ANTOLOGÍA
DE
MICRO RELATO.
LIC. DANIEL ARTURO CASANOVA GÓMEZ.
CD. DEL CARMEN, CAMPECHE; JULIO DE 2011.
“Cotidiana”, Miguel Gómes. (Micro-relato)
Tras una discusión, coloqué a mi mujer sobre la mesa, la planché
y me la vestí. No me sorprendió que resultara muy parecida a un
hábito.
“Pobreza”, Edmundo Valadés.(Micro-relato)
Los senos de aquella mujer, que sobrepasaban pródigamente a los
de una Jane Mansfield, le hacían pensar en la pobreza de tener
únicamente dos manos.
“El harén de un tímido”, René Avilés Fabila. (Micro-relato)
Como temía decirles que no, opté por conservar a todas las
mujeres que he amado.
“El adivino”, Jorge Luis Borges. (Micro-relato)
En Sumatra, alguien quiere doctorarse de adivino. El brujo
examinador le pregunta si será reprobado o si pasará. El
candidato responde que será reprobado...
“Adán y Eva”, Marco Denevi. (Micro-relato)
Recordando lo que él hizo con el amor de Dios, Adán siempre
recelará del amor de Eva.
“Las alas”, Ana María Mopty de Kiorcheff. (Micro-relato)
Tres veces soñó que le ponían alas; se propuso no soñar como
niño o como beata, y se fue, dormido, sin alas.
Micro-relato incluido en la serie “La tierra”. J. A. Ramírez
Lozano
El cementerio de la villa es ovalado. Las gallinas del
enterrador anidan en los nichos o escarban las tumbas frescas
hasta picotear los ojos de los difuntos pobres. Por noviembre,
sus deudos y familiares acuden al cementerio con hojitas verdes
de perejil y se vuelven cada cual con su cestita de huevos.
“La sentencia”, Wu Ch'eng-en. (Micro-relato)
Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que
había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el
jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y
le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que
era un dragón y que los astros le habían revelado que al día
siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro
del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador
juró protegerlo.
Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le
dijeron que no estaba en el palacio; el emperador lo mandó
buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara al
dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez.
La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó
dormido.
Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron
dos capitanes, que traían una inmensa cabeza de dragón empapada
en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron:
-¡Cayó del cielo!
Wei Cheng, que había despertado, la miró con perplejidad y
observó:
-Qué raro, yo soñé que mataba a un dragón así.
"Infernalia", José Emilio Pacheco. (Micro-relato)
Anoche no soñé. Despierto, comprendí que estaba en el infierno y
ustedes eran los demonios.
La bella durmiente del bosque y el príncipe. Marco Denevi
(Micro-relato)
La Bella Durmiente cierra los ojos pero no duerme. Está
esperando al príncipe. Y cuando lo oye acercarse, simula un
sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho, pero ella lo
sabe. Sabe que ningún príncipe pasa junto a una mujer que tenga
los ojos bien abiertos.
“El verdugo” - Arthur Koestler. (Micro-relato)
Cuenta la historia que había una vez un verdugo llamado Wang
Lun, que vivía en el reino del segundo emperador de la dinastía
Ming. Era famoso por su habilidad y rapidez al decapitar a sus
víctimas, pero toda su vida había tenido una secreta aspiración
jamás realizada todavía: cortar tan rápidamente el cuello de una
persona que la cabeza quedara sobre el cuello, posada sobre él.
Practicó y practicó y finalmente, en su año sesenta y seis,
realizó su ambición.
Era un atareado día de ejecuciones y él despachaba cada
hombre con graciosa velocidad; las cabezas rodaban en el polvo.
Llegó el duodécimo hombre, empezó a subir el patíbulo y Wang
Lun, con un golpe de su espada, lo decapitó con tal celeridad
que la víctima continuó subiendo. Cuando llegó arriba, se
dirigió airadamente al verdugo:
-¿Por qué prolongas mi agonía? -le preguntó-. ¡Habías sido
tan misericordiosamente rápido con los otros!
Fue el gran momento de Wang Lun; había coronado el trabajo
de toda su vida. En su rostro apareció una serena sonrisa; se
volvió hacia su víctima y le dijo:
-Tenga la bondad de inclinar la cabeza, por favor.
El campeonato mundial de pajaritas. Luis Britto García (Micro-
relato)
Abierto oficialmente el campeonato mundial de pajaritas el señor
Pereira se dirige al proscenio, toma una hoja de papel, la
dobla, la vuelve a doblar, y de los pliegues surgen lentamente
una montaña, y un arroyo, y un arco iris que desciende hasta que
junto a él fulguran las nubes y finalmente las estrellas. Un
gran aplauso resuena, el señor Pereira se inclina y baja
lentamente a la sala.
Acto seguido se instala en el proscenio el señor Noguchi,
quien toma en cada mano una hoja de papel, la mano izquierda
dobla dobla, sale una paloma, sosteniendo el pico con los dedos
anular y meñique y tirando de la cola con los dedos índice y
medio las alas suben bajan suben bajan, la paloma vuela,
entretanto la mano derecha dobla, dobla, sale un halcón,
colocando el dedo índice en el buche y presionando con el pulgar
en las patas, las poderosas alas suben bajan bajan suben, el
halcón vuela, persigue a la paloma, la atrapa, cae al suelo, la
devora.
Grandes y entusiásticos aplausos.
Sube al proscenio el señor Iturriza, quien es calvo, viejo,
tímido y usa unos lentencitos con montura de oro. En medio de un
gran silencio el señor Iturriza se inclina ante el público, hace
una contorsión, se vuelve de espaldas. La segunda contorsión la
despliega, asume una forma extraña, y luego viene la tercera, la
cuarta, la quinta contorsión, la apertura del pliegue
longitudinal, y la vuelta del conjunto.
La sexta y la séptima contorsiones son apenas visibles pero
definitivas, la gente va a aplaudir pero no aplaude, en el
proscenio el señor Iturriza deshace su último pliegue y se
transforma en una límpida, solitaria, gran hoja cuadrada de
papel blanco.
Leyenda china. Hermann Hesse (Micro-relato)
Esto se cuenta acerca de Meng Hsie.
Cuando supo que últimamente los artistas jóvenes se
ejercitaban en colocarse cabeza abajo, decían que para ensayar
una nueva visión, inmediatamente Meng Hsie practicó también
este ejercicio. Y después de probarlo un rato declaró a sus
discípulos:
-Cuando me coloco cabeza abajo se me presenta el mundo bajo un
aspecto nuevo y más hermoso.
Esto se comentó, y los jóvenes artistas se ufanaban no poco
de que el anciano maestro hubiese respaldado así sus
experimentos.
Se sabía que apenas hablaba, y que enseñaba a sus discípulos
no mediante doctrinas sino con su simple presencia y su ejemplo.
Por eso sus manifestaciones llamaban mucho la atención y se
difundían por todas partes.
Poco después de que aquellas palabras suyas hubiesen hecho
las delicias de los innovadores y sorprendido e incluso
indignado a muchos de los antiguos, se supo que había hablado
otra vez. Contaban que había dicho:
-Es bueno que el hombre tenga dos piernas, porque ponerse
cabeza abajo no favorece la salud. Además, cuando se incorpora
el que estuvo cabeza abajo el mundo se le representa doblemente
más hermoso que antes.
Estas palabras del maestro escandalizaron a los jóvenes
antipodistas, que se sintieron traicionados o burlados, y
también a los mandarines.
-Tal día dice Meng Hsie tal cosa, y al día siguiente dice lo
contrario -comentaban los mandarines-. Es imposible que ambas
sean verdaderas. ¿Quién hace caso del anciano cuando le flaquea
el entendimiento?
Algunos fueron a contarle al maestro lo que decían de él
tanto los innovadores como los mandarines. Él se limitó a reír.
Y como sus seguidores le demandaran una explicación, dijo:
-La realidad existe, pequeños míos, y ésa es
incontrovertible. Verdades, en cambio, es decir, opiniones
acerca de la realidad expresadas mediante palabras, hay muchas,
y todas ellas son tan verdaderas como falsas.
Y por mucho que insistieron, los discípulos no consiguieron
sacarle una palabra más.
Descendencia. Ángel Guache (Micro-relato)
Celia dio a luz un hermoso botón. Creyó que había sido un sueño.
Con sorpresa vio que el botón la seguía por la casa pidiéndole
que lo amamantara con hilo blanco y que le cantase una nana.
La persecución del maestro. Alexandra David-Neel (Micro-relato)
Entonces el discípulo atravesó el país en busca del maestro
predestinado. Sabía su nombre: Tilopa; sabía que era
imprescindible. Lo perseguía de ciudad en ciudad, siempre con
retraso.
Una noche, famélico, llama a la puerta de una casa y pide
comida. Sale un borracho y con voz estrepitosa le ofrece vino.
El discípulo rehúsa, indignado. La casa entera desaparece; el
discípulo queda solo en mitad del campo; la voz del borracho le
grita: Yo era Tilopa.
Otra vez un aldeano le pide ayuda para cuerear un caballo
muerto; asqueado, el discípulo se aleja sin contestar; una voz
burlona le grita: Yo era Tilopa.
En un desfiladero un hombre arrastra del pelo a una mujer.
El discípulo ataca al forajido y logra que suelte a su víctima.
Bruscamente se encuentra solo y la voz le repite: Yo era Tilopa.
Llega una tarde a un cementerio; ve a un hombre agazapado
junto a una hoguera de ennegrecidos restos humanos; comprende,
se prosterna, toma los pies del maestro y los pone sobre su
cabeza. Esta vez Tilopa no desaparece.
Mortal. Luis Mateo Díez (Micro-relato)
Un hombre llamado Mortal vino a la aldea de Omares y le dijo al
primer niño que encontró: avisa al viejo más viejo de la aldea,
dile que hay un forastero que necesita hablar urgentemente con
él.
Avisó el niño al viejo Arcino y le acompañó de la mano hasta
dónde el hombre aguardaba muy nervioso.
¿Se puede saber que es lo que usted desea y cual es la razón
de tanta prisa...?, le requirió el viejo Arcino.
Soy Mortal, dijo el hombre sin mirarle.
Todos lo somos dijo Arcino.
Mortal no es un nombre, mortal es una condición.
¿Y aún así, aunque de una condición se trate, sería usted
capaz de abrazarme..?, inquirió el hombre.
Prefiero besar a este niño que dar un abrazo a un forastero,
pero si de esa manera queda tranquilo, no me negaré. No es raro
que llamándose de ese modo ande por el mundo como alma en pena.
Se abrazaron al pie del árbol más cercano.
Mortal de muerte y mortandad, musitó el hombre al oído del
viejo Arcino.
El que no lo entiende de esta manera lleva las de perder. La
encomienda que traigo no es otra que la que mi nombre indica. No
hay más plazo, la edad está reñida con la eternidad.
¿Tanta prisa tenías...? inquirió el viejo, sintiendo que la
vida se le iba por los brazos y las manos, de modo que el hombre
apenas podía sujetarlo.
No te quejes que son pocos los que viven tanto.
No me quejo de que hayas venido a por mí, me conduelo del
engaño con que lo hiciste, y de ver asustado a ese pobre niño.
Cuento de horror. Juan José Arreola (Micro-relato)
La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar
de sus apariciones.
Ayer en la clase de física. Jairo Aníbal Niño (Micro-relato)
Ayer en la clase de física casi grito EUREKA, al serme revelado
todo lo que tiene que ver con la teoría de los vasos
comunicantes.
Fue el momento en que, oculta a toda mirada, mi mano
estrechó la tuya largamente.
Todo lo contrario. Mario Benedetti (Micro-relato)
-Veamos –dijo el profesor-. ¿Alguno de ustedes sabe qué es lo
contrario de IN?
-OUT – respondió prestamente un alumno.
-No es obligatorio pensar en inglés. En Español, lo
contrario de IN (como prefijo privativo, claro) suele ser la
misma palabra, pero sin esa sílaba.
-Sí, ya sé: insensato y sensato, indócil y dócil, ¿no?
-Parcialmente correcto. No olvide, muchacho, que lo
contrario del invierno no es el vierno sino el verano.
-No se burle, profesor.
-Vamos a ver. ¿Sería capaz de formar una frase, más o menos
coherente, con palabras que, si son despojadas del prefijo IN,
no confirman la ortodoxia gramatical?
-Probaré, profesor: “Aquel dividuo memorizó sus cógnitas, se
sintió fulgente pero dómito, hizo ventario de las famias con que
tanto lo habían cordiado, y aunque se resignó a mantenerse
cólume, así y todo en las noches padecía de somnio, ya que le
preocupaban la flación y su cremento.”
-Sulso pero pecable –admitió sin euforia el profesor.
Invitados. Luis Mateo Díez (Micro-relato)
Los invitados llegaron a casa a la hora prevista. Ángela y yo
les recibimos encantados. La cena fue exquisita. La conversación
brillante y entretenida hasta que las copas comenzaron a hacer
efecto.
Entonces se iniciaron esos pequeños altercados que son fruto
de las envidias y las maledicencias y que lastran las amistades
por largas que sean.
Yo, como siempre, me quedé dormido. Para las copas soy un
desastre.
Cuando desperté, con el sol en la ventana y la mañana del
domingo muy avanzada, tardé un rato en percatarme del desastre
en que se había convertido el salón. Todo estaba destrozado.
En la alfombra pisé una enorme mancha que me pareció de
sangre. La mancha se repetía en las paredes. Llamé a Ángela,
angustiado.
La casa estaba vacía y lo que de ella pude ver, hasta que
sonó el teléfono, en parecidas condiciones al salón.
El timbre del teléfono acrecentó el dolor de cabeza que, se
apoderaba de mí. Me llevé la mano a ella y sentí un bulto
pegajoso. Temí desvanecerme.
Descolgué el aparato temblando.
-Ninguno de vosotros me quiso nunca -musitó una voz
compungida y llorosa en el auricular, y en seguida escuché el
sonido de un disparo.
Antes de salir al jardín y observar los cuerpos mutilados
que colgaban de los árboles dejé caer el teléfono con la
sensación de que el aroma quemado de la pólvora abrasaba mi
mano.
Las últimas miradas. Enrique Anderson Imbert (Micro-relato)
El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las
manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el
agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado
izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la
puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio.
Se pone una camisa limpia: es de puño francés.
Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con
dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas
desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de
Picasso, pero más allá, donde el marco de la puerta corta un
costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus
compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada
uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una
casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la
tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano
acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de
espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo
endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al
vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el
Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la
puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que
parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras.
Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para
contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene
importancia.
Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia
la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio.
Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el
corazón.
Temor de la cólera. Ah'med el Qalyubi (Micro-relato)
En una de sus guerras, Alí derribó a un hombre y se
arrodilló sobre su pecho para decapitarlo. El hombre le escupió
en la cara. Alí se incorporó y lo dejó. Cuando le preguntaron
por qué había hecho eso, respondió:
-Me escupió en la cara y temí matarlo estando yo enojado.
Sólo quiero matar a mis enemigos estando puro ante Dios.
69. Ana María Shua (Micro-relato)
Despiértese, que es tarde, me grita desde la puerta un hombre
extraño. Despiértese usted, que buena falta le hace, le contesto
yo. Pero el muy obstinado me sigue soñando.
Celebración de la fantasía. Eduardo Galeano (Micro-relato)
Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco.
Yo me había despedido de un grupo de turistas y estaba solo,
mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar,
enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una
lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, porque la estaba
usando en no sé qué aburridas anotaciones, pero le ofrecí
dibujarle un cerdito en la mano.
Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me
encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito
pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de
mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un
cóndor y quién una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas
y no faltaba los que pedían un fantasma o un dragón.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que
no alzaba mas de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado
con tinta negra en su muñeca:
-Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima -dijo
-Y anda bien -le pregunté
-Atrasa un poco -reconoció.
El puñal. Jorge Luis Borges (Micro-relato)
En un cajón hay un puñal. Fue forjado en Toledo, a fines del
siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo
trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la
mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte
que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la
empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con
precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha
de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin
muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató
un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César.
Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas,
interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre,
y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el
metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo
crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible
o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.
La brevedad. Gabriel Giménez Emán (Micro-relato)
Me convenzo ahora de que la brevedad es una entelequia cuando
leo una línea y me parece más larga que mi propia vida, y cuando
después leo una novela y me parece más breve que la muerte.
Remedios la bella. Gabriel García Márquez
Uno de los personajes más fascinantes de Macondo. Remedios es
una mujer bellísima y extraña, elemental y pura, que vive como
ajena a la vida ordinaria. Su belleza enciende el deseo de los
hombres, pero aquellos que intentan consumarlo mueren de forma
inesperada. Veamos el poético final de la historia de tan
insólita mujer.
La suposición de que Remedios, la bella, poseía poderes de
muerte, estaba entonces sustentada por cuatro hechos
irrebatibles. Aunque algunos hombres ligeros de palabra se
complacían en decir que bien valía sacrificar la vida por una
noche de amor con tan conturbadora mujer, la verdad fue que
ninguno hizo esfuerzos por conseguirlo. Tal vez, no sólo para
rendirla sino también para conjurar sus peligros, habría bastado
con un sentimiento tan primitivo, y simple como el amor, pero
eso fue lo único que no se le ocurrió a nadie.
Úrsula no volvió a ocuparse de ella. En otra época, cuando
todavía no renunciaba al propósito de salvarla para el mundo,
procuró que se interesara por los asuntos elementales de la
casa. "Los hombres piden más de lo que tú crees", le decía
enigmáticamente. "Hay mucho que cocinar, mucho que barrer, mucho
que sufrir por pequeñeces, además de lo que crees." En el fondo
se engañaba a sí misma tratando de adiestrarla para la felicidad
doméstica,, porque estaba convencida de que, una vez satisfecha
la pasión, no había un hombre sobre la tierra capaz de soportar
así fuera por un día una negligencia que estaba más allá de toda
comprensión. El nacimiento del último José Arcadio, y su
inquebrantable voluntad de educarlo para Papa, terminaron por
hacerla desistir de sus preocupaciones por la bisnieta. La
abandonó a su suerte, confiando que tarde o temprano ocurriera
un milagro, y que en este mundo donde había de todo hubiera
también un hombre con suficiente cachaza para cargar con ella.
