Mi vida como explorador
Por Sven Hedin
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Sven Hedin (Estocolmo 1865-1952) exploró el Asia que ningún aventurero volverá a ver: el reino persa, caravasares de la Ruta de la Seda, el hermético Tíbet, ciudades perdidas en el desierto y territorios nunca antes cartografiados. Durante cuarenta años de exploración puso a prueba los límites de su aguante y el de sus acompañantes.
Escaló altitudes superiores a 5.000 metros, soportó temperaturas inferiores a -37℃ en el Tíbet y cruzó desiertos bajo unos abrasadores 45℃. Organizó expediciones que agrupaban hasta 130 animales de carga, que después de unas semanas eran reducidas a unos pocos caballos y mulas. Fue asaltado por bandidos en múltiples ocasiones. Sobrevivió diez días sin comida y cinco sin agua; y conoció los límites de la resistencia física del ser humano.
Mi vida como explorador recoge en un solo volumen la narración de las cuatro primeras expediciones de Hedin en Asia. Cada página rebosa con la promesa de una nueva aventura y un peligro inminente más que probable. Ilustrado con una selección de bocetos del propio Hedin y un mapa de sus rutas por Asia, este es uno de los libros de viajes más emocionantes jamás escritos.
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Mi vida como explorador - Sven Hedin
Título Original: My life as an explorer
© 1925, del texto: Sven Anders Hedin
© 2022, de la traducción: Daniel Jorge Hernández Rivero
Corrección del texto: Carlos Pérez Casas
Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta obra sin autorización.
Publicado bajo arreglo con la Fundación Sven Hedin de la Real Academia de las Ciencias de Suecia, Estocolmo.
Primera Edición: Noviembre 2022
Edición Revisada: Diciembre 2023
© de esta edición: Ecos de Oriente
www.ecosdeoriente.com
eISBN: 978-1-7391512-8-7
En memoria de mi querida madre
—Sven Hedin
mapa-rutas-hedin-smCAPÍTULO I
CÓMO EMPEZÓ TODO
Dichoso es el niño que descubre a una temprana edad cuál será su vocación en la vida. Esa fue, de hecho, mi buena fortuna. A la temprana edad de doce años, mi objetivo estaba bastante claro. Mis amigos más cercanos eran Fenimore Cooper, Julio Verne, Livingstone y Stanley; Franklin, Payer y Nordenskiöld, particularmente la larga saga de héroes y mártires de la exploración del Ártico. Nordenskiöld se encontraba entonces en su audaz viaje a Spitsbergen, Nueva Zembla y la desembocadura del río Yeniséi. Yo solo tenía quince años cuando regresó a mi ciudad natal, Estocolmo, tras atravesar el Paso del Noreste.
En junio de 1878, Nordenskiöld había zarpado de Suecia en el Vega, al mando del capitán Palander. Navegó por las costas del norte de Europa y Asia hasta quedar atrapado en el hielo del extremo oriental de la costa ártica de Siberia. El hielo lo retuvo allí durante diez meses. En casa sentimos una gran ansiedad con respecto al destino del explorador y su personal científico y tripulación. El primer movimiento hacia el rescate de la expedición vino de los Estados Unidos. James Gordon Bennett, famoso por su orden a Stanley, «¡Encuentre a Livingstone!», envió al capitán De Long en julio de 1879, en el barco estadounidense Jeannette, para buscar el Polo Norte, completar el Paso del Noreste e intentar ayudar a la expedición sueca.
Terribles desventuras esperaban a los estadounidenses. El Jeannette naufragó en el hielo y la mayor parte del grupo pereció. Sin embargo, las ataduras de hielo del Vega se soltaron; y con la ayuda de su máquina de vapor, atravesó el estrecho de Bering hacia el Pacífico. El Paso del Noreste se completó sin que se perdiera un solo hombre. El primer mensaje por cable vino de Yokohama, y nunca olvidaré el entusiasmo que despertó en Estocolmo. El viaje a casa, a lo largo de las costas del sur de Asia y Europa, fue un trayecto triunfal incomparable. El Vega llegó al puerto de Estocolmo el 24 de abril de 1880.
Toda la ciudad estaba iluminada. Los edificios cerca de la costa se alumbraban con innumerables lámparas y antorchas. En el palacio real, una estrella, Vega, brilló en refulgentes llamas de gas; y en medio de este mar de luces el famoso barco entró deslizándose en el puerto.
Con mis padres, hermanas y hermano, disfruté de una vista de la ciudad desde las alturas del lado sur. Fui presa de la mayor emoción. Toda mi vida recordaré ese día. Eso decidió mi carrera. Desde los muelles, calles, ventanas y techos, vítores entusiastas rugieron como un trueno. Y pensé: «A mí también me gustaría volver a casa de esa manera».
A partir de ese momento profundicé en todo lo relacionado con las expediciones al Ártico. Leí libros, viejos y nuevos, sobre la lucha por el Polo, y dibujé mapas de cada expedición. Durante nuestros inviernos del norte, me revolcaba en la nieve y dormía junto a las ventanas abiertas, para endurecerme. Porque tan pronto como fuera adulto y estuviera listo —y un benévolo mecenas apareciese para arrojar una bolsa de oro a mis pies, con un «¡Ve y encuentra el Polo Norte!»— estaba decidido a fletar mi propio barco con hombres, perros y trineos, y viajar de noche sobre campos de hielo hasta el punto donde solo soplan los vientos del sur.
Sin embargo, lo contrario estaba escrito en las estrellas. Un día de primavera en 1885, poco antes de dejar la escuela, el director me preguntó si quería ir a Bakú, en el mar Caspio, para servir durante medio año como tutor de un chico en un curso más bajo, cuyo padre era ingeniero jefe, empleado por los hermanos Nobel. Acepté sin dudarlo. Tendría que esperar mucho tiempo a mi mecenas con su bolsa de oro; pero aquí había una oferta directa de un largo viaje hasta el umbral de Asia que no debía ser despreciada. Así me llevó el destino hacia carreteras asiáticas; y a medida que los años siguieron su curso, mis sueños de juventud sobre el Polo Norte se desvanecieron gradualmente. Y durante el resto de mi vida quedaría atrapado por el poder encantador que emana el continente más grande del mundo.
Durante la primavera y el verano de 1885 me consumía de impaciencia por el momento de la partida. En mi imaginación, escuchaba el rugido de las olas del mar Caspio y el estruendo de campanas de la caravana. Pronto el glamour de todo Oriente se desplegaría ante mí. Sentí que poseía la llave de la tierra de leyenda y aventura. Un zoo itinerante acababa de montar sus tiendas en una parcela en Estocolmo, y entre los animales había un camello del Turquestán. Miré a este camello como a un compatriota de una tierra lejana, y lo visité una y otra vez. En poco tiempo tendría la oportunidad de transmitir saludos a sus familiares en Asia.
Mis padres, hermanas y hermano tenían miedo a dejarme marchar en un viaje tan largo. Pero no fui solo.
No solo mi alumno, sino también su madre y un hermano menor me acompañaron. Después de una conmovedora despedida de mi familia, abordamos un vapor que nos llevó a través del Báltico y el golfo de Finlandia. Desde Kronstadt vimos la cúpula dorada de San Isaac, reluciente como el sol; y unas horas después desembarcamos en el muelle de Neva, en San Petersburgo.
