Miguel Briante
Las hamacas voladoras
De Las hamacas voladoras y otros relatos. Pgina 12. Buenos Aires, 2013.
Primer punto.
Movi la palanca y la gente empez a girar. La cara de una chica. Un hombre
gordo. Una vieja que con una mano se sujetaba el sombrero. Los dems, igual:
aferrndose al borde de los asientos de madera. Los haba mirado a todos, uno
por uno, mientras le entregaban el boleto: alguno tena una lapicera dorada, so-
bresaliendo del bolsillito del saco, junto al pauelo blanco; otro, una mancha en
la camisa, junto a la corbata gastada; la vieja, una medalla con algn santo; acer-
ca del gordo, no poda recordar si llevaba o no cadena; los ojos de la chica eran
marrones y el pelo rubio, suelto. La primera vez que los miraba as. Todos se
habran despertado, esa maana de domingo, pensando en la tarde, en el mo-
mento feliz de entrar al parque desplegando la sonrisa, la plata, de subir al tren
fantasma, al ltigo, a las hamacas voladoras. l, en cambio, se haba despertado
pensando: hoy va a ser distinto. Tres das que lo pensaba, tres maanas eludien-
do la cara del viejo, hacindole trampas: poner cara de miedo pero burlarse para
adentro de esos ojos terribles, dominantes. Y ahora, como siempre, estaba ah:
con los dedos de la mano derecha doblados sobre la palanca de hierro. Diriga
por primera vez sinti eso: que diriga ese remolino de caras que estaba envol-
vindolo. Era necesario que la gente se acostumbrara de a poco al movimiento. Se
lo haba explicado el viejo, la primera vez que le permiti manejar eso que ellos
llamaban la mquina. (Segundo punto, inconscientemente.) Despacio, muy des-
pacio, la palanca avanzaba sobre esa especie de semicrculo parecido a un engra-
naje: el trozo de cobre, el contacto, iba entrando sucesivamente en las ranuras.
La mquina aumentaba su velocidad. Lo aprendi mucho tiempo despus de en-
contrar al viejo. l tena la espalda amoldada a esos bancos curvos, las piernas
acostumbradas a replegarse en los asientos, cuando los guardas lo dejaban dor-
mir en los trenes en marcha. An se acordaba de muchas cosas: un polica
hacindolo bajar en Aristbulo del Valle, preguntndole dnde viva. Alguien di-
ciendo: la culpa la tienen los padres. Y l haba descubierto que s, que si pap no
se hubiese muerto, si mam... Despus, al poco tiempo, otro agente avanzando
hacia l, en Retiro. Y esa figura encogida, esa cara de viejo apareciendo de atrs,
adelantndose al uniforme y tomndolo de un brazo. Vamos, apurate que te lle-
van, haba dicho el viejo. l se dejaba arrastrar. Escapando de las comisaras, de
las preguntas, de esos patios traseros que haba lavado tantas veces, entre los
presos, o de esos zapatos que haba lustrado cayndose de sueo, entre las risas
de los agentes. Las hamacas volaban bajo. Pero no tan bajo como deberan estar
volando, pens. Las cadenas cimbraban levemente. La chica pareca ms feliz. El
pelo de la vieja, libre del sombrero, ondulaba. Dentro de un rato va a flotar. El
pibe que la segua iba a tocarlo; la madre del pibe, atrs, iba a tocarlo a l. Todos
despreocupados, contentos, ninguno haba advertido nada: el movimiento brusco
sacudiendo la mquina, al comenzar. Se acostumbraban lentamente como ex-
plicaba siempre el viejo a la altura, a la velocidad. Recordaba la cara del viejo
(esa cara que los aos iban gastando hacia adentro, ahuecndola como una roca,
crendole nuevas aristas duras, brutales), y su voz diciendo: Estpido, entends
ahora, a ver, prob. l prob: con una sensacin de torpeza, de inseguridad en
las manos. La palanca, demasiado separada, corri casi todos los puntos de gol-
pe: las hamacas, vacas, estaban all arriba, girando a la mxima velcidad. En-
tonces el viejo hizo una mueca, una de las manos se apoy en su cuello, la otra
subi hasta l, golpeando.
Tercer golpe.