Ya desde mucho antes, Amaranta había renunciado a toda tentativa
de convertirla en una mujer útil. Desde las tardes olvidadas del
costurero, cuando la sobrina apenas se interesaba por darle
vuelta a la manivela de la máquina de coser, llegó a la
conclusión simple de que era boba. "Vamos a tener que rifarte",
le decía, perpleja ante su impermeabilidad a la palabra de los
hombres. Más tarde, cuando Úrsula se empeñó en que Remedios, la
bella, asistiera a misa con la cara cubierta con una mantilla,
Amaranta pensó que aquel recurso misterioso resultaría tan
provocador, que muy pronto habría un hombre lo bastante
intrigado como para buscar con paciencia el punto débil de su
corazón. Pero cuando vio la forma insensata en que despreció a
un pretendiente que por muchos motivos era más apetecible que un
príncipe, renunció a toda esperanza. Fernanda no hizo siquiera
la tentativa de comprenderla. Cuando vio a Remedios, la bella,
vestida de reina en el carnaval sangriento, pensó que era una
criatura extraordinaria. Pero cuando la vio comiendo con las
manos, incapaz de dar una respuesta que no fuera un prodigio de
simplicidad, lo único que lamentó fue que los bobos de familia
tuvieran una vida tan larga. A pesar de que el coronel Aureliano
Buendía seguía creyendo y repitiendo que Remedios, la bella, era
en realidad el ser más lúcido que había conocido jamás, y que lo
demostraba a cada momento con su asombrosa habilidad para
burlarse de todos, la abandonaron a la buena de Dios. Remedios,
la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin
cruces a cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas, en
sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus
hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de
marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de
bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas había
empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella,
estaba transparentada por una palidez intensa.
-¿Te sientes mal? -le preguntó.
Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro
extremo, hizo una sonrisa de lástima.
-Al contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor.
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado
viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó
en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en
los encajes de sus pollerones y trató de agarrarse de la sábana
para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba
a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo
serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento
irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a
Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el
deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que
abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y
pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro
de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos
aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la
memoria.
Aplastamiento de las gotas. Julio Cortázar (Micro-relato)
Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo,
afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones
cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas
uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo
alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el
cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se
tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está
prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se
agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una
gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf,
deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.
Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan
en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del
salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las
emborracha en esa nada del caer y aniquilarse.
Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.
El relámpago. Gibrán Jalil Gibrán (Micro-relato)
Un día de tormenta estaba un obispo cristiano en su catedral, y
se le acercó una mujer no cristiana y le dijo:
-Yo no soy cristiana. ¿Existe salvación del fuego del
infierno para mí?
El obispo miró y respondió:
-No, sólo se salvan los bautizados en el agua y en el
espíritu.
Y mientras aún hablaba, un rayo cayó con estruendo sobre la
catedral, y ésta fue invadida por el fuego.
Y los hombres de la ciudad llegaron corriendo y salvaron a
la mujer, pero el obispo se consumió, alimento del fuego.
El carpintero. Eduardo Galeano (Micro-relato)
Orlando Goicoechea reconoce las maderas por el olor, de qué
árboles vienen, qué edad tienen, y oliéndolas sabe si fueron
cortadas a tiempo o a destiempo y les adivina los posibles
contratiempos.
Él es carpintero desde que hacía sus propios juguetes en la
azotea de su casa del barrio de Cayo Hueso. Nunca tuvo máquinas
ni ayudantes. A mano hace todo lo que hace, y de su mano nacen
los mejores muebles de La Habana: mesas para comer celebrando,
camas y sillas que te da pena levantarte, armarios donde a la
ropa le gusta quedarse.
Orlando trabaja desde el amanecer. Y cuando el sol se va de
la azotea, se encierra y enciende el video. Al cabo de tantos
años de trabajo, Orlando se ha dado el lujo de comprarse un
video, y ve una película tras otra.
No sabía que eras loco por el cine le dice un vecino.
Y Orlando le explica que no, que a él el cine ni le va ni le
viene, pero gracias al video puede detener las películas para
estudiar los muebles.
El hombre que aprendió a ladrar. Mario Benedetti (Micro-relato)
Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje,
con lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de
desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo
aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer
algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a
ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento? Ante sus
amigos se auto flagelaba con humor:
"La verdad es que ladro por no llorar". Sin embargo, la
razón más valedera era su amor casi franciscano hacia sus
hermanos perros. Amor es comunicación.
¿Cómo amar entonces sin comunicarse?
Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido
fue por fin comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más
extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de
ese día Raimundo y Leo se tendían, por lo general en los
atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre temas
generales. A pesar de su amor por los hermanos perros, Raimundo
nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del
mundo.
Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios
ladridos: "Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinas de mi
forma de ladrar?". La respuesta de Leo fue bastante escueta y
sincera: "Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que
mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano”.
La trama. Jorge Luis Borges (Micro-relato)
Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la
estatua por lo impacientes puñales de sus amigos, descubre entre
las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su
hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío!
Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las
simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia
de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al
caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa
reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no
leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se
repita una escena.
Lingüistas. Mario Benedetti (Micro-relato)
Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria
del Congreso Internacional de Lingüística y Afines, la hermosa
taquígrafa recogió sus lápices y papeles y se dirigió hacia la
salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas,
filólogos, semiólogos, críticos estructuralistas y
desconstruccionistas, todos los cuales siguieron su garboso
desplazamiento con una admiración rayana en la glosemática.
De pronto las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron
vigencia fónica:
¡Qué sintagma!
¡Qué polisemia!
¡Qué significante!
¡Qué diacronía!
¡Qué exemplar ceterorum!
¡Qué Zungenspitze!
¡Qué morfema!
La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre
aquella selva de fonemas.
Sólo se la vio sonreír, halagada y tal vez vulnerable,
cuando el joven ordenanza, antes de abrirle la puerta, murmuró
casi en su oído: ''Cosita linda".
Motivo literario. Mónica Lavín (Micro-relato)
Le escribió tantos versos, cuentos, canciones y hasta novelas
que una noche, al buscar con ardor su cuerpo tibio, no encontró
más que una hoja de papel entre las sábanas.
El engaño. Marcial Fernández (Micro-relato)
La conoció en un bar y en el hotel le arrancó la blusa
provocativa, la falda entallada, los zapatos de tacón alto, las
medias de seda, los ligueros, las pulseras y los collares, el
corsé, el maquillaje, y al quitarle los lentes negros se quedó
completamente solo.
El paraíso imperfecto. Augusto Monterroso (Micro-relato)
-Es cierto -dijo mecánicamente el hombre, sin quitar la vista de
las llamas que ardían en la chimenea aquella noche de invierno-;
en el Paraíso hay amigos, música, algunos libros; lo único malo
de irse al Cielo es que allí el cielo no se ve.
Este tipo es una mina. Luisa Valenzuela (Micro-relato)
No sabemos si fue a causa de su corazón de oro, de su salud de
hierro, de su temple de acero o de sus cabellos de plata.
El hecho es que finalmente lo expropió el gobierno y lo está
explotando. Como a todos nosotros.
Naufragio. Ana María Shua (Micro-relato)
¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite
el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán.
¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el
bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo.
¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de
mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y
los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta,
desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos
vamos a pique sin remedio.
Una sola carne. Armando José Sequera (Micro-relato)
Tan pronto el sacerdote concluyó la frase…"y formaréis una sola
carne", el novio, excitado, se lanzó a devorar a la novia.
Catequesis. Marco Denevi (Micro-relato)
-El hombre -enseñó el Maestro- es un ser débil.
-Ser débil -propagó el apóstol- es ser un cómplice.
-Ser cómplice -sentenció el Gran Inquisidor- es ser un
criminal.
Despertar. Norberto Costa (Micro-relato)
Despertó cansado, como todos los días. Se sentía como si un tren
le hubiese pasado por encima.
Abrió un ojo y no vio nada. Abrió el otro y vio las vías.
Última. Luis Britto García (Micro-relato)
La última muerte se me olvidó, que es como si hubiera muerto
doblemente.
Cuento de arena. Jairo Aníbal Niño (Micro-relato)
Un día la ciudad desapareció. De cara al desierto y con los pies
hundidos en la arena, todos comprendieron que durante treinta
largos años habían estado viviendo en un espejismo.
El hombre que contaba historias. Oscar Wilde (Micro-relato)
Había una vez un hombre muy querido de su pueblo porque contaba
historias. Todas las mañanas salía del pueblo y, cuando volvía
por las noches, todos los trabajadores del pueblo, tras haber
bregado todo el día, se reunían a su alrededor y le decían:
-Vamos, cuenta, ¿qué has visto hoy?
Él explicaba:
-He visto en el bosque a un fauno que tenía una flauta y que
obligaba a danzar a un corro de silvanos.
-Sigue contando, ¿qué más has visto? -decían los hombres.
-Al llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las
olas, a tres sirenas que peinaban sus verdes cabellos con un
peine de oro.
Y los hombres lo apreciaban porque les contaba historias.
Una mañana dejó su pueblo, como todas las mañanas... Mas al
llegar a la orilla del mar, he aquí que vio a tres sirenas, tres
sirenas que, al filo de las olas, peinaban sus cabellos verdes
con un peine de oro. Y, como continuara su paseo, en llegando
cerca del bosque, vio a un fauno que tañía su flauta y a un
corro de silvanos... Aquella noche, cuando regresó a su pueblo
y, como los otros días, le preguntaron:
-Vamos, cuenta: ¿qué has visto?
Él respondió:
-No he visto nada.
Misterios del tiempo. Alejandro Jodorowski (Micro-relato)
Cuando el viajero miró hacia atrás y vio que el camino estaba
intacto, se dio cuenta de que sus huellas no lo seguían, sino
que lo precedían.
El ganador. Enrique Anderson Imbert (Micro-relato)
Bandidos asaltan la ciudad de Mexcatle y ya dueños del botín de
guerra emprenden la retirada. El plan es refugiarse al otro lado
de la frontera, pero mientras tanto pasan la noche en una casa
en ruinas, abandonada en el camino. A la luz de las velas juegan
a los naipes. Cada uno apuesta las prendas que ha saqueado.
Partida tras partida, el azar favorece al Bizco, quien va
apilando las ganancias debajo de la mesa: monedas, relojes,
alhajas, candelabros... Temprano por la mañana el Bizco mete lo
ganado en una bolsa, la carga sobre los hombros y agobiado bajo
ese peso sigue a sus compañeros, que marchan cantando hacia la
frontera. La atraviesan, llegan sanos y salvos a la encrucijada
donde han resuelto separarse y allí matan al Bizco. Lo habían
dejado ganar para que les transportase el pesado botín.
Obsesiones. Alba Omil (Micro-relato)
Soñé que me besaban: era sólo el latido de tu nombre que esa
noche se durmió entre mis labios.
Pequeños cuerpos. Triunfo Arciniegas (Micro-relato)
Los niños entraron a la casa y destrozaron las jaulas. La mujer
encontró los cuerpos muertos y enloqueció. Los pájaros no
regresaron.
Ardiente. José de la Colina (Micro-relato)
¿Quieres soplarme en este ojo? -me dijo ella-. Algo se me metió
en él que me molesta.
Le soplé en el ojo y vi su pupila encenderse como una brasa
que acechara entre cenizas.
La Casa del Juicio. Oscar Wilde (Micro-relato)
Y el silencio reinaba en la Casa del Juicio, y el Hombre
compareció desnudo ante Dios.
Y Dios abrió el Libro de la Vida del Hombre.
Y Dios dijo al Hombre:
-Tu vida ha sido mala y te has mostrado cruel con los que
necesitaban socorro, y con los que carecían de apoyo has sido
cruel y duro de corazón. El pobre te llamó y tú no lo oíste y
cerraste tus oídos al grito del hombre afligido. Te apoderaste,
para tu beneficio personal, de la herencia del huérfano y
lanzaste las zorras a la viña del campo de tu vecino. Cogiste el
pan de los niños y se lo diste a comer a los perros, y a mis
leprosos, que vivían en los pantanos y que me alababan, los
perseguiste por los caminos; y sobre mi tierra, esta tierra con
la que te formé, vertiste sangre inocente.
Y el Hombre respondió y dijo:
-Si, eso hice.
Y Dios abrió de nuevo el Libro de la Vida del Hombre.
Y Dios dijo al Hombre:
-Tu vida ha sido mala y has ocultado la belleza que mostré,
y el bien que yo he escondido lo olvidaste. Las paredes de tus
habitaciones estaban pintadas con imágenes, y te levantabas de
tu lecho de abominación al son de las flautas. Erigiste siete
altares a los pecados que yo padecí, y comiste lo que no se debe
comer, y la púrpura de tus vestidos estaba bordada con los tres
signos infamantes. Tus ídolos no eran de oro ni de plata
perdurable, sino de carne perecedera. Bañaban sus cabelleras en
perfumes y ponías granadas en sus manos. Ungías sus pies con
azafrán y desplegabas tapices ante ellos. Pintabas con antimonio
sus párpados y untabas con mirra sus cuerpos. Te prosternaste
hasta la tierra ante ellos, y los tronos de tus ídolos se han
elevado hasta el sol. Has mostrado al sol tu vergüenza, y a la
luna tu demencia.
Y el Hombre contestó, y dijo:
-Sí, eso hice también.
Y por tercera vez abrió Dios el Libro de la Vida de Hombre.
Y Dios dijo al Hombre:
-Tu vida ha sido mala y has pagado el bien con el mal, y con
la impostura la bondad. Has herido las manos que te alimentaron
y has despreciado los senos que te amamantaron.
El que vino a ti con agua se marchó sediento, y a los
hombres fuera de la ley que te escondieron de noche en sus
tiendas los traicionaste antes del alba. Tendiste una emboscada
a tu enemigo que te había perdonado, y al amigo que caminaba en
tu compañía lo vendiste por dinero, y a los que te trajeron amor
les diste en pago lujuria.
Y el Hombre respondió:
-Si, eso hice también.
Y Dios cerró el Libro de la Vida del Hombre y dijo:
-En verdad, debía enviarte al infierno. Sí, al infierno debo
enviarte.
Y el Hombre gritó:
-No puedes.
Y Dios dijo al Hombre:
-¿Por qué no puedo enviarte al infierno? ¿Por qué razón?
-Porque he vivido siempre en el infierno -respondió el
Hombre.
Y el silencio reinó en la Casa del Juicio.
Y al cabo de un momento. Dios habló y dijo al Hombre.
-Ya que no puedo enviarte al infierno, te enviaré al Cielo.
Sí, al cielo te enviaré.
Y el Hombre clamó:
-No puedes.
Y Dios dijo al Hombre:
-¿Por qué no puedo enviarte al Cielo? ¿Por qué razón?
-Porque jamás y en parte alguna he podido imaginarme el
Cielo -replicó el Hombre.
Y el silencio reinó en la Casa del Juicio.
Después de la guerra. Alejandro Jodorowsky (Micro-relato)
El último ser humano vivo lanzó la última paletada de tierra
sobre el último muerto. En ese instante mismo supo que era
inmortal, porque la muerte sólo existe en la mirada del otro.
La ejecución. Hermann Hesse (micro-relato)
En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos
bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las
murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado
una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un
cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras
hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y
los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo.
Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con
impaciencia la decapitación.
-¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado -se preguntaban
unos a otros los discípulos- para que la multitud desee su
muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste
compasión ni que llore.
-Supongo que será un hereje -dijo el maestro
con tristeza.
Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el
gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién
era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se
arrodillaba frente al tajo.
-Es un hereje -decía la gente muy indignada-. ¡Hola!
¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En
verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso
tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta
perfectamente que las puertas son doce!
Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del
maestro y le preguntaron:
-¿Cómo lo adivinaste, maestro?
Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz
baja:
-No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o
cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las
gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos
hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al
que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede
sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se
inmute.
Amor 77. Julio Cortázar (Micro-relato)
Y después de hacer todo lo que hacen se levantan, se bañan, se
entalcan, se perfuman, se visten, y así progresivamente van
volviendo a ser lo que no son.
La culta dama. José de la Colina (Micro-relato)
Le pregunté a la culta dama si conocía el cuento de Augusto
Monterroso titulado "El dinosaurio".
-Ah, es una delicia -me respondió- ya estoy leyéndolo.
La mosca que soñaba que era un águila. Augusto Monterroso
(Micro-relato)
Había una vez una Mosca que todas las noches soñaba que era un
Águila y que se encontraba volando por los Alpes y por los
Andes.
En los primeros momentos esto la volvía loca de felicidad;
pero pasado un tiempo le causaba una sensación de angustia, pues
hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo demasiado pesado,
el pico demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno,
que todo ese gran aparato le impedía posarse a gusto sobre los
ricos pasteles o sobre las inmundicias humanas, así como sufrir
a conciencia dándose topes contra los vidrios de su cuarto.
En realidad no quería andar en las grandes alturas o en los
espacios libres, ni mucho menos.
Pero cuando volvía en sí lamentaba con toda el alma no ser
un Águila para remontar montañas, y se sentía tristísima de ser
una Mosca, y por eso volaba tanto, y estaba tan inquieta, y daba
tantas vueltas, hasta que lentamente, por la noche, volvía a
poner las sienes en la almohada.
La pierna dormida. Enrique Anderson Imbert (Micro-relato)
Esa mañana, al despertarse, Félix se miró las piernas, abiertas
sobre la cama, y, ya dispuesto a levantarse, se dijo: "¿y si
dejara la izquierda aquí?" Meditó un instante.