No disponíamos de tiempo para quedarnos. Después de unas horas en la capital del zar, partimos en el tren rápido que pasaba por Moscú en un viaje de cuatro días a través de la Rusia europea hasta el Cáucaso. Llanuras interminables pasaron con celeridad. Fuimos a toda velocidad a través de pinares delgados y más allá de los campos fértiles, donde el grano de otoño que madura era mecido por el viento. Al sur de Moscú traqueteamos sobre raíles brillantes a través de las ondulantes estepas del sur de Rusia. Mis ojos devoraron todas estas vistas, ya que era mi primer viaje al extranjero. Pequeñas iglesias blancas descubrían sus cúpulas verdes en forma de cebolla sobre pueblos agradables. Campesinos de blusas rojas y botas pesadas trabajaban en los campos, y transportaban heno y raíces comestibles en carros de cuatro ruedas. Sobre los caminos pobres y sin drenaje, que no albergaban ningún sueño de conocer automóviles estadounidenses de aquel entonces, se precipitaban troikas (trineos de tres caballos) a la velocidad de un rayo, tirando de telegas y tarantases, al acompañamiento del sonido de sus cascabeles.
Tras dejar Rostov cruzamos el poderoso Don, no lejos de su salida al mar de Azov, un brazo del mar Negro. El tren corría incansablemente hacia el sur. En las estaciones había cosacos, soldados y gendarmes, y hermosos y bien formados miembros de tribus caucásicas, hombres altos con abrigos marrones y gorros de piel, con cartuchos plateados en el pecho, pistolas, y kinshals o dagas de doble filo en sus cinturones.
El tren ascendió lentamente hacia la base norte de las montañas del Cáucaso, llevándonos entre sus faldas. En la orilla del río Terek se encuentra la bonita y pequeña ciudad de Vladikavkaz, el «Gobernante del Cáucaso», justo como Vladivostok es el «Gobernante del Este». Ahí el padre de mi alumno, el ingeniero jefe, salió a nuestro encuentro con un carruaje con el que recorreríamos ciento veinte millas en dos días a través del Cáucaso, a lo largo del camino militar de Grusia. Este tramo se dividía en once etapas y era necesario cambiar caballos en cada estación. Se necesitaban siete caballos para transportar el pesado vagón hasta la estación de Godaur, a 2.400 metros de altitud sobre el nivel del mar. El viaje hacia abajo solo requería dos o tres. La pendiente era desigual. A veces conducíamos hasta la cresta de una empinada montaña, solo para descender de nuevo por cuatro o cinco zigzags hacia el lecho del valle al otro lado de la montaña; después de lo cual había que superar una nueva altura.
Fue un viaje magnífico. Nunca en mi vida había participado en algo comparable. A nuestro alrededor se elevaban los gigantes del Cáucaso; ofreciendo maravillosas vistas, con picos nevados al fondo entre empinadas paredes montañosas. El más alto de todos, el Kazbek, bañaba al sol su cúpula de 5.040 metros de altitud.
El camino en sí era bueno. Fue construido durante el reinado de Nicolás I, a un costo tan grande que, al inaugurarlo, el zar exclamó: «Esperaba ver un camino hecho de oro, pero me lo encuentro de piedras grises». En el borde exterior, un parapeto bajo de piedra brindaba protección contra el abismo que se abría debajo. En las laderas, donde en invierno enormes avalanchas cruzan el camino e inundan el valle, atravesamos cobertizos de nieve, construidos sólidamente con paredes de tres metros.
Los caballos mantuvieron su velocidad máxima durante todo el día. Íbamos a un ritmo de locura. Sentado al lado del conductor, me mareaba cada vez que el camino giraba bruscamente, porque parecía desvanecerse en el espacio, y sentía miedo de ser arrojado a las profundidades en cualquier momento.
Pero no ocurrió nada; y nos dirigimos a Tiflis, la principal ciudad del Cáucaso, sanos y salvos.
¡Qué cantidad de vida! ¡Qué imágenes más coloridas! Las casas se elevaban como anfiteatros en las empinadas y áridas laderas de las montañas, desde las orillas del Kura. Las calles y callejuelas rebosaban de camellos, mulas, vehículos y gente de varias razas: rusos, armenios, tártaros, georgianos, circasianos, persas, gitanos y judíos.
En Tiflis reanudamos el viaje por ferrocarril. El verano estaba en pleno apogeo, y hacía un calor sofocante. Tomamos un compartimento de tercera clase, porque era el mejor ventilado, y nos encontramos en compañía de mercaderes persas, tártaros y armenios, con sus hijos y esposas, y otros maravillosos orientales, tanto en el aspecto como en el atuendo. A pesar del calor, todos llevaban grandes gorros de piel de cordero. Recuerdo mi sensación de asombro cuando algunos peregrinos, que regresaban de La Meca, extendieron sus delgadas alfombras de oración sobre el piso del compartimento, mientras el tren avanzaba. Todos los peregrinos se volvieron en dirección a la ciudad santa y dijeron sus oraciones mientras el sol se hundía en el horizonte.
A veces estábamos al norte del río Kura y a veces al sur. Sus riberas frescas, verdes y cultivadas brillaban con frecuencia a lo lejos. Por lo demás, el territorio estaba desolado, en su mayor parte una estepa, donde los pastores cuidaban sus rebaños; pero en algunos lugares era casi un desierto. Al norte, la cordillera del Cáucaso aparecía como un escenario de caída iluminado de tonos azules con vetas blancas en las crestas. ¡Esto era Asia! No podía hartarme de la fascinante imagen. Ya sentía que amaría este desierto sin fin, y que durante los años venideros me sentiría atraído más y más hacia el este.
En Ujiri, conforme a mi costumbre habitual, me apeé para trazar algunos bocetos en mi cuaderno. No había ido muy lejos cuando unas manos pesadas fueron puestas sobre mis hombros, y tres gendarmes me agarraron con apretones como si fueran tornos. Bruscos y suspicaces, me disparaban preguntas. Una niña armenia, que hablaba francés, se convirtió en mi intérprete, porque yo todavía no entendía ruso. Los gendarmes se apoderaron de mi cuaderno de bocetos y se rieron con desdén de mis explicaciones.
Evidentemente se olían a un espía, que podría ser peligroso para la existencia del país del zar. Una densa multitud nos rodeó. Me pareció que los gendarmes querían llevarme y encerrarme en una celda. Sonó la primera señal de salida del tren. El jefe de estación se abrió paso entre la multitud para ver qué sucedía. Me tomó del brazo y me acompañó de regreso al tren. La campana sonó por segunda vez. Me subí a una plataforma con los gendarmes pisándome los talones. Chirriando, el tren arrancó. Flexible como una anguila, atravesé dos o tres carruajes y me escondí en un rincón. Cuando regresé con mis compañeros, los gendarmes habían saltado del tren.
Nos aproximábamos al mar Caspio. Soplaba un viento fuerte. Nubes de polvo eran barridas por el suelo. Primero desaparecieron las montañas y luego todo el territorio quedó envuelto en una neblina impenetrable. El viento aumentó. Se convirtió en un vendaval, un huracán. La locomotora luchaba desesperadamente contra el viento opuesto. Resoplábamos y jadeábamos pesadamente a lo largo de la orilla, con vistas solo indistintamente a las olas cubiertas de blanco mientras se sacudían y rompían. El tren se detuvo por fin en Bakú, la «Ciudad de los Vientos», que esa noche seguramente merecía su nombre.
