RELIGIÓN Y POLITICA
POR
RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
Sentido del orden político
Fue Donoso Cortés, en la última etapa de su vida, quien sos-
tuvo que toda cuestión política, que no fuera una mera combi-
nación entre candidatos al poder, tenía implícita una posición
religiosa. No era una simple expresión retórica hecha con el pro-
pósito de arrojar en un discurso la sombra del misterio metafísi-
co, era una de esas verdades cabales que nuestra época, asedia-
da por la superficialidad y la falta de atención, tiende con dema-
siada facilidad a no tomar en consideración. El orden político es
siempre un modo de resolver el problema de la convivencia
humana y éste no puede darse en toda su justicia, si no se con-
cede a Dios la parte que le corresponde. Recuerden lo que decía
Sócrates con respecto a su responsabilidad ante las leyes y la
visión teológica que tuvo de la autoridad. Algo parecido debió
pensar Fustel de Coulanges cuando nos aseguró, en su Ciudad
Antigua, que el hombre no presta obediencia a otro hombre si
detrás de su potestad no percibe la majestad del gobierno divi-
no. Dios es el único que puede imponernos su autoridad en la
disposición natural de las cosas o a través de los mandatos que
la tradición asegura como provenientes de su voluntad.
Si el hombre obedeciera al hombre —a uno, a la mitad más
uno o a la parte más preclara de una comunidad—, no se plan-
tearía nunca el problema de si esa voluntad concuerda o no con
nuestro concepto de justicia. Mientras admitamos la existencia de
un derecho natural, dependiente de un modo de ser del hombre
Verbo, núm. 363-364 (1998), 227-250 227
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tal como fue forjado por Dios, el poder que tiene sobre sus seme-
jantes —hijos, esclavos, súbditos o conciudadanos— será siem-
pre un poder vicario de cuya administración tendrá que dar cuen-
ta en el día del juicio, si no es emplazado por las circunstancias
a hacerlo con anterioridad.
Jean Paul Sartre daba un testimonio negativo de esta verdad
cuando movido por su coherencia, tan lógica como contraria al
comportamiento efectivo de las cosas, decía "que si Dios no exis-
te, hay por lo menos un ser cuya existencia precede a la esencia,
un ser que existe antes de poder ser definido por ningún con-
cepto, y este ser es el hombre, o, como dice Heidegger, la reali-
dad humana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la
esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuen-
tra, surge en el mundo, y que después se define. El hombre, tal
como lo concibe el existencialismo, si no es definible, es porque
empieza por ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya
hecho. Así, pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios
para concebirla" (1).
La dificultad de la posición sostenida por Sartre estalla en
cuanto la razón pretende clarificar el sentido de la existencia.
Decía Nimio de Anquín "que para evitar el desfondamiento, la
entidad existencial debe ser cerrada... la clausura hermética es
condición primordial de la existencia de la entidad".
No entro en los detalles técnicos filosóficos de la exégesis
que hizo de Anquín de esa clausura, indico solamente que si
el hombre es su proyecto y tal proyección tiene alguna posi-
bilidad de ser comprendida por otro hombre, es porque está
concebida racionalmente y sostenida por una voluntad al
servicio del proyecto. No hay ninguna necesidad de ser filó-
sofo para comprender que esa situación, en torno a la com-
prensibilidad o inteligencia del proyecto, introduce en la exis-
tencia toda la problemática de nuestra esencia espiritual. Para
ser consecuente consigo mismo esa actitud existencial no
tiene que tener ningún proyecto, ni ninguna razón que la
explique: "sin origen, ni destino trascendente, sin historia ni
(1) SARTRE, J. P., Sobre el humanismo, Sur, Bs. As., 1960, págs. 15-16.
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escatología: simplemente está allí, arrojada, en derelicción fun-
damental" (2).
Si invertimos el razonamiento de Sartre diremos que hay
Dios porque hay naturaleza y por esa razón nuestra "póiesis"
está doblemente necesitada de fundamentación teórica y prác-
tica. Teórica porque no se puede proyectar nada sin conoci-
miento de la realidad sobre la cual se piensa realizar un pro-
yecto. Práctica, porque ese proyecto en cuanto toma en con-
sideración nuestra propia realidad, debe dar cuenta y razón de
sus posibilidades concretas. ¿O cree Sartre que Jean Genet, ese
heróico superador de la inclinación natural del sexo, inventó
una forma nueva del orgasmo?
El hombre ha sido hecho por Dios para que lo conozca, lo
ame y lo goce en la vida eterna. Esta situación grava su con-
dición natural y lo ordena a Dios como a su fin último. Es una
relación óntica y afecta todas las dimensiones de la existencia
humana: personal, familiar y social. El orden político no puede
desconocer el fin metafísico de nuestra existencia sin crear una
situación de desviación y desmedro irreparable. Si quiere con-
cretarse efectivamente como un orden humano tendrá que
promover, en la medida de sus posibilidades, el acercamiento
a Dios del hombre para no ver desnaturalizada su propia rea-
lidad.
Además de ser una criatura dotada de una naturaleza
común, cada hombre realiza esa naturaleza en el marco de un
destino personal, irreiterable y único. La respuesta que debe
dar al espíritu le está señalada, desde el nacimiento, por el ori-
gen metafísico de su realidad espiritual.
En una afirmación de esta naturaleza es donde el pensa-
miento tradicional se aparta totalmente de la ciencia moderna
y corrobora, en alguna medida, la intuición de Guénon cuan-
do escribía que el punto de mira esencial de ese saber consis-
tía "en observar las cosas sin relacionarlas con ningún princi-
pio trascendente, como si ellas fueran independientes de todo
(2) D E ANQUIN, Nimio, Derelicti sumus in mundo, Acta del Congreso de
Filosofía, Mza., 1949.
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principio". El hombre moderno —añadía— "ignora, pura y sim-
plemente, cuando no llega a negar tales principios, de una mane-
ra más o menos explícita" (3).
La negación de la intervención divina en el acto de la forma-
ción del alma individual, no solamente supone ignorancia de eso
que es una substancia espiritual, sino que destruye la interven-
ción de la inteligencia en la faena de dar una explicación racio-
nal de la vida humana.
