nos conocimos en el trabajo. Lucas es muy popular en la oficina. Seguro de sí mismo.
Perfectamente vestido. Ambicioso. —Inclinó la copa y dejó que el líquido rojo le bajara por la garganta.
Notó que tanto su cabeza como su culpa se aligeraban—. Es un milagro que saliera conmigo.
El vaso de Sid golpeó la barra con fuerza.
—Entonces, ¿te pidió una cita?
—Bueno, yo jamás me habría atrevido a pedírselo.
—Por supuesto que no. —Sid apretó los labios y Beth recordó las palabras de Randy. «Sid ha estado
medio enamorada de Lucas desde la escuela secundaria.» Se sentía como si acabara de patear a un
cachorrito.
—Lucas tiene sus defectos —dijo Beth. Sid necesitaba saber cómo era en realidad aquel antiguo amor
suyo.
—¿Qué defectos? —Sid miró fijamente a Beth, esperando una respuesta y sorbiendo su bebida.
Beth apoyó un codo sobre la barra y la barbilla sobre la mano.
—Yo solo había salido con un par de chicos antes de Lucas y siempre parecían necesitar una madre.
Alguien que cuidara de ellos. Que cocinara y limpiara, organizara y les llevara por el buen camino.
—Unos verdaderos triunfadores —murmuró Sid—, pero ¿qué tienen que ver con Lucas?
—No se parecían en nada a Lucas. —Agitó la cabeza como si quisiera desenredar los hilos de su
historia—. Quiero decir… que no se parecen en nada. Lucas no necesita que le cuiden, de ningún modo. De
hecho, tiene tendencia a ser él el que mima. —Mirando al interior de la copa, añadió—: Cuando está
presente.
Sid sorbió de la pajita hasta que el vaso quedó otra vez vacío.
—¿Qué quieres decir con «cuando está presente»? ¿No trabajáis juntos? Lo verás todo el tiempo.
—Eso sería lo lógico, ¿verdad? Pero no. Lucas está muy dedicado a su carrera, así que el trabajo
siempre tiene prioridad. Que sé que es algo bueno, ya que intenta que tengamos un futuro seguro, pero, a
veces, como ahora —dijo, agitando la mano que tenía libre para indicar la ubicación actual—, me gustaría
que me dedicara un poco de esa atención.
—A ver si lo entiendo. —Sid indicó a Will que le trajera otra copa—. ¿Te vas a casar con Lucas
aunque no te gusta que pase tanto tiempo en el trabajo? Yo nunca he estado casada, pero me parece mala idea.
Al oír aquella información en voz alta, también a Beth le parecía mala idea, pero Beth amaba a Lucas,
¿no? Por supuesto que sí.
—Lucas es tan amable y generoso… El tipo más dulce que he conocido, aunque un poco distraído de
vez en cuando. Es exactamente el tipo de hombre que mis abuelos habrían querido para mí. Inteligente,
estable, no un delincuente.
Sid casi se ahoga con la bebida.
—¿Acabas de decir «no un delincuente»? ¡Vaya! Tus abuelos tenían grandes expectativas.
—Querían que tuviera mejor suerte que mi madre. El listón no estaba muy alto. —Beth iba a apoyar el
codo en la barra pero no llegó a tocarla y casi se cae del taburete. De nuevo, tras recuperar el equilibrio, dijo
—: No debería quejarme. Solo trabaja tanto para subir en la firma y que lo hagan socio.
—¿Y después qué? —preguntó Sid.
—¿Después qué, de qué?
—Una vez que sea socio, ¿va a dejar de trabajar tanto? ¿No tendrá aún casos y no pasan esos socios
los fines de semanas en el campo de golf?
Era cierto que los socios jugaban mucho al golf. Y no solo los fines de semana. De hecho, Lucas
estaba tomando lecciones para poder tener otra cosa en común con los peces gordos. Beth odiaba el golf.
—Estoy segura de que todo irá bien —dijo Beth, aunque no estaba segura de nada. Miró la copa y vio
que estaba vacía de nuevo—. ¿Ya me he bebido el vino?
La comida llegó y Sid le pidió a Beth otra copa, pero después cambió de idea.
—Creo que necesitamos unos tragos de algo.
—¿De qué? —Beth nunca había tomado tragos antes, pero si el vino la estaba achispando tanto, no
creía que empezar con los tragos fuera una buena idea—. Creo que no.
—Es la noche de las chicas, Ricitos. No se puede llamar noche de chica sin unos traguitos.
Joe acababa de dejar la última carga de platos para lavar cuando el segundo cocinero, Chip, le dijo
que tenía una llamada. No se imaginaba quién lo podía buscar en el restaurante.
—¿Diga? —dijo, colgando el delantal en el gancho de la puerta.
—Tienes que venir.
—¿Dónde? ¿Randy?
—A O’Hagan’s.
Mierda. Conociendo a Sid, algún imbécil le habría tocado el trasero y ella habría empezado una
pelea.
—¿Qué sucede? ¿Está bien Beth? —Su dulce futura cuñada no parecía del tipo que se mete en riñas
de bares.
—Te lo explicaré de este modo: ninguna de estas dos señoritas, y uso el término de forma laxa en lo
que respecta a Sid, sufre dolor alguno… en este momento, pero van a sentirse fatal por la mañana.
Joe no lo podía creer.
—¿Beth está borracha?
—Como una cuba. La camarera dice que empezaron con los tragos hace un par de horas. —A Randy
no parecía hacerle ninguna gracia—. Beth dice que no tiene llave y no creo que quieras que la deje en
Dempsey’s en este estado.
Lo primero que iba a hacer por la mañana era conseguirle una llave a Beth.
—Voy hacia allá.
Joe le dijo a su padre adónde iba y se marchó. Cinco minutos después, ya estaba en el
estacionamiento del O’Hagan’s y vio a Randy rondando tras un banco fuera del bar, como si fuera un
adiestrador que tuviera que mantener a raya a dos cachorros revoltosos. Las chicas estaban riéndose y
resoplando. No sabía cuál era el chiste, pero a Randy no le hacía ninguna gracia.
—Venga, chicas, ya es hora de irse —dijo, levantando a cada una de ellas por un codo. Sid apartó el
brazo de un tirón y casi se cae del extremo del banco. Randy se desplazó para parar a su hermana y echó a
Beth contra el pecho de Joe. Su cabeza se llenó del aroma a dulce vainilla.
Retomando el equilibrio, Beth lo miró con aquellos grandes ojos verdes y luego dejó salir un
vaporoso «Eeeh».
En su aliento había suficiente combustible para un lanzallamas.
—Parece que te lo has pasado bien —dijo, poniendo algo de distancia entre ellos aunque siguiera
ayudándola a mantener el equilibrio. Beth llevaba un pequeño bolso en una mano y un suéter en la otra. Un
tirante fino se le cayó por el hombro, amenazando llevarse con él el poco tejido que le cubría el pecho.
—Lo he pasado estupendamente —dijo Beth. Luego se volvió a Sid y gritó—: ¡Eh!
Una Sid tambaleante respondió:
—¿¡Sí!?
El volumen de sus voces parecía estar directamente relacionado con sus elevados niveles de alcohol.
Beth agitó el puño en el aire y las dos gritaron «¡El mejor bar de todos!». Luego siguió un ataque de
risas y Randy pareció llegar al límite.
Agarró a Sid bajo el brazo derecho como si fuera un saco de harina.
—Me la llevo a casa. Que te diviertas con esa. —Randy fue despacio hacia el estacionamiento
mientras Sid se retorcía y lanzaba obscenidades.
—¿Acaba de desearte que te diviertas? —preguntó Beth entre el resuello y el gruñido—. ¿Con quién
quiere que te diviertas? —Buscaba en el pequeño porche la respuesta a su pregunta. Aquello no era lo que
pretendía cuando sugirió que Sid la pusiera un poco a tono.
—Nadie va a divertirse esta noche. Yo, seguro que no —contestó él, ayudando a Beth a avanzar entre
las piedras que cubrían el estacionamiento.
—Oh —dijo ella—. Ni yo tampoco. Aunque ahora mismo parece una buena idea. —Se paró, se
volvió hacia Joe y preguntó—: ¿Estás seguro de que no podemos divertirnos?
CAPÍTULO 18
Joe experimentó un cambio repentino de dirección del flujo sanguíneo. Su cerebro conocía todos los
motivos por los que la respuesta debía ser un no. Y una de ellas, no la menos importante, era que no se tienen
relaciones con una mujer que apenas se aguanta en pie.
Pero su parte más masculina no parecía interesada en lo que le comunicaba el cerebro.
—Necesitas café. Ese café tan bueno que Patty tiene en casa te irá de perlas. —Mientras hacía el café,
él podría beberse un gran vaso de agua con hielo. O dos.
—¿Sabías que Sid es, digamos, huérfana?
—Sid es un poco mayorcita para ser huérfana, ¿no te parece? —preguntó Joe, subiendo a Beth al Jeep
después de que sus tres primeros intentos de encontrar el peldaño fracasaran. Cuando fue a agarrar el cinturón
de seguridad, tampoco lo consiguió, así que él se lo colocó. Al inclinarse sobre ella, Beth le rozó el cuello
con los labios. Toda la sangre que le quedaba bajó al sur rápidamente.
—Uuum… —gimió ella—. Sabes bien. Mejor de lo que imaginaba.
Quizá no fuera demasiado tarde para cambiar de chica con Randy. Sid borracha y enfadada sería
menos peligrosa que la versión gata en celo de Beth que se encontraba en el Jeep de Joe.
—¿Qué decías de que Sid era huérfana? —preguntó él, con una voz un octavo más aguda de lo
habitual. Si la hacía hablar evitaría que hiciera otras cosas con la boca. Tres cosas más que podría hacer con
aquella boca le vinieron a la mente.
Aquello no ayudaba.
—Sid es huérfana, igual que yo. —Joe se subió a su asiento y la mano de Beth fue directa a su muslo
—. ¿Tú sabías que yo también fui huérfana?
—No lo sabía —dijo, moviendo la mano al muslo de ella, descubierto por tener el vestido atrapado
bajo el cinturón del regazo. Intentando tocar el mínimo posible, Joe tiró del vestido hacia abajo.
—Eres tan buen tipo. Creo que la gente no se da cuenta. —Beth deslizó el pelo de Joe detrás de la
oreja y luego le pasó un dedo por el hombro y bajó por el brazo, dejando un rastro de fuego en el hombre—.
Me encantan tus brazos. ¿No te lo he dicho nunca?
—No. —Si llega a saber el efecto que tenía en ella el alcohol, nunca le habría encargado a Sid
aquella estúpida misión—. Deberías cerrar los ojos un ratito.
—Y tus ojos —dijo, dándole una palmada en el pecho—. Dios. Podrías fundir la ropa interior de
cualquiera solo con esos ojos. Qué azul tan bonito. —Inclinó la cabeza hacia un lado y le lanzó una sonrisa
entre sexi y tontorrona.
—¿Qué estabais bebiendo?
—¡Tequila! —gritó, levantando las manos. Luego empezó un número musical—. Badum, badubadu,
bum…
—Está claro que no os conformasteis con estar alegres. —Joe se apuntó mentalmente echarle la
bronca a Sid tan pronto estuviera sobria—. ¿Sueles beber tequila?
—No —dijo como tarareando—. Casi se me queman los pelillos de la nariz con el primero, pero Sid
dijo que mejoraría con la práctica. Y mejoré. —Por el rabillo del ojo, Joe veía que Beth se daba golpecitos
en la barbilla—. No siento los labios.
—Aún los tienes —dijo, volviendo la vista a la carretera—. ¿Y qué es eso de que eres huérfana?
—Que Sid y yo somos huérfanas. Nuestros padres murieron. —Se pellizcó el labio inferior y dijo—:
¡Au!
Por si la información que Sid averiguara se perdía en el mar de tequila, Joe buscó más respuestas.
—¿Tus padres murieron?
—Sí. —Otro tironcito del labio y sofocó un grito, agarrando el bíceps de él con la mano—. ¡Ay,
señor!
Joe frenó de repente, haciendo que el Jeep se detuviera derrapando en la grava de Middle Road.
—¿Qué? —dijo, buscando en la carretera un perro o un gato que pudiera haberse atravesado delante
de ellos. Nada se movía ante las luces de los faros.
Un sonido atronador salió del asiento del copiloto, devolviéndole la acción al corazón, que se le
había parado del susto. Su gatita en celo, borracha y feliz, estaba ahora hecha un mar de lágrimas y se
balanceaba en el asiento.
—Eh —dijo él, poniendo el Jeep en punto muerto y soltándose el cinturón de seguridad—. ¿Qué ha
pasado? —Ella se cubría la cara con las manos y movía la cabeza fuerte de un lado a otro—. ¿Te has hecho
daño?
—Sí —gritó ella, dejando caer las manos—. ¡Me duele haberme convertido en mi madre!
Joe había oído que a las mujeres no les gusta que las comparen con sus madres, pero no tenía ni idea
de que aquello las hiciera llorar.
—Estoy seguro de que tu madre era estupenda.
—No, no lo era —gruñó Beth. La transición de feliz a triste y a enfadada pasó más rápidamente de lo
que Joe podía procesar—. Ella era salvaje y rebelde y se murió joven de tanto beber.
Quería información y allí la tenía. No la que esperaba.
Las lágrimas volvieron.
—Mi abuela tenía razón. Decía que si alguna vez bebía sería igual que ella. —Beth se sonó la nariz
en el suéter—. ¿Qué voy a hacer ahora?
La situación había entrado en aguas peligrosas y Joe no tenía ni idea de cómo actuar. Qué hacer con
una mujer que solloza era ya bastante difícil. Qué hacer con una mujer borracha y sollozante le parecía peor
que enfrentarse a un señor huracán.
Al menos con un huracán habría tenido un aviso. Podría haberse preparado.
Sin poder contestar a su pregunta, Joe condujo la manzana que quedaba en silencio, mientras Beth
seguía llorando. Quería abrazarla. Decirle que ella no tenía nada que ver con su madre. También quería
encontrar a aquella abuela y dejarle claro que era despreciable decirle a una niña que ha perdido a su madre
lo horrible que era aquella madre y que no fuera como ella.
¿Qué clase de persona haría eso?
Joe sabía lo que era perder una madre. Él tenía diez años cuando perdió a la suya. ¿Cuántos años
tendría Beth?
En el camino de entrada, apagó el motor y se quedó mirando al volante. Los sollozos de Beth fueron
disminuyendo hasta convertirse en un hipito de vez en cuando.
—Lo siento —dijo. Palabras mediocres para expiar más que la muerte de una madre. Había sido un
imbécil por haber pensado en aquel plan—. ¿Cuántos años tenías?
—¿Qué? —preguntó ella, usando el suéter como pañuelo de nuevo—. ¿Cuántos años tenía cuándo?
—Cuando murió tu madre.
Beth hizo un gesto con la mano como para quitarle importancia.
—No tenía ni dos años. No la recuerdo en absoluto. —Al parecer, el ataque de lágrimas había
pasado, y miró a su alrededor—. ¿Tienes algo de beber en tu casa?
—No te voy a dar más que café. —Joe pensaba que Beth necesitaría ayuda para salir pero ya estaba
bailando en el camino antes de que él pusiera un pie en el suelo—. Pero ¿qué haces?
—¿No lo oyes?
Joe escuchó. Un tintineo de tambores de metal flotaba en el aire.
—Ese es Buddy Trousseau. Esta noche toca en el parque.
Tras dejar caer el bolso y el suéter en los escalones de sus padres, Beth se puso a bailar al ritmo de la
música, levantando con el balanceo la falda cada vez más alto con cada movimiento de sus caderas. A Joe se
le secó la boca.
—El café —dijo, buscando la llave de la casa mientras pasaba a su lado. Antes de llegar al primer
escalón, ella lo agarró del brazo para sumarlo al baile.
Él se resistió.
—No, déjalo.
—Venga, Joe, baila conmigo. La noche es joven. Mira las estrellas. —Se llevó las manos al pelo—. Y
yo me siento viva. —Incitándolo con un gesto del dedo, le susurró—: Ven a sentirte vivo conmigo, Joe.
Su cerebro decía que no, pero sus pies decían que sí. Ella sonrió, lo tomó del brazo y dio una
vueltecita por debajo. El movimiento le hizo perder el equilibrio y acabó pegada a él, con el trasero contra su
ingle. Sin perder ni un compás, empezó a moverse de nuevo.
El cerebro de Joe dio la orden de apartarla, pero su cuerpo ignoró el mandato al igual que lo
ignoraron sus pies.
—Esto no es buena idea —dijo él. Una sutileza que se quedaba muy corta.
Beth ronroneaba, inclinándose hacia atrás y poniéndole la cabeza en el hombro. La música terminó,
pero sus cuerpos continuaron la conversación. Una conversación en la que el cuerpo de Joe quería indagar
con mayor profundidad.
Justo antes de que él acariciara con su nariz el cuello de ella, Dozer ladró. Beth levantó la cabeza de
repente y por poco no le da a él en la nariz.
—¿Es Dozer? Quiero ver a Dozer.
—Maldito Dozer —dijo Joe, siguiendo a Beth por el jardín. Tenía que llevarla a la cama. Un
pensamiento le devolvió la cordura—. Tengo que meterla en cama. No llevármela. Acostarla.
El lapsus mental le dio tiempo a Beth para llegar a su porche. Tocó en la puerta como si Dozer
pudiera abrirle. El perro ladró más fuerte.
—¡Para ya, Dozer! —gritó él. El perro se calló.
A Beth, le dijo:
—No hay café aquí. Vamos a casa de Patty. —Él la agarró del brazo, pero ella se le escapaba.
—Pero quiero ver a Dozer —gimió ella, haciendo pucheros como una niña suplicando una galleta. Al
menos actuar como una cría era mejor que usarlo como barra de estriptís.
—Puedes ver a Dozer mañana. Vamos.
—Nooooo. —Cruzó los brazos, lo que proporcionaba a Joe un panorama completo del perfecto
escote.
—De acuerdo. —Podía acariciar un poco a Dozer y luego la llevaría a tomar ese café. Cualquier
tentación de acercarse a una cama estaba descartada. La podía acostar en el sofá.
Apenas había girado la llave cuando Beth ya estaba entrando en su casa como una bala. En la mesa de
centro había un plato de papel y una caja de pizza vacía, también vio una cesta de ropa sucia en el rincón
junto a la puerta. Había pensado en hacer la colada, pero lo había pospuesto un día más.
El olor que llenaba su cuarto de estar demostraba que la decisión no había sido nada buena, pero,
claro, tampoco esperaba tener visita.
Beth no parecía percatarse del desastre ni del olor. Estaba demasiada ocupada jugando con su perro.
¿Cuándo había aprendido aquel perro a jugar al cucú?
—Ya lo has visto. Es hora de irse.
Esquivándolo, Beth se adentró más en la casa. Cuando llegó al umbral de la cocina, se volvió y miró
al cuarto de estar.
—Aquí no hay nada.
Joe miró a su alrededor. ¿Desde cuándo un sofá, una mesita auxiliar, una mesa de centro, una lámpara
de pie y un televisor se consideraban «nada»?
—¿La bebida siempre te deja ciega? —preguntó él—. Hay bastante. —Dozer se estiró sobre el sofá
como para demostrar que Joe estaba en lo cierto.
—No tienes nada más que muebles. —Beth se echó las manos a las caderas, una no le llegó a tocar, y
lo volvió a intentar. Tuvo que mirar para hacerlo, pero lo consiguió al tercer intento.
Algún día recordaría aquella escena y se reiría, pero la imagen de Beth toda tierna y sexi y a unos
pasos de su dormitorio hacía difícil ver la parte humorística.
—Estacionaría el Jeep aquí dentro, pero los neumáticos estropearían el suelo.
—Tendré que hacer algo con esto. —Con tan inquietante declaración, pasó a la cocina—. Esta casa
podría ser preciosa —dijo, abriendo armarios y probando el grifo. Quizá alimentaba sueños de ser agente
inmobiliario. Apartándose de la encimera, Beth echó un vistazo por el pasillo y luego una mirada incitante
por encima del hombro.
—¿Qué hay por ahí?
Aquella mujer necesitaba estar atada. Dispuesto a sacarla de su casa, aunque la tuviera que llevar a
hombros, Joe la siguió hasta el dormitorio. La habría atrapado si Dozer no se hubiera atravesado en su
camino.
—Te la estás jugando, amigo.
Joe dio la vuelta a la esquina y se encontró a Beth tirada sobre la cama. El dobladillo de la falda, que
estaba a la altura del ombligo, revelaba unas braguitas de algodón blanco. Nunca había considerado que las
bragas blancas pudieran ser excitantes, pero su cuerpo reaccionó como si hubiera llevado encaje rojo y
liguero.
Definitivamente, era el momento de sacarla de allí.
—Hora de irse. —Antes de que llegara a la cama, ella había rodado hasta el otro lado y se dirigía al
baño. Quizá le diera tanto asco que saldría pitando de la casa y así él se ahorraría el dolor de espalda—.
¿Qué demonios te pasa?
—¡Ajá! —gritó ella, y él se preguntó si por fin se había dado cuenta de dónde estaba—. Por eso
hueles tan bien.
Aquello no tenía ningún sentido. ¿Olía bien porque dejaba toda la porquería en el cuarto de baño?
—¿Sabes que eres una pesada monumental?
Ignorando la pregunta, le dio la espalda al lavabo, levantando la botella de colonia como si fuera un
trofeo. La roció en el aire y aspiró hondo.
—No huele tan bien en el aire como sobre ti. —Lo agarró por la camisa, le echó la colonia en el
cuello y volvió a inspirar profundamente.
—¿Qué haces?
—Dios, qué bueno. Me pregunto cómo olerá si me la pongo yo. —Abriendo la parte delantera de su
vestido, se echó el vapor de la colonia en el escote—. ¿Quieres oler?
A Joe se le hizo la boca agua y sus manos fueron directas a las caderas de ella.
—No sabes lo que estás haciendo —dijo él, con la voz forzada, a punto de perder el control.
—Sé lo que estoy haciendo —susurró ella antes de lanzarse a su boca.
Una ola de deseo tomó a Joe por sorpresa. Sabía a lima y licor y a un calor que correspondía al fuego
que había entre ambos. Un fuego que no podía hacer otra cosa que alimentar. La levantó del suelo y Beth le
rodeó el cuello con los brazos. Cuando dejó su trasero sobre la encimera, sus piernas rodearon su cintura,
empujándolo más contra aquellas braguitas blancas.
Ella le lamió el labio inferior y luego le dio un mordisquito, mientras las manos de él le deslizaban
los tirantes del vestido brazos abajo. Al frotar un pulgar contra un apretado pezón, Joe se deleitó con el
gemido que ella soltó y presionó más, maldiciendo mentalmente el tejido que le bloqueaba el camino. Beth
trepó por su cuerpo, levantó su cuerpo de la encimera, dándole a las manos de Joe acceso a su trasero.
La podría tomar allí mismo. Dios sabía que la deseaba. Su hermano podía irse al infierno.
El nombre de su hermano en su cabeza fue como una patada en el estómago. Joe separó sus labios de
los de Beth, jadeando y buscando aire. Ella volvió a gemir, esta vez a modo de protesta. Él apoyó su frente
sobre el pecho de ella.
—No puedo hacerlo.
—Oh, no. —Beth se llevó las manos a la boca, haciendo que Joe levantara la cabeza. Él no quería ver
culpa en su mirada. Todo aquello era culpa solo suya. Él era el que estaba sobrio.
—Lo siento —le dijo, cubriéndole con la falda los muslos.
Beth agitó la cabeza. Entonces se volvió a un lado y se fue a vomitar en el lavabo.
Rodeada de oscuridad, Beth pensó que estaba muerta. Imaginaba que tanto dolor solo podía haberlo
causado un impacto directo con un camión enorme. La cabeza le vibraba como un diapasón gigante, la boca le
sabía como si su última comida hubiera sido un animal muerto de la cuneta, pero el estómago estaba vacío y
cabreado.
Como fuera que hubiera muerto, debía de haber sido algo horrible.
Y no había dejado recuerdo alguno. Aquello debía de ser bueno. Nadie querría recordar el momento
en que lo aplastaron como si fuera un insecto en un parabrisas.
La luz tenue que veía a través de los párpados era tan alentadora como molesta. La luz indicaba que
había ido a parar al cielo o al menos que iba de camino, pero el resplandor amortiguado fomentaba el
martilleo que sentía en la cabeza. ¿Cómo iba a ir hacia la luz cuando la cabeza estaba a punto de explotarle
antes de que pudiera encontrar el final del túnel?
A paseo con la luz, pensó, y se cubrió los ojos con un brazo. La eternidad en el limbo tendría que ser
suficiente. Y entonces una lengua húmeda se deslizó por sus labios, lo que le indicó que no estaba sola en
aquel limbo.
—Dios mío. ¿Qué dem…? —Al incorporarse de golpe tres cosas salieron a la luz con claridad. Una,
no llevaba nada más que sus simples braguitas blancas y el sujetador sin tirantes. Dos, estaba viva, muy viva.
Tres, estaba a punto de vomitar encima del edredón bueno de Patty.
Al ver su vestido colgado del respaldo de una silla, usó la ligera prenda para cubrirse la parte
delantera y salió disparada hacia la puerta, tapándose la boca fuerte con la mano. Dio gracias al cielo de que
su habitación estuviera justo delante del baño. Una vez hubo purgado lo que fuera que le había desbaratado el
sistema, se dejó caer junto a la bañera, a la espera de que el pitido que tenía en los oídos desapareciera.
Debía de haber agarrado algún virus. O quizá hubiera comido algo en mal estado. ¿Qué había comido
la noche anterior? No daba con la respuesta. Lo último que Beth recordaba era haberse bebido otra copa de
vino y Sid diciendo algo sobre tomar tragos.
Se puso a llorar con la cara entre las manos. Ella había provocado todo aquello. Tenía que haber una
forma menos dolorosa de matarse. Como ponerse delante de un lanzallamas o someterse a la ancestral tortura
de la gota malaya.
Dozer se quejó y le empujó la cabeza con la suya.
—Gracias por el beso, Dozer. Pero si yo soy la Bella Durmiente y tú el Príncipe Azul… —Beth
pensó en el resto de la frase—. Para ser franca, he tenido besos peores.
De repente, un recuerdo la golpeó en la zona de la sien izquierda. Algo de besos. Intentó concentrarse,
pero no funcionaba.
—Esta bañera está fría. —Se puso en pie y probó las piernas. La aguantaban en pie, pero a su cabeza
no le gustó el cambio de altitud.