La península de Absherón se extiende casi cincuenta millas hacia el este en el mar Caspio. Bakú está situada en la costa sur de esta península, y al este encontramos la «Ciudad Negra», donde Nobel y otros reyes del petróleo tienen sus enormes refinerías. Desde aquí, el petróleo refinado se transporta por tuberías a lo largo de todo el sur del Cáucaso hasta el mar Negro, mientras que los petroleros transportan el preciado fluido a través del mar Caspio hasta Astracán y Tsaritsyn, en el Volga. El campo que contiene la mayor parte de los pozos de petróleo se centra alrededor de Balakhany, un pueblo tártaro a nueve millas al noreste de Bakú.
Durante mucho tiempo se sabía que esta región contenía crudo, pero no fue hasta 1874 cuando los hermanos Ludwig y Robert Nobel llegaron e introdujeron el método de perforación estadounidense. Durante los años siguientes, la industria prosperó enormemente, y en 1885, cuando visité por primera vez Balakhany, había trescientas setenta perforadoras y otros tantos pozos que producían petróleo por cientos de millones de puds al año. A veces sucedía que la presión subterránea hacía brotar el petróleo como un manantial. Un solo pozo expulsaba a menudo medio millón de puds en veinticuatro horas.
Pasé siete meses en medio de este extraño bosque de grúas. Atiborré a mi alumno de historia, geografía, idiomas y otras materias útiles; pero obtuve el mayor placer al acompañar a Ludwig Nobel durante sus inspecciones al campo petrolífero. Por encima de todo, me encantaba recorrer los pueblos a caballo, elaborar bocetos de los tártaros, sus mujeres, niños y casas, o galopar hasta Bakú en un caballo juguetón, para pasear allí en el Bazar Negro, donde los tártaros, los persas y los armenios, sentados en sus tienditas oscuras, vendían alfombras de Kurdistán y Kermán, colgaduras y brocados, zapatillas y papajas, o grandes gorros de lana típicos del Cáucaso.
Observaba a los orfebres martillar sus adornos y los armeros transformar el hierro en cuchillos y kinshals. Todo me resultaba encantador e interesante, tanto los derviches con sus harapos como los mendigos o príncipes con sus largas túnicas azul oscuro. Un objetivo tentador para viajes más cortos era el templo de los adoradores del fuego. Antiguamente, el fuego sagrado ardía allí día y noche, bajo la cúpula del templo, alimentado por gas natural; pero ahora estaba permanentemente extinguido; y por la noche el antiguo santuario yacía en la estepa rodeado de oscuridad y silencio. Una tarde de invierno, mientras nos sentábamos alrededor de la lámpara, escuchamos gritos ominosos de «¡Yango, yango!» (¡Fuego, fuego!) desde la calzada frente a nuestras ventanas. Los tártaros corrían de casa en casa, despertando y advirtiendo a la gente, y gritando a todo pulmón. Nos apresuramos a mirar que ocurría. Todo el campo petrolífero estaba iluminado, tan brillante como el día. El corazón del fuego estaba a solo unos cientos de metros de distancia. Era un lago resplandeciente de petróleo crudo, ardiendo entre paredes de tierra amontonada; ¡y una torre de perforación también estaba en llamas! El viento azotaba las llamas como si fueran rasgadas banderas ondeando, y se elevaban pesadas nubes de humo marrón. Por todos lados se veían cosas chisporroteando y ardiendo. Los tártaros intentaron sofocar el fuego con tierra, pero resultó en vano. Las torres de perforación estaban bastante cerca unas de otras.
El viento llevó chispas de torre a torre, destruyendo todo en el campo que se elevaba sobre su superficie. Las perforadoras más cercanas parecían fantasmas blancos bajo la luz cegadora. Los tártaros las despedazaban lo más rápido que podían. Con un esfuerzo sobrehumano, lograron así controlar el fuego, y después de algunas horas el lago se quemó y la oscuridad volvió a reinar sobre el terreno.
CAPÍTULO II
A TRAVÉS DE LOS MONTES ELBURZ HACIA TEHERÁN
Durante las tardes de invierno en Balakhany, aprendí a hablar los idiomas tártaro y persa con bastante fluidez. Baki Khanov, un joven tártaro de rango, fue mi maestro. A principios de abril, al concluir mi período de servicio, decidí gastar los trescientos rublos que había ganado y emprender un viaje a caballo hacia el sur, a través de Persia, y desde allí hasta el mar. Baki Khanov iría conmigo.
Me despedí de mis compatriotas y más tarde, una noche, abordé un vapor ruso de ruedas. Un violento vendaval del norte azotaba Bakú y el capitán no se atrevía a abandonar el puerto. Por la mañana, el vendaval había amainado. Las ruedas comenzaron su lucha contra las olas y el buque se dirigió hacia el sur. Después de una navegación de treinta horas, desembarcamos en Anzali, en la orilla sur del mar Caspio, e inmediatamente cruzamos en lancha a través de la gran laguna de agua dulce, llamada Murdab o el «Agua Muerta», hasta un pueblo incrustado en un verde exuberante junto al lago. Desde allí debíamos continuar a caballo hasta Rasht, una ciudad comercial.
Había cambiado todos mis fondos a kran persas, y en ese momento un kran se valoraba en un franco. Las pequeñas monedas de plata estaban cosidas en cinturones de cuero que usábamos alrededor de la cintura. Yo tenía la mitad del dinero y Baki Khanov, la otra. Salvo esta excepción, íbamos vestidos de la manera más ligera posible. No llevaba ropa excepto un traje de invierno, un abrigo corto de invierno y una manta. Estaba armado con un revólver. Baki Khanov tenía una pistola colgada de su abrigo tártaro y una pistola en el cinturón.
El tigre real de Bengala merodeaba en las densas junglas alrededor de Rasht, y desde los rebosantes pantanos surgían miasmas que producían fiebre, que a veces provocaban terribles epidemias. En una ocasión, seis mil personas perecieron en el pequeño pueblo, y los supervivientes, al no tener tiempo de enterrar a sus muertos, arrojaron los cuerpos a las mezquitas. Estas mezquitas se veían muy pintorescas, con sus minaretes bajos y tejados de pizarra roja. Los puestos de los comerciantes estaban cubiertos con cortinas multicolores, como protección contra el sol. La seda, el arroz y el algodón eran los principales productos del país a lo largo de esta costa.
Había un cónsul ruso en Rasht, el señor Vlásov. Le hice una llamada, y fui invitado a cenar esa misma noche. Vestido con mi sencillo traje de viaje y botas de montar, entré en una casa decorada con esplendor persa y majestuosamente iluminada; entonces me sentí muy infeliz cuando mi anfitrión apareció en traje formal de noche. Lamenté no haberme quedado con Baki Khanov en nuestro humilde caravasar. Pero yo no tenía traje de noche; y simplemente tenía que aprovechar al máximo esta lujosa cena para dos.