Metafísico por su origen y por su finalidad, nada relativo al
hombre puede ser explicado en un plano de motivaciones exclu-
sivamente temporales. Una politología, como se usa decir hoy,
que prescinda de esta doble referencia metafísica, es una perfec-
ta estupidez por dos razones: porque limita erróneamente el hori-
zonte de la existencia del hombre y porque lo hace con plena
conciencia y en la seguridad de obedecer a un sistema de ampu-
taciones querido y proclamado.
La política, como pensaba Platón, y en algunos momentos
Aristóteles, tiene que reconocer la existencia de un origen y de
un fin metafísico, de otro modo se organizaría en detrimento de
nuestra realidad cabal. El cristianismo ratificó y al mismo tiempo
perfeccionó esta intuición de la tradición pagana, tan espléndi-
damente reconocida por el platonismo. Las sociedades más anti-
guas también la reconocieron en el simbolismo de la unión del
cetro y de la tiara, del orden real y sacerdotal, dado en las viejas
monarquías y que emergió, son sin un cierto tufillo arqueológi-
co, en el culto al emperador romano.
Cristo es "Rexjudeorum", es decir, del pueblo elegido que, a
partir de la constitución de la Iglesia, se convierte en la asamblea
de todos los hombres de buena voluntad: "Gloria in excelsis Deo,
et in térra par hominibus bonae voluntatis".
El reino donde Cristo reinará eternamente con los suyos no
es de este mundo, pero en él se incoa. Una de las condiciones
esenciales para la existencia de la ciudad cristiana es que Cristo
impere y reine en ella como "sacerdos et rex".
Las palabras "Gloria et pax" se refieren a dos situaciones dis-
(3) GUENON, R., Mélanges, Gallimard, París, 1976, pág. 224.
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tintas que se integran sin rechazarse: la gloria futura del reino
definitivo y la pax propia de quienes gobiernan en la tierra con
la voluntad puesta bajo la férula de la divina providencia.
La teología cristiana habla también del Príncipe de las Tinie-
blas y lo designa con el título de "Rey de este mundo", palabras
que han sido entendidas como una condenación lisa y llana de
toda preocupación política, contradiciendo la enseñanza tradicio-
nal de la Iglesia que rogó, desde el comienzo de su peregrina-
ción terrena, por la buena gestión de los gobernantes. Las pala-
bras "este mundo" y "rey" están usadas en un sentido análogo y
aplicados a esa realidad mística que es la ciudad inicua formada
por la mala voluntad de los réprobos.
Sería absurdo pensar que aquellas dos ciudades de que
habla San Agustín no tienen su comienzo de realización en
este mundo y no se encuentran en él entreveradas en una que-
rella sin cuartel. San Agustín no las pensó solamente como
realizaciones exclusivamente escatológicas. Las vio aquí, en la
tierra, a cada una de ellas con sus designios propios e ini-
ciando el reino de Dios y el reino de los condenados, pero
desde acá, con todos los elementos adecuados para su implan-
tación final.
Dante lo vio también así, como por lo demás todos los cris-
tianos que han sido dotados del sentido de la fe. Cuando descri-
be el camino por el cual se va "nella città dolente", sabe perfec-
tamente que no es el mismo que conduce al Paraíso, aunque
ambos comiencen en la tierra y establezcan en ella el orden que
a uno y otro conduce.
El orden político, cristianamente hablando, no puede tener
otro sentido que crear las condiciones adecuadas para que el
hombre alcance en él su perfección y de esta manera se salve.
Pensar la política de otra manera es verla en la perspectiva de
una organización inicua que no puede ser sino destructiva.
Los cristianos concretos no siempre entendieron bien la pers-
pectiva escatològica en que se inscribía la ciudad cristiana y no
faltaron las voces angélicas que tomando algunas palabras de
Jesús, fuera del contexto doctrinal transmitido por la tradición
apostólica, le dieron una interpretación contraria a la instalación
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de un orden social positivo, convirtiendo a Cristo en ese dulce
anarquista que tanta tinta hará derramar a los que acusan a la
Iglesia de ser refractaria a una sana convivencia política.
Inculpaciones de Celso
La primera inculpación que hace Celso a los cristianos, según
la recepción que de sus reproches nos legó Orígenes, es la de que
éstos formaban entre sí asociaciones secretas penadas por la Ley.
Pasaba de inmediato a echarles en cara su origen bárbaro, hacien-
do de la verdad, la revelación y el derecho, realidades culturales
dependientes totalmente de la condición de griego o de latino y
también, como legítima consecuencia, de judío. Afirmaba que el
cristianismo estaba lleno de fábulas que solamente podían aumen-
tar la credulidad de la gente vulgar y grosera. No era una luz
sobrenatural capaz de iluminar el campo del pensamiento griego,
sino un centón de patrañas tomadas de diversas fuentes y urdidas
con el propósito de engañar a gentes de modesta inteligencia.
Reconocía Celso que había entre los cristianos "hombres
moderados, equilibrados e inteligentes que estaban dispuestos a
explicar sus creencias empleando un método alegórico". Nada
dice Orígenes con respecto a la situación de estos cristianos, pero
ese amor a las alegorías a que se refiere Celso, despierta la sos-
pecha de que se trataba de herejes gnósticos. Daban una versión
puramente alegórica de los misterios y reservaban para sí y su cír-
culo la explicación conceptual.
La recriminación que puede tener un sentido político es la
que se funda en el modesto origen nacional de Jesús. Comparado
con aquel Seripio de que habla Platón en la República, era Jesús
no solamente hombre oscuro, sino miembro de un pueblo sin
relieve. Había visto la luz en una aldea que no tenía el privilegio
de ser helénica, ni el honor de haberse destacado en una acción
sobresaliente. A esta miserable alcurnia unía, el fundador del cris-
tianismo, la pobreza de su condición familiar. A todas esas infa-
mias añadía Celso la de haber sido Jesús una suerte de jornalero
en las tierras de Egipto.
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La defensa de Orígenes es un libro pasablemente largo y en
el cual el genial escritor cristiano hace una refutación prolija de
los cargos hechos por Celso a los cristianos. Sería excesivo inten-
tar resumir en unos párrafos lo esencial de esta réplica. Seña-
lamos, como elemento principal, que para Orígenes el misterio
de Cristo debía ser comprendido con criterios teológicos y no
meramente humanos como pretendía Celso. Este error de pers-
pectiva lo llevó, inevitablemente, a deformar los hechos y a dar
una interpretación errónea de su mensaje.
