La sumisa
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La sumisa - Fiódor Dostoyevski
Fiódor Dostoyevski
La sumisa
Índice de contenido
Aclaración preliminar
Capítulo Primero
I Quién era yo y quién era ella
II Proposición de matrimonio
III Soy el más noble de los hombres, pero no lo creo
IV Planes y más planes
V La sumisa se rebela
VI Un recuerdo espantoso
Capítulo Segundo
I El sueño del orgullo
II El velo se cae
III Demasiado lo comprendo
IV He llegado sólo cinco minutos tarde
Sobre el autor
CAPÍTULO PRIMERO
I
Quién era yo y quién era ella
Mientras esté ella aquí, menos mal: me acerco y la miro a cada instante, pero mañana se la llevarán. ¿Qué me ocurrirá al quedarme solo? Ahora se halla en la sala, sobre dos mesitas cuadradas juntas. Mañana traerán el ataúd, un ataúd blanco en gros de Nápoles, pero no es esto… No hago más que ir de una habitación a otra y quiero explicarme lo sucedido. Hace ya seis horas que pretendo explicármelo y no soy capaz de concentrarme. No ceso de estar dando vueltas sobre un mismo lugar… Las cosas han ocurrido del modo siguiente. Lo contaré por orden. (¡Orden!) Señores, no soy un literato ni mucho menos, ustedes mismos se dan cuenta. Pero no importa, explicaré las cosas tal como yo mismo las comprendo. ¡Oh, sí, las comprendo muy bien! ¡Esto es lo terrible! Si quieren saber ustedes… es decir: comenzando por el principio he de decirles que ella venía sencillamente a empeñar objetos a fin de pagar el anuncio publicado en La Voz de que una institutriz estaría dispuesta a salir de viaje, a dar clases particulares, etc. Esto era el propio comienzo y yo no la distinguía de las demás: venía, como todas, etc. Luego comencé a diferenciarla. Era delgadita, rubia, de mediana estatura, aunque más bien alta que baja, un poco torpona, como si se desconcertara al hallarse ante mí (me figuro que lo mismo le pasaba con todas las personas desconocidas, y, naturalmente, lo mismo le importaba yo que otro, como individuo se entiende, no como prestamista). Tan pronto recibía el dinero, daba la vuelta y se marchaba sin decir palabra. Otras discuten, ruegan, regatean para que se les dé más. Esta no, se conformaba con lo que le daban. Me parece que lo confundo todo… ¡Ah, sí! Me sorprendieron en primer lugar los objetos que traía: unos pendientes de plata dorados, un medalloncito de poco precio, objetos de a perra gorda. Ella sabía perfectamente que su coste era ínfimo, pero yo veía en su rostro que para ella aquellos objetos eran auténticas alhajas. En efecto, luego supe que aquello era cuanto le quedaba de sus papás. Sólo una vez me permití reírme un poco de sus objetos. He de decirles que nunca me permito hacerlo, me comporto siempre como un gentleman: pocas palabras, cortés y severo. «Severo, severo y severo.» Pero una vez se me presentó con los restos (en el sentido literal de la palabra) de una vieja chaqueta de piel de liebre y me dejé llevar por el deseo de gastarle una broma. ¡Dios mío, de qué modo se sonrojó! Tenía los ojos azules, grandes, soñadores, pero ¡cómo se le encendieron! No dijo ni una palabra. Guardó sus «restos» y se fue. Entonces la observé por primera vez de modo especial y me sugirió un pensamiento también de un género especial. Sí, recuerdo la impresión que me produjo, si quieren ustedes, la impresión principal, la síntesis de todo: era tan joven que parecía tener catorce años. En realidad sólo le faltaban tres meses para cumplir dieciséis. Pero no es esto lo que quería decir. En verdad la síntesis no radicaba en esto. Al día siguiente volvió. Más tarde supe que había llevado la chaqueta a la tienda de Dobronrávov y a la de Mozer; pero en esas casas no aceptan más que oro, y ni siquiera quisieron hablar de aquella prenda. En cambio yo le había aceptado una vez una piedra (de muy poco valor), aunque luego, al recapacitar, me sorprendí: yo tampoco acepto nada que no sea oro o plata, y de ella había admitido una piedra. Era el segundo pensamiento que me sugería. Lo recuerdo.
Esa vez vino de la tienda de Mozer con una boquilla de ámbar, un objetito que no estaba mal, de interés para un aficionado a las boquillas, pero sin valor para nosotros, que aceptamos únicamente oro. Como quiera que se me presentó después de la rebelión del día anterior, la recibí con cierta severidad. Ser severo significa, para mí, tratar a las personas secamente. No obstante, al darle a ella dos rublos, no pude contenerme y le dije con cierta irritación: «Esto lo hago por usted, Mozer no le aceptaría cosa semejante». Subrayé de modo especial las palabras por usted, dándoles cierto sentido. Era maligno. Se puso otra vez