"No, imposible; si echo la derecha al suelo, seguro que va a
arrastrar también la izquierda, que lleva pegada. ¡Ea!
Hagamos la prueba."
Y todo salió bien. Se fue al baño, saltando en un solo pie,
mientras la pierna izquierda siguió dormida sobre las sábanas.
El mundo. Augusto Monterroso (Micro-relato)
Dios todavía no ha creado el mundo; sólo está imaginándolo, como
entre sueños. Por eso el mundo es perfecto, pero confuso.
Margarita o el poder de la farmacopea. Adolfo Bioy Casares
(Micro-relato)
No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión:
-A vos todo te sale bien.
El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el
mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las
palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé preocupado. De
vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:
-No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.
-El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho
-contestaba.
-Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.
-No el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de triunfar.
Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo,
conveniente sin duda para los chambones.
A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme.
En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha
transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de
productos farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son
quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría
llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de
laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que
algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas
que exhiben los anaqueles de todas las farmacias de nuestro
vasto país y que según afirman por ahí alivian a no pocos
enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el
específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa.
Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro
Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a
botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en
medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de "Caras
y Caretas", la gente consumía infinidad de tónicos y
reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas y
barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está
a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era
inevitable, y en vano recurre el mundo hoy a la farmacia para
mitigar su debilidad y su cansancio.
Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la
inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de
pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía
una estampa del siglo XIX, la típica niña que según una
tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano
con los ángeles.
Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada
por el ansia de ver restablecida a la nieta,
funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su
eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para
transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de
buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una
voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con
determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la
niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la hora del
desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo
que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba
sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en
sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja.
Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la
familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en
un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró
fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.
-Margarita no tiene la culpa.
Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba
conmigo.
A imagen y semejanza. Mario Benedetti (Micro-relato)
Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta
de sus compañeras. Un terrón de azúcar había resbalado desde lo
alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le
interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil
sobre el papel color crema. Luego, sus patitas delanteras
tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando sus
patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta
alrededor de sí misma en el sentido de las agujas de un reloj.
Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se
estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero
fracasaron. Sin embargo, el rápido movimiento hizo que el terrón
quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la
hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo
sostuvo sobre su cabeza. Por un instante pareció vacilar, luego
reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que
traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca
del zócalo. La hormiga se detuvo, exactamente en el punto en que
la superficie por la que marchaba, cambiaba de color. Las seis
patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después de una
momentánea detención, terminó por atravesarla. Ahora la
superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló sobre
el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un
recorrido que incluyó una detenida inspección de ambas
porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la
ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada.
La bordeó lentamente, y cuando reapareció al otro lado del
pucho, la superficie se había vuelto nuevamente oscura porque en
ese instante el tránsito de la hormiga tenía lugar sobre una A.
Hubo una leve corriente de aire, como si alguien hubiera
soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por
completo. La hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una
enloquecida carrerita en círculo. Luego pareció tranquilizarse.
Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado
parte del medio terrón, pero no lo cargó.
Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta. Pasó
rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona
clara, otro obstáculo la detuvo. Era un trocito de algo, un
palito acaso tres veces más grande que ella misma.
Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil
durante unos segundos. Luego empezó la tarea de carga. Dos veces
se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como
una suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el área de la
segunda A oscura, el andar de la hormiga era casi triunfal. Sin
embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie
clara del papel, cuando algo o alguien movió aquella hoja y la
hormiga rodó, más o menos replegada sobre sí misma. Sólo pudo
reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A cinco
centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta
vez con parsimonia, como midiendo cada séxtuple paso. Así y
todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las patas
delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta
detenerse diez centímetros más allá, semicaído en una de las
rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los
extremos, sin embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga,
semejante posición representó en cierto modo una facilidad, ya
que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde un
ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba
cumplida. La carga, otra vez alzada, estaba ahora en una
posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga
reinició la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el
zócalo. Las otras hormigas, con sus respectivos víveres, habían
desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la
hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo,
bastante rugoso de la tabla, significó una demora de más de un
minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular
vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos
centímetros más y un golpe resonó. Un golpe aparentemente dado
sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y la
hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual,
perdió su carga. El palito quedó atravesado en el tablón
contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura, que en
ese punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde,
hizo un leve avance erizado de alertas, pero aún así se
precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios
segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y
reaparecer en la superficie del siguiente tablón. Ahí estaba el
palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro
movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras.
Después llevó a cabo su quinta operación de carga. El palito
quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al cuerpo de
la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga
quedó mejor acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La
hormiga avanzó en la antigua dirección, que en ese espacio
casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era
rápido, y el palito no parecía correr el menor riesgo de
derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se detuvo, de
nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un
ancho dedo humano y concienzudamente aplastó carga y hormiga.
Las estatuas. Enrique Anderson Imbert (Micro-relato)
En el jardín de Brighton, colegio de señoritas, hay dos
estatuas: la de la fundadora y la del profesor más famoso.
Cierta noche -todo el colegio, dormido- una estudiante
traviesa salió a escondidas de su dormitorio y pintó sobre el
suelo, entre ambos pedestales, huellas de pasos: leves pasos de
mujer, decididos pasos de hombre que se encuentran en la
glorieta y se hacen el amor a la hora de los fantasmas.
Después se retiró con el mismo sigilo, regodeándose por
adelantado. A esperar que el jardín se llene de gente. ¡Las
caras que pondrán! Cuando al día siguiente fue a gozar la broma
vio que las huellas habían sido lavadas y restregadas: algo
sucias de pintura le quedaron las manos a la estatua de la
señorita fundadora.
“La misa del perro”, Manuel Hidalgo. (Micro-relato)
Sucedió el día de Año Nuevo, muy temprano. La mujer menudita y
el perro menudito entraron en el templo a escuchar la Santa
Misa. La mujer tomó agua bendita de la pila, se persignó y
también hizo la señal de la cruz en la frente del perrillo, que
iba protegido del frío por un abrigo escocés. Se sentaron en el
último banco, a mi lado. Llegado el momento de darnos la paz, la
mujer me extendió una mano y el perro me dio una patita. ¿Qué
iba a hacer yo? “La paz sea contigo”, le dije al perro, que me
miró con agradecimiento. Cuando llegó la hora de comulgar, la
mujer me pidió que cuidara del chucho hasta su regreso, y allí
nos quedamos, el perro y yo, lejos ambos del estado de gracia
exigido. Que recuerde, yo nunca he mordido a nadie, pero el
perro quizá tuviera ese pecadillo sin confesar. En fin, eso no
era asunto mío, del mismo modo que mis asuntos no parecían ser
de la incumbencia de aquel perro, el cual, al término del
oficio, se mostró huidizo.
“Vivir para siempre”, anónimo europeo. (Micro-relato)
Una dama comía y bebía alegremente y tenía cuanto puede anhelar
el corazón, y deseó vivir para siempre. En los primeros cien
años todo fue bien, pero después empezó a encogerse y a
arrugarse, hasta que no pudo andar, ni estar de pie, ni comer,
ni beber. Pero tampoco podía morir. Al principio la alimentaban
como si fuera una niñita, pero llegó a ser tan diminuta que la
metieron en una botella de vidrio y la colgaron en una iglesia.
Todavía está allí, en la iglesia de Santa María. Es del tamaño
de una rata y una vez al año se mueve.
“La papelera”, Luis Mateo Díez. (Micro-relato)
Por lo menos había visto a siete u ocho personas, ninguna de
ellas con aspecto de mendigo, meter la mano en la papelera que
estaba adosada a una farola cercana al aparcamiento donde todas
las mañanas dejaba mi coche.
Era un suceso trivial que me creaba cierta animadversión,
porque es difícil sustraerse a la penosa imagen de ese vicio de
urracas, sobre todo si se piensa en las sucias sorpresas que la
papelera podía albergar.
Que yo pudiera verme tentado de caer en esa indigna manía
era algo inconcebible, pero aquella mañana, tras la tremenda
discusión que por la noche había tenido con mi mujer, y que era
la causa de no haber pegado ojo, aparqué como siempre el coche y
al caminar hacia mi oficina la papelera me atrajo como un imán
absurdo y, sin disimular apenas ante la posibilidad de algún
observador inadvertido, metí en ella la mano, con la misma torpe
decisión con que se lo había visto hacer a aquellos penosos
rastreadores que me habían precedido.
Decir que así cambió mi vida es probablemente una
exageración, porque la vida es algo más que la materia que la
sostiene y que las soluciones que hemos arbitrado para
sobrellevarla. La vida es, antes que nada y en mi modesta
opinión, el sentimiento de lo que somos más que la evaluación de
lo que tenemos.
Pero si debo confesar que muchas cosas de mi existencia
tomaron otro derrotero.
Me convertí en un solvente empresario, me separé de mi mujer
y contraje matrimonio con una jovencita encantadora, me compré
una preciosa finca y hasta un yate, que era un capricho que
siempre me había obsesionado y, sobre todo, me hice un
transplante capilar en la mejor clínica suiza y eliminé de por
vida mi horrible complejo de calvo, adquirido en la temprana
juventud.
El billete de lotería que extraje de la papelera estaba
sucio y arrugado, como si alguien hubiese vomitado sobre él,
pero supe contenerme y no hacer ascos a la fortuna que me
aguardaba en el inmediato sorteo navideño.
Instrucciones para subir una escalera. Julio Cortázar (Micro-
relato)
Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se
pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el
plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a
este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta
que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas
sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en
una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal
correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o
escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos
elementos, se sitúa un tanto más arriba y adelante que el
anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que
cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o
pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un
primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de
costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural
consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo,
la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los
peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando
lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por
levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo,
envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones
cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño
dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la
parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que
no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la
altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo
peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero
descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más
difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La
coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la
explicación.
Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie
y el pie).
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir
alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de
la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de
talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el
momento del descenso.
El maestro. Oscar Wilde (Micro-relato)
Y cuando las tinieblas cayeron sobre la tierra, José de
Arimatea, después de haber encendido una antorcha de madera
resinosa, descendió desde la colina al valle.
Porque tenía que hacer en su casa. Y arrodillándose sobre
los pedernales del Valle de la Desolación, vio a un joven
desnudo que lloraba.
Sus cabellos eran color de miel y su cuerpo como una flor
blanca; pero las espinas habían desgarrado su cuerpo, y a guisa
de corona, llevaba ceniza sobre sus cabellos.
Y José, que tenía grandes riquezas, dijo al joven desnudo
que lloraba.
-Comprendo que sea grande tu dolor porque verdaderamente Él
era justo.
Mas el joven le respondió:
-No lloro por él sino por mí mismo. Yo también he convertido
el agua en vino y he curado al leproso y he devuelto la vista al
ciego. Me he paseado sobre la superficie de las aguas y he
arrojado a los demonios que habitan en los sepulcros. He dado de
comer a los hambrientos en el desierto, allí donde no hay ningún
alimento, y he hecho levantarse a los muertos de sus lechos
angostos, y por mandato mío y delante de una gran multitud, una
higuera seca ha florecido de nuevo. Todo cuanto él hizo, lo he
hecho yo.
-¿Y por qué lloras, entonces?
-Porque a mí no me han crucificado.
“Un creyente”, George Loring Frost. (Micro-relato)
Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros
corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío,
uno de ellos dijo:
-Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
-Yo no -respondió el otro-. ¿Y usted?
-Yo sí -dijo el primero, y desapareció.
El suicida. Enrique Anderson Imbert (Micro-relato)
Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el
versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer,
al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el
veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso.
Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces
disparó su revolver contra la sien. ¿Qué broma era ésa?
Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el
veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó
contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia,
recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el
dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el
estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y
con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la
sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se
fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y
luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su
licitud como el agua, después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban
chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la
calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los
vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.
El sueño, Luis Mateo Díez. (Micro-relato)
Soñé que un niño me comía. Desperté sobresaltado. Mi madre me
estaba lamiendo. El rabo todavía me tembló durante un rato.
Llamada. Fredric Brown (Micro-relato)
El último hombre sobre la Tierra está sentado a solas en una
habitación. Llaman a la puerta...
Anónimo. (Micro-relato)
Cada vez que me dolía la cabeza, él me acariciaba el cabello con
una ternura exquisita, me besaba en los ojos y susurraba con los
labios pegados a mi frente que ojalá todo ese dolor lo sufriera
él.
Comprendí que lo nuestro había terminado cuando me descubrí
deseando que se cumpliera su deseo.
Cuatro paredes. Ana María Shua (Micro-relato)
Siempre encerrada entre estas cuatro paredes, inventándome
mundos para no pensar en esta vida plana, unidimensional,
limitada por el fatal rectángulo de la hoja.
“La sombra de las jugadas”, Edwin Morgan. (Micro-relato)
En uno de los cuentos que integran la serie de lo Mabinogion,
dos reyes enemigos juegan al ajedrez, mientras en un valle
cercano sus ejércitos luchan y se destrozan. Llegan mensajeros
con noticias de la batalla; los reyes no parecen oírlos e,
inclinados sobre el tablero de plata, mueven las piezas de oro.
Gradualmente se aclara que las vicisitudes del combate
siguen las vicisitudes del juego. Hacia el atardecer, uno de los
reyes derriba el tablero, porque le han dado jaque mate y poco
después un jinete ensangrentado le anuncia: Tu ejército huye,
has perdido el reino.
“Los ojos culpables”, Ah'med Ech Chiruani. (Micro-relato)
Cuentan que un hombre compró a una muchacha por cuatro mil
denarios. Un día la miró y echó a llorar. La muchacha le
preguntó por qué lloraba; él respondió:
-Tienes tan bellos ojos que me olvido de adorar a Dios.
Cuando quedó sola, la muchacha se arrancó los ojos. Al verla en
ese estado el hombre se afligió y le dijo:
-¿Por qué te has maltratado así? Has disminuido tu valor.
Ella le respondió:
-No quiero que haya nada en mí que te aparte de adorar a
Dios.
A la noche, el hombre oyó en sueños una voz que le decía:
-La muchacha disminuyó su valor para ti, pero lo aumentó
para nosotros y te la hemos tomado.
Al despertar, encontró cuatro mil denarios bajo la almohada.
La muchacha estaba muerta.
Ágrafa musulmana en papiro de oxyrrinco. Juan José Arreola
(Micro-relato)
Estabas a ras de tierra y no te vi. Tuve que cavar hasta el
fondo de mí para encontrarte.
Algún día. Max Aub (Micro-relato)
Algún día los hombres descubrirán que el sueño vino después.
Dios no duerme, ni Adán dormía. Los infusorios no duermen,
ni el diplodoco podía. El elefante duerme dos horas y el perro
todas las que puede. No digo más. El hombre duerme para olvidar
sus pecados; cada día más, a medida que ha conquistado la noche.
No digo más. Los muertos no duermen.
Yo, tampoco. Al que duerme, matarlo.
Esa hormiga. Max Aub (Micro-relato)
Esa hormiga odiaba al león. Tardó diez mil años pero se lo comió
todo, poco a poco, sin que él se diera cuenta.
“El soldado”, Marcio Veloz Maggiolo. (Micro-relato)
Había perdido en la guerra brazos y piernas. Y allí estaba,
colocado dentro de una bolsa con sólo la cabeza fuera. Los del
hospital para veteranos le compadecían, mientras él, en su
bolsa, pendía del techo y oscilaba como un péndulo medidor de
tragedias. Pidió que lo declarasen muerto y su familia recibió,
un mal día, el telegrama del Army: "Sargento James Tracy, Viet-
Nam. Murió en combate".
El padre lloró amargamente y pensó para sí: "Hubiera yo
preferido parirlo sin brazos ni piernas; así jamás habría tenido
que ir a un campo de batalla".
“El gesto de la muerte”, Jean Cocteau. (Micro-relato)
Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un
gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en
Ispahan.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde,
el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto
de amenaza?
-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de
sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo
tomarlo esta noche en Ispahan.
La carta. Luis Mateo Díez (Micro-relato)
"Todas las mañanas llego a la oficina, me siento, enciendo la
lámpara, abro el portafolios y antes de empezar la tarea diaria,
escribo una línea en una larga carta donde, desde hace seis
años, explico minuciosamente las razones de mi suicidio.”
FICHA 342. Max Aub (Micro-relato)
Apellido del enfermo: Agrasot, Luisa
Edad: 24 años. Natural de Veracruz, Ver.
Diagnóstico: Erupción cutánea de origen probablemente poli-
bacilar.
Tratamiento: Dos millones de unidades de penicilina.
Resultado: Nulo.
Observaciones: Caso único. Recalcitrante. Sin precedentes.
Desde el decimoquinto día me abrumó. El diagnóstico era
clarísimo. Sin que cupiese duda alguna. Al fracasar la
penicilina ensayé desesperadamente toda clase de otros remedios:
no sabía por dónde salir. Me trajo de cabeza, de día y de
noche, semanas y semanas, hasta que le administré una dosis de
cianuro potásico. La paciencia –aún con los pacientes –tiene un
límite.
Sueño de la mariposa. Chuang Tzu (Micro-relato)
Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si
era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una
mariposa y estaba soñando que era Tzu.
“Tranvía”, Andrea Bocconi. (Micro-relato)
Por fin. La desconocida subía siempre en aquella parada. "Amplia
sonrisa, caderas anchas... una madre excelente para mis hijos",
pensó. La saludó; ella respondió y retomó su lectura: culta,
moderna.
Él se puso de mal humor: era muy conservador. ¿Por qué
respondía a su saludo? Ni siquiera lo conocía.
Dudó. Ella bajó.
Se sintió divorciado: "¿Y los niños, con quién van a
quedarse?"
“Los fantasmas y yo”, René Avilés Fabila. (Micro-relato)
Siempre estuve acosado por el temor a los fantasmas, hasta que
distraídamente pasé de una habitación a otra sin utilizar los
medios comunes.