Lo dio con rabia. El viejo dio ese tercer golpe, y el cuarto, y los dems, con una
rabia casi increble. Pero yo s deba creerla. Porque desde hace mucho tiempo
esa rabia, esos golpes, eran reales, cotidianos, para l. Me ha pegado mucho, me
ha pegado demasiadas veces. Desde la vez en que lo llev al parque y le dijo: Vos,
por ahora, tens que limpiar. Y l, con el trapo en la mano, pensaba: poder estar
all arriba, poder subir. Mientras limpiaba los engranajes, aceitaba las ruedas,
arreglaba los asientos que la gente rompa. Las caras pasando constantemente,
recortndose felices contra el cielo. Los boletos desplegndose en sus manos, du-
rante unos segundos. El viejo en la boletera. Las manos blancas. Las manos
grandes de los hombres oscuros o de los marineros. Los sombreros de las viejas.
El pelo rubio y el rostro de las chicas, flotando. Dando vueltas. Vueltas. Poder
estar all arriba. Y recordaba esa maana en que el viejo le haba dicho: sub,
vamos a probar cmo anda. Porque algo estaba roto y haba que tener seguridad.
Eso: seguridad. Me estaba usando para hacer las pruebas. Y l haba subido.
Despus de tantos aos era hermoso aunque nunca supo decir qu era, en rea-
lidad sentir esa detenida felicidad de estar subiendo. Se ajust, lentamente, el
cinturn. Acomod las manos sobre la madera. Yo tena diez aos, o ms. El viejo
movi la palanca. l mova la palanca para que subiera yo. La mquina arranc.
Las hamacas tomaron velocidad lentamente. Mucho ms lentamente que ahora:
en forma normal. Girar. Subir. Girarsubir en un apuro envolvente hasta que el
parque estuvo abajo. Primero a pedazos, tratando de ver por entre los hierros
de la montaa rusa, imaginando lo que ocultaban los edificios del parque se
preocup de la Torre de los Ingleses, de los relojes de Retiro que pasaban hacia
atrs, en crculo, despus la avenida y la plaza San Martn, y despus la ciudad y
despus el puerto con los barcos que parecan navegar rpidamente mientras l
daba vueltas, feliz, hasta que mir hacia abajo, hacia el parque, y lo vio desierto,
largamente vaco, silencioso, sin rostros, sin luces, muerto mientras la velocidad
decreca (movi la palanca: arriba, la velocidad aumentaba) y l, al bajar, se en-
contraba con el viejo, con los trapos sucios que durante aos iban a ser su nico
trabajo. Y hasta despus de cumplir los quince aos (aunque nunca supo exac-
tamente su edad) sigui pensando lo mismo que haba pensado aquella vez: cmo
ser de noche, cuando las luces y los rostros. Sobre todo desde aquella vez en
que el viejo le dio la orden:
Bueno, ahora tens que manejar vos; yo voy afuera, a los boletos. Cada vez que
pona en marcha la mquina pensaba eso. Poder estar all arriba, entre la gente,
pens.
Cinco.
Cinco veces haba subido, a lo largo de todos esos aos. Cada vez que se rompan
las hamacas. Primero las arreglaba el viejo: l las probaba. Pero hace poco el viejo
le dio las herramientas: vos tens que arreglarlas, a ver cmo te ports. Y se fue.
Durante toda la maana trabaj, con esa pequea molestia de la grasa; una cos-
tumbre, en sus manos. La palanca estaba desenganchada. Manej los tornillos,
mientras pensaba en el viejo. (El viejo en la boletera, la gente arriba volando; el
viejo a la noche, hacindole limpiar los asientos y las correas y la mquina. El
viejo, despus, en la piecita, despertndolo tesprano para que fuese a arreglar la
mquina, cuando l hubiera querido permanecer ah, dentro del sueo, en ese
lugar donde la cara del viejo no era tan terrible y a veces ni siquiera exista). Mir
hacia arriba: los rostros. Un solo rostro circular y sonriente que lo rodeaba cada
vez ms rpido, una cara que ahora, al mover la palanca, cuando l pasara al
sexto punto cambiara de gesto, pens mientras todos cambiaban de gesto; se
mareaban, seguramente, porque ya las hamacas han salido de lo que antes era la
velocidad mxima, y nadie sabe que antes slo al pensar diez cuando la palan-
ca, sobre los contactos, ya no poda avanzar ms las hamacas llegaban a la
mxima velocidad. Todo va a ser distinto. Y recordaba la escena: su sonrisa al
terminar de probar las hamacas; el viejo, despus, preguntando si ya andaban
bien.