"No, Jesús habló como maestro de la doctrina acerca del Dios
supremo, del culto que se le debe y de toda la materia moral, que
puede unir con el Dios de todas las cosas a quienquiera viva
como Él enseña" (4).
Los reproches de Celso han aparecido reiteradamente en la
historia de nuestra civilización y el caso de tal repetición sugiere
dos explicaciones diferentes: unos encontraron en el cristianismo
una espiritualidad no sólo diferente a la greco-latina, sino intrín-
secamente opuesta y enemiga. Otros defendieron exclusivamen-
te una mentalidad racionalista que volvía por sus fueros en cuan-
to la fe se debilita por una deformación sentimental del Evangelio
o simplemente porque quedaba reducida a la medida de aspira-
ciones demasiado humanas.
El más inteligente de los modernos continuadores de Celso
fue, sin lugar a dudas, Federico Nietzsche. Después de él, la
retahila de los reproches al cristianismo ha tomado un carácter de
estado fijo, de situación intelectual reiterada y monótona sin
alcanzar, en ningún momento, la hondura que tales inculpacio-
nes tuvieron en el Solitario de Sils Marie.
Todo parece jugarse en la relación del hombre con las fuer-
zas naturales y el cristianismo es condenado por su supuesta
negación frente a la alegría, al sexo y al disfrute de los bienes
terrenales. Como si éste hubiera rechazado para siempre la belle-
za, el coraje, la generosidad y la grandeza del alma, en beneficio
de las actitudes morales que rebajan, humillan y limitan. Ética de
esclavos en la época de Celso, de resentidos y fracasados en el
(4) ORÍGENES, Contra Celso, B.A.C., Madrid, 1967, pág. 66.
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tiempo de Nietzsche, se convierte hoy en la escuela de aquellos
que tienen algún impedimento físico para lucir un priapismo efi-
caz y contundente.
Nietzsche escribía en su Voluntad de Poder: "¿Es que con la
moral se ha hecho imposible la afirmación panteísta de un sí
dado a las cosas? En el fundamento y en el hecho sólo el Dios
moral ha sido refutado y superado. ¿No hay ningún sentido en
pensar que hay un Dios que está más allá del bien y del mal?".
Nietzsche también ha sido interpretado de diferentes mane-
ras y su crítica al cristianismo ha seguido la suerte de todo su sis-
tema, si es que puede hablarse de tal cosa en un pensador tan
poco aficionado a proponer sus ideas en un riguroso plantea-
miento metodológico. Sus continuadores, menos complicados,
han tomado tan en serio el certificado de defunción que
Nietzsche extendió a Dios, que comienzan a barruntar la posibi-
lidad de inventar nuevos mitos que pongan otra vez de pie a los
extintos dioses del olimpo.
"El dios muerto de que habla Nietzsche no es más que un
cadáver entre otros —sostiene Alain de Benoist—, y ese cadáver
no tuvo nunca nada de divino: ¡ese dios fue muy pronto trans-
formado en dios de los filósofos! Cuando se dice que el paganis-
mo estaba muerto antes del triunfo cristiano, se dice una verdad
a medias; es claro que sin la declinación de la fe ancestral, nin-
guna religión nueva se podía implantar. Pero olvidan decir que,
por eso mismo, el cristianismo ha ocultado a Europa la verdad
del abismo dejado por la partida de los antiguos dioses, y por eso
se ha ocultado a Europa la posibilidad de hacerlos volver. Ese
hueco abisal se manifiesta y, como escribe Miguel Maffesoli:
hablar de la muerte de dios es dejar su posibilidad a los dio-
ses" (5).
Total, para todos estos nuevos paganos, la muerte, la huida y
el arribo de los dioses se resuelve en la inmanencia de la imagi-
nación creyente y tales "hieromaquias" son simples juegos de fan-
tasía literaria que así como descarta mitos, inventa otros nuevos
(5) BENOIST, Alain de, Comment peut on en étrepaiën?, Albin Michel, Paris,
1981, pig. 270.
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y se prenda de ellos hasta el punto de no admitir que no son
meros juegos.
La tarta a la crema de estas fabulaciones religiosas es el justo
temor a la democracia totalitaria que los neo paganos consideran
una consecuencia ideológica del cristianismo y los judíos un
colofón inevitable de la herencia política griega. Puesto en la
situación de un cristiano que reflexiona, considero ambas postu-
ras como sendos errores que remiten a una fuente común: el evo-
lucionismo inmanentista.
Lo curioso es que tanto los pretendidos neo paganos, como
Alain de Benoist o el no menos refinado "vetero testamentario"
Bernard Henry Lévy, trasudan al universitario europeo alimenta-
do con la leche y la miel del hegelianismo.
San Agustín debió hacer frente a impugnaciones semejantes
pero que nacían, en ese primer cuarto del siglo v, del temor ins-
pirado por los bárbaros. Alarico había saqueado Roma en 410 y
los raquíticos habitantes de la urbe, que sentían sobre sus estre-
chos hombros el peso del Imperio, buscaban un chivo emisario
para que cargase con el desmedro de la virilidad romana.
Los cristianos estaban allí, en el seno de una comunidad
sacrificial que cultivaba una ética válida para todos los hombres
y la pretensión de hermanarlos en un mismo espíritu de amistad
caritativa. ¿No sería esa moral altruista la que impedía el ejercicio
de un sano egoísmo nacional y la formación del temple capaz de
hacer buenos soldados? La diatriba se presenta fácil y como
seguía el rumbo trazado por la ironía de Celso, los exangües
representantes del paganismo imperial no tuvieron más que resu-
citar los socorridos reproches y ponerlos al día con algunas
modestas variaciones.
La Ciudad de Dios fue la réplica de Agustín, posición que
reforzó en una buena cantidad de sermones y en no pocas car-
tas de su nutrido epistolario. En ellos expugna una y otra vez las
acusaciones paganas y auspicia la formación de los criterios que
servirían, siglos más tarde, para la instauración de la caballería
cristiana.