A la mañana siguiente, dos caballos descansados estaban parados en la puerta del caravasar con dos niños que los protegían. Un kurchin tártaro o bolso doble blando, atado detrás de la silla, contenía todo mi equipaje. Montamos, con los muchachos siguiéndonos a pie, medio corriendo.
El camino atravesaba un frondoso bosque. Nos encontramos con jinetes y peatones, y grandes caravanas de mulas con mercancías para el transporte por mar a Rusia, entre ellas frutas desecadas en cajas forradas de cuero. El bosque resonaba con el tintineo de los cencerros; y el primer animal de cada caravana llevaba una enorme campana de bronce, que sonaba con un ruido sordo.
Pasamos la noche en Kodom, en una posada donde cientos de golondrinas anidaban en el techo cubierto de musgo y entraban y salían volando de los nidos y a través de las ventanas abiertas.
Más adelante, el terreno se inclinaba hacia las montañas. Seguimos a lo largo del lecho del valle del río Sefid, o el «río Blanco», e hicimos noche en pueblos bellamente situados entre olivares, árboles frutales, plátanos de sombra y sauces. Íbamos sin provisiones y vivíamos de lo que ofrecía el país (aves, huevos, leche, pan de trigo y frutas) a un costo increíblemente pequeño. El camino se hacía cada vez más empinado. Estábamos en la cordillera de Elburz y comenzamos a ascender hacia las alturas. El bosque se aclaró y llegó a su fin.
En Mendjil cruzamos un viejo puente de piedra con ocho arcos. Era un día gris y ventoso. Todas las montañas estaban completamente cubiertas por un manto de nieve, que se hacía más espeso a medida que ascendíamos. Y ahora también empezó a nevar. Todo el territorio estaba envuelto en una cegadora tormenta de nieve. Yo no estaba vestido para ese tipo de clima. La nieve me sujetaba literalmente a la silla de montar y sentí que el frío penetraba gradualmente en mis huesos y músculos. El manto de nieve borraba el sendero, los caballos se sumergían en los ventisqueros como delfines, la nieve torrencial golpeaba nuestros rostros, todo estaba blanco; y pensábamos que nos habíamos perdido, cuando algo apareció tenuemente a través de la nieve arremolinada. Era una caravana de caballos y mulas que se desplazaba en la misma dirección que nosotros. Dos hombres cabalgaban al frente, sondeando la nieve con largas y delgadas lanzas, para evitar posibles grietas ocultas o precipicios. Con mucho frío, finalmente llegamos al pueblo de Masra; y allí, en una choza sucia que parecía una cueva, encendimos una hoguera en el suelo. De esta manera cuatro tártaros, dos persas y un sueco se sentaron frente al fuego para descongelar sus articulaciones rígidas y secar sus ropas mojadas.
El camino serpenteaba a través de la cresta más alta de las montañas Elburz. La nieve pronto desapareció en la ladera sur, y la estepa se abrió lentamente hacia la ciudad de Qazvín, sobre la cual el Profeta mismo dijo: «Honra a Qazvín, porque esa ciudad se encuentra en el umbral de una de las puertas del Paraíso».
Harún al-Raschid, el gran califa, embelleció Qazvín, y el shah Tahmasp i la convirtió en su propia capital, así como la de Persia (1548 d. C.), llamándola Dar-es-Saltanet, o la «Sede de la Realeza». Su glamour se desvaneció cuarenta años después, cuando el shah Abbás el Grande transfirió su capital a Isfahán. Cuenta la leyenda que el poeta árabe Locman, que vivió en Qazvín, al sentir que la muerte se acercaba, llamó a su hijo y le dijo: «Tesoros no tengo ninguno para darte, pero aquí hay tres botellas llenas de medicina milagrosa. Si viertes unas gotas de la primera botella sobre un muerto, su alma volverá al cuerpo. Si lo rocías con el contenido de la segunda botella, se sentará. Si se vierte sobre él el contenido de la tercera botella, volverá completamente a la vida. Pero usa esta piadosa medicina con moderación». Llegado a la vejez y consciente de que su fin estaba cerca, el hijo llamó a su criado y mandó que le aplicaran el remedio tan pronto como muriera. El sirviente llevó a su amo muerto a la casa de baños y vertió la primera y la segunda botella sobre él. Acto seguido, el hijo de Locman se levantó, gritando a todo pulmón «¡Viértela, viértela!», pero el sirviente estaba tan aterrorizado por el cuerpo muerto que hablaba que se le cayó la tercera botella al suelo de piedra y huyó. Allí se quedó sentado el pobre hijo de Locman, cuyo padre ahora debía regresar al reino de los muertos. Aún hoy se pueden escuchar los espantosos gritos de «¡Viértela, viértela!» desde la bóveda del balneario de Qazvín.
Qazvín está situado en la llanura al sur de las montañas Elburz. Una carretera de noventa millas de largo, dividida en seis etapas, va desde Qazvín hasta Teherán, la capital del país. El viaje se hace por medio de tarantases y troikas, a la usanza rusa, y se cambian cinco veces los caballos. El clima era primaveral y brillante, y disfrutamos del rápido viaje. Los caballos galopaban a toda velocidad y las ruedas levantaban nubes de polvo. Hacia el norte se veían las crestas nevadas del Elburz. Hacia el sur, la llanura se extendía hasta la línea del cielo, y aquí y allá, los frescos corrales de los jardines, en varios pueblos dispersos, embellecían el paisaje, por lo demás monótono, de color gris amarillento.
Una vez escuchamos el traqueteo de otro tarantás detrás de nosotros, viajaba a toda velocidad. Los pasajeros, tres comerciantes tártaros, gritaron burlonamente «¡Feliz viaje!» cuando pasaron volando junto a nuestro tarantás. Ahora ellos serían los primeros en la siguiente estación y podrían apropiarse de los mejores caballos. Esto hirió mi orgullo. Le prometí al conductor dos krans si lograba adelantar a los tártaros. Así que azuzaron a los caballos y, cerca de la próxima estación, adelantamos a los tártaros a buen paso. Ahora era mi turno de lanzar un «¡Feliz viaje!» en su dirección, lo cual hice con todas mis fuerzas.
Sabía que un médico sueco, con el rango de un noble persa y con el honorable título de kan, o príncipe, había sido dentista del shah de Persia desde 1873. Así que, al llegar a Teherán, fui directamente a su casa. Feliz de encontrar por fin a un compatriota, me recibió con los brazos abiertos y durante un tiempo viví en su hermosa casa, cuyas decoraciones se acercaban al estilo persa. Día tras día recorrimos esta gran ciudad, de la que hablaré con detalle más adelante. Aquí relataré solo un incidente, debido a su futuro significado para mí.