Se agarró a la encimera y esperó que la niebla se disipara. No se atrevía a sacudir la cabeza para
despejarla. Lista para moverse, Beth miró a un lado y otro del pasillo antes de volver a cruzar hasta su
habitación. Con un poco de suerte, nadie habría visto su rápido viaje de hacía unos minutos. Volviéndose a
deslizar bajo el edredón, enrolló el vestido y se dio cuenta de que no podía habérselo quitado sola. Había
luchado para ponérselo y Sid tuvo que ayudarla con la cremallera.
¿Quién le habría bajado la cremallera esa noche? ¿Cómo había llegado a casa? ¿Había hablado con
Patty y Tom? Si lo hizo, no debían tener un concepto muy alto de ella aquella mañana.
—¿Me viste anoche, Dozer? —El perro inclinó la cabeza, con la lengua colgando.— Quizá me estuve
revolcando contigo y por eso huelo así. —Beth olió el vestido. La parte de abajo estaba tiesa y olía a alitas
de pollo remojadas en licor—. Dios Santo. —Se movió para tirar el tejido al suelo, pero otro olor, más
familiar, le llegó a la nariz. La colonia de Joe.
Olió las mantas. Nada. Al bajar la cabeza a la sábana, se dio cuenta de que el olor era más fuerte
entre sus pechos.
—Dios mío.
Subió más la sábana y la apretó más fuerte contra el cuerpo. ¿Qué hacía la colonia de Joe entre sus
pechos? ¿Significaba aquello que él había estado allí también? Beth rebuscó frenéticamente entre sus lagunas
de memoria, deseando que los hechos de su noche de desenfreno subieran a la superficie.
Apretó fuerte los ojos para concentrarse.
—Todo está negro. —Abrió los ojos y Dozer ladró, provocándole un dolor hiriente en el cráneo—. Te
daré todo lo que quieras, perro, pero no vuelvas a hacer eso.
—Dozer, no despiertes… —Patty se detuvo en el umbral, estrujándose las manos—. Lo siento mucho.
No me he dado cuenta de que se escapaba.
Si Beth había hecho algo que pudiera ofender a Patty la noche anterior, prefería saberlo ahora.
—Sobre anoche…
—He oído que lo pasaste muy bien. Quizá demasiado bien. —Patty soltó una risita—. Por eso te
quería dejar dormir.
—¿Hablaste conmigo cuando llegué a casa?
—Ya estabas en cama cuando Tom y yo regresamos. —Cruzándose de brazos, la mujer se apoyó en el
quicio de la puerta—. En O’Hagan’s se dice que tú y Sid fuisteis el alma de la fiesta.
Beth sintió vergüenza. Estupendo.
—¿Sabes cómo volví a casa?
Patty frunció el ceño.
—No lo sé. Randy llevó a Sid, así que seguro que te dejó a ti también.
Beth sabía que no tenía llave. Había pensado en llevarse una antes de salir, pero en el bar había caído
en la cuenta de que se le había olvidado. Si Tom y Patty no le abrieron la puerta, solo había una persona como
opción.
—¿Sabes si Joe fue al bar?
—¿De verdad no te acuerdas de nada, no? Joe trabajó en el restaurante hasta tarde, pero no lo vi irse,
así que no estoy segura. ¿Algún problema?
—No —dijo Beth, recordando que estaba prácticamente desnuda. El aroma de Joe le subía desde el
escote, y Beth intentó no pensar en lo que podía haber hecho—. Creo que necesito una ducha.
—Por supuesto —dijo Patty, despegándose de la pared—. Vamos, Dozer. Siento que te haya
despertado.
—No te preocupes —Dijo Beth, intentando parecer relajada—. ¿Hay café?
—Haré otra cafetera mientras te duchas. Te haría huevos, pero, por el color de tu cara, creo que será
mejor que lo dejemos en tostadas.
—Gracias. —La amabilidad de Patty hizo que Beth se sintiera peor—. Bajo en veinte minutos.
—Tómate tu tiempo. —Patty y el perro salieron de la habitación, dejando a Beth sola con sus
pensamientos. Intentó de nuevo recordar cómo había llegado a casa o, al menos, cómo se había desvestido. Su
mente permaneció en blanco.
Al frotarse la mandíbula, sintió pinchazos de dolor por la piel. Inclinándose para ver su reflejo en el
espejo del tocador, Beth buscó un rasguño de alguna caída. A juzgar por la cabeza, la borrachera había sido
de las de caerse al suelo. Su reflejo reveló que algo definitivamente había raspado su barbilla, pero por el
color rosado que tenía por la mandíbula, no habían sido piedras.
—Elizabeth Marie Chandler, ¿qué demonios hiciste anoche? Y, por favor, no me digas que Joe estaba
allí.
CAPÍTULO 19
Ningún hombre debería pasar por una prueba tan dura como la que Joe sufrió la noche anterior. Los
cambios de humor propios de un esquizofrénico habrían hecho que cualquier hombre saliera corriendo, pero
la seducción de la gatita en celo en el baño chamuscó varias de sus neuronas. Desnudar a Beth y meterla en la
cama amenazaba con chamuscarle todo el cuerpo.
No podía dejarla dormir con el vestido puesto, Beth se había echado por encima lo que parecía ser
una muestra de los aperitivos. Al menos se había quedado inconsciente antes de llegar a la habitación. Con la
suerte que tenía últimamente Joe, ella habría intentado desnudarlo mientras él le quitaba el vestido, esa
prueba no la habría superado.
Tras quitar de su lavabo los pedazos de comida inflamable, Joe se dio una ducha de agua helada y
pasó el resto de la noche intentando no pensar en su futura cuñada. Pensar en ella con ese apelativo suponía
llamar a las cosas por su nombre y enfrentarse a la realidad.
La realidad era cruel.
Tendrían que lidiar con lo que había pasado, pero necesitaba que ella estuviera sobria y centrada
cuando se enfrentaran a lo que fuera que pasaba entre ambos. A juzgar por su estado de la noche anterior, Beth
podía estar sobria pero definitivamente no sería capaz de centrarse en nada esa mañana. Mejor dejar que se
recuperara y afrontar la situación con la cabeza despejada. Con este fin, Joe se dirigió al bote tan pronto
como oyó que ella estaba levantada.
—Pensé que te encontraría aquí —dijo una voz desde el muelle. Joe apartó los ojos del carrete que
estaba bobinando y encontró a Derek Paige con su pinta estirada y fuera de lugar con su traje y su corbata—.
¿Te importa si subo a bordo?
Dozer dio un gran rugido. Joe pensó en hacer lo mismo, pero la curiosidad lo venció.
—Salta, pero ten cuidado. No me gustaría que te estropearas el traje. —Dejar hablar al hombre no
significaba que Joe no pudiera ser impertinente.
Paige subió al barco como si lo hubiera hecho toda la vida.
—He pasado suficiente tiempo en el yate del señor Wheeler como para tener problemas con tu
pequeño barco de pesca.
Si aquella era la estrategia de ventas de Paige, Wheeler jamás conseguiría la isla.
—¿Por qué no pasamos al motivo de tu visita? —preguntó Joe, volviendo la atención de nuevo al
hilo.
—He venido a hablar de Cassandra.
—¿Qué pasa con ella?
—Que no está libre.
Joe volvió a atender al hombre que tenía a un metro de distancia. Si Paige intentaba parecer relajado,
lo estaba haciendo fatal.
—¿Que no está libre?
—Eso es. —El tipo duro cambió de postura—. Te vi hablando con ella anoche.
—Sí —dijo Joe, apoyando la caña sobre la pared de la cabina y volviéndose desde el asiento—.
Hablamos. No sé qué tiene eso que ver contigo.
—Te acabo de decir lo que tiene que ver conmigo.
Joe rio entre dientes. Quizá la corbata de Paige le dificultaba la circulación de la sangre hacia el
cerebro.
—¿Estás reivindicando a Cassie como algo tuyo?
—Se llama Cassandra y sí, eso es lo que digo.
—¿Conoces a Cassandra Wheeler? No es del tipo de mujeres que uno pueda adjudicarse y menos si el
pretendiente es un lameculos de su padre.
Paige se tensó y el rojo de la ira le empezó a subir por el cuello.
—Me importa un comino lo que pienses de mí, Dempsey. Solo digo que te mantengas alejado de ella.
Joe se reclinó y cruzó los brazos sobre el pecho.
—No te mencionó durante nuestra charla. —Aunque no tenía intención de competir con Paige por el
afecto de Cassie, tampoco podía resistir la tentación de enojarlo—. De hecho, hablar fue idea suya. Hacía una
semana que intentaba hablar conmigo a solas.
Paige dio un paso adelante pero el gruñido de Dozer lo hizo retroceder dos.
—Tuviste tu oportunidad, Dempsey. Dejaste escapar el premio y ahora lo quieres recuperar.
—¿El premio?
—No finjas que no ibas tras el dinero. Cassandra es la única hija de Wheeler y heredera de su
imperio. ¿Por qué otra cosa ibas a elegir una mujer que está tan por encima de tus posibilidades?
Joe se tensó, esforzándose por mantener su voz bajo control.
—Cassie no es un premio y estoy seguro de que tampoco es ninguna propiedad. Ahora lárgate de mi
barco antes de que ordene a Dozer que te muerda el trasero.
—No me asusta tu perro. —Dozer avanzó, con los pelos del cuello erizados. Paige volvió al muelle
de un salto—. Tienes razón, ella no es propiedad de nadie. Pero sí que es un premio. Si la amaras como yo la
amo, lo sabrías.
Joe lo miró fijamente, sin saber si había oído bien.
—¿Has dicho que la amas?
Paige se cruzó de brazos.
—Ya me has oído. Aléjate de ella, Dempsey. Ya le hiciste daño una vez. No dejaré que se lo vuelvas
a hacer.
Dozer ladró mientras aquel indeseable se alejaba del muelle con una marcha enojada. Menuda
sorpresa. El idiota estaba enamorado. Aunque nunca le cayó bien el pobre desgraciado, Joe no podía sentir
otra cosa que respeto por él en aquel momento.
—Buena suerte, Paige. Espero que no te arranque el corazón y te obligue a comértelo.
Beth necesitaba respuestas, lo que la llevó a la pérfida persona que la había cargado de tequila. Había
estado aporreando la puerta de Sid dos minutos antes de que se le agotara la paciencia. La camioneta en la
entrada indicaba que el pequeño monstruo estaba aún durmiendo la mona.
No por mucho rato.
Si existía justicia en el mundo, Sid se sentiría mucho peor que Beth. Y, como Beth se sentía como si la
hubiera golpeado una caja de martillos, sería mejor que Sid se sintiera como si le hubiera dado en la cabeza
una de esas bolas de demoler edificios.
—Abre la puerta, Sid. Necesito hablar contigo. —Beth se apretó las sienes, para aplacar el dolor que
le causaba subir la voz. Aún no había respuesta. Después de pensar un rato, Beth cerró la mosquitera con
suavidad (no era necesario enfadar a los duendes que andaban martilleando en su cráneo) y fue por la parte
trasera de la casa.
Era fácil encontrar la ventana de la habitación de Sid. Y abrirla.
—Sid —llamó por la apertura, todo lo alto que le permitía su dolor de cabeza. Como respuesta solo
recibió un ronquido—. De acuerdo. Voy a entrar.
Se intentó colar metiendo primero la cabeza y la parte superior de su cuerpo quedó encallada en el
tocador que había debajo de la ventana, mandando una cajita y dos marcos al suelo. El ruido traspasó los
ronquidos.
Sid se incorporó en la cama.
—¿Pero qué…? —Antes de que le salieran las palabras ya se estaba sujetando la cabeza al tiempo
que cerraba los ojos con fuerza. Beth aún estaba allí colgando, mitad dentro y mitad fuera, y Sid abrió los
ojos, haciendo un esfuerzo por enfocar la mirada.
—¿Ricitos?
—Esa misma.
—¿Qué puñetas haces?
—Ahora mismo, estoy atrancada en esta ventana intentando no devolver sobre tu moqueta. Ven y
ayúdame.
—Ya voy, ya voy —dijo, bajando los pies lentamente al suelo—. Dios, esta habitación da vueltas
como si fuera una noria.
—¿Por qué llevas aún puesto el vestido? —le preguntó Beth. Si ella había tenido que pasar por el
misterio de despertarse casi desnuda, Sid debería al menos estar en el mismo aprieto—. Y llevas máscara de
pestañas hasta la barbilla.
—Estaba durmiendo, no preparándome para un concurso de belleza. —Agarrando a Beth por debajo
de los brazos, Sid tiró hasta que ambas cayeron al suelo y estuvieron gimoteando varios minutos.
—Si vivo lo suficiente para levantarme de aquí, te voy a dar una paliza por despertarme.
—Tenía que despertarte. Necesito saber qué pasó anoche. —Beth se dio la vuelta, sujetándose la
cabeza con una mano mientras con la otra se impulsaba para sentarse. Se apoyó contra el pie de la cama y
comprobó los marcos que había tirado—. Creo que no están rotos.
Uno de los marcos tenía una foto de Sid con una mujer que tenía que ser su madre, pero parecía que
fueran hermanas.
—¿Es tu madre? —preguntó.
Sid echó una mirada, aún acostada boca arriba.
—Sí, es ella.
—¿Cómo se llamaba? —Beth deslizó un dedo sobre la imagen, y pensó que le gustaría tener una foto
de su madre.
—Angelita Pilar Navarro. Bonita, delicada y elegante. Todo lo que yo no soy.
La confesión sorprendió a Beth. En lo poco que hacía que la conocía, Sid nunca había tomado el
camino del autodesprecio.
—Estás loca. El parecido es asombroso. Estaría orgullosa de verte ahora.
Sid suspiró.
—No te he rescatado de esa ventana para hablar de mi madre. ¿Qué es todo eso que quieres saber?
—No me acuerdo de anoche.
Sid se despegó del suelo, y se sentó junto a Beth.
—¿Qué quieres decir con que no te acuerdas?
—Lo último que recuerdo es que tú anunciabas que debíamos tomar tragos de tequila. —Intentando
aplacar el pánico, añadió—: Ni siquiera sé cómo llegué a casa.
—Eso es fácil, fuimos… —Sid parpadeó—. Había…
—¿Qué? —preguntó Beth, apretando las rodillas contra el pecho—. ¿Qué hicimos?
—Mierda.
—¿Mierda?
—Dame un segundo, ¿quieres?
Beth tragó saliva.
—Tú tampoco te acuerdas.
—Me vendrá. Acabo de despertarme. Aún tengo el cerebro nublado.
—Yo hace una hora que estoy despierta y todo está aún nublado. —A Beth se le cayó el alma a los
pies—. Esto no es buena señal.
—Bueno, nos pasamos demasiado con la bebida y ahora no nos acordamos. ¿Cuál es el problema?
—El problema es que… —Beth se detuvo antes de admitir la posibilidad de que hubiera hecho algo
totalmente inapropiado con Joe—. ¿Y si hicimos alguna imbecilidad en aquel bar?
—¿Además del tequila, quieres decir? —preguntó Sid, frotándose las sienes—. Es como si unos
bateadores hubieran usado mi cabeza para practicar.
—Bienvenida a mi mundo. Yo pensaba que estaba muerta hasta que Dozer me ha despertado esta
mañana.
—¿Dozer te ha despertado? —Beth había captado totalmente la atención de Sid—. ¿Te has despertado
en casa de Joe?
—No seas loca. —Despertarse casi desnuda cubierta de la colonia de Joe era bastante malo ya. No
quería ni pensar en las implicaciones de despertarse en su cama—. Estaba en casa de Tom y Patty. Dozer
estaba de visita, supongo. Patty dice que Joe se ha llevado a Dozer al muelle con él mientras me duchaba.
—Pues no teníamos chárter esta mañana. ¿Qué hace en el muelle?
—No lo sé. Ahora mismo no sé nada de nada. —Sin querer revelar sus sospechas, Beth optó por las
vaguedades—. Pero tengo una sensación incómoda de que hice algo que no debía anoche. Si hay algo que
debo arreglar, me gustaría saberlo para poder hacerlo.
—Por muy borracha que estuviera, nunca te dejaría hacer algo estúpido. —Sid parecía casi
protectora. Un cambio interesante. En algún momento de las últimas veinticuatro horas, las mujeres se habían
hecho amigas—. Si estabas conmigo, no hay de qué preocuparse.
«¿Y si no estaba contigo?»
Beth no podía hacerle aquella pregunta, pero aun así necesitaba la respuesta.
—¿Quién podría decirnos qué pasó? Patty dice que Randy te llevó a casa. Supone que me llevó a mí
también. —La improbabilidad de que Randy le quitara a Beth el vestido hacía que dudara de la asunción de
Patty—. ¿Deberíamos preguntarle qué pasó?
Sid se encogió de hombros.
—Podría llamarlo, pero estará probablemente navegando. No lo localizaré. Además, no estaba con
nosotras en el bar. No creo. Así que tampoco sabría nada.
La idea de tener que preguntarle a Joe hizo que a Beth se le revolviera el estómago. De nuevo.
—Tiene que haber alguien más. —Dándose golpecitos con un dedo en la rodilla, intentó recordar a
alguien más del bar—. ¿Y aquella camarera?
—¿Will?
—¿Así se llamaba? —Beth se volvió y cruzó las piernas a lo indio—. Ella nos servía las bebidas, así
que estuvo allí todo el tiempo. Necesitamos hablar con ella.
—Hoy es domingo, ¿verdad? —preguntó Sid, poniéndose de pie muy lentamente.
—Sí, ¿por qué?
—Trabaja en Hava Java los domingos. Estupendo, porque necesito café. Urgentemente. —Sid fue al
armario y sacó un par de botas de trabajo.
—¿Qué haces? —Beth se puso en pie, aliviada de que su estómago siguiera tranquilo.
—Has dicho que querías hablar con Will.
Sid tenía regueros negros por las mejillas y su pelo estaba revuelto en todas las direcciones. Beth
intentó no reírse.
—Ninguna hada madrina que se precie dejaría salir a su Cenicienta con ese aspecto.
Sid miró hacia abajo y luego hacia arriba, llevándose una mano a la masa de enredos que sobresalía
de su cabeza.
—¿Me acabas de llamar Cenicienta?
Beth se encogió de hombros.
—¿Te gustaría más Grasientita? Bibidi babidi bum… a la ducha antes de irnos. Estaré en el sofá
intentando parar los martillos eléctricos de mi cabeza.
Media hora después, Beth y Sid entraban en la cafetería Hava Java en busca de la camarera y una
buena dosis de cafeína. Ni sorprendida ni incomodada por que quisieran hablar, Will informó a su compañera
de trabajo de que se tomaba un descanso y las tres mujeres se sentaron en la terraza, tazas en mano.
—Me sorprende que estéis en pie —dijo Will, sentándose en una silla de acero fundido—. Debéis de
sentiros fatal.
Sid resopló.
—Fatal sería ponerlo bonito. —Señaló a Beth con la cabeza—. Aquí la Ricitos está preocupada
porque no nos acordamos de mucho sobre lo que hicimos anoche. Esperamos que nos puedas decir que no
hizo nada estúpido.
—¿Quieres decir además de bailar sobre la barra y enseñar las bragas?
Beth se llevó una mano al estómago.
—Ay, María Santísima.
—Tranquila —dijo Will, reclinándose y moviendo el líquido de su taza—. Estoy de broma. No hiciste
nada. Que yo viera, vamos.
¿Qué les pasaba a las mujeres de aquella isla?
—¿Quieres que tenga un ataque al corazón?
—Bueno, era una broma. Tenías mejor sentido del humor cuando estabas como una cuba.
Sid se rio y se agarró la cabeza. Lo tenía merecido. Después de tomar un sorbo, preguntó:
—Así que la señorita Nerviosilla no se frotó contra ningún turista ni le metió la lengua a nadie por la
garganta.
La última parte le trajo a Beth una imagen a la mente. Una imagen que incluía a Joe y un cuarto de
baño que no reconocía. Su imaginación no le estaba haciendo un favor a la situación.
—Como he dicho, yo no vi nada así, pero no sé qué pasó después de que esa montaña que tienes por
hermano os llevara ambas afuera. —Era obvio que Will se tensó cuando mencionó a Randy, lo que hizo que
las dos se preguntaran si él había culpado a la camarera de emborracharlas.
—¿Cómo supo que estábamos allí? —preguntó Beth, desesperada por rellenar las lagunas.
—Después de un par de rondas de karaoke de Meatloaf, que no estuvo mal teniendo en cuenta lo
pasadas que estabais, Beth pasó de la risa al llanto, llorando por ser huérfana y por no sé qué de ser una
«viuda por el trabajo» para el resto de su vida. Una vez cruzada la línea entre chica que está de fiesta y mujer
borracha perdida, sugerí que llamarais a alguien y Sid llamó a su hermano.
—¿Qué es eso? —preguntó Sid.
—¿Qué? —dijeron Beth y Will al tiempo.
—Le hablo a Will. —Sid se irguió, descansando los codos sobre la mesa—. Cada vez que mencionas
a mi hermano pones una cara rara.
Will fijó los ojos en la taza.
—No sé de qué hablas.
—¿Te gritó Randy por dejar que nos emborracháramos? —preguntó Beth, preparada para ponerse de
parte de Will si era necesario. Nadie las había obligado a beber todo aquello y ella se aseguraría de
decírselo a Randy.
—Randy estaba enfadado, pero no conmigo.
—Entonces, ¿qué ocurría? —insistió Sid. Will parecía incómoda, su mirada pasó de Sid a algo que
parecía estar en la distancia.
—No me gustan los hombres grandes, solo eso.
—¿Los hombres grandes? —dijo Beth.
—Sí, los hombres grandes —Will encogió los hombros—. He tenido algún encontronazo
desagradable con tipos musculosos.
Sid se relajó, reclinándose en el respaldo.
—Tú sabes que Randy es solo un gran oso de peluche, ¿verdad?
—Si tú lo dices. —Will no parecía convencida—. Total, que Randy se presentó y os sacó del bar. No
sé qué más pasó después de eso.
Beth no había considerado la posibilidad de que se hubiera echado sobre Randy en lugar de Joe.
Randy parecía alguien que se lo tomaría a risa, pero eso tampoco explicaba la colonia de Joe en su escote. Ni
como había entrado en casa.
—Yo no recuerdo nada de eso —dijo Sid, dando golpecitos con la taza en la mesa—. Randy nunca me
lo va a perdonar.
Beth la ignoró.
—Creo que aún hay algo que no cuadra.
Will se levantó de la mesa.
—Como he dicho, una vez salisteis del bar, podría haber pasado cualquier cosa. Sid se puso chula en
cuanto vio a su hermano, pero tú estabas encantadora. Cuando no llorabas, eras la borracha más amistosa que
jamás he visto en mi vida. Y he trabajado en muchos bares por toda la costa.
Sid bajó sus gafas de sol al salir de debajo de la sombrilla.
—Gracias, Will. Siento haberte arruinado la noche.
—No hay por qué disculparse. —Will agarró dos vasos vacíos de la mesa de al lado y los lanzó a la
basura—. Los tipos que os invitaban a copas daban buenas propinas. Gané lo suficiente para comprarme un
collar que ya había visto en la tienda de Lola.
—¿Qué hombres nos invitaron? —preguntó Beth, esperando que la irritación de su barbilla no la
hubiera causado un completo desconocido.
—Qué hombres no os invitaron, diría yo. Creo que no pagasteis ni una bebida en toda la noche.
—Genial —murmuró Beth, tirando a la basura su propio vaso de café—. Al menos no pagué por este
dolor de cabeza.
—Pensé que ibas a tener más que un dolor de cabeza —dijo Will, colocando las sillas por la terraza
—. Tú mezclaste mucho más alcohol que Sid. Yo habría terminado vomitando antes de llegar a casa.
La imagen de Joe en el baño volvió, más clara esta vez. Beth cerró los ojos y recordó sus piernas
rodeando las caderas de Joe. Le entró un calor tremendo al ver pasar las imágenes ante sus ojos. Todos los
recuerdos le llegaron de repente. Dónde la había tocado. Cómo la había tocado. Y lo que pasó cuando dejó de
tocarla.
Beth se dejó caer en el suelo, rebotando en una silla al bajar. Con las palmas se tapaba los ojos.
—No, no, no, no, no.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Sid, agarrando a Beth por los hombros.
Otro tipo de calor le subió por el cuello y le quemó hasta las puntas de las orejas. La mortificación la
cubría como una pesada manta, la sofocaba al confirmarse sus peores miedos.
La voz de Will sonaba a lo lejos.
—Si va a vomitar, llévala al borde de la terraza.
—A mí no me lo vas a echar encima, Ricitos. Vamos. —Sid tiró de sus brazos—. Pesas más de lo que
parece.
—No tengo náuseas —dijo Beth, recuperando la voz. No podía decirles lo que había pasado. Nadie
tenía que saberlo—. Pensaba que sí, pero estoy bien ahora.
Se centró en la respiración, repitiendo afirmaciones en la mente.
«Puedo arreglarlo. Arreglaré la situación. Tengo que arreglar esta situación.»
Igual que en el ferri, las palabras no sirvieron de nada.
—Tengo que irme a casa —dijo, y quería decir volver a Richmond, donde poder esconderse. Donde
podía fingir que nada de aquello había pasado. Fingir que no había traicionado a su prometido con su propio
hermano.
—Yo te llevaré —dijo Sid, levantando a Beth con la ayuda de Will. Intentaron llevarla hasta la
camioneta, pero Beth las apartó.
—Estoy bien. Puedo caminar sola.
Como si el mundo a su alrededor no existiera, Beth se subió a la camioneta de Sid y se quedó mirando
por la ventanilla. Se había pasado la mañana intentando recordar la noche anterior. Ahora deseaba poder
olvidarla, pero los recuerdos le venían como duros golpes, uno tras otro.
La frente de Joe contra su pecho.
Las palabras que repetía una y otra vez.
«No puedo hacerlo.»
—¿Qué había hecho?
CAPÍTULO 20
Descansando en el patio trasero, bebiendo una cerveza fría, Joe pensaba en la difícil situación en que
se veía envuelto al tener aquellos sentimientos por la chica de su hermano. Se había intentado convencer
durante días de que la chispa que había entre ellos no era más que una atracción sin importancia. Lujuria que
se acabaría una vez ella regresara a Richmond. A su vida con Lucas.
Pero su conversación con Cassie había hecho más que cerrar una antigua herida: le había dado
perspectiva. Lo que le había parecido complicado resultó ser sencillo. Y lo que debería haber sido sencillo
podía ser realmente complicadísimo.
El sol estaba muy bajo en la distancia, los tonos anaranjados y rojizos encendían el horizonte. Joe
miraba los colores moverse y cambiar, aceptando lo que tenía que hacer.
—¿Tienes un segundo?