La ética cristiana no rechaza la moral natural. La perfecciona
con los carismas de la Gracia santificante: la fe no impide el ejer-
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cicio egregio de la inteligencia, ni la esperanza el de la volun-
tad. Tampoco la caridad obstaculiza la obra de la justicia o el
crecimiento de la fortaleza. A este respecto escribía Agustín en
la Ciudad de Dios algo que todos los cristianos deben leer cada
vez que los asalta la tentación de lamentar tontamente la pérdi-
da de vidas en los encuentros guerreros u otras vicisitudes
lamentables:
"El fin de la vida hace que sean una misma cosa la vida larga
o breve; porque ni un extremo es mejor, ni otro es peor, ni uno
es más largo ni otro es más breve, de aquello que por un igual
ya no es. ¿Qué importa el linaje de muerte con que esta vida
acaba, si aquel para quien se acaba no se ve forzado a morir otra
vez? Y siendo así que a cada mortal le amagan, en cierta mane-
ra, en los cotidianos azares de la presente vida, muertes sin cuen-
to, siendo siempre incierto cuál de ellas es la que le ha de sobre-
venir, y pregunto si no será mejor sufrir una muriendo que no
temerlas todas viviendo. No ignoro cuánto más fácilmente se opta
por vivir largos años bajo el temor de tantas muertes que, murien-
do de una, no temer en lo venidero ninguna. Pero una cosa es
lo que el sentido de la carne, flaco como es, cobardemente rehu-
sa, y otra lo que la razón de la mente bien templada convence.
No se debe tener por mala la muerte, sino lo que sigue a la muer-
te, así que no deben curar mucho los que necesariamente han de
morir de qué accidente morirán, sino del lugar donde los empu-
jará la muerte".
No entro en el desarrollo de una fácil apología que ha sido
hecha muchísimas veces y tendrá que rehacerse otras tantas, por-
que parece que la tentación de dar una interpretación resentida
del cristianismo acecha tanto a los seguidores como a sus oposi-
tores. No es la ética cristiana la que se presta a esta confusión, es
el hombre mismo quien trata siempre de enmascarar sus vicios
con pretextos virtuosos y proponer sus defectos con el ropaje de
una virtud simulada. Así la impotencia toma fácilmente el disfraz
de la castidad, la astucia el de la prudencia y el gusto por el blan-
do goce de las cosas adquiere sin esfuerzo una apariencia de
beatería pacifista.
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RELIGIÓN Y POLÍTICA
Sentido religioso del Evangelio
La razón del subtítulo puede parecer un poco obvia, pero es
precisamente por eso que conviene insistir en el carácter teológi-
co de las verdades allí expresadas para no confundir el nivel del
mensaje de Cristo y tomarlo por lo que no es. Estudiosos de la his-
toria de las ideas políticas han creído advertir en el Nuevo
Testamento formulaciones conceptuales que auspiciarían el adve-
nimiento de las futuras democracias, en cuanto esas mismas expre-
siones se hubieren despojado de sus oscuridades teológicas.
Los defensores ardientes de la igualdad social suelen tomar
algunas indicaciones de Pablo como si fueran el texto de una
proclama en donde se propusiera la eliminación de todas las
desigualdades y jerarquías acumuladas por la historia, la raza y el
sexo. Una cosa así sería pura estupidez y no habría en tal recla-
mo otro mérito que una proposición utópica. San Pablo jamás
defendió la igualdad política, ni suprimió las desigualdades socia-
les auspiciadas por el ejercicio natural de los diversos talantes. La
sociedad, como dirá más tarde la escuela aristotélico-tomista, es
una unidad de orden y éste supone la existencia de partes dis-
tintas y desiguales que concurren, precisamente en razón de la
desigualdad de sus componentes, a la constitución de la armonía
política.
Esos democráticos lectores de San Pablo confunden dos nive-
les de apreciación que conviene distinguir con alguna prolijidad,
para no convertir el cristianismo en el abuelo de las modernas
ideologías como quieren, por diferentes razones, la vieja izquier-
da y la nueva derecha. La doctrina cristiana enseña claramente
que para merecer el Reino de Dios no se toman en cuenta los
órdenes de las preladas temporales, pero sin abrir juicio sobre la
bondad o maldad de tales jerarquías, ni negar el valor que pue-
dan tener en la organización de la ciudad terrena. El Reino de
Dios está igualmente disponible para el esclavo o para el empe-
rador, para el pobre y el rico, para el rústico o el intelectual, para
el hombre o para la mujer, siempre que respondan positivamen-
te a la invitación del Espíritu Santo.
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
Existen dos parámetros para medir los méritos del hombre: el
que hace a su vida temporal y a su situación en el orden social
y el que toma en consideración la abundancia y la generosidad
con que se ha respondido a la gracia santificante. Ambos son per-
fectamente válidos y, al mismo tiempo, claramente destintos. La
distinción no supone oposición ni contradicción, pero en ambos
casos se destaca un orden jerárquico diferente que señala las
desigualdades existentes en la vida temporal y en la vida eterna.
Se preguntaba Santo Tomás en su Summa Theologica, Prima
Pars, q. XII, art. 6: "Utrum videntium essentiam Dei unus alio per-
fectius videat". Comenzaba su respuesta concediendo a los parti-
darios de la igualdad en el Reino de Dios la verdad de su pues-
ta y aducía en favor del tal postura la afirmación joánica: "Vide-
bimus eum sicut est".
El bien absoluto es ofrecido a la visión de todos por igual, la
igualdad en la bienaventuranza eterna parecía discurrir por sí
sola. Añadía a esta opinión lo que dice San Agustín en su libro
Octogínta trium quaestiones, "que todos aquellos que verán a
Dios en su esencia lo entenderán en su esencia" y cómo ésto,
aparentemente, no puede suscitar prioridades y posterioridades,
se entiende que todos verán a Dios por igual. Nada más lógico.
No obstante, surge un problema, no en cuanto al objeto de la
visión beatífica que es el mismo para todos, sino en cuanto a la
intensidad y a la perfección con que cada uno participa de esa
visión.