Un día, el doctor Hybennet y yo caminábamos entre las paredes de arcilla amarilla y las casas de las calles polvorientas de Teherán. Algunas de estas calles, que eran suficientemente anchas, tenían en sus costados estrechos fosos abiertos e hileras de plátanos de sombra, álamos, sauces o moreras. De repente nos percatamos de una banda de ferrashes, o pregoneros, ataviados de rojo, con cascos y largas varas de plata en las manos. Con estas varas se abrieron paso entre la multitud, ya que el Rey de Reyes era conducido por la calle. Una tropa de cincuenta jinetes seguía a estos pregoneros, y luego llegó el carruaje gris del shah, tirado por seis sementales negros con magníficos caparazones plateados, cada caballo del lado izquierdo con un jinete. El shah vestía un manto negro sobre los hombros, y en la cabeza un gorro negro, con una gran esmeralda y un broche enjoyado. Otra cabalgata siguió al carruaje del shah, y en la cola de la procesión iba un carruaje de emergencia, siempre preparado en caso de que el otro se averiara. Aunque las calles no estaban pavimentadas, no había polvo de los cascos de los caballos; porque antes de que el shah partiera, los caminos a recorrer eran rociados con agua de bolsas de cuero, llevadas por mulas. En un minuto más o menos, la magnífica cabalgata había desaparecido en la distancia entre los árboles.
Esa fue la primera vez que vi a Naser al-Din, shah de Persia. Tenía una apariencia regia, con ojos oscuros, nariz aguileña y un gran bigote negro. Cuando el carruaje pasó junto a nosotros, el shah, señalándome, preguntó a Hybennet:
—¿In ki est? (¿Quién es ese?).
Hybennet respondió instantáneamente:
—Un compatriota que me visita, su majestad.
Años más tarde tuve la oportunidad de conocer mejor a este hombre, el último shah en el antiguo trono de Persia, que tenía el temperamento imperioso de un verdadero déspota asiático.
CAPÍTULO III
A CABALLO POR PERSIA
Se acercaba el verano. Se hacía más cálido cada día y no tenía más razones para posponer mi viaje proyectado hacia el sur. Pero Baki Khanov cayó enfermo con fiebre, así que tuve que seguir solo. Se fue a su casa en Bakú, mientras yo proseguía, sin sirvientes, el 27 de abril de 1886.
Pero uno no podía estar completamente solo cuando viajaba chapari (con caballos alquilados) de un sitio a otro, a través de Persia. Un mozo de cuadra nos acompañó para que los dos caballos pudieran ser devueltos a la estación donde los habíamos alquilado. Los caballos costaban un par de krans y una noche de alojamiento en el chaparkhaneh, o estación, más o menos lo mismo. El caballo y el mozo de cuadra se cambiaban en cada estación. El viajero podía cabalgar día y noche, si se sintiera con las suficientes ganas. Las etapas oscilaron entre doce y dieciocho millas. La bolsa doble detrás de mi silla contenía todas mis pertenencias, pero todavía llevaba las monedas de plata, unos seiscientos krans (o francos) cosidos en el cinturón de cuero alrededor de mi cintura. Los bolsillos de este cinturón se podían abrir según fuera necesario. Afortunadamente, era posible conseguir comida a bajo precio durante todo el camino.
Extensiones interminables de un país extraño yacían ante mí cuando salí cabalgando por la puerta sur de Teherán con mi primer mozo. La recepción asiática con brazos abiertos sin restricciones me hacía feliz. Jinetes, caravanas, derviches errantes, cada criatura viviente que vimos era mi amiga, y sentí infinita pena por las cansadas mulas, hundidas bajo su carga de sandías rojas y melones de azúcar amarillos en cestas de juncos trenzados. La «Torre de las Iras», la antigua ciudad nombrada en el libro apócrifo de Tobías, se elevaba a la izquierda. Bajo su cúpula dorada dormía el santo Abdul-Azim Shah, en la mezquita funeraria donde, diez años más tarde, Naser al-Din Shah caería a manos de un fanático mulá.
El territorio se volvió más desolado. Menos jardines serían vistos, apareció la estepa, y luego todo se volvió como un desierto. A veces trotábamos y otras veces íbamos al galope. Nos recibió un grupo de peregrinos de La Meca. Mi compañero desmontó para besar el borde de los mantos de cada uno de ellos.
En Qom hay un santuario sagrado, visitado por innumerables peregrinos, donde la santa Fátima duerme su último sueño. Una cúpula dorada brilla a la luz del sol sobre su lugar de descanso, y dos minaretes altos y esbeltos se elevan junto a ella.
Nuestro camino discurría hacia el sur a través de la importante ciudad comercial de Kashan, tras lo cual ascendió hacia nuevas montañas. No noté a nuestra partida que el mozo, un muchacho de quince años, había tomado un caballo fresco para él, dándome a mí uno agotado. Cambié de caballo con él en el campo y ya no pudo seguirme. Casi lloró e imploró que no me alejara de él. Pero fui lo bastante insensible para decir:
—Conoces el camino y el territorio mejor que yo. Seguramente encontrarás el camino a la estación de Ghohrud por ti mismo. Te espero allí.
—Sí, pero, ¿no ves que la noche se acerca? Tendré miedo de cabalgar solo por el bosque.
—¡Oh, no! No es peligroso en absoluto. Simplemente cabalga tan rápido como tu caballo te permita.
Cabalgué hacia el sur. El chico desapareció en la distancia detrás de mí. El sol bajó. Llegó el crepúsculo, seguido pronto por la oscuridad. Todo estuvo bien mientras pude ver el camino; pero después de eso tuve que confiar en mi caballo. Trotando rápido, me llevó a las montañas de Ghohrud. No tenía ni idea sobre cómo sería el paisaje, pero de vez en cuando rozaba el tronco de un árbol o sentía que las hojas me rozaban la cara. Tal vez el caballo me estuviese desviando fuera de la ruta. Sin duda hubiera sido más prudente quedarse con el chico que conocía el camino. Pero ahora todo dependía del caballo. Simplemente caminó y caminó. La oscuridad era impenetrable. Solo las estrellas titilaban sobre el valle, y una y otra vez veía el brillo de un relámpago distante.
Después de cabalgar en la oscuridad durante cuatro horas, noté un rayo de luz que brillaba entre los árboles. Era la tienda de un nómada. Até mi caballo y, levantando la lona de la tienda, pregunté si había alguien en casa. Un anciano me respondió enojado que era desconsiderado molestarlo a él y a su familia en medio de la noche. Pero cuando le aseguré que no quería nada más que saber si estaba en el camino correcto a Ghohrud, salió y me acompañó parte del camino a través del bosque, y me indicó la dirección correcta y desapareció nuevamente en la oscuridad sin decir una palabra. Finalmente llegué a Ghohrud, donde el chico al que había abandonado con tanta crueldad estaba de pie, riéndose ante la entrada. Al llegar unas horas antes que yo, se preguntó si me habían secuestrado. Al final tomé té, huevos, sal y pan, coloqué la alforja en el suelo a modo de almohada y me quedé profundamente dormido.
La línea telegráfica anglo-india, que atraviesa Persia, llega a su punto más alto (2.100 metros) en Ghohrud.
Al acercarnos a una ciudad, la vida en la carretera se hizo más diversificada y colorida. Los pueblos y los jardines estaban más cerca, pasamos pequeñas caravanas de mulas, caballos y burros cargados de frutas y granos, y finalmente entramos en una calle. Era la famosa Isfahán, la capital del shah Abbás el Grande.