Joe se dio la vuelta y vio que su padre entraba por la mosquitera.
—Claro. ¿Una cerveza?
—No, gracias. —Tom se sentó y se quedó en silencio casi un minuto, tiempo suficiente para que Joe
supiera exactamente por qué estaba allí.
—No pasó nada —dijo como respuesta a la pregunta no formulada. No podía culpar a su padre por
preocuparse. Un paso en falso de Joe podía destrozar a la familia entera, pero tampoco tenía intención de
avergonzar a Beth compartiendo detalles.
—Patty dice que Elizabeth tenía muy mal aspecto esta mañana. Que no se acordaba de cómo llegó a
casa anoche.
Joe no había pensado en la posibilidad de que Beth no recordara nada. Aquello resolvería muchos de
sus problemas.
—¿Y le dijiste algo?
—No. Pensé que no serviría de nada —dijo Tom, mirando al cielo que se oscurecía—. No es
necesario preocuparla por lo que podría o no haber entre tú y la prometida de Lucas.
—No hay nada entre nosotros —dijo Joe. Al menos no lo habría después de anoche—. Estaba
borracha. La traje a casa.
Quería enfadarse con su padre por dudar de él. Por creer que podía hacer daño a Lucas de aquella
forma, pero la verdad era que Joe sí lo había considerado. Había pensado en lo que podría pasar. Se había
preguntado si la familia sobreviviría.
La respuesta le vino como si la vela mayor le hubiera golpeado en el cogote. Otro motivo por el cual
supo qué era lo próximo que tenía que pasar.
Tom se levantó de su silla.
—Confío en que hagas lo correcto. —Antes de que su padre pudiera decir nada más, la pequeña mesa
de plástico donde Joe tenía la cerveza se tambaleó, porque Dozer saltó a sus pies, meneando la cola del
contento—. ¿Y a ti qué te pasa? —le preguntó.
El perro saltó de la plataforma y se fue corriendo por la derecha de la casa, volviendo segundos
después con Beth detrás de él. Ella mantuvo la mirada en la bola de pelo saltarina y llegó al primer escalón
antes de levantar los ojos.
El rubor de sus mejillas resaltaba el verde de sus ojos y él respondió a su sonrisa dubitativa con una
tranquilizadora.
—Hola —dijo, aguantando las ganas de tocarla.
—Hola —respondió ella, cruzando y descruzando los brazos, hasta que se decidió por meter las
manos en los bolsillos y mirar a Tom—. No era mi intención interrumpiros. Volveré a la casa.
—Quédate —dijo Tom, bajando las escaleras—. Yo ya me iba. —Al llegar abajo, se volvió hacia
Joe, pareció que iba a decir algo, pero luego cerró la boca. Le dio una palmadita a Beth en el hombro y se
fue.
Cuando Tom se perdió de vista, Beth preguntó:
—¿Está bien?
—Nunca lo dirías —dijo Joe—, pero se preocupa demasiado.
—¿Qué le preocupa?
—Nada importante. —Joe tomó un trago de cerveza, esperando a que Beth diera el siguiente paso.
Ella giró sobre los tobillos, acarició a Dozer, luego volvió a cruzar los brazos y por fin lo miró a los
ojos.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
—Probablemente mejor que tú. Siéntate.
Haciendo un mohín, ella asintió.
—De acuerdo.
Joe permaneció callado mientras ella se acurrucaba en la mecedora, ponía una pierna bajo las
posaderas y luego la cambiaba por la otra. Cuando se quedó quieta algo más de unos segundos, le preguntó:
—¿Quieres beber algo?
Ella negó con la cabeza.
—No, gracias. —Mirando la puesta de sol, añadió—: Te debo una disculpa.
—¿Por qué? —preguntó. Era él quien necesitaba disculparse.
Ella lo miró a los ojos, con una mezcla de esperanza y miedo.
—Por lo que hice anoche. O lo que creo que hice. —Pellizcándose el puente de la nariz, habló más
para sí misma, que para él—. Me siento como una perfecta imbécil.
Así que había recuperado la memoria.
—Yo tengo tanta culpa como tú. Más, ya que yo estaba sobrio.
Tapándose la cara con las manos, le preguntó:
—¿De verdad que vomité en tu lavabo?
Joe se rio entre dientes.
—De verdad. Estoy acostumbrado que me vomiten por la borda del barco. En el baño, no tanto.
—No voy a tocar otra gota de alcohol en lo que me queda de vida.
—Yo no diría tanto, pero evitar el tequila sería buena idea.
Beth soltó un gemido y Dozer se colocó a los pies de Joe. La cabeza fue a parar al regazo de Beth.
—Gracias por tu compasión, Dozer.
Joe soltó el aire.
—Tenemos que hablar sobre lo que pasó antes de que vomitaras.
—Lo sé. —Beth se reclinó, rascando a Dozer tras la oreja—. No recuerdo los detalles, pero sí lo
suficiente. No sé en qué estaba pensando.
—El tequila estaba pensando por ti. Debí controlar la situación mejor.
Beth soltó un bufido que lo sorprendió.
—Sé que es más viril hacerse responsable de la culpa de otros, pero, como has dicho, ambos somos
culpables de lo que pasó. Nadie me obligó a beberme aquel tequila y yo busqué el beso. De esa parte sí me
acuerdo.
—Por si no te has dado cuenta, yo ya soy un hombre hecho y derecho.
—Esa parte también la recuerdo. —Un tono rosado asomó a sus mejillas, como si las palabras
hubieran salido sin poderlo evitar.
Joe intentó ignorar el cumplido, pero su ego lo venció.
—Ya. —¿Cuánto hacía desde la última vez que se sonrojó?— Pero no es lo que quería decir. Fingir
que no hay nada entre nosotros no hará que desaparezca.
—No puede haber nada entre nosotros —insistió Beth, aunque la afirmación sonó más a súplica. Se
pasó una mano por el pelo—. ¿Por qué se ha complicado tanto esto?
Él no tenía la respuesta, pero tenía un plan. Volver a hacerlo sencillo.
—Solo hay una cosa que podemos hacer.
—Lo sé. Tengo que irme.
—¿Qué resolvería eso?
—¿No crees que la distancia sería lo mejor ahora mismo?
Si no se hubiera pasado el día pensando en la solución al problema, quizá habría estado de acuerdo.
—Y, entonces, ¿qué pasará la próxima vez? ¿Qué pasará cuando vengas por Navidad y estemos
sentados a la mesa el uno junto al otro?
—No había pensado en eso. —Se miró a los pies—. ¿Qué sugieres?
—Que nos hagamos amigos.
—Ahora tú eres el que parece haber tomado tequila. ¿No lo hemos intentado ya?
Joe se inclinó hacia delante, dispuesto a convencerla.
—Lo que intentamos era bailar el uno alrededor del otro ignorando la ballena que llevamos en el
barco.
—¿Es la versión pescador del elefante en una cacharrería? —La sonrisa de Beth le dio en todo el
pecho. Aquello no sería fácil.
—Algo así. —Volvió la mirada a la distancia. Tonos pastel de azul, amarillo y rosa pintaban el
horizonte—. Si vas a ser una Dempsey, no podremos evitarnos. Así que tenemos que ser amigos. O familia,
de verdad. Llegarás a verme como un hermano y yo algún día te veré como mi cuñada. —Volviendo a mirarla,
sacó su baza ganadora—. Por Lucas.
Beth se mordió el labio. A pesar de la duda, podía ver que había tocado el punto débil. Asintiendo
como una autómata, ella concedió:
—Por Lucas. —Relajándose en la silla como si le hubieran quitado un peso de encima, cerró los ojos
—. Lo he intentado llamar tres veces. Sin respuesta. Odio mantener esto en secreto, pero saberlo le dolería
mucho.
—No vamos a hacerle daño a Lucas. Si hubieras estado sobria, nunca nos habríamos besado. —Otra
mentira que añadir a la colección—. No va a pasar nunca más, así que no hay por qué decírselo.
—Nunca más —susurró Beth, mirando al cielo, ahora sin sol.
Joe se llevó la botella a los labios, ignorando el tono de desencanto de la voz de ella.
—Problema solucionado.
Las campanillas de la puerta principal de Artesanía Island sonaron de forma brusca gracias al
empujón que le dio Beth a la puerta, más fuerte de lo que quería. Las últimas veinticuatro horas le habían
atacado los nervios hasta destrozarlos y la piel le picaba como si llevara una granada activada.
Lola levantó la vista de su mesa de trabajo, enfocando a Beth por encima de las gafas de lectura que
tenía en la punta de la nariz.
—Ey, cielo. ¿Qué es lo que te tiene tan alterada?
—Nada —contestó Beth, esforzándose por quedarse quieta—. ¿Tienes un poco de infusión de aquella
tan relajante?
Lola levantó las cejas. Se quitó las gafas, dejándolas colgar de un cordón púrpura que llevaba
alrededor del cuello.
—Será mejor que te sientes y le cuentes a la vieja Lola qué es lo que te tiene tan desazonada. Estás
inquieta como un bicho entre las zarzas.
Con la mención de un bicho a Beth le entró un picor que aumentaba los movimientos nerviosos.
—Han sido un par de días difíciles y estoy un poco nerviosa por esta tarde.
Lola empujó a Beth a su sillón favorito, un sillón de respaldo alto tapizado de azul claro con
crisantemos blancos. Beth intentó relajarse sobre el mullido cojín, pero no lo conseguía.
—Cierra los ojos e intenta respirar mientras voy por esa infusión. Parece que vamos a necesitar la
tetera entera.
Beth intentó seguir las instrucciones de Lola. Recostó la cabeza sobre el respaldo, cerró los ojos y se
centró en la respiración. Una respiración pausada siempre la ayudaba con el pánico. Tres respiraciones
profundas más tarde, el pie izquierdo ya no se movía tan rápido. Tres más y sus manos se destensaron.
—Aquí está el agua.
La palabra «agua» hizo que el pie volviera a repiquetear a doble ritmo.
—Imposible. Creí que sería capaz de hacerlo y Joe dice que puedo, pero no puedo. Le tendré que
decir que he cambiado de opinión.
—Eeeh, mujer. Que te vas a desmayar. ¿Qué es lo que dice Joe que puedes hacer?
—Subirme a un barco.
Lola parpadeó.
—¿Eso es todo? ¿Subir a un barco?
Beth sabía que su respiración superficial era una mala señal.
—Y pensar que fue idea mía. —Inclinándose hacia delante, apretó una mano contra el corazón—.
Creo que necesito una bolsa de papel.
—No tengas un ataque al corazón o me dará otro a mí y no quiero morirme antes de que Marcus
llegue.
Beth no iba a tener un ataque al corazón, aunque a veces pensaba que una parada cardíaca sería más
fácil de gestionar que los ataques de pánico.
—¿Marcus va a venir? —preguntó, frotándose justo encima del pecho izquierdo—. ¿Por qué no me lo
has dicho?
—No lo supe hasta anoche. Intenté disuadirlo, pero está decidido. Es difícil discutir con un hombre
tenaz.
—¿Cuándo llegará? —preguntó Beth—. Me encantaría conocerlo.
—Va a venir con su propio barco. —Lola hizo una pausa para observar la reacción de Beth.
Beth movió una mano.
—Puedes seguir. Estoy bien. —Agarró una revista de la mesa que tenía al lado y la usó de abanico—.
Me alegro mucho por ti.
—Si esa es la pinta que tienes cuando estás contenta, no me gustaría verte en un día malo.
Beth agitó la cabeza.
—Es un ataque de pánico. Me pasa cada vez que pienso en subir en un barco. —La respiración rápida
hacía difícil hablar—. Es una fobia.
—¿Cómo diablos has llegado a la isla si no te gustan los barcos? —preguntó Lola, dándole una taza
gigante llena de la mezcla de hierbas.
—Con Joe.
—Creía que no lo conocías antes de llegar aquí.
—Y no lo conocía.
—No está bien que le tomes al pelo a una señora de mi edad —dijo Lola, cruzando las piernas y
balanceando un pie con impaciencia—. ¿Cómo puede ser que Joe te ayudara con la travesía en ferri si no lo
conocías?
Un buen trago de la infusión hizo que hablar fuera más fácil.
—No sabía que era Joe. Estábamos en la misma travesía y él me encontró a punto de tener un ataque.
—La había hecho reír aquel día. Se detuvo a ayudar a una completa desconocida. Debajo de toda aquella
aspereza, Joe Dempsey era un buen hombre—. Estuvo hablando conmigo hasta que llegamos a la otra orilla.
—Es propio de Joe. Nunca dejaría de ayudar a una criatura en apuros.
—¿Propio de Joe?
Lola le dedicó la misma sonrisa cómplice que le había dedicado el día de la reunión de los
comerciantes.
—Ya sea un pájaro con un ala rota o un gato atrapado en un árbol, todo el mundo sabe que hay que
llamar a Joe.
Beth pensaba en Joe de muchas formas. Gruñón. Mandón. Sexi. Caballero de brillante armadura no
estaba en la lista, pero… aquella vez que le curó las heridas de los pies.
—Pareces sorprendida —dijo Lola—. Tú misma acabas de decir que te ayudó incluso sin saber quién
eras.
—Sí, pero después me insultó antes de que llegáramos a la isla.
Lola dijo en tono de mofa:
—No me lo creo.
—Bueno —respondió Beth de forma vaga—, en aquel momento no sabía que me estaba insultando.
—Me estás liando otra vez.
Beth buscaba la indignación que había sentido aquel día y no dio con ella.
—Durante nuestra charla me contó que iba a conocer a la prometida de su hermano aquel fin de
semana. Nunca la había visto, pero pensaba que sería una muñeca rubia de largas piernas que iría tras Lucas
por sus ingresos.
La explosión de risa sorprendió a Beth. Los ojos de Lola relucían.
—Eso sí que es típico de Joe. ¿Qué dijo cuando le dijiste quién eras?
Evitando la mirada de Lola, Beth admitió:
—No se lo dije.
—¿Qué significa que no se lo dijiste? Chica, ¿y tú le dejaste seguir hablando sin decirle que estaba
hablando con la mujer a quien insultaba? —La mujer hizo un mohín, negando con la cabeza—. Eso no se hace.
—Quería causar una buena impresión en la familia de Lucas —se defendió Beth—. Ya me avisaron de
que Joe sería el más difícil y avergonzarlo antes de llegar no parecía una buena forma de empezar.
—Debió de ponerse loco de atar cuando se enteró.
Beth espiró. Loco de atar… y tanto.
—Digamos que fue un comienzo accidentado.
—Pero parece que ahora os lleváis bastante bien.
—Quizá demasiado bien —dijo Beth casi sin darse cuenta.
Lola se irguió.
—Cuenta, cuenta.
Tenía que contárselo a alguien y Lola era la única persona de la isla en quien podía confiar, no la
juzgaría ni haría correr el rumor. Beth miró a su alrededor por si había alguien que pudiera oír.
—He hecho lo peor.
—No me digas que… —Lola levantó un par de veces las cejas rápidamente.
—¡No! —respondió, mortificada con el pensamiento—. No estaría ya en esta isla si lo hubiéramos
hecho.
—Pero algo hicisteis. Venga, échale un hueso a esta vieja.
Beth se quedó mirando a sus rodillas y soltó:
—Lo besé.
Lola se quedó callada, forzando a Beth a mirarla. La mujer puso una cara como si alguien le hubiera
escupido en el café.
—¿Eso es todo?
—Soy la prometida de su hermano, por el amor de Dios. Es bastante.
—Ay, cielo, me he emocionado demasiado por nada.
—¿Nada? Aquel beso no era «nada». Prácticamente me abalancé sobre él como si fuera… un mono
araña.
—Dicho así, sí que parece más interesante.
Beth meneó la cabeza.
—Estaba tan borracha que no me acordaba de lo que había ocurrido hasta que pasaron unas horas del
día siguiente. Entonces me vinieron todas las imágenes de golpe, con todo lujo de detalles. Si Joe no hubiera
parado, no sé hasta dónde habríamos llegado.
—¿Joe estaba borracho? —preguntó Lola, pasando un dedo nudoso por el borde de la taza.
—No —dijo Beth—. El hermano de Sid, Randy, lo llamó desde el bar para que fuera a recogerme.
Quería llevarme a casa sana y salva y yo me eché encima de él.
—¿Y él no había bebido?
—No. —Otra vez aquella sonrisa—. Ya sé lo que significa esa mirada. Lola, soy la prometida de
Lucas y me voy a casar con Lucas, así que quítate esas ideas de la cabeza.
—Me lo prometiste.
—¿Qué te prometí yo? —Solo el hecho de pensar lo que Lola insinuaba le dolía a Beth, por el daño
que sabía que le haría a Lucas.
Lola dejó de sonreír.
—No dejes jamás escapar lo verdadero. Eso es lo que te dije. Y tú prometiste que no lo harías.
El pecho de Beth se llenó de dolor, pero no de pánico.
—Joe no es lo verdadero. Lucas es lo verdadero.
—Cree lo que te dice una vieja sabia —susurró Lola—. Ambas sabemos que eso no es lo que te dice
el corazón. Cuanto antes te enfrentes a la realidad, más fácil será.
Beth se inclinó más hacia Lola, tomando su mano.
—Estoy siguiendo mi corazón. No voy a hacer daño a Lucas. No puedo. Y no voy a destrozar su
familia. Significan demasiado para mí ahora.
Los ojos marrones miraron a los verdes. Una mano oscura se levantó para apartar un rizo de la frente
de Beth.
—Solo piensa en ello. Por mí. No quiero verte cometer el mismo error que yo.
El cariño que vio en sus ojos hizo que a Beth le saltaran las lágrimas. Repitió las palabras que Lola
una vez le había dicho.
—Todo va a salir como debe.
—Espero que tengas razón —dijo Lola, moviendo la cabeza—. Hablemos de lo del barco. ¿Has dicho
que había sido idea tuya?
Empezó a temblar de nuevo.
—No sé en qué estaba pensando. Patty y yo estábamos hablando y dijo que a Lucas le encanta salir a
navegar cuando está en casa y esperaba que viniera más a menudo, lo que por supuesto implica ir en ferri. Y
me di cuenta de que yo sería la que retendría a Lucas en tierra.
Beth se desplazó al borde del asiento.
—Tendría miedo de ir en el ferri y nunca iría a navegar con él. A veces creo que no soy tan ambiciosa
como a Lucas le gustaría y me dije que quizá si pudiera superar este miedo, sería un buen inicio para ser más
como Lucas quiere que sea.
Ahora era Lola la que avanzaba en el asiento.
—¿Vas a hacer esto para ser lo que un hombre quiere que seas?
—Bueno, sí —respondió, consciente de que la idea sonaba mal cuando Lola lo decía—. Es lo que
haces cuando te importa alguien.
—Querida, cuando alguien te importa, lo aceptas como es. No intentas cambiarlo. ¿Tú intentarías
cambiar a Lucas?
—Esto es por mí, Lola. —Y lo era. Muy en el fondo, Beth lo hacía por sí misma, también—. Por
mucho miedo que tenga, quiero hacerlo. Necesito enfrentarme a mis miedos cara a cara.
—Entonces lo harás —replicó Lola.
Justo entonces sonó el teléfono, devolviendo a Beth de golpe al presente. Lola se levantó para
responder el teléfono y, tras un breve «¿Dígame?», se quedó en silencio unos instantes. Luego se volvió hacia
Beth y dijo:
—Creo que tengo a alguien que puede ayudar. La mando para allá.
A Beth no le gustó cómo sonaba aquello. ¿Para qué la había reclutado como si fuera voluntaria?
Cuando Lola terminó la llamada, Beth preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Necesitas una distracción para olvidarte de eso de los barcos. Helga tiene demasiados bebés y su
ayudante está enferma. Ve a mecer bebés. —Después de agarrar las tazas y de camino a la sala de descanso,
le dijo por encima del hombro—: Nadie se puede preocupar por nada cuando mira a la cara dulce de un niño.
—Pero quiero saber más sobre Marcus.
Lola se volvió, pero siguió caminando.
—Estará aquí a finales de la semana. Te lo contaré todo antes de que llegue. —Agitando las tazas en
dirección a la puerta, añadió—: Ahora vete. Esos bebés te esperan.
CAPÍTULO 21
Joe oía los gritos desde el estacionamiento y aquello debió ser una advertencia. Desde el momento en
que puso un pie dentro, los chillidos agudos le hicieron resonar los oídos. Cuatro mesas redondas ocupaban
los cuatro rincones de la gran sala, rodeadas de sillas diminutas y de colores vivos. El suelo estaba cubierto
de cuadrados de espuma y las paredes decoradas con mariquitas, abejitas y mariposas.
Del techo colgaban móviles caóticos pintados por dedos infantiles, que forzaban a Joe a agacharse y
serpentear al tiempo que evitaba a los pequeños que se arremolinaban alrededor de sus rodillas. Nunca
habría imaginado que cuatro pequeñuelos de nada podían hacer que sus atributos masculinos se escondieran
del susto.
¿Cómo podía Helga seguir en su sano juicio tratando con aquellas criaturas todos los días?
Un pequeño regordete atacaba desde la derecha, rodeando con sus brazos la pantorrilla de Joe y
dejando caer un culito con tacto blando sobre su pie. El primer instinto de Joe fue sacudir la pierna para
quitarse al niño de encima, pero su cerebro entró en acción antes de la pierna.
—Spencer, suelta la pierna de Joe —gritó Helga desde el rincón del fondo, donde estaba intentando
desasir un mechón de pelo de la manita de otro niño. A Joe, le dijo—: Cree que todos los adultos son para
subirse y que lo paseen. Supongo que es lo que hace su padre en casa.
Spencer miró a Joe y le hizo una petición clara.
—Quero un paseo.
En aquel mismo instante, algo topó contra el talón de la bota izquierda de Joe. El nuevo asaltante tenía
pelo negro y rizado y grandes ojos marrones, que se abrieron más cuando miró hacia arriba y vio a Joe
mirándolo.
—Tas en medio —dijo, volviendo a golpear de forma desafiante el camión volquete amarillo contra
el talón de Joe por segunda vez.
Helga le despegó primero al rechoncho y luego se volvió al conductor temerario.
—Llévate los camiones de vuelta a la autopista de la moqueta. Ya hemos hablado sobre esto. Los
camiones van por la autopista, no por encima de las personas.
Echándole a Joe una mirada maligna, el chiquillo agarró su Tonka y se marchó enfurecido. Joe anotó
mentalmente comprar una caja nueva de preservativos. No tenía muchas relaciones últimamente, pero era
mejor prevenir que nacieran pequeñuelos regordetes.
—Lo siento. —Helga recogió cuatro vasos pequeños de una mesa cercana—. Hacía tan buen tiempo
que los he dejado salir al patio. Se suponía que volverían cansados, pero creo que han vuelto a entrar con
más energía aún.
—Tienes mi voto para comerciante del año, Helga. ¿Está Beth por aquí? —No estaba en la sala
principal. Quizá los enanos habían hecho que huyera despavorida.
—¿Quieres decir Elizabeth? Está en la sala de bebés. Gracias a dios, solo queda uno, y los padres de
todos estos llegarán pronto. —Joe siguió a Helga, temiendo que lo dejara solo con los pequeños salvajes.
Ella señaló una puerta a la izquierda y dijo—: La encontrarás ahí dentro. Esa chica me ha salvado la vida.
Helga prosiguió su camino hacia la cocina, mientras Joe se asomaba por encima de una media puerta
cerrada. Lo que vio desencadenó algo dentro de su pecho. Beth se balanceaba en un movimiento de vaivén en
un estrecho espacio rodeado de cunas y parques de juego vacíos. Un pequeño paso de baile, adelante, a un
lado y atrás. Su propio canturreo acompañaba el baile, los ojos fijos en el bebé que tenía en brazos. Ajena a
su presencia.
Joe sonrió y se apoyó contra la pared para observar aquella escena, no quería interrumpir a la pareja
danzarina. Un pensamiento le vino a la mente. Beth sería una mamá genial algún día. Se imaginó un niño
tozudo con los ojos verdes de ella y su propio hoyuelo. Luego la realidad le dio un golpe en el estómago.
Los hijos de Beth serían sus sobrinos, no sus hijos. Un hecho que no podía y no quería cambiar. Por
mucho que quisiera que las cosas fueran diferentes.
Beth era de Lucas. Fin de la historia.
Otro giro a su derecha y Beth lo vio.
—Oh. —Dio un respingo y miró al bebé, que abrió los ojos de repente con el movimiento súbito—.
Jolín. Se me acababa de dormir.
—No pretendía asustarte —dijo Joe, pasó por la media puerta y luego la cerró tras él—. Tienes buena
mano con los bebés.
—Para serte sincera, estaba muerta de miedo cuando Lola me dijo que viniera. No me acuerdo de la
última vez que acuné a un bebé. —Volvió a mirar al bebé con sus puñitos levantados.— Se llama Cecelia. Ha
sido muy tolerante con mi curso acelerado de cuidado infantil.
Joe ignoró cómo se le apretó el pecho.
—Pues debes de aprender rápido. Los de la otra sala han intentado tumbarme. —Se sentía como un
pez espada entre pececillos de agua dulce, y decidió adelantar las cosas—. He puesto combustible al barco y
ya está a punto. ¿Estás lista para salir?
Beth se tensó visiblemente.
—¿Lista? —preguntó, con una voz un poco más aguda. Se aclaró la garganta—. Lista. Claro. Solo…
—Los ojos verdes se movieron por toda la sala. Si Joe no hubiera tenido más información, habría pensado
que estaba buscando una trampilla para escapar—. Necesito asearme un poco. Ya sabes —dijo, pasando a la
bebé, que ahora no se estaba quieta, a sus brazos—, ayudar un poco a Helga antes de irme. No puede ella con
todo…
Antes de que pudiera reaccionar, Joe se encontró mirando a aquellos ojos azules y profundos tan
sorprendidos como él se sentía. El labio inferior de Cecelia empezaba a temblar, él sabía que eso era una
señal de alarma.
—Mejor será que la tomes en brazos —dijo, pero Beth ya estaba sacando una bolsa de un cubo de
basura que había al lado de una mesa alta. El olor le dio entre los ojos—. ¿Ese olor sale de esto?
—De ella y dos más que he cuidado antes.
—Pero… —Joe volvió a mirar a la bebé y una mano diminuta se agarró a su labio inferior. Él le
tiraba del brazo, pero Cecelia se agarraba con fuerza—. No me suelta —dijo, aunque las palabras sonaban
más como «do be suetta».
Beth se detuvo de camino a la puerta, dejando la bolsa para separar los deditos del labio de él.
—Lo siento. Me lo ha hecho dos veces hoy a mí.
—Voy a dejarla en algún sitio —dijo él, buscando un lugar adecuado.