Sucede una cosa análoga con otros bienes espirituales acce-
sibles al "homo viator": una ciencia, un concierto, una lección, un
poema, es exactamente el mismo para todos cuantos la estudian,
la escuchan, la atienden y la leen, pero la capacidad participati-
va de cada uno varía en función de su inteligencia, su prepara-
ción, su atención y la calidad de sus intereses espirituales. Por
eso afirma Santo Tomás, refiriéndose a la visión de una cosa, que
la desigualdad en su contemplación puede suceder de dos mane-
ras: por parte del objeto visible o por parte de la potencia visiva
de quien mira. En el caso de la visión de Dios excluye el primer
caso, dado que es la misma esencia de Dios la que contemplan
los bienaventurados y no una imagen hecha a su semejanza,
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RELIGIÓN Y POLÍTICA
como aquella que se refleja en la retina para el caso de las cosas
sensibles. Si uno ve a Dios mejor que otro, no es debido a la
superioridad de su potencia intelectiva, dado que la capacidad de
ver a Dios no compete al intelecto creado según su naturaleza:
"sed per lumen gloriam, quod intellectum in quadam deiformita-
te constituit, ut ex superioribus patet. Unde intellectus plus parti-
cipans de lumine gloriae perfectius Deus videbit. Plus autem par-
ticipaba de lumine gloriae, qui plus habet de caritate: quia ubi es
maior caritas, ibi est maius desiderium; et desiderium quodam-
modo facit desiderantem aptum et paratum ad susceptionem
desiderati".
Es lógico suponer que si nuestra naturaleza caída no tiene
ningún mérito especial con respecto al orden sobrenatural,
Dios la elige y la eleva según su arbitrio soberano, haciéndola
participar de su gloria eterna sin tomar en consideración nin-
gún mérito terreno capaz de plantear desigualdades en la com-
templación de Dios. No hace falta ser un teólogo para com-
prender que el igualitarismo no ha sido indicado por la Iglesia
Católica, sino por las herejías protestantes, y es sobre ella sobre
la que deben recaer los denuestos de Nietzsche y sus pedi-
secuos.
Advertía Chesterton contra los agravios contradictorios que se
solían inferir al cristianismo según el punto de mira que adopta-
se para criticarlo. Con respecto a sus enseñanzas políticas ocurre
algo semejante: los orgullosos discípulos de Nietzsche atacan su
igualitarismo, en cambio, los igualitarios alumnos de Marx dela-
tan su esclavismo. Efectivamente, la Iglesia, en su hora, no plan-
teó el problema de la esclavitud como si fuera una cuestión social
que debía dirimirse de acuerdo con un planteamiento político. Lo
vio desde su altura teológica y religiosa y consideró que debía ser
en esa dimensión donde se debía plantear y resolver la cuestión
del esclavo.
La esclavitud existía. Era un hecho pavoroso que dependía
más de un accidente, de una desdicha personal, que de una situa-
ción social. Platón estuvo a punto de ser vendido como esclavo
y el príncipe Espartaco lo fue efectivamente luego de una guerra
infortunada.
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RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
El cristianismo ni aceptó ni rechazó la esclavitud desde una
perspectiva exclusivamente social. El hombre convocado por
Dios debía dar una respuesta positiva a la invitación del espíritu
cualquiera fuere la situación en que se hallare: emperador o
esclavo. Pero desde el preciso momento en que era engendrado
en las aguas del bautismo, era para Dios tan libre como cualquier
otro y sus merecimientos para el Reino de Dios debían ser medi-
dos con la vara de la caridad. Lo dice Pablo en su carta a File-
món cuando le devuelve al esclavo Onésimo:
"El cual te vuelvo a enviar; tú, pues, recíbelo como a mis
entrañas. Yo quisiera detenerle conmigo, para que en lugar de tí
me sirviese en las prisiones del Evangelio; mas nada quise hacer
sin tu consentimiento, porque tu beneficio no fuese como de
necesidad, sino voluntario. Porque acaso por esto se ha apartado
de tí por algún tiempo, para que lo recibieses para siempre. No
ya como siervo, antes más que siervo como hermano amado,
mayormente de mí, pero cuanto más de tí, en la carne y en el
Señor" (6).
Sería aventurado pensar que el cristianismo hizo de la escla-
vitud un mal negocio, pero si se afina un poco el entendimiento
y se observan los hechos "cum granus salís", el espíritu que la
Iglesia Católica creó entre los amos hacía del esclavo más un pro-
blema que un instrumento de trabajo. Para un cristiano celoso de
su condición de tal el esclavo llegó a ser una responsabilidad
muy grande. Debía preocuparse no sólo de su salud física, sino
también del destino de su alma. Llegó un momento en la socie-
dad cristiana en que la esclavitud se convirtió en una pesada
carga y los amos trataron de librarse de ellos en cuanto pudieron,
convirtiéndoles si no en hombres libres, en siervos que pudieran
ganar su sustento y decidir de su destino eterno por su propia
cuenta.
Reconozco que esta versión de la historia es la menos edifi-
cante para los cristianos en general, pero probablemente haya
sido la más concurrida, dado que otras, de sesgo más generoso
y heróico, no estaba al alcance de los espíritus comunes.
(6) PABLO, A Filemón, I, 12-16.
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RELIGIÓN Y POLÍTICA
Autoridad, ley y Gobierno
Es poco serio acusar ai cristianismo de desdeñar las autori-
dades legítimas, desafiar la ley o hacer imposible el gobierno,
porque se desestiman los recursos que éste debe emplear para
respaldar el ejercicio de su potestad. La historia de la Iglesia
Católica desmiente estas aseveraciones fundadas, la mayor parte
de las veces, en una arbitraria separación entre el magisterio ecle-
siástico y los denuestos proféticos contra los abusos de un poder
que no reconocía la Ley de Dios.
En la historia de la Iglesia Católica hay que saber distinguir
con claridad las condiciones impuestas al ejercicio de su libertad
por situaciones históricas adversas o por lo menos no totalmente
favorables, de aquellas otras que irán saliendo a luz cuando su
influencia espiritual se haga sentir con toda su fuerza y en la ple-
nitud de sus exigencias.