El Zāyandé-Rud (río Zayandeh) corría a través de la ciudad, y poderosos puentes, de más de trescientos años de antigüedad, cruzaban sus remolinos de aguas turbias. Había mucho que ver para el forastero en Isfahán. Se podía encontrar allí una de las plazas más grandes del mundo, la Maidan-i-Shah, de seiscientos metros de largo por doscientos metros de ancho. También pude admirar la gloriosa fachada del Mesjid-i-Shah, revestida de una hermosa fayenza. En Chehel Sotún, o el «Palacio de los Cuarenta Pilares», solo podría contar veinte columnas; pero al ver su contraparte reflejada en el tranquilo estanque que se extendía ante la fachada, se entenderá fácilmente cómo obtuvo su nombre.
En Yulfa, el suburbio habitado por armenios pobres, me hice consciente del olor aromático de melocotones, albaricoques y uvas; y dentro de los muros de mampostería del enorme bazar se oía un ruido ensordecedor, mientras las caravanas se abrían paso entre la muchedumbre, donde los mercaderes pregonaban sus mercancías y los caldereros golpeaban sus cacerolas.
Fue verdaderamente un cuadro encantador el que se desplegó ante mi mirada cuando, desde las alturas al sur de la ciudad, me volví hacia atrás y contemplé las innumerables casas incrustadas en exuberantes jardines, y las brillantes cúpulas y minaretes que se elevaban sobre el fresco verde. Volví a cabalgar a través de páramos donde se escondían arañas rojas y lagartijas grises y verdes, y donde los nómadas cuidaban a sus ovejas.
A través de esa región ascendí a las ruinas de la ciudad de Pasargada y disfruté de una breve estadía en un pequeño edificio de mármol al que se accedía a través de altas escaleras, que aún desafían los veinticinco siglos que han transcurrido volando desde su coronación en las alas del tiempo.
Los persas llaman a este antiguo monumento Mader-i-Suleiman, o la «Madre de Salomón», al creer que el lugar de descanso de esta gran dama se encuentra en la cámara sepulcral, de tres metros de largo y dos metros de ancho, en la parte superior de las escaleras. Pero los europeos la llaman la tumba de Ciro, aunque es muy dudoso que el gran rey fuera realmente enterrado aquí en un sarcófago dorado, con costosos tapices de Babilonia en las paredes, y con la espada, el escudo y el arco del fallecido; además de su collar, aretes y atuendo real.
Recordé las orgullosas palabras de Ciro: «El país de mi padre limita al sur con tierras tan tórridas que son inhabitables, y al norte con regiones encadenadas con cadenas de hielo. Lo que está en el medio está sujeto a los sátrapas».
El distrito montañoso recién atravesado se abría a la llanura de Merdasht; y desde allí cabalgué hasta un antiguo monumento aún más notable, las ruinas de Persépolis, capital de los señores supremos del antiguo Imperio aqueménida, la reliquia más hermosa de la antigüedad conservada en Persia. Estas ruinas están situadas en una región casi completamente árida. El suelo de arcilla amarilla está agrietado por el calor. No se aprecia vida. Envié al mozo a la estación con el caballo y me quedé solo entre las ruinas todo el día.
Un tramo de escaleras, con alas dobles y lo suficientemente anchas para que diez jinetes en fondo pudieran subir sus bajos escalones de mármol, conduce a la gigantesca plataforma, donde aún descansan los cimientos de las paredes del palacio de Darío i y trece de las treinta y seis columnas que sostenían las vigas del techo en el palacio de Jerjes, hace dos mil cuatrocientos años. Uno puede imaginárselo al leer la descripción del palacio de Asuero en Susa, hecha en el Libro de Ester 1:6: «Donde se encontraban las cortinas blancas, verdes y azules, atadas con cuerdas de lino fino y púrpura a anillos de plata y pilares de mármol; las camas eran de oro y plata sobre un pavimento de mármol rojo, azul, blanco y negro».
Todo este esplendor fue destruido en el 331 a. C., cuando el victorioso Alejandro Magno, después de una borrachera salvaje, prendió fuego a los palacios reales y redujo Persépolis a cenizas.
Continuamos hacia el sur. Un paso de montaña angosto nos ofreció una vista inolvidable de la ciudad de Shiraz, recostada en la llanura debajo. A este paso se le ha dado el nombre de Tang-i-Allah Akbar porque los persas, al acercarse por primera vez y ver a Shiraz a lo lejos, exclaman sorprendidos: «¡Allah Akbar!» (¡Dios es grande!).
Shiraz es famosa por su vino, sus mujeres, sus canciones y sus rosas exuberantes. Allí el vino madura en la ladera de la colina, el aire está cargado de olor a flores, y los cipreses se alzan sobre las tumbas de ilustres poetas. Las tumbas más notables son los mausoleos de los dos más grandes poetas de Persia, Sadi (nacido en 1176), autor de Gulistán o El jardín de rosas, y Hafiz (nacido en 1318), quien escribió El diván y su propio epitafio: «Oh, amados míos, acérquense a mi tumba con vino y canciones, puede ser que al sonido de sus voces alegres y música melodiosa me despierte de mi sueño y me levante de entre los muertos». Tamerlán, admirador de los poemas de Hafiz, lo visitó en Shiraz durante una de sus campañas.
Hay muchas órdenes de derviches. El jefe de cada orden se llama pir. Tienen diferentes costumbres y reglas. Algunos de ellos siempre gritan «¡Allajúm!» (¡Oh, Dios!). Otros, «Ya hu, ¡ya jack!» (Él es justo, ¡él es la verdad!). Otros, que son más estrictos, se flagelan sus hombros con cadenas de hierro. Pero casi todos ellos tienen un elemento en común: sus miembros llevan un bastón en una mano, y en la otra, la mitad de una cáscara de coco para recibir limosna. En 1863, un doctor en medicina sueco, llamado Fagergren, vino a vivir a Shiraz y pasó treinta años en la Ciudad de las Rosas y los Poetas. Hoy yace enterrado en el cementerio cristiano de allí. Un día, un derviche llamó a su puerta. Fagergren lo recibió y arrojó una moneda de cobre al mendigo. El derviche exclamó con desdén que no había venido a mendigar sino a convertir al infiel al islam.
—Primero dame una prueba de tus poderes milagrosos —exigió Fagergren.
—Sí —respondió el derviche—, puedo hablar contigo en cualquier idioma que me indiques.
—Bueno, entonces habla un poco de sueco —dijo Fagergren en su propia lengua.
El derviche alzó la voz y en impecable sueco recitó algunos versos de La historia de Frithiof de Tegnér. El buen doctor se quedó asombrado. Difícilmente podía creer lo que estaba escuchando. Entonces el derviche, al creer que ya había atormentado al médico lo suficiente, se quitó el disfraz y se reveló como Arminius Vámbéry, profesor de lenguas orientales en la Universidad de Budapest, que más tarde se haría mundialmente famoso.
Sin disimulo llegué a Shiraz y viví unos días con monsieur Fargues, un francés muy amable. En 1866, como un joven funcionario en su país natal, había recibido una licencia de seis meses para hacer un pequeño viaje a Shiraz. Pero cuando llegué allí, en 1886, aún no había salido de la ciudad; y cuatro años después lo volví a ver en Teherán. Se había enamorado por completo de Persia.