Ya vas a ver qu bien andan, pens, y dijo que s, que andaban muy bien. Su
cuerpo tapaba la palanca mientras miraba cmo las hamacas, vacas, empezaban
a funcionar. Ahora, est pensando lo mismo: Ya vas a ver qu bien andan. Ya van
a ver. El gesto de la gente aunque, en realidad, no poda verlo no habra cam-
biado mucho. Ningn grito, hasta ahora. Trat de distinguir a la vieja, a la chica
rubia, al gordo. Todo era un crculo veloz. Recin en el sptimo golpe iban a darse
cuenta. Pero nadie iba a detenerlo. La palanca la tengo yo. Durante un instante
sinti ese mismo placer de subir por primera vez a las hamacas. El silencio, como
aquel da, era una capa aislante creciendo en sus odos, ms ac del crculo rpi-
do de las hamacas que giraban a su alrededor. El viejo estaba en la boletera,
ocupado en contar la plata, en atender a los que despus pasaban a formar cola
para la prxima vuelta. La prxima vuelta. Ninguno haba advertido nada. Ellos
estn arriba, yo abajo: puedo decidir. Las caras unificndose; tapando, incluso, la
del viejo, haciendo que esa cara est ah abajo, y gire, como si hubiese entendido
algo, hacia l. Ese viejo bruto lo ha mirado como presintiendo algo. Ahora, avanza
hacia las hamacas. l sabe que la velocidad ha sobrepasado lo normal. Pero van
a ir ms arriba. Acercte, viejo. Y la palanca salt hacia el
sptimo punto
y la gente, el viejo, todos, pudieron or el crujido, no muy fuerte, pero perfecta-
mente transmitido a travs del poste central, hacia abajo, desde las cadenas. No
haba gritos pero se empezaban a inquietar. El viejo avanzaba hacia l, endere-
zando justo al centro del amplio crculo, por la pieza, mientras l se acurrucaba y
el viejo sacuda el cinturn. En ese lugar muchas veces haba subido los brazos,
primero pidiendo perdn, intilmente; despus, atajndose los golpes, el movi-
miento de esas tiras de cuero tradas del parque, para arreglar. La hebilla estaba
siempre para el lado de su cuerpo. El rostro del viejo, ahora, viniendo hacia las
hamacas. La gente, sin gritar mucho todava, arriba. La hebilla bajando sobre su
cuerpo, abriendo surcos, subiendo llena de sangre para volver a bajar y subir gi-
rando all arriba con sonidos secos, crujidos que bajaban y suban, giraba con el
rostro de la chica rubia el pelo el tipo gordo de pronto asustado seguramente la
mujer tratando de aferrar con una pirueta el sombrero que tratara de escaparse
el viejo avanzando con la mquina de los boletos en la mano cerrada sobre la cin-
ta de cuero que se balancea mientras l siente la palanca redondeada en su ma-
no. Yo soy el que puede decidir ahora, viejo. Tu ruina, todo. Los de arriba ya no
van a rerse porque cuando d el
octavo golpe
las hamacas dan un salto, las cadenas giran casi horizontales y ahora s, el mie-
do. Vos tambin tens miedo, viejo. Ests por entender. El rostro del viejo era una
mueca terrible: ya no tengo miedo. El viejo deca que la mquina estaba descom-
puesta, que la parara. Y que despus, en la pieza eso crey orlo, como todo,
entre el ruidoiba a ver. Eso: en la pieza. La hebilla manchada de sangre bajan-
do a desgarrarle la cara, haciendo de su cara esa cosa horrible que haba visto
cada maana, en el espejito de la pieza, viendo tambin la cara del viejo, atrs,
ms all del crculo. Y su mano, fuertemente apretada a la palanca, se mueve
hasta el noveno punto y siente saltar las hamacas. Sin mirar hacia arriba oye los
gritos, confusamente perdidos. Despus, ve la gente borroneada formando una
sola cara, la del viejo, all arriba, girando, amenazndolo mientras el viejo, abajo,
quiere cruzar y no se anima. El silencio era algo ms real, como una bruma que
dejaba pasar los gritos, algn ruido, y a travs de la cual vea amontonarse la
gente, abajo, la gente que sealaba para arriba, mientras l slo poda or ese
crujido creciente, ahora, ese jadeo del motor que estaba a punto de quebrarse, de
reventar como van a reventar todos, como vas a reventar vos, viejo, y ya no vas a
volver a pegarme, pensaba, mientras el viejo, entre la gente, encerraba la cabeza
entre los brazos, grotesco, y gritaba. La cara del viejo volva a estar all arriba,
gritando un grito enorme, girando. Las cadenas se entrechocaban. Oy un ruido
ms fuerte. Le pareci que un bulto oscuro cruzaba el aire. Los gritos crecieron
tambin abajo, subieron, unindose a los de ese rostro nico, al de ese maldito
viejo que estaba arriba. La gente corra. Vio uniformes. Pens: Vengan. Grit:
Ven, viejo de mierda, que no van a pararme. Grit: Vengan, gran puta. Grit: Me
queda, todava, un punto ms.