El sueño del Rey. Lewis Carroll (Micro-cuento)
-Ahora está soñando. ¿Con quién sueña? ¿Lo sabes?
-Nadie lo sabe.
-Sueña contigo. Y si dejara de soñar, ¿qué sería de ti?
-No lo sé.
-Desaparecerías. Eres una figura de su sueño. Si se
despertara ese Rey te apagarías como una vela.
“Paternidad responsable”, Carlos Alfaro. (Micro-relato)
Era tu padre. Estaba igual, más joven incluso que antes de su
muerte, y te miraba sonriente, parado al otro lado de la calle,
con ese gesto que solía poner cuando eras niño y te iba a
recoger a la salida del colegio cada tarde.
Lógicamente, te quedaste perplejo, incapaz de entender qué
sucedía, y no reparaste ni en que el disco se ponía rojo de
repente ni en que derrapaba en la curva un autobús y se iba
contra ti incontrolado. Fue tremendo. Ya en el suelo, inmóvil y
medio atragantado de sangre, volviste de nuevo tus ojos hacia él
y comprendiste. Era, siempre lo había sido, un buen padre, y te
alegró ver que había venido una vez más a recogerte.
Gabriel García Márquez. Micro-relato
"...el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el
décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las
ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias
domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de
felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la
escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra
el pavimento de la calle había cambiado por completo su
concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que
aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa
valía la pena de ser vivida".
“La autoridad”, Eduardo Galeano. (Micro-relato)
En épocas remotas, las mujeres se sentaban en la proa de la
canoa y los hombres en la popa. Eran las mujeres quienes cazaban
y pescaban. Ellas salían de las aldeas y volvían cuando podían o
querían. Los hombres montaban las chozas, preparaban la comida,
mantenían encendidas las fogatas contra el frío, cuidaban a los
hijos y curtían las pieles de abrigo.
Así era la vida entre los indios onas y los yaganes, en la
Tierra del Fuego, hasta que un día los hombres mataron a todas
las mujeres y se pusieron las máscaras que las mujeres habían
inventado para darles terror.
Solamente las niñas recién nacidas se salvaron del
exterminio. Mientras ellas crecían, los asesinos les decían y
les repetían que servir a los hombres era su destino. Ellas lo
creyeron. También lo creyeron sus hijas y las hijas de sus
hijas.
“La verdad sobre Sancho Panza”, Franz Kafka. (Micro-relato)
Sancho Panza, que por lo demás nunca se jactó de ello, logró,
con el correr de los años, mediante la composición de una
cantidad de novelas de caballería y de bandoleros, en horas del
atardecer y de la noche, apartar a tal punto de sí a su
demonio, al que luego dio el nombre de Don Quijote, que éste se
lanzó irrefrenablemente a las más locas aventuras, las cuales
empero, por falta de un objeto predeterminado, y que
precisamente hubiese debido ser Sancho Panza, no hicieron daño a
nadie. Sancho Panza, hombre libre, siguió impasible, quizás en
razón de un cierto sentido de la responsabilidad, a Don Quijote
en sus andanzas, alcanzando con ello un grande y útil
esparcimiento hasta su fin.
"Teoría de Dulcinea", Juan José Arreola. (Micro-relato)
En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un
hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta.
Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba
eficazmente cada vez que un caballero andante embestía a fondo
uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos de virtudes y
faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de
cuatrocientas páginas de hazañas, embustes y despropósitos.
En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso
sitio al anacoreta en su cueva. Con cualquier pretexto entraba
al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de lana,
de joven mujer campesina recalentada por el sol.
El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la
que tenía enfrente, se echó en pos a través de páginas y
páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas
leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas
encinas y dio tres o cuatro zapatetas en el aire.
Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba
en la puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un
testamento cavernoso, desde el fondo de su alma reseca. Pero un
rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y
tuvo un destello inútil ante la tumba del caballero demente.
“Ventana sobre la palabra”, Eduardo Galeano. (Micro-relato)
Magda recorta Palabras de los diarios, palabras de todos los
tamaños, y las guarda en cajas. En cajas rojas guarda las
palabras furiosas. En caja verde, las palabras amantes. En caja
azul, las neutrales. En caja amarilla, las tristes. Y en caja
transparente guarda las palabras que tienen magia. A veces, ella
abre las cajas y las pone boca abajo sobre la mesa, para que las
palabras se mezclen como quieran.
Entonces, las palabras le cuentan lo que ocurre y le
anuncian lo que ocurrirá.
Memorias de Juan Charrasqueado. José Emilio Pacheco (Micro-
cuento)
-Yo no lo maté: él solito se le atravesó a la bala.
"Instrucciones para cantar", Julio Cortázar. (Micro-relato)
Empiece por romper los espejos de su casa, deje caer los brazos,
mire vagamente la pared, olvídese. Cante una sola nota, escuche
por dentro. Si oye (pero esto ocurrirá mucho después) algo como
un paisaje sumido en el miedo, con hogueras entre las piedras,
con siluetas semidesnudas en cuclillas, creo que estará bien
encaminado, y lo mismo si oye un río por donde bajan barcas
pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor de pan un tacto de
dedos, una sombra de caballo.
Después compre solfeos y un frac, y por favor no cante por
la nariz y deje en paz a Schumann.
"Su amor no era sencillo", Mario Benedetti. (Micro-relato)
Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando
el hombre y la mujer trataron de explicarse. En realidad, su
amor no era sencillo. Él padecía claustrofobia, y ella,
agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.
Juan José Arreola (Micro-cuento)
La última vez que nos encontramos Jorge Luis Borges y yo,
estábamos muertos. Para distraernos, nos pusimos a hablar de la
eternidad.
“A primera vista”, Poli Délano. (Micro-relato)
Verse y amarse fue una sola cosa. Ella tenía los colmillos
largos y afilados. Él tenía la piel blanda y suave: estaban
hechos el uno para el otro.
“El dinosaurio”, Augusto Monterroso. (Micro-relato)
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
(1959)
“Toque de queda”, Omar Lara. (Micro-relato)
Quédate, le dije. Y la toqué.
”Calidad y cantidad”, Alejandro Jodorowsky (Micro-relato)
No se enamoró de ella, sino de su sombra. La iba a visitar al
alba, cuando su amada era más larga.
Poema Nº 1, del libro Espantapájaros (1932). Oliverio Girondo
No sé, me importa un pito que las mujeres tengan los senos como
magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel
de lija. Le doy una importancia igual a cero al hecho de que
amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento
insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz
que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias;
¡pero eso sí! –y en esto soy irreductible-, no les perdono, bajo
ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden
el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue –y no otra- la razón de que me enamorase, tan
locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos
sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y
sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba
del comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la
camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres.
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de
algún paseo por los alrededores!
Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado.
“¡María Luisa! ¡María Luisa!”… y a los pocos segundos, ya me
abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a
cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que
nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos
en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en
hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera…, aunque nos
haga ver, de vez en cuando, las estrellas! ¡Qué voluptuosidad la
de pasarse los días entre las nubes… la de pasarse las noches de
un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea, ¿puede brindarnos
alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no
hay una diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una
mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del
suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de
una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo, no
me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor
más que volando.
Sadismo y masoquismo. Enrique Anderson Imbert (micro-cuento)
Escena en el infierno. Sacher-Masoch se acerca al marqués de
Sade y, masoquísticamente, le ruega:
-¡Pégame, pégame! ¡Pégame fuerte, que me gusta!
El marqués de Sade levanta el puño, va a pegarle, pero se
contiene a tiempo y, con la boca y la mirada crueles,
sadísticamente le dice:
-No.
El rayito de sol. Juan Ramón Jiménez (Micro-cuento)
Al niño chico lo ha despertado en la cuna un rayito de sol que
entra en el cuarto oscuro de verano por una rendija de la
ventana cerrada.
Si se hubiera despertado sin él, el niño se habría echado a
llorar llamando a su madre. Pero la belleza iluminada del rayito
de sol le ha abierto en los mismos ojos un paraíso florido y
mágico que lo tiene suspenso.
Y el niño palmotea, y ríe, y hace grandes conversaciones sin
palabras, consigo mismo, cogiéndose con las dos manos los dos
pies y arrullando su delicia.
Le pone la manita al rayo de sol; luego, el pie -¡con qué
dificultad y qué paciencia!-, luego la boca, luego el ojo, y se
deslumbra, y se ríe refregándoselo cerrado y llenándose de baba
la boca apretada. Si en la lucha por jugar con él se da un golpe
en la baranda, aguanta el dolor y el llanto y se ríe con
lágrimas que le complican en iris preciosos el bello sol del
rayo.
Pasa el instante y el rayito se va del niño, poco a poco,
pared arriba. Aún lo mira el niño, suspenso, como una imposible
mariposa, de verdad para él.
De pronto, ya no está el rayo. Y en el cuarto oscuro, el
niño -¿qué tiene el niño, dicen todos corriendo, qué tendrá?-
llora desesperadamente por su madre.
Programa de entretenimientos. Ana María Shua (Micro-cuento)
Es un programa de juegos por la tele. Los niños se ponen
zapatillas de la marca que auspicia el programa. Cada madre debe
reconocer a su hijo mirando solamente las piernitas a través de
una ventana en el decorado. El país es pobre, los premios son
importantes. Los participantes se ponen de acuerdo para ganar
siempre. Si alguna madre se equivoca, no lo dice. Después, cada
una se lleva al hijo que eligió, aunque no sea el mismo que
traía al llegar. Es necesario mantener la farsa largamente
porque la empresa controla con visitadoras sociales los hogares
de los concursantes. Hay hijos que salen perdiendo, pero a otros
el cambio les conviene. También se dice que algunas madres hacen
trampa, que se equivocan adrede.
El viento. Salarrué (Micro-cuento)
La Palazón se bañaba alegre y desnuda en el viento. El sol era
mareño en la mañana azul. La basura iba y venía, arrastrada por
la mecida del aire. Hojas que rodaban como caracoles, polvo como
espuma sucia en aquella marea.
Los charcos, en medio del camino barrioso y barrido, se
secaban dejando prieta la tierra, y blandita como para meter el
pie. Un ruidal de ramadas llenaba la costa entera, desde aquí
quera verdeante, hasta allá lejoslejos quera azul.
También las yeguas sintieron dentrar el viento en su alegrón
y se echaron a correr por el llano. A la par de las yeguas del
viento, iban las yeguas de sangre, atropellándose unas con
otras, soplando las narices valientes, la crin al cielo y el
casco al suelo; ¡patacán, patacán, patacán!... Dejaban jumazón
en la fueya, como si quemaran su libertá. Paraban su desboco,
cuando ya no sentían el suelo, por miedo al vuelo desconocido.
El heroísmo es un exceso de vida que puede a veces producir la
muerte.
A ratos, el norte ponía mujeres de polvo, bailando
vertiginosas por las veredas; bailando en puntas y cogiendo al
paso mantos de nube, para enrollarse girámbulas.
Venía el chuchito perdido, arrastrando una larga pita por el
camino: era negro, lagartijo, encogido y despavorido. Echaba las
orejas hacia atrás; la cola entre las patas; un vivo amarillo de
espanto le rodeaba los ojos polvosos. En aquella anchísima
soledad, ensordecida por el viento era como un dolor extraviado.
La fuerza del oleaje le hacía tambalearse. Se paraba y ponía
vanos empeños por amarrar el cabo del olfato. Volvía tímido la
cabeza, para mirar cuán solo estaba. Entonces su grito lastimero
hacía un rasguño en el viento. Volvía atrás con igual premura;
miraba al andar hacia el cielo, como si nadara. La pita lo
seguía dócil, marcando un surco en el polvo por un instante. Era
como un amor náufrago. Buscaba al amo, perdido en el ventarrón.
A lo lejos, como un punto negro en la explanada, iba nadando
hacia lo incierto. Aquella cosa tan mísera, bajo el furor del
cielo, era un dolor grandioso.
Entre madejas de polvo y cáscaras doradas, apoyado al
tanteyo en el palo y al tanteyo la mano en el cielo, el viejo
topó a una alambrada y llamó ya sin esperanza:
-¡Mirto, Mirto!...
89. Alfredo Armas Alfonzo (Micro-cuento)
Algunos papeles viejos son como los recuerdos inoportunos. No
aceptan el fuego ni la horca. El hombre cumple su tránsito pero
sus recuerdos y su memoria a veces sobreviven a la
desesperación.
El avaro de don Jesús María lo resolvió a su manera
suicidándose.
Continuidad de los parques. Julio Cortázar (Micro-cuento)
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por
negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a
la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el
dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una
carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de
aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que
miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como
una irritante posibilidad de intromisiones, dejó que su mano
izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se
puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin
esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la
ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer
casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo
rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente
en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían
al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el
aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, adsorbido
por la sórdida coyuntura de los héroes, dejándose ir hacia las
imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue
testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero
entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada
la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba
ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no
había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta,
protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El
puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad
agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un
arrollo de serpientes, y se sentía que todo está decidido desde
siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante
como queriendo retenerlo y disuadirlo dibujaban abominablemente
la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había
sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de
esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido.
El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una
mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los
esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía
seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él
se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto.
Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta
distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que
llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron.
El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres
peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus
oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala
azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto,
dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la
segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la
luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de
terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una
novela.
Max Aub (Micro-cuento)
Lo maté en sueños y luego no pude hacer nada hasta que lo
despaché de verdad. Sin remedio.
El entrecano y las dos prostitutas. Esopo
Un hombre con canas tenía dos amantes, una joven y otra vieja.
La de más edad, avergonzada de tener trato con uno más joven que
ella, no dejaba, cuando venía a estar junto a sí, de arrancarle
los pelos negros. La más joven, tratando de disimular que tenía
un amante viejo, le arrancaba los blancos. Y así, depilado por
turno a manos de una y otra, llegó a quedarse calvo.
De esta forma, lo que anda desacompasado es perjudicial.
El faro. Juan José Arreola (Micro-cuento)
Lo que hace Genaro es horrible. Se sirve de armas imprevista.
Nuestra situación se vuelve asquerosa.
Ayer, en la mesa, nos contó una historia de carnudo. Era en
realidad graciosa, pero como si Amelia y yo pudiéramos reírnos,
Genero la estropeo con sus grandes carcajadas falsas. Decía:
“¿Es que hay algo más chistoso?”. Y se pasaba la mano por la
frente, encogiendo los dedos, como buscándose algo. Volvía a
reír: “¿Cómo se sentirá llevar cuernos?”. No tomaba en cuenta
para nada nuestra confusión.
Amelia estaba desesperada: Yo tenía ganas de insultar a
Genaro, de decirle toda la verdad a gritos, de salirme corriendo
y no volver nunca. Pero como siempre, algo me detenía. Amelia
tal vez, aniquilada en la situación intolerable.
Hace ya algún tiempo que la actitud de Genaro nos
sorprendía. Se iba volviendo cada vez más tonto. Aceptaba
explicaciones increíbles, daba lugar y tiempo para nuestras más
descabelladas entrevistas. Hizo diez veces la comedia del viaje,
pero siempre volvió el día previsto. Nos absteníamos inútilmente
en su ausencia. De regreso, traía pequeños regalos y nos
estrechaba de modo inmoral, besándonos casi en el cuello,
teniéndonos excesivamente contra su pecho. Amelia llegó a
desfallecer de repugnancia entre semejantes abrazos.
Al principio hacíamos las cosas con temor, creyendo correr
un gran riesgo. La impresión de que Genaro iba a descubrirnos en
cualquier momento, teñía nuestro amor de miedo y de vergüenza.
La cosa era clara y limpia en este sentido. El drama flotaba
realmente sobre nosotros, dando dignidad a la culpa. Genaro lo
ha echado a perder. Ahora estamos envueltos en algo turbio,
denso y pesado. Nos amamos con desgana, hastiados, como esposos.
Hemos adquirido poco a poco la costumbre insípida de tolerar a
Genaro. Su presencia es insoportable porque no nos estorba; más
bien facilita la rutina y provoca el cansancio.
A veces, el mensajero que nos trae las provisiones dice que
la supresión de este faro es un hecho. Nos alegramos Amelia y
yo, en secreto. Genaro se aflige visiblemente: ”¿A dónde
iremos?” -nos dice- ¡Somos aquí tan felices!”. Suspira. Luego,
buscando mis ojos: “Tú vendrás con nosotros, a dondequiera que
vayamos”. Y se queda mirando el mar con melancolía.
“La confesión”, Manuel Peyrou. (Micro-relato)
En la primavera de 1232, cerca de Aviñón, el caballero Gontran
D'Orville mató por la espalda al odiado conde Geoffroy, señor
del lugar. Inmediatamente confesó que había vengado una ofensa,
pues su mujer lo engañaba con el Conde.
Lo sentenciaron a morir decapitado, y diez minutos antes de
la ejecución le permitieron recibir a su mujer, en la celda.
-¿Por qué mentiste? -preguntó Giselle D'Orville-. ¿Por qué
me llenas de vergüenza?
-Porque soy débil -repuso-. De este modo simplemente me
cortarán la cabeza. Si hubiera confesado que lo maté porque era
un tirano, primero me torturarían.
“El dedo”, Feng Meng-lung. (Micro-relato)
Un hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo.
Éste tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer milagros.
Como el hombre pobre se quejara de las dificultades de su vida,
su amigo tocó con el dedo un ladrillo que de inmediato se
convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero éste se lamentó
de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se
convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de
oro. El amigo insistió en que ambos regalos eran poca cosa.
-¿Qué más deseas, pues? -le preguntó sorprendido el hacedor
de prodigios.
-¡Quisiera tu dedo! -contestó el otro.