Los primeros cristianos predicaron su fe en un medio polí-
ticamente pagano y generalmente mal dispuesto para aceptar
una religión que se negaba a incorporarse al panteón de los
dioses antiguos. La intolerancia monoteísta del cristiano cho-
caba con la apertura religiosa romana. Esta situación explica
por qué razón muchos cristianos miraban con desconfianza el
valor de la pax romana y no estaban muy bien dispuestos a
rogar por las autoridades qué hacían posible el respeto de la
ley gentil.
En tiempos de Jesús las últimas subversiones contra la Loba
agitaban el fondo de los sentimientos nacionales judíos. Muchos
de ellos vieron en Cristo una suerte de caudillo que los libraría
de Roma. Dice Juan Evangelista: "Intentaron llevarle por la fuer-
za y levantarle por Rey" (7).
Esta aspiración nacional llenó de espanto a los saduceos que
negociaban con Roma y veían peligrar su comercio en una gue-
rra desventurada. En ellos surgió la idea de comprometer a Jesús
ante las autoridades del Imperio ocupante e incoarle un proceso
(7) JUAN, VI, 14-15.
241
RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
por rebelión. Con este propósito le propusieron aquella pregun-
ta de si era lícito pagar a César el tributo, a la que respondió
Nuestro Señor:
"¿Para qué venís a tentarme? Mostradme un denario para
verlo. Presentáronselo, y Él dijo: ¿De quién es esta imagen y esta
inscripción? Respondiéronle: Del César. Entonces replicó Jesús y
díjoles: pagad pues al César lo que es del César y a Dios lo que
es de Dios" (8).
Las palabras fueron claras y expresaron de manera inequívo-
ca la aceptación de la autoridad civil vigente, sin plantear para
nada el tema nacional judío. San Pablo, en su epístola a los
Romanos, abunda en consideraciones semejantes:
"Toda persona está sujeta a las potestades superiores, porque
no hay potestad que no provenga de Dios, y Dios es el que ha
establecido las que hay, por lo cual quien desobedece a las
potestades, a la ordenación de Dios desobedece. De consiguien-
te, los que desobedecen, ellos mismos se acarrean la condena-
ción. Las príncipes no son de temer por las buenas obras que
hagáis, sino por las malas. ¿Quieres tú no tener que temer nada
de aquél que tiene poder? Pues obra bien y merecerás de él ala-
banza, porque es un ministro de Dios para tu bien. Pero si obras
mal tiembla, porque no en vano se ciñe la espada, siendo como
es ministro de Dios, para ejercer su justicia castigando al que obra
mal. Por tanto, es necesario que le estéis sujetos, no sólo por el
temor del castigo sino también por conciencia. Por esta misma
razón pagáis también los tributos, porque son ministros de Dios,
a quien en esto mismo sirven. Pagad, pues, a todos lo que se les
debe: al que se debe el tributo, el tributo; al que impuesto, el
impuesto; al que temor, temor; al que honra, honra" (9).
El fundamento de una vida humana plena y armoniosa es la
paz, la concordia del reino. El desgarramiento interior producido
por la desobediencia a las leyes y la discusión del principio de
autoridad era un problema constante para los romanos que cus-
todiaban el comportamiento de Israel. La agitación nacional era
(8) MARCOS, X I I , 1 3 - 1 7 .
(9) ROMANOS, X I I I , 1 - 8 .
242
RELIGIÓN Y POLÍTICA
constante y no faltaba nunca un descendiente de David para dar
pábulo a un movimiento armado. Este estado de cosas inspiró a
Pablo un doble cuidado: evitar la exaltación de un sentimiento
exclusivamente judío que redujera el mensaje de Cristo a un sim-
ple problema nacional, y auspiciar un entendimiento con Roma
para abrir una perspectiva de encuentro ecuménico.
Antes que el Espíritu Santo los iluminara con respecto al sen-
tido profundo que debían dar a la predicación de Jesús, muchos
judíos entraron en el cristianismo impulsados, quizá, por un celo
nacional patriótico. Era muy lógico que vieran en Roma la pro-
tectora de la idolatría y que sintieran por ella una aversión incon-
tenible, sin comprender que la nueva fe se dirigía tanto a los gen-
tiles como a los hijos de Israel.
Roma era la ley, el orden. No un orden inicuo, sino el único
que hacía posible una garantía de convivencia civilizada entre
naciones distintas. El cristianismo proponía algo semejante en el
terreno de la fe religiosa y se puede decir que Roma preparó las
condiciones naturales para que la propagación del Evangelio
fuera un hecho posible.
Las autoridades responsables de la Iglesia naciente compren-
dieron pronto lo que el imperio significaba para la extensión y la
propagación de su doctrina. Se dieron cuenta de que la espada
sostenida por Roma no era el arma de una horda movida por la
violencia, sino el instrumento militar de un orden jurídico, de una
regla de civilización humana, capaz de ser bautizada en cuanto
los emperadores comprendieran la verdad de su religión. El
Misterio de la Encarnación seguía su místico progreso y de los
hombres individuales marchaba hacia la asunción de las formas
sociales. Este último camino pasaba por Roma, no por Israel.
Pedro, que había elegido por centro de la Iglesia la capital
del imperio, escribió en su primera carta encíclica a las comuni-
dades del Asia Menor:
"Estad, pues, sumisos a toda humana criatura por respeto a
Dios, ya sea el Rey, como que está sobre todos; ya a goberna-
dores, como puestos por él para castigo de los malos. Pues esta
es la voluntad de Dios, que obrando bien tapéis la boca de la
ignorancia de los hombres necios. Como libres, más no cubrien-
243
RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
do la malicia con capa de libertad, sino como siervos de Dios.
Honrad a todos, amad a los hermanos, temed a Dios, respetad al
rey" (10).
Harnack, con ese olfato especial que tienen los protestantes
para percibir con regocijo el aroma de la rebelión, escribía "que
los cristianos de la primera centuria se sentían ajenos al mundo
y por ende al Estado. Ponían su fe en un mensaje sobrenatural
que les decía que eran ciudadanos de un reino celestial, que este
mundo pronto terminaría y el nuevo reino, el visible reino de
Dios sobre la tierra, comenzaba" (11).
No examinaré con detenimiento el juicio de Harnack, que en
general reposa sobre una idea demasiado subjetiva de eso que es
la religión y como la hace depender, en cada situación histórica,
de la representación que la gente se hacía de ella, no existe la
menor posibilidad de confrontar esas variaciones con parámetros
objetivos válidos para siempre.