Tringulo
El primero en hablar es l. Dice: Qu penss. Ella tarda un tiempo en responder.
Al fondo, como enterrada en ese hueco de la almohada, est su cabeza, y le cues-
ta salir de ese pozo en la boca del cual hay una superficie que debe volver a ex-
plorar. Dice: Nada. Y comprende que est demorando la respuesta, sin saber bien
por qu. Ahora siente la mano, el hueco de la mano sobre su frente y despus
sobre la boca y en el pecho, bajando hacia las piernas. Una caricia exacta, tierna.
Esa ternura que le falta a l, a Enrique, que le faltaba, piensa, mientras dice: Na-
da, otra vez, en ese juego interminable de siempre, que ahora tiene un significado
distinto, est demorando algo ms importante que otras veces, hasta que l se
exaspere y diga lo que corresponde decir.
No se puede pensar nada dice por fin l.
Se ha incorporado. Vacilando sobre el codo, que forma un pequeo embudo en la
sbana, crece, como una sombra, sobre el rostro de la mujer. Los ojos, como col-
gados de sus palabras, esperando que ella hable. Como Enrique nunca lo haca.
l siempre dice s o no. l siempre deca s o no. Alberto la mira. Hay que respon-
der.
Lo hice. Acabo de hacerlo, Alberto. Entends.
Hiciste... qu...
Entonces, ella descubre algo, en la voz. Algo indiscernible: un tono ms alto que
otras veces, un matiz agresivo. Un lejano parecido, tal vez.
Apagaron la luz. Al rato (la primera impresin fue la de estar soando) la voz co-
menz a crecer como si hubiese nacido dentro de ella, como si alguien hablase
dentro de ella, de un modo irreal. Abri los ojos y la voz continuaba. Enrique, in-
mvil, pareca dormir. Sin embargo, ah estaba su voz: "Sabes por qu lo hice.
Porque tengo pensado hasta el ltimo detalle y voy a hacerlo, entends". Ella ce-
rraba los ojos y volva a abrirlos. Vio la luz de la calle fija en el espejo, vio el brillo
de los muebles. La voz persista, era un remolino, ya no se iba a detener: "Uno no
sabe cmo explicar ciertas cosas. Tal vez porque todo es muy desagradable: lle-
gar, no encontrarte o encontrarte lejos, sintiendo que apenas sos capaz de decir
s, o chau, o cualquier cosa sin importancia. Pero eso lo voy a hacer. Esta noche,
me dijiste, vas a ir sola a esa fiesta: cuando salgas voy a estar en la puerta. S, s
que pods decir que nunca hice nada parecido, nunca te esper o te acompa.
Pero vos no me pediste que lo hiciera, querida. Por todo eso lo decid. Claro que
fue difcil: hasta a las pequeas porqueras se acostumbra uno. Pero tambin es
muy cierto que todo tiene un lmite y las cosas llegan a explotar. Al principio fue
tu indiferencia: no decirme nada cuando me iba a algn lado con mis amigos.
Porque hasta que lo reten, que le pidan cosas necesita uno de vez en cuando. Y lo
principal fue eso: notarte cada vez ms fra. Sobre todo que ya la guardaba desde
que dijiste chicos no que no me gustan. Y eso era nuevo. Porque recin despus
de casados lo dijiste. Y as fueron cinco aos mordindome, querida, pensando
que la verdad era que no podas y no que no queras, aguantando esa rabia de
que no me lo hubieras dicho. Por eso, ahora lo s, yo mismo me fui alejando.
Ahora, todo est decidido: ya es como si las cosas estuvieran hechas y en vez de
pertenecer a esta noche, a maana, fuesen de ayer, del pasado. Ya fui a esperarte
a la salida de esa fiesta y cuando saliste te dije vamos al ro, ya me preguntaste a
qu, ya te contest que quera hablarte y que todo deba ser como aquella vez,
cuando te conoc, cerca de Nez, te acords. De lstima me acompaaste. Lle-
gamos. Entonces yo te quise besar y vos hiciste lo justo, lo que haba calculado:
saber que no ibas a besarme, sentir tu asco, era precisamente lo que necesitaba
para acordarme de todas tus porqueras. Sobre todo me acord de lo ltimo que
me habas dicho: Quiero separarme de vos. Despus me fui, dejando tu cuerpo
perdido en el ro, cerca de Nez, donde nos conocimos". Despus las palabras
haban cesado. Pero pudo recordarlas como una pesadilla, al despertar.