—¿No has jugado nunca al fútbol americano?
—¿Qué tiene que ver eso con esta señorita Puño de Acero?
—Haz como si fuera una pelota. Abrázala contra el pecho y todo irá bien.
La analogía tenía sentido y, cuando la puso en práctica, Cecelia se calmó en sus brazos. ¿Quién lo iba
a decir? Recordó cómo Beth la había dormido con sus pasos y Joe intentó mecerla de uno a otro lado.
Interpretó el gorjeo de la niña como una señal de aprobación. Cuando añadió un suave rebote se le cerraron
los ojos y unas pestañas oscuras cayeron sobre los mofletes regordetes.
—Esto no es tan difícil —dijo él por lo bajo. Manteniendo el movimiento, levantó la mirada y
descubrió a Beth observándolo. De alguna manera, habían invertido los papeles.
A ella se le escapó una media sonrisa y los ojos le brillaron.
—Parece que no soy la única que aprende rápido por aquí. —Fue hasta él y puso un rizo oscuro de la
bebé detrás de su orejita. Cuando se volvieron a mirar, la sonrisa había desaparecido—. Algún día serás un
papá estupendo.
Perdido en los ojos verdes de Beth y arrullado por el peso de la paz que tenía en brazos, dijo lo
primero que le vino a la mente.
—Eso mismo he pensado de ti hace un momento.
Beth acompasó su movimiento al del cuerpo de él y los tres oscilaron al tiempo. Podían disfrutar de
aquellos segundos. Fingir que no existía ninguna complicación. Fingir que nada se interponía entre ellos.
Cecelia resopló y Joe sintió que algo presionaba contra la mano que sujetaba por debajo a la niña. Un
olor similar al que había surgido de la bolsa de basura que acababa de sacar llenó el aire.
Beth dio un paso atrás y le lanzó una sonrisa malévola.
—Conoces la norma.
A menos que pudiera leer su mente y se refiriera a la norma sobre no robarle la chica a tu hermano, no
tenía ni idea de qué quería decir.
—¿Qué norma?
—Quien tiene al bebé en brazos es quien le cambia el pañal.
Se había enfrentado a varias situaciones desagradables en su vida. Había limpiado más pescado del
que podía cuantificar. Había bañado a un perro asquerosamente sucio más de una vez. Una vez incluso había
encontrado calcetines sucios de seis meses atrás en su bolsa del gimnasio. Pero no iba a cambiar aquel pañal.
—De eso nada —dijo, pasándole al bebé tan rápidamente que Beth no tuvo elección—. Esperaré
afuera.
Cecelia había actuado en el momento preciso. Había evitado que Beth cometiera otro error estúpido.
Aunque no le apetecía cambiar otro pañal de residuos con peligro biológico. ¿Qué era lo que ponían en la
comida para bebés hoy en día? Pero toda aquella escena de familia feliz le había llenado la mente de todo
tipo de imágenes imposibles. Imágenes de una vida con Joe. De ver la puesta de sol con Dozer durmiendo a
sus pies. De bebés con ojos azules y un hoyuelo que tirarían de las orejas de Dozer.
Imágenes que la llenaban de culpa y reforzaban sus dudas.
¿Cómo podía tener estos pensamientos sobre Joe y estar enamorada de Lucas?
Amaba a Lucas. Su amabilidad y su generosidad. Su ambición y cómo acogía cada día con entusiasmo
y determinación. Pero no estaba enamorada de él. No del modo en que debía estarlo una mujer del hombre
que la iba a desposar.
El descubrimiento se había hecho patente una hora después de empezar con sus deberes en la sala de
bebés. Los bebés no responden, de modo que Beth tuvo tiempo más que suficiente para hablar consigo misma.
No era que Cecelia fuese mala confidente. La pobrecilla había oído todas las quejas y preocupaciones de
Beth. La oyó discutir consigo misma, lanzar al aire soluciones y, en general, hablar en circunloquios.
Podía largarse. Dejar a Lucas de buenas maneras y darle la oportunidad de encontrar una mujer que se
enamorara perdidamente de él. Pero había hecho una promesa. Se había comprometido a ser su mujer y llevar
su anillo. Que aquel anillo estuviera en Richmond para adaptarlo a su dedo no significaba que el compromiso
fuera nulo.
Podía parecer anticuado, pero Beth se tomaba muy en serio sus promesas. No podía simplemente
llamarlo y decirle «Lucas, he cambiado de idea». Lucas se merecía algo mejor. Su familia, a la que ahora
consideraba como la suya propia, se merecía algo mejor. Y ella se merecía más.
Solo tendría que enamorarse de él. No habían señalado una fecha, así que no iba a tener que dar el
paso la semana siguiente. Cuando acabara aquel viaje, pasarían más tiempo juntos. Él la había animado para
que expandiera horizontes en el trabajo. Que intentara ejercer la abogacía en lugar de esconderse en la
biblioteca escribiendo informes y buscando precedentes para los verdaderos abogados del despacho.
Podría trabajar en el equipo de Lucas, así podrían pasar más tiempo juntos sin que ello interfiriese en
su trabajo. Y su decisión de salir de entre los libros lo haría feliz. ¿Qué importaba que la idea de hablar ante
un jurado le provocara palpitaciones? Con Lucas como mentor, estaría ganando casos durante la semana y
sería la perfecta anfitriona de cenas los fines de semana.
Todo lo que Lucas quería que ella fuera. Y, después, podría disfrutar de tiempo libre sin trabajo con él
también.
Con este pensamiento, Beth salió del jardín de infancia y se encontró a Joe sentado de lado en el
asiento del conductor, jugando a pelearse con Dozer. El corazón le dio un vuelco y de nuevo las imágenes de
una vida simple con el perro y los bebés y la pequeña cabaña de la isla le nublaron la visión.
Las apartó, cerró los ojos, reuniendo el coraje para no salir corriendo cuando Joe no miraba. El futuro
no parecía tan importante cuando estaba a punto de subirse a un barco en el presente. Repitiendo mentalmente
sus afirmaciones una y otra vez, Beth se forzó a cruzar el estacionamiento y subirse al Jeep.
—Vamos allá —dijo, abrochándose el cinturón y mirando al frente.
Joe se abrochó el cinturón también y puso en marcha el motor.
—Buena imitación de Bruce Willis.
—Por si no te has dado cuenta, apenas puedo respirar. No estoy para bromas.
El Jeep ganó velocidad y Joe cambió a una marcha más larga.
—Fue idea tuya. No tenemos que hacerlo. Pero recuerda lo que te dije. Subirse en un barco no es gran
cosa.
Notó un dolor en la mandíbula y Beth se dio cuenta de que estaba apretando los dientes como si fuera
un tornillo de banco. Haciendo rotaciones de cuello a uno y otro lado, logró que los hombros y la mandíbula
se le relajasen.
—Sé lo que me dijiste, pero mi cerebro está acostumbrado a ir así de despacio. Y esto que ves se
queda en tierra.
—Eh —dijo él, y se calló hasta que ella lo miró a los ojos—. Confías en mí, ¿verdad?
Entrecerrando los ojos, Beth consideró la pregunta. La respuesta la sorprendió.
—Sí.
Joe sonrió satisfecho, haciendo gala de un hoyuelo sin afeitar.
—Entonces todo va bien.
Quince minutos después, Beth estaba de pie en el muelle, embutida dentro de un chaleco salvavidas
de un naranja intenso y observando a Dozer dar vueltas por un barco del tamaño de una manzana de la ciudad.
De acuerdo, no era tan grande. Pero el término «barco de pesca» no llegaba a describir la monstruosidad que
se balanceaba ante ella. La palabra «yate» le parecía más adecuada.
Aunque fuera un yate cubierto de cañas de pescar extra grandes.
Cuando Dozer se dio cuenta de que ella no estaba en el barco con él, apoyó las patas sobre el lado del
barco y se quedó mirándola expectante, con la lengua colgando y sin dejar de mover la cola. Quería creer
que, si el perro podía hacerlo, ella también podía, pero luego recordó que el perro no tenía suficiente
inteligencia como para darse cuenta de que la muerte se cernía bajo sus patas.
—Piensa que es como subirse en un automóvil —dijo Joe, que apareció tras ella—. Solo otro medio
de transporte. —Dio un paso hacia el barco, tomándola a ella del codo.
—No hay forma de que pueda comparar esa… cosa con un automóvil. No estoy lista. —Retrocedió
dos pasos—. Es una mala idea.
—No puedes dejar que el miedo te domine. Agarra las riendas. Que el miedo se vaya al infierno.
—Es gracioso. El miedo quiere que te diga eso mismo. —Si su corazón fuera un poco más rápido se
le saldría atravesando el chaleco salvavidas. Un barco así de grande no sería fácil que naufragara, pensó.
¿Acaso no era eso lo que decían del Titanic?
Joe cambió de posición para ponerse directamente enfrente de ella, lo suficientemente cerca como
para bloquear la nave que flotaba tras él.
—Mantén los ojos fijos sobre mí —dijo, con una voz calma y persuasiva. La tomó de una mano—.
Mírame y sígueme.
El contacto con Joe no ayudaba a aminorar la velocidad de los latidos, pero sus pies obedecieron las
órdenes.
La intensidad de sus ojos azules la mantenía como hipnotizada. Sus labios carnosos la animaban.
—Eso es. No me sueltes. Ya casi estamos. —Las palabras tomaron un cariz sensual. Su respiración se
mezclaba con la de ella—. Sube conmigo. Bien. Otra vez. Ahora sigue conmigo. Un poco más.
Sentía que el cerebro se le derretía. No se habría sorprendido que le rezumara por las orejas.
También notaba que se le licuaban un poco otras partes del cuerpo. Joe se detuvo y ella dio otro paso más, lo
que aplastó las manos entre ambos. Los dorsos de las manos de él le presionarían los pechos si no fuera por
el chaleco salvavidas.
Aquel chaleco sobraba. Y quizá también la camisa de él. Joe le sonrió y ella se preguntaba si estaba
pensando lo mismo que ella.
—¿Beth?
—Ajá.
—Lo has hecho.
—¿Qué he hecho? —¿Y por qué no se estaba desabrochando la camisa?
—Estás en el barco.
Tardó unos segundos en procesar las palabras. Cuando lo hizo, se agarró a la franela roja típica de las
camisas de Joe como si fuera lo único que la separaba de las puertas celestiales.
—Oh, Dios mío.
—Por favor —dijo él, intentando desasirle las manos de su pecho—. Ahora, tranquila.
—Tienes que bajarme de este barco. —Los pulmones tomaron doble velocidad. La respiración era
siempre lo primero que se le cortaba—. No siento las piernas.
—Tienes las piernas donde siempre y funcionan perfectamente. —Pudo soltarle una mano, pero ella
se volvió a agarrar inmediatamente—. Cuidado con el pelo del pecho.
Ella habría podido ayudarlo si hubiera tenido algún control sobre sus extremidades.
—Escúchame —dijo él, a suficiente volumen como para que su cerebro volviera a ser sólido—. No
hay nada que temer. Mira. —Él pegó un salto y ella gritó. Joe le colocó una mano sobre la boca—. Deja de
gritar, que van a pensar que te estoy secuestrando. Eres una mujer inteligente. Sabes que este miedo es
irracional, ¿verdad?
Beth asintió, con la mano de él aún cubriéndole la boca.
—Entonces, tienes que combatirlo. No lo dejes ganar. Tú eres más fuerte que el miedo.
La fuerza con la que tenía agarrada la camisa empezó a disminuir, pero no estaba lista aún para
soltarse. Tenía razón. Aquel miedo venía de un estúpido accidente que había sucedido hacía veinte años.
Veinte años era tiempo suficiente para olvidarlo.
Volvió a asentir, apartándose de la mano de él.
—Estoy bien. Lo tengo. —Volvió a sentir control sobre las extremidades. Saltó igual que había hecho
Joe y se sorprendió de comprobar que el barco no se movía bajo sus pies. De hecho, estar en el barco no
parecía diferente en absoluto a estar en tierra firme.
—¿Ves? No hay nada que temer —dijo él, con una expresión de alivio.
Volvió a saltar y luego fue cambiando de un pie a otro.
—Estoy de pie en un barco. —Soltó una mano de la camisa de Joe y se volvió para mirar al muelle—.
De verdad estoy de pie en un barco. Y puedo respirar.
—Te dije que podrías hacerlo. El barco se moverá más cuando estemos en alta mar, pero el Mary Ann
es de los más sólidos que conozco.
Beth parpadeó.
—¿Tu barco se llama Mary Ann? ¿Como en la isla de Gilligan? —sin dejarlo responder, añadió—:
Habría dicho que eres más de pelirrojas.
—Muy graciosa —Joe se puso serio—. Mary Ann era el nombre de mi madre.
Nadie de la familia hablaba nunca de la madre de Joe. Beth ni siquiera había visto una fotografía
suya. Sabía que Joe era muy pequeño cuando ella murió, pero no tenía más detalles.
—Lo siento —dijo ella, que necesitaba decir algo pero no sabía bien el qué.
Él se encogió de hombros, aparentando fortaleza, como de costumbre, pero ella podía ver el niño
triste que aún vivía en aquel hombre.
—Yo también perdí a mi madre. —Beth jamás le había dicho aquellas palabras a nadie. No estaba
segura de por qué las pronunciaba en ese momento.
—Lo sé. Me lo dijiste el sábado por la noche cuando volvíamos del bar.
—¿Te lo dije? —El tequila debía llamarse ahora «suero de la verdad»—. Yo era demasiado pequeña
para recordarla. No había cumplido los tres cuando falleció.
—Pero creciste sin ella. Así que ya sabes como es.
—Sí. Lo sé.
Se quedaron allí de pie, mirándose, compartiendo algo que pocas personas entendían. Aunque Lucas
había perdido a su padre, no parecía afectado por aquel hecho. Algo que decía mucho de Tom Dempsey.
—Será mejor que nos pongamos en marcha. ¿Quieres sentarte arriba conmigo o dentro?
Beth miró a su alrededor, observando detalles que antes no había advertido por estar demasiado
distraída. Como el perro. Lo vio sentado en un umbral a su izquierda.
—¿Hay un «dentro»?
—Camarote completo. Aire acondicionado, calefacción, microondas. Es bueno para grupos grandes,
especialmente cuando los hombres traen a sus mujeres. —Dozer se levantó de un salto al ver que Joe se
dirigía a la estrecha entrada—. No les gusta estropearse el peinado con un poco de espuma de mar.
Beth corrió tras él: el pánico volvía cuando estaba a más de un metro de distancia de Joe. Su
comentario machista la enojó, pero la defensa de su género se detuvo en su lengua tan pronto como entró en el
camarote.
—Cielos, esto es enorme.
CAPÍTULO 22
Joe se sintió orgulloso al ver a Beth maravillarse con el camarote, como si acabaran de entrar en un
museo. Su opinión no debería importarle tanto, pero le importaba. Se aclaró la garganta, sin saber muy bien
qué decir.
—¿Quieres beber algo? Tengo agua embotellada en el frigorífico.
—¿Hay un frigorífico? —Beth lo miraba como si le hubiera dicho que el barco tenía alas—. Esto es
casi tan grande como mi cocina de Richmond. O cocinita, mejor dicho. Podría vivir aquí.
—Recuerdas que estamos en un barco, ¿verdad?
Beth hizo una pausa y dobló las rodillas como si se fuera a preparar para una ola que se aproximaba.
—Cierto. Mejor será que me siente. —Se estiró en el banco blanco que tenía a su derecha, aún
enfundada en el chaleco salvavidas naranja, y miró al techo—. No me acabo de creer lo grande que es. La
próxima vez, avisa. —Se dio con la mano en la frente—. Eso ha sonado más sucio de lo que pensaba.
Sin poderse resistir, él dijo:
—Tiene más de diecisiete metros de largo.
Beth movió la cabeza.
—Te lo he puesto demasiado fácil. —Se apoyó sobre un codo y comentó—: Esto debe de ser muy
caro, ¿no es cierto?
—Barato no es, pero este era de un impago, así que me salió bien en la subasta. —Nunca había
sentido la necesidad de anunciar sus ingresos por todo lo alto como lo hacía Lucas, pero eso no significaba
que no pudiera hablar del buen estado de sus cuentas bancarias—. Algunos se gastan el dinero en automóviles
extranjeros carísimos. Yo prefiero invertir en esto.
En cuando soltó aquellas palabras, se sintió como un idiota. Como si necesitara competir con Lucas.
—No quería ofenderte —dijo Beth, caminando hacia la encimera y pasando una mano por la pulida
caoba. Se imaginó los dedos deslizándose por la columna de él—. Es precioso. —Lanzándole una sonrisa por
encima del hombre, añadió—: Mejor que un BMW.
—No quería…
—Sé lo que querías decir. Quien muere con más posesiones, ¿verdad? Ese es Lucas.
—No hay nada de malo en tener cosas bonitas. —Era una lástima que Lucas tuviera la cosa más
preciosa que Joe había visto en su vida. Y no estaba pensando en el automóvil.
—Cierto. No, si comprendes el valor de lo que tienes. —Beth suspiró mientras abría y cerraba el
microondas—. No todos los hombres lo comprenden. —Para cambiar de tema, preguntó—: ¿Duermes aquí
alguna vez?
—No muchas. Es difícil sacar a Dozer a hacer sus necesidades sin un metro de tierra a la vista.
Muy bien, idiota. El momento perfecto para hablar de caca de perro.
—¿Qué hay ahí abajo? —preguntó ella, señalando a los escalones que había entre las dos encimeras.
Joe se cruzó de brazos, luego los descruzó y se metió las manos en los bolsillos. Se sentía como un
adolescente hablando con la chica más atractiva de la escuela. Incluso con el chaleco naranja puesto lo
dejaba con la boca seca.
—Es la letrina.
—¿La letrina?
—El cuarto de baño en un barco se llama letrina.
—Ah. —Beth acabó su recorrido circular y terminó la exploración de pie entre él y el banco que se
convertía en cama con un movimiento de la muñeca.
Y podría desabrochar ese botón de sus vaqueros con la misma facilidad.
—Necesitamos partir ya —dijo, dirigiéndose hacia la salida. Saltar al agua para quitarse el sofoco
sería difícil de explicar.
—¿Dónde vas? —preguntó ella, que lo alcanzó antes de que diera dos pasos.
—Arriba, al puente de mando. No puedo guiar el barco desde aquí.
Él dio otro paso y ella lo siguió.
—Voy contigo.
Subirla al barco era una cosa, pero hacerla subir otros casi dos metros no iba a ser tan fácil.
—¿Estás segura de que no quieres empezar aquí e intentar subir otro día?
Ella se frotó con una mano la zona del corazón y empezó a respirar con dificultad.
—No, no. Mejor será que me quede junto a ti. —Inclinándose hacia delante, apoyó las manos en las
rodillas.
—Te estás volviendo a poner nerviosa —dijo él, cruzando los brazos para protegerse el pelo del
pecho—. Siéntate y déjame salir al océano. Después puedes venir conmigo y disfrutar de la vista.
—¡No! —gritó ella, rodeando con sus pálidas manos el brazo de él y hundiéndole las uñas en la carne
—. Tú eres mi salvavidas. Si no me quedo contigo, no lo conseguiré.
—¿Que soy tu salvavidas? —Todo aquello no iba a ayudarlo con la necesidad que tenía de
refrescarse—. Creía que para eso estaba el chaleco. —Se libró de las uñas, pero una mano aún seguía
aferrada a la manga de franela.
—El chaleco salvavidas no funciona. Tampoco me lo voy a quitar, pero el pánico solo se calma si
estoy a tu lado.
Por lo visto, iba a tener una copiloto el resto del día.
—Está bien. Arriba, pues.
Cassandra sintió que el teléfono vibraba en el interior de su bolso de mano Coach. Al comprobar de
quién era la llamada, dejó que pasara la ola de repugnancia antes de contestar.
—¿Qué quiere, señor Mohler? —Llamar a aquel cretino «señor Mohler» hacía que se le tensara un
músculo de la mandíbula, pero los hombres se mostraban más abiertos cuando ella fingía cortesía.
—Dijo que quería cualquier cosa que pudiera usar contra Dempsey. —Cassie no sabía lo que Joe
había podido hacerle a Mohler para que este lo odiara tanto, pero, francamente, tampoco le importaba.
Mientras Mohler sirviera para sus propósitos.
—¿Tiene algo?
—Lo tengo. Algo que traerá más de un enfrentamiento en las relaciones familiares de los Dempsey.
Cassie se impacientaba.
—Vaya al grano, señor Mohler. Soy una mujer ocupada.
—Digamos que Dempsey está metiendo la caña donde no debiera.
—Al grano, señor Mohler. Y, si puede ser, sin vulgaridades. —Si se trataba de Joe, por haber
rebajado sus estándares a la morenita de la tienda, Mohler la estaba haciendo perder el tiempo.
—Se lo hace con la prometida de su hermano. Están juntos todo el tiempo y acaban de salir en su
barco. Solos. —Su voz ahora se oyó más amortiguada, como si tuviera la boca demasiado cerca del teléfono
—. Yo me enfadaría mucho si me enterase de que mi hermano se acuesta con mi chica.
Cassie se quería morir. Había tratado con todo tipo de aduladores, pero este tipejo le estaba
resultando verdaderamente repugnante.
—No sabía que la prometida de Lucas estuviera en la isla. Verlos juntos no es una prueba. No puedo
hacer ese tipo de acusación a menos que tenga una certeza.
—Véalo usted misma —dijo Mohler, y se oyó una sirena que sonaba alto tras él—. Reúnase conmigo
en el restaurante de la marina dentro de dos horas. Me juego mi última caña que estarán fuera todo ese
tiempo. Esa morenita tiene pinta de ser brutal. Si no fuese tan altiva, yo también intentaría trabajármela.
La mujer de la tienda era morena, pero ¿por qué iba a trabajar la prometida de Lucas en una tienda de
Anchor?
—Descríbame a la mujer.
—Pequeña. Pelo rizado. Trasero prieto. Siempre con gesto altivo.
Toda mujer que se encontraba en las proximidades de Mohler probablemente tenía pinta de altiva, por
alzar cuanto pudiera la nariz para evitar olerlo, pero el resto de la descripción se ajustaba a ella. Aunque
nunca había llegado a conocerla, Cassie había oído suficientes chismes como para saber que la prometida de
Lucas trabajaba en el mismo bufete que él.
El bufete que trabajaba para Wheeler Development. Suerte que mostraba interés en trabajar como
dependienta, ya que necesitaría el empleo en breve.
—Allí estaré, señor Mohler. Asegúrese de conseguir una mesa al lado de la ventana.
Lo del salvavidas no era broma. Tener solo un asiento en el puente de mando significaba que Joe
había tenido que conducir el barco de pie tras el asiento y con los brazos alrededor de Beth y su chaleco
naranja para guiarlo. No le habría importado tanto si el aroma de Beth no le hubiera torturado los sentidos. Se
había echado el pelo a un lado para que no le molestara a él, pero eso dejó su pálido cuello al desnudo, cosa
que lo tentaba de darle un beso justo debajo de la oreja.
Al menos el chaleco le impedía mirarle el escote.
Pero la distancia de Joe no era el único factor. La distancia desde la orilla también era importante.
Habían encontrado un lugar tranquilo un kilómetro mar adentro en el que él la había convencido para que se
sentaran en el suelo del puente de mando, dejando los pies colgando sobre la cubierta inferior. Desde allí
Beth podía ver la isla y él mantener algo de distancia entre ambos.
—¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo ella, rompiendo el cómodo silencio.
—Lo acabas de hacer.
—Esa es una respuesta propia de un abogado. Quizá deberías haber estudiado Derecho.
Solo de pensar en estudiar Derecho le daba escalofríos.
—Me quedaré con la pesca. ¿Qué quieres saber?
—¿Por qué llamas a Patty por su nombre? Sé que Lucas llama a Tom «papá».
Joe suspiró.
—Quiero a Patty, pero yo tuve madre. Darle a Patty ese título era para mí como decir que mi madre
nunca existió. —Rebufó al recordar los primeros años de aquella familia—. Fui una verdadera pesadilla
cuando mi padre se casó con ella. No hacía ni dos años que faltaba mi madre y yo estaba muy enojado. Es un
milagro que Patty no me vendiera o me enviara a algún internado.
—¿Difícil tú? No me lo creo.
Miró hacia ella y captó su sonrisa.
—Muy graciosilla. ¿Qué hay de ti?
—¿Yo? —preguntó ella—. Yo soy todo lo contrario. Nunca le di problemas a nadie. Me enseñaron
desde muy pequeña a comportarme y no rebelarme jamás. A asentir y sonreír y hacer a todo el mundo feliz.
Ella miraba al agua mientras hablaba y él no pudo evitar hacer la pregunta obvia.
—No parece que eso te haga muy feliz. ¿Por qué sigues haciéndolo?
—¿Qué quieres decir? —Se inclinó hacia atrás, apoyándose en las manos, con el ceño fruncido.
—¿Por qué no dejas de intentar hacer feliz a todos los demás y haces algo que te haga feliz a ti?
Beth parpadeó, parecía que le hubiera pedido que resolviera todos los misterios del universo.
—Pero hacer feliz a la gente me hace feliz.
—¿De verdad?
—De verdad.
—No me lo creo.
—Bueno, no me importa lo que creas. —Cruzó los brazos y miró al cielo, malhumorada.
Él esperó, sabiendo que cedería.
—¿Por qué no lo crees?
—Pasas mucho tiempo en la tienda de Lola. ¿Te gusta estar allí?
—Por supuesto, pero ¿qué tiene eso que ver?
—¿Qué haces cuando estás allí? —insistió él.
—Hablamos y hago cosas. Como este brazalete. —Le mostró la muñeca izquierda.
Él se volvió a mirarla, levantó una rodilla y se apoyó sobre la pared que tenía detrás.
—¿Con qué frecuencia haces cosas así en Richmond?
Ella abrió la boca y la volvió a cerrar. Frunció los labios y se quedó mirando a la costa de nuevo.
—No las hago. No he hecho nada así en diez años.
—¿Por qué no?
Retrocediendo contra la pared contraria, ella cruzó los brazos.
—No tengo tiempo, eso es todo. Estaba la universidad. La Facultad de Derecho es dura, luego el
trabajo. Y ahora paso tiempo con Lucas cuando puedo.
—Jugando con un hilo suelto que colgaba del bajo de los vaqueros, repitió—: No tengo tiempo.
Cambiando de dirección, Joe preguntó:
—¿Es verdad que tu abuela te advirtió que no fueras como tu madre?
Ella abrió mucho los ojos.
—¿Cómo lo sabes?