Las cartas de los apóstoles, las recomendaciones de San
Clemente y las posteriores reflexiones de los apologistas no alien-
tan esa opinión. Paul Tillich, tan protestante como Harnack, lo
reconoce: "Ya en Clemente de Roma encontramos esbozos de la
idea de la sucesión apostólica, es decir, que el obispo represen-
taba a los apóstoles. Esto muestra con claridad que desde los pri-
meros años el problema de la autoridad se convirtió en algo deci-
sivo en la Iglesia e inició una línea de desarrollo que culminó en
la Iglesia de Roma" (12).
Siempre hubo y habrá en el seno de la Iglesia una tentación
para prescindir de los necesarios soportes económicos para sos-
tenerla y también un maligno alborozo en lo que puede haber de
amenaza escatológica para los ahitos de este mundo. No faltan
tampoco aquellos a quienes todo sirve de pretexto para retozar
en la anarquía y abandonar el trabajo. En la advertencia de San
Pablo a los Tesalonicenses recogemos una preocupación de esta
naturaleza:
(10) PEDRO, I*Epíst., II, 13-17.
(11) HARNACK, A., The Román State and Early Christian Churcb, London,
1908.
(12) TILLICH, P., Pensamiento Cristiano y Cultura de Occidente, ed. cit., pág. 51.
244
RELIGIÓN Y POLÍTICA
"Pero os rogamos hermanos, que adelantéis más y más, y pro-
curéis vivir quietos y atender a lo que tengáis que hacer, y tra-
bajéis con vuestras manos, conforme os tenemos ordenado.
Portaos modestamente con los que están fuera, y no codiciéis
cosa alguna de nadie" (13).
Una disposición semejante, fundada en un falso concepto de
nuestras relaciones con Dios, llevó a los cristianos de Corinto a
una actitud insumisa frente a sus obligaciones sociales. Basta leer
la epístola de Pablo a los feligreses de esa ciudad, para advertir
cuál era el espíritu de la jerarquía eclesiástica.
De cualquier manera, conviene recordar que no se puede
leer el Nuevo Testamento en una perspectiva natural sin defor-
mar la intención religiosa que lo anima. Por muy racionalistas
que seamos debemos respetar la "originalidad" del fenómeno
religioso si queremos entender la atmósfera espiritual en que la
religión se da. Nuestras exigencias científicas, válidas en cual-
quier circunstancia, deben extremar sus recaudos para compren-
der la especificidad del cristianismo y no practicar reducciones
que atentan contra su autenticidad. El método más rigurosamen-
te positivo nos lleva a considerar el "hecho cristiano" como un
fenómeno sui generis y a no meterlo, quieras que no, en otra
categoría de sucesos.
Los apóstoles predicaron el Reino de Dios y su justicia y no
tuvieron como propósito inmediato reformar la ciudad temporal.
No trataron directamente los problemas sociales, pero como
todas las soluciones en nuestros asuntos nacen de la disposición
interior y es allí dentro donde se incoa el Reino de Dios, todo
cuanto se hizo para el triunfo de la ciudadanía celeste fue válido
para la terrestre.
¿Cómo podría un hombre participar del bien que es Cristo,
sino como alguien miembro de una comunidad? Johannes Pinsk,
en su libro El valor sacramental del universo, escribió unas pala-
bras que eximen de cualquier comentario:
"Una vez más queremos expresar que este pueblo sacramen-
tal que mediante el sacerdocio de Cristo se forma y existe en la
s
(13) PABLO, I. a los Tesalonicenses, VI, 10-11.
245
RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
Iglesia, de ninguna manera hace superfíua la existencia de los
pueblos naturales en el tiempo mundanal; éstos mantienen su
sentido, encuentran efectivamente el definitivo cumplimiento de
su destino recién cuando, en cuanto pueblo, se incorporan al
pueblo de Cristo" (14).
Desde los consejos de Pablo y de Pedro, de Clemente y
Orígenes, para que se aceptara la potestad imperial y se hiciera
respetar el carácter de ciudadano romano para los cristianos que
gozaban de ese privilegio, hasta el criterio político de la "unani-
mitas" con que Carlomagno trató de poner su política al servicio
de una misión religiosa, caben todos los matices en la relación de
la Iglesia con los Estados,
Esto significa también que la revelación no ha dicho nada
con respecto a las foraias de gobierno que en un momento u otro
podían convenir a los pueblos. Para determinar las más oportu-
nas están los criterios estrictamente políticos y como éstos se
manifiestan en circunstancias históricas cambiantes, solamente
existen principios muy generales de acción y experiencias histó-
ricas contingentes para guiar la inteligencia cristiana en esta ma-
teria.
Los principios generales de la política cristiana reconocen dos
fuentes principales de inspiración: nuestra particular relación con
Dios y su Iglesia y nuestra naturaleza racional, dialógica y espiri-
tualmente condicionada por el pasado histórico.
La religión nos enseña que la política no puede ser un fin
en sí misma y está subordinada a los fines establecidos por el
orden de la caridad. Esto no significa una sacralización de las
medidas políticas, sino pura y simplemente que el Estado debe
aceptar el magisterio de la Iglesia y conformar su acción a las
exigencias de su tarea salvadora. La falta de respeto a estos
derechos revierte desordenadamente sobre la sociedad y la
corrompe en su constitución intrínseca, desnaturaliza el sentido
de la convivencia y pervierte al hombre en la línea de su fina-
lidad trascendente.
(14) PINKS, J., El valor sacramental del Universo, Surco, La Plata, 1947,
págs. 124-125.
246
RELIGIÓN Y POLÍTICA
Las sociedades que han recibido el sello histórico de la doc-
trina católica han quedado marcadas para siempre con las señas
de una fe, una esperanza y una caridad sobrenaturales que, al
secularizarse, se convierten fácilmente en fermento de las peores
ilusiones revolucionarias.