Alberto siente fro. Acaba de preguntar: Qu hiciste. Otra vez. Estira la sbana
sobre su cuerpo. Es intil: el fro est en su espalda y no se va. Al principio es
una bruma, lenta, envolvindolo. El rostro de ella, brumoso, se desdibuja en
mueca distinta, casi brutal. Su propio rostro siente se contrae en un gesto de
dolor. Aprieta las sbanas y en el mismo instante siente que algo y piensa, sin
saber por qu, en pasto, en arena lo roza de una manera tenue, lejana. En se-
guida, el rostro como hundido, y una molestia, como si estuviera mirando el cielo
con los ojos muy abiertos. O el agua. Mientras, all lejos, oye que ella repite:
Fue fcil, sabes.
Y ahora es su voz, que tambin suena como lejana, aqu en la habitacin, pre-
guntando: Qu fue fcil, qu... El pasto o la arena vuelven a rozarlo, esta vez tan
ntidamente que cruza el brazo derecho tras su espalda, buscando algo. En-
cuentra primero la sbana, el colchn duro, hasta que vuelve a mover el brazo y
lo siente fro, como si acabara de sacarlo del agua. Despus, nuevamente la bru-
ma, envolvindolo, mientras siente el cuerpo duro, rgido, y un rencor extrao,
viejsimo, pero no desconocido. Ahora est ah, en ese lugar lejano, hmedo. El
pasto y la arena lo molestan. Y ese rencor, ese odio tiene algo de cotidiano, de
familiar. Odia un rostro, dos rostros que se mueven all lejos, cuando ella se in-
clina y el hombre pregunta: Qu fue fcil. Mientras l sigue sin saber qu hacer
ahora ah, todo mojado, todo quieto, ojos al cielo o al agua. Y solo, en el ro.
Ella responde: Hacerlo, fue fcil hacerlo, sabs. Y explica que todo ocurri de un
modo extrao, que una noche, despus de apagar la luz a ella le pareci or que l
hablaba. O que haba sido un sueo, una pesadilla en la que l se lo contaba to-
do. Y que eso lo perdi. Mientras esa voz, all lejos, vuelve a preguntar: Pero qu
hiciste, qu iba a hacer, quin iba a hacerlo. Y ella contesta: Me iba a matar, en-
tends. Seguro que se haba enterado, aunque no lo dijo. Esa noche yo o cosas
terribles. Ese rostro lejano, esa voz, cuenta cmo l ya lo daba todo por hecho,
diciendo que ya todo estaba concluido. Entonces, ella haba conseguido ese revl-
ver, esperando que la invitara a ir al ro, despus de la fiesta. Ella dice: Le hubie-
ras visto la cara cuando vino con los brazos abiertos, hasta pens que quera be-
sarme, que se haba olvidado de todo, en realidad. Y la voz, a lo lejos, es una risa,
una risa o un llanto. Ella no puede seguir en pie y se est derrumbando, comien-
za a llorar.
La voz del hombre dice:
Pero a quin?, a quin mataste?
El cuerpo duro, inerte. La arena vuelve a rozarlo.
A mi esposo, a Enrique. No entends?
Lejos, las dos figuras comienzan a moverse. Ella no comprende por qu l, Alber-
to, la mira con ojos enormes, brutales, y tiene el cuerpo inexplicablemente fro,
como si tuviera agua, o arena. Tampoco comprende por qu de golpe la mano de
Alberto ha subido hasta su cuello y, mientras una voz distinta pero no descono-
cida la insulta lentamente, la mano sigue apretando con fuerza, cada vez ms.
Kincn
Primero fue como si despertara de un sueo vaco, sin imgenes. Luego, la sensa-
cin de ser una figura vaca, apenas un pensamiento gestndose en algn lugar,
lentamente. Despus, comenc a dar pasos vacilantes, a ser el protagonista de
escenas, de acontecimientos que, casi con certeza, crea haber vivido antes. No
era una similitud, no. De pronto, siempre confuso, yo estaba en cualquier lugar,
haciendo cualquier cosa. Entonces recordaba haber hecho algo parecido, antes,
pero no exactamente lo mismo: y era necesario que venciera imposiciones, que
me moviera por mi cuenta, corrigiendo los errores hasta ajustarlo todo: en segui-
da la escena recomenzaba y era ms perfecta, gradualmente iba asemejndose a
ese modelo visible en que se converta el pasado. Esto no dur mucho tiempo:
progresivamente, en ese mundo difuso, me fui concretando. Mi cuerpo fue cada
vez ms preciso, mis rasgos ms definidos. Mis actos ya coincidan en todo con el
invariable (y casi explicable) recuerdo, y no tenan nada de balbucientes, y eran
errneos en la misma medida en que fueron errneos los otros, los que pertene-
cen a esa vida anterior al sueo del que he despertado.