—José Cuervo habló por ti. Lloraste aquella noche y dijiste que te estabas volviendo como tu madre
y que eso era lo peor que podías hacer jamás. Al menos según tu abuela. Me entraron ganas de pegarle a
cualquiera que fuera capaz de decirle eso a una niña, especialmente si ha perdido a su madre.
—Tú no sabes cómo era mi madre. —Beth se hizo un ovillo.
—No, no lo sé, pero sé que eso es meter mucha presión a una chiquilla.
Beth inclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, en silencio.
—¿Dónde estaba tu padre? —preguntó él.
Siguió con los ojos cerrados mientras movía la cabeza de uno a otro lado. Joe creía que no iba a
contestar, pero entonces levantó la vista y sus ojos verdes se clavaron en los de él.
—En la cárcel. Al menos cuando mi madre murió. Atraco a mano armada. Lo soltaron cuando yo
estaba en la escuela primaria, pero nunca me visitó. Me enteré en la secundaria de que le habían disparado y
había muerto en un robo que salió mal, en California.
Las palabras le salieron sin emoción. Sin sentimiento. Se quedó mirándolo unos segundos más y luego
dejó caer la cabeza de nuevo, como si decirlas la hubiera agotado. Él supuso que nunca antes las había dicho.
—Lucas no lo sabe, ¿verdad?
—No.
—¿Por qué no? —Joe sospechaba que sabía la respuesta y le hacía querer darle una paliza a su
hermanito.
Beth suspiró y dejó caer los hombros.
—Lucas está subiendo una escalera construida sobre cenas, trajes caros y gente dispuesta a apuñalarte
por la espalda antes de llegar al siguiente peldaño. Su carrera lo es todo para él. Una esposa de lo más
remoto de Louisa County con una borracha por madre y un ladrón por padre dañaría la imagen de un hombre
que aspira a ser socio de un bufete.
Joe golpeó el suelo del barco con el puño.
—¿Crees que rompería el compromiso si lo supiera?
—No. Bueno, probablemente no, pero las apariencias son tan importantes para Lucas, para todos los
miembros de ese bufete que… Supongo que pensé que si alguna vez llegara a saberse en la empresa y él no
sabía nada, no habría culpabilidad por conocimiento. Lucas podría alegar ignorancia, así mi pasado no
dañaría su futuro. —Bajó la mirada—. De cualquier modo, si nadie lo sabe, incluido Lucas, nadie saldrá
herido.
—Excepto tú.
Beth ignoró aquella afirmación. Había pasado demasiados años escapando de su pasado como para
dejar que la hiriera ahora. Ni a nadie. Al observar la costa de la isla que había llenado un pequeño hueco de
su corazón que no sabía que existía, un rayo de luz le llamó la atención.
—¿Es eso el faro? —Se puso en pie y se agarró bien a la barandilla.
—Sí. Espera y me acercaré para que lo puedas ver bien.
Joe arrancó el motor y el corazón de Beth se aceleró. En lugar del pánico que esperaba, el aumento de
velocidad se debía a la expectación. Lo de ir en barco no estaba tan mal. Obviamente, no estaba lista para
vivir en el agua, pero el miedo paralizante ahora era… menos paralizante. Lucas tendría una esposa marítima
por fin.
El Mary Ann dio un giro hasta ponerse al nivel de una hilera de altos pinos y ella expulsó el aire de
los pulmones. Pequeños botes se balanceaban contra un muelle corto con dos grandes cabañas que aparecían
detrás. De las ventanas de las cabañas salía una luz dorada que bailaba por la superficie del brazo de mar.
Entre las dos cabañas, orgulloso y sólido, se encontraba el faro de Anchor.
La imagen podía haber salido directa de una postal. Un pintoresco pueblo con sus pescadores y sus
personajes estrafalarios, su paso relajado y su rayo de luz protector. Por su mente pasaba incesante un solo
concepto.
Hogar.
—Es la mejor época para verlo —dijo Joe, uniéndose a ella en la barandilla—. La isla no parecerá
tan dormida cuando los turistas lleguen a raudales.
—Es perfecto —susurró, sintiendo que la tristeza le calaba en los huesos, sabiendo que dejaría aquel
cielo en la tierra en menos de una semana. Cuando Joe le rozó el brazo, un sentido distinto de pérdida se unió
al primero. Luchó por ignorar la división que había en su corazón.
—Tenemos que volver antes de que oscurezca demasiado. —Volvió al timón y Beth sintió un vacío
que se iba infiltrando en el corazón—. ¿Estás bien ahí o quieres volver al asiento?
Ella quería sentir aquellos brazos a su alrededor de nuevo. Llevarse con ella su calor. Beth se recordó
que había hecho aquel viaje por Lucas.
—Estoy bien, gracias.
Llegaron al muelle en cuestión de minutos y Beth se sintió aliviada por haber hecho el viaje sin caerse
por la borda o echar el almuerzo. Después de amarrar el barco, Joe la ayudó a desembarcar.
—Seguramente llegamos tarde para cenar con papá y Patty. ¿Quieres que tomemos algo en el
restaurante?
Su mano se sentía muy bien agarrada a la de él. Si pensara que podía ser solo amiga de Joe, se estaría
engañando.
—No estoy segura de que deba comer justo después de estar en el agua.
Joe se rio entre dientes.
—Creo que esa norma se aplica solo a nadar. No estábamos dentro del agua, ¿recuerdas?
Quizá no, pero Beth sentía la sensación clara de ahogarse.
—Cierto. De acuerdo. Podemos comer algo, supongo.
Se quitó el chaleco salvavidas, se lo pasó a Joe, que lo arrojó al barco.
—No habrá problema para conseguir una mesa un lunes por la noche —dijo, guiando con un gesto a
Beth por el muelle—. Entonces, ¿qué piensas?
—¿De qué? —preguntó ella, que no estaba por confesar sus verdaderos pensamientos.
—Del barco. Me ha parecido que has logrado relajarte. Aquí es cuando uno dice «ya te lo dije». —
Joe sonrió, deslumbrándola con aquel hoyuelo fatal—. Pero yo eso no lo haría.
Ser «solo amigos» no parecía ser un problema para Joe. Intentó no sentir resentimiento. Quizá pudiera
convencerse de que se estaba enamorando de la isla y no del hombre que caminaba ahora a su lado.
¿Le atraería tanto si se hubieran conocido en una cafetería de Richmond? Quizá fuera el agua o el aire
salado. El ambiente tranquilo, casi romántico de Anchor.
Intentó usar el mismo tono informal.
—Lo puedes decir. Dudo que me vaya a comprar una casa flotante en un futuro próximo, pero una
tarde navegando con Lucas no estará tan mal. Y el viaje a casa en el ferri debería ser más fácil, también. —
Mencionar el viaje en ferri le devolvió la melancolía de su partida inminente. Al menos el tiempo pasado con
Lola había garantizado que se llevaría trocitos de la isla con ella.
Tendrían que compensar por el trozo de sí misma que dejaría atrás.
Joe tenía razón en cuanto a la mesa. La fila que estaba junto a las ventanas, que ofrecía una vista
espectacular del puerto, estaba ocupada, pero casi todas las demás estaban libres. Mientras seguían al
camarero hasta el rincón del fondo, Beth se dio cuenta de que Cassandra Wheeler estaba sentada en una mesa
con Phil Mohler. Dos cosas quedaron claras instantáneamente. Cassie tenía un gusto horrible para los
compañeros de cena y algún problema con Beth. Si las miradas mataran, estarían haciendo los preparativos
para su funeral.
—Hola, Joe —dijo Cassie, cuando se aproximaron a la mesa— y tu pequeña dependienta.
Enternecedor. —El tratamiento tenía la intención de un insulto, pero Beth se negó a morder el anzuelo e hizo
poco más que asentir.
—¿Dependienta? —preguntó Joe, mirando de Cassie a Beth y viceversa. Beth invirtió todos los
poderes telepáticos que no poseía en la mirada que le echó a Joe, pero un milagro hizo que él comprendiera
el mensaje—. Beth está de visita, de Richmond. Es… una amiga de la familia.
—¿De verdad? —preguntó Cassie, fingiendo sorpresa o interés, Beth no estaba segura… Mohler
resopló.
—No queremos interrumpir vuestra cena —dijo Beth, dirigiéndose al camarero que los esperaba dos
mesas más allá.
—No seas tontita —dijo la rubia conspiradora, levantando el bolso de piel de la silla de al lado—.
Tenéis que uniros a nosotros. Insisto. —Dos chasquidos de la señorita Mandona y el camarero les dejó dos
cartas en los sitios libres.
La respuesta de Joe a otra mirada suplicante fue levantar las cejas y un asentimiento rápido que
indicaba que debía sentarse. Tras retirar la silla vacía al lado de Mohler, la colocó al extremo de la mesa,
para poder sentarse cerca del pasillo. Beth supuso que su intención era averiguar de una vez por todas el
papel que tenía Mohler en el plan de Cassie.
O bien Mohler había inhalado pimienta o estaba resfriado, pero el compañero de cena de Cassie no
parecía poder controlar los extraños ruidos que salían de su nariz.
Beth no tuvo otra opción que sentarse al lado de la ex de Joe, entrando así en una nube de Chanel.
—Me sabe mal inmiscuirme en vuestra cita de este modo —dijo, decidida a dar el primer golpe. No
era su estilo, pero ver la cara que puso la otra valió la pena.
En lugar de corregirla, Cassie se centró en su misión, que era claramente torturar a Beth.
—¿De qué conoces a los Dempsey, Beth? No recuerdo que Joe te mencionara cuando estábamos
prometidos.
Una abogada reconocía una pregunta capciosa inmediatamente. Cassie lo sabía.
CAPÍTULO 23
—Soy la prometida del hermano de Joe, Lucas. —Ahora faltaba ver cuántos detalles podía evitar—.
Durante el poco tiempo que estuviste con Joe, Lucas y yo aún no nos conocíamos.
Cassie sonrió débilmente y Beth supo que la había desarmado. Hasta cierto punto.
—En ese caso, te felicito. Había oído que Lucas estaba prometido, pero no eres exactamente lo que
yo esperaba.
Punto para la rubia. Beth miró a Joe, que le devolvió la mirada, con las cejas levantadas. Estaba
sonriendo. No lo encontraría tan divertido si supiera lo que ella había arriesgado por él y esta isla.
—Tampoco tú eres lo que yo esperaría para Joe, supongo que todos somos una caja de sorpresas. —
Meterse en una pelea con la Barbie Cruel era probablemente mala idea, pero Beth no podía resistirse—. ¿Y
de qué os conocéis tú y el señor Mohler? También formáis una extraña pareja.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Mohler—. Soy tan bueno como Dempsey.
—Cállate, Mohler —dijo Joe, con los ojos puestos en Beth y Cassie—. ¿Qué haces aquí con Phil? No
puede ser para hablar de negocios, ya que él no posee más que una cabaña mísera que, por los planos que he
visto, no está cerca en absoluto del área que quieres.
Cassie ganó tiempo tomando un poco de vino. Con la sonrisa más falsa que jamás había visto Beth,
dijo:
—El señor Mohler me ha invitado amablemente aquí para hablar de la isla. Anchor va a ser un
importante activo empresarial para Wheeler Development y nos gusta conocer a las personas con las que
trataremos.
—Anchor nunca va a ser un activo empresarial para nadie —dijo Joe—. Cuanto antes lo asumas,
antes podrás subirte al siguiente ferri de vuelta. Es hora de pasar página, Cassie.
Los dos se quedaron mirándose como gatos en una competición por ver quién parpadea primero. Beth
sintió que los dos seguían la conversación sin decir palabra. Y eso no le gustaba.
—He perdido el apetito —dijo, echando la silla hacia atrás.
Cassie dejó el contacto visual y miró a Beth.
—Antes de que te vayas, me preguntaba una cosa. ¿Es cierto que trabajas para el mismo bufete que
Lucas?
Beth se quedó helada. Con la esperanza de que su cara no revelara ninguna expresión, contestó:
—Sí. Trabajo en el departamento de investigación de Bracken, Franks y Holcomb.
En el rostro de Cassandra Wheeler se dibujó una amplia sonrisa, que revolvió a Beth el estómago.
Lucas se lo había advertido, pero ella no había escuchado. ¿Por qué no le había hecho caso?
—Muy bien, quizá nos volvamos a ver. Te buscaré cuando me pase por el despacho. Por negocios.
Beth no necesitaba responder. Lo que Cassie quería decir estaba claro. No había duda de que Cruella
sabía que había ganado la batalla.
Y quizá la guerra.
—¿Podemos irnos? —le preguntó Beth a Joe, levantándose, aunque sentía sus articulaciones como
paralizadas.
Joe miró a su ex y de nuevo a Beth.
—Sí, claro. Después de ti.
Beth estuvo en silencio todo el camino a casa. Aunque había sido testigo de toda la conversación, Joe
no tenía idea de lo que había pasado. Por lo que él sabía, Beth había lanzado tantas indirectas como Cassie le
había devuelto, pero, al final, Cassie parecía haber dado el golpe ganador.
Si al menos supiera de qué iba todo aquello.
Cuando entró en el estacionamiento y detuvo el motor, ninguno hizo el gesto de salir. Tras un minuto
de silencio, Joe no pudo soportarlo más.
—Me da la impresión de que me he perdido algo.
—Lo sabe —dijo Beth, mirando fijamente al frente.
—¿Qué es lo que sabe?
—Que trabajo en el bufete.
—¿Y eso es un problema?
Se volvió a mirarlo. Con una cierta actitud.
—¿Has oído lo que ha dicho? ¿Cuando esté en el despacho? ¿Eso no significa nada para ti?
No estaba esperando una pelea. Con esa sensación, Joe respondió:
—Me lo estaba preguntado. ¿Por qué iba a estar ella en tu bufete?
—Porque mi empresa trabaja para su padre. Estamos contratados por Wheeler Development para
llevar todos los asuntos legales de la empresa.
—Entiendo. —Cuantas más preguntas hacía, más agitada parecía Beth, lo que significaba que hacerle
otra pregunta sería una estupidez, así que probó una pregunta en forma de afirmación—. Y eso es malo.
—Sabe que he ayudado a los comerciantes, lo que significa que he trabajado en contra de Wheeler
Development. ¿No lo captas?
No lo captaba, pero admitirlo significaba tener problemas, así que se quedó callado. Beth resopló, se
desabrochó el cinturón de seguridad y salió como un trueno del Jeep.
—¿Cómo puedes no darte cuenta?
—Tienes que calmarte y decirme lo que me estoy perdiendo —dijo él, bajando y alcanzándola al pie
de los escalones del porche de sus padres—. ¿Por qué estás tan enojada?
Beth se dio la vuelta tan rápidamente que Joe tuvo que detenerse y echarse atrás ante el ataque.
—Va a hacer que me despidan.
Eso no se lo esperaba.
—Cassie puede ser malvada, pero ¿por qué iba a hacer que te despidieran?
—Porque puede. ¿Cómo pudiste estar a punto de casarte con esa mujer odiosa y manipuladora? —Se
cruzó de brazos y esperó impaciente una respuesta—. Lo olvidaba. Eres un hombre. Eso lo explica todo.
—Ey. Espera un momento.
—¿Esperar qué? ¿La carta oficial de despido? ¿Que los sueños de mis abuelos se vayan al infierno?
¿Que Lucas…?
—¿Que Lucas qué? —preguntó Joe, con tanta ira como esperanza subiéndole por la espina vertebral
—. ¿Que Lucas te deje porque has perdido tu trabajo?
—No lo haría —dijo, con los ojos fijos en el caminito de arena que había a sus pies.
Joe la agarró de los brazos.
—¿Qué está pasando aquí? Lo último que sé es que hemos pasado un día agradable navegando. No
soy abogado, pero sé que no has hecho nada que pueda hacer que te despidan.
Beth negó con la cabeza y una lágrima se deslizó por la mejilla.
—No lo entiendes. Vives en esta utopía de isla, protegido del resto del mundo. Esta escena bucólica
sacada de una postal donde cada día es como unas vacaciones. —Soltó los brazos de las manos de él y subió
de nuevo al porche—. Algunos no podemos permitirnos el lujo de escondernos de la vida real.
Joe apretó los puños y sintió que una vena le latía en el cuello.
—¿Te crees que me estoy escondiendo?
Se volvió, con un pie en el escalón.
—¿No lo haces? ¿De qué tienes miedo, Joe?
—Intenta hacerte esa misma pregunta. No he dejado de oír todo lo que tus abuelos querían para ti. O
lo que Lucas quiere para ti. ¿Y qué hay de lo que tú quieres? —Él deshizo la distancia que los separaba—.
¿Qué quieres tú, Beth? ¿Quieres ser abogada? Porque todo lo que me has dicho indica que no.
—No importa lo que yo quiera.
—Mira que eres tozuda —dijo él, pasándose una mano por el pelo, antes de apartarse de ella un buen
tramo para evitar sacudirla a ver si sacaba algo de buen juicio—. Responde la pregunta, maldita sea. ¿Qué
quieres?
Ella se frotó las manos por la cara, luego se las puso en la cabeza.
—Quiero… yo solo…
—Dilo.
Beth cerró los ojos y otra lágrima siguió a la primera.
—Quiero que todo vuelva a ser como antes de llegar aquí. Antes de que me subiera en aquel ferri y te
encontrara, con esos ojos azules y ese maldito hoyuelo. Antes de que me enamorara de esta isla y de la gente
que hay en ella. —Dejó caer las manos a los lados, sus hombros se relajaron—. De todos los de la isla.
El aire se escapó de los pulmones de Joe y un único pensamiento clamaba en su mente.
«Me quiere.»
—¿Qué vamos a hacer?
—Nada —replicó ella, y entró en la casa.
Beth se dio una hora para recobrar la calma y pensar antes de llamar a Lucas. Necesitaba saber lo que
pasaba. Si lo llamaban a recursos humanos para comentar lo que ella había hecho, debía saber de qué le
hablaban.
—Hola, cariño —dijo Lucas, con voz de cansado pero contento de tener noticias suyas—. ¿Cómo va
todo por allá abajo?
Ella ignoró la pregunta y preguntó:
—¿Te he despertado? Lo siento, vuelve a dormir.
—No, no pasa nada. Me he quedado dormido mirando SportsCenter. —Bostezó—. Me alegro de que
hayas llamado. Siento haberme perdido tus llamadas del fin de semana.
—No te preocupes —dijo, tratando de reunir todo su valor—. Tengo que hablar contigo. —Se le
encogió el pecho.
—¿Qué pasa? Patty te está intentando convencer para que celebremos la boda allí? —Lucas soltó una
risa dulce y Beth se acurrucó en la cama.
—No. No hemos hablado de la boda. —Como arrancar un apósito, pensó—. Es sobre Cassandra
Wheeler.
—¿Aún está ahí? Creía que Joe ya la habría echado.
—Está aquí. La hemos visto a la hora de cenar.
—¿«Hemos»? ¿Tú y la familia?
—No —admitió ella, apretando mucho los ojos—. Joe y yo. En fin, lo sabe.
Lucas sonaba ahora más despierto.
—¿Qué sabe?
—Que trabajo para el bufete y que ayudé a reunir información para la Asociación de Comerciantes,
información que pudieran usar para evitar que Wheeler se haga con la isla.
—Te dije que no te metieras. ¿En qué estabas pensando?
Estaba pensando en que quería ayudar a Joe a proteger la isla que significaba tanto para él. Y ahora
para ella. Pero eso no se lo podía decir a Lucas.
—Supongo que no pensaba. Por si esto se convierte en un problema antes de que yo regrese, quería
que lo supieras. —Luchando por parar las lágrimas, añadió—: Lo siento.
—Vamos a meditarlo —dijo, y ella percibió que estaba caminando de un lado a otro. Lucas siempre
caminaba inquieto cuando intentaba resolver un problema—. Dime concretamente cómo les ayudaste.
Beth se limpió una lágrima díscola antes de que le cayera de la barbilla.
—Compilé una lista de comerciantes con su información de contacto. Recopilé datos sobre la
economía local y las cifras sobre turismo y luego usé esas cifras para crear predicciones futuras.
—¿Encontraste algún medio legal para que los comerciantes frenen a Wheeler?
—Eso no podía hacerlo sin una biblioteca jurídica. No sé cuánto hace que te fuiste de aquí, pero la
biblioteca de Anchor no está exactamente repleta de libros de Derecho.
—Entonces te has librado. Has recopilado información que cualquiera podría haber conseguido en
internet. No hubo investigación jurídica. Ni se citaron leyes ni se concretó jurisprudencia alguna. ¿Pueden
probar que lo hiciste tú?
No era de extrañar que Lucas tuviera tan alta puntuación en exculpaciones.
—No puse mi nombre en nada, pero, si alguien me pregunta, no voy a mentir y decir que no lo hice.
—No importa —dijo Lucas, ahora totalmente en modalidad defensa—. Cassandra Wheeler puede
intentar mover todos los hilos que quiera, pero no hay motivos para despedirte basándose en lo que me has
dicho. ¿Hay algo más que no me hayas contado?
Beth aguantó la respiración.
«Estoy enamorada de tu hermano.»
—No.
—Bien. —Lucas exhaló—. Si intentan algo, ya nos encargaremos. Juntos. ¿De acuerdo?
La culpa casi la destrozaba.
—De acuerdo.
—¿Estás llorando? Cielo, no llores. Todo va a salir bien. Has cometido un error, pero no es nada que
no podamos arreglar.
Toda su vida no se podía arreglar…
—Estoy bien, de verdad, pero estoy cansada, así que creo que me voy a la cama. —Volviéndose de
lado y abrazando una almohada contra el estómago, dijo—: Te llamo mañana por la noche.
—Podríamos estar en el despacho hasta tarde. La audiencia probatoria es el viernes. Pero llevaré el
teléfono encima. —El silencio se apoderó de la línea varios segundos—. Intenta no preocuparte por esto,
Elizabeth. Verás las cosas mejor por la mañana.
—Lo sé. Buenas noches.
—Te quiero —dijo Lucas, dando el golpe mortal.
Ella no le pudo decir lo mismo.
—Buenas noches —dijo, puso fin a la llamada y se volvió para llorar sobre la almohada.
Habían transferido la llamada de Cassandra dos veces antes de que le respondieran desde el
despacho de Lucas Dempsey, donde una mujer le informó de que él no estaba disponible. Tras ordenarle a la
secretaria que hiciera que estuviera disponible, se quedó esperando varios minutos antes de que él cogiera el
teléfono.
—Aquí Lucas Dempsey —dijo, y sonaba tan irritado como se sentía.
—Hola, Lucas. Soy Cassandra Wheeler. —Había empezado a escribir el guion de aquella llamada
cuando vio a la zorra de pelo rizado salir del restaurante con Joe.
Su Joe.
—¿Qué quieres, Cassie? Estaba en una reunión importante.
—Tengo información para ti sobre las actividades de tu prometida en Anchor Island.
—Ya conozco las actividades de mi prometida. Me lo dijo anoche. ¿Hay algo más que desees
comentar?
Cassandra dudó. Nunca habría pensado que la fresca lo confesara todo.
—¿Te lo dijo anoche?
—Sí —contestó él.
—Debo admitir —dijo ella— que te lo estás tomando mejor que la mayoría de los hombres.
—No soy la mayoría de los hombres. Y, ahora, si hemos acabado…
Cassandra resopló.
—No me importa lo evolucionado que te consideres, Lucas, pero la mayoría de los hombres que
conozco no tendrían una respuesta tan plácida al enterarse de que su prometida tiene un lío con su hermano.
Un silencio atónito era todo lo que se oía en la línea y Cassandra sonrió. Así que la pequeña Beth no
se había confesado, después de todo.
—¿Qué has dicho?
—Supongo que no te lo dijo todo. —Sujetando el teléfono entre la oreja y el hombro, Cassie dobló un
par de pantalones negros y los dejó en la maleta—. Tu prometida no es tan inocente como parece. Aunque
esperaría algo mejor de Joe. Es tu hermano.
La voz de Lucas sacó un gruñido:
—¿Por qué debería creerte? Has querido desquitarte de mi hermano desde que te dejó. No voy a
formar parte de tu mezquino plan de venganza.
—Él no me dejó —discutió ella—. No estaba dispuesta a vivir en esta porquería de isla el resto de
mi vida. Y si en realidad me amaba, nunca habría elegido este agujero en lugar de elegirme a mí.
—Creo que tus motivos están claros. Esta conversación ha acabado.
—Se están burlando de ti y todos los de la isla están al tanto de ello. Si no me crees, ven y
compruébalo tú mismo, pero, cuando pierdas a tu prometida, no digas que no te advertí.
Y con esa sentencia, Cassandra dio fin a la llamada, cerró la cremallera de la maleta y emprendió el
viaje de regreso a casa. Cuanto antes saliera de aquel asqueroso pedazo de arena, mejor.
Para alivio de Beth, Joe tuvo mucho trabajo los dos días siguientes, así no tendría que verlo.
Necesitaba el tiempo para pensar. Cuando se despertó el martes por la mañana con el dolor de cabeza sinusal
más intenso que jamás había sufrido, cortesía de haber llorado hasta dormirse, Beth recordó las palabras de
Lola.
«Nadie se puede preocupar por nada cuando mira a la cara dulce de un niño.»
Por suerte, a Helga le encantaba tener ayuda. Los bebés fueron una distracción que calmaba y hacía
sonreír a Beth cuando ya pensaba que no podría volver a sonreír. Y luego un pensamiento imprevisible se
infiltraba. Pensamientos de ella y Lucas teniendo hijos. Con los ojos cerrados, intentaba imaginarse a Lucas
meciéndose con un niño en los brazos.
Aquella imagen no aparecía por ningún lado. En su lugar, el recuerdo de Joe meciendo suavemente a
la bebé Cecelia pasaba en bucle por su mente como si fuera una película que la obligaran a ver una y otra vez.
Cuanto más intentaba poner a Lucas en el papel del padre, más brillaba la sonrisa de Joe y más la metían sus
ojos en aquella fantasía.
¿Cómo había podido dejar que aquello pasara? Se suponía que eran unas vacaciones relajantes de dos
semanas con su prometido. Un tiempo para conocer a su familia y ganarse su aprobación. Nunca supuso que
se cuestionaría si Lucas debía ser su prometido. Enamorarse de su hermano, definitivamente, no entraba en el
plan.
Y estaba enamorada de él. Ya no servía de nada negar sus sentimientos. Especialmente desde que casi
se lo había confesado a Joe.
Menuda estupidez. Y el tonto no había sido capaz siquiera de llamarla loca o decirle que no sentía lo
mismo. «¿Qué vamos a hacer?» ¿Qué pensaba que iban a hacer? ¿Subir al barco y navegar hacia la puesta de
sol? ¿Seguir los designios de sus corazones y dejar que los demás se enfrentasen al dolor y a la traición?