Conclusión
La familia es la célula viva de la sociedad. Dios la hizo natu-
ralmente monárquica para que sirviera de modelo a las otras aso-
ciaciones. Indudablemente las formas de elegir los gobernantes
pueden ser muchas y todas ellas han sido prolijamente criticadas,
sin que se nos pueda imponer un modelo indefectible. No exis-
te el régimen político perfecto, pero en todos cuantos existen tie-
nen que darse ciertas condiciones que respondan a exigencias
naturales de gobierno. Una de ellas es que siempre gobierna una
minoría y cualesquiera sean las fórmulas jurídicas que adopte
para ejercer su potestad, ésta no podría realizarse si no logra una-
nimidad en los actos de gobierno. Ambas condiciones imponen
una doble precaución: que las minorías dirigentes alcancen su
situación jerárquica a través de una selección lo más noble y
natural posible. La nobleza y la naturalidad del proceso selectivo
suponen que el ascenso a las funciones superiores del gobierno
debe ser el resultado de un esfuerzo familiar y no de aventuras
individuales aisladas.
Una auténtica aristocracia, si bien abre crédito a las condi-
ciones de los individuos excepcionales, no puede dejar de con-
siderar la hidalguía y la estirpe, porque éstas son señales de una
permanencia histórica que engendra hábitos de comando y crea
obligaciones y solidaridades en el círculo familiar que, en medi-
da nada desdeñable, sirven para paliar los efectos de la irres-
ponsabilidad, tan común entre quienes carecen de parientes ante
los cuales responder por las infamias cometidas. La otra precau-
ción consiste en evitar que las discusiones eternicen las decisio-
nes del gobierno. Es conveniente tener siempre a mano una
magistratura capaz de concertar la necesaria unidad de la acción.
247
RUBÉN CALDERÓN BOUCHET
En otras palabras: una sociedad política bien ordenada no
puede eludir ni la aristocracia ni la monarquía. Cuando se sosla-
ya la faena de constituirlas conforme al ritmo impuesto por la
naturaleza y la historia, éstas se imponen imprevisiblemente por
la aventura, la violencia, el soborno o el fraude. La "praxis" no ha
respetado la estructura física del orden social y las consecuencias
lamentables no se dejan esperar mucho tiempo.
Marx sostuvo que la religión era el opio del pueblo. En el
simplismo brutal de una inteligencia empeñada en reducir la rea-
lidad a la medida de sus esquemas ideológicos, no podía existir
ninguna realidad fuera de la materia maleable sobre la que el
hombre ejerce su voluntad de dominio.
Admitimos que la religión suele ser un consuelo y que
muchas veces nos resignamos a aceptar las malas condiciones
de nuestra vida terrena esperando una compensación celeste,
pero no podemos olvidar que fundamentalmente es una disci-
plina espiritual y una formación del hombre basada en un
nuevo principio de vida que incoa la transfiguración de nuestra
naturaleza.
La Iglesia advirtió siempre sobre las tentaciones que acechan
al poderoso. Esta advertencia tuvo un sentido corrector, no esta-
ba dirigida a satisfacer la envidia del pobre, sino a poner al rico
sobre aviso y señalarle los peligros a que se exponía cuando
usaba mal de su potestad. Para impedir que tales admoniciones
fueran capitalizadas por el resentimiento, hizo del poder una
escuela de servicio y de ascésis.
Si los pobres necesitan la religión para aceptar sin quejas la
dureza de su destino, los poderosos la necesitan todavía más,
porque son ellos quienes deben dar cuenta a Dios de la admi-
nistración de los bienes con que fueron colmados. Comprende-
mos que sería completamente absurdo pretender influir en el
ánimo de nuestros oligarcas de signo capitalista o socialista con
la amenaza del infierno. Hoy no se cree en nada y precisamente
la ausencia del tribunal del Señor en el fuero íntimo, testimonia
por el carácter terrorífico de nuestras instituciones políticas.
Nunca ha habido en la historia un gasto tan grande de buenas
intenciones y pretextos justicieros. Más derechos del hombre, de
248
RELIGIÓN Y POLÍTICA
la mujer, del niño y del animal. Nunca se ha masacrado tanta
gente con más frialdad y con más falta de sentimientos humani-
tarios. Nunca el poderoso ha sido más egoísta y brutal y el pobre
más resentido y envidioso.
Cuando Maurras luchó por imponer en su patria un orden
político fundado en el respeto de las leyes naturales y en las exi-
gencias históricas de Francia, sabía que tal restauración estaba
condenada al fracaso total si con ella no se imponía la autoridad
de la Iglesia Católica:
"A los mejores movimientos del alma, la Iglesia repetía
como un dogma de fe: vosotros no sois dioses. A la más her-
mosa de las almas: no sois tampoco un dios. Recordaba al
miembro la noción del cuerpo, a la parte la idea del todo. La
doctrina de la Iglesia alejó al hombre del altar que un amor pro-
pio enloquecido pretendía levantar a su propia excelencia: les
recordaba cuántos seres y hombres existían antes que él, cerca
de él y merecían ser recordados junto con él, porque no estás
sólo en el mundo, tú no haces la ley del mundo, ni siquiera tu
propia ley" (15).
Es mérito de eso que la doctrina llama el "mundo" haber des-
pojado al Evangelio de su disciplina magisterial y entregándolo a
los demonios de una interpretación según los ángeles, para que
esa suerte de religión pura concluyera convirtiéndose en la apo-
teosis del hombre vulgar, del hombre masa que por ser, precisa-
mente el más despojado de excelencias personales, es el que más
y mejor puede infatuarse de sus menguados méritos. La religión
de la democracia es el lamentable resultado de una visión carnal
del Evangelio y de algunos de sus principios, arrancados del qui-
cio de la tradición eclesial.
Esa democracia es, sin lugar a dudas, política, pero política
convertida en una suerte de religión como consecuencia de la
corrupción de la gracia. Es una fe, una esperanza y una caridad
sin propósitos sobrenaturales y viciosamente volcados a la exal-
tación del hombre común.
(15) MAURRAS, Charles, La démocratie religieuse, Nouvelles Éditions Latines,
Paris, 1978.
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Cuando la política no reconoce la misión ordenadora de la
Iglesia se pone al servicio de la economía. De esta suerte destru-
ye su jerarquía y se convierte en un poder tiránico que con el
pretexto de una mejor distribución de los bienes materiales,
asume un dominio total sobre el hombre.
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