El tramo más accidentado de todo el viaje desde el mar Caspio fue el de Shiraz al golfo Pérsico. Los caminos sobre las montañas de Farsistán eran empinados y agotadores. Subimos la colina y bajamos el valle, entre rocas sueltas, trituradas y quemadas por el sol, y cruzamos los tres pasos, Sin-i-sefeid (la «Silla Blanca»), Pir-i-san (la «Anciana») y Kotel-i-dukhter (el «Paso de la Niña»). En un momento dado mi caballo perdió el equilibrio y rodó por un declive, pero logré soltarme de la silla a tiempo y seguir por el camino.
El calor era sofocante. Las montañas se hicieron más pequeñas y gradualmente se fundieron en una costa plana, seca como un desierto. Otra noche me alejé de mi mozo, que era un anciano. Había poca seguridad en estas regiones, que eran frecuentadas por numerosos asaltadores de caminos y bandidos. Pero todo salió bien. Llegó el amanecer. Ante mí apareció un rayo brillante, parecido a una hoja de espada pulida. Unas horas más tarde, llegué a Bushire, un puerto, tras haber cubierto novecientas millas en veintinueve días de viaje, a través del vasto reino del shah.
CAPÍTULO IV
DESDE MESOPOTAMIA HASTA BAGDAD
¡Bushire fue probablemente la ciudad más detestable que visité en toda Asia! Debe ser un verdadero castigo tener que vivir y trabajar ahí. Sin vegetación, o a lo sumo una palmera o dos; casas blancas de dos pisos; callejones reducidos a la máxima estrechez en aras de la sombra y el frescor; un baño de sol durante todo el año, especialmente intolerable en verano; con una temperatura que una vez encontré alcanzando los 43 °C, pero capaz de subir a 45 °C y más, a la sombra; y finalmente, el sol resplandeciente sobre antiguos mares convertidos ahora en los desiertos cálidos, salados y sin vida del golfo Pérsico.
Viví con amables europeos. Las camas, rodeadas de mosquiteros, estaban situadas en la azotea. Pero incluso antes del amanecer tenía que bajar corriendo a la sombra para evitar las ampollas blancas de agua que producen un dolor punzante.
Un día, llegó un barco de vapor inglés, el Assyria, y ancló en el puerto abierto en las afueras de Bushire. Me apresuré a subir a bordo. Para conservar mis fondos, cada vez más reducidos, reservé mi pasaje para la cubierta superior al aire libre. El vapor transportaba mercancías y pasajeros entre Bombay y Basora, y orientales de la India, Persia y Arabia pululaban a bordo. El viaje a través del golfo Pérsico no fue largo, e incluso antes de avistar tierra, mientras se acercaba a la desembocadura del gran río Shat‑el‑Arab, los motores se ralentizaron y los pilotos navegaron con cuidado entre los traicioneros bancos de barro alrededor del delta.
Este río está formado por la confluencia del Tigris y el Éufrates, y lleva consigo tales cantidades de arena y arcilla que el delta avanza sobre el golfo Pérsico una distancia de cincuenta y tres metros al año.
Navegamos río arriba. En las orillas bajas había palmerales, chozas y tiendas negras, rebaños de vacas y ovejas; y búfalos grises, con los cuernos hundidos, que buscan en el barro. En las afueras de Basora, el Assyria echó anclas, y unas treinta barcas a remo, con agua salpicando en la proa, se situaron a su lado. Estos belem, como se les llama, transportan tanto pasajeros como carga. En el río, donde el agua es profunda, se utilizan remos multicolores con palas anchas; pero en los bajíos, los remeros árabes saltan sobre la barandilla y propulsan los botes con largas y delgadas pértigas. Los consulados europeos, establecimientos mercantiles y almacenes están en el paseo marítimo. Como no tenía nada que hacer allí, tomé un belem no más ancho que una canoa y me hice conducir a remo por un riachuelo sinuoso, a través de un denso bosque de exuberantes palmeras datileras.
La atmósfera era húmeda, cargada y cálida, sin una brisa que proporcionara alivio. Pero había un olor aromático proveniente de las palmeras. Un poeta persa afirma que hay setenta tipos diferentes de palmeras datileras, y que sirven para trescientos sesenta y tres propósitos diferentes. La palmera es conocida como «el árbol bendito del islam», y su delicioso fruto es, sin duda, el principal alimento de gran parte de la población.
La Basora árabe, conquistada por los turcos en 1668, está compuesta de casas de dos plantas con balcones, a través de cuyas celosías las mujeres observan la vida de las calles estrechas. Hay cafés con terrazas abiertas, donde turcos, árabes, persas y otros orientales beben su café o té y fuman sus narguiles. La ciudad está sucia e infestada de malaria. Sus principales trabajadores sanitarios son los chacales y las hienas, que se cuelan de noche desde sus madrigueras en el desierto para limpiar entre los desperdicios y los cadáveres en descomposición que encuentran en las calles y callejuelas.
El vapor de ruedas Mejidieh partió de Basora el último día de mayo, para Bagdad, y yo tenía un camarote en su cubierta superior. Los oficiales del barco eran ingleses; la tripulación, turca. Yo era el único pasajero blanco; todos los demás eran orientales. Desde el puente se podía disfrutar de la vida del castillo de proa. Mercaderes árabes se sentaban allí para jugar a las tablas reales mientras los persas fumaban sus pipas e insuflaban vida en las brasas del samovar.
Uno podía encontrarse abajo con un harén, en el cual se distinguían colgaduras azules suspendidas donde las mujeres jóvenes pasaban el rato entre cojines y edredones, matando el tiempo comiendo dulces, fumando y bebiendo té. Un derviche recitaba parábolas en voz alta a los muchachos que escuchaban, y luego se dirigía a su audiencia con su cáscara de coco para obtener donaciones de comida.
El Tigris y el Éufrates, los ríos del Paraíso, se encuentran en la ciudad de Al-Qurnah; y los árabes declaran que, al comienzo de los tiempos, el Jardín del Edén estaba en el punto de la península entre estos dos ríos. Incluso te muestran el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. Otros dicen que el Éufrates es macho, el Tigris hembra y que Al-Qurnah es su lugar de bodas. Mirando los dos ríos en el mapa, uno no puede dejar de notar su parecido con un par de cuernos de buey; y, de hecho, el nombre Qurnah es sorprendentemente parecido al latín cornu.
El Éufrates, el río más caudaloso del oeste de Asia —1.665 millas de largo— tiene su origen en las tierras altas de Armenia, no lejos del sagrado monte Ararat. Junto con el Tigris, que es más corto, encierra Mesopotamia, la «Tierra entre Ríos», El-Yezireh o la «Isla» de los árabes. Aquí todo el suelo desprende un olor a antiguos milenios, cuando Asiria y Babilonia, entonces las grandes potencias de su época, libraron sus guerras mundiales. Allí floreció la antigua Babilonia, donde el presumido pueblo provocó la ira de Dios al construir la Torre de Babel hacia el cielo; allí, en el Tigris, encontramos las ruinas de la antigua Nínive, la capital de los reyes asirios Senaquerib, Asarhaddón y Sardanápalo.
Dejamos la desembocadura del Éufrates y navegamos lentamente hacia arriba a través del sinuoso Tigris. El deshielo de Armenia y Tauro enviaban a estas tierras riadas que fluían a través de su lecho. Nos tomaría cuatro días llegar a Bagdad. Cuando el agua estaba baja, y con los bancos de arena en constante cambio, acechando bajo el agua sucia, parecida a una sopa de guisantes, el vapor tocaba fondo con frecuencia. Entonces había que vaciar el agua de lastre, descargar las mercancías y las personas para reflotar el barco. Cuando eso sucede, el viaje se prolonga hasta siete días. Al navegar río abajo en marea alta, se puede llegar a Basora, desde Bagdad, en cuarenta y dos horas.