“Gana la casa”, El lapidario. (Micro-relato)
El jugador de póquer pasaba una mala racha. Una vez perdida su
última ficha, se vio obligado a apostar sucesivamente su ropa,
objetos personales y la llave de su flamante Mercedes. Pronto se
quedó sin nada que apostar excepto a sí mismo, así que poco a
poco fue arrojando porciones de su cuerpo sobre el tapete:
piernas, estómago, hígado, corazón,... Y cuando por fin
consiguió una buena mano (cuatro ases) y arrasó, no pudo recoger
sus ganancias: hacía ya rato que había perdido brazos, manos y
cabeza.
“Hablaba y hablaba...”, Max Aub. (Micro-relato)
Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba,
y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero
aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y
hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar.
Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba.
¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses.
Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el
baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le
metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso,
sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.
FIN
La casa encantada. Anónimo (Micro-cuento)
Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero
campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba
coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín.
Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que
finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una
larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a
hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño
permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de
varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener
el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en
el instante en que iba a tener su conversación con el anciano.
Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a
Litchfield, donde se realizaba una fiesta de fin de semana. De
pronto tironeó la manga del conductor y le pidió que detuviera
el automóvil. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba
el sendero campesino de su sueño.
-Espéreme un momento –suplicó-, y echó a andar por el
sendero, con el corazón latiéndole alocadamente. Ya no se sintió
sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima
de la boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos detalles
recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano del sueño
respondió a su impaciente llamada.
-Dígame –dijo ella-, ¿se vende esta casa?
-Sí –respondió el hombre-, pero no le aconsejo que la
compre. ¡Esta casa, hija mía, está frecuentada por un fantasma!
-Un fantasma –repitió la muchacha-. Santo Dios, ¿y quién es?
-Usted –dijo el anciano y cerró suavemente la puerta.
La venia. William Drummond (Micro-cuento)
Una dama de calidad se enamoró con tanto frenesí de un tal
señor Dodd, predicador puritano, que rogó a su marido que les
permitiera usar de la cama para procrear un ángel o un santo;
pero, concedida la venia, el parto fue normal.
El idiota. Gabriel Jiménez Emán (Micro-cuento)
Cuando el sabio señaló la luna, el idiota se quedó mirando el
dedo del sabio, y vio que se trataba del índice. Era un dedo
arrugado, envuelto en una epidermis desgastada, cuyo tejido
anterior se hacía tan fino que el espesor de la sangre,
fragmentado en pequeños puntos rojos, se dividía a su vez en
forma de tabique, debido a las líneas irregulares que en grupos
de cinco separaban a las falanginas de las falangetas. Por la
parte posterior, en la superficie de los nudillos, estas líneas
eran más numerosas y parecían nervaduras de hoja, pues el sabio
era tan viejo que la piel del nudillo era un pellejo de
consistencia inerte, y hasta tenía ciertas marcas de los
mordiscos leves que el sabio le había dado en los momentos de
reflexión.
En los demás dedos del sabio había ciertos vellos que el
idiota apenas conseguía registrar con el ojo, tal era su
concentración en el índice, distintos de aquellos por ser
lampiños, con los poros más grandes y de una uña
más pronunciada, curva y de una pátina tenue de amarillo. Su
superficie se adivinaba casi tan lisa como la de un cristal, y
brillaba. El contorno de la cutícula estaba perfectamente
dibujado; no había en su línea cóncava ni el más mínimo
desprendimiento. El nacimiento de la próxima uña, blanco y
puntiagudo, formaba con la cutícula un óvalo que el sabio miraba
a veces, encontrando en él una especie de centro universal cuyo
significado desconocía. Se detuvo por fin el idiota en la parte
superior de la uña, que coincidía exactamente con el nivel de la
yema y cuyo borde se inclinaba hacia abajo. Allí el idiota vio,
perfectamente reflejada y redonda, a la luna.
El obstáculo. Amado Nervo (Micro-cuento)
Por el sendero misterioso, recamado en sus bordes de exquisitas
plantas en flor y alumbrado blandamente por los fulgores de la
tarde, iba ella, vestida de verde pálido, verde caña, con suaves
reflejos de plata, que sentaba incomparablemente a su delicada y
extraña belleza rubia.
Volvió los ojos, me miró larga y hondamente y me hizo con la
diestra signo de que la siguiera.
Eché a andar con paso anhelado; pero de entre los árboles de
un soto espeso surgió un hombre joven, de facciones duras, de
ojos acerados, de labios imperiosos.
-No pasarás –me dijo, y puesto en medio del sendero abrió
los brazos en cruz.
-Sí pasaré –respondíle resueltamente y avancé; pero al
llegar a él vi que permanecía inmóvil y torvo.
-¡Abre camino! –exclamé.
No respondió.
Entonces, impaciente, le empujé con fuerza. No se movió.
Lleno de cólera al pensar que la Amada se alejaba,
agachando la cabeza embestí a aquel hombre con vigor acrecido
por la desesperación; mas él se puso en guardia y, con un golpe
certero, me echó a rodar a tres metros de distancia.
Me levanté maltrecho y con más furia aún volví al ataque
dos, tres, cuatro veces; pero el hombre aquel, cuya apariencia
no era de Hércules, pero cuya fuerza sí era brutal, arrojóme
siempre por tierra, hasta que al fin, molido, deshecho, no pude
levantarme...
¡Ella, en tanto, se perdía para siempre!
Aquella mirada reanimó mi esfuerzo e intenté aún agredir a
aquel hombre obstinado e impasible, de ojos de acero; pero él me
miró a su vez de tal suerte, que me sentí desarmado e impotente.
Entonces una voz interior me dijo:
-¡Todo es inútil; nunca podrás vencerle!
Y comprendí que aquel hombre era mi Destino.
El componedor de cuentos. Mariano Silva y Aceves (Micro-cuento)
Los que echaban a perder un cuento bueno o escribían uno malo lo
enviaban al componedor de cuentos. Éste era un viejecito calvo,
de ojos vivos, que usaba unos anteojos pasados de moda, montados
casi en la punta de la nariz, y estaba detrás de un mostrador
bajito, lleno de polvosos libros de cuentos de todas las edades
y de todos los países.
Su tienda tenía una sola puerta hacia la calle y él estaba
siempre muy ocupado. De sus grandes libros sacaba
inagotablemente palabras bellas y aun frases enteras, o bien
cabos de aventuras o hechos prodigiosos que anotaba en un papel
blanco y luego, con paciencia y cuidado, iba engarzando esos
materiales en el cuento roto. Cuando terminaba la compostura se
leía el cuento tan bien que parecía otro.
De esto vivía el viejecito y tenía para mantener a su mujer,
a diez hijos ociosos, a un perro irlandés y a dos gatos negros.
Retrato. Adolfo Bioy Casares (Micro-cuento)
Conozco a una muchacha generosa y valiente, siempre resuelta a
sacrificarse, a perderlo todo, aun la vida, y luego a
recapacitar, a recuperar parte de lo que dio con amplitud, a
exaltar su ejemplo, a reprochar la flaqueza del prójimo, a
cobrar hasta el último centavo.
Ítalo Calvino. Micro-cuento
El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una
muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados
porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la
dignidad real, descuidaba los asuntos del imperio. Cuando la
muchacha murió repentinamente, los dignatarios respiraron
aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no
había muerto con ella. El emperador, que había hecho llevar a su
aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El
arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un
encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de
la lengua muerta, encontró un anillo con una piedra preciosa. No
bien el anillo estuvo en manos de Turpín, Carlomagno se apresuró
a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del
arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín
arrojó el anillo al lago de Costanza. Carlomagno se enamoró del
lago de Costanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.
Tragedia. Vicente Huidobro (Micro-cuento)
María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que
se llama Olga.
Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe,
lleno de ideas honoríficas, reglamentadas como árboles de paseo.
Pero la parte que ella casó era su parte que se llamaba
María. Su parte Olga permanecía soltera y luego tomó un amante
que vivía en adoración ante sus ojos.
Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le
reprochara infidelidad. María era fiel, perfectamente fiel. ¿Qué
tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no
comprendiera. María cumplía con su deber, la parte Olga adoraba
a su amante.
¿Era ella culpable de tener un nombre doble y de las
consecuencias que esto puede traer consigo?
Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos
enormes, no asustados sino llenos de asombro, por no poder
entender un gesto tan absurdo.
Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la
parte suya, en vez de matar a la otra. Olga continuó viviendo en
brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz, muy feliz,
sintiendo sólo que es un poco zurda.
El cielo ganado. Gabriel Cristián Taboada (Micro-cuento)
El día del Juicio Final, Dios juzga a todos y a cada uno de los
hombres.
Cuando llama a Manuel Cruz, le dice:
-Hombre de poca fe. No creíste en mí. Por eso no entrarás en
el Paraíso.
-Oh Señor –contesta Cruz-, es verdad que mi fe no ha sido
mucha. Nunca he creído en Vos, pero siempre te he imaginado.
Tras escucharlo, Dios responde:
-Bien, hijo mío, entrarás en el Cielo; mas no tendrás nunca
la certeza de hallarte en él.
Franz Kafka y la niña. Josefa Sarrionandía (Micro-cuento)
Imagínate a Franz Kafka en una calle de Praga. No, no es Praga,
es otra ciudad. Imagínatelo en una calle de Berlín.
En el noviembre de 1923, él y Dora Dymant cambiaron de casa
–Grunewaldstrass, 13- y alquilaron dos habitaciones en casa de
un médico.
Imagínate a aquel escritor, afectado ya por la tuberculosis,
paseando por la calle en una tarde nublada y tranquila.
Una niña llora en la acera. Franz Kafka se acerca a la niña,
que oculta su cara bajo mechones pelirrojos. Llora porque ha
perdido su muñeca.
-No, no se ha perdido –le dice Franz Kafka. Que no se ha
perdido, que no llore, que la muñeca ha tenido que marcharse de
viaje y que no se ha despedido de ella porque los adioses son
tristes.
-Hace poco me he encontrado con tu muñeca –dice Franz Kafka-
, a la salida de la ciudad. Y me ha dicho que te ha escrito.
Imagínate a la niña secándose las lágrimas con las manitas.
La niña, desde la profundidad de sus ojos azules, mira al hombre
moreno, al extraño mensajero.
El mensajero, Franz Kafka, sube calle arriba con su traje
negro y paso lento, para perderse, como el más misterioso de los
mensajeros, tras la esquina de la calle.
La niña, durante las semanas siguientes, recibió las cartas
de la muñeca, en las que le contaba un viaje extraordinario,
cada vez desde más lejos.
Robert Fulghum. Micro-cuento
En las islas Salomón, en el sur del Pacífico, algunos lugareños
practican una forma única de tala de árboles. Si un árbol es
demasiado grande para ser talado con un hacha, los nativos lo
hacen caer a gritos. (No tengo a mano el artículo, pero juro que
lo he leído.) Los leñadores con poderes especiales se suben a un
árbol exactamente al amanecer y, de pronto, le gritan con toda
la fuerza de sus pulmones. Lo harán durante treinta días. El
árbol muere y se derrumba. La teoría es que los gritos matan el
espíritu del árbol. Según los lugareños, da siempre resultado.
¡Ay, esos pobres inocentes ingenuos! ¡Qué extraños y
encantadores hábitos los de la jungla! Gritarles a los árboles,
vaya cosa. ¡Qué primitivo! Lástima que no tengan las ventajas de
la tecnología moderna y de la mentalidad científica.
¿Y yo? Yo le grito a mi mujer. Y le grito al teléfono y a la
segadora de césped. Y le grito a la televisión y al periódico y
a mis hijos. Incluso se dice que he agitado el puño y le he
gritado al cielo algunas veces.
El hombre de la puerta de al lado le grita mucho a su coche.
Y este verano le oí gritarle a una escalera de tijera durante
casi toda una tarde. Nosotros, la gente educada, urbana y
moderna, le gritamos al tráfico y a los árbitros y a las
facturas y a los bancos y a las máquinas…, sobre todo a las
máquinas. Las máquinas y los parientes se llevan la mayor parte
de los gritos.
Yo no sé lo que hay de bueno en ello. Las máquinas y las
cosas siguen en su sitio. Ni siquiera darle patadas sirve a
veces para nada. En cuanto a las personas, bueno, los isleños de
Salomón pueden apuntarse un tanto. Gritarles a cosas vivas puede
hacer que muera el espíritu que hay en ellas. Los palos y las
piedras pueden romper nuestros huesos, pero las palabras rompen
nuestros corazones.
La elección tardía. Eduardo Liendo (Micro-cuento)
A los veinte años decidió rebelarse contra la fatalidad del
azar. Comprendió que la casualidad era una maldición, la
negación de toda verdadera libertad. Había meditado intensamente
en una terrible reflexión de Séneca: “La casualidad cuenta mucho
en nuestras vidas porque vivimos por casualidad”. Alguien –pensó
con suficiencia- debe enfrentarse al caos, no debo ceder a la
arbitrariedad, ninguna fuerza ajena a mi propia determinación
regirá mi destino.
Entró en su habitación y durante días y noches de intensa
creación, escribió el futuro Diario de su vida; en sus páginas
no dejó espacio para lo fortuito, llenó las horas, y los minutos
de las horas y los segundos de los minutos y las fracciones de
los segundos. Escogió minuciosamente sus hábitos, expectativas,
sobresaltos, satisfacciones, nostalgias, sueños, coitos,
sorpresas, gestos, viajes, accidentes, pesadillas, enemigos,
visiones; nada olvidó, ni siquiera su postre predilecto. Sólo
vaciló ante su muerte, ningún fin le parecía justo para un
hombre libre, para quien se atrevía a desafiar resueltamente
cualquier intromisión del azar. Por eso, dejó en blanco la
última página del Diario hasta encontrar la justa solución.
Así venció al caos, metódica, inexorablemente, se cumplió su
existencia de acuerdo a la suerte que se había señalado. Ningún
hombre, por elevado que fuese su rango o la grandeza de sus
hazañas, fue más soberano. Sólo él había derrotado a los
caprichosos dioses, sus egoísmos, sus cíclicos humores, sus
insoportables injerencias.
Fue infinitamente libre para escoger su muerte, pudo sumirse
en una meditación eterna sobre el dejar de ser, el ser otro, el
no ser ya. Repasó todas las posibles formas de la cesación de la
vida, las malas y las buenas muertes, las dulces, las neutras y
las insufribles.
Entonces, asumió la tardía determinación, abrió el Diario y
escribió en la página vacía: “Me muero de fastidio”. Sobre la
silla quedó un esqueleto ensimismado.
La cosa. Luisa Valenzuela (Micro-cuento)
Él, que pasaremos a llamar sujeto, y quien estas líneas escribe
(perteneciente al sexo femenino) que como es natural llamaremos
el objeto, se encontraron una noche cualquiera y así empezó la
cosa. Por un lado porque la noche es ideal para comienzos y por
otro porque la cosa siempre flota en el aire y basta que dos
miradas se crucen para que el puente sea tendido y los abismos
franqueados.
Había un mundo de gente pero ella descubrió esos ojos azules
que quizá –con un poco de suerte- se detenían en ella. Ojos
radiantes, ojos como alfileres que la clavaron contra la pared y
la hicieron objeto –objeto de palabras abusivas, objeto del
comentario crítico de los otros que notaron la velocidad con la
que aceptó al desconocido. Fue ella un objeto que no objetó para
nada, hay que reconocerlo, hasta el punto que pocas horas más
tarde estaba en la horizontal permitiendo que la metáfora se
hiciera carne en ella. Carne dentro de su carne, lo de siempre.
La cosa empezó a funcionar con el movimiento de vaivén del
sujeto que era de lo más proclive. El objeto asumió de
inmediato –casi instantáneamente- la inobjetable actitud mal
llamada pasiva que resulta ser de lo más activa, recibiente.
Deslizamiento de sujeto y objeto en el mismo sentido,
confundidos si se nos permite la paradoja.
Borges y yo. Jorge Luis Borges (Micro-cuento)
Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino
por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar
el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo
noticias por el correo y veo su nombre en una terna de
profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes
de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las
etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro
comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las
convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que
nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que
Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica.
Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas,
pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya
no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la
tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme,
definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en
el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su
perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que
todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra
eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de
quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me
reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el
laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de
librarme de él y pase de las mitologías del arrabal a los juegos
con el tiempo y con el infinito, pero esos juegos son de Borges
ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y
todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.
La uña. Max Aub (Micro-cuento)
El cementerio está cerca. La uña del meñique derecho de Pedro
Pérez, enterrado ayer, empezó a crecer tan pronto como
colocaron la losa. Como el féretro era de mala calidad (pidieron
el ataúd más barato) la garfa no tuvo dificultad para despuntar
deslizándose hacia la pared de la casa. Allí serpenteó hasta la
ventana del dormitorio, se metió entre el montante y la peana,
resbaló por el suelo escondiéndose tras la cómoda hasta el
recodo de la pared para seguir tras la mesilla de noche y subir
por la orilla del cabecero de la cama. Casi de un salto atravesó
la garganta de Lucía, que ni ¡ay! dijo, para tirarse hacia la de
Miguel, traspasándola.
Fue lo menos que pudo hacer el difunto: también es cuerno la
uña.
Las patronas. Guillermo Samperio (Micro-cuento)
Las patronas de las sirvientas son complicadas. Se disgustan por
cualquier cosita. Piensan que a cada paso les roban, se burlan
de ellas, las espían. No les gusta que las cosas cambien de
lugar ni que las sirvientas metan gente a la casa. Odian que la
muchacha utilice sus baños, sus jabones, sus peines, el
refrigerador, los sillones, las sillas, el teléfono, las camas,
el pasillo, la entrada, la salida, las llaves de la casa, al
esposo y a los hijos adolescentes. Quisieran tener un ángel
maravilloso por sirvienta. Los maridos de las patronas de las
sirvientas son más complicados y les da lo mismo esposa,
sirvienta, que ángel.