Eso no lo podía hacer. En el fondo, sabía que Joe tampoco. Pero después de dos días pensando sobre
todas las soluciones posibles, Beth no estaba más cerca de una respuesta.
—Ya era hora de que vinieras —dijo Lola, apresurándose a recibir a Beth en el estacionamiento de la
tienda de artesanía.
—No sabía que tenía que fichar. —Lola arrastró a Beth hacia el porche—. ¿A qué viene tanta prisa?
—Tengo que enseñarte algo. —Para ser una mujer del doble de edad que Beth, Lola se movía a una
velocidad notable—. Hace menos de una hora que está aquí y ya no sé qué más contar.
—¿Quién está aquí? —Antes de que Lola pudiera contestar, se le hizo la luz—. Ay, Dios. ¿Ha llegado
Marcus? —Beth aceleró el paso—. ¿Pero por qué no me has llamado?
—Llamé a la señora Patty y me dijo que te habías ido hacía más de media hora. ¿Qué has hecho, has
tomado el camino más largo? —Nunca había visto a Lola tan agitada. Era muy gracioso.
—Me paré a tomar café y me tomé mi tiempo. Estoy de vacaciones, ya lo sabes. —Beth abrió la
puerta de un empujón—. Aunque nadie de esta isla parece darse cuenta.
La tienda estaba repleta de turistas, igual que la cafetería. No era una multitud exagerada. Esperaba
que las cifras fueran mejores tras el Día de los Caídos. Aunque ella no iba a estar allí para verlo.
Para su sorpresa, encontró a Will de pie tras la registradora, atendiendo a un cliente.
—¿Qué hace Will aquí?
—Siempre me ayuda cuando se acerca la temporada alta.
—Pero pensaba que trabajaba en O’Hagan’s. Y en Hava Java.
Lola hizo maniobras para abrirse paso entre los clientes, dirigiéndose al aula de cerámica del fondo.
—No es fácil ganarse la vida en esta isla si no eres propietario de uno de los negocios. Por lo que sé,
Will trabaja para todos en un momento u otro.
Eso era ser aprendiz de todo.
—¿Por qué vive aquí si es tan difícil ganarse la vida?
La mujer se paró al lado de una mesa con jarrones y se volvió.
—Eso se lo tendrás que preguntar a ella. —Lola cerró los ojos e hizo lo que parecía ser una
respiración yóguica. Después de tres respiraciones, abrió los ojos—. Bien, estoy lista.
—¿Por qué estás tan nerviosa? —preguntó Beth, siguiendo a Lola hacia una cortina de cuentas—.
Normalmente eres un pozo de calma. No puedo creer que un hombre te ponga tan nerviosa.
Lola se volvió de nuevo, haciendo que Beth se topara con ella.
—Este no es un hombre cualquiera. Es el hombre que no he visto en treinta y cinco años y resulta que
es tan arrebatador como siempre. —La mujer recuperó la respiración.
La verdad parecía obvia, aunque a Beth le costaba creerla.
—Estás asustada. Lola, si este hombre tiene medio cerebro dentro de la cabeza, va a ver que tú eres
aún la mujer más bella y más vibrante que va a conocer en su vida. Y si no lo puede ver, entonces no te
merece.
Los ojos marrones se enturbiaron.
—María santísima, hija mía. No me hagas llorar antes de entrar ahí. Ya es probable que piense que
soy una lunática por salir corriendo como lo he hecho.
Beth soltó una risita.
—¿Has salido corriendo?
—No he podido evitarlo —contestó y miró a Beth como diciendo «no me fastidies» más propio de la
Lola que ella conocía—. Ya me alejé de él una vez. ¿Y si no me perdona?
—Está aquí, ¿no es cierto? —preguntó Beth, secando una lágrima de la mejilla avejentada de Lola—.
Te ha encontrado después de todos esos años. Tienes una segunda oportunidad. Aprovéchala.
En aquel momento, un hombre negro y alto con pelo blanco muy corto y unos brillantes ojos color
avellana salió de detrás de la cortina. Tuvo que agacharse ligeramente para pasar por el umbral y el sombrero
que colgaba de sus dedos parecía indicar que estaba muerto de preocupación. En cuanto sus ojos encontraron
a Lola, en su cara se dibujó una sonrisa y sus hombros se relajaron.
Beth no recordaba haber visto jamás un hombre tan enamorado. Un vistazo a Lola le reveló que el
sentimiento era mutuo. Estuvieron un largo rato mirándose fijamente como si estuvieran solos en el mundo.
Beth se aclaró la garganta y Lola se sobresaltó.
—Oh —dijo, tomando a Beth de la mano—. Ella es mi amiga, Beth, de la que te he hablado. Beth, te
presento a Marcus Granville.
—Encantada de conocerla, Beth —dijo Marcus, y su voz profunda de barítono resonó sobre su piel.
¿Cómo había dejado escapar Lola a un hombre así?
—Lola me ha hablado mucho de ti. Dice que ya eres prácticamente nativa de esta isla.
Nativa. La palabra no se le aplicaba a ella y nunca lo haría. Aunque fuera lo único que deseaba.
—Oh, no, solo estoy de turismo. Me iré dentro de unos días.
Irse de la isla. Dejar a Joe.
CAPÍTULO 24
—Beth, cielo, ¿estás bien? —Lola le levantó la barbilla con un ligero toque—. Te has quedado blanca
de repente.
Ignorando el dolor que sentía en el pecho, sonrió, aunque sabía que la sonrisa no llegaría a sus ojos.
—Estoy bien. —Lola entrecerró los ojos—. De verdad. Estaré bien. —Se volvió hacia Marcus y le
preguntó—: ¿Cuánto tiempo estará en la isla? ¿O está pensando usted en hacerse nativo?
Centrarse en la vida amorosa de Lola era menos trascendental para ella.
Marcus miró a Lola y sonrió.
—Una de las ventajas de la jubilación es la libertad, lo que significa que me quedaré aquí mientras
Lola quiera.
La piel color moca de Lola se tiñó de rosa. Si la mujer era inteligente, agarraría a aquel hombre con
ambas manos y no lo soltaría jamás.
—Disculpa —dijo Will, que apareció entre Lola y Beth—. Ha llegado el correo. El primero es de
Wheeler Development. ¿Crees que están subiendo las ofertas de nuevo?
Para no ser propietaria de un negocio, Will estaba bien informada de la situación con Wheeler, pero
también era cierto que trabajar en todos los negocios del pueblo era probablemente una buena forma de estar
al corriente de todo.
Lola agarró el primer sobre y dejó que Will sujetara el resto.
—Aunque me ofrecieran todo el oro del mundo, no vendería.
Mientras Lola intentaba abrir el sobre, Will le dio a Beth un codazo.
—Es noche de karaoke en O’Hagan’s hoy. Estuviste muy bien cuando te bebiste todo aquel tequila.
Beth se frotó el brazo. Aquella mujer tenía un codo izquierdo bestial.
—Aquello fue una actuación única, pero gracias igualmente.
Will se encogió de hombros.
—Como quieras. Un premio de cien dólares no es nada desdeñable.
Un grito ahogado de Lola les captó la atención.
—¿Qué pasa? —preguntó Will.
—No lo puedo creer —sonrió con ganas—. Han rescindido todas las ofertas.
—¿Qué han hecho qué? —preguntó Beth, segura de no haber oído bien.
—Léelo tú misma —dijo Lola, pasándole la carta. Beth escaneó la página hasta encontrar la
información pertinente.
«Wheeler Development rescinde todas las ofertas para la adquisición del negocio en cuestión y todas
y cada una de las propiedades anexas. La presente carta anula y reemplaza todas las comunicaciones previas
incluido cualquier acuerdo verbal realizado hasta la fecha.»
—Se rinden —susurró Beth, conmocionada. Algo no cuadraba—. Pero… ¿por qué iban a rendirse?
—¿A quién le importa? —dijo Lola—. Wheeler no se va a quedar con nuestra isla y eso es lo único
que importa.
No podía ser tan sencillo. Según todo lo que sabía sobre Wheeler y sus negocios, no era de los que se
echan atrás. No por unos pocos habitantes, como él diría, reacios. Se abriría camino entre ellos y tomaría lo
que quería.
A menos que nunca hubiera pretendido la isla… La mirada decidida de Cassandra le vino a la mente.
Cassie había hecho todo aquello por venganza. Si se daba por vencida, debía haber un motivo. Despedir a
Beth no haría daño a Joe. ¿Qué era lo que le quería hacer?
—Lola, tengo que irme.
—Pero si acabas de llegar —bajando la voz, añadió—: No me puedes dejar sola ahora.
Beth abrazó a su delgada amiga y le susurró al oído:
—Te ama, Lola. No lo dejes escapar. —Separándose, tomó las manos de la mujer y asintió—. Quiero
que llames y confirmes que Wheeler ha rescindido todas las ofertas. Tenemos que asegurarnos de que no sea
solo un caso de cambio de planes que te dejen fuera de los límites de tu propiedad.
—Puedo hacer las llamadas —dijo Will, llamando la atención de todo el mundo. Beth la miró y Will
se encogió de hombros—. Lola tiene compañía. Y yo sé todos los números.
Beth reconocía un alma gemela en cuanto la veía. Will también buscaba un lugar al que pertenecer.
Otra cosa que lamentaba de dejar la isla. Podían ser amigas si se quedaba allí.
—Gracias.
—Pero ¿adónde vas? —preguntó Lola.
Lo que hubiera pasado entre Joe y Cassie no era asunto de nadie, así que Beth dio una explicación
vaga.
—Tengo algo que comprobar. Es mejor ir sobre seguro y cerciorarnos de que todo esto ha acabado de
verdad. —Sin dar tiempo a Lola para responder, miró a Marcus.—Encantada de conocerlo y espero que nos
veamos otra vez antes de irme. Compartimos una amiga especial aquí.
—Así es.
Con un rápido beso en la mejilla de Lola, Beth se dirigió a la puerta. Cassandra Wheeler no se
rendiría sin tener algo más escondido bajo la manga de Kate Spade. Tenía que avisar a Joe antes de que algo
más explotara.
Trazas de rojo y naranja decoraban el horizonte, pero Beth estaba demasiado ocupada caminando
arriba y abajo para apreciar la puesta de sol. Will había llamado dos horas antes para decir lo que Beth ya se
había imaginado. Todos los negocios de la isla que habían tenido contacto con Wheeler Development habían
recibido la misma carta que Lola. La amenaza de que la isla se convirtiera en un parque temático estilo Las
Vegas para los ricos y los famosos había desaparecido.
Y también había desaparecido Cassandra Wheeler, según el contacto de Will en la inmobiliaria. Si la
información era correcta, cuando las cartas llegaron, ya hacía veinticuatro horas que Cassie se había ido y
todas las cartas tenían la fecha del martes. Cosa rara, porque la víbora había dejado claro el lunes por la
noche que la isla sería tarde o temprano propiedad de los Wheeler.
Si sabía que iban a retirar las ofertas, ¿por qué no lo había dicho? Pero, claro, Cassie no estaba
acostumbrada a perder. Beth se preguntaba si aquella niña mimada no habría conseguido ya lo que fuera que
andaba buscando. Aparte de Joe.
Debía de haber una pista en aquella reunión de la marina. Phil Mohler estaba allí, así que quizá él era
la conexión. ¿Podría haberle dado a Cassie una forma de hacer daño a Joe?
Beth oyó un ladrido tras ella y se volvió y vio el Jeep de Joe entrando en su propiedad. Bajó rápido y
llegó a la puerta de Joe antes de que él apagara el motor.
—Tenemos que hablar.
—Sí, pero no tengo energía ahora mismo. —Agarró una bolsa del asiento del copiloto, salió del
vehículo y esperó que Dozer lo siguiera—. Ahora solo quiero una cerveza y mi sofá.
Ella agarró la puerta cuando él intentaba cerrarla.
—No es sobre nosotros. Es sobre la isla. Wheeler ha rescindido todas las ofertas. La lucha se ha
acabado.
Joe dejó la bolsa en el asiento.
—¿Hablas en serio?
—Estaba con Lola cuando recibió la carta. Will llamó a los demás y todos la han recibido también.
—¿Will?
—La camarera de O’Hagan’s. La de la cafetería. Y la dependienta de Lola.
—¿Esa hippy que trabaja en todas partes? ¿De qué la conoces?
—Nos sirvió la noche que salí con Sid, pero eso no importa. —Beth dio un portazo cargado de
frustración—. Wheeler ha retirado todas las ofertas y Cassandra se ha ido de la isla.
—Entonces hemos ganado. Eso está bien.
Con los ojos entrecerrados, ella le preguntó:
—¿Por qué iban a rendirse así de repente?
Joe desvió la mirada, sacó las gafas de sol del cuello de su camiseta negra y se las puso en la visera.
—Ni lo sé ni me importa.
—Mentira —dijo ella, esperando que volviera a mirarla—. Tú y yo sabemos el motivo real por el
que Cassie fue por esta isla.
—No sé de qué estás hablando.
—Sí que lo sabes. Lo vi en tu cara esa noche en la reunión de comerciantes. Vino a vengarse de ti.
¿Qué pasó para que terminara vuestro compromiso?
Joe se cruzó de brazos.
—Eso no es de tu incumbencia.
—Claro que sí. He arriesgado mi puesto de trabajo para ayudarte. ¿Qué pasó?
Con un suspiro de resignación, Joe se echó la bolsa al hombro y se pasó la mano por el cabello
oscuro.
—Si voy a hacerlo, necesito esa cerveza. —Cerró la puerta del Jeep y se dirigió a su casa.
Tras dejar la bolsa en el sofá, Joe guio a Beth por la casa, deteniéndose para agarrar una cerveza y un
refresco de camino al porche trasero. Dio un buen sorbo antes de dejar la botella en el suelo y quedarse
mirando las últimas líneas naranja que se veían sobre el brazo de mar.
—Conocí a Cassie cuando estaba en la isla para unas prácticas de verano. No tenía ni idea de que era
una chica con posibles hasta un mes después o así, pero tampoco me importaba. La quería, le compré un
anillo y le hice la gran pregunta antes del tercer mes.
Miró a Beth para observar su reacción. Si ella pensaba que había sido un inconsciente y un estúpido,
cosa que sabía que era, no lo demostraba.
—Las prácticas se acabaron y regresó a su casa. Pensé que solo iba a decírselo a su padre y que
luego volvería. Pasó un mes dándome una excusa tras otra.
—Así que fuiste por ella —dijo Beth—. Esa parte me la contó Patty.
—Exacto. —Joe tomó otro trago de la botella y empezó a rascar la etiqueta—. Cuando llegué allí y vi
dónde vivía, supe que no teníamos muchas posibilidades.
—Nunca he estado en la finca de los Wheeler, pero he oído lo suficiente como para saber que es
impresionante.
—«Impresionante» es una forma de decirlo. —Él nunca había visto una casa con alas de verdad en su
vida. Aquella monstruosidad no podría llamarse hogar jamás. Era más bien un mausoleo gigante—. Durante
nuestra breve charla en lo que el mayordomo llamó «vestíbulo», Cassie me hizo saber que jamás viviría en
Anchor y que si me iba a casar con ella tenía que mudarme allí. Sobra decir que eso no me cuadraba.
Beth se balanceó en su mecedora.
—Te dio un ultimátum. Qué error de principiante.
Joe resopló.
—Le dije que íbamos en el mismo paquete: el perro, la isla y yo. Ya has visto cómo se comporta
Dozer cuando ella está. Y ella ya había dicho que no viviría en la isla, así que estoy seguro de que puedes
imaginarte lo que pasó.
Estuvieron en silencio unos segundos. Joe nunca le había dicho a nadie lo que había pasado cuando
había ido a Richmond. Ni siquiera a Randy, que lo había encontrado en un estupor ebrio todas las noches del
mes siguiente.
—¿De verdad pensabas que una chica así iba a vivir aquí? —le preguntó.
—No sé lo que pensaba. Para mí, este lugar es perfecto. ¿Por qué querría irse nadie de aquí? —
Volvió la cara para mirarla a los ojos—. Esa es la diferencia entre Lucas y yo. Para él, el mundo es una cosa
a conquistar. Allá afuera. Para mí, todo lo que quiero disfrutar del mundo está aquí mismo.
Beth desvió la mirada, poniendo la mecedora en movimiento con la punta de su sandalia.
—¿Crees que Lucas te recrimina que no te busques la vida del mismo modo que él?
Lucas nunca lo había empujado a irse de la isla. Nunca lo había menospreciado por sus elecciones.
—No.
—Entonces, ¿por qué le echas en cara sus elecciones? No querer pasar la vida en Anchor no es un
defecto. Simplemente no es lo suyo.
Joe nunca lo había visto de aquel modo. Estaba tan centrado en defender sus propias elecciones, en
imponer sus creencias, que había olvidado que Lucas tenía todo el derecho a elegir su propio camino.
—Tienes razón. Otra prueba de que soy un estúpido que no ve más allá de su propio ego.
—Yo no diría tanto —dijo Beth con una sonrisa—. Así que, desde el punto de vista de Cassie,
elegiste esta isla antes que a ella. Eso explica su necesidad de venganza. —Plegó las piernas sobre la
mecedora y se dio la vuelta para mirarlo a la cara—. Pero eso no explica por qué se ha rendido. Se propuso
hacerte daño atacando lo más importante para ti. Ahora se ha retirado. ¿Por qué?
Él consideró la charla que tuvieron en Dempsey’s.
—Quizá haya pasado página. Hablamos el sábado por la noche. No estaba seguro de que me hubiera
entendido, pero quizá sí lo entendió.
—¿Hablaste con Cassie el sábado por la noche?
—En Dempsey’s. Estaba recogiendo las mesas y ella había ido a cenar. El resumen es que yo era más
un medio que un fin para ella. Casarse conmigo era una forma de molestar a su padre y salvarla de los
yuppies aduladores que la persiguen por su dinero. —Dozer apoyó la cabeza en la rodilla de Joe y él lo rascó
tras la oreja—. Podría haber sido cualquier pescador que hubiera conocido aquí y ella lo sabía.
—¿Le dijiste todo eso?
—Claro. ¿Por qué?
—¿Le dijiste que nunca la quisiste?
Joe intentó recordar.
—No, pero le dejé claro que había pasado página y que ella debía hacer lo mismo. —Beth hizo un
sonido extraño y se mordió el labio inferior—. ¿Qué? —le preguntó él.
—¿Le dijiste a una mujer que está acostumbrada a conseguir todo lo que quiere, una mujer que estaba
tan enfadada contigo que estaba dispuesta a gastarse millones del dinero de su padre para comprar la isla que
amas, que la habías olvidado y que ella debía pasar página?
Bueno, visto de aquel modo…
—No lo dije de mala manera.
—¿Algo de lo que sabes de Cassandra Wheeler te indica que dejaría algo así correr sin más? —Beth
se inclinó más sobre el brazo de la silla—. Piénsalo.
—Tienes razón.
Beth se reclinó.
—Todas las cartas llevaban fecha del martes, pero en la marina el lunes por la noche ella aún decía
que se iba a quedar con la isla. Algo cambió durante o justo después de aquel encuentro.
Joe repasó la conversación. Todo lo que recordaba era observar a Beth discutir con Cassie y lo
atractiva que le parecía cuando lo hacía. Eso no era probablemente lo que Beth quería oír en aquel preciso
instante.
—No sé qué pudo ser.
—Phil Mohler estaba allí. ¿Podría haberle dicho algo que ella pudiera usar contra ti?
—Mierda. —Debía haberlo supuesto.— Esto no puede ser nada bueno.
Beth puso los pies en el suelo.
—¿Qué no puede ser bueno?
Con los codos sobre las rodillas, Joe se inclinó hacia delante, dejando caer la cabeza entre las manos.
—Mohler me vio repostar en el muelle la semana pasada. No paraba de soltar indirectas sobre tú y
yo.
—¿Qué quieres decir con tú y yo? ¿El qué sobre tú y yo?
—Que tenemos una aventura.
Beth dio un grito ahogado.
—¿Y por qué iba a decir algo así?
Joe salió de su asiento de un salto y empezó a caminar por el porche, con los puños apretados a los
lados.
—Pensé que solo estaba intentando sacarme de mis casillas. Le dije que si repetía aquella historia
ante otras personas le daría una paliza. —La furia le quemaba las entrañas—. Y lo haré. Se lo debe de haber
dicho a Cassie.
—Pero, entonces, ¿por qué se fue ella? Eso me pondría en el punto de mira y yo estoy aquí.
Joe dejó de pasearse.
—Tú no vives aquí. Vives en Richmond. Donde está tu prometido.
—¿Y qué tiene que ver eso? Ya sé que intentará que me despidan, pero eso no te haría daño a ti.
—No. —Se apoyó contra la barandilla del porche, sabía exactamente lo que Cassie pretendía hacer
—. Pero decirle a Lucas que tenemos una aventura sí.
Beth saltó de su asiento.
—Él no la creería.
—Cassie puede ser convincente cuando quiere algo. Su actuación fue impecable cuando fingió
amarme a mí y a la isla durante cuatro meses.
—Joe… —dijo Beth, y lo agarró del brazo para girarlo hacia ella. Del contacto saltó una chispa de
calor—. No hemos hecho nada malo. Lo podemos convencer.
—¿Convencer de qué? ¿De que no te deseo? ¿Cómo voy a hacer eso si la verdad es que te quiero? —
Ella no era la única que sabía lanzar declaraciones por sorpresa—. Te he deseado desde aquel día en el ferri.
Quizá pasó cuando me llamaste desgraciado. —Le colocó una de las ondas del cabello tras la oreja—. A
veces me gustaría no haber estado en aquel maldito ferri, pero sé que me habría enamorado de ti igualmente.
Supongo que algunas personas están sencillamente predestinadas.
Ella se quedó mirándolo fijamente, negando con la cabeza. Y, luego, se aferró a él, agarrándolo por la
camisa, con la frente contra su pecho. Nada le había parecido jamás tan perfecto.
—No era mi intención que esto pasara. Lo he estropeado todo.
Él la acercó más hacia sí, rodeándole la cadera con sus brazos.
—Lo hemos estropeado todo. Pero no podemos hacerle daño, Beth. Tengo que renunciar a ti. —
Aquello lo mataría, pero no había otra opción.
Esta vez ella decía que sí con la cabeza, aún sobre el pecho de él.
—Haré las maletas esta noche y me iré a Richmond por la mañana. —A Joe se le encogió el estómago
y reprimió las ganas de acercarla a él. Nunca la dejaría ir si lo hiciera—. Pero no puedo quedarme con
Lucas. No puedo casarme con él y fingir el resto de mi vida.
Al dolor ahora se añadía la culpa. La culpa que surgía del alivio de saber que ella no se casaría con
Lucas.
Le dio un beso en lo alto de la cabeza, cedió y la apretó contra él. Los brazos de ella resbalaron
alrededor de su espalda.
—Lo siento —dijo él, sintiéndose inútil—. No sé cómo arreglarlo.
Se quedaron en pie juntos, abrazados al tiempo que se separaban. Aferrándose a un último momento
juntos. Demasiado tarde. Joe oyó pasos que se acercaban por un lado de la casa.
—Es mi prometida, desgraciado.
CAPÍTULO 25
—Dios mío —dijo Beth, apartándose de Joe de repente—. Lucas, ¿qué haces aquí?
—Yo soy el que hace las preguntas aquí. —Lucas se detuvo al pie de las escaleras, con los brazos
cruzados y la mirada pasando del uno al otro—. ¿Qué está pasando aquí?
Las palabras salieron antes de que Beth lo pudiera evitar.
—No es lo que piensas. —El mayor de los clichés—. Quiero decir que aquí no está pasando nada.
—Ese abrazo no parecía ser «nada». Cassandra Wheeler tenía razón. Maldita sea, ¿cómo has podido
hacerme esto?
Beth estaba a punto de responder cuando se dio cuenta de que Lucas había dirigido la pregunta a Joe.
—Te está diciendo la verdad. Aquí no está pasando nada. —Lucas avanzó dos pasos antes de que las
palabras de Joe lo detuvieran—. No lo hagas, Lucas. Dar un puñetazo no resolverá nada.
—Quizá no —dijo Lucas, apuntalándose en el escalón del medio—, pero me quedaré muy a gusto.
—Vosotros dos no vais a pelearos por esto.
—Claro que sí. —Lucas dio otro paso.
—Lucas, mírame —suplicó Beth—. Joe no ha hecho nada malo. Ha hecho lo que tú le pediste.
Entretenerme. Quizá si hubieras estado aquí en lugar de jugar al gran abogado, no lo habría tenido que hacer.
—Llevada por la ira y la confianza recién encontrada, dejó salir sus verdaderos sentimientos a borbotones—.
Se suponía que eran nuestras vacaciones. Tuyas y mías. Pero tú me dejaste aquí sin pensarlo dos veces.
Debería haber sido más importante que aquel caso.
Subió otro escalón más, ahora en dirección a ella. Ante aquella ira, ella se mantuvo firme, la suya se
reforzaba.
—Elizabeth, sabes que estoy intentando ser socio. Hemos hablado de lo importante que es mi carrera
para ambos.
—Para ambos, no —dijo ella, sintiendo que se quitaba un peso de los hombros—. Para ti. Y no hemos
hablado, tú hablabas. Yo escuchaba, asentía y aceptaba porque eso es lo que siempre he hecho. Nunca me has
preguntado qué es importante para mí. —Miró a Joe, y sacó fuerzas de su mirada fija—. Quizá antes no me
conocía, pero ahora sí que sé quién soy.
—Beth, cálmate —dijo Joe, dando un paso hacia ella.
Lucas se volvió hacia él.
—¿Cómo la has llamado?
—Me ha llamado Beth porque ese es el nombre que le dije. Ese es el nombre que me gusta. Corto.
Simple. Beth de pueblo pequeño. —Volvió su atención a Joe—. Y no me digas que me calme. No quiero
calmarme. Joe, dile que no es lo que parece. Ayúdame a hacérselo entender.
Él negó con la cabeza y se mantuvo en silencio. ¿Por qué no la ayudaba?
—No entiendo nada de esto. ¿Dónde está Elizabeth? ¿Mi Elizabeth? ¿La mujer con la que me iba a
casar? —Lucas dio el último paso y le pegó un empujón a Joe en el pecho.—Estaba perfecta hasta que la dejé
contigo.
Dozer gruñó.
—Tranquilo, chico —dijo Joe, poniendo su mano delante del perro, con la palma hacia abajo—. No
he hecho nada, Lucas. Ella se ha dado cuenta de todo por sí misma.
—¡No hables de mí como si no estuviera aquí! —gritó Beth, cansada de que no le hicieran caso—. Te
enamoraste de Elizabeth porque era la esposa obediente que asentiría y te seguiría a donde quiera que fueras.