Echamos anclas en la tumba de Ezra, donde había palmeras que se reflejaban en el río, y alegres muchachos judíos salían remando para buscar carga y pasajeros. En la orilla, nómadas medio salvajes de las tribus de Al‑Muntafiq y Abu Mohammed cabalgaban con sus rebaños. Llevaban lanzas en las manos y en la cabeza llevaban coronas de crin de caballo para sujetar los velos blancos que ondeaban sobre sus hombros y costados.
Barcos de vela (kashti) pasaban rozando sobre el agua río arriba, con sus blancas velas hinchadas por una ligera brisa.
Las montañas del Kurdistán eran visibles en la distancia azul. Una manada de búfalos cruzaba nadando el río, los pastores a su alrededor usaban lanzas para mantenerlos en línea. Se levantaron tiendas negras en la estepa quemada. La luz de las fogatas atravesaba la oscuridad de la noche.
Apenas había salido el sol cuando el calor se volvió sofocante. Los mosquitos nos torturaron durante la noche, y durante el día el cielo estaba literalmente nublado con saltamontes. Enjambres enteros de saltamontes volaban sobre el río. Descendieron sobre el barco, trepando y arrastrándose por todas partes, sobre nuestras ropas, manos y rostros; y tuvimos que cerrar las puertas y ventanas de nuestros camarotes para escapar de su compañía durante la noche. Al golpear la chimenea caliente del barco, se quemaban las alas y caían en un montón cada vez mayor sobre la base de esta.
En Kut-el-Amara subimos a bordo sacos de lana. Repentinamente nos detuvimos. Estábamos encallados en un banco de arena. Se vació el agua de lastre y con la ayuda de la corriente, que aquí fluía a razón de dos millas y media por hora, nos liberamos. Un poco más arriba, el río describía una larga curva que el barco doblaba en dos horas y cuarenta minutos, aunque un peatón podía cruzar la base del promontorio en media hora. En este promontorio se encuentran las ruinas de la ciudad de Ctesifonte, donde gobernaron sucesivamente partos, romanos, sasánidas y árabes.
Aquí también se levantan las hermosas ruinas del castillo Taq-i Kisra, o «Arco de Cosroes», llamado así por el rey sasánida, Cosroes i (531-578 d. C.) El capitán del Mejidieh no puso objeción a que yo desembarcara. Remaban cuatro árabes, dos de los cuales me acompañaban a través del promontorio. Pedazos rotos de fayenza hacían ruido bajo nuestros pies, y en «Arco de Cosroes» me detuve una hora para dibujar. El desierto había reclamado el lugar donde una vez se alzaron las murallas de Ctesifonte, la capital. Entonces el jardín del rey se desplegó en un exuberante esplendor; pero en medio del verde formal había un espacio donde solo crecían malezas y cardos.
Un enviado de Roma pidió una explicación y el rey respondió que el terreno abandonado era de una viuda pobre que no quería venderlo, a lo que el romano respondió que esta misma pieza era la cosa más hermosa que había visto en el jardín del rey.
En el año 637 d. C., el rey Yazdgerd iii se rindió a la superior fuerza de los árabes que avanzaban rápidamente. En sus negociaciones, el rey respondió: «He visto muchas naciones, pero nunca una tan pobre como la tuya; ratones y serpientes son tu comida, pieles de ovejas y camellos son tu ropa. ¿Qué te permite conquistar mi país?». Y los enviados le respondieron: «Tienes razón, el hambre y la desnudez han sido nuestra suerte, pero Dios nos ha dado un profeta cuya religión es nuestra fortaleza».
¡Nos acercábamos a Bagdad! El paisaje desolado estaba envuelto en una nube de niebla. Soñé con los cuentos de Las mil y una noches y con toda la riqueza y el esplendor que tanta fama dieron a la capital de los califas abasíes en todo Oriente. Pero la bruma se disipó. Solo vi casas comunes de barro y palmeras. El sueño se desvaneció. Un frágil puente de pontones cruzaba el Tigris. El agua para riego se extraía del terraplén mediante grandes ruedas propulsadas por caballos. En el margen derecho apareció la tumba de Zubaida, la esposa favorita de Harún al-Raschid. El Mejidieh echó el ancla fuera de la aduana. Un enjambre de barcos con forma de concha (guffas), «sin proa ni popa, y parecidos a un escudo», según Heródoto, rodeó el barco y nos llevó a todos a tierra.
El poderoso califa Al-Mansur fundó Bagdad en el año 762 d. C. y honró a su capital con el título de Dar-es-Selam, o «Morada de Paz». Bajo el mandato de su nieto, Harún al-Raschid «el Justo», la ciudad disfrutó sus días de verdadera gloria. En 1258 Bagdad fue saqueada e incendiada por los mongoles bajo Hulagu Kan; sin embargo, en 1327, Ibn Battuta se asombró por su grandeza y esplendor. Pero en 1401 el terrible Tamerlán llegó a sus puertas. Saqueó y destruyó todo excepto las mezquitas, y construyó una pirámide de noventa mil cabezas humanas.
Poco quedaba en Bagdad de los días de los califas: un caravasar, una puerta de la ciudad, la tumba de Zubaida y el minarete Suq al-Ghazl, altísimo y digno sobre un mar de casas donde vivían doscientas mil personas. Las calles eran estrechas y pintorescas, y fui arrastrado por una multitud de árabes, beduinos, turcos, persas, indios, judíos y armenios, con túnicas alegres. En los bazares, los ojos podían deleitarse con alfombras gloriosas, fajines de seda, tapices y brocados, en su mayoría importados desde la India.
Las casas eran de dos pisos, con balcones y cuartos subterráneos que brindaban refugio durante los calurosos días de verano. Un punkah o ventilador, para mayor comodidad y ventilación, colgaba del techo y un niño lo mantenía en constante movimiento con una cuerda. Altas palmeras se elevaban sobre los techos planos de las casas, y el viento de verano susurraba entre sus ramas.
CAPÍTULO V
UN PERIPLO ARRIESGADO A TRAVÉS DE PERSIA OCCIDENTAL
En Bagdad, acudí a la casa del señor Hilpern, un comerciante inglés. Él y su esposa me recibieron muy hospitalariamente y me quedé con ellos tres días. Paseé por la ciudad y sus alrededores, remé en una guffa en el río y comí majestuosamente en la mesa del señor Hilpern. Parecía creer que yo era un joven imprudente. Había venido solo a Bagdad; y ahora, sin sirviente, cabalgaría de regreso a través del desierto, a través del inseguro Kurdistán y el oeste de Persia, hasta Teherán. No me atreví a decirle que no llevaba en el cinto más de ciento cincuenta krans, estaba decidido a ofrecerme como arriero a través de regiones baldías, en lugar de revelarle mi pobreza.
El señor Hilpern me acompañó a los grandes caravasares relacionados con el bazar. En un patio nos encontramos con algunos hombres que empaquetaban balas