Currículum vitae. Marco Denevi (Micro-cuento)
A menudo un dictador es un revolucionario que hizo carrera. A
menudo un revolucionario es un burgués que no la hizo.
Formas de pasar el tiempo. Julia Otxoa (Micro-cuento)
A L.K. después de aquello, le era difícil respirar. Le producía
un extremo dolor soportar la existencia propia y la de los
demás. Una terrible incógnita, el porqué de todo. Así que sin
tener la menor idea de qué hacer con su vida, cogió el primer
tren para Dublín, buscó trabajo, conoció a una mujer, se casó y
tuvo hijos.
Nota: Todo lo demás, incluido ese dato, puede ser aleatorio,
es decir, que bien puede el personaje coger un tren para Oslo,
Londres, Barcelona, o no cogerlo. Y también puede no casarse. Es
decir, todo es accidental y fortuito, menos el dolor y la
angustia, que han de ser fijos.
Yo vi matar a aquella mujer. Ramón Gómez de la Serna (Micro-
cuento)
En la habitación iluminada de aquel piso vi matar a aquella
mujer.
El que la mató, le dio veinte puñaladas, que la dejaron
convertida en un palillero.
Yo grité. Vinieron los guardias.
Mandaron abrir la puerta en nombre de la ley, y nos abrió el
mismo asesino, al que señalé a los guardias diciendo:
-Éste ha sido.
Los guardias lo esposaron y entramos en la sala del crimen.
La sala estaba vacía, sin una mancha de sangre siquiera.
En la casa no había rastro de nada, y además no había tenido
tiempo de ninguna ocultación esmerada.
Ya me iba, cuando miré por último a la habitación del
crimen, y vi que en el pavimento del espejo del armario de luna
estaba la muerta, tirada como en la fotografía de todos los
sucesos, enseñando las ligas de recién casada con la muerte...
-Vean ustedes –dije a los guardias-. Vean… El Asesino la ha
tirado al espejo, al trasmundo.
La violetilla. Juan Ramón Jiménez (Micro-cuento)
Nos trajeron de regalo un palomo blanco, “para que nos lo
comiéramos”. ¿Quién, después de verlo y acariciarlo, se lo
comía? Se lo dimos a los dos niños del jardinero para que lo
criaran.
-¿Qué haréis con él?
María, la mayorcita, La violetilla como le decíamos,
grisucha y graciosa, con sus ojos verdes, su pelo pardo con
aceite, y sus dientes amarillos, saltó al momento:
-¡Cuidarlo, zeñorito!
Pero el padre mató al palomo aquella misma tarde y se lo
comió la familia, digo, él y el niño, Faneguillas, que tenía
todo su mimo. La madre y la niña se contentaron con olerlo,
agradables a la fuerza.
Al día siguiente, cuando entré, estaban los niños sentados
en el umbral jugando a los alfileritos.
-¿Y el palomo? –les pregunté ansioso.
El niño se puso de pie, y sacando la barriga, se dio una
palmada en ella:
-¡Aquí, gualdado!
Y La violetilla María, sonriendo triste, copiaba a su
hermano:
-¡Aquí guardado, zeñorito!
Árbol del fuego. Hipólito G. Navarro (Micro-cuento)
Es el niño primero de la clase, extraño niño de sobresalientes y
matrículas. Por las tardes abunda en su sustancia, y en el
parque soslaya la facilidad de los cerezos y los arces y trepa,
con dificultades, a lo más alto de un árbol del fuego.
Abajo, intuyendo la caída que algún día tendrá que llegar,
espera sin prisas otro niño, éste más discreto tras sus gafas:
el que fantasea en la clase en el último pupitre bajo el mapa,
donde nunca llegan los premios del maestro.
Gabriel García Márquez (Micro-cuento)
La historia que más me ha impresionado en mi vida, la más brutal
y al mismo tiempo la más humana, se la contaron a Ricardo Muñoz
Suay, en 1947, cuando estaba preso en la cárcel de Ocaña,
provincia de Toledo, España. Es la historia real de un
prisionero republicano que fue fusilado en los primeros días de
la guerra civil en la prisión de Ávila. El pelotón de
fusilamiento lo sacó de su celda en un amanecer glacial, y todos
tuvieron que atravesar a pie un campo nevado para llegar al
sitio de la ejecución. Los guardias civiles estaban bien
protegidos del frío con capas, guantes y tricornios, pero aún
así tiritaban a través del yermo helado. El pobre prisionero,
que sólo llevaba una chaqueta de lana deshilachada, no hacía más
que frotarse el cuerpo casi petrificado, mientras que se
lamentaba en voz alta del frío mortal. A un cierto momento, el
comandante del pelotón, exasperado con los lamentos, le gritó:
-Coño, acaba ya de hacerte el mártir con el cabrón frío.
Piensa en nosotros, que tenemos que regresar.
Guillermo Cabrera Infante (Micro-cuento)
-Usté, vamo.
-¿Qué pasa?
-El salgento que lo quiere ver.
-¿Para qué?
-¡Cómo que pa qué! Vamo, vamo. Andando.
-Salgento, aquí está éte.
-Está bien, retírate. ¿Qué, cómo anda esa barriga? Duele,
¿no verdá? Ah, pero te acostumbras, viejo. Dos o tres sacudiones
más y nos dices todo lo que queremos.
-Yo no sé nada sargento. Se lo juro y usted lo sabe.
-No tiene que jurar, mi viejito. Nosotros te creemos.
Nosotros sabemos qué tú no tienes nada que ver con esa gente.
Pero te he traído aquí para preguntarte otra cosa. Vamo ver: ¿tú
sabes nadar?
-¿Qué?
-Que si sabes nadar, hombre. Nadar. Así.
-Bueno, sargento... yo..
-¿Sabes o no sabes?
-Sí.
-¿Mucho o poco?
-Regular.
-Bueno, así me gusta, que sea modesto. Bueno, pues prepárate
para una competencia. Ahora por la madrugá vamo coger una lancha
y te vamo llevar mar afuera y te vamo echar al agua, a ver hasta
dónde aguantas. Yo ya he hecho una apuestica con el cabo. No,
hombre, no pongas esa cara. No te va a pasar nada. Nada más que
una mojá. Después nosotros aquí te esprimimos y te tendemos.
¿Qué te parece? Di algo, hombre, que no digan que tú eres un
pendejo que le tiene miedo al agua. Bueno, ahora te vamos
devolver a la celda. Pero recuerda: por la madrugá eh. ¡Cabo,
llévate al campión pal calabozo y ténmelo allá hasta que te
avise! Oye: y va la apuesta.
El artista. Oscar Wilde (Micro-cuento)
Una tarde le vino al alma el deseo de dar forma a una imagen del
“Placer que se posa un instante”. Y se fue por el mundo a buscar
bronce, pues sólo el bronce podía concebir su obra.
Pero había desaparecido el bronce del mundo entero; en parte
alguna del mundo entero podía encontrarse bronce, salvo el
bronce solo de la imagen del “Dolor que dura para siempre”.
Era él quien había forjado esta imagen con sus propias
manos, y la había puesto sobre la tumba de lo único que había
amado en la vida. Sobre la tumba de lo que más había amado en la
vida y había muerto había puesto esta imagen hechura suya, como
prenda y señal del amor humano que no muere nunca, y como
símbolo del dolor humano que dura para siempre. Y en el mundo
entero no había más bronce que el bronce de esta imagen.
Y tomó la imagen que había formado y la puso en un gran
horno y se la entregó al fuego.
Y con el bronce de la imagen del “Dolor que dura para
siempre” esculpió una imagen del “Placer que se posa un
instante”.
La prisionera. Juan Eduardo Zúñiga (Micro-cuento)
Estoy en el jardín de un antiguo palacio que no sé de quién fue
ni cuál es hoy su dueño. La tarde es húmeda, y otoñal el ocaso;
en el blando suelo las hojas mueren adheridas al barro. No hace
viento, no oigo ningún ruido entre los árboles que forman paseos
en los que mudas estatuas, sobre pedestales de hiedra, alzan su
desnudez.
Quisiera recorrer este extraño jardín, pero estoy quieto.
Nadie lo visita, nadie hace crujir el puentecillo de madera
sobre el constante arroyo. Nadie se apoya en las balaustradas
del parterre ante la fila de bustos que la intemperie enmascaró
con manchas verdinegras.
Estoy ante la gran fachada cubierta de ventanas que termina
en altas chimeneas sobre el oscuro alero del tejado. Todo en
ella muestra haber sufrido los ataques del tiempo pero estos
rigores no dañaron a la única ventana que yo miro. Cada día,
tras los cristales, aparece ella, su delicada silueta, y aparta
la cortina de tul y largamente pasea su mirada por los senderos
que se alejan hacia el río. Vestida de color violeta, siempre
seria, eternamente bella, conserva su rostro juvenil, su gesto
de candor, atenta a la llegada de alguien que ella espera.
Inmóvil, tras el cristal, no habla, no muestra si acepta mi
presencia, acaso no me ve. Resignada se dobla mi cabeza sobre el
hombro mordido por las lluvias; desearía que sus dedos me
rozasen antes de que su mano se haga transparencia. Desfallece
mi cabeza enamorada; tras mis ojos vacíos atesoré palabras y
palabras de amor dedicadas a ella. Acaso un día logren mover mis
labios de durísima piedra.
10x1. Alfredo Armas Alfonzo (Micro-cuento)
El hombre de mirada que se escondía y la boca que instilaba
saliva paró al niño entre el resquicio de la puerta entornada;
no era de allí porque después se supo que nadie le conocía. Le
dijo que le daba el puño de metras, el rollo de hilo de elevar
papagayo, la moneda grande, el trompo con la franja azul, ah y
los caramelos, todos los caramelos que él quisiera de la lata.
El niño sólo tenía que entrar si quería hacer el negocio y
jurarle después que no le diría nada a nadie.
El niño se le encimó un poco y le hundió en el ojo más
sanguinolento la espina de pescado que recién acababa de recoger
de entre los desperdicios de la venta diaria junto a las
montañas de durmientes de ferrocarril que cargan los barcos de
la costanera. Por todo el resto de su existencia el sujeto cargó
consigo su cuenca vacía a través de la cual podía advertirse el
interior del alma totalmente desolada e interminable.
A Circe. Julio Torri (micro-cuento)
¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas
no me hice amarrar al mástil cuando divisamos la isla de las
sirenas, porque iba resuelto a perderme. En medio del mar
silencioso estaba la pradera fatal. Parecía un cargamento de
violetas errante por las aguas.
¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es
cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron
para mí.
Literatura. Julio Torri (Micro-cuento)
El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de
escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un
abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a
pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había
tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y
a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo
son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y
poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los
cielos sombríos y empavorecedores.
La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público
indiferente se le antojó el abordaje; y la miseria que amenazaba
su hogar, el mar bravío. Y al escribir las olas en que se mecían
cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida
sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar
de todo fascinante, mágica, sobrenatural.
El ángel. Juan Eduardo Zúñiga (Micro-cuento)
La mujer cruzaba la gran plaza en cuyo centro se alzaba la
columna rematada por una enorme estatua, un ángel con las alas
desplegadas que parecía a punto de volar.
La mujer solitaria cada mañana ponía en él sus ojos admirados,
temiendo que en las ráfagas de otoño o en las nieblas del frío,
desapareciera y no lo viese más, y aunque sabía que para el
ángel ella tan sólo era un punto negro en la inmensidad de la
plaza desierta, le rogaba la acompañase en el largo trayecto
cotidiano.
Y fue tal su vehemencia que el ángel la escuchó y entendió
su insistente llamada y un día descendió de la columna y fue
hacia ella con pasos vacilantes. Ante aquella figura gigantesca
con las alas abiertas, la mujer sintió nacer la esperanza de ser
correspondida pero al acercarse el ángel, vio que tenía los ojos
vacíos.
Aun así, ella le preguntó: “¿Vienes conmigo?”, pero el ángel
titubeaba, no respondió y poco después volvió a su lugar en lo
alto de la columna.
Se quebró el fugaz proyecto de amor: ella sintió que
terminaba su vida y estuvo a punto de hundirse en la tierra al
comprender que no había sido mirada, que el ángel no vio nunca
su gesto enamorado. Pero pensó en el deber del trabajo y en el
camino que la esperaba recorrer como cada día y se resignó a
seguir adelante. Ya nunca más buscaría el amor, ni el ángel
bajaría al suelo.
Los solitarios cruzan la inmensa plaza pero ninguno hacia él
levanta su mirada; saben que el ángel que está allí es ciego,
un ángel solitario como ellos.
Ataque masivo. José Manuel Alonso Ibarrola (Micro-cuento)
El enemigo estaba allí, fuertemente atrincherado y protegido por
numerosas baterías, que cubrían con su fuego todo el valle. Era
preciso atravesarlo con cargas furiosas de caballería. El Alto
Estado Mayor calculó que serían precisas cinco oleadas, cada una
de ellas con cinco mil hombres. Teniendo en cuenta que el
enemigo causaría un sesenta o un setenta por ciento de bajas,
era lógico suponer que la quinta oleada llegaría a su destino.
Dadas las órdenes pertinentes se iniciaron las cargas. La
batalla no se desarrolló según el cálculo previsto y lo cierto
es que para la supuesta última y definitiva oleada sólo quedaban
dos soldados. Preguntaron éstos si la carga tenían que hacerla
al galope forzosamente, como las anteriores. Vistas las
circunstancias, se les dio plena libertad para hacer lo que
quisieran. Y los dos soldados, pie a tierra, cansadamente,
arrastrando de la brida a sus respectivos caballos, se lanzaron
contra el enemigo, hablando tranquilamente de sus cosas...
El lápiz dorado. Mariano Silva y Aceves (Micro-cuento)
A un señor muy misterioso que tenía un lápiz le decían “el señor
del lápiz dorado” y él estaba, al parecer, muy orgulloso de
tenerlo. Mucho tiempo después vino a saberse, cuando el
misterioso señor había muerto, que todos los libros que escribió
sólo en la oscuridad podían leerse porque la escritura de aquel
lápiz dorado estaba hecha de luz.
Breve antología de la historia universal. Faroni (Micro-cuento)
Canta, oh diosa, no sólo la cólera de Aquiles sino cómo al
principio creó Dios los cielos y la tierra y cómo luego, durante
más de mil noches, alguien contó la historia abreviada del
hombre, y así supimos que a mitad del andar de la vida, uno
despertó una mañana convertido en un enorme insecto, otro probó
una magdalena y recuperó de golpe el paraíso de la infancia,
otro dudó ante la calavera, otro se proclamó melibeo, otro lloró
las prendas mal halladas, otro quedó ciego tras las nupcias,
otro soñó despierto y otro nació y murió en un lugar de cuyo
nombre no me acuerdo. Y canta, oh diosa, con tu canto general, a
la ballena blanca, a la noche oscura, al arpa en el rincón, a
los cráneos privilegiados, al olmo seco, a la dulce Rita de los
Andes, a las ilusiones perdidas, y al verde viento y a las
sirenas y a mí mismo.
Mujeres. Julio Torri (Micro-cuento)
Siempre me descubro reverente al paso de las mujeres elefantas,
maternales, castísimas, perfectas.
Sé del sortilegio de las mujeres reptiles –los labios fríos,
los ojos zarcos- que nos miran sin curiosidad ni comprensión
desde otra especie zoológica.
Convulso, no recuerdo si de espanto o atracción, he conocido
un raro ejemplar de mujeres tarántulas. Por misteriosa
adivinación de su verdadera naturaleza vestía siempre de
terciopelo negro. Tenía las pestañas largas y pesadas, y sus
ojillos de bestezuela cándida me miraban con simpatía casi
humana.
Las mujeres asnas son la perdición de los hombres
superiores. Y los cenobitas secretamente piden que el diablo no
revista tan terrible apariencia en la hora mortecina de las
tentaciones.
Y tú, a quien acompasadas dichas del matrimonio han
metamorfoseado en lucia vaca que rumia deberes y faenas, y que
miras con tus grandes ojos el amanerado paisaje donde paces,
cesa de mugir, amenazadora al incauto que se acerca a tu vida,
no como el tábano de la fábula antigua, sino llevado por
veleidades de naturalista curioso.
La violencia de las horas. César Vallejo (Micro-cuento)
Todos han muerto.
Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato en el
burgo.
Murió el cura Santiago, a quien placía le saludasen los
jóvenes y las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente:
“¡Buenos días, José! ¡Buenos días, María!”.
Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de
meses, que luego también murió, a los ocho días de la madre.
Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de
heredad, en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la
criada de oficio, la honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al
sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la
esquina.
Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no
se sabe quién.
Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de quien
me acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi
hermano en mi víscera sangrienta, en el mes de agosto de años
sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfeaba en
su clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado se dormían
las gallinas de mi barrio, mucho antes de que el sol se fuese.
Murió mi eternidad y estoy velándola.
Camélidos. Juan José Arreola (Micro-cuento)
El pelo de la llama es de impalpable suavidad, pero sus tenues
guedejas están cinceladas por el duro viento de las montañas,
donde ella se pasea con arrogancia, levantando el cuello esbelto
para que sus ojos se llenen de lejanía, para que su fina nariz
absorba todavía más alto la destilación suprema del aire
enrarecido.
Al nivel del mar, apegado a una superficie ardorosa, el
camello parece una pequeña góndola de asbesto que rema
lentamente y a cuatro patas el oleaje de la arena, mientras el
viento desértico golpea el macizo velamen de sus jorobas.
Para el que tiene sed, el camello guarda en sus entrañas
rocosas la última veta de humedad; para el solitario, la llama
afelpada, redonda y femenina, finge los andares y la gracia de
una mujer ilusoria.
Los bomberos. Mario Benedetti (Micro-cuento)
Olegario no sólo fue un as del presentimiento sino que además
siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces se quedaba
absorto por un instante, y luego decía: “Mañana va a llover”. Y
llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: “El martes
saldrá el 57 a la cabeza”. Y el martes salía el 57 a la cabeza.