Ahora, que relato esto, s dos verdades: s que esta voz, estas palabras, estos
gestos que son simples y perfectas repeticiones (esta explicacin de mi voz, de mis
palabras, de mis repeticiones), me han sido impuestos y es, de alguna manera,
como si me hubieran sido prestadas. Prestadas para que cuente mi historia,
mientras camino, mientras comprendo que se tiene que cumplir, dentro de unos
instantes, el eslabn que falta para que la cadena que una vez constituy mi vida
quede completa (tambin) en este mundo espantable en el que estoy a punto de
volver a la nada. S, tambin, que todo este lenguaje es exterior a m, que este
acto de narrar mi vida todo eso que estoy diciendo, justificando es el nico
que no puede ser una repeticin, el nico que no recuerdo. Nunca tuve lenguaje
suficiente, me faltaron las palabras para todo y si hubiera debido contar mi histo-
ria por mi cuenta lo habra hecho como me expres siempre, como me obligaron a
expresarme siempre: a los insultos, a las trompadas. Hay, en estos recuerdos que
estoy obligado a contar, pensamientos o preguntas que nunca hubiera formulado,
que nunca hubiera dejado escapar de mis labios.
Decan que mi origen era el Brasil: eso era cierto. De ese pas siempre tuve (en
vida, en los recuerdos posteriores al sueo) una confusin nada geomtrica de
caminos, de ramas, de cielo entre follajes. No s si recuerdo un barco o un tren:
s que era chico, muy chico, cuando llegu a la Argentina.
Tampoco recuerdo rostro ni nombre de padres: slo una blanda caricia, unos de-
dos largos que un da no vi ms, que una vez, cuando fui ms grande, me dejaron
solo.
Estaba en algn lugar del campo y tuve que salir a buscar la vida, a ganrmela.
Tal vez tena quince aos. Lentamente fui adquiriendo costumbres, maas, retru-
ques y un lenguaje inseguro mezcla de portugus (nunca, en vida, supe que sa
era mi lengua natal), dialecto de estancias, repeticiones de pequeos pueblos bo-
naerenses, palabras para sacar el cuchillo. Un da intuyo que siempre se dice
as cuando no hay fechas, cuando se quiere sealar cualquier da un carro me
dej en General Belgrano, cerca de la estacin. Acostumbrado al campo abierto, a
los pueblos vistos en un sueo, a los caminos retorcidos que conducen a las co-
sechas, creo que comprend el borroso significado de la palabra simetra: atrado
por las calles rectas, amplias, me qued.
No es que el recuerdo se confunda, pero me queda poco tiempo. Me estn impo-
niendo palabras, me estn obligando a contar mi historia, pero tambin me obli-
gan a andar por otro sendero, el mismo que atraves el ltimo da de la vida ante-
rior al sueo, otro sendero donde todo tiene que acabarse, donde quiz voy a
quedar hasta que alguien empiece a jugar otra vez con mi sombra, a tejer es-
quemticas escenas repetidas. Debo, por lo tanto, adelantar los acontecimientos,
apurarme.
De los primeros das enumero sensaciones confusas, miradas torvas, extraadas.
Luego, alguna amistad. Nunca pude explicarme por qu todo comenz ah, por
qu todo no comenz antes. Mirando a la distancia parece improbable que no me
hubiera dado cuenta, ya, al llegar al pueblo. La palabra "negro" era parte de mi
origen y no me llamaba la atencin, mayormente. Pero fue ah, en General Bel-
grano, donde me enter de que mis manos parecan zarpas, de que mi cuerpo era
la exacta reproduccin de un mono gigante. Kincn es el sonido a que qued
simplificado ese gorila que apareci una vez, en el carteln del cinematgrafo,
dibujado con una mujer entre las manos enormes, destrozndola. Kincn fue
desde ese da mi nombre. La revelacin de que era distinto, muy distinto. La pa-
labra que eligieron para sealar que yo era uno ms para el pequeo mundo de
los solitarios: Banegas, changador, habitante de los bancos ferroviarios; Rodr-
guez, especie de susto nocturno, reducido a su casilla de madera, siempre a pun-
to de ser desalojado junto con su mujer y sus hijos; otro pibe del que no recuerdo
el nombre (Cantinflas, le decan), con su bolsa, sus veintisiete aos desfigurados,
su rebenque y su baba; hablando entre dientes y cediendo a las burlas, improvi-
sando discursos o cantando para que todos se rieran y, alguna vez, le tiraran
monedas.