Eso es culpa mía, porque así era yo.
—Bien, pues quiero que regrese —dijo Lucas, más enfadado de lo que jamás lo había visto. Un claro
signo de lo mucho que la quería.
—Lo siento, Lucas. Esa mujer no va a volver.
Sus palabras parecieron dejarlo sin aire, pero ella se sintió aliviada tan pronto salieron de sus labios.
Entonces, un leve tono rojo fue subiendo por el cuello de Lucas. Se volvió de repente y volvió a empujar a
Joe, que tuvo que moverse rápidamente a la derecha para detener el ataque de Dozer.
—No lo voy a hacer, Lucas.
—Espera un minuto —dijo Beth, al recordar las palabras de Lucas—. ¿Cassandra Wheeler tenía
razón sobre qué? ¿Qué te dijo, Lucas?
—¿Qué crees que me dijo? Que vosotros dos os entendíais a mis espaldas. Que me estabais dejando
como un idiota —gruñó, dando un puñetazo sobre la barandilla.
—¿Y la creíste? ¿Sabiendo lo que siente por Joe? ¿Sabiendo que estaba aquí intentando comprar la
isla? —Le dio con un dedo en el pecho—. Algo por lo que deberías haber luchado aquí, con nosotros.
Sabiendo todo eso, ¿dudaste de tu prometida y de tu hermano, pero creíste a Cassandra Wheeler?
Lucas tartamudeó.
—Bueno… pero… ¿qué importa lo que creí? Es la verdad.
—No, no lo es —dijo ella, bajando los escalones—, pero tienes razón, no importa. Nada de esto
importa.
Beth siguió caminando, la ira le frenaba las lágrimas. No quería a Lucas, pero tampoco podría tener a
Joe. Aunque justo en ese momento no había hecho nada para demostrar que la quería. Ni siquiera la había
ayudado a explicárselo a Lucas.
—¿Dónde vas? —Lucas gritó tras ella.
—A hacer mis maletas —dijo ella, sin dejar de caminar—. Me voy a casa. Esta noche.
Lucas observó cómo se alejaba su prometida. Aunque, por lo que acababa de pasar, Joe imaginó que
no era ya su prometida. Otra catástrofe que añadir a su creciente colección.
El silencio pesaba sobre ellos, roto solo por un grillo ocasional y el lloriqueo insistente de Dozer.
Sabía lo que Dozer estaba preguntando. ¿Va todo bien?
Las cosas no estarían bien en muchísimo tiempo.
—¿No vas a ir tras ella? —preguntó Joe, luchando para no hacerlo él mismo.
—¿Ir tras ella? Ni siquiera la conozco. —Lucas se volvió hacia Joe, apoyándose contra el poste del
porche. Estaría intentando parecer relajado, pero su cuerpo estaba tenso como para una pelea. Joe no lo podía
culpar.
—Hasta esta noche, no estoy seguro de que ella misma se conociera —dijo Joe. Definitivamente,
ahora lo sabía. Una ráfaga de orgullo le llenó el pecho. Su Beth había cobrado vida.
Aunque no fuera su nada. Un músculo se le crispó en la mandíbula y de nuevo tuvo que luchar contra
las ganas de ir a buscarla, pero allí estaba Lucas.
Agarró la cerveza del suelo y se dejó caer en la mecedora. Con una voz más controlada de lo que él
se sentía, le dijo a Lucas:
—Siéntate.
Lucas se quedó como estaba, abriendo y cerrando los puños a ambos lados. Joe lo ignoró, esperando
que la adrenalina le bajara. El silencio funcionó y Lucas se sentó.
—¿Qué es lo que ha pasado aquí? —preguntó Lucas.
—Una mujer nos acaba de dar con la puerta en las narices.
Lucas gruñó.
—No me refiero a ahora mismo. Hace diez días tenía una prometida dulce y de buenos modales. Algo
ha tenido que pasar para que eso cambie. —Apretando un nudillo contra el brazo del asiento, atravesó a Joe
con la mirada—. Y ese algo eres tú.
Joe no podía atribuirse todo el mérito. El fuego siempre había estado en su interior, solo necesitaba
que alguien encendiera el fusible. Y él lo había encendido bien.
Intentando mantener la normalidad, Joe dijo:
—La mujer estaba hecha un lío. Yo tiré de los cabos, apreté, pero ella se resistía. Supongo que esta
noche por fin se ha desenredado.
—¿Y te la metiste en la cama en el proceso?
Joe dejó de mecerse y apretó la mandíbula, recordándose que Lucas tenía todo el derecho a estar
furioso. Él se habría sentido igual.
—No. Y si crees que ella haría eso, entonces es que de verdad no la conoces. Ni a mí.
Lucas saltó de la silla para pasearse por el porche.
—¿Qué se supone que debo creer? Recibo una llamada diciendo que los dos tenéis una aventura,
vengo hasta aquí, todo el camino diciéndome que no puede ser cierto y luego os encuentro de pie en este
porche bien abrazaditos. —Dejó de caminar y le dio con un dedo al pecho de Joe—. Di lo que quieras, pero
eso que he visto no era un abrazo de hermanos.
—No, no lo era. —Aún podía sentir calor en el lugar del pecho donde ella había apoyado la cabeza.
Debía de ser el desgraciado con peor suerte del mundo. Al menos en lo que se refería a las mujeres—. No
soy su hermano, soy el tuyo. Por eso nos estábamos despidiendo.
Lucas se detuvo.
—Si no se iba hasta el sábado.
Joe se inclinó hacia delante en el asiento y miró a Lucas a los ojos.
—Decidió irse mañana. Si quieres saber por qué, se lo preguntas a ella.
Habiendo acabado de hablar, Joe se levantó de la silla. Las entrañas le quemaban, con más dolor del
que podía imaginar.
Recogió el refresco de Beth, junto con su botella de cerveza. Tan tentador como era pasarse la noche
acabándose el paquete del frigorífico, había aprendido de la forma más dura que el alcohol no servía de
mucho para olvidar a una mujer. La última vez el daño se lo había hecho a su ego. Ahora lo sabía. Esta vez se
sentía como si tuviera más de veinte anzuelos desgarrándole el pecho.
—Nadie tenía la intención de herirte, hermanito. Eso no significa nada ahora mismo, pero es la
verdad. —Joe se guardó otra verdad para sí. Le gustara o no, estaba totalmente enamorado de la mujer que
acababa de marcharse. Y eso no cambiaría jamás.
Beth dio gracias al cielo al saber que Patty y Tom estaban trabajando en el restaurante, así no tendría
que explicarles por qué hacía las maletas para irse. Tampoco tenía una explicación. ¿Cómo iba a decirles que
dejaba a uno de sus hijos porque se había enamorado del otro?
Y Joe no era el motivo de que rompiera el compromiso. Ahora sabía que acceder a casarse con Lucas
había sido un error. Uno más de una larga lista de errores. Romper el compromiso era mejor ahora que cinco
años más tarde, cuando pudiera estallar tras la cena insustancial número trescientos doce.
Pero al menos habría tenido una familia aquellos cinco años. Una familia fabulosa, cariñosa,
generosa. La realidad de cuanto estaba perdiendo intensificaba el dolor que envolvía el corazón de Beth.
Estacionando en la última entrada de Tuttles Lane, agarró la bolsa de viaje y su bolso, dejando la
maleta en el maletero. De pie en el porche, Beth sacó el coraje necesario para tocar a la puerta. Aquello iba a
necesitar una explicación y esperaba que su frágil amistad evitara que Sid la tumbara de un golpe cuando se
enterara de la verdad.
La puerta se abrió antes de llamar. Sid llevaba un pijama corto de tirantes blanco y lila cubierto de
banderas piratas. Tenía un cepillo de dientes en la boca, miró al bolso de viaje y luego a Beth.
Abrió la mosquitera del todo y farfulló gracias al cepillo de dientes:
—Esto parece interesante.
Beth se acogió a su derecho a permanecer en silencio, siguió a Sid adentro y se sentó en el sofá
mientras la anfitriona supuestamente acababa de cepillarse los dientes. Cuando regresó, Sid le pasó una copa
de vino tinto y luego se dejó caer en el otro lado del sofá con un vaso de agua.
—Suéltalo.
¿Por dónde empezar? La ira y la indignación la habían llevado hasta este punto, pero ambas se habían
diluido y lo único que se le ocurría ahora era preguntarse «¿Qué he hecho?»
—Lucas está aquí.
—¿Aquí dónde?
—En la isla.
—Tu prometido está aquí ¿y te presentas en mi puerta con una bolsa de viaje? —Sid se estaba
tomando aquello mucho mejor de lo que ella esperaba. Aunque tampoco Beth había llegado al pecado digno
de una paliza aún—. ¿Pretendes guardarte para la noche de bodas?
—Ya no es mi prometido.
La otra levantó una ceja.
—¿Por culpa de Joe?
Beth se quedó mirando su copa de vino.
—¿Por qué lo dices?
—No hay que ser un genio para ver que los dos hacéis que los muebles ardan cada vez que estáis
juntos en la misma sala.
—Eso no es verdad —argumentó Beth. ¿Pensaba la isla entera que ella y Joe tenían un lío?—. Dime
que no es verdad.
—¿Os ha sorprendido Lucas? —Sid tomó un trago de agua y dejó el vaso sobre la mesa.
Probablemente para tener las manos libres en caso de que tuviera que darle un puñetazo.
—No podría haberse sorprendido por nada. —Beth recordó lo que ella y Joe estaban haciendo
cuando apareció Lucas—. Casi nada. Pero Joe no es el motivo para no casarme con Lucas.
—¿Cuál es, entonces?
—Digamos que no es el hombre adecuado para mí. Me habría dado cuenta de eso con o sin Joe. Me
habría costado más tiempo, pero la realidad me habría dado en las narices finalmente.
Sid se quedó en silencio esta vez.
—Te lo estás tomando mejor de lo que esperaba. Sintiendo lo que sientes por Lucas, pensé que me
ibas a pegar por hacerle daño.
Unos ojos entrecerrados la atravesaron.
—¿Qué sabes tú de mis sentimientos por Lucas?
Beth agarró un cojín de detrás de la espalda para usarlo como protección.
—Tu hermano me lo dijo el día que lo conocí. Me contó que sentías algo por Lucas desde la
secundaria. Pensé que por eso me odiabas cuando llegué.
—Mi hermano es un bocazas. Sentía algo por Lucas, pero podemos ver por su gusto en las mujeres
que no soy su tipo.
Beth no estaba segura de si aquello era un insulto o un halago y decidió no preguntar.
—Bueno, tampoco yo soy su tipo. Aunque, para ser justa con él, hice mi papel bastante bien.
—Explícame eso. —Sid se irguió y Beth se agarró más fuerte al cojín—. Y aparta el maldito cojín, no
te voy a pegar.
—¿Estás segura?
—Sí, estoy segura. —Sid le arrancó el cojín y lo echó sobre una silla a su izquierda—. ¿Aceptaste
casarte con un hombre a quien no amabas? ¿De verdad?
—Sí. —Sid hizo un buen trabajo para aumentar el dolor de todo aquello—. Pero creía que lo amaba.
Sid se rascó la cabeza.
—Pero ahora sabes que no amas a Lucas y estás segura de que amas a Joe.
—Yo no he dicho eso.
—Estoy demasiado cansada como para andarme por las ramas, Ricitos. ¿Amas a Joe o no?
Pensó en mentir, porque decir esas palabras en alto haría más duro aún subirse a aquel ferri, pero,
como siempre, acabó confesando.
—Sí, amo a Joe.
Sid silbó.
—Sabes meterte en líos bien gordos, ¿no? —Agarrando su vaso de la mesa, se reclinó—. ¿Qué vas a
hacer ahora? Y espero que no pienses que la respuesta sea vivir conmigo. Me caes bien, pero no tanto.
—Marcamos nuestros límites hace mucho tiempo, ¿recuerdas? Solo necesito un lugar para esta noche,
para poder volver a Richmond por la mañana. No sé el camino tan bien como para hacerlo a oscuras.
—¿Saben que estás aquí?
Beth dio unos golpecitos en el vaso del cual aún no había bebido.
—No creo. Lo último que dije antes de irme fue que me marchaba esta noche.
—Bien. Te traeré mantas para el sofá y luego llamaré a Joe.
—¿Por qué? —preguntó Beth, poniéndose en pie—. No quiero ver a ninguno de los dos.
—No te pongas nerviosilla, princesa. Si alguno de ellos decide ser un héroe e ir por ti, se merece
saber que no te has ido aún. —Levantó una mano para silenciar la protesta de Beth, y añadió—: Le dejaré
claro que ninguno de los dos se puede presentar en mi puerta si no quieren que les arranque las pelotas con
una llave inglesa.
La amenaza sonaba dolorosa y sincera.
—De acuerdo, pero, si se presentan, no pienso hablar con ellos. —No estaba lista para mirar a Lucas
a la cara de nuevo, pero no podía ignorar un rayo de esperanza de que Joe viniera por ella.
—Me parece bien —dijo Sid, alcanzando el teléfono—. Tengo suficiente vino y chocolate como para
estar aislada una semana. Si te vas por la mañana, creo que sobreviviremos.
El lunes siguiente, Beth volvió al trabajo. Se dispuso a comprobar el buzón de voz mientras esperaba
que se cargara el equipo informático. Como era de esperar, tenía un mensaje que le pedía que se presentara en
el departamento de Recursos Humanos lo antes posible.
Sabía que aquello iba a suceder. Si Cassie había tenido la cara de llamar a Lucas e informarlo de una
supuesta aventura, no habría mostrado ningún reparo en intentar que la despidieran. Era extraño, pero la idea
de perder su trabajo ya no la inquietaba. Durante el fin de semana, había decidido que tenía que hacer varios
cambios.
Abotonando la chaqueta de su traje azul, Beth llamó a la puerta de Rita Ramsey, directora de
Recursos Humanos de Bracken, Franks y Holcomb, S.L. Rita abrió la puerta y sonrió, invitando a Beth a
tomar asiento. Y aquella reunión fue decisiva en la vida de Beth. En ese momento ella tomó el control y
empezó a basar las decisiones que tomaba en lo que la hacía feliz a ella.
Cuando dejó a Rita, Beth fue directamente al despacho de Lucas. Sabía que estaba allí porque había
visto su automóvil en el espacio reservado al entrar en el garaje. Nada tan trivial como perder a su prometida
haría que Lucas Dempsey descuidara su trabajo. Una burbuja de resentimiento amenazaba con flotar a la
superficie, pero Beth la empujó hacia abajo.
No podía culpar a Lucas por su ambición, como no se podía culpar a sí misma de su falta de ella. No
había sido capaz de elegirla a ella antes que su trabajo hasta que pensó que estaba acostándose con su
hermano. Y entonces había conducido de vuelta a Anchor para sorprenderlos. El abogado en busca de una
prueba fehaciente.
Las cosas deberían haber acabado de una forma muy distinta. Independientemente de sus intenciones,
lo había herido. Siempre lo lamentaría. Su ayudante, Pamela, estaba al teléfono, así que Beth tocó en la puerta
y entró cuando oyó el «adelante» amortiguado desde el otro lado.
Lucas ni siquiera levantó la mirada al principio, solo dijo:
—¿Qué pasa, Pamela?
—No soy Pamela.
Levantó la cabeza como un resorte y un músculo de la mandíbula se le crispó. Corbata perfecta.
Camisa almidonada. Afeitado impecable. Lucas parecía tan compuesto como siempre, pero la ligera sombra
bajo sus ojos revelaba que había perdido tanto sueño como ella los últimos días. Ella se sintió mal por ello.
Él dejó el bolígrafo y se reclinó contra el respaldo.
—Tienes agallas, eso he de admitirlo.
Beth mantuvo alta la cabeza.
—Lo siento. —Él resopló, pero ella continuó—. Siento haberte hecho daño. Nunca fue mi intención
hacer daño a nadie.
—Es gracioso. Joe dijo algo parecido. ¿Os preparasteis las versiones juntos con antelación?
Ignorando la burla, dio un paso más y avanzó.
—He estado viviendo una mentira mucho tiempo. Quizá toda mi vida. Te convertiste en una víctima de
mi caos y, aunque me gustaría que las cosas hubieran sido distintas, no puede ser. No puedo cambiar el
pasado, pero sí puedo cambiar el futuro.
Tenía que ser justa.
—No me importa lo que pienses de mí, pero tienes que saber que tu hermano es inocente en todo esto.
Era mi amigo, eso es todo. Nunca cruzó la línea. Jamás. Te quiere, Lucas. No lo castigues por mis errores.
Lucas salió de detrás del escritorio, se apoyó en una esquina y se cruzó de brazos.
—Valerosa defensa. ¿Es eso todo?
Beth agarró el respaldo de la silla que tenía delante, luchando para controlar su ira.
—No soy una delincuente, no me trates como si lo fuera. He venido a decirte que ya no trabajaré aquí.
Él dio con sus palmas sobre el escritorio.
—No tienen motivos para despedirte. —Volvió a su silla y descolgó el teléfono—.
Cassandra Wheeler ya ha hecho suficiente daño.
—No me han despedido. He dejado el trabajo.
La mano se quedó inmóvil sobre las teclas, el receptor a mitad de camino hacia su oído.
—¿Qué has hecho?
Ella dejó la silla y empezó a juguetear con los botones de su chaqueta.
—Lo he dejado. No quiero trabajar en la abogacía. Nunca lo deseé.
El receptor volvió a su lugar.
—¿Qué vas a hacer?
Ella cruzó los brazos y dijo:
—Me he puesto en contacto con una antigua amiga de la universidad. Tiene una tienda de materiales
para artesanía y necesitaría ayuda para organizar las clases del fin de semana. Empezaré de nuevo. En
Boston.
Lucas se dejó caer en la silla.
—¿En Boston?
—Sí, un nuevo comienzo requiere una nueva ciudad. —Ella preferiría que el nuevo comienzo se diera
en determinada isla diminuta, pero eso no podía ser.
—Ya veo. —Volvió a agarrar el bolígrafo y lo empezó a golpetear distraídamente sobre la mesa—.
¿Cuándo te marchas?
—Aún tengo que arreglar algunos asuntos, pero me gustaría mudarme lo antes posible. Iré este fin de
semana para buscar apartamento.
—¿Tan pronto?
—Sí. —No había nada más que decir—. Te mereces la felicidad, Lucas. Espero que la encuentres. Y
espero que no pierdas la confianza en tu hermano. Él también se merece ser feliz. —Beth se volvió para irse,
pero Lucas la detuvo con una pregunta.
—¿Lo quieres?
Ella no podía contestar, pero tampoco podía mentir. Así que siguió caminando.
—Me lo tomaré como un sí. —Esas fueron las últimas palabras que oyó antes de cerrar la puerta.
CAPÍTULO 26
Beth había estado llorando intermitentemente más de una semana y eso le provocó el peor dolor de
cabeza que recordaba, cuando Lucas se presentó en su puerta. Tras su último encuentro, ella sentía muy poco
entusiasmo por verlo. Se sentía mal por haberlo herido, siempre se sentiría mal por ello, pero verlo le
recordó lo que había hecho. Y lo que había perdido.
O, mejor dicho, a quién había perdido.
—No estoy de humor para recibir visitas, Lucas, y tengo mucho que hacer. Sé que me los merezco,
pero no puedo llevarme otra descarga de insultos esta noche.
Pero Lucas se quedó en la entrada. Llevaba vaqueros y un polo rojo. Extrañamente inusual para su ex
prometido.
—No he venido a pelearme. Solo quiero hablar.
Beth suspiró.
—De acuerdo. Pasa. —Dejó que Lucas cerrase la puerta a sus espaldas y se dirigió a la caja de
pañuelos de papel. Los iba a necesitar en algún momento de la conversación.
—He estado pensando… —empezó a decir Lucas— y me he dado cuenta de unas cuantas cosas.
—¿De qué te has dado cuenta? —preguntó, aunque no estaba muy segura de querer oír la respuesta.
—Esto no ha sido todo culpa tuya.
Habría levantado los ojos al cielo en señal de incredulidad, si no hubieran estado tan inflados y
abotargados.
—Si vas a empezar a insultar a Joe, tampoco lo quiero oír. Ya te dije que todo era culpa mía.
—Déjame hablar. Estoy diciendo que yo también tengo algo de culpa.
Beth se dejó caer en un sillón, agradecida de que hubiera uno suficientemente cerca como para no
caerse en el suelo.
—¿Qué quieres decir?
Lucas pasó para sentarse en el sofá, pero los tres cojines estaban cubiertos de vajilla, ropa de cama y
libros. Ella debió haberse levantado para quitarlos, pero no tenía suficiente energía como para ser una buena
anfitriona en aquel momento.
Entonces se sentó en el borde de la mesa de centro.
—No estuve contigo. Y no me refiero a Anchor, sino a antes de eso. Dijiste que nunca te había
preguntado qué es importante para ti. —Se levantó y empezó a caminar de un lado a otro—. Me he vuelto
loco intentando recordar alguna vez en la que te preguntase lo que querías o dónde querías ir. Nunca lo hice,
¿verdad?
Beth se encogió de hombros.
—Me dejaste elegir el restaurante la noche en que nos prometimos.
Lucas se volvió a sentar, esta vez en el brazo del sofá.
—¿Por qué dijiste que sí?
¿Cómo le iba a responder sin hacerle aún más daño?
—Me gustaría pensar que porque eso era lo que quería. Porque te quería y quería ser tu mujer.
—Pero no es eso, ¿verdad? —Le hizo la pregunta sin ira ni recriminación. El corazón de Beth se
rompió un poquito más.
—No, no era eso. —Cerró los ojos, incapaz de mirarlo—. Desearía poder decirte que estaba
locamente enamorada de ti o que estar contigo me hacía feliz, pero no puedo… —Abrió los ojos y se quedó
mirándose las rodillas—. Me he pasado toda la vida haciendo lo que hacía feliz a los demás. Casarme
contigo te habría hecho feliz, así que dije que sí.
Lucas se arrodilló al lado de su sillón y le levantó la barbilla hasta que lo miró a los ojos.
—Me habría hecho muy feliz. Habría sido el tipo con más suerte del mundo… si me quisieras.
Por la mejilla de ella resbaló una lágrima.
—Yo quería que fuera así. Quienquiera que se case contigo va a ser una chica con suerte, Lucas
Dempsey.
Él esbozó una sonrisa ladeada.
—No si no pongo en orden mis prioridades. —Se puso en pie, y miró a su alrededor—. Así que te vas
de verdad, ¿eh?
—Sí, me voy —dijo Beth, limpiándose la nariz con un pañuelo—. Definitivamente aún no, pero no
tardaré mucho. —Señaló el sofá con una mano, y dijo—: Necesitaba algo para estar ocupada. Empaquetar
cosas me pareció una buena distracción.
—¿Una distracción para no pensar en Joe? —preguntó él, agarrando un trozo de periódico para
envolver un vaso.
Beth intentó no inmutarse al oír el nombre. Era como intentar no cerrar el ojo si te intentaban meter un
dedo.
—No hay nada en que pensar. Ambos acordamos que no podía haber nada entre nosotros.
—Acordasteis —dijo él—.¿Y cómo llevas tú eso?
—No muy bien —confesó, sonándose la nariz con ganas—. ¿Has hablado con él? Por favor, no se lo
recrimines. Patty dijo que siempre os habéis llevado bien. Sé que Joe quiere volver a llevarse bien contigo.
—No he hablado con Joe… desde la noche en que me puse en evidencia. —Lucas miró a Beth como
si estuviera esperando que se lo discutiera. Ella siguió callada—. Claro. Con mi madre sí que he hablado.
Dice que está muy mal. Que trabaja hasta el agotamiento y se enfrenta a cualquiera que tenga el mal juicio de
intentar hablar con él.
—Siento oírlo. —Aunque que lo sentía no era la palabra exacta. Se sentía aliviada de saber que él
estaba mal también. Culpable por ser la causa de aquel daño. Tentada de volver corriendo a Anchor y
abrazarlo.
—He oído que le hiciste mucho bien. Que hiciste renacer al antiguo Joe. —Otra hoja de periódico,
otro vaso envuelto—. El hombre que era antes de que Cassie lo masticara y lo escupiera.
Beth se quedó quieta, con el pañuelo a medio camino de la nariz.
—Deberíamos cambiar de tema.
Lucas colocó el nuevo vaso a la caja.
—Es hora de que hablemos claro. Tú amas a Joe. Él te ama a ti. Sería un imbécil si entorpeciera algo
así.
Negando con la cabeza, intentó eludir la tentación.
—No te haríamos eso. No podríamos. Me voy a Boston mañana y me instalaré de forma permanente
dentro de unas semanas.
Beth se levantó del sillón y le arrebató el trozo de periódico de la mano a Lucas.
—Joe lo superará y pasará página. Además, tiene todo lo que necesita. Su isla, su barco y su perro.
No me necesita a mí.
—Estás siendo testaruda —dijo él—. Tengo que admitir que no va a ser fácil veros a los dos juntos,
pero lo superaré. Tarde o tempano. No seas una mártir por mí.
¿Por qué se lo estaba poniendo tan difícil? Había pasado una semana convenciéndose de que ella y
Joe nunca podrían estar juntos. Había racionalizado todos los argumentos. Todos los pensamientos
desesperados de tipo «pero quizá si…». ¿No era consciente de que lo estaba haciendo más difícil?
—Tienes que irte —dijo ella de camino a la puerta—. Agradezco que hayas venido y me hayas dado
la oportunidad de explicarme. De verdad. Pero no puedo hablar de Joe. Eso ha terminado.
—Ya veo —dijo, reuniéndose con ella en el vestíbulo—. ¿A qué hora tienes el vuelo mañana?
—¿Por qué?
—Te puedo llevar al aeropuerto.
Conocía a Lucas suficientemente bien como para saber que usaría cualquier oportunidad para
defender su argumento. No le daría otra oportunidad.
—El vuelo no es hasta las siete de la tarde, así que estarás en el trabajo cuando tenga que irme.
Tomaré un taxi, no hay problema.
—¿Estás segura? Puedo salir temprano. —Lucas nunca había salido temprano en todo el tiempo que
había estado con ella. Quizá intentaba de verdad poner en orden sus prioridades.
—Estaré bien, gracias.
Pasó al recibidor y luego se dio la vuelta.
—Piensa en lo que te he dicho. Que ambos seáis desgraciados no va a hacer a nadie feliz y menos a
mí.
Y con ese pensamiento se despidió, dejando a Beth de pie con la puerta abierta, parpadeando ante un
recibidor vacío. Cuando recobró el juicio, dio un portazo.