Entre sus amigos gozaba de una admiración sin límites.
Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos.
Caminaban con él frente a la universidad, cuando de pronto el
aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los
bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible y dijo: “Es
posible que mi casa se esté quemando” Llamaron a un taxi y
encargaron al chofer que siguiera de cerca de los bomberos.
Éstos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: “Es casi seguro que
mi casa se esté quemando”. Los amigos guardaron un respetuoso y
afable silencio; tanto lo admiraban.
Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a
su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario,
los amigos se pusieron tensos de expectativa. Por fin, frente
mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se
detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los
preparativos de rigor. De vez en cuando desde las ventanas de la
planta alta, alguna astilla volaba por los aires.
Con toda parsimonia Olegario bajó del taxi. Se acomodó el
nudo de la corbata y luego con un aire de humilde vencedor, se
aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de sus buenos
amigos.
Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj. Julio
Cortázar (Micro-cuento)
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño
infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No
te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y
esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora
de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te
atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan –no lo saben,
lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo
frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu
cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un
bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la
necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle
cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de
atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el
anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el
miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al
suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es
una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a
comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj,
tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del
reloj.
La inmolación por la belleza. Marco Denevi (Micro-cuento)
El erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios apartados,
en matorrales sombríos, sin hablar con nadie, siempre solitario
y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía un
carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se
atrevía a salir a altas horas de la noche y, si entonces oía
pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en una bola
para ocultar su rubor.
Una vez alguien encontró una esfera híspida, ese tremendo
alfiletero. En lugar de rociarlo con agua o arrojarle humo –como
aconsejan los libros de zoología-, tomó una sarta de perlas, un
racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas,
cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije
de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas artificiales,
un coral, una pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una
de las agujas del erizo, hasta transformar a aquella criatura
desagradable en un animal fabuloso.
Todos acudieron a contemplarlo. Según quién lo mirase,
semejaba la corona de un emperador bizantino, un fragmento de la
cola del Pájaro Roc o, si las luciérnagas se encendían, el fanal
de una góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o, si
lo miraba algún envidioso, un bufón.
El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los
aplausos, y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a moverse
por temor de que se le desprendiera aquel ropaje
miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando
llegaron los primeros fríos, había muerto de hambre y de sed.
Pero seguía hermoso.
Diálogo sobre un diálogo. Jorge Luis Borges (Micro-cuento)
A. –Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que
anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las caras.
Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el
fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es
inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo
insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que
puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de
Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba
infinitamente la Comparsita, esa pamplina consternada que les
gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja… Yo
le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin
estorbo.
Z (burlón). –Pero sospecho que al final no se resolvieron.
A (ya en plena mística). –Francamente no recuerdo si esa
noche nos suicidamos.
El discípulo. Oscar Wilde (Micro-cuento)
Cuando murió Narciso, el remanso de su placer se trocó de una
copa de aguas dulces en una copa de lágrimas saladas, y llegaron
llorando a través de los bosques las ninfas de las montañas, las
oréades, para consolar al remanso con su canto.
Y cuando vieron que el remanso se había trocado de una copa
de aguas dulces en una copa de lágrimas saladas, soltaron las
verdes trenzas de sus cabellos y gritando al remanso le dijeron:
-No nos sorprende que hagas un duelo tal por Narciso, tan
hermoso como era.
-¿Era hermoso Narciso? –dijo el remanso.
-¿Quién había se saberlo mejor que tú? –respondieron las
ninfas-. A nosotras siempre nos desdeñaba, pero a ti te
cortejaba, y solía recostarse en tus orillas e inclinarse a
mirarte, y en el espejo de tus aguas reflejaba gustoso su
belleza.
Y el remanso respondió:
-Pero yo amaba a narciso porque, cuando recostado en mis
orillas se inclinaba a mirarme, en el espejo de sus ojos veía mí
propia belleza reflejada.
Natación. Virgilio Piñera (Micro-cuento)
He aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo
en el agua. No hay el temor a hundirse pues uno ya está en el
fondo, y por la misma razón se está ahogando de antemano.
También se evita que tengan que pescarnos a la luz de un farol o
en la claridad deslumbrante de un hermoso día. Por último, la
ausencia de agua evitará que nos hinchemos.
No voy a negar que nadar en seco tiene algo de agónico. A
primera vista se pensaría en los estertores de la muerte. Sin
embargo, eso tiene de distinto con ella: que al par que se
agoniza uno está bien vivo, bien alerta, escuchando la música
que entra por la ventana y mirando el gusano que se arrastra por
el suelo.
Al principio mis amigos censuraron esta decisión. Se
hurtaban a mis miradas y sollozaban en los rincones. Felizmente,
ya pasó la crisis. Ahora saben que me siento cómodo nadando en
seco. De vez en cuando hundo mis manos en las losas de mármol y
les entrego un pececillo que atrapo en las profundidades
submarinas.
Los nadies. Eduardo Galeano (Micro-cuento)
Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con
salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena
suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena
suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en
lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los
nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se
levanten con el pié derecho, o empiecen el año cambiando de
escoba.
Los nadies: los hijos de los nadies, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la
liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica
roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
Cuentos largos. Juan Ramón Jiménez (Micro-cuento)
¡Cuentos largos! ¡Tan largos! ¡De una página! ¡Ay, el día en que
los hombres sepamos todos agrandar una chispa hasta el sol que
un hombre les dé concentrado en una chispa; el día en que nos
demos cuenta que nada tiene tamaño, y que, por lo tanto, basta
lo suficiente; el día en que comprendamos que nada vale por sus
dimensiones –y así acaba el ridículo que vio Micro megas y que
yo veo cada día-; y que un libro puede reducirse a la mano de
una hormiga porque puede amplificarlo la idea y hacerlo el
universo!
Opus 8. Armando José Sequera (Micro-cuento)
-Júrenos que si despierta, no se la va a llevar –pedía de
rodillas uno de los enanitos al príncipe, mientras este
contemplaba el hermoso cuerpo en el sarcófago de cristal-. Mire
que, desde que se durmió, no tenemos quien nos lave la ropa, nos
la planche, nos limpie la casa y nos cocine.
La fe y las montañas. Augusto Monterroso (Micro-cuento)
Al principio la fe movía montañas sólo cuando era absolutamente
necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo
durante milenios.
Pero cuando la fe comenzó a propagarse y a la gente le
pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían
sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas
en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa
que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonar la
fe y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio.
Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual
mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato,
tuvo un ligerísimo atisbo de fe.
El trabajo nº 13 de Hércules. Marco Denevi (Micro-cuento)
Según el apócrifo Apolodoro de la Biblioteca, “Hércules se
hospedó durante cincuenta días en casa de un tal Tespio, quien
era padre de cincuenta hijas a todas las cuales, una por una,
fue poniendo en el lecho del héroe porque quería que éste le
diese nietos que heredasen su fuerza. Hércules, creyendo que
eran siempre la misma, las amó a todas”. El pormenor que
Apolodoro ignora o pasa por alto es que las cincuenta hijas de
Tespio eran vírgenes. Hércules, corto de entendederas como todos
los forzudos, siempre creyó que el más arduo de sus trabajos
había sido desflorar a la única hija de Tespio.
La incrédula. Edmundo Valadés (Micro-cuento)
Sin mi mujer a mi costado y con la excitación de deseos
acuciosos y perentorios, arribé a un sueño obseso. En él se me
apareció una, dispuesta a la complacencia. Estaba tan pródigo,
que me pasé en su compañía de la hora nona a la hora sexta,
cuando el canto del gallo. Abrí luego los ojos y ella misma, a
mi diestra, con sonrisa benévola, me incitó a que la tomara. Le
expliqué, con sorprendida y agotada excusa, que ya lo había
hecho.
-Lo sé –respondió-, pero quiero estar cierta.
Yo no hice caso a su reclamo y volví a dormirme, profundamente,
para no caer en una tentación irregular y quizás ya innecesaria.
Las apariencias del pintor. Ángel Guache (Micro-cuento)
Aquel pintor tan pobre y barbilampiño no sólo llevaba pintado un
fino bigote sobre su labio superior; también sus calcetines, que
higiénicamente cambiaba cada día de color, eran pintados. Y la
mujer con la que dormía estaba pintada sobre la sabana.
El monte. Max Aub (Micro-cuento)
Cuando Juan salió al campo, aquella mañana tranquila, la montaña
ya no estaba.
La llanura se habría nueva, magnífica, enorme, bajo el sol
naciente, dorada.
Allí, de memoria de hombre, siempre hubo un monte, cónico,
peludo, sucio, terroso, grande, inútil, feo. Ahora, al amanecer,
había desaparecido.
Le pareció bien a Juan. Por fin había sucedido algo que
valía la pena, de acuerdo con sus ideas.
-Ya te decía yo –le dijo a su mujer.
-Pues es verdad. Así podremos ir más deprisa a casa de mi
hermana.
Bíblica. Juan José Arreola (Micro-cuento)
Levanto el sitio y abandono el campo... La cita es para hoy en
la noche. Ven lavada y perfumada. Unge tus cabellos, ciñe tus
más preciosas vestiduras, derrama en tu cuerpo la mirra y el
incienso. Planté mi tienda de campaña en las afueras de Betulia.
Allí te espero guarnecido de púrpura y de vino, con la mesa de
manjares dispuesta, el lecho abierto y la cabeza prematuramente
cortada.
Las ciudades y el deseo. Italo Calvino (Micro-cuento)
Al cabo de tres jornadas, andando hacia el sur, el hombre se
encuentra en Anastasia, ciudad bañada por canales concéntricos y
en cuyo cielo planean cometas. Debería ahora enumerar las
mercancías que se compran a buen precio: ágata ónice crisopacio
y otras variedades de calcedonia; alabar la carne del faisán
dorado que se asa sobre la llama de leña de cerezo estacionada,
y espolvoreada con mucho orégano; hablar de las mujeres que he
visto bañarse en el estanque de un jardín y que a veces –así
cuentan- invitan al viajero a desvestirse con ellas y a
perseguirlas en el agua. Pero con estas noticias no te diré la
verdadera esencia de la ciudad: porque mientras la descripción
de Anastasia no hace sino despertar los deseos, uno tras otro,
para obligarte a ahogarlos, a quien se encuentra una mañana en
medio de Anastasia los deseos se le despiertan todos juntos y lo
rodean. La ciudad se te aparece como un todo en el que ningún
deseo se pierde y del que tú formas parte, y como ella goza de
todo lo que tú no gozas, no te queda sino habitar ese deseo y
contentarte. Tal poder, que a veces dicen maligno, a veces
benigno, tiene Anastasia, ciudad engañosa: si durante ocho horas
al día trabajas tallando ágatas ónices crisopacios, tu afán que
da forma al deseo toma del deseo su forma y crees que gozas de
toda Anastasia cuando sólo eres su esclavo.
La salvación. Adolfo Bioy Casares (Micro-cuento)
Ésta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El
escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más
allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo
de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó
su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba
en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del
triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su
protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. “¿Cómo un
ser tan ínfimo –sin duda estaba pensando el tirano- es capaz de
lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?” Entonces un pájaro
que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el
escultor descubrió la idea que lo salvaría. “Por humildes que
sean –dijo indicando al pájaro-, hay que reconocer que vuelan
mejor que nosotros.”
Ecosistema. José María Merino (Micro-cuento)
El día de mi cumpleaños, mi sobrina me regaló un bonsái y un
libro de instrucciones para cuidarlo. Coloqué el bonsái en la
galería, con los demás tiestos, y conseguí que floreciese. En
otoño aparecieron entre la tierra unos diminutos insectos
blancos, pero no parecían perjudicar al bonsái. En primavera,
una mañana, a la hora de regar, me pareció vislumbrar algo que
revoloteaba entre las hojitas. Con paciencia y una lupa, acabé
descubriendo que se trataba de un pájaro minúsculo. En poco
tiempo el bonsái se llenó de pájaros que se alimentaban de los
insectos. A finales de verano, escondida entre las raíces del
bonsái, encontré una mujercita desnuda. Espiándola con sigilo,
supe que comía los huevos de los nidos. Ahora vivo con ella, y
hemos ideado el modo de cazar a los pájaros. Al parecer, nadie
en casa sabe donde estoy. Mi sobrina, muy triste por mi
ausencia, cuida mis plantas como un homenaje al desaparecido. En
uno de los otros tiestos, a lo lejos, hoy me ha parecido ver la
figura de un mamut.
Visión de reojo. Luisa Valenzuela (Micro-cuento)
La verdá, la verdá, me plantó la mano en el culo y yo estaba a
punto de pegarle cuatro gritos cuando el colectivo pasó delante
de una iglesia y lo vi persignarse. Buen muchacho después de
todo, me dije. Quizá no lo esté haciendo a propósito o quizá su
mano derecha ignore lo que su izquierda hace o. Traté de
correrme al interior del coche –porque una cosa es justificar y
otra muy distinta dejarse manosear- pero cada vez subían más
pasajeros y no había forma. Mis esguinces sólo sirvieron para
que él meta mejor la mano y hasta me acaricie. Yo me movía
nerviosa. Él también. Pasamos frente a otra iglesia pero ni se
dio cuenta y se llevó la mano a la cara sólo para secarse el
sudor. Yo lo empecé a mirar de reojo haciéndome la disimulada,
no fuera a creer que me estaba gustando. Imposible correrme y
eso que me sacudía. Decidí entonces tomarme la revancha y a mi
vez le planté la mano en el culo a él. Pocas cuadras después una
oleada de gente me sacó de su lado a empujones. Los que bajaban
me arrancaron del colectivo y ahora lamento haberlo perdido así
de golpe porque en su billetera sólo había 7400 pesos de los
viejos y más hubiera podido sacarle en un encuentro a solas.
Parecía cariñoso. Y muy desprendido.
El Otro Yo. Mario Benedetti (Micro-cuento)
Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le
formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía,
se metía los dedos en la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba
Armando. Corriente en todo, menos en una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de
las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los
atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le
hacía sentirse incómodo ante sus amigos. Por otra parte, el Otro
Yo era melancólico y, debido a ello, Armando no podía ser tan
vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los
zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la
radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió.
Cuando despertó, el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el
primer momento, el muchacho no supo qué hacer, pero después se
rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Éste no dijo nada,
pero a la mañana siguiente se había suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para
el pobre Armando, pero en seguida pensó que ahora sí podría ser
íntegramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió a la calle
con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde
lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le llenó de felicidad
e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando
pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de
males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: “Pobre
Armando. Y pensar que parecía tan fuerte, tan saludable”.
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al
mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se
parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica
melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el
Otro Yo.
Tabú. Enrique Anderson Inbert (Micro-cuento)
El ángel de la guarda le susurró a Fabián, por detrás del
hombro:
-¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto
pronuncies la palabra zangolotino.
-¿Zangolotino? – Pregunta Fabián azorado.
Y muere.
Opus 1. Armando José Sequera (Micro–cuento)
Alicia despertó de su maravillosa travesía porque unos labios,
cubiertos por un fino bigote, rozaron tenuemente los suyos:
-¡El conejo! –gritó alarmada.
El aludido miró a uno y otro lado del prado y como no vio a
nadie en las inmediaciones, susurró con picardía:
-Si quieres conocer el verdadero país de las maravillas, te
invito a mi apartamento, preciosa... ¿Vienes...?
Autobiografía. Áloe Azid (Micro-cuento)
Yo.
Subraye las palabras adecuadas. Luis Britto García (Micro–
cuento)
Una mañana tarde noche el niño joven anciano que estaba
moribundo enamorado prófugo confundido sintió las primeras
punzadas notas detonaciones reminiscencias sacudidas precursoras
seguidoras creadoras multiplicadoras trasformadoras
extinguidotas de la helada la vacación la transfiguración la
acción la inundación la cosecha. Pensó recordó imaginó inventó
miró oyó talló cardó concluyó corrigió anudó pulió desnudó
volteó rajó barnizó fundió la piedra la esclusa la falleba la
red la antena la espita la mirilla la artesa la jarra la
podadora la aguja la aceitera la máscara la lezna la ampolla la
ganzúa la reja y con ellas atacó erigió consagró bautizó
pulverizó unificó roció aplastó creó dispersó cimbró lustró
repartió lijó el reloj el banco el submarino el arco el patíbulo
el cinturón el yunque el velamen el remo el yelmo el torno el
roble el caracol el gato el fusil el tiempo el naipe el torno el
vino el bote el pulpo el labio el peplo el yunque, para luego
antes ahora después nunca siempre a veces con el pie codo dedo
cribarlos fecundarlos omitirlos encresparlos podarlos en el
bosque río arenal ventisquero volcán dédalo sifón cueva coral
luna mundo viaje día trompo jaula vuelta pez ojo malla turno
flecha clavo seno brillo tumba ceja manto flor ruta aliento
raya, y así se volvió tierra.
El crimen perfecto. René Avilés Fabila (Micro-cuento)
El crimen perfecto –dijo a la concurrencia el escritor de
novelas policíacas- es aquel donde no hay a quien perseguir,
donde el culpable queda sin castigo; es, desde luego, el
suicidio.
Antes yo era. Luis Britto García (Micro-cuento)
Antes, yo era un ser humano. Tenía acceso a los olores, los
colores, los sonidos, las formas, los sabores, ante mí
desfilaban las personas, ocurrían las cosas. Se apoderaban de mí
las emociones, a veces –no siempre- tenía ideas. Luego, se me
ocurrió leer libros, y poco a poco elegí, más que el sonido, la
palabra que simboliza el sonido, más que el color, la palabra
que simboliza el color, más que el olor, la palabra que
simboliza el olor, más que el sabor y el tacto, las palabras que
simbolizan sabores y tactos. No conocí personas, conocí
sucesiones de palabras estampadas en olorosa tinta que
describían personas; elegí no padecer el miedo, sino descifrar
la narración del miedo; creí pensar, cuando sólo conectaba entre
sí palabras que describían los pensamientos de otros. Poco a
poco los objetos en mi universo se fueron sustituyendo por
palabras: la progresión del tiempo, por el sucederse de
períodos; mi conciencia de existir, por un vasto olor a papel y
tinta, a veces a grafito, a veces a cueros, a veces a cola.