Una vez alguien me provoc, alc una silla, hice brotar sangre. De la celda, en la
comisara, pas, inexplicablemente, a formar parte del personal de vigilancia. El
comisario necesitaba gente fuerte, me dijeron. Agente Kincn: hasta a m me da-
ba risa. El hecho es que empec a pelear contra los malandrines, a ganar un
sueldo fijo. Creo que por eso la Juana vino a mi rancho. Ella no era fea del todo,
tampoco era negra: por supuesto, la plata. Trajo a sus dos hijos. Despus tuvo
uno mo y se nos muri, al poco tiempo. Yo me haba constituido en el padre legal
de sus chicos. Hasta los reprenda yo, hasta alguna vez se me colgaron de los
brazos, me dijeron Kincn ellos tambin, pero muy bajo, como si me estuvieran
acariciando, como si fueran, sus voces, esos dedos largos y blancos que me acari-
ciaban cuando era chico. Pero se hicieron grandes y cambiaron: se daban cuenta
de la forma de mi rostro y me despreciaban. Queran comer mejor; ocultaban a la
Juana cuando se meta otro hombre en mi rancho, o me lo contaban despus,
defendindola descaradamente. Comenc a pegarles, a los tres. Siempre los gritos
de la Juana eran ms fuertes, ms persistentes; me perseguan durante muchas
horas. Evitaba, entonces, volver al rancho. Comprenda que ninguna mujer poda
besarme, con esta cara, y me quedaba atado a la Juana.
Camino. La curva gira (alguien me impone estas palabras y digo la curva gira).
Sigo recordando todo cuanto viv dos veces, todo cuanto me ocurri por duplica-
do, por triplicado quiz en escenas informes. No s si esto que me hacen decir es
cierto; s que es lindo, que me justifica: solo, atormentado, desdeado por esas
palabras que me decan Kincn, sos fiero eh, me fui dejando llevar (o invent que
me estaba dejando llevar) por algn recuerdo primitivo, por alguna figura de ra-
mas, de olor a follaje. Cada vez eran ms frecuentes mis conversaciones con ellos,
en los bancos de la estacin, en la calle del centro a las tres de la maana. Tam-
bin experimentaba una extraa felicidad cuando alguna noche nos topbamos
con ladrones y yo cruzaba el campo, a caballo y al galope, apretando la culata del
rifle, o cuando entraba sin miedo a los chumbazos en las peleas de los boliches.
S que eran ellos (s que era mi rostro, mi sobrenombre) los que me impulsaban
a herir a alguien, a defenderlos. Odiaba. Ahora odiaba a la gente. Los pibes del
pueblo, que haban sido mis amigos, estaban creciendo: ya hacan repetir sus
discursos a Cantinflas, ya se haban dado cuenta de que me disgustaba verlos
hacerme la venia, orlos decirme buenos das, agente Kincn. Por eso, para ven-
gar a los otros (ahora s que para vengarme de mi soledad), hice aquello: jugaban
y me haban visto. La pelota saltaba en el empedrado y fui hacia ellos. Me mira-
ron, descubrieron que no deban decirme nada, creyeron que yo iba a pasar de
largo, que me iba a olvidar de que ya saban por qu me llamaban Kincn. Por
eso, desde ese da, romp la pelota con el sable: me acuerdo, siempre, del ruido a
goma rota, a aire en libertad. Me acuerdo de muchos ojos, odindome.