—Me voy a Boston, maldita sea —le dijo al espejo que colgaba de la pared. La mujer de la nariz roja
que le devolvía la mirada no parecía convencida.
Siendo el fin de semana el Día de los Caídos, el programa de chárteres estaba completo, lo que tenía
a Joe ocupado en todo momento. Tanto trabajo debería hacer que no pensara en Beth, pero no era así. La veía
en pie junto a la barandilla o estirada en un banco de la cabina, llamándolo con el gesto de un dedo en su
dirección, invitándolo a unirse a ella. La mujer aparecía incluso en sus sueños, convirtiendo lo poco que
dormía en otra forma de tortura.
El jueves por la noche estaba ya exhausto, dolorido y listo para solicitar una lobotomía, si eso
conseguía sacársela de la cabeza. Se dejó caer en el sofá, se comió media porción de pizza con una lata de
refresco y se quedó dormido a mitad del partido.
Cuando sonó el teléfono antes del amanecer de la mañana siguiente, casi se cae del sofá antes de
darse cuenta de dónde estaba.
—¿Sabes qué hora es? —preguntó como saludo cuando pudo encontrar el botón de descolgar—. Son
las cuatro y media de la madrugada y tienes que empezar a hacer las maletas.
—¿Qué? —La voz parecía la de Lucas, pero eso no podía ser—. ¿Lucas?
—Se va a Boston a las siete de esta tarde. Si no la detienes, la vas a perder para siempre.
Quizá estuviera soñando. Joe se dio con el teléfono en la cabeza para despertarse. Se hizo daño. Se
volvió a poner el teléfono en el oído y oyó:
—¿Me estás oyendo? Se va.
—¿Quién se va?
—Beth, idiota.
Joe se incorporó e intentó aclararse las ideas.
—¿Adónde se va? ¿Me acabas de decir que la detenga?
En la línea se oyó una respiración exasperada.
—¿La quieres o no?
Si aquello era algún tipo de prueba, no tenía las funciones cerebrales para superarla.
—Sí, pero tú…
—Entonces ven y habla con ella antes de que sea demasiado tarde.
Aquello no tenía ningún sentido.
—No hace ni una semana me querías dar una paliza. Ahora me dices que vaya en su busca. Si esto es
una especie de juego estúpido, no voy a jugar.
—Fui un imbécil. No es la primera vez y probablemente no será la última —dijo Lucas—. Sé que no
estabais liados o al menos que nunca os fuisteis juntos a la cama. Nunca debí creer a Cassandra, pero algo
pasó entre los dos, ¿verdad?
—Sí, algo pasó.
—¿Es ella la mujer de tu vida?
Joe se pasó una mano por el cabello.
—Sí, pero no puedo…
—Tonterías. Haz una maleta, mete a ese perro en el Jeep y vente para acá.
Joe se sintió como si su vida hubiera zozobrado y le hubieran lanzado un salvavidas.
—¿Por qué lo haces?
—Porque Beth tenía razón. Te mereces ser feliz. Y ella también.
Después de dormir doce horas, Beth se sentía casi humana de nuevo cuando se despertó y fantaseó
con la idea de que la visita de Lucas había sido un sueño, pero los vasos que él había guardado probaban que
sí había estado allí. Con menos mucosidad en el cerebro, repasó el encuentro una y otra vez toda la tarde y
llegó a algunas conclusiones interesantes.
La conclusión número uno era que Lucas estaría bien. Aún era el hombre más dulce que había
conocido jamás y esperaba con ansia el día en que encontrara a la chica adecuada. Aunque ella no iba a estar
para conocerla.
La conclusión número dos llevó más tiempo de procesar. Joe estaba tan triste como ella, pero Beth
racionalizó que la mayor parte de su tristeza, si no toda, tenía que deberse a la creciente separación entre
Lucas y él. No podía ser infeliz a causa de Beth. Después de todo, no había acudido en su busca. Incluso
después de que supiera que aún estaba en la isla. No fue a tocar a la puerta de Sid.
Que era lo que ella esperaba.
No había luchado por ella. Ni siquiera la había defendido de las sórdidas acusaciones de Cassandra.
La había dejado hablar a ella sola. Defenderse ella sola. Decirle a Lucas cómo se sentía.
Entonces la verdad la golpeó como un cabezazo de Dozer.
Joe no la había defendido porque sabía que podía defenderse sola. Eso se lo había regalado él. Joe la
había enseñado a pensar por sí misma y, cuando llegó la verdadera prueba, se quedó en silencio mientras la
superaba con todos los honores. Se quedó al margen observando cómo ella encontraba sus alas y volaba sin
su ayuda.
Beth se dio de cabeza contra la mesa de la cocina y luego la movió de un lado a otro. Tonta, tonta y
tonta. No era ella la que se había encontrado a sí misma. Joe le había indicado el camino con enormes
carteles de neón y un mapa de carreteras. Y ni siquiera le había dado las gracias.
—Soy tan idiota —dijo, y el eco de las palabras rebotó en las paredes vacías—. Y ahora es
demasiado tarde.
Al darse de nuevo contra la mesa, otro ruido sonó en la puerta. Si era su taxi para el aeropuerto,
llegaba con una hora de antelación. Apartando los periódicos con las piernas fue hacia la puerta y la abrió.
—No estoy lista —dijo, y las palabras murieron en sus labios cuando Dozer retrocedió y gimió—.
¿Pero qué…? —No pudo seguir, mirando a los ojos de un azul intenso—. ¿Joe?
CAPÍTULO 27
—Hola —dijo él, como si aparecer en la puerta de su casa fuera algo natural—. Paseábamos por el
barrio. ¿Estás ocupada?
—No… Yo… —Abrió la puerta de par, indicándoles que entraran. Treinta millones de pensamientos
le pasaron a la vez por la mente. Quería abrazarlo y abofetearlo al mismo tiempo. Quería llorar y reír, gritar y
bailar. En lugar de eso, movió las toallas de baño y un montón de marcos de foto al suelo para que Joe
pudiera sentarse en el sofá. Él la siguió, pero se quedó de pie.
—He sido un idiota —dijo, y levantó una mano cuando ella intentó hablar—. Déjame hablarlo y luego
seguiremos nuestro camino.
¿Su camino? Aquel hombre estaba a seis horas de su casa.
—He sido un idiota al esperar que la vida siempre fuera como yo esperaba. Esperar que los demás
sigan mis propias elecciones, que vivan según mis reglas, pero he aprendido algo. A veces tienes que
renunciar a algo para conseguir lo que realmente te importa.
Respiró hondo mientras Beth contuvo la respiración. Observaba cómo movía la boca al hablar y
deseaba pasarle la lengua por aquellos labios carnosos suyos. Sintió que le entraba un calorcillo en el
estómago. O un poco más abajo.
—Tú eres lo que me importa, Beth. No una isla ni un barco ni nada más. Mientras te tenga a ti, tendré
todo lo que necesito.
¿Por qué estaba aún de pie? ¿Por qué no la tocaba?
—Sé que te mudas a Boston y me parece bien. Venderé el barco y alquilaré la cabaña. Boston tiene
puerto, ¿verdad? Habrá barcos. Encontraré trabajo allí.
—Espera. —Sus palabras atravesaron la neblina de lujuria que ella tenía a su alrededor—. ¿Qué?
¿Irte de la isla? No puedes irte de la isla.
Joe se acercó y le acarició las mejillas.
—Sí que puedo. Por ti puedo hacer cualquier cosa.
Él inclinó la cabeza y bajó su boca hasta la de ella, pero Beth se separó.
—No me estás escuchando. Yo no quiero vivir en otro sitio que no sea la isla. Te quiero a ti, a Dozer
y a Anchor. ¿Por qué íbamos a vivir en otra parte?
Los ojos azules parpadearon ante ella.
—¿Quieres vivir en la isla?
Ella le dio un golpe en el pecho.
—Por supuesto que sí. Amo esa isla. Casi tanto como te amo a ti. —Joe estaba atónito, y Dozer ladró.
Se inclinó para acariciarle el cuello y le dijo suavemente—: También a ti, Dozer.
Se puso de pie y rodeó con sus manos los hombros de Joe.
—No quiero que dejes la isla por mí. Quiero vivir allí contigo. El resto de mi vida. Si tú me aceptas.
A Joe se le dibujó una gran sonrisa en la cara, que revelaba aquel hoyuelo sexi.
—¿Cómo he tenido tanta suerte de conocerte? —preguntó.
Beth no pudo resistir la respuesta maliciosa.
—Siendo justos, Lucas me encontró. —Levantó una ceja y rápidamente añadió—: Pero tú fuiste lo
suficientemente inteligente como para ver mi yo verdadero. —Se puso más seria—. ¿Cómo puedo agradecerte
eso?
Rodeándola con sus brazos y acercándola a su pecho, le susurró al oído.
—Tengo algunas ideas. Y me parece que es un buen momento para empezar. —Joe separó un poco la
cabeza para mirarla y lo que ella vio en sus ojos hizo que su respiración se acelerara. Las largas pestañas
bajaron sobre los ojos azul oscuro y su miradase dirigió a la boca de ella. El corazón de Beth se ensanchó.
Aquel hombre era verdaderamente suyo.
Joe se inclinó y los párpados de Beth se cerraron. Lo que vino después fue una sobrecarga de los
sentidos. Lengua húmeda deslizándose entre labios abiertos. Aliento cálido que se mezclaba con el suyo
propio. Ángulos marcados que se acoplaban a sus curvas más suaves. El beso empezó como algo tierno y
Beth supo que aquello era lo que había estado buscando toda su vida. Aquello era como regresar a casa.
Pero su cuerpo se hizo más impaciente y, con un tirón de la manga de él y un gemido suplicante que
salía de un lugar profundo y desesperado, Beth hizo comprender a Joe que quería más.
Muchísimo más.
Las manos de Joe agarraron su cara, un pulgar calloso se deslizó por las acaloradas mejillas. Le
encantaba su sabor. Mentolado y fresco. Cálido y embriagador. Quemaba como el tequila y calmaba como el
whisky, haciendo que ella se sintiera borracha de deseo y pura lujuria. Cuando él detuvo el beso, ambos
estaban jadeando, agarrados el uno al otro como si no pudieran sostenerse solos. Él le pasó la lengua por la
mandíbula hasta llegar a su lóbulo. Beth se estremeció.
Una mano se quedó firme en la baja espalda mientras que la otra le agarraba el trasero. El calor
traspasaba el tejido vaquero y ella colocó los labios en el cuello de él.
—Pensé que nunca podría tener esto —susurró, saboreando el sabor de sal y calor y hombre—. Puede
que no tenga jamás suficiente.
—Espero que no —dijo él, levantándola del suelo hasta que sus piernas rodearon su cintura—. ¿Por
dónde se va al dormitorio? —Él hundió la nariz en su cuello y ella inclinó la cabeza para ofrecerle un mejor
acceso.
—El pasillo de la izquierda. Pero la cama está hecha un desastre.
—La ordenaremos.
Como si pesara menos que una pluma, Joe la llevó hasta el dormitorio, deteniéndose lo suficiente
como para apoyarla contra el quicio de la puerta y saborear sus labios una vez más. El calor se arremolinaba
en el estómago de Beth, las sensaciones invadían todo su sistema. Deteniendo el beso, se puso en marcha de
nuevo.
Beth miró por encima del hombro de Joe y vio que Dozer los seguía hasta el dormitorio.
—Joe —dijo, dándole un golpecito en el hombro.
Estaba ocupado mordisqueándole la barbilla, pero respondió con un gruñido grave.
—Es Dozer. —Le volvió a tocar el hombro.
Levantando la cabeza, miró hacia atrás.
—Lo siento, amigo, pero esto es cosa de dos. —Joe cerró la puerta con el pie, dejando al perro
anaranjado al otro lado.
—¿Estará bien ahí afuera?
—Si te preocupa mi perro, es que no estoy haciendo un buen trabajo. —Y, con estas palabras, Joe
puso su ética del trabajo al servicio de la tarea que lo ocupaba y ambos se deslizaron hasta el edredón
cubierto de margaritas—. Se supone que me tienes que demostrar tu agradecimiento.
La risita se le escapó sin poder evitarlo.
—Oh, me siento muy agradecida ahora mismo. —Le pasó una mano por el pelo y lo volvió a besar,
deslizando la lengua por la curva de su labio inferior—. Me encanta tu boca.
Jadeando, él se quitó la camiseta.
—Te va a gustar aún más cuando acabe esta noche.
Beth ronroneó y enredó sus dedos en el vello oscuro que cubría los sólidos músculos. Su piel le
quemaba los dedos y deseaba sentir la conexión en otros lugares.
—Tienes que quitarte esas botas mientras yo me ocupo de otras cosas.
Joe se apoyó sobre un hombro y pasó un pulgar por los labios de ella.
—Eres tan preciosa. No te merezco.
El amor que vio en sus ojos le hicieron saltar las lágrimas. Esta vez de felicidad. Desesperada por
relajar los ánimos, dijo:
—Lo siento. Ahora te tienes que quedar conmigo. —Joe sonrió y el corazón de ella dio una voltereta
dentro del pecho. Él se incorporó y empezó a desabrocharse las botas y ella aprovechó la oportunidad para
quitarse la camisa.
Deslizando sus manos sobre los hombros y bajándolas por el pecho del hombre, se deleitó con la
sensación de su piel caliente contra sus pechos. Con cada beso que le daba en los hombros, los músculos se
tensaban y saltaban como respuesta. Como atizando un fuego acumulado, sus dedos flotaron por los
abdominales de él bajando hasta el botón de sus vaqueros.
—Esas botas tienen que salir más rápido —dijo ella, mordiéndole el lóbulo del ojo.
Cambiando el peso de su cuerpo, se volvió y la atrapó contra la cama.
—Iré descalzo a partir de ahora. —Bajando como un águila sobre su presa, Joe la empezó a besar de
un modo salvaje y turbador, encendiendo su cuerpo como si de una pira se tratara.
En su cerebro se dispararon unas alarmas y el único pensamiento coherente que tuvo fue «Buena
forma de morir».
Clavó las uñas en su espalda, acercándolo más hacia ella. Exigiendo más. No parecía tener suficiente,
pero temía que un segundo más sería demasiado. Joe pasó a sus pechos, tomando un pezón entre los dientes, y
ella hundió las manos en su pelo.
—Ay, Dios mío.
Joe tiraba y las caderas de ella se separaron de la cama.
—Te gusta, ¿eh? —preguntó él.
No era el momento de hacer preguntas estúpidas.
—Mmm… —Eso era lo único que podía decir.
La risa profunda del hombre hizo vibrar su cuerpo entero. Sacó la pierna que tenía debajo de la de él
y encontró la parte que más deseaba. Él empujaba contra su muslo y cada roce con la bragueta hacía que se
endureciera más.
—Tenemos que quitártelos —dijo ella, tirando de la cinturilla de los pantalones.
Para su sorpresa, Joe bajó de la cama y un aire fresco le acarició la piel. Se quedó de pie frente a
ella, agarró la cremallera y Beth contuvo la respiración. Dejó de pensar. Sus hombros eran anchos y la figura
descendía hasta la estrecha cintura. El vello oscuro por el que ella había pasado los dedos se iba estrechando
y desaparecía unos centímetros bajo su ombligo.
Se le secó la boca. Con la cremallera bajada, deslizó las manos hacia un lado, pero luego se detuvo.
—Me los quitaré si tú te quitas los tuyos.
Cualquier intento de parecer seductora saltó por la ventana cuando vio el brillo de sus ojos.
Necesitaba quitarle esos pantalones y, si quitarse los suyos era la manera de lograrlo, lo haría. Rápido.
Bajándose los pantalones piernas abajo con un contoneo, agarró los bajos y los liberó de los pies en
dos tirones. Los pantalones cayeron al suelo. Volviendo rápidamente hacia la almohada, dejó una pierna
estirada, dobló la otra y dejó las palmas de las manos sobre la cama.
—Bien. Te toca.
Le costó aguantarse la risa, pero cumplió su promesa. Aunque ella llevaba braguitas lila claro con
encaje en el borde, él no llevaba nada bajo los vaqueros. Dejó caer los pantalones encima de las botas,
volvió hacia la cama y Beth se sintió mareada por falta de flujo sanguíneo. En el cerebro.
Se inclinó sobre ella, con una mano apostada a cada lado de su cabeza y ella observó el azul intenso
de sus ojos llenos de deseo. No había visto nada más excitante.
—¿Eres todo mío, de verdad? —preguntó, temiendo despertarse y encontrar que había sido un sueño.
—Todo tuyo. Para que hagas lo que quieras. —Se tumbó a su lado y ella comprendió el verdadero
significado de la frase «estar en la gloria». Le pasó un dedo desde el hombro al cuello, luego subió por la
vena pulsante de su piel bronceada y los pelillos que cubrían su mandíbula.
Quería explorarlo. Memorizarlo. Volverlo loco. Tomando su boca una vez más, deslizó una mano
entre ambos hasta que alcanzó el premio. El dio un grito ahogado junto a su boca y su cuerpo se sacudió al
tacto de ella. Jugando con la lengua de él, le mostraba lo que quería, disfrutando del poder que tenía en sus
manos.
Con los dientes apretados, alcanzó la mesilla de noche para sacar un pequeño paquete azul. ¿Cuándo
había puesto eso ahí? Por un momento pensó en su arrogancia al presentarse preparado, pero estaba
demasiado agradecida de que hubiera sido previsor como para decir nada.
Ya protegido, tiró de las braguitas hacia abajo, devoró un pezón agradecido al inclinarse para
sacárselas por los pies. Cuando Joe la cubrió, levantó las rodillas, acercándolo más al centro de su ser. El
beso se hizo más profundo y dejó a Beth jadeando de ganas, presionando con los talones el colchón.
Joe detuvo el beso, se incorporó un poco y se quedó mirándola fijamente. Al leer la pregunta que
había en sus ojos, ella asintió.
—Por favor, no puedo más.
No tuvo que decírselo dos veces. La penetró de un solo impulso y todo el mundo empezó a
desaparecer. Beth deslizó las uñas por la espalda de él, notando cómo los músculos se tensaban y cedían,
bailando bajo sus manos. Cuando llegó al trasero, tiró y empujó, apremiándolo. Encontraron un buen ritmo y
ella saboreó su lengua, le mordió el labio superior.
Él aceleró el ritmo, dejando la frente sobre el hombro de ella. Un agudo gemido quedó flotando a su
alrededor y Beth se dio cuenta de que ella era quien había emitido aquel sonido. Jamás le había ocurrido algo
así. Cuando hasta los dientes se le empezaron a estremecer, ancló sus tobillos alrededor de las caderas de Joe
para recibir sus fuertes embestidas.
Después de lo que podrían haber sido minutos u horas, su cuerpo se elevó sobre la cresta de la ola
con un «¡Oh, sí!» triunfal y Joe la siguió, con un rugido grave que le salió del pecho y sonó primario y
satisfecho. Cuando descendió sobre la cama, solo tenía un pensamiento en la mente.
«Tenemos que probar esto navegando.»
Y empezó a reírse.
Joe no podía dejar de mirarla. Boca abajo sobre la cama, con la sábana que apenas le cubría el
trasero. Aquella mujer era lo mejor que había pescado en la vida.
—¿Está feliz Dozer ahora? —preguntó ella, con voz aturdida pero satisfecha. Los rizos cubrían la
mejilla irritada por la barba de él. Tendría que afeitarse más a menudo para evitarlo.
—Está feliz, pero no tanto como yo. —Joe se quitó los vaqueros que se había puesto para sacar a
pasear a Dozer. Luego avanzó a gatas sobre la cama y le dio un beso justo donde acababa la sábana. Sabía
mejor de lo que él había soñado—. Espero que no creas que vas a dormir.
Mirando por encima del hombro, agitó el trasero por debajo de su nariz.
—No sé si me puedo quedar despierta. —Con un bostezo falso, añadió—: Tendrás que ayudarme.
Deslizándose junto a su cuerpo y provocando chispas al contactar piel con piel, Joe se tumbó a su
lado.
—Esto solo es el inicio de las actividades nocturnas. —Ella levantó las cejas, sonriendo desde la
almohada y él sintió una presión en el pecho.
—Te quiero, Beth. —Ya estaba. Lo había dicho. Tras guardarse esas palabras tanto tiempo, era un
alivio pronunciarlas—. Sé que puedo ser un gruñón y no muy bueno con los asuntos románticos, pero te voy a
demostrar todos los días lo que siento por ti.
Ella se apoyó sobre el costado y repasó su labio inferior con un dedo.
—Yo también te quiero, Joe. Y te voy a sacar de quicio por intentar hacer feliz a todo el mundo, pero
prometo mejorar en ese aspecto. Las antiguas costumbres.
—Nos haremos felices el uno al otro y al infierno con los demás. —Colocó una pierna sobre la
cadera de ella para atraerla bien hacia sí—. Gracias por amar mi isla. Y a mi perro.
Ella le rozó un pezón que se erizó o, mejor dicho, se erizó más.
—Gracias por animarme a defenderme sola. Y por venir por mí. —Se apoyó sobre un codo, y
preguntó—: ¿No estamos en el fin de semana del Día de los Caídos? Debes tener un montón de clientes
esperando.
Joe se dio la vuelta, quedando boca arriba, y llevándola con él hasta que la tuvo encima.
—Los pensamientos sobre los clientes desaparecieron cuando Lucas me llamó de madrugada para
decirme que viniera rápido hacia aquí y te atrapara antes de que marcharas. Hablando de eso… ¿No tenías
que tomar un avión?
Ella ignoró la pregunta.
—¿Lucas te llamó?
—A mí también me sorprendió. Cuando me desperté del todo, me di cuenta de que no era un sueño
extraño.
—Después de anoche, debí haber supuesto que haría algo así.
Joe dejó de besarle el cuello y la miró.
—¿Anoche?
Beth asintió, pasándole un dedo por la oreja.
—Vino y hablamos. Creo que fue una forma de cerrar el círculo para ambos. Y luego empezó a hablar
sobre ti y sobre mí. Dijo que debíamos estar juntos.
Mierda. Cuando Sid oyera aquello, estaría oyendo «Te lo dije» durante meses. Quizá años. Pero tener
a Beth en sus brazos compensaba un poco de burla de vez en cuando.
Beth se apoyó sobre el codo.
—Si estás aquí, ¿quién va a cuidar del barco?
—Encontré sustitutos.
Levantó una ceja.
—¿Quién puede sustituirte en tu propio barco de pesca?
—Pues Sid y Will.
Beth se rio.
—¿Sid y Will llevarán tus chárteres? —Jugó con el pelo de su pecho—. Una tripulación femenina. Me
gusta la idea.
Él volvió a darse la vuelta, colocándola bajo él.
—Pues déjate de ideas. —Le apartó el pelo hacia atrás—. Estoy más interesado en la chica con la que
estoy ahora mismo.
—Eso está muy bien —respondió, envolviendo con las piernas las caderas de él—. Porque esta chica
está muy interesada en ti.
Joe miró fijamente sus ojos verde oscuro un momento más, luego la besó en la base del cuello antes
de arrastrar los labios hasta bajar entre sus pechos. Tenía la piel tan caliente que se esperaría que fuera a
salir vapor. Deslizándose hacia abajo, acarició su ombligo con la nariz y le levantó un muslo para dejarlo
descansar en su hombro. A ella se le escapó un suspiro lleno de placer y expectación. Bajó más y ella hundió
las manos entre su cabello.
—¿He captado tu atención? —preguntó, soplando suavemente en su punto más sensible—. ¿O aún
estás cansada?
—No estoy cansada —gruñó ella, agarrando la sábana a ambos lados—. No pares.
—Nunca —dijo Joe. Y procedió a enviarlos a ambos de nuevo a las olas.
AGRADECIMIENTOS
No hay forma de que pueda agradecer debidamente a todas las personas que me han ayudado a llegar
donde estoy. Si intento nombrarlos a todos, no podré evitar olvidar a alguien. Y, sin embargo, allá voy. Las
novelas románticas siempre han formado parte de mi vida, pero escribirlas no formó parte de mi futuro hasta
que me enamoré de las obras de Eloisa James. Encontrar la Bulletin Board de Eloisa James en 2006 fue un
acontecimiento decisivo en mi vida y tengo una deuda de gratitud a la señora James por crear una comunidad
tan impresionante, abierta y generosa de lectoras y escritoras afines. Las mujeres que conocí entonces se han
convertido en varias de mis mejores amigas y no me puedo imaginar la vida sin ellas. A las Bon Bons, habéis
cambiado mi vida, y os lo agradezco.
Predestinados se basa en la ficticia Anchor Island, pero está completamente inspirada en la muy real
Ocracoke, una isla remota situada en las Outer Banks, accesible solo mediante ferri. Tuve el placer de
visitarla hace unos años y nunca he olvidado la experiencia. Me propuse recrear el encanto, la alegría y la
espiritualidad de esta maravillosa isla diminuta en las páginas de este libro y espero haberle hecho al menos
una pizca de justicia. Si después de leer Escrito en el destino desea visitar Anchor Island, prográmese un
viaje a la isla Ocracoke, de Carolina del Norte. No le puedo prometer que un pescador macizo y su amistoso
perro le saluden en el ferri, pero nunca se sabe.
Gracias a la asociación Romance Writers of America®, una organización de apoyo, educación y
recursos sin fin. Este manuscrito fue nominado finalista en el concurso Golden Heart® de la RWA en 2012
(¡Arriba las Firebirds!) y, desde el momento en que recibí la noticia, mis sueños de publicación empezaron a
hacerse realidad. La mía es solo una de muchas historias que siguen este mismo camino. Sin haberme subido
en el tren de la RWA, dudo que nada de esto estuviera pasando.
Doy gracias a mi agente, Nalini Akolekar, que me dio aquel «sí» que todo autor desea y luego
convirtió mi sueño en realidad. Gracias a mis editoras, Kelli, Lindsay y Becky. Soy mejor escritora por haber
trabajado con vosotras y siempre os estaré agradecida por haber apostado por mí y mis historias.
Y, ahora, mis piratas. Durante media década he estado surcando los mares editoriales con los mejores
piratas de la escritura del planeta. A Hellie (que se pasó años convenciéndome de que era escritora), Chance,
Marn, Sin, Hal, Scape, Donna y Lisa. Gracias por ayudarme a fregar las cubiertas y por estar siempre ahí, en
mares tranquilos o revueltos.
Gracias a mis lectores beta. Aquí es cuando olvidaré a alguien, así que ya sabéis quienes sois.
Vuestros comentarios, vuestro ánimo y vuestro apoyo no tienen precio. Y a mi hija, a quien va dedicado este
libro. Como he dicho antes, siempre serás mi mayor logro, el amor de mi vida y el ímpetu que alimenta todo
cuanto hago.