Alrededor de mi construí los muros de libros y al final no sé
cómo entré en ellos me dirigieron me asimilaron me absorbieron
golosamente, secamente, y yo sólo trataba con polillas.
Ahora, soy esto. He mirado lo que era mi mano y sólo veo unas
palabras que dicen antes yo era un ser humano. No hay antebrazo,
sólo veo otras palabras que dicen: tenía acceso a los colores, a
los olores. Así, en parcos vocablos se va agotando mi cuerpo:
donde dice poco a poco los objetos en mi universo se fueron
sustituyendo, es el ombligo; y la conciencia, la conciencia, son
las palabras de este párrafo que dicen ahora soy esto, estas
líneas en que me defino, sólo palabras, sólo tintas, sólo
papeles, yo que era un ser humano, concluyo aquí, ahora. Ahora,
no soy sensaciones, no soy ya emociones, no soy ya tripas, algo
me ha ocurrido, palabras, nada más que palabras, ahora soy esto.
El hogar. István Örkény (Micro-cuento)
La niña sólo tenía cuatro años, sus recuerdos, probablemente, ya
se habían desvanecido y su madre, para concienciarle del cambio
que les esperaría, la llevó a la cerca de alambre de espino;
desde allí, de lejos, le enseñó el tren.
-¿No estás contenta? Ese tren nos llevará a casa.
-Y entonces ¿qué pasará?
-Entonces ya estaremos en casa.
-¿Qué significa estar en casa? –preguntó la niña.
-El lugar donde vivíamos antes.
-¿Y qué hay allí?
-¿Te acuerdas todavía de tu osito? Quizás encontremos
también tus muñecas.
-Mamá, ¿en casa también hay centinelas?
-No, allí no hay.
-Entonces, de allí ¿se podrá escapar?
El final. Fredric Brown (Micro-cuento)
El profesor Jones había trabajado en la teoría del tiempo a lo
largo de muchos años.
-Y he encontrado la ecuación clave –dijo un
buen día a su hija-. El tiempo es un campo. La máquina que he
fabricado puede manipular, e incluso invertir, dicho campo.
Apretando un botón mientras hablaba, dijo:
-Esto hará retroceder el tiempo el retroceder hará esto –
dijo, hablamos mientras botón un apretando.
-Campo dicho, invertir incluso e, manipular puede fabricado
he que máquina la. Campo un es tiempo el. –Hija su a día buen un
dijo-. Clave ecuación la encontrado he y.
Años muchos de largo lo a tiempo del teoría la en trabajado
había Jones profesor el.
Final el
Corrección cinematográfica. René Avilés Fabila (Micro-cuento)
Cuando el aterrado público esperaba ver al inmenso King-Kong
tomar entre sus manazas a la hermosa Fay Wray, el gorila con
paso firme salió de la pantalla, y pisoteando gente que no
atinaba a ponerse a salvo, buscó por las calles neoyorquinas
hasta que por fin dio con una película de Tarzán. Sin titubeos –
y sin comprar boleto-, con toda fiereza, destrozando butacas y
matando espectadores, se introdujo en el film y una vez dentro,
ansiosamente buscó su verdadero amor: Chita.
Robinsón desafortunado. Ana María Shua (Micro-cuento)
Corro hacia la playa. Si las olas hubieran dejado sobre la arena
un pequeño barril de pólvora, aunque estuviese mojada, una
navaja, algunos clavos, incluso una colección de pipas o unas
simples tablas de madera, yo podría utilizar esos objetos para
construir una novela. Qué hacer en cambio con estos párrafos
mojados, con estas metáforas cubiertas de lapas y mejillones,
con estos restos de otro triste naufragio literario.
En el insomnio. Virgilio Piñera (Micro-cuento)
El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da
vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las
sábanas. Enciende un cigarrillo. Lee un poco. Vuelve a apagar la
luz. Pero no puede dormir. A las tres de la madrugada se
levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede
dormir. Le pide consejo. El amigo le aconseja que haga un
pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que en seguida tome una
taza de tilo y que apague la luz. Hace todo esto pero no logra
dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como
siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se
duerme. A las seis de la mañana carga un revolver y se levanta
la tapa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido
quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente.
Detrás de lo obvio. Idries Shah (Micro-cuento)
Todos los viernes por la mañana Nasrudín llegaba al mercado del
pueblo con un burro al que ofrecía en venta.
El precio que demandaba era siempre insignificante, muy
inferior al valor del animal.
Un día se le acercó un rico mercader, quien se dedicaba a la
compra y venta de burros.
-No puedo comprender cómo lo hace, Nasrudín. Yo vendo burros
al precio más bajo posible. Mis sirvientes obligan a los
campesinos a darme forraje gratis. Mis esclavos cuidan de mis
animales sin que les pague retribución alguna. Y, sin embargo,
no puedo igualar sus precios.
-Muy sencillo –dijo Nasrudín-. Usted roba forraje y mano de
obra. Yo robo burros.
El buitre. Franz Kafka (Micro-cuento)
Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado
los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre
tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y
luego proseguía su obra. Pasó un señor, nos miró un rato y me
preguntó por qué toleraba yo al buitre.
-Estoy indefenso –le dije-, vino y empezó a picotearme, yo
le quise espantar y hasta pensé retorcerle el pescuezo, pero
estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara.
Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.
-No se deje atormentar –dijo el señor-, un tiro y el buitre
se acabó.
-¿Le parece? –pregunté-, ¿quiere encargarse usted del
asunto?
-Encantado –dijo el señor-; no tengo más que ir a casa a
buscar el fusil, ¿puede usted esperar media hora más?
-No sé –le respondí, y por un instante me quedé rígido de
dolor; después añadí-: por favor, pruebe de todos modos.
-Bueno –dijo el señor-, voy a apurarme.
El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y
había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que
había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el
ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó
el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí
como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las
profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre
irreparablemente se ahogaba.
La oveja negra. Augusto Monterroso (Micro-cuento)
En un lejano país existió hace muchos años una oveja negra.
Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una
estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras
eran rápidamente pasadas por las armas para que las futuras
generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse
también en la escultura.
In memoriam Dr. KHG. István Örkény (Micro-relato)
-Hölderlin ist ihnen unbekannt? (¿Conoce usted a Hölderlin?)
–preguntó el Dr. KHG mientras cavaba el foso para el
cadáver de un animal reventado.
-¿De quién habla? –preguntó el centinela alemán.
-Él escribió el Hiperión –explicó el Dr. KHG, le gustaba
mucho explicar-. La figura cumbre del romanticismo alemán. Y a
Heine, por ejemplo, ¿lo conoce?
-¿Quiénes son esos? –preguntó el centinela.
-Poetas –dijo el Dr. KHG-. ¿Tampoco le suena el nombre de
Schiller?
-Sí, me suena –dijo el centinela alemán.
-¿Y el nombre de Rilke?
-También –dijo el centinela alemán y se puso colorado como
un pimiento, y le pegó un tiro, sin más, al Dr. KHG
Tres: donde se demuestra que la tierra es esférica. Gonzalo
Suárez (Micro-cuento)
El hombre no tenía nariz, ni ojos, ni boca.
Y el rostro estaba cubierto de pelo.
Me llamaron a mí, para que investigara.
La encuesta no fue tan sencilla como posteriormente
pudierais imaginar.
Me proporcionaron el pasaje de avión, y volé hasta las
antípodas. Y de allí volví al punto de partida.
Por la otra cara del mundo.
Era preciso actuar con cautela, puesto que en ello estribaba
el éxito de la empresa.
Sólo así pude averiguar lo que averigüé, y redacté un
informe de setenta y siete páginas.
Del cual se deducía que: aquel hombre estaba de espaldas.
El uso de una lámpara. Idries Shah (Micro-relato)
-Yo puedo ver en la oscuridad –se jactaba cierta vez Nasrudín en
la casa de té.
-Si es así, ¿por qué algunas noches lo hemos visto llevando
una lámpara por las calles?
-Es sólo para que los otros no tropiecen conmigo.
El nacimiento de la col. Rubén Darío (Micro-cuento)
En el paraíso terrenal, en el día luminoso en que las flores
fueron creadas, y antes de que Eva fuese tentada por la
serpiente, el maligno espíritu se acercó a la más linda rosa
nueva en el momento en que ella tendía, a la caricia del celesta
sol, la roja virginidad de sus labios.
-Eres bella.
-Lo soy -dijo la rosa.
-Bella y feliz – prosiguió el diablo-. Tienes el color, la
gracia y el aroma. Pero...
-¿Pero?...
-No eres útil. ¿No miras esos altos árboles llenos de
bellotas? Ésos, a más de ser frondosos, dan alimento a
muchedumbres de seres animados que se detienen bajo sus ramas.
Rosa, ser bella es poco...
La rosa entonces –tentada como después lo sería la mujer-
deseó la utilidad, de tal modo que hubo palidez en su púrpura.
Pasó el buen Dios después del alba siguiente.
-Padre –dijo aquella princesa floral, temblando en su
perfumada belleza-, ¿queréis hacerme útil?
-Sea, hija mía –contestó el Señor, sonriendo.
Y entonces vio el mundo la primera col.
El desterrado. Ramón Gómez de la Serna (Micro-cuento)
¿A qué le podían condenar después de todo? A destierro. Valiente
cosa. Cumpliría la pena alegremente en un país extranjero en que
viviría una nueva vida y recordaría con un largo placer su
ciudad y su vida pasada.
En efecto, la sentencia fue el destierro. ¡Pero qué
destierro! El tribunal, amigo de aquel hombre autoritario y de
inmenso poder a quien él había insultado, queriendo venderle el
favor, y ya que no podía sentenciarle a muerte, le desterró a
más kilómetros que los que tiene el mundo recorrido en redondo,
aunque se encoja, para alargar más la medida, el diámetro que
pasa por las más altas montañas. ¿Qué quería hacer con él el
tribunal, sentenciándole a un destierro que no podía cumplir?
¡Ah! El tribunal, para agasajar al poderoso ofendido, había
encontrado la fórmula de castigarle a muerte, por un delito que
no podía merecer esa pena de ningún modo. Había encontrado la
manera de ahorcar a aquel hombre, porque no habiendo extensión
bastante a lo largo de este mundo para que cumpliese el
sentenciado su destierro, habría que enviarle al otro para que
ganase distancia.
Y le ahorcaron.
La partida. Franz Kafka (Micro-cuento)
Ordené sacar mi caballo del establo. El criado no me comprendió.
Fui yo mismo al establo, ensillé el caballo y monté. A lo lejos
oí el sonido de una trompeta, le pregunté lo que aquello
significaba. Él no sabía nada, no había oído nada. En el portón
me detuvo para preguntarme:
-¿Hacia dónde cabalga el señor?
-No lo sé –respondí-. Sólo quiero irme de aquí, solamente
irme de aquí. Partir siempre, salir de aquí, sólo así puedo
alcanzar mi meta.
-¿Conoce, pues, su meta?- preguntó él.
-Sí –contesté yo-. Lo he dicho ya. Salir de aquí, esa es mi
meta.
“Soledad”, Pedro de Miguel. (Micro-relato)
Le fui a quitar el hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una
culebrita. Sonrió y puso la mano para recogerlo de la mía.
Muchas gracias, me dijo, muy amable, de dónde es usted. Y
comenzamos una conversación entretenida, llena de vericuetos y
anécdotas exóticas, porque los dos habíamos viajado y sufrido
mucho. Me despedí al rato, prometiendo saludarle la próxima vez
que le viera, y si se terciaba tomarnos un café mientras
continuábamos charlando.
No sé qué me movió a volver la cabeza, tan sólo unos pasos
más allá. Se estaba colocando de nuevo, cuidadosamente, el hilo
rojo sobre el hombro, sin duda para intentar capturar otra
víctima que llenara durante unos minutos el amplio pozo de su
soledad.
“Historia del joven celoso”, Henri Pierre Cami. (Micro-relato)
Había una vez un joven que estaba muy celoso de una muchacha
bastante voluble.
Un día le dijo:
-Tus ojos miran a todo el mundo.
Entonces, le arrancó los ojos.
Después le dijo:
-Con tus manos puedes hacer gestos de invitación.
Y le cortó las manos.
“Todavía puede hablar con otros”, pensó. Y le extirpó la
lengua.
Luego, para impedirle sonreír a los eventuales admiradores,
le arrancó todos los dientes.
Por último, le cortó las piernas. “De este modo -se dijo-
estaré más tranquilo”.
Solamente entonces pudo dejar sin vigilancia a la joven
muchacha que amaba. “Ella es fea -pensaba-, pero al menos será
mía hasta la muerte”.
Un día volvió a la casa y no encontró a la muchacha: había
desaparecido, raptada por un exhibidor de fenómenos.
“Salomón y Azrael”, Yalal Al-Din Rumi. (Micro-relato)
Un hombre vino muy temprano a presentarse en el palacio del
profeta Salomón, con el rostro pálido y los labios descoloridos.
Salomón le preguntó:
-¿Por qué estás en ese estado?
Y el hombre le respondió:
-Azrael, el ángel de la muerte, me ha dirigido una mirada
impresionante, llena de cólera. ¡Manda al viento, por favor te
lo suplico, que me lleve a la India para poner a salvo mi cuerpo
y mi alma!
Salomón mandó, pues, al viento que hiciera lo que pedía el
hombre. Y, al día siguiente, el profeta preguntó a Azrael:
-¿Por qué has echado una mirada tan inquietante a ese
hombre, que es un fiel? Le has causado tanto miedo que ha
abandonado su patria.
Azrael respondió:
-Ha interpretado mal mi mirada. No lo miré con cólera, sino
con asombro. Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a
tomar su vida en la India, y me dije: ¿Cómo podría, a menos que
tuviese alas, trasladarse a la India?
FIN
“Mujima”, Yakumo Koisumi. (Micro-relato)
En el camino de Akasaka, cerca de Tokio, hay una colina, llamada
Kii-No-Kuni-Zaka, o "La Colina de la provincia de Kii". Está
bordeada por un antiguo foso, muy profundo, cuyas laderas suben,
formando gradas, hasta un espléndido jardín, y por los altos
muros de un palacio imperial.
Mucho antes de la era de las linternas y los jinrishkas,
aquel lugar quedaba completamente desierto en cuanto caía la
noche. Los caminantes rezagados preferían dar un largo rodeo
antes de aventurarse a subir solos a la Kii-No-Kuni-Zaka,
después de la puesta de sol.
¡Y eso a causa de un Mujima que se paseaba!
El último hombre que vio al Mujima fue un viejo mercader del
barrio de Kyôbashi, que murió hace treinta años.
He aquí su aventura, tal como la contó:
Un día, cuando empezaba ya a oscurecer, se apresuraba a
subir la colina de la provincia de Kii, cuando vio una mujer
agachada cerca del foso... Estaba sola y lloraba amargamente. El
mercader temió que tuviera intención de suicidarse y se detuvo,
para prestarle ayuda si era necesario. Vio que la mujercita era
graciosa, menuda e iba ricamente vestida; su cabellera estaba
peinada como era propio de una joven de buena familia.
-Distinguida señorita -saludó al aproximarse-. No llore así.
Cuénteme sus penas... me sentiré feliz de poder ayudarla.
Hablaba sinceramente, pues era un hombre de corazón.
La joven continuó llorando con la cabeza escondida entre sus
amplias mangas.
-¡Honorable señorita! -repitió dulcemente-. Escúcheme, se lo
suplico... Éste no es en absoluto un lugar conveniente, de
noche, para una persona sola. No llore más y dígame la causa de
su pena ¿Puedo ayudarla en algo?
La joven se levantó lentamente... Estaba vuelta de espaldas
y tenía el rostro escondido... Gemía y lloraba alternativamente.
El viejo mercader puso una mano sobre su espalda y le dijo
por tercera vez:
-Distinguida señorita, escúcheme un momento...
La honorable señorita se volvió bruscamente. Dejó caer la
manga y se acarició la cara con la mano... ¡El viejo vio que no
tenía ojos, nariz ni boca!...
¡Huyó, gritando de espanto!
Corrió hasta el borde de la colina, oscura y desierta, que
se extendía delante de él... Corría sin pararse y sin osar mirar
hacia atrás... Por último vio, en lontananza, la luz de una
linterna... Era una lucecilla tan pequeña que se hubiera podido
confundir con una mosca luminosa. Era la bujía de un mercader
ambulante, un vendedor de sopa que había levantado su tenderete
al borde del camino. Después de la experiencia que el viejo
acababa de sufrir, la más humilde de las compañías le pareció
deseable. Se echó a los pies del vendedor de sopa, gimiendo:
-¡Ah!... ¡Ah!... ¡Ah!...
-«Koré»... «Koré»... -replicó el vendedor ambulante
bruscamente-. ¿Qué le ocurre? ¿Le ha hecho daño alguien?
-¡No!... Nadie me ha hecho daño... -murmuró el otro-.
Pero... ¡Ah!... ¡ah!... ¡ah!...
-¡Por lo menos le han dado un buen susto! -dijo el mercader,
demostrando poca simpatía-. ¿Se ha encontrado con algún ladrón?
-¡No!... Pero, cerca del foso... he visto... ¡Oh!, he visto
una mujer que... ¡Ah!, jamás podré describir cómo la he visto...
-¿Qué? ¿La ha visto, tal vez, así?... -exclamó el mercader.
Se acarició la cara que, de pronto, se hizo semejante a un
huevo.
¡En aquel mismo instante se apagó la luz!
FIN