Todas estas palabras debo insistir, creo estn lejos de representar mi sole-
dad. Adems, la palabra soledad no habla, no puede hablar, del odio que fui de-
jando crecer dentro de m, del placer elemental que me llenaba al enfrentar el es-
pejo, cuando vea que la Juana y los chicos esbozaban sonrisas al verme ante la
superficie brillante. Alguna vez, en voz alta y delante de ellos, pude repetir mi so-
brenombre. Kincn, Kincn. En sus ojos, en su interior estaban esas palabras:
las mas eran slo un eco. (Es extrao pero me parece que s, que ahora hablo yo,
que ya no me imponen las palabras y que domino casi todo el significado de co-
sas, de lugares, de smbolos que nunca hubiera conocido antes. Lo nico irremi-
sible es esta marcha, este camino hacia el ltimo acto.) La palabra soledad no
puede explicar de ninguna manera mi silencio, mis ganas, a veces, de insultarlos
a todos, mi rabia (que era la rabia que le tena a la gente) cuando les pegaba a los
hijos de la Juana, o a ella misma, y despus deba faltar por dos o tres noches,
porque sus gritos me perseguan. No poda ser todo ese odio que me llevaba a
caminar por la noche, en el pueblo, vigilando los zaguanes, apareciendo de vez en
cuando para ver el susto de la gente cuando se encontraba con mi cara de Kincn
en la ventana.
Despus vino lo otro: lo del da que trajeron a Banegas a la comisara y le hicieron
limpiar los pisos, diciendo que estaba acusado de vagancia. Yo, yo mismo le dije
que se fuera. Entonces fue la pelea con el comisario: el sable y la chaqueta tira-
dos por el suelo: el calabozo. Cuando sal, la Juana se haba ido. Se haba llevado
(tal vez por compasin, para hacerme una afrenta, o para dejarme ms solo toda-
va) el espejo. Los pibes, ya de doce y trece aos, estaban pero no parecan espe-
rarme. Me pidieron comida y les pegu. Les dije que tenan que trabajar, in-
sultndolos, hablndoles de la gente, de la soledad, de los pisos de la comisara,
del comisario. Se fueron.
Al rato llegaron dos policas y me llevaron otra vez al calabozo. Por el camino los
cruc: traan comida, pude adivinar que me haban denunciado. Despus, todo
transcurri entre el calabozo y los boliches. A veces iba y les pegaba: ellos, mao-
sos, inventaban que yo segua hablando mal de las autoridades y volvan a ence-
rrarme. (El odio pareca dormido. En realidad, haba algo ms, dormido: algo que
se encierra en una palabra cuyo significado recin comprendo, una palabra que
tambin me estn dictando pero que no puedo aceptar, porque seguramente no
me pertenece, aunque tal vez defina lo que no sent nunca, salvo aquella vez, en
ese momento que volver a sufrir ahora, para completar la cadena.)
Camino, anoche vine borracho y uno de los pibes estaba en mi cama: lo ech.
Protestaron, me dijeron que los dueos del rancho eran ellos, que pronto iba a
venir la Juana con otro tipo. Les pegu. Contra un rincn, donde haba estado el
espejo (donde los haba visto disimular la risa), les pegu como si estuviera
pegndoles a todos ellos, a todos los que me decan Kincn, a los dedos blancos
que una vez me abandonaron.
Ahora es la maana y ellos acaban de irse. Dentro de un rato vendrn a buscar-
me, por eso he salido a encontrarlos. Ya llegan. Los pibes no disimulan ms de-
lante mo: conducen a los policas, simplemente. Los agentes vienen con el sable,
que una vez tuve en la cintura, y el mismo uniforme con el que yo apareca de
noche, por los zaguanes, o tiraba trompadas volteando ladrones. Pero hay algo
distinto a siempre: ahora s que ya no siento ni cansancio ni odio, sino todo eso
junto: las ofensas, la certeza de estar solo, de sentirme nombrar desdeosamente,
de saber que siempre fui una basura, alguien que no sirve nada ms que para
ponerlo a la cabeza del pelotn cuando se entra a un boliche donde hay tiros,
mientras se lo compara con la figura de un gorila, pensando, risueamente, que
su origen es el Brasil.
Vienen (como hace mucho tiempo, antes del sueo). Son tres y llevan sable. Ca-
mino y estoy desarmado. Corro y les grito que no, no van a llevarme, son todos
una porquera y si quieren vengan y peleen y corran como corren ahora hacia m,
hacia mi cuerpo, mientras parece que los chicos se ren, hasta que se quedan un
poco asustados de mi rostro (que a lo mejor ya no causa risa, ni repulsin) y mi-
ran cmo arremeto contra los sables, cmo me aferr a la tierra y esquivo los
amagues, el aire que cortan los filos, cmo me siguen cortando y mi cuerpo, mi
cuerpo distinto de Kincn, se debate y los ojos de los policas que una vez fueran
a pelear detrs de ese cuerpo continan sorprendidos y las manos se obligan a
subir, a bajar, a hundir las hojas largas en su carne, muchas, muchas veces,
mientras antes de caer el monstruo sigue, como la primera vez, lleno de sangre y
en pie, bramando, esquivando los sables, bailoteando.